La historia satírica del ascenso y caída de un dictador sudamericano sirve a Francisco Ayala para analizar distintos problemas morales. El autor, con un lenguaje preciso, convierte su preocupación por la degradación humana en una interesante novela para un lector adulto y comprometido.

Francisco Ayala

Muertes de perro

Introducción

I. «Muertes de perro»: selva de enigmas

De cuantas obras de ficción ha escrito Francisco Ayala (Granada, 1906), ésta es la que ha suscitado el mayor número de comentarios. Podría atribuirse tal curiosidad por la novela a la universalidad de los problemas histórico-sociales ahí ficcionalizados y a la veracidad de la narración. Pues si en cada línea surge la tentación de identificar a sus personajes con individuos reales que han hecho la historia de nuestro tiempo, tales correspondencias apuntan, a la vez, a verdades permanentes de la condición humana. Por eso abundan interpretaciones de la novela que acentúan la impresión de inmediatez como si se tratara de un reportaje periodístico, a la vez que tampoco escasean lecturas dedicadas a ofrecer una comprensión del valor universal del libro. Reconozcamos Muertes de perro, por lo pronto, como una selva de enigmas, ambientada en el trópico caribeño y perteneciente a la especie de bosque en el sentido orteguiano de una estructura profunda, que exige la interpretación conceptual sin eludir la impresión inmediata, concreta (Ortega I, 337). El enfoque «impresionista» no deja ver el bosque por causa de los árboles, mientras que la aproximación «universalista», al revés, hace borrosos los árboles para iluminar el bosque en su conjunto. Examinemos ejemplos notables de las dos propensiones extremas, antes de intentar la síntesis para una hermenéutica más amplia y honda de la novela. Al integrar lo universal con lo concreto en la obra, honraremos la memoria de la llorada ayalista Monique Joly, que acertó a ver aquí un aparente «caos» de sensaciones que, no obstante, posee en su dimensión de profundidad una estructura muy elaborada (415).

a) Lecturas en que las palmeras no dejan ver la selva

De todas las impresiones, vale decir, las sensaciones concretas, que comunica la obra, ningunas más palmarias que las políticas. Por eso, cuando apareció Muertes de perro por primera vez (Sudamericana, 1958), la crítica lo aclamó como una gran sátira novelística de la dictadura hispanoamericana en la línea del Tirano Banderas de Valle-Inclán y El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias (Ayala, Ensayos, 580-581). En su secuela El fondo del vaso (1962), el novelista, como nota R. Hiriart, ha incorporado al texto «citas de críticos que ocupándose de la obra insistieron sobre su carácter político». Hiriart (Recursos, 62-63) ha identificado a las articulistas americanas Rosa Arciniega y Nilita Vientos Gastón como las autoras de las recensiones en cuestión, salidas respectivamente en Prensa Libre (1958) y en El Mundo de Puerto Rico (1959), y que subrayaban el ambiente de agresiones en que se despliega la novela, con su «bárbaro clima de asonada revolucionaria, con su secuela de crímenes, de violencias, de sobresaltos, de terrores», o bien con una «sociedad sumergida en una lucha denigrante entre amos y seres dominados por el terror y la crueldad». Al citar de estas recensiones, Ayala ejerció una obra de selección, pues bien habría podido incorporar a su ficción de 1962 títulos o contenidos de reseñas con el mismo efecto, como la de Conrado Nalé Roxlo, «La novela de una tiranía: Muertes de perro» (1959), recensión publicada en Buenos Aires, o la de Arturo Torres Rioseco, «La dictadura, tema novelesco», nota de 1959. Y podríamos prolongar la lista.

Continúa hasta hoy la inclinación crítica a leer la novela desde la óptica concreta, que en el caso extremo puntualiza nombres y fechas de personas y eventos a que supuestamente alude la acción de Muertes de perro (cfr. Mainer, xxvii). En sus memorias tituladas Recuerdos y olvidos (II, 179), cuenta Ayala que redactó la novela mientras vivía en los Estados Unidos, ocupando cátedras de Literatura Española (Ellis, 20). Por tanto, no presenciaba la realidad histórica que iba pasando a su ficción. Su obra presenta «una dictadura en una imaginaria república centroamericana», compuesta de elementos procedentes de «diferentes sitios y circunstancias», sin referirse a «realidad ninguna en particular». Pero a menudo sus lectores han pedido al novelista la confirmación de identificaciones de supuestos modelos hechas por ellos. Un periodista nicaragüense, cuenta Ayala, le dijo alguna vez: «Pero ¡qué bien que conoce usted mi país! Yo puedo ponerle su nombre real, sin equivocación, a cada uno de los personajes de su novela», quedando defraudado al saber por labios de Ayala que él nunca había visitado Nicaragua. Mas las circunstancias han variado desde entonces, dando paso a la visión de la novela como un ejercicio de polisemia, que exige la colaboración creativa del lector. ¿Cómo, pues, negarle el derecho a hacer identificaciones parciales de episodios ficticios con incidentes efectivos? No sólo deparan esas analogías un goce estético legítimo desde Aristóteles, que aplaudía la verdad histórica, sino que también corroboran el origen inductivo de la novela, fruto de hechos históricamente ciertos, estilizados después e integrados entre sí. Ayala, políticamente liberal desde siempre, ha observado de primera mano no pocas dictaduras: de 1923 a 1929, vivió bajo la de Miguel Primo de Rivera; de 1929 a 1930, vio surgir el nazismo mientras hacía estudios en Alemania; en 1939 se exilió de España con la llegada del franquismo; se instaló entonces en la Argentina, donde se produjo el ascenso de Perón al poder en 1946 (Mainer, xv); hastiado del peronismo pasó a Puerto Rico en 1950; tenía cerca al dictador Rafael Trujillo en la República Dominicana, y al golpista militar Fulgencio Batista en Cuba (Mainer, xxvii); y regresó en visitas frecuentes a la España de Franco a partir de 1960 (cfr. Richmond, Usurpadores, 16-18). Disponiendo, en fin, de una rica gama de experiencias directas, Ayala narra el asesinato de un ficticio dictador americano por su secretario particular, y plantea la problemática de los motivos en juego. Gocemos, pues, como lectores, del deporte de identificar ficciones con hechos, pero sepamos saltar al mismo tiempo desde esas identificaciones, sin perderlas de vista, a interpretaciones más generales de Muertes de perro.

b) Lecturas en que la selva no deja ver las palmeras

Ayala mismo, en opiniones publicadas sobre su obra, anima a hacer de ella, a la vez, una lectura universal. En el ensayo «El fondo sociológico en mis novelas», considera obviedad atribuir su tema a la dictadura hispanoamericana. Ayala presta su ayuda de sociólogo profesional a los críticos literarios. Propone la interpretación de la obra como una exposición de cómo decae y se desmorona «un orden social de tipo patriarcalista agrario (o "feudal", si así se prefiere)», mediante una «crisis» que se manifiesta «desde el triunfo de la revolución que entronizó al presidente Bocanegra hasta la anarquía subsiguiente a su asesinato» (Ensayos, 575). Estas indicaciones permitirían ver a cada personaje como un representante de su respectiva clase social actuando según patrones de comportamiento peculiares a su grupo. Desde la perspectiva sociológica, Ayala nos ofrece un microcosmos donde interaccionan aristocracia terrateniente, clase media incipiente, élites intelectuales y las multitudes del pueblo. «Las tensiones de clase entre los distintos grupos», comenta Ayala, «se encuentran interiorizadas en los individuos, y se revelan, inconscientemente muchas veces, en su conducta y en sus palabras» (577).

Orientados por el sociólogo Ayala, pues, no pocos críticos han optado por ver Muertes de perro como una alegoría de determinadas condiciones descritas en sus ensayos sobre temas sociales. Así, pues, Th. Mermall (81-82), ha preferido examinar la novela como una representación icónica, simbólica, de las configuraciones del poder bajo las condiciones de la crisis histórica contemporánea. En tal situación, según la sociología de Ayala, las mutaciones históricas deshumanizan, animalizan, al ser humano. Esta interpretación de la novela nos parece indisputable, y puede servir de punto de partida para toda futura exégesis de la novela. Si los personajes principales -el dictador Antón Bocanegra, su esposa Doña Concha, su secretario Tadeo Requena, los terratenientes Rosales- mueren como perros, es porque, con anterioridad a sus muertes, la historia patria, presa del paso vertiginoso impuesto por la crisis mundial, ha privado a los asesinos y a los asesinados de un proyecto vital necesario para humanizarlos. Es más: Bocanegra, según Elisabeth Kollatz, parece encarnar una pauta histórica, en cuanto tipifica a los dictadores quienes, como Hitler, Franco y Perón, por los años 30, 40 y 50, concentraron todo el poder nacional en sus propias manos sirviéndose de la táctica de elevar a su servicio a los individuos más oscuros (110-111). Con todo, tales sistemas totalitarios parecen condenados al fracaso por contar para su subsistencia con un sistema político anticuado, el Estado nacional, rémora pasajera, a juicio del sociólogo Ayala, que retrasa la fundación de las estructuras supranacionales. Por ello, cabe leer la novela como sátira del Estado nacional contemporáneo -personificado por Bocanegra- quien encumbra con excesiva prisa a su hijo ilegítimo, el hombre-masa -simbolizado por Tadeo Requena- a un nivel social inadecuado a sus capacidades. Con la consecuencia de que este hombre multitudinario sucumbe a las pasiones irracionales -encarnadas por Doña Concha- que rigen en la cumbre y que contribuyen a la caída de todos. Así la interpretación alegórica que de la novela hemos hecho nosotros en 1977. Pero quien ha superado a todos los críticos en universalidad exegética ha sido Rosario Hiriart, que al rechazar la etiqueta de Muertes de perro como una «novela americana», se ha basado en algunas declaraciones de Ayala para escribir: «El tema de la novelística de nuestro autor es el hombre, el hombre inmerso en el mundo, en los problemas de nuestro tiempo, el hombre captado "en la operación misma de la vida"» (Recursos, 67).

c) Intento de integración: «Muertes de perro» como búsqueda de un sentido vital en la crisis

Pese a la verdad de este aserto, no nos define la novela que analizamos. Precisemos lo que entiende Ayala por el ser humano en el mundo como tema novelístico en general y como tema de Muertes de perro en particular. Bien nos advierte Hiriart (Recursos, 71) que el humano novelado en el proceso de vivir sitúa a Ayala, por propia confesión, en una «actitud cervantina ante el mundo» (Páginas mejores, 10). De Cervantes ha escrito Ayala (13) que «se propone salvar al hombre en su actualidad y en su integridad, al hombre en el mundo». De donde se desprende, y así ha deducido Ricardo Senabre Sempere (392), que el cervantinismo reviste en Ayala una dimensión metafísica-existencial aprendida en su maestro Ortega y Gasset. Éste, en sus Meditaciones del Quijote (I, 351), ha definido el «sentido» de una cosa como «la forma suprema de su coexistencia con las demás, en su dimensión de profundidad» (I, 351), y no conoce libro más profundo que el Quijote en narrar la vida de su protagonista (359), con lo cual «toda novela lleva, dentro, como una íntima filigrana, el Quijote» (I, 398). Para el Cervantes de Ortega y para Ayala, novelar consiste en narrar la búsqueda por los personajes del sentido de la vida. Parten uno y otro novelista del sentimiento de desorientación, de verse perdido en una selva enmarañada. La sensación de perdimiento se comunica mediante una radical polisemia, una plurivalencia de posibles sentidos atribuidos a cada giro de la novela. Leer deviene el proceso de buscar la significación de lo narrado, y este proceso corre paralelo con el del protagonista en su búsqueda del sentido de lo vivido.

Una y otra búsqueda transcurren en el tiempo. Apenas puede concebir Ayala otro método para representar la transcurrencia que como una «sucesión temporal de episodios», es decir, en forma lineal. Así, pues, «Don Quijote, la archinovela, no consiste en otra cosa sino en la serie de sus aventuras, a través de las cuales […] se nos revela el héroe». Sin embargo, Ayala deja abierto un margen de otras posibilidades narrativas para representar el tiempo. Dice, a continuación, que «la vida humana, al desplegarse, asume con espontaneidad y casi con forzosidad esa obvia estructura [sucesiva], induciendo hacia la línea del relato» (Ensayos, 831, con énfasis nuestro). Luego fuera de la «forzosidad» existe la capacidad del novelista para reordenar a su modo la secuencia cronológica. El personaje vive su tiempo vital en una línea recta, en una sucesión de vivencias, pero sin imponer ese orden a la narración. Si, pues, para Ayala el tratamiento del tiempo en la novela permite una definición de la obra, podemos definir toda novela como el modo, empleado por su autor, de presentar el tiempo vivido en línea recta por el protagonista. Por ello, Muertes de perro equivaldría a la estructura de episodios que, tomados en conjunto, constituyen el decurso vital de su figura principal, Tadeo Requena. Si pudiéramos captar una fórmula que expresase el tiempo vivido de Tadeo, poseeríamos la esencia de la obra. Tadeo cobra plena conciencia de su sucesión vital en un pasaje de sus memorias citado por extenso en el capítulo X. Aquí no parece suceder nada, pero este momento aparentemente trivial va descrito en un párrafo que, a juicio del narrador Pinedo, «hará meditar a quienes conozcan la terminación de esta historia» -es decir, el desenlace del tiranicidio perpetrado por Tadeo y por doña Concha. Describe Tadeo una velada solitaria con la pareja soberana frente a frente, estando el testigo joven en el fondo. Mientras Bocanegra descansa, «adormilado y embrutecido» con su aguardiente a mano, su mujer «hila, urde y maquina sin cansancio», viva imagen de la Parca y parodia inversa de la fiel Penélope, que trama con su amante Tadeo la muerte del marido. Se le ocurre al secretario esta pregunta irónica: «¿Quién sostiene ahora el edificio del orden público, quién defiende el santuario del poder?» Entonces entra en la prosa de Tadeo una reminiscencia lejana y secular de Noche serena, de Fray Luis de León: «El hombre está entregado / al sueño, de su suerte no cuidando; / y con paso callado / el cielo, vueltas dando, / las horas de vivir le va hurtando» (99-100). Así el texto de Tadeo: «Afuera, la ciudad, el país, yace sumido en el sueño. Todo está a oscuras alrededor, todo en silencio, y apenas se oye en la antesala algún crujido, la marcha del reloj royendo el tiempo». El paso del tiempo cósmico, medido por el reloj, merma el tiempo humano, cuya medida es la capacidad concreta del individuo para nuevos proyectos. El ser humano va deshumanizándose. Su existencia consiste en ir a contrapelo de esta paulatina incapacitación, buscándole sentido. Muertes de perro puede definirse tal vez como la novelación de la progresiva despotenciación de la vida humana en general, y de un mundo en crisis en particular. El objeto de la introducción presente consiste en demostrarlo.

Tras un breve examen de la vida y obra de Francisco Ayala como buscador de sentido en la existencia, vamos a notar el intento de detener e invertir la erosión de ese sentido en seis elementos principales de Muertes de perro, empezando por el más universal y pasando a los más particulares en una progresión deductiva: [a] el título de a novela, [b] su perspectivismo, [g] su estructura, [d] su carácter «híbrido», [e] la visión de la historia que la obra supone, y [z] la reaparición en El fondo del vaso de todas las posiciones aquí esbozadas. Hemos de apuntar que las «muertes de perro» narradas aquí implican, en cierto sentido, unas «resurrecciones» ajenas; que la pluralidad de puntos de vista tantas veces advertida por la crítica, simultanea triunfos y derrotas; que la historia, o el intento de dar razón de los eventos, sucumbe ante la vivencia de su azarosidad; que en esta novela lo mismo que en la picaresca, los valores sociales elogiados por sagrados llevan consigo en la práctica una carga de vileza; y que el fin de la obra queda abierto para que sus componentes recurran en su secuela. Con todo, por paradójico que nos parezca, nuestra lectura de este envilecimiento general resulta catártica y hasta edificante. ¿Cómo es posible entrar en una selva donde ladran tantos perros y salir de ella mejor orientados? Veámoslo.

II. Francisco Ayala: un sediento de sentido en la vida

Desde su adolescencia, Francisco Ayala ha mostrado un afán de buscar un sentido en la vida, un principio que imparta su verdad a la misma y la organice. Lector insaciable, pudo haber aprendido esa preocupación en autores que habían de afectar a su producción literaria -por ejemplo, Leopoldo Alas Clarín, con sus protagonistas Ana Ozores y Bonifacio Reyes, quienes, sintiéndose huérfanos en su familia o exiliados en su patria (150), anhelan algo que les llene la vida (559); Miguel de Unamuno, admirador de Clarín, y cuyo Augusto Pérez se ve a sí mismo como «expósito» (II, 573) que vaga por la existencia como en una «selva enmarañada» (577) en busca de «finalidad» (562)-; o Pío Baroja, cuyo Andrés Hurtado quiere encontrar «una orientación, una verdad espiritual y práctica al mismo tiempo» (65). Pero la perentoriedad de esa preocupación por el sentido vital puede haberle llegado a través de Ortega y Gasset, en cuya Revista de Occidente colaboraba a menudo a sus veinte años mientras estudiaba Filosofía y Letras y cursaba Derecho en la Universidad Central de Madrid (Pulado Tirado, 215). Así, pues, en 1924, frente al agnosticismo positivista y decimonónico, preguntaba Ortega: «¿Cómo se puede vivir sordo a las postreras, dramáticas preguntas? ¿De dónde viene el mundo, a dónde va? ¿Cuál es la potencia definitiva del cosmos? ¿Cuál el sentido esencial de la vida? No podemos alentar confinados en una zona de temas intermedios, secundarios. Necesitamos una perspectiva íntegra, con primero y último plano, no un paisaje mutilado […]. Sin puntos cardinales, nuestros pasos carecerían de orientación» (II, 608, la cursiva es nuestra).

La exploración de la pregunta por el sentido de la vida se refleja en las dos grandes vertientes que presentan los escritos de Ayala, su interpretación de la historia inmediata que ha ido viviendo, por un lado, y su obra estrictamente artística, por otro («Autorreflexiones», 61). La constancia de esta preocupación se deja ver en las tres épocas en que cabe dividir su creación literaria: la neorrealista, la vanguardista, la rehumanizada. La novela inicial, Tragicomedia de un hombre sin espíritu (1925), enfoca las memorias de un misántropo, el jorobado Miguel Castillejo, resentido como lo será el paralítico narrador Pinedo de Muertes de perro al abrir las memorias de Tadeo Requena. A punto de cometer el homicidio para vengarse de una burla, Miguel recuerda de repente toda su vida anterior a partir de la infancia. Luego se interroga por el sentido de su vida: «Fue como si despertara de un prolongado sueño. Se preguntó: "¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué he venido?" "¿Yo he venido a matar, a asesinar a una mujer? ¿Yo?"» (142). Al final de la novela, un fraile determinado a colgar los hábitos invita a Miguel a acompañarle al exilio del mundo para que ambos puedan odiar al prójimo desde lejos (161). Tal, en resumen, es la inspirada solución al problema vital de la misantropía, pues inventa una fraternidad del odio.

Cuando el principio de la existencia, el sentido de la vida, consiste en permanecer siempre joven, puede resultar un relato como «Erika ante el invierno» (Revista de Occidente, 1930), última obra del Ayala vanguardista. El autor «deshumaniza» en el sentido orteguiano el antiguo tópico del carpe diem, del imperativo de aprovechar la juventud antes de que llegue el invierno, o la pérdida de la misma. Bien conoce Ayala las variaciones que el tema ha generado en España. Por ejemplo, como advierte el soneto XXIII de Garcilaso («En tanto que de rosa y azucena»), «Coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre. / Marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre» (Rivers, 37-8). Además, el soneto CLXVI de Góngora («Mientras por competir con tu cabello») termina así: «Goza cuello, cabello, labio y frente, / antes que lo que fue en tu edad dorada / oro, lilio, clavel, cristal luciente, / no sólo en plata o viola troncada / se vuelve, mas tú y ello juntamente / en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada» (163). Erika lleva consigo la marca de su destino: tiene el «pelo casi albino» (441), blanco de antemano como «invernal centeno» (446). Pero a Ayala, a la sazón estudiante en Alemania (Ellis, 15), le interesaba la distancia estética, la evitación de lo patético aún al tratar temas «profundos» como la maduración y la muerte. Se limitaba a novelar sentimientos estéticos, sirviéndose de metáforas atrevidas. Omitió el patético paso de su protagonista alemana Erika de la flor de su vida a la vejez. Sólo pasa de la niñez a la adolescencia. «Porque», según el narrador, «si la vida es pesada, no es, sin embargo, demasiado pesada» (329). Erika, leve criatura, sólo tiene el anhelo de «una imprecisa, primitiva dicha, perdida, cuyo recuerdo era preciso transformar en esperanza de mejor futuro, como el del Paraíso, en la Biblia» (330).

La búsqueda del Paraíso perdido se despliega en cinco breves capitulillos. En el primero, el narrador refiere la pérdida de entusiasmo de la protagonista por su bicicleta, hecha ya una posesión de «otros tiempos». Aún su compañero de juegos Hermann se había hecho otro, comprando sombrero hongo y motocicleta. En el segundo capitulillo, Erika intenta resucitar la dicha pasada, citándose en un autobús con un joven que le recuerda a Hermann; pero el intento fracasa cuando, en el lugar convenido, Erika se deja distraer por la música y por otro joven. Las partes tercera y cuarta presentan la figura del niño Friaul, hijo del carnicero, y cuyo sino quizá trágico -un trozo del periódico sólo se lo revela a medias a Erika- infunde a ésta dudas sobre la intervención de Dios en el mundo, esto es, acerca del sentido de la existencia. Aquí se ve por primera vez en la ficción de Ayala, aunque sólo a modo de rasgo enigmático, cual los trozos de periódico de los collages cubistas, el recurso estético del documento misterioso, cuya interpretación influirá en la futura captación por su protagonista de la significación del vivir. En la quinta y última división de la obra, Dios sigue manteniéndose «taciturno como nunca»; esconde su «secreto angustioso», tal vez del sinsentido de la vida. Erika, si interpretamos bien las metáforas con que se narra el desenlace, perece víctima de un accidente de esquí. Insinúase un eco del soneto de Góngora, ya citado: sus compañeros le desabrochan a Erika el traje para «frotarle la carne de violetas magulladas», a todas luces procedentes del jardín de la «viola troncada» gongorina. Y sólo ven «jazmines rotos», o la conversión de la flor en polvo. Erika los mira con ojos vacíos, «fríos soles sin sol». Dios quiera no tomar nota del mundo (338).

«Erika ante el invierno», aunque aparentemente un pretexto para juegos metafóricos, no obstante dista poco del umbral de la seriedad o «rehumanización» artística que ha de caracterizar las obras posteriores de Ayala. Con las muertes en 1935 de su madre y -durante la Guerra Civil Española (1936-1939)-, de su padre y un hermano menor, el mundo de Francisco Ayala se convierte casi de la noche a la mañana en un lugar adusto, sombrío. Tras su servicio a la República, la caída de Barcelona y su propia expatriación a Buenos Aires en 1939 (Richmond, Usurpadores, 17; Macacos, 13), Ayala hace un doloroso examen de conciencia intelectual en ensayos que, publicados en La Nación bonaerense en 1941, pasarán a constituir parte integrante del libro de reflexiones Razón del mundo (Buenos Aires, 1944). En aquel momento Ayala afirma el deber de los intelectuales de esforzarse denodadamente por «hallar, en medio de la crisis y a favor de su coyuntura, el sentido de la realidad histórica en que se encuentran implicados y, desde el centro de esa realidad, pensar los temas eternos con sinceridad implacable; mantener viva, en incansable clamor, la demanda por el destino esencial del hombre» (cit. Richmond, Usurpadores, 35). Ha sido el indudable mérito de Carolyn Richmond poner este texto en relación con esa ilustre colección de relatos de Francisco Ayala, Los usurpadores (Buenos Aires, Sudamericana, 1949).

Limitémonos aquí a relacionar el relato más conocido de la colección, «El Hechizado», (1944), con la pesquisa del sentido de la vida histórica y de la vida humana en general, y tal como se emprende en Muertes de perro. Tanto en la obra más breve como con posterioridad en la más extensa, un ejercicio de exégesis de unas memorias que ofrecen una visión global de una época histórica, enmarca la búsqueda por el memorialista de sentido en la vida. En una y otra obra, los prejuicios del exégeta interfieren al principio con la tarea interpretativa, pero poco a poco la figura interpretada viene a seducir al intérprete con su personalidad y a inducirle a identificarse con ella en su intento de revitalizar una situación desvitalizada. En «El fondo sociológico en mis novelas» se queja Ayala de que «a nadie se le [haya] ocurrido comparar la figura del dictador Bocanegra con la de Carlos II en mi cuento "El Hechizado", una comparación que podría ilustrar bien mi manera de ver el poder sobre la Tierra: tanto en el caso del rey legítimo como en el del usurpador, el centro de todo el aparato del mando es una boca negra, un hueco sombrío, el vacío, el abismo» (Ensayos, 585). Luego, en una y otra obra, el camino del protagonista lleva al desengaño, y su concienciación del camino que vuelve sobre sí mismo para cerrar el círculo, como la ruta seguida por la malograda esquiadora Erika, constituye su vivencia más significativa.

La diferencia entre las dos obras estriba, por una parte, en la distancia histórica entre narrador y memorialista, y, por otra parte, en la dificultad de acceso al soberano. En ambos respectos, el cuento supera la novela. «El Hechizado» confronta a un erudito contemporáneo nuestro con las memorias de un sujeto oscuro de fines del siglo xvii; Muertes de perro lleva a manos de un intelectual de la actualidad las memorias de un sujeto oscuro coetáneo suyo. En «El Hechizado», las memorias escudriñadas se dedican a ponderar los innumerables obstáculos que ha tenido que superar el autobiógrafo para llegar a la presencia real, mientras que en Muertes de perro es el jefe del Estado quien llama al autobiógrafo a su lado. Así, en «El Hechizado» la casi imposibilidad de la faena de establecer el sentido del texto autobiográfico corre paralela a la casi imposibilidad de la tarea que se ha impuesto el autobiógrafo de ver al rey y, en consecuencia, de dotar su propia vida de sentido. La ironía del desenlace en «El Hechizado» surge del contraste entre lo penoso del esfuerzo, bien sea el del exégeta, o bien sea el del autobiógrafo, y lo insustancial de los resultados, pues si el intérprete de las memorias de González Lobo saca bien poco en limpio, el mismo González Lobo, una vez visto el rey idiota Carlos II, se percata de la futilidad de tanto esfuerzo para llegar a su presencia. Muertes de perro, por su parte, buscará una ironía de otra especie. Porque el desengaño del actor principal y de su comentarista vendrá poco a poco, constituyendo en su mayor parte la materia de la obra, y no un solo punto de la misma. La antinomia aquí establecida entre relato y novela apunta a la discrepancia entre ellos en el manejo de la historia. En «El Hechizado», el intelectual contemporáneo, que da inútiles vueltas mentales al manuscrito de González Lobo, bien puede simbolizar al intelectual responsable de Razón del mundo, quien, en palabras de Ayala, se encuentra «condenado a consumirse sin tregua en el intento de racionalizar el caos que por todas partes lo flanquea. Quiere dar razón a la sinrazón; explicar lo que sólo se explica por sí mismo, en su inmediata presencia» («Pensamiento y sociedad», cit. en Richmond 37). Ya veremos cómo, en Muertes de perro, se complica más la racionalización intelectual del caos circundante, porque se trata de un intento explícito de justificar la existencia del intérprete mismo mediante el acto interpretativo.

En relatos escritos después de los de la primera edición de Los usurpadores (1948), Ayala explora la búsqueda de la propia razón de ser mediante la interpretación de documentos pertenecientes a un contemporáneo. Intérprete y documento a interpretar no han nacido en épocas distintas, sino en la de Ayala mismo y de sus lectores intérpretes. En la colección de narraciones titulada La cabeza del cordero (1948), tal contemporaneidad se descubre en el relato cómico «El mensaje», especie de pórtico a la ficción seria, «El tajo». Como «Erika ante el invierno», «El mensaje» existe en el umbral de la solemnidad sin aspirar a tanto. Pone en juego, aunque en un plano de absurda trivialidad, los sentimientos que, de manera trágica, han de generar después la Guerra Civil Española (Narrativa, 462). Todo se centra, como en «El Hechizado», en un manuscrito casi imposible de descifrar. No importan los contenidos, sino el encono hostil que la incomprensión despierta en el narrador Roque Sánchez, en su primo Severiano y en toda la familia y en el pueblo entero. La trivialidad de tales pasiones mantiene la pregunta por el sentido de la vida en un plano tácito. No así, empero, en «El tajo», donde el protagonista busca el sentido de su vida por medio de la reconciliación con el enemigo ideológico. Hay que relacionar este proyecto con Razón del mundo (142), donde Ayala ha escrito que en la mentalidad hispánica se encuentra una íntima escisión entre la ortodoxia y la modernidad, fisura intensificada por la Guerra Civil. Sostiene Ayala que en España, toda mente alerta siente como un «doloroso apremio» que la impulsa a buscar la «integración platónica» con el contrario, de suerte que sólo el «ser unitario» prestaría sentido a la vida (Razón, 144). He aquí la razón de ser de Pedro Santolalla, protagonista de «El tajo». Tras matar innecesariamente a un miliciano del bando republicano, Santolalla, teniente nacionalista, busca completarse a sí mismo identificándose con su víctima. Al tomar posesión del carnet de su víctima, con fotografía de la misma, le hacen notar que ha dado muerte a un coterráneo. A partir de aquel momento, le parece insufrible la vida del frente. Ha recordado con pena las divisiones políticas dentro de su misma familia, con su abuelo partidario de la derecha, con su padre liberal, con su cuñado falangista. Pero le produce más malestar aún el olor a putrefacción que despide el cadáver del soldado que ha matado. Olor que le evoca la muerte de Chispa, su perra de la niñez, cruelmente muerta por los otros niños y abandonada en un callejón. En suma, ha infligido una «muerte de perro» en ese miliciano Anastasio López Rubielos. En la postguerra, decide indemnizar a la familia de su víctima, pero el intento queda penosamente frustrado.

Consta que Ayala escribió «El tajo» tras nueve años de exilio en América. Más tarde, en 1952, publicó en la revista Sur de Buenos Aires una narración cómica, «Historia de macacos». Veremos enseguida las estrechas relaciones entre esta obrita y la novela escrita poco más de un lustro después con el título Muertes de perro. Nauseado por el peronismo, Ayala se había trasladado a Puerto Rico en 1950 para enseñar en aquella universidad durante varios años (Richmond, Macacos, 20), y así pudo componer con un ánimo más ligero, aunque sin renunciar a las pinceladas macabras en el momento oportuno. Keith Ellis (131) ha notado la relación entre el título de «Historia de macacos» y el de Muertes de perro (1958). En el cuento como en la novela, los personajes «se nos presentan casi como infrahumanos». Si exceptuamos a los protagonistas Robert y Rosa, dedicados a estafar al prójimo del modo más burlesco posible, los demás personajes carecen de un proyecto vital, sólo reaccionan a las circunstancias inmediatas y, por tanto, viven como animales. Palabras y hechos en el cuento, según Carolyn Richmond (Macacos, 31), dan testimonio de lo bestial que radica en el homo sapiens. Como más tarde en Muertes de perro, en «Historia de macacos» el narrador juega entre el sentido literal de los animales del titulo y el sentido figurado, con sus connotaciones morales. En las dos obras el narrador ofrece todo un parque zoológico de alusiones a distintos animales, casi siempre con sentido metafórico. La estafa de Robert y Rosa presta un falso sentido a las vidas de sus víctimas, hasta que, tras la apuesta de Ruiz Abarca, se precipita el desengaño. Así, el narrador aludirá a la «vacuidad de nuestra vida» antes y después de la estancia de Rosa en la pequeña colonia africana donde tiene lugar la obra. «Durante ese tiempo, nuestro interés había ido creciendo hasta un punto de excitación que culminaría con el banquete célebre, pero vino el banquete, estalló la bomba, y luego, nada; al otro día, nada, silencio» (Macacos, 117).

El relato ha comenzado, a la manera homérica, in medias res con el climax del banquete, en armonía con el tono épico-burlesco que el narrador dice querer adoptar para celebrar los hechos notables de la colonia (87). Robert hace la revelación pública, más de ópera bufa o novela picaresca que de epopeya, de la trama usada para defraudar a todos los miembros de la administración colonial. Aquí como después en Muertes de perro, se descubre una amplia gama de géneros literarios a la manera cervantina. En Muertes de perro abundarán también incidentes de clara estirpe picaresca, mezclados con toques de otros géneros, como la comedia romana.

En el cuento como en la novela, Ayala se sirve del género historiográfico a la manera de marco para combinar otros géneros. Lo que de «Historia de macacos» ha escrito Carolyn Richmond vale también para Muertes de perro: «El texto completo puede ser entendido como un fragmento preparatorio (¿un borrador? ¿unos apuntes? ¿una lucubración mental?) para la historia de la [tierra] que el narrador no llegó a escribir. La realidad total, que nos elude a todos -los lectores y los personajes mismos- está modulada por la información de que cada cual dispone e interpreta a su manera», y cada cual participa en la pluralidad de perspectivas peculiar a su comunidad (Macacos, 25). Aportan sus perspectivas muy en el fondo del relato el gobernador de la colonia, llamado el «Omnipotente» por el narrador, y un locutor de radio, Toño Azucena, «perro fiel y protegido, quizás hijo ilegítimo» del gobernador (108). Personajes muy parecidos dominarán Muertes de perro, con su dictador «omnipotente» Bocanegra y su «perro guardián» Tadeo Requena, secretario particular y tal vez hijo natural suyo. Además, existe cierta afinidad entre el relato del año 52 y la novela del 58, en cuanto en uno y otra el narrador se considera inútil en la vida práctica debido a una deficiencia física, que, sin embargo, lo capacita para la tarea de historiador, permitiéndole sacar fuerzas de flaqueza y dotando su vida de sentido. El narrador del cuento, a causa de su impotencia sexual, que no se revela hasta precisamente la mitad de la obra (113), puede tomar un punto de vista más bien imparcial o siquiera favorable hacia la engañadora Rosa, vedado a los otros estafados. Y el Luis Pinedo de Muertes de perro, marginado de la acción por su paraplejia, goza de la holgura prohibida a otros para recoger los datos para su historia.

En múltiples aspectos, pues, «Historia de macacos» puede verse como un boceto para Muertes de perro. Sin embargo, la novela supera a su menos complejo antecedente con la mayor riqueza de matices de su título; en su estructura más elaborada, de espiral descendente; en la pluralidad más complicada de sus puntos de vista; en su más rica y honda deuda con la picaresca, y en el papel más visible que desempeña el tema de la historiografía en la novela. Tras el examen que acabamos de hacer de aquellas ficciones de Ayala donde nos parece más o menos obvia la búsqueda del sentido de la vida -no dudando que en otras no tocadas aquí se encuentra la misma preocupación, si bien menos a flor de página-, pasemos a estudiar título, estructura, juego de perspectivas, y referencia a la picaresca y a la historia en nuestra novela.

III. La b úsqueda del sentido de la vida en «muertes de perro»

[a] El título: muertes y resurrecciones

Ningún poder constituido en la sociedad humana puede durar para siempre. Conoce Ayala, y hasta ha utilizado en el título de un artículo de 1977 el dicho latino aprovechado por Hobbes en su Leviatán, Homo homini lupus, «El hombre es un lobo para el hombre». Según el ensayo ayaliano Razón del mundo (38), «el derrumbamiento de cualquier poder libera los instintos destructivos que laten en el fondo del ser humano; toda la contención, todas las renuncias a que obliga la vida civil con la coerción de las formas sociales, estalla entonces transformada en desenfreno». El naufragio mortal de los grandes parece suscitar una ola de resurrecciones. No otra, a nuestro juicio, es la honda significación del último encuentro entre el dictador Bocanegra y su asesino, Tadeo Requena, posiblemente hijo suyo. El tirano, informado de antemano de la traición, pero carente de la voluntad de vivir, tira a su asesino su pistola, ordenándole: «¡Vive, desgraciado!» Y Tadeo dispara, tal vez para liberarse de la mirada acusadora de su víctima. Lector de Unamuno (cfr. Ensayos, 1138), Ayala conoce Abel Sánchez, novela de la envidia hispánica, con su problemática apología del fratricida Caín, víctima de la «desgracia inmerecida» (Unamuno, II, 716), que consistía en la injusta negación desde el principio de la gracia divina. También Tadeo Requena, en el concepto de su putativo padre Bocanegra, carece de la gracia, vive manchado de una especie de pecado original, bien que en el sentido secularizado de Ayala, que no exime al hombre individual de toda la culpa: el ser humano es para Ayala ontológicamente deficiente, un individuo «caído» a priori, y Bocanegra participa con plena conciencia de la misma condición. ¿No fue usurpado con violencia el poder que ha detentado durante tantos años? Todos los indicios apuntan en la novela a ello. Al dictador se le imputa también el asesinato de su enemigo más soberbio y peligroso, el senador Lucas Rosales. Todo poder, sostiene Ayala, es en el fondo una usurpación (Richmond, Usurpadores, 100). De donde la posibilidad de construir una cadena de usurpadores que antecedieron a Bocanegra, y la de los que le sucederán más allá de la última página de Muertes de perro y hasta el final de El fondo del vaso. Si Bocanegra representa la vacuidad del poder, esa vacuidad se instalará existencialmente en el ánimo de su asesino. El vacío del poder es muerte anticipada. Tal es el sentido del plural en el título Muertes de perro, con todos los equívocos de aparentes muertes y apócrifas resurrecciones. Tras este análisis de lo que parece significar la primera palabra del título, pasemos al de la última.

Con mayor vigor que en los casos de «El tajo» y de «Historia de macacos», se cumple en Muertes de perro la ley estética de la adecuación del título de la obra a su contenido. Con meditada deliberación habrá decidido Ayala distinguir su novela de otras como Tirano Banderas o El Señor Presidente, evitando referir su título a la figura del dictador. La expresión «morir como un perro» denota en el lenguaje familiar una muerte sin arrepentimiento, o acabar la vida en soledad y desamparo (Dic. Real Acad., 1122). Al servirse de un tópico de la lengua corriente se propone Ayala revitalizar las palabras y locuciones de uso común, «apretarlas, estrujarlas y exprimirlas para extraer de ellas todo su posible contenido, de modo que signifiquen varias cosas a un tiempo, irradiando sentidos diversos y, en ocasión, contradictorios. Es decir, que me he propuesto sacar todo el partido posible a la esencial ambigüedad del habla» (Confrontaciones, 144-145). Bien lo ejemplifica el manejo explícito e implícito que hace él de la locución que titula su obra. La expresión hace pensar en la humillación de los soberbios. Cuanto más elevado sea el difunto, tanto más impresiona su fin desastroso.

La muerte arrasa jerarquías en la novela. La indiferencia de la muerte frente a las categorías sociales ha consolado a los humildes por lo menos desde la Baja Edad Media, cuando fue escrita la Danza de la muerte, tres veces aludida en Muertes de perro. En rigor, la única muerte que es ahí al pie de la letra una «muerte de perro» es el suicidio del sabio aristócrata don Luis Rosales, Docteur ès Lettres por la Sorbona. Esta muerte imita la de un perro del suicida que Tadeo había ahorcado por despecho ante el orgullo con que Rosales exhibía los méritos del animal. Su amo elegiría al fin igual manera de muerte.

Al mismo Tadeo le espera una justa retribución: después de cometer el magnicidio que bien puede ser a la vez parricidio -no se aclara del todo si Bocanegra ha sido o no padre de su asesino-, el coronel Pancho Cortina, supuesto cómplice de doña Concha «habría de matarlo a [Tadeo] como a un perro». Muerto Tadeo, se siente existencialmente resucitado Cortina tras la época de su servidumbre a Bocanegra. Luis Pinedo emplea un tono épicoburlesco para describir la brevísima apoteosis de Cortina, interrumpida por una cómica caída: «Así, pues, tras de haber exterminado con su rayo de la muerte al traidor Requena, nuestro héroe se apresuraba escaleras abajo, corriendo alegremente en pos del que sin duda alguna consideraba su inequívoco y brillantísimo destino, cuando su precipitación misma le hizo precipitarse de cabeza: resbaló, rodó… y al otro día volvió en sí […] en una cama del hospital». Pero el máximo ejemplo de una caída producida por la soberbia ocurre en el caso de doña Concha, designada una y otra vez la Primera Dama. Se insinúa en su muerte un elemento suicida, como en los casos de Bocanegra y de su Ministro de Educación Luis Rosales. Con razón ríe para sí mismo el narrador Luis Pinedo al considerar que «en esta historia nuestra, que chorrea sangre por todas partes, sin embargo, tal como voy documentándola, parecería tener reservada la raza canina una actuación casi constante, con papeles bufos unas veces, y otras dramáticos». El cómico «episodio Fanny» muestra los halagos con que el mundo ha tratado a doña Concha. Con la muerte de su animal doméstico favorito, una perra japonesa, la mujer del dictador no esconde su dolor ante la Prensa y la televisión. Mueve al Embajador de los Estados Unidos a reemplazar la criatura difunta, llevándole otra perra japonesa en nada menos que el bombardero más formidable del Ejército de los Estados Unidos. Pero en Ayala la elevación del personaje prepara su caída. Habituada doña Concha a ostentar sus encantos físicos en la televisión, fallece dispensando semejantes favores sexuales a todos, hasta al maníaco que la ha de matar en el asilo-cárcel. El asesino, a su vez, sufrirá una «muerte de perro» al ser despachado «de un pistolazo», porque, como escribe el narrador Pinedo, «muerto el perro se acabó la rabia», como si la locura del demente fuera una rabia de tipo orgánico, cual la de una bestia. De hecho, la muerte física de la esposa de Bocanegra ofrece al historiador Pinedo una especie de resurrección existencial.

Porque, así como, según Erwin Rohde, las divinidades antiguas fascinaban y aterraban a los fieles, doña Concha ha inspirado fascinación y terror al inválido, adorador del poder. Al intentar dar razón de un asesinato que parece carecer de ella, Pinedo proyecta su propia insuficiencia al loco que la mató; se afirma imaginando el «espanto» de aquél que motivó a la occisión de la dama.

[b] El perspectivismo: la polifonía de la jauría

Acabamos de observar que, al titular su novela, Ayala ha deseado aprovechar la plurivalencia de la lengua corriente para producir una obra polisémica, en que la despotenciación de los poderosos sume a los demás en confusión, oscureciendo el sentido de la vida. Porque la muerte de un individuo supone, en cierto sentido, la resurrección existencial de otro. En la multiplicación de perspectivas, Ayala sigue el ejemplo de otro novelista de la dictadura hispanoamericana, Valle-Inclán. Sólo que, al llevar el esperpento a la novela, por tanto, al deshumanizar el arte de novelar, Valle, artista, ante todo, de la superficie, se sirve de la técnica cubista de analizar la experiencia inmediata en sus componentes y situarlos fuera de su secuencia normal y en el plano de un lienzo impasible. Ayala, por otro lado, también renuncia a la linealidad del argumento, pero al ofrecer la simultánea contemplación de múltiples aspectos de la misma vivencia, yuxtapone a los aspectos más superficiales y pintorescos, los más íntimos. Así, cada «muerte de perro» parece llevar consigo una «resurrección» ajena. La afirmación de un punto de vista suele, en esta novela, simultanear la de una perspectiva opuesta.

Una pléyade de críticos y, entre ellos, E. Irizarry (Teoría, 201), R. Hiriart (Recursos, 71), M. Baquero Goyanes (1), K. Ellis (200-201), M. Joly (37-51), M. Bieder, R. Senabre Sempere (392-393) y J. Domínguez Caparrós (144), ha examinado el perspectivismo cervantino y orteguiano de Ayala en su novela de 1958. Acaso cabe interpretar la frecuente aparición de esa multitud de cambiantes perspectivas como la de una jauría de perros que luchan entre sí. Una vez más, Ayala se sitúa en la tradición de Cervantes, en cuya novela ejemplar Coloquio de los perros Cipión sermonea a Berganza, «Murmura, pica y pasa, y sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca» (165). Con una ejemplaridad a menudo negativa, el autor de Muertes de perro crea una abundancia de personajes de intención poco limpia. Pasemos revista a algunas de las siete voces que, según el censo de Rafael Lapesa (24), se hacen oír de modo directo a través de la novela: las del narrador principal Luis Pinedo, de su tía Loreto, del memorialista Tadeo Requena, de la huérfana de Luis Rosales, de su cuñada, de la abadesa Madre Práxedes y del embajador de España.

De los siete, son Pinedo y Requena quienes toman la palabra con mayor frecuencia, y suelen blandirla con crueldad hacia el prójimo. Del tono habitualmente empleado por Requena, escribe Pinedo, y no sin bastante fundamento, «de esa mordacidad que, como un ácido, destruye cuanto toca. ¡Qué atroz […] resulta el Tadeo Requena de las memorias!». Por otro lado, hay que matizar las opiniones de Pinedo, pues, según opina el dictador Bocanegra acerca de este sujeto, «Sólo un tipo como [él], amargado por su desgracia, podía destilar tanta hiel en unas cuantas líneas». Con perspicacia, el crítico José-Carlos Mainer caracteriza la perspectiva del inválido Luis Pinedo, presentándole como una paradoja viviente, una combinación de debilidad y fuerza, compuesta de «su inmovilidad y su capacidad de información» (XXXI). Intenta emplear su capacidad informativa para potenciar su inmovilidad, para darle sentido. Clavado a su sillón de ruedas, nadie le presta atención en una época de grandes disturbios políticos mientras recoge datos para establecer la historia de la época turbulenta que atraviesa. «Si mi invalidez sigue valiéndome», reflexiona Pinedo con un agudo juego de palabras, «es muy probable que lleguemos al final, y pueda contarlo… Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente». Y este alguien aspira a sacar partido de su enfermedad, y a hacerse ilustre «por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos».

Mas este narrador, «hombre resentido» (Mainer, XXXII), para poder escribir su historia tiene que depender, muy a pesar suyo, de las memorias de Tadeo Requena. A éste le envidia la suerte de haber podido graduarse en Derecho con menos esfuerzo y mérito que él, de haber podido moverse en las esferas más altas del poder político. «Pinedo lo aborrece», explica Mainer (XXXIII), «porque encarna ante sus ojos de resentido el éxito fácil, la falta de educación, la insolencia autosatisfecha». Por mucho, pues, que rechace a Requena al comienzo, poco a poco el empuje de Requena acaba por imponérsele, hasta convertirle, en las últimas páginas de la novela, en su imitador, capaz -¡gracias a su invalidez!- de cometer un magnicidio. Temeroso de Olóriz, siniestro administrador de muertes, e inválido como Pinedo mismo, éste, debido a la inutilidad de sus piernas libre de toda sospecha, lo atrae hasta ponerle en sus manos, y así como Requena había disparado sobre Bocanegra para salvarse a sí mismo, Pinedo estrangula a Olóriz, que pareció amenazarle precisamente por temor a su acopio de documentos. El historiador fracasado, dispuesto siempre a sacar fuerzas de flaqueza, ya que no logra prestar sentido a su vida mediante las letras, en las últimas líneas de la novela espera quijotescamente la fama de libertador de su país por haber eliminado a tirano tan cruel.

El punto de vista de Pinedo ofrece un marco para el despliegue del drama de Tadeo Requena en su intento igualmente vano, igualmente despiadado, de potenciar su propia existencia. El caso de Tadeo resulta ejemplar, porque su destino puede identificarse, en cierto sentido, con el de su pueblo. No teniendo un quehacer propio, como no lo tenía la nación entera, entra al servicio de los gobernantes. En sus memorias escribe acerca de sí mismo: «Era ya hombre crecido, y no hacía nada de provecho. Pero ¿qué podía hacer? Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba». Es precisamente el dictador Bocanegra quien, desde su trono-letrina, le propone «proyectos y designios» encaminados a dar a su vida un propósito: servicio al gobierno. Convertido, por el mero deseo del tirano, en «¡doctorcito en Leyes, y sin tardanza!», o, para decirlo con el articulista Camarasa, en «perro fiel» de Bocanegra, en «perro guardián del Presidente», con palabras de Pinedo, Tadeo se complace en ejecutar las órdenes de Bocanegra, utilizando los instrumentos del Estado con un desparpajo notable. Ahora bien: Ortega ha presentado el Estado contemporáneo como una «máquina formidable», que, «plantada en medio de la sociedad, basta tocar a un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social». Dado que «el Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización», el hombre-masa tiende a intervenir en él como cosa suya (IV, 224-5). En el pequeño país regido por Bocanegra, la burocracia del Estado se sintetiza en tipos mediocres considerados por Tadeo como «tres ratones amaestrados» que atienden a los detalles del papeleo. «Bocanegra me expresa su deseo», confiesa Tadeo, «y yo pongo a funcionar el mecanismo: a poco, las instrucciones del Jefe están cumplidas». Aprende a dar órdenes con la misma urgencia del jefe de Estado: «Mire, Adelita, con la celeridad del rayo, ¿me entiende?» Cruza la capital a alta velocidad en automóvil oficial, desde el centro hasta las afueras, con la sabrosa sensación de «cortar una fruta». Un buen día descubrirá, sin embargo, la falta de sentido de semejante existencia puesta al servicio del dictador.

En Ayala las bromas macabras propenden a hacerse veras, y la facilidad con que Tadeo se convierte en pequeño dictador para con su preceptor Rosales, ha de llevarle a cobrar conciencia de la futilidad de todo. Gastándole a éste una broma pesada, solía Tadeo pasarse el dedo por la propia garganta, como amenazándole de muerte. Y su acto cruel, ya aludido, de ahorcar el perro filarmónico de Rosales, vendrá poco después seguido de una «muerte de perro» análoga para el mismo Rosales, quien se ha colgado de una viga en su casa. Con esto, después que Rosales se le aparece a Tadeo en sueños sacándole la lengua en broma, el joven amanece de mal temple, incapaz de explicarse su propia razón de ser. Siente la náusea: «¿Qué razón puede haber […] para que yo, Tadeo Requena [hijo de una lavandera pobre] esté aquí, sentado en esta oficina, dentro del Palacio Nacional […] y tenga a mi cargo la Secretaría particular del Presidente […] y deba guardarle el aire a Bocanegra, y luego, como una más entre mis tareas de rutina, acostarme a escondidas con su mujer?». De este episodio ha comentado el mismo Ayala: «el hecho es que las circunstancias concretas de nuestra vida nos aprietan siempre, y siempre nos empujan, con el rechazo del mundo, hacia el interior de cada conciencia». Durante momentos extremos, en el fondo del alma, el individuo confronta su verdadero yo. Ayala percibe el íntimo autoencuentro como el «momento supremo de la moralidad», en cuanto empieza a atisbar el propio ser en toda su abismática profundidad, y a meditar «el sentido de la propia vida» (Ensayos, 586-587). No es que Tadeo llegue a una solución. Ignora qué le mueve a mostrarse caritativo para con Ángelo, huérfano del Doctor Rosales e idiota reducido a mendigo, como si quisiera compensar así la inautenticidad de su trato con el mundo. Conmueve el acto de Tadeo al sentarse junto al indigente Ángelo en un banco de piedra, donde, convertido por simbolismo inconsciente en el igual del otro, pasa a su lado mucho rato sin decir nada, sin saber qué hacer, qué decidir, qué pensar. En última instancia, el fin de la vida parece ser la concienciación del proceso de vivir en su indigencia existencial. Como decía Cervantes, citado a menudo por Ortega (II, 567; IV, 159; VIII, 419), «el camino es siempre mejor que la posada», en el sentido de que el auténtico vivir consiste más bien en la insatisfacción, no en el logro, en el sentimiento de la propia insuficiencia ontológica. Por ello, todo lo que viene después en la novela, incluso el asesinato de Bocanegra por Tadeo y su inmediata liquidación por el policía Pancho Cortina, constituye una especie de anticlímax, que confirma la impresión de pobreza vital sentida por Tadeo a la hora profunda de su existencia.

La muerte de Luis Rosales, tan decisiva en la vida de Tadeo, llevará a otros dos personajes al momento de su máxima conciencia de la deficiencia humana: María Elena Rosales y su tía, la viuda del senador Lucas Rosales. En el caso de María Elena, según Mainer (XXXIV), «los puntos de vista se multiplican» en la representación de uno de los personajes más delicadamente retratados de la novela. Mero objeto sexual para el inauténtico Tadeo («Bueno, así son las mujeres. Después de todo, eso [el acto sexual] calma los nervios» -y mujerzuela perdida para la rígida abadesa Madre Práxedes-, María Elena se le antoja al narrador Pinedo -acaso más acorde con el autor que los demás- una descubridora inconsciente de «ese asombroso mediterráneo que es el Pecado Original». Creyente en la «naturaleza corrompida» del ser humano, en el concepto religioso del Pecado Original (Confrontaciones, 98), Ayala lo sitúa siempre en un contexto existencial. Parte de una visión del ser humano caído en el sentido heideggeriano de perdido en el mundo, alejado por lo pronto del propio ser auténtico (Orringer, 1990: 121). María Elena experimenta un encuentro profundo consigo misma sencillamente por falta de alguien a quien «confiar la carga que me abruma». Con ese fin confiesa su pecado al párroco familiar, que no sabe consolarla. Intenta entender el sentido de su entrega sexual a Tadeo para captar la significación de su vida. Y así como ha fracasado Tadeo en entenderse, fracasa María Elena en idéntico empeño. Expresa su sensación del universo como un lugar impenetrable, un bosque, pudiéramos decir, cuya parte más terrorífica es la conciencia de la ignorancia que adquiere cada cual de su propio fondo personal. Más que los demás personajes, María Elena se ve como bestial. Compara tanto su propio espíritu como su carne con animales cimarrones ajenos al yo y sordos a sus llamadas.

De hecho, el sacrificio de su virginidad puede relacionarse con el sentimiento de culpa que siente hacia su difunto padre. Supera aún a Tadeo en la conciencia de su crueldad para con el prójimo. Cuando su padre vivía, María Elena mostraba hacia él lo que ella ve después como «una actitud inflexible, hasta inhumana», tomando el partido de su madre contra las opiniones y las obras paternas. Por eso la joven, al mirar hacia atrás, se percata de haber servido de instrumento para su madre en la aniquilación del marido. Luego, se ha entregado a Tadeo, no sólo por una fascinación sexual, sino también quizá para expiar la culpa de parricidio. De ahí la «delicia» que siente cuando, como la Ofelia de Hamlet, «se entrega por fin a las aguas», o aguarda la garra del tigre humano Tadeo que amenaza aplastar a su persona. Y de ahí la confusión en el ánimo de María Elena de «la pérdida de mi virginidad y el suicidio de mi padre». Confusión tal ofusca sin duda su comprensión del sentido de su vida. Mas lo importante aquí, como en el caso de Tadeo, consiste en la mera confrontación con el propio confuso destino.

De igual manera que María Elena, con cordial generosidad, reconoce pero perdona los pecados de sus padres, pidiendo la misericordia de Dios para el uno y la otra, su tía, la viuda de Lucas Rosales, expresa su compasión en primer lugar por el cuñado suicida Luis, y en seguida por toda la raza humana: «Y lloré por el mundo, y por mí misma.» A la severidad de la carta recibida de su prima la abadesa, que la informa del suicidio de su cuñado, pecado imperdonable, opone la viuda de Lucas en su respuesta escrita un tædium vitae, un cansancio cósmico, una indiferencia que le duele y le revela su propia falta de caridad. Porque inmigrada a los Estados Unidos, tierra de superiores posibilidades vitales a las de Hispanoamérica por los años 50, ha dejado el pasado a sus espaldas, y la brusca llamada de la abadesa a revivir ese pasado se la presenta como una responsabilidad que mal quiere asumir. Con todo, intentando, como los demás personajes, sacar fuerzas de flaqueza, procura presentar el suicidio de su cuñado Luis a la luz más positiva posible. Con este fin, distingue tres perspectivas sobre la muerte autoinfligida, la gloriosa del juez bíblico Sansón; la heroica de su propio marido Lucas Rosales, afrontando a sus asesinos en las gradas del Capitolio; y la prosaica, aunque no exenta de patetismo, de su cuñado Luis. Juzga las tres por la misma generosa norma, la de que todos los actos humanos deben estimarse siempre en vista de los motivos y las circunstancias de cada sujeto. En el caso de Sansón, no es lícito criticar su suicidio (como ha hecho la abadesa con el de Luis Rosales), pues al perecer con los filisteos cuyo templo destruyó, confería a su existencia entera un sentido sagrado. La situación de Lucas, dotado como Sansón de la voluntad de hacer historia, le impedía cumplirla, y así se prestó a una inmolación alevosa. Pero este hecho, a juicio de su viuda, no privó a su acto de sentido: dada la vieja noción de que la nobleza obliga, «¿quién se atrevería a condenar la decisión de mi marido, que tan por entero corresponde a la nobleza de su carácter, y que, en consecuencia, era casi obligada?».

Para ennoblecer la muerte de su cuñado Luis, la viuda de Lucas apela a asimilarla en cierto modo a la muerte de éste; pues, tal vez movido por su personal idiosincrasia, Luis había decidido hacer el experimento que Lucas rechaza, viviendo con menguadas posibilidades existenciales bajo el régimen de Bocanegra, una decisión vista por muchos como traición a la familia o como conducta indigna, y elogiada por el amoral Tadeo, como actuación oportunista; pero ante la imposibilidad de mantener una vida con cierta dignidad, sucumbió por fin a la desesperación. Al fin y al cabo, la señora viuda de Rosales desconoce los motivos del complejísimo Luis para el suicidio, pero sean lo que fueren, pide el perdón de Dios por sus pecados. La vida es un misterio, un bosque semioscuro, y no son perdidos los intentos de esclarecer su sentido. Los hermanos Rosales, vistos desde numerosas perspectivas en la novela, permanecen enigmáticos en vida y en la muerte.

Aumentan el misterio de estos hermanos, enriqueciéndolo, los informes enviados por el Ministro Plenipotenciario de España a Madrid. Si la viuda de Lucas nos ha ofrecido una perspectiva familiar, más bien íntima, de los dos, el Ministro nos provee de un punto de vista oficial, público, sobre dos aristócratas dedicados, cada uno a su modo, al gobierno de su país. Enfoquemos aquí con exclusividad al hermano mayor, Lucas, por las pinceladas vigorosas con que viene retratado. En «El fondo sociológico de mis novelas» (575), el mismo Ayala subraya el perspectivismo con que trata al senador. No contempla la caída del patriciado terrateniente explicándola con conceptos sociológicos, sino mostrándola en toda su inmediatez mediante la evocación «desde distintas perspectivas y en diversas situaciones [de] la figura del senador Don Lucas Rosales». Concediendo, con Ortega (III, 200), igual validez a todos los puntos de vista, en cuanto cada uno aporta su parte de verdad, Ayala no privilegia la perspectiva del Ministro de España frente a las de personajes de menor rango social. Así, pues, respeta la visión que profiere el satirista Camarasa del senador Rosales como «único miembro de las antiguas familias capaz de inquietar al dictador», quien, por tanto, lo liquida. Tampoco desdeña la estupenda descripción del soberbio terrateniente que pone en boca de Tadeo Requena, resentido por su propio humilde origen: «Me lo veo aún, enorme y taciturno, con su gran sombrero sobre las cejas, el cigarro en la boca, y las altas botas de cuero bien lustrado. El bestia aquel ofrecía al odio de arrendatarios, aparceros y peones la corpada más gigante que yo haya visto en mi vida […] aparecía muy fornido y, sobre todo, tan seguro de sí como si el mundo fuera su finca. A caballo, metía miedo: la gente bajaba la cabeza o distraía la mirada mientras pasaba el torbellino; pero cuando iba a pie no había quien no se le sacara el sombrero llamándole patrón y amo. Por eso, cuando cayó al fin, nadie se atrevía a creer; la noticia produjo estupefacción primero, y luego, a las pocas semanas, alivio. Muerto y enterrado, todavía se lo mentaba en voz baja…».

Tal es la perspectiva más dura de la declinación de una aristocracia. Un abusador del poder desde el punto de vista de sus aparceros, Lucas Rosales merecía para ellos su caída. ¿Quién duda que, para describirla con tanta eficacia, Ayala se ha servido de sus recuerdos de la pintura, pues ha confesado que «mis ficciones poéticas deben mucho a mi afición por las artes figurativas; el Museo del Prado, tan frecuentado por mí en años juveniles, se encuentra detrás de la visión e interpretación de la realidad reflejada en mis obras escritas?» («La pintura y yo», 21.) Para empezar, pues, el retratista emplea la táctica del Goya del «5 de mayo» de ocultar los ojos del adversario debajo del sombrero para disminuir su humanidad, subrayando, a la vez, la prenda cuasimilitar de la bota y sustituyendo el rifle goyesco por el puro. Después, se convierte a Lucas Rosales en un corpachón de gigante, como el de uno de los colosos goyescos, símbolos de la guerra, que espantan a la gente fugitiva a sus pies. Con posterioridad, aparece Rosales en tres posiciones, cuya sucesión representa la asombrosa caída del personaje (y de su clase): primero, montado a caballo; segundo, en pie aunque siempre en marcha; tercero, postrado.

Pero, si la cosificación plástica del hombre priva a su vida de la posibilidad de tener sentido, su elevación elegiaca hace todo lo contrario. Con sencillez ha descrito Monique Joly el informe del Ministro Plenipotenciario de España a su superior en Madrid sobre la muerte de Lucas Rosales como la caída del «defensor de las fuerzas del orden frente a la anarquía» (419). Al fin y al cabo, el ministro representa al gobierno de Franco, que también afirmaba el orden con preferencia a cualesquiera otros valores civiles. Pero, en realidad, el texto del ministro reviste el tono de una elegía, realzando a Lucas Rosales sobre el medio ambiente en que le había tocado vivir. Tras una descripción minuciosa del escenario del asesinato, con alusiones a la hora, a la disposición espacial del lugar del atentado y al posible escondite de los asesinos, aparece un elogio de «sus notables condiciones de carácter, unidas a su relieve social». Líder nato, supo conservar su calma mientras otros de su posición social se desmoralizaban ante la demagogia desencadenada por Bocanegra. Hasta el locutor de radio de quien el ministro recibió su información sobre la muerte del senador, había leído la noticia sobremanera conmovido. El evento -en ello parecen concurrir todos-, ha de tener un impacto decisivo en el destino del país. En suma, a juicio del ministro, Lucas Rosales ha vivido como un héroe. El perspectivismo de Muertes de perro llega a su cumbre, en opinión de los críticos, con la dinámica caracterización del senador Rosales, terrateniente temido por sus enemigos y apreciado y respetado por quienes compartían sus valores.

[g] Estructura de la novela: el sendero descendente en espiral

Podríamos resumir en pocas palabras el tema de nuestra novela: en una época de crisis como la actual, la marcha de la historia resta sentido a la vida. La existencia individual va perdiendo su significación en un ritmo cíclico, y este hecho tal vez explicaría la impresión de Monique Joly de la circularidad de los juegos de perspectivas en Muertes de perro: «El retorno cíclico de ciertos personajes […] o de ciertos lugares […] la reaparición de ciertos temas, todo esto presta al mundo de Muertes de perro una presencia casi obsesiva» (429). El retorno ocurre con cierta periodicidad y con una simetría sorprendente. Al retornar, un motivo o episodio vuelve en forma cada vez más desvitalizada, menos humana, más carente de sentido existencial. La obra empieza y termina con el mismo motivo histórico, la caída y muerte de Bocanegra, prolongada y epilogada por el malogrado historiador Pinedo. Pero, ¡qué contraste entre el principio y el fin!: si Pinedo parte del afán de prestar sentido a su propia vida conservando y escribiendo la historia de su país, acaba por abandonar su historiografía, involucrándose directamente en una historia que, según la experiencia ha mostrado, priva a la existencia de sentido. Lo mismo que el Infierno dantesco, Muertes de perro prosigue en círculos descendentes, con episodios de cada vez mayor depravación, hasta desembocar en el tiranicidio / ¿parricidio? cometido por Tadeo y, en un nivel inferior aún, en el asesinato en que Pinedo imita a Tadeo, matando a Olóriz. Con cada vuelta dada alrededor del eje de la novela, que es la relación entre el dictador y su secretario, el lector se siente más próximo a la verdad histórica sobre el asunto, pero más distante de la verdad de la vida humana.

Arroja luz sobre esta dicotomía otra ficción de Ayala, de estructura más sencilla, aunque también en forma de espiral. Recuérdese que, en las dos importantes colecciones de relatos de 1949, Los usurpadores y La cabeza del cordero, presta sentido a la vida la aceptación de la responsabilidad de proceder con amor al prójimo, y, si el prójimo pertenece al bando contrario, de intentar una platónica integración. A la inversa, priva de sentido a la existencia el evadir semejante deber. Ya hemos analizado «El tajo» sirviéndonos de esta clave hermenéutica. Pero entre los cuentos de Los usurpadores se encuentra uno que muestra la caída, no de un déspota inerte y taciturno como Bocanegra, sino de un rey enérgico, Pedro I el Cruel (1334-1369), que tiende a cosificar a sus parientes, viviendo por ende una vida cada vez más encerrada en sí. El relato titulado «El abrazo» comienza y termina en el mismo punto: con la lucha singular, fratricida, en el campo de Montiel entre Pedro y su hermanastro Enrique de Trastamara, quien le mata acuchillándole entre sus brazos. Toda la acción de la obra se despliega en la memoria de donjuán Alfonso de Alburquerque, ayo de Pedro, al instante de huir de los enemigos del monarca asesinado. Recurre, pues, en los recuerdos del sabio fugitivo la visión de los dos contendientes, encerrados en el abrazo letal que sella el destino de Pedro. Juan Alfonso había aconsejado moderación, contención y prudente consideración de todas las posibilidades políticas heredadas por Pedro de su padre. Pero en Castilla los sucesos, para Juan Alfonso indominables, giran descendiendo en forma de espiral hacia el desenlace sangriento. Juan Alfonso había aconsejado a Pedro cautela en su tratamiento de doña Leonor de Guzmán, amante de su difunto padre, para evitar la hostilidad de sus hermanastros bastardos. Mas, en el primer círculo de la hélice estructural del cuento, la reina madre doña María, celosa, hace decapitar a doña Leonor. Por desconfianza hacia don Fadrique, hijo de doña Leonor, ya en un círculo inferior del relato, el rey Pedro ejecuta a su hermanastro. Toda la presión de las hostilidades familiares hace que la acción empuje a la catástrofe final. Por último, ya en Montiel, Pedro, esgrimiendo el cuchillo, provoca a su hermanastro Enrique a arrojarse sobre él.

Abundan los paralelos entre «El abrazo» y Muertes de perro. En una y otra ficción, un intelectual marginado toma la palabra al principio y al final, explora el sentido histórico de la violenta acción principal ya vista en retrospección. No obstante, en «El abrazo» el pensador da por clausurada de antemano su actividad, mientras que en Muertes de perro, al revés, el supuesto sabio sólo inicia su acción final, al tiempo de renunciar al pensamiento. Este hecho deja abierto el fin de la obra, cuyos hilos se recogen al comienzo de la secuela, El fondo del vaso, así como en el fondo del Infierno de Dante se descubre el camino del Purgatorio. La lectura de Muertes de perro da la sensación de un descenso, desde la primera hasta la última línea, igual que en «El abrazo». El mismo Ayala ha caracterizado al dictador Bocanegra como «un hueco sombrío, el vacío, el abismo». Cuando cae, «el poder que detentaba va a rodar escaleras abajo: lo ejercerá el triunvirato de los orangutanes [tres individuos incapaces de pensar y controlados por un burócrata menor] dirigido por el cerebro senil de Olóriz» (Ensayos, 585). La estrangulación de Olóriz por Pinedo en el antepenúltimo párrafo de la novela representa una breve prolongación del descenso de la novela. José-Carlos Mainer (xxxiii) ha visto que «la misma acción vertiginosa que [Pinedo] narra acaba por implicarle, y en las páginas finales le enfrenta con Olóriz. […] Uno y otro son almas gemelas en su miseria aviesa, y ese triste, guiñolesco, duelo de inválidos el más ejemplar cierre de una acción que ha acabado por devorar a sus propios testigos».

Visto, pues, el movimiento descendente de la novela, describamos ahora su vertiginoso curso en espiral. Ocurren paralelismos en cada mitad de la novela, donde un incidente de los primeros quince capítulos regresará en un nivel menos humano, más bestial, en los segundos quince. Ya hemos apuntado la relación entre el comienzo (cap. I) y el final (cap. XXX), protagonizados uno y otro por el narrador Pinedo. Y podemos señalar relaciones parecidas entre los capítulos II y XXIX, III y XXVIII, IV y XXVII, V y XXVI, hasta llegar al centro, dominado por doña Concha, la «Gran Mandona», contraparte femenina de Bocanegra. Si el segundo capítulo, tras la rápida enumeración de ocho muertes, destaca las de Bocanegra y Tadeo como las más significantes y enigmáticas, el penúltimo capítulo resuelve el enigma revelando el sentido de la temible confrontación final desde el punto de vista del homicida adúltero Tadeo. En el tercer capítulo y el antepenúltimo aparece el ambicioso oficial de policía Pancho Cortina, que saca a Tadeo de la nada por orden de Bocanegra (cap. III), y después devuelve a Tadeo a la nada con un pistoletazo (cap. XXVIII). Los dos jóvenes viven engañados por la atracción del poder. En el capítulo III Tadeo se cree un «mero desgraciado, nadie» antes de conocer a Bocanegra. Pero su primer encuentro con el dictador, sentado sobre su trono-letrina, le deslumbra, cegándole a la nulidad vital de este dominio. De manera paralela, en el capítulo XXVIII, el coronel Cortina, aunque situado en un plano inferior al de Tadeo, a quien ha muerto arriba, de manera sumaria, en el dormitorio del dictador difunto, reclama alegre el mando que cree suyo. Pero en su precipitación por dar sentido a su vida, da lugar al efecto contrario, cayéndose por la escalera.

Los capítulos IV y XXVII enfocan los esfuerzos del historiador Pinedo por dar sentido a la historia de la nación y, de paso, a su propia vida. En el IV informa de cómo el intelectual español Camarasa describe las prácticas desconsideradas de Bocanegra, su selección de individuos oscuros para ayudarle a convertir al Estado «en finca propia». Pero el XXVII parece parodiar semejantes prácticas, mostrando cómo el mismo Pinedo aprovecha el débil carácter del burócrata Sobrarbe, para apoderarse de las memorias de Tadeo y del dinero detentado por aquél. El episodio tiene reflejos en el último capítulo, donde Pinedo, reducido ahora a la situación de Sobrarbe, se ve obligado por temor de su vida a pasar los documentos y el dinero a Olóriz. Como en el Infierno de Dante, la perpetración del mal lleva al justo castigo. Así, pues, el capítulo V narra cómo Bocanegra postra a la familia Rosales, liquidando al hermano mayor Lucas y envileciendo al hermano menor Luis al nombrarlo ministro de su propio gobierno. Pero en el capítulo XXVI, Bocanegra perece, humillado, a manos de Tadeo, familiar suyo a todas luces, y desde luego amante de su mujer. Las muertes de los próceres en la novela van perdiendo poco a poco su grandeza con la menguante hombría de los líderes muertos: el intrépido Lucas, el inerte Bocanegra, el senil Olóriz.

Narrado el asesinato de Lucas Rosales, su detractor Tadeo presenta el episodio cronológicamente anterior de su castración (cap. VI), quizás arreglada por doña Concha. Con todo, en la segunda mitad de la novela (cap. XXIV), Tadeo se siente existencialmente emasculado por Concha, y ejerce la caridad hacia Ángelo, sobrino de Lucas Rosales (XXV). Si en el capítulo VII Tadeo, al lado de Bocanegra, es cómplice involuntario en la absurda prolongación de la fiesta, en el XXIV resultará cómplice de doña Concha, mujer del dictador, a quien ella quiere asesinar. La depravación de la juventud bajo el régimen de Bocanegra se sintetiza en los capítulos VIII y IX de la primera mitad de la novela, y los XXII y XXIII de la segunda. Los de la primera mitad refieren la bestialización, la pérdida de respeto por la cultura nacional, que tiene lugar en el ánimo de Tadeo, y los de la segunda mitad relatan las consecuencias de su bestial seducción de María Elena, hija de su preceptor Luis Rosales.

En el capítulo X, Pinedo revela en sus memorias el plebeyismo de Bocanegra como bebedor, prefiriendo siempre el aguardiente del país, o durante conversaciones con los campesinos a sus rústicas puertas, o durante fiestas en palacio, donde trama la ruina de los ricos. En el capítulo XXI, se evidencian los frutos de su demagogia, pues aun después de su muerte, las turbas, mientras siguen gritando los eslóganes de Bocanegra, saquean embajadas y conventos. Los capítulos XI y XX informan sobre el estado de la religión en el «País de los Pelados», con su separación tajante entre la fe espontánea del pueblo -donde ésta existe- y el hueco formalismo de la piedad culta. En el XI, bajo órdenes de Bocanegra, su ministro Luis Rosales humilla al poeta Carmelo Zapata, pidiéndole la devolución de una imagen del Niño Jesús tallada por una mano popular que ofende la sensibilidad religiosa del devoto secuestrador. En el XX, una abadesa escribe con horror e indignación que el mismo ministro Luis Rosales murió como «el proto-traidor Judas», suicidándose, con espanto de la comunidad local. La destinataria de esa carta fuera del país y lejos del hecho, intenta comprenderlo, en su respuesta epistolar, con consideraciones extrarreligiosas: el suicidio de personaje tan complejo tuvo que ver con la falta de sentido en su vida.

En los capítulos XII y XIX, se considera la cuestión de la responsabilidad de dos muertes, la del articulista satírico Camarasa y la de Luis Rosales. En el XII, Pinedo, que denunció a Camarasa en un artículo, olvida por un momento su búsqueda de sentido en la vida para protegerse frente a quienes en el futuro puedan acusarle de haber hecho asesinar a Camarasa. Por eso, arguye diluyendo la responsabilidad a través de toda la sociedad. No se trata, en el fondo, de responsabilizarse de nada, sino de evadir su responsabilidad hacia el prójimo y, por lo tanto, hacia sí mismo. En el XIX y en un plano más abyecto, varios personajes intentan indagar los motivos del suicidio de Rosales: ¿qué factores privaron su vida de sentido? Dejando aparte rumores de una enfermedad mental y los de un desorden fisiológico, algunos culpan a la avaricia o al distanciamiento de Bocanegra, mientras que el irresponsable Tadeo, fastidiado con el difunto, piensa, «La cuestión es, por lo pronto, jorobar al prójimo».

En un país carente de normas éticas de gobierno, reina la superstición en las alturas. En el capítulo XIII, Pinedo se informa, medio divertido, de la obsesión de su parienta lejana Loreto, íntima amiga de doña Concha, de las consultas espiritistas para contactar con el espíritu de su difunto marido. Pero en los capítulos XVII y XVIII, estas sesiones adquieren un tinte menos cómico y más sombrío cuando, con gran consternación y pánico de doña Concha, habla el espíritu de Lucas Rosales a través de una médium, y ordena a Tadeo que asesine a Bocanegra. Otra burla de la muerte situada en la primera mitad de la novela recibe un eco grotesco en la segunda parte. El episodio de Fanny (cap. XIV) muestra el triunfo de doña Concha. La muerte de su perra japonesa y el regalo norteamericano de otra igual, para regocijo de la nación, son para Pinedo un incidente marcado por «la frivolidad […] en estado químicamente puro». No así el incidente de Tadeo y el perro sabio de su maestro Luis Rosales. Ahorca al animal del cual iba a depender Rosales para volver a la gracia de Bocanegra (XVI). Recordamos que, en un capítulo posterior (XIX), más distante del comienzo y más próximo al magnicidio final, Rosales ha de suicidarse, sufriendo así una «muerte de perro» paralela a la de la víctima canina de Tadeo. Además, en un capítulo aún más cercano al desenlace (XXV), Rosales se le aparece a Tadeo en sueños, sacándole la lengua con humor negro. Tal pesadilla lleva a Tadeo a su crisis de conciencia. Pero uno de los factores que más le evidencian la carencia de sentido en su vida es la abyección en que lo sume doña Concha. No por casualidad ha situado Ayala en el exacto centro de su novela un capítulo (XV) que demuestra la «condición perruna» de la Primera Dama del país. Aquí percibimos con claridad cómo trae y lleva a Tadeo a su antojo. Notamos la debilidad de Tadeo, asqueado con frecuencia por Bocanegra, e incapaz de resistir a la voluptuosa dama. El argumento parece parodiar el bíblico de José, Putifar y su mujer, o el mítico clásico, dramatizado por Eurípides, de Hipólito, Teseo y Fedra, es decir, el triángulo entre hijo, padre y madrastra; sólo que en el caso presente, el nuevo José o Hipólito no resulta nada casto. Para concluir el análisis de la estructura novelesca, la obra presenta una simetría sólo aparente, porque el camino de la lectura se inclina siempre hacia abajo en la segunda mitad, volviendo en círculos a episodios paralelos de la primera mitad, para hundirse con prisa en un abismo carente de todo sentido vital.

[d] Una novela «híbrida»

Poco después de la aparición de Muertes de perro, dos reservistas criticaron su técnica de emplear documentos ficticios manejados por el narrador principal. En una recensión de 1959, Jorge A. Paita (71) consideró defecto precisamente lo que, sin sospecharlo él, el novelista había practicado con plena deliberación: «En la concepción inicial del libro», escribió Paita, «en su estructura básica, está el defecto. […] No es extraño, entonces, que no pueda ocultar la naturaleza híbrida de su concepción, ni que la constante referencia a testigos de la acción, la cita y comentario de documentos y otros recursos propios del historiador […] produzcan en el lector algunas confusiones». A las objeciones de Paita, hay que añadir el juicio de A. Fernández Suárez sobre la poca originalidad de tal procedimiento, pues «recursos tan frecuentados como la posesión de documentos que caen demasiado casualmente en manos del cronista» remontan nada menos que a «los papeles de Toledo del Quijote, para no ir a otros precedentes» (23, cit. en Ellis, 203-4).

Ahora bien, precisamente el cervantismo de Muertes de perro puede justificar su índole híbrida, su uso literario de lo enigmático, y hasta su inclusión de documentos ficticios. Ya cuatro años antes de publicar la primera edición, y en un artículo «Experiencia viva y creación literaria: un problema del Quijote» (La Torre, 1954), Ayala había presentado toda novelística posterior a Cervantes como el reiterado intento de reescribir el Quijote. A partir de este libro, la novela rompe con sus antiguos moldes para «alcanzar una expresión totalizadora del sentido de la existencia humana». Pero semejante fin, que consiste en ayudar al lector a esclarecer el mundo y su presencia en él, supone de antemano un sentimiento de inquietud sobre el sentido último de su existencia. De ahí la necesidad de que la novela presente ese «carácter de género híbrido, impuro, de formas fluctuantes e imprecisas, que tantas veces y con razón se le han reprochado». ¡Recuérdese que el ensayo cervantino de Ayala salió a la luz casi un lustro antes que las recensiones de Paita y de Fernández Suárez! El ensayista Ayala afirma que la novela, medio exploratorio de un mundo enigmático, tiene que permanecer abierta a todos los tanteos, siguiendo como modelo el procedimiento cervantino de integrar elementos heterogéneos, de combinar géneros tradicionales, para facilitar «perspectivas muy diversas sobre la vida humana, desde la más alquitarada lírica hasta la cruda chocarrería de la picaresca, y que, en la composición del Quijote, no sólo se acumulan, sino que muchas veces aparecen colocados en agudo contraste» (Ensayos, 682-3).

Nada extraña, pues, la coexistencia de múltiples géneros expresivos en Muertes de perro. En el capítulo XII incorpora Ayala un «sueño» del intelectual Camarasa, que satiriza al país de Bocanegra, fingiendo hechos aplicables al pequeño país nacionalista. La comedia del Siglo de Oro entra en la novela cuando el narrador Luis Pinedo compara a Tadeo Requena con Segismundo, porque, como el joven protagonista de La vida es sueño, se encuentra trasladado a palacio como en sueños (cap. III). El mismo Tadeo percibe la dictadura como una tragedia, en medio de cuyos actos «se intercala de vez en cuando, como en el teatro clásico, algún entremés bufo», tal el secuestro de la imagen del Niño Jesús por el poeta Zapata. Y ¿cómo olvidar la jactancia de miles gloriosas, propia de la comedia latina, puesta por Ayala en boca del Chino López al narrar entre copas la castración del senador don Lucas Rosales (cap. VI)? En el capítulo XXVI, Pinedo ve como un «problema de novela detectivesca» el hecho de que doña Concha comunicase a una amiga el asesinato de Bocanegra antes de que sonara el disparo magnicida. En el mismo capítulo, Pinedo crea suspensión al interrumpir las memorias de Tadeo a la espera de la llamada telefónica de Concha llamándolo al dormitorio del moribundo Bocanegra. Esta interrupción imita la que tiene lugar en el Quijote (Parte I, cap. 8), cuando el protagonista y el vizcaíno quedan con las espadas levantadas. Sólo que el goce estético derivado de la expectativa pertenece en este caso al género de la novela policial. Por contraste, no falta en la obra el lirismo de un diario íntimo escrito por una adolescente, María Elena Rosales (cap. XXII). Tadeo Requena, en cambio, parece estar viviendo en sus memorias una novela picaresca.

Ayala concibe la novela picaresca como «un relato autobiográfico ficticio, escrito en primera persona por un sujeto imaginario de ínfima extracción social, quien, pasando por avatares sucesivos, nos introduce en sectores y ambientes diversos de la sociedad, que podemos así contemplar desde una perspectiva poco favorecedora, es decir, desde abajo» (Ensayos, 758). Intercalado en la Parte I, capítulo XXII del Quijote encuentra Ayala un esbozo de proyecto de novela picaresca, la Vida de Ginés de Pasamonte, proyecto incorporado por Cervantes «en términos sumarios a su obra magna, que, urdida con elementos de todos los géneros existentes […] contiene también en su trama una novela picaresca representada por la presencia y avatares de Ginesillo» (756). ¿Exageraríamos, pues, al ver asomos de picaresca en Muertes de perro, basados en las memorias de Tadeo Requena? Este hijo de turbio origen ve la sociedad con mirada cínica, desde abajo, como el antihéroe de dicho género [1].

[e] Historia, azar y crisis en la novela

Nuestra novela, enigmática y profunda como una selva orquestada de ladridos, apunta con su plurivalencia perspectival a la polifonía de la jauría. A la voz más destructiva, con sus inflexiones picarescas, se opone otra más refinada, que aspira, bien que en vano, a salvar a la jauría del olvido. Siguiendo a Cervantes con su Cide Hamete Benengeli, Ayala ha inventado a un historiador-narrador poco fidedigno para mediar entre los lectores y los sucesos de la novela. Pero si Cervantes concibe la verdad histórica a la manera de Aristóteles, Ayala la comprende, por lo visto, orientado por Wilhelm Dilthey. En Dilthey, la historiografía aspira al rango de una ciencia humana, y Pinedo debe su fracaso de historiador a su incapacidad para seguir en la práctica las teorías en gran medida diltheyanas que él esboza. Dada la crisis de Occidente, atribuida por Dilthey a la pérdida de fe en la razón fisicomatemática, él propone la razón histórica para restaurar sentido a la vida europea. Toda expresión vital tiene significación en cuanto que, como signo, apunta a algo perteneciente a la vida. La comprensión histórica, según Dilthey, refiere significaciones particulares al todo que es la trayectoria vital. Comprender equivale a extraer de la significación el sentido del vivir («Sinn des Lebens», VII, 234-5). La historia explicará cómo la vida en su totalidad ha variado, por qué y para qué. Para penetrar en el material de la historia le parecen a Dilthey siempre útiles ciertas técnicas acumuladas a través de los siglos: «El alegre arte narrativo, la explicación penetrante, la aplicación a la misma del saber sistemático, el análisis en sus conexiones efectivas y el principio del desarrollo, todos estos momentos se suman y se refuerzan los unos a los otros» (VII, 164). Francisco Ayala conoce a fondo el pensamiento de Dilthey, y lo demuestra su agudo comentario a la sociología y a la epistemología del filósofo berlinés publicado primero en La Nación de Buenos Aires del 4 de junio de 1944 (Fortes, 72), y después en su propio Tratado de sociología de 1947 (I, xi, 186-91). Parte Ayala, como Dilthey, de la «percepción de una época histórica de crisis» (I, xviii), y depende de su ciencia particular -la sociología-, así como Dilthey contó con la suya -la historia-, para dar razón de la vida social, prestarle sentido.

Pero Ayala aporta a la sociología una concepción inédita de crisis social, la cual él define como un desfase entre la alta velocidad del cambio histórico y el ritmo normal de cambio perceptible en el ser humano (I, xxiii). En Muertes de perro, tras la formulación de conceptos históricos de claro pergeño diltheyano, el narrador Pinedo, como historiador, no sólo experimenta al pie de la letra el desfase descubierto por el sociólogo Ayala, sino que también sucumbe a la celeridad de los hechos, fracasando por ello en su proyecto historiográfico. Le parece que la vida pierde cada día más sentido, y vienen a menudear en su prosa alusiones al azar. Como explica Dilthey, con una metonimia que sustituye al historiador por el pasado que él estudia, «[El] pasado caza furtivamente con reclamo para conocer el tejido de la significación de sus momentos. Y su interpretación permanece insatisfactoria. Nunca nos las habernos con lo que llamamos el azar: lo que era importante para nuestra vida como magnífico o como temible, parece entrar siempre por la puerta del azar» (VII, 74). O, como glosa Ortega el mismo pasaje, «el azar es el elemento irracional de la vida». En términos plásticos, «si nos representamos la forma de una vida como un círculo, el azar será la indentación de su circunferencia y esa indentación será más o menos penetrante. De esta manera conseguimos acotar racionalmente ese factor irracional de todo destino» (VIII, 468).

Examinemos ahora el diltheyanismo de nuestro historiador Pinedo y las causas de su fracaso como tal historiador. Empieza, como Dilthey, con pretensiones científicas de escribir «con el desengaño de la pura verdad», marginado de los acontecimientos mismos. Su método no variará de los tradicionales descritos por Dilthey como adecuados al historiador, pues se dedica a la labor de «juntar y ordenar los materiales, allegar las fuentes dispersas, y trazar algún que otro comentario, aclaración o glosa que concierte y relacione entre sí los acontecimientos, depure los hechos y establezca el verdadero alcance y el cabal sentido de cada suceso» (la cursiva es nuestra). Además, tal cual Dilthey, bien que con fines morales, Pinedo quiere ofrecer su historiografía como un instrumento para orientar al país en medio de la crisis contemporánea. Desea que su futura crónica de la nación «sirva de admonición a las generaciones venideras y de permanente guía a este pueblo degenerado que alguna vez deberá recuperar su antigua dignidad, humillada hoy por nuestras propias culpas, pero no definitivamente perdida».

Al principio, vive la discrepancia entre la velocidad de la crisis y la lentitud natural de la vida en sociedad, pero poco a poco, se encuentra implicado, arrastrado por el torbellino, y tiene que dejar la pluma para siempre. Al comienzo de los primeros dos capítulos de la novela se advierte el contraste entre la vertiginosidad de los eventos historiados en narrativas o en el cine y la lentitud y calma cotidiana con que se despliegan en la vida cotidiana. Aquí Pinedo piensa con claridad, exponiendo en conjunto los datos de las muertes que toda la novela aclarará después. Viene en el capítulo II la enumeración de ocho muertes, según el censo de Monique Jolie, y a estos asesinatos las investigaciones de Pinedo intentarán prestarles sentido histórico: el dictador Bocanegra, su secretario Tadeo Requena, el Chino López, el senador Lucas Rosales, el jugador de billar José Lino Ruiz, dos periodistas españoles y doña Concha, mujer del Presidente. Buen diltheyano, a Pinedo no se le oculta lo azaroso de la historia, y hasta emplea el léxico de Dilthey para reconocerlo: «En la ruleta de períodos turbulentos como éste se ve funcionar más al desnudo […] ese misterioso factor de la vida humana al que llamamos suerte: la buena o la mala suerte se manifiesta entonces a través de las más estupendas combinaciones del azar». Ya comienza a poner en marcha la razón histórica de Dilthey al eliminar el factor del azar en la muerte de doña Concha: su exhibicionismo en público invitó a su inevitable fin.

Dilthey elogia la autobiografía como la expresión de la plenitud de la vivencia artística de su tiempo. La concibe como una interpretación de la vida «en su secreta fusión del azar, destino y carácter» (VII, 74). Pinedo, muy a pesar suyo, considera tan importante la «especie de autobiografía» del odiado Tadeo Requena, que debe servir como «la piedra angular para cualquier construcción histórica erigida en el futuro». La prueba la descubre Pinedo en el comienzo de estas memorias, donde lee el pensamiento, no por poco original menos oportuno, ni torpe, ni falso, de «hasta qué punto es imprevisible el curso de la humana existencia». Aquí coinciden ambos narradores, Pinedo y Tadeo, con Dilthey. Si éste aplaude a la alegre musa de la narración, la naturalidad con que Tadeo narra su primer encuentro con Bocanegra dice más para Pinedo sobre la vileza del dictador que ninguna diatriba de sus críticos más feroces. Sin embargo, la excesiva proximidad de Pinedo, su tendencia a interferir en el texto de Tadeo, le desvía, pese a las apariencias, de su alta misión historiográfica. Arremete contra Bocanegra, contra la universidad nacional y contra el doctor Luis Rosales. Agrega el rumor, nunca bien investigado, del parentesco ilegítimo entre Bocanegra y Tadeo. Reproduce en su propia historiografía la teoría, elaborada entre copas de coñac y, por ende, problemática, del periodista español Camarasa sobre la práctica de Bocanegra de elevar al poder sujetos oscuros como Tadeo para concentrar todo el control de la nación en sus propias manos.

Consciente de desviarse del camino ortodoxo de historiador objetivo, Pinedo se defiende a veces con alusiones humorísticas a la frase de Pascal (362) sobre la nariz de Cleopatra. La aplicación de esta ocurrencia a la historia aparece en las páginas de Ortega y Gasset (IV, 175), para quien comprendemos del pasado sólo la «estructura general» de los eventos. Según él, cada objeto de estudio, cada hecho, impone al investigador una distancia óptima para la captación de su esencia. Por tanto, «el historiador miope que no sabe desprenderse de los detalles es incapaz de ver un auténtico hecho histórico, y nos da ganas de gritarle que la historia es aquella manera de contemplar las cosas humanas desde distancia suficiente para que no sea necesario ver la nariz de Cleopatra» (IX, 55). Pues bien: Luis Pinedo con su cortedad de miras, enfoca sólo los detalles con incapacidad para ver los hechos en su justa escala. Si, a su modo de ver, «la frivolidad puede alcanzar dimensiones trágicas» vista sobre el fondo de sus consecuencias sombrías, trivialidades como el espiritismo de doña Concha y su amoralidad sexual, afectan a la conducta de Tadeo y le impulsan hacia el tiranicidio, con olvido de las más profundas raíces sociales de los acontecimientos.

Lo mismo puede decirse del impacto desmesurado del azar que Pinedo cree percibir en ellos. Plantea, al parecer, un dilema diltheyano al preguntar, «¿Hasta qué punto interviene el factor azar en la Historia? He aquí un lindo tema de disertación académica. […] Su cuestión podría conectarse enseguida con el papel atribuido a la nariz de Cleopatra, con el concepto de Fortuna en el Renacimiento, y con ese misterioso quid que en la vida cotidiana de cada uno llamamos suerte». Sin embargo, cada vez que Pinedo invoca al azar, debe reconocerse bajo éste la fuerza de la crisis social, una coyuntura histórica que acelera los eventos hasta dar sentido hondo a las conductas individuales. A veces hay en nuestro narrador ecos diltheyanos al ponderar el accidente de Pancho Cortina que le impidió asumir el mando del país: «Aunque sea volver al tema de la suerte […] es evidente que si a Pancho Cortina no se le ocurre caerse escaleras abajo, a esta hora su sonrisa de dentífrico luciría en el marco de los retratos oficiales en lugar de la mirada bocanegresca que aún pende, interina, en el testero de muchas oficinas públicas». Pancho Cortina, apresurándose para ponerse al compás de los sucesos, dio su paso en falso tal vez por la excesiva velocidad de la historia en época de crisis. Y, dado el caos que la crisis produce, aunque Pinedo se asombre («¡Qué vueltas tiene la vida, a veces, tan extrañas!», ¿resulta acaso del todo inconcebible que, en ausencia de Cortina, el poder absoluto sobre la nación cayera en manos de quien menos se hubiera esperado, el senil Olóriz? No de otra manera cabe explicar la para Pinedo inexplicable llegada de muchos documentos, cargados de valor historiográfico, a sus manos de historiador. Así, ya en el capítulo III, nos informa de que la «pieza maestra de la presente historia» que son las memorias de Tadeo, base del futuro libro que ha de escribir él, ha venido «por pura casualidad» a caer en su poder como una caja de Pandora, llena de sorpresas iluminantes. El hallazgo perderá toda su calidad de sorprendente en el capítulo XXII, donde Pinedo narra cómo, al saber de la existencia de las memorias, coacciona a su compañero de pensión Sobrarbe asustándole lo suficiente para que se las entregue. El espanto está arraigado en «los tiempos azarosos que vivimos». Idéntica explicación puede valer para la posesión por Pinedo de documentos como el diario íntimo de la joven María Elena y la correspondencia entre la viuda de Lucas Rosales y su prima la abadesa sobre el suicidio de Luis Rosales. Cuando Pinedo revela que esos papeles le han «caído del cielo», quiere decir, medio en broma, que los ha recibido de manos de un cura. Y ¿hasta qué punto ha intervenido la «Casualidad», como la mayusculiza Pinedo, si una de las monjas, parienta lejana suya, había mencionado alguna vez su nombre al párroco don Antonio en un momento de turbulencia nacional, por lo cual éste hubo de entregar los documentos al historiador?

¿Cómo explicar, pues, que disponiendo de tantos recursos documentales, Pinedo fracase como historiador? Irónicamente, la misma crisis que echaba sobre él datos a manos llenas, le había robado la holgura y ecuanimidad necesarias para historiarlos. El vendaval de eventos que, en diarios, memorias y cartas privadas había turbado tantas existencias, privándolas de sentido, afectaría a Pinedo en idéntica manera. Esta conclusión nos la imponen las afirmaciones de Pinedo, a través de la obra, de ir faltando a su alta misión de cronista de su país. La presencia del capítulo XII, que interrumpe la narración del progreso de Tadeo hacia su acto homicida, señala la claudicación de Pinedo como historiador, causada por miedo. Desde el comienzo confiesa que se ha «dejado arrastrar un poco» por la energía de las memorias de Tadeo, que se ha «apartado del propósito de [sus] notas», definible como la reunión y crítica de los documentos para poder historiar «nuestros actuales desastres» en un momento de mayor sosiego. Sin embargo, inserta en el capítulo XIII una pregunta retórica esclarecedora: «¿Quién me defendería ahora si, pongo por caso, un día me acusaran de haberlo hecho asesinar [a Camarasa]?» Y, a pesar del arranque del XII, con su reconocimiento de una desviación de propósito, continúa el rodeo hasta el final del capítulo. Por que le urge refutar la impresión general, producida por una opinión que Tadeo ha expresado en sus memorias: la de que sólo la diatriba publicada de Pinedo contra la sátira de Camarasa ha llevado a la muerte de éste. Según veremos cuando examinemos la repercusión de Muertes de perro en El fondo del vaso (ver [z], infra), el temor de Pinedo está bien fundado, pues en tiempos de crisis, los documentos escritos llevan a la imputación de crímenes, o a las personas aludidas en tales escritos, o a los autores de los mismos.

La autocrítica de Pinedo continúa, reflejando asomos de conciencia en un personaje que no brilla por su consideración para con el prójimo. En una nota necrológica sobre Unamuno, escrita por Ortega en el exilio durante la Guerra Civil Española, se lee una pequeña confesión que bien podría describir el estado de ánimo de Pinedo. Así Ortega: «Han muerto en estos meses tantos compatriotas que los supervivientes sentimos como una extraña vergüenza de no habernos muerto también. A algunos nos consuela un poco lo cerca que hemos estado de ejecutar esa sencilla operación de sucumbir» (V, 264). Y Pinedo: «Me pregunto si hago bien en extenderme tanto y recoger tan al detalle pamplinas como éstas, aquí encerrado en mi cuarto, cuando los principales actores del cuento han muerto ya de muerte violenta, mientras la gente afuera sigue matándose con frenesí, y pende en verdad de un hilo la vida de cada uno de nosotros.» Las pequeñeces pueden, razona Pinedo, herir o despertar a la realidad, como un «bofetón» o un «escupitajo». De tal manera ofrece el intelectual una justificación, bien que débil y poco convincente para él mismo, de su distanciamiento de los eventos para comentarlos.

No sólo se siente Pinedo turbado por la posible peligrosidad de escribir y por sus resquemores de conciencia de no haber muerto, sino también por el poco orden con que escribe, en una especie de capitulación ante el caos del ambiente. Encuentra sus apuntes «demasiado desordenados, y hasta […] caóticos», debido, con toda probabilidad, al desorden en torno suyo, y a la agitación y la inquietud del ánimo con que labora. Aguarda un tiempo de mayor normalidad y sosiego para examinar mejor su obra, narrar los hechos (como exige Dilthey) en orden cronológico y dotarles de sentido. Entretanto, «estos papeles no son sino un ejercicio, como el de los músicos cuando templan sus instrumentos». Muertes de perro, pues, cobra el aire de una estructura inacabada, pero sus aparentes andamios constituyen, según ya hemos visto, una arquitectura casi simétrica y bien articulada. En una alusión más al estado imperfecto de su trabajo, Pinedo decide omitir muchos detalles o condensarlos para su redacción definitiva de la historia patria. Dice ignorar por qué ha prodigado tantas nimiedades ya en su versión penúltima. Con todo, viene la explicación en un paréntesis revelador, en que se compara con el individuo a quien odia: «Y ahora, después de garrapatear estas líneas (¡ya estoy yo como el Tadeo Requena!; pero es que, no siendo fumador, sólo el escribir me ayuda a tranquilizar los nervios); y ahora, más calmado, digo, trataré de concentrarme […] y ver lo que hago». La escritura ha supuesto una afirmación de la vida frente a la mortandad tan patente del entorno.

La crisis presente afecta al narrador de Muertes de perro, despojando su vida de sentido y obligándole a mirar por su seguridad personal inmediata. Aunque al comienzo del último capítulo lamenta el colapso de su empresa historiográfica, en realidad empezó a abandonarla tan pronto como asumía la perspectiva de la «nariz de Cleopatra». También se aleja de su proyecto en el capítulo XII, cuando quiere defenderse de cualquier futura implicación en la muerte de Camarasa. Su nerviosismo habitual se intensifica al final de la novela, por temor a la acusación de Olóriz. Así como él intimidó a Sobrarbe para que le pasara el dinero de Tadeo, se encuentra ahora pagado en la misma moneda por Olóriz, a quien promete entregar los fondos en cuestión. Es más: se siente víctima y verdugo de sí mismo, porque, al escribir que volvió a casa «con la muerte en el cuerpo», emplea la locución que el asesino Tadeo había aplicado al asesinado Bocanegra. Hasta tal punto se identifica con Tadeo, que entra de lleno en la crisis, asesinando a la figura más poderosa del momento y sumiéndose así en la bestialidad generalizada que ha criticado a lo largo de Muertes de perro.

[z] Muertes de perro, selva abierta hacia El fondo del vaso

El autor de Muertes de perro quiso componer una novela abierta. De aquí su polisemia y su final indeciso, en que el destino del país anónimo y de su fallido cronista Luis Pinedo queda por ver. ¿Ha de prolongarse la cadena de violencias heredada de Bocanegra por Tadeo, y de Tadeo por Olóriz, y de Olóriz por el propio Pinedo? ¿La muerte seguirá acompañada de crueles resurrecciones? La respuesta llegará con la publicación, sólo cuatro años después, de El fondo del vaso (1962). Si Muertes de perro, con sus elaborados juegos de simetrías, examina el vano intento de buscar el sentido de la vida en condiciones de penuria y represión, El fondo del vaso, con una economía de medios artísticos, reanuda la narración de esa búsqueda, ahora con resultados vagamente esperanzadores bajo condiciones de democracia y prosperidad (Ayala, Ensayos, 580-81). Concluyamos este proemio con el examen de la presencia, en la segunda novela, de elementos que consideramos esenciales a la primera y que recurren transformados con sutileza.

Mariano Baquero Goyanes, entre otros, ha recalcado la intertextualidad entre las dos novelas, con tres personajes en común, igual ámbito centroamericano, análoga experiencia reciente de un disturbio político, y el esfuerzo, tal vez más sostenido en la segunda obra, de ir en busca del sentido de la existencia. Los tres personajes, el comerciante José Lino Ruiz, el periodista Luis R. Rodríguez y el financiero Doménech, con presencia secundaria en Muertes de perro, pasan a primer plano en El fondo del vaso, cual ocurre en las novelas seriadas de Balzac y de Galdós. Como los trozos de un caleidoscopio, los componentes esenciales de Muertes de perro se reordenan y cobran significaciones sutiles y nuevas en esta continuación. Por ejemplo, el título de la novela de 1958, con sus muertes que llevan consigo simbólicas resurrecciones, recurre alterado en el primer capítulo de El fondo del vaso, titulado «Muertos y vivos». La obra del 62 comienza con un juego entre dos sentidos de «muerte», la física y la existencial. Frente a Luis Pinedo, que en su inventario de los muertos (Muertes de perro, cap. II) incluyó a Ruiz y a Rodríguez, el primero, animado por el segundo, toma la palabra, refuta la afirmación de su muerte en la acepción biológica, y poco a poco viene a percatarse de su propia «inexistencia» en el sentido de autorrealización. «Muerto» Ruiz en sentido figurado, le sustituye en su casa Rodríguez, ocupando su comedor y, sin saberlo el comerciante, también su alcoba. Así que, en una y otra novela, la «muerte» ocasiona «resurrecciones». En El fondo del vaso, además, los símbolos animales no desaparecen, pero varían de significación, pues si antes connotaban seres vivos que actúan por reacción, ahora cobran valores simbólicos asociados con la humillación y con el sacrificio ritual, como el macho cabrío, bestia cornuda, burlada y encerrada, o el toro llevado a la plaza mortal (216-17). Comparándose con ellos, Ruiz prepara su ánimo para la contrición que le permitirá entender su propia nulidad, arrepentirse de su pecado original o deficiencia ontológica y potenciarse para la redención. En Muertes de perro había podido tomar por modelos a Tadeo Requena en su momento de caridad para con Ángelo Rosales, o a María Elena Rosales en su diario íntimo. En realidad, sigue el ejemplo de su propia mujer, Corma, adúltera arrepentida a última hora, y que presenta ante su marido encarcelado el triste espectáculo de un «loro [corrido] a escobazos» (242).

Como el título de Muertes de perro, el de El fondo del vaso refleja la polisemia de la obra entera, porque si, por un lado, recoge de la novela anterior la connotación de la degradación humana, simbolizada por el fondo del vaso de aguardiente en manos de Bocanegra, ofrece, por otro lado, un nuevo sentido de posible redención, como cuando alegres bebedores de antaño levantaban sus copas y exclamaban:

«¡Hasta verte, Jesús mío!», antes de vaciar sus copas y contemplar la imagen de Cristo pintada en el fondo de las mis mas (Fondo, 24). En la segunda novela, los dueños de la innominada república centroamericana ya no son el dictador y su esposa, sino la corrupta burguesía de la capital, que, como en su día Bocanegra, tiende a mirar el mundo a través de sus vasos de licor. En esta obra, como en la otra, emplea Ayala el perspectivismo. Pero con la diferencia de que la escritura, más sencilla, obliga al lector a mayores sutilezas para valorar a los personajes. Las primeras dos partes de la novela cosen un género literario a otro, como hacía Cervantes; la tercera y última consiste en un monólogo interior del protagonista, Ruiz, que también ha escrito toda la primera parte, salvo el primer párrafo, compuesto por Rodríguez en nombre suyo. Lo cual nos indica cómo hay que leer toda esta primera parte, teniendo en cuenta la estulticia de Ruiz, para restar lo que en su discurso hay de exagerado, y colaborando en la creación de los personajes, como ya hemos colaborado en la creación de enigmas vivientes como Bocanegra, Tadeo Requena y los hermanos Rosales en Muertes de perro. Ruiz, instado por Rodríguez, ha querido dotar su vida de sentido rebatiendo Muertes de perro en un panfleto polémico, que, sin embargo, a causa de su abulia, abandona y convierte sin previo aviso en diario íntimo. Viendo, en El fondo del vaso, cómo Corina, Candelaria Gómez, Luis Rodríguez, su hijo Júnior, don Cipriano Medrano y otros personajes buscan o eluden el sentido de sus vidas, llegamos a conocerlos mejor que el protagonista mismo de la novela. La segunda parte, compuesta de recortes periodísticos, da la palabra al sector altoburgués de la sociedad, que representa el diario El Comercio aludido ya en Muertes de perro. Los asesinatos de esta última novela se reducen a uno solo en El fondo del vaso, y la información periodística reviste el tono de una novela policíaca -notable también a veces en la narrativa de Luis Pinedo en la obra anterior- cuando informa sobre los indicios que la policía descubre en busca del asesino del Júnior Rodríguez. Entre los sospechosos figuran pandillas de adolescentes de la gran urbe y sus enemigos, los miembros de un culto primitivo, que recoge y refuerza el elemento de superstición presente en la trama de Muertes de perro. Ruiz se ve detenido y acusado por un homicidio que él no ha cometido. Pero, en vez de seguir el declive de doña Concha encarcelada en Muertes de perro, opta por la prestación de sentido a su existencia mediante el perdón y el arrepentimiento.

¿Cómo explicar, luego, la catarsis que experimentamos tras la lectura tanto de Muertes de perro como de El fondo del vaso? Nos encontramos edificados, evidentemente, al contemplar el esfuerzo final de José Lino Ruiz por luchar contra su propia necedad y encaminarse hacia la autorredención. Mas si nos sale al encuentro una cierta ejemplaridad positiva en El fondo del vaso, en Muertes de perro el fenómeno catártico resulta más complicado. Cuando personajes como Tadeo Requena al socorrer a Ángelo, María Elena Rosales al escribir su diario, su padre al suicidarse y Bocanegra al entregar la pistola a Tadeo, descubren la inanidad de sus propias existencias, el encuentro consigo mismos los depura de toda la hojarasca superficial de sus vidas. Luego, o pueden seguir viviendo con pleno sentido, fieles a lo esencial, o pueden dejar de lado la vivencia de su autopurgación recayendo en la corrupción de siempre. La primera alternativa nos proporciona un ejemplo positivo, la segunda alternativa uno negativo. De ahí la sensación de frescura que nos suministra la inmersión como lectores en una y otra novela. De ahí también la paradoja de que, si Muertes de perro nos ofrece una cantidad abrumadora de violencias, terminemos su lectura mejor armados para procurar el sentido de una vida auténtica en medio de las más confusas circunstancias sociales.

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Muertes de perro

I

Estamos demasiado acostumbrados hoy día a ver en el cine revoluciones, guerras, asaltos y asonadas, todas esas espectaculares violencias [2], en fin, donde la bestia humana ruge [3]; pero quien sólo en el cine las haya visto, mal podrá -pienso yo- imaginarse la sencillez estupenda con que en la realidad se desenvuelven cuando por desgracia le toca a uno -como a mí, ahora- presenciarlas de veras. Transcurrido el tiempo, acontecimientos tales serán sin duda admiración de las generaciones nuevas; y el que los ha vivido pasará a sus ojos, sin otro motivo, por un héroe. En cuanto a mí, desde luego renuncio a semejante gloria, y me aplico a preparar este relato con el desengaño de la pura verdad. Instalado siempre en mi sillón de ruedas, testigo de tanto y tan cruel desorden, aquí estoy, en medio del torbellino, sin que hasta el momento nadie me haya molestado. Si mi invalidez sigue valiéndome, si acaso no se le ocurre todavía a algún mala sangre divertirse a costa de este pobre tullido y meterme de un empujón en la grotesca danza de la muerte [4], es muy probable que lleguemos al final, y pueda contarlo… Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente.

Mientras tanto, mi nulidad me preserva. De mí, ¿quién va a ocuparse? Y hasta me sobra el tiempo y el sosiego para observar, inquirir, enterarme, averiguarlo todo, e incluso para hacer acopio de documentos; sí, juntar los papeles sobre cuyo valor documental habrá de fundarse luego la historia de este turbulento período. Por supuesto, no voy a alardear de tal servicio, ni es tampoco gran mérito dedicarme a recogerlos y coleccionarlos; pues ¿en qué mejor cosa podría ocuparme? Vástago de una familia de escribas, y clavado por añadidura a este sillón desde los días ya bastante remotos de la adolescencia, a mí me corresponde por derecho propio esta sedentaria tarea, cuando todos se afanan por matarse unos a otros. Cada cual a lo suyo, digo yo; y en esto no hay alarde, antes al contrario… Cierto es, lo sé bien, que mi condición no constituiría impedimento mayor para quien gustase de participar en las luchas de su tiempo; y no digamos, si por ventura poseía el genio de la política: ahí tenemos, no tan lejano, el caso de Roosevelt como ejemplo y espejo de paralíticos activos [5]; y aun sin irse a lo alto, ¿acaso este viejo Olóriz, lisiado ya y no menos impedido que yo, medio imbécil de senilidad, no es quien está, en cierto modo, dirigiendo ahora entre nosotros, con su mano temblona, la horrible zarabanda [6]? ¿No es él quien decreta muertes bajo pretexto de pública salvación, quien ordena interrogatorios y dispone torturas, y maneja, en suma, desde su rincón, los hilos todos de los títeres? Él es, aunque mentira parezca.

Pero yo, pobre de mí, que jamás sentí el aguijón de tales deseos, he hecho y hago, en cambio, virtud de mi enfermedad para reforzar con ella mi tradición doméstica de lector y de escribidor, hasta haberme convertido a los ojos de los demás en esa rara avis, o bicho raro, que en mí ven: especie de absurdo mochuelo, con el pecho poderoso y las patas secas. ¡Dejadlos! Ellos pugnan, ellos luchan, ellos se desgarran, ellos se arrancan la vida y, movidos por oleadas de ciega pasión, actúan como protagonistas. Sin embargo, ¿quién les dice que no haya de ser mi nombre, el nombre de Luis Pinedo, del insignificante Pinedito, el que se haga ilustre, a fin de cuentas, por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos cuya importancia nadie reconoce ahora, y en los que nadie repara?… Silenciosamente, los recojo yo mientras tanto para redactar en su día la crónica de los sucesos actuales; y es curioso que los sucesos mismos, en su vendaval, se encargan de irlos trayendo hasta mis manos. Si las turbas no hubieran asaltado varias legaciones, es claro que nunca habrían llegado a mi poder las piezas de sus archivos, dispersos al viento, que aquí tengo. Sin la desbandada del convento de Santa Rosa, cuya abadesa buscó en la Embajada de España, luego saqueada por un grupo de insensatos, breve, inseguro y efímero refugio, no poseería yo en custodia el mazo de cartas y borradores que obran en mis carpetas… Y como ésos, son bastantes -y muy sabrosos, por cierto, algunos de ellos- los escritos que, a favor de las circunstancias, he conseguido reunir y clasificar hasta el momento.

Los hay, en efecto, para todos los gustos y en todos los géneros; pero ninguno, sin embargo, tan precioso para mí, ni tan inesperado, debo decirlo, como las memorias que, con meticulosidad increíble y cierta buena mano literaria, venía pergeñando en secreto, día tras día, sobre papel timbrado de la Presidencia, el mismo oscuro, turbio y atravesado sujeto que había de desencadenar los acontecimientos trágicos, para ser enseguida su primera víctima: el secretario particular Tadeo Requena. Bien puede imaginarse la importancia reveladora de ciertas claves contenidas en el largo y a veces también impertinente relatorio, o especie de autobiografía, de este atroz personaje que, desde su segundo plano, tan decisiva actuación tuvo en todo; importancia tal, que su escrito deberá ser la piedra angular de cualquier construcción histórica erigida en el futuro.

No disimularé que me ilusiona la perspectiva de ser yo mismo, si es que arribamos a buen puerto, el arquitecto de esa obra grandiosa. Es una tarea digna; vale la pena, y presiento que me está reservada. Por lo pronto, ganaré tiempo aplicándome a la labor preparatoria de juntar y ordenar los materiales, allegar las fuentes dispersas, y trazar algún que otro comentario, aclaración o glosa que concierte y relacione entre sí los acontecimientos, depure los hechos y establezca el verdadero alcance y el cabal sentido de cada suceso. De esta manera, calmo mi ansiedad, lleno las horas y, en el caso en que la suerte no me acompañe hasta el final o me fallen las fuerzas, quedará siempre ahí un mamotreto crudo y un tanto caótico, sí, pero de cualquier modo útil; más diré: indispensable; pues en este bendito país nuestro pronto se pierde la memoria de todo, de lo bueno como de lo malo; y no es éste nuestro menor defecto, la verdad sea dicha: vivimos al día, sin recuerdo del pasado ni preocupación del porvenir, entregados a un fatalismo que nos lleva, en lo individual como en lo colectivo, de la abulia al frenesí, para recaer de nuevo en el letargo tras cada convulsión.

Eso, quizás por suponerse que nada de lo que ocurra o pueda ocurrir aquí tiene entidad real. Y es innegable -perdóneseme la digresión-: nuestro país no cuenta para mucho en el mundo; nosotros mismos lo tenemos en poco; debajo de todo nuestro patriotismo verbal, lo despreciamos, hay que reconocerlo; nos avergonzamos de él. De cualquier modo, queramos o no, el hecho es que se trata de un país chiquito, demasiado chiquito, un pobre rincón del trópico, apartado, perdido entre las que nosotros, con evidente hipérbole, llamamos, en comparación, «las grandes potencias vecinas»; y todavía, por si fuera poco, encerrado tras esa franja de terreno que nos aprieta, estrangula y ahoga: la especie de puerto franco, antiguo nido de piratas y hoy emporio comercial, que han podido conservar ahí los holandeses no sé por qué milagro de la astucia [7], de la Providencia o de la simple casualidad. A nosotros, en cambio, ninguna de esas tres instancias nos ha favorecido; y así -tal pensamos, o lo sentimos, sin atrevernos a pensarlo-, en este desdichado pedacito de tierra nada puede intentarse en serio, ni aun siquiera vale la pena… Mas, por otro lado, me pregunto yo a veces, ¿tiene mucho que ver acaso la magnitud de un país con la calidad memorable de lo que en él acontezca? Nosotros solemos consolarnos de nuestra pequeñez territorial con la Atenas de Pericles [8], con las ciudades italianas del Renacimiento (éste es un argumento favorito que nadie ha contradicho jamás, pero que se aduce, sin embargo, siempre de nuevo con énfasis y recurrencia infatigable, en nuestra prensa, radio y tribuna), y, sea como quiera, es indiscutible que los seres humanos viven y luchan y sufren y se juegan la vida y la pierden y mueren, con grandeza o con mezquindad igual, tanto si el país es minúsculo como en los imperios gigantes. Cada cual vale por lo que es, por lo que hace y merece, aunque se vea reducido a hacerlo en el marco de una pequeña república medio dormida en la selva americana.

Acaricio, pues, la esperanza de que me esté reservada a mí, como descendiente que soy de una ilustre estirpe de letrados, gala y prestigio de esta tierra en tiempos menos infelices, la alta misión de impartir esa justicia histórica en un libro que, al mismo tiempo, sirva de admonición a las generaciones venideras y de permanente guía a este pueblo degenerado que alguna vez deberá recuperar su antigua dignidad, humillada hoy por nuestras propias culpas, pero no definitivamente perdida. Pienso poner manos a la obra tan pronto como remita la ola de violencias, desmanes, asesinatos, robos, incendios y demás tropelías que afligen al país desde la muerte del Presidente Bocanegra -cuyo nombre, dicho sea de paso y en vista de cuanto ocurre, no sé ya si deberá calificarse de infame, según pensábamos muchos, o más bien enaltecerlo y llorarlo como esperanza frustrada y malogrado remedio de la Patria. De momento, ordeno mis papeles y mis ideas, adelanto el trabajo y preparo este esbozo previo al libro acabado que me prometo para después. Mientras alrededor mío todos usan el facón o machete, cuando no la pistola, yo ejercitaré la pluma [9]: con no menos áspero deleite.

II

Ahora me explico por qué el cine, y por qué la literatura, y los relatos históricos, y hasta los cuentos que hacen de viva voz a sus nietos los testigos presenciales de semejantes sucesos, dejan siempre una falsa impresión de movimiento vertiginoso [10], cuando el horror de épocas tales consiste más bien, curiosamente, en la lentitud con que los acontecimientos se dilatan, sometidos a una expectativa insaciable, tensa, que estira hasta lo insufrible los minutos, y las horas, y los días, y las semanas, y los meses. Ocurre que, sin quererlo, el narrador aglomera en el relato asesinatos sobre incendios, incendios sobre violaciones, violaciones sobre robos, y así todo se acumula, revuelve y aprieta, muy concentrado; siendo más cierto que en la realidad, y tal como las cosas se desenvolvieron, no hubo nada de semejantes bataholas, entreveros, bullas ni atropelladas, sino, sencillamente, que tal vez una mañana, cuando está uno terminando de afeitarse, alguien, otro huésped de la misma pensión, acude a contarle con la excitación natural que el Presidente Bocanegra ha amanecido muerto después de la trasnochada de una fiesta oficial en Palacio. Y claro es: se conjetura en seguida y se da por hecho que habrá sido un ataque al corazón, pues ya antes se solía temer con celosa y compungida maledicencia que sus excesos alcohólicos, y otros, lo empujaran a tan repentino fin. Pero no será hasta luego, más tarde, a la hora del café, en la sobremesa, que al cabo vendremos a enterarnos (por lo demás, en manera todavía bastante confusa, bajo la forma de un rumor que el resto de la jornada deberá confirmar) de la sensacional versión: Su Excelencia murió asesinado, y nada menos que por su propio secretario particular, el joven Tadeo Requena, a quien tanto había protegido; y muy probablemente a consecuencia -podía sospecharse- de líos de alcoba; y de que el matador, a su vez, aquella misma madrugada… Etcétera. Con ritmo lento, siguen escanciándose las noticias. La gota de agua que cae no basta a apagar -al contrario, estimula- nuestra sed de novedades. Ya todo será poco de ahí en adelante. Se inventa, se fabula, se miente, se confía a la imaginación la tarea de satisfacer con engañoso pasto a la voraz curiosidad, muy despierta por la certidumbre de que van a seguir ocurriendo cosas, y siempre al acecho. Se quisiera no tener que dormir; ni faltan quienes salgan a escrutar, a ventear en la noche las víctimas de que, puntual, informará la mañana, cuando no a promoverlas por su mano. O aquéllos a quienes, si la mano les tiembla, no les tiemble la voz delatora, y matan con el aliento, con la sombra de la sospecha, con la mirada. Viene luego el regodeo en los detalles macabros, el asombro y la admiración de las pretendidas ejemplaridades. Apareció el Chino López suspendido de un árbol por los pies, en la Cortada de San José Bendito, y, observando que entre los podridos dientes le habían atascado la boca con sus propios testículos, ¿quién no recordaría sus siniestras y celebradas gracias de castrador avezado, y quién no traería a colación el nombre del difunto senador Rosales, su «cliente» más notorio? [11]. O ¿cómo no suponer, por ejemplo, que al majadero de José Lino Ruiz (Dios lo haya perdonado) lo que le costó el pellejo fueron -pues ¡qué otra cosa iba a ser!- sus ufanas series de interminables carambolas en el Gran Café y Billares de La Aurora; y al gallego Rodríguez, sus gramatiquerías puntillosas en las columnas de El Comercio? [12]

Dos periodistas españoles trabajaban en la redacción de ese gran diario local, y los dos perecieron, a lo que parece, víctimas de su propia insolencia. Al otro, Camarasa, muchos se la tenían jurada desde que, hará cosa de un año o dos, publicó aquel famoso y tontísimo artículo sobre Cómo se hace una nación, que levantó tal polvareda y que había de resultarle fatal en la oportunidad de las actuales circunstancias. Es el colmo, perder la vida por haber querido hacerse el gracioso. Pero siquiera esa broma contenía una punta política, y bastante punzante si se va a analizar, pretexto que nadie hubiera podido aducir, en cambio, ni con los palmetazos pedantes del gallego Rodríguez, ni con las inocentes carambolas del pobre José Lino. De todas maneras, bien lejos estaría su autor, cuando se divirtió en borronear esa eutrapelia, o paparrucha, de imaginarse el precio que, no muy a la larga, tendría que pagar por ella. Camarasa era un andaluz zafado, medio sardónico, incapaz de retener la lengua, ni la pluma; pero, en el fondo, no mala persona.

Cierto es también que en la ruleta de períodos turbulentos como éste se ve funcionar más al desnudo y más en crudo ese misterioso factor de la vida humana al que llamamos suerte: la buena o la mala suerte de cada cual se manifiesta entonces a través de las más estupendas combinaciones del azar. Pero hay casos en que hubiera sido menester casi un milagro para torcer destino tan perfectamente previsible, dadas las circunstancias, como el de nuestra desdichada Primera Dama de la República [13], la inefable doña Concha, a quien centenares, quizás, de voluntarios, allá en el chiquero-prisión de la Inmaculada, pasaron por las armas (con este eufemismo canalla se lo significaba, guiñando el ojo) antes de que un sádico imbécil pusiera término al general entretenimiento machacándole el cráneo. La ilustre matrona se había labrado con su conducta un final tan lamentable, hasta el punto de que algunos pudieran considerarlo merecido castigo. No en vano -alegaban- se luce la pechuga ante todo un pueblo durante años y años, en fotografías, en noticiarios de cine, por la televisión [14]. También la publicidad puede volverse arma de doble filo… Pero hay algo que todavía nadie conoce, y es uno de los secretos que yo revelaré al mundo: a saber, que la buena señora se tenía muy ganado en efecto tan horrible acabóse, y no por la venial, aun cuando contumaz ya, e inveterada culpa de provocar urbietorbi [15] con sus abultados pectorales encantos, sino en razón de manejos criminales a los que sin duda, la llevaron no sé qué infelices veleidades de heroína shakespeareana [16]. Así se desprende claramente de las memorias de Tadeo Requena, y así habrá de explicarse y documentarse llegado el momento en las presentes notas.

III

¡Buena caja de sorpresas es el mundo [17], y bien de ellas encierran las tales memorias! ¡Quién lo hubiera adivinado! Pocas son las cosas que se escapan a mi observación en esta desconocida Atenas del trópico americano [18]. Reducido por mi enfermedad al mero papel de espectador, desde mi butaca veo, percibo y capto lo que a otros, a casi todos, pasa inadvertido. Son las compensaciones que la perspectiva del sillón de ruedas ofrece al tullido. ¿Se imagina a un ratón que, asomado a su agujero, o a un canario en su jaula, pudiera tomar nota de cuanto, descuidadas, hacen y dicen las gentes? Quieto en un ángulo del café, mientras los demás van y vienen, o instalado acaso tras los jugadores de billar que, al inclinarse para perfilar con esmero sus carambolas, me muestran el fondillo de sus pantalones, he corrido yo más mundo, y más cosas he visto, que otros apurándose, desalados, de un lado a otro. Pero, con eso y todo, he de confesarlo: el joven secretario Tadeo Requena me dio el gran chasco. Ahí, el ratón y el canario fallaron: descubrir las memorias fue para mí un asombro del que todavía no salgo. ¿De modo que este sujeto gris, callado, inteligente sin duda, pero brutal, y sobre todo frío como un lagarto, despreciable en definitiva; esta especie de arribista desaprensivo, acabado ejemplo de la mulatería rampante que hoy asola el país, resultaba ser en el secreto de sí mismo nada menos que todo un señor dotado de aficiones literarias; y no sólo eso, sino un crítico implacable de la sociedad en torno suyo, muy capaz el hombrecito de darle a sus rencores la forma del sarcasmo; que pertenecía en fin a la clase de individuos que se permiten la extravagancia, sólo disculpable para un inválido, de emplear sus horas sobrantes en garrapatear y emborronar hojas y más hojas, por el puro gusto de delatarse, traicionarse y venderse; quiero decir que, en el fondo, era uno como yo, un animal de mi especie [19], un congénere mío? Si en lugar de caer en mis manos por pura casualidad, el montón de papeles va a parar en la basura, como hubiera sido normal en los tiempos que corremos y con el desorden que hoy reina en todo, ¡adiós para siempre Tadeo Requena! Junto con su cuerpo acribillado a tiros, se hubiera enterrado su nombre oscuro, y una parte de la historia contemporánea, si no importante para el resto del mundo, al menos curiosa y aleccionadora para nosotros y, hasta cierto punto, ejemplar. Pues es lo cierto que estas memorias constituyen la pieza maestra en la serie de documentos que estoy reuniendo y que me propongo extractar aquí como base de mi futuro libro.

Hay en ellas, por supuesto, bastantes cosas que, o no vienen al caso, o a veces diluyen lo interesante en multitud de pormenores triviales o accesorios, sólo relacionados con el autor mismo y sus preocupaciones; pues el tal sujeto era de veras egocéntrico, bajo aquella apariencia entre feroz y servicial que lo había convertido en el perro guardián del Presidente [20]. De su manuscrito me prometo omitir o resumir todo lo que no afecta al curso de la vida pública, aun cuando, para empezar, y aquí mismo ya, no me resistiré a reproducir algo del relato que hace sobre los orígenes de su buena fortuna y la manera como le aconteció venir -o, mejor, ser traído- a la Capital (a la Corte, pudiera haber dicho; y aún me extraña que no pusiera a contribución el joven Tadeo aquella cultura precaria y apresurada que el doctor Luisito Rosales le había hecho ingerir, y que él, aunque pretenda disimularlo con desdenes, ingurgitó sin duda ávidamente, para invocar en ese punto los antecedentes ilustres que la Historia -con mayúscula- ofrece a su raro destino; sí, me extraña que, en su manía de grandezas, no le acudiera a las mientes, digamos, la halagadora comparación, que resulta obvia, con el famoso e imperial Donjuán de Austria [21]…). Da comienzo a sus memorias el secretario Requena -lo cual no es mala idea, y prueba lo seguro de su instinto literario- con algunas reflexiones generales, o lugares comunes, acerca de la vida humana y de lo incalculable de la suerte. «Inescrutable» es la palabra pretenciosa que emplea y repite. Exclama: «¡Si de veras pudiera uno leer el porvenir!…»; y esta exclamación, este suspiro, es la primera frase que trazó su pluma, para seguir lamentando enseguida que las señales del destino, borrosas siempre, suelan a menudo ser engañadoras; que muchas veces emprendes algo bajo lo que consideras excelentes auspicios, y luego todo te sale al revés; aun cuando, con frecuencia, también aquello que al pronto te había parecido una desgracia cambia a lo mejor de sentido y resulta una bendición, de modo que viene a confirmar por último los signos iniciales; así que, en definitiva, nunca se sabe… El pobre Tadeo Requena lo escribe, es claro, para abrir con cierta dignidad retórica el tema del fabuloso giro de su fortuna y subrayar lo mucho que para él tuvo de cosa inesperada, de sueño increíble [22]. «Yo era entonces un mero desgraciado, nadie; menos que nadie, nada. Desde mi actual posición condesciendo más de una vez, no sin complacencia, a reconocerme retrospectivamente en aquel abandono. Ni conciencia tenía, Dios me valga, de mi estado miserable; ni cuenta me daba tan siquiera, pues mi suerte era al fin la misma suerte negra de tantos otros, de todos», explica.

La verdad es que su pasmo un tanto retórico ante las inesperadas vueltas del mundo hubiera podido crecer aún más, y bien amargamente, en ponderaciones si antes no viene la muerte a cortar el hilo de sus puntuales memorias. Los acontecimientos postreros fueron de veras pródigos en posibles y muy dramáticas ilustraciones del tema. Pues ¿quién le iba a haber dicho, por ejemplo, al Presidente Bocanegra que su iniciativa de recoger, educar y tener consigo a ese joven Tadeo ejercería influencia tan funesta sobre el tinglado de su poder y de su reputación terrible, arruinado de un solo golpe? Quizás la mirada mortal que el caudillo echó a su secretario -la mirada última, entre estertores ya- estuvo fijada sobre el recuerdo de la fecha y ocasión en que encargara a un hombre de su confianza, el entonces comandante y hoy coronel Cortina, de ir al poblado de San Cosme, y buscar al muchacho y traerlo enseguida a su presencia… En cuanto al propio Tadeo, ¿cuándo hubiera podido imaginarse este infeliz que el mismo hombre, el mismo Pancho Cortina que fue a sacarlo del pueblo en cumplimiento de órdenes superiores, ese comandante Cortina, objeto visible de su admiración desde el primer instante, sería por último quien habría de matarlo a él como a un perro, poniendo así también el epílogo (un epílogo de sangre, escrito con la pistola) a estas memorias en cuyo pórtico aparece como ángel mensajero y custodio? Sí, desventurado Tadeo Requena: tú mismo ignorabas hasta qué punto es imprevisible el curso de la humana existencia, y qué tremenda verdad encerraban las frases y artificios de literato aficionado con que diste comienzo a tus memorias…

Después de ese exordio, no inoportuno ni torpe, aunque tampoco original [23], entra el autor con gentil andadura en el relato directo. Sin más preámbulo, comienza ahora a contar su vida el futuro secretario. Dice así (y transcribo): «Alrededor de diecisiete años o dieciocho debía de tener yo por entonces. Era ya hombre crecido, y no hacía nada de provecho. Pero ¿qué podía hacer? Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba; las gentes hablaban despacio, se movían despacio; muchos se iban yendo a echar el bofe en las factorías holandesas, algunos, con más suerte, alcanzaban a llegar hasta los Estados Unidos, y allí se quedaban para siempre. Yo sabía que también, un día u otro, pero pronto ya, tendría que irme a mi vez y buscarme la vida; más, por el momento, prefería no pensar en nada y me pasaba el tiempo papando moscas como un idiota. ¿Hubiera podido sospechar, soñar siquiera, lo que me aguardaba? El Presidente Bocanegra significaba para mí por aquel entonces poco más que esa imagen bigotuda, con una banda terciada al pecho, que se repetía en las paredes de todas las cantinas, en la panadería, en la comisaría, en la escuela; ese retrato sempiterno, y un aura remota de poder incontrastable, hecha de los más vagos temores y esperanzas; cuando de pronto, cierto día, increíblemente, yo, como por arte de magia, me veo llevado ante su presencia… Serían dos de la tarde, o poco más; y, medio recostado a la sombra, contra el quicio, aguantaba yo el calor, a la puerta del almacén del gallego Luna, junto a la plaza. De pronto, se oye estruendo de motocicletas: la policía. Estiro el pescuezo: uno, dos guardias; enseguida, un jip, y dentro del jip un oficial. Despacio me acerqué a curiosear, como todos. ¡Demonio! ¡Si era a mí a quien buscaban! Cuando el jefe, asomando la cabeza, preguntó por Tadeo el de la Belén, los grandes me miraron con aprensión y los chicos me señalaron con alborozo, con oficiosidad. Entonces uno de los guardias, agarrándome del brazo, sin más explicaciones me metió en el carro, junto a su comandante.

»-No tengas miedo -rió éste, con los dientes muy blancos bajo el bigote muy negro; quería tranquilizarme.

»-Yo no tengo miedo -le respondí, arisco. Pero me estaba acordando entonces del Juancito Álvarez, sólo un año mayor que yo, a quien poco antes lo habían prendido así, junto con otros dos hombres ya mayores, sin que nunca más se volviera a saber de ninguno.

»Mi suerte iba a ser muy distinta. El oficial consiguió infundirme confianza. Me aseguró que nada malo había de ocurrirme, sino al contrario. Me dijo su nombre: Soy el comandante Francisco Cortina, me dijo; quería ser amable. Yo, por mi parte, no entendía nada. Reflexioné: Lo que sea, sonará. Era una manera de estar tranquilo: después de todo -pensé-, para los pobres, nada es nunca demasiado bueno, pero tampoco puede ser demasiado malo. Y me puse a contemplar el camino. Jamás antes había salido yo de San Cosme; atravesamos varios pueblos, yo los miraba, y la gente me miraba a mí al pasar como flecha… No se me olvidará la entrada en la capital. Ahí sí me hubiera gustado que el jip no corriera tanto. Aquello lucía como en las películas. Bastantes veces había recorrido, con los ojos, en el cine del pueblo, las calles de Nueva York, de Chicago, conocía sobre todo México, me había asomado a Buenos Aires, a París, a Londres [24]. A nada de eso se parecía esta ciudad, siendo la capital. Pero, en cambio, tenía la ventaja de ser real; estaba ahí, de bulto, y yo dentro de ella. Nuestro jip, como rata que se escabulle, recorría calles y calles, hasta refugiarse por último en un patio que -lo supe luego- pertenecía nada menos que al Palacio Nacional, y es este mismo patio, precisamente, que ahora puede verse desde la ventana de mi cuarto, cruzado de jips a toda hora y lleno de guardias discutidores o chanceros. El comandante Cortina pertenecía a la casa. Me condujo por escaleras y pasillos; y yo seguí sus botas altas y lustrosas, el tintineo de sus espuelas, hasta una habitación donde por fin nos detuvimos y me mandó esperarlo. Allí me estuve; allí, es decir: aquí; pues era, estoy casi seguro, este mismo antedespacho donde ahora tengo instalado mi escritorio, y que entonces estaba dispuesto como una sala, con diván, butacas y sillas. Me senté en un rincón, y aguardé quién sabe el tiempo, rabioso ya de hambre al cabo de un rato, pues quizás si habría comido en todo el día una o dos bananas: en casa, yo nunca quería comer de lo poco que hubiera; no me gustaba que luego me gritaran vago. Pensé con disgusto en mi vieja, siempre sucia y gruñendo, con su piara de negritos a la zaga [25]. ¿Cuándo me echaría en falta? ¿Mañana? ¡Nunca! Ya le habrían ido con la noticia, y estaría toda alborotada. Sí, claro, ¿cómo no iban a haberle llevado enseguida el cuento? Aparte la chiquillería, el gallego Luna y otros más habían visto a los guardias botarme en el jip -el gallego Luna, a quien (en ese instante vine a recapacitar sobre ello) le sorprendí entonces, de refilón, una mirada astuta y burlesca, muy de gallego, que no acerté a interpretar en la confusión del momento, pero que por lo pronto se me quedó grabada. Luego, más tarde, corriendo el tiempo, supe, sí, que nadie en el pueblo se había sorprendido ni alarmado; supe que desde siempre me habían tenido por una criatura destinada a altas protecciones; supe que mi propia madre, al enterarse, había comentado con cierto encono: ¡Ya iba siendo hora de que, por lo menos, lo metieran con una plaza en la policía!; y que había pronosticado con amargura: Por supuesto, él se olvidará en seguida de su gente… Y la verdad es, ahora que lo pienso, que yo hubiera querido hacer algo por ellos; y algún día, cuando crezcan más los negritos, no faltará ocasión de que lo cumpla. Hasta el presente, harto trabajo he tenido con cuidar de mí mismo. En cuanto a ella, la pobre, ya eso no tiene remedio: está bajo tierra hace como cuatro años. Tendré que ir alguna vez al cementerio del pueblo a buscar su sepultura para hacerle poner una lujosa lápida… pero ¿qué podía yo imaginar entonces? Ni siquiera sabía dónde me encontraba. Estaba como en un sueño en el cual, aceptando lo inverosímil, uno transita sin inmutarse por las situaciones más absurdas. Parecerá mentira; pero, en medio de aquella rareza, traído como en volandas a aquel salón lujosísimo y para mí nunca visto, lo único que me preocupaba era el hambre que, como un gato, me arañaba dentro del estómago. Me habían dejado solo; y, a la distancia, en otras habitaciones, se oían de vez en cuando pasos, o susurros, o un portazo. Yo, que casi no me atrevía a moverme de mi sitio, estaba dándome plazos para alzarme y echar a andar hasta que alguno me atajara; cuando, de pronto, vi entreabrirse la puerta…»

Así es como refiere Tadeo Requena su entrada en la casa presidencial. Cuenta a continuación que, después de tanta espera, esa noche cenó -como un bárbaro, dice- y durmió -como un tronco- en el cuerpo de guardia; y sólo bien entrada la mañana siguiente, reanudándose el lúcido sueño del nuevo Segismundo cuyo papel había comenzado a representar [26], fue introducido otra vez en el Palacio y llevado por fin a la augusta presencia de Bocanegra. ¿En qué circunstancias? Más valdrá reproducir las palabras exactas del interesado. Su naturalidad ingenua describe las maneras y estilos del inmundo dictador que hemos padecido, con elocuencia mayor que los indignados dicterios y apostrofes de sus peores detractores.

«El comandante Cortina en persona -continúa relatando Tadeo Requena- acudió a buscarme al otro día, y de nuevo me hizo subir las escaleras de mármol. ¡Venga conmigo, por favor, joven!, me dijo. Y yo lo seguí a través de galerías y corredores [27], ensuciando con mis alpargatas las lustrosas maderas del piso, hasta un lugar del todo extraño para mí entonces, una pieza que yo, pobre ignorante, ni siquiera barruntaba; pues era aquélla, por cierto, la primera vez en mi vida que me asomaba a un cuarto de baño, con sus mosaicos rutilantes y sus curiosísimas instalaciones. Más grande y mejor, tampoco lo he visto nunca después, la verdad. Era lo que se dice un salón; y, en efecto, allí se encontraban reunidas en aquel momento un montón de ilustres personalidades entre las cuales descubrí, con asombro y cierta sensación de alivio, a alguien que yo conocía: al doctor don Luisito Rosales, el hermano de nuestro difunto senador. Lo conocía, digo. Sí, igual que los perros realengos [28] pueden conocer al dueño de la mansión. ¿No había de conocerlo? Pero mi alivio era tonto, porque él, en cambio, jamás había reparado en mí ni sabría de mi existencia más que de la de cualquier otro hijo de lavandera que, acaso, una vez que otra, ayuda a entregar la ropa y aprovecha la ocasión para admirar furtivamente el interior de la casa grande. Ahora, la casa de los señores, o de los Rosales, como también la llamábamos, estaba cerrada desde hacía algún tiempo: desde la muerte violenta del senador. Entonces se dispersó la familia: la viuda se fue para Nueva York con los hijos, y el otro hermano, este don Luisito, se instaló poco después en la Capital, y raramente iba a San Cosme; sobre todo, desde que lo nombraron ministro del gobierno… Pues ahora, de sopetón, me lo veo en aquella sala de baño, entre otros caballeros que, al entrar yo a la zaga del comandante, dardearon miradas de reojo sobre mi encogida presencia, sin distraer no obstante su atención de otro, hacia el que, con ansiosa deferencia, se volcaban todos. Medio oculto por la concurrencia, ese otro era -casi me muero del susto cuando lo reconocí- el mismísimo Presidente Bocanegra, Bocanegra en cuerpo y alma, con los ojos obsesionantes y los bigotazos caídos que yo tanto conocía por el retrato de la cantina; aunque, claro está, sin la banda cruzada al pecho; pues Su Excelencia, único personaje sentado en medio de aquella distinguida sociedad, posaba sobre la letrina (o, como pronto aprendí a decir, en el inodoro), y desde ese sitial estaba presidiendo a sus dignatarios [29].

»No podía sospechar yo a la sazón que se me había introducido así, de golpe y porrazo, en el círculo íntimo de los privilegiados, en un santuario cuyo acceso implicaba el honor supremo en el Estado, ni que centenares y miles de sujetos habrían envidiado, de haberla conocido, mi casi fabulosa fortuna. Todo esto lo aprendería después, y sería el propio doctor Rosales quien me lo enseñara, como tantas y tantas otras cosas que tan útil me ha sido saber en lo sucesivo. Al doctor debo agradecérselo, y no sería de hombre bien nacido negarle el reconocimiento que le debo, por más que me administrara sus enseñanzas con bastante pesadez y, en lugar de irse al grano, se regodeara cansándome con innecesarias prolijidades. Así, por ejemplo, a propósito siempre de esta confianza y familiaridad que nuestro caudillo solía cicatear tanto y que a mí me otorgó desde el primer instante, el doctor se creyó en el caso de aburrirme en su día con una larga conferencia atiborrada de datos (quién sabe si, a lo mejor, hasta inventados por el) sobre el lever (o «levantada», como enseguida me aclaró) de los reyes de Francia, disertación trufada todavía de anécdotas escasamente relacionadas con el tema, como un cuento de la muerte de Sancho no sé cuántos de Castilla, a quien el traidor Bellido alanceó cuando su indefenso rey exoneraba el vientre junto a una tapia [30]; y dilatada aun, por si fuera poco, mediante latosísimas digresiones político-morales sobre los arcana imperii [31], como él se escuchaba declinar, y acerca de las antecámaras que, si protegen al poderoso, lo aíslan al mismo tiempo y enrarecen su atmósfera. De toda aquella palabrería procuraba yo siempre desechar la hojarasca y obtener algún fruto. Creo que lo obtuve, y esto, en verdad -modestia aparte-, es mayor mérito acaso del alumno que del propio preceptor.

Pero, volviendo ahora a mi relato: como decía, para desconcierto de aquel infeliz patán que era yo por entonces, descubro de pronto, en medio de tan empingorotada reunión, nada menos que a Bocanegra; y vengo a descubrirlo cuando ya él tenía clavados sus ojos en mí. Casi pego un salto; pero por suerte no me faltó el aplomo, y conseguí mostrarme de lo más tranquilo, con una tranquilidad -pienso- que debía de parecer ya hasta insolente. Me interpeló desde su trono (y fue la primera vez que oí su voz áspera, curiosamente matizada de inflexiones tiernas, casi quebradizas): -Así que éste es el Tadeo -exclamó-. Acércate, muchacho, acércate… [32] -me dijo. Ahora, y no antes de ahora, se dieron por notificados los demás de mi presencia, y vertieron sobre mi cabeza humilde el bálsamo de sus miradas de simpatía; incluso me empujaron suavemente hacia el caudillo… Con desconfianza, con incredulidad, le oí entonces hablar, en forma un tanto sibilina, sobre planes, proyectos y designios relacionados conmigo, de entre cuya nebulosa pude sacar en limpio tan sólo que me confiaba por lo pronto a los buenos oficios de su ministro de Instrucción Pública (es decir, el doctor Rosales, allí presente), así como a los del comandante Pancho Cortina, que hasta allí me había conducido, para que ambos velaran, respectivamente, por mi bienestar físico y mi formación espiritual, preparándome -y en el más breve plazo posible, ¿entendido?- para desempeñar cualquier misión o puesto que se me asignara. -Quiero verlo sin tardanza hecho un doctorcito en Leyes, ¿eh?; pero ¡sin tardanza!»

IV

«Un doctorcito en Leyes, y sin tardanza.» Así era Bocanegra. Su digno secretario privado lo está retratando desde el primer día. De la noche a la mañana, había que convertir en doctor a ese palurdo aguzado, no más porque se le antojaba a él… Razón tenía, sin embargo; pues ¿acaso nuestra vieja e ilustre Universidad Nacional de San Felipe, una de las primeras fundadas en el Nuevo Mundo con el doble título de real y pontificia, no se había rebajado poco antes a discernirle a él mismo, viejo estudiantón fracasado, su más alto y preciado galardón, el título de doctor honoris causa, por el solo hecho de verlo ahora encumbrado al poder? ¡Doctorcito en Leyes, y sin tardanza! Durante cinco años tuve yo que rodar, con mis piernas inútiles, por las aulas, para poder llamarme abogado, mientras que ahora, éste… ¡Formidable caso! Y no hay que decir: el inefable Luisito Rosales, para quien los deseos del Gran Mandón eran órdenes literalmente, por si no bastara con encajarle a aquel jayán la toga académica poco después de haberle hecho calzar los primeros zapatos, se encargó todavía, con toda oficiosidad, de desasnarlo, pulirlo, instruirlo y hacerlo presentable, de manera que, en definitiva, no desdijera al lado de tanto abogadete como pulula en las oficinas nacionales. Más aún, logró hasta dotarlo de cierta vitola intelectual impresionante a primera vista, si bien la túnica lujosa de la cultura superior, echada a toda prisa por encima, disimulara mal a veces los harapos de su primaria indigencia. Testigo son de esa absurda mezcla de educación de príncipe y de cursos abreviados de academia preparatoria las memorias estas que estoy utilizando, escritas con mucha presunción literaria y en verdad no desdeñable arte, pero en las que no siempre consiguió su autor evitar las faltas de ortografía.

Conviene reconocerlo: toda esta primera parte de su escrito (donde el joven lugareño en palacio se empleó con deleite, dando rienda suelta a la inmensa vanidad que le rezumaba por todos los poros de la piel, sólo contenida, restañada y sofrenada de cuando en cuando por la no menos insultante soberbia que le era connatural y que producía en él una extraña combinación de inseguridad y de aplomo) resulta ahora de un valor inapreciable, no a causa de la personalidad de Tadeo Requena, pues el sujeto no era, desde luego, tan interesante como él mismo se imaginaba, sino para los efectos de entender bien y a derechas la génesis de las perturbaciones actuales, buceando en esa prehistoria inmediata que, por rara casualidad, viene a revelarnos el oscuro secretario a quien su acto homicida, y sólo su acto homicida, ha colocado luego en el centro de los acontecimientos históricos.

A través de ellas vemos cómo se incubó el monstruo, y podemos reconstruir los primeros y secretos pasos de la infección que había de reventar luego con tanta fiebre. Yo mismo -e igual que yo, la generalidad de las gentes- no tenía clara idea acerca de la procedencia del fatídico secretario, a quien nadie tomaba demasiado en serio a pesar del efectivo poder que llegó a detentar: pues nadie podía imaginarse lo que, andando el tiempo, desencadenaría con su desatentada acción. La primera vez que oí hablar de él fue, si mal no recuerdo, cuando se supo que Bocanegra lo había nombrado secretario suyo. Seguramente se hablaría de ello en el Café y Billares de La Aurora, donde acostumbro yo a pasarme las tardes; y creo que nadie sabía a punto fijo de quién se trataba. La habitual maledicencia, que adoba, aliña y sazona los comentarios a cualquier noticia del día, se centró esa vez sobre el supuesto vínculo de filiación que se afirmaba existir entre el Presidente y su flamante protegido, a quien ninguno allí conocía, pero del que se daba por descontado que era uno de tantos hijos naturales como ese bestia tenía desperdigados por todo el país [33]. La cosa, a decir verdad, no resultaba muy sensacional; de modo que, a falta de otros elementos que introdujeran incitadoras variantes, el chismorreo se agotó pronto. Lo más probable es que fuera cierto, después de todo. El propio Tadeo, demasiado cauto y demasiado soberbio para acoger abiertamente lo que sin duda era versión corriente también en el poblado de San Cosme, se las arregla para dejarlo traslucir en varios pasajes de sus memorias, y de manera particular en uno donde refiere, trayéndola un poco por los pelos, la broma de mal gusto que, en cierta ocasión, le había gastado el gallego Luna, el de los abarrotes [34] de la plaza, desde atrás del mostrador. «¿Qué haces ahí tú, muchacho? -le había gritado-. Anda que a ti, cuando te crezca el bigote, con sólo que te engalles un poquitín, hasta la tropa te va a saludar al paso…» Sea como quiera, la cuestión carecía de toda entidad, y la gente no se ocupó demasiado del nuevo secretario privado. Entre las arbitrariedades del Gran Mandón, a nadie podía chocarle mucho este nombramiento, como cualquier otro que hubiera podido hacer para el mismo puesto: cada cual busca sus colaboradores y ayudantes entre los de su propia laya; y aunque Bocanegra provenía de buena familia, eran bien conocidos sus gustos de atorrante [35], y siempre se le solía afear esa invencible propensión suya al trato de la canalla…

Así, pues, como digo, nadie concedió importancia al asunto. Los periódicos mismos, que viven de hinchar cualquier novedad [36], publicaron esta noticia caracterizando al doctor Tadeo Requena como a «una de nuestras jóvenes promesas», «letrado distinguido» y «representante brillantísimo de la nueva generación que irrumpe a la arena pública con el corazón lleno de impetuosas esperanzas, y a la que nuestro ilustre caudillo, el señor Presidente de la República, atento de continuo a velar por el futuro de nuestra Patria, abre generosos cauces para que se incorpore poco a poco a las responsabilidades del mando y de las funciones civiles»; pero, todo esto, como se ve, sin salir de una rutina inflada por el oficioso halago. Sólo en una oportunidad escuché -y, por cierto, de labios de Camarasa, ese pobre y locuaz de Camarasa que tan desgraciado fin ha tenido-, sólo en una oportunidad, digo, oí interpretar el nombramiento de Requena como algo lleno de significado, y aun de significado transcendente. Según él, la designación del nuevo secretario particular y el manifiesto propósito de encumbrarlo bajo su palio [37] indicaba en el dictador propósitos bien calculados de iniciar un viraje en su gobierno… Ignoro por qué se le ocurrió a Camarasa venir a explayarse conmigo; quizás porque ese día estaba un poco bebido ya cuando entró al café, y como tan sólo encontró allí al bobo de José Lino, con quien no se podía hablar dos palabras seguidas sobre cosa alguna, después de barrer con una mirada tediosa todo el local, vino a dejarse caer junto a mi sillón para tomarse otro coñac a mi lado. Me palmeó la espalda, llamándome, con su habitual desenfado, Pinedito, y enseguida inició el despliegue de su inagotable facundia. De tema en tema, vino por fin a obsequiarme con la presentación de una teoría fabricada por él, toda completita, acerca del poderío «bocanegresco». Prédica y agitación popular habían sido -expuso- los recursos primeros de este demagogo, cuyo truco, fácil pero infalible, consistió -quién no lo recuerda- en reunir cuantos temas y motivos, aun contradictorios, fueran aptos para hurgar en las heridas de la pobre gente, y tremolarlos en el aire, disparando a los cuatro vientos promesas disparatadas, sin tasa, miedo ni medida. ¿No es así?, me preguntaba Camarasa; y yo asentía. Claro, nada de eso era novedad ninguna, ni para mí ni para nadie, sino vieja historia archisabida; pero él necesitaba recordar tales «antecedentes» para componer bien su cuadro. Siguió, pues, adelante: «encaramado en el poder por obra de aquel golpe de astucia (¡y de habilidad, caramba!, porque el tío -eso no puede negársele- es más listo que el hambre), encaramado a favor del descuido, la sorpresa y el desconcierto de las clases altas, a quienes sus alharacas atemorizaban, el nuevo Presidente, en lugar de transar con la realidad como era de esperarse y, sentando por fin la cabeza, haberse aplicado a rehacer tranquilamente su disipada fortuna, defraudó una vez más a los suyos y prefirió saciar sus injustificados rencores mediante festines de refinadas e hipócritas represalias, frías humillaciones, vejámenes tanto más irritantes cuanto minúsculos, y -lo que era en verdad insufrible- consintiéndole todo a la chusma…» Según Camarasa, que lo explicaba con fruición, esa primera fase de su gobierno había culminado y hecho crisis en el asesinato del senador Rosales, único miembro de las antiguas familias capaz de inquietar en serio al dictador. Removido el obstáculo, ya la suerte estaba sellada: y la subsiguiente «capitulación y entrega» del hermano de la víctima, ese infeliz de Luisito Rosales que, con general escándalo y consternación, terminó por aceptar la cartera de Instrucción Pública ofrecida por Bocanegra, no era ya sino el símbolo patente de tan melancólico destino. Todo un periodo de la historia nacional quedaba clausurado con eso. De ahí en adelante -y los ojillos de Camarasa relucían de inteligencia y de excitación alcohólica en el entusiasmo de su propia perspicacia-, de ahí en adelante el dictador, dueño de un poder incontrastable, se preparaba -y yo había de verlo- a edificar una dominación faraónica, para lo cual sacrificaría a los mismos esclavos en quienes se había apoyado primero, pero cuyo sostén no le hacía falta ya para nada.

– Tú lo verás, Pinedito, qué poco me engaño en esto. Su lenidad anterior frente a los desmanes de los pelados se cambiará ahora en represiones implacables, hasta que nadie se atreva a rebullir. Risa me da pensar en los ingenuos que, viéndolo mantenerse pobre en la cúspide del poder, se hacían lenguas de su honestidad administrativa. ¿Para qué había de distraer nada de las arcas del Tesoro si pensaba hacerlo suyo todo entero, convirtiendo al Estado en finca propia?

Camarasa reía, chispeando malicia. -Mas, todo eso, cierto o no, ¿qué tenía que ver con el nombramiento del nuevo secretario particular? -¿Que qué? Pues, hijo, está claro que para llevar a cabo tal operación, Bocanegra, o Almanegra, necesitaba indispensablemente valerse de tipos como este Tadeo Requena, que fueran hechura suya de los pies a la cabeza: omnipotentes bajo su mando, y ratas muertas en la calle. Hijo suyo o no, eso poco hacía al caso: lo decisivo era que lo había sacado de la última miseria para convertirlo en su perro fiel, en su mano derecha (o en su mano izquierda; que, por lo demás, nunca debe saber lo que hace la otra, según máxima evangélica de buen gobierno [38]). ¿No había observado yo, acaso, cómo por otro lado, comenzaba a remontarse la estrella de Pancho Cortina, hombre joven también y sin vinculaciones con las antiguas familias, hijo de un español que murió demasiado pronto para haber hecho fortuna? Simple oficial de policía, Pancho se había convertido en verdadero factótum de la Dirección de Seguridad del Estado, a pesar de su grado de comandante recién salido del horno. Ojo a ese mozo también; no sería raro que viéramos desarrollarse ahora bajo su acción las fuerzas de policía, en detrimento del Ejército nacional, del cual no hubiera sido fácil desplazar enseguida a los viejos coroneles y generales borrachones, que eran un peso muerto y que, por inertes, resultaban inmanejables con sus resabios, sus pretensiones y sus cien mil mañas… No, este dictadorzuelo centroamericano -observaba con tono de desprecio el peninsular Camarasa- no había echado en saco roto la lección de Hitler [39]. Y se me quedaba mirando de hito en hito, a la vez que relamía en los labios brillosos la última gota del coñac. ¿Qué decía yo a todo esto? ¿Eh? Yo, por supuesto, no decía nada; escuchaba, y al mismo tiempo miraba con aprensión alrededor nuestro, pues aquel majadero había perdido todo control y podía comprometerme del modo más necio.

Era, sí, bien imprudente el pobre Camarasa, y los hechos han venido a demostrarlo. La verdad es que no podía tener otro final que el que ha tenido, por muy lamentable que ello sea. Cada cual es el autor de su propia suerte; cada uno es el primer y principal responsable de lo que venga a sucederle. No se puede ser impunemente tan desatentado como él era… Respecto a sus interpretaciones y presagios sobre el curso de la política nacional, es innegable que el hombre tenía olfato; y hasta, considerados ciertos detalles, puede afirmarse que veía debajo del agua; si bien en lo que concierne a la muerte del senador Rosales no hacía falta ser un lince para darse cuenta de las consecuencias políticas de un crimen que nadie había dejado de imputar, por acción o por omisión, al Presidente Bocanegra. Lucas Rosales llevaba adelante una campaña de oposición violentísima, no sólo desde su banca del Senado, sino también por todos los caminos disponibles, que no eran demasiados, y de modo muy especial mediante la cooperación del clero, que prestaba a su causa los recursos sutiles y tan poderosos del púlpito y el confesonario. Detrás de esa campaña era fácil adivinar la trampa de alguna conjura, la preparación de algún golpe de fuerza, para el que evidentemente estaba trabajándose el ánimo y la voluntad de los cuadros superiores del ejército. Así, pues, cuando, bajo grandes titulares en rojo sensacional, publicaron los periódicos la noticia de que el senador por la provincia de Tucaití, don Lucas Rosales, había sido abatido a tiros en ocasión que remontaba la escalinata del Capitolio para asistir a la sesión del Senado, nadie dejó de pensar en el «impulso soberano» [40] al que, sin duda, obedecieron los agresores. En relación con este hecho, voy a dejar extractada aquí desde ahora la copia del informe reservado que en la oportunidad envió a su jefe en Madrid el ministro de España acreditado ante nuestra Capital. Pertenece al legajo de documentos que, gracias a mi tenacidad, favorecida esta vez por una verdadera conjunción de casualidades, he conseguido a raíz del asalto a la Legación, y que conservo muy bien ordenaditos en su archivador. Estos informes diplomáticos me resultan inapreciables para reconstruir el desarrollo de la situación, pues -como se comprenderá- me ofrecen la perspectiva de un observador extranjero que, aun viciado por un montón de prejuicios, disfruta las ventajas de una posición muy excepcional y ve las cosas desde afuera.

El texto relativo al asesinato de Rosales es particularmente extenso y serio. Dice así, copiado a la letra:

«Excmo. Sr.: Me cumple hoy informar a V. E. de acontecimientos hasta cierto punto graves y que, si no me engaño, pueden marcar un punto crítico en el proceso de descomposición (o, si se quiere, como algunos pretenden, de transformación social revolucionaria) a que se encuentra sometido este país. El senador don Lucas Rosales, jefe indiscutible de las fuerzas oposicionistas, fue acribillado a balazos cuando, ayer, hacia las tres de la tarde, se encaminaba a la puerta del Senado. Ocultos a uno de los costados de la escalinata que da acceso al Palacio Legislativo, los desconocidos pistoleros pudieron descargar a mansalva sobre él sus armas y escapar luego en busca de seguro refugio. El lugar del atentado estaba muy bien elegido, pues las amplias escaleras que, después de haber dejado al pie su automóvil, debía subir el senador para acudir al salón de sesiones, eran un cazadero sin posible falla. Sólo se pregunta la gente cómo pudieron llegar a tal sitio los criminales, apostarse tranquilamente allí y, una vez cumplida su fechoría, desaparecer sin dejar rastro. La muerte del Sr. Rosales ha ocasionado enseguida enorme conmoción, provocando un estado de general ansiedad, y poniendo en movimiento a todo el mundo, presa del pánico los unos, envalentonados, arrogantes, amenazadores los otros, y todos excitadísimos. Ninguno de los desmanes de los últimos meses ha tenido las repercusiones que éste promete, que ya está en vías de producir, tanto por la personalidad de la víctima como por las circunstancias que rodean al hecho.

»Don Lucas Rosales, el senador asesinado, era en efecto la esperanza y guía de las fuerzas del orden, tan castigadas por la acción del actual régimen; lo había llegado a ser en poquísimo tiempo, destacándose en la emergencia por virtud de sus notables condiciones de carácter, unidas a su relieve social. Él dominaba, por así decirlo, no sólo su pueblo y toda la circunscripción de San Cosme, sino la provincia entera de Tucaití, único sector del país, como tal vez recordará V. E., que fue capaz de resistir victoriosamente en las elecciones últimas a los asaltos de loca demagogia dirigidos por Antón Bocanegra, el actual Presidente de la República y entonces famoso y temido Padre de los Pelados, como gustaba de titularse él mismo antes de saborear los honores que corresponden a un Jefe de Estado.

«Comprendo, Excmo. Sr., que la atención de V. E., solicitada por tan altos y diversos asuntos, no puede tener presentes los pormenores de la situación local de cada pequeño país centroamericano, y voy a permitirme por eso recordarle que la mayoría de los escaños, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, se encuentran controlados por el Presidente Bocanegra, tras unas elecciones que ganó mediante el terror, bajo la presión de las hordas que no había vacilado en desencadenar sobre su desdichado país para tal propósito, y que al grito grotesco y ominoso de ¡Viva el PP!(Padre de los Pelados, en abreviatura), arrasaban con todo. En tales circunstancias, el senador Rosales, que hasta entonces y a lo largo de su vida se había venido ocupando tan sólo de administrar su patrimonio como tantos otros grandes hacendados, sin más contactos con la política y el gobierno que los propios y normales en un hombre de su posición, se creyó obligado a entrar en la liza, tomando parte activa en los negocios públicos. Y, por natural gravitación, se convirtió enseguida en líder. Durante los últimos tiempos, su talla había crecido enormemente; pues mientras los demás propietarios se sentían irritados, perdidos y en pleno desconcierto, él conservaba la sangre fría y, sobre todo, había sabido montar la estrategia contra el bocanegrismo, con vistas a sacar de la anarquía a su patria. Según se lee en uno de los recortes de prensa que, como apéndice, tuve el honor de elevar a V. E. con uno de mis pasados informes (y se trataba, por cierto, de un artículo donde la inspiración oficiosa era transparente), al senador Rosales se le imputaba, en efecto, ante la opinión pública (y no sin motivo, a mi parecer, cualquiera fuese la verdadera entidad del asunto), ser el alma del abortado complot militar descubierto meses atrás. Con todo esto, puede calcularse cómo ha caído la noticia de su asesinato entre unos y otros. Baste decir (y V. E. perdonará que a título de ilustración aduzca estas trivialidades) que el locutor de radio a quien le oí la noticia recién ocurrido el crimen la difundía con la voz temblona y trabucando las palabras.

»Al presente informe agrego, para que V. E. se forme un mejor juicio, muestrario de las actitudes, menos vivas ya, pero más meditadas, de la prensa. De esos recortes se desprende la generalizada convicción de que este hecho de sangre reviste carácter decisivo. A partir de él, la tensión existente habrá de resolverse de un modo u otro. Y, salvo mejor opinión, yo temo que, a menos de producirse una reacción sana, por ahora muy improbable, lo ocurrido sólo sirva para acentuar los males presentes y hacerlos irreparables. Comparten conmigo esta impresión los más sensatos y experimentados miembros del cuerpo diplomático. Es más: se piensa que la supresión del senador Rosales no ha sido decretada sin cuidadoso examen previo de los pros y los contras. En todo caso, no se trata de un hecho esporádico, a cargo de irresponsables. Interesa señalar al respecto que, desde hace ya bastantes días, venían circulando rumores extraños acerca de la supuesta atrocidad que un grupo de campesinos, colonos o braceros suyos, habrían intentado perpetrar sobre el Sr. Rosales, sometiéndolo en pleno descampado a una brutal operación quirúrgica con el obvio propósito de privarlo de toda base para ulteriores alardes de masculinidad. Cosas tales -debo advertir entre paréntesis a V. E.- no son impensables en este medio social bárbaro del agro americano. Yo creo, sin embargo, que el rumor fue puesto en circulación con el mero propósito de desacreditar ante el vulgo la hombría de un poderoso y temible enemigo político. Pero de todas maneras indica ya designios agresivos en vista de los cuales no sería temerario calificar de muy premeditado el atentado de ayer. Falta ver ahora cuáles sean los resultados de la investigación abierta por orden del Presidente del Senado, quien, considerando el asunto incluido en el fuero parlamentario, ha encargado de las diligencias al capitán de la Guardia. Hasta el momento, que yo sepa, no ha habido detención alguna.

»En sucesivos informes tendré a V. E. al corriente de cuanto vaya ocurriendo.»

V

Es así cómo el Ministro Plenipotenciario de España -un funcionario, según puede advertirse, bastante celoso y nada tonto [41]- refiere a sus superiores jerárquicos la muerte del senador Rosales. Que no anduvo descaminado al apreciar el alcance del episodio, bien se ve: el tiempo se ha encargado de mostrarlo. Mucho me hubiera interesado a mí conocer su reacción frente al hecho de que, pocos meses después del luctuoso acontecimiento, el hermano mismo de la víctima tomara posesión de una cartera ministerial, jurando fidelidad a quien, expresa o tácitamente, todo el mundo señalaba como autor moral del asesinato. Pero, por desgracia, en mi descabalada colección de documentos falta -si es que, como doy por seguro, lo hubo- copia del informe correspondiente.

En cuanto a los comentarios que por todas partes se hicieron, aquí en nuestro medio ambiente, sobre el proceder del tal Luisito Rosales, no necesito que nadie me los refiera.

A granel los he oído para todos los gustos y en todos los tonos, desde el indignado hasta el despectivo, desde el divertido hasta el sarcástico. Ni siquiera faltó un periodista, el gallego Rodríguez [42], que compusiera una letrilla, bastante mala por cierto, llena de los cien mil disparates, pero no menos colmada de ironías punzantes, donde, además, había una puntadita de paso para mi tío, el general Malagarriga; puntada injusta en el fondo, pues, aun cuando sea innegable que él había sido el primero en servir, como decía el gallego, a PP, el Padre de los Pelados, aceptando el Ministerio de la Guerra, cosa que yo mismo tuve que desaprobar en su día, el caso de este pobre Antenor no presentaba las particularísimas circunstancias agravantes que hacían imperdonable el de Rosales. La verdad es que si el propósito perseguido por Bocanegra al incorporarlo a su gabinete (me refiero a Luisito Rosales) era, como se suponía, desacreditar y ensuciar de una vez por todas, después de haberla arruinado, el nombre de esa vieja e ilustre familia, nadie dudará que lo consiguió con creces: la rechifla entre las personas decentes fue inmensa, tanto más que el aliento de la envidia atizaba en muchos casos el fuego de la indignación moral.

En contraste, me llamó la atención hallar en las memorias de Tadeo Requena un párrafo donde, incidentalmente, no ya disculpa, lo que en él sería mucho, sino que hasta defiende con pasión (con lo que en tan frío y desabrido sujeto puede llamarse pasión) la vituperada conducta de su preceptor, frente a quien, en otros aspectos, suele mostrarse crítico en exceso. Aquí, hace francamente su apología… Rara avis es el bípedo implume [43]; y más, este espécimen extraño que se llamó Tadeo Requena. A lo largo de su manuscrito, la personalidad más bien insignificante, mínima del doctor Rosales le preocupa, lo obsesiona, e incluso diría que lo fascina. A pesar del fastidio visible que esta especie de sujeción imaginativa le produce, y de la impaciencia con que a veces quisiera sacudirse de ella, vuelve una vez y otra y siempre, gira, y torna, y se da de cara, sin dominar nunca la situación. Cuanto más quisiera afirmarse frente al endiablado viejo, más se siente resbalar en presencia suya; más desconfianza, más recelo muestra. Al principio, lo desconcierta la amabilidad del prócer. Se pregunta, palurdo, si esa benevolencia (condescendencia es la palabra que emplea él) no sería sino una manera de adular al jefe. Y cuando el otro le abre de par en par ante los ojos el cofre de sus tesoros culturales, ve en ese despliegue, no generosidad, sino un deseo de humillarlo, seguro como podía estar el doctor de que su educando, aunque hundiera, ansioso, ambas manos en el arca de tales joyas, siempre obtendría botín mezquino en comparación con lo que debía dejarse allí; y, para colmo, este pequeño botín tenía que ocultarlo todavía como si fuera robado, porque de cualquier manera tales adornos eran impropios de él, y se despegarían de su figura.

No me atrevo yo a negar que tuviera razón el mozo, siquiera en parte, cuando piensa, por ejemplo, que había una fuerte dosis de vanidad en los extemporáneos alardes eruditos del doctor Rosales, y que aquel pobre chiflado (que es lo que en el fondo era el tal Luisito) lo tomaba a él como pretexto para dar rienda suelta a sus fantásticas charlatanerías. Sí, Luisito Rosales había sido siempre un extravagante sujeto, y su muerte confirmaría luego que esa extravagancia tocaba los linderos de lo patológico. En la cortedad de nuestro ambiente, seguía soñando el hombrecito con sus tiempos de estudiante en París, un París ya bastante pretérito, y por si fuera poco, falseado todavía por su imaginación en el recuerdo. Sumido en nuestro crudo trópico, se sentía siempre docteur ès lettres por la Sorbona [44]; y eso es grave. ¿Puede extrañar a nadie que el joven Tadeo no le entendiera? Lo que él esperaba de su parte -y hubiera entendido bien- es la actitud propia de uno de los señores de San Cosme, de un Rosales, que en circunstancias equis toma bajo su protección a un muchacho del poblado, y se pone a instruirlo. Y ese muchacho del poblado, que era él, se ajustó desde el comienzo, casi por instinto, a semejantes expectativas. Pero, para confusión suya, nada fue así: el doctor rompía a cada paso el esquema, y lo dejaba a él danzando en la cuerda floja… Tadeo parece perdido en conjeturas, tratando de comprender por qué el otro se esfuerza, se afana y se esmera con él tanto. Lo que más le desconcierta son las frases ambiguas de aquel loco: nunca está seguro de si habla de veras o en burla; nunca ve claro a dónde quiere ir a parar con cuanto dice o hace…

No es, por supuesto, cosa que ataña directa, ni apenas tampoco indirectamente, al argumento de los hechos históricos cuya documentación y esclarecimiento tienden a preparar las presentes notas; mas, a pesar de ello, recogeré aquí algo de las memorias del secretario particular en cuanto se refieren a su relación con el doctor Rosales y a su contacto inicial con el mundo de los señores, que antes sólo había entrevisto. Exultante de gozo, y con baladronadas que poco encubren el temor, antes lo delatan, cuenta por ejemplo Requena su primera entrada en la casa que el ministro de Instrucción Pública tenía puesta ahora en la Capital. El joven pueblerino ansiaba encontrar allí a los hijos de don Luisito, y temblaba al mismo tiempo ante la sola idea de enfrentarse con ellos; o, para decirlo exactamente, con ella, con María Elena; pues el chico, Ángelo, apenas podía preocuparle. «María Elena -relata luego- me saludó como si jamás antes me hubiera visto. Ahora traspasaba yo esas puertas convertido en brillante promesa; era un distinguido representante de la nueva generación que, vigorizada con la infusión de sangre popular, constituye las mejores esperanzas de la Patria [45], y seguramente creyó generoso de parte suya, y discreto, y prudente, olvidarse del harapiento y del descalzo que quedaba atrás, y no acordarse de haberme observado tantísimas veces desde el balcón o desde detrás de la reja, cuando ella cuidaba al bobo de Ángelo y se entretenía mirando a la calle, mientras yo procuraba, como los demás, lucirme, dándole el espectáculo gratuito de nuestras majaderías, de nuestros alardes, durante las tardes largas y aburridas del pueblo.»

Así escribe; quiere colocarse retrospectivamente por encima de las circunstancias; y hasta mistifica muy a sabiendas [46], pues las parrafadas que cita de los periódicos, y hacia las que afecta un talante irónico, pertenecen a momentos posteriores, son de cuando se publicó su nombramiento para el cargo de secretario del Presidente y por lo tanto no se refieren al pobre gaznápiro que ese insensato de Luis Rosales introdujo aquel día en su casa. Cuenta enseguida que, al presentárselo su padre como un joven de «nuestro» pueblo de San Cosme, ella, María Elena, le echó una mirada límpida y olímpica (dos palabras que, sin duda, aún no había él oído por entonces: otra especie de pequeño anacronismo) [47], mientras que Ángelo (hecho ya un zanguango -dice- con cañones de barba en su cara cretina) dio en cambio muestras de agitado regocijo (¿qué había de disimular el infeliz tonto?), traicionando así la impasibilidad de su hermana.

Impasibilidad falsa, estudiada, y que a nadie podía engañar. «¿Que nunca me había visto antes? ¡Bueno! Ganas me estaban dando de recordarle aquella vez en que nos sorprendió a unos cuantos, pegados a la reja de la ventana, y bien calladitos, cazándole moscas a Ángelo para ver cómo se las comía el muy asqueroso. Huimos, claro, al sentirla acercarse pero todavía estoy viendo la indignación que le ardía en los ojos y le escaldaba la cara, al tiempo que sacudía por un brazo al tal Ángelo, como si nosotros tuviéramos la culpa de que fuera bobo… ¿Se le iba a haber olvidado?»

¡Repugnante escena! Y ¡qué reveladora! La verdad es que yo mismo no me explico para qué tenía Luisito que haber metido así en su propia casa a aquel bellaco; y la única respuesta es que, sencillamente, nuestro hombre estaba medio deschavetado, sin que se le pueda culpar ni de eso ni de nada: era lo que se dice un irresponsable; y tampoco soy yo de los que creen que si había aceptado el Ministerio que le ofreciera el verdugo Bocanegra fue por pura vocación de vileza, sino a lo mejor por mera chifladura, absurdo, disparate, cualquier cosa, lo que menos se piense. Sus motivos eran del todo incalculables. De pronto, se le ocurre un día entusiasmarse con el mozo avispado cuya educación había tomado a su cargo, y, viendo que progresaba tanto y que aprendía con tanta facilidad, ya todo le parece poco: hasta lo sienta a su mesa… La reacción del otro es típica: si aquel señor le daba semejante trato, era para burlarse de él y ponerlo en aprietos. Por lo pronto, se ofrecía la función de circo de su cortedad, de su torpeza, de su falta de maneras, y luego (dos pájaros de un tiro) se propiciaba así para el futuro a quien, sin duda, estaba llamado a prosperar bajo la decidida e inequívoca protección del Jefe.

Tadeo encuentra objetable, cuando no reprobable, todo lo que su preceptor hace. Aun las enseñanzas de que con tanta avidez aprovecha le parecen poco prácticas: «no comprendía -dice- que yo no estudiaba para ser ningún sabio, y que de cualquier manera siempre estaría a punto de mostrar la hilacha [48]. Ignorante y muchacho como era, entendía yo mejor que él lo que me convenía y necesitaba para defenderme en la lucha del mundo. ¿Fiorituras, pamplinas? A quoi bon, monsieur? [49] -le remeda-. Ese barniz de que él hablaba con desprecio era precisamente lo que a mí me hacía falta, y nada más». El estilo de las memorias evidencia, sin embargo, que su curiosidad, su interés, su aplicación y sus dotes rebasaban con mucho los límites de tan sumario aprendizaje. Pero la cosa era hallar censurable, por fas o por nefas, a quien lo acogía y beneficiaba.

Sólo en un punto, como antes dije, encuentra plausible la conducta de Rosales; y es, por cierto, en el cuestionable punto de su aceptación del ministerio. Al joven Tadeo Requena, el hecho de que don Luisito entrara al servicio de quien acababa de asesinar a su hermano el senador, lejos de parecerle una ignominia, o siquiera una debilidad, le revela del modo más inesperado la inteligencia, sagacidad, sensatez y tino de su preceptor. Para él, Rosales demostró ahí un sentido muy agudo de las oportunidades, y se acreditó como persona lo bastante prudente para escarmentar en cabeza ajena, y lo bastante habilidosa para sacarle a la situación el posible partido, acomodándose a tiempo. «El de ministro -reflexiona- no es puesto desdeñable, y mucho menos cuando se ofrece bajo la alternativa de ruina y aun de muerte. El doctor Rosales -añade- supo darse cuenta, antes de que fuera demasiado tarde para él, de que ya hoy nadie puede oponerse impunemente a las reivindicaciones populares, como había pretendido hacerlo, con toda su brutal arrogancia, su hermano mayor, el odioso don Lucas. Y ¿acaso es malo aceptar la realidad?», se pregunta.

VI

A propósito de éste, de don Lucas Rosales: mucha mayor importancia, en conexión con los actuales trastornos de nuestro país, revisten las noticias acerca de aquella rara agresión que, según rumores, sufriera el senador en su distrito, consignadas -también por vía incidental y digresiva- en las memorias del secretario Requena. Se trata de un antecedente importantísimo, que sin duda merece cuidadoso esclarecimiento; y los detalles suministrados por Tadeo (quien a la sazón, entre niño y hombre, holgazaneaba en San Cosme todavía) van a permitirme a mí establecer ahora con precisión satisfactoria el alcance de lo sucedido. Pocos podrían jactarse de conocer con exactitud la barbaridad que, antes de suprimirlo a tiros, se perpetró en el llorado senador. Aquella «operación quirúrgica», de cuya realidad no parecía estar demasiado convencido el ministro de España cuando redactó su informe, se había cumplido en efecto, y ¡de qué manera! Copiaré a la letra los párrafos con que Requena, sin pretenderlo, puntualiza los hechos y sirve a la verdad histórica. El sesgo que, siguiendo la espontánea inclinación de su juicio, les presta, la luz a que los presenta, es para mí perversa y antipática; pero sus palabras poseen en cambio la virtud única de la autenticidad, y un sabor directo que no quisiera restarles: el historiador debe, en lo posible, aportar los documentos originales que le sirven de fuente. Por lo tanto, reproduzco aquí las frases mismas con que Tadeo se refiere al senador Lucas Rosales y a la cruel afrenta que sus enemigos le infligieron antes de resolverse a matarlo.

«Me lo veo -escribe el secretario particular-; me lo veo aún, enorme y taciturno, con su gran sombrero sobre las cejas, el cigarro en la boca, y las altas botas de cuero bien lustrado. Recordando su presencia imponente, nadie hubiera podido decir que mi don Luisito fuera hermano suyo. El bestia aquel ofrecía al odio de arrendatarios, aparceros y peones la corpada más gigante que yo haya visto en mi vida [50], si no es que ahora se me crece su sombra en la memoria. De cualquier manera, aparecía muy fornido y, sobre todo, tan seguro de sí como si el mundo fuera su finca. A caballo, metía miedo: la gente bajaba la cabeza o distraía la mirada mientras pasaba el torbellino; pero cuando iba a pie no había quien no se le sacara el sombrero llamándole patrón y amo. Por eso, cuando cayó al fin, nadie se atrevía a creer; la noticia produjo estupefacción primero, y luego, a las pocas semanas, alivio. Muerto y enterrado, todavía se lo mentaba en voz baja…»

Requena se permite a continuación algunas apreciaciones de mal gusto sobre la famosa «operación quirúrgica», y enseguida cuenta lo que sabe: «Al propio Chino López le oí -dice- ufanarse de su hazaña, pasado el tiempo. Borracho y muy rogado, a veces relataba el episodio señalando lugar, día y hora (el paraje ya lo había visitado yo, a raíz del hecho, con una patulea de otros muchachos: era la cortada de San José Bendito) y hasta dando los nombres de sus auxiliares, forasteros todos, con detalles y peripecias que, si no eran pura invención, sonaban por lo menos a exagerados. Pero el hombre estaba pasado de aguardiente; sólo así hablaba; y entonces sí, entonces le salía todo a borbotones, entre gestos, manotazos y risotadas. No menos de cinco hombres necesité -decía- para dar el golpe. Los elegí bien fuertes y resueltos, y no fue poco el trabajo que me costó encontrarlos. Aquí, en San Cosme, nadie quería atrevérsele, caramba. Todos lo aborrecían, todos se alegraban de la idea; pero, amigo, los muy mandrias no se animaban, llegado el momento, y al fin hubo que echar mano de forasteros que no lo conocieran. Mejor así, ¿no les parece? La faena salió redonda, no lo digo por alabarme; y aquellos voluntarios recibieron, todos, sus quince días francos y el ascenso a cabo. Hasta dicen que uno es ahora suboficial de la escolta en el Palacio. En cuanto a mí -mentía el Chino-, no quise nunca otra recompensa que el puro gusto… Así charlaba y presumía; y cada vez que repetía el cuento, variaba algún detalle; pero lo cierto es que, apostados en la cortada, allí donde el sendero se angosta con el lujo de los flamboyanes y los bambús [51], cayeron por sorpresa sobre el patrón, lo derribaron, le metieron la cabeza en un saco, y, bien sujeto al suelo, el Chino le hizo al muy hombrón lo que solía practicar con becerros y novillos. -Para uno, imagínense los caballeros -alardeaba-, eso era coser y cantar. Pero ¡cómo se debatía, y cómo insultaba y amenazaba el condenado! Se le abría de par en par la boca al Chino López, se le dilataba el bigote ralo sobre los dientes podridos, y los ojillos se le perdían en meras rayas sanguinolentas. -¡Mano de santo, amigo! -agregaba-. Le dije: Vea, mi amo, ahora usted va a tener que andar cacareando. En este corral, se acabaron los gallitos. Sí, quise plantárselo en la cara, ¡qué diantre! ¡Que lo supiera!, ¡no me importaba! Más diré: aquello no me hubiera dado entera satisfacción si su señoría se queda en la ignorancia de qué mano maestra lo había convertido en buey… En esta pausa fue cuando el gallego Luna va y le pregunta al Chino para que todos rieran:

– Y dime, Chino, ¿dónde fuiste a esconderte luego, que nadie te vio más la jeta en dos meses? Porque al Chino se lo había tragado la tierra después de consumada su jugarreta, y sólo cuando se hubo confirmado la muerte del senador en las gradas del Capitolio empezó él a asomar de nuevo con precaución el hocico [52]. Lo cual, después de todo, es muy lógico: nadie va a exponerse a la venganza del poderoso. Los humildes, por más promesas que se les hagan, nunca tienen guardadas las espaldas, hay que desengañarse; y el difunto, aunque sólo dejaba dos hijos en menor edad, tenía amigos, y tenía este hermano, el doctor, que por entonces era todavía una incógnita, pues aún no estaba trabado por un cargo de responsabilidad y viso. La viuda -aunque también era de cuidado- se expatrió con los niños; don Luisito adoptó el partido razonable, a los muertos no se los puede resucitar; y el paso del tiempo hizo lo demás.»

Eso es cuanto refiere. El joven y aprovechado secretario termina así, como siempre, el relato con el colofón de sus dudosas moralidades. No dice, por supuesto, que se alegrara; pero el minucioso regodeo con que ha recogido la escena repugnante del Chino aireando en la cantina sus glorias militares [53], lo delata. Me pregunto yo qué hubiera pensado el señor secretario particular don Tadeo Requena si llega a conocer el final que la suerte reservaba a su Chino López, cuando ya se las prometía tan felices: colgado por las patas, y tragándose sus propias vergüenzas…

VII

Pero no; lo más probable es que no hubiera mostrado asombro alguno; seguramente no se habría asombrado. A Tadeo, nada le espantaba, nada parecía sorprenderle, bueno o malo, fausto o infausto. Sujeto imperturbable, no hay cosa que lo inmute; y podría creerse, si no enseñara a veces la oreja de su astucia palurda bajo esa cubierta de apatía, que eran las virtudes del estoicismo las que lo mantenían ecuánime [54], siquiera en lo externo. ¡Qué Tadeo Requena! Ahora el hombre ya no existe: lástima no haber reparado más en él, y haberlo observado mejor, cuando vivía. Pero ¡cualquiera adivina!… Mientras callaba y callaba, ahí lo tenemos tan aplicado a sus memorias. Va contando los pasos, uno por uno, de su festinadísima carrera [55]. Con la mayor naturalidad, recibe un nombramiento y disfruta un sueldo de oficial segundo, temporero, para subvenir, explica, a los gastos de sus estudios, sin otro trabajo que el de ir a firmar la nómina cada fin de mes. Enseguida -sí, enseguida- obtiene, sólo Dios y Luisito Rosales saben cómo, el diploma de doctor en Derecho y Ciencias Sociales para, sin pérdida de tiempo, asumir el cargo de secretario particular de Su Excelencia, e instalarse en el Palacio Nacional, de modo que siempre lo tuviera a mano el Jefe en cualquier prisa. Todo esto son para él meros decretos de la fortuna, cuyos gratuitos dones acepta sin pestañear. Acaso no piensa merecerlo todo, sino más bien, que en el fondo nadie merece nada; y así, al que le toca la lotería, que se disfrute su premio tranquilamente… Instalado ya como secretario, hosquedad, pocas palabras y ceño adusto constituyen su parapeto defensivo. Jamás descubre los flancos de su cortedad, de su mal remediada ignorancia. Se encierra en cauteloso silencio, y da órdenes perentorias, transmite instrucciones, omite juicios. Mientras tanto, observa, escucha, toma nota de cuanto ocurre y, sobre todo, escribe, escribe, escribe… En el secreto de sus memorias desliza aquellos comentarios (expresos rara vez, con mayor frecuencia implícitos) que jamás se hubiera aventurado a formular de viva voz.

Bajo su manto de habitual frialdad, lo vemos describir, por ejemplo, con fruición perceptible, pero al mismo tiempo con ojo crítico, las incidencias de la primera celebración de la Fiesta Nacional a que hubo de asistir en el séquito de Su Excelencia. Se recrea en precisar el orden de la comitiva, la variedad de los uniformes, los distintos pasos y ceremonias, el aspecto de la concurrencia. Verse dentro de la tribuna presidencial durante la parada es motivo para él, aunque quiera disimulárselo a sí mismo, de desmesurada satisfacción. Fue entonces cuando se le vino a las mientes la broma aquella del gallego Luna, quien, aludiendo a su parecido físico con Bocanegra, le había pronosticado una vez -él lo da como pronóstico- que las tropas lo saludarían al paso. «Claro -reflexiona- que en la presente ocasión el saludo no iba dirigido todavía a mí en particular, sino a cuanto representaba la tribuna, embanderada, adornada de gallardetes y escudos, y sobre todo al Jefe, que, inmóvil como una estatua [56], ocupaba el centro de la primera fila, entre el arzobispo y el ministro de la Guerra, ese pobre general Malagarriga, tan ajeno a que ésta sería su última fiesta patria. Detrás se alineaban todos los demás ministros del gobierno, y, luego, sin guardar ya precedencia jerárquica, los otros funcionarios superiores de la Casa presidencial, entre los cuales ocupaba yo, por cierto, un lugar destacado. Al pie de la tribuna, desplegados en perfecta formación, los granaderos de la escolta ornaban, cubrían y protegían el tinglado.

»El desfile, entre unas cosas y otras, había comenzado con retraso, cerca del mediodía -sigue contando el joven Tadeo-, y aunque no eran todavía fechas de excesivo calor, pues estábamos a 28 de febrero (la Fiesta Nacional cae en 29; es sabido que nuestro Glorioso Grito Libertador tuvo lugar un sábado 29 de febrero; pero no vamos a esperar los años bisiestos para celebrarlo) [57], de todas maneras el sol castigaba cruelmente, filtrado a través de unas nubes cuyo plomo parecía a punto de derretirse. Ya antes de empezar el desfile, las ambulancias habían tenido que retirar de las filas a tres o cuatro soldados; y ahora ahí en la tribuna, me divertía yo observando cómo el general Malagarriga, todo sofocado, y también al borde de la insolación, separaba con el dedo el cuello de su uniforme para estirar el pescuezo como una tortuga, o se enjugaba con un pañuelo el sudor que le chorreaba desde la badana de la gorra. Sólo nuestro jefe, entre todos -también el prelado sudaba a chorros-, sólo Bocanegra parecía insensible a cualquier fatiga, invulnerable al flagelo del sol, y encantado del espectáculo, absorto en él, si no es que se complacía incluso -admirador como era de la educación espartana- en someter a prueba la debilidad de sus colaboradores. Pues la verdad es que la fiesta se dilataba, se dilataba, se dilataba hasta lo interminable; eran ya varias horas de desfile, y aun para quien por vez primera presenciaba tan brillante alarde militar, su prolongación lo iba convirtiendo en una pesadilla. No sé cuántas veces habían evolucionado ya en el aire, desde por la mañana, nuestras dos escuadrillas de aviación. Habíamos visto pasar, inacabables, ante la tribuna, nuestras mejores tropas de línea, la artillería, la caballería, las unidades motorizadas, los servicios auxiliares, dejando largas pausas entre sección y sección, cuerpo y cuerpo. Ahora -¡por fin!- parecía que ya iba a cerrarse el desfile con lo que era el número fuerte y la novedad del año: esa poderosa brigada de la Policía Montada, reformada, cuyos escuadrones, bajo el mando de Pancho Cortina, habían mantenido su apretada formación, estacionados frente a nuestra tribuna, con tan estricto rigor de disciplina -emparejadas todas las hileras de caballos, rígidos y erguidos los hombres, relucientes las armas y charoles- que hacían contraste, a veces penoso, con el desigual continente y también desparejo equipo del ejército regular, donde lo que más importa después de todo es el número de la tropa, aunque sea a expensas de la calidad, que con nuestro material humano tampoco podría ser nunca gran cosa. El éxito de la presentación de la nueva Policía Montada fue tan lisonjero que hubo de valerle a su comandante, Pancho Cortina, el ascenso decretado para la Gaceta oficial del día siguiente. En realidad -y éste es un secreto que pocos conocen-, la guardia de Su Excelencia durante el acto había estado a cargo de esa flamante fuerza, colocada frente a la tribuna, como más digna de confianza que la decorativa escolta presidencial, situada al pie.

»Ahora sí, ¡ya!; ahora comenzaba por último a evolucionar la Policía. Pancho, caracoleando su caballo, y con el sable en actitud de saludo, ofrecía al Presidente su sonrisa de galán de cine [58] y tomaba posición, mientras la banda del regimiento de lanceros de Tucaití atacaba los acordes del himno patrio… En aquel momento, eché una mirada al Jefe. Firme, tieso, entornados los ojos, escuchaba los primeros compases de esa música, símbolo de las glorias y de las esperanzas nacionales, mientras en la enorme explanada que se extendía ante nuestra tribuna la multitud, militares y civiles, tropas y público, guardaban la actitud compuesta y solemne que es de rigor cuando uno se apresta a cantar el himno de la Patria.

»Pero yo no sé si es que ya estaba uno demasiado cansado; el caso es que al cabo de un rato, también esto me pareció que se prolongaba más de la cuenta: proseguía, interminable, la música; las gentes empezaban a mirarse unos a otros, y Bocanegra no terminaba de dar la señal de costumbre al director de la banda para que éste cerrara la ejecución de la venerable pieza. Es el caso que nuestro himno patrio tiene, entre otras peculiaridades, la de carecer propiamente de principio y de final: consta de un solo motivo, simple, breve y grandioso [59] como nuestra Historia misma, un motivo que se desdobla y se repite en dos ritmos diferentes, muy lento el uno, y el otro velocísimo, y de su alternancia resulta un contraste de noble dramatismo. Esto es lo que no ven quienes lo critican. Será, si se quiere -yo de música no entiendo nada-, una musiquilla ramplona; pero a todo buen ciudadano debe emocionarle. Cuando menos tiene el mérito de ser obra de un compositor nuestro, sin que hayamos debido acudir a la inspiración foránea como nuestros arrogantes vecinos, quienes, con todas sus pretensiones de gran potencia, no podrán negar que le deben su himno nacional a los buenos oficios de un artista catalán. Todo lo modesto que se quiera, el nuestro es al menos fruto del talento nativo, y su letra, concebida dentro de las grandes tradiciones hispanoamericanas, repite esos conceptos que tanto suelen mortificar a los comerciantes peninsulares, mal reconciliados con la idea de que nuestra pequeña república venciera -nuevo David- a la Madre Patria y, rompiendo sus cadenas, humillara al orgulloso león que la simboliza. El público la había cantado a coro al comienzo; pero ya las voces amainaban, desfallecían, mientras que la banda continuaba, en cambio, impertérrita, repitiendo sus notas apresuradas tras haberlas escanciado poquito a poco, en el movimiento anterior, para retornar a éste enseguida… Claro está que, por regla general, cada movimiento no se repite sino tres veces, y basta; ni dan para más tampoco las estrofas de la letra. Pero en los actos oficiales, en presencia del señor presidente y por respeto a él la música prosigue hasta que Su Excelencia muestra, con un ligero signo de cabeza, darse por satisfecho. Este signo es el que ahora espiaba con ansiedad el director de la banda; con ansiedad, y en vano, porque Bocanegra parecía hallarse en las nubes. Los del séquito lo observábamos con inquietud, pero él no se conmovía, y aquello iba tomando aires de un remoto y angustioso ensueño: nos sofocaba el sol, la parada lucía irreal en el aire caliginoso, y se arrastraba la música como si fuera a desintegrarse de un momento a otro… Cuando he aquí que, de improviso, al pie mismo de la tribuna, bajo las patas de los caballos de la escolta, comienza a ladrar furiosamente un perro. Imposible dar siquiera idea del efecto rarísimo que, en medio de tanta solemnidad, producía aquella nota inesperada e incongruente. Era un perro pequeño, sin duda; pero ladraba con tal estridencia y con tan persistente encarnizamiento que sus ladridos conseguían enredarse en los acordes de la banda y, a ratos, incluso, dominaban sobre su melodía. Algo absurdo de veras, cómico, indignante, no sé.

»Y a todo esto, Bocanegra continuaba en la misma actitud, como si se le hubiera ido el santo al cielo, sin querer darse por enterado de nada. El muy desgraciado se complace con frecuencia en hacer cosas por el estilo; diríase que tiene una vena de loco… Pero eso no es todo. Por si ello no bastara, y quizás porque el disparate atrae al disparate, todavía, en medio de esta situación increíble, observo de pronto que el doctor Rosales rebulle en su fila, se separa de sus compañeros de gobierno y, muy decidido, se lanza a bajar la escalerilla de la tribuna. Yo me eché a temblar: ¿a dónde iría? Pues, créase o no, sin encomendarse a Dios ni al diablo, el muy majadero fue a atizarle una feroz patada al perro ante los ojos innumerables de la tropa y del público. Desde mi puesto, comprendía yo lo que había ocurrido cuando oigo transformarse los presuntuosos ladridos en alaridos lastimeros, y veo al chucho atravesar, corriendo, la avenida para perderse por último entre las piernas de la multitud, mientras el doctor, muy orondo, se reintegraba a su puesto en la tribuna…

»Por fin, ahora esbozaba el Presidente en el aire su ansiado ademán, y la música se extinguía después de haber repetido una vez más los últimos compases, cuyo refrán seguía resonando, obsesivamente, de labios adentro, en el fondo de todos los corazones: vencido, sí, sí, el altivo león» [60].

VIII

Ganas me entraron de reír, cuando en las memorias de Tadeo, encuentro la referencia a ese disparatado apólogo del perrito impertinente y el ministro celoso. Al cabo de los años, ya se me había olvidado por completo un episodio que tan comentado fuera en su día. Y la verdad es que resulta absurdo evocar ahora, en medio de las inquietudes actuales, en esta cargada atmósfera llena de serias amenazas, la fútil tempestad de discusiones que pudo desencadenar entonces peripecia tan risueña y mínima. Ciertamente, no teníamos por aquellas fechas demasiados temas de qué ocuparnos, y a cualquier tontería se le daban cien mil vueltas, se le prestaban proporciones descomunales. En este caso, además, estaba de por medio el extravagante Luisito Rosales, a quien muchos detestaban por haberse entregado -vendido, decían- al servicio del dictador. En la chifladura que acababa de cometer, en lugar de un claro síntoma de su estado mental, discernían esos irreductibles censores propósitos de la más abyecta adulación hacia Bocanegra, el colmo de la indignidad; mientras que otros, más razonablemente, condenaban, no al pobre tipo, sino a un régimen capaz de tener bufón semejante a la cabeza del sistema de educación pública. Sólo Camarasa, que yo recuerde, por llevarle a todo el mundo la contraria, tomó entonces a su cargo la defensa de ese ministro que había descendido de su puesto en la tribuna para encajarle una patada al animalito perturbador. Lo que había hecho Rosales -sostenía Camarasa, siempre a su irritante manera- contenía una lección práctica de democracia para tanto personaje engolado; por consiguiente, estaba muy dentro de sus funciones de ministro de Instrucción Pública. Y ¿a que si es Bocanegra mismo quien realiza una cosa por el estilo todo serían ahora elogios y maravillas?, preguntaba; y nadie sabía a punto fijo, como siempre con Camarasa, si desbarraba en serio o es que quería tomarnos el pelo. La verdad es que hacía falta paciencia para soportar su constante tono de soflama.

En cuanto al secretario Requena, tampoco resulta fácil -volviendo ahora a sus memorias- darse cuenta cabal de cuál era su reacción ante la insensatez de Rosales. Hay en su actitud una especie de rara expectativa, no exenta de ansiedad, una suspensión ambigua, que corresponde y casa bien con el orden de sentimientos que desde un comienzo revela frente a él. Se recordará, por ejemplo, el alivio que confiesa cuando, llevado por vez primera a la presencia de Bocanegra, encuentra allí a don Luisito; pero ese alivio se le desvanece enseguida al pensar que el otro no tendría noción alguna de su persona. Y de nuevo se sorprende, y duda, viendo cómo Rosales, al encomendarle Bocanegra que se encargara de educar a «este joven compoblano suyo», no sólo dio muestras claras de reconocerle, sino que hasta le propinó un cariñoso pescozón, y le preguntó por su madre, «esa buenaza de doña Belén». Pero, con todo, nunca se libra luego de la sospecha, y calcula que las bondadosas disposiciones de su preceptor eran obsecuencia al jefe, que sus desvelos pedagógicos nacían de su gusto por charlar y exhibir grandes conocimientos, tomándolo a él de pretexto para dar rienda suelta a su inagotable facundia. Seguramente -reflexiona en cierto pasaje- le hubiera encantado a tan ilustre patricio adoctrinar y atiborrar de ciencia, no a un desgraciado cualquiera, como yo, sino a su único hijo varón, y heredero de su gloria; pero ¡ésas son las cosas del mundo!: su vástago, ¡ay! era idiota de nacimiento; con Ángelo no se podía contar para nada: se pasaba las horas muertas hilando baba en la ventana, y ya era una fiesta para el muy bobo cuando algún muchacho del pueblo, cualquier desarrapado y muerto de hambre, como Tadeo mismo, sin ir más lejos, se le acercaba, con el ánimo avieso de hacerle alguna perrería… Sí, a ése es a quien hubiera querido enseñar don Luisito sus artes y sus ciencias. ¡Mala suerte, amigo!

En cuanto al episodio de la parada militar, Tadeo cierra el relato de la primera Fiesta patria a que asistió en calidad de secretario particular de Su Excelencia, con los siguientes comentarios y noticias: «Es curioso: de todo lo ocurrido en la ceremonia -escribe-, la tontería esa del perro se me había quedado dando vueltas en el magín, y me producía una injustificada sensación de malestar; injustificada, digo, porque después de todo, en la magnificencia de una jornada así, nunca faltan notas discordantes, detalles pintorescos, pequeños pasos cómicos, cuyo interludio hasta realza la solemnidad del conjunto. Pero, por lo que pude ver, no fui yo el único a quien la patochada del doctor Rosales había chocado; pues cuando, terminada la fiesta, me reintegré a mi oficina, pronto me di cuenta de que la conversación del personal, al otro lado de la mampara, versaba precisamente sobre el tema. No me habían oído entrar y, en la ignorancia de que lo estaba escuchando, Sobrarbe comentaba jocosamente el episodio, para regocijo de las dos damas que, con él, completan la secretaría a mis órdenes. Mucho había corrido la noticia. Ellos estaban de guardia, no obstante la festividad del día, a la espera de cualquier contingencia; y probablemente el zascandil de Sobrarbe, faltando a su deber, se había escurrido para asomarse al desfile. Ahora payaseaba, con sus zetas y eses afectadas y sus empalagosas risitas, ridiculizando al señor ministro ante sus compañeras de trabajo. Yo a Sobrarbe no lo soporto, y Adelita me irrita con su actitud en exceso servicial, mientras que doña Angustias sufre y hace sufrir a los demás las desigualdades de una menopausia ya demasiado larga. Pero los aguanto a los tres ratones amaestrados porque, al menos, conocen bien la rutina administrativa y las que pudiéramos llamar costumbres de la casa. Cuando me hice cargo de la secretaría, especialmente, fue para mí una bendición encontrarme allí aquel pequeño equipo adiestrado, de modo que, con sólo dar una orden -transmitirla, más bien, en la mayoría de los casos-, ellos la cumplimentaban sin olvidarse de todos los detalles y requisitos y pejigueras que yo nunca hubiera sido capaz de tener cuenta. Hasta la fecha continúo con la misma práctica, y las cosas marchan por sí solas, como quien dice. Bocanegra me expresa su deseo, y yo pongo a funcionar el mecanismo: a poco, las instrucciones del Jefe están cumplidas. Más de una vez se ha dado el caso de que incluso los ministros se enteren de los decretos correspondientes a su departamento respectivo leyéndolos en la Gaceta oficial, o aun por noticias de la prensa diaria.

«Precisamente eso es lo que había de ocurrir aquel día con el ascenso de Pancho Cortina. Al volver de la fiesta, y conforme subíamos las escaleras principales del Palacio, el Presidente me agarra del brazo y me pregunta: ¿Qué tal? ¿Qué te ha parecido el desfile? Formidable, ¿no? Sobre todo el broche final, con la Policía Montada. La verdad es que ese Pancho se ha lucido, y hay que recompensarlo; se merece un ascenso. Vamos a hacerlo coronel, Tadeo. Me traes a firmar el decreto, para que mañanita se lleve el mozo la gran sorpresa… La gran sorpresa -dicho sea entre paréntesis- quien se la llevó fue el ministro de la Guerra, general Malagarriga, que al día siguiente me llamó por teléfono increpándome, bajo el apelativo de joven, con la mayor ceremonia: -Óigame, joven… -Le expliqué lo sucedido, tal cual: que eran órdenes de Su Excelencia, de modo que… -No hay disculpa, joven -gritaba, hecho un energúmeno, al otro lado del teléfono-. Si el señor Presidente dispone que tenga curso inmediato la propuesta que yo acababa de hacerle verbalmente -(a mí se me reía la cara, escuchándolo: Sí, sí)-, eso no lo excusa a usted, jovencito, de observar los trámites de rigor. ¿No pudo, acaso, enviarme a refrendar el texto del decreto con el mismo ciclista que lo llevara a la imprenta? -No quería apaciguarse; parece que lo habían llamado de la redacción de El Comercio para confirmar la noticia del ascenso y pedirle un comentario, y él no supo qué decir de la sorpresa. Por lo demás tenía razón, lo reconozco: hubiera sido mejor hacer lo que él decía; pues cuando a la mañana siguiente le llevaron el papel para que, a posteriori, subsanara la deficiencia, era ya demasiado tarde: «hombre había amanecido cadáver, y así hubo que archivar el decreto sin firma de ministro. Pero ni eso podía preverse, ni uno puede estar en todo. ¡Cualquiera anda con tales miramientos cuando a Bocanegra se le ocurre algo urgente! Aquel día, a pesar de lo cansado que estaba yo después del famoso desfile y tantas horas parado en la tribuna, apenas me hubo dado esa orden encargué a un conserje que me trajera un sandwich y una cerveza a mi despacho, mientras oía al personal que relajaba a propósito de la patada del doctor al can bullicioso, borroneé unas frases, las corregí y llamé enseguida al timbre: -Mire, Adelita, con la celeridad del rayo, ¿me entiende?, van a prepararme ustedes un decreto del ministro de la Guerra ascendiendo (tome nota) al teniente coronel don Francisco Cortina, Reorganizador de los Servicios de la Dirección General de Seguridad del Estado y comandante de la Policía Montada, al grado inmediato superior, es decir, a coronel, con retención del mismo empleo y mando. Los fundamentos del decreto (apunte, Adelita) son los siguientes (escriba): celo extraordinario en el desempeño de las comisiones recibidas, y notable capacidad de organización demostrada al frente del cuerpo especial de Policía Montada, etcétera.

»No bien había terminado yo mi frugal refrigerio, ya estaba preparado para la firma el texto del decreto, con su sello y todo. Bocanegra lo suscribió, casi sin haberse molestado en leerlo (tanta confianza me tenía) apartando un poco su plato a un lado; pues cuando se lo llevé, todavía estaban ellos a la mesa. Desde su sitio, me convidó la señora: -Siéntese a comer con nosotros, Requena-. Pero antes de que yo hubiera podido replicarle ya he comido y muchas gracias, respondió en lugar mío Bocanegra: -Ahora lo que tiene que hacer éste es salir disparado. Cuando todo esté listo -agregó, dirigiéndose a mí-, y tengas la seguridad de que ha pasado a la imprenta, vienes a tomar el café con nosotros… -Pues hasta las invitaciones -comenta el secretario- asumen forma de mandato en los labios de Bocanegra.»

Y yo me pregunto si esta observación de Tadeo representa una crítica, si expresa rencor, o si rezuma admiración. No acierto con la respuesta, aunque me inclino a pensar que todos esos sentimientos pueden hallarse mezclados en su ánimo sin que él mismo se diera completa cuenta. En general, y a diferencia de lo que pasaba con el doctor Rosales, que tanto lo inquietaba, que lo ponía siempre incómodo, y que era en fin para él un enigma viviente, el joven Tadeo parece entender muy bien a Antón Bocanegra, el ex Padre de los Pelados. Si lo acepta y lo aprueba o no, ése es ya otro cantar; ¿lo admira, lo teme, lo respeta, si inclusive lo odia a ratos, resulta difícil de saber; pero desde luego se ve que lo entiende perfectamente. Habla de él como puede hablarse del tiempo; como de un hecho que ni siquiera tendría sentido ponerse a discutir. «Hasta las invitaciones asumen forma de mandato en los labios de Bocanegra.» Es así, y basta, ¿no? A Tadeo Requena le parece todo eso lo más natural del mundo. Ni repara siquiera en las brutales desconsideraciones de su amo. Ya se ha visto con cuánta indiferencia, con que repulsiva frialdad, refiere el disgusto que le dieron a mi tío, el pobre Antenor Malagarriga, y que sin duda fue lo que le costó la vida. El cual era un hombre débil, cierto; quien había hecho mal, desde luego, en asumir -y ¡para eso, a la postre!- el Ministerio de la Guerra; pero que, de cualquier modo, no era un desalmado como ellos sino, muy por el contrario, todo un caballero, y un militar pundonoroso. ¡La falta de piedad y de respeto con que este cachafaz consigna su muerte!… Para él, lo único lamentable es que el general no pudiera estampar su firma en el decreto, y era menester archivarlo sin dicho requisito… Cada vez que leo esos párrafos, la indignación me remonta de nuevo el pecho; y no porque se trate de un pariente mío, y de una buena persona, sino porque revelan la especie de canallas en cuyas manos estábamos. Con razón nuestro país ha rodado hasta la sima donde hoy se debate, llora y sangra…

IX

Bien se entendían entre ellos, aunque al final terminaran destrozándose también los unos a los otros. Sí, el fiel secretario, el perro guardián, acabaría por asesinar a su amo [61]; pero ¿qué importa?, eso no quita para que, desde el primer instante, sus relaciones con él fueran fáciles y corrientes como una seda. Con astucia aldeana, Tadeo había asumido la actitud más pasiva de callar, aguardar, obedecer, hacerse chiquito y abstenerse de toda iniciativa; de modo que su jefe, el Jefe, comenzó a utilizarlo poco a poco, y a probarlo conforme lo necesitaba, para convertirlo pronto en su íntimo e indispensable instrumento, que era, con seguridad, lo que de antemano había proyectado, deseado y querido, sin imaginarse que este instrumento, volviéndose en contra suya, podría serlo de su muerte. En verdad, eran tal para cual. ¡Con qué grosera satisfacción aplaude el secretario las insolencias de Bocanegra, y cómo se regodea en los vulgares triunfos que las debilidades, miserias y vilezas ajenas le proporcionan!

Por cierto, la degradación de nuestro ambiente público no dejaba de suministrar con frecuencia materia abundante para tan abyectos festines. Y voy a reproducir aquí la crónica correspondiente a uno de ellos, extractada del manuscrito de Requena. Este patán (¡que engañe a quien no conozca, como yo los conozco ahora, sus afanes de escritor clandestino!) describe la recepción del Presidente Bocanegra en la Academia Nacional de Artes y Bellas Letras, acto al que también yo tuve ocasión de asistir para presenciarlo desde la tribuna de invitados especiales, y se permite ser sarcástico describiendo aquella orgía de bestialidad y humillación, que a mí, en cambio, me había dejado, lo recuerdo bien, indignado, deprimido, lleno de asco. Insolente, ironiza Tadeo: «Buena, muy buena ha estado la ceremonia. Y el doctor Rosales, que tanto se había desviado por lograr su mejor éxito, puede dormir satisfecho esta noche: los periódicos de la mañana calificarán con justicia de lucidísimo el acto. Nuestro muy ilustre Presidente, que ya era doctor honoris causa, recibe ahora las palmas académicas. Si quisiera, podría ostentar por su turno, o combinados, el birrete de doctor, el espadín de académico, el bastón de mariscal, las charreteras de almirante y hasta, ¿por qué no?, el capelo cardenalicio, como hacen otros muchos jefes de Estado. Pero no, ¡qué va! Nuestro Bocanegra no se paga de baratijas. En lugar de esas galas, el único símbolo de su poder que le gusta exhibir son las espuelas de plata, que jamás se le caen de los talones, aunque jamás se le haya visto tampoco montado a caballo [62]

»Pues así, con sus botas y sus espuelas, y la camisa despecheretada, ha acudido el hombre a sentarse entre los papagayos de la Academia [63]; junto a su digno ministro de Institución Pública (quien en vano había tratado de sugerirle con toda clase de circunloquios la conveniencia de vestir, si no la casaca, al menos un traje de etiqueta) y a la derecha del Presidente de la Docta Casa, nuestro laureado y decrépito poeta don Hermenegildo del Olmo, que se mostraba, si obsequioso y torpe, muy decorativo con la suntuosa pelambrera cana sobre el verde terciopelo del cuello, bordado de ramitas y constelado de caspa. Despatarrado entre ambos, Bocanegra se pasó todo el tiempo que duraron los discursos, y no fue poco, mirando al techo, con los brazos cruzados y la expresión ausente. Pero, entre tanto, la fiesta discurría, como digo, brillantísima. Nadie faltaba, por supuesto. Los plumíferos asignados a la inmortalidad, todos ocupaban sus sillones; y los aspirantes a ingresar, más o menos pronto, en ella, periodistas, profesores de dibujo o literatura castellana, poetas de week-end, se apelotonaban en las tribunas, ansiosos de hacerse notar.

»Es lógico que el Jefe los mire y no los vea, a todos estos plumíferos. Yo mismo, a quien sin duda consideran ellos una perfecta nulidad, negado por completo a las gracias del bien decir que ellos cultivan, soy sin embargo objeto de sus deferencias más cumplidas cuando alguno me encuentra al alcance de su lengua, sólo por mi cargo de secretario del Todopoderoso, y porque saben que el ministro me considera discípulo suyo. Cuando uno era un pobre gato tirado en la cuneta de la carretera, un paria, un ignorante, podía sentir respeto acaso por quienes escriben bonito, y publican versos en los periódicos, y hablan por la radio. A qué negar mi entusiasmo de entonces por las grandes figuras de nuestro Parnaso [64] y, sobre todo, por Carmelo Zapata, quien, negro y todo, quizás precisamente por serlo, es urbi et orbi reconocido y proclamado nuestro primer poeta joven, sin que desde hace cuarenta años decrezca su fama, ni haya soñado nadie en arrebatarle tan honroso título. Cada domingo, en el prestigioso suplemento literario de El Comercio, nos regalaba, entonces como ahora y siempre, sus inigualables tiradas líricas, dignas con frecuencia de la pluma del propio Rubén Darío [65], y por mucho que los maldicientes se rieran de que en la redacción el gallego Rodríguez le tenía que corregir la ortografía y algún que otro verso mal contado, ¿por qué no los escribía el gallego, si tan capaz era? La ortografía y las reglas de composición son, después de todo, conocimientos mecánicos, que cualquiera puede aprender, y nada más que los pedantes como Rodríguez hacen de eso cuestión capital; nada más que los fariseos de la cultura [66]. Luego, con el tiempo, los he ido conociendo, a unos y otros, al negro Zapata y a quienes no lo son, a todos. ¿Para qué hablar? Cada vez que me tropiezo a uno de estos personajes, me pongo a exagerar adrede la rudeza de mis modales y de mi vocabulario. ¿No me tienen ellos por un bárbaro iletrado? Pues que me dejen gozar del espectáculo de sus zalamerías, cuando vienen a bailarme el agua para que les haga cualquier pequeño favorcillo administrativo. No sospechan los infelices que este ignorante, este doctor de secano, como sé que me llaman, si quisiera, podría desplegar condiciones literarias superiores a las suyas. Estoy seguro de que, tras haber publicado unas cuantas pamplinas en los periódicos, ellos mismos se despepitarían, pasado no mucho tiempo, por venir a proponerme los honores del gremio, muy contentos de poder contar en su seno al joven y distinguido secretario de Su Excelencia. Y no veo por qué, si Zapata tiene un sillón de peluche donde depositar sus voluminosas posaderas [67], iban a ser de peor condición mis fondillos. Pero no, jamás se me ocurrirá cosa tal. Por un lado, me da vergüenza la sola idea de participar en esa feria de vanidades; y por otro, me gusta balconear [68] esta clase de espectáculos, como lo he hecho hoy, no desde el salón, ni siquiera desde la tribuna de invitados, sino desde la penumbra de algún rincón ignorado que me permita ver sin ser visto. Así me he divertido a mis anchas contemplando al Jefe tan repantigado, con sus botas altas y la camisa abierta, en medio de la ilustre corporación reunida en honor suyo. Y por cierto, hubiera dado algo por penetrar en el pensamiento de Bocanegra, adormilado ahí como un cocodrilo al sol, mientras, por ejemplo, se despachaba catedráticamente el sociólogo Toño Zaralegui a propósito de las peculiaridades de nuestro idioma nacional, expresión del genio de la patria [69], tan enriquecido por la aportación de las proclamas, discursos y decretos de este hombre extraordinario, Antón Bocanegra, nuestro nuevo académico de número, en cuyo estilo inconfundible y vigoroso, fruto de un espíritu original, late la pujanza de una raza nueva, abocada a los más altos destinos, etcétera, etcétera, etcétera. La cara del Presidente no reflejaba nada. Y, en cuanto a la del doctor Rosales, que era, como yo sabía bien, quien le redactaba los discursos a Su Excelencia, tampoco acusó el efecto de los ditirambos que su colega dispensaba con tanta largueza [70]. Yo, maliciosamente, espiaba, para rastrear en su expresión sombras de azoramiento, de vanagloria, de susto, de algo; pero mi hombrecito estaba tan pendiente de la organización del acto, siempre sobre ascuas, temeroso de alguna falla, que todo aquello le pasó por alto, y ni siquiera pensó que los únicos méritos literarios invocados en el haber del nuevo académico eran obra de su docta pluma.»

X

No sigo copiando; ya basta. Basta de tanta soberbia reprimida, de tanta sofrenada suficiencia, de tanta arrogancia oculta; pero, sobre todo, basta -porque no hay quien lo sufra ya- de esa mordacidad que como un ácido, destruye cuanto toca. ¡Qué atroz -y qué imprevisto- resulta el Tadeo Requena de las memorias! Descubrir en él un almacigo [71] de insensatas pretensiones no sería sino sorpresa relativa en estos tiempos de atropelladores sin escrúpulos, cuando -rotos los diques- nada parece imposible o excesivo para nadie. Y ¿quién no tenía al joven secretario por un distinguidísimo trepador, atento a las ocasiones, capaz de osarlo todo, aunque más zafio y peor dotado de lo que realmente era? Incluso podía cualquiera haberse arriesgado a pronosticarle lo que en definitiva fue su destino: crimen y, por último, batacazo, pues en el terreno de los forcejeos, intrigas y zancadillas alrededor del mando, el individuo no pasaba de ser un pobre ingenuo, sin sutileza alguna, sin ductilidad, ni otro talento que una audacia loca. ¡Un infeliz palurdo! Su verdadero talento, su fuerza, era de índole distinta, y muy temible por cierto: demoníaca. Consistía en el poder corrosivo de una mirada que volatiliza, disipa, vacía, corrompe, destruye, en fin, todos los objetos donde se posa, dejándolos reducidos a su pura apariencia irrisoria, poder tremendo, del que quizás él mismo no se daba cuenta, o no se daba cuenta cabal, como si, con una especie de rayos equis, viera la calavera bajo la carne, y una absurda danza de esqueletos en los movimientos de la gente; poder que ejercía sin proponérselo, sin quererlo, y que a saber si no se volvió contra sí propio y fue la causa profunda de su fracaso último [72], pues ¿dónde y cómo se detiene la cadena de la desintegración?

Ésa es la gran sorpresa que las memorias encierran: la lucidez odiosa -odiosa, y fascinante; yo confieso que a ratos me fascina- de una mirada tal. Sin que nadie pudiera ni tan siquiera sospecharlo, esa cámara cruel, ese objetivo implacable, inocente y escondido, estuvo registrando durante años lo que ocurría en las «altas esferas». Tadeo Requena nos asoma a los interiores domésticos del tirano [73] y de la que siempre titulaban los periódicos Primera Dama de la República, nos introduce en aquellas tertulias vespertinas donde ella triunfaba, bromeaba y reía, haciendo un poco inconscientemente (o quizás no tan inconscientemente) el papel de agente provocador, mientras Bocanegra callaba y observaba, observaba y callaba, hasta hacer olvidar a las gentes, demasiado entretenidas en sus discusiones y en sus tragos, que ahí se hallaba él al acecho, pues en realidad aquellas reuniones íntimas eran de ella; y él sólo asomaba el hocico, de tarde en tarde, como huésped condescendiente, sin participar demasiado en la conversación de quienes le hacían la corte a su mujer… Otras veces, también, nos descubre Tadeo en sus memorias el aburrimiento de veladas solitarias, donde, entre bostezos y gruñidos, la pareja soberana termina por quedarse frente a frente cuando él mismo, Tadeo Requena, personaje tan de confianza que llegaba a no existir, se escurre y desaparece disimuladamente sin dar las buenas noches.

«Adormilado y embrutecido -dice en un párrafo que hará meditar a quienes conozcan la terminación de esta historia-, con el vaso de aguardiente siempre al alcance de la mano, mientras ella, entornados los ojos, ausente, hila, urde y maquina sin cansancio [74], ¿quién sostiene ahora el edificio del orden público, quién defiende el santuario del poder? Ya hace rato que se retiraron los servidores; no queda nadie en las oficinas; el telegrafista de turno también dormita, sobre sus brazos, o lee una novela interminable; abajo, hasta el capitán de la Guardia se habrá echado un poco, dejando a los demás aburrirse en su rutina. Y por último, desaparezco yo. Afuera, la ciudad, el país, yace sumido en el sueño. Todo está a oscuras alrededor, todo en silencio, y apenas se oye en la antesala algún crujido, la marcha del reloj royendo el tiempo. Vino la noche y, casi de repente, ha decaído por unas cuantas horas la implacable lucha. Nadie aguardaba ahí afuera para acercarse a esta mesa mía que es muro de contención, represa aguantadora de empujes, impaciencias, ambiciones grandes y chicas; de las arremetidas brutas del impetuoso, las trapacerías amañadas por el artero, las solicitaciones, los engaños vanos, los halagos, las intrigas, los sobornos, la lucha solapada, la maniobra preparada con ojerosa premeditación y el golpe de audacia, tanto más asombroso al verlo fallido… Ha empezado la tregua, y todos duermen. A estas horas, me gusta a mí recorrer a veces los salones vacíos, y mirar un rato hacia la Plaza de Armas, desierta, desde un balcón…» Incluso respecto de las recepciones oficiales, ampliamente descritas para el público por los diarios de la mañana, pueden ser de interés sus informes. Aun entonces recoge algún detalle inédito y lleno de particular significación, o destaca algún aspecto revelador en conexiones insospechadas.

Casi siempre, los datos que nos ofrece el secretario encierran algo de curioso, aunque no siempre resulten transcendentales, ni siquiera importantes en sí mismos. Hay veces en que su importancia se relaciona con hechos posteriores a la ocasión, o que son consecuencia de algo cuyo papel no hubiera podido barruntarse entonces, y que se ilumina retrospectivamente. Tal ocurre, por ejemplo, con lo que Tadeo cuenta sobre los hábitos de Bocanegra como bebedor: él mismo, al referirlos, estaba muy lejos de sospechar el alcance histórico, y también el alcance personal, la influencia que en su personal tragedia tendrían esos hábitos del Presidente, que él anota quizás por el solo placer de la maledicencia. Que Bocanegra era un bebedor famoso ¿quién lo ignoraba? Muchos ignorábamos, en cambio -y Requena nos aclara el punto-, su predilección -más aún, afición exclusiva- al aguardiente de caña del país. «La muestra de mayor confianza que me ha dado, creo, es la de encargarme con la misión de llenarle el vaso -escribe el secretario Requena-. Él -añade- sólo bebe aguardiente de caña; no quiere otra cosa. En las fiestas oficiales, en las grandes recepciones, y aun en las tertulias menos solemnes, se toma champagne, se sirven cocktails, y el palo fuerte es siempre el scotch whisky; pero, en punto a bebidas, nuestro Presidente es de un patriotismo fanático, y no transige; no hay quien lo saque de su aguardiente, escanciado (eso sí, pues las formas hay que guardarlas) de garrafones de cristal fino, idénticos a los del whisky, para que al exterior no se note la diferencia. De este modo, ni le impone a nadie su criterio, ni tiene por qué exponerse él a la crítica de esa dorada plebe de las bebidas caras, finos, exquisitos y snobs que sin duda admiran su sacrificio en aras de los gustos populares cada vez que los periódicos aportan testimonio fotográfico de los paliques sostenidos por Su Excelencia a la puerta de los bohíos [75], en la roza, o ante las ínfimas cantinas de los arrabales, donde, con cierta frecuencia, gusta de detenerse a alternar con los mugrientos y acepta, claro está, su indefectible copa. Sin embargo, no hay sacrificio en esto, yo puedo certificarlo. Pues ese mismo espíritu es el que entretiene sus raras veladas familiares; ése es el que hace introducir de ocultis en los más elegantes saraos; y a mí, por cierto, me toca ser el guardián y sumiller de su secreto [76]. Mi obligación consiste en pasarle un vaso tras otro, sin pausa; y cuántas veces, al observar cómo, al cabo de poco rato, empieza a fijársele la mirada, endureciéndosele las facciones y embotándosele las ideas en una especie de obstinación taciturna, mientras que a su alrededor crece el alboroto, se contagian las risas, cunden las sandeces; cuántas veces no he atribuido yo esa diferencia, más que al carácter siniestro que tantos imputan, sin conocerlo bien, a nuestro Jefe, se me ha ocurrido, digo, atribuirla a los efectos del pesado quitapenas popular que, bajo un disfraz de cristales tallados, mantiene a Bocanegra en contacto con su querida plebe, fiel a la borrachera sórdida de la gentuza, mientras que en cambio todos aquellos ex sargentos, ex periodistas, ex nadas, ahora magistrados, directores generales, banqueros y ministros, alternando con diplomáticos extranjeros, de extracción análoga muchas veces, se sienten en la gloria, alegres, felices, en medio de sus engreídas esposas, a las que, con disimulada fruición acariñan el brazo o la grupa… De no hallarse en semejante estado, temblarían sin duda al advertir la mirada de tigre que nuestro aguardiente le pone al Jefe. Eufóricos, locuaces, gordos, bien fardados, risueños, no la advierten siquiera. La advierto yo, que no bebo; yo, que administro las garrafas…

¡Ah, si la gente supiera observar, muchas sorpresas no serían tales, y más de uno podría parar a tiempo el golpe, o esquivarlo! Me asombra que el Presidente haya depositado en mí una confianza tan ciega; pues no ignora que yo me mantengo sobrio a su lado mientras él bebe y bebe; y que me basta, en ciertos casos, seguir la dirección de sus miradas para adivinarle las intenciones, como no hace mucho ocurrió con Doménech lanzado de un salto desde la poltrona de director del Banco Nacional de Créditos y Subsidios a los calabozos del castillo. Lo que fue un rayo y la sensación padre para todo el mundo, a mí no me tomó de sorpresa. ¿Por qué? Pues porque, tres días antes, en el baile de la recepción al Embajador de México, cuando aguardaba yo a que el Jefe apurara el último sorbo de su vaso para servirle otro enseguida, entendí que la suerte de Doménech estaba sellada con sólo notar la manera larga, fría, tenaz, pegajosa en que le tenía puesta encima la vista, al tiempo que, distraídamente, balbucía no sé qué frase interminable para consumo y deleite de los lambiscones que siempre lo rodean. Doménech, muy ajeno a todo, secreteaba en un rincón de la sala con el agregado comercial de Estados Unidos; tan engolfado en su asunto el caballero, que ni siquiera sintió sobre sí la mirada pesadísima de Bocanegra. Bocanegra, en cambio, a pesar del mucho aguardiente que ya tenía en el cuerpo, se dio buena cuenta de que yo, por el hilo de su mirada, estaba llegando al ovillo de su pensamiento. Y no lo había olvidado al otro día: cuando entré por la mañana temprano a tomarle la firma para unos documentos, me dijo sin mirarme, ocupado como estaba en revolver su café con la cucharilla: -Ese Doménech es un ladronzuelo, ¿sabes? -y agregó-: Tú, que eres joven y que no tienes pelo de tonto, has de ver muchas cosas. -Quizás por eso, porque no me consideraba tonto, porque quería que aprendiera, y porque sabía que ya estaba al cabo de todo, me comisionó a mí, junto con Pancho Cortina, para detener e incomunicar a Doménech, mientras el ministro de Hacienda decretaba la incautación de todas sus cuentas, dineros y demás bienes, muebles, inmuebles y semovientes, sin perdonar siquiera los efectos personales. Que Doménech era un ladrón, ¡noticia fresca! Y además, ¿sería el único, ni siquiera el más notorio? Por qué causa, razón o motivo decidió Su Excelencia enterarse de pronto, es cosa que todavía ignoro.»

XI

«De todas maneras, y por lo que a mí se refiere -continúa Tadeo-, parece claro que el Presidente me tiene cada vez mayor confianza, y que se propone utilizarme en cuantas gestiones, por una u otra circunstancia, le merezcan particular cuidado. Las cuales, no siempre tienen que ser de riesgo, ni tampoco de aquellas que los pusilánimes suelen considerar desagradables. En medio de los actos de tragedia se intercala de vez en cuando, como en el teatro clásico, algún entremés bufo [77].

»A este género pertenece el episodio que pudiéramos llamar del Niño raptado, en cuyo desenlace me tocó a mí participar por especial encomienda del Jefe del Estado, cuando ya llevábamos toda una semana de chismes, comidilla y sensacionalismo. La noticia de que había desaparecido un Niño Jesús de la Exposición Nacional de Artes Populares y Folclore Nativo, organizada por el Instituto de Artes, Ciencias y Letras de la Nación (o, dicho en menos palabras, por Tuto Ramírez), corrió la ciudad como reguero de pólvora, y saltó de inmediato, cómo no, a los titulares de los periódicos. Por supuesto, el kidnapping [78] se descubrió enseguida, ¿no había de descubrirse? La Exposición constaba, creo, de sólo veintiocho piezas en su género, hoy entregadas en custodia al Museo; entre las cuales, nueve Niños Jesuses en la cuna, tres sets [79] de Reyes Magos, cuatro Cristos, otras tantas Vírgenes, y lo demás, santos surtidos, todo ello imágenes de factura popular, es decir, obra de paisanos mañosos, quienes, durante la época de las lluvias, matan el tiempo y distraen la forzosa ociosidad tallando con su navaja en palo blando esas figuritas que, no vacilo en confesarlo, a mí me parecen una porquería, aunque ahora le haya dado a la gente por admirarlas con los ojos puestos en blanco… Pues, como digo, el robo del Niño Dios se descubrió de inmediato. Y -lo que es más- tampoco tardó en saberse el nombre del raptor.

»Lo grave del caso es que el raptor no era, según hubiera podido conjeturarse, ni uno de tantos escolares como se hizo desfilar por la Exposición, ni un vulgar ratero, ni siquiera un cleptómano conocido, como don Serafín Lovera, sobre cuya persona recayeron sospechas en un primer momento, sino -quién lo hubiera pensado- una de nuestras primeras glorias nacionales: el poeta y académico Carmelo Zapata. Cómo se averiguó, no podría precisarlo; lo único que sé es que el rumor era cierto; pues cuando -convertido en voxpopuli [80]- llegó a ser tan denso como para que nadie pudiera ignorarlo, el ilustre poeta acudió espontáneamente, a la hora de cerrarse el local de la Exposición, portando en la mano un paquetito misterioso, preguntó por el señor Secretario, y -encerrado con Tuto en su despacho- le hizo entrega solemne de lo que resultó ser, no precisamente la imagen sustraída, sino un precioso Niño Jesús, de escayola, sobre cunita de bien pintadas pajas, comprado por él -explicó- en la santería para sustituir a ese mamarracho -así dijo- que, en señal de protesta, y por motivos de reverencia y de decencia pública, se había creído obligado a retirar de la Exposición, sustrayéndolo a la mirada incauta de nuestras púdicas doncellas y matronas, así como de la inocente población escolar que, a diario, etcétera, etcétera. Ya es conocida la verborrea del Gran Vate, nunca corto en palabras. Tal fue la explicación de su acto: por motivos de reverencia y de decencia pública. En cuanto a estos motivos, sólo más adelante deberían esclarecerse. Por lo pronto, Tuto Ramírez, en su carácter de secretario de la Exposición, se negó, y con razón sobrada, a hacerse cargo del Niño Jesús sustituto, alegando que la figurita, por muy linda, y agradable, y perfecta que fuese, como producto al fin de la industria moderna aplicada a servir el gusto religioso de nuestra época, de ningún modo podía reemplazar allí a una obrita, modesta si se quiere, pero de neta inspiración popular, cuyo valor -declaró con énfasis- residía precisamente en el tosco candor de un artista desconocido, humilde exponente del genio de la raza [81]. Entonces Carmelo, que también tiene el suyo [82], montó en cólera y, con los ojos revueltos de negra furia, le replicó a Tuto, según parece, que sólo por respeto a lo representado no le estrellaba aquel Niño Jesús en la cabeza, o se lo metía por los hocicos; pero que supiera de todos modos que él no pensaba, en ningún evento, restituir aquella vergüenza impía. -Está bien; como usted prefiera, don Carmelo -le respondió Tuto pálido de rabia-. Yo, con llevar el caso a la Superioridad, me doy por cumplido. Y, muy digno, se puso a arreglar papeles sobre su mesa para desentenderse de la presencia del poeta; quien, muy digno también, se retiró a su vez dando un portazo. A Tuto Ramírez, claro está, le faltó tiempo para venir con el cuento a la Superioridad. Y la Superioridad, que tiene bastante mala entraña, comisionó a su ministro de Instrucción Pública, don Luisito Rosales, para que entendiera en el asunto y rescatara la obra de arte sustraída. Cada vez que el Jefe convocaba especialmente a su ministro, este pobre entraba a su presencia medio azorado. -¿De qué se trata? -me había preguntado al pasar por delante de mi mesa en la antesala; y yo, por toda respuesta, le gasté la broma habitual: me recorrí la garganta con el dedo pulgar de la mano derecha, dando a entender: estrangulación. Enseguida, con el mismo dedo, le indiqué la puerta de Su Excelencia y, siguiendo las instrucciones de éste, me colé tras él en la sala. Cuando mi don Luisito oyó al Presidente confiarle semejante encargo se tranquilizó primero, y luego se sobresaltó: -¿Yo? -protestó, asustado. -Usted, claro; pues ¿quién si no, señor ministro? -le replicó Bocanegra con gran cachaza-. Usted, doctor, tiene que averiguarme bien los motivos que han inducido al Liróforo Celeste [83] a perpetrar su hurto, y persuadirlo luego de que, por el bien de la Patria, nos devuelva el santito, y todo se quede en mera broma. -Está bien, está bien; pero usted sabe, Jefe, cómo se las gasta Carmelo; usted no ignora que en punto a educación el Gran Vate no hila muy delgado. Va a negarse, porque tiene mucha soberbia, y hasta si se tercia me va a faltar al respeto… -Don Luisito quería darle a su resistencia un tono semijocoso. -¡Ah, eso no! ¡Ah, eso nunca! -exclamó con sorna el Presidente-. Usted, doctor, si tal llegara a ocurrir, que no lo creo, le amenaza con llevar el asunto al Juzgado, por la vía criminal, y ya verá cómo el Vate se me raja. Sí, doctorcito, se me raja, créalo, no lo dude. Además -concluyó-, para cualquier lance, hágase acompañar de Tadeo Requena, que es joven y fuerte. Ya lo oyes -añadió, dirigiéndose ahora a mí-, tú vas a acompañar al doctor.

»Lo que él quería era tener a alguien que le contara la escena, para gozarla y reírse; pues, tras el primer acto cuyo desarrollo le había referido Tuto Ramírez al detalle, se la prometía muy sabrosa. Y ¿quién mejor testigo que yo, su secretario fiel?… Mi trato con Carmelo Zapata se había reducido hasta entonces a casi nada, si bien su nombre, su personalidad y su obra me eran conocidos desde mis tiempos de paradisíaca inocencia literaria, cuando en San Cosme el gallego Luna me prestaba los números atrasados de El Comercio dominical para mi solaz y recreo como él decía. Luego, en la Capital ya, durante la época de mis estudios, don Luisito Rosales consideró sin duda que contribuiría poderosamente a mi educación conocer al Gran Vate, cuyos versos traía yo aprendidos del pueblo, y me envió un día a visitarlo, previos arreglos telefónicos e invocación del alto interés que mediaba en hacer pronto de mí un hombre de pro. No me avergüenzo de la emoción candorosa con que me acerqué entonces al santuario de las musas. Carmelo Zapata era alguien; tras haberme hecho esperar un tiempito razonable, me había recibido, sentado, pluma en ristre, ante su escritorio, entre el reluciente yeso de una bonita Victoria de Samotracia, a su derecha, y el famoso cenicero artístico que, adornado con un Don Quijote a caballo, le habían obsequiado las damas del Ateneo Pedagógico en la ocasión memorable y reciente de sus bodas de oro con la Poesía, tan celebradas por el país entero. El bardo me acogió benévolamente, cuando una tos mía lo sacó de la meditación en que se hallaba sumido; fue amable conmigo, paternal; y en pocas pero bien pensadas frases me adoctrinó sobre la importancia que el poeta tiene para la sociedad, de la cual él es alto exponente, alma y verbo. -Desdichados los pueblos -clamó-, desdichadas las naciones que no saben reconocer, honrar y venerar a sus Vates… -¿Y eso es todo lo que te ha enseñado Carmelo? -comentó luego el doctor Rosales, cuando le hube referido la entrevista. No volvió a enviarme más a su casa, y optó -muy satisfecho en el fondo- por instruirme él mismo en las Bellas Letras, con sus pesadeces griegas y latinas. Ahora, años más tarde, Bocanegra lo obligaba a bregar con el Vate en el enojoso asunto del Niño Jesús perdido y hallado en poder suyo, al solo fin de divertirse con el enredo, y me enviaba a mí como testigo, relator y cronista privado.

«Pero el espectáculo no resultó, sin embargo, tan divertido como Su Excelencia se prometía. Por lo pronto, el pobre don Luisito dejó pasar todo aquel día sin tomar providencias; y sólo al siguiente inició la temida operación, interponiendo el hilo del teléfono entre su cara timorata y la bemba del Vate: que se había enterado del incidente de la Exposición, y le quedaría muy agradecido si, cuando buenamente le fuera cómodo, venía a darse una vueltita por su despacho para buscarle al caso una solución amigable. El poeta, a quien el Niño Jesús se le había convertido entre las manos en una papa caliente [84], se personó de inmediato, portando, no uno, sino esta vez dos paquetitos, que depositó al entrar, juntos, sobre la mesa donde yo escribía, o fingía escribir, a su llegada. Por lo visto, traía ánimo de avenirse; su acritud era conciliadora, o así me pareció en el primer momento. Explicó que, durante su visita a la Exposición había sufrido un verdadero shock al darse cuenta de la indecencia con que estaba representado el Niño Dios en una de aquellas imágenes; y por consiguiente -no de modo subrepticio, eso era una vil calumnia, sino más bien con ostentación y alarde, como lo demuestra el hecho de que todo el mundo lo supiera- se apoderó de la sacrílega imagen, y… -Pero veamos el quid ¿De qué se trata? Sépase de una vez la razón… -apremió el doctor Rosales. Entonces nuestro hombre, sin decir más nada, desenvolvió uno de los paquetitos que había dejado sobre mi mesa y, cuando lo hubo descubierto (era, desde luego, el Niño robado): -Vea, señor ministro -dijo-: éste es el quid. Y se quedó aguardando con triunfante y, en el fondo, un tanto inquieta expectativa. Don Luisito se encajó los lentes, contempló el objeto y, después de observarlo un rato, preguntó: -¿Qué tiene de particular? Muy bonito no lo es, desde luego; es un adefesio [85], pero¡como los otros!; ni más ni menos.

»En el silencio, en la atmósfera, percibí la indignación desconcertada del poeta Carmelo. Se volvió a mí (yo fingía siempre ocuparme de mis cosas), y apeló: -Venga, joven, hágame el favor, que el señor ministro es medio ciego; vea usted por sus propios ojos. -Me acerqué a la imagen, hacia la que Zapata señalaba ahora. El dedo del poeta apuntaba, rígido, a la entrepierna del desnudo Infante. En verdad, debo confesarlo, aquello era un poco exagerado, bastante exagerado. La figurita había sido favorecida, no por la naturaleza, pero por la fantasía del artífice, con demasiado pródigos atributos de una virilidad que en edad tan tierna hubieran debido reducirse a mera e insinuada promesa, nunca desplegarse en realidad tan cumplida. -¡Ah, eso! -exclamó ahora el doctor, al tiempo que yo soltaba la risa. Seguramente la navaja del rústico escultor había tropezado ahí con algún nudo de la madera y, en la alternativa había preferido pecar por carta de más, antes que por carta de menos: eso era todo. Pero el Vate estaba indignadísimo, más quizás que por mi risa, por la débil reacción del ministro. -Comprenderá usted -argumentó, cargado de razón- que esto es una irreverencia insufrible; y yo, como buen católico, no estaba dispuesto a consentirlo. Por eso fue que me llevé la cosa a casa, y luego, para que nadie pueda echarlo a mala parte, ni sospechar un interés mezquino, ni pueda hablarse (¡qué estupidez!) de hurto, he comprado para regalársela al Museo, esta otra imagen. -Y aquí, mientras lo decía, deslió el encantador, beato Niño Jesús adquirido en la santería, con su manita regordeta bendiciendo, y cubierta la barriguita por delicado cendal… -Pues lo siento mucho, mi ilustre amigo; créame, que lo lamento en el alma; pero el trueque que usted propone no puede aceptarse, dado el estado a que ha llegado este asunto. Y va a permitirme que le haga el reproche de haber procedido en él con demasiada ligereza e impremeditación-. Era evidente que el doctor Rosales, con la vista huida, medía sus palabras; pero yo observaba en la cara de Carmelo Zapata que, pese a tanta precaución, eran veneno para nuestro laureado poeta, quien se iba poniendo de color ceniza. -Su objeción -siguió el doctor-, su objeción contra esa imagen es, desde luego, muy respetable, aunque, la verdad, yo no acierto a descubrir malas intenciones, sino acaso impericia, en quien la ha tallado. Pero, de todas maneras, usted pudo dirigirse discretamente al Secretario del Instituto, o a mí mismo, y nosotros… -De modo -interrumpió el Vate en mi estallido de soberbia-, de modo que encima se permite usted llamarme indiscreto. Era lo que faltaba -gritó, furioso, con las pupilas encarnizadas-. Pues sepa usted, señor ministro, que tendrá que responderme de esa injuria en el campo del honor. Le enviaré mis padrinos.

»Ante tal salida, me volví a observar con curiosidad a mi don Luisito; y lo vi que, desde su anonadamiento, se erguía con un desconocido relámpago de ira en los ojos. Pero sólo fue un chispazo; de inmediato, en tono ligero, familiar y terriblemente sosegado, le replicó: -Mira, Carmelo, escucha; me vas a hacer el favor de no ser tonto [86].

»Nunca lo hubiera esperado. Uno trata a las personas tiempo y tiempo, pero nadie sabe nunca lo que cada cual puede llevar oculto en el buche. Carmelo bajó la vista al suelo, donde relucían sus botines, y dejó pasar un rato más que mediano antes de resolverse a decir nada. Lo primero que dijo, y lo dijo con una voz entre pesarosa y reflexiva, fue: -Pues esto no puede quedar así. Si usted no se bate conmigo, tendré que desafiar a Tuto Ramírez.»

XII

Me doy cuenta de que, sin ton ni son, me he dejado arrastrar un poco por la corriente de esas dichosas memorias, y me he apartado del propósito de mis notas, que no es sino reunir y criticar los documentos disponibles para que un día, con más sosiego, se escriba la historia de nuestros actuales desastres. Si de algo sirven a tal fin los trozos que acabo de extractar es para poner de relieve el ambiente de obsecuencia, servilismo y grotesco envilecimiento a que nos había conducido el régimen de Antón Bocanegra, al mismo tiempo que se perfila el retrato moral del tirano y también, de rechazo, el de este secretario que había de ser su asesino.

Después de tales digresiones no quiero, sin embargo, pasar por alto un detalle que a mí personalmente me interesa recoger para dejar establecidas ciertas puntualizaciones necesarias. Se trata de una conversación, por no decir discusión, que hubo en la tertulia de la Primera Dama a propósito del tan comentado artículo de Camarasa sobre Cómo se hace una nación. Este artículo fue en su día objeto de un pequeño escándalo, un mero escandalete, sin consecuencias; digo, sin consecuencias inmediatas, porque remotas había de tenerlas, y muy graves, irreparables, para su autor. ¿Quién no recuerda el malhadado escrito? Era una pieza insolente, burlesca, encaminada a basurear los sentimientos patrióticos y a promover el escepticismo sobre valores de los que no es sano poner en tela de juicio. En fin, ahí está el artículo, en la colección de El Comercio, para quien tenga la curiosidad de buscarlo y el dudoso gusto de volverlo a repasar. Yo, por mí, recuerdo muy bien sus términos. Bajo la forma de un sueño, pretendía Camarasa ver cumplidos sus anhelos de patriota almeriense (pues nuestro hombre era natural de esa desamparada, seca y resentidísima provincia andaluza, cuyos hijos, obligados por la miseria a emigrar, suelen buscarse el pan en el norte africano), fingiendo que, a raíz de un supuesto incidente con Marruecos suscitado por la cuestión de la soberanía sobre Ceuta y Melilla, se había producido un desembarco musulmán en las costas de Almería, seguido por la declaración de independencia de este antiguo reino de taifas [87], que ahora volvía a afirmarse como un Estado libre frente a España. Tan ridícula trama le procuraba a Camarasa la ocasión de mofarse, al mismo tiempo, de todo el mundo, y muy en particular de los esfuerzos que puede realizar una nación pequeña y joven, como la nuestra, para -rebañando afanosamente en el pasado- constituirse un acervo de tradiciones gloriosas, o cuando menos presentables, de cuyo patrimonio puedan derivar orgullo los ciudadanos, sacar temas de seguro efecto los oradores políticos, y seleccionar motivos de ejemplaridad los maestros de escuela.

Como luego lo calificó el redactor jefe de El Comercio (quien, inadvertido, sorprendido en su buena fe, había enviado el artículo a la imprenta sin leerlo, en la idea de que dataría algún tema rutinario o anodino), era, al contrario, una bomba de tiempo.

¡Vaya que sí! Más de lo que hubiera podido imaginarse. Por lo pronto, no tuvo eco alguno, ni al día siguiente de su publicación, ni al otro. El primero en reaccionar fue el Ministro Plenipotenciario de España, quien, como enseguida se supo, hizo una discreta advertencia en el Ministerio de Estado llamando la atención acerca del mal efecto que podían tener bromas de ese género, sólo conducentes a perturbar incautos y a crear una atmósfera de inseguridad alrededor de la política internacional española, en beneficio exclusivo del comunismo. Por otra parte, lamentaba él -el diplomático, digo- que un compatriota suyo se permitiera burlas, por muy embozadas que fueran, a costa del país que tan generosa acogida le brindaba, ya que una semejante actitud desmiente, empaña y desacredita el concepto de la proverbial hidalguía española…Tres días después salió por fin en El Diario Ilustrado un suelto, sin firma, bajo el título de Almería no es América, ni nosotros somos bobos, donde se repelían virilmente los insultos con que determinado individuo, abusando de la generosa pero, reconozcámoslo, un poco insensata hospitalidad de nuestro país, se permitía hacer escarnio aun de los más puros sentimientos patrióticos. A éste, siguieron luego otros indignados ataques contra el desdichado foliculario, entre los que se destacaba por su virulencia vitriólica la nota inserta en el Boletín del Ejército y la Policía Nacional bajo el epígrafe de Se creerá que tiene gracia.

Y aquí, en este punto, es donde me interesa a mí aclarar las cosas. Pues, si bien de pasada, afirma Tadeo que todo el mundo coincidía en atribuirme a mí -a ese renacuajo de Pinedito [88], dice el cachafaz- la paternidad de dicha nota; y como, según parece, tal versión circulaba también en las conversaciones del Palacio que él relata, de poco valdría que yo quisiera suprimir ahora el pasaje correspondiente en las memorias; pues aunque Tadeo, y varias de las personas entonces presentes, han desaparecido ya, esas cosas quedan: la gente habla, comenta, conjetura y afirma, hasta que el rumor pasa a ser artículo de fe. Y poco me importaría todo ello si no fuera porque ahora, otra vez, llueve sobre mojado, y sé, y me consta, que en estos días mismos, de nuevo, no falta quien haya echado a rodar la especie de que he sido yo también quien denunció a Camarasa, dando lugar a que lo asesinaran. Prefiero, por lo tanto, agarrar al toro por los cuernos y dejar esclarecidas las cosas de una vez por todas; y que cada cual cargue con la responsabilidad que le corresponda. Por lo pronto, no he de negar que fui yo quien redactó la nota del Boletín del Ejército. Hacía falta que alguien le saliera al paso a aquel atrevido, poniendo los puntos sobre las íes sin dejar lugar a dudas, como se reconocía por unanimidad en la tertulia presidida por doña Concha; y ese alguien fui yo, como pudo haber sido cualquier otro. En realidad, la nota no la escribí por propia iniciativa, sino animado por mi tío, el difunto general Malagarriga, ministro entonces de la Guerra, en su deseo de proporcionarme a la vez la ocasión de ganar un pellizco de los fondos administrados por el viejo Olóriz. Y tampoco mi tío, seguro estoy, debió de proceder en esto sin la anuencia al menos de su señor Jefe, el digno Presidente de la Nación, quien luego, a juzgar por lo que el tal Requena cuenta, encontró muy lindo echárselas de magnánimo condenando el tono «venenoso» del suelto, al mero efecto de llevarle la contraria a su amantísima esposa. Hasta se permitió opinar Su Excelencia que sólo un tipo como yo, amargado por su desgracia, podía destilar tanta hiel en unas cuantas líneas [89]. Ella, en cambio, estaba tan furiosa con la desfachatez del periodistucho español que cualquier castigo le hubiera parecido poco. Comparaba mi suelto con el artículo de Camarasa, y encontraba que era la única respuesta adecuada. Me satisface comprobar, además, que la Presidenta no era la sola defensora de mi diatriba. Aquel desdichado se las había compuesto para molestar a todo el mundo, a unos por una causa y a otros por otra, prestándose con su ambigüedad a las más diversas interpretaciones, muchas veces, lo reconozco, absurdas. En particular, las alusiones y correspondencias que pretendían descubrirse estaban casi siempre traídas por los pelos. Ni siquiera faltó quien aventurase que aquel libelo se había fraguado en la propia Legación de España, como una burla a nuestro país, y que la protesta del Ministro Plenipotenciario era una especie de coartada, y venía en realidad a remachar el clavo. Este disparate, que, como todos los disparates, ganó luego la calle y circuló mucho, procedía -o, al menos, así se dio a entender- de la minerva de Carmelo Zapata, muy enojado -no comprendo por qué- con las facecias de Camarasa [90] sobre el poeta almeriense Francisco Villaespesa [91], al que calificaba en su artículo de numen glorioso del Nuevo Mundo [92], nacido por licencia poética en el territorio, todavía entonces irredento [93], de Almería. -Estupideces de Carmelo -sentenció, perentorio, Bocanegra, echándose un trago al gaznate-. Y… si vieran -agregó- que a mí el artículo de Camarasa me ha divertido, en medio de todo…

Ésta era la última palabra: una absolución. Y Camarasa, después de tanto, se quedó tan fresco.

Digo, se quedó tan fresco, por entonces. Lo que pasaría después nadie podía adivinarlo. La bomba de tiempo, olvidada ya, terminó por matar al que la había preparado. Pero ¿qué culpa voy a tener yo, ni por qué regla de tres me han de meter a mí en esto? Si vamos a hilar delgado, todos tenemos la culpa de todo cuanto pasa en el mundo, y a todos, por fas o por nefas, nos incumbe alguna responsabilidad. Sería chistoso que ahora resultara yo…

XIII

Muy mala, pésima era la situación de nuestro país bajo el gobierno de Bocanegra. Sin sus demagogias, no hubiéramos rodado hasta donde hoy nos vemos. Pero si, desde el hondón, volvemos la mirada hacia aquel tirano, su imagen se nos confunde ahora, casi, con la del bien perdido: tan relativas son las cosas de este mundo. En medio de tanta ignominia, no faltaba entonces a quien acudir ni quien le echara a uno, si hacía falta, una mano… Lejos de mi ánimo defender, o disculpar siquiera, a doña Concha, la Presidenta; nadie puede negar que una gran parte de la odiosidad acumulada sobre la figura de Bocanegra a lo largo de los años era ella, su mujer, quien la había concitado; pero hoy, ya, la infeliz ha tenido un final espantoso; sus pecados, que no fueron nada veniales, y cuyo alcance todavía suele desconocerse por ahí, han encontrado el más cruel castigo, ¡pobre Primera Dama, precipitada desde las eminencias de un poder caprichoso y sin límites hasta esa inmunda prisión de Inmaculada, donde la aguardaban toda clase de vejaciones y miserias antes de hallar la muerte a manos de un idiota! Requiescat! [94] Era liviana, era ambiciosa, era arbitraria, era insensata: a los mismos que se le acercaban en busca de amparo o de connivencia, les irritaba su modo prepotente de actuar, ese insaciable afán de prevalecer, de imponerse, de mandar, de disponer y de lucirse; pero en medio de todo ello, había algo de generoso en su violencia, su apasionamiento ciego no carecía de una cierta grandeza; y yo recuerdo que en el asunto de mi suelto del Boletín contra Camarasa ella me defendió sin reticencia alguna, cuando al mala sangre de su marido se le había antojado ponerse de parte del insufrible periodista hispano. ¿Quién me defendería ahora si, pongo por caso, un día me acusaran de haberlo hecho asesinar? Aun después que mi tío, el pobre Antenor, pasó a mejor vida, la amistad de la absurda Loreto, su viuda, con la Primera Dama, seguía constituyendo, hasta cierto punto, una garantía y una tranquilidad para mí. Hasta cierto punto, digo, porque no es lo mismo ser sobrino del general Antenor Malagarriga, ministro de la Guerra, que depender de una fémina llena de resentimiento contra todos sus parientes políticos, y chiflada por añadidura. La muerte repentina de Antenor me dejó consternado, como bien puede imaginarse, y sin saber qué repercusiones desagradables podría tener sobre mí. Por prudencia, me abstuve al pronto de buscar demasiado el contacto de la viuda; nunca le había tenido excesivas simpatías a Loreto, y se hubiera notado mucho. En cambio, frecuenté cada vez más a ese carcamal de Olóriz, pariente y protegido suyo, con quien no me faltaban buenos pretextos para estrechar mi trato; pues con alguna periodicidad había debido hacerme abonos, por este o aquel concepto, de los fondos a su cargo; y así, nada impedía que -tampoco muy calculado, casi por mero instinto- me dejara caer yo por su casa -él hacía en casa los trabajos de oficina-, y hasta me quedara luego jugando a las cartas con él hasta altas horas de la noche. Quizás a causa de ello, y para que no me cansara de seguir distrayéndole las veladas, el viejo Olóriz me mantuvo medio abierta la bolsa del pan: quien maneja una asignación bajo la rúbrica de Servicios especiales y reservados, sabido es cuánto puede hacer discrecionalmente. Por lo que a mí concierne, ¿qué remedio me quedaba, tampoco? tenía que seguir viviendo, ¿no? Además que, con buena voluntad, Olóriz y yo éramos al fin algo parientes: sobrino yo del difunto general Malagarriga; y él, tío de Loreto, su viuda…

Olóriz fue quien me contó un día la especie de chifladura que a ella le había entrado; una curiosa obsesión de la cual supe también, más adelante, en forma directa, y adorada con prolijidades infinitas, de labios de la propia interesada. Pretendía la buena señora haber sido favorecida nada menos que con una revelación. Según fantaseaba, al día siguiente de las fiestas patrias, de aquel famoso 28 de febrero, en ocasión de cumplir el matrimonio sus bodas de plata, habían querido ofrecer una fiestecita íntima a sus amistades, fiesta para cuya preparación, ella, Loreto, dicho sea entre paréntesis, tuvo que trabajar como una burra, y durante la cual Antenor libó, cómo no, de lo lindo para no faltar a la costumbre. Pues bien, cuando por fin se hubo marchado hasta el último de los invitados, y ella, que estaba rendida, pudo irse a la cama, le aconteció tener un sueño rarísimo. Soñó que su esposo… Pero no era Antenor, no; no era ese Antenor, con su voz distraída y un tanto antipática, sino una Presencia maravillosa (maravillosa, se lo garanto -ponderaba al relatarlo-: algo así como un Sagrado Corazón resplandeciente, o el Arcángel Gabriel, o ese Buda, adolescente casi, del que yo había leído algo en una novela hacía poco), en fin, una Presencia que era Antenor sin serlo, le dirigía una alocución cuyas palabras aún recordaba una por una. Le había dicho: «Loreto: durante veinticinco años he permanecido a tu lado en calidad de esposo, sin que tú me hayas reconocido ni te hayas percatado de quién soy. Tal es la razón (bueno será que lo sepas) de que no te haya dado el hijo que deseabas tanto. Con puntualidad militar, todos los sábados, al regreso de mi tertulia, he cumplido, sí, durante ese no pequeño lapso, y bien te conste, mis deberes conyugales hacia ti, a pesar de que solías acoger con entusiasmo escaso, y más de una vez con bostezos y gruñidos de protesta, mis viriles homenajes. Pero fruto de ellos: ¡ninguno! Y ahora, ya, eso es definitivo: la prueba está concluida. Al separarme de ti para siempre, no me ausentaré de tu lado sin decirte quién soy.» Después de tan estrambótico discurso, la Presencia Maravillosa se había inclinado a su oído y, netamente, con precisión diáfana, había pronunciado un nombre, para desaparecer enseguida. Mas, ¡ay!, ese nombre, que en aquel instante había sido como un resplandor, como un relámpago muy claro y muy dulce, se le había borrado enseguida de la memoria, a causa de la sorpresa probablemente, por la turbación, y por todo lo que enseguida vino; de modo que, siendo la palabra clave, era también la única perdida del discurso entero. Nunca, nunca jamás había conseguido recuperarla. En aquel momento se despertó agitadísima; el corazón se le quería escapar por la boca; tenía lágrimas en los ojos, apretada la garganta. Se despertó y se volvió en la cama para abrazar con frenesí a su esposo, a la Presencia Maravillosa y fugitiva, que tan deliciosa aunque desconsoladora revelación acababa de hacerle: lo más horrible es que Antenor estaba ahí, a su lado, sí; pero inerte y frío. Era cadáver, como luego puntualizó el periódico en sentida nota necrológica. Había fallecido, según los facultativos certificaron debidamente, víctima de un ataque cardíaco. Por lo pronto, al encender la lámpara del velador, sólo pudo constatar la aterrada señora que aquello, allí, a su lado, era (¿qué Presencia ni presencia?) una burda falsificación, un remedo, una mentira infame, con la verruga de Antenor y sus bigotes lacios, y una especie de mueca burlesca. Después de semejante susto, ¡como para acordarse de aquel nombre delicioso, susurrado al oído!

– Imagínese los esfuerzos de concentración que no habré intentado desde entonces para recordar el misterioso nombre. A veces, lo siento ya acudirme a las mientes, lo tengo, como suele decirse, en la punta de la lengua; lo siento, lo oigo como en sordina, sin acabar de distinguirlo. ¡Nada! No termina de acudir. Lloraría, créame, de la desesperación. Le juro que no he de morirme feliz si una vez al menos no vuelvo a escuchar aquella voz y ver a aquel espíritu que vivió conmigo tantos años sin que yo lo sospechara, ni él, pérfido, se me diera a conocer hasta el último instante. ¿Por qué me hizo eso? Yo no pierdo las esperanzas…

Esto me lo contó la propia Loreto bastante tiempo después, en la época de las grandes tenidas espiritistas; cuando ella, instalada en el Palacio Nacional, favorecía el lío de su amiga, la Primera Dama, con el secretario Requena, y prestaba su alcoba a las clandestinidades de aquellos tórtolos, guardándoles la puerta… Siempre me ha llamado la atención esa especie de incondicional lealtad amistosa entre mujeres, por la cual parecían coligadas contra el mundo. Es infame sin duda, pero, al mismo tiempo, tiene también mucho de conmovedora. Ninguna consideración de interés, de principios, ningún otro deber o afecto u obligación es capaz de quebrantar alianzas tales, que sólo saltan -y entontes, ¡con cuánta violencia!- cuando el diablo las enreda en algún nudo pasional. A doña Concha, la Presidenta, y a Lotero, nunca les gastó semejante jugarreta, nunca se vieron enfrentadas en esa clase de conflictos; y así su amistad pudo durar hasta la muerte -digo, hasta la muerte de la Presidenta, y aún después, como se verá en el momento oportuno. Pero no conviene adelantar los acontecimientos.

XIV

Decía que, tras el entierro y solemnes exequias de mi tío Antenor, doña Concha se llevó a la viuda, su inseparable Loreto, a vivir consigo en el Palacio. Estaban unidas ambas damas por una amistad prehistórica, según solía decirse aludiendo maliciosamente a la época en que ninguna de las dos mujeres había conocido todavía a su futuro esposo y, por lo tanto, ni soñaban en que, corriendo el tiempo, se verían empingorotadas, la una al generalato y la otra a la Presidencia. Cambió, casi a la vez, y de qué manera, la suerte de ambas; pero en el nuevo plano donde ahora se movían su amistad persistió, inalterable, consolidada y tanto más rica en fecundas posibilidades. Así, cuando Bocanegra escaló la dignidad de Jefe del Estado, la flamante Primera Dama de la República y su amiga Loreto, esposa legítima ahora del general Malagarriga [95], fraguaron de consuno la incorporación de mi infeliz tío al gabinete. Loreto convenció a ese pobre Antenor, y doña Concha, por su lado, se encargó de trabajar a Bocanegra; y así fue cómo uno de los antiguos generales entró a apoyar, garantizar y prestigiar con su colaboración al Padre de los Pelados y a su régimen abominable. Seguro estoy de que, entre las satisfacciones cosechadas por esa mujer, que, quiérase o no, era ya mi tía, figuraba en primer término la de fastidiarnos a nosotros, los parientes políticos, a quienes detestaba en bloque sin lugar a dudas. Y bien sabía ella que nada podía fastidiarnos tanto como esa nueva claudicación de Antenor, ésa, todavía, por si lo otro fuera poco…

Después, como es muy natural, aprovechó la influencia adquirida para colocar bien a su gente, empezando por ese impulsivo de Olóriz, de quien no se sospechaba que tuviera tal sobrina antes de anunciarse las bodas de Loreto con el general Malagarriga, aunque ya antes había obtenido, sin que nadie supiera cómo, el cargo de Liquidador civil de pluses, dietas y viáticos al personal subalterno del Ejército. Más remunerador y no menos discreto, era este otro, que ahora le consiguieron, de Administrador de Servicios especiales y reservados, con cuyos fondos, exentos por su misma índole de fiscalización contable y librados en efectivo, se entretenía el venerable anciano en ejercer, de paso, la usura, insumiendo por entonces en esas combinaciones y en las de los naipes toda su energía mental.

Una cosa debe reconocerse: a Loreto ni se le subió a la cabeza como a la Primera Dama, su nueva posición, ni la mareó el aire de las alturas. En último análisis, no resulta ser mala persona; y la manera como ha actuado y actúa en estos tiempos de desgracias, después de tanta fortuna, me reconcilia con ella. Sí pudo, con sus intrigas, engatusar a mi tío Antenor, para lo cual tampoco se necesitaban los talentos de una Aspasia [96], pues el pobre nunca descolló por su agudeza, ni por su brillantez, ni por su brío, ni por su sensibilidad exquisita, ni por cualidad alguna que lo sacara de lo vulgar; en cuanto a bueno, eso sí, lo era como el pan; un excelente sujeto, al que había que perdonarle sus muchas debilidades; pero el hecho mismo de haber elegido como consorte a una mujer del tipo físico y espiritual de Loreto lo califica ya, creo, y lo pinta de cuerpo entero; de modo que, según iba diciendo, es verdad que ella lo engatusó y lo llevó a contraer justas nupcias, pero no es menos cierto que, una vez logrado este objetivo y por fin tranquila, se aplicó a servir al prójimo con todos los recursos de sus cortas luces. Sabido es, sin embargo, que la buena voluntad mal orientada suele convertirse en instrumento de fines vituperables; y Loreto, con su melancólica manía de la Presencia Maravillosa, pero también con sus astucias de mujer corrida, fue durante todo ese período, lamentablemente, la mano derecha de su amiga. Doña Concha triunfaba por entonces sin freno; eran los años del apogeo. Bocanegra estaba en la cima de su poder, y su esposa aportaba las notas extravagantes y ponía el toque ridículo en el escándalo de su tiranía. Quizás porque el crimen, aunque sea en forma siniestra, se hace respetar, las atrocidades imputadas al muy bárbaro no ocasionaban tanta indignación como las fantochadas y caprichos, la frivolidad arrogante que aquella mujer exhibía. Aceptar esto y sufrirlo era, sin duda, más humillante que sucumbir al miedo físico, y despertaba mayores animosidades; pero, al mismo tiempo, el carácter pintoresco, grotesco incluso, de cada nuevo episodio prestaba espléndido cebo al ocio devorador de las tertulias, ofreciendo a los murmuradores el sabroso desquite de la burla. Así se descargaban las iras; y entre tanto, la imagen común de la Primera Dama, aunque constituida por rasgos libidinosos, era sobre todo la de un personaje vano, arbitrario y desatentado, cuyas insensateces -para mayor consternación de quienes no podíamos tragar al régimen- no sólo hallaban la asistencia disculpable, y previsible, e insignificante después de todo, de su íntima compinche Loreto, sino complicidades pasivas, y aun activas, que ¡mentira parece! En fin, ella se permitía satisfacciones no consentidas a una princesa real; y para no dilatarme en generalidades, recordaré tan sólo el episodio de Fanny, la famosa perrita japonesa, del cual deben quedar rastros en los archivos del State Department norteamericano [97], y aun en los del War Office [98]; pues sin la intervención benévola del Embajador de Estados Unidos no hubiera podido consolarse jamás nuestra presidenta de la muerte de su adorado pet [99], animalejo horrible, con orejas enormes de murciélago; pero de pura raza, raro, caro, delicadísimo, frágil, increíble, dulce animalucho que era su ornato, amor y delicia, y cuya tierna almita, abandonando este valle de lágrimas, voló al cielo un día aciago. Poco faltó para que no lo declararan de duelo nacional. El fallecimiento del «encantador e inteligentísimo can» fue noticia de prensa y radio; se aludió a la consternación en que el triste acontecimiento había sumido a la noble matrona [100]; y la televisión ofreció al público una antigua fotografía donde se veía a doña Concha, sonriente y feliz, con Fanny en sus brazos. Ni siquiera le faltó al chucho la correspondiente elegía, o epitafio lírico, obra del infatigable poeta Carmelo Zapata, que publicó El Comercio, encuadrada por discreta orla negra, en el suplemento literario del domingo… Y es claro que, ante tal manifestación de público pesar, los miembros del cuerpo diplomático tampoco podían mostrarse insensibles. Cada cual aprovechó la primera oportunidad para expresar sus condolencias a la señora. El detalle verdaderamente delicado estuvo esta vez a cargo, no del representante de Su Majestad británica, no del enviado de la Madre Patria, ni del sensible italiano, ni del culto francés, por no hablar de Repúblicas Hermanas; sino que estuvo a cargo -¿quién lo hubiera pensado?- del Coloso del Norte [101]; sí, de Mr. Grogg, quien, impresionado por sus pamemas, prometió a la Presidenta conseguirle sin tardanza otra perrita idéntica a la finada. Por lo visto, no es fácil hallar un bicho de tal raza, y sólo en los Estados Unidos, donde nada falta, podía obtenerse uno así: lo trajeron por cierto en un avión del ejército americano, con lo cual Fanny reapareció, gloriosamente sustituida, a los pocos días del sepelio…

Todo eso es tonto, de acuerdo; y en resumidas cuentas, no tiene importancia alguna en comparación con las licencias a que en privado se entregaba la Primera Dama y, sobre todo, con la conspiración en que por último envolvió a Tadeo Requena, empujándolo a perpetrar un acto cuyas con secuencias habían de ser fatales para ellos mismos y para el país entero. El caso de la perrita japonesa no pasa de ser una muestra bastante inofensiva en sí misma de sus ansias de figurar y de prevalecer; y si tan comentado fue, es porque ahí la frivolidad aparece en estado químicamente puro, además de hallarse implicados los gringos, cuya sola existencia suele ser ya motivo de indignación entre nosotros. Por supuesto, hacia el Coloso del Norte derivaron las críticas más implacables, y con toda razón. No se imaginan ciertas gentes cuan ofensivas pueden resultar a veces sus mal calculadas amabilidades…

Véase, como complemento del caso, la versión que suministra en uno de sus habituales informes el Ministro de España. Con su estilo prosopopéyico [102], da cuenta a la Superioridad de la muerte de una galguita japonesa, propiedad de la esposa del Jefe del Estado, acontecimiento nimio, dice, que sin embargo no ha dejado de tener repercusiones dignas de tomarse en cuenta. «Es tal la atmósfera de adulación aquí reinante -añade-, que un hecho tan doméstico ha transcendido a la publicidad hasta adquirir proporciones increíbles; y, en ese ambiente de general histeria (de la que dará idea a V.E. el solo dato de que un locutor de radio emitió la noticia con voz tan velada que parecía ir a quebrársele en llanto), el decano del cuerpo diplomático se creyó en la obligación de convocarnos para estudiar la situación y resolver si procedía darse por enterados. Se decidió lo único razonable: que, sin carácter oficial alguno, y cada cual a su discreción, dejara caer una palabra amable en el oído de la dama.

»El colmo ha sido, dentro del cuadro de este acuerdo, la actuación del Embajador norteamericano. Ya conoce V.E. por informes míos el carácter ingenuo de Mr. Grogg, y la manera como trata de seguir las pautas de captación que su Gobierno mantiene respecto de los países hispanoamericanos. Pues bien, el hombre ha creído esta vez poner una pica en Flandes [103] regalando a la señora una perrita de la misma raza, traída, por si fuera poco, en un transporte militar aéreo, sin duda para "estrechar los lazos de amistad que unen a ambas repúblicas del Continente americano", como escribía aquí un periodista al anunciarlo. La señora, claro está, se siente halagadísima. Pero dudo de que el Presidente mismo, hombre bastante sagaz, aunque impenetrable, se deje impresionar por recursos diplomáticos tan burdos, que jamás serán bastante a contrapesar, en el fondo, el amor nunca desmentido de los pueblos hispanoamericanos hacia la Madre Patria.»

No andaba descaminado, por cierto, el Ministro de España en esta apreciación; pues el propio secretario particular de Bocanegra la confirma -testimonio irrecusable- cuando en sus memorias se hace eco, según era previsible, de tan sonado asunto. Cuenta ahí Tadeo que, a raíz de él, le preguntó su amo, con voz medio distraída, mientras firmaba unos papeles: «¿Qué te ha parecido el gesto de Mr. Grogg?»

Y como él, según su taimada costumbre, se abstuviera de contestar, todavía agregó, sin mirarlo, Su Excelencia: «¿Tú qué crees? ¿Cuánto podrá costar una bestezuela como ésa?» Y conjeturó luego: «Lo habrá pagado todo la U.S. Treasury [104], por cierto.» Parece que aún añadió dos o tres cosas más, medio gruñendo, a la vez que emporcaba los papeles con la ceniza de su sempiterno cigarro; hasta que el joven secretario, por decir algo, comentó: «Y lo han traído en una superfortaleza del Army» [105]. A lo cual Bocanegra volvió a insistir sobre el punto: «Un perro no puede costar mucho, ¿verdad?»

En cambio doña Concha estaba encantada; también lo declara Tadeo. A Grogg le discernía ahora el título de «mi amigo»; y cada vez que el pobre tipo iba a Palacio, tenía que recibir los agasajos de la nueva Fanny. «A mí -escribe el secretario- me da no sé qué el verlo al muy pavote, colorado y risueño, hurtándole la cara a aquel bicho estúpido, que se obstina en besuquearlo con su húmedo hociquito de rata.»

XV

Me pregunto si hago bien en extenderme tanto y recoger tan al detalle pamplinas como éstas, aquí encerrado en mi cuarto, cuando los principales actores del cuento han muerto ya de muerte violenta, mientras la gente afuera sigue matándose con frenesí, y pende en verdad de un hilo la vida de cada uno de nosotros. Me pregunto si son dignas siquiera de la historia pequeñeces semejantes… Pero, bien pensado, creo que sí. Sobre el fondo de la situación desencadenada por ellas, anécdotas como la referida adquieren un sentido trágico; la frivolidad puede alcanzar dimensiones trágicas; puede tener el efecto de un bofetón o de un escupitajo.

Se comprenderá que no voy a recoger los infinitos ejemplos donde la vanidad de esa mujer venía disfrazada de actividades culturales, de política social, de beneficencia, de esto o de aquello, para así engañar a algunos. He tomado ese caso único, por cuanto en él se la ve muy al desnudo. Y con desnudez tan obscena, por cierto, que los dicterios del respetable público (recuerdo bien las apreciaciones vertidas en mi tertulia de La Aurora) extendían con unanimidad a su dueña la condición perruna de la pequeña Fanny. ¡Grandísima!, era el invariable estribillo de cada nueva observación. Y ¡claro que era una grandísima! Con verla bastaba: sus actitudes, su manera de mirar, su voz un poco ronca, sus risotadas sonoras, sus vestidos, su mera presencia, rezumaban liviandad, suscitando en los hombres reacciones de agresiva concupiscencia. Pero esto, por sí solo, no hubiera sido nada. Lo verdaderamente explosivo en su persona era la mezcla de tal liviandad con la ambición. Sin este último poderosísimo ingrediente, sus trapicheos, o devaneos, no hubieran sobrepasado la categoría de peccata minuta [106]; lo que los agravaba era el combinarse con aquella urgencia suya casi compulsiva, de intrigar, urdir y tramar sin pausa, mediante la cual se transformaban en fuerzas, y fuerzas demoníacas, lo que de otro modo hubieran podido llamarse sus debilidades. Echar sus redes, y envolver en ellas a todo el mundo: ése era su deporte. Ni siquiera creo que premeditara sus planes con vistas a objetivos claros; a lo mejor, sus designios se dibujaban, o se esbozaban, en el tejer y destejer, como simples ocurrencias, como antojos que decaían luego, olvidados; o bien adquirían fijeza obsesiva, en cuyo caso podía obcecarse tanto en el empeño, que ella misma quedara enredada con sus propios hilos.

Sospecho que algo de esto hubo en su lío con el secretario Requena, en el que tanto le sirvió de cómplice y encubridora su prehistórica amiga, Loreto. La muy imbécil, de todas maneras la hubiera secundado ciegamente, aun sin necesidad de que la otra lagartona explotara su delirante manía de la Presencia Maravillosa, canalizándola hacia las sesiones de espiritismo donde también captaría la voluntad del joven Tadeo. En cuanto a éste, es curioso el modo como llegó a dejarse arrastrar hasta una alianza criminosa -y, al mismo tiempo, descabellada-, que tan funesta había de ser a la larga para todos, no sólo para ellos, los autores de la conspiración, ni en general para los protagonistas de la escena pública, sino para la nación entera, e incluso para el infeliz cronista que reúne, ordena y pone en limpio las presentes notas. Diríase que nuestro hombre fue víctima de una fatalidad ineluctable, capaz de moverlo en contra de las más firmes propensiones de su carácter, y aun en contra de su instinto, que lo hacía reacio. Según se desprende y puede colegirse de sus palabras, así como de sus reticencias, cuando en las memorias que tengo aquí alude al espinoso tema de sus relaciones con la Primera Dama de la República, ella fue quien tomó la iniciativa, quien hizo todos los avances y quien desplegó una audacia sin límites, mientras Tadeo, fiel a su táctica cazurra de vergonzoso en Palacio [107], se limitaba a ver venir las cosas con desconfianza, recelo y una frialdad calculadora, sin jamás aventurar paso alguno al que no hubiera sido previamente, no diré invitado, sino empujado o tironeado. Antes de tironearlo hasta la cama, se le había acercado ella varias veces, con diversos pretextos; y, después del consummatum est [108], cuando sus tretas hubieron conducido al previsto fin y eran ya en cierto modo prisioneros el uno del otro, no cejó ella ni por un momento en las maniobras para rendirlo a su arbitrio, y conducirlo a donde mejor le diera la gana, como dueña y señora.

A las tenidas espiritistas que, con toda puntualidad, celebraba los martes bajo su dirección o patrocinio, en una salita del Palacio, un grupo de iniciados, fue a donde se le había metido en la cabeza llevarlo. «Te quedarás bobo -le había prometido ella- cuando veas qué gente acude allí; de esta semana no pasa que vengas»; pues él se había estado resistiendo, «sobre todo -explica- porque tengo la propensión, y casi el hábito ya, de resistirme a cuanto me propone la Gran Mandona [109]. Luego, cedo. O no cedo, según. Pero por lo pronto y como cuestión de principio, me resisto. Esta vez cedí, pensando que me encontraría allí por lo menos al arzobispo mitrado. En cuanto a los espíritus…»

Es curiosa la actitud de Requena frente a los espíritus; en definitiva, no difiere mucho de la que siempre observaba frente a los seres de carne y hueso. Por lo pronto, iba dispuesto a hallarlo todo mal y falso. «Si no encuentro a los espíritus, encontraré por lo pronto a personas de viso, y me daré el gusto de averiguar con qué clase de entes ultratelúricos se trata sociedad tan distinguida…» Lo divertido del caso (y no me abstendré de consignarlo, pese a su indecencia, porque después de todo la petite histoire, la nariz de Cleopatra [110], explica, aclara y hace más comprensible la Historia con mayúscula), lo divertido del caso, digo, es la razón, apenas esbozada, pero seguramente decisiva, por la que Tadeo se mostraba al comienzo tan renuente a las sesiones de espiritismo. Esta razón no era otra sino su temor a que doña Concha aprovechara la oscuridad de la sala para gastarle cierto tipo de bromas a las que, por lo visto, tenía especial afición la buena señora. A su manera fría, directa y brutal, pero con mal encubierto embarazo, lo declara el secretario. «Tanta insistencia -escribe- me fastidiaba ya. Esta mujer se cree siempre que puede llevarme, como a una criatura, a donde se le antoje. Y sobre todo, tenía yo muy pocas ganas de que no se le ocurriera aprovechar la oscuridad de la sala para ponerse a maniobrar por debajo de la mesa y reventarme los nervios. Ella se pirra por eso; le divierten las manipulaciones a hurtadillas de la gente, no sé si por el placer del riesgo o por el gusto asqueroso de ponerle el gorro al lucero del alba. Pero yo no puedo soportarlo, no le encuentro el chiste; y ya más de una vez me había visto obligado, por ejemplo, a repeler con brusco humor su mano buscona en la penumbra del auto oficial, a espaldas del chófer… Pero, por suerte -añade, aliviado-, a los espíritus, siquiera les testimonió más respeto; allí no se propasó nunca.»

No he resistido a la tentación de copiar ahora este párrafo (ya veremos, cuando haya que preparar el texto para publicarlo), porque, con toda su grosería, lo encuentro sabroso y expresivo. Como el faro de un automóvil que, inesperadamente, ilumina una escena torpe en el rincón de algún jardín público, esas palabras revelan de golpe la índole de los personajes y la naturaleza de sus relaciones, y no me refiero tanto a las relaciones carnales como a las relaciones psicológicas. El joven Tadeo estuvo siempre a la defensiva con ella; desde el primer momento. Siempre le desconfió y la temió, detestando quizás lo que había de dañino en su persona, aunque quizás sin darse cabal cuenta de en qué podía consistir o dónde residía la amenaza.

"Yo lo comprendo; nunca tuve con ella otro trato que el superficial y mínimo, pero sí comprendo perfectamente el miedo de quienes se le acercaban más. Atraía, sin duda alguna, y asustaba al tiempo mismo. Hasta se me ocurre pensar… Después de los detalles que sobre su terrible muerte me ha contado mi tía Loreto, pienso que sólo el terror debió de ser lo que desencadenara la bestialidad de aquel idiota y moviera su mano asesina. Otra explicación, no la encuentro; esos crímenes estúpidos suelen tener raíces oscuras, pero muy simples. En el espíritu entenebrecido de aquel infeliz debió alzarse de pronto una ola de pánico al sentir entre sus brazos a la señora hermosa y aureolada de prestigio (sobre todo, esto: ¡la Primera Dama!), y ver que: sonreía, ¡a él!, y que lo acariciaba, ¡a él!; y que pretendía agradarle. Sí, me imagino su espanto. Aterrorizado, agarraría entonces el pedrusco, y golpearía, y golpearía, y golpearía, hasta dejarle la cabeza deshecha…

¡Pobre Primera Dama! Caída del trono, había perdido también por completo el dominio sobre sí misma, y se puso a emplear sus habituales armas sin ton ni son, del modo más insensato, concediendo sus favores a cualquiera, a los guardias de la prisión, al primero que los solicitaba (y «solicitar» es aquí, por otra parte, un eufemismo que suena a ironía sangrienta), en búsqueda ciega de alguna protección; braceando, desesperada, como el náufrago que sólo consigue así hundirse más y más.

XVI

Esta mañana, conforme repasaba yo mis papeles, de pronto me entraron ganas de reír, aquí, solo en mi habitación. Resulta que en esta historia nuestra, que chorrea sangre por todas partes, sin embargo, tal como voy documentándola, parecería tener reservada la raza canina una actuación casi constante, con papeles bufos unas veces, y otras dramáticos; o, si dramáticos es mucho decir, por lo menos, serios. Después del episodio de la perrita Fanny (al que nadie negará carácter histórico, con intervención de las grandes potencias mundiales y fortalezas volantes en juego), un perro deberá ser también ahora el protagonista de cierto pasaje que encuentro en las memorias del secretario Requena, y que considero indispensable reproducir en su integridad, por cuanto ilustra oportunamente -aun cuando no tenga en sí mismo importancia decisiva- algunas peculiaridades del ambiente donde se incubó la actual tragedia de nuestra patria. No necesito subrayar el cinismo y la prepotencia insolente de que hace alarde Tadeo en su relato, y el extremo a que habían llegado las cosas. Sin preocuparse lo más mínimo por presentar la propia conducta a una luz algo más favorable, narra un hecho que le honra muy poco, y lo hace en un tono rebuscado quizás, de desalmada indiferencia, como si se propusiera desafiar a sus hipotéticos lectores. Cuenta que un día, poco después de abrirse las oficinas, compareció en la antecámara don Luisito Rosales, con la pretensión de entrar al despacho del señor Presidente, llevando un perro de la cadena. «Vaya una ocurrencia -comenta el secretario particular-. Por mucho que fuera ministro del gobierno, y preceptor mío, hubiera faltado yo a mis deberes de secretario privado permitiéndoselo. -Pero, doctorcito querido -le dije-, ¿cómo se le ocurre? Yo no puedo dejarlo pasar a presencia del Jefe con ese animal a rastras. Ni lo piense, doctor; ni lo piense… -Me miró con desolación, escrutando todavía en mi cara la posible revocabilidad de mi actitud. Confirmé-: Ni pensarlo -y agregué-: Además, esta mañana no lo va usted a poder ver, ni con perro ni sin perro (pues de pronto me había irritado el viejo imbécil, y ya no me daba la gana). Ahora me sonreía él, conciliador, propiciatorio. Se había resuelto a darme parte de su secreto (pues claro está que en eso había un secreto), y ganarme a su causa. Se me acercó mucho y me dijo con ojillos cómplices en voz muy baja, aunque no había nadie más en mi despacho; me dijo: -Querido Tadeo: este perrito, ahí donde lo ves, es una maravilla, y hará las delicias de Su Excelencia. No te imaginas la sorpresa que le traigo a nuestro gran hombre. Pero tú vas a disfrutar de las primicias. Sí, tú vas a tener ese privilegio. Aguarda. -Echó una mirada alrededor-. ¿Dónde podríamos apartarnos para que veas lo que este animalito sabe hacer?

«Confieso que el demontre del viejo había conseguido meterme en curiosidad. Y como no tenía nada mejor de qué ocuparme en aquel rato, ordené al conserje que no dejara pasar a nadie hasta nuevo aviso, y me fui a encerrar con el doctor y su perro en aquel mismo cuarto de baño presidencial donde por vez primera conocí al caudillo y a su plana mayor [111].

»-Bueno, vamos a ver qué maravilla es ésa -dije, cruzando los brazos cuando estuvimos allí; y me quedé a la espera. Por toda respuesta, el doctor levantó al perrito y lo depositó sobre la mesilla auxiliar que había junto al lavabo, liberado de collar y cadena. Enseguida se puso enfrente y, con un movimiento brusco, alzó los dos brazos. El animalucho, entonces, tenso, a la expectativa, comenzó a abrir y cerrar la boca nerviosamente. Don Luisito escondió, rápido, a la espalda su mano izquierda manteniendo la diestra en alto; y, por fin, hizo con ella la señal que el perro aguardaba. Se oyó un ladridito, seguido de otro, y de otro, y de otro, a compás de la mano del doctor, que marcaba el ritmo; un ritmo lento, solemne y bien medido, al que sucedió luego una serie de ladridos cortos, vivos, militares: en suma, con asombro me di cuenta, no había duda: aquel perro estaba cantando, si así puede decirse [112], o estaba ladrándolo, ejecutaba, en fin, nuestro himno patrio; lo ejecutaba y, la verdad sea dicha, ¡bastante bien! Algo increíble. Había terminado el segundo tiempo; el doctor dejó caer su mano, y se quedó mirándome: ¿Qué tal? me interrogaba, satisfechísimo, con la vista. Yo no expresé nada: se me estaba ocurriendo una idea. Medité unos instantes; luego, le pregunté: -¿Y es ésta la sorpresa con que quiere usted obsequiar al jefe por su cumpleaños?

»En su cara conocí que había atinado: mi idea funcionaba. El cumpleaños del Presidente era de allí a cuatro días: ocasión de grandes festejos; y el doctor se apresuró a declarar, con un brillo de entusiasmo en los ojuelos: -Sí, precisamente; eso es; eso; pero yo quería que tú lo vieras primero; combinar las cosas contigo, programarlo todo, para que la presentación sea un completo éxito. Pienso, por ejemplo, en la ceremonia de la Escuela Politécnica; no sé si ahí, o acaso…

»Estaba excitadísimo; había picado el anzuelo. Le corté: -Conque ése era su plan… Vea, doctor, usted me va a dejar el perrito hasta la tarde. A última hora de la tarde, o bien yo se lo llevo a usted, o usted mismo viene a buscarlo, como prefiera. Tengo que pensar. La cosa es seria.

»-¿Dejarte el perro? De ninguna manera. ¿Para qué quieres que te lo deje? Yo del perrito éste no me separo. Has de saber que yo personalmente le doy de comer y no dejo que nadie lo cuide. Sólo a María Elena, a mi propia hija, se lo encomiendo cuando salgo de casa; ni siquiera de Ángelo me fío, siendo hijo mío también, porque los varones, ya se sabe cómo son.

»Aquello me indignó. El viejo me desconfiaba. -Pero venga acá, don; usted me ofende. Está bueno eso. De manera que acude a pedir mi ayuda, y ni siquiera se fía de mí.

»-Alto ahí, joven; no hay que ser tan susceptible, no hay que sulfurarse tan pronto. En primer lugar, yo no he dicho que no me fíe de ti, sino de mi propio hijo… -¿Y me va a comparar ahora con semejante… con Ángelo? Vamos, doctor, le suplico.

»Quiso sincerarse, y no se lo permití. -Nada, nada -dije perentoriamente, poniéndole al animalito su collar y cadena-; usted, doctorcito, se me marcha ahora, y deja aquí a este sabio bajo mi custodia, que yo me ocupo de disponer las cosas del modo más conveniente para usted.

»En resumen, lo despaché expeditivamente. Todavía escaleras abajo se iba protestando y haciéndome recomendaciones majaderas. -Ya sabes que a la tarde vuelvo a buscarlo.

»Cuando me quedé solo, aún no había pensado lo que haría con el perro. Volví al retrete donde lo había dejado, lo miré y dije: -Conque eres un perro sabio ¿eh? Pues ahora mismo me vas a ofrecer una audición privada del himno nacional-. Y lo planté de nuevo sobre la mesita, con cadena y todo. Yo mismo me reía, viéndome imitar al doctor con los dos brazos en alto. ¡Ahora!, le grité al perro; e hice el gesto de la mano, tal cual había visto que el viejo lo hacía. Pero ¡como si nada! El muy taimado del bicho me miraba fijo, sin abrir el pico ni dar señales de hallarse dispuesto a entonar la melodía. Dos o tres veces repetí la mojiganga con igual resultado nulo. Aquello me enfureció. De un tirón, lo bajé de la mesa. -Así es que su señoría no se digna cantar para este negrito, ¿verdad? [113]. Pues ¡aguárdese, perro sabio!- Salí, busqué en el cajón de mi mesa una cinta y, con mucho cuidado, muy despacio, hice en ella un nudo corredizo; luego fui, le pasé el lazo por el pescuezo, y lo colgué de una percha en el guardarropa. -Así verás quién soy yo. Le presento mis respetos, señor Caruso [114] -y me incliné, mientras se balanceaba en los estertores.

»Cuando a la tarde, y bien temprano, llegó el doctor, yo no sabía cómo decírselo. -¿Dónde está el perro? -me preguntó enseguida con sofocada ansiedad. -Siéntese, doctor; siéntese; ahorita-. Él lo hizo, con una sonrisa que aparentaba absoluta confianza. Pero a la vez quería leer disimuladamente mi cara cerrada y seria. Empezó a charlar, y su locuacidad parecía inagotable. Me contó cómo había conseguido, a fuerza de paciencia, de castigos y recompensas, enseñar a aquel perro a modular el himno. Me dijo de qué manera le había venido la idea. Su primer esbozo, todavía impreciso y medio subconsciente, debió de acudirle cuando, hace tiempo, leyó en las Selecciones del Reader's Digest [115] la bella hazaña de un brasileño, criador de pájaros y patriota, que, mediante hábil, ingeniosa y paciente orquestación, había enseñado a un conjunto de aves diferentes a ejecutar el himno nacional. A mi doctor le había entusiasmado la curiosa noticia, en la que veía una muestra de cómo el hombre puede hacer que la Naturaleza, las especies volátiles y canoras de la selva, reducidas a domesticidad, concierten sus voces maravillosas para cantar la grandeza de la patria. Se lo imaginaba al brasileño parado ante las jaulas, dando la entrada por su orden a las distintas voces…

»-Pero, en realidad, aunque eso haya podido influir, lo que de veras despertó mi inspiración fue…, ni te lo imaginas. ¿Te acuerdas aquel día, en la parada, cuando un perro perturbó la solemnidad del acto con ladridos intempestivos, y yo bajé de la tribuna presidencial a propinarle una patada? Pues entonces fue que se me iluminó el cerebro. Verás: el perro estaba ladra que ladra; ya cansaba; y yo vine a acertar a darle el puntapié justo cuando la banda que tocaba el himno saltaba del andante maestoso al allegro y él empezó a proferir alaridos cambiando también el ritmo. Yo entonces me dije: ¡Caramba! Bueno, así son los grandes inventos de la Humanidad. El resto fue buscar un animalito dócil, inteligente y de buen timbre, y extremar con él la paciencia. Eso hice, y los frutos, tú los has visto. -Se interrumpió-: Bueno, anda, entrégame mi perro, que tengo prisa. ¿Has pensado cómo vamos a presentárselo al jefe? En ti confío, ya sabes. No quiero ocultarte que en ese animalito, al que tantos desvelos he consagrado, tengo cifradas mis mejores esperanzas. Espero de él no otra cosa que mi reivindicación moral. Nada más, pero tampoco nada menos. No pretendo premios, recompensas ni regalos; pero quiero hacer ante el jefe un alarde incontestable de mis dotes pedagógicas, para desmentir la maledicencia de los enemigos y opositores empeñados en desacreditar mi obra e impugnar mi capacidad como ministro de Instrucción Pública. Nada de polémicas en los periódicos, nada de argumentos y contrarréplicas, sino hechos, ¡hechos! Ese modesto perrito, capaz de entonar ante Su Excelencia el himno de la Patria; y todo ¿por virtud de quién? Pues, por obra y gracia de este humilde servidor, de este educador tan discutido y denigrado, del doctor Rosales en persona, quien, según los necios propalan, no tiene idea de lo que es la enseñanza…

»Se echó a reír del disparate. Ahora verían… Y volvió a insistir en que le devolviera su perro. -Vamos ¿dónde está mi valedor, menos irracional que quienes me combaten? [116]

»Estaba excitado el viejo, eufórico, y me dio rabia. -Aquí, doctor, venga por acá -le dije fríamente; y me levanté, encaminándolo hacia el guardarropa. Abrí la puerta y prendí la luz.

»-¿Dónde está? No lo veo. -¿Cómo iba a verlo mirando al suelo? Señalé con el dedo hacia el bulto, que hubiera podido tomarse por una bolsa colgada de la percha. El doctor no dijo ni pío; sólo se le cayeron al suelo los anteojos. Se los recogí, lo saqué por un brazo y le hice sentarse en una butaca, junto a mi sillón. Estaba pálido y me echaba miradas de extravío.

«Entonces yo tomé la palabra y le expliqué mis motivos. Con voz adusta, lenta y bastante firme, le dije, entreverando el tono de reproche dolorido con el de cariñosa protección: -Parece mentira, doctor, que un hombre de sus años y de su experiencia pueda incurrir… Vea, yo le prometí hacer lo mejor para usted; pues eso -señalé hacia la puerta del guardarropa-, eso, doctor, es lo que más le conviene: eliminar el cuerpo del delito. -Hice una pausa-. ¿Se da cuenta -proseguí-, la irreverencia que significa poner el himno nacional en la boca de un perro? Irreverencia no es nada. Se trata, en verdad, de un delito de lesa patria. Sencillamente. Y todavía ¡proponerse perpetrar semejante ludibrio en presencia del Jefe del Estado! Pero, doctor, usted se ha vuelto loco…

»Mientras hablaba, iba observando yo el efecto de mi discurso. El hombrecito estaba anonadado. Me miraba con los ojos vidriosos, trataba de comprender y no salía de su asombro. Proseguí: -¡Qué disparate! ¡Quién sabe si, en lugar de ese pobre bicho, no hubiera sido usted quien se tuviera que colgar de desesperación por los resultados de su impremeditada y ligerísima iniciativa. (Me sentí hablar como él mismo hablaba; no en vano había sido mi preceptor; en las ocasiones serias, adoptaba sin proponérmelo su estilo de elocución.) Porque yo -proseguí-, que soy su amigo, estoy convencido de que sólo la falta de reflexión, y no el espíritu de burla, ha podido inducirlo a usted, todo un ministro del gobierno, a cometer acto tan punible. Por muy contento puede darse de haber tropezado conmigo. ¿Se imagina los titulares del Boletín del Ejército, el comentario del Mangle López por la radio? Pero tranquilícese, doctor, que ha tenido la suerte de dar conmigo… Diga: ¿conoce el asunto alguien más que yo?

»Denegó lenta, tristemente con la cabeza, a la vez que me untaba una mirada canina [117]. Debía de sentirse perdido, el viejo zascandil… Ya estaba hecho el trabajo; asunto concluido. Seguí abundando sobre el tema, para asustar y tranquilizar alternativamente al hombrecito, y hasta conseguí que me diera las gracias -con un apretón de manos y la expresión de la mirada, pues parecía haber perdido el habla. En fin, cuando se dispuso a irse, le di una palmada en el hombro y pude arrancarle una lastimera sonrisa con algunas bromas: -Alégrese, doctor. La oportuna muerte de ese chucho le salva a usted de la horca: lesa patria, pena capital. Y me pasé, como de costumbre, el dedo por la garganta.»

XVII

¡Qué viejos, qué lejanos, y qué triviales, qué absurdos en su insignificancia, parecen ahora todos esos cuentos, a la vista de lo que está ocurriendo en torno a uno! Me refugio yo y meto la cabeza entre mis papeles por no pensar en el peligro que acecha; pero, de pronto, cuando más distraído estoy, me entra el dichoso vértigo, siento una especie de mareo y náusea, empieza a darme todo vueltas alrededor, y es como si despertara de improviso a la cruda realidad. ¿Será posible -me pregunto entonces-; será posible, Pinedito, que te preocupes y hasta te indignes a veces por tonterías semejantes? ¿Qué importancia puede tener, por ejemplo, a la fecha de hoy, la pequeña crueldad de un Tadeo Requena complaciéndose en sacar de quicio al infeliz de Luisito Rosales con sus tan repetidas y necias bromas sobre estrangulación? Uno y otro, muertos están ya; y estrangulaciones, y puñaladas, y fusilamientos, y horrores de todas clases, se encuentran a la orden del día, como si aun el último sentimiento humano hubiera desaparecido. Y en comparación, las querellas de ayer se nos antojan pequeñeces; pues lo que pasa ahora ha alterado las medidas antiguas, cambiando por completo los criterios que antes se tenían por válidos. Así, mucha gente que detestaba a doña Concha, la Presidenta, ha terminado por compadecer su triste suerte, y hasta por descubrirle algunas póstumas virtudes; y, al lado de lo que hoy usurpa irrisoriamente el nombre de gobierno, el gobierno de Antón Bocanegra hubiera merecido parangonarse con el de Marco Aurelio [118], tan relativas son las cosas de esta vida.

Yo mismo -pues no me excluyo- he tenido que modificar algunas de mis anteriores apreciaciones; y no siento empacho en reconocer que cuando, en medio de esta batahola, entablé contacto de nuevo con mi tía Loreto, lo apretado y difícil de las circunstancias que a todos nos oprimen hizo que nuestra conversación fuera, no ya confiada, sino incluso muy afectuosa, y que de ella naciera una sincera estimación por parte mía hacia esa pobre mujer a quien explicables razones de familia me habían hecho mirar siempre con prevención.

Fue el viejo Olóriz, pariente suyo, quien me facilitó sus señas actuales; y tuve el placer de presentarme a ella, no en busca de protección, que para nada necesitaba ya, antes en la actitud de quien, a lo mejor, hubiera podido ofrecerla. Porque, en efecto, cuando -a raíz del asesinato de Bocanegra- se produjeron los trágicos acontecimientos que nos han traído hasta aquí, y se instaló en el poder la Junta de esos que yo llamo in mente los Tres Orangutanes Amaestrados del viejo Olóriz (sin que, por supuesto, el apodo jamás salga de mis labios, pues los tiempos no están para bromas), creí prudente arrimarme a éste y nombrarlo mi jefe, dado que, en realidad, yo siempre había trabajado algo para los Servicios Reservados y Especiales que él, más o menos, controla. Ahora está controlando también -medio imbécil y malvado como es el viejo- al increíble trío que ha trepado y por el momento preside -digámoslo así, pues ocupan a terceras partes el cargo de Presidente-; que presiden, pues, los destinos de la Patria.

Sí, sus orangutanes amaestrados. Es cosa de verlo y no creerlo. ¡Qué sujetos!, ¡qué calaña! Desde que por vez primera aparecieron en la televisión, oscuros, con la mirada tristísima bajo la visera de sus gorras militares encajadas hasta las cejas, tuve la impresión neta de que los tres sargentos de la Junta Revolucionaria no eran sino antropoides escapados de un circo, y que sólo por sorpresa, sólo por una serie de asombrosas casualidades hubieran atinado a encaramarse en el gobierno. Estábamos, como de costumbre, en el café de La Aurora, a la expectativa de noticias; y cuando la televisión presentó al público la recién constituida Junta provisional revolucionaria, todo el mundo se quedó helado, sin que nadie se permitiera comentario alguno; nadie, salvo -claro está- el inevitable Camarasa, que hizo uno de sus chistes fúnebres. ¡Discretísimo silencio! El zumbido de los ventiladores era lo único que se oía al desaparecer de la pantalla las imágenes que tanto nos habían impresionado. ¿Quiénes podrían ser aquellos personajes?

Los antecedentes del siniestro equipo no tardaron mucho, sin embargo, en conocerse. Resulta que no todos tres surgían de improviso a la publicidad desde el anonimato, como se había creído; si en el campo político constituían novedad absoluta, uno de ellos, al menos, el llamado Rufino Gorostiza, se había asomado ya antes a los periódicos -en la sección deportiva, no como ahora en primera plana-, y tiempo atrás había disfrutado de cierta notoriedad dentro de los ambientes del catch-as-catch-can [119] o lucha libre, bajo el pseudónimo de La Bestia. Muchos aficionados recordaron enseguida con gusto sus famosos encuentros versus Antonio Rodríguez (Superman) y, sobre todo, se complacían en evocar la memorable derrota que infligiera al hasta ese día imbatible Gardenia el Bello. Eran otros tiempos; todo esto pertenecía al pasado. La Bestia abrazó luego la carrera de las armas, donde no tardaría en alcanzar el grado de sargento y, por fin, la dignidad de triunviro, que ahora comparte, como nadie ignora, con sus colegas Falo Alberto, de la Policía Montada [120], y Tacho Castellanos, alias Salpicón, de los parques de Intendencia, adscrito éste a las oficinas de la Casa Presidencial cuando el deber lo llamó, a través de las peripecias que todo el mundo conoce, a integrar y encabezar la Junta revolucionaria que debía sacar a la Patria tanto de la anarquía como de la amenaza reaccionaria («hidra reaccionaria» [121], es la expresión que se ha puesto en boga). Pero lo que no conocía todo el mundo por entonces, ni muchos se imaginan todavía, es que el verdadero cerebro de ese grupo, quien desde su casa, desde la butaca donde está medio baldado, tira de los hilos, quien maneja la tramoya, el dueño en fin cuya voz reconocen los Tres Orangutanes, es el viejo Olóriz, mi muy querido administrador de los Servicios Especiales y Reservados.

No podría asegurar yo que fuera él quien urdió la trama de este gobierno durante aquellas horas terribles de desorden e indescriptible pánico: alguna vez tendré que averiguar ese punto; pero lo que no deja lugar a dudas es que, por lo menos, cuando estos antropoides se vieron en lo alto, recurrieron mansamente a nutrirse de sus sabios y venerables consejos; y ellos, que de todo el mundo desconfiaban, se fiaron de él. Yo no sé cómo se las arreglaría aquel valetudinario para captar sus voluntades hasta metérselos así en el bolsillo; sé que, por una rara casualidad, los conocía a los tres, y había tenido algo que ver con ellos, cada uno por su lado; no sólo con Tacho Salpicón, cuyos ahorros de Intendencia administraba muy satisfactoriamente el prudentísimo anciano, sino con La Bestia, desde sus tiempos deportivos, y también con el otro, con el sargento de la Policía. De modo que cuando yo, en el desconcierto de aquellas primeras jornadas, visité y me puse a frecuentar la casa de Olóriz, no sospechaba hasta qué punto había dado en la tecla. La reflexión me aconsejaba, desde luego, abstenerme del contacto con doña Loreto, que, sobre ser viuda de un general de vieja cepa, estaba viviendo en Palacio y pertenecía al círculo íntimo del régimen caído; pero fue el instinto quien me avisó del árbol a que debía arrimarme en busca de sombra [122]. A su amparo vivo, aunque nadie puede sentirse muy en seguridad al lado de este viejo ladino. La misma manera como ejerce él su influencia tremenda, sin que se note, sin que se sepa, sin uno solo de los gajes, ventajas y satisfacciones del mando, aparte la propia de ejercitarlo, me permite estar cerca de él, verlo a cualquier hora del día o de la noche, hablarle; pero, al mismo tiempo, me coloca a su entero arbitrio, como si yo fuera uno más de los títeres que él mueve con sólo un dedo, y al que puede tumbar cuando le plazca, dejándolo tirado.

Así y todo, vamos viviendo, vamos trampeando con la vida. Y ya los días pasados me pareció que no sería imprudente, quizás ahora todo lo contrario, buscar a Loreto y, como quien no quiere la cosa, obtener de sus labios datos, preciosos sin duda, que ella y nadie más que ella posee acerca de la génesis de los acontecimientos actuales, cuyo bosquejo preparo. Estaba persuadido de que las noticias proporcionadas por la amiga, confidente y quizás cómplice de la Primera Dama no sólo complementarían la información contenida en las memorias del secretario de la Presidencia, no sólo servirían para confirmar o rectificar a éste, sino que aportarían también elementos inéditos, sobre todo a partir del momento en que el coronel Pancho Cortina puso punto final con su pistola a las caligrafías de Tadeo Requena. Mis esperanzas no quedaron defraudadas. Olóriz me dio las señas actuales de mi tía Loreto y, después de haberme puesto de acuerdo con ella por teléfono, allá me encaminé a visitarla.

No estaba escondida, ni creía, la muy inconsciente, haber tenido nunca motivo para esconderse; simplemente, cuando una partida de forajidos entró en Palacio y, so pretexto de seguridad personal para la interesada, se llevó presa a la ex Presidenta -cosa que ocurrió al día siguiente de morir Bocanegra-, ella, Loreto, se apresuró a meter en un maletín lo más necesario y acudió en busca de hospitalidad a las puertas de un matrimonio amigo, quienes, por si fuera poco prestarle habitación, unos días después huyeron a refugiarse, del otro lado de la frontera, en una factoría holandesa de la cual eran accionistas, y le dejaron por suya, y a su cuidado, la casa entera. Allí estaba instalada como una reina cuando llegué a verla. Nuestra conversación resultó al comienzo -se comprenderá- un poco violenta, hecha de excesivo interés por la suerte respectiva y de ofrecimientos exagerados. Yo me preguntaba qué pensaría de mí aquella necia, y supongo que ella por su parte estaría preguntándose algo por el estilo: que qué tripa se me había roto, para acordarme de ella e ir de pronto a buscarla. Pero al poco rato ya empezamos a sentirnos más cómodos ambos, y la conversación se prolongó por fin durante varias horas. Tantos horrores han sido menester para que, al cabo de años y años, se rompa el hielo entre nosotros… Yo empecé por preguntarle cómo había capeado el temporal; y entonces fue cuando me contó la detención de doña Concha y todos los incidentes que siguieron. Más de una semana había tardado en averiguar dónde llevaron a su amiga; y después de saber que estaba presa en el antiguo Asilo de la Inmaculada Concepción, todavía le costó un montón de días conseguir el permiso para verla. ¡Para verla muerta! pues cuando, tras de nuevas postergaciones, la dejaron por último pasar a la enfermería, debió encontrarse allí con el horrible espectáculo… Por supuesto, Loreto se apresuró a reclamar el cadáver para que su amiga tuviera un sepelio digno, al mismo tiempo que removía Roma con Santiago exigiendo que el crimen no quedara impune. En realidad, y puesto que, como -dicen, «muerto el perro se acabó la rabia», salieron del atolladero con despachar de un pistoletazo al que, según parece, la había asesinado: un idiota del Asilo, que, «liberado» por la revolución, andaba como alma en pena merodeando siempre por allí, con la transigencia piadosa del ex conserje y actual celador de la prisión. Este, un buen hombre, y muy respetuoso a juicio suyo, fue quien impuso a Loreto de cuanto había ocurrido desde que doña Concha ingresó en la Inmaculada. Pero son cosas -se interrumpía a cada rato-, usted me perdonará, señora, impropias del oído de una dama; y ella tenía que tranquilizarlo, repitiéndole que era como una hermana para la detenida y que deseaba, necesitaba absolutamente estar al tanto de todo; con lo cual terminó enterada de las ignominias a que, de mejor o peor grado, había debido prestarse la ilustre detenida. Opinaba Loreto que a ésta, con tanto desastre, seguramente se le había debido de ir la chaveta. ¿Cómo, si no, explicar conducta a tal punto disparatada, tan…?

Yo quería, como suele decirse, meterle los dedos en la boca, para que devolviera; de modo que la interrumpí aquí:

– Pero ella, perdóneme, no sé cómo se lo diga; ella, en ese aspecto, nunca… En fin, nadie ignoraba… -Incluso deslicé una alusión al asunto de Tadeo.

Al ver que estaba informado (y esta táctica, repetida cada vez que se me quería poner reticente, dio siempre resultados infalibles), abandonando su reserva, me replicó que sí, que era cierto, pero que estaba segura, sin embargo, de que a la pobre debían de haberla forzado al comienzo porque, si bien no era una remilgada, tampoco tenía nada de tonta, y lo que había estado haciendo en la prisión era la peor de las tonterías.

– No sé, no sé -terminó mi tía, moviendo la cabeza. Después de muerta, su amiga le resultaba tan incomprensible como lo había sido en vida-. Era muy loca -dijo-. Y yo, que le seguía la corriente, más loca aún.

Se había puesto deprimida, con los ojos bajos y la voz velada: había llegado a un punto de ablandamiento. Como quien alude también, discretamente, a su propio caso personal, yo dejé caer la observación de que vivir en soledad es demasiado penoso, de modo que siempre hay que seguir la corriente de alguien: la muerte de Antenor debió de ser para ella un golpe… Aunque a tientas, había tocado en la llaga. Muy excitada, y no sin cierta vacilación, a vuelta de infinitos preámbulos, me confió entonces la historia de la Presencia Maravillosa, tal como antes queda extractada, confesándome que desde el momento mismo de la revelación no ha vivido ya un solo instante sino en la esperanza, hasta ahora nunca cumplida, de recuperar en alguna forma el bien perdido, «recordar siquiera el nombre, escuchar de nuevo su acento, ya que no pueda verle», terminó, como en una plegaria, con las manos juntas y los pesados, lustrosos párpados sobre los ojos marchitos… La oía yo, y no sabía si asombrarme de su extravagancia, o compadecerme de sus sentimientos. De cualquier modo, no deja de ser impresionante el hecho de -a menos que mixtifique o confunda- haber tenido la pobre mujer semejante sueño mientras, a su lado, en la cama, fallecía de mortal ataque el marido. Y aun en el supuesto (que, desde luego, no excluyo) de que todo fuera una fantasía construida a posteriori, no por eso su angustia es menos efectiva, menos dolorosa su obsesión, menos patética su manía. Le pregunté: -¿Y nunca después ha tenido usted barrunto alguno, nueva señal, nada?

– Nada -me contestó con énfasis-. ¿Podrá creerme, Pinedo? Lo que se dice nada -y me miró en silencio.

Enseguida contó que, por ayudarla, Concha había insistido en que concurriera a probar fortuna en las reuniones donde, bajo su iniciativa, un grupo de personas distinguidas, versadas y serias establecían contacto semanalmente con el Más Allá desde una salita apartada de Palacio. Ella, que por entonces ya se había instalado allí, para complacerla -no hubiera podido negarse-, empezó a acudir, «pero con pocas esperanzas, imagínese; pues ¿cómo iba a invocarle si precisamente la dificultad consiste en que no consigo recordar su nombre? Llamarlo por el de Antenor sería como gritar en el desierto; y hasta parecería una burla, después de la revelación que él me hizo de su verdadera personalidad, tan distinta… Sin desmerecer a Antenor: muy distinta, y perdóneme, de la suya. Qué le voy a decir: Antenor era buenísimo, nunca ocasionó daño a nadie, y hasta para morirse fue considerado, lo hizo sin dar guerra, sin producir molestia alguna, salvo, claro está, el inevitable susto. Pero de cualquier manera, ¿cómo comparar? Quisiera que usted me entienda.»

La entendía.

– ¿De modo que nunca?…

– Nunca. Tan sólo una vez, un espíritu majadero, o burlón, o tarado (porque también los hay, naturalmente), me quiso embromar dirigiéndose a mí para hacerse pasar por la Presencia Maravillosa; y va y me dice: ¿Me conoces, Loreto? (como si fuera una mascarita); mira, Loreto: yo soy aquel que tú sabes. Pero cuando le apreté las clavijas, exigiéndole que pronunciara su nombre, el muy desgraciado se quiso salir por la tangente: Tú me conoces bien. -respondió-: Soy el Sagrado Corazón de Jesús… -Lo mandé a freír espárragos con sus chuscadas de mal gusto. Pero la verdad es que ¡qué no hubiera dado yo, qué no daría por sentirlo a Él hablarme de nuevo!

Conforté su ánimo lo mejor que pude; pero al mismo tiempo aproveché la oportunidad para aventurar la opinión de que el trato con los espíritus resulta siempre incierto y puede llegar a ser funestísimo; y de que muchos de los males que han llovido y llueven sobre nuestras cabezas se concitaron precisamente en esas mismas sesiones de los martes, donde ella, en cambio, no había conseguido la más pequeña luz. Si un espíritu burlesco le había querido gastar una broma cruel, otros, malvados, habían engañado al joven Requena, espoleando sus ambiciones y persuadiéndolo a que hiciera lo que había de perderlo, a él y al país entero… Loreto meditó un momento; sonrió. A ratos no parecía tan necia.

– No de todo han de tener la culpa los espíritus -dijo al fin-; o, por lo menos en este caso, no es suya la culpa principal. -Reconoció que, en realidad, su amiga Concha era quien había dado ahí los pasos decisivos, con gran susto de parte suya, pero sin que estuviera en su mano evitar nada, porque cuando ella venía a enterarse ya estaban las cosas hechas, o a medio hacer, y no había vuelta posible. -La verdad es -reflexionó-, que Concha era una especie de torbellino: nos arrastraba a todos, hasta que ella misma se sumió, tragada por el vórtice de su propio arrebato.

XVIII

Esta conversación con mi tía Loreto, que duró varias horas, me ha permitido conocer, entre otras muchas cosas de interés positivo, detalles inapreciables acerca de la muerte de Bocanegra, cuyas particularidades parecían destinadas a quedar tan en la oscuridad como si se tratara del asesinato de un remotísimo rey godo. Me refirió Loreto que esa noche terrible, cuando ya ella estaba dormida desde hacía quién sabe el tiempo, quizás de madrugada, vino a despertarla su amiga golpeando con urgencia a la puerta de su cuarto, e irrumpió en él como una tromba, toda desmelenada, para echarse de bruces sobre su cama sin pronunciar palabra. Sólo al cabo de un buen rato y de muchos ruegos, «Mi voz fría, apática, le anunció sucintamente: -Tadeo ha matado a Bocanegra. (Aun entre nosotras -me aclaró Loreto-, solía llamarle a su marido Bocanegra, no Antón.) -Agregando: -Por celos. -Yo, imagínese, Pinedo, me quedé estupefacta. ¡Por celos! De momento no pensé en las consecuencias tremendas de esa noticia; pensaba: ¡Por celos!, y no podía creerlo. Que un amante sienta celos del marido, no es imposible, ni tan raro. Pero ¿celos Tadeo? Yo sabía bien lo tormentos [123]as que eran las escenas íntimas entre ese muchacho odioso y la loca de Concha; más de una vez me había tocado en suerte el desagradable papel de testigo y mediadora; pero no eran cuestiones de celos; era que él la detestaba, y se debatía con la desesperación de quien lleva una piedra atada al cuello, de la cual quisiera y no puede librarse. La insultaba; un día, delante de mí, le dio un empujón que la hizo trastabillar hasta una butaca… ¿Por celos? No, acaso, por aversión. Y ella, a su vez, había llegado a aborrecerlo también desde el fondo de su alma. Si yo fuera a contarle, Pinedo… Pero continúo: estando yo turbada con estos pensamientos y ella tirada siempre, boca abajo, en mi cama: ¡clac!, se oye un disparo. Uno solo, claramente; y luego otra vez el silencio. Concha, que seguía con la cabeza entre los brazos, se irguió, venteando como un perro; y enseguida, de un salto, se puso en pie, y me dijo con voz tensa, pero ahora casi alegre: -¿Has oído? Voy a avisar enseguida. -Y descolgó la extensión de teléfono que teníamos instalada en mi antecámara, para comunicarse con el coronel Cortina. Yo estaba muy confusa; no entendía nada; pensé que Tadeo se hubiera suicidado, después de cometido su crimen. Pero Concha le estaba gritando ya a Pancho Cortina que viniera sin tardanza, que algo muy grave había ocurrido; que el Presidente, sabiéndose traicionado por ese miserable de Tadeo Requena, acababa de liquidarlo… A mí, la cabeza me daba vueltas. -Yo no salgo de mi escondrijo, ¿sabes, Pancho?, hasta que la situación esté despejada -había concluido ella-. Despejada, ¿me entiendes? -Quien no entendía era yo, Pinedo. Le garanto que la cabeza me daba vueltas. En un primer momento creí como digo, que a lo mejor Tadeo se acababa de pegar un tiro. Ese disparo único, en medio del silencio de la noche, si era cierto lo que ella me había comunicado al entrar, no podía ser otra cosa. Pero ahora resultaba… Más tarde se supo -así lo vocearon radios y periódicos- que el disparo lo había hecho, en efecto, el secretario Tadeo Requena, quien mató de la manera más alevosa a su jefe valiéndose de su propia pistola, cuando éste se hallaba en cama. Era verdad, pues, lo que en el primer momento me había comunicado Concha. Sin embargo, cuando ella me lo dijo, todavía no se había oído detonación alguna. Es cosa que no comprendo. Si yo estoy en mi sano juicio, eso no puede ser: ahí hay un misterio, y por más vueltas que le doy no consigo descifrarlo.

Yo me sonreí para mis adentros. Las puntuales memorias de Tadeo me habían proporcionado la clave de ese misterio; yo había leído por adelantado el desenlace en las últimas páginas de la novela y, como un detective que se reserva ciertos datos para sorprender al lector, estaba en condiciones de desenredar la trama. He aquí que la Primera Dama acusa a su amante, el secretario Requena, de haber matado al Jefe del Estado, su esposo; y, sin embargo, sólo más tarde suena el disparo homicida. ¡Problema! Mas yo no tenía interés alguno en ofrecerle la solución a Loreto. Le planteé otra cuestión:

– Y ¿cómo se explica que nadie acudiera al ruido?

– Eso mismo me preguntaba yo en aquellos momentos, viendo que nadie, en efecto, rebullía. Pero, después de todo, la cosa no es tan rara. Para empezar, la mayor parte de los empleados duermen fuera del Palacio; y los que duermen allí, o dormían, era en la otra ala, mientras que nuestras habitaciones quedaban del lado de las oficinas. Además, si alguien oye un tiro procedente de esa parte, lo más fácil (hay que suponerlo) es que meta la cabeza debajo de la sábana y se quede quietito, para evitarse líos. En cuanto al cuerpo de guardia, queda lejos. El resultado es que, hasta no escucharse, luego, la serie de disparos, uno, dos, tres, cuatro, con que Pancho Cortina ejecutó sumarísimamente y por su propia mano al magnicida, y enseguida el barullo de la escalera, no empezó a acudir gente… En cuanto a la conducta de Cortina, había sido bastante rara y temeraria, ¿no le parece a usted, Pinedo? Llega, acompañado no más que de tres o cuatro hombres, y todavía los deja al pie de la escalera: él solo sube a enfrentar quién sabe qué situación; y luego, en lugar de detener al secretario, lo mata sobre el terreno. ¡Cualquiera entiende!

– Y si no fueron los celos, ¿no le parece a usted, tía Loreto, que lo que movió a Tadeo pudo muy bien haber sido el temor? -le pregunté-. El temor, digo, a que Bocanegra, alterado quizás…

– Bocanegra no sabía nada -me contestó-, ni tampoco quería saber nada. Al final, lo único que le interesaba a Bocanegra era el fondo del vaso. Y otros [124] -añadió con una sonrisa enigmática.

Pero sobre esta insinuación no conseguí sacarle una palabra más. Creo que no era, desde luego, a dinero a lo que aludía con esos otros fondos. Tal vez más adelante, llegada la oportunidad, durante una nueva entrevista, consiga averiguar algunas de las intimidades de palacio, que ella conoce mejor que nadie. ¿Por qué no ha de comunicármelas? ¿Qué le importa ya, tal como están las cosas, toda esa agua pasada? Me importa a mí como historiador: el historiador debe remontar las aguas. Y en tal sentido, no puedo quejarme del resultado de esta visita: han sido datos de primera magnitud los que me ha suministrado. Tampoco yo iba a andarme por las ramas. Quería saber cuáles habían sido, en concreto, las intenciones y actuaciones de los traidores del drama, su trato; sobre todo, en lo que se refiere a ella, porque a él lo tenía confesado de antemano -confesión casi diaria- en las hojas borroneadas de su prolijo manuscrito.

– ¿Y usted no cree, tía Loreto, que si Tadeo hizo lo que hizo fue por instigación de doña Concha? -le pregunté para inducirla a hablar.

– Mire, Pinedo, la cosa no es tan sencilla; yo no lo sé, no me atrevería a decir que sí ni que no; los acontecimientos últimos, yo no los veo nada claros…

– Pero siendo como usted dice, que a Bocanegra ya no le interesaba ella, y que nuestro hombre se interesaba, en cambio, por esos fondos, o fondillos, misteriosos que usted no me ha querido precisar, no resultaría demasiado raro que ella, entonces, resentida…

– ¡Bueno! -vaciló-. Motivos para estarlo, no le faltaban. A Bocanegra ¿quién lo entendía?; y la gente que tanto galla, llega a dar miedo. ¡Pensar que para ese hombre Concha lo había sido todo, en la época brava, durante la lucha, guando no tenían ni qué llevarse a la boca! Sin su ayuda, Antón Bocanegra jamás hubiera salido del pozo. Vea, Pinedo: era un fracaso viviente; el fracaso lo llevaba dentro, como un cáncer, y luego se ha visto que su encumbramiento no significaba regeneración, sino más bien un ensanchar y ahondar esa vocación suya de fracaso para que en él participáramos todos y todos nos hundiéramos.

Me quedé atónito oyendo esas palabras en labios de Loreto. Pero ¡cómo! ¿Era ella quien así hablaba? No, no era ella. Se dio cuenta de mi ojeada, de mi sorpresa, enrojeció un poquito bajo sus cremas de belleza, y declaró: -Solía explicarlo un señor amigo mío, el dueño, precisamente, de esta casa en que ahora estamos, quien lo había conocido a Bocanegra desde los tiempos de estudiantes, en la Universidad.

Me sonreí, y no pude contener una bromita.

– ¡Ah! -exclamé-. Yo había pensado que la Presencia Maravillosa le soplaba a usted esa frase.

Nunca lo hubiera hecho: recayó en el tema de la Presencia Maravillosa, que la obsesionaba, y me costó mucho trabajo hacerle regresar de nuevo a nuestro asunto. Eso me sirvió de escarmiento para no interrumpirla en lo sucesivo; y, por cierto, más de una vez tuve que morderme la lengua. Pero la dejé que dijera cuanto disparate le diese la gana, y fue mejor así, porque de ese modo pude echar sobre el movimiento acaudillado por Antón Bocanegra la mirada retrospectiva que tanto conviene a la objetividad del historiador. Si salgo a contradecirla, ella se hubiera encogido como un caracol; mientras que haciéndome el muerto la buena mujer se abandonó al placer agridulce de los recuerdos, y sus divagaciones me presentaron el cuadro de un Bocanegra joven, lleno de fuego, de generosidad, de amor a los desheredados (porque amor a los desheredados era su plebeyismo abyecto, y generosidad su verba irresponsable, fuego su resentido encono, y talento la demagogia atroz del Padre de los Pelados), al que asistía, confortaba y prestaba espirituales auxilios aquella mujer abnegada que, prescindiendo de su propio interés y de cualquier otra consideración, lo había abandonado todo para seguirlo en su empresa redentora… ¿Verdaderamente, se veían así ellos?, ¿con tan idílicos rasgos y colores? Loreto recalcaba la importancia del papel desempeñado por su amiga doña Concha, acentuaba sus méritos, y en los sobresaltos, angustias, fatigas, penurias y zozobras de la época heroica encontraba excusa para sus desvanecimientos e insensateces a la hora del triunfo.

Ahí sí me creí en el caso de intercalar una preguntita provocadora.

– Ya sé -concedí, un tanto sardónico bajo la máscara de sinceridad- que sin ella no hubiera hecho Bocanegra todo lo que hizo; pero, dígame, Loreto, ¿usted no cree que si al principio le fue útil, luego le ha perjudicado en igual o mayor medida?

– Le diré -fue su respuesta-: el finado Antenor (¿de nuevo la Presencia Maravillosa? No; esta vez, Antenor Malagarriga); el finado Antenor solía pronosticar que las intromisiones de esa señora le darían un día al Presidente algún disgusto serio. Pero al fin, usted lo sabe como yo, que su señor tío se sintió siempre medio de mala gana en el gobierno; y todavía el día de nuestras bodas de plata, fecha también de su muerte, anduvo repitiendo con mucho coraje que estaba harto y lo iba a mandar todo al diablo… Por mí, no diría yo que no; pero también hay que darle a cada cual lo suyo. Bocanegra era terco, el señor, como un mulo, y desde luego no se plegaba a su cónyuge tanto como la gente piensa. La dejaba hacer, y con eso daba lugar, el muy astuto, a que ella cargara con todas las culpas; pero cuando de veras no quería una cosa, ahí apontocaba los pies, y no había quien lo moviera.

Hubo una pausa. Yo pensé lo que es obvio: que la mera resistencia resulta buena, a lo sumo, para impedir las barbaridades más gordas, pero que en una obra de gobierno lo importante es siempre la iniciativa; y al parecer, Bocanegra estaba últimamente muy abúlico; tal vez porque su voluntad se estimulaba para destruir, pero se distendía frente a las tareas positivas. Omitiendo esta apreciación, declaré mi pensamiento a Loreto: que si alguna vez el Presidente mezquinaba su refrendo, era doña Concha quien de todas maneras llevaba la voz cantante. Por supuesto, yo no me proponía discutir tales cuestiones con mi interlocutora, sino sacarle datos; y añadí:

– Déme, si no, un solo ejemplo de decisión importante adoptada contra la voluntad de ella.

Fue acertar un pleno:

– ¿Contra la voluntad de ella? Pues, sin ir más lejos, el nombramiento de Rosales para ministro de Instrucción -me respondió.

Y yo abrí unos ojos como platos. Me mostré sorprendido; mi sorpresa halagaba a Loreto.

– No es posible -dudé-. Si ella era quien… ¿No había sido idea de ella el incorporar al gobierno gente respetable; gente, en fin, como mi tío Antenor…?

– Verá: el caso de Antenor era muy distinto. Para empezar, ni Antenor, ni ninguno de ustedes, habían hecho nunca la oposición despiadada que les hicieron los Rosales desde su feudo de San Cosme; mi marido, que gloria haya, era una paloma sin hiel, y yo procuré siempre tenerlo alejado de las malas influencias. Comprenderá, además, que mi amistad con la esposa del Presidente tenía que servir para algo. En cambio, pensaba Concha, ¿por qué meter al enemigo en casa, haciendo ministro a un Rosales? Ella los hubiera exterminado a todos de buena gana. En esto, reconozco que era implacable. Y ¡cómo tuvo que luchar con Bocanegra para ver si impedía lo que, al final de cuentas, no impidió! Recuerdo que hasta llegó a insultarlo, después de haber apurado todos los argumentos, incluso el de que ese nombramiento equivalía a reconocerse públicamente responsable por la muerte del senador, queriendo ofrecerle a la familia una especie de reparación vergonzante. Cuando, por fin, estuvo firmado el nombramiento y ella vio que no se había salido con la suya, pasó más de dos semanas sin dirigirle la palabra a su marido. Yo creo que desde ese momento fue que empezó a sentirse desligada de él, y que ahí tuvo comienzo…

– Pero ¿por qué tanta saña? ¿Por qué ese odio africano contra el infeliz Luisito? Después de todo, ¿no estaba muerto ya el miembro agresivo de la familia Rosales?

Sonrió ella [125], y sólo entonces pude darme cuenta del sentido malicioso que podía atribuirse a mi frase; recordé el episodio de la mutilación, y me dio fastidio haber empleado tan así la palabra «miembro». En realidad, resultó ser la mía una torpeza afortunada, porque Loreto, sospechando sin duda que yo sabía acerca del caso mucho más de lo que aparentaba saber, se resolvió, después de haber dudado un momento, a hablarme con alguna franqueza. Había que comprender -me dijo- que una mujer no perdona jamás cierto tipo de ofensas. Y a Concha, aquel animal de Lucas Rosales la había tratado, sencillamente, como a una vulgar prostituta… Trabajo me costó retener la ironía que, al oírla, tuve en la punta de la lengua: Vulgar, no lo era [126] -quise haberle comentado-; pero me convenía dejarla hablar, explayarse; que me creyera enterado, y no meter la pata antes de tiempo.

Mi prudencia rindió opimos frutos. Lejos estaba yo de sospechar que toda aquella sucia faena del Chino López había sido, no más, la venganza de una hembra rabiosa [127], lejos estaba de sospechar que, también por supuesto en la prehistoria, la que había de ser con el tiempo Primera Dama de la República tuvo que ver con el señorón soberbio a quien, bien mirado, no podía reprochar después de todo otra cosa sino haberla puesto en su sitio. Aquella trepadora ensayó, sin duda, varias escaleras antes de ligar su suerte a la del poltronazo de Bocanegra. Tampoco sabía yo que había sido en San Cosme donde conoció a éste; y fue durante una temporada que él pasó allí, mucho antes de pensar para nada en política, entregado a la quimera de uno de aquellos negocios absurdos de los que esperaba rápidas y colosales ganancias, y que, indefectiblemente, se le deshacían pronto entre las manos sin dejarle otro recurso que el aguardiente de caña. Ella, por entonces, había acudido a San Cosme, y estaba hospedada en el único hotel del pueblo, encima del almacén del gallego Luna, con intenciones de perseguir a don Lucas Rosales y, si necesario fuera, hacerle un escándalo delante de la familia. La nueva amistad entablada ahora con Bocanegra la disuadió y desvió de sus propósitos. Y tan pronto como el negocio de las acerolas -que era la especulación de turno- se evidenció ilusorio, desaparecieron de allí ambos en busca de mejor fortuna.

¡Tiempos aquéllos! Todavía tenía que inventar él nuevos negocios fantásticos, y conversarlos, y planearlos, y entramparse hasta los ojos, y fracasar varias veces, antes de que, compadecido del pobre pueblo sufridor, y de sí mismo, descubriera su vocación política.

– ¡Qué verdad es -observó Loreto- que sin esa mujer, Concha, jamás hubiera hecho Bocanegra lo que hizo ni hubiera llegado donde llegó! Talento no le faltaba, ya se pudo ver, pero fue ella, y nada más que ella, quien le dio la idea; no sólo la idea (la idea no es nada): quien le dio el impulso, la constancia, los ánimos, la voluntad indomable que una cruzada así requiere, sobre todo al comienzo, cuando no se es nadie y cualquier pretensión parece demasiado osada…

Loreto se levantó de su asiento y fue a buscar en una gaveta; enseguida me alargó una fotografía amarillenta. Ahí estaba Bocanegra con sus polainas ya, y un sombrero de ala ancha sobre los ojos, en medio de su estado mayor de «pelados». Y, entre ellos, única mujer en el grupo, doña Concha, bien joven, casi una niña por su aspecto, sonriéndole a la cámara fotográfica. ¿Para qué me enseñaba a mí eso? Sentí una cosa rara, especie de náusea, o vértigo, no sé.

– Es todo un documento, una pieza de museo histórico -dije, y se la devolví.

Pero lo que a mí me interesaba saber eran los detalles de la muerte del senador Rosales, y ésos, o no los conocía Loreto, o no me los quiso comunicar. Me aseguró, sí, que el asesinato en las gradas del Capitolio no había sido cosa de doña Concha; por lo menos, que no era ella quien lo había dispuesto; pero de ahí no pasaban sus noticias… Lo que me llamaba la atención es que esa mujer no hubiera dado por saldada su deuda ni aun después de que liquidaron al ofensor. A la señora presidenta se le hacía insufrible el hecho de que don Luisito, el otro hermano, hubiera entrado luego a formar parte del gobierno, hasta el punto de no perdonárselo nunca a su marido. Se ve que el antiguo e inconfesable agravio recibido de Rosales estaba ahora recubierto por motivos de odio político, y éste ofrecía fáciles razones de apariencia impersonal, o suprapersonal, para cohonestar la inquina; de modo que el acto de Bocanegra al decretar ese nombramiento combatido por ella con tanta vehemencia le pareció, no sólo un bofetón, sino algo así como una deslealtad hacia la causa por la que habían luchado juntos, y hasta una traición al pueblo.

– Entonces, en último análisis, y si las cosas se conducen hasta sus causas primeras, lo que a Bocanegra le ha costado la vida habría sido aquella decisión suya de meter en el gabinete a uno de los Rosales -resumí yo en tono de conjetura. Loreto parpadeó, sin entender bien al comienzo-. Digo -le aclaré-; puesto que eso determinó el primer desacuerdo serio, constituyendo una fuente de resentimiento para…

– Sí, sí, así es -se apresuró ella-: Todo lo que ha pasado puede considerarse como una revancha de los Rosales. En cierto modo. Una revancha póstuma. ¿Quiere que le diga una cosa? En el fondo de su alma, Concha seguía teniéndoles miedo. No sólo odio: miedo también. Aunque parezca extraño, una vez que hubo logrado acabar con su poderío, y cuando los vio destruidos, su odio se transformó en miedo. Estoy convencida de que su actitud (bastante irracional, como le reprochaba Bocanegra), su oposición cerrada al nombramiento de don Luisito para ministro de Instrucción, estaba dictada, más que nada, por el miedo. Lo que se dice un miedo irracional. Irracional, pero muy justificado, como después hemos visto…

Yo guardé silencio, y esperé. Me había dado cuenta de que, en su cabeza de chorlito, se agitaban pensamientos extraños, y no quería yo disiparlos o desviarlos llevándola al hecho de que, por resentimiento contra su marido, o por ambición, o por lo que fuere, había sido la misma doña Concha quien desató la catástrofe. En vez de eso, me limité a una reflexión anodina.

– La verdad es -dije- que nunca se sabe.

– O, cuando viene a saberse, ya no hay remedio -replicó ella. ¿En qué estaría cavilando? Continuó-: Con todo su miedo, era bien imprudente, sin embargo, la pobre, y no podía estarse quieta. ¡Caro le ha costado! A otros, el miedo los paraliza; a ella no; ella no podía estarse quieta.

Miró al techo, y yo seguí su mirada: un techo pintado de color crema, con absurdos florones en el centro y las esquinas; se balanceó en su butaca de mimbres, y yo le observé los pies, un poco hinchados dentro de los zapatos donde los había embutido para recibir mi visita. Prosiguió en tono soñador:

– Si uno tiene cosas sobre la conciencia, más vale dejar en paz a los difuntos. Y ¿quién, cuando ya no es tan joven, no tiene algo sobre la conciencia? En fin, el propio Tadeo Requena se resistía como gato panza arriba; y en cuanto a mí, para qué le cuento: nunca me gustó ese jueguito de invocar a los espíritus. Uno mete el dedo en el enchufe y, ¡claro!, termina por darle la corriente. Pero cuando a ella se le había puesto algo en la cabeza no había manera de resistírsele. ¡Menuda descarga tuvo que sufrir al hacerse presente de improviso, en medio de una sesión más bien sosona, como un rayo, el espíritu del senador Rosales! Irrumpió a su manera brusca; y no necesito decirle a usted el susto. La médium se pone rígida como un palo, pega con la cabeza en la pared tremendo calamorrazo, y empieza a hablar de una manera tan altiva que hubiera sido bastante ya para conocer en ella al senador. Venía con el designio de dirigir a Tadeo el mensaje, la orden mejor dicho, porque en realidad era una orden… Concha se descompuso; nunca la he visto tan lívida, tan aterrorizada como en aquel instante.

Se comprenderá que, oyendo lo que Loreto me había empezado a contar, yo no respiraba siquiera. Sorbía sus palabras, y temblaba de pensar que, llegada a ese punto, pudiera todavía defraudarme, arrepentirse de la confidencia que me estaba haciendo, quizás sin medir demasiado su alcance. Para impedirlo, arriesgué una pequeña jugada.

– Pero, ¿cómo? -me extrañé-. Pues ¿acaso todo ello no era una farsa preparada por doña Concha para inducir a su amante? Fingiría terror, no digo que no…

– Pinedo, créame -replicó ella-: como que me llamo Loreto, eso estaba muy lejos de ser fingido. Nuestra amistad no databa de ayer; y yo la había visto antes en situaciones difíciles, se lo aseguro. A otro hubiera podido engañar; pero no; no era una comedia el ataque de nervios que tuvo, luego, a solas conmigo, en mi habitación. Ni la insultada feroz que al día siguiente le pegó a la médium, llamándola marrana, como si la infeliz tuviera la culpa del lenguaje usado por Rosales, y amenazándola con policía y cárcel. Naturalmente, nada hizo, porque bien sabía que los difuntos se ríen de celdas y calabozos. Eliminó, sí, a aquella médium, que era excelente; pero de poco le valió: el martes próximo volvía a presentarse el senador para repetir y remachar por labios de otro el encargo dado a Tadeo de librar del tirano al país, si no quería sucumbir él también a sus manos. Desde ese día hasta su muerte horrible, la pobre Concha no hizo ya sino puros desatinos, como quien obra bajo el imperio del terror.

– ¿Y Tadeo? -pregunté yo entonces-. ¿Cuál fue su reacción? ¿Creería el mensaje?

– El hecho de haber terminado asesinando a Bocanegra demuestra que lo creyó, y que lo obedeció, aunque en un principio se resistiera. El muchacho era bastante testarudo, pero cayó en la trampa. Tengo la impresión de que necesitó para rendirse a la evidencia que el otro Rosales, don Luisito, cuyo tránsito estaba muy reciente, pues no hacía mucho más de un mes que se había suicidado, viniera, como en efecto vino, a reforzar con sus frases persuasivas las terribles conminaciones del senador.

XIX

Pero al llegar aquí me doy cuenta de que aún no había mencionado siquiera el final que tuvo don Luisito Rosales, al hacer voluntaria e irrevocable dimisión de su cargo quitándose la vida, como, con broma de elegancia más que dudosa, se permitió escribir en uno de sus cumplidos informes el Ministro de España.

La verdad es que estos apuntes míos están resultando demasiado desordenados, y hasta se me ocurre que caóticos, tal vez a causa del desarreglo general en que todo se encuentra hoy, del nerviosismo que padecemos, y de la incertidumbre con que se trabaja. Cuando, con más sosiego y en condiciones más normales, pueda yo redactar el texto definitivo de mi libro, habré de vigilarme y tener mucho cuidado de presentar los acontecimientos, no revueltos, como ahora, sino en su debido orden cronológico, de modo que aparezcan bien inteligibles y ostenten el decoro formal exigido en un relato histórico. Después de todo, no importa: estos papeles no son sino un ejercicio, como el de los músicos cuando templan su instrumento, o a lo sumo recolección de materiales, borrador y anotación de detalles para no olvidarme luego de lo que se me ocurre y debo retener. Por lo demás, sólo yo tengo que manejarlos.

Adelante, pues. Según la costumbre que ya he adoptado, registraré las circunstancias del suicidio de don Luisito a base de aquellos documentos que poseo, prescindiendo por ahora de los periódicos, cuya colección queda ahí siempre como fuente de valor secundario al servicio del historiador.

Por lo que se refiere a la muerte del ministro de Instrucción Pública, fueron parvos en la información y raramente discretos en sus comentarios, habida cuenta de la morisqueta con que el pobre hombre había pris congée de esta vida indecente [128]. Más explícita es, acerca de los detalles, la prosa oficial del diplomático hispano, cuyo escrito presenta además la ventaja de trazar, como telón de fondo, un cuadro objetivo de la situación general. Aunque yo no concuerdo con todos sus puntos, lo recojo aquí para pública noticia, y otros documentos de que por suerte dispongo terminarán de ilustrar este pequeño pasaje de nuestra historia contemporánea.

El ministro de España se dirige a sus superiores en los siguientes términos:

«Según tuve la honra de poner en conocimiento de V. E. con mi telegrama de ayer, el ministro de Instrucción Pública, doctor Luis Rosales, hizo en ese día voluntario e irrevocable abandono de su alto cargo al quitarse la vida en horas de la madrugada. Esta noche, pasada la ceremonia del sepelio, a la que debí asistir después de haber presentado al Gobierno mis condolencias oficiales, me creo en el deber de ampliarle a V. E. la noticia con algunos detalles complementarios.

»Ante todo, sobre la personalidad del difunto. Como V. E. sabe por anteriores informes, y en particular por el que tuve el honor de dirigirle cuando el doctor Rosales fue designado miembro del gabinete en la cartera de Instrucción Pública, dicho señor pertenecía a una de las antiguas familias del país, desposeídas hoy y casi arrinconadas por el movimiento político de que es exponente el actual jefe de Estado. El doctor Rosales era hermano de aquel hacendado y político, el famoso don Lucas Rosales, que, como tal vez recuerde V. E., levantó una activa oposición contra el régimen de Bocanegra y que por eso fue abatido en las gradas del Capitolio. Sólo las peculiaridades de este pueblo, cuya psicología, sociología y costumbres públicas presentan aspectos muy notables, y de todo punto incomprensibles para quien no se encuentre interiorizado de su vida cotidiana, pueden explicar el hecho de que, a pesar de todo, un hermano suyo asumiera luego un puesto de cierto relieve y responsabilidad dentro de dicho régimen. Si se recuerda, no obstante, que el propio Presidente Bocanegra pertenece también en cierto modo (en el modo de lo que se llama una oveja negra, arruinado y bohemio) al grupo de familias distinguidas que un día fueron omnipotentes en el país, comenzará a entenderse el caso del doctor don Luis Rosales, por mucho que resulte siempre incongruente y escandalosa la colaboración de una persona dotada de ciertas cualidades dentro de un gobierno que -con todas las reservas del caso- no se distingue por su apego a las normas de la más elemental decencia. El doctor Rosales era sin duda un hombre educado, culto y de buenas maneras, aunque también -todo hay que decirlo- un tanto extravagante. Ciertos rasgos de su carácter y de sus costumbres le habían privado de la reputación que aquí se discierne tan sólo a la rudeza; debe reconocerse, incluso, que muchas veces incurría de lleno en lo pintoresco. Su actitud hacia la Madre Patria era, por lo demás, excepcionalmente favorable; todo lo español, por el mero hecho de serlo, merecía ya su acatamiento, cuando no su entusiasmo; aunque por otro lado adolecía de una incomprensible debilidad francófila, apenas disculpable como vestigio de sus estudios juveniles en París. Pese a este último rasgo, su desaparición debe considerarse desde nuestro punto de vista como una verdadera pérdida.

«Durante mi visita de pésame al Canciller inquirí discretamente sobre los motivos que pudieran haber empujado a su colega de gabinete hacia la fatal resolución de abreviar sus días. Me dijo que el suicida no había dejado carta ni testamento ni explicación de ninguna clase; pero que desde hacía algún tiempo venían abrigándose serios temores acerca de su estado mental. Y a continuación, me contó, riéndose mucho, varias anécdotas que yo ya conocía.

»En el séquito del entierro (que se ha efectuado tras corto velorio en la Secretaría de Instrucción Pública, ya que, habiendo tenido lugar la muerte en la casa solariega del finado, lejos de la Capital, hubo que traer el cadáver desde considerable distancia, con todos los inconvenientes de este clima); durante el entierro, pues, tuve ocasión de cambiar impresiones con el Embajador argentino, doctor Menotti, cuyas conjeturas sobre las causas del suicidio no dejan de revestir algún interés político. El doctor Rosales había calculado mal, según Menotti, o quizás lo defraudaron, en las negociaciones con Bocanegra. Cuando aceptó entrar al servicio de su régimen, renunciando a revindicar la memoria y los intereses de su hermano el senador, esperaba, y tal vez se le prometió expresa o tácitamente, que los bienes de éste, hallándose expatriados como lo estaban su viuda e hijos, pasarían a poder suyo mediante algún truco judicial o administrativo, pues la conducta del senador Rosales se encontraba sometida, post mortem, a procedimientos de investigación en los cuales quedaba embargada su fortuna para responder de posibles cargos. De hecho, no sólo habían sido, al final, definitivamente confiscadas esas propiedades (salvo la casa solariega, cuyo usufructo se permitió al doctor Rosales), sino que ahora ya Bocanegra no necesitaba más de éste; de modo que nuestro hombre se veía privado de sus bazas [129], mientras que, por varias señales, entendía que se preparaban a despedirlo como a un criado, o incluso a procesarlo bajo cualquier acusación; así es que, ante tal expectativa, había optado el infeliz por colgarse. Incidentalmente, me hizo notar el colega argentino que el sepelio del ministro de Instrucción Pública era bastante menos lucido de lo que fuera en su ocasión el del hermano, caído en plena lucha. La observación era exacta. Faltaba aquí la emocionada concurrencia de entonces, mientras que por el otro lado, por el lado oficial, tampoco el Presidente se había dignado honrar con su presencia el acto de la inhumación, delegando en cambio la tarea de pronunciar una oración fúnebre en su Canciller, que la desempeñó con generoso empleo de los habituales lugares comunes.

»Debo añadir todavía que, antes de despedirse el duelo, cundió entre el séquito el rumor según el cual, dos días atrás, el médico especialista le había diagnosticado al pobre doctor Rosales un cáncer en el hígado, especie que, de ser cierta, bastaría a explicar psicológica, aunque no moralmente, el suicidio del ministro de Instrucción.

«Respecto a las consecuencias previsibles, me parece que en el orden público no son de esperar novedades importantes ocasionadas por la desaparición del doctor Rosales si se exceptúa la necesaria provisión del cargo vacante. En cuanto a ella, difícil sería adelantar nada que no fuera pura cábala y especulación gratuita, dado el arbitrio ilimitado con que el Presidente Bocanegra procede a las designaciones. Podemos esperar que asuma la cartera algún periodista avispado, expeditivo e inescrupuloso, o algún oscuro maestro de escuela; pero no está excluido tampoco que la ocupe un secretario municipal, un abogado, un líder de sindicato.»

El informe del diplomático español es, como puede verse, bastante completo y, en conjunto, atinado. No menos impasible que este relato burocrático pretende -pretende, digo- ser el que en sus memorias ha dejado Tadeo Requena acerca de la intervención que a él personalmente le cupo en la emergencia. Extrema ahí Tadeo su tono despegado, cínico; tanto, que da la neta impresión contraria, de un alarde, y no por cierto sólo retórico. En fin, júzguese por sus propias palabras, que yo quiero limitarme a copiar.

Empieza con una malhumorada serie de exclamaciones de disgusto: «¡Cómo no! -protesta-. ¡A mí había de tocarme el honroso encargo de bregar con el asunto! ¡Menudo encarguito! Muy honroso, ocuparme yo del asunto como representante personal de Su Excelencia. Para empezar, y por si fuera poco desagradable la encomienda, todavía tamaño viaje, leguas y leguas, con el traqueteo de la carretera… ¡También, la absurda idea del viejo, irse a San Cosme para eso! ¡Como si no hubiera habido aquí, en la Capital, ganchos de donde poder colgarse, si tantas ganas tenía! Pero no: era necesario hacerlo en una viga de su casa… Y luego ¡ahorcarse! ¿No hubiera podido decirnos Goodway por otro medio cualquiera: el pistoletazo romántico [130], el veneno de los Borgias [131], abrirse las venas como su maestro Sócrates (así dice; yo me limito a transcribir) [132], o tirarse al agua, o por una ventana, o declarar la huelga del hambre, o sencillamente esperar con un poquito de paciencia a que le llegara su hora, que ya ¡total! qué tanto podía faltarle? No: tuvo que elegirse esa muerte de perro [133]. La cuestión es, por supuesto, jorobar al prójimo. Yo, que no había vuelto nunca al pueblo, y que me lisonjeaba con la perspectiva de darme alguna vez el gustazo, como cada quisque, y prepararme una buena recepción en mi ciudad natal, ¡hala!, vaya usted ahora mismo, así de improviso, y apresúrese a adoptar, en nombre de su jefe, cuantas disposiciones procedan para el traslado del cadáver… Puede comprenderse de qué humor iría. Me bajé del automóvil a la puerta, pisando fuerte, y entré en la Casa grande como un torbellino.

»Para qué decirlo: mi aparición tan inesperada en la sala donde habían tendido al muerto -tapado, por suerte, con una sábana- fue una bomba. Paralizó a todos los zaraguteros que, empezando por el capellán de las monjas, se habían adueñado allí de la situación. Todos me miraron con la boca abierta. El silencio y la expectativa duraron poco, sin embargo, pues el bobo de Ángelo, hecho un gamberro, pero siempre hilando baba, se me acercó riéndose a tirarme de la manga con gruñiditos de alegría. Yo, claro, lo rechacé. Acababa de descubrir en un rincón a María Elena, despeinada y ojerosa, desmadejada sobre una butaca, y -después de pensarlo un instante- me acerqué despacio a ella, me incliné respetuosamente, le tendí la mano y con suavidad, pero con enérgica decisión, la saqué de aquel ambiente.

«Nadie se atrevió a seguirnos, ni yo tenía la menor noción de lo que iría a hacer al minuto siguiente. Ya se vería. No le había dirigido una sola palabra; en verdad, no hubiera sabido qué decirle; y ahora, en la pequeña salita de al lado, oscurecida por las persianas en la resolana del mediodía, solos, parados en un rincón del cuarto, me quedé mirándola. Daba pena su aspecto; pero a mí no se me ocurría nada. Cuando de pronto ella, ¡zas!, va y se me cuelga del cuello y rompe a llorar convulsivamente.

»Esto ya me fastidió. ¿Qué hace uno en un caso semejante? Comencé a pasarle la mano por la cabeza (¿qué iba a hacer?); y ella, entonces, clavándome los dedos en el brazo, escondió la cara contra mi pecho. Estaba agotada, no había dormido, le olía el aliento, y tenía hinchados sus ojos preciosos. La llevé hasta el diván, y seguí acariciándola. No se resistía a nada; a pesar del calor, le castañeaban los dientes. En realidad estaba medio desnuda, con sólo una bata sobre la carne. Me miraba con estupor, pero no se resistió a nada… Bueno, así son las mujeres. Después de todo, eso calma los nervios.

»No sé si hice bien o mal, ni me importa. Le tapé los ojos con la mano para que no me mirara más de ese modo, la extendí bien sobre el diván a ver si se dormía, le compuse la bata, y después de arreglarme también yo, volví a la sala mortuoria, donde me aguardaban ahora las engorrosas tareas que pueden imaginarse.

»Hice salir también a Ángelo, que me sacaba de tino con sus majaderías, y comencé a dictar las cien mil providencias y disposiciones pertinentes, en las cuales me sirvió de gran ayuda el capellán y párroco de las monjas, que es un pobre gato, pero que, al fin y al cabo, estaba en su propia salsa. En realidad, no necesité sino seguir sus sugestiones (ellos, los curas, son profesionales de la muerte) [134], y -una orden por acá, una llamada telefónica por allá- al poco rato ya estaba todo organizado para que trasladaran el cadáver a la Capital en una ambulancia de Sanidad Pública, y yo pude regresar, por mi lado, e informar al Presidente de que sus deseos habían quedado cumplidos. Ahora, el asunto pasaba ya a manos del subsecretario de Instrucción; bajo su jurisdicción tendría lugar aquella noche el velorio de su superior jerárquico en uno de los salones de la Secretaría, y el entierro con solemnes funerales al día siguiente, es decir, hoy.

»Del cementerio vengo ahora. Bocanegra no ha querido (él sabrá por qué) despedir al doctor Rosales hasta la que el Canciller ha denominado en su conceptuoso discurso, ¡imbécil!, la última morada. Y, sin duda alguna, esa ausencia del Jefe del Estado ha debido restar brillantez a la ceremonia. En efecto: más de uno, al darse cuenta, escurrió el bulto en lugar de seguir al cortejo, y se ahorró la molestia; así lo hicieron, por ejemplo, sin gran disimulo, Carmelo Zapata y Tuto Ramírez, quienes charlando, se quedaron rezagados, y ya no se los vio más» [135].

XX

¿Qué comentario merecería todo esto? Yo no voy a hacer ninguno. Esto, Inés, ello se alaba - no es menester alaballo [136], como dijo el otro. Lo que sí haré es insertar aquí, a guisa de complemento, algunos de los papeles procedentes del convento de Santa Rosa, en el poblado de San Cosme, que conservo en depósito hasta que me los reclame quien me los confió. Son cartas, y borradores de carta; una correspondencia completa que la abadesa guardaba muy ordenadita, en legajos con cintas, para luego dejársela olvidada allí, en los apurones de la huida. Algunos de esos papeles merecen ser conocidos; y si ello no fuera posible -digo, su publicación, llegado el momento-, al menos las perspectivas que ofrecen habrán servido para iluminar al historiador en su apreciación de los hechos.

Ahora, por lo pronto, reproduciré dos cartas cruzadas entre la abadesa y su pariente, la viuda del senador Rosales, a quien aquélla informa del fin trágico de su cuñado Luisito. Lo que dice en su respuesta la viuda del senador aclara desde la distancia -ella vive ahora con sus hijos en Estados Unidos-, y después de tanto tiempo, algunos puntos de interés retrospectivo.

Pero veamos ante todo, el borrador pergeñado por la abadesa. Reza así:

«Apreciada prima: Tremendas son la noticias que tengo que comunicarte hoy, como que llevan, me parece ver (este inciso: me parece ver, está interlineado a última hora en el texto del borrador); llevan, me parece ver, el inconfundible sello de la justicia divina. ¿Podrás creerlo? Tu cuñado Luis se ha impuesto a sí mismo anoche el mismo género de muerte que el prototraidor Judas, para que a nadie quepa ya duda acerca de los motivos de su pasada conducta, que con retorcidos sofismas y casuismos, querían todavía disculpar algunos. Él mismo se ha sentenciado y se ha aplicado ese castigo implacable y durísimo que deja tan escasas oportunidades a la Divina Misericordia. Y ¡fíjate cómo era él! Ni siquiera en esa hora última de la desesperación y del más abominable pecado ha tenido para con sus propios hijos la mínima caridad de ahorrarles tan espantoso espectáculo…

»Hasta dentro del convento llegaban esta mañana los gritos, los lamentos, el desorden, pues el señor ministro de Instrucción Pública dejó sus palacios y mansiones oficiales de la Capital para venir aquí, al pueblo, y quitarse la vida en la vieja casa de la familia, mancillar definitivamente el hogar donde había nacido y se crió con sus padres y con su hermano mayor, tu marido, que gloria haya, y donde estaban ahora, y están sus hijos, que habían llegado hace dos o tres semanas para pasar en San Cosme el verano.

»Te imaginarás, prima querida, cómo se me alborotó la comunidad entera, hasta saberse lo que pasaba, y cuánto trabajo me costó tranquilizar a estas inocentes (la palabra inocentes se encuentra escrita encima de la palabra necias, tachada [137]), imponiendo al fin mi autoridad para que cada cual se mantuviera en su puesto, ansiosas como estaban con la malsana curiosidad de conocer todos los detalles. Aun cuando lo más probable es que sea trabajo inútil, les he ordenado que recen pidiendo a Dios piedad para el desgraciado; e inmediatamente he enviado a don Antonio, nuestro capellán, a entablar contacto con la casa y ocuparse de todo. Mientras regresa (el pobre, tú lo conoces, es un alma de Dios, pero no ha descubierto la pólvora [138]; y cada vez está más lerdo, con los años); aprovecho yo para escribirte estas apresuradas líneas, pues quiero que la novedad llegue a tu conocimiento por mi conducto, antes que por ningún otro. Estoy segura de que al saberla acudirán a tu mente, como a la mía acuden, pensamientos diversos, reflexiones edificantes sobre los designios ocultos y terribles del Señor, quien sólo por un tiempo, y tal vez para castigar así faltas menores de quienes gracias a Él no somos tan malvados, permite que triunfe la iniquidad en el mundo; pero que, tarde o temprano, cuando su Providencia lo entiende oportuno, hace estallar aterradoramente su divina cólera.

»Yo pienso velar por estos huérfanos desdichados, particularmente por María Elena, la hija, tu sobrina, que se ha educado entre nosotras, pues en cuanto al muchacho, tú sabes, no se presta a gran cosa, y es un dolor de cabeza. De todas maneras, será prudente aguardar un poco, a ver el curso que toman los acontecimientos; no se te ocultará que, en los tiempos que corren, ninguna cautela es excesiva cuando se tiene la responsabilidad de intereses superiores a los cuales pudiera comprometer de una manera u otra cualquier movimiento de irreflexiva buena voluntad. Ya encontraré el modo de hacer este bien sin detrimento, antes con ventaja, de esos intereses superiores.»

La carta termina así: «Bueno, acaba de regresar por fin don Antonio, para informarme y volverse enseguida a donde tanta falta hace. Hija mía, es un horror… Expido ésta, ahora, y más adelante volveré a escribirte para que estés al día de cuanto acontezca.»

La respuesta es mucho más larga, y contiene algunas precisiones de interés sobre hechos pretéritos. Son varias hojas, y todavía se encuentran dentro del sobre dirigido, desde Nueva York, a la reverenda Madre Práxedes del Sagrado Corazón de María, Superiora del Convento de Santa Rosa.

«Querida prima Práxedes -comienza-. Ante la noticia de la muerte de ese pobre Luisito, lo único que se me ocurre decir es: ¡Que Dios lo haya perdonado! Y lo digo de corazón; pero lo digo, no por bondad o por deber cristiano, como fuera justo, sino por cansancio, y con un fondo de indiferencia que a mí misma me espanta. Cuando tus diligentes letras me impusieron de lo ocurrido, sentí ¿sabes qué?, no pena, ni sorpresa, ni tampoco ese reconocimiento tuyo de la mano de Dios para el que quizás no soy lo bastante religiosa; sentí una especie de cansancio mortal. Y lloré, aunque te parezca ridículo, por el mundo, y por mí misma… Tu carta llegó a poder mío el pasado miércoles, en uno de esos días grises, oscuros, cargados y tan deprimentes como ustedes ahí, en el trópico, apenas podrían imaginarse. Ahí, en nuestra tierra, llueve, sí, a torrentes, y la lluvia puede durar también, a veces, horas y horas. De cualquier manera, es la lluvia, que ha venido; es algo que sobreviene; está ahí, y se irá luego, de pronto, dejando el cielo muy limpio y relucientes las hojas de los árboles; y entonces la gente (cómo me acuerdo, y cómo suspiro), la gente que había estado mirando como animalitos desde sus agujeros, vuelve a salir tan contenta. No pueden hacerse una idea, claro está, de lo que es el mal tiempo en Nueva York. Quizás sea cierto que yo exagero, o que no me termino de adaptar; y mis hijos se ríen de mí, o no entienden, tal vez ni me escuchan cuando digo que este mundo de piedra, hierro y cemento es irreal y, con todas sus tremendas pretensiones, se deshace en agua y neblina… Pues en un día de ésos, insoportables, recibí tu carta: me pasé llorando la tarde entera. De pronto, el pasado me acudió al paladar [139], todo ese pasado que tantos esfuerzos había hecho para echar al olvido y eliminar definitivamente [140]. ¡Aquí estaba de nuevo, enterito! Nada se olvida, qué va. Y menos, aquello que uno quisiera tapar a todo trance. Uno piensa que ha conseguido forjarse, en este ambiente tan distinto, otra existencia, desechando la anterior; o, por lo menos -puesto que yo ya no cuento, y lo único que importa son los muchachos-, agarrarme al futuro de ellos, que está aquí, y nutrirme como un parásito de sus esperanzas y perspectivas. Para ellos vivo; y como a ellos el pasado nada les dice, yo también lo he querido borrar de mi horizonte. Pero ¡qué esperanza! Llega tu carta, y -de golpe- todo resurge, todo reflota otra vez…

»Cuando a la noche regresaron a casa, comentando en inglés entre sí, con su alboroto y su risa, algo que había ocurrido, no se fijaron siquiera en mis ojos, todavía enrojecidos a pesar del agua fría con que me los había lavado. Yo sentía necesidad de hablarles un poco y me había propuesto hacerlo; pero apenas los vi entrar, rebosantes de otras cosas, y sentarse y devorar la cena que les tenía preparada, mientras, con la boca llena, discutían no sé qué de la televisión, comprendí que no tenía objeto sacarlos por un instante de su mundo, que era el de la calle, el de los compañeros, y no ya el mío. ¿Qué hubiera podido decirles? ¿Que había muerto su tío? ¿Que un viejo, allá, se había suicidado? Y ¿qué? Me hubieran mirado con embarazo, con estupefacción, cualquiera sabe qué se les hubiera ocurrido, ni qué hubieran contestado, para ponerse a pensar enseguida en otra cosa mientras yo seguía dándoles la lata. Opté por no hablarles; hubiera sido absurdo. Lo sano era, después de todo, que ellos estuvieran en sus cosas…

«Más tarde, cuando se acostaron y se quedaron dormidos, entré a mirarlos, y se me hizo un nudo en la garganta con el recuerdo de la noche aquella en que mi pobre Lucas entró también en su alcoba y estuvo contemplándolos por un buen rato, tan pequeñitos como por entonces eran aún; y yo, que lo había seguido, pude descifrar en su cara los turbios y amargos pensamientos de aquella despedida, sin tener manera de oponerme ni hallar remedio a lo que se venía encima. Él no me había dicho una sola palabra acerca de sus propósitos, pero ¿hacía falta? ¿Acaso no lo conocía yo?; ni ¿qué otra cosa le quedaba por hacer? ¿Con qué argumentos hubiera podido disuadirle? Lo miraba, en pie, alto y fuerte, y erguido, lleno de su gran hombría; y lo veía sin embargo como a un enfermo desahuciado, como a un condenado a muerte. Demasiado bien lo conocía para dudar que hubiera otro recurso. Ni yo misma podía proponerle que se resignara a semejante modo de existencia, tan incompatible con su carácter. Estaba en un callejón sin salida, contra el muro; no tenía escape. Tú sabes muy bien, Práxedes, que a un hombre como él, y en nuestra tierra, después de lo que le habían hecho, no le quedaba otra salida. Y cuando por fin se echó la pistola al bolsillo y me abrazó, y se alejó, sin querer quitarme los ojos de encima, para trasladarse a la Capital y asistir a la sesión del Senado, ya sabía yo, y no me cabían dudas, que iba hacia la muerte, probablemente a morir matando, a cobrarse el precio de esa vida que tan alevosamente le habían hurtado. Creo que se disponía a hacer en el Capitolio cosas de tal coraje que desmintieran las miradas burlescas de los canallas, declarando que su virilidad radicaba en el corazón, y no podía extirparse sin arrancarle el alma. Qué cosas, no lo sé. Quizás él mismo tampoco. Pero, desde luego, algo muy sonado. ¿Acaso no se había saltado la tapa de los sesos, hacía algunos años, en plena cámara, un diputado mexicano? Y, en La Habana, ¿no se había pegado un tiro ante el micrófono de radio el líder de la oposición? [141]. Ése es, claro está, un recurso último; quién sabe qué otras cosas no hubiera podido intentar Lucas, cosas capaces de alterar quizás el curso de los acontecimientos. Sus enemigos lo comprendieron perfectamente al enterarse de que se dirigía al Senado y, armados por el terror, lo tumbaron en la escalinata, de modo que no pudiera repetir la hazaña de Sansón, aquel gran suicida cuyo acto, lejos de vituperarse, merece la glorificación de las Sagradas Escrituras [142].

»Esto, Práxedes querida, nunca antes se lo había confiado a nadie, y a ti te lo confío hoy, como a una hermana, para desahogar mi pecho. Los actos humanos, tú lo ves, no pueden juzgarse, ni son nada, si se los separa de sus motivos y circunstancias. ¿Quién se atrevería a condenar la decisión de mi marido, que tan por entero corresponde a la nobleza de su carácter, y que, en consecuencia, era casi obligada? [143]. Pues, siendo así, me pregunto cuáles podrán haber sido los motivos, ahora, de su hermano Luis. Este infeliz, en cambio, se había resuelto aceptar, de acuerdo también con su propio carácter, esa existencia disminuida, decaída e indigna a la que mi Lucas se negó. Seguramente, sus circunstancias le empujaban en tal sentido. Quizás creyó que podría hallar un compromiso, nadar y guardar la ropa, no sé. Sus claudicaciones me dan lástima, sobre todo a la fecha actual, cuando se ha visto que no era un alma tan vil, puesto que a la postre tampoco ha podido vivir sin dignidad. Cada cual tiene su naturaleza y sigue su propia condición. A mí me cabe el orgullo, en medio de mi desgracia, de saber que mi marido no vaciló un momento; y que si no vaciló fue tal vez porque se sentía seguro de mí. Aquella noche, ante nuestros hijitos dormidos, supo él leer en mis ojos, no sólo que admiraba y -con todo mi dolor- aprobaba de antemano su conducta, sino también que, una vez desaparecido, había de sacar adelante a nuestras criaturas con energía pareja de la suya. Ahí están nuestros dos salvajes, tan hermosos, abriéndose paso en un mundo más ancho…

»¿Cuáles han sido, en cambio, las circunstancias de su hermano? Lucas murió en su ley, y en la suya ha muerto Luisito. A veces, el estudio y el cultivo de la inteligencia sólo sirve para debilitar la voluntad, para más extraviarse y para, a vueltas de tantas cavilaciones, hacer por fin la jugada mala. Segura estoy de que el desdichado cometió sus errores por flojedad, cuando no, incluso, por delicadeza de sentimientos. Sí, no te extrañe esta opinión. Ya veo tu gesto de protesta; pero no estoy loca, sé lo que me digo. Y conste que de todos esos errores considero el más grave este suicidio: el más imperdonable y, al mismo tiempo, el más digno de compasión. Es como si Lucas, el hermano mayor, hubiera pretendido sustraerse a su destino, y disimular la realidad, para tener que colgarse al cabo de los años, humillado y vencido. En cierto modo, me parece que algo de esto puede haberle ocurrido a Luisito. Un iluso es lo que él era, con todo su talento. Un perfecto iluso y, en el fondo, un alma candorosa, llena de romanticismo. ¡Dios lo haya perdonado por el mal que se ha hecho a sí mismo y que les ha hecho a sus hijos!

»A propósito de éstos, me dices, prima, que piensas ocuparte de la niña; y eso será, sin duda alguna, lo mejor para ella. Quien más me preocupa a mí es el muchacho. Pienso que quizás podría animarme a recogerlo yo. Los míos estarán encantados de recibirlo, aunque más no sea por la novedad; y, con estrechez, podremos salir adelante todos.»

XXI

Termina la carta de esta señora pidiéndole a su prima, la abadesa, nuevas noticias.

Antes que nada, quiero darlas yo de cómo esos papeles han llegado a poder mío, que es darlas, al mismo tiempo, de las peripecias locales con que repercutió en el poblado de San Cosme la revolución desencadenada desde el Palacio Nacional por el asesinato del Presidente.

A juzgar por la manera tan inesperada -hasta cómica, diría, de puro fácil- como vinieron a entregarme esos documentos, y por las palabras con que se me ponderó, al depositarlos en mis manos, que yo era la persona pintiparada -también hubiera podido decirse: predestinada- para recibirlos en custodia, diríase que el deseo posee una fuerza misteriosa mediante la cual concita mágicamente aquello que la imaginación ha configurado como apetecible. Porque, en verdad, mis diligencias por reunir y completar la documentación necesaria para mi trabajo histórico no tuvieron parte alguna en esta adquisición. Otras, sí, habían sido fruto de mi desvelo, y me costaron astucias, fatigas y riesgos. Así, por ejemplo, después que la Legación de España, caracterizada por insistentes rumores y por las alusiones de El Comercio (nueva época) como «guarida de la hidra reaccionaria», sufrió el asalto de las turbas, yo me he ingeniado para abordar, impresionar y convencer al sargento-comandante encargado de la custodia del edificio, y conseguir que me permitiera entrar al chalet, de modo que pude saquear a mi vez, aunque no con fines destructivos sino todo lo contrario, los ya medio dispersos archivos. Estos otros papeles, en cambio, me han caído del cielo. Y si digo que me han caído del cielo es porque, cuando menos hubiera podido soñarlo, vino a hacerme entrega de ellos, precisamente, un ministro de Dios, un sacerdote, y -en verdad- un bendito: quien resultó serlo don Antonio, el párroco de Santa Rosa y capellán del convento.

El milagro, sin embargo, tenía explicación muy sencilla, según suele ocurrir con tantos otros; y esta explicación se llama Casualidad. La casualidad de que, entre las monjas de Santa Rosa, hubiera una tal Malagarriga, parienta lejana mía por parte de madre, de la cual apenas si tenía yo vagos recuerdos, pero que, por lo visto, se acordaba muy bien de mí y le dio mi nombre al cura cuando, habiendo huido la abadesa, aquel santo varón tuvo que conducir hacia la Capital en una camioneta a las asustadas ovejicas.

La abadesa -me explicó el pastor- había desaparecido en medio de los disturbios, como tragada por la tierra, «dejándonos a todos -éstas fueron sus palabras- sumidos en la mayor consternación» [144], pues nadie sabía cuál hubiera sido su suerte, y hasta llegaba a conjeturarse si los asaltantes no la habrían raptado y se la habrían llevado como rehén; de manera que para él fue un alivio inmenso cuando por fin -a la mañana siguiente, no antes- oyó sonar en la sacristía el timbre del teléfono, reconoció su voz imperiosa, y la sintió gritarle que lo llamaba desde la Capital, desde la Embajada de España donde estaba refugiada; que se había apresurado a ir allí para solicitar con la necesaria urgencia «y, naturalmente, obtener el asilo de la comunidad entera, y que estaba ocupada preparando su instalación -serio problema, pues no son dos ni tres- hasta tanto que se pudiera evacuarlas. La reverenda Madre le impartió enseguida instrucciones para que, sin pérdida de momento y bajo su más estricta vigilancia, fueran transportadas las monjas hasta la Embajada.

– Pero imagínese -me decía el cura- que no son dos ni tres, y hubo que improvisarlo todo. En fin, el señor Luna, un español que tiene el negocio de ramos generales en San Cosme, se allanó a prestarme su camioneta vieja; tuve que encontrar todavía quien la manejara; y así, como reses, vinieron las pobrecitas, mientras yo, sentado junto al chófer, temblaba de que algo pudiera ocurrir por el camino. Todo eso, para encontrarnos, cuando ya creíamos llegar a puerto de salvación, con que por la noche habían asaltado igualmente el edificio de la Embajada, y no ofrecía más seguridad para nadie. Se daba por seguro, eso sí, que la abadesa, gracias a Dios, estaba ya del otro lado de la frontera. Yo, por último, logré descargar el fardo de mi responsabilidad sobre el vicario de la diócesis, quien, con bastante malhumor y palabras duras, que francamente, no creo merecer, tomó a su cuenta las monjas y las ha acomodado en varios sitios distribuidas en pequeños grupos.

– ¿Palabras duras? -le pregunté.

Sí; por lo visto, el señor vicario se había permitido hablar de escasas vocaciones de martirio, agregando todavía -por supuesto, en términos generales y tono de refunfuño- la imputación de estupidez a la de pusilanimidad; pero mi interlocutor comprendía que, en esta situación, todo el mundo se sentía nervioso. Él mismo, me estaba conversando, y no dejaba de mirar, con señales de angustia, tan pronto al techo, tan pronto hacia la ventana, mientras se enjugaba la frente con el pañuelo.

– Pues, en mi modesta opinión, yo creo que usted, señor mío, ha hecho todo lo que podía hacer, y más -le aseguré; y él me escrutó con agradecimiento, medio incrédulo, tranquilizado, casi feliz.

Entonces me entregó el portafolios que hasta ese instante había mantenido sobre el regazo, bien sujeto con ambas manos; y -muy solemne- puso bajo mi custodia aquellos papeles que se creyó en el caso de recoger en las gavetas del escritorio de la priora antes de salir con la expedición. Suponía que pudieran ser de interés, y en todo caso ¿qué iba él a hacerse con esos legajos? No había querido dejarlos allí, expuestos a caer en quién sabe qué manos; ahora él se volvía enseguidita para San Cosme, el chófer estaba esperándolo en la Plaza de Armas; y desde luego, él no tenía temor ninguno de que su nombre fuera a engrosar el martirologio, eso eran bobadas; pero como el vicario se había mostrado tan intratable, me rogaba a mí -ya él sabía perfectamente quién era yo, gracias a mi parienta-, me rogaba que conservara aquellos papeles, a lo mejor desprovistos de interés, después de todo…

Y así fue cómo esos documentos vinieron a caer del cielo en las manos de este Pinedito, ¡servidor!, que se las frota de gusto. Retuve a mi visitante para comer conmigo; y agradeció mi insistencia. No había probado bocado, ahora caía en la cuenta, desde… ¿desde cuándo?; sí, desde hacía ya casi veinticuatro horas, entre el viaje, y la preocupación, y la sorpresa desagradable al llegar, y el disgusto del señor vicario; y luego, hasta dar conmigo, pues mi dirección no la tenía, sólo el nombre. Suerte que las señas personales mías… -se turbó un poco-, en fin, preguntando, yo era persona demasiado conocida, y pronto pudo localizarme.

– Y ¿cómo tuvo lugar el asalto al convento? ¿Había habido algo que permitiera barruntar…? -le pregunté mientras, sentado frente a mí, devoraba escrupulosamente un par de huevos fritos con mucho pan.

– Nada; absolutamente nada. Cierto era que la atmósfera se había puesto rara en el pueblo desde que llegó la noticia de la muerte violenta de Bocanegra. Sin embargo, no había pasado nada en los tres o cuatro días. Luego, sí; una mañana apareció el cuerpo de un hombre, cierto vecino, un tal López, colgado como gallina por los pies en el sitio mismo donde según rumores le habían hecho tiempo atrás una barbaridad al senador Lucas Rosales. Tal vez usted no sepa, señor Pinedo -añadió el padre cura, y yo no dije ni que sí ni que no- tal vez no sepa usted que de aquello culpaban precisamente a ese hombre, al Chino López, y hasta parece que él mismo se había jactado. Seguramente, alguien se la tenía guardada; y si he de serle franco, por más vueltas que le doy no se me ocurre quién pudo, o quiénes pudieron ser. Ni me parece que nadie tenga la menor idea. Pero todo el pueblo se olió que se trataba de un acto de represalia, más o menos ligado con la Casa grande. Ahora bien, la Casa grande estaba deshabitada desde la muerte del doctor Rosales, el ministro que se suicidó allí, usted recuerda; no se sabía a punto fijo si el inmueble dependía del juzgado, o cómo era la cosa; pero el caso es que la hija, antes de que la enviaran al extranjero, había pasado a vivir al convento… En fin, qué se yo. Lo único cierto es que la abadesa estaba muy ligada, por vínculos de parentesco y amistad, con los señores; pero, con eso y todo, el asalto nadie lo había previsto, quién iba a imaginarse; y además, seguro estoy, no fue cocinado en el pueblo. Por lo menos, quienes lo llevaron a cabo eran forasteros todos, desconocidos. Entró la partida, a caballo, no en atropellada, sino al paso, y cantando uno de esos estribillos insolentes que ahora se oyen por todas partes; y sólo cuando desembocaron en la plazoleta, ante el convento, empezaron a travesear, a dar corvetas, a disparar tiros y a meter miedo; hasta que por último, como no se veía un alma por los alrededores, pegando tremendo chillido, arremetieron, a la voz de ahora contra la puerta, la forzaron, y se entraron de rondón todos, hasta el último, montados siempre en los caballos. Ahí vino lo indescriptible: convirtieron el jardín en cuadra, y se dedicaron a saquear y robar cuanto les dio la gana. Por fortuna, no hubo profanaciones ni sacrilegios, ni las monjas pueden quejarse, en cuanto a la integridad de sus personas, sino del susto pasado y de algún que otro empujón. Destrozo sí lo hicieron, a placer suyo, y cuando se hartaron, ¡hala!, otra vez a caballo… Se salieron al campo de nuevo, gritando: ¡Vivan los Pela'os!, sin que nadie los molestara. Más de treinta eran. En los sombreros de paja llevaban pintadas calaveras negras… Lo que nadie ha podido averiguar hasta el momento -concluyó don Antonio, a la vez que rebañaba con un pedazo de pan el aceite de su plato-, es cómo consiguió la abadesa escabullirse tan pronto en medio de aquel barullo; y yo me pregunto cómo se las arreglaría para huir hasta la Capital. Aunque se corrió la voz enseguida de que los bandidos se la habían llevado para sacar rescate, nadie pudo asegurar haberla visto entre ellos, y eran muchos pares de ojos los que, tras los postigos, habían espiado la salida de los asaltantes. Se me ocurre a mí que escaparía quizás por la huerta, y a lo mejor algún automóvil que pasara por la carretera la alejó del pueblo. De seguro, creyó que aquellos bárbaros iban a degollarlas a todas.

Por un lado, estaba yo deseando que se marchara mi visitante para precipitarme a ver qué contenía la cartera de papeles; algo me decía que iba a ser una buena sorpresa, y de todos modos soy curioso; pero por el otro, quería hacerle algunas preguntas más, destinadas a puntualizar ciertos detalles relacionados con aquellos personajes y sucesos; entre otras, la de si conocía el actual paradero de los hijos de Rosales, el doctor, el que fue ministro; pues me había parecido oírle mencionar de pasada que la hija estaba en el extranjero. Reflexionó el buen hombre, produjo un pequeño sus piro y, mediante algunos circunloquios, vino a hacerme saber que, en efecto, después de tenerla un tiempo en el convento, la abadesa la había expedido a Nueva York consignándosela a su tía, la viuda del senador, que vivía allí desde la muerte del marido; mientras que del muchacho, ¡pobre!, no podía darme noticia precisa; y si yo se lo permitía, él necesitaba regresar ya para San Cosme, pues el chófer debía de estar desesperado. ¿Cómo no? Pero yo esperaba que él, siquiera, no habría tenido inconvenientes en el ejercicio de su ministerio… Parado ya junto a la puerta, me dio la tranquilidad de que hasta ese momento, gracias a Dios, no; hasta ese momento, los únicos hechos graves ocurridos en el pueblo habían sido lo del Chino López y, sobre todo, el asalto al convento, aun cuando, claro está, no habían faltado otras tonterías desagradables. Al alcalde (que ya se eternizaba, la verdad sea dicha, en el puesto) lo habían destituido sin contemplaciones, instalando en lugar suyo a otro sujeto, que no era peor, aunque sí más bruto; pero como el secretario municipal seguía siendo siempre el mismo, qué más daba. Aparte ciertas alharacas, ciertas estupideces y muchas salidas de tono, en el fondo todo seguía igual… Se detuvo un momento, y añadió antes de irse: -¿Sabe usted lo que le digo, señor Pinedo? Si no lo hubieran colgado cabeza abajo, quizás sería alcalde ahora el Chino López [145]. Conque vaya usted a descifrar los designios de la Providencia…

XXII

Se fue, por fin, el cura de San Cosme, y a mí me faltó tiempo para abrir el portafolios que me había dejado, y sacarle las tripas. Encontré ahí, además de facturas y recibos, y otros papeles de curiosidad escasa, el legajo de cartas a que pertenecen las dos transcritas antes y -muy bien atados con una cintita celeste- unos cuadernillos escolares que enseguida me llamaron la atención y cuyo texto, trazado con excelente letra sobre las rayas azules, voy a reproducir de inmediato, en aquello que importa. Se trata, como podrá verse, de unas páginas acongojadas y casi convulsas que María Elena, la hija de Luisito Rosales, escribió a raíz del suicidio de su padre. No obstante el sufrimiento, la turbación y la angustia de que están impregnadas, y de una cierta retórica heredada o aprendida at home [146], esas páginas, me parece a mí, trasuntan las calidades de un alma noble. Sus frases son a ratos pueriles; pero, por encima de todo, ¿no se descubre ahí un algo de maduro, y hasta de repentinamente maduro?

«Toda la noche he llorado, sin conseguir desahogarme -son las primeras palabras que contiene esa parte del cuaderno, después de una vieja composición, bastante convencional, sobre la puesta del sol en los Trópicos, cuya prolijidad cuidadosa de alumna contrasta con la agitada pasión de esta otra caligrafía-. Pensaba -prosigue- que llorando se me descargaría el corazón, pero no ha ocurrido así: he llorado la noche entera sin hallar consuelo. Y ahora, por la mañana, ya no tengo más lágrimas. Por no volverme loca, busco en el fondo de un cajón mi olvidado cuaderno, entre los libros de estudio, e intentaré explicarme conmigo misma, ya que nadie tengo en el mundo a quien confiar la carga que me abruma. Cuaderno mío: ¿por qué vienes también tú a afligirme con el sarcasmo de esas boberías que guardas de otros tiempos, y de otra yo, perdida para siempre? ¡Ayúdame tú siquiera! Siquiera tú… Pero ¡ay!, más me vale ordenar los hechos, en lugar de cansarme con divagaciones que a mí misma me suenan enseguida a hueco.

»Los hechos son duros, sí, pero bien precisos: a ellos me atendré. Un hecho es que por fin, a Dios gracias, habían conseguido deshacerse del fardo, escamotearlo: el ruido del motor, abajo, afuera, y las caras compungidas alrededor mío, delataban la salida de la ambulancia, llevándoselo. Don Antonio, cumpliendo sus deberes de párroco y director espiritual, se me acercó entonces y, confortadoramente, me puso la mano sobre el hombro. Yo se la tomé con vehemencia, y le dije que deseaba pedirle confesión. De pronto, había sentido la urgencia de confesarme, y así se lo dije: que quería confesarme enseguida. Su mirada fue de estupor. Asustado, pretendió dejarlo para el día siguiente, cuando yo hubiera descansado y me hubiera serenado algo. Pero yo estaba serena; con la garganta seca, pero muy serena. Insistí, insistí, apremié, y no tuvo más remedio que acceder a oírme. Fuimos a sentarnos en el diván de la salita, ¡en el mismo diván, Dios santo!… Lo que yo tenía que confesarle no era por cierto, para que al pobre se le pasara el susto. Al principio creyó que, con el dolor, quizás me había trastornado y desbarraba, tan absurdo debió de parecerle lo que le conté; y cuando se convenció de que no, de que las cosas eran no más tal cual se las decía, quedó anonadado el buen hombre. Y ¿cómo no iba a desconcertarlo y a consternarlo inmensamente aquella monstruosidad que yo -la criatura cándida a quien él conocía a fondo desde muy niña- le estaba refiriendo con las palabras exactas, sin preparación ni adobo alguno; a saber, que recién muerto mi padre, y a dos pasos del lugar donde yacía su triste cuerpo, hacía yo entrega del mío [147], tras de la puerta, como no lo hubiera hecho la peor mujerzuela, al primer desconocido? ¡Si yo misma soy, y no termino de creerlo! Antes me parece que estoy debatiéndome entre las ligaduras de una pesadilla tenaz, que todo es mentira e imposible, y que por último, cuando Dios quiera que me despierte, he de encontrarme -¡alivio infinito!- con que sigo virgen como antes; y con que tampoco mi desdichado padre ha cometido ese horror consigo mismo… Pero ¡no!, que la pesadilla dura ya demasiado, y toda esta noche he estado llorando, y eso ha ocurrido realmente, y no es un mal sueño: nadie sería ya capaz de borrarlo ni anularlo. ¿No había de espantarse el bueno de don Antonio? Yo esperaba de su tribunal una reacción tremenda, adecuada al tamaño de mi infamia; deseaba tal reacción, estaba aguardándola con una especie de ansiedad casi esperanzada. Pero, en lugar de ella, el infeliz se me queda mirando con ojos de carnero durante un rato que me pareció interminable, y cuando vuelve de su asombro es para someterme a un interrogatorio que su turbación hacía vacilante, torpón. El pobre viejo estaba más desmoronado que yo misma; parecía que el penitente hubiera sido él… Cuando, con ayuda de los detalles más odiosamente concretos, hubo conseguido encajar lo inverosímil en el cuadro de la realidad: -Reza, reza mucho, hijita -es todo cuanto se le ocurrió; y su desconcierto vino a aumentar mi desamparo.

»Fue abominable, fue como si me hubiera obligado a pasar segunda vez por aquella experiencia. Yo había compuesto mi confesión con palabras escuetas y verdaderas, las menos posible, sólo las indispensables; hice el esfuerzo y, tragando saliva, largué de un tirón todo. Pero él, al oírme, pone la misma cara que si estuviera viendo salir de mi boca, en efecto, esa sierpe que simboliza el pecado; y como no podía dar crédito a sus ojos, me torturó con preguntas que me forzaban a precisar cada uno de los detalles horribles, reproducidos ahora en frío y bajo una cruda lucidez, sin la anestesia del aturdimiento y de la oscura excitación que a la hora de mi caída me había empañado la mente; de modo que sentía las manos del desmañado cirujano hurgándome las entrañas… Quiso saber quién había sido el miserable (la indignación no le permitió abstenerse del calificativo desde su santo tribunal); y cuando se lo hube dicho, cuando nombré a Tadeo, su reacción, aun en momentos tan penosos, no pude evitar que me produjera una débil sonrisa. -Pero Tadeo no es un desconocido -protestó-. Habías dicho que fue un desconocido…

»Lo había dicho en el énfasis de la autoacusación; pero no; en verdad, Tadeo no era un desconocido; tenía razón don Antonio. Y aun admito que, cuando, en aquel instante, lo vi entrar de improviso en la sala donde yo estaba hundida y me ahogaba, y acercárseme sin vacilar, y tomarme de la mano, y sacarme de allí con seguridad tan firme, en aquel instante sentí -lo admito-, sentí absurdamente que era él lo único que me quedaba en el mundo, mi solo y último cable de salvación… Trato de descubrir mis resortes ocultos, no de engañarme a mí misma con falsas disculpas. Disculpa, bien sé que no la tengo; pero quisiera, al menos, poner en claro ante mi propio foro quién soy yo, para poder detestarme hasta el fondo. Porque lo cierto es que, no él, sino yo, soy la desconocida: una extraña, de cuya presencia, de cuya existencia, no tenía la menor sospecha, y que se ha revelado de pronto, incomprensiblemente, dentro de mí. En vano se fatigará don Antonio con sus generalidades piadosas: al recapacitar en lo que he hecho, en cómo me he entregado sin resistencia alguna, ni siquiera íntima, no consigo librarme de la idea de que así me hubiera entregado en cualquier momento, siempre, tan pronto como se le hubiera antojado a él; y -lo que es más aterrador aún- que igual volvería a hacerlo mañana, ahora mismo, no bien se presentara él y lo quisiera. ¡Esa soy yo, pues! Soy eso. De repente, me descubro a mí misma. Y, de paso, lo descubro también a él. ¿Cómo que no era un desconocido? ¿Que no era un desconocido? No importa que, en el aburrimiento de mi eterno balcón, me hubieran entretenido desde pequeña sus idas y venidas, y sus hazañas tontas de mozalbete, al frente de otros peladitos a quienes capitaneaba y tiranizaba; y que, cuando por casualidad no venían una tarde a jugar delante de casa, yo recayera en mis tristes lecturas, cuidando a Ángelo, más nervioso entonces que de costumbre, y envidiándoles su libertad. Ni tampoco importa que luego, ya instalados nosotros en la Capital, mi padre lo trajera más de una vez, con esa cordialidad suya extemporánea y excesiva que yo no podía aprobar, o que más bien me hacía sentir humillada y ponerme tiesa. ¿Dejaría por todo ello de ser un extraño? ¿Un pretensioso insufrible?… Hasta creo que llegué a odiar el dichoso nombre de Tadeo, con tanto oír sus elogios en boca de mi padre: un talento extraordinario; recalcaba: ex-tra-or-di-na-rio, digno de toda protección y estímulo. Y yo, furiosa, me obstinaba en callar, sabiendo que él buscaba mi contradicción, una objecioncilla cualquiera, para razonar interminablemente y tratar de justificarse. Sabía yo que me aplastaría, sin duda, con sus razones. Por eso mismo, callaba, le cerraba la puerta, le negaba esa caridad, apretaba mi intransigencia interior. La inocencia es implacable, es detestable. ¡Tarde viene una a arrepentirse de sus crueldades! Cuando ya no hay vuelta. ¿Por qué, Señor, no permites rectificar el dibujo, rehacer el bordado, borrar las equivocaciones peores? Ya no hay remedio; nunca hay remedio para lo que verdaderamente importa. Abro los ojos -el desgarrarme las entrañas ha sido también abrirme los ojos- y quisiera que la tierra me tragara. ¿Cómo podía querer bien a mi pobre padre, si tampoco a él lo conocía? Mi cariño no era sino eso que llaman una lamentable equivocación. Este amor filial mío, un poco rencoroso, un poco resentido, distante; respetuoso, pero, sobre todo, distante, era, tenía que resultar una especie de burla carnavalesca para corazón tan acabado por las tribulaciones y por las cavilaciones. Estaba solo; me tenía a su lado, pero estaba solo. Las manos a la espalda, baja la cabeza, solía pasear y pasear sin término la habitación; y a mí -por si no bastara con la movilidad incesante de Ángelo para gastarme los nervios- me exasperaba el verlo así rato y rato. Nunca respondía yo a sus casuales reflexiones; y le hacía sentir mi irritación, hasta que, cansado, dejaba de recorrer la pieza, y se iba.

«Estaba solo, y solo estuvo siempre. Al morir mamá, había dejado bloqueado entre él y yo, como un tabú, cuanto, en vida suya, fue materia litigiosa para ambos. Y materia litigiosa ¿qué no lo sería? Cosa que él hiciera, intentara o propusiera, ella le salía enseguida al paso para atajarlo de la manera directa, cortante y un poco brutal incluso, que era propia de su natural sincero. ¡Ahora lo veo tan claro!: en último extremo, lo que ella desaprobaba, censuraba y condenaba no era este o aquel acto suyo, sino a él mismo. Era a él, a quien -sin perjuicio de quererlo mucho- rechazaba desde el fondo de su ser. Irreconciliables, como el agua y el fuego. ¡Hubiera tenido que suprimirse! Y eso es lo que ha hecho ahora: suprimirse. De pronto, descubre una toda la justeza terrible que puede haber en una expresión vulgar [148]: se ha suprimido. ¿No era eso lo que ella quiso siempre, sin saberlo? Pues por último lo ha conseguido, y -la mano me tiembla al escribirlo- ha sido por ministerio mío; yo he sido, siquiera en parte, su instrumento. Al morir ella convirtió en sacrilegio todo lo que significara contrariar sus claros, limpios, nobles, sencillos, inconmovibles, tajantes criterios, y yo no hubiera podido, sin sentir que la traicionaba y ofendía su memoria, dar por buenas las sutilezas de mi padre, aun cuando comprendiera, como comprendía, muy bien las razones particulares de sus actos y la razón total de su conducta. Pesaba sobre mí -me pesaba- como un sagrado deber el de recusarlas; y hacerlo así me procuraba una especie de amargo deleite. ¿No había sentenciado ella, acaso, de una vez por todas, que Bocanegra era un perdulario? Pues yo suscribía a ojos cerrados esta sentencia, sin que pudieran nada en contra todas las consideraciones imaginables: que, aun habiendo sido perdulario, no por eso dejaba de pertenecer a una familia decente; que, en cuanto a las responsabilidades por la muerte del tío Lucas, nada se pudo aclarar en definitiva, pese a la encuesta judicial y a las promesas hechas a mi padre… Y tampoco cabía duda de que si éste se coloca en una actitud irreductible, ni hubiéramos conservado nuestra casa y lo poco que aún nos queda, ni se sabe lo que hubiera sido de nosotros, del desgraciado de Ángelo, de mí… Ahora, y sólo ahora, ante el hecho consumado, alcanzo a medir las angustias que debió padecer, pobre papá mío, barajando sus propias perplejidades bajo la presión calmosa de su mujer, para quien, sin embargo, el problema no podía ser ni tan dramático ni tan agudo, pues ni el tío Lucas era hermano suyo, sino cuñado, ni -para colmo- ella se había llevado demasiado bien nunca con la viuda, de modo que no le causaría tanta consternación el verla marcharse, por fin, a la ventura, con un niño de cada mano… Mi padre consiguió desde luego que les pusieran un automóvil escoltado hasta la frontera, e hizo para ella ciertos arreglos económicos, gracias a los cuales pudo defenderse. Todo esto merecía tomarse en cuenta. Pero la sentencia era firme, irrevocable: Bocanegra, un perdulario; y, al morir ella, mi obligación consistía, sin que nadie me lo hubiera dicho, en sostener este juicio con todas sus consecuencias. Consecuencias que se resumían en una actitud inflexible, hasta inhumana, frente al mundo complicadísimo donde mi padre tenía que moverse. Bocanegra, un perdulario, ni más ni menos. Y Tadeo, un mulato atrevido. ¿Necesitaba yo, acaso, habérsela escuchado? Estaba tan segura de esta opinión suya, como si hubiera podido oírla escaparse de entre sus labios finos y apretados. Después de muerta, seguía ella lanzando sus juicios perentorios, inapelables, sobre la gente. Y a mí me tocaba formularlos por ella. ¡Un talento ex-tra-or-di-na-rio!, proclamaba mi padre; y yo, para mis adentros, le replicaba: Un mulato atrevido. No yo: ella, desde el fondo de mí. Ella, con la hermosa, imperturbable y cándida certidumbre que tenía. ¿Quién hubiera dicho entonces, viéndola desplegar, tan segura de sí, esa entera energía, que sus días estaban contados y se le acababa la vida?

Ya hoy, los dos están bajo tierra; y yo, sola aquí para siempre, hasta que vaya también a reunirme con ellos. ¡Dios tenga piedad de sus almas!

»… ¡Ay!, divago sin remedio. Me he perdido, y no quiero tampoco -¿para qué?- releer lo escrito. Esta confesión o clamor sin destino debiera permitirme, ésa fue mi intención, recoger mis pensamientos que se extravían, se retuercen y confunden cuando me abandono en la butaca, cerrados los ojos, estos ojos que me arden, secos ya por toda la eternidad…

»Pero, hija mía, ¿cómo pudiste?… ¿por qué te dejaste hacer? -me preguntaba consternadísimo el pobre don Antonio, con más perplejidad que reproche en la voz. ¡Como si yo hubiera tenido respuesta que darle! ¡Como si no fuera eso mismo lo que yo me pregunto, y vuelvo a preguntarme, con estupefacción, una y otra vez, incansablemente. Que vivimos rodeados de misterio, lo sé; que el universo entero es impenetrable, y que sólo nos resta inclinarnos ante la grandeza divina. Pero nada aterroriza tanto como el darse cuenta de que también el fondo de uno es impenetrable, y desconocerse, e ignorar quién se es. Recuerdo, y no lo olvidaré jamás, el espanto que se apoderó de mí cuando, en los límites de la infancia todavía la primera sangre, presentándose de improviso, vino a gritar en mi cuerpo una suciedad de la que yo, pobre criatura, ¿cómo iba a ser responsable? Pero el cuerpo, ya me había adoctrinado a despreciarlo, a desconfiarle, a avergonzarme de él. El cuerpo, con todas sus humillaciones cotidianas, era la pensión que Nuestro Señor Jesucristo aceptó para mostrarnos mediante su ejemplo el camino [149] y enseñarnos a conllevar la bestia sin detrimento del espíritu. Sí, el espíritu estaba ahí siempre, para salvar la situación. Pero ¿y cuando el espíritu, de pronto, se rebela también, se sale de casa, se escapa?, ¿y si el espíritu resulta ser también un animal cimarrón, que te desconoce, y no obedece a tus llamadas, y te mira, burlesco y extraño, sin ponerse más al alcance de tu mano?… Me pregunto yo por qué he hecho lo que hice; y no tengo respuesta. Entonces ¿quién soy yo? Estaba despierta, y sabía bien de qué se trataba, sobre todo desde que él pasó, de las primeras caricias, tan suaves en su persuasiva energía, a los manejos insolentes y brutales. No había más duda, no quedaba lugar a engaño; yo sabía, y consentí. No sólo consentí, sino que me abandoné con la delicia que debe de experimentar quien, agotado, se entrega por fin a las aguas, o quien, habiendo perdido sus últimos refugios, se reconcilia con la muerte y aguarda sin moverse el zarpazo del tigre que se dispone a devorarlo. En realidad, sus ojos eran, no atrevidos, sino inhumanos; me contemplaba con una terrible, calmosa indiferencia de fiera segura de la presa bajo su garra; y yo, en medio de mi abyección, del azoramiento y del bochorno, experimentaba una rara felicidad: la felicidad de saberme definitivamente perdida.

«Perdida, deshonrada me veo ahora; pero, así como no puedo dar razón de mi conducta, tampoco hallo el camino del arrepentimiento; y sólo me asombro de mí misma, me desconozco, no sé más quién soy; eso es todo. Al afligido confesor, pobre viejo, no le he dejado siquiera el recurso de usar conmigo de la misericordia divina impartiéndome su absolución, pues arrepentida no pude decirle que lo estuviera: no lo estaba, no lo estoy. Dolorida, deshecha, aniquilada, sí; pero no arrepentida. Y ¿por qué no lo estoy? Pues porque, a pesar de mi anuencia, veo lo ocurrido como algo que está más allá de mis alcances. La pérdida de mi virginidad y el suicidio de mi padre se me confunden en el ánimo, y me pesan como una sola culpa anterior a toda deliberación mía [150] y de la que debo responder sin que me hubiera sido posible, humanamente, evitarla.»

XXIII

Como podrá advertir enseguida el avisado y discreto lector, esta niña sabia descubrió sin darse cuenta, aunque muy a sus expensas, ¡desdichada!, ese asombroso mediterráneo que es el Pecado Original [151]. Las anteriores páginas, tan agitadas, y tan retóricas a trechos (pero ¿quién ha decretado que la retórica sea incompatible con la sinceridad?, al contrario, puede reforzarla incluso), estas hojillas atormentadas que escribió en su viejo cuaderno escolar, son la indigestión, todavía, de la famosa manzana del Paraíso.

Confesaré, sin embargo, que algunas de sus acongojadas cogitaciones me dieron qué pensar al leerlas. Si tú, niña preciosa, reniegas de tu cuerpo, y las suciedades de tu fisiología te humillan; si a veces, como es notorio, se avergüenzan, por ejemplo, las jovencitas del ostentoso crecimiento de sus pechos nuevos, ¿qué tendrían que decir…? Bueno, ¿qué tendría que decir yo? Entre los que se preocupan -¡qué tontería!- de la iconografía auténtica de Jesús, hay quienes sostienen que nuestro Salvador fue en realidad, también él, tullido o deforme. ¿No bastará, acaso, con que fuera hombre?

Volviendo a María Elena: pocas semanas estuvo recogida en el convento de Santa Rosa. La carta de la abadesa que copio luego informa acerca de cuál fue su suerte inmediata. En general, los borradores de la abadesa no presentan muchas correcciones. Incluso hay alguno que, por su perfección, más parecería copia. Es probable que, al pasarlos en limpio, cambiara acá o allá tal o cual detalle; pero aparecen escritos de una tirada, y casi siempre hubieran podido, salvo algún pequeño retoque, ir como cartas originales.

No ocurre así, por excepción, con la que dirigió de nuevo a su prima, la viuda del senador Rosales, en Nueva York, para encajarle a María Elena, y hacerlo de modo tal que a la otra no le quedara el recurso de poner objeciones, ni más remedio que apencar con el hecho consumado. A esa carta le tuvo que dar cien mil vueltas antes de alcanzar su pergeño definitivo, como lo atestigua este borrador, que aquí tengo, literalmente plagado de tachaduras, intercalaciones, transposiciones y demás cambios. A la postre, debió de quedar redactada, y llegar a destino, más o menos, en los siguientes términos:

«Mucho me pesa, querida prima, tener que adoptar la resolución que voy a comunicarte, y el disgusto que con ella es inevitable darte a ti. No ha sido menor el mío, como comprenderás cuando te enteres de qué se trata. Y voy a decírtelo enseguida, sin preámbulos, incluso brutalmente; es esto: sabrás que tu sobrina, esa mosquita muerta de María Elena, nos tenía engañados a todos y ha resultado ser una perdida infame. Así como suena. Te resistirás a creerlo, ya lo sé; pues yo misma tenía las pruebas ante los ojos, y me negaba todavía a darles crédito. Pero es así; y para que no lo dudes, antes de seguir adelante quiero darte la seguridad de que esas pruebas están en mi poder, bajo la más inequívoca forma del mundo: como declaración escrita de su puño y letra. ¿Te sorprende? Calcula, entonces, cuál no sería mi sorpresa cuando, en un cuaderno que, cumpliendo con mi deber, le había secuestrado, encontré semejantes abominaciones. Ella se pasaba horas escribe que te escribirás, encerrada, después que todas las hermanas estaban durmiendo; y yo, que debo velar por ellas, tan pronto como lo supe decidí registrarle sus cosas para averiguar de qué se trataba. Hijita, no puedes imaginarte qué inmundicia. Versos y más versos es lo que escribía la muy cursi, idioteces [152]. Pero en medio de tanta pamplina, de pronto descubro un relato, una especie de confesión muy cínica, donde la nena se regodea con cosas capaces, te lo juro, de ruborizar a un sargento de caballería. En resumen -pues quiero pasar sobre ello con las narices tapadas, porque hiede-: que, como te digo antes, ella misma declara ser una perdida, y hasta se complace en calificarse a sí propia con el dictado de mujerzuela. ¡Y yo que, bajo el engaño de una piadosa intención, la había traído a convivir con estas inocentes, en el seno de una casa que era y debe ser siempre el asiento de la más intachable pureza! Dios me perdone por haberlas expuesto así a la contaminación del pecado. Con toda humildad -pues a mí, tú lo sabes, no me duelen prendas-, reconozco que he sido demasiado imprudente, y la hipocresía increíble de esa niña no puede servirme de disculpa. Hubiera debido yo, y me acuso de no haberlo hecho, considerar los antecedentes familiares [153], y darme cuenta de que algo turbio, oscuro, demoníaco, en fin, tenía que haber en la sangre de quien añadió el suicidio a la traición, aunque tu benevolencia, querida prima, encuentre disculpas para todo… Y lo ocurrido luego con el muchacho (ya tan marcado por la mano de Dios, con su imbecilidad congénita) hubiera debido prevenirme, y servirme de escarmiento. Tal como es, tarado y todo, bien supo desaparecer del pueblo para sustraerse a la disciplina que, mientras se disponía otra cosa, iba a habérsele impuesto. ¿Por qué había de ser mejor su hermana?

«Quizás me dejo arrastrar, querida prima, por la indignación que me ha producido el descubrimiento del gatuperio; y tal vez exagero. Pero lo cierto es, y de ello no me cabe duda, que esa desgraciada no puede seguir en el convento. He llamado a capítulo a don Antonio (este tal es capítulo aparte, puedo asegurártelo), y después de cantarle las verdades hasta ponerle ardiendo las orejas, pues no hay derecho a hacer lo que él hizo (te digo que es capítulo aparte, y ya te contaré algún día), lo he encargado de preparar todo para que tu sobrina salga inmediatamente hacia Nueva York. Estoy segura, porque te conozco bien, de que aprobarás mi resolución y te alegrarás de que la haya adoptado sin pérdida de minuto. En realidad, no creo que hubiera alternativa. Un escándalo repercutiría sobre el convento del modo más lamentable, y debe evitarse. Si se piensa que el escándalo estaría implícito en cualquier otra resolución, hemos decidido, aun afrontando con nuestros escasísimos recursos las expensas del viaje, enviártela a ti, que en principio te habías mostrado dispuesta a amparar en tu casa a Ángelo, el hermano, y pedirte que nos ayudes con eso a salir del lío en que nos ha metido la que, aun indigna, es tu parienta. No pienso yo, naturalmente, que debas recibirla en tu hogar, tanto más, teniendo como tienes hijos varones; pero será fácil que le consigas algún empleo; ella sabe bien inglés, y ahí, en ese país, nadie ignora cómo se las gastan en materia de moralidad: todos los gatos son pardos; y para ella misma es mejor bandearse sola.

»De manera que, hacia la fecha en que recibas esta carta, ya estará todo listo, calculo; y tan pronto como esa alhaja vaya a salir vía Nueva York, te pondré un telegrama para que puedas ir a esperarla y te hagas cargo de ella.»

XXIV

Creo que cuando llegue la hora de redactar en serio el texto de mi historia, muchas de estas cosas quedarán fuera, o reducidas a mención sumarísima. En realidad, no sé por qué -ni siquiera aquí, en esta desordenada colecta de documentos y noticias- les he dado tanta cabida. Hubiera bastado, si acaso, con informar en la brevedad de un par de líneas que, a raíz del suicidio del doctor Rosales, recogieron a su hija María Elena en el convento de Santa Rosa para ser transferida luego a poder de una tía suya en Nueva York, mientras que Ángelo, el muchacho, había desaparecido del pueblo. Ni aún tales datos valdría la pena de consignarlos: es así, mutatis mutandis [154], como terminan siempre las grandes familias, sin que las trompetas de la fama tengan por qué propalar su final inglorioso.

Volvamos, pues, a las memorias de Tadeo Requena, que son nuestra principal fuente, para retomarlas ahora en un punto crítico. Tras de sus comentarios, un tanto acerbos, a los funerales del ministro de Instrucción Pública, el manuscrito se interrumpe, en efecto. No hay duda de que su autor debió de pasar en aquellos días por una crisis que llamaría yo de conciencia si no fuera excesivo atribuirle conciencia a nuestro siniestro personaje. Por lo que quiera que sea, dejó de borronear papeles durante un tiempito; y, a partir de ahí, apenas encontramos ya en su prosa las digresiones, la minucia y hasta las cominerías en que solía incurrir el escribidor secretario, y de las cuales he reproducido aquí algunas muestras. No; ahora -sin que, por supuesto, abandone definitivamente su estilo, pues se dijo, y lo dijo nada menos que un naturalista, que el estilo es el hombre [155]- va derecho al grano, constriñéndose a lo que importa en lugar de complacerse en andar por las ramas como parecía ser antes su gran deleite. O tal vez no hay un cambio de actitud, sino que los hechos mismos, creciendo en gravedad, eliminaban por sí solos la ocasión de vagas recreaciones literarias. De cualquier manera, una cosa es cierta: que su pluma corre como si el joven Tadeo llevara una jauría a los talones. Por último, hemos de verlo, la jauría le dio alcance.

Pero veamos antes lo que dejó escrito al proseguir, tras de aquella pausa, la redacción de sus memorias. Escribe Tadeo Requena: «Durante mucho días había suspendido estas anotaciones, o lo que sean, y no acierto a reanudarlas, ni sé más si tiene objeto o no el hacerlo. Empecé por entretenimiento, quizás por vanagloria, y ahora continúo casi por penitencia, como esos trabajos que se cumplen con la intención de salvar el alma. ¿A dónde hemos llegado? Están pasando demasiadas cosas, y hay ratos en que me siento harto; superado; harto de todo. La verdad es que no acierto a ver claro, ni consigo imaginarme cuál podrá ser la salida de este laberinto. Lo único seguro -penoso me resulta confesármelo, pero ¿a qué engañarse?-, lo único seguro es que esa mujer está pudiendo conmigo. La detesto y la desprecio, y no me privo de hacérselo notar; pero puede conmigo. Pienso que es quizás su impavidez lo que me impone, su insensatez misma lo que me subyuga. Desde el comienzo supe siempre demasiado bien que tendría que defenderme de ella; y sin embargo, consigue arrastrarme, aunque luego me desespere a solas de haber terminado por acceder a lo que no quiero, ni me interesa, ni me conviene. Y ya desde el primer momento fue así no más… Esto, me había abstenido de consignarlo en su día: es indecoroso, es infame, y me deprime mucho; pero ahora necesito ponerlo en negro sobre blanco, para cualquier eventualidad.»

A continuación, puntualiza Requena el modo como llegó a tener trato íntimo y acceso carnal con la Primera Dama de la República. No reproduciré en sus propios términos la página, aun cuando para mí resulta muy sabrosa, y tanto más divertida por el contraste de lo que cuenta con el tono pesaroso y enfurruñado del relato. Según él, fue doña Concha quien abordó al joven secretario de su esposo, y por cierto, en forma bien abrupta, aunque no sin haber hecho antes varias tentativas frustradas, o si se quiere, insinuaciones. Esta vez se acercó a la mesa con pretexto de leer lo que él escribía, apoyó en la esquina ambas manos y volcó hacia adelante el desbordante contenido de su generoso escote. «Me enseñó hasta la intemerata» [156], declara brutalmente Tadeo. Y esa vista debió ser para él señal de sursum corda [157] pues cuando se alzó de la silla diciéndole: «Mire, señora, conmigo no se juega: debo informarla que yo no soy el casto José» [158], la Primera Dama, ni corta ni perezosa, le echó mano, como él dice, a salva sea la parte [159], y exclamó con una risotada: «¡Que bárbaro! ¿Conque ésas tenemos?» «Uno es joven», se sincera Tadeo. Joven, sí, mas no por completo carente de self-control [160], pues, como explica, «mientras ella, escapando a mi zarpazo, se retiraba con su calmoso contoneo, yo había tenido ya oportunidad de recuperarme; y así, cuando se volvió a echarme una risa invitadora desde la puerta, pudo comprobar la muy grandísima que yo no corría tras ella como un faldero. Ya iría viendo quién era yo. Estaba resuelto a humillarla, aunque, después de haberlo meditado, pesado y medido todo muy bien, decidí aprender de la Historia, que es -tanto más, la Sagrada- maestra de la vida; y no siendo, como no lo soy, ningún casto José, tampoco me convenía sufrir la suerte de aquel santo varón [161]. Más o menos, cumplí el plan que me había trazado: no la busqué nunca, y cuantas veces la veía, en público o sin testigos, me mostré frío, cortés y respetuoso, cual cumple a un digno secretario. Pero cuando, por último, una tarde me llamó: ¡Venga acá su señoría!, haciéndome un gancho con el dedo índice, me di por enterado y no fueron menester explicaciones enojosas. Nos entendimos. No consiguió domesticarme nunca, pero mentiría si me jactase de haberla dominado yo a ella. En realidad, siempre tengo que estar a la defensiva; y tan pronto como me descuido, me gana un punto.

»Ahora -agrega- tengo en cambio la sensación de haber perdido pie. ¿A dónde iremos a parar?» Y se extiende en algunos pormenores bastante indelicados acerca de las relaciones que, durante los ratos libres de su servicio oficial como secretario del Presidente, sostenía con la Presidenta, para desembocar por último en lo que tanto le desazonaba; a saber: las benditas sesiones de espiritismo. «¡Cuánta razón -exclama- tenía yo para desconfiar de esa estupidez de tenidas espiritistas! Pero es inútil: siempre ha de encontrar uno argumentos que lo persuadan y lo muevan hacia aquello que, sin embargo, se le está resistiendo hacer. Argumentos especiosos, desde luego; tonterías: que gente seria no había de reunirse ahí una semana tras otra, por pura mojiganga; que juntar sobre el velador las manos con personas como, por ejemplo, Equis o Zeta era, en cierto modo, hacerse compadre suyo; que en qué me podía perjudicar ello, al final… De bofetadas me daría por haberme dejado convencer así. Durante las dos o tres primeras semanas, hasta parecía que hubieran tenido alguna validez tales razonamientos. El día de mi iniciación, si así puede llamársele, no se produjo ningún fenómeno digno de nota, no hubo nada de particular, y todo aquello fue más bien una sosera. Total, nada; pavadas. Esa imbécil de misia Loreto nos importunó, como tiene costumbre y siempre lo hace, con su eterna petera de una Presencia astral a la que anda persiguiendo en vano, y por lo visto no hay medio de evitar que cada vez intervenga de nuevo, interfiera, clame, invoque, suplique, lloriquee, y se ponga histérica y pesada. Los demás, unos sonreían con santa paciencia, otros quisieron tomarle el pelo; Concha, la Gran Mandona, la insulta y la hace callar, pero nadie parece dispuesto a cortar por lo sano, a pesar de que en más de una ocasión ha ahuyentado manifestaciones que prometían ser interesantes. Tal es la plaga de esta clase de reuniones, y todo quisque se resigna. Las primeras a que yo asistí, como digo, ni fu ni fa. Yo había ido de mala gana, y estaba rabioso, molesto, aburrido. En igual temple se me pasaron, una tras otra, varias semanas, siempre con el propósito postergado de retirarme para la siguiente. Hasta que, de pronto, cuando menos me lo esperaba, el martes último, ¡zas!, me veo metido de un tirón en la danza [162]. La médium había empezado a ponerse en trance, con los ojos revirados, que casi le da un patatús, y por fin rompe a proferir disparates con destino a este humilde servidor. Me indigné; no me gustan las payasadas. Pretendía estar hablando por boca suya el difunto senador Rosales, y dirigirse a mí -precisamente a mí, con quien jamás había cruzado la palabra en vida-, para hacerme admoniciones y darme una encomienda que… ¡vamos! ¿Por qué a mí? Y ¡qué encomienda! Todos se quedaron secos. En cuanto a Concha, que estaba a mi izquierda, temblaba; su mano temblaba debajo de la mía. Pero a mí ¿qué se me importaba del senador Rosales, ni qué tenía yo que ver, ni a él qué podía haberle preocupado la suerte de este pobre gato? No, lo que es a mí, no me cogían, ¡qué va! Así se lo hice saber luego a Concha, cuando nos reunimos a cambiar impresiones, después de la sesión, en la cámara privada de nuestra protectora y hada madrina, la ilustre generala doña Loreto, viuda de Malagarriga. ¿Que aquellas comunicaciones, advertencias y pamplinas provenían, nada menos, del senador Lucas Rosales? ¿Y por qué no, del Libertador Bolívar? [163]. Por ventura, no tenía también el Libertador Bolívar algo que encargarme a mí? A otro con ese cuento, por favor.

»La actitud de la Gran Mandona en esa oportunidad me resultó, sin embargo, de lo más desconcertante. Yo me había ido a esperarla, como de costumbre, en el dormitorio de Loreto, y allí estaba, sentado en la butaquita verde-manzana, junto al tocador, dándole vueltas en el magín a aquel absurdo, cuando por fin llegaron ambas; y como la amiga se quedara, discretamente, en la antecámara -también, según costumbre- dispuesta a entretenerse con la radio, la llamé para que estuviera presente: quería informar a las dos, y al mundo entero si posible fuera, de que todo aquello me parecía, sencillamente, i-dio-ta. Pero la Gran Mandona, ¡quién lo hubiera pensado!, estaba todavía descompuesta de miedo. Con risas e insolencias, a su manera, pero muerta de miedo. El temblequeo de la mano no había sido, pues, broma. Era cosa de no creerlo. Yo, al principio, me imaginé que intentaba hacerme la comedia; y la hacía tan mal, por cierto, como una actriz de barracón de feria. Casi le doy un sopapo, para que se dejara de sandeces. Pero ¡qué!; era muy de veras: estaba muerta de miedo. Y cuando yo le grité que a santo de qué iba a llamarme a mí el senador Rosales, ni en qué cabeza humana cabía eso, me miró estupefacta, como si yo fuera un insensato, y asumiendo de pronto, con negativo énfasis, el tono suave de la más razonable benevolencia, me exhortó: -Mira, Tadeo, créeme. Acepta ese aviso que has recibido, venga de quien venga. ¿Cómo quieres explicarte con razones de este mundo los mensajes que proceden del otro? [164]. Si el senador se ha dirigido a ti, por algo será. No desprecies su consejo, no seas terco, no seas temerario.

«Hablaba con calma, casi con pena. La sacudí por los brazos sin importárseme la presencia de Loreto: -Pero ven acá, estúpida. ¿Cómo se te ocurre…? -Y ahí se me quedó cortada la frase: era a mí a quien no se me ocurría nada, después de tanto haberlo pensado. Me dirigí a la otra en busca de apoyo-: ¿No le parece, Loreto?

»Loreto giró una mirada vacía y temerosa, sin contestar cosa alguna. Y entonces le pidió Concha: -Por favor, Loreto; vas a dejarnos solos un momento, ¿eh, querida? -Es lo que ella estaba deseando; no había pasado aún medio minuto cuando ya empezaron a oírse al otro lado de la puerta los ronroneos, quejidos y gruñidos de la radio que, habitualmente, debían cubrir el ruido de los nuestros.

»Pero esta vez no se trataba de eso. Dominando a duras penas sus nervios, y haciéndome caricias que me dejaban frío, emprendió con paciencia la tarea de persuadirme.

Y como quiera que yo me dejaba persuadir tan fácilmente con el empleo de sus recursos ordinarios, echó mano de las reservas apelando a algo que no podía decirme sin ambages. Desembuchó: que hasta hacía poco, la cosa no pasaba de ser un pálpito, y ella no había querido darme la alarma antes de estar segura; pero que los meros barruntos se habían convertido ya en indicios serios (y me harás el favor de reconocer que en estas materias las mujeres nunca nos equivocamos). ¡Por sí quedara alguna duda, ahora venía el aviso del senador, un alma que clamaba venganza, a ponerse de nuestra parte!… ¡Revienta de una vez, caramba!, le grité.

Y reventó: que en la cabeza de Bocanegra (ya sabes que él siempre obra a traición) se estaba cociendo nuestra pérdida.

»Me quedé estupefacto, se comprende. -Pero ¿por qué? -pregunté como un imbécil-. ¿Que por qué? -ella largó su risotada insufrible, echando una miradita a la cama. -¿Tú crees? -volví a preguntar, cada vez más atontado-. ¿Será posible? ¿Cómo? -¿Cómo? ¡Comiendo! -respondió, para aclarar enseguida-: ¡Ay, mi hijito! ¿No sabes tú muy bien que nunca falta quien insinúe un chisme, quien deslice una insidia?… -Me lo decía casi con aire de triunfo, la muy cretina; y agregó-: Mira, ¿quieres que te diga una cosa?: yo le he llegado a tomar miedo ya a la ambición de ese títere de Pancho Cortina; una ambición sin límites, permíteme que te lo recuerde. Te lo repito, hay indicios serios, y no es tontería.

»Si lo que se proponía ella era quitarme el sueño, no puede negarse que lo consiguió: en toda la noche no alcancé a pegar ojo. Repasaba y desmenuzaba conocidos episodios en los que Bocanegra se había desembarazado -a traición, como ella dijo- de colaboradores íntimos, a quienes fulminaba él cuando más confiados estaban. Y dándome vueltas en la cama, no podía yo apartar de la mente, sobre todo, el caso de Doménech [165], del que a mí me tocó ser testigo excepcional; más aún: en el que tuve personal participación -en compañía de Pancho Cortina, por cierto, o como acólito suyo- bajo órdenes expresas de nuestro jefe. -Es un ladrón -había sentenciado éste a la hora del desayuno; y el opulento director del Banco Nacional de Créditos cenaba ya esa noche en la prisión preventiva. Doménech salvó el pellejo; sí; pero sólo para padecer la irrisión de su caída, y pasear su destituida indigencia por las calles, bares y cantinas de la Capital, hasta que consiguió escapar, por fin, precariamente, al otro lado de la frontera. En una de las factorías holandesas trabaja hoy, sin meter bulla. Por lo que a mí se refiere, de ser ciertos los temores de Concha, no tenía que preocuparme por futuros empleos, para qué hacerse ilusiones… En la luna estaba Doménech un momento antes de detenerlo; y ésta es la fecha en que todavía ignoro yo, alicate de Bocanegra [166], la verdadera razón de su desgracia. Si era verdad que me había llegado el turno, en ese aspecto por lo menos sabría bien a qué atenerme. Pero ¿qué fundamento tendrían en realidad los temores de la insensata? Durante mi insomnio, me desesperaba por no haberle exigido, ¡estúpido de mí!, que me precisara bien antes de separarnos cuáles era los indicios esos de que hablaba, los hechos concretos, de modo que pudiera yo calibrarlos por mí mismo y formarme mi propia opinión.

»Así, lo primero que hice al otro día, apenas pude reunirme de nuevo con ella a solas, fue confesarla. Entonces, y en los días sucesivos, hasta hoy, me ha comunicado al detalle sus observaciones, sospechas, conjeturas, etcétera, que si no son tranquilizadoras, tampoco resultan inequívocas ni, por lo tanto, consienten esa otra especie de tranquilidad que, después de todo, le da a uno el estar seguro de lo peor.

»Ha sido una semana horrible. Por si Concha no fuera de ordinario bastante espinosa en su trato, los nervios la tienen ahora intratable, crispada. No había cosa que yo le objetara, a la que no respondiera ella con improperios, con groserías, con intemperancias; de modo que nos peleábamos por palabras, cuando tanta cuenta nos tenía ponernos de acuerdo sobre los hechos. Y otras veces, en cambio, quería hacerse la cariñosa -babosa, diría mejor-, con sobonerías que, si a mí me encocoran siempre, en circunstancias tales… También por ese lado salíamos reñidos, y lo que había querido comenzar en caricia terminaba en arañazo, o en puñetazo. Pero, de cualquier modo, estábamos uncidos y teníamos que tirar juntos para adelante.

»Aun cuando la presencia de Bocanegra -a qué negarlo- me violentaba mucho, yo me aplicaba a espiar sus gestos, actitudes y miradas, y analizaba sus cortas palabras, dándoles cien vueltas para ver si detectaba algo; siempre en vano, sin que tampoco este resultado negativo me calmara, pues demasiado inocente hubiera tenido que ser yo para, conociéndolo, confiar en tales apariencias. Por otro lado, no era poco el trabajo que me daba afectar ante él naturalidad en medio de tantas incertidumbres. ¡Qué semana de infierno! Tan pronto se me ocurría que estaba perdido irremisiblemente, y pensaba que mi única salvación sería huir antes de que fuera demasiado tarde, desaparecer de la noche a la mañana, que me tragara la tierra, hacerme humo, en fin, como -por el contrario- me entraba, de repente y sin razón alguna, una confianza loca en que todo eso no podían ser sino imaginaciones, e inclusive de que esa mujer, si no fingía, exageraba muy a sabiendas su miedo para inquietarme más, y dominarme mejor, y obligarme a hacer lo que ya se le había metido entre ceja y ceja. De nuevo me entraban sospechas sobre la autenticidad de la comunicación con el senador Rosales, que a ratos volvía a parecerme una patraña de todo punto increíble, pues ¿cuándo jamás se iba a haber ocupado don Lucas de este ínfimo gusano, ni siquiera para hacerme instrumento de su venganza, como ella argüía, a cambio de nuestra salvación?

»-A esto hay que ponerle término; hay que buscar un remedio -vino por último a decirme ella, adivinando quizás que yo me acercaba al límite y no aguantaba ya más. -¿Qué remedio? -le pregunté fríamente, casi en tono de desafío. Me miró muy despacio; y, muy despacio, sin mirarme: -¡Ah! Eso es cuestión tuya -fue su respuesta; agregando-: ¿O acaso eres un mandria?

»En aquel instante la hubiera estrangulado. ¿Cuestión mía? ¿Era cuestión mía? ¡De modo que, cuando habíamos llegado a un punto en que no había quién desenredara el lío armado por ella, y donde yo me había dejado cazar como un estornino, cuando era necesario cortarlo, entonces, ahora, eso era cuestión mía! Vi rojo; y ella, que no es tonta, leyó en mis ojos. -Quiero decirte -se adelantó, afectando tranquilidad- que yo sola no podría hacer lo que tengo pensado, y es menester que tú… Dime: ¿no estamos unidos, tú y yo, para siempre ya, en la vida o en la muerte? -¡Habla! -corté, seco. Y me quedé aguardando, con los brazos cruzados. Era como una orden desapacible y amenazadora; y también, un poco ridícula si se quiere.

»¡Con cuánto aplomo sabía desenvolverse aquella condenada! Convencida, sin duda alguna, de que en efecto mi estado de ánimo había alcanzado el punto de saturación, estaba resuelta a proponerme sin más dilaciones el desenlace que ya tenía premeditado. Y como, por otra parte, mi actitud no le consentía mucho juego, me confió que la noche anterior se la había pasado cavilando sobre el problema, sobre nuestro problema, y no le hallaba otra solución sino quitar de en medio, expeditivamente, a Bocanegra, antes de que Bocanegra nos quitara de en medio a nosotros; que, en verdad, no nos quedaba otra alternativa, pues muerto el perro se acabó la rabia; que era, después de todo, un caso de necesidad extrema, de legítima defensa. En suma: bajo la forma narrativa, y como si redujera a relato un largo debate interior que hubiera sostenido consigo misma, me sirvió el texto que seguramente había tenido intenciones de montar, dramatizado con mi colaboración, a no mostrarme yo tan refractario, tan cerrado, tan iracundo y tan hostil. Esas perplejidades suyas que ahora me refería, acerca de la mejor, más segura y menos peligrosa manera de acabar con Bocanegra, estaban preparadas -y yo lo advertía bien al seguir su hábil trazado- para haber ido surgiendo y presentarse oportunamente en el curso de una conversación conmigo de la que esperaría sacarme, como Sócrates a su ignorante interlocutor, el resultado que ya se traía prefabricado en su cabeza. Y ¿cuál era ese resultado maravilloso? Pues que para eliminar la amenaza cernida sobre las nuestras -es decir, para eliminar a Bocanegra- lo más conveniente era echarle yo en la bebida unos polvos que ella tendría la diligencia de procurarme, de modo que, agregado su efecto al del alcohol, hicieran eterno el sueño de Su Excelencia [167].

»Yo la detestaba oyendo su proposición, pero mantenía impasible la cara de palo. Había terminado, y ahora estaba callada, escrutándome con disimulada ansiedad. En el mismo tono de antes, y siempre con los brazos cruzados, le ordené: -¡Sigue! -Sigue ¿qué? -me gritó, furiosa. Yo, con inalterable calma, le repliqué-: ¿Y luego?

»No le faltaba respuesta; también la tenía prefabricada. Que ya ella había pensado en eso, aun cuando de cualquier manera tampoco nos quedaba opción. La muerte repentina del Presidente, si bien implicaba cierto riesgo para nosotros, alejaba por lo pronto el rayo que tan inminente parecía. Y luego, ya saldríamos del hoyo; luego… ¿quién sabe? -Por mí misma, poco me importa -mintió-; en cuanto a ti, queridito, tú eres hombre, y eres joven, y estás en un puesto desde el cual algo, mucho puede hacerse para influir sobre el curso de los acontecimientos, y quedar bien situados, intervenir e influir en la solución del problema sucesorio; más, conociendo por adelantado lo que se viene encima, y cuándo. En fin, ¡Dios dirá!

»¡Dios dirá! Yo, por mí, nada quise decir de momento; sólo, que eso era un completo disparate. Pero ella no insistió más, segura de que me dejaba con la idea en el cuerpo.

»Así estaban las cosas cuando ayer, martes, tuvimos otra vez jarana ultratelúrica. Me había prometido a mí mismo brillar por mi ausencia, para demostrarles el caso que hacía yo de todas esas patrañas. Pero llegada la hora consideré más prudente estar allí, y allí estuve. No quería que después me fueran a venir con cuentos; y además, prefería dar la impresión de que el supuesto encargo del senador lo había tomado yo como una bagatela (al fin y al cabo, sus palabras habían sido vagas y medio envueltas); y en todo caso, deseaba cerciorarme de si insistía en honrarnos con su presencia espíritu tan distinguido.

»No concurrió el senador; o, mejor dicho, sí; pero lo hizo por interpósita persona; quiero decir, que comisionó a su hermano don Luisito, recién incorporado al gremio de los difuntos, para que viniera a recordarme y convalidar su recado de la sesión pasada. La médium era esta vez otra, una nueva. Por su boca se anunció el doctor y, sin más trámites, me conminó a que no dudara, y cumpliera lo que yo sabía. Ya, sin pensarlo más: para que no haiga que lamentar nada. ¡Haiga, sí!

»Derribando la silla, me levanté, y salí como una tromba del cuartito oscuro. Era demasiado. Corrí a las habitaciones de Loreto, y me dejé caer en la butaca, con la cabeza entre los puños. Pocos minutos habían pasado cuando acudió Concha: la reunión se había disuelto por culpa mía, y ella, entre furiosa y alarmada, venía a pedirme cuentas. -¡Haiga! -le grité-. Haiga, ¿no? ¡Haiga, el doctor Rosales! -Pero ven acá, loco; escúchame -dijo ella, arrimándose. Me alcé, le di un empujón, y me fui para mi cuarto.»

XXV

¿Qué comentario merecería todo esto? Si no fuera por las consecuencias trágicas a que nos ha conducido, sería cosa de risa. Pero prescindamos de comentarios, por lo de más, inútiles, y continuemos copiando las memorias del increíble Tadeo. «Me metí en la cama, excitadísimo -prosigue-, y sobre todo rabioso, colmado por esta escena de última hora, casi entre puertas, con Concha sujetándome por la manga en la alcoba de la tal doña Loreto o doña Alcahueta. Maldecía la hora en que me trajeron a la Capital y me envolvieron en esta vida y estas intrigas que tantos dolores de cabeza iban a producirme. Estaba cansado, agotado más bien, pero muy nervioso, y por eso tardé no sé cuánto tiempo en conciliar el sueño; lo concilié, pero dormí mal y, para colmo, tuve una pesadilla. Don Luisito, no contento con su mensaje de antes, vino a visitarme en sueños [168]. Comparecía en realidad -así me lo expresó- para confirmarme y corroborarme, aun cuando no sin rectificaciones, precisiones y puntualizaciones, lo que la médium había declarado. A diferencia de la escueta rudeza con que se manifestara durante la sesión, el doctor se mostraba ahora en el sueño muy verboso, y muy dentro de su habitual estilo y manera. Me declaró que comprendía perfectamente mis dudas, porque esa médium (tú, con tu indefectible perspicacia, lo has de haber observado sin duda) es lo que yo llamaría una coprófaga consumada, y mal podría yo hablar por su boca. ¿Entiendes, Tadeo, cómo el uso de vocablos griegos permite a las personas cultas formular ciertos conceptos eludiendo la grosera elocución del vulgo? Coprófago: de phagos, el que come, y kopros, que expresa excremento. Pues eso es ella: una coprófaga. ¿Reconocías tú acaso mi lenguaje refinado en la rusticidad o, más exactamente, plebeyez de sus palabras? ¿A que no? Claro que no. Una completa inepta. Pero yo no tenía otro medio de hacerme oír, otro vehículo más idóneo, y tampoco podía andarme con remilgos, pues me importaba mucho comunicar contigo… El doctor traía un pañuelo de seda al cuello y, para poder hablar, se lo separaba con el dedo y estiraba el pescuezo. Yo le hice la broma de costumbre: le pregunté si es que lo estaban ahorcando; y a él le rebrillaron de ironía los ojos. Por primera vez me daba yo cuenta de que la broma le hacía gracia. Sin embargo, simuló ponerse serio para reñirme. -Ésas son bromas de mal gusto, que no debes gastarle a quien te merece respeto, ¿me entiendes? Te lo paso, porque sé bien que lo haces sin mala intención y que en el fondo me quieres. Pero parecería que no te interesa demasiado lo que he venido a decirte -añadió-; no me interrumpas más, por favor-. Interesarme, me interesaba mucho; no era eso, no es que lo hubiera interrumpido porque no me interesara, sino que no tenía prisa de escucharlo, y estaba seguro de que iba a decírmelo de todas maneras. En sustancia, me lo había dicho ya: venía a confirmar, etcétera. Y así cuantas veces volvía a hablarme, otras tantas lo interrumpía yo. Hasta que por último, me dice: Au revoir; y me saca la lengua, larga, larga, de lo más chistosamente. Ahí termina mi sueño.

»Puesto así en palabras, como si fuera el relato de algo sucedido, la significación de todo ello cambia; ya es otra cosa. Contar un sueño es siempre falsificarlo [169]: el sueño contiene ciertos elementos que no se pueden describir; y en esos detalles inexpresables, en las proporciones -digamos- ligeramente alteradas de la cabeza y miembros, en la proximidad excesiva o el excesivo alejamiento, en una particular debilidad de la voz, en la longitud poco natural de una pausa, es donde está todo el busilis. ¿Por qué la visita del doctor tuvo que causarme una impresión cómica -tanto, que me desperté riendo- y, a la vez -lo cual resulta contradictorio-, me hundió en una especie de aura desoladora [170] y casi ominosa, tan profundamente desagradable? Me desperté riendo [171], pero angustiado. Y enseguida, empecé a sentir dolor de cabeza.

»Amanece uno un día con dolor de cabeza, se levanta de mal temple, con el pie izquierdo, y ya puede decir que está fregado para la jornada entera. Eso es lo que me ha ocurrido a mí hoy. Apenas salí de mi cuarto, y mientras me tomaba el triste café en la oficina, me dio por cavilar que cuanto yo hago, digo, pienso, procuro, maquino, deseo y proyecto en este mundo carece de sentido; que mi existencia -no esto ni lo otro, sino mi existencia misma- es toda ella un puro disparate. ¿Qué razón puede haber -me preguntaba entre sorbo y sorbo- para que yo, Tadeo Requena, el hijo de la difunta Belén Requena, ilustre matrona del poblado de San Cosme [172], esté aquí, sentado en esta oficina, dentro del Palacio Nacional, frente a la Plaza de Armas, y tenga a mi cargo la Secretaría particular del Presidente, disponiendo y vigilando el trabajo de unos empleados bajo mis órdenes, y deba guardarle el aire a Bocanegra, y luego, como una más entre mis tareas de rutina, acostarme a escondidas con su mujer, por nada, porque sí; y esto hoy, y mañana, y siempre? ¿Para qué, todo ello?… Claro que estas ideas, ya lo sé, eran efecto del mal sueño y de no hallarme en mi centro; la náusea que me producía el café medio frío preparado por el conserje, no tenía otra causa; pero el hecho es que sentía asco de todo, de todos, y de mí mismo para empezar [173]. Y como no me aguantaba, como no podía soportarme, en lugar de seguir atado a la noria, eché escaleras abajo y, sin prevenir a nadie, me salí hasta la calle. Sin rumbo, por supuesto; para ver si de ese modo se me despejaba un poco la cabeza.

»Mas enseguida me di cuenta de que no estoy acostumbrado a andar así, como la gente suele hacerlo, por el mero gusto de pasear. Aborrezco tropezarme con los majaderos que saludan, o que no saludan. Y luego, eso de ir como un bobo, sin dirigirse a parte alguna, si es que constituye un placer, yo lo había olvidado, o nunca lo supe. Lo había olvidado; en cierto modo, eso era para mí San Cosme, y ya lo había olvidado… Pasé por delante de La Aurora y vi de refilón que, desde tan temprano, unos cuantos ociosos se encontraban instalados tras la vitrina. Dudé si entrar también yo, y sentarme; pero ¿qué tomaría?, y mientras lo dudaba, seguí de largo; ya no era cosa de volver sobre mis pasos; no valía la pena. Además, notaba dentro de mí un impedimento. ¿Que qué es un impedimento? Pues ¡vaya usted a averiguarlo! Algo que me trababa, que me pesaba, que me empujaba, que me retenía, que me… Todo era tan extraño… Esas calles, esas tiendas, la gente misma que mira, medio distraída; todo.

»Me acudió a la memoria, como un moscardón, el recuerdo de mi primera entrada en la Capital, metido en aquel jip de la Policía, con Pancho Cortina. Sólo otras dos veces (yendo y viniendo a toda prisa, no hacía mucho, cuando el suicidio del doctor Rosales, y también en automóvil) había vuelto yo a atravesar la ciudad, igual que se corta una fruta, desde el centro hasta el campo. Ahora, era distinto: repasaba la misma película, pero muy lenta, mortal. Yo andaba, y andaba y andaba, como en un sueño; como si todavía estuviera soñando. ¿Estaría soñando todavía? ¿Sería quizás esto otra fase de la misma pesadilla? Me lo pregunté al sentir de pronto, cuando más distraído iba, que me agarraban del brazo. Pues me vuelvo, y ¿quién era? ¡Ángelo! Ángelo, sí; que muy pegado a mi cara, alborotaba con sus gruñidos familiares, abierta de par en par la bocaza idiota, y muy chiquitos sus ojillos risueños de ratón. Di un repullo. -Qué susto me has dado, estúpido -le increpé. Me había asustado al tirarme del brazo; yo andaba por las nubes. Desde ellas, caí en medio de un mercado, junto a este imprevisible, junto a este absurdo Ángelo. Por encima de su hombro, detrás de su cabeza, se veían camiones de reparto, puestos de legumbres, de verduras, de cebollas, de especias. Olía a pescadería, a agua sucia. Y yo no podía quitarle la vista a aquel Ángelo que se me había aparecido hecho un completo desastre, todo roto, mugriento, greñudo, y con los cañones de la barba sin afeitar. Parecía un mendigo. No parecía: era un mendigo. Se mantenía prendido siempre a mi brazo, y me zarandeaba; se reía, contentísimo, mientras con la otra mano, abierta, figuraba alternativamente el ademán de pedir y, enseguida, apiñando las yemas de los dedos para llevárselas a la boca, el que significa hambre. Y no me soltaba.

»No, no era ningún sueño. ¡Maldita idea, la de salirme a andar sin asunto, por calles y mercados donde nada se me había perdido! Me sentía tan vejado como se sentiría una mosca en la telaraña. Eché entonces mano al bolsillo y puse en la de Ángelo un puñado de monedas, rescate de mi libertad; con lo cual, señalando hacia la puerta de una cantina en la acera de enfrente, él se alejó de mí a toda prisa. No menos rápidamente me separé también yo, dispuesto a regresar hacia el centro y refugiarme de nuevo en mi covacha. Pero no había alcanzado todavía la esquina cuando me volví a buscarlo de nuevo con la vista. Qué impulso me movió, lo ignoro; pero el hecho es que me volví. Allí estaba él, entretenido ahora en inspeccionar lo que un muchacho hacía con las ruedas de su bicicleta. Me acerqué: -¡Ángelo! -y él me escrutó algo asustado-. Ángelo, ven acá -le dije. Esta vez, era yo quien lo tomaba a él del brazo; y él, tranquilizado de repente, se abandonó a su incómoda, alborotosa alegría. íbamos andando, y me preguntaba yo a mí mismo hacia dónde, y para qué; no sabía, en realidad, qué hacer con aquel bobo. Llegamos a una plaza polvorienta, y fuimos a sentarnos en un banco de piedra, bajo un macizo de escuálidas palmeras. -Ángelo -le interrogué-, ¿dónde es que tú vives ahora? ¿Dónde te acuestas por la noche? ¿Dónde duermes? El muy pícaro me entendía, ¿cómo no?; pero, con sus risas de siempre, quería hacerse más tonto de lo que era. Emitía sonidos trabajosamente, como si intentara contestarme a su manera; pero estoy convencido de que se burlaba de mí, y fingía el esfuerzo, cuando la verdad es que no le daba la real gana; y eso lo estaba leyendo yo en el fondo de sus ojillos ratoniles: malicia de tarado, caramba. Tanto que comencé a enfurecerme. Le agarré la muñeca, y me puse a apretar duro: -Ahora mismito vas a decirme en qué agujero te metes, grandísimo pendejo. -Pero al muy bellaco le dio entonces por quejarse y empezó a armar toda una alharaca, dándome a entender que le había hecho daño, cuando la cosa no había sido en verdad para tanto, ni mucho menos. Me miraba con el ceño fruncido, y gruñía reproches.

»-¡Ven acá, Ángelo! -le susurré ahora muy mansamente, pues de golpe, la tristitia vitae me había invadido. Sus ojillos astutos me estudiaban; pero yo no agregué nada más. Sentados el uno junto al otro en el banco de piedra, pasamos así todavía rato y rato; hacía tremendo calor, bajo las nubes cargadas, y yo no sabía qué hacer, ni me quedaban ánimos para decidir nada, para pensar en nada… Me dolía la cabeza: cuando regresara, o por el camino, al pasar delante de alguna farmacia, me tomaría una aspirina.

»Se acercó un perro, merodeando alrededor nuestro; y Ángelo, con notable presteza, se apoderó del animal, para mostrármelo, triunfante. A mí me desagradaba ver cómo se debatía entre sus brazos, en la desesperación de escaparse. -Suéltalo, asqueroso -conminé. Y él lo soltó, muerto de risa con el espectáculo de su fuga a través de la plaza polvorienta.

»-Vámonos, Ángelo -le dije por fin. Volvimos a caminar. En una confitería del barrio le compré dulces; le di un poco más de dinero [174]-. ¿Tú andas siempre por el mercado ése, Ángelo? -le pregunté al separarme de él. Y él me respondió con repetidos, demasiado insistentes, gestos afirmativos: que sí, que sí. ¡Cualquiera sabe!»

Otra vez se interrumpen aquí las memorias de Tadeo, y ahora queda el relato definitivamente cortado. El joven secretario no escribiría más hasta la noche en que murió Bocanegra, y en que él mismo iría enseguida a reunirse con su jefe en el otro mundo. Pero esa noche, todavía encontró tiempo, antes de abandonar éste, para dejar redactadas unas cuantas hojas más: las últimas.

XXVI

Durante mi conversación con tía Loreto, de la que adelanté ya alguna noticia, hubo de quedar flotando en el aire, como quizás se recuerde, un pequeño problema de novela detectivesca, cuya clave por rara ventura poseo. El problema era éste: doña Concha, la Presidenta comunica a su amiga íntima y pariente mía que Tadeo acaba de asesinar a Bocanegra; pero sólo después de formulado este anuncio suena el disparo que había de dejarnos huérfanos de Presidente… ¿Eh? Si me propusiera yo escribir esa novela de misterio, desplegaría toda una serie de hipótesis ingeniosas, como posibles soluciones alternativas, antes de resolverme a ofrecer la verdadera a la voracidad del curioso lector; pero como no se trata aquí de novelas más o menos entretenidas, sino de establecer los hechos históricos, debo apresurarme a informarlo, mediante documentos fidedignos, escuetamente, de lo que en verdad aconteció.

Decía que he llegado a saberlo por una venturosa casualidad. Ni yo ni nadie hubiera conocido nunca el detalle íntimo del drama, si el propio traidor no se encarga de consignarlo por escrito con destino a la posteridad, de la que yo me estoy haciendo ministro. La noche misma del crimen, y mientras se aproximaba el desenlace -¡increíble aplicación literaria la de nuestro cumplido secretario de la Presidencia!-, solito en el silencio de su oficina, garrapateaba el joven Tadeo, acuciosamente, páginas que debían quedar sueltas sobre su mesa, y que esa rara casualidad, cuyo nombre propio mencionaré luego, se encargó de traer a mis manos pecadoras, juntas con todo el resto del manuscrito, tan explotado por mí para la preparación de este trabajo.

«Consummatum est! [175] -clama Tadeo al comienzo de sus páginas postreras. Y aclara-: Ya todo está hecho; no tiene remedio. La recepción, tan brillante como de costumbre, ha terminado; se han retirado a sus casas los invitados, dignatarios diversos, civiles y militares, miembros del cuerpo diplomático, escritores, hermosas damas y apuestos caballeros; y, enseguida, casi de repente, el silencio ha inundado el Palacio, y la ciudad entera. Con la sangre cargada de alcohol y de cansancio, cada cual por su lado, duermen ahora todos en el olvido de cotidianas miserias, afanes y temores.

»Todos, menos yo. Sólo yo, aquí, velo, porque sólo yo sé qué día tremendo será el de mañana. Los periodistas mismos, después de entregar a la imprenta su habitual reseña melosa de la fiesta, descansan tan tranquilos, sin sospechar el ajetreo, la áspera sensación que la próxima jornada les reserva. Pero yo, que estoy al tanto, espero.

»Y ella también. También ella, simulando el sueño, aguarda, entornados los ojos, al lado suyo, hasta que el corpachón dormido y abotargado de Bocanegra empiece a agitarse en los estertores de la muerte [176] que con tanto cuidado le ha preparado la mano amantísima de su cónyuge, y que yo, su secretario particular, su protegido, su hombre de confianza, le he servido disuelta en la bebida.

»Sí, ya se habrá quedado satisfecha ella: cumplido está lo que tanto anhelaba. Y la cosa ha sido, por cierto, muy fácil; en eso tenía razón; hasta demasiado fácil: una vez agregado el líquido (líquido por fin, no polvos) a la garrafa de su aguardiente, él mismo se administraría las sucesivas tomas al reclamarme con la mirada -según su costumbre- un vaso tras otro. Y él mismo declaró por último que la dosis había sido más que suficiente cuando -también según costumbre vieja- empezó a dar señales de pesadez en los párpados, en la lengua, en la mano, esas señales consabidas, a cuyo toque de retreta obedecían siempre los convidados, y algunos de ellos con diligencia tanta que hasta se marchaban sin despedirse del anfitrión, considerando ocioso, o incluso impertinente en su estado, cumplir el mundano requisito. No imaginarían anoche esos comedidos que desperdiciaban así su última oportunidad de estrechar la mano al Presidente Bocanegra. Yo, por mi parte, lo acompañé a su cuarto como quien…

»¡Ay! Si esa mujer leyera mis pensamientos, de seguro se reía de mí. Y ¿no los adivina acaso? Me parece oírla, oír su tono burlesco: ¡Mandria! Con ella no hay quien pueda. ¿Cómo será capaz esa fiera, me pregunto yo, de mantenerse ahí agazapada junto a su víctima, aguardando a ver si los efectos del líquido son tan infalibles como le han prometido?… Bueno; yo, por mí, ya hice mi parte, y ahora sólo me toca esperar. Hasta que ella no dé el grito de alarma convenido para poner en movimiento la tramoya y comenzar la farsa, tengo que estarme aquí. Pero ¡qué largo se hace el tiempo! ¡Qué lentos son los minutos, qué perezoso el reloj en las horas de la noche! A lo mejor, la han engañado, le han vendido acqua fontis en lugar de veneno [177], y mañana la carcajada va a ser homérica [178]. Aunque lo dudo: ¿engañarla a ella? No. Lo que puede haber ocurrido es que también ella le tenga miedo a lo mucho que falta por hacer, y se esté concediendo un respiro; y todavía no se anima a levantar el telón. En el fondo, nadie es tan fuerte como pretende; y acaso en estos momentos está ella sentada junto al cadáver, o parada en la puerta, sin atreverse a desencadenar la acción que con tanto cuidado ha previsto. Por otro lado, quién sabe si Bocanegra habrá pasado, o pasará, directamente del sueño de la borrachera al de la muerte, o si, a pesar de lo que aseguran, una agonía cruel…»

Aquí, a mitad de página, se corta en seco la divagación de Tadeo [179]. Los puntos suspensivos soy yo quien los ha añadido; en el manuscrito no figuran; esa hoja se quedó sin terminar. En cambio, otra hoja aparte acude a explicarnos después -¡bajo tales circunstancias y en aquellos momentos: singular manía!- todo lo que a continuación había ocurrido. Había ocurrido que, en lugar de los gritos convenidos y esperados, mediante los cuales debía ella alborotar el Palacio pidiendo socorro tan pronto se resolviera a descubrir la muerte, supuestamente repentina, de su marido, lo que Tadeo oyó, lo que sacó a Tadeo de sus morosas reflexiones, fue el timbre que Bocanegra tenía instalado en su mesilla de noche para, desde su cuarto, llamar al secretario cuando se le antojara. No hay que decir con qué inmenso sobresalto éste, que ya lo daba por muerto, sentiría la llamada de su jefe: una llamada de ultratumba. Aunque reflexionó de inmediato que era ella; que ella, Concha, y no Bocanegra mismo, tenía que ser quien desde allí oprimiera el botón; y en esta confianza acudió enseguida para ver qué pasaba…

No; ni era manía, ni tampoco una pueril preocupación literaria, que, en la ocasión, hubiera resultado demasiado inconcebible, sino que el joven Requena, sospechándose cogido en una trampa de la que tal vez su instinto le había prevenido aunque en vano, quiso, a todo evento, dejar esas líneas donde constan de su puño y letra los hechos decisivos, con lo cual, si su aprensión resultaba cierta, podrían servir de prueba acusadora contra su cómplice, y vengarlo.

La aparición oportuna de esos papeles explotaría como una bomba llegado el momento. Que fueran a caer, como cayeron, en poder de quien los detentaría medrosamente hasta pasármelos a mí, era algo imprevisible, y que en manera alguna invalida sus cálculos, correctos en principio. De todos modos, y aunque ya no haya lugar a darles curso procesal en los tribunales de justicia -pues ¡buenas están las cosas para lindezas tales!-, prestarán al menos testimonio ante el más alto tribunal de la Historia; y, por su parte, la Historia misma lo ha vengado ya sin necesidad de ellos.

«A toda prisa acudí al dormitorio del Presidente -concluye Tadeo su relato-; pero, en vez de encontrarme allí a Concha, como no dudaba que la encontraría, pues estaba seguro de que era ella quien por alguna razón me llamaba, con quien me enfrenté fue con el propio Bocanegra, visión mortal, medio incorporado en la cama. Sentí que mi expresión se ponía tan cadavérica como la suya: me quedé pasmado, en el marco de la puerta. Muy despacio, muy bajito, fatigosamente, pero sin quitarme de encima aquellos ojos, me dijo: -Ella misma, ¿sabes?; ella misma me lo ha contado todo. Me lo ha contado no más para que, antes de reventar, ¿sabes?, pueda llevárteme por delante. -Se detuvo a tomar aliento, y agregó, ronco: -Pero yo no voy a matarte, no. ¡Vive, desgraciado! -Rebuscó bajo la almohada arañando la sábana con sus uñas sucias, agarró ávidamente la pistola y me la tiró con asco. Yo la alcancé en el aire. La contemplé un momento, alcé otra vez los ojos, y enseguida (ni sé siquiera cómo me vino la idea; quizás para librarme de su mirada) le encajé un tiro. Su cabeza golpeó contra la pared. Y yo entonces me volví hacia el pasillo, esperando que Concha -¿dónde se habría metido ésa…?- apareciera por fin al ruido del pistoletazo.

»Pero no apareció. Ni tampoco voy a buscarla ahora; ¿para qué?; ya no tiene objeto. Me vuelvo a mi oficina, y dejo en este papel noticia de lo sucedido, cosa de que el cuento no quede descabalado. Mi disparo, después de todo, no ha hecho más que precipitar la muerte que ya Bocanegra tenía dentro del cuerpo; quizás, ahorrarle sufrimientos; despenarlo.»

Éstas son las últimas palabras que Tadeo Requena escribió. El resto del cuento, como él lo llama (los cuentos de la realidad quedan descabalados siempre), se conoce, y sólo a medias, por diversas fuentes complementarias. Algunos datos me ofreció, recuérdese, mi tía Loreto. Y ahí está todavía Pancho Cortina que, si le diera la gana, podría ilustrar hasta el menor detalle de los muchos que faltan. Se sabe, por ejemplo, que doña Concha lo llamó por teléfono, aunque se ignora lo que previamente tuvieran tramado ambos; se sabe que acudió él, dejando abajo a sus guardaespaldas; se ignora por qué. Se ignora lo que hizo arriba hasta encontrar a Tadeo; se ignoran las palabras que entre ellos se cruzaran, si las hubo; se sabe, sí, que el otro no pensó o quizás no tuvo tiempo de defenderse…

XXVII

Pero ya va siendo hora de revelar quién me proporcionó ese manuscrito de Tadeo Requena, pieza maestra de la presente historia. Fue Sobrarbe, el oficial administrativo que trabajaba a sus inmediatas órdenes en la Secretaría particular de la Presidencia. Sobrarbe, sencillamente; y en esto, como se verá enseguida, no hay misterio alguno.

Conviene aclarar por de pronto -aunque tales circunstancias de índole doméstica y privada carezcan en sí de importancia- que Sobrarbe se hospeda en la misma pensión donde yo vivo desde hace ya quién sabe cuánto tiempo: la Pensión Mariquita (y bien que este nombre le encaja al tal Sobrarbe, dicho sea entre paréntesis); una casa, por lo demás, acreditada, bastante aceptable, en realidad, para lo que suelen ser las pensiones, y que a mí me conviene por más de una razón: en primer lugar, porque ahí tengo una pieza en la planta baja, contigua al comedor, lo cual me resulta, no sólo cómodo, sino casi indispensable dadas mis condiciones físicas, con el sillón de ruedas y demás impedimenta; luego, porque está situada en lugar céntrico, a dos pasos del café de La Aurora; y en fin, porque me tienen consideración en el precio, habida cuenta de mi antigüedad, y no me ahogan si alguna vez he tenido que retrasarme en los pagos… También Sobrarbe, soltero et pour cause (si bien muy distinta de la mía) [180], es allí uno de los huéspedes inmemoriales. Y aunque, a pesar de ello, nuestra relación no había pasado jamás de los corrientes y obligados buenos días, buenas noches, más alguna que otra parrafada muy de cuando en cuando (sin perjuicio, como es inevitable, de estar recíprocamente al tanto de nuestra vida y milagros respectivos), ahora, en los tiempos azarosos que vivimos, se abandonan más los formalismos, se acortan las distancias y la gente se acerca, para bien o para mal; y así ocurrió con Sobrarbe, quien, al enterarse de que mantengo trato frecuente -los rumores, que yo nunca desmiento, pretenden calificarlo de íntimo- con el viejo Olóriz, cuya imprecisa importancia, o influencia, dentro de la política actual, no deja tampoco de susurrarse, vino, entonces y no antes, a confiárseme en la cuestión del manuscrito.

Yo, por supuesto, lo acogí encantado, sin transparentar mi sorpresa ni mi interés; pero eso sí, que se dejara de pamplinas: ¡bueno soy yo para que quiera nadie contarme cuentos de hadas! Al fin, Sobrarbe es un inocente, y no me costó gran trabajo hacerle largar cuanto traía en el buche. Se reduce a esto: que, habiendo encontrado, desparramadas sobre la mesa de su jefe, y leído -¡cómo no!-, las hojas escritas a última hora por Tadeo, decidió, en vista de su asombroso contenido y del contexto general de la situación, incautarse de esos papeles comprometedores; ítem más: arramblar de paso con el mamotreto que no tardaría mucho en descubrir dentro de la gaveta. Había llegado allí tan campante, orondo, feliz y contento como cada mañana; y, aunque algo inusitado notó ya al atravesar el patio, sólo arriba supo, y lo supo de labios de un ujier, todo lo que había ocurrido, con su enorme gravedad: que, en las altas horas de la madrugada, el señor Requena le había pegado un tiro a Su Excelencia estando éste en la cama -y Sobrarbe subrayaba con su mirada maliciosa las implicaciones atribuidas por él al lugar y hora [181]-; a raíz de lo cual, el coronel Cortina, quien, muy oportunamente, había caído también allí como llovido del cielo, despachó en dirección opuesta al asesino, acribillándolo a balazos. (Todavía podían verse ahí, en efecto, las manchas de sangre.) De manera que en aquel momento había en la casa dos cadáveres, por falta de uno; y a poco son tres: pues por su parte el coronel Cortina se había roto el coco al bajar las escaleras, y privado de conocimiento se lo llevaron en busca de primeros auxilios. -Imagínese, señor Pinedo, el desorden que había en Palacio… Pero no vaya a creerse: cuando digo desorden no quiero dar a entender barullo, ni gritos, ni prisas; nada de eso, sino más bien desorden moral: una especie de estupefacción, un desconcierto y un pánico que se manifestaba en forma negativa: mucho silencio, mucha cautela, disimulo… La misma Presidenta (es natural, pobre señora, tras de tantísima desgracia), parece que no daba pie con bola… Entonces yo -prosiguió Sobrarbe- me prendí al teléfono como el tierno recental a la ubre materna para avisar a mis dos compañeras de oficina, imponerlas de lo ocurrido y recomendarles que si no querían, no vinieran, pues aquello iba a resultar un poquito fuerte para sus delicados nervios; vinieron, claro está; la curiosidad pudo más; pero entre tanto yo, que ya antes (y no por curiosidad sino por sentimiento del deber) había inspeccionado la mesa de mi recién extinto superior jerárquico [182], y casi me caigo de espaldas, señor Pinedo, se lo juro, cuando leo… Bueno, en vista de aquella barbaridad, escondí, raudo, esos papeles y me puse a rebuscar los cajones de su mesa (sin necesidad de forzar cerraduras, pues la llave estaba puesta), hasta dar por fin con este montón de pliegos en cuya escritura trabajaba él siempre cual hormiguita hacendosa, sin que yo hubiera conseguido jamás echarles un vistazo, y me creí en el caso de poner a salvo… -Con los demás recuerditos de Tadeo -completé yo, sonriendo.

No esperaba, la verdad, que mi lance tendría tan fulminante resultado. Sobrarbe enrojeció, el muy incauto, hasta las cejas, y me echó una mirada de espanto, como el ratero a quien sorprenden en plena operación; calló un momento, sin saber qué decirse, y luego retribuyó mi risita aviesa con otra, falsona y cómplice. Pero ¡que no esperara ya escaparse de entre mis garras! Quieras que no, medio titubeando, le saqué del cuerpo su pillería; tuvo que confesármelo: entre otras cosas de poca monta, Requena guardaba en su oficina, dentro de preciosa cajita metálica, cierta suma de dinero, una bonita cantidad, sus ahorros probablemente (qué no iba a ahorrar, con la vida de fraile que llevaba, recluido en Palacio, a mesa y mantel: sus sueldos casi completos), y el muy palurdo los juntaba ahí, en billetes, acumulados uno sobre otro, de cuyo depósito Sobrarbe se había declarado a sí mismo con celosa diligencia heredero universal y beneficiario único, si bien ahora se mostraba dispuesto -¡conmovedor desprendimiento!- a transferírmelo, en unión de los manuscritos, pues todo ello lo había retenido sólo por motivos de elemental seguridad y con el ánimo de evitar que pudiera extraviarse. Por lo tanto, a mi juicio se sometía; que yo decidiera. Después de todo, el señor Requena no tenía, al parecer, parientes, ni tampoco amigos; así es que…

Ante confesión tan general, le otorgué a Sobrarbe indulgencia plenaria. Para él era un compromiso poseer tales cosas -digo, los manuscritos-, y en cuanto al dinero, que por su naturaleza resulta difícil de identificar, sobre todo si se lo maneja con prudencia, podríamos siempre hallar una solución adecuada a las circunstancias del caso y a los tiempos que corren. Lo importante ahora eran los papeles. Se quedó muy contento de entregármelos a mí, y, supongo, espero que entendió cuánto le convenía ser discreto; aunque con personajes de esa calaña nunca se está demasiado seguro.

XXVIII

¿Hasta qué punto interviene el factor azar en la Historia? [183]. He aquí un lindo tema de disertación académica, el enunciado para la tesis doctoral de un graduado en Filosofía y Letras. Su cuestión podría conectarse enseguida con el papel atribuido a la nariz de Cleopatra [184], con el concepto de Fortuna en el Renacimiento, y con ese misterioso quid al que en la vida cotidiana de cada uno llamamos suerte, su buena o su mala suerte, y que, dígase lo que se quiera, en cuanto a existir, ¡vaya si existe!

Pero éste sería más bien asunto para filósofos de la Historia, no tanto para un modesto historiador. El historiador recoge los sucesos tal cual se los encuentra, y ¡adelante! Con tal que de alguna manera influyan en el curso general de los acontecimientos, no tiene por qué meterse a averiguar si son imputables a Dios o al diablo… Suerte, casualidad, o acaso que el Inconsciente, al que hoy todo se le achaca, quisiera jugarle esa mala pasada, lo cierto es que la caída de nuestro elegante coronelito, rodando escaleras abajo después de haber ultimado a Tadeo, jugó papel muy decisivo en la historia de nuestro país. En presencia de esa cabeza rota, estaría justificado el cronista que se permitiera una parrafada más o menos lírica, elegiaca, acerca de la suerte ciega o, si lo prefería así, pues esto va en gustos, acerca de los inescrutables designios de la Providencia Divina. De cualquier modo, el hecho -y yo a los hechos me remito- es que este accidente merece bien el calificativo de fatal, y el de funesto. Estuviera o no Pancho Cortina complicado en las intrigas de la Primera Dama, lo cierto es que, dada la posición a que ya había llegado, con todas las fuerzas del orden público en un puño, y para colmo prestigiado ahora como un ángel vengador del Presidente, ¿quién podía toserle? Él era a todas luces, y aunque detrás no hubiera maquinación alguna, el arbitro indisputado de la situación y, con toda seguridad, el sucesor de Bocanegra al frente del Estado.

Así, pues, tras de haber exterminado con su rayo de la muerte al traidor Requena, nuestro héroe se apresuraba escaleras abajo, corriendo alegremente en pos del que sin duda alguna consideraba su inequívoco y brillantísimo destino, cuando su precipitación misma le hizo precipitarse de cabeza [185]: resbaló, rodó… y al otro día volvió en sí de la conmoción cerebral sufrida para encontrarse en una cama del hospital, o, más exactamente, de la pequeña enfermería en Prisiones Militares, donde -con todos los honores y consideraciones de su grado, eso sí- estaba detenido e incomunicado por superior disposición.

¿Por superior disposición? ¿Qué significaba eso? Claro está que, al principio, no entendía nada; ¿cómo iba a entender? No podía imaginarse siquiera que, mientras él flotaba en el limbo, se había constituido una Junta de Defensa del Pueblo integrada por delegaciones de las clases de tropa, y que, por último, a toda prisa, acababa de asumir el mando supremo, en representación de las Fuerzas Armadas, un triunvirato de sargentos. Que uno de ellos fuera su propio subordinado, el sargento mayor Falo Alberto, del primer escuadrón de la Policía Montada, fue cosa que, sin duda, debió dejar a Pancho Cortina cavilando entre sus algodones y vendajes…

Aunque asombrosos, estos sucesos no resultan oscuros, sin embargo, ni en su génesis, ni en su manifestación, ni en su proceso: el historiador posee todos los datos para, llegada la oportunidad, organizados dentro de un relato congruente y claro, desde la tormentosa sesión del gabinete, espontáneamente reunido en Palacio al cundir la noticia del asesinato de Bocanegra, hasta el momento presente: la disputa surgida en aquella reunión ministerial de emergencia, con secuela de insultos, bofetadas y puñetazos entre los miembros del gobierno a consecuencia de la rivalidad siempre latente hasta entonces en su seno entre los subsecretarios de Infantería y de Aviación; el escándalo indescriptible; las amenazas más o menos públicas y el conflicto armado; los esfuerzos mediadores del Arzobispo, maniobrando para restituir las aguas a su cauce o, según versiones maliciosas, para llevarlas a su molino; los actos de violencia que, de modo esporádico, empezaron a surgir; la insubordinación de los cuarteles, con el increíble espectáculo de desconcierto e impotencia de la oficialidad; en fin, la proclamación del estado de guerra por decreto del directorio o triunvirato que las clases de tropa habían puesto al frente de su famosa Junta de Defensa del Pueblo…

Ése fue el despertar de Pancho Cortina: detenido e incomunicado por superior disposición del tal Falo Alberto, y de otros dos sargentos perfectamente desconocidos: Tacho Salpicón y La Bestia. De modo que, mi coronel, ¡a cicatrizar con paciencia! Y, sobre todo, joven, ¡a no moverse! Moverse es peligroso en su estado…

XXIX

Pancho Cortina no es hombre de mucha paciencia, ni puede creerse que se quedará quieto por demasiado tiempo. Tanto más que, en la situación a que hemos llegado, cuantos alientan en alguna medida esperanzas razonables -y mientras hay vida, hay esperanzas- tiene que cifrarlas, siquiera sea por exclusión, en esta figura, ya desde antes prometedora, o amenazadora y temible si se quiere; pero ¿hay acaso tanto donde elegir? Así, pues, en el curso de mi conversación con Loreto…

El relato de esa conversación se me quedó entonces por la mitad, y no voy a volver ahora sobre él, porque eso sería el cuento de nunca acabar. De otra parte, repasando mi escrito me percato de que, a fin de cuentas, no he conseguido reflejar con fidelidad sus términos. Ni quizás podría conseguirlo por más que me esfuerce: entre las infinitas cosas que la buena señora deja caer en su charla con esa manera tontona, insustancial y deslavazada que le es propia, yo, inevitablemente, selecciono siempre, según mi peculiar interés, tan sólo aquello que tiene alguna punta; con lo cual parecería -y no es cierto- que mi parienta política fuera persona de relativa agudeza, y que sus apreciaciones comportaran más intención de la que ella es capaz de darles. Mejor será, por esto, limitarme a extraer, si acaso, el resultado de mis sondeos, averiguaciones o investigaciones de historiador, prescindiendo de las palabras vagas en que vinieron envueltos [186].

Después de todo, esto que hago aquí no es sino mera colecta de datos, sobre cuya base podrá levantarse luego el edificio histórico que planeo.

Retendré, pues, y consignaré, abreviado, lo que para tal finalidad importa, y en particular lo relacionado con dos personalidades que desempeñaron, desempeñan y quizás desempeñarán papeles de primer plano en la tragedia de nuestro país [187] -me refiero, concretamente, a este Pancho Cortina, y al viejo Olóriz.

Respecto del primero, la actitud de doña Loreto es casi por completo negativa: rezuma antipatía. ¿Por qué? Pues, si no estoy muy equivocado, por contagio de mi tío Antenor, quien no dejaría en vida de haber transparentado -él era transparente- algunos sentimientos de recelo y despecho -muy justificados, desde luego- ante la carrera demasiado rápida del joven parvenú [188]. Parecería que las cónyuges, aun aquellas que de otras cosas no entienden ni les importa, eso en cambio lo huelen de inmediato, pues se apresuran a tomar posición, muchas veces a ultranza y con indiscreto exceso; y asombra la cerrada solidaridad que en tal punto establecen con su marido mujeres que por lo demás les son desafectas y aun hostiles. No diría yo que fuera éste el caso de Loreto con mi tío Antenor, pero ¿por qué detesta así a Cortina? El despecho y el recelo del difunto estaban, como digo, harto justificados; pero tampoco tenía él demasiada viveza de carácter, ni desde luego la bastante imaginación, para anticipar los sinsabores que la muerte vino oportunamente a ahorrarle. En realidad, uno de ellos, y no minúsculo, fue lo que se la produjo; las memorias de Tadeo ilustran sobre el caso: por ellas sabemos el disgusto enorme que a mi pobre tío le ocasionó la incalificable desconsideración del Presidente decretando el ascenso de su paniaguado sin tan siquiera haberse tomado la molestia de advertir a quien, después de todo, era el ministro de la Guerra. Antenor reventó, como quien dice, del puro berrinche. Y mayores le esperaban, si no se despide a tiempo de esta perra vida. Ya se vio cómo, apenas fallecido el general Malagarriga, en lugar de sustituirlo en la cartera de Guerra, dividió Bocanegra el Ministerio en tres Subsecretarías independientes, confiadas a sendos coroneles de las respectivas armas, y todavía creó otra Subsecretaría -independiente también: la Subsecretaría de Orden Público- para Pancho Cortina… ¿Quién no iba a darse cuenta del camino que las cosas llevaban? No sugiero, ni por mientes, que Loreto se diera cuenta; pero las mujeres todas tienen un olfato muy fino para detectar la fase de pugna personal en cualquier proceso; de modo que, sin saber a punto fijo el motivo, bastaría la preocupación de Antenor para que ella decidiera abominar a Pancho.

– A Pancho, yo estoy casi seguro, tía Loreto, de que doña Concha se lo tenía también conchabado de alguna manera que a lo mejor ni usted misma conoce. Esa llamada telefónica con palabras medio envueltas ¿no es ya bastante sospechosa? Luego, está el hecho bien extraño de que el disparo de Tadeo sonara después de haber anunciado ella el asesinato… En fin, no me gustaría hacer juicios temerarios, pero tampoco pondría la mano al fuego… ¿Quién dice que esa desdichada señora, aterrorizada tal vez con los mensajes de ultratumba, no armó ella misma la trampa en que fueron cayendo todos, uno tras otro, e incluso… -sugerí para, al excitar su animadversión y su amor propio, hacerle que hablara.

No rechazó de plano mi insinuación, pero la ofendía, visiblemente, el supuesto de que ella pudiera ignorar algo; la ofendía, tanto más al tener que admitir… En fin, las arruguitas de su boca embadurnada trazaron una mueca de reproche retrospectivo hacia su íntima amiga.

– Era tremenda Concha -reconoció. Pero no pude sacarle otra cosa, quizás porque en efecto se le habían escapado las mejores.

Como recurso postrero, le planteé con toda sinceridad:

– Vea: mi teoría es que doña Concha, fuera de tino, repito, con el susto que los espíritus le habían metido en el cuerpo, resolvió, ya a la desesperada, acabar de una vez con el marido y con el amante, con Bocanegra y con Tadeo; y a tal fin negoció un contubernio con Pancho Cortina, que es un desalmado, para que éste se alzara con el santo y le dejara a ella siquiera parte de la limosna [189]. ¿Qué le parece, tía Loreto?

Loreto me miró con los ojos atónitos, y meneó la cabeza. Jamás le había pasado por ella cosa semejante. Bueno, ¿a qué insistir sobre el punto? Continué:

– De modo que si no es por la casualidad de que el diablo se enredó en su propio rabo; o sea de que Pancho rodó escaleras abajo y se partió el coco, ahora sería él, a lo mejor, el Primer Damo de la República [190].

Le eché una mirada, espiando su reacción; pero la reacción fue nula. De modo que, en vez de mencionar, como traía pensado, el rumor corriente ya -hasta Sobrarbe lo conocía- de que uno de los triunviros, el sargento Falo Alberto, le había lanzado un cable a su antiguo jefe, aún hospitalizado, y de que estaban ambos en recados y tratos secretos, pasé adelante, y proseguí:

– Tendríamos un dictador quizás, en lugar de la Junta que hoy nos gobierna -agregando-: Más vale así, ¿verdad, tía Loreto?, para nosotros. Siempre es una garantía que los miembros del Triunvirato sepan escuchar a personas de seso y de experiencia, como por ejemplo nuestro señor Olóriz.

Ella sonrió. Ya estábamos sobre el tema. Al comienzo de mi visita había tenido yo buen cuidado de recalcarle que era el viejo Olóriz quien me había proporcionado sus señas actuales o, mejor dicho, el número de su teléfono. Ahora, asumí un aire meditabundo, y reflexioné con morosidad: ¡Qué vueltas tiene la vida, a veces, tan extrañas! ¡Pensar que un hombre pueda alcanzar la edad provecta sin que las circunstancias le hayan brindado jamás su verdadera oportunidad; pasarse la existencia entera trampeando, sin poder desplegar sus magníficas facultades innatas, para que luego, muy a deshora, cuando ya apenas si puede disfrutar de ello ni casi moverse de su asiento, venga a caerle de pronto entre las manos un poder tan desmesurado como el que ahora detenta el señor Olóriz!

Mi reflexión no era improvisada, ni tampoco fingida, si se quita la modulación particular que uno imprime a sus pensamientos en atención a la persona con quien habla. Era sincero, pues la verdad es que nunca se sabe; nunca sabe uno nada, ni de los demás, ni siquiera de sí mismo. Puesto en tal o cual coyuntura, cualquiera es capaz de darle una sorpresa al lucero del alba. ¿Quién hubiera pensado que este inmundo carcamal, este venerable anciano, el señor Olóriz, desde su butaca de valetudinario iba a estar en condiciones un día de divertirse jugando así con la suerte ajena?… Aunque sea volver al tema de la suerte -la de él, la de los demás, y la de todos-: es evidente que si a Pancho Cortina no se le ocurre caerse escaleras abajo, a esta hora su sonrisa de dentífrico luciría en el marco de los retratos oficiales en lugar de la mirada bocanegresca que aún pende, interina, en el testero de muchas oficinas públicas, aunque haya desaparecido ya casi por completo de mercados, tiendas y bares. Y el viejo Olóriz continuaría entregado a su oscura profesión, ahí en los fondos de su casa, tal cual yo lo había conocido tiempo atrás, y como lo conocieron también cada uno de los tres orangutanes que integran hoy el Directorio o Triunvirato: frotándose las manos de gusto y de maña, muy complacido en mangonear esa turbia provincia subterránea de los Servicios especiales, que le proporcionaba dinero y otras satisfacciones menos conmensurables; pero insignificante después de todo; un sujeto anodino, despreciable para muchos; a lo sumo, pintoresco y un poco irritante, pero nada más. ¡Y éste es el hombre terrible de cuya boca desdentada, de cuyos labios flojos, de cuya lengua vacilante, de cuyo cerebro turbado cuelga hoy el destino de todos nosotros!

Esperaba yo que su sobrina, mi tía Loreto, cuya influencia lo había colocado al comienzo del régimen en un puesto que tan estratégico iba a resultarle, ofrecería ahora a mi voraz curiosidad de historiador algún dato, algún antecedente, un rasgo retrospectivo siquiera, que iluminara el hecho tan inesperado de su tardía vocación de poder. Pero ella no quiso; se mostró reticente.

– Yo no veo que ese poder sea tan grande, Pinedo -respondió con ingenuidad a las ponderativas reflexiones que yo había avanzado.

¿Se hacía la tonta? O quizás era que ni aun ella medía la magnitud de la siniestra influencia desplegada a la chita callando por su pariente. A lo mejor, si a él mismo se le pudiera plantear semejante cuestión, se mostraría sorprendidísimo: ¿qué poder? Era verdad: había ayudado a los bisoños gobernantes del pueblo con algún consejo que ellos estimaron en más de lo que valía; la casualidad quiso que fueran antiguos «clientes» suyos, y que se fiaran de él, reconociéndole una autoridad sólo debida a sus muchos años. Y luego, pasadas las jornadas primeras tras de la muerte de Bocanegra, en las cuales el desorden revolucionario cubría, amparaba y cohonestaba la satisfacción de los más impacientes rencores, cuando ya la violencia entró en las vías de la costumbre, ¿qué de extraño tiene que, por virtud de la costumbre misma, la oficina de Olóriz se convirtiera en cuartel general del asesinato organizado? Si la función crea el órgano, también el órgano puede crear la función [191]… Por lo demás, el viejo nunca había abandonado su actitud reticente de esfinge decrépita; nunca se estiraba a dar órdenes, y en eso residía precisamente el secreto de su arte; quizás aquellos famosos consejos tampoco habían pasado de ser ambiguas y malvadas insinuaciones: no sé. Pero en este otro asunto específico de la seguridad pública sé muy bien, en cambio, que, como un hurón en su cueva, aguarda él que vayan a buscarlo, a sonsacarle nombres, a arrancarle sugestiones; y sólo después de muy rogado se aventura a expresar cuan prudente sería, en circunstancias tan delicadas como las actuales, no perder de vista a zutano, o a mengano. Con lo cual basta para que, a la mañana siguiente, ya mengano y zutano hayan dejado para siempre de constituir objeto de preocupación pública… Es un deporte, una cacería, casi un vicio… ¿Qué le importa al tirador la congoja de la pieza? La cuestión es tener piezas sobre qué ejercitarse; nada más. Hasta he podido presenciar un día que la crapulosa esfinge susurraba el nombre de cierto comerciante fallecido hacía dos o tres años; y al darse cuenta por la estupefacción de quienes aguardaban su sentencia y comprender que había flaqueado, protestó que él estaba demasiado viejo, y no sabía lo que se decía, y se había confundido, y equivocaba los nombres; que por favor no le hicieran caso, pues a quien había querido aludir, claro está, era a fulano, el cuñado del otro; no, no -rectificó todavía-, a mengano, su hijo; no me hagan caso; ¡ay!, no me pregunten, ya estoy demasiado viejo… ¡Con tanto mayor celo obedecen entonces sus indicaciones y siguen sus caprichosos rastros!

En estas condiciones, ¿cómo no comprender, y perdonar -pues la necesidad carece de ley-, que cada cual, si no encuentra modo mejor de proteger su pellejo, trate de disimularse entre la jauría, en evitación de que, un día u otro, a falta de más apetecibles piezas…?

XXX

– ¡Ay de mí! ¡Ay de mis proyectos, de mis glorias de historiador! ¡Pinedito infeliz! ¡Cuántas ilusiones vanas te hacías! Y ¿sobre qué base? Castillo de naipes: ahora, todo se viene a tierra; todo se acabó. Despídete; no tienes remedio.

Hasta hoy, aun viviendo en medio de tantos horrores, los peligros que amenazan a uno eran en cierto modo imprecisos. También en épocas normales vive uno tan tranquilo, no obstante saber que la muerte lo aguarda, y quizás a la vuelta de la esquina. Pero ahora ya es diferente. Ahora, ya conozco cuál es mi cáncer, qué pistola me apunta. Por sorpresa, me lo ha mostrado el viejo Olóriz. Después de una larga conversación a solas, durante la cual me pareció encontrarlo especialmente afable, y desde luego muy interesado en mis opiniones y noticias, de pronto, cuando me disponía a despedirme, deja caer, como quien no le da importancia alguna:

– Oye, Pinedo, dime una cosa -así, tan hipócrita, como si de repente se acordara-, dime: ¿qué documentos son esos que tú te agencias? Me he enterado de que andas a la caza de datos que nada te interesan. ¿A quién le vendes tú esos papeles?, dime. Porque tú tienes mucho dinero.

Sentí que el suelo vacilaba, que las paredes y el techo me daban vueltas. Sólo pensé: ¡Sobrarbe! Tan de improviso me tomó aquello que no supe reaccionar con inteligencia, contestarle con naturalidad, mantenerme sereno. Hubiera debido decirle, sencillamente, la verdad; y se la dije, claro; pero después de haberme azorado como un imbécil, y de ofrecerle un espectáculo aflictivo. Luego, el muy ladino asentía a mis explicaciones con movimientos de cabeza, mientras sus ojuelos disimulados lagrimeaban de la risa. Preferí referirle, ce por be, sinceramente, cuanto había ocurrido; recordé mi necesidad, el pobre estado de mis finanzas en estas circunstancias críticas; le aseguré que el dinero de Tadeo -sobre todo, la parte de él que yo había retenido- era una cantidad ridícula, una verdadera miseria; y, en fin, le prometí llevarle todo, dinero y manuscrito [192], para descargar mi conciencia, y que él dispusiera.

– ¿Yo? -me miraba con ironía aviesa-. No, hijo; yo no.

He regresado a casa con la muerte en el cuerpo [193]; se comprenderá. Y ahora, después de garrapatear estas líneas (¡ya estoy yo como el Tadeo Requena! [194]; pero es que, no siendo fumador, sólo el escribir me ayuda a tranquilizar los nervios); y ahora, más calmado, digo, trataré de concentrarme, reflexionar, y ver lo que hago, dónde me meto, qué se me ocurre.

Una cosa se me ocurrió, y la he puesto en práctica inmediatamente. Pensé primero refugiarme bajo las faldas de mi tía Loreto, pero esto ha sido mucho mejor. De regreso ya, veo que la idea, aunque arriesgada, era magnífica.

Tuve que esperar -¡con cuánta inquietud!- hasta que dieran las dos y media de la madrugada y, entonces, he marcado en el teléfono el número de Olóriz para insinuarle en tono de misterio y mediante cautelosos circunloquios que le debía comunicar algo de importancia suma; algo relacionado con cierto jefe superior, no precisamente, del Ejército, pero sí un alto oficial, ¿me entendía? Bueno; algo cuya urgencia era tal… En fin, señor Olóriz…

El viejo zafado me contestó con mal humor que me dejara de chismes a esas horas; que él nada tenía que ver con todo eso, y que… Lo atajé:

– Perdóneme, señor Olóriz; tiene que ver más de lo que se imagina; y no me haga arriesgarme; le digo que le interesa demasiado. Mire: se trata de una cuestión, ¿cómo le diría?, de vida o muerte. De vida o muerte para usted, ¿me entiende? -Había que tirarse a fondo; si no…

Conseguí alarmarlo; en fin, lo puse sobre ascuas. Y dado que por teléfono era imposible que le dijera más, quedó aguardando con impaciencia, en el porche mismo de su casa, mi sigilosa llegada.

No tuvo que esperar mucho; ni media hora tardé en estar allí.

– ¿Eres tú, Pinedo? -me susurra.

Las ruedas de mi sillón son bien silenciosas. Me acerqué.

– Sí, aquí estoy ya. Pero, vea, señor Olóriz, ahora pienso que a lo mejor lo he asustado por una bobada, no sé; usted mismo juzgará -arrimé mi sillón al suyo-. De todas maneras -agregué-, en los tiempos que corren hay que estar alerta y bien al tanto de todo. -Enseguida, cambiando de tono, exclamé-: ¡Cuidado, cuidado, señor Olóriz! Estése quieto, no se mueva. Inclínese un poquitín, que tiene una avispa en el cuello.

Me entregó la garganta el incauto, y aquello fue cuestión de un instante nada más. Un solo instante; y, sin ruido, su alma canalla se precipitó a los infiernos.

Aún no me explico -la verdad- por qué se me confió así. ¿En tan poco me tenía? Yo había resuelto jugarme el todo por el todo, y la jugada me ha salido bien. Con diligencia, hice girar las ruedas de mi sillón, y acabo de reintegrarme a casa. Mientras recorría las calles todavía oscuras y dormidas, venía muy contento: madrugar es sano, ya me lo decía mi abuela… Ahora, ya estoy a salvo.

¡Pinedito, eres grande! Dentro de pocas horas, cuando se difunda la noticia de que el viejo Olóriz ha amanecido estrangulado en el porche de su casa, la ciudad y el país entero respirarán con alivio, aunque por el momento nadie sospeche de quién ha sido la mano bienhechora y libertadora que le puso el cascabel al gato [195]; cuál es el nombre del ciudadano benemérito a quien algún día deberá levantar una estatua la Nación, reconocida.