Libro proporcionado por el equipo
Le Libros
Visite nuestro sitio y descarga esto y otros miles de libros
http://LeLibros.org/
Descargar Libros Gratis, Libros PDF, Libros Online
Inmortal y sediento de sangre humana, Lestat ansía descubrir el secreto de
su inmortalidad. Eso le llevará a recorrer un variado espectro de lugares y
entornos sociales que hace de la suya una apasionante biografía: desde el
lascivo París del siglo XVIII hasta la Roma de Augusto y la Bretaña de los
druidas; desde el Egipto satánico de la prehistoria hasta el mundo frenético
de las estrellas del rock… prácticamente toda la historia.
Anne Rice
Lestat el Vampiro
Crónicas Vampíricas - 2
Este libro está dedicado con cariño
a Stan Rice, Karen O’Brien
y Allen Daviau.
SÁBADO NOCHE EN LA CIUDAD
1984
Soy el vam piro Lestat. Soy inm ortal. Más o m enos. La luz del sol, el calor
prolongado de un fuego intenso… tales cosas podrían acabar conm igo. Pero
tam bién podrían no hacerlo.
Mido un m etro ochenta, una estatura que resultaba bastante im presionante
hacia 1780, cuando y o era un j oven m ortal. Ahora no está m al. Tengo el cabello
rubio y tupido, largo hasta casi los hom bros y bastante rizado, que parece blanco
baj o una luz fluorescente. Mis oj os son grises pero absorben con facilidad los
tonos azules o violáceos de la piel que los rodea. Tam bién tengo una nariz fina y
bastante corta, y una boca bien form ada, aunque resulta dem asiado grande para
el resto del rostro. Una boca que puede parecer m uy m ezquina, o
extrem adam ente generosa, pero siem pre sensual. Mis em ociones y estados de
ánim o se reflej an siem pre en m i expresión. Mi rostro está continuam ente
anim ado.
Mi condición de vam piro se pone de relieve en la piel, extrem adam ente
blanca y que reflej a excesivam ente la luz: ello m e obliga a m aquillarm e para
aparecer ante cualquier tipo de cám ara.
Cuando estoy sediento de sangre, m i aspecto produce verdadero horror: la
piel contraída, las venas com o sogas sobre los contornos de m is huesos… Pero y a
no perm ito que tal cosa suceda, y el único indicio firm e de que no soy hum ano
son las uñas de m is dedos. A todos los vam piros nos sucede lo m ism o: nuestras
uñas parecen de cristal. Y hay gente que se fij a sólo en eso aunque no advierta
nada m ás.
Ahora soy lo que en Norteam érica llam an una superestrella del rock. He
vendido cuatro m illones de copias de m i prim er álbum y voy cam ino de San
Francisco para dar el prim er concierto de una gira nacional que m e llevará de
costa a costa con m i grupo. MTV, el canal por cable de m úsica rock, lleva dos
sem anas pasando m is videoclips día y noche. Tam bién los pasan en el Top of the
Pops inglés y en el continente, así com o en algunas partes de Asia adem ás de en
Japón. Las cintas que recogen la serie com pleta de videoclips se están vendiendo
por todo el m undo.
Tam bién soy autor de una autobiografía que se publicó la sem ana pasada.
Respecto a m i inglés, idiom a que utilizo en la autobiografía, lo em pecé a
aprender de boca de los m arineros que conducían las barcazas por el Mississippi
hasta Nueva Orleans, doscientos años atrás. Después, aum enté m is
conocim ientos con las obras de los escritores anglosaj ones, desde Shakespeare a
Mark Twain y Rider Haggard, a quienes leí con el transcurso de las décadas. El
últim o aporte lo recibí de los relatos policiacos de la revista Black Mask, a
principios del siglo XX.
Eso fue en Nueva Orleans, en 1929.
Cuando escribo, tiendo a em plear un vocabulario que m e habría resultado
natural en el siglo XVIII, a utilizar frases en el estilo de los autores que he leído.
Cuando hablo, en cam bio, a pesar de m i acento francés, parezco una m ezcla
entre m arinero fluvial y el detective Sam Spade. Por lo tanto, espero que no m e
lo tengáis en cuenta si a veces m i estilo resulta contradictorio. Si, de vez en
cuando, hago añicos la atm ósfera de alguna escena dieciochesca.
Desperté en el siglo XX el año pasado.
Dos cosas fueron las que m e hicieron volver a la actividad.
En prim er lugar, la inform ación que m e estaba llegando a través de las voces
am plificadas que habían em pezado a llenar el aire con sus cacofonías por la
m ism a época en que m e había retirado a dorm ir.
Me refiero, por supuesto, a las voces de las radios y de los fonógrafos y, m ás
adelante, de los aparatos de televisión. Oía las radios de los coches que pasaban
por las calles del viej o Garden District, cerca de donde y o y acía, y m e llegaba el
sonido de los fonógrafos y televisores de las casas que rodeaban m i m orada.
Veréis: cuando un vam piro dej a de beber sangre y se lim ita a reposar en la
tierra —es decir, en nuestra j erga, cuando « se entierra» —, pronto queda
dem asiado débil para resucitarse a sí m ism o, y entra en un estado de sopor.
En ese estado, fui absorbiendo las voces lentam ente, envueltas en m is propias
im ágenes m entales, com o les sucede a los m ortales cuando sueñan. Sin em bargo,
en algún m om ento de los últim os cincuenta y cinco años em pecé a « recordar»
lo que estaba oy endo, a seguir los program as de esparcim iento, a escuchar los
boletines de noticias, las letras y los ritm os de las canciones populares.
Y, m uy lentam ente, em pecé a entender el calibre de los cam bios que había
experim entado el m undo. Com encé a prestar atención a ciertos tipos concretos
de inform ación sobre guerras o nuevos intentos, a ciertos nuevos m odos de
hablar.
A continuación, fui despertándom e a un estado de vigilia. Me di cuenta de que
y a no estaba soñando. Estaba pensando en lo que oía. Estaba perfectam ente
despierto. Me hallaba sepultado baj o tierra y m e sentía sediento de sangre viva.
Medité sobre que tal vez estaban y a curadas todas las viej as heridas que y o había
recibido. Quizá m e habían vuelto las fuerzas. Quizás incluso habían aum entado,
com o sin duda habría sucedido, con el paso del tiem po, de no haber sido herido.
Deseé averiguarlo.
Com encé a obsesionarm e con la idea de beber sangre hum ana.
La segunda cosa que m e hizo volver a la actividad —el m otivo decisivo, en
realidad— fue la repentina presencia, cerca de m i lugar de reposo, de un grupo
de j óvenes cantantes de rock que se hacían llam ar La Noche Libre de Satán.
Los j óvenes se instalaron en una casa de Sixth Street —a m enos de una
m anzana de donde y o dorm itaba baj o m i casa de Pry tania, cerca del cem enterio
Lafay ette— y em pezaron a ensay ar sus piezas de rock en el desván en algún
m om ento de 1984.
Yo escuchaba el fragor de sus guitarras eléctricas, el frenesí de sus voces.
Eran canciones tan buenas com o las que oía por las em isoras de radio o los
equipos estéreos, y m ás m elodiosas que la m ay oría. Pese a la contundencia de la
batería, su m úsica tenía algo de rom ántica. El piano eléctrico sonaba com o un
clavicordio.
Capté im ágenes de los pensam ientos de los m úsicos y así supe qué aspecto
tenían, qué veían cuando se m iraban entre ellos o ante un espej o. Eran unos
j óvenes m ortales esbeltos, nervudos y, en conj unto, encantadores; dos chicos y
una chica, seductoram ente andróginos y hasta un poco salvaj es en sus
m ovim ientos y en su indum entaria.
Cuando se ponían a tocar, su m úsica sofocaba todas las dem ás voces
am plificadas a m i alrededor. Sin em bargo, eso, para m í, no resultaba ningún
problem a.
Tuve ganas de levantarm e y de unirm e a aquel grupo de rock llam ado La
Noche Libre de Satán. Sentí deseos de cantar y de bailar.
Pero no puedo decir que, en un prim er m om ento, esos deseos tuvieran m ucho
de pensam iento elaborado. Me guiaba, m ás bien, un im pulso irrefrenable, lo
bastante poderoso com o para hacerm e salir de las entrañas de la tierra.
Me sentía fascinado por el m undo de la m úsica rock, por cóm o sus cantantes
podían gritar sobre el bien y el m al, proclam arse ángeles o dem onios, entre las
ovaciones y el entusiasm o de los m ortales. A veces, parecían la personificación
de la locura. Y, sin em bargo, la com plej idad de sus actuaciones resultaba
tecnológicam ente deslum brante. Era un espectáculo bárbaro y cerebral com o no
creo que el m undo hay a visto nunca en el pasado.
Por supuesto, todo aquel delirio era m etafórico. Ninguno de aquellos
cantantes creía en ángeles o dem onios, por m uy bien que interpretaran sus
papeles. Y tam bién los actores de la antigua Commedia italiana habían parecido
igual de osados, de inventivos, de escandalosos.
Sin em bargo, había en ellos algo totalm ente nuevo: los extrem os a que
llevaban la actuación, la brutalidad y el desafío que expresaban… y el m odo en
que eran aceptados por el m undo, desde el m ás rico al m ás pobre.
Tam bién había algo de vam pirism o en la m úsica rock. Debía de sonarle
sobrenatural incluso a quienes no creían en lo sobrenatural. Me refiero a cóm o la
electricidad podía sostener indefinidam ente una nota, a cóm o se podía
superponer una arm onía tras otra hasta que uno se sentía disolver en el sonido.
¡Qué profunda sensación de tem or reverencial despertaba aquella m úsica! El
m undo no la había experim entado nunca de la m ism a form a hasta entonces.
Sí, quise acercarm e m ás a ella. Quise hacerla. Tal vez llevar a la fam a a
aquel grupito desconocido. La Noche Libre de Satán. Estaba dispuesto a volver a
la vida.
Me llevó alrededor de una sem ana hacerlo. Me alim enté con la sangre fresca
de los anim alillos que viven baj o tierra, cuando podía capturarlos. Después,
em pecé a excavar con las m anos hacia la superficie, donde pude recurrir a las
ratas. Después, no m e costó m ucho cazar algunos felinos, hasta llegar,
finalm ente, a la inevitable prim era víctim a hum ana, aunque tuve que esperar
m ucho para encontrar el tipo concreto de individuo que buscaba: un hom bre que
hubiera m atado a otros m ortales y no sintiera rem ordim ientos de ello.
Por fin, cam inando m uy pegado a la verj a, se acercó alguien así, un j oven de
barba entrecana que había m atado a otro en cierto lugar m uy lej ano, al otro lado
del m undo. Un auténtico hom icida, sin la m enor duda. ¡Y, ah, ese prim er sabor a
lucha hum ana y a sangre hum ana!
Robar ropas de las casas próxim as y recuperar parte del oro y las j oy as que
había escondido en el cem enterio Lafay ette no m e representó ningún problem a.
Naturalm ente, de vez en cuando tenía un sobresalto. El hedor de gasolina y a
productos quím icos m e ponía enferm o. El zum bido de los aparatos de aire
acondicionado y el ruido de los aviones al pasar sobre m i cabeza m e producían
dolor de oídos.
Con todo, a la tercera noche de haber reaparecido, y a circulaba rugiendo por
Nueva Orleans en una gran m otocicleta Harley -Davidson de color negro,
haciendo un ruido ensordecedor. Buscaba m ás hom icidas de los que
alim entarm e. Llevaba unas espléndidas ropas de cuero negro que había quitado a
m is víctim as y, en el bolsillo, un pequeño walkman Sony estéreo cuy os
m inúsculos auriculares hacían sonar dentro de m i cabeza el Arte de la Fuga, de
Bach, m ientras daba gas por las avenidas.
Volvía a ser el vam piro Lestat. Estaba de nuevo en acción. Nueva Orleans
volvía a ser m i territorio de caza.
En cuanto a m is fuerzas, se habían triplicado respecto a lo que eran antes. De
un salto, podía alcanzar el tej ado de una casa de cuatro pisos desde la calle. Podía
arrancar rej as de las ventanas y doblar por la m itad una m oneda. Si quería, podía
escuchar las voces y los pensam ientos hum anos a m anzanas de distancia.
Al final de la prim era sem ana, contraté en un rascacielos de acero y cristal
del centro de la ciudad a una bella abogada que m e ay udó a conseguir un
certificado legal de nacim iento, una cartilla de la Seguridad Social y un perm iso
de conducir. Buena parte de m is viej as riquezas estaban y a cam ino de Nueva
Orleans desde unas cuentas num eradas del inm ortal Banco de Inglaterra y de la
Banca Rothschild.
Pero lo m ás im portante de todo era que y o m e encontraba m uy concentrado
en hacer com probaciones. Y constaté que cuanto m e habían contado las voces
am plificadas acerca del siglo XX era verdad.
He aquí lo que descubrí m ientras deam bulaba por las calles de Nueva
Orleans en 1984:
El som brío y aterrador m undo industrial, del que hacía tanto tiem po m e había
retirado a m i largo sueño, se había consum ido por fin, y la viej a conform idad y
pacata pudibundez burguesa habían perdido su dom inio de la m entalidad
norteam ericana.
La gente volvía a ser atrevida y erótica com o en los viej os tiem pos, antes de
las grandes revoluciones de la clase m edia de fines del siglo XVIII. Incluso su
aspecto recordaba al de esos tiem pos.
Los hom bres y a no lucían el uniform e a lo Sam Spade —traj e y som breros
grises, cam isa y corbata—, sino que, si lo deseaban, podían vestirse con sedas y
terciopelos y colores chillones. Tam poco tenían y a que cortarse el cabello com o
legionarios rom anos; cada uno lo llevaba a la m edida que quería.
Y las m uj eres… ¡ah!, daba gloria ver a las m uj eres, desnudas baj o el calor
prim averal com o si estuvieran en tiem po de los faraones egipcios, con
reducidísim as faldas cortas o vestidos com o túnicas, o luciendo pantalones de
hom bre y cam isetas aj ustadas sobre sus cuerpos curvilíneos, a su elección. Se
m aquillaban y lucían aderezos de oro o de plata aunque fuera para ir a la tienda
de la esquina, o bien aparecían sin adornos y con el rostro absolutam ente lim pio
de cosm éticos: no im portaba. Se rizaban el cabello com o María Antonieta, o lo
llevaban corto, o se dej aban m elena y la llevaban suelta.
Quizá por prim era vez en la historia, resultaban tan fuertes e interesantes
com o los hom bres.
Y todo esto sucedía no sólo entre los ricos, que siem pre han poseído un cierto
carácter andrógino y una cierta alegría de vivir que los revolucionarios de las
clases m edias llam aron, en el pasado, decadencia, sino entre la gente norm al del
país.
La antigua sensualidad aristocrática pertenecía ahora a todo el m undo. Estaba
vinculada a las prom esas de la revolución de las clases m edias y todos los
individuos tenían derecho al am or, al luj o y a las cosas elegantes.
Los grandes alm acenes se habían convertido en palacios de em bruj o casi
oriental con sus m ercaderías expuestas entre m oquetas de tonos suaves, m úsica
espectral y luz ám bar. En las droguerías, abiertas las veinticuatro horas, las
botellas de cham pú verdes y violetas brillaban com o piedras preciosas en las
refulgentes estanterías de cristal. Las cam areras acudían al trabaj o en
autom óviles de finas líneas tapizados de cuero. Los trabaj adores portuarios se
daban un baño en la piscina clim atizada del j ardín de su casa cuando volvían del
trabaj o. Las m uj eres de la lim pieza y los fontaneros, al final de la j ornada,
vestían ropas de buena calidad y corte exquisito.
De hecho, la pobreza y la suciedad, habituales en las grandes ciudades de la
Tierra desde tiem pos inm em oriales, habían desaparecido casi por com pleto.
No encontraba uno inm igrantes cay endo m uertos de inanición en cualquier
callej a. No había barrios pobres superpoblados donde durm ieran ocho o diez
personas en una habitación. Nadie arroj aba los desperdicios a las alcantarillas.
El núm ero de m endigos, tullidos, huérfanos y enferm os incurables se había
reducido hasta el punto de no apreciarse en absoluto su presencia por las calles
inm aculadas de la ciudad.
Hasta los borrachos y lunáticos que dorm ían en los bancos de los parques y
en las estaciones de autobuses com ían carne con regularidad e incluso tenían
radios que escuchar y llevaban ropas que habían sido lavadas.
Pero esto era sólo en la superficie. Me quedé asom brado al com probar otros
cam bios m ás profundos provocados por aquel pasm oso sistem a de vida.
Por ej em plo, algo com pletam ente m ágico había sucedido con las épocas.
Lo viej o y a no era sustituido rutinariam ente por lo nuevo. Al contrario, el
inglés que oía a m i alrededor era el m ism o que conocía del siglo XIX. Incluso la
antigua j erga « no hay m oros en la costa» o « m ala suerte» o « ahí está el
asunto» seguía « funcionando» . Al propio tiem po, otras frases novedosas y
fascinantes com o « te han lavado el cerebro» o « es m uy freudiano» estaban en
labios de todos.
En el m undo artístico y del espectáculo, todos los siglos anteriores estaban
siendo « reciclados» . Los m úsicos interpretaban por igual a Mozart que una
m úsica de j azz o de rock.
La gente iba a ver Shakespeare una noche, y una película francesa al día
siguiente.
Uno podía com prar cintas de m adrigales m edievales en una enorm e tienda
ilum inada con fluorescentes y escucharlas en el equipo estéreo del coche
m ientras corría por la autopista a ciento cincuenta por hora. En las librerías, la
poesía del Renacim iento estaba a la venta j unto a las novelas de Dickens o de
Ernest Hem ingway. Los m anuales de educación sexual coexistían en la m ism a
estantería con el Libro de los Muertos egipcio. A veces, la riqueza y la pulcritud
que m e rodeaban se convertían en una especie de alucinación, y y o m e sentía
com o a punto de desm ay arm e.
En los escaparates de las tiendas, contem plaba estupefacto ordenadores y
teléfonos de form as y colores tan puros com o las conchas de m oluscos m ás
exóticas de la naturaleza. Lim usinas plateadas de enorm es proporciones
navegaban por las estrechas callej as del barrio francés com o indestructibles
m onstruos m arinos. Deslum brantes torres de oficinas desgarraban el cielo
nocturno com o obeliscos egipcios al lado de los desvencij ados edificios de ladrillo
de la viej a Canal Street. Incontables program as de televisión vertían su incesante
fluj o de im ágenes en el aire acondicionado de las habitaciones de hotel.
Pero, en verdad, y o no estaba sufriendo una serie de alucinaciones. El
siglo XX había heredado la tierra en todos los sentidos de la expresión.
Y una parte no pequeña de este im previsto m ilagro era la inocente curiosidad
de las gentes en m edio de su libertad y de su prosperidad. El Dios cristiano estaba
tan m uerto com o en el siglo XVIII, y ninguna nueva religión mitológica había
ocupado el lugar de la anterior.
Com o contrapartida, hasta la gente m ás sencilla de esta época era im pulsada
por una vigorosa m oralidad secular, m ás fuerte que cualquier m oral religiosa que
y o hubiera conocido. Los intelectuales m arcaban la pauta, pero, por todo el país,
personas m uy corrientes y norm ales se preocupaban apasionadam ente de « la
paz» , « los hom bres» y « el planeta» , com o im pulsadas por un celo m ístico.
En este siglo se proponían elim inar el ham bre. Y acabar a toda costa con la
enferm edad. Discutían con ardor sobre la ej ecución de crim inales condenados,
sobre el aborto. Y com batían las am enazas de la « contam inación am biental» y
del « holocausto nuclear» con la m ism a ferocidad con que siglos atrás la había
em pleado el hom bre contra la bruj ería y las herej ías.
En cuanto a la sexualidad, y a no era un asunto envuelto en supersticiones y
tem ores. El tem a se había despoj ado de sus últim as connotaciones religiosas. Por
eso la gente se paseaba m edio desnuda. Por eso se besaban y se abrazaban por
las calles. Ahora se hablaba de ética y de responsabilidad y de la belleza del
cuerpo. Había barreras m uy efectivas para librarse de un em barazo o del
contagio de eventuales enferm edades venéreas. ¡Ah, el siglo XX! ¡Ah, las
vueltas que da el m undo! El futuro había sobrepasado m is sueños m ás
descabellados. Había dej ado com o estúpidos a los agoreros del pasado.
Medité m ucho sobre esta m oralidad secular libre de pecados, sobre este
optim ism o, sobre este m undo brillantem ente ilum inado donde el valor de la vida
hum ana era m ay or de lo que había sido nunca.
En la am arillenta penum bra de luz eléctrica de una espaciosa habitación de
hotel, m e senté ante la pantalla del televisor para ver una película de guerra,
asom brosam ente bien hecha, titulada Apocalypse Now. Era una gran sinfonía de
sonido y color que cantaba a la centenaria batalla del m undo occidental contra el
m al. « Debe hacerse am igo del horror y del terror m oral» , dice el com andante
loco en la salvaj e j ungla cam boy ana, a lo que el hom bre occidental contesta lo
que siem pre ha respondido: « No» . No. El horror y el terror m oral no pueden
tener disculpa j am ás. No tienen valor real. El m al en estado puro no tiene cabida
real.
Y eso significa que yo no tengo cabida, ¿verdad?
Excepto, quizás, en el arte que repudia el m al —los cóm ics de vam piros, las
novelas de horror, los viej os relatos fantásticos del Rom anticism o— o en los
cantos rugientes de los astros del rock que representan en el escenario las batallas
contra el m al que cada m ortal libra en su interior.
Aquella desconcertante irrelevancia para el desarrollo general de las cosas
era suficiente para que un m onstruo surgido del pasado volviera al seno de la
tierra, para hacerle enterrarse y llorar. O para hacerle convertirse en un cantante
de rock. Bien pensado…
Me pregunté dónde estarían los dem ás m onstruos del pasado. ¿Cóm o
existirían otros vam piros en un m undo donde cada m uerte quedaba registrada en
gigantescos ordenadores electrónicos, y donde los cuerpos eran conducidos a
criptas refrigeradas? Probablem ente, se esconderían en las som bras com o
repugnantes insectos, com o siem pre habían hecho, por m ucho que filosofaran y
celebraran reuniones.
Muy bien: si yo alzara la voz junto a mi grupito de rock, La Noche Libre de
Satán, tardaría muy poco en hacerles salir a todos a la superficie.
Continué m i educación en el m undo m oderno. Conversé con m ortales en
estaciones de autobús y gasolineras y en elegantes locales de copas. Leí libros.
Me atavié con brillantes ropas de ensueño en las tiendas elegantes. Llevaba
cam isas blancas de cuello de cisne y chaquetas de safari de color caqui tostado, o
luj osas am ericanas de terciopelo gris con bufanda de cachem ira. Me oscurecía
el rostro con m aquillaj e para poder pasar baj o las luces de los superm ercados
abiertos noche y día, los locales de ham burguesas, las callej as carnavaleras
donde se sucedían los clubs nocturnos.
Estaba aprendiendo. Estaba entusiasm ado.
Y el único problem a que tenía era que escaseaban los asesinos de quienes
alim entarse. En este m undo reluciente de inocencia y abundancia, de gentileza y
j ovialidad y estóm agos llenos, los ladrones rebanapescuezos del pasado y sus
peligrosos escondrij os portuarios habían casi desaparecido. Así pues, tuve que
esforzarm e para conseguir una vida. Sin em bargo, siem pre he sido un cazador y
m e gustaban los tenebrosos salones de billar, llenos de hum o y con una única luz
bañando el tapete verde rodeado de expresidiarios tatuados, tanto com o los
brillantes clubs nocturnos forrados de satén de los grandes hoteles de cem ento. Y
cada vez aprendía m ás cosas de m is presas: los traficantes de drogas, los
proxenetas, los asesinos que se j untaban a las pandillas de m otoristas. Y estaba
m ás resuelto que nunca a no beber sangre inocente.
Por fin, llegó el m om ento de visitar a m is vecinos, el grupo de rock La Noche
Libre de Satán.
A las seis y m edia de una tarde de sábado cálida y húm eda, llam é al tim bre
del cuarto de ensay o del desván. Los herm osos j óvenes estaban echados en el
suelo con sus cam isas de seda irisadas y sus pantalones de lona aj ustados,
fum ando un poco de m arihuana y quej ándose de su cochina m ala suerte para
conseguir « bolos» en el sur.
Parecían unos ángeles bíblicos, con su cabello largo, lim pio y desgreñado, y
sus m ovim ientos felinos; sus aderezos eran egipcios. Y se m aquillaban la cara y
los oj os incluso para ensay ar.
Me sentí abrum ado de excitación y de am or con sólo m irar a aquel trío, Alex
y Larry y la apetitosa Dam a Dura.
Y en un espeluznante m om ento en que el m undo pareció quedarse quieto
baj o m is pies, les revelé quién era. La palabra « vam piro» no les resultó nada
nuevo. En la galaxia donde aquellos j óvenes brillaban, un m illar de cantantes
habían lucido y a el disfraz teatral de la capa negra y los colm illos.
Pese a todo, revelar aquella verdad prohibida a los m ortales m e hizo sentir
m uy extraño. En doscientos años, j am ás se la había revelado a nadie que no
estuviera y a m arcado para convertirse en uno de nosotros. Ni siquiera se lo había
confiado nunca a m is víctim as antes de que cerrasen los oj os.
Y ahora, en cam bio, se lo dij e clara y abiertam ente a aquellas herm osas
criaturas. Les dij e que quería cantar con ellos y que, si confiaban en m í,
term inarían ricos y fam osos. Que y o les sacaría de aquel desván y les conduciría
al gran m undo m ontados en una ola de am bición sobrenatural y despiadada.
Sus oj os se em pañaron m ientras m e m iraban, y la pequeña estancia del
siglo XX, de estuco y tablero, se llenó de risas y de entusiasm o.
Me arm é de paciencia con ellos. ¿Por qué no iba a hacerlo? Yo sabía que era
un dem onio y que podía im itar casi todos los sonidos y m ovim ientos hum anos,
pero ¿cóm o podía hacérselo entender? Me coloqué ante el piano eléctrico y
em pecé a tocar y a cantar.
Al principio im ité las canciones rock, y luego fui evocando viej as letras y
m elodías, canciones francesas enterradas en lo m ás profundo de m i alm a pero
nunca abandonadas del todo, y las fundí con unos ritm os brutales im aginando
ante m í un pequeño teatro parisiense, abarrotado allí lej os en un tiem po de hacía
cientos de años. Un peligroso apasionam iento henchía m i ser, casi am enazando
m i equilibrio. Era peligroso que aquel sentim iento surgiera tan pronto. Pese a ello,
continué cantando y golpeando las bruñidas teclas blancas del piano eléctrico, y
algo se m e rasgó en el alm a. No im portaba que aquellas tiernas criaturas
m ortales que m e rodeaban no lo supieran nunca.
Me bastaba con que estuvieran exultantes, que les encantara aquella m úsica
espectral e inconexa, que estuvieran gritando, que vieran un futuro de
prosperidad; m e bastaba con ver en ellos nacer y crecer el ím petu del que habían
carecido hasta entonces. Conectaron las grabadoras y em pezam os a tocar y a
cantar j untos, haciendo lo que llam aban una jam session. El desván se llenó del
arom a de su sangre y de nuestras atronadoras canciones. A continuación, sin
em bargo, recibí una sorpresa com o nunca había im aginado ni en m is sueños m ás
extraños, algo tan extraordinario com o la propia revelación que hacía un rato
había y o hecho a aquellas criaturas. De hecho, resultó tan abrum adora que m e
habría podido im pulsar a retirarm e de su m undo y volver a enterrarm e.
No quiero decir con ello que habría vuelto a caer en el estado de sopor
profundo, pero seguram ente m e habría apartado de La Noche Libre de Satán y
m e habría pasado unos cuantos años vagando, aturdido y tratando de
recuperarm e del golpe.
Lo que sucedió fue que los dos chicos —Alex, el delgado y nervudo batería
de aspecto delicado, y su rubio herm ano, Larry, el m ás alto— reconocieron m i
nom bre cuando les revelé que era Lestat.
No sólo lo reconocieron, sino que lo relacionaron con toda una serie de
inform aciones acerca de m í que habían leído en un libro.
De hecho, les pareció m agnífico que no pretendiera ser un vam piro
cualquiera. Ni, por supuesto, el conde Drácula. Todo el m undo estaba harto del
conde Drácula. Los j óvenes consideraron m aravilloso que m e hiciera pasar por
el vam piro Lestat.
—¿Cóm o que « hacerm e pasar» ? —protesté, pero ellos se burlaron de m i
exagerada teatralidad, de m i acento francés.
Les contem plé durante unos instantes y probé a sondear sus pensam ientos.
Por supuesto, no había esperado que m e crey eran un vam piro de verdad; pero
que hubieran leído algo sobre un vam piro de ficción con un nom bre tan insólito
com o el m ío… ¿qué explicación tenía?
Noté que em pezaba a perder la confianza en m í m ism o. Y cuando pierdo la
confianza, m is poderes se resienten. El pequeño estudio de ensay o pareció
em pequeñecer, y los instrum entos, los cables y las antenas tenían algo de
insectos am enazadores.
—Enseñadm e ese libro —dij e entonces. Los chicos traj eron de la otra
habitación una pequeña novela en edición barata que se caía en pedazos. La
encuadernación había desaparecido, la cubierta estaba rota y el libro se m antenía
j unto gracias a una gom a elástica.
Tuve una especie de escalofrío sobrenatural al contem plar la cubierta.
Entrevista con el vampiro. Trataba de un m uchacho m ortal que conseguía de uno
de los no m uertos que le contara su historia.
Con perm iso de los j óvenes, pasé a la otra habitación, m e eché en la cam a y
em pecé a leer. Cuando llevaba leída m ás de la m itad, cerré el libro y dej é la
casa de los m úsicos. Me detuve de pie con el libro baj o una farola de la calle, y
allí perm anecí hasta que lo hube term inado. Luego lo guardé con cuidado en el
bolsillo interior de la chaqueta. No volví a presentarm e ante el grupo hasta siete
noches después.
Durante gran parte de ese tiem po continué deam bulando, surcando la noche
en m i m oto Harley -Davidson con las Variaciones Goldberg, de Bach, sonando a
todo volum en. Y continué preguntándom e: « ¿Qué quieres hacer ahora, Lestat?» .
El resto del tiem po lo dediqué a estudiar con renovado interés. Leía los
gruesos volúm enes de historias y enciclopedias de la m úsica rock, las crónicas de
sus principales artistas. Escuchaba discos y estudiaba en silencio cintas de vídeo
de conciertos. Y, cuando la noche quedaba vacía y en calm a, oía las voces de
Entrevista con el vampiro cantándom e com o si lo hicieran desde la tum ba. Leí el
libro una y otra vez; y por fin, en un m om ento de furia y desdén, lo rom pí en
pedazos.
Finalm ente, tom é una decisión.
Me reuní con m i j oven abogada, Christine, en el despacho a oscuras del
rascacielos de oficinas, sin m ás luces que las del centro urbano para vernos. La
m uchacha tenía un aspecto encantador, recortada contra la pared acristalada;
tras ésta, los edificios en penum bra form aban un paisaj e áspero en el que ardía
un m illar de antorchas.
—Ya no basta con que m i pequeño grupo de rock tenga éxito —le dij e—.
Debem os crearnos una fam a que lleve m i voz y m i nom bre a los m ás rem otos
rincones del m undo.
Con palabras inteligentes y pausadas, com o suelen hacer los abogados,
Christine m e aconsej ó que no arriesgara m i fortuna. Sin em bargo, cuando insistí
con obsesiva confianza, aprecié cóm o la iba seduciendo, cóm o se disolvía
lentam ente su sentido com ún.
—Para las film aciones y vídeos, quiero los m ej ores directores franceses —le
indiqué—. Debes traerlos aquí de Nueva York y de Los Ángeles. Hay dinero de
sobra para eso. Y, sin duda, aquí podrás encontrar los estudios donde preparar
nuestra obra. Sobre esos j óvenes productores de grabación que hacen las m ezclas
de sonido, tam bién debes traer los m ej ores. No im porta cuánto invirtam os en esta
em presa. Lo im portante es que esté bien organizada y que hagam os el trabaj o en
secreto hasta el m om ento de la presentación, cuando nuestros álbum es y
film aciones aparezcan al m ism o tiem po que el libro que m e propongo escribir.
Finalm ente, la cabeza de la abogada se llenó de sueños de riqueza y poder. Su
estilográfica se deslizaba rauda m ientras tom aba notas.
¿Y cuáles eran m is sueños m ientras seguía hablándole? Soñaba con una
rebelión sin precedentes, con un m agno y aterrador desafío a los de m i especie
en todo el m undo.
—Respecto a los vídeos —dij e—, debes encontrar directores que lleven a
cabo m is visiones. Los film es serán consecutivos y contarán la m ism a historia
que el libro que quiero escribir. En cuanto a las canciones, m uchas de las cuales
he com puesto y a, debes ocuparte de encontrar los m ej ores instrum entos;
sintetizadores, guitarras eléctricas, violines, sistem as de sonido de prim era
categoría. Más tarde nos ocuparem os de otros detalles: el diseño de las
indum entarias de vam piros, el m odo de presentación ante las em isoras de
televisión de m úsica rock, la organización de nuestro prim er concierto con
público en San Francisco… Todo eso lo estudiarem os a su debido tiem po. Lo
im portante ahora es que hagas las llam adas telefónicas precisas, que consigas la
inform ación que necesitas para em pezar.
No volví a ver a los chicos de La Noche Libre de Satán hasta haber cerrado
los acuerdos previos y haber estam pado las prim eras firm as. Una vez fij adas las
fechas y alquilados los estudios, form alizam os los contratos definitivos.
A continuación, Christine m e acom pañó a adquirir una enorm e lim usina para
m is queridos j óvenes m úsicos, Larry y Alex y la Dam a Dura. Teníam os una
enorm e cantidad de dinero y una serie de papelotes que firm ar.
Baj o los robles am odorrados de aquella tranquila calle de Garden District,
llené de cham pán sus brillantes copas de cristal.
—¡Por El Vam piro Lestat! —Brindam os todos a la luz de la luna. Aquél iba a
ser el nuevo nom bre del grupo; y tam bién iba a ser el título del libro que m e
proponía escribir. La Dam a Dura m e echó al cuello sus bracitos apetitosos y nos
besam os con ternura entre las risas generales y los vapores del vino. ¡Ah, el olor
a sangre inocente!
Y cuando los m úsicos se hubieron m archado en el im ponente vehículo
tapizado en terciopelo, di un paseo en solitario hacia St. Charles Avenue baj o la
noche refrescante, pensando en el peligro que iban a correr m is pequeños am igos
m ortales.
El peligro no provendría de m í, por supuesto. Pero cuando el largo período de
secreto term inara, los tres m uchachos se encontrarían, sin com erlo ni beberlo, en
el centro de la atención internacional, tras la siniestra y osada figura de su líder y
cantante. « Muy bien —pensé—: y o les rodearía de guardaespaldas y m oscones
en todo m om ento y lugar. Les protegería de otros inm ortales com o m ej or
pudiera. Y si los inm ortales seguían com portándose com o en los viej os tiem pos,
nunca se arriesgarían a un vulgar enfrentam iento con un grupo de hum anos
m ortales com o aquél» .
Mientras recorría la bulliciosa avenida, oculté m is oj os tras unas gafas de sol
reflectantes. Monté en el desvencij ado tranvía de St. Charles para llegar hasta el
centro de la ciudad. Luego, abriéndom e paso entre los transeúntes de aquellas
prim eras horas de la noche, entré casualm ente en una elegante librería de dos
plantas llam ada De Ville Books y m e detuve ante el pequeño ej em plar de bolsillo
de Entrevista con el vampiro que descubrí en una estantería.
Me pregunté cuántos de m i especie se habrían fij ado en el libro. De
m om ento, no im portaban los m ortales, que lo consideraban una obra de ficción.
¿Cóm o reaccionarían los otros vam piros? Porque, si existe una ley que todos los
vam piros consideran sagrada es no hablar nunca de nosotros a los mortales. Uno
no revela nunca sus « secretos» a un hum ano, a m enos que pretenda transm itir a
éste el Don Oscuro de nuestros poderes. Un inm ortal no revela el nom bre de sus
congéneres, ni dónde puedan tener su guarida.
Mi am ado Louis, el narrador de Entrevista con el vampiro, se había saltado
todas estas norm as. Había ido m ucho m ás allá que y o con m i reducida
revelación a los m uchachos del conj unto: él se lo había contado a m iles de
lectores. Sólo le había faltado trazar un plano y m arcar con un aspa el lugar
exacto de Nueva Orleans donde y o reposaba, aunque no quedaba claro hasta qué
punto lo conocía de verdad, ni cuáles eran sus intenciones.
Fuera com o fuese, lo cierto era que otros vam piros lo perseguirían hasta
atraparle por lo que había hecho. Y había form as m uy sencillas de destruir a un
vam piro, sobre todo en estos tiem pos. Si aún seguía existiendo, Louis era ahora un
proscrito y viviría baj o la perm anente am enaza de nuestra propia especie, m ás
terrible de la que podría suponer j am ás ningún m ortal.
Aquél era un m otivo m ás para m is deseos de que el libro y el grupo El
Vam piro Lestat alcanzaran la fam a lo antes posible. Tenía que encontrar a Louis.
Era preciso que hablara con él. En realidad, después de leer su relato de cóm o
habían sucedido las cosas, ansiaba verle, anhelaba sus ilusiones rom ánticas e
incluso su falta de honradez. Anhelaba incluso su caballerosa m alicia y su
presencia física, el sonido engañosam ente suave de su voz.
Por supuesto, algo tiraba de m í pidiéndom e odiarle por las m entiras que decía
de m í, pero el am or que sentía por él era m ucho m ás fuerte que la inclinación
hacia ese odio. Louis había com partido conm igo los años oscuros y rom ánticos
del siglo XIX, era m i com pañero com o no lo había sido ningún otro inm ortal.
Y ansiaba escribir m i libro por él, no com o respuesta a su m aliciosa
Entrevista con el vampiro, sino para narrar todo lo que y o había visto y aprendido
antes de entrar en contacto con él, la historia que no había tenido ocasión de
contarle en el pasado.
Ahora, a m í tam poco m e im portaban y a las viej as norm as.
Quería saltárm elas todas. Y quería usar el conj unto m usical y el libro para
hacer aparecer no sólo a Louis, sino tam bién a todos los otros dem onios que había
conocido y am ado a lo largo del tiem po. Quería encontrar a los perdidos,
despertar a quienes dorm ían com o y o lo había hecho.
Antiguos y recién llegados, herm osos y perversos y locos y despiadados…
todos vendrían a por m í cuando contem plaran los vídeos y escucharan los discos,
cuando toparan con el libro en los escaparates de las tiendas y supieran
exactam ente dónde encontrarm e. Yo sería Lestat, la superestrella del rock. Sí,
que vinieran a San Francisco para m i prim era actuación en público. Allí estaría.
Pero había otra razón para m i aventura… una razón todavía m ás peligrosa,
m ás desquiciada y placentera. Quería que los m ortales supieran de nuestra
existencia. Quería proclam arla al m undo igual que la había revelado a Alex,
Larry y la Dam a Dura, y a m i dulce abogada, Christine.
Y no im portaba que ellos no m e crey eran. No im portaba que pensaran que
todo era un m ontaj e. La realidad era que, después de dos siglos de clandestinidad,
y o aparecía abiertam ente entre los m ortales. Pronunciaba m i nom bre en voz
alta, declaraba sin tem or m i condición… ¡Existía!
Tam bién en esto, sin em bargo, iba m ucho m ás allá que Louis. Su historia,
pese a sus peculiaridades, había pasado por m era ficción. En el m undo m ortal, su
libro era tan inocuo com o los decorados del viej o Teatro de los Vam piros en el
París donde los locos habían sim ulado ser actores interpretando papeles de locos
en un escenario rem oto e ilum inado a gas.
Yo saldría ante las cám aras baj o los focos com o soles. Extendería las m anos
y tocaría con m is dedos helados un m illar de m anos cálidas y deseosas de asirlos.
Prim ero les aterrorizaría, si era posible, y luego, si podía, les hechizaría y les
convencería de la verdad.
Y suponed —suponedlo sólo— que cuando los cadáveres em pezaran a
aparecer en cantidades cada vez m ay ores, que cuando los m ás próxim os a m í
em pezaran a prestar atención a sus inevitables sospechas… ¡im aginad que el
m ontaj e dej ara de serlo y se hiciera real!
¿Qué sucedería si m i público se convencía, si com prendía realm ente que este
m undo todavía albergaba al vam piro, aquel ser dem oníaco surgido del pasado…?
¡Ah, qué grande y gloriosa guerra libraríam os entonces!
Los vam piros seríam os conocidos; ¡y perseguidos y com batidos por el
hom bre en aquella brillante selva urbana com o ningún otro m onstruo m ítico lo
había sido j am ás!
¿Cóm o podía no encantarm e esa idea? ¿Cóm o no iba a m erecer la pena
correr el m ay or peligro, sufrir la m ás total y atroz derrota? Incluso en el
m om ento de la destrucción, m e sentiría m ás vivo que nunca.
Pero, a decir verdad, no creía que llegáram os nunca a eso, a que los m ortales
crey eran en nosotros. Los m ortales nunca m e han dado m iedo.
La guerra que iba a desencadenarse era la otra, ésa en la que todos m is
com pañeros se m e unirían… o vendrían j untos a com batirm e.
Ésa era la auténtica razón de que existiera el conj unto El Vam piro Lestat. Ése
era el j uego por el que había apostado.
Pero esa otra posibilidad deliciosa de que se produj eran realm ente la
revelación y el desastre… ¡En fin, eso le añadiría m ucho interés al asunto!
Dej é atrás el deprim ente erial de Canal Street y subí de nuevo la escalera
hasta m is aposentos en el anticuado hotel del barrio francés. Era un lugar
tranquilo y adecuado para m í, con las estrechas callej as de casitas de estilo
español del Vieux Carré, que tan bien conocía, extendiéndose baj o las ventanas.
Puse en el aparato gigante de televisión la cinta de Muerte en Venecia, la
herm osa película de Visconti. En cierta escena, un actor decía que el m al era una
necesidad. Que era alim ento para el espíritu.
No lo creí, pero deseé que fuera cierto. Así podría ser sim plem ente Lestat, el
m onstruo, ¿no es cierto? ¡Y y o tenía siem pre un gran talento para m onstruo! ¡Ah,
en fin…!
Puse un nuevo disquete en el ordenador portátil y em pecé a escribir la
historia de m i vida.
LA EDUCACIÓN JUVENIL
Y LAS AVENTURAS DEL VAMPIRO
LESTAT
PRIMERA PARTE
LA APARICIÓN DE LELIO
1
El invierno en que cum plí veintiún años, salí a caballo en solitario para acabar
con una m anada de lobos.
Esto sucedía en las tierras de m i padre, en la región francesa de Auvernia,
durante las últim as décadas que precedieron a la Revolución Francesa.
Era el peor invierno que y o recordaba, y los lobos se dedicaban a robar las
ovej as de nuestros cam pesinos e incluso m erodeaban de noche por las calles del
pueblo.
Aquéllos eran años am argos para m í. Mi padre era el m arqués; y y o, su
séptim o hij o y el m enor de los tres que habían sobrevivido hasta la edad adulta,
no tenía derechos al título ni a las tierras y carecía de perspectivas. Así habrían
sido las cosas para un hij o m enor aunque la m ía hubiera sido una fam ilia
acaudalada, pero todas nuestras riquezas se habían consum ido m ucho tiem po
atrás. Augustin, m i herm ano m ay or y heredero legítim o de cuanto poseíam os,
había gastado la pequeña dote de su esposa no bien se había casado.
El castillo de m i padre, sus posesiones y el pueblo cercano constituían todo m i
universo. Y y o era inquieto de nacim iento: era el soñador, el irritado, el protestón.
No soportaba quedarm e j unto al fuego charlando de viej as guerras y de los
tiem pos del Rey Sol. La historia no significaba nada para m í.
Pero, en ese m undo som brío y anticuado, m e había convertido en el cazador
y pescador. Yo traía el faisán, el venado y la trucha de los torrentes de m ontaña
—todo lo que necesitábam os y se dej aba cazar—, para alim entar a la fam ilia. A
esas alturas de m i existencia, la caza y la pesca se habían convertido en m i vida
y, al m ism o tiem po, en unas actividades que y o no com partía con nadie m ás. Y
era una suerte que m e dedicara a ellas, pues había años en que, sin las piezas que
cobraba, nos habríam os m uerto literalm ente de inanición.
Por supuesto, cazar y pescar en las tierras y ríos de los antepasados de uno
eran ocupaciones de nobles, y únicam ente nosotros teníam os derecho a hacerlo.
Ni el m ás rico de los burgueses podía alzar su arm a en m is bosques o probar
suerte en sus arroy os. Pero, en contrapartida, el burgués no necesitaba ni
em puñar un arm a. Él tenía el dinero.
Dos veces en m i vida había intentado escapar de aquella existencia, y sólo
había conseguido que m e devolvieran a ella con las alas rotas. Pero de eso y a
hablaré m ás adelante.
Ahora recuerdo la nieve que cubría todas aquellas m ontañas, y los lobos que
asustaban a los cam pesinos y nos robaban las ovej as. Y pienso en el viej o dicho
que corría por Francia aquellos días, según el cual si uno vivía en Auvernia, no
podía llegar nunca m ás allá de París.
Entended que, com o y o era el am o y el único en la fam ilia capaz todavía de
m ontar a caballo y disparar un arm a, era lógico que los aldeanos acudieran a m í
para quej arse de los lobos y pedirm e que los m atara. Y era m i deber hacerlo.
Tam poco sentía el m enor tem or a los lobos. En toda m i vida no había visto ni
tenido noticia de que un lobo atacara a un hom bre y, por m í, los habría
exterm inado con veneno, pero la carne, sencillam ente, escaseaba dem asiado, y
la de los lobos m e servía com o cebo.
Así pues, a prim era hora de una m añana m uy fría de enero, tom é las arm as
para m atar a los lobos uno por uno. Disponía de tres pistolas de chispa y de un
excelente fusil del m ism o tipo, y m e llevé las cuatro piezas j unto con m is
m osquetes y la espada de m i padre. Cuando y a m e disponía a dej ar el castillo,
añadí a este pequeño arsenal un par de arm as antiguas a las que no había
prestado atención hasta aquel m om ento.
Nuestro castillo estaba lleno de viej as arm aduras. Mis antepasados habían
com batido en incontables guerras feudales desde los tiem pos de las Cruzadas, con
san Luis, y, colgada en las paredes sobre los chirriantes traj es de m etal, había una
gran cantidad de lanzas, hachas de guerra y m azas.
Esa m añana tom é conm igo dos de estas últim as, una especie de garrote con
puntas m etálicas y una m aza de estrella de buen tam año, consistente en una bola
de hierro unida a una cadena y a un m ango, que podía descargarse con inm ensa
fuerza contra un atacante.
Recordad que estam os en el siglo XVIII, la época en que los parisienses de
peluca blanca cam inaban de puntillas con zapatillas de satén de tacón alto,
tom aban rapé y se daban toquecitos en la nariz con pañuelos de encaj e.
Y, m ientras, y o salía de caza con botas de cuero sin curtir y abrigo de piel de
ante, con aquellas arm as antiguas atadas a la silla y m is dos m ej ores m astines a
m i lado, con sus collares de puntas m etálicas.
Ésa era m i vida. Idéntica a la que podría haber llevado en la Edad Media. Y
y o sabía suficientes cosas de los viaj eros ricam ente ataviados que pasaban por el
cam ino de postas; ellos m e perm itían apreciar nuestras profundas diferencias.
Los nobles de la capital llam aban « cazaconej os» a los caballeros de provincias
com o nosotros. Naturalm ente, nosotros nos burlábam os de ellos llam ándolos
lacay os del rey y de la reina. Nuestro castillo había resistido m il años, y ni
siquiera el gran cardenal Richelieu, en su guerra contra nuestra clase, había
conseguido derribar sus viej as torres. De todos m odos, com o y a he dicho antes,
y o no le prestaba m ucha atención a la historia.
Mientras cabalgaba m ontaña arriba, m e sentía desgraciado y furioso.
Deseé librar una buena batalla con los lobos. Según los aldeanos, había cinco
anim ales en la m anada, y y o tenía m is arm as y dos perros de m andíbulas
poderosas, capaces de partirle en un instante el espinazo a una alim aña.
Avancé m ás de una hora por las laderas a lom os de m i y egua, hasta llegar a
un pequeño valle que conocía lo suficiente com o para no dej arm e confundir por
la nieve caída. Y cuando em pecé a cruzar la am plia y y erm a hondonada en
dirección a los árboles desnudos del bosque, escuché el prim er aullido.
Segundos después, llegó otro y, a continuación, un tercero; el coro cantaba
con tal arm onía que no pude precisar el núm ero de anim ales de la m anada. Sólo
tuve la certeza de que m e habían visto y de que se hacían señales para reunirse;
que era precisam ente lo que y o había esperado que hicieran.
Creo que en ese instante no tenía m iedo alguno, pero, de todos m odos, sentí
algo que m e erizó el vello de los brazos. El cam po, en toda su inm ensidad,
parecía vacío. Preparé las arm as y ordené a los perros que dej aran de gruñir y
m e siguieran, m ientras una vaga sensación m e urgía a darm e prisa en salir del
cam po abierto y ponerm e al abrigo de los árboles.
Los perros dieron la alarm a con sus roncos ladridos. Volví la cabeza y vi a los
lobos a cientos de m etros, avanzando raudos hacia m í, por el valle nevado. Eran
tres enorm es lobos grises los que m e seguían, en fila india.
Aceleré el paso de la y egua hacia el bosque.
Parecía que no m e costaría llegar a éste antes de que los tres lobos m e dieran
alcance, pero estos anim ales son trem endam ente listos y, m ientras galopaba
hacia los árboles, vi aparecer delante de m í, hacia la izquierda, al resto de la
m anada: cinco ej em plares adultos. Había caído en una em boscada y no
conseguiría llegar a tiem po a la protección de los troncos. Y la m anada la
com ponían ocho lobos, no cinco, com o m e habían asegurado los aldeanos.
Ni siquiera entonces tuve el suficiente buen j uicio para sentir m iedo. No tuve
en cuenta el hecho evidente de que aquellos anim ales debían de estar m uy
ham brientos o no se habrían acercado tanto al pueblo. Su natural reserva hacia el
hom bre había desaparecido por com pleto.
Me apresté a la batalla. Colgué la m aza al cinto y apunté con el fusil. Abatí a
un gran m acho a unos m etros de distancia y tuve tiem po de volver a cargar
m ientras m is perros y la m anada se atacaban.
Las alim añas no podían hacer presa en el cuello de los perros debido a los
collares de afiladas puntas m etálicas y, en la prim era escaram uza, m is anim ales
no tardaron en dar cuenta de uno de los lobos con sus poderosas m andíbulas.
Volví a disparar y abatí otro.
Pero la m anada había rodeado a los perros. Mientras y o seguía disparando,
cargando lo m ás deprisa que podía y tratando de apuntar bien para no darles a los
perros, vi que el m enor de éstos caía con las patas traseras rotas. La sangre
form aba regueros en la nieve, el segundo perro se m antuvo aparte de la m anada
m ientras ésta trataba de devorar a su agonizante com pañero, pero, apenas un par
de m inutos m ás tarde, los lobos tam bién le habían abierto el vientre y y acía
m uerto.
Mis m astines, com o y a he dicho, eran anim ales m uy fuertes que y o m ism o
había alim entado y entrenado, y cada uno pesaba m ás de noventa kilos. Siem pre
m e los llevaba a cazar y, aunque ahora hablo de ellos com o sim ples perros,
entonces sólo los trataba por el nom bre y, al verlos m orir, com prendí por prim era
vez a qué m e enfrentaba y qué podía suceder.
Pero todo esto había ocurrido en cuestión de m inutos.
Cuatro lobos y acían m uertos y otro estaba m alherido sin rem edio. Pero aún
quedaban tres m ás, uno de los cuales había detenido su salvaj e festín con las
entrañas de los perros para fij ar en m í sus oj os rasgados.
Disparé el fusil, fallé, disparé el m osquete, y la y egua se encabritó m ientras
el lobo se lanzaba hacia m í. Com o m ovidos por cuerdas, los otros lobos se
volvieron, abandonando tam bién sus presas recién m uertas. Sacudí bruscam ente
las riendas y dej é que m i m ontura corriera a su aire, en línea recta hacia la
protección del bosque.
No volví la cabeza ni siquiera cuando escuché los gruñidos y los chasquidos
de las m andíbulas casi a m i altura. Pero entonces noté la dentellada de los
colm illos en el tobillo. Tom é el otro m osquete, m e volví a la izquierda y disparé.
Me pareció que el lobo se erguía sobre las patas traseras, pero quedó fuera de m i
visión dem asiado pronto para asegurarlo, al tiem po que la y egua se encabritaba
otra vez. Estuve a punto de caer y noté que sus ancas cedían baj o m i cuerpo.
Casi habíam os alcanzado el lindero del bosque y desm onté antes de que la
y egua term inara de caer. Me quedaba una pistola cargada. Me volví, sostuve el
arm a con am bas m anos, apunté de lleno al lobo que se lanzaba sobre m í y le volé
el cráneo.
Quedaban ahora dos alim añas. La y egua em itía unos estentóreos relinchos
que se convirtieron en un agudo alarido de agonía, el sonido m ás terrible que he
oído nunca a criatura alguna. Los dos lobos habían caído sobre ella.
Di unos rápidos pasos sobre la nieve, notando la solidez de la tierra rocosa
baj o m is pies, y llegué a los árboles. Si lograba encaram arm e a uno, podría
cargar de nuevo las arm as y disparar a los lobos desde arriba. Sin em bargo, no vi
un solo tronco con las ram as lo bastante baj as para trepar por ellas.
Probé a subir por un tronco, pero m is pies resbalaron en la corteza helada y
caí de nuevo al suelo m ientras los lobos se acercaban. No m e daba tiem po a
cargar la única pistola que m e quedaba. Tendría que valerm e sólo de la m aza de
estrella y la espada, pues el garrote se m e había caído hacía un buen trecho.
Creo que, m ientras m e ponía a duras penas en pie, m e di cuenta de que
probablem ente iba a m orir. Sin em bargo, en ningún m om ento m e pasó por la
cabeza rendirm e. Estaba enloquecido, lleno de furia. Casi gruñendo, hice frente a
las alim añas y m iré directam ente a los oj os al m ás próxim o de los dos lobos.
Abrí las piernas para afirm arm e sobre el terreno. Con la m aza en la m ano
izquierda, desenvainé la espada con la diestra. Los lobos se detuvieron. El
prim ero, después de sostenerm e la m irada, agachó la cabeza y trotó unos pasos
hacia un lado. El otro esperó, com o si estuviera pendiente de alguna invisible
señal. El prim ero volvió a m irarm e un m om ento con aquel aire extrañam ente
tranquilo, y luego se lanzó hacia delante.
Em pecé a voltear la m aza de m odo que la bola con puntas form ara círculos a
m i alrededor. Capté m is propios j adeos, casi gruñidos, y m e di cuenta de que
tenía las rodillas dobladas com o para saltar adelante. Dirigí el arm a hacia el
costado de la m andíbula del anim al, im pulsándola con todas m is fuerzas, pero no
conseguí m ás que rozarle.
El lobo se apresuró a alej arse y su com pañero se puso a correr en círculos a
m i alrededor, avanzando de vez en cuando hacia m í y retirándose
inm ediatam ente.
No sé cuánto rato se prolongó esto, pero entendí claram ente su estrategia. Los
lobos se proponían fatigarm e y tenían la fuerza y la astucia necesarias para
conseguirlo. Para ellos, la caza se había convertido en un j uego.
Yo daba vueltas, lanzaba golpes, m e defendía hasta casi caer de rodillas en la
nieve. Probablem ente, el lance no duró m ás de m edia hora, pero no hay m odo
de m edir el tiem po en una situación así.
Y, cuando las piernas em pezaron a fallarm e, intenté una j ugada desesperada.
Me quedé inm óvil, con los brazos caídos y las arm as a los costados. Y los lobos se
acercaron para acabar conm igo de una vez, com o y o esperaba que hicieran.
En el últim o instante, volteé la m aza, noté cóm o la bola golpeaba el hueso, vi
la cabeza del lobo levantada a m i derecha y, con el filo de la espada, le abrí la
garganta de un taj o.
El otro lobo y a estaba a m i lado y noté cóm o sus dientes desgarraban m is
pantalones. El anim al podía desencaj arm e la pierna en cuestión de segundos,
pero descargué la espada contra el costado de su hocico, reventándole el oj o. La
bola de la m aza cay ó a continuación sobre el lobo y éste soltó la presa. Con un
salto hacia atrás, encontré el espacio suficiente para m over la espada otra vez y
la hundí hasta la em puñadura en el tórax del anim al antes de retirarla de nuevo.
Todo había term inado.
La m anada estaba exterm inada y y o seguía vivo.
Y los únicos sonidos en el valle solitario cubierto de nieve eran m i propia
respiración y los quej um brosos relinchos de m i y egua m oribunda, que y acía a
unos m etros de m í.
No estoy seguro de que m e hallara en m is cabales, en ese instante. No estoy
seguro de que las cosas que m e pasaran por la m ente fueran pensam ientos. Tenía
ganas de dej arm e caer en la nieve y, sin em bargo, m e encontré alej ándom e de
los lobos en dirección a m i agonizante m ontura.
Cuando estuve m ás cerca de ella, la y egua alzó el cuello, luchó por
incorporarse sobre sus patas delanteras y volvió a em itir uno de aquellos
agudísim os alaridos de súplica. El eco repitió el sonido en las m ontañas. Y
pareció llevarlo hasta el cielo. Me quedé m irándola, contem plando su cuerpo roto
y oscuro contra la blancura de la nieve, sus cuartos traseros inútiles y el forcej eo
de sus patas delanteras, su hocico alzado hacia el cielo, las orej as echadas atrás y
los oj os enorm es casi en blanco al em itir sus gim ientes relinchos. Parecía un
insecto con la m itad posterior aplastada contra el suelo, pero no se trataba de
ningún insecto. Era m i y egua, m i agonizante y egua. Vi que trataba de
incorporarse otra vez.
Tom é el fusil de la silla, lo cargué y, m ientras ella seguía agitando la cabeza y
trataba en vano, una vez m ás, de ponerse en pie con su lastim ero alarido, le
descerraj é un tiro en el corazón.
Ahora, la y egua parecía en paz. Yacía inm óvil y sin vida, la sangre m anaba
de ella y el valle había quedado en silencio. Yo estaba tem blando. Escuché un
desagradable sonido sofocado que salía de m i garganta y vi caer los vóm itos en
la nieve antes de darm e cuenta de que eran m íos. Me sentía envuelto por el olor
de los lobos, y por el de la sangre. Cuando intenté cam inar, estuve a punto de
caer rodando.
Sin em bargo, sin detenerm e ni siquiera un instante, volví entre los lobos
m uertos y llegué j unto al que casi había acabado conm igo, el últim o en m orir.
Me lo eché a los hom bros y, cargado así, em prendí el tray ecto de vuelta al
castillo.
Probablem ente tardé un par de horas. Com o antes, no sé cuánto tiem po
transcurrió. Pero lo que había aprendido o sentido m ientras com batía a aquellos
lobos, fuera lo que fuese, continuó calando en m i m ente incluso m ientras
cam inaba. Cada vez que tropezaba o caía, algo en m i interior se endurecía, se
volvía peor.
Cuando llegué a las puertas del castillo, creo que y a no era Lestat. Era alguien
com pletam ente distinto cuando entré tam baleándom e en el gran salón portando
sobre los hom bros aquel lobo. El calor del cadáver y a había dism inuido m ucho, y
el repentino fulgor de las llam as m e irritó los oj os. Me sentía com pletam ente
extenuado.
Y aunque em pecé a hablar cuando vi a m is herm anos levantarse de la m esa
y a m i m adre dándole unas palm aditas en las m anos a m i padre, que y a estaba
ciego y quería saber qué sucedía, no recuerdo qué dij e. Sé que tenía una voz
m uy apagada y la sensación de estar describiendo en térm inos m uy sim ples lo
sucedido. « Y entonces esto… y entonces lo otro…» . En este m ísero estilo.
Pero, de pronto, m i herm ano Augustin m e devolvió a la realidad. Se acercó a
m í, con la luz del fuego a su espalda, e interrum pió claram ente el m urm ullo
m onótono de m is palabras con su voz:
—¡Cerdo em bustero! —m asculló fríam ente—. ¡Tú no has m atado ocho
lobos!
En su rostro se reflej aba una torva expresión de desprecio, pero lo m ás
notable fue otra cosa: casi en el m ism o instante de pronunciar esas palabras, m i
herm ano se dio cuenta, por alguna razón, de que con sus palabras acababa de
com eter un grave error.
Tal vez fue m i expresión. Tal vez fue el m urm ullo indignado de m i m adre o el
silencio elocuente de m i otro herm ano. Probablem ente fue m i m irada. Fuera lo
que fuese, la reacción fue casi instantánea y en el rostro de Augustin se reflej ó la
m ás curiosa m ueca de turbación.
Em pezó a balbucir lo increíble que resultaba, y que debía haber estado al
borde de la m uerte y que haría preparar de inm ediato un buen caldo para m í y
todas esas cosas, pero no sirvió de nada. Lo que había sucedido en aquel breve
instante era irreparable.
Debí de perder el conocim iento. Y, cuando lo recuperé, estaba tendido sobre
la cam a, a solas. Los perros no estaban en la cam a conm igo, com o siem pre en
invierno, porque los dos estaban m uertos; aunque el fuego del hogar no estaba
encendido, m e m etí baj o las m antas, sucio y ensangrentado, y caí en un
profundo sueño.
Perm anecí en la habitación durante días.
Supe que los aldeanos habían subido a la m ontaña, encontrado los lobos y
traído sus restos al castillo; Augustin vino a verm e para contárm elo, pero no le
contesté.
Pasó tal vez una sem ana. Cuando pude tolerar de nuevo la cercanía de otros
canes, baj é a la perrera y escogí dos cachorros y a un poco crecidos para que m e
hicieran com pañía. Por la noche dorm ía entre ellos.
Los criados entraban y salían, pero nadie m e m olestó.
Y por fin, en silencio y casi sigilosam ente, entró en la alcoba m i m adre.
2
Ya había anochecido. Yo estaba sentado en la cam a con uno de los perros tendido
a m i lado y el otro tum bado baj o m is rodillas. El fuego crepitaba.
Y entonces hizo aparición por fin m i m adre, com o debería haber esperado
que sucedería.
La reconocí por su especial m odo de m overse en las som bras; y, m ientras
que de haber sido otra persona quien se acercaba la habría echado a gritos, a ella
no le dij e nada. Yo sentía por m i m adre un am or profundo e inconm ovible. No
creo que nadie m ás lo sintiera. Y una cosa que siem pre m e hacía quererla era
que j am ás decía nada vulgar. Expresiones com o « cierra la puerta» , « tom a la
sopa» , « quédate quieto en la silla» no salían j am ás de sus labios. Se pasaba el
día ley endo y, de hecho, era el único m iem bro de la fam ilia que tenía cierta
educación. Así pues, cuando m i m adre hablaba era realm ente para decir algo.
Por eso no m e m olestó su presencia en aquellos m om entos.
Al contrario, despertó m i curiosidad. ¿Qué m e diría? ¿Y serviría de algo que
lo hiciera? Yo no había querido que acudiera, ni siquiera había pensado en ella, y
no aparté los oj os del fuego para así poder m irarla.
Con todo, había entre nosotros un profundo entendim iento. Cuando m e habían
traído de vuelta al castillo tras m i intento de huida, había sido ella quien m e
m ostró el cam ino para recuperarm e del dolor que el asunto m e causó. Había
obrado m ilagros conm igo, aunque nadie a nuestro alrededor llegó a darse cuenta
nunca.
Su prim era intervención se había producido cuando y o tenía doce años, y el
viej o párroco, que m e había enseñado unos poem as de m em oria y a leer un par
de him nos en latín, quiso enviarm e a la escuela en un m onasterio cercano.
Mi padre se negó y dij o que podía aprender en m i propia casa todo lo que
debía saber. Fue m i m adre la que levantó la vista de sus libros para iniciar una
batalla dialéctica con él, a base de gritar y vociferar. Yo iría a esa escuela,
afirm ó, si lo deseaba. Tras esto, vendió una de sus j oy as para pagarm e libros y
ropa. Todas las j oy as las había heredado de una abuela italiana, y cada una tenía
su historia; seguro que fue una decisión dura para ella, pero la tom ó al instante.
Mi padre se enfadó y le recordó que, de haber sucedido aquello antes de
perder la vista, su voluntad se habría im puesto sin la m enor discusión. Mis
herm anos le aseguraron que su hij o m enor no iba a estar m ucho tiem po fuera.
Volvería corriendo, decían, tan pronto com o m e obligaran a hacer algo que no
quisiera.
Pues bien, no volví corriendo a casa. La escuela del m onasterio m e encantó.
Me encantaron la capilla y los him nos, la biblioteca con sus m iles de viej os
volúm enes, las cam panadas que dividían la j ornada y los ritos siem pre repetidos.
Me gustaba la lim pieza del lugar, el hecho aleccionador de que todas las cosas allí
se cuidaban y reparaban, que el trabaj o nunca cesaba a lo largo y ancho del gran
edificio y de los j ardines.
Cuando alguien m e corregía, lo cual no sucedía a m enudo, m e producía una
profunda felicidad saber que, por prim era vez en m i vida, alguien trataba de
convertirm e en una buena persona, alguien era consciente de que y o podía
aprender cosas.
Al cabo de un m es, declaré m i vocación. Aspiraba a entrar en la orden.
Deseaba pasar la vida en aquellos claustros inm aculados, en la biblioteca,
escribiendo sobre pergam ino y aprendiendo a leer los libros antiguos. Quería
enclaustrarm e para siem pre con una gente que creía que y o podía ser bueno si
quería.
Allí m e apreciaban, y tal cosa m e resultaba de lo m ás inusual. En aquel lugar,
nadie se m olestaba ni se irritaba conm igo.
El padre superior escribió de inm ediato a m i casa pidiendo perm iso para m i
ingreso y, francam ente, pensé que a m i padre le alegraría librarse de m í.
Pero, tres días después, llegaron m is herm anos para llevarm e a casa con
ellos. Lloré y supliqué que no m e llevaran, pero el padre superior no podía hacer
nada en m i favor.
No bien estuvim os de vuelta en el castillo, m is herm anos m e quitaron los
libros y m e encerraron. Yo no lograba entender por qué estaban tan enfadados,
aunque capté la insinuación de que, de algún m odo, m e había portado com o un
estúpido. Yo no podía dej ar de llorar y no hacía m ás que dar vueltas y vueltas en
la estancia, descargaba m is puños sobre los obj etos que contenía y lanzaba
puntapiés sobre la puerta.
Después, m i herm ano Augustin em pezó a entrar de vez en cuando para
hablar conm igo. Al principio, Augustin dio m uchos rodeos, pero, finalm ente,
quedó de m anifiesto que un m iem bro de una gran fam ilia francesa no iba a
term inar com o un pobre herm ano lego. ¿Cóm o podía haber m alinterpretado y o
la situación hasta aquel punto? Si m e habían enviado al m onasterio, era sólo para
que aprendiese a leer y a escribir. ¿Por qué siem pre tenía que tom arm e y o las
cosas tan a la trem enda? ¿Por qué m e com portaba habitualm ente com o un
anim al salvaj e?
En cuanto a profesar las órdenes con auténticas perspectivas de futuro dentro
de la Iglesia… bien, y o era el hij o m enor de la fam ilia, ¿verdad? Pues entonces
debía pensar en m is obligaciones para con m is sobrinos.
Traducido en pocas palabras, todo esto venía a decir: no tenem os dinero para
proporcionarte una auténtica carrera eclesiástica, para hacerte obispo o cardenal
com o corresponde a nuestro rango, de m odo que tendrás que desarrollar tu vida
aquí, pobre y analfabeto. Ahora, baj a al salón a j ugar una partida de aj edrez con
tu padre.
Cuando entendí la situación, sentado a la m esa para cenar con el resto de la
fam ilia, m e eché a llorar y m urm uré unas palabras que nadie com prendió,
diciendo que aquella casa nuestra era « un caos» . Com o castigo por hacerlo, m e
m andaron de nuevo a m i habitación.
Entonces subió a verm e m i m adre.
—Si no sabes qué es el caos, ¿por qué utilizas esa palabra? —m e preguntó.
—Sí que lo sé —repliqué, y em pecé a hablarle de la suciedad y el deterioro
que reinaban en el castillo y a describirle la lim pieza y el orden que había
encontrado en el m onasterio, un lugar donde uno podía perfeccionarse, si se lo
proponía.
Ella no discutió m is palabras y, pese a m i j uventud, advertí que apreciaba con
agrado la inusual profundidad de lo que y o estaba diciendo.
A la m añana siguiente, m i m adre m e llevó de viaj e.
Cabalgam os j untos durante m edia j ornada hasta alcanzar el im presionante
castillo de un noble vecino y, una vez allí, el caballero y m i m adre m e
conduj eron a la perrera, donde ella m e indicó que escogiera una parej a entre
una cam ada de cachorros de m astín.
Jam ás había visto nada tan tierno y cautivador com o aquellos cachorros. Y
los perros adultos nos m iraban com o leones soñolientos. Sencillam ente,
m agníficos.
Estaba tan em ocionado que casi no pude decidirm e por ninguno, y volví con
el m acho y la hem bra que el noble caballero m e recom endó escoger. Hice todo
el cam ino de vuelta llevando a los perrillos en el regazo, dentro de una cesta.
Y, al cabo de un m es, m i m adre m e com pró tam bién m i prim er fusil de
chispa y m i prim er caballo de m ontar. No m e explicó por qué hacía todo aquello,
pero y o, a m i m anera, com prendí qué era lo que ponía en m is m anos. Me ocupé
de los perros, los entrené y establecí un gran criadero a partir de ellos.
Con aquellos m astines, m e convertí en un verdadero cazador, y, a los dieciséis
años, m i vida se desarrollaba en el cam po abierto.
En cam bio, en el castillo, resultaba m ás latoso que nunca. En realidad, nadie
quería oírm e hablar de recuperar los viñedos, de volver a plantar los cam pos
abandonados o de im pedir que los arrendatarios de las tierras siguieran
robándonos.
Era im potente para cam biar nada. El silencioso fluj o y refluj o de la vida sin
cam bios m e resultaba devastador.
Todos los días de fiesta acudía a la iglesia sólo para rom per la m onotonía de
m i vida y, cuando se presentaban en el pueblo los feriantes, siem pre iba a verles,
ávido de aquellos pequeños espectáculos que no podía contem plar en ninguna
otra ocasión, de cualquier cosa que m e sacara de la rutina.
No im portaba que fueran los m ism os prestidigitadores, m im os y acróbatas de
años anteriores. Siem pre eran algo m ás que el lento transcurso de las estaciones
y que los ociosos e inútiles com entarios sobre glorias pasadas.
Pero ese año, el año que cum plí dieciséis, llegó una troupe de cóm icos
italianos con un carrom ato pintado en cuy a parte posterior m ontaron el escenario
m ás elaborado que y o había visto nunca. Representaron la viej a com edia italiana
de Pantaleón y Polichinela y los j óvenes am antes, Lelio e Isabella, y el viej o
doctor y todas las escenas habituales.
Me sentí extasiado con su actuación. Nunca había visto nada sem ej ante, tan
lleno de ingenio, de vitalidad, de agilidad. Me entusiasm ó la representación,
aunque a veces los actores hablaban tan deprisa que no podía seguirles.
Cuando la com pañía term inó la obra y hubo pasado el platillo entre los
espectadores, m e m ezclé entre los actores en la taberna y les invité a unos vinos,
que en realidad no podía pagar, sin m ás propósito que poder hablar con ellos.
Sentía un am or im posible de expresar por aquellos hom bres y m uj eres. Ellos
m e explicaron que cada actor tenía un papel para toda la vida y que no utilizaban
textos aprendidos de m em oria, sino que lo im provisaban todo en el escenario.
Cada actor conocía su nom bre, su personaj e, y entendía a éste y le hacía hablar
y actuar com o consideraba adecuado. En eso consistía la grandeza del género.
Un género que era denom inado Commedia dell’arte.
Me sentía hechizado. Y m e enam oré de la m uchacha que hacía el papel de
Isabella. Subí al carrom ato con los actores y exam iné todo su vestuario y los
decorados pintados y, cuando volvim os a estar ante unas j arras de vino en la
taberna, m e dej aron representar a Lelio, el j oven am ante de Isabella, y
aplaudieron asegurando que tenía don escénico. Era capaz de interpretar un papel
com o ellos lo hacían.
Al principio, creí que los elogios no eran m ás que lisonj as, pero, en realidad,
de algún m odo no m e im portó si lo eran o no.
A la m añana siguiente, cuando el carrom ato abandonó el pueblo, y o iba en su
interior, oculto en la parte de atrás con unas cuantas m onedas que había
conseguido ahorrar y todas m is ropas en un hatillo. Me disponía a ser actor.
Veréis, en la viej a com edia italiana, al personaj e de Lelio se le atribuy e una
gran donosura; com o y a he explicado, es el am ante y no lleva m áscara. Si el
actor le aporta buenos m odales, dignidad y porte aristocrático, tanto m ej or, pues
todo ello form a parte del papel.
Pues bien, la troupe consideró que y o poseía todas aquellas características y
m e preparó inm ediatam ente para la siguiente representación que tenían previsto
ofrecer. Y, el día antes de la actuación, recorrí la ciudad —un lugar m ucho
m ay or y, sin duda, m ás interesante que nuestra aldea— anunciando la obra j unto
a los dem ás actores.
Me sentía en el paraíso, pero ni el viaj e ni los preparativos ni la cam aradería
de m is colegas actores fueron com parables al éxtasis que experim enté cuando
por fin hice m i aparición en el pequeño escenario de m adera.
Me entregué alocadam ente a enam orar a Isabella. Descubrí una facilidad
para los versos y para las frases ingeniosas que j am ás había sospechado.
Escuché el eco de m i voz en los m uros de piedra del recinto. Oí las risas que
llegaban hasta m í en oleadas desde el público. Casi tuvieron que sacarm e a
rastras del escenario para detenerm e, pero todo el m undo se dio cuenta de que
había sido un gran éxito.
Por la noche, la actriz que hacía el papel de m i enam orada m e hizo obj eto de
sus especiales e íntim as m uestras de elogio. Me dorm í entre sus brazos y lo
últim o que le oí decir fue que, cuando llegáram os a París, actuaríam os en la feria
de St. Germ ain y luego dej aríam os a la troupe para quedarnos en la ciudad;
trabaj aríam os en el Boulevard du Tem ple, hasta ingresar en la propia Com édie
Française y actuar para María Antonieta y el rey Luis.
Cuando desperté a la m añana siguiente, m i Isabella había desaparecido con
todos los dem ás actores, y en su lugar encontré a m is herm anos.
Nunca supe si habían com prado a m is am igos para que m e entregaran, o si
sólo los habían asustado. Muy probablem ente, lo segundo. Fuera com o fuese, fui
devuelto a casa otra vez.
Por supuesto, m i fam ilia estaba absolutam ente horrorizada ante lo que había
hecho. Querer hacerse m onj e a los doce años era com prensible, pero el teatro
era cosa del diablo. Incluso al gran Molière le habían negado un entierro
cristiano. ¡Y y o m e había escapado con unos harapientos vagabundos italianos,
m e había pintado la cara de blanco y había actuado con ellos en una plaza
pública por unas m onedas!
Me m olieron a palos y, cuando lancé m aldiciones contra todo el m undo,
siguieron golpeándom e.
Sin em bargo, el peor castigo fue ver la expresión de m i m adre. Ni siquiera a
ella le había dicho que m e iba. Y eso le había dolido, cosa que j am ás hasta
entonces le había sucedido.
De todos m odos, en ningún m om ento m e hizo el m enor com entario al
respecto. Cuando acudió a verm e, escuchó m i llanto y vi lágrim as en sus oj os. Y
m e puso una m ano en el hom bro, gesto un poco sorprendente en ella.
No quise contarle cóm o habían sido los breves días de m i fuga, pero creo que
ella lo supo. Algo m ágico se había perdido por com pleto. Y, una vez m ás, desafió
a m i padre y puso fin a las recrim inaciones, a los golpes y a las lim itaciones de
m ovim ientos.
Me hizo sentar a su lado a la m esa, m e dedicó una especial atención, incluso
trabó conm igo una conversación que resultaba absolutam ente forzada para ella,
hasta que hubo apaciguado y disuelto el rencor de la fam ilia.
Por últim o, com o hiciera y a una vez, tom ó otra de sus j oy as y m e com pró el
espléndido fusil de caza que llevé conm igo cuando m até a los lobos.
Se trataba de un arm a cara y excelente, y, a pesar de lo desdichado que m e
sentía, no vi el m om ento de probarla. Y m i m adre añadió al fusil otro regalo, una
espléndida y egua zaina con una potencia y una velocidad com o j am ás había
visto en ningún anim al. Pero estas cosas eran nim iedades en com paración con el
consuelo general que m e proporcionó su presencia.
Con todo, la am argura que sentía dentro de m í no rem itió.
Nunca olvidé lo que había sentido cuando representaba a Lelio. Me hice un
poco m ás cruel por lo que había sucedido y nunca j am ás volví a la feria del
pueblo. Me hice a la idea de que no debía escapar de allí nunca m ás; y, cosa
extraña, cuanto m ás profunda se hizo m i desesperanza, m ás aum entó m i
contribución a la buena m archa de la casa.
A los dieciocho años, sin la ay uda de nadie, y o m e encargaba de poner el
tem or de Dios entre los criados y los arrendatarios. Sin la ay uda de nadie, y o
proveía la com ida para nuestra m esa. Y, por alguna extraña razón, esto m e
producía satisfacción. Ignoro por qué, pero m e gustaba sentarm e a la m esa y
pensar que todos se estaban dando cuenta de lo que y o había proporcionado.
Así pues, esos m om entos m e habían unido a m i m adre. Esos m om entos
habían despertado entre nosotros un afecto m utuo que pasaba inadvertido y que,
probablem ente, no tenía igual en las vidas de quienes nos rodeaban.
Y ahora había acudido a m í en aquel extraño m om ento en que, por razones
que ni y o m ism o entendía, la presencia de cualquier otra persona m e resultaba
insoportable.
Con los oj os fij os en el fuego, apenas la vi subir al colchón de paj a y dej arse
caer sentada a m i lado.
Silencio. Sólo se oía el chisporroteo del fuego y la respiración profunda de los
perros que dorm ían j unto a m í.
Entonces la m iré y m e sentí vagam ente alarm ado.
Había pasado todo el invierno con una tos persistente y ahora parecía
realm ente enferm a; por prim era vez, su belleza, que siem pre había sido m uy
im portante para m í, parecía vulnerable.
Su rostro era anguloso y sus póm ulos resultaban perfectos, altos y m uy
separados, pero delicados. Tenía la m andíbula fuerte, pero exquisitam ente
fem enina, y unos oj os diáfanos de color azul cobalto, orlados por unas tupidas
pestañas cenicientas.
Si algún defecto tenía era, tal vez, que sus rasgos eran dem asiado pequeños,
dem asiado gatunos, y le daban el aspecto de una chiquilla. Los oj os se le hacían
aún m ás pequeños cuando estaba enfadada y, aunque dulces, sus labios solían
m ostrar un aire de dureza. No expresaban tristeza ni se descom ponían, sino que
form aban una especie de pequeña rosa roj a en su rostro. Las m ej illas, en
cam bio, eran m uy finas, y la form a del rostro m uy estrecha; cuando se ponía
m uy seria, sus labios parecían m ezquinos aunque no cam biaran en absoluto de
expresión.
En aquella ocasión se la veía ligeram ente abatida, pero a m í seguía
pareciéndom e herm osa. Seguía siendo herm osa. Me gustaba m irarla. Tenía un
cabello rubio y abundante, y y o había heredado ese rasgo de ella.
De hecho, m e parezco a m i m adre, al m enos en un prim er vistazo, aunque
m is facciones son m ás grandes y bastas, y m i boca es m ás m óvil y puede
volverse m uy m ezquina. Y en m i expresión puede apreciarse m i sentido del
hum or, la capacidad para la picardía y para la risa casi histérica que siem pre he
conservado, por desgraciado que m e sintiera. Ella no solía reírse y podía lanzar
una m irada profundam ente helada. Aun así, siem pre conservaba una dulzura casi
infantil.
Pues bien, la m iré allí sentada en m i cam a —incluso le sostuve la m irada,
supongo— y ella em pezó a hablarm e de inm ediato.
—Ya sé qué te sucede —m e dij o—. Los odias a todos. Los odias por lo que
has tenido que sufrir y ellos ignoran. Ninguno de ellos tiene la im aginación
suficiente para entender lo que te sucedió ahí arriba, en la m ontaña.
Experim enté un frío placer al escuchar estas palabras y respondí con un
m udo asentim iento que ella entendió perfectam ente.
—Lo m ism o m e sucedió a m í la prim era vez que tuve un hij o —siguió
entonces—. Padecí terribles sufrim ientos durante doce horas y m e sentí atrapada
en el dolor, sabiendo que la única liberación era el parto o m i m uerte. Cuando
todo hubo pasado, sostuve en los brazos a tu herm ano Augustin, pero no quise a
nadie m ás cerca de m í. Y no era porque los culpara a ellos. Era sólo que había
sufrido tanto, hora tras hora, que había entrado en el círculo infernal y había
vuelto a salir de él. Ellos no habían estado en aquel círculo infernal. Y y o m e
sentía com pletam ente sosegada. En aquel hecho tan corriente, en el acto vulgar
de dar a luz, entendí lo que significa la soledad absoluta.
—Sí, eso es —respondí.
Me sentía un poco em ocionado.
Ella no añadió nada. Me habría sorprendido que lo hiciera. Una vez dicho lo
que había venido a decir, no íbam os a m antener, en realidad, ninguna
conversación. Con todo, m e puso la m ano en la frente —un gesto m uy poco usual
en ella— y, cuando observó que todavía llevaba las m ism as ropas de caza
ensangrentadas con las que había vuelto a casa, y o m e di cuenta tam bién y
advertí lo sucio y m aloliente que estaba.
Mi m adre guardó silencio unos m inutos.
Mientras estaba allí sentado, con la vista fij a en el fuego detrás de su silueta,
deseé decirle m uchas cosas; sobre todo, cuánto la quería.
Sin em bargo, fui cauto. Ella tenía un m odo m uy seco de cortarm e cuando le
hablaba y, m ezclado con m i am or, había un profundo resentim iento hacia ella.
Toda m i vida la había visto leer sus libros italianos y escribir cartas a gente de
Nápoles, donde había crecido, pero j am ás había tenido paciencia ni para
enseñarnos a m í o a m is herm anos el abecedario. Y nada de esto había cam biado
tras m i regreso del m onasterio. Yo había cum plido los veinte y seguía sin poder
leer o escribir m ás que m i nom bre y un puñado de oraciones. Me repugnaba ver
los libros de m i m adre y odiaba verla absorta en ellos.
Y, de una m anera vaga, m e disgustaba el hecho de que sólo un sufrim iento
extrem o por m i parte consiguiera arrancar de ella alguna m uestra de calor o de
interés.
Con todo, ella había sido m i salvadora. Y no había nadie m ás que ella. Y tal
vez y o estaba todo lo cansado de m i soledad que puede estarlo un j oven. En aquel
m om ento la tenía allí, fuera de los confines de su biblioteca, y m e prestaba
atención. Por fin, m e convencí de que no se levantaría para m archarse y m e
encontré hablando con ella.
—Madre —dij e en voz baj a—, hay algo m ás. Antes de que sucediera eso,
había veces que sentía cosas horribles. —No hubo ningún cam bio en su expresión
—. A veces he soñado que los m ataba a todos —continué—. En el sueño, m ato a
m is herm anos y a m i padre. Voy de habitación en habitación acabando con ellos
com o he hecho con los lobos. Siento dentro de m í el deseo de m atar…
—Yo tam bién, hij o m ío —intervino ella—. Yo tam bién.
Su rostro se ilum inó con una enigm ática sonrisa al m irarm e. Me incliné hacia
delante y la contem plé m ás detenidam ente. Baj é el tono de voz.
—Me veo gritando cuando sucede —añadí—. Veo m i rostro desfigurado en
m uecas y escucho unos gritos atronadores que surgen de m í. Mi boca es una O
perfecta y de m i garganta surgen gritos y alaridos.
Mi m adre asintió con la m ism a m irada com prensiva, com o si tras sus oj os
destellara una luz.
—Y en la m ontaña, m adre, cuando luchaba con los lobos… Fue un poco lo
m ism o.
—¿Sólo un poco? —preguntó ella.
Asentí con la cabeza.
—Mientras m ataba a los lobos, m e sentía alguien distinto de m í. Ahora no sé
quién está aquí contigo, si tu hij o Lestat o ese otro hom bre, el que disfruta
m atando.
Ella perm aneció en silencio un largo rato.
—No —dij o por últim o—. Fuiste tú quien m ató a los lobos. Tú eres el cazador,
el guerrero. Tú eres el m ás fuerte de todos aquí, y ésa es tu tragedia.
Sacudí la cabeza. Mi m adre tenía razón, pero no im portaba. Aquello no
com pensaba la infelicidad que sentía.
Sin em bargo, ¿de qué servía pregonarlo?
Ella apartó un m om ento la m irada; luego la concentró de nuevo en m í y
añadió:
—Pero tú eres m uchas cosas, no sólo una. Eres el m atador y el hom bre. No
cedas ante el m atador que llevas dentro, sólo porque los odies. No tienes que
cargar sobre ti el peso del asesinato o de la locura para liberarte de este lugar. Sin
duda habrá otros m odos.
Las dos últim as frases fueron dos m azazos. El com entario había ido directo al
m eollo del asunto. Y m e desconcertó lo que eso significaba.
Siem pre había considerado que no podía ser una buena persona y
enfrentarm e a ellos. Ser bueno significaba som eterm e a ellos. Salvo,
naturalm ente, que encontrara una idea m ás interesante de la bondad.
Perm anecim os sentados en silencio unos instantes. Y pareció surgir una
atm ósfera de intim idad inhabitual incluso para nosotros. Ella tenía la vista fij a en
el fuego y se rascaba su espesa cabellera, que llevaba recogida en un m oño en la
parte posterior de la cabeza.
—¿Sabes qué im agino? —m e preguntó, m irándom e otra vez—. No tanto en su
m uerte com o en un abandono que prescinda com pletam ente de ellos. Me
im agino bebiendo vino hasta estar tan ebria que m e quito la ropa y m e baño
desnuda en los arroy os de la m ontaña.
Casi m e eché a reír, pero era una sublim e diversión. La contem plé, dudando
por un instante de si la había entendido bien. Pero aquéllas eran las palabras que
había pronunciado y no había term inado.
—Y luego im agino que voy al pueblo —dij o— y entro en la posada y m e
llevo a la cam a a todos los hom bres que acuden allí: hom bres bastos, hom bres
grandes, ancianos y m uchachos. Me im agino allí tendida, tom ándoles uno tras
otro y dej ándom e llevar por una sensación de triunfo, por un total abandono sin la
m enor preocupación por lo que pueda sucederles a tu padre o a tus herm anos, si
están vivos o m uertos. En ese m om ento, m e siento puram ente y o m ism a. Yo no
pertenezco a nadie.
Me sentí dem asiado escandalizado y asom brado para responder, pero, de
nuevo, aquello m e resultó terriblem ente divertido. Pensé en m i padre y en m is
herm anos y en los pom posos tenderos del pueblo e im aginé cóm o reaccionarían
ante tal conducta, y m e pareció una situación casi hilarante.
Si no m e reí a carcaj adas fue, probablem ente, por una especie de respeto
hacia la im agen de m i m adre desnuda. Sin em bargo, no pude quedarm e callado
del todo. Solté una ligera risilla y ella asintió con una sonrisa m ientras enarcaba
las cej as, com o si dij era: « Nosotros nos entendem os» .
Finalm ente, estallé en carcaj adas, descargué el puño sobre m i rodilla y
golpeé con la coronilla la cabecera de la cam a. Entonces, m i m adre casi se echó
a reír. Tal vez lo estaba haciendo para sus adentros, con su estilo discreto y
callado.
Curioso instante. Tuve una visión casi brutal de m i m adre com o un ser
hum ano com pletam ente aparte de todo lo que la rodeaba. Nosotros dos nos
entendíam os, en efecto, y el resentim iento que sentía hacia ella no tenía
im portancia ahora.
Mi m adre se quitó el alfiler del cabello y dej ó que éste le cay era librem ente
sobre los hom bros.
Tras esto, perm anecim os sentados en silencio durante tal vez una hora. No
hubo m ás risas ni m ás palabras, sólo el resplandor del fuego y la presencia de
ella j unto a m í.
Ella había vuelto el rostro para contem plar el fuego. Su perfil, con la
delicadeza de la nariz y los labios, era una visión m uy herm osa. Entonces, m ovió
la cabeza para m irarm e de nuevo, y, con la m ism a voz uniform e y sobria,
desprovista de toda em oción desm edida, m e reveló:
—Ya nunca m e iré de aquí. Me estoy m uriendo.
Me quedé anonadado. El asom bro y el desconcierto que había sentido antes
no fueron nada com parados con lo que sentí en aquel instante.
—Todavía viviré esta prim avera —continuó— y es posible que el verano
tam bién, pero no resistiré otro invierno, lo sé. El dolor de los pulm ones es
dem asiado insoportable.
Lancé un pequeño gem ido de angustia. Creo que m e incliné hacia delante y
exclam é: « ¡Madre!» .
—No digas nada m ás —replicó ella.
Creo que le desagradaba oírse llam ar m adre, pero y o no había podido evitar
la palabra.
—Sólo deseaba decírselo a otra alm a —continuó—. Oírlo en voz alta. Estoy
absolutam ente horrorizada con esa idea. Me da m iedo.
Quise cogerle las m anos entre las m ías, pero sabía que ella no lo perm itiría.
No le gustaba que la tocaran. Nunca pasaba sus brazos en torno a nadie. Así pues,
fueron nuestras m iradas las que se abrazaron. Y los oj os se m e llenaron de
lágrim as al m irarla.
Ella m e dio unas palm aditas en la m ano.
—No le des m uchas vueltas a eso —m e dij o—. Yo no lo hago. Sólo de vez en
cuando. Pero debes prepararte para seguir viviendo sin m í cuando llegue la hora.
Tal vez te resulte m ás difícil de lo que piensas.
Quise decir algo, pero no m e salieron las palabras.
Mi m adre salió de la alcoba com o había entrado, en com pleto silencio.
Y, aunque en ningún m om ento había dicho nada de m is ropas ni de m i barba,
ni del aspecto horrible que y o presentaba, m i m adre m e envió a los criados con
ropas lim pias, la navaj a de afeitar y agua caliente. Sin decir palabra, dej é que se
ocuparan de m í.
3
Em pecé a sentirm e un poco m ás fuerte. Dej é de pensar en lo sucedido con los
lobos y concentré los pensam ientos en m i m adre.
Recordé sus palabras, « absolutam ente horrorizada» , y no supe qué pensar de
ellas, salvo que parecían reflej ar la verdad exacta. Así m e sentiría y o si estuviera
m uriéndom e lentam ente. Antes preferiría haber acabado m i vida en la m ontaña,
con los lobos.
Pero en su confidencia había m ucho m ás. Tras su perm anente silencio, m i
m adre siem pre se había sentido desgraciada. Le disgustaban tanto com o a m í la
inercia y la falta de perspectivas de nuestras vidas. Y ahora, después de tener
ocho hij os, tres vivos y cinco fallecidos, estaba cerca de la m uerte. Aquél era su
final.
Decidí abandonar la cam a y la habitación si eso la hacía sentirse m ej or, pero,
cuando lo intenté, no pude. La idea de que estuviera m uriéndose m e resultaba
insoportable. Recorrí paso a paso la estancia una y otra vez, com í todo lo que m e
traj eron, pero seguí sin acudir a su encuentro.
Sin em bargo, cuando casi se cum plía un m es de los hechos, acudieron al
castillo unos visitantes que reclam aban m i presencia.
Mi m adre acudió a verm e y dij o que debía recibir a los com erciantes del
pueblo, que querían honrarm e por haber m atado los lobos.
—¡Bah, al diablo con eso! —respondí.
—No —insistió ella—. Tienes que baj ar. Te traen regalos. Ve a cum plir con tu
deber.
Todo aquello m e fastidiaba.
Cuando entré en el salón, encontré esperándom e a los ricos tenderos, todos
ellos hom bres a quienes conocía bien. Todos venían engalanados para la ocasión,
pero entre ellos destacaba un j oven a quien no reconocí en un prim er m om ento.
Tenía aproxim adam ente m i edad, y era m uy alto. Cuando nuestras m iradas
se cruzaron, recordé quién era. Nicolas de Lenfent, el hij o m ay or del pañero, a
quien su padre había enviado a estudiar a París.
Ahora, el m uchacho era com o una aparición.
Vestido con una espléndida casaca de brocado en colores rosa y oro, calzaba
chinelas de tacones dorados y llevaba una llam ativa pechera de encaj e italiano.
Únicam ente su cabello seguía siendo el de antes, oscuro y m uy rizado, y le daba
un aspecto un tanto infantil pese a llevarlo atado a la nuca con una delicada cinta
de seda.
Todo aquello era m oda parisiense, de la que y o veía pasar por la casa de
postas.
Y ahora tenía que ir a su encuentro con m is raídas ropas de lana y m is
gastadas botas de cuero y unos encaj es am arillentos, m il veces zurcidos.
Nos saludam os con sendas reverencias, pues él era, al parecer, el portavoz de
los reunidos. A continuación, el j oven Nicolas extraj o de su hum ilde envoltorio de
estam eña negra una m agnífica capa de terciopelo roj o forrada de piel. Un obj eto
m agnífico, herm osísim o. A m i interlocutor le brillaban intensam ente los oj os
cuando m e m iró. Se hubiera dicho que estaba adm irando a un soberano.
—Os ruego que aceptéis esta capa, m onseñor —dij o con voz sincera—.
Hem os utilizado la piel m ás fina de los lobos para forrarla y hem os pensado que
os será de utilidad en invierno, cuando salgáis de cacería a caballo.
—Y esto tam bién, m onseñor —añadió su padre, presentándom e un par de
botas de gam uza negras, forradas de piel y finam ente cosidas—. Para la cacería,
m onseñor.
Me sentí un poco abrum ado. Aquellos hom bres, que tenían la clase de riqueza
con la que y o sólo podía soñar, expresaban en sus gestos la m ay or deferencia
hacia m í y m e rendían respeto com o aristócrata.
Acepté la capa y las botas y les di las gracias con la m ism a efusividad con
que siem pre agradecía las cosas a cualquiera.
Y, a m i espalda, escuché a m i herm ano Augustin com entar:
—¡Ahora sí que se pondrá realm ente im posible!
Noté que m e ruborizaba. Era ultraj ante que hubiera hecho tal com entario en
presencia de aquellos hom bres, pero cuando m iré a Nicolas de Lenfent vi en su
rostro la expresión m ás afectuosa.
—Yo tam bién soy im posible, m onseñor —m e susurró m ientras le daba el
beso de despedida—. ¿Me perm itiréis algún día venir a hablar con vos para que
m e contéis cóm o acabasteis con todos? Sólo el im posible puede hacer lo
im posible.
Ninguno de los tres com erciantes m e había hablado j am ás de aquel m odo.
Por un instante, Nicolas y y o volvim os a ser dos chiquillos. Y solté una
carcaj ada. Su padre pareció desconcertado. Mis herm anos dej aron de
cuchichear. Pero Nicolas de Lenfent continuó sonriendo con parisiense serenidad.
Cuando la delegación se hubo m archado llevé la capa de terciopelo roj o y las
botas de gam uza a la habitación de m i m adre.
Estaba ley endo, com o siem pre, m ientras se cepillaba el cabello con gesto
indolente. Baj o la débil luz que entraba por la ventana, le vi por prim era vez
canas en el pelo. Le com enté lo que había dicho Nicolas de Lenfent.
—¿Por qué dice que es im posible? —Quise saber—. Dij o esa frase con
intención, com o si se refiriera a algo concreto.
Ella se echó a reír.
—Se refiere a algo, desde luego —respondió después—. Está castigado. —
Apartó los oj os del libro y m e m iró—. Ya sabes que toda la vida le han educado
para ser una pequeña im itación de aristócrata. Pues bien, durante su prim er año
com o estudiante de Ley es en París, fue a enam orarse locam ente del violín. Al
parecer, escuchó a un virtuoso italiano, uno de esos genios de Padua, tan
excepcional que la gente m urm ura sobre si habría vendido su alm a al diablo.
Tras oírle, Nicolas lo abandonó todo inm ediatam ente para acudir a tom ar
lecciones de Wolfgang Mozart. Incluso vendió sus libros. No hizo otra cosa que
tocar y tocar el instrum ento, hasta suspender los exám enes en Ley es. Insiste en
que quiere ser m úsico, ¿te im aginas?
—Y su padre está fuera de sí, ¿no es eso?
—Exacto. Incluso le rom pió el violín, y y a sabes lo que representa una
m ercadería cara para un buen pañero.
Sonreí.
—¿Y, así, Nicolas se ha quedado sin violín?
—No, y a tiene otro instrum ento. No tardó en escapar a Clerm ont y allí vendió
su reloj para com prar el nuevo violín. Tiene razón cuando dice que es im posible,
y lo peor es que toca bastante bien.
—¿Le has oído?
Mi m adre apreciaba la buena m úsica, pues había crecido escuchándola en
Nápoles. Yo, en cam bio, sólo conocía el coro de la iglesia y la m úsica popular de
las ferias.
—Sí, el dom ingo pasado, cuando iba a m isa —respondió—. Nicolas estaba
tocando en el dorm itorio del piso superior, encim a de la tienda. Todo el m undo
podía oírle y su padre le estaba am enazando con rom perle las m anos.
Solté un leve j adeo ante tal crueldad. Me sentía profundam ente fascinado.
Creo que em pecé a quererle en ese m ism o instante, por lanzarse de aquel m odo
a hacer lo que deseaba.
—Naturalm ente, el m uchacho nunca llegará a nada —siguió com entando m i
m adre.
—¿Por qué no?
—Es dem asiado m ay or. No se puede em pezar a aprender violín a los veinte
años. De todos m odos, ¿qué sé y o? A su m odo, tiene una form a m ágica de tocar.
Y tal vez le venda su alm a al diablo.
Me eché a reír, un poco inquieto. Aquello sonaba a m agia.
—¿Por qué no baj as al pueblo y te haces am igo suy o? —m e sugirió.
—¿Por qué diablos tendría que hacerlo? —le repliqué.
—Vam os, Lestat. A tus herm anos no les hará m ucha gracia. Y el viej o
com erciante no cabrá en sí de gozo. Su hij o y el hij o del m arqués…
—No son razones suficientes.
—Nicolas ha estado en París —añadió ella.
Me m iró durante un instante. Luego se concentró de nuevo en su libro y
volvió a pasarse de vez en cuando el cepillo por el cabello con el m ism o gesto
indolente.
La contem plé m ientras leía, furioso. Quería preguntarle cóm o se encontraba,
si tenía m ucha tos aquel día, pero no fui capaz de hacerle el m enor com entario.
—Baj a al pueblo y habla con él, Lestat —insistió ella, sin volver a m irarm e.
4
Tardé una sem ana en decidirm e a ir en busca de Nicolas de Lenfent.
Me puse la capa de terciopelo roj o forrada de piel y las botas de gam uza
forradas, y descendí por la serpenteante calle principal del pueblo, en dirección a
la posada.
La tienda del padre de Nicolas estaba frente por frente con la posada, pero no
vi a Nicolas ni escuché su violín.
Yo no tenía dinero m ás que para un vaso de vino, y no supe m uy bien qué
decir cuando el posadero se m e acercó y, con una reverencia, dej ó delante de m í
una botella de su m ej or vino.
Naturalm ente, aquella gente siem pre m e había tratado com o el hij o del am o,
pero aprecié que las cosas habían cam biado m ucho tras la cacería de los lobos y,
cosa extraña, ello m e hizo sentir aún m ás solo de lo habitual.
Pero apenas m e había servido el prim er vaso cuando apareció Nicolas, un
gran torbellino de color en la puerta abierta del local.
Por fortuna, no iba vestido con la elegancia de la otra vez, pero, aun así, todo
cuanto llevaba —seda, terciopelo y cuero nuevo— rezum aba riqueza.
En cam bio, venía sonroj ado com o si hubiera estado corriendo; llevaba el
cabello revuelto y enredado y tenía un brillo de excitación en los oj os. Me hizo
una reverencia, esperó a que le invitara a sentarse y luego m e preguntó:
—¿Cóm o hicisteis, m onseñor, para m atar esos lobos?
Cruzó los brazos sobre la m esa y m e m iró fij am ente.
—¿Por qué no m e contáis vos cóm o es París, m onseñor? —repliqué, y advertí
de inm ediato que m is palabras habían sonado burlonas y bruscas—. Lo siento —
añadí al instante—. Me gustaría saberlo, de veras. ¿Habéis estudiado en la
Universidad? ¿De veras os ha dado Mozart clases? ¿Qué hace la gente en París?
¿De qué conversan? ¿Qué piensan?
Nicolas se rio por lo baj o ante la andanada de preguntas. No pude evitar
reírm e tam bién. Pedí otro vaso y le acerqué la botella.
—Decidm e, ¿estuvisteis en los teatros de París? ¿Visteis la Com édie
Française?
—Muchas veces —respondió él, sin m ucho entusiasm o—. Pero escuchad, la
diligencia va a llegar en cualquier m om ento y se arm ará aquí m ucho alboroto.
Perm itidm e el honor de invitaros a cenar en una estancia privada del piso de
arriba. Me encantaría que aceptarais…
Y, sin darm e tiem po a form ular una protesta de cortesía, dio las órdenes
pertinentes y fuim os conducidos a una pequeña habitación, tosca pero acogedora.
Yo no había entrado casi nunca en una estancia pequeña de m adera, y ésta
m e encantó desde el prim er m om ento. La m esa estaba y a puesta para la com ida
que traerían m ás tarde, el fuego caldeaba de verdad el lugar, al contrario que las
llam as directas y rugientes de las chim eneas del castillo, y el grueso cristal de la
ventana estaba lo bastante lim pio para poder divisar el azul invernal sobre las
m ontañas cubiertas de nieve.
—Ahora os contaré todo lo que queráis saber sobre París —aceptó m i
interlocutor, m ientras esperaba gentilm ente a que y o m e sentara prim ero—. Sí,
estuve en la Universidad —dij o, una vez que nos hubim os acom odado, y lanzó
una risilla despectiva com o si no m ereciera la pena extenderse en ello—. Y
estudié con Mozart, quien, de no haber andado escaso de alum nos, m e habría
dicho que y o era un caso perdido para la m úsica. En fin, ¿por dónde queréis que
em piece? ¿Por el hedor de la ciudad, o por su ruido infernal? ¿Por las m ultitudes
ham brientas que le atosigan a uno en todas partes? ¿Por los ladrones dispuestos a
rebanaros el gaznate detrás de cualquier esquina?
Deseché todo aquello con un adem án. La sonrisa de Nicolas era m uy distinta
a su tono de voz; sus gestos eran abiertos y atray entes.
—Uno de esos grandes teatros parisienses… —dij e—. Describídm elo…
¿cóm o es?
Creo que estuvim os en la pequeña habitación cuatro horas com pletas, sin
hacer otra cosa que beber y conversar.
Nicolas trazó planos de los teatros sobre la m esa; utilizaba para ello un dedo
m oj ado. Me habló de las obras que había visto, de los actores fam osos, de las
casitas de los bulevares. Pronto m e estaba describiendo todas las cosas de París,
olvidado y a su cinism o. Mi curiosidad le daba alas para hablar de la Île de la Cité,
y del Barrio Latino, de la Sorbona, del Louvre.
Nos adentram os en asuntos m ás abstractos, en cóm o se presentaban los
sucesos en los periódicos, en las tertulias de los estudiantes en los cafés. Me contó
que el pueblo estaba inquieto y que era desafecto a la m onarquía. Que aspiraba a
un cam bio en el gobierno y que no tardaría m ucho en rebelarse. Me habló de los
filósofos, Diderot, Voltaire, Rousseau.
No entendí todo lo que m e contaba, pero, con su hablar rápido, sarcástico a
veces, m e proporcionó una im agen m aravillosam ente com pleta de lo que estaba
sucediendo en París.
Por supuesto, no m e sorprendió saber que la gente instruida no creía en Dios,
sino que estaba infinitam ente m ás interesada en la ciencia; que la aristocracia era
obj eto de grandes antipatías; y que lo m ism o sucedía con la Iglesia. Ésta era una
época guiada por la razón, no por la superstición, y cuantas m ás cosas decía
Nicolas, m ej or lo entendía y o. Pronto se puso a describirm e la Enciclopedia, la
gran recopilación de conocim ientos supervisada por Diderot. Luego m e habló de
los salones a los que había asistido, las j uergas, las veladas con las actrices. Me
describió los bailes públicos en el Palais Roy al, donde solía aparecer María
Antonieta entre la gente del pueblo.
—He de confesar —dij o finalm ente— que todo esto suena m ucho m ej or en
esta habitación de lo que es en realidad.
—No os creo —repliqué y o con suavidad.
No quería que dej ase de hablar. Quería que siguiera contando cosas
eternam ente.
—Estam os en tiem po de incredulidad, m onseñor —com entó Nicolas m ientras
llenaba los vasos de am bos con una nueva botella de vino—. Muy peligrosos.
—¿Peligrosos? ¿Por qué? —dij e—. ¿Por poner fin a la superstición? ¿Qué otra
cosa podría haber m ej or?
—Habláis com o un auténtico hom bre del siglo XVIII, m onseñor —respondió
él con una sonrisa de ligera m elancolía—. Pero y a nadie da valor a nada. No hay
m ás que m oda. Incluso el ateísm o es una m oda.
Yo siem pre había tenido una m entalidad escéptica en religión, aunque por
ninguna razón filosófica. En m i fam ilia, nadie creía m ucho en Dios, ni entonces
ni en el pasado. Por supuesto, ellos decían que sí a la costum bre, y todos
asistíam os a m isa. Sin em bargo, todo eso eran obligaciones sociales. Hacía
m ucho tiem po que la religión había m uerto en nuestra fam ilia, igual quizá que en
m iles de fam ilias de aristócratas. Por m i parte, ni siquiera en el m onasterio había
creído en Dios. Había creído en los m onj es que m e rodeaban.
Traté de explicárselo a Nicolas en palabras sencillas sin que se ofendiera,
porque para su fam ilia las cosas eran de otra m anera. Incluso su m iserable y
am bicioso padre (a quien y o adm iraba en secreto) era fervientem ente religioso.
—Sin em bargo, ¿pueden los hom bres vivir sin esas creencias? —preguntó él
casi con tristeza—. ¿Pueden los hij os afrontar el m undo sin ellas?
Em pecé a com prender la razón de su sarcasm o y cinism o. Todavía estaba
m uy reciente su pérdida de fe, y hablar de ello era un trago am argo para él.
Con todo, por acerbo que fuera su sarcasm o, em anaba de m i interlocutor una
gran energía, una pasión irreprim ible. Y eso m e atraj o de él. Creo que sentí am or
por él. Un par de vinos m ás y quizá term inaría confesándole algo absolutam ente
ridículo por el estilo.
—Yo he vivido siem pre sin creencias —afirm é.
—Sí, y a lo sé —respondió él—. ¿Recordáis la historia de las bruj as, esa vez
que llorasteis en el lugar de las bruj as?
—¿Que lloré por las bruj as?
Le m iré unos instantes sin saber a qué se refería, pero pronto se agitó dentro
de m í un doloroso sentim iento de hum illación. Dem asiados de m is recuerdos
tenían aquel m ism o regusto. Y en aquel m om ento tenía que recordar haber
llorado por unas bruj as.
—No recuerdo —contesté.
—Éram os pequeños y el sacerdote nos estaba enseñando las oraciones. Un
día el sacerdote nos llevó a ver el lugar donde habían quem ado a las bruj as
m uchos años antes, y encontram os las viej as estacas y el suelo ennegrecido.
—¡Ah, ese lugar! —Me recorrió un escalofrío—. ¡Qué sitio tan horrible!
—Os pusisteis a gritar y a llorar. Incluso m andaron llam ar al propio m arqués,
porque vuestra niñera no conseguía calm aros.
—Era un niño terrible —m urm uré, tratando de quitarle im portancia al asunto.
Por supuesto que lo recordaba todo ahora: los gritos, el traslado a casa, las
pesadillas con las hogueras. Alguien que m e hum edecía la frente y decía:
« Lestat, despierta» . Pero no había revivido la escena desde hacía años. Cuando
pasaba por las cercanías de aquel lugar, lo único que evocaba era el
em plazam iento en sí: el bosquecillo de estacas ennegrecidas, las im ágenes de
hom bres, m uj eres y niños quem ados vivos.
Nicolas m e estudiaba.
—Cuando vuestra m adre acudió a buscaros, dij o que todo aquello era obra de
la ignorancia y la crueldad. Estaba furiosa con el sacerdote por contaros esas
viej as historias.
Asentí. El horror últim o había sido oír que toda aquella gente de nuestro
propio pueblo, olvidada desde hacía tanto tiem po, había m uerto por nada; que
eran inocentes. « Víctim as de la superstición» , había declarado ella. « No había
bruj as de verdad» . No era extraño que y o no dej ara de gritar y gritar.
—Mi m adre, en cam bio —dij o Nicolas—, m e contó una historia diferente:
que las bruj as estaban en alianza con el diablo y que habían arruinado las
cosechas y que, convertidas en lobos, m ataban ovej as y niños…
—¿Acaso no sería m ej or el m undo si nunca m ás se quem ara a nadie en el
nom bre de Dios? —pregunté—. ¿Si no se continuara crey endo que Dios puede
ordenar al hom bre hacer tal cosa a su sem ej ante? ¿Cuál es el peligro de un
m undo racional donde horrores com o éste no se produzcan?
Él se inclinó hacia delante y frunció el entrecej o con aire m alicioso.
—Los lobos no os hirieron en la m ontaña, ¿verdad? —inquirió en tono festivo
—. ¿No os habréis convertido en hom bre lobo, m onseñor, sin que nadie lo hay a
advertido? —Acarició el forro de la capa de terciopelo que aún cubría m is
hom bros y continuó—: Recordad lo que dij o el buen cura: que en esa época
habían quem ado a un buen núm ero de hom bres lobo. Entonces constituían una
am enaza habitual.
Me eché a reír.
—Si m e volviera lobo —respondí—, una cosa os puedo asegurar. No m e
quedaría por aquí a m atar niños. Me alej aría de este pueblo repugnante y
m iserable donde todavía asustan a los niños con cuentos de quem as de bruj as.
Huiría cam ino de París y no m e detendría hasta ver sus m urallas.
—Y entonces descubriríais que París es otro aguj ero repugnante y m iserable
—replicó él—, donde a los ladrones les rom pen los huesos en la rueda a la vista
del populacho en la Place de Grève.
—No —insistí—. Vería una ciudad espléndida donde nacen grandes ideas en
las m entes de ese populacho, ideas que habrán de ilum inar hasta el rincón m ás
oscuro de este m undo.
—¡Ah, sois un soñador! —exclam ó Nicolas, pero estaba encantado.
Cuando sonreía, su belleza destacaba todavía m ás.
—Y conoceré gente com o vos —proseguí—, gente que tiene ideas en la
cabeza y verbo fácil para expresarlas, y nos sentarem os en los cafés y
beberem os j untos y nos enfrentarem os apasionadam ente con palabras y
seguirem os conversando el resto de nuestras vidas en un divino frenesí.
Él alargó el brazo, m e lo pasó en torno al cuello y m e besó. Casi volcam os la
m esa de lo felices y borrachos que estábam os.
—Mi señor, el m atador de lobos —m e susurró.
Con la tercera botella de vino, em pecé a contar m i vida com o nunca lo había
hecho: expliqué lo que sentía cada día al adentrarm e a caballo por las m ontañas,
al alej arm e hasta perder de vista las torres del castillo de m i padre, al cabalgar
por los cam pos arados hasta el lugar donde el bosque parecía casi encantado.
Las palabras com enzaron a fluir de m is labios com o antes lo habían hecho de
los suy os, y pronto nos encontram os hablando de m il cosas que habíam os sentido
en nuestros corazones, confidencias de secretas soledades, y las palabras
parecían fundam entales, com o lo habían sido en aquellas raras ocasiones con m i
m adre. Y m ientras describíam os nuestras m utuas añoranzas e insatisfacciones,
nos expresábam os con gran vivacidad, con cosas com o « ¡sí, sí!» , y
« ¡exactam ente!» , y « entiendo perfectam ente a qué os referís» , y « sí, claro,
uno siente que no puede soportarlo» , etcétera.
Otra botella y un nuevo fuego. Le pedí a Nicolas que tocara el violín para m í
y corrió a buscarlo inm ediatam ente a su casa.
Caía y a la tarde. El sol entraba al sesgo por la ventana y el fuego del hogar
estaba m uy vivo. Y… estábam os m uy borrachos. No habíam os llegado a pedir la
cena y y o m e sentía m ás feliz que nunca en m i vida. Me acosté en el
apelm azado colchón de paj a del cam astro con las m anos detrás de la cabeza,
observándole m ientras sacaba el instrum ento.
Se llevó el violín al hom bro y em pezó a puntear las cuerdas m ientras las
afinaba aj ustando las clavij as.
Después levantó el arco y lo dej ó caer con fuerza sobre las cuerdas para
hacer sonar la prim era nota.
Me incorporé hasta quedar sentado y apoy ado con la espalda contra la pared
de m adera; le m iré fij am ente, pues no podía creer en el sonido que em pecé a
escuchar.
Entró en la m elodía desgarrándola, arrancando las notas del violín. Y cada
una de ellas era translúcida y vibrante. Nicolas tenía los oj os cerrados, la boca un
poco distorsionada, el labio inferior ligeram ente ladeado; y lo que m e encogió el
corazón casi tanto com o la propia tonada fue ver cóm o todo su cuerpo se fundía
en la m úsica, cóm o su alm a se apretaba al instrum ento com o si fuera un sensible
oído m ás.
Jam ás había escuchado m úsica com o aquélla, tales vigor e intensidad, los
rápidos y brillantes torrentes de notas que surgían de las cuerdas. Estaba
interpretando una pieza de Mozart y tenía toda la alegría, la ligereza y el intenso
encanto de cuanto Mozart escribió.
Cuando term inó, y o estaba m irándole, y m e di cuenta de que y o tenía m i
cabeza apretada entre am bas m anos.
—¿Qué os sucede, m onseñor? —exclam ó él, casi con im potencia.
Me puse en pie y le estreché entre m is brazos y le besé en am bas m ej illas y
besé el violín.
—Dej a de llam arm e m onseñor —le dij e—. Llám am e por m i nom bre.
Me tendí de nuevo en la cam a y hundí el rostro en el brazo y rom pí a llorar y,
una vez hube em pezado, no pude parar. Él se sentó a m i lado, m e abrazó y m e
preguntó por qué lloraba, y, aunque no pude explicárselo, advertí que estaba
abrum ado por el efecto que m e había producido su m úsica. En ese instante, no
había en Nicolas el m enor sarcasm o, la m ás m ínim a am argura.
Creo que, esa noche, él m e llevó al castillo de m i fam ilia.
Y, a la m añana siguiente, y o estaba en la zigzagueante calle em pedrada,
delante de la tienda de su padre, arroj ando piedrecitas a su ventana.
Y, cuando al fin asom ó la cabeza, le pregunté:
—¿Quieres baj ar a continuar nuestra conversación?
5
A partir de entonces, cuando no andaba de caza, m i vida estaba con Nicolas y
evocando « nuestra conversación» .
Se acercaba la prim avera, las m ontañas estaban salpicadas de verde y el
huerto de m anzanos em pezaba a revivir. Y Nicolas y y o estábam os siem pre
j untos.
Dim os largos paseos por las laderas rocosas, tom am os pan y vino al sol, sobre
la hierba, y recorrim os las ruinas de un viej o m onasterio al sur del pueblo. A
veces nos quedábam os en m is habitaciones o subíam os a las alm enas. Y luego,
cuando estábam os dem asiado bebidos y arm ábam os dem asiado alboroto com o
para que los dem ás nos soportaran, volvíam os a nuestra habitación de la posada.
Con el paso de las sem anas, fuim os abriéndonos cada vez m ás el uno al otro.
Nicolas m e habló de su infancia en la escuela, de las pequeñas decepciones de
sus prim eros años, de la gente que él había conocido y querido.
Y y o em pecé a contarle m is aflicciones… hasta term inar con la viej a
vergüenza de m i escapada con los actores italianos.
Me vino a los labios una noche, durante una nueva visita a la posada, m ientras
estábam os ebrios com o de costum bre. De hecho, estábam os en ese m om ento de
la borrachera que los dos habíam os dado en llam ar el Instante de Oro, en el que
todo tenía sentido. Siem pre tratábam os de prolongar ese m om ento, hasta que,
inevitablem ente, uno de nosotros confesaba: « No puedo seguir m ás; creo que el
Instante de Oro ha pasado» .
Esa noche, m ientras contem plaba la Luna sobre las m ontañas, afirm é que, en
ese Instante de Oro, no era tan terrible que no estuviéram os en París, que no nos
halláram os en la Opéra o en la Com édie, esperando a que se levantara el telón.
—Tú y tus teatros de París —replicó él—. Hablem os de lo que hablem os,
siem pre vuelves al tem a de los teatros y los actores…
Sus oj os pardos eran enorm es y confiados. E, incluso borracho com o estaba,
conservaba la elegancia con su levita de terciopelo roj o parisiense.
—Los actores y actrices hacen m agia —afirm é—. Hacen que se produzcan
cosas en el escenario, inventan, crean…
—Espera a ver cóm o les corre el sudor por los rostros pintarraj eados baj o el
resplandor de las luces.
—¡Ah, y a estam os con ésas otra vez! ¡Precisam ente tú, el que lo ha
abandonado todo para tocar el violín!
De repente, Nicolas adoptó un aspecto terriblem ente serio, abatido, com o si
estuviera cansado de sus propias luchas.
—Sí, eso hice —confesó.
Para entonces, el pueblo entero sabía y a de la batalla entre él y su padre.
Nicolas no volvería a estudiar en París.
—Cuando actúas, creas vida —insistí—. Haces surgir algo de la nada. Haces
que suceda algo bueno. Y, para m í, eso es una bendición.
—Yo hago m úsica, y eso m e hace feliz —respondió—. ¿Qué tiene de bueno o
de bendito?
Hice caso om iso de su com entario, com o siem pre hacía ahora con sus
m uestras de cinism o.
—Yo he vivido todos estos años entre gente que no crea nada ni cam bia nada
—declaré—. Los actores y los m úsicos… para m í son santos.
—¿Santos? —repitió él—. ¿Bondad? ¿Bendición? ¡Lestat, tu léxico m e
asom bra!
Sonreí y sacudí la cabeza.
—No entiendes. Estoy hablando de la naturaleza de los seres hum anos, no de
las creencias. Hablo de los que no aceptarían una m entira inútil por el solo hecho
de haber nacido para ello. Me refiero a los que serían algo m ej or. Se esfuerzan,
se sacrifican, hacen cosas…
Le vi conm ovido por m is palabras y m e sorprendió un poco haberlas
pronunciado. Sin em bargo, sentí que, de alguna m anera, le había herido.
—Hay beatitud en ello. Hay santidad. Y, con Dios o sin Él, hay bondad. Lo sé
com o sé que ahí fuera están las m ontañas, com o sé que las estrellas brillan.
Me dirigió una m irada triste. Aún parecía dolido. Pero, en aquel m om ento, y o
no pensaba en él.
Pensaba en la conversación que había tenido con m i m adre y en m i creencia
de que no podía ser bueno si desafiaba a m i fam ilia. Pero si realm ente creía en lo
que estaba diciendo…
Com o si ley era los pensam ientos, Nicolas m e preguntó:
—¿Pero de verdad estás convencido de esas cosas?
—Quizá sí, quizá no —respondí.
No podía soportar verle tan triste.
Y creo que, m ás por ello que por cualquier otra causa, le conté toda la historia
de cóm o había escapado y o con los actores. Le conté lo que no había explicado
nunca a nadie, ni siquiera a m i m adre, sobre aquellos pocos días y la felicidad
que m e habían proporcionado.
—Y bien —le pregunté a continuación—, ¿cóm o podría no ser bueno dar y
recibir tal felicidad? Dim os vida a esa ciudad cuando representam os nuestra
obra. Es m agia, te lo digo. Podría curar a los enferm os, seguro que sí.
Él m ovió la cabeza y m e di cuenta de que, por respeto a m í, callaba algunas
cosas que deseaba decir.
—No entiendes, ¿verdad? —insistí.
—Lestat, el pecado siem pre sienta bien —afirm ó él con voz grave—. ¿No lo
ves? ¿Por qué crees que la Iglesia ha condenado constantem ente a los actores? El
teatro procede de Dioniso, el dios del vino. Lo puedes leer en Aristóteles. Y
Dioniso fue un dios que conducía a los hom bres al desenfreno. Te sentó bien salir
a ese escenario porque era un acto de abandono y luj uria y libertinaj e, el
ancestral culto al dios de la uva, y te lo pasaste en grande por el hecho de
desafiar a tu padre…
—No, Nicolas. No y m il veces no.
—Lestat, som os com pañeros de pecado —dij o él, sonriendo por fin—.
Siem pre lo hem os sido. Los dos nos hem os portado m al y los dos estam os
totalm ente desacreditados. Eso es lo que nos une.
Ahora había llegado m i turno de m ostrarm e triste y dolido. Y el Instante de
Oro era y a im posible de recuperar… a m enos que sucediera algo nuevo.
—Vam os —dij e de pronto—. Coge el violín y vám onos a algún rincón del
bosque donde no despertem os a nadie con la m úsica. Ya verem os si no hay
bondad en ella.
—¡Eres un loco! —exclam ó él, pero agarró por el cuello la botella sin abrir y
se encam inó hacia la puerta inm ediatam ente.
Yo fui tras él.
Cuando salió de su casa con el violín, m e propuso:
—¡Vam os al lugar de las bruj as! Mira, hay m edia luna y tendrem os
suficiente luz. Bailarem os la danza del diablo y tocarem os para los espíritus de las
bruj as.
Me eché a reír. Tenía que estar borracho para continuar con aquello.
—Volverem os a consagrar el sitio —insistí— m ediante una m úsica buena y
pura.
Llevaba años y años sin pisar el lugar de las bruj as.
El claro de luna que lo bañaba perm itía ver, com o Nicolas había descrito, las
estacas cham uscadas form ando el círculo siniestro y la zona de terreno donde
seguía sin crecer nunca nada, transcurridos cien años de la quem a. Los arbolillos
j óvenes del bosque se m antenían a distancia, y ello hacía que el viento azotara el
claro. Arriba, aferrado a la rocosa ladera, el pueblo se cernía en som bras.
Me recorrió un leve escalofrío, pero no fue m ás que la m era som bra de la
angustia que había sentido de niño al escuchar las terribles palabras « asados
vivos» , cuando había im aginado el sufrim iento.
El encaj e blanco de Nicolas destacaba baj o la pálida luz; em pezó de
inm ediato a tocar una canción gitana y a bailar dando vueltas en círculo al
m ism o tiem po.
Me senté en un gran tocón quem ado y eché un trago de la botella. Y m e
em bargó aquel sentim iento desgarrador que m e invadía cada vez que Nicolas
interpretaba la m úsica. ¿Qué otro pecado había allí, pensé, salvo el de
desperdiciar m i existencia en aquel horrible lugar? Muy pronto m e encontré
llorando en silencio y a hurtadillas.
Aunque m e parecía que la m úsica no había cesado, vi a Nicolas
consolándom e. Nos sentam os uno al lado del otro y m e dij o que el m undo está
lleno de inj usticia, y que los dos, tanto él com o y o, éram os prisioneros de aquel
horrible rincón de Francia, y que algún día escaparíam os de allí. Yo pensé en m i
m adre, allá en el castillo en lo alto de la m ontaña, y la tristeza m e em bargó hasta
que m e resultó insoportable, y Nicolas em pezó a tocar de nuevo, instándom e a
bailar y a olvidarlo todo.
Sí, quise decir, eso era lo que podría im pulsar a uno a obrar. ¿Era eso pecado?
¿Cóm o podría ser m alo? Fui tras Nicolas, que se puso a bailar en un círculo. Las
notas parecían surgir y elevarse del violín com o si fueran de oro. Casi podía
verlas destellar. Di vueltas y vueltas en torno a Nicolas y él se sum ergió en una
m úsica m ás frenética y profunda. Desplegué las alas de m i capa forrada de piel
y eché la cabeza hacia atrás para contem plar la Luna. La m úsica se alzó a m i
alrededor com o si fuera hum o, y el lugar de las bruj as dej ó de existir. Encim a de
m í, sólo estaba el cielo, form ando un gran arco que baj aba hasta las m ontañas.
Debido a todo esto, Nicolas y y o nos sentim os m ás unidos en los días que
siguieron.
Pero, unas noches después, sucedió algo extraordinario.
Era tarde. Volvíam os a encontrarnos en la habitación de la posada, y Nicolas,
que no dej aba de deam bular por la estancia y de gesticular teatralm ente, puso al
fin en palabras lo que había estado rondando nuestras m entes desde hacía tiem po.
Dij o que debíam os huir a París aunque no tuviéram os un céntim o. Que era
m ej or eso que quedarse allí. ¡Aunque tuviéram os que vivir com o m endigos en la
capital! Tenía que ser m ej or.
Com o es lógico, los dos habíam os llegado gradualm ente a aquella conclusión.
—Bien —asentí—. Aunque tengam os que ser m endigos callej eros, Nicolas.
Porque antes prefiero condenarm e al infierno que interpretar el papel de prim o
del pueblo que llega sin un céntim o a suplicar a la puerta de las grandes
m ansiones.
—¿Crees que quiero verte hacer tal cosa? —replicó él—. Te estoy hablando
de huir lej os de ellos, Lestat. De vengarnos de todos ellos.
Me pregunté si realm ente quería seguir adelante con aquello. Sin duda,
nuestros padres nos m aldecirían. Pero, al fin y al cabo, nuestra vida en el pueblo
era com pletam ente vacía.
Por supuesto, los dos sabíam os que, esta vez, nuestra huida j untos sería m il
veces m ás seria que nada de cuanto habíam os hecho hasta entonces. Ya no
éram os adolescentes, sino hom bres hechos y derechos. Nuestros padres nos
m aldecirían, sin duda, y eso era algo que ninguno de los dos podíam os tom arnos
a risa.
Y tam bién teníam os edad suficiente para conocer el significado de la
pobreza.
—¿Qué voy a hacer en París cuando tengam os ham bre? —pregunté—.
¿Cazar ratas para cenar?
—Si es preciso, y o tocaré el violín por unas m onedas en el Boulevard du
Tem ple. Y tú puedes ir a los teatros. —Nicolas m e estaba retando de verdad. Me
estaba diciendo: « ¿Qué era todo eso, Lestat: sólo palabras?» —. Con tu
apariencia, seguro que subirás a algún escenario del Boulevard du Tem ple en un
abrir y cerrar de oj os.
Me alegré de este cam bio en « nuestra conversación» . Me encantó ver que
Nicolas estaba convencido de que podíam os hacerlo. Se había desvanecido todo
su cinism o, aunque seguía em pleando la palabra « resentim iento» cada par de
frases, m ás o m enos.
Y la idea de que nuestra vida en el pueblo carecía de sentido em pezó a
inflam arnos.
Insistí en el argum ento de que la m úsica y el teatro eran buenos porque
hacían retroceder el caos. El caos era el vacío sin sentido de la vida cotidiana y, si
m oríam os en aquel m om ento, nuestras existencias no habrían sido m ás que un
vacío sin sentido. De hecho, m e puse a pensar que la proxim idad de la m uerte de
m i m adre carecía de sentido y le confié a Nicolas lo que ella m e había dicho:
« Estoy absolutam ente horrorizada. Tengo m iedo» .
El Instante de Oro, si en algún m om ento se había producido, había
desaparecido de la estancia y em pezaba a dar paso a otra cosa distinta.
Debería denom inarla el Instante Tenebroso, aunque seguía siendo una
situación exaltada y llena de una luz espectral. Nicolas y y o hablábam os con
anim ación, m aldecíam os aquella existencia sin sentido, y, cuando m i interlocutor
se sentó por fin y apoy ó la cabeza entre las m anos, y o tom é unos rápidos y
copiosos tragos de vino y m e puse a gesticular y a deam bular por la estancia
com o él había hecho antes.
Mientras lo decía en voz alta, en m itad de la frase com prendí que ni siquiera
al m orir encontraríam os respuesta, probablem ente, al porqué de nuestra
existencia. Incluso el ateo declarado piensa que en la m uerte hallará una
respuesta: o bien encontrará allí a Dios, o no habrá nada en absoluto.
—Pero lo que sucede —dij e— es que en ese últim o trance no hacem os
ningún descubrim iento. ¡Sencillam ente, dej am os de existir! Pasam os a la no
existencia sin averiguar absolutam ente nada.
Vi el universo, una im agen del Sol, los planetas, las estrellas y una noche
negra que se prolongaba eternam ente. Y m e puse a reír.
—¿Te das cuenta? ¡Nunca, ni siquiera cuando todo hay a term inado, sabrem os
por qué diablos han sucedido las cosas com o lo han hecho! —le grité a Nicolas,
quien, recostado en el lecho, asentía m ientras daba tientos a un botellón de vino
—. Morirem os sin saber nada. Jam ás conocerem os nada, y este vacío se
prolongará indefinidam ente. Y nosotros dej arem os de ser testigos de él; ni
siquiera tendrem os esa m ínim a capacidad para darle sentido en nuestras m entes.
Estarem os m uertos, m uertos, m uertos… ¡sin alcanzar j am ás a saber!
Mientras decía estas palabras, dej é de reírm e. De pie en la estancia, inm óvil,
com prendí en toda su m agnitud lo que m is labios estaban diciendo.
No había día del j uicio, no había una explicación final, no había ningún
m om ento lum inoso en el cual todos los terribles errores com etidos fueran
corregidos y todos los horrores fueran com pensados.
Las bruj as quem adas en la hoguera no serían vengadas j am ás.
¡Nadie iba a decirnos nunca nada!
En aquel instante, no sólo lo com prendí así. ¡Lo vi! Lancé una exclam ación:
« ¡Oh!» ; la repetí: « ¡Oh!» , y continué em itiéndola, gritando cada vez m ás, al
tiem po que dej aba caer al suelo la botella de vino. Me llevé las m anos a la
cabeza y proseguí las exclam aciones y pude ver que tenía la boca abierta en
aquel círculo perfecto del que había hablado a m i m adre, y continué gritando:
« ¡Oh, oh, oh!» .
Era com o un intenso ataque de hipo que era incapaz de detener. Y Nicolas m e
suj etó y em pezó a sacudirm e, m ientras m e chillaba:
—¡Lestat, basta!
Pero y o no podía parar. Corrí a la ventana, corrí el pestillo y abrí el pesado
cristal para contem plar las estrellas. Su visión m e resultó insoportable. No podía
tolerar su inm enso vacío, su silencio, la ausencia absoluta de cualquier respuesta,
y em pecé a soltar alaridos m ientras Nicolas m e apartaba del alféizar y cerraba
el cristal.
—Te pondrás bien —repitió una y otra vez.
Alguien llam aba a la puerta. Era el posadero, exigiendo que acabáram os con
aquel alboroto.
—Por la m añana te encontrarás m ej or —insistió Nicolas—. Ahora tienes que
dorm ir.
Habíam os despertado a todo el m undo. Incapaz de contenerm e, continué
repitiendo aquel sonido. Por fin, salí corriendo de la posada con Nicolas
pisándom e los talones, y crucé el pueblo y subí la cuesta hacia el castillo
m ientras Nicolas trataba de darm e alcance. Dej é atrás las puertas del castillo y
subí a m i habitación.
—Lo que necesitas es dorm ir —continuó diciéndom e Nicolas con voz
desesperada.
Yo estaba apoy ado en la pared, tapándom e los oídos con las m anos, y el
sonido incontenible seguía surgiendo de m i boca.
—¡Oh, oh, oh!
—Por la m añana te encontrarás m ej or —m e aseguró.
Pues bien, por la m añana no m e encontré m ej or.
Y tam poco m ej oraron las cosas al caer la noche; de hecho, con la llegada de
la oscuridad em peoraron aún m ás.
Me pasé el día cam inando, hablando y m oviéndom e com o si estuviera
norm al, pero m e sentía abrum ado. Los dientes m e castañeteaban sin que pudiera
evitarlo. Observaba con horror cuanto m e rodeaba. La oscuridad m e aterraba.
La visión de las viej as arm aduras del corredor m e daba m iedo. Contem plé el
garrote y la m aza de estrella que había llevado en la cacería de los lobos.
Contem plé el rostro de m is herm anos. Lo contem plé todo, y, tras cada
com posición de colores, luces y som bras, vi siem pre lo m ism o: la m uerte. Sólo
que no era la m uerte com o la había concebido hasta entonces, sino la m uerte
com o la veía ahora. Una m uerte real, total, inevitable, irreversible y que no daba
respuesta a nada.
Y, en aquel insoportable estado de agitación, em pecé a hacer algo que no
había hecho hasta entonces. Me volví a quienes m e rodeaban y m e puse a
interrogarles im placablem ente.
—¿Pero tú crees en Dios? —le pregunté a m i herm ano Augustin—. ¿Cóm o
puedes vivir si no? —Y luego pregunté a m i padre ciego—: ¿Pero tú crees de
verdad en algo? Si supieras que ibas a m orir en este m ism o instante, ¿esperarías
ver a Dios o encontrar tinieblas? ¡Dím elo!
—¡Estás loco! ¡Siem pre lo has estado! —m e gritó él—. ¡Fuera de esta casa!
¡Vas a volvernos locos a todos!
Pese a que le resultaba difícil por estar ciego e im pedido, se incorporó y trató
de acertarm e con un tazón, aunque, com o es lógico, no m e alcanzó.
Me sentí incapaz de m irar a m i m adre. No pude acercarm e a ella. No quería
hacerla sufrir con m is preguntas. Baj é a la posada. La evocación del lugar de las
bruj as m e resultaba insoportable. ¡No m e habría acercado a aquel rincón del
pueblo por nada del m undo! Me cubrí los oídos con las m anos y cerré los oj os,
tratando de expulsar de m i cabeza la im agen de aquellos desgraciados que habían
tenido una m uerte tan horrible, sin alcanzar, por un solo instante, a com prender
nada.
En el segundo día, las cosas no m ej oraron.
Y tam poco estaban m ej or al cabo de una sem ana.
Yo com ía, bebía y dorm ía, pero cada instante de vigilia era puro pánico y
puro dolor. Acudí al cura del pueblo a preguntarle si de verdad creía que el
Cuerpo de Cristo estaba presente en el altar en la Consagración. Después de
escuchar sus respuestas balbucientes, y de ver el m iedo en sus oj os, m e despedí
de él m ás desesperado que antes.
—¿Pero cóm o vive uno, cóm o sigue respirando y m oviéndose y haciendo
cosas cuando sabe que no existe ninguna explicación?
Finalm ente, estaba desvariando. Y, entonces, Nicolas com entó que tal vez la
m úsica m e hiciera sentir m ej or y que tocaría el violín para m í.
Tuve m iedo de la intensidad de su m úsica, pero salim os a los huertos y, baj o
la luz del sol, Nicolas interpretó todas las tonadas que sabía. Me senté allí con los
brazos cruzados, las rodillas encogidas y los dientes castañeteándom e pese a estar
a pleno sol. El pulido instrum ento reflej aba los ray os dorados, y contem plé cóm o
Nicolas se sum ergía en la m úsica delante de m í. Las notas, puras y sin elaborar,
se expandían m ágicam ente hasta llenar el huerto y el valle, aunque no se trataba
de m agia alguna, y Nicolas, por últim o, m e pasó los brazos alrededor y nos
quedam os allí sentados en silencio hasta que él dij o en voz m uy baj a:
—Créem e, Lestat, esto se te pasará.
—Toca otra vez —le pedí—. La m úsica es inocente.
Nicolas sonrió y asintió. Le seguía la corriente al loco.
Y m e di cuenta de que no se m e pasaría, y de que nada podría, por el
m om ento, hacer que lo olvidara. Sin em bargo, al propio tiem po, sentí una gratitud
inexpresable por la m úsica, por el hecho de que en aquel horror pudiera haber
algo de tal belleza.
Uno no podía entender nada ni cam biar nada, pero podía hacer una m úsica
com o aquélla. Y sentí la m ism a gratitud cuando vi a los niños del pueblo bailando,
cuando vi sus brazos levantados y sus rodillas dobladas y sus cuerpos m oviéndose
al ritm o de las canciones que entonaban. Al observarles, rom pí a llorar.
Penetré en la iglesia y, arrodillado, m e apoy é contra la pared y contem plé las
viej as estatuas y sentí la m ism a gratitud al contem plar los dedos delicadam ente
esculpidos y las narices y las orej as y las expresiones de los rostros y los
m arcados pliegues de las indum entarias y no pude evitar que m e saltaran de
nuevo las lágrim as.
« Al m enos, nos quedaba toda aquella belleza —m e dij e—. Toda aquella
bondad» .
¡Pero ahora no m e parecía bello nada de cuanto m e m ostraba la naturaleza!
La m era visión de un gran árbol alzándose en solitario en m itad de un cam po m e
hacía tem blar y gritar, llenar de gritos el huerto.
Y dej ad que os cuente un pequeño secreto: en realidad nunca se me pasó.
6
¿Cuál fue la causa? ¿Fue tanto beber y charlar de m adrugada, o tuvo que ver con
la revelación de m i m adre sobre la proxim idad de su m uerte? ¿Guardaba alguna
relación con los lobos? ¿O acaso era el lugar de las bruj as lo que había hechizado
m i m ente?
Lo ignoro. La sensación m e había asaltado com o im puesta sobre m í desde
fuera. En un m om ento dado, era una sim ple idea, y al instante siguiente era algo
real. Me da la im presión de que uno puede invitar a que surj a una cosa así, pero
no puede hacer que se produzca.
Por supuesto, su fuerza iba a decrecer con el tiem po, pero el cielo nunca
volvió a tener el m ism o tono de azul. Quiero decir que el m undo siem pre m e
pareció distinto desde entonces, e, incluso en m om entos de exquisita felicidad,
m e acechaba la oscuridad, la conciencia de nuestra fragilidad y de nuestra
ausencia de esperanzas.
Tal vez fue un presentim iento, pero no lo creo. Fue m ás im portante que eso y,
para ser sincero, no creo en los presentim ientos.
Volviendo al relato, sin em bargo, diré que durante ese período de aflicción
m e m antuve a distancia de m i m adre, decidido a evitar en su presencia aquellos
m onstruosos com entarios sobre la m uerte y el caos.
Pero a pesar de m i actitud, ella oy ó com entar a todo el m undo que y o había
perdido la razón, y, finalm ente, en la noche del prim er dom ingo de Cuaresm a,
acudió a verm e. Me encontraba a solas en m i habitación y toda la fam ilia había
baj ado al pueblo al caer la tarde, para participar en la gran hoguera que era
costum bre encender cada año en esa fecha.
A m í siem pre m e había repugnado la celebración. Tenía un aire espantoso y
terrible: las llam as rugientes, los bailes y cantos, los cam pesinos alej ándose luego
entre los huertos de frutales con las antorchas, entonando sus extraños cánticos.
Durante un tiem po, tuvim os en el pueblo un párroco que tachaba de pagana la
costum bre. Pero los vecinos se libraron pronto de él. Los cam pesinos de nuestras
m ontañas m antenían sus viej os ritos. Era para hacer florecer los árboles y crecer
los cereales y dem ás lindezas. Y en esta ocasión, m ás que nunca, creí ver en
ellos una m ultitud de hom bres y m uj eres capaz de quem ar bruj as.
En el estado m ental en que m e hallaba, m e quedé paralizado de terror. Tom é
asiento j unto a la chim enea de m i habitación, tratando de resistir el im pulso de
acudir a la ventana y contem plar la gran hoguera que m e atraía tanto com o m e
asustaba.
Mi m adre entró, cerró la puerta tras ella y m e dij o que debía hablar conm igo.
Todos sus gestos rezum aban ternura.
—El estado en que te encuentras, ¿es a causa de m i próxim a m uerte? —m e
preguntó—. Si lo es, dím elo. Y pon tus m anos en las m ías.
Incluso m e besó. Se la veía frágil con su cam isón descolorido, y llevaba el
cabello suelto. No soporté ver sus vetas canosas. Tenía un aspecto fam élico.
Pero le dij e la verdad, que no lo sabía, y luego le expliqué parte de lo
sucedido en la posada. Intenté no transm itir el horror, la extraña lógica del asunto.
Intenté no hacerlo todo tan absoluto.
Ella m e escuchó y luego dij o.
—Eres un luchador, hij o m ío. Nunca aceptas nada. Ni siquiera si se trata del
destino de toda la hum anidad.
—¡No puedo! —repliqué, abrum ado.
—Y y o te quiero por ser así —continuó—. Es m uy propio de ti que te dieras
cuenta de eso en una pequeña estancia de una posada, de m adrugada y entre
trago y trago de vino. Y tam bién es m uy propio de ti enfurecerte contra ello igual
que liberas tu cólera contra todo lo dem ás.
Me puse a llorar otra vez, aunque sabía que ella no m e estaba censurando.
Luego sacó un pañuelo, en cuy o interior aparecieron varias m onedas de oro.
—Te recuperarás de esto —m e dij o—. De m om ento, la m uerte está
estropeándote la vida, eso es todo. Pero la vida es m ás im portante que la m uerte.
Te darás cuenta m uy pronto. Ahora, escucha lo que tengo que decirte. He hecho
venir al m édico y a esa viej a del pueblo, que sabe aún m ás que él de curaciones.
Los dos están de acuerdo en que no viviré m ucho m ás.
—Basta, m adre —la interrum pí, consciente de m i actitud egoísta pero incapaz
de contenerm e—. Y esta vez no habrá regalos. Guarda ese dinero.
—Siéntate —m e ordenó. Señaló el banco j unto al hogar y, a regañadientes, la
obedecí. Ella se sentó a m i lado—. Sé que tú y Nicolas habláis de escaparos.
—No pienso irm e, m adre…
—¿Qué? ¿Hasta que y o hay a m uerto?
No respondí. No puedo describir el estado m ental en que m e encontraba. Aún
seguía hipersensible, presa de escalofríos, y ahora teníam os que hablar del hecho
de que aquella m uj er, viva y palpitante, iba a dej ar de vivir y de respirar para
em pezar a descom ponerse y pudrirse, que su alm a caería dando vueltas en un
abism o y que todo cuanto había sufrido en vida, incluido el final de ésta, quedaría
en la nada. Su pequeño rostro parecía pintado en un velo.
Y desde el pueblo lej ano llegaba el leve sonido de los cánticos.
—Quiero que vay as a París, Lestat —m e dij o—. Quiero que coj as este
dinero, que es lo único que m e queda de m i fam ilia. Quiero saber que estás en
París cuando m e llegue la hora, Lestat. Quiero m orir sabiendo que estás allí.
Me quedé desconcertado. Recordé su expresión afligida de años atrás, cuando
m e habían traído de regreso tras la aventura con la troupe italiana. La contem plé
durante un largo instante. Su voz persuasiva sonaba casi enfadada.
—Me aterra m orir —continuó ella. Su voz se volvió casi áspera—. Y te j uro
que m e volveré loca si no sé que estás libre y en París cuando el m om ento llegue
por fin.
La interrogué con la m irada. Le estaba preguntando con m is oj os: « ¿Lo dices
de veras?» .
—Te he retenido aquí tanto com o tu padre —afirm ó—. No lo he hecho por
orgullo, sino por egoísm o. Y ahora voy a com pensarte por ello. Te veré m archar.
No m e im porta lo que hagas cuando llegues a París, si te dedicas a cantar
m ientras Nicolas toca el violín o a dar saltos m ortales en el escenario de la feria
de St. Germ ain, pero m árchate y haz lo que sea com o m ej or sepas.
Intenté estrecharla en m is brazos. Al principio se resistió, pero luego noté
cóm o cedía y se fundía conm igo y se entregaba a m í tan com pletam ente que, en
aquel m om ento, creí entender por qué siem pre se había m ostrado tan distante.
Rom pió a llorar, cosa que y o nunca le había visto hacer. Y y o gocé de aquel
instante pese a todo el dolor que contenía. Me dio vergüenza sentir aquello, pero
no la solté. La m antuve abrazada con fuerza y tal vez la besé por todas las veces
que no m e había perm itido hacerlo. Por un instante, parecíam os dos partes de
una m ism a cosa.
Después, ella fue sosegándose. Pareció recobrar el dom inio de sí m ism a y,
poco a poco pero con firm eza, se desasió de m í y m e apartó.
Se pasó m ucho rato hablando. Dij o cosas que no entendí entonces, respecto a
que sentía un m aravilloso placer al verm e salir de cacería a lom os de m i y egua
y a que sentía el m ism o placer cuando ponía furioso a todo el m undo y tronaba
contra m i padre y m is herm anos preguntándoles por qué teníam os que vivir
com o lo hacíam os. Me habló tam bién, con palabras casi escalofriantes, de que
y o era una parte secreta de su anatom ía, de que era para ella el órgano de que
carecen las m uj eres.
—Tú eres el hom bre que hay en m í —declaró—. Por eso te he m antenido
aquí, tem erosa de vivir sin ti. Tal vez ahora, al enviarte lej os, sólo estoy
cum pliendo con lo que y a debería haber hecho antes.
Me desconcertó un poco. Jam ás había pensado que una m uj er pudiera sentir
ni expresar en palabras algo de esa naturaleza.
—El padre de Nicolas conoce vuestros planes. El posadero os oy ó
com entarlos y se lo contó. Es im portante que os vay áis enseguida. Tom ad la
diligencia al am anecer y escríbem e cuando llegues a París. En el cem enterio de
les Innocents cerca del m ercado de St. Germ ain, encontrarás am anuenses. Busca
uno que escriba en italiano, así nadie m ás que y o podrá leer la carta.
Cuando m i m adre salió de la habitación, apenas pude creer lo que acababa de
suceder. Perm anecí un instante con la m irada perdida al frente. Luego contem plé
la cam a y su colchón de paj a, los dos abrigos y la capa roj a, el par de botas de
cuero j unto al fuego. Por la estrecha hendidura de la ventana vi la m ole negra de
las m ontañas que conocía desde la cuna. La oscuridad, las som bras, se apartaron
de m í durante un m om ento precioso.
Y m e encontré corriendo escaleras y m ontaña abaj o hasta el pueblo en busca
de Nicolas, para decirle que nos m archábam os a París. Que íbam os a hacerlo.
¡Nada podría detenernos esta vez!
Le encontré con su fam ilia, en torno a la hoguera. Cuando m e vio, m e pasó el
brazo en torno al cuello y y o le pasé el brazo por la cintura y le arrastré lej os de
la m ultitud y de las llam as, hacia un rincón del prado.
El aire tenía un arom a verde y fragante com o sólo se da en prim avera.
Incluso los cantos de los cam pesinos parecían m enos horribles. Em pecé a bailar
en círculos.
—¡Ve por el violín! —le dij e—. Toca una canción que hable de ir a París. ¡En
m archa! ¡Nos vam os por la m añana tem prano!
—¿Y de qué vam os a com er en París? —entonó Nicolas m ientras, con las
m anos vacías, tocaba un violín invisible—. ¿Piensas cazar ratas para la cena?
—¡No preguntes qué harem os cuando estem os allí! —respondí—. Lo único
que im porta es llegar.
7
No habían transcurrido quince días cuando y a m e encontraba en m edio del
gentío que deam bulaba a m ediodía por el extenso cem enterio público de les
Innocents, con sus viej as criptas y sus hediondas fosas com unes —el m ercado
m ás fantástico que había visto j am ás— y allí, entre el hedor y el bullicio y
encorvado ante un m em orialista italiano, procedía a dictarle la prim era carta a
m i m adre.
Sí, habíam os llegado sin incidencias tras viaj ar día y noche, y teníam os
aloj am iento en la Île de la Cité, y éram os indeciblem ente felices, y París era
m ás cálida y herm osa y espléndida de lo que se podía im aginar. Deseé poder
coger la plum a y escribir la carta y o m ism o.
Quise contarle qué sentía al ver aquellas enorm es m ansiones, las antiguas
callej as serpenteantes, el bullicio de m endigos, buhoneros y nobles, las casas de
cuatro y cinco pisos a am bos lados de los concurridos bulevares.
Quise explicarle cóm o iba la gente, los caballeros con las m edias bordadas y
los bastones de paseo incrustados de plata chapoteando en el barro con sus
chinelas de tonos pastel, las dam as con sus pelucas tachonadas de perlas
m eciendo a un lado y a otro las cestitas de seda y m uselina, m i prim er lej ano
encuentro con la propia reina María Antonieta que paseaba con desenfado por los
j ardines de las Tullerías.
Por supuesto, m i m adre lo había visto todo m uchos años antes de que y o
naciera. Había vivido en Nápoles, en Londres y en Rom a con su padre. Aun así,
quise contarle lo que m e había proporcionado, qué sentía al escuchar el coro de
Notre Dam e, al abrirm e paso en los abarrotados cafés con Nicolas, al hablar con
sus viej os com pañeros de estudios ante una taza de café inglés, al ponerm e las
finas ropas de Nicolas —él m e obligó a hacerlo— y a esperar tras las candilej as
de la Com édie Française, contem plando con adoración a los actores que
ocupaban los escenarios.
Sin em bargo, lo único que escribí en la carta fue tal vez lo m ej or de todo ello,
la dirección de la buhardilla que llam ábam os nuestro hogar, en la Île de la Cité, y
las novedades:
« Me han contratado en un teatro de verdad para hacer de m eritorio, con
buenas perspectivas de que m e den pronto un papel» .
No le conté, en cam bio, que teníam os que subir seis pisos para llegar a
nuestra buhardilla, que hom bres y m uj eres reñían y se gritaban en las callej as
debaj o de nuestras ventanas, que y a nos habíam os quedado sin dinero debido a
m i insistencia de llevar a Nicolas a todas las óperas, ballets y obras de teatro de la
ciudad. Ni que el establecim iento donde trabaj aba era un m ísero teatrillo de
bulevar, un estrado elevado sobre una plataform a en la feria, y que m i trabaj o
consistía en ay udar a vestirse a los actores, vender entradas, pasar la escoba y
expulsar a los alborotadores.
Pese a todo, m e volvía a sentir en el paraíso. Lo m ism o le sucedía a Nicolas,
aunque ninguna orquesta decente de la ciudad le contratara y tuviera que tocar
sólo con el reducido grupito de m úsicos del teatro donde y o trabaj aba; cuando
estábam os realm ente apurados, Nicolas hacía sonar su violín en pleno bulevar,
m ientras y o, a su lado, pasaba el som brero. ¡No teníam os la m enor vergüenza!
Cada noche, corríam os peldaños arriba con una botella de vino barato y una
hogaza del fino y dulce pan parisiense, pura am brosía después de lo que
habíam os com ido en Auvernia. Y, baj o la luz de la vela de sebo, la buhardilla era
la vivienda m ás espléndida de cuantas había conocido nunca.
Com o y a he explicado anteriorm ente, rara vez había estado en una habitación
de m adera, salvo en la posada del pueblo. Pues bien, la nuestra tenía paredes y
techo de escay ola. ¡Aquello sí que era París! Tam bién tenía un suelo de m adera
pulida e incluso un pequeño hogar con una chim enea nueva que, en realidad,
creaba una corriente de aire.
Así pues, qué im portaba si teníam os que dorm ir en j ergones de paj a
apelm azada o si los vecinos nos despertaban con sus peleas. Porque abríam os los
oj os en París y podíam os salir a vagar codo con codo por las calles y callej as
durante horas, a revolver en las tiendas llenas de j oy as y obj etos de plata, de
tapices y estatuas, de riquezas com o no había visto j am ás. Incluso los hediondos
m ercados de carne m e deleitaban. El estruendo reinante en la ciudad, la
incansable actividad de sus m iles y m iles de m enestrales, artesanos y
dependientes, las idas y venidas de una m uchedum bre inacabable.
De día, casi olvidaba la visión de la posada y la oscuridad que sentía. Salvo,
claro está, cuando pasaba j unto a un cadáver tirado en algún sucio callej ón, cosa
bastante habitual, o cuando topaba con una ej ecución pública en la Place de
Grève.
Y siempre topaba con tales ej ecuciones públicas en la Place de Grève.
Entonces m e alej aba de la plaza entre escalofríos, a punto de gem ir. Si no
distraía m i m ente, podía obsesionarm e con aquello. Nicolas, por fortuna, era
inflexible conm igo.
—¡Lestat, dej a de hablar de lo eterno, de lo inm utable, de lo inescrutable! —
exclam aba, y am enazaba con golpearm e o sacudirm e si m e oía quej arm e.
Y cuando llegaba el crepúsculo —el m om ento del día que m enos m e gustaba
—, no im portaba si había presenciado o no una ej ecución, si el día había sido
provechoso o irritante, a esa hora, m e entraban los tem blores. Y sólo una cosa
m e salvaba de ellos: el calor, la excitación que m e producían las brillantes luces
del teatro. Siem pre m e aseguraba de estar a salvo en el interior del local antes de
la puesta de sol.
En el París de esa época, los teatros de los bulevares no eran ni siquiera
locales reconocidos. Los únicos teatros con apoy o oficial eran la Com édie
Française y el Théâtre des Italiens, y en ellos se representaban todas las obras
serias, tanto tragedias com o com edias, de autores com o Racine, Corneille y el
brillante Voltaire.
Pero la viej a com edia italiana que y o adoraba —Pantaleón, Arlequín,
Scaram ouche y el resto— continuaba donde siem pre, entre funám bulos,
acróbatas, prestidigitadores y titiriteros, en los espectáculos de barraca de las
ferias de St. Germ ain y St. Laurent.
Y los teatros de bulevar habían crecido a partir de estas ferias. En m i época, a
finales del siglo XVIII, form aban una serie de establecim ientos perm anentes a lo
largo del Boulevard du Tem ple, y, aunque actuaban para los bolsillos pobres que
no podían perm itirse los precios de los grandes teatros, tam bién acogían a buen
núm ero de gente pudiente. Num erosos aristócratas y ricos burgueses ocupaban
los palcos para contem plar las actuaciones, pues éstas rezum aban talento y
vitalidad y no eran tan rígidas com o las obras del gran Racine o el gran Voltaire.
Hicim os la com edia italiana tal com o y o la había aprendido, llena de
im provisaciones, de m odo que cada noche resultara nueva y distinta aunque
siem pre fuera la m ism a. Y tam bién cantam os e hicim os toda clase de tonterías,
no y a porque le gustaran a la gente, sino porque estábam os obligados a ello. Así
no podían acusarnos de rom per el m onopolio de los teatros del Estado sobre las
obras de reconocida categoría.
El local era una desvencij ada ratonera de m adera con un aforo de apenas
trescientos espectadores, pero su pequeño escenario y los decorados eran
elegantes, tenía un espléndido telón de terciopelo azul, y sus palcos privados
tenían tabiques de separación. Y los actores y actrices eran experim entados y
poseían auténtico talento, al m enos, así m e lo parecía a m í.
Aunque no m e hubiese atenazado aquel recién adquirido tem or a la
oscuridad, aquella « dolencia de m ortalidad» , com o insistía en llam arla Nicolas,
no m e habría resultado m ás em ocionante cruzar aquella puerta de artistas.
Cada noche, durante cinco o seis horas, vivía y respiraba en un reducido
universo de gritos, risas y peleas, de hom bres y m uj eres enzarzados en
discusiones a favor o en contra de alguien, todos ellos cam aradas de bam balinas
aunque no fueran am igos. Tal vez se parecía un poco a estar en un bote de rem os
en m itad del océano, todos condenados a estar j untos e incapacitados para
escapar unos de otros. Era divino.
Nicolas era algo m enos entusiasta, pero eso era de esperar. Y se volvió aún
m ás irónico cuando sus ricos com pañeros de estudios nos visitaron para charlar
con él. Le consideraban un lunático por vivir com o lo hacía. En cuanto a m í, un
noble que ay udaba a las actrices a em butirse en sus traj es y se ocupaba de
vaciar los orinales, no tenían palabras para catalogarm e. Naturalm ente, lo que
realm ente deseaban todos aquellos j óvenes burgueses era ser aristócratas.
Com praban títulos y se unían por m atrim onio a fam ilias aristocráticas siem pre
que podían. Y una de las ironías de la historia es que pronto se verían
involucrados en la Revolución y contribuirían a abolir la clase social a la que, en
realidad, deseaban incorporarse.
No m e im portaba si no volvíam os a ver a los am igos de Nicolas. Los actores
no sabían nada de m i fam ilia y cam bié m i apellido verdadero, De Lioncourt, por
el alias m ás com ún de Lestat de Valois, que no significaba nada en realidad.
Fui aprendiendo cuanto pude sobre el arte teatral. Mem orizaba escenas,
im itaba gestos, hacía constantes preguntas y sólo m e concedía un alto en m i
aprendizaj e cada noche, en el m om ento en que Nicolas ej ecutaba su solo de
violín. Se levantaba de su silla en el foso de la reducida orquesta, el foco le
destacaba de los dem ás m úsicos e iniciaba una pequeña sonata, m uy dulce y lo
bastante breve para tirar abaj o el teatro con los aplausos.
Y en todo instante y o soñaba en que llegara m i m om ento, cuando los viej os
actores, a los que estudiaba y odiaba e im itaba y servía de lacay o, dij eran por
fin: « Está bien, Lestat, esta noche necesitam os que hagas el papel de Lelio. Ya
debes saber qué tienes que hacer» .
La ocasión llegó a finales de agosto.
Eran los días de m ás calor en París y las noches resultaban casi un bálsam o.
El local estaba lleno de un público inquieto que se abanicaba con pañuelos y
program as de m ano. Mientras m e lo ponía, el grueso m aquillaj e blanco se m e
corría en el rostro.
Llevaba una espada de cartón con el m ej or j ubón de terciopelo de Nicolas y,
m om entos antes de pisar el escenario, m e puse a tem blar pensando que aquello
era com o esperar a la ej ecución o algo parecido.
Pero en el m ism o instante de hacer m i aparición, m e volví y m iré de frente
la concurrida sala y sucedió algo m uy extraño. Se m e pasó el m iedo.
Lancé una radiante m irada a los espectadores y realicé una lenta reverencia.
Luego contem plé a la encantadora Flam inia com o si la estuviera viendo por
prim era vez. Tenía que conquistarla. El j uego em pezó.
Me adueñé del escenario com o había sucedido tantos años atrás en aquella
perdida población rural de m i escapada j uvenil. Y m ientras los actores hacíam os
locas cabriolas sobre las tablas —discutiendo, abrazándonos, haciendo pay asadas
—, las risas llenaban el local.
Noté la atención del público com o si fuera un abrazo. Cada gesto, cada frase,
provocaba un rugido entre los espectadores. Casi resultaba dem asiado fácil y
podríam os haber seguido la representación m edia hora m ás si los dem ás actores,
im pacientes por pasar al siguiente núm ero, no nos hubieran llevado a la fuerza
hacia los laterales.
La gente se puso en pie para aplaudirnos. Y no era un público de cam pesinos
a cielo raso. Eran parisienses reclam ando a gritos que volvieran a salir Lelio y
Flam inia.
A la som bra de los bastidores, la cabeza m e daba vueltas. Estuve a punto de
derrum barm e, de caer al suelo. En aquel instante, m is oj os no veían m ás que la
im agen del público contem plándom e desde el otro lado de la batería de luces.
Deseé volver inm ediatam ente al escenario. Abracé a Flam inia y la besé, y m e di
cuenta de que ella m e devolvía el beso con pasión.
A continuación, el viej o gerente, Renaud, la apartó de m i lado.
—Está bien, Lestat —dij o luego, com o si estuviera m olesto por algo—. Está
bien, lo has hecho pasablem ente. A partir de ahora, voy a dej arte interpretar con
regularidad el papel.
Pero antes de que pudiera em pezar a dar saltos de alegría, la m itad de la
troupe se m aterializó a nuestro alrededor, y Luchina, una de las actrices, tom ó la
palabra de inm ediato.
—¡Ah, no! ¡Nada de que le dejarás actuar con regularidad! Lestat es el actor
m ás guapo del Boulevard du Tem ple y le vas a contratar de acuerdo con ello, y
le pagarás lo correspondiente, y no volverá a tocar otra escoba.
Yo estaba aterrado. Mi carrera acababa apenas de em pezar y y a parecía
perdida, pero, para m i sorpresa, Renaud accedió a todas aquellas condiciones.
Por supuesto, m e sentí m uy halagado de que m e llam aran guapo, y, com o
años atrás, com prendí que a Lelio, el am ante, se le suponía una personalidad
considerable. Un aristócrata con cierta prestancia era perfecto para el personaj e.
Pero si quería que los públicos parisienses m e conocieran de verdad, si quería
que hablasen de m í en la Com édie Française, tenía que ser algo m ás que un ángel
de cabello am arillo, caído de una fam ilia de m arqueses sobre las tablas de un
escenario. Tenía que convertirm e en un gran actor, y eso era exactam ente lo que
estaba dispuesto a ser.
Esa noche, Nicolas y y o lo celebram os con una colosal borrachera.
Llevam os a nuestros aposentos a toda la troupe y m e encaram é por los tej ados
resbaladizos y abrí los brazos sobre París y Nicolas tocó el violín en la ventana
hasta que despertam os a todo el vecindario.
La m úsica era arrebatadora, pero la gente protestaba y gritaba en las
callej as, y hacía sonar cazuelas y cubiertos. No prestam os atención a las quej as.
Bailam os y cantam os com o habíam os hecho en el lugar de las bruj as. Estuve a
punto de caer del alféizar.
Al día siguiente, botella en m ano, baj o el sol y envuelto en el hedor de Les
Innocents le dicté toda la historia al am anuense italiano y m e ocupé de que la
carta llegara enseguida a m i m adre. Deseé abrazar a todos cuantos encontraba
en la calle. ¡Era Lelio! ¡Era actor!
En septiem bre, m i nom bre figuraba y a en los program as de m ano, de los
cuales tam bién envié uno a m i m adre.
Y no ofrecíam os la viej a com edia italiana, sino una farsa de un escritor
fam oso que, debido a una huelga general de autores, no podía representarse en la
Com édie Française.
No podíam os citar su nom bre, por supuesto, pero todo el m undo sabía que la
obra era suy a, y m edia Corte abarrotaba cada noche la Casa de Tespis que regía
Renaud.
Mi papel no era el del protagonista, sino el del galán j oven; en realidad, una
especie de nuevo Lelio: era un papel casi m ej or que el de prim er actor y le
robaba a éste casi todas las escenas en que aparecíam os j untos. Nicolas m e había
enseñado el papel, regañándom e constantem ente por no haber escrito algunas
líneas extra para m í.
Nicolas tenía su m om ento en el interm edio, durante el cual su interpretación
de una frívola sonata de Mozart m antenía al público pegado a los asientos. Hasta
sus com pañeros de estudios reaparecieron. Recibíam os invitaciones a bailes
privados. Yo seguí escapándom e a Les Innocents cada pocos días para escribir a
m i m adre y, finalm ente, incluí en una de las cartas un recorte de un periódico
inglés, el Spectator, en el que se elogiaba nuestra obrita y, en particular, al j oven
rubio que les robaba el corazón a todas las dam as en el tercer y el cuarto actos.
Por supuesto, y o no podía leer el escrito, pero el caballero que m e lo traj o m e
aseguró que la crítica era favorable, y Nicolas m e j uró que decía la verdad.
Cuando llegaron las prim eras noches frías, salí al escenario envuelto en la
capa roj a forrada de piel. Se m e distinguía desde la últim a fila del gallinero
aunque uno estuviera casi ciego. Ahora y a tenía m ás práctica con el m aquillaj e
blanco, un toque aquí y otro allá para resaltar el perfil del rostro y, aunque
llevaba pintado en negro el contorno de los oj os y un poco de carm ín en los
labios, m i aspecto era a un tiem po desconcertante y hum ano. Recibí notas de
am or de las m uj eres del público.
Nicolas estudiaba m úsica por las m añanas con un m aestro italiano y teníam os
suficiente dinero para com er bien y pagar la leña y el carbón. Recibía carta de
m i m adre dos veces por sem ana y en ellas m e decía que su salud parecía haber
m ej orado. En cam bio, nuestros padres nos habían desheredado y no querían ni
oír m encionar nuestros nom bres.
Nosotros éram os dem asiado felices com o para que tal cosa nos im portara.
Pero la oscura am enaza, la « dolencia de m ortalidad» , m e acom pañó en m uchos
m om entos cuando llegó el frío.
El frío parecía peor en París. No era lim pio com o en las m ontañas de
Auvernia. Los pobres se acurrucaban en los um brales de las puertas, ham brientos
y tiritando, m ientras las retorcidas callej as sin pavim entar se llenaban de nieve
sucia y pisada. Vi niños descalzos y enferm os ante m is oj os, y m ás cadáveres
tirados por los rincones que nunca. Jam ás m e alegré tanto de tener la capa
forrada de piel. Envolvía con ella a Nicolas y le m antenía apretado contra m í
cuando salíam os j untos a la calle, y avanzábam os en un estrecho abrazo baj o la
lluvia y la nieve.
Con frío o sin él, no exagero al expresar la felicidad que sentía en esa época.
Mi vida era exactam ente com o pensaba que podría ser. Y estaba seguro de que
no duraría m ucho en el teatro de Renaud. Todo el m undo lo afirm aba. Me vi en
grandes escenarios, de gira por Londres e Italia e incluso por Am érica, con una
gran com pañía de actores. Sin em bargo, no había m otivo para apresurarse. Mi
copa estaba a rebosar.
8
Pero en el m es de octubre, cuando París y a em pezaba a helarse, em pecé a
advertir la habitual presencia entre el público de un rostro extraño que,
invariablem ente, m e distraía. A veces, aquel rostro m e hacía casi olvidar lo que
estaba haciendo. Y luego desaparecía com o si fuese producto de m i im aginación.
Debía de llevar quince días viéndole aparecer y desaparecer cuando al fin
m encioné el asunto a Nicolas.
Me sentí un estúpido y m e costó encontrar las palabras adecuadas:
—Ahí fuera hay alguien que m e observa —dij e.
—Todo el m undo lo hace —respondió Nicolas—. Es lo que querías, ¿no?
Esa noche, Nicolas se sentía un poco triste y en su respuesta había cierta
acritud.
Un rato antes, m ientras preparaba el fuego, m e había com entado que nunca
haría gran cosa con el violín. Pese a su buen oído y a su dom inio del instrum ento,
era dem asiado lo que ignoraba. En cam bio, estaba seguro de que y o sería un
gran actor. Le dij e que todo eso eran tonterías, pero sus palabras fueron com o
una som bra que cubriera m i alm a, pues recordé a m i m adre diciéndom e que y a
era dem asiado tarde para Nicolas.
—Yo quiero ser un gran violinista, pero m e tem o que nunca lo conseguiré.
Mientras estábam os en el pueblo, al m enos podía im aginar que lo iba a ser.
—¡No puedes darte por vencido! —exclam é.
—Lestat, déj am e ser franco contigo —replicó él—. Para ti, las cosas son
fáciles. Cuando te m arcas un obj etivo, siem pre lo consigues. Sé lo que piensas de
esos años que pasaste en tu casa, sintiéndote tan m al. Pero aun entonces, si te
proponías algo, lo alcanzabas. Y partim os hacia París el día preciso que tú
decidiste.
—No te arrepentirás de haber venido, ¿verdad? —inquirí.
—Claro que no. Sólo quiero decir que tú crees posibles cosas que no lo son…
Al m enos, para el resto de nosotros. Com o m atar lobos…
Un escalofrío m e recorrió cuando pronunció aquellas palabras. Y, por alguna
razón, pensé de nuevo en aquel rostro m isterioso del público, aquel que m e
observaba. Tenía algo que ver con los lobos. Algo que ver con los sentim ientos
que Nicolas estaba expresando. No tenía sentido. Traté de quitárm elo de la
cabeza.
—Si hubieses decidido tocar el violín, probablem ente y a estarías tocando en
la Corte —añadió.
—Nicolas, hablar así sólo te perj udica —dij e en un susurro—. No se puede
hacer otra cosa que intentar conseguir lo que uno quiere. Ya sabías que tenías los
núm eros en contra cuando te lanzaste. No hay nada m ás… excepto…
—Ya sé —m e interrum pió con una sonrisa—. Excepto el vacío. La m uerte.
—Sí. Lo único que puede hacer uno es darle sentido a su vida, hacerla
buena…
—¡Oh, no m e vengas otra vez con la bondad! Tú y tu m al de m ortalidad. ¡Tú
y tu m al de bondad! —Hasta entonces, Nicolas había m antenido la m irada en el
fuego; ahora la volvió hacia m í con una expresión deliberadam ente irónica—.
Som os un grupo de actores y artistas que ni siquiera pueden recibir sepultura en
tierra sagrada. Som os proscritos.
—¡Cielos!, si pudieras aceptar por un instante —insistí— que hacem os el bien
cuando conseguim os que otros olviden sus preocupaciones, cuando les hacem os
olvidar por unos instantes que…
—¿Qué? ¿Que van a m orir? —Lanzó una sonrisa especialm ente m aliciosa y
añadió—: Lestat, pensaba que todo eso cam biaría cuando estuviéram os en París.
—Fue una tontería por tu parte pensarlo, Nicolas —respondí. Ahora m e
estaba irritando—. Yo hago el bien en el Boulevard du Tem ple. Lo noto…
Me detuve a m edia frase, porque volví a ver el rostro m isterioso, y m e
em bargó una sensación lóbrega, una especie de presagio. Sin em bargo, lo m ás
extraño era que aquel rostro alarm ante estaba casi siem pre sonriendo. Sí,
sonriendo… disfrutando…
—Lestat, te quiero —afirm ó Nicolas con aire grave—. Te quiero com o he
querido a pocas personas en m i vida, pero te aseguro que eres un loco con todas
esas ideas sobre la bondad.
Me eché a reír.
—Nicolas —repliqué—, y o puedo vivir sin Dios. Incluso puedo hacerm e a la
idea de que no existe ninguna vida futura. Pero no estoy seguro de que pueda
seguir adelante si no creo en la posibilidad de la bondad. Por una vez, en lugar de
burlarte de m í, ¿por qué no m e dices en qué crees tú?
—En m i opinión —dij o entonces—, existen la fuerza y la debilidad. Y en el
arte, están el bueno y el m alo. Eso es en lo que creo. De m om ento estam os
lim itados a hacer un arte bastante m alo, y que, desde luego, ¡no tiene nada que
ver con la bondad!
« Nuestra conversación» podría haberse convertido en una pelea a gran
escala en aquel instante si y o hubiera soltado todo lo que tenía en la cabeza
acerca de la ostentación burguesa, pues estaba convencido de que nuestra obra
en Renaud era, en m uchos aspectos, m ej or que cuanto se ofrecía en los grandes
teatros. Sólo la presentación era m enos ostentosa. ¿Por qué era incapaz de
olvidarse del envoltorio un caballero burgués? ¿Cóm o se le podía hacer ver algo
m ás que la superficie de las cosas?
Inspiré profundam ente.
—Si existe la bondad —continuó—, y o soy lo opuesto a ella. Soy m alo y m e
recreo en ello. Me burlo de la bondad. Y, por si no lo sabías, no toco el violín para
que los idiotas que acuden al local de Renaud se lo pasen bien. Toco para m í, para
Nicolas.
No quise escuchar nada m ás. Era hora de acostarse. Sin em bargo, y o estaba
dolido por aquella conversación y él se dio cuenta; cuando em pecé a quitarm e
las botas, se levantó de la silla y vino a sentarse a m i lado.
—Lo siento —dij o con la voz m uy quebrada.
Su actitud había cam biado tanto respecto a unos m om entos antes, que alcé los
oj os hacia él y le vi tan apesadum brado y abatido que no pude evitar pasarle el
brazo por los hom bros y decirle que no debía preocuparse m ás por ello.
—Tú posees un resplandor, Lestat, que atrae hacia ti a todo el m undo. Lo
posees incluso cuando estás enfadado, o desanim ado…
—Poesía —le corté—. Los dos estam os cansados.
—No, es cierto —insistió él—. Hay en ti una luz que resulta casi cegadora. En
cam bio, en m í sólo hay oscuridad. A veces pienso que es com o la oscuridad que
te invadió aquella noche en la posada, cuando te pusiste a gritar y a tem blar.
Estabas tan im potente, tan poco preparado para ello… Yo trato de alej ar de ti la
oscuridad porque necesito tu luz. La necesito desesperadam ente, pero tú no
necesitas la oscuridad.
—El loco eres tú —repliqué—. Si pudieras verte, escuchar tu propia voz, tu
m úsica, que, por supuesto, tocas para ti, no verías oscuridad, Nicolas. Verías una
lum inosidad que te es propia. Mortecina, sí, pero la luz y la belleza se conj unta en
ti en un m illar de form as distintas.
La noche siguiente, la actuación salió especialm ente bien. El público, activo y
bullicioso, nos inspiró algunas im provisaciones con éxito. Realicé unos nuevos
pasos de baile que, por alguna razón, nunca habían parecido interesantes en los
ensay os, pero que tuvieron un resultado m ilagroso en el escenario. Y Nicolas
estuvo extraordinario en el violín, tocando una de sus propias com posiciones.
Pero hacia el final de la representación divisé nuevam ente el rostro m isterioso.
Esta vez m e sobresalté com o nunca y estuve a punto de perder el ritm o de la
canción. De hecho, por un instante m e pareció que la cabeza m e daba vueltas.
Cuando Nicolas y y o estuvim os a solas, sentí una im periosa necesidad de
hablarle de aquello, de la extraña sensación de haber caído dorm ido en el
escenario y de haber estado soñando.
Nos sentam os j untos cerca del fuego, con el vino sobre una de las tapas de un
pequeño tonel; a la luz de las llam as, Nicolas parecía tan abatido y cansado com o
la noche anterior.
No quería m olestarle, pero no podía olvidar el enigm ático rostro.
—Bueno, ¿qué aspecto tiene? —preguntó Nicolas m ientras se calentaba las
m anos.
Y por encim a del hom bro pude ver al otro lado de la ventana una ciudad de
tej ados cubiertos de nieve que m e hizo sentir m ás frío. Aquella conversación no
m e agradaba.
—Eso es lo peor de todo —respondí—. Lo único que veo es un rostro. Debe
de llevar algo negro, una capa o incluso una capucha. Más que nada, lo que ese
rostro m e recuerda es una m áscara, m uy blanca y extrañam ente nítida. Me
refiero a que las líneas de sus facciones son tan m arcadas que parecen repasadas
con m aquillaj e negro. Lo veo por un m om ento. Despide un auténtico resplandor.
Luego vuelvo a m irar, y no encuentro a nadie. Sin em bargo, exagero al
explicarlo. Todo resulta m ucho m ás sutil: su aspecto y …
La descripción que estaba haciendo pareció trastornar a Nicolas tanto com o
m e había afectado a m í. No dij o nada, pero su rostro se relaj ó ligeram ente,
com o si olvidara su pesadum bre.
—Bueno, no quiero darte esperanzas sin razón —com entó al fin. Ahora se
m ostraba m uy am able y sincero—, pero tal vez sea una m áscara de verdad lo
que ves. Y quizá se trate de alguien de la Com édie Française que acude a verte
actuar.
Sacudí la cabeza en gesto de negativa y repliqué:
—Oj alá, pero nadie se pondría una m áscara com o ésa. Y te diré otra cosa
adem ás.
Nicolas esperó, pero pude apreciar que le estaba transm itiendo parte de m i
aprensión. Alargó el brazo, agarró la botella de vino por el cuello y sirvió un trago
en m i vaso.
—Sea quien sea —le confié—, sabe lo de los lobos.
—¿Qué?
—Que conoce el asunto de los lobos. —No estaba seguro de m í m ism o. Era
com o explicar un sueño que y a casi había olvidado—. Sabe de m i encuentro con
las alim añas, allá en el pueblo. Y sabe que la capa que llevo está forrada con sus
pieles.
—¿De qué estás hablando? ¿Acaso has hablado con él?
—No, estoy seguro de ello y basta —respondí. Todo aquello m e resultaba
m uy confuso. Volví a experim entar aquella sensación de que la cabeza m e daba
vueltas—. Eso es lo que estoy tratando de decirte. Nunca he hablado con él,
nunca he estado cerca de él. Pero lo sabe.
—¡Ah, Lestat! —exclam ó Nicolas, recostándose hacia atrás en el banco j unto
al fuego m ientras m e dirigía la sonrisa m ás cariñosa—. Dentro de poco
em pezarás a ver fantasm as. Tienes la im aginación m ás desbordante que he visto
nunca.
—Los fantasm as no existen —respondí en voz baj a. Miré el pequeño fuego y
fruncí el entrecej o. Dej é caer unos pedazos de carbón sobre las brasas.
Nicolas dej ó a un lado cualquier m uestra de hum or.
—¿Cóm o diablos iba a conocer nada de los lobos? ¿Y cóm o es que tú…?
—Ya te lo he dicho, no lo sé —respondí.
Perm anecí sentado, pensativo y sin hablar, disgustado tal vez ante lo ridículo
que parecía todo.
Y entonces, m ientras seguíam os sentados m uy j untos y en silencio, con el
fuego com o única fuente de sonidos o m ovim ientos en toda la estancia, m e vino a
la m ente el nom bre Matalobos con la m ism a claridad con que lo habría percibido
si alguien lo hubiera pronunciado.
Pero no lo había hecho nadie.
Miré a Nicolas, dolorosam ente consciente de que sus labios no se habían
m ovido, y creo que hasta la últim a gota de sangre se escurrió de m i rostro. Lo
que percibí no fue la am enaza de m uerte que m e había atenazado tantas otras
noches, sino una em oción que m e resultaba realm ente aj ena: el m iedo.
Aún seguía allí sentado, dem asiado inseguro de m í m ism o para decir nada,
cuando Nicolas m e besó.
—Vam os a acostarnos —dij o suavem ente.
SEG UNDA PARTE
EL LEG ADO DE MAG NUS
1
Debían de ser las tres de la m adrugada; había oído entre sueños las cam panas de
la iglesia.
Y, com o todos los hom bres j uiciosos de París, teníam os la puerta atrancada y
la ventana cerrada con pestillo. No era m uy recom endable en una habitación con
un hogar de carbón, pero el tej ado estaba a un paso de nuestra ventana. Y
estábam os a salvo.
Soñaba con los lobos. Me hallaba en la m ontaña, rodeado, y volteaba sobre
m i cabeza la viej a m aza m edieval. Luego, los lobos y a estaban m uertos otra vez
y el sueño se hacía m ej or, sólo que m e quedaban aún todos aquellos kilóm etros
que recorrer por la nieve. Mi y egua relinchaba en la nieve. La m ontura se
convirtió en un insecto repulsivo m edio aplastado en el suelo de piedra.
Lánguida y susurrante, una voz dij o « Matalobos» en un m urm ullo que era a
la vez una invitación y un hom enaj e.
Abrí los oj os. O creí hacerlo. Y había alguien de pie en m itad de la estancia.
Era una figura alta, encorvada, situada de espaldas al pequeño hogar, en el cual
aún brillaban las ascuas cuy o resplandor recortaba claram ente la silueta de la
figura antes de difum inarse, dej ando en som bras sus hom bros y su cabeza. Sin
em bargo, com prendí que tenía ante m í el rostro blanco que había visto entre el
público del teatro; y m i m ente, receptiva y penetrante, advirtió que la estancia
estaba cerrada por dentro, que Nicolas dorm ía a m i lado y que la figura estaba
de pie al lado de nuestra cam a.
Escuché la respiración de Nicolas y fij é la m irada en el rostro blanco.
« Matalobos» , repitió la voz, aunque los labios de la figura no se habían
m ovido. El m isterioso intruso se acercó aún m ás y aprecié que el rostro no era
ninguna m áscara. Unos oj os negros, unos rápidos y calculadores oj os negros, y
una piel m uy blanca. Y advertí entonces que despedía un hedor insoportable,
com o el de un m ontón de ropa pudriéndose en una habitación húm eda.
Creo que m e incorporé. O tal vez fui levantado, pues en un abrir y cerrar de
oj os m e encontré de pie. Mi m ente estaba y a m uy despierta y retrocedí hasta
topar con la pared.
La m isteriosa figura tenía m i capa roj a en las m anos. Desesperado, recordé
la espada, las pistolas. Estaban en el suelo, debaj o de la cam a. Entonces, el
desconocido arroj ó la capa hacia m í y, a través del terciopelo forrado de piel,
noté cóm o su m ano se cerraba en la solapa de m i vestim enta.
Me vi arrastrado hacia delante. Sin tocar con los pies en el suelo, fui llevado al
otro extrem o de la habitación. Llam é a gritos a Nicolas. « ¡Nicolas, Nicolas!» ,
grité con todas m is fuerzas. Vi la ventana entreabierta y, de pronto, el cristal
estalló en m il pedazos y el m arco de m adera quedó hecho astillas. Al instante,
m e encontré volando sobre la callej a, a una altura de seis pisos sobre el suelo.
Volví a gritar y lancé puntapiés contra aquel ser que m e transportaba.
Atrapado en la capa roj a, m e contorsioné para tratar de soltarm e.
Sin em bargo, estábam os volando sobre los tej ados y, en ese instante,
rem ontábam os la lisa superficie de una pared de ladrillo. Yo iba colgado del
brazo del extraordinario ser. De pronto, sin el m enor aviso, m i captor m e soltó en
la azotea de un edificio m uy elevado.
Perm anecí un m om ento tendido en la azotea, contem plando París que se
extendía ante m í en un gran círculo: la nieve blanca, los som breretes de las
chim eneas, los cam panarios de las iglesias y el cielo encapotado. Luego m e
incorporé, tropecé con la capa forrada, y eché a correr. Llegué hasta el borde de
la azotea y m iré abaj o. No vi m ás que una caída a pico de decenas de m etros y,
cuando m e asom é por el otro lado después de una nueva carrera, encontré
exactam ente lo m ism o. ¡Y estuve a punto de caerm e!
Me volví, desesperado y j adeante. El ser y y o estábam os en lo alto de una
torre cuadrada, separados por apenas quince m etros. No distinguí ningún edificio
m ás alto en ninguna dirección. La extraña figura m e observaba sin m overse y le
oí em itir por lo baj o una ronca risotada que m e recordó el susurro anterior.
—Matalobos —repitió una vez m ás.
—¡Maldito! —grité y o—. ¿Quién diablos eres?
En un acceso de rabia, m e lancé contra él con los puños por delante.
El ser no se m ovió. Cuando le golpeé, fue com o hacerlo en un m uro de
ladrillo. Salí literalm ente rebotado, resbalé en la nieve, m e incorporé com o pude
y volví a la carga.
Sus risas se hicieron m ás y m ás estentóreas, deliberadam ente burlonas pero
con un considerable aire de satisfacción y placer que resultaba aún m ás
exasperante que el escarnio. Corrí hasta el borde de la torre y luego m e volví de
nuevo hacia el m isterioso ser.
—¿Qué quieres de m í? —pregunté—. ¿Quién eres?
Al com probar que sólo m e respondía con aquellas irritantes risotadas, volví al
asalto contra él. Esta vez, sin em bargo, m e lancé a por su rostro y su cuello;
convertí m is m anos en un par de zarpas y logré echarle hacia atrás la capucha,
poniendo al descubierto sus negros cabellos y la form a y aspecto plenam ente
hum anos de su cabeza. Y una piel blanda. Sin em bargo, m i raptor se m ostró tan
im pertérrito com o anteriorm ente.
Luego retrocedió un paso, alzó los brazos y se puso a j ugar conm igo, a
sacudirm e hacia delante y hacia atrás com o haría un hom bre con un niño
pequeño. Con m ovim ientos dem asiado rápidos para m is oj os, apartó su rostro de
m í volviéndolo a un lado y a otro. Efectuaba sus gestos sin aparente esfuerzo,
m ientras y o, frenético, trataba de golpearle sin lograr otra cosa que notar su piel
blanca y blanda resbalando baj o m is dedos. Un par de veces, quizá, conseguí
apenas rozar su fino cabello negro.
—Mi pequeño, valiente y fuerte Matalobos —m e dij o entonces con una voz
m ás sonora y profunda.
Me detuve, j adeante y bañado en sudor, le m iré y contem plé con detalle sus
facciones, los m arcados detalles de su rostro que sólo había visto fugazm ente en
el teatro, la sonrisa de bufón que form aban sus labios.
—¡Oh, Dios, ay údam e, ay údam e…! —exclam é, al tiem po que retrocedía.
Me parecía im posible que un rostro así pudiera m overse, m ostrar expresiones,
m irarm e con el afecto que lo hacía—. ¡Dios santo!
—¿Qué dios es ése, Matalobos? —preguntó el ser.
Le di la espalda y em ití un terrible rugido. Noté que sus m anos se cerraban
sobre m is hom bros com o tenazas de m etal forj ado y, cuando inicié un últim o
intento frenético de resistirm e, m e dio la vuelta hasta dej ar m i rostro j usto ante
sus oj os, grandes y oscuros. Tenía los labios cerrados, pero había en ellos una
débil sonrisa y, de pronto, inclinó la cabeza sobre m í y noté que sus dientes se
hundían en m i cuello.
Surgiendo de los cuentos infantiles, de las antiguas historias, el nom bre m e
vino a la m ente com o si algo largo tiem po sum ergido en aguas oscuras
apareciera de nuevo en la superficie y se asom ara libre a la luz.
—¡Un vam piro!
Lancé un últim o grito frenético, e intenté rechazar al ser con todo cuanto
podía.
Luego cay ó el silencio. La quietud.
Advertí que aún estábam os en la azotea. Noté que la criatura m e sostenía en
sus brazos. Sin em bargo, m e dio la im presión de que habíam os ascendido, que
nos habíam os vuelto ingrávidos, que viaj ábam os de nuevo por la oscuridad aún
m ás fácilm ente que com o lo habíam os hecho antes.
—Sí, sí —quise decir—. Exacto.
Y a m i alrededor retum baba un gran ruido que m e envolvía, tal vez el sonido
profundo de un gran gong, golpeando con m ucha parsim onia y un ritm o perfecto;
un sonido que m e inundaba y recorría m i cuerpo haciéndom e sentir el placer
m ás extraordinario. Moví los labios, pero no salió de ellos sonido alguno. Con
todo, en realidad no im portaba. Todo cuanto siem pre había deseado decir estaba
claro para m í; eso, y no que fuera expresado en palabras, era lo im portante. Y
había m uchísim o tiem po; tenía m uchísim o tiem po para decir y hacer lo que
fuera. No tenía la m enor sensación de prem ura.
Éxtasis. Dij e la palabra y ésta m e pareció clara, aunque era incapaz de
hablar ni de m over realm ente los labios. Y m e di cuenta de que había dej ado de
respirar. Sin em bargo, algo seguía haciéndom e respirar. Algo estaba respirando
por m í y tom aba y expulsaba el aire al ritm o del gong que nada tenía que ver con
m i cuerpo, y m e encantó aquel ritm o, el m odo en que sonaba una vez y otra, y
no tener y a que respirar, ni hablar, ni saber nada.
Mi m adre m e sonreía y le dij e: « Te quiero» , y ella m e respondió: « Sí,
siem pre te he am ado, siem pre…» . Y m e vi sentado en la biblioteca del
m onasterio cuando tenía doce años, y el m onj e m e decía: « un gran erudito» , y
y o abría los libros y podía leerlos todos, en latín, en griego o en francés. Las
letras capitales ilustradas eran de una belleza indescriptible y m e volví de cara al
público del teatro de Renaud y vi a todos los espectadores de pie, y una m uj er
apartó de su rostro su abanico pintado y era María Antonieta. « Matalobos» ,
m urm uró, y apareció Nicolas corriendo hacia m í y gritándom e que volviera. Su
rostro estaba lleno de angustia. Llevaba el cabello suelto y los oj os iny ectados de
sangre. Trató de alcanzarm e y le dij e: « ¡Nicolas, apártate de m í!» , y advertí
con dolor, con sum o dolor, que el sonido del gong iba desvaneciéndose.
Grité, supliqué: « No te detengas, por favor, por favor. No quiero… no… por
favor…» .
—Lelio, el Matalobos —dij o el ser, que m e sostenía en sus brazos.
Yo lloraba porque el hechizo se estaba rom piendo.
—No, no…
Me sentí pesado otra vez, el cuerpo había vuelto a m í con sus dolores y
achaques y con m is gritos sofocados, y m e vi alzado, arroj ado hacia arriba hasta
caer sobre el hom bro del ser. Noté su brazo en torno a m is rodillas.
Quise rogarle a Dios que m e protegiera, quise pedírselo con cada partícula de
m i ser, pero no pude pronunciar la súplica y de nuevo vi a m is pies la callej a, el
vacío de decenas de m etros y toda la ciudad de París inclinada en un ángulo
im posible, y la nieve y el viento cortante.
2
Estaba despierto y m uy sediento.
Deseaba una gran cantidad de vino blanco m uy frío, tal com o está cuando se
trae de la bodega en otoño. Me apetecía com er algo fresco y dulce, com o una
m anzana m adura elegida entre m uchas de una cesta.
Abrí los oj os y supe que era la últim a hora de la tarde. La luz podría haber
sido la de un am anecer, pero había transcurrido dem asiado tiem po para que lo
fuera. Era por la tarde.
Y, al otro lado de una am plia ventana de piedra cerrada con gruesos barrotes,
vi bosques frondosos y colinas cubiertas de nieve y, a lo lej os, la enorm e serie de
tej ados y torres que constituía la ciudad. No había vuelto a ver una panorám ica
com o aquélla desde el día de m i llegada en la diligencia. Cerré los oj os, pero la
panorám ica siguió ante m i m ente, com o un sueño.
No obstante no era ninguna visión im aginaria. La vista era real. Y la
habitación estaba caldeada pese a la ventana abierta. El olfato m e decía que en la
estancia había habido un fuego, aunque ahora y a estaba apagado.
Traté de razonar, pero no pude dej ar de pensar en el vino blanco frío y en las
m anzanas de la cesta. Pude ver las m anzanas, m e noté cay endo de las ram as del
árbol y olí a m i alrededor la hierba fresca recién cortada.
El sol resultaba cegador sobre los verdes cam pos. Brillaba en el cabello
castaño de Nicolas y en la laca oscura del violín. La m úsica se elevaba hasta las
nubes de suave algodón. Y, recortadas contra el cielo, vi las alm enas del castillo
de m i padre.
Alm enas. Abrí los oj os de nuevo.
Y supe que estaba tendido en el suelo de una habitación, en una torre elevada
a varios kilóm etros de París.
Y j usto delante de m í, sobre una tosca m esilla de m adera, había una botella
de vino blanco frío, precisam ente tal com o lo había soñado.
Perm anecí un largo rato m irándola, contem plando las gotitas de vapor
condensado que la cubrían, y m e pareció im posible poder extender la m ano y
beber de ella.
Jam ás había conocido la sed que ahora sufría. Todo m i cuerpo estaba
sediento. Y m e sentía m uy débil. Y em pezaba a notar un poco de frío.
Cuando m e m oví, la habitación lo hizo conm igo. El cielo relucía en la
ventana.
Y cuando al fin logré asir la botella y quitarle el tapón, aspiré su arom a acre
y delicioso y bebí un trago tras otro, sin parar, sin preocuparm e por lo que
pudiera sucederm e, ni por dónde m e encontraba ni por qué habían dej ado allí la
botella.
Cuando eché de nuevo la cabeza hacia delante, la botella estaba casi vacía, y
la ciudad, a lo lej os, se difum inaba en el cielo dej ando tras sí un pequeño m ar de
luces.
Me llevé las m anos a la cabeza.
El lecho donde había estado durm iendo no era m ás que una losa con un poco
de paj a encim a y, poco a poco, fui haciéndom e a la idea de que estaba en una
especie de cárcel.
Pero el vino… Era dem asiado bueno para una cárcel: ¿quién le daría un vino
así a un prisionero? Salvo, naturalm ente, que estuvieran a punto de ej ecutarle.
Otro arom a llegó entonces a m í, intenso y em briagador, y tan delicioso que
m e hizo exhalar un suspiro. Miré a m i alrededor, o, m ás bien, traté de hacerlo,
pues estaba com o dem asiado débil para m overm e. Sin em bargo, la fuente de
aquel arom a estaba cerca de m í, y era un gran tazón de caldo de ternera. El
caldo estaba acom pañado de pedazos de carne, y observé el vapor que se alzaba
de él. Todavía estaba caliente.
Tom é enseguida el tazón en m is m anos y engullí su contenido con la m ism a
voracidad y precipitación con que había bebido el vino.
Saboreé aquel suculento y sustancioso caldo, m ás bien salado com o si nunca
hubiera com ido nada sem ej ante, y, cuando el tazón quedó vacío, m e eché de
nuevo sobre la paj a, saciado y casi em pachado.
Me pareció que algo se m ovía en la oscuridad, cerca de m í, pero no estuve
seguro. Escuché un tintineo de cristales.
—Más vino —m e dij o una voz.
Y la reconocí.
Poco a poco, fui recordándolo todo. El ascenso por las paredes, la pequeña
azotea cuadrada, la cara blanca y sonriente.
Por unos instantes pensé que no, que era im posible, que debía de haber sido
una pesadilla. Pero no era así. Había sucedido realm ente, y, de repente, recordé
el éxtasis, el sonido del gong: m e entró un vahído com o si fuera a perder el
sentido otra vez.
Logré controlarm e. No perm itiría que tal cosa sucediera. Y m e atenazó un
m iedo tal que no osé hacer el m enor m ovim iento.
—Más vino —repitió la voz.
Cuando volví ligeram ente la cabeza, descubrí una nueva botella, aún por
descorchar pero a m i disposición, recortada contra el lum inoso resplandor que se
colaba por la ventana.
Me entró de nuevo la sed, y, esta vez, aum entada por la sal del caldo. Me
sequé los labios, tom é la botella y bebí otra vez.
Recostado contra el m uro de piedra, luché por ver algo en las som bras, casi
tem iendo lo que sabía que encontraría.
Por supuesto, para entonces estaba y a m uy ebrio.
Vi la ventana, la ciudad, la m esilla. Y, cuando m is oj os recorrieron
lentam ente los rincones en som bras de la estancia, le vi a él en un rincón.
Ya no llevaba su capa negra con capucha, y no estaba sentado o de pie com o
haría un hom bre, sino que m ás bien descansaba, al parecer, encorvado sobre el
grueso m arco de piedra de la ventana, con una rodilla ligeram ente doblada hacia
ella, y la otra pierna, larga y delgada, extendida hacia el otro lado. Los brazos
parecían colgarle a los costados.
La im presión general que producía era com o de algo fláccido y carente de
vida, aunque sus facciones seguían tan anim adas com o la noche anterior. Los
enorm es oj os negros que parecían estirar la blanca carne en profundas arrugas,
la nariz larga y afilada, la sonrisa de bufón en la boca. Allí estaban los colm illos,
rozando los labios carentes de color, y el cabello, una m asa reluciente de negro y
plata que surgía sobre su blanca frente y le caía sobre los hom bros y hasta los
brazos.
Creo que se echó a reír.
Yo estaba paralizado de terror. Era incapaz incluso de gritar.
La botella de vino se m e había escapado de entre los dedos y rodaba por el
suelo. Cuando traté de m overm e hacia delante, de recobrar el control y hacer de
m i cuerpo algo m ás que un saco torpe y borracho, sus piernas delgadas y
larguiruchas cobraron vida de repente.
El ser avanzó hacia m í.
No grité. Em ití un ronco rugido de furia y terror y salté del lecho, tropezando
con la m esilla y huy endo de él lo m ás deprisa que pude.
Pero él m e atrapó con sus largos dedos blancos, tan fríos y fuertes com o lo
habían sido la noche anterior.
—¡Suéltam e, m aldito, m aldito, m aldito! —exclam é balbuceando. La razón
m e dij o que le suplicara y lo intenté—. Me iré sin m ás, por favor. Déj am e salir
de aquí. Tienes que hacerlo. Déj am e ir.
Acercó a m í su rostro enj uto y m acilento, con los labios abiertos al m áxim o
en sus pálidas m ej illas, y soltó una risotada ronca y estentórea que pareció
interm inable. Me debatí en inútiles em puj ones, suplicándole de nuevo y
balbuciendo tonterías y disculpas, y finalm ente grité: « ¡Ay údam e, Dios m ío!» .
En ese instante, m e tapó la boca con una de sus m anos m onstruosas.
—Basta, no vuelvas a decir eso en m i presencia, Matalobos, o te arroj aré a
los lobos del infierno para que den cuenta de ti —dij o con una sonrisa despectiva
—. ¿Hum m m ? Responde. ¿Hum m m ?
Asentí y cedió un poco su presión.
Su voz tuvo un pasaj ero efecto tranquilizador. Al hablar, el ser parecía capaz
de razonar. Sonaba casi refinado.
Levantó las m anos y m e acarició la cabeza m ientras y o m e encogía.
—El sol en el cabello —susurró— y el cielo azul fij ado para siem pre en los
oj os.
Casi parecía m editabundo m ientras m e observaba. Su aliento no olía a nada,
y creo que tam poco su cuerpo. El hedor a m oho procedía de sus ropas.
No m e atreví a m overm e, aunque y a no m e suj etaba. Contem plé sus ropas:
una desgastada cam isa de seda de m angas anchas y frunces en el cuello,
polainas de lana peinada y unos calzones raídos.
En sum a, su indum entaria era la de un hom bre de siglos atrás. Yo había visto
ropas com o aquéllas en algunos tapices de m i casa, y en los cuadros de
Caravaggio y de La Tour que colgaban en los aposentos de m i m adre.
—Eres perfecto, m i Lelio, m i Matalobos —dij o el ser abriendo su gran boca
hasta perm itirm e ver otra vez sus blancos y afilados colm illos.
Eran los únicos dientes que tenía.
Me estrem ecí y advertí que estaba cay endo al suelo.
Pero él m e levantó fácilm ente con un brazo y m e dej ó con suavidad en el
lecho.
Mientras levantaba la vista hacia su rostro, m i m ente repetía ardientem ente
una oración: « Dios m ío, ay údam e; Virgen Santa, ay údam e, ay údam e,
ay údam e» .
¿Qué era lo que tenía ante m í? ¿Qué era lo que había visto la noche anterior?
Aquella cosa sonriente era la m áscara de la vej ez, agrietada por las profundas
m arcas del paso del tiem po y, a la vez helada y tan dura y firm e com o sus
m anos. Aquello no era un ser viviente. Era un m onstruo. Un vam piro. ¡Eso era,
un m uerto salido de la tum ba y dotado de inteligencia, que se alim entaba
chupando sangre!
Y sus piernas, ¿por qué m e producían tal horror? El ser tenía aspecto hum ano,
pero no se m ovía com o un hom bre. No parecía im portarle si cam inaba o
gateaba, si se inclinaba o se arrodillaba. Me daba asco, pero, al m ism o tiem po,
m e fascinaba. Tuve que reconocerlo: m e fascinaba. Pero m e hallaba en una
situación dem asiado peligrosa com o para perm itirm e un estado m ental tan
extraño.
El ser soltó una profunda risotada, con las rodillas m uy separadas, apoy ando
los dedos en m is m ej illas al tiem po que efectuaba un gran arco encim a de m í.
—¡Sí, querido, cuesta m ucho m irarm e! —dij o. Su voz seguía siendo un
susurro y hablaba en largos j adeos—. Ya era viej o cuando m e hicieron. Y tú,
Lelio m ío, m uchacho de oj os azules, eres perfecto. Aún resultas m ás herm oso sin
las luces del escenario.
La m ano blanca y de largos dedos j ugueteó de nuevo con m i cabello,
levantando m echones y dej ándolos caer m ientras lanzaba un suspiro.
—No llores, Matalobos —añadió—. Eres un elegido y tus deslucidos triunfos
en esa Casa de Tespis no serán nada cuando la noche llegue a su fin.
Y, de nuevo, estalló en aquellas roncas risotadas.
No tuve ninguna duda, al m enos en ese instante, de que aquel ser era un
enviado del diablo, que Dios y el diablo existían, de que m ás allá del vacío que
había conocido hacía apenas unas horas se extendía aquel vasto m undo de seres
oscuros y terribles am enazas en el cual, de algún m odo, había sido engullido.
Me vino a la cabeza con toda claridad que estaba recibiendo el castigo por la
vida que había llevado, pero tal cosa parecía absurda. En todo el m undo, m illones
de personas pensaban com o y o. ¿Por qué, entonces, todo aquello m e estaba
sucediendo a m í? Y una siniestra posibilidad em pezó a tom ar form a, im parable:
que el m undo no tuviera m ás sentido que antes y que todo aquello no fuera m ás
que otro horror…
—¡En el nom bre de Dios, vete! —grité.
Era preciso que crey era en Dios en aquel m om ento. Era preciso. Era él la
últim a esperanza. Me apresuré a santiguarm e.
El ser m e m iró por un instante con los oj os llenos de rabia. Pero perm aneció
callado.
Me vio hacer la señal de la Cruz. Me escuchó invocar a Dios una y otra vez.
Y se lim itó a sonreír, convirtiendo su rostro en una perfecta m áscara de la
com edia en el arco del proscenio de cualquier teatro.
Yo continué con m is sollozos, espasm ódicos com o los de un niño.
—Entonces, el diablo reina en el cielo, y el paraíso es el infierno —le dij e—.
¡Oh, Dios, no m e abandones…!
Invoqué a todos los santos de los que había sido devoto en algún m om ento. El
ser m e cruzó la cara con un fuerte golpe. Rodé a un costado y estuve a punto de
caer del lecho al suelo. La estancia em pezó a dar vueltas. El sabor am argo del
vino m e volvió a la boca. Y volví a notar los dedos en m i cuello.
—Sí, Matalobos, lucha —m urm uró—. No te vay as al infierno sin presentar
batalla. Búrlate de Dios.
—¡No m e burlo de él! —protesté.
Una vez m ás, m e atraj o hacia él. Y y o m e resistí, luchando com o no lo había
hecho en m i vida, ni siquiera con los lobos. Le golpeé, le tiré del cabello, le di
patadas, pero su fuerza era tal que fue com o luchar contra las gárgolas anim adas
de una catedral. Y no dej ó de sonreír.
Después, se borró de su rostro toda expresión. El rostro pareció hacérsele
m uy largo. Tenía las m ej illas hundidas y los oj os m uy abiertos y casi curiosos.
Entonces abrió la boca, con el labio inferior contraído. Vi los colm illos.
—¡Maldito, m aldito, m aldito seas!
Yo rugía y gritaba. Él se acercó todavía m ás y sus dientes se hundieron en m i
carne.
« Esta vez no —m e dij e enfurecido—, esta vez no. No lo sentiré. Resistiré.
Esta vez lucharé por salvar m i alm a» .
Pero em pezó a suceder de nuevo.
La dulzura, y la suavidad, y el m undo m uy lej os, e incluso él, con toda la
repulsión que m e provocaba, curiosam ente aj eno a m í, com o un insecto pegado
al otro lado de un cristal que no nos produce asco porque no puede tocarnos, y el
sonido del gong, y el exquisito placer.., y luego m e perdí por com pleto. Era
incorpóreo y el placer era incorpóreo. No era otra cosa que placer. Me envolví
en una red de sueños radiantes.
Vi una catacum ba, un lugar frío y húm edo. Y un ser, un vam piro blanco,
despertando en una tum ba poco profunda. Estaba atado con pesadas cadenas e,
inclinado sobre él, vi aquel m onstruo que m e había secuestrado; y supe que su
nom bre era Magnus y que, en aquel sueño, todavía era un m ortal, un gran y
poderoso alquim ista que había desenterrado y atado aquel vam piro adorm ilado
j usto antes de la hora crucial de la puesta del sol.
Y en aquel instante, m ientras la luz iba desvaneciéndose en el firm am ento,
Magnus bebió de su im potente prisionero la sangre m ágica y m aldita que le
convertiría en uno de los m uertos vivientes. El traidor había perpetrado el robo de
la inm ortalidad. Un oscuro Prom eteo robando un fuego lum iniscente. Risas en las
tinieblas. Risas resonando en las catacum bas. Repitiéndose con el eco de los
siglos. Y el hedor de la tum ba. Y el éxtasis, absolutam ente insondable e
irresistible, desvaneciéndose progresivam ente poco a poco hasta desaparecer.
Yo estaba llorando. Tendido en la paj a, m usité:
—Por favor, que no pare…
Magnus había dej ado de suj etarm e y y o volvía a respirar por m í m ism o, y
los sueños se habían borrado. Caí y caí m ientras la noche estrellada se alzaba
com o un velo púrpura intenso de j oy as a él adheridas.
—Muy ingenioso eso. Yo había creído que el cielo era… real.
El frío aire invernal penetraba un poco en la estancia. Noté m i rostro bañado
en lágrim as. ¡Me torturaba la sed!
Y lej os, m uy lej os de m í, Magnus estaba de pie observándom e, con las
m anos colgando fláccidas j unto a sus delgados m uslos.
Intenté m overm e. Estaba loco de sed. Todo m i cuerpo necesitaba beber.
—Estás m uriendo, Matalobos —oí decir a Magnus—. La luz de tus oj os azules
se está apagando com o si todos los días de verano hubieran term inado…
—No, por favor…
La sed resultaba insoportable. Yo tenía la boca abierta y la espalda arqueada.
Y allí estaba por fin el horror últim o, la propia m uerte, en aquella form a.
—Pide, hij o —sugirió él. Su rostro había dej ado de ser una m áscara
sonriente, totalm ente transfigurado en una expresión com pasiva. En aquel
m om ento parecía casi hum ano; su vej ez resultaba casi natural—. Pide y
recibirás —añadió.
Vi correr el agua por todos los arroy os de m ontaña de m i infancia.
—Ay údam e, por favor.
—Yo te daré el agua de todas las aguas —m e susurró al oído, y m e pareció
que su piel no era del todo blanca.
Sólo era un hom bre viej o, sentado allí a m i lado. Su rostro era realm ente
hum ano, y hasta un poco triste.
Pero al observar su sonrisa y verle enarcar las cej as en una m ueca de
curiosidad, supe que m e equivocaba. Aquel ser no era hum ano. Era el m ism o
m onstruo de siem pre, ¡sólo que ahora estaba lleno con m i sangre!
—El vino de todos los vinos —susurró—. Éste es m i Cuerpo, ésta es m i
Sangre.
Y, con esto, sus brazos m e rodearon. Me atraj o hacia sí y noté que em anaba
de él un gran calor. Parecía estar lleno, no de sangre, sino de am or a m í.
—Pídelo, Matalobos, y vivirás eternam ente —m urm uró.
Pero su voz sonó cansada, sin vigor, y en su m irada había algo distante y
trágico.
Noté la cabeza vuelta a un lado, convertido m i cuerpo en un guiñapo pesado y
húm edo que y o no podía controlar. « No lo pediré, m oriré antes que pedirlo» , m e
dij e. Y entonces se abrió ante m í aquella gran desesperación que tanto tem ía,
aquel vacío que era la m uerte, pero seguí diciendo « no» . Presa de un puro
horror, seguí diciendo « no» . No m e doblegaría ante aquello, ante el caos y el
horror. No y no.
—La vida eterna —susurró él.
La cabeza m e cay ó sobre su hom bro.
—Terco Matalobos…
Sus labios m e rozaron. Noté su aliento cálido e inodoro sobre m i cuello.
—Terco, no —repliqué en otro susurro, tan débil, que m e pregunté si m e
habría oído—. Valiente, no terco.
Parecía inútil no hacer tal precisión. ¿Qué significaba un poco de vanidad en
aquel m om ento? ¿Qué significaba cualquier cosa? Y un m undo tan trivial era
terco, cruel…
Me levantó la cara y, sosteniéndola en su m ano derecha, alzó la zurda y se
hizo un profundo corte en su propia garganta con las uñas.
El cuerpo se m e dobló por la cintura en una convulsión de terror, pero él
apretó m i rostro contra la herida m ientras m e conm inaba:
—¡Bebe!
Escuché m i propio grito, que m e ensordeció los oídos. Y la sangre que
brotaba de la herida tocó m is labios resecos y cuarteados.
La sed pareció em itir un sonoro siseo. Mi lengua lam ió la sangre y m e
recorrió una sensación com o un gran latigazo. Y m i boca se abrió y se adhirió a
la herida. Y m e apliqué con todas m is fuerzas al m anantial que y o sabía que
saciaría m i sed com o nada la había saciado nunca.
Sangre, sangre y sangre. Y con ella no sólo quedó saciado aquel torbellino de
sed, sino que desapareció tam bién toda m i ansiedad, todos los anhelos, penas y
ham bres que había conocido en m i vida.
Mi boca se abrió todavía m ás, se apretó con m ás fuerza a su cuello. Noté
cóm o la sangre descendía por m i garganta. Noté su cabeza contra la m ía. Noté el
firm e cerco de sus brazos.
Estaba apretado contra él y noté sus tendones, sus huesos, el propio contorno
de sus m anos. Yo conocía su cuerpo. Y, con todo, seguía recorriéndom e aquel
entum ecim iento, acom pañado de un extasiante horm igueo cada vez que una
sensación penetraba el entum ecim iento y se am plificaba en la penetración
haciéndose m ás plena, m ás intensa, hasta casi perm itirm e ver lo que sentía.
Pero la principal protagonista de la escena siguió siendo la sangre, dulce y
sabrosa, que m e llenaba m ientras y o bebía y bebía.
Más, quería m ás, ése era m i único pensam iento, si m i m ente pensaba todavía.
Y, pese a su espesa consistencia, pasaba ligera por m i garganta; así de brillante le
parecía aquel torrente roj o a m i m ente, así de cegador, y todos los desesperados
deseos de m i vida se vieron m il veces colm ados.
Pero su cuerpo, el arm azón al que m e agarraba, estaba debilitándose debaj o
de m í. Escuché su respiración en débiles j adeos.
Y, pese a ello, no m e hizo parar.
Te am o, Magnus, quise decirle. Maestro sobrenatural y aterrador, te am o, te
am o, esto es lo que siem pre he deseado, lo que he anhelado tanto y nunca he
podido tener, esto, ¡y tú m e lo has dado!
Sentí que m oriría si aquello continuaba, pero siguió y no m orí.
Sin em bargo, de repente, noté que sus m anos suaves y am orosas acariciaban
m is hom bros y, con su fuerza inconm ensurable, m e apartaban de él.
Em ití un largo grito doliente cuy a intensidad m e alarm ó, pero Magnus m e
ay udó a incorporarm e. Aún m e sostenía entre los brazos.
Me llevó a la ventana y m e asom é a ella, con las m anos apoy adas en la
piedra a am bos lados del cuerpo. Estaba tem blando y notaba el latido de la
sangre en cada una de m is venas. Apoy é la frente contra los barrotes de hierro.
Abaj o, m uy lej os, se alzaba la cim a som bría de una m ontaña cubierta de
árboles que parecían titilar baj o la pálida luz de las estrellas.
Y m ás allá, la ciudad con su m ar de lucecitas, sum ergida no en tinieblas, sino
en una niebla de suave añil. La nieve fundente despedía reflej os lum inosos.
Tej ados, torres y m uros brillaban en un m illar de tonos de lavanda, rosa y m alva.
Aquélla era la extensa m etrópoli.
Y, al entrecerrar los oj os, vi un m illón de ventanas com o otras tantas
proy ecciones de ray os de luz, y luego, com o si esto no fuera suficiente, en lo
m ás profundo vi el inconfundible m ovim iento de la gente. Pequeños m ortales en
pequeñas callej as, cabezas y m anos palpando las som bras, un hom bre solitario,
apenas una m ota negra ascendiendo a un cam panario batido por el viento. Un
m illón de alm as en el m osaico de la noche y, traído por el aire, el apagado y
confuso m urm ullo de incontables voces hum anas. Llantos, canciones, levísim os
vestigios de m úsica, el am ortiguado tañido de las cam panas.
Gem í. La brisa pareció levantar m is cabellos y escuché m i propia voz com o
no la había oído nunca antes de gritar.
La ciudad fue desapareciendo. La dej é ir, perdidos de nuevo sus m iles y
m iles de bulliciosos habitantes en el inm enso y m aravilloso espectáculo de
som bras violáceas y luces crepusculares.
—Ah, ¿qué has hecho? ¿Qué es lo que m e has dado? —exclam é en un suspiro.
Y pareció com o si m is palabras no se detuvieran una después de otra, sino
que corrieran a j untarse hasta que todo m i grito fue un único e inm enso sonido
coherente que am plificaba perfectam ente m i horror y m i alegría.
Dios, si existía, no era im portante ahora. Form aba parte de un reino insulso y
aburrido cuy os secretos hacía m ucho que habían sido expoliados, cuy as luces se
habían apagado hacía largo tiem po. Lo que ahora experim entaba era el centro
pulsante de la vida m ism a, en torno al cual giraba toda la verdadera com plej idad.
¡Ah, la fascinación de tal com plej idad, la sensación de estar allí…!
Detrás de m í, el roce de los pies del m onstruo surgió de las piedras. Y cuando
m e volví, le encontré blanco, desangrado, com o un gran pellej o de sí m ism o.
Tenía los oj os bañados en lágrim as de sangre y alargó el brazo hacia m í com o si
estuviera sufriendo.
Lo estreché contra m i pecho. Sentí por él un am or com o nunca había
conocido.
—¡Ah, helo ahí! —dij o la voz espectral con sus lentas palabras, con sus
interm inables susurros—. Mi heredero, escogido para tom ar de m í el Don Oscuro
con m ás energía y valor que diez m ortales. ¡Qué gran Hij o de las Tinieblas vas a
ser!
Besé sus párpados. Recogí su fino cabello negro en m is m anos. Ya no era
para m í un ser espectral, sino sim plem ente algo extraño y blanco, lleno de alguna
lección m ás profunda tal vez que los árboles rum orosos a m is pies o que la ciudad
titilante que m e llam aba desde la lej anía.
Las m ej illas hundidas, el largo cuello, las delgadas piernas… todo ello no era
sino sus partes naturales.
—No, cachorro —m usitó—. Guarda tus besos para el m undo. Ha llegado m i
hora y solam ente m e debes una única deferencia. Síguem e ahora.
3
Me conduj o a una escalera que descendía en espiral. Y todo lo que vi m e
absorbió. Las piedras toscam ente talladas parecían despedir una luz propia, e
incluso las ratas que pasaban corriendo en la penum bra poseían una curiosa
belleza.
Por fin, Magnus corrió el cerroj o de una gruesa puerta de m adera con pernos
de hierro y, tras entregarm e el pesado m anoj o de llaves, m e hizo entrar en una
estancia grande y vacía.
—Com o te he dicho, ahora eres m i heredero —declaró—. Tom arás posesión
de esta casa y de todos m is tesoros, pero antes harás lo que y o te diga.
Las ventanas con barrotes se abrían a una vista sin lím ites de las nubes
ilum inadas por la luna y volví a atisbar el leve resplandor de la ciudad com o si
ésta hubiera extendido sus brazos.
—¡Ah!, m ás tarde podrás disfrutar todo lo que quieras con esa panorám ica —
dij o. Me volvió de cara a él y le vi de pie ante un gran m ontón de leña apilado en
el centro de la estancia. Con un gesto relaj ado, señaló la leña y añadió—:
Escucha con atención, pues estoy a punto de dej arte y hay varias cosas que
debes saber. Ahora eres inm ortal, y tu nueva condición te guiará bastante pronto
a tu prim era víctim a hum ana. Sé rápido y no m uestres ninguna piedad, pero, por
delicioso que te resulte el festín, pon fin a él antes de que el corazón de la víctim a
cese de latir. En los años que se avecinan, adquirirás la fuerza suficiente para
experim entar ese gran m om ento, pero, por ahora, aparta de ti la copa antes de
apurarla. De lo contrario, pagarás m uy cara tu osadía.
—¿Por qué has de dej arm e? —pregunté con desesperación.
Me agarré a él. Víctim as, piedad, festín… Me sentí bom bardeado por
aquellas palabras com o si m e estuvieran golpeando físicam ente.
Él se desasió con tal facilidad que m e dolieron las m anos debido al
m ovim iento y term iné contem plándolas, m aravillado de la extraña naturaleza del
dolor. No se parecía a un dolor m ortal.
Magnus, sin em bargo, no se m ovió del sitio y m e señaló las piedras de la
pared opuesta. Vi que una de ellas, una losa de gran tam año, había sido
desencaj ada y sobresalía un palm o del resto del m uro, que estaba intacto.
—Agarra esa losa —m e indicó—, y sácala del m uro.
—Im posible —respondí—. Debe de pesar…
—¡Sácala! —insistió, señalando la piedra con uno de sus dedos largos y
huesudos y gesticulando para que le obedeciera.
Con el m ás absoluto asom bro, descubrí que podía m over con facilidad la losa
y, detrás de ella, vi una negra abertura del tam año j usto para perm itir el paso de
un hom bre reptando con la cabeza por delante.
Magnus lanzó una risotada entrecortada e hizo un gesto de asentim iento con la
cabeza.
—Ése, hij o m ío, es el pasadizo que conduce a m i tesoro. Haz lo que te plazca
con él y con todas m is posesiones terrenales, pero ahora es el m om ento de que
cum pla m is prom esas.
Desconcertado otra vez, le vi escoger dos pequeños palos de entre la leña y
frotarlos con tal energía que pronto ardieron con unas llam itas brillantes.
Arroj ó los palos encendidos al m ontón de leña y la resina que había en ésta
hizo que el fuego se avivara al instante, arroj ando una luz inm ensa sobre el techo
curvo y los m uros de piedra.
Con un j adeo de sorpresa, m e eché atrás. El aluvión de colores am arillos y
anaranj ados m e hechizó y m e asustó; en cam bio, aunque lo percibí, el calor m e
produj o una sensación que no pude com prender. No sentí la alarm a natural ante
la posibilidad de quem arm e. Al contrario, el calor era delicioso y, por prim era
vez, m e di cuenta del frío que había sufrido. El frío era com o una costra de hielo
sobre m í y el fuego la fundió, y estuve a punto de em itir un gem ido de placer.
Él se rio de nuevo con aquellas carcaj adas huecas y se puso a bailar a la luz
de las llam as; sus delgadas piernas le daban el aspecto de un esqueleto danzante
con un rostro lechoso de ser hum ano. Dobló los brazos sobre la cabeza, flexionó
el tronco y las rodillas y dio vueltas y m ás vueltas m ientras se desplazaba
alrededor del fuego.
— Mon Dieu! —m urm uré.
Me sentía aturdido. Apenas hacía una hora, verle danzar de aquella m anera
m e habría horrorizado, pero ahora, baj o la luz oscilante de las llam as, constituía
un espectáculo que m e arrastraba tras él paso a paso. La luz estalló en sus
harapos de satén, en los pantalones que llevaba, en la cam isa hecha j irones.
—¡No puedes abandonarm e! —supliqué, tratando de m antener la cabeza
clara y de com prender lo que había estado diciendo. Mi voz sonaba m onstruosa
en m is propios oídos. Traté de baj ar el tono, de hacerlo m ás suave, m ás com o
era debido—. ¿Adónde vas a ir?
Entonces soltó su carcaj ada m ás estentórea, se dio unas palm adas en los
m uslos y se apartó de m í acelerando vertiginosam ente su baile, con las m anos
extendidas com o para abrazar el fuego.
Los troncos m ás gruesos em pezaban a prender ahora. Con su gran tam año, la
estancia era una especie de gran horno de arcilla por cuy as ventanas escapaba la
hum areda.
—¡El fuego, no! —Salté hacia atrás, aplastándom e contra la pared—. ¡No
puedes lanzarte al fuego!
El m iedo se adueñó de m í com o lo había hecho todo cuanto había visto y
oído. Era la m ism a sensación que había apreciado antes. No podía resistirm e u
oponerm e a ella. Mi voz era m itad un grito, m itad un lloriqueo.
—¡Oh, sí! ¡Sí que puedo! —replicó sin dej ar de reírse—. ¡Sí que puedo! —
Echó la cabeza atrás y dej ó que la risa se transform ara en una serie de aullidos
—. Pero ahora, cachorro m ío —añadió, deteniéndose frente a m í y apuntándom e
otra vez con el dedo—, debes hacerm e una prom esa. Vam os, m i valiente
Matalobos, un poco de honor m ortal o, aunque eso m e parta en dos el corazón, te
arroj aré al fuego y m e buscaré otro sucesor. ¡Respóndem e!
Traté de hablar, pero sólo pude asentir con la cabeza.
Baj o la luz enfurecida de las llam as, vi que las m anos se m e habían vuelto
blancas. Y noté una punzada de dolor en el labio inferior que casi m e hizo gritar.
¡Mis caninos y a se habían convertido en afilados colm illos! Los toqué y m iré
a Magnus con expresión de pánico, pero él m e observaba con aire burlón, com o
si gozara de m i terror.
—Bien, cuando esté bien quem ado —m e dij o, agarrándom e de la m uñeca—
y el fuego se hay a apagado, tienes que esparcir m is cenizas. Escúcham e bien,
pequeño: esparce las cenizas. De lo contrario, regresaré. No m e atrevo a
im aginar baj o qué form a, pero, haz caso de m is palabras: si m e perm ites
regresar y vuelvo m ás terrible de lo que soy ahora, te cazaré y te quem aré hasta
que estés tan consum ido com o y o, ¿m e has entendido?
Yo seguía sin lograr responderle. No se trataba de m iedo. Era el infierno.
Notaba cóm o m e crecían los dientes y todo el cuerpo m e escocía. Asentí con
gesto frenético.
—¡Ah, veo que sí! —Sonrió, asintiendo tam bién, m ientras las llam as lam ían
el techo a su espalda y la luz recortaba el perfil de su rostro—. Sólo te pido un
acto de caridad, que pueda ir al encuentro del infierno, si lo hay, o de un dulce
olvido que con seguridad no m erezco. Que, si existe un Príncipe de las Tinieblas,
m is oj os puedan contem plarle por fin. Entonces, le escupiré a la cara.
» Así pues, esparce lo que quede com o te ordeno y, cuando lo hay as hecho,
ve por ese pasadizo hasta m i guarida, pero ten m ucho cuidado en volver a
colocar la losa cuando hay as entrado. En el interior encontrarás m i ataúd. Debes
sellarte en él o en lugares parecidos durante el día, o la luz del sol te reducirá a
cenizas. Presta atención a m is palabras: nada en el m undo puede acabar con tu
vida, salvo el sol o una hoguera com o la que tienes delante, y, en este segundo
caso sólo, repito, sólo si tus cenizas son esparcidas cuando todo hay a term inado.
Aparté m i rostro del suy o y de las llam as. Había em pezado y o a llorar y lo
único que m e im pedía sollozar en voz alta era la m ano con la que m e tapaba la
boca. Él, sin em bargo, tiró de m í alrededor de la hoguera hasta que estuvim os
ante la losa suelta, que volvió a señalar con el dedo.
—Quédate conm igo, por favor, por favor… —le supliqué—. ¡Sólo un poco,
una noche, te lo ruego!
De nuevo, el volum en de m i voz m e dej ó aterrado. No era en absoluto m i voz
norm al. Pasé m is brazos alrededor de él y m e apreté contra su pecho. Sus
facciones blancas y enj utas m e resultaban inexplicablem ente herm osas y en sus
oj os negros aprecié una expresión extrañísim a.
La luz oscilaba en sus cabellos y en sus oj os; entonces, una vez m ás, en su
boca apareció una sonrisa de bufón.
—¡Ah, m i ávido hij o! —exclam ó—. ¿No te basta ser inm ortal con todo el
m undo para alim entarte? Adiós, pequeño. Haz lo que te he dicho. ¡Las cenizas,
recuerda! Y la cám ara que hay tras esa piedra. En su interior tienes todo lo que
puedas necesitar para salir adelante.
Luché por seguir suj etándole y le oí reírse j unto a m i oído, sorprendido de
m is fuerzas.
—Excelente, excelente —susurró—. Ahora, Matalobos, vive eternam ente con
los regalos que he añadido a los que y a tenía.
De un em puj ón, m e m andó lej os de él dando traspiés. Luego se lanzó al
m ism o centro de las llam as en un salto tan alto y tan largo que pareció que estaba
volando.
Contem plé su caída y vi cóm o el fuego prendía en sus ropas.
Su cabeza pareció convertirse en una antorcha y, de repente, sus oj os se
abrieron com o platos y su boca se convirtió en una gran caverna negra y de
entre las llam as se alzó su risa con un volum en tan desgarrador que m e tapé los
oídos.
Pareció saltar arriba y abaj o a cuatro patas en el centro de la pira y, de
pronto, advertí que m is gritos habían ahogado su risa.
Brazos y piernas, negros y larguiruchos, se alzaron y cay eron varias veces
hasta que, súbitam ente, parecieron languidecer. El fuego se agitó con un rugido y,
en su centro, y a no vi otra cosa que el propio resplandor.
Pero continué gritando. Caí de rodillas y m e cubrí los oj os con las m anos,
pero en m is párpados cerrados seguí viendo la escena, un inm enso estallido de
chispas tras otro, hasta que apoy é con fuerza la frente contra las losas del suelo.
4
Me pareció que transcurrían años, allí tendido en el suelo observando cóm o se
consum ía el fuego hasta que sólo quedaron algunos leños a m edio quem ar.
La sala se había enfriado. El aire helado penetraba por la ventana abierta.
Volvía a llorar sin poder contenerm e. El aire devolvió los sollozos a m is propios
oídos, hasta que no pude soportar m ás su sonido. Y no m e sirvió de consuelo
saber que todo, incluso la desazón que sentía, resultaba m agnificado en el estado
en que m e hallaba.
De vez en cuando, rezaba una oración. Rogaba el perdón, aunque no sabía
bien de qué. Oré a la Virgen y a los santos. Musité el Avem aría una y otra vez
hasta que la oración se convirtió en una salm odia sin sentido.
Y lloré lágrim as de sangre que m e m ancharon las m anos cuando m e enj ugué
el rostro.
Seguí tendido sobre las piedras cuan largo era, sin m urm urar y a m ás
oraciones sino elevando esas súplicas inarticuladas que se hacen a todo lo
sagrado, a todo lo poderoso, a todo lo que, baj o uno o m il nom bres, pueda existir
o no. « No m e dej es aquí solo. No m e abandones. Estoy en el lugar de las bruj as.
Éste es el lugar de las bruj as. No m e dej es caer m ás de lo que y a he caído esta
noche. No perm itas que suceda…» . Lestat, despierta.
Pero las palabras de Magnus volvían a m í una y otra vez: Ir al encuentro del
infierno, si lo hay… Si existe un Príncipe de las Tinieblas…
Finalm ente, m e incorporé hasta apoy arm e en las rodillas y en las m anos. Me
sentía aturdido y desquiciado, casi m areado. Miré la hoguera. Aún estaba a
tiem po de reavivar lo que quedaba y arroj arm e y o tam bién a las llam as voraces.
Pero en el m ism o instante en que m e obligaba a im aginar el sufrim iento de
hacer tal cosa, m e di cuenta de que no tenía la m enor intención de llevarlo a
cabo.
Después de todo, ¿por qué tendría que hacerlo? ¿Qué había hecho y o para
m erecer el destino de las bruj as? Yo no deseaba ir al infierno; ni por un instante
había pensado tal cosa. ¡Por todos los infiernos que no tenía interés alguno en
descender a ellos para escupirle en la cara al Príncipe de las Tinieblas, fuera
quien fuese!
Al contrario, si y o era ahora un ser condenado, ¡que fuera el propio diablo
quien viniera por m í! Que m e dij era él la razón de m i condena al sufrim iento.
Me gustaría conocerla, realm ente.
En cuanto al olvido… bien, podíam os esperar un poco antes de eso. Podíam os
dedicar un poco de tiem po, al m enos, a m editar al respecto.
Una extraña calm a se adueñó de m í poco a poco. Me sentía triste, lleno de
am argura y creciente fascinación.
Ya no era un ser hum ano.
Y allí, agachado a cuatro patas pensando en ello y con la vista puesta en las
brasas agonizantes, m e fue invadiendo una inm ensa energía. Gradualm ente, m is
sollozos j uveniles cesaron y em pecé a estudiar la blancura de m i piel, la agudeza
de m is nuevos y perversos colm illos y el m odo en que m is uñas brillaban en la
oscuridad, com o si las llevara lacadas.
Todos m is pequeños dolores habituales habían desaparecido, y el calor
residual que despedía la m adera todavía hum eante m e reconfortó, com o una
prenda de abrigo que m e envolviera.
Pasó el tiem po, pero no lo sentí transcurrir.
Cada cam bio en el m ovim iento del aire fue una caricia. Y, cuando de la
lej ana ciudad débilm ente ilum inada llegó un coro de apagadas cam panas que
daban la hora, su sonido no m arcó el paso del tiem po m ortal. Los tañidos eran
sólo la m úsica m ás pura, y perm anecí tendido, aturdido y boquiabierto, m ientras
contem plaba el paso de las nubes.
Pero en el pecho em pecé a sentir un nuevo dolor, vivo y ardiente, que se
extendió a través de las venas, se apretó en torno a la cabeza y se concentró en el
vientre y las entrañas. Entrecerré los oj os, ladeé la cabeza y advertí que no tenía
m iedo de aquel dolor, sino que m ás bien lo notaba com o si lo estuviera oy endo.
Entonces vi la causa. Estaba expulsando m is excrem entos en un pequeño
torrente. Me descubrí incapaz de controlar m i cuerpo, pero, m ientras observaba
cóm o la suciedad m anchaba m is ropas, m e di cuenta de que no sentía
repugnancia.
Unas ratas se deslizaron por la estancia, acercándose a aquella inm undicia
sobre sus pequeñas patas silenciosas, pero ni siquiera su presencia m e desagradó.
Aquellas criaturas no podían tocarm e, aunque corrieran por encim a de m í
para devorar los excrem entos.
De hecho, no pude im aginar absolutam ente nada en la oscuridad, ni siquiera
el contacto con los viscosos insectos de las tum bas, que fuera capaz de
provocarm e repulsión. Ahora no im portaba nada que se arrastraran sobre m is
m anos y m i rostro.
Yo no form aba parte del m undo que sentía asco ante aquellas cosas. Y, con
una sonrisa, com prendí que ahora form aba parte de lo que producía tem or y
repugnancia a los dem ás. Poco a poco y con gran placer, m e eché a reír.
Con todo, la pena no m e había abandonado por entero. Me acom pañaba
com o una idea, y aquella idea contenía una pura verdad.
Estoy muerto y soy un vampiro. Y las criaturas morirán para que yo pueda
vivir: beberé su sangre para seguir viviendo. Y nunca jamás volveré a ver a
Nicolas, ni a mi madre, ni a ninguno de los humanos que he conocido y amado, ni
a nadie de mi familia humana. Beberé sangre. Y viviré para siempre. Eso será
exactamente lo que sucederá. Y lo que sucederá está sólo empezando: ¡apenas
acaba de nacer! Y el parto que lo ha dado a luz ha sido un éxtasis como jamás
antes había conocido.
Me puse de pie. Me sentía ligero y poderoso y extrañam ente entum ecido. Di
unos pasos hasta el fuego apagado y anduve entre la leña quem ada.
No había huesos. Era com o si el ser diabólico se hubiera desintegrado. Llevé
hasta la ventana las cenizas que pude recoger y, m ientras el viento las dispersaba,
m usité un adiós a Magnus preguntándom e si podría oírm e.
Finalm ente, sólo quedaron los troncos carbonizados y el hollín de m is m anos,
que sacudí en la oscuridad.
Era el m om ento de exam inar la cám ara inferior.
5
Desplacé la losa con bastante facilidad, com o y a lo había hecho antes, y en su
interior había un gancho para que pudiera encaj arla en su sitio una vez dentro.
Pero para entrar en el estrecho conducto tuve que tenderm e boca abaj o y,
cuando m e arrodillé para asom arm e, no alcancé a ver ninguna luz al otro
extrem o. Su aspecto no m e agradó.
Me dij e que, de haber sido m ortal todavía, absolutam ente nada m e habría
inducido a arrastrarm e por un pasillo com o aquél. Sin em bargo, el viej o vam piro
había sido m uy explícito al decir que el sol podía destruirm e con la m ism a
eficacia que el fuego. Era preciso que llegara al ataúd.
Noté que el m iedo volvía a asaltarm e com o un torrente.
Me aplasté contra el suelo y avancé com o un lagarto por el pasadizo. Com o
tem ía, apenas podía alzar la cabeza y no había espacio para darm e la vuelta y
alcanzar el gancho de la losa. Tuve que introducir el pie en el gancho y
arrastrarm e hacia dentro tirando de la piedra hacia m í.
Oscuridad total. Con espacio apenas para incorporarm e unos centím etros
sobre los codos.
Solté un j adeo, m e entró pánico y estuve a punto de volverm e loco pensando
que no podía levantar la cabeza, hasta que, por últim o, m e di con ésta contra la
piedra y quedé tendido allí, lloriqueando.
¿Qué podía hacer ahora? Era preciso que llegara al ataúd.
Así pues, m e obligué a dej ar de gim otear y em pecé a avanzar a rastras, cada
vez m ás deprisa. Me arañé las rodillas contra la piedra m ientras m is m anos
buscaban grietas y hendiduras para im pulsarse. El cuello m e dolía debido a la
tensión de contener el im pulso de levantar la cabeza, otra vez presa del pánico.
Y cuando, de pronto, m is m anos toparon con una piedra sólida en su avance,
la em puj é con todas m is fuerzas. Noté que se m ovía, al tiem po que una suave luz
penetraba por los resquicios.
Salí gateando del conducto y m e encontré en una pequeña estancia de techo
baj o y curvo, con una ventana alta y estrecha cerrada por otra rej a de gruesos
barrotes de hierro. Sin em bargo, la suave luz violácea de la noche penetraba por
ella dej ando a la vista una gran chim enea en la pared opuesta, un m ontón de leña
para prender el fuego y, a su lado, baj o la ventana, un antiguo sarcófago de
piedra.
Mi capa de terciopelo roj o forrada de piel de lobo estaba extendida sobre el
sarcófago y, sobre un tosco banco, descubrí un espléndido traj e, tam bién de
terciopelo roj o, bordado en oro y profusión de encaj e italiano, así com o unos
calzones de seda roj a, unas m edias de seda blanca y unas chinelas de tacón roj o.
Aparté el cabello de m i rostro y sequé la fina capa de sudor que bañaba m i
frente y m i bigote. Era un sudor m ezclado con sangre, y, cuando lo advertí por
las m anchas en las m anos, sentí una curiosa excitación.
« ¡Ah! —pensé—, ¿qué soy ? ¿Qué m e espera?» . Contem plé durante un largo
instante la sangre de m is m anos y luego m e lam í los dedos. Me recorrió una
deliciosa sensación de profundo placer y tardé unos m inutos en recuperarm e lo
suficiente com o para acercarm e al hogar.
Tom é dos astillas de leña com o había hecho el viej o vam piro y, frotándolas
con fuerza y velocidad, casi las vi desaparecer tras la llam a que se alzó de ellas.
No había en aquello nada de m ágico, sólo habilidad. Cuando el fuego em pezó a
calentar, m e quité m is ropas sucias y, tras lim piar con la cam isa hasta el últim o
vestigio de excrem entos, arroj é m i indum entaria a las llam as antes de ponerm e
las prendas que acababa de encontrar.
Unas prendas roj as, de un encarnado deslum brante. Ni siquiera Nicolas había
lucido nunca ropas com o aquéllas. Eran galas para la Corte de Versalles, con
perlas y pequeños rubíes intercalados en los bordados. El encaj e de la cam isa era
de Valenciennes, y y o lo conocía y a del vestido de boda de m i m adre.
Me eché la capa de piel de lobo sobre los hom bros y, aunque el frío m e
desapareció del cuerpo, m e sentí com o una criatura esculpida en el hielo. Me
pareció que m i sonrisa era dura y lustrosa y extrañam ente torpe m ientras m e
dedicaba a contem plar y palpar aquellas prendas.
Contem plé el sarcófago al resplandor de las llam as. Sobre la pesada tapa
estaba tallada la efigie de un anciano y m e di cuenta enseguida de que recordaba
a Magnus.
Allí, sin em bargo, Magnus aparecía en adem án tranquilo, con su boca de
bufón bien cerrada ahora, los oj os m irando apacibles hacia el techo y el cabello
en una larga m elena de rizos y ondas perfectam ente esculpida.
Sin duda, aquel sarcófago tenía al m enos tres siglos. La figura de Magnus
reposaba con las m anos cruzadas sobre el pecho, vestido con una larga túnica. De
la espada tallada en la piedra, alguien había elim inado a golpes la em puñadura y
parte de la vaina.
Perm anecí un rato interm inable observando este detalle y com probé que el
trozo que faltaba había sido elim inado a golpes de cincel y con gran esfuerzo.
¿Era tal vez la form a de cruz de la em puñadura lo que había querido borrar el
autor del hecho? La dibuj é con el dedo, pero no sucedió nada, com o tam poco
había sucedido nada en la otra sala, cuando había m urm urado m is plegarias.
Acuclillado en el polvo j unto al sarcófago, dibuj é otra cruz.
Tam poco sucedió nada.
Luego, añadí a la cruz unos cuantos trazos para representar el cuerpo de
Cristo, sus brazos, el ángulo de sus rodillas, su cabeza caída sobre el pecho.
Escribí « Nuestro Señor Jesucristo» , las únicas palabras que sabía escribir
correctam ente, adem ás de m i nom bre, pero siguió sin suceder nada.
Y, lanzando aún inquietas m iradas hacia la pequeña cruz y las palabras
garabateadas, intenté levantar la tapa del sarcófago.
No m e resultó fácil, ni siquiera con las nuevas fuerzas que ahora poseía.
Desde luego, ningún hom bre m ortal podría haberla alzado.
Pero lo que m e dej ó perplej o fue el grado de esfuerzo que m e exigió. Me di
cuenta de que m is fuerzas no eran ilim itadas, y de que, desde luego, no podían
com pararse con las del viej o vam piro. Aun así, poseía la fuerza de tres hom bres,
quizá de cuatro; resultaba im posible calcularlo.
En aquel instante, m e pareció algo realm ente im presionante.
Contem plé el sarcófago. No era m ás que un estrecho hueco lleno de som bras,
en el cual no podía im aginarm e m etido. Alrededor de la tapa había una
inscripción en latín que no supe leer.
Esto m e atorm entó y deseé que las palabras no estuvieran allí. La añoranza
de Magnus, la sensación de desam paro, am enazaron con atenazarm e de nuevo.
¡Le odié por haberm e abandonado! Y m e sorprendió en toda su ironía el hecho
de haber sentido am or por él cuando se disponía a saltar sobre las llam as. Y de
haberle am ado de nuevo al encontrar las ropas roj as en la estancia.
¿Se quieren entre ellos los dem onios? ¿Cam inan del brazo por el infierno,
diciéndose unos a otros: « ¡Ah, am igo m ío, cuánto te quiero!» , y cosas
parecidas? La m ía era una pregunta puram ente intelectual e intrascendente, y a
que no creía en el infierno, pero era una cuestión de un concepto del m al, ¿no era
así? Se supone que todas las criaturas del infierno se odian entre ellas, igual que
todos los que se salvan odian a los condenados, sin reservas.
Aquella idea m e había acom pañado toda la vida. De niño, m e había aterrado
el pensam iento de que y o pudiera ir al cielo y m i m adre al infierno, y de que
entonces tuviera la obligación de odiarla. Eso era im posible. ¿Y qué sucedería si
nos encontrábam os los dos en el infierno?
« Bien —m e dij e— ahora sé, tanto si creo en el infierno com o si no, que los
vam piros pueden am arse entre ellos, que uno no dej a de am ar por el hecho de
estar dedicado al m al» .
Al m enos, eso m e pareció en aquel breve instante. Pero no debía ponerm e a
llorar otra vez. No podía soportar tantas lágrim as.
Volví los oj os a un gran baúl de m adera sem ioculto a la cabecera del
sarcófago. No estaba cerrado, y la tapa, de m adera putrefacta, casi saltó de los
goznes cuando la levanté.
Y, aunque el viej o m aestro m e había dicho que m e dej aba su tesoro, m e
quedé m udo de asom bro ante lo que vi. El baúl estaba repleto de oro, plata y
piedras preciosas. Había incontables anillos con j oy as m ontadas, collares de
diam antes, sartas de perlas, piezas de orfebrería, m onedas y cientos de obj etos
valiosos.
Pasé las y em as de los dedos sobre aquellas riquezas y luego las cogí a
puñados, j adeando de asom bro cuando la luz encendía el roj o de los rubíes, el
verde de las esm eraldas. Vi refracciones del color com o no las había soñado, y
una riqueza incalculable. Aquél era el fam oso cofre de los piratas del Caribe, el
proverbial rescate de un rey.
Y era todo m ío.
Lo exam iné m ás detenidam ente. Entre las j oy as había otros artículos
personales y perecederos. Máscaras de satén de cuy o tej ido putrefacto se
desprendían los bordados de oro, pañuelos de encaj e y j irones de tela en los que
había prendidos broches y aguj as. Había allí una cincha de cuero de un arnés
adornada con cam panillas de oro, un retal de encaj e lleno de m oho, atado en
torno a un anillo, decenas de caj itas de rapé y num erosos m edallones colgando
de cintas de raso.
¿Les habría quitado Magnus todo aquello a sus víctim as?
Levanté una espada con incrustaciones de piedras preciosas, con m ucho
dem asiado pesada para los tiem pos en que m e hallaba, y unas raídas chinelas,
conservadas quizá por su hebilla de brillantes.
Naturalm ente, Magnus había tom ado lo que había querido de sus víctim as. En
cam bio, su indum entaria había consistido en ropas gastadas, casi harapos, a la
m oda de otro tiem po, y su vida en la torre había transcurrido com o la de un
erm itaño de otro siglo. No alcancé a com prenderlo.
Pero entre aquel tesoro había m uchos otros obj etos diversos. Rosarios
confeccionados con espléndidas gem as, ¡y que todavía conservaban sus
crucifij os! Toqué las pequeñas im ágenes sagradas, sacudí la cabeza y m e m ordí
el labio, com o diciendo: « ¡Qué horrible que las robara!» . Sin em bargo, tam bién
lo encontré m uy divertido. Y lo tom é com o una dem ostración m ás de que Dios
no tenía ningún poder sobre m í.
Y, m ientras pensaba en ello, tratando de decidir si el hallazgo era tan fortuito
com o había parecido en el instante de producirse, cogí del tesoro un exquisito
espej o con m ango de perlas.
Me m iré en él de form a casi inconsciente, com o se suele hacer ante los
espej os. Y allí m e vi com o un hom bre norm al, salvo que tenía la piel m uy
blanca, igual que la había tenido m i viej o y m alévolo m aestro, y que m is oj os
habían pasado de su habitual color azul a una m ezcla de violeta y cobalto que
resultaba suavem ente iridiscente. Mis cabellos tenían un brillo m uy lum inoso, y,
cuando m e pasé los dedos por ellos, aprecié que tenían una nueva y extraña
vitalidad.
De hecho, no era en absoluto Lestat quien se hallaba ante el espej o, sino una
especie de réplica suy a confeccionada con otra m ateria. Y las pocas arrugas que
m e había causado el paso del tiem po a m is escasos veinte años habían
desaparecido o se habían reducido m ucho; las pocas que tenía se habían hecho un
poco m ás profundas de lo que habían sido.
Contem plé m i reflej o y traté frenéticam ente de reconocerm e a m í m ism o en
el espej o. Me froté el rostro, incluso froté el pulido disco, y apreté los labios para
evitar echarm e a llorar una vez m ás.
Finalm ente, cerré los oj os y volví a abrirlos, lanzando una levísim a sonrisa al
ser del espej o. Éste m e la devolvió. Aquél era Lestat, sin duda. Y en sus
facciones no parecía haber nada de m alévolo. Bueno, de m uy m alévolo. Sólo se
apreciaba la antigua m alicia, la im pulsividad. En realidad, aquella criatura del
espej o podría haber pasado por un ángel, de no ser porque, cuando al fin le
cay eron las lágrim as, éstas eran de sangre y toda la im agen aparecía teñida de
encarnado y a que su visión estaba em pañada por ella. Y poseía aquellos
pequeños colm illos m aléficos que apoy aba en el labio inferior cuando sonreía y
que le daban una apariencia absolutam ente aterradora. ¡Un rostro bastante
pasable con un único, pero horrible, espantoso, detalle incoherente!
Sin em bargo, de pronto, m e asaltó una idea: ¡lo que estaba viendo era m i
propio reflej o! ¿Y no se había dicho y repetido que los fantasm as y los espíritus y
los que han condenado su alm a al infierno eran invisibles ante un espej o?
Me invadió el ansia de conocer todo lo concerniente a lo que ahora era. El
ansia de saber cóm o haría para cam inar entre hom bres m ortales. Deseé estar en
las calles de París, ver con m is nuevos oj os todos los m ilagros de la vida que
había conocido hasta entonces. Quise contem plar las caras de la gente, los
capullos en flor y las m ariposas. Quise ver a Nicolas, oírle interpretar su
m úsica… ¡No!
A esto últim o, renunciaría. Pero había m il form as de m úsica, ¿no era así? Y,
cerrando los oj os, casi pude oír a la orquesta de la Opéra, captar las arias en m is
tím panos. El recuerdo surgió m uy claro, m uy intenso.
A partir de ahora, nada sería norm al. Ni la alegría, ni el dolor, ni el m ás
pequeño recuerdo. Todo, aun el pesar por las cosas perdidas para siem pre,
poseería aquel lustre extraordinario.
Dej é el espej o y m e sequé las lágrim as con uno de los pañuelos de encaj e,
viej o y am arillento, que contenía el baúl. Me volví y tom é asiento lentam ente
frente al fuego. El calor en el rostro y las m anos m e resultó delicioso.
Me invadió una dulce m odorra y, m ientras cerraba los oj os de nuevo, m e vi
sum ergido de pronto en el extraño sueño de Magnus robándom e la sangre. Me
invadió de nuevo una sensación de hechizo, de m areante placer: Magnus
sosteniéndom e en sus brazos, unido a m í, y m i sangre fluy endo a él. Pero
escuché las cadenas arrastradas por el suelo de la viej a catacum ba, vi al
indefenso vam piro en los brazos de Magnus… Y allí había algo m ás… algo
im portante. Un sentido, una advertencia acerca de la traición del robo, de no
ceder ante nadie, ni Dios ni dem onio, y nunca ante el hom bre.
Le di vueltas y m ás vueltas en la cabeza, en un estado de duerm evela, hasta
que se m e ocurrió la idea m ás descabellada: contarle todo aquello a Nicolas. Tan
pronto com o volviera a casa, le explicaría el sueño y su posible significado y
hablaríam os…
Con sobresaltada repulsión, abrí los oj os. El ser hum ano que había en m í
contem pló con im potencia la cám ara. Se puso a llorar otra vez y la perversa
criatura recién nacida era aún dem asiado inm adura para poder dom inarle.
Sus sollozos se convirtieron en hipidos y m e llevé una m ano a la boca.
« ¿Por qué m e has dej ado, Magnus? ¿Qué debo hacer, Magnus, cóm o debo
seguir?» .
Recogí las rodillas y apoy é la cabeza en ellas. Poco a poco, se m e fue
aclarando la cabeza.
« Bueno —m e dij e—, ha sido m uy divertido im aginar que eras ese vam piro,
llevar estas ropas espléndidas y pasar los dedos por ese tesoro, ¡pero no puedes
vivir así! ¡No puedes vivir alim entándote de seres hum anos! Aunque seas un
m onstruo, llevas dentro una conciencia, una tendencia natural… El Bien y el Mal,
lo bueno y lo m alo. No puedes vivir sin creer en… No puedes aceptar los actos
que… Mañana, vas a… a… ¿vas a qué?» .
« Mañana vas a beber sangre, ¿no es eso?» .
El oro y las piedras preciosas brillaban com o brasas en el baúl cercano, y,
tras los barrotes de la ventana, se alzaba contra las nubes grises el resplandor
violáceo de la lej ana ciudad. ¿Cóm o sería su sangre? La sangre caliente y viva,
no la de m onstruo. Mi lengua recorrió el paladar, tanteando los colm illos.
« Piensa en ello, Matalobos» .
Me puse en pie lentam ente. Me resultó m uy fácil, com o si fuera la voluntad,
y no el cuerpo, quien lo hacía. Tom é las llaves de hierro que había traído
conm igo de la cám ara exterior y fui a inspeccionar el resto de m i torre.
6
Habitaciones vacías. Ventanas con rej as. El m anto infinito de la noche sobre las
alm enas. Eso fue todo lo que encontré en la torre.
Pero en la planta baj a de ésta, j unto a la puerta de las escaleras que
conducían a las m azm orras, encontré una tea en el puesto del centinela y una
bolsa de y esca para encenderla en el nicho contiguo a la garita. Vi huellas en el
polvo. La cerradura estaba bien engrasada y la llave giró con suavidad cuando
por fin encontré la correspondiente.
Ilum iné con la antorcha una estrecha escalera de caracol y em pecé con
cierta repugnancia a baj ar los peldaños debido al hedor que ascendía de algún
lugar situado m ás abaj o.
Naturalm ente, conocía aquel hedor. Era bastante corriente en los cem enterios
de París. En les Innocents era denso com o un gas venenoso pero había que
convivir con él para poder com prar en las tiendas del lugar, o para tratar con los
am anuenses. Era el olor de los cuerpos en descom posición.
Y, aunque m e produj o arcadas y m e hizo retroceder unos pasos, tam poco
resultaba tan intenso, y el arom a de la resina de la tea al arder contribuía a
am inorarlo.
Seguí el descenso. Si había allí el cadáver de algún m ortal, no podía
escaparm e de él.
Pero en el prim er nivel baj o el suelo no encontré ningún cuerpo. Sólo había
allí una enorm e sala funeraria con las puertas de hierro oxidado abiertas a las
escaleras y tres enorm es sarcófagos de piedra en el centro. Era m uy sim ilar a la
cám ara de Magnus. Aunque m ucho m ay or, tenía el m ism o techo curvo a baj a
altura y el m ism o hogar, tosco y profundo.
¿Qué podía significar aquello, sino que otros vam piros habían dorm ido allí en
alguna época? Nadie instala una chim enea en una cripta funeraria. Al m enos, y o
no había oído m encionarlo nunca. E incluso había unos bancos de piedra. Y los
sarcófagos eran com o el de allá arriba, con grandes figuras esculpidas en ellas.
Sin em bargo, absolutam ente todo estaba cubierto por el polvo de años. Y
había m uchísim as telarañas. Sin duda, los vam piros y a no habitaban allí. Era
totalm ente im posible. Y, no obstante, resultaba m uy extraño. ¿Dónde estaban
quienes habían ocupado aquellos sarcófagos? ¿Se habían arroj ado al fuego igual
que Magnus, o todavía seguían su existencia en alguna parte?
Entré y abrí los sarcófagos uno tras otro. Dentro no había m ás que polvo.
Ningún indicio de otros vam piros, ninguna prueba de que existieran m ás
vam piros.
Salí de la cripta y continué escaleras abaj o, aunque el hedor a
descom posición se hacía cada vez m ás penetrante. De hecho, m uy pronto se hizo
insoportable.
Procedía de detrás de una puerta que pude ver m ás abaj o, y tuve verdaderas
dificultades para obligarm e a aproxim arm e. Naturalm ente, cuando y o era un ser
m ortal, tal olor m e habría repugnado; pero esto no era nada en com paración con
la aversión que sentía ahora. Mi nuevo cuerpo quería alej arse de él a la carrera.
Me detuve, respiré profundam ente y m e obligué a ir hacia la puerta, decidido a
ver qué había hecho allí m i perverso m aestro.
Pues bien, el hedor no era nada com parado con lo que vieron m is oj os.
En una profunda m azm orra y acía un m ontón de cuerpos en todas las fases de
la descom posición, huesos y carne putrefacta plagados de gusanos e insectos. Las
ratas huían de la luz de la antorcha, rozándom e las piernas cam ino de la escalera.
Las náuseas m e hicieron un nudo en la garganta y el olor m e sofocó.
Con todo, no pude dej ar de m irar aquellos cuerpos. Allí había algo
im portante, algo terriblem ente im portante, que debía descubrir. Y, de repente, m e
di cuenta de que todos aquellos m uertos habían sido varones —las botas y los
j irones de ropa que llevaban lo delataba— y todos ellos eran rubios, de tonos
m uy parecidos al m ío. Los escasos cadáveres que conservaban sus facciones
parecían de j óvenes, altos y de constitución delgada. Y el ocupante m ás reciente
del siniestro lugar —el cadáver fresco y chorreante que y acía con los brazos
extendidos a través de los barrotes— se parecía tanto a m í que podría haber sido
m i herm ano.
Aturdido, avancé hasta que la puntera de m i bota rozó su cabeza. Baj é la
antorcha y abrí la boca com o para lanzar un grito. ¡Los oj os húm edos y viscosos
del m uerto, plagados de m osquitos, eran del m ism o azul que los m íos!
Retrocedí tam baleándom e. Se adueñó de m í un terror cerval a que el m uerto
se m oviera, m e agarrara por el tobillo. Y supe por qué lo haría.
Cuando topé con la pared, tropecé con un plato de com ida putrefacta y un
cuenco. El cuenco cay ó al suelo, se rom pió y la leche cuaj ada que contenía se
derram ó com o un vóm ito.
El dolor m e apretó las costillas. La sangre, com o un fuego líquido, m e vino a
la boca y brotó de m is dientes, salpicando el suelo delante de m í. Tuve que
suj etarm e de la puerta abierta para m antenerm e en pie.
Sin em bargo, entre la niebla de la náusea, m i vista se fij ó en la sangre.
Contem plé aquel brillante color carm esí a la luz de la antorcha. Observé cóm o
oscurecía la sangre al caer en la argam asa entre las piedras. Aquella sangre
estaba viva y su dulce arom a cortaba com o el filo de una navaj a el hedor de los
m uertos. Espasm os de sed reem plazaron las náuseas. La espalda se m e dobló y
fui inclinándom e con una flexibilidad desconcertante m ás y m ás hacia la sangre.
Y los pensam ientos no cesaron en ningún instante de agolparse en m i cabeza:
aquel j oven había sido llevado con vida a aquella m azm orra; la com ida
putrefacta y la leche agria tenían por obj eto alim entarle o darle torm ento. El
j oven había m uerto en la celda, atrapado con los dem ás cadáveres, sabiendo
perfectam ente que pronto sería otro de ellos.
¡Dios, sufrir aquello! ¡Sufrir aquel horror! Y cuántos otros habrían conocido
exactam ente el m ism o destino, todos j óvenes de cabello rubio.
Me encontré de rodillas, y todavía m e incliné m ás. Sostuve la antorcha a baj a
altura con la m ano izquierda y baj é la cabeza hasta la sangre, con la lengua
salida entre los labios, tan brillante que creí estar viendo la de un lagarto. La
lengua lam ió la sangre del suelo. Escalofríos de éxtasis. ¡Oh, qué delicia!
¿Era y o quien hacía aquello? ¿Era y o quien lam ía aquella sangre a un par de
centím etros del cuerpo sin vida? ¿Era m i corazón el que latía con cada sorbo
apenas a dos dedos del cuerpo sin vida de aquel m uchacho al que Magnus había
llevado allí com o m e había conducido a m í, de aquel m uchacho al que Magnus
había condenado a m uerte en lugar de a la inm ortalidad?
La repugnante m azm orra parpadeaba com o una llam a m ientras y o lam ía la
sangre. El cabello del m uerto m e rozó la frente. Su oj o, com o un cristal
estrellado, m e contem plaba fij am ente.
¿Por qué no estaba y o encerrado en aquella celda? ¿Qué prueba había
superado para no estar ahora allí, gritando y sacudiendo los barrotes, notando
cóm o se cernía lentam ente sobre m í el horror que había presagiado en la posada
del pueblo?
Los tem blores de la sangre m e recorrieron los brazos y las piernas. Y el
sonido que escuché —el sonido brillante, tan cautivador com o el carm esí de la
sangre, el azul del oj o del m uchacho, las alas tornasoladas del m osquito, el
deslizante cuerpo opalino del gusano, el resplandor de la antorcha— fue m i
propio grito, salvaj e y gutural.
Dej é caer la antorcha y m e incorporé de rodillas, golpeando el plato de
hoj alata y el cuenco roto. Me puse en pie y corrí escaleras arriba. Y cuando
cerré de un portazo el acceso a las m azm orras, m is gritos se alzaron m ás y m ás,
hasta la m ism a cim a de la torre.
Me perdí en el sonido, que rebotaba en las piedras y volvía a m is oídos. No
podía parar. Era incapaz de cerrar la boca ni de tapárm ela.
Pero entonces, a través de la puerta atrancada y de una decena de estrechas
ventanas que se abrían en lo alto, vi que se acercaba la inconfundible luz de la
m añana. Mis gritos cesaron. Las piedras habían em pezado a ilum inarse. La luz
rezum aba en torno a m í com o un vapor hirviente que m e quem aba los párpados.
No tom é la decisión de correr. Sencillam ente, m e encontré haciéndolo,
corriendo arriba y arriba hacia la cám ara interior.
Cuando salí del conducto, la estancia ardía en un m ortecino fuego púrpura.
Las j oy as que rebosaban del baúl parecían m overse. Casi ciego, logré levantar la
tapa del sarcófago.
Muy pronto, la tapa caía de nuevo sobre m í. Desapareció el dolor de m i
rostro y de m is m anos y m e quedé inm óvil y a salvo m ientras el m iedo y la pena
se fundían en una oscuridad fría e insondable.
7
Fue la sed lo que m e despertó.
Y supe al instante dónde estaba y qué era.
No tuve sueños m ortales de vino blanco m uy frío ni de la verde y fresca
hierba baj o los m anzanos del huerto de m i padre.
En la estrecha oscuridad del sarcófago de piedra, m e toqué los colm illos con
los dedos y los encontré peligrosam ente largos y afilados com o pequeñas
navaj as.
Percibí que en la torre había un m ortal y, aunque no había llegado a la puerta
de la cám ara exterior, pude escuchar sus pensam ientos.
Oí su consternación cuando descubrió abierta la puerta que daba a la
escalera. Tal cosa no había sucedido nunca con anterioridad. Escuché su tem or al
descubrir los leños quem ados en el centro de la estancia y le oí llam ar a su
« am o» . El individuo era un criado, y un ser traicionero y falso, por lo que pude
captar.
Aquella capacidad para escuchar lo que pasaba por la m ente del criado m e
fascinó, pero había otra cosa que m e perturbaba: ¡su olor!
Levanté la tapa de piedra del sarcófago y salí de él. El olor era débil, pero
m uy sugestivo. Era el arom a alm izcleño de la prim era prostituta en cuy a cam a
había liberado m i pasión. Era el olor del venado asado después de días y días de
ay uno en invierno. Era el perfum e del vino j oven, de las m anzanas frescas o del
agua cay endo con un rugido por un despeñadero en un día de calor m ientras y o
introducía m is m anos en ella para beber.
Sólo que el arom a que ahora percibía era inm ensam ente m ás rico, y al
apetito que despertaba era infinitam ente m ás voraz y m ás prim ario.
Avancé por el conducto secreto com o una criatura que nadara en la
oscuridad, hasta que, después de desencaj ar la losa de la cám ara exterior, m e
incorporé de pie en ésta.
Y allí estaba el m ortal, m irándom e con una expresión de desconcierto en sus
pálidas facciones.
Era un hom bre viej o y arrugado y, por algunos detalles del confuso torbellino
de pensam ientos que se agolpaban en su m ente, supe que era cochero y m ozo de
cuadra. Sin em bargo, todo lo que escuché en su m ente resultó
enloquecedoram ente im preciso.
Luego, el intuitivo recelo que sentía hacia m í m e alcanzó com o el calor de un
horno. Y no cabía ningún m alentendido. Sus oj os hervían de odio m ientras
recorrían m i rostro y el resto de m i figura. Él era quien había conseguido las
finas ropas que ahora llevaba y o. Él era quien se había ocupado de los
desgraciados de la m azm orra m ientras seguían vivos. ¿Cóm o era, se preguntaba
con m uda indignación, que y o no estaba entre ellos?
Esto, com o podéis im aginar, m e hizo quererle m uchísim o. Sólo por aquel
pensam iento, le habría estruj ado con m is m anos desnudas hasta m atarle.
—¡El am o! —dij o entonces con desesperación—. ¿Dónde está? ¡Am o!
Me pregunté qué sabría el viej o de su antiguo am o. Escuché en sus
pensam ientos que le tenía por el hechicero de algún rey. Y ahora era y o quien
tenía el poder. En resum en, el criado no sabía nada que pudiera serm e de utilidad.
Pero m ientras m e enteraba de todo esto, m ientras lo absorbía de su m ente
m uy en contra de su voluntad, fui extasiándom e con las venas de su rostro y de
sus m anos. Y el arom a m e em briagó.
Percibí el m ortecino latir de su corazón e im aginé el sabor de su sangre, lo
que se experim entaría al probarla, y m e invadió de pronto una sensación
avasalladora, rica y cálida que se apoderó de m í por com pleto.
—El am o se ha ido; el fuego ha acabado con él —m urm uré, y escuché m i
propia voz com o un sonido gutural, extraño y m onótono.
Avancé poco a poco hacia él.
El viej o criado echó un vistazo al suelo ennegrecido. Después alzó los oj os al
techo cubierto de hollín.
—No. Eso que dices es m entira —replicó enfurecido.
Y su cólera destellaba com o un faro ante m is oj os. Noté su m ente llena de
rencor y sus desesperados pensam ientos.
Pero ¡ah!, qué aspecto tan delicioso tenía aquella carne viva. Me sentí
dom inado por un apetito despiadado.
Y él se dio cuenta. De un m odo errático e irracional, el viej o lo notó y,
dirigiéndom e una últim a m irada torva, echó a correr hacia la escalera.
Le alcancé inm ediatam ente. De hecho, m e resultó tan sencillo que disfruté
con la captura. En un m om ento dado, deseé m entalm ente extender los brazos y
reducir la distancia entre el viej o y y o. Al instante siguiente, le tenía y a entre m is
m anos, im potente, y le levantaba del suelo m ientras sus pies, libres, trataban de
golpearm e.
Lo sostuve en alto con la m ism a facilidad con que lo haría un hom bre
corpulento con un cuchillo, tal era la desproporción entre el viej o m ortal y y o. Su
m ente era una m araña de pensam ientos frenéticos y parecía incapaz de
decidirse a actuar de algún m odo para tratar de salvarse.
Pero el leve m urm ullo de estos pensam ientos quedó borrado por la visión que
m e ofrecía.
Sus oj os y a no eran las puertas de su alm a, sino dos globos gelatinosos cuy os
colores m e hipnotizaban. Y su cuerpo no era m ás que un pedazo de carne
caliente y sangre que y o necesitaba poseer.
Me horrorizó que aquel pedazo de carne estuviera vivo, que aquella sangre
deliciosa fluy era por aquellos brazos y dedos que se debatían ante m is oj os. Pero
luego m e pareció perfecto que así fuera. Él era lo que era, y o era lo que era, y
ahora iba a saciar m i sed con él.
Le acerqué a m is labios y m ordí la arteria que sobresalía de su cuello. El
chorro de sangre golpeó m i paladar. Em ití un breve grito, a la vez que aplastaba
al viej o contra m í. No era el m ism o fluido ardiente de la sangre de m i m aestro,
ni el delicioso elixir que había lam ido de las piedras de la m azm orra. No, aquello
había sido pura luz convertida en líquido. Al contrario, ésta era m il veces m ás
suculenta, con el sabor del turbio corazón hum ano que la bom beaba; era la
esencia m ism a de aquel arom a caliente, casi hum eante.
Noté que m is hom bros se alzaban, que m is dedos se clavaban todavía m ás en
su carne y que casi surgía de m i cuerpo una especie de zum bido. Mi única visión
era su pequeña alm a j adeante, m i única sensación era la de un abandono intenso.
Tuve que aplicar toda m i fuerza de voluntad para, j usto antes del m om ento
final, apartarle de m í. ¡Cuánto deseé sentir cóm o se detenía su corazón! ¡Cuánto
anhelé notar cóm o los latidos se espaciaban hasta cesar, saber que había poseído
a aquel m ortal!
Pero no m e atreví.
Su cuerpo resbaló pesadam ente entre m is brazos. Los suy os quedaron
abiertos sobre las losas del suelo, y el blanco de sus oj os asom aba baj o sus
párpados entreabiertos.
Y m e sentí incapaz de apartar aquel cuerpo de m i m irada agonizante, lleno
y o de m uda fascinación ante su m uerte. No se m e escapó el m enor detalle.
Escuché su últim o suspiro y vi cóm o su cuerpo se abandonaba a la m uerte, sin
resistirse.
La sangre m e calentó. La noté latir en m is venas. Cuando lo toqué con las
palm as de las m anos, m i rostro estaba ardiendo. Mi vista se había hecho
extraordinariam ente penetrante y m e sentía m ás fuerte que cuanto podía
im aginar.
Recogí el cuerpo y lo arrastré por los peldaños en espiral de la torre hasta la
m azm orra, donde lo dej é para que se pudriera con los dem ás.
8
Era hora de irse, de poner a prueba m is poderes.
Llené la bolsa y los bolsillos con todo el dinero que podía transportar con
com odidad y m e ceñí una espada adornada de gem as que no parecía dem asiado
pasada de m oda. Luego baj é la escalera y salí de la torre cerrando detrás de m í
la verj a de hierro.
Evidentem ente, la torre era lo único que quedaba en pie de una gran casa en
ruinas. Sin em bargo, capté en el viento —quizá com o lo olfatearía un anim al— el
olor intenso y m uy agradable de unos caballos, y rodeé las piedras hasta
encontrar una cuadra en la parte posterior.
En su interior había no sólo un herm oso carruaj e antiguo, sino cuatro
espléndidas y eguas negras. Era un auténtico m ilagro que no se asustaran de m í.
Besé sus finos flancos y sus hocicos largos y suaves. En realidad, m e enam oré
tanto de aquellas bestias, que m e habría pasado horas aprendiendo lo que pudiera
de ellas con m is nuevos sentidos. Pero lo que anhelaba en ese instante eran otras
cosas.
Adem ás de los anim ales, había en el establo otro ser hum ano, cuy o olor había
y o captado tam bién nada m ás entrar. Pero el m ortal estaba profundam ente
dorm ido y, cuando le desperté, com probé que se trataba de un chiquillo de m uy
pocas luces que no representaba ningún peligro para m í.
—Ahora y o soy tu am o —le dij e, al tiem po que le daba una m oneda de oro
—, pero esta noche no voy a necesitarte, salvo para que m e ensilles una y egua.
El m uchacho m e entendió lo suficiente para indicarm e que no había sillas de
m ontar en la cuadra, antes de caer dorm ido de nuevo.
Daba igual. Corté las largas riendas del carruaj e de una de las bridas, puse
éstas en la m ás herm osa de las y eguas y salí del establo m ontando a pelo.
No puedo expresar lo que sentí con el poderío de la y egua debaj o de m í, el
viento helado en el rostro y la gran cúpula del cielo nocturno en lo alto. Mi cuerpo
estaba fundido con el del anim al. Iba volando sobre la nieve, riendo
estentóream ente y, a ratos, cantando. Lanzaba notas agudas que j am ás antes
había alcanzado, y luego descendía a una cálida voz de barítono. En algunos
m om entos, sim plem ente gritaba de algo parecido a la alegría. Sí, tenía que ser de
alegría; pero ¿cóm o podía un m onstruo sentir tal cosa?
Quise cabalgar hacia París, por supuesto, pero sabía que no estaba preparado.
Eran dem asiadas las cosas que aún ignoraba sobre m is poderes. Así pues,
cabalgué en la dirección contraria hasta llegar a las afueras de un pequeño
pueblo.
No había hum anos a la vista y, al acercarm e a la pequeña iglesia del lugar,
sentí un acceso de rabia, totalm ente hum ana, que se abría paso a través de m i
extraña felicidad. Desm onté rápidam ente y tanteé la puerta de la sacristía. La
cerradura cedió y crucé la nave hasta la barandilla del com ulgatorio.
No sé qué sentí en aquel m om ento. Tal vez deseaba que sucediera algo. Me
sentía sanguinario. Pero no cay ó ningún ray o. Observé el fulgor roj izo de la
lam parilla colocada en el altar. Contem plé las figuras inm óviles en la negrura
nocturna de las vidrieras.
Y, desesperado, salté la barandilla y puse las m anos sobre el propio sagrario.
Forcé sus delicadas puertecillas, introduj e las m anos y saqué el copón, adornado
de gem as, con sus hostias consagradas. No, allí no había ningún poder, nada que
pudiera ver o sentir o percibir con ninguno de m is m onstruosos sentidos, nada que
m e respondiera. Había obleas, oro, cera, luz.
Hundí la cabeza sobre el altar. Mi aspecto debía de ser el de un sacerdote en
plena m isa. Después, volví a cerrarlo todo en el sagrario. Lo dej é tal com o lo
había encontrado, para que nadie advirtiera que se había com etido un sacrilegio.
Tras esto, recorrí una de las naves laterales de la iglesia hasta el fondo y
regresé por la otra, cautivado por las sorprendentes pinturas y estatuas. Me di
cuenta de que podía ver no sólo el arte creativo, sino tam bién el proceso seguido
por el escultor o el pintor. Podía ver cóm o la laca captaba la luz. Distinguía los
pequeños defectos en la perspectiva, j unto a destellos de inesperada expresividad.
Pensé en cóm o se verían los grandes m aestros a m is oj os. Me sorprendí
contem plando los m ás sim ples dibuj os en las paredes de y eso. Después m e
arrodillé para m irar las aguas del m árm ol hasta que m e encontré tendido en el
suelo, con los oj os m uy abiertos, m irando el suelo baj o m i nariz.
Todo aquello se estaba saliendo de contexto. Me incorporé, tem bloroso y
lloriqueante, veía los cirios com o si estuvieran vivos y m e sentí m uy harto de
aquel lugar.
Era hora de salir de allí y visitar el pueblo.
Pasé dos horas en sus calles, la m ay or parte del tiem po, nadie m e vio ni m e
oy ó.
Me resultó absurdam ente fácil saltar las tapias de los j ardines y elevarm e
desde el suelo a los tej ados no m uy altos. Podía dej arm e caer al suelo desde una
altura de tres pisos y escalar la pared de un edificio clavando las uñas y las
puntas de los pies en la argam asa entre las piedras.
Me asom é a algunas ventanas y vi parej as dorm idas en sus cam as revueltas,
niños reposando en cunas, ancianas cosiendo baj o una débil luz.
Y las viviendas parecían casas de m uñecas con todos los detalles. Colecciones
perfectas de j uguetes con sus finas sillitas de m adera y sus pulidas repisas sobre
las chim eneas, con las cortinas zurcidas y los suelos bien fregados.
Vi todo esto com o quien no ha form ado nunca parte de la vida, adm irando
con em oción hasta el m enor detalle. Un delantal blanco alm idonado en su
percha, unas botas gastadas j unto al fuego, una j arra j unto a una cam a.
Y la gente… ¡Ah!, la gente era una m aravilla.
Naturalm ente, m e llegaba su arom a, pero m i apetito estaba satisfecho y el
olor m e hizo sentir m al. En lugar de ello, m e quedé em belesado con su piel
rosada y sus delicados m iem bros, con la precisión de sus m ovim ientos, con el
proceso entero de sus existencias, com o si y o nunca hubiera form ado parte de
ella. Que todos tuvieran cinco dedos en cada m ano m e parecía adm irable. Les vi
bostezar, llorar, agitarse en sueños. Me sentí hechizado contem plándoles.
Y cuando hablaron, ni las paredes m ás gruesas pudieron evitar que oy era sus
palabras.
Pero el aspecto m ás seductor de m is exploraciones fue que podía escuchar
los pensamientos de aquella gente, igual que había oído los de aquel perverso
criado al que había dado m uerte. Infelicidad, pesar, expectación. Eran com o
corrientes en el aire, floj as unas, espantosam ente fuertes otras, y unas terceras
apenas una leve brisa hasta que reconocía su procedencia.
Con todo, estrictam ente hablando, no podía decirse que le ley era la m ente a
los m ortales.
La m ay oría de pensam ientos triviales quedaba filtrada y, cuando m e sum ía
en m is propias consideraciones, no penetraba en m i m ente ni la em oción m ás
intensa. En resum en, eran las pasiones m ás fuertes las que llegaban hasta m í, y
sólo cuando y o aceptaba recibirlas. Incluso había algunas m entes que no m e
transm itían nada ni siquiera en pleno estallido de cólera.
Estos descubrim ientos m e desconcertaron y casi m e m olestaron, igual que
sucedía con la belleza ordinaria de cuanto contem plaba, con el esplendor de las
cosas com unes y corrientes. Sin em bargo, sabía perfectam ente que detrás de
todo ello existía un abism o en el cual y o podía caer irrem isiblem ente en
cualquier instante.
Al fin y al cabo, y o no era uno de aquellos cálidos y pulsantes m ilagros de
com plej idad e inocencia. Éstos eran m is víctim as.
Era hora de dej ar el pueblo. Ya había aprendido lo suficiente allí. No obstante,
antes de irm e, llevé a cabo un últim o acto de osadía. No pude reprim irm e de
hacerlo.
Tras alzarm e el alto cuello de la capa roj a, penetré en la posada, busqué un
rincón lej os del fuego y pedí un vaso de vino. Todos los presentes en el pequeño
local m e dirigieron una m irada, pero no porque reconocieran que entre ellos se
encontraba un ser sobrenatural. ¡Sencillam ente, todos estaban sorprendidos de
ver a un caballero ricam ente ataviado! Perm anecí en la posada veinte m inutos,
prolongando la com probación, sin que nadie, ni siquiera el hom bre que m e sirvió
la bebida, detectara nada extraño. Por supuesto, no toqué el vino. Con sólo olerlo,
supe que m i cuerpo no lo adm itiría. Pero lo im portante era que podía pasar
inadvertido entre los humanos, que podía m overm e entre ellos.
Cuando salí de la posada, m e sentía alborozado. Tan pronto com o llegué al
bosque, eché a correr. Y corrí tan deprisa que los árboles y el firm am ento se
hicieron borrosos. Casi m e sentía volando.
Después m e detuve, di saltos y m e puse a danzar. Tom é unas piedras del suelo
y las arroj é tan lej os que ni siquiera pude ver dónde caían. Y cuando localicé en
tierra la ram a de un árbol, gruesa y llena de savia, la levanté y la partí contra m i
rodilla com o si fuera una astilla.
Solté un grito y volví a cantar a pleno pulm ón. Después, m e tendí, entre
carcaj adas, sobre la hierba.
Cuando m e levanté, m e despoj é de la capa y de la espada y em pecé a dar
volteretas com o los acróbatas del teatro de Renaud. Y luego hice un salto m ortal
perfecto. Di otro, esta vez hacia atrás, y otro m ás hacia delante. Después probé
varios dobles y triples saltos m ortales, y di un brinco en vertical que m e elevó
casi cinco m etros sobre el suelo. Caí de pie lim piam ente, casi sin aliento y con
deseos de repetir aquellos saltos un rato m ás.
Pero el am anecer estaba próxim o.
En el aire, en el cielo, apenas se había producido un sutilísim o cam bio, pero lo
percibí com o si lo anunciara el tañido de las cam panas del Infierno. Unas
cam panas que llam aban al vam piro a refugiarse en su sueño de m uerte. ¡Ah!, el
fundente encanto del cielo, el encanto de ver los borrosos cam panarios. Me asaltó
la extraña idea de que, en el infierno, la luz de los fuegos sería tan brillante que
recordaría la del sol, y que éste sería el único día que volvería a ver j am ás.
« ¿Qué he hecho?» , m e dij e. Yo no había pedido todo esto, ni m e había
entregado a ello. Incluso cuando Magnus m e decía que y o estaba a punto de
m orir, había tratado de resistirm e. Y, pese a todo, allí estaba ahora escuchando
las cam panas del Infierno.
Bueno, ¿a quién le im porta eso?
Cuando llegué al cem enterio, dispuesto para el regreso a la torre con la
y egua, algo distraj o m i atención.
Pie a tierra, suj eté por la rienda m i m ontura y observé el pequeño
cam posanto sin poder determ inar de qué se trataba. La sensación m e asaltó de
nuevo y entonces la reconocí. Noté una clara presencia en aquel cem enterio.
Me quedé tan quieto que noté la sangre corriéndom e por las venas.
¡Aquella presencia no era hum ana! No despedía efluvios. Ni em itía
pensam ientos hum anos que pudiera captar. Más bien parecía ocultarse, a la
defensiva, com o si m e conociera. Me estaba observando.
¿Podía tratarse de im aginaciones m ías?
Perm anecí inm óvil, escuchando y m irando atentam ente. Entre la nieve
asom aba un puñado de lápidas grises y, a lo lej os, se alzaba una hilera de viej as
criptas de m ay or tam año, ornam entadas pero en el m ism o estado ruinoso que las
tum bas sencillas.
La presencia parecía m erodear por las proxim idades de las criptas y noté
claram ente sus m ovim ientos cuando se retiró hacia los árboles del fondo.
—¿Quién va? —pregunté. Oí m i voz com o un cuchillo—. ¡Responde! —insistí,
con voz aún m ás potente.
Noté una gran conm oción en aquello, en aquella presencia, y tuve la certeza
de que huía de m í m uy rápidam ente.
Corrí tras ella por el cem enterio y noté cóm o retrocedía. Sin em bargo, no
alcancé a ver nada en el bosque solitario. ¡Y advertí tam bién que y o era m ás
fuerte que la presencia, y que ésta se había asustado de m í!
¡Qué sorpresa! ¡Asustada de m í!
Y no tuve la m enor idea de si era alguien corpóreo, un vam piro com o y o, o
algo sin cuerpo.
—Bien, una cosa es segura —dij e—: ¡Eres un cobarde!
Hubo estrem ecim iento en el aire. El bosque, por un instante, pareció exhalar
un suspiro.
Se adueñó de m í la conciencia de m i propio poder, que había ido creciendo
en m i interior. No le tem ía a nada. Ni a la iglesia, ni a la oscuridad, ni a los
gusanos que pululaban en los cadáveres de la m azm orra. Ni siquiera a aquella
extraña fuerza fantasm al que se había retirado al bosque y que parecía estar
cerca otra vez. Ni siquiera le tenía m iedo a los hom bres.
¡Era un ser m alévolo extraordinario! Si hubiera estado sentado en la escalera
del infierno con los codos en las rodillas y el diablo m e hubiera dicho: « Lestat,
ven, escoge la naturaleza que prefieras para vagar por la Tierra» , ¿qué m ej or
form a habría podido elegir, sino lo que ahora era? Y de pronto m e pareció que el
sufrim iento era una em oción que había conocido en otra existencia y que nunca
volvería a experim entar.
No puedo evitar reírm e cuando recuerdo esa prim era noche y, sobre todo,
ese m om ento en concreto.
9
Ya casi era de noche y m e dirigí a París a galope tendido, con todo el oro que
pude transportar. El sol acababa de hundirse en el horizonte, y el cielo aún
presentaba una clara luz azul cuando m onté un caballo y em prendí cam ino.
Estaba ham briento.
Y quiso la suerte que m e asaltara un bandolero antes de llegar a las puertas de
la ciudad. Surgió tronante de entre los árboles, su pistola lanzó un fogonazo y vi
literalm ente cóm o la bala salía del cañón y m e pasaba de largo m ientras y o
saltaba del caballo y m e lanzaba contra él.
El bandido era un hom bre robusto y m e asom bró lo m ucho que m e
com placían sus m aldiciones y esfuerzos. El perverso criado que había capturado
la noche anterior era un viej o. Éste, en cam bio, era un cuerpo j oven y firm e. Me
tentaba incluso la aspereza de su barba m al afeitada, y m e encantó la fuerza de
sus puños al golpearm e. Pero todo acabó pronto. Se quedó inm óvil cuando hundí
los dientes en la arteria, y, cuando la sangre brotó de ella, fue una pura delicia.
De hecho, resultó tan exquisita que m e olvidé de retirarm e antes de que el
corazón se detuviera.
Quedam os los dos arrodillados en la nieve y m e causó un sobresalto la
sensación de engullir la vida j unto con la sangre. Durante un largo instante, fui
incapaz de m overm e. Hum m , pensé, y a había quebrantado las reglas. ¿Tal vez
iba a m orir ahora? No parecía que tal cosa fuera a suceder. Sólo era aquel vértigo
delirante.
Y aquel pobre desgraciado, m uerto en m is brazos, que m e habría volado la
cara si le hubiera dado ocasión.
Seguí contem plando el cielo crepuscular y la gran m asa de som bras que era
París, extendida ante m is oj os. Y sólo m e quedó aquel calor, y un perceptible
aum ento de m is fuerzas.
De m om ento, todo iba bien. Me puse en pie y m e sequé los labios. Después
arroj é el cuerpo lo m ás lej os que pude en la nieve virgen. Me sentía m ás
poderoso que nunca.
Perm anecí un rato en el lugar, glotón y sanguinario, deseando sólo volver a
m atar para que el éxtasis se prolongara eternam ente. Sin em bargo, no habría
podido beber m ás sangre, y poco a poco fui tranquilizándom e. Noté un leve
cam bio en m í y m e invadió un sentim iento de desam paro. Una soledad com o si
el ladrón hubiera sido un am igo o pariente m ío y m e hubiera abandonado. No
entendí nada, salvo que beber la sangre de aquella m anera había resultado m uy
íntim o. Ahora llevaba en m í el efluvio de aquel individuo y, de algún m odo, m e
gustaba percibirlo. En cam bio, allí estaba su cuerpo, tendido a unos m etros de
distancia sobre la nieve, con el rostro y las m anos grisáceas a la luz de la luna.
Qué diablos, el hij o de perra iba a m atarm e, ¿no?
Una hora m ás tarde, y a había encontrado en su hogar del Marais a un
com petente abogado llam ado Pierre Roget, un j oven am bicioso con una m ente
totalm ente abierta a m í. Codicioso, listo, concienzudo. Exactam ente lo que
buscaba. No sólo le podía leer los pensam ientos cuando estaba callado, sino que
aceptó todo cuanto le dij e.
El abogado estaba m ás que dispuesto a ponerse al servicio del m arido de una
heredera de Santo Dom ingo y, desde luego, no tenía ningún problem a en apagar
todas las velas m enos una, si los oj os m e dolían todavía por la fiebre tropical. En
cuanto a m i fortuna en j oy as, él trataba con los j oy eros m ás respetables.
¿Cuentas bancarias y letras de cam bio para m i fam ilia en la Auvernia…? Sí,
inm ediatam ente.
Aquello era m ás fácil que interpretar el papel de Lelio.
Pero pasé un rato horroroso tratando de concentrarm e. Cualquier cosa
suponía una distracción: la llam a hum eante de la vela en el portatinteros de
cobre, el dibuj o dorado del papel pintado chino de las paredes y el curioso rostro
de pequeñas facciones del abogado Roget, con los oj illos brillantes tras unas
m inúsculas gafas octogonales. Sus dientes m e recordaban el teclado de un
clavicordio.
Los obj etos corrientes de la sala parecían bailar. Una cóm oda m e contem pló
con los pom os de latón por oj os. Y una m uj er que cantaba en una sala del piso
superior, sobre el leve m urm ullo de un horno, parecía estar diciendo algo en un
idiom a secreto y vibrante. Algo así com o « ven a m í» .
Pero parecía que todo iba a seguir de aquel m odo indefinidam ente y m e
esforcé por m antener el dom inio de m í m ism o. Ordené que se m andara aquella
m ism a noche, por un correo, cierta cantidad de dinero a m i padre y a m is
herm anos, y a Nicolas de Lenfent, un m úsico de la Casa de Tespis, a quien sólo
debería decírsele que la cantidad procedía de su am igo Lestat de Lioncourt.
Lestat deseaba que Nicolas de Lenfent se trasladara de inm ediato a un piso
decente en la Île de Saint Louis o a algún otro lugar adecuado, y el abogado
Roget debería, por supuesto, ay udarle en ello. Term inado el traslado, Nicolas de
Lenfent podría estudiar el violín. Roget se encargaría de com prarle el m ej or
instrum ento posible, un Stradivarius.
Y, finalm ente, debería escribirse una carta a m i m adre, la m arquesa
Gabrielle de Lioncourt, en italiano, para que nadie m ás pudiera entenderla,
acom pañada de una bolsa especial destinada a ella. Tal vez si em prendía un viaj e
al sur de Italia, donde había nacido, allí pudiera detener el progreso de la
enferm edad que la consum ía.
Me dej ó realm ente aturdido pensar que le estaba dando la libertad para huir.
Me pregunté qué pensaría ella al respecto.
Durante un instante no oí nada de cuanto Roget decía. Me la im aginé por un
m om ento vestida por una vez com o la m arquesa que era en realidad, cruzando
las puertas del castillo en su propio carruaj e de seis caballos. Y luego recordé su
rostro consum ido y oí la tos de sus pulm ones com o si estuviera allí conm igo.
—Mándele la carta y el dinero esta noche —dij e al abogado—. No im porta lo
que cueste. Hágalo.
Dej é a Roget oro suficiente para m antenerla cóm odam ente de por vida, si le
quedaba alguna.
—Bien —añadí—. ¿Conoce a algún com erciante que trate de obras de arte,
cuadros, tapices…? Alguien que esté dispuesto a abrirnos sus tiendas y alm acenes
esta m ism a noche.
—Desde luego, m onsieur. Perm ítam e ir por m i abrigo. Irem os de inm ediato.
Minutos después, nos dirigíam os al faubourg Saint Denis.
Y, durante las horas siguientes, revolví j unto a m is ay udantes m ortales en un
paraíso de riquezas m ateriales, escogiendo todo cuanto quería. Sillas y sofás,
porcelana y cubertería de plata, cortinaj es y esculturas… todo a m i gusto. Y,
m entalm ente, transform é el castillo donde había crecido m ientras m ás y m ás
obj etos iban siendo apartados para em balarlos y enviarlos al sur a la m ay or
brevedad. A m is sobrinos les m andé j uguetes que nunca habrían soñado:
barquitos con velas de verdad, casas de m uñecas de increíble perfección y
realism o, etcétera.
Aprendí de cada cosa que toqué. Y hubo m om entos en los que todos los
colores y las texturas se hicieron dem asiado brillantes, dem asiado
sobrecogedores. Lloré para m is adentros.
Y habría conseguido pasar por un ser hum ano hasta la m édula durante todo
aquel rato, de no ser por un desafortunadísim o incidente.
En un m om ento dado, m ientras dábam os vueltas por el alm acén, apareció
una rata con la osadía propia de los roedores de ciudad, corriendo j unto a la
pared m uy cerca de nosotros. La contem plé. No tenía nada de especial, com o es
lógico, pero allí, entre el y eso y la m adera y los lienzos, la rata parecía
extraordinariam ente inusual. Y los hom bres, equivocándose, com o es lógico, se
pusieron a m urm urar frenéticas disculpas por su presencia y a batir los pies para
ahuy entarla.
Sus voces form aron en m is oídos una m ezcla de sonidos com o un cocido
hirviendo al fuego. Mi único pensam iento fue que la rata tenía los pies m uy
pequeños y que todavía no había exam inado una rata ni ningún otro anim al
pequeño de sangre caliente. Me agaché y capturé al roedor, con bastante
facilidad, m e parece, y le m iré las patas. Quise ver qué clase de uñas tenía y
cóm o era la carne que había entre sus m inúsculos dedos, y m e olvidé por
com pleto de los hom bres.
Fue su repentino silencio lo que m e devolvió a la realidad. Los dos m e
m iraban fij am ente, estupefactos.
Les sonreí con toda la inocencia que pude, solté la rata y continué con las
com pras.
Ninguno de los dos hizo la m enor m ención a lo sucedido, pero extraj eron una
lección de ello. Realm ente, les había asustado de veras.
Esa noche, m ás tarde, le hice un últim o encargo al abogado. Debía enviar un
regalo de cien coronas a un em presario teatral llam ado Renaud, con una nota
m ía de agradecim iento por su am abilidad.
—Investigue la situación de ese pequeño local —le indiqué—. Descubra si
tiene deudas.
Naturalm ente, no pensaba acercarm e nunca al teatro. Ellos no debían saber
nunca lo sucedido, no debían ser contam inados nunca por ello. Y, de m om ento,
y a había term inado de hacer todo lo que podía por m is seres queridos, ¿no?
Y cuando todo esto hubo term inado, cuando las cam panas de las iglesias
dieron las tres sobre los blancos tej ados y m e sentí de nuevo lo bastante
ham briento para oler a sangre dondequiera que volvía el rostro, m e descubrí
frente al vacío Boulevard du Tem ple.
La nieve sucia se había convertido en lodo helado baj o las ruedas de los
carruaj es y m e encontré contem plando la Casa de Tespis con sus m uros
deslustrados y sus carteles arrancados y el nom bre del j oven actor m ortal, Lestat
de Valois, anunciado todavía en letras roj as.
10
Las noches que siguieron fueron una orgía. Em pecé a beber París com o si la
ciudad fuera de sangre. Al caer la noche, batía los peores barrios a la caza de
ladrones y asesinos, ofreciéndoles en ocasiones una burlona posibilidad de
defenderse, para luego caer sobre ellos en un abrazo fatal y cebarm e en sus
cuerpos hasta el punto de la gula.
Saboreé diferentes tipos de m uerte: de criaturas grandes y pesadas, de
pequeñas y nervudas, de hirsutos y de gentes de piel oscura, pero m is preferidos
fueron los granuj as j ovencísim os, capaces de m atar a cualquiera por las
m onedas que llevara en el bolsillo.
Me deleitaban sus gruñidos y m aldiciones. A veces les suj etaba con una m ano
y m e reía de ellos hasta verles realm ente furiosos, y arroj aba sus navaj as por
encim a de los tej ados y hacía pedazos sus pistolas contra las paredes. Pero,
cuando hacía todo aquello, em pleaba m is fuerzas com o un gato a quien no se le
perm itiera nunca saltar. Lo único que m e desagradaba en m is víctim as era el
m iedo. Si m i presa se m ostraba realm ente aterrada, solía perder m i interés por
ella m uy pronto.
Con el paso del tiem po, aprendí a retrasar la m uerte. Bebía un poco de uno,
otro poco de otro, y no tom aba el gran trago de la m uerte m ism a hasta la tercera
o cuarta presa. Era la caza y la lucha lo que repetía una y otra vez para m i
placer. Y una noche, cuando y a había cazado y bebido de esta m anera lo
suficiente para saciar a m edia docena de vam piros sanos, volví los oj os al resto
de París, a todos los placeres refinados que no m e podía perm itir antes.
Pero eso no fue hasta haber pasado por casa de Roget para tener noticias de
Nicolas o de m i m adre.
Las cartas de ésta irradiaban felicidad ante m i buena fortuna y prom etía
viaj ar a Italia en prim avera si le quedaban fuerzas para intentarlo. De m om ento
quería libros de París, naturalm ente, y periódicos y partituras para el clavicordio
que le había enviado. Y tenía necesidad de preguntarm e si era realm ente feliz, si
había cum plido m is sueños. Desconfiaba de las riquezas y m e había notado tan
feliz con Renaud… Era preciso que confiara en ella.
Escuchar la lectura de aquellas palabras fue una agonía para m í. Había
llegado la hora de convertirm e en un redom ado m entiroso, cosa que nunca había
sido. Pero lo haría por ella.
En cuanto a Nicolas, debería haber sabido que no se conform aría con regalos
y palabras vagas, que exigiría verm e y no dej aría de pedirlo. Tenía a Roget un
poco asustado.
Pero de nada le sirvió. El abogado no podía decirle m ás de lo que y o le había
explicado, y y o era tan reacio a ver a Nicolas que ni tan sólo pregunté la
dirección de la casa donde se había m udado. Indiqué al abogado que com probara
si estudiaba con su m aestro italiano y que tuviera todo cuanto pudiera desear.
Pero, de algún m odo, conseguí enterarm e de que, m uy en contra de m is
deseos, Nicolas no había abandonado el teatro y aún seguía actuando en la Casa
de Tespis de Renaud.
Aquello m e enfureció. ¿Por qué diablos, m e dij e, tenía que hacer algo así?
Porque era feliz allí, igual que lo había sido y o. Ésa era la razón. ¿Era preciso
que alguien m e lo dij era? En aquella pequeña ratonera de teatro, todos éram os de
la m ism a raza: pensar en el m om ento en que se alza el telón, en que el público
em pieza a batir palm as y a gritar…
No. Mandaría caj as de vino y cham pán al teatro. Mandaría flores a Jeannette
y a Luchina, las chicas con las que m ás m e había peleado y a las que m ás había
querido, y m ás regalos en oro a Renaud. Pagaría las deudas que tuviera.
Mas cuando pasaron unas noches y esos regalos fueron despachados, Renaud
se sintió incóm odo con el asunto. Quince días m ás tarde, Roget m e dij o que
Renaud le había hecho una propuesta.
Quería que y o com prara la Casa de Tespis y le m antuviera en ella com o
director, con capital suficiente para representar espectáculos m ay ores y de m ás
calidad de los que había intentado nunca. Con m i dinero y sus conocim ientos,
podría ser el lugar m ás fam oso de París.
No respondí enseguida. Tardé en asim ilar que podía hacerm e dueño del teatro
de aquella m anera. A poseerlo com o las piedras preciosas del baúl, o las ropas
que vestía, o la casa de m uñecas que les había m andado a m is sobrinas. Respondí
que no y salí dando un portazo.
Volví a entrar inm ediatam ente.
—Muy bien, com pre el teatro —dij e—. Y dele diez m il coronas para hacer lo
que quiera.
Era una fortuna, y ni siquiera supe por qué lo había hecho.
Aquel dolor pasaría, m e dij e. Tenía que pasar. Y y o debía conseguir cierto
control sobre m is pensam ientos, com prender que tales cosas no podían
afectarm e.
Al fin y al cabo, ¿dónde pasaba ahora el tiem po? En los m ej ores teatros de
París. Tenía localidades preferentes en el ballet y en la ópera, y para las
representaciones de Molière y Racine. Desde los palcos, encim a m ism o de las
luces del proscenio, contem plaba a los grandes actores y actrices. Vestía traj es
de todos los colores del arco iris, j oy as en los dedos, pelucas a la últim a m oda,
zapatos con hebillas de diam antes y tacones de oro.
Y tenía la eternidad para em borracharm e de las poesías que escuchaba, para
em borracharm e de los cantos y del giro de los brazos de la bailarina, para
em borracharm e del órgano resonando en la gran caverna de Notre Dam e y para
em borracharm e de las cam panas que contaban las horas para m í, para
em borracharm e de la nieve que caía en silencio sobre los vacíos j ardines de las
Tullerías.
Y cada noche m e sentía m enos cauteloso ante los m ortales, m ás cóm odo en
su com pañía.
No transcurrió ni siquiera un m es hasta que reuní el valor suficiente para
hacer acto de presencia en un baile m ultitudinario en el Palais Roy al. Venía
ardiente y vigoroso tras dar cuenta de una presa y m e lancé de inm ediato al
baile. No desperté la m enor sospecha. Al contrario, las m uj eres parecían atraídas
por m í y m e encantó el contacto con sus cálidos dedos y la suave presión de sus
brazos y sus pechos.
Tras esto, em pecé a deam bular por los bulevares entre las m ultitudes
vespertinas. Pasando apresuradam ente por delante del local de Renaud, entraba a
apretuj ones en otras salas a contem plar los espectáculos de m arionetas, de
m im os y de acróbatas. Ya no huía de la luz de las farolas. Entraba en las
cafeterías a tom ar un café por el m ero placer de notar el calor de los dedos, y
hablaba con la gente cuando m e apetecía.
Incluso discutía con los hom bres sobre el estado de la m onarquía, y m e
volqué en dom inar el billar y los j uegos de cartas; incluso m e pareció que podría,
si lo deseaba, presentarm e en la Casa de Tespis, com prar una localidad y
deslizarm e hasta el anfiteatro para ver la representación. ¡Para ver a Nicolas!
Sin em bargo, no lo hice. ¿Qué era aquel sueño de acercarm e a Nicolas? Una
cosa era engañar a desconocidos, a hom bres y m uj eres que no m e habían
conocido, pero ¿qué vería Nicolas si m e m iraba a los oj os? ¿Qué vería cuando
reparara en m i piel? Adem ás, m e quedaban m uchas cosas por hacer, m e dij e.
Cada vez estaba aprendiendo m ás cosas sobre m i nueva naturaleza y sobre
m is poderes.
Mis cabellos, por ej em plo, eran m ás escasos pero m ás gruesos, y no crecían
en absoluto. Tam poco m e crecían las uñas de m anos y pies, que tenían un gran
brillo, aunque, si las lim aba o cortaba, se regeneraban durante el día hasta la
longitud que habían tenido cuando m i m uerte. Y, aunque la gente no podía
advertir tales secretos al verm e, percibían otros detalles, un brillo innatural en los
oj os, un exceso de colores reflej ados en ellos y una ligera lum iniscencia en m i
piel.
Cuando estaba ham briento, esta lum iniscencia era m uy m arcada. Una razón
m ás para saciarm e.
Tam bién estaba aprendiendo que podía avasallar a cualquiera con una m irada
penetrante y que m i voz requería una m odulación m uy estricta. Tanto podía
hablar en tono dem asiado grave para el sonido hum ano, com o ponerm e a reír o a
gritar dem asiado alto y rom perle los oídos a m i interlocutor.
Tenía otra dificultad: m is m ovim ientos. Por lo general cam inaba, corría,
bailaba, sonreía y gesticulaba com o un ser hum ano, pero, cuando algo m e
sorprendía, horrorizaba o afligía, m i cuerpo podía doblarse y contorsionarse
com o el de un acróbata.
Incluso m is expresiones faciales podían resultar trem endam ente exageradas.
Una vez, m e vino a la cabeza espontáneam ente el recuerdo de Nicolas y,
olvidándom e de que cam inaba por el Boulevard du Tem ple, m e senté baj o un
árbol, encogí las rodillas y apoy é la cabeza entre las m anos com o un afligido
duende de un cuento de hadas. Los caballeros del siglo XVIII, vestidos con levitas
de brocado y m edias de seda blancas, no hacían cosas com o aquélla, al m enos
en la calle.
Y en otra ocasión, sum ido en la contem plación de los cam bios de la luz sobre
las superficies, di un brinco hasta sentarm e con las piernas cruzadas sobre el
techo de un carruaj e, con los codos en las rodillas.
Cosas así desconcertaban a la gente. La espantaban. Sin em bargo, las m ás de
las veces, incluso cuando se asustaban de la blancura de m i piel, sencillam ente
apartaban la vista. Pronto m e di cuenta de que se engañaban diciéndose que todo
era explicable. Era la m entalidad racionalista del siglo.
Al fin y al cabo, no había habido un caso de bruj ería en cien años; el últim o
de que tenía noticia era el j uicio de La Voisin, una adivinadora, quem ada viva en
tiem pos del Rey Sol.
Y, adem ás, estaba en París. De m odo que, si rom pía accidentalm ente algún
vaso al levantarlo, o una puerta rebotaba en la pared al abrirla, la gente suponía
que estaba borracho.
Pero, de vez en cuando, respondía a la pregunta de un m ortal antes de que m e
form ulara esa pregunta, o caía en estados de estupor m irando una vela o la ram a
de un árbol, y perm anecía inm óvil tanto tiem po que la gente m e preguntaba si
m e encontraba m al.
Y m i peor problem a era la risa. Me entraban accesos de risa que no podía
detener. Los podía provocar cualquier cosa. Hasta la absoluta locura de m i propia
posición podía desencadenarlos.
Incluso hoy, estos ataques pueden sucederm e con bastante facilidad. No los
cam bia ninguna pérdida, ningún dolor, ninguna profunda com prensión de m i
difícil situación. De pronto, algo m e resulta gracioso, em piezo a reír y no puedo
parar.
Esto pone furiosos a los otros vam piros, por cierto. Pero eso es adelantarm e
en m i historia.
Probablem ente, y a habréis advertido que no he hecho hasta ahora m ención
de otros vam piros. Lo cierto es que no encontré ninguno.
No pude encontrar ningún otro sobrenatural en todo París.
Rodeado de m ortales por todas partes —j usto cuando m e convencía de que
no era nada—, volvía a sentir de vez en cuando aquella vaga presencia, esquiva y
enloquecedora.
Nunca llegó a ser m ás concreta que lo que lo fuera aquella prim era noche en
el cam posanto j unto al bosque. E, invariablem ente, surgía en la vecindad de
algún cem enterio parisiense.
En cada ocasión m e detenía, m e volvía e intentaba investigarla, pero nunca
tenía éxito, y aquello desaparecía antes de que pudiera estar seguro de que
existiera. Nunca la descubría por m í m ism o, y el hedor de los cem enterios de la
ciudad era tan nauseabundo que no podía, ni quería, entrar en ellos.
Esta sensación parecía deberse a algo m ás que al asco o al m al recuerdo de
la m azm orra de la torre. La repulsión ante la visión o el olor de la m uerte parecía
form ar parte de m i naturaleza.
Era tan incapaz de contem plar una ej ecución com o cuando era aquel
m uchacho tem bloroso de la Auvernia, y los cadáveres m e hacían cubrirm e el
rostro. Creo que m e repugnaba la m uerte a m enos que fuera y o su causante. Y
tenía que alej arm e de m is víctim as casi inm ediatam ente.
Retom ando el tem a de la presencia, llegué a preguntarm e si no sería alguna
otra especie de ser espectral, algo que no pudiera com unicarse conm igo. Por otra
parte, tuve la vívida im presión de que la presencia m e estaba vigilando, tal vez
incluso m anifestándose deliberadam ente a m i alrededor.
Sea com o fuere, no vi m ás vam piros en París. Y em pecé a preguntarm e si
acaso no podía haber m ás que uno de nuestra especie en cada m om ento. Tal vez
Magnus destruy ó al vam piro al que robó la sangre. Quizás había tenido que m orir
una vez trasm itidos sus poderes. Y tam bién y o m oriría si convertía a otro en
vam piro.
Pero no, aquello no tenía sentido. Magnus había conservado una gran
fortaleza incluso después de darm e su sangre. Y había encadenado a su víctim a
vam piro tras robarle sus poderes.
Aquello era un m isterio enorm e y enloquecedor, pero, de m om ento, la
ignorancia era una verdadera bendición. Y estaba haciendo buenos progresos en
descubrir cosas sin la ay uda de Magnus. Tal vez ésa era la intención de Magnus.
Tal vez había sido aquélla su m anera de aprender, siglos atrás.
Recordé sus palabras de que en la cám ara secreta de la torre encontraría todo
lo necesario para progresar.
Las horas volaban m ientras recorría la ciudad. Y sólo abandonaba
deliberadam ente la com pañía de los seres hum anos para refugiarm e en la torre
durante el día.
No obstante, em pezaba a preguntarm e: « Si puedes bailar con ellos, j ugar al
billar con ellos y hablar con ellos, ¿por qué no vas a poder vivir tam bién entre
ellos, com o hacías cuando estabas vivo? ¿Por qué no hacerte pasar por uno de
ellos y entrar otra vez en el tej ido m ism o de la vida donde está… el qué? ¡Dilo!» .
Y en esto llegó casi la prim avera. Las noches se hicieron m ás cálidas y la
Casa de Tespis puso en escena una nueva función con nuevos acróbatas entre los
actos. Los árboles echaban hoj as de nuevo y, todos los m om entos que pasaba
despierto, los pasaba pensando en Nicolas.
Una noche de m arzo, m ientras Roget m e leía la carta de m i m adre, m e di
cuenta de que y o podía leerla tan bien com o él. Sin proponérm elo siquiera, había
aprendido a partir de m il fuentes distintas. Me llevé la carta a la torre.
Ni siquiera la cám ara interior estaba y a tan fría y, por prim era vez, pude leer
las palabras de m i m adre en privado, sentado j unto a la ventana. Casi pude oír su
voz hablándom e:
« Nicolas m e escribe que has com prado el local de Renaud. Así que ahora
eres el propietario de ese teatrillo del bulevar donde eras tan feliz. Pero ¿posees
todavía esa felicidad? ¿Cuándo m e responderás?» .
Doblé la carta y la guardé en el bolsillo. Los oj os se m e llenaron de lágrim as
de sangre. ¿Por qué tenía m i m adre que entender tanto y, al m ism o tiem po, tan
poco?
11
El viento había perdido su helada fuerza y todos los olores de la ciudad volvían a
la vida. Y los m ercados estaban llenos de flores. Sin pensar en lo que hacía, corrí
a casa de Roget a exigirle que m e dij era dónde vivía Nicolas.
Sólo le echaría un vistazo para asegurarm e de que estaba bien de salud, para
cerciorarm e de que la casa era suficientem ente buena.
Estaba en la Île de Saint Louis y resultaba m uy im presionante, com o era m i
deseo, pero todas las ventanas que daban al quai tenían cerradas las persianas.
Me quedé m irando la casa un largo rato m ientras por el puente cercano
pasaba un carruaj e tras otro. Y supe que tenía que ver a Nicolas.
Em pecé a escalar la pared com o había subido las del pueblo y m e resultó
asom brosam ente fácil. Escalé un piso tras otro, m ucho m ás arriba de lo que m e
había atrevido hasta entonces, y luego corrí por el tej ado y baj é por la fachada
interior hasta la altura del piso de Nicolas.
Pasé ante un puñado de ventanas abiertas antes de llegar a la que buscaba. Y
allí vi a Nicolas a la luz de la m esa donde cenaba con Jeannette y Luchina.
Estaban tom ando el bocado de m adrugada que solíam os hacer j untos los cuatro
cuando cerraba el teatro.
Lo prim ero que hice al verle fue retirarm e del bastidor y cerrar los oj os.
Habría caído al vacío si m i m ano derecha no se hubiera agarrado rápidam ente a
la pared, com o dotada de voluntad propia. Sólo había visto la habitación por un
instante, pero todos los detalles estaban fij os en m i m ente.
Nicolas iba vestido con sus viej as ropas de terciopelo verde, el elegante atavío
que había llevado con tanto desparpaj o por las tortuosas callej as de nuestro
pueblo natal. Sin em bargo, en torno a él abundaban los signos de riqueza que y o
le había enviado, los libros encuadernados en piel de los estantes y un escritorio
con incrustaciones, presidido por un cuadro ovalado. Y el violín italiano brillando
sobre el nuevo pianoforte.
Lucía un anillo con piedras preciosas que le había hecho m andar y llevaba el
cabello castaño atado en la nuca con un lazo de seda negra. Estaba sentado,
m editabundo, con los codos sobre la m esa y sin probar bocado del plato de
exquisita porcelana que tenía ante sí.
Poco a poco, abrí los oj os y volví a m irarle. Allí, baj o el resplandor de la luz,
quedaban de relieve sus gracias naturales: los brazos delicados pero fuertes, los
oj os grandes y sobrios y la boca que, pese a toda la ironía y todo el sarcasm o que
pudieran salir de ella, era infantil y dispuesta a ser besada.
Me pareció descubrir en él una fragilidad que j am ás había percibido o
entendido. No obstante, m i Nicolas parecía inm ensam ente inteligente, lleno de
pensam ientos confusos e intransigentes, m ientras escuchaba el rápido parloteo de
Jeannette.
—Lestat se ha casado —decía la m uchacha, m ientras Luchina, su
com pañera, asentía con la cabeza—. Su esposa es una m uj er rica y él no puede
revelarle que ha sido un vulgar actor. El asunto es así de sim ple.
—Yo digo que le dej em os en paz —intervino Luchina—. Ha salvado del
cierre nuestro teatro y nos colm a de regalos…
—No creo que sea cierto lo que dices —replicó Nicolas a Jeannette con voz
am arga—. Lestat no se avergonzaría de nosotros. —En sus palabras había una
rabia contenida y una profunda aflicción—. ¿Por qué se m archó com o lo hizo?
Yo le oí llam arm e a gritos y descubrí la ventana rota en pedazos. Os aseguro que
estaba m edio despierto y que escuché su voz…
Un incóm odo silencio cay ó sobre los tres com ensales. Las m uchachas no
daban crédito al relato de Nicolas, a su explicación de cóm o m e había esfum ado
de la buhardilla, y volver a contarlo sólo había servido para dej arle todavía m ás
aislado y am argado. Todo esto lo pude captar escuchando los pensam ientos de los
reunidos.
—Vosotras no conocisteis bien a Lestat —añadió entonces Nicolas con aire
desabrido, retom ando la conversación con sus dos acom pañantes m ortales—.
¡Lestat le escupiría en la cara a cualquiera que se avergonzara de nosotros! Me
envía dinero, pero ¿qué se supone que debo hacer con él? ¡Mi viej o am igo está
j ugando con nosotros!
No obtuvo respuesta de las m uchachas, personas prácticas y sensatas que no
estaban dispuestas a hablar en contra de su m isterioso benefactor. Las cosas iban
dem asiado bien.
Y, al prolongarse el silencio, advertí la profundidad de la angustia de Nicolas.
La percibí com o si estuviera asom ándom e a su m ente. Y no pude soportarlo.
No pude soportar el hecho de sondear su m ente sin que él lo supiera. Sin
em bargo, no podía dej ar de percibir en el interior de m i am igo un inm enso
territorio secreto, m ás tétrico de lo que nunca había soñado, y sus palabras m e
revelaron que esa oscuridad interior era com o la que y a había percibido en él en
la posada del pueblo, pero que m e había tratado de ocultar entonces.
De m odo que ahora, casi podía ver ese territorio secreto. Y aprecié que
existía realm ente m ás allá de su m ente, com o si ésta no fuera m ás que el pórtico
de un caos que se extendía desde los lím ites de todo lo que conocem os.
Aquello era dem asiado aterrador. No quise verlo. ¡No quería sentir lo que
sentía!
¿Qué podía hacer por él? Eso era lo im portante. ¿Qué podía hacer para poner
fin a aquel torm ento de una vez por todas?
Sí, ardía en deseos de tocarle, de rozar sus m anos, sus brazos, su rostro.
Quería tocar su carne con aquellos nuevos dedos inm ortales. Y m e descubrí
susurrando la palabra « vivo» . « Sí, estás vivo y eso significa que puedes m orir. Y
todo lo que veo cuando te m iro es absolutam ente insustancial, es una m escolanza
de pequeños m ovim ientos y de colores indefinibles com o si carecieras de cuerpo
y sólo fueras una acum ulación de calor y de luz. Tú eres la luz m ism a; y y o,
¿qué soy ahora?» .
Aunque eterno, m e retuerzo com o una pavesa en ese resplandor.
Pero la atm ósfera de la habitación había cam biado. Luchina y Jeannette se
despedían con unas frases corteses. Nicolas no les hacía caso. Se había vuelto
hacia la ventana y se estaba incorporando com o si le llam ara una voz secreta. La
expresión de su rostro era indescriptible.
¡Sabía que y o estaba allí!
En un abrir y cerrar de oj os, salté por la resbaladiza pared hasta el tej ado.
Pero todavía podía oírle allá abaj o. Volví la cabeza y observé sus m anos
desnudas en el alféizar. Y, a través del silencio, pude oír su pánico. ¡Había notado
que y o estaba allí! Era m i presencia lo que había percibido, igual que y o percibía
aquella presencia en los cem enterios. ¿Pero cóm o, se decía, podía estar allí
Lestat?
Me sentía dem asiado conm ocionado para hacer nada. Me suj eté del canal del
tej ado, m e tendí sobre éste, y advertí cuando se m archaban las m uchachas y
Nicolas se quedaba a solas. Y m i único pensam iento fue: ¿qué era, por todos los
dem onios, esta presencia que Nicolas había percibido?
Me refiero a que y o no era y a Lestat, sino un dem onio, un poderoso y voraz
vam piro. Y, pese a ello, Nicolas notaba m i presencia, la presencia de Lestat, el
hom bre al que había conocido.
Era algo m uy distinto a cuando un m ortal veía m i rostro y balbuceaba m i
nom bre, lleno de confusión. Nicolas había reconocido en m i naturaleza
m onstruosa algo que él conocía y am aba.
Dej é de escuchar sus pensam ientos y, sencillam ente, perm anecí tendido en el
tej ado.
Pero supe que, abaj o, Nicolas se estaba m oviendo. Supe cuándo cogía el
violín colocado sobre el pianoforte y cuándo se asom aba de nuevo a la ventana.
Y m e cubrí los oídos con las m anos.
Pese a ello, m e llegó el sonido. Surgió del instrum ento y desgarró la noche
com o si fuera un elem ento reluciente, distinto al aire, la luz y la m ateria, que
pudiera ascender hasta las propias estrellas.
Atacó las cuerdas y casi pude verle con los párpados cerrados, m eciéndose a
un lado y a otro con la cabeza inclinada sobre el violín com o si quisiera fundirse
con la m úsica, hasta que se borró de m í toda sensación de su presencia y sólo
quedó el sonido, las notas largas y vibrantes, los escalofriantes glissandos y el
violín cantando en su propio idiom a hasta hacer que pareciera falsa cualquier
otra form a de hablar.
Sin em bargo, conform e avanzaba, la canción se convirtió en la esencia
m ism a de la desesperación, com o si su belleza fuera una horrible coincidencia,
una extravagancia sin un ápice de verdad.
¿Expresaba esto lo que Nicolas creía, lo que siem pre había creído cuando y o
le hablaba largo y tendido sobre la bondad? ¿Era él quien se lo hacía decir al
violín? ¿Estaba, tal vez, creando deliberadam ente aquellas notas largas, puras y
líquidas, para decir que la belleza no significaba nada por que surgía de su
desesperación, y que tam poco tenía nada que ver, en el fondo, con tal
desesperación, pues ésta no era herm osa y la belleza era, por tanto, una terrible
ironía?
No supe qué responder, pero el sonido se extendió m ás allá de Nicolas, com o
siem pre había sucedido. Se hizo m ay or que la desesperación. Se transform ó sin
esfuerzo en una lenta m elodía, com o el agua que busca su cam ino en la ladera de
la m ontaña. Se hizo aún m ás rica y oscura y pareció haber en ella algo
indisciplinado y rebelde, enorm e y sobrecogedor. Perm anecí tendido de espaldas
en el tej ado, con la m irada puesta en las estrellas.
Puntos de luz que los m ortales no habrían podido ver. Nubes fantasm ales. Y el
sonido penetrante y desgarrador del violín finalizando la pieza lentam ente, con
una exquisita tensión.
No m e m oví.
En silencio, entendí el idiom a que hablaba el violín. ¡Ah, Nicolas, si
pudiéram os
volver
a
hablar…!
Si
pudiéram os
continuar
« nuestra
conversación» …
La belleza no era la perfidia que él im aginaba, sino m ás bien una tierra
inexplorada donde uno podía com eter m il errores fatales, un paraíso salvaj e e
indiferente sin postes indicadores que señalaran lo bueno y lo m alo.
Pese a todos los refinam ientos de la civilización que conspiraban para
producir arte —la m areante perfección de un cuarteto de cuerda o la irregular
grandeza de los lienzos de Fragonard—, la belleza era algo salvaj e. Era tan
peligrosa y anárquica com o había sido la Tierra eones antes de que el hom bre
tuviera el prim er pensam iento coherente en la cabeza o escribiera el prim er
código de com portam iento en tablillas de arcilla. La belleza era un Jardín
Salvaj e.
Entonces, ¿por qué tenía que dolerle que la m úsica m ás desesperada estuviera
llena de belleza? ¿Por qué tenía que hacerle m ostrarse cínico, triste y
desconfiado?
El bien y el m al eran m eros conceptos elaborados por el hom bre. Y el
hom bre era m ej or, realm ente, que aquel Jardín Salvaj e.
Pero tal vez, en lo m ás profundo de su ser, Nicolas siem pre había soñado con
una arm onía de todas las cosas que y o había considerado im posible desde el
prim er m om ento. El sueño de Nicolas no era la bondad, sino la j usticia.
De todos m odos, y a no volveríam os a discutir tales cosas frente a frente.
Nunca volveríam os a estar en la posada. Perdónam e, Nicolas. El bien y el m al
existen todavía, y seguirán existiendo. En cam bio, « nuestra conversación» ha
term inado para siem pre.
Sin em bargo, en el m ism o instante en que m e retiraba del tej ado y m e
alej aba en silencio de la Île de Saint Louis, y a sabía lo que m e proponía hacer.
No quise reconocerlo, pero y a lo sabía.
La noche siguiente, y a era tarde cuando llegué al Boulevard du Tem ple.
Venía de saciarm e a gusto en la Île de la Cité y el prim er acto de la
representación en la Casa de Tespis y a estaba avanzado.
12
Me había vestido com o para presentarm e en la Corte, con brocados de plata y,
sobre los hom bros, una capa de terciopelo color espliego hasta la rodilla. Llevaba
una espada nueva con em puñadura de plata bellam ente tallada, las habituales
hebillas grandes y adornadas en los zapatos, y el lazo, los guantes y el tricornio de
costum bre. Llegué al teatro en un carruaj e alquilado pero, no bien hube pagado
al cochero, tom é el callej ón trasero hasta la puerta de artistas, com o siem pre
había hecho.
Al instante, m e envolvió la fam iliar atm ósfera del teatro, el olor de la espesa
base de m aquillaj e y de los traj es baratos, llenos de sudor y perfum es, y el
polvo. Alcancé a ver un fragm ento del escenario ilum inado, refulgente tras la
confusión de enorm es decorados, y escuché un estallido de carcaj adas en la sala.
Una troupe de acróbatas —vestidos de bufones con m allas roj as, gorras
puntiagudas y cuellos colgantes con cascabeles en los extrem os— esperaba al
interm edio para salir a actuar.
Me sentí aturdido y, por un instante, tuve m iedo. El recinto m e producía la
sensación de lugar cerrado y peligroso, pero resultaba m aravilloso volver a estar
en él. Y tam bién crecía dentro de m í una sensación de tristeza. No; de pánico, en
realidad.
Luchina m e vio y soltó un chillido. Por todas partes se abrieron las puertas de
los pequeños y atestados cam erinos. Renaud corrió a m i encuentro y m e
estrechó la m ano con fuerza. Donde m om entos antes no había m ás que m adera
y tela, apareció un pequeño universo de excitados rostros hum anos, caras llenas
de sudor y rubor, y m e descubrí apartándom e de un candelabro hum eante
m ientras decía apresuradam ente:
—Mis oj os… Apagad eso.
—Apagad las velas. Le duelen los oj os, ¿no lo veis? —repitió Jeannette con
voz urgente.
Noté sus labios húm edos entreabiertos contra m i m ej illa. Me rodeaba todo el
m undo, incluso los acróbatas, que no m e conocían, y los viej os pintores y
carpinteros del teatro, que tantas cosas m e habían enseñado.
—Llam ad a Nicolas —dij o Luchina, y estuve a punto de gritar « ¡No!» .
Los aplausos sacudían el viej o local. El telón fue baj ado desde am bos lados
del escenario y, al instante, m is viej os com pañeros actores corrieron a m i
encuentro m ientras Renaud llam aba a brindar con cham pán.
Mantuve las m anos sobre los oj os com o si, cual basilisco, fuera a m atar a
cualquiera con sólo m irarle. Noté que se m e llenaban los oj os de lágrim as y
com prendí que debía enj ugarlas antes de que nadie viera caer las gotas
sanguinolentas. Sin em bargo, estaban tan cerca de m í que no podía alcanzar el
pañuelo y, presa de una súbita y terrible debilidad, pasé los brazos en torno a
Jeannette y Luchina y apreté el rostro contra el de esta últim a. Eran com o dos
aves, de huesos llenos de aire y corazones com o alas batientes; por un segundo,
m i oído de vam piro escuchó correr la sangre por ellas, pero tal cosa m e pareció
una obscenidad. Me lim ité a rendirm e a los besos y caricias, olvidando el latir de
sus corazones, y a asirm e a ellas, a oler su piel em polvada, a notar de nuevo la
presión de sus labios.
—¡No sabe lo preocupados que nos tenía! —retum bó la voz de Renaud—. ¡Y,
luego, todas esas historias sobre su buena fortuna!
Batió palm as y anunció:
—¡Atentos todos! ¡Todo el m undo! Éste es monsieur De Valois, propietario de
este gran establecim iento teatral…
Continuó con un m ontón de frases pom posas y festivas, arrastrando a actores
y actrices para que m e besaran la m ano, supongo, o el pie. Yo seguí suj eto con
fuerza a las m uchachas, com o si, de soltarlas, fuera a estallar en pedazos.
Entonces oí a Nicolas y supe que estaba apenas a un palm o de m í, m irándom e, y
que se alegraba dem asiado de verm e para seguir m ostrándose dolido.
No abrí los oj os pero noté en el rostro el contacto de su m ano, que luego m e
suj etó por la nuca con fuerza. Debían de haberle abierto paso y, cuando al fin
llegó a m is brazos, m e recorrió una ligera convulsión de terror, pero la luz era allí
m ortecina y y o m e había saciado a conciencia para estar cálido y tener un
aspecto hum ano. Pensé desesperadam ente que no sabía a quién rezar para que el
engaño funcionase. Y, entonces, sólo quedó Nicolas y nada m ás m e im portó.
Levanté la vista a su rostro.
¡Cóm o describir el aspecto que tienen los hum anos a nuestros oj os! Ya he
intentado hacerlo un poco, al explicar la belleza de Nicolas la noche anterior
com o una m ezcla de m ovim ientos y colores. Pero no podéis im aginar qué
significa para nosotros la visión de la carne viva. Por una parte están esos
m illones de colores y pequeñas configuraciones de m ovim ientos que dan form a
a las criaturas vivas en las que nos concentram os. Pero este resplandor se
confunde totalm ente con el olor de la carne. Herm osura: ésa es la im presión que
nos produce cualquier ser hum ano, si nos detenem os a pensarlo. Incluso los
viej os y los enferm os, los m endigos a los que nadie vuelve la m irada en la calle.
Todos son bellos com o flores en el m om ento de abrirse, com o m ariposas
surgiendo eternam ente del capullo.
Pues bien, todo esto vi cuando m iré a Nicolas, cuando olí la sangre que latía
dentro de él y, por un em briagador instante, sólo sentí am or; un am or que borró
todo recuerdo de los horrores que m e habían deform ado. Todos m is perversos
éxtasis, todos m is nuevos poderes con sus gratificaciones, m e parecieron irreales.
Tal vez sentí tam bién una profunda alegría al advertir que aún podía am ar, si
alguna vez había dudado de ello, y que se quedaba confirm ada una trágica
victoria.
Me em briagó todo el viej o consuelo m ortal, y había podido cerrar los oj os y
perderm e en la inconsciencia llevándole conm igo, o así m e pareció.
Pero algo m ás se agitó en m i interior, y cobró fuerzas tan deprisa que m i
m ente discurrió aceleradam ente para ponerse a su paso y negarlo cuando y a
casi am enazaba con salirse de control. Y supe m uy bien de qué se trataba: era
algo m onstruoso y enorm e y tan natural para m í com o aj eno m e era el sol.
Quería a Nicolas. Le quería tanto com o a cualquier presa con la que hubiera
pugnado en la Île de la Cité. Quería su sangre fluy endo en m is venas, quería su
sabor y su arom a y su calor.
El teatro se estrem eció de gritos y risas, m ientras Renaud ordenaba a los
acróbatas que continuaran con el interm edio y a Luchina que abriera el
cham pán. Pero nosotros estábam os lej os de todo en nuestro abrazo.
El fuerte calor de su cuerpo m e hizo entrar en tensión y retirarm e, aunque no
parecí m overm e en absoluto. Y de pronto m e enloqueció la idea de que aquel al
que am aba tanto com o a m i m adre y m is herm anos, aquel que m e había
inspirado la única ternura que había sentido nunca, era una ciudadela
inconquistable, asido firm em ente a la ignorancia frente a m i sed de sangre
cuando tantos cientos de víctim as se m e habían entregado.
Era para esto para lo que y o servía ahora. Y aquél era el cam ino que debía
recorrer. ¿Qué representaban aquellos otros, los ladrones y asesinos que había
abatido en la selva de París? Era esto lo que deseaba. Y la grande, pasm osa
posibilidad de la m uerte de Nicolas estalló en m i cerebro. Tras los párpados
cerrados, la oscuridad se había vuelto roj o sangre. La m ente de Nicolas
vaciándose en aquel últim o instante, rindiendo su com plej idad j unto con su vida.
No podía m overm e. Notaba su sangre com o si la estuviera absorbiendo y
dej é descansar los labios contra su cuello. Cada partícula de m i ser decía:
« Tóm alo, llévatelo lej os de este lugar, lej os de todo, y sáciate de él, sáciate de él
hasta… hasta…» . ¿Hasta cuándo? ¡Hasta que esté m uerto!
Me aparté y le separé de m í. A nuestro alrededor, todos vociferaban y
alborotaban. Renaud gritaba algo a los acróbatas, que seguían pendientes de lo
que pasaba. Fuera, el público exigía el núm ero del interm edio con unas palm adas
acom pasadas. La orquesta ensay aba el anim ado sonsonete que acom pañaría la
actuación de los acróbatas. Músculos y huesos m e em puj aban y se m e clavaban.
El lugar se había convertido en un degolladero, m aloliente por los efluvios de
todos aquellos seres destinados al sacrificio. Noté unas náuseas dem asiado
hum anas.
Nicolas parecía haber perdido el dom inio sobre sí m ism o, y, cuando nuestros
oj os se encontraron, percibí las acusaciones que em anaban de él. Noté su
pesadum bre y, peor aún, su casi desesperación.
Me abrí paso entre todos ellos, dej é atrás a los acróbatas con sus cascabeles y
no sé por qué m e encam iné hacia las bam balinas en lugar de hacia la puerta de
artistas. Quería ver el escenario. Quería ver al público. Quería penetrar m ás
profundam ente en algo para lo cual no tenía nom bre ni palabra.
Pero en esos instantes estaba loco. Decir que « quería» o que « pensaba»
carece de sentido.
El pecho se m e alzaba y volvía a descender agitadam ente y la sed era com o
un gato arañando para salir. Y, m ientras m e apoy aba en el poste de m adera j unto
al telón, Nicolas, dolido y sin entender nada, se m e acercó otra vez.
Dej é que hirviera en m í la sed. Dej é que desgarrara m is entrañas. Seguí
agarrado al poste y, en un gran recuerdo, vi a todas m is víctim as, la escoria de
París, elim inadas del arroy o; y com prendí la locura del plan de acción que m e
había propuesto, la falsedad que encerraba, y cuál era m i verdadera naturaleza.
Qué sublim e estupidez era haber llevado conm igo aquella m iserable m oralidad,
haber decidido dar cuenta solam ente de los condenados. ¿Qué buscaba? ¿Tal vez
salvarm e a pesar de todo? ¿Por quién m e había tom ado, por un probo colega de
los j ueces y verdugos de París, que ej ecutan a los pobres por delitos que los ricos
com eten cada día?
Había probado un vino fuerte, en j arras desportilladas y agrietadas, y ahora
el sacerdote estaba ante m í al pie del altar con el cáliz de oro en las m anos, y el
vino de éste era la Sangre del Cordero.
Nicolas estaba hablando rápidam ente:
—¿Qué sucede, Lestat? ¡Dím elo! —exclam ó, com o si los dem ás no pudieran
oírnos—. ¿Dónde has estado? ¿Qué ha sido de ti? ¡Lestat!
—¡Salid al escenario! —gritó Renaud a los boquiabiertos acróbatas.
La troupe pasó deprisa j unto a nosotros y penetró en el hum eante resplandor
de las luces del proscenio, iniciando una serie de saltos m ortales.
La orquesta convirtió los instrum entos en trinos de páj aros. Un destello de
roj o, unas m angas de arlequín, el tintineo de los cascabeles, gritos de la m ultitud:
« ¡Dadnos espectáculo! ¡Vam os, enseñadnos algo de verdad!» .
Luchina m e besó y contem plé su blanco cuello, sus m anos com o la leche. Vi
las venas del rostro de Jeannette y el suave coj ín de su labio inferior cada vez
m ás cerca. El cham pán, servido en decenas de copas, corría por las gargantas.
Renaud im provisaba una especie de discurso acerca de nuestra « sociedad» y de
que la pequeña farsa aquella noche no era sino el principio y que pronto seríam os
el m ej or teatro de los bulevares. Me vi a m í m ism o representando el papel de
Lelio y oí de nuevo la tonadilla que le había cantado a Flam inia, hincado de
rodillas.
Ante m í, unos pequeños m ortales daban volteretas pesadam ente y el público
rugía cuando el j efe de la troupe hizo un gesto procaz con sus posaderas.
Sin darm e tiem po a pensar en lo que hacía, m e encontré en pleno escenario.
Estaba en el m ism o centro, notando el calor de las luces y el escozor del
hum o en los oj os. Contem plé las abarrotadas galerías, los palcos separados por
m am paras, las filas y filas de espectadores hasta la pared del fondo. Y escuché
m i voz m ascullando a los acróbatas la orden de que se m archaran.
Las risas m e resultaron ensordecedoras: los com entarios j ocosos y los gritos
que acogieron m i presencia eran espasm os y erupciones y detrás del rostro de
cada espectador distinguí con toda claridad una calavera sonriente. Mis labios
tarareaban la cancioncilla que había interpretado en m i papel de Lelio, sólo un
fragm ento de la tonada, el m ism o que había repetido luego en m is expediciones
por las calles, « herm osa, herm osa Flam inia» . Lo repetí una y otra vez, hasta que
las palabras form aron un sonido ininteligible.
Por encim a del tum ulto se oían insultos a voz en grito.
—¡Que siga la función! —dij o una voz—. ¡Veam os qué haces, adem ás de
enseñarnos tu linda cara!
Desde la galería, alguien arroj ó una m anzana m ordisqueada que golpeó la
tarim a a poca distancia de m is pies.
Me desabroché la capa violeta y la dej é caer. Hice lo m ism o con la espada
de plata.
La canción se había convertido en un m urm ullo incoherente tras m is labios
cerrados, pero el frenético verso seguía m artilleándom e en la cabeza. Vi las
tierras vírgenes de la belleza con toda su rudeza brutal, com o las había percibido
la noche anterior m ientras Nicolas tocaba el violín, y el m undo m oral m e pareció
un desesperado sueño de racionalidad que no tenía la m enor posibilidad en
aquella j ungla fétida y exuberante. Fue una visión y, m ás que entender, m e lim ité
a ver. Sólo pensé que y o form aba parte de ello, tan natural com o la gata con su
expresión exquisita e im pávida en el m om ento de clavar las uñas en el lom o de la
rata chillona.
—« Mi linda cara» es la de una Parca —m edio m urm uré— que puede
apagar todas las « breves velas» , todas las alm as palpitantes que llenan esta sala.
Pero las palabras y a quedaban, en realidad, fuera de m i alcance. Flotaban
quizás en algún estrato donde existía un dios que entendía los colores de los
dibuj os de la piel de una cobra y las siete gloriosas notas que form aban la m úsica
que surgía del violín de Nicolas, pero nunca el principio m ás allá de la fealdad o
la belleza: « No m atarás» .
Cientos de rostros grasientos m e m iraban desde la penum bra. Pelucas
andraj osas y falsas j oy as y sucios aderezos, pieles com o el agua fluy endo sobre
huesos torcidos. Una m ultitud de m endigos harapientos, m ancos y j orobados,
lanzaba silbidos y abucheos desde la galería, con sus apestosas m uletas baj o el
brazo y los dientes del m ism o color que las piezas de las calaveras que uno
encuentra entre el polvo de las tum bas.
Extendí los brazos, doblé la rodilla y em pecé a dar vueltas com o saben hacer
los acróbatas y los bailarines, girando y girando sin esfuerzo sobre los dedos de
un pie, cada vez m ás deprisa, hasta detenerm e en seco; entonces m e doblé hacia
atrás e inicié una serie de volteretas en círculo, seguidas de varios saltos m ortales,
im itando todo lo que había visto hacer a los volatineros en las ferias.
De inm ediato surgieron los aplausos. Me sentía tan ágil com o lo había estado
en el pueblo, y el escenario m e resultaba pequeño y engorroso. El techo parecía
venírsem e encim a y el hum o de las luces del proscenio m e cercaba. La tonadilla
a Flam inia volvió a m is labios y em pecé a cantarla en voz alta m ientras daba
vueltas y saltos y giros de nuevo. Después, m irando al techo, ordené a m i cuerpo
que se levantara al tiem po que flexionaba las rodillas para saltar.
En un instante, rocé las vigas y volví a caer sobre las tablas grácilm ente y sin
hacer ruido.
Unos j adeos se alzaron entre el público. La pequeña m uchedum bre que se
apretaba en las alas del teatro estaba asom brada. Los m úsicos del foso, que
habían perm anecido en silencio todo el tiem po, se m iraban entre ellos. Desde su
posición, podían com probar que no había cable alguno.
Pero y o volvía a elevarm e otra vez para delicia del público, esta vez dando
saltos m ortales durante todo el ascenso, de nuevo hasta m ás allá del arco pintado,
para descender luego en giros aún m ás lentos y gráciles.
Gritos y vítores se alzaban sobre los aplausos, pero, tras los decorados, todo el
m undo se había quedado m udo. Nicolas estaba al borde m ism o del escenario y
sus labios pronunciaban en silencio m i nom bre una y otra vez.
« Tiene que ser un truco, una ilusión» . De todas partes m e llegaban
com entarios parecidos. Los espectadores pedían a sus vecinos que m ostraran su
asentim iento. El rostro de Renaud brilló delante de m í por un instante con la boca
abierta y los oj os entrecerrados.
Pero y o m e había puesto a bailar de nuevo y, esta vez, la gracia de la danza
y a no interesaba al público. Lo advertí porque el baile se convirtió en una
parodia, con cada gesto m ás am plio, m ás largo y m ás lento de lo que podría
haber ej ecutado un bailarín hum ano.
Alguien lanzó un grito desde las bam balinas y una voz le m andó callar. Y
entre los m úsicos y los ocupantes de las prim eras filas de butacas se alzaron unos
gritos. Los espectadores se estaban poniendo nerviosos y cuchicheaban entre
ellos, pero la chusm a de las galerías continuó batiendo palm as.
De pronto, corrí hacia el público com o si fuera a recrim inarle su falta de
sensibilidad. Algunos espectadores se sobresaltaron tanto que se incorporaron y
trataron de escapar por los pasillos. Uno de los cornos de la orquesta dej ó caer el
instrum ento y salió gateando del foso.
Capté la agitación, la ira incluso, en sus rostros. ¿Qué eran todos aquellos
trucos? De repente, habían dej ado de divertirles; no podían com prender cóm o los
hacía, y en m is adem anes serios había algo que les daba m iedo. Por un terrible
instante, noté su desam paro.
Y percibí su destino.
Una gran horda de esqueletos rechinantes envueltos en carne y harapos, sólo
eso eran; y, pese a ello, hacían derroche de atrevim iento y m e lanzaban gritos
con irreprim ible orgullo.
Levanté las m anos lentam ente para exigir su atención y m e puse a cantar en
voz m uy alta y firm e la tonadilla de Flam inia, m i herm osa Flam inia, entonando
un m al pareado tras otro y dej ando que la voz se hiciera m ás y m ás sonora, hasta
que, de pronto, la gente em pezó a ponerse en pie frente a m í, gritando, pero seguí
cantando todavía m ás alto hasta enm udecer cualquier otro sonido con un
insoportable rugido y verles a todos, a los cientos de espectadores, derribando los
bancos de butacas y llevándose las m anos a los costados de la cabeza.
Sus bocas eran m uecas, gritos m udos.
Se produj o un tum ulto de gritos y m aldiciones m ientras todos pugnaban por
abrirse paso hacia las puertas. Las cortinas fueron arrancadas de sus barras y
algunos hom bres se dej aron caer desde las galerías para ganar la calle.
Detuve la terrible cantinela.
En un resonante silencio, m e quedé contem plando los cuerpos débiles y
sudorosos que escapaban torpem ente en todas direcciones. El viento soplaba por
las puertas abiertas y noté una extraña frialdad en las extrem idades, j unto a la
im presión de tener los oj os de cristal.
Sin m irar, cogí la espada y m e la coloqué al cinto otra vez; después, con un
dedo, levanté la capa, arrugada y llena de polvo, por el cuello de terciopelo. Estos
gestos parecieron tan grotescos com o todo lo dem ás que había hecho y no le di
ninguna im portancia a que Nicolas estuviera luchando por desasirse de dos de los
actores, que le suj etaban tem iendo por su vida m ientras él pronunciaba una y
otra vez m i nom bre.
Sin em bargo, algo entre todo aquel caos captó m i atención. Me pareció
im portante —terriblem ente im portante, en realidad— que en uno de los palcos
abiertos hubiera una figura puesta en pie que no hacía el m enor intento por
escapar, o ni siquiera por m overse.
Me volví lentam ente y le m iré frente a frente, retándole, m e pareció, a
quedarse allí. Era un anciano, y sus em pañados oj os grises m e taladraban con
terca indignación; m ientras le m iraba fij am ente, m e oí a m í m ism o em itiendo un
poderoso rugido con la boca m uy abierta. El sonido parecía surgir del fondo de
m i alm a y se hizo m ás y m ás potente hasta que los pocos espectadores que aún
quedaban abaj o volvieron a cubrirse los oídos, paralizados; incluso Nicolas, que
corría hacia m í, se encogió ante el doloroso sonido, asiéndose la cabeza entre las
m anos.
Y, pese a todo, el anciano continuó inm óvil en el palco, terco e indignado y
con una m irada colérica, frunciendo el entrecej o baj o la peluca gris.
Di un paso atrás, crucé de un salto el vacío local y fui a aterrizar en el m ism o
palco, frente al hom bre. A pesar de sus esfuerzos, se quedó boquiabierto y con los
oj os horriblem ente desorbitados.
Parecía desfigurado por la edad, con los hom bros hundidos y las m anos
deform es, pero la viveza de sus oj os no reflej aba vanidad ni concesión alguna.
Cerró la boca con fuerza, echando hacia delante la barbilla. Y sacó de debaj o de
la levita una pistola con la que m e apuntó, sosteniéndola con am bas m anos.
—¡Lestat! —gritó Nicolas.
Pero el disparo sonó y la bala m e dio de pleno. Perm anecí de pie, tan firm e
com o antes lo había estado el viej o, y el dolor m e atravesó y cesó, dej ando tras
su estela una terrible tensión en todas m is venas.
De la herida m anó sangre. Manó com o nunca la había visto hacerlo. Me
em papó la cam isa y noté que tam bién se derram aba por m i espalda. La tensión
se hizo cada vez m ás fuerte y una especie de escozor em pezó a extenderse por la
superficie de m i espalda y de m i tórax.
El anciano m e observó, desconcertado. Le cay ó la pistola de la m ano, inclinó
la cabeza hacia atrás con los oj os cerrados y el cuerpo encogido com o si le
hubieran extraído el aire, y se derrum bó en el suelo.
Nicolas había subido corriendo las escaleras y entraba en aquel instante en el
palco. De su boca surgía un m urm ullo histérico, convencido de haber sido testigo
de m i m uerte.
Y perm anecí callado, escuchando m i cuerpo en esa terrible soledad que m e
había acom pañado desde que Magnus m e hiciera un vam piro. Y supe que las
heridas y a habían desaparecido.
La sangre estaba secándose en m i chaleco de seda y en la espalda de m is
ropas desgarradas. El cuerpo m e latía donde m e había atravesado la bala y m is
venas seguían vivas con la m ism a tensión, pero la herida y a se había cerrado.
Y Nicolas, volviendo a sus cabales al verm e, advirtió que estaba ileso aunque
la razón le decía que tal cosa era im posible.
Le aparté a un lado y m e dirigí a las escaleras. Nicolas se lanzó contra m í y
le repelí de un em puj ón. No podía soportar su olor ni su presencia.
—¡Aléj ate de m í! —exclam é.
Pero él se acercó de nuevo y m e pasó el brazo por el cuello. Tenía el rostro
congestionado y un horrible sonido surgía de su garganta.
—¡Suéltam e, Nicolas! —le am enacé.
Si le sacudía con excesiva fuerza, le desencaj aría los brazos o le rom pería el
espinazo.
Rom perle el espinazo…
Nicolas soltó un gem ido, tartam udeó y, durante una atorm entadora fracción
de segundo, los sonidos que em itía fueron tan terribles com o los de m i y egua en
la m ontaña, m ientras agonizaba aplastada en la nieve com o un insecto.
Apenas supe lo que hacía cuando m e desasí de sus m anos.
Cuando salí al bulevar, la m ultitud se dispersó gritando. Renaud se adelantó
corriendo hacia m í, a pesar de las m anos que intentaban disuadirle.
— ¡Monsieur!
Me tom ó la m ano para besarla y se detuvo al ver la sangre.
—No es nada, m i querido Renaud —le dij e, m uy sorprendido de la firm eza
de m i voz y de su suavidad. Sin em bargo, cuando m e disponía a hablar de nuevo,
algo m e distraj o. Algo a lo que, m e dij e vagam ente, debía prestar atención. Pese
a ello, continué diciendo—: No le dé im portancia, m i querido Renaud. Es sangre
falsa, sólo una ilusión. Todo ha sido una ilusión, un truco teatral. El dram a de lo
grotesco: sí, de lo grotesco.
Y de nuevo surgió aquella distracción, algo que podía percibir entre todo
aquel tum ulto de gente apretándose para acercarse, pero no dem asiado. Nicolas,
desconcertado, m e m iraba con intensidad.
—Siga con sus obras —decía y o al em presario, casi incapaz de concentrarm e
en m is palabras—. Siga con los acróbatas, las tragedias y sus representaciones
m ás civilizadas, si lo prefiere.
Saqué del bolsillo un faj o de billetes y lo deposité en su m ano vacilante.
Arroj é unas m onedas de oro al pavim ento. Los actores se lanzaron a recogerlas
con cierto tem or. Pasé la m irada por la m ultitud para descubrir el origen de
aquella extraña distracción, para saber qué era aquello. No se trataba de Nicolas,
que m e contem plaba con el ánim o abatido desde la puerta del teatro desierto. No,
era algo a la vez fam iliar y desconocido, que tenía que ver con las tinieblas.
—Contrate los m ej ores actores —hablaba casi balbuciendo—, los m ej ores
m úsicos, los grandes pintores de decorados.
Más billetes. Mi voz recuperaba y a su firm eza, la voz de un vam piro; distinguí
de nuevo las m uecas y las m anos en alto, pero todos tem ían que les viera taparse
los oídos. « ¡No existe lím ite, NINGÚN LÍMITE, a lo que puedes hacer aquí!» .
Me alej é, arrastrando la capa y acom pañado del desagradable sonido de la
espada, m al envainada. Algo surgido de las tinieblas.
Y, cuando m e adentré apresuradam ente en la prim era callej a y em pecé a
correr, supe que lo que había oído, lo que m e había distraído, había sido sin la
m enor duda la fam iliar presencia, esta vez entre la m ultitud.
Lo supe por una sencilla razón: Ahora estaba corriendo por las callej uelas
poco concurridas m ás deprisa de lo que podía hacerlo cualquier m ortal, y la
presencia m antenía las distancias. ¡Y la presencia era m ás de una!
Hice un alto cuando estuve seguro de ello.
Sólo estaba a una m illa del bulevar, y la sinuosa callej a en la que m e
encontraba era m ás estrecha y oscura que ninguna de las que había recorrido
nunca. Entonces los escuché hasta que, brusca y conscientem ente, parecieron
enm udecer.
Yo estaba dem asiado nervioso y m e sentía dem asiado m al com o para
ponerm e a j ugar con ellos. Estaba dem asiado desconcertado y grité la viej a
pregunta:
—¿Quién va? ¡Hablad! —En las ventanas próxim as, los cristales vibraron. Los
m ortales se agitaron en sus pequeñas alcobas. Allí no había ningún com entario—.
Respondedm e, hataj o de cobardes. ¡Hablad, si tenéis voz, o apartaos de m í de
una vez por todas!
Y entonces supe, aunque no sabría explicar cóm o, que ellos podían oírm e y
responderm e, si querían. Y supe que aquello que había percibido repetidam ente
era la irreprim ible evidencia de su proxim idad y de su intensidad, que no podían
ocultar. En cam bio, sí podían poner un velo sobre sus pensam ientos, y así lo
habían hecho. Quiero decir con ello que poseían inteligencia, y tam bién palabras.
Exhalé un largo y profundo suspiro.
Su silencio m e atorm entó, pero m il veces m e afligía lo que acababa de
suceder y, com o tantas veces había hecho en el pasado, les volví la espalda.
Las presencias m e siguieron. Esta vez m e siguieron y, por m uy deprisa que
y o avanzara, se m antuvieron siem pre a la m ism a prudente distancia.
Y no dej é de percibir su extraña, trém ula y átona presencia hasta que llegué
a la Place de Grève y entré en la catedral de Notre Dam e.
Pasé el resto de la noche en la catedral, acurrucado en un rincón en som bras
j unto al m uro de la derecha. Estaba ham briento debido a la sangre perdida, y
cada vez que se acercaba un m ortal sentía una fuerte tensión y un intenso escozor
donde había recibido la herida.
Sin em bargo, esperé.
Y cuando se acercó una j oven m endiga con su hij ito, supe que había llegado
el m om ento. La m uj er vio la sangre seca e insistió, casi frenética, en
acom pañarm e al hospital cercano, el Hôtel Dieu. Tenía el rostro dem acrado por
el ham bre, pero trató de incorporarm e con sus débiles brazos.
La m iré a los oj os hasta que vi helarse su m irada. Noté el calor de sus pechos
sobresaliendo baj o los harapos. Su cuerpo suave y apetitoso se apoy ó contra el
m ío, ofreciéndosem e, y la envolví en m is brocados m anchados de sangre. La
besé, aspirando su calor m ientras apartaba las sucias ropas de su garganta, y m e
incliné a beber con tal habilidad que el niño dorm ido no llegó a darse cuenta.
Después abrí con dedos tem blorosos la sucia cam isa del chiquillo. Aquel tierno
cuellecito tam bién fue m ío.
El éxtasis fue im posible de describir. Hasta entonces había gozado todo el
placer que podía proporcionarm e la fuerza. En cam bio, aquellas víctim as habían
sido m ías en el acto m ás parecido a la entrega am orosa. La m ism a sangre
parecía m ás cálida en su inocencia, m ás rica en su bondad.
Después contem plé a m is víctim as, durm iendo j untas el sueño de la m uerte.
Aquella noche, la catedral no había sido un santuario para ellas.
Y supe que m i visión del j ardín de belleza había sido una visión real. En el
m undo había propósito, sí, y ley es, e inevitabilidad, pero todo ello sólo tenía que
ver con la estética.
Y en aquel Jardín Salvaj e, los seres inocentes com o m is víctim as estaban
destinados a los brazos de un vam piro. Mil cosas m ás pueden decirse del m undo,
pero únicam ente los principios estéticos pueden ser verificados, y sólo ellos
perm anecen iguales.
Ahora y a estaba preparado para volver a casa. Y, cuando salí al aire de la
m adrugada, supe que había caído la últim a barrera entre el m undo y m i apetito.
Ahora, y a nadie estaba a salvo de m í, por inocente que fuera. Y eso incluía a
m is apreciados am igos del teatro de Renaud. E incluía a m i querido Nicolas.
13
Quise que se m archaran de París. Quise que desaparecieran los carteles y que
las puertas cerraran; quise que se hicieran el silencio y la oscuridad en el teatrillo
donde había conocido la m ay or y m ás sostenida felicidad de m i vida m ortal.
Ni siquiera una docena de víctim as inocentes en una noche podía hacerm e
dej ar de pensar en ellos, ni elim inar el dolor que sentía dentro. Todas las calles de
París m e conducían a su puerta.
Y m e invadía una terrible vergüenza cuando pensaba en m i actuación ante
ellos. ¿Cóm o podía haberles asustado de aquel m odo? ¿Por qué necesitaba
probarm e a m í m ism o con tal violencia que j am ás podría volver a ser parte de
ellos?
No. Yo había com prado el local de Renaud. Y lo había convertido en el lugar
de m ás éxito del bulevar. Ahora, lo cerraría.
Con todo, no se trataba de que nadie sospechara nada. Ellos habían creído las
excusas sim ples y estúpidas que les había dado Roget, que si acababa de regresar
de las calurosas colonias del trópico y que si el buen vino de París se m e había
subido a la cabeza. De nuevo, m ucho dinero para com pensar los perj uicios.
Sólo Dios sabe qué pensaron realm ente, pero el hecho fue que la noche
siguiente continuaron con el espectáculo de costum bre. Y las hastiadas m ultitudes
del Boulevard du Tem ple encontraron, sin duda, una docena de explicaciones
lógicas a la confusión producida. Baj o los castaños había cola.
Sólo Nicolas se negaba a aceptar todo aquello. Se había lanzado a beber y se
negaba a volver al teatro y a seguir estudiando m úsica. Cuando Roget se
presentaba de visita, le recibía con insultos. Frecuentaba los peores cafés y
tabernas y deam bulaba solitario por las calles nocturnas m ás peligrosas.
Bueno, eso tenem os en com ún, m e dij e.
Roget m e puso al corriente de todo esto m ientras y o paseaba por la habitación
a conveniente distancia de la vela de su m esa. Mi rostro era una m áscara que
ocultaba m is auténticos pensam ientos.
—El dinero no significa m ucho para ese j oven, m onsieur —m e dij o el
abogado—. Él m ism o m e ha recordado que ha tenido m ucho en su vida. Dice
cosas que m e inquietan, m onsieur. No m e gustan sus palabras.
Roget parecía un personaj e de un cuento infantil con su gorro y su cam isa de
dorm ir, descalzo y con las piernas al aire; porque, una vez m ás, le había
despertado en plena noche y no le había dado tiem po de peinarse o tan siquiera
de ponerse las zapatillas.
—¿Qué palabras son ésas? —pregunté.
—Habla de bruj ería, m onsieur. Dice que usted posee poderes extraordinarios.
Habla de La Voisin y de la Chambre Ardente, un viej o proceso de bruj ería de
tiem pos del Rey Sol. Era una bruj a que preparaba hechizos y pócim as para
m iem bros de la Corte.
—¿Quién creería ahora sem ej ante basura? —repliqué, aparentando absoluta
incredulidad, aunque, a decir verdad, se m e había erizado el vello de la nuca.
—Murm ura cosas am argas, m onsieur —continuó Roget—. Que la especie de
usted, com o él dice, siem pre ha tenido acceso a grandes secretos. Habla
repetidam ente de un lugar de su pueblo, llam ado el lugar de las bruj as.
—¡Mi especie!
—Bueno, dice que usted es un aristócrata, m onsieur —añadió Roget con
cierta incom odidad—. Cuando un hom bre está enfadado com o lo está m onsieur
De Lenfent, estas cosas llegan a ser im portantes. Sin em bargo, no com enta sus
sospechas con otros. Sólo m e las cuenta a m í. Dice que usted com prenderá por
qué le desprecia. ¡Por negarse a com partir con él sus descubrim ientos! Sí,
m onsieur, sus descubrim ientos. No dej a de hablar de La Voisin, de cosas entre el
cielo y la tierra para las cuales no hay explicaciones racionales. Y afirm a saber
ahora por qué gritaba y lloraba usted en ese lugar de las bruj as.
Por un instante, no fui capaz de m irar a Roget. ¡Era una deliciosa perversión
de todo el asunto! Y, sin em bargo, daba j usto en la diana. Qué soberbio, y qué
absolutam ente irrelevante. A su m odo, Nicolas tenía razón.
—Monsieur, es usted el m ás am able de los hom bres… —em pezó a decir
Roget.
—Ahórrese, por favor…
—Verá, m onsieur De Lenfent dice cosas fantásticas, cosas que no debería
m encionar ni siquiera en estos tiem pos. Dice que vio cóm o una bala le
atravesaba el cuerpo y que debería estar m uerto.
—La bala no m e alcanzó —repliqué—. Roget, no continúe con esto. Haga que
se vay an de París todos esos cóm icos.
—¿Que se vay an? —preguntó el abogado—. ¡Pero si ha invertido m uchísim o
dinero en esa pequeña em presa…!
—¿Y qué? ¿A quién le im porta eso? Envíelos a Londres, a Drury Lane.
Ofrezca a Renaud la cantidad suficiente para com prar un teatro en Londres.
Desde allí podrán viaj ar a Am érica, actuar en Santo Dom ingo, Nueva Orleans y
Nueva York. Hágalo, m onsieur. No m e im porta cuánto cueste. ¡Cierre de una vez
m i teatro y consiga que la com pañía se m arche de la ciudad!
Así desaparecería el dolor, ¿no era eso? Dej aría de verles a todos apiñados a
m i alrededor tras las bam balinas, dej aría de pensar en Lelio, el chico de
provincias que se encargaba de vaciar los orinales y disfrutaba con ello.
Roget parecía profundam ente tím ido. « ¿Qué debería parecerle, —m e dij e—,
trabaj ar para un lunático bien vestido que le pagaba el triple de lo que cualquiera
le daría, para luego hacer caso om iso de sus consej os y opiniones
profesionales?» .
« Nunca lo sabré —m e respondí a m í m ism o—. Jam ás volveré a saber qué
significa ser un hum ano m ortal» .
—En cuanto a Nicolas —añadí—, le convencerá usted de que viaj e a Italia, y
ahora voy a explicarle cóm o.
—Monsieur, resulta difícil persuadir a su am igo incluso de que se cam bie de
ropas.
—Esto será m ás sencillo. Ya sabe usted que m i m adre está m uy enferm a.
Pues bien, convenza a Nicolas de que la lleve a Italia. Es una idea perfecta: él
podría m uy bien estudiar m úsica en los conservatorios de Nápoles, y
precisam ente es allí donde debería ir m i m adre.
—Es cierto que su am igo m antiene correspondencia con ella… Le tiene un
gran afecto.
—Precisam ente. Convénzale de que ella no podría hacer ese viaj e sin su
com pañía. Ay údele a efectuar todos los preparativos, m onsieur. Nicolas debe
abandonar París y le encargo a usted que se ocupe de ello. Le doy de plazo hasta
final de sem ana y entonces volveré para tener noticias de su m archa.
Naturalm ente, aquello era exigir m ucho del abogado, pero no se m e ocurría
nada m ás. Los com entarios de Nicolas sobre actos de bruj ería no m e
preocupaban, desde luego, puesto que nadie los creería, pero y o estaba
convencido de que, si no abandonaba París, Nicolas iría perdiendo la razón poco
a poco.
Con el transcurso de las noches, tuve que luchar conm igo m ism o todas las
horas que pasaba en vela, para reprim ir el im pulso de ir a verle, de arriesgarm e
a un últim o contacto con él.
Me lim ité, pues, a aguardar a la fecha m arcada; sabía m uy bien que estaba
perdiendo para siem pre a Nicolas y que éste j am ás averiguaría la causa de nada
de cuanto había sucedido. Yo, que una vez había elevado m i voz contra la
insensatez de nuestra existencia, le expulsaba ahora de la ciudad sin la m enor
explicación. Era una inj usticia que tal vez le atorm entaría hasta el final de sus
días.
« Es m ej or eso que la verdad» , dij e m entalm ente a Nicolas. « Quizás ahora
com prendía un poco m ej or todas nuestras ilusiones. Y si Nicolas podía convencer
a m i m adre de viaj ar a Italia, si ella estaba todavía a tiem po de em prender el
cam ino…» .
Mientras, pude com probar personalm ente que la Casa de Tespis cerraba sus
puertas. En un café cercano, oí com entar la partida de la com pañía con rum bo a
Inglaterra. Esta parte de m is planes quedaba, por tanto, cum plida.
Fue cerca y a del am anecer del octavo día cuando, finalm ente, acudí de
nuevo a la puerta de Roget y llam é a la cam panilla.
El abogado m e abrió m ás pronto de lo que y o esperaba, con un aire nervioso
y aturdido baj o su acostum brada cam isa de dorm ir blanca de franela.
—Me em pieza a gustar su indum entaria, m onsieur —dij e cansadam ente—.
Creo que no confiaría en usted ni la m itad de lo que confío si m e recibiera con
cam isa, calzones y levita…
—Monsieur —m e interrum pió Roget—, ha sucedido algo totalm ente
inesperado…
—Antes de nada, respóndam e: ¿han llegado sin novedad a Inglaterra Renaud
y los dem ás?
—Sí, m onsieur. Ya se encuentran en Londres, pero…
—¿Y Nicolas? ¿Ha acudido j unto a m i m adre en la Auvernia? Dígam e que sí,
que y a se ha m archado.
—¡Déj em e explicar, m onsieur! —exclam ó el abogado.
Tras esto, guardó silencio. Y, de form a absolutam ente inesperada, vi la
im agen de m i m adre en su m ente.
De haber reparado en ello, habría sabido a qué se refería Roget. Que y o
supiera, el hom brecillo no había puesto j am ás sus oj os en m i m adre. Entonces,
¿cóm o podía tener su im agen en la cabeza? Sin em bargo, en aquellos m om entos,
y o no razonaba. De hecho, la razón m e había abandonado.
—¿No habrá…? No m e estará usted diciendo que y a es dem asiado tarde,
¿verdad? —m urm uré.
—Monsieur, perm ítam e ir a por el abrigo… —dij o Roget sin aclarar nada, al
tiem po que hacía sonar la cam panilla.
Y de nuevo capté en su m ente la im agen de m i m adre, su rostro enj uto y
pálido, tan vívidam ente que no pude soportarlo.
Agarré a Roget por los hom bros.
—¡Usted la ha visto! ¡Está aquí!
—Sí, m onsieur. Está en París. Lo llevaré hasta ella inm ediatam ente. El j oven
de Lenfent m e inform ó que venía, pero no he podido dar con usted, m onsieur.
Nunca sé cóm o ponerm e en contacto con usted. Su m adre llegó ay er.
Yo estaba dem asiado abrum ado para responder. Me hundí en el sillón y las
im ágenes que guardaba de m i m adre resplandecieron en m i cabeza con un fuego
tal que eclipsó todo cuanto em anaba del hom brecillo. ¡Está viva y en París! ¡Y
Nicolas aún seguía en la ciudad, y estaba con ella!
El abogado se acercó a m í y alargó el brazo com o si fuera a tocarm e:
—Adelántese usted m ientras m e visto, m onsieur. Su m adre está en la Île de
Saint Louis, tres puertas a la derecha de m onsieur Nicolas. Tiene que acudir
enseguida.
Le dirigí una m irada estúpida. En realidad, ni siquiera le veía. Estaba viendo a
m i m adre. Quedaba m enos de una hora para el am anecer y el regreso a la torre
m e llevaría tres cuartos, por lo m enos.
—Mañana… m añana por la noche… —creo que m urm uré. Me vino a la
m em oria un verso de Macbeth, de Shakespeare—: « … Mañana y m añana y
m añana…» .
—¡Monsieur!, ¿no lo entiende? Su m adre no hará ningún viaj e a Italia. Ella ha
hecho su últim o viaj e viniendo aquí a verle.
Al com probar que no respondía, m e asió con sus m anos y probó a sacudirm e.
Nunca había visto al abogado de aquella m anera. En aquel instante, a sus oj os, y o
era un m uchacho y él era un adulto que tenía que devolverm e a m is cabales.
—Le he buscado aloj am iento, enferm eras, m édicos, todo lo que pudiera
necesitar —explicó—. Pero no consiguen que su estado m ej ore. Es usted quien la
m antiene viva, m onsieur. Quiere verle antes de cerrar los oj os por últim a vez.
Olvídese de la hora y acuda a su lado. Ni siquiera una voluntad tan fuerte com o
la de su m adre puede obrar m ilagros.
No le pude responder. Era incapaz de coordinar un pensam iento coherente.
Me puse en pie y fui hasta la puerta, arrastrando al hom brecillo conm igo.
—Vay a a verla ahora m ism o —le ordené—. Dígale que estaré con ella esta
próxim a noche.
El abogado sacudió la cabeza, enoj ado y disgustado, y trató de volverm e la
espalda.
No dej é que se soltara.
—Vay a inm ediatam ente, Roget —insistí—. Perm anezca con ella todo el día,
¿entiende bien?, y ocúpese de que espere… ¡de que espere m i llegada! Esté
atento a si se duerm e. Si em pieza a agonizar, despiértela y háblele. ¡Pero no
perm ita que m uera antes de que y o m e presente!
TERCERA PARTE
VIÁTICO PARA LA MARQ UESA
1
En la j erga propia de los vam piros, y o soy un m adrugador. Me levanto cuando el
sol apenas se ha hundido tras el horizonte y el cielo todavía está envuelto en el
resplandor roj izo del crepúsculo. Muchos vam piros no se levantan hasta que la
oscuridad es total y, por tanto, tengo una ventaj a trem enda en este aspecto, y en
que deben volver a sus tum bas una hora, o m ás, antes que y o. No lo he
m encionado hasta aquí porque entonces no lo sabía, ni sería un detalle de
im portancia hasta m ucho después.
Pero, la noche siguiente, y o cabalgaba y a cam ino de París cuando el cielo
aún parecía arder.
Antes de introducirm e en el sarcófago m e había ataviado con las m ej ores
galas que poseía, y, a lom os de m i m ontura, perseguía ahora el sol poniente en
dirección a París.
La ciudad parecía arder, tan aterradora y brillante era la luz para m í, hasta
que por fin crucé al galope el puente detrás de Notre Dam e, entrando en la Île de
Saint Louis.
No había pensado qué haría o diría a m i m adre, ni cóm o le ocultaría m i
secreto. Sólo sabía que tenía que verla y estar con ella m ientras aún tuviera
tiem po. No m e atrevía a pensar abiertam ente en su m uerte. El hecho tenía la
rotundidad de una catástrofe y pertenecía al cielo encendido. Y tal vez m e
dom inaba un im pulso propio de un com ún m ortal: la creencia de que, si podía
satisfacer su últim o deseo, de algún m odo tendría el horror baj o m i control.
La noche absorbía y a las últim as gotas de sangre de la luz cuando encontré la
casa en el quai.
Era una m ansión bastante elegante. Roget había escogido bien. Un criado m e
esperaba a la puerta para acom pañarm e al piso superior. En el rellano de éste
salieron a m i encuentro dos doncellas y una enferm era.
—Monsieur De Lenfent está con ella, m onsieur —dij o ésta—. Su m adre ha
insistido en vestirse para verle. Y ha querido sentarse j unto a la ventana para
contem plar las torres de la catedral. Le ha visto llegar a caballo por el puente,
m onsieur.
—Apague todas las velas de la estancia, m enos una —le ordené—. Y dígales
a m onsieur De Lenfent y a m i abogado que salgan.
Roget salió al instante; luego, apareció Nicolas.
Tam bién él se había vestido especialm ente para ella, con un brillante traj e de
terciopelo roj o, su habitual cam isa fina de lino y guantes blancos. Su reciente
caída en la bebida le había dej ado m ás delgado, casi m acilento, pero eso hacía
m ás vívida su herm osura. Cuando nuestras m iradas se encontraron, la suy a
reflej aba un rencor que m e destrozó el corazón.
—La m arquesa se encuentra un poco m ás fuerte hoy, m onsieur —m e
inform ó Roget—, pero tiene fuertes hem orragias. El doctor dice que no…
Se detuvo y volvió el rostro a la alcoba de la enferm a. Capté con claridad sus
pensam ientos. Mi m adre no pasaría de aquella noche.
—Hágala volver a la cam a, m onsieur. Lo antes posible.
—¿Por qué tengo que hacerlo? —repliqué con voz m ortecina, casi en un
m urm ullo—. Quizás ella prefiera m orir j unto a la m aldita ventana. ¿Por qué
diablos no?
—¡Monsieur! —m e im ploró Roget en un cuchicheo.
Quise decirle que se m archara con Nicolas.
Pero algo m e estaba sucediendo. Penetré en el pasillo y m iré hacia la alcoba.
Ella estaba allí dentro. Noté un profundo cam bio físico en m i interior y m e vi
incapaz de m overm e o decir algo. Ella estaba allí dentro y se estaba m uriendo de
verdad.
Todos los pequeños sonidos del piso se convirtieron en un zum bido. Vi, a través
de la puerta de doble hoj a, una herm osa alcoba, una cam a pintada de blanco con
dosel dorado y unas cortinas del m ism o dorado en las ventanas y, en los cristales
superiores de éstas, el firm am ento con las últim as y levísim as hebras rosadas de
las nubes. Pero todo resultaba confuso y ligeram ente horrible: tanto el luj o que
y o había querido proporcionarle com o el hecho de que ella estuviera a punto de
sentir que su cuerpo se colapsaba. Me pregunté si tal cosa la enloquecía o si la
hacía reír.
Apareció el doctor, y la enferm era se acercó a decirm e que sólo quedaba
una vela encendida, com o había dispuesto. El olor de las m edicinas llegó hasta m í
m ezclado con un perfum e a rosas y me di cuenta de que estaba oyendo los
pensamientos de mi madre.
Sentía y o com o el sordo pálpito de su m ente m ientras esperaba, de sus huesos
doloridos y sus m úsculos flacos. Para ella, estar allí sentada con las m áxim as
com odidades en el m ullido sillón tapizado de terciopelo significaba un dolor
insoportable.
¿Pero qué era lo que pensaba, baj o aquella desesperada expectación?
« Lestat, Lestat, Lestat…» : eso fue lo que escuché. Y, m ás profunda todavía, una
súplica:
« Que el dolor sea aún m ás intenso, porque sólo cuando sea realm ente
insoportable desearé m orir. Oj alá el dolor se haga tan terrible que m e alegre de
m orir y no sienta tanto m iedo. Oj alá sea tan insoportable que no sienta m iedo» .
—Monsieur —el doctor m e tocó en el brazo—, dice que no quiere recibir al
sacerdote.
—No… no lo recibirá.
Ella había vuelto el rostro hacia la puerta. Si no entraba inm ediatam ente, ella
se levantaría para venir hacia m í, por m ucho que le doliera.
Me pareció estar paralizado, pero, pese a todo, m e abrí paso entre el doctor y
las enferm eras, penetré en la estancia y cerré las puertas.
El olor de la sangre.
Estaba sentada a la pálida luz violácea de la ventana, bellam ente vestida de
tafetán azul m arino, con una m ano en el regazo y la otra en el brazo del sillón, y
con su espesa cabellera am arilla recogida detrás de las orej as, con dos cintas
rosas de m odo que los rizos se desparram aban sobre sus hom bros. En sus m ej illas
había un levísim o toque de colorete.
Durante un espantoso m om ento, m e pareció que la estaba viendo cuando y o
era un chiquillo. Era m uy herm osa. Ni el tiem po ni la enferm edad habían
alterado la sim etría de su rostro ni la belleza de su cabello. Una sobrecogedora
sensación de felicidad se adueñó de m í en ese instante, la cálida ilusión de que
era m ortal otra vez, de que había recuperado la inocencia y de que estaba de
nuevo con ella, y de que todo estaba bien, de que todo estaba real y
verdaderam ente bien.
La m uerte y el m iedo no existían, y sólo estábam os ella y y o en su alcoba, y
ella m e tom aría suavem ente en sus brazos. Me detuve.
Yo había llegado m uy cerca de ella y la vi llorar cuando levantó la cabeza. El
vestido parisiense le apretaba dem asiado en la cintura y tenía una piel tan fina e
incolora en el cuello y las m anos que no pude soportar su visión, m ientras sus
oj os se alzaban hacia m í desde una cara que parecía casi am oratada. Olí en ella
la m uerte. Olí la putrefacción.
Pero estaba radiante, y era m ía; era la m ism a de siem pre, y así se lo dij e en
silencio con todas m is fuerzas: que era tan herm osa com o en m i prim er recuerdo
de ella, cuando todavía llevaba sus viej as ropas finas y se vestía con sum o detalle
y m e llevaba encim a de su regazo a la iglesia en el coche.
Y en aquel extraño m om ento en que le daba a conocer todo aquello, lo
m ucho que la quería, m e di cuenta de que ella me oía, y m e respondía que ella
m e am aba y siem pre m e había am ado.
Era la respuesta a una pregunta que no había llegado a hacer. Y ella se dio
cuenta de la im portancia del hecho: sus oj os eran serenos, inalterados.
Si llegó a advertir lo extraño de la situación, de aquel poder hablarnos sin
palabras, no lo exteriorizó en absoluto. Seguram ente no lo llegaba a com prender
del todo. Debía de haber notado únicam ente una efusión de am or.
—Ven aquí para que pueda verte com o eres ahora —m e dij o.
La vela estaba j unto a su brazo, en el alféizar. Con gesto parsim onioso, la
apagué con los dedos. Vi que fruncía el entrecej o baj ando sus rubias cej as, y sus
oj os azules se abrieron un poco m ás m ientras observaba m i figura, el brillante
brocado de seda y el encaj e que había escogido para lucir ante ella, y la espada
que llevaba al cinto con su em puñadura enj oy ada, bastante im ponente.
—¿Por qué no querías verm e? —preguntó—. He venido a París para eso.
Vuelve a encender la vela.
Pero en sus palabras no había ánim o de reprim enda. Yo estaba allí, a su lado,
y eso le bastaba.
Me arrodillé a sus pies. Tenía pensada una vulgar conversación m ortal sobre
si debía viaj ar a Italia con Nicolas, pero, antes de que pudiera hablar, con toda
claridad, se adelantó a decir:
—Dem asiado tarde, querido m ío. No com pletaría j am ás el viaj e. Ya he
hecho suficiente cam ino.
Una punzada de dolor la hizo detenerse, ciñéndola por el talle donde le
apretaba el vestido y, para ocultarm e su sufrim iento, puso una cara m uy
inexpresiva. Cuando lo hizo, parecía una m uchacha, y, de nuevo, olí en ella la
enferm edad, el deterioro de sus pulm ones y los coágulos de sangre.
Su m ente fue presa de un pánico desbocado. Quería decirm e a gritos que
tenía m iedo. Quería rogarm e que la cogiera en m is brazos y m e quedara con ella
hasta que todo hubiera pasado, pero no pudo hacerlo, y, para asom bro m ío,
advertí que ella pensaba que la rechazaría. Que era dem asiado j oven y
atolondrado para com prender nada.
Aquello era la agonía.
Ni siquiera fui consciente de que m e apartaba de ella, pero m e había retirado
al otro lado de la estancia. Pequeños detalles estúpidos se m e incrustaron en la
conciencia: las ninfas j ugando en la pintura del techo, los elevados tiradores
dorados de las puertas y la cera fundida de las blancas velas, en form a de
frágiles estalactitas que deseé desprender y estruj ar en m is m anos. El lugar m e
pareció horrible, adornado con exceso. ¿Le desagradaría a ella? ¿Preferiría estar
de nuevo en aquellas desiertas estancias de piedra?
En todo m om ento pensaba en ella com o si hubiera « m añana y m añana y
m añana…» . Volví la vista a ella, a su m aj estuosa figura suj eta al alféizar. El
cielo había oscurecido tras ella, y una nueva lum inosidad, la de las lám paras de
la casa, de los carruaj es que transitaban y de las ventanas cercanas, rozó
suavem ente el pequeño triángulo invertido de su fino rostro.
—¿No puedes contárm elo? —dij o en voz baj a—. ¿No puedes decirm e cóm o
ha sucedido? Nos has proporcionado a todos una gran felicidad, pero ¿qué tal te
va a ti? ¡A ti!
Incluso el sim ple hecho de hablar le causaba dolores.
Creo que estuve a punto de engañarla, de crear alguna potente em anación de
contento y satisfacción gracias a los poderes que había adquirido. Estaba
dispuesto a contar m entiras m ortales con una habilidad inm ortal, a hablar y
hablar y a tratar de que cada palabra fuera la m ás perfecta. Sin em bargo, algo
sucedió en el silencio.
No creo que perm aneciera callado m ás de un instante, pero algo cam bió
dentro de m í. Se produj o un cam bio asom broso. En un instante, vi una vasta y
aterradora posibilidad, y, en ese m ism o m om ento, sin titubeos, tom é una decisión.
Una decisión que carecía de palabras, planes o preparativos. Si alguien m e
hubiera preguntado en aquel m om ento, habría negado tenerlos. Habría dicho:
« No, nunca, nada m ás lej os de m is pensam ientos. ¿Por quién m e habéis tom ado,
qué clase de m onstruo creéis que soy …?» . Y, sin em bargo, la elección estaba
hecha.
Entendí algo absoluto.
Las palabras de m i m adre se habían desvanecido por com pleto; volvía a ser
presa del m iedo y de los dolores, y, a pesar de éstos, se incorporó del sillón.
Vi cóm o resbalaba de sus piernas el cobertor y m e di cuenta de que venía
hacia m í y que y o debía evitarlo. Vi sus m anos cerca de m í, extendidas adelante
para tocarm e, y lo siguiente que supe fue que ella había saltado hacia atrás com o
si la arrastrara un viento im petuoso.
Tras retroceder unos pasos arrastrando los pies por la alfom bra, chocó contra
la pared m ás allá del sillón. Sin em bargo, rápidam ente recobró la com postura
com o obligándose a ello, y en su rostro no hubo ningún tem or, aunque el corazón
le latía aceleradam ente. Su reacción fue m ás bien de asom bro, y, después, de
desconcertada calm a.
Si algo pensé en ese instante, no sé qué sería. Me acerqué a ella con la m ism a
decisión que ella había m ostrado al avanzar hacia m í. Midiendo todas sus
reacciones, m e aproxim é hasta quedar a la m ism a distancia que nos separaba
cuando ella había dado el salto hacia atrás. Mi m adre m e m iraba la piel y los
oj os; de pronto, alargó la m ano y m e tocó el rostro.
« ¡No estás vivo!» . Tal fue la aterradora exclam ación que surgió
silenciosam ente en su m ente. « Estás cam biado en otra cosa, pero NO ESTÁS
VIVO» .
Sin palabras, respondí que no. No era com o ella pensaba, y le envié un frío
torrente de im ágenes, una sucesión de instantáneas de lo que había pasado a ser
m i existencia. Escenas, cortes del tej ido de la noche parisiense, la sensación de
una cuchilla raj ando el m undo sin el m enor sonido.
Ella exhaló el aliento con un ligero siseo. El dolor descargó el puño en sus
entrañas y abrió las garras. Mi m adre tragó saliva y apretó los labios para ocultar
su agonía, m irándom e con oj os verdaderam ente ardientes. Por fin había
com prendido que aquella com unicación no eran m eras sensaciones, sino
auténticos pensam ientos.
—¿Cóm o, entonces? —Quiso saber.
Y, sin pensar m uy bien lo que estaba haciendo, le expliqué la historia paso a
paso: la ventana rota por la que había sido arrebatado por la figura fantasm al que
m e había acechado en el teatro, los sucesos de la torre y el intercam bio de
sangre. Le hablé de la cripta donde dorm ía, del tesoro, de m is andanzas, de m is
poderes y, sobre todo, de la naturaleza de m i sed. El sabor de la sangre, la
sensación que producía, lo que significaba que todas las pasiones y toda la
voracidad se concentraran en aquel único deseo, y que éste sólo obtuviera
satisfacción, una y otra vez, bebiendo y m atando.
La enferm edad la devoraba por dentro, pero m i m adre y a no notaba el dolor.
Me m iraba fij am ente, y los oj os eran lo único que quedaba de ella. Y aunque y o
no había tenido intención de revelar tales cosas, descubrí que había tom ado su
frágil figura entre m is m anos y que m e estaba dando la vuelta de m odo que la luz
de los carruaj es que circulaban con estruendo por el quai m e diera de pleno en el
rostro.
Sin apartar los oj os de ella, extendí una m ano para agarrar el candelabro de
plata del alféizar, y, levantándolo lentam ente, doblé el m etal con los dedos hasta
dej arlo retorcido y lleno de bucles.
La vela cay ó al suelo.
Mi m adre puso los oj os en blanco un instante, se deslizó hacia atrás
apartándose de m í, y, al tiem po que se agarraba de las cortinas de la cam a con la
m ano izquierda, escapó de sus labios, en un gran acceso silencioso, un borbotón
de sangre procedente de sus pulm ones. Vi cóm o sus fuerzas cedían hasta quedar
de rodillas m ientras la sangre m anchaba todo el costado del lecho adoselado.
Contem plé el obj eto de plata retorcido que tenía y o en las m anos, aquel m etal
retorcido que no significaba nada. Lo dej é caer y observé a m i m adre, la vi
luchar contra la inconsciencia y el dolor, lim piarse de pronto la boca con gestos
torpes en las sábanas, com o un borracho vom itando, m ientras iba derrum bándose
hasta el suelo, incapaz de sostenerse.
Yo estaba de pie ante ella, contem plándola, y su pasaj era angustia dej ó de
tener im portancia frente a la propuesta que le hice en aquel preciso instante. Una
vez m ás, no hubo palabras sino sólo m udos pensam ientos, y una pregunta, m ás
inm ensa de lo que podría form ularse nunca en voz alta: ¿ Quieres venir conmigo
ahora? ¿QUIERES INTRODUCIRTE EN ESTO CONMIGO?
No te oculto nada, ni mi ignorancia ni mi miedo ni el simple pánico a fallar si lo
intento. Y ni siquiera sé si puedo transmitir mi naturaleza más de una vez o cuál es
el precio a pagar por hacerlo, pero correré el riesgo por ti, y los dos lo
descubriremos juntos, sean cuales sean el misterio y el terror que pueda guardar,
como he descubierto solo todo lo demás.
Y ella, con todo su ser, respondió que sí.
—¡Sí! —exclam ó de pronto en un grito casi ebrio, con una voz que quizás
había sido siem pre la suy a, pero que y o no había escuchado nunca. Sus párpados
se cerraron con fuerza m ientras volvía la cabeza a derecha e izquierda—. ¡Sí!
Me incliné hacia delante y besé la sangre que surgía de sus labios abiertos. El
contacto m e provocó un horm igueo en las extrem idades y la sed estalló
im petuosa. Mis brazos se cerraron en torno a su cuerpo liviano y la levantaron
m ás y m ás, hasta que los dos estuvim os en pie, abrazados j unto a la ventana, y el
cabello le caía por la espalda; un nuevo acceso de sangre brotó de sus pulm ones,
pero ahora y a no tenía im portancia.
Nos envolvieron todos los recuerdos de m i vida con ella, form ando en torno a
nosotros un velo que nos aislaba del m undo: los tiernos poem as y canciones de la
infancia, la sensación de su presencia sin palabras cuando sólo había un parpadeo
de luz en el techo sobre sus alm ohadas, y el arom a de su piel em briagándom e y
su voz acallando m is sollozos, y luego el odio que había sentido por ella y la
necesidad de su presencia, y su alej am iento tras un m illar de puertas cerradas, y
sus crueles respuestas, y el terror que m e había producido y su com plej idad y su
indiferencia y su energía indefinible.
Y en todo instante, surgiendo con fuerza en el fluj o de pensam ientos, la sed.
Una sed no abrasadora, pero que daba calor a cada im agen de m i m adre hasta
convertirla en sangre, en m adre, en am ante, en todas las cosas, en todo cuanto y o
había deseado j am ás, baj o la cruel presión de m is labios y m is dedos. Hundí m is
colm illos en ella, noté cóm o j adeaba y se ponía tensa y advertí que m i boca se
abría, glotona, para recoger toda la sangre caliente cuando ésta m anó de su
cuello.
Su corazón y su alm a se abrieron de par en par. En su interior no tenía edad
alguna, no había un solo instante.
Mi razón se nubló y parpadeó y dej aron de existir m i m adre, m is triviales
necesidades y m is despreciables tem ores; ella era, sim plem ente, quien era. Era
Gabrielle.
Y toda su vida acudió en su defensa: los años y años de sufrim iento y soledad,
la consunción en aquellas cám aras húm edas y vacías a las que había sido
condenada, los libros que eran su solaz, los hij os que la habían devorado y
abandonado, y el dolor y la enferm edad, sus últim os enem igos, que sim ulaban
ser sus am igos con la prom esa de liberarla. Y m ás allá de palabras e im ágenes
surgían el latido secreto de su pasión, su asom o de locura, su negativa a la
desesperación.
Yo seguía sosteniéndola, m anteniéndola en pie, con los brazos cruzados detrás
de su fino cuello y acunando su cabeza entregada en m i m ano. Cada vez que la
sangre brotaba de su garganta, y o em itía un gem ido estentóreo que form aba una
canción al com pás de los latidos de su corazón. No obstante, éste estaba
perdiendo fuerzas dem asiado deprisa. La m uerte se acercaba y la m uj er se
resistió a ella con todas sus fuerzas, hasta que y o, en un últim o esfuerzo por
contenerm e, la aparté de m í sin soltarla y la sostuve, inm óvil, frente a m í.
Me sentí desfallecer. La sed deseaba el corazón de m i presa. Aquella sed no
era ningún invento de algún alquim ista. Y m e quedé allí inm óvil, con los labios
abiertos y los oj os borrosos m ientras la sostenía lej os de m í, com o si en m i
interior hubiera dos seres, uno que quisiera estruj arla y otro que deseara cuidarla
y protegerla.
Sus oj os, m uy abiertos, parecían ciegos. Por un instante, se hallaba en algún
lugar m ás allá de todo sufrim iento, donde no existía m ás que dulzura e incluso
algo que podía ser com prensión. Sin em bargo, a continuación, la oí llam arm e por
m i nom bre.
Me llevé la m uñeca derecha a los labios, m e reventé una vena a m ordiscos y
apreté la herida contra sus labios. Ella no se m ovió m ientras la sangre se
derram aba en su lengua.
—Bebe, m adre —dij e frenéticam ente m ientras apretaba el brazo con m ás
fuerza todavía.
Noté com o si y a hubiera em pezado a producirse algún cam bio.
Sus labios vibraban, su boca se adhirió a m í y el dolor m e sacudió de pronto,
envolviendo m i corazón.
Su cuerpo se estiró, se puso en tensión, y su m ano izquierda m e asió la
m uñeca m ientras tragaba el prim er sorbo. Y el dolor se hizo m ás y m ás intenso
hasta casi hacerm e soltar un alarido. Lo noté com o un chorro de m etal fundido
que corriera por m is vasos, extendiéndose por todas las fibras de m i cuerpo. Pero
sólo era ella que tiraba de m í, que m e chupaba, que m e quitaba la sangre que y o
acababa de sacarle. Ya volvía a m antenerse en pie por sí m ism a y su cabeza
apenas se apoy aba en m i pecho. Me invadió un profundo entum ecim iento
m ientras ella seguía chupando con gran vehem encia y noté que el corazón se m e
desbocaba ante esa sensación de aturdim iento, potenciando m i dolor al tiem po
que aum entaba su sed con cada nuevo latido.
Chupó y chupó cada vez con m ás ím petu, cada vez m ás deprisa, y noté que
m e asía m uy fuerte, con un renovado vigor en su cuerpo. Pensé en obligarla a
apartarse, pero no lo hice, y, cuando las piernas m e fallaron, fue ella quien tuvo
que sostenerm e. Me sentía m areado y la habitación m e daba vueltas, pero ella
continuó con lo suy o, y un vasto silencio se extendió en todas direcciones a partir
de m í hasta que, sin ninguna voluntad ni convicción, la aparté de un em puj ón.
Dio unos pasos inseguros y se detuvo ante la ventana con sus largos dedos
extendidos sobre la boca abierta. Y antes de volverm e y derrum barm e sobre un
sillón cercano, contem plé con detalle por unos instantes su cara pálida y m e
pareció ver cóm o su cuerpo se hinchaba baj o la ligera tela de tafetán azul
m arino. Sus oj os eran dos globos de cristal que captaban la luz.
Creo que en aquel instante m urm uré « Madre» , com o un vulgar m ortal, antes
de cerrar los oj os.
2
Estaba sentado en el sillón. Me pareció que llevaba dorm ido toda una eternidad,
pero no había dorm ido un solo instante. Estaba en el castillo, en el hogar de m i
padre.
Busqué a m i alrededor el atizador del fuego y m is perros, y si quedaba un
poco de vino, y entonces advertí las cortinas doradas a los lados de las ventanas y
la parte de atrás de Notre Dam e recortada contra el cielo estrellado. Y la vi a
ella.
Estábam os en París. E íbam os a vivir para siem pre.
Ella tenía algo entre las m anos. Otro candelabro. Un m echero de y esca.
Estaba de pie, m uy erguida, y sus m ovim ientos eran rápidos. Prendió una chispa
y la aplicó a las velas una a una. Las llam itas se avivaron y las flores de papel
pintado de las paredes se alzaron hasta el techo y las bailarinas de éste se
m ovieron por un instante para, rápidam ente, quedar paralizadas de nuevo
form ando un círculo.
Me volví hacia ella. Estaba frente a m í con un candelabro a su derecha y la
cara blanca y perfectam ente tersa. Las bolsas oscuras baj o sus oj os habían
desaparecido, y, de hecho, todos sus pequeños defectos e im perfecciones se
habían borrado, aunque no sabría deciros de qué defectos podría tratarse. A m is
oj os, ahora era perfecta.
Las arrugas que le había dado la edad se habían reducido, y, al m ism o
tiem po, curiosam ente, se habían hecho m ás profundas, de m odo que tenía
pequeñas arrugas gestuales en el rabillo de am bos oj os y otra m uy fina a cada
lado de la boca. En los párpados conservaba sólo unas pequeñísim as bolsas —lo
cual realzaba su sim etría, la sensación de que su rostro se com ponía de triángulos
—, y sus labios m ostraban el tono rosa m ás pálido que se pueda im aginar. Tenía
el aspecto delicado de un diam ante cuando atrapa un ray o de luz. Cerré los oj os
y volví a abrirlos, y com probé que todo aquello no era una ilusión, igual que
tam poco lo era el silencio de ella. Y advertí que su cuerpo había experim entado
cam bios aún m ás profundos. Volvía a tener la plenitud de su j uventud. Los pechos
que la enferm edad había m architado, ahora abultaban sobre el tafetán azul
m arino del corsé, con una piel de un rosa tan pálido y sutil que habría podido
reflej ar la luz. Pero su cabello resultaba aún m ás asom broso, porque parecía
tener vida propia. Eran tantos los colores que se m ovían en él, que casi parecía
retorcerse; m illones de finísim as hebras agitándose en torno a su rostro y su
garganta, de un blanco im poluto.
Las m arcas de la garganta habían desaparecido.
Ya no quedaba nada por hacer, salvo el acto final de valor. Mirarla a los oj os.
Mirar con aquellos oj os de vam piro a otro ser com o y o, por prim era vez,
desde que Magnus saltara a la hoguera.
Debí de hacer algún ruido, porque ella reaccionó ligeram ente. Gabrielle.
Desde ese instante, aquél era el único nom bre con que podría llam arla.
—Gabrielle —le dij e.
Jam ás la había llam ado así, salvo en alguno de m is pensam ientos m ás
íntim os, y vi que m e sonreía.
Me m iré la m uñeca. La herida había desaparecido, pero la sed gritaba en m i
interior. Las venas m e respondían com o si les hubiera hablado. Miré a Gabrielle
y vi que m ovía los labios en una ligera m ueca de ham bre. Y ella m e dirigió una
extraña expresión cargada de intención com o si dij era « ¿no m e entiendes?» .
Pero no escuché nada. Silencio. Sólo la belleza de sus oj os m irándom e de frente,
y acaso el am or con el que nos contem plábam os, pero acom pañados de un
silencio que se extendía en todas direcciones, que no ratificaba nada. No podía
entenderlo. ¿Estaba cerrándom e su m ente? La interrogué en silencio, pero no
pareció captar m i pregunta.
—¡Ahora! —exclam ó, y su voz m e sobresaltó.
Era m ás suave y sonora que antes. Por un instante volvim os a estar en la
Auvernia, caía la nieve y ella m e cantaba, y el eco repetía la nana com o en una
gran cueva. Pero esto había m uerto.
—Vam os… —dij o—. Acabem os con todo esto, deprisa… ¡Ahora! —Asintió
con la cabeza para persuadirm e, se acercó y m e tiró de la m ano—. Mírate en el
espej o —susurró por fin.
Pero y o sabía bien lo que vería. Le había dado m ás sangre de la que le había
extraído a ella. Estaba debilitado. Ni siquiera m e había saciado antes de acudir a
verla.
Con todo, estaba tan sorprendido por el sonido de sus palabras, la breve visión
de la nieve cay endo y el recuerdo de la canción infantil, que, por un instante, no
respondí. Observé sus dedos que tocaban los m íos. Vi que nuestra carne era
idéntica. Me incorporé del sillón y tom é sus dos m anos, y luego toqué sus brazos
y su rostro. ¡Lo había hecho y seguía vivo! Y ella estaba conmigo ahora. Había
llegado a aquella terrible soledad y estaba allí, j unto a m í. De pronto, no tuve otro
pensam iento que abrazarla, estrecharla contra m í y no perm itir que nunca se
fuera.
La levanté del suelo, la m ecí en m is brazos y j untos dim os vueltas y vueltas.
Ella echó la cabeza hacia atrás y em pezó a reír inconteniblem ente, cada vez
m ás alto, hasta que le cubrí la boca con la m ano.
—Con esa voz puedes hacer añicos todos los cristales de la estancia —le
susurré, con la vista vuelta hacia la puerta, tras la cual estaban Nicolas y Roget.
—¡Pues que se hagan añicos! —replicó, y en su expresión no había nada de
hum orístico.
La deposité de pie en el suelo. Creo que nos abrazam os una y otra vez, casi
com o dos tontos. No pude contenerm e de hacerlo.
Pero había otros m ortales en el piso. El doctor y las enferm eras se hallaban
tam bién tras la puerta, cavilando sobre si debían entrar o no.
Vi que Gabrielle m iraba a la puerta. Ella tam bién los estaba oy endo.
Entonces, ¿por qué no podía escucharm e a m í?
Se apartó de m i lado m ientras pasaba su m irada de un obj eto a otro. Asió de
nuevo el candelabro y lo acercó al espej o, donde se contem pló a su luz.
Com prendí lo que le estaba sucediendo. Necesitaba tiem po para ver y
calcular con su nueva visión. Pero teníam os que salir del piso.
Escuché la voz de Nicolas a través de la pared, urgiendo al m édico a que
llam ara a la puerta.
¿Cóm o iba a hacer para salir de allí y librarm e de ellos?
—No, por ahí no —dij o ella al ver que m iraba hacia la puerta.
Sus oj os repasaban la cam a, los obj etos colocados sobre la m esa. Se acercó a
la cam a y sacó sus j oy as de debaj o de la alm ohada. Las exam inó y volvió a
guardarlas en una gastada bolsa de terciopelo. Después, ató la bolsa a la falda de
m odo que se perdiera entre los pliegues de la ropa.
Había un aire de im portancia en aquellos pequeños gestos. Com prendí que
aquello era lo único que le im portaba de la estancia, aunque su m ente no m e lo
reveló ni por un instante. Estaba despidiéndose de sus cosas, de los vestidos que
había traído consigo, de su querido cepillo de plata y su peine, de los libros
m anoseados de la m esilla j unto a la cam a.
Llam aban a la puerta.
—¿Por qué no por ahí? —m e preguntó, y, volviéndose hacia la ventana, abrió
los cristales con gesto enérgico.
La brisa m ovió las cortinas doradas y le levantó el cabello j unto a la nuca, y,
cuando se dio la vuelta, m e estrem ecí al contem plar la cabellera enm arañada en
torno al rostro, los oj os m uy abiertos y llenos de m il y un fragm entos de color y
una luz casi trágica. Vi que no le tenía m iedo a nada.
La tom é en m is brazos y, por un instante, no la dej é desasirse. Hundí el rostro
en sus cabellos, y, de nuevo, lo único que m e pasó por la cabeza fue que
estábam os j untos y que y a nada nos separaría j am ás. No entendía su silencio, la
razón de que no la oyera, pero tuve la certeza de que no era cosa suy a, y creí que
tal vez pasaría. Ella estaba conm igo. Y aquél era el m undo. La m uerte era m i
com andante y podía entregarle m il víctim as, pero a ella se la había arrebatado
de las m anos. Lo dij e en voz alta. Dij e otras cosas desesperadas y sin sentido. Los
dos éram os idénticos seres terribles y m ortíferos que vagábam os por el Jardín
Salvaj e y traté de inculcarle con im ágenes el sentido de aquel Jardín Salvaj e,
pero no im portaba que no lo entendiera.
—El Jardín Salvaj e.
Repitió las palabras en tono reverencial, con una suave sonrisa en los labios.
Me retum baba en la cabeza. Noté que m e besaba y m e m urm uraba no sé qué
cuchicheo com o acom pañam iento de sus pensam ientos.
—Pero ahora ay údam e —m e dij o—. Quiero verte hacerlo. Ahora. Después
nos queda la eternidad para abrazarnos. Vam os.
La sed. Debía de estar ardiendo. Yo necesitaba sangre im periosam ente y ella
ansiaba probarla, de eso estaba seguro. Porque recordé que y o lo había deseado
desde la prim era noche. En aquel instante, m e sorprendió que el dolor de su
m uerte física… los fluidos evacuando su cuerpo… pudiera am inorarse si prim ero
bebía.
Hubo nuevas llam adas a la puerta, que no estaba cerrada.
Trepé al alféizar de la ventana, le tendí la m ano y, de inm ediato, la tuve en
m is brazos. No pesaba nada, pero noté la firm eza, la tenacidad de su abrazo. Con
todo, cuando vio la callej a a sus pies, la altura de la pared y el quai al fondo,
pareció titubear por un segundo.
—Écham e los brazos al cuello —le dij e— y agárrate fuerte.
Escalé las piedras llevándola colgada sobre el vacío, con su rostro levantado
hacia el m ío, hasta que alcanzam os las resbaladizas pizarras del tej ado.
Después la tom é de la m ano y tiré de ella, corriendo m ás y m ás deprisa
sobre los canalones y las chim eneas, cruzando a saltos las estrechas callej as,
hasta que alcanzam os el otro extrem o de la isla. Había esperado escuchar en
cualquier m om ento un grito, o notar que m e agarraba con m ás fuerza, pero ella
no tenía el m enor m iedo.
Al detenernos, perm aneció erguida y silenciosa contem plando los tej ados de
la Rive Gauche y el río salpicado de m iles de oscuras barcas llenas de seres
andraj osos; por un instante, pareció que gozaba sim plem ente del viento que
alborotaba sus cabellos. Habría podido caer extasiado contem plándola,
estudiando cada uno de los aspectos de su transform ación, pero m e dom inaba
una inm ensa urgencia por llevarla a recorrer la ciudad, por enseñarle todas las
cosas que y o había aprendido. Ahora, ni ella ni y o sabíam os qué era el
agotam iento físico, y Gabrielle no estaba sobrecogida por ningún horror com o
había sido m i caso cuando Magnus se había arroj ado a la hoguera.
Un carruaj e se acercaba a buena velocidad por el quai, m uy escorado hacia
el río y con el cochero agachado hacia delante, tratando de m antener el
equilibrio sobre el elevado pescante. Tom é de nuevo la m ano de Gabrielle y le
indiqué el vehículo cuando lo tuvim os cerca.
Saltam os cuando pasó por debaj o y aterrizam os sin hacer ruido en la capota
de cuero. El cochero, atareado, ni siquiera se volvió. Suj eté a m i com pañera,
ofreciéndole apoy o, hasta que los dos estuvim os bien colocados, dispuestos para
saltar del vehículo cuando lo decidiéram os.
Hacer aquello con ella resultaba indescriptiblem ente apasionante.
Atravesam os al galope el puente y dej am os atrás la catedral, abriéndonos
paso entre la m ultitud en el Pont Neuf. Escuché de nuevo la risa de Gabrielle y
m e pregunté qué pensaría la gente de los pisos superiores si nos veía, dos figuras
vistosam ente ataviadas que se sostenían en el techo inestable del carruaj e com o
un par de chiquillos traviesos encim a de una balsa.
El carruaj e cam bió de dirección y continuó su m archa apresurada hacia St.
Germ ain-des-Prés, dispersando a la m uchedum bre a nuestro paso y bordeando
el cem enterio de Les Innocents, con su insoportable hedor, hasta adentrarse por
unas calles estrechas de elevados edificios de viviendas.
Por un instante, percibí el fulgor m ortecino de la presencia, pero desapareció
tan deprisa que dudé de m í m ism o. Volví la cabeza y no pude captar de nuevo el
tenue resplandor. Entonces m e di cuenta con extraordinaria claridad de que
Gabrielle y y o podríam os hablar j untos sobre aquella presencia, que podríam os
conversar j untos sobre cualquier cosa y que podríam os hacerlo todo j untos.
Aquella noche era, a su m odo, tan cataclísm ica com o la noche en que Magnus
m e había transform ado. Y apenas acababa de em pezar.
El barrio que cruzábam os ahora era perfecto. Volví a asir la m ano de
Gabrielle, tiré de ella para saltar j untos del carruaj e y aterrizam os en la calzada.
Mi com pañera contem pló desconcertada las ruedas del vehículo, que
desaparecieron de la vista casi al instante. La apariencia de Gabrielle, m ás allá
de sus cabellos revueltos, resultaba im posible: una m uj er arrancada de su tiem po
y de su lugar, vestida solam ente con unas chinelas y un vestido, libre de cadenas,
libre para ir y venir a su antoj o.
Penetram os en un angosto callej ón y corrim os j untos, cogidos por el talle. De
vez en cuando, la observaba, y veía que sus oj os recorrían las paredes que se
alzaban sobre nosotros, la m ultitud de ventanas cerradas por entre cuy as
persianas se filtraban pequeños ray os de luz.
Yo sabía qué era lo que ella veía, qué eran los sonidos que captaban sus oídos.
En cam bio, seguí sin oír nada procedente de ella y m e asustó un poco la idea de
que quizás estuviera cerrándose deliberadam ente a m is tanteos.
Gabrielle se detuvo. Por la expresión de su rostro com prendí que estaba
sufriendo el prim er espasm o de su m uerte.
La anim é y le recordé en breves palabras la visión que le había m encionado
antes.
—Será un dolor poco duradero, nada en com paración con el que has
soportado hasta hoy. Desaparecerá en cuestión de horas; tal vez m enos, si
podem os beber enseguida.
Ella asintió, m ás im paciente que asustada ante tal posibilidad.
Fuim os a salir a una plazuela. En la verj a de una viej a casa vi a un j oven que
parecía esperar a alguien, con el cuello de su abrigo gris levantado para
protegerse el rostro.
¿Sería Gabrielle lo bastante fuerte para reducirle? ¿Tendría ella tanta fuerza
com o y o? Era el m om ento de com probarlo.
—Si la sed no te em puj a a hacerlo, es aún dem asiado pronto para ti —le
indiqué.
La m iré de nuevo y m e recorrió un escalofrío. Su m irada de concentración
era tan fij a, tan resuelta, que parecía casi puram ente hum ana; y sus oj os estaban
ensom brecidos por la m ism a sensación de tragedia que y a había percibido antes.
Gabrielle no se perdía un solo detalle. Sin em bargo, cuando avanzó hacia el
hom bre, no hubo en ella nada de hum ano. Se convirtió en un puro depredador,
com o sólo puede serlo una fiera, aunque siguiera ofreciendo el aspecto de una
sim ple m uj er cam inando lentam ente hacia un hom bre; m ej or aún, de una dam a
abandonada en plena calle, sin capa ni som brero, ni acom pañantes, que se
acercaba a un caballero com o si se dispusiera a pedirle ay uda. Todo esto era
Gabrielle.
Me sobrecogió de espanto verla avanzar por los adoquines de la calle com o si
ni siquiera los rozara, com probar cóm o todas las cosas, incluso los m echones de
su cabello m ecidos por la brisa en una dirección y otra, parecían de algún m odo
som etidas a su dom inio. Me dio la im presión de que, con aquel paso inexorable,
m i nueva congénere podría hasta haber atravesado las paredes.
Me retiré a un rincón en som bras.
El hom bre se fij ó en la m uj er que se le aproxim aba, se volvió hacia ella con
un ligero cruj ido del tacón de la bota sobre los adoquines, y la m uj er se puso de
puntillas com o para cuchichearle algo al oído. Me pareció verla vacilar por un
instante. Tal vez se sentía ligeram ente horrorizada. De ser así, ello indicaba que la
sed no había llegado a su punto culm inante. Pero, si realm ente tuvo alguna duda,
ésta no duró m ás de un segundo. Muy pronto, vi que tenía apresado al hom bre y
que éste era im potente para resistirse. Tam bién y o estaba dem asiado fascinado
com o para hacer otra cosa que observar.
Sin em bargo, de pronto m e vino a la cabeza que no había avisado a Gabrielle
acerca de lo del corazón, que no debía llegar hasta el extrem o de dej ar de latir.
¿Cóm o podía haber olvidado algo así? Corrí hacia ella, pero y a había soltado a su
presa, y el j oven se había derrum bado j unto a la tapia con la cabeza ladeada y el
som brero caído a sus pies. Estaba m uerto.
Gabrielle se quedó m irándole y aprecié el efecto de la sangre en su interior,
calentándola e intensificando el rosado de su piel y el roj o de sus labios. Cuando
m e m iró, sus oj os eran un destello violeta, reflej o casi exacto del color que tenía
el cielo cuando y o había entrado en su alcoba aquella noche. Continué
contem plándola en silencio m ientras ella observaba con un aire de curiosidad y
asom bro a su víctim a, com o si no term inara de aceptar lo que veía. Volvía a
tener el cabello enredado, y lo aparté de su rostro.
Se deslizó entre m is brazos y la conduj e lej os de su víctim a. Ella volvió la
cabeza un par de veces y, por fin, m iró resueltam ente hacia delante.
—Por esta noche, es suficiente. Tenem os que regresar a la torre —le dij e.
Deseaba enseñarle el tesoro y estar a solas con ella en aquel reducto seguro;
deseaba estrecharla en m is brazos y consolarla si em pezaba a perder el dom inio
de sí m ism a. De nuevo, los espasm os agónicos la asaltaban. Allí, en la torre,
podría descansar a m i lado j unto al fuego.
—No, no quiero ir todavía —replicó—. El dolor no durará m ucho, tú m e lo
has prom etido. Quiero que pase pronto y luego seguir aquí. —Alzó la vista hacia
m í y sonrió—. Vine a París para m orir, ¿recuerdas? —añadió en un susurro.
Todo a nuestro alrededor distraía su atención: el m uerto envuelto en su abrigo
gris y desplom ado j unto a la tapia, el reflej o del cielo en la superficie de un
charco, el paso de un gato por la parte superior de una pared cercana. La sangre
seguía m oviéndose en el interior de Gabrielle, llenándola de una sensación de
calor. Así su m ano y la insté a seguirm e.
—Tengo que beber —le expliqué.
—Sí, claro —susurró ella—. Esa presa debería haber sido para ti. Debería
haberm e dado cuenta… Adem ás, incluso en estas circunstancias, tú eres el
hom bre…
—El hom bre fam élico —añadí con una sonrisa—. No caigam os en el
desatino de inventar unas norm as de urbanidad para m onstruos.
Solté una carcaj ada. La habría besado, pero algo m e distraj o de pronto y le
apreté la m ano con dem asiada fuerza.
A lo lej os, en la dirección de les Innocents, escuché la presencia con m ás
nitidez que nunca.
Gabrielle perm aneció tan m uda com o y o, y, ladeando lentam ente la cabeza,
se apartó el cabello del oído.
—¿Oy es eso? —le pregunté.
Ella levantó la vista hacia m í al instante.
—¡Es otro! —exclam ó. Entrecerró los oj os y volvió a m irar en la dirección
de la que procedía el efluvio—. ¡Proscritos! —añadió en voz alta.
—¿Qué?
Proscritos, proscritos, proscritos. Sentí una oleada de aturdim iento, com o si
recordara algo salido de un sueño. Un fragm ento de un sueño. Pero era incapaz
de pensar con claridad, pues m e había desgastado m ucho transform ando a la
m uj er en uno de m i especie. Era necesario saciar m i sed.
— Eso nos ha llam ado proscritos —dij o ella—. ¿No lo has oído?
Tras esto, volvió a prestar atención a las lej anas palabras, pero la presencia
había desaparecido y a, y ninguno de los dos volvim os a captarla; incluso dudé de
si sería cierto que había captado aquel nítido pensam iento, proscritos, ¡pero había
parecido m uy real!
—Sea lo que sea, no im porta —afirm é—. Jam ás se acerca a m ás de esta
distancia. —No obstante, m ientras pronunciaba estas palabras, m e di cuenta de
que en esta ocasión la presencia había resultado m ás virulenta que nunca y deseé
alej arm e enseguida de les Innocents—. Sea lo que sea, eso vive en los
cem enterios —m urm uré—. Tal vez no pueda vivir en otro lugar… por m ucho
tiem po.
Antes de que pudiera term inar la frase, no obstante, volví a sentir de nuevo la
presencia y m e pareció que se expandía y rezum aba m ás m alevolencia de la que
nunca antes había apreciado en ella.
—¡Está burlándose! —susurró Gabrielle.
Estudié la expresión de su cara y com prendí, sin la m enor duda, que ella
captaba la presencia con m ucha m ás claridad que y o.
—¡Desafíale! ¡Llám ale cobarde! —indiqué a m i com pañera—. ¡Exígele que
salga!
Gabrielle m e dirigió una m irada de sorpresa.
—¿De veras es eso lo que quieres? —m e preguntó en un leve susurro.
Vi que era presa de un ligero tem blor y la ay udé a sostenerse m ientras se
llevaba una m ano al vientre com o si sufriera un nuevo espasm o.
—Dej ém oslo entonces —respondí—. No es el m om ento adecuado. Ya
volverem os a oír esa voz m ás adelante, cuando casi nos hay am os olvidado de
que existe.
—Ahora ha desaparecido —añadió ella—. Pero ese ser nos odia…
—Alej ém onos de aquí —insistí en tono despectivo.
Después, pasando el brazo en torno a su cintura, la obligué a acelerar el paso.
Guardé para m í lo que estaba pensando, lo que m e preocupaba m ucho m ás
que la presencia y sus trucos de costum bre. Si Gabrielle podía escucharla igual
que y o, o con m ás nitidez todavía, era que poseía todos m is poderes, incluida la
capacidad para em itir y recibir im ágenes y pensam ientos. ¡Y, sin em bargo, no
podíam os oírnos entre nosotros!
3
Encontré una víctim a no bien cruzam os el río y, tan pronto com o la hube
escogido, m e di entera cuenta de que todo cuanto había hecho a solas hasta
entonces, lo seguiría haciendo en adelante con Gabrielle. En esta ocasión, ella
podría observar m i actuación y sacar enseñanzas de ella. Creo que la intim idad
de la experiencia hizo que m e subiera la sangre al rostro.
Mientras atraía a m i presa a la salida de la taberna, m ientras j ugaba con el
desgraciado hasta volverle loco y luego daba cuenta de él, fui consciente de que
estaba haciendo ostentación delante de m i m adre, añadiendo a la cacería un poco
m ás de crueldad, un toque casi travieso. Y cuando saboreé la m uerte, ésta tuvo
tal intensidad que m e dej ó exhausto durante un rato.
A ella le encantó la escena. Lo observó todo com o si pudiera absorber la
visión del m ism o m odo en que absorbía la sangre. Nos abrazam os de nuevo y la
tom é en m is brazos y noté su calor igual que ella notó el m ío. La sangre invadía
m i cerebro y los dos nos quedam os apretados el uno contra el otro, com o dos
estatuas ardientes en la oscuridad. Incluso la fina envoltura de nuestras ropas nos
parecía extraña.
Tras esto, la noche perdió toda dim ensión norm al. De hecho, sigo
recordándola com o una de las noches m ás largas que he pasado en toda m i vida
inm ortal.
Fue una noche interm inable, vertiginosa e insondable, y hubo m om entos en
los que deseé tener alguna defensa contra sus placeres y sus sorpresas, pero no
encontré ninguna.
Y, aunque repetí su nom bre una y otra vez para acostum brarm e, ella y a no
era realm ente Gabrielle para m í. Era sim plem ente ella, la que había necesitado
toda m i vida con todo m i ser. Era la única m uj er a la que había am ado siem pre.
Su m uerte real no se prolongó m ucho.
Buscam os un sótano vacío y nos quedam os en él hasta que todo hubo
term inado. Y allí la sostuve entre m is brazos y le hablé m ientras sucedía. Volví a
contarle, esta vez con palabras, todo lo que m e había sucedido.
Le hablé con detalle de la torre y repetí todo cuanto Magnus m e había dicho.
Le expliqué todas las m anifestaciones de la presencia y cóm o casi m e había
acostum brado a ella y el desprecio que m e inspiraba y m i decisión de no
perseguirla. Probé una y otra vez a enviarle im ágenes m entales, pero resultó
inútil. No hice ningún com entario al respecto. Ella tam poco, pero siguió m is
explicaciones con m ucha atención.
Le com enté las sospechas de Nicolas, quien, por supuesto, no le había
m encionado nada al respecto. Añadí que ahora aún tem ía m ás por él. Otra
ventana abierta, otra habitación vacía, y, esta vez, varios testigos para corroborar
lo extraño que resultaba todo el asunto.
Pero no im portaba: y a m e ocuparía de contarle a Roget algún cuento que
resultara convincente. Ya encontraría algún m edio de engatusar a Nicolas, de
rom per la cadena de sospechas que le vinculaba a m í.
Ella pareció ligeram ente fascinada por todo aquello, pero, en realidad, no le
im portaba. Lo único que le interesaba era lo que se abría ante ella desde aquel
m om ento.
Y, cuando el proceso de su m uerte hubo concluido, no hubo m odo de
detenerla. No había m uro que no pudiera escalar, ni puerta que no quisiera abrir,
ni tej ados dem asiado inclinados.
Era com o si no crey ese de veras que viviría eternam ente, sino que pensara
que se le había concedido únicam ente aquella noche de vitalidad sobrenatural y
que debía conocer y llevar a cabo todas las cosas antes de que la m uerte viniera
a reclam arla al am anecer.
Traté en m últiples ocasiones de convencerla para que volviéram os al refugio
de la torre, y, con el transcurso de las horas, se adueñó de m í un agotam iento
espiritual. Necesitaba reposar allí, m editar sobre lo sucedido aquella noche.
Abriría los oj os y, por un instante, lo único que vería sería oscuridad.
Ella, en cam bio, sólo deseaba experim entar, vivir aventuras.
Me propuso entrar en las viviendas privadas de los m ortales a buscar la ropa
que le hacía falta, y se echó a reír cuando le confié que siem pre había adquirido
m i indum entaria com o era debido.
—Podem os oír si una casa está vacía —replicó ella. Avanzaba con rapidez
por las calles con la vista puesta en las ventanas de las m ansiones a oscuras—. Y
tam bién podem os oír si los criados están despiertos.
Aunque nunca había probado una cosa sem ej ante, m e pareció m uy
coherente, y pronto m e encontré siguiéndola por las estrechas escaleras de
servicio y los pasillos enm oquetados, sorprendido de lo fácil que resultaba y
fascinado por los detalles de las estancias inform ales en las que vivían los
m ortales. Descubrí que m e gustaba tocar los obj etos personales: abanicos, caj itas
de rapé, el periódico que había estado ley endo el am o de la casa, sus botas j unto
al fuego. Era tan divertido com o asom arse a las ventanas.
Pero su propuesta tenía un fin concreto. En el vestidor de la señora de una
gran casona de St. Germ ain, encontró una fortuna en ropas elegantes a la m edida
de sus renovadas y abundantes form as. La ay udé a despoj arse del viej o vestido
de tafetán y a ponerse otro de terciopelo rosa, tras lo cual procedió a recogerse
los rizos de su cabellera baj o un som brero de plum as de avestruz. De nuevo, m e
sorprendieron su aspecto y la sensación extraña, fantasm al, de vagar j unto a ella
por la casa am ueblada en exceso y llena de arom a a m ortales. La vi recoger
unos obj etos de la m esa del vestidor. Un frasco de perfum e y unas tij eritas de
oro. Después, la vi m irarse en el espej o.
Le acerqué m is labios de nuevo y no m e rechazó. Éram os unos am antes
besándose. Y ésa era la im agen que ofrecíam os j untos, dos pálidos am antes,
m ientras descendíam os a toda prisa la escalera de servicio y nos perdíam os por
las calles nocturnas.
Vagam os por la Opéra y la Com édie antes de que cerraran, y luego
acudim os al baile del Palais Roy al. A ella le encantó la m anera com o los
m ortales nos veían sin vernos, cóm o se sentían atraídos por nosotros y, a la vez, se
engañaban por com pleto.
Más tarde, m ientras explorábam os las iglesias, oím os la presencia con gran
claridad; pero enseguida la perdim os otra vez. Escalam os cam panarios para
contem plar nuestro reino, y m ás tarde pasam os un rato apretuj ados en
abarrotadas cafeterías por el m ero gusto de sentir y oler a los m ortales que nos
rodeaban, de intercam biar m iradas secretas, de reírnos en voz baj a, tête à tête.
Gabrielle cay ó en un estado de ensoñación contem plando la colum na de
vapor que se alzaba del tazón de café y las capas de hum o de cigarrillo que
flotaban alrededor de las lám paras.
Más que ninguna otra cosa, le gustaban las calles oscuras y vacías y el aire
fresco. Quiso encaram arse a las ram as de los árboles y subirse de nuevo a los
tej ados. Se m aravilló de que y o no recorriera siem pre la ciudad utilizando los
tej ados o cabalgando sobre las capotas de los carruaj es, com o habíam os hecho
un rato antes.
Poco después de m edianoche, estábam os en el desierto m ercado cam inando
cogidos de la m ano.
Acabábam os de escuchar otra vez la presencia pero ninguno de los dos pudo
distinguir en ella un estado de ánim o com o la vez anterior. Aquello m e tenía
desconcertado. No obstante, todo cuanto nos rodeaba resultaba asom broso
todavía para m i com pañera: la basura, los gatos que cazaban ratas, la extraña
quietud, el hecho de que los rincones m ás oscuros de la m etrópoli no
representaran peligro alguno para nosotros. Sobre todo, esto últim o. Tal vez era
eso lo que m ás le agradaba, que pudiéram os pasar por delante de las guaridas de
ladrones sin que nuestra presencia fuera advertida, que pudiéram os derrotar
fácilm ente a cualquiera lo bastante estúpido com o para m olestarnos, que
fuéram os a la vez visibles e invisibles, palpables y absolutam ente intangibles.
Yo no le daba prisas ni le hacía preguntas. Sim plem ente, m e dej aba llevar por
ella, m e sentía satisfecho, y, a veces, m e descubría sum ido en m is pensam ientos
acerca de aquel bienestar tan poco fam iliar para m í.
Y cuando un j oven agraciado, de constitución delgada, surgió a caballo entre
los tenderetes cerrados del m ercado, lo contem plé com o si fuera una aparición,
alguien llegado de la tierra de los vivos a la tierra de los m uertos. El m uchacho
m e recordó a Nicolas por su cabello oscuro y sus oj os pardos, y por la expresión
entre inocente y m editabunda de su rostro. No alcanzaba la edad de Nicolas y
era un j oven m uy estúpido, m e dij e, por andar a solas por el m ercado a aquellas
horas.
Sin em bargo, no m e di perfecta cuenta de lo estúpido que era hasta que
Gabrielle se m ovió hacia delante com o un gran felino de piel rosada y, sin hacer
ningún ruido, le derribó de la m ontura. Me estrem ecí. La inocencia de las
víctim as no le preocupaba en absoluto. Ella no padecía m is batallas m orales.
Pero tam poco y o las libraba y a, de m odo que, ¿cóm o podía j uzgarla? Con todo,
la facilidad con la que m ató al j oven, rom piéndole el cuello con gesto grácil
cuando el pequeño sorbo de sangre que tom ó de él no le habría causado la
m uerte, m e enfureció a pesar de la extrem a excitación que m e produj o
contem plar la escena.
Era m ás fría que y o. Era m ej or en todo, m e dij e. « No m uestres piedad» ,
había dicho Magnus. ¿Significaba eso que m atáram os aunque no tuviéram os
necesidad de hacerlo?
Un instante después, quedó desvelado por qué había actuado de aquel m odo.
Allí m ism o, se arrancó el ceñidor de terciopelo rosa y los faldones para ponerse
las ropas del j oven. Lo había escogido por su talla de ropa.
Y, para describirlo con precisión, diré que, al ponerse las prendas de su
víctim a, Gabrielle se convirtió en el m uchacho.
Se puso sus m edias de seda color crem a y sus calzones escarlata, la cam isa
de encaj e y el chaleco am arillo y, por encim a, la levita escarlata. Incluso cogió
la cinta escarlata del cabello del j oven.
Dentro de m í, algo se rebeló ante aquella transform ación m ágica al verla de
pie, tan gallarda con su nueva indum entaria y con su larga cabellera cay éndole
todavía sobre los hom bros, m ás parecida ahora a la m elena de un león que a los
deliciosos y fem eninos rizos que lucía m om entos antes. En aquel instante, deseé
destruirla. Cerré los oj os.
Cuando volví a m irarla, la cabeza m e daba vueltas al pensar en todo lo que
habíam os visto y hecho j untos. No pude soportar por m ás tiem po estar tan cerca
del cuerpo sin vida.
Ella se recogió toda su rubia m elena con la cinta escarlata y dej ó que sus
largos bucles le colgaran a la espalda. Extendió su vestido rosa sobre el cuerpo
del j oven para cubrirlo, y se puso al cinto su espada, desenvainándola y
volviéndola a guardar. Finalm ente, se puso encim a la capa de color crem a de su
víctim a.
—Vám onos y a, querido —m e dij o, dándom e un beso.
No pude m overm e. Sólo quería volver a la torre y estar j unto a ella. Me m iró,
m e apretó la m ano para anim arm e y, casi al instante, la vi echar a correr.
Tenía que probar la libertad de sus nuevas piernas y m e encontré corriendo
tras ella a toda velocidad para darle alcance.
Era algo que no m e había sucedido, por supuesto, persiguiendo a ningún
m ortal. Parecía volar, y la visión de su figura pasando com o una centella entre
los tenderetes cerrados y los m ontones de basura m e hizo casi perder el
equilibrio. Me detuve de nuevo. Ella volvió sobre sus pasos y m e besó.
—No hay ninguna auténtica razón para que siga vistiéndom e com o antes, ¿no
crees? —m e preguntó, com o si estuviera dirigiéndose a un chiquillo.
—No, claro que no —respondí.
Tal vez era una bendición que no pudiera leer m is pensam ientos. Yo no podía
dej ar de adm irar sus piernas, tan perfectas baj o las m edias de color crem a. Ni el
m odo en que la levita ceñía su cintura de avispa. Su rostro era una llam a.
Recordad que en esa época nunca se le veían así las piernas a una m uj er. Ni
se le m arcaban el vientre y los m uslos baj o los calzones de seda.
Pero ahora y a no era en realidad una m uj er, com o y o tam poco era un
hom bre. Por un m udo instante, el horror de la situación m e invadió de nuevo.
—Vam os, quiero subir otra vez a los tej ados —m e propuso—. Quiero ir al
Boulevard du Tem ple. Me gustaría ver el teatro, ese que com praste y luego
hiciste cerrar. ¿Me lo enseñarás?
Mientras lo preguntaba, sus oj os m e estudiaban.
—Claro que sí —respondí—. ¿Por qué no?
Nos quedaban un par de horas de aquella noche interm inable cuando al fin
volvim os a la Île de Saint Louis y llegam os al quai bañado por el claro de luna.
Al fondo de la calle em pedrada vi a m i y egua, atada donde la había dej ado.
Escucham os con cuidado por si había algún rastro de Nicolas o de Roget, pero
la casa parecía desierta y a oscuras.
—Sin em bargo, están cerca —cuchicheó ella—. Creo que un poco m ás allá…
—En casa de Nicolas —dij e—. Y desde allí podría haber alguien atento a la
y egua. Algún criado, apostado para vigilar por si volvem os.
—Será m ej or dej ar esa m ontura y robar otra.
—No, ésa es m i y egua —repliqué, pero noté que su m ano apretaba la m ía
con m ás fuerza.
Percibim os de nuevo a nuestra viej a am iga, la presencia, y esta vez se m ovía
por el Sena, al otro lado de la isla y en dirección a la Rive Gauche.
—Ya se ha ido —m urm uró ella—. Vám onos. Robarem os otro caballo.
—Espera. Voy a intentar que la y egua m e obedezca y venga aquí. Que
rom pa las bridas.
—¿Puedes hacerlo?
—Ya verem os.
Concentré toda m i voluntad en la y egua, ordenándole en silencio que se
encabritara y se soltara de sus ataduras y acudiera donde y o estaba.
En un segundo, la y egua corveteaba y tiraba con fuerza de las bridas.
Después, se incorporó sobre las patas traseras, y la tirilla de cuero se rom pió.
El anim al se acercó a nosotros pateando los adoquines con estrépito y saltam os a
su lom o inm ediatam ente. Gabrielle fue la prim era en m ontar y y o m e coloqué
detrás de ella, asiendo lo que quedaba de las riendas al tiem po que azuzaba a la
y egua, lanzándola a galope tendido.
Al cruzar el puente, percibí algo detrás de nosotros, una conm oción, un
tum ulto de m entes hum anas.
Sin em bargo, nosotros y a nos habíam os perdido en la oscura cám ara de
resonancia de la Île de la Cité.
Cuando llegam os a la torre, encendí la antorcha de resina y llevé a Gabrielle
a las m azm orras. No quedaba tiem po para m ostrarle la cám ara superior en aquel
m om ento.
Mientras descendíam os por la escalera de caracol, sus oj os se pusieron
vidriosos y m iraron a su alrededor con aire indolente. Sus ropas escarlata
brillaban contra las piedras oscuras. Advertí un ligerísim o gesto de desagrado
cuando notó la hum edad.
El hedor de las m azm orras inferiores la trastornó, pero le indiqué con
suavidad que aquello no tenía nada que ver con nosotros. Una vez estuvim os en la
enorm e cripta, el olor quedó aislado por la sólida puerta claveteada de hierro.
La luz de la antorcha llenó la estancia y descubrió las arcadas baj as del techo
y los tres grandes sarcófagos con sus im ágenes perfectam ente talladas.
Ella no dio m uestras de m iedo. Le dij e que debía com probar si podía alzar la
tapa del que escogiera para ella. Tal vez necesitara m i ay uda.
Estudió las tres figuras esculpidas y, tras unos instantes de reflexión, se decidió
no por el sarcófago de la m uj er, sino por el que tenía el caballero de arm adura
grabado en la tapa de piedra. Poco a poco, corrió ésta hasta poder asom arse a su
interior.
No poseía la m ism a fuerza que y o, pero sí la suficiente.
—No tengas m iedo —le dij e.
—No, de eso no tienes que preocuparte —respondió ella con suavidad.
En su voz había un delicioso tonillo de irritación, j unto a un m atiz de tristeza.
Mientras pasaba los dedos sobre la piedra, pareció perdida en ensoñaciones.
—A estas horas —m usitó—, tu m adre y a habría m uerto y la habitación
estaría llena de m alos olores y del hum o de cientos de velas. Piensa lo hum illante
que es la m uerte. Unos extraños le habrían quitado la ropa, la habrían bañado y
vuelto a vestir… unos extraños la habrían visto, dem acrada e indefensa, en su
últim o sueño. Otros, en los pasillos, cuchichearían por lo baj o com entarios sobre
su buena salud, sobre si nunca había habido la m ás leve enferm edad en sus
fam ilias, no, ninguna tisis entre los suy os. « La pobre m arquesa» , estarían
diciendo. Y se preguntarían si había dej ado algún dinero, para sus hij os tal vez. Y
cuando la viej a entrara a recoger las sábanas sucias, seguro que robaría una de
las sortij as de la m ano de la m uerta.
Asentí. « Y ahora —quise decirle—, estam os en cam bio en esta cripta j unto a
las m azm orras y nos disponem os a acostarnos en lechos de piedra sin otra
com pañía que las ratas. Pero esto es infinitam ente m ej or que lo otro, ¿verdad?
Vagar eternam ente por el territorio de las pesadillas tiene su oscuro esplendor» .
La vi pálida y aterida. Con aire soñoliento, sacó algo del bolsillo. Eran las
tij eritas de oro que había cogido de la casa en la que habíam os entrado en el
barrio de St. Germ ain. El obj eto centelleó com o una pequeña j oy a a la luz de la
antorcha.
—No, m adre —dij e, y m e sobresalté al oír m i propia voz, que rebotó con el
eco en los arcos del techo, dem asiado aguda.
Las figuras de los otros sarcófagos tom aron el aspecto de testigos
im placables. El dolor que sentí en el corazón m e dej ó aturdido. Un sonido
m alsano, un chasquido de m etal, un corte, y sus cabellos cay eron al suelo en
grandes m echones.
—¡Oh, m adre!
Ella contem pló su m elena en el suelo, la esparció en silencio con la punta de
la bota; luego alzó la m irada hacia m í y m e encontré ahora con un hom bre j oven
cuy o cabello corto se rizaba contra su m ej illa. Sin em bargo, los oj os se le estaban
cerrando. Extendió la m ano hacia m í, y las tij eras le cay eron de los dedos.
—Ahora, a descansar —susurró.
—Sólo es el sol naciente —respondí para anim arla.
Advertí que perdía fuerzas antes que y o. Me dio la espalda y se dirigió al
sarcófago. La tom é en brazos y cerró los oj os. Em puj ando un poco m ás hacia un
lado la tapa del sarcófago, la deposité en su interior dej ando que sus fláccidos
m iem bros adoptaran una postura natural y grácil.
Sus facciones y a dorm idas se habían dulcificado, y los cabellos enm arcaban
su rostro con los rizos de un m uchacho.
Muerta parecía; m uerta, roto el hechizo.
Continué m irándola.
Hinqué los dientes en la punta de la lengua hasta sentir el dolor y probar la
sangre caliente de la herida. Después, inclinado sobre ella, dej é que la sangre
cay era hasta sus labios en pequeñas gotas brillantes. Sus oj os se abrieron. Añiles
y brillantes, se alzaron hacia m í. La sangre fluy ó a su boca entreabierta y, m uy
despacio, levantó la cabeza al encuentro de m i beso. Mi lengua penetró en su
boca. Sus labios eran fríos. Los m íos, tam bién. La sangre, en cam bio, era cálida
y fluy ó entre nosotros.
—Buenas noches, querida m ía —dij e—. Mi oscuro ángel Gabrielle.
Cuando m e separé de ella, volvió a caer en el silencio y la inm ovilidad. Corrí
la piedra sobre ella.
4
No m e gustó despertar en la negra cripta. No m e gustó el frío del am biente, aquel
ligero hedor procedente de las celdas inferiores, la sensación de que allí era
donde y acía todo lo m uerto.
Me em bargó un tem or. ¿Y si no despertaba? ¿Y si sus oj os no se volvían a
abrir? ¿Qué sabía y o lo que había hecho?
No obstante, m e pareció un acto de soberbia, una obscenidad, m over otra vez
la tapa del ataúd y contem plarla m ientras dorm ía com o había hecho la noche
anterior. Una sensación de vergüenza propia de m ortales se adueñó de m í. En
nuestra viej a casa, j am ás habría osado abrir su puerta sin llam ar, o apartar las
cortinas de su lecho.
Despertaría. Era preciso que lo hiciera. Y era m ej or que levantara la losa por
sí m ism a, que supiera despertarse sola y que la sed la em puj ara a hacerlo en el
m om ento adecuado, com o m e había em puj ado a m í.
Dej é para ella encendida la antorcha en la pared y salí un m om ento a
respirar aire fresco. Después, sin cuidarm e de cerrar puertas y verj as que abría
a m i paso, subí a la cám ara de Magnus a contem plar cóm o se difum inaba el
crepúsculo en el cielo.
La oiría al despertarse, m e dij e.
Debió de transcurrir una hora. La luz azulada se desvaneció, aparecieron las
estrellas, y la distante ciudad de París encendió sus m iles de pequeños reclam os
lum inosos. Dej é el alféizar donde había estado sentado tras los barrotes de hierro,
fui hasta el baúl y em pecé a escoger j oy as para ella.
Las j oy as le seguían gustando. Al dej ar su habitación m ortuoria, se había
llevado sus viej as j oy as de fam ilia. Prendí las velas para rebuscar entre las
piezas, aunque en realidad no necesitaba la luz. La ilum inación m e resultaba
herm osa. Era herm osa en las j oy as. Y encontré algunas piezas m uy delicadas
para ella: alfileres tachonados de perlas que podría lucir en las solapas de su
levita m asculina, y anillos que parecerían varoniles en sus m anos pequeñas, si
era eso lo que deseaba.
De vez en cuando, m e detenía a escuchar por si ella venía. Y luego m e
recorrió aquel escalofrío. ¿Y si no despertaba? ¿Y si para ella todo se había
reducido a aquella noche? El terror se desbocó dentro de m í; y el m ar de j oy as
del baúl, la luz de la vela danzando sobre las gem as talladas en facetas, los
engastes de oro, no significaron nada.
Pero seguí sin oírla. Escuché el viento en el exterior, el grave y suave rum or
de los árboles, el silbido débil y distante del m ozo de cuadra, el piafar de los
caballos.
A lo lej os sonó la cam pana de una iglesia.
Entonces, de im proviso, m e asaltó la sensación de que alguien m e observaba.
Era una sensación tan extraña para m í que estuve a punto de ser presa del pánico.
Me volví, casi tropezando con el baúl, y m iré hacia la boca del túnel secreto. Allí
no había nadie.
Nadie en el pequeño cuarto privado a la luz de la vela, que hacía j uegos de
som bras en las piedras y en la torva expresión de Magnus en la tapa del
sarcófago.
Por fin, m iré directam ente delante de m í hacia la ventana cerrada por los
barrotes. Y la descubrí m irándom e.
Parecía flotar en el aire, suj eta con am bas m anos a los barrotes, y sonreía.
Estuve a punto de soltar un grito. Retrocedí unos pasos, al tiem po que todo m i
cuerpo quedaba bañado en sudor. De pronto, m e avergoncé de que m e hubiera
pillado tan desprevenido, de haber reaccionado con aquel sobresalto.
Ella perm aneció inm óvil, sin dej ar de sonreír, y su expresión fue pasando
gradualm ente de la serenidad a la m alevolencia. La luz de las velas hacía sus
oj os dem asiado brillantes.
—No está bien que andes asustando a otros inm ortales de esta m anera —le
dij e.
Ella respondió con una risa m ás franca y fácil de la que había tenido en vida.
Me recorrió una sensación de alivio al verla m overse y articular sonidos. Me
di cuenta de que estaba ruborizándom e.
—¿Cóm o has llegado ahí? —le pregunté.
Me acerqué a la ventana, pasé las m anos entre los barrotes y la suj eté por las
m uñecas.
Su boquita era todo risa y dulzura. Su cabello, una gran m elena
resplandeciente en torno al rostro.
—Escalando la pared, naturalm ente —le respondió—. ¿Cóm o pensabas?
—Bueno, vuelve a baj ar. No puedes pasar entre los barrotes. Iré a tu
encuentro.
—En eso tienes m ucha razón —m urm uró ella—. Me he asom ado a todas las
ventanas. Reunám onos en las alm enas de arriba. Será m ás rápido.
Se puso a escalar otra vez, colocando con agilidad las botas en los barrotes, y
pronto desapareció.
Era toda exuberancia, com o lo había sido la noche anterior m ientras
baj ábam os j untos las escaleras.
—¿Por qué estam os aquí todavía? —m e preguntó—. ¿Por qué no nos vam os
y a a París?
En su deliciosa figura había algo extraño, algo que no encaj aba… ¿Qué podía
ser?
En aquel m om ento ella no quería besos, ni siquiera conversación, en realidad.
Y aquello tenía algo de doloroso para m í.
—Quiero enseñarte la cám ara interior —le dij e—. Y las j oy as.
—¿Las j oy as? —repitió ella.
Desde la ventana no las había visto, porque la tapa del baúl le había ocultado
su contenido. Penetró delante de m í en la sala donde se había inm olado Magnus y
pronto gateaba por el túnel.
Cuando vio el baúl, quedó paralizada de asom bro.
Se echó el cabello hacia atrás con gesto algo im paciente y se inclinó para
estudiar los broches, los anillos, los pequeños adornos tan parecidos a sus piezas
heredadas, de las cuales se había ido desprendiendo una a una m ucho tiem po
atrás.
—Vay a, debió de estar siglos para acum ularlas —com entó—. Y qué obras
tan delicadas. Sabía escoger lo que quería, ¿verdad? Vay a criatura debió de ser.
De nuevo, con gesto casi de furia, apartó a un lado su m elena. Sus cabellos
parecían ahora m ás pálidos, m ás lum inosos, m ás vigorosos. Era una visión
gloriosa.
—Las perlas, m íralas —le dij e—. Y esas sortij as.
Le m ostré las que había escogido para ella. Cogí su m ano y le puse los anillos
en los dedos. Éstos se m ovieron com o si tuvieran vida propia, com o si sintieran
placer, y estalló de nuevo en risas.
—¡Ah!, qué m agníficos dem onios som os, ¿verdad?
—Cazadores del Jardín Salvaj e —respondí.
—Entonces, vam os a París —propuso ella con una leve m ueca de dolor en el
rostro.
La sed. Se pasó la lengua por los labios. ¿Sería y o para ella la m itad de
fascinante de lo que ella lo era para m í?
Se apartó el cabello de la frente una vez m ás, y sus oj os se hicieron m ás
oscuros con la intensidad de sus palabras.
—Esta noche querría saciarm e rápidam ente y luego salir de la ciudad,
internarm e en los bosques. Salir donde no hubiera hom bres ni m uj eres cerca.
Perderm e donde sólo estuvieran el viento y los árboles en som bras y las estrellas
en el cielo. Bendito silencio.
Acudió de nuevo a la ventana. Su espalda era erguida y estrecha, y sus
m anos, a los costados, parecían vivas con las sortij as de piedras preciosas. Y, al
surgir de los gruesos puños de una prenda de hom bre, aquellas delicadas m anos
suy as parecían aún m ás finas y exquisitas. Debía de estar contem plando las altas
nubes envueltas en som bras y las estrellas que titilaban a través de la capa
púrpura de niebla vespertina.
—Tengo que ir a ver a Roget —dij e con un suspiro—. Tengo que ocuparm e
de Nicolas, contarles alguna m entira sobre lo sucedido ay er.
Ella se volvió y, de pronto, su rostro pareció pequeño y frío, con la expresión
que a veces ponía en casa cuando desaprobaba algo. Aunque, en realidad, nunca
volvió a m irar de aquella m anera.
—¿Para qué contarles nada de m í? —preguntó—. ¿Por qué m olestarse en
pensar en ellos un solo instante m ás?
Aquello m e dej ó asom brado, aunque no fuera una com pleta sorpresa para
m í. Quizá lo venía esperando. Quizá lo había percibido en ella desde el prim er
m om ento, en sus preguntas no form uladas.
Quise preguntarle si no significaba nada para ella que Nicolas hubiera estado
j unto a su lecho m ientras agonizaba. Sin em bargo, qué sentim ental, que m ortal
sonaría aquello. Qué absolutam ente estúpido.
Pero no era estúpido.
—No pretendo j uzgarte —continuó. Cruzó los brazos y se apoy ó en la ventana
—: Sencillam ente, no lo entiendo. ¿Por qué nos escribías? ¿Por qué nos m andabas
regalos? ¿Por qué no cogías ese fuego blanco de la luna y te ibas con él donde te
apeteciera?
—¿Y dónde querría y o ir? —repliqué—. ¿Lej os de todos los que he conocido
y am ado? No quería dej ar de pensar en ti, en Nicolas, incluso en m i padre y m is
herm anos. He hecho lo que quería —afirm é.
—Entonces, ¿la conciencia no tuvo nada que ver con ello?
—Si sigues tu conciencia, haces lo que quieres —sentencié—. Pero era algo
m ás sencillo todavía. Quería que tuvieras la riqueza que te entregaba. Quería…
que fueras feliz.
Perm aneció m editabunda un largo instante.
—¿Habrías preferido que m e olvidara de ti? —exclam é.
La pregunta sonó dolida, irritada.
Ella no respondió inm ediatam ente.
—No, claro que no —dij o al fin—. Y, de haber estado en tu lugar, y o
tam poco te habría olvidado. Estoy segura de ello. Pero ¿y los dem ás? A m í no m e
im portan absolutam ente nada. Jam ás volveré a cam biar una palabra con ellos.
Jam ás volveré a ponerles los oj os encim a.
Asentí con la cabeza, pero m e repugnó lo que decía. Me daba m iedo.
—No puedo superar la idea de que he m uerto —añadió ella—. De que estoy
absolutam ente desligada de todas las criaturas vivientes. Puedo ver, tocar, oler…
Puedo beber sangre. Pero es com o si fuera algo que no se puede ver, que no
puede afectar a las cosas.
—Pues no es así —repliqué—. ¿Y cuánto tiem po crees que te sostendrá ese
ver, ese tocar, ese oler y ese beber, si no hay am or, si no hay nadie contigo?
La m ism a m ueca de incom prensión.
—¡Oh!, ¿por qué m e m olesto en decirte todo esto? —continué—. Estoy
contigo. Estam os j untos. No sabes lo que era esto cuando estaba solo. ¡No te lo
puedes im aginar!
—Te perturbo y no es m i intención —dij o ella entonces—. Cuéntales lo que
quieras. Tal vez seas capaz de inventar una historia creíble. No sé. Si quieres que
vay a contigo, iré. Haré lo que m e pidas. Pero tengo una pregunta m ás que
hacerte. —Baj ó la voz y añadió—: Supongo que no tendrás intención de
com partir el poder con ellos…
—No, j am ás.
Moví la cabeza com o para expresar que la idea era increíble. Mis oj os
recorrían las j oy as y pensé en todos los regalos que había m andado, en la casa
de m uñecas. Les había enviado una casa de m uñecas. Pensé en los actores de
Renaud, a salvo al otro lado del Canal.
—¿Ni siquiera con Nicolas?
—¡No! ¡Dios, no!
La m iré. Ella asintió ligeram ente, com o aprobando m i respuesta. Y se apartó
los cabellos de la frente una vez m ás con gesto distraído.
—¿Por qué no con Nicolas?
Quise que aquello term inara de una vez.
—Porque es j oven —contesté— y tiene una vida ante él. No está al borde de
la m uerte. —Ahora m e sentía m ás que inquieto. Me sentía desgraciado—. Con el
tiem po, se olvidará de nosotros…
Quise decir: « … de nuestra conversación» .
—Podría m orir m añana —protestó ella—. Un carruaj e podría arrollarle en
cualquier calle…
—¿Acaso quieres que lo haga? —exclam é, lanzándole una m irada de rabia.
—No, no quiero que lo hagas. Pero ¿quién soy y o para decirte qué hacer?
Estoy tratando de com prenderte.
Los cabellos largos y vigorosos le habían resbalado nuevam ente de los
hom bros y, exasperada, los asió con am bas m anos.
Entonces, de pronto, lanzó un profundo sonido siseante y su cuerpo se quedó
rígido. Tenía el cabello recogido en dos largas colas y las contem plaba fij am ente.
—Dios m ío —susurró.
Y luego, en un espasm o, soltó los cabellos y lanzó un grito.
El sonido m e paralizó. Envió un destello de dolor blanco que m e atravesó la
cabeza. Jam ás había oído un grito igual. Y volvió a em itirlo com o si estuviera
ardiendo. Se había derrum bado contra la ventana y seguía gritando aún m ás
fuerte m ientras se m iraba el cabello. Hizo adem án de tocárselo, pero
rápidam ente retiró los dedos, com o si el contacto la quem ara. Y se debatió contra
la ventana, gritando y retorciéndose a un lado y otro com o si tratara de escapar
de su propia cabellera.
—¡Basta! —grité. La así por los hom bros y le di una sacudida. Ella j adeaba.
Al instante, descubrí de qué se trataba. ¡El cabello le había vuelto a crecer! Le
había crecido de nuevo m ientras dorm ía y lo tenía tan largo com o antes. Y hasta
m ás tupido, y m ás lustroso. ¡Era aquello lo que no encaj aba y que y o había
notado sin saber concretarlo! Y lo que ella acababa de advertir.
—¡Basta, basta y a! —volví a gritar en voz m ás alta. Su cuerpo se agitaba con
tal violencia que y o apenas podía suj etarla entre m is brazos—. ¡Te ha vuelto a
crecer, eso es todo! —insistí—. Es una cosa natural en tu nuevo estado, ¿no lo
ves? ¡No sucede nada!
Ella j adeaba, tratando de calm arse; se llevó los dedos a los cabellos y em itió
un nuevo grito com o si tuviera llagadas las y em as de los dedos. Intentó separarse
de m í y luego se tiró de la m elena con expresión de puro terror.
Le di una nueva sacudida, esta vez m ás enérgica.
—¡Gabrielle! —exclam é—. ¿No lo entiendes? ¡Te ha vuelto a crecer y así
sucederá cada vez que te lo cortes. No hay nada de horrible en ello! ¡Detente y a,
por el am or de Dios!
Me dij e que, si no se calm aba pronto, y o tam bién em pezaría a desvariar. De
hecho, y a casi estaba tem blando tanto com o ella.
Sus gritos cesaron y se convirtieron en pequeños j adeos. Nunca la había visto
de aquella m anera en todos los años que había vivido con ella en la Auvernia. Me
dej ó que la conduj era hacia el banco j unto a la chim enea, donde la obligué a
sentarse. Se llevó las m anos a las sienes e intentó recuperar la respiración norm al
m ientras m ecía el cuerpo lentam ente hacia delante y hacia atrás.
Eché un vistazo a m i alrededor en busca de unas tij eras, pero no encontré
ningunas. Las tij erillas de oro habían caído al suelo de la cripta subterránea.
Saqué m i navaj a. Gabrielle sollozaba ahora en voz baj a, con el rostro entre las
m anos.
—¿Quieres que te lo corte otra vez? —le pregunté.
No respondió.
—Escúcham e, Gabrielle. —Le aparté las m anos del rostro y añadí—: Si
quieres, te lo volveré a cortar. Te lo cortaré cada noche y lo quem arem os. Eso es
todo.
De pronto, m e dirigió una m irada tan perfectam ente serena y controlada que
no supe qué hacer. Gabrielle tenía el rostro bañado en la sangre de sus lágrim as,
que tam bién le había salpicado las ropas. Todas sus ropas estaban m anchadas de
sangre.
—¿Lo corto? —volví a preguntar.
Su aspecto era exactam ente el de alguien a quien hubieran golpeado hasta
hacerle sangrar. Tenía los oj os m uy abiertos y asom brados, y de ellos m anaban
lágrim as de sangre que corrían por sus tersas m ej illas. Y, m ientras la m iraba, las
lágrim as cesaron de fluir y tom aron un color oscuro al secarse y form ar una
costra sobre su piel blanquísim a.
Le lim pié el rostro m eticulosam ente con m i pañuelo de encaj e. Luego fui por
la ropa que guardaba en la torre, las prendas que m e había hecho confeccionar
en París y que había llevado a la torre para tenerlas a m ano.
Le quité la chaqueta. Ella no hizo ningún m ovim iento para ay udarm e o
detenerm e y le desabroché la blusa de lino que llevaba.
Vi sus pechos, absolutam ente blancos salvo los delicados pezones, de un
levísim o tono rosado. Tratando de no m irarlos, le puse una cam isa lim pia, y la
abroché rápidam ente. Después le cepillé el cabello, lo cepillé largo rato, y,
renunciando a cortarlo con la navaj a, le hice una larga trenza y volví a ponerle la
levita.
Noté cóm o iba recuperando las fuerzas y la com postura. No parecía
avergonzada de lo sucedido, ni y o quería que lo estuviera. Ella estaba sólo
m editando sobre lo ocurrido, pero no dij o nada. Ni hizo ningún m ovim iento.
Decidí entretenerla.
—Cuando era pequeño, solías hablarm e de los lugares donde habías estado y
m e enseñabas grabados y vistas de Nápoles y de Venecia. ¿Te acuerdas de
aquellos libros de im ágenes? Y tam bién tenías diversos obj etos, pequeños
recuerdos de Londres y San Petersburgo, de todos los lugares que habías visitado.
Ella no respondió.
—Quiero que vay am os a todos esos sitios. Quiero verlos ahora. Deseo verlos
y vivir en ellos. Y quiero ir m ás lej os todavía, a lugares que, cuando era un
vulgar m ortal, j am ás había soñado visitar.
En su rostro hubo un pequeño cam bio de expresión.
—¿Sabías que m e volvería a crecer? —preguntó con un hilillo de voz.
—No. Quiero decir, sí. Quiero decir, no lo sé. Debería haber caído en la
cuenta de lo que sucedería.
Tras esto, perm aneció un largo instante m irándom e con la m ism a expresión
inm óvil y apática.
—¿No te… no te da m iedo nunca… nada de todo esto? —inquirió por fin. Su
voz sonaba gutural, extraña—. ¿No hay nunca… algo que te detenga?
Tenía la boca abierta, perfecta, con todo el aspecto de una boca hum ana.
—No lo sé —respondí en un suspiro, im potente—. No veo por qué.
Sin em bargo, pese a m is palabras, m e sentía confuso. Volví a proponerle que
se cortara el cabello cada noche y lo quem ara. Así de sencillo.
—Sí, quem arlo —suspiró—. De lo contrario, llegaría un m om ento en que
llenaría todas las estancias de la torre, ¿no es eso? Sería com o el cabello de
Rapunzel del cuento infantil. Sería com o el oro que la hij a del m olinero tenía que
hilar de entre la paj a en el cuento de Rum pelstiltskin, el enano m alvado.
—Escribirem os nuestros propios cuentos, am or m ío —respondí—. La lección
que debes aprender de esto es que nada puede destruir lo que eres ahora. Todas
las heridas que recibas sanarán. Eres una diosa.
—Y la diosa tiene sed —añadió ella.
Horas m ás tarde, m ientras cam inábam os del brazo com o dos estudiantes
entre la m uchedum bre de los bulevares, el asunto y a había caído en el olvido.
Nuestros rostros estaban sonrosados, y nuestra piel, caliente.
Pero no la dej é para ir a ver al abogado, ni ella insistió en su deseo de salir a
la tranquilidad y el silencio del cam po abierto, sino que perm anecim os j untos en
todo m om ento. De vez en cuando, un ligerísim o indicio de la proxim idad de la
presencia nos hacía volver la cabeza.
5
Alrededor de las tres, cuando llegam os a las caballerizas, advertim os que nos
acechaba la presencia.
Durante m edia hora o tres cuartos de hora, dej am os de sentirla otra vez.
Después, el apagado m urm ullo volvió de nuevo. Aquel j uego m e estaba poniendo
furioso.
Y, aunque tratam os de captar algún pensam iento inteligible en aquella
presencia, lo único que logram os distinguir fue una sensación de m alevolencia y
algún esporádico tum ulto com o el espectáculo de las hoj as secas desintegrándose
en el rugido de las llam as.
Gabrielle se alegraba de estar cam ino de la torre otra vez. No era que la
extraña presencia la inquietara, sino que se alegraba de poder disfrutar, com o
antes había dicho, de la quietud y el vacío de los cam pos.
Cuando tuvim os ante nosotros el cam po abierto, cabalgam os tan deprisa que
el único sonido que nos acom pañó fue el del viento. Creí oírla reír, pero no estuve
del todo seguro. A Gabrielle le gustaba la caricia del viento tanto com o a m í, le
encantaba el nuevo brillo de las estrellas sobre las som brías colinas.
A pesar de todo, m e pregunté si durante la noche habría habido m om entos en
que llorara interiorm ente sin que y o lo advirtiera. En ciertos m om entos de
nuestras correrías, se había m ostrado silenciosa y lúgubre, y sus oj os habían
vibrado com o si estuviera llorando, aunque no asom ó a ellos la m ás m ínim a
lágrim a.
Creo que estaba profundam ente sum ido en estos pensam ientos cuando nos
acercam os a un espeso bosque que se extendía a lo largo de las orillas de un
riachuelo poco profundo y, en el m om ento m ás inesperado, la y egua se encabritó
y se desvió hacia un lado.
Lo hizo tan de im proviso que casi m e arroj ó de la silla. Gabrielle se suj etó
con fuerza de m i brazo derecho.
Yo atravesaba cada noche aquella arboleda, salvando el estrecho puente de
m adera que cruzaba la corriente. Me encantaba el sonido de las herraduras de m i
m ontura sobre la m adera y la subida por la inclinada ribera. Y la y egua conocía
perfectam ente el cam ino. Esta vez, sin em bargo, el anim al no quería seguirlo de
ninguna m anera.
Relinchando y am enazando con encabritarse de nuevo, la y egua dio m edia
vuelta por su propia iniciativa y em prendió el galope en la dirección contraria a
la que llevábam os, volviendo hacia París hasta que, haciendo uso de toda la
fuerza de m i voluntad, logré dom inarla y obligarla a detenerse por fin.
Gabrielle tenía la cabeza vuelta hacia el pequeño bosque, hacia la m asa de
ram as oscuras m ecidas por el viento que ocultaba a la vista el riachuelo. Y en ese
instante, tras el leve aullido del viento y el suave rum or de las hoj as susurrantes,
se dej ó sentir una vez m ás el nítido latir de la presencia entre los árboles.
Los dos la captam os a la vez, sin duda, pues m is brazos rodearon a Gabrielle
con m ás fuerza y ella asintió, asiéndom e la m ano.
—¡No sigas avanzando hacia eso! —m e gritó.
—¡Cóm o que no! —respondí, tratando de dom inar nuestra m ontura—.
Quedan m enos de dos horas para el am anecer. ¡Desenvaina la espada!
Ella intentó volverse para decirm e algo, pero y o espoleaba y a al anim al para
que siguiera avanzando y Gabrielle sacó la espada com o acababa de decirle, con
su delicada m ano cerrada en torno a la em puñadura con la m ism a firm eza que
un hom bre.
Naturalm ente, la presencia huiría tan pronto com o alcanzáram os la arboleda,
de eso estaba seguro.
Me refiero a que aquel ser infernal no había hecho j am ás otra cosa que
volver la espalda y escapar. Y a m í m e enfureció que hubiera espantado a m i
y egua y que estuviera asustando a Gabrielle.
Con un seco picar de espuelas y toda m i fuerza de convicción m ental, azucé a
la m ontura a todo galope hacia el puente.
Apreté el arm a en m i m ano. Me incliné hacia delante cubriendo a Gabrielle.
Vom itaba rabia com o si fuera un dragón y, cuando las pezuñas de la y egua
golpearon la m adera hueca sobre el agua, ¡vi por prim era vez aquellos
dem onios!
Unos rostros blancos y unos brazos lechosos encim a de nosotros, entrevistos
apenas un segundo, de cuy as bocas surgían los chillidos m ás espantosos m ientras
sacudían las ram as m andándonos una lluvia de hoj as.
—¡Malditas seáis, j auría de arpías! —grité cuando alcanzam os la inclinada
ladera del otro lado. Gabrielle, sin em bargo, lanzó un alarido.
Algo había caído sobre la y egua detrás de m í, y el anim al estaba resbalando
en la tierra húm eda, y el ser m e había cogido del hom bro y del brazo con el que
pretendía utilizar la espada.
Volteando ésta por encim a de la cabeza de Gabrielle y descargándola por m i
costado izquierdo, herí con furia a la criatura y la vi salir volando, una confusa
m ancha blanquecina en la oscuridad, m ientras otro de aquellos seres saltaba
hacia nosotros con m anos com o garras. La hoj a de Gabrielle cortó de un taj o el
brazo extendido y vi cóm o éste saltaba en el aire. La sangre m anaba de él com o
de una fuente. Los gritos se convirtieron en un gem ido lacerante. Deseé hacerlos
pedazos a todos con m i espada y obligué a la y egua a dar la vuelta con
dem asiada brusquedad. El anim al se encabritó y estuvo a punto de caer, pero
Gabrielle se había suj etado de su crin y la conduj o de nuevo hacia el cam ino
despej ado.
Mientras galopábam os a toda prisa hacia la torre, pudim os oír los gritos de las
criaturas aproxim ándose y, cuando la y egua quedó exhausta, la abandonam os y
continuam os corriendo, cogidos de la m ano, hacia las verj as.
Me di cuenta de que debíam os cruzar el pasadizo secreto hasta la cám ara
interior antes de que las criaturas pudieran escalar el m uro exterior. Era preciso
que no nos vieran sacar la piedra de su sitio.
Cerrando las verj as y las puertas a nuestro paso lo m ás deprisa que pude,
conduj e a Gabrielle escaleras arriba.
Cuando llegam os a la estancia secreta y hubim os colocado la losa de nuevo
en su sitio, escuché sus aullidos y chillidos y los prim eros sonidos de sus zarpas al
pie de la torre.
Tom é un haz de leña y lo coloqué baj o la ventana.
—Deprisa, la leña m enuda —dij e.
Pero y a había m edia docena de rostros blancos en los barrotes. Sus chillidos
resonaban con un m onstruoso eco en la pequeña estancia. Por un instante sólo
pude contem plarlos m ientras retrocedía.
Se agarraban de la rej a de hierro com o m urciélagos, pero no lo eran. Eran
vam piros, y vam piros com o nosotros, con form a hum ana.
Unos oj os oscuros que nos m iraban baj o unas greñas de cabello hirsuto. Unos
aullidos cada vez m ás potentes y feroces. Unos dedos con costras de suciedad
adhiriéndose a la rej a. Las ropas, hasta donde podía ver, no eran m ás que
harapos descoloridos. Y el hedor que despedían era el de las tum bas.
Gabrielle arroj ó la leña m enuda j unto a la pared y se apartó de un salto
m ientras las m anos intentaban agarrarla. Las criaturas descubrieron sus colm illos
y em itieron terribles chillidos. Las m anos pugnaron por asir la leña y lanzarla
contra nosotros. Todas j untas tiraron de los barrotes com o si pudieran arrancarlos
de la piedra.
—¡El m echero! —grité.
Agarré uno de los pedazos de m adera m ás recios y lancé con él una estocada
al rostro m ás cercano, arrancando a la criatura de la pared con facilidad. Eran
seres débiles. Oí su grito m ientras caía, pero las dem ás habían cerrado sus m anos
en la m adera y luchaban conm igo ahora m ientras y o desaloj aba a otro de
aquellos pequeños y sucios dem onios. Para entonces, sin em bargo, Gabrielle
había encendido y a la leña.
Las llam as se alzaron y los aullidos cesaron en un frenesí de lenguaj e
inteligible:
—¡Es fuego! ¡Atrás, abaj o, alej aos, idiotas! Abaj o, abaj o. ¡Los barrotes están
calientes! ¡Apartaos enseguida!
¡Era francés, correcto y norm al! En realidad, era una sarta cada vez m ay or
de m aldiciones peculiares de alguna región.
Estallé en carcaj adas, adelantando el pie y señalando a las criaturas m ientras
m iraba a Gabrielle.
—¡Caiga sobre ti una m aldición, blasfem o! —gritó una de ellas.
El fuego lam ió sus m anos en ese instante y el ser aulló, cay endo hacia atrás.
—¡Caiga una m aldición sobre los profanadores, sobre los proscritos! —
Escuché gritar desde abaj o. Los aullidos aum entaron rápidam ente de intensidad
hasta convertirse en un verdadero coro—. ¡Malditos sean los proscritos que osan
entrar en la Casa de Dios!
Pero todos aquellos seres se retiraban de la ventana, descendiendo hacia el
suelo. Los troncos m ás gruesos estaban y a encendidos y las llam as, con un
rugido, se alzaban hasta el techo.
—¡Volved a la tum ba de donde habéis salido, fantasm as de pacotilla! —
exclam é, dispuesto a arroj arles encim a la leña encendida si volvían a acercarse
a la ventana.
Gabrielle perm aneció inm óvil con los oj os entrecerrados, visiblem ente
concentrada.
Los gritos y aullidos continuaron elevándose desde el pie de la torre, en un
renovado coro de m aldiciones contra quienes quebrantaban las ley es sagradas y,
con sus blasfem ias, provocaban la ira de Dios y de Satán. Las criaturas trataban
de forzar las puertas y ventanas de la planta inferior, o m algastaban inútilm ente
sus fuerzas arroj ando piedras contra el m uro.
—No pueden entrar —com entó Gabrielle con voz grave y m onocorde y con
la cabeza ladeada en gesto de atención—. No pueden forzar la verj a.
Yo no estaba tan seguro de ello. La verj a estaba oxidada y era m uy viej a. No
quedaba otro rem edio que esperar.
Me dej é caer al suelo, apoy ado en el costado del sarcófago con los brazos en
torno al pecho y la espalda doblada hacia delante. Ya no m e sentía con tantas
ganas de reír.
Ella tam bién se sentó con la espalda contra la pared y las piernas extendidas
hacia delante. Tenía la respiración algo acelerada y se le estaba soltando la
trenza. Era com o el capuchón de una cobra en torno a su rostro, con unos
m echones sueltos que le caían en las blancas m ej illas. Sus ropas estaban
llenándose de hollín.
El calor del fuego era insoportable. El hum o despedía un leve resplandor en la
estancia sin ventilación y las llam as se alzaban hasta hacer desaparecer la noche.
No obstante, Gabrielle y y o no teníam os dificultades para respirar el escaso aire
disponible y nuestros únicos padecim ientos fueron el m iedo y el agotam iento.
Y entonces, poco a poco, m e di cuenta de que ella tenía razón acerca de la
verj a. Las criaturas no habían conseguido derribarla y las oí retirándose.
—¡Que la cólera de Dios castigue a los profanadores!
Cerca de los establos se produj o una leve conm oción, y vi m entalm ente
cóm o m i pobre caballerizo, aquel m uchachito m ortal de cortas luces, era
arrancado de su escondite presa del terror. La rabia que sentía se redobló. Las
criaturas m e enviaron im ágenes de sus propios pensam ientos m ientras daban
m uerte al desgraciado. ¡Malditos fueran!
—Quédate quieto —m e dij o Gabrielle—. Es dem asiado tarde.
Sus oj os se abrieron prim ero m ucho, y volvieron a entrecerrarse. Enseguida,
recuperó su aire pensativo. El m uchacho, aquel pobre m ortal m iserable, estaba
m uerto.
Percibí su m uerte com o si, de pronto, hubiera visto elevarse de los establos un
paj arillo oscuro. Gabrielle irguió la cabeza com o si tam bién ella lo estuviera
viendo y volvió a dej arla caer com o si hubiera perdido la conciencia, aunque no
era así. Escapó de su boca un m urm ullo que m e sonó a algo así com o
« terciopelo roj o» , pero pronunció las palabras entre dientes y no las capté bien.
—¡Os daré vuestro m erecido por esto, pandilla de rufianes! —exclam é en
voz alta, dirigiendo la am enaza a las criaturas—. Estáis perturbando m i casa y
pagaréis por ello.
Pero sentía m is brazos cada vez m ás pesados. El calor del fuego era casi
narcotizante. Los num erosos y extraños sucesos de la larga noche estaban
cobrándose su tributo.
Entre el agotam iento y el resplandor del fuego, m e fue im posible calcular la
hora. Creo que caí dorm ido por un instante y m e desperté con un escalofrío, sin
saber cuánto tiem po había transcurrido.
Alcé la vista y distinguí la figura de un j oven no terrenal, de un m uchacho
exquisito, dando pasos por la cám ara.
Naturalm ente, sólo se trataba de Gabrielle.
6
Mientras deam bulaba arriba y abaj o por la estancia, Gabrielle daba la im presión
de una energía casi desenfrenada. Sin em bargo, toda esta energía quedaba
contenida en una herm osura inalterada. Se dedicó a pisotear los m aderos y a
contem plar los restos ennegrecidos de la pequeña pira durante unos m om entos,
antes de recuperar el control de sí m ism a. Eché un vistazo al cielo. Nos quedaba
una hora tal vez.
—Pero ¿quiénes son? —preguntó, plantada ante m í con las piernas separadas
y las m anos con gestos de im paciencia—. ¿Por qué nos llam an proscritos y
blasfem os? —exigió saber.
—Te he contado todo lo que sé —repliqué—. Hasta esta noche no creía que
posey eran caras, m anos ni voces de verdad.
Me puse en pie y m e sacudí el polvo de la ropa.
—¡Nos m aldecían por entrar en las iglesias! —insistió ella—. ¿No lo has
captado en las im ágenes que surgían de ellos? Y no saben cóm o es posible que
entrem os. Ninguna de esas criaturas se atrevería a hacerlo.
Por prim era vez, observé que estaba tem blando. Había en ella otros pequeños
signos de alarm a: los tics nerviosos de la piel en torno a sus oj os, el gesto con el
que volvía a apartar de su frente los m echones sueltos de su cabellera.
—Gabrielle —le dij e, tratando de poner una voz autoritaria y tranquilizadora
—, lo im portante ahora es salir de aquí enseguida. No sabem os cuándo se
levantan esas criaturas, ni cuánto tiem po pasará desde el ocaso hasta que se
presenten de nuevo. Tenem os que encontrar otro escondite.
—La cripta de la m azm orra —propuso ella.
—Es una tram pa peor aún que ésta, si consiguen pasar la puerta. —Miré de
nuevo al cielo y saqué la piedra que ocultaba el pasadizo—. Vam os —le dij e.
—Pero ¿adónde?
Era la prim era vez que parecía casi frágil en toda la noche.
—A un pueblo al este de la torre. Es absolutam ente obvio que el lugar m ás
seguro para nosotros es la propia iglesia del pueblo.
—¿Serías capaz? ¿En la iglesia?
—Naturalm ente. ¡Com o bien has dicho, esas pequeñas bestias j am ás se
atreverían a entrar! Y las criptas baj o el altar serán profundas y oscuras com o
cualquier tum ba.
—¡Pero, Lestat: descansar baj o el altar!
—Madre, m e asom bras —repliqué—. ¡Si hasta he dado cuenta de m is presas
baj o el techo de la m ism ísim a Notre Dam e!
Pero m e vino a la cabeza otra idea m ás. Fui al baúl de Magnus y rebusqué en
el tesoro. Saqué dos rosarios, uno de perlas y otro de esm eraldas, am bos con el
crucifij o de costum bre.
Gabrielle m e observó con la cara m uy pálida, contraída.
—Mira, tú coge éste —le dij e entregándole el de esm eraldas—. Llévalo
encim a. Y, si volvem os a encontrarnos con esas criaturas, m uéstrales el crucifij o.
Si estoy en lo cierto, saldrán huy endo al verlo.
—Pero ¿encontrarem os un lugar seguro en la iglesia?
—¿Cóm o diablos voy a saberlo? ¡Volverem os aquí!
Noté que el m iedo se concentraba en su interior e irradiaba de ella, m ientras,
titubeante, observaba las estrellas apagándose en el cielo. Había traspasado el
velo que la conducía a la prom esa de ser eterna y y a volvía a estar en peligro.
Rápidam ente, le quité el rosario de la m ano, la besé y deslicé el obj eto en el
bolsillo de su levita.
—Las esm eraldas representan la vida eterna, m adre —le m urm uré.
Volvía a parecerm e el m uchacho de antes, allí plantada con el últim o
resplandor del fuego dibuj ando apenas el perfil de la m ej illa y de los labios.
—Tenía razón en lo que he dicho antes —susurró—. No le tienes m iedo a
nada, ¿verdad?
—¿Qué im porta eso? —respondí, encogiéndom e de hom bros. La tom é del
brazo y la llevé hacia el pasadizo—. Nosotros som os aquellos a quienes tem en los
dem ás, recuérdalo.
Cuando llegam os a los establos, vi que el m uchacho había recibido una
m uerte horrible. Su cuerpo descoy untado y acía retorcido en el suelo sucio de
heno com o si un titán lo hubiera arroj ado allí. Tenía una fractura en la nuca, y,
para burlarse de él, al parecer, o tal vez para burlarse de m í, le habían vestido
con una elegante levita de terciopelo roj o propia de un caballero. Terciopelo rojo.
Éstas eran las palabras que ella había m urm urado m ientras las criaturas
com etían el crim en. Yo sólo había visto la m uerte. Aparté la vista del m uchacho.
Todos los caballos habían desaparecido.
—Pagarán por esto —prom etí.
Tom é de la m ano a Gabrielle, pero ella contem pló el cuerpo del desdichado
m uchacho com o si le atraj era contra su voluntad. Después m e m iró a m í.
—Siento frío —m usitó—. Estoy perdiendo fuerza en los brazos y las piernas.
Debo llegar enseguida a un lugar oscuro, es preciso. Lo siento.
La conduj e a toda prisa hacia el cam ino, subiendo la ladera de la colina
cercana.
Por supuesto, en el cem enterio del pueblo no había pequeños m onstruos
aulladores. Tam poco y o había esperado encontrarlos. La tierra de las viej as
tum bas no se había rem ovido desde hacía m ucho tiem po.
Gabrielle no quiso seguir discutiendo el asunto conm igo. La ay udé a llegar a
la puerta lateral de la iglesia y rom pí en silencio la cerradura.
—Estoy aterida y m e escuecen los oj os —repitió en un susurro—. Un sitio
oscuro…
Pero, cuando m e dispuse a conducirla adentro, interrum pió la frase.
—¿Y si las criaturas tienen razón? —preguntó—. ¿Y si no debem os entrar en
la Casa de Dios?
—Palabrerías y estupideces. Dios no está en la Casa de Dios.
—¡No…! —gim ió ella.
Crucé la sacristía tirando de ella y la conduj e ante el altar. Se cubrió el rostro
con las m anos y, cuando alzó la vista, lo hizo hacia el crucifij o que rem ataba el
sagrario. Dej ó escapar un profundo j adeo. Sin em bargo, no era de esa visión de
lo que protegía sus oj os cuando volvía el rostro hacia m í, sino de las cristaleras de
vidrios de colores. ¡El sol que y o aún no podía notar en absoluto estaba y a
quem ándola a ella!
La tom é en brazos com o había hecho la noche anterior. Tenía que encontrar
una antigua cripta que no hubiera sido utilizada en m uchos años. Corrí hacia el
altar de la Santísim a Virgen, donde las inscripciones estaban casi borradas por el
paso del tiem po, y, arrodillado, hundí las uñas en torno a una losa y la levanté
rápidam ente para descubrir un profundo sepulcro ocupado por un único ataúd
carcom ido.
La hice baj ar al interior del sepulcro conm igo y coloqué de nuevo la losa en
su lugar. La oscuridad fue total, y el ataúd se hizo astillas baj o m i peso, de m odo
que m i m ano derecha fue a posarse sobre una calavera. Noté tam bién la dureza
de otros huesos baj o m i pecho. Gabrielle habló com o si estuviera en trance:
—Sí, lej os de la luz.
—Estam os a salvo —susurré y o.
Aparté los huesos e im provisé un nido con la m adera podrida y el polvo,
dem asiado antiguo para conservar olor alguno a cuerpo hum ano putrefacto.
Pero tardé una hora o tal vez m ás en conciliar el sueño. No dej aba de pensar
una y otra vez en el m ozo de cuadra, hecho un guiñapo y arroj ado allí en el suelo
con aquella elegante levita de terciopelo roj o. Yo había visto antes aquella levita,
pero no lograba recordar dónde. ¿Era tal vez una de las m ías? ¿Habrían
conseguido penetrar en la torre?
No, eso era im posible. Seguro que no habían entrado. ¿Se habrían procurado
una prenda idéntica a una de las m ías? ¿Hasta aquel punto habrían llegado para
burlarse de m í? No, ¿cóm o podrían hacer algo sem ej ante criaturas com o
aquéllas? Y, sin em bargo, aquella levita… Había algo en ella que…
7
Cuando abrí los oj os, escuché unos cantos dulcísim os y deliciosos. Com o tantas
veces sucede con la m úsica, incluso con los fragm entos m ás preciados, el cántico
m e devolvió a la infancia, a cierta noche de invierno en que todos los m iem bros
de la fam ilia habíam os baj ado a la iglesia del pueblo y habíam os estado durante
horas entre las velas encendidas, respirando el hum o penetrante y sensual del
incienso m ientras el sacerdote recorría el recinto con la custodia en alto.
Después de esa prim era, un m illar m ás de Bendiciones del Santísim o habían
grabado en m i m ente la letra del viej o him no:
O Salutaris Hostia
Quae caeli pandis ostium
Bella premunt hostilia,
Da robur, fer auxilium…
Y allí tendido en los restos del ataúd destrozado baj o la losa de m árm ol blanco
del altar lateral de aquella gran iglesia de pueblo, con Gabrielle asida a m í,
incluso en la quietud del sueño, m e di cuenta poco a poco de que encim a de m í
había cientos y cientos de hum anos que entonaban aquel m ism o him no en aquel
instante. ¡La iglesia estaba llena de gente! Y no podríam os salir de aquel m aldito
nido de huesos hasta que todos los m ortales la hubieran abandonado.
Noté cóm o se m ovían algunos bichos en la oscuridad que m e envolvía.
Aprecié el olor del esqueleto destrozado sobre el que y acía. Pude oler tam bién la
tierra, y notar la hum edad y el rigor del frío.
Las m anos de Gabrielle eran unas m anos m uertas que se agarraban a m í. Su
rostro era inflexible com o el hueso. Traté de no darle vueltas a todo aquello y
quedarm e absolutam ente inm óvil.
Encim a de m í, cientos de hum anos respiraban y j adeaban. Tal vez un m illar
de ellos. Y ahora entonaban el segundo him no.
« ¿Qué viene ahora? —m e dij e desconsoladam ente—. ¿La letanía, las
bendiciones?» . Precisam ente aquella noche, de todas las noches, no disponía de
tiem po para quedarm e allí recordando. Era preciso salir de allí. La im agen de la
levita de terciopelo roj o volvió a m i m ente con una irracional sensación de
urgencia y con un destello de dolor igualm ente inexplicable.
Y, de repente —o eso m e pareció—, Gabrielle abrió los oj os. Por supuesto, no
lo vi, pues la oscuridad era total. Lo noté. Aprecié que sus m iem bros volvían a la
vida.
Pero apenas se había m ovido, cuando se quedó otra vez rígida de alarm a. Le
tapé la boca con la m ano.
—Guarda silencio —le susurré.
Noté cóm o la dom inaba el pánico.
Todos los horrores de la noche anterior debían de estar volviendo a Gabrielle,
y ahora se encontraba en un sepulcro j unto a un esqueleto destrozado, debaj o de
una losa que apenas podría levantar.
—¡Estam os en la iglesia! —le inform é en un nuevo susurro—. Estam os a
salvo.
Llegó a m is oídos el cántico. Tantum ergo Sacramentum, Veneremus cernui.
—¡No, es una Bendición del Santísim o! —dij o Gabrielle con un j adeo.
Intentaba dom inarse y seguir quieta, pero, de pronto, perdió el control y tuve
que asirla con fuerza por am bas m uñecas.
—Es preciso que salgam os de aquí —suplicó—. ¡Lestat, por el am or de Dios,
el Santísim o Sacram ento está expuesto en el altar!
Los restos del ataúd de m adera cruj ieron y se quebraron sobre la losa del
fondo haciéndom e caer encim a de m i com pañera y aplastándola baj o m i peso.
—Quédate quieta y callada, ¿m e oy es? No tenem os m ás rem edio que
esperar.
Sin em bargo, su pánico estaba contagiándom e. Noté los fragm entos de huesos
cruj iendo baj o m is rodillas y percibí el olor de la tela putrefacta. Parecía que el
hedor a m uerte penetraba por los m uros del sepulcro, y m e di cuenta de que no
soportaría seguir encerrado entre aquel olor.
—No podem os quedarnos aquí —j adeó—. No podem os. ¡Tengo que salir! —
Me lo pedía casi gim oteando—. ¡Lestat, no puedo!
Em pezó a palpar las paredes, y luego la losa que nos cubría. Escuché un
sonido puro, átono, que escapaba de sus labios.
Encim a de nosotros, el cántico había cesado. El sacerdote habría vuelto a
subir los peldaños hasta el altar y estaría elevando la custodia con am bas m anos.
Se volvería hacia los feligreses y alzaría la Sagrada Hostia para bendecirlos.
Gabrielle, por supuesto, lo sabía. Y, de pronto, Gabrielle se volvió com o loca,
agitándose debaj o de m í hasta casi arroj arm e a un lado.
—¡Esta bien, escúcham e! —susurré, incapaz de controlar aquello por m ás
tiem po—. Vam os a salir, pero lo harem os com o verdaderos vam piros, ¿m e oy es?
En la iglesia hay un m illar de personas y vam os a darles un susto de padre y
señor m ío. Yo levantaré la piedra y aparecerem os los dos a la vez. Cuando lo
hagam os, levanta los brazos y pon la m ueca m ás horrible que se te ocurra y
lanza alaridos si puedes. Eso les hará retroceder en lugar de lanzarse sobre
nosotros y conducirnos a la cárcel. Después, echarem os a correr hacia la puerta.
A Gabrielle le faltó tiem po hasta para responder, pues y a estaba debatiéndose
y golpeando con los talones la m adera podrida.
Me incorporé, di un fuerte em puj ón con am bas m anos a la losa de m árm ol y
salté del sepulcro com o acababa de decir que haría, levantando la capa en un
enorm e arco.
Fui a caer en el piso del coro, envuelto en el resplandor de las velas, y em ití el
grito m ás potente de que fui capaz.
Cientos de m ortales se pusieron en pie delante de m í. Cientos de bocas se
abrieron para gritar.
Em itiendo un nuevo alarido, así de la m ano a Gabrielle y m e lancé hacia
ellos saltando la barandilla del com ulgatorio. Ella m e acom pañó con un delicioso
gem ido m uy agudo, levantando la m ano izquierda com o una zarpa m ientras y o
tiraba de ella por el pasillo central. El pánico se generalizó: hom bres y m uj eres
suj etaban a sus niños y lanzaban chillidos sin dej ar de retroceder.
Las pesadas puertas cedieron al instante, abriéndose al cielo oscuro y al
viento racheado. Em puj é a Gabrielle delante de m í y, volviéndom e, lancé el
aullido m ás agudo de que fui capaz. Puse al descubierto m is colm illos ante la
grey espantada y angustiada. Incapaz de determ inar si parte de la feligresía se
lanzaba en nuestra persecución o si caía hacia m í debido al pánico, m e llevé la
m ano al bolsillo y sem bré de m onedas de oro el suelo de m árm ol.
—¡El dem onio arroj a m onedas! —chilló alguien.
Gabrielle y y o huim os a toda velocidad, atravesando el cem enterio y los
cam pos. En cuestión de segundos, ganam os el bosque y capté el olor de los
establos de un caserón que se alzaba ante nosotros m ás allá de los árboles.
Me quedé quieto y concentrado, casi doblado por la cintura, y llam é a los
caballos. Después corrim os hacia ellos y escucham os el sordo golpeteo de sus
herraduras contra los pesebres.
Salvando de un salto el seto baj o, con Gabrielle a m i lado, arranqué la puerta
de sus goznes, al tiem po que un caballo castrado de fina estam pa salía al galope
de su caballeriza destrozada. Saltam os a su lom o. Gabrielle se acom odó delante
de m í y le pasé el brazo en torno a su cintura.
Clavé los talones en el anim al y nos perdim os en el bosque en dirección sur,
hacia París.
8
Intenté elaborar un plan m ientras nos acercábam os a la ciudad, pero, para ser
sincero, no estaba nada seguro de cóm o proceder.
No había m odo de evitar a aquellos pequeños m onstruos repulsivos.
Cabalgábam os hacia una batalla y la situación no era m uy distinta a la m añana
en que saliera a m atar los lobos, confiado en que m i rabia y m i voluntad m e
ay udarían a vencerlos.
Apenas habíam os entrado entre las casas de cam po que salpicaban
Montm artre cuando escucham os durante una fracción de segundo su leve
m urm ullo, nocivo com o un vapor tóxico.
Gabrielle y y o nos dim os cuenta de que debíam os beber enseguida para estar
preparados cuando se produj era el encuentro.
Nos detuvim os en una de las pequeñas alquerías, cruzam os con sigilo el
huerto hasta la puerta trasera y encontram os en el interior al hom bre y a su
esposa, dorm itando ante una chim enea.
Cuando hubim os term inado de beberlos, salim os de la casa al pequeño huerto,
donde nos detuvim os un instante a contem plar el cielo gris perla. No se oía la
presencia de nadie m ás. Sólo la quietud, la claridad de la sangre fresca y la
am enaza de la lluvia en las nubes que se congregaban sobre nosotros.
Me volví y ordené en silencio al caballo que acudiera a m í. Mientras suj etaba
las riendas, m iré a Gabrielle.
—No veo m ás solución que entrar en París —le dij e— e ir directam ente al
encuentro de esas bestias. Y hasta que aparezcan y estalle de nuevo la guerra,
hay otras cosas que debo hacer. Tengo que pensar en Nicolas y debo hablar con
Roget.
—No es m om ento para esas tonterías de m ortales —replicó ella.
Aún llevaba el polvo del sepulcro de la iglesia adherido a la tela de la capa y
a sus rubios cabellos: le daban el aspecto de un ángel arrastrado por la tierra, un
ángel caído.
—No dej aré que se interpongan entre m í y lo que deseo hacer —declaré.
Ella exhaló un profundo suspiro.
—¿Quieres conducir a estas criaturas a tu querido m onsieur Roget? —
preguntó.
Era una posibilidad dem asiado horrible para correr el riesgo.
Em pezaban a caer las prim eras gotas de lluvia y sentí frío a pesar de la
sangre recién bebida. En un m om ento em pezaría a llover con fuerza.
—Está bien —reconocí—. No se puede hacer nada hasta que term inem os
esto de una vez.
Monté de nuevo y tendí la m ano a Gabrielle.
—Las heridas no hacen m ás que espolearte, ¿verdad? —com entó,
estudiándom e—. Intenten lo que intenten esas criaturas, no conseguirán otra cosa
que darte fuerzas.
—¡Vay a, esto sí que m e parece una tontería propia de m ortales! ¡Vam os allá!
—repliqué.
—Lestat —dij o ella entonces con voz seria—, al m uchacho de la cuadra le
pusieron aquella levita de caballero después de m atarle. ¿Te fij aste en la prenda?
¿No la habías visto antes?
Aquella m aldita ropa de terciopelo roj o…
—Yo sí la había visto —continuó—. La vi durante horas en m i lecho de
m uerte en París. Era la levita de Nicolas de Lenfent.
Me quedé m irándola un largo instante, pero creo que no la percibí en
absoluto. La rabia que crecía dentro de m í era absolutam ente m uda. Sería rabia
hasta que tuviera pruebas de que debía ser pena, pensé. Después, dej é de pensar.
Me di cuenta, difusam ente, de que Gabrielle aún no tenía idea de lo fuertes
que podían ser nuestras em ociones, del efecto paralizante que podían tener. Creo
que m oví los labios, pero no salió de ellos sonido alguno.
—No creo que le hay an m atado, Lestat —m e dij o.
Intenté de nuevo decir algo. Quería preguntarle por qué lo pensaba así, pero
no pude y seguí con la vista fij a en el huerto.
—Creo que está vivo y le tienen prisionero —continuó—. De lo contrario,
habrían dej ado ahí su cuerpo, y no se habrían m olestado con el m ozo de cuadra.
—Es posible. Tal vez no…
Tuve que obligar a m is labios a form ar las palabras.
—La ropa era un m ensaj e.
No pude soportarlo por m ás tiem po y estallé:
—Voy tras ellos. ¿Quieres regresar a la torre? Si fracaso en esto…
—No tengo ninguna intención de dej arte —contestó ella.
La lluvia caía con intensidad cuando llegam os al Boulevard du Tem ple, cuy os
adoquines m oj ados reflej aban la luz de un m illar de farolas.
Mis pensam ientos se habían solidificado en estrategias que eran m ás producto
del instinto que de la razón. Me sentía m ás dispuesto que nunca para una lucha,
pero era preciso conocer bien nuestra situación. ¿Cuántas criaturas de aquéllas
había? ¿Qué querían, en realidad? ¿Capturarnos y destruirnos, o sólo asustarnos y
ahuy entarnos? Era preciso que contuviera m i rabia; debía recordar que eran
seres infantiles, supersticiosos, y que fácilm ente se dispersarían asustados ante m i
presencia.
Cuando llegam os a los elevados edificios de viviendas próxim os a Notre
Dam e, sentí y oí su presencia en las cercanías. Sus vibraciones m e llegaban
com o un destello plateado que se desvanecía casi con la m ism a singular rapidez.
Gabrielle irguió el cuerpo, sentada sobre el caballo, y noté su m ano zurda en
torno a m i m uñeca. Vi la derecha en la em puñadura de su espada.
Habíam os entrado en una callej uela serpenteante que form aba un recodo
ante nosotros antes de perderse en las som bras. El m artilleo de las herraduras
hendía el silencio y traté de que no m e pusiera nervioso el reiterado sonido.
Los dos las vim os, al parecer, en el m ism o instante.
Gabrielle se apretó contra m í y reprim í un j adeo para que las criaturas no
pudieran interpretarlo com o una dem ostración de m iedo.
Encim a de nosotros, a am bos lados del angosto callej ón, aparecían sus rostros
lechosos j usto sobre los aleros de los edificios, com o un leve resplandor contra las
nubes del cielo y el inaudible caer de la lluvia plateada.
Azucé la m ontura hacia delante en un estruendo de pezuñas arañando y
golpeando los adoquines. Arriba, las criaturas correteaban com o ratas por los
tej ados. Sus voces se alzaban en un leve aullido que los m ortales no podían
escuchar.
Gabrielle dej ó escapar un grito cuando vio sus pálidos brazos y piernas
descendiendo los m uros delante de nosotros; detrás, escuché el sordo rum or de
sus pies sobre el em pedrado.
—¡Adelante! —grité. Saqué la espada y la descargué sobre dos de las figuras
harapientas, que habían saltado a interceptarnos el paso—. ¡Apartaos de m i
cam ino, condenadas criaturas! —exclam é, escuchando sus gritos a m is pies.
Por un instante, observé unos rostros angustiados. Los que nos acechaban
arriba desaparecieron y los que llevábam os detrás parecieron cej ar en su
em peño. Continuam os adelante rápidam ente, poniendo m etros entre nosotros y
nuestros perseguidores, hasta que llegam os a la desierta Place de Grève.
Sin em bargo, las criaturas se estaban reagrupando en los alrededores de la
plaza, y esta vez pude captar sus pensam ientos inteligibles. Una de ellas
preguntaba qué poder era aquél que poseíam os y por qué debían tener m iedo:
otra insistía en seguir acercándose a nosotros.
En aquel instante, una especie de fuerza surgió de Gabrielle; no m e cupo
ninguna duda de ello, pues vi claram ente cóm o retrocedían cuando ella les lanzó
su m irada m ientras cerraba la m ano en la em puñadura de su espada.
—¡Detente, m antenles a distancia! —m e m asculló en un susurro—. Esas
criaturas están aterrorizadas.
De inm ediato, la oí soltar una m aldición, pues, volando hacia nosotros desde
las som bras del Hôtel Dieu, venían por lo m enos seis m ás de aquellos pequeños
dem onios, con sus delgadas extrem idades blancas apenas cubiertas por harapos,
el cabello al viento y unos horribles gem idos surgiendo de sus bocas. Los recién
aparecidos instigaron a los dem ás, y la m alevolencia que nos rodeaba se hizo
m ás y m ás intensa.
El caballo se encabritó y casi nos arroj ó al suelo. Las criaturas le estaban
ordenando detenerse, igual que y o le m andaba seguir adelante.
Tom é a Gabrielle por la cintura, salté del caballo y corrí a toda velocidad
hasta la puerta de Notre Dam e.
Un horrible barboteo irónico se alzó silencioso en m is oídos, lleno de gem idos
y de gritos y de am enazas:
—¡No te atreverás! ¡No lo harás!
Una m alevolencia com o el calor de un alto horno se abrió sobre nosotros
m ientras sus pies nos cercaban, arrastrándose y chapoteando. Noté cóm o sus
m anos luchaban por asir m i espada y m i capa.
Sin em bargo, y o estaba seguro de lo que sucedería cuando alcanzáram os la
iglesia. Con un últim o esfuerzo, em puj é a Gabrielle delante de m í y j untos
cruzam os las puertas del pórtico de la catedral para ir a caer en sus losas cuan
largos éram os.
Gritos. Unos gritos secos y horribles alzándose en el aire y luego un gran
tum ulto, com o si la turba entera hubiera sido dispersada por un cañonazo.
Me incorporé trabaj osam ente, riéndom e de las criaturas. No obstante, no m e
quedé a oír m ás tan cerca de la puerta. Gabrielle estaba tam bién y a en pie y
tiraba de m í; j untos, nos internam os corriendo en la nave en som bras, pasando un
arco tras otro hasta llegar cerca de las m ortecinas velas del santuario. Allí
buscam os un rincón oscuro y vacío j unto al altar lateral y nos arrodillam os codo
con codo.
—¡Igual que los condenados lobos! —exclam é—. ¡Una m aldita em boscada!
—Chist, cállate un m om ento —ordenó Gabrielle, asiéndose a m í—. O m i
corazón inm ortal estallará.
9
Después de un largo rato, noté que se ponía tensa, con el rostro vuelto hacia la
plaza.
—No pienses en Nicolas —m e dij o—. Están esperando ahí fuera y nos oy en.
Escuchan todo lo que pasa por nuestras m entes.
—¿Pero qué están pensando? —susurré—. ¿Qué está pasando por las suy as?
Pude darm e cuenta de su concentración.
La estreché contra m í y m iré hacia la luz plateada que entraba de las lej anas
puertas abiertas. Ahora, tam bién y o podía oír a las criaturas, aunque sólo captaba
un apagado m urm ullo que procedía de la j auría reunida allí fuera.
Sin em bargo, m ientras contem plaba la lluvia, se adueñó de m í la sensación de
paz m ás absoluta. Resultaba casi sensual. Me pareció que podíam os rendirnos a
aquellos seres, que era estúpido seguir resistiéndose a ellos. Todo se resolvería si,
sim plem ente, salíam os y nos entregábam os a ellos. No torturarían a Nicolas, a
quien tenían en su poder; no le arrancarían los m iem bros uno a uno.
Vi a Nicolas en sus m anos. Sólo llevaba los calzones y la cam isa, pues le
habían quitado la levita. Y escuché sus gritos m ientras le descoy untaban los
brazos. Grité « ¡No!» , y m e llevé la m ano a la boca, para no llam ar la atención
de los m ortales que ocupaban la iglesia.
Gabrielle alzó la m ano y m e rozó los labios con los dedos.
—No sé lo que están haciendo —dij o en un susurro—. Sólo es una am enaza.
No pienses en él.
—Entonces, todavía está vivo —cuchicheé.
—Eso quieren hacernos creer. ¡Escucha!
Surgió de nuevo la sensación de paz, la invitación —sí, eso era— de unirnos a
ellos, la voz diciendo: « Salid de la iglesia. Rendíos a nosotros, os acogeremos y no
os haremos ningún daño si salís» .
Me volví hacia la puerta y m e puse en pie. Gabrielle m e im itó con gesto
nervioso, haciéndom e una nueva advertencia con la m ano. Su cautela era tal que
parecía no querer ni siquiera dirigirm e la palabra m ientras m irábam os el gran
arco de luz plateada.
« Estás mintiéndonos» , dij e m entalm ente. « ¡No tienes ningún poder sobre
nosotros! » . Era una arrasadora corriente de desafío que se agitaba a través de la
lej ana puerta. « ¿ Rendirnos a vosotros? Si lo hacemos, ¿qué os impedirá
retenernos a los tres? ¿Por qué habríamos de salir? Dentro de la iglesia estamos a
salvo: podemos escondernos en sus sepulcros más profundos. Podríamos cazar
entre los fieles, beber su sangre en capillas y nichos tan habilidosamente que
jamás nos descubrirían, mandando a nuestras víctimas a morir un rato después en
la calle, confundidas y sin saber qué les había sucedido. ¿Qué haríais entonces,
vosotros que ni siquiera podéis cruzar la puerta? Además, no creemos que tengáis
a Nicolas. ¡Mostrádnoslo! Traedlo a la puerta para que hablemos» .
Gabrielle estaba inm ersa en un torbellino de confusión. Me m iraba,
desesperada por saber qué les estaba diciendo. Ella, en cam bio, captaba
claram ente los pensam ientos de las criaturas, cosa que a m í m e resultaba
im posible m ientras les enviaba aquellos im pulsos m entales.
Parecía que la intensidad de la voz se había reducido, pero no había cesado.
Y continuó com o antes, com o si y o no hubiera contestado y sólo fuera una
salm odia que volvía a prom eternos una tregua. Y ahora parecía hablar tam bién
de una sensación de éxtasis, de que todos los conflictos quedarían resueltos y
desaparecerían en el inm enso placer de unirnos a ella y a las criaturas. La voz
volvía a ser sensual y herm osa.
—¡Sois todos unos m iserables cobardes! —exclam é. Esta vez pronuncié las
palabras en voz alta para que Gabrielle pudiera oírlas tam bién—. Traed a Nicolas
a la iglesia.
El m urm ullo de las voces decreció en intensidad. Continué hablando, pero al
otro lado de la puerta se hizo un silencio hueco com o si m uchas de las voces se
hubieran retirado y sólo quedara ahora un par de ellas. A continuación, escuché
unos leves y caóticos fragm entos de discusiones, unos indicios de rebelión.
Gabrielle entrecerró los oj os.
Se hizo un silencio total. Ahora sólo quedaban en el exterior de la iglesia
algunos m ortales que cruzaban la Place de Grève avanzando contra el viento. No
m e había pasado por la cabeza que las criaturas pudieran retirarse. ¿Qué
podíam os hacer ahora para salvar a Nicolas?
Parpadeé. De pronto m e sentía m uy cansado, casi abrum ado de
desesperación, y m e dij e confusam ente:
« ¡Esto es ridículo, y o nunca m e desespero! Eso les sucede a los otros, no a
m í. Yo sigo luchando no im porta lo que suceda. Siem pre» .
Y, en m i agotam iento y m i cólera, vi a Magnus saltando a la pira, y la m ueca
de su rostro antes de que las llam as le consum ieran, reduciéndole a cenizas. ¿Era
aquello producto de la desesperación?
La idea m e paralizó. Me causó el m ism o horror que cuando el hecho se había
producido en la realidad. Y tuve la extrañísim a sensación de que alguien m ás m e
estaba hablando de Magnus. ¡Por eso m e había venido a la m ente su recuerdo!
—Muy listo… —susurró Gabrielle.
—No hagas caso. Está j ugando con nuestros propios pensam ientos —le
advertí.
Pero cuando dej é de m irarla para observar la puerta abierta que tenía detrás,
vi aparecer una pequeña figura, perfectam ente m aterial. Pertenecía a un j oven,
no a un hom bre m aduro.
Deseé profundam ente que fuera Nicolas, pero enseguida m e di cuenta de que
no era así. La figura era m ás baj a que Nicolas, aunque de constitución m ás
robusta. Y no era hum ana.
Gabrielle em itió un leve m urm ullo de asom bro que, en aquel lugar, sonó casi
com o una oración.
La criatura no vestía com o los hom bres de la época, sino que llevaba una
túnica con cinto, m uy elegante, y m edias en sus piernas bien torneadas. Las
m angas, m uy holgadas, le colgaban a los costados. En realidad, iba vestido com o
Magnus, y, por un instante, tuve la loca im presión de que éste había vuelto por
algún arte de m agia.
Una idea estúpida. La criatura era, com o y a he dicho, un m uchacho que
llevaba el cabello largo y rizado. Le vi penetrar con paso resuelto y nada
afectado en la catedral, a través de la luz plateada. Titubeó un instante, y, por la
inclinación de la cabeza, m e pareció que m iraba hacia arriba. Después, se
acercó a nosotros cruzando la nave sin que sus pies hicieran el m enor ruido sobre
las piedras.
Entró en el círculo de luz de los cirios del altar lateral en que nos hallábam os.
Sus ropas de raso negro, herm osas en otra época, estaban desgastadas por el paso
del tiem po y salpicadas de suciedad. Su rostro, en cam bio, era radiante, pálido y
perfecto, la im agen m ism a de un dios, de un Cupido pintado por Caravaggio,
seductor y etéreo, con el cabello castaño roj izo y los oj os de color pardo oscuro.
Abracé a Gabrielle con m ás fuerza, al tiem po que m iraba al j oven. Nada m e
desconcertó tanto de aquella criatura inhum ana com o el m odo com o nos m iraba.
Estaba inspeccionando hasta el m enor detalle de nuestras personas. Después
extendió el brazo con m ucha delicadeza y tocó la piedra del altar que tenía al
lado. Contem pló el altar, su crucifij o y sus santos y volvió a concentrar la m irada
en nosotros.
A sólo unos m etros de nosotros, nos contem pló tiernam ente, con una
expresión que era casi sublim e. Y surgió de los labios de aquella criatura la
m ism a voz que había oído antes, invitándonos, incitándonos a entregarnos,
insistiendo con indescriptible dulzura en que debíam os am arnos todos, él y
Gabrielle, a quien no llam ó por su nom bre, y y o.
Había algo de infantil en su m odo de enviarnos la invitación, allí plantado
delante de nosotros.
Me m antuve firm e ante él. Por puro instinto. Noté que m is oj os se volvían
opacos com o si se hubiera levantado un m uro que cegara las ventanas de m is
pensam ientos. Y, pese a todo, sentí tales deseos de aquel ser, tales deseos de
entregarm e a él y de seguirle y de dej arm e conducir por él, que todos m is
anhelos del pasado parecían reducidos a la nada. La criatura era un absoluto
m isterio para m í, com o lo había sido Magnus. Pero aquel ser, aquel j oven, era
indescriptiblem ente herm oso y parecía guardar en su interior una profundidad y
una com plej idad infinitas, de las que Magnus había carecido.
La angustia de m i vida inm ortal m e atenazó. « Ven a mí» , dij o la voz. « Ven a
mí porque sólo yo y los que son como yo pueden poner fin a la soledad que
sientes» . La voz tocó un pozo de inexpresable tristeza, sondeó las profundidades
de la m elancolía, y la garganta se m e secó con un rígido nudo donde debía tener
la voz. Y, pese a todo, m e m antuve firm e.
« Nosotros dos estamos juntos» , repliqué, cerrando m i abrazo en torno a
Gabrielle. Luego pregunté al ser: « ¿ Dónde está Nicolas?» . Hice la pregunta y
m e concentré en ella, sin hacer caso a nada de cuanto oía o veía.
El j oven se hum edeció los labios; un gesto m uy hum ano. Y, en silencio, se
acercó aún m ás a nosotros hasta quedar a no m ás de dos palm os, sin dej ar de
m irarnos alternativam ente. Entonces, nos habló con una voz m uy diferente a una
voz hum ana.
—Magnus —dij o. El tono era m oderado, halagador—. ¿Se arroj ó al fuego
com o dices?
—Nunca he dicho tal cosa —respondí. El sonido hum ano de m i propia voz m e
sobresaltó, pero m e di cuenta de que se refería a m is pensam ientos de unos
m inutos antes—. Es cierto, se arroj ó a la hoguera —añadí.
¿Para qué engañar a nadie en ese detalle?
Traté de penetrar en su m ente. Él se dio cuenta de que lo hacía y lanzó contra
m í unas im ágenes tan extrañas que solté un j adeo.
¿Qué era lo que había visto por un instante? No supe reconocerlo. El infierno
y el paraíso, o am bos en uno, vam piros bebiendo sangre de las propias flores que
colgaban de los árboles, pendulantes y palpitantes.
Sentí una oleada de disgusto. Era com o si el ser hubiera penetrado en m is
sueños m ás íntim os com o un súcubo.
Pero se había detenido. Cerró ligeram ente los oj os y baj ó la m irada con una
vaga expresión de respeto. Mi disgusto le dej aba atónito y abrum ado. No había
previsto tal respuesta, no había esperado tal… ¿tal qué? ¿Tal fuerza?
Eso era, y m e lo estaba haciendo saber de un m odo casi cortés.
Le devolví la cortesía: dej é que m e viera en la estancia de la torre j unto a
Magnus y recordé las palabras de éste antes de arroj arse al fuego. Le perm ití
conocer cuanto había sucedido allí.
Él asintió, y, cuando dij e las palabras que Magnus había pronunciado, aprecié
un ligero cam bio en su rostro, com o si su frente se alisara o toda su piel se
estirase. Pero no m e ofreció un conocim iento sim ilar de sí m ism o, en
correspondencia.
Al contrario, para gran sorpresa m ía, apartó la m irada de nosotros y la dirigió
al altar m ay or de la catedral. Pasó por delante de nuestra posición, ofreciéndonos
la espalda com o si no tuviera nada que tem er de nosotros y nos hubiera olvidado
por el m om ento.
Avanzó hacia el gran pasillo central y lo recorrió lentam ente. No obstante, su
m odo de andar no parecía hum ano; se m ovía de una som bra a la siguiente con tal
rapidez que parecía desvanecerse y reaparecer. En ningún m om ento quedaba
visible a la luz. Y aquella m ultitud de alm as congregada en la iglesia sólo tenía
que verle fugazm ente para que, al instante, se esfum ara de nuevo.
Me m aravilló su habilidad, pues de eso se trataba. Sentí curiosidad por
com probar si podía m overm e com o él y le seguí al coro. Gabrielle avanzó detrás
de m í sin hacer el m enor ruido.
Creo que a am bos nos resultó m ás sencillo de lo que habíam os im aginado. El
j oven, en cam bio, quedó visiblem ente sobresaltado cuando nos vio a su lado.
Y su propio desconcierto m e perm itió entrever por un m om ento su gran
debilidad: su orgullo. Se sentía hum illado por el hecho de que nos hubiéram os
acercado a él con aquella rapidez y de que fuéram os capaces, al propio tiem po,
de ocultarle nuestros pensam ientos.
Pero lo peor estaba aún por llegar. Cuando se dio cuenta de que y o había
captado aquello… cuando vio que lo había revelado durante una fracción de
segundo… se sintió doblem ente furioso. Un calor fulm inante, que no era en
absoluto calor, em anó de él.
Gabrielle em itió un pequeño chasquido de desdén. Sus oj os centellearon en
los de él por un instante, en un destello de com unicación entre ellos que m e
excluía. El inhum ano j oven pareció de nuevo desconcertado.
Sin em bargo, por dentro estaba librando una batalla aún m ay or, que y o
trataba de entender. Contem pló a los fieles que le rodeaban, el altar y los
sím bolos del Todopoderoso y de la Virgen María que encontraba donde ponía la
vista. Era un perfecto dios pagano sacado de Caravaggio. La luz j ugaba en la
dura palidez de sus facciones inocentes.
Luego m e pasó el brazo por la cintura, deslizándolo baj o m i capa. Su contacto
era m uy extraño, m uy dulce y seductor, y la belleza de su rostro era tan
hipnotizadora que no m e m oví. Con el otro brazo, tom ó por el talle a Gabrielle, y
la visión de los dos j untos, ángel con ángel, m e distraj o.
« Debéis venir» , dij o.
—¿Por qué? ¿Adónde? —Quiso saber Gabrielle. Noté una inm ensa presión. El
j oven trataba de obligarm e a cam inar contra m i voluntad, pero no podía. Me
planté en el suelo de losas y vi cóm o se endurecía la expresión de Gabrielle al
volverse hacia él. De nuevo, se hizo patente el asom bro del extraño desconocido.
Se puso hecho una furia y no pudo ocultárnoslo.
Así que había subestim ado nuestra fuerza física igual que nuestra fuerza
m ental… Muy interesante.
—Debéis venir ahora —insistió, dirigiéndom e toda la gran fuerza de su
voluntad, que identifiqué con dem asiada claridad com o para dej arm e engañar
por ella—. Salid y m is seguidores no os harán daño.
—Nos estás m intiendo —repliqué—. Has enviado lej os a tus seguidores con la
intención de hacernos salir antes de que vuelvan, porque no quieres que te vean
abandonando la iglesia. ¡No quieres que sepan que puedes entrar en ella!
Gabrielle volvió a lanzar una de sus risas burlonas y despectivas.
Planté la m ano en el pecho del extraño j oven e intenté apartarle a un lado,
pero descubrí que era tan fuerte com o Magnus. Sin em bargo, m e negué a sentir
tem or.
—¿Por qué no quieres que te vean? —susurré, m irándole fij am ente.
El cam bio que experim entó resultó tan inesperado y espantoso que m e
descubrí conteniendo la respiración. Su rostro angelical pareció m architarse, sus
oj os se abrieron y en sus labios se form ó una m ueca de consternación. Todo su
cuerpo se puso totalm ente deform ado com o si intentara no rechinar los dientes ni
apretar los puños.
Gabrielle se apartó de él y m e eché a reír. No era m i intención hacerlo, pero
no pude evitarlo. El aspecto del j oven era aterrador, pero tam bién resultaba m uy
divertido.
Con asom brosa rapidez, aquel horroroso espej ism o —si de tal cosa se trataba
— se desvaneció, y nuestro interlocutor recuperó su plácido aspecto anterior.
Incluso volvió a m ostrar la m ism a expresión sublim e. Mediante un sostenido fluj o
de pensam ientos, m e hizo saber que m e consideraba infinitam ente m ás fuerte de
lo que había supuesto en un principio, pero que las dem ás criaturas se asustarían
al verle salir de la iglesia y que, por tanto, debíam os abandonar ésta enseguida.
—Mientes otra vez —susurró Gabrielle.
Y m e di cuenta de que aquel ser tan orgulloso no nos perdonaría nada. ¡Que
Dios am parara a Nicolas si no conseguíam os engañarle!
Di m edia vuelta, así de la m ano a Gabrielle y echam os a andar por el pasillo
hacia las puertas principales. Gabrielle m iró al extraño ser y luego volvió los oj os
hacia m í con aire inquisitivo y el rostro tenso y pálido.
—Paciencia —susurré.
Al m irar atrás vi al j oven lej os de nosotros, de espaldas al altar principal,
contem plándonos con unos oj os tan enorm es que su aspecto m e pareció horrible,
repulsivo y fantasm al.
Cuando llegué al vestíbulo de la catedral, em placé a las otras criaturas con
toda la fuerza de m i m ente y, al tiem po que lo hacía, m urm uré las palabras entre
dientes para que Gabrielle supiera qué estaba haciendo y o. Invité a las criaturas a
regresar y entrar en el recinto sagrado si lo deseaban, les dij e que nadie ni nada
les haría daño y que su líder estaba y a en el interior, j unto al altar m ay or,
absolutam ente ileso.
Repetí las palabras en voz m ás alta, insistiendo en la invitación con m is
pensam ientos, y Gabrielle se sum ó a m is esfuerzos repitiendo las frases al
unísono conm igo.
Noté que el j oven se acercaba a nosotros desde el altar m ay or, hasta que, de
pronto, le perdí la pista. No m e di cuenta del m om ento en que reaparecía detrás
de nosotros.
De im proviso, se m aterializó a m i lado y, al tiem po que arroj aba al suelo a
Gabrielle, m e agarró e intentó levantarm e del suelo para lanzarm e fuera de la
iglesia.
Me resistí a ello, y, repasando desesperadam ente cuanto podía recordar de
Magnus —su rara m anera de andar y los extraños m ovim ientos de la fantasm al
figura—, logré lanzarle, no al suelo com o sucedería con un sólido y pesado
m ortal, sino directam ente por los aires.
Com o y a sospechaba, el extraño ser salió despedido en un salto m ortal,
estrellándose contra la pared.
Los hum anos m ortales se agitaron en los bancos. Vieron un m ovim iento y
escucharon unos ruidos, pero el causante y a había desaparecido una vez m ás. En
cuanto a Gabrielle y a m í, en la penum bra no nos distinguíam os de otros j óvenes
caballeros.
Hice un gesto a Gabrielle para que se apartara de donde estaba. El j oven
reapareció entonces, em bistiendo directam ente hacia m í, pero m e di cuenta de lo
que iba a suceder y salté a un lado.
A unos cinco m etros de m í, caído en el suelo, le vi m irarm e con auténtico
tem or reverencial, com o si y o fuera un dios. Sus largos cabellos castaños roj izos
estaban revueltos y m e contem plaba con sus enorm es oj os pardos abiertos com o
platos. Y, pese a la dulce inocencia de sus facciones, sus pensam ientos volvían a
volcar sobre m í un ardiente chorro de órdenes, diciéndom e que y o era débil,
im perfecto y estúpido, y que sus seguidores m e arrancarían los m iem bros uno a
uno tan pronto reaparecieran. Capté im ágenes de Nicolas y am enazas de que
asarían a m i j oven am ante a fuego lento hasta la m uerte.
Solté una carcaj ada en silencio. Aquello era tan ridículo com o las peleas en la
viej a Commedia dell’arte.
Gabrielle pasaba la m irada alternativam ente de uno a otro.
Envié nuevas invitaciones a los dem ás, y esta vez, cuando lo hice, les oí
responder, curiosos e inquisitivos.
—Entrad en la iglesia —repetí una y otra vez, incluso cuando su líder se
levantó y volvió a cargar contra m í con una rabia ciega y torpe.
Gabrielle le suj etó al m ism o tiem po que y o, y, entre los dos, le reduj im os
hasta inm ovilizarle.
En un m om ento de absoluto terror para m í, trató de clavarm e los colm illos en
el cuello. Vi sus oj os redondos y vacíos m ientras los afilados colm illos quedaban
al descubierto al retirar los labios. Le repelí de un em puj ón y volvió a
desvanecerse.
Advertí que las dem ás criaturas se estaban acercando.
—¡Vuestro líder está aquí dentro! ¡Com probadlo! —les grité—. Y cualquiera
de vosotros puede penetrar tam bién en la iglesia. No sufriréis daño alguno.
Oí un grito de advertencia de Gabrielle. Dem asiado tarde. Se alzó ante m í
com o si surgiera del propio suelo y m e golpeó en la m andíbula, llevando m i
cabeza hacia atrás de m odo que m is oj os m iraron el techo de la iglesia. Y, antes
de que pudiera recuperarm e, descargó un golpe preciso en m itad de m i espalda
que m e envió por los aires a través de la puerta abierta hasta las piedras de la
plaza.
CUARTA PARTE
LOS HIJOS DE LAS TINIEBLAS
1
No pude ver otra cosa que la lluvia, pero capté las voces de las criaturas a m i
alrededor. Y a su líder dando la orden.
—Esos dos no tienen ningún gran poder —les decía con unos pensam ientos
que resultaban de una curiosa sim plicidad, com o si fueran dirigidos a niños
vagabundos—. Cogedles prisioneros.
—Lestat —dij o Gabrielle—, no te resistas. Es inútil tratar de prolongar esto.
Com prendí que tenía razón, pero y o j am ás m e había rendido a nadie y,
arrastrándola conm igo frente al Hôtel Dieu, m e dirigí al puente.
Nos abrim os paso entre la m ultitud de capas húm edas y carruaj es salpicados
de barro, pero las criaturas ganaban terreno detrás de nosotros. Corrían tan
deprisa que resultaban casi invisibles para los m ortales y apenas m ostraban ahora
el m enor tem or a nuestra presencia.
La cacería term inó en las calles oscuras de la Rive Gauche.
Los blancos rostros aparecieron delante y detrás de nosotros com o diabólicos
querubines, y, cuando traté de desenvainar la espada, noté sus m anos en m is
brazos.
—Acabem os y a —escuché decir a Gabrielle.
Conseguí agarrar con fuerza la espada, pero no pude im pedir que las criaturas
m e levantaran del suelo. Lo m ism o hicieron con Gabrielle.
Y, en un torbellino ardiente de im ágenes espantosas, supe adónde nos
conducían. A les Innocents, distante m uy poco de allí. Ya podía distinguir el
resplandor de las hogueras que ardían cada noche entre las hediondas fosas
com unes, de las llam as de las que se creía que dispersaban los efluvios.
Cerré el brazo en torno al cuello de Gabrielle y grité que no podía soportar
aquel hedor, pero las criaturas nos conduj eron rápidam ente a través de la
oscuridad, cruzando las verj as y pasando ante las blancas criptas de m árm ol.
—Seguro que vosotros tam poco podéis soportarlo —dij e, pugnando por
desasirm e—. ¿Por qué, pues, vivís entre los m uertos cuando estáis hechos para
alim entaros de los vivos?
Me entró tal repulsión, que no pude continuar m is esfuerzos por hablar ni por
liberarm e. A nuestro alrededor había cuerpos en diversos estados de
putrefacción, e incluso de los sepulcros m ás ricos surgía aquel hedor.
Y, al internarnos en la parte m ás oscura del cem enterio y penetrar en un
enorm e sepulcro, m e di cuenta de que tam bién a las criaturas les repugnaba el
olor tanto com o a m í. Percibí su desagrado, y, pese a ello, vi que abrían la boca y
ensanchaban los pulm ones com o si lo quisieran devorar. Gabrielle, a m i lado,
estaba tem blando con los dedos hundidos en m i cuello.
Atravesam os otra puerta, y luego, a la m ortecina luz de una antorcha,
descendim os por unos peldaños de tierra.
El hedor creció en intensidad. Parecía rezum ar de las paredes de barro.
Incliné la cabeza hacia delante y vom ité un hilillo de sangre reluciente en los
escalones excavados a m is pies. La sangre desapareció m ientras continuábam os
adelante con rapidez.
—¡Vivís entre las tum bas! —exclam é, furioso—. Decidm e, ¿por qué sufrís y a
el infierno por propia voluntad?
—¡Silencio! —cuchicheó m uy cerca de m í una de las criaturas, una hem bra
de oj os oscuros con pelos de bruj a—. ¡Blasfem o! ¡Profanador m aldito!
—No m uestres tanto aprecio por el dem onio, querida —repliqué en tono
burlón. Estábam os frente a frente—. ¡A m enos que te ofrezca una visión m ás
digna de contem plar que la del Altísim o!
La criatura se echó a reír. O m ás bien em pezó a hacerlo, pero se detuvo
com o si la risa no le estuviera perm itida. ¡Qué reunión m ás alegre e interesante
iba a ser aquélla!
Continuam os baj ando y baj ando a las entrañas de la tierra. La luz vacilante,
el ruido de los pies desnudos sobre el suelo, los sucios harapos rozándom e la cara.
Por un instante vi una calavera sonriente, luego otra, y, tras ésta, un m ontón de
cráneos que llenaban un nicho en la pared.
Intenté desasirm e y m i pie golpeó otro m ontón de huesos, que cay eron con
estruendo escaleras abaj o. Los vam piros m e suj etaron con m ás fuerza y trataron
de sostenernos a los dos m ás en alto. Pasam os ante el repugnante espectáculo de
unos cadáveres putrefactos suj etos a las paredes com o estatuas, con los huesos
cubiertos de telas tam bién podridas.
—¡Esto es dem asiado repulsivo! —m ascullé con los dientes apretados.
Habíam os llegado al pie de las escaleras y nos conducían por una gran
catacum ba. Llegó a m is oídos el grave y rápido batir de unos tim bales.
Delante de nosotros ardían unas teas, y, por encim a del coro de lastim eros
gem idos, m e llegaron otros gritos, lej anos pero llenos de dolor. Y entonces, algo
aj eno a aquellos lam entos m isteriosos atraj o m i atención.
Entre toda aquella fetidez, aprecié la proxim idad de un m ortal. Era Nicolas y
estaba vivo, y pude percibir la vulnerable corriente de sus pensam ientos
m ezclada con su olor. Y en sus pensam ientos había algo terriblem ente extraño.
Era un caos.
No tuve m odo de saber si Gabrielle lo había captado.
De pronto, las criaturas nos arroj aron j untos al suelo y se apartaron de
nosotros.
Me puse en pie y ay udé a Gabrielle a incorporarse. Vi que estábam os en una
gran cám ara abovedada, apenas ilum inada por tres antorchas que sostenían otros
tantos vam piros, dispuestas en un triángulo cuy o centro ocupábam os.
Había algo grande y oscuro al fondo de la cám ara: olía a m adera y brea, a
hum edad, a ropa enm ohecida, a m ortal vivo. Nicolas estaba allí.
A Gabrielle se le había soltado por com pleto el lazo del cabello y éste le caía
sobre los hom bros m ientras seguía clavando sus dedos en m í y m iraba a nuestro
alrededor con oj os que parecían tranquilos y cautos.
De todas partes se alzaban lam entos, pero las súplicas m ás desgarradoras
procedían de los otros seres que habíam os oído antes, de unas criaturas
encerradas en lo m ás profundo de la tierra.
Y com prendí entonces que eran vam piros sepultados que gritaban, que
lanzaban alaridos suplicando sangre, suplicando perdón y la libertad, suplicando
incluso el fuego del infierno. El griterío era tan insoportable com o el olor. No m e
llegaron verdaderos pensam ientos de Nicolas, sólo el tenue brillo inform e de su
m ente. ¿Estaría soñando? ¿Se habría vuelto loco?
El retum bar de los tim bales sonaba m uy fuerte y m uy próxim o; pese a ello,
los gritos superaban a veces su estruendo, una y otra vez, sin ritm o ni aviso. Los
gem idos de los m ás próxim os a nosotros cesaron, pero los tim bales continuaron
batiendo y su sonido surgió de pronto del interior de m i cabeza.
Tratando desesperadam ente de no llevarm e las m anos a los oídos, m iré a m i
alrededor.
Se había form ado un gran círculo y ante nosotros estaba una decena, al
m enos, de aquellas criaturas. Vi j óvenes, viej os, hom bres y m uj eres, un
m uchacho… y todos ellos vestían restos de ropas hum anas. Estaba la m uj er a la
que había hablado en la escalera, con su cuerpo bien form ado cubierto por una
túnica asquerosa y sus vivaces oj os negros brillando com o gem as en el fango
m ientras nos estudiaban. Y detrás de ellos, de aquella avanzada, había un par en
las som bras golpeando los tim bales.
Elevé una m uda súplica pidiendo fuerzas. Traté de oír a Nicolas sin pensar
realm ente en él. Hice un voto solem ne: « Os sacaré a todos de aquí aunque de
momento no sé exactamente cómo» .
El ritm o de los tim bales se hizo m ás lento hasta convertirse en una
desagradable cadencia que convirtió m i extraña sensación de m iedo en una garra
que m e atenazaba la garganta. Uno de los que portaban antorchas se acercó a
nosotros.
Aprecié la expectación de los dem ás, una patente excitación m ientras las
llam as se acercaban a m i rostro.
Arranqué la tea de m anos de la criatura, retorciéndole la derecha hasta que
hincó las rodillas. Con una seca patada, la envié rodando por el suelo y, cuando
los dem ás se lanzaron contra m í, m oví la antorcha en un am plio arco
obligándoles a retroceder.
Luego, desafiante, arroj é la antorcha al suelo.
Aquello les pilló por sorpresa y noté un súbito silencio. La expectación había
desaparecido, o m ás bien se había transform ado en algo m ás paciente y m enos
volátil.
Los tim bales sonaron insistentem ente, pero parecía com o si aquellos seres no
hicieran caso de su retum bar. Tenían la vista puesta en las hebillas de nuestros
zapatos, en nuestro cabello y en nuestros rostros, con tal expresión de inquietud
que parecían am enazadores y feroces. Y el m uchacho, con una m ueca
atorm entada, extendió la m ano para tocar a Gabrielle.
—¡Vuelve atrás! —dij e con un siseo.
Y el m uchacho obedeció, recogiendo la antorcha del suelo m ientras lo hacía.
Sin em bargo, y o estaba seguro y a de una cosa: estábam os rodeados por la
envidia y la curiosidad, y ésa era la m ej or ventaj a que poseíam os.
Miré uno tras otro a aquellos seres, y, con gestos m uy pausados, em pecé a
lim piarm e el polvo y la suciedad de la levita y de los calzones. Alisé la capa y
enderecé los hom bros. Luego m e pasé una m ano por el pelo y crucé los brazos
sobre el pecho, la im agen m ism a de la dignidad y la rectitud; y paseé la m irada a
m i alrededor.
Gabrielle m e dirigió una ligera sonrisa. No había perdido la com postura y
tenía la m ano en la em puñadura de la espada.
El efecto de todo esto en aquellos seres fue de general asom bro. La m uj er de
oj os oscuros estaba em belesada. Le hice un guiño. Habría quedado encantadora
si alguien la hubiese m etido baj o una cascada durante m edia hora y así se lo dij e
sin palabras. Dio dos pasos atrás y se apretó los harapos sobre los pechos.
Interesante. Muy interesante; sí, señor.
—¿Qué explicación tiene todo esto? —inquirí, m irando a aquellos seres uno
por uno com o si fueran el único.
Gabrielle lanzó de nuevo su leve sonrisa.
—¿Qué representa que sois? —exigí saber—. ¿La im agen de unos fantasm as
que arrastran las cadenas por cem enterios y antiguos castillos?
Las criaturas se m iraron entre ellas con creciente inquietud. Los tim bales
habían dej ado de sonar.
—La niñera que tuve m e asustaba m uchas veces con cuentos de seres así —
dij e—. Me decía que podían saltar en cualquier instante de las arm aduras del
castillo para llevarm e con ellos gritando. —Pisé el suelo con energía y avancé
hacia las criaturas—. ¿ES ESO LO QUE SOIS?
Todos se encogieron y retrocedieron.
Todos, m enos la m uj er de oj os negros, que no se m ovió.
Lancé una risa por lo baj o.
—Y vuestros cuerpos son com o los nuestros, ¿no es eso? —pregunté
pausadam ente—. Finos, sin defectos. Y en vuestros oj os percibo m uestras de m is
propios poderes. Muy extraño…
Surgía de ellos una gran confusión, y los aullidos procedentes de la tierra
parecían m ás am ortiguados, com o si los sepultados estuvieran escuchando a
pesar de su dolor.
—¿Os divierte m ucho vivir entre un hedor y una suciedad com o éstos? —
pregunté—. ¿Es por eso por lo que lo hacéis?
Tem or. De nuevo, envidia. ¿Cóm o habíam os podido escapar a su destino?
—Nuestro am o es Satán —dij o la m uj er de oj os oscuros con brusquedad. Su
voz era cultivada. Seguram ente había sido una m uj er de buena posición cuando
era m ortal—. Y servim os a Satán com o es nuestro deber.
—¿Por qué? —repliqué con cortesía.
A nuestro alrededor hubo m uestras de consternación.
Una ligera im agen de Nicolas. Agitación sin orden ni concierto. ¿Habría oído
m i voz?
—Traerás la cólera de Dios sobre todos nosotros con tu actitud desafiante —
dij o el m uchacho, el m ás j oven de todos, que no debía de tener m ás de dieciséis
años cuando fue convertido en lo que era—. En tu vanidad y tu perversidad,
haces caso om iso de las Ley es Oscuras. ¡Vives entre m ortales y vas a lugares
ilum inados!
—¿Y por qué no lo hacéis vosotros? —pregunté—. ¿Acaso vais a subir al cielo
con vuestras alitas blancas cuando term inéis este período de penitencia? ¿Es eso
lo que os prom ete Satán? ¿La salvación? Yo, en lugar de vosotros, no confiaría en
ello.
—¡Serás arroj ado al fondo del infierno por tus pecados! —dij o otro m iem bro
del grupo, una m uj eruca m enuda con aspecto de bruj a—. Perderás el poder para
seguir haciendo el m al en la Tierra.
—¿Y cuándo se supone que ha de suceder eso? —repliqué—. ¡Llevo m edio
año siendo lo que soy y ni Dios ni Satanás m e han m olestado! ¡Eres tú quien m e
im portuna!
Se quedaron paralizados por un instante. ¿Cóm o era posible que no
hubiéram os caído fulm inados al entrar en las iglesias? ¿Cóm o podíam os ser lo
que éram os?
Era m uy probable que pudiéram os dispersarles y derrotarles en aquel m ism o
instante, pero ¿qué sería de Nicolas? Si al m enos sus pensam ientos hubieran sido
coherentes, habría podido hacerm e una im agen de qué había exactam ente baj o
el gran lienzo negro enm ohecido del fondo.
Clavé la m irada en los vam piros.
Madera, brea… una hoguera, sin duda. Y aquellas m alditas antorchas…
La m uj er de oj os oscuros se adelantó hacia nosotros. No había m alevolencia
en ella, sólo fascinación. Pero el m uchacho la em puj ó a un lado, enfureciéndola,
y se aproxim ó tanto que noté su aliento en el rostro.
—¡Bastardo! —exclam ó—. Tú eres obra de Magnus, el proscrito, en desafío
del pacto y de las Ley es Oscuras. Y, llevado por la precipitación y la vanidad, le
has dado el Don Oscuro a esta m uj er, igual que te fue dado a ti.
—Si no te castiga Satán —m urm uró la m uj er—, lo harem os nosotros, com o
es nuestro deber y nuestro derecho.
El m uchacho señaló la hoguera cubierta por el lienzo negro e hizo un gesto a
los dem ás para que se retiraran.
Los tim bales volvieron a sonar, rápidos y potentes. El círculo se am plió y los
portadores de las antorchas se acercaron al lienzo.
Dos de entre los dem ás desgarraron la tela casi descom puesta, el gran lienzo
de sarga negra del cual se levantó una nube de polvo sofocante.
La pira era tan grande com o la que había consum ido a Magnus.
Y encim a de ella, encerrado en una tosca j aula de m adera, estaba Nicolas,
arrodillado y caído contra los barrotes. Nos m iró sin vernos y no aprecié en su
rostro ni en sus pensam ientos señal alguna de que nos reconociera.
Los vam piros sostuvieron en alto las teas para que le viéram os bien y noté
que la expectación aum entaba de nuevo a nuestro alrededor, com o cuando nos
habían llevado a aquella cám ara.
Gabrielle m e advertía con la presión de la m ano que m antuviera la calm a. Su
expresión no había cam biado un ápice.
Noté unas m arcas azuladas en el cuello de Nicolas. La pechera de encaj e de
su cam isa estaba tan sucia com o los harapos de las criaturas, y en sus calzones
podían verse diversos sietes y rozaduras. De hecho, Nicolas estaba cubierto de
m agulladuras y consum ido hasta el borde de la m uerte.
El m iedo estalló silencioso en m i corazón, pero m e di cuenta de que era eso lo
que querían ver aquellos seres y sellé las em ociones dentro de m í.
La j aula no era nada, m e dij e. Podía rom perla. Y sólo había tres antorchas.
La cuestión era saber en qué m om ento m overse y cóm o. No pereceríam os de
aquella m anera, desde luego que no.
Me descubrí, observé fríam ente a Nicolas y estudié con la m ism a frialdad los
haces de leña m enuda y los troncos grandes toscam ente partidos. Surgió dentro
de m í una gran cólera. El rostro de Gabrielle era una perfecta m áscara de odio.
El grupo pareció darse cuenta de ello y se apartó ligerísim am ente de
nosotros, para volver a acercarse luego, lleno de confusión e incertidum bre.
No obstante, algo m ás estaba sucediendo. El círculo de las criaturas se
estrechó aún m ás a nuestro alrededor.
Gabrielle m e tom ó el brazo.
—Viene el am o —m urm uró.
En algún lugar de la cám ara se había abierto una puerta. El sonido de los
tim bales creció en intensidad; dio la im presión de que los sepultados en la tierra
entraban en un paroxism o de súplicas, rogando el perdón y la liberación. Los
vam piros que nos rodeaban reanudaron su frenético griterío y tuve que hacer un
gran esfuerzo para no llevarm e las m anos a los oídos.
Un poderoso instinto m e dij o que no debía m irar al recién llegado, pero no
pude resistirm e y, lentam ente, volví la cabeza hacia él para m edir sus poderes.
2
El am o de las criaturas avanzaba hacia el centro del gran círculo, de espaldas a la
hoguera, acom pañado de una extraña m uj er vam piro.
Y cuando lo m iré a la luz de las antorchas, sentí la m ism a conm oción que
había experim entado al verle entrar en Notre Dam e.
No era sólo su belleza, sino la sorprendente inocencia que reflej aba su rostro
j uvenil. Se m ovía con tal rapidez y tal ligereza que era im posible determ inar el
m om ento en que sus pies daban un paso. Sus oj os enorm es nos m iraron sin odio,
m ientras su pelo, pese a la suciedad, despedía unos leves destellos roj izos.
Traté de leer su m ente, de saber qué era aquel ser, por qué una criatura tan
sublim e m andaba sobre aquellos tristes fantasm as cuando tenía todo el m undo a
su disposición. Intenté de nuevo descubrir algo que y a casi había averiguado
cuando aquella criatura y y o habíam os estado cara a cara en el altar de la
catedral. Si lo descubría, tal vez podría derrotarle, y ésa era m i intención.
Creí verle responder, dirigirm e una silenciosa contestación, un destello del
paraíso en la m ism a boca del infierno en su expresión inocente, com o si el diablo
aún conservase el rostro y la form a del ángel que era antes de la caída.
Pero allí sucedía algo m uy raro. El am o no pronunció una sola palabra. Los
tim bales retum baron ansiosam ente, pero no se produj o una reacción unitaria
entre las criaturas. La m uj er de oj os oscuros no se unió a los dem ás en el coro de
lam entos, y otros de aquellos seres vam píricos habían enm udecido tam bién.
En ese instante, la m uj er que había entrado con el am o, una extraña criatura
ataviada com o una reina de la antigüedad con una túnica harapienta y un ceñidor
bordado en la cintura, se echó a reír.
El aquelarre, o com o quiera que llam aran a la reunión, quedó
com prensiblem ente desconcertado. Uno de los tim bales dej ó de sonar.
La criatura de aspecto de reina se rio cada vez m ás fuerte. Su blanca
dentadura brillaba tras el sucio velo de sus cabellos enredados.
Había sido una m uj er herm osa en su tiem po. Y no era su edad de m ortal lo
que la había aj ado. Más bien tenía el aspecto de una loca: su boca en una m ueca
horrible m ientras sus oj os m iraban frenéticam ente lo que tenía delante; su cuerpo
arqueado súbitam ente con las carcaj adas, com o había hecho Magnus al danzar
en torno a su pira funeraria.
—Os lo advertí, ¿verdad? —gritó—. ¿Sí o no?
Al fondo de la cám ara, detrás de la m uj er, Nicolas se agitó en su j aula. Noté
que la risa se escarnecía en él, y noté tam bién que m i cam arada m e m iraba
fij am ente y que en sus facciones asom aba un destello de razón pese a su m ueca
distorsionada. El m iedo pugnaba con la m alevolencia dentro de él, y a esa lucha
se unía una m araña de asom bro y casi de desesperación.
El j oven de cabellos castaños roj izos m iró a su acom pañante, la reina
vam piro, con expresión inescrutable. El m uchacho de la antorcha dio un paso
adelante y gritó a la m uj er que callara de una vez. A pesar de sus andraj os, el
porte del m uchacho era ahora m uy distinguido.
La m uj er le volvió la espalda y nos m iró cara a cara. Pronunció sus palabras
en una especie de cántico, con una voz ronca y asexuada que dio paso a otra risa
restallante.
—Mil veces lo he dicho y no habéis querido escucharm e —declaró. La túnica
vibraba a su alrededor com o si estuviera tem blando—. Y m e habéis llam ado
loca, víctim a de m i tiem po, Casandra errante corrom pida por una vigilia
dem asiado larga en esta Tierra. Pues bien, y a veis que m is predicciones se han
cum plido una por una.
El am o no hizo adem án alguno de responder.
—Y ha tenido que llegar esta criatura —prosiguió, acercándose a m í con una
horrible m ueca cóm ica en el rostro, igual a la que había visto en Magnus—, este
alocado caballero, para dem ostrároslo de una vez por todas.
Em itió un siseo, hizo una profunda inspiración y se quedó inm óvil, m uy
erguida. Y en aquel m om ento de absoluta quietud, se transfiguró en una herm osa
m uj er. Deseé peinarle el cabello, lavárselo con m is m anos, vestirla con ropas
m odernas y verla en el espej o de m i época. De hecho, m i m ente enloqueció por
un m om ento ante la idea de restituirle su belleza y de borrar todo rastro de su
nefasto disfraz.
Creo que, por un instante, la noción de eternidad ardió dentro de m í, y supe
qué era la inm ortalidad. Todo era posible en la eternidad, o, al m enos, así m e lo
pareció en aquel m om ento.
Ella m e observó y captó m is visiones y el encanto de su rostro se hizo aún
m ás intenso, pero el frenesí volvió a crecer y oí gritar al m uchacho:
—¡Castiguém osles! ¡Apliquém osles el j uicio de Satán! ¡Encendam os la
hoguera!
Sin em bargo, nadie se m ovió en la inm ensa cám ara.
La m uj er em itió, con los labios cerrados, una salm odia m isteriosa con la
cadencia de unos versos. El am o continuó im pasible. El m uchacho harapiento, en
cam bio, avanzó hacia nosotros, dej ó los colm illos al descubierto y alzó la m ano
com o una zarpa.
Le quité la antorcha de la m ano y, con gesto de indiferencia, le di un em puj ón
en el pecho que le envió m ás allá del círculo de andraj osos, resbalando hasta la
leña m enuda apilada j unto a la hoguera. Apagué la antorcha pisándola contra el
suelo.
La reina vam piro soltó una carcaj ada estridente que pareció llenar de terror a
los dem ás, pero la expresión del am o no varió un ápice.
—¡No pienso quedarm e a esperar ningún j uicio de Satán! —declaré, pasando
la m irada por el círculo de criaturas—. ¡A m enos que m e traigáis aquí al propio
Satán!
—¡Sí, hij o, díselo! ¡Oblígales a responder! —intervino la m uj er con voz
triunfal.
El m uchacho se había incorporado nuevam ente.
—Ya conocéis sus faltas —rugió m ientras se adelantaba otra vez al círculo.
Se le veía furioso y rezum aba poder, y m e di cuenta de que era im posible
j uzgar a ninguno de aquellos andraj osos por la form a m ortal que conservaban. El
m uchacho, bien podía ser un anciano; la m uj eruca, una j oven inexperta; y el
aniñado líder, el m ás viej o de todos ellos.
—¡Ved aquí! —continuó, acercándose aún m ás con un intenso brillo en los
oj os al notar la atención de los dem ás—. Este m aldito no ha sido novicio aquí ni
en ninguna parte; no ha suplicado ser acogido ni ha hecho votos a Satán. No ha
entregado su alm a en el lecho de m uerte. ¡En realidad, no ha m uerto nunca! —
Su voz se hizo m ás sonora y aguda—. ¡No ha sido enterrado ni se ha levantado de
la tum ba com o un Hij o de la Oscuridad! ¡Al contrario, se atreve a deam bular por
el m undo baj o la apariencia de un ser viviente! ¡Y hace negocios en el propio
centro de París com o un m ortal m ás!
Unos chillidos respondieron desde las paredes. Los vam piros del círculo, en
cam bio, perm anecieron callados m ientras el m uchacho les m iraba; su m andíbula
tem blaba.
Alzó los brazos y em itió un alarido. Un par de criaturas le secundó. El rostro
se le desfiguró de rabia.
La viej a reina vam piro estalló en otra carcaj ada, y m e m iró, m ientras su
sonrisa aparecía aún m ás desquiciada. El m uchacho, no obstante, no se dio por
vencido. Me señaló y dij o:
—Busca el calor del fuego: ¡rigurosam ente prohibido! —m e acusó a gritos,
pateando el suelo y tirándose de la ropa—. ¡Acude a los m ism ísim os em porios
del placer carnal y se relaciona allí con m ortales al ritm o de la m úsica! ¡Incluso
baila con ellos!
—¡Basta y a de desvaríos! —le interrum pí.
Aunque, en realidad, deseaba seguir escuchándole.
El m uchacho se precipitó hacia m í, apuntándom e con el dedo m uy cerca de
m i rostro.
—¡Ningún ritual puede purificarle! Ya es dem asiado tarde para los
Juram entos Oscuros, para las Bendiciones Oscuras…
—¿Juram entos Oscuros? ¿Bendiciones Oscuras? —Me volví hacia la viej a
reina—. ¿Qué dices tú a todo esto? Tú eres tan viej a com o Magnus cuando se
arroj ó a la hoguera… ¿Por qué padeces y toleras que esto continúe?
Los oj os se m ovieron de pronto en su cabeza com o si únicam ente ellos
tuvieran vida, y, de nuevo, em pezó a surgir de su garganta aquella risa loca.
—Nunca te causaré daño, j oven m ío —respondió al fin—. A ninguno de los
dos —añadió, a la vez que lanzaba una dulce m irada a Gabrielle—. Has tom ado
la Senda del Diablo hacia una gran aventura. ¿Qué derecho tengo y o a intervenir
en lo que te tienen reservado los siglos futuros?
La Senda del Diablo. Era la prim era frase de alguno de aquellos seres que
sonaba com o un clarín en lo m ás profundo de m i ser. Se adueñó de m í una rara
euforia con sólo contem plar a la m uj er. A su m odo, parecía la herm ana m elliza
de Magnus.
—¡Oh, sí, soy de la m ism a edad que tu progenitor! —Al sonreír, sus blancos
colm illos rozaron apenas el labio inferior para desaparecer a continuación.
Dirigió una m irada al am o, que la observó sin el m enor interés ni em oción—. Ya
estaba aquí —prosiguió—, en este aquelarre, cuando Magnus, el alquim ista, el
astuto Magnus, nos robó nuestros secretos… cuando bebió la sangre que le daría
la vida eterna de un m odo com o el Mundo de las Tinieblas no había conocido
j am ás. Y ahora han transcurrido tres siglos, y Magnus te ha concedido a ti, bello
j oven, su Don Oscuro, puro y concentrado.
Su rostro se convirtió de nuevo en aquella m áscara cóm ica, sonriente y
burlona, que tanto se parecía a la de Magnus.
—Muéstram elo, hij o —añadió—, m uéstram e la fuerza que él te dio. ¿Sabes
qué significa ser convertido en vam piro por alguien tan poderoso y que nunca
había otorgado a nadie el Don Oscuro hasta ese instante? ¡Aquí está prohibido,
hij o, que alguien de su edad transm ita su poder! Pues, de hacerlo, el neófito
nacido de él podría vencer fácilm ente a este herm oso am o y a todo su grupo.
—¡Basta y a de desvaríos m al concebidos! —interrum pió el m uchacho.
Sin em bargo, todo el m undo estaba atento a las palabras de la viej a reina
vam piro. La m uj er de oj os oscuros se nos había aproxim ado para ver m ej or a la
anciana, olvidando por com pleto cualquier tem or o resentim iento hacia nosotros.
—Hace cien años, y a habrías dicho suficiente —rugió el m uchacho a la viej a
reina, levantando la m ano para exigirle silencio—. Estás loca com o todos los
viej os. Ésa es la m uerte que sufres. Os repito que este proscrito debe ser
castigado. Cuando él y la m uj er que ha creado sean destruidos delante de todos
nosotros, el orden quedará restaurado.
Con furia renovada, se volvió hacia las otras criaturas.
—Yo os digo que vagáis por esta tierra com o todos los engendros m alignos,
por la voluntad de Dios, para hacer sufrir a los m ortales por su Divina Gloria. Y
la voluntad de Dios puede destruiros si blasfem áis, y puede arroj aros a las
calderas del infierno en este m ism o instante, pues sois alm as condenadas y
vuestra inm ortalidad sólo os es concedida al precio del sufrim iento y el torm ento.
Un coro de gem idos se alzó entre el grupo, sin m ucha convicción.
—Aquí está por fin —intervine entonces—. Aquí tenem os toda vuestra
filosofía… ¡y toda ella está fundada en una m entira! ¿Así que os acobardáis
com o cam pesinos, sum idos y a en el infierno por vuestra propia voluntad, atados
con cadenas m ás fuertes que las de cualquier m ortal, y ahora queréis castigarnos
porque no obram os igual? ¡Precisam ente por eso, seguid nuestro ej em plo!
Parte de los vam piros nos contem plaba en silencio, m ientras otros se
volcaban en nerviosas conversaciones que surgían a nuestro alrededor. Una y
otra vez, m iraban a su am o y a la viej a reina. Pero su am o no decía nada. El
m uchacho pidió orden a gritos:
—Y no le basta con profanar lugares sagrados o con vivir com o un m ortal.
Esta m ism a noche, en un pueblo de las afueras, ha aterrorizado a todos los fieles
de una iglesia. París entero com enta este horror, habla de fantasm as que salen de
las tum bas de debaj o del altar. ¡Son él y esa m uj er vam piro en la que ha obrado
el Rito Oscuro sin consentim iento ni cerem onia, del m ism o m odo en que él fue
creado!
Se oy eron j adeos y nuevos m urm ullos, pero la viej a reina lanzó un grito de
placer.
—¡Son faltas m uy graves! —continuó el m uchacho—. Insisto en que no
pueden quedar sin castigo. ¿Y quién de vosotros no ha oído hablar de sus burlas en
el escenario de ese teatro del bulevar, del cual es propietario com o lo sería un
m ortal? ¡Allí m ism o ha hecho ostentación de sus poderes com o Hij o de las
Tinieblas ante un m illar de parisinos! ¡Así es com o el secreto que hem os
protegido durante siglos ha sido violado para diversión suy a y de una m asa de
gente vulgar!
La viej a reina se frotó las m anos y ladeó la cabeza m ientras m e m iraba.
—¿Es verdad todo eso, hij o? ¿Has ocupado un palco de la Opéra? ¿Has estado
ante las luces del proscenio del Théâtre Française? ¿Has bailado con los rey es en
el palacio de las Tullerías, llevando por parej a a esta herm osura que has creado
con tanta perfección? ¿Es cierto que has recorrido los bulevares en una carroza
dorada?
Continuó riéndose sin cesar m ientras sus oj os observaban de vez en cuando a
las otras criaturas, dom inándolas y suby ugándolas com o si em itiera un ray o de
luz cálida.
—¡Ah, qué clase y qué dignidad! —continuó—. ¿Qué sucedió en la gran
catedral cuando entraste? ¡Cuéntam elo!
—¡Absolutam ente nada, señora! —declaré.
—¡Faltas gravísim as! —rugió el m uchacho vam piro, ultraj ado—. Alarm as
com o éstas bastan para levantar contra nosotros a toda una ciudad, e incluso un
reino. Durante siglos hem os cazado víctim as con todo sigilo en esta m etrópoli, sin
dar lugar m ás que a vaguísim os rum ores sobre nuestro gran poder. ¡Som os
fantasm as, criaturas de la noche destinadas a alim entar los tem ores de los
hom bres, y no dem onios delirantes!
—¡Ah, esto es realm ente sublim e! —entonó la viej a reina m ientras alzaba los
oj os al techo abovedado—. Desde m i lecho de piedra, he tenido sueños sobre el
m undo m ortal de ahí arriba. He oído sus voces, sus nuevas m úsicas com o
canciones de cuna acom pañándom e en m i tum ba. He im aginado sus fantásticos
descubrim ientos y he conocido su valentía en lo m ás recóndito de m i m ente. Y,
aunque ese m undo m e excluy e con sus form as deslum brantes, añoro la
existencia de alguien con la fuerza suficiente com o para deam bular por él sin
m iedo, para recorrer la Senda del Diablo en su propio seno.
El m uchacho de oj os grises estaba y a a m i lado.
—Prescindam os del j uicio —propuso, lanzando una agria m irada a su am o—.
Encendam os la hoguera ahora.
La reina se apartó de m i cam ino con un gesto exagerado, al tiem po que el
m uchacho alargaba el brazo para tom ar la antorcha m ás próxim a; salté sobre él,
le arranqué la tea de la m ano y le levanté del suelo com o un guiñapo,
m andándole de un em puj ón hasta una de las paredes de la cám ara. Luego,
apagué la antorcha a pisotones.
Sólo quedaba, pues, una tea encendida. La asam blea fue presa de un absoluto
desorden: varias criaturas corrieron a ay udar al m uchacho, m ientras otros hacían
com entarios en voz baj a, pero su am o perm aneció absolutam ente inm óvil, com o
sum ido en un sueño.
Y, m ientras duraba la confusión, m e lancé hacia delante, escalé la pira y abrí
la puerta de la j aula de m adera.
Nicolas tenía el aspecto de un cadáver viviente, con los oj os soñolientos y la
boca retorcida com o si m e sonriera, lleno de odio, desde el otro lado de la tum ba.
Le saqué a rastras de la j aula y le baj é al suelo de tierra. Se hallaba en un estado
febril y, aunque no lo tuve en cuenta y lo habría ocultado de haber podido, m e
apartó de un em puj ón m ientras m ascullaba unas m aldiciones por lo baj o.
La viej a reina presenció con fascinación la escena. Miré a Gabrielle, que lo
observaba todo sin un ápice de tem or.
Saqué el rosario de perlas del chaleco y, dej ando colgar el crucifij o, coloqué
el rosario en torno al cuello de Nicolas. Éste m iró con estupor la crucecita y
luego rom pió a reír. En su carcaj ada, grave y m etálica, eran patentes el
desprecio y la m alevolencia. Era un sonido totalm ente opuesto al que em itían los
vam piros. Se apreciaba en él la sangre hum ana, la consistencia hum ana,
rebotando con el eco en las paredes. De pronto, Nicolas, el único m ortal entre los
presentes, parecía rubicundo, caliente y extrañam ente im poluto, com o un niño
arroj ado entre m uñecas de porcelana.
La asam blea estaba m ás revuelta que nunca. Las dos antorchas, apagadas,
seguían en el suelo.
—Ahora, según vuestras ley es, no le podéis hacer daño —proclam é—. Y, sin
em bargo, ha sido un vam piro quien le ha colocado esa protección sobrenatural.
Decidm e, ¿cóm o se entiende eso?
Ay udé a Nicolas a avanzar y Gabrielle extendió enseguida los brazos para
sostenerle entre ellos.
Nicolas aceptó el gesto, aunque m iró a Gabrielle com o si no la reconociera.
Incluso alzó los dedos para tocarle el rostro. Ella le apartó la m ano com o habría
hecho con la m anita de un bebé, y m antuvo la vista fij a en el líder y en m í.
—Si vuestro am o no tiene nada que deciros, y o sí —continué entonces—. Id a
lavaros en las aguas del Sena y a vestiros com o hum anos si aún recordáis cóm o
se hace, y haced presas entre los hom bres com o es vuestro evidente destino.
El derrotado m uchacho vam piro volvió al círculo dando trom picones y
apartando con aspereza a los que le habían ay udado a incorporarse.
—¡Arm and! —im ploró al silencioso am o de cabellos castaño roj izos—. ¡Pon
orden en la asam blea! ¡Arm and, sálvanos!
Mi exclam ación silenció las suy as:
—¿Para qué, por todos los infiernos, os concedió el diablo belleza, agilidad,
oj os que ven visiones, m entes que pueden hacer hechizos?
Los oj os de todas las criaturas estaban fij os en m í. El m uchacho gritó de
nuevo el nom bre de Arm and, pero fue en vano.
—¡Desperdiciáis vuestros dones! —insistí—. ¡Pero aún desperdiciáis vuestra
inm ortalidad! No existe en el m undo nada m ás contradictorio y carente de
sentido, salvo los propios m ortales que viven dom inados por las supersticiones del
pasado.
Se hizo un absoluto silencio. Pude oír la lenta respiración de Nicolas. Noté su
calor.
Aprecié su aturdida fascinación, luchando con la propia m uerte.
—¿No tenéis astucia? —pregunté a los presentes, con voz atronadora en el
silencio—. ¿No tenéis habilidad? ¿Cóm o he podido y o, un huérfano, tropezar con
tantas posibilidades cuando vosotros, nutridos com o estáis por esos m aléficos
padres —hice una breve pausa para m irar al am o y al furioso m uchacho—, vais
a tientas com o seres ciegos, recluidos baj o tierra?
—¡El poder de Satán te arrastrará al infierno! —le gritó el m uchacho con
todas las fuerzas que le quedaban.
—¡No haces m ás que repetir eso! —repliqué—. ¡Y, com o todos pueden ver,
sigue sin suceder!
¡Audibles m urm ullos de asentim iento!
—Si realm ente pensaras que eso pudiera suceder —añadí—, no os habríais
m olestado en traerm e aquí.
Voces m ás altas m ostrando su acuerdo.
Eché una m irada a la pequeña figura solitaria del j oven a quien llam aban
am o. Todos los oj os se volvieron de m í a él. Incluso la desquiciada reina vam piro
le m iró.
Y, en el silencio, le oí susurrar:
—La asam blea ha term inado.
Hasta los atorm entados seres encerrados tras las paredes callaron.
Y el am o habló de nuevo.
—Idos todos. Id ahora. La reunión ha term inado.
—¡Arm and, no! —suplicó el m uchacho.
Pero los dem ás retrocedían y a, oculto el rostro tras las m anos y
m urm urando. Los tim bales fueron dej ados a un lado, y la única antorcha
encendida fue colgada en la pared.
Observé al líder de las criaturas, convencido de que sus órdenes no estaban
destinadas a dej arnos en libertad. Y después de obligar en silencio al m uchacho a
m archarse con los dem ás, cuando sólo quedó a su lado la viej a reina, volvió una
vez m ás la m irada hacia m í.
3
Vacía e ilum inada por el débil y lóbrego resplandor de la única antorcha, la gran
cám ara baj o la inm ensa cúpula parecía aún m ás sobrenatural, ocupada sólo por
los dos vam piros que nos m iraban.
En silencio, estudié la situación: ¿abandonarían el cem enterio aquellas
criaturas, o aguardarían en lo alto de las escaleras? ¿Me perm itirían sacar con
vida a Nicolas de aquel lugar? El m uchacho no se alej aría, pero era un ser débil.
La viej a reina no nos haría nada. El único obstáculo real era, pues, el llam ado
« am o» . Sin em bargo, ahora tenía que contenerm e y no ser im pulsivo.
Mi oponente seguía m irándom e sin decir nada.
—¿Arm and? —dij e en tono respetuoso—. ¿Puedo dirigirm e a ti por ese
nom bre? —Me acerqué un poco m ás, buscando el m enor cam bio en su expresión
—. Evidentem ente, tú eres el líder de estas gentes y quien puede explicarnos todo
esto.
No obstante, las palabras no lograron enm ascarar m is sentim ientos. Le estaba
apelando, le estaba pidiendo que m e explicara cóm o había conducido a las
pobres criaturas a todo aquello. Precisam ente él, que parecía tan anciano com o
la viej a reina y dotado de una profundidad que las criaturas no alcanzaban a
entender. Le recordé plantado ante el altar de Notre Dam e con aquella expresión
etérea en el rostro. Y m e descubrí perfectam ente reflej ado en él, en la
posibilidad que representaba, en aquel anciano que había perm anecido en
silencio durante toda la escena.
Creo que en ese instante busqué en él, por un segundo, un hálito de
sentim ientos hum anos. Era aquello lo que pensaba que el conocim iento m e
revelaría; y el m ortal que había en m í, el ser vulnerable que había gritado en la
posada ante la visión del caos, preguntó:
—Arm and, ¿qué significa todo esto?
Pareció que sus oj os pardos vacilaban, pero, a continuación, su rostro se
transform ó sutilm ente en una expresión de rabia y retrocedí unos pasos.
No podía aceptar lo que m e decían m is sentidos. Los súbitos cam bios que el
ser había sufrido en Notre Dam e no eran nada en com paración con éstos. Y y o
j am ás había conocido una encarnación tan absoluta de la m alevolencia. Incluso
Gabrielle se apartó de él y levantó un brazo para proteger a Nicolas. Volví atrás
hasta que estuve a su lado, y nuestros brazos se rozaron.
Pero, de m odo igualm ente m ilagroso, la expresión de odio se borró de su
rostro, y éste volvió a ser el de un tierno y lozano j oven m ortal.
La viej a reina vam piro lanzó una sonrisa casi lánguida y se m esó los cabellos
con sus blancas zarpas.
—¿Es que recurres a m í en busca de explicaciones? —le preguntó.
Dirigió una m irada a Gabrielle y a la ofuscada figura de Nicolas, apoy ado
sobre su hom bro, y volvió a concentrarse en m í.
—Podría hablar hasta el fin de los tiem pos —m urm uró— y no m e bastaría
para explicarte lo que acabas de destruir aquí.
Me pareció que la viej a reina em itía alguna risita burlona, pero estaba
dem asiado concentrado en él, en su suavidad al hablar y en la gran rabia que se
agitaba tras las palabras.
—Estos m isterios han existido desde que el m undo es m undo. —Arm and
parecía em pequeñecido en la inm ensa cám ara; la voz surgía de su boca sin
esfuerzo y los brazos le colgaban a los costados—. Desde los tiem pos m ás
rem otos, nuestra especie ha vivido rondando las ciudades de los hom bres,
haciendo nuestras víctim as entre ellos durante la noche, com o Dios y el diablo
nos ordenaron hacer. Som os elegidos de Satán, y los adm itidos en nuestras filas
han de som eterse a prueba prim ero, a través de un centenar de crím enes, para
que se les conceda el Don Oscuro de la inm ortalidad.
Se acercó un poco m ás a m í y vi brillar la luz de la antorcha en sus pupilas.
—Todos ellos han aparentado m orir delante de sus seres queridos —continuó
—, y sólo gracias a una pequeña infusión de nuestra sangre han podido soportar
el terror del ataúd m ientras aguardaban nuestra llegada. Entonces, y sólo
entonces, han recibido el Don Oscuro, para volver a ser sellados en la tum ba
inm ediatam ente, hasta que la sed les da la fuerza necesaria para escapar de su
angosta caj a m ortuoria y revivir.
Su voz se hizo un poco m ás potente, incluso m ás resonante.
—Lo que conocían esas criaturas en sus cám aras tenebrosas era la m uerte.
La m uerte y el poder del m al; eso es lo que m ás claro tenían en la cabeza cuando
se alzaban, cuando rom pían el ataúd y las puertas de hierro que m antenían
cerradas sus cám aras. Y ay del débil, del que no podía salir de su tum ba, de esos
cuy os lam entos atraían m ortales al día siguiente… pues nadie respondía por la
noche. Con ellos no m ostrábam os piedad.
» Pero los que se alzaban… ¡Ah!, ésos eran los vam piros que recorrían la
Tierra, som etidos a prueba y purificados, Hij os de las Tinieblas nacidos de la
sangre de un novicio, nunca del gran poder de un anciano m aestro, con el obj eto
de que el tiem po proporcionara a cada uno la sabiduría necesaria para utilizar los
Dones Oscuros antes de que éstos se desarrollen por com pleto. Y sobre estos
Hij os de las Tinieblas se establecieron las Ley es de la Oscuridad: vivir entre los
m uertos, pues som os cosas m uertas, regresar cada noche a la propia tum ba o a
una m uy próxim a, huir de los lugares ilum inados, atraer a las víctim as lej os de la
com pañía de otros para darles m uerte en lugares hechizados y profanos. Y
honrar siem pre el poder de Dios, el crucifij o en el cuello y los sacram entos. Y
nunca j am ás entrar en la Casa de Dios, so pena de que Él le prive a uno de sus
poderes y le envíe al infierno y ponga fin entre ardientes torm entos a su reinado
en la Tierra.
Hizo una pausa. Miró por prim era vez a la viej a reina y dio la im presión,
aunque no pude cerciorarm e por com pleto, de que la visión de su rostro le ponía
furioso:
—Tú te burlas de estas cosas —le dij o—. ¡Magnus tam bién se burlaba! —Se
puso a tem blar y continuó—: ¡Una actitud propia de su locura, com o lo es de la
tuy a, pero te aseguro que no entiendes estos m isterios! ¡Los haces añicos com o si
fueran de cristal, pero no tienes ninguna fuerza, ningún poder, salvo la
ignorancia! ¡Los quebrantas, y eso es todo!
Apartó los oj os de ella, vacilando com o si quisiera añadir algo, y paseando la
m irada por la inm ensa cripta.
Escuché una levísim a cantinela en los labios de la viej a reina.
Estaba canturreando algo para sí y em pezó a m ecerse adelante y atrás con la
cabeza ladeada y los oj os soñadores. Una vez m ás, parecía herm osa.
—Para m is hij os, es el final —susurró el am o—. Todo está hecho y
term inado, pues ahora saben que pueden desobedecer cualquier m andato; acabó
todo lo que nos unía, todo lo que nos daba fuerzas para soportar la existencia
com o seres m alditos, term inaron todos los m isterios que nos protegían aquí.
Me m iró una vez m ás.
—¡Y tú m e pides explicaciones com o si fuera algo inexplicable! ¡Tú, para
quien la ej ecución del Rito Oscuro es un acto de insolente codicia! ¡Tú, que lo has
efectuado con el m ism o vientre que te llevó! ¿Por qué no tam bién a éste, al
violinista del diablo, a quien adoras de lej os cada noche?
—¿No te lo había dicho? —cantó la reina vam piro—. ¿No lo habíam os sabido
siem pre? No hay nada que tem er de la señal de la Cruz, ni del agua bendita, ni de
la m ism ísim a Hostia… —Repitió las palabras cam biando la m elodía que
susurraba, y añadió a continuación—: Y los viej os ritos, y el incienso, el fuego,
los j uram entos pronunciados, cuando creíam os ver al Maligno en la oscuridad,
susurrando…
—¡Silencio! —la interrum pió el am o, baj ando la voz y llevándose casi las
m anos a los oídos en un gesto extrañam ente hum ano.
Tenía el aspecto de un chiquillo, casi perdido. ¡Oh, Señor, que nuestros
cuerpos inm ortales pudieran ser prisiones tan diversas para nosotros, que nuestros
rostros inm ortales fueran tales m áscaras de nuestras verdaderas alm as…!
Cuando volvió a fij ar sus oj os en m í, pensé por un instante en que iba a
producirse otra de aquellas espantosas transform aciones o en que estallaría en
otro incontrolable episodio de violencia, y m e preparé.
Pero advertí que estaba im plorándom e en silencio.
¿Por qué se había producido aquello? Se esforzaba en que su voz saliera de su
garganta al repetirlo en voz alta, m ientras intentaba dom inar la ira.
—¡Explícam elo tú! ¿Por qué tú, con la fuerza de diez vam piros y la osadía de
un infierno lleno de diablos, abriéndote paso por el m undo con tu cam isa de
brocado y tus botas de cuero? ¡Lelio, el actor de la Casa de Tespis,
representándose sobre el escenario en el bulevar! ¡Dím elo tú! ¡Dim e por qué!
—Fue la fuerza de Magnus, su genio —cantó la viej a m uj er vam piro con la
sonrisa m ás m elancólica.
—¡No! —replicó su com pañero sacudiendo la cabeza—. Te digo que va m ás
allá de cuanto se pueda decir. No conoce lím ites y, por tanto, carece de ellos.
Pero ¿por qué?
Se acercó un poco m ás a m í. No pareció andar, sino que aparentó quedar
enfocado con m ás claridad, com o sucedería con una aparición.
—¿Por qué tú —preguntó—, con tu osadía al recorrer sus calles, al forzar sus
cerraduras, al llam arles por el nom bre? ¡Vistes com o ellos, te peinas com o ellos!
¡Hasta j uegas en sus m esas! Vives engañándoles, abrazándoles, bebiéndoles la
sangre apenas unos m etros de donde otros m ortales ríen y bailan. ¡Tú, que
rehúy es los cem enterios y apareces en las criptas de las iglesias! ¿Por qué tú?
Irreflexivo, arrogante, ignorante y desdeñoso… ¡Dam e tú la explicación!
¡Respóndem e!
El corazón m e latía a toda prisa. Tenía el rostro ardiendo, latiéndom e con la
sangre. Ahora no le tenía ningún m iedo, pero sentía una rabia incom parable con
la de cualquier m ortal y no entendí m uy bien la razón.
Su m ente… había deseado rom perle en pedazos la m ente… y ahora oía,
surgiendo de él, aquella superstición, aquel absurdo. El am o no era ningún espíritu
sublim e que com prendiera lo que sus seguidores eran incapaces de entender. No
se trataba de creer, sino de algo m il veces peor: ¡Él había confiado en que las
cosas fueran así!
Y entonces m e di perfecta cuenta de qué era aquel ser: no era un ángel ni un
dem onio, sino una entidad forj ada en una época oscura, cuando los prim igenios
planetas del Sol recorrían la bóveda celeste, y las estrellas no eran m ás que
pequeñas linternas que representaban dioses y diosas en la noche cerrada. Una
época en que el hom bre era el centro de este gran m undo en el que
deam bulam os, un tiem po en que para cada pregunta había habido una respuesta.
Eso era aquel ser, un hij o de tiem pos antiguos en que las bruj as bailaban a la luz
de la luna y los caballeros com batían contra los dragones.
Ah, pobre niño perdido, m erodeando en las catacum bas baj o la gran ciudad
en un siglo incom prensible. Tal vez su form a m ortal era m ás adecuada de lo que
había supuesto.
Pero no había tiem po de lam entarse por él, por herm oso que fuera. Los
enclaustrados tras las paredes sufrían por orden suy a. Y en cualquier m om ento
podía hacer volver a los que había ordenado abandonar la cám ara.
Yo tenía que pensar una respuesta que él pudiera aceptar. No bastaba con la
verdad. Tenía que presentar ésta poéticam ente, com o lo habrían hecho los
pensadores de la antigüedad, de una época anterior al advenim iento de la era de
la razón.
—¿Quieres una respuesta? —dij e en un susurro. Mientras ponía orden en m is
pensam ientos, casi pude percibir una advertencia de Gabrielle y el tem or de
Nicolas—. No soy experto en m isterios ni dado a filosofías, pero es bastante
evidente qué ha sucedido aquí.
Me estudió con franca extrañeza.
—Si tanto tem es el poder de Dios —continué—, no te serán desconocidas las
enseñanzas de la Iglesia. Debes saber que las form as de la bondad cam bian con
las eras y que en el cielo hay santos de todas las épocas.
Vi que prestaba m anifiesta atención a m is palabras, anim ado por los térm inos
que y o estaba usando.
—En la antigüedad —proseguí—, había m ártires que apagaban las llam as que
pretendían quem arles, m ísticos que levitaban por los aires m ientras escuchaban
la voz de Dios. Pero el m undo ha cam biado, igual que cam bian los santos. ¿Qué
santos hay ahora, salvo obedientes curas y m onj as? Construy en hospitales y
orfanatos, pero no invocan a los ángeles para que arrasen al enem igo o dom en a
la bestia feroz.
No advertí el m enor cam bio en él, pero continué m i argum entación.
—Lo m ism o sucede con el m al, evidentem ente. Cam bia de form a. ¿Cuántos
hom bres de esta época creen en la Cruz que tanto asusta a tus seguidores? ¿Crees
que los m ortales de la superficie hablan entre ellos del cielo y del infierno? ¡Sus
conversaciones son sobre filosofía y sobre ciencia! ¿Qué les im porta a ellos si los
fantasm as rondan un cem enterio cuando cae la oscuridad? ¿Qué im porta un
puñado m ás de m uertes en una retahíla de asesinatos? ¿Qué interés puede tener
eso para Dios, para el dem onio o para el propio hom bre?
Escuché de nuevo la risa de la reina vam piro.
Arm and, en cam bio, perm aneció callado e inm óvil.
—Incluso vuestro territorio está a punto de seros arrebatado —proseguí—. El
cem enterio en el que os ocultáis va a ser elim inado de las calles de París. Ni
siquiera los huesos de vuestros ancestros han perdido su carácter sagrado de esta
época secularizada.
De pronto, el rostro de Arm and perdió su hieratism o, incapaz de ocultar su
desconcierto…
—¿Les Innocents destruido? —susurró—. ¡Estás m intiendo…!
—Jam ás m iento —respondí sin pensarlo m ucho—. Al m enos, no le m iento a
la gente que no quiero. Los parisienses no desean seguir soportando el hedor de
los cam posantos en sus proxim idades. Los sím bolos de los m uertos no les
im portan tanto com o a vosotros. En unos cuantos años, m ercados, calles y
viviendas ocuparán este terreno. Com ercio. Sentido práctico. Así es el m undo del
siglo XVIII.
—¡Basta! —susurró él—. ¡Les Innocents llevan existiendo tanto tiem po com o
y o!
En sus facciones j uveniles se reflej aba la tensión. La viej a reina parecía
inalterada.
—¿No te das cuenta? —dij e con voz tranquila—. Estam os en una nueva era
que requiere una nueva m aldad. Y y o soy esa nueva m aldad. —Hice una pausa
observándole—. Yo soy el vam piro adecuado a esta época.
Arm and no había previsto un argum ento sem ej ante y, por prim era vez, vi en
él un destello de terrible com prensión. Era el prim er asom o de verdadero m iedo.
Efectué un leve gesto de aceptación y continué m i exposición, m idiendo m uy
bien las palabras.
—Com parto tu opinión de que el incidente de anoche en la iglesia del pueblo
fue m ás bien vulgar. Y peores aún fueron m is acciones en el escenario. Pero todo
eso fueron desatinos causados por la ignorancia, y sabes m uy bien que no son el
origen de tu rencor. Olvídalos por un m om ento y trata de hacerte una idea de m i
belleza y de m i poder. Intenta verm e com o el ser m aléfico que soy. Recorro el
m undo al acecho con m i disfraz de m ortal y soy el peor de los enem igos, el
m onstruo que tiene el m ism o aspecto que cualquier hom bre corriente.
La m uj er em itió una larga risotada y percibí una cálida em anación de am or
procedente de ella. De Arm and sólo m e llegó una sensación de dolor.
—Piensa en eso, Arm and —insistí con cautela—. ¿Por qué debería la Muerte
acechar siem pre en las som bras? ¿Por qué debería la Muerte aguardar al otro
lado de la verj a? No existe alcoba o salón de baile en los que no pueda entrar. Soy
la Muerte j unto al fuego del hogar, la Muerte de puntillas por el corredor, eso es
lo que soy. Háblam e de los Dones Oscuros, pues los estoy utilizando. Soy el
Caballero de la Muerte vestido con sedas y encaj es, llegado para apagar las
velas. Soy el cancro en el seno de la rosa.
Nicolas em itió un leve gem ido.
Creo que oí suspirar a Arm and.
—No hay rincón donde puedan ocultarse de m í —afirm é— esos hom bres
descreídos e ineptos que se proponen destruir Les Innocents. No existe ninguna
cerradura que pueda im pedirm e el paso.
Arm and m e m iró en silencio, con aspecto triste y calm ado. Sus oj os se
habían oscurecido un poco, pero no estaban nublados por la rabia o la
m alevolencia. Perm aneció un instante sin hablar, y al fin m urm uró:
—Una espléndida m isión: acosarles sin piedad m ientras vives entre ellos.
Pero sigues siendo tú quien no lo entiende.
—¿A qué te refieres? —Quise saber.
—No podrás soportar el m undo, la vida entre los hom bres m ortales. No
conseguirás sobrevivir m ucho tiem po.
—Claro que sí —repliqué—. Los viej os m isterios han dado paso a un nuevo
estilo. ¿Quién sabe qué vendrá a continuación? No existe ningún rom anticism o en
lo que tú eres. ¡En cam bio, cuánto hay de rom ántico en m i m odo de vida!
—Es im posible que seas tan fuerte —dij o él—. No sabes lo que estás
diciendo. Acabas de nacer a esta nueva existencia y eres aún m uy j oven.
—A pesar de ello —terció la viej a reina—, este hij o nuestro es m uy fuerte,
com o tam bién lo es su herm osa acom pañante recién renacida. Son dos seres
diabólicos con grandes aspiraciones y posibilidades.
—¡Pero no pueden vivir entre los m ortales! —insistió Arm and.
Su rostro enroj eció por un instante. Sin em bargo, ahora no era m i oponente,
sino m ás bien un anciano dubitativo y curioso que pugnaba por com unicarm e
alguna verdad fundam ental. Y, al m ism o tiem po, parecía un niño que m e
im plorara. Y en esa lucha radicaba su esencia, padre e hij o, suplicándom e que
atendiera a lo que tenía que decirm e.
—¿Por qué no? Repito que m i lugar está entre los hom bres. Es su sangre lo
que m e hace inm ortal.
—¡Ah, sí, inm ortal! Lo eres, pero todavía no has em pezado a com prender
qué significa eso —com entó—. No es m ás que una palabra. Estudia el destino de
tu creador. ¿Por que se arroj ó Magnus a las llam as? Se trata de una verdad
ancestral entre nosotros, y tú ni siquiera la has intuido. Vive entre los hom bres, y
el transcurso de los años te conducirá a la locura. Ver a los dem ás envej ecer y
m orir, ver el ascenso y la decadencia de los reinos, perder todo lo que uno
entiende y aprecia… ¿quién puede soportar todo eso? El tiem po te conducirá a
una desquiciada desesperación, a una furia sin sentido. ¿No lo entiendes? Tu
protección, tu salvación, está entre tu propia raza inm ortal, en el com portam iento
de siem pre, que perm anece inmutable.
Hizo un alto, sorprendido de haber utilizado aquella palabra, « salvación» , que
reverberó en la estancia, m odulada de nuevo por sus labios.
—Arm and —intervino la viej a reina con su suave cantinela—, la locura
puede afectar a los ancianos que conocem os, tanto si siguen las viej as
costum bres com o si las abandonan. —Hizo un gesto com o si fuera a atacarle con
sus blancas zarpas y em itió una risotada chillona m ientras él la contem plaba
fríam ente—. Yo m e he regido por las viej as costum bres el m ism o tiem po que tú
y estoy loca, ¿no es así? ¡Tal vez sea por eso por lo que las he observado tan
escrupulosam ente!
Arm and sacudió la cabeza en un airado gesto de protesta.
¿No era él la prueba viviente de que las cosas no tenían que term inar
necesariam ente com o ella decía?
Pero la viej a reina se acercó a m í y m e asió por el brazo, haciéndom e volver
el rostro para m irarla.
—¿Es que Magnus no te contó nada, hij o? —m e preguntó.
Noté que surgía de ella un inm enso poder.
—Mientras los dem ás m erodeaban por este lugar sagrado —continuó—, y o
crucé sola los cam pos nevados en busca de Magnus. Ahora poseo una fuerza tan
extraordinaria que es com o si tuviera alas. Subí hasta su ventana para encontrarle
en su cám ara y paseam os j untos por las alm enas, invisibles a todos salvo a las
lej anas estrellas.
Se acercó aún m ás a m í y aum entó la presión de su m ano.
—Magnus conocía m uchas cosas. Y eso de que la locura es tu enem iga no es
cierto, si eres realm ente fuerte. El vam piro que abandona su grupo para habitar
entre hum anos, tiene que hacer frente a un infierno horrible m ucho antes de que
llegue la locura: ¡poco a poco, inevitablem ente, desarrolla un irresistible am or
por los seres hum anos! ¡Llega a com prenderlo todo por el am or!
—Suéltam e —repliqué en un susurro.
Su m irada m e suj etaba con la m ism a firm eza que su m ano.
—Con el paso del tiem po, llegas a conocer a los m ortales m ás de lo que éstos
puedan conocerse entre ellos —prosiguió ella, im pávida, levantando las cej as—,
hasta que al fin llega el m om ento en que no puede soportar seguir quitando vidas,
seguir causando sufrim ientos, y únicam ente la locura o la m uerte pueden calm ar
su dolor. Éste fue el destino de los antiguos de quienes m e habló Magnus.
¡Magnus, que padeció todas las aflicciones im aginables en sus últim os tiem pos!
Me soltó por fin y se apartó, retrocediendo com o si fuera una im agen vista
por un catalej o invertido.
—No puedo creer lo que dices —susurré, pero el sonido se pareció m ás a un
siseo—. ¿Magnus? ¿Am or por los m ortales?
—Claro que no lo entiendes —dij o ella con su sonrisa esculpida de bufón.
Tam bién Arm and la observaba com o si no la com prendiera.
—Mis palabras no tienen sentido para ti en este m om ento —añadió—, ¡pero
tienes todo el tiempo del mundo para descubrírselo!
La risa, una risa aulladora, arañó el techo de la cripta. Del interior de los
m uros surgieron nuevos gritos. La viej a reina echó la cabeza hacia atrás sin
detener sus risotadas.
Arm and la m iraba con expresión horrorizada. Era com o si viera surgir de ella
aquellas risas com o un chorro de luz deslum bradora.
—¡No! ¡Todo eso es m entira, es una repugnante sim plificación! —repliqué.
De pronto, la cabeza había em pezado a latirm e—. ¡Quiero decir que esa idea de
am ar es una noción nacida de una m oralidad idiota!
Me llevé las m anos a las sienes. Dentro de m í estaba creciendo un dolor letal
que nublaba m i visión y aguzaba m is recuerdos de la m azm orra de Magnus, de
los prisioneros m ortales que habían m uerto entre los cuerpos putrefactos de los
condenados que les habían precedido en la hedionda cripta.
Me dio la im presión de estar torturando a Arm and igual que lo hacía la viej a
reina con su risa. Una risa que continuó sin pausas, alzándose y descendiendo de
volum en. Arm and levantó las m anos hacia m í, com o si quisiera tocarm e pero no
se atreviera.
Todo el éxtasis y todo el dolor que había conocido en los últim os m eses se
j untaron dentro de m í. De pronto m e sentí a punto de estallar en rugidos com o
hiciera aquella noche en el escenario del teatro de Renaud. Aquellas sensaciones
m e llenaron de espanto y m e encontré de nuevo m urm urando en voz alta
balbuceos sin sentido.
—¡Lestat! —m e susurró Gabrielle.
—¿Am ar a los m ortales? —repetí. Miré fij am ente el rostro inhum ano de la
viej a reina, lleno de súbito horror al observar sus negras pestañas, com o púas en
torno a sus oj os brillantes, y su carne com o m árm ol anim ado—. ¿Am ar a los
m ortales? ¿Y tú has tardado trescientos años en llegar a ello? —Dirigí una m irada
iracunda a Gabrielle y añadí—: Yo les he am ado desde la prim era noche que
pasé cerca de ellos. Mientras bebo su vida, su m uerte, siento am or por ellos. Dios
santo, ¿no es ésta la esencia m ism a del Don Oscuro?
Mi voz iba aum entando de volum en com o la noche de m i actuación en el
teatro.
—¡Ah!, ¿qué sois vosotros para no sentir lo m ism o? ¿Qué seres abom inables
sois para que el com pendio de vuestro saber sea la m era capacidad de sentir?
Retrocedí unos pasos apartándom e de ellos y contem plé la tum ba gigante en
que nos hallábam os, la tierra húm eda que form aba la bóveda sobre nuestras
cabezas. La cám ara estaba transform ándose de un lugar m aterial en una
alucinación.
—¡Dios! —añadí—, ¿perdéis la razón con el Rito Oscuro, con vuestras
cerem onias y con la m anía de encerrar a los novicios en sus tum bas, o y a erais
m onstruos cuando estabais vivos? ¿Cóm o es posible que uno solo de nosotros no
quiera a los m ortales cada vez que respira?
No hubo respuesta, salvo los gritos inconexos de los ham brientos seres
enterrados. Ninguna respuesta. Salvo el m ortecino latido del corazón de Nicolas.
—Bien, sea lo que sea, escuchadm e —dij e, señalando con el dedo a Arm and,
y luego a la viej a reina.
—¡Yo no le he prom etido m i alm a al diablo para que m e hiciera lo que soy !
Y cuando creé a ésta, fue para salvarla de los gusanos que devoran los cadáveres
en lugares com o éste. Si am ar a los m ortales es el infierno de que hablas, y a
estoy en él. He encontrado m i destino. Me he abandonado a él y todas las cuentas
están saldadas.
La voz se m e había quebrado. Estaba j adeando. Me pasé las m anos por los
cabellos. Arm and pareció brillar tenuem ente al acercarse a m í. Su rostro era un
m ilagro de aparente pureza y asom bro.
—Seres m uertos, cosas m uertas… —dij e—. No os acerquéis m ás. ¡Hablar de
locura y de am or en este lugar hediondo! Y ese viej o m onstruo, Magnus,
encerrándoles en la m azm orra. ¿Cóm o podía am ar a sus cautivos? ¡Igual que
quiere un niño a las m ariposas m ientras les arranca las alas!
—No, hij o, crees que lo entiendes, pero no es así —dij o la viej a reina con su
im perturbable cantinela—. Apenas acabas de iniciar ese am or. Sientes lástim a
por ellos, eso es todo —añadió con una leve risa cadenciosa—. Y tam bién por ti,
por no poder ser a la vez hum ano e inhum ano, ¿no es eso?
—¡Es m entira! —repliqué. Me acerqué m ás a Gabrielle y le pasé el brazo
por la cintura.
—Ya lo entenderás todo del am or —continuó la viej a reina— cuando seas un
ser depravado y repulsivo. Esto es tu inm ortalidad, hij o. Una com prensión cada
vez m ás profunda de su naturaleza.
Y, alzando los brazos hacia el techo, em itió un nuevo aullido.
—¡Malditos seáis! —exclam é. Agarré a Gabrielle y a Nicolas y les conduj e
hacia la puerta del fondo—. Los dos estáis y a en el infierno y ahora m e propongo
dej aros en él.
Tom é a Nicolas de brazos de Gabrielle y corrim os por las catacum bas hacia
las escaleras.
La viej a reina lanzaba agudas y frenéticas carcaj adas a nuestra espalda.
Y, hum ano com o Orfeo tal vez, m e detuve y volví la cabeza.
—¡Apresúrate, Lestat! —m e cuchicheó Nicolas al oído, m ientras Gabrielle
gesticulaba desesperadam ente para que la siguiera.
Arm and no se había m ovido y la viej a seguía a su lado, sin dej ar de reír.
—¡Adiós, hij o valiente! —exclam ó—. ¡Recorre con audacia la Senda del
Mal! ¡Cabalga por ella todo el tiem po que puedas!
El aquelarre de pálidas criaturas se dispersó com o fantasm as asustados baj o
la lluvia fría cuando aparecim os de im proviso, surgiendo del sepulcro. Y,
desconcertados, nos vieron pasar a toda prisa hasta dej ar atrás Les Innocents y
perdernos por las calles de París.
Al cabo de unos m inutos, en un carruaj e robado, abandonábam os la ciudad y
nos internábam os en el cam po.
Conduj e el carruaj e sin dar un respiro a los caballos, pero m e sentía tan
m ortalm ente agotado que m is fuerzas sobrenaturales parecían una m era
entelequia. Tras cada arboleda y cada recodo del nuevo cam ino esperaba
encontrar a los repulsivos dem onios rodeándonos de nuevo.
De algún m odo, conseguí en una posada la com ida y la bebida que Nicolas
necesitaría, y unas m antas para que no se enfriara.
Nicolas cay ó inconsciente m ucho antes de que llegáram os a la torre y le
conduj e escaleras arriba a la celda de alto techo donde Magnus m e había tenido
prim ero.
Vi su garganta hinchada y am oratada todavía tras el festín que se habían dado
con él. Y, aunque dorm ía profundam ente cuando le dej é en el lecho de paj a, noté
en él la sed, la terrible ansia que m e había em bargado después de que Magnus
bebiera de m í.
En fin, tenía vino en abundancia para él cuando despertara, y com ida en
abundancia. Y supe, aunque no podría explicar cóm o, que Nicolas no m oriría.
Apenas pude im aginar cóm o pasaría las horas diurnas, pero estaría a salvo
una vez m i m ano diera la vuelta a la llave en la cerradura. Y, pese a lo m ucho
que Nicolas había representado para m í en el pasado o lo que pudiera significar
en el futuro, no podía perm itir que ningún m ortal deam bulara librem ente en m i
guarida m ientras dorm ía.
Éstos fueron los únicos pensam ientos que pude ordenar en m i cabeza. Me
sentía com o un m ortal cam inando en sueños.
Estaba contem plando aún a Nicolas, escuchando sus vagos y confusos sueños
—sueños sobre los horrores de Les Innocents—, cuando entró Gabrielle.
Había term inado de enterrar al desgraciado m ozo de cuadra y parecía otra
vez un ángel lleno de polvo, con el cabello tieso y enredado y lleno de una
delicada luz irisada.
Tras contem plar a Nicolas un instante, m e arrastró fuera de la estancia.
Cuando hube cerrado la puerta, m e conduj o a la cripta j unto a las m azm orras.
Una vez allí, m e estrechó entre sus brazos y se apoy ó en m í, com o si tam bién
estuviera al borde del colapso.
—Escúcham e —dij o por fin, apartándose y levantando las m anos para
acariciarm e el rostro—. Le sacarem os de Francia tan pronto com o despertem os.
Nadie dará crédito a sus desquiciadas historias.
No respondí. Apenas podía entender sus razonam ientos ni sus intenciones. La
cabeza m e daba vueltas.
—Juega al titiritero con él —insistió Gabrielle—. Mueve los hilos com o hiciste
con los actores de Renaud. Puedes enviarle al Nuevo Mundo.
—Duerm e —m usité, besando su boca abierta.
La sostuve con los oj os cerrados. Vi la cripta de nuevo, escuché las voces
extrañas, inhum anas. Y sabía que aquello no tendría fin.
—Cuando se hay a ido, podrem os hablar de esos otros desgraciados —dij o
ella con calm a—. O si abandonam os inm ediatam ente París por un tiem po…
Dej é de sostenerla, m e alej é de ella hasta topar con el sarcófago y descansé
un instante apoy ado en su tapa. Por prim era vez en m i vida inm ortal, añoré el
silencio de la tum ba, la sensación de que todas las cosas estaban fuera de m i
control.
En ese instante, m e pareció que Gabrielle añadía algo m ás: « ¡No hagas
eso! » .
4
Cuando desperté, escuché sus gritos. Estaba golpeando la puerta de roble,
m aldiciéndom e por tenerle prisionero. El estruendo llenó la torre, y su olor m e
llegó a través de los m uros de piedra: un arom a apetitoso, m uy apetitoso, un olor
a carne y sangre vivas, a su carne y a su sangre.
Gabrielle dorm ía, inm óvil.
« No hagas eso» .
Una sinfonía de m alevolencia, una sinfonía de locura atravesando las
paredes, una filosofía esforzándose por abarcar las im ágenes horrendas, las
torturas, por envolverlas de lenguaj e…
Cuando salí a la escalera, fue com o quedar prendido en el torbellino de sus
gritos, de su olor hum ano.
Y, confundidos con él, todos los olores que recordaba: el sol de la tarde en una
m esa de m adera, el vino tinto, el hum o del pequeño hogar.
—¡Lestat! ¿Me oy es? ¡Lestat!
Un tronar de puños contra la puerta.
El recuerdo de un cuento de hadas de la infancia: el gigante dice que huele a
sangre hum ana en su guarida. Horror. Yo sabía que el gigante iba a encontrar al
hum ano. Podía oírle avanzar tras el hum ano, paso a paso. Yo era el hum ano.
Pero y a no.
Hum o y sal y carne y sangre bom beada.
—¡Esto es el lugar de las bruj as! ¿Me oy es, Lestat? ¡Esto es el lugar de las
bruj as!
El m ortecino tem blor de los viej os secretos entre los dos, el am or, las cosas
que sólo nosotros habíam os conocido y sentido. Bailam os en el lugar de las
bruj as, ¿puedes negarlo? ¿Puedes negar algo de lo que ocurrió entre nosotros?
Sacarle de Francia, enviarle al Nuevo Mundo… Y luego, ¿qué? ¿A pasar el
resto de su vida com o uno de esos m ortales ligeram ente interesantes, pero en
general aburridos, que han visto algún espíritu y hablan incesantem ente de ello,
sin que nadie les crea? ¿A sum irse progresivam ente en la locura? ¿A term inar
siendo uno de esos chiflados que resultan cóm icos, de esos que dan lástim a
incluso a rufianes y m atones, cubierto con un sucio gabán y tocando el violín
para la gente de las calles de Puerto Príncipe?
« Juega al titiritero con él» , recordé que había dicho Gabrielle. ¿Eso era y o,
un titiritero? « Nadie dará crédito a sus desquiciadas historias» .
Pero él conoce el lugar donde reposam os, m adre. Conoce nuestros nom bres,
el nom bre de nuestra raza… sabe dem asiado de nosotros. Y j am ás aceptará por
las buenas viaj ar a otro país. Y ellos le perseguirán; ellos j am ás perm itirán que
siga con vida.
¿Dónde estarían ahora?
Subí las escaleras envuelto en el torbellino de los atronadores gritos de Nicolas
y, desde una de las ventanas aseguradas con barrotes, eché un vistazo a la tierra
que se abría a m is pies. Ellos vendrían otra vez. Tenían que hacerlo. Al principio
y o estaba solo, luego la tuve a ella a m i lado… ¡y ahora les tenía a ellos!
Pero ¿cuál era el quid del asunto? ¿Que él lo quería? ¿Que había gritado una y
otra vez sobre que y o le había negado el poder?
¿ O era, más bien, que ahora tenía en mis manos la excusa que necesitaba para
traerle a mí como había deseado desde el primer momento? Nicolas m ío, m i
am or. La eternidad espera. Todos los grandes y espléndidos tesoros de estar
m uerto esperan.
Continué subiendo las escaleras hacia él y la sed em pezó a cantar dentro de
m í. Al infierno con sus gritos. La sed cantaba y y o era un instrum ento de su
canto.
Y los gritos de Nicolas se habían vuelto inarticulados, reducidos a la pura
esencia de sus m aldiciones, a un sordo insistir en el sufrim iento que llegaba hasta
m í sin necesidad de sonido alguno. Las sílabas inconexas que surgían de sus labios
tenían algo de divinam ente carnal, com o el lento paso de la sangre por su
corazón.
Levanté la llave, la introduj e en la cerradura y Nicolas calló. Sus
pensam ientos retrocedieron y se recogieron en su interior com o si un océano
fuera aspirado y concentrado en las delicadas y m isteriosas espirales de una
única concha.
Mi am or por él, los m eses dolientes y torturadores de añoranza de él, la
terrible e inconm ovible necesidad hum ana de su presencia, la luj uria… Entre las
som bras de la estancia traté de verle a él, y no al ser enloquecido que era ahora.
Traté de ver al m ortal que no sabía lo que se decía m ientras él m e lanzaba una
m irada de odio.
—¡Tanto hablar de la bondad! —decía con voz ronca y agitada—. ¡Tanto
hablar del bien y del m al, de lo que era correcto y lo que era equivocado! ¡Tanto
hablar de la m uerte, oh, sí, de la m uerte, del horror, de la tragedia…!
Palabras. Transportadas por la corriente cada vez m ás crecida de su odio.
Palabras com o flores abriéndose en la corriente, con los pétalos cada vez m ás
separados, hasta desprenderse.
—… y lo has com partido con ella. El hij o del noble concedió a la esposa del
noble su regalo, el Don Oscuro. Quienes viven en el castillo com parten el Don
Oscuro; ellos nunca fueron arrastrados al lugar de las bruj as donde se ven los
charcos de sebo hum ano en el suelo, al pie de la estaca quem ada. No, m ata al
anciano que y a no puede ver y al m uchacho idiota incapaz de arar un cam po. ¿Y
qué nos da a nosotros ese hij o del noble, ese m atalobos, ese que se echó a gritar
en el lugar de las bruj as? ¡Una m oneda del reino! ¡Con eso nos debem os
contentar!
Estaba tem bloroso, con la cam isa em papada en sudor. Entre el desgarrado
encaj e de la pechera, un destello de carne firm e. Una visión tentadora la de su
torso, m enudo pero lleno de fuertes m úsculos com o los que tanto gustan de
representar los escultores, con las tetillas sonrosadas destacando en la piel oscura.
—Ese poder… —Farfullaba com o si se hubiera pasado el día entero
repitiendo aquellas palabras con la m ism a intensidad, com o si no tuviera
im portancia, en realidad, que y o estuviera presente en aquel m om ento—. Ese
poder que hacía inútil cualquier m entira, ese poder oscuro que se cernía sobre
todas las cosas, esa verdad que arrasaba…
No. Ninguna verdad. Palabras.
Las botellas de vino estaban vacías; los platos de com ida, tam bién. Me fij é en
sus brazos enj utos, tensos y preparados para la lucha —pero ¿qué lucha?—, en los
m echones de cabello castaño escapados de su coleta, en sus oj os enorm es y
nublados.
De repente, le vi aplastarse contra la pared com o si quisiera atravesarla para
apartarse de m í, llevado por un vago recuerdo de las criaturas bebiendo de él, de
la parálisis y el éxtasis que había experim entado; sin em bargo, inm ediatam ente,
volvió a adelantarse, tam baleándose y extendiendo las m anos para sostenerse,
asido a obj etos que no estaban allí realm ente.
Pero su voz había callado.
Y algo se quebró en su rostro.
—¡Cóm o pudiste ocultárm elo! —susurró.
Percibí pensam ientos de viej as ley endas m ágicas y lum inosas, de un gran
estrato sobrenatural en el que vivían todos los seres oscuros e incorpóreos, de una
borrachera de conocim ientos prohibidos en la que las cosas naturales habían
perdido toda im portancia. Ya no había m ilagro alguno en la caída otoñal de las
hoj as de los árboles, en el sol ilum inando el huerto.
No.
El arom a surgía de él com o un incienso, com o el hum o y el calor de los cirios
de una iglesia. El corazón latía baj o la piel de su pecho desnudo. El vientre duro y
plano brillaba de sudor, de un sudor que im pregnaba el grueso cinto de cuero. La
sangre salada. Apenas podía controlar m i respiración.
Pero los dos respirábam os. Respirábam os y percibíam os sabores y olores y
éram os presa de la sed.
—No has entendido nada. —¿Era Lestat quien hablaba? Parecía el susurro de
otro dem onio, de otro ser repulsivo para el cual la voz era una im itación de la voz
hum ana—. No has com prendido nada de lo que has visto y oído.
—¡Yo habría com partido contigo todo cuanto tuviera! —Con un nuevo acceso
de rabia, alargó el brazo hacia m í y susurró—: ¡Fuiste tú quien no entendió nunca
nada!
—Tom a tu vida y huy e con ella. Vete.
—¿No ves que ésta es la confirm ación de todas las cosas? ¡Esa m aldad pura,
sublim e…! ¡Su existencia es la confirm ación!
En sus oj os había una expresión de triunfo. De pronto, adelantó aún m ás el
brazo y cerró la m ano sobre m i rostro.
—¡No te burles de m í! —le respondí. Le golpeé con tal fuerza que retrocedió
unos pasos, ofendido y silencioso—. Cuando m e fue ofrecida, la rechacé. Te
aseguro que la rechacé. Hasta m i últim o aliento, la rechacé.
—Siem pre has sido un estúpido —replicó—. Ya te lo decía.
Pero advertí que poco a poco estaba desm oronándose. Estaba tem blando, y
su rabia se transm utaba rápidam ente en desesperación. Levantó los brazos una
vez m ás y luego se detuvo.
—Creías en cosas que no eran im portantes —dij o en tono casi calm ado—.
Entonces había algo que no supiste ver. ¡Es im posible que ahora sigas sin darte
cuenta de lo que posees!
La nube que cubría sus oj os se condensó en lágrim as al instante. Baj o su
expresión ceñuda, surgían de él unas m udas palabras de am or.
Y se adueñó de m í una terrible tim idez. Me sentí em bargado por el poder,
silencioso y letal, que tenía sobre él, y por la certeza de que él reconocía tal
poder. Y el am or que sentía por él aum entó aún m ás esa sensación de poder,
convirtiéndola en turbación y bochorno, que súbitam ente se transform aron en
otra cosa.
Estábam os otra vez tras las bam balinas del teatro; estábam os en el pueblo de
la Auvernia, en la pequeña posada. Olí en él no sólo la sangre, sino su repentino
terror. Nicolas había retrocedido un paso, y aquel sim ple m ovim iento avivó en m í
las llam as en igual m edida que la visión de su rostro contraído.
Se hizo m ás pequeño, m ás frágil. Y, pese a ello, j am ás había parecido m ás
fuerte, m ás atractivo, que en aquel instante. Cuando acorté la distancia que nos
separaba, desapareció de su rostro toda expresión. Sus oj os adquirieron una
prodigiosa claridad y su m ente em pezó a abrirse com o lo había hecho la de
Gabrielle; por un instante, com o una llam arada, surgió un recuerdo de los dos
j untos en la buhardilla, hablando y hablando a la claridad del reflej o de la luna en
los tej ados cubiertos de nieve, o deam bulando por las calles de París, pasándonos
el vino con la cabeza agachada contra las prim eras ráfagas de viento invernal,
siem pre tan alegres, incluso en la m iseria, incluso en el m isterio —la verdadera
eternidad, el auténtico infinito—, en aquel m isterio m ortal.
No obstante, el m om ento se desvaneció en la expresión trém ula de su rostro.
—Ven a m í, Nicolas —susurré. Adelanté am bas m anos para atraerlo—. Si lo
quieres, tienes que venir…
Vi a un ave planeando frente a una ensenada, sobre el m ar abierto. Y había
algo aterrador en el ave y en las olas interm inables que sobrevolaba. La vi
rem ontar el vuelo m ás y m ás arriba, y el cielo se volvió de plata, y luego,
gradualm ente, la plata se desvaneció y el firm am ento quedó oscuro. La
oscuridad de la tarde, y a nada que tem er, nada en absoluto. Bendita oscuridad.
Pero ésta sólo caía, gradual e inexorablem ente, sobre aquella única y pequeña
criatura que graznaba al viento sobre el gran páram o que era el m undo.
Ensenadas vacías, arenas vacías, m ares vacíos.
Todo cuanto alguna vez había contem plado, escuchado o sostenido con placer
en m is m anos, había desaparecido o no había existido j am ás, y el ave, planeando
en círculos, continuó su vuelo alzándose lej os de m í, o, para ser m ás exactos,
lej os de nadie, abarcando todo el paisaj e, sin historia ni sentido, en la lisa negrura
de uno de sus oj illos.
Lancé un grito sin articular vocablos. Noté la boca llena de sangre y aprecié
cada trago deslizándose por m i garganta y calm ando aquella sed insondable. Y
quise decir « sí, ahora lo entiendo, ahora com prendo lo terrible, lo insoportable,
de esta oscuridad» . No lo sabía. No podía saberlo. El ave volando sin reposo a
través de la oscuridad sobre la costa desierta, sobre el m ar sin lím ites. Dios santo,
basta. Era peor que los horrores entrevistos en la posada. Peor que el desesperado
relincho de la y egua caída en la nieve. Pero la sangre era sangre, al fin y al
cabo, y el corazón —aquel corazón delicioso que era todos los corazones—
estaba allí, de puntillas contra m is labios.
Ahora, am or m ío, ahora es el m om ento. Puedo engullir la vida que late en tu
corazón y m andarte al olvido en el que nada puede ser nunca com prendido o
perdonado, o puedo traerte a m í.
Le aparté de m í. Le estreché contra m í com o un am ante apasionado. Pero la
visión no cesó.
Sus brazos m e rodearon el cuello. Vi su rostro m oj ado, sus oj os en blanco.
Entonces sacó la lengua y lam ió con ansia el corte que había preparado para él
en m i garganta. Sí, con ansia, con avidez.
Pero basta, por favor, que cese esta visión. Que se detenga ese rem ontar el
vuelo, esa gran panorám ica de la tierra descolorida, ese graznido que no significa
nada frente al aullido del viento. El dolor no es nada com parado con esta
oscuridad. No quiero… no quiero…
Pero se iba disolviendo. Desaparecía lentam ente.
Y, por últim o, todo quedó consum ado. El velo de silencio había caído sobre él,
com o sucediera con Gabrielle. Silencio. Se separó de m í, pero tuve que
sostenerle, pues casi no se m antenía en pie, con las m anos en la boca y la sangre
derram ándose por la barbilla. Tenía la boca abierta, y de ella surgió un sonido
seco; a pesar de la sangre, un sonido seco.
Entonces, detrás de él y m ás allá de la visión del m ar m etálico y del ave
solitaria que era su único espectador, vi a Gabrielle en el um bral de la estancia,
su cabello era el velo de oro en torno a los hom bros de una Virgen María, cuando,
con la expresión de m ás infinita tristeza en el rostro, m usitó:
—El desastre, hij o m ío.
A m edianoche, quedó evidenciado que Nicolas no hablaba ni respondía a voz
alguna, ni hacía el m enor m ovim iento por sí m ism o. Perm anecía inm óvil e
inexpresivo allí donde le dej ábam os. Si la m uerte le causaba daño, no dio ninguna
m uestra de ello. Si su nueva visión le com placía, se lo guardó para él. Ni siquiera
la sed le im pulsó a actuar.
Y fue Gabrielle quien, después de observarle en silencio durante horas, le
tom ó de la m ano, le aseó y le puso ropas lim pias. Escogió un gabán negro de
lana, una de las pocas prendas oscuras de m i vestuario, y una cam isa blanca de
lino que le daba el extraño aspecto de un j oven clérigo, un poco dem asiado serio,
algo ingenuo.
Y, al contem plarles en el silencio de la cripta, tuve la absoluta certeza de que
los dos podían escuchar sus m utuos pensam ientos. Sin una palabra, ella le guio en
el trance. Sin una palabra, le m andó a sentarse en el banco j unto al fuego.
Finalm ente, Gabrielle anunció:
—Ahora debe salir de caza.
Y, cuando volvió los oj os hacia él, Nicolas se levantó sin m irarla, com o tirado
de una cuerda.
Aturdido, los vi alej arse y escuché sus pasos en los peldaños de la escalera.
Luego salí tras ellos furtivam ente y, asido a los barrotes de la verj a principal, los
vi alej arse a cam po traviesa com o dos espíritus felinos.
El vacío de la noche era un frío perm anente que se adueñaba de m í, que m e
atenazaba. Ni siquiera el fuego del hogar logró calentarm e cuando regresé a él.
Allí tenía el vacío y la quietud que m e había dicho a m í m ism o que deseaba:
sí, estar solo después de la espantosa lucha que había sostenido en París. Y, con la
quietud, llegó la com prensión de algo que m e estaba dando zarpazos en las
entrañas com o un anim al furioso: me di cuenta de que ahora no podía soportar la
presencia de Nicolas.
5
La noche siguiente, cuando abrí los oj os, supe lo que debía hacer. No im portaba si
podía soportar su presencia o no. Yo le había convertido en lo que ahora era, y
tenía que encontrar el m odo de despertarlo de su estupor.
La cacería no le había cam biado, aunque, aparentem ente, había bebido y
m atado bastante bien. Ahora dependía de m í protegerle de la repulsión que sentía
por él: era preciso que fuera a París y le traj era la única cosa que podía hacerle
reaccionar.
Lo único que Nicolas había am ado m ientras estaba vivo era su violín. Tal vez
el instrum ento sirviera para despertarle. Se lo colocaría en las m anos y él querría
tocarlo de nuevo, querría tocarlo con su nueva habilidad, y todo cam biaría y el
hielo de m i corazón se derretiría de algún m odo.
Tan pronto com o Gabrielle despertó, le conté lo que m e proponía hacer.
—Pero ¿y los dem ás? No puedes volver a París tú solo.
—Claro que puedo —respondí—. Tú eres necesaria aquí, a su lado. Si esas
m olestas criaturas aparecieran por aquí, podrían atraerle a cam po abierto, en el
estado en que se encuentra. Y adem ás, quiero saber qué sucede baj o Les
Innocents. Quiero asegurarm e de si realm ente gozam os de una tregua.
—No m e gusta que vay as —dij o ella sacudiendo la cabeza—. Te aseguro que
si no crey era que debem os hablar otra vez con Arm and, que tenem os cosas que
aprender de él y de la viej a dam a, m e inclinaría por abandonar París esta noche.
—¿Y qué es lo que nos pueden enseñar? —repliqué con frialdad—. ¿Que es
cierto que el Sol gira en torno a la Tierra? ¿Que la Tierra es plana?
Con todo, la am argura de m is palabras m e hizo sentir avergonzado. Una de
las cosas que podían revelarm e era por qué los vam piros que y o creaba podían
escuchar sus m utuos pensam ientos y a m í m e resultaba im posible. Sin em bargo,
m e sentía dem asiado abrum ado por m i aversión hacia Nicolas para pensar en
todo aquello.
Me lim ité a contem plar a Gabrielle y pensar en lo espléndido que había
resultado ver cóm o se obraba en ella el Rito Oscuro, verla recuperar su belleza
j uvenil, convertirse de nuevo en la diosa que había sido para m í cuando era un
niño. Ver cam biar a Nicolas había sido tam bién verle m orir.
Quizá sin leer las palabras en m i m ente, ella com prendió perfectam ente m is
pensam ientos.
Nos abrazam os dulcem ente.
—Ten cuidado —m usitó.
Debería haber acudido directam ente al piso a buscar el violín, y todavía m e
quedaba ir a ver a m i pobre Roget y contarle una sarta de m entiras. Y aquello de
abandonar París… cada vez parecía el plan m ás adecuado para nosotros.
Pero, durante horas, lo único que hice fue vagar. Cacé por las Tullerías y los
bulevares, com portándom e com o si la asam blea baj o Les Innocents no existiera,
com o si Nicolas estuviera todavía vivo y a salvo en alguna parte, com o si París
entero fuera m ío de nuevo.
Con todo, ni un solo instante dej é de estar atento a la presencia de las
criaturas. Pensaba en la viej a reina. Y, por fin, les oí donde m enos lo esperaba,
en el Boulevard du Tem ple, cuando m e acercaba al teatro de Renaud.
Me extrañó que estuvieran en los lugares de luz, com o ellos los denom inaban.
Sin em bargo, en cuestión de segundos, identifiqué a varios de ellos ocultos
detrás del teatro. Y en esta ocasión no había en ellos m alevolencia, sino sólo una
desesperada anim ación al percibir m i proxim idad.
Entonces vi el rostro lechoso de la m uj er vam piro, la m uj er herm osa de oj os
oscuros y cabellos de bruj a. Estaba en el callej ón j unto a la puerta de artistas y
se asom ó por un instante, llam ándom e por señas.
A lom os de m i m ontura, titubeé por unos instantes. El bulevar m ostraba su
habitual actividad en una noche de prim avera: cientos de paseantes entre el
tráfico de carruaj es, grupos de m úsicos callej eros, prestidigitadores y
saltim banquis, los teatros ilum inados con sus puertas abiertas para invitar a la
m ultitud. ¿Por qué habría de dej arlo todo para hablar con aquellas criaturas?
Presté
atención.
En
realidad
eran
cuatro
y
estaban
aguardando
desesperadam ente m i aparición. Eran presa de un m iedo terrible.
Muy bien, pues. Tiré de las riendas de la y egua y penetré en el callej ón hasta
llegar al fondo, donde encontré a los cuatro acurrucados j untos contra la pared de
piedra.
El m uchacho de oj os grises estaba allí, cosa que m e sorprendió, y m ostraba
una expresión de desconcierto. Detrás de él distinguí a un hom bre vam piro alto y
rubio j unto a una m uj er herm osa, am bos cubiertos de harapos com o dos
leprosos.
Fue la m uj er de oj os oscuros, la que se había reído de m i pequeña brom a en
la escalera de la cripta de Les Innocents, quien rom pió el silencio:
—¡Tienes que ay udarnos! —susurró.
—¿Yo? —Intenté dom inar a la y egua, que m ostraba su disgusto por la
com pañía—. ¿Por qué habría de ay udaros?
—El am o está destruy endo la asam blea —dij o ella.
—Está destruy éndonos… —añadió el m uchacho, sin m irarm e.
Tenía los oj os fij os en las piedras del m uro y capté de su m ente im ágenes de
lo que estaba sucediendo, de la hoguera encendida y de Arm and arroj ando al
fuego a sus seguidores.
Traté de quitarm e aquello de la cabeza, pero las im ágenes m e llegaban ahora
de todos aquellos seres. La m uj er de oj os oscuros clavó éstos en los m íos en un
intento de hacer m ás detalladas las im ágenes: Arm and enarbolando un gran
m adero cham uscado y conduciendo a los dem ás hacia las llam as, para luego
em puj arles a la pira con el propio m adero m ientras sus víctim as pugnaban por
huir.
—¡Dios santo, si vosotros erais doce! ¿No podíais defenderos?
—Lo hem os hecho y aquí estam os —expuso la m uj er—. Arm and echó al
fuego a seis de nosotros y los dem ás pudim os huir. Aterrorizados, buscam os
lugares de descanso extraños para pasar el día. Es algo que no habíam os hecho
nunca, esto de dorm ir lej os de nuestras tum bas sagradas. No sabíam os qué nos
sucedería. Y, cuando hem os despertado, le hem os encontrado allí. Ha conseguido
destruir a dos m ás, de m odo que sólo quedam os nosotros. Incluso ha abierto las
cám aras profundas y ha quem ado a los ham brientos. Después ha provocado
derrum bam ientos para cegar los túneles que conducen a nuestro lugar de
reunión.
El m uchacho alzó los oj os lentam ente.
—Tú nos has hecho todo esto —susurró—. Tú nos has destruido a todos.
La m uj er se colocó delante de él.
—Tienes que ay udarnos —suplicó—. Form a una nueva asam blea con
nosotros. Ay údanos a existir com o lo haces tú —añadió, m ientras dirigía una
m irada im paciente al m uchacho.
—¿Pero y la anciana, la gran dam a? —inquirí.
—Fue ella quien lo em pezó todo —respondió el m uchacho con voz am arga—.
Se arroj ó a la hoguera voluntariam ente. Dij o que iba a reunirse con Magnus. No
dej aba de reírse, y fue entonces cuando el am o echó a los otros a las llam as
m ientras los dem ás huíam os.
Incliné la cabeza. De m odo que la viej a reina y a no estaba. Y todo lo que
había conocido y presenciado se había ido con ella, y lo único que había dej ado
era aquel j oven perverso, vengativo y necio que creía a pies j untillas en lo que
ella había sabido falso.
—Tienes que ay udarnos —repitió la m uj er de oj os oscuros—. Arm and está
en su derecho, com o am o de la asam blea, de destruir a los débiles, a los que no
pueden sobrevivir.
—No podía perm itir que la asam blea cay era en el caos —añadió la otra
m uj er vam piro, que perm anecía detrás del m uchacho—. Sin la fe en las Ley es
Oscuras, los otros habrían vagado por el m undo sin saber qué hacer, despertando
la alarm a entre el populacho m ortal. Pero si tú nos ay udas a form ar una nueva
asam blea, a perfeccionarnos de nuevas m aneras…
—El am o nos destruirá —m urm uró el m uchacho—. Nunca nos dej ará en
paz. Esperará el m om ento en que nos separem os y …
—No es invencible —intervino el otro vam piro—. Y ha perdido toda
convicción, recordad eso.
—Y tú tienes la torre de Magnus, un lugar seguro… —añadió el m uchacho
con voz desesperada, al tiem po que alzaba los oj os hacia m í.
—No, no puedo com partirla con vosotros —respondí—. Tenéis que ganar esta
batalla vosotros solos.
—Pero seguram ente podrás guiarnos… —propuso su com pañero.
—Vosotros no m e necesitáis —insistí—. ¿Qué habéis aprendido y a de m i
ej em plo? ¿Qué habéis aprendido de las cosas que dij e anoche?
—Aprendim os m ás de lo que hablaste después con él —replicó la m uj er de
oj os oscuros—. Te oím os hablarle de una nueva m aldad, de una m aldad para
estos tiem pos, destinada a m overse por el m undo baj o un perfecto disfraz m ortal.
—Entonces, adoptad el disfraz —dij e—. Tom ad las ropas de vuestras víctim as
y quedaos el dinero que lleven en los bolsillos. Entonces podréis m overos entre
los hum anos com o y o. Con el tiem po, podéis acum ular suficiente riqueza com o
para adquirir vuestra propia pequeña fortaleza, vuestro santuario secreto.
Entonces dej aréis de ser m endigos o fantasm as.
Pude observar la desesperación en sus rostros. Sin em bargo, seguían m is
palabras con atención.
—Pero nuestra piel, nuestro tim bre de voz… —protestó la m uj er.
—Podéis engañar a los m ortales. Es m uy fácil. Sólo es preciso un poco de
habilidad.
—¿Y cóm o em pezam os? —preguntó el m uchacho, cabizbaj o, com o si sólo
tom ara en consideración todo aquello a regañadientes—. ¿Qué clase de m ortales
podem os fingir ser?
—¡Escoge tú m ism o! Mirad a vuestro alrededor. Disfrazaos de gitanos, si
queréis; eso no debería costaros dem asiado… O, m ej or aún, de m im os —añadí,
volviendo los oj os hacia las luces del bulevar.
—¡Mim os! —repitió la m uj er de oj os oscuros con una pequeña chispa de
excitación.
—Sí, actores. Artistas callej eros. Acróbatas. Haceos acróbatas. Seguro que
los habéis visto alguna vez. Podéis pintaros la cara con m aquillaj e para artistas y
así pasarán desapercibidos vuestros gestos y expresiones faciales extravagantes.
No podríais escoger otro disfraz m ás perfecto que ése. En el bulevar encontraréis
todo tipo de m ortales que habitan en la ciudad. Aprenderéis todo cuanto necesitáis
saber.
La m uj er se echó a reír y m iró a los otros. El hom bre estaba sum ido en
profundos pensam ientos, la otra m uj er m editaba y el m uchacho parecía
inseguro.
—Con vuestros poderes, podéis haceros prestidigitadores y saltim banquis con
facilidad —insistí—. Para vosotros, no sería nada. Podríais tener m iles de
espectadores sin que nadie adivinara nunca lo que sois.
—No fue eso lo que sucedió contigo en el escenario de este pequeño teatro —
replicó con frialdad el m uchacho—. Tú llenaste de terror sus corazones.
—Porque así lo decidí —expliqué con una punzada de dolor—. Ésta es m i
tragedia. Pero puedo engañar a cualquiera cuando m e lo proponga, y vosotros
tam bién.
Me llevé una m ano al bolsillo y saqué un puñado de coronas de oro, que
entregué a la m uj er de oj os oscuros. Ella tom ó las m onedas entre am bas m anos
y las contem pló com o si le quem aran. Después levantó la vista y vi en sus oj os la
im agen de m í m ism o en el escenario del teatro de Renaud, realizando aquellas
descom unales proezas que habían hecho escapar al público del local.
Pero la m uj er tenía otra idea en la cabeza, pues sabía que el teatro estaba
abandonado y que m e había ocupado de enviar lej os a la com pañía.
Y, por un instante, estudié su m uda petición. Dej é que m i dolor se redoblara y
m e atravesara, al tiem po que m e preguntaba si m is interlocutores lo advertirían.
Aunque, a fin de cuentas, ¿qué im portaba eso en realidad?
—Sí, por favor —dij o la m uj er. Levantó su m ano y tocó la m ía con sus dedos
blancos y helados—. ¡Déj anos entrar en el teatro! ¡Por favor!
Volvió la cabeza y m iró en dirección a la entrada de artistas del local.
Dej arles entrar. Dej arles bailar sobre m i tum ba.
Sin em bargo, allí debían de quedar todavía viej os traj es y disfraces, restos del
vestuario de una troupe que había pasado a disponer de todo el dinero del m undo
para renovar su indum entaria escénica. Aún debía de haber viej os cubos de
pintura blanca, y agua en los barreños. Mil y un tesoros abandonados con las
prisas de la partida.
Me sentí un poco aturdido, incapaz de pensar en todo aquello. Me resistía a
rem em orar todo lo que había sucedido en aquel teatro.
—Está bien —asentí, y aparté la vista com o si algo m e hubiera distraído—.
Podéis entrar en el teatro si queréis. Podéis utilizar todo lo que hay dentro.
La m uj er se m e acercó aún m ás y, de pronto, apretó sus labios sobre el revés
de m i m ano.
—No olvidarem os esto —m usitó—. Me llam o Eleni, este m uchacho es
Laurent, el hom bre de ahí es Félix y la m uj er que está j unto a él, Eugénie. Si
Arm and intenta algo contra ti, será com o si nos lo hiciera a nosotros.
—Espero que os vay a bien y prosperéis —respondí y, cosa extraña, m is
palabras eran sinceras.
Me pregunté si alguno de ellos, con todas sus Ley es Oscuras y sus Ritos
Oscuros, había deseado realm ente aquella pesadilla que todos com partíam os. En
realidad, habían sido arrastrados a ella igual que m e había sucedido a m í. Y
ahora, para bien o para m al, todos éram os Hij os de las Tinieblas.
—Pero sed cautos en vuestro com portam iento —les advertí—. No traigáis
nunca aquí a vuestras víctim as, ni cacéis en las inm ediaciones del teatro. Actuad
con cautela y proteged la seguridad de vuestro refugio.
Eran las tres pasadas cuando crucé el puente de la Île de Saint Louis. Ya había
perdido dem asiado tiem po. Ahora debía encontrar el violín.
Pero, no bien m e acerqué a la casa de Nicolas en el quai, vi que algo iba m al.
Las ventanas estaban desnudas. Todas las cortinas habían sido arrancadas y, sin
em bargo, el lugar estaba lleno de luz, com o si en el interior ardieran cientos de
velas. Era m uy extraño. Roget no podía todavía haber tom ado posesión del piso,
pues no había transcurrido el tiem po suficiente para dar por hecho que Nicolas
había tenido algún m al encuentro.
Me encaram é rápidam ente al techo y descendí por la pared hasta la ventana
del patio; com probé que allí tam bién habían quitado las cortinas.
Y vi encendidas todas las velas de los candelabros y de los brazos de luz de las
paredes. Incluso las había suj etas con su propia cera sobre el piano y escritorio.
La sala estaba com pletam ente revuelta.
Todos los libros habían sido sacados de los estantes, y algunos volúm enes
estaban hechos pedazos; sus páginas rotas. Incluso los libros de m úsica habían
sido esparcidos hoj a por hoj a sobre la alfom bra, y todos los cuadros estaban
colocados sobre las m esas j unto con otros pequeños obj etos: m onedas, billetes,
llaves…
Tal vez las criaturas diabólicas habían arrasado la casa al llevarse a Nicolas.
Pero entonces, ¿quién había encendido las velas? Aquello no encaj aba.
Presté atención. No había nadie en el piso, o eso parecía. Pero en ese instante
escuché algo; no pensam ientos, sino un leve sonido. Fruncí el entrecej o,
concentrándom e, y m e di cuenta de que estaba oy endo pasar unas páginas.
Luego oí caer algo al suelo y nuevos ruidos de pasar páginas; un ruido áspero, de
hoj as apergam inadas. Después, el estruendo del presunto volum en arroj ado al
suelo.
Entreabrí con todo sigilo la ventana. Los ruidos continuaron, pero no capté
ningún olor a hum ano, ni asom o alguno de pensam ientos.
Sin em bargo, allí había sin duda un olor extraño. Un olor m ás penetrante que
el del tabaco y el de la cera de las velas. Era el m ism o hedor de la tierra del
cem enterio que im pregnaba a los vam piros.
Más velas en el pasillo. Velas en la alcoba, y el m ism o desorden: libros
abiertos y arroj ados al suelo en descuidados m ontones, ropa de cam a hecha un
revoltij o, cuadros apilados sin ningún orden, arm arios vaciados, caj ones
arrancados de las cóm odas…
Pero no logré dar con el violín por ninguna parte.
De otra de las habitaciones seguía surgiendo el sonido de unas m anos que
pasaban hoj as a toda prisa.
Fuera quien fuese —y, por supuesto, supe enseguida de quién tenía que
tratarse—, no le im portaba un com ino m i presencia. No se había detenido ni para
tom ar un aliento.
Avancé por el pasillo, m e detuve a la puerta de la biblioteca y m e encontré
m irándole m ientras él seguía su trabaj o.
Era Arm and, por supuesto, pero y o no estaba preparado para la im agen que
presentaba allí.
La cera de las velas caía por el busto de m árm ol de César y se derram aba
sobre los brillantes colores de los diferentes países en el globo terráqueo. Y los
libros form aban m ontañas sobre la alfom bra, salvo los del últim o estante del
rincón, donde ahora se encontraba Arm and vestido aún con sus viej os harapos y
con el cabello lleno de polvo, sin hacerm e el m enor caso m ientras su m ano
pasaba página tras página, sus oj os fij os en las palabras que tenía delante, sus
labios entreabiertos; su expresión, la de un insecto concentrado en m asticar la
hoj a en la que se ha posado.
Un aspecto absolutam ente horrible el suy o. ¡Estaba absorbiendo todo cuanto
contenían los volúm enes!
Finalm ente, dej ó caer el que tenía en las m anos y tom ó otro, lo abrió y
em pezó a devorarlo de la m ism a m anera, m oviendo los dedos de una frase a otra
con sobrenatural celeridad.
Advertí que Arm and había exam inado todo cuanto contenía el piso con
aquella m ism a voracidad, incluidas la ropa de cam a y las cortinas, los cuadros
descolgados de sus ganchos, el contenido de arm arios y cóm odas, pero que era
en los libros donde estaba adquiriendo m ás conocim ientos. Por el suelo había
obras de todo tipo, desde La guerra de las Galias de Julio César a novelas inglesas
contem poráneas.
Con todo, no era su aspecto el único horror. Estaba tam bién el caos que iba
dej ando a su paso, el absoluto desprecio por las cosas que tocaba.
Y su absoluto desprecio hacia m í.
Term inó de revisar el últim o libro, o dej ó de prestarle atención, y em pezó a
revolver los viej os periódicos apilados en un estante baj o.
Me descubrí retrocediendo, retirándom e de la estancia y apartándom e de él
con la vista fij a en su pequeña y sucia figura. Su cabellera castaña roj iza
despedía tenues reflej os a pesar del polvo, y sus oj os brillaban com o dos llam as.
Aquel ser extraviado del infram undo tenía un aspecto grotesco entre las velas
y el vertiginoso colorido de la vivienda, pero, aun así, su herm osura era patente.
No necesitaba las som bras de Notre Dam e ni la luz de las teas de la cripta para
que resaltara su belleza y, baj o aquella brillante lum inosidad, había en él un aire
de ferocidad que no le había observado nunca.
Me sentí presa de una abrum adora confusión. Arm and era a la vez peligroso
y aprem iante. Podría haberm e quedado m irándolo eternam ente, pero un instinto
im perioso m e dij o: « Vete, déj ale este sitio si lo quiere. ¿Qué im porta y a eso?» .
El violín. Traté desesperadam ente de pensar en el violín para dej ar de
contem plar el m ovim iento de sus dedos sobre las palabras, la incansable
concentración de sus oj os.
Le volví la espalda y fui al salón. Me tem blaban las m anos. Apenas podía
soportar la idea de saberle allí. Busqué por todas partes, pero no logré encontrar
el violín. ¿Qué podía haber hecho Nicolas con él? No se m e ocurrió nada.
El paso de las páginas, el cruj ido del papel, el leve ruido del periódico al caer
al suelo.
Decidí volver de inm ediato a la torre.
Me disponía a pasar rápidam ente ante la biblioteca, cuando, sin previo aviso,
su m ensaj e sin sonido habló en m i m ente. Me detuve. Era com o si una m ano m e
asiera del cuello. Me volví y le encontré m irándom e.
« ¿ Qué hay de esos silenciosos hijos tuyos? ¿Les amas? ¿Te aman ellos?» .
Ésa fue su pregunta, y su significado fue desentrañándose trabaj osam ente en
m i cabeza entre ecos interm inables.
Hasta el últim o libro de los estantes se hallaba ahora tirado por el suelo.
Arm and era un espectro entre las ruinas, un visitante del diablo en quien él creía.
Y, con todo, su rostro seguía siendo m uy tierno, m uy j uvenil.
« El Rito Oscuro nunca trae amor, ¿entiendes?, sólo trae silencio» . Sus
conceptos parecían m ás suaves en su insonoridad, m ás claros; el eco term inó de
disiparse. « Nosotros decíamos que era la voluntad de Satán que el maestro y el
novicio no buscaran consuelo el uno en el otro. Al fin y al cabo, era a Satán a
quien servíamos» .
Cada una de sus palabras penetró en m í. Cada una de sus palabras fue
acogida por un secreto y hum illante sentim iento de curiosidad y de
vulnerabilidad. Pero m e negué a perm itir que se diera cuenta de ello y, furioso,
exclam é:
—¿Qué quieres de m í?
Al hablar, fue com o si se rom piera algo. Sentí m ás m iedo de Arm and en
aquel m om ento que en ningún instante de nuestras anteriores discusiones y
enfrentam ientos, y siem pre he odiado a aquellos que m e hacen sentir m iedo, a
aquellos que conocen cosas que y o preciso saber, a aquellos que tienen tal poder
sobre m í.
—Es com o no saber leer, ¿verdad? —dij o en voz alta—. Y a tu creador, a ese
proscrito de Magnus, ¿le im portó para algo tu ignorancia? No te explicó ni
siquiera las cosas m ás sim ples, ¿verdad?
No hubo el m enor cam bio en su expresión al hablar.
—¿No han sido siem pre así las cosas? ¿Alguna vez has tenido a alguien que te
enseñara algo?
—Estás sacando esos argum entos de m is recuerdos… —repliqué. Estaba
pasm ado. Vi el m onasterio donde había estado de chiquillo, las filas y filas de
volúm enes que no sabía leer, la figura de Gabrielle inclinada sobre sus libros, de
espaldas a todos nosotros—. ¡Basta!
Me pareció com o si hubiese transcurrido m uchísim o tiem po. Me sentía
desorientado. Y Arm and continuó lanzando m ensaj es, esta vez en silencio.
« Esos que tú has creado nunca te dan satisfacción. En el silencio sólo crecen
la desavenencia y el resentim iento» .
Quise m overm e, pero perm anecí inm óvil. No podía hacer otra cosa que
m irarle m ientras continuaba.
« Tú me deseas, y yo a ti, y sólo nosotros dos en todo este mundo nos
merecemos mutuamente. ¿No te das cuenta de ello?» .
Sus m udos m ensaj es parecieron extenderse, am pliarse, com o una nota de
violín sostenida por toda la eternidad.
—Esto es una locura —susurré.
Recordé todas las cosas que m e había dicho, las acusaciones que había
form ulado contra m í, los horrores que las otras criaturas m e habían descrito
sobre los desgraciados a los que había arroj ado a la hoguera.
—¿Lo es? ¿Es una locura? —inquirió él—. Ve entonces con tus silenciosos
hij os. En este preciso instante se estarán diciendo lo que no pueden decirte a ti.
—Mientes… —m urm uré.
—Y el paso del tiem po sólo acrecentará su independencia. Pero aprende por
ti m ism o. Cuando quieras venir a m í, m e encontrarás fácilm ente. Al fin y al
cabo, ¿adónde podría ir? ¿Qué podría hacer? Tú m e has vuelto a convertir en un
huérfano.
—Yo no… —protesté.
—Sí, tú —insistió él—. Tú has sido el causante, tú diste con todo al traste. —
Pese a las recrim inaciones, no aprecié cólera alguna en su voz—. Pero puedo
esperar a que vengas a m í, a que acudas a plantearm e las preguntas que sólo y o
puedo responder.
Le contem plé durante un instante. No sé cuánto tiem po estuve así. Era com o
si no pudiera m overm e, com o si no pudiera ver otra cosa que su figura, y
com prendí que estaba envolviéndom e de nuevo la profunda sensación de paz que
había conocido en Notre Dam e, el hechizo que y a había utilizado Arm and contra
m í. Sólo quedó una luz que le envolvía, y fue com o si se acercara a m í y y o a él,
aunque ninguno de los dos nos m ovim os. Arm and estaba atray éndom e,
arrastrándom e hacia él.
Di m edia vuelta tam baleándom e, perdiendo el equilibrio, pero logré salir de
la sala. Corrí por el pasillo, y pronto m e escabullí de nuevo por la ventana para
escalar la pared hasta el techo.
Instantes después, cabalgaba al galope por la Île de la Cité com o si Arm and
m e persiguiera. Mi corazón no m oderó su frenético latir hasta que hube dej ado
atrás la ciudad.
El tañido de las cam panas del infierno.
La torre se alzaba en la oscuridad contra las prim eras luces del alba. Mi
pequeño grupo y a se había retirado a descansar en su cripta de las m azm orras.
No abrí los sepulcros para m irarles aunque sentía unos desesperados deseos
de hacerlo, de ver otra vez a Gabrielle y tocar su m ano.
Subí solo hacia las alm enas para contem plar el m ilagro ardiente del
am anecer que se aproxim aba, de aquel m om ento que j am ás volvería a ver
com pleto. El tañido de las cam panas del infierno, m i m úsica secreta…
Pero m e llegaba tam bién otro sonido. Lo advertí m ientras subía la escalera y
m e m aravilló su capacidad para alcanzarm e. Era una especie de canción suave
y dulce, que llegaba a m í com o si salvara una distancia inm ensa.
Una vez, hacía años, había escuchado a un j oven cam pesino que venía
cantando por la carretera que partía del pueblo hacia el norte. El m uchacho no se
había fij ado en si alguien lo escuchaba, se había creído a solas en el cam po
abierto y su voz había poseído una fuerza interna y una pureza que le habían
conferido una belleza sobrenatural. Las letras de la viej a tonada eran lo de
m enos.
Era ésta la voz que ahora m e llam aba. Era la m ism a voz solitaria, alzándose
sobre la distancia que nos separaba para recoger en sí m ism a todos los sonidos.
Volví a sentir m iedo, pero aun así, abrí la puerta de lo alto de la escalera y salí
al exterior. Percibí la brisa sedosa de la m añana y el parpadeo ensoñador de las
últim as estrellas. El cielo no era y a un dosel, sino m ás bien una neblina que se
alzaba interm inable sobre m í, y las estrellas escapaban hacia arriba, haciéndose
todavía m ás pequeñas entre la niebla.
Com o una nota em itida en las altas m ontañas, la voz lej ana se hizo m ás
aguda, tocándom e el pecho en el lugar donde había posado m i m ano.
La voz m e traspasó com o un ray o de luz rasga la oscuridad, canturreando:
« Ven a mí. Todo quedará olvidado sólo con que vuelvas a mi. Estoy más solo
de lo que he estado nunca» .
Y, acom pañando a la voz, llegó hasta m í una sensación de posibilidades sin
lím ite, de asom bro y expectación, que traía consigo la visión de Arm and plantado
en solitario ante las puertas abiertas de Notre Dam e. El tiem po y el espacio eran
m eras ilusiones. Le vi envuelto en una luz lechosa ante el altar principal, una
figura ágil y veloz envuelta en regios harapos y sin otra expresión en sus oj os que
la paciencia, hasta desvanecerse en un leve resplandor. En aquel instante no
existía ninguna cripta secreta baj o Les Innocents. No existía la visión espantosa
de aquel fantasm a andraj oso baj o la radiante lum inosidad de la biblioteca de
Nicolas, arroj ando los libros al suelo com o si fueran cáscaras vacías al term inar
de hoj earlos.
Creo que m e arrodillé y apoy é la cabeza contra las m elladas losas del suelo.
Vi la Luna com o un fantasm a desvaneciéndose y el Sol debió de tocarla, porque
su brillo m e hizo daño y m e obligó a cerrar los oj os.
Sin em bargo, sentí al m ism o tiem po una gran exaltación, un éxtasis. Era
com o si m i espíritu pudiera saborear la gloria del Rito Oscuro, sin necesidad de
derram ar sangre, en la intim idad de aquella voz que m e hendía y buscaba la
parte m ás tierna y m ás secreta de m i alm a.
« ¿Qué deseas de m í? —Quise decirle—. ¿Cóm o puedes ofrecerm e el perdón
y el olvido cuando hace tan poco sólo sentías por m í el rencor m ás profundo? Tu
asam blea, destruida. Esos horrores que no quiero im aginar…» .
Todo esto quise decirle, pero, com o antes, m e resultó im posible articular las
palabras. Y esta vez m e di cuenta de que, si m e atrevía a intentarlo, la sensación
de felicidad desaparecería y m e abandonaría, y que la angustia sería peor aún
que la sed de sangre.
Con todo, aunque perm anecí callado, envuelto en el m isterio de aquel
sentim iento, reconocí im ágenes y pensam ientos extraños que no m e pertenecían.
Me vi a m í m ism o regresando a las m azm orras y tom ando en m is brazos los
cuerpos inanim ados de los dos m onstruos de m i propia raza a los que tanto
am aba. Me vi transportándolos a la azotea de la torre y dej ándolos allí,
im potentes, a m erced del sol naciente. Las cam panas del infierno repicaban en
vano por ellos: tocaban alarm a. Y el sol los consum ía y los reducía a cenizas con
cabello hum ano.
Mi m ente retrocedió ante todo aquello, se replegó en sí m ism a, presa del m ás
desgarrador desengaño.
—Basta, Arm and —susurré. ¡Ah, cuánto m e dolía aquella decepción, aquella
reducción de posibilidades…!—. Qué estúpido has sido al pensar que y o podría
hacer tal cosa…
La voz se desvaneció, se apartó de m í y sentí la soledad en cada poro de m i
piel. Era com o si m e hubieran privado para siem pre de cualquier cobij o y, en
adelante, fuera a sentirm e siem pre tan desnudo y desdichado com o en aquel
instante.
Y sentí en la lej anía una convulsión de energía, com o si el espíritu que había
creado la voz estuviera enroscándose sobre sí m ism o con una gran lengua.
—¡Traición! —exclam é en voz m ás alta—. Pero ¡ah!, qué tristeza, qué error
de cálculo. ¡Cóm o puedes decir que m e deseas!
Pero se había ido. Había desaparecido por com pleto. Y, presa de la
desesperación, deseé que volviera aunque fuera para luchar contra m í. Anhelé
gozar de nuevo de aquella sensación de posibilidad, de aquella deliciosa
llam arada.
Y vi su rostro en Notre Dam e, j uvenil y casi dulce, com o el de un santo
pintado por Leonardo.
Me invadió una terrible sensación de fatalidad.
6
Tan pronto com o Gabrielle despertó, la conduj e lej os de Nicolas y le expliqué
todo lo que había tenido lugar la noche anterior. Le conté todo cuanto Arm and
había sugerido y dicho. Con cierta incom odidad, m encioné el silencio que existía
entre ella y y o, y le aseguré saber ahora que tal situación no iba a cam biar.
—Debem os dej ar París lo antes posible —dij e por fin—. Esa criatura es
dem asiado peligrosa. Y esas otras a las que he cedido el teatro… ninguna de ellas
sabe nada, salvo lo que él les ha enseñado. Propongo que les dej em os París y
tom em os la Senda del Mal, por usar las palabras de la viej a reina.
Había esperado de ella una reacción de furia contra m í, y de m alevolencia
hacia Arm and, pero perm aneció serena durante toda m i exposición.
—Quedan dem asiadas preguntas por responder, Lestat —dij o al fin—. Quiero
saber cóm o nació su asam blea. Y quiero conocer todo lo que Arm and sabe de
nosotros.
—Madre, estoy tentado de volver la espalda a todo eso. No m e im porta cóm o
se inició y dudo que él m ism o lo sepa.
—Te entiendo, Lestat —respondió ella con calm a—. Créem e, te entiendo.
Cuando todo quede aclarado, estas criaturas m e im portarán m enos que los
árboles de este bosque o que las estrellas que lucen ahí arriba. Preferiría estudiar
las corrientes del viento o los dibuj os de las hoj as al caer…
—Exacto.
—Pero no debem os precipitarnos. Ahora, lo im portante es que los tres
perm anezcam os j untos. Debem os ir j untos a la ciudad y prepararnos con
tranquilidad para m archarnos j untos m ás adelante. Y j untos tam bién debem os
trazar el plan para despertar a Nicolas con el violín.
Quise preguntarle por Nicolas, saber qué había tras su silencio, qué podía ella
adivinar en su m ente. Sin em bargo, las palabras se m e secaron en la garganta y
recordé, com o lo había hecho en todo instante, el com entario que Gabrielle había
hecho en aquellos prim eros instantes: « El desastre, hij o m ío» .
Me pasó el brazo por la cintura y m e conduj o de nuevo hacia la torre.
—No tengo que leer tus pensam ientos —dij o— para saber lo que dice tu
corazón. Llevém osle a París y busquem os el Stradivarius. —Se puso de puntillas
para darm e un beso y añadió—: Ya estábam os j untos en la Senda del Mal antes
de que sucediera todo esto, y pronto volverem os a tom arla.
Conducir a Nicolas a París resultó tan fácil com o llevarle a cualquier otra
parte. Com o un fantasm a, m ontó a caballo y cabalgó a nuestro lado; únicam ente
su oscura m elena y su capa, batidas por el viento, parecían tener vida.
Cuando cobram os nuestras víctim as en la Île de la Cité, advertí que no verle
cazar y m atar m e resultaba insoportable.
Y no m e daba ninguna esperanza verle hacer aquellas cosas sencillas con la
torpeza y lentitud de un sonám bulo. Tal cosa sólo dem ostraba que podía continuar
en aquel estado para siem pre, com o nuestro silencioso cóm plice, poco m ás que
un cadáver resucitado.
Sin em bargo, m ientras recorríam os j untos las callej as, se adueñó de m í una
sensación inesperada. Ahora éram os tres, no dos. Éram os un grupo, una
asam blea. Y si conseguía reanim arle…
No obstante, lo prim ero era la visita a Roget. Tenía que presentarm e solo ante
el abogado, de m odo que les dej é esperando a unas cuantas puertas de la casa y,
m ientras golpeaba el picaporte, tom é fuerzas para acom eter la actuación m ás
horrorosa de m i carrera teatral.
Pues bien, m uy pronto iba a aprender una im portante lección acerca de los
hum anos y de su disposición a convencerse de que el m undo es un lugar seguro.
Roget se m ostró encantado de verm e. Estaba tan aliviado de encontrarm e « vivo
y en buen estado de salud» y de com probar que seguía requiriendo sus servicios,
que, con grandes aspavientos de cabeza, aceptó m is disparatadas explicaciones
sin apenas darm e tiem po a em pezarlas.
(Y esta lección sobre la tranquilidad de los m ortales no iba a olvidarla nunca.
Aunque un espíritu esté haciendo pedazos una casa, aunque haga volar los platos
y las ollas, derram e agua sobre los coj ines o haga que los reloj es suenen a todas
horas, los m ortales aceptarán prácticam ente cualquier « explicación natural»
que se les ofrezca, por absurda que sea, antes que la obvia explicación
sobrenatural del suceso).
Tam bién quedó claro casi desde el prim er m om ento que el abogado creía que
Gabrielle y y o habíam os abandonado la alcoba de la casa por la puerta de
servicio, una posibilidad en la que y o no había caído hasta entonces. Así pues,
respecto a los candelabros retorcidos, lo único que hice fue m urm urar unas
frases sobre si m e había vuelto loco de dolor al ver a m i m adre en el lecho de
m uerte. Roget lo com prendió enseguida.
En cuanto a la razón de que m e la llevara… En fin, Gabrielle había insistido
en que la alej ara de todos y la llevara a un convento, donde ahora se encontraba.
—¡Ah, señor abogado, su m ej oría es un m ilagro! —exclam é—. Si pudiera
verla… Pero no im porta. Nos vam os de inm ediato a Italia con Nicolas de
Lenfent y necesitam os dinero en efectivo, letras de crédito, lo que sea. Y un
carruaj e, uno grande para viaj es largos, y un buen tiro de seis caballos. Ocúpese
de esto, que esté todo preparado para prim era hora de la noche del viernes. Y
escríbale a m i padre diciéndole que nos llevam os a m i m adre a Italia. Supongo
que m i padre se encuentra bien, ¿verdad?
—Sí, sí. Por supuesto, únicam ente le he hecho llegar las noticias m ás
tranquilizadoras…
—Muy prudente por su parte. Sabía que podía confiar en usted. ¿Qué haría y o
sin su colaboración? ¿Y qué m e dice ahora de estos rubíes? ¿Podría convertirlos
en dinero inm ediatam ente? Tam bién tengo unas cuantas m onedas españolas para
vender. Bastante antiguas, creo.
Tom ó nota de todo com o un poseso, m ientras todas sus dudas y sospechas se
fundían baj o el calor de m is sonrisas. ¡Estaba tan contento de tener algo que
hacer!
—Conserve vacío m i local del Boulevard du Tem ple —le ordené—. Y,
naturalm ente, quiero que se encargue de todo.
El local del Boulevard du Tem ple, el escondrij o de un grupo de vam piros
harapientos y desesperados, a m enos que Arm and los hubiera descubierto y los
hubiera quem ado com o viej os traj es de atrezo. Muy pronto encontraría la
respuesta a aquel interrogante.
Baj é los peldaños hasta la calle silbando para m í de la m anera m ás hum ana,
satisfecho de haber cum plido con aquella desagradable obligación. Entonces
advertí que Nicolas y Gabrielle no aparecían por ninguna parte.
Me detuve y observé con atención la calle.
Vi a Gabrielle en el preciso instante de escuchar su voz: una figura j oven y
varonil surgiendo im petuosa de una callej uela, com o si se acabara de
m aterializar allí m ism o.
—¡Lestat, se ha ido… ha desaparecido! —exclam ó.
No supe qué responder. Dij e alguna estupidez, algo así com o « ¿Qué quieres
decir, desaparecido?» , pero m is pensam ientos casi ahogaban las palabras antes
de que surgieran de m i cabeza. Si hasta aquel instante había dudado de m i am or
por él, m e había estado m intiendo a m í m ism o.
—Le he dado la espalda y todo ha sucedido así de rápido, te lo aseguro —
explicó ella, entre apenada y furiosa.
—¿Has oído a alguien m ás…?
—No. A nadie. Sencillam ente, todo ha sido dem asiado rápido.
—Sí, siem pre que se hay a m ovido por sí m ism o, que no se lo hay a llevado…
—¿Arm and? Habría notado su m iedo si él hubiera intervenido —insistió.
—Pero ¿estás segura de que Nicolas tenga m iedo, de que sienta algo?
Yo estaba absolutam ente aterrado y exasperado. Nicolas se había
desvanecido en una oscuridad que se extendía alrededor de nosotros com o una
rueda gigante en torno a su ej e. Creo que apreté los puños y debí hacer algún
vago gesto de pánico.
—Escúcham e —dij o—. Sólo hay dos cosas que dan vueltas y vueltas en su
m ente…
—¡Dím elas!
—Una es la hoguera de la cripta baj o Les Innocents donde estuvo a punto de
ser quem ado. La otra es un pequeño teatro… unas luces, un proscenio, un
escenario…
—El teatro de Renaud —m urm uré.
Juntos, ella y y o éram os arcángeles. No tardam os un cuarto de hora en llegar
al ruidoso bulevar y, entre la anim ada m ultitud, pasam os ante la abandonada
fachada del local de Renaud para dirigirnos a la puerta de artistas.
Los tablones estaban astillados, y las cerraduras, rotas. Sin em bargo, no capté
sonido alguno de Eleni y de las dem ás criaturas m ientras avanzábam os con sigilo
por el pasillo que rodeaba los bastidores. Allí no había nadie.
Quizás Arm and había devuelto al redil a sus hij os, después de todo, y la culpa
era m ía por no haberles acogido a m i lado.
No había nada, salvo la j ungla de utillería, los grandes decorados pintados con
el día y la noche y la m ontaña y el valle, y los cam erinos abiertos, aquellos
abigarrados cuartuchos donde, aquí y allá, un espej o reflej aba la luz que se
filtraba por la puerta abierta que habíam os dej ado atrás.
Entonces, la m ano de Gabrielle se cerró en m i m anga. Con un gesto, señaló el
escenario y, por la expresión de su rostro, supe que no eran los otros. Quien
estaba allí era Nicolas.
Me acerqué al lateral del escenario. El telón de terciopelo estaba corrido a
am bos lados, y distinguí claram ente su figura en el foso de la orquesta. Estaba
sentado en su lugar habitual, con las m anos cruzadas sobre los m uslos. Tenía el
rostro vuelto hacia m í, pero no advertía m i presencia. Seguía con la m irada
perdida, com o siem pre.
Y evoqué las extrañas palabras de Gabrielle la noche después de que la
creara, respecto a que no podía sobreponerse a la sensación de haber m uerto y
de no poder influir en nada en el m undo m ortal.
Su aspecto era translúcido, carente de vida. Era el aspecto m udo e
inexpresivo con que uno casi tropieza en las som bras de la casa encantada, casi
fundido con el m obiliario polvoriento; era, tal vez, el espanto m ás horrible de
todos cuantos existen.
Miré si tenía el violín en el suelo apoy ado en la silla y, al ver que no era así,
m e dij e que aún tenía una oportunidad.
—Quédate aquí y vigila —indiqué a Gabrielle.
Sin em bargo, el corazón se m e desbocó cuando alcé la m irada al teatro a
oscuras, cuando m e dej é em briagar por los viej os olores. « ¡Oh, Nicolas! —
pensé—. ¿Por qué has tenido que traernos aquí, a este lugar hechizado? Aunque,
¿quién soy y o para preguntarlo? Tam bién y o volví, ¿no es cierto?» .
Encendí la única vela que encontré en el cam erino de la prim era actriz. Por
todas partes había botes de pintura de teatro abiertos, y en las perchas colgaban
aún num erosos traj es desechados. Todos los cam erinos por los que pasé estaban
llenos de vestuario abandonado, peines y cepillos olvidados, flores m architas
todavía en los j arrones y polvos de m aquillaj e derram ados por el suelo.
Volví a pensar en Eleni y los dem ás, y advertí que se apreciaba allí un
levísim o arom a a Les Innocents. Distinguí unas huellas de pisadas de pies
desnudos m uy claras en el polvo. Sí, las criaturas habían entrado. Y habían
encendido velas, sin duda, pues el olor a cera parecía m uy reciente.
Fuera com o fuese, no había entrado en m i antiguo cam erino, la estancia que
Nicolas y y o com partíam os antes de cada actuación. Todavía estaba cerrada y,
cuando la abrí por la fuerza, m e llevé una desagradable sorpresa. Todo seguía
exactam ente com o lo había dej ado.
Estaba lim pia y ordenada, incluso el espej o estaba libre de polvo, y encontré
todas m is pertenencias tal com o las dej ara la últim a noche que había pasado allí.
Vi m i viej a capa colgada de la percha, las viej as ropas que había traído del
cam po y un par de botas arrugadas. Encontré tam bién m is tarros de m aquillaj e
para la escena en perfecto orden, y la peluca —que sólo había lucido en el teatro
— en su cabeza de m adera. Las cartas de Gabrielle form aban un pequeño
m ontón; los ej em plares de periódicos ingleses y franceses en los que se
m encionaba la obra y una botella de vino aún m edio llena, con el tapón seco,
com pletaban el inventario. Y allí, en la oscuridad baj o el tocador de m árm ol,
cubierta en parte por un gabán negro hecho un fardo, había una brillante caj a de
violín. No era la del instrum ento que habíam os traído del pueblo. No. En su
interior debía de estar el preciado regalo que le había com prado después, con la
« m oneda del reino» : el violín Stradivarius.
Me agaché y abrí la tapa. Efectivam ente, contenía el bello instrum ento,
delicado y dotado de un oscuro brillo, abandonado allí entre todas aquellas cosas
sin valor.
Me pregunté si Eleni y los dem ás se lo habrían quedado en el caso de haber
entrado en el cam erino. ¿Habrían sabido reconocer su posible utilidad y su valor?
Dej é la vela por un instante, saqué con cuidado el violín y tensé las cuerdas
de crin del arco com o le había visto hacer m il veces a Nicolas. Luego llevé el
instrum ento y la vela otra vez al escenario, m e agaché y em pecé a encender la
larga serie de velas que form aba la batería de luces del proscenio.
Gabrielle m e contem pló, im pasible. Luego acudió a ay udarm e. Fue
encendiendo una vela tras otra y prendió a continuación los candelabros de las
paredes.
Pareció que Nicolas se agitaba, pero tal vez fue sólo la creciente ilum inación
de su perfil, la suave luz que em anaba del escenario y se extendía por la sala
vacía. Los profundos pliegues del terciopelo cobraron vida por doquier y los
ornados espej uelos incrustados en el frontis del anfiteatro y de los palcos se
convirtieron en otras tantas luces.
Qué bello era aquel rincón, nuestro rincón. Había sido la puerta al m undo,
cuando éram os m ortales. Y, finalm ente, habría resultado la puerta del infierno.
Cuando term iné de encender las velas, m e detuve un m om ento sobre el
escenario y adm iré los pasam anos dorados, la nueva araña de luces que colgaba
del techo y, arriba de todo, las m áscaras de la com edia y de la tragedia com o dos
caras surgiendo del m ism o cuello.
El local parecía m ucho m ás pequeño cuando estaba vacío. En cam bio, ningún
teatro de París parecía m ás grande cuando estaba lleno.
Llegaba del exterior el ronco rum or del tráfico en el bulevar, finas voces
hum anas alzándose de vez en cuando com o chispas sobre el m urm ullo de fondo.
Debía de estar pasando un carruaj e pesado, porque todo cuanto contenía el teatro
vibró ligeram ente: la llam a de las velas en los reflectores, el enorm e telón
recogido a izquierda y derecha, el decorado con un j ardín bellam ente dibuj ado y
unas nubes en el cielo.
Pasé delante de Nicolas, que no m e había dirigido la m irada un solo instante,
y descendí la escalerilla situada tras él hasta el foso de la orquesta. Me acerqué a
su silla con el violín.
Gabrielle se quedó de nuevo tras las bam balinas con una expresión fría pero
paciente en su rostro m enudo. Se apoy ó contra una colum na próxim a, con el
gesto fácil de un extraño j oven de largos cabellos.
Por detrás de él, baj é el violín sobre el hom bro de Nicolas y lo deposité en su
regazo. Noté que se m ovía, com o si exhalara un suspiro, y apretaba la nuca
contra m í. Luego, lentam ente, alzó la m ano izquierda para suj etar el puente del
violín, al tiem po que, con la diestra, tom aba el arco.
Me arrodillé y apoy é las m anos en sus hom bros. Le besé la m ej illa. No capté
ningún olor hum ano, ningún calor de m ortal. Era una escultura de m i Nicolas.
—Toca —susurré—. Toca ahora, para nosotros solos.
Se volvió lentam ente hasta quedar frente a m í y, por prim era vez desde el
instante del Rito Oscuro, m e m iró a los oj os y em itió un leve sonido, tan forzado
que m e pareció com o si hubiera perdido la capacidad de hablar. Com o si se le
hubieran atrofiado los órganos de fonación.
Finalm ente, se pasó la lengua por los labios y, en una voz tan baj a que apenas
logré oírle, dij o:
—Es el instrum ento del diablo.
—Sí —respondí. « Si es lo que tienes que creer —añadí para m í—, que así
sea. Pero toca» .
Sus dedos se posaron sobre las cuerdas. Tanteó la m adera de la caj a hueca
con la y em a de los dedos, y, por fin, tem bloroso, pulsó las cuerdas para afinarlas
y aj ustó con gran parsim onia las clavij as, com o si, sum am ente concentrado,
realizara por prim era vez aquella m aniobra.
En el bulevar, unos niños se reían. Unas ruedas de m adera traqueteaban con
estruendo en los adoquines. Las notas entrecortadas eran irritantes, discordantes,
y agudizaban la tensión.
Nicolas apretó el instrum ento contra su oído por un instante y m e dio la
im presión de que volvía a quedarse inm óvil durante una eternidad, hasta que se
puso en pie con lentitud. Dej é el foso de la orquesta y salí a la platea, donde m e
quedé de pie contem plando su negra silueta recortada contra el fulgor del
escenario.
Se volvió hacia el patio de butacas vacío com o tantas veces había hecho en el
interm edio de la representación, y se colocó el violín baj o el m entón. Y, con un
m ovim iento veloz com o el ray o ante m is oj os, baj ó el arco sobre las cuerdas.
Los prim eros arpegios, graves y potentes, latieron en el silencio y se
alargaron y profundizaron, arañando el fondo m ism o del sonido. Luego, las notas
se alzaron, ricas y oscuras y penetrantes, com o si fueran extraídas del violín por
obra de m agia, hasta que un desbordado torrente de m elodías inundó de pronto la
sala.
La m úsica pareció traspasar m i cuerpo, atravesar m is m ism ísim os huesos.
No podía ver el m ovim iento de sus dedos ni el ir y venir del arco; lo único que
distinguía era la agitación de su cuerpo, su postura torturada m ientras dej aba que
la m úsica le retorciera, le doblara hacia delante y le arroj ara hacia atrás.
Las notas se hicieron m ás agudas, m ás chillonas, m ás rápidas, pero seguían
conservando el tono a la perfección. Era una ej ecución sin esfuerzo, con un
virtuosism o m ás allá de cualquier sueño m ortal. Y el violín hablaba; no se
lim itaba a cantar, sino que era insistente en su tonada. El violín contaba una
historia.
La m úsica era un lam ento, un futuro de terror enroscándose en hipnóticos
ritm os de danza, sacudiendo a Nicolas de un lado a otro con m ás fuerza todavía.
Su cabello era una greña reluciente ante las luces del proscenio. Su piel estaba
perlada de sudor ensangrentado. Llegó hasta m í el olor de la sangre.
Pero y o tam bién estaba doblándom e, y retrocedía, agachado tras los asientos
com o si quisiera ocultarm e de la m úsica, igual que una m ultitud de aterrorizados
m ortales se había puesto a cubierto de m í en aquel m ism o local.
Y supe, de alguna m anera plena y sim ultánea, que el violín estaba contando
todo cuanto le había sucedido a Nicolas. La m úsica era el estallido de la
oscuridad, era la oscuridad fundida, y su belleza era com o el fulgor de las ascuas:
daba la luz suficiente para m ostrar cuánta oscuridad había en realidad.
Tam bién Gabrielle pugnaba por m antener quieto el cuerpo baj o aquel
torbellino. Tenía el rostro contraído y las m anos en la cabeza; la m elena leonina
se le había soltado en torno a la cara, y advertí que había cerrado los oj os.
Sin em bargo, otro sonido se abrió paso entre la pura inundación de la m úsica.
Las criaturas estaban allí. El cuarteto había acudido al teatro y avanzaban hacia
nosotros entre bastidores.
La m úsica alcanzó cim as im posibles, el sonido tom aba fuerzas y siguió
ascendiendo. La m ezcla de sentim ientos y de pura lógica traspasó los lím ites de
lo tolerable y, sin em bargo, continuó y continuó…
Y el cuarteto apareció lentam ente detrás del telón: prim ero, la m aj estuosa
figura de Eleni, seguida de Laurent, el m uchacho, y de Félix y Eugénie. Se
habían convertido en acróbatas, en artistas callej eros, y llevaban la ropa de los de
su oficio, los hom bres con m edias blancas baj o los calzones de arlequín con
colgantes, y las m uj eres con grandes bom bachos, vestidos de volantes y
zapatillas de baile en los pies. El carm ín brillaba en sus inm aculadas caras
blancas y el kohl trazaba el contorno de sus deslum brantes oj os de vam piro.
Se acercaron a Nicolas com o atraídos por un im án, y su belleza destacó aún
m ás al quedar a la luz de las velas del escenario; sus cabellos brillaban, sus
m ovim ientos eran ágiles y felinos, sus expresiones eran arrebatadas. Nicolas se
volvió lentam ente hacia ellos m ientras seguía agitándose, y la m úsica se convirtió
en una súplica frenética, bam boleándose y ascendiendo y lanzando rugidos en su
carrera m elódica.
Eleni contem pló a Nicolas con los oj os m uy abiertos, entre horrorizada y
encantada. Después, levantó los brazos por encim a de la cabeza con un gesto
lento y teatral y puso el cuerpo en tensión; su cuello resultaba aún m ás largo y
grácil. La otra m uj er pivotó sobre un pie, y levantó la rodilla; los dedos del pie
apuntaban hacia abaj o en el prim er paso de una danza. No obstante, fue el
hom bre alto quien cogió de pronto el ritm o de la m úsica de Nicolas, sacudiendo
la cabeza a un lado y m oviendo brazos y piernas com o si fuera una gran
m arioneta tirada de cuatro cuerdas colgadas de las vigas del techo.
Los dem ás lo vieron. Ya conocían las m arionetas del bulevar y, de pronto,
todos adoptaron aquella gesticulación m ecánica, con bruscos m ovim ientos com o
espasm os y con el rostro com o m áscaras de m adera absolutam ente en blanco.
Me atravesó una gran oleada fría de placer, com o si de pronto pudiera aspirar
el calor radiante de la m úsica, y gem í de gozo viéndoles sacudirse y agitarse,
lanzar las piernas a lo alto, con los dedos hacia el techo, y dar vueltas con sus
cuerdas invisibles.
Pero la situación em pezó a cam biar. Ahora, Nicolas tocaba para ellos, al
tiem po que las criaturas bailaban para él.
Avanzó hacia el escenario, dio un salto por encim a de la hum eante batería de
luces del proscenio y fue a caer en m edio de los cuatro. La luz se reflej ó en el
instrum ento y ocultó por un instante su rostro resplandeciente.
Un nuevo elem ento burlón im pregnó la interm inable m elopea, una m elodía
sincopada que hacía tam balear la tonada y le daba una carga aún m ás am arga y,
al propio tiem po, aún m ás dulce.
Las m arionetas de articulaciones rígidas lo rodearon, arrastrando los pies y
m eneando la cabeza sobre las tablas. Con los dedos abiertos y bam boleando la
cabeza a un lado y a otro, se retorcieron y agitaron, hasta que, uno por uno,
fueron perdiendo la rigidez a la vez que la m elodía de Nicolas se fundía en una
desgarradora tristeza. La danza se hizo de inm ediato viscosa, acongoj ada y lenta.
Era com o si una m ente los controlara, com o si danzaran al son de los
pensam ientos de Nicolas, adem ás de al de su m úsica. Y Nicolas se puso a bailar
con ellos sin dej ar de tocar, acelerando el ritm o hasta convertirse en el violinista
rural de la hoguera de Carnaval, y las criaturas saltaron por parej as com o
am antes de aldea, las m uj eres haciendo volar las faldas y los hom bres doblando
las piernas, al tiem po que alzaban a las m uj eres, creando en todo m om ento
posturas del m ás tierno am or.
Paralizado, contem plé la escena: los bailarines sobrenaturales, el violinista
m onstruoso, brazos y piernas m oviéndose con inhum ana lentitud, con gracia
hechizadora. La m úsica era com o un fuego que nos consum ía a todos.
Y de nuevo lanzó un grito de dolor, de horror, de pura rebelión del alm a
contra todas las cosas. Y, una vez m ás, las criaturas le dieron expresión visual con
rostros retorcidos de torm ento, com o la m áscara de la tragedia grabada en el
techo.
Me di cuenta de que, si no volvía la espalda a aquello, term inaría llorando.
No quería oír ni ver nada m ás. Nicolas se estaba m oviendo adelante y atrás
com o si el violín fuera una bestia a la que y a no dom inara. Y descargaba sobre
las cuerdas golpes breves y ásperos con el arco.
Los bailarines pasaron delante de él, por detrás, le abrazaron y se cogieron a
él m ientras Nicolas levantaba las m anos y sostenía el violín por encim a de la
cabeza.
Una carcaj ada estridente surgió de la boca del m úsico. Se reía a m andíbula
batiente, agitando brazos y piernas sin control. Al cabo de unos instantes, baj ó la
cabeza y clavó los oj os en m í. Por últim o, con su tono de voz m ás estentóreo,
exclam ó:
—¡YO OS HE DADO EL TEATRO DE LOS VAMPIROS! ¡EL TEATRO DE
LOS VAMPIROS! ¡EL MAYOR ESPECTÁCULO DEL BULEVAR!
Desconcertados, los dem ás le m iraron. Sin em bargo, una vez m ás, todos al
unísono batieron palm as y lanzaron vítores. Dieron saltos en el aire y, con gritos
de alegría, pasaron sus brazos en torno al cuello de Nicolas y le besaron.
Después, danzando en torno a él haciendo un círculo, le hicieron dar vueltas
im pulsándole con los brazos. Se alzaron las risas en todas las gargantas cuando él
los estrechó a todos en sus brazos y respondió a sus besos m ientras las criaturas
lam ían, con sus largas lenguas rosadas, el sudor ensangrentado de su rostro.
—¡El Teatro de los Vam piros!
Las criaturas se separaron de Nicolas y vocearon el nom bre al público
inexistente, al m undo entero. Hicieron una reverencia a las luces del proscenio y,
retozando y lanzando alaridos, saltaron a las vigas y se dej aron caer desde ellas
con un eco atronador de las tablas.
Desapareció la m úsica, reem plazada por la cacofonía de gritos y golpes y
risas, insistente com o el tañido de las cam panas.
No recuerdo que les diera la espalda ni que subiera los peldaños del escenario
y cruzara éste dej ándoles atrás, pero debí de hacerlo, y a que, de pronto, m e
encontré sentado en la m esilla baj a y estrecha de m i reducido cam erino, con la
espalda apoy ada en el rincón, las rodillas encogidas y la cabeza contra el frío
cristal del espej o. Gabrielle estaba allí.
Mi respiración era j adeante y su sonido m e desgarró. Vi cosas —la peluca
que había lucido en escena, el escudo de cartón piedra— que m e hicieron evocar
em ociones extraordinarias. Pero sentía que m e ahogaba. Y era incapaz de
pensar.
Entonces apareció Nicolas a la puerta y apartó a Gabrielle a un lado con una
fuerza que nos sorprendió a ella y a m í.
—Y bien: ¿no te gusta, m i señor em presario? —m e preguntó, a la vez que m e
apuntaba con el dedo y avanzaba hacia m í. Su voz era un torrente sin pausas que
parecía una sola e inm ensa palabra—. ¿No adm iras su esplendor, su perfección?
¿No dotarás al Teatro de los Vam piros de esas m onedas del reino que posees en
tal abundancia? ¿Cóm o era eso, « la nueva m aldad, el centro en el capullo de la
rosa, la m uerte en el centro m ism o de las cosas…» ?
De la m udez había pasado al parloteo obsesivo e, incluso cuando cesó de
hablar, los inaudibles sonidos frenéticos y carentes de sentido continuaron
brotando de sus labios com o el agua de una fuente. Tenía el rostro contraído, duro
y brillante de las gotitas de sangre que bañaban su piel y m anchaban el lino
blanco de su cuello.
Y detrás de él se produj o la risa casi inocente de los dem ás, salvo de Eleni,
que se quedó m irando por encim a del hom bro de Nicolas, esforzándose en tratar
de entender qué estaba sucediendo realm ente entre nosotros.
Nicolas se acercó aún m ás, sonriendo con una m edia risa, y m e dio unos
golpecitos en el pecho con el dedo m uy rígido.
—Bien, habla. ¿No ves qué espléndida burla, qué genialidad? —Se golpeó a sí
m ism o en el pecho con el puño y continuó—: Vendrán a nuestras
representaciones, llenarán de oro nuestras arcas y no adivinarán nunca qué
acogen, qué florece j usto en el rabillo del oj o parisiense. Nos alim entam os de
ellos en las callej as y ellos vienen a aplaudirnos ante el escenario…
Oí la risa del m uchacho a su espalda, el tintineo de la pandereta, el leve
m urm ullo de la otra m uj er cantando. Una larga risa del hom bre com o una cinta
desenrollándose, trazando sus m ovim ientos en rápidos círculos entre ruidosos
j uncos.
Nicolas se acercó tanto, que la luz desapareció detrás de él. Dej é de ver a
Eleni.
—¡Una m aldad espléndida! —exclam ó. Su voz estaba llena de am enazas, y
sus blancas m anos parecían las zarpas de una criatura m arina dispuesta a saltar
en cualquier m om ento para despedazarm e—. Servir al dios del bosque oscuro
com o no ha sido servido nunca, ¡y j usto aquí, en el centro m ism o de la
civilización! ¡Para esto has salvado tu teatro! ¡Y de tu gentil patronazgo ha nacido
esta sublim e ofrenda!
—No hay para tanto —respondí—. Sólo es una idea herm osa e inteligente, y
nada m ás.
Mi réplica no había sido en voz m uy alta, pero le hizo callar, com o hizo callar
a los dem ás. Y la sorpresa que m e em bargaba dio paso lentam ente a otra
em oción, no m enos dolorosa, sino sólo m ás fácil de contener. De nuevo, no hubo
otro sonido que el procedente del bulevar. Una rabia sorda brotaba de Nicolas.
Las pupilas le bailaban al m irarm e.
—Eres un m entiroso, un falso despreciable —m asculló.
—Tu plan no posee el m enor esplendor —repliqué—. No tiene nada de
sublim e. Sólo se trata de engañar a esos indefensos m ortales, de burlarse de ellos,
para luego salir del teatro por la noche y, con la m ism a sencillez, quitarles la vida
(m uerte tras m uerte, con toda su inevitable crueldad y vileza) para seguir
viviendo. ¡Cualquier hom bre puede m atar a otro! Sigue tocando el violín
eternam ente, baila com o gustes. ¡Com pénsales el dinero que paguen, si eso te
m antiene ocupado y te ay uda a pasar la eternidad! Es, sim plem ente, una idea
herm osa e inteligente. Una arboleda en el Jardín Salvaj e. Nada m ás.
—¡Vil m entiroso! —repitió entre dientes—. Eres un bendito necio, eso es lo
que eres. Tú poseías el secreto oscuro que se alzaba por encim a de todas las
cosas, que hacía com prensible todo lo inexplicable, ¿y qué hiciste con él durante
los m eses que pasaste a solas, y endo y viniendo de la torre de Magnus? ¡Tratar
de vivir com o un buen hom bre! ¡Com o un buen m ortal!
Acercó su rostro al m ío lo suficiente para besarm e; la sangre de su saliva m e
salpicaba la cara.
—¡Mecenas de las artes! —exclam ó en tono burlón—. ¡Tú que ofreces
regalos a tu fam ilia, que nos ofreces regalos a nosotros!
Retrocedió unos pasos m ientras m e dirigía una m irada de desprecio. Luego,
continuó hablando:
—Pues bien, nos harem os cargo de este teatro que pintaste de dorado y que
llenaste de cortinaj es de terciopelo; con él, servirem os al diablo, m ej or y m ás
espléndidam ente que lo que lo hizo nunca la viej a asam blea. —Se dio la vuelta y
m iró a Eleni. Después, observó de nuevo a los dem ás—. Harem os burla de todo
lo sagrado. Conducirem os al público a una vulgaridad y a una irreverencia cada
vez m ay ores. Le asom brarem os. Le seducirem os. Pero, por encim a de todo, nos
apropiarem os de su oro igual que de su sangre, y nos harem os fuertes en m edio
de ellos.
—Sí —le apoy ó el m uchacho, detrás de él—. Nos harem os invencibles. —En
su rostro había un aire desquiciado, y en sus oj os, vueltos hacia Nicolas, brillaba
el fanatism o—. Tendrem os nom bres y lugares en su propio m undo.
—Y tendrem os poder sobre ellos —añadió la otra m uj er—, y una atalay a
desde la cual estudiarles y conocerles y perfeccionar nuestros m étodos para
destruirlos cuando queram os.
—Quiero este teatro —m e dij o Nicolas—. Quiero que m e lo des. Quiero la
escritura y dinero para reabrirlo. Mis ay udantes, estos que aquí ves, están
dispuestos a seguirm e.
—Si lo deseas, quédatelo —respondí—. Es tuy o, si con eso quedo liberado de
tu m alevolencia y de tu quebrantada razón.
Me incorporé de la m esilla y avancé hacia él, y creo que, por un instante,
Nicolas trató de cerrarm e el paso. Sucedió entonces algo inexplicable: cuando vi
que no se m ovía, la cólera surgió de m i interior y le golpeó com o si fuera un
puño invisible. Le vi retroceder tam baleándose, com o si el puño le hubiera dado
de lleno, hasta ir a dar con súbita fuerza contra el tabique.
Habría podido abandonar el lugar al instante, y sabía que Gabrielle sólo
estaba esperando a que lo hiciera para seguirm e, pero no m e m arché. Me detuve
y volví la vista hacia Nicolas, que seguía aún aplastado contra la pared com o si
no pudiera m overse. Me estaba m irando, y su expresión de odio seguía siendo tan
pura, tan poco m oderada por el recuerdo de nuestro viej o am or, com o lo había
sido desde que el violín le hiciera revivir.
No obstante, y o deseaba com prender, conocer realm ente qué había sucedido.
De nuevo, m e acerqué a él en silencio y, esta vez, fui y o quien ofreció un aspecto
am enazador, con m is m anos com o zarpas. Pude captar el m iedo en Nicolas.
Todos, salvo Eleni, estaban llenos de tem or.
Cuando estuve m uy cerca de Nicolas, m e detuve y le m iré directam ente a
los oj os; fue com o si él com prendiera perfectam ente lo que le estaba
preguntando.
—No lo has entendido nunca, am or m ío —m urm uró con voz cáustica. Volvía
a sudar gotitas sanguinolentas y le brillaban m ucho los oj os, com o si los tuviera
acuosos—. Si allá en el pueblo tocaba el violín, era para herir a los dem ás, para
irritarles, para procurarm e una isla donde los dem ás no pudieran m andar. Quería
que fueran testigos de m i ruina, incapaces de hacer nada por evitarla.
No respondí. Deseaba que siguiera hablando.
—Y cuando decidim os venir a París, creí que íbam os a pasar ham bre, que
caeríam os cada vez m ás baj o. Esto era lo que y o buscaba, m ientras que ellos
deseaban que y o, el hij o m ás dotado, contribuy era a enaltecerlos. ¡Y y o que
pensaba que nos hundiríam os! Se suponía que debíam os caer cada vez m ás baj o.
—¡Oh, Nicolas…! —exclam é en un susurro.
—Pero tú no te hundiste, Lestat —continuó, enarcando las cej as—. El
ham bre, el frío… nada consiguió detenerte. ¡Eras un triunfo! —La rabia le
espesó la voz una vez m ás—. No term inaste alcoholizado en el arroy o, sino que lo
volviste todo al revés. Y en cada aspecto de nuestra presunta condenación, tú
encontraste una nueva alegría. La pasión y el entusiasm o que irradiabas no tenían
fin… Y la luz, siem pre esa luz… Y, en la m ism a m edida exacta en que surgía de
ti esa luz, aum entaba en m í la oscuridad. ¡Cada m uestra de alegría m e
desgarraba y creaba su calco exacto de tinieblas y desesperación! Y entonces
vino la m agia; cuando poseíste la m agia, ironía de ironías, ¡decidiste protegerm e
de ella! ¡Y no se te ocurrió otra cosa que utilizar tus poderes satánicos para fingir
un com portam iento de caballero m ortal!
Di m edia vuelta y vi a las criaturas dispersándose en las som bras y, m ás allá,
la figura de Gabrielle. Vi la luz de su m ano cuando la alzó para llam arm e a su
lado con un gesto.
Nicolas extendió los brazos y m e tocó los hom bros. Pude notar el odio que m e
transm itía con el contacto. Ser tocado por aquel odio m e resultó repugnante.
—¡Com o un descuidado ray o de sol, desperdigaste a los vam piros de la viej a
asam blea! —añadió en un susurro—. ¿Con qué propósito? ¿Qué significa este
m onstruo asesino lleno de luz?
Me di la vuelta, le solté un bofetón y le m andé rodando al otro extrem o del
cam erino. Su m ano derecha rom pió el espej o m ientras la cabeza golpeaba el
tabique del fondo.
Por un instante, quedó entre el am asij o de viej as ropas com o un j uguete roto;
después, sus oj os recuperaron el brillo de la determ inación, y sus facciones se
relaj aron en una leve sonrisa. Se enderezó y, lentam ente, com o haría un
indignado m ortal, se arregló la ropa y se atusó el cabello desgreñado.
Sus gestos fueron parecidos a los m íos baj o Les Innocents, cuando m is
captores m e arroj aron al suelo. Luego, Nicolas avanzó hacia m í con sim ilar
dignidad, y su sonrisa era la m ás espantosa que había visto nunca.
—Te desprecio —declaró—. Pero he term inado contigo. Tengo el poder que
tú m ism o m e has dado y sé utilizarlo, al contrario que tú. ¡Por fin estoy en un
reino donde yo escoj o el triunfo! Ahora, en las tinieblas, som os iguales. Y m e vas
a dar el teatro, porque m e lo debes y porque te gusta dar cosas, ¿verdad?, te gusta
dar m onedas de oro a los niños ham brientos… Y cuando lo tenga, nunca m ás
volveré a dirigir una m irada a tu luz.
Pasó a m i lado, y luego abrió los brazos hacia las otras criaturas:
—Venid, herm osos m íos, tenem os obras que escribir y negocios que atender.
Tenéis que aprender m uchas cosas de m í. Yo sé cóm o son de verdad los
m ortales. Tenem os que ponernos a trabaj ar en el perfeccionam iento de nuestro
oscuro y espléndido arte. Form arem os una asam blea que rivalice con todas las
dem ás. Harem os lo que nadie ha hecho hasta hoy.
El cuarteto m e m iró, asustado y titubeante, y, en aquel instante de tensión y
silencio, m e oí a m í m ism o tom ando aire profundam ente. La visión se m e
am plió. Volví a ver las bam balinas a nuestro alrededor, las altas vigas, las cortinas
de los decorados cortando la oscuridad y, m ás allá, el pequeño resplandor al pie
del escenario cubierto de polvo. Vi el local envuelto en som bras, y com prendí, en
un único e ilim itado segundo, todo lo que había sucedido allí. Y vi cóm o una
pesadilla daba a luz otra pesadilla, y vi cóm o una historia llegaba a su final.
—El Teatro de los Vam piros —susurré—. Hem os obrado el Rito Oscuro sobre
este lugar.
Ninguna de las criaturas se atrevió a responder. Nicolas apenas m ostró una
sonrisa.
Y, al tiem po que daba m edia vuelta para abandonar el teatro, alcé las m anos
en un gesto de invitación al cuarteto para que se acercaran a él. Fue m i
despedida.
No estábam os lej os de las luces del bulevar cuando m e detuve en seco. Mil
horrores acudieron a m í sin palabras: que Arm and se presentaba para destruirle,
que sus nuevos herm anos y herm anas se cansaban de su frenesí y lo
abandonaban, que la m añana lo sorprendía dando tum bos por las calles, incapaz
de encontrar un lugar donde ocultarse del sol. Levanté los oj os al cielo. No era
capaz de hablar o de respirar siquiera.
Gabrielle m e pasó los brazos alrededor de la cintura y m e apreté contra ella,
hundiendo el rostro en sus cabellos. Su piel, su cara, sus labios, eran com o frío
terciopelo, y su am or m e envolvió con una m onstruosa pureza que no tenía nada
que ver con los corazones hum anos, con la carne hum ana.
La levanté del suelo sin dej ar de abrazarla y, en la oscuridad, fuim os dos
am antes tallados en la m ism a piedra, que no guardaban recuerdo de una vida
anterior separados.
—Nicolas ha tom ado una decisión, hij o m ío —com entó—. Lo hecho, hecho
está, y ahora estás libre de responsabilidades para con él.
—¿Cóm o puedes decir eso, m adre? —repliqué en un susurro—. Él no sabía…
Aún no sabe que…
—Déj ale, Lestat —insistió ella—. Ya se ocuparán de él.
—Pero ahora tengo que encontrar a ese diablo de Arm and, ¿no es eso? —
añadí, abatido—. Tengo que lograr que les dej e en paz.
La noche siguiente, cuando volví a París, supe que Nicolas y a había visitado a
Roget.
Se había presentado una hora antes golpeando la puerta com o un poseso y,
gritando desde las som bras, había exigido el título de propiedad del teatro y una
cantidad de dinero que, según él, le había prom etido. Había am enazado a Roget y
a su fam ilia y tam bién le había dicho al abogado que escribiera a Renaud y su
com pañía, instalados en Londres, diciéndoles que volvieran, que había un nuevo
teatro aguardándoles y que les esperaba enseguida. Ante la negativa de Roget,
exigió la dirección de los artistas en Londres y em pezó a registrar el escritorio de
Roget.
Al enterarm e de esto, m onté en silenciosa cólera. Así que aquel dem onio
inexperto, aquel m onstruo tem erario y furioso, quería convertirles a todos en
vam piros, ¿no era eso?
No toleraría que hiciera tal cosa.
Dij e a Roget que enviara un correo a Londres con la advertencia de que
Nicolas de Lenfent había perdido la razón. La com pañía no debía regresar.
Después volví al Boulevard du Tem ple y le encontré ensay ando, m ás
excitado y loco de lo que le había visto nunca. Volvía a lucir las ropas elegantes y
las viej as alhaj as de la época en que aún era el hij o predilecto de su padre, pero
llevaba el lazo torcido, las m edias arrugadas y el cabello m ás desgreñado y
desaseado que un prisionero de la Bastilla que llevara veinte años sin m irarse a un
espej o.
Delante de Eleni y los dem ás, le advertí que no conseguiría nada de m í a
m enos que m e prom etiera que la nueva asam blea de vam piros, el nuevo
aquelarre, no m ataría o seduciría j am ás a ningún actor o actriz parisienses, que
Renaud y su com pañía no serían llevados nunca al Teatro de los Vam piros, ni
entonces ni en los años futuros, y que Roget, quien se encargaría de las finanzas
del teatro, no debía recibir nunca el m enor daño.
Nicolas se rio de m í, ridiculizándom e com o hiciera la noche anterior, pero
Eleni le hizo callar. La m uj er estaba horrorizada al enterarse de sus im pulsivos
proy ectos. Fue ella quien prim ero form uló la prom esa y quien la arrancó a los
dem ás. Tam bién fue ella quien intim idó a Nicolas y le dej ó confuso con su
atropellado lenguaj e antiguo y quien le obligó a aceptar.
Y fue a Eleni a quien concedí finalm ente el control del Teatro de los
Vam piros, j unto con los ingresos, revisados por Roget, que le perm itieran hacer lo
que quisiera con el local.
Esa noche, antes de dej ar su com pañía, pedí a la m uj er que m e contara lo
que supiera de Arm and. Gabrielle estaba con nosotros. Nos hallábam os de nuevo
en el callej ón, cerca de la puerta de artistas.
—Arm and observa —respondió Eleni—. A veces dej a que le vean.
Su rostro m e resultó m uy confuso, pesaroso. A continuación, la m uj er añadió
con voz tem erosa:
—Pero sólo Dios sabe qué hará cuando descubra lo que está sucediendo aquí
de verdad.
Q UINTA PARTE
EL VAMPIRO ARMAND
1
Lluvia de prim avera. Lluvia de luz que saturaba cada hoj a nueva de los árboles
de la calle y cada adoquín del pavim ento, cortinas de lluvia com o hilillos de luz
entre la vacía oscuridad.
Y el baile del Palais Roy al.
El rey y la reina estaban presentes, bailando con el pueblo. ¿Los rum ores de
intrigas en las som bras? ¿A quién le im portan? Los reinos se alzan y caen. Que no
se quem en los cuadros del Louvre, eso es lo im portante.
De nuevo, perdido en un m ar de m ortales; facciones frescas y m ej illas
sonrosadas. Montículos de cabello em polvado coronando las cabezas fem eninas
con toda clase de estram bóticos tocados, incluso m inúsculas naves de tres palos,
arbolillos o pequeñas aves. Paisaj es de perlas y cintas. Hom bres de am plios
torsos com o gallos, vestidos con levitas de satén com o alas em plum adas. Los
diam antes m e causaban dolor de oj os.
Las voces rozaban en ocasiones m i piel, las risas eran el eco de una
carcaj ada im pía. Coronas de velas cegadoras, la espum a de la m úsica lam iendo
las paredes.
Ráfagas de lluvia por las puertas abiertas.
Olores hum anos avivando sutilm ente m i ham bre, m i sed. Hom bros blancos,
cuellos de m arfil, potentes corazones latiendo con ese ritm o eterno, tantos
m atices en aquellos pequeños cuerpos desnudos ocultos baj o los ricos traj es,
salvaj es contenidos baj o una faj a de panilla, baj o incrustaciones de bordado, con
los pies doloridos sobre los altos tacones y m ascarillas com o costras ante sus oj os.
El aire sale de un cuerpo y es aspirado por otro. La m úsica, ¿no va pasando
de orej a a orej a, com o dice la viej a expresión? Respiram os la luz, respiram os la
m úsica, respiram os el m om ento en que pasa a través de nosotros.
De vez en cuando, unos oj os se fij aban en m í con un aire de vaga
expectación. Mi piel lechosa les detenía por un instante, pero ¿qué era aquello,
cuando había quien se som etía a sangrías para conservar tan delicada palidez?
(Perm itidm e sosteneros la j ofaina y apurar luego su contenido). Y m is oj os, ¿qué
eran en aquel m ar de piedras preciosas de im itación?
Con todo, los susurros se deslizaban a m i alrededor. Y aquellos arom as… ¡ah,
no había dos iguales! Y con la m ism a claridad que si lo anunciaran en voz alta,
m e llegaban aquí y allá la invitación de algún m ortal al intuir lo que era, y la
luj uria.
En algún antiguo lenguaj e, daban la bienvenida a la m uerte; ansiaban la
m uerte m ientras ésta deam bulaba por la sala. ¿Era posible que supieran el
secreto? Naturalm ente que no. ¡Y y o tam poco lo sabía! ¡Aquello era lo
absolutam ente espantoso! ¿Y quién era y o para soportar aquel secreto, para
anhelar de aquel m odo proclam arlo, para querer tom ar aquella m uj er esbelta y
chuparle la sangre de la carne rolliza de su pecho, m acizo y redondeado?
La m úsica, una m úsica hum ana, continuó sonando. Por un instante, los
colores de la sala flam earon com o si la escena se fundiera. La sensación de
ham bre se agudizó. Ya no era sólo una idea. Las venas m e latían. Alguien iba a
m orir. Alguien sería desangrado en un abrir y cerrar de oj os. O en un abrir y
cerrar de colm illos. No pude soportar pensar en ello, saber que iba a suceder, ver
los dedos en la garganta, palpando la sangre de las venas, notando cóm o cedía la
carne. ¡Así, dám ela! ¿Dónde? Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre.
Lanza tu poder com o la lengua de un reptil, Lestat, para capturar el corazón
m ás conveniente con un m ovim iento rápido y certero.
Brazos rollizos, m aduros para ser exprim idos, rostros de hom bres cuy a barba
bien rasurada casi resplandece, m úsculos debatiéndose baj o m is dedos… ¡No
tenéis la m enor posibilidad!
Y de pronto, debaj o de aquella quím ica divina, de aquella panorám ica de la
negación de la putrefacción, ¡vi los huesos!
Los cráneos baj o las ridículas pelucas, dos cuencas m irando con disim ulo tras
un abanico abierto. Una sala de esqueletos bam boleantes que sólo aguardaban al
tañido de la cam pana. Era una visión idéntica a la que había tenido el público del
local de Renaud la noche en que puse en práctica esos trucos que tanto pánico
produj eron. Ahora, aquel m ism o terror podía ser infligido a todos los ocupantes
del gran salón.
Tenía que salir de allí. Había com etido un terrible error de cálculo: aquello
era la m uerte, pero aún podía apartarm e de ella si conseguía salir de allí. Sin
em bargo, m e hallaba enm arañado en una red de seres hum anos com o si aquel
m onstruoso lugar fuera una tram pa para un vam piro. No debía apresurar m is
m ovim ientos, o, de lo contrario, provocaría el pánico en el baile. Por ello, m e
abrí paso con toda la calm a posible hacia las puertas principales.
Y allí, apoy ado contra la pared m ás alej ada de m í com o un telón de fondo de
satén y filigrana, com o un producto de m i im aginación, distinguí por el rabillo del
oj o la presencia de Arm and.
Arm and.
Si m e dirigió alguna llam ada sin palabras, no la capté. Si hubo algún saludo,
no m e apercibí de ello. Arm and se lim itaba sim plem ente a m irarm e. Su
apariencia era la de una criatura radiante de j oy as y de encaj es bordados con
festones. Para m í fue com o una Cenicienta descubierta en el baile, com o una
Bella Durm iente que abriera los oj os baj o un lío de telarañas y las apartara con
un gesto de su m ano cálida. La intensidad de su belleza hecha carne m e hizo
soltar un j adeo.
Sí, lucía una indum entaria perfecta de m ortal y, no obstante, su aspecto era
aún m ás sobrenatural; su rostro era dem asiado deslum brante, sus oj os oscuros
resultaban insondables, y, durante una fracción de segundo, destellaron com o si
fueran dos ventanas asom adas al fuego del infierno. Y cuando m e llegó su voz,
ésta era grave y casi burlona, obligándom e a concentrarm e para entenderla:
« Llevas toda la noche buscándome» , dij o. « Pues bien, aquí estoy aguardándote.
Llevo esperándote toda la velada» .
Creo que en aquel instante, paralizado e incapaz de apartar la m irada de él,
m e di cuenta de que en todos m is años de vagar por esta Tierra no volvería a
tener nunca una revelación tan profunda y detallada del verdadero horror que
constituía nuestra especie.
En m itad de la m uchedum bre, Arm and parecía de una inocencia que partía
el corazón.
Sin em bargo, cuando le m iré vi las criptas y escuché el batir de los tim bales.
Vi cam pos ilum inados con antorchas en los que no había estado j am ás, escuché
difusos encantam ientos y noté en el rostro el calor de voraces fuegos. Y aquellas
visiones no surgían de él, sino que las extraía de m í m ism o.
Y, pese a todo, m ortal o inm ortal, nunca había resultado Nicolas tan seductor.
Ni siquiera Gabrielle m e había cautivado tanto j am ás.
Dios m ío, aquello era el am or. Aquello era el deseo. Y todos m is am oríos
pasados no eran ni siquiera la som bra de éste.
Y m e dio la im presión de que Arm and, con una especie de m urm ullo que se
abría paso en m i m ente, m e hacía saber que había sido un estúpido al haber
pensado que las cosas pudieran ser de otra m anera.
« ¿ Quién puede querernos tanto, a ti y a mí, como nos queremos nosotros?» ,
m e susurró, y sus labios parecieron m overse de verdad.
Otros rostros le m iraron. Los vi pasar con absurda lentitud, vi cóm o las
m iradas pasaban sobre él, vi cóm o la luz le bañaba en un nuevo ángulo lleno de
m atices al agachar la cabeza.
Avancé hacia él. Me pareció que alzaba su m ano derecha y m e hacía una
seña, pero luego m e pareció que no era así. Arm and dio m edia vuelta y vi ante
m í la figura de un m uchacho de cintura estrecha, hom bros rectos y pantorrillas
largas y firm es baj o las m edias de seda; un m uchacho que, al tiem po que abría
una puerta, volvía la cabeza y m e hacía una nueva seña.
Me vino a la cabeza una loca idea.
Fui tras él y m e pareció com o si nada de lo sucedido hasta entonces se
hubiera producido. No había ninguna cripta baj o Les Innocents y Arm and no era
aquel m ism o m onstruo antiguo y tem ible. De algún m odo, estábam os a salvo.
Éram os la sum a de nuestros deseos y esto nos salvaba. El vasto horror de m i
propia inm ortalidad, aún no experim entado, dej ó de extenderse ante m í y nos
encontram os surcando m ares tranquilos guiados por faros fam iliares, y fue el
m om ento de echarnos el uno en brazos del otro.
Una sala oscura nos envolvió, privada y fría. El sonido del baile quedaba m uy
lej ano. Arm and estaba excitado por la sangre que había bebido, y pude captar el
poderoso ím petu de su corazón. Me indicó con un gesto que m e acercara un poco
m ás, y al otro lado de los ventanales destellaron las luces de los carruaj es que
pasaban con un m ortecino e incesante traqueteo que hablaba de confort y de
seguridad, y de todo lo que constituía París.
Yo no había m uerto. El m undo estaba em pezando de nuevo. Extendí los
brazos y noté su corazón contra m í y, gritando a m i Nicolas, traté de advertirle,
de decirle que todos nosotros estábam os condenados. La vida se alej aba de
nosotros centím etro a centím etro y, contem plando los m anzanos del huerto
bañados en una verde luz solar, creía volverm e loco.
—No, no, querido —m e susurraba Arm and—, no hay m ás que paz y dulzura
y tus brazos en los m íos.
—¡Sabes bien que fue el m ás atroz azar! —m usité de pronto—. Soy un diablo
involuntario que llora com o un chiquillo abandonado. Quiero volver a casa.
« Sí, sí. » . Sus labios sabían a sangre, pero no era sangre hum ana sino aquel
elixir que Magnus m e había dado. Advertí que m e desasía del abrazo. Esta vez
podría escapar. Tendría otra oportunidad. La rueda había dado la vuelta com pleta.
Me encontré gritando que no bebería, que no lo haría. Y en ese instante noté
los dos ardientes colm illos que se clavaban con fuerza en m i cuello hasta
alcanzarm e el alm a.
No pude m overm e. El rapto, el éxtasis, m e em bargó com o aquella prim era
noche, m il veces m ás poderoso que cuando tenía entre m is brazos a un m ortal.
¡Entonces m e di cuenta de lo que estaba haciendo! ¡Arm and estaba
alim entándose conm igo! ¡Estaba desangrándom e!
Caí de rodillas, pero noté que él m e sostenía, m ientras la sangre seguía
m anando de m i cuello con una m onstruosa voluntad propia que y o era incapaz de
detener.
—¡Dem onio! —Traté de gritar. Forcé la palabra arriba y arriba hasta que
surgió de m is labios y la parálisis liberó m is extrem idades—. ¡Dem onio! —rugí
de nuevo, sorprendiendo a Arm and en su arrebatada concentración y enviándole
hacia atrás contra el suelo.
En un abrir y cerrar de oj os, le así con m is m anos y, haciendo añicos las
puertas acristaladas, le arrastré conm igo a la oscuridad de la noche.
Sus tacones se arrastraron sobre la grava del cam ino y su rostro se había
convertido en pura furia. Agarré su brazo derecho y le balanceé de lado a lado
de m odo que la cabeza le diera sacudidas y no pudiera ver ni calcular dónde
estaba, ni asirse a nada. Entonces, con m i puño diestro, lo golpeé una y otra vez
hasta que em pezó a sangrar por los oídos, los oj os y la nariz.
Lo arrastré entre los árboles, lej os de las luces de palacio. Y, m ientras se
debatía tratando de recuperarse con un estallido de fuerza, Arm and lanzó su
am enaza: m e m ataría, pues ahora tenía m i fuerza. La había absorbido de m i
sangre y, unida a la suy a propia, le convertiría en un ser invencible.
Enloquecido, le agarré del cuello y em puj é su m ej illa contra el cam ino. Le
inm ovilicé, estrangulándolo, hasta que brotó de su boca la sangre en grandes
borbotones.
Arm and habría gritado, de haber podido. Hundí las rodillas en su pecho. El
cuello se hinchó baj o la presión de m is dedos y la sangre m anó y rebosó entre
sus labios m ientras él volvía la cabeza de un lado a otro, con los oj os cada vez
m ás abiertos pero sin ver nada.
Después, cuando le noté fláccido y exangüe, le solté. Volví a golpearle una y
otra vez, sacudiéndole de aquí para allá. Desenvainé la espada para cortarle la
cabeza.
Que viviera así, si podía. Que fuera inm ortal de aquella m anera, si era capaz.
Levanté la espada y, cuando baj é la vista hacia él, la lluvia le golpeaba el rostro,
y sus oj os m e m iraban, incapaz de pedir piedad, m edio m uerto, incapaz de
m overse.
Esperé. Esperé a que m e suplicara. Quería que m e diera aquella voz
poderosa llena de astucia y de m entiras, aquella voz que m e había hecho sentir,
durante un puro y deslum brante m om ento, que volvía a estar vivo, libre y en
estado de gracia. Una falsedad, una m entira abom inable e im perdonable. Una
m entira que no olvidaría j am ás m ientras deam bulara por el m undo. Deseé que la
rabia m e im pulsara a cruzar el um bral de su tum ba.
Pero no m e llegó nada de él.
Y, en aquellos m om entos de inm ovilidad y dolor, Arm and recobró poco a
poco su herm osura, tendido com o un niño descoy untado sobre el cam ino de
grava a apenas unos m etros del tráfico, del tintineo de las herraduras de los
caballos y del ruido sordo de las ruedas de m adera.
En aquel niño m altratado había siglos de m aldad y de sabiduría, aunque no
surgía de él ninguna súplica ignom iniosa sino sólo la borrosa y m agullada
sensación de lo que era. Una viej a, ancestral m aldad. Unos oj os que habían visto
eras oscuras con las que y o podía sólo soñar.
Le solté, m e puse en pie y guardé la espada en la vaina. Me separé unos
pasos de Arm and y m e dej é caer en un húm edo banco de piedra.
A lo lej os, unas siluetas bulliciosas se apiñaban j unto a la cristalera rota de
palacio, pero entre nosotros y aquellos confusos m ortales se extendía la noche, y
contem plé a Arm and con indiferencia.
Él seguía tendido en el suelo, inm óvil. Tenía el rostro vuelto hacia m í, aunque
no a propósito, y el cabello en un am asij o de rizos y sangre. Con los oj os
cerrados y la m ano abierta a un costado del cuerpo, m e pareció el hij o
abandonado de un tiem po, el fruto de un accidente sobrenatural, un ser tan
desgraciado com o y o m ism o.
¿Qué había hecho Arm and para convertirse en lo que era? ¿Cóm o era posible
que, tanto tiem po atrás, alguien tan j oven hubiera adivinado el sentido de decisión
alguna, y m ucho m enos del voto de convertirse en aquello?
Me incorporé y, acercándom e lentam ente, m e coloqué j unto a su cuerpo
caído y contem plé la sangre que em papaba su cam isa de encaj e y bañaba su
rostro.
Pareció que exhalaba un suspiro y escuché el paso de su aliento.
Arm and continuó con los oj os cerrados y, a la vista de un m ortal, tal vez sus
facciones m ostraran una total inexpresividad, pero y o pude captar el dolor que
sentía. Capté la inm ensidad de ese pesar y deseé no sentirlo. Por un instante,
com prendí el abism o que nos separaba y la distancia que había entre su intento
de acabar conm igo y la defensa, bastante sim ple, que y o había hecho de m i
propia persona.
En un intento desesperado, Arm and había tratado de im ponerse a lo que no
com prendía.
Y, en una reacción im pulsiva, y o le había dom inado y reducido casi sin
esfuerzo.
Volvió entonces a m í todo el dolor que sentía por Nicolas y recordé las
palabras de Gabrielle y las denuncias de aquél. Mi rabia no era nada com parada
con su pesadum bre, con su desesperación.
Quizá fue ésta la razón que m e im pulsó a agacharm e y ay udarle a
incorporarse. Y tal vez lo hice tam bién porque vi a Arm and tan perdido y tan
exquisitam ente atractivo. Y porque, al fin y al cabo, los dos pertenecíam os a la
m ism a raza.
Era bastante lógico, ¿no os parece?, que uno de los suy os se lo llevara de
aquel lugar donde, tarde o tem prano, los m ortales se habrían acercado a él y le
habrían obligado a huir a trom picones.
No m e ofreció la m enor resistencia. En unos instantes, se puso en pie y echó
a andar a m i lado con aire adorm ilado.
Le pasé un brazo por los hom bros, sosteniéndole y ay udándole hasta que
em pezam os a alej arnos del Palais Roy al en dirección a la rue St. Honoré.
Apenas eché un vistazo a las siluetas que pasaban j unto a nosotros hasta que
reconocí baj o los árboles una figura fam iliar de la que no surgía el m enor arom a
a m ortal. Entonces com prendí que Gabrielle llevaba algún tiem po allí.
La vi acercarse titubeante y en silencio, con expresión alarm ada cuando vio
la cam isa de encaj e m anchada de sangre y las huellas de los golpes en la piel
lechosa de Arm and. De inm ediato, extendió los brazos com o si quisiera
ay udarm e a sostener la carga que éste representaba, aunque dio la im presión de
no saber cóm o hacerlo.
A lo lej os, en algún rincón de los j ardines en som bras, acechaban las dem ás
criaturas. Oí su presencia m ucho antes de verlas. Nicolas form aba tam bién parte
del grupo.
Las criaturas y su nuevo com pañero habían acudido desde m uchos kilóm etros
de distancia siguiendo el m ism o im pulso que Gabrielle, atraídos por el tum ulto o
por algún vago m ensaj e que y o era incapaz de im aginar, y ahora se lim itaban a
esperar y observar m ientras nosotros continuábam os nuestro cam ino.
2
Gabrielle y y o conduj im os a Arm and a las caballerizas, y allí le ay udé a m ontar
en m i y egua, pero m e dio la im presión de que podía caerse en cualquier
m om ento y decidí m ontar detrás de él. De este m odo, los tres iniciam os nuestra
cabalgada.
Mientras cruzábam os los cam pos al galope, m edité sobre lo que m e disponía
a hacer. Me pregunté qué representaría llevar a Arm and a m i guarida. Gabrielle
no form uló la m enor protesta y se lim itó a dirigirle una m irada de vez en cuando.
No capté ninguna reacción por su parte, y, allí sentado delante de m í, le vi
m enudo y reservado, liviano com o un chiquillo pero en absoluto infantil.
Sin duda, Arm and había sabido siem pre el paradero de la torre; ¿le habían
im pedido el paso los barrotes y las verj as? Y ahora, y o m ism o m e proponía
franquearle la entrada. ¿Por qué no m e decía algo Gabrielle? Aquél era el
encuentro que habíam os deseado, el m om ento que habíam os estado aguardando,
pero ella conocía sin duda lo que Arm and acababa de intentar.
Cuando por fin desm ontam os, él se adelantó unos pasos y esperó luego a que
y o alcanzara la verj a. Cuando hube puesto la llave en la cerradura, m e volví a
observarle preguntándom e qué prom esas podía uno exigir de un m onstruo com o
aquél antes de abrirle la puerta. ¿Tenían algún significado para las criaturas de la
noche las antiguas ley es de la hospitalidad?
Sus grandes oj os castaños tenían un aire derrotado, casi som noliento. Me m iró
en silencio durante un instante y luego extendió el brazo izquierdo y cerró los
dedos en torno al barrote de hierro del centro de la verj a. Contem plé im potente
cóm o ésta em pezaba a soltarse de la piedra con un profundo sonido rechinante.
Sin em bargo, Arm and se detuvo en ese m om ento y se contentó con doblar un
poco el barrote. La incógnita estaba despej ada: nuestro congénere podría haber
entrado en la torre en cuanto lo hubiera deseado.
Exam iné la barra de hierro que acababa de doblar. Yo había derrotado a
Arm and. ¿Sería capaz tam bién de repetir lo que él acababa de hacer? Lo
ignoraba. Y, si era incapaz de calcular m is propios poderes, ¿cóm o podría nunca
calcular los suy os?
—Vam os —dij o Gabrielle con cierta im paciencia, y abrió la m archa
escaleras abaj o hacia la cripta de las m azm orras.
En la estancia hacía el m ism o frío de siem pre, pues el vigorizante aire
prim averal no llegaba nunca hasta allí. Gabrielle preparó un buen fuego en la
viej a chim enea m ientras y o encendía las velas. Arm and tom ó asiento en el
banco de piedra, observándonos, y pude apreciar el efecto que le producía el
calor, el m odo en que su cuerpo parecía hacerse un poco m ás grande, la m anera
com o aspiraba el calor y se llenaba de él.
Cuando m iró a su alrededor, fue com o si procediera a absorber la luz de la
estancia. Su m irada era m uy clara.
El efecto que producía el calor y la luz en los vam piros era indescriptible,
extraordinario. Y, pese a ello, la viej a asam blea de aquellos seres había
renunciado a am bas cosas.
Tom é asiento entre los bancos de piedra y dej é que m i m irada, com o la de él,
vagara por la am plia cám ara de techo baj o.
Gabrielle había perm anecido en pie hasta aquel m om ento y, llegados a ese
punto, se acercó a Arm and. Había extraído un pañuelo del bolsillo y le rozó la
cara con él.
Arm and la m iró igual que observaba el fuego y las velas y las som bras que
se agitaban en el curvo techo. Su presencia pareció interesarle tan poco com o
todo lo dem ás.
Entonces, con un escalofrío, descubrí que las heridas de su rostro habían casi
desaparecido y a. Los huesos volvían a estar soldados, la form a del rostro era la
m ism a de siem pre, y sólo se le veía un poco dem acrado debido a la sangre que
había perdido.
El corazón se m e expandió ligeram ente, en contra de m i voluntad, com o y a
m e había sucedido en las alm enas de la torre al escuchar su voz.
Pensé en el dolor que había padecido hacía apenas m edia hora, en el Palais
Roy al, cuando la punzada de sus colm illos en m i cuello había puesto de relieve su
falsedad.
Sentí odio hacia él.
Pero no pude dej ar de m irarle. Gabrielle le peinó, tom ó sus m anos y las
lim pió de sangre. Y, m ientras ella lo hacía, Arm and ofreció un aspecto desvalido
e im potente. En cam bio, el rostro de Gabrielle no era el de un ángel auxiliador; su
expresión era m ás bien de una gran curiosidad, de un intenso deseo de estar
cerca de él y de tocarle y de exam inarle. Am bos quedaron m irándose fij am ente
baj o la luz trém ula de la estancia.
Arm and se encorvó ligeram ente hacia delante y volvió de nuevo la m irada,
som bría y llena de expresión ahora, hacia el fuego del hogar. De no ser por la
sangre de su pechera de encaj e, tal vez podría haber pasado por hum ano. Tal
vez…
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté, para que Gabrielle fuera testigo de su
respuesta—. ¿Te quedarás en París y dej arás que Eleni y los dem ás continúen su
existencia?
No obtuve respuesta. Sus oj os m e repasaban, estudiaban los bancos de piedra,
los sarcófagos. Los tres sarcófagos.
—Sin duda, debes de saber qué andan haciendo —insistí—. ¿Abandonarás
París o seguirás en la ciudad?
Me dio la im presión de que trataba de hablarm e otra vez sobre la im portancia
y la enorm idad de lo que les había hecho a él y a los com ponentes de la
asam blea, pero tal im presión se desvaneció. Por un instante, su cara fue una
m ueca de dolor y pesar. Una m ueca de derrota, llena de hum ana infelicidad. Me
pregunté qué edad tendría, cuánto tiem po haría que había sido un hum ano con
aquella apariencia j uvenil.
Arm and captó m i pregunta, pero no respondió. Miró a Gabrielle, que estaba
de pie j unto al fuego, y volvió luego la vista hacia m í. Entonces, en silencio, le oí
decir: « Ámame. Lo has destruido todo, pero, si me amas, podrá ser restaurado
bajo una nueva forma. ¡Ámame! » .
Aquella m uda súplica poseía, no obstante, una elocuencia im posible de
expresar en palabras.
—¿Qué puedo hacer para que m e quieras? —añadió en un susurro—. ¿Qué
puedo ofrecerte? ¿El conocim iento de todo lo que he presenciado, los secretos de
nuestros poderes, el m isterio de lo que soy ?
Replicarle m e pareció una blasfem ia, y, com o y a sucediera j unto a las
alm enas, m e descubrí al borde de las lágrim as. Pese a la nitidez de sus silenciosas
com unicaciones, la voz de Arm and puso un eco enternecedor a sus sentim ientos
al hacerse audible.
Igual que en Notre Dam e, se m e ocurrió que hablaba com o lo harían los
ángeles, si existían.
Sin em bargo, pronto aparté de m i cabeza aquel pensam iento irrelevante,
aquella distracción. Arm and se hallaba ahora j usto a m i lado y m e pasaba el
brazo por la cintura m ientras apoy aba la frente en m i m ej illa. Volvió a lanzarm e
su invitación, no el seductor requerim iento, exuberante y profundo, de nuestro
encuentro en el Palais Roy al, sino aquella voz que m e cantaba desde la distancia.
Y m e dij o que había cosas que él y y o conoceríam os y que los m ortales nunca
sabrían. Me dij o que si m e abría a él y le entregaba m i fuerza y m is secretos, él
m e entregaría los suy os. Me aseguró que había sido em puj ado a intentar
destruirm e, y que m e am aba tanto que no podía hacerlo.
Era una confesión tentadora, pero presentí un peligro. La palabra que acudió
espontáneam ente a m i cabeza fue « cuidado» . Ignoro qué vio u oy ó Gabrielle.
Tam poco sé qué sintió.
Instintivam ente, evité la m irada de Arm and. En aquel instante, fue com o si no
hubiera nada en el m undo que deseara tanto com o m irarle de frente y
com prenderle, pero, de algún m odo, supiera que no debía hacerlo. Volví a ver los
huesos baj o Les Innocents, el parpadeo de los fuegos infernales que había
im aginado en el Palais Roy al. Y ni todo el encaj e y el terciopelo dieciochescos
lograron darle un rostro hum ano.
No pude ocultarle lo que sentía y m e dolió no poder explicárselo a Gabrielle.
Y el terrible silencio entre ella y y o resultó, en aquellos m om entos, casi
insoportable.
Con él, en cam bio, podía hablar; sí, con él podía vivir sueños. Un sentim iento
de tem or y respeto m e im pulsó a abrir los brazos para estrecharle entre ellos y
así lo hice, debatiéndom e entre la confusión y el deseo.
—Dej a París, sí —m e susurró—. Pero llévam e contigo. Ahora y a no sé
cóm o existir en la ciudad. Voy dando tum bos por un carnaval de horrores. Por
favor…
—¡No! —Me oí decir, com o si m e lo dij era exclusivam ente a m í m ism o.
—¿Es que no tengo ningún valor para ti? —Quiso saber él.
Se volvió hacia Gabrielle, y ésta le m iró con una expresión angustiada, sin
pronunciar palabra. No tuve m odo de saber qué decía su corazón y, para m i
pesar, advertí que Arm and estaba hablando con ella y m e m antenía al m argen
de la conversación. ¿Qué le respondería Gabrielle?
Pero, en ese m om ento, Arm and se puso a im plorarnos a am bos.
—¿Acaso no existe nada, fuera de vosotros m ism os, que os m erezca respeto?
—Esta m ism a noche podría haberte destruido —le recordé—. Si no lo he
hecho, ha sido precisam ente por respeto.
—No —replicó, sacudiendo la cabeza de una m anera pasm osam ente hum ana
—. Tú j am ás habrías podido hacer tal cosa.
Sonreí. Probablem ente estaba en lo cierto, pero Gabrielle y y o le estábam os
destruy endo por com pleto de otra m anera.
—Sí, es cierto, m e estáis destruy endo —reconoció Arm and, y, con un
susurro, añadió—: Ay udadm e, concededm e unos años m ás, unos pocos años de
todos los que tenéis ante vosotros. Os lo ruego. Es lo único que os pido.
—¡No! —repetí.
Arm and estaba a apenas un palm o de m í, en el banco de piedra. Me estaba
m irando y presencié de nuevo el horrible espectáculo de su rostro frunciéndose,
haciéndose m ás y m ás som brío y hundiéndose en sí m ism o, presa de la rabia.
Era com o si estuviera form ado de m ateria real. Sólo su voluntad le m antenía
fuerte y herm oso. Y, cuando el fluj o de su voluntad se interrum pía, su figura se
fundía com o una m uñeca de cera.
Con todo, com o antes sucediera, se recuperó casi instantáneam ente. La
« alucinación» había pasado.
Se puso en pie y se apartó de m í hasta quedar frente al fuego.
La fuerza de voluntad que surgía de él era palpable. Sus oj os parecían algo
aj eno a él, y a cualquier cosa terrenal. El fuego que refulgía detrás de él
form aba una aureola espectral en torno a su cabeza.
—¡Yo te m aldigo! —m usitó.
Noté com o una vaharada de m iedo.
—Yo te m aldigo —repitió de nuevo, acercándose aún m ás—. Am a a los
m ortales, pues, y sigue viviendo com o lo has hecho, tem erariam ente, con
apetencia por todo y am or a todo, pero llegará un m om ento en que sólo podrá
salvarte el am or de los que son de tu estirpe. —Dirigió una m irada a Gabrielle y
añadió—: ¡Y no m e refiero a criaturas com o ésa!
Sus palabras eran tan fuertes que no pude ocultar el efecto que m e producían.
Me descubrí levantándom e del banco y alej ándom e de él hacia Gabrielle.
—No vengo a ti con las m anos vacías —insistió, dulcificando la voz
deliberadam ente—. No vengo a suplicarte sin nada que ofrecer a cam bio.
Míram e. Dim e que no necesitas lo que ves en m í, que no necesitas a alguien con
la fuerza suficiente para ay udarte a superar las penalidades que te aguardan.
Sus oj os lanzaron una m irada centelleante a Gabrielle y, por un instante, se
m antuvieron fij os en ella. Noté cóm o se ponía en tensión y em pezaba a tem blar.
—¡Déj ala en paz! —exclam é.
—No sabes qué le estoy diciendo —contestó fríam ente—. No pretendo
hacerle daño. ¿Pero no ves lo que has hecho y a, con tu am or a los m ortales?
Si no le detenía a tiem po, Arm and diría algo terrible, algo que nos haría daño
a m í o a Gabrielle. Él sabía todo lo sucedido con Nicolas. Tuve la certeza de que
así era. Y com prendí que, si en algún recóndito rincón de m i alm a deseaba el fin
de Nicolas, Arm and lo sabría tam bién. ¿Por qué le había dej ado entrar en m í?
¿Por qué había pasado por alto lo que podía hacerm e?
—¡Ah!, pero si siem pre es una parodia, ¿no lo ves? —continuó con el m ism o
hablar reposado—. En cada ocasión, la m uerte y el despertar devastarán el
espíritu m ortal. Uno te odiará por haberle quitado la vida, otro se lanzará a
excesos que tú desprecias. Un tercero surgirá loco furioso y otro será un
m onstruo que no podrás controlar. Uno sentirá celos de tu superioridad y otro te
cerrará sus pensam ientos. —Al decir esto últim o, lanzó de nuevo su m irada a
Gabrielle con una m edia sonrisa—. Y el velo siem pre caerá entre vosotros. ¡Crea
una legión y seguirás estando siem pre solo! ¡Eternam ente!
—No quiero escucharte m ás. Todo esto no tiene sentido —afirm é.
La cara de Gabrielle había experim entado un cam bio am enazador. Tuve la
certeza de que, en aquel m om ento, le estaba m irando con odio.
Arm and em itió un áspero ruido que quería ser una risa.
—¡Am antes con rostro hum ano! —m e dij o, burlón—. ¿No ves lo equivocado
que estás? Ese otro siente por ti un odio m ás allá de toda razón y ella… bien, la
roj a sangre la ha hecho aún m ás fría, ¿no es cierto? Pero incluso a ella, pese a su
fortaleza, le asaltarán m om entos en los que ser inm ortal le dé m iedo. ¿A quién
culpará entonces por haberle hecho lo que es?
—Estás loco —m asculló Gabrielle.
—Al violinista, trataste de protegerle —continuó—. Pero a ella… A ella no
intentaste protegerla en ningún m om ento.
—No digas nada m ás —repliqué—. Haces que te odie. ¿Es eso lo que quieres?
—Sea com o sea, digo la verdad y tú lo sabes. Pero lo que nunca sabréis,
ninguno de los dos, es toda la profundidad de vuestro odio y resentim iento
m utuos. O de los sufrim ientos. O del am or.
Hizo una pausa y fui incapaz de decir nada. Arm and estaba haciendo
exactam ente lo que y o tem ía y y o no encontraba el m odo de defenderm e.
—Si m e dej as ahora con ésta —prosiguió—, volverás a hacerlo. A Nicolas no
le has poseído nunca. Y ella y a está preguntándose cóm o podrá librarse de ti. Y,
al contrario que ella, tú no soportas estar solo.
No pude responder. Los oj os de Gabrielle se em pequeñecieron y el rictus de
su boca se hizo un poco m ás cruel.
—Y así llegará el m om ento en que busques a otros m ortales con la renovada
esperanza de que el Rito Oscuro te proporcione el am or que anhelas. Y con estas
criaturas recién m utiladas e im predecibles intentarás m oldear tus ciudadelas
contra el tiem po. Pues bien, verás cóm o se transform an en prisiones si duran m ás
de m edio siglo. Te lo advierto: sólo con la ay uda de los que son tan poderosos y
sabios com o tú podrá alzarse la verdadera ciudadela contra el tiem po.
La ciudadela contra el tiem po… Incluso en m i ignorancia, las palabras tenían
su fuerza. El m iedo que había en m í estalló, se expandió hasta abarcar otras m il
causas.
Por un segundo, Arm and pareció distante, indescriptiblem ente herm oso a la
luz del fuego. Los m echones oscuros de su cabello castaño rozaban apenas su fina
frente y tenía los labios abiertos en una sonrisa beatífica.
—Ya que no podem os tener el viej o orden, ¿por qué no tenernos el uno al
otro? —preguntó de pronto, y su voz volvió a ser una seductora invitación—.
¿Quién m ás puede entender tus sufrim ientos? ¿Quién m ás sabe qué pasó por tu
m ente esa noche en que saliste al escenario de tu pequeño teatro y aterrorizaste a
todos aquellos a quienes habías am ado?
—No hables de eso —m urm uré.
Pero sentía que m e iba ablandando, arrastrado por sus oj os y su voz. Estaba
m uy cerca del éxtasis que m e había em bargado aquella noche en las alm enas.
Usando toda m i fuerza de voluntad, extendí los brazos para asirm e a Gabrielle.
—¿Quién entiende lo que pasó por tu cabeza cuando m is renegados
seguidores, recreándose con la m úsica de tu preciado violinista, im aginaron su
espantosa em presa en el bulevar?
No repliqué.
—¡El Teatro de los Vam piros! —Sus labios se estiraron en la m ás triste de las
sonrisas—. ¿Com prende ella la ironía, la crueldad que encierra? ¿Sabe ella lo que
sentías cuando salías a aquel escenario com o galán j oven y escuchabas al
público vitoreándote? ¿Cuando el tiem po era tu am igo, y no tu enem igo com o
ahora? ¿Cuando entre bam balinas abrías los brazos y tus am antes m ortales
acudían a ti, tu pequeña fam ilia, apretándose contra ti…?
—Basta, por favor. Te pido que pares.
—¿Alguien m ás conoce el tam año de tu alm a?
Bruj ería. ¿Había sido utilizada alguna vez con m ás habilidad? ¿Y qué era lo
que nos estaba diciendo en realidad baj o aquel líquido fluir de palabras
herm osas?: « Venid a mí y seré el sol en torno al cual giréis en órbita, y mis rayos
dejarán al descubierto los secretos que os ocultáis el uno al otro, y así yo, que
poseo hechizos y poderes de los que no tenéis la menor idea, os controlaré y os
poseeré y os destruiré» .
—Ya te lo he preguntado antes —dij e—. ¿Qué quieres? ¿Qué es lo que quieres
de verdad?
—¡A ti! —respondió—. ¡A ti y a ella! ¡Quiero que nos convirtam os en terceto
en esta encrucij ada!
« ¿ No que nos rindamos a ti?» .
Sacudí la cabeza en gesto de negativa. Y advertí la m ism a alarm a y repulsión
en Gabrielle.
Arm and no m ostró enfado; ahora no había m alevolencia en él. Y, sin
em bargo, volvió a decir en el m ism o tono de voz seductor:
—Te m aldigo. —Fue com o si lo recitara—. Me ofrecí a ti en el m om ento en
que m e venciste —continuó Arm and—. Recuérdalo cuando tus hij os tenebrosos
arrem etan contra ti, cuando se levanten frente a ti. Recuérdam e.
Me sentí abrum ado, m ás perturbado incluso que tras el triste y horrible adiós
a Nicolas en el local de Renaud. Durante nuestro encuentro en la cripta baj o Les
Innocents, no había sabido qué era el m iedo. En cam bio, había em pezado a
tenerlo desde el m om ento en que habíam os entrado en la cám ara donde ahora
estábam os.
Y Arm and fue presa de un nuevo acceso de cólera, tan terrible que fue
incapaz de controlarlo.
Baj ó la cabeza y desvió la m irada de m í. Se hizo pequeño, liviano, y
perm aneció plantado ante el fuego con los brazos apretados contra el cuerpo. Su
m ente em pezó a lanzar am enazas contra m í y pude captarlas nítidam ente,
aunque Arm and las silenció antes de que surgieran de sus labios.
No obstante, algo perturbó m i visión durante una fracción de segundo. Quizá
fue una gota de cera cay endo de una vela, o tal vez el parpadeo de m is oj os.
Fuera lo que fuese, Arm and desapareció de m i vista. O trató de hacerlo, pero le
vi alej arse del fuego a grandes saltos, com o un relám pago oscuro.
—¡No! —grité.
Y, lanzándom e contra algo que no podía ver siquiera, le agarré entre m is
m anos, sólido y m aterial otra vez. Arm and se había m ovido m uy deprisa y, pese
a ello, y o había sido m ás rápido. Nos quedam os frente a frente j unto a la puerta
de la cám ara y, de nuevo, repetí m i escueta negativa sin dej ar de suj etarle.
—No podem os separarnos así. No podem os decirnos adiós con este rencor,
no y no.
Y m i voluntad se desm oronó de pronto m ientras abrazaba a Arm and y m e
apretaba contra él para que no pudiera desasirse o tan siquiera m overse.
No m e im portaba lo que Arm and era, ni lo que había hecho en el m aldito
m om ento de m entirm e, o incluso de intentar dom inarm e; no m e im portaba haber
perdido m i condición de m ortal y no poder recuperarla nunca m ás.
Mi único deseo era que Arm and se quedara allí. Quería estar con él, quería
ser lo que él era y quería que todas las cosas que había dicho fueran ciertas. No
obstante, nunca podrían ser com o él las deseaba. Nunca podría tener aquel poder
sobre nosotros. Nunca podría apartar de m i lado a Gabrielle.
Con todo, m e pregunté si Arm and se daba perfecta cuenta de lo que nos
pedía. ¿Era posible que crey era de verdad hasta en las palabras m ás inocentes
que salían de sus labios?
Sin una palabra, sin pedirle perm iso, le conduj e de nuevo al banco j unto al
fuego. Volví a presentir peligro, un terrible peligro, pero eso y a no tenía
im portancia, en realidad. Ahora, Arm and tenía que quedarse allí con nosotros.
Gabrielle m urm uraba algo para sí m ientras deam bulaba de un extrem o a otro
de la cám ara con la capa colgada de un hom bro. Casi parecía haberse olvidado
por com pleto de nuestra presencia.
Arm and la observaba con atención; Gabrielle, inesperada y bruscam ente, se
volvió hacia él y le dij o en voz alta:
—Tú te acercas a él y le dices « llévam e contigo» . Le dices « ám am e» , y
haces alusiones a unos secretos, a unos conocim ientos superiores, pero no nos
ofreces nada, salvo un puñado de m entiras.
—Os he m ostrado m i capacidad para com prender —respondió él con un leve
m urm ullo.
—No, lo que has hecho son triquiñuelas —replicó ella—. Has creado
im ágenes. E im ágenes bastante infantiles. Has atraído a Lestat al Palais Roy al
m ediante los m ás elaborados engaños con el único propósito de atacarle. Y
ahora, cuando se produce un m om ento de pausa en la lucha, no se te ocurre sino
intentar sem brar disensiones entre nosotros…
—Sí, es cierto, antes trataba de engañaros —reconoció Arm and—. Pero las
cosas que he dicho aquí son ciertas. Tú m ism a desprecias y a a tu hij o por su
am or a los m ortales, por su necesidad de estar cerca de ellos en todo instante, por
su com placencia con el violinista. Tú sabías que el Don Oscuro enloquecería a
éste, y sabes que finalm ente le destruirá. Y ansías verte libre de todos los Hij os
de las Tinieblas. No puedes ocultarm e ese pensam iento.
—¡Ah, qué ingenuo eres! —exclam ó Gabrielle—. Ves las cosas, pero no las
entiendes. ¿Cuántos años duró tu vida m ortal? ¿Recuerdas algo de esos años? Lo
que has percibido en m í no es la sum a total de la pasión que siento por m i hij o. Le
he am ado com o nunca he querido a nada ni a nadie. En m i soledad, m i hij o lo es
todo para m í. ¿Cóm o es posible que no sepas interpretar lo que ves?
—Eres tú quien se equivoca —contestó él con la m ism a voz dulce—. Si
alguna vez hubieras querido de verdad a otro, sabrías que lo que sientes por tu
hij o no es nada en absoluto.
—Todo esto no lleva a ninguna parte —intervine.
Gabrielle, sin el m ás ligero titubeo, replicó de inm ediato a Arm and.
—No. Mi hij o y y o som os de la m ism a sangre en m ás de un sentido. En
cincuenta años de vida, no he conocido nunca a nadie m ás fuerte que y o, salvo
m i hij o. Y siem pre podem os corregir lo que nos espera. ¿Cóm o vam os a hacerte
uno de nosotros si utilizas estas cosas para echar leña al fuego? Pero quiero que
entiendas bien lo que te planteo: ¿qué tienes para dar de ti m ism o que nosotros
pudiéram os querer?
—Mi guía y m i consej o, eso es lo que necesitáis. Apenas habéis iniciado
vuestra aventura y carecéis de unas creencias que os sostengan. No podréis vivir
sin un credo, sin un rum bo…
—Millones de hum anos viven sin guía ni credo. Eres tú quien no puede
pasarse sin ellos —protestó Gabrielle.
Una oleada de dolor, de sufrim iento, surgió de Arm and. Pero Gabrielle
continuó hablando con una voz tan m onocorde y carente de inflexiones que casi
era un m onólogo.
—Yo tam bién m e hago preguntas —dij o—. Hay cosas que deseo conocer. No
puedo vivir sin regirm e por una filosofía, pero ésta no tiene nada que ver con
viej as creencias en dioses o diablos. —Em pezó a deam bular de nuevo por la
estancia, sin dej ar de m irarle m ientras hablaba—. Quiero saber, por ej em plo,
por qué existe la belleza, por qué la naturaleza sigue creándola y cuál es el
vínculo entre la vida de una torm enta de relám pagos y las sensaciones que nos
inspira. Si Dios no existe, si estas cosas no están unificadas en un gran sistem a
m etafórico, ¿por qué conservan aún tal poder sim bólico sobre nosotros? Lestat lo
denom ina el Jardín Salvaj e, pero a m í no m e basta. Y debo confesar que esto,
esta curiosidad desquiciada o com o quieras llam arlo, m e alej a de m is víctim as
hum anas. Me conduce a cam po abierto, lej os de las obras hum anas. Y tal vez m e
aparte de m i hij o, que está baj o el em bruj o de todo lo hum ano y m ortal.
Se acercó a Arm and y entrecerró los oj os, m irándole cara a cara. En aquel
m om ento, nada en sus gestos delataba que era una m uj er. Continuó hablando.
—Sea com o sea, ésta es la linterna con la que ilum ino la Senda del Diablo.
¿Con cuál la has recorrido tú? ¿Qué m ás has aprendido, aparte de supersticiones y
creencias en el diablo? ¿Qué sabes de nuestra especie y de cóm o em pezó a
existir? Respóndenos a eso y quizá valga para algo. Aunque, por otra parte, puede
que tam poco eso sirva para nada.
Arm and estaba estupefacto, sin recursos para ocultar su asom bro. Miró a
Gabrielle con aire de confusa candidez. Luego se puso en pie y retrocedió,
tratando obviam ente de escapar de ella. Su m irada perdida en el vacío era la de
un ser abatido, vencido.
Se hizo el silencio, y, por un instante, sentí por Arm and un extraño im pulso
protector. Gabrielle había expresado la verdad desnuda de las cosas que le
interesaban, com o era su costum bre desde que y o recordaba, y, com o siem pre,
lo había hecho con su hiriente indiferencia. Había hablado de lo que le interesaba
a ella sin prestar la m enor atención a lo que él sintiera. Ven a un plano distinto, al
m ío, le había dicho. Y él se había bloqueado, se había em pequeñecido. Su grado
de im portancia estaba resultando alarm ante y no daba m uestras de recuperarse
del ataque de Gabrielle.
Dio m edia vuelta y avanzó de nuevo hacia el banco com o si fuera a sentarse;
luego se dirigió a los sarcófagos y, finalm ente, hacia la pared. Era com o si
aquellas superficies sólidas le repelieran, com o si su m ente chocara con un
cam po invisible que le rechazaba antes de alcanzarlas.
Salió de la cám ara, adentrándose en la estrecha escalera de piedra, y luego
dio la vuelta y regresó.
Su m ente estaba cerrada ahora, o, peor aún, no había en ella pensam iento
alguno. Sólo pude captar las im ágenes desordenadas de lo que veía ante sí,
sim ples obj etos m ateriales que brillaban baj o su m irada, la puerta tachonada de
clavos de hierro, las velas, el fuego del hogar. Vi una detallada evocación de las
calles de París, de los vendedores y de los pregoneros de periódicos, de los
cabriolés, del sonido arm onioso de una orquesta, de un horrible estruendo de
palabras y frases de los libros que había leído tan recientem ente.
Todo aquello m e resultaba insoportable, pero Gabrielle, con un gesto firm e
m e indicó que m e quedara donde estaba.
Algo estaba im pregnando la cripta. Algo estaba sucediéndole al aire m ism o
de la estancia.
Algo cam bió, aunque las velas seguían ardiendo y el fuego seguía crepitando
y lam iendo las piedras ennegrecidas del fondo del hogar, y las ratas seguían
corriendo por las m azm orras de los m uertos, debaj o de nosotros.
Arm and se detuvo baj o el dintel en arco de la puerta y pareció que
transcurrían horas, aunque no era así; Gabrielle estaba lej os de m í, en un rincón
de la cám ara, con una expresión fría en su rostro concentrado y unos oj os tan
radiantes com o pequeños eran.
Arm and se disponía a hablarnos; pero lo que iba a ofrecernos no era ninguna
explicación. Las cosas que diría ni siquiera seguirían un orden. Era com o si le
hubiéram os abierto en canal y las im ágenes que salían de él fueran de su sangre.
Su figura era apenas la de un j oven con los brazos cruzados sobre el um bral
de la estancia. Entonces com prendí qué era aquella sensación. Era una
m onstruosa intim idad con otro ser, com parada con la cual hasta el extasiante
m om ento de dar m uerte a una víctim a resultaba aburrido y controlado. Arm and
estaba abierto a nosotros y no podía contener por m ás tiem po el deslum brante
torrente de im ágenes que hacía que su viej a voz silenciosa pareciera fina, lírica y
afectada.
¿Era aquél el peligro que había intuido y o todo el rato? ¿Era aquello lo que
había desatado m i m iedo? En el m ism o instante de darm e cuenta de ello, el
m iedo em pezó a ceder. Parecía que todas las grandes lecciones de m i vida las
había aprendido a través de la renuncia al m iedo. Una vez m ás, se rom pía la
cáscara de m iedo que m e envolvía para que otra cosa surgiera a la vida.
Nunca j am ás en toda m i existencia, tanto m ortal com o inm ortal, m e había
visto am enazado con una intim idad sem ej ante.
3
La Historia de Armand
La cám ara había desaparecido. Las paredes se habían desvanecido. Llegaban
unos j inetes. Una nube de polvo creciendo en el horizonte. A continuación, unos
gritos de terror y un chiquillo de cabello castaño oscuro, vestido con bastas ropas
de cam pesino, corriendo sin cesar m ientras los j inetes se desataban en una horda.
Y el chiquillo debatiéndose a puñetazos y a patadas tras ser atrapado y arroj ado
sobre la silla de m ontar por uno de los j inetes, que se lo llevaba m ás allá de los
confines del m undo.
Aquel chiquillo era Arm and y el escenario de los hechos, aunque Arm and lo
ignorara, las estepas m eridionales de Rusia. El chiquillo conocía otras palabras
com o Madre, Padre, Iglesia, Dios y Satanás, pero no sabía el nom bre de su patria
ni del idiom a que hablaba, ni que los j inetes que le habían raptado eran tártaros y
que nunca volvería a ver nada de lo que conocía o am aba.
Oscuridad, el tum ultuoso m ovim iento del barco y el interm inable m areo y,
em ergiendo del m iedo y de la desesperación, la enorm e y deslum brante j ungla
de edificios im posibles que form aba la Constantinopla de los últim os días del
Im perio Bizantino, con sus fantásticas m ultitudes y sus tarim as para la subasta de
esclavos. El balbuceo am enazador de unos idiom as extraños, am enazas
efectuadas en el lenguaj e universal de los gestos y, en torno al chiquillo, los
enem igos que no podía distinguir ni calm ar, y de los que no podía escapar.
Pasarían años y años, m ás de una existencia m ortal, antes de que Arm and
volviera la vista atrás hasta aquel espantoso m om ento y le diera nom bres e
historias a todo aquello: los funcionarios de la Corte bizantina que le habrían
castrado y los guardianes de los harenes del Islam que habrían hecho otro tanto,
y los orgullosos guerreros m am elucos venidos de Egipto que se lo habrían llevado
con ellos a El Cairo de haber sido m ás rubio y m ás fuerte, y los radiantes
venecianos de hablar dulce con sus polainas y con sus chalecos de terciopelo, las
criaturas m ás deslum brantes de todas, cristianos igual que él, y, sin em bargo,
intercam biando ligeras risas entre ellos m ientras le exam inaban, y él allí, m udo,
incapaz de responder, de suplicar, incluso de m antener esperanzas.
Vi los m ares que se abrían ante él, el gran vaivén azul del Egeo y el Adriático
y, de nuevo, el m areo en la bodega y el solem ne j uram ento de no seguir
viviendo.
Y luego los grandes palacios m oros de Venecia alzándose de la reluciente
superficie de la laguna, y la casa a la que le llevaban, con decenas y decenas de
cám aras secretas, y la luz del cielo apenas entrevista a través de los barrotes de
las ventanas, y los otros chicos hablándole en aquel idiom a veneciano tan suave y
extraño, y las am enazas y las lisonj as m ientras se convencían, contra todos sus
m iedos y supersticiones, de los pecados que debía com eter con el interm inable
desfile de extraños en aquel am biente de m árm ol y luces de antorchas donde
cada cám ara se abría a una nueva escena de ternura que se entregaba al m ism o
deseo ritual, inexplicable y, por últim o, cruel.
Y al fin, una noche, después de días y días de negarse a obedecer,
ham briento y dolorido y privado de hablar con nadie, fue obligado a cruzar de
nuevo una de aquellas puertas tal com o estaba, sucio y cegado por la luz tras el
encierro en la oscura y lóbrega celda. Y el ser que le estaba esperando allí, el
hom bre alto, de rostro enj uto y casi lum inoso, vestido de terciopelo roj o, le tocó
con sus fríos dedos tan suavem ente que, m edio adorm ilado, el m uchacho no lloró
al ver cam biar de m anos las m onedas. Pero era una cantidad im portante.
Dem asiado im portante. Estaba siendo vendido. Y la cara del hom bre… era
dem asiado lisa; m ás bien parecía una m áscara.
En el últim o instante, el m uchacho se puso a gritar, j uró que sería obediente,
que no se pelearía m ás. Que alguien le dij era dónde le llevaban; no volvería a
desobedecer, por favor, por favor. Pero, en el m ism o instante en que era
arrastrado escaleras abaj o hacia el fétido olor de las cloacas, volvió a notar el
contacto de los dedos firm es y delicados de su nuevo am o y, en el cuello, el roce
de unos labios fríos y tiernos que nunca j am ás le harían daño, y aquel m ortal e
irresistible prim er beso.
Am or y am or y am or en el beso del vam piro. Un am or que bañó a Arm and,
que le lim pió, esto es todo, m ientras era transportado a la góndola y ésta
avanzaba com o un gran escarabaj o siniestro por el estrecho canal hasta las
alcantarillas baj o otra casa.
Ebrio de placer. Ebrio de las m anos blancas y sedosas que alisaban su cabello
y de la voz que le llam aba herm oso; ebrio del rostro que, en instantes de
em oción, se llenaba de expresividad para hacerse luego m ás sereno y
deslum brante que si fuera de alabastro y j oy as. Un rostro com o un rem anso de
agua baj o el claro de luna: un roce, aunque sea con las y em as de los dedos, y
toda su vida sale a la superficie, para, a continuación, desvanecerse de nuevo en
la quietud.
Ebrio a la luz de la m añana con el recuerdo de esos besos, cuando, a solas,
abría una puerta tras otra y descubría libros, m apas y estatuas de granito y de
m árm ol, cuando los otros aprendices le localizaban y le conducían
pacientem ente a su trabaj o para enseñarle a m ezclar los colores puros con la
y em a de huevo y a extender la laca de la y em a de huevo sobre los paneles, y
para guiarle por el andam io m ientras los artistas aplicaban cuidadosas pinceladas
en el borde m ism o de la enorm e escena de sol y nubes, m ostrándole aquellos
grandes rostros y m anos y alas angelicales que sólo podía tocar el pincel del
Maestro.
Ebrio cuando se sentaba a la larga m esa con ellos y se atiborraba de
deliciosos platos que no había probado hasta entonces y de vino que nunca se
agotaba.
Y cay endo dorm ido finalm ente, para despertar en ese m om ento del
crepúsculo en que el Maestro se presentaba j unto a la enorm e cam a, espléndido
com o un producto de la im aginación con su ropa de terciopelo roj o, su tupida
cabellera blanca brillando a la luz de la lám para y la felicidad m ás natural e
ingenua en sus brillantes oj os azules cobalto. Y el beso m ortal.
—Ah, sí, no separarm e nunca de ti, sí… sin m iedo.
—Pronto, querido m ío, pronto estarem os unidos de verdad.
Antorchas encendidas por toda la casa. El Maestro en lo alto del andam io con
el pincel en la m ano: « Quédate aquí, a la luz; no te m uevas» , y horas y horas
inm óvil en la m ism a posición hasta ver, poco antes del am anecer, sus propias
facciones en el lienzo, las facciones del ángel. Y el am o sonriéndole m ientras
avanzaba por el interm inable corredor…
—No, Maestro, no m e dej es. Perm ite que m e quede contigo, no te vay as…
Nuevam ente, la luz del día. Y dinero en los bolsillos, oro de ley, y el fasto de
Venecia con sus canales de aguas verdes oscuras entre los m uros de los palacios,
y los otros aprendices cam inando del brazo con él, y el aire fresco y el cielo azul
sobre la plaza de San Marcos com o algo que sólo hubiera soñado en la infancia.
Y, al atardecer, de nuevo el palazzo y la entrada del Maestro, el Maestro
inclinado con el pincel sobre la pequeña tabla, trabaj ando cada vez m ás deprisa
baj o la m irada de los aprendices, entre horrorizada y fascinada, y el Maestro
levantando la vista hacia él y dej ando a un lado el pincel y llevándoselo del
enorm e estudio m ientras los dem ás seguían trabaj ando hasta la m edianoche, y su
rostro entre las m anos del Maestro para recibir, de nuevo a solas en la alcoba,
aquel secreto (nunca contárselo a nadie) beso.
¿Dos años? ¿Tres? Im posible recrear o abarcar con palabras el esplendor de
esa época: las flotas que zarpaban del puerto hacia la guerra, los him nos que se
entonaban ante los altares bizantinos, las representaciones de la Pasión y de los
m ilagros que se celebraban en los estrados de las iglesias y en las plazas, con su
boca del infierno y sus dem onios retozones, y los deslum brantes m osaicos que
cubrían los m uros de San Marcos y de San Zanipolo y del Palazzo Ducale, y los
pintores que trabaj aban en esas calles, Giam bono, Uccello, el Vivarini y el
Bellini, y los continuos días de fiesta y de procesiones. Y siem pre de m adrugada,
en las enorm es estancias del palazzo ilum inadas con antorchas, él a solas con el
Maestro m ientras los dem ás dorm ían encerrados baj o llave en sus alcobas. El
pincel del Maestro m oviéndose vertiginosam ente sobre la tabla colocada ante él,
com o si estuviera descubriendo el cuadro en lugar de crearlo… el sol y el cielo y
el m ar extendiéndose baj o el dosel que form aban las alas del ángel.
Y esos m om entos horribles e inevitables en que el Maestro se ponía en pie
gritando, arroj ando los botes de pintura en todas direcciones, y se llevaba las
m anos a los oj os com o si quisiera arrancárselos de las cuencas.
—¿Por qué no puedo ver? ¿Por qué no veo m ej or que los m ortales?
El m uchacho apretado contra su m aestro. Esperando el éxtasis del beso. Un
secreto oscuro, no revelado. El Maestro saliendo por la puerta sin ser visto, un
rato antes del am anecer.
—Déj am e ir contigo, Maestro.
—Pronto, querido m ío, m i am or, m i pequeño, cuando seas lo bastante fuerte
y alto y hay a desaparecido de ti toda im perfección. Ve ahora y disfruta de todos
los placeres que te aguardan, goza del am or de una m uj er durante las próxim as
noches, y goza tam bién del am or de un hom bre. Olvida las penas que conociste
en el burdel y saborea esas cosas m ientras te quede tiem po.
Y rara era la noche que term inaba sin que la figura del Maestro volviera,
j usto antes de salir el sol, y le acom pañaría m uchas veces durante las horas de
luz, hasta que, con el crepúsculo, llegara de nuevo el beso m ortal.
Aprendió a leer y a escribir. Se encargaba de llevar las pinturas a sus destinos
finales en las iglesias y las capillas de los grandes palacios, de cobrar las obras
entregadas y de com prar los óleos y pigm entos. Reñía a los criados cuando las
cam as se quedaban por hacer y las com idas no estaban a tiem po. Y, adorado por
los aprendices, éstos se despedían llorando cuando, term inado el aprendizaj e, los
enviaba a su nuevo servicio. Le leía poesía al Maestro m ientras éste pintaba, y
aprendió a tocar el laúd y a cantar tonadas.
Y en las tristes ocasiones en que el Maestro abandonaba Venecia durante
m uchas noches seguidas, era él quien gobernaba la casa en su ausencia,
ocultando su zozobra a los dem ás y sabiendo que ésta sólo term inaría cuando
regresara el Maestro.
Y una noche, por fin, en las horas de la m adrugada en que hasta Venecia
duerm e:
—Ha llegado el m om ento, herm oso m ío, de que vengas a m í y te conviertas
en lo que soy. ¿Es éste tu deseo?
—Sí.
—Te alim entarás siem pre en secreto con la sangre de los m alhechores, com o
y o hago, y guardarás este secreto hasta el fin de los tiem pos.
—Hago la prom esa, m e entrego, lo deseo… deseo estar contigo, Maestro
m ío, para siem pre. Tú eres el creador de todo lo que soy. Nunca ha existido un
deseo tan intenso.
El pincel del Maestro señalaba la pintura que se alzaba hasta el techo, por
encim a de las hileras de andam ios.
—Este es el único sol que volverás a ver siem pre. Pero dispondrás de un
m ilenio de noches para ver la luz com o ningún m ortal la ha visto nunca, para
arrancar de las lej anas estrellas, com o si fueras otro Prom eteo, una ilum inación
eterna con la cual com prender todas las cosas.
¿Cuántos m eses transcurridos tras esto? ¿Cuántos m eses de vagar sin rum bo
baj o el dom inio del Don Oscuro?
Toda una vida nocturna de deam bular j untos por las callej as y los canales —
indiferente al peligro de la oscuridad y y a sin m iedo alguno—, y el antiquísim o
éxtasis de la m uerte, y nunca, j am ás, un alm a inocente. No, siem pre la de un
m alhechor, y la m ente conm ovida hasta topar con Tifón, el asesino de su
herm ano, y luego el acto de apurar la m aldad de la víctim a hum ana y de
transm utarla en éxtasis. El Maestro, m arcando el cam ino; el festín, com partido.
Y luego la pintura, las horas solitarias con el m ilagro de su nueva habilidad, el
pincel m oviéndose a veces sobre la superficie esm altada com o dotado de
voluntad propia, y los dos j untos pintando con furia sobre el tríptico, y los
aprendices m ortales dorm idos entre los botes de pintura y las botellas de vino. Y
solam ente un m isterio que perturba la felicidad, el m isterio de que, com o en el
pasado, el Maestro debía abandonar Venecia de vez en cuando para em prender
un viaj e que parecía interm inable a quienes quedaban dolidos por su ausencia.
Una separación aún m ás terrible, ahora. Cazar solo sin el Maestro, y acer a
solas en el profundo sótano después de la caza, esperando. No escuchar el tim bre
de la risa del Maestro ni el latido de su corazón.
—¿Pero adónde vas? ¿Por qué no puedo ir contigo? —suplicó Arm and.
¿No com partían el secreto? ¿Por qué, entonces, no le explicaba aquel
m isterio?
—No, querido m ío, todavía no estás preparado para esta carga. De m om ento
ha de seguir siendo sólo m ía, com o lo ha sido durante m ás de m il años. Algún día
m e ay udarás en lo que constituy e m i deber, pero eso sólo será cuando estés
preparado para recibir el conocim iento, cuando hay as dem ostrado querer
conocerlo de verdad y cuando seas lo bastante poderoso com o para que nadie
pueda arrancarte ese conocim iento en contra de tu voluntad. Quiero que
entiendas que, hasta entonces, no tengo otra opción que dej arte al m argen. Mi
viaj e es para atender a Los Que Deben Ser Guardados, com o siem pre he hecho.
Los Que Deben Ser Guardados.
Arm and les daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras, que le producían
m iedo. No obstante, lo peor era que apartaban de él al Maestro. Y sólo aprendió a
superar ese m iedo cuando com probó que el Maestro volvía a él una y otra vez
tras estas ausencias.
—Los Que Deben Ser Guardados están en paz, o en silencio —decía el
Maestro, al tiem po que se quitaba de los hom bros la capa de terciopelo roj a—.
Puede que nunca lleguem os a saber nada m ás del tem a.
Y, de nuevo, Arm and y el Maestro volcados en el festín, en la sigilosa
persecución de los m alhechores por las callej as venecianas.
¿Cuánto tiem po podría haber continuado aquello? ¿Lo que dura una vida
m ortal? ¿Lo que duran cien?
Y había transcurrido aproxim adam ente m edio año de esta tenebrosa
felicidad, cuando una noche, tras el crepúsculo, el Maestro se incorporó de su
ataúd en el profundo sótano j usto por encim a del agua y anunció:
—¡Levántate, Arm and, tenem os que m archarnos! ¡Ellos están aquí!
—¿Ellos, Maestro? ¿Quiénes? ¿Los Que Deben Ser Guardados?
—No, querido m ío. Los otros. ¡Vam os, debem os darnos prisa!
—Pero ¿cóm o pueden hacernos daño? ¿Por qué tenem os que m archarnos?
Los rostros blancos tras las ventanas, los golpes a las puertas. El ruido de los
cristales rotos. El Maestro volviendo la vista a un lado y a otro para contem plar
los cuadros. El olor a hum o. El olor a brea ardiendo. Los m isteriosos asaltantes
subían del sótano, y tam bién baj aban del piso superior.
—¡Corre! ¡No hay tiem po para poner nada a salvo!
Escaleras arriba hasta el techo. Unas figuras oscuras y encapuchadas
blandiendo antorchas a través del um bral, el fuego rugiendo en las habitaciones
de la planta baj a, haciendo estallar las ventanas y envolviendo en llam as la
escalera. Todos los cuadros destruidos.
—¡Al tej ado, Arm and, vam os!
¡Criaturas com o nosotros con aquellas siniestras indum entarias! Otros seres
com o nosotros. El Maestro dispersándolas en todas direcciones m ientras corría
escaleras arriba; los huesos de las criaturas quebrándose al golpearse contra el
techo y las paredes.
—¡Blasfem o, herej e! —gritaron las voces.
Los brazos agarraron a Arm and y no le soltaron. Y arriba, en lo alto de la
escalera, el Maestro se volvió hacia él y gritó:
—¡Arm and! ¡Confía en tus fuerzas y ven!
Pero las criaturas se apelotonaban en persecución del Maestro, le rodeaban.
Por cada una que él estrellaba contra la pared encalada, aparecían otras tres,
hasta que m ás de cincuenta antorchas envolvieron las ropas de terciopelo del
Maestro, sus largas m angas roj as y su cabello blanco. El fuego se alzó hasta el
techo con un rugido m ientras le consum ía, transform ado en una antorcha
viviente; y, con todo, incluso envuelto en llam as, el Maestro se defendía
quem ando a sus atacantes m ientras éstos arroj aban las teas a sus pies com o si
fueran astillas de leña.
Arm and, m ientras tanto, fue conducido abaj o y sacado de la casa en llam as
j unto con los aprendices m ortales, que chillaban de terror. Y fue llevado lej os de
Venecia, surcando las aguas, entre gritos y sollozos, en las entrañas de un buque
tan aterrador com o la nave de los esclavos, hasta salir a m ar abierto baj o el cielo
de la noche.
—¡Blasfem o, blasfem o! —La fogata cada vez m ay or, y el círculo de figuras
encapuchadas a su alrededor, y el cántico m ás y m ás estentóreo—: ¡Al fuego!
Y m ientras Arm and contem plaba la escena, petrificado, vio cóm o los
aprendices m ortales, sus herm anos, sus únicos herm anos, lanzaban alaridos de
pánico m ientras eran arroj ados por el aire hasta caer en el seno de las llam as.
—¡No, basta, deteneos…! ¡Ellos son inocentes! ¡Por el am or de Dios, basta!
¡Son inocentes…!
Arm and gritaba y gritaba, pero había llegado su turno. Pese a su resistencia,
le estaban levantando del suelo con la intención de lanzarle hacia lo alto para que
fuera a caer en la pira.
—¡Maestro, ay údam e! —exclam ó.
Tras esto, las palabras dieron paso a un único y prolongado grito lastim ero.
Furioso, se debatió enérgicam ente entre los gritos y patadas.
Pero advirtió que le habían arrastrado lej os del fuego, que le habían rescatado
y devuelto a la vida. Y se encontró tendido en el suelo contem plando el cielo. Las
llam as parecían lam er las estrellas, pero estaban lej os de él y y a no podía ni
sentir su calor. Arm and apreció el olor de sus ropas quem adas y de su cabello
cham uscado. Lo peor era el dolor que sentía en el rostro y en las m anos; la
sangre seguía rezum ando de él y apenas era capaz de m over los labios.
—… Todas las vanas obras del Maestro, destruidas. ¡Todas las vanas
creaciones que había hecho entre los m ortales con sus Poderes Oscuros,
im ágenes de ángeles y santos y m ortales vivientes! ¿Quieres que te destruy am os
a ti tam bién? ¿O prefieres entrar al servicio de Satán? Tom a una decisión. Ya has
probado el fuego y éste te aguarda, ham briento de ti. El infierno te espera. ¿Vas a
tom ar la decisión…?
—… Sí…
—… ¿Vas a servir a Satán com o debe hacerse?
—Sí…
—… ¿Aceptas que todas las cosas del m undo son pura vanidad y te
com prom etes a que nunca utilizarás tus Poderes Oscuros para satisfacer ninguna
vanidad m ortal, ni para pintar, crear m úsica, bailar o recitar para diversión de los
m ortales, sino para perm anecer eternam ente al exclusivo servicio de Satán? ¿Te
com prom etes a em plear tus Poderes Oscuros para seducir y aterrorizar y
destruir, sólo destruir…?
—Sí…
—… ¿A consagrarte a tu único am o, Satán, siem pre y eternam ente Satán? ¿A
servir a tu verdadero am o y m aestro en la oscuridad y el dolor y el sufrim iento?
¿A entregarle tu m ente y tu corazón?
—Sí.
—¿Y a no ocultar secreto alguno a tus herm anos en Satán, a proporcionarles
los conocim ientos que poseas del blasfem o y de su carga…?
Silencio.
—¡A explicar todo lo que conozcas sobre su carga! —insistieron las criaturas
—. ¡Vam os, apresúrate, las llam as esperan!
—No os entiendo…
—¡Hablam os de Los Que Deben Ser Guardados! ¡Cuéntanos lo que sepas!
—¿Contaros qué? No sé nada, salvo que no quiero sufrir. Estoy m uy asustado.
—Dinos la verdad, Hij o de las Tinieblas. ¿Dónde están? ¿Dónde se encuentran
Los Que Deben Ser Guardados?
—No lo sé. Leed m i m ente, si tenéis ese poder. Com probaréis que no contiene
nada que os pueda decir.
—¿Pero qué son? ¿No te lo ha contado nunca tu m aestro? ¿ Qué son Los Que
Deben Ser Guardados?
Así pues, tam poco aquellas criaturas sabían a qué se refería el Maestro. El
nom bre no tenía m ás significado para ellas que para el propio Arm and. « Cuando
seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese
conocimiento en contra de tu voluntad» . El Maestro había sido m uy previsor.
—¿Qué significa ese nom bre? ¿Dónde están? ¡Es preciso que nos des la
respuesta!
—Os j uro que no la tengo. Os lo j uro por m i m iedo, que es lo único que poseo
ahora. ¡No lo sé!
Rostros lechosos apareciendo encim a de él, uno tras otro. Los labios insípidos
depositando besos dulces e intensos, las m anos acariciándole y las relucientes
gotitas de sangre rezum ando de las m uñecas de las criaturas. Éstas querían
descubrir la verdad en la sangre, pero ¿qué im portaba eso? La sangre era la
sangre.
—Ahora eres el hij o del diablo.
—Sí.
—No llores por Marius, tu m aestro. Marius está en el infierno, donde
pertenece. ¡Bebe ahora la sangre curativa y levántate y baila con los de tu estirpe
para gloria de Satán! ¡Bebe y la inm ortalidad será tuy a de verdad!
—Sí… —La sangre quem ándole la lengua al levantar la cabeza; la sangre
llenándole con tortuosa lentitud—. ¡Oh, por favor!
En torno a él, frases en latín y el pausado batir de unos tam bores. Las
criaturas se daban por satisfechas, sabían que había dicho la verdad. No le
m atarían y el éxtasis borró cualquier otra reflexión. El dolor de sus m anos y de
su rostro se había disuelto en el éxtasis…
—Levántate, j oven, y únete a los Hij os de la Oscuridad.
—Sí.
Manos blancas tendidas hacia las suy as. Cornos y laúdes aullando sobre el
batir de los tam bores, arpas pulsadas en un rasgueo hipnótico m ientras el círculo
em pezaba a m overse. Figuras encapuchadas vestidas de negro con túnicas de
m endicante que ondulaban cuando alzaban las rodillas y doblaban el espinazo. Y,
soltándose las m anos, dieron vueltas y saltaron y cay eron de nuevo, girando y
girando, y una tonada se alzó en un m urm ullo cada vez m ás potente tras los labios
cerrados.
El círculo siguió girando m ás deprisa. El m urm ullo era una gran vibración
m elancólica sin form a ni continuidad y, sin em bargo, parecía una especie de
lenguaj e, el propio eco del pensam iento. Cada vez m ás potente, se alzó com o un
gem ido que no lograra quebrarse en un grito. Él hacía el m ism o sonido, al
unísono con los dem ás, y luego giraba y, m areado de dar vueltas, saltaba al aire,
m uy alto. Las m anos le asían, los labios le besaban y él daba vueltas y m ás
vueltas im pulsado por los dem ás, alguien gritando en latín, otro respondiendo, otra
voz gritando m ás fuerte, seguida de una nueva respuesta.
Estaba volando, rotas las ataduras con la tierra y con el terrible dolor de la
m uerte de su Maestro y de la destrucción de los cuadros y de la m uerte de los
m ortales que había am ado. El viento sopló de frente, y el calor le estalló en el
rostro y en los oj os, pero la tonada era tan herm osa que no im portaba que
ignorara las palabras, que no pudiera rezarle a Satán o que no supiera creer ni
rezar una oración com o aquélla, pues nadie se daba cuenta de su ignorancia.
Todos los dem ás, form ando un coro, continuaron lanzando gem idos y lam entos y
dando vueltas y saltando de nuevo; y luego, balanceándose hacia delante y hacia
atrás, echaron la cabeza hacia atrás, cegados por las llam as que les lam ían, y
alguien gritó « ¡Sí, Sí!» .
Y la m úsica se alzó com o una oleada. Tam bores y panderetas
desencadenaron un ritm o bárbaro en torno a Arm and, m ientras las voces se
lanzaban por fin a una extravagante y acelerada m elodía. Los vam piros alzaron
los brazos entre aullidos y sus siluetas pasaron revoloteando ante él, presas de
agitadas contorsiones, con las espaldas arqueadas y un taconeo nervioso. Era el
j úbilo de los diablillos en el infierno. La escena horrorizó a Arm and, y, al m ism o
tiem po, le atraj o. Y cuando las m anos le asieron y le hicieron dar vueltas sobre sí
m ism o, el j oven se puso a taconear, a girar y a bailar com o los dem ás, dej ando
que el dolor le atravesase, doblando las extrem idades y dando la alarm a a sus
gritos.
Y, antes de que am aneciera, Arm and se encontró delirando, rodeado por una
decena de herm anos que le acariciaban y le tranquilizaban y le conducían
peldaños abaj o por una escalera que habían abierto en las entrañas de la Tierra.
Durante los m eses que siguieron, Arm and crey ó soñar que su Maestro no
había m uerto entre las llam as. Soñó que su Maestro había caído del tej ado, com o
un com eta flam ante, a las aguas salvadoras del canal que corría debaj o. Y que
sobrevivía en lo m ás profundo de las m ontañas del norte de Italia. Y que le
llam aba a su lado. El Maestro se hallaba en el santuario de Los Que Deben Ser
Guardados.
A veces, en sus sueños, el Maestro aparecía poderoso y radiante com o
siem pre le había visto; la belleza parecía ser su vestim enta. Otras veces, se
presentaba en el suelo com o una criatura ennegrecida y consum ida, com o un
ascua dotada de vida, con los oj os enorm es y am arillos. Únicam ente su cabello
blanco aparecía tan abundante y lustroso com o Arm and lo recordaba. El Maestro
se arrastraba por el suelo, sin fuerzas, suplicándole ay uda. Y, detrás de él, una luz
cálida surgía del santuario de Los Que Deben Ser Guardados; y, con la luz,
llegaba el olor de incienso. Parecía haber allí una prom esa de antigua m agia, una
prom esa de belleza fría y exótica m ás allá de todo bien y de todo m al.
Pero todo aquello eran vanas im aginaciones. El Maestro le había dicho que el
fuego y la luz del Sol podían destruirles y él m ism o había visto al Maestro
envuelto en llam as. Tener sueños de aquel tipo era com o desear la vuelta a la
vida m ortal.
Y cuando Arm and abría los oj os y contem plaba la Luna y las estrellas y el
tranquilo espej o del m ar que tenía ante él, se daba cuenta de que no había
esperanzas ni penas ni alegrías. Todas estas em ociones habían procedido del
Maestro y éste y a no existía.
« Soy el hij o del diablo» . Aquello era poesía. Desapareció de él toda la
fuerza de voluntad y no quedó nada, salvo la confraternidad de las tinieblas. Y su
im pulso cazador pasó a cebarse no sólo en los m alhechores, sino tam bién en los
inocentes. La caza se transform ó, por encim a de todo, en un acto de crueldad.
En Rom a, en la gran asam blea reunida en las catacum bas, saludó con una
reverencia a Santino, el líder del grupo, quien descendió una escalinata de piedra
para recibirle con los brazos abiertos. Aquel poderoso Maestro había nacido a las
Tinieblas en tiem pos de la peste negra y le contó a Arm and la visión que le había
asaltado en el año 1349, cuando la epidem ia estaba en pleno furor, respecto a que
nuestra raza era com o la propia peste negra: una plaga sin explicación, destinada
a hacer dudar al hom bre, a hacerle dudar de la bondad y de la intervención
divinas.
Santino conduj o a Arm and al santuario cubierto de cráneos hum anos y le
contó la historia de los vam piros.
Éstos, igual que los lobos, habían existido en todas las épocas com o un flagelo
de la hum anidad m ortal. Y en la asam blea de Rom a, som bra oscura de la Iglesia
Católica, radicaba su perfección final.
Arm and y a estaba al corriente de los rituales y de las prohibiciones m ás
com unes. Ahora debía aprender las grandes ley es:
UNA: Que cada asam blea debe tener su líder y que sólo éste puede ordenar
que se efectúe el Rito Oscuro sobre un m ortal, adem ás de ocuparse de que se
observen com o es debido las cerem onias.
DOS: Que no debe realizarse nunca el Rito Oscuro con un inválido, un tullido,
un niño o un inm ortal incapaz de, incluso con los Poderes Oscuros, sobrevivir por
su cuenta. Se entiende tam bién que todos los m ortales que reciban los Dones
Oscuros deben ser herm osos, para que el insulto a Dios sea m ás grande cuando
se efectúe sobre ellos el Rito Oscuro.
TRES: Que los vam piros viej os no deben realizar nunca este rito m ágico para
que la sangre de los novicios no sea dem asiado fuerte, pues el poder de los
vam piros crece con el tiem po de form a natural y los viej os tienen dem asiado
para transm itirlo. Las heridas, las quem aduras y otras catástrofes sem ej antes, si
no logran destruir al Hij o de Satán, no hacen otra cosa que increm entar sus
poderes una vez curado. Con todo, Satán protege a su rebaño del poder de los
viej os vam piros, pues todos éstos, sin excepción, se vuelven locos.
A este respecto, Santino hizo observar a Arm and que en aquel m om ento no
había ningún vam piro vivo que tuviera m ás de trescientos años. Ninguno de los
que aún vivían guardaba recuerdos de la fundación de la prim era asam blea en
Rom a. El diablo llam aba a los vam piros a su lado con bastante frecuencia.
Tam bién hizo hincapié en que el efecto del Rito Oscuro era im predecible,
aunque fuera realizado por un vam piro novicio y con todo el cuidado debido. Por
razones que nadie conocía, algunos m ortales se hacían fuertes com o titanes
cuando renacían com o Hij os de las Tinieblas, m ientras otros apenas pasaban de
cadáveres am bulantes. Por eso debía escogerse con m ucho cuidado a los
m ortales, y debía evitarse tanto a los que poseían un gran apasionam iento y una
voluntad indom able com o a los que carecían por com pleto de am bas cosas.
CUATRO: Que ningún vam piro puede destruir j am ás a otro, salvo el am o de
la asam blea, quien posee poder sobre la vida y la m uerte de toda su grey, y,
adem ás, tiene la obligación de conducir al fuego a los viej os y a los locos cuando
y a no pueden seguir sirviendo a Satán com o es debido. Ese líder de la asam blea
tiene la obligación de destruir a todos los vam piros que no han sido creados com o
es debido, y a aquellos que están tan m alheridos que no podrían sobrevivir por sí
solos. Y, por últim o, tiene tam bién la obligación de procurar la destrucción de
todos los proscritos y de quienes hay an quebrantado las ley es.
CINCO: Que ningún vam piro debe revelar j am ás su verdadera naturaleza a
un hum ano y perm itir que éste siga viviendo. Ningún vam piro debe contar la
historia de los vam piros a un m ortal y dej arle seguir viviendo. Ningún vam piro
debe contar por escrito la historia de los vam piros ni revelar ninguna inform ación
verídica sobre los m ism os, para que los m ortales no puedan descubrir tal historia
y tom arla por cierta. Y ningún m ortal debe enterarse nunca del nom bre de un
vam piro, salvo el de su lápida sepulcral, del m ism o m odo que ningún vam piro
debe revelar a los m ortales la ubicación de su guarida ni la de ningún otro
vam piro.
Éstas eran, pues, las grandes órdenes que debían obedecer todos los vam piros
y que regían la existencia entre los no m uertos.
No obstante, Arm and debía conocer que siem pre habían corrido historias
sobre viej os vam piros heréticos, poseedores de poderes terribles, que no se
som etían a autoridad alguna, ni siquiera del diablo. Eran vam piros que habían
sobrevivido m il años (Hij os de los Milenios, eran llam ados a veces). En el norte
de Europa estaban los relatos acerca de Mael, que vivía en los bosques de
Inglaterra y Escocia. En el Asia Menor corría la ley enda de Pandora, y, en
Egipto, la antigua historia del vam piro Ram sés, a quien se había vuelto a ver en
los tiem pos presentes.
Relatos sem ej antes podían encontrarse en todas partes del m undo y eran
fáciles de descalificar com o m eras fantasías, salvo por un detalle. Marius, el
viej o herej e, había sido descubierto en Venecia, y allí m ism o había sido
castigado por los Hij os de las Tinieblas. Lo que se contaba de Marius había sido
cierto. Pero Marius y a no existía.
Arm and no dij o nada tras estos últim os com entarios. No le contó a Santino los
sueños que había tenido. Lo cierto era que los sueños se habían hecho vagos y
confusos en su cabeza, igual que los colores de los cuadros de Marius. Ya no
estaban recogidos en la m ente de Arm and ni en su corazón para que los
descubriera quien escuchara sus pensam ientos.
Cuando Santino habló de Los Que Deben Ser Guardados, Arm and volvió a
confesar que no sabía qué significaba esa frase. Tam poco lo sabía Santino, ni
ningún vam piro que éste hubiera conocido nunca.
El secreto seguía oculto. Marius había m uerto y, con él, el viej o e inútil
m isterio quedaba reducido al silencio. Satán es nuestro Señor y nuestro Maestro.
En Satán, todo se conoce y todo se entiende.
Arm and com plació a Santino. Aprendió de m em oria las ley es, perfeccionó
su dom inio de los encantam ientos cerem oniales, de los rituales y de las plegarias.
Fue testigo de los aquelarres m ás grandes que iba a presenciar j am ás y tom ó
enseñanzas de los vam piros m ás poderosos, expertos y herm osos que conocería
en toda su existencia. Aprendió tanto, que se convirtió en un m isionero encargado
de reunir en asam bleas a los Hij os de las Tinieblas que vagaban perdidos y de
conducir a otros en la celebración del aquelarre y en la realización del Rito
Oscuro cuando el m undo, el dem onio y la carne llam aban a hacerlo.
Enseñó las Bendiciones Oscuras y las Cerem onias Oscuras en España,
Francia y Alem ania, y conoció Hij os de las Tinieblas salvaj es y tenaces cuy a
com pañía hacía arder dentro de él una llam ita m ortecina cuando la asam blea le
rodeaba, consolada por su presencia y obteniendo la unidad gracias a su fuerza.
Arm and perfeccionó el arte de la cacería de m ortales hasta superar a todos
los Hij os de las Tinieblas que conocía. Aprendió a convocar a los hum anos que
realm ente deseaban m orir. Le bastaba con acercarse a las viviendas de los
m ortales y llam ar en silencio a sus víctim as para verlas aparecer.
Jóvenes, viej os, m iserables, enferm os, feos y herm osos… no im portaba,
porque no escogía… Les lanzaba visiones por si querían captarlas, pero ni una
sola vez se acercó a sus víctim as o tan siquiera pasó los brazos en torno a ellas…
Atraídos inexorablem ente hacia él, eran sus presas m ortales quienes le
abrazaban. Y cuando sus carnes cálidas y vivas le tocaban, cuando abría los
labios y sentía derram arse la sangre, Arm and conocía el único placer que podía
aliviar sus penas.
En el punto álgido de esos m om entos, pese al éxtasis carnal de la caza, le
parecía que su cam ino era profundam ente espiritual, sin contam inar por los
apetitos y confusiones que confortaban el m undo.
En aquel acto sangriento se unían lo espiritual y lo carnal, y Arm and estaba
convencido de que era lo prim ero lo que sobrevivía. Para él era una Santa
Eucaristía, y la Sangre de los Hij os de Cristo sólo servía para hacerle
com prender la esencia m ism a de la vida durante la fracción de segundo en que
se producía la m uerte. Únicam ente los grandes santos de Dios le igualaban en
aquella espiritualidad, en aquella confrontación con el m isterio, en aquella
existencia de renuncia y m editación.
No obstante, Arm and fue viendo desaparecer a los m ás poderosos de sus
cam aradas. Vio cóm o se volvían locos y hacían caer la destrucción sobre ellos
m ism os. Fue testigo de la inevitable disolución de m uchas asam bleas, de cóm o la
inm ortalidad derrotaba a los Hij os de las Tinieblas m ás perfectam ente creados.
Y, en ocasiones, le pareció un castigo terrible que esa inm ortalidad no tuviera el
m enor efecto sobre él.
¿Acaso estaba destinado a ser uno de los vam piros viej os, de los Hij os de los
Milenios? ¿Eran creíbles aquellas historias que persistían todavía?
De vez en cuando, un vam piro errabundo hablaba de si la fabulosa Pandora
había sido vista por un instante en la ciudad de Moscú, en la lej ana Rusia, o
com entaba rum ores sobre si Mael estaba instalado en las y erm as costas inglesas.
Los viaj eros hablaban incluso de Marius, de que había sido visto de nuevo en
Egipto, o en Grecia. No obstante, ninguno de aquellos narradores había visto con
sus propios oj os a los vam piros legendarios. En realidad, no sabían nada y sólo
repetían rum ores conocidos de oídas.
Nada de todo ello distraía ni divertía al obediente siervo de Satán. Cum pliendo
con ciega fidelidad las Ley es Oscuras, Arm and continuó su servicio.
Con todo, a lo largo de esos siglos de obediencia, Arm and guardó siem pre
para sí dos secretos. Dos secretos que eran m ás suy os que el m ism o ataúd en el
que se encerraba durante el día, y que los escasos am uletos que llevaba.
El prim ero de ellos era que, por grande que fuera su soledad y por m ucho
que se prolongara la búsqueda de herm anos y herm anas de raza en quienes
poder buscar cierto descanso, j am ás había llevado a cabo el Rito Oscuro por sí
m ism o. No estaba dispuesto a ofrecer a Satán ningún Hij o de las Tinieblas creado
por él.
Y el otro secreto, que m antenía oculto a sus seguidores por el propio bien de
éstos, era sencillam ente su grado de desesperación, cada vez m ás profundo.
Era el hecho de no anhelar nada, de no apreciar nada, de no creer en nada;
de no disfrutar un ápice en el ej ercicio de sus poderes, asom brosos y siem pre
crecientes; de vivir todos los m om entos en un vacío roto una vez cada noche de
su vida eterna con el acto de la caza.
Mientras los dem ás le habían necesitado, Arm and les había ocultado
celosam ente aquel secreto que le había perm itido guiarles, pues su m iedo les
habría hecho sentirlo tam bién.
Pero todo había term inado.
Un gran ciclo había finalizado y, y a años atrás, Arm and había notado que se
cerraba sin com prender siquiera que se trataba de tal ciclo.
Le llegaron de Rom a los relatos m aliciosam ente confusos de los viaj eros, y a
no actuales cuando le eran contados, respecto a que el líder, Santino, había
abandonado a su grey. Algunos decían que se había vuelto loco y se había
retirado al cam po; otros afirm aban que se había arroj ado al fuego, y unos
terceros declaraban que « el m undo» se lo había tragado, que se lo había llevado
un grupo de m ortales en un carruaj e negro y que no se le había vuelto a ver.
« O nos arroj am os al fuego o entram os en la ley enda» , había com entado el
narrador de la historia.
Luego llegaron noticias de que el caos reinaba en Rom a, de que decenas de
líderes se ponían la capucha y la túnica negras para presidir la asam blea. Y, m ás
tarde, pareció que no quedaba ninguno de aquellos líderes.
A partir de 1700, no había vuelto a tener noticias de Italia. Durante m ás de
m edio siglo, Arm and no había sido capaz de fiarse de su pasión ni de la de
quienes le rodeaban para crear el frenesí del auténtico aquelarre. Y, durante este
tiem po, había vuelto a soñar con Marius, su viej o Maestro, con sus ricas
vestim entas de terciopelo roj o, y había visto el palazzo lleno de vibrantes pinturas.
Y había sentido m iedo.
Entonces había llegado otro.
Sus hij os habían corrido a los subterráneos baj o Les Innocents para
describirle a aquel nuevo vam piro que llevaba una capa de terciopelo roj o
forrada de piel y podía profanar las iglesias y asaltar a los portadores de cruces y
deam bular por los lugares de luz. Terciopelo roj o. Sólo era una coincidencia, y,
sin em bargo, el detalle le enfureció y le pareció un insulto, un dolor gratuito que
su alm a no podía soportar.
Y, seguidam ente, el nuevo vam piro había creado a la m uj er, a aquella m uj er
de cabellera leonina y nom bre de ángel, tan bella y poderosa com o su hij o.
Y Arm and había subido los peldaños que le conducían fuera de las
catacum bas conduciendo a su grupo contra nosotros, igual que los encapuchados
se habían lanzado a destruirles a él y a su Maestro siglos antes, en Venecia.
Y había fracasado.
Arm and se vio en pie, vestido con aquellas extrañas ropas de brocados y
encaj es. Llevaba unas m onedas en los bolsillos. Su m ente se inundó de im ágenes
procedentes de los m iles de libros que había leído. Y se sintió conm ovido por todo
lo que había presenciado en los lugares de luz de aquella gran ciudad llam ada
París, y fue com o si escuchara a su viej o Maestro susurrándole al oído:
« Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal
la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro
Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas» .
—Todas las cosas han escapado a m i com prensión —declaró—. Me veo
com o alguien a quien la tierra hay a devuelto, y vosotros, Lestat y Gabrielle, sois
com o las im ágenes pintadas por m i viej o Maestro en tonos cerúleos, carm ines y
dorados.
Perm aneció inm óvil en el um bral de la cám ara con las m anos ocultas baj o
los brazos cruzados, m irándonos y preguntando en silencio:
« ¿ Qué hay que conocer? ¿Qué hay que dar? Somos los abandonados de Dios.
Y delante de mí no se extiende ninguna Senda del Diablo, ni suena en mis oídos
ninguna campana del infierno» .
4
Transcurrió una hora, quizás algo m ás. Arm and se había sentado j unto al fuego.
Ya no quedaba en su rostro m arca alguna de la pelea, olvidada hacía m ucho
tiem po. Inm óvil y callado, parecía m ás frágil que una concha vacía.
Gabrielle tom ó asiento frente a él y contem pló tam bién en silencio las llam as,
con rostro apenado y, aparentem ente, lleno de com pasión. Me resultaba doloroso
no poder conocer sus pensam ientos.
Pensé en Marius. Marius… El vam piro que había pintado cuadros del y en el
m undo real. Trípticos, retratos, frescos en los m uros de su palazzo.
Y el m undo real nunca había sospechado de él ni le había perseguido ni le
había expulsado. Había sido aquella banda de espectros encapuchados la que
había acudido a quem ar los cuadros, la que había com partido con él el Don
Oscuro (¿lo habría llam ado así alguna vez el propio Marius?). Habían sido ellos
quienes habían decidido que Marius no podía vivir y crear entre los m ortales.
Habían sido ellos. No los m ortales.
Vi el pequeño escenario del local de Renaud y m e oí a m í m ism o cantando, y
la canción se convirtió en un rugido. « Es espléndido —dij o Nicolas—. No vale
nada» , repliqué. Y fue com o si hubiera golpeado a Nicolas. En m i im aginación,
le oí decir lo que se había callado esa noche: « Déj am e tener algo en lo que
creer. Tú nunca harías eso» .
Los trípticos de Marius estaban en iglesias y capillas de conventos, tal vez en
las paredes de las grandes casas de Venecia y de Padua. Los vam piros no
habrían penetrado en lugares sacros para quitarlos. Así pues, tenían que estar en
alguna parte, tal vez con una firm a elaborada en el detalle, las creaciones de
aquel vam piro que se rodeaba de aprendices m ortales, que m antenía a un
am ante m ortal de quien tom aba un poco de la secreta bebida y que salía de caza
en solitario.
Pensé en la noche en la posada, cuando había percibido el sinsentido de la
vida, y la difusa e insondable desesperación de la historia de Arm and m e pareció
un océano en el que podía ahogarm e. Esto era peor que la costa y erm a en la
m ente de Nicolas. Esto, esta oscuridad, esta nada, duraba tres siglos.
El radiante j oven de cabello castaño sentado j unto al fuego podía abrir de
nuevo la boca y de ella saldría una negrura com o tinta china que cubriría el
m undo.
Es decir, de no haber existido aquel protagonista, aquel m aestro veneciano
que había com etido el acto herético de dar sentido a las im ágenes de los paneles
que pintaba —tenía que ser eso, darles sentido—, y al que nuestra propia estirpe,
los elegidos de Satán, había convertido en una antorcha viviente.
¿Había visto Gabrielle aquellas pinturas del relato igual que y o las había visto?
¿Habían ardido ante los oj os de su m ente igual que habían hecho ante los m íos?
Marius estaba recorriendo algún cam ino hacia m i alm a que le perm itiría
vagar por ella para siem pre, j unto a los espectros encapuchados que habían
devuelto las pinturas al caos.
Con una especie de pena sorda, pensé en los com entarios de los viaj eros
sobre si Marius estaba vivo, si le habían visto en Egipto o en Grecia…
Quise preguntarle a Arm and si tal cosa no era posible. Marius debía de haber
sido tan fuerte… No obstante, m e pareció poco respetuoso preguntárselo.
—Es una viej a ley enda —susurró él. Su voz sonó tan precisa com o aquella
otra voz interior. Sin apresurarse y sin apartar la vista del fuego un solo instante,
añadió—: Una ley enda de los tiem pos antiguos, de antes de que nos destruy eran
a am bos.
—Tal vez no —respondí. Me llegó un eco de las visiones, de las pinturas en las
paredes—. Tal vez Marius está vivo.
—Som os m ilagros o espantos —com entó él sin alzar la voz—, depende de lo
que se quiera ver en nosotros. Y cuando uno tiene la prim era noticia de nuestra
existencia, sea a través de la sangre oscura o a través de prom esas o visitas, uno
cree posible cualquier cosa. Pero no es así. Muy pronto, el m undo se cierra con
fuerza en torno a este m ilagro y dej a de esperarse ninguno m ás. Es decir, uno se
acostum bra a los nuevos lím ites, y éstos vuelven a definirlo todo una vez m ás.
Por eso dicen que Marius pervive. Todos ellos perviven en alguna parte, ¿no es
eso lo que deseas creer? En la asam blea de Rom a y a no queda uno solo de los
que m e enseñaron el cerem onial durante aquellas noches. Tal vez la asam blea
m ism a hay a dej ado de existir allí. Han transcurrido años y años desde que
tuvim os las últim as noticias de ella. No obstante, todos ellos deben existir en
alguna parte, ¿verdad? Al fin y al cabo, no pueden m orir… —Tras un suspiro,
añadió—: No im porta.
Lo que im portaba era algo m ay or y m ás terrible: que aquella desesperación
podía aplastar a Arm and baj o su peso. Que, a pesar de la sed que ahora tenía, de
la sangre perdida durante nuestra pelea y del silencioso horno que era su cuerpo
sanando de los golpes y de la carne desgarrada, no era capaz de decidirse a salir
al m undo superior a cazar. Antes sufriría la sed y el calor del silencioso horno.
Antes se quedaría allí, con nosotros.
Pero Arm and y a conocía la respuesta: que no podría quedarse con nosotros.
Gabrielle y y o no tuvim os que hablar para hacérselo saber. Ni siquiera
tuvim os que aclarar la cuestión m entalm ente. Arm and lo supo igual que Dios
puede conocer el futuro, porque Él es el poseedor de todos los hechos.
Una angustia insoportable. Y la expresión de Gabrielle, m uy triste y abatida.
—Sabes que desearía de todo corazón llevarte con nosotros —dij e al fin. Me
sentí sorprendido de m i propia em oción—, pero eso sería una catástrofe para
todos.
No hubo ningún cam bio en él. Arm and lo sabía. Gabrielle no hizo la m enor
protesta.
—No puedo dej ar de pensar en Marius —confesé.
« Lo sé. En cambio, no piensas en Los Que Deben Ser Guardados, lo cual es
muy extraño» .
—Sencillam ente, es un m isterio m ás —respondí—. Y existe un m illar de
m isterios com o éste. En quien pienso es en Marius, y soy dem asiado esclavo de
m is propias obsesiones y de m i propia fascinación. Es terrible darle tantas vueltas
a la figura de Marius, separar a ese radiante personaj e del resto del relato.
« No importa. Si te place, tómalo. No pierdo lo que doy» .
—Cuando alguien pone de m anifiesto su dolor de form a tan torrencial, uno
queda obligado a respetar el conj unto de la tragedia. Uno tiene que intentar
com prender. Y esta im potencia, esta desesperación, m e resulta casi
incom prensible. Por eso pienso en Marius. A él lo entiendo. A ti, no.
« ¿ Por qué?» .
Silencio.
¿No se m erecía Arm and la verdad?
—Siem pre he sido un rebelde —declaré—. Tú, en cam bio, has sido esclavo
de todo lo que ha ej ercido poder sobre ti.
—¡Yo era el líder de m i asam blea!
—No. Eras esclavo de Marius, y luego lo fuiste de los Hij os de las Tinieblas.
Caíste baj o el hechizo de aquél, y, seguidam ente, de los otros. Lo que padeces
ahora es la ausencia de tales hechizos. Me estrem ece pensar que, por unos
instantes, m e forzaras a entenderlo, a conocerlo com o si fuera un ser distinto del
que soy.
—No im porta —replicó él, con la vista fij a aún en el fuego—. Piensas
dem asiado en térm inos de decisiones y acciones. Mi relato no es ninguna
explicación y no soy alguien que requiera un tratam iento respetuoso en tus
pensam ientos ni en tus palabras. Y todos sabem os que la respuesta que has dado
es dem asiado inm ensa para ser proclam ada. Y los tres sabem os que es definitiva.
Lo que no entiendo es la razón. ¿Así que soy una criatura m uy distinta a vosotros
y no podéis entenderm e? ¿Por qué no puedo acom pañaros? Si m e lleváis, haré
todo lo que queráis. Caeré baj o vuestro hechizo.
Pensé en Marius con su pincel y sus botes de pintura al huevo.
—¿Cóm o pudiste seguir crey endo nada de cuanto te decían después de que
quem aran esos cuadros? —exclam é—. ¿Cóm o pudiste entregarte a ellos?
Agitación, cólera creciente.
Cautela, pero no m iedo, en el rostro de Gabrielle.
—Y tú, cuando saliste al escenario y viste al público gritando para salir del
teatro… (¿cuáles fueron las palabras que usaron m is seguidores para describir la
escena, el vam piro aterrorizando a la m ultitud y la m ultitud saliendo
atropelladam ente al Boulevard du Tem ple?)… ¿Qué creías entonces? Que no
pertenecías al m undo de los m ortales, eso es lo que creías. Sabías m uy bien que
no. Y no había ninguna banda de espectros encapuchados y con túnicas que te lo
dij eran. Lo sabías. Y tam poco Marius pertenecía al m undo de los m ortales. Ni
y o.
—Ah, pero eso es distinto.
—No, no lo es. Por eso m enosprecias el Teatro de los Vam piros que en este
m ism o instante está representando sus obritas para conseguir el oro de los
paseantes del bulevar. Tú no quieres engañar, a diferencia de Marius. Y eso te
separa todavía m ás de la hum anidad. Quieres aparentar que eres m ortal, pero
engañar te irrita y te hace m atar.
—En esa aparición en el escenario —repliqué—, m e m anifesté yo mismo.
Hice todo lo contrario a engañar. Al poner de m anifiesto m i condición
m onstruosa, buscaba de algún m odo sentirm e unido de nuevo a m is congéneres
hum anos. Prefería que huy eran de m í a que no m e vieran. Prefería que supieran
que era algo m onstruoso a escurrirm e por el m undo sin ser reconocido por
aquellos de los que m e alim entaba.
—Pero no m ej oró las cosas.
—No. Lo que hizo Marius fue lo m ej or. No engañó a nadie.
—Claro que sí. ¡Le tom ó el pelo a todo el m undo!
—No. Encontró un m odo de im itar la vida m ortal. De ser uno con los
m ortales. Sólo m ataba m alhechores, y pintaba com o los m ortales. Ángeles puros
y cielos azules, nubes, éstas son las cosas que m e has hecho ver m ientras
hablabas. Creó cosas buenas. Y veo en él sabiduría y ausencia de vanidad. No
necesitaba ponerse al descubierto. Había vivido m il años y creía m ás en las vistas
del paraíso que pintaba que en sí m ism o.
Confusión.
« Ahora no importa, diablos que pintan ángeles» .
—Eso sólo son m etáforas —afirm é—. ¡Y sí que im porta! ¡Im porta m ucho, si
has de renacer, si has de retom ar la Senda del Diablo alguna vez! Existen
m aneras de que podam os existir. Si pudiera im itar la vida, encontrar un m odo
de…
—Dices cosas que no significan nada para m í. Som os los abandonados de
Dios.
Gabrielle le m iró de im proviso y preguntó:
—¿Tú crees en Dios?
—Sí, siem pre —respondió él—. Es Satán, nuestro am o, quien ha resultado
ficción, y ésta es la ficción que m e ha traicionado.
—Oh, pues entonces estás condenado sin rem edio —exclam é—. Y sabes
m uy bien que tu retiro a la fraternidad de los Hij os de las Tinieblas fue apartarse
de un pecado que no era tal.
Cólera.
—Tu corazón se rom pe por algo que nunca conseguirás —replicó, alzando la
voz repentinam ente—. Has traído a Gabrielle y a Nicolas a este lado de la
barrera, pero tú no puedes volver al otro lado.
—¿Por qué no prestas atención a tu propia historia? —pregunté—. ¿Se trata
acaso de que no le has perdonado nunca a Marius que no te advirtiera acerca de
ellos, que te dej ara caer en sus m anos? Yo no soy Marius, pero te diré que, desde
que puse el pie en la Senda del Diablo, sólo he oído hablar de un antiguo que
pudiera enseñarm e algo, y ése es Marius, tu m aestro veneciano. Ahora, Marius
m e está hablando. Me está diciendo algo sobre un cam ino para ser inm ortal.
—Te estás burlando.
—¡No! ¡De ninguna m anera! Y es a ti a quien se le rom pe el corazón por lo
que nunca conseguirás: otra fe que abrazar, otro hechizo.
No hubo respuesta.
—Nosotros no podem os ser Marius para ti —insistí—, ni el señor oscuro,
Santino. No som os artistas con una gran visión que te pueda im pulsar, ni som os
am os de asam bleas m aléficas decididos a condenar a la perdición a una legión.
Y es este dom inio, este glorioso m andato, lo que debes tener.
Sin proponérm elo, m e había puesto en pie. Me acerqué al fuego y baj é la
vista a Arm and. Y, por el rabillo del oj o, advertí el sutil gesto aprobatorio de
Gabrielle y la m anera en que cerraba los oj os por un instante, com o si se
perm itiera un suspiro de alivio.
Arm and perm aneció absolutam ente inm óvil.
—Tienes que pasar por el sufrim iento de este vacío —le dij e— y encontrar lo
que te im pulse a continuar. Si vienes con nosotros, te fallarem os y nos destruirás.
—¿Cóm o puedo pasar ese trance? —Alzó los oj os hacia m í y frunció el
entrecej o con la expresión m ás conm ovedora—. ¿Por dónde em pezar? Tú te
m ueves com o la m ano derecha de Dios, pero, para m í, el m undo, ese m undo
real en el cual vivía Marius, está fuera de m i alcance. Nunca viví en él. Me
aplasto contra el cristal, pero ¿cóm o entrar?
—No puedo decírtelo —respondí.
—Tienes que estudiar esta época —intervino Gabrielle con voz calm ada pero
im periosa.
Arm and se volvió hacia ella m ientras m i com pañera añadía:
—Tienes que com prender esta época a través de su literatura, su m úsica y su
arte. Acabar de surgir de la tierra, com o antes has dicho tú m ism o. Ahora, vive
en el m undo.
No hubo respuesta alguna de Arm and. Una breve im agen del piso devastado
de Nicolas con todos los libros por el suelo. Civilización occidental am ontonada.
—¿Y qué lugar hay m ej or que el centro de las cosas, el bulevar y el teatro?
—preguntó Gabrielle.
Arm and frunció el entrecej o de nuevo y volvió la cabeza en actitud de
rechazo, pero ella insistió:
—Tienes dotes para liderar la asam blea, y ésta todavía existe.
Él em itió un sonido grave, desesperado.
—Nicolas es un novicio inexperto —continuó Gabrielle—. Puede enseñarles
cosas del m undo exterior, pero no puede conducirles de verdad. Y la m uj er,
Eleni, tiene una inteligencia sorprendente, pero te cederá el paso.
—¿Qué valor tienen para m í sus j uegos? —m usitó Arm and.
—Son una m anera de existir. Y, en este m om ento, eso es lo único que im porta
para ti.
—¡El Teatro de los Vam piros! Antes prefiero el fuego.
—Piénsatelo —insistió ella—. Hay en él una perfección que no puedes negar.
Nosotros som os apariencias engañosas de lo m ortal, y el escenario es una ilusión
de lo real.
—Es una abom inación —replicó él—. ¿Cóm o lo llam ó Lestat? ¿Ridículo?
—Eso era para Nicolas, porque Nicolas construiría filosofías fantásticas sobre
ello —explicó Gabrielle—. Ahora debes vivir sin esas filosofías fantásticas, igual
que hiciste cuando eras aprendiz de Marius. Dedícate a conocer la época. Otra
cosa: Lestat no cree en el valor del m al, pero y o sí. Y sé que tú tam bién.
—Yo soy el m al —respondió él con una m edia sonrisa. Casi se echó a reír—.
No es cuestión de creencia, ¿verdad? ¿Pero tú piensas que podría pasar del
sendero espiritual que he seguido durante tres siglos a la voluptuosidad y la
sensualidad com o si tal cosa? Nosotros éram os santos del m al —protestó—. No
seré el m al vulgar. No, señor.
—Pues no lo seas —replicó ella, im pacientándose—. Si eres el m al, ¿cóm o
pueden ser tus enem igos la voluptuosidad y la sensualidad? ¿No conspiran contra
el hom bre por un igual el m undo, el dem onio y la carne?
Arm and m ovió la cabeza com o para decir que no le im portaba.
—Te preocupa m ás lo espiritual que el m al, ¿no es así? —intervine, m irándole
fij am ente.
—Sí —respondió de inm ediato.
—Pero no com prendes que el color del vino en una copa de cristal puede ser
espiritual —continué—. Una m irada en un rostro, la m úsica de un violín. Un
teatro de París puede estar im buido de lo espiritual pese a toda su solidez. No
existe en él nada que no hay a sido m oldeado por la fuerza de quienes poseían
visiones espirituales de lo que podría ser.
Algo se aceleró dentro de él, pero hizo caso om iso.
—Seduce al público con tu voluptuosidad —le instó Gabrielle—. Por el am or
de Dios, y del diablo, utiliza el poder del teatro a tu voluntad.
—¿Acaso no eran espirituales los cuadros de tu viej o m aestro? —inquirí. Noté
en m i interior una sensación cálida al pensar en ello—. ¿Puede alguien
contem plar las grandes obras de esa época y no llam arlas espirituales?
—Yo m ism o m e he hecho esta pregunta m uchas veces —dij o Arm and—.
¿Era espiritualidad o voluptuosidad? Esos ángeles pintados en el tríptico, ¿estaban
captados en la m ateria o eran esa m ateria transform ada?
—Lo único que sé es que, no im porta lo que te hicieran después los dem ás,
nunca dudaste de la belleza y del valor de la obra de Marius. Y eran la m ateria
transform ada. Sus im ágenes dej aron de ser pinturas y se convirtieron en m agia
igual que, al m atar a nuestras víctim as, la sangre dej a de ser sangre y se
convierte en vida.
Se le nublaron los oj os, pero no surgió de él im agen alguna. Fuera cual fuese
la senda que estaba recorriendo en sus recuerdos, viaj aba por ella en solitario.
—Lo carnal y lo espiritual se unen en el teatro igual que en la pintura —dij o
Gabrielle—. Som os espectros sensuales por nuestra propia naturaleza. Tóm alo
com o una clave para tu vida.
Arm and cerró los oj os por un instante com o si quisiera aislarse de nosotros.
—Ve a verles y escucha la m úsica que hace Nicolas —le propuso ella—. Haz
arte con ellos en el Teatro de los Vam piros. Tienes que pasar de lo que te ha
fallado a lo que pueda m antenerte. De lo contrario, no hay esperanza…
Me habría gustado que no lo dij era con tanta brusquedad, que no fuese al
grano con tan pocos rodeos. No obstante, Arm and asintió y sus labios se
apretaron en una sonrisa am arga.
—Lo único im portante de verdad para ti —añadió ella lentam ente— es que
vay as a un extrem o.
Arm and la m iró con perplej idad. De ningún m odo podía entender a qué se
refería Gabrielle con esas palabras. Por otra parte, a m í m e pareció una verdad
dem asiado atroz para pregonarla. Sin em bargo, Arm and no la rechazó. Una vez
m ás, su rostro adquirió un aire pensativo, sereno e infantil.
Perm aneció un largo rato con la vista fij a en las llam as. Por fin, rom pió el
silencio:
—¿Qué necesidad tenéis de iros? —preguntó—. Nadie está en guerra con
vosotros. Nadie tiene la intención de expulsaros. ¿Por qué no colaboráis conm igo
en la construcción de esta pequeña em presa?
¿Significaba aquello que aceptaba, que iría a unirse a los dem ás y a form ar
parte del teatro del bulevar?
Arm and no m e contradij o. Sólo volvió a preguntar m entalm ente qué m e
im pedía crear la im itación de vida m ortal —si era así com o quería denom inarla
— allí, en el m ism o bulevar.
Sin em bargo, advertí que tam bién en esto se daba por vencido. Arm and sabía
que la visión del teatro o del propio Nicolas m e resultaría insoportable. Ni siquiera
m e sentía capaz de insistir de verdad en que él lo hiciera. Gabrielle se había
encargado de ello. Y Arm and era consciente de que y a era dem asiado tarde
para persuadirnos.
Finalm ente, Gabrielle declaró:
—Nosotros no podem os vivir entre los de nuestra propia especie, Arm and.
Y y o pensé: « Sí, ésta es la verdad m ás sincera, y no sé por qué no puedo
decirla en voz alta» .
—Lo que querem os es recorrer la Senda del Diablo —continuó ella—. Y de
m om ento nos bastam os el uno al otro. Tal vez en el futuro, dentro de m uchos
años, cuando hay am os estado en m il lugares y hay am os visto un m illar de cosas,
tal vez entonces regresem os y volvam os a hablar com o esta noche.
Las palabras no produj eron ningún efecto visible en él, pero era im posible
saber qué pensaba.
Nadie dij o nada durante un largo rato. No sé cuánto tiem po perm anecim os
j untos y en silencio en la cám ara.
Traté de no pensar m ás en Marius ni en Nicolas. Había desaparecido y a
cualquier sensación de peligro, pero tuve m iedo de la despedida, de la tristeza del
adiós, de la sensación de haber obtenido aquel asom broso relato de la desdichada
criatura a cam bio de m uy poco.
Fue Gabrielle quien rom pió finalm ente el silencio. Se levantó y se acercó con
m ovim ientos gráciles al banco contiguo al de Arm and.
—Nos vam os —dij o a éste—. Si las cosas salen según m is planes, estarem os
a m uchas m illas de París antes de la m edianoche de m añana.
Arm and la m iró con calm a y aceptación. De nuevo, m e fue im posible saber
qué pensam iento ocultaba.
—Aunque decidas no ir al teatro —continuó Gabrielle—, acepta las cosas que
podem os darte. Mi hij o tiene riquezas suficientes para hacerte m uy fácil la
entrada en el m undo.
—Puedes quedarte esta torre com o refugio —añadí—. Úsala el tiem po que
quieras. A Magnus le pareció m uy segura.
Un instante después, Arm and asintió con cortés gravedad, pero no dij o nada.
—Dej a que Lestat te dé el oro necesario para convertirte en un caballero —
insistió ella—. Lo único que pedim os a cam bio es que dej es en paz a los
exm iem bros de tu asam blea si decides no ponerte a su frente de nuevo.
Arm and estaba vuelto hacia el fuego una vez m ás, con el rostro sereno,
irresistiblem ente herm oso. Asintió en silencio. Pero el gesto sólo significaba que
la había oído, no que le prom etiera nada.
—Si no acudes a ellos —insistí lentam ente—, no les hagas daño. No hagas
daño a Nicolas.
Y cuando pronuncié estas palabras, su rostro cam bió m uy sutilm ente. Fue
casi una sonrisa que se extendió furtivam ente por sus facciones. Y sus oj os se
volvieron lentam ente hacia m í. Y vi en ellos un aire de desprecio.
Aparté la vista, pero la m irada había tenido sobre m í el efecto de un m azazo.
—No quiero que le hagan daño —insistí con un tenso susurro.
—No. Tú quieres verle destruido —replicó él con otro susurro—, para así no
tener que sentir m ás m iedo ni pena por él.
Su m irada de desdén se intensificó terriblem ente.
Gabrielle se apresuró a intervenir.
—Arm and —dij o—, Nicolas no es un peligro para ellos. La m uj er es capaz
de controlarlo ella sola, y Nicolas tiene m uchas cosas que enseñaros sobre la
época en que estam os, si le escucháis.
Los dos se m iraron en silencio durante un largo instante. De nuevo, la
expresión de Arm and se hizo dulce, suave y herm osa.
Y, con un gesto extrañam ente decoroso, tom ó la m ano de Gabrielle y la
estrechó con fuerza. Perm anecieron plantados uno frente a otro hasta que
Arm and le soltó la m ano y se apartó un poco de ella y cuadró los hom bros.
Después, nos m iró a am bos.
—Acudiré a ellos —anunció con la voz m ás suave posible—. Y aceptaré el
oro que m e ofrecéis y buscaré refugio en esta torre. Y aprenderé de vuestro
apasionado novicio lo que tenga que enseñarm e. Pero sólo recurro a estas cosas
porque flotan en la superficie del m ar de oscuridad en el que m e estoy ahogando.
No m e hundiré sin haber entendido algo m ás. No te dej aré la eternidad sin… sin
una batalla final.
Le estudié con la m irada, pero no m e llegó de su m ente ningún pensam iento
que aclarara sus palabras.
—Quizá, con el paso de los años, volverá a m í el deseo —añadió—. Conoceré
de nuevo el apetito, la pasión. Tal vez, cuando nos encontrem os en otra época,
todo esto será algo m ás que conceptos abstractos y huidizos. Entonces hablaré
con un vigor que iguale el tuy o, en lugar de ser un m ero reflej o de éste. Y
discutirem os sobre la inm ortalidad y la sabiduría. Entonces hablarem os de la
venganza y la aceptación. Por ahora, m e basta con decir que deseo volver a
verte. Deseo que nuestros cam inos se crucen en el futuro. Y, sólo por esta razón,
haré lo que m e pides y no lo que quieres: perdonaré a tu m alhadado Nicolas.
Exhalé un audible suspiro de alivio. Sin em bargo, su tono de voz estaba tan
cam biado, era tan enérgico, que hizo sonar en m i interior una silenciosa llam ada
a alarm a. Allí estaba, sin duda, el am o de la asam blea, aquel ser callado y lleno
de fuerza, el que sobreviviría por m ucho que llorara y gim iera el huérfano que
llevaba dentro.
No obstante, en aquel m om ento apareció en su rostro una sonrisa calm osa y
graciosa y advertí en sus facciones un aire triste y cautivador. Se convirtió de
nuevo en el santo de Da Vinci, o, m ás exactam ente, en el diosecillo de
Caravaggio. Y, por un instante, no hubo en él nada de m alo o de peligroso. Estaba
dem asiado radiante, dem asiado lleno de todo lo que era sabio y bueno.
—Recordad m is advertencias —susurró—. No m is m aldiciones.
Gabrielle y y o asentim os.
—Y cuando tengáis necesidad de m í, estaré allí.
Entonces, Gabrielle hizo algo absolutam ente sorprendente: lo abrazó y lo
besó. Y y o hice lo m ism o.
Él se m ostró dócil, tierno y am oroso en nuestros brazos. Y nos dio a conocer
sin palabras que acudiría al teatro y que podríam os encontrarle allí a la noche
siguiente.
Un instante después, había desaparecido, y Gabrielle y y o nos hallábam os a
solas, com o si él no hubiera estado nunca allí. No escuché sonido alguno en la
torre. No escuché nada, salvo el rum or del viento en el bosque, a lo lej os.
Y cuando subí los escalones, encontré abierta la verj a y contem plé los
cam pos que se extendían hasta los árboles en com pleta quietud.
Le quería. Lo supe, aunque la idea m e resultaba tan incom prensible com o él
m ism o. Pero m e alegré m ucho de que todo hubiera acabado. Me alegré de que
pudiéram os continuar nuestro cam ino. Y, sin em bargo, perm anecí largo rato
asido a los barrotes, con la vista puesta en los bosques lej anos y en el resplandor
m ortecino que producía la luz de la ciudad distante en las nubes baj as.
Y la pena que sentía no era sólo por haberle perdido a él; era por Nicolas, y
por París, y por m í.
5
Cuando regresé a la cripta, vi a Gabrielle que avivaba una vez m ás el fuego con
la últim a leña. Con gestos lentos y cansados, hizo prender la llam a, y la luz de
ésta bañó de roj o su perfil y sus oj os.
Tom é asiento pausadam ente y la observé, adm irando la explosión de chispas
contra los ladrillos ennegrecidos.
—¿Te ha dado lo que querías? —le pregunté.
—A su m anera, sí —respondió Gabrielle. Dej ó el atizador y se sentó frente a
m í desparram ando el cabello sobre los hom bros, al tiem po que descansaba las
m anos en el banco, a am bos costados—. Te aseguro que no m e im porta si no
vuelvo a ver nunca a otro de nuestra especie —afirm ó fríam ente—. Ya estoy
harta de sus ley endas, de sus m aldiciones, de sus penas. Y estoy harta de su
insufrible hum anidad, que puede ser lo m ás asom broso que han dem ostrado
tener. Estoy a punto para salir al m undo otra vez, Lestat, com o lo estuve la noche
de m i m uerte.
—Pero si Marius… —respondí con excitación—. Madre, hay vam piros
antiguos, vam piros que han utilizado la inm ortalidad de una m anera totalm ente
distinta…
—¿De veras? —replicó ella—. Lestat, eres dem asiado generoso con tu
im aginación. El relato de Marius tiene todo el aspecto de un cuento de hadas.
—No, eso no es cierto.
—¿Así que el dem onio huérfano afirm a descender no de los sucios diablos
cam pesinos a los que se parece, sino de un señor perdido, casi un dios? Te
aseguro que cualquier chiquillo de pueblo, soñando despierto j unto al fuego de la
cocina, puede explicarte historias parecidas.
—Arm and no podría haberse inventado a Marius, m adre —repliqué—.
Quizás y o tenga m ucha im aginación, pero él carece prácticam ente de ella. Es
im posible que creara esas im ágenes en su cabeza. Te aseguro que las ha visto de
verdad…
—No se m e había ocurrido considerar así las cosas precisam ente —
reconoció ella con una sonrisa—, pero bien pudo tom ar prestado a Marius de
alguna de las ley endas que ha leído.
—No —insistí—. Hubo un Marius, y existe todavía. Y hay otros com o él.
Existen Hij os de los Milenios que han sacado m ás provecho de los dones
recibidos que esos Hij os de las Tinieblas.
—Lestat, lo único im portante es que nosotros les saquem os provecho —
com entó Gabrielle—. En definitiva, lo único que he aprendido de Arm and es que
los inm ortales encuentran la m uerte com o algo seductor y, en últim o térm ino,
irresistible; que no consiguen vencer en sus m entes a la m uerte ni a la
hum anidad. Ahora quiero tom ar este conocim iento y llevarlo com o una
arm adura m ientras vago por el m undo. Y, afortunadam ente, no m e refiero al
m undo cam biante que esas criaturas consideran tan peligroso, sino a ese m undo
que ha sido el m ism o durante eones.
Gabrielle echó hacia atrás su m elena m ientras volvía la m irada hacia el
fuego.
—Mis sueños son de m ontañas cubiertas de nieve —continuó en voz baj a—,
de extensiones desiertas, de j unglas im penetrables o de los grandes bosques de
Am érica del Norte donde dicen que el hom bre blanco no ha estado j am ás. —Su
rostro adquirió un leve color al m irarm e—. Piensa en ello. No existe ningún lugar
al que no podam os ir. Y si los Hij os de los Milenios existen realm ente, tal vez sea
allí donde estén: lej os del m undo de los hom bres.
—¿Y cóm o viven, si es así? —pregunté. Estaba im aginándom e m i propio
m undo y lo veía lleno de seres m ortales y de las cosas que hacían esos m ortales
—. Son los hom bres, precisam ente, nuestro alim ento.
—En esos bosques laten corazones —respondió ella, com o si soñara despierta
—. Hay sangre que fluy e para quien la tom a… Ahora, soy capaz de hacer las
cosas que tú hacías antes. Podría luchar a solas con esos lobos… —Dej ó la frase
sin term inar, sum ida de nuevo en sus pensam ientos. Tras un prolongado silencio,
añadió—: Lo im portante es que ahora podem os ir donde queram os, Lestat.
Som os libres.
—Yo era libre antes —repliqué—. No m e im portaba en absoluto lo que
Arm and tuviera que decir, pero ese Marius… Sé que Marius está vivo. Lo noto.
Lo he notado m ientras Arm and explicaba la historia. Marius sabe cosas… Y no
m e refiero sólo a cosas sobre nosotros, sobre Los Que Deben Ser Guardados o
sobre el viej o m isterio, sea el que sea… Marius conoce cosas de la vida m ism a,
de cóm o m overse en el tiem po.
—Bien, si lo necesitas, conviértelo en tu santo patrón —dij o ella.
El com entario m e enfureció y no añadí nada m ás. Lo cierto era que sus
com entarios sobre j unglas y bosques m e asustaban. Y todas las cosas que según
Arm and nos separaban, volvieron a m i recuerdo com o había sabido que
sucedería desde que él pronunciara sus m uy escogidas palabras. Así pues, m e
dij e, tam bién nosotros vivim os con nuestras diferencias, com o los m ortales, y
quizá nuestras diferencias son tan exageradas com o nuestras pasiones, com o
nuestro am or.
—Ha habido un indicio… —m urm uró m ientras contem plaba el fuego—, una
pequeña sospecha de que la historia de Marius tenía algo de verdad.
—¡Ha habido m il indicios! —exclam é.
—Arm and ha hablado de que Marius m ataba a un m alhechor —continuó ella
— y ha llam ado a ese m alhechor Tifón, el asesino de su herm ano. ¿Lo
recuerdas?
—He creído que se refería a Caín, dando m uerte a Abel. Era a Caín a quien
he visto en las im ágenes, aunque escuchaba ese otro nom bre.
—Exacto. Ni siquiera Arm and entendía a quién se refería el nom bre de
Tifón, aunque lo ha m encionado. Pero y o sí sé qué significa.
—Cuéntam elo.
—Procede de la m itología grecorrom ana: es la viej a historia del dios egipcio
Osiris, m uerto por su herm ano Tifón, que se había convertido en señor del
Infram undo, en una especie de, digam os, dios del m al. Por supuesto, cabía la
posibilidad de que Arm and hubiera leído la historia en la obra de Plutarco, pero lo
extraño es que no lo ha hecho.
—¡Ah, y a lo ves pues! Marius existió. Cuando Arm and ha dicho que vivió m il
años, estaba diciendo la verdad.
—Tal vez, Lestat. Sólo tal vez…
—Madre, vuélvem e a contar esa historia egipcia…
—Tienes años para leer tú m ism o todos esos viej os cuentos. —Se incorporó y
se inclinó para besarm e. Percibí entonces la frialdad y la lentitud que siem pre se
apoderaban de ella al acercarse el am anecer—. En cuanto a m í, estoy harta de
libros. Ya leí suficientes cuando no podía hacer otra cosa. —Tom ó m is m anos
entre las suy as y añadió—: Dim e que estarem os en cam ino m añana. Dim e que
no volverem os a ver las m urallas de París hasta que hay am os visto el otro
extrem o del m undo.
—Harem os lo que tú desees —respondí.
Gabrielle em pezó a subir la escalera.
—¿Adónde vas ahora? —pregunté, m ientras la seguía.
Gabrielle abrió la puerta y se encam inó hacia los árboles.
—Quiero com probar si puedo dorm ir en la propia tierra —explicó, volviendo
la cabeza—. Si m añana no m e levanto, sabrás que no lo he conseguido.
—¡Pero esto es una locura! —añadí, persiguiéndola.
La m era idea de lo que iba a hacer m e causaba repulsión. Ella se adentró en
una arboleda de viej os robles y, arrodillándose, se puso a cavar con sus m anos
entre las hoj as m uertas y la tierra húm eda. Tenía un aspecto espantoso, com o si
fuera una herm osa bruj a de cabellos rubios escarbando con la rapidez de una
fiera.
Luego se incorporó y m e lanzó un beso de despedida. Tras hacer acopio de
todas sus fuerzas, baj ó al hoy o com o si la tierra le perteneciera. Y m e quedé
m irando con incredulidad el vacío donde ella había estado, y las hoj as que habían
cubierto enseguida el lugar, com o si allí no hubiera sucedido nada.
Me alej é del bosque a pie. Tom é rum bo al sur, lej os de la torre. Al tiem po
que apresuraba el paso, em pecé a entonar en voz baj a una cancioncilla, tal vez
un fragm ento de alguna m elodía tocada por los violines horas antes, en el baile
del Palais Roy al.
Y de nuevo se adueñó de m í la sensación de pesadum bre, la constatación de
que nos disponíam os a irnos de verdad, de que todo había term inado entre
nosotros y Nicolas, entre nosotros y los Hij os de las Tinieblas y su líder, y de que
no volveríam os a ver París, ni nada que m e fuera fam iliar, durante m uchos años.
Y, a pesar de todos m is deseos de ser libre, tuve ganas de llorar.
No obstante, m e dio la im presión de que m i deam bular por el m undo tenía
algún propósito que no había querido reconocer. Media hora antes del am anecer,
aproxim adam ente, m e encontré en el cam ino de postas, cerca de las ruinas de
una antigua posada. El edificio, aquel puesto avanzado de un pueblo abandonado,
estaba cay éndose a pedazos y sólo conservaba intactas las paredes, de sólida
argam asa.
Y, sacando la daga, em pecé a grabar un m ensaj e en la blanda piedra:
MARIUS, EL ANTIGUO: LESTAT TE ESTÁ
BUSCANDO. ES EL MES DE MAYO DEL AÑO 1780
Y ME DIRIJO AL SUR, DE PARÍS HACIA LYON.
POR FAVOR, DATE A CONOCER.
Cuando m e aparté un paso del m ensaj e, advertí lo arrogante que parecía.
Acababa de rom per otra de las ley es oscuras, al revelar el nom bre de un
inm ortal y dej arlo grabado por escrito. Pues bien, hacerlo m e produj o una
sensación m aravillosa. Y, al fin y al cabo, nunca había dem ostrado m ucha
capacidad para obedecer ley es.
SEXTA PARTE
POR LA SENDA DEL MAL,
DE PARÍS A EL CAIRO
1
La últim a vez que vi a Arm and en el siglo XVIII, él estaba con Eleni, Nicolas y
los otros vam piros actores frente a la puerta del teatro de Renaud. Observaba
cóm o nuestro carruaj e se abría paso en el tráfico del bulevar.
Le había encontrado un rato antes, encerrado con Nicolas en m i viej o
cam erino y enfrascado en una extraña conversación que dom inaba el sarcasm o
de Nicolas y su peculiar entusiasm o. Cubierto por una peluca y envuelto en una
som bría levita roj a, m e pareció que y a había adquirido una nueva opacidad,
com o si cada m om ento transcurrido desde la disolución de la viej a asam blea le
estuviera dando m ás solidez y m ás fuerza.
Nicolas y y o no tuvim os palabras para el otro en esos em barazosos últim os
instantes; Arm and, en cam bio, aceptó educadam ente las llaves de la torre y una
gran sum a de dinero, con la prom esa de que Roget le facilitaría m ás cuando él
quisiera.
Su m ente siguió cerrada para m í, pero m e aseguró de nuevo que no causaría
el m enor daño a Nicolas. Mientras term inábam os de despedirnos, pensé que
Nicolas y el pequeño grupo de vam piros tenían todas las posibilidades de
sobrevivir y que Arm and y y o quedábam os am igos.
Al térm ino de aquella prim era noche, Gabrielle y y o estábam os lej os de
París, com o habíam os prom etido. Durante los m eses siguientes, viaj am os a
Ly on, Turín y Viena, y luego fuim os a Praga, Leipzig y San Petersburgo; luego
volvim os al sur, a Italia, donde nos instalam os largos años.
Y, en todos estos lugares, fui dej ando m ensaj es a Marius escritos en las
paredes.
A veces no eran m ás que unas palabras garabateadas apresuradam ente con la
punta de la navaj a. En otras ocasiones, pasaba horas cincelando m is reflexiones
en la piedra. Pero siem pre, estuviera donde estuviese, escribía m i nom bre, la
fecha y m i futuro destino, j unto a m i invitación: « Marius, date a conocer» .
En cuanto a las antiguas asam bleas de vam piros, fuim os encontrándolas en un
puñado de lugares dispersos, pero, desde el prim er m om ento, quedó claro que las
viej as costum bres estaban desm oronándose por todas partes. Rara vez eran m ás
de tres o cuatro las criaturas que m antenían los viej os ritos, y, cuando se daban
cuenta de que no queríam os participar en ellos ni nos interesaba su existencia, nos
dej aban en paz.
Infinitam ente m ás interesantes resultaban los espectros que identificábam os
esporádicam ente en m edio de los hum anos, aquellos vam piros solitarios y
sigilosos que se fingían m ortales con la m ism a habilidad con que lo hacíam os
Gabrielle y y o. Sin em bargo, nunca nos acercam os a estas criaturas. Huían de
nosotros com o debían de hacerlo de las viej as asam bleas y, com o no veía en sus
oj os otra cosa que el m iedo, nunca sentí la tentación de perseguirlas.
En cam bio, m e produj o una extraña satisfacción saber que no había sido el
prim er espectro aristocrático en m overse por los salones de baile del m undo a la
busca de víctim as, con el disfraz de m ortífero caballero que pronto se convertiría
en epítom e de nuestra tribu en relatos, poem as y horribles novelas por entregas.
Continuam ente aparecían otros.
No obstante, en nuestro deam bular íbam os a descubrir criaturas de las
tinieblas aún m ás extrañas. En Grecia topam os con unos dem onios que no sabían
ni cóm o habían sido creados y, en ocasiones, incluso encontram os unas criaturas
desquiciadas, sin razón ni lenguaj e, que nos atacaban com o si fuéram os m ortales
y que escapaban corriendo de las plegarias que pronunciábam os para
ahuy entarlas.
Los vam piros de Estam bul vivían en auténticas casas, a salvo tras grandes
m uros y verj as, con las tum bas en los j ardines, y vestían las m ism as túnicas
vaporosas que todos los hum anos de esa parte del m undo, para cazar por las
calles nocturnas.
Pero tam bién ellos se m ostraron horrorizados de verm e vivir entre los
franceses y venecianos, m ontar en carruaj es y asistir a reuniones en casas de
europeos y en em baj adas. Nos am enazaban, gritando encantam ientos contra
nosotros, y luego huían llenos de pánico cuando nos volvíam os contra ellos, para
volver a acosarnos de nuevo poco después.
Los fantasm as que rondaban las tum bas de los m am elucos en El Cairo eran
espectros abom inables, som etidos a las ley es antiguas por unos am os de oj os
hundidos que habitaban en las ruinas de un m onasterio copto, cuy os ritos estaban
llenos de m agia oriental y evocaban a num erosos dem onios y espíritus m alignos
de extraños nom bres. Todos ellos se m antenían a distancia de nosotros pese a sus
ácidas am enazas, pero conocían nuestros nom bres.
En el transcurso de los años, nunca tuvim os m ás noticias de todas aquellas
criaturas; naturalm ente, ello no constituy ó una gran sorpresa para m í.
Y, aunque eran m uchos los vam piros de otros lugares que habían oído hablar
de las ley endas de Marius y de otros antiguos, ninguno de ellos había visto con sus
propios oj os a uno de tales seres. Incluso Arm and se había convertido en una
ley enda para ellos y era habitual oírles preguntarnos: « ¿De veras habéis visto al
vam piro Arm and?» . No obstante, j am ás encontré a un auténtico vam piro
antiguo. Jam ás encontré a un vam piro que estuviera cargado de algún tipo de
m agnetism o, a un ser de gran sabiduría o de especial talento, un ser fuera de lo
norm al en quien el Don Oscuro hubiera obrado una transform ación alquím ica
perceptible que pudiera interesarm e.
Com parado con aquellos seres, Arm and era un dios som brío. Y lo m ism o
cabía decir de Gabrielle y de m í. Pero estoy adelantándom e dem asiado en m i
narración.
Al principio de nuestro vagar, cuando visitam os Italia por prim era vez,
conseguim os hacernos una idea m ás cabal y plena de los ritos y cerem onias
antiguos. En Rom a, la asam blea salió a recibirnos con los brazos abiertos. « Venid
al aquelarre —nos dij eron—. Acom pañadnos a las catacum bas y participad en
nuestros cantos e him nos» .
Aquellos vam piros rom anos sabían que habíam os destruido la asam blea de
París y que habíam os vencido al gran Arm and, el dom inador de los secretos
oscuros. Sin em bargo, no nos despreciaban por ello. Al contrario, no lograban
entender los m otivos de Arm and para renunciar a su poder. ¿Por qué no había
cam biado la asam blea con el transcurso del tiem po?
En efecto, incluso allí, donde las cerem onias eran tan com plicadas y
sensuales que m e quitaban la respiración, los vam piros, lej os de evitar el contacto
con los hum anos, no tenían ningún reparo en hacerse pasar por uno de ellos
cuando convenía a sus intereses. Lo m ism o sucedía con los dos vam piros que
habíam os conocido en Venecia y con el puñado de ellos que encontraríam os m ás
adelante en Florencia.
Envueltos en capas negras, se m ezclaban con el público de la ópera,
deam bulaban por los pasillos som bríos de las grandes m ansiones durante bailes y
banquetes, e incluso, en ocasiones, se sentaban entre el populacho en las tabernas
de baj a estofa, estudiando m uy de cerca a los hum anos que les rodeaban. En
Rom a, m ás que en ninguna otra parte, esas criaturas tenían por costum bre vestir
con la indum entaria de la época de su nacim iento, y, a m enudo, iban engalanadas
con las j oy as y las prendas m ás espléndidas, regias e im ponentes, que lucían
m aj estuosam ente cuando querían.
No obstante, pese a todo ello, seguían retirándose a sus hediondos cem enterios
para pasar el día y seguían huy endo entre alaridos de cualquier sím bolo del
poder celestial, adem ás de volcarse con feroz abandono en sus espectaculares y
aterradores aquelarres.
En com paración con éstos, los vam piros de París habían sido prim itivos,
bastos e infantiles; sin em bargo, term iné por entender que había sido el propio
carácter sofisticado y m undano de París lo que había im pulsado a Arm and y a su
grey a apartarse del contacto con los m ortales.
Con la secularización de la capital francesa, los vam piros se habían asido a los
viej os ritos m ágicos; en cam bio, los espectros italianos vivían entre hum anos de
profunda religiosidad cuy as vidas estaban im pregnadas del cerem onial católico,
de hom bres y m uj eres que respetaban el m al tanto com o respetaban a la Iglesia.
En resum en, los ritos antiguos de los vam piros no eran m uy distintos a las viej as
cerem onias de los italianos m ortales, de m odo que los espectros se desenvolvían
en am bos m undos.
Al preguntarles si creían realm ente en los ritos antiguos, se encogían de
hom bros. El aquelarre constituía para ellos un gran placer. ¿Acaso no lo habíam os
disfrutado Gabrielle y y o? ¿Acaso no nos habíam os sum ado finalm ente a la
danza?
« Volved siem pre que lo deseéis» , nos dij eron los vam piros de Rom a.
Respecto a lo del Teatro de los Vam piros de París, a aquel gran escándalo que
estaba conm ocionando a los de nuestra raza por todo el m undo… En fin, eso
tendrían que verlo con sus propios oj os para creerlo. Vam piros actuando en un
escenario, desconcertando con trucos y m ím ica a un público de m ortales…
¡Todo aquello les parecía terriblem ente parisiense!, exclam aban entre risas.
Por supuesto, y o tenía en todo instante noticias m ás directas y concretas sobre
el funcionam iento del teatro. Ya antes de llegar a San Petersburgo, Roget m e
había rem itido allí un largo testim onio de la « destreza» de la nueva troupe:
Se disfrazan de m arionetas de m adera a tam año natural. De las vigas
descienden unas cuerdas doradas atadas a sus tobillos, sus m uñecas y la parte
superior del cráneo, con las que parecen ser m anipulados en las danzas m ás
encantadoras. Llevan dos círculos perfectos de carm ín en sus blancas m ej illas y
tienen los oj os m uy abiertos, com o piezas de cristal. Es increíble la perfección
con que sim ulan ser obj etos inanim ados.
Pero la orquesta es otra m aravilla. Con las caras pálidas y pintadas en el
m ism o estilo que los actores, los m úsicos im itan artilugios m ecánicos, com o si
fueran m uñecos articulados que, dándoles cuerda, pasaran el arco por sus
pequeños instrum entos o soplaran sus pequeñas boquillas produciendo m úsica de
verdad.
El espectáculo es tan cautivador que las dam as y los caballeros que acuden a
él discuten entre ellos sobre si actores y m úsicos son m uñecos o personas de
carne y hueso. Los hay que aseguran que todos ellos son de m adera y que las
voces que surgen de sus bocas son obra de ventrílocuos.
En cuanto a las obras en sí, resultarían terriblem ente inquietantes de no estar
representadas con tanta belleza y habilidad.
Uno de sus espectáculos m ás populares presenta al espectro de un vam piro
surgiendo de la tum ba a través de una plataform a del escenario. La criatura
resulta aterradora, con sus harapos, sus cabellos revueltos y sus colm illos. Pero
¡ay !, el vam piro se enam ora enseguida de una m uj er m arioneta sin darse cuenta
de que no está viva. Pero al no encontrar en el cuello de su am ada sangre alguna
que beber, el pobre vam piro no tarda en m orir, en cuy o m om ento la m arioneta
revela que sí está viva, pese a ser de m adera. Y entonces, con una pérfida
sonrisa, lleva a cabo una danza triunfal sobre el cuerpo del vam piro derrotado.
Le aseguro que ver la obra le hiela a uno la sangre. Y, a pesar de ello, el
público aplaude y aclam a la representación.
En otra breve escena, las m arionetas danzantes form an un círculo en torno a
una m uchacha hum ana y la engatusan para que se dej e atar tam bién con las
cuerdas doradas com o si fuera otra m arioneta. El lam entable resultado es que las
cuerdas la obligan a bailar hasta que pierde la vida. La m uchacha suplica con
gestos elocuentes que la liberen, pero las m arionetas de verdad se lim itan a reír y
a hacer cabriolas m ientras ella expira.
La m úsica es sobrenatural. Trae a la m em oria las tonadas de los zíngaros en
las ferias de pueblo. El director es m onsieur Lenfent, y suele ser el sonido de su
violín el que abre la sesión nocturna.
Com o abogado de usted, le recom iendo que reclam e parte de los beneficios
que está consiguiendo esta destacada com pañía. Las colas para cada función
ocupan un trecho considerable del bulevar.
Las cartas de Roget siem pre m e inquietaban. Me dej aban con el corazón
desbocado. ¿Qué había esperado que haría aquella com pañía de extraños
actores? ¿Por qué m e sorprendía su osadía y su inventiva? Los vam piros teníam os
el poder para llevar a cabo todo aquello, pero no podía evitar hacerm e aquellas
preguntas.
Cuando decidí instalarm e en Venecia, donde pasé largo tiem po buscando en
vano los cuadros de Marius, recibía y a noticias directas de Eleni, cuy as cartas
venían escritas con una exquisita habilidad vam pírica.
Según m e contaba, la com pañía era el espectáculo m ás popular de la noche
parisiense. De toda Europa habían llegado « actores» para sum arse a ella, y la
troupe había crecido hasta la veintena de com ponentes, núm ero que ni siquiera
una m etrópoli com o aquélla podía mantener.
« Únicam ente son adm itidos los artistas m ás hábiles e inteligentes, aquellos
que poseen un talento realm ente excepcional, pues lo que valoram os por encim a
de todo es la discreción. Com o bien puedes suponer, no nos gusta el escándalo» .
Respecto a su « Querido Violinista» , Eleni escribía sobre él con afecto,
afirm ando que era la m ay or fuente de inspiración para todos, que escribía las
obras m ás ingeniosas y que tom aba éstas de relatos que había leído.
« Pero cuando no está enfrascado en el trabaj o, puede ser absolutam ente
im posible. Hay que vigilarle en todo instante para que no aum ente el núm ero de
vam piros. Sus apetitos alim enticios son terriblem ente desordenados, y, de vez en
cuando, le cuenta a un desconocido las cosas m ás asom brosas, aunque, por
fortuna, todo el m undo es dem asiado razonable com o para no tom ar por cierto lo
que oy e» .
En otras palabras, Nicolas trataba de hacer m ás vam piros y no guardaba
ninguna precaución en sus salidas de caza.
En general, es nuestro Am igo Más Viej o [Arm and, obviam ente] el encargado
de refrenarle, cosa que hace por m edio de las am enazas m ás cáusticas, aunque
debo decir que éstas no tienen un efecto duradero sobre nuestro violinista, pues
suelen referirse a viej as costum bres religiosas, a fuegos rituales o al paso a
nuevos estados del ser.
No puedo decir que no le am em os. Por ti, cuidaríam os de él aunque no fuera
así, pero le querem os. Y nuestro Am igo Más Viej o, en particular, le tiene un gran
afecto. No obstante, debo hacerte notar que, en los viej os tiem pos, personas así
no habrían durado m ucho entre nosotros.
Por lo que respecta a nuestro Am igo Más Viej o, dudo de que le reconocieras
ahora. Ha construido una gran m ansión al pie de la torre y vive allí entre libros y
grabados com o un caballero erudito, sin prestar atención apenas al m undo real.
No obstante, cada noche llega a la puerta del teatro en su carruaj e negro y
sigue la representación desde su palco protegido por cortinas.
Y acude después a resolver todas las disputas entre nosotros, a gobernar com o
siem pre ha hecho, a am enazar a nuestro Divino Violinista, pero nunca j am ás
consiente en salir al escenario para actuar. Es él quien acepta a los nuevos
m iem bros, que, com o y a te he contado, vienen de todas partes. No tenem os que
solicitar su presencia, sino que vienen directam ente a llam ar a nuestra puerta…
Vuelve con nosotros [escribía Eleni para term inar]. Nos encontrarás m ás
interesantes que cuando nos dej aste. Hay m il m aravillas oscuras que no puedo
exponer por escrito. Som os una estrella brillante en la historia de nuestra raza. No
podríam os haber elegido un m om ento m ás perfecto en la historia de esta gran
ciudad para nuestra pequeña m aquinación. Y todo esto, esta espléndida existencia
que llevam os, es obra tuy a. ¿Por qué nos dej aste? ¡Vuelve con los tuy os!
Guardé todas estas cartas. Las conservé con el m ism o cuidado con que
guardé la m isiva de m is herm anos de la Auvernia. Con la im aginación, vi
perfectam ente las m arionetas. Escuché el lam ento del violín de Nicolas. Vi
tam bién a Arm and, llegando en su oscuro carruaj e y ocupando su asiento en el
palco. Incluso describí todo aquello en térm inos vagos y extravagantes en m is
largos m ensaj es a Marius, aplicándom e de vez en cuando con el buril, presa de
un pequeño frenesí, en alguna oscura callej a m ientras los m ortales dorm ían.
Sin em bargo, para m í, volver a París estaba fuera de cuestión por m uy solo
que pudiera llegar a sentirm e. El m undo que m e rodeaba se había convertido en
m i am ante y m i m aestro. Estaba em belesado con las catedrales y los castillos,
con los m useos y palacios que veía. En todos los lugares que visitaba, m e
introducía en el centro de la sociedad, m e im pregnaba de sus entretenim ientos y
chism orreos, de su literatura y de su m úsica, de su arquitectura y de todo su arte.
Podría llenar volúm enes con las cosas que estudié, que pugné por
com prender. Me sentía tan cautivado por los violinistas zíngaros callej eros y por
los titiriteros am bulantes com o por los grandes castrati en los luj osos teatros de la
ópera y por los coros de las catedrales. Rondé los burdeles y los garitos de j uego
y los lugares donde los m arineros bebían y se peleaban. Leí los periódicos de
todas las ciudades y frecuenté las tabernas, pidiendo a veces, por el m ero hecho
de tenerlo delante, algún plato de com ida que nunca tocaba. En esos lugares,
conversé sin cesar con los m ortales, invitando a m uchos de ellos a incontables
vasos de vino, oliendo las pipas y los habanos que fum aban y dej ando que
aquellos olores m ortales im pregnaran m i ropa y m is cabellos.
Y, cuando no estaba fuera m erodeando de ese m odo, viaj aba por el reino de
los libros que había pertenecido tan exclusivam ente a Gabrielle a lo largo de
todos aquellos horribles años m ortales en m i casa natal.
Antes incluso de trasladarnos a Italia, y a dom inaba lo suficiente el latín com o
para estudiar a los clásicos, y reuní una biblioteca en el viej o palazzo veneciano
que era m i guarida, donde a m enudo pasaba la noche entera ley endo.
Y, por supuesto, era la ley enda de Osiris lo que m ás m e suby ugaba,
evocándom e el recuerdo de la narración de Arm and y las enigm áticas palabras
de Marius. Al adentrarm e en todas aquellas viej as versiones de la historia, m e
sentí calladam ente sobrecogido por lo que leía.
Hete aquí a un antiguo rey, Osiris, hom bre de extraordinaria bondad que
aparta a los egipcios del canibalism o y les enseña el arte de la agricultura y de la
elaboración del vino. ¿Y cóm o es asesinado por su herm ano Tifón? Mediante una
treta, éste hace acostarse a Osiris en una caj a del tam año exacto de su cuerpo y
aprovecha para cerrar la tapa con clavos. Tifón arroj a entonces la caj a al río y,
cuando la fiel Isis encuentra el cuerpo del rey, éste sufre un nuevo ataque de
Tifón, que le descuartiza.
Finalm ente, todas las partes de su cuerpo son encontradas, salvo una.
Y bien, ¿por qué habría Marius de hacer referencia a un m ito com o éste? ¿Y
cóm o no habría y o de asociarlo al hecho de que todos los vam piros dorm idos en
ataúdes, que son caj as del tam año exacto de los cuerpos (incluso la m iserable
m ultitud de la asam blea de Les Innocents dorm ía en sus sepulcros)? Magnus m e
había dicho: « Debes dorm ir siem pre en ese féretro o en un sitio sim ilar» . En
cuanto a la parte del cuerpo que se perdió, la que Isis no encontró, ¿no existía una
parte de nosotros que el Don Oscuro no hacía revivir? Los vam piros podem os
hablar, ver, gustar, respirar o m overnos com o los hum anos, pero no podemos
procrear. Y tam poco Osiris podía, por lo que se convirtió en Señor de los
Muertos.
¿Era aquél un dios vam piro?
Pero aún había algo m ás que m e tenía desconcertado y atorm entado. Aquel
dios Osiris era el dios del vino entre los egipcios, que m ás tarde se convertiría en
Dioniso para los griegos. Y Dioniso era el « dios oscuro» del teatro, el dios
m aléfico que Nicolas m e había descrito en el pueblo, cuando éram os dos
m uchachos. Y ahora teníam os el teatro lleno de vam piros en París. ¡Ah, era
dem asiado espléndido!
Estaba im paciente por contarle todo aquello a Gabrielle, pero, cuando lo hice,
ella reaccionó con indiferencia diciendo que había cientos de viej as ley endas
parecidas.
—Osiris era el dios del trigo —replicó—. Era un buen dios para los egipcios.
¿Qué podría tener que ver eso con nosotros? —Tras echar una oj eada a los libros
que estaba estudiando, añadió—: Tienes m ucho que aprender, hij o m ío. Muchos
dioses antiguos fueron descuartizados y llorados por sus diosas. Lee los m itos de
Acteón y de Adonis. A los antiguos les encantaban esos relatos.
Y, tras esto, se m archó y m e dej ó a solas en la biblioteca, a la luz de las velas,
hincado de codos entre todos aquellos libros.
Medité sobre el sueño de Arm and del santuario de Los Que Deben Ser
Guardados, en las m ontañas. ¿Se trataba de un rito m ágico que se rem ontaba a
tiem pos de los egipcios? ¿Cóm o habían olvidado tales cosas los Hij os de las
Tinieblas? Quizás aquella m ención a Tifón, el asesino de su herm ano, sólo había
sido una referencia poética del m aestro veneciano, nada m ás.
Salí de nuevo a las calles nocturnas y tallé m is preguntas a Marius en piedras
que eran m ás viej as que cualquiera de los dos. Marius se había hecho tan real
que y a conversábam os igual que en otro tiem po habíam os hecho Nicolas y y o.
Había pasado a ser el confidente que recibía m i excitación, m i entusiasm o, m i
sublim e perplej idad ante todas las m aravillas y m isterios del m undo.
Pero conform e profundicé en m is estudios y am plié m is conocim ientos,
em pecé a captar los prim eros indicios pavorosos de lo que podía ser la eternidad.
Estaba solo entre m ortales, y m is escritos a Marius no lograban im pedir que
reconociera m i propia m onstruosidad com o había sucedido en aquellas prim eras
noches parisienses, tanto tiem po atrás. Al fin y al cabo, Marius no estaba allí en
realidad. Y tam poco Gabrielle.
Casi desde el prim er m om ento, las predicciones de Arm and se habían
dem ostrado ciertas.
2
Ya antes de salir de Francia, Gabrielle em pezó a interrum pir el viaj e para
desaparecer durante varias noches seguidas. En Viena, solía ausentarse m ás de
una quincena y, para cuando m e instalé en el palazzo de Venecia, sus ausencias
se prolongaban durante m eses. En m i prim era visita a Rom a, desapareció
durante m edio año. Y, después de dej arm e en Nápoles, regresé a Venecia sin
ella, abandonándola para que regresara al Véneto por sus propios m edios, cosa
que hizo.
Naturalm ente, se trataba de la atracción que ej ercía sobre ella el cam po
abierto, los bosques y los m ontes, o las islas en las que no vivían seres hum anos.
Y tras aquellas ausencias regresaba en un estado tan lam entable (los zapatos
rotos, la ropa hecha trizas, el cabello enm arañado) que su aspecto resultaba punto
por punto tan espeluznante com o el de los harapientos m iem bros de la asam blea
parisiense baj o Les Innocents. Entonces, deam bulaba por m is estancias con sus
ropas sucias y descuidadas, contem plando las grietas del y eso o la luz captada en
las distorsiones de los cristales de las ventanas.
Entonces m e preguntaba por qué debía un inm ortal repasar los periódicos,
habitar en palacios, llevar oro en los bolsillos o escribir cartas a la fam ilia m ortal
que había dej ado atrás.
Con aquel m urm ullo rápido y espectral hablaba de los acantilados que había
escalado, de las ventiscas baj o las que había avanzado, de las cavernas llenas de
m arcas m isteriosas y antiguos fósiles que había descubierto.
Después, se m archaba de nuevo tan silenciosa com o había llegado, y y o m e
quedaba esperándola, pendiente de su regreso, irritado con ella y am argado, para
m ostrarm e ofendido con ella cuando por fin reaparecía.
Una noche, durante nuestra prim era visita a Verona, una pregunta suy a m e
sobresaltó en una callej a oscura:
—¿Sigue vivo tu padre?
En esa ocasión, había estado ausente dos m eses. Yo la había añorado
am argam ente y ahora m e preguntaba por la fam ilia com o si ésta tuviera alguna
im portancia. Aun así, contesté:
—Sí, y m uy enferm o.
Pero ella no pareció prestarm e atención. Traté de contarle que en Francia las
cosas estaban m uy m al y que, sin duda, habría una revolución. Gabrielle m ovió
la cabeza e hizo un gesto de indiferencia.
—No pienses m ás en ellos —dij o—. Olvídalos.
Y se m archó una vez m ás.
Lo cierto era que no quería olvidarlos. Nunca dej aba de escribir a Roget
preguntándole por m i fam ilia. Le escribía con m ás frecuencia al abogado que a
Eleni, al teatro. Le pedí unos retratos de m is sobrinos y m andé a Francia regalos
de todos los lugares donde m e detenía. Y m e preocupé ante la revolución, com o
cualquier francés m ortal.
Y por últim o, cuando las ausencias de Gabrielle se hicieron m ás largas, y
nuestros m om entos j untos se volvieron m ás llenos de tensión e incertidum bre,
em pecé a discutir estos asuntos con ella.
—El tiem po se llevará a nuestra fam ilia —le decía—. El tiem po se llevará la
Francia que hem os conocido. Entonces, ¿por qué renunciar a los nuestros ahora
que aún podem os tenerlos? Yo necesito estas cosas, te lo aseguro. ¡Esto es la vida
para m í!
Pero aquello sólo era la verdad a m edias. Yo no poseía a Gabrielle m ás de lo
que poseía a cualquier otro. Ella debió de entender lo que le estaba diciendo en
realidad. Debió de oír la recrim inación que había tras m is palabras.
Los diálogos com o éste la entristecían. Hacían surgir de ella la ternura.
Entonces m e perm itía traerle ropas lim pias, peinarle el cabello… Y luego
salíam os j untos a cazar y charlar. Tal vez incluso acudía a los casinos conm igo, o
a la ópera. Durante un breve lapso de tiem po, se convertía en una espléndida
gran dam a.
Y esos m om entos nos m antenían unidos todavía, perpetuaban nuestra
creencia en que todavía éram os una pequeña asam blea, un par de am antes
triunfantes frente al m undo m ortal.
Juntos ante el fuego en alguna m ansión rural, cabalgando j untos en el asiento
del cochero con las riendas en m is m anos, cam inando j untos por el bosque a
m edianoche, seguíam os cam biando nuestras opiniones discrepantes de vez en
cuando.
Incluso íbam os j untos en busca de casas encantadas, un pasatiem po reciente
que nos llenaba de excitación. De hecho, Gabrielle regresaba a veces de un viaj e
precisam ente porque había oído hablar de una presencia fantasm al y quería que
la acom pañara a ver qué descubríam os.
Naturalm ente, la m ay oría de las veces no encontrábam os nada en los
edificios vacíos donde se decía que aparecían los espíritus. Y los desdichados a
quienes se tachaba de poseídos por el dem onio no eran, las m ás de las ocasiones,
sino enferm os m entales corrientes.
No obstante, hubo veces en que presenciam os fugaces apariciones y sucesos
m isteriosos para los cuales no encontram os explicación: obj etos que volaban,
voces que surgían com o rugidos de la boca de niños poseídos, corrientes de aire
heladas que apagaban las velas en una habitación cerrada…
Nunca sacam os nada en claro, sin em bargo, de todo aquello. No vim os m ás
de lo que un centenar de estudios m ortales había descrito y a.
Finalm ente, el asunto se convirtió para nosotros en un m ero j uego, y, cuando
hoy vuelvo la vista atrás, m e doy cuenta de que continuábam os con él porque nos
m antenía j untos, porque nos proporcionaba unos m om entos de convivencia que,
de otro m odo, no habríam os tenido.
Pero las ausencias de Gabrielle no eran lo único que destruía nuestro afecto
por los dem ás con el transcurso de los años.
Era tam bién su actitud cuando estaba conm igo, las ideas que expresaba.
Aún conservaba aquella costum bre suy a de decir exactam ente lo que
pensaba y poco m ás.
Una noche, en nuestra casita de la vía Ghibellina, de Florencia, Gabrielle
apareció tras una ausencia de un m es y em pezó a hablar.
—Ya sabes que las criaturas de la noche están m aduras para acoger a un gran
líder. No a un supersticioso m urm urador de viej os ritos, sino un gran m onarca
oscuro que nos galvanice siguiendo unos nuevos principios.
—¿Qué principios? —pregunté.
Haciendo caso om iso de m i réplica, ella continuó:
—Im agina algo m ás que este clandestino y repulsivo alim entarse de
m ortales, algo grande y m agnífico com o lo era la Torre de Babel antes de que la
cólera divina la derribara. Hablo de un líder instalado en un palacio satánico que
envía a sus seguidores a volverse herm ano contra herm ano, a hacer que las
m adres m aten a sus hij os, a arroj ar a la hoguera todos los grandes logros de la
hum anidad, a agostar la tierra para que todos, inocentes y culpables, m ueran de
ham bre. Crear el caos y el sufrim iento allí donde vay as y derrotar a las fuerzas
del bien para desesperación de los hom bres. Eso sí que es algo m erecedor de ser
llam ado m aldad. Ésa sí que es la obra de un verdadero dem onio. Tú y y o no
som os nada m ás que flores exóticas del Jardín Salvaj e, com o tú m e dij iste. Y el
m undo de los hom bres no es ahora ni m ás ni m enos de lo que y a vi en m is libros
hace años, en la Auvernia.
La conversación m e disgustó. Pero m e alegró tener a Gabrielle j unto a m í en
la estancia, poder hablar con alguien que no fuera un pobre m ortal engañado. No
estar solo con m is cartas de casa.
—¿Pero qué hay, entonces, de tus cuestiones estéticas? —pregunté—. ¿Qué
hay de eso que le explicaste a Arm and acerca de que querías saber por qué
existía la belleza y por qué razón continúa afectándonos?
Gabrielle se encogió de hom bros.
—Cuando el m undo del hom bre se hunda en ruinas, la belleza se im pondrá.
Volverán a crecer los árboles donde había calles; las flores cubrirán de nuevo el
prado que hoy es un rancio tenderete de barracas. Éste será el propósito del am o
satánico: ver crecer las hierbas silvestres y ver cóm o el bosque tupido cubre todo
rastro de las ciudades que un día fueron enorm es hasta que nada quede de ellas.
—¿Y por qué llam as a todo eso satánico? —Quise saber—. ¿Por qué no
llam arlo caos? Eso es lo que sería.
—Porque así es com o lo llam arían los hum anos. Fueron ellos quienes
inventaron a Satán, ¿no es así? Satánico no es m ás que el calificativo que dieron al
com portam iento de aquellos que perturbaban el orden en el que querían vivir los
hom bres.
—No lo entiendo.
—Pues utiliza tu m ente sobrenatural, hij o m ío de oj os azules y de cabellos de
oro, m i herm oso « m atalobos» . Es m uy posible que Dios hiciera el m undo com o
dij o Arm and.
—¿Es esto lo que has descubierto en los bosques? ¿Te lo han revelado las hoj as
de los árboles?
Gabrielle se echó a reír.
—Desde luego, Dios no es necesariam ente antropom órfico —respondió a
continuación—. Ni lo que, en nuestro colosal egoísm o y sentim entalism o,
llam aríam os « una persona decente» . Pero probablem ente existe un Dios. Satán,
en cam bio, fue una invención hum ana, un m odo de denom inar a la fuerza que
busca derribar el orden civilizado de las cosas. El prim er hom bre que elaboró
unas ley es (fuera Moisés o algún antiguo rey Osiris egipcio), ese legislador creó
al diablo. El diablo es el que tienta al hom bre a quebrantar las ley es, y nosotros
som os realm ente satánicos por cuanto no seguim os ninguna ley para la
protección del hom bre. Entonces, ¿por qué no saltárnoslas todas? ¿Por qué no
provocar un incendio que consum a todas las civilizaciones de la Tierra?
Me sentía dem asiado asom brado para responder.
—No te preocupes —añadió Gabrielle con una carcaj ada—, y o no pienso
hacerlo. Pero creo que sucederá en las décadas futuras. ¿No crees que alguien lo
hará?
—¡Espero que no! —contesté—. O, m ej or, dej a que lo exprese de este m odo:
si uno de nosotros lo intenta, habrá guerra.
—¿Por qué? Todo el m undo seguirá a ese líder.
—Yo no. Yo com batiré contra él.
—¡Ah, eres m uy divertido, Lestat! —exclam ó ella.
—Es ridículo…
—¡Ridículo! —Gabrielle había apartado la m irada en dirección al patio, pero
pronto la volvió de nuevo hacia m í, y el color surgió en sus m ej illas—. ¿Ridículo
echar por tierra todas las ciudades? Entendí que denom inaras ridículo al Teatro de
los Vam piros, pero ahora te estás contradiciendo.
—Es ridículo destruir cualquier cosa por el m ero hecho de destruirla, ¿no
crees?
—Eres im posible —replicó ella—. Algún día, en el futuro lej ano, habrá un
líder así. Él reducirá al hom bre al tem or y a la desnudez de la que proviene. Y
nos alim entarem os del hom bre, sin esfuerzo, com o siem pre hem os hecho, y el
Jardín Salvaj e, com o tú lo llam as, cubrirá el m undo.
—Casi deseo que alguien lo intente —declaré—, pues y o m e alzaría contra él
y haría cuanto pudiera por derrotarle. Y posiblem ente podría salvarm e, podría
volver a ser bueno a m is propios oj os, por el hecho de disponerm e a salvar de
todo eso al hom bre.
Muy enfadado, m e incorporé de m i asiento y salí al patio.
Ella vino detrás de m í.
—Acabas de expresar el argum ento m ás antiguo del Cristianism o para la
existencia del m al —señaló—. Que está ahí para que podam os com batirlo y
obrar el bien.
—Qué triste y qué estúpido —asentí.
—Esto es lo que no entiendo m uy bien de ti —continuó ella—. Te aferras a tu
viej a fe en la bondad con una tenacidad prácticam ente inconm ovible. ¡Y, en
cam bio, resultas m agnífico en lo que constituy e tu naturaleza! Cazas a tus presas
com o un ángel oscuro. Matas despiadadam ente y, cuando lo decides, pasas la
noche saciándote de víctim as.
—¿Y bien? —Le dirigí una fría m irada—. No sé ser m alo haciendo el m al.
Ella se rio.
—De m uchacho era un buen tirador —añadí—. Y un buen actor en el
escenario. Ahora soy un buen vam piro. Así es com o entendem os la palabra
« bondad» .
Cuando Gabrielle se hubo ido, m e tendí de espaldas en las losas del patio y
contem plé las estrellas pensando en todos los cuadros y esculturas que había visto
en la ciudad de Florencia. Me di cuenta de que m e desagradaban los lugares
donde sólo había grandes árboles, y de que el sonido de las voces hum anas era,
para m í, la m úsica m ás dulce y m ás suave. Pero ¿qué im portaba, en realidad, lo
que y o sintiera o pensara?
Bien es cierto que Gabrielle no siem pre m e aturdía con extrañas filosofías.
De vez en cuando, en sus apariciones, m e hablaba de cosas prácticas que había
descubierto. Era, sin duda, m ás valerosa y aventurera que y o. Y m e enseñaba
cosas. Gabrielle y a había com probado, antes incluso de que abandonáram os
Francia, que los vam piros podíam os dorm ir en la tierra. No eran precisos ataúdes
ni catafalcos. Y se descubría alzándose espontáneam ente de entre la tierra al
ponerse el sol, antes incluso de term inar de despertarse.
Los m ortales que nos encontraban durante las horas diurnas, estaban perdidos,
a no ser que nos expusieran a los ray os del sol inm ediatam ente. Por ej em plo,
cerca de Palerm o, Gabrielle se había echado a dorm ir en el sótano de una casa
abandonada y, al despertar, había notado que el rostro y los oj os le ardían com o
si la hubieran escaldado, y en su m ano derecha tenía agarrado a un m ortal, y a
cadáver, que al parecer había intentado perturbar su descanso.
—Le había estrangulado —m e contó— y aún tenía m i m ano cerrada sobre su
garganta. Y la escasa luz que se filtraba por la puerta entreabierta m e había
quem ado el rostro.
—¿Qué habría sucedido de ser varios los m ortales? —Quise saber, vagam ente
fascinado con ella.
Gabrielle m ovió la cabeza en gesto de negativa y se encogió de hom bros.
Desde entonces, dorm ía siem pre enterrada, no en sótanos o ataúdes. Nadie
volvería a perturbar su descanso. A ella no le im portaba.
Aunque no lo declaré en voz alta, y o estaba convencido de que dorm ir en la
cripta tenía su gracia. Había cierto encanto novelesco en el hecho de alzarse de la
tum ba. En realidad, y o m e encontraba en el extrem o opuesto a la solución de
Gabrielle, pues m e hacía construir ataúdes especiales en cada lugar donde nos
quedábam os un tiem po. Y no dorm ía en el cem enterio o en la iglesia, com o era
nuestra costum bre m ás corriente, sino en escondrij os dentro de la casa.
No puedo decir que Gabrielle no m e escuchaba con paciencia en ocasiones,
cuando le contaba cosas así. Me prestaba atención cuando le describía las
grandes obras de arte que había visto en el m useo Vaticano, los coros que había
escuchado en la catedral, los sueños que parecían provocados por los
pensam ientos de los m ortales que pasaban sobre m i guarida. Sin em bargo, tal vez
Gabrielle se lim itaba a contem plar el m ovim iento de m is labios; ¿quién podría
decirlo con seguridad? Y, a continuación, volvía a desaparecer sin explicaciones
y volvía a deam bular a solas por las calles, haciendo com entarios en voz alta a
Marius o escribiéndole unos m ensaj es larguísim os que, en ocasiones, m e llevaba
toda la noche com pletar.
¿Qué deseaba y o de ella? ¿Que fuera m ás hum ana, que fuera com o y o? Las
predicciones de Arm and m e obsesionaban. ¿Y cóm o podría Gabrielle dej ar de
pensar en ellas? Tenía que haberse dado cuenta de lo que sucedía, de que
estábam os alej ándonos cada vez m ás, que se m e rom pía el corazón pero tenía
dem asiado orgullo para decírselo.
« ¡Gabrielle, por favor, no puedo soportar esta soledad! ¡Quédate conm igo!» .
Cuando al fin dej am os Italia, y o em pezaba y a a practicar m is arriesgados
j ueguecitos con m ortales. De vez en cuando veía a un hom bre o a una m uj er, a
un ser hum ano que m e parecía perfecto espiritualm ente, y m e dedicaba a
seguirlo. Prim ero, prolongaba este seguim iento una sem ana, después durante un
m es, a veces incluso m ás tiem po todavía. Me enam oraba de aquel ser.
Im aginaba una am istad, una conversación, una intim idad que j am ás
podríam os tener. Luego, en algún m om ento m ágico e irreal, le decía: « ¿Pero tú
ves lo que soy ?» , y el hum ano, en un acto suprem o de com prensión espiritual,
respondía: « Sí, lo veo, lo entiendo…» .
Un desatino, verdaderam ente. Muy parecido al encuentro de la princesa que
entrega su am or desinteresado al príncipe encantado y éste recupera su form a
original y dej a de ser un m onstruo. Sólo que en este lúgubre cuento de hadas y o
penetraba hasta lo m ás profundo de m i am ante m ortal. Los dos nos hacíam os
uno, y y o volvía a ser de carne y hueso.
Una idea deliciosa. Pero pronto em pecé a darles m ás y m ás vueltas en m is
pensam ientos a las advertencias de Arm and acerca de que volvería a realizar el
Rito Oscuro por las m ism as razones por las que lo había hecho antes.
Entonces, dej é de practicar el j ueguecito y m e lim ité a seguir cazando con
toda la crueldad y el espíritu vengativo de siem pre, y y a no fueron los
m alhechores m is únicas presas.
En la ciudad de Atenas, dej é el siguiente m ensaj e a Marius: « No sé por qué
continúo. No busco la verdad. No creo en ella. No espero conocer por ti ningún
antiguo secreto, sea el que sea. Pero en algo creo: tal vez sólo sea en la belleza
del m undo por el que vago o en la propia voluntad de vivir. Este don m e fue
entregado dem asiado pronto. Y m e fue otorgado sin una buena razón. Y, y a a m is
treinta años m ortales de edad, em piezo a tener una cierta idea de por qué m uchos
de nuestra raza lo han desperdiciado o han renunciado a él. Yo, en cam bio,
continúo. Y te busco» .
Ignoro cuánto tiem po pude haber vagado por Europa y Asia de aquella
m anera. Pese a todas m is lam entaciones por la soledad en que m e hallaba,
estaba acostum brado a ella. Y siem pre había nuevas ciudades igual que había
nuevas víctim as, nuevos idiom as y nuevas m úsicas que escuchar. Por m ucho
dolor que sintiera, siem pre decidía en últim o térm ino un nuevo destino. Mi deseo
era conocer, finalm ente, todas las ciudades de la Tierra, incluso las rem otas
capitales de la India y de China, donde hasta el obj eto m ás sencillo m e parecería
extraño y donde las m entes que sondeara resultaran tan incom prensibles com o
las de unos seres procedentes de otros m undos.
Sin em bargo, cuando partim os de Estam bul en dirección al sur,
adentrándonos en el Asia Menor, Gabrielle sintió con m ás fuerza todavía la
llam ada de aquella tierra nueva y extraña, de m odo que apenas aparecía a m i
lado.
Y, en Francia, la situación estaba alcanzando un clím ax terrible, no sólo para
el m undo m ortal por el cual aún m e preocupaba, sino tam bién para los vam piros
del teatro.
3
Ya antes de dej ar Grecia, por boca de viaj eros ingleses y franceses, m e habían
llegado noticias preocupantes de lo que estaba sucediendo en Francia. Y, cuando
llegué a la Hostería Europea de Ankara, encontré un gran paquete de cartas
esperándom e.
Roget había sacado todo m i dinero de Francia y lo había depositado en bancos
extranj eros. « No debe usted pensar en volver a París —m e escribía—. He
aconsej ado a su padre y a sus herm anos que se m antengan apartados de
cualquier controversia. El am biente, aquí, no es m uy favorable a los
m onárquicos» .
Las cartas de Eleni se referían, en su estilo, a los m ism os tem as:
El público quiere ver ridiculizada a la aristocracia. Una obrita nuestra, en la
que aparece la m arioneta de una torpe reina a la que pisa sin piedad un
escuadrón de estúpidos títeres soldados que ella intenta m andar, arranca grandes
risotadas y exclam aciones de los espectadores.
Los clérigos tam bién son obj eto de burlas: en otro pequeño dram a que
representam os, aparece un sacerdote engreído que acude a castigar a un grupo
de m arionetas bailarinas, a las que afea su com portam iento indecente. Pero ¡ay !,
el m aestro de baile de las m uchachas, que es en realidad un diablo de cuernos
roj os, convierte al desgraciado clérigo en un hom bre lobo que term ina sus días
encerrado en una j aula de oro por las burlonas m uchachas.
Todo esto es obra del genio de Nuestro Divino Violinista, pero ahora es preciso
estar con él todos los m om entos que pasa despierto. Para obligarle a escribir, le
atam os a la silla y le ponem os delante papel y tinta. Y, si no basta con ello, le
obligam os a dictar las obras m ientras nosotros las transcribim os.
Cuando recorría las calles, no hacía m ás que acercarse a los transeúntes para
decirles con voz apasionada que en este m undo hay horrores que no im aginan ni
en sueños.
Y te aseguro que, si París no estuviese tan ocupado ley endo los m iles de
panfletos que denuncian a la reina María Antonieta, nuestro am igo y a habría
conseguido que acabaran con todos nosotros.
Por lo que respecta a nuestro Am igo Más Antiguo, cada noche que pasa se
m uestra m ás irritado.
Naturalm ente, m e apresuré a contestar a Eleni rogándole que tuviera
paciencia con Nicolas, que tratara de ay udarle durante aquellos prim eros años.
« Sin duda, habrá algún m odo de influir sobre él —escribí. Y, por prim era vez,
añadí una pregunta—: ¿Estaría en m i m ano cam biar las cosas si y o regresara?» .
Releí las palabras largo rato antes de estam par la firm a. Las m anos m e
tem blaban. Por fin, sellé la carta y la envié en seguida.
¿Cóm o iba a regresar? Por m uy solo que m e sintiera, la idea de volver a
París, de ver de nuevo el pequeño teatro, m e resultaba insoportable. ¿Y qué
podría hacer por Nicolas cuando estuviera allí? La antigua advertencia de
Arm and se repetía en m is oídos.
De hecho, daba la im presión de que Arm and y Nicolas estaban siem pre
conm igo, no im portaba dónde m e hallara. Arm and, lleno de siniestras
advertencias y predicciones; Nicolas, burlándose de m í con el pequeño m ilagro
del am or convertido en odio.
Jam ás había necesitado a Gabrielle com o en aquel instante, pero ella hacía
m ucho que m e había tom ado la delantera en nuestro viaj e. De vez en cuando,
evocaba el recuerdo de cóm o eran las cosas antes de que dej áram os París, pero
y a no esperaba nada de ella.
En Dam asco m e aguardaba la dura contestación de Eleni:
Él te desprecia con la misma intensidad de siempre. Ante la sugerencia
de que quizá deberías acudir a su lado, se echa a reír. No te digo estas
cosas para que te obsesiones, sino para que sepas que hacemos cuanto
podemos para proteger a este joven que jamás debería haber nacido al
Reino de las Tinieblas. Está abrumado por sus poderes, desconcertado y
enloquecido ante su visión. Los demás ya hemos visto otras veces todo esto
y conocemos el lamentable final que le espera.
A pesar de todo, este mes ha escrito su mejor obra. Las bailarinas
marionetas, sin cuerdas en esta ocasión, son segadas por una epidemia en
la flor de su juventud y descansan bajo lápidas y coronas de flores. El
sacerdote llora sobre las tumbas antes de marcharse. Entonces llega al
cementerio un joven violinista mágico y, mediante su música, consigue que
las muchachas se levanten. Vestidas de vampiros con túnicas de seda negra
con volantes y cintas de negro satén, salen de las tumbas y bailan
alegremente mientras siguen al violinista camino de París, representado
por una hermosa estampa pintada en el decorado. El público se muestra
entusiasmado. Te aseguro que podríamos dar cuenta de nuestras presas
mortales en el escenario, y los parisienses no harían otra cosa que aplaudir,
creyendo que se trata del último truco que hemos inventado.
Tam bién encontré una carta alarm ante de Roget.
París estaba dom inado por una locura revolucionaria. El rey Luis se había
visto forzado a reconocer a la Asam blea Nacional. Todas las clases populares se
estaban uniendo contra él com o j am ás había sucedido. Roget había m andado un
m ensaj ero al sur para que viera a m i fam ilia e intentara determ inar el am biente
revolucionario en el cam po.
Respondí a am bas m isivas con la preocupación y la sensación de im potencia
que eran de esperar y, m ientras enviaba m is pertenencias a El Cairo, tuve el
presentim iento de que todo aquello en lo que confiaba estaba en peligro.
Exteriorm ente, continuaba m i m ascarada com o noble viaj ero sin ningún
cam bio aparente; por dentro, el dem onio cazador de las tortuosas callej as
urbanas se sentía callada y secretam ente extraviado.
Por supuesto, m e dij e a m í m ism o que era im portante viaj ar al sur, a Egipto.
Que Egipto era una tierra de antigua grandeza y de m aravillas intem porales. Que
Egipto m e hechizaría y m e haría olvidar aquellos sucesos que se producían en
París y que no estaba en m i m ano cam biar. Pero m i m ente establecía una
relación m ás. Egipto, m ás que cualquier otra tierra del m undo, era un lugar
am ante de la m uerte.
Finalm ente, Gabrielle apareció com o un espíritu surgido del desierto de
Arabia y zarpam os j untos.
Pasó casi un m es hasta que llegam os a El Cairo, y, cuando encontré m is
pertenencias esperándom e en la residencia para europeos, había entre ellas un
extraño paquete.
Reconocí de inm ediato la letra de Eleni, pero no pude im aginar por qué m e
m andaría un bulto com o aquél y m e quedé contem plándolo un cuarto de hora
seguido, con la m ente m ás en blanco que lo que j am ás la había tenido en m i vida.
No había m ensaj e alguno de Roget.
Me pregunté por qué no habría escrito el abogado. ¿Qué habría en el paquete?
¿Por qué estaba allí?
Finalm ente, advertí que llevaba una hora sentado en una habitación entre un
m ontón de m aletas y baúles y contem plando un paquete, m ientras Gabrielle, que
no m ostraba ganas de esfum arse todavía, se lim itaba a observarm e.
—¿Vas a m archarte? —susurré.
—Si tú quieres… —respondió.
Era im portante abrir aquello, sí, abrirlo y descubrir de qué se trataba. Sin
em bargo, m e pareció igualm ente im portante echar un vistazo a la destartalada
habitación e im aginar que era la de una posada de pueblo en la Auvernia.
—He soñado contigo —dij e en voz alta, con la m irada en el paquete—. He
soñado que vagábam os j untos por el m undo, tú y y o, y que los dos éram os
serenos y fuertes. He soñado que nos cebábam os en los m alhechores com o hacía
Marius, y, al m irar a nuestro alrededor, sentíam os asom bro, pavor y pena ante
los m isterios que presenciábam os. Pero éram os fuertes. Seguíam os siem pre
adelante. Y hablábam os. « Nuestra conversación» seguía y seguía…
Rasgué el envoltorio y vi la funda del Stradivarius.
Quise decir algo m ás, sólo para m í m ism o, pero se m e hizo un nudo en la
garganta. Y m i m ente no podía transm itir m is palabras por sí sola. Alargué la
m ano y tom é la carta que se había deslizado a un lado sobre la m adera pulida.
Com o m e tem ía, las cosas han llegado a lo peor. Nuestro Am igo Más Viej o,
enloquecido por los excesos de Nuestro Violinista, le encarceló finalm ente en tu
antigua residencia. Y, aunque le dej ó en la celda su violín, le cortó las m anos.
Con todo, debes saber que, entre nosotros, tales apéndices siem pre pueden
reinstaurarse. Y las m anos en cuestión fueron guardadas en lugar seguro por
nuestro Am igo Más Viej o, que dej ó sin sustento al herido. Durante cinco noches.
Por últim o, cuando la acción del grupo entero consiguió de nuestro Am igo
Más Viej o que soltara a N. y le devolviera todo cuanto era suy o, el asunto se dio
por zanj ado.
Pero N., enloquecido por el dolor y el ay uno (pues éste puede alterar por
com pleto el tem peram ento), se sum ergió en un silencio im penetrable y así
perm aneció un tiem po considerable.
Por fin, acudió a nosotros y habló solam ente para decirnos, com o haría un
m ortal, que había puesto en orden todos sus asuntos. Teníam os a nuestra
disposición un faj o de obras recién escritas, y, a cam bio, debíam os convocar y
celebrar con él el antiguo aquelarre en algún lugar del cam po, con su hoguera de
costum bre. Si no lo hacíam os, convertiría el teatro en su pira funeraria.
Nuestro Am igo Más Viej o accedió solem nem ente a sus deseos, y j am ás
habrás asistido a un aquelarre sem ej ante, pues creo que todos parecíam os aún
m ás infernales con las pelucas y los ropaj es finos, con nuestros traj es de baile de
vam piros, negros y llenos de volantes, form ando el viej o círculo y entonando los
viej os cánticos con el desparpaj o de unos actores.
« Deberíam os haberlo celebrado en el bulevar —dij o él—. Pero tened;
enviad esto a m i creador» , y puso en m is m anos el violín. Nos pusim os a bailar,
todos nosotros, para provocar al habitual frenesí, y creo que j am ás nos sentim os
m ás em ocionados, m ás aterrados, m ás tristes. Y él se lanzó a las llam as.
Sé cuánto te afligirá esta noticia, pero entiende bien que hem os hecho lo
posible para que esto no sucediera. Nuestro Am igo Más Viej o estaba am argado y
afligido. Y creo que deberías saber que, a nuestro regreso a París, descubrim os
que N. había ordenado poner oficialm ente al local el nom bre de Teatro de los
Vam piros, y que estas palabras y a habían sido puestas com o un rótulo en la
fachada. Com o sus m ej ores obras siem pre habían tenido vam piros y hom bres
lobos y otras criaturas sobrenaturales, el público considera m uy divertido este
nuevo nom bre y nadie ha exigido que se cam biara. En el París de estos días
resulta, sencillam ente, una buena ocurrencia.
Horas m ás tarde, cuando por fin baj é la escalera y salí a la calle, vi en las
som bras un fantasm a pálido y adorable, la im agen de una j oven exploradora
francesa de sucias ropas blancas y botas de cuero m arrones, con un som brero de
paj a cubriéndole los oj os.
Reconocí quién era, por supuesto, y que una vez nos habíam os am ado, ella y
y o. Pero en aquel m om ento era algo que apenas podía recordar o creer de
verdad.
Creo que quise decirle algo m ezquino, algo que la hiriera y la im pulsara a
alej arse de m í. Pero cuando se acercó y dio unos pasos a m i lado, no dij e nada.
Me lim ité a dej arle la carta para no tener que cam biar palabra. Y ella la ley ó y
la guardó, y luego pasó el brazo en torno a m í com o solía hacer tanto tiem po
atrás, y echam os a andar j untos por las negras calles.
Un olor a m uerte y a fuegos de cocinas, a arena y a excrem entos de
cam ello. Un olor egipcio. El olor de un lugar que ha perm anecido igual durante
seis m il años.
—¿Qué puedo hacer por ti, querido m ío? —susurró.
—Nada —respondí.
Era y o quien lo había hecho, quien había seducido a Nicolas, quien le había
hecho lo que era, quien le había dej ado allí. Y era y o quien había trastocado el
cam ino que podría haber seguido su vida. Y así, esa existencia, sum ida en la
tenebrosa oscuridad y apartada de su curso hum ano, term inaba en esto.
Más tarde, Gabrielle guardó silencio m ientras y o escribía m i m ensaj e a
Marius en la pared de un antiguo tem plo. Expuse el fin de Nicolas, el violinista del
Teatro de los Vam piros, y tallé m is palabras con la m ism a profundidad con que lo
habría hecho un artesano egipcio. Un epitafio para Nicolas, una lápida en el
olvido que tal vez nunca ley era o entendiera nadie.
Resultaba extraño tenerla conm igo. Extraño tenerla de pie a m i lado hora tras
hora.
—No volverás a Francia, ¿verdad? —m e preguntó por últim o—. No volverás
por lo que le hizo, ¿verdad?
—¿Por lo de las m anos? —dij e y o—. ¿Por lo de am putarle las m anos?
Gabrielle m e m iró, y su rostro se petrificó com o si una conm oción le hubiera
robado toda expresión. Pero ella había leído la carta. Lo sabía. ¿A qué venía esa
conm oción? A m i m anera de decirlo, tal vez…
—¿Pensabas que volvería para vengarm e?
Ella asintió con un titubeo. No deseaba m eterm e tal idea en la cabeza.
—¿Cóm o iba a hacerlo? —continué—. Sería una hipocresía, ¿no crees?,
cuando dej é allí a Nicolas contando con que ellos harían lo que tuviera que
hacerse…
Los cam bios del rostro de Gabrielle eran dem asiado sutiles para ser descritos.
No m e gustaba ver tanto sentim iento en sus facciones. No era propio de ella.
—Lo cierto es que el pequeño m onstruo intentaba ay udar haciendo eso, ¿no
crees?, cortándole las m anos. Debió de ser todo un problem a para él, en realidad,
cuando habría podido quem ar a Nicolas con toda facilidad sin ni siquiera
pestañear.
Gabrielle asintió, pero advertí su aspecto abatido y, al tiem po, quería la suerte
que tam bién herm oso.
—Eso es lo que he pensado —m urm uró—, pero no he creído que tú opinaras
lo m ism o.
—¡Bah!, soy lo bastante m onstruo para entenderlo —respondí—. ¿No
recuerdas lo que m e dij iste hace años, antes de que ninguno de los dos dej ara
nuestro hogar? Lo dij iste el m ism o día en que Nicolas subió a la m ontaña con los
com erciantes para regalarm e la capa roj a. Me contaste que su padre estaba tan
enfadado con él por tocar el violín, que le había am enazado con rom perle las
m anos. ¿Crees que, de algún m odo, encontram os nuestro destino suceda lo que
suceda? Quiero decir, ¿no crees que, incluso com o inm ortales, seguim os un
cam ino que y a teníam os m arcado cuando estábam os vivos? Im agínalo: el am o
de la asam blea le cortó las m anos.
Durante las noches siguientes, quedó claro que Gabrielle no quería dej arm e
solo, y m e di cuenta de que se habría quedado conm igo por el asunto de la
m uerte de Nicolas, no im portaba dónde estuviéram os. Con todo, la circunstancia
de hallarnos en Egipto no resultaba indiferente. Ay udaba a su decisión el hecho
de que am aba aquellas ruinas y m onum entos com o no había am ado nunca nada.
Tal vez la gente tenía que llevar m uerta seis m il años para despertar su am or.
Pensé en decírselo, en burlarm e un poco de ella con el com entario, pero la idea
pasó sim plem ente por m i cabeza y se desvaneció. Aquellos m onum entos eran
tan viej os com o las m ontañas que ella am aba. El Nilo había corrido por la
im aginación del hom bre desde el com ienzo de los tiem pos.
Escalam os las pirám ides j untos, subim os a las patas de la Esfinge gigante.
Revisam os inscripciones de antiguos fragm entos de losas. Estudiam os m om ias
que se podían com prar por una m iseria a los ladrones, fragm entos de cerám ica
antigua, piezas de j oy ería y cristales. Dej am os que el agua del río corriera entre
nuestros dedos y salim os de caza a dúo por las estrechas callej as de El Cairo, y
entram os en los burdeles a reclinarnos en los alm ohadones y ver bailar a los
m uchachos y oír a los m úsicos tocando una m úsica cálida y erótica que, por un
m om ento, ahogaba el lam ento del violín que sonaba en m i cabeza en todo
instante.
Me descubrí incorporándom e y poniéndom e a bailar desenfrenadam ente
aquellas tonadas exóticas, im itando las ondulaciones de los que m e anim aban a
seguir, hasta perder todo sentido del tiem po y de la razón baj o el quej ido de los
cuernos y el punteo de los laúdes.
Gabrielle perm anecía sentada, quieta, sonriente, con el ala de su m anchado
som brero de paj a blanco cubriéndole los oj os. Ya no nos hablábam os. Ella era
sólo una especie de belleza pálida y felina, de m ej illas m anchadas de barro, que
vagaba por la noche eterna a m i lado. Con el gabán ceñido por un grueso cinturón
de cuero y el cabello en una trenza a la espalda, cam inaba con la prestancia de
una reina y la lasitud de un vam piro, la curva de su m ej illa lum inosa en la
oscuridad, su pequeña boca un capullo de rosa roj a. Encantadora y, sin duda,
destinada a desvanecerse m uy pronto de nuevo.
No obstante, continuó conm igo incluso cuando alquilé una luj osa pequeña
residencia, en otro tiem po casa de un m am eluco, con suelos de espléndidos
azulej os y refinados tapices colgando de los techos. Incluso m e ay udó a llenar el
patio de buganvillas y palm eras y todo tipo de plantas tropicales hasta convertirlo
en una pequeña j ungla de verdor. Gabrielle se encargó espontáneam ente de traer
las j aulas con los loros y golondrinas y brillantes canarios. Incluso, de vez en
cuando, hacía un gesto de com prensivo asentim iento cuando m e oía m urm urar
que no había cartas de París y m e veía frenético ante la ausencia de noticias.
¿Por qué no m e escribía Roget? ¿Había estallado París en disturbios y
revueltas? Bien, tal cosa no alcanzaría a m is parientes en la alej ada Auvernia. ¿O
sí? Pero ¿le habría sucedido algo a Roget? ¿Por qué no escribía?
Gabrielle m e pidió que fuera río arriba con ella. Yo quería esperar una
posible carta, quedarm e a preguntar a los viaj eros ingleses, pero accedí. Al fin y
al cabo, y a era bastante notable que m e quisiera por acom pañante. A su m anera,
se estaba ocupando de m í.
Supe que había decidido vestirse una levita y unos pantalones bom bachos de
fresco lino blanco sólo por com placerm e. Que se cepillaba aquellos largos
cabellos por m í.
Pero aquello y a no im portaba nada. Me estaba hundiendo, lo notaba. Estaba
vagando por el m undo com o si fuera un sueño.
Parecía m uy lógico y natural que a m i alrededor encontrara un paisaj e
exactam ente igual a com o había sido m iles de años atrás, cuando los artistas lo
habían pintado en los m uros de las tum bas reales. Parecía natural que las
palm eras a la luz de la luna tuvieran el m ism o aspecto de entonces, que el
cam pesino sacara del río el agua que necesitaba igual que en ese tiem po rem oto
se hacía. Hasta las vacas que abrevaban en la orilla eran idénticas.
Visiones del m undo cuando éste era nuevo.
¿Había pisado Marius aquellas arenas alguna vez?
Deam bulam os por el enorm e tem plo de Ram sés, hechizados por los m illones
y m illones de pequeñas im ágenes talladas en las paredes. No dej aba de pensar
en Osiris, pero las figurillas m e resultaban desconocidas. Recorrim os las ruinas
de Luxor y descansam os j untos en la falúa, baj o las estrellas.
Ya de regreso hacia El Cairo, al aproxim arnos a los grandes Colosos de
Mem nón, Gabrielle m e habló en un apasionado susurro de cóm o los
em peradores rom anos habían viaj ado hasta allí para adm irar esas estatuas, igual
que ahora hacíam os nosotros.
—Ya eran antiguas en tiem pos de los césares —com entó m ientras guiábam os
nuestros cam ellos por las frías arenas.
Esa noche, el viento no era tan fuerte com o otras veces y pudim os ver con
claridad las inm ensas figuras de piedra contra el cielo negro azulado. Aunque
desgastados, los rostros parecían seguir m irando al frente, testigos m udos del paso
del tiem po cuy a inm ovilidad m e producía tristeza y tem or.
Sentí el m ism o asom bro que y a había experim entado ante las pirám ides.
Dioses antiguos, arcanos m isterios… las enorm es figuras producían escalofríos y,
no obstante, ¿qué eran ahora aquel par de colosos sino centinelas sin rostro,
gobernantes de un desierto infinito?
—Marius… —m usité para m í—, ¿los has visto tú? ¿Sobrevivirá alguno de
nosotros tanto tiem po com o ellos?
Pero Gabrielle interrum pió allí m i m editación, expresando el deseo de
desm ontar y hacer a pie el resto del cam ino hasta las estatuas. Yo m e sentía con
ánim os para ello, aunque no sabía qué hacer de aquellos grandes, apestosos y
tercos cam ellos, ni cóm o obligarles a doblar las patas para saltar al suelo.
Ella encontró el m odo y los dos nos alej am os por la arena, dej ando a los
cam ellos atrás.
—Ven conm igo al corazón de África, a la j ungla —m e propuso con expresión
seria y un gesto insólitam ente suave.
Perm anecí callado por un instante. Noté en ella algo alarm ante. O, al m enos,
algo que hubiera debido causarm e alarm a.
Que hubiera debido hacerm e oír un sonido tan estentóreo com o el repique
m atutino de las Cam panas del Infierno.
Yo no quería viaj ar a las selvas africanas, y Gabrielle lo sabía. En aquellos
m om entos, estaba esperando con inquietud que Roget m e m andara noticias de m i
fam ilia, y tenía el propósito de visitar las ciudades de Oriente, recorrer la India y
China y pasar a Japón.
—Com prendo la existencia que has escogido —m e dij o ella—. Y debes saber
que he term inado por adm irar la perseverancia con que la llevas a cabo.
—Lo m ism o debo decir de ti —respondí con cierta am argura.
Gabrielle se detuvo.
Estábam os, supongo, todo lo cerca de las colosales estatuas que uno podía
llegar. Y lo único que im pedía que su tam año m e abrum ara era que no había en
las proxim idades nada que nos ofreciera una referencia de sus dim ensiones. El
cielo era tan inm enso com o ellas, y las arenas eran infinitas, y las estrellas
incontables y brillantes se alzaban perm anentem ente sobre nuestras cabezas.
—Lestat —m usitó ella lentam ente, m idiendo las palabras—. Te suplico que,
por una sola vez, trates de m overte por el m undo com o lo hago y o.
La Luna la ilum inó de lleno, pero el som brero dej ó en som bras su rostro
m enudo, blanco y anguloso.
—Olvida la casa de El Cairo —insistió de pronto. Había baj ado la voz com o
en actitud de respeto ante la im portancia de lo que acababa de decir—.
Abandona tus obj etos de valor, tus ropas, las cosas que te atan a la civilización.
Ven al sur conm igo, rem ontem os el río hasta el corazón de África. Viaj a com o lo
hago y o.
Seguí sin responder. El corazón m e latía con violencia.
Gabrielle m usitó en voz m uy baj a que podríam os ver las tribus desconocidas
del África, ni siquiera sospechadas por el resto del m undo. Que lucharíam os con
las m anos desnudas contra el cocodrilo y el león. Que tal vez podríam os
descubrir las propias fuentes del Nilo.
Me puse a tem blar de la cabeza a los pies. Era com o si la noche se hubiera
llenado de vientos aulladores. Y no había ningún sitio donde ir.
« Me estás diciendo que me abandonarás para siempre si no te acompaño, ¿no
es eso?» .
Alcé la m irada a aquellas estatuas espantosas y creo que dij e:
—En pocas palabras, así es.
Aquélla era la razón de que se hubiera quedado a m i lado, de que hubiera
hecho tantas pequeñas cosas para agradarm e, de que estuviéram os j untos en
aquel instante. No tenía nada que ver con el hecho de que Nicolas hubiera
entrado en la eternidad. Era otra despedida lo que la preocupaba realm ente.
Gabrielle m ovió la cabeza de un lado a otro, com o si discutiera consigo
m ism a qué m ás decir. Con la voz en un susurro, m e describió el calor de las
noches del trópico, un calor m ás húm edo y dulzón que el de Egipto.
—Ven conm igo, Lestat —insistió—. De día, duerm o en la arena. De noche
m e m uevo casi com o si pudiera volar de verdad. No necesito ningún nom bre, ni
dej o huellas de m i paso. Quiero seguir hacia el sur hasta el m ism o extrem o del
continente. Seré una diosa para aquellos que m ate.
Se acercó y m e pasó el brazo por los hom bros, y apretó sus labios contra m i
m ej illa y observé el intenso brillo de sus oj os baj o el ala de su som brero. Y el
claro de luna helándole los labios.
Escuché m i propio suspiro y sacudí la cabeza en gesto de negativa.
—No puedo, y tú lo sabes —dij e—. Me resulta im posible, lo m ism o que a ti
quedarte conm igo.
Durante el regreso a El Cairo, no dej é de darle vueltas a algo que m e había
venido a la cabeza en aquellos dolorosos instantes, algo que había com prendido
pero m e había callado m ientras hablábam os frente a las estatuas de los Colosos
de Mem nón.
Había perdido totalm ente a Gabrielle. Ya hacía años que la había perdido. Y
m e había dado cuenta de ello en el m om ento de descender los peldaños de la
habitación donde había estado llorando por Nicolas, cuando la había encontrado
esperándom e.
De una form a u otra, todo había quedado dicho en la cripta baj o la torre, años
antes. Gabrielle no podía darm e lo que quería de ella. Nada podía hacer por
convertirla en algo que ella no sería j am ás. Y lo m ás terrible era aquello: ¡que
Gabrielle, realm ente, no quería nada de m í!
Si m e pedía que fuera con ella, era sólo porque se sentía obligada a ello. La
tristeza, la lástim a… quizá tam bién fueran razones que la im pulsaban, pero lo que
Gabrielle quería de verdad era ser libre.
Continuó conm igo m ientras nos acercábam os a la ciudad. No dij o ni hizo
nada m ás.
Y y o m e hundía cada vez m ás, callado y aturdido, sabedor de que pronto
recibiría otro golpe dem oledor. Me em bargaban la certeza y el horror. Gabrielle
m e diría el adiós definitivo y y o no podía evitarlo. ¿Cuándo em pezaría a perder el
control? ¿Cuándo rom pería a llorar sin poderlo rem ediar?
Todavía no.
Cuando encendim os las luces de la casita, los colores m e asaltaron: las
alfom bras persas cubiertas de delicadas flores, los tapices con un m illón de
espej uelos cosidos, el brillante plum aj e de los páj aros en su aleteo…
Busqué algún envío de Roget, pero no había ninguno y, de pronto, m e sentí
furioso. Sin duda, y a debería haber recibido noticias suy as. ¡Tenía que enterarm e
de lo que estaba sucediendo en París! A continuación, m e entró m iedo.
—¿Qué diablos está pasando en Francia? —m urm uré—. Tendré que ir a ver a
otros europeos. A los británicos. Ellos siem pre tienen inform ación. Allá donde
van, siem pre llevan consigo su m aldito té indio y su Times de Londres.
Me enfureció ver a Gabrielle allí plantada, tan quieta. Era com o si en la sala
estuviera sucediendo algo; la m ism a sensación sofocante de tensión y
expectación que había experim entado en la cripta antes de que Arm and nos
contara su largo relato.
Pero no sucedía nada, salvo que Gabrielle se disponía a dej arm e para
siem pre. Que estaba a punto de esfum arse en el tiem po para siem pre. ¡Y cóm o
podríam os volver a encontrarnos alguna vez!
—Maldición —exclam é—. Esperaba una carta.
No había criados en la casa, pues no habíam os avisado de nuestro regreso.
Me apetecía enviar a alguien a contratar a unos m úsicos. Acababa de saciarm e y
sentía calor en el cuerpo y m e decía a m í m ism o que m e apetecía bailar.
Gabrielle rom pió de im proviso su inm ovilidad y dio unos pasos m uy m edidos.
Con una extraña decisión, salió al patio.
La vi arrodillarse j unto al estanque. Después levantó dos adoquines del
pavim ento, sacó un paquete y, tras lim piarlo de tierra y arena, m e lo traj o.
Antes incluso de que lo expusiera a la luz, vi que lo enviaba Roget. Aquel
paquete había llegado antes de iniciar nuestro viaj e Nilo arriba, ¡y ella m e lo
había ocultado!
—¿Por qué has hecho eso? —exclam é, hecho una furia.
Le arranqué el paquete de las m anos y lo puse sobre el escritorio.
La m iré fij am ente y sentí odio por ella, m ás odio que nunca. ¡Ni siquiera en
el egoísm o de la infancia la había odiado com o en aquel m om ento!
—¿Por qué m e has ocultado ese paquete? —insistí.
—Porque quería una oportunidad —susurró ella. Vi un tem blor en su m entón
y en su labio inferior, y unas lágrim as de sangre—. Pero tú y a habías tom ado
una decisión —añadió—, incluso sin esto.
Extendí la m ano y desgarré el envoltorio. Cay ó de él una carta, acom pañada
de varios recortes doblados de un periódico inglés.
Abrí el sobre de la carta con m anos tem blorosas y em pecé a leer:
Monsieur:
Como ya debe de saber, el 14 de julio, las turbas de París atacaron la
Bastilla. La ciudad es presa del caos. Ha habido revueltas por toda
Francia. Durante meses he tratado en vano de ponerme en contacto con su
familia y de sacarla del país sana y salva, si era posible.
Sin embargo, el lunes pasado he recibido la noticia de que los
campesinos y arrendatarios de tierras se habían alzado contra la casa de su
padre. Sus hermanos, junto con sus esposas, hijos y todos los que intentaron
defender el castillo, fueron asesinados y la casa, saqueada. Únicamente su
padre logró escapar.
Unos criados fieles consiguieron esconderle durante el asedio, y, más
tarde, trasladarle a la costa. En el día de hoy, se encuentra en la ciudad de
Nueva Orleans, en la antigua colonia francesa de la Luisiana. Le ruega a
usted que vaya en su ayuda. Está abrumado de dolor y rodeado de
extraños. Le suplica que acuda.
Había m ás. Disculpas, seguridades, detalles… Todo ello dej ó de tener sentido.
Guardé la carta en el escritorio y m e quedé m irando la m adera de éste y el
charco de luz que producía la lám para.
—No vay as a su lado —dij o Gabrielle.
Su voz resultaba pequeña e insignificante en el silencio. Pero el silencio era
com o un inm enso grito.
—No vay as a su lado —repitió.
Las lágrim as, dos largos regueros roj os que brotaban de sus oj os, surcaban
sus m ej illas com o si fueran el m aquillaj e de un pay aso.
—Vete —susurré. La palabra flotó en el aire y, de im proviso, m i voz se elevó
de nuevo.
—¡Vete! —volví a decir.
Y, nuevam ente, m i voz no se detuvo sino que continuó elevándose hasta que
m e encontré gritando con extrem a violencia:
—¡¡VETE!!
4
Soñé con m i fam ilia. En el sueño, estábam os todos abrazados unos a otros.
Incluso Gabrielle se hallaba presente, con un vestido de terciopelo. El castillo
estaba ennegrecido, quem ado por todas partes. Los tesoros que había depositado
allí se habían fundido o convertido en ceniza. Todo vuelve siem pre a convertirse
en cenizas. Aunque… ¿cóm o es realm ente la viej a cita: « cenizas a las cenizas»
o « polvo al polvo» ?
No im portaba. Yo había regresado y les había convertido a todos en vam piros
y allí estábam os, la Casa de Lioncourt al com pleto, todos m uy pálidos y
herm osos, incluso aquel bebé chupador de sangre que y acía en la cuna y aquella
m adre que se inclinaba sobre él para acercarle la gorda rata de larga cola que se
debatía entre sus dedos, y de la que había de alim entarse el pequeño.
Besándonos y abrazándonos entre risas, todos avanzábam os entre las cenizas:
m is pálidos herm anos, sus pálidas esposas, los niños fantasm agóricos parloteando
sobre sus presas y m i padre ciego, que, com o una figura bíblica, se había puesto
en pie exclam ando:
—¡PUEDO VER!
Mi herm ano m ay or m e pasaba el brazo por los hom bros. Con unas buenas
ropas, tenía un aspecto espléndido. Nunca le había visto así y la sangre vam pírica
le daba un aire m uy reservado y espiritual.
—¿Sabes? Ha sido m agnífico que vinieras con estos Dones Oscuros —m e
decía con una alegre carcaj ada.
—Con el Rito Oscuro, querido, con el Rito Oscuro —le corregía su esposa.
—Porque, si no lo hubieras hecho —continuaba m i herm ano en el sueño—,
¡entonces estaríam os todos m uertos!
5
La casa estaba vacía. Los baúles y a estaban en cam ino. El barco zarparía de
Alej andría dos noches después. Sólo llevaría conm igo una pequeña valij a. A
bordo, el hij o de un m arqués debería cam biarse de ropa de vez en cuando. Y, por
supuesto, el violín.
Gabrielle m e m iraba j unto al arco de entrada al j ardín, alta y esbelta,
herm osam ente flaca baj o sus blancas ropas de algodón, con el som brero puesto,
com o siem pre, y el cabello suelto.
¿Tal vez era para m í, aquella m elena al viento?
La pesadum bre continuaba creciendo en m í com o una m area que abarcaba
todos los deudos, los m uertos y los no m uertos.
Pero la pena pasó y volvió la sensación de hundim iento, de habitar en un
sueño donde navegábam os con voluntad o sin ella.
Com prendí que la m ej or descripción de su cabello sería la de una lluvia de
oro, que la poesía de siem pre cobra sentido cuando uno contem pla a la persona a
la que se ha am ado. Adorables eran los ángulos de su cara, su boca pequeña e
im placable.
—Dim e qué necesitas de m í, m adre —m urm uré en voz baj a.
La estancia, pulcra. El escritorio. La lám para. Una silla. Todos m is páj aros de
brillantes colores enviados, probablem ente, a su venta en el bazar. Loros grises
africanos que viven tanto com o un hom bre. Nicolas había llegado sólo a los
treinta.
—¿Precisas dinero de m í?
Un gran y herm oso sonroj o en sus m ej illas, los oj os en un destello de luz en
m ovim iento, azul y violácea. Por un instante, casi pareció hum ana. Habríam os
podido estar en su habitación de nuestro hogar. Libros, paredes húm edas, el
fuego… ¿Había sido hum ana entonces?
El ala del som brero le cubrió com pletam ente las facciones por un instante al
inclinar la cabeza. Inexplicablem ente, m e preguntó:
—Pero ¿adónde irás?
—A una casita en la rue Dum aine, en la ciudad francesa de Nueva Orleans
—respondí con frialdad y precisión—. Y cuando él hay a m uerto y descanse en
paz, no tengo ni la m ás ligera idea de qué haré.
—No puedes hablar en serio.
—Tengo pasaj e para el próxim o barco que zarpa de Alej andría. Iré a
Nápoles, y, de allí, a Barcelona. Después, em barcaré en Lisboa rum bo al Nuevo
Mundo.
Su rostro pareció adelgazar, haciendo m ás acusadas sus facciones. Movió
ligeram ente los labios pero no dij o nada. Y luego vi aparecer en sus oj os las
lágrim as y percibí su em oción com o si surgiera de ella para tocarm e. Aparté la
vista, revolví algo sobre el escritorio y luego, sencillam ente, dej é las m anos m uy
quietas para que no m e tem blaran. Me alegraba de que Nicolas se hubiera
llevado sus m anos a la hoguera consigo, pues de lo contrario, m e dij e, habría
tenido que volver a París y recuperarlas antes de continuar viaj e.
—¡Pero no puedes ir a vivir con él! —susurró Gabrielle.
¿Él? ¡Ah, sí! Mi padre.
—¿Qué im porta? ¡Me voy ! —repliqué.
Ella hizo un leve gesto de negativa con la cabeza. Se acercó al escritorio. Su
paso era m ás ligero que el de Arm and.
—¿Ha hecho esa travesía alguno de nuestra raza? —preguntó con un hilo de
voz.
—Que y o sepa, no. En Rom a m e dij eron que no.
—Quizás ese viaj e no pueda hacerse.
—Puede hacerse. Lo sabes m uy bien —respondí. Los dos habíam os surcado
y a los m ares en nuestros sarcófagos forrados de corcho. Y ay del leviatán que
m e m olestara.
Gabrielle se acercó todavía m ás y m e m iró. Y su rostro no pudo ocultar por
m ás tiem po el dolor que sentía. Estaba arrebatadora. ¿Por qué la había vestido
siem pre con traj es de gala, som breros de plum as y perlas?
—Ya sabes cóm o ponerte en contacto conm igo —le dij e, pero la aspereza de
m i voz carecía de convicción—. La dirección de m is bancos en Londres y Rom a.
Estos bancos han vivido tanto tiem po o m ás que un vam piro y seguirán siem pre
donde están. Pero y a sabes todo esto, siem pre lo has sabido…
—Basta —replicó ella en un siseo—. No m e digas esas cosas.
Todo aquello era una gran m entira, una parodia. Era precisam ente el tipo de
conversación que ella siem pre había detestado, el tipo de conversación que era
incapaz de m antener. Ni en m is pensam ientos m ás desatados había esperado
nunca que las cosas fueran así, que fuera y o quien hablara con frialdad y ella
quien llorara. Había pensado que y o m e echaría a sollozar cuando Gabrielle m e
dij era que se m archaba. Había pensado que m e arroj aría a sus pies.
Nos m iram os durante un largo instante. Sus oj os estaban teñidos de roj o y
casi le tem blaba la boca.
Y entonces perdí el control.
Me levanté y fui hacia ella y estreché entre m is m anos sus hom bros m enudos
y delicados. Estaba dispuesto a no dej arla m archarse, por m ucho que se
resistiera. Pero no se debatió, y los dos continuam os llorando casi en silencio
com o si no pudiéram os parar. Y, sin em bargo, no se entregó a m í. No se fundió
en m i abrazo.
A continuación, se echó hacia atrás. Me acarició el cabello con am bas m anos,
se inclinó hacia delante y m e besó en los labios, y luego se apartó con gesto
ligero y sin el m enor ruido.
—Entonces, está bien, querido m ío —m usitó.
Moví la cabeza. Palabras y palabras y palabras sin decir. Para ella no tenían
utilidad, y nunca la habían tenido.
Volvió a la puerta del j ardín con su andar lento y lánguido, m oviendo las
caderas cadenciosam ente, y alzó la m irada al cielo nocturno antes de volverla de
nuevo hacia m í.
—Tienes que prom eterm e una cosa —dij o por últim o.
Era el atrevido j oven francés que se m ovía con la gracia de un árabe por
rincones de un centenar de ciudades donde sólo un gato callej ero podría pasar sin
riesgos.
—Desde luego —asentí.
Sin em bargo, m i espíritu estaba y a tan quebrantado que no quería seguir
hablando. Los colores se difum inaron. La noche no era cálida ni fría. Yo quería
que Gabrielle se m archara sin m ás, pero m e aterraba el m om ento en que tal
cosa sucediera, cuando y a no podría hacerla volver.
—Prom étem e —dij o— que no buscarás poner fin a todo sin antes estar
conm igo, sin que volvam os a reunirnos.
Por un instante, la sorpresa m e im pidió responder. Luego afirm é:
—No pienso ponerle fin jamás. —Mi tono fue casi desdeñoso—. Por lo tanto,
tienes m i prom esa. No m e cuesta nada dártela. ¿Qué te parece, ahora, si tú m e
haces otra a m í? Que m e harás saber dónde irás, dónde puedo localizarte;
prom étem e que no te desvanecerás com o si fueras algo que sólo he im aginado…
Me detuve. Había notado en m i voz un tono de urgencia, con atisbos de
histeria. No podía im aginarla escribiendo una carta o m andándola al correo o
haciendo ninguna de las cosas que los m ortales hacían habitualm ente. Era com o
si no nos hubiera unido, ni entonces ni nunca, una naturaleza com ún.
—Espero que aciertes en esa valoración de ti m ism o —com entó.
—Yo no creo en nada, m adre —respondí—. Hace m ucho tiem po le dij iste a
Arm and que creías que hallarías respuestas en los bosques y las grandes j unglas,
que las estrellas te revelarán algún día una gran verdad. Yo, en cam bio, no creo
en nada y eso m e hace m ás fuerte de lo que piensas.
—Entonces ¿por qué tengo tanto m iedo por ti? —insistió.
Su voz era apenas un j adeo. Creo que tuve que seguir el m ovim iento de sus
labios para oír lo que decía.
—Tú percibes m i soledad —contesté—, m i am argura al quedar al m argen de
la vida. Mi am argura de ser el m al, de no m erecer ser am ado y, a pesar de todo,
necesitar desesperadam ente el am or. Mi horror de no poder m ostrarm e nunca a
los m ortales. Pero estas cosas no m e detienen, m adre. Soy dem asiado fuerte
para que m e detengan. Com o una vez dij iste, soy m uy bueno en ser lo que soy.
Estos tem as, sim plem ente, m e hacen sufrir de vez en cuando, eso es todo.
—Te quiero, hij o m ío.
Quise añadir algo acerca de su prom esa, de los agentes en Rom a, de que
escribiera. Quise decirle…
—Recuerda tu prom esa —m urm uró.
Y, de pronto, supe que aquél era nuestro últim o m om ento j untos. Lo supe y
m e di cuenta de que no podía hacer nada por cam biarlo.
—¡Gabrielle! —m usité.
Pero y a se había m archado. La sala, el j ardín exterior, la noche m ism a,
estaban en calm a y en silencio.
En algún m om ento antes del am anecer, abrí los oj os. Estaba tendido en el
suelo de la casa, donde m e había derrum bado llorando hasta caer dorm ido.
Recordé que debía partir hacia Alej andría, avanzar cuanto pudiera, y luego
enterrarm e baj o la arena cuando saliera el sol. Sería m agnífico dorm ir en el
suelo arenoso. Tam bién recordé que la puerta del j ardín había quedado abierta. Y
que ninguna de las puertas estaba cerrada con llave.
Pero no conseguí m overm e. De una m anera fría y m uda, m e im aginé
buscándola por El Cairo, llam ándola, diciéndole que volviera. Por un m om ento,
casi m e pareció que lo había hecho, que había corrido tras ella com pletam ente
hum illado y que había tratado de hablarle otra vez del destino que m e conducía a
perderla igual que a Nicolas le había llevado a perder las m anos. De algún m odo,
teníam os que trastocar el destino. El triunfo final debía ser nuestro.
Una idea sin sentido. Y tam poco había corrido tras ella. Había salido de caza
y había vuelto. Para entonces, ella y a estaría lej os de El Cairo, tan perdida de m í
com o un leve grano de arena en el aire.
Finalm ente, largo rato después, volví la cabeza. Un cielo carm esí sobre el
j ardín, una luz carm esí resbalando por el otro lado del tej ado. La llegada del
sol… y la llegada del calor y el despertar de m il y una voces por las tortuosas
callej as de El Cairo y un sonido que parecía surgir de la arena y de los árboles y
de los cam pos sem brados.
Y, m uy lentam ente, m ientras escuchaba estos sonidos y entreveía el fulgor
lum inoso agitándose en el tej ado, advertí la proxim idad de un m ortal.
Estaba en el um bral de la puerta del j ardín, contem plando m i silueta inm óvil
en el interior de la casa. Era un j oven europeo de cabellos rubios vestido de
árabe. Bastante guapo. Y, con las prim eras luces del día, m e distinguió allí: un
europeo com o él, tendido en el suelo de baldosas de una casa abandonada.
Me quedé m irándole m ientras se adentraba en el j ardín desierto; la
lum inosidad del cielo m e calentaba los oj os y em pezaba a quem arm e la suave
piel en torno a ellos. Con su túnica y su lim pio turbante, era com o un fantasm a
cubierto por una sábana blanca.
Me di cuenta de que debía escapar. Tenía que huir lej os inm ediatam ente, y
esconderm e del sol naciente. Ya no tenía tiem po de llegar a la cripta. El m ortal
estaba en m i guarida. No m e quedaba tiem po ni para m atarle y librarm e de él,
pobre m ortal infortunado.
Pero no m e m oví. Y él se acercó aún m ás. Todo el cielo fluctuaba detrás de
él m ientras su silueta se definía y form aba una som bra.
—¡Monsieur!
El susurro solícito, com o el de la m uj er de Notre Dam e que, tantos años atrás,
había intentado ay udarm e antes de que la convirtiera en m i presa j unto a su
inocente pequeño.
—¿Qué le sucede, m onsieur? ¿Puedo ay udarle en algo?
Un rostro tostado por el sol baj o los pliegues del blanco turbante, unas cej as
doradas destellantes, unos oj os grises com o los m íos.
Me di cuenta de que estaba poniéndom e en pie, pero no lo hice por propia
voluntad. Me di cuenta de que m is labios dej aban los dientes al descubierto. Y
entonces oí un rugido que surgía de m í y advertí la sorpresa en su rostro.
—¡Mira! —dij e en un susurro, apoy ando los colm illos en el labio inferior—.
¡Mira bien!
Y, corriendo hacia él, le así por la m uñeca y le obligué a poner la m ano
abierta sobre m i rostro.
—¿Has creído que era hum ano? —grité. Y luego le levanté, m anteniendo a
distancia sus pies m ientras él los sacudía y se debatía inútilm ente—. ¿Has
pensado que era tu herm ano?
El m uchacho abrió la boca con un gem ido seco, un carraspeo y, luego, un
grito.
Le lancé por los aires y le vi volar sobre el j ardín con el cuerpo girando y los
brazos y las piernas extendidos, hasta desaparecer por encim a del tej ado
deslum brante.
El cielo era un fuego cegador.
Salí corriendo por la puerta del j ardín y m e interné en el callej ón. Corrí baj o
pequeñas arcadas y crucé calles extrañas. Probé puertas y verj as y aparté de m i
cam ino a algunos m ortales. Atravesé incluso paredes que surgían ante m í y de
las que se alzaban nubes de polvo de y eso que am enazaban con sofocarm e, para
salir de nuevo a una callej a em barrada de olor rancio. Y la luz continuó detrás de
m í com o si se tratara de una cacería a pie.
Y cuando finalm ente encontré una casa quem ada con las celosías en ruinas,
irrum pí en ella y m e enterré en el j ardín.
Cavé m ás y m ás hondo, hasta que no pude y a seguir m oviendo los brazos ni
las m anos.
Estaba refugiado en el frío y la oscuridad.
Me hallaba a salvo.
6
Me estaba m uriendo. O eso pensé. Era incapaz de contar las noches que habían
transcurrido. Tenía que levantarm e e ir a Alej andría. Tenía que cruzar el océano.
Pero eso significaba m overse, abrirse paso en la tierra, rendirse a la sed.
No cedería a ella.
La sed llegó. La sed pasó. Fue el torm ento y el fuego, y m i m ente padeció la
sed igual que la sufría m i corazón, y éste se hizo m ás y m ás grande, su latir m ás
y m ás sonoro. Pero, a pesar de todo, seguí sin ceder.
Tal vez los m ortales, encim a de m í, pudieran oír m i corazón. De vez en
cuando, les vi com o breves llam aradas en la oscuridad y escuché sus voces
parloteando en una lengua extranj era. Sin em bargo, la m ay or parte del tiem po
sólo vi la oscuridad. Sólo escuché las tinieblas.
Finalm ente, fui la sed m ism a y aciendo baj o tierra, envuelto en sueños roj os,
y la paulatina certeza de que estaba dem asiado débil para abrirm e paso entre la
blanda tierra arenosa, para poder poner la rueda en m archa otra vez.
Exacto. No podía levantarm e de allí aunque quisiera. No podía m overm e en
absoluto. Respiraba. Seguía respirando. Pero no de la m anera en que lo hacían los
m ortales. El latido del corazón m e retum baba en los oídos.
Pero no m orí. Sólo m e consum í. Igual que aquellos seres torturados tras los
m uros de la cripta baj o Les Innocents, m etáforas desam paradas del sufrim iento
universal que pasa desapercibido, que no dej a constancia, que es ignorado.
Mis m anos se hicieron garras y m i cuerpo quedó reducido a piel y huesos y
los oj os m e saltaban de las órbitas. Es interesante que nosotros, los vam piros,
podam os perm anecer en ese estado para siem pre, que sigam os existiendo incluso
si no bebem os, si no nos entregam os a ese placer exquisito y fatal. Sería
interesante, si no fuera porque cada latido del corazón significaba tal agonía. Y si
pudiera detener m is pensam ientos:
Nicolas de Lenfent ha dej ado de existir. Mis herm anos han m uerto. El sabor
apagado del vino, el sonido de los aplausos. « ¿ Pero no crees que sea bueno lo que
hacemos aquí, dar felicidad a la gente?» .
« ¿ Bueno? ¿De qué estás hablando? ¿Bueno?» .
« ¡Es algo bueno, produce algún bien, hay bondad en ello! Dios santo, incluso
si este mundo carece de sentido, sin duda puede seguir existiendo en él la bondad.
Es bueno comer, beber, reír… estar juntos…» .
Risas. Aquella m úsica desquiciada. Aquella estridencia, aquella disonancia,
aquella interm inable expresión chillona y penetrante del vacío y la ausencia de
sentido…
¿Estoy despierto? ¿Estoy dorm ido? De una cosa estoy seguro. De que soy un
m onstruo. Y, gracias a que y azgo atorm entado baj o tierra, algunos seres
hum anos pueden atravesar el estrecho desfiladero de la vida sin sobresaltos.
Gabrielle y a debe de estar en las j unglas de África.
En algún im preciso m om ento, penetraron unos m ortales en la casa quem ada
baj o cuy o j ardín m e hallaba, unos ladrones que buscaban refugio. Dem asiado
parloteo en un idiom a extranj ero. Pero lo único que tenía que hacer era
hundirm e todavía m ás dentro de m í m ism o, aislarm e hasta de la fría arena que
m e envolvía, para no escucharles.
¿Estoy realm ente aprisionado?
El olor de la sangre ahí arriba…
Tal vez esos dos hom bres que descansan en el descuidado j ardín sean la
últim a esperanza de que la sangre m e haga levantarm e de la tierra, de que m e
haga revolverm e y extender esas horribles (tienen que serlo) y m onstruosas
zarpas.
Los m ataré de m iedo antes incluso de beber. Es una lástim a. Siem pre he sido
un vam piro bello y refinado. Pero y a no.
De vez en cuando, m e parece que Nicolas y y o revivim os nuestras m ej ores
conversaciones. « Estoy m ás allá de todo dolor y de todo pecado» , m e dice.
« Pero ¿tú sientes algo?» , le pregunto y o. « ¿Es eso lo que significa verse libre de
este estado? ¿Que uno dej a de sentir?» . ¿Que desaparecen la pesadum bre, la sed,
el éxtasis? En esos m om entos, m e resulta interesante que nuestro concepto del
paraíso sea el de un éxtasis. Las bienaventuranzas del cielo. Y que nuestra
im agen del averno sea la de un dolor. El fuego del infierno. Así pues, no nos
parece dem asiado bien no sentir nada, ¿verdad?
¿Vas a rendirte, Lestat? ¿O no es cierto, m ás bien, que antes prefieres
com batir la sed con este torm ento infernal que m orir y dej ar de sentir? Al
m enos, sientes el deseo de la sangre, de una sangre cálida y deliciosa llenando
todo tu ser… Sangre…
¿Cuánto tiem po van a quedarse esos hum anos aquí, encim a de m í, en m i
j ardín destrozado? ¿Una noche? ¿Dos? Recuerdo que dej é el violín en la casa
donde vivía. Tengo que recuperarlo y entregarlo a algún j oven m úsico m ortal,
alguien que…
Bendito silencio. Salvo el sonido del violín. Y los blancos dedos de Nicolas
pulsando las cuerdas, y el arco m oviéndose veloz baj o el foco, y los rostros de las
m arionetas inm ortales, entre fascinadas y divertidas. Cien años atrás, los
parisienses le habrían capturado. No habría tenido que arroj arse a la hoguera él
m ism o. Y tam bién m e habrían capturado a m í. Pero lo dudo.
No, j am ás habría existido un lugar de las bruj as para m í.
Ahora, Nicolas vive en m i recuerdo. Una piadosa frase m ortal. ¿Y qué clase
de vida es ésta? Si a m í no m e gusta vivir aquí, ¿qué significará vivir en el
recuerdo de otro? Nada, m e parece. No estás realm ente ahí, ¿verdad?
Gatos en el j ardín. Olor a sangre gatuna.
Gracias, pero prefiero sufrir. Prefiero secarm e com o un pellej o con dientes.
7
Surgió un sonido en la noche. ¿Cóm o era?
El poderoso tim bal gigante que retum baba pausadam ente por las calles del
pueblo de m i infancia m ientras los actores italianos anunciaban la representación
que tendría lugar en el pequeño escenario de la parte trasera de su pintarraj eado
carrom ato. El gran tim bal que y o m ism o había tocado por las calles de la ciudad
durante aquellos días preciosos en que, fugado de casa, había sido uno de ellos.
Pero el sonido era aún m ás fuerte. ¿El estallido de un cañón transportado por
el eco a través de valles y pasos de m ontaña? Lo noté en los huesos. Abrí los oj os
en la oscuridad y supe que se acercaba.
Tenía el ritm o de las pisadas. ¿O era el de un corazón latiendo? El m undo se
llenó de aquel sonido.
Era un estruendo siniestro, que se acercaba m ás y m ás. Y, sin em bargo, una
parte de m í supo que no era ningún sonido real, nada que pudiera captar un oído
m ortal, nada que hiciera vibrar la porcelana de los estantes o el cristal de las
ventanas. O que hiciera encaram arse a lo alto de la tapia a los gatos.
Egipto y ace en silencio. El silencio cubre el desierto a am bas orillas del
poderoso río. No se oy e ni el balido de una ovej a. Ni el m ugido de una vaca. Ni
el llanto de una m uj er en algún rincón.
Y, en cam bio, el sonido es ensordecedor.
Por un instante, tuve m iedo. Me estiré en la tierra, forcé los dedos hacia la
superficie. Sin visión, sin peso, flotaba en la tierra arenosa y, de pronto, no pude
respirar, no pude gritar, y m e pareció que, si hubiera podido hacerlo, habría
gritado tan fuerte que habría roto todos los cristales en kilóm etros a la redonda.
Las ventanas se habrían hecho añicos y las copas de cristal fino habrían estallado.
El sonido era m ás fuerte. Se acercaba. Traté de rodar sobre m í m ism o y
alcanzar el aire, pero no pude.
Y entonces m e pareció ver la cosa, la figura aproxim ándose. Un leve fulgor
roj o en la oscuridad.
Quizá sea la Muerte, m e dij e.
Quizá, por algún sublim e m ilagro, la Muerte está viva y nos tom a en sus
brazos, y esa figura que se acerca no es un vam piro, sino la personificación
m ism a del paraíso y sus bienaventuranzas.
Y con ella nos alzam os m ás y m ás, hacia las estrellas. Dej am os atrás los
ángeles y los santos, dej am os atrás la luz m ism a y penetram os en la divina
oscuridad, en el vacío, al tiem po que dej am os atrás la existencia. Y todos
nuestros actos son perdonados y disueltos en el olvido.
La destrucción de Nicolas se convierte en un débil punto de luz que se
desvanece. La m uerte de m is herm anos se desintegra en la gran paz de lo
inevitable.
Traté de em puj ar la tierra, de hacer fuerza con los pies, pero y o estaba
dem asiado débil. Noté en la boca un gusto a tierra arenosa. Sabía que debía
levantarm e, y el sonido estaba diciéndom e que lo hiciera.
Lo volví a sentir com o una descarga de artillería: el rugido de un cañón.
Y m e di perfecta cuenta de que aquel sonido estaba buscándom e, que estaba
acudiendo a m í. Me buscaba com o un haz de luz. No podía quedarm e allí. Tenía
que responder.
Envié hacia él el m ás caluroso sentim iento de bienvenida. Le dij e que estaba
allí y escuché m is propios penosos j adeos m ientras pugnaba por m over los labios.
Y el sonido alcanzó tal potencia que hizo vibrar hasta la últim a fibra de m i ser. En
torno a m í, la tierra se m ovía baj o su efecto.
Fuera lo que fuese, había penetrado en la casa quem ada y en ruinas.
La puerta había saltado reventada com o si sus goznes, en lugar de anclados en
hierro, lo hubieran estado en sim ple y eso. Vi todas esas im ágenes sobre la
pantalla de m is párpados cerrados. Y vi aquello m oviéndose baj o los olivos.
Estaba en el j ardín.
Presa de un renovado frenesí, quise abrirm e paso hacia el aire. Pero el ruido
sordo y corriente que escuchaba ahora era el de algo excavando la tierra encim a
de m í.
Noté algo suave com o el terciopelo que m e rozaba el rostro. Y vi encim a de
m í la luz tenue del cielo a oscuras y la capa de nubes com o un velo que tapaba
las estrellas, y nunca com o en aquel m om ento m e parecieron tan
bienaventurados los cielos en toda su sencillez.
El aire llenó m is pulm ones.
Em ití un sonoro gem ido de placer al notarlo. Pero todas aquellas sensaciones
estaban m ás allá del placer. Respirar o ver la luz eran m ilagros. Y el sonido del
tim bal, aquel ruido ensordecedor, parecía el acom pañam iento perfecto.
Y la figura, aquel ser que había venido a buscarm e, aquél de quien procedía
el sonido, estaba delante de m í.
El sonido se desvaneció; se difum inó hasta que no fue sino el eco de una nota
de violín. Y em pecé a salir de la tierra com o si alguien m e levantara, aunque el
ser continuó donde estaba, con las m anos a los costados.
Por fin, adelantó los brazos para sostenerm e, y el rostro que vi parecía
surgido del reino de lo im posible. ¿Cóm o podía tener un aspecto así uno de
nosotros? ¿Qué sabíam os nosotros de paciencia, de supuesta bondad, de
com pasión? No, aquel ser no era uno de nosotros. Era im posible. Y, pese a todo,
lo era. Sangre y huesos sobrenaturales, com o y o. Oj os irisados que captaban la
luz de todas direcciones, pestañas cortas com o trazos dorados de la plum a m ás
fina.
Y esa criatura, ese vam piro poderoso, m e sostenía erguido y m e m iraba a los
oj os. Y creo que dij e algo descabellado, que expresé algún pensam iento
desesperado: afirm é que conocía el secreto de la eternidad.
—Entonces, dím elo —m usitó el ser con una sonrisa.
Era la m ás pura im agen del am or hum ano.
—¡Oh, Dios, ay údam e! ¡Condénam e al pozo del infierno! —Estaba
escuchando m i propia voz—. No puedo seguir contem plando esta belleza.
Vi m is brazos com o huesos, m is m anos com o garras de ave. Es im posible, m e
dij e, seguir viviendo com o el espectro que ahora soy. Me m iré las piernas. Eran
dos palos. Las ropas se m e caían a pedazos. Era incapaz de m overm e y de
m antenerm e en pie. De pronto, m e asaltó el recuerdo de la sensación de la
sangre fluy endo en m i boca. Vi ante m í, com o una m ortecina llam arada, sus
ropaj es de terciopelo roj o, la capa que le cubría hasta el suelo, las m anos
enguantadas de roj o intenso que m e sostenían. Los m echones de su tupido
cabello, rubios y canos, dibuj aban ondas que caían en desorden sobre su am plia
frente y enm arcaban su rostro. Y los oj os azules podrían haber parecido
m editabundos baj o las pobladas cej as doradas, de no ser por su gran tam año y
por haber estado tan dulcificados por el sentim iento expresado en su voz.
Un hom bre en la flor de la vida en el m om ento de recibir el don inm ortal. Y
en su rostro cuadrado, con las m ej illas ligeram ente hundidas y la boca grande y
carnosa, la expresión de dulzura y de paz.
—Bebe —m e dij o, alzando un poco las cej as y m odelando la palabra en sus
labios lenta y detenidam ente, com o si de un beso se tratara.
Com o hiciera Magnus aquella noche m ortal tanto tiem po atrás, el vam piro
abrió la m ano y apartó la ropa de su garganta. La vena, púrpura oscuro baj o la
piel translúcida sobrenatural, quedó expuesta. Y de nuevo em pezó el ruido, aquel
sonido apabullante, y el ser term inó de sacarm e de la tierra y m e atraj o hacia sí.
Una sangre com o la luz m ism a, fuego líquido. Nuestra sangre. Y m is brazos
cobrando un vigor incalculable, rodeando sus hom bros. Y m i rostro apretado
contra su carne blanca y fría. Y la sangre im pregnando m i interior, esparciendo
el fuego hasta el últim o capilar. ¿Cuántos siglos habían purificado aquella sangre,
destilando su poder?
Baj o el rugido del roj o líquido al m anar, m e pareció que decía algo. Le oí
repetir:
—Bebe, j oven m ío, herido m ío.
Noté que su corazón se expandía, que su cuerpo vibraba y que estábam os
apretados el uno contra el otro. Creo que m e oí a m í m ism o diciendo:
—Marius…
Y que él respondía:
—Sí.
SÉPTIMA PARTE
MAG IA ANTIG UA,
ANTIG UOS MISTERIOS
1
Cuando desperté, m e hallaba a bordo de un barco. Me llegó el cruj ido de las
cuadernas, el olor salobre del m ar. Capté el olor de la sangre de los tripulantes y
supe que estaba en una galera, porque escuché el batir rítm ico de los rem os baj o
el sordo rum or de las enorm es velas.
No podía abrir los oj os ni m over las extrem idades, pero m e sentía en calm a.
No tenía sed. De hecho, experim entaba una extraordinaria sensación de paz.
Tenía el cuerpo caliente com o si acabara de saciarm e y m e resultaba agradable
perm anecer allí tendido, soñando despierto y acunado dulcem ente por el m ar.
Al rato, m i m ente em pezó a despej arse.
Noté que estábam os deslizándonos m uy deprisa por aguas bastante tranquilas.
Y que el sol acababa de ponerse. El cielo crepuscular em pezaba a oscurecer y el
viento estaba am ainando. El sonido de los rem os alzándose y cay endo resultaba
tan nítido com o sedante.
Ahora, tenía los oj os abiertos.
Ya no estaba en el sarcófago. Acababa de salir del cam arote de popa del
largo navío y m e hallaba en cubierta.
Aspiré el fragante aire salado y contem plé el delicioso azul incandescente del
cielo tras el ocaso y la m ultitud de estrellas brillantes que em pezaban a lucir.
Desde tierra firm e, las estrellas nunca se ven así. Nunca parecen tan cercanas.
A am bos costados de la nave había oscuras islas m ontañosas, acantilados
salpicados de pequeñas luces vacilantes. El aire estaba im pregnado del arom a de
las plantas, de las flores, de la propia tierra.
Y la esbelta nave avanzaba a buena m archa hacia un estrecho paso entre los
acantilados.
Me sentía inusualm ente fuerte y despej ado. Por un instante, sentí la tentación
de intentar averiguar cóm o había llegado hasta allí, si m e hallaba en el Egeo o
incluso en el Mediterráneo, de saber cuándo había dej ado Egipto y si los hechos
que recordaba habían tenido lugar realm ente.
Pero las preguntas m e resbalaron en m uda aceptación de lo que estaba
sucediendo.
Marius estaba arriba, en el puente, delante del palo m ay or. Me acerqué al pie
del puente, m e detuve allí, y alcé la vista hacia su rostro.
Llevaba la larga capa de terciopelo roj o que le había visto en El Cairo, y el
viento agitaba sus abundantes cabellos rubios, casi blancos. Tenía los oj os fij os en
el paso que se abría ante nosotros, en los peligrosos escollos que sobresalían de los
baj íos, y su m ano izquierda asía la pasarela de la pequeña cubierta.
Me em bargó una irresistible atracción hacia él, y la sensación de paz
aum entó en m i interior.
No había la m enor grandeza om inosa en su rostro ni en su postura, ni una
altivez que m e causara m iedo o hum illación. Sólo le envolvía una serena nobleza,
con los oj os m uy abiertos y fij os al frente y un gesto en la boca que sugería de
nuevo una actitud de excepcional dulzura.
Un rostro dem asiado liso, sí. Era dem asiado fino: tenía el lustre de la piel de
una cicatriz y, en una calle a oscuras, habría sobresaltado, o incluso asustado, a
cualquiera. Despedía una ligera luz. Pero la expresión era dem asiado cálida,
dem asiado hum ana en su bondad para sugerir otra cosa que una invitación.
Arm and m e hubiera tal vez parecido un dios sacado de Caravaggio; y
Gabrielle, un arcángel de m árm ol en el pórtico de una iglesia.
Pero la figura que tenía ante m í era la de un hom bre inm ortal. Y el hom bre
inm ortal, con la m ano derecha extendida ante sí, pilotaba silenciosa pero
inconfundiblem ente aquella nave entre las rocas que orlaban el estrecho.
Las aguas brillaban com o m etal fundido, con destellos azules, plateados y
negros. Al batir las rocas, las veloces olas levantaban nubes de espum a.
Me acerqué m ás y, con el m enor ruido posible, subí la escalerilla hasta el
puente.
Marius no apartó la vista de las aguas un solo instante, pero extendió la m ano
izquierda y asió la m ía, que tenía al costado.
Calor. Una presión m oderada. Pero aquél no era m om ento para hablar e
incluso m e sorprendió que hubiera advertido m i presencia.
Frunció el entrecej o, y entrecerró ligeram ente los oj os y, com o si
obedecieran a sus m udas órdenes, los rem eros am inoraron el ritm o de las
paladas.
Me sentí fascinado por lo que veía, y advertí, al aum entar m i concentración,
que podía apreciar el poder que em anaba de él, un latido grave que surgía
acom pasado con el de su corazón.
Tam bién pude oír a unos m ortales en los acantilados y en las estrechas play as
que se extendían a babor y a estribor. Los vi congregados en los prom ontorios o
corriendo hacia la orilla con antorchas en las m anos. Mientras los veía allí, de pie
en la sem ioscuridad del anochecer con la vista fij a en los faroles de nuestro
barco, m e llegaron sus pensam ientos tan nítidam ente com o si fueran voces. El
idiom a era griego, desconocido para m í, pero el m ensaj e era claro:
Está pasando el señor. Bajad a ver: está pasando el señor. Y la palabra
« señor» incorporaba en su significado una vaga sugerencia de algo sobrenatural.
Y una oleada de veneración, m ezclada de excitación, se alzaba de las orillas
com o un coro de susurros superpuestos.
¡Escuchar aquello cortaba la respiración! Pensé en el m ortal al que había
aterrorizado en El Cairo y en la antigua debacle en el escenario del teatro. Pero,
salvo esos dos hum illantes incidentes, había vagado invisible por el m undo
durante diez años, y aquellos m ortales, aquellos cam pesinos de ropas pardas
congregados para contem plar el paso del barco, sabían quién era Marius. O, al
m enos, sabían algo de lo que en realidad era. Aunque no utilizaban el térm ino
griego para referirse a los vam piros, uno de los pocos que había aprendido.
Y pronto dej am os atrás las play as. Los acantilados se cerraron a am bos
lados. El barco se deslizó con los rem os sobre las olas. Los elevados farallones de
roca reducían la luz del cielo.
En unos instantes, vi abrirse ante nosotros una gran bahía plateada y un m uro
de roca cortado a pico al frente, m ientras a am bos lados unas laderas m ás
practicables cerraban las aguas. El m uro era tan alto y vertical, que no logré
distinguir nada en la cim a.
Al aproxim arnos, los rem eros reduj eron la velocidad. El barco viraba
ligeram ente a un lado, y, cuando derivam os hacia el acantilado, vi la confusa
form a de un viej o em barcadero de piedra cubierto de brillante m usgo. Los
rem eros habían levantado sus palas hacia el cielo.
Marius continuaba inm óvil com o antes, ej erciendo una leve presión sobre m i
m ano con una de las suy as, m ientras con la otra señalaba el em barcadero y el
m uro de roca que se alzaba com o la noche m ism a, en el cual se reflej aba,
difusa, la luz de nuestros fanales.
Cuando estábam os a apenas un par de m etros del em barcadero —
peligrosam ente cerca para un barco del tam año y tonelaj e que parecía tener éste
—, noté que nos deteníam os.
A continuación, Marius m e tom ó de la m ano y cruzam os j untos la cubierta.
Montam os sobre la borda del barco. Un criado de cabello oscuro se acercó y
depositó una bolsa en la m ano de Marius. Luego, los dos j untos saltam os al
em barcadero de piedra, salvando sin el m enor sonido la distancia sobre las aguas.
Volví la vista y contem plé la nave, que se m ecía ligeram ente. Los rem eros
em pezaban a baj ar otra vez las palas. Instantes después, el barco se dirigía hacia
las luces lej anas de una pequeña población al otro lado de la bahía.
Marius y y o nos quedam os solos en la oscuridad, y, cuando la em barcación
no fue m ás que un punto oscuro en las aguas brillantes, le vi señalar una angosta
escalera tallada en la roca.
—Ve delante de m í, Lestat —m e indicó.
La subida m e sentó bien. Me gustó escalar con rapidez la cuesta, seguir los
peldaños bastam ente tallados y los tram os en zigzag, notar cóm o arreciaba el
viento y ver el agua cada vez m ás lej ana y quieta, com o si el m ovim iento de las
olas hubiera cesado.
Marius sólo estaba unos pasos detrás de m í, y, nuevam ente, pude notar y
escuchar aquel latido de poder. Era com o una vibración que m e calaba los
huesos.
Los peldaños tallados en la piedra desaparecían antes de llegar a la m itad del
acantilado y pronto m e encontré siguiendo un sendero por el que no pasaría ni
una cabra m ontés. Aquí y allá, un peñasco o un afloram iento de rocas ponía un
m argen entre nosotros y una posible caída a las aguas, pero, la m ay or parte del
tiem po, el sendero m ism o era lo único que sobresalía del acantilado y, conform e
subíam os y subíam os, incluso a m í m e entró m iedo de m irar hacia abaj o.
Una vez, con la m ano en torno a la ram a de un árbol, lo hice y vi a Marius
avanzando pausadam ente hacia m í con la bolsa colgada al hom bro y la m ano
derecha libre. La bahía, el pueblo distante y el puerto parecían de j uguete, un
dioram a m ontado por un niño con un espej o, arena y unos pedazos de m adera.
Mi vista alcanzaba incluso m ás allá del paso a aguas abiertas, hasta las siluetas en
som bras de otras islas que surgían del m ar inm óvil. Marius sonrió y aguardó.
Después, con gran suavidad, susurró:
—Continúa.
Com o si estuviera hechizado, reanudé la subida y no m e detuve hasta llegar a
la cim a. Salvé gateando un últim o saliente de rocas y m aleza y m e puse en pie
sobre una hierba m ullida.
Ante m í se alzaban nuevas rocas y farallones y, com o si hubiera surgido de su
seno, una inm ensa casa fortificada con luces en sus ventanas y en sus torres.
Marius m e pasó el brazo por los hom bros y nos dirigim os a la entrada.
Noté que afloj aba el abrazo, al tiem po que se detenía ante un enorm e
portalón. En seguida, oí correr el pestillo desde el interior. La puerta se abrió y
Marius volvió a asirm e con fuerza, guiándom e hacia el corredor, donde un par de
antorchas proporcionaban suficiente luz.
Con cierta sorpresa, advertí que no había allí nadie que pudiera haber corrido
el pestillo o abierto la puerta. Marius se volvió, m iró hacia la puerta, y ésta se
cerró de nuevo.
—Corre ese pestillo —m e indicó.
Me pregunté por qué no lo m ovía com o había hecho con todo lo dem ás, pero
le obedecí de inm ediato.
—De esta m anera es m ucho m ás fácil —com entó, y en su rostro apareció
una ligera expresión de burla—. Te acom pañaré a la habitación donde podrás
dorm ir tranquilo. Después, ven a verm e cuando quieras.
No pude oír a nadie m ás en la casa. Pero allí habían estado unos m ortales, de
eso estaba seguro. Podía captar su olor aquí y allá. Y las antorchas llevaban sólo
un rato encendidas.
Subim os por una pequeña escalera a la derecha, y, cuando entram os en la
estancia que m e había sido asignada, m e quedé pasm ado.
Era una cám ara enorm e, con toda una pared abierta a una terraza de
barandilla de piedra que colgaba sobre el m ar.
Volví la cabeza, pero Marius se había ido y a. Había partido con su bolsa, pero,
en una m esa de piedra en m itad de la estancia, encontré el violín de Nicolas y m i
valij a.
Al reconocer el instrum ento, m e recorrió un escalofrío de tristeza y de alivio,
pues y a tem ía haberlo perdido definitivam ente.
En la cám ara había bancos de piedra, una lám para de aceite encendida en un
pedestal y, en un rincón, un par de sólidas puertas de m adera.
Me acerqué a ellas, las abrí y descubrí un pequeño pasadizo que doblaba
bruscam ente en ángulo recto. Detrás del recodo había un sarcófago con una tapa
sin adornos. Estaba tallado en diorita, una de las piedras m ás duras de la
naturaleza, a m i entender. La tapa resultaba inm ensam ente pesada, y, cuando
exam iné el interior, vi que estaba blindada con planchas de hierro y que contenía
un pestillo que podía cerrarse desde dentro.
En el fondo del sarcófago había varios obj etos brillantes. Al levantarlos,
despidieron unos reflej os casi m ágicos baj o la luz que se filtraba hasta allí.
Había una m áscara dorada de rasgos delicadam ente tallados, con los labios
cerrados y unas pequeñas aberturas en los oj os, suj eta a una capucha
confeccionada con lám inas de oro batido dispuestas com o pequeñas tej as. La
m áscara era pesada, pero la capucha resultaba m uy ligera y flexible; cada
lám ina iba atada a las vecinas m ediante un hilo de oro. Y tam bién había un par
de guantes de piel cubiertos com pletam ente de otras lám inas de oro de m enor
tam año, com o las escam as de un pez. Por últim o, el sarcófago contenía
asim ism o una gran m anta doblada, de la m ás suave lana roj a, con nuevas
lám inas de oro, de m ay or tam año, cosidas en una de las caras. Advertí que, si
m e ponía aquella m áscara y aquellos guantes —y si m e cubría con la m anta—,
quedaría perfectam ente protegido de la luz si alguien abría el sarcófago durante
m i sueño.
Pero era im probable que nadie llegara hasta el sarcófago. Y las puertas de
aquellas cám aras en form a de L tam bién estaban forradas de hierro, y tenían
otro pestillo de m etal para cerrar por dentro.
Pese a ello, aquellos obj etos m isteriosos poseían un encanto. Me com plació
tocarlos y m e im aginé poniéndom elos para dorm ir. La m áscara m e recordó las
que sim bolizaban en Grecia la com edia y la tragedia.
Todo aquello recordaba la sepultura de un rey.
Dej é los obj etos, un poco a regañadientes.
Volví a la estancia de la terraza, m e quité la ropa que había llevado durante
m is noches baj o tierra en El Cairo y m e puse prendas lim pias. Me sentí bastante
absurdo allí plantado, en aquel lugar intem poral, vestido con una levita azul
violácea con botones de perlas y la habitual cam isa de encaj e, y con unos
zapatos de satén con diam antes en las hebillas, pero ésa era la única indum entaria
que tenía. Me até el cabello a la nuca con un lazo negro, com o un buen
gentilhom bre del siglo XVIII, y fui en busca del am o de la casa.
2
Encontré antorchas encendidas por toda la casa. Las puertas estaban abiertas,
igual que las ventanas que se asom aban al firm am ento y al m ar. Y, m ientras
dej aba atrás la desierta escalera que conducía a la cám ara, m e di cuenta de que,
por prim era vez en m i vagar, m e hallaba en el seguro refugio de un ser inm ortal,
con provisiones y con todo lo que un ser inm ortal podía desear.
Pude adm irar m agníficas urnas griegas dispuestas sobre pedestales en los
pasillos y grandes estatuas de bronce procedentes de Oriente que m e
contem plaban desde sus hornacinas. Plantas delicadas florecían en todas las
ventanas y terrazas abiertas al cielo. Espléndidas alfom bras traídas de la India, de
China y de Persia cubrían los suelos de m árm ol baj o m is pies.
Descubrí enorm es anim ales disecados en actitudes casi naturales: el oso
pardo, el león, el tigre, incluso el elefante plantado en una cám ara para él solo,
lagartos del tam año de dragones, aves de presa posadas en unas ram as secas
dispuestas para que parecieran surgir de un tronco real.
Pero todo ello quedaba dom inado por los m urales de brillantes colores que
cubrían todas las superficies, desde el suelo hasta el techo.
En una cám ara había una escena oscura y vibrante del desierto de Arabia
quem ado por el sol, con una caravana de cam ellos y m ercaderes con turbante
exquisitam ente detallada avanzando por la arena. En otra estancia, cobró vida a
m i alrededor una j ungla luj uriante de flores tropicales m inuciosam ente
reproducidas, lianas y hoj as de cuidado dibuj o.
La perfección del efecto óptico m e asom bró y m e seduj o. Y, cuanto m ás
estudiaba las im ágenes, m ás cosas veía.
Aquella estam pa de la j ungla estaba repleta de criaturas: insectos, páj aros,
gusanos en el suelo… un m illón de aspectos de la escena que, finalm ente, m e
produj eron la sensación de que m e había deslizado fuera del tiem po y del
espacio, de que m e había sum ergido en algo m ás que una pintura. Y, sin
em bargo, todo estaba allí, plano sobre la pared.
Sentí que la cabeza m e daba vueltas. Allí donde m iraba, las paredes m e
ofrecían nuevas im ágenes. No podría describir en palabras algunos de los tonos y
m atices de color que vi.
En cuanto al estilo de todas aquellas pinturas, m e desconcertó, a la vez que
m e com placía. La técnica parecía absolutam ente realista, con el uso de las
proporciones y recursos clásicos que se encuentran en todos los pintores del
Renacim iento tardío, Da Vinci, Rafael, Miguel Ángel, así com o de artistas de
épocas m ás recientes, com o Wateau y Fragonard. El em pleo de la luz era
espectacular. Baj o m i m irada, las criaturas vivientes parecían respirar.
Pero los detalles… Aquellos detalles no podían ser realistas ni guardar
proporción. Sencillam ente, había dem asiados m onos en la selva, dem asiados
escarabaj os en las hoj as. En una estam pa de un cielo estival aparecían m iles de
pequeños insectos.
Llegué a una espaciosa galería, abarrotada a am bos lados por hom bres y
m uj eres pintados en las paredes, y estuve a punto de lanzar un grito. Había allí
figuras de todas las épocas: beduinos, egipcios, griegos y rom anos, caballeros de
arm adura y cam pesinos y rey es y reinas. Había gentes del Renacim iento con
casacas y polainas, el Rey Sol con su inm ensa peluca rizada, y, finalm ente,
personas de nuestra época.
Pero, tam bién allí, los detalles m e hicieron pensar que en realidad lo estaba
im aginando todo: las gotitas de agua condensadas en una capa, el corte en una
m ej illa, la araña m edio aplastada baj o una lustrosa bota de cuero.
Me eché a reír. Pero aquello no era divertido; era, sim plem ente, delicioso. Me
eché a reír sin parar.
Tuve que obligarm e a salir de aquella galería, y lo único que m e dio la fuerza
de voluntad necesaria fue la visión de una biblioteca, radiante de luz.
Muros y m uros de libros y m anuscritos en rollos, enorm es esferas terráqueas
refulgentes en sus soportes, bustos de los dioses y diosas de la antigua Grecia,
grandes m apas desplegados.
Periódicos en todas las lenguas estaban am ontonados sobre unas m esas, y, por
todas partes, había profusión de curiosos obj etos. Fósiles, m anos m om ificadas,
caparazones exóticos, ram illetes de flores secas, figurillas y fragm entos de
esculturas antiguas, j arrones de alabastro cubiertos de j eroglíficos egipcios.
Y en el centro de la biblioteca, repartidos entre las m esas y las vitrinas, había
cóm odos sillones con escabeles, candelabros y lám paras de aceite.
En realidad, la im presión que producía la sala era de relaj ado desorden, de
m uchas horas de puro disfrute, de un lugar en extrem o hum ano. Saberes
hum anos, obj etos hum anos, sillones en los que podrían sentarse hum anos.
Me quedé allí largo rato, echando un vistazo a los títulos latinos y griegos. Me
sentía un poco ebrio, com o si hubiera topado con un m ortal cuy a sangre
contuviera un exceso de vino.
Pero tenía que encontrar a Marius. Dej é atrás la biblioteca, baj é una corta
escalera y crucé otro pasillo cubierto de m urales hasta salir a otra sala aún
m ay or, que tam bién estaba inundada de luz.
Antes y a de entrar en ella, escuché el canto de los páj aros y aprecié el
perfum e de las flores. Y luego m e encontré perdido en una j ungla de j aulas. Allí
no sólo había aves de todos los tam años y colores, sino tam bién m onos y
babuinos, y todos parecían haberse vuelto locos en sus pequeñas prisiones
m ientras y o deam bulaba entre ellas.
Plantas en m acetas crecían apretadas contra las j aulas: helechos y
plataneras, rosales, m argaritas, j azm ines y otras flores vespertinas de dulces
fragancias. Había orquídeas blancas y púrpuras, plantas carnívoras que
atrapaban insectos en su seno y arbolillos rebosantes de m elocotones, lim ones y
peras.
Cuando em ergí por fin de aquel pequeño edén, m e encontré en una sala de
esculturas igual a cualquier galería del Museo Vaticano. Y vislum bré otras
cám aras anej as rebosantes de pinturas, de m uebles y accesorios orientales, de
j uguetes m ecánicos.
Por supuesto, y a no m e detenía ante cada obj eto o cada nuevo
descubrim iento. Apreciar cuanto contenía la casa m e habría llevado toda una
vida m ortal.
Continué adelante. No sabía adónde iba, pero com prendí que se m e perm itía
adm irar todas aquellas cosas.
Finalm ente, escuché el inconfundible sonido de Marius, aquel potente y
rítm ico latido del corazón que había oído en El Cairo. Y m e dirigí hacia él.
3
Penetré en un salón dieciochesco brillantem ente ilum inado. Los m uros de piedra
estaban recubiertos de refinados paneles de m adera de palisandro con espej os
enm arcados que se alzaban hasta el techo. Observé los habituales arcones
pintados, los sillones tapizados, los cuadros de paisaj es oscuros y frondosos, los
reloj es de porcelana. Vi una pequeña colección de libros en unos arm arios de
puertas de cristal y un periódico de fecha reciente sobre una m esilla, j unto a un
sillón con m antelillos de brocado en los brazos.
Unas puertas correderas altas y estrechas daban paso a la terraza de piedra,
donde una hilera de azucenas y rosas roj as perfum aban el am biente.
Y allí, de espaldas a m í y apoy ado en la barandilla, había un hom bre del
siglo XVIII.
Cuando se volvió y m e indicó con un gesto que saliera a la terraza, vi que era
Marius.
Iba vestido igual que y o. La levita era roj a, no violácea, y los encaj es eran de
Valenciennes, no de Bruselas, pero llevaba el m ism o estilo de ropa, el lustroso
cabello recogido en la nuca con una cinta oscura com o y o, y no parecía en
absoluto tan etéreo com o Arm and, sino que daba el aspecto de una
superpresencia, de un ser de blancura y perfección im posibles, que, sin em bargo,
estaba relacionado con todo el que le rodeaba: con las ropas que llevaba, con la
barandilla de piedra donde tenía la m ano, incluso con el m om ento m ism o en que
una nubecilla pasó ante la brillante m edia luna.
Saboreé aquel instante, el hecho de que aquel ser y y o nos dispusiéram os a
hablar, de estar allí realm ente. Mi cabeza aún estaba tan despej ada com o en el
barco. Seguía sin sentir la sed y m e di cuenta de que era su sangre corriendo por
m is venas lo que m e m antenía. Todos los viej os m isterios se concentraban en m i
interior, despertándom e y aguzando m i m ente. ¿Estarían en algún rincón de la
isla aquellos a quienes se llam aba Los Que Deben Ser Guardados? ¿Conocería
por fin la respuesta a aquél y a tantos otros interrogantes?
Avancé hasta la barandilla y m e detuve al lado de Marius, con la vista fij a en
el m ar. Sus oj os estaban clavados en una isla a apenas m edia m illa de la costa, a
nuestros pies. Estaba escuchando algo que y o no podía oír. Y el costado de su
rostro, bañado por la luz que surgía de las puertas abiertas a nuestra espalda,
producía la espantosa sensación de ser de piedra.
No obstante, le vi volverse de inm ediato hacia m í con una expresión de
alegría; su liso rostro adquirió por un instante una vitalidad im posible y, a
continuación, m e pasó el brazo alrededor de los hom bros y m e conduj o de nuevo
al interior del salón.
Cam inaba con el m ism o ritm o que un m ortal, con el paso ligero pero firm e y
desplazando el cuerpo por el espacio con toda norm alidad.
Me guio hasta un par de sillones colocados frente a frente y allí tom am os
asiento. Estábam os m ás o m enos en el centro de la estancia. La terraza quedaba
a la derecha y contábam os con una clara ilum inación gracias a la lám para del
techo y a la decena larga de candelabros y brazos de luz instalados en las paredes
forradas de m adera.
Todo aquello parecía m uy norm al, m uy civilizado. Y Marius se instaló con
evidente com odidad entre los coj ines de brocado, curvando los dedos en torno a
los brazos del sillón.
Al sonreír, su aspecto se hizo totalm ente hum ano. En su rostro surgieron todas
las arrugas, toda la expresividad de un rostro hum ano, hasta que la sonrisa se
desvaneció de nuevo.
Traté de no m irarle, pero no pude evitarlo.
Y en sus facciones apareció un aire m alévolo.
El corazón m e dio un vuelco.
—¿Qué te sería m ás fácil —m e preguntó en francés—, que y o te dij era por
qué te he traído aquí, o que tú m e explicaras por qué querías verm e?
—Bueno, prefiero lo prim ero —respondí—. Prefiero que hables tú.
Con una risa blanda y conciliadora, Marius continuó:
—Eres una criatura notable. No esperaba que te m etieras baj o tierra tan
pronto. La m ay oría de nosotros experim enta su prim era m uerte m ucho m ás
tarde: cuando y a tienen un siglo de existencia, incluso dos.
—¿La prim era m uerte? ¿Quieres decir que es habitual… refugiarse baj o
tierra com o lo he hecho y o?
—Entre los que sobreviven, es habitual. Morim os. Volvem os a vivir. Los que
no se entierran durante ciertos períodos de tiem po, no suelen durar m ucho.
La revelación m e había asom brado, pero parecía m uy coherente. Y m e
em bargó el terrible pensam iento de que si Nicolas se hubiera enterrado en lugar
de arroj arse a las llam as… Pero no era el m om ento para pensar en Nicolas. Si lo
hacía, em pezaría a lanzar preguntas inútiles a m i interlocutor: ¿estaba Nicolas en
alguna parte? ¿Había dej ado de existir? ¿Y m is herm anos? ¿Estaban ellos tam bién
en alguna parte o, sencillam ente, habían cesado de existir?
—Pero no debería haberm e sorprendido tanto de que, en tu caso, sucediera
cuando ha sucedido —continuó hablando com o si no hubiera oído m is
pensam ientos, o no quisiera aludir a ellos todavía—. Has perdido dem asiado de lo
que te era m ás preciado. Habías visto y aprendido m uchas cosas m uy deprisa.
—¿Cóm o sabes lo que m e ha sucedido? —Quise saber.
Volvió a sonreír. Casi lanzó una carcaj ada. El calor que em anaba de él, la
sensación de proxim idad, resultaban desconcertantes. Su m anera de hablar era
anim ada y absolutam ente norm al. Es decir, hablaba com o un francés bien
educado.
—No te doy m iedo, ¿verdad? —preguntó.
—No creo que quieras causárm elo —respondí.
—Tienes razón. —Con un gesto inform al, prosiguió—: Pero tu aplom o resulta,
con todo, bastante sorprendente. Para responder a tu pregunta, sé cosas que le
suceden a nuestra raza por todo el m undo. Y, para ser sincero, no siem pre
entiendo cóm o o por qué las sé. Es un poder que, com o todos los nuestros,
aum enta con la edad, pero sigue siendo inconsistente, difícilm ente controlable.
Hay m om entos en que puedo escuchar lo que les sucede a los de nuestra especie
en Rom a e incluso en París. Y, cuando alguien m e llam a com o tú lo has hecho,
puedo captar su llam ada desde distancias asom brosas. Y puedo encontrar el
origen de la llam ada, com o has podido com probar por ti m ism o.
» Pero la inform ación m e llega tam bién por otras vías. Sé de los m ensaj es
que m e has dej ado por las paredes de m edia Europa, porque los he leído. Y he
oído hablar de ti a otros. Y, a veces, hem os estado cerca, m ás cerca de lo que
puedas im aginar, y he oído tus pensam ientos. Por supuesto, tam bién en este
m om ento puedo escucharlos, com o sin duda podrás advertir, pero prefiero
com unicarm e por m edio de palabras.
—¿Y eso? —Quise saber—. Pensaba que los antiguos prescindirían por
com pleto de la palabra oral.
—Los pensam ientos son im precisos —explicó él—. Si te abro m i m ente, no
puedo controlar realm ente lo que puedas leer en ella. Y, si soy y o quien lee en la
tuy a, es posible que m alinterprete lo que vea u oiga. Prefiero utilizar el lenguaj e
hablado y dej ar que m is facultades m entales se expresen a través de él. Me gusta
la alarm a del sonido para anunciar m is com unicaciones im portantes. Me gusta
que se reciba m i voz. Y m e desagrada penetrar en los pensam ientos de otro sin
advertencia. Para ser totalm ente sincero, creo que el lenguaj e es el m ay or don
que com parten m ortales e inm ortales.
No supe qué responder a ello. De nuevo, el razonam iento parecía
absolutam ente coherente. No obstante, m e encontré m oviendo la cabeza en gesto
de negativa.
—Y tus gestos… —dij e—. Tú no te m ueves com o Arm and o Magnus, com o
y o creía que todos los antiguos…
—¿Quieres decir com o un fantasm a? ¿Por qué iba a hacerlo? —replicó
Marius con una nueva risa suave que m e hechizó.
Se echó un poco hacia atrás en el sillón y dobló la rodilla hasta apoy ar el pie
en el coj ín del asiento, com o haría un hom bre en su estudio privado.
—Desde luego, hubo un tiem po en que todo esto era m uy interesante para m í
—com entó—. Deslizarm e sobre el suelo produciendo la im presión de no dar
pasos, colocarm e en posturas que resultan incóm odas o im posibles para los
m ortales. Volar distancias cortas y posarm e en tierra sin el m enor sonido. Mover
obj etos por m era voluntad. En realidad, al final, todo ello resulta basto. Los
m ovim ientos hum anos poseen elegancia. Hay sabiduría en la carne, en el m odo
en que hace las cosas el cuerpo hum ano. Me gusta el ruido de m is pies al tocar el
suelo, el tacto de los obj etos entre m is dedos. Adem ás, m over las cosas por pura
fuerza de voluntad y volar, incluso distancias cortas, resulta extenuante. Com o
has visto, puedo hacerlo cuando es necesario, pero es m ucho m ás sencillo utilizar
las m anos para hacer las cosas.
Sus palabras m e com placieron y no traté de ocultarlo.
—Un cantante puede hacer añicos un vaso si logra dar el agudo preciso —
añadió—, pero la m anera m ás fácil de rom per ese vaso es, sim plem ente, dej arlo
caer al suelo.
Esta vez, m e reí abiertam ente.
Em pezaba a acostum brarm e a los cam bios que experim entaba su rostro,
entre la expresividad y la inm ovilidad perfecta com o la de una m áscara, y a la
sostenida vitalidad de su m irada, que unía am bas. La im presión que producía
seguía siendo la de equilibrio y franqueza, la de una persona de desconcertantes
belleza y percepción.
Pero a lo que no lograba habituarm e era a aquella sensación de presencia, de
que algo inm ensam ente poderoso, peligrosam ente poderoso, estaba allí,
contenido y m uy próxim o.
De pronto, m e sentí un poco agitado, un poco abrum ado. Y m e entró un
inexplicable deseo de llorar.
Marius se inclinó hacia delante y m e rozó con los dedos el revés de la m ano y
m e recorrió un estrem ecim iento. Estábam os conectados por aquel contacto. Y,
aunque su piel era sedosa com o la de todos los vam piros, era m enos flexible. Era
com o si m e tocara una m ano de piedra en guante de seda.
—Te he traído aquí porque quiero contarte lo que sé —declaró—. Quiero
com partir contigo todos los secretos que poseo. Por varias razones, has atraído m i
interés.
Me sentí fascinado y percibí la posibilidad de un am or irresistible.
—Pero te advierto que en ello hay un peligro —continuó—. Yo no poseo las
respuestas definitivas. No puedo decirte quién hizo el m undo o por qué existe el
hom bre. Ni sé decirte la razón de que exista nuestra especie. Lo único que puedo
hacer es revelarte m ás cosas acerca de nosotros de las que nadie te ha explicado
hasta ahora. Puedo m ostrarte a Los Que Deben Ser Guardados y decirte lo que
sé de ellos. Puedo decirte por qué razón, creo, he logrado sobrevivir tanto tiem po.
Tal vez este conocim iento te cam bie en algo. Supongo que eso es lo que hace
siem pre, en realidad, cualquier conocim iento…
—Sí…
—Pero cuando te hay a dado todo lo que tengo para darte, seguirás estando
exactam ente com o antes: seguirás siendo un ser inm ortal que deberá hallar sus
propias razones para existir.
—Sí, razones para existir —repetí. Mi voz sonó un poco am arga, pero m e
gustó oír pronunciar de aquel m odo las palabras.
Con todo, al m ism o tiem po, tenía la lúgubre sensación de ser una criatura
ham brienta y depravada a la que iba m uy bien una existencia sin propósitos; de
ser un vam piro poderoso que siem pre conseguía todo lo que quería, por encim a
de todos y de todo. Me pregunté si Marius se daba cuenta de lo absolutam ente
terrible que y o era.
La razón para m atar era la sangre.
Aceptado. La sangre y el puro éxtasis de la sangre. Y sin ella, éram os
pellej os com o y o había sido baj o la tierra egipcia.
—Recuerda bien m i advertencia de que las circunstancias seguirán siendo las
m ism as después. Sólo tú puede que cam bies. Tal vez salgas de aquí m ás ignorante
que cuando has entrado.
—¿Pero por qué has decidido revelarm e estas cosas? —le pregunté—. Sin
duda, otros vam piros te habrán buscado. Debes saber dónde está Arm and, ¿no?
—Com o te he dicho, tengo varias razones —contestó—. Y, probablem ente, la
principal es el m odo en que m e buscaste. Muy pocos seres buscan de verdad el
conocim iento en este m undo. Mortales o inm ortales, son escasos los que hacen
preguntas. Al contrario, casi todos intentan extraer de lo desconocido las
respuestas a las que y a han dado form a en sus propias m entes; j ustificaciones,
confirm aciones, form as de consuelo sin las cuales serían incapaces de continuar
adelante. Preguntar de verdad es abrir la puerta al torbellino. La respuesta puede
aniquilar a la vez la pregunta y a quien la hace. Pero tú te has estado haciendo
preguntas de verdad desde que dej aste París, hace diez años.
Com prendí lo que m e decía, pero sólo inconexam ente.
—Tienes pocos prej uicios form ados —prosiguió—. En realidad, m e
asom bras porque haces las cosas tan extraordinariam ente sim ples. Sólo quieres
un obj etivo. Sólo buscas am or.
—Cierto —le dij e con un leve encogim iento de hom bros—. Bastante vulgar,
¿no?
Marius lanzó otra de sus leves risas:
—No. Nada de eso. Es com o si los dieciocho siglos de civilización occidental
hubieran producido un inocente.
—¿Inocente? Supongo que no te estarás refiriendo a m í, ¿verdad?
—En este siglo se habla m ucho del buen salvaj e —m e explicó—, de la fuerza
corruptora de la civilización y de que debem os encontrar el m odo de volver a la
inocencia que hem os perdido. Pues bien, todo eso no es, en realidad, m ás que una
serie de tonterías. Los pueblos auténticam ente prim itivos pueden ser m onstruosos
en sus creencias y expectativas. No les cabe en la cabeza el concepto de
inocencia. Y tam poco a los niños. En cam bio, la civilización ha creado, al m enos,
hom bres que se com portan con tal inocencia. Por prim era vez, m iran a su
alrededor y se dicen: « ¿Qué diablos es todo esto?» .
—Tienes razón, pero y o no soy inocente. Im pío, tal vez —repliqué—.
Procedo de gentes sin Dios, y m e alegro de ello. Pero sé que son el bien y el m al
de una m anera m uy práctica, y soy Tifón, el asesino de su herm ano, no el
m atador de Tifón, com o debes saber.
Marius asintió enarcando levem ente las cej as. Él y a no tenía que sonreír para
parecer hum ano. Ahora, podía ver en él una expresión de em oción aunque no
hubiera una sola arruga en su rostro.
—Pero tam poco buscas ningún sistem a de valores para j ustificarlo —afirm ó
—. A eso m e refiero cuando hablo de inocencia. Eres culpable de m atar m ortales
porque has sido creado com o un ser que se alim enta de sangre y de m uerte, pero
no eres culpable de m entir, de crear grandes esquem as de pensam ientos lóbregos
y m aléficos en tu cabeza.
—Eso es cierto.
—Carecer de dios es, probablem ente, el prim er paso para la inocencia, para
despoj arse del sentim iento de culpa y de subordinación, de la falsa pena por las
cosas que, supuestam ente, se han perdido.
—¿De m odo que eso entiendes por inocencia: no la ausencia de experiencia,
sino la ausencia de artificios engañosos?
—La ausencia de necesidad de artificios —m e corrigió—. El am or y el
respeto por lo que tienes delante de los oj os.
Lancé un suspiro. Me eché hacia atrás en el sillón pensando en lo que
acababa de oír, en qué tenía que ver aquello con Nicolas y con lo que éste decía
de la luz, siem pre la luz. ¿Se refería a esto?
Marius tam bién parecía m editabundo. Seguía recostado en el sillón com o
había perm anecido desde el principio de la conversación y tenía la m irada
perdida en el cielo nocturno m ás allá de las puertas abiertas. Tenía los oj os
entrecerrados y la boca un poco tensa.
—Pero lo que m e ha atraído de ti no ha sido sólo tu espíritu anim oso, tu
honestidad, si lo prefieres. Tam bién ha sido el m odo en que pasaste a ser uno de
nosotros.
—Entonces, tam bién sabes todo eso…
—Sí, todo —asintió, sin darle im portancia—. Has sido hecho vam piro al final
de una era, en un m om ento en que el m undo se enfrenta a unos cam bios
inim aginables. Lo m ism o sucedió en m i caso. Yo nací y crecí entre los hom bres
en una época en que el m undo antiguo, com o hoy lo llam am os, estaba llegando a
su final. Las viej as creencias estaban agotadas y un nuevo dios estaba a punto de
surgir.
—¿Qué época fue ésa? —inquirí, excitado.
—La de César Augusto, cuando Rom a acababa de convertirse en im perio y
la fe en los dioses había m uerto com o expresión de elevados ideales.
Le dej é ver la sorpresa y el placer que inundaban m i rostro. Ni por un
instante dudé de sus palabras. Me llevé una m ano a la cabeza com o para
recobrar la serenidad perdida, pero él continuó hablando:
—La gente corriente de esa época creía en la religión com o la gente de hoy.
Para ellos era una costum bre, una superstición, una m agia elem ental, el uso de
unas cerem onias cuy os orígenes se perdían en la antigüedad, igual que sucede
hoy. Pero el m undo de los que creaban ideas, de los que gobernaban y hacían
avanzar el curso de la historia, era un lugar sin fe y desesperadam ente sofisticado
com o el de la Europa de los tiem pos actuales.
—Así m e pareció m ientras leía a Cicerón, a Ovidio y a Lucrecio —
m urm uré.
Él asintió y se encogió de hom bros ligeram ente.
—La hum anidad ha tardado dieciocho siglos en volver al escepticism o, al
nivel de sentido práctico de esos tiem pos. Pero la historia no se repite en absoluto,
esto es lo m ás sorprendente.
—¿A qué te refieres?
—¡Mira a tu alrededor! En Europa están sucediendo cosas absolutam ente
nuevas. El valor que se otorga a la vida hum ana es superior al de cualquier otra
época. A la sabiduría y a la filosofía se unen nuevos descubrim ientos en las
ciencias, nuevos inventos que m odificarán com pletam ente el m odo de vida de los
hum anos. Pero ésta es otra historia distinta. Es el futuro. A lo que m e quiero
referir ahora es a que has nacido en el punto de ruptura del viej o m odo de ver las
cosas. Igual m e sucedió a m í. Has aparecido de una época sin fe y, sin em bargo,
no eres cínico. Lo m ism o pasó conm igo. Los dos hem os surgido de una grieta
entre la fe y la desesperación, por llam arlo así.
Y Nicolas, pensé, había caído en aquella grieta y había perecido.
—Ésa es la razón de que tus preguntas sean distintas a las de quienes han
nacido a la inm ortalidad baj o el Dios cristiano.
Recordé la conversación con Gabrielle en El Cairo. Nuestra últim a
conversación. Yo m ism o le había dicho que ésta era m i fuerza.
—Precisam ente —asintió él—. Así pues, tú y y o tenem os eso en com ún. Nos
hicim os adultos sin esperar gran cosa de los dem ás. Y el peso de la conciencia,
por terrible que fuese, siem pre fue algo privado.
—¿Pero fue baj o el Dios cristiano, en los prim eros tiem pos de ese Dios
cristiano, cuando tú… cuando tú « naciste a la inm ortalidad» , según tu propia
expresión?
—No —replicó Marius con un asom o de disgusto—. Nosotros nunca hem os
servido al Dios cristiano. Puedes quitarte desde este m om ento esa idea de la
cabeza.
—Pero ¿y las fuerzas del bien y del m al representadas en los nom bres de
Cristo y Satán?
—Repito que nada, o m uy poco, tienen que ver con nosotros.
—Pero seguro que el concepto de m al, de alguna form a…
—No. Nosotros som os m ás viej os que todo eso, Lestat. Los hom bres que m e
crearon eran adoradores de dioses, es cierto. Y creían en cosas que y o no podía
aceptar. Pero su fe se rem ontaba a una época m uy anterior a los tem plos de la
Rom a im perial, un tiem po en que se podía derram ar a m ares sangre hum ana
inocente en nom bre del bien. Y en que el m al era la sequía, la plaga de langosta
y las m alas cosechas. A m í m e hicieron lo que soy esos hom bres, en nom bre del
bien.
Aquello era dem asiado seductor, dem asiado suby ugante.
Y, en un coro de vertiginosa poesía, acudieron a m i m ente todos los viej os
m itos. Osiris era un buen dios para los egipcios, un dios del trigo. ¿Qué tiene eso
que ver con nosotros? Los pensam ientos eran un torbellino en m i m ente. En una
sucesión de im ágenes m udas, recordé la noche en que dej é la casa de m i padre
en la Auvernia, m ientras los aldeanos bailaban en torno a la hoguera de Carnaval
y elevaban sus cantos pidiendo que aum entaran las cosechas. Mi m adre había
tildado de pagana aquella fiesta. Lo m ism o había dicho el colérico párroco al que
habían echado del pueblo tiem po atrás.
Y todo ello pareció m ás que nunca la historia del Jardín Salvaj e, de bailarines
en el Jardín Salvaj e, donde no prevalecía ninguna ley salvo la del j ardín, que era
una ley estética. Que el grano crezca m uy alto, que el trigo verdee y luego se
vuelva dorado, que luzca el sol. ¡Mirad, fij aos en esa m anzana de form a perfecta
que ha hecho el árbol! Los cam pesinos corriendo entre los árboles del huerto, con
los tizones ardientes de la hoguera de Carnaval, para hacer que las m anzanas
crecieran.
—Sí, el Jardín Salvaj e —m urm uró Marius con una chispa de luz en los oj os
—. Y tuve que salir de las ciudades civilizadas del Im perio para encontrarlo.
Tuve que acudir a los profundos bosques de las provincias del norte, donde el
j ardín crecía aún en toda su exuberancia, a las propias tierras de la Galia
m eridional donde tú naciste. Tuve que caer en m anos de los bárbaros que nos
dieron a am bos nuestra estatura, nuestros oj os azules y nuestro pelo rubio. Yo los
recibí a través de la sangre de m i m adre, que procedía de esas gentes, pues era
hij a de un caudillo celta, casada con un patricio rom ano. Y tú los has recibido a
través de la sangre de tus padres, transm itida directam ente desde esos tiem pos. Y,
por una extraña coincidencia, am bos fuim os escogidos para la inm ortalidad (tú
por Magnus y y o por m is captores) por idéntica razón: porque éram os el m áxim o
exponente de nuestra sangre y de nuestra raza de oj os azules, porque éram os
m ás altos y bien plantados que otros hom bres.
—¡Oh, es preciso que m e lo expliques todo! ¡Tienes que contárm elo todo! —
exclam é.
—Ya lo estoy haciendo —replicó él—. Pero, antes de continuar, creo que es
el m om ento de enseñarte algo que será m uy im portante m ás adelante.
Hizo una breve pausa para que sus palabras surtieran efecto en m í. Luego, se
incorporó lentam ente al m odo de los hum anos, con las m anos en los brazos del
sillón. Se quedó de pie, m irándom e y esperando.
—¿Los Que Deben Ser Guardados? —pregunté.
La voz se m e había vuelto apenas un balbuceo, terriblem ente insegura.
Y advertí otra vez en su rostro un leve aire burlón; o, m ás bien, un toque de
aquel tonillo divertido que nunca andaba m uy lej os.
—No tengas m iedo —dij o con sequedad, tratando de ocultarlo—. Es m uy
im propio de ti, ¿sabes?
Yo ardía en deseos de verlos, de saber qué eran, pero no m e m oví. Nunca
había pensado de verdad que verlos significaría…
—¿Es… es algo horrible de contem plar? —Quise saber.
Marius m e sonrió plácida y afectuosam ente y posó una m ano en m i hom bro.
—Si te dij era que sí, ¿acaso eso te detendría?
—No —respondí.
Pero tenía m iedo.
—Sólo es terrible con el paso del tiem po —añadió él—. Al principio, es
herm oso.
Aguardó un instante, contem plándom e y tratando de tener paciencia. Luego,
con suavidad, insistió:
—Vam os.
4
Una escalera al interior de la Tierra.
Una escalera que era m ucho m ás viej a que la casa, aunque no podría decir
cóm o lo sabía. Unos peldaños desgastados, cóncavos en su centro de los pies que
los habían hollado, descendiendo en espiral m ás y m ás en la roca.
De vez en cuando, una abertura sobre el m ar, toscam ente tallada; una
abertura dem asiado estrecha para que pasara un hom bre, y un alféizar en el que
anidaban las aves y en cuy as grietas crecían las hierbas silvestres.
Y luego el frío, ese frío inexplicable que se siente a veces en los viej os
m onasterios, en las iglesias en ruinas, en las habitaciones em bruj adas.
Me detuve a frotarm e los brazos con las m anos. El frío subía de los escalones.
—Ellos no lo causan —com entó Marius en voz baj a.
Estaba esperándom e unos peldaños m ás abaj o.
La sem ioscuridad descom ponía su rostro en suaves contornos de luces y
som bras; ello producía la ilusión de una edad m ortal que no existía en realidad.
—Ya estaba aquí m ucho antes de que los traj era —añadió—. Muchos han
acudido a esta isla en peregrinación. Tal vez tam bién y a existía antes de que ellos
llegaran.
De nuevo, m e invitó a seguir con su característica paciencia. Había
com pasión en sus oj os.
—No tem as —repitió m ientras reanudaba la m archa.
Me dio vergüenza no seguirle. Los peldaños continuaban m ás y m ás.
Pasam os j unto a aberturas m ás grandes y llegó a nosotros el ruido del m ar.
Noté salpicaduras de la fría espum a en las m anos y en la cara, vi el brillo de la
hum edad en la roca, pero seguim os descendiendo, y escuchábam os el eco de
nuestras pisadas en el techo abovedado, en las paredes toscam ente horadadas. La
escalera baj aba m ás allá de cualquier m azm orra; aquello era el hoy o que un
niño hace en la tierra cuando alardea ante sus padres de que cavará un túnel
hasta el centro m ism o de la Tierra.
Finalm ente, al llegar a un rellano, vi un estallido de luz. Un par de lám paras
ardían ante una puerta de doble hoj a.
Grandes recipientes de aceite alim entaban la m echa de las lám paras, y una
enorm e viga de m adera atrancaba la puerta. Para levantarla habrían sido
precisos varios hom bres y, posiblem ente, cuerdas y poleas.
Marius la alzó y la dej ó con facilidad a un lado. Tras esto, dio un paso atrás y
m iró fij am ente la puerta. Escuché el sonido de otra viga que se m ovía en la parte
interior. Las hoj as de la puerta se abrieron lentam ente y advertí que se m e
detenía la respiración.
No era sólo que Marius lo hubiera hecho sin tocarlas, pues y a había visto
aquel truco anteriorm ente. Lo que m e dej ó sin habla fue que la estancia que se
abría tras ella estaba llena de las m ism as flores deliciosas y las m ism as lám paras
ilum inadas que había visto en la casa. Allí, a gran profundidad baj o el suelo,
había azucenas blancas y de brillo ceroso, relucientes con las gotitas de hum edad,
y rosas en todos los tonos, del roj o al rosado m ás pálido, a punto de caer de sus
tallos. Aquella cám ara era una capilla, con el suave parpadeo de las lám paras
votivas y el perfum e de m il ram os de flores.
Los m uros estaban pintados al fresco com o los de una antigua iglesia italiana,
con pan de oro en los dibuj os. Sin em bargo, las im ágenes no eran las de unos
santos cristianos.
Palm eras egipcias, el desierto am arillo, las tres pirám ides, las aguas azules
del Nilo. Y los hom bres y m uj eres egipcios con sus barcas de gráciles form as
surcando el río, los peces m ulticolores de sus profundidades, los páj aros de alas
púrpura en el aire.
Y el oro presente en todo ello, en el sol que brillaba en los cielos, en las
pirám ides que relucían a lo lej os, en las escam as de los peces y las plum as de las
aves, y en los ornam entos de las esbeltas y delicadas figuras egipcias que
perm anecían inm óviles, m irando al frente, en sus largas y estrechas
em barcaciones verdes.
Cerré los oj os un m om ento. Los abrí lentam ente y vi el conj unto de la
cám ara com o un gran santuario.
Hileras de lirios sobre un altar baj o de piedra que sostenía un inm enso
sagrario de oro, un tabernáculo labrado de refinados baj orrelieves con los
m ism os dibuj os egipcios. Y una corriente de aire que llegaba entre profundas
grietas de la roca, agitando las llam as de las lám paras perpetuas y m eciendo las
grandes hoj as, com o palas verdes, de los lirios que se alzaban en sus recipientes
de agua, despidiendo su perfum e em briagador.
Casi podía escuchar him nos allí dentro. Casi oía los cánticos y las antiguas
invocaciones. Y dej é de tener m iedo. Aquella belleza era dem asiado m aj estuosa,
dem asiado confortadora.
Pero m iré hacia las puertas doradas del tabernáculo. Era m ás alto que y o y
hacía tres veces m i anchura de hom bros.
Marius tam bién estaba m irando en la m ism a dirección. Noté el poder que
surgía de su interior, el leve calor de su fuerza invisible, y escuché abrirse la
cerradura interna de las puertas del tabernáculo.
Si m e hubiera atrevido, m e habría acercado un poco m ás a él. Casi no
respiraba cuando las puertas de oro se abrieron por com pleto, retirándose hasta
dej ar a la vista dos espléndidas figuras egipcias, un hom bre y una m uj er,
sentados uno al lado del otro.
La luz bañó sus rostros finos, delicadam ente esculpidos, y sus blancas
extrem idades, decorosam ente dispuestas. Y destelló en sus oj os oscuros.
Eran tan hieráticas com o todas las estatuas egipcias que había conocido,
escasas en detalles, herm osas de contornos, espléndidas en su sencillez: sólo la
expresión franca e infantil de los rostros aliviaba la sensación de frialdad y
severidad. Sin em bargo, a diferencia de cualquier otra, am bas figuras llevaban
telas y pelucas de verdad.
Ya había visto santos ataviados de aquella m anera en algunas iglesias
italianas, terciopelos sobre m árm ol, y el efecto no siem pre era agradable.
Pero éstas habían sido vestidas con gran cuidado.
Las pelucas eran de largos y tupidos rizos negros, con el flequillo m uy corto
en la frente y coronadas con rodetes de oro. En los brazos desnudos llevaban
pulseras y brazaletes com o serpientes, y varios anillos en los dedos.
Las ropas eran del lino blanco m ás fino. El hom bre, desnudo hasta la cintura
y con una especie de faldilla; y la m uj er, con un vestido largo, aj ustado y
bellam ente plisado. Am bos llevaban num erosos collares de oro, algunos de ellos
incrustados de piedras preciosas.
Los dos eran casi de la m ism a estatura y estaban sentados de m anera m uy
sim ilar, con las m anos extendidas sobre los m uslos, y los dedos al frente. Y
aquella sem ej anza m e desconcertó de algún m odo, igual que su austero encanto
y el brillo de sus oj os, com o gem as.
Nunca, en ninguna escultura, había apreciado una actitud m ás llena de vida,
pero, en realidad, no había la m enor vitalidad en las figuras. Tal vez se trataba de
un efecto óptico causado por la vestim enta, por el centelleo de las luces en los
anillos y collares, de la luz reflej ada en sus oj os relucientes.
¿Eran acaso Isis y Osiris? ¿Era una escritura en caracteres m inúsculos lo que
venía en sus collares, en los rodetes de sus cabellos?
Marius no dij o nada. Sencillam ente, estaba m irándoles igual que y o con una
expresión inescrutable, de tristeza tal vez.
—¿Puedo acercarm e a ellas? —susurré.
—Desde luego —asintió.
Avancé hacia el altar com o un niño en una catedral, dando cada nuevo paso
con m ás vacilación. Me detuve a apenas unos palm os de las estatuas y las m iré
directam ente a los oj os. ¡Ah!, eran dem asiado perfectas en profundidad y brillo.
Dem asiado reales.
Cada una de las negras pestañas, cada pelo azabache de sus cej as levem ente
arqueadas, habían sido colocados con infinito cuidado.
Con infinito cuidado se habían m oldeado sus bocas entreabiertas, de m odo
que se viera el reflej o de sus dientes. Y los rostros y los brazos se habían pulido
tanto que ni la m enor im perfección perturbaba su lustre. Y, com o sucede con
todas las estatuas y figuras pintadas que m iran directam ente al frente, los dos
rostros parecían observarm e.
Me sentí confuso. Si no eran Isis y Osiris, ¿a quién representaban aquellas
estatuas? ¿De qué viej a verdad eran sím bolos? ¿Por qué aquel im perativo en el
viej o apelativo, Los Que Deben Ser Guardados?
Contem plé las esculturas detenidam ente, con la cabeza un poco ladeada.
Los blancos de sus oj os tenían un aspecto húm edo, com o si estuvieran
cubiertos con la laca m ás transparente, y adm iré las pupilas negras y profundas
en el centro de sus oj os, pardos en realidad. Los labios eran dos líneas rosa
ceniciento de un tono palidísim o.
—¿Se puede…? —susurré, volviéndom e hacia Marius, pero la falta de
confianza m e hizo dej ar la frase a m edias.
—Sí, puedes tocarlas —dij o él.
No obstante, m e pareció un sacrilegio hacerlo. Contem plé las figuras un
m om ento m ás, adm irando sus m anos abiertas sobre los m uslos y sus uñas, que
guardaban un sorprendente parecido con las nuestras, com o si estuvieran hechas
de cristal e incrustadas en sus dedos.
Me dij e que, si acaso, podría tocar el revés de la m ano de la figura m asculina
sin que ello pareciera tan sacrílego; sin em bargo, lo que deseaba hacer realm ente
era tocar el rostro de la m uj er. Por fin, alcé los dedos hasta las m ej illas de la
estatua fem enina. Y con gesto titubeante, dej é que las y em as rozaran la blanca
piedra. A continuación, clavé la m irada en sus oj os.
Lo que estaban tocando m is dedos no podía ser piedra. No podía… Más bien
tenía el m ism o tacto que… Y en los oj os de la m uj er había algo… algo que…
Antes de que m i m ente pudiera reaccionar, m is pies retrocedieron.
En realidad, m e brinqué y aparté de la figura, derribando con m i gesto los
j arrones de lirios y y endo a golpear la pared del tabernáculo, j unto a la puerta.
Me entró tal tem blor, que las piernas apenas m e sostenían.
—¡Están vivos! —exclam é—. ¡No son estatuas! ¡Son vam piros com o
nosotros!
—En efecto —asintió Marius—, aunque ellos no reconocerían esa palabra.
Marius estaba j usto delante de m í y seguía contem plando las figuras, con los
brazos extendidos a los costados com o había perm anecido todo el tiem po.
Le vi volverse lentam ente; se acercó a m í y m e tom ó la m ano derecha.
La sangre había afluido a m i rostro. Quise decir algo pero no pude. Continué
m irando las figuras y luego volví la vista hacia Marius y hacia la blanca m ano
que m e suj etaba.
—No sucede nada —m urm uró casi con tristeza—. No creo que les disguste tu
contacto.
Por un instante, no le com prendí. Después, supe a qué se refería.
—¿Quieres decir que…? ¿Que no sabes si…? ¿Que ellos están ahí sentados,
sim plem ente, y …? ¡Oh, Dios m ío!
Y volvió a m i m ente el recuerdo de sus palabras de siglos atrás, incrustadas
en la narración de Arm and: « Los Que Deben Ser Guardados están en paz, o en
silencio. Tal vez nunca sepamos más que eso» . Me descubrí tem blando de pies a
cabeza, incapaz de detener la agitación de m is brazos y de m is piernas.
—Los dos respiran, piensan y viven, igual que nosotros —logré balbucear—.
¿Cuánto tiem po llevan así, cuánto?
—Tranquilízate —dij o Marius, dándom e unas palm aditas en la m ano.
—¡Oh, Dios m ío! —volví a decir, estupefacto. No encontraba m ás palabras y
repetí la exclam ación varias veces—. ¿Pero quiénes son? —pregunté por fin, con
una voz histéricam ente aguda—. ¿Son Isis y Osiris? ¿Son ellos?
—No lo sé.
—Quiero alej arm e de ellos. Quiero salir de aquí.
—¿Por qué? —preguntó Marius con calm a.
—Porque ellos… ¡Porque están vivos dentro de sus cuerpos y … y no pueden
hablar ni m overse!
—¿Cóm o sabes que no? —replicó él.
Su voz era grave, apaciguadora com o antes.
—Porque no lo hacen. Ésa es la cuestión, que ellos no lo…
—Ven —insistió Marius—, quiero que los m ires un poco m ás. Después te
llevaré otra vez arriba y te lo contaré todo, com o y a te he dicho que haría.
—No quiero volver a m irarlos, Marius. De veras que no quiero —m e resistí,
tratando de desasirm e de su m ano m ientras m ovía la cabeza en señal de
negativa. Pero Marius m e tenía agarrado con la firm eza de una estatua y no pude
evitar pensar cuánto se parecía su piel a la de aquellos dos seres, cóm o estaba
adquiriendo su m ism o lustre inverosím il, cóm o su rostro resultaba tan liso com o
el de ellos.
Marius se estaba haciendo com o ellos. Y, en algún m om ento del gran bostezo
de la eternidad, term inaría por convertirse en uno de ellos… si sobrevivía lo
suficiente.
—Por favor, Marius… —supliqué. No m e quedaba un ápice de coraj e ni de
vanidad. Lo único que quería era salir de la cám ara.
—Espéram e pues —dij o él en tono paciente—. Quédate aquí.
Me soltó la m ano, dio m edia vuelta y contem pló las flores que había
aplastado, el agua que había derram ado.
Y, ante m is propios oj os, el estropicio se arregló por sí solo, las flores
volvieron a los j arrones y el agua se evaporó del suelo.
Marius se quedó m irando a los dos seres que tenía delante y pude escuchar
sus pensam ientos. Estaba saludándoles de una m anera personal que no requería
invocaciones ni títulos. Les estaba explicando por qué se había ausentado las
noches anteriores. Había viaj ado a Egipto y les había traído regalos que no
tardarían en llegar. Muy pronto, les dij o, los llevaría fuera para que vieran el m ar.
Em pecé a tranquilizarm e un poco, pero m i m ente se puso a repasar
detenidam ente todo lo que había visto claro en el m om ento del terrible
descubrim iento. Marius se ocupaba de ellos. Los atendía desde siem pre. Había
em bellecido aquella cám ara porque ellos la veían y tal vez les im portara la
belleza de los cuadros y de las flores que él traía.
Pero él no lo sabía. Y m e bastó con m irarles de frente otra vez para sentir de
nuevo el espanto de saber que estaban vivos y encerrados dentro de sí m ism os.
—No puedo soportarlo —m urm uré.
Sin que Marius lo dij era, supe la razón de que los guardara. No podía
enterrarlos en cualquier parte y olvidarlos, pues estaban conscientes. Tam poco
podía quem arlos, porque estaban desvalidos y no podían dar su consentim iento.
¡Oh, Dios, aquello era cada vez m ás terrible! Por eso los guardaba com o los
paganos de la Antigüedad guardaban a sus dioses en los tem plos que eran sus
casas. Y por eso les traía flores.
Y entonces le vi encender para ellos un pequeño pan de incienso que había
sacado de un pañuelo de seda, m ientras les decía m entalm ente que se lo había
traído de Egipto y lo ponía a quem ar en un platillo de bronce.
Me em pezaron a lagrim ear los oj os y rom pí en sollozos.
Cuando alcé de nuevo la vista, Marius estaba de espaldas a los dos seres y
pude ver a éstos por encim a de su hom bro. Marius se asem ej aba a ellos
espantosam ente; era otra estatua vestida con telas. Y pensé que tal vez lo estaba
haciendo deliberadam ente, m anteniendo el rostro inexpresivo.
—Te he decepcionado, ¿verdad? —le susurré.
—No, en absoluto —respondió él con delicadeza—. En absoluto.
—Lam ento m ucho que…
—No, no es preciso.
Me acerqué un poco m ás. Sentía que había sido grosero con Los Que Deben
Ser Guardados. Que lo había sido con Marius. Él m e había revelado aquel secreto
y y o había m ostrado horror y rechazo. Me sentí decepcionado conm igo m ism o.
Me adelanté aún m ás. Quería corregir lo que había hecho antes. Marius se
volvió hacia ellos otra vez y m e pasó el brazo por la cintura.
El incienso resultaba em briagador. Los oj os oscuros de los dos seres
reflej aban de pleno el m ovim iento espectral de las llam as de las lám paras.
No se veía el m enor abultam iento de venas en la piel blanca; no había el
m enor pliegue o arruga. Ni siquiera las finas líneas de los labios, que Marius aún
conservaba. Sus pechos no se m ovían en absoluto al ritm o de la respiración.
Y, al escuchar con atención en el silencio, no pude captar ningún pensam iento
en sus m entes, ningún latido en sus corazones, ningún m ovim iento de sangre en
sus venas.
—Pero tienen sangre, ¿no es cierto? —cuchicheé a Marius.
—Sí, la tienen.
« ¿Y tú…? ¿Tú les traes víctim as?» , quise preguntarle.
—Ninguno de los dos bebe y a.
¡Incluso esto resultaba espantoso! Aquellos seres ni siquiera disfrutaban de
aquel placer. Y sin em bargo, ¡ah!, im aginarlo… im aginar cóm o habría sido…
Los dos recobrando el m ovim iento el tiem po suficiente para tom ar a sus víctim as
antes de volver a caer en la inm ovilidad… No. La idea debería haberm e
reconfortado, pero no fue así.
—Hace m ucho tiem po, todavía bebían, aunque apenas una vez al año. Yo les
dej aba algunas víctim as en el santuario, m alhechores en estado de debilidad y
próxim os a la m uerte. Cuando volvía, encontraba los cuerpos consum idos y, a
Los Que Deben Ser Guardados, en la m ism a posición de siem pre. Únicam ente el
color de la carne era un poco distinto. Y nunca encontraba una sola gota de
sangre derram ada.
» Esto sucedía siem pre con luna llena y, por lo general, en prim avera. Las
presas que dej aba para ellos en otras ocasiones no eran utilizadas nunca. Y, m ás
adelante, incluso este festín anual cesó. Entonces continué tray éndoles víctim as
de vez en cuando. En una ocasión, cuando y a había transcurrido una década así,
dieron cuenta de otra. De nuevo, eso sucedió en prim avera, en noches de luna
llena. Después, no volvieron a probar sangre durante al m enos m edio siglo. Perdí
la cuenta. Entonces pensé que tal vez tenían que ver la Luna, que tenían que
percibir el cam bio de las estaciones. Pero, com o luego se com probó, tam poco
aquello tenía que ver.
» No han vuelto a beber desde antes de que les trasladara a Italia, y de eso
hace y a tres siglos. Ni siquiera volvieron a probar una gota en el calor de Egipto.
—Pero, cuando lo hacían, ¿nunca les viste con tus propios oj os en pleno
festín?
—No —respondió Marius.
—¿No les has visto nunca m overse?
—No, desde… Desde el principio.
Me descubrí tem blando otra vez. Mientras contem plaba a los dos seres,
im aginé que los veía respirar, que los veía m over los labios. Sabía que se trataba
de una ilusión, pero m e estaba volviendo loco. Tenía que salir de allí o m e echaría
a llorar otra vez.
—A veces —prosiguió Marius—, cuando acudo a verles, encuentro las cosas
cam biadas.
—¿Cóm o? ¿Cuáles?
—Pequeñas cosas —dij o, contem plando con aire pensativo a la parej a.
Extendió la m ano y tocó el collar de la m uj er—. Éste le gusta. Al parecer, es
apropiado para ella. Antes tenía otro que siem pre encontraba en el suelo, roto.
—¡Entonces pueden m overse!
—Al principio pensé que el collar se le caía, pero, después de repararlo tres
veces, com prendí que era inútil. Ella se lo arrancaba del cuello, o lo hacía caer
con su m ente.
Solté un pequeño siseo de horror e, inm ediatam ente, m e sentí m ortificado de
haberlo hecho en presencia de ella. Quise salir de la cám ara en aquel m ism o
instante. Su rostro era un espej o que reflej aba todas m is fantasías. Sus labios se
curvaron en una sonrisa, sin curvarse en absoluto.
—Lo m ism o ha sucedido a veces con otros ornam entos que, creo, debían de
llevar los nom bres de unos dioses que no les gustaban. En cierta ocasión, un
florero que había traído de una iglesia apareció roto, com o si lo hubiesen hecho
estallar en pequeños fragm entos con su sola m irada. Tam bién ha habido otros
cam bios sorprendentes.
—Cuéntam e.
—A veces he entrado en el santuario y he encontrado a alguno de los dos en
pie.
Aquello era dem asiado terrible. Quise cogerle de la m ano y arrastrarle fuera
de aquel lugar.
—Una noche le encontré a él a varios pasos de la silla. Y, otra vez, a la m uj er
j unto a la puerta.
—¿Tratando de salir?
—Quizás —asintió, pensativo—. Pero, entonces, podían salir fácilm ente si así
lo querían. Cuando hay as oído todo el relato podrás j uzgar. Siem pre que los he
encontrado desplazados, los he devuelto a su lugar y los he colocado exactam ente
com o estaban. Para hacerlo se precisa una fuerza extraordinaria. Son com o de
piedra flexible, si puedes im aginar algo parecido. Y si y o tengo esa fuerza,
im agina la que pueden tener ellos.
—Acabas de decir « entonces» . ¿Y si y a no pueden seguir haciendo lo que
desean? ¿Y si llegar hasta la puerta era lo m áxim o que les perm itían sus
esfuerzos?
—Yo creo que, si ella hubiera querido, habría roto las puertas. Si y o puedo
abrir cerroj os con la m ente, ¿qué no podrá hacer ella?
Contem plé sus rostros fríos y rem otos, sus m ej illas finas y hundidas, sus
bocas grandes y serenas.
—Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si pueden escuchar cada palabra que estam os
diciendo y eso les irrita, les enfurece?
—Creo que, en efecto, nos oy en —asintió Marius tratando de tranquilizarm e
otra vez, con su m ano en la m ía y una voz apaciguadora—, pero no m e parece
que les im porte. Si les im portara, se m overían.
—¿Cóm o puedes saberlo?
—Hacen otras cosas que requieren grandes fuerzas. Por ej em plo, hay veces
en que cierro el tabernáculo e, inm ediatam ente, ellos vuelven a correr el cerroj o
y a abrir las puertas. Sé que son ellos porque son los únicos que podrían hacerlo.
Las puertas se abren de par en par y ahí están. Los llevo fuera a contem plar el
m ar, y, antes del am anecer, cuando regreso para devolverlos adentro, resultan
m ás pesados, m enos flexibles, casi im posibles de m over. Hay ocasiones en que
creo que hacen todas estas cosas para atorm entarm e, para j ugar conm igo.
—No. Se esfuerzan en vano.
—No te apresures tanto en tu j uicio —respondió Marius—. Com o digo, he
entrado en su cám ara y he encontrado pruebas de cosas m uy raras. Y, por
supuesto, están las cosas que sucedieron al principio…
Interrum pió la frase. Algo le había distraído.
—¿Te llegan pensam ientos de ellos?
Marius estaba estudiándoles. Tuve la intuición de que algo había cam biado.
Utilicé hasta el últim o recurso de m i voluntad para no dar m edia vuelta y echar a
correr. Miré a los dos seres detenidam ente. No vi ni escuché ni percibí nada. Si
Marius no m e explicaba pronto por qué se había quedado m irándoles de aquel
m odo, em pezaría a gritar.
—No seas tan im petuoso, Lestat —dij o por últim o con una leve sonrisa, con
sus oj os fij os aún en la figura del hom bre—. De vez en cuando los escucho, en
efecto, pero es algo ininteligible. Es sólo el sonido de su presencia… y a sabes a
qué m e refiero.
—Y entonces les oy es, ¿no es eso?
—Sssí… Tal vez.
—Marius, por favor, salgam os, te lo ruego. ¡Perdónam e, pero no puedo
soportarlo! Por favor, Marius, vám onos.
—Está bien —aceptó él con paciencia. Me dio un apretón en el hom bro y
añadió—: Pero antes haz una cosa por m í.
—Lo que m e pidas.
—Háblales. No es preciso que lo hagas en voz alta, pero háblales. Diles que
los encuentras herm osos.
—Ya lo saben —repliqué—. Saben que los encuentro indescriptiblem ente
herm osos. —Estaba seguro de que así era, pero Marius se refería a decirlo de
m anera cerem oniosa, de m odo que borré de m i m ente todo el m iedo y las locas
supersticiones y les dij e lo que Marius m e había sugerido.
—Habla con ellos, sim plem ente —insistió Marius.
Lo hice. Miré a los oj os al hom bre y tam bién a la m uj er. Y se adueñó de m í
una sensación extrañísim a. Una y otra vez, repetí las frases Os encuentro
hermosos, os encuentro incomparablemente hermosos hasta que dej aron de
parecer auténticas palabras. Me vi rezando com o cuando era m uy, m uy pequeño
y m e tum baba en el prado en la ladera de la m ontaña y le pedía a Dios que, por
favor, por favor, m e ay udara a escapar de la casa de m i padre.
Así le hablé a la m uj er en aquel instante y le dij e que estaba agradecido de
que m e hubiera sido concedido acercarm e a ella y a sus antiguos secretos, y este
sentim iento se hizo físico. Se difundió por toda la superficie de m i piel y por las
raíces de los cabellos. Noté que la tensión abandonaba m i rostro. La noté
abandonando m i cuerpo. Yo era todo luz, y el incienso y las flores envolvían m i
espíritu m ientras m iraba las negras pupilas de sus oj os castaños tan profundos.
—Akasha —dij e en voz alta.
Escuché el nom bre en el m ism o instante de decirlo. Y m e sonó encantador.
Se m e erizó el vello de todo el cuerpo. El tabernáculo se convirtió en una frontera
llam eante en torno a ella y sólo quedó algo borroso donde estaba la figura
sentada del hom bre. Me acerqué m ás a ella, no por propia voluntad, y m e incliné
hacia delante hasta casi besar su boca. Deseé hacerlo. Me incliné aún m ás. Y al
fin noté sus labios.
Deseé que la sangre fluy era a m i boca y pasara a la suy a com o había hecho
aquella vez con Gabrielle m ientras y acía en el ataúd.
El hechizo se hacía cada vez m ás intenso y fij é la m irada en las órbitas
insondables de sus oj os.
¡Estoy besando en la boca a la diosa! ¿Qué me está pasando? ¡Estoy loco sólo
de pensarlo!
Me aparté. Me encontré de nuevo contra la pared, tem blando, con las m anos
en las sienes. Por lo m enos, esta vez no había derribado los lirios; pero estaba
llorando de nuevo.
Marius aj ustó las puertas del tabernáculo e hizo que el pasador interior se
cerrara de nuevo.
Penetram os en el rellano de la escalera y Marius hizo que la viga interior se
alzara hasta sus horquillas. Luego, colocó la exterior con sus m anos.
—Vam os, j oven —m e dij o—. Subam os.
Pero cuando apenas habíam os dado unos pasos, escucham os un seco cruj ido,
seguido de otro. Marius se volvió y m iró atrás.
—Lo han hecho otra vez —m urm uró.
Y una som bra de inquietud hendió su rostro.
—¿Qué?
Retrocedí contra la pared.
—El tabernáculo, lo han abierto. Vam os. Volveré m ás tarde y lo cerraré antes
de que salga el sol. De m om ento, volvam os al estudio y te contaré m i relato.
Cuando llegam os a la estancia ilum inada, m e dej é caer en el sillón con la
cabeza entre las m anos. Marius perm aneció inm óvil, m irándom e; m e percaté de
ello y alcé la vista.
—Te ha dicho su nom bre —m urm uró.
—¡Akasha! —repetí entonces. Era com o rescatar una palabra de un sueño
que se desvanecía—. ¡Sí, m e lo ha dicho! Ahí abaj o he dicho Akasha en voz alta.
Miré a Marius, im plorando una respuesta, una explicación a la actitud con la
que m e m iraba.
Creí que iba a perder la razón si aquel rostro no recobraba la expresividad
enseguida.
—¿Estás enfadado conm igo?
—Chist. Calla —m e ordenó.
No pude captar nada en el silencio. Salvo el m ar, tal vez. Y acaso el
chasquido de la m echa de alguna lám para de las paredes. Y el viento, quizá. Ni
siquiera los oj os de los dos dioses habían parecido tan carentes de vida com o los
de Marius en aquel instante.
—Haces que algo se agite en ellos —susurró.
Me puse en pie.
—¿Qué significa eso?
—No lo sé. Nada tal vez. El tabernáculo sigue abierto y están allí sentados
com o siem pre, nada m ás. ¿Quién sabe…?
Y de pronto percibí todos sus largos años de querer saber. Siglos, diría, pero no
puedo im aginar de verdad lo que eso significa. Ni siquiera ahora. Percibí sus años
y años de intentar sacar conclusiones de sus m enores signos sin conseguir nada, y
supe que se estaba preguntando cóm o era que y o había obtenido de ella el
secreto de su nom bre, Akasha. Ya antes habían sucedido cosas, pero eso había
sido en tiem pos de la antigua Rom a. Cosas oscuras. Cosas terribles. Sufrim ientos,
unos sufrim ientos atroces.
Las im ágenes desaparecieron. Silencio. Marius estaba inm óvil en m itad de la
estancia com o un santo descendido de un altar y plantado en el pasillo central de
una iglesia.
—¡Marius! —susurré.
Salió de su ensim ism am iento; su rostro se anim ó lentam ente y m e m iró con
afecto, casi con adm iración.
—Sí, Lestat —respondió, apretándom e la m ano en un gesto tranquilizador.
Tom ó asiento y m e indicó con un gesto que hiciera lo m ism o. De nuevo, los
dos quedam os frente a frente, relaj adam ente. Incluso la luz uniform e de la
estancia resultaba reconfortante. Y era reconfortante ver, tras las ventanas, el
cielo nocturno.
Marius estaba recuperando su anterior viveza, aquel destello de hum or en los
oj os.
—Aún no es m edianoche y todo está tranquilo en las islas. Creo que, si nada
m e interrum pe, es el m om ento de contarte toda la historia.
5
La historia de Marius
« Sucedió cuando tenía cuarenta años, una cálida noche de prim avera en la
ciudad rom ana de Massilia, en las Galias, m ientras m e hallaba en una sucia
taberna de los m uelles garabateando unos párrafos de m i historia del m undo.
» La taberna estaba deliciosam ente desvencij ada y abigarrada, un reducto
para m arinos y vagabundos; viaj eros com o y o, quería im aginar en una especie
de vago am or por todos ellos aunque la m ay oría de ellos eran pobres y y o no, y
eran incapaces de leer m is escritos cuando m iraban por encim a de m i hom bro.
» Había llegado a Massilia tras un largo y provechoso viaj e en el cual había
podido estudiar las grandes ciudades del Im perio. Había estado en Alej andría, en
Pérgam o y en Atenas, observando y escribiendo sobre las gentes, y m e disponía
a continuar m i recorrido por las ciudades de las Galias rom anas.
» Esa noche, no m e habría sentido m ás satisfecho si hubiera estado en m i
biblioteca de Rom a. En realidad, m e encantaban las tabernas. Allí donde llegaba,
buscaba lugares parecidos para escribir, instalaba la vela, el tintero y el
pergam ino, y lograba m i m ej or trabaj o a prim era hora de la noche, cuando el
antro estaba m ás bullicioso.
» Así las cosas, es fácil deducir que pasaba toda la vida en m edio de una
actividad frenética. Estaba hecho a la idea de que nada m e podía afectar
adversam ente.
» Había crecido com o hij o ilegítim o en una rica fam ilia rom ana, am ado,
m im ado y consentido. Mis herm anos legítim os tenían que preocuparse del
m atrim onio, la política y la guerra. A los veinte años, m e había convertido en el
erudito y el cronista, en el que alza la voz en los banquetes regados de vino para
aclarar discusiones históricas y m ilitares.
» Cuando viaj aba tenía dinero en abundancia y docum entos que m e abrían
puertas en todas partes. Así pues, decir que la vida se portaba bien conm igo sería
poco. Era un tipo extraordinariam ente feliz. Pero lo realm ente im portante era
que la vida nunca m e había aburrido ni derrotado.
» Llevaba en m í una sensación de invencibilidad, de asom bro. Y esto m e fue,
m ás tarde, tan im portante com o lo han sido para ti la rabia y la fuerza, com o lo
puede ser la desesperación o la crueldad para otros.
» Pero continuaré m i narración… Si algo había que echara en falta en aquella
vida tan satisfactoria (y tam poco pensaba m ucho en ello) era el am or de m i
m adre celta, haberla conocido. Ella había m uerto cuando y o había nacido y sólo
sabía de ella que había sido una esclava, hij a de un belicoso galo que com batió
contra Julio César. De ella había heredado m is cabellos rubios y m is oj os azules.
Y su pueblo, al parecer, había sido de gigantes. A una edad m uy tem prana, y a
sobrepasaba en estatura a m i padre y a m is herm anos.
» Sin em bargo, era escasa o ninguna la curiosidad que sentía por m is
antepasados galos. Había acudido a las Galias com o un rom ano de pies a cabeza,
com o un hom bre educado, y apenas tenía conciencia de m i sangre bárbara; al
contrario, com partía las opiniones corrientes en esa época: que César Augusto
era un gran gobernante y que, en esa bendita era de la Pax Rom ana, las viej as
supersticiones estaban siendo reem plazadas por la ley y la razón a todo lo largo
del Im perio. No había rincón dem asiado rem oto para las calzadas rom anas, ni
para los soldados, los estudiosos y los com erciantes que las seguían.
» Esa noche estaba escribiendo com o un poseso, esbozando descripciones de
los hom bres que entraban y salían de la taberna, hij os de todas las razas cuy as
voces hablaban en una decena de lenguas distintas.
» Y, sin ninguna razón aparente, m e vi poseído de una extraña idea acerca de
la vida, una extraña preocupación que casi se convertía en una agradable
obsesión. Recuerdo que fue esa noche porque el hecho pareció guardar relación,
de algún m odo, con lo que sucedió m ás tarde. Sin em bargo, tal relación no
existía. Esa idea y a m e había rondado la cabeza anteriorm ente. Que volviera a
hacerse presente en esas últim as horas de m i vida com o ciudadano rom ano libre
sólo fue una coincidencia.
» La idea era, sim plem ente, que existía alguien que lo sabía todo, que lo había
visto todo. No m e refería con ello a la existencia de un Ser Suprem o, sino m ás
bien a que había en la Tierra una inteligencia continuada, una conciencia
perm anente. Y le di vueltas a aquel pensam iento en unos térm inos prácticos que
m e excitaron y, a la vez, m e relaj aron. En algún lugar había una conciencia de
todas las cosas que había visto en m is viaj es, una conciencia de cóm o había sido
Massilia seis siglos antes, cuando habían llegado los prim eros m ercaderes
griegos; una conciencia de cóm o era Egipto cuando Keops construy ó su
pirám ide. Existía alguien que sabía cóm o estaba el cielo la tarde del día en que
Troy a había caído ante los griegos, y alguien o algo sabía qué se habían dicho los
cam pesinos en la pequeña casa de cam po a las afueras de Atenas m om entos
antes de que los espartanos derribaran las m urallas.
» No tenía sino una idea m uy vaga de quién o qué podía ser, pero hallé
consuelo en la idea de que no se había perdido nada espiritual (y el conocim iento
lo era). De que existía un conocim iento perpetuo…
» Y, m ientras tom aba otro trago de vino y pensaba y escribía acerca de ello,
m e di cuenta de que aquello era, m ás que una creencia personal, una
constatación. Sencillam ente, sentí que existía una conciencia continuada.
» La historia que estaba escribiendo era una im itación de ésta. Traté de
unificar todas las cosas que había visto en m i historia, enlazando m is
observaciones de tierras y gentes con todos los com entarios escritos que m e
habían llegado de los griegos —de Jenofonte, Herodoto y Posidonio— para
elaborar una conciencia continuada del m undo en m i tiem po. Era un reflej o
pálido, una obra lim itada, en com paración con la auténtica conciencia. Sin
em bargo, m e sentí estupendam ente m ientras continuaba escribiendo en el rincón
de la taberna.
» Con todo, a m edianoche, em pecé a sentirm e algo cansado y, cuando
levanté la cabeza casualm ente tras un largo rato de abstraída concentración,
advertí que algo había cam biado en el establecim iento.
» Estaba inexplicablem ente silencioso. De hecho, estaba casi vacío. Y, frente
a m í, apenas ilum inado por la luz vacilante de la vela y dando la espalda al local,
estaba sentado un hom bre alto de cabello rubio que m e observaba en silencio. No
m e sorprendió tanto su m odo de m irarm e (aunque esto y a era desconcertante de
por sí) com o la constatación de que el hom bre llevaba allí algún rato, cerca de
m í, observándom e, sin que y o hubiera advertido su presencia.
» Era un galo, gigantesco com o la m ay oría de ellos, aún m ás alto que y o, que
tenía un rostro largo y delgado con una m andíbula extrem adam ente recia y una
nariz aquilina, y unos oj os que brillaban baj o sus cej as rubias y tupidas con un
aire de diáfana inteligencia. Quiero decir con ello que parecía extrem adam ente
listo, pero tam bién m uy j oven e inocente. Y, sin em bargo, no era j oven. El efecto
era desconcertante.
» Contribuía aún m ás a ello el hecho de que no llevaba cortados sus rubios
cabellos, ásperos y abundantes, al estilo popular rom ano —m uy cortos—, sino
que lucía una m elena hasta los hom bros. Y, en lugar de la túnica y la capa que
eran por esa época la indum entaria habitual en todo el Im perio, lucía el antiguo
chaquetón de cuero ceñido con un cinturón que había constituido la prenda
habitual entre los bárbaros antes de la llegada de Julio César.
» El individuo parecía recién salido de los bosques. Me m iraba taladrándom e
con sus ardientes oj os grises y sentí un vago placer ante su presencia. Anoté
apresuradam ente los detalles de su vestim enta, confiando en que el hom bre no
sabría latín.
» Sin em bargo, la inm ovilidad y el silencio en que perm anecía m e ponían
algo nervioso. Sus oj os eran anorm alm ente grandes, y los labios le tem blaban
ligeram ente, com o si el m ero hecho de verm e le excitara. Su m ano blanca,
lim pia y delicada, que tenía apoy ada en la m esa con gesto relaj ado, parecía
aj ena al resto de su cuerpo.
» Una rápida m irada a m i alrededor m e indicó que m is esclavos no estaban
en la taberna. Seguram ente, m e dij e, estarían j ugando a las cartas en la puerta de
al lado, o arriba con un par de m uj eres. En cualquier m om ento aparecerían.
» Dirigí una breve sonrisa forzada a m i extraño y silencioso am igo y volví a
m i quehacer. Sin em bargo, él em pezó a hablarm e sin preám bulos.
» —Tú eres un hom bre instruido, ¿verdad? —m e preguntó.
» Hablaba el latín vulgar del Im perio, aunque con un m arcado acento, y
pronunciaba cada palabra con un cuidado que resultaba casi m usical.
» Le contesté que, en efecto, tenía la fortuna de haber recibido una
educación; tras esto, m e puse a escribir otra vez confiando en que m i respuesta lo
desanim aría. Al fin y al cabo, el suj eto bien m erecía una m irada, pero y o no
tenía ningún interés, realm ente, en hablar con él.
» —Y escribes tanto en latín com o en griego, ¿verdad? —insistió, volviendo la
vista a la obra term inada que tenía ante m í.
» Le expliqué cortésm ente que las palabras que había escrito en griego en el
pergam ino eran una cita de otro texto, y que las m ías eran las latinas. Tras esto,
continué trabaj ando.
» —Pero tú eres un keltoi, ¿verdad? —preguntó esta vez, citando la palabra
griega equivalente a “celta”.
» —Te equivocas. Soy rom ano —respondí.
» —Tu aspecto es el de uno de nosotros, los keltoi —insistió—. Tienes nuestra
estatura y cam inas com o nosotros.
» Aquella afirm ación resultaba desconcertante. Yo llevaba horas allí, sin
hacer otra cosa que dar sorbos al vino. No m e había puesto en pie ni había dado
un paso. No obstante, le expliqué que m i m adre era celta, pero que no la había
conocido. Mi padre era un senador rom ano.
» —¿Y qué es eso que escribes en latín y en griego? —Quiso saber—. ¿Qué es
eso que despierta tu pasión?
» No respondí enseguida. El individuo em pezaba a intrigarm e, aunque, con
m is cuarenta años a cuestas, sabía por experiencia que la m ay oría de la gente
que uno conoce en una taberna resulta interesante durante los prim eros m inutos y
luego em pieza a producir un aburrim iento insoportable.
» —Tus esclavos dicen que estás escribiendo una gran historia —anunció con
voz grave.
» —¿Eso dicen? —repliqué, un poco tenso—. Por cierto, ¿dónde están m is
esclavos?
» Eché otro vistazo a la taberna. No vi a nadie. Después, asentí a m i
interlocutor y reconocí que, efectivam ente, lo que estaba escribiendo era una
historia.
» —Y has estado en Egipto —añadió él, al tiem po que extendía la m ano y la
aplastaba contra la m esa.
» Guardé silencio y volví a m irarle detenidam ente. Había en él, en su m odo
de sentarse, de utilizar aquella m ano para gesticular, algo que no era de este
m undo. Era ese recato que suelen tener los pueblos prim itivos y que les hace
parecer depositarios de una inm ensa sabiduría cuando, en realidad, lo único que
poseen es una inm ensa convicción.
» —Sí —respondí con cierta cautela—. He estado en Egipto.
» Su alegría al escuchar m is palabras fue patente. Los oj os se le abrieron un
poco m ás, para entrecerrarse luego, y aprecié en sus labios un leve m ovim iento,
com o si estuviera hablando consigo m ism o.
» —¿Y conoces la lengua y la escritura de Egipto? —preguntó en un tono
serio, frunciendo las cej as—. ¿Conoces las ciudades de Egipto?
» —Sí, conozco la lengua com o se habla hoy, pero, si por escribir te refieres a
los viej os j eroglíficos, la respuesta es negativa. No puedo interpretarlos ni
conozco a nadie que pueda. Según he oído decir, ni siquiera los sacerdotes del
antiguo Egipto sabían leerlos. La m itad de los textos que copiaban eran
indescifrables para ellos.
» Entonces, se echó a reír de la m anera m ás extraña. No supe si era a causa
de m i respuesta o a que sabía algo que y o ignoraba. Pareció que hacía una
profunda inspiración, dilatando ligeram ente las aletas de la nariz, y a
continuación serenó la expresión. La apariencia de aquel hom bre era realm ente
espléndida.
» —Los dioses pueden leerlos —susurró.
» —¡Pues oj alá m e lo enseñasen! —com enté en son de chanza.
» —¿De veras? —exclam ó él con un j adeo de asom bro. Se inclinó sobre la
m esa y añadió—: ¡Dilo otra vez!
» —Era una brom a —respondí—. Quería decir que m e gustaría entender los
antiguos j eroglíficos egipcios, nada m ás. Si pudiera interpretarlos, tendría datos
veraces acerca del pueblo egipcio, en lugar de todas esas tonterías escritas por los
historiadores griegos. Egipto es una tierra incom prendida…
» Me detuve a m edia frase. ¿Por qué estaba hablando de Egipto con aquel
hom bre?
» —En Egipto existen aún dioses verdaderos —afirm ó con gesto grave—.
Dioses que han estado allí desde siem pre. ¿Has descendido a las entrañas de
Egipto?
» Era una m anera curiosa de expresarse. Le dij e que había rem ontado el Nilo
durante un largo trecho, y que había visto m uchas m aravillas.
» —Pero en cuanto a que existan dioses verdaderos, difícilm ente puedo
aceptar la verosim ilitud de unos dioses con cabezas de anim ales…
» El galo m ovió la cabeza casi con cierta tristeza.
» —Los dioses verdaderos no precisan que se les erij an estatuas —declaró el
hom bre—. Tienen la cabeza hum ana y aparecen cuando ellos quieren, y están
vivos com o lo está la sem illa que brota de la tierra, com o lo están todas las cosas
que existen baj o el cielo, incluso las piedras y la propia Luna, que divide el
tiem po en el gran silencio de sus ciclos inm utables.
» —Es m uy probable —asentí en un susurro, no queriendo contradecirle.
» Así pues, era fervor aquella m ezcla de inteligencia y j uventud que había
percibido en él. Debería haberlo sabido. Y m i m em oria evocó algo de los escritos
de Julio César sobre los galos, sobre si aquellos celtas procedían de Dis Pater, el
dios de la noche. ¿Acaso aquel extraño individuo era un seguidor de tales
creencias?
» —En Egipto hay viej os dioses —continuó en voz baj a— y tam bién aquí
están esos viej os dioses para quienes buscan adorarlos. No m e refiero a vuestros
tem plos, en torno a los cuales los m ercaderes venden los anim ales a sacrificar y
los carniceros venden la carne que queda. Hablo de la verdadera adoración, del
auténtico sacrificio al dios, del único sacrificio al que atiende.
» —Te refieres a sacrificios hum anos, ¿no es eso? —dij e sin alzar la voz.
» César había descrito con bastante precisión tales prácticas entre los celtas y,
al pensar en ello, casi se m e heló la sangre. Por supuesto, había presenciado
m uertes espantosas en la arena del circo en Rom a, y en los lugares de
ej ecuciones públicas, pero los sacrificios hum anos a los dioses, si alguna vez
habían existido, hacía siglos que no se realizaban.
» Y en ese instante m e di cuenta de quién era en realidad aquel hom bre
extraordinario. Era un druida, un m iem bro de la antigua casta sacerdotal de los
celtas que César había descrito tam bién, una herm andad tan poderosa com o no
había otra, que y o supiera, en todo el Im perio. Sin em bargo, se suponía que y a no
existían restos de ella en las Galias rom anas.
» Por supuesto, todas las descripciones de los druidas decían que vestían
largas túnicas, recorrían los bosques y recolectaban m uérdago de los robles con
unas hoces cerem oniales, m ientras que aquel hom bre m ás parecía un labriego, o
un soldado. Pero ¿qué druida se atrevería a llevar sus ropas blancas en una
taberna del puerto? Adem ás, las ley es no perm itían a los druidas seguir
realizando sus prácticas.
» —¿De veras crees en esa viej a religión? —le pregunté, inclinándom e hacia
delante—. ¿Has descendido tú, acaso, a las entrañas de Egipto?
» Si estaba ante un auténtico druida vivo, m e dij e, había hecho un
descubrim iento m aravilloso. Podía hacer que aquel hom bre m e contara cosas de
los celtas que nadie conocía. Pero ¿qué relación podía tener Egipto con aquello?
» —No —respondió—. No he estado en Egipto, aunque de allí nos llegaron
nuestros dioses. Ni es m i destino acudir allí. No es m i destino aprender a
interpretar el antiguo lenguaj e. El idiom a que hablo es suficiente para los dioses.
Prestan oído a m is palabras.
» —¿Y qué idiom a es ése?
» —La lengua de los celtas, naturalm ente —declaró—. No era preciso que lo
preguntaras.
» —Y cuando hablas con tus dioses, ¿cóm o sabes que te escuchan?
» Sus oj os se agrandaron de nuevo y su boca se abrió en una inconfundible
m ueca de triunfo.
» —¡Mis dioses m e responden! —afirm ó sin alzar la voz.
» Sin duda, era un druida. De pronto, un débil resplandor pareció cubrirle y lo
vislum bré con su túnica blanca. Aunque en aquel instante se hubiera producido un
terrem oto en Massilia, dudo que m e habría dado cuenta de ello.
» —Entonces, tú les has oído —dij e.
» —He puesto m i m irada en los dioses —asintió—. Y ellos m e han hablado,
tanto con las palabras com o en silencio.
» —¿Y qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que les hace distintos de nuestros
dioses? Aparte del carácter de los sacrificios, m e refiero…
» Su voz adoptó el tono m elodioso y reverencial de una canción al responder.
» —Hacen lo que siem pre han hecho los dioses; separar el bien del m al.
Conceden bendiciones a todos sus adoradores. Conducen a los fieles a la arm onía
con todos los cielos del universo, con los cielos de la Luna, com o y a he dicho. Los
dioses hacen que la tierra dé frutos. Todo lo bueno procede de ellos.
» “Sí —pensé—, es la viej a religión en su form a m ás sim ple, y todavía posee
una gran influencia entre las gentes del im perio”.
» —Mis dioses m e han enviado aquí —dij o entonces—. A buscarte.
» —¿A m í? —pregunté, desconcertado.
» —Ya entenderás todas estas cosas —respondió—. Igual que conocerás la
verdadera devoción del antiguo Egipto. Los dioses te enseñarán.
» —¿Por qué harían tal cosa?
» —La respuesta es m uy sencilla: porque vas a convertirte en uno de ellos.
» Me disponía a replicar cuando noté un golpe seco en la nuca y el dolor se
desparram ó por m i cráneo en todas direcciones com o si fuera agua. Me di
cuenta de que perdía el sentido. Vi que la m esa se m e venía encim a y vi el techo
sobre m í. Creo que quise decir que, si era un rescate lo que buscaba, m e llevara a
m i casa, con m i criado.
» Pero y a en aquel instante com prendí que las reglas de m i m undo no tenían
absolutam ente nada que ver con ello.
» Cuando desperté, era de día y m e encontraba en un gran carrom ato que
avanzaba a buena m archa por una carretera sin pavim entar, a través de un
inm enso bosque. Estaba atado de pies y m anos y m e habían echado encim a una
lona suelta. Miré a derecha e izquierda entre los m im bres de los costados del
carro y, cabalgando j unto a éste, vi al hom bre que había hablado conm igo. Había
otros con él. Todos iban vestidos con los calzones y los chaquetones de cuero con
cinturón, y llevaban espadas de hierro y brazaletes del m ism o m etal. Tenían el
cabello casi blanco baj o las luces y som bras del bosque y no intercam biaban una
sola palabra m ientras cabalgaban agrupados en torno al carrom ato.
» El bosque parecía hecho a la escala de los propios Titanes. Los robles eran
antiguos y enorm es, con las ram as tan entrecruzadas que im pedían casi por
com pleto el paso de la luz, y avanzam os horas y horas por un m undo de hoj as
húm edas de intenso verdor y entre profundas som bras.
» No recuerdo que viera ciudades. Ni pueblos. Sólo recuerdo una tosca
fortaleza. Una vez dentro de sus puertas, observé dos hileras de casas de techos
de paj a, y por todas partes, a aquellos bárbaros vestidos de cuero. Y cuando fui
conducido a una de las casas, un lugar oscuro y de poca altura, y m e dej aron a
solas en él, apenas pude incorporarm e debido a los calam bres en las piernas. Me
sentía tan furioso com o precavido.
» Me di cuenta de que estaba en un enclave ignoto de los antiguos keltoi, los
m ism os guerreros que habían saqueado el gran tem plo de Delfos hacía apenas
unos siglos, y la propia Rom a no m ucho después. Los m ism os seres belicosos que
se lanzaron a la batalla contra César com pletam ente desnudos sobre sus caballos,
haciendo resonar las trom petas y lanzando sus poderosos gritos, que causaban
espanto en los disciplinados soldados de Rom a.
» En otras palabras, estaba lej os de cualquier posible ay uda y, si aquellas
palabras acerca de convertirm e en uno de los dioses significaban que iba a ser
sacrificado sobre un altar bañado en sangre en m itad del bosque de robles, sería
m ej or que intentara escapar de allí inm ediatam ente.
6
» Cuando m i captor apareció de nuevo, vestía la m ítica túnica blanca, llevaba la
áspera cabellera rubia cepillada y ofrecía un aspecto inm aculado, im presionante
y solem ne. Otros hom bres altos con túnicas blancas, unos viej os y otros j óvenes,
pero todos con el m ism o cabello rubio resplandeciente, penetraron detrás de él en
la pequeña estancia en som bras.
» Me rodearon en un círculo silencioso y, tras una prolongada espera, se elevó
de sus labios un rum or de m urm ullos.
» —Eres perfecto para el dios —dij o el m ás anciano, y advertí la m uda
com placencia del que m e había llevado a aquel lugar—. Eres lo que el dios había
pedido —continuó el anciano—. Perm anecerás con nosotros hasta la gran fiesta
de Sam hain; luego serás conducido al bosque sagrado y allí beberás la Sangre
Divina y te convertirás en padre de dioses, en restaurador de toda la m agia que,
m isteriosam ente, nos ha sido arrebatada.
» —¿Y m orirá m i cuerpo cuando eso suceda? —Quise saber.
» Adm iré sus rostros finos y angulosos, sus oj os inquisitivos, la som bría gracia
con que m e rodeaban. Qué terror debía de provocar esa raza cuando sus
guerreros irrum pían entre los pueblos m editerráneos. No era extraño que se
hubiera escrito tanto sobre su intrepidez. Pero aquéllos no eran guerreros. Eran
sacerdotes, j ueces y m aestros. Eran instructores de los j óvenes, guardianes de la
poesía y de unas ley es que j am ás habían sido escritas en lengua alguna.
» —Sólo la parte m ortal de ti m orirá —dij o el que se había dirigido a m í hasta
entonces.
» —Mala suerte —respondí—. Pues eso es todo lo que soy.
» —No —replicó él—. Tu form a perm anecerá y será glorificada. Ya lo
verás. No tem as. Adem ás, nada puedes hacer por cam biar estas cosas. Hasta la
fiesta de Sam hain, te dej arás crecer el cabello y aprenderás nuestra lengua,
nuestros him nos y nuestras ley es. Nos ocuparem os de ti. Mi nom bre es Mael y
y o m ism o m e encargaré de enseñarte.
» —Pero y o no quiero convertirm e en dios —protesté—. Seguro que los
dioses no quieren a alguien que no desea serlo.
» —El viej o dios decidirá —sentenció Mael—. Pero sé que cuando bebas la
Sangre Divina te convertirás en el dios y todo quedará claro para ti.
» La huida era im posible.
» Me tenían custodiado noche y día. No m e perm itían tener ningún cuchillo
con el que cortarm e el cabello o causarm e algún daño. Buena parte del tiem po lo
pasaba en la estancia oscura y vacía, ebrio de cerveza de trigo y ahíto de las
deliciosas carnes asadas que m e ofrecían. No tenía nada con que escribir y eso
m e torturaba.
» Por puro aburrim iento, escuchaba a Mael cuando éste acudía a instruirm e.
Dej aba que m e cantara him nos y m e recitara viej os poem as y m e hablara de
aquellas ley es, sin burlarm e de él m ás que de vez en cuando con el hecho obvio
de que un dios no tenía por qué ser aleccionado de aquel m odo.
» Mael asentía a esto últim o, pero ¿qué podía hacer él sino tratar de hacerm e
com prender lo que iba a sucederm e?
» —Puedes ay udarm e a escapar de aquí. Puedes venir conm igo a Rom a —le
proponía—. Tengo una villa en los acantilados sobre la bahía de Nápoles. Nunca
verás un lugar m ás herm oso, y te dej aré vivir allí toda la vida si m e ay udas, a
cam bio solam ente de que repitas estos cánticos y plegarias y ley es para que
pueda tom ar nota de ellos.
» —¿Por qué intentas corrom perm e? —decía él, pero m e daba cuenta de que
el m undo del que y o procedía le tentaba.
» Me confesó que había pasado sem anas buscando la ciudad griega de
Massilia antes de m i llegada y que le gustaba el vino rom ano y las grandes naves
que había visto en el puerto, y los m anj ares exóticos que había probado.
» —No intento corrom perte —replicaba y o—. No com parto tus creencias y
m e habéis hecho vuestro prisionero.
» No obstante, continué prestando atención a sus plegarias, por aburrim iento y
curiosidad, y por el vago tem or ante lo que m e reservaba el futuro.
» Em pecé a aguardar su llegada, a esperar que su figura pálida y espectral
ilum inara la estancia desnuda com o una luz blanca, a que su voz serena y
m esurada continuara vertiendo aquellas viej as palabras m elodiosas y sin sentido.
» Pronto advertí que sus versos no desarrollaban las historias de los dioses
com o las conocíam os en las m itologías griega y rom ana. No obstante, la
identidad y las características de los dioses em pezaron a cobrar form a en las
innum erables estrofas. Deidades de todo tipo form aban parte de la tribu celestial.
» Pero el dios en el que m e iba a convertir ej ercía un suprem o poder sobre
Mael y sus acólitos. Aquel dios no tenía nom bre, aunque le daban num erosos
títulos, el m ás frecuente de ellos el de Bebedor de la Sangre. Tam bién era El
Blanco, el Dios de la Noche, el Dios del Roble y el Am ante de la Madre.
» Aquel dios recibía sacrificios cruentos cada luna llena, pero, en Sam hain, en
la noche de los Difuntos, aceptaba la m ay or cantidad de tales sacrificios ante la
tribu entera para aum entar las cosechas, adem ás de anunciar toda clase de
predicciones y j uicios.
» Y aquel dios era un servidor de la Gran Madre, la que no tenía form a visible
pero estaba presente en todas las cosas, la Madre de todas las cosas, de la tierra,
de los árboles, del cielo, de todos los hom bres, del propio Bebedor de la Sangre
que anda por su j ardín.
» Mi interés fue aum entando, pero tam bién m i tem or. El culto a la Gran
Madre no m e resultaba desconocido, ciertam ente. La Madre Tierra y la Madre
de Todas las Cosas eran adoradas baj o una decena de advocaciones distintas de
un confín a otro del Im perio, igual que su hij o y am ante, su Dios Agonizante, el
que sólo alcanzaba la m adurez com o las cosechas, para ver segada su vida com o
ellas, m ientras la Madre perm anece eterna. Era el antiguo y dulce m ito de las
estaciones.
» Pero la celebración no era ni había sido, en ningún tiem po ni lugar, en
absoluto apacible. Pues la Madre Divina tam bién era la Muerte, la tierra que se
traga los restos de ese j oven am ante, la tierra que nos engulle a todos. Y, en
consonancia con esta antigua verdad, tan viej a com o el acto m ism o de plantar la
sem illa, surgía en un m illar de sangrientos rituales.
» La diosa era adorada baj o el nom bre de Cibeles en Rom a, y y o había visto
a sus sacerdotes locos castrarse a sí m ism os en el torbellino de su devoto frenesí.
Y los dioses de la m itología tenían finales aún m ás violentos: Attis, tam bién
castrado: Dioniso, descuartizado m iem bro a m iem bro; el antiguo Osiris egipcio,
desm em brado antes de que la Gran Madre Isis lo reviviera.
» Y ahora iba a convertirm e en el Dios de las Cosas que Crecen, el dios de la
vida, el dios del cereal, el dios de los árboles. Y m e daba cuenta de que,
sucediera lo que sucediese, sería algo asom broso.
» Y no tenía otra cosa que hacer m ás que em borracharm e y m urm urar
aquellos him nos con Mael, al cual, en ocasiones, se le llenaban los oj os de
lágrim as al m irarm e.
» —Sácam e de aquí, desgraciado —le dij e una vez, de pura exasperación—.
¿Por qué diablos no te conviertes tú en el Dios de los Árboles? ¿Por qué he de ser
y o quien reciba ese honor?
» —Ya te he dicho que el dios m e confió sus deseos. No m e escogió a m í.
» —¿Y lo hubieras hecho, si hubieras sido el elegido? —inquirí.
» —Tendría m iedo, pero aceptaría —respondió en un susurro—. ¿Sabes lo que
considero terrible de tu destino? El hecho de que tu alm a quede encadenada a tu
cuerpo para siem pre. No tendrás la posibilidad de la m uerte natural para m igrar
a otro cuerpo o a otra vida. No; a través de los tiem pos, tu alm a seguirá siendo el
alm a del dios. El ciclo de la m uerte y el renacim iento se cerrará en ti.
» A pesar de m í m ism o y de m i desprecio general por su creencia en la
reencarnación, sus palabras m e hicieron enm udecer. Noté el peso m isterioso de
su convicción, percibí su tristeza.
» El cabello m e creció m ás largo y abundante. El cálido sol estival dio paso a
los días de otoño, m ás fríos, y fue acercándose la fecha de la gran festividad
anual del Sam hain.
» Yo no dej aba de hacer preguntas.
» —¿A cuántos has traído para que sean dioses de esta m anera? ¿Qué tenía y o
para que decidieras escogerm e?
» —Jam ás he traído a nadie para que se convirtiera en dios —respondió Mael
—. Pero el dios es antiguo. Le han privado de su m agia. Una terrible calam idad
ha caído sobre él y no puedo hablar de esas cosas. Él ha elegido a su sucesor.
» Parecía asustado. Estaba contándom e dem asiado. Algo despertaba en él sus
tem ores m ás profundos.
» —¿Y cóm o sabes que él m e querrá? ¿Tienes tal vez a sesenta candidatos
m ás guardados en esta fortaleza?
» Mael sacudió la cabeza y, en un atisbo de inhabitual rudeza, dij o:
» —Marius, si no bebes la sangre, si no te conviertes en padre de una nueva
raza de dioses, ¿qué será de nosotros?
» —Eso no es de m i incum bencia, am igo m ío… —respondí.
» —¡Ah, calam idad! —exclam ó él en un cuchicheo, al que siguió un
prolongado y apenas m urm urado com entario sobre el auge de Rom a, las
terribles invasiones de Julio César, el declive de un pueblo que había vivido en
aquellos m ontes y bosques desde el principio de los tiem pos, despreciando las
ciudades de los griegos, etruscos y rom anos, en favor de las honorables fortalezas
de poderosos j efes tribales.
» —Las civilizaciones tienen su auge y su decadencia, am igo m ío —insistí—.
Los antiguos dioses dan paso a otros nuevos.
» —No lo entiendes, Marius. Nuestro dios no ha sido derrotado por vuestros
ídolos y por quienes narran sus frívolas y lascivas historias. Nuestro dios era tan
herm oso com o si la propia Luna le hubiera adornado con su luz, y hablaba en una
voz pura com o la luz y nos conducía a esa gran unión con todas las cosas que es
el único alivio para la desesperación y la soledad. Pero el dios ha sido víctim a de
una terrible calam idad y a lo largo de todo el país del norte otros dioses han
perecido com pletam ente. Ha sido la venganza del dios Sol sobre él, pero nadie, ni
él ni nosotros, sabem os cóm o pudo entrar el sol en su interior durante las horas de
sueño y oscuridad. Tú eres nuestra salvación, Marius. Tú eres el Mortal Que
Sabe, el Que Está Instruido y Puede Aprender, el Que Puede Descender a las
Entrañas de Egipto.
» Di vueltas en la cabeza a sus palabras. Pensé en el antiguo culto de Isis y
Osiris, en sus adoradores, que decían que ella era la Madre Tierra y él la espiga
de trigo, y Tifón el asesino de Osiris, era el fuego del Sol.
» Y, ahora, aquel devoto en com unicación con el dios m e estaba diciendo que
el sol había encontrado a su dios de la noche y había causado una gran catástrofe.
» Finalm ente, m i razón se dio por vencida.
» Eran dem asiados días los que había pasado en el alcohol y la soledad.
» Me tendí en la oscuridad y canturreé para m í los him nos de la Gran Madre.
Sin em bargo, para m í no era una diosa. No era la Diana de Éfeso con sus flechas
y sus hileras de pechos rebosantes de leche, ni la terrible Cibeles, ni tan siquiera
la gentil Dem éter, cuy o luto por Perséfone en la tierra de los m uertos había
inspirado los sagrados m isterios de Eleusis. Era la buena tierra cuy o arom a m e
llegaba por las pequeñas ventanas con barrotes de m i prisión. Era el viento que
traía el olor húm edo y dulzón del gran bosque verde. Era las flores de los prados
y la hierba m ecida por la brisa, el agua que de vez en cuando oía saltar com o si
m anara a borbotones de un m anantial entre peñas. Era todas las cosas que aún
m e quedaban en aquella rudim entaria habitación de m adera donde m e habían
despoj ado de todo lo dem ás. Y sólo descubrí lo que todo el m undo sabe, que el
ciclo del invierno y la prim avera y todas las cosas que crecen posee en sí m ism o
una verdad sublim e que se renueva sin necesidad de m itos ni idiom as.
» Contem plé las estrellas de lo alto a través de los barrotes y m e pareció que
estaba m uriéndom e de la m anera m ás absurda y estúpida, entre gentes que no
adm iraba y costum bres que hubiera abolido. Y, al m ism o tiem po, la aparente
santidad de todo aquello m e contagiaba. Me forzaba a dram atizar, a soñar y a
rendirm e, a verm e com o el centro de algo que poseía su propia y exaltada
belleza.
» Una m añana m e incorporé y m e toqué el cabello, advirtiendo que lo tenía
m uy tupido y largo hasta los hom bros.
» Y durante los días que siguieron, hubo en la fortaleza un estruendo y una
agitación sin lím ites. De todas direcciones llegaban carrom atos hasta sus puertas.
Miles de pies pasaban a su interior. A todas horas se oía el rum or de gente
avanzando, acudiendo al lugar.
» Finalm ente, Mael y ocho de los druidas vinieron a verm e. Sus túnicas
blancas y lim pias olían al agua de la fuente en la que habían sido lavadas y al sol
baj o el que se habían secado. Sus cabelleras estaban cepilladas y lustrosas.
» Con gran cuidado, m e afeitaron por com pleto la barba y el bigote. Me
cortaron las uñas. Me peinaron y m e vistieron con otra túnica blanca. Y luego,
ocultándom e por todas partes con unos velos blancos, m e conduj eron de la casa a
un carrom ato cubierto, tam bién blanco.
» Distinguí brevem ente a otros hom bres con túnicas que m antenían a
distancia a una enorm e m ultitud y, por prim era vez, m e di cuenta de que sólo un
selecto grupo de druidas había tenido acceso a m í.
» Cuando Mael y y o estuvim os baj o la lona del carro, todos los faldones de
ésta fueron baj ados y quedam os com pletam ente ocultos. Cuando el carro se puso
en m archa, nos sentam os en unos bastos bancos y así viaj am os varias horas, sin
pronunciar palabra.
» De vez en cuando, un ray o de sol taladraba la blanca lona de la cubierta y,
cuando acercaba m i rostro a ella, podía ver el bosque, m ás cerrado y profundo
de lo que recordaba. Y detrás de nosotros venía una caravana interm inable de
grandes carros con j aulas, llenos de hom bres que asían los barrotes de m adera y
suplicaban que les dej aran libres, en una confusión de voces com o un horrible
coro.
» —¿Quiénes son? ¿Por qué gritan así? —pregunté por últim o, sin poder
soportar por m ás tiem po la tensión.
» Mael reaccionó com o si despertara de un sueño.
» —¡Ah! Son m alhechores, ladrones, asesinos, todos ellos j ustam ente
condenados, y ahora perecerán en el sagrado sacrificio.
» —¡Qué repugnante! —m usité.
» Pero ¿lo era? Nosotros, en Rom a, condenábam os a nuestros crim inales a
m orir en la cruz, a ser quem ados en la hoguera, a sufrir crueldades de toda clase.
¿Nos hacía m ás civilizados el hecho de que no denom ináram os aquello un
“sacrificio religioso”? Tal vez los keltoi fueran m ás sabios que nosotros al no
desperdiciar tales m uertes.
» Pero todo aquello carecía de significado. Me sentí aturdido. El carro
continuaba su lenta m archa. Escuché el ruido de los que nos adelantaban a pie y
a caballo. Todos iban a la festividad del Sam hain. Pronto iba a m orir y no quería
hacerlo en el fuego. Mael parecía pálido y asustado. Y el lam ento de los hom bres
en los carrom atos-prisiones m e estaba poniendo al borde de la locura.
» ¿Qué pensaría cuando prendieran el fuego? ¿Qué pensaría cuando notara
que m i cuerpo em pezaba a arder? Aquello era insoportable.
» —¿Qué vais a hacer conm igo? —exclam é de im proviso.
» Tuve el im pulso de estrangular a Mael. Éste alzó la vista y sus cej as se
fruncieron levísim am ente.
» —Y si el dios ha m uerto y a… —m usitó él.
» —¡Entonces, nos vam os a Rom a, tú y y o, y nos em borracham os de buen
vino italiano! —repliqué en el m ism o tono de voz.
» Caía y a la tarde cuando el carro se detuvo al fin. El bullicio parecía alzarse
com o el vapor a nuestro entorno.
» Cuando m e asom é a m irar, Mael no m e lo im pidió. Vi que habíam os
llegado a un inm enso claro rodeado, en todas direcciones, por aquellos robles
gigantes. Todos los carrom atos, incluido el nuestro, fueron retirados baj o los
árboles y, en el centro del claro, cientos de brazos se entregaron a una tarea que
tenía relación con innum erables fardos de leña, m illas de cuerda y cientos de
grandes troncos apenas desbastados.
» Cuatro troncos gruesos y altos com o no los había visto en m i vida fueron
izados hasta form ar un par de gigantescas aspas.
» El bosque pululaba de espectadores. El claro no daba cabida a aquella
m ultitud. Y, pese a ello, m ás y m ás carros se abrían paso entre la m uchedum bre
hasta encontrar un lugar en el lindero del bosque.
» Casi anochecía y a cuando Mael alzó una esquina de la cubierta del carro y
m e indicó que m irara. Horrorizado, vi dos enorm es figuras de m im bre —un
hom bre y una m uj er, a j uzgar por la m asa de hierbas y zarzas que pretendía
sugerir el cabello y las ropas— construidas por entero a base de troncos,
m im bres y cuerdas, y llenas de arriba abaj o con los cuerpos am arrados de los
condenados, que se debatían y lanzaban gritos de súplica.
» Me quedé m udo contem plando aquellos dos gigantes m onstruosos. Era
incontable el núm ero de cuerpos hum anos am arrados a ellos; las víctim as
estaban encerradas en el interior hueco de las piernas enorm es, en los torsos, en
los brazos e incluso en sus m anos; hasta en sus inm ensas cabezas sin rostro y en
form a de j aula, coronadas de flores y hoj as de hiedra. Las dos figuras vibraban
com o si fueran a caerse en cualquier m om ento, pero y o sabía que estaban
firm em ente sostenidas por aquellas sólidas aspas. Parecían asom arse sobre el
bosque lej ano y, en torno a sus pies, se am ontonaban los hatos de leña m enuda y
de grandes ram as em papadas en brea que pronto servirían para prenderles
fuego.
» —¿Y quieres hacerm e creer que todos esos que deben m orir son culpables
de algún delito grave? —pregunté a Mael, quien asintió con su habitual
solem nidad.
» Aquello no le preocupaba.
» —Han esperado m eses, algunos incluso años, a ser sacrificados —respondió
casi con indiferencia—. Han llegado de toda la Tierra y no pueden cam biar su
destino m ás que nosotros el nuestro. Y el suy o es perecer dentro de las form as de
la Gran Madre y de su Am ante.
» Mi desesperación crecía a cada m om ento. Tenía que hacer algo para
escapar, pero, incluso entonces, una veintena de druidas rodeaba el carro y, tras
ellos, había apostada una legión de guerreros. Y la m ultitud se extendía tan lej os
baj o los árboles que no alcanzaba a ver dónde term inaba.
» La noche caía con rapidez y por todas partes em pezaban a encenderse
antorchas.
» Percibí el rugido de todas aquellas voces excitadas. Los gritos de los
condenados se hicieron aún m ás desgarradores y suplicantes.
» Perm anecí quieto, tratando de ahuy entar el pánico de m i m ente. Si no podía
escapar, al m enos afrontaría aquellas extrañas cerem onias con cierto grado de
calm a, y, cuando quedara de m anifiesto su falsedad, procedería a declarar con
toda dignidad y claridad lo que pensaba del asunto, en voz lo bastante alta com o
para que m is palabras se oy eran. Aquél sería m i últim o acto, el acto del dios, y
debería hacerlo con autoridad o, de lo contrario, no tendría ningún efecto en el
desarrollo de las cosas.
» El carro em pezó a avanzar. Se oy ó un gran estruendo, un griterío; Mael se
incorporó, m e tom ó del brazo y m e sostuvo. Cuando la lona fue abierta, nos
habíam os detenido en m itad del bosque a una buena distancia del claro. Volví la
vista hacia la silueta espeluznante de las inm ensas figuras a la luz de las
antorchas, que se reflej aba en el horm igueo de patéticos m ovim ientos de su
interior. Aquellas figuras parecían anim adas, com o si en cualquier m om ento
fueran a ponerse en m ovim iento aplastándonos a todos. El j uego de luces y
som bras sobre los encerrados en las enorm es cabezas producía una falsa
im presión de rostros espantosos.
» No conseguía apartar m i vista de aquello y de la m ultitud congregada
alrededor, pero Mael m e apretó el brazo con m ás fuerza m ientras decía que
ahora debíam os acudir al santuario del dios con los sacerdotes m ás escogidos.
» Nuestros acom pañantes m e rodearon, en un evidente intento de ocultarm e a
las m iradas. Me di cuenta de que la m ultitud ignoraba lo que estaba sucediendo.
Probablem ente, sólo sabían que los sacrificios se iniciarían m uy pronto y que los
druidas transm itirían alguna m anifestación del dios.
» Del grupo, sólo uno portaba una antorcha. Abrió la m archa y nos
adentram os en la oscuridad nocturna del bosque. Mael iba a m i lado y las dem ás
figuras de blancas túnicas avanzaban delante de nosotros, a los flancos y detrás.
» Hum edad. Silencio. Y los árboles elevándose a tal vertiginosa altura contra
el agonizante resplandor del cielo lej ano que parecían crecer ante m i propia
m irada.
» Podía echar a correr en aquel instante, m e dij e, pero ¿cuánto tardaría toda
aquella raza feroz en lanzarse a perseguirm e?
» Por fin habíam os llegado a una arboleda y, a la débil luz de la llam a, vi unos
rostros espantosos tallados en la corteza de los árboles, y cráneos hum anos
sonriendo en las som bras desde lo alto de unas estacas. En unos troncos tallados
había m ás calaveras, apiladas una sobre otra en hileras. El lugar era, de hecho,
un osario, y el silencio que nos envolvía parecía dar vida a aquellas cosas
horribles, parecía hacerlas hablar repentinam ente.
» Traté de sacarm e de encim a aquella fantasía, aquella sensación de que las
hileras de cráneos nos estaban observando.
» Allí no había nadie m irando, m e dij e; no existía ninguna conciencia
continuada de nada.
» Pero nos habíam os detenido ante un nudoso roble de tan enorm es
dim ensiones que dudé de m is propios sentidos. No lograba hacerm e una idea de
la edad que debía de tener aquel árbol para haber alcanzado sem ej ante
circunferencia. Pero cuando alcé la vista, com probé que sus elevadas ram as aún
estaban vivas, cubiertas de verde follaj e, y que el m uérdago lo adornaba por
todas partes.
» Los druidas se habían apartado a derecha e izquierda. Sólo Mael
perm anecía cerca de m í. Y m e quedé contem plando el roble, con Mael algo
retirado a m i derecha, y vi los cientos de ram os de flores depositados al pie del
árbol, cuy os pequeños capullos apenas tenían y a color alguno baj o las som bras.
» Mael había inclinado la cabeza. Tenía los oj os cerrados y m e pareció ver
que los dem ás estaban en idéntica actitud, con los cuerpos tem blorosos. Noté la
fresca brisa acariciando la hierba. Escuché a nuestro alrededor las hoj as
transportadas por la brisa en un sonoro y prolongado suspiro que m urió com o
había surgido en el bosque.
» Y entonces, con toda claridad, escuché en la oscuridad unas palabras sin
sonido.
» Procedían, sin la m enor duda, del interior del propio árbol, y preguntaban si
el que iba a beber la Sangre Divina aquella noche cum plía todos los requisitos.
» Por un instante, creí estar volviéndom e loco. Me habían dado alguna
pócim a. ¡Pero no había bebido nada desde la m añana! Tenía la cabeza
despej ada, dolorosam ente despej ada, y volví a escuchar el pulso silencioso de
aquel personaj e que preguntaba ahora:
» “¿ Es un hombre instruido?”.
» La esbelta figura de Mael pareció brillar tenuem ente m ientras, sin duda,
expresaba su respuesta. Y los rostros de los dem ás parecían extasiados, con los
oj os fij os en el gran roble. El único m ovim iento era el parpadeo de la antorcha.
» “¿ Puede descender a las Entrañas?”.
» Vi asentir a Mael. Sus oj os se llenaron de lágrim as y su pálida nuez se
m ovió com o si tragara algo.
» “Sí, mi fiel servidor, estoy vivo y te estoy hablando. Has obrado bien y voy a
hacer el nuevo dios. Envíale a mí”.
» El asom bro no m e dej aba hablar, y tam poco tenía nada que decir. Todo
había cambiado. De repente, todas m is creencias, todas las cosas en las que
confiaba, habían sido puestas en cuestión. No sentía el m enor m iedo, sólo una
confusión que m e tenía paralizado. Mael m e tom ó del brazo. Los dem ás druidas
acudieron a ay udarle y fui conducido en torno al árbol, lim pio de las flores
am ontonadas en sus raíces, hasta quedar en la parte posterior del tronco, frente a
un gran m ontón de rocas apilado contra éste.
» La arboleda tam bién m ostraba por aquel lado sus im ágenes talladas, sus
colecciones de calaveras y las pálidas figuras de unos druidas a los que no había
visto antes. Y fueron éstos, algunos de ellos con largas barbas blancas, quienes se
adelantaron para poner sus m anos sobre las piedras y em pezar a apartarlas.
» Mael y los dem ás les ay udaron, levantando en silencio aquellas grandes
rocas, algunas de ellas tan pesadas que eran precisos tres hom bres para
m overlas, y colocarlas a un lado.
» Y, finalm ente, quedó al descubierto en la base del roble una recia puerta de
hierro con unos enorm es cerroj os. Mael sacó una llave de hierro y pronunció
unas largas palabras en el idiom a de los keltoi, a las cuales respondieron los
dem ás. A Mael le tem blaba la m ano, pero no tardó en abrir la puerta. El portador
de la antorcha encendió otra tea y m e la puso en las m anos m ientras Mael decía:
» —Entra ahora, Marius.
» Baj o la luz vacilante de las llam as, nos m iram os. El druida parecía una
criatura desvalida, incapaz de m over los m iem bros, aunque su corazón rebosaba
de alegría al contem plarm e. Vislum bré en ese instante un levísim o atisbo del
prodigio que le había acontecido e inflam ado, y m e sentí totalm ente abrum ado y
confundido por sus orígenes.
» Pero del interior del árbol, de la oscuridad que se abría tras aquella puerta
bastante tallada, surgió de nuevo la voz silenciosa:
» “No temas, Marius. Te espero. Toma la luz y ven a mí”.
7
» Cuando hube cruzado la puerta, los druidas cerraron ésta. Advertí que m e
hallaba en lo alto de una larga escalera de piedra. Era una construcción que iba a
ver una y otra vez a lo largo de los siglos siguientes, y que tú y a has visto dos
veces y volverás a ver: son los peldaños que descienden a la Madre Tierra, a las
cám aras donde siem pre se ocultan los Bebedores de la Sangre.
» El interior del roble contenía una cám ara de techo baj o, sin pulim entar, y la
luz de la antorcha se reflej aba en las bastas m arcas dej adas por los cinceles en la
m adera. Sin em bargo, la cosa que m e llam aba estaba en el fondo de la escalera.
Y, de nuevo, m e decía que no debía tener m iedo.
» No estaba asustado. Me sentía estim ulado com o en m is sueños m ás
turbulentos. No iba a m orir tan sencillam ente com o había im aginado. Estaba
descendiendo a un m isterio que resultaba infinitam ente m ás interesante de lo que
había previsto.
» Pero cuando llegué al pie de los estrechos escalones y m e encontré en la
pequeña cám ara de piedra, sentí terror ante lo que vi. Terror y repulsión. Una
repugnancia y un m iedo tan intuitivos que noté un nudo en la garganta que
am enazaba con ahogarm e o con hacerm e vom itar incontrolablem ente.
» Una criatura ocupaba un banco de piedra frente al pie de la escalera y, a la
luz de la antorcha, vi que tenía los brazos y las piernas de un hom bre. Su cuerpo
estaba negro y quem ado, horriblem ente quem ado todo él, reducido a la piel
cham uscada y los huesos. En realidad, tenía el aspecto de un esqueleto de oj os
am arillentos cubierto de brea. Únicam ente su larga m elena de cabellos blancos
perm anecía intacta. El ser abrió la boca para hablar y vi sus blancos dientes, sus
colm illos, y así la antorcha con fuerza tratando de no ponerm e a gritar com o un
loco.
» —No te acerques tanto a m í —dij o el ser—. Quédate donde pueda verte, no
com o ellos te ven, sino com o m is oj os pueden ver todavía.
» Tragué saliva e intenté respirar profundam ente. Ningún ser hum ano podría
quem arse de aquel m odo y sobrevivir. Y, en cam bio, aquel ser estaba vivo:
desnudo, encogido y negro. Y su voz era grave y herm osa. Se incorporó de su
asiento y cruzó la estancia con pasos lentos.
» Me apuntó con el dedo y sus oj os am arillos se abrieron ligeram ente,
revelando a la luz de la antorcha un leve tono roj o sangre.
» —¿Qué quieres de m í? —m urm uré sin poder contenerm e—. ¿Por qué he
sido traído aquí?
» —La causa es esta calam idad —respondió con idéntica voz, em bargada de
auténtico pesar. No se parecía en nada al sonido quej um broso que había esperado
oír de una criatura así—. Te daré m i poder, Marius. Te haré un dios y serás
inm ortal. Pero tienes que salir de aquí cuando hay am os term inado. Tienes que
encontrar el m odo de escapar a tus fieles adoradores, y tienes que descender a
las entrañas de Egipto para descubrir por qué m e ha acontecido esta… esta
desgracia…
» —El ser parecía flotar en la oscuridad; su cabello era una m ata de blanca
paj a en torno a la cabeza y, al hablar, sus m andíbulas extendían la piel coriácea y
ennegrecida adherida a su cráneo.
» —Nosotros —continuó— som os enem igos de la luz, som os dioses de las
tinieblas que servim os a la Madre Santa y vivim os y nos regim os únicam ente por
la luz de la Luna. Pero el Sol, nuestro enem igo, ha escapado de su curso natural y
nos ha buscado en la oscuridad. Por todo el país del norte donde éram os
adorados, en los bosques sagrados de las tierras de la nieve y el hielo, hasta este
país de frutos abundantes y hasta el este, el sol ha encontrado el m odo de
penetrar en el santuario durante el día o en el m undo de la noche y ha quem ado
vivos a los dioses. Los m ás j óvenes de entre éstos han perecido sin rem edio,
algunos estallando com o com etas delante de sus fieles. Otros han m uerto presas
de un calor tal que el árbol sagrado se ha convertido en una pira funeraria. Sólo
los m ás viej os, los que han servido largo tiem po a la Gran Madre, han continuado
m oviéndose y hablando com o y o, pero sum idos en dolores agónicos y
atem orizando a sus fieles adoradores al aparecer ante ellos. Es preciso que hay a
un nuevo dios, Marius, fuerte y herm oso com o era y o, el am ante de la Gran
Madre, pero sobre todo debe ser un dios lo bastante fuerte para escapar de sus
adoradores, salir del roble por alguna vía, descender a las entrañas de Egipto en
busca de los viej os dioses y descubrir por qué se ha producido esta calam idad.
Tienes que ir a Egipto, Marius; debes viaj ar a Alej andría y a las viej as ciudades
y debes invocar a los dioses con la voz silenciosa que tendrás cuando te hay a
creado. Y debes descubrir quién vive y cam ina todavía, y la razón de que hay a
sucedido esta desgracia.
» El ser cerró los oj os y perm aneció donde estaba; su ligera figura vibraba
incontroladam ente com o si estuviera hecha de papel negro; y de pronto,
inexplicablem ente, m e asaltó un aluvión de im ágenes violentas de aquellos dioses
del bosque estallando en llam as. Escuché sus gritos. Mi m ente, rom ana y
racional, se resistió a aquellas im ágenes. Traté de grabarlas en m i m em oria y de
m antenerlas a ray a, en lugar de rendirm e a ellas, pero el creador de tales
im ágenes, aquel ser, se m ostró paciente y las escenas continuaron. Vi un país que
sólo podía ser Egipto, con ese am arillo tostado de todas las cosas, la arena que lo
cubre todo y lo em paña y lo vuelve del m ism o color. Y vi m ás escaleras
excavadas en la tierra, y santuarios…
» —Encuéntrales —insistió la voz—. Descubre cóm o y por qué ha llegado a
suceder esto. Ocúpate de que no vuelva a pasar nunca m ás. Utiliza tus poderes en
las calles de Alej andría hasta que encuentres a los antiguos. Y oj alá los antiguos
estén allí igual que y o estoy aquí todavía.
» Me sentí dem asiado anonadado para responder, dem asiado em pequeñecido
ante aquel m isterio. Y tal vez incluso hubo un instante en que acepté m i destino,
en que lo acepté por com pleto. Pero no estoy seguro de ello.
» —Lo sé —dij o entonces aquel ser—. No puedes ocultarm e ningún secreto,
Marius. Sé que no deseas ser el Dios del Bosque y que pretendes escapar, pero
debes saber que esta catástrofe te alcanzará donde vay as, a m enos que descubras
su causa y el m odo de prevenirla. Por eso sé que descenderás a las entrañas de
Egipto, pues, de lo contrario, tam bién tú acabarás quem ado por ese sol
sobrenatural, incluso al am paro de la noche o en el seno de la oscura tierra.
» Se m e acercó un poco, arrastrando sus secos pies sobre el suelo de piedra.
» —Tom a buena nota de lo que te digo: debes escapar esta m ism a noche.
Diré a los devotos que tienes que viaj ar a las entrañas de Egipto por la salvación
de todos nosotros, pero, al contar con un dios nuevo y poderoso, se m ostrarán
reacios a separarse de él. Con todo, es preciso que viaj es allí. Y no debes perm itir
que te aprisionen en el roble después de la fiesta. Debes escapar y alej arte
deprisa. Y antes del alba, sepultarte en la Madre Tierra para escapar a la luz. Ella
te protegerá. Ahora, ven a m í. Te daré La Sangre. Oj alá m e quede todavía la
energía necesaria para transm itirte m i antigua fuerza. Será un proceso lento.
Em plearem os m ucho tiem po. Te tom aré y te daré varias veces, pero es preciso
que lo haga, y es preciso que tú te conviertas en dios, y es preciso que hagas lo
que te he dicho.
» Sin esperar a m i asentim iento, el ser se abalanzó de im proviso sobre m í,
atenazándom e con sus dedos requem ados. La antorcha m e cay ó de la m ano y
retrocedí un paso hacia la escalera, pero sus dientes y a se hundían en m i
garganta.
» Tú sabes bien lo que sucedió entonces, Lestat; conoces bien qué se siente
cuando te desangras, cuando em pieza el m areo. Durante esos m om entos, vi las
tum bas y los tem plos de Egipto. Vi dos figuras resplandecientes sentadas una
j unto a otra com o en un trono. Vi y oí otras voces que m e hablaban en otros
idiom as. Y, por debaj o de todo aquello, m e llegaba la m ism a orden; servir a la
Madre, aceptar la sangre del sacrificio, presidir este culto que es el único, el culto
eterno de los árboles.
» Yo m e debatía com o lo hace uno en sueños, incapaz de gritar y de escapar.
Y cuando advertí que estaba libre y no aplastado contra el suelo, volví a ver al
dios, igual de negro que antes pero ahora m ucho m ás robusto, com o si el fuego le
hubiera tostado sólo por fuera y todavía conservara todo su vigor. Su rostro poseía
nitidez, belleza incluso, con unas facciones bien form adas baj o la agrietada
envoltura de cuero requem ado que era su piel. Los oj os am arillos m ostraban
ahora en torno a las órbitas los pliegues naturales de piel y carne, que daban el
aspecto de pórticos de un alm a. No obstante, el ser aún seguía lisiado, abrum ado
de sufrim ientos, casi incapaz de m overse.
» —Levántate, Marius —m urm uró—. Tienes sed y voy a darte de beber.
Levántate y ven a m í.
» Y y a conoces el éxtasis que sentí entonces, cuando su sangre pasó a m í,
cuando se abrió cam ino por cada vaso, por cada órgano.
» Pero el terrible péndulo sólo había em pezado a m overse.
» Pasé horas en el roble m ientras él m e sorbía la sangre y m e la devolvía una
y otra vez. Cuando m e vaciaba, y o y acía en el suelo, y, sollozando, m e m iraba
las m anos, convertidas en puro hueso. Vacío, m e m architaba com o él lo había
estado. Y entonces el ser volvía a darm e a beber la sangre y despertaba en m í un
frenesí de deliciosas sensaciones, para privarm e de ellas nuevam ente poco
después.
» Con cada intercam bio m e llegaban nuevas enseñanzas: que era inm ortal,
que sólo el sol y el fuego podían m atarm e, que debería pasar el día durm iendo
baj o tierra y que nunca conocería la enferm edad ni la m uerte natural. Que m i
alm a nunca transm igraría a otra form a, que era el servidor de la Madre y que la
Luna m e daría fuerza.
» Que m e saciaría con la sangre de los m alhechores e incluso de los inocentes
sacrificados a la Madre, que debería perm anecer en ay uno entre los sacrificios
para que m i cuerpo quedara seco y vacío com o el trigo m uere sobre los cam pos
en invierno, y que volvería a llenarm e con la sangre del sacrificio y recobraría
entonces la plenitud y la herm osura com o las plantas brotan en prim avera.
» En m i sufrim iento y m i éxtasis se reproduciría el ciclo de las estaciones. Y
los poderes de m i m ente, la capacidad de leer los pensam ientos y las intenciones
de los dem ás, los debería usar para hacer los j uicios entre m is adoradores, para
guiarles en su j usticia y en sus ley es. Jam ás debía beber otra sangre que la del
sacrificio. Jam ás debía tratar de em plear m is poderes en m i propio provecho.
» Todas estas cosas aprendí. Todo esto com prendí. Pero lo que realm ente
conocí durante esas horas fue lo que todos descubrim os en el m om ento de Beber
la Sangre: que y a no era un hom bre m ortal; que había dej ado atrás todo cuanto
conocía y m e había convertido en algo tan poderoso que las viej as enseñanzas
apenas podían concebirlo o explicarlo; que m i destino, por utilizar las palabras de
Mael, estaba m ás allá de los conocim ientos que cualquiera —m ortal o inm ortal—
pudiera poseer.
» Finalm ente, el dios m e preparó para salir del árbol. Me extraj o tanta sangre
que apenas logré sostenerm e en pie. Ahora, era un espectro. Lloraba de sed, veía
y olía sangre y, de haber tenido las fuerzas necesarias, m e habría lanzado sobre
él, le habría inm ovilizado y le habría sorbido hasta la últim a gota. Pero las
fuerzas, por supuesto, las tenía él.
» —Estás vacío, com o lo estarás siem pre al inicio de la celebración —m e
dij o—, para que puedas saciarte con la sangre del sacrificio. Pero recuerda lo
que te he dicho. Después de presidir la cerem onia, debes encontrar un m odo de
escapar. En cuanto a m í, trata de salvarm e. Diles que debo ser m antenido a tu
lado. Aunque, con toda probabilidad, m i tiem po ha llegado a su fin.
» —¿Cóm o? ¿A qué te refieres? —inquirí.
» —Ya lo verás. Aquí basta con que hay a un dios, un dios bueno —declaró—.
Si pudiera ir contigo a Egipto, podría beber la sangre de los antiguos y m e
curaría. Tal com o estoy, tardaría siglos en sanar y no se m e concederá tanto
tiem po. Pero recuerda, desciende a las entrañas de Egipto. Haz todo lo que te he
dicho.
» El ser m e dio la vuelta y m e em puj ó hacia la escalera. La antorcha ardía
aún en un rincón y, cuando la ascensión m e llevó cerca de la puerta del tronco,
capté el olor de la sangre de los druidas que m e aguardaban y estuve a punto de
rom per a llorar.
» —Ellos te proporcionarán toda la sangre que puedas beber —dij o el ser
detrás de m í—. Ponte en sus m anos.
8
» —Puedes im aginar el aspecto que ofrecía cuando surgí del tronco del roble.
Los druidas habían aguardado a que llam ara a la puerta y, con m i voz silenciosa,
les había dicho:
» “Abrid. Soy el dios”.
» Mi m uerte hum ana había term inado hacía m ucho. Estaba fam élico, y, con
seguridad, m i rostro no era sino una calavera anim ada. Sin duda, los oj os m e
sobresalían de las órbitas y m ostraba los dientes desnudos. La túnica blanca m e
colgaba com o si tuviera debaj o un esqueleto. No habría podido presentar una
prueba m ás fehaciente de m i divinidad a aquellos druidas, que m e contem plaron
llenos de asom bro y veneración m ientras salía del tronco del árbol.
» Pero y o no sólo vi sus rostros, sino tam bién sus corazones. Vi en Mael el
alivio de com probar que el dios del árbol aún había tenido fuerzas suficientes
para crearm e. Vi en su m ente la confirm ación de todas sus creencias.
» Y m e di cuenta entonces de esa otra visión que nos ha sido dada y que nos
perm ite observar el fondo del espíritu de cada hom bre, enterrado profundam ente
en un crisol de carne y sangre calientes.
» La sed era una pura agonía, y, reuniendo todas m is nuevas fuerzas, dij e:
» —Llevadm e a los altares. La celebración del Sam hain va a em pezar.
» Los druidas em itieron unos gritos escalofriantes. Se pusieron a aullar en el
bosque. Y a lo lej os, m ás allá de la arboleda sagrada, se alzó el rugido
ensordecedor de la m ultitud que había estado aguardando aquel alarido.
» Avanzam os rápidam ente en procesión hacia el claro, y un núm ero cada vez
m ay or de aquellos sacerdotes de blancas túnicas salieron a recibirnos y m e
encontré baj o una lluvia de flores frescas y fragantes por todas partes, de
capullos que aplastaba baj o m is pies m ientras era saludado con him nos.
» No preciso decirte el aspecto que tenía el m undo para m í con la nueva
visión, cóm o veía cada m atiz de color y cada superficie baj o el fino velo de la
oscuridad, cóm o asaltaban m is oídos aquellos him nos y cánticos.
» Marius, el hom bre, estaba desintegrándose dentro de aquel nuevo ser.
» Las trom petas resonaron en el claro cuando subí los peldaños del altar de
piedra y extendí la m irada sobre los m iles de m ortales reunidos allí sobre el m ar
de rostros expectantes, sobre las gigantescas figuras de m adera con sus víctim as
condenadas agitándose y gritando todavía en su interior.
» Ante el altar había dispuesto un gran caldero de plata con agua, y, baj o el
cántico de los sacerdotes, una cuerda de presos era conducida hacia el caldero
con los brazos atados a la espalda.
» Las voces cantaban a coro en torno a m í m ientras los sacerdotes m e
echaban flores sobre el cabello y los hom bros y a m is pies.
» —Herm oso y poderoso, dios de los bosques y los cam pos, bebe ahora los
sacrificios que te ofrecem os para que, com o tus m iem bros m architos se llenan
de vida, tam bién la tierra se renueve. Bebe y perdónanos por segar la espiga que
nos da la cosecha, y bendice la sem illa que sem bram os.
» Y vi ante m í a los escogidos para ser m is víctim as, tres hom bres recios,
atados com o los dem ás pero lim pios y vestidos tam bién con túnicas blancas, y
flores en el cabello y los hom bros. Eran j óvenes, atractivos e inocentes, y
aguardaban sobrecogidos de pavor a que se cum pliera la voluntad del dios.
» El sonido de las trom petas era ensordecedor. El rugido de la m ultitud era
incesante.
» —¡Que em piecen los sacrificios! —exclam é.
» Y m ientras el prim ero de los j óvenes era conducido hasta m í, m ientras m e
disponía a beber por prim era vez de esa copa en verdad divina que es la vida
hum ana, m ientras sostenía en m is m anos la sangre cálida de m i víctim a, la
sangre dispuesta para m i boca abierta, vi prender las hogueras baj o los gigantes
de m im bre y ram as, y vi a los dos prim eros prisioneros sum ergidos por la fuerza
cabeza abaj o en el agua del caldero de plata.
» Muerte por fuego, m uerte por agua, m uerte baj o los dientes penetrantes del
ham briento dios.
» En un éxtasis ancestral, los him nos continuaron: dios de la luna creciente y
m enguante, dios de los bosques y cam pos, tú que eres la im agen m ism a de la
m uerte en tu ay uno, vuélvete fuerte con la sangre de las víctim as, vuélvete
herm oso para que la Gran Madre te acoj a con ella.
» No sé cuánto duró aquello. Una eternidad: las llam as de los gigantes de
m adera, el griterío de las víctim as, la larga procesión de los que iban a ser
ahogados. Bebí y bebí, no sólo de los tres escogidos sino de una decena m ás,
antes de que los introduj eran en el caldero o los arroj aran a la pira de los
gigantes. Los sacerdotes decapitaban a los m uertos con grandes espadas
ensangrentadas, apilaban las cabezas en pirám ides a am bos lados del altar y
retiraban los cuerpos.
» Allí donde m iraba, veía rostros sudorosos y extasiados; allí donde m iraba,
oía los cánticos y los gritos. Al fin, el frenesí em pezó a decrecer. Los gigantes
term inaron de caer en un m ontón de pavesas hum eantes sobre las cuales los
hom bres arroj aron m ás brea y m ás leña m enuda.
» Y llegó el m om ento de los j uicios, de que los hom bres se presentaran ante
m í y expusieran sus intenciones de venganza contra otros, y de que y o viera en
sus alm as con m is nuevos oj os. La cabeza m e daba vueltas. Había bebido
dem asiada sangre, pero sentía dentro de m í tal poder que podría haber cruzado
de un salto el claro del bosque y perderm e en su espesura. Me pareció que casi
habría podido desplegar unas alas invisibles.
» No obstante, llevé a cabo m i “destino”, com o Mael lo había denom inado.
Encontré a uno j usto, a otro errado, a éste inocente; a aquél, m erecedor de la
m uerte.
» No sé cuánto tiem po se prolongó aquello, pues m i cuerpo y a no m edía el
tiem po en térm inos de cansancio. Pero finalm ente term inó y m e di cuenta de
que había llegado el m om ento de la acción.
» De algún m odo, tenía que hacer lo que el viej o dios m e había ordenado, y
que era escapar a la prisión del roble. Y tenía m uy poco tiem po para hacerlo,
apenas una hora antes de que am aneciera.
» Respecto a lo que m e aguardara en Egipto, todavía no había tom ado una
decisión, pero sabía que, si dej aba que los druidas m e volvieran a encerrar en el
árbol sagrado, perm anecería allí fam élico hasta la pequeña ofrenda de la
siguiente luna llena. Y todas m is noches hasta entonces serían de sed y de tortura
y de lo que el viej o había llam ado los sueños de los dioses, en los que aprendería
los secretos del árbol y de las hierbas que crecían y de la silenciosa Madre.
» Pero tales secretos no eran para m í.
» Los druidas m e rodearon entonces y nos dirigim os de nuevo al árbol
sagrado. Los him nos se apagaron, convirtiéndose en una letanía que m e
conm inaba a perm anecer en el interior del roble para santificar el bosque, a ser
su guardián y a contestar bondadosam ente a través del árbol a los sacerdotes que,
de vez en cuando, acudieran a pedirm e guía y consej o.
» Me detuve antes de llegar al roble. En m edio de la arboleda ardía una gran
hoguera cuy a luz espectral ilum inaba los rostros tallados en la m adera y los
m ontones de cráneos hum anos. El resto de los sacerdotes estaba en torno a la
pira, esperando. Un escalofrío de terror m e recorrió con toda la nueva intensidad
que tienen para nosotros tales sensaciones.
» Em pecé a hablar apresuradam ente. Con voz autoritaria, les dij e que quería
que todos abandonaran la arboleda. Que m e encerraría en el roble al alba con el
viej o dios. Sin em bargo, pude percatarm e de que no daba resultado. Los druidas
seguían observándom e fríam ente e intercam biaban m iradas entre ellos, con los
oj os inexpresivos com o cuentas de cristal.
» —¡Mael! —insistí—. Haz lo que te ordeno. Di a los sacerdotes que
abandonen la arboleda.
» De pronto, sin el m enor aviso, la m itad de la asam blea de druidas corrió
hacia el árbol m ientras la otra m itad m e suj etaba por los brazos.
» Grité a Mael, quien dirigía el asalto al árbol, que se detuviera. Traté de
liberarm e, pero una docena de sacerdotes m e tenían suj eto y a por brazos y
piernas.
» Si hubiera tenido idea de la m agnitud de m i poder, m e habría
desem barazado de ellos sin dificultad. Pero desconocía m is fuerzas. Aún estaba
casi ebrio tras el festín, y dem asiado horrorizado por lo que sabía que iba a
suceder a continuación. Mientras m e debatía tratando de liberar los brazos y
lanzando patadas a los que m e agarraban, el viej o dios, aquel ser desnudo y
negro, fue sacado del árbol y arroj ado al fuego.
» Sólo alcancé a verle un instante, y lo único que percibí en él fue
resignación. Ni una sola vez alzó los brazos para resistirse. Llevaba los oj os
cerrados y no m e m iró, ni a m í ni a nadie, y en ese instante recordé lo que m e
había dicho acerca de su agonía, y m e puse a llorar.
» Mientras le quem aban, y o fui presa de violentos tem blores. Pero del centro
m ism o de las llam as m e llegó su voz: “Cumple lo que te he ordenado, Marius. Tú
eres nuestra esperanza”. Y aquello significaba que debía salir de allí
inm ediatam ente.
» Me hice pequeño y abatido baj o las m anos de quienes m e suj etaban.
Sollocé y sollocé y m e com porté com o si fuera la triste víctim a de toda aquella
m agia, el pobre dios bueno que debía llorar a su padre que acababa de
desaparecer en las llam as. Y cuando noté que su presión se relaj aba, cuando vi
que todos y cada uno de ellos estaban m irando hacia la pira, giré sobre m í m ism o
con todas m is fuerzas, soltándom e de sus m anos, y eché a correr hacia los
árboles lo m ás rápido que pude.
» En aquella carrera inicial, supe por prim era vez qué eran m is poderes.
Cubrí los cientos de m etros en un instante, sin que m is pies rozaran apenas el
suelo.
» Pero m uy pronto se alzó el griterío: “EL DIOS HA HUIDO” y, en cuestión
de segundos, la m ultitud del claro elevaba un rugido y m iles y m iles de m ortales
se lanzaron hacia los árboles.
» Me pregunté, m ientras corría, cóm o había podido suceder todo aquello. ¡De
pronto, m e había convertido en un dios, lleno de sangre hum ana, que huía de
m iles de bárbaros celtas a través de un bosque endem oniado!
» Ni siquiera m e detuve a despoj arm e de la túnica blanca, sino que m e la
arranqué a pedazos sin dej ar de correr, y luego salté a las ram as de los árboles y
avancé aún m ás deprisa pasando de copa en copa de los robles.
» En cuestión de m inutos, estaba tan lej os de m is perseguidores que ni
siquiera m e llegaban sus voces. Sin em bargo, continué corriendo, saltando de
ram a en ram a, hasta que no tuve nada que tem er salvo el sol de la m añana.
» Y aprendí entonces lo que Gabrielle descubrió tan pronto en vuestras
correrías: que podía sepultarm e con facilidad baj o la tierra para protegerm e de
la luz.
» Cuando desperté, la intensidad de la sed m e desconcertó. No podía im aginar
cóm o había hecho el viej o dios para soportar el ay uno ritual. Sólo podía pensar
en sangre hum ana.
» Pero los druidas habían tenido el día para perseguirm e. Tenía que avanzar
con cautela.
» Y esa noche ay uné m ientras corría por el bosque, sin calm ar la sed hasta
avanzada la m adrugada, cuando topé con una banda de salteadores que m e
proporcionó la sangre de un m alhechor y una buena indum entaria.
» En esas horas previas al alba, hice un repaso de la situación. Había
aprendido m ucho acerca de m is poderes, y descubriría m ucho m ás. Y viaj aría a
las entrañas de Egipto, no por los dioses o por sus adoradores, sino para descubrir
qué significaba todo aquello.
» Y así puedes ver, Lestat, que y a entonces, hace m ás de diecisiete siglos, nos
hacíam os preguntas y rechazábam os las explicaciones que nos daban, que
am ábam os la m agia y el poder por sí m ism os.
» En la tercera noche de m i nueva vida, m e introduj e en m i viej a casa de
Massilia y encontré allí m i biblioteca, la m esa de escribir y los libros. Y a m is
fieles esclavos, felices de verm e. ¿Qué sentido tenía todo aquello para m í? ¿Qué
significaba que hubiera escrito aquella historia, que hubiese dorm ido en aquel
lecho?
» Supe que no podía seguir siendo Marius, el rom ano. Pero aprovecharía lo
que pudiera de él. Envié a m is am ados esclavos de vuelta a casa. Escribí a m i
padre diciéndole que una grave enferm edad m e obligaba a pasar el resto de m is
días en el clim a caluroso y seco de Egipto. Envié el resto de m i historia a las
personas de Rom a que la leerían y publicarían y, finalm ente, zarpé para
Alej andría con oro en los bolsillos, m is viej os docum entos de viaj e y dos
esclavos de aspecto torvo que nunca hacían com entarios sobre el hecho de que
sólo apareciera de noche.
» Y un m es después de la gran festividad de Sam hain en las Galias, estaba
deam bulando por las oscuras callej as serpenteantes de la noche de Alej andría,
buscando a los viej os dioses con m i voz silenciosa.
» Estaba loco, pero sabía que la locura pasaría. Era preciso que encontrara a
los viej os dioses. Y tú sabes por qué tenía que encontrarlos. No era sólo la
am enaza de la calam idad, el sol buscándom e en la oscuridad de m i sueño diurno,
o visitándom e con un fuego arrasador baj o la com pleta negrura de la noche.
» Tenía que encontrar a los viej os dioses porque no podía soportar m i vida
solitaria entre los hom bres. Todo el horror de m i vida m e pesaba encim a y,
aunque sólo m ataba al asesino, al m alhechor, m i conciencia estaba dem asiado
despierta com o para engañarse a sí m ism a. No podía soportar la idea de que y o,
Marius, que había conocido y disfrutado de tanto am or en m i vida, fuera ahora el
incansable portador de la m uerte.
9
» Alej andría no era una ciudad m uy antigua. Apenas tenía poco m ás de tres
siglos de existencia, pero poseía un gran puerto y albergaba la biblioteca m ás
grande del m undo rom ano, a la que acudían a investigar estudiosos de todo el
Im perio. Yo m ism o había sido uno de ellos en otra vida, y allí volvía a
encontrarm e ahora.
» Si el dios no m e hubiera dicho que viaj ara a la ciudad, habría preferido
adentrarm e m ás en Egipto, descender a sus entrañas, por usar la frase de Mael,
pues sospechaba que la respuesta a todos los acertij os se hallaba en los tem plos
m ás antiguos.
» Pero una curiosa sensación m e asaltó en Alej andría. Supe que los dioses
estaban allí. Supe que ellos guiaban m is pasos cuando buscaba los callej ones de
las casas de prostitución y los tugurios de los ladrones, los lugares donde iban los
hom bres a perder sus alm as.
» Por la noche, acostado en el lecho de m i casita rom ana, llam aba a los
dioses. Luchaba con m i locura. Buscaba, com o tú has buscado, una respuesta a
los interrogantes sobre la fuerza, los poderes y las arrasadoras em ociones que
ahora poseía. Y una noche, poco antes de am anecer, cuando sólo la luz de una
lám para brillaba tras los finos velos del lecho, volví los oj os hacia la puerta del
j ardín y vi una figura negra y quieta baj o el dintel.
» Por un m om ento, m e pareció un sueño, pues la figura no despedía ningún
olor, no parecía respirar y no hacía el m enor sonido. Entonces supe que era uno
de los dioses. Pero y a se había desvanecido y perm anecí sentado en el lecho, con
la vista fij a en la puerta, tratando de recordar lo que había visto: una figura negra
y desnuda de cabeza calva y penetrantes oj os encarnados, un ser que parecía
perdido en su propio silencio, extrañam ente tím ido, sólo concentrado en m overse
en el últim o m om ento antes de quedar com pletam ente al descubierto.
» La noche siguiente, en las callej uelas de la ciudad, escuché una voz que m e
invitaba a seguirla. Pero era una voz m enos inteligible que la que había oído
surgir del árbol, y se lim itaba a indicarm e que la puerta estaba cerca.
Finalm ente, llegó el m om ento en que, silencioso y tranquilo, m e encontré ante la
puerta.
» Fue un dios quien la abrió. Fue un dios quien m e indicó que entrara.
» Sentí m iedo m ientras descendía la inevitable escalera y recorría un túnel en
pronunciada pendiente. Prendí la vela que había llevado conm igo y advertí que
estaba penetrando en un tem plo subterráneo, un lugar m ás antiguo que la ciudad
de Alej andría, un santuario construido tal vez en tiem pos de los antiguos faraones,
con los m uros cubiertos de pequeñas escenas coloreadas que describían la vida
en el antiguo Egipto.
» Y vi entonces la escritura, los espléndidos j eroglíficos con sus pequeñas
m om ias y aves y brazos sin cuerpo abrazando obj etos, y serpientes enroscadas.
» Continué avanzando y llegué a un inm enso recinto de colum nas cuadradas
y techo altísim o. Hasta la últim a piedra de aquel lugar estaba decorada con
im ágenes idénticas a las anteriores.
» Entonces vi, por el rabillo del oj o, algo que al principio m e pareció una
estatua. Era una figura negra, de pie j unto a una de las colum nas, con la m ano
levantada y apoy ada en la piedra. Pero supe que no era una estatua. Ningún dios
egipcio hecho de diorita aparecía j am ás en aquella postura ni llevaba una falda
de tela auténtica cubriéndole las piernas.
» Me volví lentam ente, preparándom e para soportar la prim era visión directa
de aquel ser, y descubrí la m ism a carne quem ada que y a conocía, el m ism o
cabello largo, aunque negro azabache, los m ism os oj os am arillentos. Sus labios
m architos dej aban al descubierto los dientes y las encías, y el aliento que salía de
su garganta estaba lleno de dolor.
» —¿Cóm o y cuándo has venido? —m e preguntó en griego.
» Me vi a m í m ism o com o él m e percibía, fuerte y lum inoso, con m is oj os
azules com o un circunstancial m isterio m ás, y vi m i indum entaria rom ana, m i
túnica de lino suj eta a los hom bros con hebillas de oro y m i capa roj a. Con la
larga m elena rubia, m i aspecto debía de ser el de un vagabundo de los bosques
del norte, civilizado sólo en la superficie; y quizá tal cosa era cierta, ahora.
» Pero en aquel instante era él quien m e interesaba. Le vi con m ás claridad,
la carne lacerada, quem ada en la caj a torácica y enm ohecida en las clavículas y
los huesos que sobresalían de sus caderas. Aquel ser no estaba fam élico, sino que
había bebido sangre hum ana recientem ente. Sin em bargo, su agonía era com o si
despidiera calor, com o si el fuego aún le estuviera cociendo por dentro, com o si
su figura fuera un infierno encerrado en sí m ism o.
» —¿Cóm o has escapado al fuego? —m e preguntó—. ¿Qué te ha salvado?
¡Responde!
» —Nada m e ha salvado —respondí, tam bién en griego.
» Me acerqué a él y aparté la vela a un lado cuando advertí que el ser rehuía
la pequeña llam a. En su vida había sido enj uto, ancho de espaldas com o los
viej os faraones, y llevaba su largo cabello en un flequillo recto sobre la frente, al
estilo antiguo.
» —Cuando sucedió esa calam idad, y o no había sido creado —le expliqué—.
Fui hecho inm ortal después, por el dios del bosque sagrado de las Galias.
» —¡Ah!, entonces no ha sido afectado, ese creador tuy o.
» —Al contrario. Estaba quem ado com o tú, pero aún conservaba las fuerzas
suficientes para hacerlo. Una y otra vez m e dio y m e quitó la sangre. Me dij o
que viniera a Egipto y descubriera por qué ha sucedido esta catástrofe. Me dij o
que los dioses de los bosques habían estallado en llam as, unos m ientras dorm ían y
otros m ientras estaban despiertos. Me dij o que así había sucedido por todo el
norte.
» —Sí. —El ser m ovió la cabeza y em itió una carcaj ada seca y ronca que
estrem eció todo su cuerpo—. Y sólo el anciano tuvo las fuerzas suficientes para
sobrevivir, para heredar la agonía que sólo la inm ortalidad puede m antener. Y
por eso sufrim os. Pero ahora tú has sido creado y has venido. Harás m ás com o
nosotros. Pero ¿es j usto que los crees? ¿Acaso el Padre y la Madre habrían
perm itido que nos sucediera esto si no hubiera llegado la hora?
» —¿Quiénes son el Padre y la Madre? —Quise saber, consciente de que no
se refería a la Tierra cuando decía Madre.
» —Los prim eros de nosotros —respondió el ser—. Aquellos de quienes
descendem os todos nosotros.
» Intenté penetrar en sus pensam ientos, hurgar en la veracidad de lo que m e
decía, pero él advirtió lo que estaba haciendo y su m ente se cerró com o una flor
al atardecer.
» —Ven conm igo —dij o, y echó a andar con pasos pesados.
» Dej am os atrás el gran recinto y seguim os un largo corredor, decorado igual
que la cám ara.
» Aprecié que estábam os en un lugar aún m ás antiguo, construido con
anterioridad al tem plo que acabábam os de dej ar atrás. Ignoro cóm o supe que así
era. Allí no existía ese aire helado que has podido sentir en la escalera aquí, en la
isla. En Egipto, uno no nota esas cosas. Nota otra. Uno nota la presencia de algo
vivo en el propio aire.
» Con todo, al continuar cam inando, aparecieron otras pruebas m ás tangibles
de esa antigüedad. Las pinturas de aquellos m uros eran m ás antiguas, los colores
eran m ás apagados y, aquí y allá, había partes dañadas donde el estuco de color
se había desprendido y había caído. El estilo de las im ágenes había cam biado. El
cabello negro de las figurillas era m ás largo y m ás abundante y el conj unto
parecía m ás herm oso y encantador, m ás lleno de luz y de com plej os dibuj os.
» A lo lej os se oía el goteo del agua sobre la piedra. El sonido producía un eco
m elodioso en el corredor. Las paredes parecían haber captado la esencia de la
vida en aquellas figuras delicadas y pintadas con am or; daba la im presión de que
la m agia invocada una y otra vez por los antiguos pintores religiosos em itía un
leve efluvio de m ortecino poder. Escuché susurros de vida donde no los había.
Percibí la gran continuidad de la historia aunque no hubiera nadie que tuviese
conciencia de ella.
» La figura oscura que avanzaba a m i lado se detuvo m ientras y o
contem plaba las paredes. Hizo un vago gesto de que le siguiera por una puerta y
entram os en una larga cám ara rectangular cubierta por entero con aquellos
artísticos j eroglíficos. Era com o estar encerrado en un m anuscrito. Y vi allí dos
sarcófagos egipcios, de la m ism a época que la sala, colocados cabeza con cabeza
contra la pared.
» Eran dos piezas de piedra talladas con la form a de las m om ias para las que
habían sido realizadas, y perfectam ente m odeladas y pintadas para representar a
los difuntos, con los rostros de oro batido y los oj os de lapislázuli.
» Sostuve en alto la vela y, con gran esfuerzo, m i guía abrió la tapa de los
sarcófagos y la retiró para que pudiera ver el interior.
» Descubrí lo que, a prim era vista, m e parecieron dos cuerpos. Sin em bargo,
al acercarm e un poco m ás, com probé que eran m ontones de cenizas con form a
hum ana. No quedaba de ellos tej ido alguno, salvo algún colm illo m uy blanco y
algún que otro fragm ento de hueso.
» —Ahora y a no hay sangre que pueda devolverles la vida —m urm uró m i
guía—. No hay para ellos esperanza de resurrección. Los vasos sanguíneos han
desaparecido. Los que han podido levantarse, lo han hecho. Y pasarán siglos
antes de que curem os, de que conozcam os el final de nuestro dolor.
» Antes de cerrar los sarcófagos de las m om ias, vi que el interior estaba
ennegrecido por el fuego que había inm olado a los dos seres. No lam enté que las
tapas volvieran a su sitio.
» El guía dio m edia vuelta y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Le seguí con
la vela, pero hizo una pausa y echó otra m irada a los sarcófagos pintados.
» —Cuando las cenizas sean esparcidas —declaró—, sus alm as serán libres.
» —Entonces, ¿por qué no las esparces? —dij e y o, tratando de que m i voz no
sonara tan desesperada, tan perturbada.
» —¿Debo hacerlo? —replicó, m oviendo la piel quebradiza del contorno de
sus oj os—. ¿Crees que debo hacerlo?
» —¡A m í qué m e preguntas!
» El ser lanzó otra de sus secas risotadas y m e conduj o por el corredor hasta
una estancia ilum inada.
» Se trataba de una biblioteca en la que unas cuantas velas repartidas ponían a
la vista las estanterías de m adera en form a de rom bo donde se am ontonaban los
rollos de papiro y de pergam ino.
» Naturalm ente, aquello m e com plació, pues una biblioteca era algo que m e
resultaba com prensible. Era el único lugar hum ano donde aún sentía cierto grado
de m i viej a cordura.
» Pero m e quedé desconcertado al ver a otro —a otro de nosotros—, sentado
a uno de los lados tras un escritorio, con los oj os en el suelo.
» Aquel ser no tenía un solo cabello y, aunque com pletam ente ennegrecida,
su piel estaba tersa sobre unos m úsculos bien m odelados, y relucía com o si la
hubiesen bañado en aceite. Los rasgos de su rostro eran herm osos, la m ano que
apoy aba en el regazo de su falda de tela blanca estaba entrecerrada en un
delicado gesto y todos los m úsculos de su pecho desnudo se dibuj aban con
claridad.
» Se volvió y alzó los oj os hacia m í. Y, de inm ediato, se produj o algo entre él
y y o, algo m ás silencioso que el silencio, com o puede suceder entre nosotros.
» —Éste es el Viej o —dij o el débil ser que m e había conducido hasta allí—.
Puedes ver por ti m ism o que ha resistido al fuego. Pero no habla. Ni ha dicho
nada desde que sucedió la calam idad. Sin em bargo, sin duda sabe dónde están la
Madre y el Padre, y por qué han perm itido que esto pasara.
» El Viej o se lim itó a m irar de nuevo, pero en su rostro apareció una curiosa
expresión, algo sarcástica y levem ente divertida, y con un m atiz de desdén.
» —Ya antes de la catástrofe —añadió el otro ser—, el Viej o no nos hablaba a
m enudo. El fuego no le ha cam biado, no le ha hecho m ás receptivo. Perm anece
sentado en silencio, cada vez m ás com o la Madre y el Padre. De vez en cuando
lee. De vez en cuando deam bula por el m undo de arriba. Bebe la Sangre y
escucha los cánticos. En ocasiones baila. Habla con m ortales por las calles de
Alej andría, pero a nosotros no nos dirige la palabra. No habla con nosotros. Pero
él conoce… conoce la razón que nos hay a sucedido esto.
» —Déj am e con él —le indiqué.
» Sentí lo m ism o que cualquiera en una situación sem ej ante. Yo haría hablar
a aquel ser, le arrancaría alguna palabra. Lograría lo que nadie había sido capaz
de hacer. Pero no era la m era vanidad lo que m e im pulsaba. Tenía la certeza de
que aquél era el ser que había acudido al dorm itorio de m i casa, el que m e había
contem plado desde el um bral.
» Y había percibido algo en su m irada. Fuera inteligencia, interés o
reconocim iento de algún saber com partido, en ella había algo.
» En ese instante supe que llevaba dentro de m í la posibilidad de un m undo
distinto, desconocido para el Dios del Bosque e incluso para aquel ser débil y
herido que, a m i lado, contem plaba con desesperación al Viej o.
» El guía se retiró com o le había pedido. Me acerqué al escritorio y m iré al
Viej o.
» —¿Qué debo hacer? —pregunté en griego.
» Él alzó la m irada bruscam ente y pude apreciar en su rostro eso que llam o
inteligencia.
» —¿Tiene algún obj eto que siga haciéndote preguntas? —continué.
» Había escogido con cuidado m i tono de voz. No había en él nada
cerem onioso, nada reverencial. Era el m ás fam iliar posible.
» —¿Qué es lo que quieres saber? —respondió él, hablándom e de pronto en
latín.
» Su voz era fría, las com isuras de sus labios estaban curvadas hacia abaj o y
su actitud era retadora y cargada de brusquedad.
» Para m í, fue un alivio poder expresarm e en latín.
» —Ya has oído lo que le he contado al otro —proseguí en el m ism o tono
inform al—, que fui creado por el Dios del Bosque en el país de los celtas y que
m e ha sido encom endado descubrir por qué los dioses han m uerto entre las
llam as.
» —¡Tú no vienes de parte de los Dioses del Bosque! —exclam ó, tan
sardónico com o antes.
» No había levantado la cabeza, sino sólo la m irada. Lo cual hacía que sus
oj os parecieran m ás retadores y cargados de desprecio.
» —Sí y no —expliqué—. Si podem os perecer de esta m anera, m e gustaría
saber la razón. Lo que ha sucedido una vez, puede repetirse. Y m e gustaría saber
si de verdad som os dioses y, en caso afirm ativo, cuáles son nuestras obligaciones
para con el hom bre. ¿Son el Padre y la Madre seres reales, o son un m ito? ¿Cóm o
em pezó todo? Sí, m e gustaría m ucho conocer todo esto.
» —Por accidente —m urm uró él.
» —¿Por accidente?
» Me incliné hacia delante. Creí haber entendido m al.
» —Em pezó por accidente —repitió con frialdad, om inosam ente, con
evidentes m uestras de considerar absurda la pregunta—. Hace cuatro m il años,
por accidente, y desde entonces ha estado envuelto en la m agia y la religión.
» —Confío en que m e estés diciendo la verdad.
» —¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Por qué razón debería protegerte de la
verdad? ¿Para qué m olestarm e en m entirte? Ni siquiera sé quién eres. Ni m e
im porta.
» —Entonces, explícam e a qué te refieres con eso de que sucedió por
accidente —insistí.
» —No sé. Tal vez lo haga. Tal vez no. He hablado m ás en estos últim os
m inutos que en m uchos años. La historia del accidente no sea quizá m ás verdad
que las ley endas que tanto placen a los otros. Los otros siem pre han escogido las
ley endas. Eso es lo que buscas en realidad, ¿no es cierto? —Su voz se alzó, al
tiem po que se incorporaba ligeram ente en la silla, com o si sus palabras irritadas
le im pulsaran a ponerse en pie—. Una historia de nuestra creación, análoga al
Génesis de los hebreos, a las epopey as de Hom ero, a los balbuceos de vuestros
poetas rom anos, Ovidio y Virgilio: una gran confusión de deslum brantes sím bolos
de los cuales se supone que ha surgido la vida m ism a. —Estaba en pie y hablando
a gritos, las venas le sobresalían en la negra frente y su m ano era un puño sobre
el escritorio—. Es el tipo de narración que llena los docum entos de estas salas,
que em erge en fragm entos de los him nos y de los encantam ientos. ¿Quieres
oírla? Es tan cierta com o cualquier otra.
» —Cuéntam e lo que quieras —respondí, tratando de m antener la calm a.
» El volum en de su voz m e lastim aba los oídos. Y escuché algo que se agitaba
en las estancias cercanas. Otras criaturas com o aquel ser enj uto y seco que m e
había conducido allí rondaban por las proxim idades.
» —Y puedes em pezar —añadí con acritud— confesándom e por qué has
acudido a m i casa aquí, en Alej andría. Has sido tú quien m e ha traído aquí. ¿Por
qué? ¿Para burlarte de m í? ¿Para insultarm e por haberte preguntado cóm o
em pezó esto?
» —Cálm ate.
» —Lo m ism o te digo.
» Me m iró de arriba abaj o parsim oniosam ente y sonrió. Abrió las m anos
com o en gesto de saludo o de ofrecim iento, y se encogió de hom bros.
» —Quiero que m e hables de la calam idad —insistí—. Te suplicaría que m e
lo contaras, si así pudiera conseguirlo. ¿Qué puedo hacer para convencerte?
» Su rostro experim entó varias transform aciones notables. Pude notar sus
pensam ientos, pero no oírlos. Noté un estado de ánim o m uy exaltado y, cuando
habló de nuevo, su voz sonó m ás espesa, com o si estuviera conteniendo la pena.
Com o si ésta le estuviera estrangulando.
» —Escucha nuestra viej a historia —dij o—. En los tiem pos rem otos antes de
la invención de la escritura, el buen dios Osiris, el prim er faraón de Egipto, fue
asesinado por hom bres m alvados. Y cuando Isis, su esposa, j untó de nuevo todas
las partes de su cuerpo, Osiris se convirtió en inm ortal y, desde ese instante, pasó
a gobernar el reino de los m uertos, el reino de la Luna y de la noche, y a recibir
los sacrificios de sangre para la gran diosa, que él bebía. Pero los sacerdotes
intentaron robarle el secreto de la inm ortalidad y, por ello, su culto se hizo secreto
y sus tem plos fueron conocidos sólo por aquellos de sus seguidores que le
protegían del dios Sol, el cual podía en cualquier m om ento tratar de destruir a
Osiris con sus ray os ardientes. Pero baj o esta ley enda puede adivinarse lo que
sucedió en realidad. Ese antiguo rey descubrió algo (o, m ás bien, fue víctim a de
algún desagradable suceso) y se convirtió en un ser sobrenatural dotado de un
poder que, en m anos de quienes le rodeaban, podía ser utilizado para hacer un
m al incalculable; por ello, el rey creó en torno a sí un culto con la intención de
contener ese m al m ediante las cerem onias y los m andam ientos, de lim itar La
Poderosa Sangre a quienes la utilizaran únicam ente para m agia blanca. Y de ahí
salim os.
» —¿Y la Madre y el Padre son Isis y Osiris?
» —Sí y no. La Madre y el Padre son los dos prim eros. Isis y Osiris son los
nom bres que utilizaron en las ley endas que contaron, o que les dio ese viej o culto
en el que se inj ertaron.
» —¿Cuál fue el accidente, entonces? ¿Cóm o se descubrió eso?
» El ser m e m iró largo rato en silencio y se sentó de nuevo, volviendo el
rostro a un lado. Su m irada se perdió en el vacío com o antes.
» —¿Por qué debería contártelo? —exclam ó; esta vez, sin em bargo, puso un
renovado énfasis en la pregunta, com o si realm ente se lo estuviera preguntando y
tuviera que encontrar una respuesta—. ¿Por qué tendría que hacer nada? Si la
Madre y el Padre no se levantan de las arenas para salvarse a sí m ism os cuando
el Sol asom a por el horizonte, ¿por qué debería y o m overm e, o hablar, o
continuar con esto?
» —¿Fue eso lo que sucedió, que la Madre y el Padre quedaron expuestos al
sol?
» Mi interlocutor alzó de nuevo los oj os hacia m í.
» —Fueron dej ados al sol, m i querido Marius —m urm uró. El hecho de que
conociera m i nom bre m e desconcertó—. Dej ados al sol. La Madre y el Padre no
se m ueven por propia voluntad, salvo de vez en cuando para cuchichearse cosas
entre ellos, para apartar de sí a aquellos de nosotros que acudim os a ellos en
busca de su sangre curativa. Ellos podrían curar a todos los que hem os sido
quem ados, si nos perm itieran beber su sangre redentora. El Padre y la Madre
han existido durante cuatro m il años y nuestra sangre se hace m ás fuerte con
cada estación que transcurre, con cada nueva víctim a. Se hace m ás fuerte
incluso con el ay uno, pues, cuando éste term ina, gozam os de un nuevo vigor.
Pero el Padre y la Madre no se preocupan por sus hij os. Y ahora parece que
tam poco se preocupan por sí m ism os. ¡Quizá, después de cuatro m il años de
noches, deseaban sim plem ente ver el sol! Desde la llegada de los griegos a
Egipto, desde la perversión del viej o arte, no han vuelto a dirigirnos la palabra.
No nos han perm itido ver ni un parpadeo de sus oj os. ¡Y qué es hoy Egipto, sino
el granero de Rom a! Cuando la Madre y el Padre nos golpean para apartarnos de
las venas de sus cuellos, son com o de hierro y pueden aplastarnos los huesos. Y si
ellos y a no se preocupan de nada, ¿por qué debería hacerlo y o?
» Le estudié un largo instante y, por fin, pregunté:
» —¿Y dices que ha sido esto lo que ha causado las quem aduras de los
dem ás? ¿El hecho de que el Padre y la Madre quedaran expuestos al sol?
» Él asintió.
» —Nuestra sangre viene de ellos —dij o—. Es la suy a por transm isión
directa, y lo que les sucede a ellos repercute en nosotros. Si ellos se quem an,
nosotros tam bién.
» —¡Estam os vinculados a ellos! —susurré, asom brado.
» —Exacto, m i querido Marius —asintió, m irándom e atentam ente com o si
disfrutara con m i tem or—. Por eso han perm anecido guardados durante m il
años; por eso les son ofrecidas víctim as en sacrificio; por eso son adorados. Lo
que les sucede a ellos, nos sucede a nosotros.
» —¿Quién lo hizo? ¿Quién los puso al sol?
» El ser se echó a reír sin em itir sonido alguno.
» —El encargado de su custodia —dij o a continuación—. Su guardián, que no
pudo soportarlo m ás, que llevaba dem asiado tiem po en su solem ne cargo, que no
logró convencer a nadie m ás para que aceptara la carga y finalm ente, entre
sollozos y estrem ecim ientos, los llevó a los dos a las arenas del desierto y los dej ó
allí com o dos estatuas.
» —Y m i destino está vinculado a esto —m urm uré.
» —Sí, pero no creo que el encargado de su custodia conservara su fe en ello.
Para él, sólo debía de tratarse de una viej a ley enda. Al fin y al cabo, com o te he
dicho, la Madre y el Padre eran adorados, venerados por nosotros igual que
nosotros lo som os por los m ortales, y nadie había osado nunca hacerles daño.
Nadie les había acercado una antorcha para com probar si el resto de nosotros
sentía dolor. No, el guardián no creía en eso. Los dej ó en el desierto, y esa noche,
cuando abrió los oj os en el sarcófago y se encontró convertido en un horror
carbonizado e irreconocible, rom pió a gritar inconteniblem ente.
» —Y tú les volviste a llevar baj o tierra, ¿no es eso?
» —Sí.
» —Y están tan ennegrecidos com o tú…
» —No —cortó la frase, m oviendo la cabeza—. Su piel adquirió sólo un tono
dorado, bronceado, com o la carne que da vueltas en el asador. Sólo eso. Y siguen
tan herm osos com o antes, com o si la belleza se hubiera convertido en parte de su
herencia, en parte esencial de lo que estam os destinados a ser. Sus m iradas siguen
fij as al frente com o siem pre, pero y a no inclinan sus cabezas hacia el otro, y a no
em iten m urm ullos al ritm o de sus secretos diálogos, y a no nos perm iten beber su
sangre. Y tam poco dan cuenta de las víctim as que les traem os, salvo m uy de vez
en cuando, y siem pre en la soledad de su intim idad. Nadie sabe cuándo van a
beber y cuándo no.
» Moví la cabeza de un lado a otro. Me balanceé hacia delante y hacia atrás
con la cabeza inclinada y la vela parpadeando en m i m ano, sin saber qué decir a
todo aquello. Necesitaba tiem po para asim ilarlo.
» Él m e indicó con un gesto que m e acom odara en el sillón al otro lado del
escritorio y, sin pensárm elo dos veces, obedecí.
» —Pero ¿no estaba escrito que todo esto sucedería, rom ano? —dij o entonces
—. ¿No estaba escrito que encontrarían la m uerte en las arenas, silenciosos e
inm óviles com o estatuas abandonadas después del saqueo de una ciudad por el
ej ército conquistador? ¿No estaba escrito que todos nosotros m uriéram os
tam bién? Fíj ate en Egipto. ¿Qué es hoy, vuelvo a preguntarte, sino el granero de
Rom a? ¿No estaba escrito que los dos se quem aran allí día tras día m ientras todos
nosotros ardíam os com o estrellas por todo el m undo?
» —¿Dónde están? —pregunté.
» —¿Por qué quieres saberlo? —replicó en tono de sorna—. ¿Por qué habría
de revelarte el secreto? Ya no pueden ser rotos en pedazos; son dem asiado fuertes
para ello y los cuchillos podrían apenas arañarles la piel. No obstante, hazles un
corte y nos cortarás a todos. Quém ales y todos arderem os. Pero esas m ism as
sensaciones que nos causan, ellos las sienten m uy am ortiguadas, porque su edad
les protege. ¡Y, con todo, basta con causarles una ligera m olestia para que nos
destruy an a todos! ¡Ni siquiera parecen y a necesitar la sangre! Quizá tam bién
sus m entes están unidas a las nuestras. Tal vez la pena que sentim os, la lástim a y
el horror ante el destino del propio m undo, proceden de sus m entes, de lo que
sueñan encerrados en sus cám aras. No, no puedo decirte dónde están, ¿no te
parece? Hasta que decida de una vez que soy indiferente, que es hora de que
desaparezcam os.
» —¿Dónde los tienes? —repetí.
» —¿Por qué no habría de hundirlos en las profundidades del m ar —insistió él
—, hasta el día en que la tierra m ism a los levante hacia la luz del sol sobre la
cresta de una gran ola?
» No respondí. Me quedé m irándole, asom brado ante su agitación,
com prendiendo lo que sentía y, al propio tiem po, presa de un tem or reverencial.
» —¿Por qué no habría de enterrarles en las profundidades de la Tierra, en
sus entrañas m ás oscuras, m ás allá del m enor asom o de vida, y dej arles reposar
allí en silencio, no im porta lo que ellos piensen o sientan?
» ¿Qué podía responderle y o? Le observé y esperé a que se calm ara un poco.
Él m e m iró y su expresión se volvió apacible, casi confiada.
» —Dim e cóm o se convirtieron en la Madre y el Padre —insistí.
» —¿Por qué?
» —¡Sabes m uy bien por qué! ¡Quiero saberlo! ¿Por qué acudiste a m i
dorm itorio si no tenías intención de contárm elo?
» —¿Y qué si lo hice? —replicó él con acritud—. ¿Qué, si quise ver al rom ano
con m is propios oj os? Nosotros m orirem os, y tú con nosotros. Por eso quería ver
nuestra m agia en una nueva form a. ¿Quién nos adora hoy, al fin y al cabo? ¿Unos
guerreros de cabellos rubios en los bosques del norte? ¿Unos antiquísim os egipcios
en las criptas secretas baj o la arena? No vivim os en los tem plos de Grecia o
Rom a. Nunca lo hem os hecho. Y, sin em bargo, en am bos lugares se rinde culto a
nuestro m ito, a ese único m ito. Allí se invocan los nom bres de la Madre y del
Padre…
» —Nada de eso m e im porta —declaré—. Y tú lo sabes. Tú y y o som os
iguales. ¡No tengo intención de volver a los bosques del norte y crear una raza de
dioses para esa gente! ¡He venido aquí para saber y tú debes explicarm e!
» —Está bien. Te lo contaré y así entenderás la futilidad de todo esto, así
com prenderás el silencio de la Madre y del Padre. Pero ten presente lo que te
digo: todavía puedo acabar con todos nosotros. ¡Todavía puedo hacer arder a la
Madre y al Padre en el calor de un horno! Pero dej ém onos de prolij os
preám bulos y de palabras altisonantes. Suprim irem os los m itos que m urieron en
la arena el día en que el Sol brilló sobre la Madre y el Padre. Te contaré todo lo
que revelan esos papiros dej ados por el Padre y la Madre. Dej a esa vela en la
m esa y presta atención.
10
» —Lo que te dirían los papiros, si pudieras descifrarlos —declaró—, es que
hubo dos seres hum anos, Akasha y Enkil, que habían llegado a Egipto procedentes
de otras tierras m ás antiguas. Esto sucedió m ucho antes de la prim era escritura,
antes de la prim era pirám ide, cuando los egipcios aún eran caníbales que
devoraban los cuerpos de los enem igos.
» ”Akasha y Enkil apartaron a esas gentes de tales prácticas. Eran adoradores
de la Buena Madre Tierra y enseñaron a los egipcios a sem brar las sem illas en la
Buena Madre y a dom esticar anim ales para obtener de ellos carne, leche y
pieles.
» ”Con toda probabilidad, Akasha y Enkil no estaban solos en su tarea de
enseñar a los prim itivos egipcios, sino que eran m ás bien los j efes de un pueblo
que había llegado con ellos desde otras ciudades aún m ás antiguas cuy os
nom bres se han perdido y a baj o las arenas del Líbano y cuy os m onum entos han
quedado reducidos a polvo.
» ”Sea com o sea, los dos eran gobernantes benevolentes para los cuales el
principal valor era el bienestar de los dem ás; la Buena Madre era la Madre
Nutriente que deseaba que todos los hom bres vivieran en paz, y am bos decidían
sobre todos los asuntos de adm inistración de j usticia en las tierras em ergidas.
» ”Tal vez habrían entrado en la m itología de una form a m ás benigna de no
haber sido por un trastorno en la casa del m ay ordom o real, que se inició con las
travesuras de un dem onio que lanzaba los m uebles y obj etos de un lado a otro.
» ”En realidad, no se trataba m ás que de un dem onio vulgar, de esos cuy as
tropelías oy e uno com entar en cualquier época y lugar. Uno de esos que trastorna
durante un tiem po a los que viven en determ inado sitio, que a veces entra en el
cuerpo de algún inocente y ruge por boca de éste con voz estentórea, y puede
obligar a su víctim a a m ascullar procacidades y proposiciones carnales a quienes
la rodean. ¿Sabes a qué m e refiero?
» Asentí. Le dij e que siem pre se oy en historias así. Se decía que uno de tales
dem onios había poseído a una virgen vestal en Rom a. Esa m uchacha em pezó a
hacer proposiciones obscenas a todos los que la rodeaban, m ientras su rostro se
volvía m orado debido al esfuerzo, y luego se desvaneció. Pero, al despertar, el
dem onio había desaparecido m isteriosam ente.
» —Yo pensé —le dij e— que la m uchacha estaba loca. Que, digám oslo así,
no era la persona indicada para ser una virgen vestal…
» —¡Por supuesto! —exclam ó m i interlocutor con una voz cargada de ironía
—. Yo tam bién lo habría pensado, y casi cualquier hom bre inteligente que
recorre las calles de Alej andría sobre nuestras cabezas. Pero tales historias
surgen y desaparecen. Y, si por algo son notables, es porque no afectan al curso
de los acontecim ientos hum anos. Esos dem onios pueden perturbar una fam ilia,
alguna persona en concreto, pero luego caen en el olvido y volvem os a estar
com o al principio.
» —Exactam ente.
» —Pero ahora entiende que te estoy hablando de un Egipto rem otísim o. Eran
tiem pos en que el hom bre se ocultaba del trueno o com ía el cuerpo de los
m uertos para absorber su espíritu.
» —Entiendo —asentí.
» —Y este buen rey Enkil decidió dirigirse personalm ente al dem onio que
había entrado en casa de su m ay ordom o. Aquel ser, anunció, estaba privado de
arm onía. Por supuesto, los m agos reales le suplicaron que les perm itiera
ocuparse de la expulsión del dem onio, pero éste era un rey que buscaba el bien
para todos. Tenía el ideal de que todo lo existente se uniera en la bondad, de todas
las fuerzas confluy endo en el m ism o rum bo divino. Él le hablaría a aquel
dem onio, trataría de reconducir su poder, por así decirlo, para el bien de todos. Y
únicam ente si no lo conseguía, consentiría en que el dem onio fuera expulsado.
» ”Y así el rey entró en la casa de su siervo, donde los m uebles volaban de
una pared a otra, y las j arras se rom pían y las puertas batían solas. Y em pezó a
hablar con aquel dem onio y a invitarle a responder. Todos los dem ás huy eron del
lugar.
» ”Toda una noche pasó antes de que saliera de la casa em bruj ada y, cuando
lo hizo, explicó cosas sorprendentes:
» ”—Estos dem onios son infantiles y estúpidos —explicó a sus m agos—, pero
he estudiado su conducta y he descubierto la razón de que dem uestren esa rabia.
Están furiosos por no tener cuerpo, por no tener sentidos com o los nuestros.
Obligan a la inocente víctim a a gritar porquerías porque los ritos del am or y de la
pasión son cosas que no tienen m odo de conocer. Pueden hacer m overse las
partes del cuerpo pero no habitan en ellas realm ente, y por eso están
obsesionados con la carne que no pueden invadir. Y usan sus débiles poderes para
hacer volar obj etos y para obligar a sus víctim as a retorcerse y dar saltos. Este
anhelo de ser carnales es el origen de su furia, la dem ostración del sufrim iento
que es su destino.
» ”Y tras estas piadosas palabras, se dispuso a encerrarse de nuevo en la casa
endem oniada para aprender m ás cosas. Pero esta vez su esposa se interpuso en
su cam ino. No estaba dispuesta a perm itir que volviera con los dem onios. Le dij o
al rey que se m irara en el espej o. En las escasas horas que había pasado a solas
en la casa, había envej ecido considerablem ente. Y, cuando vio que no podría
hacerle desistir, se encerró en la casa con él, y todos los que esperaban fuera
escucharon el estruendo del interior tem erosos de que, en cualquier m om ento, se
oy era tam bién a la parej a soltando alaridos o rugiendo com o posesos. El ruido de
las estancias interiores resultaba alarm ante. Em pezaron a aparecer grietas por las
paredes.
» ”Com o la vez anterior, todos huy eron, salvo un reducido grupo de hom bres
interesados. Estos hom bres habían sido enem igos del rey desde el principio del
reino. Eran viej os guerreros que habían conducido las expediciones de Egipto en
busca de carne hum ana y que y a estaban hartos de la bondad del rey, de la
Buena Madre, de los cultivos y de todo lo dem ás. Estos hom bres vieron en
aquella aventura espiritista no sólo una m uestra m ás de la vana necedad del rey,
sino una situación que, pese a todo, les proporcionaba una buena oportunidad.
» ”Al caer la noche, se introduj eron en la casa. Eran hom bres intrépidos,
com o lo son los ladrones de tum bas que saquean las sepulturas de los faraones.
Tenían fe, pero no la suficiente para poner coto a su codicia.
» ”Y cuando vieron a Enkil y Akasha j untos en m edio de la estancia por la
que volaban los obj etos, se les arroj aron encim a y apuñalaron una y otra vez al
rey com o vuestros senadores rom anos apuñalaron a César. Y tam bién
acuchillaron a la reina, la única testigo. Y el rey exclam ó al verse herido:
» ”—¡No! ¿No com prendéis lo que habéis hecho? ¡Habéis abierto a los
espíritus un cam ino por el que entrar! ¿No lo entendéis?
» ”Pero los hom bres huy eron, seguros de la m uerte del rey y de la reina, que
y acía arrodillada y sostenía en sus m anos la cabeza de su esposo. Am bos
sangraban por m ás heridas de las que uno podría contar.
» ”A continuación, los conspiradores incitaron al pueblo. Que todo el m undo
supiera que el rey había sido m uerto por los espíritus, anunciaron, añadiendo que
hubiera debido dej ar los dem onios a sus m agos, com o habría hecho cualquier
otro rey. Y, portando antorchas, todos acudieron a la casa endem oniada que, de
pronto, había quedado en absoluta calm a.
» ”Los conspiradores urgieron a los m agos a entrar, pero éstos tenían m iedo.
» ”—Entonces, entrarem os nosotros y verem os qué ha sucedido —
resolvieron los m alvados, y abrieron las puertas.
» ”Allí estaban el rey y la reina, contem plando tranquilam ente a los
conspiradores. Todas sus heridas estaban curadas, sus oj os despedían una luz
espectral, su piel tenía un tenue resplandor blanquecino y su cabello poseía un
brillo esplendoroso. La parej a salió de la casa m ientras los conspiradores huían
aterrados, despidió a la m ultitud y a los sacerdotes y regresó sin acom pañantes al
palacio.
» ”Y, aunque no se lo confiaron a nadie, supieron qué les había sucedido. A
través de las heridas, el dem onio había penetrado en ellos en el instante en que la
vida m ortal iba a escapárseles. Pero fue la sangre lo que im pregnó aquel
dem onio en el m om ento crepuscular en que el corazón casi se detenía. Tal vez
era aquélla la sustancia que siem pre había buscado en su rabia ciega, la sustancia
que había intentado obtener de sus víctim as en sus arrebatos, pero que nunca
había conseguido porque no lograba infligir suficientes heridas a su víctim a sin
que ésta m uriese. Pero ahora estaba en la sangre, y ésta no era m eram ente el
dem onio, ni tam poco la sangre del rey y de la reina, sino una com binación de lo
hum ano y lo dem oníaco que constituía algo com pletam ente distinto.
» ”Y lo único que quedó del rey y de la reina fue lo que aquella sangre podía
anim ar, lo que podía im pregnar y reclam ar para sí. Sus cuerpos estaban m uertos
a todo lo dem ás, pero la sangre fluía por sus cerebros y sus corazones y sus pieles
y, gracias a ello, la inteligencia del rey y de la reina perm aneció viva. Sus alm as,
si lo prefieres, sobrevivieron, pues las alm as residen en esos órganos, aunque no
sepam os la razón. Y, aunque la sangre del dem onio no tenía voluntad propia,
carácter propio que el rey y la reina pudieran percibir, el roj o líquido potenció
sus m entes y sus voluntades, fluy endo por los órganos que crean el pensam iento.
Y añadió a las voluntades sus propios poderes puram ente espirituales, de m odo
que el rey y la reina podían escuchar los pensam ientos de los m ortales y percibir
y com prender cosas que estaban vedadas a los m ortales.
» ”En sum a, el dem onio había dado y había tom ado, y el rey y la reina eran
Seres Nuevos. Ya no podían com er alim entos, ni crecer, ni m orir, ni tener hij os,
pero podían sentir con una intensidad que los aterró. Y el dem onio obtuvo lo que
buscaba: un cuerpo en el cual vivir, una vía para estar por fin en el m undo, un
m odo de sentir.
» ”Pero después llegó otro descubrim iento aún m ás espantoso: que debía
m antener anim ados aquellos cuerpos m uertos, que la sangre debía recibir su
alim ento. Y lo único que podía asim ilar para su uso era la m ism a sustancia de la
que estaba hecha. De sangre. ¡Que penetrara m ás sangre! ¡Que m ás sangre
recorriera cada rincón de aquellos cuerpos en los que disfrutar de tan
m aravillosas sensaciones! Su sed de sangre era insaciable.
» ”El dem onio les tenía som etidos. Los dos rey es eran Bebedores de la
Sangre. Nunca sabrem os si el dem onio supo de ellos, pero el rey y la reina sí se
dieron cuenta de que tenían el dem onio dentro y no podían librarse de él y de que
m orirían si lo hacían, pues sus cuerpos estaban m uertos. Y supieron al instante
que aquellos cuerpos m uertos, anim ados com o estaban por aquel fluido
dem oníaco, no podían soportar el fuego ni la luz del sol. Por una parte, parecían
frágiles flores blancas que el calor diurno del desierto podía m architar y
ennegrecer. Por otra, la sangre de su interior parecía ser tan volátil que herviría
con el calor, destruy endo así las fibras por las que corría.
» ”Se ha dicho que, en esos prim eros tiem pos, no podían soportar ninguna
ilum inación brillante, que incluso un fuego cercano podía hacer que su piel
hum eara.
» ”En todo caso, representaban un nuevo orden de seres y sus pensam ientos
correspondían a su condición, y los rey es trataron de entender las cosas que
veían, las situaciones que les afectaban en su nuevo estado.
» ”No están registrados todos los acontecim ientos. No existe nada en la
tradición, tanto escrita com o oral, acerca de cuándo escogieron por prim era vez
transm itir la sangre, o de cóm o determ inaron el m odo en que debe realizarse:
vaciando de sangre a la víctim a casi hasta el m om ento crepuscular previo a la
m uerte, o de lo contrario la sangre dem oníaca insuflada en él no podría
adueñarse del cuerpo.
» ”Sabem os, en cam bio, por la tradición no escrita, que el rey y la reina
trataron de m antener en secreto lo que les había sucedido, pero su ausencia
durante el día despertó sospechas entre el pueblo pues les im pedía asistir a las
cerem onias religiosas en la tierra.
» ”Y así sucedió que, antes de poder llegar a conclusiones m ás claras,
tuvieron que conducir a las m asas a un culto a la Buena Madre baj o la luz de la
Luna.
» ”Con todo, no pudieron protegerse de los conspiradores, que seguían sin
entender su recuperación y trataron de deshacerse de ellos nuevam ente. El
ataque llegó pese a todas las precauciones y la fuerza de los rey es se dem ostró
abrum adora para los conspiradores, en quienes sem bró el pánico el hecho de que
las heridas que lograban infligirles curaran m ilagrosam ente al instante. Al rey le
cercenaron un brazo y se lo volvió a poner en el hom bro; el m iem bro revivió y
los conspiradores huy eron.
» ”Gracias a estos ataques, a estas batallas, entraron en posesión del secreto
no sólo los enem igos del rey, sino tam bién los sacerdotes.
» ”Y y a nadie quiso destruir al rey y a la reina; al contrario, quisieron
tom arles prisioneros y obtener de ellos el secreto de la inm ortalidad. Trataron de
tom ar su sangre, pero sus prim eros intentos fracasaron.
» ”Los que bebieron no llegaron al borde de la m uerte y por ello se
convirtieron en criaturas híbridas, m edio dioses y m edio hom bres, y m urieron de
terribles m aneras. Pero algunos lo lograron. Quizá vaciaron sus venas prim ero.
No hay registros al respecto. Pero en épocas posteriores, éste ha sido siem pre un
m odo de conseguir la sangre.
» ”Tal vez la Madre y el Padre decidieron tener com pañía de su especie.
Quizá por soledad y m iedo, decidieron transm itir el secreto a los m ortales de
tem ple en quienes pudieran confiar. Tam poco de esto hay constancia. Sea com o
fuere, pasaron a existir otros Bebedores de la Sangre, y el m étodo para crearlos
acabó por conocerse.
» ”Los papiros nos cuentan que la Madre y el Padre trataron de triunfar en su
adversidad. Trataron de encontrar una razón a lo sucedido y se convencieron de
que aquella intensificación de sus sentidos debía ponerse al servicio de algo
bueno. Al fin y al cabo, la Buena Madre había perm itido que todo aquello
sucediera, ¿verdad?
» ”Era preciso santificar y contener en el m isterio lo sucedido o, de lo
contrario, Egipto se convertiría en una raza de dem onios Bebedores de Sangre
que dividirían el m undo en los que beben la sangre y los que sólo son alim entados
para entregarla, una tiranía que, una vez establecida, nunca m ás podría ser rota
con la sola fuerza del hom bre m ortal.
» ”Así, los buenos rey es escogieron el cam ino del ritual, del m ito. Vieron en sí
m ism os la im agen de la luna creciente y la luna m enguante, y en el acto de
beber la sangre al dios encarnado que se tom a a sí m ism o en sacrificio, y
utilizaron sus poderes superiores para adivinar, predecir y j uzgar. Se vieron a sí
m ism os aceptando sinceram ente la sangre ofrecida al dios, que de otro m odo
corría por el altar. Envolvieron en el sím bolo y el m isterio aquello cuy a
divulgación no podía perm itirse y desaparecieron de la vista de los hom bres en el
interior de los tem plos, para ser adorados por aquellos que les podían
proporcionar sangre. Reclam aron para sí los sacrificios m ás convenientes, los
que se habían hecho siem pre por el bien de la Tierra. Inocentes, intrusos,
m alhechores, bebieron la sangre por la Madre y por el Bien.
» ”Dieron vida al m ito de Osiris, basado en parte en sus propios y terribles
sufrim ientos: el ataque de los conspiradores, la recuperación, la necesidad de
vivir en el reino de las som bras, el m undo m ás allá de la vida, la im posibilidad de
volver a cam inar a la luz del sol. E inj ertaron el m ito en otras historias m ás
antiguas de dioses que se agitan en su am or por la Buena Madre, que y a existían
en la Tierra de la que habían llegado.
» ”Y así nos llegaron sus historias, esos relatos que han traspasado los lím ites
de los lugares secretos en los que eran adorados la Madre y el Padre, en los que
m oraban los que ellos habían creado con la sangre.
» ”Ya eran viej os cuando el prim er faraón construy ó una pirám ide y los
prim eros textos y a recogen su existencia de form a fragm entaria y extraña.
» ”Un centenar de otros dioses gobernaban Egipto, com o sucede en todas las
tierras. Pero el culto a la Madre y al Padre se m antuvo secreto y poderoso. Un
culto al que los devotos acudían para escuchar la voz silenciosa de los dioses, a
com partir sus sueños.
» ”No hay noticia de quiénes fueron los prim eros a quienes transm itieron la
sangre la Madre y el Padre. Sólo sabem os que difundieron la religión a las islas
del gran m ar y a las tierras de los dos ríos y a los bosques del norte. Que en
santuarios de diversos lugares, el dios lunar gobernaba y bebía sus sacrificios de
sangre y utilizaba sus poderes para m irar en los corazones de los hom bres.
Durante los períodos entre sacrificios, en los ay unos, la m ente del dios podía
abandonar su cuerpo; podía cruzar los cielos y aprender m il cosas. Y los m ortales
de m ás pureza de corazón podían acudir al santuario y escuchar la voz del dios, y
éste la suy a.
» ”Pero y a antes de m i tiem po, hace m il años, todo aquello no era m ás que
una ley enda viej a e incoherente. Los dioses de la Luna habían regido Egipto
durante tal vez tres m il años. Y la religión había sido atacada m uchas veces.
» ”Cuando los sacerdotes egipcios se pasaron al dios Sol, Am ón Ra, abrieron
las criptas del dios de la Luna y dej aron que el Sol le reduj era a cenizas. Y
m uchos de nuestra raza fueron destruidos. Lo m ism o sucedió cuando los
prim eros guerreros bárbaros irrum pieron en Grecia y arrasaron los santuarios y
m ataron aquello que les resultaba incom prensible.
» ”Ahora, el balbuceante oráculo de Delfos gobierna donde en otro tiem po lo
hicim os nosotros, y otras estatuas se alzan donde estuvieron nuestros centros de
culto. Nuestro últim o reducto de poder se extiende por los bosques del norte de los
que saliste, entre los que todavía bañan nuestros altares con la sangre de los
m alhechores, y en los pequeños pueblos de Egipto, donde un par de sacerdotes
atiende al dios de la cripta y perm ite a los fieles llevar ante su dios a algún
delincuente, pues no pueden llevarse al inocente sin levantar sospechas y, de
m alhechores y forasteros, siem pre hay alguno a disposición. Y en el corazón de
las j unglas de África, cerca de las ruinas de viej as ciudades que nadie recuerda,
tam bién allí som os obedecidos todavía.
» ”Pero nuestra historia está salpicada de relatos de herej es: Bebedores de la
Sangre que no buscan guía y consej o en la diosa y que siem pre utilizan sus
poderes com o les viene en gana.
» ”En Rom a, en Atenas, en todas las ciudades del Im perio, viven quienes no
acatan las ley es del bien y del m al y em plean sus poderes para sus propios fines.
» ”Y tam bién ellos han sufrido una m uerte horrible en el calor y las llam as,
igual que les ha sucedido a los dioses de los bosques y de los santuarios y, si
alguno ha sobrevivido, probablem ente no tiene la m enor idea de que todos
estábam os som etidos a la llam a letal, de que la Madre y el Padre han sido
expuestos al sol de esta m anera.
» El Viej o suspendió su relato en este punto. Estaba estudiando m i reacción.
La biblioteca se hallaba en silencio. Si los dem ás acechaban tras las paredes, no
podía percibir su presencia.
» —¡No m e creo una sola palabra de eso! —proclam é.
» El Viej o m e m iró unos instantes con m uda estupefacción y luego se echó a
reír inconteniblem ente.
» En un acceso de rabia, abandoné la biblioteca, crucé las salas del tem plo y
ascendí por el túnel hasta la calle.
11
» Aquello, abandonar un lugar a caj as destem pladas, interrum pir bruscam ente
una conversación y m archarse, era un com portam iento m uy inhabitual en m í.
Jam ás había hecho una cosa sem ej ante cuando era un m ortal, pero, com o y a he
dicho, m e hallaba al borde de la locura, de la prim era locura que padecem os
m uchos de nosotros, en especial aquellos que han sido transform ados, por la
fuerza, en lo que som os.
» Regresé a m i casita, cerca de la gran biblioteca de Alej andría, y m e tum bé
en el lecho com o si realm ente pudiera echarm e a dorm ir y escapar de todo
aquello.
» “Una estupidez sin sentido”, m urm uré para m í.
» Pero cuanto m ás pensaba en el relato del Viej o, m ás sentido le encontraba.
Tenía sentido que algo contenido en m i sangre m e im pulsaba a beber m ás sangre.
Tenía sentido que ese algo potenciaba todas m is sensaciones y que m antenía en
funcionam iento m i cuerpo —una m era im itación, ahora, de un cuerpo hum ano
—, cuando éste debería haberse colapsado. Y tam bién tenía sentido que aquello
carecía de inteligencia propia y, pese a ello, era un poder, una fuerza organizada
con un deseo propio de vivir.
» Y, finalm ente, tenía sentido que todos estuviésem os conectados con la
Madre y el Padre, pues se trataba de algo espiritual y carecía de otros lím ites
físicos que los del cuerpo individual del que se hubiese adueñado. Aquello, aquel
“algo”, era la vid y nosotros los racim os, disem inados a grandes distancias pero
conectados entre sí por los finos sarm ientos que se extendían a lo largo y ancho
de todo el m undo.
» Ésta era la razón de que los dioses pudieran oírse tan bien entre ellos, de que
y o conociera la presencia de los otros en Alej andría antes incluso de que m e
llam aran. Ésta era la razón de que hubieran podido acudir a m i encuentro en m i
casa y de que m e hubieran sabido conducir a la puerta secreta.
» Muy bien, tal vez fuera verdad. Y tal vez, com o había dicho el viej o,
aquella fusión de una fuerza inefable con un cuerpo y una m ente hum anos que
había dado lugar a los Nuevos Seres había sido realm ente un accidente.
» Aun así, no m e gustó la idea.
» Me rebelé contra ella porque, si algo era y o, era un individuo, un ser único,
con un profundo sentido de m is propios derechos y prerrogativas. No advertía
que fuera huésped de un ente extraño. Seguía siendo Marius, no im portaba lo que
hubieran hecho conm igo.
» Finalm ente, sólo m e quedó un único pensam iento: si estaba vinculado con
aquellos seres, con la Madre y el Padre, tenía que verlos y cerciorarm e de que
estaban a salvo. No podía vivir con la incertidum bre de saber que podía m orir en
cualquier m om ento por culpa de una alquim ia que m e resultaba incom prensible
e im posible de controlar.
» Pero no regresé al tem plo subterráneo. Pasé las noches siguientes
saciándom e de sangre hasta que m is abatidos pensam ientos quedaron ahogados
en ella; luego, de m adrugada, deam bulaba por la gran biblioteca de Alej andría,
devorando libros com o siem pre había hecho.
» Parte de m i locura se desvaneció. Dej é de sentir añoranza por m i fam ilia
m ortal. Desapareció m i irritación contra aquel condenado ser del tem plo baj o
tierra y pensé, m ás bien, en aquella nueva fuerza que poseía. Viviría siglos
enteros y conocería la respuesta a interrogantes de todo tipo. ¡Sería la conciencia
continua de las cosas con el paso del tiem po! Y, m ientras sólo tom ara m is presas
entre los m alhechores, podría soportar m i sed de sangre, deleitarm e con ella, de
hecho. Y cuando llegara el m om ento indicado, procedería a crear a m is
com pañeros, y los crearía bien.
» ¿Qué quedaba, entonces? Regresar ante el Viej o y descubrir dónde había
ocultado a la Madre y al Padre. Y ver a estos dos seres con m is propios oj os. Y
hacer precisam ente lo que el Viej o había am enazado con hacer, sepultarlos en la
tierra a tal profundidad que ningún m ortal pudiera encontrarlos y dej arlos
expuestos a la luz.
» Era fácil pensar en ello; era sencillo im aginarles m uriendo de aquella
form a tan sim ple.
» Cinco noches después de la conversación con el Viej o, cuando todos estos
pensam ientos hubieron tenido tiem po de desarrollarse en m i m ente, m e acosté a
descansar en m i alcoba, con las lám paras brillando tras las delicadas cortinas del
lecho com o aquella otra noche. Baj o una luz dorada y difusa, presté atención a
los sonidos de la Alej andría dorm ida y m e perdí en brum osas ensoñaciones.
Disgustado conm igo m ism o por no haber regresado a verle, m e pregunté si el
Viej o volvería a visitarm e. Y, en el preciso instante en que tal pensam iento
aparecía en m i m ente, advertí que una silueta inm óvil ocupaba el um bral de la
puerta.
» Alguien m e estaba observando. Lo noté perfectam ente. Para ver de quién
se trataba, no tenía m ás que volver la cabeza. Entonces sería el m om ento de
tom ar la voz cantante frente al Viej o. Le diría: “Así que has salido de la soledad y
el desencanto y ahora quieres seguir hablando conm igo, ¿no? ¿Por qué no vuelves
allí y te sientas en silencio a herir a tus espectrales com pañeros, a esa fraternidad
de las cenizas?”. Por supuesto, no iba a decirle tales cosas, pero no quise
renunciar a pensarlas y a perm itir al Viej o —si era él, efectivam ente, quien
estaba a la puerta de la alcoba— que las escuchara.
» La figura del um bral de la alcoba no se m archó.
» Lentam ente, volví los oj os en dirección a la puerta y allí, de pie, descubrí a
una m uj er. Y no una m uj er cualquiera, sino una espléndida egipcia de piel
bronceada, ataviada con artísticas j oy as y vestida com o las antiguas reinas con
telas vaporosas y plisadas, cuy o cabello negro le caía hasta los hom bros,
entretej ido de hilos de oro. Em anaba de ella una fuerza inm ensa, una invisible e
im presionante sensación de su presencia, de su m aterialización en aquella
estancia m inúscula e insignificante.
» Me incorporé en el lecho y aparté las cortinas, al tiem po que las lám paras
de la alcoba se apagaban. Vi el hum o que se elevaba de sus m echas en la
oscuridad, volutas grises com o serpientes retorciéndose hacia el techo para al fin
desaparecer. La m uj er seguía allí; la escasa luz restante definió su rostro
inexpresivo y sacó brillantes reflej os a las j oy as que rodeaban su cuello y a sus
grandes oj os alm endrados. Y, en silencio, ella dij o:
Marius, sácanos de Egipto.
» Y, acto seguido, desapareció.
» El corazón se m e aceleró incontrolablem ente. Salí al j ardín en su busca.
Salté el m uro y m e encontré solo, escuchando con atención en m itad de la
desierta calle sin asfaltar.
» Eché a correr hacia el barrio antiguo donde había encontrado la puerta. Me
proponía entrar en el tem plo subterráneo y encontrar al Viej o para decirle que
debía llevarm e hasta ella, que la había visto, que se había m ovido y había
hablado. ¡Que había acudido a m í! Estaba delirando de gozo, pero, cuando llegué
a la puerta, supe que no debía baj ar al tem plo. Supe que, si dej aba la ciudad y
m e adentraba en las arenas, la encontraría. Ella m e estaba guiando y a hacia el
lugar donde se hallaba.
» Durante la hora que siguió, pude evocar la fortaleza y la rapidez que y a
había conocido en los bosques de la Galia y que no había vuelto a utilizar desde
entonces. Salí de la ciudad al cam po abierto, donde la única luz era la que
proporcionaban las estrellas, y anduve hasta llegar a un tem plo en ruinas. Allí,
em pecé a cavar en la arena. A una banda de m ortales le habría llevado varias
horas descubrir la tram pilla, pero y o lo hice con rapidez y tam bién conseguí
levantarla, cosa que no habrían podido hacer los m ortales. Los tortuosos pasadizos
y escaleras que recorrí no estaban ilum inados. Me m aldij e por no haber llevado
una vela, pues el sobresalto que había experim entado ante la visión de la m uj er
m e había im pulsado a salir corriendo tras ella com o si estuviera enam orado.
» —Ay údam e, Akasha —m usité.
» Coloqué las m anos delante de m í y traté de no sentir un m iedo m ortal a
aquella negrura en la que era tan ciego com o cualquier hom bre corriente.
» Mis m anos tocaron algo duro. Me apoy é en ello. Recuperé el aliento y traté
de recobrar el dom inio de m í m ism o. Después, las m anos recorrieron el obj eto y
palparon lo que parecía el pecho de una estatua hum ana, los hom bros, los brazos.
Pero no se trataba de una estatua; aquello, aquella cosa, estaba hecho de algo
m ás elástico que la piedra. Y cuando m i m ano encontró el rostro, noté que los
labios eran ligeram ente m ás suaves que el resto y la retiré rápidam ente.
» Pude oír los latidos de m i corazón y noté la punzante hum illación de la
cobardía. No m e atreví a pronunciar el nom bre de Akasha. Supe que el rostro que
acababa de tocar era el de un hom bre. El de Enkil.
» Cerré los oj os, tratando de pensar algo, de urdir algún plan de acción que no
consistiera en dar m edia vuelta y echar a correr com o un loco. Entonces escuché
un sonido seco, un cruj ido, y advertí fuego tras m is párpados cerrados.
» Al abrir los oj os, vi el brillo de una antorcha en la pared, detrás de la figura;
vi su oscuro perfil cerniéndose ante m í, sus oj os anim ados m irándom e sin duda,
sus negras pupilas bañadas en una luz grisácea y m ortecina. El resto de él parecía
sin vida, con las m anos caídas a los costados. Iba ataviado con adornos com o se
m e había aparecido ella, y vestía la gloriosa indum entaria de los faraones, con el
cabello entretej ido tam bién de hilos de oro. Su piel era bronceada com o la de
ella; realzada, según las palabras del Viej o. En su inm ovilidad, con la m irada fij a
en m í, era la encarnación de la am enaza.
» Ella estaba sentada en una grada de piedra de la cám ara desnuda que se
abría tras Enkil. Tenía la cabeza ladeada y los brazos fláccidos com o si fuera un
cuerpo sin vida arroj ado allí. Su túnica estaba m anchada de arena, igual que sus
pies calzados con sandalias, y su m irada era vacía y ausente. La perfecta
apariencia de la m uerte.
» Y él, com o un centinela de piedra de una tum ba real, m e im pedía el paso.
» No pude captar ningún pensam iento de ellos, igual que tú tam poco los has
captado cuando te he llevado a la cám ara subterránea aquí, en la isla. Y te
aseguro, Lestat, que creí m orirm e de m iedo allí m ism o. Pero había visto la arena
de sus pies y de su túnica. ¡Ella había acudido a m í! ¡Lo había hecho!
» Advertí entonces que alguien había penetrado en el pasadizo tras m is pasos.
Alguien avanzaba trabaj osam ente por el corredor y, al volver la cabeza, vi a uno
de los quem ados, casi un m ero esqueleto que tenía al descubierto las negras
encías y cuy os colm illos se hincaban en la piel brillante de su labio inferior,
oscura y arrugada com o la de una pasa.
» Reprim í un j adeo al verle, al observar sus m iem bros huesudos, sus pies
dislocados, el bam boleo de sus brazos a cada paso. Venía hacia nosotros, pero no
pareció reparar en m i presencia. Levantó las m anos y em puj ó a Enkil.
» —¡No, no, vuelve a la cám ara! —susurró en una voz baj a y frágil—. ¡No,
no!
» Y cada sílaba parecía llevarse todo lo que tenía. Sus brazos secos y
arrugados em puj aron de nuevo la figura, sin lograr m overla.
» —¡Ay údam e! —m e dij o—. Se han m ovido. ¿Por qué? Hazles volver.
Cuanto m ás se m ueven, m ás difícil es devolverlos a su lugar.
» Miré a Enkil y sentí el m ism o horror que tú has experim entado al ver esa
estatua dotada de vida, aparentem ente incapaz de m overse o reacia a hacerlo.
Baj o m i m irada, el espectáculo se hizo aún m ás horrible porque aquella piltrafa
ennegrecida se había puesto a gritar y a clavar sus uñas en Enkil, im potente. Y la
visión de aquel ser que debería estar m uerto, consum iéndose de aquella m anera,
y de aquel otro ser de aspecto tan perfectam ente divino y m aj estuoso, allí
plantado, fue m ás de lo que podía soportar.
» —¡Ay údam e! —insistió la criatura—. Ay údam e a m eterle en la cám ara.
Ay údam e a colocarles donde deben estar.
» ¿Cóm o pretendía que y o hiciera tal cosa? ¿Cóm o iba a poner m is m anos en
aquel ser? ¿Cóm o iba a osar llevarle a em puj ones donde él no quería ir?
» —Si m e ay udas, no les sucederá nada —insistió la criatura requem ada—.
Estarán j untos y en paz. Em púj ale. ¡Hazlo! ¡Em puj a! ¡Oh, m ira a la m uj er!
¿Qué le ha sucedido? ¡Mira!
» —¡Está bien, m aldita sea! —m ascullé y, abrum ado de vergüenza, lo intenté.
» Puse m is m anos de nuevo en Enkil y le em puj é, pero resultó im posible
m overlo. Mi fuerza era insignificante ante él y los inútiles gritos y em pellones de
la criatura quem ada m e resultaban exasperantes.
» Pero, de im proviso, la criatura soltó un j adeo y levantó sus brazos
esqueléticos, retrocediendo con pasos tam baleantes.
» —¿Qué sucede? —pregunté, reprim iendo el im pulso de echarm e a gritar y
a correr.
» Pero pronto vi de qué se trataba. Akasha había hecho acto de presencia
detrás de Enkil. Estaba j usto a su espalda y m e m iraba por encim a del hom bro de
éste, y vi cóm o las y em as de sus dedos se cerraban en torno a los m usculosos
brazos del hom bre. Sus oj os seguían tan vacíos en su vidriosa belleza com o lo
habían estado antes. Pero estaba haciendo m overse a Enkil, y presencié entonces
el espectáculo de aquellos dos seres cam inando por su propia voluntad, él
retrocediendo lentam ente sin apenas levantar los pies del suelo y ella escudada
tras él de m odo que sólo veía sus m anos y la parte superior de su cabeza hasta los
oj os.
» Parpadeé, tratando de recobrar la calm a. Los dos estaban sentados de
nuevo en la grada, j untos, en la m ism a postura en que les has visto esta noche en
la cám ara de ahí abaj o, en la isla.
» La criatura quem ada estaba próxim a al colapso. Había caído de rodillas y
no fue necesario que m e explicara la razón. Ya antes había encontrado a los
dioses en diferentes posturas, pero nunca había sido testigo de sus m ovim ientos. Y
nunca la había visto a ella com o había sido antes.
» Me sentí exaltante al com prender por qué había aparecido com o era antes.
Había acudido a m í. Pero llegó un punto en el que el orgullo y la exaltación que
sentía dieron paso a otras em ociones m ás acordes con la situación: un abrum ador
tem or reverencial y, finalm ente, aflicción. Rom pí a llorar. Rom pí a llorar
inconteniblem ente, com o no lo hacía desde que estuviera con el viej o Dios del
Bosque y se produj era m i m uerte, y aquella m aldición, aquella lum inosa y
poderosa y m agnífica m aldición, cay era sobre m í. Lloré com o lo has hecho tú al
verlos por prim era vez. Lloré por su inm ovilidad y su aislam iento, por aquel
pequeño lugar donde perm anecían con la m irada perdida o sentados en la
oscuridad m ientras Egipto m oría sobre ellos.
» La diosa, la m adre, el ser o lo que fuera, la despreocupada y silenciosa o
im potente progenitora m e estaba m irando. Con seguridad, no se trataba de una
ilusión. Sus grandes oj os brillantes, con la negra orla de sus pestañas, estaban fij os
en m í. Y entonces, volví a escuchar su voz, pero ésta no conservaba nada de su
antiguo poder: era sencillam ente el pensam iento, m ucho m ás allá del lenguaj e,
dentro de m i cabeza.
» Sácanos de Egipto, Marius. El Viejo intenta destruirnos. Protégenos, Marius,
o pereceremos aquí.
» —¿Quieren sangre? —gritó la criatura quem ada—. ¿Se han m ovido porque
quieren sacrificios? —preguntó en tono suplicante.
» —Tráeles un sacrificio —le dij e.
» —Ahora, no puedo. No tengo la fuerza suficiente. Y ellos dos no quieren
darm e la sangre curativa. Si m e perm itieran probar aunque fuera unas gotas, m i
carne quem ada se recuperaría, la sangre de m i cuerpo recobraría su vigor y
podría traerles gloriosos sacrificios…
» Pero en aquel breve diálogo había un elem ento de falsedad, pues los dos
dioses y a no deseaban recibir tales gloriosos sacrificios.
» —Prueba otra vez a beber su sangre —le propuse, en una m uestra de
terrible egoísm o por m i parte.
» Sólo quería ver qué sucedía. Pero, para hum illación m ía, la criatura se
acercó efectivam ente a ellos, se inclinó en una reverencia y, entre sollozos, les
suplicó que le dieran su poderosa sangre, su viej a sangre, con la que sus
quem aduras curarían antes. Le oí repetir que él era inocente, que no había sido
él, sino el Viej o, quien los había puesto en la arena. Le oí rogar por favor, por
favor, que le perm itieran beber de la fuente original.
» Y, a continuación, le consum ió un ham bre voraz y, entre convulsiones,
descubrió sus colm illos com o haría una cobra y se lanzó hacia delante con sus
cham uscadas m anos abiertas com o zarpas, buscando el cuello de Enkil.
» El brazo de éste se alzó, com o había dicho el Viej o que haría, y arroj ó a la
criatura quem ada al otro extrem o de la cám ara, donde cay ó de espaldas. Luego
el brazo volvió a su posición habitual.
» La criatura quem ada estaba sollozando y y o m e sentí aún m ás
avergonzado. Aquella criatura estaba dem asiado débil para cazar presas o
traerlas allí. Y y o le había incitado a hacer aquello para verlo. La luz m ortecina
de aquel lugar, la arena cruj iente del suelo, la desnudez de las paredes, el hedor
de la antorcha y la visión repugnante de la criatura quem ada retorciéndose y
gim iendo… todo resultaba indeciblem ente desalentador.
» —Entonces, bebe de m í —m urm uré, estrem eciéndom e al verle con los
colm illos descubiertos de nuevo y las m anos alzadas hacia m í; era lo m enos que
podía hacer por él.
12
» Cuando hube term inado con aquella criatura, le ordené que no perm itiera a
nadie la entrada en la cripta. No pude im aginar cóm o diablos iba a poder
im pedirlo, pero se lo dij e con trem enda autoridad y m e m arché rápidam ente.
» Volví a Alej andría, m e colé en una tienda que vendía obj etos antiguos y
robé dos bellos ataúdes de m om ias, pintados y enchapados de oro. Tam bién
conseguí una buena cantidad de tela para sudarios y regresé a la cripta del
desierto.
» Mi valor y m i m iedo alcanzaron su punto álgido.
» Com o suele suceder cuando dam os nuestra sangre a otro de nuestra raza, o
cuando la tom am os de ellos, m ientras la criatura quem ada tenía sus dientes en m i
cuello y o había tenido visiones, una especie de ensoñaciones. Y lo que había visto
y soñado tenía relación con Egipto, con la edad de Egipto, con el hecho de que
aquella tierra había conocido pocos cam bios en el idiom a, la religión y el arte, a
lo largo de cuatro m il años. Por prim era vez, todo ello m e resultó com prensible y
m e hizo sentir una profunda sim patía por la Madre y el Padre com o reliquias de
aquel país, igual que reliquias eran las pirám ides. Aquello increm entó m i
curiosidad y la convirtió en algo m ás parecido a una devoción.
» Aunque, para ser sincero, habría robado igual a la Madre y al Padre por m i
m era supervivencia.
» Esta nueva certeza, esta nueva obsesión, m e inspiraba cuando m e acerqué a
Akasha y a Enkil para colocarles en las caj as de m om ias de m adera, sabiendo
perfectam ente que Akasha m e perm itiría hacerlo y que Enkil, si quería, podía
aplastarm e el cráneo fácilm ente.
» Pero Enkil cedió, igual que Akasha. Me perm itieron envolverlos en tela,
convertirlos en m om ias y colocarlos en los herm osos ataúdes de m adera que
llevaban pintados los rostros de otros, j unto a las interm inables instrucciones en
j eroglíficos para los m uertos, y llevarles conm igo a Alej andría, cosa que hice.
» Cuando m e m arché arrastrando un ataúd con cada m ano, dej é a la criatura
espectral en un terrible estado de agitación.
» Al llegar a la ciudad, considerando que debía ser discreto, contraté unos
hom bres para que conduj eran los ataúdes a m i casa com o era debido; después,
enterré a la parej a en el j ardín, sin dej ar de explicarles a am bos, en voz alta, que
su estancia baj o tierra no se prolongaría m ucho.
» La noche siguiente, m e aterró la idea de dej arles solos. Cacé y m até a
pocos m etros de la propia verj a del j ardín. Y luego envié a m is esclavos a
com prar caballos y un carro y les m andé hacer los preparativos para un viaj e
por la costa hasta Antioquía, j unto al río Orontes, ciudad que conocía y am aba, y
en la que creía que estaría a salvo.
» Com o m e tem ía, el Viej o no tardó en aparecer. De hecho, y o le estaba
esperando en la som bría alcoba, reclinado en el lecho al m odo rom ano, con una
lám para a un lado y un viej o ej em plar de un poem a latino en la m ano. Me dij e
que tal vez el Viej o pudiera percibir el paradero de Akasha y Enkil y urdí
deliberadam ente una falsa pista: que les había encerrado en la gran pirám ide.
» Aún soñaba con aquellas im ágenes de Egipto que m e habían llegado de la
criatura quem ada: una tierra en la que ley es y creencias habían perm anecido sin
cam bios durante m ás tiem po del que podíam os im aginar, una tierra que había
conocido la escritura j eroglífica y las pirám ides y los m itos de Osiris e Isis
cuando Grecia aún estaba en las tinieblas y Rom a no existía. Vi el río Nilo
desbordándose de su cauce y las m ontañas que creaban el valle a am bos lados.
Vi el tiem po con un concepto com pletam ente distinto. Y no era sólo el sueño del
ser quem ado; era todo lo que y o había visto y conocido en Egipto, la sensación de
lugar de inicio de todas las cosas que había aprendido de los libros m ucho antes
de convertirm e en hij o de la Madre y el Padre, a los que ahora m e disponía a
llevar conm igo.
» —¿Qué te hace pensar que te los confiaríam os? —dij o el Viej o tan pronto
com o apareció en la puerta.
» Cuando dio unos pasos por la estancia, ataviado únicam ente con la falda
corta de lino, m e pareció inm enso. La luz de la lám para brillaba en su cabeza
calva, en su cara redonda, en sus oj os saltones.
» —¡Cóm o te atreves a llevarte a la Madre y al Padre! ¿Qué has hecho de
ellos?
» —Fuiste tú quien les puso al sol —repliqué—. Tú quien trató de destruirles.
Eres tú ese que no crey ó cierta la viej a ley enda, ese guardián de la Madre y del
Padre del que m e hablaste, y m e m entiste. Tú has causado la m uerte de nuestra
raza de un extrem o a otro del m undo. Has sido tú, y m e has m entido.
» El Viej o quedó desconcertado. Me consideraba indeciblem ente orgulloso e
insoportable. Igual pensaba y o, pero ¿qué m ás daba? Él tendría el poder de
reducirm e a cenizas, si conseguía dej ar de nuevo al sol a la Madre y al Padre. ¡Y
ella había acudido a m í! ¡A m í!
» —¡Yo no sabía lo que iba a suceder! —replicó a esto, con los puños
apretados y las venas sobresaliéndole en la frente. Tenía el aspecto de un gran
nubio calvo m ientras trataba de intim idarm e—. Te j uro por lo m ás sagrado que
no lo sabía. Y tú no puedes im aginar lo que significa guardarlos, ocuparse de ellos
año tras año, década tras década, siglo tras siglo, y saber que pueden hablar, que
pueden m overse, y no quieren hacerlo.
» No sentí la m enor conm iseración por él ni por lo que decía. No era m ás que
una figura enigm ática en el centro de la pequeña estancia de Alej andría,
lam entándose en m i presencia de unos sufrim ientos inim aginables. ¿Qué
com pasión podía sentir por él?
» —Yo los recibí en herencia —declaró—. ¡Me fueron entregados! ¿Qué iba
a hacer? Y hube de pugnar con su om inoso silencio, con su negativa a conducir a
la tribu que habían soltado en el m undo. ¿Y por qué se produj o ese silencio? Por
venganza, tenlo por seguro. Para vengarse de nosotros. Pero ¿por qué? ¿Quién
existe hoy que pueda acordarse de hace m il años? Nadie. ¿Quién entiende todas
estas cosas? Los viej os dioses salen al sol, se arroj an al fuego o encuentran la
extinción a través de la violencia, o se entierran en lo m ás profundo de la tierra
para no volver a surgir nunca m ás. La Madre y el Padre, en cam bio,
perm anecen siem pre, y no hablan. ¿Por qué no se entierran donde no pueda
alcanzarles ningún m al? ¿Por qué se lim itan a m irar y escuchar y se niegan a
hablar? Enkil sólo se m ueve cuando alguien trata de apartar de su lado a Akasha:
sólo entonces descarga golpes y aplasta a sus enem igos com o un coloso de piedra
que hubiese cobrado vida. ¡Te aseguro que, cuando los coloqué en la arena, no
trataron de salvarse a sí m ism os! ¡Se quedaron m irando el río m ientras y o huía!
» —¡Lo hiciste para ver qué sucedía, para ver si eso les haría m overse!
» —¡Fue para liberarm e! Para decir: “Ya no os seguiré guardando. Moveos,
hablad”. Para ver si era cierta la viej a historia y, en caso afirm ativo, si las llam as
nos consum ían a todos.
» Con esto, el Viej o pareció quedar exhausto. Con voz débil, añadió
finalm ente:
» —No puedes llevarte a la Madre y al Padre. ¡Cóm o has podido pensar que
te perm itiría hacerlo! A ti, que quizá no alcances el siglo, que has huido de las
obligaciones del bosque. Tú ignoras en realidad quiénes son la Madre y el Padre.
Has oído m ás de una m entira de m is labios.
» —Tengo que decirte una cosa —le interrum pí—. Ahora eres libre. Sabes
que no som os dioses, y tam poco hom bres. No servim os a la Madre Tierra porque
no com em os sus frutos y no descendem os norm alm ente a su seno. No
pertenecem os a ella. Y y o dej o Egipto sin ninguna otra consideración contigo, y
los llevo conm igo porque es lo que m e han pedido que hiciera y porque no
consentiré que ni ellos ni y o seam os destruidos.
» De nuevo, pareció desconcertado. ¿Cóm o m e lo habían pedido? Sin
em bargo, no le salieron las palabras; de pronto, se m ostró enfurecido, lleno de
odio y de lóbregos secretos que y o no podía ni siquiera im aginar. El Viej o tenía
una m ente tan instruida com o la m ía, pero conocía cosas sobre nuestros poderes
que y o no podía sospechar. En m i vida m ortal no había m atado nunca a nadie. No
sabía cóm o dar m uerte a un ser vivo, salvo baj o el im pulso de m i reciente y
despiadada necesidad de sangre.
» Él, en cam bio, sabía utilizar su fuerza sobrenatural. Cerró los oj os hasta que
sólo fueron dos rendij as y su cuerpo se puso en tensión, irradiando una sensación
de peligrosidad.
» Se acercó a m í y sus intenciones le precedieron; en un instante, m e
incorporé del lecho y m e encontré tratando de protegerm e de sus golpes. El
Viej o m e agarró por el cuello y m e arroj ó contra la pared de piedra,
aplastándom e los huesos del hom bro y del brazo derecho. En un instante de
exquisito dolor, supe que iba a estallarm e la cabeza contra la piedra y a
quebrarm e todos los m iem bros, y que luego m e vertería el aceite de la lám para
y m e prendería fuego. Así lograría hacerm e desaparecer de su eternidad
privada, com o si y o nunca hubiera conocido aquellos secretos ni m e hubiera
atrevido a entrom eterm e.
» Me defendí luchando com o no lo había hecho nunca, pero m i brazo
lesionado era un ascua de dolor y m is fuerzas eran tan inferiores a las del Viej o
com o las tuy as en com paración con las m ías. Sin em bargo, en lugar de
agarrarm e a sus m anos m ientras éstas se cerraban en torno a m i cuello, en lugar
de seguir el im pulso instintivo de intentar desasirm e, lo que hice fue alzar las
m anos y hundirle los pulgares en los oj os. Aunque el brazo m e ardía de dolor,
puse todas m is fuerzas en hundirle los oj os contra el fondo de la órbita.
» El Viej o m e soltó con un alarido. La sangre le corrió por el rostro. Me
desem baracé de él y corrí hacia la puerta del j ardín. Seguía sin poder respirar
debido a la presión que había ej ercido sobre m i garganta y, m ientras m e suj etaba
el brazo inútil, vi por el rabillo del oj o algo que m e dej ó confuso: era un gran
rem olino de polvo y tierra que se elevaba del j ardín, llenando el aire de una
especie de hum o. Tropecé con el dintel de la puerta, perdiendo el equilibrio,
com o si una ráfaga de viento m e hubiese im pulsado; cuando volví la cabeza,
advertí que el Viej o venía tras de m í, con los oj os brillando todavía, aunque ahora
lo hacían desde el fondo de sus cuencas. Me estaba m aldiciendo en egipcio.
Estaba am enazándom e con llevarm e al infram undo, en com pañía de los
dem onios, sin que nadie m e llorara.
» Pero, acto seguido, su rostro se convirtió en una helada m áscara de m iedo.
Se detuvo instantáneam ente y su expresión de alarm a resultó casi cóm ica.
» Y entonces descubrí qué estaba viendo m i adversario. Era la figura de
Akasha, que pasó j unto a m í por m i derecha. El sudario de tela aparecía
desgarrado en la parte de la cabeza y tam bién había liberado los brazos, y estaba
cubierta de la tierra arenosa del j ardín. Sus oj os m antenían la m ism a m irada
inexpresiva de siem pre y Akasha los clavó lentam ente en el Viej o, acercándosele
aún m ás porque él no podía m overse para ponerse a salvo.
» El Viej o cay ó de rodillas, balbuciendo algo en egipcio, prim ero en un tono
de desconcierto y luego presa de un m iedo incoherente. Y Akasha continuó
avanzando, dej ando tras de sí un reguero de arena y de retales de tela, pues, con
cada lento paso que daba, el im provisado sudario se desgarraba. El viej o apartó
la m irada y cay ó de bruces; se apoy ó en las m anos y em pezó a andar a gatas,
com o si la figura de la m uj er le im pidiera, m ediante alguna fuerza invisible,
volver a ponerse en pie. Sin duda, eso era precisam ente lo que estaba haciendo
Akasha, pues el Viej o term inó por y acer en el suelo boca abaj o, con los codos
apuntando hacia el techo e incapaz de m overse.
» Lenta y pausadam ente, Akasha le pisó la parte posterior de la rodilla
derecha, aplastándola baj o su poderoso pie hasta que la sangre asom ó debaj o de
su talón. Y con el siguiente paso le aplastó la pelvis m ientras él lanzaba un rugido
com o una fiera, y la sangre brotó a borbotones de la zona destrozada. El pie de
Akasha descendió después sobre su hom bro y, por últim o, sobre su cabeza, que
estalló baj o su peso com o si fuera una bellota. La sangre m anó de lo que quedaba
del Viej o, cuy os restos seguían retorciéndose.
» Akasha se volvió y no advertí en ella el m enor cam bio de expresión, com o
si no diera la m enor im portancia a lo que había hecho con él. Parecía indiferente
incluso a aquel solitario y aterrado testigo de lo sucedido, encogido de m iedo
contra la pared. La vi cam inar arriba y abaj o sobre los restos del Viej o con el
m ism o paso lento y fácil aplastándolos hasta convertirlos en un absoluto am asij o.
» Lo que quedaba de él no era ni siquiera una form a hum ana, sino una m era
m asa sanguinolenta sobre el suelo, pero ésta seguía palpitando y burbuj eando,
seguía hinchándose y contray éndose com o si aún hubiera vida en ella.
» Me quedé petrificado al com prender que, efectivam ente, aquellos restos
aún seguían vivos y que era aquello lo que podía significar la inm ortalidad.
» Pero Akasha había dej ado de pisar los restos y se volvió hacia la izquierda
con la m ism a lentitud con que lo haría una estatua sobre un torno. Levantó una
m ano y la lám para que tenía j unto al lecho se alzó, voló por los aires y cay ó
sobre la m asa sanguinolenta. La llam a prendió rápidam ente el aceite en la caída.
» Los restos del Viej o se encendieron com o si fueran grasa. Las llam as
danzaban de un extrem o a otro de la m asa oscura, la sangre parecía alim entar el
fuego, y el hum o era acre, aunque sólo despedía el olor del aceite.
» Yo estaba de rodillas, con la cabeza contra el costado del um bral de la
puerta, m ás cerca de perder el conocim iento de puro espanto que en ningún
m om ento de m i vida. Contem plé cóm o el Viej o ardía hasta quedar reducido a
nada. Y vi a Akasha en pie, al otro lado de las llam as, sin m ostrar en su rostro el
m ás leve rastro de inteligencia, de triunfo o de voluntad.
» Contuve la respiración, esperando que sus oj os se volvieran hacia m í. Pero
no lo hicieron. Y, m ientras el m om ento se prolongaba y el fuego em pezaba a
m orir, m e di cuenta de que Akasha había dej ado de m overse. Había regresado al
estado de absoluto silencio y quietud que todos los dem ás habían considerado
natural en ella.
» La estancia había quedado a oscuras. El fuego se había consum ido. El olor
del aceite quem ado m e produj o náuseas. Con el sudario desgarrado, Akasha
parecía un fantasm a egipcio, inm óvil ante las brasas resplandecientes. El
m obiliario dorado que brillaba a la luz del cielo guardaba, pese a su aire rom ano,
cierto parecido a los delicados obj etos de una cám ara m ortuoria para rey es.
» Me puse en pie y noté el dolor lacerante en el hom bro y el brazo. Me di
cuenta de que la sangre corría y a a curar la herida, pero ésta era considerable.
No supe cuánto tiem po tardaría en sanar.
» Sí sabía, en cam bio, que, si bebía de ella, la curación sería m ucho m ás
rápida, casi instantánea, y podríam os em prender viaj e y dej ar Alej andría
aquella m ism a noche. Yo m e encargaría de llevarla m uy lej os de Egipto.
» Entonces advertí que era ella quien m e estaba diciendo tales cosas. Sus
palabras, lej anísim as, llegaban hasta m í y y o las absorbía sensualm ente.
» Y respondí a su propuesta: He viajado por todo el mundo y te llevaré a
lugares seguros. Pero una vez m ás pensé que tal vez aquel diálogo era sólo
producto de m i im aginación y que m e estaba volviendo com pletam ente loco,
consciente de que aquella pesadilla no term inaría nunca j am ás, si no era en
fuegos com o aquél, consciente de que ni la vej ez ni la m uerte natural acallarían
nunca m is tem ores ni calm arían m is dolores, com o un día había esperado que
sucedería.
» Pero tam bién eso dej ó de im portar. Lo im portante era que estaba a solas
con ella y que, en aquella oscuridad, Akasha hubiera podido ser una m uj er
m ortal, una j oven diosa hum ana llena de vitalidad y de deliciosas palabras, ideas
y sueños.
» Me acerqué m ás a ella y m e pareció entonces que era, en efecto, esa
criatura dócil y com placiente. Y una voz interior m e dij o que sabía algo de ella,
algo que esperaba ser recordado, ser disfrutado. Pero tuve m iedo. Akasha podía
hacerm e lo m ism o que al Viej o. No: era absurdo. No lo haría. Ahora, y o era su
guardián y ella j am ás consentiría que nadie m e hiciera daño. No. Debía tenerlo
presente. Y m e aproxim é m ás y m ás, hasta que m is labios casi rozaron su cuello
bronceado, y todo quedó decidido cuando noté la presión firm e y fría de su m ano
en m i nuca.
13
» No intentaré describir el éxtasis que sentí, pues y a lo conoces. Lo
experim entaste al tom ar la sangre de Magnus. Y volviste a conocerlo cuando te
di la sangre en El Cairo. Lo experim entas cada vez que m atas, y entenderás a
qué m e refiero si te digo que era esa m ism a sensación, pero m il veces m ás
intensa.
» No vi ni oí ni sentí nada salvo una felicidad com pleta, una satisfacción
absoluta.
» Me encontré en otros lugares, en otros salones de hace m ucho tiem po, y se
oían voces y se estaban perdiendo batallas. Alguien lanzaba gritos agónicos.
Alguien gritaba palabras que reconocí y no reconocí: No comprendo. No
comprendo. Se abrió un gran pozo de oscuridad y llegó la invitación a caer y
caer, y ella suspiró y dij o: No puedo seguir luchando.
» Entonces desperté, y m e encontré acostado en el lecho. Akasha seguía en el
centro de la alcoba, inm óvil com o antes; la noche estaba y a avanzada, y la
ciudad de Alej andría, dorm ida, m urm uraba a nuestro alrededor.
» Y conocí m ultitud de cosas m ás.
» Conocí tantas cosas que, si m e hubiesen sido confiadas en palabras
m ortales, habría necesitado horas, si no días, para escucharlas. Y no tenía la
m enor idea del tiem po que había transcurrido.
» Supe que m iles de años antes había habido grandes disputas entre los
Bebedores de la Sangre y que, desde su prim era creación, m uchos de ellos se
habían convertido en crueles e irreverentes portadores de m uerte. Al contrario
que los benignos am antes de la Buena Madre que ay unaban y luego bebían los
sacrificios destinados a ella, esos otros eran ángeles de la m uerte que podían caer
sobre cualquier víctim a en cualquier m om ento, exultantes en el convencim iento
de ser parte del ritm o de todas las cosas en el cual ninguna vida hum ana
individual tiene im portancia, en el cual la vida y la m uerte son iguales… y de
estar en su derecho de causar m uertes y sufrim ientos com o les viniera en gana.
» Y esos dioses terribles contaban con sus devotos adoradores entre los
hom bres, con esclavos hum anos que les proveían de víctim as y tem blaban de
pavor en el m om ento en que ellos m ism os caían baj o el capricho del dios.
» Dioses de ese género habían reinado en la antigua Babilonia y en Asiria, y
en ciudades olvidadas desde hacía m ucho tiem po, y en la India rem ota y en
países cuy os nom bres no entendí.
» Y entonces, allí tendido en el lecho y desconcertado por las im ágenes,
com prendí que tales dioses habían entrado a form ar parte de aquel m undo de
Oriente que era aj eno al orbe rom ano en el que y o había nacido. Eran parte del
m undo de los persas, cuy os hom bres eran aby ectos esclavos de su rey, en tanto
que los griegos que les habían com batido eran hom bres libres.
» Pese a todas las crueldades y excesos, incluso el cam pesino m ás hum ilde
tenía un valor para los rom anos. La vida tenía un valor entre nosotros. Y la
m uerte no era m ás que el fin de la vida, un hecho que debía afrontarse con
valentía cuando el honor no dej aba otra opción. Para nosotros, no había grandeza
en la m uerte. De hecho, no creo que la m uerte fuera nada especial para un
rom ano. Desde luego, no era un estado preferible a la vida.
» Y aunque Akasha m e había revelado la existencia de tales dioses en todo su
esplendor y m isterio, los encontré repulsivos. Ni entonces ni nunca podría
aceptarlos y tuve la certeza de que las filosofías que procedían de ellos o les
j ustificaban, j am ás serían la excusa de las m uertes que y o causara, ni m e
proporcionarían consuelo com o Bebedor de la Sangre. Mortal o inm ortal, y o
pertenecía a Occidente y m e gustaban las ideas de Occidente. Y debería
sentirm e siem pre culpable de m is actos.
» Con todo, fui testigo del poder de esos dioses, de su incom parable atractivo.
Gozaban de una libertad que y o no conocería nunca. Y vi su desprecio hacia
todos los que les retaran. Y los vi llevar sus radiantes coronas en el panteón de
otros países.
» Los vi acudir a Egipto para robar la sangre original y todopoderosa del
Padre y de la Madre, y para cerciorarse de que el Padre y la Madre no se
quem aban a sí m ism os para poner fin al reinado de aquellos dioses oscuros y
terribles cuy o obj etivo era acabar con todos los dioses benéficos.
» Y vi a la Madre y al Padre hechos prisioneros, encerrados en una cripta
subterránea, incrustados en unos bloques de diorita y granito com prim idos contra
sus cuerpos que sólo dej aban al descubierto sus rostros y sus cuellos. De esta
m anera, los dioses siniestros pudieron introducir en la Madre y el Padre la sangre
hum ana que éstos no podían soportar y, contra la voluntad de am bos, tom ar de
sus cuellos la poderosa sangre. Y todos los dioses oscuros del m undo acudieron a
beber de aquélla, la m ás antigua de las fuentes.
» El Padre y la Madre lanzaban gritos de sufrim iento y suplicaban que les
liberasen, pero nada de ello afectaba a los dioses oscuros, que se regocij aban
ante aquella agonía y la disfrutaban com o si bebieran sangre hum ana. Los dioses
oscuros llevaban cráneos hum anos colgados de la cintura, y sus ropas estaban
teñidas de sangre hum ana. La Madre y el Padre rechazaron los sacrificios, pero
eso sólo hizo que aum entara su im potencia. Se negaron a ingerir la m ism a
sustancia que les habría proporcionado la fuerza suficiente para m over las
piedras y para desplazar los obj etos con el sim ple pensam iento.
» No obstante, pese a todo, su fuerza aum entó.
» Transcurrieron años y años de aquel torm ento, de guerras entre los dioses,
de com bates entre sectas de adeptos a la vida y de partidarios de la m uerte.
Incontables años hasta que, finalm ente, la Madre y el Padre cay eron en el
silencio y no quedó nadie en la Tierra que recordara haberles visto suplicar,
resistirse o hablar. Llegó un tiem po en que nadie guardaba y a recuerdo de quién
había aprisionado a la Madre y al Padre, ni de la razón por la que la parej a no
debía ser liberada j am ás. Algunos no creían siquiera que la Madre y el Padre
fueran los verdaderos, o que su inm olación pudiera perj udicar a nadie m ás. Eso
era sólo una viej a ley enda.
» Y durante todo ese tiem po, Egipto fue Egipto, y su religión, preservada del
contacto con otras, evolucionó finalm ente hacia la fe en la conciencia y en el
j uicio después de la m uerte de todos los seres, ricos y pobres, y en la existencia
del bien en la Tierra y de la vida después de la m uerte.
» Entonces, llegó la noche en que la Madre y el Padre fueron encontrados
libres de su prisión, y sus cuidadores com prendieron que únicam ente ellos habían
podido m over las piedras. En silencio, la fuerza de ellos había aum entado por
encim a de cualquier m edida. Sin em bargo, perm anecían com o estatuas,
abrazados en m edio de la cám ara sucia y oscura donde habían perm anecido
guardados durante siglos. Am bos estaban desnudos y envueltos en un leve
resplandor, pues todas sus ropas se habían podrido hacía m ucho tiem po.
» Cuando bebían —si lo hacían— la sangre de las víctim as ofrecidas, se
m ovían con la pereza de un reptil en invierno, com o si el tiem po hubiera cobrado
un sentido absolutam ente distinto y, para ellos, un año fuera una noche y un siglo
fuera un año.
» Y la antigua religión, aj ena tanto a Oriente com o a Occidente, siguió tan
firm e com o siem pre. Los Bebedores de la Sangre continuaron siendo sím bolos
benéficos, la im agen lum inosa de la vida en el otro m undo que incluso el alm a
egipcia m ás hum ilde podía llegar a disfrutar.
» En esos últim os tiem pos, los únicos sacrificios debían ser de m alhechores.
De este m odo, los dioses arrancaron el m al de las gentes y las protegieron, y la
voz silenciosa del dios consolaba a los débiles y les contaba las verdades
aprendidas por él durante su ay uno: que el m undo estaba lleno de una constante
belleza y que ningún alm a está realm ente sola en él.
» La Madre y el Padre fueron guardados en el m ás bello de todos los
santuarios, y los dioses acudieron a ellos y, con su consentim iento, tom aron de
ellos unas gotas de su preciosa sangre.
» Pero, por esa época, em pezó a suceder lo im posible. Egipto estaba llegando
a su fin. Todo lo que se había creído inm utable estaba a punto de ser cam biado
por com pleto. Alej andro Magno había llegado, los Ptolom eos eran los
gobernantes, Julio César y Marco Antonio… Todos ellos fueron rudos y extraños
protagonistas de aquel dram a que era, sencillam ente, El Final de Todo Aquello.
» Y, finalm ente, llegó el siniestro y cínico Viej o, el inicuo, el frustrado, que
había dej ado al sol a la Madre y al Padre.
» Me incorporé del lecho y perm anecí de pie en m itad de aquella alcoba de
Alej andría contem plando la figura de Akasha, inm óvil y de m irada fij a, y la tela
m anchada de tierra que la cubría m e pareció un insulto. Y la cabeza m e dio
vueltas con la viej a poesía. Me sentí rebosante de am or.
» Ya no sentía en m i cuerpo ningún dolor tras la lucha con el Viej o. Los
huesos se habían recuperado. Hinqué la rodilla y besé los dedos de la m ano
derecha de Akasha, que le colgaba al costado. Alcé la m irada y la vi
observándom e, con la cabeza ladeada, y en su rostro se form ó por un instante la
expresión m ás extraña; una expresión que parecía tan pura en su sufrim iento
com o la felicidad que y o acababa de experim entar. Luego, con gran lentitud, con
inhum ana lentitud, la cabeza recuperó su posición habitual, m irando al frente, y
en aquel instante com prendí que había visto y conocido cosas que el Viej o no
había descubierto j am ás.
» Mientras envolvía en un nuevo sudario su cuerpo, m e sentí en trance. Sentí
m ás que nunca la obligación de cuidar de ella y de Enkil, y el horror de la m uerte
del Viej o siguió asaltando m i m ente a cada instante, y la sangre que m e había
dado Akasha había acrecentado no sólo m i fuerza física, sino tam bién m i euforia.
» Durante los preparativos para abandonar Alej andría, supongo que acaricié
la idea de ver despertar a Enkil y Akasha, de que en los años futuros lograrían
recobrar toda la vitalidad de la que fueron privados entonces y nos conoceríam os
de form a tan íntim a y pasm osa que todos aquellos sueños de conocim iento y
experiencia que m e proporcionaba la sangre palidecerían a su lado.
» Mis esclavos habían regresado hacía rato con los caballos y los carros para
el viaj e, los sarcófagos de piedra y las cadenas y candados que les había
ordenado traer. Les hice aguardar fuera de la casa, coloqué en el interior de los
sarcófagos de piedra los ataúdes con form a de m om ia que contenían a la Madre
y al Padre, los subí al carro, uno j unto a otro, y los cubrí con cadenas y candados
y gruesas m antas. Después, em prendim os la m archa en dirección a la puerta del
tem plo subterráneo de los dioses, cam ino de las puertas de la ciudad.
» Cuando llegam os al tem plo, dej é a m is esclavos con órdenes term inantes de
dar la alarm a a gritos si alguien se acercaba y, con un saco de cuero en la m ano,
m e adentré en el tem plo hasta la biblioteca del Viej o. Una vez allí, m etí en el
saco todos los rollos de papiro que encontré. Cogí hasta el últim o fragm ento de
escrito transportable que contenía el lugar, deseando poder llevarm e tam bién los
grabados de las paredes.
» Percibí la presencia de otros en las cám aras, pero estaban dem asiado
asustados para salir a la vista. Por supuesto, todos ellos sabían que había robado a
la Madre y al Padre. Y, probablem ente, conocían la m uerte del Viej o.
» No m e im portaba. Iba a abandonar el viej o Egipto y llevaba conm igo la
fuente de nuestro poder. Y era j oven, alocado y ardiente.
» Cuando finalm ente alcancé Antioquía, la gran y m aravillosa ciudad a orillas
del Orontes que rivalizaba con Rom a en población y belleza, leí todos aquellos
papiros y hablaban de todo aquello que Akasha m e había revelado.
» Y ella y Enkil tuvieron el prim ero de los m uchos santuarios que iba a
construirles a lo largo de toda Asia y Europa, y ellos supieron que y o les cuidaría
siem pre, y y o supe que ellos no perm itirían que m e sucediera ningún m al.
» Muchos siglos m ás tarde, cuando el grupo de los Hij os de las Tinieblas m e
prendió fuego en Venecia, estaba dem asiado lej os de Akasha para que m e
rescatara, o, de lo contrario, habría acudido en m i ay uda. Y cuando al fin llegué
al santuario, conociendo perfectam ente la agonía que habían padecido los dioses
expuestos al sol, bebí de su sangre hasta que estuve curado.
» Pero, al térm ino del prim er siglo que pasé con ellos en Antioquía, y a
desesperaba de que alguna vez “volvieran a la vida”. Su inm ovilidad y su silencio
eran casi tan perm anentes com o lo son hoy. Sólo la piel cam bió visiblem ente con
el paso de los años, desapareciendo de ella el daño producido por el sol hasta que
recuperó su aspecto de alabastro.
» Pero, para cuando m e di cuenta de todo esto, y a estaba profundam ente
dedicado a observar el acontecer de la ciudad y el cam bio de los tiem pos. Estaba
locam ente enam orado de una herm osa cortesana griega de cabellos castaños,
llam ada Pandora, que poseía los brazos m ás deliciosos que he visto nunca en un
ser hum ano; ella supo qué era y o desde el m om ento en que puso sus oj os en m í y
m e dedicó su tiem po, seduciéndom e y deslum brándom e hasta conseguir de m í
que la incorporara a la m agia, m om ento en el cual se le perm itió beber la sangre
de Akasha y convertirse en una de las criaturas sobrenaturales m ás poderosas
que he conocido nunca. Doscientos años pasé con Pandora, am ándonos y
peleándonos. Pero ésta es otra historia.
» Tengo un m illón de historias que podría contarte sobre los siglos que he
vivido desde entonces, sobre m is viaj es de Antioquía a Constantinopla, de vuelta a
Alej andría y a la India, y de allí otra vez a Italia, y de Venecia a las frías tierras
altas de Escocia y luego a esta isla del Egeo donde estam os ahora.
» Podría hablarte de los ligeros cam bios experim entados por Akasha y Enkil a
lo largo de los años, de las cosas desconcertantes que hacen y de los m isterios
que dej an sin resolver.
» Tal vez una noche del rem oto futuro, cuando vuelvas a m í, te hable de los
otros inm ortales que he conocido, de los que fueron hechos com o y o por los
últim os de los dioses que sobrevivieron en varias tierras, algunos de ellos
servidores de la Madre y otros entre aquellos dioses terribles del Oriente.
» Te hablaré entonces de cóm o Mael, m i pobre sacerdote druida, logró beber
finalm ente la sangre de un dios herido y en ese instante perdió toda su fe en la
antigua religión, pasando a convertirse en un inm ortal vagabundo, perdurable y
peligroso, com o cualquiera de nosotros. Te contaré cóm o se difundieron por el
m undo las ley endas de Los Que Deben Ser Guardados. Y de las veces que otros
inm ortales han tratado de quitárm elos por orgullo o por puro afán de destrucción,
en un intento por acabar con todos nosotros.
» Sabrás de m i soledad, de los otros que creé, y del fin que tuvieron. De cóm o
m e refugié en el seno de la tierra con Los Que Deben Ser Guardados y resurgí
de ella gracias a su sangre, para seguir viviendo durante varias existencias
m ortales antes de volver a enterrarm e. Te hablaré de los otros verdaderam ente
eternos a los que sólo veo de vez en cuando, de la últim a vez que vi a Pandora en
la ciudad de Dresde, en com pañía de un poderoso y depravado vam piro de la
India, y de cóm o se pelearon y se separaron, y de cóm o encontré dem asiado
tarde una carta suy a en la que m e rogaba que acudiera a verla en Moscú, un
frágil pedazo de papel que había caído al fondo de una bolsa de viaj e repleta de
cosas. Dem asiadas cosas, dem asiadas historias, historias con m oralej a y sin
ella…
» Pero y a te he contado las m ás im portantes: cóm o entré en posesión de Los
Que Deben Ser Guardados, y quiénes som os realm ente.
» Y, ahora, lo fundam ental es que com prendas bien esto:
» Cuando el Im perio Rom ano llegó a su fin, todos los viej os dioses del m undo
pagano fueron considerados dem onios por el Cristianism o dom inante. Con el paso
de los siglos, fue inútil decirles que su Cristo no era m ás que otro Dios de los
Bosques, que m oría y resucitaba igual que habían hecho Dioniso y Osiris antes
que él, y que la Virgen María era, en realidad, una advocación m ás de la Buena
Madre. La suy a era una nueva era de fe y convicción y en ella nos convertim os
en dem onios, fuim os apartados de sus creencias igual que el antiguo
conocim iento fue olvidado o m al interpretado.
» Pero así había de suceder. Los sacrificios hum anos habían horrorizado a los
griegos y rom anos. Yo m ism o, com o te he contado, había considerado espantoso
que los celtas quem aran sus m alhechores al dios en los colosos de m adera. Lo
m ism o pensaron los cristianos. Entonces, ¿cóm o podíam os ser considerados
buenos nosotros, dioses que nos alim entábam os de sangre hum ana?
» Pero la auténtica corrupción de nuestra naturaleza llegó cuando los Hij os de
las Tinieblas se convencieron de que, efectivam ente, servían a ese dem onio
cristiano y, al igual que los dioses terribles de Oriente, trataron de dar valor al
m al, de creer en su poder en el desarrollo de las cosas, y quisieron concederle un
lugar adecuado en el m undo.
» Atiende bien a lo que te digo: Nunca ha existido un lugar adecuado para el
mal en el mundo de Occidente. Jam ás ha existido una aceptación fácil de la
m uerte.
» Por violentos que hay an sido los siglos desde la caída de Rom a, por terribles
que hay an sido las guerras, las persecuciones y las inj usticias, el valor otorgado a
la vida hum ana no ha hecho sino aum entar.
» Incluso la Iglesia ha erigido estatuas y cuadros de su Cristo ensangrentado y
de sus m ártires torturados, m anteniendo la creencia de que tales m uertes, tan
bien usadas por los fieles, sólo podían haber venido de m anos de enem igos, y no
de los propios sacerdotes divinos.
» Es la creencia en el valor de la vida hum ana lo que ha causado que la
cám ara de torturas y la hoguera y los m étodos de ej ecución m ás horrendos
hay an sido abandonados en toda Europa en la época actual. Y es esa fe en el
valor de la vida hum ana lo que arranca hoy al hom bre de la m onarquía para
proclam ar la república en Am érica del Norte y en Francia.
» Y, así, estam os de nuevo en el punto álgido de una era atea, una era en que
la fe cristiana está perdiendo su dom inio, com o el paganism o perdió un día el
suy o, sólo para seguir desarrollando el viej o rito en una nueva form a. Quizá surj a
ahora una nueva religión. Tal vez el hom bre, sin ella, se hunda en el cinism o y el
egoísm o porque tiene verdadera necesidad de sus dioses.
» Pero tal vez suceda algo m ás m aravilloso: que el m undo avance de verdad,
que dej e atrás todos los dioses y diosas, todos los ángeles y dem onios. En un
m undo así, Lestat, nos quedará m enos sitio del que hem os tenido nunca.
» Todas las historias que te he contado son, finalm ente, tan inútiles com o ese
antiguo conocim iento lo es para el hom bre y para nosotros m ism os. Sus
im ágenes y su poesía pueden ser herm osas. Puede causarnos escalofríos con la
constancia de cosas que siem pre habíam os sospechado o sentido. Puede
rem ontarse a tiem pos en que la Tierra era nueva para el hom bre, y llena de
prodigios. Pero siem pre volvem os a cóm o es la Tierra ahora.
» Y, en este m undo, el vam piro sólo es un Dios Oscuro. Es un Hij o de las
Tinieblas. No puede ser otra cosa. Y si ej erce algún poder de seducción sobre la
m ente de los hom bres, se debe sólo a que la im aginación hum ana es un lugar
secreto de recuerdos prim itivos y deseos inconfesados. La m ente de cada
hom bre es un Jardín Salvaj e, por usar tus palabras, en el que surge y desaparece
todo tipo de criaturas, en el que se cantan him nos y se im aginan cosas que,
finalm ente, deben ser condenadas y reprobadas.
» Pero los hom bres nos am an cuando llegan a conocernos. Nos am an incluso
hoy. A las gentes parisienses les encanta lo que ven en el escenario del Teatro de
los Vam piros. Y los que han visto tu figura cam inando por las salas de bailes del
m undo, el pálido y m ortal señor de la capa de terciopelo, te han adorado a su
m anera.
» Se estrem ecen de em oción ante la posibilidad de la inm ortalidad, ante la
posibilidad de que un ser herm oso y espléndido pueda ser absolutam ente
perverso, pueda percibir y conocer todas las cosas y, pese a ello, escoger
voluntariam ente dar satisfacción a su oscuro apetito. Tal vez desean poder ser esa
criatura exquisitam ente m aléfica. Qué sencillo parece todo. Y es esa sencillez lo
que buscan.
» Pero concédeles el Don Oscuro y sólo uno entre una m ultitud no se sentirá
tan desdichado com o tú.
» ¿Qué puedo decir, finalm ente, que no confirm e tus peores tem ores? He
vivido m ás de dieciocho siglos y te aseguro que la vida no nos necesita. Nunca he
tenido un verdadero obj etivo. No existe ningún lugar para nosotros.
14
Marius hizo una pausa.
Apartó la vista de m í por prim era vez y la volvió hacia el cielo, m ás allá de
las ventanas, com o si escuchara unas voces en la isla que y o no podía oír.
—Tengo algunas cosas m ás que decirte —anunció—, cosas im portantes,
aunque no son m ás que cuestiones prácticas… —Se distraj o unos m om entos—. Y
están las prom esas que debo exigir… —añadió por últim o.
Tras esto, quedó en silencio, con una expresión en el rostro m uy sim ilar a la
de Akasha y Enkil.
Había m il preguntas que quería hacerle. Pero, m ás im portante tal vez, había
m il frases pronunciadas por él que quería repetir, com o si tuviera que decirlas en
voz alta para entenderlas del todo. Si decía algo, seguro que serían incoherencias.
Apoy é la espalda en el frío brocado del sillón, con las m anos j untas y los
dedos apuntando hacia arriba, y fij é la vista delante de m í, com o si su narración
estuviera desplegada allí para perm itirm e releerla. Pensé en la veracidad de sus
afirm aciones sobre el bien y el m al, y en lo que m e habría horrorizado y
disgustado que intentara convencerm e de que la filosofía de aquellos dioses
terribles de Oriente era legítim a, de que podíam os, de algún m odo,
vanagloriarnos de lo que hacíam os.
Yo tam bién era hij o de Occidente y toda m i breve existencia había luchado
con la incapacidad occidental para aceptar el m al y la m uerte.
Pero, por debaj o de todas estas consideraciones, subsistía el hecho abrum ador
de que Marius podía aniquilarnos a todos destruy endo a Akasha y a Enkil. Marius
podía quem ar a todos y cada uno de los vam piros que existíam os si exponía al
fuego a Akasha y a Enkil, y con ello libraría al m undo de una viej a, decrépita e
inútil form a de m aldad. O así parecía.
Y estaba el horror de los propios Akasha y Enkil… ¿Qué podía decir a esto?,
sino que tam bién y o había notado el prim er destello de aquello que una vez había
sentido Marius: que podría despertarles, que podría hacerles hablar otra vez, que
conseguiría hacerles m overse. O, m ás exactam ente, al verles había tenido la
sensación de que alguien debía y podía hacerlo. Alguien podía acabar con su
sueño de oj os abiertos.
¿Y qué serían, si alguna vez volvían a cam inar y a hablar? Una parej a de
antiguos m onstruos egipcios. ¿Qué harían?
—De pronto, vi seductoras am bas posibilidades: despertarlos o destruirlos.
Am bas ideas eran tentadoras. Deseé penetrar y com unicarm e con ellos, pero
com prendí la irresistible locura de querer destruirlos. De salir con ellos a una luz
cegadora que se llevara consigo a toda nuestra raza condenada.
Am bas opciones tenían que ver con el poder. Y con el triunfo sobre el paso
del tiem po.
—¿No sientes nunca tentaciones de hacerlo? —pregunté, y en m i voz había
dolor. Me pregunté si m e escucharían desde su profunda cripta.
Marius volvió en sí de su atenta escucha, m e m iró y m ovió la cabeza. No.
—¿Aunque sepas m ej or que nadie que no hay lugar para nosotros?
De nuevo, sacudió la cabeza. No.
—Soy
inm ortal
—declaró—,
verdaderamente
inm ortal.
Para
ser
com pletam ente sincero, si existe algo que pueda m atarm e ahora, no sé qué
pueda ser. Pero no se trata de eso. Yo deseo continuar. Ni siquiera pienso en lo
contrario. Soy una conciencia continuada en m í m ism o, la inteligencia que añoré
durante tantos años cuando era m ortal, y sigo tan am ante com o siem pre del gran
progreso de la hum anidad. Quiero ver qué sucede ahora que el m undo ha vuelto
a cuestionarse sus dioses. ¡Bah!, no m e dej aría convencer para cerrar los oj os en
esta época por ninguna razón.
Asentí, com prensivo.
—Pero no sufro lo que tú —continuó—. Incluso en ese bosque de las Galias
donde fui convertido en esto, y o no era j oven. Desde entonces he estado solo, he
conocido casi la locura, y una angustia indescriptible, pero j am ás he sido
inm ortal y j oven a un tiem po. He hecho una y otra vez lo que a ti aún te queda
por hacer… lo que deberá apartarte de m í m uy pronto.
—¿Apartarm e? Pero y o no quiero…
—Tendrás que irte, Lestat —insistió él—. Y m uy pronto, com o he dicho. No
estás preparado para quedarte aquí conm igo. Ésta es una de las cosas m ás
im portantes que m e quedaban por decirte y tienes que prestarle la m ism a
atención que cuando escuchabas el resto del relato.
—Marius, no puedo im aginar dej arte ahora. Ni siquiera…
De pronto, sentí cólera. ¿Por qué m e había llevado allí, para echarm e ahora?
Recordé las advertencias de Arm and, de que sólo encontrábam os com unión con
los antiguos, no con los creados por nosotros. Y y o había encontrado a Marius.
Pero esto eran m eras palabras que no alcanzaban a tocar m is sentim ientos m ás
profundos, el súbito abatim iento y el tem or a la separación.
—Escúcham e —dij o él con suavidad—. Antes de que los galos m e raptaran,
y o había gozado de una buena vida, m ás larga que la de m uchos hom bres por
aquellos tiem pos. Y, después de llevarm e de Egipto a Los Que Deben Ser
Guardados, volví a llevar en Antioquía, durante m uchos años, la existencia propia
de un estudioso rom ano. Tuve una casa, esclavos y el am or de Pandora.
Teníam os una vida en la ciudad y éram os espectadores de cuanto sucedía. Y,
gracias a haber desarrollado esa vida, tuve la fuerza necesaria para vivir otras a
continuación. Tuve las energías precisas para convertirm e en parte del m undo
veneciano, com o bien sabes. Y para gobernar esta isla com o lo hago. Tú, com o
tantos que term inan en el fuego o expuestos al sol en poco tiem po, has carecido
de una auténtica vida en tus años de m ortal.
» Com o j oven m ortal, apenas saboreaste la vida real durante seis m eses en
París. Com o vam piro has sido un m erodeador, un intruso que hechizaba casas y
otras vidas en tu vagar de sitio en sitio.
» Si quieres sobrevivir, es preciso que vivas una existencia com pleta lo antes
posible. No hacerlo podría representar perderlo todo, caer en la desesperación,
enterrarse de nuevo y no volver a salir nunca m ás. O, peor aún…
—Lo com prendo. Lo deseo —le interrum pí—. Y, sin em bargo, en París m e
ofrecieron esa existencia, cuando m e propusieron que m e quedara en el teatro,
no pude aceptarla.
—No era el lugar adecuado para ti. Adem ás, el Teatro de los Vam piros es un
aquelarre, una reunión de vam piros. No es el m undo real, com o tam poco lo es
esta isla donde m e refugio. Adem ás, allí te habían sucedido dem asiados horrores.
» En cam bio, en este desconocido Nuevo Mundo al que te diriges, en esa
pequeña ciudad bárbara llam ada Nueva Orleans, podrás incorporarte al m undo
m ej or que en ninguna parte. Podrás establecerte com o un m ortal, igual que
tantas veces has intentado hacer en tus andanzas con Gabrielle. Allí no habrá
viej as asam bleas que te m olesten, ni vam piros clandestinos que traten de
elim inarte por puro m iedo. Y cuando crees a otros, cosa que harás, m ovido por tu
soledad, créalos y consérvalos lo m ás hum anos que puedas. Mantenlos cerca de
ti com o m iem bros de una fam ilia, no com o m iem bros de una de estas
asam bleas, y com prende la época en que vives, el transcurso de las décadas.
Fíj ate en el estilo de las prendas que adornen tu cuerpo, en la decoración de la
m orada donde pases tus horas de ocio, en el lugar donde buscas tus presas. ¡Ten
siem pre presente qué significa percibir el paso del tiem po!
—Sí, y sentir el dolor de ver m orir las cosas… —añadí.
Era todo aquello contra lo que m e había prevenido Arm and.
—Desde luego. Estás hecho para triunfar sobre el tiem po, no para huir de él.
Y sufrirás en tu corazón por tener que guardar el secreto de tu condición de
m onstruo y por tu obligación de dar m uerte. Quizá trates de alim entarte sólo de
m alhechores para aplacar tu conciencia, y tal vez lo consigas, o tal vez no, pero
puedes llegar m uy cerca de la vida, a condición, solam ente, de que m antengas el
secreto de lo que eres. Estás creado para rondar cerca de los m ortales, com o tú
m ism o dij iste una vez a los m iem bros de la viej a asam blea de vam piros de París.
Estás hecho a im itación del hom bre.
—Lo deseo. Lo quiero de verdad…
—Entonces, sigue m is consej os. Y ten presente una cosa m ás: la eternidad no
es otra cosa, en realidad, que el desarrollo de una vida hum ana detrás de otra.
Por supuesto, puede haber largos períodos de retiro, períodos de adorm ecim iento
o de m era contem plación. Pero una y otra vez nos lanzam os a la corriente y
nadam os en ella todo el tiem po que podem os, hasta que el tiem po o la tragedia
nos hunde com o hace con los m ortales.
—¿Volverás a hacerlo tú? ¿Dej arás algún día este retiro y te lanzarás a la
corriente?
—Rotundam ente, sí. Cuando se presente el m om ento oportuno. Cuando el
m undo vuelva a ser tan interesante que m e resulte irresistible. Entonces recorreré
las calles de las ciudades. Tom aré un nom bre. Haré cosas.
—¡Entonces, ven ahora, conm igo!
¡Ah!, el eco doloroso de las palabras de Arm and. Y de la vana súplica de
Gabrielle, diez años después.
—Es una invitación m ás tentadora de lo que supones —respondió Marius—,
pero te causaría un gran perj uicio si te acom pañara. Me interpondría entre el
m undo y tú. No podría evitar hacerlo.
Moví la cabeza y aparté la vista, lleno de am argura.
—¿Quieres continuar adelante? —preguntó él entonces—. ¿O prefieres que se
cum plan las predicciones de Gabrielle?
—Quiero continuar —declaré.
—Entonces, debes irte. Dentro de un siglo, tal vez m enos, nos encontrarem os
de nuevo. Yo no estaré en esta isla. Me habré llevado a Los Que Deben Ser
Guardados a otra parte, pero, dondequiera que estem os los dos, te encontraré. Y
entonces seré y o quien no querrá alej arse de ti. Seré y o quien te suplique que te
quedes. Me deleitará tu com pañía, tu conversación, el sim ple hecho de verte, tu
resistencia y tu arroj o, y tu ausencia de fe en nada… todas las cosas de ti que y a
am o con dem asiada intensidad.
Apenas pude escuchar todo aquello sin que m is em ociones se desbordaran.
Quise suplicarle que m e perm itiera quedarm e.
—¿No puede ser ahora? ¿Es absolutam ente im posible? —inquirí—. ¿No puedo
prescindir de vivir esa existencia?
—No. Es totalm ente im posible —respondió—. Podría contarte historias
eternam ente, pero no son un sustituto para la vida. Ya lo he intentado con otros,
créem e, pero nunca lo he conseguido. No puedo enseñar lo que se aprende en
una vida. No debería haber tom ado a Arm and siendo tan j oven, y sus siglos de
locura y sufrim iento son, aun hoy, una penitencia para m í. Le hiciste un favor
enviándole al París de este siglo, pero m e tem o que y a sea dem asiado tarde para
él. Créem e, Lestat, cuando te digo que así han de ser las cosas. Tienes que vivir
esa existencia porque quienes se ven privados de ella dan vueltas sin encontrar
satisfacción hasta que, finalm ente, han de vivirla en cualquier parte o ser
destruidos.
—¿Y Gabrielle?
—Gabrielle tuvo su vida; hasta tuvo su m uerte, casi… Posee la fuerza
suficiente para regresar al m undo cuando quiera, o para vivir indefinidam ente al
m argen de él.
—¿Y tú crees que regresará alguna vez?
—Lo ignoro —contestó Marius—. Gabrielle desafía m i com prensión. No m i
experiencia, pues es dem asiado parecida a Pandora… Pero tam poco com prendí
nunca a Pandora. Lo cierto es que la m ay oría de las m uj eres son débiles, sean
m ortales o inm ortales. Pero cuando son fuertes, resultan absolutam ente
im predecibles.
Sacudí la cabeza y cerré los oj os un instante. No quería pensar en ella.
Gabrielle se había ido, no im portaba lo que habláram os allí.
Y, con todo, aún no podía aceptar la necesidad de irm e. Aquello m e parecía
un Edén. Sin em bargo, no insistí. Sabía que Marius había tom ado una resolución y
tam bién sabía que no m e obligaría por la fuerza. Me perm itiría em pezar
preocupándom e de m i padre m ortal y acudir a él a decirle que debía
m archarm e. Me quedaban unas cuantas noches.
—Sí —respondió con suavidad—. Y aún hay algunas cosas que puedo decirte.
Abrí los oj os de nuevo. Marius m e m iraba, paciente y afectuoso. Noté el
dolor del am or con la m ism a fuerza que lo había sentido por Gabrielle. Advertí
las lágrim as inevitables e hice cuanto pude por contenerlas.
—Has aprendido m ucho de Arm and —dij o con voz serena, com o para
ay udarm e en aquella pequeña lucha silenciosa—. Y has aprendido m ucho m ás
por ti m ism o. Pero aún quedan algunas cosas que puedo enseñarte.
—Sí, por favor —dij e.
—Bien, es cierto que tus poderes son extraordinarios, pero no esperes que los
que tú crees en los próxim os cincuenta años serán tan espléndidos com o tú o
com o Gabrielle. Tu segunda criatura no posee la m itad de las fuerzas que
Gabrielle, y los que vay as creando poseerán aún m enos. La sangre que y o te he
dado m arcará cierta diferencia. Y si bebes… si bebes de Akasha y de Enkil, cosa
que puedes decidir no hacer… eso tam bién m arcará cierta diferencia. Pero no
im porta, porque uno de nosotros puede sólo crear tal núm ero de criaturas en un
siglo. Y tu nueva descendencia será débil, aunque tal cosa no es necesariam ente
m ala. La regla de las antiguas asam bleas acertaba al proclam ar que la fuerza
llegaría con el tiem po. Y tam bién es cierta esa otra viej a verdad: tanto puedes
crear titanes com o im béciles, nadie sabe por qué ni cóm o.
» Sucederá lo que deba suceder, pero escoge a tus com pañeros con cuidado.
Escógeles porque te guste m irarles, y oír el sonido de su voz, y porque posean
profundos secretos que desees conocer. En otras palabras, escógeles porque les
am es. De lo contrario, no podrás soportar su com pañía durante m ucho tiem po.
—Com prendido —dij e—. Crearlos con am or.
—Exacto, crearlos con am or. Y asegurarse de que han vivido bastante
tiem po, antes de crearlos; y nunca j am ás crear a nadie tan j oven com o Arm and.
Éste es el peor crim en que he com etido nunca contra m i propia especie, la
creación de ese j oven Arm and.
—¡Pero tú no sabías que los Hij os de las Tinieblas aparecerían cuando lo
hicieron, y te separarían de él!
—Es cierto, pero, aun así, debería haber esperado. Fue la soledad lo que m e
im pulsó a hacerlo. Y el desam paro de Arm and, el hecho de que su vida m ortal
estuviera en m is m anos de m anera tan absoluta. Recuerda, guárdate de ese poder
y del que tienes sobre los que están agonizando. La soledad que llevam os dentro,
j unto a esta sensación de poder, pueden ser tan fuertes com o la sed de sangre. Si
no hubiera un Enkil, no habría una Akasha; si no existiera una Akasha, no existiría
un Enkil.
—Sí. Y, por lo que has contado, parece que Enkil envidia a Akasha. Que es
Akasha quien, de vez en cuando…
—Sí, es cierto. —De repente, su expresión se hizo m uy som bría y en sus oj os
apareció un aire de confidencialidad com o si estuviéram os hablándonos en
susurros y tem iéram os que alguien nos oy era. Marius esperó un m om ento com o
si buscara qué decir—. ¿Quién sabe qué podría hacer Akasha si no tuviera a Enkil
para contenerla? —m urm uró—. ¿Y por qué finj o creer que él no puede oír lo que
digo desde el m ism o instante en que lo pienso? ¿Por qué estoy hablando en
susurros? Él puede destruirm e en el m om ento en que lo desee. Tal vez Akasha es
lo único que le reprim e de hacerlo. Pero, al m ism o tiem po, ¿qué sería de ellos si
Enkil se deshiciera de m í?
—¿Por qué se dej aron quem ar por el sol? —Quise saber.
—¿Cóm o podem os saberlo? Tal vez sabían que no les haría daño, que sólo
dañaría a quienes les habían hecho aquello. Quizás, en el estado en que viven,
tardan m ás tiem po en percibir lo que sucede fuera de ellos y no tuvieron tiem po
de j untar fuerzas, de despertar de sus sueños y ponerse a salvo. Quizá sus
m ovim ientos después de lo sucedido, los m ovim ientos de Akasha que y o
presencié, sólo fueron posibles porque el sol les había despertado. Y ahora
vuelven a dorm ir con los oj os abiertos. Y vuelven a soñar. Y y a no beben m ás.
—¿Qué has querido decir con eso de… de si decido beber su sangre? ¿Cóm o
podría escoger otra cosa?
—Es algo que debem os pensar m ás detenidam ente, los dos j untos —m e dij o
—. Y siem pre existe la posibilidad de que no te perm itan beber de ellos.
Me estrem ecí al pensar en uno de aquellos brazos golpeándom e y
m andándom e a diez m etros de distancia en m edio de la cripta, o incluso
aplastándom e contra el suelo de piedra.
—Ella ha pronunciado tu nom bre, Lestat —continuó Marius—. Creo que te
dej ará beber. Pero si tom as su sangre, serás aún m ás fuerte de lo que eres ahora.
Unas cuantas gotas te darán vigor, pero, si ella te da m ás que eso, si te da una
m edida entera, apenas habrá en la Tierra fuerza que pueda destruirte. Tienes que
estar seguro de lo que quieres.
—¿Por qué no iba a quererla? —insistí.
—¿Quieres ser reducido a cenizas y seguir viviendo en perpetua agonía?
¿Quieres ser atravesado por m il cuchillos, recibir disparo tras disparo, y continuar
viviendo com o un pellej o hecho trizas que no puede valerse por sí m ism o?
Créem e, Lestat, puede ser algo terrible. Incluso puedes quedar expuesto al sol y
seguir viviendo, quem ado e irreconocible, deseando, com o los antiguos dioses en
Egipto, poder estar m uerto.
—Pero ¿no curaré m ás deprisa?
—No necesariam ente. No sin otra infusión de la sangre de Akasha cuando te
halles en ese estado. El tiem po con su constante m edida de víctim as hum anas, o
la sangre de los antiguos: éstos son los únicos rem edios. Pero puedes llegar a
desear haber m uerto. Piénsatelo con calm a.
—¿Qué harías tú en m i lugar?
—Bebería de Los Que Deben Ser Guardados, por supuesto. Bebería para ser
m ás fuerte, para estar m ás cerca de la inm ortalidad. Suplicaría de rodillas a
Akasha que m e lo perm itiera y luego m e entregaría en sus brazos. Pero es fácil
decir estas cosas. Ella nunca m e ha rechazado. Nunca m e lo ha prohibido, y y o
estoy seguro de querer vivir para siem pre. Soportaría el fuego otra vez.
Soportaría el sol y cualquier clase de sufrim iento con tal de continuar existiendo.
Acaso tú no estés tan seguro de desear realm ente esa eternidad.
—La quiero —respondí—. Puedo aparentar que m e lo pienso, puedo fingirm e
astuto y sabio m ientras lo sopeso, pero ¡qué diablos!, no te iba a engañar,
¿verdad? Hace m ucho que sabes cuál sería m i respuesta.
Marius sonrió.
—Entonces, antes de irte, baj arem os a la cripta y allí se lo pedirem os
hum ildem ente, y verem os qué responde.
—Y, de m om ento, ¿podrías responderm e a algunas cosas m ás? —Le pedí.
Con un gesto, m e indicó que preguntara.
—He visto fantasm as —dij e—. He visto esos dem onios m alignos que has
descrito. Los he visto poseer m ortales y edificios.
—No sé m ás que tú al respecto. La m ay or parte de los fantasm as parecen ser
m eras apariciones sin conciencia de que están siendo observadas. Jam ás le he
hablado a un fantasm a ni ninguno se ha dirigido a m í. En cuanto a los dem onios
m alignos, no puedo añadir nada a las antiguas explicaciones de Enkil respecto a
que están furiosos porque no tienen cuerpo. Pero existen otros inm ortales que son
m ás interesantes.
—¿Quiénes son?
—Existen al m enos dos en Europa que no han bebido nunca sangre. Pueden
cam inar tanto de noche com o a plena luz del día, tienen cuerpo y son m uy
fuertes. Tienen el aspecto exacto de los hom bres. Hubo uno en el antiguo Egipto,
conocido en la Corte com o Ram sés el Maldito, aunque no era tan m aldito, por lo
que sé de él. Su nom bre fue borrado de todos los m onum entos reales cuando
desapareció. Ya sabes que los egipcios solían hacer tales cosas, borrar el nom bre
igual que daban m uerte a la persona. Y no sé qué fue de él. Los viej os papiros no
lo dicen.
—Arm and m e habló de él —intervine—. Arm and m e dij o que, según las
ley endas, Ram sés era un vam piro antiguo.
—No lo es. Pero y o no creí lo que había leído sobre él hasta que vi a los otros
con m is propios oj os. Pero tam poco de estos seres conozco nada m ás. Sólo
alcancé a verlos, y m i presencia les llenó de terror y huy eron de m í. Me dan
m iedo porque cam inan baj o el sol. Son seres poderosos y carecen de sangre.
¿Quién sabe lo que pueden hacer? De todos m odos, puedes vivir siglos sin
encontrarte nunca con ellos.
—Pero ¿qué edad tienen? ¿Cuánto tiem po llevan existiendo?
—Son m uy viej os, probablem ente tanto com o y o, no sé precisarlo. Viven
com o hom bres ricos y poderosos. Es posible que sean m ás; tal vez tengan un
m odo de propagarse, no estoy seguro. Una vez, Pandora dij o que tam bién había
una m uj er; pero, en esa ocasión, Pandora y y o no conseguim os ponernos de
acuerdo en nada acerca de ellos. Ella decía que esos seres habían sido com o
nosotros, que eran antiguos y habían dej ado de beber igual que la Madre y el
Padre. Yo no creo que fueran nunca com o nosotros. Son otra cosa, sin sangre. No
reflej an la luz com o nosotros, sino que la absorben. Son un poco m ás oscuros que
los m ortales. Y son densos, y fuertes. Puede que nunca los veas, pero te advierto
de su existencia. No debes perm itir j am ás que sepan dónde duerm es. Pueden ser
m ás peligrosos que los hum anos.
—Pero ¿realm ente son peligrosos los hum anos? Les he encontrado m uy
fáciles de engañar.
—¡Claro que son peligrosos! Los hum anos podrían borrarnos de la faz de la
Tierra si alguna vez nos conocieran de verdad. Podrían darnos caza de día. No
subestim es nunca esa sola ventaj a. Tam bién en esto, las ley es de la viej a
asam blea tienen su razón. Nunca j am ás hables de nosotros a los m ortales. Nunca
le digas a un m ortal dónde duerm es tú u otro vam piro. Es una auténtica insensatez
pensar que puedes controlar a los m ortales.
Asentí, aunque m e resultaba m uy difícil tener m iedo a los m ortales. Nunca lo
había tenido.
—Ni siquiera el Teatro de los Vam piros de París —m e advirtió— expone la
m enor verdad acerca de nosotros. Sólo j uega con los estereotipos populares y el
ilusionism o. El público queda com pletam ente engañado.
Me di cuenta de que tenía razón y de que, incluso en las cartas que Eleni m e
escribía, siem pre m e obligaba a leer entre líneas y nunca utilizaba nuestros
nom bres com pletos.
Y, por alguna razón, aquel secretism o m e causaba la m ism a opresión que
siem pre m e había producido.
Pero m e estaba estruj ando el cerebro en un intento por descubrir si alguna
vez había visto a aquellos seres sin sangre… Lo cierto era que, en tal caso, quizá
los habría tom ado por vam piros errabundos.
—Hay una cosa m ás que debo decirte acerca de los seres sobrenaturales —
m e indicó Marius.
—¿De qué se trata?
—No estoy seguro de ello, pero te diré lo que pienso. Sospecho que cuando
nos consum im os, cuando quedam os totalm ente destruidos, podem os regresar
baj o otra form a. No m e refiero ahora al hom bre, a una reencarnación hum ana;
no sé nada del destino de las alm as hum anas. En cam bio, nosotros vivim os para
siem pre, y creo que regresam os.
—¿Qué te lleva a decir tal cosa?
No pude evitar el recuerdo de Nicolas.
—Lo m ism o que lleva a los m ortales a hablar de reencarnación. Hay algunos
que afirm an recordar otras vidas. Vienen a nosotros com o m ortales, afirm ando
saberlo todo de nuestra raza, haber sido uno de nosotros, y pidiendo recibir de
nuevo el Don Oscuro. Pandora fue una de ellos. Sabía m uchas cosas y no había
explicación para sus conocim ientos, salvo tal vez que los im aginaba o los extraía,
sin darse cuenta, de m i propia m ente. Es una posibilidad real, la de que existan
sim ples m ortales con un oído que les perm ita captar nuestros pensam ientos no
conscientes.
En cualquier caso, no existen m uchos de ellos. Si fueron vam piros, sin duda
son sólo algunos de los que han sido destruidos, de m odo que los dem ás tal vez no
tienen la fuerza necesaria para regresar, o deciden no hacerlo, ¿quién puede
saberlo? Pandora estaba convencida de haber m uerto cuando la Madre y el
Padre fueron expuestos al sol.
—Dios santo, ¿renacen com o m ortales y quieren volver a ser vam piros?
—Eres j oven, Lestat, y te contradices a ti m ism o —replicó Marius con una
sonrisa—. ¿Qué te parecería, de verdad, volver a ser un m ortal? Piensa en ello
cuando acudas a ver a tu padre m ortal.
En silencio, reconocí que estaba en lo cierto. Aun así, no quise renunciar a la
idea que m e había hecho de la m ortalidad en m i im aginación. Quise seguir
lam entándom e de m i m ortalidad perdida. Y supe que m i am or a los m ortales
estaba ligado al hecho de que no m e producían ningún m iedo.
Marius apartó la vista, distraído una vez m ás. Repitió aquel patente gesto de
estar escuchando algo. Después, su rostro volvió a concentrarse en m í.
—Lestat, no deben de quedarnos m ás de dos o tres noches —dij o con voz
entristecida.
—¡Marius! —susurré y o, conteniendo las palabras que pugnaban por salir de
m í.
Mi único consuelo fue la expresión de su rostro, que ahora daba la im presión
de no haber parecido inhum ano en ningún m om ento.
—No sabes cuánto deseo que te quedes j unto a m í —dij o—, pero la vida está
ahí fuera, no aquí. Cuando volvam os a encontrarnos te contaré m ás cosas, pero,
de m om ento, y a sabes todo lo necesario. Tienes que ir a Luisiana y cuidar de tu
padre hasta el final de su vida, y aprender de ello lo que puedas. Yo he visto
envej ecer y m orir a una legión de m ortales, y tú a ninguno. Pero créem e, m i
j oven am igo: deseo desesperadam ente que te quedes conm igo. No sabes cuánto
lo deseo. Te prom eto que, cuando llegue el m om ento, te encontraré.
—Pero ¿por qué no puedo y o volver a ti? ¿Por qué tienes que dej ar este lugar?
—Ya es tiem po de hacerlo —explicó Marius—. Ya he gobernado dem asiado
tiem po sobre estas gentes. Em piezo a despertar sospechas y, adem ás, los
europeos y a están rondando estas aguas. Antes de venir aquí m e ocultaba en la
ciudad sepultada de Pom pey a, baj o el Vesubio, pero los m ortales m e echaron de
allí cuando em pezaron a husm ear y excavar los restos. Ahora em pieza a suceder
lo m ism o aquí. Tengo que buscar otro refugio, algo m ás rem oto y con m ás
posibilidades de seguir así. Y con franqueza, no te habría traído aquí si no tuviera
pensando abandonar este lugar.
—¿Por qué no?
—Lo sabes m uy bien. No puedo perm itir que ni tú ni nadie conozca la
ubicación de Los Que Deben Ser Guardados. Y eso nos lleva a algo m uy
im portante: las prom esas que debo exigirte.
—Las que quieras —asentí—. Pero no sé qué puedes querer de m í que y o
pueda darte.
—Una cosa solam ente: Que jamás le cuentes a nadie las cosas que te he
revelado. Que nunca m enciones a Los Que Deben Ser Guardados. No cuentes
nunca las ley endas de los viej os dioses. No digas nunca a nadie que m e has visto.
Moví la cabeza en un gesto solem ne de asentim iento. Ya había esperado algo
parecido, pero supe, sin pensarlo siquiera, que iba a ser una prom esa m uy difícil
de cum plir.
—Si cuentas aunque sea una parte —añadió Marius—, seguirá otra y, con
cada nueva palabra sobre el secreto de Los Que Deben Ser Guardados,
aum entarás el riesgo de que se descubra su em plazam iento.
—Es cierto —reconocí—. Pero las ley endas, nuestros orígenes… ¿Qué m e
dices de las criaturas que y o creé? ¿No puedo revelarles…?
—No. Com o acabo de decirte, si cuentas una parte term inarás por contarlo
todo. Adem ás, si esas criaturas tuy as son hij as del dios cristiano, si están
em ponzoñadas con el concepto cristiano del pecado original, com o sucede con
Nicolas, estas antiguas ley endas no harán m ás que enfurecerlas y disgustarlas.
Para ellas, la verdad sería un horror inaceptable. Accidentes, dioses paganos en
los cuales no creen, costum bres que no pueden com prender… Uno ha de estar
preparado para recibir tal conocim iento, por escaso que sea. Es preferible que
escuches atentam ente sus preguntas y les respondas lo que te parezca m ás
conveniente para dej arlas satisfechas. Y si te encuentras en el caso de que no
puedes engañarlas, no les digas nada en absoluto. Procura hacerlas tan fuertes
com o los hom bres sin dios de esta época, pero no olvides m is palabras: las
antiguas ley endas, j am ás. Yo, y solam ente y o, soy quien puede contarlas.
—¿Qué m e harás si las difundo? —inquirí.
La pregunta le desconcertó. Perdió el aplom o durante un segundo com pleto y
luego se echó a reír.
—Eres el ser m ás increíble, Lestat —m urm uró—. Pues bien, si las revelas a
alguien, puedo hacerte cualquier cosa. Estoy seguro de que lo sabes. Puedo
aplastarte baj o m is pies com o Akasha hizo con el Viej o. Puedo hacerte arder con
el poder de m i m ente. Pero no quiero proferir tales am enazas. Quiero que
vuelvas a m í, pero no toleraré que estos secretos se conozcan. No quiero que
vuelva a caer sobre m í un grupo de inm ortales, com o sucedió en Venecia. No
quiero que nuestra raza m e conozca. Nunca j am ás, ni deliberada ni
accidentalm ente, debes enviar a nadie en busca de Los Que Deben Ser
Guardados, ni de Marius. No debes m encionar m i nom bre a nadie.
—Entendido —asentí.
—¿De veras lo has entendido? —insistió él—. ¿O tendré que am enazarte,
después de todo? ¿Tendré que advertirte que m i venganza podría ser terrible y
que alcanzaría, adem ás de a ti, a todos los que conocieran esos secretos de tu
boca? Ya he destruido a otros de nuestra raza que han venido a buscarm e, Lestat.
Les he destruido por el m ero hecho de conocer las antiguas ley endas y el
nom bre de Marius, y porque j am ás habrían cesado en su búsqueda.
—No puedo soportar lo que dices —m urm uré—. Nunca lo revelaré a nadie,
te lo j uro. Pero tengo m iedo de lo que otros puedan leer en m i m ente, por
supuesto. Tengo m iedo de que descubran las im ágenes de m i cerebro. Arm and
podía hacerlo. ¿Qué sucedería si…?
—Tú puedes ocultar esas im ágenes. Ya sabes cóm o se hace. Puedes pensar
otras im ágenes que les confundan. Puedes cerrar tu m ente. Es una habilidad que
y a dom inas. Pero dej ém onos de am enazas y adm oniciones. Siento am or por ti.
Tardé un instante en responder. Mi m ente desbocada im aginaba y a todo tipo
de posibilidades prohibidas. Finalm ente, expresé m is sentim ientos en palabras:
—¿No sientes nunca el deseo de contárselo a todos, Marius? Me refiero a si no
te tienta dar a conocer la historia a cuantos form an nuestra raza, y conseguir
unirlos.
—¡Por Dios no, Lestat! ¿Por qué habría de desear tal cosa?
Marius pareció genuinam ente desconcertado.
—Para que pudiéram os tener nuestras propias ley endas; para poder al m enos
m editar sobre los m isterios de nuestra historia, com o hacen los hom bres. Para
contarnos nuestras m utuas existencias y com partir nuestro poder…
—¿Y unirnos para utilizarlo contra el hom bre, com o han hecho los Hij os de
las Tinieblas?
—No… Así, no…
—En la eternidad, Lestat, las asam bleas, grupos y aquelarres son poco
com unes. La m ay oría de los vam piros son seres solitarios y desconfiados y no
les gustan los dem ás. No tienen m ás que un par de escogidos com pañeros de vez
en cuando y protegen sus territorios de caza y su intim idad igual que y o la m ía.
No querrían unirse y, si lograran vencer la m alignidad y la suspicacia que les
divide, su encuentro term inaría en terribles luchas por la suprem acía com o las
que, según m e reveló Akasha, sucedieron hace m iles de años. En esencia, som os
seres m aléficos. Som os asesinos. Es m ej or que sean los m ortales quienes se unan
en la Tierra, y que lo hagan para obrar el bien.
Reconocí que tenía razón y m e avergoncé de la excitación que sentía, de m i
debilidad y de m i carácter im pulsivo. Sin em bargo, otro abanico de posibilidades
em pezaba y a a obsesionarm e.
—¿Qué hay de los m ortales, Marius? ¿No has deseado nunca m anifestarte
ante ellos y contarles toda la verdad?
De nuevo, pareció absolutam ente anonadado ante tal pensam iento.
—¿No has querido alguna vez que el m undo nos conociera, para bien o para
m al? ¿Siem pre te ha parecido preferible vivir en el secreto? —insistí.
Marius baj ó los oj os un m om ento y apoy ó la barbilla contra el puño apretado.
Por prim era vez, percibí una com unicación en im ágenes surgiendo de él y noté
que m e había perm itido verlas porque no estaba seguro de la respuesta.
Marius estaba recordando, y sus evocaciones poseían tal intensidad que m is
poderes parecían frágiles, en com paración. Los recuerdos eran de sus prim eros
días, de cuando Rom a dom inaba el m undo y él aún no había vivido m ás tiem po
que el de una existencia hum ana m ortal.
—Sé que recuerdas haber querido que se supiera —dij e—. Que se hiciera
público el m onstruoso secreto.
—Tal vez, al principio —reconoció él—, sentí una cierta pasión desesperada
por com unicarlo.
—Sí, com unicarlo —repetí, paladeando la palabra.
Y recordé aquella lej ana noche en el escenario, cuando había causado el
espanto del público parisiense.
—Pero eso fue en la confusión del principio —continuó Marius en voz baj a,
hablando para sí m ism o. Sus oj os entrecerrados y ausentes parecían m irar a
través de los siglos—. Sería una estupidez, una locura. Si la hum anidad se
convenciera realm ente de nuestra existencia, nos destruiría. Y y o no quiero ser
destruido. Esos peligros y calam idades no m e interesan.
No respondí.
—Tú tam poco sientes la necesidad de revelar estas cosas —añadió en un tono
casi tranquilizador.
« Sí que la siento» , pensé. Noté sus dedos en el revés de m i m ano. No le
estaba viendo a él, sino que m is oj os repasaban m i breve pasado: el teatro, m is
fantasías de cuentos de hadas. Me sentí paralizado de tristeza.
—Lo que notas es la soledad y la condición de m onstruo —apuntó Marius—.
Y eres im pulsivo y desafiante.
—Tienes razón.
—Pero, dim e: ¿de qué serviría revelarle esto a alguien? No hay nadie que
pueda otorgar el perdón, la redención. Pensar lo contrario es una fantasía infantil.
Date a conocer y serás destruido. ¿Qué conseguirás con ello? El Jardín Salvaj e
engullirá tus restos en silencio y con toda la fuerza de la vida. ¿Dónde quedan,
entonces, la j usticia o la com prensión?
Asentí con la cabeza.
Noté que su m ano se cerraba sobre la m ía. Se puso en pie lentam ente y y o le
im ité, a regañadientes pero obediente.
—Es tarde —dij o con voz suave y los oj os llenos de com pasión—. Ya hem os
hablado bastante por ahora. Adem ás, debo baj ar a ver a m is gentes. Hay
problem as en el pueblo cercano, com o tem ía que sucedería. El asunto m e llevará
todo lo que queda hasta el alba, y parte de m añana por la noche. Es posible que
no podam os continuar conversando hasta pasada la m edianoche…
Una vez m ás, se distraj o y, baj ando la cabeza, se concentró en la escucha.
—Sí, tengo que m archarm e —dij o a continuación, y nos dim os un ligero y
relaj ado abrazo.
Y aunque deseé acom pañarle y ver qué sucedía en el pueblo, cóm o llevaba a
cabo sus asuntos allí, tam bién tuve ganas de buscar m i habitación, contem plar un
rato el m ar y, finalm ente, dorm ir.
—Cuando despiertes estarás ham briento —m e dij o Marius—. Tendré una
víctim a para ti. Hasta que regrese, ten paciencia.
—Sí, desde luego…
—Y m añana, m ientras m e esperas, haz lo que tú quieras en la casa. Los
viej os papiros están en las vitrinas de la biblioteca. Puedes consultarlos. Recorre
las estancias. El único sitio al que no debes acercarte es el santuario de Los Que
Deben Ser Guardados. No debes baj ar a la cripta a solas.
Asentí.
Quise hacerle una pregunta m ás. ¿Cuándo cazaba? ¿Cuándo bebía? Su sangre
m e había m antenido durante dos noches, tal vez m ás, pero ¿cuál le m antenía a él?
¿Había hecho alguna víctim a antes de ofrecerm e su sangre? ¿Se propondría
ahora ir de caza? Tuve la creciente sospecha de que Marius y a no necesitaba la
sangre tanto com o y o, de que había em pezado, igual que Los Que Deben Ser
Guardados, a beber cada vez m enos el roj o líquido. Y deseé con desesperación
saber si tal cosa era cierta.
Pero Marius se iba. La llam ada de la gente del pueblo era im periosa. Le vi
salir a la terraza y, de pronto, desapareció. Por un m om ento pensé que se había
desviado a la derecha o a la izquierda detrás de las puertas. Avancé hasta ellas y
com probé que la terraza estaba vacía. Llegué a la barandilla, m iré hacia abaj o y
vi la m ota de color de su levita entre las rocas, m uy abaj o.
« Así que esto es lo que nos espera —pensé—, dej ar de sentir la necesidad de
la sangre, que nuestros rostros pierdan gradualm ente toda expresión hum ana,
poder desplazar obj etos con la fuerza de nuestra m ente, ser casi capaces de volar.
Term inar alguna noche, dentro de m iles de años, sentados en absoluto silencio
com o lo están hoy Los Que Deben Ser Guardados» . ¿Cuántas veces, aquella
noche, Marius había tenido el m ism o aspecto que ellos? ¿Cuánto tiem po pasaría
allí sentado, inm óvil, cuando nadie rondaba el refugio?
¿Y qué representaría para él m edio siglo, el tiem po durante el cual m e
disponía a vivir esa existencia de m ortal al otro lado del océano?
Di m edia vuelta, regresé al interior de la casa y acudí a la alcoba que m e
había indicado Marius. Me senté m irando al m ar y al cielo hasta que em pezó a
llegar la luz. Cuando abrí el pequeño escondite del sarcófago, había en él flores
recientes. Me puse el tocado y la m áscara de oro, así com o los guantes, y m e
introduj e en el sepulcro… Cuando cerré los oj os, aún percibía el olor a flores.
El tem ible m om ento estaba llegando. La pérdida de conciencia. Y, al borde
de un sueño, oí una risa de m uj er. Una risa ligera y sostenida com o si la m uj er
estuviera m uy contenta y en m itad de una conversación. Y, j usto antes de caer
en la inconsciencia, la vi echando la cabeza hacia atrás y dej ando al descubierto
su blanquísim a garganta.
15
Cuando abrí los oj os, tuve una idea. Me llegó de pronto e, inm ediatam ente, m e
obsesionó hasta el punto de que apenas m e di cuenta de la sed, de la com ezón que
sentía en las venas.
« Vanidad» , m usité para m í. Pero la idea tenía una belleza seductora.
No; m ej or olvidarlo. Marius había dicho que m e m antuviera lej os del
santuario y, adem ás, volvería a m edianoche y entonces podría plantearle la idea.
¿Y él, podría…? ¿Podría qué? Mover la cabeza con gesto de tristeza.
Salí de la cám ara y, deam bulando por la casa, vi que todo seguía com o la
noche anterior; velas encendidas y ventanas abiertas al suave espectáculo de la
luz agonizante. Parecía im posible que pronto tuviera que irm e de allí. Y que no
fuera a volver nunca, que Marius pensara evacuar aquel lugar extraordinario.
Me sentí apesadum brado y abatido. Y entonces m e llegó la idea.
No hacerlo en presencia de Marius, sino en silencio y en secreto para no
sentirm e un estúpido. Baj ar y o solo.
No. No debía hacerlo. Al fin y al cabo, no serviría de nada. No sucedería
nada cuando lo hiciera.
Pero si así había de ser, ¿por qué no probarlo? ¿Por qué no hacerlo enseguida?
Hice una nueva ronda por la biblioteca y los pasadizos y la sala llena de aves
y m onos, para continuar luego por otras estancias que aún no había visto.
Pero la idea continuó rondándom e la cabeza. Y la sed m e irritó, volviéndom e
un poco m ás im pulsivo, un poco m ás inquieto, un poco m enos capaz de
reflexionar sobre todas las cosas que Marius m e había contado y lo que
significarían con el transcurso del tiem po.
De una cosa estuve seguro: Marius no estaba en la casa. Al final, había
husm eado en todas las habitaciones, aunque seguía siendo un secreto el lugar
donde dorm ía. Tam bién com prendí que debía de haber varias puertas de entrada
y salida a la casa que Marius conservaba en secreto.
No m e costó volver a encontrar la puerta de la escalera que llevaba hasta Los
Que Deben Ser Guardados. Y no estaba cerrada.
Volví al salón de paredes em papeladas y bello m obiliario. Consulté el reloj .
Eran sólo las siete; quedaban cinco horas para la m edianoche. Cinco horas con
aquella sed ardiente. Y la idea… la idea…
En realidad, no tom é la decisión de hacerlo. Sim plem ente, volví la espalda al
reloj y regresé a m i habitación. Sabía que otros cientos de seres debían de haber
tenido la m ism a idea antes que y o. Y Marius había descrito perfectam ente el
orgullo que había sentido al pensar que él podría despertarlos. Que podría
hacerles m overse.
« No —m e dij e—. Quiero hacerlo aunque no suceda nada, que es
precisam ente lo que sucederá. Quiero baj ar ahí a solas y hacerlo. Tal vez tiene
algo que ver con Nicolas, no lo sé. ¡No lo sé!» .
Entré en m i cám ara y, a la luz que se alzaba del m ar, abrí la funda del violín
y contem plé el Stradivarius.
Naturalm ente, no sabía tocar el instrum ento, pero los vam piros som os
grandes im itadores. Com o m e había dicho Marius, poseem os una concentración
y unas facultades superiores. Y y o había visto tocar a Nicolas m uchas veces.
Tensé el arco y froté las cuerdas con un poco de resina, com o le había visto
hacer.
Sólo un par de noches antes, no habría soportado la idea de tocar aquel obj eto.
Oírlo habría sido un puro dolor.
Lo saqué de la funda y lo llevé por toda la casa igual que se lo había llevado a
Nicolas entre los bastidores del Teatro de los Vam piros. Y, sin pensar siquiera en
vanidades, corrí m ás y m ás deprisa hacia la puerta de la escalera secreta.
Era com o si estuvieran atray éndom e hacia ellos, com o si no tuviera voluntad
propia. Ahora, Marius no im portaba. Nada im portaba gran cosa, salvo baj ar los
peldaños estrechos y húm edos lo m ás deprisa posible, dej ando atrás las ventanas
llenas de espum a m arina y de luces crepusculares.
De hecho, m i estado de exaltación estaba alcanzando tal intensidad que m e
detuve de pronto, dudando de que su origen estuviera en m í m ism o. Pero debía
dej arm e de tonterías. ¿Quién podría haberm e puesto tal cosa en la cabeza? ¿Los
Que Deben Ser Guardados? Esto sí que era auténtica vanidad y, adem ás, ¿acaso
sabían aquellas criaturas qué era aquel extraño y delicado instrum ento de
m adera?
El violín em itió un sonido —fue el violín, ¿no?— que nadie en el m undo
antiguo había oído; un sonido tan hum ano y lleno de tan profunda em oción que
llevaba a los hom bres a considerar aquel instrum ento obra del diablo y acusar a
sus m ej ores intérpretes de estar poseídos por él.
Me sentía ligeram ente m areado, confuso.
¿Cóm o había podido descender tantos peldaños sin recordar que la puerta
inferior estaba cerrada por dentro? En quinientos años m ás, tal vez tendría las
fuerzas necesarias para abrir la tranca, pero ahora…
Y, no obstante, continué baj ando. Aquellos pensam ientos estallaban y se
desvanecían con la m ism a rapidez con que m e asaltaban. Volví a estar ardiendo
y la sed contribuía a em peorar las cosas, aunque la sed no tenía nada que ver con
ello.
Y cuando doblé el últim o recodo, descubrí que las puertas de la capilla
estaban abiertas de par en par. La luz de las lám paras se desparram aba por el
hueco de la escalera. El arom a de las flores y del incienso se hizo súbitam ente
abrum ador y noté un nudo en la garganta.
Me acerqué un poco m ás sosteniendo el violín contra el pecho con am bas
m anos, aunque no supe por qué. Y vi que las puertas del tabernáculo tam bién
estaban abiertas, y allí estaban sentados los dos.
Alguien les había traído flores y había colocado los panes de incienso sobre
unos platillos dorados.
Penetré en la capilla, contem plé sus rostros y, com o la otra vez, m e pareció
que m e m iraban directam ente.
Blancos, tanto que no fui capaz de im aginárm elos bronceados, y con aspecto
de ser m ás duros que las piedras preciosas que lucían. Un brazalete en form a de
serpiente en el brazo de la m uj er. Varios collares superpuestos sobre su pecho. Un
levísim o atisbo de carne en el pecho del hom bre, rebosando sobre el borde de la
lim pia blusa de lino que llevaba puesta.
El rostro de ella era m ás fino que el del hom bre, y su nariz era un poco m ás
larga. Él tenía los oj os m ás grandes, y los pliegues de la piel los definían con un
poco m ás de precisión. El cabello de am bos, largo y negro, era m uy sim ilar.
Yo estaba j adeando, inquieto. De pronto m e sentí débil y dej é que el arom a
de las flores y del incienso im pregnara m is pulm ones. La luz de las lám paras
brillaba en un m illar de reflej os dorados en los m urales.
Baj é la vista al violín y traté de recordar m i idea; pasé los dedos por la
m adera y m e pregunté qué les parecería el instrum ento.
En un susurro, les expliqué qué era, les dij e que quería que lo oy eran sonar,
que en realidad no sabía tocarlo pero que iba a intentarlo. Hablaba en una voz tan
baj a que ni y o m ism o podía oírm e pero tenía la certeza de que ellos m e
entenderían, si decidían prestarm e atención.
Y m e llevé el violín al hom bro, lo suj eté baj o la barbilla y levanté el arco.
Cerré los oj os y recordé la m úsica, aquella m úsica de Nicolas, la m anera en que
su cuerpo se m ovía con ella y sus dedos pisaban las cuerdas con la fuerza de
tenazas y el m odo en que dej aba que el m ensaj e se transm itiera desde su alm a
hasta sus dedos.
Me sum ergí en la interpretación; baj o m is y em as, la m úsica subía hasta el
aullido para volver a baj ar y convertirse en un m urm ullo. Era una canción; sí,
era capaz de crear una canción. Los tonos eran puros y exquisitos y se repetían
en las paredes con un estruendo resonante hasta crear ese lam ento suplicante que
sólo puede producir un violín. Continué tocando furiosam ente, m oviéndom e
adelante y atrás, olvidándom e de Nicolas, olvidándolo todo m enos la sensación
de los dedos al caer sobre la caj a arm ónica y la constatación de que era y o quien
estaba haciendo aquello, de que estaba saliendo de m í, y que el sonido se alzaba
y descendía y rebosaba, cada vez m ás intenso, m ientras y o m e volcaba sobre el
instrum ento con el frenético rasgueo del arco.
Y, al tiem po que tocaba, m e descubrí cantando. Tarareando al principio, y
luego cantando en voz alta, y todo el oro del pequeño tabernáculo se hizo una
m ancha confusa. De pronto, m e pareció que m i voz se hacía m ás potente,
inexplicablem ente fina, y em itía una nota aguda purísim a que, m e di perfecta
cuenta, m i garganta no podía alcanzar. Y, a pesar de ello, allí estaba aquella nota
m aravillosa, sostenida e inalterable y subiendo todavía m ás, hasta causarm e
dolor de oídos. Toqué m ás fuerte, m ás frenéticam ente, y escuché m is propios
j adeos y, de pronto, ¡supe que no era y o quien estaba em itiendo aquella extraña
nota aguda!
Si la nota no cesaba, iba a salirm e sangre por los oídos. ¡Y no era y o quien la
daba! Sin detener la m úsica, sin ceder al dolor que m e estaba partiendo en dos la
cabeza, m iré hacia delante y vi que Akasha se había levantado y tenía los oj os
m uy abiertos y la boca en una O perfecta. El sonido procedía de ella, era obra
suy a, y la vi avanzar por los escalones del tabernáculo hacia m í, con los brazos
extendidos y la nota lacerándom e los tím panos com o una navaj a acerada.
Se m e nubló la visión. Oí que el violín caía al suelo de piedra. Noté las m anos
en los costados de la cabeza. Grité y grité, pero la nota apagaba m i voz.
—¡Basta! ¡Basta! —exclam aba rugiendo, pero toda la luz había vuelto y
Akasha estaba delante de m í con los brazos extendidos al frente.
—¡Oh, Dios, Marius!
Di m edia vuelta y corrí hacia las puertas, pero éstas se cerraron al instante en
m is narices, golpeándom e la cabeza con tal fuerza que caí de rodillas. Me puse a
sollozar baj o el agudísim o chillido continuo de aquella nota.
—¡Marius, Marius, Marius!
Y, cuando m e volví para ver qué m e esperaba, vi cóm o el pie de Akasha caía
sobre el violín, que reventó y se hizo astillas baj o su talón. Pero la nota que salía
de ella iba apagándose. La nota se estaba desvaneciendo.
Y m e quedé en silencio, ensordecido, incapaz de oír m is propios gritos a
Marius, que continué lanzando sin cesar m ientras m e ponía en pie torpem ente.
Fue un silencio retum bante, un silencio trém ulo. Akasha estaba j usto delante
de m í y sus negras cej as se j untaron delicadam ente, sin apenas form ar arrugas
en su blanquísim a piel; sus oj os aparecían atorm entados e inquisitivos y sus labios
rosa pálido se abrieron para dej ar entrever los colm illos.
« Ay údam e, ay údam e, Marius, ay údam e» , m urm uré sin alcanzar a
escucharm e m ás que en la pura abstracción m ental de m is intenciones. Y, a
continuación, Akasha m e tom ó entre sus brazos y m e atraj o hacia ella, y noté su
m ano com o Marius la había descrito, cogiéndom e la cabeza delicadam ente, con
toda suavidad, hasta que noté m is dientes contra su cuello.
No vacilé. No pensé en los brazos que m e estrechaban, que podían
estruj arm e y acabar conm igo en un instante. Noté los colm illos atravesando la
piel com o si rom piesen una corteza glacial y la sangre m anó hum eante a m i
boca.
¡Oh, sí, sí…! ¡Oh, sí! Yo le había pasado el brazo por encim a de su hom bro
izquierdo y m e agarraba a ella, a m i estatua viviente, y no im portaba que fuera
m ás dura que el m árm ol: era así com o debía ser, era perfecta, m i m adre, m i
am ante, m i poderosa, y su sangre penetraba hasta la últim a partícula pulsante de
m i cuerpo con los hilos de su ardiente telaraña. Pero sus labios y a estaban contra
m i garganta. Akasha m e estaba besando, besaba la arteria por la cual fluía con tal
violencia su propia sangre. Sus labios se abrían sobre m i cuello y, m ientras y o
chupaba su sangre con todas m is fuerzas, m ientras los borbotones de roj o líquido
pasaban por m i boca antes de extenderse por todo m i ser, noté la inconfundible
sensación de sus colm illos hincándose en m i cuello.
Y noté cóm o, al m ism o tiem po que su sangre pasaba a m í, la m ía era
aspirada súbitam ente de m is venas palpitantes.
Visualicé aquel trém ulo circuito y aún lo percibí m ás divinam ente porque
todo lo dem ás dej ó de existir y sólo quedaron nuestras bocas apretadas contra la
garganta del otro, y el m utuo trasvase de sangre con su inagotable latir. No hubo
sueños ni visiones, sólo aquello, aquella sensación m aravillosa, ensordecedora y
cálida, y no im portaba nada m ás, absolutam ente nada m ás, salvo que aquello no
term inara nunca. El m undo de las cosas que tenían peso, que ocupaban espacio y
que interrum pían el paso de la luz, había desaparecido.
Y, con todo, un sonido horrible perturbó el éxtasis. Un sonido desagradable,
com o el de una piedra al cuartearse, com o el de una losa arrastrada por el suelo.
Debía de ser Marius. No, Marius, no te acerques. Vuelve atrás, no nos toques. No
nos separes. Pero aquel sonido terrible, aquella intrusión, aquella repentina
perturbación, aquella m ano que m e agarraba del cabello y m e arrancaba de la
garganta de Akasha haciendo que la sangre se derram ara de m is labios, no eran
causados por Marius. Era Enkil. Y sus poderosísim as m anos m e apretaban con
fuerza los costados de la cabeza.
La sangre m e corría por el m entón. Miré a Akasha y vi su expresión afligida.
Vi que alargaba el brazo hacia su com pañero y que en sus oj os ardía una
llam arada de patente cólera. Sus brazos blancos y relucientes cobraron
anim ación m ientras asían las m anos que podían estruj arm e la cabeza. Oí surgir
de ella una voz que era un grito, un chillido m ás estentóreo que la nota m usical
que había em itido antes, m ientras un reguero de sangre escapaba por la com isura
de sus labios.
El sonido no sólo ahogó cualquier otro ruido, sino tam bién m e nubló la vista.
Cay ó sobre m í un torbellino de oscuridad roto en m illones de pequeñas notas
brillantes. El cráneo iba a estallarm e.
Enkil m e estaba obligando a hincar la rodilla. Su gran figura se inclinaba sobre
m í y, de pronto, vi su rostro con toda claridad y seguía tan im pasible com o
siem pre. La tensión de los m úsculos de sus brazos era la única evidencia de que
era un ser vivo.
Y, aun baj o el sonido arrasador de aquel alarido, advertí que la puerta a m i
espalda vibraba con los golpes de Marius, cuy os gritos eran casi tan potentes
com o el agudo chillido de Akasha.
Un chillido que y a m e había hecho sangrar por los oídos. Y em pecé a m over
los labios.
La presa de piedra que m e com prim ía la cabeza cesó de hacer fuerza. Me
descubrí caído en el suelo. Estaba tendido con los brazos y las piernas abiertos y
noté la fría presión de su pie sobre m i pecho. Enkil iba a aplastarm e el corazón en
unos instantes, y Akasha, cuy os aullidos se hacían por m om entos m ás potentes,
m ás desgarradores, se había colocado detrás de él con el brazo cerrado en torno
al cuello de su com pañero. Vi sus cej as fruncidas y su negra cabellera suelta.
Pero fue la voz de Marius la que oí dirigiéndose a Enkil desde el otro lado de
la puerta, penetrando en el blanco sonido de los chillidos de Akasha.
¡Mátale, Enkil, y te apartaré de ella para siempre! ¡Y ella me ayudará a
hacerlo, te lo juro!
De repente, el silencio. De nuevo, la sordera. La cálida sensación de la sangre
corriéndom e por los costados del cuello.
Akasha se apartó a un lado, volvió la vista hacia las puertas y éstas se abrieron
al instante, produciendo un chasquido al chocar con la pared del angosto pasadizo
de piedra. En un abrir y cerrar de oj os, Marius estaba a m i lado con las m anos en
los hom bros de Enkil, pero éste parecía inam ovible.
El pie de la estatua viviente descendió ligeram ente, rozándom e el estóm ago,
para retirarse a continuación. Y oí a Marius decir unas palabras que sólo m e
llegaron en form a de pensam ientos. Sal de aquí, Lestat. Huye.
Me incorporé trabaj osam ente y le vi conducir a am bos hacia el tabernáculo
con lentitud. Y advertí que los dos seres no tenían la m irada fij a al frente, sino
vuelta hacia él. Akasha asía a Enkil por el brazo y volví a ver sus rostros
inexpresivos, pero, por prim era vez, aquella inexpresividad parecía indiferente.
No era y a la m áscara de la curiosidad, sino la m áscara de la m uerte.
—¡Corre, Lestat! —repitió Marius sin volverse.
Y obedecí.
16
Cuando Marius apareció por fin en el salón ilum inado, y o m e hallaba en el
extrem o m ás alej ado de la terraza. En m is venas sentía aún un calor que
palpitaba com o si tuviera vida propia. Distinguí, a lo lej os, la form a borrosa de
varias islas y llegó a m is oídos el avance de una nave por una costa rem ota, pero
lo único que m e rondó la cabeza en esos instantes fue la idea de que, si Enkil
venía de nuevo a por m í, podía escapar de él saltando la barandilla y lanzándom e
al agua para huir a nado. Aún notaba sus m anos en los costados de la cabeza, su
pie sobre m i pecho.
Perm anecí j unto a la baranda de piedra, tem bloroso, con las m anos aún
m anchadas de sangre procedente de los rasguños de m i rostro, que y a habían
sanado totalm ente.
—Lo siento, lam ento lo que he hecho —dij e a Marius tan pronto com o éste
apareció—. No sé por qué he obrado así. No debería haberlo hecho. Lo siento, te
lo j uro, lo siento m ucho, Marius. Nunca m ás volveré a hacer nada que tú m e
digas que no haga.
Marius se detuvo a la puerta de la terraza con los brazos cruzados y m e dirigió
una m irada de furia.
—¿Qué te dij e ay er, Lestat? —exclam ó—. ¡Eres la criatura m ás
extraordinaria!
—Perdónam e, Marius. Por favor, perdónam e. No creí que fuera a suceder
nada. Estaba seguro de que no sucedería nada…
Con un gesto, m e indicó que guardara silencio y que baj áram os j untos a las
rocas. Tras esto, saltó la barandilla y abrió la m archa. Fui tras él vagam ente
com placido por lo fácil que resultaba el descenso, pero aún dem asiado
desconcertado por lo sucedido para preocuparm e por detalles com o aquél. La
presencia de Akasha m e envolvía com o una fragancia, a pesar de que no había
captado arom a alguno en ella, salvo el del incienso y de las flores que parecía
haber im pregnado su piel blanca y dura. ¡Qué extraña fragilidad m e había
parecido percibir en ella, pese a tanta dureza!
Baj am os por los peñascos resbaladizos hasta alcanzar la play a de arena
blanca, y anduvim os por ella en silencio, contem plando la espum a, blanca com o
la nieve, que saltaba contra las rocas o se extendía hacia nosotros sobre la arena
fina y com pacta. El viento rugía en m is oídos y m e asaltó la sensación de soledad
que siem pre despierta en m í ese sonido, ese rugido del viento que ahoga todos los
dem ás sentidos, adem ás del oído.
Y m e fui sintiendo cada vez m ás tranquilo. Y, al m ism o tiem po, cada vez m ás
agitado y desdichado.
Marius m e había pasado el brazo por la cintura com o solía hacer Gabrielle y
no presté atención a dónde m e conducía. Por ello, m e llevé una absoluta sorpresa
al ver que habíam os llegado a una caleta donde había anclada una chalupa con
un único par de rem os.
Cuando nos detuvim os, proseguí con m is exclam aciones:
—¡Lam ento m ucho lo que he hecho, te lo j uro! No creí que…
—No vuelvas a decirm e que lo sientes —replicó Marius con voz calm ada—.
Ahora que estás a salvo, y no aplastado com o una cáscara de huevo en el suelo
de la capilla, sé que no lam entas en absoluto lo ocurrido, ni haber sido el causante
de ello.
—¡Oh, pero no se trata de eso! —exclam é, rom piendo a llorar.
Saqué el pañuelo, gran aditam ento en el vestir de un caballero de m i época, y
m e lim pié del rostro las lágrim as de sangre. Volví a sentir el abrazo de Akasha,
volví a sentir su sangre, sus m anos. Com encé a revivir toda la escena. Si Marius
no hubiera llegado a tiem po…
—¿Pero qué sucedió, Marius? ¿Qué has visto?
—Oj alá estuviéram os donde él no pudiera oírnos —com entó Marius con
abatim iento—. Decir o tan siquiera pensar cualquier cosa que pudiera perturbarle
aún m ás es una locura. Tengo que hacerle volver al estado de sopor.
Marius pareció verdaderam ente furioso y m e volvió la espalda.
Pero ¿cóm o podía y o no pensar en ello? Oj alá pudiera abrirm e la cabeza y
arrancar de ella los pensam ientos. El recuerdo del m om ento m e recorrería com o
una exhalación, igual que su sangre. El cuerpo de Akasha aún encerraba una
m ente, un apetito, un ardiente núcleo espiritual cuy o calor había corrido por m i
interior com o un ray o líquido. ¡Y, sin la m enor duda, Enkil ej ercía un dom inio
m ortal sobre ella! Sentí odio hacia él. Deseé destruirle. Y en m i m ente se disparó
todo tipo de locas ideas, ¡im aginando que había algún m odo de destruir a Enkil sin
que nuestra raza corriera peligro, en tanto Akasha perm aneciera ilesa!
Pero todo aquello no tenía m ucho sentido. ¿No habían entrado, prim ero en él,
aquellos dem onios? Aunque, ¿y si no fuera así…?
—¡Basta, j oven Lestat! —Saltó Marius.
Me eché a llorar de nuevo. Me toqué el cuello donde se habían posado sus
labios. Lam í los m íos y paladeé de nuevo el sabor de su sangre. Contem plé las
estrellas del cielo, e incluso aquellos obj etos benignos y eternos m e resultaron
am enazadores e insensibles. Y noté un grito creciendo peligrosam ente en m i
garganta.
Los efectos de la sangre de Akasha em pezaban y a a desvanecerse. La
prim era visión, tan clara, fue haciéndose borrosa. Los brazos y piernas volvieron
a ser los m íos. Quizá fueran m ás fuertes, sí, pero la m agia estaba
desvaneciéndose. La m agia sólo m e había dej ado algo m ás fuerte que el
recuerdo del circuito de la sangre a través de los dos.
—¿Qué sucedió, Marius? —exclam é, gritando al viento—. No te enfades
conm igo, no apartes la cara de m í. No puedo…
—Calla, Lestat —m e interrum pió. Se acercó de nuevo y m e tom ó por el
brazo—. No te preocupes por m i enfado. No tiene im portancia y no va dirigido
contra ti. Dam e un poco m ás de tiem po para recuperar el dom inio de m í m ism o.
—Pero ¿has visto lo que ha sucedido entre ella y y o?
Marius tenía la m irada fij a en el m ar. El agua parecía de un negro perfecto, y
la espum a, de un blanco perfecto.
—Sí, lo he visto —asintió.
—Cogí el violín y quise tocar para ellos, pensando…
—Sí, claro, claro…
—… que la m úsica tendría efecto sobre ellos, especialm ente esa m úsica
extraña de sonidos innaturales; y a sabes que un violín…
—Sí…
—Marius, ella m e dio… y … y tom ó…
—Lo sé.
—¡Y él la retiene ahí! ¡La tiene prisionera!
—Lestat, te suplico…
En su rostro había una sonrisa triste, abatida.
¡Aprisiónale, Marius, como hicieron los sacerdotes, y libérala a ella!
—Estás soñando, hij o m ío, estás soñando.
Marius dio m edia vuelta y se apartó de m í, invitándom e con un gesto a
dej arle en paz.
Baj ó a la play a y dej ó que el agua le m oj ara m ientras deam bulaba arriba y
abaj o. Traté de recuperar la calm a. Me pareció irreal haber estado nunca en otro
sitio que aquella isla, que el m undo de los m ortales estuviera allí fuera y que la
extraña tragedia y la am enaza de Los Que Deben Ser Guardados fueran
desconocidas m ás allá de aquellos acantilados húm edos y relucientes.
Finalm ente, Marius regresó j unto a m í.
—Escúcham e —dij o—. Al oeste de aquí hay una isla que no está baj o m i
protección; en su extrem o norte hay una viej a ciudad griega donde las tabernas
de m arineros perm anecen abiertas toda la noche. Ve allí con la chalupa. Sal de
caza y olvida lo ocurrido aquí. Estudia los nuevos poderes que puedas haber
adquirido de Akasha, pero trata de no pensar en ella ni en Enkil. Por encim a de
todo, procura no urdir planes contra él. Antes de que am anezca, vuelve a la casa.
No te será difícil. Encontrarás una decena de puertas y ventanas abiertas. Y
ahora, haz lo que te digo. Hazlo por m í.
Incliné la cabeza en gesto de aceptación. Aquello era lo único en el m undo
que podría distraerm e, que podía borrar de m i cabeza cualquier pensam iento,
noble o enervante: la sangre hum ana, y la lucha hum ana y la m uerte hum ana.
Sin la m enor protesta, pues, di unos pasos chapoteando en el agua de la caleta
hasta alcanzar la em barcación.
De m adrugada, en una de las posadas del puerto, contem plé m i im agen
reflej ada en un fragm ento de espej o m etálico clavado en la pared de la sucia
habitación de un m arinero. Me vi con la casaca de brocado y encaj e blanco y
con el rostro acalorado tras la m uerte. Y observé el cadáver del m arinero caído
sobre la m esa, sosteniendo todavía en la m ano la navaj a con la que había tratado
de rebanarm e el gaznate. Allí estaba tam bién la botella de vino drogado de la
cual m e había negado a beber, con cóm icas excusas, hasta que el hom bre había
perdido la calm a y había probado el últim o recurso. Su com pinche y acía en la
cam a, m uerto.
Volví a contem plar al j oven de aspecto libertino que m e m iraba desde el
espej o.
—¡Vay a!, si es el vam piro Lestat… —m usité.
Pero ni toda la sangre del m undo pudo evitar que m e asaltara el horror
cuando m e dispuse a descansar.
No pude dej ar de pensar en Akasha, de preguntarm e si era su risa lo que
había escuchado en m i sueño la noche anterior. Y m e sorprendió que no m e
hubiera dicho nada en la sangre, hasta que cerré los oj os y, por supuesto,
volvieron a surgir de im proviso en m i m ente cosas m aravillosas, tan m ágicas
com o incoherentes. Ella y y o íbam os cam inando j untos por un pasillo —no allí
sino en otro lugar que m e resultó conocido; creo que era un palacio alem án
donde Hay dn había escrito sus obras— y m e hablaba relaj adam ente, com o lo
había hecho m il veces. Pero háblame de todo esto, en qué cree la gente, qué
mueve los engranajes en su interior, qué son estos maravillosos inventos…
Llevaba un elegante som brero negro con una gran plum a blanca en el ala ancha
y una gasa blanca rodeando su parte superior y atada baj o la barbilla, y su rostro
era sim plem ente prim erizo, sim plem ente j oven.
Cuando abrí los oj os, supe que Marius m e estaba esperando. Salí de la
cám ara y le vi de pie j unto a la funda vacía del Stradivarius, de espaldas a la
ventana abierta sobre el m ar.
—Tienes que irte ahora m ism o, m i j oven Lestat —m e com unicó con pesar
—. Esperaba que tuviéram os m ás tiem po, pero es im posible. El barco espera
para em prender viaj e.
—Es por lo que he hecho… —m urm uré, abatido.
Así que m e expulsaba de allí…
—Él ha destruido las cosas de la cripta —explicó Marius, pero su voz pedía
tranquilidad. Me puso la m ano en el hom bro y se hizo cargo de la valij a con la
otra. Nos dirigim os a la puerta—. Quiero que te vay as enseguida, porque es lo
único que le calm ará, y quiero que recuerdes, no su cólera, sino todo lo que te he
contado, y que tengas confianza en que volverem os a vernos, com o te he dicho.
—¿Y tú? ¿No le tienes m iedo, Marius?
—¡Oh, no! No te vay as con esa preocupación. Ya ha hecho cosas sem ej antes
en otras ocasiones, de vez en cuando. Estoy convencido de que, en realidad, no
sabe lo que hace. Sólo sabe que alguien se ha interpuesto entre él y Akasha. Sólo
es preciso tiem po para que caiga de nuevo en el sopor.
Una vez m ás, aquella palabra: sopor.
—Y ella sigue sentada com o si no se hubiera m ovido nunca, ¿verdad?
—Quiero que te vay as ahora m ism o para no provocarle —insistió Marius,
conduciéndom e fuera de la casa hacia la escalera tallada en el acantilado
m ientras continuaba hablando—: La facultad que poseem os los de nuestra raza
para m over obj etos, prenderles fuego o causar daños físicos con la fuerza de la
m ente no se extiende, en cualquier caso, dem asiado lej os del lugar físico donde
nos encontram os. Por eso quiero que te vay as de aquí esta noche y em prendas
viaj e a Am érica. Cuando él y a no esté agitado y y a no recuerde lo ocurrido, te
m andaré llam ar. Y y o no habré olvidado nada y estaré esperándote.
Vi la galera en el puerto, a m is pies, cuando llegam os al borde del acantilado.
La escalera parecía im posible de baj ar, pero no lo era. Lo im posible de verdad
era que estaba dej ando a Marius y aquella isla en aquel m ism o instante.
—No es preciso que desciendas conm igo —dij e, tom ando la valij a de su
m ano y haciendo un esfuerzo por no parecer abatido y am argado. Al fin y al
cabo, y o había causado aquello—. Preferiría no llorar en presencia de nadie.
Despidám onos aquí.
—Oj alá hubiéram os tenido unas noches m ás para estudiar con calm a lo
sucedido —m urm uró él—. Pero m i am or va contigo. Y recuerda las cosas que te
he dicho. Cuando volvam os a vernos, tendrem os tanto de que hablar…
Marius dej ó la frase en el aire.
—¿Qué sucede, Marius?
—Dim e, con sinceridad —m e preguntó—, ¿lam entas que acudiera a buscarte
a El Cairo, que te traj era aquí?
—¿Cóm o podría lam entarlo? —le repliqué—. Lo único que siento es tener que
irm e. ¿Qué sucederá si no puedo volver a encontrarte, o tú a m í?
—Cuando llegue el m om ento indicado, te encontraré —afirm ó Marius—. Y
recuerda siem pre que tienes el poder de llam arm e, com o y a has hecho una vez.
Cuando escucho esta llam ada soy capaz de cubrir distancias que, por m í solo, no
podría recorrer j am ás. Si es el m om ento oportuno, responderé. Puedes estar
seguro de ello.
Asentí. Había dem asiadas cosas que decirse y no pronuncié una palabra.
Nos estrecham os en un largo abrazo; luego m e volví e inicié lentam ente el
descenso, consciente de que Marius com prendería que no volviera la vista atrás.
17
No supe cuánto añoraba « el m undo» hasta que el barco rem ontó por fin el
lóbrego Bay ou St. Jean rum bo a la ciudad de Nueva Orleans y vi recortarse
contra el cielo aún lum inoso la línea negra y áspera de los pantanos.
El hecho de que ninguno de nuestra raza hubiera penetrado nunca en aquella
espesura m e produj o excitación y hum ildad al m ism o tiem po.
Antes de que el sol se alzara la prim era m añana, y a m e había enam orado de
aquellas tierras baj as y húm edas, igual que había am ado el seco calor de Egipto.
Con el paso del tiem po, llegaría a am ar aquel rincón m ás que cualquier otro lugar
del m undo.
Allí, los arom as eran tan intensos que despedían su fragancia las propias
hoj as, adem ás de los capullos am arillos y rosas. Y el gran río m arrón, que
pasaba im petuoso j unto al m iserable rincón de la Place d’Arm es con su pequeña
catedral, eclipsaba a cualquier otro m ítico río que hubiera visto nunca.
Inadvertido y sin com petidores, exploré la pequeña colonia destartalada con
sus calles em barradas y sus aceras de tablones y los sucios soldados españoles
haraganeando en los alrededores de los calabozos. Me perdí por los peligrosos
garitos del puerto, llenos de m arineros de barcazas fluviales dados al j uego y a la
bronca, y de encantadoras caribeñas de piel m orena; m e dediqué a vagar de
nuevo para contem plar el silencioso destello del relám pago, para escuchar el
am ortiguado rugido del trueno, para sentir el calor sedoso de la lluvia estival.
Los techos de aleros baj os de las pequeñas casas de cam po brillaban baj o la
luna. La luz producía destellos en las verj as de hierro de elegantes m ansiones de
tipo español de la ciudad y parpadeaba tras las cortinas de encaj e legítim o que
colgaban tras las puertas acristaladas recién lim piadas. Deam bulé entre las
casitas toscas que se extendían hasta los baluartes y, asom ándom e a las ventanas,
vi m uebles llenos de dorados y obj etos lacados, retazos de riqueza y civilización
que en aquel lugar bárbaro parecían despreciables, recargados y hasta tristes.
De vez en cuando, entre el fango surgía una visión: un auténtico caballero
francés engalanado con una peluca blanca y una levita de gala, en com pañía de
su esposa con una cestita y de un esclavo negro sosteniendo en alto unos zapatos
lim pios para sus am os.
Com prendí que había llegado al puesto avanzado m ás recóndito de m i Jardín
Salvaj e, que aquélla era m i tierra y que m e quedaría en Nueva Orleans, si
Nueva Orleans conseguía arraigar allí. Fueran cuales fuesen m is sufrim ientos,
serían m enos intensos en aquel lugar sin ley ; cualquier cosa que desease, m e
daría placer una vez la tuviera en m i poder.
Y esa prim era noche en aquel pequeño paraíso fétido, hubo m om entos en que
recé para que, a pesar de todo m i secreto poder, pudiera sentirm e de algún m odo
igual a cualquier hom bre m ortal. Tal vez no fuera el exótico m arginado que había
im aginado ser, sino sólo una difusa m agnificación de cualquier alm a hum ana.
Viej as verdades y m agias antiguas, revoluciones e inventos, todo conspira
para distraernos de la pasión que, de un m odo u otro, nos vence a todos.
Y, cansados por fin de esta com plej idad, soñam os con el tiem po lej ano en
que nos sentábam os en el regazo de nuestra m adre y cada beso era la
consum ación perfecta del deseo. ¿Qué podem os hacer sino extender las m anos
para el abrazo que ahora debe contener a la vez el cielo y el infierno: nuestro
destino una y otra vez?
EPÍLOG O
CONFESIONES DE UN VAMPIRO
1
Así llego al final de La educación juvenil y las aventuras del Vampiro Lestat, la
narración que m e disponía a contaros. Ahora conocéis esta historia de m agia y
m isterio del Viej o Mundo que he decidido revelar pese a todas las prohibiciones y
requerim ientos de silencio.
Pero m i relato no term ina aquí, por m uy reacio a proseguirlo que sea. Y debo
hacer m ención, aunque sea brevem ente, de los dolorosos acontecim ientos que
m e llevaron a tom ar la decisión de desaparecer baj o tierra en 1929.
Eso fue ciento cuarenta años después de que dej ara la isla de Marius. Y
nunca volví a ver a éste. Tam bién Gabrielle perm aneció absolutam ente perdida
para m í. Se había desvanecido aquella noche en El Cairo y nunca volví a tener
noticia de ella por boca de nadie, m ortal o inm ortal.
Y cuando m e enterré en el siglo XX, estaba solo, cansado y m alherido de
cuerpo y alm a.
Había vivido « una existencia com pleta» com o Marius m e había aconsej ado,
pero no podía echarle a él la culpa de cóm o la viví, de los terribles errores que
com etí.
La fuerza de voluntad había m odelado m i experiencia m ás que cualquier otra
característica hum ana, Y, pese a todos los consej os y predicciones, m e expuse a
la tragedia y al desastre com o siem pre he hecho. Con todo, no puedo negarlo,
tuve m is recom pensas. Durante casi setenta años tuve a m is criaturas vam píricas,
Louis y Claudia, dos de los inm ortales m ás espléndidos que han cam inado j am ás
sobre la Tierra, y m e relacioné estrecham ente con ellas.
Poco después de llegar a la colonia caí enam orado sin rem edio de un j oven
burgués de cabello oscuro, Louis, un hacendado de hablar elegante y m odales
rem ilgados que, por su cinism o y afán autodestructivo, m e pareció el herm ano
gem elo de Nicolas.
Tenía la m ism a torva intensidad de Nicolas, su rebeldía, su torturada
capacidad para creer y no creer hasta caer, finalm ente, en la desesperanza.
Sin em bargo, Louis ej erció sobre m í un influj o m ucho m ás poderoso que el
de Nicolas. Incluso en sus m om entos de m ay or crueldad, Louis sabía tocar m i
punto de ternura, sabía seducirm e con su tam baleante dependencia, con su
em beleso ante cada uno de m is gestos y m is palabras.
Y siem pre m e conquistaba su ingenuidad, su extraña fe burguesa en que Dios
seguía siendo Dios aunque nos volviera la espalda, que la condenación y la
salvación establecían los lím ites de un m undo reducido y desesperado.
Louis era un sufridor, un ser que am aba a los m ortales aún m ás que y o. Y a
veces m e he preguntado si no escogería a Louis para castigarm e por lo sucedido
con Nicolas, si no le habría creado para ser m i conciencia y para seguir
sufriendo año tras año la condena que creía m erecer.
Pero y o am aba a Louis, sim ple y llanam ente. Y fue la desesperación por
retenerle, por tenerle m ás cerca de m í en los m om entos m ás precarios de m i
vida, lo que m e llevó a com eter el acto m ás egoísta e im pulsivo de toda m i
existencia entre los m uertos vivientes. El crim en que iba a significar m i ruina: la
creación —con Louis y para Louis— de Claudia, una niña vam piro de asom brosa
belleza.
Su cuerpo no tenía m ás de seis años cuando lo tom é y, aunque la niña habría
m uerto si no lo hubiera hecho (igual que habría m uerto Louis de no haberle
tom ado tam bién), m i acción fue un desafío a los dioses por el que tanto y o com o
Claudia habríam os de pagar.
Pero ésa es la historia que Louis y a contó en Entrevista con el vampiro, que,
pese a todas sus contradicciones y terribles m alentendidos, consigue captar la
atm ósfera en la que Claudia, Louis y y o nos reunim os y perm anecim os j untos
durante sesenta y cinco años.
En el transcurso de ese tiem po, no hubo quien se nos pareciera entre nuestra
raza: un trío de m ortíferos cazadores vestidos de seda y terciopelo, exaltados en
nuestro secreto y m edrando en la próspera ciudad de Nueva Orleans, que nos
acogía entre luj os y nos sum inistraba una fuente inagotable de nuevas víctim as.
Y, aunque Louis lo ignoraba cuando escribió su crónica, sesenta y cinco años
son un período de tiem po excepcionalm ente largo para m antener un vínculo en
nuestro m undo.
En cuanto a las m entiras que cuenta, a los errores y falsedades que com ete,
debo perdonarle su exceso de im aginación, su am argura y su vanidad que, al fin
y al cabo, nunca fue m uy grande. Jam ás le di a conocer ni la m itad de m is
poderes, y con razón, pues él rehuía usar incluso la m itad de los suy os, por un
sentim iento de culpa y de aversión hacia sí m ism o.
Incluso su herm osura fuera de lo com ún y su infalible encanto fueron una
especie de secreto para él. Cuando leáis su afirm ación de que le convertí en
vam piro porque codiciaba su plantación y su casa, supongo que podéis atribuir
sus palabras a la m odestia, m ás que a la estupidez.
En cuanto a su creencia de que y o era un cam pesino, su actitud resulta
com prensible. Al fin y al cabo, él era un m uchacho de clase m edia lleno de
inhibiciones y prej uicios que aspiraba, com o todos los plantadores coloniales, a
ser un auténtico aristócrata sin haber conocido j am ás ninguno, m ientras que y o
procedía de una larga línea de señores feudales que se chupaban los dedos y
arroj aban los huesos a los perros durante las com idas.
Cuando dice que y o j ugaba con inocentes desconocidos, trabando am istad
con ellos para luego m atarlos, ¿cóm o iba él a saber que escogía m is víctim as casi
exclusivam ente entre los tahúres, ladrones y asesinos, que acabaría por ser m ás
fiel de lo que nunca había pensado a m i tácito j uram ento de sólo hacer m is
presas entre los m alhechores? (El j oven Freniere, por ej em plo, un plantador al
que Louis idealiza de form a indecible en su texto, era en realidad un asesino
perverso y un tram poso con las cartas, y estaba a punto de firm ar un pagaré
sobre la plantación fam iliar por deudas de j uego cuando acabé con él. Las
prostitutas con las que sacié m i sed delante de Louis en cierta ocasión, para
fastidiarle, habían drogado y robado a m uchos m arineros de los que no había
vuelto a tenerse noticia).
Pero tales m enudencias no im portaban, en realidad, pues Louis explicó su
versión tal com o creía que habían sucedido las cosas.
Y, claram ente, Louis fue siem pre la sum a de sus im perfecciones, el espectro
m ás engañosam ente hum ano que he conocido nunca. Ni siquiera Marius habría
podido im aginar una criatura tan com pasiva y contem plativa, siem pre
caballeroso y refinado, hasta el punto de enseñar a Claudia a utilizar
correctam ente los cubiertos cuando ella, bendito sea su negro corazoncito, no
tenía la m enor necesidad de tocar siquiera un cuchillo o un tenedor.
Su ceguera a los m otivos o padecim ientos de los dem ás era tan parte de su
encanto com o su suave cabello negro descuidado o la expresión eternam ente
preocupada de sus oj os verdes.
¿Por qué habría de m olestarm e en hablar de todas esas ocasiones en que
acudía a m í, presa de la congoj a, suplicándom e que no le dej ara nunca, o de las
veces en que paseam os y charlam os j untos, de cuando representábam os a
Shakespeare a dúo para diversión de Claudia o de cuando, codo con codo,
salíam os de caza por las tabernas del puerto o íbam os a bailar con las bellezas de
piel oscura de los celebrados bailes de m ulatos?
Leed entre líneas.
Le traicioné cuando le creé, eso es lo im portante. Igual que traicioné a
Claudia. Y le perdono las tonterías que escribió, porque dij o la verdad sobre la
m onstruosa satisfacción que él, Claudia y y o com partim os, sin tener derecho a
hacerlo, durante esas largas décadas del siglo XIX en las que desaparecieron los
colores deslum brantes del ancien régime y la m úsica deliciosa de Mozart y
Hay dn dio paso al tono am puloso de Beethoven, que a veces podía sonar
dem asiado parecido al tañido de m is im aginarias Cam panas del Infierno.
Así tuve lo que quería, lo que siem pre había querido. Los tuve a ellos y, desde
entonces, pude olvidar de vez en cuando a Gabrielle y a Nicolas, e incluso a
Marius. Y pude dej ar de pensar en el rostro pétreo e inexpresivo de Akasha, en el
tacto helado de su m ano y en el calor de su sangre.
Pero y o siem pre había deseado m uchas cosas. ¿Qué explicación tenía la
duración de la vida que describía en Entrevista con el vampiro? ¿Por qué nuestra
existencia era tan duradera?
A lo largo del siglo XIX, los vam piros fueron « descubiertos» por los
escritores europeos. Lord Ruthven, la creación del doctor Polidori, dio paso a sir
Francis Varney y a sus novelas baratas de crím enes; luego llegó la espléndida y
sensual condesa Carm illa Karnstein, de Sheridan Le Fanu, y, finalm ente, el m ás
fam oso de los vam piros de la literatura, el hirsuto conde Drácula eslavo que, pese
a ser capaz de convertirse en m urciélago o desm aterializarse a voluntad,
desciende los m uros de su castillo reptando por las piedras com o un lagarto (por
pura diversión, al parecer). Todas estas creaciones, j unto a m uchas otras
sim ilares, alim entaron el apetito insaciable de las gentes por las « narraciones
fantásticas y de terror» .
Y nosotros fuim os la esencia de esa personificación del vam piro propia del
siglo:
aristocráticam ente
distantes,
siem pre
elegantes,
invariablem ente
despiadados y unidos entre nosotros en una tierra abonada para otros de nuestra
raza, aunque ninguno m ás la habitaba.
Quizás habíam os encontrado el m om ento perfecto de la historia, el equilibrio
perfecto entre lo m onstruoso y lo hum ano, la época en que aquel « rom anticism o
vam pírico» , nacido en m i im aginación entre los vistosos brocados del antiguo
régim en, debía encontrar su m ay or realce en la holgada capa negra, la chistera
negra y los rizos lum inosos de la pequeña desparram ándose desde el lazo violeta
hasta las m angas abom badas de su diáfano vestido de seda.
Con todo, nunca dej é de pensar en lo que le había hecho a Claudia y en
cuándo llegaría el m om ento en que tendría que pagar por ello. ¿Cuánto tiem po
debió contentarse ella con ser el m isterio que nos unía con tanta intensidad a
Louis y a m í, con ser la m usa de nuestras horas a la luz de la luna, el único obj eto
de devoción com ún a los dos?
¿Fue inevitable que ella, que nunca llegaría a poseer form as de m uj er, se
alzara contra el padre dem onio que la había condenado a tener eternam ente el
cuerpo de una m uñequita de porcelana?
Debería haber prestado atención a las advertencias de Marius. Debería
haberm e detenido un m om ento a reflexionar sobre sus palabras, antes de llevar
adelante aquel m agnífico y em briagador experim ento de convertir en vam piro a
« los m ás j óvenes de los m ortales» . Sí, debería habérm elo pensado m ej or.
Pero en ese m om ento m e sentí com o cuando estaba tocando el violín para
Akasha, ¿com prendéis? Deseaba hacerlo. Quería ver qué sucedía con una
herm osa chiquilla com o aquélla.
¡Ah, Lestat, te m ereces todo lo que te ha sucedido! Será m ej or que no
m ueras nunca, o irás de cabeza al infierno.
¿Cóm o pudo ser que, por unas razones puram ente egoístas, no hiciera caso de
algunos de los consej os que había recibido? ¿Por qué no aprendí de ellos: de
Gabrielle, de Arm and, de Marius…? Aunque lo cierto es que j am ás he hecho
caso de nadie. Por una u otra causa, j am ás he podido.
Y ni siquiera hoy puedo afirm ar que m e arrepienta de haber creado a
Claudia, que desee no haberla visto nunca, no haberla tenido en m is brazos, no
haberle cuchicheado secretos al oído ni haber escuchado el eco de sus risas por
las lóbregas estancias de la casa, absolutam ente hum ana, en la que nos
m ovíam os com o haría un grupo de m ortales, entre los m uebles lacados, las
lám paras de gas, los oscuros cuadros al óleo y los m aceteros de cobre. Claudia
era m i hij a de las tinieblas, m i am or, el m al de m i m aldad. Claudia m e rom pía el
corazón.
Hasta que, una noche calurosa y húm eda de la prim avera de 1860, la
pequeña se sintió con fuerzas para aj ustar cuentas. Me engatusó, m e hizo caer en
su tram pa y hundió el puñal una y otra vez en m i cuerpo drogado y
em ponzoñado; y así perdí casi hasta la últim a gota de m i sangre vam pírica antes
de que transcurrieran los escasos y preciosos segundos que tardaron en curar las
heridas.
No la culpo. Fue el tipo de acción que y o m ism o habría intentado.
Jam ás olvidaré esos m om entos delirantes, j am ás los relegaré a algún
com partim iento inexplorado de m i m ente. Fueron su astucia y su decisión, tanto
com o la hoj a que m e cercenó la garganta y m e partió el corazón, lo que acabó
conm igo. Continuaré pensando en esos m om entos cada noche m ientras exista, y
recordaré el abism o que se abrió baj o m is pies, la caída hacia la muerte mortal
que casi fue m ía. Claudia m e proporcionó esa experiencia.
Pero, m ientras la sangre m anaba de m í llevándose con ella todas m is fuerzas,
dej ándom e sin visión, sin audición y, finalm ente, sin capacidad para m overm e,
m is pensam ientos retrocedieron m ás y m ás en el tiem po, m ucho m ás allá de la
creación de aquella fam ilia vam pírica predestinada a la destrucción que habitaba
en su paraíso de papel pintado y cortinas de encaj e, hasta arboledas apenas
entrevistas de las tierras m íticas donde el antiguo dios dionisíaco de los bosques
había visto cóm o su sangre era derram ada y su carne era desgarrada una y otra
vez.
Si no había un sentido últim o de las cosas, al m enos existía el fulgor de la
congruencia, la sorprendente repetición de aquel mismo viejo tema.
Y el dios m uere. Y el dios resucita. Pero, esta vez, nadie es redim ido.
Gracias a la sangre de Akasha, m e había dicho Marius, sobrevivirás a
desastres que destruirían a otros de tu raza.
Más tarde, abandonado en el hedor y la oscuridad de los pantanos, fue la sed
lo que definió m is dim ensiones, fue la sed lo que m e im pulsó, y noté m is
m andíbulas abiertas en las aguas hediondas y m is colm illos buscaron los
anim ales de sangre caliente a los que pude echar m ano en el largo cam ino de
vuelta a la vida.
Y tres noches m ás tarde, cuando volví a ser derrotado y m is criaturas m e
abandonaron definitivam ente en el infierno flam eante de nuestra m ansión, fue la
sangre de los antiguos, de Magnus y de Marius y de Akasha, lo que m e sostuvo
m ientras huía arrastrándom e de las voraces llam as.
Pero sin una nueva dosis de aquella sangre curativa, sin una nueva infusión,
quedé a m erced de que el tiem po term inara por curar m is heridas.
Pero hay algo que Louis no pudo describir en su historia, y es lo que m e
sucedió a partir de entonces, cóm o aceché a m is víctim as durante años,
m arginado de la sociedad hum ana, convertido en un m onstruo horrible y lisiado
que sólo era capaz de atacar a los m uy j óvenes o a los enferm os. Corriendo un
peligro constante ante m is víctim as, pasé a ser la antítesis m ism a del dem onio
rom ántico, m ás provocador de espanto que de asom bro. Mi aspecto no era m ej or
que el de los m iem bros de la viej a asam blea baj o Les Innocents, con sus harapos
y su suciedad.
Las heridas que había sufrido afectaron a m i propio espíritu, a m i capacidad
de razonar. Y lo que vi en el espej o cada vez que m e atreví a m irar no hizo sino
encoger aún m ás m i ánim o.
Pero, a pesar de todo, ni una sola vez en todo este tiem po llam é a Marius ni
traté de ponerm e en contacto con él a través de la distancia. No podía suplicarle
que m e diera su sangre regeneradora. Prefería un siglo de sufrim ientos en el
purgatorio a la condena de Marius. Prefería padecer la soledad m ás espantosa, la
angustia m ás terrible, a descubrir que él sabía todo cuanto y o había hecho y que
m e había vuelto la espalda hacía m ucho tiem po.
En cuanto a Gabrielle, que m e lo habría perdonado todo y cuy a sangre era, al
m enos, lo bastante poderosa com o para acelerar m i recuperación, no supe ni por
dónde em pezar a buscarla.
Cuando m e hube recuperado lo suficiente para efectuar la larga travesía a
Europa, volví en busca del único al que podía recurrir: Arm and. Arm and, que
aún vivía en la tierra que y o le había dado, en la m ism a torre donde Magnus m e
había creado; Arm and, que seguía dirigiendo la floreciente asam blea del Teatro
de los Vam piros, todavía de m i propiedad, en el Boulevard du Tem ple. A fin de
cuentas, no le debía a Arm and ninguna explicación. ¿Y acaso no era él quien
tenía una deuda conm igo?
Cuando acudió a atender la llam ada a su puerta, m e sorprendí al verle.
Llevaba cortados todos sus rizos renacentistas y, ataviado con su levita negra,
tétrica aunque elegante, tenía el aspecto de un m uchacho salido de las novelas de
Dickens. Su rostro eternam ente j uvenil llevaba estam pada la inocencia de un
David Copperfield y el orgullo de un Steerforth; cualquier cosa, m enos la
verdadera naturaleza del espíritu que lo anim aba.
Por un segundo, una luz brillante apareció en sus oj os al m irarm e. Luego se
fij ó detenidam ente en las cicatrices que cubrían m i rostro y m is m anos y, con
voz suave y casi com pasiva, m urm uró:
—Entra, Lestat.
Me tom ó de la m ano y recorrim os j untos la casa que había construido al pie
de la torre de Magnus, un lugar lúgubre y horrible m uy adecuado para los
horrores, propios de un By ron, de aquella época extraña.
—¿Sabes?, corría el rum or de que habías encontrado el fin en Egipto, o en el
Lej ano Oriente —m e dij o rápidam ente en francés coloquial, con una anim ación
que no había visto nunca en él. Arm and había adquirido m ucha práctica en
hacerse pasar por un hum ano m ortal—. Desapareciste con el siglo y nadie había
vuelto a oír hablar de ti.
—¿Y Gabrielle? —le pregunté inm ediatam ente, asom brándom e de no
haberlo hecho a la puerta m ism a de la casa.
—Nadie la ha visto ni ha tenido noticias de ella desde que os fuisteis de París
—m e inform ó.
De nuevo, sus oj os m e repasaron com o una caricia y noté en él una
excitación apenas contenida, una fiebre que podía percibir com o el calor del
fuego cercano. Com prendí que estaba tratando de leer m is pensam ientos.
—¿Qué fue de ti? —inquirió.
Mis cicatrices le tenían desconcertado. Eran dem asiado num erosas,
dem asiado intrincadas, consecuencia de un ataque que debería haberm e
producido la m uerte. De pronto, sentí pánico de que m i estado de confusión m e
llevara a revelárselo todo, a descubrirle las cosas que, tanto tiem po atrás, Marius
m e había prohibido contar. Pero fue la historia de Louis y Claudia lo que surgió
de m í, entre balbuceos y m edias verdades, salvo un hecho destacable: que
Claudia no era m ás que una niña…
Le hablé brevem ente de los años en Louisiana, de cóm o m is criaturas se
habían alzado finalm ente contra m í, tal com o él había predicho que sucedería. Lo
reconocí todo ante él, sin engaños ni orgullo. Y le expliqué que era su sangre lo
que necesitaba ahora. Dolor, dolor y dolor, estar en sus m anos, notar cóm o
pensaba su respuesta. Decir sí, sí, tenías razón: no todo es así, pero, en lo
fundam ental, tenías razón.
¿Fue tristeza lo que vi entonces en su rostro? Desde luego, no era una
expresión de triunfo. Con discreción, observó m is m anos tem blorosas m ientras
gesticulaba. Cuando tartam udeé, cuando m e faltaron las palabras, Arm and
esperó pacientem ente.
Una pequeña dosis de su sangre aceleraría m i curación, le susurré. Una
pequeña infusión m e despej aría la cabeza. Procuré no parecer altivo o
prepotente cuando le recordé que y o le había entregado aquella torre y el oro
que había em pleado en la construcción de la casa, que aún era el dueño del
Teatro de los Vam piros y que, sin duda, podría corresponderm e ahora con aquel
pequeño favor, aquel íntim o favor. Confuso com o estaba, débil y sediento y
atem orizado, las palabras que le dirigía resultaban repulsivas en su ingenuidad. El
resplandor del fuego m e ponía inquieto. La luz hacía aparecer y desaparecer
rostros im aginarios en la fibra rugosa y oscura de la m adera que forraba las
recargadas habitaciones.
—No quiero quedarm e en París —continué—. No quiero m olestarte a ti ni a
la asam blea del teatro. Sólo te pido este pequeño favor. Sólo te pido…
Me había quedado sin valor y sin palabras. Transcurrió un largo instante.
—Háblam e de ese Louis —dij o al fin.
Los oj os se m e llenaron de lágrim as de vergüenza. Repetí unas frases
estúpidas acerca de la indestructible hum anidad de Louis, de cóm o entendía
cosas que otros inm ortales no podían concebir. Descuidadam ente, m urm uré
cosas con el corazón. No era Louis quien m e había atacado, sino la m uj er,
Claudia…
Vi despertarse algo en Arm and. Un leve rubor tiñó sus m ej illas.
—Les han visto a los dos aquí, en París —dij o sin alzar la voz—. Y esa
criatura tuy a no es una m uj er. Es una niña vam piro.
No recuerdo bien qué sucedió a continuación. Quizás intenté explicar el gran
error que había com etido. Quizás acepté de inm ediato que no había excusa para
lo que había hecho. Quizás insistí de nuevo en el propósito de m i visita, en lo que
necesitaba, en lo que era preciso que m e diera. Lo que recuerdo es la absoluta
hum illación que sentí cuando él m e conduj o fuera de la casa, m e hizo subir al
carruaj e que esperaba y m e dij o que debía acom pañarle al Teatro de los
Vam piros.
—No lo entiendes —protesté—. No puedo ir allí. No perm itiré que los dem ás
m e vean así. Tienes que detener el carruaj e. Tienes que hacer lo que te digo.
—No. Más bien todo lo contrario… —respondió con su voz m ás tierna.
Estábam os y a en las abigarradas calles de París, pero no reconocí la ciudad
que recordaba. Aquélla era una m etrópoli de pesadilla, de rugientes trenes de
vapor y gigantescos bulevares de cem ento. En ninguna parte m e habían parecido
tan horribles el hum o y la suciedad de la era industrial com o allí, en la Ciudad
Luz.
Apenas recuerdo cuando m e obligó a descender del carruaj e y avanzar
dando tum bos por las am plias aceras hacia la entrada del teatro. ¿Qué era aquel
lugar, aquel edificio enorm e? ¿Era esto el Boulevard du Tem ple? Y, luego, el
descenso al horrible sótano repleto de feas copias de los cuadros m ás crudos de
Goy a, Brueghel y el Bosco.
Y, finalm ente, el ay uno, tirado en el suelo de una celda de m uros de ladrillo,
incapaz hasta de lanzarle im precaciones, en una oscuridad llena de las
vibraciones de los tranvías tirados por caballos, atravesado una y otra vez por el
chirrido distante de las ruedas de acero.
En un m om ento dado, descubrí en la oscuridad una víctim a m ortal, pero
estaba m uerta. Sangre fría, nauseabunda. La peor clase de alim ento, allí tendido
sobre el cadáver húm edo y frío, chupando lo que quedaba.
Y, luego, allí estaba Arm and, inm óvil en las som bras, inm aculado en su lino
blanco y su lana negra. En un m urm ullo, dij o algo acerca de Louis y Claudia,
que se celebraría un j uicio o algo parecido. Vino a hincar la rodilla a m i lado,
olvidando por un m om ento com portarse com o un hum ano; era el j oven caballero
arrodillado en aquel rincón húm edo y sucio.
—Declararás ante los dem ás que fue ella quien lo hizo —m e dij o.
Y los dem ás, los nuevos, se asom aron por la puerta uno tras otro para verm e.
—Traedle ropas —ordenó Arm and, con la m ano posada en m i hom bro—.
Nuestro señor perdido tiene que ofrecer un aspecto presentable —añadió—. Ésta
fue siem pre su norm a.
Los dem ás se echaron a reír cuando les supliqué que hablaran con Eleni, con
Félix o con Laurent. No conocían a nadie con tales nom bres. ¿Gabrielle…? No
significaba nada para ellos.
¿Y dónde estaba Marius? ¿Cuántos países, ríos y m ontañas se extendían entre
nosotros? ¿Podía él ver y oír lo que estaba sucediendo?
Encim a de nosotros, en el teatro, un público de m ortales, conducido com o
ovej as al redil, producía un ruido atronador al pisar las escaleras y los suelos de
m adera.
Soñé que escapaba de allí, que volvía a Louisiana y dej aba que el tiem po
hiciera su trabaj o inevitable. Soñé de nuevo con la tierra, con sus frías entrañas
que había conocido tan brevem ente en El Cairo. Soñé con Louis y Claudia y que
estábam os j untos. Claudia se había convertido m ilagrosam ente en una herm osa
m uj er y m e decía entre risas: « Ya ves, esto es lo que he venido a descubrir a
Europa, ¡cóm o conseguir esto!» .
Y tuve m iedo de que no m e dej aran salir de allí nunca m ás, de estar
enclaustrado com o aquellos fam élicos seres enterrados baj o Les Innocents. Tem í
haber com etido un error fatal. Me puse a tartam udear y a llorar y traté de hablar
con Arm and. Y entonces m e di cuenta de que Arm and ni siquiera estaba allí. Si
había llegado a estar, se había ido con la m ism a rapidez con que se había
presentado. Estaba delirando.
Y la víctim a, la víctim a caliente… « ¡Dám ela, te lo suplico!» . Y la voz de
Arm and: « Les dirás lo que te he ordenado decir» .
Era un tribunal de m onstruos, una turba de dem onios pálidos lanzando
acusaciones a gritos, Louis suplicando desesperadam ente, Claudia m irándom e en
silencio y y o diciendo « sí, sí, fue ella quien lo hizo, sí» , y luego lanzando
m aldiciones a Arm and m ientras él m e em puj aba de nuevo a las som bras, con
una expresión m ás radiante que nunca en su rostro inocente.
« Pero lo has hecho bien, Lestat. Lo has hecho bien» .
Pero ¿qué había hecho? ¿Atestiguar contra ellos que habían quebrantado las
viej as norm as? ¿Que se habían levantado contra el am o de la asam blea? ¿Qué
sabían ellos de las antiguas norm as? Me vi gritando por Louis. Y luego m e vi
bebiendo sangre en la oscuridad, carne viva de otra víctim a, pero no era la
sangre curativa, sino sólo sangre corriente.
Volvíam os a estar en el carruaj e y estaba lloviendo. Avanzábam os por el
cam po. Y luego subim os y subim os por la viej a torre hasta la azotea. Yo tenía en
las m anos el vestido am arillo de Claudia, ensangrentado. Había visto a la niña en
un lugar estrecho y húm edo donde el sol la había quem ado. « Esparcid las
cenizas» , había dicho. Pero nadie se había m ovido para hacerlo. El vestido
am arillo, rasgado y ensangrentado, estaba tirado en el suelo del sótano. Y ahora
lo tenía en las m anos.
—Esparcirán sus cenizas, ¿verdad? —pregunté.
—¿No querías j usticia? —preguntó Arm and con la capa negra de lana ceñida
en torno a sí contra el viento y una expresión som bría con la fuerza de una
m uerte reciente.
¿Qué tenía que ver aquello con la j usticia? ¿Por qué tenía en las m anos
aquello, aquel pequeño vestido?
Miré desde las alm enas de Magnus y vi que la ciudad había venido a
cogerm e. Había extendido sus largos brazos para envolver la torre y el aire hedía
a hum o de fábrica.
Arm and perm aneció inm óvil j unto a la baranda de piedra, observándom e.
De pronto, m e pareció tan j oven com o había sido Claudia. Y asegúrate de que
hayan vivido algún tiempo antes de crearlos: y nunca jamás crees a nadie tan
joven como Armand. Al m orir, ella no había dicho nada. Sólo había m irado a
quienes la rodeaban com o si fueran gigantes farfullando en una lengua extraña.
Arm and tenía los oj os encarnados.
—¿Y Louis… dónde está? —Quise saber—. No le han m atado. Le vi salir
baj o la lluvia y …
—Han ido tras él —m e respondió—. Ya está destruido.
Pura falsedad, baj o el rostro de un niño del coro.
—¡Detenles! ¡Tienes que hacerlo! Si aún queda tiem po…
Arm and m ovió la cabeza en gesto de negativa.
—¿Por qué no puedes detenerles? ¿Por qué hiciste el j uicio y todo eso? ¿Qué
te im porta a ti lo que m e hicieron?
—Ya está destruido.
Baj o el ulular del viento se oy ó el grito de un silbato de vapor. Estaba
perdiendo el hilo de m is pensam ientos. Estaba perdiendo… Y no querían volver.
¡Louis, regresa!
—Y tú no tienes intención de ay udarm e, ¿verdad?
Desesperación.
Él se inclinó hacia delante y su rostro se transform ó com o lo había hecho
tantos años atrás, com o si la rabia estuviera desvaneciéndose de su interior.
—Tú, que nos destruiste a todos, que te lo llevaste todo. ¿Qué te hizo pensar
que te ay udaría? —Se acercó m ás a m í. Su rostro casi se hundió en sí m ism o—.
¡Tú, que nos colocaste en los extravagantes carteles del Boulevard du Tem ple,
que nos convertiste en tem a de novelas baratas y charlas de salón!
—Pero no es cierto. Sabes que y o… Te j uro que… ¡No fui y o!
—¡Tú, que sacaste nuestros secretos a la luz de los focos, el tipo elegante, el
m arqués con sus guantes blancos, el espectro de la capa de terciopelo!
—Estás loco si m e echas toda la culpa a m í. No tienes derecho —insistí, pero
la voz m e tem blaba tanto que no podía entender m is propias palabras.
Y la voz surgió de él com o la lengua de una serpiente.
—Teníam os nuestro Edén baj o aquel antiguo cem enterio —dij o en un siseo
—. Teníam os nuestra fe y nuestro obj etivo, y fuiste tú quien nos expulsó de él con
una espada flam eante. ¿Qué tenem os ahora? Respóndem e. Nada, salvo el am or
que nos profesam os, ¿y qué puede significar eso para criaturas com o nosotros?
—No, no es cierto. Todo eso estaba sucediendo y a. No has entendido nada.
Nunca has entendido nada.
Pero Arm and no m e escuchaba. Y tam poco im portaba si lo hacía o no.
Se acercaba a m í y, en un destello oscuro, sus m anos m e em puj aron y m i
cabeza cay ó hacia atrás y vi del revés el cielo y la ciudad de París.
Estaba cay endo por los aires.
Y seguí cay endo ante las ventanas de la torre hasta que el sendero de piedra
se alzó para cogerm e y hasta el últim o hueso de m i cuerpo se rom pió dentro de
su envoltura de piel preternatural.
2
Pasaron dos años hasta sentirm e lo bastante recuperado com o para abordar un
barco con destino a Louisiana. Aún estaba terriblem ente tullido y lleno de
cicatrices, pero tenía que abandonar Europa, donde no m e había llegado la
m enor noticia sobre m i perdida Gabrielle ni sobre el grande y poderoso Marius,
quien seguram ente había em itido su j uicio sobre m í.
Tenía que volver a casa. Y la casa era Nueva Orleans, donde había calor,
donde las flores no dej aban de florecer, donde todavía poseía —gracias a m i
sum inistro inagotable de « m oneda del reino» — una decena de viej as m ansiones
vacías de blancas colum nas echadas a perder y porches hundidos por las que aún
podía vagar.
Así pasé los últim os años del siglo XIX en com pleto retiro en el viej o Garden
District, a una calle del cem enterio Lafay ette, en la m ej or de m is casas,
dorm itando baj o los robles inm ensos.
A la luz de las velas o de las lám paras de aceite, leí cuantos libros pude
procurarm e. Podría haber sido la propia Gabrielle atrapada en su alcoba del
castillo, salvo que aquí no había m obiliario, y la pila de libros alcanzó el techo de
una habitación tras otra conform e fui ley éndolos. De vez en cuando, reunía la
fuerza y el valor suficientes para irrum pir en una biblioteca o en una viej a
librería para adquirir nuevos volúm enes pero cada vez salía m enos. Dej é de
interesarm e por las publicaciones periódicas y m e dediqué a acum ular velas,
botellas y latas de aceite.
No recuerdo cuándo llegó el siglo XX: sólo sé que todo era m ás feo y oscuro,
y que la belleza que había conocido en m is tiem pos dieciochescos parecía, m ás
que nunca, una idea fantasiosa. La burguesía gobernaba ahora el m undo
siguiendo principios rígidos y con una m arcada desconfianza hacia la sensualidad
y los excesos que tanto había apreciado el antiguo régim en.
Pero m i visión y m is pensam ientos se iban haciendo cada vez m ás confusos.
Ya no cazaba víctim as hum anas y los vam piros no pueden prosperar sin la sangre
hum ana, sin la m uerte hum ana. Sobrevivía acechando a los anim ales dom ésticos
del viej o barrio, perros y gatos bien alim entados. Y cuando resultaba difícil dar
con ellos, bien, siem pre quedaba esa plaga de las ratas de cloaca, gordas y de
largas colas, a las que podía atraer com o si fuera un flautista de Ham elin.
Una noche, m e obligué a em prender la larga travesía por las calles tranquilas
hasta un desvencij ado teatrillo llam ado La Hora Feliz, cerca de los barrios pobres
de la zona del puerto. Quería ver aquella novedad del cinem atógrafo. Acudí
envuelto en un gabán y una bufanda que ocultaba m is facciones dem acradas.
Tam bién llevaba guantes para esconder m is m anos esqueléticas. La m era visión
del cielo diurno en aquella película m uda bastó para aterrorizarm e, pero aun así,
los tonos tristes del blanco y negro resultaban perfectos para una época
desprovista de color.
No volví a pensar en otros inm ortales, pero, de vez en cuando, aparecía ante
m í algún vam piro: algún j oven desvalido y huérfano que tropezaba por
casualidad con m i guarida o algún vagabundo llegado en busca del legendario
Lestat para suplicarm e que le concediera poder o le revelara secretos. Y todas
esas intrusiones m e resultaban terribles.
Incluso el tim bre de las voces sobrenaturales m e destrozaba los nervios y m e
llevaba a acurrucarm e en el rincón m ás apartado. Sin em bargo, por grande que
fuera m i dolor, no dej aba de escuchar cada nueva m ente que llegaba, para ver si
sabía algo de Gabrielle. Nunca descubrí nada. Y, una vez sondeados sus
pensam ientos, no m e quedaba sino hacer caso om iso de las pobres víctim as
hum anas que el espectro de turno m e traía con la vana esperanza de contribuir a
m i recuperación.
No obstante, tales encuentros resultaban bastante breves. Atem orizado,
ofendido y gritando m aldiciones, el intruso no tardaba en m archarse dej ándom e
en m i bendito silencio.
Refugiado allí, en la oscuridad, m e fui apartando de las cosas cada vez m ás.
Ni siquiera leía m ucho, y a. Y cuando lo hacía, eran las páginas de la revista
Black Mask. Leía los relatos de aquellos terribles hom bres del siglo XX cargados
de nihilism o —los estafadores vestidos de gris, los asaltantes de bancos y los
detectives— y trataba de recordar cosas. Pero m e sentía m uy débil, m uy
cansado.
Y entonces, una tarde, cuando apenas acababa de anochecer, se presentó
Arm and.
Al principio pensé que era una alucinación. Le vi en el salón, de pie e inm óvil,
con un aspecto m ás j uvenil que nunca. Llevaba su cabello castaño roj izo m uy
corto, siguiendo la m oda del siglo XX, y vestía un traj e corto entallado de un
tej ido oscuro.
Tenía que ser una ilusión de m i m ente, aquella figura aparecida en el salón
que m e contem plaba m ientras y o seguía tendido de espaldas en el suelo j unto a
la puerta corredera atascada, ley endo las aventuras de Sam Spade a la luz de la
luna. Sí, tenía que ser una alucinación, salvo por un detalle: si m i m ente hubiera
querido invocar a un visitante im aginario, desde luego no habría escogido a
Arm and.
Le m iré y m e em bargó una vaga vergüenza de que m e viera tan horrible, de
no ser m ás que un esqueleto de oj os saltones y aciendo en un rincón. Después,
volví la vista de nuevo a las páginas de El halcón maltés y seguí los diálogos de
Sam Spade m oviendo los labios.
Cuando alcé de nuevo los oj os, Arm and seguía allí. Para m í, tanto podía ser
esa m ism a noche com o la siguiente.
Y Arm and m e estaba hablando de Louis. Llevaba haciéndolo un rato al
parecer.
Y com prendí que m e había m entido acerca de Louis en nuestro últim o
encuentro en París. Louis había perm anecido con Arm and todos aquellos años. Y
m e había estado buscando. Louis había recorrido el centro de la ciudad viej a,
buscándom e cerca de la casa donde los dos habíam os vivido tanto tiem po, hasta
que, finalm ente, había dado con m i guarida. Incluso m e había visto a través de
las ventanas.
Traté de im aginárm elo. Louis, vivo. Louis allí, m uy cerca, y sin y o saberlo.
Creo que solté una breve risilla. No lograba hacerm e a la idea de que Louis
no hubiera sido quem ado. Sin em bargo, que continuara vivo era una noticia
realm ente espléndida. Era m aravilloso que aún existiera aquel rostro agraciado,
aquella expresión llena de intensidad, aquella voz tierna y algo im plorante. Mi
herm oso Louis aún existía, en lugar de estar m uerto y desaparecido com o
Claudia y Nicolas.
Pero, en realidad, aún era posible que hubiera sido destruido. ¿Por qué había
de dar por buenas las palabras de Arm and? Me sum í de nuevo en la lectura a la
luz de la luna, deseando que las plantas del j ardín no estuvieran tan crecidas. Ya
que era tan fuerte, dij e a Arm and, un favor que podía hacerm e era salir allí y
arrancar parte de aquellas zarzas y enredaderas. Los dondiegos y las
enredaderas de glicinas rebosaban de los porches del piso superior e im pedían el
paso de la luz de la luna, y tam bién estaban los viej os robles am ericanos que y a
estaban allí cuando la zona no era m ás que un pantano.
No, no creo que le dij era tal cosa a Arm and.
Y sólo tengo un recuerdo m uy vago de que Arm and m e dij era que Louis le
iba a abandonar y que él, Arm and, no quería seguir existiendo. Su voz era hueca.
Seca. Sin em bargo, la luz de la luna brillaba en él m ientras m e hablaba. Y su voz
aún conservaba aquella viej a resonancia, aquel m atiz de puro dolor.
Pobre Arm and. ¡Y tú m e dij iste que Louis estaba m uerto! ¡Ve a hacerte un
sitio en la tierra baj o el cem enterio Lafay ette! Está ahí m ism o, calle arriba.
No pronuncié una palabra. No em ití ninguna risa audible; sólo experim enté el
secreto placer de la risa en m i interior. Recuerdo una im agen clara de Arm and,
solo y desam parado en m itad de la estancia sucia y vacía, contem plando las
paredes forradas de pilas de libros. La lluvia se había filtrado gota a gota por las
grietas del tej ado hasta convertir los volúm enes en una especie de ladrillos
com pactos de cartón piedra. Y m e percaté claram ente de ello cuando le vi allí
plantado, delante de aquel telón de fondo. Y recordé que todas las estancias de la
casa estaban forradas de libros com o aquélla. No había reparado en ello hasta el
m om ento en que Arm and había em pezado a fij arse. Llevaba años sin entrar en
las dem ás habitaciones.
Parece que acudió a verm e varias veces m ás, después de aquélla. No llegué
a verle, pero le oí deam bular por el j ardín de la casa, buscándom e con su m ente
com o si ésta fuera un haz de luz.
Louis se había m archado al oeste.
En una ocasión, m ientras y o m e acurrucaba en la grava baj o los cim ientos
del edificio, Arm and llegó hasta el em parrado y se asom ó al interior, aunque no
llegué a verle. Y, con una voz siseante, m e llam ó cazarratas.
Te has vuelto loco. ¡Tú, el que todo lo sabía, el que se burlaba de nosotros!
Ahora estás loco y te alimentas de las ratas. ¿Sabes cómo os llamaban a vosotros,
los nobles rurales, en la Francia de los viejos tiempos? Os llamaban cazaconejos,
porque ibais tras los conejos y las liebres para no agonizar de sed. ¡Mírate tú
ahora, encerrado en esta casa y convertido en su espectro harapiento, en un
cazador de ratas! ¡Estás más loco que esos viejos que sólo hablan incoherencias y
lanzan sus balbuceos al viento! Ya ves, ahora vuelves a la caza de ratas como te
corresponde por nacimiento.
Solté una nueva carcaj ada. Reí y reí sin cesar. Me acordé de los lobos y
continué riendo.
—Siem pre m e has producido risa —le dij e—. Me habría reído de ti baj o ese
cem enterio de París, pero m e pareció que no debía hacerlo. Incluso cuando m e
lanzaste tu m aldición y m e echaste la culpa de todas las historias que corrían
sobre nosotros, el asunto m e resultó m uy gracioso. Si no hubiera sido porque te
disponías a arroj arm e de lo alto de la torre, m e habría puesto a reír. Siem pre m e
has causado hilaridad.
El odio entre nosotros resultaba delicioso, o así m e pareció. Era una
excitación m uy extraña, tenerle allí para ridiculizarle y m ostrarle m i desprecio.
Pero, de pronto, la escena em pezó a cam biar a m i alrededor. Ya no estaba
tendido en la grava. Estaba cam inando por m i casa. Y no llevaba los sucios
harapos con que m e había cubierto durante años, sino un elegante frac negro y
una capa forrada de satén. Y la casa… la casa estaba m agnífica, y todos los
libros estaban convenientem ente ordenados en los estantes. El suelo de parquet
brillaba a la luz del candelabro y una m úsica deliciosa se escuchaba por todas
partes, el sonido de un vals vienés con su rica arm onía de violines. Con cada paso
m e volvía a sentir poderoso y ligero, m aravillosam ente ligero. Habría podido
subir los peldaños de la escalera de dos en dos con facilidad. Habría podido
lanzarm e a volar a través de la oscuridad, con la capa abierta com o un par de
alas negras.
Y luego m e encontré subiendo entre las som bras, y Arm and y y o estábam os
j untos en la azotea de la casa. Arm and estaba radiante con la m ism a ropa de gala
pasada de m oda y los dos contem plam os el lej ano m eandro plateado del río, m ás
allá de la j ungla de oscuro follaj e susurrante, y el firm am ento donde las estrellas
brillaban a través de las finas nubes de tono gris perla.
Me descubrí llorando por el m ero hecho de contem plar aquella vista, por el
m ero contacto del viento húm edo contra m i rostro. Y Arm and perm aneció a m i
lado, con el brazo en torno a m i cintura. Me hablaba de la pena y el perdón, de la
sabiduría y de las cosas que le había enseñado el dolor.
—Te quiero, m i tenebroso herm ano —susurró.
Y las palabras fluy eron por m i interior com o la propia sangre.
—Yo no buscaba vengarm e —continuó con expresión afligida y el corazón
desgarrado—. ¡Pero tú acudiste a m í para curarte y m e dij iste que no m e
querías! ¡Llevaba esperándote m ás de un siglo, y dij iste que no m e querías!
Supe entonces, com o y a había sabido de algún m odo desde el principio, que
m i recuperación era un espej ism o, que seguía siendo el m ism o esqueleto
harapiento y que la casa seguía en ruinas. Y aquel ser sobrenatural que m e
sostenía tenía el poder para devolverm e el cielo y el viento.
—Ám am e y m i sangre es tuy a —le oí decir—. Mi sangre, que j am ás he
dado a otros.
Noté sus labios rozándom e el rostro.
—No puedo engañarte —respondí a su proposición—. No puedo am arte.
¿Qué eres para m í que m e obligue a am arte? ¿Un ser m uerto que anhela el poder
y la pasión que otros poseen? ¿La sed m ism a, personificada?
Y, en un instante de incalculable energía, fui y o quien le golpeé y le hice
retroceder y le em puj é al vacío desde lo alto de la azotea. Su figura,
disolviéndose en la noche gris, pareció absolutam ente ingrávida.
Pero ¿quién fue el vencido? ¿Quién fue el que cay ó y cay ó de nuevo entre las
blandas ram as de los árboles hasta la tierra a la que pertenecía? ¿Quién volvió a
los harapos y a la suciedad debaj o de la viej a casa? ¿Quién quedó finalm ente
y aciendo sobre la grava, con las m anos y el rostro contra el frío suelo?
Con todo, la m em oria j uega m alas pasadas. Tal vez todo aquello, la postrera
invitación de Arm and y la angustia que siguió, habían sido im aginaciones m ías.
El llanto. Sé que, durante los m eses siguientes, volvió a m erodear por allí. De vez
en cuando, le oí m ientras recorría aquellas viej as calles del Garden District. Y
quise llam arle, explicarle que era m entira lo que había dicho, que le am aba. Que
le am aba.
Pero había llegado el m om ento de quedar en paz con todas las cosas. Era el
m om ento de llegar al ay uno total y descender por fin al seno de la Tierra y, tal
vez, com partir los sueños de los dioses. ¿Y cóm o podía hablarle a Arm and de los
sueños de los dioses?
Ya no quedaban velas, ni aceite para las lám paras. En alguna parte había una
caj a fuerte llena de dinero y j oy as y de cartas a m is abogados y banqueros, que
continuarían adm inistrando perm anentem ente las propiedades que aún
conservaba, gracias a las sum as que había puesto en sus m anos. Entonces, ¿por
qué no enterrarm e y a baj o el suelo, sabiendo que nunca sería perturbado en
aquella viej a ciudad con sus desvencij adas réplicas de otros siglos? En adelante,
todo seguiría y seguiría indefinidam ente. Baj o la única luz del firm am ento
nocturno, continué ley endo el relato de Sam Spade y aquel Halcón Maltés. Miré
la fecha de la revista y supe que estaba en 1929 y pensé: « Oh, es im posible,
¿no?» . Y bebí de las ratas hasta tener las fuerzas necesarias para cavar un túnel
m uy hondo.
La tierra m e acogía. Criaturas vivas se abrían paso entre sus grum os
com pactos y húm edos y rozaban m is carnes secas. Pensé que si alguna vez
resucitaba, si alguna vez volvía a ver el m enor fragm ento de cielo tachonado de
estrellas, nunca j am ás com etería actos terribles. Nunca m ás m ataría a un
inocente. Aunque tuviera que cazar a los débiles, sólo tom aría a los desahuciados.
Me j uré que así sería. Y nunca, nunca m ás, realizaría el Rito Oscuro. Sólo… sólo
sería, ¿sabéis?, la « conciencia continuada» sin ningún obj etivo, sin el m enor
propósito.
La sed. El dolor, diáfano com o la luz.
Vi a Marius. Le vi tan vívidam ente que pensé: « ¡No puede ser un sueño!» , y
el corazón se m e aceleró dolorosam ente. Qué espléndido aspecto tenía Marius.
Llevaba un traj e m oderno, aj ustado y corriente aunque confeccionado con
terciopelo negro, y el cabello canoso bastante corto y peinado hacia atrás,
dej ando su rostro despej ado.
Un especial encanto, una gracia de m ovim ientos que sus ropaj es antiguos
habían ocultado, envolvían a aquel m oderno Marius.
Y le vi haciendo las cosas m ás sorprendentes. Tenía ante él una cám ara negra
sobre un trípode com o patas de arañas y, dándole vueltas a la m anivela con la
m ano derecha, tom aba películas de m ortales en un estudio lleno de luz
incandescente. Cóm o m e saltaba el corazón m ientras m iraba aquello, su m anera
de hablar con aquellos seres m ortales, de decirles cóm o debían abrazarse,
m overse y bailar. Y un decorado pintado detrás de ellos, sí. Y al otro lado de las
ventanas del estudio había altos edificios de ladrillo y el ruido de los vehículos a
m otor por las calles.
No, no es un sueño, m e dij e. Está sucediendo de verdad. Él está en ese lugar.
Y si pruebo a ver la ciudad m ás allá de la ventana, sabré dónde está. Si m e
esfuerzo, entenderé el idiom a en el que habla a los j óvenes actores. « ¡Marius!» ,
exclam é, pero la tierra que m e envolvía engulló m i voz.
La escena cam bió.
Marius baj aba a un sótano en la gran caj a de un ascensor. Unas puertas
m etálicas resonaron con un chirrido y su figura penetró en el enorm e salón
privado de Los Que Deben Ser Guardados. Todo estaba m uy cam biado. No había
im ágenes egipcias, ni perfum es de flores, ni brillo de oro.
Las altas paredes estaban cubiertas con los colores m oteados de los
im presionistas, que com ponían en m il y un fragm entos un vibrante m undo del
siglo XX. Aviones volando sobre ciudades soleadas, torres que se alzaban tras el
arco de un puente de acero, naves de casco m etálico surcando m ares de plata.
Era un universo entero que disolvía las paredes en las que estaba expuesto,
envolviendo las figuras inm óviles e inalteradas de Akasha y Enkil.
Marius avanzaba por la capilla. Dej ó atrás oscuras esculturas enm arañadas,
aparatos telefónicos y m áquinas de escribir sobre pedestales de m adera, y
depositó ante Los Que Deben Ser Guardados un gram ófono volum inoso e
im ponente. Con delicadeza, colocó la fina aguj a en el surco del disco. Un agudo
y crepitante vals vienés surgió del altavoz m etálico.
Me reí al ver aquello, aquel agradable invento, colocado ante la parej a com o
una ofrenda. ¿Sería el vals una suerte de incienso que im pregnaba el aire?
Pero Marius no había term inado su tarea. Había desenrollado una pantalla
blanca en la pared, y ahora, desde una tarim a elevada situada detrás de los
dioses, proy ectaba sobre el lienzo im ágenes en m ovim iento de diversos m ortales.
Los Que Deben Ser Guardados contem plaron las im ágenes vacilantes en silencio.
Com o estatuas en un m useo, la luz eléctrica resplandeciendo en su blanca piel.
Y entonces sucedió la cosa m ás m aravillosa. Las figurillas nerviosas de la
película se pusieron a hablar. Por encim a del agudo sonido del vals en el
gram ófono, escuché sus voces.
Y m ientras m iraba, paralizado de excitación, paralizado de alegría ante lo que
veía, m e invadió de pronto una abrum adora tristeza al com prender la verdad.
Todo aquello no era m ás que un sueño. Porque la realidad era que las figurillas de
la película no podían estar hablando.
La cám ara y todas sus pequeñas m aravillas perdieron consistencia, se
volvieron borrosas. ¡Ah, aquella horrible im perfección, aquel odioso pequeño
detalle que había traicionado toda la tram a! A pesar de todos los fragm entos de
realidad, de las películas m udas que había visto en el teatrillo La Hora Feliz, de
los gram ófonos cuy o sonido había escuchado un centenar de veces desde las
som bras, surgiendo de las casas.
Y el vals vienés, ¡ah!, tom ado del hechizo que Arm and había obrado sobre
m í, dem asiado desgarrador para recordarlo.
¿Por qué no había sido un poco m as hábil en el intento de engañarm e a m í
m ism o? ¿Por qué no había m antenido la película m uda, com o debía ser, para
poder así seguir crey endo que la visión era auténtica, después de todo? Pero allí
estaba la dem ostración de m i invención de aquel audaz y fantasioso autoengaño:
¡Akasha, m i am ada, m e estaba hablando!
Akasha estaba a la puerta de la cám ara con la m irada puesta en el largo
pasadizo subterráneo que conducía al ascensor por el cual Marius había
regresado al m undo superior. El cabello negro le colgaba, tupido y pesado, sobre
los blancos hom bros. Levantó su m ano blanca y fría llam ándom e hacia ella.
Tenía la boca roj a.
« ¡Lestat!» , dij o en un susurro. « Ven» .
Los pensam ientos fluían de ella sin sonido con las palabras que la viej a reina
vam piro m e había dirigido tantos años atrás, baj o el cem enterio de Les
Innocents:
Desde mi lecho de piedra, he tenido sueños sobre el mundo mortal de ahí
arriba. He oído sus voces, sus nuevas músicas como canciones de cuna
acompañándome en mi tumba. He imaginado sus fantásticos descubrimientos y he
conocido su valentía en lo más recóndito de mi mente. Y, aunque ese mundo me
excluye con sus formas deslumbrantes, añoro la existencia de alguien con la
fuerza suficiente para deambular por él sin miedo, para recorrer la Senda del
Diablo en su propio seno.
« ¡Lestat! —volvió a susurrar, con una expresión trágica en su rostro de
m árm ol—. ¡Ven!» .
—¡Ah, am ada m ía! —exclam é, notando el sabor am argo de la tierra entre
m is labios—. ¡Si pudiera…!
Lestat de Lioncourt
En el año de su Resurrección 1984
DIONISO EN SAN FRANCISCO
1985
1
La sem ana antes de que nuestro disco saliera a la venta, ellos trataron por
prim era vez de am enazarnos por vía telefónica.
El secreto im puesto en torno al grupo de rock llam ado El Vam piro Lestat
había resultado caro pero casi im penetrable. Incluso los editores literarios de m i
autobiografía habían colaborado plenam ente y, durante los largos m eses de
grabaciones y film aciones, no había visto a uno solo de ellos en Nueva Orleans,
ni había oído a ninguno m erodeando cerca.
Pero, por algún m edio, habían conseguido el núm ero reservado y habían
grabado sus advertencias en el contestador autom ático.
« Proscrito. Sabem os lo que estás haciendo. Te ordenam os que lo dej es» .
« Sal donde podam os verte. Te desafiam os a salir» .
Tenía a la banda escondida en la viej a m ansión de una plantación, un rincón
delicioso al norte de Nueva Orleans, provistos de Dom Perignon y de buen hachís
para fum ar, todos nosotros cansados de expectación y de los preparativos,
ansiosos de presentarnos ante nuestro prim er público en directo en San Francisco,
de paladear por prim era vez el sabor del éxito.
Después, Christine, la abogada, m e reexpidió los prim eros m ensaj es
telefónicos —era extraño cóm o el equipo electrónico captaba el tim bre de las
voces espectrales— y, en plena noche, llevé a m is m úsicos al aeropuerto y
volam os hacia el oeste.
Desde entonces, ni Christine supo dónde nos escondíam os. Los propios
m úsicos no estaban m uy seguros. En un luj oso rancho de Carm el Valley,
escuchando nuestra m úsica en la radio por prim era vez. Y nos pusim os a bailar
cuando nuestro prim er videoclip apareció a escala nacional en la televisión por
cable.
Y, cada noche, acudía en solitario a la ciudad de Monterrey a recoger los
recados de Christine. Luego, seguía hacia el norte, de caza.
Al volante de m i elegante Porsche negro, seguía la ruta hasta San Francisco
tom ando las curvas cerradas de la carretera de la costa a una velocidad
em briagadora. Y, baj o el inm aculado resplandor am arillento de los barrios baj os
de la gran ciudad, acechaba a m is presas con un poco m ás de crueldad y lentitud
que antes.
La tensión se estaba haciendo insoportable.
Y, sin em bargo, no vi a ninguno de ellos. No escuché sus pensam ientos. Lo
único que tenía eran aquellos m ensaj es telefónicos de unos inm ortales que no
había conocido nunca:
« Te lo advertim os, no continúes con esta locura. Estás iniciando un j uego m ás
peligroso de lo que piensas» .
Y luego el susurro registrado que ningún oído m ortal podía captar:
« Traidor» . « Proscrito» . « ¡Muéstrate, Lestat!» .
Si andaban cazando por San Francisco, no los vi. Pero San Francisco es una
ciudad densa y poblada. Y y o seguía tan furtivo y silencioso com o siem pre.
Finalm ente, em pezaron a llegar los telegram as al apartado de correos de
Monterrey. Lo habíam os conseguido. Las ventas de nuestro álbum estaban
batiendo récords en Estados Unidos y Europa. Después de San Francisco,
podíam os actuar en la ciudad que quisiéram os. Mi autobiografía estaba en todas
las librerías de costa a costa. El Vam piro Lestat estaba en el núm ero uno de las
listas.
Y, después de la cacería nocturna en San Francisco, m e dedicaba a recorrer
la interm inable Divisadero Street. Dej aba que la carrocería negra del Porsche
paseara lentam ente ante las casonas victorianas en ruinas, preguntándom e en
cuál de ellas, acaso, Louis había contado la historia de Entrevista con el vampiro
al m uchacho m ortal. Tenía constantem ente en m is pensam ientos a Louis y
Gabrielle. Tam bién pensaba en Arm and. Y en Marius… Marius, a quien había
traicionado contando toda la historia.
¿Estaría El Vam piro Lestat extendiendo sus tentáculos electrónicos lo
suficiente para alcanzarles? ¿Habrían visto aquellos vídeos: El legado de Magnus,
Los Hijos de las Tinieblas, Los Que Deben Ser Guardados? Pensaba en los otros
antiguos cuy os nom bres había revelado, Mael, Pandora, Ram sés el Maldito.
Lo cierto era que Marius podría haberm e encontrado pese a todos m is
secretos y precauciones. Sus poderes habrían sido capaces de alcanzar incluso la
vasta lej anía de Am érica. Si m e estuviera viendo, si m e estuviera escuchando…
Volvió a m í el viej o sueño de Marius dándole a la m anivela de la cám ara de
cine, de aquellas im ágenes oscilantes en las paredes del santuario de Los Que
Deben Ser Guardados. Incluso evocada en m i m ente, las im ágenes parecían
poseer una nitidez im posible que m e produj o un vuelco del corazón.
Luego, gradualm ente, fui descubriendo que poseía un nuevo concepto de la
soledad, un nuevo m étodo de m edir un silencio que se extendía hasta el fin del
m undo. Y lo único de que disponía para interrum pirlo eran aquellas
am enazadoras voces sobrenaturales grabadas en la cinta, que no ofrecían im agen
alguna en su creciente virulencia:
« No te atrevas a aparecer en el escenario en San Francisco, te lo advertim os.
Tu desafío es dem asiado vulgar, dem asiado desdeñoso. Correrem os cualquier
riesgo, incluso el de un escándalo público, con tal de castigarte» .
Me burlé de aquella com binación incongruente de lenguaj e arcaico y el
inconfundible acento norteam ericano. ¿Cóm o eran aquellos vam piros m odernos?
¿Aparentaban buena cuna y escogida educación cuando deam bulaban con los no
m uertos? ¿Adoptaban un estilo determ inado? ¿Vivían en asam bleas o iban de un
lado a otro sobre grandes m otocicletas, com o m e gustaba hacer a m í?
La excitación crecía dentro de m í, incontenible. Y m ientras conducía en
plena noche con nuestra m úsica a todo volum en en la radio, m e sentía
em bargado por un entusiasm o absolutam ente hum ano.
Deseaba salir a tocar tanto com o m is m úsicos m ortales, la Dam a Dura, Alex
y Larry. Después del agotador esfuerzo de las grabaciones y film aciones, ardía
en deseos de levantar nuestras voces a coro ante la m ultitud entusiasta. Y, en
algunos m om entos, recordaba con toda nitidez esas lej anas noches en el teatrillo
de Renaud. Volvían entonces a m i recuerdo los detalles m ás sorprendentes: el
tacto del m aquillaj e blanco sobre el rostro, el olor de los polvos cosm éticos, el
instante de hacer la entrada ante las luces del proscenio.
Sí, todas la piezas volvían a j untarse y, si con ellas llegaba la cólera de
Marius… bien, m e la tendría m erecida, ¿no?
San Francisco m e encantó, m e suby ugó casi. No era difícil im aginar a m i
Louis en aquel lugar. Un paisaj e casi veneciano, el de aquellas m ansiones
m ulticolores en som bras, de aquellos edificios de pisos alzándose pared con pared
sobre las estrechas calles oscuras. Las luces irresistibles tachonando las colinas y
el valle y la j ungla dura y brillante de los rascacielos del centro levantándose
com o un bosque encantado en un océano de niebla. Cada noche, de regreso a
Carm el Valley, recogía las sacas de correo de adm iradores reexpedidas a
Monterrey desde Nueva Orleans y las inspeccionaba buscando una caligrafía de
vam piro: unas letras escritas con cierto exceso de laboriosidad, ligeram ente
anticuadas, o tal vez una m uestra m ás patente de talento sobrenatural en una
carta escrita de puño y letra im itando los caracteres góticos. Sin em bargo, en la
correspondencia no había otra cosa que la fervorosa devoción de los m ortales:
Querido Lestat, m i am iga Shery l y y o te am am os, pero no hem os conseguido
entradas para el concierto de San Francisco, aunque nos pasam os seis horas en la
cola. Por favor, m ándanos dos entradas. Serem os tus víctim as. Podrás beber
nuestra sangre.
Eran las tres de la m adrugada de la noche previa al concierto.
El fresco paraíso verde de Carm el Valley estaba dorm ido. Yo descansaba en
el enorm e salón, frente al tabique de cristal orientado hacia las m ontañas. A ratos,
dorm itaba y soñaba con Marius. En m i sueño, Marius decía:
« ¿Por qué te arriesgas a m i venganza?» .
Y y o respondía: « Tú m e volviste la espalda» .
« No es ésa la razón» , decía él. « Obedeces a un im pulso. Pretendes arroj ar
todas las piezas al aire» .
« ¡Quiero m over las cosas, hacer que suceda algo!» . En el sueño, m e puse a
gritar; entonces, de pronto, noté de nuevo la presencia de la casa de Carm el
Valley a m i alrededor. Era sólo un sueño, un sim ple sueño m ortal.
Pero había algo, algo m ás… una súbita « transm isión» com o una onda de
radio errática interfiriendo en la frecuencia indebida, una voz diciendo Peligro.
Peligro para todos nosotros.
Durante una fracción de segundo, la visión de la nieve, del hielo, el aullido del
viento. Algo haciéndose pedazos en el suelo de piedra. Cristales rotos. ¡Lestat!
¡Peligro!
Desperté.
Ya no estaba recostado en el sofá. Me hallaba en pie, m irando hacia las
puertas acristaladas. No oí nada, ni vi otra cosa que el vago perfil de las colinas y
la silueta negra del helicóptero posado sobre su pista de cem ento com o una
m osca gigantesca.
Continué escuchando con toda atención, con tal intensidad que m e encontré
sudando. Sin em bargo, no había rastro de la « transm isión» . Ninguna im agen.
Y, luego, la conciencia gradual de que había una criatura allí fuera, en la
oscuridad, y de que estaba captando leves sonidos físicos.
Alguien cam inando con todo sigilo allí fuera. Ni rastro de olor a m ortal.
Uno de ellos estaba allí. Uno de ellos había penetrado en el secreto y se
aproxim aba tras la lej ana silueta esquelética del helicóptero, cruzando el cam po
abierto de hierba alta.
Volví a escuchar. No, ni un atisbo que confirm ara el m ensaj e de peligro. De
hecho, la m ente del ser estaba cerrada a m í y sólo podía captar las señales
inevitables de un cuerpo desplazándose.
La casa, de form a irregular y techo baj o, seguía dorm itando a m i alrededor;
parecía un acuario gigante con sus blancas paredes desnudas y la luz azul
parpadeante del aparato de televisión, conectado sin sonido. La chica y Alex
dorm ían abrazados en la alfom bra ante una chim enea vacía. Larry estaba en el
dorm itorio, parecido a una celda, con una groupie que se hacía llam ar
Salam andra, infatigable en la cam a, a la que habían recogido en Nueva Orleans
antes de venir al oeste. Los guardaespaldas descansaban en las otras habitaciones
m odernas de techo baj o y en el barracón situado al otro lado de la gran piscina
azul en form a de concha de ostra.
Y allí fuera, baj o el firm am ento negro y despej ado, estaba aquella criatura,
avanzando desde la autopista, a pie. Aquel ser, cuy a presencia percibía, estaba
com pletam ente solo. El latido de un corazón sobrenatural en la diáfana oscuridad.
Sí, ahora lo oía con toda claridad. Las colinas eran fantasm as en la distancia y los
capullos am arillos de las acacias brillaban blancos a la luz de las estrellas.
El ser no parecía tem eroso de nada. Sim plem ente, se acercaba. Y sus
pensam ientos eran absolutam ente im penetrables. Esto significaba que podía
tratarse de uno de los antiguos, de los dotados de grandes poderes, pero ninguno
de ellos aplastaría de aquel m odo la hierba baj o sus pies. Aquella criatura se
m ovía casi com o un hum ano. Aquel vam piro había sido creado por m í.
El corazón m e latía aceleradam ente. Dirigí la m irada a las luces del panel de
alarm a m edio oculto tras la cortina recogida en un rincón. Era una barrera de
tim bre y sirenas si alguien, m ortal o inm ortal, trataba de penetrar en la casa.
El ser apareció al borde de la blanca pista de cem ento. Una figura alta y
delgada, de cabello corto y negro. Y la figura se detuvo entonces com o si pudiera
verm e tras el velo del cristal, bañado por la difusa luz eléctrica azulada.
Sí, m e había visto. Entonces continuó su avance hacia m í, hacia la luz. Muy
ágil, desplazándose con una ligereza un poco excesiva para un m ortal. El cabello
negro, los oj os verdes y unos m iem bros que se m ovían con suavidad baj o unas
ropas descuidadas: un suéter negro deshilachado colgando de sus hom bros, un
pantalón tam bién negro de perneras com o largos radios de una rueda.
Noté que m e venía un vóm ito a la boca. Estaba tem blando. Traté de recordar,
incluso en aquel m om ento, lo que era m ás im portante: debía seguir vigilando la
noche en busca de otros intrusos. Debía ser cauto. Peligro. Pero nada de todo eso
im portaba ahora. Me di cuenta de ello y cerré los oj os un instante, pero no sirvió
de nada, no hizo m ás fáciles las cosas.
A continuación, alargué la m ano a los botones de alarm a y los desconecté.
Abrí las enorm es puertas acristaladas, y el aire fresco de la noche penetró en la
habitación.
El intruso había dej ado atrás el helicóptero y, con la cabeza vuelta hacia el
aparato, se apartó unos pasos de él con la gracia de un bailarín para
contem plarlo, la cabeza alta y los pulgares hundidos en los bolsillos traseros de
sus tej anos negros en un gesto despreocupado. Cuando m iró de nuevo hacia m í,
distinguí su rostro con claridad. Y vi que m e sonreía.
Incluso nuestros recuerdos pueden traicionarnos. Él era una prueba de ello,
delicado y cegador com o un láser al acercarse, borradas de un plum azo todas las
viej as im ágenes com o si fueran polvo.
Conecté otra vez el sistem a de alarm a, cerré las puertas en torno a m is
m ortales y di vueltas a la llave en la cerradura. Por un segundo, pensé que no
podía soportar aquello. « Y no es m ás que el principio» , m e dij e. « Y si él está
aquí, apenas a unos pasos de m í, sin duda vendrán otros tras él. Vendrán todos» .
Di m edia vuelta, avancé hacia él y, durante unos silenciosos segundos, lo
estudié baj o la luz azulada que se filtraba a través del cristal. Cuando hablé, m i
tono de voz era tenso:
—¿Dónde está la capa negra y el traj e negro de buen corte y la corbata de
seda y todas esas necedades? —le pregunté. Nuestras m iradas se encontraron.
Y él sonrió sin hacer el m enor sonido. Pero continuó estudiándom e con una
expresión extasiada que m e produj o una secreta alegría. Y, con el atrevim iento
de un niño, extendió el brazo y m e pasó los dedos por la solapa del abrigo de
terciopelo gris.
—Bueno, no se puede ser siem pre la ley enda viviente —m urm uró.
Su voz era un susurro que no era tal. Capté con toda nitidez su acento francés,
aunque y o no había sido nunca capaz de apreciar el m ío.
Me resultó casi insoportable el sonido de las sílabas, la absoluta fam iliaridad
con ellas.
Y dej é a un lado todas las palabras ásperas y tensas que tenía pensado decirle
y m e lim ité a estrecharle en m is brazos.
Nos abrazam os com o no habíam os hecho nunca en el pasado. Nos apretam os
el uno contra el otro com o tantas veces había hecho con Gabrielle. Y luego le
pasé las m anos por el cabello y el rostro, com o para cerciorarm e de que
realm ente le tenía allí, com o si m e perteneciera. Y él hizo lo m ism o. Parecía que
estábam os hablando sin pronunciar sonido alguno. Auténticos m ensaj es
silenciosos que carecían de palabras. Leves gestos de asentim iento. Y le noté
rebosante de afecto y de una febril satisfacción que parecía casi tan intensa
com o la m ía.
Pero, de pronto, él se quedó m uy quieto y su expresión se contraj o un poco.
—Pensaba que estabas m uerto y acabado, ¿sabes? —m e dij o en voz apenas
audible.
—¿Cóm o m e has encontrado aquí? —Quise saber.
—Tú querías que lo hiciera —respondió.
Un destello de inocente confusión. Por respuesta, un lento encogim iento de
hom bros.
Todo cuanto él hacía despertaba en m í la m ism a atracción m agnética que un
siglo atrás. Unos dedos m uy largos y delicados, pero unas m anos m uy fuertes.
—Te has dej ado ver y m e has dej ado seguirte —continuó—. Te has paseado
por Divisadero Street arriba y abaj o, buscándom e.
—¿Y aún seguías allí?
—Es el lugar m ás seguro del m undo, para m í. No lo he dej ado nunca.
Vinieron a buscarm e, no m e encontraron y se volvieron a m archar. Ahora m e
m uevo entre ellos siem pre que quiero y no m e reconocen. En realidad nunca han
sabido qué aspecto tengo.
—Y si lo supieran, intentarían destruirte —añadí.
—Sí —reconoció él—. Pero llevan intentándolo desde el Teatro de los
Vam piros y lo que allí sucedió. Por supuesto, Entrevista con el vampiro les dio
nuevos m otivos. Aunque no necesitaban m otivos para sus pequeños j uegos. Lo
que necesitan es el im pulso, la excitación. Se alim entan de ellos com o de la
sangre.
Por un segundo, su voz pareció forzada. Tom ó aire profundam ente. Le
costaba hablar de todo aquello. Quise pasarle los brazos alrededor otra vez, pero
m e contuve.
—Pero ahora pienso que es a ti a quien quieren destruir. Y tu aspecto sí que lo
conocen —añadió con una leve sonrisa—. Todo el m undo sabe qué cara tienes,
m onsieur Astro del Rock.
La sonrisa se ensanchó, pero su voz se m antuvo educada y suave com o
siem pre. Y la em oción afluy ó a su rostro. Pero siguió sin producirle el m enor
cam bio en él. Tal vez nunca se produciría.
Le pasé el brazo por los hom bros y nos alej am os j untos de las luces de la
casa. Dej am os atrás la m ole gris del helicóptero y cruzam os los cam pos secos
agostados por el sol en dirección a las colinas.
Creo que sentirse tan feliz es aby ecto, que sentir tanta satisfacción es
consum irse.
—¿Vas a seguir adelante con eso? —m e preguntó—. ¿Vas a dar ese concierto
m añana?
Peligro para todos nosotros. ¿Qué había sido aquello, una advertencia o una
am enaza?
—Sí, desde luego —declaré—. ¿Qué diablos podría im pedírm elo ahora?
—Yo querría hacerlo —respondió él—. Habría venido antes, de haber podido.
Hace una sem ana te vi, pero luego te perdí la pista.
—¿Y por qué quieres detenerm e?
—Ya sabes por qué. Quiero hablar contigo.
Unas palabras m uy sim ples, pero cargadas de significado.
—Ya habrá tiem po después —respondí—. « Mañana y m añana y
m añana…» . No va a suceder nada, y a lo verás. —Continué m irándole y
apartando la vista de él alternativam ente, com o si sus oj os verdes m e hicieran
daño. En palabras m odernas, era un auténtico ray o láser. Su aspecto era delicado
y letal. Sus víctim as le habían am ado siem pre.
Y tam bién y o le había am ado siem pre, ¿no era así?, incluso con todo lo
sucedido: y qué fuerte podía ser el am or cuando se tenía la eternidad para
alim entarlo y bastaba con aquellos instantes para renovar su intensidad, su calor.
—¿Cóm o puedes estar tan seguro de ello, Lestat? —preguntó él.
Muy íntim o, m i nom bre en sus labios. Yo no m e había atrevido a decir
« Louis» con tanta naturalidad.
Cam inábam os lentam ente, sin rum bo, y su brazo m e rodeaba relaj adam ente,
com o el m ío a él.
—Tengo un batallón de m ortales protegiéndonos —le inform é—. Habrá
guardaespaldas en el helicóptero y en la lim usina acom pañando a m is m úsicos
m ortales. Yo viaj aré sólo desde el aeropuerto en el Porsche para poder
defenderm e m ej or, pero habrá una auténtica caravana m otorizada. En cualquier
caso, ¿qué puede hacerm e un puñado de rencorosos vam piros del siglo XX? Esas
criaturas idiotas utilizan el teléfono para sus am enazas.
—Son m ás de un puñado —replicó él—. ¿Y qué m e dices de Marius? Tus
enem igos de ahí fuera están debatiendo si la historia de Marius es cierta, si Los
Que Deben Ser Guardados existen o no…
—Por supuesto. ¿Y tú? ¿Crees que es verdad?
—Sí. Me convencí nada m ás leerla —declaró. Se produj o entonces un
instante de silencio durante el cual tal vez los dos recordam os al indagador
inm ortal de otra era que m e había preguntado una y otra vez dónde había
em pezado aquello.
Dem asiado dolor para evocarlo. Era com o descubrir unos cuadros en el
desván y, al lim piarles el polvo, encontrar los colores vibrantes todavía. Y los
cuadros deberían haber sido retratos de nuestros difuntos antepasados y, en
cam bio, eran im ágenes de nosotros m ism os.
Hice algún gesto nervioso propio de m ortales, m e aparté el cabello de la
frente y traté de notar el frío de la brisa.
—¿Qué te hace estar tan seguro de que Marius no pondrá fin a este
experim ento en el m om ento en que pongas el pie en el escenario m añana por la
noche?
—¿Crees que alguno de los antiguos haría tal cosa? —repliqué a su pregunta.
Reflexionó un instante, sum ergiéndose en sus pensam ientos com o solía hacer
tiem po atrás, tan profundam ente que fue com o si se olvidara de m i presencia. Y
dio la im presión de que a su alrededor tom aban form a aquellas viej as estancias,
que la luz de gas ofrecía su inestable ilum inación, que surgían los sonidos y olores
de las calles de otra época lej ana. Los dos estábam os en aquel salón de Nueva
Orleans, con el fuego de carbón en el hogar, baj o la repisa de m árm ol de la
chim enea. Y todo envej eciendo allí, salvo nosotros.
Y ahora, allí estaba: un chico m oderno con la cam iseta torcida y los
pantalones gastados, m irando hacia las colinas desiertas. Desaliñado, los oj os
ardiendo con un fuego interior, el cabello desgreñado. Le vi despertar de su
estado lentam ente, com o si volviera a la vida.
—No —dij o al fin—. Creo que si a los ancianos les preocupa de algún m odo
todo esto, estarán dem asiado interesados para hacerlo.
—¿Y tú? ¿Sientes interés?
—Sí, sabes que sí —respondió.
Y su rostro adquirió un leve rubor. Se hizo todavía m ás hum ano. De hecho, su
aspecto era el m ás parecido al de un m ortal de entre todos los de nuestra raza que
recordara.
—Estoy aquí, ¿no? —añadió.
Y noté en él un dolor que le recorría todo el ser com o una veta de m ineral,
una veta que podía llevar la em oción hasta las profundidades m ás frías. Asentí.
Respiré profundam ente y aparté la m irada de él deseando poder decir lo que
realm ente quería. Decir que le am aba. Pero no podía hacerlo. El sentim iento era
dem asiado fuerte.
—Suceda lo que suceda, m erecerá la pena —m urm uré—. Quiero decir que
m erecerá la pena si tú y y o y Gabrielle y Arm and… y Marius estam os j untos,
aunque sea por un breve espacio de tiem po. Y Mael. Y sólo Dios sabe cuántos
m ás. ¿Y si se presentan todos los ancianos? Merecerá la pena, Louis. Todo lo
dem ás no m e im porta.
—¡No! ¡Sí que te im porta! —exclam ó él con una sonrisa. Estaba
intensam ente fascinado—. Sólo confías en que va a ser em ocionante y que, sea
cual sea la batalla, vencerás.
Baj é la cabeza y m e reí. Metí las m anos en los bolsillos de los pantalones
com o hacen los m ortales de esta época y continué cam inando por la hierba. El
cam po olía aún a sol, incluso en la fresca noche californiana. No hablé a Louis de
la parte m ortal, de la vanidad de querer actuar, de la extraña locura que m e
había em bargado al verm e en la pantalla del televisor, al ver m i rostro en la tapa
del disco, pegado en el escaparate de la tienda de North Beach.
Él continuó a m i lado.
—Si los antiguos quisieran de verdad destruirm e —le dij e—, ¿no crees que y a
lo habrían hecho?
—No. Yo te vi y te he seguido, pero, hasta entonces, no pude dar contigo,
aunque lo intenté desde el m om ento en que supe que habías aparecido.
—¿Cóm o te has enterado?
—En todas las grandes ciudades hay lugares donde se reúnen los vam piros —
m e explicó—. Seguro que y a lo sabes, a estas alturas.
—No, lo ignoraba. Cuéntam e.
—Hay unos bares a los que llam am os la Conexión Vampiro —dij o con una
sonrisa irónica—. Son frecuentados por m ortales, naturalm ente, y los conocem os
por el nom bre. Está el Doctor Polidori en Londres y el Lam ia en París. Tenem os
el Bela Lugosi en el centro de Los Ángeles y el Carm illa y el Lord Ruthven en
Nueva York. Aquí, en San Francisco, está el m ás herm oso de todos ellos,
probablem ente: el cabaret llam ado La Hij a de Drácula, en Castro Street.
Me eché a reír. No pude evitarlo y vi que tam bién él estaba a punto de
hacerlo.
—¿Y dónde están los nom bres de Entrevista con el vampiro? —inquirí con
fingida indignación.
— Verboten —respondió, enarcando ligeram ente las cej as—. Ésos no son
ficticios, sino reales. Pero te diré que en Castro Street ponen tus videoclips. Los
clientes m ortales lo piden. Brindan por ti con sus bloody mary de vodka. « La
danza de Les Innocents» retum ba a través de las paredes.
Decididam ente, estaba a punto de soltar una carcaj ada. Traté de contenerla y
m oví la cabeza.
—Pero tam bién has producido una especie de revolución en el lenguaj e en la
trastienda —continuó él con la m ism a fingida sobriedad, incapaz de m antener el
rostro absolutam ente inexpresivo.
—¿A qué te refieres?
—Rito Oscuro, Don Oscuro, Senda del Diablo… Todo el m undo anda
tom ándose a brom a estas palabras, incluso los novicios m ás recientes que aún ni
han em pezado a saber qué es un vam piro. Im itan el libro pese a condenarlo
absolutam ente. Van cargados de j oy ería egipcia. El terciopelo negro vuelve a ser
de rigor.
—Excelente —le dij e—. Pero esos lugares… ¿Cóm o son?
—Están saturados de obj etos relacionados con vam piros. Carteles de las
películas del género adornan las paredes, y los film es se proy ectan
continuam ente en unas pantallas elevadas. Los m ortales que vienen son una
verdadera feria de tipos teatrales: j óvenes punk, artistas, algunos envueltos en
capas negras y luciendo largos colm illos de plástico. Apenas se enteran de
nuestra presencia. Muchas veces, en com paración con ellos, resultam os vulgares.
Y, con las luces baj as, nos hacem os casi invisibles pese al terciopelo, a las j oy as
egipcias y a todo lo dem ás. Por supuesto, nadie se sacia con esos clientes
m ortales. Acudim os a los locales para tener inform ación. El bar de los vam piros
es, de hecho, el lugar m ás seguro de toda la cristiandad para un m ortal. En el
local de los vam piros no se puede m atar.
—Me pregunto cóm o nadie había pensado algo así hasta hoy —com enté.
—Ya lo hicieron —dij o Louis—. En París estaba el Teatro de los Vam piros.
—Es cierto —reconocí.
—Hace un m es —prosiguió— llegó a la Conexión Vampiro noticia de que
habías vuelto. Y, para entonces, la noticia y a era viej a. Se decía que estabas
cazando en Nueva Orleans y por fin se supo lo que te proponías. Muchos
com praron ej em plares de tu autobiografía cuando apareció. Y hubo com entarios
inagotables acerca de tus videoclips.
—¿Cóm o fue, entonces, que no les vi en Nueva Orleans?
—Porque Nueva Orleans es territorio de Arm and desde hace m edio siglo.
Ningún vam piro se atreve a cazar en la ciudad. Se enteraron a través de los
m edios de com unicación de los m ortales, por noticias procedentes de Los
Ángeles y Nueva York.
—Tam poco vi a Arm and en Nueva Orleans.
—Lo sé —respondió él. Por un instante, m e pareció confuso, preocupado.
Noté un pequeño nudo en el pecho—. Nadie sabe dónde está Arm and —añadió
con cierto desánim o—. Pero cuando apareció en Nueva Orleans, m ató a todos
los j óvenes, y los vam piros le dej aron la ciudad. Dicen que m uchos de los
antiguos se com portan del m ism o m odo, dando m uerte a los j óvenes y novicios.
Tam bién lo dicen de m í, pero no es cierto. Yo recorro San Francisco com o un
fantasm a, sin m olestar a nadie salvo a m is desdichadas víctim as m ortales.
Nada de todo aquello m e sorprendió dem asiado.
—Nuestro núm ero es excesivo —continuó Louis—, com o siem pre ha
sucedido. Hay m uchos enfrentam ientos y las asam bleas que se form an en las
ciudades son sólo un m edio por el que tres o m ás vam piros poderosos acuerdan
no destruirse entre ellos y com partir el territorio según las norm as.
—Las norm as, siem pre las norm as —m urm uré.
—Ahora son distintas y m ás estrictas. No debe dej arse el m enor rastro de la
m uerte. No debe dej arse un solo cadáver que los m ortales puedan investigar.
—Lógico.
—Y debe evitarse cualquier exposición a fotografías en prim er plano,
film aciones con teleobj etivo o im ágenes de vídeo que puedan congelarse para
identificarnos. No debem os correr el m enor riesgo de ser capturados,
encarcelados o exam inados científicam ente por el m undo m ortal.
Asentí, pero tenía el pulso acelerado. Me encantaba ser el proscrito, el que
siem pre se había saltado todas las ley es. Así que estaban im itando m i libro, ¿no
era eso? ¡Ah!, la cosa y a se había puesto en m archa. Los engranaj es em pezaban
a m overse.
—Lestat, crees que lo entiendes, pero ¿es así? —preguntó él en tono paciente
—. Si perm itim os que el m undo m ortal ponga baj o sus m icroscopios el m enor
fragm ento de nuestros tej idos, term inarán las discusiones acerca de si sólo som os
una ley enda, una superstición. Tendrán la prueba tangible de nuestra existencia.
—No estoy de acuerdo contigo —repliqué—. El asunto no es tan sim ple.
—Tienen los m edios para identificarnos y clasificarnos. Para galvanizar a la
raza hum ana en contra nuestra.
—No, Louis. Los científicos de hoy día son bruj os en guerra perm anente, que
se pelean por las cuestiones m ás banales. Podrías distribuir ese tej ido
sobrenatural a todos los m icroscopios del m undo y ni siquiera entonces la gente
creería una sola palabra.
Louis reflexionó un instante sobre m is palabras.
—Un prisionero, entonces —insistió—. Un espécim en vivo en sus m anos.
—Ni siquiera así lo aceptarían —repliqué—. Adem ás, ¿cóm o iban a poder
capturarm e?
Sin em bargo, la perspectiva era de lo m ás deliciosa: la persecución, la intriga,
la posible captura y la fuga posterior. La idea le encantó.
Louis m ostraba ahora una extraña sonrisa, llena de desaprobación y de
placer.
—Estás m ás loco que nunca —dij o en un susurro—. Más loco que cuando te
dedicabas a recorrer Nueva Orleans asustando a propósito a la gente.
Me reí largam ente, pero, al fin, quedé en silencio. No disponíam os de m ucho
tiem po hasta el alba y podría haber seguido riéndom e hasta la noche siguiente en
San Francisco.
—He estudiado el asunto desde todos los ángulos, Louis. Iniciar una verdadera
guerra con los m ortales será m ás difícil de lo que piensas…
—… Pero estás absolutam ente dispuesto a em pezarla, ¿no es cierto? Quieres
que todos, m ortales o inm ortales, vengan en tu busca.
—¿Por qué no? —repliqué—. Provoquem os esa lucha. Hagam os que los
m ortales intenten destruirnos com o han hecho con todos sus otros dem onios. Que
prueben a barrernos de la faz de la Tierra.
Louis m e m iraba con aquella expresión de asom bro, tem or e incredulidad
que había visto m il veces en su rostro. Una expresión por la que y o sentía
debilidad.
Pero el cielo em pezaba y a a aclarar y las estrellas se iban apagando. Sólo nos
quedaban unos preciosos instantes de com pañía antes del am anecer prim averal.
—Así pues, te propones de verdad provocar eso —m urm uró él con voz grave,
aunque en un tono m ás suave que antes.
—Lo que quiero, Louis, es que suceda algo, que se m ueva todo. ¡Lo que
quiero es que cam bie todo lo que hem os sido! ¿Qué som os ahora sino
sanguij uelas: repulsivos, clandestinos, sin j ustificación? El viej o rom anticism o ha
desaparecido. Cobrem os, pues, un nuevo sentido. Anhelo los focos brillantes tanto
com o ansío la sangre. Deseo la visibilidad divina. Deseo la guerra.
—La nueva m aldad, por usar tus viej as palabras. Y esta vez es la m aldad del
siglo XX.
—Precisam ente —asentí, pero pensé de nuevo en el im pulso puram ente
m ortal, el im pulso de la vanidad, de la fam a m undial, del reconocim iento.
Noté un leve azoram iento de vergüenza. Todo aquello iba a ser un placer tan
grande…
—¿Pero por qué, Lestat? —preguntó Louis con cierta suspicacia—. ¿Por qué
el peligro, el riesgo? Al fin y al cabo, lo has conseguido. Has regresado y eres
m ás fuerte que nunca. Vuelves a tener el viej o fuego com o si nunca lo hubieras
perdido y sabes lo im portante, lo preciosa que es esa m era voluntad de continuar
existiendo. ¿Por qué arriesgarlo todo inm ediatam ente? ¿Has olvidado cóm o eran
las cosas cuando teníam os el m undo a nuestro alrededor y nadie podía causarnos
daño salvo nosotros m ism os?
—¿Es una proposición, Louis? ¿Finalm ente has vuelto a m í, com o dicen los
am antes?
Sus oj os se apagaron y apartó la m irada de m í.
—No m e burlo de ti, Louis —le aseguré.
—Eres tú quien ha vuelto a m í, Lestat —contestó con voz tranquila m ientras
alzaba de nuevo la vista—. Cuando escuché los prim eros cuchicheos acerca de ti
en La Hij a de Drácula, sentí algo que creía perdido para siem pre…
Hizo una pausa, pero y o sabía a qué se refería. No hacía falta que dij era m ás.
Y y a lo había entendido siglos antes al percibir la desesperación de Arm and tras
la disolución de la viej a asam blea. La excitación, el deseo de continuar
existiendo, eran cosas inapreciables para nosotros. May or razón aún para el
concierto de rock, para lo que había de seguir, para la propia guerra.
—Lestat, no subas al escenario m añana. Dej a que las film aciones y el libro
hagan su trabaj o, pero protégete tú m ism o. Reunám onos y hablem os.
Tengám onos los unos a los otros en este siglo com o nunca nos hem os tenido en el
pasado. Y m e refiero a todos nosotros.
—Eres m uy tentador, herm oso m ío —contesté a su propuesta—. En el siglo
pasado hubo veces en que habría dado casi cualquier cosa por escuchar estas
palabras. Y nos reunirem os y hablarem os, todos nosotros, y nos tendrem os los
unos a los otros. Será m agnífico. Pero voy a subir a ese escenario. Voy a ser
Lelio de nuevo, com o nunca lo fui en París. Seré el vam piro Lestat a la vista de
todos. Un sím bolo, un proscrito, un fenóm eno de la naturaleza: algo que despierte
am ores y desprecios, todo eso. Te aseguro que no puedo volverm e atrás. No
puedo detenerm e. Y con toda franqueza, no tengo el m enor m iedo.
Me dispuse a resistir la oleada de frialdad o de tristeza que pensé que le
em bargaría y odié la proxim idad del sol com o nunca en el pasado. Louis m e
volvió la espalda. La lum inosidad del cielo em pezaba a hacerle daño. Pero en su
rostro había la m ism a cálida expresión de siem pre.
—Muy bien, pues —dij o—. Entonces, m e gustaría ir a San Francisco contigo.
Me gustaría m ucho. ¿Querrás llevarm e?
No pude contestar inm ediatam ente. De nuevo, la intensidad de m i excitación
resultaba un torm ento y el am or que sentía por él era una pura hum illación para
m í.
—Claro que te llevaré conm igo —asentí.
Nos m iram os durante un tenso m om ento. Louis tenía que dej arm e. La
m añana llegaba y a para él.
—Una cosa, Louis…
—¿Sí?
—Esa ropa. Im posible. Quiero decir que m añana por la noche, com o dicen
los j óvenes en este siglo veinte, tendrás que pasar de esa cam iseta y esos
pantalones.
Cuando Louis se hubo ido, la m adrugada quedó dem asiado vacía. Me quedé
un rato donde estaba, pensando en aquel m ensaj e: Peligro. Recorrí con la m irada
las m ontañas lej anas, los cam pos interm inables. Am enaza, advertencia… ¿qué
im portaba? Los j óvenes usaban los teléfonos. Los antiguos alzaban sus voces
sobrenaturales. ¿Tan extraño era?
En aquel m om ento, lo único que ocupaba m is pensam ientos era Louis, el
hecho de tenerlo conm igo. Y la expectación de cóm o serían las cosas cuando
acudieran los dem ás.
2
Los am plios aparcam ientos de Cow Palace de San Francisco estaban rebosantes
de frenéticos m ortales cuando nuestra caravana cruzó la verj a, con m is m úsicos
en la lim usina que abría la m archa y Louis a m i lado en el Porsche tapizado en
cuero. Fresco y radiante con la indum entaria del conj unto y la capa negra,
parecía salido de las páginas de su propio relato, con una ligera expresión de
tem or en sus oj os verdes al observar a los j óvenes que gritaban a nuestro
alrededor y a los guardias que, en m oto, nos abrían paso entre ellos.
Las entradas al concierto estaban agotadas desde hacía un m es y los
decepcionados fans querían que la m úsica se pudiera escuchar tam bién en el
exterior. El suelo estaba cubierto de latas de cerveza. Los adolescentes estaban
sentados en el techo de los coches, o de pie sobre los m aleteros y capós, con las
radios em itiendo la m úsica de El Vam piro Lestat a un volum en atronador.
El organizador del concierto corría a pie j unto a m i ventanilla, explicándom e
que se instalarían los altavoces y las pantallas de vídeo en el exterior del local. La
policía de San Francisco había concedido el perm iso en prevención de alborotos.
Noté el creciente nerviosism o de Louis. Un grupo de j óvenes rom pió el
cordón policial y se apretuj ó contra su ventanilla, al tiem po que la caravana
m otorizada daba una curva cerrada y se encam inaba hacia el local, un edificio
alargado y feo, en form a de tubo.
Me sentía realm ente cautivado ante lo que estaba sucediendo. Y m i
desconcierto era cada vez m ay or. Los adm iradores no dej aban de rodear el
coche antes de poder ser controlados y em pecé a com prender hasta qué punto
había subestim ado toda aquella experiencia.
Los conciertos film ados que había visto no m e habían preparado para la pura
electricidad que y a em pezaba a recorrerm e, para la m úsica que y a atronaba en
m i cabeza, para el m odo en que m i vanidad m ortal se evaporaba.
Entrar en el local fue una locura. Entre un am asij o de guardias, con la
m uchacha agarrada a m í y Alex em puj ando a Larry delante de nosotros,
corrim os todos hasta la zona de cam erinos, fuertem ente protegida. Los fans nos
tiraban del cabello, de las capas. Extendí el brazo hacia atrás y protegí a Louis
baj o m i ala y le hice pasar las puertas con los dem ás.
Y entonces, en los cam erinos engalanados, escuché por prim era vez el rugido
bestial de la m ultitud. Quince m il alm as cantando y gritando en un recinto
cubierto.
No, de ningún m odo tenía baj o control aquello, aquel coro feroz que m e
estrem ecía de pies a cabeza. ¿Cuándo, en toda m i existencia, había
experim entado aquella sensación, aquella casi hilaridad?
Me abrí paso entre las bam balinas y observé al auditorio por una m irilla. Los
m ortales llenaban am bos lados del largo recinto oval, hasta las m ism as vigas del
techo. Y en el vasto centro abierto, una m uchedum bre de m iles de j óvenes
bailando, acariciándose, levantando puños en la atm ósfera cargada de hum o,
pugnando por acercarse al escenario. El olor a hachís, cerveza y sangre hum ana
se m ezclaba en las corrientes de la ventilación.
Los ingenieros de sonido gritaban que y a estaban preparados. El m aquillaj e
había sido retocado; las capas de terciopelo azul, cepilladas; los lazos negros,
enderezados. No era preciso hacer esperar un m om ento m ás a aquella m ultitud
im paciente.
Se dio la orden de apagar las luces generales. Y un enorm e grito inhum ano
surgió de la oscuridad, alzándose hasta el techo. Noté el suelo vibrando baj o m is
pies. Y el grito creció cuando un potente zum bido electrónico anunció la conexión
de « el equipo» .
La vibración m e atravesó las sienes. Estaba desprendiéndose una capa de
piel. Tom é por el brazo a Louis, le di un largo beso y luego le vi separándose de
m í.
Al otro lado del telón, por todas partes, el público encendió sus m echeros
hasta que m iles de llam itas tem blorosas tachonaron la penum bra. Surgieron unas
palm adas rítm icas, se apagaron, y el rugido general em pezó a alzarse a oleadas,
rotas por algunos gritos aislados. Mi cabeza estaba a rebosar.
Y, pese a ello, evoqué el lej ano recuerdo del teatro de Renaud. Lo vi
claram ente. Pero este local de San Francisco… ¡era com o el Coliseo rom ano! Y
la producción de las cintas, de las film aciones… todo había sido tan controlado,
tan frío. No m e había ofrecido ningún indicio de cóm o sería esto.
El ingeniero de sonido dio la señal y salim os de detrás del telón, m is m úsicos
m ortales tropezando en la oscuridad m ientras y o m e m ovía sin ningún problem a
entre cables y m icrófonos.
Me situé en el borde del escenario. Justo encim a de las cabezas de aquella
m asa que se m ovía y gritaba. Alex estaba a la batería. La chica tenía en las
m anos su guitarra eléctrica plana y brillante, Larry ocupaba su lugar en el centro
del enorm e teclado circular del sintetizador.
Me volví y eché un vistazo a las pantallas gigantes de vídeo que am pliarían
nuestros rostros poniéndolos a la vista de todos los presentes en el recinto.
Después, contem plé de nuevo el m ar de j óvenes entusiasm ados.
Oleadas y oleadas de ruido nos inundaron desde la oscuridad. Capté el olor a
calor y a sangre.
Entonces, la inm ensa batería de focos verticales se ilum inó. Violentos ray os
plateados, azules y roj os se entrecruzaron bañándonos en su luz, y el griterío
alcanzó un grado increíble. Todo el local estaba en pie.
Noté la luz arrastrándose sobre m i blanca piel estallando en m i cabello
am arillo. Miré a los lados para ver a m is m ortales exaltados y frenéticos y a en
sus posiciones, entre los infinitos cables y el andam iaj e plateado.
El sudor m e perlaba el rostro cuando vi levantados los puños por todas partes
en gesto de saludo. Y allí, repartidos entre el público por todo el local, había
j óvenes con ropas de vam piro de carnaval, rostros brillantes de sangre ficticia,
algunos batiendo unas alas am arillas, otros con círculos violáceos en torno a los
oj os que les daban un aspecto m uy espectral e inocente. Silbidos y gritos
destacaban sobre el clam or general.
No, aquello no era com o en las film aciones de los videoclips. No se parecía
en absoluto a las cám aras refrigeradas y aisladas del ruido del estudio de
grabación. Aquello era una experiencia hum ana hecha vam pírica, igual que la
propia m úsica era vam pírica, igual que las im ágenes de vídeo eran las del éxtasis
de la sangre.
Me estrem ecí de pura alegría m ientras el sudor teñido de roj o m e corría por
la cara.
Los focos barrieron el auditorio, dej ándonos bañados por una penum bra
m ercurial, y allí donde enfocaba la luz, la m ultitud redoblaba sus gritos m ientras
se revolvía en convulsiones.
¿Qué representaba todo aquel estruendo? Representaba al hom bre convertido
en una m asa: eran las turbas en torno a la guillotina, los antiguos rom anos
clam ando por la sangre cristiana. Y eran los celtas reunidos en el bosque a la
espera de Marius, el dios. Volví a ver el bosque com o lo había visto cuando
Marius m e explicaba su historia; ¿acaso sus antorchas no eran tan espeluznantes
com o estos ray os coloreados? ¿Acaso los horribles gigantes de m aderos y
m im bre no eran tan grandes com o estos andam ios de acero que sostenían las
colum nas de sonido y los focos incandescentes a am bos lados del escenario?
Pero aquí no había violencia, no había m uerte; sólo la exuberancia infantil
surgiendo de unas bocas y unos cuerpos j óvenes, una energía concentrada y
contenida con la m ism a naturalidad que se desataba.
Otra vaharada de hachís desde las prim eras filas. Motoristas de largas
m elenas vestidos de cuero con brazaletes adornados con tachuelas batían palm as
por encim a de la cabeza; parecían fantasm as de los celtas, con sus m echones
bárbaros cay éndoles hasta los hom bros. Y, desde todos los rincones de aquel
recinto largo, hueco y lleno de hum o, m e llegó una oleada desinhibida de algo
parecido a am or.
Las luces se encendían y apagaban haciendo que el m ovim iento de la
m ultitud pareciera fragm entado, realizado a base de im pulsos cortos y bruscos.
Todos cantaban ahora al unísono y el volum en del griterío crecía y crecía.
¿Qué era lo que decían? LESTAT, LESTAT, LESTAT.
« ¡Ah!, esto es dem asiado divino» . ¿Qué m ortal podría soportar este fervor,
esta adoración? Alcé las puntas de m i capa negra, que era la señal convenida. Me
eché el cabello hacia atrás con energía. Mis gestos levantaron una corriente de
renovado griterío hasta el m ism o fondo del recinto.
Las luces convergieron en el escenario. Abrí la capa a am bos lados del
cuerpo, com o las alas de un m urciélago.
Los gritos se fundieron en un gran rugido m onolítico.
—¡SOY EL VAMPIRO LESTAT! —grité a pleno pulm ón apartándom e del
m icrófono, y el sonido se hizo casi visible trazando un arco a lo largo del teatro
oval, y el vocerío de la m ultitud se hizo aún m ás sonoro, aún m ás agudo, com o si
quisiera devorar m i grito.
—¡VAMOS, QUIERO OÍROS! ¡VOSOTROS ME AMÁIS! —grité de pronto,
sin pensárm elo.
Por todas partes, el público pataleaba. No sólo sobre el suelo de cem ento, sino
tam bién en los asientos de m adera.
—¿CUÁNTOS DE VOSOTROS QUERÉIS SER VAMPIROS?
El rugido se hizo atronador. Varios espectadores trataban de encaram arse al
escenario m ientras los guardaespaldas pugnaban por im pedírselo. Uno de los
m otoristas de larga m elena, un tipo m oreno y corpulento, saltaba arriba y abaj o
sin m overse del sitio, con una lata de cerveza en cada m ano.
Las luces se hicieron m ás brillantes, com o el resplandor de una explosión. Y
se alzó de los altavoces situados detrás de m í el m otor a pleno funcionam iento de
una locom otora con un volum en enloquecedor, com o si el tren fuera a aparecer
a toda m archa en el escenario.
Todos los dem ás ruidos del auditorio quedaron engullidos por él. En el
estridente silencio, la m ultitud bailaba y se m ovía delante de m í. Entonces entró
la furia desgarradora, vibrante, de la guitarra eléctrica. La batería estalló en una
cadencia de m archa y el torturador sonido de la locom otora en el sintetizador
alcanzó el punto álgido y se rom pió a continuación en un caldero burbuj eante de
ruido acom pasado con la m archa.
Era el m om ento de iniciar la estrofa en tono m enor, con su letra pueril
saltando sobre el acom pañam iento:
Soy el vampiro Lestat
Y estáis aquí para el gran aquelarre,
pero compadezco vuestra suerte.
Arranqué el m icrófono del soporte y corrí a un lado del escenario y luego al
otro, con la capa ondeando a m i espalda.
No podéis resistir a los Señores de la Noche.
Ellos no tienen piedad de vuestro sufrimiento.
Encuentran placer en vuestro miedo.
Trataban de agarrarm e los tobillos con sus m anos, m e arroj aban besos; las
chicas se m ontaban a hom bros de sus com pañeros para rozar m i capa ondeando
sobre sus cabezas.
Pero os tomaremos con amor,
os desgarraremos con pasión
y os liberaremos con la muerte.
Nadie podrá decir
que no estaba advertido.
Dam a Dura, con un furioso rasgueo, bailaba a m i lado dando vueltas con
furia, y la m úsica subía en un agudo glissando entre el estallido de tim bales y
platillos, m ientras el caldero burbuj eante del sintetizador se sum aba de nuevo.
Sentí que la m úsica m e calaba los huesos. Ni siquiera en el viej o aquelarre
rom ano m e había afectado tanto. Me lancé tam bién a la danza con un elástico
balanceo de caderas para luego contonearlas adelante y atrás m ientras,
acom pañado de la m uchacha, avanzaba hacia el borde del escenario. Estábam os
realizando las contorsiones libres y eróticas de Polichinela y Arlequín y los
personaj es de la viej a com edia, im provisando com o ellos habían hecho; los
instrum entos se separaban de la leve m elodía para reencontrarla después, y todos
nos anim ábam os m utuam ente con nuestra danza, nada ensay ado, todo acorde
con el personaj e, todo com pletam ente nuevo.
Los guardias em puj aban con rudeza a la gente que trataba de alcanzarnos
para bailar con nosotros, pero continuam os danzando al borde del estrado com o si
nos burláram os de ella, agitando los cabellos sobre sus rostros, dándole la espalda
para vernos allá arriba, en las pantallas gigantes, com o una alucinación
im posible. El sonido viaj ó a través de m i cuerpo al volverm e hacia la
m uchedum bre. Viaj ó com o una bola de acero que encontrara una tronera tras
otra en m is caderas y en m is hom bros, hasta que advertí que estaba alzándom e
del suelo en un gran salto m uy lento, y luego descendía de nuevo en silencio;
haciendo ondear la capa negra y con la boca abierta para dej ar al descubierto los
colm illos.
Euforia. Aplausos ensordecedores.
Y vi en el público m ultitud de pálidas gargantas m ortales desnudas,
m uchachos y m uchachas que descubrían sus cuellos y los extendían hacia m í. Y
m e hacían gestos de que fuera a tom arlos, m e invitaban y suplicaban, y algunas
de las m uchachas lloraban.
El arom a a sangre era tan intenso com o el hum o que llenaba el local. Carne y
carne y carne. Y, pese a todo, por todas partes, la sutil inocencia, la com pleta
certeza de estar en una representación, de que aquello no era m ás que teatro.
Nadie saldría herido. Aquella espléndida histeria no tenía riesgos.
Cuando gritaba, pensaban que era el sistem a de sonido. Cuando salté,
crey eron que era un truco. ¿Y por qué no, cuando la m agia les envolvía por todas
partes y podían prescindir de nuestra figura de carne y hueso para adm irar los
grandes gigantes resplandecientes de las pantallas que teníam os encim a?
¡Marius, oj alá pudieras contem plar esto! Gabrielle, ¿dónde estás?
Entró la estrofa, cantada de nuevo por toda la banda al unísono. La deliciosa
voz de soprano de la m uchacha se alzó sobre las dem ás hasta que em pezó a girar
y girar la cabeza en círculos, rozando con su cabello desm elenado el escenario
delante de sus pies, y a m over lascivam ente la guitarra com o un falo gigante. Los
m iles de espectadores batían palm as a la vez.
—¡OS DIGO QUE SOY UN VAMPIRO! —grité de pronto.
Éxtasis, delirio.
—¡SOY EL MAL! ¡EL MAL!
—¡Sí. Sí, Sí, Sí, SÍ, SÍ, SÍ!
Mis brazos extendidos hacia delante. Mis m anos curvadas boca arriba.
—¡QUIERO BEBER VUESTRA ALMA!
El corpulento m otorista de m elena lanuda y chaqueta de cuero negro
retrocedió un paso arrollando a los que estaban detrás de él, y saltó al escenario
j unto a m í, con los puños en la cabeza. Los guardaespaldas acudieron a reducirle,
pero y o y a le tenía cogido, apretado contra m i pecho y levantado del suelo con
un solo brazo. ¡Y m i boca se cerraba sobre su cuello, con los dientes rozándolo,
acariciando sólo aquel géiser de sangre dispuesta para saltar hacia lo alto!
Pero los hom bres de seguridad y a se lo llevaban, arroj ándole abaj o com o un
pez al m ar. Dam a Dura estaba a m i lado, la luz resbalando por sus pantalones
aj ustados de satén negro y la capa en un am plio vuelo; con el brazo extendido m e
sostuvo, al tiem po que y o intentaba rechazar su ay uda.
Com prendí en ese instante lo que no explicaban las páginas que había leído
acerca de los cantantes de rock; entendí aquel desquiciado m atrim onio de lo
prim itivo y lo científico, aquel frenesí religioso. Seguíam os estando en el antiguo
bosque. Seguíam os estando todos con los dioses.
Y se extinguieron los sones de la prim era canción. Y com enzam os la
siguiente, aum entando el volum en, a la vez que la m ultitud cogía el ritm o y
cantaba la letra que conocía por el disco y los videoclips. La m uchacha y y o
cantam os a dúo, m arcando el ritm o con los pies:
Hijos de las Tinieblas,
enfrentaos a los hijos de la luz.
Hijos del Hombre,
combatid a los Hijos de la Noche.
De nuevo, todos gritaron y chillaron y nos vitorearon, sin prestar atención a
las palabras. ¿Acaso los celtas se habrían entregado a alaridos m ás enérgicos y
exaltados en los prolegóm enos de la m atanza?
Pero, de nuevo, no hubo m atanza, no hubo ofrendas arroj adas al fuego.
La pasión se dirigía a las im ágenes del m al, no al m al. La pasión abrazaba la
im agen de la m uerte, no la m uerte. Lo noté com o la abrasadora ilum inación
sobre los poros de m i piel, en las raíces de m is cabellos, en el grito am plificado
de Dam a Dura cantando la siguiente estrofa; m is oj os recorrieron todos los
rincones del recinto m ientras el anfiteatro se convertía en una gran alm a
gim iente.
Libradm e de esto, libradm e de am arlo. Salvadm e de olvidar todo lo dem ás y
de sacrificar a ello todos m is propósitos, todos m is proy ectos. Os am o, pequeños
m íos. Quiero vuestra sangre, vuestra sangre inocente. Deseo vuestra adoración
en el m om ento de clavaros los dientes. Sí, ésta es la tentación m ás irresistible.
Pero en aquel instante de preciosa calm a y vergüenza, vi por prim era vez
entre el público a los otros, a los de verdad. Sus finas caras lívidas m eneándose de
un lado a otro com o m áscaras entre la m asa de rostros m ortales sin form a, tan
destacadas e inconfundibles com o m e había resultado la de Magnus en el teatrillo
del bulevar, tanto tiem po atrás. Y supe que detrás del telón de fondo, entre
bastidores, Louis tam bién los había visto. Pero lo único que descubrí en ellos, lo
único que percibí que em anaba de ellos, era una sensación de asom bro y de
espanto.
—VOSOTROS, TODOS LOS AUTÉNTICOS VAMPIROS PRESENTES,
¡MANIFESTAOS! —grité.
Pero las criaturas inm ortales se m antuvieron im pertérritas, m ientras los
m ortales pintados y disfrazados se volvían locos a su alrededor.
Durante tres horas com pletas, bailam os y cantam os y exprim im os al
m áxim o nuestros instrum entos m etálicos, con el whisky corriendo de m ano en
m ano entre m is m úsicos m ortales y con la m ultitud abalanzándose una y otra vez
hacia nosotros hasta que fue preciso redoblar la falange del servicio de seguridad
y se encendieron las luces del recinto. En las últim as filas de las esquinas del
auditorio había gente rom piendo los asientos de m adera. Por el suelo de cem ento
rodaban las latas de bebida. Los vam piros de verdad no se aventuraron a
acercarse un paso m ás. Algunos desaparecieron. Así sucedió.
Un griterío ininterrum pido, com o quince m il borrachos en la ciudad, hasta el
últim o núm ero, que era la balada de nuestro últim o videoclip, « La era de la
inocencia» .
Y la m úsica se suavizó. La batería apagó su redoble, la guitarra languideció y
el sintetizador lanzó las deliciosas notas translúcidas de un clavicordio eléctrico,
unas notas tan ligeras y, a la vez, tan profusas que fue com o si del aire cay era
una lluvia de oro.
Un foco no m uy potente ilum inó el lugar que y o ocupaba, m is ropas
m anchadas de sudor ensangrentado, m is cabellos em papados con él y enredados,
la capa colgada al hom bro.
Con la boca abierta en un gran bostezo de éxtasis y de ebria concentración,
alcé la voz pronunciando claram ente cada frase:
Ésta es la era de la inocencia,
de la auténtica inocencia.
Todos tus demonios son visibles,
todos tus demonios son materiales.
Llámales Dolor.
Llámales Hambre.
Llámales Guerra.
Ya no necesitas al diablo imaginario.
Expulsa a los vampiros y demonios.
Con los dioses que ya no adoras.
Recuerda: el Hombre de los colmillos lleva capa.
Lo que pasa por encanto
es un encantamiento.
¡Entiende bien lo que ves
cuando me ves!
Matadnos, hermanos y hermanas,
la guerra continúa.
Entiende bien lo que ves
cuando me ves.
Cerré los oj os ante el creciente m uro de aplausos. ¿Qué estaban aplaudiendo,
en realidad? ¿Qué estaban celebrando?
En el gigantesco auditorio se hizo el día eléctrico. Los auténticos inm ortales
estaban desapareciendo entre la m ultitud en m ovim iento. La policía de uniform e
había saltado al escenario para form ar una sólida barrera delante de nosotros.
Alex tiró de m í cuando dej am os atrás el telón.
—Tío, tenem os que escapar de aquí. Han rodeado la m aldita lim usina. Y tú
no podrás llegar a tu coche.
Le dij e que no, que tenían que seguir adelante, subir a la lim usina y salir
enseguida.
Y vi a m i izquierda el rostro lívido y severo de uno de los inm ortales
verdaderos que se abría paso entre la gente. Llevaba el m ono de cuero negro de
los m otoristas y su sedoso cabello sobrenatural era una reluciente m elena
azabache.
El telón estaba siendo arrancado de su barra superior y las luces del local
inundaron la zona detrás del escenario. Louis estaba a m i lado. Vi a otro inm ortal
a m i derecha, un hom bre delgado y sonriente de oj illos oscuros.
Al irrum pir en el aparcam iento, nos recibió una oleada de aire fresco y un
pandem onio de m ortales revolviéndose y em puj ando. La policía pedía orden a
gritos m ientras Dam a Dura, Alex y Larry eran introducidos en la lim usina, que
se m ecía com o una barca. Uno de los guardaespaldas había puesto en m archa el
m otor de m i Porsche y esperaba m i llegada, pero los j óvenes estaban golpeando
el techo y el capó com o si el coche fuera un gran tim bal.
Detrás del vam piro de cabello negro apareció otro dem onio, una m uj er, y la
parej a se acercó inexorablem ente. ¿Qué diablos se proponían hacer allí?
El enorm e m otor de la lim usina rugía com o un león frente a los j óvenes, que
no le abrían paso, y los guardias m otorizados pusieron en m archa sus m onturas,
escupiendo hum os y ruido sobre la m asa.
El trío de vam piros no tardó en rodear el Porsche. El hom bre alto, con el
rostro en una desagradable m ueca de rabia, em puj ó con su poderoso brazo el
lateral del coche, alzándolo del suelo pese a los j óvenes que se agarraban a la
carrocería. Estaba a punto de volcarlo. De pronto, noté un brazo en torno al
cuello. Y noté cóm o el cuerpo de Louis se revolvía, y oí el sonido de su puño al
golpear la piel y el hueso sobrenaturales detrás de m í, acom pañado de una
m aldición apenas susurrada.
Súbitam ente, la m ultitud se había puesto a chillar. Por un altavoz, un policía
exhortó a los j óvenes a despej ar la zona.
Corrí adelante, apartando a golpes a varios j óvenes, y estabilicé el Porsche un
segundo antes de que cay era com o un escarabaj o patas arriba. Mientras pugnaba
por abrir la portezuela, sentí la m ultitud estruj ándose contra m í. En cualquier
m om ento, aquello se convertiría en una escena de pánico y habría una
estam pida.
Silbidos, gritos, sirenas. Cuerpos apretándonos a Louis y a m í el uno contra el
otro, y, a continuación, el vam piro vestido de cuero, alzándose al otro lado del
coche con un destello de la luz de los reflectores en la gran guadaña plateada que
hacía girar sobre la cabeza. Escuché el grito de advertencia de Louis. Por el
rabillo del oj o vi el brillo de una segunda guadaña.
Pero un chirrido sobrenatural hendió el tum ulto, al tiem po que el vam piro
m otorista se encendía en llam as con un destello cegador. Otra tea de form a
hum ana prendió j unto a m í. La guadaña cay ó al asfalto con un tintineo. Y, a unos
m etros de la escena, una tercera figura vam pírica estalló en una explosión
chisporroteante.
La m ultitud, presa del m ás absoluto pánico, retrocedió hacia el auditorio,
invadió el aparcam iento y echó a correr en todas direcciones buscando cualquier
lugar donde escapar de aquellas figuras tam baleantes que se consum ían en sus
propios infiernos privados, de aquellas m anos fundidas por el calor hasta el puro
hueso. Y vi a otros inm ortales escapando a toda prisa, inadvertidos entre la lenta
m area hum ana.
Louis se volvió hacia m í, desconcertado, y la expresión de asom bro de m i
rostro no hizo, seguram ente, otra cosa que desconcertarle aún m ás. ¡Ninguno de
nosotros había hecho aquello! ¡Ninguno de los dos tenía tal poder! Yo sólo
conocía a un inm ortal que lo tuviera.
Pero, de pronto, la portezuela del coche m e golpeó al abrirse, y una m ano
pequeña, blanca y delicada, surgió del interior y tiró de m í.
—¡Vam os, deprisa! ¡Los dos! —exclam ó de im proviso una voz fem enina, en
francés—. ¿A qué esperáis, a que la Iglesia lo proclam e un m ilagro?
Y, antes de que m e diera cuenta de lo que estaba sucediendo, m e vi
arrastrado al asiento baj o de cuero; Louis cay ó encim a de m í y tuvo que gatear
sobre el respaldo del asiento para ocupar el posterior.
El Porsche se lanzó adelante apartando a los m ortales que huían delante de los
faros. Contem plé la esbelta figura de la conductora que tenía al lado, vi su
cabellera rubia cay éndole sobre los hom bros y su sucio som brero de fieltro
hundido hasta los oj os.
Quise rodearla con m is brazos, estruj arla a besos, apretar m i corazón contra
el suy o y olvidarm e por com pleto de todo lo dem ás. Al diablo con aquellos
novicios idiotas. Sin em bargo, el Porsche estuvo a punto de volcar otra vez
cuando ella lo forzó a una curva cerrada para pasar la verj a y salir a la calle.
—¡Deténte, Gabrielle! —grité, cerrando la m ano en torno a su brazo—. ¡No
has sido tú quien lo ha hecho, quien los ha hecho arder de esa m anera…!
—Claro que no —replicó ella, aún en perfecto francés, sin apenas dirigirm e
la m irada. Tenía un aspecto irresistible m ientras, con dos dedos, hacía girar de
nuevo el volante violentam ente en otra curva de noventa grados. Nos dirigim os
hacia la autopista.
—¡Entonces, nos estás llevando lej os de Marius! —exclam é—. ¡Detente!
—¡Prim ero dej a que él reviente esa furgoneta que viene siguiéndonos! —
replicó ella con otro grito—. ¡Entonces m e detendré!
Pisó a fondo el pedal del acelerador y clavó los oj os en la carretera que tenía
ante ella, con las m anos asidas con fuerza al volante forrado en piel.
Me volví a m irar y vi la furgoneta por encim a del hom bro de Louis. Era un
vehículo m onstruoso que se nos echaba encim a con sorprendente rapidez; tenía el
aspecto de un enorm e coche fúnebre, negro y volum inoso, con una boca de
dientes crom ados en la rom a parrilla frontal y cuatro de los vam piros novicios
sonriéndonos con aire burlón desde detrás del cristal som breado del parabrisas.
—¡No podem os librarnos de este trafico para dej arles atrás! —dij e—. Da la
vuelta. Regresem os al auditorio. ¡Da la vuelta, Gabrielle!
Pero ella continuó adelante, sorteando osadam ente los vehículos y m andando
algunos de ellos a la cuneta por puro pánico.
La furgoneta se nos acercaba m ás y m ás.
—¡Es una m áquina de guerra, eso es lo que es! —gritó Louis—. Le han
m ontado un parachoques de hierro. ¡Esos pequeños m onstruos se proponen
em bestirnos!
¡Ah, m e había equivocado totalm ente en esto! Lo había subestim ado todo.
Había sabido ver m is recursos en esta época m oderna, pero no los de ellos.
Y ahora nos alej ábam os cada vez m ás de aquel inm ortal, el único que podía
m andarlos al otro m undo. Muy bien, pues. Tendría m ucho gusto en ocuparm e de
ellos, entonces. Para em pezar, haría pedazos el parabrisas; luego, les arrancaría
la cabeza uno a uno.
Abrí la ventanilla, saqué m edio cuerpo fuera del coche, con el viento agitando
m is cabellos, y m e volví hacia ellos lanzando una m irada cargada de odio a sus
rostros horriblem ente lívidos tras el cristal.
Cuando tom am os la ram pa de acceso a la autopista, la furgoneta casi se nos
echó encim a. Bien. Un poco m ás cerca y saltaría. Sin em bargo nuestro coche
estaba reduciendo la m archa en ese instante. Gabrielle no encontraba un hueco
entre el tráfico por donde colarse.
—¡Agárrate, que ahí viene! —gritó.
—¡Puedes j urarlo! —asentí.
Un instante m ás y habría saltado del coche y m e habría lanzado sobre ellos
com o un ariete rom pedor.
Pero no tuve ese instante. La furgoneta nos golpeó de lleno y m i cuerpo voló
sobre el asfalto, cay endo por la cuneta de la autopista m ientras el Porsche salía
despedido por los aires delante de m í.
Vi a Gabrielle saltando por la portezuela antes de que el coche tocara el suelo,
y los dos rodam os por la pendiente cubierta de hierba m ientras el coche quedaba
volcado y estallaba con un rugido ensordecedor.
—¡Louis! —exclam é.
Avancé hacia las llam as. Habría penetrado en ellas para rescatarle, pero el
cristal del parabrisas trasero saltó en pedazos y le vi aparecer por él. Alcanzó el
terraplén, al tiem po que y o llegaba hasta él. Con la capa, apagué sus ropas
hum eantes m ientras que Gabrielle se arrancaba de encim a la chaqueta para
im itarm e.
La furgoneta se había detenido en el arcén de la autopista, encim a de
nosotros. Los vam piros que la ocupaban em pezaban a saltar el pretil com o
grandes insectos blancos, aterrizando de pie en la pendiente.
Me apresté a hacerles frente.
Pero, de nuevo, cuando el prim ero de ellos se deslizó hacia nosotros con la
guadaña preparada, se escuchó aquel horripilante grito sobrenatural y se produj o
la cegadora com bustión. El rostro de la criatura se hizo una m áscara negra en un
estallido de llam as anaranj adas, y su cuerpo se convulsionó en una danza
horrenda.
Los dem ás vam piros dieron m edia vuelta y echaron a correr baj o la
autopista.
Quise ir tras ellos, pero Gabrielle m e suj etó entre sus brazos y m e lo im pidió.
Su fuerza m e encolerizó y m e sorprendió.
—¡Quieto, m aldita sea! —exclam ó ella—. ¡Louis, ay údam e!
—¡Suéltam e! —le repliqué, furioso—. Quiero a uno de ellos, sólo a uno.
¡Atraparé al m ás retrasado del grupo!
Pero ella no m e soltaba y no estaba dispuesto a pelearm e con ella, y Louis se
le había sum ado en su ardiente y desesperada petición.
—¡Está bien! —asentí al fin, cediendo a regañadientes.
Adem ás, y a era dem asiado tarde. El quem ado había expirado entre el hum o
y las llam as chisporroteantes, y los otros habían desaparecido en la oscuridad sin
dej ar el m enor rastro.
A nuestro alrededor, la noche se había quedado repentinam ente vacía, salvo
el tronar del tráfico en la autopista, encim a de nosotros. Y allí estábam os los tres,
j untos, baj o el espeluznante resplandor del coche ardiendo.
Louis se lim pió el hollín de la frente con gesto cansado; llevaba m anchada la
alm idonada pechera de la cam isa y su larga capa de terciopelo estaba quem ada
y rasgada.
Y allí estaba Gabrielle, con el m ism o aspecto extraviado de siem pre; era
aquel m ism o m uchacho sucio de polvo y harapiento, con la raída indum entaria
de safari caqui y el flexible som brero de fieltro m arrón ladeado sobre su
deliciosa cabeza.
Entre la cacofonía de ruidos de la ciudad, escucham os el leve ulular de las
sirenas acercándose.
Sin em bargo, los tres perm anecim os inm óviles, esperando, m irándonos unos
a otros. Y supe que todos estábam os buscando a Marius. Sin duda, era Marius.
Tenía que serlo. Y estaba de nuestro lado, no contra nosotros. Y ahora nos
respondería.
Pronuncié lentam ente su nom bre en voz alta. Miré hacia la zona en som bras
baj o la autopista y hacia el ej ército interm inable de casitas que poblaba las
colinas próxim as.
Pero lo único que pude oír fue el sonido cada vez m ás fuerte de las sirenas y
el m urm ullo de voces hum anas cuando los m ortales em pezaron la larga
ascensión desde el paseo inferior.
Vi m iedo en el rostro de Gabrielle. Le tendí la m ano, di un paso para
acercarm e a ella a pesar de toda aquella horrible confusión m ientras los m ortales
se aproxim aban cada vez m ás y los vehículos se detenían en la autopista.
Su brazo fue inesperado, cálido. Pero enseguida m e hizo un gesto para que
m e diera prisa.
—¡Estam os en peligro! Todos nosotros —cuchicheó—. En un peligro terrible.
¡Vam os!
3
Eran las cinco de la m adrugada y estaba com pletam ente a solas ante la cristalera
del rancho de Carm el Valley. Gabrielle y Louis habían partido j untos a las colinas
para buscar sus respectivos lugares de descanso.
Una llam ada telefónica m e había inform ado de que m is m úsicos m ortales
estaban a salvo en el nuevo escondite de Sonom a, celebrando una desaforada
fiesta tras verj as y cercas electrificadas. En cuanto a la policía y la prensa, con
sus inevitables preguntas, tendrían que esperar.
Y allí estaba ahora, esperando las prim eras luces de la m añana, com o
siem pre había hecho, preguntándom e por qué Marius no se había m ostrado, por
qué nos había salvado para desvanecerse de inm ediato, sin una palabra.
—Supón que no ha sido Marius —había dicho m ás tarde Gabrielle, paseando
nerviosam ente por la sala—. Te aseguro que he notado una abrum adora
sensación de am enaza. He percibido peligro para nosotros, y no sólo para esas
criaturas. Lo he percibido a la salida del auditorio, cuando m archábam os con el
coche. He vuelto a notarlo cuando estábam os j unto al coche en llam as. Había
algo allí. Y no era Marius, estoy convencida…
—Había algo casi bárbaro en ello —había añadido Louis—. Casi, aunque no
del todo…
—Sí, casi salvaj e —había insistido ella, dirigiéndole una m irada de
asentim iento—. Y, aunque fuera Marius, ¿qué te hace pensar que no te ha salvado
para poder servirse m ej or su venganza particular?
—No —había respondido y o con una ligera risa—. Marius no quiere
venganza, o, de lo contrario, y a la habría llevado a cabo. De eso estoy seguro.
Pero y o m e había sentido dem asiado em ocionado sólo de contem plar a
Gabrielle, de ver una vez m ás sus andares, sus gestos. Y, ¡ah!, la indum entaria de
safari deshilachada. Después de doscientos años, seguía siendo la m ism a
exploradora intrépida. Al tom ar asiento, lo había hecho a horcaj adas, apoy ando
el m entón sobre las m anos y éstas en el respaldo de la silla.
Teníam os tanto que hablar, tanto que decirnos, que m e sentía dem asiado feliz
para tener m iedo.
Adem ás, sentir m iedo en este m om ento era dem asiado terrible, pues ahora
sabía que había com etido otro grave error de cálculo. Me había dado cuenta de
ello por prim era vez al incendiarse el Porsche cuando Louis todavía estaba en el
interior. Aquella guerra privada m ía ponía en peligro a todos los que am aba. Qué
estúpido había sido al pensar que atraería el rencor únicam ente sobre m í.
Teníam os que hablar las cosas. Teníam os que ser astutos. Teníam os que ser
m uy cautos.
Pero, de m om ento, estábam os a salvo. Así se lo había dicho a Gabrielle,
tranquilizándola. Ni ella ni Louis percibían la sensación de am enaza en aquel
lugar; no nos había seguido al valle. Yo no la había notado en ningún m om ento. Y
nuestros j óvenes y estúpidos enem igos inm ortales se habían dispersado crey endo
que poseíam os el poder para incinerarles a voluntad.
—Mil veces, ¿sabes?, m il veces había im aginado nuestro reencuentro —había
dicho Gabrielle—. Pero nunca pensé que sería así.
—¡A m í m e parece que ha sido espléndido! —había respondido y o—. Y no
supongas ni por un m om ento que no habría sido capaz de solucionar todo eso. Ya
estaba a punto de estrangular al de la guadaña y arroj arle por encim a del
auditorio. Y vi acercarse al otro. Le habría partido por la m itad. Te aseguro que
una de las cosas m ás frustrantes de todo este asunto es no haber tenido la ocasión
de…
—¡Ah, m onsieur, eres un verdadero dem onio! ¡Eres im posible! —había
exclam ado Gabrielle—. Eres… ¿cóm o te llam ó Marius…? ¡Eres el ser m ás
detestable! Estoy plenam ente de acuerdo.
Me reí, com placido. Qué dulce halago. Y qué encantador su francés
anticuado.
Y Louis se había m ostrado m uy prendado de ella, sentado en las som bras
observándola, reticente, perdido en sus cavilaciones. Louis volvía a lucir ropas
inm aculadam ente lim pias, com o si tuviera a su disposición toda su indum entaria,
y su aspecto era el m ism o que si acabáram os de salir del últim o acto de La
Traviata para pasear un poco y ver a los m ortales bebiendo cham pán en las
m esas de m árm ol de los cafés m ientras los carruaj es elegantes pasaban con su
estruendo.
Me invadió la sensación de la nueva asam blea form ada, de una espléndida
energía, de la negación de la realidad hum ana, de nosotros tres contra cualquier
tribu, contra cualquier m undo. Y una profunda sensación de seguridad, de
im pulso incontenible… ¿cóm o explicárselo a ellos dos?
—Dej a de preocuparte, m adre —le había dicho y o finalm ente, esperando
clarificarlo todo, crear un m om ento de pura ecuanim idad—. No tiene obj eto. Un
ser lo bastante poderoso para hacer arder a sus enem igos puede encontrarnos en
el m om ento en que lo desee. Puede hacer exactam ente lo que le parezca.
—¿Y por ese m otivo he de dej ar de preocuparm e? —había replicado ella.
Y y o había visto a Louis sacudiendo la cabeza.
—Yo no tengo vuestros poderes —había intervenido éste a continuación,
m odestam ente—, pero tam bién he captado esa sensación. Y os aseguro que era
extraña, absolutam ente aj ena a la civilización, a falta de un térm ino m ej or.
—¡Ah!, has vuelto a dar en la diana —había exclam ado Gabrielle—.
Resultaba com pletam ente extraña. Com o si procediera de un ser m uy rem oto…
—Y tu Marius es dem asiado civilizado —había insistido Louis—, dem asiado
cargado de filosofía. Por eso sabes que no busca venganza.
—¿Extraña? ¿Aj ena a la civilización? —había replicado y o pasando la m irada
de uno a otro—. ¿Por qué no he percibido y o esa am enaza?
— Mon Dieu, podría ser cualquier cosa —había declarado Gabrielle,
finalm ente—. Esa m úsica tuy a podría despertar a los m uertos.
Había m editado sobre el enigm ático m ensaj e de la noche anterior: ¡Lestat!
¡Peligro! Pero el am anecer estaba y a dem asiado cerca para preocuparles con
aquello. Adem ás, tam poco explicaba nada. Era sólo una pieza m ás del
rom pecabezas; un fragm ento que, tal vez, no encaj aba allí en absoluto.
Y ahora, los dos se habían m archado j untos y y o estaba a solas ante las
cristaleras contem plando el fulgor de la luz que se hacía cada vez m ás intenso
sobre las m ontañas de Santa Lucía.
« ¿Dónde estás, Marius? ¿Por qué no te m uestras de una vez?» , pensé. Al fin
y al cabo, todo lo que había dicho Gabrielle podía ser verdad. « ¿Es una
estratagem a tuy a?» .
Pero ¿no era acaso una estratagem a m ía la de no invocarle de verdad? Me
refiero a alzar con toda su potencia m i voz secreta com o él m e había dicho, dos
siglos atrás, que podría hacer.
A través de todas m is dificultades, no llam arle se había convertido en una
cuestión de orgullo para m í, pero ¿qué im portaba y a eso?
Tal vez era la llam ada lo que m e exigía Marius. Tal vez era lo que requería de
m í. Y la añej a am argura y la terquedad habían desaparecido. ¿Por qué no hacer
aquel esfuerzo, al m enos?
Y, cerrando los oj os, hice lo que había repetido desde aquellas noches
dieciochescas en que había gritado su nom bre por las calles de Rom a y El Cairo.
En silencio, le llam é. Y noté el grito sin voz surgiendo de m í y viaj ando al olvido.
Casi pude percibir cóm o atravesaba el m undo de dim ensiones visibles, cóm o se
hacía m ás y m ás débil, cóm o se consum ía.
Y entonces vi de nuevo, durante una fracción de segundo, el m ism o lugar
rem oto e irreconocible que había entrevisto la noche anterior. Nieve, nieve
inacabable y un edificio de piedra, con las ventanas cubiertas de hielo. Y, en un
prom ontorio elevado, un curioso aparato m oderno, un gran plato m etálico gris
girando sobre un ej e para captar las ondas invisibles que cruzan los cielos
terrestres.
¡Una antena de televisión! ¡Eso era el obj eto! Una antena alzándose de aquel
desierto helado hacia el satélite. Y el cristal roto del suelo era la pantalla de un
televisor. Lo vi. El banco de piedra… Una pantalla de televisor hecha añicos.
Ruido.
Desvaneciéndose.
¡MARIUS!
Peligro, Lestat. Todos nosotros en peligro. Ella ha… No puedo… Hielo.
Enterrado en el hielo. Destellos de fragm entos de cristal en un suelo de piedra, el
banco vacío, el estruendo y la vibración de El Vam piro Lestat sonando en los
altavoces… Ella ha… ¡Ayúdame, Lestat! Todos nosotros… Peligro. Ella ha…
Silencio. La conexión, rota.
¡MARIUS!
Algo m ás, pero dem asiado débil. ¡Pese a toda su intensidad, sim plem ente
dem asiado débil!
¡MARIUS!
Me encontraba apoy ado contra el ventanal, con la m irada fij a en la luz
m atinal cada vez m ás intensa; los oj os m e lloraban y las y em as de los dedos casi
m e ardían al contacto con el cristal caliente.
Respóndeme: ¿Es Akasha? ¿Estás diciéndome que es Akasha, que se trata de
ella? ¿Que ha sido ella quien…?
Pero el sol asom aba y a sobre las m ontañas. Los ray os letales se derram aban
por las laderas avanzando hacia el fondo del valle.
Salí corriendo de la casa y crucé los cam pos en dirección a las colinas,
escudándom e los oj os del sol con los brazos.
En cuestión de segundos, alcancé m i oculta cripta subterránea, retiré la losa y
descendí los angostos peldaños toscam ente tallados. Una vuelta m ás, y luego otra,
y de nuevo estuve en la fría y segura oscuridad, envuelto en el arom a de la
tierra. Me tendí en el suelo de barro de la pequeña cám ara con el corazón
desbocado y tem blando de pies a cabeza. ¡Akasha! Esa música tuya puede
despertar a los muertos. ¡Un televisor en el santuario! ¡Naturalm ente! Marius les
había instalado el aparato, y la conexión directa con el satélite. ¡Habían visto los
videoclips! ¡Lo supe! ¡Lo supe con la m ism a certidum bre que si Marius lo
hubiera dicho con su propia voz! Había llevado la televisión a la cám ara de Los
Que Deben Ser Guardados, igual que les había llevado el proy ector de películas
años y años atrás.
Y ella había despertado, se había levantado. Esa música tuya puede despertar
a los muertos. Había vuelto a conseguirlo.
¡Ah!, si pudiera m antener los oj os abiertos, seguir pensando siquiera… si no
estuviera levantándose el sol…
Ella había estado allí, en San Francisco, había estado así de cerca de nosotros,
haciendo arder a nuestros enem igos. Extraña, absolutamente extraña, sí.
Pero aj ena a la civilización, no. Salvaj e no. Ella no era tal cosa. Mi diosa
acababa sólo de redespertar, de alzarse com o una esplendorosa m ariposa
surgiendo de la crisálida. ¿Qué era el m undo para ella? ¿Cóm o había llegado
hasta nosotros? ¿Cuál era el estado de su m ente? Peligro para todos nosotros. ¡No
acepté tal cosa! Ella había m atado a nuestros enem igos. Había acudido a
nosotros.
Pero no pude seguir resistiéndom e a la som nolencia y a la pesadez. La pura
sensación estaba sofocando cualquier asom bro o excitación. Mi cuerpo fue
quedando fláccido e im potentem ente quieto contra la tierra.
Y entonces sentí una m ano cerrándose súbitam ente sobre la m ía.
Una m ano fría com o el m árm ol, e igual de dura.
Mis oj os se abrieron de par en par en la oscuridad. La m ano aum entó su
presión. Una gran m ata de cabello sedoso m e rozó el rostro. Un brazo helado m e
cruzó el pecho.
¡Oh, por favor, querida mía, hermosa mía, por favor! Deseé decirlo, pero los
oj os se m e cerraban de nuevo. Mis labios no se m ovían. Estaba perdiendo la
conciencia. Fuera, el sol había salido.
ANNE RICE. Escritora estadounidense autora de best-sellers de tem ática gótica
y religiosa. Su verdadero nom bre es Howard Allen O’Brien. Nació en Nueva
Orleans en 1941 y fue la segunda de cuatro herm anos. Estudió en la Universidad
de Berkeley, pero term inó sus estudios en la Universidad Estatal de San Francisco
donde se graduó en Filosofía y Letras, en la especialidad de Ciencias Políticas y
Escritura Creativa. En 1965 publicó su prim era obra titulada October 4, 1948. Su
hij o Christopher Rice es tam bién escritor.
Su obra m ás conocida es Crónicas Vampíricas, cuy a tem ática principal es el
am or, la m uerte, la inm ortalidad, el existencialism o y las condiciones hum anas.
De sus libros se han vendido cerca de 100 m illones de ej em plares, convirtiéndola
en una de las escritoras m ás leídas a nivel m undial. Rice consigue en todas sus
obras m antener intacto el interés del lector, con tram as intrigantes y
fabulosam ente entrelazadas, siem pre alim entadas por los instintos m ás oscuros.
Document Outline
Lestat el Vampiro
Sábado noche en la ciudad
La educación juvenil y las aventuras del Vampiro Lestat
Primera Parte. La aparición de Lelio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Segunda Parte. El Legado de Magnus
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Tercera Parte. Viático para la marquesa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Cuarta Parte. Los hijos de las tinieblas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Quinta Parte. El vampiro Armand
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Sexta Parte. Por la senda del mal, de París a El Cairo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Séptima Parte. Magia antigua, antiguos misterios
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo. Confesiones de un vampiro
Capítulo 1
Capítulo 2
Dioniso en San Francisco
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Autora