En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.

Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.

George Alec Effinger

Un fuego en el Sol

Los niños empiezan amando a sus padres. Después de un tiempo los juzgan. Raras veces los perdonan.

Óscar Wilde El retrato de Dorian Gray

1

Durante varios días viajamos por la autopista de la costa hacia Mauritania, la parte de Argelia en la que nací. En aquella ocasión, a pesar de su letárgico ritmo, el destartalado y viejo autobús nos condujo desde la ciudad hasta un pueblo olvidado de Alá sin siquiera darme tiempo a aprender su nombre. Los siglos transcurren sin cesar, en el mundo árabe llegan y parten sobre el techo de traqueteantes autobuses que tienen más problemas para mantenerse en servicio que los que tenían las grandes recuas de camellos. Recordé cómo eran esos viajes en autobús cuando yo era niño, sentado o de pie en el pasillo con otros cincuenta muchachos y hombres, y unas dos docenas más apiñados sobre el techo. Los autobuses pasaban entonces ante mi casa. Veía cabezas con turbantes, feces o gorros de lana, cabezas con keffiyas blancas o a cuadros. Todos eran hombres. Pensaba preguntárselo a mi padre, cuando lo encontrase.

—Oh padre —le diría—, dime por qué sólo van hombres en el autobús. ¿Dónde están sus mujeres?

Siempre imaginaba que mi padre —yo lo concebía alto y delgado, con una feroz barba oscura, un hombre como un halcón o un águila, en mi fantasía, árabe, aunque mi madre me había dado su palabra de que era francés— se quedaría pensativo mirando hacia el sol radiante, meditando una estudiada respuesta a su joven hijo.

—Oh Marîd, querido —diría él, con una voz profunda y enérgica que nacería del fondo de su garganta como si no empleara los labios para hablar, aunque mi madre me decía que no era en absoluto así—. Marîd, las mujeres irán más tarde. Los hombres enviarán luego por ellas.

—Ah —exclamaría yo.

Mi padre podía penetrar en todos los misterios. Conocía la respuesta correcta a todas mis preguntas. Era más sabio que el caíd de nuestro pueblo, más culto que el hombre cuya cara llenaba los carteles de la pared donde meábamos.

—Padre —le preguntaría—, ¿por qué meamos en la cara de ese hombre?

—Porque es idolatría colocar su rostro en tal cartel, sólo es propio de un sucio callejón como éste y, por tanto, el Profeta, que la bendición de Alá y la paz sean con él, nos diría que lo que hacemos con estas imágenes es justo y honesto.

—Padre… —Yo siempre tendría una nueva pregunta y él la paciencia de un santo. Me sonreiría, me pondría la mano tiernamente sobre la cabeza—. Padre, siempre he deseado preguntarte qué harías si fueras a mear y tuvieras la vejiga tan llena que te explotase sin que pudieras evitarlo, y mientras estuvieras meando, precisamente entonces, el muecín…

Saied me propinó un fuerte golpe en la sien con la palma de la mano.

—¿Te duermes aquí?

Le miré. Todo me deslumbraba. No podía recordar dónde demonios estábamos.

—¿Dónde demonios estamos? —le pregunté.

—Tú eres el del Magreb, el grande y salvaje oeste —resopló—. Dímelo tú.

—¿Hemos llegado ya a Argelia? —No lo creía.

—No, estúpido. Llevo tres horas sentado en este maldito café contemplando las verrugas de ese gordo loco. Se llama Hisham.

—¿Dónde estamos?

—Acabamos de pasar Cartago. Estamos en las afueras del Antiguo Túnez. Escúchame. ¿Cómo se llama el viejo?

—¿Eh? No me acuerdo.

Me golpeó fuerte en la sien derecha con la palma de la otra mano. Llevaba dos noches sin dormir. Estaba algo aturdido. En cualquier caso, él hacía la parte fácil del trabajo: se sentaba en torno a las paradas de autobús, bebía té de menta con los cabecillas locales y maldecía a los bandidos de los cristianos, a los bandidos de los judíos, a los bandidos de los negros idólatras y todo en general, en maldita calma; mientras que para mí quedaban los callejones malolientes y llenos de moscas. No recordaba por qué nos repartimos así el trabajo. Después de todo, se suponía que yo era el jefe, yo había tenido la idea de buscar a esa mujer, era mi viaje y empleábamos mi dinero. Pero Saied se llevó el té de menta y la charla y yo, bueno, no voy a volver sobre lo mismo.

Esperamos el tiempo adecuado. El sol desaparecía tras la muralla occidental, era casi el momento de llamar a la oración del ocaso. Miré a Saied, que dormitaba. Bien, pensé, ahora le sacudiré en la cabeza. Apenas me levanté y di un pasito, cuando abrió los ojos.

—Creo que ya es la hora —dijo bostezando.

Asentí, no tenía nada que decir. Me puse cómodo y Saied Medio Hajj inició su representación.

Saied es un mentiroso por naturaleza, y es un placer verlo en plena actuación. Se había enchufado el módulo de personalidad que más le gustaba: su moddy de los trabajos difíciles, acorazado, el moddy de tipo duro hijo de mala madre. Nadie se metía con Medio Hajj cuando lo llevaba puesto.

De nuevo en casa, en la ciudad, Saied pensaba que ganar dinero era rebajarse. Le gustaba sentarse en los cafés conmigo, Mahmoud y Jacques, todo el día y toda la noche. Su pipiolo, el muchacho americano a quien todos llamaban Abdul-Hassan, salía con hombres maduros y era quien llevaba el dinero a casa para pagar el alquiler. A Saied le gustaba fanfarronear y ceñir su gallebeya con un ancho cinturón de cuero negro, adornado con delgadas tiras de acero y tachuelas. Medio Hajj cuidaba mucho su aspecto.

Consideraba una diversión lo que estaba haciendo en el borde del camino de ese suburbio piojoso. Esperé unos minutos y le seguí, doblé la esquina hasta el café. Me colé en él, desarreglado, sucio, y tomé asiento en un rincón sombrío. El propietario me miró, frunció el ceño y se volvió hacia Saied. Nadie se fijaba en mí. Saied terminaba la coletilla de un chiste que le había oído una docena de veces desde que salimos de la ciudad. Cuando llegó al desenlace, el encargado y los otros cuatro hombres del largo mostrador rompieron a reír. Les agradaba Saied. Sabía gustar a la gente allí donde iba. Ese talento estaba programado en un chip potenciador añadido a su moddy de tipo malo. Con el moddy y los daddy chips apropiados, no importaba dónde hubieras nacido ni dónde te hubieras criado. Podías hacerte con todo tipo de gente, hablar cualquier idioma, y dominar cualquier situación. Tu memoria a corto plazo recibía directamente la información. Podías convertirte literalmente en otra persona, Ramsés II o Buck Rogers en el siglo xxv, hasta que te desconectases el moddy y los daddies.

Saied se comportaba con rudeza y ferocidad, pero también con encanto, si podéis imaginar la mezcla. Observé al propietario agarrar la tetera. Sirvió té en el vaso de Medio Hajj y derramó un poco en el mostrador de madera. Nadie se movió para limpiarlo. Saied levantó el vaso para beber y lo volvió a dejar.

Yaa salaam! —rugió, dando un salto.

—¿Qué sucede, amigo? —preguntó Hisham, el propietario.

—¡Mi anillo! —gritó Saied.

Llevaba un gran anillo de oro, que había estado pasando por las narices del viejo durante dos horas. En el centro tenía un enorme diamante redondo.

—¿Qué pasa con tu anillo?

—¡Míralo tú mismo! ¡La piedra, el diamante, ha desaparecido!

Hisham cogió el nervioso brazo de Saied y vio que, en verdad, había perdido el diamante.

—Debe de haberse caído —dijo el viejo, con la sabiduría popular propia de estos fosilizados andurriales.

—Sí, caído —dijo Saied, sin tranquilizarse lo más mínimo—. Pero ¿dónde?

—¿Lo ves?

Saied realizó una brillante actuación, buscando por el suelo alrededor de su taburete.

—No, estoy seguro de que no está aquí —dijo por fin.

—Entonces, estará en el callejón. Debes de haberlo perdido la última vez que fuiste a mear.

Saied dio un puñetazo en la barra.

—Está oscureciendo y debo coger el autobús.

—Aún te da tiempo a buscarlo —dijo Hisham, sin demasiada convicción.

Medio Hajj se rió sin ganas.

—Una piedra como ésa, que vale cuatro mil dinares tunecinos, parece un fino guijarro entre un millón. Nunca la encontraré a la luz del crepúsculo. ¿Qué voy a hacer?

El viejo se mordió los labios y pensó un instante.

—¿Estás resuelto a tomar el autobús cuando pase? —le preguntó.

—Oh hermano, debo hacerlo. Tengo negocios urgentes.

—Te ayudaré si puedo. Tal vez encuentre tu piedra. Dame tu nombre y dirección, si encuentro el diamante te lo enviaré.

—¡Qué Alá te bendiga a ti y a tu familia! —dijo Saied—. Tengo pocas esperanzas de que lo logres, pero me consuela que hagas lo que puedas. Estoy en deuda contigo. Convendremos una recompensa apropiada.

Hisham miró a Saied entornando los ojos.

—No pido ninguna recompensa —dijo despacio.

—Por supuesto que no, pero insisto en ofrecértela.

—No es necesario que me recompenses. Considero mi deber ayudarte, como hermano musulmán.

—A pesar de todo —prosiguió Saied—, si encuentras la funesta piedra, te daré mil dinares tunecinos para la manutención de tus hijos y el consuelo de tus ancianos padres.

—Sea como desees —dijo Hisham con una pequeña reverencia.

—Vamos —dijo mi amigo—, déjame apuntarte mi dirección.

Mientras Saied apuntaba su nombre en el pedazo de papel, oí el traqueteo del autobús en la parada del exterior del edificio.

—¡Que Alá te conceda un buen viaje! —dijo el viejo.

—¡Y que él te conceda prosperidad y paz! —dijo Saied, apresurándose a subir al autobús.

Esperé unos tres minutos. Ahora era mi turno. Me levanté y di un par de pasos tambaleantes. Tenía grandes problemas para caminar en línea recta. Podía ver como el dueño me miraba con desprecio.

—¿Qué diablos quieres, asqueroso mendigo?

—Un poco de agua.

—¡Agua! ¡Compra algo o lárgate!

—Una vez un hombre preguntó al Mensajero de Dios, que Alá le bendiga, qué era lo más noble que podía hacer un hombre. La respuesta fue: «Dar de beber al sediento». Eso es lo que te pido.

—Pídeselo al Profeta. Estoy ocupado.

Asentí. No esperaba que ese mal bicho me diera de beber gratis.

Me apoyé contra el mostrador y contemplé la pared. El establecimiento no se estaba quieto.

—¿Qué quieres ahora? Te he dicho que te largues.

—Intentaba recordar —dije con obstinación—. Tenía algo que decirte. Ah sí, ya sé.

Busqué en el bolsillo de mis téjanos y saqué una resplandeciente piedra redonda.

—¿No es eso lo que andaba buscando ese hombre? La encontré fuera. ¿Es ésta…?

El viejo intentó arrebatármela de la mano.

—¿Dónde la encontraste? En el callejón, ¿no es cierto? En mi callejón. Luego es mía.

—No, yo la encontré. Es…

—Me dijo que quería que la buscara.

El tendero ya imaginaba en qué iba a gastar el dinero de la recompensa.

—Dijo que te daría dinero por ella.

—Es cierto. Escucha, tengo su dirección. De nada te sirve la piedra sin la dirección.

Lo pensé unos segundos.

—Sí, oh caíd.

—Y de nada me sirve a mí la dirección sin la piedra. Así que ésta es mi oferta: te daré doscientos dinares por ella.

—¿Doscientos? Pero él dijo…

—Dijo que me daría mil. A mí, estúpido borracho. Para ti no tiene ningún valor. Toma los doscientos. ¿Cuánto hace que no tienes doscientos dinares en el bolsillo?

—Mucho tiempo.

—Apuesto a que sí. ¿Entonces?

—Primero dame el dinero.

—Dame la piedra.

—El dinero.

El viejo murmuró algo y se dio media vuelta. Sacó una herrumbrosa lata de café de debajo del mostrador. Contenía un grueso fajo de billetes viejos y gastados. Sacó doscientos dinares.

—Aquí los tienes, y me cago en tu puta madre.

Cogí el dinero y me lo metí en el bolsillo. Luego le di la piedra a Hisham.

—Si te das prisa —dije, farfullando las palabras a pesar de que no había bebido nada, ni ingerido ninguna droga, en todo el día—, todavía lo pescas. El autobús aún no ha salido.

El hombre me sonrió.

—Voy a darte una lección de ingenio mercantil. El respetable caballero me ofreció mil dinares por una piedra que vale cuatro mil. ¿Debo aceptar la recompensa o vender la piedra por lo que vale?

—Vender la piedra te acarreará problemas —le dije.

—Ya me ocuparé yo de ellos. Ahora, vete al infierno. No quiero volver a verte por aquí nunca más.

No debía preocuparse por ello. Al salir del cochambroso café, me quité el moddy. No sabía de dónde lo había sacado Medio Hajj, tenía una etiqueta de Malacca, pero no creo que fuera una pieza de hardware legal. Era un moddy idiotizante, cuando me lo conectaba se comía la mitad de mi inteligencia y me volvía vacilante, estúpido y apenas capaz de llevar a cabo mi mitad del plan. Sin él, de repente volví a cobrar consciencia del mundo y fue como despertar de un vago sueño narcótico. Después de enchufarme ese moddy pasaba media hora enfadado. Me odiaba a mí mismo por haber aceptado llevarlo, odiaba a Saied por inducirme a hacerlo. No se lo iba a enchufar él, Medio Hajj, con su preciosa imagen. Así que yo lo llevaría, a pesar de estar dotado de dos modificaciones intracraneales como nadie y de la capacidad de daddy suficiente como para convertirme en el hijo de puta más inteligente de la creación. Y aun así, Saied me convenció para reducirme a mí mismo hasta casi un vegetal.

En el autobús me senté junto a él, pero no tenía ganas de hablarle ni de escucharle bravuconear.

—¿Qué hemos sacado por ese pedazo de cristal? —quería saber Saied.

Ya había restituido el verdadero diamante a su anillo.

Me limité a darle el dinero. Era su juego, era su puntuación. Nada podía importarme menos. Aún no sé por qué le seguía la corriente, sólo porque me dijo que si no lo hacía no me acompañaba a Argelia.

Contó los billetes.

—¿Doscientos? ¿Eso es todo? Las dos últimas veces sacamos más. Bueno, ¡qué demonios!, son doscientos dinares más que podemos gastar en Argel. «Ven conmigo a la Kasbah.» Poco se imaginan esos muchachos con ojos de gacela lo que les espera, durante la noche perfumada de limón.

—Este apestoso autobús, eso es lo que les espera, Saied.

Me miró con los ojos muy abiertos, luego se echó a reír.

—No eres nada romántico, Marîd —me dijo—. Desde que te llenaron el cerebro de cables, no resultas nada divertido.

—Y qué pasa.

No deseaba seguir hablando. Simulé dormir. Simplemente cerré los ojos y escuché el traqueteo del autobús sobre el pavimento roto, entre las risas y las incesantes disputas de los demás pasajeros. El apestoso autobús estaba lleno y hacía calor, pero hora tras hora me conducía hasta la solución de mi propio misterio. Había llegado a un punto en mi vida en que necesitaba averiguar quién era yo en realidad.

El autobús se detuvo en la ciudad beréber de Annaba y subió a bordo un viejo de barba entrecana que vendía néctar de albarico-que. Pedí uno para mí y otro para Medio Hajj. Los albaricoques son el orgullo de Mauritania, y el zumo era el primer signo patente de que nos acercábamos a casa. Cerré los ojos e inhalé ese delicado aroma de albaricoque, luego di un trago y saboreé la densa dulzura. Saied engulló el suyo sin un gruñido y me dio unas rudas «gracias», con la delicadeza de un murciélago muerto.

La carretera viró hacia el sur, alejándose de la oculta e invisible costa, hacia la ciudad de Constantino. Aunque era tarde, casi medianoche, le dije a Saied que deseaba bajar del autobús y pillar algo de cena. No había comido nada desde el mediodía. Constantino, construida sobre un elevado risco de piedra caliza, es la única ciudad antigua del este de Argelia que ha sobrevivido durante siglos a las invasiones extranjeras. Pero lo único que me preocupaba era la comida. Hay un plato típico de Constantino llamado chorba be’ida bel kefta, una sopa de albóndigas cocinada con cebollas, pimienta, guisantes, almendras y canela. Lo menos hacía quince años que no la probaba, me importaba un comino si perdíamos el autobús y teníamos que esperar otro hasta mañana, iba a tomarme la sopa. Saied pensó que estaba loco.

Tomé la sopa y fue maravilloso. Saied se limitó a mirarme sin mediar palabra y a beberse un vaso de té. Regresamos al autobús a tiempo. Me sentía bien, satisfecho, saciado, y templado por una nostálgica calidez. Tomé asiento al lado de la ventana, creyendo que divisaría un paisaje familiar al cruzar Jijel y Mansouria. Pero tras el cristal estaba tan oscuro como el interior de mi bolsillo, y no vi más que la luna y las estrellas destellando rabiosamente. Sin embargo, creí distinguir los mojones que indicaban que me acercaba a Argel, la ciudad donde había pasado buena parte de mi infancia.

Cuando por fin llegamos a Argel, en algún momento después del amanecer, Medio Hajj me despertó. No recordaba haberme dormido. Me encontraba fatal. Como si tuviera la cabeza llena de afilados cristales rotos, y sentía un pinzamiento en la nuca. Saqué mi caja de píldoras y la contemplé durante unos instantes. ¿Prefería entrar en Argel alucinado, narcotizado o sonámbulo? Era una decisión difícil. Me decidí por librarme del dolor pero conservar la consciencia, de modo que saqué ocho tabletas de soneína. Los sunnies eliminaron el dolor de cabeza —y cualquier otra sensación medianamente desagradable— y más o menos floté desde la estación de autobús de Mustafá hasta un taxi.

—Estás ñipado —dijo Saied cuando nos sentamos en el taxi.

Le dije al taxista que nos llevara a un banco de datos público.

—¿Yo? ¿Flipado? ¿Cuándo me has visto a mí estar flipado tan temprano?

—Ayer, anteayer y el día antes.

—Quiero decir aparte de estos días. Funciono mejor con una tonelada de opiáceos encima que la mayoría de la gente sin nada.

—Seguro que sí.

Miré por la ventanilla del taxi.

—De cualquier modo —dije—, tengo una ristra de daddies para compensar.

Ninguna otra mente privilegiada del mundo árabe posee mi equipo fabricado a medida. Daddies especiales controlan mis funciones hipotalámicas de modo que puedo ahuyentar el miedo y la fatiga, el hambre, la sed y el dolor. También incrementan mis percepciones sensoriales.

—Marîd Audran, supermán de silicona.

—Mira —dije enfadado por la actitud de Saied—, durante mucho tiempo sentí terror a modificarme el cerebro, pero ahora no sé cómo pude arreglármelas sin operarme.

—Entonces, ¿por qué sigues diezmando tus células cerebrales con drogas? —me preguntó Medio Hajj.

—Llámame anticuado. Cuando me desconecto los daddies, me encuentro fatal. Toda esa fatiga y ese dolor aplazados me acometen de golpe.

—¿Me vas a decir que los sunnies y los beauties no te dan resaca?

—Cállate, Saied. ¿Por qué demonios te preocupas tanto de repente?

Me miró de reojo y sonrió.

—La religión prohibe el licor y las drogas duras, ya lo sabes.

Y eso viniendo de Medio Hajj, que si había estado alguna vez en su vida en una mezquita había sido para echarles el ojo a los niños de la escuela.

En diez o quince minutos el taxista nos condujo hasta el banco de datos. Sentía un nerviosismo especial, aunque no comprendía por qué. Sólo estaba subiendo la escalera de granito de un edificio público. ¿Por qué estaba tan tenso? Intenté distraer mi mente con pensamientos más agradables.

En el interior había muchas terminales vacantes. Me senté ante la pantalla gris de un Bab el-Marifi hecho polvo. Me preguntó que tipo de investigación deseaba emprender. El sintetizador de voz del aparato había sido diseñado en las repúblicas norteamericanas y le costaba mucho la pronunciación árabe. Le dije: «Nombre», luego «enter». Cuando el cursor volvió a aparecer, le dije: «Monroe coma Ángel». La consola se lo pensó un rato, antes de que las letras blancas empezaran a parpadear en su rostro brillante:

Ángel Monroe 16, Rué du Sahara Kasbah (alta) Argel Mauritania 04-B-28

Ordené a la máquina que imprimiera la dirección. Medio Hajj arqueó las cejas y yo asentí.

—Parece que voy a hallar algunas respuestas.

Inshallah —murmuró Saied—. Si Dios quiere.

Salimos de nuevo a la cálida y húmeda mañana para buscar otro taxi. En seguida llegamos desde el banco de datos a la Kasbah. No había tanto tráfico como recordaba de mi infancia, apenas circulaban vehículos, pero subsistían las lentas e inevitables recuas de burros encajonados en las angostas callejas.

La Rué du Sahara es un error. Recuerdo que alguien me contó hace mucho tiempo que el verdadero nombre de la calle era Rué N’sara, calle de los cristianos. No sé cómo llegó a corromperse. Poco en Argel guarda relación con el Sahara. Después de todo, es un paseo endiabladamente largo ir desde el puerto del Mediterráneo hasta el desierto. En estos días no tiene demasiada importancia, todo el mundo usa el nuevo nombre. Incluso se ha colado en todos los mapas oficiales, lo cual zanja la cuestión.

El número 16 era una pobre y derruida pila de ladrillos con dos plantas superiores que sobresalían por encima de la calle empedrada. La casa de enfrente era parecida y los dos edificios casi se besaban por encima de mi cabeza, como dos desaliñadas matronas viejas apoyadas sobre una barandilla. En uno de los destartalados buzones figuraba una tarjeta con el nombre de Ángel Monroe escrito con tinta desvaída. Apreté el timbre del portero automático con el pulgar. La puerta principal no tenía cerradura, de modo que entré y subí la primera tanda de escalones. Saied me seguía.

Su casa resultó estar en el tercer piso, en la parte de atrás. El zaguán estaba alfombrado, si se lo puede llamar así, con un deslucido y granulado tejido que había sido marrón en otro tiempo. El paso de innumerables pies había desgastado por completo muchas zonas del tejido y a través de los agujeros se podía ver la reseca madera gris del suelo. Un papel raído, del que colgaban tiras despegadas por aquí y por allá, empapelaba las paredes. El aire encerraba un peculiar olor ácido, como si ocuparan el edificio personas que habían ido allí a morir, o lo bastante enfermas como para morir, pero que, en vez de hacerlo, se aferraban a una miseria solitaria. Detrás de una puerta se oía una disputa familiar, con berridos, amenazas y rotura de cacharros, mientras que de otro piso llegaban agudas risas enloquecidas y el sonido de la carne batiendo estrepitosamente contra la carne. No quise indagar.

Respiré hondo ante la miserable puerta de Ángel Monroe. Miré a Medio Hajj pero se limitó a encogerse de hombros, haciéndose significativamente el despistado. Vaya amigo. Estaba solo. Me dije a mí mismo que no iba a suceder nada raro —me mentí para obligarme a dar el siguiente paso— y acto seguido golpeé la puerta. No hubo respuesta. Esperé unos segundos y volví a llamar más fuerte. Esta vez oí el crujido de un somier y a alguien que arrastraba los pies despacio hacia la puerta. Ésta se abrió. Ángel Monroe me miró de arriba abajo, tratando a duras penas de enfocar su visión.

Era una cabeza más baja que yo, y recogía su pelo cano y rizado, teñido de rubio, en un peinado que yo calificaría de «andrajoso». Parecía como si nadie hubiera dedicado atención a las raíces negras desde el cumpleaños del Profeta. Maquillaje azul oscuro y negro ribeteaba sus ojos, de una manera que recordaba el más pintoresco pez mediterráneo. Se había aplicado colorete generosamente, pero no en los lugares adecuados, de modo que no resultaba perdidamente sexy sino febrilmente enferma. Su lápiz de labios, por razones que sólo Alá y Ángel Monroe conocían, era de color carne, como si primero hubiera comprado los labios y se hubiera olvidado de ponerlos en la nevera mientras compraba el resto de su cara.

Su cuerpo me hizo pensar que era demasiado vieja para vestir otra cosa que no fuera la larga hdik blanca argelina, con un velo conservador y afianzado en su sitio. El problema era que su cuerpo no había visto jamás el interior de una haik. Vestía unos pantalones cortos tan pequeños que su orondo vientre salía por encima de la cinturilla. Sus pechos colgantes no estaban del todo cubiertos por una especie de chaleco transparente. Estaba seguro de que si se sentaba en una silla, podías esconder la gema más valiosa del mundo en su ombligo y sería completamente invisible. Un dibujo de venas rotas, como los valles de la chebka seca del Mzab, recorría sus piernas. Calzaba sus anchos pies planos con unas zapatillas andrajosas cuyos restos de aterciopelados lazos rosa colgaban desatados.

A decir verdad, sentí cierta repulsión.

—¿Ángel Monroe? —pregunté.

Por supuesto ése no era su verdadero nombre. Al menos era medio beréber, como yo. Tenía la piel más oscura que la mía y los ojos tan negros y turbios como el asfalto gastado.

—Aja —dijo ella con voz aguda y estridente. Ya estaba muy borracha—. Un poco pronto, ¿no? Por cierto, ¿quién os envía? ¿Os envía Khalid? Le dije a ese maldito bastardo que estaba enferma. Se suponía que hoy no iba a trabajar, se lo dije anoche y me respondió que muy bien. Y ahora os envía a vosotros. Dos, por falta de uno. ¿Quién cono se cree que soy? No será porque le falten chicas. Os podía haber enviado a Efra, esa puta, con su talento enchufado. Cuando no me encuentro bien, no me importa que os mande a ella. Mierda, no me importa. ¿Cuánto le habéis dado?

Me quedé mirándola. Saied me dio un codazo.

—Bien, mm, señorita Monroe… —dije, pero entonces empezó a charlar de nuevo.

—Al infierno. Entrad. Ya imagino en qué usaré el dinero. Pero decidle a ese hijo de puta de Khalid que… —Se detuvo para dar un gran trago del largo vaso de whisky que sostenía en la mano—. Decidle que si no se preocupa por mi salud, me refiero a que si me hace trabajar cuando le acabo de decir que estoy enferma, entonces malo, decidle que hay un montón de tipos para los que puedo trabajar cuando me dé la gana, podéis creerlo.

Intenté interrumpirla dos veces, pero sin éxito. Esperé hasta que se calló para beber otro trago. Mientras tenía la boca llena de licor barato le dije:

—¿Madre?

Se limitó a mirarme un momento, con los ojos opacos muy abiertos.

—No —dijo por fin con un hilo de voz.

Me miró de cerca y dejó caer el vaso de whisky al suelo.

2

Cuando regresé a la ciudad, después del viaje a Argel y Mauritania, el primer lugar al que me dirigí fue al Budayén. Antes vivía en el mismo corazón del barrio amurallado, pero ahora las circunstancias, el destino y Friedlander Bey lo impedían. También tenía un montón de amigos en el Budayén y en todas partes era bien recibido; en cambio, ahora sólo dos personas se alegran de verdad al verme: Saied Medio Hajj y Chiriga, que dirige un club en la Calle a medio camino del gran arco de piedra y a medio camino del cementerio. El local de Chiri siempre ha sido mi hogar-lejos-del-hogar, donde podía sentarme y tomar unas copas en paz, escuchar los chismorreos sin que me intimidasen ni me importunasen las chicas que allí trabajan.

Hace algún tiempo me vi obligado a matar a unos cuantos tipos en defensa propia. El dueño de más de un club me comunicó que no volviera a poner un pie en su bar. Después de eso, ciertos amigos decidieron que se podían arreglar sin mi compañía, pero Chiri fue más sensata.

Esa alta negro africana de rostro cruzado por cicatrices rituales y afilados dientes de caníbal es una mujer que trabaja duro. Para ser franco, no sé si sus caninos son simple ornamento, como los dibujos de la frente y las mejillas, o un signo de que en su casa la comida se compone de exquisiteces prohibidas implícita y explícitamente en el noble Corán. Chiri es una moddy, pero se considera a sí misma una moddy lista. En el trabajo, siempre es ella. Se conecta sus fantasías en casa, donde no molesta a nadie. Respeto esa actitud.

Cuando crucé la puerta del club, me recibió una andanada de aire fresco. Su aparato de aire acondicionado, tan impredecible como un antiguo hardware de fabricación rusa, pedía a gritos un cambio. Ya me sentía mejor. Chiri estaba absorta en la conversación con un cliente, un tipo calvo con el pecho desnudo. Vestía pantalones de vinilo negro que parecían de cuero auténtico y su mano izquierda estaba esposada por la espalda a su cinturón. Tenía un implante corímbico en la cresta del cráneo y un moddy verde pálido le aportaba la personalidad de Dios sabe quién. Si Chiri le dedicaba parte de su tiempo, no debía de ser peligroso y seguramente ni siquiera era tan despreciable.

Chiri no tiene mucha paciencia con la chusma a la que sirve. Su filosofía es que alguien ha de venderles licor y drogas, pero eso no significa que tenga que confraternizar con ellos.

Yo era su viejo amigo y conocía a la mayoría de las chicas que trabajaban para ella. Claro que siempre había caras nuevas, y al decir nuevas me refiero a caras recién cinceladas a partir de caras vulgares y ordinarias, que, gracias a las técnicas quirúrgicas, se transformaban en seductoras bellezas artificiales. Las antiguas empleadas son despedidas o se largan tras un pique cada dos por tres, pero, después de trabajar para Frenchy Benoit o Jo-Mama durante un tiempo, vuelven a sus anteriores empleos. Me dejan bastante tranquilo, porque raras veces las invito a cócteles y no hago uso de sus encantos profesionales. Las nuevas intentan ligarme, pero Chiri suele espantarlas.

A sus ojos implacables me he convertido en «la criatura sin alma». Muchachas como Blanca, Fanya y Yasmin desvían la mirada cuando las observo. Algunas chicas no saben lo que hice o no les importa, y evitan que me sienta un completo paria. Sin embargo, para mí el Budayén es más tranquilo y solitario que antes. Intento que no me afecte.

Jambo, Bwana Marîd —me dijo Chiriga cuando se percató de que me sentaba a su lado. Dejó al moddy esposado y se agachó despacio tras la barra, depositando un posavasos de corcho ante mí—. Has venido a compartir tu riqueza con esta pobre salvaje. En mi tierra natal mi gente se muere de hambre y recorre muchas millas en busca de agua. Aquí he hallado la paz y la abundancia. He aprendido lo que es la amistad. He encontrado hombres desagradables a quienes les habría gustado tocar las partes ocultas de mi cuerpo. Tú me comprarás bebidas y me dejarás una generosa propina. Hablarás de mi local a todos tus nuevos amigos y ellos vendrán y querrán tocar las partes ocultas de mi cuerpo. Poseeré muchas cosas brillantes y baratas. Todo es la voluntad de Dios.

La contemplé unos cuantos segundos. A veces es difícil adivinar de qué humor está Chin.

—La gran muchacha negra dice estupideces —dije por fin.

Se rió y abandonó su actitud de dinka ignorante.

—Sí, tienes razón. ¿Qué va a ser hoy?

—Ginebra —dije.

Suelo tornar una parte de ginebra y una parte de bingara con hielo y un poco de zumo de lima. Es una bebida de mi invención, pero nunca me he decidido a darle un nombre. Otras veces tomo gimlets de vodka, porque eso es lo que bebe Philip Marlowe en El largo adiós. Cuando deseo entonarme rápido bebo tende de la reserva privada de Chiri, un odioso licor africano del Sudán o del Congo o de donde sea, hecho, según creo, de ñames fermentados y de ancas de rana. Si alguna vez os ofrecen tende, no lo probéis. Os arrepentiríais. Alá sabe que yo lo hago.

La bailarina que acababa de finalizar su último número era una muchacha egipcia llamada Indihar. Hace años que la conozco, solía trabajar para Frenchy Benoit, pero ahora movía el culo en el club de Chiri. Me abordó cuando salió de bastidores, envuelta en un chal de color melocotón que intentaba, sin éxito, ocultar su voluptuoso cuerpo.

—¿Me das una propina por mi baile? —me preguntó.

—Sería para mí un placer indecible —le dije.

Saqué un billete de un kiam de mi cambio y lo deposité en su escote. Si me trataba como a un macarra, yo actuaría como tal, —No me sentiré culpable si voy a casa y sueño contigo toda la noche.

—Eso te costará un suplemento —dijo ella recorriendo la barra hacia el tipo de pecho desnudo y pantalones de vinilo.

La observé caminar.

—Me gusta esa chica —le dije a Chiriga.

—Ésa es nuestra Indihar, un espléndido montón de alegría bronceada —me contestó Chiri.

Indihar era una mujer auténtica con una personalidad auténtica, una rareza en ese club. Chiri parecía preferir en sus empleadas el atractivo rápido de un transexual. Chiri me dijo una vez que los transexuales cuidan más su aspecto. Su belleza prefabricada es toda su vida. Alá prohibe que un simple pelo de su entrecejo esté desarreglado.

Indihar era una buena musulmana, por principios. No se había operado el cerebro como la mayoría de las bailarinas. Los imanes más conservadores dicen que los implantes entran en la misma prohibición que las drogas, porque algunas personas se llenan de cables los centros del placer y pasan el resto de sus breves vidas como amperioadictos. Incluso cuando se deja en paz el centro del placer, como en mi caso, el uso de un moddy oculta tu propia personalidad y eso se considera indigno. Huelga decir que, aunque siento el más tierno afecto por Alá y su mensajero, disto mucho de ser un fanático. Me decanto hacia ese rey saudí del siglo xx que exigió a los líderes islámicos de su país que dejaran de inmiscuirse en lo referente al progreso tecnológico. No veo ningún conflicto esencial entre la ciencia moderna y un enfoque reflexivo de la religión.

Chiri miró bajo la barra.

—Está bien —dijo en voz alta—. ¿A qué mamona le toca el turno? ¿Janelle? No quiero volver a decirte que te levantes y bailes. Si tengo que recordarte que toques tu maldita música una vez más, te descontaré cincuenta kiams. Y ahora, mueve tu culo gordo.

Chiri me miró y suspiró.

—La vida es dura —dije.

Indihar regresó a la barra tras reunir lo que pudo arrancarles a unos pocos clientes displicentes. Se sentó en el taburete a mi lado. Lo mismo que a Chiri, hablar conmigo no parecía provocarle pesadillas.

—¿Cómo es trabajar para Friedlander Bey? —preguntó.

—Dímelo tú.

De una forma u otra todo el mundo en el Budayén trabaja para Papa.

Se encogió de hombros.

—No aceptaría su dinero aunque estuviera muerta de hambre, en la cárcel y tuviera cáncer.

Eso era una alusión, no muy velada, al hecho de que me hubiera vendido al someterme a los implantes. Di un trago de ginebra y bingara.

Quizá uno de los motivos por los que voy al local de Chiri siempre que necesito un poco de afecto es porque crecí en lugares similares. Siendo yo un bebé mi madre había sido bailarina, después de que mi padre nos abandonara. Cuando la situación se puso realmente fea, mi madre empezó a alternar con hombres. En los clubes unas chicas lo hacen, otras no. Mi madre no tuvo más remedio. Cuando las cosas se pusieron aún peor, vendió a mi hermano pequeño. Eso es algo de lo que a ella no le gustaba hablar. Ni a mí tampoco.

Mi madre hizo lo que pudo. El mundo árabe nunca ha valorado demasiado la educación de las mujeres. Todos sabemos cómo tratan a sus esposas y a sus hijas los árabes más tradicionales —es decir, los más regresivos y reaccionarios—. Respetan más a sus camellos. Ahora, en las grandes ciudades como Damasco y El Cairo, pueden verse mujeres modernas vistiendo ropas de estilo occidental, trabajando fuera de casa e incluso, a veces, fumando cigarrillos en plena calle.

En Mauritania, me he dado cuenta de que persiste la rigidez de costumbres. Las mujeres visten largas túnicas blancas y velos, y cubren su cabello con capuchas o pañuelos. Hace veinticinco años, no había lugar para mi madre en el mercado de trabajo legal. Pero siempre hay una pequeña población de almas descarriadas, gente que se burla de los dictados del santo Corán, hombres y mujeres que beben alcohol, juegan y disfrutan del sexo por placer. Siempre hay un hueco para una mujer joven cuya moral se ha venido abajo debido al hambre y la desesperación.

Cuando volví a verla en Argel, el aspecto de mi madre me conmovió. En mi imaginación la dibujaba como una respetable, moderadamente acomodada matrona, que habitaba en un próspero vecindario. Hacía años que no la veía ni hablaba con ella, pero me figuré que se las había ingeniado para salir de la pobreza y la degradación. Ahora creo que quizás vivía feliz tal como era, una harapienta y estrafalaria puta vieja. Pasé una hora con ella, esperando oír lo que había ido a escuchar, pensando cómo comportarme y avergonzándome de ella delante de Medio Hajj. Ella no deseaba que sus hijos la molestaran. Tuve la impresión de que se arrepintió de no haberme vendido a mí también cuando vendió a Hussain Adbul-Qahhar, mi hermano. No le gustó que me dejara caer en su vida después de todos aquellos años.

—Créeme —le dije—. A mí tampoco me ha gustado seguirte el rastro. Lo hice sólo porque debía hacerlo.

—Y ¿por qué debías hacerlo? —quiso saber ella.

Estaba reclinada en un viejo sofá rasgado, que olía a rancio, recubierto de piel de gato. Se sirvió otra copa, pero olvidó ofrecernos algo a nosotros.

—Para mí es importante —dije.

Le conté mi vida en la lejana ciudad, mi vida como camorrista infrasónico hasta que Friedlander Bey me eligió para ser el instrumento de su voluntad.

—¿Ahora vives en la ciudad? —dijo con un dejo nostálgico.

No sabía que ella hubiera vivido allí.

—Vivía en el Budayén, pero Friedlander Bey me llevó a su palacio.

—¿Trabajas para él?

—No tuve elección.

Me encogí de hombros. Ella asintió. Me sorprendió que supiera cómo era Papa.

—¿A qué has venido?

Eso iba a ser difícil de explicar.

—Quiero averiguar todo lo posible sobre mi padre.

Me miró desde el filo de su vaso de whisky.

—Ya lo has oído todo —dijo.

—No lo creo. ¿Por qué estás tan segura de que ese marinero francés era mi padre?

Respiró hondo y soltó el aire despacio.

—Se llamaba Bernard Audran. Nos conocimos en un café. Entonces yo vivía en Sidi-bel-Abbés. Me llevó a cenar, nos gustamos. Me mudé a su casa. Más tarde fuimos a vivir a Argel y pasamos juntos un año y medio. Un día, después de que tú nacieras, se marchó. Nunca volví a saber de él. No sé adonde fue.

—Yo sí. Al hoyo, allí es donde fue. Me costó mucho tiempo, pero rastreé los ficheros de un ordenador argelino. Existió un Bernard Audran en la marina de Provenza y estuvo en Mauritania cuando la Unión Confederada Francesa intentó recuperar el control sobre nosotros. Lo malo fue que un noraf no identificado le voló los sesos más de un año antes de que yo naciera. Quizá puedas recordar el pasado y sacar una imagen más clara de los acontecimientos.

Eso la enfureció. Se levantó y me arrojó su vaso medio vacío. Se hizo añicos en la pared ya manchada y arañada, a mi derecha. Percibía el olor penetrante y sin aguar del whisky irlandés. Oí a Saied murmurar algo junto a mí, tal vez una oración. Mi madre avanzó un par de pasos hacia mí, con la cara afeada por la ira.

—¿Me llamas mentirosa? —gritó.

Bueno, eso era lo que estaba haciendo.

—Sólo te digo que los archivos oficiales dicen algo muy distinto.

—¡A la mierda los archivos oficiales!

—Los archivos también dicen que te has casado siete veces en dos años. No mencionan los divorcios.

La ira de mi madre cedió algo.

—¿Cómo ha ido a parar eso a los ordenadores? Oficialmente nunca me he casado, ni obtenido licencia ni nada por el estilo.

—Creo que subestimas el talento del gobierno para seguir la pista de la gente. Está allí, todo el mundo puede verlo.

Ahora parecía asustada.

—¿Qué más has descubierto?

Dejé que mordiera el anzuelo.

—Nada más. No había nada más. Si quieres que algo se quede enterrado, no tienes por qué preocuparte.

Era una mentira, aprendí muchas más cosas sobre mi madre.

—Bien —dijo ella aliviada—. No quiero que metas las narices en mi pasado. No me parece respetuoso.

Tenía una respuesta para ello, pero no la empleé.

—Esta búsqueda nostálgica —dije con voz serena— empezó con cierto asunto del que me ocupé para Papa. —En el Budayén todo el mundo llama «Papa» a Friedlander Bey. Es un cariñoso signo de terror—. El teniente que manejaba los hilos del Budayén murió, de modo que Papa decidió que necesitábamos una especie de oficial de asuntos públicos, alguien que mantuviera el contacto entre él y el departamento de policía. Me pidió que aceptara el empleo.

Torció la boca.

—¿Ah sí? ¿Ahora usas pistola? ¿Tienes una placa?

Aprendí de mi madre a despreciar a los policías.

—Sí —dije—, tengo un arma y una placa.

—Tu placa no tiene ningún valor en Argel, salaud.

Me depara cierta cortesía profesional allí donde voy. —No sabía si eso era cierto allí—. La cuestión es que, mientras me metí en el ordenador de la policía, tuve la oportunidad de leer mi archivo y algunos más. Lo divertido fue que mi nombre y el de Friedlander Bey aparecieron juntos. Y no sólo en la información de los últimos años. Conté al menos ocho entradas, insinuaciones, ya comprendes, pero nada concreto, las cuales me sugirieron que nos unía cierto parentesco de sangre.

Eso provocó una sonora reacción en Medio Hajj, quizá debí hablarle de todo esto antes.

—¿Y? —dijo mi madre.

—¿Qué mierda de respuesta es ésa? ¿Qué demonios significa? ¿Nunca te tiraste a Friedlander Bey en tus años dorados?

Pareció enloquecer de ira otra vez.

—Me tiré a un montón de tipos. ¿Esperas que me acuerde de todos? Ni siquiera recordaba cómo eran mientras me los estaba tirando.

—No querías comprometerte, ¿no es cierto? Sólo buscabas buenos amigos. ¿Eran lo bastante amigos como para fiarles o siempre les pedías el dinero en metálico?

—¡Magrebí, es tu madre! —gritó Saied.

Me parecía imposible que eso le conmoviera.

—Sí, es mi madre. Mírala.

Atravesó la habitación en tres zancadas y me cruzó la cara de una bofetada que me hizo trastabillar.

—¡Lárgate de aquí! —gritó.

Me llevé la mano a la mejilla y la miré.

—Primero contéstame a una cosa: ¿Friedlander Bey podría ser mi verdadero padre?

Su mano estaba preparada para otro tortazo.

—Sí, es posible, prácticamente cualquier hombre podría serlo. Vuelve a la ciudad y ponte de rodillas ante él, hijito. No quiero volver a verte nunca más por aquí.

Podía estar segura de ello. Le di la espalda y salí de ese repulsivo agujero en la pared. Al salir no me molesté en cerrar la puerta.

Medio Hajj la cerró y luego se apresuró a alcanzarme. Bajé la escalera como una furia.

—Escucha, Marîd —dijo. Hasta que abrió la boca no me percaté de lo rabioso que me sentía—. Adivino que todo esto es una sorpresa para ti…

—¿Ah sí? Hoy estás muy perspicaz, Saied.

—Pero no puedes actuar así con tu madre. Recuerda lo que dice…

—¿El Corán? Sí, ya lo sé. Bien, ¿qué dice el Camino Recto sobre la prostitución? ¿Qué dice sobre la especie de degenerada en que mi santa madre se ha convertido?

—Has ido demasiado lejos. Si hubo un camorrista más barato en el Budayén, nunca lo conocí.

Sonreí con frialdad.

—Muchas gracias, Saied, pero ya no vivo en el Budayén. ¿Lo has olvidado? Y no busco nada ni a nadie. Tengo un empleo seguro.

Saied escupió a mis pies.

—Hacías lo que fuera por ganar unos cuantos kiams.

—Qué mas da, que yo fuera la escoria de la tierra no quiere decir que esté bien que mi madre también lo sea.

—¿Por qué no dejas de hablar de ella? No quiero oír nada más.

—Tu sensiblería va en aumento, Saied. Tú no sabes todo lo que yo sé. Mi querida madrecita estuvo vendiéndose a los extraños mucho antes de que necesitara mantenernos a mi hermano y a mí. No fue la heroína abandonada que siempre decía que era. Ocultó parte de la verdad.

Medio Hajj me miró implacablemente a los ojos durante unos segundos.

—¿Sí? La mitad de las chicas, transexuales y travestís que conocemos hacen lo mismo, y no representa ningún problema para ti tratarlas como seres humanos.

Estuve a punto de decir: «Sí, pero ninguna de ellas es mi madre». Pero me contuve. Habría sacado partido de ese sentimiento y, además, a mí mismo empezaba a sonarme estúpido. Mi ira se desvanecía. Creo que lo que me irritaba más era saberlo después de tantos años. Quiero decir, ahora que había olvidado casi todo lo que creía saber sobre mí mismo. Siempre había estado orgulloso del hecho de ser medio beréber y medio francés. Casi siempre vestía a la europea, botas, téjanos y camisas. Supongo que siempre me he sentido un poco superior a los árabes entre los que vivía. Ahora debía acostumbrarme a la idea de que podía muy bien ser medio beréber y medio árabe.

El sonido penetrante y sordo de un rock hispano de mediados del siglo xxi interrumpió mis sueños. Cualquier olvidada banda murmuraba una horrible canción sobre no sé qué horrible cosa. Nunca he tenido ocasión de aprender ningún dialecto español y no poseo daddy de español. Si alguna vez me tropiezo con algún industrial colombiano, éste puede perfectamente hablar árabe. Tengo una mancha blanda en el hígado debido a su producción de narcóticos, pero, aparte de eso, no entiendo para qué sirve Sudamérica. El mundo no necesita una India de habla hispana, superpoblada, famélica en el hemisferio occidental. España, su madre patria, se aventuró en el Islam y respondió con un educado «no gracias», y su carácter nacional se sublimó en la nada. Ése fue el castigo de Alá.

—Odio esa canción —dijo Indihar.

Chiri le había ofrecido un vaso de Sharáb, la bebida floja que los clubes reservan a las chicas que no beben alcohol, como Indihar. Es exactamente del mismo color que el champaña. Chiri siempre llena de hielo un vaso de cóctel y vierte unas onzas de soda, lo cual podría poner sobre aviso al pavo: en el mundo real el champaña no se sirve con hielo. Pero el hielo ocupa un montón de espacio, espacio que debería llenar una bebida más cara. Eso le cuesta a un mamón ocho kiams y una propina para Chiri. El club da tres billetes a la chica que toma la bebida. Eso motiva a las empleadas a ingerir sus cócteles a velocidad supersónica. La excusa habitual es que girar como un derviche para satisfacer al público es un trabajo que produce mucha sed.

Chiri se volvió para mirar a Janelle, que estaba en su última canción. En realidad Janelle no baila, se contonea. Da cinco o seis pasos hacia un extremo del escenario, espera hasta que suene el próximo golpe de la batería y entonces hace una especie de movimiento tembloroso con la parte superior de su cuerpo que ella cree que es tórridamente provocativo. Se equivoca. Luego se contonea hacia el extremo opuesto del escenario y repite su número espasmódico. Todo el tiempo mueve los labios, no para vocalizar la letra sino la sollozante melodía del teclado. Janelle el sintetizador humano. Janelle la humana sintética está muy cerca de la verdad. Cada día lleva un moddy distinto y es necesario hablar con ella para descubrir cuál. Un día es tierna y erótica (Dulce Pilar), al día siguiente es fría y deslenguada (Brigitte Stahlhelm). Pero, sea cual sea la personalidad que se haya enchufado, está albergada en el mismo cuerpo de refugiada nigeriana, que siempre se cree sexy, y sobre lo cual se equivoca. Las otras chicas no se relacionan demasiado con ella. Están seguras de que les birla pasta del bolso en los vestuarios y no les gusta el modo en que aborda a sus clientes cuando les toca subir al escenario. Un día la pasma encontrará a Janelle en una oscura trastienda con la cara hecha trizas y la mitad de los huesos de su cuerpo rotos. Mientras tanto, se contonea al ritmo de los desgarrados lamentos de los teclados y las guitarras.

Me aburría como un demonio. Apuré el resto de mi bebida. Chiri me miró y enarcó las cejas.

—No, gracias, Chiri —le dije—. Tengo que irme.

Indihar se aproximó y me besó en la mejilla.

—Bueno, no te comportes como un extraño ahora que eres un cerdo fascista policía.

—Está bien —dije, y me levanté del taburete.

—Saluda a Papa de mi parte —dijo Chiri.

—¿Qué te hace pensar que voy allí?

Me dedicó su sonrisa de dientes afilados.

—Es hora de que los chicos buenos y las chicas buenas se reporten en la vieja kibanda.

Sí —dije.

Dejé el resto de mi cambio para su hambrienta caja registradora y salí.

Caminé Calle abajo hasta la arcada de la puerta oriental. Más allá del Budayén, por el amplio bulevar il-Jameel, unos pocos taxis esperaban pasajeros. Vi a mi viejo amigo Bill y subí al asiento trasero de su taxi.

—Llévame a casa de Papa, Bill —le dije.

—¿Sí? Me suena tu forma de hablar. ¿Te conozco de algo?

Bill no me reconoció porque está permanentemente colocado. En vez de operarse el cráneo o hacerse un moddy corporal cosmético, tiene un gran saco en lugar de un pulmón que constantemente le vierte dosis específicas de un alucinógeno de rapidísimos efectos en su flujo sanguíneo. De vez en cuando, Bill atraviesa momentos de lucidez, pero ha aprendido a no prestarles atención, o al menos a seguir funcionando hasta que se pasan y vuelve a ver lagartos púrpura otra vez. He probado la droga que se chuta noche y día, se llama RPM y, a pesar de mi experiencia con drogas de todas las nacionalidades, no deseo tomarla nunca más. Por otro lado, Bill jura que le ha abierto los ojos a la verdadera naturaleza del mundo real. Así lo espero, él puede ver demonios flamígeros y yo no. El único fallo de la droga —y Bill es el primero en admitirlo— es que al cabo de un segundo no recuerda una mierda del segundo anterior.

De modo que no me extrañó que no me reconociera. He tenido que entablar la misma conversación con él cientos de veces.

—Bill, soy yo, Marîd. Quiero que me lleves a casa de Friedlander Bey.

Me miró de reojo.

—No puedo decir que te haya visto antes, colega.

—Pues me has visto, miles de veces.

—Para ti es fácil decirlo —murmuró. Puso el coche en marcha y quitó el freno. Tomamos la dirección equivocada—. ¿Dónde quieres ir?

—A casa de Papa.

—Sí, tienes razón. Hoy tengo a este afrit sentado a mi lado y lleva arrojando carbones encendidos sobre mi regazo toda la tarde. Es un gran fastidio. No puedes sacudir a un afrit. Les gusta hacerte mierda el coco. Estoy pensando en traer agua bendita de Lourdes. Quizás eso los espante. Aunque ¿dónde cono está Lourdes?

—En el califato de Gasconia —dije.

—Hay un buen trecho. ¿Aceptarán envíos por correo?

Le dije que no tenía ni la menor idea y me recosté contra la tapicería. Miré volar el paisaje —Bill conduce como un loco— y pensé en lo que le diría a Friedlander Bey. Meditaba sobre cómo insinuarle mi descubrimiento, lo que mi madre me había dicho y yo sospechaba. Decidí esperar. Cabía la posibilidad de que la información hubiera sido introducida en los ordenadores como un maquiavélico medio de ganar mi cooperación. En el pasado evité cuidadosamente cualquier transacción directa con Papa, porque, de alguna manera, aceptar su dinero significaba pertenecerle para siempre. Pero, cuando pagó mis implantes craneales, realizó una inversión que yo debería pagar el resto de mi vida. No quería trabajar para él, pero no había escapatoria. Aún no. Conservaba la esperanza de encontrar un modo de comprar mi salida u obligarle a devolverme la libertad. Mientras tanto, se complacía descargando responsabilidades en mis renuentes hombros y ofreciéndome recompensas cada vez mayores.

Bill abrió la puerta del gran muro blanco que rodeaba la finca de Friedlander Bey y enfiló el largo y serpenteante camino. Se detuvo a los pies de la gran escalera de mármol. El mayordomo de Papa abrió la brillante puerta principal. Pagué a Bill la carrera y le solté una propina de diez kiams. Sus ojos lunáticos se abrieron y volaron del dinero hacia mí.

—¿Qué es esto? —preguntó con suspicacia.

—Una propina. Se supone que debes aceptarla.

—¿Por qué?

—Por tu excelente manera de conducir.

—¿No estarás intentando comprarme?

Suspiré.

—No. Admiro tu modo de pilotar con todos esos carbones ardiendo en los pantalones. Sé que yo no podría hacerlo.

Se encogió de hombros.

—Es un don —dijo simplemente.

—También los diez kiams.

Sus ojos se abrieron de nuevo.

—Ah —dijo sonriendo—. ¡Ahora lo entiendo!

—Seguro que sí. Cuídate, Bill.

—Hasta la vista, colega.

Aceleró el taxi y los neumáticos hicieron saltar guijarros. Me di la vuelta y subí la escalera.

—Buenas tardes, yaa Sidi —dijo el mayordomo.

—Hola, Youssef. Quisiera ver a Friedlander Bey.

—Sí, por supuesto. Me alegro de que vuelva a casa, señor.

—Gracias.

Caminamos por un corredor alfombrado hasta el despacho de Papa. El aire era fresco y seco y sentí el beso amable de muchos ventiladores. En él flotaba una sutil y seductora fragancia a incienso. Pantallas hechas de finas tiras de madera atenuaban la luz. Desde algún lugar llegaba un tintineo de agua, una fuente en uno de los patios.

Antes de entrar en la sala de espera, una mujer alta y elegante atravesó el vestíbulo y subió un peldaño de la escalera. Me dedicó una breve y púdica sonrisa y luego volvió la cabeza. Llevaba el cabello, negro y brillante como la obsidiana, recogido en un moño. Tenía unas manos muy pálidas y dedos largos, finos y gráciles. Sólo le eché un rápido vistazo, sin embargo supe que esa mujer tenía clase e inteligencia, pero también supe que, llegado el caso, podía ser peligrosa y dura.

—¿Quién era, Youssef? —pregunté.

Se volvió hacia mí y frunció el ceño.

—Es Umm Saad.

De inmediato supe que la desaprobaba. Confiaba en el juicio de Youssef, de modo que mi primera impresión sobre ella había sido más o menos acertada.

Tomé asiento en el exterior del despacho y maté el tiempo buscando rostros en los dibujos de las grietas del techo. Al cabo de un rato, uno de los dos inmensos guardaespaldas de Papa abrió la puerta. A esos hombretones les llamo «las Rocas Parlantes». Creedme, sé lo que me digo.

—Pase —dijo la Roca; esos tipos no malgastan su aliento.

Entré en el despacho de Friedlander Bey. El hombre tendría unos doscientos años, pero un montón de modificaciones y trasplantes en el cuerpo. Estaba reclinado sobre almohadones y bebía café cargado en una taza dorada. Al entrar me sonrió.

—Mis ojos vuelven a la vida al verte, hijo mío —dijo Papa.

Puedo decir que se alegraba de verdad.

—Los días que he pasado lejos de ti han sido tristes, oh caíd —dije.

Se movió y se sentó junto a mí. Se inclinó para servirme café de una cafetera dorada. Di un sorbo y proseguí:

—Que tu mesa sea siempre próspera.

—Que Alá te dé salud —dijo él.

—Rezo por que te encuentres bien, oh caíd.

Me cogió la mano.

—Estoy tan sano y fuerte como un hombre de sesenta años, pero existe un cansancio que no puedo superar, hijo mío.

—Entonces quizás tu médico…

—Es un cansancio del alma. Mi apetito y mi ambición se están muriendo. Sigo vivo sólo porque la idea del suicidio es repulsiva.

—Quizá en el futuro la ciencia te los devuelva.

—¿Cómo, hijo mío, infundiendo un renovado gusto por la vida en mi espíritu exhausto?

—La técnica ya existe —le dije—. Puedes implantarte un daddy y un moddy como yo.

Sacudió la cabeza apesadumbrado.

—Alá me mandaría al infierno si lo hiciera —Parecía no importarle que yo fuera a parar al infierno. Puso fin a las suposiciones—. Habíame de tu viaje.

Salió la conversación, pero yo aún no estaba preparado. Todavía no sabía cómo preguntarle si figuraba en mi árbol genealógico, de modo que le corté:

—Primero debo oír lo que ha sucedido mientras estaba fuera, oh caíd. He visto a una mujer en el pasillo. Nunca antes había visto a una mujer en tu casa. ¿Puedo preguntarte quién es?

El rostro de Papa se ensombreció. Se detuvo por un momento, pensando su respuesta.

—Es una falsa y una impostora, y empieza a causarme gran pena.

—Entonces debes echarla —dije.

—Sí —contestó, con pétreo semblante.

Yo no lo veía como el dirigente de un gran imperio económico, el controlador de todo vicio y actividad ilícita de la ciudad, sino como algo mucho más terrible. Friedlander Bey podía ser el hijo de muchos reyes, porque ceñía el manto del poder y la autoridad como si hubiera nacido rey.

—Debo hacerte una pregunta, hijo mío —añadió—. ¿Me honrarías lo bastante como para llenarte los pulmones de fuego otra vez?

Parpadeé. Imaginé a qué se refería.

—¿Acaso no me he probado a mí mismo hace unos meses, oh caíd?

Hizo un gesto con la mano, así de fácil, convirtiendo en nada el dolor y el horror que sufrí.

—Entonces te defendiste del peligro —dijo, poniéndome una de sus viejas y huesudas manos sobre la rodilla—. Ahora necesito que me defiendas a mí del peligro. Desearía que averiguaras todo lo posible sobre esa mujer y luego quiero que la destruyas. Y también a su hijo. Debo saber si cuento con tu lealtad absoluta.

Sus ojos ardían. Había visto antes esa faceta. Me sentaba junto a un hombre que era cada vez más presa de la locura. Cogí la taza de café con mano temblorosa y di un largo trago. Hasta que no lo acabase, no le daría una respuesta.

3

Antes de que me llenaran el cráneo de amperios, solía usar despertador. Por la mañana cuando sonaba me gustaba quedarme en la cama un poco más, legañoso y bostezante. Unas veces me levantaba, otras no. Ahora no me queda más remedio. Me conecto un potenciador la noche anterior y cuando el daddy decide que ya es la hora, mis ojos se abren y me despierto. Es una transición brusca que me deja desconcertado. No hay forma humana de que ese chip me permita volverme a dormir. Lo odio.

El domingo por la mañana me levanté a las ocho, puntualmente. Ante mi cama se encontraba un negro que no había visto en mi vida. Pensé un instante. Era grande, mucho más alto que yo y bien formado, sin exagerar. La mayoría de los negros que se ven en la ciudad son como Janelle, refugiados de algún yermo erial africano azotado por el hambre. Pero ese tipo no se había perdido ni una sola comida sensata y equilibrada en toda su vida. Tenía una cara larga y seria, y daba la impresión de estar permanentemente enfadado. Los duros ojos pardos y la cabeza rapada acentuaban su aspecto amenazador.

—¿Quién eres tú? —le pregunté, sin salir de las sábanas todavía.

—Buenos días, yaa Sidi —respondió. Tenía una voz apacible, grave, con un toque ronco—. Me llamo Kmuzu.

—Por algo se empieza. Ahora, en nombre de Alá, dime qué haces aquí.

—Soy tu esclavo.

—Y una mierda.

Me gusta imaginarme como el defensor de los oprimidos y todo eso. Me enferma la idea de la esclavitud, una postura que contraría la opinión prevaleciente entre mis amigos y convecinos.

—El amo de la casa me ha ordenado que vele por tus necesidades. Cree que seré el criado perfecto para ti, yaa Sidi, porque mi nombre significa «medicina» en Ngoni.

En árabe mi nombre significa «enfermedad». Friedlander Bey sabía que mi madre me había llamado Marîd con la supersticiosa esperanza de que mi vida se viera libre de enfermedades.

—No me importa tener un valet, pero no quiero un esclavo.

Kmuzu se encogió de hombros. Empleara o no la palabra, él sabía que seguía siendo esclavo de alguien, mío o de Papa.

—El amo de la casa me ha instruido con todo detalle sobre tus necesidades —dijo, entornando los ojos—. Me prometió la emancipación si abrazaba el Islam, pero no puedo traicionar la fe de mis padres. Creo que debes saber que soy un fiel cristiano.

Eso significaba que mi nuevo criado desaprobaría de todo corazón casi todo lo que yo hiciera o dijera.

—A pesar de ello intentaremos ser amigos —le respondí.

Me senté y estiré las piernas fuera de la cama. Me desconecté el control de sueño y lo puse en la ristra de daddies que guardo en la mesilla de noche. En los viejos tiempos, por la mañana pasaba mucho rato rascándome, bostezando y mirándome el ombligo, pero ahora, cuando me despierto, me están vedados tales placeres.

—¿En serio necesitas ese aparato? —preguntó Kmuzu.

—Mi cuerpo ha perdido la costumbre de dormirse y despertarse por su cuenta.

Sacudió la cabeza.

—Ese problema es bastante sencillo, yaa Sidi. Si te quedas despierto hasta muy tarde, te caerás de sueño.

Comprendí que si quería estar tranquilo, tendría que matar a ese hombre, y pronto.

—No lo entiendes. El problema es que después de tres días y tres noches sin dormir, cuando por fin logro conciliar el sueño tengo fantásticas pesadillas, realmente macabras. ¿Por qué he de pasar un mal rato, si basta con pastillas o software para evitarlo?

—El amo de la casa me ordenó que limitara tu uso de drogas.

Empezaba a exasperarme.

—Muy bien, pues inténtalo.

Probablemente el «regalo» del esclavo por parte de Friedlander Bey ocultaba la cuestión de la droga. Cometí un error la primera mañana chez Papa, me presenté tarde a desayunar debido a una resaca de butacuálido. Estuve un poco descoordinado durante un par de horas y con eso me gané su desaprobación. Así que esa primera mañana pasé por la tienda de moddies de Laila en la calle cuarta del Budayén e invertí mi dinero en un control de sueño.

Sigo prefiriendo una docena de beauties, pero estos días por todas partes veo espías de Papa por encima del hombro. Son un millón. Dejadme aclarar algo: vosotros no desearíais su desaprobación. Nunca olvida este tipo de cosas. Si es necesario, contrata a otros para que te transmitan sus quejas.

Sin embargo, la situación presenta ciertas ventajas. La cama, por ejemplo. Yo nunca había tenido una cama, sólo un colchón tirado en el suelo en un rincón de la habitación. Ahora puedo dar un puntapié a los calcetines y a la ropa interior sucia, y si se cae al suelo y se pierde, sé dónde estará, aunque no pueda alcanzarla. Aún me caigo de la maldita cama un par de veces a la semana, pero debido al control de sueño, no me despierto, me quedo acurrucado en el suelo hasta la mañana siguiente.

Ese domingo por la mañana salí de la cama, me di una ducha caliente, me lavé el pelo, me cepillé la barba y me lavé los dientes. Se supone que debo estar en mi oficina de la comisaría de policía a las nueve, pero una de las maneras de afirmar mi independencia es hacer caso omiso del horario. No me apuro para vestirme. Escojo unos pantalones de color caqui, una camisa azul celeste, una corbata oscura y una americana blanca de lino. Todos los empleados civiles del departamento de policía visten de ese modo, me alegro. La vestimenta árabe me trae demasiados recuerdos de la vida que dejé atrás cuando me trasladé a la ciudad.

—De modo que te han puesto para fisgar lo que hago —dije mientras intentaba igualar los dos extremos de mi corbata.

—Estoy aquí para ser tu amigo, yaa Sidi —contestó Kmuzu.

Me entró la risa. Antes de ir a vivir al palacio de Friedlander Bey me encontraba muy solo. Vivía en un apartamento de una habitación, casi vacío, con la almohada por única compañía. Claro que tenía algunos amigos, pero no de esos que se presentan en casa de vez en cuando por añoranza. Estaba Yasmin, a quien supongo quería un poco. A veces pasábamos la noche juntos, pero ahora, cuando nos encontramos mira para otro lado. Creo que le molestó que matara a unos cuantos tipos.

—¿Y si te pego? —pregunté a Kmuzu—. ¿Seguirás siendo mi amigo?

Intentaba ser sarcástico, pero sin duda fue un error.

—Te detendré —dijo Kmuzu, y su voz era la más glacial que he oído nunca.

Creo que perdería la mandíbula.

—Era una broma, ya sabes.

Kmuzu asintió con la cabeza y la tensión se diluyó.

—¿Me ayudas con esto? Creo que la corbata puede conmigo.

La expresión de Kmuzu se relajó un poco, parecía estar contento de poder realizar ese trabajito.

—Ahora está bien —dijo mientras terminaba—. Te prepararé el desayuno.

—Yo no desayuno.

Yaa Sidi, el amo de la casa me ha ordenado que me asegurara de que desayunes de ahora en adelante. Cree que el desayuno es la comida más importante del día.

¡Que Alá me salve de los fascistas de la nutrición!

—Si como por la mañana, me siento como un pedazo de plomo durante unas horas.

A Kmuzu no le importaba mi opinión.

—Te prepararé el desayuno.

—¿No tienes que ir a la iglesia?

Me miró con paciencia.

—Ya he ido. Ahora te prepararé el desayuno.

Estoy seguro de que hizo una lista de todas las calorías que ingerí en un informe para Friedlander Bey. Éste es sólo otro ejemplo de las dotes de persuasión de Papa.

Es posible que me sintiera como un prisionero, pero tenía sus compensaciones. Disponía de una espaciosa suite en el ala oeste de la gran casa de Friedlander Bey, en el segundo piso, cerca de las dependencias privadas de Papa. Mi armario estaba abarrotado de trajes de diferentes estilos y modas, occidentales, árabes y ropa informal. Papa me proporcionó un montón de sofisticado hardware de alta tecnología, desde un nuevo ordenador Chhindwara a un sistema holo Esmeraldas con pantallas Libertad y un solipsizador de argón Ruy Challenger. No tenía que preocuparme por el dinero. Una vez a la semana, una de las Rocas Parlantes dejaba un grueso sobre con dinero contante y sonante sobre mi escritorio.

Mi vida había cambiado tanto que los días de pobreza e inseguridad parecían una pesadilla treintañera. Hoy estoy bien alimentado, bien vestido y soy bien acogido entre la gente adecuada; todo eso me cuesta lo que vosotros creéis: mi dignidad y la desaprobación de la mayoría de mis amigos.

Kmuzu me avisó de que el desayuno estaba listo.

Basmala —murmuré mientras me sentaba. En el nombre de Dios.

Comí unos cuantos huevos, pan frito en mantequilla y me tragué una taza de café cargado.

—¿Deseas algo más, yaa Sidil —preguntó Kmuzu.

—No, gracias.

Contemplaba el muro distante, pensando en la libertad. Me preguntaba si habría algún modo de comprar mi salida de la policía. No con dinero, de eso estaba seguro. No creo que sea posible sobornar a Papa con dinero. Sin embargo, si aguzaba el ingenio podía encontrar algún otro medio de presión. Inshallah.

Entonces, ¿puedo bajar y traer el coche? —preguntó Kmuzu.

Con sólo pestañear ya se había puesto en marcha. No tenía la gran limusina negra de Friedlander Bey a mi disposición, pero sí un cómodo automóvil eléctrico. Después de todo, yo era su representante oficial entre los guardianes de la justicia.

Kmuzu sería mi chófer. Se me ocurrió que debía ingeniármelas para no ir a todas partes con él.

—Sí, bajo en un minuto.

Me pasé la mano por el pelo, que volvía a estar largo. Antes de salir de casa, metí una ristra de moddies y daddies en mi maletín. Es imposible predecir qué tipo de personalidad o qué talentos y habilidades particulares necesitaré cuando voy a trabajar. Lo mejor es cogerlos todos y estar preparado.

Esperé a Kmuzu en la escalera de mármol. Era el mes de Rabi al-Awwal y del cielo gris caía una cálida llovizna. Aunque la finca de Papa se encontraba en un populoso vecindario en el mismo corazón de la ciudad, me sentía en el tranquilo jardín de un oasis, lejos de la mugre y el barullo urbano. Me rodeaba un lujoso césped que había sido plantado sólo para sosegar el espíritu de un viejo fatigado. Escuchaba el sereno y plácido fluir de las refrescantes fuentes y el gorjeo de ciertos pájaros industriosos junto a los frutales esmeradamente cuidados. El aire sereno transportaba el olor penetrante y dulzón de las flores exóticas. Intentaba que nada de eso me sedujera.

Subí al sedán westfaliano de color crema y atravesamos la puerta protectora. Más allá del muro fui arrojado de repente al bullicio y al clamor de la ciudad y me consternó saber cuánto lamentaba abandonar la serenidad de la casa de Papa. Se me ocurrió que a su debido tiempo yo también sería como él.

Kmuzu me hizo bajar del coche en la calle Walid al-Akbar, frente a la comisaría que velaba por los asuntos del Budayén. Me dijo que regresaría puntualmente a las cuatro y media para llevarme a casa. Daba la impresión de ser una de esas personas que nunca llega tarde. Desde la acera observé como se marchaba.

Siempre había un montón de niños en torno a la comisaría. No sé si esperaban ver entrar a algún criminal esposado, que soltaran a sus padres o sólo vagaban con la esperanza de mendigar unas monedas. Yo mismo había sido uno de ellos no hacía mucho en Argel y no me dolía que alguien arrojase unos cuantos kiams al aire y nos mirase pelear por ellos. Busqué en mi bolsillo un puñado de monedas. Los chicos más grandes y fuertes cogían el dinero fácil y los pequeños se colgaban de mis piernas y suplicaban: Baksheesh! Cada día era un desafío deshacerme de mis jóvenes pasajeros antes de entrar por la puerta giratoria.

Tenía una oficina en un pequeño cubículo del tercer piso de la comisaría. Mi cubículo estaba separado del de mis vecinos por unas mamparas verdepálidas poco más altas que yo. Siempre había un olor ácido en el aire, una mezcla de sudor rancio, humo de tabaco y desinfectante. Encima de mi escritorio, un estante contenía cajas de plástico llenas de células de memoria de aleación de cobalto con ficheros antiguos dentro. En el suelo había una gran caja de cartón repleta de ficheros acabados. Un asqueroso ordenador Annamese sobre mi escritorio resolvía dos de cada tres trabajos. Por supuesto mi trabajo no era muy importante, no según el teniente Hajjar. Ambos sabíamos que estaba allí sólo para controlar las cosas en nombre de Friedlander Bey. Papa cotizaba por tener su propio distrito de policía dedicado a proteger sus intereses en el Budayén.

Hajjar entró en mi cubículo y dejó caer otra pesada caja sobre mi escritorio. Era un jordano que tenía un largo historial de arrestos antes de llegar a la ciudad. Supongo que hace diez años debía de ser un atleta, pero ahora no estaba en forma. Llevaba el pelo corto y últimamente intentaba dejarse barba. Tenía un aspecto horroroso, como la piel de un kiwi. Parecía la pesadilla de la madre de un traficante de drogas, que es lo que era cuando no dirigía los asuntos del vecino barrio amurallado.

—¿Qué tal, Audran?

—Okay. ¿Qué es todo esto?

—He encontrado algo que te será útil.

Hajjar era unos dos años más joven que yo y le encantaba mandarme.

Miré la caja. Contenía dos centenares de placas de aleación de cobalto. Parecía otro de esos trabajos aburridos.

—¿Quieres que ordene esto?

—Quiero que los incluyas en el registro diario.

Juré entre dientes. Todo policía lleva una agenda electrónica donde anota sus actividades diarias: dónde ha ido, qué ha visto, qué ha dicho, qué ha hecho. Al final del día entrega la célula de memoria del libro a su sargento. Ahora Hajjar quería que clasificase todas las placas del archivo de la comisaría.

—Éste no es el tipo de trabajo que Papa desea que haga —dije.

—¡Qué cono! Si tienes quejas preséntaselas a Friedlander Bey. Mientras tanto, haz lo que yo te ordene.

—Está bien —dije, contemplando la espalda de Hajjar mientras se marchaba.

—Por cierto —añadió, volviéndose hacia mí—, quiero que veas a alguien más tarde. Será una agradable sorpresa.

Lo dudé.

—Aja.

—Bueno, dale caña a todas esas placas. Las quiero terminadas para el almuerzo.

Volví a mi escritorio, sacudiendo la cabeza. Hajjar me sacaba de quicio. Y lo que era peor, lo sabía. No le daría el gusto de verme irritado.

Lo divertido era que Hajjar estaba también en nómina de Friedlander Bey, pero simulaba trabajar por libre. Al ser ascendido y gozar de cierta autoridad, Hajjar había sufrido cambios sorprendentes. Empezaba a tomarse en serio el trabajo y había puesto fin a sus intrigas y a sus componendas. No es que de repente hubiera descubierto el sentido del honor, simplemente había caído en la cuenta de que tenía que trabajar duro para evitar que lo despidieran por corrupto e incompetente.

Seleccioné el moddy de eficiencia entre mi-ristra y me lo conecté en el enchufe posterior. Mi implante posterior es como el de todo el mundo. Me permite conectarme un moddy y seis daddies. Pero el enchufe anterior es mi pequeño salto a la fama. Desemboca directamente en mi hipotálamo y me permite conectarme daddies especiales. Según creo, nunca se le ha hecho a nadie un segundo implante. Me alegro de no haber sabido que Friedlander Bey les dijo a los médicos que probasen algo experimental y peligroso para mi salud. Supongo que no quería preocuparme. Ahora ya no hay por qué temer y me alegro de que lo hayan hecho. Me convierte en un miembro más productivo de la sociedad y todo ese rollo.

Cuando tenía aburrido trabajo de policía que hacer, lo cual era casi todo el día, me enchufaba un moddy naranja que Hajjar me había dado. Tenía una etiqueta que decía «Manufacturado en Helvecia». Supongo que los suizos tienen mucho interés por la eficacia. En un instante ese moddy podía convertir a la persona más enérgica e inquieta del mundo en un individuo servil. No en un servil estúpido, como lo que me hacía el moddy de Medio Hajj, sino en un trabajador aplicado, no lo bastante consciente como para distraerse antes de acabar el contenido de la caja. Ése es el mayor regalo del oficial subalterno desde la pausa conyugal del café.

Solté un suspiro, y me enchufé el moddy:

La sensación inmediata fue como si el mundo entero se tambaleara y luego recuperara el equilibro. Había un gusto extraño, metálico en la boca de Audran y un agudo zumbido en sus oídos. Sintió náuseas, pero intentó ignorarlas porque no desaparecerían hasta que no se desconectase el moddy. El moddy había quemado su personalidad como la mecha de una vela, hasta el punto de que era sólo un vago e inservible vestigio de su verdadero ser.

Audran no estaba lo bastante consciente como para sentir resentimiento. Sólo recordaba que tenía trabajo que hacer y sacó de la caja dos puñados de placas de cobalto. Introdujo seis de ellas en las ranuras correspondientes por debajo de la lamentable pantalla del ordenador. Audran tocó el control y dijo: «Copia las entradas uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis». Observó con los ojos en blanco mientras el ordenador grababa los contenidos de las placas. Cuando terminó la operación, sacó las placas, las apiló a un lado de su escritorio y cargó seis más. Apenas notó que la mañana transcurría mientras clasificaba los registros.

—Audran. —Alguien pronunciaba su nombre.

Dejó lo que estaba haciendo y miró por encima de su hombro. El teniente Hajjar y un patrullero uniformado estaban en el umbral de su cubículo. Audran se volvió despacio hacia el ordenador. Alargó la mano hacia la caja pero estaba vacía.

—Desconéctate esa maldita cosa.

Audran miró a Hajjar y asintió. Había llegado el momento de quitarse el moddy.

Tras un ligero mareo de desorientación volvía a estar sentado en mi oficina, contemplando estúpidamente el moddy helvético que tenía en la mano.

—Jo —murmuré.

Era un alivio recuperar la consciencia.

—Te voy a contar un secreto sobre Audran —dijo Hajjar al policía—. No lo contratamos por sus maravillosas cualidades. En realidad no posee ninguna. Pero tiene buena mano para el hardware. Audran utiliza un moddy para realizar su trabajo diario.

El policía sonrió.

—Hey, fuiste tú quien me dio el moddy —dije.

Hajjar se encogió de hombros.

—Audran, éste es el oficial Shaknahyi.

—¿Cómo estás?

—Bien —contestó el policía.

—Tendrás que vigilar a Audran —dijo Hajjar—. Tiene una de esas personalidades adictivas. Hace un tiempo montó un cirio de cuidado para no tener que operarse el cerebro. Ahora no lo verás nunca sin algún tipo de moddy en su cabeza.

Eso me conmovió. No me había percatado de que utilizaba tanto mis moddies. Me sorprendió que otro se diera cuenta.

—Intenta ignorar sus defectos, Jirji, porque vais a trabajar juntos.

Shaknahyi le dirigió una mirada mordaz, yo hice lo mismo.

—¿Qué significa «trabajar juntos»? —dijo el policía.

—Lo que habéis oído. Tengo un trabajito para vosotros. Vais a trabajar muy juntos durante un tiempo.

—¿Vas a librarme de la calle? —preguntó Shaknahyi.

Hajjar negó con la cabeza.

—No he dicho tal cosa. Te estoy asignando a Audran como compañero de patrulla.

Shaknahyi se puso tan furioso que pensé que iba a partirse por la mitad.

—¡Antes prefiero que Satán se lleve a mis hijos! —dijo—. ¡Si crees que me vas a endosar a un tipo sin instrucción ni experiencia, estás loco!

No me agradaba la idea de salir a la calle. No quería convertirme en un blanco para cualquier imbécil con una pistola de agujas barata.

—Se supone que debo quedarme aquí, en la comisaría —dije—. Friedlander Bey nunca habló de un verdadero trabajo de policía.

—Te irá bien, Audran —dijo Hajjar—. Podrás circular y ver a tus viejos colegas. Se quedarán impresionados cuando les ciegues con tu placa.

—Se cagan en mis tripas.

—Ambos olvidáis un pequeño detalle —dijo Shaknahyi—. Se supone que mi compañero ha de guardarme las espaldas cada vez que deba enfrentarme a una situación peligrosa. Para ser sincero, no tengo la más mínima confianza en él. No puedes hacer que trabaje con un compañero en el que no confío.

—No te culpo —dijo Hajjar.

Parecía divertirle la opinión que el policía tenía de mí. Mi primera impresión de Shaknahyi tampoco fue muy buena. No se había operado el cerebro y eso sólo podía significar dos cosas: o era un musulmán estricto o era uno de esos tipos que creían que su cerebro desnudo y sin aumentar valía más del doble que el de los malhechores. Antes yo también era así, pero lo pensé mejor. Fuera lo que fuese no iba a congeniar con él.

—Yo no deseo la responsabilidad de guardarle las espaldas. No necesito ese tipo de presión.

Hajjar hizo el ademán de disparar en el aire.

—Bien, olvidadlo. No vais a atrapar chicos malos en la calle. Vais a dirigir una investigación no oficial.

—¿Qué tipo de investigación? —preguntó Shaknahyi, receloso.

Hajjar nos mostró una placa de cobalto verdeoscura.

—Aquí tenéis un extenso fichero sobre Reda Abu Adil. Quiero que los dos lo aprendáis de memoria. Vais a seguir a ese tipo y convertiros en su sombra.

—Su nombre se ha pronunciado en casa de Papa un par de veces —dije—. ¿Quién es?

—Es el rival más antiguo de Friedlander Bey. —Hajjar se apoyó en la pared color verde pálido—. Su rivalidad se remonta a hace cien años.

—Ya lo sé —dijo el policía bruscamente.

—Audran sólo conoce pequeños chorizos del Budayén. Abu Adil no se acerca al Budayén. Mantiene sus intereses lejos de los de Papa. Se ha forjado un pequeño reino sólo para él en los extremos norte y oeste de la ciudad. A pesar de ello, Friedlander Bey me ha pedido que lo vigile.

—¿Lo haces sólo porque Friedlander Bey te lo ha pedido? —preguntó Shaknahyi.

—Puedes apostarte el culo. Sospecha que Abu Adil trama romper la tregua. Papa quiere estar preparado.

Bien, hasta que descubriese el medio de presionar a Friedlander Bey, era su muñeco. Debía hacer todo lo que él y Hajjar me dijeran.

Sin embargo, Shaknahyi no tenía parte alguna en esto.

—Quise ser policía porque pensé que podía ayudar a la gente —dijo—. No gano un montón de pasta, no duermo lo suficiente y cada día me meto en un maldito embrollo tras otro. Nunca sé cuándo van a sacar una pistola contra mí y utilizarla. Lo hago porque creo que puedo establecer una diferencia. No me alisté para ser el espía personal de ningún rico bastardo. ¿Cuánto tiempo lleva este prenda en venta? —preguntó, mirando fijamente a Hajjar hasta que el teniente tuvo que desviar la mirada.

—Oye —le dije a Shaknahyi—, ¿qué problema tienes conmigo?

—En primer lugar, tú no eres un policía. Eres peor que un novato. Te acobardarás y dejarás que algún mamón me machaque o te pondrás nervioso y dispararás sobre alguna viejecita. No quiero que me asignen a alguien con quien no puedo contar.

Asentí.

—Sí, tienes razón, pero puedo llevar un moddy. He visto a muchos novatos con moddies de oficial de policía que les ayudan en su trabajo.

Shaknahyi levantó las manos.

—Lo está empeorando —murmuró.

—He dicho que no vais a pasar un mal rato en la calle —dijo Hajjar—. Es sólo una investigación. La mayor parte, trabajo de oficina. No sé por qué te asustas tanto, Jirji.

Shaknahyi se llevó la mano a la frente y suspiró.

—Está bien, está bien, sólo quiero que consten mis objeciones.

—Muy bien —dijo Hajjar—, están anotadas. Quiero que ambos me informéis regularmente, porque deseo tener contento a Friedlander Bey. No es tan fácil como pensáis.

Me entregó la célula de memoria.

—¿Quieres que empecemos ahora mismo? —pregunté.

Hajjar me lanzó una mirada irónica.

—Si tienes un hueco en tu abarrotado calendario social.

—Hazme una copia —dijo Shaknahyi—. Hoy estudiaré el fichero y mañana me acercaré hasta la casa de Abu Adil.

—Muy bien —dije, introduciendo la placa verde en mi ordenador y copiándolo en una placa virgen.

—Vale —dijo Shaknahyi cogiendo la copia y saliendo de mi cubículo.

—No os habéis caído demasiado bien —dijo Hajjar.

—Sólo es un trabajo. No tenemos que bailar juntos.

—Sí, tienes razón. ¿Por qué no te tomas el resto de la tarde libre? Vete a casa y estudia el informe. Estoy seguro de que tendrás algunas dudas, Papa te las resolverá.

Me dejó solo y llamé a casa de Friedlander Bey a través del ordenador. Se puso una de las Rocas Parlantes.

—¿Sí? —dijo con rudeza.

—Soy Audran. Dile a Kmuzu que me venga a buscar a la comisaría en veinte minutos.

—Sí —dijo la Roca.

Luego escuché el sonido del teléfono. Las Rocas tenían de lacónico lo que les faltaba de elocuencia.

Justo veinte minutos más tarde, Kmuzu aparecía por la curva con el sedán eléctrico. Me senté en el asiento de atrás y nos dirigimos a casa.

—Kmuzu, ¿sabes algo de un hombre de negocios llamado Reda Abu Adil?

—Algo, yaa Sidi —respondió—. ¿Qué quieres saber?

Jamás desviaba la vista de la carretera.

—Todo, pero ahora no.

Cerré los ojos y recosté la cabeza sobre el asiento. ¡Si Friedlander Bey me contase tanto como contaba a Kmuzu y al teniente Hajjar…! Odiaba pensar que Papa aún no confiaba del todo en mí.

—Cuando regresemos a la finca —dijo Kmuzu— hablarás con Friedlander Bey.

—Efectivamente.

—Te advierto que la mujer le ha puesto de muy mal humor.

Fantástico, pensé. Había olvidado a la mujer. Papa desearía saber por qué no la había matado aún. Pasé el resto del viaje ideando una excusa plausible.

4

De haber sabido lo feas que se iban a poner las cosas, habría ordenado a Kmuzu que me llevara fuera de la ciudad a algún lugar remoto y tranquilo. Al llegar a casa —para entonces me estaba acostumbrando a pensar en el palacio de Friedlander Bey como en mi propio hogar— eran las cuatro de la tarde. Decidí que podía dormir una siesta. Después planeaba tener una breve charla con Papa y más tarde pasaría algún rato en el club de Chiriga. Por desgracia, mi esclavo Kmuzu tenía otros planes.

—Estaré muy cómodo en el cuartito —anunció.

—¿Decías?

No tenía ni la menor idea de qué me estaba hablando.

—El cuartito que utilizas como trastero. Será suficiente para mis necesidades. Llevaré un catre.

Lo miré un instante.

—Suponía que ibas a dormir en las dependencias de los criados.

—Sí, tengo una habitación allí, yaa Sidi, pero cuidaré mejor de ti si me alojo por aquí cerca.

—No tengo ningún interés en que me cuides cada minuto del día, Kmuzu. Aprecio mi intimidad.

Kmuzu asintió.

—Lo comprendo, pero el dueño de la casa me ordenó…

Empezaba a hartarme.

—¡Me importa un bledo lo que el dueño de la casa te haya ordenado! —grité—. ¿Eres mi esclavo o el de él?

Kmuzu no me respondió. Se limitó a mirarme con sus grandes y solemnes ojos.

—Está bien, no importa. Ve y acomódate en el trastero. Quita todas mis cosas y llévate un colchón si quieres.

Me largaba muy irritado.

—Friedlander Bey te ha invitado a comer después de que hables con él —dijo Kmuzu.

—Supongo que no importa que yo tenga otros planes —le contesté.

Todo lo que obtuve fue la misma mirada muda. Kmuzu lo hacía asquerosamente bien.

Fui a mi habitación y me desnudé. Luego me di una ducha rápida y medité sobre lo que tenía que decir a Friedlander Bey. Primero, le diría que Kmuzu, su maldito esclavo espía, terminaría con una patada en el culo. Segundo, quería que supiese que no estaba satisfecho de que me hubieran asignado al oficial Shaknahyi. Y tercero, bueno, ahí es cuando me di cuenta de que probablemente no tendría valor para mencionar los puntos uno y dos.

Salí de la ducha y me sequé. El agua caliente me hizo sentir mejor, no necesitaría una siesta. En cambio, me quedé absorto ante el armario, decidiendo qué ponerme. A Papa le gustaba la vestimenta árabe. ¡Que demonios! Elegí una sencilla gallebeya marrón. El gorro de lana de mi tierra no era lo más apropiado y no soy de los que llevan turbante. Me puse una simple keffiya blanca atada con una sencilla tela negra akal. Me ceñí un cinturón, que sujetaba la daga ceremonial que Papa me había regalado. Del cinturón, en la espalda, colgaba una funda para mi pistola. La ocultaba con un costoso manto de color tostado sobre la gallebeya. Estaba listo para lo que fuese: una fiesta, una discusión o un intento de asesinato.

—¿Por qué no te quedas aquí y te instalas? —dije a Kmuzu.

Pero me siguió escalera abajo. Sabía que lo haría. El despacho de Papa se encontraba en la planta baja, en la parte principal de la casa, que conectaba las dos alas. Al llegar allí, una de las dos Rocas Parlantes custodiaba la puerta en el vestíbulo. Me miró y asintió, pero al ver a Kmuzu mudó el semblante. Frunció los labios. Era la mayor emoción que había detectado en una de las Rocas.

—Espera —dijo.

—Entraré con mi amo —respondió Kmuzu.

La Roca le golpeó en el pecho y le hizo trastabillar.

—Espera —repitió.

—Está bien, Kmuzu —dije.

No deseaba que los dos se pelearan por los suelos allí, a la puerta del despacho de Friedlander Bey. Podían dejar su disputa para otro momento.

Kmuzu me dedicó una mirada gélida, pero no dijo nada. La Roca humilló ligeramente la cabeza cuando pasé a la sala de espera de Papa y luego cerró la puerta tras de mí. Si él y Kmuzu se enzarzaban en el vestíbulo, yo no sabría qué hacer. ¿Qué dice la etiqueta cuando a tu esclavo le sacude el esclavo de tu jefe? Por supuesto, eso no era conceder a Kmuzu el beneficio de la duda. Quizás fuera capaz de alguna artimaña. Quién sabe, quizás era capaz de vérselas con la Roca Parlante.

De cualquier modo, Friedlander Bey estaba en su despacho, sentado tras su gigantesco escritorio. No tenía buen aspecto. Apoyaba los codos sobre la mesa y la cabeza en las manos. Se daba masajes en la frente. Se levantó cuando entré.

—Es un placer —dijo.

No parecía que fuera un placer. Parecía fatigado.

—El honor es mío al desearte buenas tardes, oh caíd.

Papa vestía una camisa blanca de cuello abierto, arremangada, y holgados pantalones grises. Lo más probable es que no hubiera reparado en mis esfuerzos por vestir de modo conservador. No se puede ganar siempre.

—Comeremos enseguida, hijo mío. Mientras tanto, siéntate conmigo. Ciertos asuntos requieren nuestra atención.

Me senté en una cómoda silla frente a su escritorio. Papa volvió a tomar asiento y manoseó unos papeles con el ceño fruncido. Me preguntaba si hablaría de la mujer o me explicaría por qué había decidido endosarme a Kmuzu. No debía interrogarle, empezaría a hablar cuando lo considerase oportuno.

Cerró los ojos un momento y los volvió a abrir lanzando un suspiro. Su escaso pelo blanco estaba alborotado y esa mañana no se había afeitado. Supuse que tenía muchas cosas en la cabeza. Temía lo que estaba a punto de ordenarme esta vez.

—Tenemos que hablar sobre la cuestión de la caridad —dijo por fin.

Vale, tenía que admitirlo: de todos los posibles problemas que podía haber elegido, la caridad estaba en un puesto bastante bajo en mi lista de lo que esperaba oír. Qué estúpido había sido al creer que hablaríamos de algo más elemental, como el asesinato.

—Lo siento pero tenía cosas más importantes en mente, oh caíd —dije.

Friedlander Bey asintió indiferente.

—No lo dudo, hijo mío, crees de verdad que esas otras cosas son más importantes, pero te equivocas. Ambos compartimos una existencia de lujo y comodidad y eso nos da cierta responsabilidad para con nuestros hermanos.

Jacques, mi amigo infiel, habría sudado para comprender esa cuestión. Es cierto que otras religiones también defienden la caridad. Es justo ocuparse de los pobres y los necesitados, porque no sabes si tú mismo terminarás pobre y necesitado. Pero la actitud musulmana va más allá. La caridad es uno de los cinco pilares de la religión, es una obligación tan fundamental como la profesión de fe, la oración diaria, el ayuno en el Ramadán y el peregrinaje a la Meca.

Dedico la misma atención a la caridad que a las demás obligaciones. Es decir, tengo un profundo respeto por ellas en el plano intelectual y me digo a mí mismo que muy pronto empezaré a practicarlas con devoción.

—Es evidente que has estado dándole vueltas durante algún rato —dije.

—Hemos olvidado nuestro deber con nuestros vecinos los pobres, los peregrinos, las viudas y los huérfanos.

Algunos amigos míos —mis viejos amigos, mis antiguos amigos— pensaban que Papa no era más que un monstruo homicida, pero no es cierto. Es un astuto hombre de negocios que mantiene sólidos vínculos con la fe que dio origen a nuestra cultura. Siento que parezca una contradicción. Puede ser duro, incluso cruel a veces, pero no conozco a nadie tan sincero en sus creencias ni tan dispuesto a cumplir las múltiples obligaciones del noble Corán.

—¿Qué deseas que haga?

Friedlander Bey se encogió de hombros.

—¿No te he recompensado por todos tus servicios?

—Eres muy generoso, oh caíd.

—Entonces no te resultará difícil separar una quinta parte de tus riquezas, como sugiere el Recto Camino. De hecho, deseo regalarte algo que incrementará tu bolsillo y, al mismo tiempo, te proporcionará una fuente de ingresos independiente de esta casa.

Eso me interesó. Ansiaba la libertad cada noche cuando me iba a dormir y era mi primer pensamiento al despertarme al día siguiente. Y el primer paso hacia la libertad era la independencia económica.

—Eres el padre de la generosidad, oh caíd, pero no soy digno.

Creedme, estaba anhelando oír lo que iba a decirme. Sin embargo, las formas exigían que simulase que no podía aceptar ese regalo.

Levantó una delgada mano temblorosa.

—Prefiero que mis asociados tengan una fuente externa de ingresos, fuente que ellos mismos administren sin necesidad de compartir conmigo sus beneficios.

—Es una sabia política.

He conocido a un montón de «asociados» de Papa y sé el tipo de recursos que poseen. Estaba seguro de que estaba a punto de introducirme en algún turbio y corrupto negocio. No es que tuviera escrúpulos. No me importaba convertirme en un mayorista de drogas. Aunque nunca he tenido mucha vista para las ventas.

—Hasta ahora el Budayén era todo tu mundo. Lo conoces bien, comprendes a su gente. Tengo mucha influencia allí y creo conveniente que adquieras un pequeño negocio en ese barrio —dijo tendiéndome un documento plastificado.

Me incliné para cogerlo.

—¿Qué es esto, oh caíd?

—Es un título de propiedad. Ahora tú eres el propietario. De hoy en adelante dirigirás este negocio. Es una empresa rentable, hijo mío. Adminístrala bien y te dará recompensas, inshallah.

Miré el certificado.

—Eres… —Mi voz se quebró. Papa había comprado el club de Chiriga y me lo estaba ofreciendo. Me quedé mirándole—. Pero…

Extendió la mano ante mí.

—No me des las gracias. Eres mi hijo fiel.

—Pero es el local de Chiri. No puedo quedarme con su club. ¿Qué va a hacer ella?

Friedlander Bey se encogió de hombros.

—Los negocios son los negocios.

Lo miré fijamente. Tenía la costumbre de darme cosas que prefería no poseer: Kmuzu y una carrera de policía, por ejemplo. Negarme no serviría de nada.

—No tengo palabras para expresar mi gratitud —dije en una voz inexpresiva.

Sólo me quedaban dos amigos, Saied Medio Hajj y Chiri. Después de esto ella me odiaría. Empezaba a temer su reacción.

—Vamos a comer —dijo Friedlander Bey.

Se levantó detrás de su escritorio y me tendió las manos. Yo le seguí, aún pasmado. Hasta más tarde no me percaté de que no le había hablado de mi trabajo con Hajjar ni de mi nueva misión, que consistía en investigar a Reda Abu Adil. Cuanto estás en presencia de Papa, vas a donde él quiere, haces lo que él quiere y hablas de lo que él quiere.

Fuimos al más pequeño de los dos comedores, en la parte posterior del ala oeste, en la planta. Ahí es donde Papa y yo solemos comer cuando lo hacemos juntos. Kmuzu me pisaba los talones por el vestíbulo y la Roca Parlante seguía a Friedlander Bey. Si hubiera sido un culebrón holográfico americano, habrían luchado y después se habrían convertido en buenos amigos. Mala suerte.

Me detuve en el umbral del comedor y le eché un vistazo. Umm Saad y su hijo nos esperaban en el interior. Era la primera mujer que había visto en casa de Friedlander Bey, pero aun así nunca le habría permitido sentarse a la mesa con nosotros. El muchacho parecía tener quince años, que a los ojos de la fe es la edad de la madurez. Era lo bastante adulto como para cumplir las obligaciones de la plegaria y el ayuno ritual, así es que en otras circunstancias podía haber sido bienvenido para compartir nuestra comida.

—Kmuzu —dije—, escolta a la mujer hasta su habitación.

Friedlander Bey me puso una mano en el brazo.

—Gracias, hijo mío, pero yo la he invitado a que nos acompañe.

Le miré boquiabierto, sin que se me ocurriera ninguna respuesta inteligente. Si Papa deseaba iniciar la principal revolución en la actitud y el comportamiento de estos últimos tiempos, estaba en su derecho. Cerré la boca y asentí.

—Umm Saad cenará en sus habitaciones después de nuestra charla —dijo Friedlander Bey, dirigiéndole una mirada de reprobación—. Su hijo puede retirarse o quedarse con los hombres, como guste.

Umm Saad parecía impaciente.

—Supongo que debo agradecer el tiempo que me dedicas —dijo ella.

Papa se dirigió a su silla y la Roca le ayudó. Kmuzu me indicó mi asiento frente a Friedlander Bey. Umm Saad se sentó a la izquierda de Papa y su hijo a la diestra.

—Marîd —dijo Papa—, ¿conoces a este joven?

—No —respondí.

No lo había visto en mi vida.

Él y su madre no gozaban de muchas simpatías en aquella casa. El chico era alto para su edad, pero delgado y melancólico. Su piel tenía una artificial pigmentación amarilla y el blanco de sus ojos estaba descolorido. Su aspecto era enfermizo. Vestía una gallebeya azul con un dibujo geométrico y el turbante de un joven caíd, no el de un jefe tribal sino el turbante honorífico de un joven que se sabe el Corán entero de memoria.

Yaa Sidi —dijo la mujer—, te presento a mi lindo hijo, Saad ben Salah.

—Que tu honor crezca, señor —dijo el chico.

Alcé las cejas. Al menos el muchacho tenía modales.

—Que Alá sea generoso contigo —dije.

—Umm Saad —dijo Friedlander Bey con voz áspera—, has venido a mi casa con curiosas exigencias. Mi paciencia está al límite. He tolerado tu presencia por respeto a la hospitalidad, pero ahora tengo la mente clara. Te ordeno que no me molestes más. Debes estar fuera de mi casa a la llamada a la oración de mañana por la mañana. Daré instrucciones a mis criados para que te ayuden en lo que necesites.

Umm Saad sonrió, como si le divirtiese su exasperación.

—No creo que hayas meditado lo suficiente sobre nuestro problema. Y no has velado por el futuro de tu nieto —dijo cubriendo las manos de Saad con las suyas.

Fue como una bofetada en pleno rostro. Pretendía ser la hija o la nuera de Friedlander Bey. Eso explicaba por qué quería que me deshiciera de ella, en lugar de hacerlo él mismo.

Papa me miró.

—Hijo mío, esta mujer no es mi hija y el chico no es mi pariente. No es la primera vez que un extraño llama a mi puerta pretendiendo tener lazos de sangre conmigo, con la idea de robar algo de mi fortuna, que tanto esfuerzo me ha costado.

Jo, debí ocuparme de ella cuando me lo pidió por primera vez, antes de que me arrastrase en toda esa intriga. Algún día aprenderé a manejar la situación antes de que se complique demasiado. No quiero decir que la hubiera matado, pero al menos podía haberla persuadido, amenazado o sobornado para que nos dejara en paz. Ahora era demasiado tarde. Ella no aceptaría el ultimátum, quería todo el pastel sin perderse ni una miga.

—¿Estás seguro, oh caíd, de que no es tu hija?

Por un momento pensé que iba a pegarme. Luego, con voz tensamente controlada dijo:

—Te lo juro por la vida del Mensajero de Dios, que la bendición de Dios y la paz sean con él.

Eso era suficiente para mí. Friedlander Bey puede llevar a cabo ciertos manejos para conseguir sus propósitos, pero no jura en falso. Nos llevamos bien porque él no me miente a mí y yo no le miento a él. Miré a Umm Saad.

—¿En qué pruebas basas tus pretensiones?

Sus ojos se agrandaron.

—¿Pruebas? —gritó—. ¿Necesito pruebas para abrazar a mi propio padre? ¿Qué prueba tienes tú de la identidad de tu padre?

No sabía lo delicado que era ese tema. Eludí el comentario.

—Papa… —Me contuve—. El dueño de la casa te ha demostrado su cortesía y amabilidad. Ahora te pide educadamente que des por finalizada tu visita. Como ha dicho, te ayudarán los criados que precises.

Me volví hacia la Roca Parlante y él asintió con la cabeza. Él se aseguraría de que Umm Saad y su hijo estuvieran en la puerta de la calle cuando el muecín pronunciara la última sílaba de llamada a la oración matinal.

—Entonces debemos hacer preparativos —dijo poniéndose en pie—. Vamos, Saad.

Y los dos abandonaron el comedor pequeño con tanta dignidad como si estuvieran en su propio palacio y fueran la parte agraviada.

Las manos de Friedlander Bey presionaban sobre la mesa ante él. Sus nudillos estaban blancos. Dio dos o tres profundas bocanadas de aire.

—¿Qué propones para acabar con esta molestia? —dijo.

Alcé la vista desde Kmuzu a la Roca Parlante. Ningún esclavo parecía demostrar el más mínimo interés por el asunto.

—Si lo he entendido bien, oh caíd, quieres desembarazarte de ella y de su hijo. ¿Es necesario que ella muera? ¿Y si empleo otro medio menos violento para disuadirla?

—La has visto y has oído sus palabras. La violencia no pondrá fin a sus planes. Y además, sólo su muerte disuadirá a otras sanguijuelas de practicar la misma estrategia. ¿Por qué dudas, hijo mío? La respuesta es simple y eficaz. Ya has matado antes. Volver a matar no te resultará tan difícil. Ni siquiera necesitas simular un accidente. El sargento Hajjar lo comprenderá. No iniciará ninguna investigación.

—Hajjar es teniente ahora —le dije.

Papa movió las manos con impaciencia.

—Sí, claro.

—¿Crees que Hajjar pasará por alto un homicidio? —le pregunté.

Hajjar estaba comprado, pero eso no significaba que se quedase cruzado de brazos mientras le hacía quedar como estúpido. Ahora yo podía actuar con impunidad, pero sólo si preservaba con mucho cuidado la imagen pública de Hajjar.

El viejo arrugó el ceño.

—Hijo mío —dijo despacio para que no le malinterpretara—. Si el teniente Hajjar se niega, también él puede ser reemplazado. Quizás tengas mejor suerte con su sucesor. Y así hasta que encontremos a un supervisor de policía con la suficiente imaginación e ingenio para el puesto.

—Que Alá nos guíe —murmuré.

Esos días Friedlander Bey parecía muy inclinado a despachar a la gente como solución a los pequeños reveses de la vida. Me sorprendió que el propio Papa no tuviera prisa por apretar el gatillo personalmente. A tan avanzada edad había aprendido a delegar responsabilidades. Y yo me había convertido en su delegado favorito.

—¿Comemos? —preguntó.

Había perdido el apetito.

—Te pido que me excuses. Tengo un montón de cosas que hacer. Quizás después de comer puedas responderme a algunas preguntas. Me gustaría oír lo que sabes sobre Reda Abu Adil.

Friedlander Bey separó las manos.

—No creo que sepa mucho más que tú.

¿Acaso no había Papa dirigido el brazo de Hajjar para que iniciase una investigación oficial? ¿Por qué se hacía el tonto ahora? ¿O se trataba de otra prueba? ¿Cuántas malditas pruebas tendría que superar?

O quizá —y esto hacía el asunto realmente interesante—, quizá, después de todo, la curiosidad de Hajjar sobre Abu Adil no la había despertado Papa. Quizás Hajjar se había vendido más de una vez: a Friedlander Bey y también a un segundo, tercer o cuarto postor…

Recordé que cuando era un ardiente muchacho de quince años prometí a mi novia, Nafissa, que ni siquiera miraría a otra chica. Hice la misma promesa a Fayza, que tenía las tetas más grandes. Y a Hanuna, cuyo padre trabajaba en la cervecería. Todo iba bien hasta que Nafissa se enteró de lo de Hanuna y el padre de Fayza descubrió lo de las otras dos. Las chicas me habrían cortado las pelotas y sacado los ojos. Pero me largué de Argel mientras el enemigo dormía y así empezó la odisea que me condujo hasta esta ciudad.

Es una historia aburrida y pesada, de poca relevancia aquí. Simplemente aludo a los problemas que iba a tener Hajjar si Friedlander Bey y Abu Adil se enteraban de su pluriempleo.

—¿No es Abu Adil tu principal competidor? —le pregunté.

—El caballero tal vez crea que competimos. No creo que estemos enfrentados. Alá concede a Abu Adil el derecho a vender su bronce martilleado donde yo vendo el mío. Si alguien prefiere comprarle a Abu Adil en lugar de a mí, el cliente y el vendedor tienen mi bendición. Es Alá quien me proporciona el sustento y nada de lo que haga Abu Adil puede ayudarme o hundirme.

Pensé en las inmensas sumas de dinero que pasaban por la casa de Friedlander Bey, una parte de las cuales terminaban en gruesos sobres sobre mi escritorio. Estaba seguro de que ninguno de ellos derivaba de la venta de bronce martilleado. Pero constituía un afortunado eufemismo.

—Según el teniente Hajjar, tú crees que Abu Adil está planeando echarte del negocio.

—Sólo el unificador de las naciones puede hacer eso, hijo mío. —Papa me dirigió una afable mirada—. Pero me halaga tu interés. No tienes por qué preocuparte por Abu Adil.

—Puedo emplear mi cargo en la comisaría para averiguar qué trama.

Se levantó y se pasó la mano por el cabello blanco.

—Si lo deseas, si eso te tranquiliza.

Kmuzu retiró mi silla de la mesa y yo también me puse en pie.

—Te ruego que me disculpes. Que tu mesa te complazca. Te deseo una buena comida.

Friedlander Bey se acercó a mí y me besó en ambas mejillas.

—Ten cuidado, querido —dijo—. Estoy orgulloso de ti.

Mientras salía del comedor, me volví para ver a Papa sentado otra vez en su silla. El viejo tenía un semblante sombrío y la Roca Parlante se inclinó para oír algo que Papa decía. Me pregunté qué era lo que Friedlander Bey compartía con su esclavo, pero no conmigo.

—¿Ya te has mudado? —pregunté a Kmuzu mientras regresábamos a mi habitación.

—He de llevar un colchón, yaa Sidi. Me bastará para esta noche.

—Muy bien. Tengo trabajo en el ordenador.

—¿El informe de Reda Abu Adil?

Le miré incisivamente.

—Sí, exacto.

—Tal vez pueda ayudarte a hacerte una idea clara del hombre y sus circunstancias.

—¿Por qué sabes tanto de él, Kmuzu?

—Cuando llegué por primera vez a la ciudad, me empleé como guardaespaldas de una de las esposas de Abu Adil.

Esa información era excepcional. Pensadlo: empiezo una investigación sobre un completo desconocido y resulta que mi recién estrenado esclavo ha trabajado para ese hombre. Me olí que no era una coincidencia. Tenía fe en que con el tiempo todo encajaría. Tan sólo esperaba estar sano y salvo para entonces.

Me detuve en la puerta de mi habitación.

—Ve a traer tu cama y tus pertenencias —le dije a Kmuzu—. Estaré con el fichero de Abu Adil. No temas molestarme. Cuando trabajo se necesita la explosión de una bomba para distraerme.

—Gracias, yaa Sidi. Haré el menor ruido que pueda.

Empecé a girar el pomo de la puerta. Kmuzu me hizo una ligera reverencia y se dirigió a las dependencias de los criados. Cuando dobló la esquina, eché a correr en dirección opuesta. Fui al garaje a buscar el coche. Me sentía raro, escondiéndome de mi propio criado, pero no deseaba tenerlo tras mis talones toda la noche.

Crucé el barrio cristiano y luego un distrito comercial de lujo al este del Budayén. Aparqué el coche en el bulevar il-Jameel, no lejos de donde Bill solía dejar el taxi. Antes de bajar del coche cogí mi caja de píldoras. Hacía mucho tiempo que no me medicaba con afables drogas. Estaba bien servido, gracias a mi elevado sueldo y los nuevos contactos que hice a través de Papa. Elegí un par de trifets azules. Tenía tanta prisa que me los tragué allí mismo, sin agua. En un momento me sentí indómito y rebosante de energía. Iba a necesitar ayuda, porque me esperaba una horrible escena.

Pensé en conectarme un moddy, pero en el último momento me eché atrás. Debía hablar con Chiri y la respetaba lo suficiente como para presentarle mi propia cabeza. Aunque poco después las cosas podían cambiar. Sentía que volvía a casa como alguien totalmente diferente.

El club de Chiri estaba abarrotado esa noche. El aire era plácido y cálido dentro, endulzado por una docena de perfumes distintos, agrios, a sudor y cerveza derramada. Los transexuales y los travestis preoperados parloteaban con los clientes con falsa ternura y su risa rompía la música estridente mientras pedían más cócteles de champaña. Brillantes destellos de neón rojo y azul producían rayas oblicuas detrás de la barra, y centelleantes puntos de luz, reflejo de unas bolas de espejuelos giratorias, titilaban en las paredes y en el techo. En un rincón, en un holograma, Dulce Pilar se retorcía sola sobre un abrigo de visón dorado extendido sobre la blanca arena de una romántica playa. Era un potenciador de su nuevo moddy sexual, Arde despacio. La miré un instante casi hipnotizado.

—Audran —dijo la ronca voz de Chiriga. No parecía contenta de verme—. Jefe.

—Escucha, Chiri. Deja que…

—Lily —llamó a uno de los transexuales—, sirve una copa al nuevo propietario. Ginebra y bingara con una pizca de lima. —Me miró con fiereza—. El tende es mío, Audran. Reserva privada. No va con el club, me lo llevo conmigo.

Me lo estaba poniendo difícil. Podía imaginar cómo se sentía.

—Espera un minuto, Chiri. No tengo nada que ver con…

—Éstas son las llaves. Ésta es la de la caja. El dinero es todo tuyo. Las chicas son tuyas, los dolores de cabeza también son tuyos a partir de ahora. Si tienes algún problema ve a Papa. —Cogió la botella de tende de debajo de la barra—. Kwa herí, cabrón —me soltó, y luego abandonó el club como un ciclón.

Todo quedó en silencio. Fuera cual fuese la canción que estaba sonando, se acabó y nadie puso otra. Un travesti llamado Kandy estaba en el escenario y se quedó allí mirándome como si fuera a empezar a babear y a desgañitarme en cualquier momento. La gente se levantó de los taburetes de mi alrededor y me dieron de lado. Miré sus rostros y distinguí en ellos hostilidad y repulsión.

Friedlander Bey deseaba que me divorciara de todos mis contactos en el Budayén. Convertirme en policía había sido un buen comienzo, pero a pesar de ello tenía unos pocos amigos fieles. Obligar a Chiri a vender su club había sido otro golpe genial. Pronto estaría tan solo y sin amigos como el propio Papa, con la diferencia de que yo no dispondría del consuelo de su riqueza y su poder.

—Mirad —dije—, todo esto es un error. Tengo que hablar con Chiri. Indihar, ocúpate tú, ¿quieres? Vuelvo en seguida.

Indihar me dirigió otra mirada desdeñosa. No dijo nada. No podía seguir allí ni un minuto más. Cogí las llaves que Chiri había tirado sobre la barra y salí fuera. No estaba en la Calle. Podía haberse ido directamente a casa, aunque probablemente habría ido a otro club.

Fui a la Fée Blanche, el café del viejo Gargotier en la calle Nueve. Saied, Mahmoud, Jacques y yo pasábamos mucho tiempo allí. Nos gustaba sentarnos en el patio y jugar a cartas a primera hora de la noche. Era un buen lugar para empezar la marcha.

Todos estaban allí. Jacques era la mascota cristiana de nuestro grupo. Le gustaba decir a la gente que tenía tres cuartos de europeo. Jacques era estrictamente heterosexual y se enorgullecía de ello. Nadie le quería demasiado. Mahmoud era una transexual, antes era una bailarina de finas caderas y ojos de cervatillo en los clubes de la Calle. Ahora era pequeño, ancho y violento, como uno de esos malvados djinn a quienes debes burlar para rescatar a la princesa encantada. Oí que en aquel momento dirigía la prostitución organizada del Budayén para Friedlander Bey. Saied Medio Hajj me observó desde el borde de su vaso de Johnny Walker, su bebida favorita. Llevaba el moddy de tipo duro y precisamente buscaba que le diera una excusa para partirme la cara.

—¿Qué tal? —dije.

—Eres una basura, Audran —dijo Jacques tranquilamente —. ¡Qué asco!

—Gracias, pero no puedo quedarme mucho rato.

Me senté en la silla vacía. Monsieur Gargotier se acercó a ver si esa noche iba a gastar algún dinero. Su expresión era tan estudiadamente neutral que podía decir que él también odiaba mis entrañas.

—¿Habéis visto pasar a Chiri hace un instante? —pregunté.

Monsieur Gargotier se aclaró la garganta. No le hice caso y se largó.

—¿Quieres hundirla aún más? —preguntó Mahmoud—. ¿Se ha llevado algunos pisapapeles de tu pertenencia? Déjala tranquila, Audran.

Ya era suficiente. Me levanté y Saied hizo lo mismo. Dio dos rápidos pasos hacia mí, cogió mi manto con una mano y lanzó su puño hacia atrás. Antes de que pudiera sacudirme, le golpeé en la nariz, y ésta empezó a sangrar. Estaba perplejo, pero su boca empezó a torcerse de rabia. Agarré el moddy de su implante corímbico y lo desconecté. Podía ver sus ojos desenfocados. Durante un momento debió de estar completamente desorientado.

—Déjame en paz —le dije sentándolo en su silla de un empujón—. Todos vosotros.

Lancé el moddy al regazo de Medio Hajj.

Enfilé la Calle hacia abajo hirviendo de ira. No sabía qué hacer. El club de Chiri —ahora mi club— estaba abarrotado de gente y no podía contar con Indihar para mantener el orden. Decidí volver y capear el temporal. Antes de que me diera tiempo a alejarme, Saied salió tras de mí y me puso la mano en el hombro.

—Te estás volviendo bastante impopular, magrebí.

—No toda la culpa es mía.

Sacudió la cabeza.

—Tú permites que suceda. Tú eres el responsable.

—Gracias —le dije, y seguí caminando.

Me cogió la mano derecha y me entregó el moddy de malas pulgas.

—Toma esto, creo que lo necesitarás.

Fruncí el ceño.

—Los problemas que tengo exigen la cabeza clara, Saied. Tengo que meditar sobre todas esas cuestiones morales. No sólo sobre Chiri y su club. Otras cosas.

Medio Hajj gruñó.

—No te entiendo, Marîd. Pareces una vieja gloria cansada. Eres tan malo como Jacques. Si eliges cuidadosamente tus moddies no tendrás que preocuparte por cuestiones morales. Dios sabe que yo nunca lo hago.

Eso era lo que necesitaba oír.

—Ya nos veremos, Saied.

—Sí —dijo regresando a la Fée Blanche.

Fui al club de Chiri, eché a todo el mundo, cerré el local y volví a casa de Friedlander Bey. Subí pesadamente la escalera hasta mi habitación, satisfecho de que el largo día lleno de sorpresas hubiera acabado por fin. Mientras me disponía a acostarme, Kmuzu apareció por la puerta.

—No debes engañarme, yaa Sidi.

¿He herido tus sentimientos, Kmuzu?

—Estoy aquí para ayudarte. Lamento que rechaces mi protección. Llegará el día en que te alegres de poder llamarme.

—Es posible —dije—, pero, mientras tanto, ¿qué tal si me dejas tranquilo?

Se encogió de hombros.

—Alguien quiere verte, yaa Sidi.

Pestañeé.

—¿Quién?

—Una mujer.

No tenía la suficiente energía como para hablar con Umm Saad ahora. Pero podía tratarse de Chiri…

—¿Le digo que entre? —preguntó Kmuzu.

—Sí, qué demonios.

Todavía estaba vestido, aunque muy cansado. Me prometí que sería una conversación breve.

—¿Marîd?

Miré a mi alrededor. Enmarcada por la puerta, con un viejo y desastrado abrigo marrón, sosteniendo una cutre maleta de plástico estaba Ángel Monroe. Mamá.

—He venido a pasar unos cuantos días contigo en la ciudad —me dijo, riendo ebriamente—. Hey, ¿no te alegras de verme?

5

El lunes por la mañana, cuando mi fabuloso potenciador me despertó, me quedé unos instantes en la cama, pensando. Estaba dispuesto a admitir que quizás había cometido algunos errores la noche anterior. No estaba seguro de cómo podía haber arreglado la situación con Chiri, pero al menos podía haberlo intentado. Se lo debía, a ella y a nuestra amistad. Más tarde, tampoco me llenó de alegría ver a mi madre en la puerta. Resolví la situación soltándole cincuenta kiams y devolviéndola a la noche. Hice que Kmuzu la acompañara a buscar habitación en un hotel. Durante el desayuno, Friedlander Bey me brindó una crítica constructiva sobre dicha decisión.

Estaba furioso. Un matiz tosco y áspero en su voz me indicaba que se contenía para no gritarme. Me puso la mano en el hombro y le noté temblar de emoción. Percibí el perfume a menta de su aliento mientras recitaba el noble Corán.

—Si uno de tus progenitores o ambos llegan a la vejez, no te avergüences de ellos ni los rechaces, habíales con palabras amables. Inclínate ante ellos con sumisión y benevolencia y di: «¡Señor! Ten misericordia de ellos, tal como cuidaron de mí cuando yo era pequeño».

Me estremecí. Que te inunde la ira de Friedlander Bey es una especie de práctica para el día del juicio final. Él habría considerado sacrílega la comparación, pero nunca había sido el blanco de su propia furia.

No pude evitar tartamudear.

—Te refieres a Ángel Monroe.

Jo, fue una tontería decirlo, pero Papa me había sorprendido con su diatriba. Aún no podía pensar con claridad.

—Hablo de tu madre. Vino a ti en la necesidad y tú le diste la espalda.

—Hice lo que pude por ella.

Me preguntaba cómo se había enterado Papa del incidente.

—¡No rechaces a tu madre para que viva con extraños! Ahora debes implorar el perdón de Alá.

Eso me hizo sentir un poco mejor. Era una de esas ocasiones en las que «Alá» quería decir «Friedlander Bey». Había pecado contra su código personal, pero si encontraba las palabras y las acciones adecuadas volvería a la buena senda.

—Oh caíd —dije despacio, midiendo mis palabras—, conozco tus sentimientos sobre alojar mujeres en casa. Dudé en invitarla a quedarse a pasar la noche bajo tu techo y era demasiado tarde para consultarte. Valoré la necesidad de mi madre y tus costumbres e hice lo que creí conveniente.

Bueno, era casi cierto.

Me miró, pero podía ver que su ira se había desvanecido.

—Tu acción fue para mí peor afrenta que albergar a tu madre como huésped en mi casa.

—Lo comprendo, oh caíd, y te ruego que me perdones. No quiero ofenderte ni pasar por alto las enseñanzas del Profeta.

—Que la bendición de Alá y la paz sean con él —murmuró Papa automáticamente. Movió la cabeza apesadumbrado, pero su expresión se iluminaba a cada segundo—. Eres aún muy joven, hijo mío. No es el último error de apreciación que cometerás. Si quieres convertirte en un hombre justo y un líder clemente, debes aprender de mi ejemplo. Cuando tengas dudas, nunca temas buscar mi consejo, a la hora que sea y en el lugar que sea.

—Sí, oh caíd —dije bajito.

La tormenta había pasado.

—Ahora debes encontrar a tu madre, traerla aquí y alojarla en los aposentos adecuados. Tenemos muchas habitaciones vacías, esta casa es tan tuya como mía.

Por su tono supe que la conversación había concluido y me alegré. Había sido como pasar entre los minaretes de la mezquita Shimaal sobre la cuerda floja.

—Eres el padre de la amabilidad, oh caíd.

—Ve en paz, hijo mío.

Regresé a mi habitación, olvidando el desayuno. Kmuzu, como siempre, me siguió.

—Oye, ¿le dijiste a Friedlander Bey lo que sucedió anoche? —le pregunté como si se me acabara de ocurrir.

Yaa Sidi —dijo con una expresión vacua—, es voluntad del amo de la casa que le cuente estas cosas.

Me mordí el labio, pensativo. Hablar con Kmuzu era como dirigirse a un oráculo mítico: debía asegurarme de plantear mis preguntas con absoluta precisión, u obtendría una respuesta absurda. Simplemente le dije:

—Kmuzu, tú eres mi esclavo, ¿no es así?

—Sí.

—¿Y me obedeces a mí?

—Te obedezco a ti y al amo de la casa, yaa Sidi.

Aunque no necesariamente en ese orden.

—No necesariamente —admitió.

—Bien, voy a darte una orden sencilla, sin ambages. No tienes que aclararlo con Papa porque ha sido él quien me lo ha insinuado. Quiero que encuentres una habitación vacía en algún lugar de la casa, preferiblemente alejada de aquí, e instales a mi madre con toda comodidad. Quiero que dediques todo el día a velar por sus necesidades. Cuando vuelva del trabajo, hablaré con ella sobre sus planes para el futuro, eso significa que no debe ingerir ni drogas ni alcohol.

Kmuzu asintió.

—No puede conseguir esas cosas en esta casa, yaa Sidi.

Yo no tenía ningún problema en agenciarme mis fármacos y supuse que Ángel Monroe también tendría su propia reserva de emergencia oculta en algún lugar.

—Ayúdala a deshacer sus maletas y aprovecha la oportunidad para asegurarte de que deja todos sus productos tóxicos en la puerta.

Kmuzu me dirigió una mirada ceñuda.

—La mides por un rasero más estricto que a ti mismo —dijo con calma.

—Sí, tal vez —le respondí, molesto—. En cualquier caso, tú no eres quién para decirlo.

—Perdóname, yaa Sidi.

Olvídalo. Hoy yo mismo conduciré el coche para ir a trabajar.

A Kmuzu no le gustó la idea.

—Si te llevas el coche, ¿cómo traeré a tu madre desde el hotel?

Sonreí despacio.

—En una litera, en una carreta de bueyes, alquila una recua de camellos, no me importa. Tú eres el esclavo, arréglatelas como puedas. Te veré esta noche.

Sobre mi escritorio había otro grueso sobre repleto de billetes. Uno de los pequeños ayudantes de Friedlander Bey lo había dejado en mi habitación mientras yo estaba abajo. Cogí el sobre y el maletín, y me largué antes de que Kmuzu pusiera alguna otra pega.

Mi maletín todavía contenía el fichero sobre Abu Adil en la célula de memoria. Se suponía que debía haberlo leído la noche anterior, pero ni lo había mirado. Seguramente Hajjar y Shaknahyi se iban a enfadar, pero no me importaba. ¿Qué podían hacerme? ¿Despedirme?

Primero conduje hasta el Budayén, dejé mi coche en el bulevar y caminé desde allí hasta la tienda de moddies de Laila en la calle Cuatro. La tienda de Laila era pequeña, pero tenía estilo, encajonada entre un oscuro antro y un bullicioso bar que hacía las delicias de los transexuales adolescentes. Los moddies y los daddies, almacenados en cubos, estaban cubiertos de polvo y de una fina arenilla, y generaciones de pequeños insectos se habían reunido con su creador entre sus mercancías. No era elegante, pero lo que te daba, la mayoría de las veces, era bueno y a un precio honrado. El resto de las veces te llevabas mercancía defectuosa, sin valor e incluso peligrosa. Enchufarme uno de esos antiguos y carcomidos moddies de Laila directamente en el cerebro, solía producirme una pequeña descarga de adrenalina.

Siempre llevaba un moddy conectado y nunca dejaba de sollozar. Sollozaba un «hola», sollozaba un «adiós», sollozaba de placer y de dolor. Cuando rezaba, sollozaba a Alá. Tenía una piel negra y curtida, tan arrugada como una uva pasa, y un despoblado pelo blanco. Laila no era alguien con quien deseases pasar un montón de tiempo. Esa mañana llevaba un moddy, pero aún no podía decir cuál. A veces era una famosa actriz de película euroamericana o de holo, o un personaje de una novela olvidada o la propia Dulce Pilar. Fuera quien fuese, estaba lloriqueando. Eso era todo lo que podía apreciar.

—¿Qué tal, Laila?

Esa mañana la tienda despedía un olor acre a amoníaco. Laila vertía el asqueroso líquido rosa de una botella de plástico por los rincones de la tienda. No me preguntéis por qué.

Me miró y me ofreció una sonrisa lenta y encantadora. Era la expresión que se te pone después de la completa satisfacción sexual o de una gran dosis de soneína.

—Marîd —dijo con serenidad.

Aún sollozaba, pero ahora era un sollozo sereno.

—Hoy voy a salir a patrullar y pensé que tal vez tú tendrías…

—Marîd, esta mañana ha venido una muchachita y me ha dicho: «Madre, los ojos de los narcisos están abiertos y las mejillas de las rosas arreboladas. ¿Por qué no sales y ves lo maravillosamente que la naturaleza ha adornado el mundo?».

—Laila, si me concedes sólo un minuto…

—Y yo le dije: «Hija, eso que hace tus delicias se esfumará en una hora y ¿qué provecho le habrás sacado? En lugar de eso, ven dentro y busca conmigo la belleza superior de Alá, que creó la primavera».

Laila terminó su pequeña homilía y me miró expectante como si esperara que yo aplaudiera o me desmayara de la iluminación.

Había olvidado el éxtasis religioso. Sexo, drogas y éxtasis religioso. Ésas eran las grandes ventas de la tienda de Laila y ella las comprobaba todas personalmente. Cada moddy llevaba su Sello de Aprobación personal.

—¿Puedo hablar ahora? ¿Laila?

Me miró, balanceándose precariamente. Levantó despacio uno de sus huesudos brazos y se desenchufó el moddy. Parpadeó unas cuantas veces y su sonrisa amable desapareció.

—¿Quieres algo, Marîd? —dijo en su estridente voz.

Laila era gata vieja, corría el rumor de que de niña había visto a los imanes poner los cimientos de los muros del Budayén. Pero conocía sus moddies. No conozco a nadie que sepa más sobre viejos moddies fuera de circulación. Creo que Laila debe de haber sido uno de los primeros implantes experimentales del mundo, porque su cerebro nunca ha funcionado bien desde entonces. El modo en que abusa de la tecnología debe de haber quemado sus células grises hace tiempo. Ha soportado torturas cerebrales que habrían convertido a cualquiera en un zombie errante. Probablemente a Laila se le había hecho un callo en el cerebro que evitaba que nada se filtrase. Nada en absoluto.

Volví a empezar desde el principio:

—Hoy voy a salir de patrulla y me preguntaba si tendrías un moddy básico de polizonte.

—Seguro, tengo de todo.

Renqueó hasta un cubo próximo a la trastienda y hurgó en él un momento. En el cubo un rótulo decía: «Prusia/Polonia/Breulandia». No tenía nada que ver con los moddies que se fabrican actualmente allí. Laila había comprado restos de serie destrozados y etiquetas arañadas de otro negocio que había cerrado.

Al cabo de unos segundos se irguió con dos moddies precintados en la mano.

—Esto es lo que buscas.

Uno era el moddy azul celeste de Guardián Completo que había visto utilizar a otros polis novatos. Era un buen e indispensable programa procesador que cubría casi todas las situaciones imaginables. Pensé que con el moddy de hijo puta de Medio Hajj y el Guardián estaba servido.

—¿Qué es ese otro? —le pregunté.

—Un regalo para ti a mitad de precio. Relámpago Oscuro. Sólo que esta versión se llama Sabio Consejero. Es lo que llevaba puesto cuando entraste.

Lo encontré interesante. Relámpago Oscuro era una idea nipona que fue muy popular hace cincuenta o sesenta años. Te sentabas en una confortable silla y Relámpago Oscuro te sumía instantáneamente en un trance receptivo. Entonces te presentaba una lúcida visión terapéutica. Según el análisis que Relámpago Oscuro hacía de tu presente situación emocional, podía ser una advertencia, algún consejo o un rompecabezas místico para que trabajase tu mente consciente.

El elevado precio del artefacto lo convirtió en una curiosidad para ricos. Sus fantasías del Lejano Oriente —Relámpago Oscuro te transformaba en un arrogante emperador nipón en busca de la sabiduría o en un anciano monje zen levitando sobre la nieve— limitaron su éxito. Sin embargo, últimamente, la idea de Relámpago Oscuro ha sido revitalizada por el crecimiento del mercado del módulo de personalidad. Y ahora al parecer existía una versión árabe llamada Sabio Consejero.

Compré los dos moddies, pensando que no estaba en situación de rechazar ningún tipo de ayuda, amistosa o fantástica. Para ser alguien que una vez detestó la idea de modificarse el cráneo, estaba reuniendo una buena colección de psiques de otras personas.

Laila se había enchufado el Sabio Consejero otra vez. Me dedicó una apacible sonrisa. No tenía dientes y eso me produjo escalofríos.

—Ve en paz —dijo con su sollozo nasal.

—Que la paz sea contigo.

Me apresuré a salir de su tienda, caminé Calle abajo y atravesé la puerta hacia donde había aparcado el coche. No estaba lejos de la comisaría. De nuevo en mi oficina de la tercera planta abrí el maletín. Puse mis dos compras, el Guardián Completo y el Sabio Consejero, en la ristra con los otros. Cogí la placa de cobalto verde y la introduje en el ordenador, pero entonces dudé. No me sentía como para leer el informe sobre Abu Adil. En cambio, cogí el Sabio Consejero, lo desenvolví y me lo conecté.

Tras un momento de confusión, Audran se vio reclinado sobre un cojín, bebiendo un vaso de granizado de limón. Un atractivo hombre de mediana edad estaba sentado ante él en otro cojín. Con un shock reconoció al hombre como el Apóstol de Dios. Rápidamente, Audran se desconectó el moddy.

Me senté en mi escritorio, sosteniendo el Sabio Consejero, temblando. Eso no era lo que esperaba. La experiencia me pareció totalmente turbadora. La calidad de la visión era perfectamente realista, no como un sueño o una alucinación. No eran simples imaginaciones, era como si de verdad te encontraras en la misma habitación que el profeta Mahoma, que las bendiciones y la paz sean con él.

Es evidente que no soy una persona especialmente religiosa. Me han educado en la fe y siento un profundo respeto por sus preceptos y tradiciones, pero supongo que no me parece conveniente practicarlas. Lo cual, seguramente, condenará a mi alma por toda la eternidad y tendré cantidad de tiempo en el infierno para arrepentirme de mi pereza. A pesar de eso, me chocó la increíble audacia del creador de ese moddy, al aventurarse a describir al Profeta de tal modo. Hasta las ilustraciones de los textos religiosos se consideran idólatras. ¿Qué haría un tribunal islámico con la experiencia por la que acababa de atravesar?

Otro motivo de turbación fue que en ese breve instante, antes de que me desconectara el moddy, me dio la impresión de que el Profeta tenía algo de suma importancia que decirme.

Cuando ya guardaba el moddy en el maletín tuve un destello de intuición: después de todo el creador del moddy no había descrito al Profeta. Las visiones del Sabio Consejero, o el Relámpago Oscuro, no eran viñetas preprogramadas escritas por algún cínico programador de vídeo. El moddy era psicoactivo. Evaluaba mis estados emocionales y mentales, y me permitía crear la ilusión.

En ese sentido, decidí que no era una burla profana de la experiencia religiosa. Era sólo un medio de acceder a mis sentimientos ocultos. Me di cuenta de que era una generalización como la copa de un pino, pero me hizo sentirme mucho mejor. Volví a conectarme el moddy.

Tras un momento de confusión, Audran se vio reclinado sobre un cojín, bebiendo un vaso de granizado de limón. Un atractivo hombre de mediana edad estaba sentado ante él en otro cojín. Con un shock reconoció al hombre como el Apóstol de Dios.

As-salaam alaykum —dijo el Profeta.

Wa alaykum as-salaam, yaa Hazrat —respondió Audran.

Le pareció extraño sentirse cómodo en presencia del Mensajero.

—Sabes —dijo el Profeta—, existe una fuente de alegría que te hace olvidar la muerte, eso te guía de acuerdo con la voluntad de Alá.

—No sé exactamente a lo que te refieres —dijo Audran.

El profeta Mahoma sonrió.

—Has oído que en mi vida atravesé por muchos problemas, muchos peligros.

—Los hombres conspiraron muchas veces para matarte a causa de tus enseñanzas, oh Apóstol de Alá. Libraste muchas batallas.

—Sí, pero ¿sabes cuál fue el mayor peligro al que me enfrenté?

Audran lo pensó un momento, perplejo.

—Perdiste a tu padre antes de nacer.

—Igual que tú perdiste al tuyo —dijo el Profeta.

—Perdiste a tu madre siendo un niño.

—Igual que tú te las arreglaste sin una madre.

—Te enfrentaste al mundo sin ninguna herencia.

El profeta asintió.

—Una condición que también a ti te ha sido impuesta. No, ninguna de esas cosas fueron lo peor, ni los esfuerzos de mis enemigos por destrozarme, por lapidarme, por quemar mi tienda o envenenar mi comida.

—Entonces, yaa Hazrat —preguntó Audran—, ¿cuál fue el mayor peligro?

—Al principio de mi prédica, los habitantes de la Meca no escuchaban mis palabras. Acudí a Sardar de Tayef y le pedí permiso para predicar allí. Sardar me concedió el permiso, pero yo no sabía que planeaba en secreto atacarme con sus villanos mercenarios. Me hirieron y caí al suelo inconsciente. Un amigo mío me sacó de Tayef y me tumbó a la sombra de un árbol. Luego volvió al pueblo para pedir agua, pero nadie en Tayef se la dio.

—¿Estuviste en peligro de muerte?

El profeta Mahoma alzó una mano.

—Quizá, pero ¿acaso no está un hombre siempre en peligro de muerte? Cuando recobré la consciencia, levanté mi rostro hacia el cielo y oré: «Oh misericordioso, tú me has ordenado que transmita tu mensaje a los demás, pero no desean escucharme. Tal vez mis defectos impiden que ellos reciban tu bendición. ¡Oh Señor, dame el valor para volver a intentarlo!».

»Entonces vi que el arcángel Gabriel volaba sobre Tayef, esperando un gesto por mi parte para convertir el pueblo en un erial desierto. Clamé horrorizado: “¡No, ésa no es manera! Alá me ha elegido entre los hombres para que sea una bendición para la humanidad y no deseo su castigo. Déjalos vivir. Si no aceptan mi mensaje, quizás sus hijos o los hijos de sus hijos lo acepten”.

»Ese horrible momento de poder, cuando con un dedo pude destruir Tayefy a sus habitantes, fue el mayor peligro de mi vida. Audran estaba abatido. —Alá es el más grande —dijo, y se desenchufó el moddy.

¡Yepa! El Sabio Consejero se había filtrado entre mis impulsos subcraneales y confeccionado una visión que interpretaba mi conflicto interior e insinuaba soluciones. Pero ¿qué era lo que el Sabio Consejero intentaba decirme? Yo era demasiado obtuso y prosaico para comprender el significado de todo eso. Creí que me aconsejaba que acudiera a Friedlander Bey y le dijera: «Tengo poder para destruirte, pero detengo mi mano por caridad». Entonces a Papa le remordería la conciencia y me libraría de mis obligaciones para con él.

Pero me di cuenta de que no podía ser así de simple. En primer lugar, no tenía el poder para destruirle. Friedlander Bey estaba protegido de las criaturas inferiores como yo por el baraka, la casi mágica presencia que ciertos grandes hombres poseen. Haría falta una persona mucho mejor que yo para levantar un dedo contra él, incluso para colarse subrepticiamente en su habitación y derramar veneno en su oído mientras duerme.

Okay, eso significaba que interpretaba mal la lección, pero no debía preocuparme por ello. La próxima vez que me topase con un imán o con un santo por la calle, le pediría que me explicase la visión. Mientras tanto, tenía cosas más importantes que hacer. Volví a meter el moddy en el maletín.

Luego cargué el fichero sobre Abu Adil y pasé diez minutos contemplándolo. Era tan aburrido como había imaginado. Abu Adil llegó a la ciudad cuando era joven, hacía más de siglo y medio. Sus padres habían vagado durante muchos meses después del desastre de la Guerra del Sábado. De niño, Abu Adil ayudaba a su padre, que vendía limonada y sorbetes en el zoco de los curtidores. Abu Adil jugaba en los angostos e intrincados callejones de la medina, la parte vieja de la ciudad. Cuando su padre murió, Abu Adil tuvo que mendigar para mantener a su madre. A base de fuerza de voluntad y riqueza interior se libró de la pobreza y se convirtió en un hombre respetado e influyente en la medina. El informe no detallaba su notable transformación, pero si Abu Adil era un rival serio para Friedlander Bey, no me costaba imaginarme lo ocurrido. Seguía viviendo en una casa en el extremo oeste de la ciudad, no lejos de la Puerta del Ocaso. Según los informes era una mansión tan grande como la de Papa, rodeada de horribles suburbios. Abu Adil tenía un ejército de amigos y asociados en las guaridas de la medina, al igual que Friedlander Bey tenía los suyos en el Budayén.

Eso era todo lo que sabía cuando el oficial Shaknahyi asomó la cabeza por mi cubículo.

—Es hora de largarse —dijo.

No me molestó lo más mínimo salir del ordenador. Me preguntaba por qué el teniente Hajjar estaba tan obsesionado con Reda Abu Adil. Nada en el fichero sugería que fuera algo más que otro Friedlander Bey, sólo un hombre rico y poderoso cuyos negocios adquirían un tono gris e incluso negro de vez en cuando. Si era como Papa —y las pruebas que había visto indicaban que sí lo era-no le interesaba demasiado molestar a gente inocente. Friedlander Bey no tenía mente de criminal y dudaba que Abu Adil la tuviera. A los hombres como él sólo los provocas traspasando su territorio o amenazando a sus amigos o su familia.

Seguí a Shaknahyi escalera abajo hasta el garaje.

—Ése es el mío —dijo señalando un coche patrulla que llegaba del turno anterior.

Saludó a dos policías de aspecto cansino que salían de él y se sentó al volante.

—¿Y bien? —dijo, mirándome.

No tenía ninguna prisa por empezar. En primer lugar, debía pasar el resto de mi turno en los exiguos confines del coche patrulla junto a Shaknahyi y la perspectiva no me atraía en absoluto. En segundo lugar, de verdad que prefería sentarme arriba y leer aburridos ficheros, absolutamente seguro, que seguir a ese veterano endurecido por la batalla por calles llenas de violencia. Al fin subí al asiento del copiloto. A veces lo único que puedes hacer es despacharte a gusto.

—¿Qué llevas ahí? —me preguntó sin desviar la vista del parabrisas mientras conducía, con una gran masa de chicle albergada en su carrillo derecho.

—¿Te refieres a esto?

Levanté el moddy del Guardián Completo, que aún no me había enchufado.

Me echó una ojeada y murmuró algo entre dientes.

—Me refiero a lo que vas a emplear para salvarme de los chicos malos —dijo, mirándome de nuevo.

Bajo la cazadora llevaba mi arma. La saqué de la cartuchera y se la mostré.

—Me la dio el año pasado el teniente Okking.

Shaknahyi mascó chicle durante unos segundos.

—El teniente siempre fue legal conmigo —dijo, y sus ojos volvieron a la calzada.

—Sí —respondí.

No se me ocurrió ninguna inconveniencia para añadir. Fui el responsable de la muerte de Okking y sabía que Shaknahyi lo sabía. Eso era otra cosa que debería superar si quería que hiciésemos algo juntos. Después de eso, en el coche se produjera un largo silencio.

—Oye, esa arma tuya no sirve más que para cazar ratones y pájaros a quemarropa. Mira en el suelo.

Metí la mano bajo mi asiento y saqué un pequeño arsenal: un cañón largo, una pistola estática y otra de agujas, cuyos dardos parecía que pudieran separar la carne de los huesos de un rinoceronte adulto.

—¿Qué me sugieres? —le pregunté.

—¿Cómo te sienta mancharlo todo de sangre?

—Tuve suficiente el año pasado.

—Entonces olvida la pistola de agujas, aunque es un arma excelente. Alterna tres barbitúricos sedantes, tres impregnados con una nervotoxina y tres dardos explosivos. El cañón quizás sea demasiado pesado para ti. Tiene cuatro veces la potencia de tu pequeña pistola silbante. Detendría a todo aquel al que apuntases desde medio kilómetro de distancia y mataría a un tipo a cien metros. Quizá debieras coger la pistola estática.

Deposité la pistola de agujas y el cañón bajo el asiento, y eché un vistazo a la pistola estática.

—¿Qué daño hace ésta?

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Si les das en la cabeza con ella dos o tres veces los dejas tarados para el resto de su vida. Aunque la cabeza es un blanco pequeño. Dispárales al pecho y les dará un ataque al corazón. En cualquier otro sitio no podrán controlar sus músculos. Estarán indefensos durante media hora. Eso es lo que necesitas.

Asentí y me metí la pistola estática en el bolsillo de la cazadora.

—No crees que yo vaya a… —Mi teléfono empezó a sonar y me lo descolgué del cinturón. Me figuré que era otro de mis múltiples problemas—. ¿Diga?

—¿Marîd? Soy Indihar.

Creí que no volvería a recibir buenas noticias en mi vida. Cerré los ojos.

—Sí, ¿cómo estás? ¿Qué ocurre?

—¿Sabes qué hora es? Ahora eres el propietario de un club, magrebí. Tienes una responsabilidad con las chicas del turno de día. ¿Quieres hacer el favor de pasarte por aquí y abrir?

No me acordaba del maldito club. Era algo de lo que no deseaba preocuparme, pero Indihar estaba dispuesta a recordarme mis responsabilidades.

—Iré lo antes que pueda. ¿Ha venido todo el mundo hoy?

—Yo estoy aquí, Pualani está aquí, Janelle se ha largado, no sé donde está Kandy y Yasmin busca trabajo.

Ahora también Yasmin, jo.

—En seguida nos vemos.

Inshallah, Marîd.

—Sí —respondí, volviendo a colgarme el teléfono del cinturón.

—¿Dónde quieres ir ahora? No tenemos tiempo para recados personales.

Intenté explicarle.

—Friedlander Bey pensó que me hacía un gran favor y me compró un club en el Budayén. No tengo ni la más puñetera idea de cómo dirigir un club. Lo había olvidado hasta ahora. Tengo que pasarme por allí y abrir el local.

Shaknahyi se rió.

—Cuídate de los obsequios de un rey mafioso de doscientos años —dijo—. ¿Dónde está el club?

—En la Calle. El local de Chiriga. ¿Sabes cuál digo?

Se volvió y me estudió durante un momento sin hablar. Luego me dijo:

—Sí, sé cuál dices.

Viró violentamente el coche patrulla y nos dirigimos hacia el Budayén.

Debéis de pensar que melaría atravesar la puerta este en un coche oficial y conducir Calle arriba estando prohibido cualquier tráfico rodado. Pero mi reacción fue la contraria. Me arrebujé contra el asiento, esperando no encontrarme a nadie conocido. Toda mi vida había odiado a los polizontes y ahora yo era uno de ellos. Mis antiguos amigos ya me dispensaban el mismo trato que yo solía dar a Hajjar y los demás policías del Budayén. Me alegré de que Shaknahyi tuviera el buen sentido de no activar la sirena.

Shaknahyi detuvo el coche justo enfrente del club de Chiriga y vi a Indihar de pie en la acera con Pualani y Yasmin. Me disgustó que Yasmin se hubiera cortado su largo y hermoso cabello negro, que yo adoraba. Puede que desde que rompimos tuviera ganas de cambiar un poco. Respiré hondo, abrí la portezuela y salí.

—¿Cómo estáis? —dije.

Indihar me dirigió una furiosa mirada.

—Ya hemos perdido una hora de propinas —me respondió.

—¿Vas a dirigir este club o no, Marîd? —dijo Pualani—. Puedo trabajar con Jo-Mama si quiero.

—Frenchy me volvería a contratar en un minuto de Marrakech —dijo Yasmin.

Su expresión era fría y distante. Dar vueltas en un coche de policía no había mejorado mi situación con ella, ni mucho menos.

—No os preocupéis —dije—. Es que esta mañana tenía un montón de cosas en la cabeza. Indihar, ¿puedo contratarte para que dirijas el club por mí? Tú sabes cómo funciona el club mejor que yo.

Me miró durante unos segundos.

—Sólo si me garantizas un horario regular. No quiero tener que estar aquí a primera hora después de haberme quedado hasta tarde durante el turno de noche. Chiri siempre nos obligaba a hacerlo.

—Está bien, de acuerdo. Si tienes cualquier otra idea, cuéntamela.

—Vas a tener que pagarme como a los demás encargados. Y sólo saldré a bailar si me da la gana.

Fruncí el ceño, pero me tenía contra las cuerdas.

—Está bien. ¿Quién sugieres que dirija esto por la noche?

Indihar se encogió de hombros.

—No confío en ninguna de esas putas. Habla con Chiri. Vuelve a contratarla.

—¿Contratar a Chiri? ¿Para que trabaje en su propio club?

—Ya no es su club —señaló Yasmin.

—Sí, tenéis razón —respondí—. ¿Creéis que estará dispuesta?

Indihar se echó a reír.

—Te costará tres veces lo que cualquier otro encargado de la Calle. Te atormentará y te robará a escondidas la caja registradora si le das media oportunidad, pero vale la pena. Nadie hace dinero como Chiri. Sin ella, en seis meses no tendrás más remedio que alquilar tu propiedad a cualquier vendedor de alfombras.

—Has herido sus sentimientos, Marîd —dijo Pualani.

—Lo sé, pero no fue culpa mía. Friedlander Bey lo organizó todo sin consultarme antes. Me soltó el club como una sorpresa.

—Eso Chiri no lo sabe —dijo Yasmin.

Oí cerrarse la portezuela del coche a mis espaldas. Me volví y vi que Shaknahyi caminaba hacia mí con una gran sonrisa en el rostro. Sólo me faltaba que ahora se nos uniera él. Shaknahyi disfrutaba de lo lindo.

Indihar y las demás me odiaban por haberme metido a policía y los policías hacían lo mismo porque sabían que yo seguía siendo un buscavidas. Los árabes dicen: «Si te quitas la ropa, cogerás frío». Es una advertencia para que no te separes de tu grupo. No ofrece ninguna ayuda cuando tus amigos aparecen en tromba y te desnudan contra tu voluntad.

Shaknahyi no me dijo ni una palabra. Se dirigió a Indihar, se inclinó y le susurró algo al oído. Bueno, muchas chicas de la Calle sienten fascinación por los policías. Nunca lo he entendido. Y a ciertos policías no les importa aprovecharse de la situación. Me sorprendió descubrir que Indihar era una de esas chicas y Shaknahyi uno de esos polis.

No se me ocurrió añadirlo a la reciente lista de casualidades anómalas: mi nuevo compañero acababa de enrollarse a la nueva encargada del club que Friedlander Bey me había regalado.

—¿Ya lo has arreglado todo, Audran? —preguntó Shaknahyi.

—Sí —dije—. Tengo que hablar con Chiriga en algún momento del día.

—Indihar tiene razón —dijo Yasmin—. Chiri te lo va a hacer pasar muy mal.

Asentí.

—Creo que está en su derecho, pero no lo espero con ilusión.

—Venga, vámonos ya —dijo Shaknahyi.

—Si más tarde tengo un rato me dejaré caer por aquí y veré qué tal estáis.

—Estaremos bien —dijo Pualani—. Sabemos hacer nuestro trabajo. Tú mueve el culo y ocúpate de buscar a Chiri.

—Protégete las partes vitales —dijo Indihar—. Ya sabes a lo que me refiero.

Les dije adiós y volví al coche patrulla. Shaknahyi le dio un beso en la mejilla a Indihar y me siguió. Se sentó al volante.

—¿Preparado para trabajar, ahora? —me preguntó; aún estábamos tensos.

—¿Cuánto hace que conoces a Indihar? Nunca te he visto en el club de Chiri.

Me brindó su mirada inocente.

—La conozco desde hace mucho tiempo.

—Muy bien —dije.

Lo dejé en ese punto. No parecía que deseara hablar de ella.

Sonó una escandalosa alarma y la voz sintetizada del ordenador del coche balbuceó:

—Agente número tres siete cuatro, ocúpese inmediatamente de una amenaza de bomba con rehenes. Café de la Fée Blanche, calle Nueve norte.

—El local de Gargotier —dijo Shaknahyi—. Nos ocuparemos de ello.

El ordenador del coche enmudeció.

Y Hajjar me había prometido que no tendría que ocuparme de cosas como ésta.

Basmala —murmuré; en el nombre de Alá el clemente, el misericordioso.

Esta vez, mientras circulábamos por la Calle, Shaknahyi hizo sonar la sirena.

6

Una multitud se agolpaba al otro lado de la verja baja que delimitaba el patio del Café de la Fée Blanche. Un viejo, sentado a una de las mesas de hierro pintadas de blanco, bebía algo de un vaso de plástico. Parecía ajeno a lo que ocurría dentro del bar.

—Échalo de aquí —me gruñó Shaknahyi—. Echa también a toda esa gente. No sé lo que sucede, pero vamos a tratar a ese tipo como si tuviera una bomba de verdad. Y cuando hayas apartado a todos, ve a sentarte al coche.

—Pero…

—No quiero tener que preocuparme por ti.

Rodeó la esquina del café por el norte, dirigiéndose a la entrada trasera.

Dudé. Sabía que las unidades de refuerzo llegarían pronto y decidí dejar que ellos controlasen a la muchedumbre. En ese momento había cosas más importantes que hacer. Tenía el Guardián Completo. Abrí el precinto con los dientes y me lo conecté.

Audran estaba sentado ante una mesa del tenuemente iluminado salón San Saberlo de Florencia, escuchando a un grupo de músicos interpretar un tímido cuarteto de Schubert. Frente a él se sentaba una hermosa mujer rubia llamada Costanzia. Ella se llevó una taza a los labios y sus ojos azules le miraron por encima del borde. Su sutil y fascinante fragancia le hizo pensar a Audran en atardeceres románticos y promesas pronunciadas a media voz.

—Debe de ser el mejor café de la Toscana —murmuró.

Su voz era dulce y agradable. Le brindó una amable sonrisa.

—No hemos venido aquí para beber café, querida. Hemos venido a ver los nuevos modelos de la temporada.

Ella gesticuló con la mano.

—Ya tengo bastante. Ahora relajémonos.

Audran le sonrió con ternura y levantó su delicada taza. El café tenía el exquisito color de la caoba pulida y los haces de vapor que emanaba destilaban un aroma celestial, fascinante. El primer sorbo le pareció suculento. Mientras el café, caliente y extraordinariamente delicioso, bajaba por su garganta, se percató de que Costanzia tenía toda la razón. Nunca antes le había satisfecho tanto una taza de café.

—Siempre recordaré este café —dijo Audran.

—Volvamos el año que viene, querido —dijo Costanzia.

Audran sonrió con indulgencia.

—¿Por la nueva moda de San Saberlo?

Costanzia alzó la taza y sonrió.

—Por el café.

Después del anuncio se produjo un apagón durante el que Audran no pudo ver nada. Se preguntó quién era Costanzia, pero la desterró de su mente. Mientras empezaba a atenazarle el pánico, la visión se aclaró. Sintió un ligero mareo y entonces fue como si despertase de un sueño. Era frío y calculador, y tenía un trabajo que hacer. Se había convertido en el Guardián Completo.

No podía ver ni oír lo que estaba ocurriendo dentro. Supuso que Shaknahyi entraba con sigilo por la trastienda del café. Audran planeaba dar a su compañero todo el apoyo que le fuera posible. Saltó la verja de hierro.

El viejo de la mesa le miró.

—No dudo de que estás ansioso por leer mis manuscritos —dijo.

Audran reconoció a Ernst Weinraub, un expatriado de algún país centroeuropeo. Weinraub se creía un escritor, pero Audran nunca le había visto terminar otra cosa que no fueran cantidades industriales de anisette o bourbon.

—Señor —le dijo—, aquí corre peligro. Le ruego que salga a la calle. Por su propia seguridad, haga el favor de salir del café.

—Aún no es medianoche —se quejó Weinraub—. Déjeme al menos acabar mi bebida.

Audran no tenía tiempo para bromear con el viejo borracho. Cruzó el patio con decisión, hacia el interior del bar.

La escena del interior no parecía muy temible. Monsieur Gargotier estaba de pie tras la barra, ante el inmenso y agrietado espejo. Su hija Maddie estaba sentada a una mesa cerca de la pared trasera. Un joven se sentaba a una mesa junto a la pared oeste, bajo la colección de Gargotier de descoloridas fotos de la colonia de Marte. Las manos del joven descansaban sobre una cajita. Su cabeza se movió para mirar a Audran.

—¡Lárgate de aquí o todo este lugar explotará! —gritó.

—Estoy seguro de que hará lo que dice, Monsieur —dijo Gargotier, que parecía aterrorizado.

—¡Apuéstate el culo a que lo haré! —dijo el joven.

Ser un oficial de policía significaba enfrentarse a situaciones peligrosas y ser capaz de tomar decisiones rápidas y seguras. El Guardián Completo sugirió que, para tratar con un individuo mentalmente perturbado, Audran debía intentar descubrir qué le preocupaba e intentar calmarlo. El Guardián Completo recomendaba que Audran no se burlase del individuo, ni mostrase hostilidad, ni le desafiase a cumplir su amenaza. Audran levantó la mano y le habló con serenidad.

—No voy a amenazarte —dijo Audran.

El individuo se echó a reír. Llevaba el pelo largo y sucio, una barba de varios días, y vestía unos téjanos desgastados y una camisa de algodón a cuadros arremangada. Se parecía un poco a Audran antes de que Friedlander Bey elevara su nivel de vida.

—¿Te importa si me siento y charlamos? —preguntó Audran.

—Puedo acabar con esto cuando se me antoje —dijo el joven—. Siéntate, si tienes cojones. Pero extiende las manos sobre la mesa.

—Seguro.

Audran apartó una silla y se sentó. Daba la espalda al encargado, pero por el rabillo del ojo podía ver a Maddie Gargotier llorar en silencio.

—No vas a convencerme para que lo deje —dijo el joven.

Audran se encogió de hombros.

—Sólo quiero saber de qué va todo esto. ¿Cómo te llamas?

—¿Y eso qué cono importa?

—Yo me llamo Marîd. Nací en Mauritania.

—Me puedes llamar Al-Muntaqim.

El muchacho de la bomba se había apropiado de uno de los noventa y nueve hermosos nombres de Dios. Significaba «el vengador».

—¿Siempre has vivido en la ciudad? —le preguntó Audran.

—Claro que no. Misr.

—Ése es el nombre común de El Cairo, ¿no? —preguntó Audran.

Al-Muntaqim se irguió furioso. Apuntó con un dedo a Gargotier detrás de la barra y sollozó:

—¿Lo ves? ¿Ves lo que quiero decir? ¡Eso es precisamente de lo que estaba hablando! Bueno, ¡voy a acabar con esto de una vez por todas! Agarró la caja y la destapó.

Audran sintió un terrible dolor por todo el cuerpo. Era como si le estiraran y retorcieron todas las junturas hasta separarle los huesos. Cada músculo de su cuerpo parecía retorcido y la superficie de la piel le dolía como si se la hubieran lijado. La agonía duró escasos segundos y Audran perdió la consciencia.

—¿Estás bien?

No, no me encontraba bien. Por fuera me sentía ardiendo e incandescente como si hubiera estado atado bajo el sol del desierto un par de días. Por dentro mis músculos trepidaban. Pequeños espasmos incontrolados me recorrían los brazos, las piernas, el tronco y el rostro. Tenía un fuerte dolor de cabeza y un horrible gusto amargo en la boca. Me costaba mucho enfocar la vista, como si alguien hubiera extendido un velo ante mis ojos.

Me esforzaba por descubrir quién me hablaba. Apenas podía distinguir la voz porque me retumbaban los oídos. Debía de ser Shaknahyi y eso me indicaba que aún estaba vivo. Durante un terrible minuto, pensé que podía estar en la habitación verde de Alá o en algún otro sitio. No es que estar vivo fuese algo excitante en aquel preciso momento.

—Qué… —dije con voz ronca.

Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.

—Toma.

Shaknahyi me acercó un vaso de agua fría. Me di cuenta de que estaba tumbado en el suelo y Shaknahyi y Monsieur Gargotier se encontraban de pie a mi lado, cariacontecidos, meneando la cabeza.

Bebí el agua, agradecido. Cuando la terminé, intenté hablar otra vez.

—¿Qué ha ocurrido?

—Levántate —respondió Shaknahyi.

—Está bien.

Una fina sonrisa arrugó el rostro de Shaknahyi. Se agachó y me ofreció una mano.

—Levántate del suelo.

Me puse en pie, tambaleante, y me senté en la silla más cercana.

—Ginebra y bingara —dije a Gargotier—. Póngale una pizca de bingara.

El camarero hizo una mueca, pero se dispuso a prepararme la bebida. Saqué mi caja de píldoras y cogí ocho o nueve soneínas.

—Ya había oído hablar de ti y de tus drogas —dijo Shaknahyi.

—Todo es cierto —dije.

Cuando Gargotier me trajo mi bebida, tragué los opiáceos. No podía esperar a que me curasen. Todo estaría bien en un par de minutos.

—Casi consigues que muramos todos, intentando hablar con ese tipo —dijo Shaknahyi. Ya me sentía bastante mal para entonces, no deseaba oír su sermoncito. De cualquier modo, prosiguió—: ¿Qué demonios intentabas hacer? ¿Hacer amistades? No trabajamos así cuando hay vidas en peligro.

—¿Sí? —dije—. ¿Cómo lo hacéis?

Separó las manos como si la respuesta fuera perfectamente evidente.

—Te sitúas donde no pueda verte y fríes a ese cabrón.

—¿Me freíste antes o después de freír a Al-Muntaqim?

—¿Así era como se denominaba a sí mismo? Demonios, Audran, hay un pequeño haz de difusión en estas pistolas estáticas. Lo siento, tuve que abatirte a ti también, pero no deja lesiones permanentes, inshallah. Se levantó con esa caja, y no podía esperar a que te quitaras de enmedio para disparar. No tuve más remedio.

—Está bien —dije—. ¿Dónde está el vengador ahora?

—Mientras dormías vino el camión de la carne. Se lo llevó a la sala de seguridad de un hospital.

Eso me molestó.

—Al artificiero loco lo llevan a una preciosa cama de hospital, pero yo debo yacer en el suelo asqueroso de este maldito salón.

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Él está mucho peor que tú. A ti sólo te alcanzó el rebote de la carga. A él le dio de lleno.

Al-Muntaqim iba a sentirse un poco decaído durante un tiempo. No me preocupaba en absoluto.

—No hay necesidad de discutir sobre moralidad con un imbécil —dijo Shaknahyi—. Debes aprovechar la primera oportunidad para neutralizar al mamón.

Hizo el ademán de disparar con su dedo índice.

—Eso no era lo que el Guardián Completo me decía. Por cierto, ¿me desconectaste tú el moddy? ¿Qué has hecho con él?

—Aquí está.

Sacó el moddy del bolsillo de su camisa y lo arrojó al suelo a mi lado. Entonces levantó su pesada bota negra e hizo pedazos el módulo de plástico. Fragmentos de brillantes colores de la red del circuito se desparramaron por el suelo.

—Si te pones otro de éstos —añadió—, haré lo mismo con tu cara y luego chutaré los restos fuera de mi coche patrulla.

Demasiado para Marîd Audran, el agente ideal para hacer cumplir la ley.

Ya me encontraba mucho mejor, y seguí a Shaknahyi fuera del bar en penumbra. Monsieur Gargotier y su hija Maddie se acercaron. El encargado intentaba agradecérnoslo, pero Shaknahyi se limitó a levantar la mano en un modesto ademán.

—No es necesario que nos dé las gracias por cumplir con nuestro deber.

—Están invitados siempre que quieran —dijo Gargotier agradecido.

—Quizá lo hagamos. —Shaknahyi se dirigió a mí—. Vamos.

Salió por la puerta del patio. El viejo Weinraub estaba aún sentado bajo su sombrilla de Cinzano, en apariencia ajeno a todo lo ocurrido.

De regreso al coche dije:

—Me hace sentir un poco mejor ser bien recibido en alguna parte.

Shaknahyi me miró.

—Aceptar bebidas gratis es una infracción grave.

—No sabía que existieran infracciones en el Budayén —dije.

Shaknahyi sonrió. Parecía que las cosas se habían relajado un poco entre nosotros.

Antes de entrar en el coche, el muecín llamó a la oración de la tarde desde alguna mezquita de fuera del barrio. Observé como Shaknahyi se dirigía al asiento trasero del coche patrulla y sacaba una alfombra enrollada. Extendió la alfombra sobre la acera y rezó durante unos minutos. Por alguna razón me hizo sentir muy incómodo. Cuando terminó, enrolló la alfombra y la volvió a meter en el coche, dirigiéndome una mirada peculiar, una especie de reproche mudo. Ambos subimos al coche patrulla, pero durante un rato, ninguno dijo nada.

Shaknahyi condujo Calle abajo y salió del Budayén. Curiosamente, ya no me preocupaba que alguno de mis viejos amigos me viera en un coche de policía. En primer lugar, por el modo en que me trataban podían irse al infierno. En segundo lugar, ahora me sentía algo diferente, después de que me hubieran disparado en cumplimiento del deber. La experiencia en la Fée Blanche cambió mi modo de pensar. Ahora valoraba el riesgo que corría diariamente un policía.

Shaknahyi me sorprendió.

—¿Quieres que paremos en algún sitio a comer? —me preguntó.

—Buena idea.

Aún estaba algo débil y los sunnies me habían producido un ligero mareo, así que asentí.

—Hay un lugar cerca de la comisaría donde solemos ir.

Sacó la sirena y se abrió paso rápidamente entre el tráfico. A una manzana del restaurante escondió la sirena y estacionó en un aparcamiento prohibido.

—Ventajas de ser policía —me dijo, sonriendo—. No tenemos muchas más.

Al entrar, me llevé una agradable sorpresa. El dueño del restaurante era un joven mauritano llamado Meloul y la comida era genuinamente magrebí. Al llevarme allí, Shaknahyi enmendaba el daño que me había producido antes. Le miré y de repente no me pareció mal tipo.

—Sentémonos aquí —dijo, eligiendo una mesa lejos de la puerta y contra la pared, desde donde podía vigilar a los demás clientes y echar una ojeada a lo que sucedía fuera.

—Gracias —le dije—. Hace mucho que no pruebo la comida de casa.

—Meloul —llamó—. He venido con uno de tus primos.

El propietario se acercó, con una bandeja de acero inoxidable y una almofía. Shaknahyi se lavó las manos con esmero y se las secó con una limpia toalla blanca. Luego me las lavé yo y me las sequé con una segunda toalla. Meloul me miró y me sonrió. Tenía más o menos mi edad, pero era más alto y de tez más oscura.

—Soy beréber —dijo—. ¿Tú también eres beréber? ¿Eres de Oran?

—Tengo un poco de sangre beréber —le respondí—. Nací en Sidi-bel-Abbés, pero crecí en Argel.

Se acercó y yo me levanté. Intercambiamos besos en la mejilla.

—He vivido toda mi vida en Oran. Ahora vivo en esta preciosa ciudad. Siéntate, ponte cómodo, traeré comida para ti y para Jirji.

—Los dos tenéis mucho en común —dijo Shaknahyi.

Asentí.

—Escucha, agente Shaknahyi. Quiero que…

—Llámame Jirji. Te pusiste ese maldito moddy y me seguiste al interior del local de Gargotier. Fue estúpido, pero tienes redaños. Te has estrenado, especie de…

Eso me hizo sentir mejor.

—Sí, bien, Jirji. Quiero preguntarte algo. ¿Te consideras muy religioso?

Frunció el ceño.

—Cumplo las obligaciones, pero no salgo a la calle y mato a los turistas infieles si no se convierten al Islam.

—Okay, entonces quizás puedas explicarme el significado de mi sueño.

Se echó a reír.

—¿Qué tipo de sueño? ¿Tú y Brigitte Stahlhelm en el túnel del amor?

Sacudí la cabeza.

—No, nada de eso. Soñé que conocía al Santo Profeta. Tenía algo que decirme, pero no lo entendí.

Le relaté el resto de la visión que el Sabio Consejero creó para mí.

Shaknahyi alzó las cejas y no dijo nada durante unos segundos. Jugueteó con los extremos de su bigote mientras meditaba.

—Me parece —dijo por fin— que trata sobre las virtudes sencillas. Se supone que debes recordar la humildad, como la recordó el profeta Mahoma, que la gracia y la paz sean con él. Ahora no es el momento de hacer grandes planes. Más tarde quizás, si Alá quiere. ¿Significa eso algo para ti?

Una especie de estremecimiento, porque en cuanto lo dijo, supe que estaba en lo cierto. Mi cerebro me insinuaba que no debía preocuparme por tener que vérmelas con mi madre, Umm Saad y Abu Adil solo. Debía tomar las cosas con calma, de una en una. Ya se juntarían ellas.

—Gracias, Jirji.

—No se merecen.

—Os traigo buena comida —dijo Meloul amistosamente, depositando una bandeja ante nosotros.

El cuscús estaba aderezado con canela y azafrán y me hizo caer en la cuenta de lo hambriento que estaba. En medio del anillo de cuscús, Meloul había apilado bocados de pollo y cebollas cocinadas con mantequilla y sazonadas con miel. También trajo pan y tazas de café negro y cargado. Apenas pude evitar abalanzarme sobre la comida.

—Tiene un aspecto buenísimo, Meloul —dijo Shaknahyi.

—Espero que sea de vuestro agrado.

Meloul se secó las manos en una servilleta limpia, se inclinó ante nosotros y nos dejó comer.

—En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso —murmuró Shaknahyi.

Ofrecí la misma breve bendición y me serví un pedazo de pollo y un poco de cuscús con una cuchara. Sabía aún mejor que lo que prometía su olor.

Cuando terminamos, Shaknahyi pidió la cuenta. Meloul se acercó a la mesa con una sonrisa.

—No me debéis nada. Mis paisanos comen gratis. Los policías comen gratis.

—Muy amable por tu parte, Meloul —dije—, pero no podemos aceptar…

Shaknahyi apuró el café y dejó la taza.

—Está bien, Marîd, esto es distinto. Meloul, que tu mesa sea eterna.

Meloul puso la mano en el hombro de Shaknahyi.

—Que Dios te conceda una larga vida —dijo.

No había ganado ni un fíq de cobre con nuestra visita, pero parecía complacido.

Salimos del restaurante, saciados y satisfechos. Era una vergüenza tener que pasar el resto de la tarde haciendo de policía.

Una anciana mendigaba sentada en la acera a pocos metros del restaurante de Meloul. Vestía un largo abrigo negro y un pañuelo del mismo color. Su rostro oscurecido por el sol estaba surcado de arrugas y uno de sus ojos hundidos era del color de la leche. Tenía un gran tumor negro justo delante de la oreja derecha. Fui hacia ella.

—La paz sea contigo, señora —le dije.

—Y contigo, oh caíd —respondió ella.

Su voz era un decidido susurro.

Recordé que aún tenía el sobre con dinero en el bolsillo. Lo cogí y lo abrí, conté cien kiams. Apenas había hincado el diente a mi nómina.

—Oh, señora, acepta este regalo con todos mis respetos.

Cogió el dinero, sorprendida por el número de billetes. Abrió la boca y luego la cerró. Por fin dijo:

—¡Por la vida de mis hijos, eres más generoso que Haatim, oh caíd! Que Alá te muestre sus caminos.

Haatim es la personificación de la hospitalidad entre los nómadas tribales.

Me hizo sentirme algo cohibido.

—Damos gracias a Dios cada hora —dije con serenidad, y me fui.

Shaknahyi no me dijo nada hasta que volvimos a estar sentados en el coche patrulla.

—¿Lo haces a menudo?

—¿Qué?

—Soltarle cien kiams a una extraña.

Me encogí de hombros.

—¿Acaso no es la caridad uno de los cinco pilares?

—Sí, pero no prestas demasiada atención a los otros cuatro. Es extraño, porque para la mayoría de la gente, separarse de su dinero es la obligación más severa.

En realidad, me preguntaba a mí mismo por qué lo había hecho.

Quizás porque me sentía intranquilo por la manera en que trataba a mi madre.

—Me dio lástima esa vieja.

—En esta parte de la ciudad todos sienten lástima y se ocupan de ella. Era Safiyya, la dama del cordero. Es una vieja loca. Nunca la verás sin un corderito. Lo lleva a todas partes. Le deja beber de la fuente de la mezquita Shimaal.

—No he visto ningún cordero.

Se echó a reír.

—No, a su último cordero lo atropello una carreta de shish kebab hace un par de semanas. Ahora tiene un cordero imaginario. Estaba a su lado, pero sólo Saffiya puede verlo.

—Ah, sí —dije.

Le había dado bastante como para comprarse un par de corderos nuevos. Mi pequeña contribución para aliviar el sufrimiento en el mundo.

Teníamos que rodear el Budayén. Aunque la Calle va en la dirección adecuada, se convierte en un callejón sin salida a la entrada del cementerio. Conozco a un montón de gente allí, amigos y conocidos que murieron y han ido a parar al cementerio y a otros que aún respiran, pero son tan pobres que residen en las tumbas.

Shaknahyi avanzó hacia el sur del barrio y circulamos por un vecindario totalmente desconocido para mí. Al principio las casas eran de un tamaño modesto y no demasiado ruinosas, pero tras un par de kilómetros todo a mi alrededor se volvía cada vez más desolador. Las casas de tejado plano estucadas de blanco daban paso a manzanas de horribles casas vecinales y después a lóbregos solares consumidos por las llamas en los que se levantaban barracuchas espantosas hechas de desechos de madera contrachapada y láminas de hierro ondulado.

Avanzamos y vi grupos de hombres ociosos apoyados contra la pared o en cuclillas sobre la tierra desnuda compartiendo tazones de licor, lo más probable laqbi, un vino hecho de dátiles. Las mujeres se hablaban a gritos desde una ventana a otra. El aire apestaba a humo de madera quemada y excrementos humanos. Los niños vestidos con harapientos calzones largos jugaban sobre la basura esparcida en las zanjas. Hace años, en Argel, yo era como esos chiquillos hambrientos, quizá por eso la visión me afectó tanto.

Shaknahyi debió de notar la expresión de mi rostro.

—En la ciudad hay zonas peores que Hámidiyya —dijo—. Y un policía debe estar preparado para entrar en cualquier lugar y tratar con cualquier persona.

—Sólo estaba pensando —dije despacio—. Éste es el territorio de Abu Adil. No parece que haga demasiado por esta gente, entonces, ¿por qué le son fieles?

Shaknahyi me respondió con otra pregunta.

—¿Por qué le eres tú fiel a Friedlander Bey?

Una buena razón era que Papa aprovechó la circunstancia de mi operación para obtener el control del centro de castigo de mi cerebro y lo podía estimular cuando le viniera en gana. Pero respondí:

—No es una vida mala. Y supongo que le tengo miedo.

—Lo mismo les ocurre a estos pobres fellahínes. Viven bajo el terror de Abu Adil y éste les permite que no se mueran de hambre. Me pregunto cómo consiguieron ese poder personas como Friedlander Bey y Abu Adil.

Vi pasar los suburbios a través del parabrisas.

—¿Cómo crees que Papa hizo dinero? —le pregunté.

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Tiene cien macarras baratos, que le ofrecen suculentas porciones de sus negocios sólo por el derecho a vivir en paz.

Sacudí la cabeza.

—Eso es sólo lo que has visto en el Budayén. Da la impresión de que el vicio y la corrupción son los principales negocios de Friedlander Bey. Llevo meses viviendo en su casa y ahora lo conozco mejor. El dinero procedente del vicio es sólo calderilla para Papa. Debe de suponer un cinco por ciento de su renta anual. Tiene intereses mucho más importantes y Reda Abu Adil está en el mismo negocio. Venden orden.

—¿Que venden qué?

—Orden. Continuidad. Gobierno.

—¿Cómo?

—Mira, la mitad de los países del mundo se han dividido y recombinado hasta que resulta casi imposible saber a quién pertenece uno y quién vive en otro y quién paga impuestos a quién.

—Como lo que sucede ahora mismo en Anatolia —dijo Shaknahyi.

—Exacto. En vida de sus antepasados, el pueblo de Anatolia se llamaba Turquía. Antes había sido el imperio otomano y antes Anatolia otra vez. Precisamente ahora parece que Anatolia se está disgregando en Galacia, Lidia, Capadocia, Nicea y el Bizancio asiático. Una democracia, un emirato, una república popular, una dictadura fascista y una monarquía constitucional. Alguien debe estar encima de todo eso, controlando la situación.

—Tal vez, aunque parece un trabajo arduo.

—Sí, pero quien lo consigue se convierte en el verdadero gobernador del lugar. Ostenta el poder real, porque todos los pequeños estados necesitarán su ayuda para evitar el desmoronamiento.

—Eso es asombroso. ¿Insinúas que ése es el juego de Friedlander Bey?

—Se trata de un servicio. Un importante servicio. Y existen múltiples modos de beneficiarse de la situación.

—Si, tienes razón —dijo admirado.

Al doblar una esquina se alzó ante nosotros una gruesa y alta muralla hecha de ladrillos marrones. Era la mansión de Reda Abu Adil. Parecía tan grande como la de Papa. Cuando nos detuvimos en la puerta custodiada, el lujo de la casa principal parecía aún mayor en contraste con la desolación del vecindario que la rodeaba.

Shaknahyi presentó sus credenciales al guarda.

—Venimos a ver al caíd Reda.

El guarda cogió un teléfono y se comunicó con alguien. Después de un momento nos permitió continuar.

—Hace un siglo o más —dijo Shaknahyi pensativo—, los jefes del crimen utilizaban procedimientos ilícitos para hacer dinero. A veces también se dedicaban a pequeños negocios legales por razones prácticas, para blanquear su dinero.

—¿Sí? ¿Y qué?

—Mira, dices que Reda Abu Adil y Friedlander Bey son dos de los hombres más poderosos del mundo, como «asesores» de estados extranjeros. Eso es perfectamente legal. Sus contactos criminales son mucho menos importantes. Proporcionan el medio de mantener a los asalariados y asociados de los viejos. El mundo al revés.

—Eso es el progreso —dije.

Shaknahyi se limitó a mover la cabeza.

Bajamos del coche patrulla al cálido sol del atardecer. Las tierras frente a la casa de Abu Adil habían sido esmeradamente ajardinadas. En el aire flotaba una fragancia de rosas y el fuerte y agradable perfume de los limoneros. A cada lado de una antigua fuente se encontraban jaulas de pájaros cantores y la música de sus trinos colmaba el aire de letárgica paz. Subimos por el camino de cerámica hacia la puerta, geométricamente tallada, de la mansión. Ya la había abierto un criado y esperaba a que le explicáramos qué se nos ofrecía.

—Soy el agente Shaknahyi y éste es Marîd Audran. Queremos ver al caíd Reda.

El criado asintió pero no dijo nada. Le seguimos dentro de la casa y cerró la pesada puerta de madera detrás de nosotros. Los rayos de sol se filtraban a través de las celosías por encima de nuestras cabezas. Oí a alguien tocando el piano en la lejanía. Distinguí el olor del cordero asado y de la mezcla del café. La miseria, sólo a un tiro de piedra, había sido definitivamente erradicada. La casa era un pequeño mundo autosuficiente, estoy seguro de que eso era lo que pretendía Abu Adil.

Nos condujeron directamente ante la presencia de Abu Adil. Ni siquiera yo podía ver a Friedlander Bey con tanta rapidez.

Reda Abu Adil era un hombre alto y rechoncho. Al igual que Papa era imposible adivinar su edad. Sabía a ciencia cierta que era tan anciano como Friedlander Bey. Vestía una holgada túnica blanca y no portaba ninguna joya. Tenía la barba blanca y el bigote cuidadosamente recortados y un espeso cabello blanco, entre el que sobresalía un moddy de color gris pichón y dos daddies. Era lo bastante experto como para percatarme de que Abu Adil no tenía un enchufe, como el que yo llevaba, y su hardware se conectaba a una entrada corímbica.

Abu Adil se reclinaba sobre una cama de hospital, elevada para que pudiera vernos con comodidad mientras hablábamos. Se tapaba con una costosa manta bordada a mano, y sus nudosas manos descansaban por encima de la manta a cada lado de su cuerpo. Parecían pesarle los párpados, como si estuviera drogado o profundamente dormido. Gesticuló y gimió mientras estuvimos allí. Esperarnos a que dijese algo.

Pero no lo hizo. En cambio, un joven de pie ante el lecho de hospital se dirigió a nosotros.

—El caíd Reda os da la bienvenida a su hogar. Me llamo Umar Abdul-Qawy. Podéis hablar al caíd Reda a través de mí.

Este tal Umar tendría unos cincuenta años. Tenía ojos brillantes y desconfiados y una amarga expresión que parecía no alterarse jamás. También parecía bien alimentado, y vestía una impresionante túnica dorada y un caftán azul metálico. Llevaba la cabeza desnuda y, al igual que su amo, un moddy dividía su escaso pelo. Me desagradó desde el principio.

Era evidente que me encontraba ante mi homólogo. Umar Abdul-Qawy hacía por Abu Adil lo que yo por Friedlander Bey, aunque estoy seguro de que llevaban más tiempo juntos y estaba más familiarizado con el funcionamiento interno del imperio de su amo.

—Si no es un buen momento —dije—, regresaremos más tarde.

—Es un mal momento —dijo Umar—. El caíd Reda sufre los tormentos de un cáncer terminal. Pero, por eso mismo, es difícil que haya un momento mejor.

—Rezaremos por su bienestar —respondí.

Las comisuras de los labios de Abu Adil esbozaron una sonrisa.

Allah yisallimak —dijo Umar—. Dios te bendiga. Ahora, decidme qué os trae por aquí esta tarde.

Era intolerablemente directo. En el mundo musulmán, no se deben hacer averiguaciones sobre el asunto de una visita. La costumbre exige que se observen las leyes de la hospitalidad, al menos un mínimo. Esperaba que nos sirvieran café, cuando no comida. Miré a Shaknahyi.

No pareció molestarle.

—¿Qué negocios tiene el caíd Reda con Friedlander Bey?

Eso desconcertó a Umar.

—¿Por qué? Ninguno en absoluto —dijo, separando las manos.

Abu Adil exhaló un largo y doloroso quejido y cerró los ojos. Umar nunca se volvía hacia él.

—¿Entonces el caíd Reda no se comunica con él para nada? —preguntó Shaknahyi.

—Para nada. Friedlander Bey es un hombre grande e influyente, pero sus intereses están en otra parte de la ciudad. Los dos caíds no han discutido jamás nada que tenga que ver con negocios. Sus intereses no tienen ningún punto en común.

—¿Y Friedlander Bey no es un impedimento ni un obstáculo para los planes del caíd Reda?

—Mirad a mi amo —dijo Umar—. ¿Qué clase de planes creéis que tiene?

Abu Adil parecía totalmente indefenso en su agonía. Me preguntaba por qué nos había enviado Hajjar a un recado tan estúpido.

—Hemos recibido cierta información y debíamos comprobarla —dijo Shaknahyi—. Lamentamos la intromisión.

—Está bien. Kamal os mostrará la salida.

Umar nos contemplaba con una expresión pétrea. Sin embargo, Abu Adil intentó alzar la mano como despedida o bendición, pero se le desplomó inerte sobre la manta.

Seguimos al criado hasta la puerta principal. Cuando nos encontramos solos en el exterior, Shaknahyi rompió a reír.

—Ha sido una especie de representación —dijo.

—¿Qué representación? ¿Me he perdido algo?

—Si hubieras leído todo el fichero, sabrías que Abu Adil no tiene cáncer. Nunca ha padecido cáncer.

—Entonces…

Shaknahyi torció la boca con un gesto de desprecio.

—¿Has oído hablar del Infierno Sintético? Es un puñado de lunáticos que llevan moddies falsificados, ilícitos, fabricados en la trastienda de alguien. Consisten en grabaciones de personas reales en situaciones horribles.

Estaba sorprendido.

—¿Era eso lo que estaba haciendo Abu Adil? ¿Llevaba el módulo de personalidad de un enfermo de cáncer terminal?

Shaknahyi asintió mientras abría la puerta del coche y se metía en él.

—Estaba conectado a un sufrimiento y un dolor experimentados por otro. En el mercado negro puedes comprar el tipo de enfermedad o circunstancia que desees. Hay un montón de masoquistas dementes a quienes les gusta.

Me reuní con él en el coche patrulla.

—Y yo que creía que las chicas y los travestis de la Calle estaban abusando de immoddies… Esto añade un nuevo significado al mundo de la perversión.

Shaknahyi puso en marcha el coche y dimos la vuelta a la fuente en dirección a la puerta.

—Introducen nueva tecnología y, no importa el bien que haga a la mayoría de la gente, siempre hay un loco hijo de puta que encuentra cómo distorsionarla.

Medité sobre eso y sobre mis propios moddies corporales, mientras volvíamos a la comisaría atravesando el misérrimo distrito en el que habitaban Reda Abu Adil y sus fieles seguidores.

7

Durante la semana siguiente pasé tanto tiempo en el coche patrulla como antes frente a mi ordenador de la tercera planta de la comisaría. Después de mis primeras experiencias como patrullero me sentía bien, aunque estaba claro que tenía mucho que aprender de Shaknahyi. Intervinimos en riñas domésticas e investigamos robos, pero no eran más drásticos que la emergencia de la desgraciada amenaza de bomba de Al-Muntaqim.

Shaknahyi dejó pasar algunos días y quiso volver a visitar a Reda Abu Adil. Creía que Friedlander Bey le había dicho al teniente Hajjar que nos asignara la investigación, pero Papa seguía simulando que no le interesaba en absoluto. Nuestra delicada investigación tendría más éxito si alguien nos dijera qué demonios debíamos averiguar.

Sin embargo, tenía otros problemas en mente. Una mañana, después de que me vistiera y Kmuzu me sirviera el desayuno, me senté y pensé en lo que deseaba conseguir ese día.

—Kmuzu —le dije—, ¿puedes despertar a mi madre y ver si desea hablar conmigo? Necesito preguntarle algo antes de ir a la comisaría.

—No faltaba más, yaa Sidi. —Me miró con cautela como si intentase hacerle una jugarreta—. ¿Quieres verla inmediatamente?

—Tan pronto como pueda adecentarse, si es que puede.

Noté la expresión desaprobadora de Kmuzu y me callé.

Tomé un poco más de café hasta que regresó.

—Umm Marîd se alegrará de verte ahora —dijo Kmuzu.

Me sorprendió.

—Odiaba levantarse antes de mediodía.

—Ya estaba despierta y vestida cuando llamé a su puerta.

Quizás se estaba enmendando, pero no había estado lo suficiente atento como para darme cuenta. Cogí mi maletín y mi cazadora.

—Le concederé un par de minutos más —dije—. No es necesario que vengas conmigo.

Ya debería conocerlo mejor; Kmuzu no pronunció una palabra, pero me siguió fuera de las dependencias hasta la otra ala, donde se había dado a Ángel Monroe su propio grupo de habitaciones.

—Es un asunto personal —le dije a Kmuzu cuando estuvimos ante su puerta—. Quédate en el vestíbulo si lo deseas.

Llamé a la puerta y entré.

Estaba reclinada sobre un diván, ataviada muy púdicamente con un vestido negro holgado de mangas largas, una versión del hábito que llevan las musulmanas conservadoras. Un chal cubría su cabello, aunque el velo de su rostro estaba suelto de un lado y colgaba por encima de su hombro. Fumaba de la boquilla de una narjílah. La pipa de agua contenía tabaco fuerte, pero eso no impedía que hubiera albergado hachís recientemente, ni que no pudiera volver a albergarlo.

—Que tengas muy buenos días, madre —le dije.

Creo que le cogió por sorpresa mi cortés saludo.

—Buenos días, oh caíd —respondió ella, frunciendo el ceño mientras me estudiaba.

Esperó que le explicara a qué debía mi visita.

—¿Estás a gusto aquí? —le pregunté.

—Sí. —Aspiró una profunda bocanada de la boquilla y la narjílah burbujeó—. Te lo has montado muy bien. ¿Cómo has ido a parar a este lujoso remanso? ¿Realizando a Papa servicios personales?

Me dirigió una pérfida mueca.

—No el tipo de servicios que piensas, madre. Soy el ayudante administrativo de Friedlander Bey. Él toma las decisiones y yo las pongo en práctica. Eso es todo.

—¿Y una de sus decisiones comerciales fue que te hicieras policía?

—Así es.

Se encogió de hombros.

—Oh sí, si tú lo dices. ¿Por qué decidiste traerme aquí? ¿De repente te preocupas por el bienestar de tu anciana madre?

—Fue idea de Papa.

Se echó a reír.

—Nunca fuiste un muchacho atento, oh caíd.

—Por lo que recuerdo tú tampoco fuiste una madre modelo. Por eso me pregunto por qué has aparecido de repente por aquí.

Volvió a inhalar de la narjilah.

Argel es muy aburrido. He vivido allí la mayor parte de mi vida. Después de tu visita, supe que debía irme. Deseaba venir aquí, volver a ver la ciudad.

—¿Y verme a mí?

Se encogió de hombros otra vez.

—Sí, también.

—¿Y a Abu Adil? ¿Primero fuiste a su palacio, o todavía no has estado allí?

Eso era lo que en él oficio de policía llamamos un tiro a ciegas. Unas veces dan en el blanco, otras no.

—Ya no tengo nada que ver con ese hijo de puta —dijo, gruñendo.

Shaknahyi se habría sentido orgulloso de mí. Controlaba mis emociones bajo una expresión neutra.

—¿Qué ha significado Abu Adil para ti?

—Ese bastardo enfermo. No te importa, no es asunto tuyo.

Se concentró en su pipa de agua durante unos instantes.

—Está bien —dije—. Respetaré tus deseos, madre. ¿Puedo hacer algo por ti antes de irme?

—Todo es maravilloso. Lárgate y juega al protector de los inocentes. Ve a provocar a alguna pobre chica de la calle y piensa en mí.

Abrí la boca para devolverle una afilada respuesta, pero me controlé a tiempo.

—Si tienes hambre o necesitas algo, no tienes más que pedírselo a Youssef o Kmuzu. Que tengas un buen día.

—Que tu día sea próspero, oh caíd.

Cada vez que me llamaba así, lo hacía con voz irónica.

Asentí con la cabeza y salí de la habitación, cerrando la puerta con cuidado tras de mí. Kmuzu estaba en el vestíbulo justo donde lo había dejado. Era asquerosamente leal, casi le rasco detrás de las orejas. Faltó un minuto para que lo hiciera.

—Sería bueno que saludases al amo de la casa antes de que te vayas a la comisaría —me dijo.

—No necesito que me enseñes modales, Kmuzu. —Empezaba a cargarme—. ¿Insinúas que no conozco mis obligaciones?

—No insinúo nada, yaa Sidi. Son suposiciones tuyas.

—Seguro.

Es inútil discutir con un esclavo.

Friedlander Bey ya estaba en su despacho, sentado detrás de su gran escritorio, dándose masaje en las sienes con una mano. Vestía una almidonada túnica de seda amarilla y por encima de ella una camisa blanca, abotonada en el cuello y sin corbata. Sobre la camisa llevaba una americana de tweed en espiga que parecía muy cara. Sólo un viejo y reverenciado caíd podía vestir semejante traje. Pensé que le sentaba muy bien.

—Habib, Labib —llamó.

Habib y Labib son las Rocas Parlantes. El único modo de que acudan por separado es pronunciando uno de sus nombres. Existe la posibilidad de que uno de ellos parpadee. De no ser así, es casi imposible distinguirlos. En realidad no podría jurar que parpadean como respuesta a sus nombres. Deben de hacerlo sólo por diversión.

En el despacho, ambas Rocas Parlantes flanqueaban una silla de respaldo recto. En la silla me sorprendió ver al joven hijo de Umm Saad. Las Rocas tenían una mano en cada uno de los hombros de Saad, presionando y estrujando los huesos del muchacho. Estaba siendo interrogado. Yo había recibido el mismo trato y puedo asegurar que no tiene un pelo de divertido.

Papa me sonrió brevemente cuando entré en la habitación. No me saludó, sino que miró a Saad.

—Antes de venir a la ciudad —dijo en voz baja—, ¿dónde vivíais tú y tu madre?

—En muchos lugares —respondió Saad.

Había miedo en su voz.

Papa volvió a frotarse la frente. Bajó la vista hacia la superficie de la mesa, pero movió algunos dedos hacia las Rocas Parlantes. Los dos hombretones aferraron la espalda del muchacho. La sangre encendió el rostro de Saad y jadeó.

—Antes de venir a la ciudad —repitió Friedlander Bey con calma—, ¿dónde vivíais?

—Últimamente en París, oh caíd —dijo Saad con voz débil y tensa.

La respuesta sorprendió a Papa.

—¿Le gustaba a tu madre vivir entre los franchutes?

—Creo que sí.

Friedlander Bey estaba realizando una formidable representación de una persona aburrida. Cogió un abrecartas de plata y jugueteó con él.

—¿Vivíais bien en París?

—Creo que sí.

Habib y Labib empezaron a machacar los huesos del cuello de Saad. Le alentaron a dar más detalles.

—Teníamos una gran casa en la Rué de Paradis, oh caíd. A mi madre le gusta comer bien y dar fiestas. Los meses que pasamos en París fueron agradables. Me sorprendió que me comunicara que veníamos aquí.

—¿Y tú trabajabas para ganar dinero y que tu madre pudiera comer comida franchute y comprar ropa franchute?

—Yo no trabajaba, oh caíd.

Papa entornó los ojos.

—¿De dónde crees que procedía el dinero para pagar todo eso?

Saad titubeó. Oí su quejido mientras las Rocas le atornillaban aún más.

—Me dijo que procedía de su padre —gritó.

—¿Su padre? —dijo Friedlander Bey, dejando el abrecartas y mirando directamente a Saad.

—Me dijo que de ti, oh caíd.

Papa hizo una mueca y un rápido gesto con ambas manos. Las Rocas se apartaron, lejos del joven. Saad se derrumbó hacia adelante, con los ojos cerrados. Su rostro estaba perlado de sudor.

—Deja que te diga una cosa —dijo Papa—. Y recuerda que yo no miento. Yo no soy el padre de tu madre y no soy tu abuelo. No tenemos sangre en común. Ahora vete.

Saad intentó ponerse en pie, pero se cayó en la silla. Su expresión era solemne y resuelta y contemplaba a Friedlander Bey como si intentase memorizar cada detalle de la cara del viejo. Papa acababa de llamar mentirosa a Umm Saad y estoy seguro de que en ese momento el muchacho estaba concibiendo una deplorable fantasía de venganza. Por fin se las arregló para ponerse en pie y se fue tambaleándose hasta la puerta. Lo intercepté.

—Toma —le dije. Saqué mi caja de píldoras y le ofrecí dos tabletas de soneína—. Te sentirás mucho mejor en breves minutos.

Cogió las tabletas, me miró ferozmente a los ojos y tiró los sunnies al suelo. Luego me dio la espalda y salió del despacho de Friedlander Bey. Me agaché y recuperé la soneína. Parafraseando un proverbio local: una tableta blanca para un día negro.

Tras los saludos formales, Papa me invitó a ponerme cómodo. Me senté en la misma silla que Saad acababa de dejar libre. Debo admitir que sentí un ligero escalofrío.

—¿Por qué estaba el chico aquí, oh caíd? —le pregunté.

—Estaba aquí como invitado. Él y su madre vuelven a ser mis huéspedes.

Algo se me escapaba.

—Tu hospitalidad es legendaria, pero ¿por qué permites que Umm Saad turbe tu tranquilidad? Sé que te molesta.

Papa se recostó en su silla y suspiró. En ese momento aparentaba cada año de su longeva vida.

—Llegó a mí con humildad. Me pidió perdón. Me trajo un presente. —Indicó una bandeja de dátiles rellenos de nueces y recubiertos de azúcar. Sonrió apesadumbrado—. No sé de dónde sacó la información, pero alguien debió de decirle que ése es mi plato favorito. Su tono era respetuoso e hizo una apelación a mi hospitalidad que no pude rechazar.

Separó las manos como si eso lo explicase todo.

Friedlander Bey observaba las tradiciones de honor y generosidad que casi han desaparecido en nuestra época. Si deseaba volver a recibir a una víbora en su hogar, yo no tenía nada que objetar.

—Entonces, ¿tus instrucciones al respecto han variado, oh caíd? —le pregunté.

Su expresión no se alteró. Ni siquiera pestañeó.

—Oh no, no es eso lo que quiero decir. Por favor, mátala tan pronto como te sea posible, pero no hay prisa, hijo mío. He descubierto que siento curiosidad sobre los planes de Umm Saad.

—Concluiré el asunto pronto —le aseguré. Papa arrugó el ceño—. Inshallah —añadí rápidamente—. ¿Crees que trabaja para alguien? ¿Algún enemigo?

—Para Reda Abu Adil, sin duda —dijo Papa.

Estaba totalmente convencido de ello, como si no hubiera el más mínimo motivo de preocupación.

—Entonces fuiste tú, después de todo, quien ordenó la investigación de Abu Adil.

Alzó una mano regordeta en señal de negación.

—No —insistió—. No tengo nada que ver con eso. Habla con el teniente Hajjar.

Claro que lo haría.

—Oh caíd, ¿puedo hacerte otra pregunta? Hay algo que no comprendo de tu relación con Abu Adil.

De repente volvió a simular aburrimiento. Eso me puso en guardia. Miré con aprensión por encima del hombro, esperando ver a las Rocas Parlantes acercándose a mí.

—Tu riqueza procede de la venta de archivos de información, puestos al día, a gobiernos y a jefes de Estado, ¿no es cierto?

—Eso es simplificar demasiado.

—Y Abu Adil está en el mismo negocio. Sin embargo, tú me dijiste que no competíais entre vosotros.

—Muchos años antes de que tú nacieras, antes incluso de que tu madre hubiera nacido, Abu Adil y yo llegamos a un acuerdo. —Papa abrió una sencilla edición en tela del sagrado Corán y miró una página—. Evitamos la competencia porque algún día podía generar violencia y dolor para nosotros mismos o para nuestros seres queridos. En ese remoto día nos dividimos el mundo, desde Marruecos en el extremo oeste, hasta Indonesia en el extremo este, doquiera que la hermosa llamada del muecín despierta a los creyentes del sueño.

—Al igual que el papa Alejandro dibujó la línea de demarcación entre España y Portugal —dije.

Papa parecía contrariado.

—Desde ese momento, Reda Abu Adil y yo hemos tenido escasos tratos de cualquier índole, aunque vivimos en la misma ciudad. Él y yo estamos en paz.

Sí, era evidente. Por el motivo que fuera, no iba a proporcionarme ninguna ayuda directa.

—Oh caíd —dije—, debo irme. Ruego a Alá por tu salud y prosperidad.

Me adelanté y le besé en la mejilla.

—Me privas de tu presencia y me sumo en la soledad —replicó—. Ve en paz.

Salí del despacho de Friedlander Bey. A medio camino, Kmuzu intentó llevarme el maletín.

—No tiene sentido que tú lleves esto cuando yo estoy aquí para servirte —me dijo.

—Quieres registrarme y buscar drogas —dije irritado—. Pues bien, no hay ninguna. Las tengo en mi bolsillo y antes tendrás que pasar sobre mi cadáver —Tu actitud es absurda, yaa Sidi.

No lo creo. De cualquier modo, aún no estoy preparado para ir a la oficina.

—Ya es tarde.

—¡Maldita sea, ya lo sé! Sólo deseo hablar con Umm Saad, ahora que vuelve a vivir bajo este techo. ¿Está en la misma habitación?

—Sí. Por aquí, yaa Sidi.

Umm Saad, al igual que mi madre, estaba en la otra ala de la mansión. Mientras seguía a Kmuzu por los pasillos alfombrados, abrí el maletín y saqué el moddy de Saied, el de personalidad dura y despiadada. Me lo conecté. El efecto fue notable, contrario al del módulo anulador de Medio Hajj, que atrofiaba y enturbiaba mis sentidos. Éste, al que Saied siempre llamaba Rex, parecía centrar mi atención. Me proporcionaba seguridad, más que eso, resolución para ir directo hasta mi objetivo y aplastar a todo aquel que intentara impedírmelo.

Kmuzu golpeó ligeramente la puerta de Umm Saad. Hubo una larga pausa y dentro no se oía ningún ruido.

v-Apártate —le dije a Kmuzu. Mi voz era un horrible gruñido. Me acerqué a la puerta y golpeé toscamente—. ¿Me dejas entrar? —grité—. ¿O prefieres que me abra paso a mi modo?

Eso dio resultado. El muchacho abrió la puerta y me miró.

—Mi madre no está…

—Fuera de mi camino, chico —dije, empujándole.

Umm Saad estaba sentada en una mesa, mirando las noticias en un pequeño aparato holo. Levantó la vista hacia mí.

—Bienvenido, oh caíd —dijo.

No parecía contenta.

—Sí, está bien —repuse.

Me senté en una silla frente a ella y apagué el aparato de holo.

—¿Cuánto hace que conoces a mi madre? —pregunté.

Otro tiro a ciegas.

Umm Saad parecía asombrada.

—¿Tu madre?

—A veces se hace llamar Ángel Monroe. Está al otro lado del pasillo.

Umm Saad movió la cabeza despacio.

—La he visto sólo una o dos veces. No he hablado nunca con ella.

—Debías de conocerla antes de llegar a esta casa.

Sólo deseaba saber las dimensiones de la conspiración.

—Lo siento —me dijo.

Me dirigió una mirada inocente que parecía tan fuera de lugar en ella como en un escorpión del desierto.

Okay, a veces un tiro en la oscuridad no conduce a ninguna parte.

—¿Y a Abu Adil?

—¿Quién es?

Su expresión era angelical y virtuosa.

Empezaba a enojarme.

—Quiero respuestas directas, señora. ¿Qué debo hacer? ¿Sacudir a tu chico?

Se puso muy seria. Ahora estaba haciéndose la «sincera».

—Lo siento, de verdad que no conozco a ninguna de esas personas. ¿Acaso debiera? ¿Te lo ha dicho Friedlander Bey?

Supuse que estaba mintiendo sobre Abu Adil. No sabía si mentía sobre mi madre. Al menos eso podía comprobarlo más tarde. Si es que podía confiar en ella.

Sentí una mano férrea sobre mi hombro.

Yaa Sidil —dijo Kmuzu.

Parecía temer que pudiera arrancarle la cabeza a Umm Saad.

—Está bien —dije, sintiéndome maravillosamente maligno. Me levanté y bajé la mirada hacia la mujer—. Si quieres quedarte en esta casa deberás aprender a cooperar. Volveré más tarde para hablar contigo. Piensa mejores respuestas.

—Te estaré esperando —dijo Umm Saad, batiendo sus pestañas postizas ante mí.

Me entraron ganas de partirle la cara.

No obstante, me di la vuelta y salí de sus aposentos. Kmuzu se apresuraba tras de mí.

—Ya puedes quitarte el módulo de personalidad, yaa Sidi —dijo nervioso.

—Mierda, me gusta. Creo que me lo dejaré puesto.

En realidad disfruté de la sensación que me producía. Parecía como si un flujo constante de hormonas violentas bombease mi sangre. Ahora comprendía por qué Saied lo llevaba siempre. Sin embargo, no era el más apropiado para llevar en la comisaría y Shaknahyi me había prometido destruir cualquier moddy que llevara en su presencia. Me lo desconecté a regañadientes.

De inmediato pude sentir la diferencia. Mi cuerpo aún temblaba por la subida de adrenalina, pero me calmé muy rápido. Devolví el moddy al maletín y sonreí a Kmuzu.

—Fui un poco brusco, ¿no?

Kmuzu no dijo ni una palabra, pero su mirada me demostró la baja opinión que tenía de mí.

Salimos y esperé a que Kmuzu acercara el coche. Cuando Kmuzu me dejó en la comisaría, le dije que regresara a casa y cuidara de que Ángel Monroe no se metiera en problemas.

—Y vigila a Umm Saad y al chico, también. Friedlander Bey está convencido de que tienen cierta relación con Reda Abu Adil, pero Umm Saad está jugando sus cartas con astucia. Quizás descubras algo.

—Seré tus ojos y tus oídos, yaa Sidi.

Como de costumbre, la muchedumbre de muchachos hambrientos merodeaba en torno a la comisaría. Cuando vieron mi sedán westfaliano tomar la curva empezaron a agitar las manos y a gritar.

—¡Oh amo! ¡Oh compasivo! —vociferaban.

Cogí un puñado de monedas, como solía hacer, pero entonces recordé a la dama del cordero, a quien había ayudado la semana anterior. Saqué la cartera y solté cinco kiams a cada uno de los chicos.

—Que Dios esté con vosotros —dije.

Me coartó descubrir que Kmuzu me vigilaba de cerca.

Los chicos se quedaron pasmados. Uno de los muchachos mayores me cogió del brazo y me apartó del resto. Tendría unos quince años y ya asomaba una sombra de barba en su rostro.

—Mi hermana estaría interesada en conocer a un hombre tan generoso —me dijo.

—Pero yo no tengo ningún interés en conocer a tu hermana.

Me sonrió. Tenía tres de sus dientes amarillos rotos por alguna pelea o accidente.

—También tengo un hermano —me dijo.

Di un respingo y avancé hacia el edificio. A mi espalda los muchachos cantaban mis alabanzas. Era muy popular entre ellos, al menos hasta mañana, que tendría que volver a comprar su respeto.

Shaknahyi me esperaba en el ascensor.

—¿Qué tal? —me dijo.

No importaba lo temprano que llegase a trabajar, Shaknahyi siempre llegaba antes.

—Bien.

En realidad aún estaba cansado y sentía algunas náuseas. Podía enchufarme un par de daddies que se habrían hecho cargo de todo, pero Shaknahyi me había intimidado. A su lado funcionaba sólo con mis talentos naturales y tenía la esperanza de que bastasen.

No hace mucho me enorgullecía de mi cerebro sin modificar, tan rápido y listo como el de cualquier moddy de la ciudad. Ahora depositaba toda mi confianza en la electrónica. Temía lo que pasaría si me veía obligado a enfrentarme a una emergencia sin ellos.

—Un día de éstos cazaremos a Abu Adil cuando no esté conectado —dijo Shaknahyi—. No quiero levantar sospechas, pero tendrá que responder a ciertas preguntas difíciles.

—¿Qué preguntas?

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Las oirás la próxima vez que pasemos por allí.

Por alguna razón no confiaba en mí más de lo que lo hacía Papa.

El sargento Catavina nos encontró en el pasillo. No sabía mucho de él, excepto que era la mano derecha de Hajjar y eso significaba que, de una u otra forma, debía de estar comprado. Era un hombre bajito que no llegaría ni a los treinta kilos. Su ondulado pelo negro estaba dividido por un enchufe para moddies, siempre ocupado por al menos un daddy, pues no entendía una palabra de árabe. Para mí era un completo misterio cómo había llegado Catavina a la ciudad.

—Os andaba buscando a vosotros dos —dijo con voz chillona, a pesar de estar filtrada por el daddy de árabe.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Sus ojos castaños de depredador revolotearon entre Shaknahyi y yo.

—Acaban de informarme de un posible homicidio. —Le dio a Shaknahyi un pedazo de papel con una dirección escrita—. Echad un vistazo.

—En el Budayén —dijo Shaknahyi.

—Sí —dijo el sargento.

—¿Quién dio el aviso? ¿Nadie reconoció la voz?

—¿Por qué debían reconocer la voz? —preguntó Catavina.

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Hemos tenido dos o tres avisos como éste en los últimos dos meses, por eso.

Catavina me miró.

—Es uno de esos tipos intrigantes. Los hay por todas partes.

El sargento se fue, moviendo la cabeza.

Shaknahyi volvió a mirar la dirección y se metió el papel en un bolsillo de su camisa.

—La trastienda del Budayén, a un escupitajo del cementerio.

—Si no se trata de la llamada de un chiflado —dije—, si es que hay un cadáver.

—Lo habrá.

Le seguí hasta el garaje. Subimos al coche patrulla y atravesamos el bulevar il-Jameel y la gran puerta. Esa mañana la Calle estaba llena de peatones, de modo que Shaknahyi giró hacia el sur por la calle Uno y luego hacia el oeste por uno de los callejones estrechos, llenos de basura, que serpenteaban entre las casas de tejado plano, fachadas estucadas y los antiguos inmuebles de ladrillo.

Shaknahyi subió el coche a la acera. Salimos y echamos una detallada mirada al edificio. Era una casa de dos plantas, pintada de verde pálido, en un estado deplorable. La entrada principal y el vestíbulo apestaban a orina y vómitos. Las celosías de madera que cubrían las ventanas se habían roto hacía tiempo, a juzgar por el aspecto de las cosas. Por dondequiera que pisáramos, aplastábamos ladrillos rotos y fragmentos de cristales. El lugar llevaba meses, o quizás años, abandonado.

Estaba muy silencioso, la calma mortal de una casa en la que han cortado la luz y se echa de menos incluso el débil zumbido de los motores. Mientras nos dirigíamos desde la planta a las habitaciones de la familia en el piso superior, creí oír algo pequeño y rápido escabullirse a través de la basura ante nosotros. Noté el latido de mi corazón y añoré la sensación de serena eficacia que me producía el Guardián Completo.

Shaknahyi y yo registramos un gran dormitorio que una vez perteneció al propietario y a su mujer, y otra habitación que había sido la de los niños. No encontramos nada, excepto más destrucción patética. Un rincón de la casa se había derrumbado por completo, abriéndose al exterior; el clima, los gusanos y los vagabundos habían completado la ruina del cuarto de los niños. Al menos el aire fresco limpiaba el olor agrio y rancio que sofocaba el resto de la casa.

Encontramos el cadáver en la siguiente habitación. Era el cuerpo de una mujer joven, un transexual llamado Blanca que solía bailar en el club de Frenchy Benoit. La conocía lo suficiente para saludarla, pero no mucho más. Yacía en el suelo con las piernas dobladas hacia un lado y los brazos levantados por encima de la cabeza. Sus ojos azules estaban abiertos, mirando de soslayo al techo descolorido por el agua, por encima de mi hombro. Su rostro dibujaba una mueca, como si en la habitación algo horrible la hubiera aterrorizado primero y matado después.

—Te encuentras bien, ¿no? —me preguntó Shaknahyi.

—¿De qué hablas?

Golpeó levemente la mano de Blanca con la punta de su bota.

—¿No irás a vomitar o algo así?

—Las he visto peores.

—Simplemente, no quiero que vomites ni nada de eso. —Se inclinó junto a Blanca—. Sangre en su nariz y oídos. Labios retraídos, dedos engarfiados. Apuesto a que le dispararon a quemarropa con un arma estática de gran calibre. Mírala. No lleva muerta ni media hora.

—¿Sí?

Levantó su brazo y lo dejó caer.

—Todavía no hay rigidez. Y su carne aún está rosada. Cuando te mueres, la gravedad hace que la sangre se estanque. El forense lo explicará mejor.

Algo me resultó extraño.

—Así que el aviso que dieron en la comisaría…

—Apuéstate tus kiams contra el pozo a que llamó el propio asesino.

Sacó su radio y su diario electrónico.

—¿Por qué haría eso un asesino?

Shaknahyi me miró, absorto en sus cavilaciones.

—¿Y qué demonios sé yo? —dijo por fin.

Llamó a Hajjar pidiéndole un equipo de detectives. Luego entró un breve informe en su diario.

—No toques nada —me ordenó sin levantar la vista.

No hacía falta que me lo dijera.

—¿Hemos acabado? —le pregunté.

—En cuanto aparezcan los placas doradas. ¿Tienes prisa por largarte?

No respondí. Le observé guardarse su diario electrónico. Luego sacó una libreta de tapas de vinilo marrón y un lápiz e hizo algunas anotaciones.

—¿Para qué es eso?

—Tomo algunas notas por mi cuenta. Digamos que me gusta, últimamente han ocurrido un par de casos como éste. Han aparecido algunos muertos y parece como si el propio asesino nos lo notificase.

«Por mis ojos —pensé—, si esto resulta ser una serie de asesinatos, hago las maletas y me largo de la ciudad.» Miré a Shaknahyi, que aún estaba en cuclillas junto al cuerpo de Blanca.

—No crees que se trate de asesinatos en serie, ¿verdad?

Se quedó mirándome, pensativo, durante unos segundos.

—No —dijo por fin—. Creo que es algo mucho peor.

8

Me acordaba de lo mucho que al teniente Okking, el predecesor de Hajjar, le gustaba atormentarme. Sin embargo, al margen de esto, Okking siempre acababa su trabajo. Fue un policía astuto, si no brillante, y le preocupaban de verdad las víctimas que veía en un día de trabajo. Hajjar era diferente. Para él todo era el trabajo de un día, pero nada más.

No me sorprendió saber que Hajjar era casi un inepto. Shaknahyi y yo le observamos proceder con la investigación. Frunció el ceño y miró a Blanca.

—Muerta, ¿no? —dijo.

Observé a Shaknahyi hacer una mueca.

—Todo parece indicar que así es, teniente —dijo con voz monótona.

—¿Alguna idea sobre quién quería matarla?

Shaknahyi me miró en busca de ayuda.

—Pudo ser cualquiera —dije—. Probablemente se puso el moddy equivocado con el cliente equivocado.

Hajjar parecía interesado.

—¿De verdad crees eso?

—Mira —dije—. Su enchufe está vacío.

El teniente Hajjar entornó los ojos.

—¿Y qué?

—Una moddy como Blanca nunca iba a ningún sitio sin algo conectado. Resulta sospechoso, eso es todo.

Hajjar se frotó el bigote ralo.

—Me gustaría que os enterarais de todo. Aunque no hay mucho por donde empezar.

—Los chicos de paisano a veces hacen milagros —dijo Shaknahyi.

Parecía muy sincero, pero me guiñó un ojo para indicarme el mal concepto que tenía de ellos.

—Sí, tienes razón —dijo Hajjar.

—Por cierto, teniente —dijo Shaknahyi—, me preguntaba si deseas que sigamos con Abu Adil. No hemos avanzado mucho con él esta última semana.

—¿Queréis volver allí? ¿A su casa?

—A su mayestático palacio, querrás decir —le respondí.

Hajjar me ignoró.

—No os dije que lo hostigarais. Tiene mucho peso en esta ciudad.

—Aja —dijo Shaknahyi—. De cualquier modo, no le estamos hostigando.

—¿Por qué queréis volver a molestarle?

Hajjar me miró, pero no obtuvo ninguna respuesta.

—Tengo la intuición de que Abu Adil tiene algo que ver con estos homicidios sin resolver —dijo Shaknahyi.

—¿Qué homicidios sin resolver? —exigió saber Hajjar.

Noté que Shaknahyi apretaba los dientes.

—Ha habido tres homicidios sin resolver en los últimos dos meses. Cuatro con éste —dijo señalando el cuerpo de Blanca, que el ayudante del forense había cubierto con una sábana—. Pueden estar relacionados entre sí y con Reda Abu Adil.

—Por el amor de Dios, no se trata de homicidios sin resolver —dijo Hajjar irritado—. Son simples casos abiertos. Eso es todo.

—Casos abiertos —exclamó Shaknahyi. Estaba verdaderamente enojado—. ¿Nos necesitas para algo más, teniente?

—Supongo que no. Vosotros dos podéis volver al trabajo.

Dejamos a Hajjar y a los detectives merodeando entre los restos de Blanca, sus ropas y el polvo de las roñosas ruinas de la casa. Una vez en la acera, Shaknahyi me cogió del brazo y me detuvo antes de entrar en el coche patrulla.

—¿Qué rollo era ese de que la puta había perdido el moddy? —me preguntó.

Me eché a reír.

—Sólo una fanfarronada, pero Hajjar no nota la diferencia. Eso le dará qué pensar.

—Es bueno que el teniente piense de vez en cuando. Su cerebro necesita ejercicio —me sonrió Shaknahyi.

Estábamos a punto de concluir el día. El cielo se había nublado y un fuerte aire caliente nos lanzaba basura y humo a la cara. Un trueno furioso y gruñón amenazaba a lo lejos. Shaknahyi quería volver a la comisaría, pero antes debía ocuparme de algo. Descolgué el teléfono y pronuncié el código de Chiri. Oí como sonaba ocho o nueve veces antes de que ella descolgara.

—Dígame.

Parecía furiosa.

—¿Chiri? Soy Marîd.

—¿Qué quieres, cabrón?

—Mira, no me has dado oportunidad de explicarme. No es culpa mía.

—Ya lo has dicho antes —dijo con una risa arrogante—. Las famosas últimas palabras, querido: «No es culpa mía». Eso es lo que mi tío dijo cuando vendió a mi madre a un maldito comerciante de esclavos árabe.

—No sabía…

—Olvídalo, ni siquiera es cierto. Querías la oportunidad de explicarte, pues explícate.

Bueno, había llegado el momento, pero de repente no sabía qué decirle.

—Lo siento de veras, Chiri.

Volvió a reírse. No era un sonido cordial.

—Una mañana me desperté —proseguí— y Papa me dijo: «Toma, ahora eres el propietario del club de Chiriga, ¿no es maravilloso?». ¿Qué esperabas que le dijera?

—Te conozco, cielo. No espero que le digas nada a Papa. No hace falta que te corte las pelotas, tú se las vendes.

Debí mencionarle que Friedlander Bey había pagado por controlar el centro de castigo de mi cerebro y que podía estimularlo siempre que le diera la gana. Así era como me tenía en el bolsillo. Pero Chiri no lo habría entendido. Podía haberle descrito el tormento que Papa me infligía con sólo apretar un botón. Pero nada de eso le importaba. Lo único que sabía era que la había traicionado.

—Chiri, hace tiempo que somos amigos. Trata de comprenderlo. A Papa se le ocurrió comprar ese club y regalármelo. No tenía ni la menor idea. No quería que me lo regalase. Intenté decírselo, pero…

—Apuesto a que sí. Apuesto a que se lo dijiste.

Cerré los ojos y respiré hondo. Creo que disfrutaba con esto.

—Se lo dije en la medida en que a Papa se le pueden decir las cosas.

—¿Por qué mi local, Marîd? El Budayén está lleno de bares cutres. ¿Por qué eligió el mío?

Yo sabía la respuesta: Friedlander Bey intentaba obligarme a romper los escasos contactos que me ligaban a mi vida anterior. Hacerme policía me separó de la mayoría de mis amigos. Obligar a Chiriga a vender el club la pondría en mi contra. Lo siguiente sería conseguir que Saied Medio Hajj también me odiara.

—Por su sentido del humor, Chiri —dije desesperado—. Sólo para demostrar que Papa siempre está a nuestro alrededor, siempre vigilante, dispuesto a golpearnos con sus flechas ígneas cuando menos lo esperemos.

Hubo un largo silencio.

—Tú no tienes huevos.

Abrí la boca y la volví a cerrar. No sabía de qué estaba hablando.

—¿Qué?

—He dicho que no tienes huevos, panya.

A mí siempre me decía cosas en suahili.

—¿Qué es panya, Chiri? —le pregunté.

—Es una rata grande, sólo que más estúpida y más fea. No te atreves a hacer esto en persona, cabrón. Prefieres llorarme por teléfono. Bien, vas a tener que verme. Hasta aquí hemos llegado.

Cerré los ojos e hice una mueca.

—Muy bien, Chiri, donde quieras. ¿Puedes venir al club?

—El club, ¿dices? Querrás decir mi club, el club que me pertenecía.

—Sí —dije—. Tu club.

—Ni lo sueñes, imbécil de mierda —gruñó—. No voy a poner un pie allí hasta que cambien las cosas. Pero te veré en cualquier otro sitio. Estaré en el local de Courane en media hora. No está en el Budayén, cielo, pero estoy segura de que lo encontrarás. Déjate ver si crees que podrás soportarlo.

Colgó bruscamente y luego escuché la señal de comunicar.

—Te está arrastrando, ¿no? —dijo Shaknahyi.

Shaknahyi disfrutaba de cada momento de mi mortificación. Me caía bien ese tipo, pero a veces era un bastardo.

Colgué el teléfono de mi cinturón.

—¿Has oído hablar de un bar llamado Courane?

Dio un bufido.

—Ese tronco cristiano se dejó caer por la ciudad hace unos años —dijo Shaknahyi mientras conducía el coche patrulla por Rasmiyya, un barrio al este del Budayén en el que no había estado nunca—. Se llama Courane. Se considera un poeta, pero nadie ha visto nunca una prueba de ello. Sea como fuere goza de gran influencia en la comunidad europea. Un día abrió lo que el llama un salón. Un bar tranquilo y oscuro donde todo está hecho de mimbre, cristal y acero inoxidable, lleno de tiestos con plantas de plástico. Ahora ya no atrae a las multitudes, pero rezuma esa melancolía de expatriado.

—Como Weinraub, en el patio de Gargotier —dije.

—Sí —me respondió Shaknahyi—, la diferencia es que Courane dispone de su propio medio de vida. Se queda allí y no molesta a nadie. Al menos concédele eso. ¿Es ahí donde vas a entrevistarte con Chiri?

Le miré y me encogí de hombros.

—Ha sido idea suya.

Me sonrió.

—¿Quieres llamar la atención al entrar?

—No, por favor —murmuré.

Ese Jirji era un guasón.

Veinte minutos más tarde estábamos en un distrito de clase media con casas de dos y tres pisos. Las calles eran más amplias que las del Budayén y los edificios encalados tenían parcelas de tierra a su alrededor, donde habían plantado matorrales y arbustos en flor. Altas palmeras se inclinaban ebriamente a lo largo de los márgenes de la acera. El vecindario parecía desierto, a no ser por los gritos de los niños luchando en las aceras o persiguiéndose unos a otros por las esquinas de las casas. Era una parte de la ciudad muy tranquila y pacífica, tanto que me hacía sentir incómodo.

—Courane está justo allí —dijo Shaknahyi.

Entró en una calle de aspecto más pobre, era poco más que un callejón. Un lado estaba flanqueado por las paredes negras de las mismas casas de tejado plano. Del segundo piso colgaban pequeños balcones y ventanas veladas por gruesas celosías de madera. En el otro lado del callejón se levantaban edificios de madera y unos pocos comercios: una tienda de curtidos, una panadería, un restaurante especializado en platos de judías y un puesto de libros.

Y también Courane, algo insólito en aquel exiguo pasadizo. El propietario había sacado unas pocas mesas fuera, pero nadie se sentaba en las sillas de mimbre pintadas de blanco, bajo las sombrillas de Cinzano. Shaknahyi detuvo el motor y salimos del coche patrulla. Supuse que Chiri no había llegado aún o que me esperaba dentro. Me dolía el estómago.

—¡Agente Shaknahyi!

Un hombre de mediana edad se acercó a nosotros con una sonrisa de bienvenida. Debía de ser de mi estatura, quizás unos ocho o nueve kilos más pesado, con el cabello castaño peinado hacia atrás. Se dieron las manos y luego se volvió hacia mí.

—Sandor —dijo Shaknahyi—, éste es mi compañero, Marîd Audran.

—Encantado de conocerte —dijo Courane.

—Que Alá incremente tu honor —le respondí.

El aspecto de Courane era divertido.

—Muy bien —dijo Courane—. ¿Puedo ofreceros algo de beber?

Miré a Shaknahyi.

—¿Estamos de servicio? —le pregunté.

—No —contestó.

Pedí lo habitual y Shaknahyi se tomó una bebida suave. Seguimos a Courane dentro del establecimiento. Era exacto a como lo había descrito: relucientes mesas de acero y cristal, sillas blancas de mimbre, una hermosa barra antigua de madera oscura barnizada, ventiladores de techo cromados y, tal como Shaknahyi había mencionado, montones de polvorientas plantas artificiales en cestas que colgaban del techo.

Chiriga estaba sentada a una mesa cerca del fondo.

—¿Como estáis, Jirji, Marîd? —dijo.

—Muy bien. ¿Puedo invitarte a una copa?

—Nunca en mi vida he rechazado una. —Levantó su vaso—. ¿Sandy?

Courane asintió y fue a preparar nuestras bebidas.

Me senté al lado de Chiri.

—Bueno —dije, incómodo—. Quiero proponerte que trabajes en el club.

—Yasmin me mencionó algo —dijo Chiri—. Tiene huevos que me lo pidas.

—Oye, mira, te conté cuál era la situación. ¿Cuánto tiempo vas a seguir con esto?

Chiri me sonrió.

—No lo sé —dijo—. Estoy divirtiéndome mucho.

Había llegado al límite. Me sentía tan culpable…

—Muy bien, busca trabajo en cualquier otro sitio. Estoy seguro de que a una kaffir grande y fuerte como tú no le costará encontrar a quien le interese.

A Chiri pareció afectarle de veras.

—Vale, Marîd —dijo en voz baja—, dejémoslo.

Abrió el bolso, sacó un gran sobre blanco y lo arrojó sobre la mesa.

—¿Qué es esto?

—Las ganancias de ayer de tu maldito club. Se supone que debes dejarte ver a la hora de cerrar, ya sabes, contar la caja y pagar a las chicas. ¿O es que no te importa?

—A decir verdad, no me importa —dije echando un vistazo al montón de dinero que contenía el sobre—. Por eso quiero contratarte.

—¿Para hacer qué?

Separé las manos.

—Quiero que controles a las chicas. Y necesito que despojes a los clientes de su dinero. Eres famosa por eso. Haz exactamente lo que solías hacer.

Frunció el ceño.

—Solía irme a casa cada noche con todo lo que hay aquí —dijo dando unos golpecitos en el sobre—. Ahora sólo voy a sacar unos pocos kiams de aquí y otros de allí, lo que tú decidas soltarme. No me hace gracia.

Courane llegó con nuestras bebidas y las pagué.

—Iba a ofrecerte mucho más de lo que sacan las chicas —le dije a Chiri.

—No esperaba menos —dijo asintiendo enfáticamente con la cabeza—. Apuéstate el culo, cielo, a que si quieres que dirija tu club por ti, tendrás que aflojar pasta en firme. El negocio es el negocio y la marcha es la marcha. Quiero el cincuenta por ciento.

—¿Has decidido convertirte en mi socia? —Debí esperar algo así. Chin sonrió lentamente, mostrando esos largos y afilados caninos suyos. Para mí valía más del cincuenta por ciento—. Está bien.

Se quedó perpleja, como si no esperase que se lo concediera con tanta facilidad.

—Debí pedirte más —dijo amargamente—. Y no bailaré si no me apetece.

—Perfecto.

—Y el nombre del club seguirá siendo Chiriga.

—Muy bien.

—Y dejarás que sea yo quien contrate y despida a las chicas. No quiero cargar con Fanya «espectáculo de suelo» si te hace cosquillas para que le des un empleo. La puta va muy cargada, vomita sobre los clientes.

—Tienes muchas exigencias, Chiri.

Me dirigió una sonrisa lobuna.

—Las deudas son muy putas.

Chiri estaba exprimiendo hasta la última gota de ventaja de esta situación.

—Vale, tú escoges tu equipo.

Se detuvo para beber.

—Por cierto —dijo—, me llevo el cincuenta por ciento de los beneficios, ¿no?

Chiri era fantástica.

—Oh, sí —dije riendo—. ¿Por qué no dejas que te acompañe hasta el Budayén? Puedes empezar a trabajar esta misma tarde.

—Ya he pasado por ahí. He dejado a Indihar como encargada. —Se dio cuenta de que su vaso estaba vacío y lo levantó, moviéndolo ante Courane—. ¿Quieres jugar a una cosa, Marîd?

Señaló con el pulgar hacia el fondo del bar, donde Courane tenía una unidad Transpex.

Se trata de un juego que permite a dos personas con implantes corímbicos sentarse frente a frente y conectarse a la unidad central de proceso de la máquina. El primer jugador imagina un escenario fantástico con todo lujo de detalles y se convierte en un entorno totalmente realista para el segundo jugador, que puntúa según lo bien que se adapte o sobreviva. A su vez, el segundo jugador hace lo mismo con el primero.

Es un juego estupendo para apostar. Al principio me asustaba bastante, porque mientras juegas te olvidas de que sólo es un juego. Parece absolutamente real. Los jugadores ejercen un poder demiúrgico sobre el otro. El modelo de Courane parecía una versión antigua cuyos dispositivos de seguridad podían ser evitados por un mecánico ingenioso. Corren rumores de que la gente puede sufrir graves parálisis y oclusiones coronarias conectados a un Transpex.

—Vamos, Audran —dijo Shaknahyi—, veamos cómo te lo montas.

—Está bien, Chiri —dije—, juguemos.

Se levantó y se acercó a la cabina del Transpex. La seguí y también Shaknahyi y Courane.

—¿Deseas apostar el otro cincuenta por ciento de mi club? —dijo.

Sus ojos centelleaban por encima del borde de su vaso de cóctel.

—No puedo hacerlo. A Papa no le gustaría.

Me sentía seguro porque había leído las mejores puntuaciones de la máquina. Un Transpex perfecto eran 1.000 puntos y mi promedio era superior a los 800. Las puntuaciones máximas de esa máquina estaban por debajo de los 700. Quizá las puntuaciones eran bajas porque el bar de Courane no atraía a muchos chalados de dudosa calaña como yo.

—Apostaré sólo el contenido de ese sobre.

Le pareció bien.

—Puedo cubrir la apuesta —dijo.

No dudaba de que Chiri podía conseguir un montón de dinero en metálico cuando se lo propusiera.

Courane nos sirvió bebidas a todos. Shaknahyi acercó una silla de mimbre para poder ver las imágenes que el ordenador construiría a partir de las fantasías que Chiri y yo íbamos a concebir. Metí cinco kiams en la máquina Transpex.

—Puedes empezar, si lo deseas —dije.

—Sí —respondió Chiri—. Será divertido hacerte sudar.

Cogió uno de los moddies que incorporaba la Transpex y se lo conectó en su enchufe corímbico; entonces apretó Primer Jugador en la consola. Cogí la segunda conexión, murmuré «Basmala» y me enchufé el Segundo Jugador.

Al principio todo era una especie de niebla cálida y luminosa, veteada de iridiscencias, como los destellos de una madreperla. Audran estaba perdido en una nube, pero no sentía miedo. Todo estaba absolutamente tranquilo y en silencio, ni siquiera se oía el suspiro de la brisa. Era consciente de que un delicado aroma le rodeaba, la fragancia del aire fresco del mar. Entonces las cosas empezaron a cambiar.

Ahora flotaba en la nube, ya no sentado ni de pie, sino a la deriva a través del espacio, relajada y pacíficamente. Audran aún no estaba preocupado, era una sensación perfectamente confortable. Poco a poco la niebla comenzó a disiparse. De repente Audran se dio cuenta de que no estaba flotando, sino nadando en medio de un cálido mar moteado por el sol.

Por debajo de él se agitaban largos zarcillos de algas que se adherían a los montículos de coral de vivos colores. Anémonas de diversos tamaños y formas alargaban sus ávidos tentáculos hacia él, pero él surcaba el agua manteniéndose inteligentemente fuera de su alcance.

La visión de Audran era deficiente, pero sus demás sentidos le informaban de lo que sucedía a su alrededor. El olor a brisa marina fue sustituido por infinidad de aromas sutiles que no podía describir, pero que le resultaban dolorosamente familiares. Llegaban hasta él sonidos sibilantes y fluidos que resonaban en tonos amortiguados.

Audran era un pez. Se sentía libre y fuerte y estaba hambriento. Se zambulló hasta el ondulante fondo del mar, cerca de las anémonas urticantes donde se reunían pequeños peces en busca de protección. Se abalanzó sobre ellos, tragando bocados de criaturas escarlata y amarillas. Había saciado el hambre, al menos por el momento. La corriente le traía el olor de otros de su especie y giró hacia ellos.

Nadó un buen rato hasta que se percató de que había perdido el rastro. Audran no podía decir cuánto tiempo había transcurrido. Ni le importaba. Nada le importaba en los mares resplandecientes y soleados. Atisbo por encima de un espléndido escollo, amenazando a los delicados plumeros, precipitando la fuga de gambas a franjas escarlata y cangrejos de porcelana.

De súbito el océano se oscureció por encima de él. Una sombra nadaba sobre él y Audran sintió un escalofrío de alarma. No podía mirar hacia arriba, pero la frecuencia de las olas le avisó de que algo enorme le acechaba. Audran recordó que no estaba solo en ese océano: había llegado el momento de huir. Se zambulló sobre el arrecife y describió un recorrido zigzagueante a pocos centímetros del suelo de arena.

La voraz sombra le perseguía de cerca. Audran buscó algún sitio para esconderse, pero no había dónde, ni restos de naufragios, ni rocas, ni cuevas ocultas. De un brusco y evasivo coletazo giró y volvió apresuradamente por donde había venido. La cosa que le perseguía continuó a la zaga, perezosa e indolente. De improviso, se lanzó sobre él una ávida y rabiosa máquina de matar, toda insensibles ojos negros y brillantes dientes de acero. Huyó del fondo del mar. Audran surcó el agua verde hacia la superficie, aunque sabía que allí no existía ningún refugio. La gran bestia le seguía de cerca. Audran cortó las olas dejando una estela de espuma, hasta el temible y denso aire, y… voló. Se deslizó sobre el agua vestida de blanco hasta que, por fin, se desplomó exhausto en el grato elemento.

Y ahí estaba la criatura de pesadilla, con la horrible boca abierta para devorarlo. La afilada mandíbula se cerró despacio, victoriosa, hasta que para Audran sólo hubo oscuridad y la certeza de la agonía venidera.

—Jo —murmuré, cuando el Transpex me devolvió la consciencia.

—Vaya juego —dijo Shaknahyi.

—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó Chiri.

Parecía encantada.

—Muy bien —dijo Courane—, seiscientos veintitrés. Era un escenario prometedor, pero no llegaste a provocarle pánico.

—Pues juro que lo he intentado —dijo ella—. Quiero otra copa.

Me dedicó una sonrisa caprichosa.

Saqué mi caja de píldoras y me tragué ocho Paxium con un sorbo de ginebra. Puede que como pez no me hubiera paralizado el terror, pero ahora sentía una fuerte reacción nerviosa.

—Yo también quiero otra copa. Invito a todos a una ronda —dije.

—Pez gordo —bromeó Shaknahyi.

Tanto Chiri como yo esperamos a que nuestros latidos se ralentizaran hasta la normalidad. Courane trajo una bandeja con bebidas frescas y observé como Chiri se acababa la suya de dos largos tragos. Se estaba vacunando contra las maldades que yo me disponía a infligir a su mente. Lo necesitaría.

Chiri apretó Segundo Jugador en la consola del juego y vi como sus ojos se cerraban despacio. Parecía dormitar plácidamente. Terminaría en una huida infernal. En la pantalla holo apareció el mismo haz opalescente por el que yo vagaba hasta que Chiri decidió que era un océano. Alargué la mano y apreté el panel de Primer Jugador.

Audran miraba por encima de la bola de niebla, como Alá desde los cielos. Se concentró en construir una fantasía rica en detalles y le complacían sus progresos. En lugar de permitir que poco a poco tomara forma y realidad, Audran liberó una explosión de información sensorial. Mucho más abajo, la mujer se maravillaba de la pureza del color de ese mundo, la claridad del sonido, la intensidad del gusto, de la textura y el olor. Gritó y su voz reverberó como un carillón en el aire fresco y limpio. Cayó de rodillas, cerró fuertemente los ojos y se tapó los oídos con las manos.

Audran tenía paciencia. Deseaba que la mujer explorara su creación. No iba a esconderse tras un árbol, saltar y asustarla. Ya habría tiempo para el terror.

Después de un rato, la mujer bajó las manos y se levantó. Miró a su alrededor desconcertada.

—¿Marîd? —llamó.

Una vez más el sonido de su propia voz resonó con una estridencia artificial. Miró detrás de ella, hacia las montañas de niebla púrpura del oeste. Luego se volvió hacia el este, hacia la costa de un lago pantanoso que reflejaba el azul imposible del cielo. A Audran no le importaba la dirección que ella tomase, al final daría lo mismo.

La mujer decidió seguir la línea pantanosa hacia el sudeste. Caminó durante horas, escuchando el trino límpido de los pájaros cantores e inhalando el penetrante perfume de flores desconocidas. Después de un rato el sol descansó sobre los hombros de las colinas púrpura que había dejado atrás y luego se hundió, sumiendo la fantasía de Audran en la oscuridad. La dotó de una luna llena, enorme y brillante, plateada como una bandeja. La mujer empezaba a sentir cansancio y decidió acostarse sobre la hierba de olor dulce y dormir.

Audran la despertó por la mañana con una plácida lluvia.

—¿Marîd? —volvió a gritar, sin obtener respuesta alguna—, ¿cuánto tiempo piensas dejarme aquí? —dijo temblando.

El dorado sol se elevó aún más y, aunque entibiaba la mañana, el calor nunca era sofocante. Justo después del mediodía, cuando la mujer había recorrido casi la mitad del camino alrededor del lago, llegó hasta un pabellón hecho de seda carmín y azul zafiro.

—¿Qué demonios es todo esto, María? —gritó la mujer—. Termina de una vez, ¿quieres?

La mujer se acercó con desconfianza al pabellón.

—Hola —dijo.

Al cabo de un momento una joven vestida de blanco salió del pabellón. Andaba descalza y su rubísimo pelo caía descuidado sobre uno de sus hombros. Sonreía y llevaba una bandeja de madera.

—¿Tienes hambre? —le preguntó con voz cordial.

—Sí-dijo la mujer.

—Me llamo Maryam. Te estaba esperando. Lo siento, todo lo que tengo es pan y leche fresca.

Le sirvió leche de una jarrita de plata en un vaso de plata.

—Gracias.

La mujer comió y bebió con avidez.

Maryam ahuecó la mano para hacerse sombra en los ojos.

—¿Vas a la feria?

La mujer sacudió la cabeza.

—No sé nada de ninguna feria.

Maryam se echó a reír.

—Todo el mundo va a la feria. Vamos, te llevaré.

La mujer esperó mientras Maryam volvía a desaparecer dentro del pabellón con las cosas del desayuno. Regresó al cabo de un instante.

—Ahora ya nos hemos encontrado —dijo alegremente—. Podemos conocernos mejor mientras caminamos.

Continuaron bordeando el lago hasta que la mujer divisó unas cuantas tiendas altas de lona a rayas, con pendones flotando al viento. Oyó la risa y los gritos de mucha gente, el sonido de las hachas cortando la madera y el del metal golpeando contra el metal. Podía oler el pan en el horno, buñuelos de canela y el cordero asándose sobre ascuas de carbón. La boca se le hizo agua y su inquietud crecía sin remedio.

—No tengo dinero —dijo.

—¿Dinero? —preguntó Maryam riendo—. ¿Qué es el dinero?

La mujer pasó la tarde yendo de tienda en tienda, viendo extrañas exhibiciones y espectáculos milagrosos. Probó comidas exóticas y bebió mezclas de licores desconocidos. De vez en cuando recordaba su temor. Miraba por encima del hombro, preguntándose cuándo cambiaría el lado afable de su fantasía.

—¿Marîd? —llamó—, ¿qué estás haciendo?

—¿A quién llamas? —preguntó Maryam.

—No estoy segura —dijo la mujer.

Maryam volvió a reír.

—Mira esto —dijo, tirando de la manga de. la mujer, mostrándole una caseta donde una musculosa mujer formaba un turbador collage con uñas, dientes y ojos de lagarto.

Escucharon a unos niños tocar una curiosa música con instrumentos hechos de los esqueletos de pequeños animales, y vieron a varias viejas hilar su propio cabello blanco en una hebra y luego tejer con ella servilletas y bufandas.

Una de las viejas desdentadas vio a Maryam y a la mujer.

—Tomad —dijo con voz áspera.

—Gracias, abuela —dijo Maryam, eligiendo un par de pañuelos de pelo humano.

Las horas pasaban y por fin el sol empezó a ponerse. La luna salió tan llena como la noche anterior.

—¿Seguirá esto toda la noche? —preguntó la mujer.

—Toda la noche y todo el día de mañana —dijo Maryam—. Siempre.

La mujer se encogió de hombros.

Desde ese momento no pudo evitar un terror creciente, ni la sensación de que había sido encantada y abandonada en ese lugar. No recordaba quién era antes de despertar junto al lago, pero le parecía que la habían engañado horriblemente. Rezaba a alguien llamado María. Se preguntaba si sería Dios.

—María —murmuró temerosa—, me gustaría que pusieras fin a esto.

Pero Audran no estaba dispuesto a concluir ahí. Vio como la mujer y Maryam, soñolientas, encontraban una gran tienda llena de cómodos almohadones y sábanas de satén y fino lino. Se acostaron y se durmieron.

Por la mañana la mujer se levantó alarmada por estar aún en la feria eterna. Maryam consiguió un buen desayuno de salchichas, pan frito, tomates asados y té caliente. El entusiasmo de Maryam era ilimitado y condujo a la mujer a entretenimientos aún más inquietantes. Sin embargo, en la mujer crecía un temor malsano.

—Me has tenido aquí dos días, Marîd-imploró—. Por favor, mátame y déjame salir.

Audran no dio ninguna señal, ninguna respuesta.

Pasaron el tercer día examinando una cosa sorprendente tras otra: muchachas adolescentes que parecían tener rosas vivas en lugar de pechos, un candelero cuyas velas no alumbraban en presencia de un infiel, la representación de un combate entre un ciego y dos dragones enloquecidos, una familia que construía con hierro una maqueta a escala de la feria, proyecto que les había ocupado durante generaciones y que quizá nunca terminasen, una jaula de grillos a quienes habían enseñado a recitar el Shahada, el testamento de la fe islámica.

Pasó la tarde y volvió a caer la noche. Por toda la feria, los hombres colocaban antorchas encendidas en baluartes de hierro, sobre altos postes. Maryam seguía llevando a la mujer de tienda en tienda, pero la mujer ya no disfrutaba del espectáculo. Sentía la proximidad de la catástrofe. Sentía la urgente necesidad de escapar, pero sabía que jamás encontraría la salida del infinito territorio de la feria.

Y entonces sonó un grito de alarma.

—¿Qué es eso? —preguntó atónita.

La gente huía a su alrededor.

Yallah! —gritó Maryam, con el rostro lleno de horror—. ¡Corre! ¡Corre y salva tu vida!

—¿Qué es eso? —gritó la mujer —. ¡Dime qué es eso!

Maryam cayó al suelo, llorando y sollozando.

—¡En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso! —murmuraba una y otra vez.

La mujer no pudo obtener más información de ella.

La dejó allí y siguió al río de gente aterrorizada que corría entre las tiendas. Y entonces la mujer los vio: dos inmensos gigantes, de un tamaño utópico, cientos de metros de altura, aplastando el paisaje al aproximarse. Caminaron por las remotas montañas y el estruendo de sus impresionantes pisadas agitaba las aguas del lago. La tierra palpitaba a medida que se acercaban. La mujer se llevó una mano al pecho, luego retrocedió unos pasos, temblorosa.

Uno de los gigantes volvió la cabeza y la miró directamente. Era espantoso y horrible, con una gran cicatriz que le surcaba la cuenca vacía de un ojo y un puñado de colmillos podridos y rotos. Extendió el brazo y señaló hacia ella.

—No —dijo ella, con la voz enronquecida por el miedo—, ¡a mí no!

Quiso correr pero no podía moverse. El gigante se detuvo ante ella, feroz y amenazador. Se inclinó para cogerla en su enorme mano.

—¡María! —sollozó la mujer—. ¡Por favor!

No ocurrió nada. El puño del gigante la atenazó.

La mujer intentó desconectarse el moddy, pero sus brazos estaban paralizados.

El gigante desfigurado la levantó del suelo y se la acercó a su único ojo. Esbozó una horrible sonrisa y se echó a reír del terror de la mujer. Su apestoso aliento le producía náuseas. Luchó por levantar las manos y quitarse el moddy. Pero sus manos estaban rígidas. Lloraba y lloraba y, por fin, se desmayó.

Se me nublaron los ojos por un instante y pude oír a Chiri recuperando el aliento a mi lado. No creí que estuviera tan alterada. Después de todo sólo era un juego Transpex, no era la primera vez que lo hacía. Sabía lo que le esperaba.

—Eres un cabrón morboso, Marîd —dijo por fin.

—Oye, Chiri, sólo estaba…

Movió la mano ante mí.

—Lo sé, lo sé. Has ganado el juego y la apuesta. Aún estoy un poco aturdida, eso es todo. Te daré el dinero esta noche.

—Olvídate del dinero, Chiri, yo…

No debí decir eso.

—Hey, hijo de puta, cuando pierdo una apuesta, pago. Cogerás el dinero o te lo haré tragar. Pero, Dios, tienes una imaginación retorcida.

—Esa última parte —dijo Courane con aprobación—, cuando no podía levantar las manos para desenchufarse el moddy, fue realmente desalmada.

—Algo endiabladamente sádico, por tu parte —dijo Chiri, temblando aún—. Es la última vez que toco un Transpex contigo.

—Unos cuantos puntos adicionales, eso es todo, Chiri. No sabía cuál era mi puntuación. Podía haber necesitado dos puntos más.

—Has terminado con novecientos cuarenta y uno —dijo Shaknahyi. Me miraba con extrañeza, impresionado por mi puntuación y al mismo tiempo con repugnancia—. Tenemos que irnos.

Se levantó y echó el último trago de su bebida floja.

Yo también me levanté.

—¿Estás bien ya, Chiri? —dije, poniéndole la mano en el hombro.

—Estoy perfectamente. Aún tiemblo por el juego. Fue como una pesadilla —dijo mientras respiraba hondo—. Tengo que regresar al club para que Indihar pueda irse a casa.

—¿Te acercarnos? —dijo Shaknahyi.

—Gracias —dijo Chiri—, pero tengo mi propio vehículo.

—Entonces, nos vemos luego —le dije.

Kwa herí, bastardo.

Al menos se rió al decirlo. Pensé que quizás las cosas se habían arreglado entre nosotros. Me alegraba mucho de eso.

Una vez afuera, Shaknahyi sacudió la cabeza y sonrió.

—Ella tenía razón, sabes. Fue algo muy sádico. Como una tortura innecesaria. Eres un degenerado hijo de puta.

—Tal vez.

—Y tengo que circular por la ciudad contigo.

Ya estaba harto de hablar de eso.

—¿Es hora de fichar? —pregunté.

—Casi. Vayamos a la comisaría y luego ¿por qué no vienes a cenar a mi casa? ¿Tienes algún plan? ¿Crees que Friedlander Bey se las arreglará sin ti por una noche?

No soy una persona muy sociable y siempre me siento incómodo en las casas de los demás. Sin embargo, la idea de pasar una noche lejos de Papa y su circo de emociones me resultó extraordinariamente atractiva.

—Seguro —dije.

—Déjame llamar a mi esposa y preguntarle si le va bien esta noche.

—No sabía que estuvieras casado, Jirji.

Se limitó a levantar las cejas y dictar su código al teléfono. Mantuvo una breve conversación con su esposa y luego volvió a colgarse el teléfono en el cinturón.

—Dice que perfecto. Ahora se dedicará a limpiar y a cocinar. Se vuelve loca cuando llevo a alguien a casa.

—No tiene que molestarse por mí —le dije.

Shaknahyi sacudió la cabeza.

No es por ti, créeme. Procede de una familia anticuada y se pasa todo el tiempo demostrando que es la perfecta esposa musulmana.

Nos detuvimos en la comisaría, cedimos el coche patrulla a los muchachos del turno de noche y nos reportamos brevemente a Hajjar. Luego fichamos y bajamos la escalera hacia la calle.

—Normalmente voy a casa caminando a no ser que llueva —dijo Shaknahyi.

—¿A cuánto queda? —pregunté.

Era una tarde agradable pero no deseaba dar una larga caminata.

—A unos cinco kilómetros o cinco y medio.

—Olvídalo —dije—. Buscaré un taxi.

Siempre había siete u ocho taxis esperando pasajeros en el bulevar il-Jameel, cerca de la puerta este del Budayén. Busqué a mi amigo Bill, pero no lo vi. Tomamos otro taxi y Shaknahyi indicó la dirección al taxista.

Era una casa de apartamentos en una zona de la ciudad llamada Haffe al-Khala, el umbral del desierto. Shaknahyi y su familia vivían tan al sur como se extendía la ciudad, tan cerca del desierto que montañas de arena, que parecían pequeñas dunas, reptaban hasta las paredes de los edificios. En estas calles no había ni árboles ni flores. Estaban desiertas, silenciosas y muertas, era el lugar más triste que había visto en mi vida.

Shaknahyi debió de adivinar lo que estaba pensando.

—Es todo lo que puedo pagar —dijo amargamente—. Vamos, es mejor por dentro.

Lo seguí hasta el zaguán de la casa y luego escalera arriba hasta su piso de la tercera planta. Abrió la puerta de la entrada y de inmediato fue atajado por dos niños pequeños. Se colgaron de sus piernas mientras entraba en el recibidor. Shaknahyi se inclinó riendo y puso las manos en las cabezas de los niños.

—Mis hijos —dijo con orgullo—. Éste es el pequeño Jirji, tiene ocho años, y Hakim de cuatro. Zahra tiene seis. Seguramente está ayudando a su madre en la cocina.

Bueno, no tengo demasiada paciencia con los niños. Supongo que a los demás les gustan, pero yo nunca he comprendido para qué son. Sin embargo, cuando se tercia puedo ser educado con ellos.

—Tienes unos hijos muy guapos —dije—. Te hacen honor.

—Es la voluntad de Alá —dijo Shaknahyi, encendido de orgullo como una maldita linterna.

Dijo al pequeño Jirji y a Hakim que fueran a jugar y, para mi desilusión, me dejó a solas con ellos mientras iba a comprobar los progresos de la cena. A los niños no les deseo ningún mal, pero mi filosofía sobre la crianza de los niños es algo excesiva. Creo que se debe conservar al niño unos pocos días después de su nacimiento —hasta que la sensación de novedad se extingue— y entonces meterlo en una gran caja de cartón con los mejores libros de las civilizaciones oriental y occidental. Luego enterrar la caja y abrirla cuando el niño tenga dieciocho años.

Miré con aprensión primero al pequeño Jirji y luego a Hakim, que me controlaban mientras me sentaba en el sofá. Hakim se me acercó con un muñeco de juguete de color encarnado intenso y otro en su boca.

—¿Y ahora qué hago? —murmuré.

—¿Muchachos, cómo lo estáis pasando ahí fuera? —dijo Shaknahyi.

Estaba salvado. Shaknahyi regresó al salón y se sentó a mi lado en un viejo y ruinoso sillón.

—Fantástico —dije.

Elevé una pequeña oración a Alá. Parecía que iba a ser una noche muy larga.

Una niña muy guapa, con una cara muy seria, entró en la habitación, llevando una bandeja de porcelana con hummus y pan. Shaknahyi le cogió la bandeja y la besó en ambas mejillas.

—Ésta es Zahra, mi pequeña princesa —dijo—. Zahra, éste es el tío Marîd.

¡Tío Marîd! Nunca había oído algo tan grotesco.

Zahra me miró, se sonrojó violentamente y corrió a la cocina mientras su padre reía. Siempre he causado ese efecto en las mujeres.

Shaknahyi señaló la bandeja de hummus.

Por favor —dijo—, sírvete tú mismo.

—Que crezca tu prosperidad, Jirji.

—Que Dios prolongue tu vida. Voy a buscar un poco de té —dijo, levantándose y entrando en la cocina.

Deseaba que cesara de preocuparse. Me ponía nervioso y además me dejaba en inferioridad numérica con los niños. Corté un trozo de pan y lo mojé en el hummus, sin perder de vista al pequeño Jirji y a Hakim. Parecían jugar entre ellos sin, en apariencia, prestarme atención, pero no iban a concederme una tregua tan fácilmente.

Shaknahyi regresó al cabo de unos minutos.

—Creo que conoces a mi esposa.

Alcé la vista. Allí estaba Indihar. Esbozando una sonrisa, aunque parecía absolutamente enojada.

Me levanté azorado.

—Indihar, ¿cómo estás? —dije, sintiéndome un idiota—. No sabía que estuvieras casada.

—Se supone que nadie lo sabe —dijo ella, mirando a su marido y luego mirándome a mí.

—Está bien, cariño —dijo Shaknahyi—. Marîd no se lo dirá a nadie, ¿verdad?

—Marîd es un… —empezó Indihar, pero entonces se acordó de que yo era un huésped en su hogar. Humilló los ojos con pudor—. Tu visita es un honor para nuestra familia, Marîd.

Yo no sabía qué decir. Vaya sorpresa: Indihar, durante el día hermosa bailarina del Budayén, púdica esposa musulmana por la noche.

—Por favor —dije, un poco incómodo—, no os molestéis por mí.

Indihar me miró fijamente antes de echar a Zahra de la habitación. No pude leer lo que estaba pensando.

—Toma un poco de té —dijo Shaknahyi—. Y un poco más de hummus.

Por fin Hakim encontró el valor para acercarse. Se cogió de mi pierna y me tiró del pantalón.

Iba a ser peor de lo que me temía.

9

Tenía ante mí la pequeña libreta marrón de Shaknahyi, la que llevaba en el bolsillo. La primera vez que la vi fue cuando investigamos el asesinato de Blanca. Ahora contemplaba sus tapas de vinilo, manchadas con huellas de sangre, y meditaba sobre las entradas codificadas de Shaknahyi. Se suponía que debía descubrir su significado.

Esto ocurría una semana después de mi visita a la casa de Jirji e Indihar. El día había comenzado con mal pie y no mejoró. Levanté la vista para ver a Kmuzu junto a mi cama sosteniendo una bandeja de zumo de naranja, tostadas y café. Supuse que había esperado a mi daddy despertador para aparecer. Tenía tan mal aspecto que casi sentí lástima por el pobre mamón.

—Buenos días, yaa Sidi —dijo bajito.

Yo también me encontraba fatal.

—¿Dónde está mi ropa?

Kmuzu se encogió de hombros.

—No lo sé, yaa Sidi. No recuerdo lo que hiciste con ella anoche.

Yo tampoco me acordaba de nada. Sólo una molesta oscuridad desde que anoche crucé la puerta principal, ya tarde, hasta hace un momento. Salté de la cama desnudo, con la cabeza martilleándome y el estómago amenazando con una inmediata revolución.

—Ayúdame a encontrar los téjanos —dije—. Mi caja de píldoras está en los téjanos.

—Por esto es que el Señor prohibe beber —dijo Kmuzu.

Le eché una mirada, tenía los ojos cerrados y aún sostenía la bandeja, que oscilaba peligrosamente. En pocos segundos el café y el zumo de naranja se verterían sobre mi cama. Pero en aquel momento para mí no tenía ninguna importancia.

Mi ropa no estaba debajo de la cama, que era el lugar lógico donde buscar. No estaba en el armario, ni en el ropero, ni en el baño. Miré sobre la mesa de la zona del comedor y en mi pequeña cocina. Sin suerte. Por fin encontré los zapatos y la camisa hecha una pelota en la estantería, encajada entre unas novelas de Lutfy Gad, un escritor detective palestino de mediados del siglo xx. Mis téjanos estaban primorosamente doblados y escondidos en mi escritorio entre varios pliegues de papel de impresora.

Ni siquiera me puse los pantalones. Cogí la caja de píldoras y volví a entrar en el dormitorio. Mi plan era tragarme varios opiáceos, tal vez una docena de soneínas, con el zumo de naranja.

Demasiado tarde. Kmuzu contemplaba horrorizado el pegajoso charco de mis sábanas apestosas a sudor. Se quedó mirándome.

—Limpiaré eso ahora mismo —dijo, reprimiendo una náusea.

Su expresión decía que esperaba perder su cómodo empleo en la Casa Grande y ser enviado a los polvorientos campos con los otros brutos no cualificados.

—No te preocupes por eso ahora, Kmuzu. Acércame esa taza de…

Oí el chasquido de la taza de café y el platillo deslizándose hacia el sur y cayéndose por el borde de la bandeja. Miré las sábanas hechas un asco. Al menos ya no se distinguía la mancha del jugo de naranja derramado.

Yaa Sidi…

Quiero un vaso de agua, Kmuzu, inmediatamente.

Había sido una noche infernal. Tuve la brillante idea de ir al Budayén después de trabajar.

—Hace mucho tiempo que no salgo de noche —le dije a Kmuzu cuando vino a buscarme a la comisaría.

—Al amo de la casa le complace que te concentres en tu trabajo.

—Sí, tienes razón, pero eso no significa que no pueda ver a mis amigos de vez en cuando.

Le di la dirección del club griego de Jo-Mama.

—Si lo haces, volverás a casa tarde, yaa Sidi.

Ya sé que será tarde. ¿Prefieres que salga a tomar unas copas por la mañana?

—Por la mañana debes estar en la comisaría.

—Falta mucho para entonces —puntualicé.

—El amo de la casa…

—¡Gira a la derecha, Kmuzu, vamos!

No iba a tolerar ni una queja más. Le guié hacia el norte por las intrincadas calles de la ciudad. Dejamos el coche en el bulevar y cruzamos la puerta del Budayén.

El club de Jo-Mama estaba en la calle Tres, descansando contra la alta muralla norte del barrio. Rocky, la camarera auxiliar, frunció el ceño cuando acerqué un taburete a la barra. Era bajita y corpulenta, con un hirsuto cabello negro, y no se alegró de verme.

—¿Quieres ver mi licencia de encargada, policía? —dijo en tono mordaz.

—Déjame en paz, Rocky. Sólo quiero ginebra y bingara. —Me volví hacia Kmuzu, que estaba de pie a mi espalda—. Siéntate.

—¿Y éste quién es? —dijo Rocky—, ¿tu esclavo o algo así?

Asentí.

—Sírvele lo mismo.

Kmuzu levantó una mano.

—Simplemente un soda club, por favor —dijo.

Rocky me miró y yo le hice un discreto gesto con la cabeza.

Jo-Mama salió de su despacho y me sonrió.

—Marîd, ¿cómo estás? Ya no se te ve el pelo.

—He estado muy ocupado.

Rocky dejó una bebida ante mí y otra idéntica ante Kmuzu.

Jo-Mama le dio una palmada en el hombro a Kmuzu.

—Sabes, tu jefe tiene cojones —dijo con admiración.

—Algo he oído —respondió Kmuzu.

—Sí. Todos hemos oído algo —dijo Rocky, torciendo un poco la boca.

Kmuzu dio un sorbo a su ginebra con bingara e hizo un aspaviento.

—Este soda club sabe raro.

—Es el zumo de lima —dije sin pensar.

—Sí, te he puesto un poco de lima —dijo Rocky.

—Oh —dijo Kmuzu, dando otro sorbo.

Jo-Mama se rió. Era la mujer más grande que he visto en mi vida, grande, corpulenta y siempre cordial. Tenía una voz fuerte y ronca y una memoria prodigiosa para acordarse de quién le debe dinero y quién le ha hecho alguna mala pasada. Cuando se ríe, ves la cerveza espumear en los vasos por todo el bar, y cuando se enfada, no te da tiempo a ver nada.

—Tus amigos están en la mesa del fondo —me dijo.

—¿Quién?

—Mahmoud, Medio Hajj y ese cristiano altanero.

—Mis antiguos amigos.

Jo-Mama se encogió de hombros. Yo cogí mi bebida y me interné en la oscura caverna del club. Kmuzu me siguió.

Mahmoud, Jacques, Saied y ese adolescente americano, Abdul-Hassan, amante de Saied, estaban sentados a una mesa cerca del escenario. Al principio no me vieron porque estaban calibrando a la bailarina, a quien yo no conocía, pero era una mujer auténtica. Acerqué un par de sillas a su mesa y Kmuzu y yo nos sentamos.

—¿Cómo estás, Marîd? —dijo Medio Hajj.

—Mirad quién está aquí —dijo Mahmoud—. ¿Has venido a inspeccionar los permisos?

—Es un chiste malo que ya me ha contado Rocky.

Mahmoud ni se inmutó. Aunque como mujer había sido lo bastante ágil y hermosa como para bailar aquí en el club de Jo-Mama, después del cambio de sexo había ganado unos cuantos kilos y unos cuantos músculos. No tenía ganas de luchar con él para ver cuál de los dos era más duro.

—¿Por qué estamos mirando a esta titi? —preguntó Saied.

Abdul-Hassan contemplaba con rencor a la chica del escenario. Medio Hajj era un buen maestro.

—No es tan mala —dijo Jacques, haciéndonos partícipes de su punto de vista de heterosexual militante—. Es muy bonita, ¿no creéis?

Saied dio una patada en el suelo.

—Los travestis de la Calle lo son más.

—Los travestis de la Calle son productos —dijo Jacques—. Esta chica es natural.

—La toxina de los moluscos es natural, si es eso lo que te preocupa —dijo Mahmoud—. Prefiero mirar a alguien que ha perdido algo de tiempo y esfuerzo en mejorar su aspecto.

—Alguien que ha gastado una fortuna en moddies corporales, querrás decir —dijo Jacques.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

Hicieron caso omiso de mi pregunta.

—¿Has oído lo de la muerte de Blanca? —le dijo Jacques a Mahmoud.

—Es probable que la mataran a palos en una batida policial —respondió Mahmoud, mirándome.

No iba a soportar nada más. Dejé mi silla.

—Acaba tu… soda club —le dije a Kmuzu.

Saied se levantó y se me acercó.

—Vamos, Marîd —susurró—, no les hagas caso. Intentan provocar tu cólera.

—Pues lo han logrado.

—Se cansarán pronto. Todo volverá a ser como antes.

Engullí el resto de mi bebida.

—Seguro —dije, sorprendido por la ingenuidad de Saied.

Abdul-Hassan me dirigió una mirada seductora, batiendo sus largas pestañas. Me pregunté de qué sexo sería cuando fuera mayor.

Jo-Mama había vuelto a desaparecer en el despacho y Rocky no se molestó en decirme adiós. Kmuzu me siguió fuera del bar.

—Bien —le dije—, ¿te diviertes?

Me ofreció una mirada vacua. No parecía divertirse demasiado.

—Pasaremos por el local de Chiri —le dije—. Allí si alguien me mira mal lo puedo echar. Es mi club.

Me gustaba como sonaba.

Guié a Kmuzu hacia el sur y luego giramos Calle arriba. Conducía con una mirada solemne de desaprobación en el rostro. No era el perfecto compañero para ir de copas, pero era leal. Sabía que no me abandonaría si encontraba alguna chica ardiente en cualquier parte.

—¿Por qué no te relajas? —le pregunté.

—Mi trabajo no consiste en relajarme —dijo.

—Eres un esclavo. Tu trabajo consiste en lo que yo te diga. Aminora un poco.

Al entrar en el club me brindaron una agradable bienvenida.

—Aquí llega, señoras —gritó Chiri—, el jefe.

Esta vez no parecía amargada cuando me llamó eso. Había tres transexuales y dos travestís trabajando con ella. Las chicas de verdad estaban todas en el turno de día con Indihar.

Es bueno sentirse como en casa en algún sitio.

—¿Qué tal, Chiri? —le pregunté.

Parecía disgustada.

—Una noche floja, no se ha hecho dinero.

—Siempre dices lo mismo.

Entré y busqué mi asiento de siempre en el extremo más alejado de la barra, donde ésta se curva hacia el escenario. Allí sentado divisaba toda la barra y podía ver quién entraba en el club. Kmuzu se sentó a mi lado.

Chiri me lanzó un posavasos de corcho. Yo di unos golpecitos en la barra delante de Kmuzu y Chiri asintió.

—¿Quién es este guapo demonio? —me preguntó.

—Se llama Kmuzu, es poco comunicativo.

Chiri sonrió.

—Yo puedo remediarlo. ¿De dónde eres, cielo?

Se dirigió a Chiri en algún idioma africano del que no comprendí ni una palabra, al igual que ella.

—Soy el esclavo de Sidi Marîd —dijo.

Chiri alucinó. Se quedó casi sin habla.

—¿Esclavo? Perdóname por decirlo, cariño, pero ser esclavo no es algo de lo que enorgullecerse. No puedes decirlo como si fuera una hazaña,¿sabes?

Kmuzu sacudió la cabeza.

—Es una larga historia.

—Ya me imagino —dijo Chiri, mirándome como si esperara una explicación.

—Si es una historia, nadie me la ha contado —dije.

—Te lo dio Papa, ¿no? Como te dio el club. —Yo asentí. Chiri puso ginebra y bingara sobre mi posavasos y lo mismo ante Kmuzu—. Si estuviera en tu lugar, a partir de ahora me cuidaría mucho de lo que desenvolviera bajo el árbol de navidad.

Yasmin me miró durante media hora antes de acercarse a decir «hola» y sólo porque los otros dos transexuales me estaban besando y restregándose contra mí, intentando quedar bien con el dueño. También funcionaba.

—Has llegado lejos, Marîd —dijo Yasmin.

Me encogí de hombros.

—Me siento como si aún fuera el sencillo norafde, siempre.

—Sabes que no es cierto.

—Bueno, todo te lo debo a ti. Fuiste tú quien me incitó a operarme el cráneo y hacer lo que Papa deseaba.

Yasmin cambió de tema.

—Sí, supongo que sí. —Se volvió hacia mí—. Oye, Marîd, lo siento si…

Le cogí la mano.

—No digas que lo sientes, Yasmin. Hace mucho de eso.

Parecía agradecida.

—Gracias, Marîd.

Se inclinó y me besó en la mejilla. Luego se apresuró hacia la barra a la que se habían sentado dos marinos mercantes de tez oscura.

El resto de la noche transcurrió rápido. Torné una copa detrás de otra y me aseguré de que Kmuzu hiciera lo mismo. Seguía creyendo que bebía soda club con un extraño zumo de lima.

En algún momento empecé a estar borracho y Kmuzu casi desvalido. Recuerdo a Chiri cerrando el bar a las tres de la madrugada. Contó la caja registradora y me ofreció el dinero. Le di la mitad de los billetes, como correspondía a nuestro acuerdo, luego pagué los salarios de Yasmin y de las otras cuatro. Todavía me quedó un grueso fajo de billetes.

Me gané un ardiente beso de buenas noches de un transexual llamado Lily y un pedazo de papel con el teléfono de alguien llamado Rani. Creo que Rani también le dio el papel a Kmuzu, para cubrir sus apuestas.

Ahí es cuando sobrevino el apagón. No sé cómo logramos volver a casa, pero no trajimos el coche con nosotros. Lo siguiente que recuerdo es despertarme en la cama y a Kmuzu a punto de derramar zumo de naranja y café caliente sobre mí.

—¿Dónde está el agua? —dije, vagando por la habitación, con los sunnies en una mano y los zapatos en la otra.

—Aquí, yaa Sidi.

Le quité el vaso y me tragué las tabletas.

—Te dejo un par para ti —le dije.

Parecía consternado.

—No puedo.

—No es recreativa. Es medicinal.

Kmuzu superó su aversión a las drogas lo suficiente como para tomar una soneína.

Yo distaba mucho de estar sobrio y los sunnies no me iban a resultar de mucha ayuda. Ya no me dolía, pero sólo estaba vagamente consciente. Me vestí rápido sin reparar en lo que me ponía. Kmuzu se ofreció a hacerme el desayuno, pero la mera idea me revolvía el estómago. Por una vez Kmuzu no insistió en que comiera. Creo que se alegraba de no tener que cocinar.

Bajamos la escalera a duras penas. Llamé un taxi para que me llevara al trabajo y Kmuzu me acompañó a fin de recuperar el sedán. En el taxi, recliné la cabeza contra el asiento, cerré los ojos y oí ruidos peculiares en mi cabeza. Mis oídos repicaban como la sala de máquinas de un antiguo remolcador.

—Que tengas un buen día —dijo Kmuzu, cuando llegamos a la comisaría.

—Que viva hasta la hora de comer, quieres decir.

Salí del taxi y me abrí paso entre mi grupo de jóvenes partidarios, arrojándoles un poco de dinero.

El sargento Catavina me miró con displicencia entrar en mi cubículo.

—No tienes buen aspecto.

—No me encuentro bien.

Catavina chasqueó la lengua.

—Te he contado lo que hago cuando estoy un poco resacoso.

—No apareces por el trabajo —le dije, desplomándome en la silla de plástico; no tenía ganas de charlar con él.

—Eso siempre funciona —dijo, saliendo de mi cubículo.

Yo no le gustaba, y a mí parecía no importarme.

Shaknahyi llegó quince minutos tarde. Yo seguía contemplando mi ordenador, incapaz de escarbar en la montaña de papeles que esperaban en mi escritorio.

—¿Qué tal? —dijo. No esperó mi respuesta—. Hajjar quiere vernos ahora mismo.

—No estoy presentable —dije abatido.

—Ya se lo he dicho. Vamos, mueve el culo.

Le seguí, renuente, por el pasillo hasta la pequeña oficina de Hajjar entre paredes de cristal. Aguardamos de pie ante su escritorio mientras él jugueteaba con una pequeña montaña de clips. Tras unos segundos levantó la vista y nos dirigió una mirada escrutadora. Era un acto meditado. Tenía algo difícil que decirnos y quería que supiéramos que le-dolía-más-a-él-que-a-nosotros.

—No me gusta tener que hacer esto —dijo, y parecía realmente apenado.

—Entonces olvídalo, teniente —le dije—. Vamos, Jirji, dejémoslo solo.

—Cállate, Audran —dijo Hajjar—. Reda Abu Adil ha presentado una queja oficial. Creo que os dije que le dejarais en paz.

No habíamos vuelto a ver a Abu Adil, pero hablamos con todos sus macarras a sueldo que pudimos arrinconar.

—Muy bien —dijo Shaknahyi—, lo suspenderemos.

—La investigación ha terminado. Hemos reunido toda la información que necesitábamos.

—Vale —dijo Shaknahyi.

—¿Comprendéis? A partir de ahora dejad tranquilo a Abu Adil. No tenemos nada contra él. No está bajo ningún tipo de sospecha.

—Correcto —dijo Shaknahyi.

Hajjar me miró.

—Perfecto —dije.

Hajjar asintió.

—Muy bien. Ahora, hay algo que quiero que comprobéis.

Le ofreció a Shaknahyi una hoja de papel azul claro.

Shaknahyi la observó.

—Esta dirección está por aquí cerca.

—Aja —respondió Hajjar—. Hemos recibido ciertas quejas del vecindario. Parece otro traficante de bebés, pero ese tipo tiene un horrible método. Si encontráis a On Cheung, detenedlo y traedlo a la comisaría. No os molestéis por las pruebas, ya las fabricaremos más tarde. Si no está allí, mirad a ver qué encontráis y traedlo.

—¿De qué le acusamos? —pregunté.

Hajjar se encogió de hombros.

—No es necesario acusarle de nada. Ya oirá bastantes cargos en el juicio.

Miré a Shaknahyi, que se encogió de hombros. Así era como antaño solía actuar el departamento de policía. El teniente Hajjar debía de sentir nostalgia de los viejos tiempos.

Salimos de la oficina de Hajjar y nos dirigimos al ascensor. Shaknahyi se metió el papel azul en el bolsillo de la camisa.

—No tardaremos mucho —dijo—. Luego iremos a comer algo.

La mera idea de la comida me produjo náuseas. Me di cuenta de que todavía estaba medio borracho. Pedí a Alá que mi estado no acarreara complicaciones en la calle.

Circulamos seis manzanas hacia una zona de desmedrados edificios de ladrillo rojo. Los niños jugaban en la calle, chutando un balón de fútbol de aquí para allá y lanzando fuertes gritos.

Yaa Sidi! Yaa Sidi! —gritaron cuando divisaron el coche policía.

Observé que algunos de ellos eran los niños a quienes daba dinero cada mañana.

—Te estás convirtiendo en una celebridad en este barrio —dijo Shaknahyi divertido.

Grupos de hombres se sentaban frente a los edificios en viejas sillas de cocina, bebiendo té, conversando y mirando pasar el tráfico. Dejaron de hablar en cuanto aparecimos. Nos miraron caminar con los ojos entornados, llenos de odio. Al pasar alcancé a oír sus comentarios sobre nosotros.

Shaknahyi consultó la hoja azul y comprobó la dirección de uno de los edificios.

—Éste es —dijo.

Se trataba de una turbia tienda, cuyo escaparate estaba tapado por trozos de cajas de cartón pegados por dentro.

—Parece abandonado —dije.

Shaknahyi asintió y nos acercamos a algunos de los hombres que nos vigilaban de cerca.

—¿Alguien sabe algo sobre un tal On Cheung? —preguntó.

Los hombres se miraron entre sí, pero ninguno de ellos dijo nada.

—Un bastardo que compra niños. ¿Lo habéis visto?

No creí que ninguno de esos hombres desaliñados y muertos de hambre nos tendiera una mano, pero al fin uno de ellos se levantó.

—Yo os lo explicaré —dijo.

Los demás se burlaron de él y escupieron a sus pies mientras nos seguía a Shaknahyi y a mí hasta la acera.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Shaknahyi.

—Ese tal On Cheung apareció hace unos meses —dijo el hombre. Miraba por encima del hombro con nerviosismo—. Cada día acudían mujeres a su tienda. Al entrar llevaban niños. Poco después salían, pero no con los niños.

—¿Qué hacía con los niños? —pregunté.

—Les rompía las piernas —dijo el hombre—. Les cortaba las manos o les arrancaba la lengua para que la gente se compadeciera de ellos y le diesen dinero. Luego los vendía a los propietarios de esclavos, quienes los lanzaban a la calle a mendigar. A veces vendía a las niñas más mayores a los chulos.

—On Cheung morirá al atardecer si Friedlander Bey se entera de esto —dije.

Shaknahyi me miró como si me hubiera vuelto loco. Se dirigió a nuestro informador.

—¿Cuánto pagaba por un niño?

—No lo sé. Quizá quinientos kiams. Los niños valen más que las niñas. A veces acudían a él mujeres embarazadas de otros barrios de la ciudad. Se quedaban una semana, un mes. Luego se iban a casa y decían a su familia que el niño había muerto —dijo encogiéndose de hombros.

Shaknahyi fue a la tienda y trató de abrir la puerta. Se movió, pero no se abrió. Sacó su pistola de agujas y disparó al panel de cristal por encima de la cerradura, luego alargó el brazo y abrió la puerta. Nos internamos en la tienda oscura y maloliente.

Había basura por todas partes, botellas rotas y envases de poliestireno, papeles de periódico rasgados y material de embalar. Un fuerte olor a desinfectante con aroma de pino flotaba en el aire. Tan sólo una vieja mesa contra la pared, una bombilla colgando del techo y en un rincón un asqueroso lavabo de porcelana con un grifo que goteaba. No había más muebles. Era evidente que a On Cheung le habían advertido del interés de la policía por su negocio. Caminamos por la habitación, aplastando cristales y plásticos. Allí ya no podíamos hacer nada más.

—Cuando eres policía —dijo Shaknahyi—, pasas por un montón de frustraciones.

Salimos al exterior. Los hombres en las sillas de cocina estaban vociferando a nuestro informador. Ninguno de ellos sentía ninguna estima por On Cheung, pero su amigo había quebrantado cierto código no escrito al hablar con nosotros. Le costaría caro.

Los dejamos en ello. El asunto me asqueó y me alegré de no ver ninguna prueba de las ocupaciones de On Cheung.

—¿Y ahora qué pasa? —pregunté.

—¿Sobre On Cheung? Redactaremos un informe. Quizá se haya trasladado a otra parte, quizá haya salido de la ciudad. Quizá algún día alguien le atrape y le corte los brazos y las piernas. Entonces podrá sentarse en un rincón de la calle y mendigar, me gustaría verlo.

Una mujer con un largo abrigo negro y un pañuelo gris cruzó la calle. Llevaba un niño pequeño envuelto en una keffiya a cuadros rojos y blancos.

Yaa Sidil —me dijo.

Shaknahyi levantó las cejas y echó a andar.

—¿Puedo ayudarte, hermana? —le dije.

Era bastante raro que una mujer abordase a un hombre extraño en la calle. Claro que para ella yo era sólo un policía.

—Los niños me han dicho que eres un hombre bueno —dijo—. El propietario nos pide más dinero porque ahora he tenido otro niño. Dice…

Suspiré.

—¿Cuánto necesitas?

—Doscientos cincuenta kiams, yaa Sidi.

Le di quinientos. Los saqué de los beneficios del club de la noche anterior. Aún me quedaba mucho.

—Lo que decían es cierto, ¡oh elegido! —me dijo, con lágrimas en los ojos.

—Haces que me sienta incómodo —dije—. Paga el alquiler al propietario y compra comida para ti y para tus hijos.

—Que Alá aumente tu fuerza, yaa Sidi.

Que él te bendiga, hermana.

Atravesó la calle corriendo y se metió en su casa.

—Te hace sentir bien, ¿no? —dijo Shaknahyi.

No sabría decir si se estaba burlando de mí.

—Me alegra poder ayudar un poco.

—El Robín Hood de los suburbios.

—Se me pueden llamar cosas peores.

—Si Indihar viera esta faceta tuya, tal vez no te odiase tanto.

Me quedé mirándole, pero él se limitó a reírse.

De nuevo en el coche patrulla, el ordenador de a bordo dijo:

—Coche número tres siete cuatro, responda inmediatamente. Se ha identificado al asesino Paul Jawarski en el restaurante Meloul de la calle Nür ad-Din. Está desesperado, bien armado, y disparará a matar. Otras unidades van en camino.

—Nosotros nos ocuparemos de él —dijo Shaknahyi.

La voz del ordenador se extinguió.

—El restaurante de Meloul es donde comimos en aquella ocasión, ¿no? —dije.

Shaknahyi asintió.

—Intentaremos reducir a ese bastardo de Jawarski antes de que agujeree la olla de cuscús de Meloul.

—¿La agujeree?

Shaknahyi se volvió hacia mí y me dedicó una amplia sonrisa.

—Le gustan las pistolas antiguas. Lleva una cuarenta y cinco automática. Te hace un socavón tan grande que cabe una pierna de cordero.

—¿Qué sabes de ese Jawarski?

Shaknahyi viró por la calle Nür ad-Din.

—Los patrulleros como nosotros llevamos una semana viendo su foto. Dice que ha matado a veintiséis hombres. Es el jefe de la banda de los cabezas planas. Ofrecen diez mil kiams de recompensa por él.

Se suponía que yo sabía de qué estaba hablando.

—No parece interesarte demasiado —dije.

Shaknahyi gesticuló con la mano.

—No sé si el aviso es verdadero o es otra falsa alarma. En este barrio hemos recibido tantas llamadas falsas como auténticas.

Llegamos los primeros al local de Meloul. Shaknahyi abrió la portezuela y salió, yo hice lo mismo.

—¿Qué quieres que haga? —le pregunté.

—Limítate a quitar a los viandantes del medio —dijo—. En todo caso hay algo…

Una salva de disparos partió del interior del restaurante. Aquellas armas de fuego metían mucho ruido. Sin duda atraían la atención, no como el chisporroteo y el siseo de las pistolas estáticas. Me lancé al suelo e intenté sacar la pistola estática del bolsillo. Sonaron más disparos y oí el estallido de cristales cerca. El parabrisas, pensé.

Shaknahyi se había tirado al suelo junto al edificio, fuera de la línea de fuego. Empuñaba su arma.

—Jirji —le llamé.

Me hizo una seña para que cubriera la parte trasera del restaurante. Me levanté y corrí unos metros, entonces oí a Jawarski huir por la puerta principal. Me volví y vi a Shaknahyi salir tras él disparando su pistola de agujas por la calle Nür ad-Din. Shaknahyi abrió fuego cuatro veces y Jawarski se dio la vuelta. Yo los miraba fijamente e imaginaba el tamaño y la negrura del cañón de la pistola de Jawarski. Parecía como si me apuntase directo al corazón. Disparó unas cuantas veces y se me heló la sangre, hasta que me percaté de que no me había dado.

Jawarski corrió hacia un patio a unas pocas puertas más allá de Meloul, y Shaknahyi le persiguió. El fugitivo debió de caer en la cuenta de que no podía cortar por la siguiente calle, porque retrocedió hacia Shaknahyi. Llegué en el preciso instante en que los dos hombres se encontraban frente a frente, disparándose. A Jawarski se le descargó el arma y huyó hacia la parte trasera de una casa de dos plantas.

Lo seguimos por el patio. Shaknahyi subió un peldaño de la escalera, abrió una puerta y se metió en la casa. Yo no quería hacerlo, pero tenía que seguirle. En cuanto abrí la puerta trasera, vi a Shaknahyi apoyado contra la pared, recargando su pistola de agujas. No parecía consciente de la gran mancha oscura que se extendía por su pecho.

—Jirji, estás herido —dije, con la boca seca y el corazón como un martillo.

—Sí. —Respiró hondo—. Vamos.

Caminó despacio por la casa hacia la puerta principal. Salió a la calle y paró un pequeño coche eléctrico de un civil.

—Demasiado lejos para ir a buscar el coche patrulla —me dijo, jadeante. Miró al conductor—. Estoy herido —dijo, metiéndose en el coche.

Me senté a su lado.

—Llévenos al hospital —ordené al acobardado hombrecito que estaba tras el volante.

Shaknahyi renegó.

—Olvídelo. Sígale —dijo señalando a Jawarski, que corría por el espacio que separaba la casa en que se había escondido de la siguiente.

Jawarski nos vio y disparó mientras corría. La bala entró por la ventana del coche, pero el calvo conductor no se detuvo. Veíamos a Jawarski escabullirse de una casa a otra. Entre las casas, se volvió y nos disparó de nuevo. Cinco balas más se incrustaron en el coche.

Por fin Jawarski llegó a la última casa de la manzana y subió por el porche. Shaknahyi apuntó con su pistola de agujas y disparó. Jawarski se tambaleó.

—Vamos —dijo Shaknahyi respirando con dificultad—. Me parece que ya le tenemos. —Abrió la puerta del coche y cayó sobre el pavimento. Yo bajé de un salto y le ayudé a incorporarse—. ¿Dónde están? —dijo.

Miré por encima del hombro. Un puñado de policías uniformados subían la escalera hacia el escondite de Jawarski y tres coches patrulla más se acercaban por la calle a toda velocidad.

—Están aquí, Jirji —dije.

Su piel empezaba a adquirir un horrible color gris.

Se apoyó contra el acribillado coche y respiró con dificultad.

—Duele como un demonio —dijo serenamente.

—Tranquilo, Jirji. Te llevaremos al hospital.

—No fue un accidente, la llamada sobre On Cheung, luego el aviso de Jawarski.

—¿De qué estás hablando? —le pregunté.

El dolor le mortificaba, pero no entraba en el coche.

—El archivo Fénix —dijo. Me miró intensamente a los ojos, como si intentara inculcar esa información directamente a mi cerebro—. Hajjar cometió un error con el archivo Fénix. Desde entonces he estado tomando notas. No les gustaba. Pon atención en quién se queda mis pertenencias, Audran. Pero juega con astucia o también se llevarán tus huesos.

—¿Qué demonios es el archivo Fénix, Jirji?

La ansiedad me embargaba.

—Toma —dijo, ofreciéndome la libreta de tapas de vinilo de su bolsillo.

Cerró los ojos y se desplomó sobre el capó del coche. Miré al conductor.

—¿Quiere llevarnos al hospital?

El renacuajo calvo me miró. Luego miró a Jirji.

—¿Cree que podré limpiar toda esa sangre de mi tapicería? —preguntó.

Cogí al cabrón de las solapas y lo arrojé fuera de su propio coche. Metí con mucho cuidado a Shaknahyi en el asiento del copiloto y me dirigí hasta el hospital más rápido de lo que he conducido en mi vida.

No sirvió de nada. Era demasiado tarde.

10

En mi mente se repetía uno de los Rubáiyyat de Khayyam. Algo sobre la enmienda:

Una y otra vez prometí enmendarme,
¿estaría sobrio al hacer la promesa?
Una y otra vez fracasé, llevado de mi necedad juvenil;
mi frágil enmienda quedó en vaniloquio.

—Chiri, por favor —dije, levantando el vaso vacío.

El club estaba casi desierto. Era tarde y estaba muy cansado. Cerré los ojos y escuché la música, la misma música hispana, machacona y estridente, que Kandy ponía cada vez que subía a bailar. Empezaba a hartarme de oír las mismas canciones una y otra vez.

—¿Por qué no te vas a casa? —me preguntó Chiri—. Puedo llevar este local yo sola. ¿Cuál es el problema, no te fías de que haga bien las cuentas?

Abrí los ojos. Me puso un gimlet de vodka. Sentía una melancolía insondable, de esas que no alivia ningún licor. Puedes beber toda la noche y nunca te emborrachas. Acabas con el estómago destrozado y un agudo dolor de cabeza, pero el consuelo que esperabas nunca llega.

—Está bien —dije—, me quedo. Tú sigue con lo tuyo y cállate. Nadie recibirá su parte hasta dentro de una hora al menos.

—Lo que tú digas, jefe —dijo Chiri, dirigiéndome una mirada de preocupación.

No le había contado lo de Shaknahyi. No había hablado a nadie de él.

—Chiri, ¿conoces a alguien en quien pueda confiar para hacer un trabajito sucio?

No parecía muy impresionada. Ésa era una de las razones por las que me gustaba tanto.

—¿Con tus relaciones no puedes encontrar a nadie? ¿No tienes bastantes matones trabajando para ti en casa de Papa?

Negué con la cabeza.

—Alguien que sepa lo que hace, alguien con el que pueda contar y no llame la atención.

Chiri sonrió.

—Alguien como eras tú antes de que tu número saliese premiado. ¿Qué te parece Morgan? Es de confianza y seguro que no te traiciona.

—No sé.

Morgan era un enorme tipo rubio, un americano de la Nueva Inglaterra Federada. No nos movemos en los mismos círculos, pero si Chiri me lo recomendaba, seguro que era de fiar.

—¿Qué necesitas que haga?

Me froté la mejilla. Reflejada en el espejo de atrás, mi barba roja empezaba a volverse gris.

—Quiero que liquide a alguien por mí. A otro americano.

—Mira, Morgan es un buen tipo.

—Aja —dije con amargura—. Si se matan entre sí nadie los echará de menos. ¿Puedes llamarlo ahora mismo?

Parecía dudar.

—Son las dos de la madrugada.

—Dile que aquí hay cien kiams esperándole. Sólo por venir y hablar conmigo.

—Vendrá —dijo Chiri.

Sacó una agenda del bolso y cogió el teléfono del bar.

Tragué la mitad del gimlet de vodka y miré la puerta. Ahora esperaba a dos personas.

—¿Quieres pagarnos? —dijo Chiri un poco más tarde.

Había estado contemplando la puerta, sin percatarme de que la música había cesado y que las cinco bailarinas se habían vestido. Sacudí la cabeza para desenturbiar la niebla que había en ella, pero no dio resultado.

—¿Cómo ha ido hoy? —pregunté.

—Lo mismo que siempre —dijo Chiri—. Asqueroso.

Partí las ganancias con ella y empecé a contar el dinero de las bailarinas. Chiri tenía una lista de las bebidas que cada chica había sacado a sus clientes. Calculé las comisiones y añadí los salarios.

—Será mejor que nadie llegue tarde mañana —dije.

—Sí, de acuerdo —dijo Kandy, cogiendo el dinero y precipitándose hacia la salida.

Lily, Rani y Jámila la siguieron.

—¿Estás bien, Marîd? —preguntó Yasmin.

Levanté la vista hacia ella, agradecido por el interés.

—Muy bien. Ya te contaré más tarde.

—¿Quieres que vayamos a desayunar?

Habría sido maravilloso. Hacía meses que no salía con Yasmin. Entonces me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no salía con nadie. Pero esa noche tenía cosas que hacer.

—Es mejor que lo dejemos para otro rato —dije—. Mañana tal vez.

—Claro, Marîd —dijo.

Se dio la vuelta y se fue.

—Algo va mal, ¿no? —dijo Chiri.

Me limité a asentir con la cabeza y me guardé el resto del dinero de la noche. No importaba lo rápido que lo gastase, siempre se acumulaba.

—Y no quieres hablar de ello.

Negué con la cabeza.

—Vete a casa, Chiri.

—¿Vas a quedarte aquí solo en la oscuridad?

Hice el ademán de disparar con la mano. Chiri se encogió de hombros y me dejó solo. Terminé el gimlet de vodka, luego fui detrás de la barra y me preparé otro. Al cabo de unos veinte minutos el americano rubio entró en el club. Me hizo un gesto y me dijo algo en inglés.

Sacudí la cabeza. Abrí el maletín sobre la barra, saqué un daddy de inglés y me lo conecté. En sólo un instante mi mente dejó de esforzarse por traducir lo que había dicho: el daddy empezó a trabajar y fue como si siempre hubiera hablado inglés.

—Siento hacerte venir tan tarde, Morgan.

Se pasó una gran manaza por su largo pelo rubio.

—Oye, tío, ¿qué es lo que pasa?

—¿Quieres una copa?

—Si me invitas, dame una cerveza.

—Sírvete tú mismo.

Se agachó hacia la barra y colocó un vaso limpio bajo uno de los grifos.

—Chiri me habló de cien kiams, tío.

Saqué el dinero. El tamaño del fajo me sorprendió. Tendría que ir al banco con más frecuencia o tener a Kmuzu como guardaespaldas a jornada completa. Saqué cinco billetes de veinte kiams y se los largué a Morgan.

Se secó la boca con el dorso de la mano y agarró el dinero. Miró los billetes y luego me miró a mí.

—Ahora me puedo ir, ¿no?

—Seguro. A no ser que desees oír cómo puedes ganar mil kiams más.

Se acomodó las gafas de acero y volvió a sonreír. No sabía si necesitaba las gafas o era simple afectación. Si tenía los ojos mal, podía reconstruírselos por un precio bastante módico.

—De cualquier modo, esto es más interesante que lo que estaba haciendo.

—Muy bien. Quiero que encuentres a alguien.

Le hablé de Paul Jawarski.

Cuando mencioné la banda de los cabezas planas, Morgan asintió.

—¿Es el tipo que mató a un policía hoy? —preguntó.

—Se escapó.

—Bien, oye, tío, la ley lo atrapará tarde o temprano, apuesta a que sí.

No permití que mi expresión se alterara.

—No quiero oír hablar de tarde ni temprano, ¿vale? Quiero saber dónde se encuentra y hacerle un par de preguntas antes de que la policía lo atrape. Está escondido en algún agujero, probablemente herido por una pistola de agujas.

—¿Vas a pagar mil kiams por ponerle la mano encima a ese tipo?

Vertí un chorlito de lima en mi gimlet y bebí un trago.

—Aja.

—¿No quieres que le sacuda un poco de tu parte?

—Limítate a encontrarlo antes que Hajjar.

—Muy bien —dijo Morgan—. Ya te entiendo. Cuando el teniente ponga sus garras en él, Jawarski no volverá a estar en condiciones de hablar con nadie.

—Exacto. Y no queremos que eso suceda.

—Supongo que no, tío. ¿Cuánto vas a pagarme por adelantado?

—La mitad ahora y la mitad después. —Le solté otros quinientos kiams—. Quiero resultados mañana, ¿entendido?

Su manaza agarró el dinero mientras me dirigía una sonrisa de depredador.

—Vete a la cama, tío. Mañana te despertaré con la dirección y el teléfono de Jawarski.

Me levanté.

—Acaba tu cerveza y vámonos de aquí. Este lugar está empezando a romperme el corazón.

Morgan echó un vistazo al bar a oscuras.

—No es lo mismo sin las chicas y las bolas de espejos moviéndose.

Engulló de un trago el resto de su cerveza y dejó cuidadosamente el vaso sobre la barra.

Le seguí hasta la puerta de la entrada.

—Encuentra a Jawarski —le dije.

—Ya es tuyo, tío.

Saludó con la mano y se alejó Calle arriba. Volví dentro y me senté en mi sitio. La noche aún no había acabado.

Bebí un par de gimlets más antes de que apareciera Indihar. Sabía que iba a venir. La estaba esperando.

Se había puesto un abultado abrigo azul y un pañuelo marrón y dorado ceñido a la cabeza. Estaba pálida y ojerosa, y apretaba firmemente los labios. Vino hacia mí y se quedó mirándome. Sin embargo, sus ojos no estaban enrojecidos, no había llorado. No podía imaginarme a Indihar llorando.

—Quiero hablar contigo —dijo con voz fría y serena.

—Por eso estoy aquí.

Se dio la vuelta y se contempló en la pared de espejos de detrás del escenario.

—El sargento Catavina me dijo que no estabas en muy buena forma esta mañana, ¿es cierto?

Volvió a mirarme con la expresión totalmente ausente.

—¿Es cierto qué? ¿Que no me encontraba bien?

—Que estabas colgado o resacoso cuando saliste con mi marido.

—Me presenté a la comisaría con resaca. Pero eso no me incapacitaba.

Sus manos empezaron a crisparse. Podía ver la tensión de los músculos de su mandíbula.

—¿Crees que eso te hacía más lento?

—No, Indihar. No puedes culparme por lo que pasó.

Sentía un vacío asqueroso en el vientre porque llevaba todo el día pensando lo mismo. Me había ido sintiendo cada vez más culpable desde que dejé a Shaknahyi sobre una camilla del hospital con una maldita sábana cubriéndole el rostro.

—Sí te culpo. Si hubieras estado en forma para cubrirle, mi marido estaría vivo y mis hijos aún tendrían un padre. Ellos no lo saben. Todavía no se lo he dicho. No sé cómo decírselo. Para serte sincera, ni siquiera sé cómo decírmelo a mí misma. Quizás mañana caiga en la cuenta de que Jirji está muerto. Entonces tendré que buscar el modo de pasar el día sin él, de pasar la semana, el resto de mi vida.

De repente sentí náuseas y cerré los ojos. Era como si yo no estuviera realmente allí, como si aquello fuese una pesadilla. Pero cuando abrí los ojos Indihar aún me miraba. Todo era verdad y ambos teníamos que representar aquella terrible escena.

—Yo…

—No me digas que lo sientes, hijo de puta —dijo ella, sin siquiera levantar la voz—. No quiero escuchar a nadie diciendo que lo siente.

Me senté y dejé que ella dijera lo que necesitaba decir. No podía acusarme de nada que yo no hubiera confesado ya mentalmente. Si no me hubiera emborrachado tanto anoche, si no hubiera tomado todos esos sunnies esa mañana…

Me miraba con una expresión desesperada, me condenaba con su presencia y su silencio. Ella sabía y yo sabía, y eso era suficiente. Luego se dio la vuelta y se fue del club, con paso firme y postura perfecta.

Me sentí absolutamente destrozado. Encontré el teléfono donde Chiri lo había dejado y pronuncié el código de mi casa. Sonó tres veces y Kmuzu respondió.

—¿Quieres venir a recogerme? —dije, susurrando las palabras.

—¿Estás en el local de Chiriga? —preguntó.

—Sí. Ven antes de que me mate.

Arrojé el teléfono al suelo y me serví otra bebida mientras esperaba.

Cuando llegó, yo tenía un pequeño regalo para él.

—Extiende la mano.

—¿Qué es, yaa Sidil Vacié mi caja de píldoras en su palma, luego la cerré y me la guardé en el bolsillo.

—Deshazte de ellas.

Su expresión no se alteró mientras cerraba el puño.

—Es una sabia medida —me dijo.

—Un poco tarde.

Me levanté del taburete y le seguí en el fresco aire de la noche. Cerré la puerta del club de Chiri y dejé que Kmuzu me llevara a casa.

Me di una larga ducha y mantuve el chorro caliente aguijoneando mi piel hasta que empecé a relajarme. Me sequé y fui al dormitorio. Kmuzu me había preparado una taza de chocolate caliente. Lo tomé agradecido.

—¿Deseas algo más, yaa Sidil —me preguntó.

—Escucha, mañana no iré a la comisaría. Déjame dormir, ¿de acuerdo? No deseo que se me moleste. No quiero responder a ninguna llamada telefónica ni saber de los problemas de nadie.

—Excepto si el amo de la casa requiere tu presencia —dijo Kmuzu.

Suspiré.

—Eso no hace falta decirlo. Aparte de eso…

—Procuraré que nadie te moleste.

No me conecté el daddy despertador antes de irme a la cama y pasé una mala noche. Las pesadillas me despertaron una y otra vez hasta que al alba me sumí en un profundo sueño. Cerca del mediodía me levanté de la cama. Me puse mis viejos téjanos y una camisa, un atuendo que no solía llevar en la mansión de Friedlander Bey.

—¿Deseas algo de desayuno, yaa Sidil —me preguntó Kmuzu.

—No, hoy me tomaré todo el día libre.

Frunció el ceño.

Hay un problema que requiere tu atención, más tarde.

—Más tarde —asentí.

Fui al despacho donde había tirado mi maletín la noche anterior y cogí el Sabio Consejero de la ristra de moddies. Pensé que mi atormentada mente podía utilizar cierta terapia instantánea. Me senté en una cómoda butaca de cuero y me enchufé el moddy.

Érase una vez en Mauritania un famoso loco, embustero y bribón llamado María Audran, o quizá no lo fuera. Un día Miaran conducía su sedán westfaliano de color crema dispuesto a resolver un importante asunto, cuando chocó con otro coche. El segundo coche era viejo y destartalado, y aunque el accidente fue claramente culpa del otro conductor, el hombre saltó del demolido montón de chatarra y empezó a gritar a Audran.

—¡Mira lo que has hecho a mi magnífico vehículo! —gritó el conductor, que era el teniente de policía Hajjar.

Reda Abu Adil, Hassan el chiíta y Paul Jawarski salieron también del coche. Los cuatro amenazaron e insultaron a Audran, aunque él protestó diciendo que no había hecho nada malo.

Jawarski dio una patada al arrugado parachoques del coche de Hajjar.

—Ahora no sirve para nada —dijo—, y la única solución honrada por tu parte es darnos tu coche.

Audran estaba en inferioridad numérica, cuatro contra uno, y era evidente que no estaban dispuestos a entrar en razón, de modo que asintió.

—¿Y no nos recompensarás por mostrarte el camino honorable? —preguntó Hajjar.

—De no haber insistido —dijo Hassan—, tus acciones habrían puesto en peligro tu alma ante Alá.

—Tal vez —dijo Audran—. ¿Qué deseáis que os pague por ese servicio?

Reda Abu Adil separó sus manos como si eso importara poco.

—No es más que un símbolo entre hermanos musulmanes —dijo—. Nos darás a cada uno cien kiams.

De modo que Audran ofreció las llaves de su sedán westfaliano color crema al teniente Hajjar y pagó a cada uno cien kiams.

Toda la tarde Audran empujó el coche destrozado de Hajjar bajo el sol ardiente. Aparcó en medio del zoco y buscó a su amigo Saied Medio Hajj.

—Deberías ayudarme a desquitarme de Hajjar, Abu Adil, Hassan y Jawarski —dijo, y Saied estuvo de acuerdo.

Audran hizo un agujero en el suelo del automóvil destrozado y Saied se tumbó en él, tapado con una sábana para que nadie pudiera verlo, con una pequeña bolsa de monedas de oro. Entonces, Audran puso en marcha el motor del coche y esperó.

Poco después, aparecieron los cuatro villanos. Vieron a Audran sentado a la sombra del destruido vehículo y se echaron a reír.

—¡No avanzarás ni un metro! —se burló Jawarski—. ¿Para qué calientas el motor?

Audran levantó la vista hacia ellos.

—Tengo mis razones —dijo, y sonrió como si guardara un maravilloso secreto.

—¿Qué razones? —exigió Abu Adil—. ¿Te ha derretido el seso el sol del desierto?

Audran se levantó y bostezó.

—Me gustaría poder contároslas —dijo indiferente—. Después de todo, os debo a vosotros mi buena suerte.

—¿Buena suerte? —preguntó Hajjar, suspicaz.

—Ven. Mira —dijo Audran, conduciendo a los cuatro villanos hasta ¡aparte trasera del coche, donde la tapa de la batería había quedado abierta—. Mead en la batería.

—No hay duda de que te has vuelto loco —dijo Jawarski.

—Entonces lo haré yo mismo —dijo Audran. Y así lo hizo, orinó en la batería destruida—. ¡Ahora hemos de esperar un momento! ¡Ya está! ¿Lo oís?

—Yo no oigo nada —dijo Hassan.

—Escucha —dijo Audran. Y entonces se produjo un delicado «cling, cling» por debajo del coche—. Echad un vistazo —les ordenó.

Reda Abu Adil se puso a cuatro patas, ignorando el polvo y la indignidad, y miró debajo del coche.

—¡Maldita sea su fe! —gritó—. ¡Oro!

Se estiró en el suelo y alargó el brazo por debajo del coche; cuando se puso en pie tenía un puñado de monedas de oro. Las enseñó a sus compañeros asombrado.

—Escuchad —dijo Audran.

Y ellos oyeron el tintineo de más monedas de oro cayendo al suelo.

—Mea amarillo en el coche —murmuró Hassan— y de él manan monedas amarillas.

—Que Alá te conceda prosperidad si me permites recuperar mi coche —gritó el teniente Hajjar.

—Me temo que no —dijo Audran.

—Quédate tu maldito sedán westfaliano color crema y lo consideraremos un trato honrado —dijo Jawarski.

—Me temo que no —dijo Audran.

—También te daremos cien kiams —dijo Abu Adil.

—Me temo que no —dijo Audran.

Imploraron una y otra vez y Audran se negó. Por último se ofrecieron a devolverle el sedán más quinientos kiams de cada uno y él aceptó.

—Pero volveré dentro de una hora —dijo—. Todavía está mi orina en la batería.

Ellos aceptaron. Entonces Audran y Saied se largaron y se repartieron los beneficios.

Bostecé al quitarme el Sabio Consejero. Me gustó la visión, a no ser por la presencia de Hassan el chiíta, que estaba muerto y por mí podía seguir así. Reflexioné sobre el significado de la historia. Tal vez mi mente inconsciente se esforzaba en ingeniar sagaces modos de vencer a mis enemigos. Me alegraba de saberlo. Era consciente de que por la fuerza no conseguiría nada. Carecía de ella.

Me sentí sutilmente diferente después de la sesión de Sabio Consejero, más decidido, pero también maravillosamente lúcido y libre. Ahora mi rostro esbozaba una sonrisa y tenía la sensación de que nadie podría frenarme. La muerte de Shaknahyi me había cambiado, proyectado a un nivel de energía más alto. Me sentía como si viviera en oxígeno puro, brillante y limpio y peligrosamente explosivo.

Yaa Sidi —dijo Kmuzu bajito.

—¿Qué ocurre?

—El amo de la casa está hoy enfermo y desea que atiendas un pequeño asunto de negocios.

Volví a bostezar.

—Sí, ¿qué clase de negocios?

—No lo sé.

Esa sensación liberadora había conseguido que me olvidara de lo que Friedlander Bey pensaría de mis ropas. Ya no iba a preocuparme nunca más de eso. Papa me tenía bajo el pulgar y tal vez yo no pudiera evitarlo, pero no iba a permanecer pasivo más tiempo. Intenté hacérselo saber, pero cuando lo vi, parecía tan enfermo que lo dejé para más tarde.

Estaba en la cama incorporado sobre una pequeña montaña de almohadas. Tenía una mesa bandeja sobre sus piernas y estaba llena de archivadores, informes, placas de memoria multicolores y un diminuto microordenador. Sostenía una taza de té aromático en una mano y uno de los dátiles rellenos en la otra. Umm Saad debió de creer que podía sobornar a Papa con ellos o que éste olvidaría el ultimátum que le dio. Para ser honesto, en aquel momento el problema de Friedlander Bey con Umm Saad parecía casi trivial, ni se lo menté.

—Rezo por tu bienestar —dije.

Papa alzó los ojos hacia mí e hizo una mueca.

—No es nada, hijo mío. Me siento un poco mareado y me duele el estómago.

Me incliné hacia Papa, le besé en la mejilla y murmuró algo que no pude oír con claridad.

Esperé a que me explicara el asunto de negocios del que deseaba que me ocupase.

—Youssef me dice que hay una mujer grande y enojada en la sala de espera —dijo, torciendo la boca hacia abajo—. Se llama Tema Akwete. Ella intenta ser paciente porque ha recorrido una gran distancia para pedir un favor.

—¿Qué clase de favor? —pregunté.

Papa se encogió de hombros.

—Representa al nuevo gobierno de la República de Songhay.

—Nunca he oído hablar de ella.

—El mes pasado el país se llamaba Reino Unificado Segu. Antes de eso era la Magistratura de Tombuctú y antes que eso Mali y antes formaba parte del África occidental francesa.

—Y la mujer Akwete ¿es una emisaria del nuevo régimen?

Friedlander Bey asintió. Empezaba a decir algo, pero se le cerraron los ojos y se le cayó la cabeza contra las almohadas. Se pasó la mano por la frente.

—Perdóname, hijo mío —dijo—. No me encuentro bien.

—Entonces no te preocupes por la mujer. ¿Cuál es su problema?

—Su problema es que el rey Segu estaba muy enfadado al descubrir que había perdido su trabajo. Antes de huir de su palacio saqueó el tesoro real, por supuesto, no hacía falta decirlo. Su banda también destruyó todas las terminales de ordenador más importantes de la capital. La República de Songhay ha abierto el tenderete sin la menor idea de sobre cuánta gente gobierna, ni siquiera de cuáles son los límites del país. Carecen de una base impositiva legítima, listas de los empleados del gobierno ni descripciones de sus obligaciones, y no existe información precisa sobre las fuerzas armadas. Songhay se encamina hacia la catástrofe.

Comprendía.

—De modo que han enviado a alguien. Te necesitan para restaurar el orden.

—Sin los ingresos de los impuestos, el nuevo gobierno no puede pagar a sus empleados ni continuar los servicios normales. Es probable que pronto Songhay se vea paralizada por huelgas generales. El ejército puede desertar y entonces el país estará a merced de las naciones vecinas mejor organizadas.

—¿Por eso la mujer está enfadada contigo?

Papa separó las manos.

—Los problemas de Songhay no son asunto mío —dijo—. Te expliqué que Reda Abu Adil y yo nos dividimos el mundo musulmán. Ese país es de su jurisdicción. No tengo nada que ver con los estados subsaharianos.

—Akwete debió acudir primero a Abu Adil.

—Exacto. Youssef le transmitió el mensaje, pero ella gritó y pegó al pobre hombre. Cree que intentamos extorsionar a su gobierno por un pago más sustancioso. —Papa dejó su taza de té y buscó entre las desordenadas pilas de papeles sobre sus mantas, escogió un grueso sobre y me lo ofreció con mano temblorosa—. Éstas son las condiciones materiales y el contrato que me ha ofrecido. Dile que se lo lleve a Abu Adil.

Respiré profundamente. No parecía que tratar con Akwete resultase divertido.

—Se lo diré.

Papa asintió ausente. Había arreglado una molestia de orden menor y ya volcaba su atención en otra cosa. Después de un momento murmuré unas palabras y abandoné la habitación. Ni siquiera notó que me había ido.

Kmuzu me esperaba en el pasillo que conducía a las dependencias privadas de Papa. Le conté lo que habíamos hablado Friedlander Bey y yo.

—Voy a ver a esa mujer —dije—, y luego tú y yo daremos un paseo hasta la casa de Abu Adil.

—Sí, yaa Sidi, pero será mejor que te espere en el coche. Sin duda, Reda Abu Adil me considera un traidor.

—Aja. ¿Porque fuiste contratado como guardaespaldas de su esposa y ahora te cuidas de mí?

—Porque dispuso que me convirtiera en un espía en la casa de Friedlander Bey y ya no me considero en ese empleo.

Sabía desde el principio que Kmuzu era un espía. Sólo que pensaba que era espía de Papa y no de Abu Adil.

—¿Ya no le informas de todo?

—¿Informar a quién, yaa Sidil —A Abu Adil.

Kmuzu me dedicó una breve y solemne sonrisa.

—Te aseguro que no. Ahora informo al amo de la casa.

—Bueno, está bien.

Bajamos la escalera y me detuve fuera de una de las salas de espera. Las dos Rocas Parlantes flanqueaban la puerta. Miraron amenazadoramente a Kmuzu. Kmuzu les devolvió la mirada. Yo hice caso omiso y entré.

La mujer negra se puso en pie tan pronto pisé el umbral.

—¡Exijo una explicación! —gritó—. Se lo advierto, como embajadora legítima de la República de Songhay…

La hice callar con una mirada incisiva.

—Señora Akwete —dije—, el mensaje que ha recibido antes era muy explícito. De verdad, ha venido al sitio equivocado. Sin embargo, puedo acelerar sus trámites. Transmitiré la información y el contrato que contiene este sobre al caíd Reda Abu Adil, que participo en la fundación del Reino Segu. Podrá ayudarla a usted del mismo modo.

—¿Y qué pago espera como mediador? —me preguntó agriamente Akwete.

—Ninguno en absoluto. Es un gesto de amistad por parte de nuestra casa hacia la nueva república islámica.

—Nuestro país es aún joven. Desconfiamos de semejante amistad.

—Están en su derecho —dije encogiéndome de hombros—. Sin duda al rey Segu le pasó lo mismo.

Le di la espalda y abandoné la sala de espera.

Kmuzu y yo cruzamos enérgicamente el vestíbulo hacia las grandes puertas de madera. Oía los zapatos de Akwete repicar en el parquet detrás de nosotros.

—Espere —gritó.

Me pareció distinguir un tono de excusa en su voz.

Me detuve y la miré.

—¿Sí, señora?

—Ese caíd… ¿puede hacer lo que usted dice? ¿O se trata de un complicado truco?

Le sonreí con frialdad.

—No creo que ni usted ni su país estén en condiciones de dudarlo. Su situación es desesperada y Abu Adil no la empeorará. No tiene nada que perder y todo que ganar.

—No somos ricos —dijo Akwete—. No después del modo en que el rey Olujimi sangró a nuestro pueblo y disipó nuestra escasa riqueza. Tenemos un poco de oro…

Kmuzu alzó una mano. Era muy raro que él interrumpiera.

—El caíd Reda no está tan interesado en su oro como en el poder —dijo.

—¿Poder? —preguntó Akwete—. ¿Qué clase de poder?

—Estudiará vuestra situación —dijo Kmuzu—, y luego se reservará cierta información para él.

Noté que la mujer negra vacilaba.

—Insisto en ir con ustedes a ver a ese hombre. Estoy en mi derecho.

Kmuzu y yo nos miramos. Ambos sabíamos que era una ingenua al creerse con derechos en tales circunstancias.

—Muy bien —dije—, pero dejará que yo hable con Abu Adil primero.

Parecía sospechar.

—¿Y eso por qué?

—Porque lo digo yo.

Salí al exterior con Kmuzu, donde esperé al sol mientras él iba a buscar el coche. La señora Akwete me siguió al cabo de un momento. Parecía furiosa, pero no dijo nada más.

En el asiento trasero del sedán, abrí mi maletín y cogí el moddy de tipo duro de Saied y me lo conecté. Me invadió una sensación de seguridad, de que nadie podía interponerse en mi camino, no a partir de ahora, ni Abu Adil, ni Hajjar, ni Kmuzu, ni Friedlander Bey.

Akwete se sentó tan lejos de mí como pudo, con las manos crispadamente cruzadas sobre su regazo y la cabeza hacia el lado contrario. No me importaba la opinión que tenía de mí. Miré la libreta de tapas de vinilo de Shaknahyi. En la primera página había escrito Archivo Fénix en letras grandes. Debajo de eso había varias entradas:

Ishaq Abdul-Hadi Bouhatta — Elwau Chami (Corazón, pulmones) Andreja Svobik — Fatima Hamdan (Estómago, intestino, hígado) Abbas Karami — Nabil Abu Khalifeh (Riñones, hígado) Blanca Mataro Shaknahyi estaba convencido de que los cuatro nombres de la izquierda tenían alguna relación, pero en palabras de Hajjar eran sólo «casos abiertos». Bajo los nombres, Shaknahyi había escrito tres letras árabes: alif, lam, mim, que corresponden a las letras latinas A.L.M.

¿Qué podían significar? ¿Se trataba de unas siglas? Podía encontrar cientos de organizaciones cuyas iniciales eran A.L.M. La A y la L podían formar el artículo definido y la M podía ser la primera letra de un nombre, alguien llamado al-Mansour o al-Magre-bi. O eran letras de la taquigrafía de Shaknahyi, una abreviación referente a un alemán (almání) o un diamante (almas) o a cualquier otra cosa. Me pregunté si alguna vez descubriría el significado de esas tres letras sin que Shaknahyi me explicara su código.

Coloqué un audiochip en el sistema holo del coche, luego guardé la agenda y el sobre de Tema Akwete en el maletín y lo cerré. Mientras Umm Khalthoum, la dama del siglo xx, cantaba sus lamentos, imaginé que era una canción fúnebre por Shaknahyi, que lloraba por Indihar y sus hijos. Akwete seguía mirando por la ventana, sin prestarme atención. Mientras tanto Kmuzu conducía el coche por las angostas, serpenteantes calles de Hámidiyya, los suburbios que encerraban los alrededores de la mansión de Reda Abu Adil.

Después de conducir durante casi media hora entramos en la finca. Kmuzu se quedó en el coche simulando dormitar. Akwete y yo salimos y subimos por el camino de baldosas hacia la casa. En la visita que hicimos Shaknahyi y yo, me impresionaron los lujosos jardines y la hermosa casa. Aquel día no noté nada de eso. Llamé a la puerta de madera tallada y un sirviente respondió de inmediato, mirándome con insolencia pero sin decir nada.

—Tenemos negocios con el caíd Reda —dije, empujándolo—. Vengo de parte de Friedlander Bey.

Gracias al moddy de Saied mis modales eran rudos y bruscos, pero al criado no pareció preocuparle demasiado. Cerró la puerta tras de mí, se alejó por un pasillo de alto techo esperando a que lo siguiéramos. Lo seguimos. Se detuvo ante una puerta cerrada al final de un corredor largo y fresco. En el aire flotaba una fragancia de rosas, olor que yo identificaba con la mansión de Abu Adil. El criado no dijo ni una palabra más. Se detuvo para mirarme con insolencia, luego se fue.

—Espere aquí —le dije a Akwete.

Empezó a discutir, pero lo pensó mejor.

—Esto no me gusta nada —dijo.

—Peor para usted.

No sabía lo que me aguardaba al otro lado de la puerta, pero no iba a llegar a ninguna parte esperando en medio del pasillo con Akwete, así que giré el picaporte y entré.

Ni Reda Abu Adil ni Umar Abdul-Qawy me oyeron entrar en el despacho. Abu Adil estaba en su cama de hospital, como la otra vez. Umar se inclinaba sobre él. No podría decir qué estaba haciendo.

—Que Alá te dé salud —dije tajante.

Umar se irguió y me miró.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —me preguntó.

—Tu criado me condujo hasta la puerta.

Umar asintió.

—Kamal. Tendré que hablar con él. —Me examinó con más detenimiento—. Lo siento. No recuerdo tu nombre.

—Marîd Audran. Trabajo para Friedlander Bey.

—Ah sí —dijo Umar. Su expresión se ablandó un poco—. La última vez que viniste eras policía.

—No soy un verdadero agente. Me ocupo de los intereses de Friedlander Bey con la policía.

Una ligera sonrisa deformó los labios de Umar.

—Como sea. ¿Y hoy te estás ocupando de ellos?

—De los suyos y también de los vuestros.

Abu Adil levantó una débil mano y tocó la manga de Umar. Umar se inclinó para oír las palabras que le susurraba el viejo, luego volvió a erguirse.

—El caíd Reda te invita a que te pongas cómodo —dijo Umar—. Te habríamos preparado un refrigerio apropiado si nos hubieras avisado de tu visita con antelación.

Busqué una silla y me senté.

—Hoy una mujer muy preocupada vino a casa de Friedlander Bey —dije—. Representa al gobierno revolucionario que acaba de socializar el Glorioso Reino Segu.

Abrí el maletín, saqué el sobre de la República de Songhay y se lo ofrecí a Umar.

Umar parecía interesado.

—¿Ya? De veras que pensé que Olujimi duraría más tiempo. Supongo que una vez has transferido la riqueza del país a un banco extranjero, no tiene ningún sentido seguir siendo rey.

—No he venido aquí para hablar de eso. —El moddy de Medio Hajj me ponía difícil ser educado con Umar—. Según los términos de vuestro acuerdo con Friedlander Bey, ese país está bajo vuestra jurisdicción. Encontraréis la información pertinente en ese paquete. He dejado a la mujer rabiando en el pasillo. Parece una puta despiadada. Me alegro de que seáis vosotros y no yo quienes tengáis que tratar con ella.

Umar sacudió la cabeza.

—Siempre intentan ordenarnos y reorganizarnos la vida. Olvidan lo mucho que nosotros podemos hacer por su causa si nos apetece.

Lo observé juguetear con el sobre, dándole vueltas sobre el escritorio. Abu Adil profirió un débil gruñido, pero había visto demasiado dolor en el mundo real como para compadecerme del sufrimiento de un caprichoso Infierno Sintético. Me dirigí a Umar.

—Si puedes hacer algo para que tu amo esté más consciente, la señora Akwete necesita hablar con él. Se cree que el destino del mundo islámico descansa únicamente sobre sus hombros.

Umar rió con ironía.

—La República de Songhay —dijo moviendo la cabeza con incredulidad—. Mañana volverá a ser un reino o una provincia conquistada o una dictadura fascista. Y a nadie le importará.

—A la señora Akwete sí.

Eso pareció divertirle.

—La señora Akwete será una de las primeras en entrar en la nueva oleada de purgas. Pero ya hemos hablado bastante de ella. Ahora debemos examinar el asunto de tu retribución.

Le miré fijamente.

—No había pensado en ninguna retribución.

—Por supuesto que no. No haces sino cumplir el acuerdo, el trato entre tu jefe y el mío. Sin embargo, es de sabios expresar gratitud hacia los amigos. Después de todo, alguien que te ha ayudado en el pasado es más probable que te ayude en el futuro. Tal vez pueda hacerte algún pequeño favor en la policía a cambio.

Ése era el único propósito de mi pequeña excursión a casa de Abu Adil. Separé las manos e intenté parecer indiferente.

—No, no se me ocurre nada —dije—. A no ser…

—¿A no ser qué, amigo mío?

Simulé examinar el talón gastado de mi bota.

—A no ser que estés dispuesto a explicarme por qué has instalado a Umm Saad en nuestra casa.

Umar simuló la misma indiferencia.

—Ya debes de saber que Umm Saad es una mujer muy inteligente, pero ni mucho menos todo lo inteligente que ella se cree. Sólo deseábamos que nos tuviera al corriente de los planes de Friedlander Bey. No hablamos de que se enfrentara con él personalmente ni que abusara de su hospitalidad. Ha provocado la hostilidad de tu amo y eso hace que carezca de valor para nosotros. Puedes hacer con ella lo que te plazca.

—Es lo que yo sospechaba —dije—. Friedlander Bey no os considera ni a ti ni al caíd Reda responsables de sus actos.

Umar levantó una mano en un gesto de arrepentimiento.

—Alá nos da herramientas para que las empleemos lo mejor que sepamos —dijo—. A veces una herramienta se rompe y debemos tirarla.

—Que Alá sea loado —murmuré.

—Alabado sea Alá —dijo Umar.

Parecía que empezábamos a progresar.

—Una última cosa —dije—. Ayer dispararon y mataron al policía que me acompañaba la otra vez, el agente Shaknahyi.

Umar no dejó de sonreír, pero frunció el ceño.

—Oímos las noticias. Nuestros corazones están con su viuda y sus hijos. Que Alá les conceda la paz.

—Sí. En cualquier caso, me gustaría mucho coger al hombre que lo mató. Se llama Paul Jawarski.

Miré a Abu Adil, que se retorcía sin descanso en su cama de hospital. El regordete viejo profirió unos sonidos muy bajitos e ininteligibles, pero Umar no le prestaba atención.

—Será un placer poner nuestros recursos a tu disposición. Si alguno de nuestros asociados sabe algo de ese tal Jawarski, te informaremos en seguida.

No me gustó el modo en que Umar dijo eso. Sonaba demasiado falso y parecía demasiado afectado. Le di las gracias y me levanté para marcharme.

—Un momento, caíd Marîd —dijo con voz serena. Se levantó y me cogió del brazo, guiándome hacia otra salida—. Me gustaría hablar contigo en privado. ¿Te importaría acompañarme a la biblioteca?

Sentí un escalofrío peculiar. Sabía que se trataba de una invitación particular de Umar Abdul-Qawy, que actuaba por su cuenta, no del Umar Abdul-Qawy secretario del caíd Reda Abu Adil.

—Muy bien —le respondí.

Se levantó y se desconectó el moddy que llevaba, sin quitarle ojo a Abu Adil.

Umar me abrió la puerta y entré en la biblioteca. Me senté a una gran mesa oval de brillante madera oscura. Sin embargo, Umar permaneció de pie. Paseaba ante una pared alta llena de estanterías, sosteniendo perezoso el moddy en una mano.

—Creo que comprendo tu postura —dijo por fin.

—¿Qué postura es ésa?

Gesticuló irritado.

—Ya sabes a qué me refiero. ¿Cuánto tardarás en hartarte de ser el perro de caza de Friedlander Bey, corriendo y cobrando presas para un loco que no tiene el entendimiento lo bastante lúcido como para percatarse de que es casi un cadáver?

—¿Te refieres a Papa o al caíd Reda?

Umar dejó de deambular y me miró.

—Hablo de ambos, y estoy seguro de que lo sabes muy bien.

Miré a Umar un instante mientras oía el trino de algún pájaro cantor, que estaban enjaulados por toda la casa y la propiedad de Abu Adil. Daba a la tarde una falsa sensación de paz y esperanza. El aire de la librería estaba viciado y estancado. Empecé a sentirme yo también en una jaula. Quizá había sido un error acudir allí ese día.

—¿Qué insinúas, Umar?

—Insinúo que empieces a pensar en el futuro. Algún día, no muy lejano, los imperios de los viejos estarán en nuestras manos. Mierda, yo ya dirijo los asuntos del caíd Reda ahora mismo. Él se pasa todo el día conectado a…, a…

—Ya sé qué se conecta.

Umar asintió.

—Muy bien, entonces. Este moddy que utilizo es una reciente grabación de su mente. Me lo dio porque su única diversión sexual es joderse a sí mismo, o a un duplicado exacto de sí mismo. ¿No te repugna?

—Bromeas. —Había oído cosas mucho peores.

—Pues olvídalo. No se da cuenta de que con este moddy soy su igual en lo que respecta al cuidado de los negocios. Yo soy Abu Adil, pero le añado las ventajas de mis habilidades innatas. Él es el caíd Reda, un gran hombre, pero con este moddy yo soy el caíd Reda y Umar Abdul-Qawy juntos. ¿Para qué lo necesito?

Lo encontré terriblemente cómico.

—¿Me propones la eliminación de Abu Adil y Friedlander Bey?

Umar miró a su alrededor con nerviosismo.

—No te propongo tal cosa —dijo en voz muy baja—. Muchas otras personas dependen de su juicio y su intuición. No obstante, llegará un día en que los viejos serán un obstáculo para sus propias empresas.

—Cuando llegue el momento de echarlos, la gente precisa lo sabrá. Y Friedlander Bey, al menos, no cederá su poder de mala gana.

—¿Y si hubiera llegado el momento? —preguntó Umar bruscamente.

—Quizás tú lo estés, pero yo no estoy preparado para encargarme de los asuntos de Papa.

—Ese problema tiene solución —insistió Umar.

—Es posible.

No permití que mi rostro revelara ninguna emoción. No sabía si me estaban observando y grabando, pero no deseaba enemistarme con Umar. Ahora sabía que era un hombre muy peligroso.

—Te convencerás de que tengo razón —dijo, sosteniendo el moddy en la mano y frunciendo el ceño pensativo—. Vuelve con Friedlander Bey y piensa en lo que te he dicho. Volveremos a hablar pronto. Si no compartes mi entusiasmo, me veré obligado a deshacerme de ti junto con nuestros amos. —Empezaba a levantarme de la silla. Alzó una mano para detenerme—. No es una amenaza, amigo —dijo tranquilamente—. Es sólo mi visión del futuro.

—Sólo Alá conoce el futuro.

Se rió con cinismo.

—Si crees que esa charla piadosa tiene algún significado real, acabaré con más poder del que jamás soñó el caíd Reda. —Me indicó otra puerta en el lado sur de la biblioteca—. Puedes salir por ahí. Sigue el pasillo a la izquierda y te llevará hasta la entrada. Debo volver y discutir este asunto de la República de Songhay con la mujer. No te preocupes por ella. La enviaré a su hotel con mi chófer.

—Gracias por tu amabilidad.

—Ve en paz.

Salí de la biblioteca y seguí las indicaciones de Umar. Kamal, el criado, me encontró a mitad de camino y me mostró la salida. Caminaba en silencio. Bajé la escalera hasta el coche y luego miré hacia atrás. Kamal estaba aún en la entrada, vigilándome como si fuera a ocultar objetos de plata entre mis ropas.

Subí al sedán. Kmuzu encendió el motor y giró el coche hacia la puerta principal. Pensé en lo que Umar me había dicho, en lo que me proponía. Seguro que en todo ese tiempo habían existido muchos jóvenes que hicieron el papel que ahora representaba Umar. Abu Adil había ejercido su poder durante casi dos siglos. Sin duda muchos de ellos concibieron las mismas ideas ambiciosas. Abu Adil seguía vivo y ¿qué había pasado con aquellos jóvenes? Quizá Umar no había considerado esa cuestión. Quizá Umar no era tan listo como se creía.

11

Asesinaron a Jirji Shaknahyi el martes y hasta el viernes no tuve coraje para aparecer por la comisaría. Era día de culto y acariciaba la idea de pasar por una mezquita de camino, pero me pareció una hipocresía. Me creía una persona tan detestable que Alá no me vería con buenos ojos por mucho que rezase. Sé que no era más que huera especulación —después de todo, son los pecadores y no los santos quienes más necesitan de la oración—, pero me sentía demasiado inmundo y culpable como para entrar en la casa de Dios. Además, Shaknahyi era un ejemplo de fe verdadera y yo le había fallado. Debía redimirme primero ante mí mismo antes de hacer lo mismo ante Alá.

Mi vida había sido como un océano, agitado por olas de comodidad y placidez, y olas de adversidad. No importaba lo pacíficas que fueran las cosas, sabía que pronto me asediarían los problemas. Siempre me jactaba de mi independencia, de ser un detective solitario que sólo debía responder ante sí mismo. Sólo con que se hubieran cumplido la mitad de mis pretensiones me habría sentido satisfecho.

Necesitaba hasta mi último resquicio de aplomo y fuerza interior para enfrentarme con las fuerzas hostiles que me acechaban. Ni el teniente Hajjar, ni Friedlander Bey, ni ninguna otra persona me ayudaría. Nadie en la comisaría parecía particularmente interesado en hablar conmigo ese viernes por la mañana. El día de culto un montón de oficinistas de jornada partida, en su mayoría cristianos, suplían a los musulmanes religiosos. Por supuesto estaba el teniente Hajjar, pues en su lista de pasatiempos favoritos, la religión estaba a continuación de la cirugía oral y el pago de los impuestos. Inmediatamente fui a su oficina acristalada.

Alzó la vista para comprobar quién aparecía por su despacho.

—¿Qué ocurre ahora, Audran? —dijo bruscamente.

Hacía tres días que no me veía, pero por su pregunta parecía como si lo estuviera incordiando constantemente.

—Sólo quería saber qué planes tienes ahora para mí.

Hajjar me miraba por encima de su ordenador. Me contempló un rato, torciendo la boca como si masticara un dátil podrido.

—Estás muy equivocado —dijo en voz queda—. No entras en absoluto en mis planes.

—Me presento voluntario para colaborar en la investigación por la muerte de Jirji Shaknahyi.

Hajjar enarcó las cejas. Se reclinó contra su silla.

—¿De qué investigación me hablas? —preguntó con incredulidad—. Paul Jawarski le disparó. Eso es todo lo que necesitamos saber.

Esperé hasta poder hablarle sin gritar.

—¿Hemos cogido a Jawarski?

—¿Hemos? —preguntó Hajjar—. ¿Quiénes hemos? ¿Quieres decir si el departamento de policía tiene a Jawarski? Aún no. Pero no te preocupes, Audran, no se escapará. Le seguimos la pista.

—¿Cómo esperáis encontrarle? Esta ciudad es grande. ¿Crees que está sentado en una habitación esperando a que aparezcáis con una orden de detención? Probablemente en estos momentos ya esté en América.

—Lo encontraremos gracias al buen trabajo de la policía, Audran. Tú nunca has confiado demasiado en el buen trabajo de la policía. Sé que no ha abandonado la ciudad. Está en algún lugar y estamos estrechando el cerco a su alrededor. Es sólo cuestión de tiempo.

Sus palabras no me gustaron.

—Eso díselo a su viuda —dije—. Le enternecerá tu confianza.

Hajjar se levantó. Le había puesto furioso.

—¿Me estás acusando de algo, Audran? —preguntó, empujándome en el pecho con su índice extendido—. ¿Insinúas que quizá no llevo esta investigación lo bastante lejos?

—No he dicho nada de eso, Hajjar. Sólo deseo saber cuáles son tus planes.

Me sonrió con malicia.

—¿Qué? ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que sentarme a pensar cómo utilizar tus talentos especiales? Mierda, Audran, nos las hemos arreglado muy bien sin ti estos últimos días. Pero supongo que, ahora que estás aquí, debes hacer algo. —Volvió a sentarse tras su escritorio y hojeó una pila de papeles—. Ah sí, aquí están. Quiero que continúes la investigación que tú y Shaknahyi iniciasteis.

Eso no me hacía feliz. Quería participar directamente en la persecución de Jawarski.

—Creía que habías dicho que dejáramos en paz a Abu Adil.

Hajjar entornó los ojos.

—No he dicho nada de Abu Adil. Es mejor que te mantengas alejado de él. Hablo de ese asqueroso vietnamita de On Cheung. El vendedor de bebés. No podemos permitir que su rastro se enfríe.

Noté un escalofrío.

—¿Es que no puede seguir la pista de On Cheung otro? —dije—. Tengo especial interés en encontrar a Paul Jawarski.

—Marîd Audran. Un hombre y un destino. Olvídalo. No queremos que aúlles por toda la ciudad manifestando tu rencor. Además todavía no me has demostrado saber lo que estás haciendo. De modo que te asigno a un nuevo compañero, alguien con mucha experiencia. Esto no es un club de damas del voluntariado, Audran. Haz lo que te diga. ¿O es que consideras que quitar a On Cheung de la circulación es perder tu valioso tiempo?

Apreté los dientes. No me gustaba el trabajo, pero Hajjar tenía razón en el sentido de que era tan importante como cazar a Jawarski.

—Lo que tú digas, teniente.

Me miró con la misma sonrisa. Me habría gustado partirle la cara.

—A partir de ahora patrullarás con el sargento Catavina. Aprenderás mucho con él.

Se me puso el corazón en los pies. De todos los policías de la comisaría, Catavina era con el que menos deseaba pasar el rato. Era un pendenciero y un perezoso hijo de puta. Sabía que si llegamos a atrapar a On Cheung no sería por la contribución de Catavina.

El teniente debió de intuir mi reacción por la expresión de mi rostro.

—¿Algún problema, Audran? —preguntó.

—Si lo tuviera ¿existe alguna posibilidad de que cambies de opinión?

—Ni la más mínima —dijo Hajjar.

—Ya lo sabía.

Hajjar volvió a dirigir la mirada hacia su ordenador.

—Preséntate a Catavina. Quiero oír buenas noticias muy pronto. Pararle los pies a esa mierda, habrá recompensas para ambos.

—Me pondré manos a la obra ahora mismo, teniente.

Me impresionó la astucia de Hajjar. Arteramente me había alejado de Abu Adil y Jawarski encomendándome una investigación que llevaría un montón de tiempo pero perfectamente válida. Debía encontrar el modo de cumplir mis misiones oficiales y mis propósitos particulares.

Hajjar ya no me prestó más atención, así que salí de su despacho. Busqué al sargento Catavina. Prefería pasar de él, pero eso no sería posible.

Tampoco a Catavina le emocionaba ser mi compañero.

—Ya he hablado con Hajjar —me dijo, mientras bajábamos al garaje a buscar el coche patrulla de Catavina.

Catavina intentaba brindarme la ayuda de su experiencia de todos esos años en un discurso inconexo.

—No eres un buen policía —dijo con voz sombría—. Nunca lo serás. No quiero que me jodas como jodiste a Shaknahyi.

—¿Qué significa eso, Catavina? —le pregunté.

Se volvió hacia mí y me miró con los ojos muy abiertos.

—Imagínatelo. Si hubieras sabido lo que hacías, Shaknahyi aún estaría vivo y yo no tendría que llevarte de la mano. Aléjate de mi camino y haz lo que yo te diga.

Era una maldita locura, pero no dije nada. Planeaba apartarme de su camino. Pensé que tenía que deshacerme de Catavina si quería hacer algún progreso.

Subimos al coche patrulla y no me dijo nada en un buen rato. Por mi encantado. Pensé que se dirigía al barrio donde On Cheung fue visto por última vez. Quizás pudiéramos averiguar algo útil entrevistando a esa gente otra vez, aunque hubieran sido tan reacios a cooperar.

Sin embargo, ése no era su plan. Nos dirigimos hacia el oeste, en dirección contraria. Circulamos casi dos kilómetros y medio por una zona de angostas y serpenteantes calles y callejas. Por fin, Catavina aparcó frente a un edificio de aspecto ruinoso, el edificio más alto de la manzana. Las ventanas de la planta baja habían sido tapadas con madera contrachapada y la puerta principal del zaguán había sido arrancada de las bisagras. Por dentro y por fuera las paredes estaban llenas de nombres y divisas pintadas con spray. El vestíbulo apestaba, llevaba mucho tiempo sirviendo de water. Mientras caminábamos hacia el ascensor, los cristales crujían bajo nuestras botas. Una gruesa capa de polvo y arena cubría todo.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté.

—Ya lo verás —respondió Catavina.

Apretó el botón del ascensor. Cuando llegó, yo dudaba en subir. Las condiciones del edificio no me inspiraban ninguna confianza de que los cables sostuvieran nuestro peso. Cuando el ascensor preguntó a qué piso deseábamos ir, Catavina murmuró: «Octavo».

Nos miramos mientras la puerta se cerraba. Subimos en silencio, el único ruido procedía del roce del ascensor abriéndose paso hacia lo alto.

Bajamos en el octavo y Catavina me guió por el oscuro pasillo hasta la habitación 814. Sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta.

—¿Qué es esto? —pregunté, siguiéndole al interior.

—Una salita de recreo para oficiales de policía —repuso.

Había una gran sala de estar, una pequeña cocina y un baño. No tenía muchos muebles, una mesa barata y seis sillas en la sala de estar junto a un sofá roñoso de vinilo negro, un pequeño aparato holo y cuatro catres plegables. En dos de los catres dormían policías uniformados. Reconocí a dos de ellos pero no conocía sus nombres. Catavina se dejó caer pesadamente sobre el sofá y me miró.

—¿Quieres una copa? —me preguntó.

—No.

—Entonces tráeme un whiskey. El hielo está en la cocina.

Fui a la cocina y encontré una colección de botellas de licor.

Metí unos cuantos cubitos de hielo en un vaso y serví tres dedos del fuerte licor japonés.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté, pensando en el lema del departamento—, ¿proteger o servir?

Llevé la bebida a la sala de estar y se la ofrecí a Catavina.

—Tú estás sirviendo —dijo con un gruñido—. Yo estoy protegiendo.

Me senté en una de las sillas plegables y le miré; vi como se tragaba la mitad del whiskey japonés de un trago.

—¿Protegiendo qué?

Catavina me sonrió con desdén.

—Protegiéndome el culo, eso es. Mientras estoy aquí seguro que no me disparan.

Eché una ojeada a los dos policías dormidos.

—¿Se van a quedar aquí mucho rato?

—Hasta que acabe el turno —me dijo.

—¿Te importa si me llevo el coche y hago algún trabajo mientras tanto?

El sargento me miró por encima del borde de su vaso.

—¿Por qué demonios quieres hacerlo?

Me encogí de hombros.

—Shaknahyi nunca me dejaba conducir.

Catavina me miró como si estuviera loco.

—Claro que sí, pero no lo estrelles. —Hurgó en su bolsillo, pilló las llaves del coche y me las arrojó—. Será mejor que vuelvas a buscarme a las cinco en punto.

—De acuerdo, sargento.

Le dejé mirando el aparato de holo que ni siquiera estaba encendido. Bajé en ascensor hasta el cochambroso zaguán, preguntándome qué iba a hacer a continuación. Me sentía en la obligación de encontrar algo que me condujera hasta On Cheung, pero en cambio era Jirji Shaknahyi quien ocupaba mi mente.

Su funeral había sido el día antes y por un momento pensé en quedarme en casa. Por un lado no sabía si estaba emocionalmente preparado para afrontarlo, por otro aún me sentía algo responsable de su muerte y no me creía con derecho a asistir. No quería encontrarme cara a cara con Indihar y los niños en esas circunstancias. Sin embargo, el miércoles por la mañana acudí a la pequeña mezquita cercana a la comisaría donde tenía lugar el funeral.

En el servicio fúnebre sólo se permite participar a los hombres. Me quité los zapatos y realicé las abluciones rituales, luego entré en la mezquita y me senté cerca de la salida. Me dio la impresión de que un montón de policías entre la multitud me miraban con semblantes vengativos. Aún era un extraño para ellos y a sus ojos bien podía haber apretado el gatillo del arma que mató a Shaknahyi.

Rezamos y luego un anciano imán de barba gris pronunció un sermón y un panegírico, incluyendo algunas vacuas trivialidades sobre el esfuerzo y el valor. Nada de eso hizo que me sintiera mejor. Me arrepentí de haber asistido al servicio religioso.

Entonces nos levantamos y salimos de la mezquita. A no ser por el canto de algunos pájaros y el ladrido de unos perros, todo estaba sobrenaturalmente silencioso. El sol ardía en lo alto de un cielo sin nubes. Una ligera y trémula brisa agitaba las polvorientas hojas de los árboles, pero el aire era demasiado cálido para respirar. El olor a leche agria fluía como una neblina ácida sobre los callejones empedrados. El día era demasiado opresivo como para prolongar mucho cualquier asunto. Estoy seguro de que Shaknahyi tenía muchos amigos, pero en aquel momento no deseaban más que acompañarlo a la tumba y darle sepultura cuanto antes.

Indihar presidía la procesión desde la mezquita hasta el cementerio. Llevaba un vestido negro con el rostro velado y el cabello cubierto por un pañuelo negro. Debía de contenerse. Los tres niños caminaban a su lado, con expresiones de perplejidad y desolación. Chiri me había contado que Indihar no tenía bastante dinero para pagar una tumba en el cementerio de Haffe al-Khala, donde los padres de Shaknahyi estaban enterrados, y no quiso aceptar un préstamo. Shaknahyi descansaría en una pobre sepultura en el cementerio del extremo oeste del Budayén. Seguí a Indihar, a mucha distancia, mientras cruzaba el bulevar il-Jameel y atravesaba la puerta este. La gente del barrio y los turistas extranjeros salieron a la Calle y miraban desde las aceras el paso del cortejo fúnebre. La gente lloraba y susurraba plegarias. No había modo de decir si esa gente conocía al difunto. Probablemente para ellos eso no cambiaba nada.

Todos los antiguos camaradas de Shaknahyi querían ayudar a transportar el ataúd por las calles, de modo que en lugar de seis portadores, una apretujada multitud de hombres uniformados se esforzaba por alcanzar la pobre caja. Los que no lograban acercarse lo suficiente para tocarla caminaban a los lados y detrás formando una gran procesión fúnebre, golpeándose el pecho y gritando el testamento de su fe. Se oían las oraciones y el manoseo de muchos rosarios musulmanes. Yo mismo me vi arrastrado por la muchedumbre y recitaba antiguas oraciones que se habían inscrito en mi memoria durante la infancia. Al cabo de un rato, también a mí me absorbió la peculiar mezcla de desesperación y ritual. Me encontraba rezando a Alá por infligir tanta injusticia y horror a nuestras almas desvalidas.

En el cementerio, guardé las distancias mientras el ataúd desnudo era depositado en la tierra. Varios de los amigos más íntimos de Shaknahyi en la policía se turnaron para echar una paletada de tierra. El cortejo fúnebre elevó más plegarias al unísono, aunque el imán había declinado acompañar al funeral hasta su fin. Indihar permanecía valientemente de pie, apretando las manos de Hakim y Zahra, y el pequeño Jirji de ocho años cogía la otra mano de Hakim. Algunos representantes de la ciudad se acercaron a Indihar, murmuraron algo y ella asintió con circunspección. Luego desfilaron todos los oficiales de policía uniformados y le ofrecieron sus condolencias personales. Ahí fue cuando los hombros de Indihar empezaron a flaquear, sabía que estaba llorando. Mientras tanto el pequeño Jirji miraba las destartaladas tumbas y las lápidas cubiertas de hierba con la expresión completamente en blanco.

Cuando el funeral concluyó, todo el mundo se fue, excepto yo. El departamento de policía había preparado un pequeño refrigerio en la comisaría, porque Indihar tampoco tenía dinero para eso. Vi lo humillante que la situación era para ella. Además de la pena por su marido, Indihar sufría también el dolor de revelar su pobreza a todos sus amigos y conocidos. Para muchos musulmanes, un funeral indigno es una calamidad tan grande para los supervivientes como la muerte del ser querido.

Preferí no asistir a la recepción en la comisaría. Me quedé atrás, contemplando la tumba sin nada escrito de Jirji, con la mente llena de confusión y dolor. Recé unas oraciones y recité algunos pasajes del Corán.

—Te prometo, Jirji —susurré—, que Jawarski no se librará de ésta.

No me hacía ilusiones pensando que si conseguía que Jawarski pagara por su crimen, Shaknahyi descansaría en paz o la pena de Indihar sería menor o eso facilitaría las cosas al pequeño Jirji, a Hakim o a Zahra. No sabía qué más decir. Cuando acabé, me alejé de la tumba maldiciéndome a mí mismo por mi vacilación y rezando por que eso no acarreara sufrimientos a nadie más.

Mientas conducía desde el escondrijo de Catavina hasta la comisaría pensé en el funeral. Oí el retumbar del trueno y me sorprendí, porque no se presenciaban muchas tormentas con truenos en la ciudad. Miré al cielo a través del parabrisas, pero no se divisaba ninguna nube. Sentí un extraño escalofrío, al pensar que el trueno había sido un modesto signo divino que recalcaba mis recuerdos del entierro de Shaknahyi. Por primera vez desde su muerte, sentí una gran pérdida emocional.

También empezaba a pensar que mi idea de venganza no sería suficiente. Encontrar a Paul Jawarski y llevarlo ante la justicia no me devolvería a Shaknahyi, ni me libraría de la intriga en la que Jawarski, Reda Abu Adil, Friedlander Bey y el teniente Hajjar estaban de algún modo implicados. En una repentina intuición, me percaté de que había llegado el momento de dejar de pensar en el enigma como un gran problema con una solución sencilla. Ninguno de los jugadores sabía la historia completa, estaba seguro. Tenía que investigarlos por separado y reunir todas las pistas que pudiera, con la esperanza de que al final conducirían a algo encausable. Si las sospechas de Shaknahyi eran infundadas y me perdía en una absurda misión, acabaría peor que mal. Con toda probabilidad acabaría muerto.

Aparqué el coche patrulla en el garaje y subí hasta mi cubículo del tercer piso de la comisaría. Hajjar rara vez salía de su cuarto de cristal, de modo que no era probable que me pescase. ¡Que me pescase! Demonios, todo lo que quería era hacer cierto trabajo.

Hacía dos semanas que no realizaba ningún trabajo serio en el ordenador. Me senté en el despacho y coloqué una célula de memoria de aleación de cobalto nueva en uno de los puertos de entrada del ordenador.

—Crear archivo —le dije.

—Nombre del archivo —precisó la voz apática del ordenador.

—Archivo Fénix —dije.

En realidad no tenía demasiada información para entrar. Primero leí los nombres de la libreta de Shaknahyi. Luego miré la pantalla del monitor. Quizá era el momento de proseguir la investigación de Shaknahyi.

Todos los ordenadores de la red de la comisaría estaban conectados a la base de datos de la central de policía. El problema era que el teniente Hajjar nunca confió del todo en mí y me había concedido la autorización mínima. Con mi contraseña sólo podía obtener información a la que tenía acceso cualquier civil que entrase por la puerta de la comisaría y preguntase algo en la oficina de información. Sin embargo, en los meses que llevaba trabajando para la policía, accidentalmente había averiguado todos los códigos de otros plumíferos con graduaciones más altas. Existía una extensa y activa circulación clandestina de material confidencial entre el personal no uniformado. Técnicamente era del todo ilegal, pero en realidad era el único modo de poder hacer nuestros trabajos.

—Busca —le dije.

—Entra la secuencia a buscar —dijo el aparato Annamese en su peculiar acento americano.

—Bouhatta.

Ishaq Abdul-Hadi Bouhatta era la primera anotación de la libreta de Shaknahyi, víctima de asesinato, cuyo asesino no había sido capturado aún.

—Entra contraseña —dijo el ordenador.

Tenía la lista de códigos de seguridad escrita en un pedazo de papel que escondía en un manual técnico. Sin embargo hacía tiempo que había memorizado la contraseña de máximo nivel. Era una mezcla de veintidós caracteres alfanuméricos y de los símbolos del Código Ordinario Árabe para Intercambio de Información. Debía teclearlos manualmente.

—Aceptado —dijo el ordenador—. Buscando.

En treinta segundos apareció en mi monitor el archivo completo de Bouhatta. Me salté la biografía personal y los detalles de su muerte, de los que sólo me fijé en que había sido asesinado por una descarga de una pistola estática a corta distancia, al igual que Blanca. Quería saber dónde habían llevado el cadáver. Encontré la información en el informe del forense, que figuraba en la última página del archivo. No le habían practicado autopsia, sino que el cuerpo de Bouhatta había sido entregado al Hospital Abu Emir de la plaza Al-Islam.

—¿Busco algo más? —preguntó el ordenador.

—No —dije—. Captura datos.

—¿Base de datos?

—Hospital Abu Emir —dije.

El ordenador pensó un instante.

—El actual código de seguridad es suficiente —decidió.

Hubo una larga pausa mientras accedía a los archivos del ordenador del hospital.

Cuando apareció el menú principal del hospital en mi pantalla, ordené que buscara los ficheros de Bouhatta. No le costó mucho y yo encontré lo que necesitaba. Tal como sugerían las notas de Shaknahyi, a Bouhatta le habían extirpado el corazón y los pulmones casi inmediatamente después de su muerte y los habían trasplantado al cuerpo de Elwau Chami. Supuse que el resto de la información de Shaknahyi sobre las víctimas de otros asesinatos sin resolver también era cierta.

Ahora quería llevar la investigación un importante paso más allá.

—¿Busco algo más? —preguntó la base de datos del hospital.

—Sí.

—Entra la secuencia a buscar.

—Chami.

Pocos segundos más tarde apareció una lista de cinco nombres, desde Chami, Ali Masoud, hasta Chami, Zayd.

—Selecciona entrada —dijo el ordenador.

—Chami, Elwau.

Cuando el archivo apareció en la pantalla, lo leí con calma. Chami era un individuo anónimo, ni tan pobre como algunos ni tan rico como otros. Estaba casado y tenía siete hijos, cinco niños y dos niñas. Vivía en un vecindario de clase media al noreste del Budayén. Claro que los historiales médicos no decían nada de tropiezos con la ley, pero había un hecho importante oculto en el estilo redundante de los informes: Elwau Chami dirigía una pequeña tienda del Budayén, en la calle Once al norte de la Calle. Era una tienda que conocía muy bien. Chami vendía alfombras orientales baratas en la parte delantera y alquilaba la trastienda a una pareja de ancianos paquistaníes que vendían objetos de bronce a los turistas. Lo interesante era que Friedlander Bey era el propietario del edificio. Era probable que Chami también trabajara como portero del salón de juego del piso superior, donde se cruzaban elevadas apuestas.

Seguidamente investigué sobre Blanca Mataro, el transexual cuyo cadáver había descubierto con Jirji Shaknahyi. Su cuerpo había sido trasladado a otro hospital y había proporcionado los riñones y el hígado que necesitaba con urgencia una joven enferma a la que nunca conoció. En sí no era nada extraño, mucha gente donaba sus órganos en caso de muerte repentina o accidental. Me pareció demasiada coincidencia que el receptor resultara ser el sobrino de Umar Abdul-Qawy.

Me pasé hora y media repasando los archivos de todos los nombres de la agenda de Shaknahyi. Junto con Chami dos de las víctimas de asesinato —Blanca y Andreja Svobic— estaban relacionadas con Papa. Podía demostrar que de los otros cuatro nombres, dos guardaban clara relación con Reda Abu Adil. Estaba dispuesto a apostar una gran suma de dinero a que el resto también, pero no era necesario proseguir con el asunto. Nada de esto se sometería jamás a ningún tribunal. Ni Abu Adil ni Friedlander Bey se verían nunca ante un juez.

Así que, después de todo, ¿qué sabía? Uno: En las últimas semanas, en la ciudad se habían producido al menos cuatro asesinatos sin resolver. Dos: Las cuatro víctimas habían sido asesinadas del mismo modo, de un disparo a quemarropa con una pistola estática. Tres: Después de muertas a las cuatro víctimas se les había extraído los órganos sanos, porque las cuatro estaban en la lista de donantes voluntarios de la ciudad. Cuatro: Las cuatro víctimas y los cuatro receptores tenían vínculos directos o con Abu Adil o con Papa.

Había demostrado que la sospecha de Shaknahyi iba más allá de la casualidad o la coincidencia, pero sabía que Hajjar negaría que los asesinatos estuvieran relacionados. Podía decir que los asesinos habían empleado una pistola estática para que ninguno de los órganos internos sufriese ningún daño, pero a Hajjar le importaría un comino. Tenía la endiablada certeza de que Hajjar ya estaba al corriente de todo y por eso me había asignado la investigación de On Cheung en lugar de la muerte de Shaknahyi. Un montón de hombres poderosos se aliaban contra mí. Era bueno tener a Dios de mi parte.

—¿Busco algo más? —preguntó mi ordenador.

Titubeé. Tenía un nombre más para comprobar, pero en realidad no quería saber los detalles. Después de que le disparasen, Shaknahyi me dijo que descubriera adonde iban a parar sus restos. A esas alturas ya creía saberlo, aunque no sabía el nombre exacto. Estaba seguro de que una parte de Jirji Shaknahyi vivía aún en algún empleado de baja categoría de Abu Adil o Friedlander Bey, o en uno de sus amigos o parientes. Estaba totalmente asqueado, de modo que dije:

—Salir.

Miré oscurecerse la pantalla del ordenador y pensé en lo que iba a hacer.

Estaba luchando contra la tentación de buscar a alguien en la comisaría que me vendiese unos cuantos sunnies, cuando sonó el teléfono de mi cinturón. Lo descolgué y me recliné en la silla.

—Hola —dije.

—Marhaba —dijo Morgan con voz tosca.

Eso era todo el árabe que sabía. Cogí mi daddy de inglés de la ristra y me lo conecté.

—¿Cómo estás, tío? —me dijo.

—Muy bien, gracias a Dios. ¿Qué ocurre?

—¿Recuerdas que te prometí revelarte el miércoles dónde se esconde Jawarski?

—Sí, me preguntaba cuándo me informarías.

—Bueno, quizá fui demasiado optimista.

Parecía dolido.

—Me daba la impresión de que Jawarski se cubriría las espaldas muy bien.

—Pues yo tengo la impresión de que alguien le ayuda, tío.

Me enderecé en la silla.

—¿Qué quieres decir?

Hubo una pausa y Morgan siguió hablando.

—El asesinato de Shaknahyi ha dado que hablar. A la mayoría de la gente no le importa que se carguen a un policía, pero no he encontrado a nadie que odiara a Shaknahyi. Y Jawarski es un loco y una escoria, así que nadie de cuantos conozco movería un dedo por ayudarle a escapar.

Cerré los ojos y me di masajes en la frente.

—Entonces, ¿por qué no lo has localizado aún?

—Ahora te lo explico. Parece como si la policía estuviera ocultando a ese hijo de puta.

—¿Dónde? ¿Por qué?

Chiri aseguraba que Morgan era de fiar, pero esa historia parecía increíble.

—Pregúntale a tu teniente Hajjar. Hace un par de semanas él y Jawarski se tomaron unas copas juntos en el Silver Palm.

En palabras del gran humorista cristiano Mark Twain, eso era demasiado variopinto para mí.

—¿Por qué Hajjar, un oficial de policía de alto rango, vendería a uno de sus propios agentes a un lunático y buscado asesino?

Casi pude oír como Morgan se encogía de hombros.

—¿No crees que Hajjar podría estar implicado en algo sucio, tío?

Me reí con amargura y Morgan se rió también.

—No es divertido. Todo el tiempo he creído que Hajjar estaba mezclado en algo, pero no lo imaginaba dando órdenes a Jawarski. No obstante, eso responde a algunas de mis preguntas.

—¿De qué va todo esto?

—Va de algo llamado archivo Fénix. No sé qué cojones significa. Limítate a pescar a Jawarski, ¿vale? ¿Sabes ya algo útil de él?

—Algo —dijo Morgan—, Estaba en una celda de la cárcel de Khartoum esperando ser ejecutado. Alguien le pasó un arma. Una tarde Jawarski caminaba por un pasillo y se encontró con dos guardias desarmados. Mató a los tipos, luego entró en la oficina de la cárcel y empezó a disparar por todas partes como un loco hasta que alguien le dio las llaves. Abrió las grandes puertas de la entrada y salió tranquilamente a la calle. Había un montón de gente fuera a causa de los disparos y se abrió paso gracias a ellos hasta la mitad de la manzana, donde le esperaba un coche. Jawarski se largó y no dio señales de vida hasta que apareció aquí en la ciudad.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté.

—Hará un mes o seis semanas. Realizó un par de atracos y mató a otras dos personas. El otro día alguien reconoció a Jawarski en el restaurante de Meloul y llamó a la policía. Hajjar os envió a Shaknahyi y a ti, ya conoces el resto.

—Me pregunto…, me pregunto si de verdad lo reconoció alguien en el restaurante. Shaknahyi pensó que Hajjar nos la había jugado, metió a Jawarski en el restaurante de Meloul y nos envió a Jirji y a mí para que nos sorprendiesen.

—Es posible, tío. Se lo preguntaremos a Jawarski cuando lo cojamos.

—Sí, tienes razón —dije sombríamente—. Gracias, Morgan, sigue husmeando.

—Lo tendrás, tío. Quiero ganarme el resto del dinero. Ten cuidado.

—Apuesta a que sí —dije colgando otra vez el teléfono en mi cinturón.

Era una suerte saber más que mis enemigos. Disponía de la ventaja de tener los ojos bien abiertos. No sabía adonde me conduciría todo eso, pero al menos adivinaba la magnitud de la conspiración que intentaba descubrir. No sería tan idiota como para confiar en alguien por completo. En nadie en absoluto.

Cuando acabé el turno, llevé el coche patrulla hasta «la salita de recreo para oficiales de policía» y recogí al sargento Catavina, que para entonces ya estaba muy borracho. Lo tiré en la comisaría, devolví el coche a los del turno de noche y esperé a que llegara Kmuzu. La jornada laboral había acabado, pero aún tenía mucho que investigar antes de irme a dormir.

12

Fuad il-Manhous no era la persona más brillante que conocía. Una mirada a Fuad y te decías «este tipo es un idiota». Era como el personaje de un cuento de hadas al que un djinn le concedía tres deseos y se gastaba el primero en un plato de judías, el segundo en una cuchara y el tercero en limpiar el plato y la cuchara después de comer.

Era alto, pero tan delgado y enclenque que podía pasar por un refugiado de los campos de exterminio de Benghazi. Una vez vi a mi amigo Jacques retorcerle el brazo a Fuad por encima del codo con el pulgar y el índice. Las articulaciones de Fuad eran largas y distendidas como si fueran la secuela de alguna horrible enfermedad ósea o una insuficiencia vitamínica. Peinaba su pelo largo y sucio en un alto copete y llevaba gruesas gafas de pesada montura de plástico. Supongo que nunca tenía el dinero suficiente para pagarse unos ojos nuevos, ni siquiera de esos baratos guatemaltecos con lentes de imitación Nikon. Su expresión era de permanente asombro e indefensión, porque Fuad siempre llevaba un compás y medio de retraso con respecto a la banda.

Il-manhous significa algo así como «el permanentemente desventurado», pero a Fuad no le importaba el sobrenombre. En realidad le hacía feliz que lo reconocieran. Y se hacía el imbécil mejor que nadie a quien haya conocido. Tenía cierta genialidad para ello.

Estaba en el club sentado con Kmuzu a una mesa cerca del fondo. Hablábamos de lo que mi madre había hecho últimamente. Llegó Fuad il-Manhous y se quedó de pie a mi lado sosteniendo una caja de cartón.

—Indihar me deja venir aquí durante el día, Marîd —dijo con su voz gangosa y nasal.

—No hay ningún problema —dije. Hizo que me olvidara de lo que estaba a punto de decir. Le miré y él me sonrió y agitó la caja. Algo sonó en su interior—. ¿Qué llevas en esa caja?

Fuad lo consideró una invitación a sentarse. Acercó una silla de otra mesa haciendo que las patas rechinaran contra el suelo.

—Indihar dijo que mientras nadie se quejara, por ella estaba bien.

—¿Qué estaba bien? —le pregunté impaciente. Odiaba tener que arrancar información a la gente—. ¿Qué demonios llevas ahí dentro?

Fuad se pasó una mano deformada por su pelo grasiento y miró a Kmuzu con desconfianza. Luego se inclinó sobre la mesa, dejó la caja en ella y la destapó. Contenía una docena de cadenas baratas, chapadas en oro. Fuad las cogió con el índice y las levantó.

—¿Ves?

—Aja —le dije.

Guiñé un ojo a Kmuzu, que en ese momento se terminaba un vaso de té helado; estaba arrepentido de haberle engañado aquella vez para que bebiera tanto alcohol y desde entonces respetaba sus deseos. Dejó su vaso con cuidado sobre la servilleta de cóctel. Su rostro era inexpresivo pero podía decir que no aprobaba a Fuad. Kmuzu no aprobaba nada de lo que veía en el local de Chiri.

—¿De dónde las has sacado, Fuad? —le pregunté.

—Echa un vistazo —dijo sonriendo; sus dientes también estaban fatal.

Saqué una de las cadenas de la caja e intenté examinarla de cerca, pero la luz del club era demasiado débil. Di la vuelta a la etiqueta del precio. Ponía doscientos cincuenta kiams.

—Seguro, Fuad —dije con escepticismo—. Los turistas y los parroquianos se quejan cuando pagan ocho kiams por una copa. Creo que encontrarás cierta resistencia a tus ventas.

—Bueno, no las vendo por ese precio.

—¿Por cuánto las vendes?

Il-Manhous cerró los ojos, simulando concentración. Luego me miró como si me suplicase un favor.

—¿Cincuenta kiams?

Volví a mirar la caja y aparté las cadenas. Luego moví negativamente la cabeza.

—Muy bien —dijo Fuad—, diez kiams, pero yaa lateef. Me quedaré sin beneficio.

—Puede que las vendas por diez kiams —admití—. La etiqueta del precio es de una de las mejores tiendas de la ciudad.

Fuad me quitó la caja.

—O sea que valen más de diez kiams.

Me eché a reír.

—Mira —le dije a Kmuzu—, las cadenas son de metal barato plateado. Es probable que no valgan ni cincuenta fíqs. Fuad ha entrado en alguna boutique exclusiva y ha robado algunas etiquetas con el elegante nombre de la tienda y un precio de tres cifras. Luego ha puesto las etiquetas en su mierda de joyas y se las vende a los turistas borrachos. Se figura que no notarán lo que compran, sobre todo lejos de la radiante luz del sol.

—Por eso quiero pedirte que me dejes venir durante el turno de noche —dijo Fuad—. De noche es más oscuro. Seguro que lo haría mucho mejor.

—No —dije—. Si Indihar te deja timar a los turistas durante el día, eso es cosa suya. Yo prefiero no tenerte aquí por la noche cuando vengo.

—Fuera del Budayén, yaa Sidi —dijo Kmuzu amenazador—, a los que pillan haciendo esto les cortan las manos.

Fuad se horrorizó.

—¿Tú no dejarías que me hicieran nada parecido, verdad, Marîd?

Me encogí de hombros.

—«En cuanto al ladrón, sea hombre o mujer, cortadle las manos. Es la recompensa de sus actos, un castigo ejemplar de Alá. Alá es poderoso y sabio.» Es una cita del sagrado Corán. Puedes buscarla.

Fuad apretujó la caja contra su pecho hundido.

—¡Espera a que necesites algo de mí, Marîd! —gritó.

Luego salió disparado hacia la puerta, golpeándose con una silla y chocando contra Pualani por el camino.

—Insistirá —le dije a Kmuzu—. Mañana volverá a estar aquí. Ni siquiera recordará lo que le he dicho.

—Muy mal —dijo Kmuzu con seriedad—. Algún día intentará venderle una de esas cadenas a la persona errónea. Puede que se arrepienta el resto de su vida.

—Sí, pero así es Fuad. De cualquier modo, necesito hablar con Indihar antes de que cambie el turno. ¿Te importa si te dejo solo un par de minutos?

—En absoluto, yaa Sidi.

Me miró con los ojos en blanco durante un momento. Siempre me desconcertaba cuando lo hacía.

—Le diré a alguien que te traiga otro té helado —dije.

Luego me levanté y fui hacia la barra.

Indihar llevaba gafas oscuras. Le dije que no tenía que venir a trabajar hasta que se sintiera mejor, pero me dijo que prefería trabajar a quedarse en casa con los niños y sentirse peor. Necesitaba ganar dinero para pagar a la canguro y aún tenía un montón de gastos del funeral. Todas las chicas andaban de puntillas a su alrededor, sin saber qué decirle ni qué hacer. Eso creaba un ambiente sombrío en el club.

—¿Necesitas algo, Marîd? —me dijo.

Tenía los ojos enrojecidos y ojerosos. Desvió la mirada hacia los vasos del fregadero.

—Otro té helado para Kmuzu, eso es todo.

—Muy bien.

Se agachó hacia la nevera de debajo de la barra y sacó una jarra de té helado sin prestarme atención.

Recorrí la barra con la mirada. Había tres chicas nuevas trabajando en el turno de día. Sólo recordaba uno de los nombres.

—Brandi —dije—, llévale esto a ese tipo alto de allá al fondo.

—¿Te refieres a ese kaffirl —dijo.

Era bajita, de brazos gruesos y muslos rollizos, con grandes implantes pectorales y un pelo estropajoso de un rubio alentado artificialmente. Llevaba tatuajes en los dos brazos, encima del pecho derecho, en el omóplato izquierdo, saliendo por su taparrabos, en los dos tobillos y en el culo. Creo que le molestaban, porque siempre llevaba un chal negro cuando se sentaba con los clientes en el bar, y cuando bailaba llevaba zapatos rojos con plataforma y medias blancas.

—¿Quieres que le cobre?

Negué con la cabeza.

—Es mi chófer. Bebe gratis.

Brandi asintió y le llevó el té helado. Yo me quedé en el bar, retorciendo ocioso uno de los posavasos de corcho.

—Indihar —dije por fin.

Me miró indiferente.

—Te dije que no quería escuchar tus excusas.

Levanté la mano.

—No voy a decir eso. Creo que deberías aceptar alguna ayuda. Si no por ti, por tus hijos. Me gustaría pagar una tumba en el cementerio de tus suegros. A Chiri le alegrará prestarte el dinero…

Indihar respiró con exasperación y se secó las manos en la toalla de la barra.

—Eso es otra cosa de la que no quiero oír hablar. Jirji y yo nunca debimos dinero. No voy a empezar ahora.

—Seguro, pero la situación es distinta. ¿Qué pensión recibes del departamento de policía?

Arrojó la toalla, ofendida.

—Un tercio del salario de Jirji. Eso es todo. Y me han venido con el cuento de un retraso. No creen que empiece a cobrar la pensión hasta dentro de seis meses como mínimo. Antes ya estábamos con el agua al cuello. No sé qué voy a hacer ahora. Creo que tendré que buscar otro sitio más barato para vivir.

Mi primer pensamiento fue que cualquier lugar más barato que el apartamento de Haffe al-Khala sería nefasto para la educación de sus hijos.

—Quizá —dije—. Mira, Indihar, creo que te has ganado unas vacaciones pagadas. ¿Por qué no dejas que te pague dos o tres semanas por adelantado y te quedas en casa con Zahra, Hakim y el pequeño Jirji? O empleas el tiempo para ganarte algún dinero adicional, quizá…

Brandi regresó a la barra y se dejó caer a mi lado con un gesto de enojo.

—Ese cabrón no me ha dado propina.

La miré. Es probable que no fuera más lista que Fuad.

—Ya te lo dije. Kmuzu bebe gratis. No quiero que le molestes.

—¿Quién es, tu amigo especial? —preguntó Brandi con una sonrisa maliciosa.

Miré a Indihar.

—¿Por qué demonios quieres que esta puta trabaje aquí? —le dije.

Brandi se levantó del taburete y se dirigió al vestuario.

—Muy bien, muy bien —dijo—, olvídalo todo.

—Marîd —dijo Indihar en voz baja y cuidadosamente controlada— déjame en paz. No quiero préstamos, ni tratos, ni regalos. ¿Vale? Limítate a respetarme y déjame hacer las cosas a mi modo.

Fui incapaz de seguir discutiendo con ella.

—Como quieras.

Volví a la mesa con Kmuzu. Deseaba de veras que Indihar me permitiera ayudarla de algún modo. Se había ganado toda mi admiración. Era una mujer bondadosa, inteligente y amable si te fijabas en su lado bueno.

Tomé un par de copas para matar el tiempo y se hicieron las ocho. Llegó Chiri y las del turno de noche, y vi como Indihar contaba el dinero, pagaba a las chicas del turno de día y salía sin cruzar una palabra con nadie. Fui a la barra a saludar a Chiri.

—Me parece que Indihar intenta con todas sus fuerzas ser valiente —le dije.

Se sentó en un taburete detrás de la barra y echó una ojeada a los siete u ocho clientes.

—Ayer me hablaba de cuando cumplió los doce años —dijo Chiri con una voz distante—. Me dijo que conocía a Jirji desde que eran pequeños. Crecieron juntos en el mismo pueblo. Siempre le había gustado Jirji y cuando sus padres le dijeron que habían arreglado con los Shaknahyi el matrimonio de sus dos hijos, Indihar fue feliz.

Chiri se inclinó y sacó su botella privada de tende. Se sirvió medio vaso y lo probó.

—Indihar tuvo una infancia tradicional. Sus paisanos eran muy anticuados y supersticiosos. Creció en Egipto, donde según una antigua leyenda las mujeres que beben el agua del Nilo son muy apasionadas. Agotan a sus pobres maridos. Así que la costumbre es amputar el clítoris a las muchachas antes de su boda.

—Muchos países musulmanes lo hacen.

Chiri asintió.

—La partera del pueblo practicó la operación a Indihar y le puso cebollas y sal en la herida. Después de eso Indihar permaneció en cama siete días y su madre la alimentaba con mucho pollo y granadas. Cuando se levantó, su madre le regaló un vestido nuevo que acababa de terminar. A Indihar le amputaron el clítoris de raíz. Luego las dos juntas fueron al río y arrojaron el vestido a él.

Me encogí de hombros.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

Chiri tragó un poco más de tende.

Para que comprendas lo mucho que Jirji significaba para Indihar. Me dijo que su operación fue muy dolorosa pero que se alegraba de haberlo hecho. Significaba que ya era una mujer adulta y podía casarse con Jirji con la bendición de su familia y amigos.

—Supongo que no es de mi incumbencia.

—Te diré lo que no es de tu incumbencia: molestarla sobre su situación financiera. Déjala en paz, Marîd. Tus intenciones son buenas y está bien que le brindes ayuda después del asesinato de Jirji. Pero Indihar dice que no quiere tu dinero y haces que se sienta peor si andas todo el tiempo ofreciéndoselo.

Me encogí de hombros.

—Supongo que no he caído en la cuenta. Está bien. Gracias por decírmelo.

—Se pondrá bien. Y si tiene algún problema nos lo hará saber. Ahora, quiero que hables con Kmuzu. Me gusta el aspecto de ese tipo.

Alcé las cejas.

—¿Intentas ponerme celoso? ¿Kmuzu? No es un chico muy alegre, sabes. Te lo comerías vivo.

—Me gustaría intentarlo —dijo con su mejor sonrisa de dientes afilados.

Era el momento para otro tiro a ciegas.

—Chiri, ¿qué significan las letras A.L.M. para ti?

Lo pensó un poco.

—Asociación Lésbica de Madres. Esa chica, Ranina, que solía bailar en lo de Frenchy, acostumbraba llevar su boletín de información. ¿Por qué?

Me mordí el labio.

—Eso puede ser. Si se te ocurre que A.L.M. puede significar algo más, me lo dices.

—Vale, cariño. ¿Qué es, algún tipo de enigma?

—Sí, un enigma.

—Muy bien, lo pensaré. —Bebió un poco de tende y miró por encima de mi cabeza hacia la pared de espejos que estaba a mi espalda—. ¿Es cierto lo que he oído de que has tirado todas tus drogas recreativas? Nunca pensé que vería el día. ¿Tendremos que buscar a otro campeón de la química?

—Eso creo. Vacié la caja de píldoras el día en que Jirji murió.

La expresión de Chiri se tornó seria.

—Ah, sí.

Durante unos segundos se produjo un incómodo silencio.

—Aunque te diré —dije por fin—, tengo un mono bastante fuerte. Me cuesta muchísimo, pero me mantengo alejado de las drogas.

—Cortar es una cosa; sin embargo, dejarlas del todo parece algo extremado. Supongo que es lo mejor, pero siempre he creído en la moderación en todas las cosas y eso va también por la abstinencia.

Sonreí.

—Aprecio tu interés —dije—, pero sé lo que hago.

Chiri movió la cabeza con tristeza.

—Eso espero. Espero que no te estés engañando a ti mismo. No tienes mucha experiencia en manejarte estando sobrio. Podrías salir malparado.

—Todo irá bien, Chiri.

—Quizá debieras pasar por la tienda de Laila por la mañana. Tiene esos moddies que te hacen sentir como si te hubieras tomado un puñado de píldoras. Tiene toda la gama: sunnies, beauties, trifets, RPM, lo que quieras. Te conectas el moddy y si más tarde necesitas usar el cerebro para algo, te lo quitas y otra vez estás sobrio.

—No sé, me parece un poco estúpido.

Chiri separó las manos.

—Es asunto tuyo.

—¿Me preparas ginebra con bingara?

No quería seguir hablando de drogas. Empezaba a sentir el mono otra vez.

Miré a Yasmin bailar en el escenario mientras Chiri me preparaba la bebida. Yasmin seguía siendo la más preciosa colección de cromosomas XY que he visto en mi vida. Como volvíamos a ser amigos, me había contado que se arrepentía de haberse cortado su largo pelo negro. Se lo dejaba crecer de nuevo. Mientras se movía sensualmente al ritmo de la música, dirigía la vista hacia mí. Cada vez que se encontraba con mi mirada me sonreía. Yo le devolvía la sonrisa.

—Aquí tienes, jefe —dijo Chiri, dejando la bebida en un posavasos delante de mí.

—Gracias —dije.

La cogí, eché una ojeada furtiva a Yasmin y volví a sentarme con Kmuzu.

—Oye, tienes una admiradora secreta, ¿lo sabes?

Kmuzu parecía perplejo.

—¿Qué quieres decir, yaa Sidil Le sonreí.

—Creo que a Chiriga le gustaría elevar tu ritmo cardíaco.

—Eso no es posible —dijo.

Parecía muy alterado.

—¿No te gusta? Es una persona formidable. No te asustes de su aspecto de cortadora de cabezas.

—No es eso, yaa Sidi. No pienso casarme hasta que deje de ser un esclavo.

Me eché a reír.

—Eso se adapta a los planes de Chiri. Tampoco creo que ella piense en casarse.

—Lo primero que te dije cuando nos conocimos es que soy cristiano.

Chiri se acercó a la mesa y se unió a nosotros antes de que pudiera decir nada más.

—¿Qué tal te va, Kmuzu? —dijo ella.

—Bien, señorita Chiriga —dijo, en un tono casi glacial.

—Bueno. Me preguntaba si alguna vez lo has hecho con alguien que llevara el último de Dulce Pilar. Arde despacio. De todos los suyos es mi preferido. Me deja tan agotada que apenas puedo levantarme de la cama.

—Señorita Chiriga…

—Puedes llamarme Chiri, cielo.

—… me gustaría que dejara de hacerme proposiciones sexuales.

Chiri me miró y enarcó las cejas.

—¿Estoy haciendo proposiciones sexuales? Te preguntaba si alguna vez lo habías hecho…

—He oído que Dulce Pilar se vuelve a divorciar —dijo Rani, uno de los travestís del turno de noche, que merodeaba en torno a nuestra mesa.

Era evidente que ninguno de los clientes daba propina ni compraba cócteles a nadie. Supe que era una noche lenta cuando Kmuzu y yo éramos lo más interesante que ocurría en ese club.

Chiri parecía irritada.

—¡Que alguien suba al maldito escenario y baile! —gritó.

Luego se levantó y fue detrás de la barra. Lily, la preciosa belga, se quitó la blusa y empezó a bailar su música.

—Creo que ya tengo bastante de tanta marcha —dije bostezando—. Anda, Kmuzu, vámonos a casa.

Yasmin se levantó y me puso la mano en el brazo.

—¿Vendrás mañana? —preguntó—. Necesito decirte algo personal.

—¿Quieres que hablemos ahora?

Desvió la vista, azorada.

—No —dijo—. En otra ocasión. Pero quiero darte esto. —Sacó de su bolsillo la calculadora del I Ching. Yasmin juraba por el I Ching y aún creía que predijo con precisión los terribles acontecimientos de hacía varios meses—. Quizá lo necesites otra vez.

—No lo creo. ¿Por qué no lo guardas tú?

Me lo puso en la mano y cerró sus dedos sobre ella. Luego me besó. Fue un tierno beso sin prisas en los labios. Me sorprendió que me dejara temblando.

Di las buenas noches a Chiri, a los travestis y a los transexuales. Kmuzu me siguió hacia la cálida y áspera noche de la Calle. Caminamos hacia la puerta y llegamos al coche. Durante todo el camino a casa Kmuzu me explicó que encontraba a Chiri demasiado impúdica y desvergonzada.

—Pero ¿te parece excitante? —le pregunté.

—Eso está fuera de toda duda, yaa Sidi —dijo, y a partir de entonces se concentró en la conducción.

Al llegar a casa de Friedlander Bey, fui a mi habitación e intenté relajarme. Cogí una libreta y la extendí sobre mi cama, intentando poner en orden mis ideas. Miré el / Ching electrónico de Yasmin y sonreí con benevolencia. Sin ningún motivo particular apreté la tecla blanca señalada con una H. El minúsculo aparato hizo sonar su metálica canción y un sintetizador de voz humana dijo:

—Hexagrama seis. Sung. El Conflicto. Cambios en la primera, segunda y sexta líneas.

Escuché el juicio y el comentario y luego apreté la L de líneas. Me advertía que me encontraba en un período difícil y que si intentaba acelerar el camino hacia mi meta, encontraría muchos problemas. No hacía falta que ninguna computadora de bolsillo me dijera eso.

La imagen era «Cielo sobre las aguas» y me advertía que me quedase cerca de casa. El problema estaba en que ya era un poco tarde para ello.

—Si estás resuelto a enfrentarte con las dificultades —advertía la mujer mecánica— harás progresos menores que pronto serán revocados y te dejarán en peor situación que antes. Evita este problema cuidando tu jardín y eludiendo a tus poderosos adversarios.

Bueno, demonios. Me habría encantado limitarme a hacer eso. Podía olvidarme de Abu Adil y de Jawarski, dar por perdido a Shaknahyi como si se tratase de una dolorosa tragedia y dejar que Papa se las arreglara con Umm Saad ordenando a las Rocas Parlantes que le retorcieran su pérfida cabeza. Podía soltar a mi madre un grueso fajo de billetes, despedirme del club de Chiriga y coger el siguiente autobús que saliera de la ciudad.

Por desgracia, nada de eso era posible. Contemplé el juguete del I Ching, con abatimiento, entonces recordé que las líneas mutantes me daban un segundo hexagrama que indicaba adonde conducirían los acontecimientos. Apreté M.

—Hexagrama diecisiete. Sui. El Seguimiento. Arriba el lago. Abajo el trueno.

Significara lo que significase, me dijo que me aproximaba a circunstancias muy positivas. Todo lo que tenía que hacer era actuar en armonía con las personalidades de la gente con la que debía tratar. Debía adaptar mis propios deseos a las necesidades de los tiempos.

—Muy bien —dije—, eso haré. Sólo necesito que alguien me diga cuáles son las necesidades de los tiempos.

—Ese texto oracular es blasfemo —dijo Kmuzu—. Todas las religiones ortodoxas del mundo lo prohíben.

No le había oído entrar en la habitación.

—La idea del sincronismo tiene una lógica irrefutable —respondí.

En realidad, sentía casi lo mismo que él hacia el / Ching, pero también sabía que era mi trabajo lo que le atormentaba. Quizá hubiera algo que lo relajase un poco.

—Te enfrentas con personas muy peligrosas, yaa Sidi. La razón debe gobernar tus actos, y no un juego de niños.

Le lancé el artilugio de Yasmin.

—Tienes razón, Kmuzu. Una cosa así podría ser peligrosa en manos de un tonto crédulo.

—Mañana se lo devolveré a la señorita Yasmin.

—Perfecto.

—¿Necesitas algo más esta noche?

—No, Kmuzu. Voy a escribir algunas notas y luego me acostaré.

—Entonces, buenas noches, yaa Sidi.

Buenas noches, Kmuzu.

Al salir cerró la puerta de mi habitación.

Me levanté y me desnudé, abrí la cama y me volví a tumbar en ella. Empecé por hacer una lista de nombres en mi libreta: Friedlander Bey, Reda Abu Adil y Umar Abdul-Qawy, Paul Jawarski, Umm Saad y el teniente Hajjar. Los malos. Luego hice una lista de los buenos: yo.

Recordé un proverbio que había oído de niño en Argel. «Es mejor huir cuando no es necesario que cuando sí lo es». Un viaje sorpresa a Shanghai o a Venecia parecía la única respuesta razonable a esta situación.

Supongo que me dormí pensando en preparar una maleta llena de ropa y dinero y escapar en la noche perfumada de madreselva. Tuve un curioso sueño sobre Chiriga. El teniente Hajjar parecía dirigir el local y yo buscaba a alguien que hubiera visto a Yasmin o a Fayza, uno de mis amores adolescentes. Discutía con mi madre sobre si yo debía llevar o no una caja de sorbete embotellado y luego estaba en la escuela sin ropa alguna y no había estudiado para un examen importante.

Alguien me sacudía y me gritaba.

—¡Despiértate, yaa Sidil —¿Qué sucede, Kmuzu? —dije soñoliento—. ¿Cuál es el problema?

—¡La casa está ardiendo! —dijo, tirándome del brazo hasta que me levanté.

—No veo ningún incendio.

Pero podía oler el humo.

—Toda esta planta está ardiendo. No tenemos mucho tiempo. Debemos salir de aquí.

Ya estaba completamente despierto. Podía ver una gruesa capa de humo flotar a la luz de la luna que se filtraba por las celosías de las ventanas.

—Estoy bien, Kmuzu. Despertaré a Friedlander Bey. ¿Crees que toda la casa está en llamas o sólo esta ala?

—No estoy seguro, yaa Sidi.

Entonces corre hacia el ala este y despierta a mi madre. Asegúrate de que sale de aquí sana y salva.

—Y también a Umm Saad.

—Sí, tienes razón.

Salió corriendo de mi habitación. Antes de llegar a la sala, me detuve para buscar el teléfono en mi despacho. Pulsé el número de emergencias de la ciudad, pero la línea estaba ocupada. Seguí llamando durante lo que me parecieron horas antes de que me respondiera la voz de una mujer.

—Fuego —grité. En aquel momento ya estaba frenético—. La casa de Friedlander Bey, cerca del barrio cristiano.

—Gracias, señor —dijo la mujer—. Los bomberos están en camino.

El aire se había enrarecido, el humo acre me quemaba la nariz y la garganta mientras me agachaba intentando respirar. Me detuve en la entrada de la habitación y luego me apresuré a buscar mis téjanos. Se supone que debes salir de un edificio ardiendo todo lo rápido que puedas, pero aún no había visto las llamas reales y no me parecía que hubiera peligro inmediato. Resultó que estaba equivocado. Mientras me detuve a ponerme mis téjanos las calientes cenizas del aire empezaron a quemarme. No las noté en seguida, pero salí con quemaduras de segundo grado en la cabeza, cuello y hombros, que llevaba desnudos. Se me chamuscó el pelo, pero la barba me protegía el rostro. Desde entonces me prometí que nunca más volvería a afeitarme.

Por primera vez vi llamas en el pasillo. El calor era intenso. Corrí con las manos en la cabeza, intentando protegerme la cara y los ojos. Las plantas de mis pies estaban totalmente abrasadas de los diez pasos que había recorrido desde mis dependencias. Golpeé la puerta de Papa, convencido de que iba a morir allí mismo, intentando valiente pero estúpidamente salvar a un viejo que acaso ya estaría casi muerto. Por azar una idea cruzó por mi mente, el recuerdo de Friedlander Bey preguntándome si tenía coraje para llenarme los pulmones de fuego otra vez.

No hubo respuesta. Llamé más fuerte. El fuego me levantaba ampollas en la piel de la espalda y los brazos, y empezaba a asfixiarme. Retrocedí un paso, levanté la pierna derecha y di una patada a la puerta con todas mis fuerzas. No ocurrió nada. Estaba atrancada, seguramente la cerradura se había expandido con el calor. Volví a patearla y esta vez se rompió el marco de madera alrededor de la cerradura. Una patada más y la puerta cedería, derrumbándose contra la pared del salón de Papa.

—¡Oh caíd! —grité.

El humo era ahora mucho más denso. En el aire fluía un penetrante olor a plástico quemado y supe que tenía que sacar rápido a Papa de allí, antes de que el humo nos envenenase a los dos. Eso me dio menos esperanzas de encontrar a Friedlander Bey con vida. Su dormitorio estaba al fondo a la derecha y la puerta también estaba cerrada con llave. Le di una patada sin reparar en el agudo dolor de mis tobillos y mi espinilla. Ya tendría tiempo de sanar mis heridas más tarde, si salía con vida.

Papa estaba despierto, tumbado en la cama, con las manos crispadas en la sábana que le cubría. Corrí hacia él y sus ojos seguían todos mis movimientos. Abrió la boca para hablar, pero no emitió ningún sonido. Levantó débilmente una mano. No tenía tiempo para escuchar lo que intentaba decirme. Lo destapé y lo cogí en brazos como si fuera un niño. No era un hombre alto, pero había engordado un poco desde los días de su plenitud atlética. No me importó. Lo saqué del dormitorio con una fuerza demente que sabía que no duraría mucho.

—¡Fuego! —grité mientras volvía a cruzar el salón—. ¡Fuego! ¡Fuego!

Las Rocas Parlantes tenían sus habitaciones junto a las de Papa. No me atreví a dejarlo en el suelo para despertar a las Rocas. Tenía que seguir abriéndome paso a través de las llamas, hasta llegar a lugar seguro.

Al final de pasillo, dos hombres enormes vinieron hacia mí, sin decir palabra. Estaban tan desnudos como el día en que nacieron, pero eso no parecía importarles. Uno de ellos cogió a Friedlander Bey. El otro me cogió a mí y me llevó el resto del camino, bajando la escalera hasta el aire limpio y fresco.

La Roca debió de percatarse de lo malherido y lo cerca del colapso que estaba. Me sentía terriblemente agradecido, pero no tenía fuerzas para decírselo. Me prometí a mí mismo que haría algo por las Rocas en cuanto pudiera, quizás les comprase unos cuantos infieles para torturarlos. Pues ¿qué vas a regalarles a unos Gog y Magog que lo tienen todo?

Los bomberos ya habían preparado su equipo cuando Kmuzu vino a ver cómo me encontraba.

—Tu madre está a salvo. El ala este no se incendió.

—Gracias, Kmuzu —dije.

El interior de mi nariz estaba irritado y me dolía.

—Toma —dijo ofreciéndome un vaso de agua—. Eso hará que tu boca y tu garganta se sientan mejor. Vas a ir al hospital.

—¿Por qué? —le pregunté.

No me había dado cuenta de la gravedad de mis quemaduras.

—Yo iré contigo, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

—¿Papa?

—Él también necesita atención médica inmediata.

—Entonces iremos juntos.

Los bomberos me llevaron hasta la ambulancia. A Friedlander Bey ya lo habían colocado en una camilla y metido dentro. Kmuzu me ayudó a subir al vehículo. Se acercó y yo me incliné hacia él.

—Mientras te recuperas en el hospital —dijo en voz baja—, veré si puedo averiguar quién provocó este incendio.

Le miré un momento, intentando ordenar mis pensamientos. Parpadeé y me di cuenta de que se me habían quemado los párpados.

—¿Crees que ha sido provocado?

El conductor de la ambulancia cerró una de las puertas traseras.

—Tengo pruebas —dijo Kmuzu.

Entonces el conductor cerró la segunda puerta. Al cabo de un instante Papa y yo volábamos por las angostas calles, con la sirena rugiendo. Papa no se movía en su camilla. Parecía penosamente frágil. Yo tampoco me encontraba demasiado bien. Supongo que fue mi castigo por reírme del sexto hexagrama.

13

Mi madre me había traído pistachos e higos frescos, pero aún me costaba un poco tragar.

—Entonces toma un poco de esto —dijo ella—. Hasta te he traído una cucharita.

Destapó una fiambrera de plástico y la puso sobre la bandeja del hospital. Durante la visita estuvo muy cohibida.

Yo estaba sedado, aunque no todo lo que me habría gustado. Pero más vale una dosis inocua de soneína administrada por un dosificador que un golpe en el ojo con un palo afilado. Claro que si me hubiera enchufado el daddy experimental que bloquea el dolor habría tenido la cabeza totalmente despejada y lúcida. Simplemente no quería usarlo. No les había hablado a los doctores ni a las enfermeras de él, porque prefería la droga. Los hospitales son demasiado aburridos para soportarlos sobrio.

Levanté la cabeza de la almohada.

—¿Qué es? —pregunté con la voz ronca, inclinándome a coger la fiambrera de plástico.

—Leche de camello cuajada —dijo mi madre—. De pequeño te encantaba cuando estabas enfermo.

Me pareció detectar una ternura poco frecuente en su voz.

La leche cuajada de camello no parece algo como para saltar de la cama de gozo. No lo es y no lo fue. Sin embargo, agarré la cuchara e hice el número de que me gustaba sólo para complacerla. Tal vez si comía algo se quedaría satisfecha y se largaría. Entonces podría pedir otra soneína y echar un maravilloso sueñecito.

Eso era lo peor de estar en el hospital: consolar a las visitas y escuchar las historias de sus propias enfermedades y accidentes, que siempre eran de proporciones mucho más traumáticas que los tuyos.

—¿Estabas verdaderamente preocupado por mí, Marîd? —me preguntó.

—Claro que sí —dije dejando caer la cabeza sobre la almohada—. Por eso envié a Kmuzu para asegurarme de que estabas a salvo.

Sonrió con melancolía y sacudió la cabeza.

—Quizá hubieras sido más feliz si me hubiera abrasado en el incendio. Entonces no tendrías que molestarte más por mí.

—No te preocupes por eso, mamá.

—Muy bien, cariño —dijo. Me miró en silencio durante un buen rato—. ¿Cómo tienes las quemaduras?

Me encogí de hombros y eso me provocó una mueca de dolor.

—Todavía me duelen. Las enfermeras me untan con esa mugre blanca un par de veces al día.

—Debe de ser bueno para ti. Déjales que te hagan lo que quieran.

—De acuerdo, mamá.

Se produjo otro incómodo silencio.

—Supongo que debo contarte ciertas cosas —dijo ella por fin—. No he sido del todo sincera contigo.

—¿Oh?

No era ninguna sorpresa, imagino que me tragué los sarcásticos comentarios que afloraron a mi mente y dejé que me contara la historia a su manera.

Se miraba las manos, que retorcían en su regazo un pañuelo de lino deshilachado.

—Sé más de Friedlander Bey y Reda Abu Adil de lo que te he explicado.

—Ah.

Me miró.

—Los conozco a ambos de antes. Antes incluso de que tú nacieras, cuando era joven. Yo era mucho más guapa que ahora. Quería salir de Sidi-bel-Abbés, ir a algún lugar como El Cairo o Jerusalén y ser una estrella del espectáculo holo. Operarme el cerebro y hacer algunos moddies, no moddies de sexo como Dulce Pilar, sino algo con clase y respetable.

—Así que ¿Papa o Abu Adil te prometieron convertirte en una estrella?

Volvió a mirarse las manos.

—Vine aquí, a la ciudad. Cuando llegué no tenía dinero y estaba hambrienta. Entonces encontré a alguien que se ocupó de mí una temporada y me presentó a Abu Adil.

—¿Y qué hizo Abu Adil por ti?

Alzó de nuevo la vista, pero ahora las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—¿Tú qué crees? —dijo con amargura.

—¿Te prometió casarse contigo?

Movió la cabeza.

—¿Te dejó embarazada?

—No. Al final, se rió de mí y me dio un billete de vuelta para Sidi-bel-Abbés. —Su expresión adquirió cierta ferocidad—. Lo odio, Marîd.

Asentí. Ahora que había iniciado su confesión, me daba pena.

—¿No irás a decirme que Abu Adil es mi padre? ¿Qué pasó con Friedlander Bey?

—Cuando llegué por primera vez a la ciudad Papa siempre fue bueno conmigo. Por eso, incluso cuando estaba tan furiosa en Argel, me alegré de oír que Papa cuidaba de ti.

—Mucha gente lo odia, ¿sabes?

Me miró y se encogió de hombros.

—Regresé a Sidi-bel-Abbés y después de diez años conocí a tu padre. Mi vida transcurrió tan rápido… Naciste tú, luego creciste y te marchaste de Argel. Pasaron veinte años. Y poco antes de que vinieras a verme recibo un mensaje de Abu Adil. Me decía que había estado pensando en mí y quería volverme a ver.

Se estaba poniendo cada vez más nerviosa y se detuvo hasta que se calmó un poco.

—Le creí —dijo—. No sé por qué. Quizá pensé que podía tener una segunda oportunidad para vivir mi vida, recuperar todos los años que perdí, enmendar todos los errores. De cualquier modo, maldita sea, ojalá no la hubiera vuelto a joder.

Cerré los ojos y me los froté. Luego observé la cara angustiada de mi madre.

—¿Qué hiciste?

—Volví a mudarme con Abu Adil. A esa gran casa que tiene en los suburbios. Por eso sé todo sobre él y sobre Umm Saad. Tendrás que vigilarla, querido. Trabaja para Abu Adil y planea arruinar a Papa.

—Lo sé.

Mi madre se sorprendió.

—¿Ya lo sabes? ¿Cómo?

Sonreí.

—Ese jodido capullo del ayudante de Abu Adil me lo dijo. Se quieren deshacer de Umm Saad, ya no se adapta a sus planes.

—Sin embargo —dijo mi madre levantando un dedo admonitorio—, debes vigilarla. Tiene su propio programa.

—Sí, eso creo.

—¿Sabes lo del moddy de Abu Adil? ¿El que se ha hecho de sí mismo?

—Aja. Ese hijo de puta de Umar me lo contó todo. Me gustaría ponerle la mano encima unos minutos.

Se mordió el labio pensativa.

—Quizá yo sepa el modo.

Epa, eso era lo que necesitaba.

—No es tan importante, mamá.

Empezó a llorar de nuevo.

—Lo siento mucho, Marîd. Siento todo lo que he hecho, siento no ser la clase de madre que tú necesitabas.

Jo, no me sentía bien del todo como para afrontar su repentino ataque de conciencia.

—Yo también lo siento, mamá —dije, sorprendido al darme cuenta de que lo sentía de veras—. Nunca te he demostrado respeto…

—Nunca me he ganado tu respeto…

Levanté las manos.

—¿Por qué no dejamos de pelearnos para ver quién hace más daño a quién? Llamémosle tregua.

—¿Tal vez pudiéramos volver a empezar? —dijo con una peculiar timidez.

Lo dudaba mucho. No sabía si era posible empezar de nuevo, sobre todo después de lo que había ocurrido entre nosotros, pero pensé que podía darle otra oportunidad.

—Por mí está bien —dije—. No tengo ningún aprecio por el pasado.

Sonrió torcidamente.

—Me gusta vivir en casa de Papa contigo, querido. Me hace creer que no tendré que regresar a Argel y… ya sabes.

Respiré hondo.

—Te lo prometo, mamá, no tendrás que volver a esa vida nunca. Deja que a partir de ahora sea yo quien se ocupe de ti.

Se levantó y se acercó a mi cama, con los brazos abiertos, pero yo no estaba preparado para un intercambio de afecto maternofilial. Creo que tenía ciertos problemas para expresar mis sentimientos, nunca he sido una persona muy afectiva. Dejé que se inclinara, me besara la mejilla y me diera un abrazo, mientras murmuraba algo que no pude entender. Yo le di unas palmaditas en la espalda. Era todo lo más que pude hacer. Luego volvió a sentarse y suspiró.

—Me has hecho muy feliz, Marîd. Más de lo que merezco. Lo único que he deseado siempre ha sido una oportunidad para llevar una vida normal.

Bueno, qué cono, ¿qué me costaba?

—¿Qué quieres hacer, mamá? —le pregunté.

Frunció el ceño.

—En realidad no lo sé. Algo útil. Algo auténtico.

Tuve una visión lúdica de Ángel Monroe como un pirulí de caramelo en el hospital. Inmediatamente rechacé la impresión.

—Abu Adil te trajo a la ciudad para espiar a Papa, ¿no?

—Sí, fui una imbécil pensando que me quería de veras.

—¿Y en qué condiciones le dejaste? ¿Estarías dispuesta a espiarle para nosotros?

Dudó.

—Le hice saber que no me gustaba que me utilizaran. Si regreso no sé si creerá que me he arrepentido. Quizá sí. Tiene un gran ego, sabes. Los hombres como él siempre creen que las mujeres se mueren por ellos. Supongo que podría hacérselo tragar. —Me miró con una sonrisa irónica—. Siempre he sido una buena actriz. Khalid solía decirme que era la mejor.

Khalid…, ya recordaba, debía de ser su chulo.

—Deja que lo piense, mamá. No quiero meterte en nada peligroso, pero me gustaría tener un arma secreta sin que Abu Adil se enterara.

—Bueno, de cualquier modo, me siento como si le debiera algo a Papa. Por dejar que Abu Adil me tratase de ese modo y por todo lo que Papa ha hecho por mí desde que fui a vivir a su casa.

No me gustaba la idea de mezclar a mi madre en la intriga, pero sabía que podía ser una maravillosa fuente de información.

—Mamá —dije con indiferencia—, ¿qué significan las letras A.L.M. para ti?

—¿A.L.M.? No lo sé. Creo que nada. ¿La Alianza Licenciosa de Modelos? Es un sindicato de putas, pero ni siquiera sé si tienen local en esta ciudad.

—No importa. ¿Y el archivo Fénix? ¿Te suena?

Hizo una mueca.

—No —dijo despacio—, nunca he oído hablar de él.

Algo en su modo de decirlo me convenció de que estaba mintiendo. Me pregunté qué escondía esta vez. Reanudé el tono optimista de nuestra conversación, albergando mis dudas sobre la posibilidad de confiar en ella. No era el momento oportuno para resolver ese asunto, ya encontraría el momento cuando saliera del hospital.

—Mamá —dije, bostezando—, tengo un poco de sueño.

—Oh, querido, entonces me marcho. —Se levantó y me arregló las mantas—. Te dejo la leche de camello cuajada.

—Estupendo, mamá.

Se inclinó y me besó otra vez.

—Volveré mañana. Ahora voy a ver cómo está Papa.

—Dale recuerdos y dile que rezo a Alá por su bienestar.

Fue hacia la puerta y antes de salir me dijo adiós con la mano.

La puerta apenas se había cerrado, cuando recordé algo: la única persona que sabía que había visitado a mi madre en Argel era Saied Medio Hajj. Él debió de localizar a mamá para Reda Abu Adil. Debió de ser Saied quien la trajo a la ciudad para que nos espiara a Papa y a mí. Saied había estado trabajando para Abu Adil. Me había vendido.

Me prometí tener otro momento de lucidez, algo que Saied no olvidaría en la vida.

Fuera cual fuese el objetivo de la conspiración, o el significado del archivo Fénix, debía de ser algo terriblemente crucial para Abu Adil. En los últimos meses, había enviado a Saied, a Kmuzu y a Umm Saad para fisgar en nuestros asuntos. Me preguntaba cuántos otros faltaban por descubrir.

Por la tarde, justo antes de la hora de cenar, Kmuzu vino a visitarme. Vestía una camisa blanca, sin corbata, y un traje negro. Parecía un empleado de la funeraria. Tenía el semblante sombrío, como si una de las enfermeras le hubiera dicho que mi situación era desesperada. Quizá nunca volvería a crecerme el pelo quemado o tendría que vivir el resto de mi vida con ese asqueroso y frío ungüento blanco en la piel.

—¿Cómo te encuentras, yaa Sidil —Sufriendo el síndrome del estrés posincendio. Acabo de percatarme de lo cerca que estuve de palmarla. Si no me llegas a despertar…

—El fuego te habría despertado si no usaras ese potenciador del sueño.

Ya tenía bastante.

—Supongo —dije—. Te debo la vida.

—Tú rescataste al amo de la casa, yaa Sidi. Él me protege de Reda Abu Adil. Estamos en paz.

—Aún me siento en deuda contigo. —¿En cuánto valoraba yo mi vida? ¿Tendría algo de valor equivalente que ofrecerle?—. ¿Te gustaría ser libre?

Kmuzu frunció el ceño.

—Sabes que mi mayor deseo es la libertad. También sabes que está en manos del amo de la casa. Le corresponde a él decidir.

Me encogí de hombros.

—Tengo cierta influencia con Papa. Veré lo que puedo hacer.

—Te estaré muy agradecido, yaa Sidi.

La expresión de Kmuzu era neutra, pero yo sabía que no era tan frío como pretendía.

Hablamos unos minutos y se levantó para marcharse. Me hizo saber que mi madre y los criados estaban sanos y salvos, inshallah. Teníamos dos docenas de guardias armados. Claro que no habían previsto que alguien prendiese fuego al ala oeste. Confabulación, espionaje, incendio premeditado, intento de asesinato…, hacía mucho que los enemigos de Papa no expresaban su descontento de manera tan ruidosa.

Cuando Kmuzu se marchó, me aburrí en seguida. Encendí el aparato holo que estaba fijo en el mobiliario frente a mi cama. No era un buen aparato y la proyección estaba bastante fuera de cuadro. La variable vertical necesitaba un ajuste y los actores de alguna obra contemporánea centroeuropea se perdían de rodilla para abajo en la cómoda. La compleja producción era subtitulada, pero por desgracia los letreros, junto con las piernas de los actores, estaban fuera de mi vista en el cajón de los calcetines. Cuando se trataba de un primer plano, sólo veía a la persona desde la cúspide de su cabeza hasta la base de la nariz.

No me importaba, porque en casa nunca veía mucho holo. Sin embargo, en el hospital, donde el aburrimiento estaba a la orden del día, me sorprendí a mí mismo encendiéndolo y apagándolo todo el rato. Supervisé cien canales del mundo y no encontré nada que valiera la pena. Eso podía deberse a mi estado semicatatónico y a mi falta de concentración, o podía ser culpa de los personajes amputados paseando en torno a la cómoda, hablando una docena de idiomas distintos.

Así que abandoné la tragedia turingia y le dije al aparato holo que se desconectase. Luego salí de la cama y me puse la bata. Era un poco incómoda a causa de mis quemaduras y el ungüento blanco. Odiaba encontrarme así, pegado a la bata de hospital. Metí los pies en las zapatillas verdes de papel que me habían dado en el hospital y me dirigí hacia la puerta.

En ese momento un enfermero traía mi comida. Tenía un poco de hambre y empecé a segregar jugos gástricos antes de descubrir el contenido de las bandejas. Decidí quedarme en la habitación hasta después de comer.

—¿Qué es?

El enfermero lo dejó en la bandeja.

—Un suculento hígado frito —dijo.

Su tono me indicó que no era nada apetecible.

—Lo comeré más tarde.

Salí de la habitación y caminé despacio por el pasillo. Dije mi nombre al ascensor y en pocos segundos llegó la cabina. No sabía de cuánta libertad de movimientos disponía.

Cuando el ascensor me preguntó a qué piso quería ir, le pregunté el número de habitación de Friedlander Bey.

—Habitación VIP número uno.

—¿En qué piso está?

—Veinte.

No podías subir más. Este hospital era uno de los tres de la ciudad que tenían habitaciones VIP. Era el mismo hospital en donde me operaron el cerebro, hacía menos de un año. Me gustaba tener una habitación privada, pero en realidad no necesitaba una suite. No la encontraría divertida.

—¿Desea ir al piso veinte? —me preguntó el ascensor.

—Sí.

Era un ascensor estúpido. Esperé encogido mientras viajaba despacio desde el piso quince hasta el veinte. Buscaba sin suerte una postura que no me marease. Empezaba a sentirme mal por el intenso olor a menta del ungüento blanco.

Salí en el piso veinte.

Lo primero que vi fue una mujer bovina de grueso cuello vestida de uniforme blanco en medio de una oficina de enfermeras circular. A su lado estaba un hombre musculoso, vestido como un guardia de seguridad euroamericano. Tenía un cañón largo colgando de una pistolera sobre su cadera y me miraba como si estuviera decidiendo si dejarme vivir o no.

—Es usted un paciente de este hospital —dijo la enfermera.

Era tan lista como el ascensor.

—Habitación quince cuarenta —dije.

—Éste es el piso veinte. ¿Qué hace aquí?

—Quiero visitar a Friedlander Bey.

—Un momento.

Frunció el ceño y consultó su terminal de ordenador. Por el tono de su voz era obvio que no creía que alguien tan zarrapastroso como yo pudiera estar en la lista de visitas permitidas.

—¿Su nombre? —preguntó.

—Marîd Audran.

—Bien, aquí está. —Levantó la vista hacia mí. Pensé que cuando viera mi nombre en la lista quizá me mostraría un poco de maldito respeto. No hubo suerte—. Zain, acompaña al señor Audran a la suite número uno —dijo al guardia.

Zain asintió.

—Recto por aquí, señor —dijo.

Le seguí por un salón lujosamente alfombrado, doblamos por un pasillo y nos detuvimos ante la puerta de la suite uno.

No me sorprendió ver a una de las Rocas de centinela en la puerta.

—¿Habib? —dije.

Me pareció notar que parpadeaba un poco. Le empujé, esperando que extendiese su musculoso brazo para detenerme, pero me franqueó el paso. Creo que ahora las dos Rocas me aceptaban como delegado de Friedlander Bey.

Dentro de la habitación las luces estaban apagadas y la luz de las ventanas recortaba las sombras. Había flores por todas partes, metidas en jarrones y en ostentosas macetas. La fragancia dulzona resultaba casi ofensiva; si se hubiera tratado de mi habitación le habría dicho a la enfermera que les regalara las flores a otros enfermos.

Papa yacía inmóvil en la cama. No tenía buen aspecto. Sabía que se había quemado tanto como yo, y tenía la cara y los brazos rociados de la misma pasta blanca. Llevaba el cabello pulcramente peinado pero hacía días que no se afeitaba, seguramente debido a que todavía le dolía la piel. Estaba despierto pero se le caían los párpados. La soneína le abatía, no tenía mi tolerancia.

Al lado había otra habitación, donde pude ver a Youssef, el mayordomo de Papa, y a Tariq, su valet, sentados a una mesa jugando a cartas. Hicieron ademán de levantarse pero les indiqué que siguieran con su juego. Me senté en una silla junto a la cama de Papa.

—¿Cómo te encuentras, oh caíd?

Abrió los ojos, y comprobé lo que le costaba permanecer despierto.

—Estoy bien atendido, hijo mío.

No era eso lo que preguntaba, pero lo dejé pasar.

—Rezo a todas horas para que recuperes la salud.

Intentó esbozar una débil sonrisa.

—Es bueno que reces. —Se detuvo para tomar aliento—. Arriesgaste tu vida para salvarme.

Separé las manos.

—Cumplí con mi deber.

—Y por mi culpa padeciste heridas y dolor.

—No ha sido nada. Lo importante es que estás vivo.

—Estoy en deuda contigo —dijo el viejo en una voz apenas audible.

Sacudí la cabeza.

—Todo fue la voluntad de Alá. Yo sólo fui su servidor.

Hizo un gesto de dolor. A pesar de la soneína aún tenía molestias.

—Cuando me recupere y estemos los dos en casa, debes permitir que te haga un regalo a la medida de tu hazaña.

«Oh no —pensé—, otro regalo de Papa.»

—Mientras tanto, ¿cómo puedo serte útil?

—Dime: ¿cómo empezó el incendio?

—Fue torpemente provocado, oh caíd. Inmediatamente antes de escapar, Kmuzu encontró cerillas y unos trapos medio quemados empapados en líquido inflamable.

La expresión de Papa era sombría, casi homicida.

—Me lo temía. ¿Tienes más pistas? ¿De quién sospechas, hijo mío?

—No sé nada más, pero investigaré el asunto sin cesar en cuanto salga del hospital.

Por el momento pareció satisfecho.

—Debes prometerme una cosa.

—Lo que desees, oh caíd.

—Cuando descubras la identidad del incendiario, debe morir. No podemos mostrarnos débiles ante nuestros enemigos.

De algún modo sabía que iba a decir eso. Iba a tener que comprarme una pequeña libreta de bolsillo para seguir la pista de todos aquellos que deseaban matarle.

—Sí —dije—, morirá.

No le prometí que yo personalmente matara a ese hijo de puta. Quise decir que alguien lo haría. Pensé que podía encargar el asunto a las Rocas Parlantes. Eran como cachorros de leopardo, no tenías más que quitarles la correa de vez en cuando y dejarlos que se buscaran su propia comida.

—Bien —dijo Friedlander Bey, y cerró los ojos.

—Quiero hablarte de dos cuestiones más, oh caíd —dije dudando.

Me volvió a mirar con expresión agonizante.

—Lo siento, hijo mío. No me encuentro bien. Antes del incendio ya estaba enfermo. El dolor de mi cabeza y mi vientre ha empeorado.

—¿Han descubierto algo los doctores?

—No, son unos ineptos. Me dicen que no encuentran nada malo.

Siempre quieren hacerme más pruebas. Estoy rodeado de incompetencia y torturado por el dolor.

—Debes ponerte en sus manos. A mí me trataron muy bien en este hospital.

—Sí, pero tú no eras un viejo débil, aferrándose desesperadamente a la vida. Cada uno de esos bárbaros procedimientos me roba un año de existencia.

Sonreí.

—No es tan malo como eso, oh caíd. Deja que descubran la causa de tu dolor y lo curen, y pronto estarás tan fuerte como antes.

Papa movió una mano con impaciencia, indicando que no deseaba hablar más.

—¿Cuáles son esas otras preocupaciones con las que insistes en afligirme?

Tenía que plantearlas del modo correcto. Eran asuntos muy delicados.

—La primera es sobre mi criado, Kmuzu. Igual que yo te rescaté del fuego, Kmuzu me rescató a mí. Le prometí que te pediría una recompensa.

—Desde luego, hijo mío. Sin duda se la ha ganado.

—Pensé que le podrías conceder la libertad.

Papa me miró en silencio, con la expresión en blanco.

—No —dijo despacio—, todavía no es el momento. Consideraré las circunstancias y decidiré otra compensación apropiada.

—Pero…

Me detuvo con un simple gesto. Incluso tan debilitado como estaba, la fuerza de su personalidad no me permitía presionarle cuando ya había tomado una decisión.

—Sí, oh caíd —dije humildemente—. La segunda cuestión es sobre la viuda y los hijos de Jirji Shaknahyi, el oficial de policía con el que patrullaba. Están en una situación económica desesperada y me gustaría hacer algo más que simplemente ofrecerles dinero. Solicito tu permiso para que se muden a nuestra casa, quizás sólo por poco tiempo.

La expresión de Papa me comunicaba que no deseaba seguir hablando.

—Te aprecio —dijo débilmente—. Tus decisiones son mis decisiones. Está bien.

Me incliné ante él.

—Ahora te dejaré descansar. Que Alá te conceda paz y bienestar.

—Echaré de menos tu presencia, hijo mío.

Me levanté de la silla y di un vistazo a la otra habitación. Youssef y Tariq parecían absortos en su juego de cartas, pero estaba seguro de que no se habían perdido una palabra de nuestra conversación. Mientras cruzaba la puerta, Friedlander Bey empezó a roncar. Intenté abandonar la suite sin hacer ruido.

Bajé en ascensor hasta mi habitación y me subí a la cama. Me alegraba de que se hubieran llevado el hígado. Acababa de encender el aparato holo, cuando vino el doctor Yeniknani a visitarme. El doctor Yeniknani ayudó al neurocirujano que me modificó el cerebro. Era un turco de piel oscura y aspecto feroz, que estudiaba mística sufí. Había llegado a conocerlo bien durante mi última estancia y me alegraba de volver a verlo. Miré el aparato holo y le dije:

—Apágate.

—¿Cómo se encuentra, señor Audran? —dijo el doctor Yeniknani. Se acercó a mi cama y me sonrió. Sus fuertes dientes resaltaban blancos contra su tez morena y su gran bigote negro—. ¿Puedo sentarme?

—Por favor, póngase cómodo. ¿Ha venido a decirme que el fuego me ha chamuscado los sesos o es sólo una visita amistosa?

—Su reputación indica que no quedaba mucho seso para freír. No, sólo deseaba ver cómo se encontraba y si podía hacer algo por usted.

—Muchas gracias. No necesito nada. Lo único que quiero es salir cuanto antes.

—Todo el mundo dice lo mismo. Usted cree que aquí torturamos a la gente.

—He pasado vacaciones más maravillosas.

—Tengo que hacerle una proposición, señor Audran. ¿Le gustaría evitar algunos de los efectos del proceso de envejecimiento? ¿Impedir la degeneración de su mente, el lento deterioro de su memoria?

—Uf, oh. Me está usted tendiendo una horrible trampa, lo noto.

—No es ninguna trampa. El doctor Lisan está experimentando una técnica que promete lograr todo lo que le acabo de mencionar. Imagine que a medida que se hace viejo no se tendrá que preocupar por la pérdida de sus facultades mentales. Sus procesos mentales serán tan eficaces y rápidos ahora como dentro de doscientos años.

—Parece formidable, doctor Yeniknani. Pero no se trata de suplementos vitamínicos, ¿no es cierto?

Me dedicó una sonrisa de pesar.

—Bueno, no exactamente. El doctor Lisan trabaja en un aumento plexiforme cortical. Envuelve el córtex cerebral en una trama de reticulaciones de alambre. Esa trama está hecha de filamentos de oro increíblemente finos, que están conectados a las mismas nervaciones orgánicas que unen el implante corímbico al sistema nervioso central.

—Aja.

Me parecía una demente jerga científica.

—Los filamentos transmiten a su cerebro impulsos eléctricos de su córtex cerebral a la trama de oro y luego en dirección opuesta. La trama sirve como un mecanismo de almacenamiento artificial. Nuestros primeros resultados demuestran que se puede triplicar o cuadruplicar el número de conexiones neuronales de su cerebro.

—Como una expansión de memoria en un ordenador.

—Es una analogía demasiado fácil —dijo el doctor Yeniknani. Podía asegurar que le excitaba explicarme sus descubrimientos—. La naturaleza de la memoria es holográfica, ya sabe, de modo que no le estoy ofreciendo sólo un gran número de slots vacíos en los que archivar sus ideas y recuerdos. Es más que eso, le dotamos de un mejor sistema de redundancia. Su cerebro almacena cada recuerdo en muchos lugares, pero como las células cerebrales envejecen y mueren, muchos de estos recuerdos y actividades aprendidas se olvidan. Sin embargo, con el aumento cortical existe la posibilidad de multiplicar la información almacenada en mucha mayor medida de lo normal. Su mente estará a salvo, protegida contra el fallo gradual, excepto en el caso de una herida traumática.

—Todo lo que debo hacer —dije con escepticismo— es dejar que usted y el doctor Lisan envuelvan mi cerebro en una redecilla como una col del mercado.

—Eso es. No sentirá nada. —Sonrió—. Y, además, puedo prometerle que el aumento acelerará su proceso cerebral. Tendrá los reflejos de un superhombre. Usted…

—¿A cuánta gente se lo han hecho antes y cómo se encuentran ahora?

Estudió sus largos y finos dedos.

—Aún no hemos practicado la operación a ningún sujeto humano. Pero nuestro trabajo de laboratorio con ratas es muy prometedor.

Vaya alivio.

—Creo que está intentando venderme la operación.

—Piénselo, señor Audran. En un par de años buscaremos valientes voluntarios para que nos ayuden a derribar las fronteras de la medicina.

Levanté el brazo y me di unos golpecitos en mis dos implantes corímbicos.

—A mí no me mire. Yo ya he cumplido mi parte.

El doctor Yeniknani se encogió de hombros. Se reclinó en la silla y me miró pensativo.

—Tengo entendido que salvó la vida de su patrón. Una vez le dije que la muerte es deseable como paso al paraíso, y que no debía temerla. También es cierto que la vida es más deseable, como medio de reconciliación con Alá, si seguimos el Camino Recto. Es usted un hombre valiente.

—No creo, en realidad no hice nada heroico. En ese momento no lo pensé.

—Usted no sigue estrictamente los mandamientos del Mensajero de Dios —dijo—, pero es usted un hombre practicante a su modo. Hace doscientos años un hombre dijo que las religiones del mundo son como una linterna con paneles de cristal de muchos colores y Dios era la única llama que alumbraba en ellas. —Me estrechó la mano y se levantó—. Con su permiso.

Cada vez que hablaba con el doctor Yeniknani me brindaba su sabiduría sufí para que meditase.

—La paz sea con usted.

—Y con usted —dijo, saliendo de mi habitación.

Comí la cena más tarde, una especie de cordero asado, guisantes y un guiso de judías con cebollas y tomates, que habría sido delicioso si el personal de la cocina conociera la existencia de la sal y quizá de un poco de zumo de limón. Volvía a aburrirme y encendí el aparato holo, lo apagué, contemplé las paredes, lo encendí de nuevo. Por fin, para mi alivio, sonó el teléfono junto a mi cama. Lo cogí y dije:

—Alabado sea Alá.

Oí la voz de Morgan al otro extremo. No tenía el daddy de inglés conmigo y Morgan no sabía ni preguntar dónde estaba el lavabo en árabe; las únicas palabras que entendí fueron: «Jawarski» y «Abu Adil». Le dije que hablaría con él cuando saliera del hospital; sabía que no me entendía más que yo a él, así que colgué.

Me recosté sobre la almohada y contemplé el techo. No me sorprendí de que existiera una relación entre Abu Adil y el loco asesino americano. Por el cariz que tomaban las cosas, no me sorprendería descubrir que Jawarski era en realidad mi hermano perdido.

14

Me pasé casi una semana en el hospital. Miré el holo, leí un montón y, en contra de mis deseos, unas cuantas personas vinieron a verme: Lily, el transexual que estaba perdidamente enamorado de mí, Chiri, Yasmin. Recibí dos sorpresas: la primera fue una cesta de frutas de Umar Abdul-Qawy, la segunda una visita de seis completos desconocidos, gente que vivía en el Budayén y en el barrio de la comisaría. Entre ellos reconocí a la joven con el bebé a la que di algún dinero el día que nos enviaron a Shaknahyi y a mí a buscar a On Cheung.

Parecía tan tímida y cohibida como cuando se me acercó en la calle.

—Oh caíd —dijo con voz temblorosa, dejando una cesta cubierta por una tela sobre mi mesa—, suplicamos a Alá tu recuperación.

—Pues ha dado resultado —dije con una sonrisa—, porque el doctor dice que saldré de aquí hoy.

—Alabado sea Dios —dijo la mujer. Se volvió hacia los que la acompañaban—. Estas personas son los padres de los niños, los niños que te piden limosna en las calles y en la comisaría. Te están agradecidos por tu generosidad.

Esos hombres y mujeres vivían en una pobreza que yo había conocido la mayor parte de mi vida. Lo curioso es que no se mostraban quisquillosos conmigo. Puede parecer ingrato, pero a veces sientes resentimiento hacia tus benefactores. Cuando era joven, conocí la humillación que a veces supone recibir caridad, sobre todo cuando estás tan desesperado que no te puedes permitir el lujo del orgullo.

Todo depende de la actitud de los donantes. Nunca olvidaré cómo odiaba la Navidad cuando era niño en Argel. Los cristianos del barrio solían reunir cestas de comida para mi madre, mi hermano pequeño y para mí. Luego venían a nuestra mísera casa y se paseaban sonrientes, orgullosos de su buena obra. Nos miraban a mi madre, a Hussain y a mí, esperando a que nos mostrásemos debidamente agradecidos. ¡Cuántas veces deseé no tener tanta hambre para arrojarle aquellos malditos alimentos enlatados a la cara!

Temía que esos padres sintieran lo mismo hacia mí. Quería que supieran que no tenían por qué hacer ninguna desmelenada demostración de preocuparse por mi bienestar.

—Me alegro de ayudarles, amigos. Pero en realidad, lo hago por motivos egoístas. El noble Corán dice: «Aquellos de vosotros que gastéis mucho, debéis velar por vuestros padres, parientes próximos, huérfanos, necesitados y peregrinos. Y todo el bien que vosotros hagáis, Alá lo sabrá». De modo que quizá si gasto unos cuantos kiams en una causa justa, me preparo para la noche en que me corra una juerga con las dos gemelas rubias de Hamburgo.

Un par de visitas sonrieron. Eso me relajó un poco.

—A pesar de eso —dijo la joven madre—, te damos las gracias.

—Hace menos de un año, no me iban muy bien las cosas. Comía de vez en cuando. A veces no tenía adonde ir y dormía en los parques y en los edificios abandonados. Desde entonces todo me ha salido bien y no hago más que devolver el favor. Recuerdo lo amables que fueron ciertas personas cuando estaba hundido.

En realidad, nada de eso era cierto, pero era caritativo.

—Ahora te dejamos, oh caíd —dijo la mujer—. Seguramente necesitarás descansar. Sólo queremos que sepas que si podemos hacer algo por ti, nos harías muy feliz.

La estudié de cerca, preguntándome si de verdad sentía lo que decía.

—Resulta que estoy buscando a dos tipos. On Cheung, el vendedor de bebés, y ese asesino de Paul Jawarski. Si alguien tiene alguna información le estaría muy agradecido.

Observé como intercambiaban miradas nerviosas. Nadie dijo nada. Como era de esperar.

—Que Alá te conceda paz y bienestar, caíd Marîd al-Amin —murmuró la mujer encaminándose hacia la puerta.

Me había ganado el epíteto. Me había llamado Marîd el digno de confianza.

Allah yisallimak —respondí.

Me alegré de que se fueran.

Una hora más tarde, una enfermera me dijo que mi médico había firmado el alta. Perfecto. Llamé a Kmuzu y me trajo ropa limpia. Tenía la piel muy sensibilizada y me dolía al vestirme, pero me alegraba de irme a casa.

—Morgan, el americano, desea verte, yaa Sidi —dio Kmuzu—. Dice que tiene algo que contarte.

—Buenas noticias —dije.

Subí al sedán eléctrico y Kmuzu cerró la puerta de mi lado. Luego dio la vuelta alrededor del coche y se puso al volante.

—Debes ocuparte de algunos asuntos. En tu escritorio hay un considerable montón de dinero.

—Ah, sí, ya me lo imagino.

Debían de ser dos gruesos sobres con mi sueldo de Friedlander Bey, más mi parte del local de Chiri.

Kmuzu deslizó sobre mí una mirada furtiva.

—¿Tienes algún plan para ese dinero, yaa Sidi? Le sonreí.

—¿Por qué, quieres que apueste por algún caballo?

Kmuzu frunció el ceño. Recordé que no tenía sentido del humor.

—Tu riqueza ha aumentado. Con el dinero que has ganado mientras estabas en el hospital, tienes más de cien mil kiams, yaa Sidi. Con esa suma se podría hacer mucho bien.

—No sé cómo controlas mi saldo bancario, Kmuzu. —A veces era tan cordial que me olvidaba de que en realidad era un vulgar espía—. Tengo algunos planes para destinar el dinero a un buen fin. Una clínica gratuita en el Budayén, o quizá ofrecer comidas a los necesitados.

Le dejé alucinado.

—¡Eso es maravilloso y sorprendente! —dijo—. Lo apruebo de todo corazón.

—Me alegro —dije con amargura. Lo había estado pensando de verdad, pero no sabía por dónde empezar—. ¿Te gustaría estudiar la posibilidad? Eso de Abu Adil y Jawarski ocupa todo mi tiempo.

—Me hará más que feliz. No creo que tengas bastante para fundar una clínica, yaa Sidi, pero ofrecer comidas calientes a los pobres, eso sí que es un gesto encomiable.

—Espero que sea más que un gesto. Avísame cuando tengas preparado el proyecto y algunas cifras para echarle un vistazo.

Lo mejor de todo era que eso mantendría ocupado a Kmuzu y me dejaría en paz un tiempo.

Al entrar en casa, Youssef me sonrió y me hizo una reverencia.

—¡Bienvenido a casa, oh caíd!

Insistió en pelearse con Kmuzu por llevar mi maletín y los dos me siguieron por el pasillo.

—Aún están reconstruyendo tus habitaciones, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. Te he instalado en una suite del ala este. En el primer piso, lejos de tu madre y de Umm Saad.

—Gracias, Kmuzu. —Ya empezaba a pensar en el trabajo que debía hacer. No podía perder más tiempo recuperándome—. ¿Está Morgan aquí o tengo que llamarle?

—Está en la antecámara del despacho —dijo Youssef—. ¿He hecho bien?

—Perfecto, Youssef. ¿Por qué no le devuelves la maleta a Kmuzu? Él la llevará a nuestros aposentos provisionales. Quiero que me acompañes al despacho personal de Friedlander Bey. ¿Crees que le importará que lo use mientras está en el hospital?

Youssef lo pensó un momento.

—No —dijo despacio—, no veo ningún problema.

Sonreí.

—Bueno, tengo que ocuparme de sus asuntos hasta que se recupere.

—Entonces, te dejo, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. ¿Puedo empezar a trabajar en tu proyecto benéfico?

—Lo antes posible. Ve en paz.

—Que Dios te acompañe —dijo Kmuzu, dirigiéndose hacia el ala del servicio.

Yo fui con Youssef al despacho privado de Papa.

Youssef se detuvo en el umbral.

—¿Le digo al americano que entre? —pregunté.

—No, que espere un par de minutos. Necesito mi potenciador de inglés o no entenderé ni una palabra. ¿Te importa ir a buscarlo?

—Le dije dónde lo encontraría—. Cuando vuelvas puedes decirle a Morgan que pase.

—No faltaba más, oh caíd.

Youssef se apresuró a cumplir mi encargo.

Sentí un molesto escalofrío cuando me senté en la silla de Friedlander Bey, como si ocupara un lugar de naturaleza impía. No me hizo ninguna gracia. Por un lado, no tenía ningunas ganas de representar el papel de joven señor del crimen, ni siquiera de ocupar el puesto más legal de intermediario entre los poderes internacionales. Ahora estaba a merced de Papa, pero si Alá no remediaba su estado terminal, no tardaría en verme convertido en su sucesor. Y yo tenía otros planes para mi futuro.

Eché un vistazo a los papeles del escritorio de Papa, sin hallar nada indecente ni inculpatorio. Me disponía a hurgar en los cajones, cuando Youssef regresó.

—Te he traído la ristra entera, yaa Sidi.

Gracias, Youssef, ahora por favor dile a Morgan que pase.

—Sí, oh caíd.

Empezaba a encontrarle el gusto a todo ese servilismo, mala señal.

Me enchufé el daddy de inglés en el preciso instante en que entraba el americano rubio.

—¿Como te va, tío? —dijo sonriendo—. Nunca había estado aquí. Tienes una casa preciosa.

—Friedlander Bey tiene una casa preciosa —dije, indicando a Morgan que se pusiera cómodo—. Yo sólo soy su chico de los recados.

Me recliné en la silla.

—¿Dónde está Jawarski?

La sonrisa de Morgan se desvaneció.

—Aún no lo sé, tío. He interrogado a todo el mundo, pero aún no tengo ni una pista. No creo que haya dejado la ciudad. Está en alguna parte, pero ha hecho un buen trabajo de ilusionismo, desapareciendo.

—Sí, tienes razón. Entonces, ¿cuáles son las buenas noticias?

Se rascó la barbilla prominente.

—Sé de alguien que conoce a alguien que trabaja para cierto negocio tapadera perteneciente a Reda Abu Adil. Es un turbio servició de entrega de paquetes. Sea como sea, ese tipo que mi amigo conoce ha oído a otra persona decir que Paul Jawarski quería su dinero. Parece como si tu amigo Abu Adil hubiera facilitado a Jawarski la salida de chirona.

—Murieron un par de guardias por ello, pero no creo que a Abu Adil le importe.

—Supongo que no. Así que Abu Adil contrató a Jawarski a través de su compañía de mensajeros para que viniera a la ciudad. No sé lo que pretendía Abu Adil, pero sé cuál es la especialidad de Jawarski. Mi amigo lo llama Escuela de Liquidaciones Jawarski.

—Y ahora Abu Adil se asegura de que Jawarski no dé ningún paso en falso.

—Eso creo.

Cerré los ojos y pensé en ello. Todo coincidía. No tenía ninguna prueba tangible de que Abu Adil hubiera contratado a Jawarski para asesinar a Shaknahyi, pero en mi corazón sabía que era cierto. También sabía que Jawarski había asesinado a Blanca y a las otras víctimas de la libreta de Shaknahyi. Y, como el teniente Hajjar trabajaba tanto para Friedlander Bey como para los tribunales de justicia, tenía pocas esperanzas de que la policía hiciera salir a Jawarski de su escondrijo. Incluso si lo hacía, Jawarski nunca sería procesado.

Abrí los ojos y miré a Morgan.

—Sigue buscando, amigo, porque no creo que nadie más lo haga.

—¿Dinero?

Le miré fijamente.

—¿Qué?

—¿Tienes algún dinero para mí?

Me levanté enfadado.

—¡No, no tengo ningún dinero para ti! Te dije que te pagaría los otros quinientos cuando encontrases a Jawarski. Ése fue el trato.

Morgan se puso en pie.

—Está bien, tío, no te lo tomes así.

Sentí vergüenza de mi arrebato.

—Lo siento, Morgan. No estoy furioso contigo. Es que este asunto me saca de quicio.

—Sí. Sé que eras un buen amigo de Shaknahyi. Está bien, seguiré investigando.

—Gracias, Morgan. —Le acompañé fuera del despacho y le mostré la puerta principal—. No dejaremos que se salgan con la suya.

—El crimen nunca paga, ¿no es cierto, tío?

Morgan sonrió y me dio una palmada en el hombro quemado. Me arrancó una mueca de dolor.

—Sí, tienes razón.

Caminé con él por el camino de grava. Quería alejarme de la casa y si me largaba ahora podría escapar sin que Kmuzu se me pegase como una lapa.

—¿Te apetece un paseo hasta el Budayén? —le dije.

—No, gracias. Tengo que resolver otros asuntos, tío. Te veré más tarde.

Volví hacia la casa y saqué el coche del garaje. Pensé en pasarme por mi club y ver si todavía existía.

Aún estaban las del tumo de día y sólo cinco o seis clientes. Indihar arrugó el ceño y desvió la mirada al verme. Decidí sentarme a una mesa en lugar de hacerlo en mi sitio habitual. Pualani se acercó a saludarme.

—¿Quieres una Muerte Blanca? —me preguntó.

—¿Muerte Blanca? ¿Qué es eso?

Encogió sus delgados hombros.

—Oh, así es como Chiri llama a esa horrible mezcla de ginebra y bingara que tú tomas.

—Sí, tráeme una Muerte Blanca.

No era mal nombre.

Brandi se movía en el escenario bailando música de propaganda sikh que de repente se había puesto muy de moda. La odiaba con toda mi alma. No me gusta escuchar discursos políticos, aunque tengan mucho ritmo y un pegadizo compás binario.

—Aquí tienes, jefe —dijo Pualani, dejando una servilleta de cóctel ante mí y depositando en ella un vaso alto—. ¿Te importa que me siente?

—¿Eh? Oh, claro que no.

—Quería preguntarte algo. Sabes, estoy pensando en operarme el cerebro para poder usar moddies.

Ladeó la cabeza y me dirigió una mirada escrutadora, como si yo no comprendiera lo que estaba tratando de decirme. No dijo nada más.

—Sí —dije por fin.

Con Pualani tenías que responder con monosílabos si no querías pasar el resto de tu vida atrapado en la misma conversación.

—Bueno, todo el mundo dice que tú sabes más que nadie sobre eso. Me preguntaba si podías recomendarme a alguien.

—¿Un cirujano?

—Aja.

—Bueno, hay un montón de doctores que te lo harán. La mayoría son de confianza.

Pualani frunció el ceño.

—Bueno, me preguntaba si podía acudir a tu médico en tu nombre.

—El doctor Lisan no tiene consulta privada. Pero su ayudante, el doctor Yeniknani, es un buen tipo.

Pualani me miró de soslayo.

—¿Me escribirías su nombre?

—Claro.

Escribí su nombre y su código telefónico en la servilleta de cóctel.

—¿Y también hace tetas?

—No lo creo, cielo.

Pualani ya había gastado una pequeña fortuna modificando su cuerpo. Tenía un adorable culo que había redondeado con silicona, pómulos acentuados con silicona, barbilla y nariz remodeladas e implantes de pecho. Tenía una figura devastadora y creo que era un error aumentar su busto, pero hace tiempo aprendí que no se puede razonar con las bailarinas en lo que respecta al tamaño de los pectorales.

—Oh, okay —dijo, obviamente contrariada.

Yo di un sorbo de mi Muerte Blanca. Pualani no dio muestras de marcharse. Dejé que continuara.

—¿Conoces a Indihar? —le preguntó.

—Sí.

—Bueno, tiene un montón de problemas. Está hecha polvo.

—Intenté hacerle un préstamo, pero no lo aceptó.

Pualani sacudió la cabeza.

—No, no aceptará un préstamo. Pero quizás puedas ayudarle de algún otro modo.

Entonces se levantó y caminó hasta la entrada del club y se sentó junto a una pareja de orientales con gorras de marinero.

A veces desearía perder de vista la vida real. Di otro trago a mi bebida, me levanté y fui hasta la barra. Indihar me vio y vino hacia mí.

—¿Quieres algo, Marîd?

—La pensión de Jirji no te va a ser de mucha ayuda, ¿no?

Me dirigió otra mirada de fastidio y se dio la vuelta. Se fue al otro extremo de la barra.

—No quiero tu dinero.

La seguí.

—No te estoy ofreciendo dinero. ¿Te gustaría un trabajo tranquilo donde pudieras vivir gratis y vigilar a tus hijos todo el día? No tendrías que pagar a la canguro.

Se volvió hacia mí.

—¿De qué se trata? —dijo con expresión de desconfianza.

Sonreí.

—Mudar al pequeño Jirji, a Zahra y a Hakim a una de las estancias vacías de la casa de Papa. Cada mes ahorrarías un montón de pasta.

Lo meditó.

—Tal vez. ¿Por qué quieres que vaya a casa de Papa?

Tenía que ocurrírseme algún motivo que pareciera real.

—Es por mi madre. Necesito que alguien la vigile. Estoy dispuesto a pagar lo que me pidas.

Indihar dio una palmada en la barra.

—Ya tengo trabajo, ¿recuerdas?

—Hey, si ése es el problema estás despedida.

Palideció.

—¿De qué demonios hablas?

—Piénsalo, Indihar. Te ofrezco un precioso hogar, alquiler y comida gratis, más un dinero a la semana por un trabajo de media jornada que consiste en asegurarse de que mi madre no cometa ninguna locura. Tus hijos estarán cuidados y no tendrás que venir a este bar cada día. No tendrás que desnudarte ni bailar ni tendrás que tratar con mamones borrachos ni culos perezosos como Brandi.

Alzó las cejas.

—Te daré una respuesta, Marîd, en cuanto descubra qué tramas.

Parece demasiado bueno para ser honrado, cariño. Quiero decir que no llevas un moddy de Santa Claus ni nada por el estilo.

—Piénsalo. Habíalo con Chiri. Tú confías en ella. Escucha su opinión.

Indihar asintió. Aún me miraba recelosa.

—Aunque acepte, no voy a joder contigo.

Suspiré.

—Muy bien, vale.

Al cabo de un minuto de sentarme, Fuad il-Manhous se dejó caer en la otra silla.

—Me desperté el otro día —dijo con su aguda voz nasal— y mi mamá me dijo: «Fuad, no tenemos dinero, coge una de las gallinas y ve a venderla».

Ya estaba otra vez con sus estúpidas fábulas. Le gustaba tanto llamar la atención que se comportaba como un completo idiota sólo para hacerme reír. Lo triste es que hasta sus historias más fantásticas estaban basadas en cagadas reales de Fuad.

Me miró fijamente para asegurarse de que le atendía.

—Y así lo hice. Salí al corral de mi mamá y perseguí a las gallinas hasta que atrapé una. Luego bajé la cuesta, subí otra, crucé un puente y caminé por las calles hasta llegar al zoco de los polleros con ella. Bueno, nunca había llevado una gallina al mercado, así que no sabía qué hacer. Me quedé allí plantado en medio de la plaza todo el día, hasta que vi que los mercaderes guardaban su dinero con llave en unas cajas y cargaban las mercancías sobrantes en sus carretas. Ya había oído la llamada del ocaso a la oración, de modo que me di cuenta de que no tenía mucho tiempo.

»Llevé la gallina a uno de los hombres y le dije que quería venderla. Él la miró y sacudió la cabeza. “Esta gallina ha perdido todos sus dientes”, me dijo.

»La miré y por Alá que tenía razón. La gallina no tenía ni un solo diente en su pico. Así que le dije: “¿Qué me darías por ella?”. Y el hombre me dio un puñado de fiqs de cobre.

»Entonces fui a casa con una mano en el bolsillo y la otra llena de fiqs de cobre. Cuando empezaba a cruzar el puente sobre el canal de drenaje, allí estaba una feroz nube de mosquitos. Empecé a mover las manos para ahuyentarlos, y crucé el resto del puente corriendo. Cuando llegué al otro lado vi que ya no llevaba el dinero. Había arrojado todas las monedas al canal.

Fuad carraspeó.

—¿Puedo tomar una cerveza, Marîd? —me preguntó—. Me ha entrado mucha sed.

Indiqué a Indihar que trajera una.

—¿Vas a pagarla? —le dije. Su cara se descompuso. Parecía un cachorro a punto de ser apaleado—. Era una broma. La casa invita. Quiero oír cómo termina la historia.

Indihar dejó una jarra ante él, luego se quedó de pie esperando oír el resto de la historia.

Basmala —murmuró Fuad, y dio un gran trago. Luego dejó la cerveza, me hizo una rápida mueca de agradecimiento y prosiguió—. Cuando llegué a casa mi mamá estaba muy furiosa. No tenía dinero y no tenía gallina. “La próxima vez”, me dijo, “guárdalo en el bolsillo”.

»“Ah, ¿cómo no se me ocurrió antes?”, le respondí. De modo que a la mañana siguiente mi mamá me despertó y me dijo que llevara otra gallina al zoco. Bueno, me vestí, salí y perseguí a las gallinas hasta que cogí una, y bajé una cuesta, subí otra, crucé el puente, y caminé por las calles hasta llegar al zoco con ella. Y esta vez no me quedé allí plantado bajo un sol sofocante toda la mañana y toda la tarde. Fui directamente al mercader y le enseñé la segunda gallina.

»“Está tan mal como la que me trajiste ayer”, me dijo. “Y además, tengo que hacerle un hueco en mi tenderete y guardarla todo el día. Te diré lo que haremos. Te daré un gran tarro de miel a cambio. Es una miel exquisita.”

»Bueno, era un buen cambio, porque mi mamá tenía otras cuatro gallinas, pero no tenía miel. De modo que cogí el tarro de miel y me fui a casa. Nada más cruzar el puente recordé lo que mi mamá me había dicho. Abrí el tarro y vertí la miel en mi bolsillo. Cuando subí la última cuesta ya no quedaba nada.

»Mi mamá volvió a enfurecerse. “La próxima vez llévala en la cabeza”, me dijo.

»“Ah, ¿cómo no se me ocurrió antes?”, le respondí. La tercera mañana, me levanté y cacé otra gallina, la llevé al zoco y se la mostré al mercader.

»“¿Todas tus gallinas tienen tan mal aspecto?”, me dijo. “Bueno, en nombre de Alá, te daré mi cena por ese pájaro.” Y el mercader me dio una ración de cuajada y suero de leche.

»Bueno, recordé lo que mi mamá me había dicho y la llevé haciendo equilibrio en la cabeza. Caminé por las calles, crucé el puente, bajé una cuesta y subí otra. Cuando llegué a casa, mi mamá me preguntó qué me habían dado por la gallina. “Bastante cuajada y suero de leche para tu cena”, le dije.

»“¿Y donde está?”, me preguntó ella.

»“En mi cabeza”, le respondí. Me miró y me empujó hasta el lavadero. Me lanzó todo un cubo de agua fría por la cabeza y me frotó el pelo con un cepillo de púas duras. No dejaba de maldecirme por haber perdido la cuajada y el suero.

»“La próxima vez llévalo con cuidado en las manos”, me dijo.

»“Ah, ¿cómo no se me ocurrió antes?”, le respondí. Así que a la mañana siguiente, muy temprano, antes de que saliera el sol, fui al corral y escogí la gallina más bonita y gorda que quedaba. Salí de casa antes de que mi mamá se despertara, bajé la cuesta y caminé por las calles hasta el zoco de los polleros con la gallina.

»“Buenos días, amigo mío”, me dijo el mercader. “Veo que traes otra gallina vieja y desdentada.”

»“Es una gallina muy hermosa, y quiero lo que vale, no menos”, repuse.

»E1 mercader miró la gallina de cerca y dijo entre dientes: “Sabes, estas plumas están muy pegadas”.

»“¿No es así como deben estar?”, me extrañé.

»Me señaló una fila de gallinas muertas con las cabezas cortadas. “¿Ves alguna pluma en ésas?”

»“No”, admití.

»“Entonces, lo siento. Me costará mucho tiempo y trabajo quitarle todas esas plumas. Sólo te puedo ofrecer este fiero gato.”

»Pensé que era buen negocio porque un gato puede cazar los ratones y las ratas que merodean por el corral y roban la comida de las gallinas. Recordé lo que mi mamá me había dicho e intenté llevar al gato con mucho cuidado en las manos. Poco después de bajar una cuesta y antes de subir la otra el gato maulló, se agitó, luchó y me arañó hasta que no pude sostenerlo. Saltó de mis manos y se me escapó.

»Sabía que mamá iba a enfurecerse. “La próxima vez átalo con un cordel y arrástralo”, me dijo.

»“Ah, ¿cómo no se me ocurrió antes?”, respondí. Sólo quedaban dos gallinas, de modo que me costó más coger una a la mañana siguiente, a pesar de que me daba igual la gallina que fuera. Cuando llegué al zoco el mercader se alegró de verme.

»“Alabado sea Alá porque los dos estamos bien esta mañana”, me dijo sonriente. “Veo que tienes una gallina.”

»“Exacto”, dije. Dejé la gallina en los cartones que servían de mostrador.

»El mercader cogió la gallina, la sopesó en sus manos y la golpeó con el dedo como cuando se cata un melón. “No pondrá huevos esta gallina, ¿verdad?”, me preguntó.

»“¡Claro que pone huevos! ¡Es la mejor clueca que ha tenido mi madre!”

»El hombre negó con la cabeza, frunció el ceño y dijo: “Ves, ése es el problema. Cada huevo que pone esta gallina le resta carne de sus huesos. Sin duda sería una preciosa y gorda gallina si no hubiera puesto huevos. Menos mal que me la has traído antes de que se consumiese”.

»“También los huevos tienen valor.”

»“No veo los huevos. Te diré lo que haremos. Te cambiaré este pollo muerto, limpio, listo para comer, por tu gallina ponedora. Ninguno de los demás polleros te hará un trato mejor. En cuanto se enteren de que esta gallina es tan buena ponedora no te darán ni dos fiqs de cobre.”

»Estaba encantado de que aquel hombre me hubiera tomado tanto afecto, porque me contaba cosas que ninguno de los demás mercaderes me habría contado. De modo que le cambié mi inútil ponedora por un pollo listo para comer, aun cuando me pareció un poco famélico, olía raro y tenía un color muy extraño. Recordé lo que mi mamá me había dicho, así que lo até con un cordel y lo llevé a rastras camino a casa.

»¡ Tendrías que haber oído los alaridos de mi mamá cuando llegué a casa! Ese pobre pollo desplumado estaba completamente estropeado. “¡Por mis ojos! ¡Eres el mayor idiota de todas las tierras del Islam! ¡La próxima vez cárgatelo a hombros!”, gritó.

»“¡Ah! ¿Cómo no se me ocurrió antes?”, respondí.

»De modo que sólo quedaba una gallina, y me prometí a mí mismo que al día siguiente iba a hacer el mejor trato. No esperé a que mi mamá se despertara. Me levanté pronto, me lavé la cara y las manos, me puse mi mejor traje y salí al corral. Tardé una hora en coger a la última gallina, que era la favorita de mi mamá. Se llamaba Mouna. Por fin le eché el guante a su escurridizo y aleteante cuerpo. La saqué del corral, bajé una cuesta, subí la otra, crucé el puente, caminé por las calles hasta el zoco, con la gallina.

»Pero esa mañana el pollero no estaba en su tenderete. Le esperé unos minutos, pensando dónde podría estar mi amigo, hasta que por fin se me acercó una muchacha. Vestía como una musulmana recatada debe vestir y debido al velo no podía verle la cara, pero cuando habló, supe por su voz que sin duda era la muchacha más linda que había conocido en mi vida.

—Así puedes verte metido en un montón de líos —le dije a Fuad—. Yo he cometido el error de enamorarme por teléfono más de una vez.

Puso mala cara ante la interrupción y prosiguió.

—Sin duda era la muchacha más hermosa que había conocido en mi vida. Y me dijo: «¿Eres el caballero que ha estado vendiendo sus gallinas a mi padre cada mañana?».

»Yo le dije: “No estoy seguro. No sé quién es tu padre. ¿Es éste su tenderete?”. Ella dijo que sí. Yo le respondí: “Entonces yo soy ese caballero y aquí traigo nuestra última gallina. ¿Dónde está tu padre esta mañana?”.

»Grandes lagrimones asomaron a sus ojos. Me miraba con una expresión digna de lástima, al menos la que yo podía ver. “Mi padre está gravemente enfermo. El doctor no espera que pase de este día”, dijo.

»Vaya, estaba muy impresionado por la noticia. “Alá tenga piedad de tu padre y le conceda salud. Si muere, hoy tendré que vender mi gallina a otro.”

»La muchacha no dijo nada durante un momento. No creo que le importara lo más mínimo lo que le ocurriese a mi gallina. Por fin dijo: “Mi padre me ha enviado a buscarte. Le remuerde la conciencia. Dice que hizo un trato injusto y desea enmendarlo antes de ser llamado al seno de Alá. Te suplica que aceptes este asno, el mismo que ha arrastrado la carreta de mi padre desde hace diez años”.

»Sospechaba un poco de su oferta. Después de todo, no conocía a la chica tanto como a su padre. “A ver si lo entiendo”, dije, “¿quieres cambiarme tu precioso asno por esta gallina?”.

»“Sí”, respondió ella.

»“Tendré que pensarlo. Es nuestra última gallina, ¿sabes?” Lo pensé una y otra vez y no encontré nada que pudiera irritar a mi mamá. Estaba segura de que por fin se alegraría de uno de mis cambalaches. “Muy bien”, dije, y aferré el arnés del asno. “Coge la gallina y dile a tu padre que rezaré por su recuperación. Quizá él vuelva mañana a su puesto en este zoco, inshallah.”

»“Inshallah”, dijo la muchacha, y bajó púdicamente los ojos. Se fue con la última gallina de mi mamá y nunca la volví a ver. Sin embargo, he pensado mucho en ella, porque sin duda es la única mujer que he amado.

—Sí, seguro —dije riendo.

A Fuad le vuelven loco las putas baratas, de esas que llevan navaja. Lo puedes encontrar toda la noche en el Red Light, el local de Fátima y Nassir. No conozco a nadie que tenga redaños para entrar allí solo. Fuad se pasa la vida allí, enamorándose y dejándose rajar.

—De cualquier modo —dijo—, llevaba el asno a casa, cuando recordé lo que mi mamá me había dicho. Así que forcejeé y me esforcé hasta que pude llevar el asno a hombros. Debo admitirlo, no entendí por qué mi mamá quería que lo llevase de ese modo, cuando podía andar por su propio pie lo mismo que yo. Pero no quería que se volviera a enojar.

»Me dirigía tambaleante a casa con el asno a hombros y, mientras subía la colina, pasé por el hermoso palacio amurallado del caíd Salman Mubarak. Ya sabes que el caíd Salman vive en esa gran mansión con su bella hija de dieciséis años, que no se ha reído desde el día en que nació. Ni siquiera ha sonreído. Puede hablar perfectamente, pero no lo hace. Nadie, ni siquiera su rico padre, la ha oído pronunciar palabra desde que la esposa del caíd, la madre de la muchacha, murió cuando ésta tenía tres años. Los médicos le dijeron que si alguien podía hacerla reír, recuperaría el habla, o que si alguien la podía hacer hablar, volvería a reír como cualquier persona normal. El caíd Salman hizo la tradicional oferta de riquezas y la mano de su hija en matrimonio a quien lo lograra, pero fracasaron pretendiente tras pretendiente. La muchacha se sentaba melancólica junto a la ventana y veía pasar el mundo.

»Eso es lo que hacía cuando pasé yo, llevando el asno a cuestas. Debía de tener un aspecto un tanto extraño, boca abajo moviendo las pezuñas en el aire. Más tarde me dijeron que la hermosa hija del caíd nos miró a mí y al asno unos segundos y rompió a reír en un estallido irrefrenable. También recuperó el habla, porque llamó en voz alta a su padre para que nos fuera a ver. El caíd estaba tan agradecido que corrió a buscarme al camino.

—¿Te dio a su hija? —preguntó Indihar.

—Qué te apuestas —dijo Fuad.

—Qué romántico —le respondió Indihar.

—Y cuando me casé con ella me convertí en el hombre más rico de la ciudad, después del propio caíd. Y mi madre estaba tan satisfecha que no le importó que no nos quedaran más gallinas. Vino a vivir conmigo y mi esposa al palacio del caíd.

Suspiré.

—¿Qué hay de cierto en todo eso, Fuad?

—Oh —dijo—. Olvidé una parte. Resulta que el caíd era en realidad el pollero que vendía en el zoco cada mañana. No recuerdo por qué. Y la chica del velo era tan hermosa como yo había imaginado.

Indihar se inclinó y cogió la jarra de cerveza medio vacía de Fuad. Se la llevó a los labios y acabó la cerveza.

—Creí que el pollero se estaba muriendo —dijo ella.

Fuad puso una cara pensativa y seria.

—Sí, bueno, lo estaba, pero cuando oyó a su hija reír y pronunciar su nombre, se curó milagrosamente.

—Aja —dijo Indihar—. Y tu mamá ¿de verdad cría gallinas?

—Oh, claro que sí —dijo, nervioso—, pero en este momento no tiene ninguna.

—¿Porque tú las vendiste?

—Le dije a mamá que debíamos empezar con gallinas más jóvenes que aún tuvieran dientes.

—Gracias a Dios tengo que ir a limpiar la cerveza derramada —dijo Indihar, regresando a la barra.

Apuré el último sorbo de mi Muerte Blanca. Después de la historia de Fuad me apetecían tres o cuatro copas.

—¿Otra cerveza? —le pregunté.

Se levantó.

—Gracias, Marîd, pero tengo que ganar algún dinero. Quiero comprarle una cadena de oro a esa muchacha.

—¿Por qué no le das una de esas que intentas vender a los turistas?

Se quedó horrorizado.

—¡Me sacaría los ojos! —Me daba la impresión de que había encontrado otro amorcito ardiente—. Por cierto, Medio Hajj me dijo que te enseñara esto.

Se sacó algo del bolsillo y me lo tiró.

Yo lo recogí. Era pesado, reluciente y de acero, tendría unos quince centímetros. Nunca había sostenido uno en la mano, pero sabía lo que era: un cargador vacío de pistola automática.

La gente ya no utilizaba las viejas armas de proyectiles, pero Paul Jawarski empleaba una pistola del calibre 45. Y de ahí era de donde procedía éste.

—¿Dónde lo encontraste, Fuad? —pregunté con indiferencia, girando el cargador en mis manos.

—Oh, en el callejón trasero de Gay Che. A veces encuentras dinero allí, se les cae de los bolsillos cuando salen al callejón. Primero se lo enseñé a Saied y me dijo que te gustaría verlo.

—Aja. Nunca he oído hablar de Gay Che.

—No te gustaría, es un lugar violento. Nunca he entrado, sólo merodeo por el callejón.

—Parece divertido, ¿dónde está?

Fuad cerró un ojo y lo pensó un poco.

—Hámidiyya. En la calle Aknouli.

Hámidiyya. El pequeño reino de Reda Abu Adil.

—¿Por qué creyó Saied que me gustaría verlo?

Fuad se encogió de hombros.

—No me lo dijo. ¿Te gusta? Verlo, me refiero.

—Sí, gracias, Fuad. Te debo una.

—¿De verdad? Entonces, quizá…

—En otra ocasión, Fuad.

Hice un movimiento distraído de desprecio con la mano. Supongo que captó la indirecta, porque un instante más tarde noté que se había largado. Tenía un montón de cosas en las que pensar.

¿Se trataba de una pista? ¿Se escondía Paul Jawarski en una de las empresas más miserables de Abu Adil? ¿O era una especie de trampa tendida por Saied Medio Hajj, en quien ya no podía confiar?

No tenía más remedio. Trampa o no, iba a seguirla. Pero todavía no.

15

Esperé hasta la mañana siguiente para comprobar la información de Fuad. Tenía la desconcertante sensación de que me estaban tendiendo una trampa, pero al mismo tiempo me sentía capaz de vivir peligrosamente. No iba a encontrar a Jawarski utilizando métodos más convencionales. Quizá asomando la cabeza por la manzana tentaría al ejecutor a dejarse ver.

Después de todo el cargador podía no pertenecer a Jawarski y en Gay Che no encontraría más que a un montón de chicos vestidos con caftanes de un corte exquisito.

Caminaba por la Calle pensando en ello, dejando atrás el club de Frenchy Benoit, camino del cementerio. Tenía la impresión de que los acontecimientos se precipitaban hacia su fin, aunque aún no podía decir si para mí sería un final trágico o feliz. Me hubiera gustado que Shaknahyi estuviera allí para aconsejarme y haber hecho mejor uso de su experiencia mientras aún estaba vivo. Antes que nada quería visitar su tumba.

Había mucha gente a la entrada del cementerio, sentada o acuclillada sobre las irregulares y quebradas losas de cemento. Al verme, todos se pusieron en pie, los viejos que vendían Coca-Cola y sharáb en ruinosos carricoches y triciclos, las viejas desdentadas que sonreían, robaban los ramos a los muertos y me arrojaban flores a la cara, mientras los niños gritaban: «¡Oh generoso! ¡Oh compasivo!» y me bloqueaban el paso. A veces no reacciono ante la mendicidad organizada y clamorosa. Perdí muchas simpatías. Me abrí paso a empellones a través de la multitud, sólo me detuve para cambiar un par de kiams por un mustio ramo. Luego entré en el cementerio, por debajo del arco de ladrillo.

La tumba de Shaknahyi estaba enfrente, cerca de la pared del lado occidental. La sepultura estaba aún desnuda, aunque empezaba a brotar un poco de hierba. Me agaché para colocar el pequeño ramo en la cabecera de la tumba, que, de acuerdo con la tradición musulmana, apuntaba hacia la Meca.

Luego me incorporé y miré hacia la calle Dieciséis, por encima de las diversas tumbas dispersas al azar. Las tumbas musulmanas estaban señaladas por un creciente lunar y una estrella, pero también había unas pocas cruces cristianas, unas pocas estrellas de David y muchas sin ninguna señal. La morada de Shaknahyi tenía sólo una piedra plana sin fijar, con su nombre y la fecha de su muerte. Algún día no muy lejano la piedra desaparecería, robada sin duda por alguien demasiado pobre para comprar una. Borrarían el nombre de Shaknahyi con papel de lija o un estropajo metálico y la roca serviría como piedra sepulcral de otro, hasta que la volvieran a robar. Pensé en pagar por una piedra sepulcral permanente. Era lo mínimo que merecía.

Un joven con túnica y turbante me tiró de la manga.

—Oh padre de tristeza —dijo con voz aguda—. Puedo recitar.

Era uno de los jóvenes caíds que se sabían el Corán entero de memoria. Seguramente mantenía a su familia recitando versos en el cementerio.

—Te daré diez kiams si rezas por mi amigo —dije.

Me pescó en un momento de debilidad.

—¡Diez kiams, effendi! ¿Quieres que recite todo el Libro?

Le puse la mano en su hombro huesudo.

—No. Sólo algo consolador sobre Dios y el cielo.

El chico frunció el ceño.

—Hay mucho más sobre el infierno y las llamas eternas.

—Lo sé, no quiero oír eso.

—Muy bien, effendi.

Y empezó a murmurar las antiguas frases canturreando. Le dejé junto a la tumba de Shaknahyi y me fui hacia la entrada.

Nikki, mi amiga y amante en ocasiones, descansaba en una humilde tumba encalada que ya se estaba desmoronando. Sin duda la familia de Nikki podía permitirse el lujo de repatriar su cadáver para enterrarlo en casa, pero habían preferido dejarla aquí. Nikki se había sometido a una operación de cambio de sexo y su familia no quería sufrir esa vergüenza. En cualquier caso, esa solitaria tumba parecía estar en consonancia con la vida dura y desamparada de Nikki. En mi despacho de la comisaría aún guardaba un pequeño escarabajo de bronce de Nikki. No pasaba una semana en la que no pensara en ella.

Paseé entre las tumbas de Tamiko, Devi y Selima, las Viudas Negras, y de Hassan el chiíta, el hijo de puta que casi me mata. Me lamentaba sombrío a lo largo de los angostos caminos de ladrillo y decidí que no era así como deseaba pasar el resto de la tarde. Me deshice de la incipiente depresión y me dirigí de nuevo hacia la Calle. Cuando miré por encima del hombro, el joven caíd aún estaba junto a la tumba de Shaknahyi, recitando las sagradas palabras. Sabía a ciencia cierta que se quedaría allí por el valor de los diez kiams, incluso después de que me hubiera ido.

Tuve que abrirme paso entre la muchedumbre de pordioseros, pero esta vez les arrojé un puñado de monedas. Al pelearse por mi dinero me facilitaron la escapada. Descolgué el teléfono del cinturón y pronuncié el código de Saied Medio Hajj. Dejé que sonara unas veces y cuando ya estaba a punto de colgar, Saied respondió.

Marhaba —dijo.

—Soy Marîd, ¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Qué pasa?

—Oh, nada del otro mundo. Ya he salido del hospital.

—¡Ah! Me alegro de oírlo.

—Sí, ya estaba harto de ese sitio. ¿Estás con Jacques y Mahmoud?

—Sí. Estamos tomando unas copas en Courane. ¿Por qué no te pasas?

—Creo que sí. Necesito que me hagas un favor.

—¿Sí?

—Ya te lo diré más tarde. Hasta dentro de media hora. Ma’assalaama.

—Allah yisallimak.

Volví a guardar el teléfono en mi cinturón. Caminaba en dirección al local de Chiriga y de repente me abordó la terrible necesidad de entrar a ver si Indihar o alguna de las chicas tenían sunnies o trifets para venderme. No era que me retractase, era un deseo que había ido alimentando durante muchos días. Se necesita gran fuerza de voluntad para vencer el mono. Habría sido más fácil admitir mi verdadera naturaleza y ceder. Estuve a punto, pero sabía que más tarde necesitaría tener el cerebro despejado.

Seguí andando hasta llegar a la calle Cinco, donde me detuve sorprendido por una de las imágenes más raras que he visto en mi vida. Laila, la vieja negra propietaria de la tienda de moddies, estaba en medio de la Calle, maldiciendo a gritos a Saffiya, la dama del cordero, que se encontraba a una manzana de distancia profiriendo alaridos. Parecían dos pistoleros de una película holo americana, chillándose, gruñéndose y amenazándose mutuamente. Vi a algunos turistas que pasaban por la calle pararse y observar nerviosos a las viejas y luego volver hacia la puerta este. Yo también me detuve. No quería entrometerme entre esas dos brujas. Casi se veían los rayos verdes saliendo por sus ojos.

No podía oír lo que se decían. Sus voces eran forzadas y roncas, y quizá no se gritasen en árabe. No sabía si la dama del cordero tenía el cráneo operado, pero Laila nunca iba a ninguna parte sin un moddy y un puñado de daddies. Por lo que yo sabía podía estar desgañitándose en etrusco.

Al cabo de un rato ambas se cansaron. Saffiya se fue la primera, haciendo un gesto obsceno en dirección a Laila y encaminándose calle abajo hacia el bulevar il-Jameel. Laila la miró, soltando unas últimas inconveniencias. Luego se calló y se marchó hacia la calle Cuatro. La seguí. Pensé que podía encontrar un moddy útil en su tienda.

Cuando entré, Laila estaba detrás de su caja registradora, murmurando para sí y clasificando una colección de facturas. Al acercarme, levantó la cabeza y sonrió.

—Marîd —dijo con tristeza—, ¿sabes lo aburrido que es ser la esposa de un médico rural?

—Para ser sincero, Laila, no.

Era evidente que se había enchufado otro moddy nada más regresar a la tienda y era como si ni siquiera hubiera visto a la dama del cordero.

—Bien —dijo tímidamente, sonriéndome con malicia—, si lo supieras no me culparías por pensar en tener un amante.

—¿Madame Bovary? —le pregunté.

Se limitó a hacer una mueca. El efecto era moderadamente repugnante.

Empecé a inspeccionar sus polvorientos cubos. No sabía con exactitud lo que buscaba.

—Laila —dije por encima de mi hombro—, ¿significan algo para ti las letras A.L.M.?

L’Association des Larves Maboules. Eso quería decir la Asociación de las Larvas Turulatas.

—¿Quiénes son? —le pregunté.

—Ya sabes, personas como Fuad.

—Nunca había oído hablar de ellos.

—Me lo acabo de inventar, chéri.

Aja.

Cogí un paquete de moddies que me llamó la atención. Era una antología de personajes de ficción, la mayoría defensores euro-americanos de la ley, aunque también estaba un rey poeta chino, un semidiós bantú y un tramposo nórdico. El único nombre que reconocí fue Mike Hammer. Aún conservaba el moddy de Nero Wolfe, aunque el hardware del compañero, Archie Goodwin, había muerto horriblemente bajo las suelas de Saied Medio Hajj.

Decidí quedarme la antología. Imaginé que me daría una amplia variedad de habilidades y personalidades. Se lo llevé a Laila.

—Hoy sólo éste —le dije.

—Tengo un especial de…

—Envuélvelo, Laila.

Le solté un billete de diez kiams. Cogió el dinero, parecía dolida. Pensé en lo que me conectaría para visitar Gay Che. Tenía a Rex, el moddy de malaspulgas de Saied. Decidí llevarlo y también ese nuevo, por si acaso.

—Tu cambio, Marîd.

Cogí el paquete pero le dejé el cambio a la vieja.

—Cómprate algo bonito, Laila —le dije.

Volvió a sonreír.

—Sabes, espero que León me traiga una romántica sorpresa esta noche.

—Sí.

Al salir de la tienda sentí el mismo hormigueo de siempre.

Di tres pasos hacia la Calle y justo en ese momento oí ¡blaam!, ¡blaam!, ¡blaam! Una esquirla de cemento me cruzó la cara por debajo del ojo derecho. Me arrojé dentro de la portería de un local de juego vecino a Laila. ¡Blaam!, ¡blaam!, ¡blaam! Oí como los ladrillos se hacían pedazos y vi nubes de polvillo rojo procedentes de una esquina del portal. Me agaché todo lo que pude. ¡Blaam!, ¡blaam! Dos más, alguien me había disparado ocho tiros con una pistola de gran calibre.

Nadie se acercó corriendo. Nadie sintió la curiosidad de ver si me encontraba bien o necesitaba atención médica. Esperé, preguntándome cuánto tiempo sería prudencial aguardar antes de asomar la cabeza. ¿Estaría aún Jawarski escondido al otro lado de la calle con un cargador nuevo en su 45? ¿O era sólo una advertencia? Si hubiera querido matarme podía haber hecho un trabajo mejor.

Al cabo de unos minutos me harté de estar asustado y abandoné la protección del portal. Debo admitir que tuve una peculiar sensación de vulnerabilidad entre los hombros mientras doblaba corriendo la esquina. Decidí que era la manera que Jawarski tenía de enviarme una invitación. No tenía intención de declinarla, sólo deseaba estar preparado.

A pesar de eso, tenía aún otros asuntos que atender antes de volcar toda mi atención en el americano. Entré en el coche y tiré el moddy nuevo en el asiento de atrás donde había dejado el maletín. Conduje despacio y con tranquilidad por el barrio de Rasmiyya hacia Courane. Al llegar, aparqué el coche en el estrecho callejón y saqué el moddy de Saied del maletín. Lo miré concienzudamente un momento y me lo conecté junto con los daddies que bloqueaban el dolor y el cansancio. Luego bajé del coche y entré en el sombrío bar de Courane.

—¡Señor Audrani —dijo el expatriado, acercándose a mí con los brazos abiertos—. Sus amigos me dijeron que vendría. Me alegro de volver a verle.

—Sí —dije.

Vi a Medio Hajj, Mahmoud y Jacques en una mesa cerca del fondo.

Courane siguió hablándome en voz baja.

—Fue terrible lo del agente Shaknahyi.

Me volví para mirarlo.

—Eso es lo que fue, Courane, terrible.

—Lo sentí mucho —dijo, acompañándose con la cabeza para que comprobase lo sincero que era.

—Un gimlet de vodka —dije.

Eso lo alejó.

Acerqué una silla y me senté a la mesa con los demás. Los miré sin decir una palabra. La última vez que estuve con ellos, no fui bien acogido. Me preguntaba si había cambiado algo.

Jacques era el cristiano que siempre se jactaba de que tenía mucha más sangre europea que yo. Esa tarde me guiñó un ojo y me hizo un gesto con la cabeza.

—He oído que sacaste a Papa de un edificio en llamas.

Courane llegó con mi bebida. En lugar de responder, cogí el vaso y bebí.

—Una vez estuve en un incendio —dijo Medio Hajj—. Bueno, en realidad estuve en un edificio que se quemó una hora después de que yo me fuera. Podía haber muerto.

Mahmoud, la transexual, se rió.

—Marîd, estoy impresionado —dijo.

—Sí, lo único que quería era impresionaros, bastardos.

Exprimí la raja de lima. Vitamina C, sabéis.

—No, de verdad —insistió Mahmoud—, todo el mundo habla de ello. Fue muy valiente por tu parte.

Jacques se encogió de hombros.

—Sobre todo si piensas que podías haberte quedado todo el poder de Friedlander Bey para ti. Sólo con dejar que el jodido viejo se friese.

—¿Lo pensaste? —preguntó Mahmoud—. ¿Mientras sucedía, quiero decir?

Era el momento de dar un largo trago de vodka, porque me estaba poniendo realmente furioso. Cuando volví a dejar mi vaso, los miré de uno en uno.

—Conocéis a Indihar, ¿no? Bueno, desde la muerte de Jirji lo está pasando bastante mal para pagar las facturas. No quiere aceptar un préstamo ni de mí ni de Chiri, y atender la barra en el club no le saca de ningún apuro.

Mahmoud levantó las cejas.

—¿Quiere trabajar conmigo? Tiene un bonito culo. Podría ganar un montón de pasta.

Sacudí la cabeza.

—No, no es eso lo que le interesa. Quiere que le encuentre un nuevo hogar para uno de sus hijos. Tiene dos niños y una niña. Le dije que podía deshacerse de uno de los niños.

Eso les cerró la boca un instante.

—Quizás —dijo Jacques, al fin—. Puedo preguntar por ahí.

—Hazlo —le dije—. Indihar dice que estaría dispuesta a dar a la niña también. Si van juntos y el precio es sustancioso.

—¿Cuándo necesitas saberlo? —dijo Mahmoud.

—Lo antes posible. Ahora tengo que marcharme. Saied, ¿te importa dar un paseo conmigo?

Medio Hajj miró primero a Mahmoud, luego a Jacques, pero ninguno de los dos puso ninguna objeción.

—Supongo que no.

Saqué veinte kiams de mi bolsillo y los dejé sobre la mesa.

—Las bebidas las pago yo —dije.

Mahmoud me miró con diplomacia.

—Hemos sido un poco duros contigo últimamente.

—No me había dado cuenta.

—Bueno, nos alegramos de que las cosas se hayan arreglado entre nosotros. No hay razón para que no vuelvan a ser como antes.

—Claro —dije—, muy bien.

Le di un empujoncito en el hombro a Saied y salimos hacia la luz del sol. Le detuve antes de que entrase en el coche.

—Necesito que me digas cómo llegar a Gay Che.

De repente palideció.

—¿Por qué demonios quieres ir allí?

—He oído hablar de él, eso es todo.

—Bueno, yo no quiero ir. Ni siquiera estoy seguro de que te pueda guiar.

—Claro que sí, colega —dije con voz lúgubre y amenazadora—. Tú lo sabes todo.

A Saied no le gustó ser presionado. Se levantó enseguida, intentando ganar un poco de ventaja.

—¿Crees que puedes obligarme a ir contigo?

Me limité a mirarlo, sin ninguna expresión en el rostro. Luego, muy despacio, me llevé la mano derecha hasta los labios. Abrí la boca y me mordí brutalmente. Me arranqué un pequeño pedazo de carne del interior de mi puño y se la escupí a Medio Hajj. La sangre me resbalaba por la comisura de los labios.

—Mira, cabrón —gruñí rudamente—, eso es lo que me hago a mí mismo. ¿Quieres ver lo que te hago a ti?

Saied se encogió de hombros y se apartó de mi lado.

—Estás loco, Marîd. Te has vuelto jodidamente loco.

—Al coche.

Saied dudaba.

—Llevas a Rex, ¿no? No deberías llevar ese moddy. No me gusta lo que te hace.

Eché atrás la cabeza y sonreí. Sólo me comportaba del modo en que él actuaba cuando llevaba el mismo moddy. Y lo llevaba a menudo. Comprendía por qué…, empezaba a gustarme mucho.

Esperé hasta que ocupó el asiento del pasajero, luego di la vuelta y me puse al volante.

—¿Hacia dónde? —pregunté.

—Hacia el sur —dijo con voz cansina y pesimista.

Conduje un rato, dejando que se preguntara hasta dónde sabía yo.

—¿Qué clase de lugar es? —dije por fin.

—Nada del otro mundo. —Medio Hajj estaba resentido—. Una madriguera para toda esa banda de maricones, los Jaish.

¿Sí?

Por el nombre imaginé que la clientela de Gay Che sería como ese chico que había visto en el local de Chiri hacía unas semanas, el de pantalones de vinilo con la mano encadenada a la espalda.

—El Ejército de Ciudadanos. Llevan esos uniformes grises, realizan desfiles y reparten un montón de panfletos. Creo que quieren deshacerse de los forasteros de la ciudad. Abajo con los infieles franchutes. Ya conoces toda esa mierda.

—Aja. Por lo que me dijo il-Manhous tú pasas un montón de tiempo allí.

A Saied no le gustaba nada aquella conversación.

—Mira, Marîd —empezó, pero luego se detuvo—. ¿Vas a creer todo lo que te diga Fuad?

Me eché a reír.

—¿Qué crees que me dijo?

—No lo sé.

Se alejó de mí, hacia la puerta. Casi me dio lástima. No volvió a hablar excepto para darme indicaciones.

Al llegar, busqué bajo el asiento mi pistola escondida. Tenía una pequeña pistola que me había dado hacía mucho tiempo el teniente Okking y la pistola estática que me dio Shaknahyi. Miré las armas concienzudamente.

—¿Es éste el plan? ¿Se supone que debes traerme hasta aquí para que los esbirros de Abu Adil me frían?

Medio Hajj parecía asustado.

—¿De qué va todo esto, Marîd?

—Dime por qué demonios le dijiste a Fuad que me enseñara ese cargador del calibre cuarenta y cinco.

Se desplomó abatido en el asiento.

—Acudí al caíd Reda porque estaba confuso, Marîd, eso es todo. Puede que sea demasiado tarde, pero lo siento de veras. No me gustaba vagar por ahí mientras tú te convertías en el gran héroe, en el favorito de Friedlander Bey. Me sentí excluido.

Torcí el labio.

—¿Quieres decir que me tendiste un plan para matarme porque tenías celos?

—Nunca he dicho nada de eso.

Saqué un cargador vacío de mi bolsillo y se lo puse ante sus ojos.

—Hace una hora, Jawarski ha vaciado uno de éstos contra mí, a plena luz del día en la calle Cuatro.

Saied se frotó los ojos y murmuró algo.

—No creí que eso sucediera —dijo en voz baja.

—¿Qué creías que sucedería?

—Creí que Abu Adil me trataría tal como Papa te trata a ti.

Lo miré sorprendido.

—Te vendiste a Abu Adil, ¿no es cierto? Sé que le hablaste de mi madre. Eres una de sus herramientas, ¿no es así?

—Te he dicho que estaba dolido —dijo con voz angustiada—. Te resarciré.

—Por Dios que lo harás. —Le di una pistola—. Toma esto. Vamos a entrar y a coger a Jawarski.

Medio Hajj cogió el arma con renuencia.

—Me gustaría tener a Rex —dijo tristemente.

—No, no confío en ti cuando llevas a Rex. Lo llevaré yo. —Bajé del coche y esperé a Saied—. Guarda esa pistola. Mantenía fuera de la vista a no ser que sea necesaria. ¿Hay alguna contraseña o algo así?

—No, recuerda simplemente que nadie es amigo de los extranjeros.

—Aja. Vamos.

Me encaminé hacia el bar. Estaba lleno y había mucho alboroto; todo lo que vi eran hombres, la mayoría vestidos con lo que me pareció que era el uniforme gris del ala conservadora del Ejército de Ciudadanos. No estaba tenebrosamente iluminado y tampoco sonaba música, Gay Che no era ese tipo de bar. Era un punto de encuentro para el tipo de hombres a quienes les gustaba vestir como valientes soldados y desfilar por las calles, pero sin exponerse a los disparos. Esos payasos me recordaban a las SS de Hitler, cuyos principales atributos fueron la perversión y una brutalidad sin sentido.

Saied y yo nos abrimos paso entre la muchedumbre de hombres hacia la barra.

—¿Sí? —dijo el camarero con hostilidad.

Tuve que gritar para que me oyera.

—Dos cervezas —dije.

No parecía el lugar indicado para pedir bebidas complicadas.

—De acuerdo.

—Estamos buscando a un tipo.

El camarero nos miró por encima del grifo.

—Aquí no lo encontraréis.

—¿Ah, no? —Nos puso las bebidas delante y pagué—. Un americano, puede que se esté recuperando…

El camarero agarró el billete de diez kiams que le entregué. No me devolvió cambio.

—Mira, tío, no respondo a preguntas, sirvo cervezas. Y si hubiera entrado algún americano, probablemente estos tipos lo habrían hecho pedazos.

Di un trago de la fría cerveza y eché un vistazo a la sala. Quizá Jawarski no estuviera en aquel bar. Quizá se escondiera en el piso superior del edificio, o en los aledaños.

—Vale —dije, dirigiéndome al camarero—, no ha estado aquí, pero ¿has visto a algún americano por el barrio últimamente?

—¿No me has oído? No respondo a preguntas.

Era el momento de sacar el persuasor oculto. Extraje un billete 249 de cien kiams y se lo pasé por las narices al camarero. No hizo falta decir más.

Me miró a los ojos. Era claro que le carcomía la indecisión. Al fin dijo:

—Dame el dinero.

Le miré con una sonrisa tensa.

—Míralo un poco más. Quizá te refresque la memoria.

—Bueno, para de exhibirlo, tío. ¿Quieres que acabemos los dos hechos trizas?

Puse la mano sobre la barra y lo tapé con la mano. Esperé. El camarero se alejó un momento. Cuando regresó me dio un pedazo de cartón.

Lo cogí, tenía escrita una dirección. Le enseñé el cartón a Saied.

—¿Sabes dónde está? —le pregunté.

—Sí —dijo con voz sombría—, está a dos manzanas de la casa de Abu Adil.

—Parece correcto. —Le di los cien kiams al camarero, que los hizo desaparecer. Saqué la pistola estática para que la viera—. Si me has tomado el pelo, regresaré y usaré esto contigo. ¿Lo entiendes?

—Está en esa dirección —dijo el camarero—. Lárgate de aquí y no vuelvas.

Guardé la pistola y me abrí paso a empujones hacia la puerta. Cuando estábamos en la acera, miré a Medio Hajj.

—¿Lo ves? No ha sido tan malo.

Me miró con desesperación.

—Quieres que te acompañe a buscar a Jawarski, ¿no?

Me encogí de hombros.

—No, ya he pagado a alguien para que lo haga. No quiero acercarme a Jawarski si lo puedo evitar.

Saied estaba furioso.

—¿Quieres decir que me has hecho pasar toda esa angustia y me has arrastrado hasta este lugar para nada?

Abrí la puerta del coche.

—Hey, no ha sido para nada —dije sonriendo—. Seguro que Alá piensa que fue bueno para nuestra alma.

16

Me dirigía hacia el norte en el sedán westfaliano, lejos de Hâmidiyya. Tenía conectado el daddy de inglés y hablaba por teléfono con Morgan.

—Lo he encontrado —dije.

—Fantástico, tío. —El americano parecía contrariado—. ¿Significa eso que no cobraré el resto del dinero?

—Te diré lo que haremos. Te daré los otros quinientos si haces de niñera de Jawarski unas horas. ¿Tienes pistola?

—Sí. ¿Quieres que la use?

La idea era muy tentadora.

—No. Sólo quiero que no le quites ojo. —Le leí la dirección del trozo de cartón—. No le dejes salir. Mantenlo allí hasta que yo llegue.

—Claro, tío —dijo Morgan—, pero no tardes todo el día. No me hace gracia la idea de estar todo el día pendiente de un tipo que se ha cargado a veintitantas personas.

—Confío en ti. Te llamaré más tarde.

Colgué el teléfono.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Saied.

No quería decírselo porque a pesar de su sincera confesión y sus disculpas, aún no confiaba en él.

—Te voy a llevar otra vez al bar de Courane. ¿O prefieres que te deje en alguna parte del Budayén?

—¿No puedo ir contigo?

Me reí con frialdad.

—Tengo que visitar a tu rey de la mafia favorito, Abu Adil. ¿Todavía estáis en buenas relaciones?

—No lo sé —dijo Medio Hajj nervioso—. Pero quizá deba regresar a Courane. Tengo que decirles algo a Jacques y a Mahmoud.

—Apuesto a que sí.

—Además, no tengo por qué volver a ver al bastardo de Umar otra vez.

Saied pronunciaba el nombre «Himmar», cambiando un poco la vocal y aspirándola. Era un juego de palabras árabe. La palabra Himmar significa «asno», y los árabes consideran al asno uno de los animales más inmundos de la creación. Era una manera inteligente de insultar a Umar y, con Rex enchufado, Medio Hajj era capaz de habérselo soltado a la cara de Abdul-Qawy. Ésa podía ser una de las razones por las que ya no era popular en Hámidiyya.

Permaneció en silencio unos instantes.

—Marîd —dijo por fin—. Lo que te he dicho es la verdad. Cometí un error, cambiándome de chaqueta de ese modo. Pero nunca firmé ningún contrato con Friedlander Bey, no creí hacer daño a nadie.

—Casi me matan dos veces, colega. Primero el fuego, después Jawarski.

Dejé el coche en la curva, fuera de Courane. Saied estaba patético.

—¿Qué quieres que te diga? —suplicó.

—No tienes que decir nada. Te veré más tarde.

Asintió y salió del coche. Le observé entrar en el bar de Courane, luego me desconecté el moddy de tipo duro. Me dirigí en dirección nordeste hacia la casa de Papa. Antes de enfrentarme con Abu Adil debía ocuparme de dos o tres cosas.

Encontré a Kmuzu en nuestras habitaciones provisionales, trabajando en mi ordenador Chhindwara. Levantó la vista al oírme entrar en la habitación.

—¡Ah, yaa Sidi! —dijo, más satisfecho que nunca—. Tengo buenas noticias. Organizar una distribución benéfica de alimentos costará menos de lo que me esperaba. Supongo que me disculparás por examinar tu situación financiera, pero he descubierto que tienes dos veces más de lo que necesitamos.

—¿Qué insinúas, Kmuzu? Sólo voy a abrir un lugar de comidas de beneficencia, no dos. ¿Ya has hecho un presupuesto?

—Con el dinero que ganas en una noche en el local de Chiriga podemos mantener el centro de comidas toda una semana.

—Fantástico, me alegro de oírlo. Me preguntaba por qué te hace tanta ilusión este proyecto. ¿Por qué significa tanto para ti?

La expresión de Kmuzu se tornó obstinadamente neutra.

—Simplemente me siento responsable de tu educación moral cristiana.

—No me lo trago.

Desvió la mirada.

—Es una larga historia, yaa Sidi. No deseo contártela ahora.

—Muy bien, Kmuzu. Tal vez en otra ocasión.

—Tengo información sobre el incendio. Te dije que encontré una prueba de que fue provocado. Esa noche, en el pasillo, entre tus habitaciones y las del amo de la casa, descubrí trapos empapados de algún líquido inflamable.

Abrió el cajón del escritorio y sacó restos de tela chamuscada. Se habían quemado en el incendio pero no se destruyeron del todo. Aún se distinguían los dibujos decorativos de estrellas de ocho puntas en rosa pálido y marrón.

Kmuzu sacó otro trozo de tela.

—Hoy he encontrado esto. Obviamente es la misma tela de la que han sacado los trapos.

Examiné la tela más larga, parte de una túnica vieja o una sábana. No cabía la menor duda de que pertenecían al mismo tejido.

—¿Dónde la has encontrado?

Kmuzu volvió a guardar los trapos en el cajón del escritorio.

—En la habitación del joven Saad ben Salah.

—¿Y qué hacías husmeando por allí? —le pregunté con cierta sorpresa.

Kmuzu se encogió de hombros.

—Buscaba pruebas, yaa Sidi. Y creo que he hallado las suficientes corno para estar seguros de la identidad del incendiario.

—¿El niño? ¿No la propia Umm Saad?

—Estoy convencido de que ordenó a su hijo que provocase el incendio.

La creía muy capaz de hacerlo, pero eso no encajaba.

—¿Por qué querría hacer eso? Lo único que desea es que Friedlander Bey admita que Saad es su nieto. Quiere que su hijo sea el heredero de las propiedades de Papa. Matar al viejo ahora la dejaría a la intemperie.

—¿Quién sabe cuál fue su razonamiento, yaa Sidi? Tal vez desistió de su plan y buscaba vengarse.

Jo, en ese caso, sabe Dios lo que haría a continuación…

—Ya la estás vigilando ¿no es cierto?

—Sí, yaa Sidi.

Bueno, estate muy alerta. —Ya me iba, cuando le pregunté—: Kmuzu, ¿significan algo para ti las letras A.L.M.?

Lo pensó un momento.

—Sólo la Asociación para la Liberación del Magreb.

—Quizá —dije, dubitativo—. ¿Y el archivo Fénix?

—Oh sí, yaa Sidi, oí hablar de él cuando trabajaba en casa del caíd Reda.

Había llegado a tantos callejones sin salida que casi había perdido la esperanza. Empezaba a creer que el archivo Fénix era algo que Jirji Shaknahyi se había inventado y el significado de las palabras había muerto con él.

—¿Por qué Abu Adil habló de esto contigo?

Kmuzu sacudió la cabeza.

—Abu Adil nunca discutía nada conmigo, yaa Sidi. Yo era sólo un guardaespaldas. A los guardaespaldas se les ignora o se les olvida, son como el mobiliario de una habitación. Muchas veces oí al caíd Reda y a Umar hablar de personas a quienes ellos deseaban incorporar al archivo Fénix.

—¿Y qué cojones es eso? —exigí saber.

—Una lista —dijo Kmuzu—. Una compilación de los nombres de todos los que trabajan para el caíd Reda o para Friedlander Bey, ya sea directa o indirectamente. Y de personas que les debían un gran favor.

—Como una nómina —dije asombrado—. Pero ¿por qué es tan importante un archivo? Estoy seguro de que la policía puede reunirlo cuando lo desee. ¿Por qué se arriesgaría Jirji Shaknahyi a investigarlo?

—Cada persona de la lista tiene una entrada codificada que describe su estado físico, el perfil de sus tejidos y el historial de sus órganos trasplantados y otras modificaciones.

—Así que tanto Abu Adil como Papa se preocupan por la salud de su gente. Fantástico. No creía que se molestaran por estos detalles.

Kmuzu frunció el ceño.

—No lo entiendes, yaa Sidi. El archivo no es una lista de personas que podrían necesitar un trasplante. Es una lista de posibles donantes.

—¿Posibles donantes? Pero no están muertos, aún están… —Mis ojos se abrieron y me quedé mirándole fijamente.

La expresión de Kmuzu me indicó que mi horrible suposición era cierta.

—Todos los de la lista están clasificados, desde el subordinado más inferior hasta Umar y tú mismo. Si una persona de la lista es herida o se pone enferma y necesita un trasplante de órgano, Abu Adil o Friedlander Bey eligen a quién, de rango inferior, sacrificar. No siempre es así, pero cuanto más alto estés en la lista, más probabilidades tienes de que elijan un donante apropiado.

—¡Que sus casas sean destruidas! ¡Los hijos de ladrones! —dije en voz baja.

Eso explicaba las anotaciones de la libreta de Shaknahyi… Los nombres de la izquierda eran personas que habían muerto prematuramente para ceder órganos de recambio a las personas de la derecha. Blanca debía de estar muy abajo en la lista, era sólo otra puta superflua.

—Quizá todos los que tú conoces estén en el archivo Fénix —dijo Kmuzu—. Tú mismo, tus amigos, tu madre. Mi nombre también está.

Sentí crecer la furia en mi interior.

—¿Dónde se guarda, Kmuzu? Voy a hacerle tragar ese archivo a Abu Adil.

Kmuzu levantó una mano.

—Recuerda, yaa Sidi, que el caíd Reda no está solo en esta terrible empresa. Coopera con nuestro amo. Comparten la información y comparten las vidas de sus asociados. Un corazón de uno de los subordinados inferiores del caíd Reda puede ser colocado en el pecho del lugarteniente de Friedlander Bey. Los dos hombres son grandes adversarios, pero en esto son cordiales camaradas.

—¿Cuánto tiempo hace que funciona?

—Muchos años. Los dos caíds se aseguraron de que nunca morirían por falta de órganos adecuados.

Di un puñetazo sobre el escritorio.

—Así es como han vivido hasta una edad tan decrépita. ¡Son unos jodidos fósiles!

—Y están locos, yaa Sidi.

¿No vas a decirme dónde encontrarlo? ¿Dónde está el archivo Fénix?

Kmuzu negó con la cabeza.

—No lo sé. El caíd Reda lo guarda oculto.

«Bien —pensé—, de cualquier modo planeaba dar un paseo por el vecindario esta mañana.» —Gracias, Kmuzu. Me has ayudado mucho.

Yaa Sidi, no vas a enfrentarte con el caíd Reda por esto, ¿verdad?

Parecía muy preocupado.

—No, claro que no. Sé que es responsabilidad de ambos viejos. Sigue trabajando en nuestras comidas de beneficencia. Creo que ya es hora de que la casa de Friedlander Bey empiece a devolver algo a los pobres.

—Eso es bueno.

Dejé a Kmuzu trabajando en el ordenador. Fui hacia el coche, y revisé mis planes del día a la luz de la bomba que acababa de explotarme en los pies. Me dirigí al Budayén, aparqué el coche y enfile la Calle hacia el local de Chiri.

Sonó el teléfono.

Marhaba —dije.

—Soy yo, Morgan. —Me alegré de llevar todavía el daddy de inglés—. Jawarski está aquí. Escondido en un mugriento apartamento de un suburbio. Estoy en la caja de la escalera, vigilando la puerta. ¿Quieres que lo coja?

—No, simplemente asegúrate de que no escapa. Quiero saber que estará allí cuando yo vaya más tarde. Pero, si trata de ir a alguna parte, detenlo. Usa tu arma y vuelve a llevarlo al apartamento. Haz lo que tengas que hacer, pero mantenlo oculto.

—De acuerdo, tío. No tardes mucho. No es tan divertido como pensaba.

Volví a colgar el teléfono de mi cinturón y entré en el club. Para ser última hora de la tarde, el local de Chiri estaba lleno. En el escenario bailaba una chica negra nueva, llamada Mouna. De repente recordé que la última gallina, la favorita, de la larga historia de Fuad también se llamaba Mouna. Eso significaba que probablemente Fuad adoraría a la chica y que, sin duda, nos traería problemas. Debía mantener los ojos muy abiertos.

Las otras chicas estaban sentadas con los clientes y el amor florecía por todo el bar. El ambiente estaba jodidamente caldeado.

Fui a mi sitio de costumbre y esperé a que Indihar se acercara.

—¿Una Muerte Blanca? —me preguntó.

—Ahora no. ¿Has pensado en lo que hablamos?

—¿En trasladarme al pequeño chalet de Friedlander Bey? Si no fuera por los niños no lo hubiera pensado dos veces. No quiero deberle nada. No quiero ser una de las rameras de Papa.

No hace mucho yo también pensaba lo mismo y, ahora que había descubierto el significado del archivo Fénix, sabía que ella tenía aún más razones para desconfiar de Papa.

—En eso tienes razón, Indihar. Pero te prometo que eso no sucederá. Papa no hace esto por ti, soy yo quien lo hace.

—¿Hay alguna diferencia?

—Sí, una gran diferencia. ¿Qué contestas?

Suspiró.

—Vale, Marîd, pero tampoco voy a ser una de tus rameras. ¿Sabes lo que quiero decir?

—No vas a joder conmigo. Ya lo habías dejado claro.

Indihar asintió.

—Sólo quiero asegurarme de que lo entiendes. Estoy de luto por mi marido. Siempre estaré de luto.

—Lleva luto todo el tiempo que necesites. Te queda una vida por delante, cielo. Algún día encontrarás a alguien.

—Ni siquiera quiero pensar en ello.

Era el momento de cambiar de tema.

—Puedes mudarte cuando quieras, pero hazme el favor de terminar el turno —le dije—. Eso significa que tendré que buscar una encargada para llevar el local durante el día.

Indihar miró a un lado y a otro y se me acercó.

—Si estuviera en tu lugar —dijo en voz muy baja—, contrataría a alguien de fuera. No confío en ninguna de las chicas para llevar el local. Te robarían a espuertas, sobre todo Brandi. Y Pualani no es lo bastante inteligente como para poner la servilleta primero y después la bebida.

—¿Qué crees que debo hacer?

Se mordió el labio un instante.

—Yo de ti contrataría a Dalia, del club de Frenchy Benoit. Eso es lo que haría. O a Heidi, del Silver Palm.

—Quizá. Llámame si necesitas algo.

Otra preocupación más. Pero en ese momento todos mis pensamientos se centraban en el ruinoso barrio del lado oeste de la ciudad. Salí a los últimos rayos del sol de la tarde. Había empezado a llover y las cálidas aceras emanaban un olor fresco y húmedo.

Pocos minutos más tarde me encontraba en la tienda de moddies de la calle Cuatro. Dos visitas a Laila en un mismo día eran como para agotar a cualquiera. La oí hablar de un módulo con un cliente. El hombre necesitaba algo para hacer armadoncia. Es una ciencia que convierte los dientes humanos en armas de alta tecnología. Laila seguía siendo Emma, Madame Bovary, dentista del futuro.

Cuando el cliente se marchó —por supuesto, Laila encontró justo lo que le pedía— intenté decirle lo que deseaba sin enfrascarme en una conversación.

—¿Tienes moddies de Infierno Sintético? —le pregunté.

Acababa de abrir la boca para saludarme con alguna emoción flaubertiana de segunda mano, pero se quedó atónita.

—Tú no deseas eso, Marîd —dijo con su voz lastimosa.

—No es para mí. Es para un amigo.

—Ninguno de tus amigos lo haría.

Me contuve antes de agarrarla por el pescuezo.

—Entonces, no es para un amigo. Es para un maldito enemigo.

Laila sonrió.

—Quieres algo realmente malo, ¿verdad?

—Lo peor.

Se escabulló detrás del mostrador y fue hacia una puerta de la trastienda, cerrada con llave.

—No expongo este tipo de mercancías —me explicó mientras buscaba las llaves en el bolsillo, que estaban en un cordel alrededor de su cuello—. No vendo moddies de Infierno Sintético a niños.

—Tienes las llaves colgadas del cuello.

—Oh, gracias, querido. —Abrió la puerta y me miró—. Vuelvo en seguida.

Tardó uno o dos minutos y regresó con una pequeña caja de cartón marrón.

Contenía tres moddies, todos de plástico gris, sin adornos, ni etiquetas del fabricante. Esos módulos ilegales eran peligrosos. Los moddies de fabricación legal estaban minuciosamente grabados y programados, y habían borrado cualquier señal perturbadora. Ponerse un moddy ilegal era jugársela. A veces los moddies ilegales eran una «chapuza» y cuando te los desconectabas, descubrías que te habían causado una lesión importante en el cerebro.

Laila había pegado etiquetas escritas a mano en los moddies de la caja.

—¿Qué tal un granuloma infeccioso? —me preguntó.

Lo pensé un momento, pero decidí que era demasiado parecido al que Abu Adil llevaba la primera vez que lo vi.

—No.

—Vale —dijo Laila, apartando los moddies con su largo y deformado índice—. ¿Coleocistitis?

—¿Qué es eso?

—No tengo ni idea.

—¿De qué es ese tercero?

Laila lo levantó y leyó la etiqueta.

—Síndrome D.

Me estremecí. Había oído hablar de él. Un terrible tipo de degeneración nerviosa, una enfermedad provocada por unos virus lentos. El paciente empieza sufriendo lagunas tanto en la memoria a corto plazo como en la a largo plazo. Los virus continúan comiéndose el sistema nervioso hasta que el paciente se viene abajo, se queda estúpidamente con la mirada fija, consumido por una terrible agonía. Por último, en las últimas fases, muere cuando su cuerpo se olvida de cómo respirar o su corazón de seguir latiendo.

—¿Cuánto quieres por éste?

—Cincuenta kiams —dijo. Me miró despacio a los ojos y sonrió. Los pocos dientes que le quedaban eran raigones negros y el efecto era grotescamente espantoso—. Es un poco más caro porque es un artículo difícil de conseguir.

—Muy bien —dije.

Le pagué, y me guardé el moddy del síndrome D en el bolsillo. Luego intenté salir de la tienda de Laila.

—Sabes —me dijo, clavándome el dedo en el brazo—, mi amante va a llevarme a la ópera esta noche. ¡Todo Rúan nos verá juntos!

Me desembaracé de ella y me precipité hacia la puerta.

—En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso —murmuré.

Durante el largo camino hasta la finca de Abu Adil, pensé en los acontecimientos recientes. Si Kmuzu estaba en lo cierto, el hijo de Umm Saad había provocado el incendio. No creía que Umm Saad actuase por su cuenta. Sin embargo, Umar me había asegurado que Umm Saad ya no era su empleada, ni la de Abu Adil. Me había invitado explícitamente a deshacerme de ella si la encontraba demasiado molesta. Luego, si Umm Saad no estaba a las órdenes directas de Abu Adil, ¿por qué se había decidido de repente a actuar?

Y Jawarski. ¿Me había disparado unos cuantos tiros al azar porque no le gustaba mi jeta o porque Hajjar le había dicho que estaba metiendo las narices en el archivo Fénix? ¿O existían relaciones aún más siniestras que las que había descubierto? En ese punto, no me atrevía a confiar en Saied, ni siquiera en Kmuzu. Morgan era la única persona que gozaba de mi confianza y debía admitir que tampoco tenía ninguna razón para ello. Simplemente me recordaba a mí mismo, antes de que trabajara para cambiar un sistema corrupto desde dentro.

Por cierto, ésa era la última justificación de mi conducta, de la vida fácil que llevaba. Supongo que la cruda realidad era que no tenía redaños para enfrentarme a la ira de Friedlander Bey, ni el coraje para devolverle su dinero. Me dije a mí mismo que utilizaba mi posición, hundida en el abismo del deshonor, para ayudar a los menos afortunados. Pero la verdad es que eso no me tranquilizaba la conciencia.

Mientras conducía, la culpa y la soledad crecieron hasta casi la desesperación, probablemente censuraban el error táctico que cometí a continuación. Quizá si hubiera confiado más en Saied o en Kmuzu… Al menos podía haberme llevado a una de las Rocas Parlantes conmigo. En lugar de eso, sólo contaba con mi astucia para enfrentarme a Abu Adil. Tenía dos planes distintos: en primer lugar, lo seduciría con el moddy del Síndrome D y en segundo lugar, si no se tragaba las lisonjas, mi jugada de reserva consistía en soltarle a quemarropa que sabía lo que estaba tramando.

Mierda, en ese momento me pareció una gran idea.

El guardia de la puerta me reconoció y me dejó pasar, aunque Kamal, el mayordomo, exigió saber qué se me ofrecía.

—Traigo un regalo para el caíd Reda —dije—, necesito hablar con él urgentemente.

No me dejó pasar del vestíbulo.

—Espere aquí —dijo con sorna—. Veré si pueden recibirlo.

—Deberían abolir el potencial —dije.

No lo captó.

Siguió directo hacia el despacho de Abu Adil y regresó con la misma expresión desdeñosa.

—Le conduciré hasta mi amo —dijo.

Parecía como si permitirme la entrada le rompiera el corazón.

Me condujo hasta uno de los despachos de Abu Adil, no el mismo que había visto en mi primera visita con Shaknahyi. El aire estaba colmado de un olor dulce, quizá de incienso. En las paredes colgaban obras de arte europeas y una grabación de Umm Kalthoum sonaba bajito.

El gran hombre en persona estaba sentado en un cómodo sillón con una manta de hermosos bordados sobre sus piernas. Descansaba la cabeza sobre el respaldo del sillón y tenía los ojos cerrados. Le temblaban las manos, que reposaban sobre sus rodillas.

Por supuesto, allí estaba Umar Abdul-Qawy, que no se alegró de verme. Me hizo un gesto y se llevó un dedo a los labios. Supuse que era la señal de no mencionar nuestra conversación sobre sus planes para derrocar a Abu Adil y gobernar el imperio del viejo caíd en su lugar. Pero yo no estaba allí para eso. Tenía cosas más importantes de las que ocuparme que la lucha de Umar por el poder.

—Es para mí un honor desearos buenas tardes —dije.

—Que Alá te conceda una próspera tarde —dijo Umar.

Ya veríamos, pensé.

—Ruego que aceptéis este pequeño regalo, noble caíd.

Umar hizo un gesto, el mismo con el que la mano de un rey ordena a un campesino que se acerque. Me hubiera gustado hacerle tragar el moddy.

—¿De qué se trata? —preguntó él.

No dije nada. Me limité a entregárselo. Umar le dio vueltas en la mano unos minutos. Luego me miró.

—Eres más listo de lo que imaginaba. Mi amo estará muy complacido.

—Espero que no tenga este módulo.

—No, no. —Lo dejó en el regazo de Abu Adil, pero el viejo ni se movió para examinarlo. Umar me estudió detenidamente—. Me gustaría ofrecerte algo a cambio, aunque estoy seguro de que serás lo bastante cortés como para rechazarlo.

—Pruébalo. Me gustaría una pequeña información.

Umar frunció el ceño.

—Tus modales…

—Son terribles, ya lo sé, pero ¿qué puedo decir? Soy sólo un ignorante comedor de judías del Magreb. Creo haber descubierto cierta información que os incrimina a ti y al caíd Reda… y, para ser sincero, también a Friedlander Bey. Me refiero a ese maldito archivo Fénix.

Esperé a ver la reacción de Umar.

No se hizo esperar.

—Lo siento, Monsieur Audran, pero no sé de qué me habla. Sugiero que su amo puede estar implicado en actividades excesivamente ilegales e intenta echarnos la culpa…

—Callaros.

Umar y yo nos volvimos para mirar a Reda Abu Adil, que se había desconectado el moddy de Infierno Sintético que llevaba. Umar se quedó completamente impresionado. Era la primera vez que Abu Adil había dado muestras de desear participar en una conversación. Resultaba que no era sólo un tullido títere senil. Sin el moddy de cáncer, su rostro perdió su laxitud y sus ojos adquirieron una inteligente ferocidad.

Abu Adil arrojó la manta y se levantó de la silla.

—¿No te ha explicado Friedlander Bey lo del archivo Fénix? —exigió.

—No, oh caíd —dije—. Es algo que he descubierto hoy. Me lo ha ocultado.

—Has investigado asuntos que no te conciernen.

Temía la intensidad de Abu Adil. Umar nunca había demostrado tal fuerza de voluntad. Casi podía ver el baraka del caíd Reda, una clase de magia personal diferente de la de Papa. El moddy de Abu Adil que Umar llevaba ni siquiera insinuaba la contundencia de ese hombre. Imaginé que ningún ingenio electrónico podía captar la naturaleza del baraka. Eso respondía a la pretensión de Umar de que con el moddy era igual que Abu Adil. Se engañaba a sí mismo.

—Creo que sí me conciernen. ¿No está mi nombre en ese archivo?

—Sí, estoy seguro —dijo Abu Adil—. Pero estás situado lo bastante arriba como para ser beneficiario.

—Pienso en mis amigos, que no son tan afortunados.

Umar se rió sin ganas.

—Vuelves a demostrar debilidad —me dijo—. Ahora te preocupas por la basura que hay bajo tus pies.

—Cada sol tiene su ocaso. Quizá algún día desciendas a los grados más bajos del archivo Fénix. Entonces desearás no conocer su existencia.

—Oh, amo —dijo Umar enfadado—, ¿no has oído ya bastante?

Abu Adil levantó una mano fatigada.

—Sí, Umar. No siento demasiado afecto por Friedlander Bey y menos aún por sus criaturas. Llévatelo al estudio.

Umar se me acercó con una pistola de agujas en la mano y yo le seguí. No sabía lo que se proponía, pero no sería agradable.

—Por aquí —dijo.

En esas circunstancias hice lo que me pedía.

Salimos del despacho y caminamos por un corredor, luego subimos por una escalera hasta el segundo piso. Siempre se respiraba un aire de paz en esa casa. La luz se filtraba a través de las celosías de madera y las alfombras de los suelos amortiguaban los sonidos. Sabía que la serenidad era una ilusión. Sabía que pronto conocería la verdadera naturaleza de Abu Adil.

—Entra aquí —dijo, abriendo una gruesa puerta de metal.

Tenía una expresión rara de expectación en el rostro. No me gustaba en absoluto.

Le seguí hasta una gran habitación insonorizada. Había una cama, una silla y un carrito con un equipo electrónico. La pared del fondo era una simple lámina de cristal y detrás de ella había una pequeña cabina de control con montones de indicadores, pilotos e interruptores. Sabía lo que era. Reda Abu Adil tenía un estudio de grabación de módulos de personalidad en su hogar. Era el último grito de los coleccionistas.

—Dame la pistola —dijo Abu Adil.

Umar le dio la pistola de agujas a su amo, luego salió de la habitación insonorizada.

—Supongo que deseas añadirme a tu colección. No veo por qué. Mis quemaduras de segundo grado no son nada divertidas.

Abu Adil me contemplaba con una sonrisa fija en su cara. Me puso la piel de gallina.

Poco después, regresó Umar con una fina vara de metal, unas esposas y una cuerda con un gancho en un extremo.

—Jo… —dije.

Empezaba a sentir un nudo en el estómago. Ya me temía que quisiera grabar algo más que eso.

—Ponte derecho —dijo Umar, dando vueltas y más vueltas a mi alrededor. Me levanté y me quité el moddy y los daddies—. Y pase lo que pase, no inclines la cabeza, por tu propio bien.

—Gracias por el interés. Agradezco…

Umar levantó la vara de metal y me golpeó la clavícula. Sentí que un dolor afilado me recoma el cuerpo y grité. Me golpeó por el otro lado, en la otra clavícula. Oí la brusca fractura del hueso y caí de rodillas.

—Eso debe de doler un poco —dijo Abu Adil en tono de viejo doctor.

Umar empezó a golpearme en la espalda con la vara, una vez, dos veces, tres veces. Grité. Siguió pegándome.

—Intenta levantarte —me ordenó.

—Estás loco —jadeé.

—Si no te levantas lo utilizaré en tu cara.

A duras penas conseguí sostenerme en pie. El brazo izquierdo me colgaba inutilizado. Mi espalda era un despojo sangrante. Me di cuenta de que respiraba a tenues bocanadas.

Umar se detuvo y caminó a mi alrededor, evaluándome.

—Sus piernas —dijo Abu Adil.

—Sí, oh caíd. —El hijo de puta me pegó con la vara en los muslos y volví a caer al suelo—. Levántate —gruñó Umar—. Arriba.

Me golpeó mientras estaba en el suelo, en los muslos y en las pantorrillas hasta que sangraron.

—Te atraparé —dije con voz ronca de sufrimiento—. Juro por el sagrado profeta que te atraparé.

Los golpes siguieron algún tiempo, hasta que Umar me hubo trabajado lenta y concienzudamente cada miembro, excepto la cabeza, porque no quería que nada interfiriese en la calidad de la grabación. Cuando el viejo decidió que ya tenía bastante, le dijo a Umar que parase.

—Conéctalo —dijo.

Levanté la cabeza y esperé. Era como si fuera otra persona, distante. Mis músculos se estremecían con los espasmos, y las heridas enviaban señales dolorosas a todos los rincones de mi ser. Sin embargo, el dolor se había convertido en una barrera entre mi mente y mi cuerpo. Aún me dolía terriblemente, pero había recibido suficiente castigo como para que mi cuerpo entrase en shock. Murmuré maldiciones y súplicas a mis captores, amenazando y rogándoles que me devolvieran el daddy bloqueador del dolor.

Umar se echó a reír. Se inclinó sobre el carrito y manipuló el equipo. Luego me trajo una delgada conexión de moddy. Se parecía mucho a la que había usado en el juego Transpex. Umar se arrodilló junto a mí y me la mostró.

—Te voy a enchufar esto. Nos permitirá grabar exactamente lo que sientes.

Me costaba respirar.

—Cabrones —dije, y mi voz era un inaudible jadeo.

Umar conectó la conexión del moddy en mi enchufe corímbico anterior.

—Ahora completaremos el proceso doloroso.

—Vas a morir —murmuré—. Vas a morir.

Abu Adil seguía apuntándome con la pistola de agujas, pero yo no podía hacer ninguna heroicidad. Umar se arrodilló y me esposó las manos a la espalda. Me sentí como si fuera a palmarla y sacudí la cabeza para conservar la consciencia. No deseaba desmayarme y quedarme por completo a su merced, aunque probablemente ya lo estaba.

Después de esposarme, Umar cogió las esposas con el gancho y tiró de la cuerda hasta que me quedé de pie, tambaleante. Luego lanzó la cuerda por encima de una barra empotrada en la pared sobre mi cabeza. Veía lo que iba a hacer.

Yallah —grité.

Tiró de la cuerda hasta que me sostenía de puntillas con las manos atadas a la espalda. Luego tiró un poco más hasta que mis pies ya no tocaban el suelo. Yo colgaba de la cuerda y todo el peso de mi cuerpo descansaba en mis brazos.

El dolor era tan intenso que sólo podía respirar a pequeñas bocanadas. Intenté acabar con el terrible dolor. Primero pedí clemencia, luego la muerte.

—Ahora ponle el moddy —dijo Abu Adil.

Su voz parecía proceder de otro mundo, de la cumbre de una montaña o de allende el océano.

—Me refugio en el Señor del Alba —murmuré.

Repetía la frase como un hechizo mágico.

Umar se levantó de la silla con el moddy gris en su mano, el del Síndrome D que le había regalado. Lo conectó a mi enchufe posterior.

Colgaba del techo, pero no recordaba por qué. Sufría terriblemente.

—¡En el nombre de Alá, ayudadme! —gritó.

Se percató de que gritar sólo empeoraba su dolor. ¿Por qué estaba allí? No lo recordaba. ¿Quién le había hecho eso?

No podía recordarlo. No recordaba nada.

Pasó el tiempo, debió de permanecer inconsciente. Tenía la misma sensación que cuando te despiertas de un sueño especialmente realista, cuando el mundo de la vigilia y el del sueño se superponen por un instante, cuando aspectos de uno distorsionan las imágenes del otro y debes esforzarte por decidir cuál tendrá preferencia.

¿Cómo se explicaba estar allí sólo y atado de esa manera? No temía el dolor, temía no ser capaz de comprender su situación. Por encima de su cabeza oía el rumor de un ventilador y en el aire percibía un sutil aroma. Su cuerpo osciló en la cuerda y sintió otro latigazo de dolor. Estaba más preocupado por el hecho de estar inmerso en un terrible drama y no tener ni idea de su significado.

—Alabado sea Alá, Señor de los Mundos —susurró—, el clemente, el misericordioso. Suyo es el día del juicio final. Sólo a ti te adoramos. Sólo a ti te pedimos ayuda.

Pasó el tiempo. El sufrimiento aumentó. Al final, ni siquiera se acordaba de temblar ni de sufrir. Sus embotados sentidos transmitían suspiros y sonidos a su mente aletargada. No podía discernir su situación ni reaccionar, pero no estaba del todo muerto. Alguien le habló, pero él no le respondió.

—¿Cómo estás?

Os lo diré, fue horrible. De repente, recuperé la consciencia. Bruscamente, cada porción del dolor que había sufrido retornó en venganza. Debí de gritar, porque él dijo:

—Está bien, ya pasó.

Lo busqué con la mirada. Era Saied.

—Hey —dije.

Fue todo lo que pude articular.

—Está bien —volvió a decirme.

No sabía si creerle. Parecía algo preocupado.

Estaba tumbado en un callejón en medio de un solar abandonado y ruinoso. No sabía cómo había llegado hasta allí. En ese momento no me importaba.

—¿Esto es tuyo? —dijo.

Sostenía un puñado de daddies y tres moddies.

Uno de ellos era Rex, y otro era el moddy del síndrome D. Casi me echo a llorar cuando reconocí el daddy bloqueador del dolor.

—Dámelo —pedí.

Me lo conecté con manos temblorosas. Casi al instante me sentí bien, aunque sabía que tenía terribles heridas y al menos una clavícula rota. El daddy actuaba más rápido que una tonelada de soneína.

—Tienes que decirme qué estas haciendo aquí —dije.

Me senté, inundado por una sensación de salud y bienestar.

—Fui a buscarte. Quería asegurarme de que no te metías en líos. El guardia de la puerta me conoce y también Kamal, Entré en la casa y vi lo que te estaban haciendo, luego esperé hasta que te dejaron. Debieron de pensar que te habías muerto, o no les importaba si te recuperabas o no. Cogí el hardware y los seguí. Te tiraron a este apestoso callejón y me escondí en la esquina hasta que se largaron.

Le puse la mano en el hombro.

—Gracias —dije.

—Hey —dijo Medio Hajj con una sonrisa torcida—, no tienes por qué agradecérmelo. Somos hermanos musulmanes y todo eso.

No deseaba discutir con él. Recogí el tercer moddy que había encontrado.

—¿Qué es esto? —le pregunté.

—¿No lo sabes? ¿No es uno de los tuyos?

Sacudí la cabeza. Saied me cogió el moddy y se lo conectó. Al cabo de un instante cambió de expresión. Parecía atónito.

—¡Que las pelotas de mi padre se quemen en el infierno! —dijo—. Es el moddy de Abu Adil.

17

Medio Hajj insistió en acompañarme al edificio donde se escondía Paul Jawarski.

—Estás hecho un desastre —me dijo, sacudiendo la cabeza—. Si te quitas ese daddy te darás cuenta del estado en que te encuentras. Deberías ir al hospital.

—Acabo de salir del hospital.

—Bueno, no vas a aguantar. Tienes que volver allí.

—De acuerdo, iré en cuanto le arregle las cuentas a Jawarski. Mientras tanto seguiré con el daddy y es probable que necesite a Rex.

Saied me miró de reojo.

—Necesitarás mucho más que a Rex. Necesitas a media docena de tus colegas policías.

Me reí amargamente.

—No creo que aparezcan. No creo que Hajjar los mandase.

Caminábamos despacio hacia la principal avenida de Hâmidiyya.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Saied—. ¿Crees que Hajjar quiere capturar él mismo a Jawarski? ¿Ganarse un ascenso o una medalla?

Doblamos por un callejón exiguo y lleno de basura y nos encontramos en la parte trasera del edificio que andábamos buscando.

—Shaknahyi tenía la idea de que alguien lo financiaba —le dije—. Tal vez pensaba que estaba trabajando para Hajjar.

Me encogí de hombros. Sin el bloqueante del dolor habría sido angustiosamente doloroso.

—Todo el mundo que conocemos está pluriempleado. ¿Por qué Jawarski iba a ser diferente?

—Supongo que no hay ningún motivo —dijo Medio Hajj—. ¿Quieres que entre contigo?

—No, gracias, Saied. Prefiero que te quedes aquí y cubras la entrada trasera. Voy a subir y hablar con Morgan. Quiero estar solo con Jawarski. Enviaré a Morgan a vigilar la entrada principal.

Saied parecía preocupado.

—No creo que sea una medida inteligente, magrebí. Jawarski es un tipo astuto y no le importa cargarse a la gente. No estás en condiciones de luchar con él.

—No tendré que hacerlo.

Me conecté a Rex y me saqué la pistola estática del bolsillo.

—Bueno, ¿qué vas a hacer? Si Hajjar se limita a dejar a Jawarski en libertad…

—Iré por la cabeza de Hajjar —dije. Estaba resuelto a que Jawarski no escapara de la justicia—. Llamaré al capitán, al superintendente de policía y a los medios de comunicación. No pueden estar todos comprados.

—No veo por qué no —dijo Medio Hajj—. Pero probablemente tengas razón. Recuerda, estaré aquí abajo si necesitas ayuda. Esta vez Jawarski no escapará.

Le sonreí.

—Puedes apostar el culo a que no.

Entré en el edificio. Era un portal frío y oscuro que conducía a una escalera. Olía a ese olor húmedo y rancio de los edificios abandonados. Mis pies esparcieron restos de ruinas mientras subía al tercer piso.

—¿Morgan? —llamé.

Sin duda tenía un arma en la mano, y no quería sorprenderle.

—¿Eres tú, tío? Has tardado muchísimo en llegar.

Llegué al piso donde se encontraba.

—Lo siento. Me he metido en algunos problemas.

Sus ojos se abrieron al ver mis heridas.

que puedes manejar, tío.

—Estoy bien, Morgan. —Saqué quinientos kiams de mis téjanos y le pagué el resto del dinero—. Ahora, vigila la entrada de la calle. Te llamaré si necesito ayuda.

El americano rubio había empezado a bajar la escalera.

—Si la necesitas —dijo con incertidumbre—, cuando grites ya será demasiado tarde.

El daddy hacía que no sintiera ningún dolor y Rex me hacía creer que estaba preparado para cualquier desafío que me presentase Jawarski. Comprobé la carga de mi pistola estática, luego llamé a la puerta del apartamento.

—Jawarski —grité—, soy Marîd Audran. Jirji Shaknahyi era mi compañero. He venido a detenerte por su asesinato.

No se hizo esperar. Jawarski abrió la puerta riendo. Sostenía una pistola automática negra del calibre 45.

—Estúpido hijo de puta —dijo.

Se apartó para que pudiera entrar.

Me aseguré de que veía mi arma mientras le seguía, pero estaba tan seguro de sí mismo que no le importó lo más mínimo. Me senté en un sofá gastado enfrente de la puerta. Jawarski se dejó caer en un sillón cubierto por un tejido de flores manchado de sangre. Me impresionó su juventud. Me sorprendió comprobar que al menos era cinco años más joven que yo.

—¿Has oído lo que la ley islámica hace con los asesinos? —le pregunté.

Ambos nos encañonábamos mutuamente, pero Jawarski demostraba indiferencia.

—Eso no cambia nada. No me importa morir.

Jawarski tenía un curioso modo de hablar desde un lado de la boca, como si pensara que lo hacía más duro o fiero. Era obvio que tenía serios problemas psicológicos, pero no iba a vivir lo bastante para resolverlos.

—¿Quién te dijo que estaba aquí? —añadió—. Siempre liquido a los soplones. Dime quién fue y así podré cargarme al bastardo.

—No tendrás ocasión, colega. No puedes comprar a toda la ciudad.

—Aceleremos esto —dijo, intentando preocuparme—. Se supone que esta noche recogeré mi dinero y me largaré de la ciudad.

Mi pistola estática no parecía molestarle lo más mínimo.

Jawarski miraba a mi derecha. Yo desvié la vista en esa dirección, hacia la pequeña mesa de madera no lejos del sofá, cubierta con papel de periódico. Sobre ella había tres cargadores.

—¿Fue Hajjar quien te dijo que mataras a Shaknahyi? ¿O Umar, esa basura de Abu Adil?

—No soy un soplón —dijo, sonriendo torcidamente.

—Con los demás…, Blanca Mataro y el resto, no utilizaste el cuarenta y cinco. ¿Por qué?

Jawarski se encogió de hombros.

—Me dijeron que no lo hiciera. Creo que no querían que se estropeasen otros miembros. Ellos me decían a quién liquidar y yo lo hacía con la pistola estática. Siempre avisaba yo mismo a la policía, así la ambulancia llegaba antes. Supongo que no querían que se estropease la carne.

Soltó una carcajada que me heló la sangre.

Miré la mesa, pensando que quizá Jawarski no se había molestado en meter un cargador en su pistola antes de dejarme entrar. Parecía disfrutar fanfarroneando.

—¿A cuántos has matado? —le pregunté.

—¿Quieres decir en total? —Jawarski miró al techo—. Oh, veintiséis, de los que llevo la cuenta. Casi uno por cada año. Y mi cumpleaños se acerca. ¿Te gustaría ser el número veintisiete?

Sentí un escalofrío de rabia.

—Estás acabado, Jawarski —le dije con los dientes apretados.

—Vamos, llevas una pistola de mujer, dispárame si tienes huevos. —Estaba disfrutando de lo lindo, burlándose y provocándome—. Ese será el recorte del periódico: «El malo de Jawarski, personaje legendario», dirá. ¿Qué te parece?

—¿Has pensado alguna vez en la gente a la que matas? —le pregunté.

—Recuerdo a ese policía. Me di la vuelta y le disparé en el pecho. Ni siquiera se tambaleó, sino que disparó contra mí. Pero no me alcanzó y corrí hacia detrás de la casa. Cuando llegué al otro lado, saqué la cabeza por la esquina y vi que el policía al que había disparado me perseguía. Eché a correr hacia la otra casa. Cuando volví a mirar continuaba persiguiéndome. Entonces ya tenía toda la chaqueta ensangrentada, pero continuaba persiguiéndome. Dios, ese tipo era todo un hombre.

—¿Has pensado alguna vez en su familia? Shaknahyi tenía una esposa, sabes. Tenía tres niños.

Jawarski me miró y esbozó muy despacio otra sonrisa demente.

—Que se jodan.

Me levanté y avancé tres pasos. Jawarski enarcó las cejas, invitándome a acercarme más. Mientras se levantaba le arrojé la pistola estática. La cogió contra su pecho con la mano izquierda, eché mi puño hacia atrás y le golpeé en la comisura de la boca. Luego le cogí por el puño y le retorcí el brazo, dispuesto a romperle los huesos si me veía obligado. Gruñó y soltó la automática.

—Yo no soy Hajjar —grité—. No soy ese maldito Catavina. No vas a comprarme, y en este momento no tengo ningunas ganas de respetar tus derechos civiles. ¿Entiendes?

Me agaché y recogí su arma. Me había equivocado. Estaba cargada.

Jawarski se llevó una mano a los labios. Cuando la bajó, sus dedos estaban ensangrentados.

—Has visto muchos programas de holo, colega —dijo. Sonrió, aún no estaba preocupado—. Tú no eres mejor que Hajjar. No eres mejor que yo, si quieres saber la verdad. Méteme una bala si crees que puedes salir bien de ésta.

—En eso tienes razón.

—Pero crees que ya hay bastantes como Hajjar. Y Hajjar ni siquiera es un policía corrupto. No lo es. Se limita a hacer lo que le dicen, lo que todo el mundo espera que haga, lo que se supone que debe hacer. Te diré un secreto. Vas a terminar como Shaknahyi. Ayudarás a las viejas a cruzar la calle hasta que seas lo bastante viejo para retirarte y entonces algún hijo de puta te enterrará. —Se metió el meñique en la oreja y se rascó—. Y después —dijo absorto—, cuando tú te hayas ido, el hijo de puta se follará a tu mujer.

Sentí que mi rostro se endurecía de tensión, congelado en una mirada impenetrable. Levanté la pistola con serenidad, la sostuve fuerte y apunté entre los ojos de Jawarski.

—Vigila —dijo con sorna—. No es un juguete.

Cogí la pistola estática y me la guardé en el bolsillo. Hice un gesto a Jawarski para que se sentara y volví a mi asiento en el sofá.

Nos miramos unos segundos. Me costaba respirar. Jawarski parecía disfrutar.

—Apuesto a que haces lo que puedes por consolar a la viuda de Shaknahyi. ¿Te la has tirado ya?

Volví a sentir crecer la ira y la frustración. Odiaba escuchar sus mentiras, sus justificaciones del crimen y la corrupción. Lo peor de todo es que me decía que Shaknahyi había muerto estúpidamente, por ninguna buena causa. No iba a permitirle que dijera eso.

—Cállate —dije con voz angustiada.

Me vi a mi mismo con la pistola vacilante ante Jawarski.

—¿Lo ves? No puedes disparar. Lo inteligente sería dispararme. Si no, saldré limpio, porque no importa quien me encierre, me escaparé, el caíd Reda se asegurará de que me escape. En esta ciudad nunca me juzgarán.

—No, no te juzgarán —dije, con la certeza de que así sería.

Disparé una vez. La explosión fue tremenda y el eco parecía no acabarse nunca, como un trueno. Jawarski cayó hacia atrás a cámara lenta, con la mitad de la cara destruida. Había sangre por todas partes. Tiré la pistola al suelo. Nunca antes había disparado con una pistola de balas. El retroceso me lanzó contra el sofá, incapaz de recuperar el aliento.

Cuando crucé la puerta no planeaba matar a ese hombre, pero lo había hecho. Había sido una decisión consciente. Había aceptado la responsabilidad de hacer justicia, porque tenía la certeza de que de otro modo no se haría. Me miré las manos y los brazos llenos de sangre.

La puerta se abrió de un portazo. Primero llegó Morgan, luego Saied. Se detuvieron en el umbral y observaron la escena.

—Muy bien —dijo Saied despacio—. Ya has atado un cabo suelto.

—Escucha, tío —dijo Morgan—, tengo que irme. No me necesitas para nada más, ¿no?

Me quedé mirándole. Me pregunté por qué no estaban horrorizados.

—Vámonos, tío —dijo Morgan—. Alguien puede haberlo oído.

—Oh, seguro que alguien lo ha oído —dijo Saied—. Pero en este barrio nadie es lo bastante estúpido como para hacer averiguaciones.

Me desconecté el moddy de tipo duro. Ya tenía bastante de Rex por una temporada. Salimos del apartamento y bajamos la escalera. Morgan se fue en una dirección y Medio Hajj y yo en la otra.

—¿Y ahora qué? —preguntó Saied.

—Tenemos que ir al coche —dije.

No me gustaba la idea en absoluto. El sedán estaba aún en casa de Abu Adil. No me sentía con fuerzas para volver allí tan pronto, después de que el bastardo había creído matarme. Volvería. Tenía esa cuenta pendiente. Pero todavía no.

Saied debió de adivinar mis pensamientos por el tono de mi voz.

—Te diré lo que haremos —me dijo—. Quédate aquí, iré a por el coche, tú siéntate y espera. No tardaré.

—Muy bien —dije, y le di las llaves.

Le estaba infinitamente agradecido por haber venido en mi busca y por poder contar con él. No tenía motivo para no volver a confiar en él. Eso estaba bien porque, a pesar del moddy que anulaba el dolor, estaba a punto de desmayarme. Necesitaba que me viera un médico enseguida.

No quería sentarme en un escalón, porque las pasaría moradas para volverme a levantar. Me apoyé contra la pared encalada de una pequeña casa en ruinas. Por encima de mí oía los gritos estrepitosos de los chotacabras, que se lanzaban en picado sobre los tejados para cazar insectos. Miré enfrente de la calle a otro edificio de pisos y vi helechos salvajes y saludables que crecían desde las superficies horizontales hacia arriba y abajo de la pared, semillas que habían encontrado condiciones favorables en el lugar más insospechado. De las ventanas abiertas salía olor a comida: repollo hervido, carne asada, pan en el horno.

Estaba rodeado de vida, y sin embargo no podía olvidar que había derramado la sangre de un asesino. Aún sostenía la pistola automática. No sabía qué iba a hacer con ella. Mi mente no pensaba con claridad.

Al cabo de un rato, vi como el sedán se detenía ante mí. Saied salió y me ayudó a entrar. Me senté y él cerró la puerta.

—¿Adonde vamos? —me preguntó.

—Al maldito hospital.

—Buena idea.

Cerré los ojos y sentí el monótono sonido del coche por las calles. Me adormilé. Saied me despertó al llegar. Dejé la pistola estática y el 45 bajo el asiento y salimos del coche.

—Escucha —dije—. Sólo voy a entrar en la sala de urgencias y me recompondrán. Después de eso, tengo que ver a unas cuantas personas. Ya puedes irte.

Medio Hajj entornó los ojos.

—¿Qué pasa? ¿Aún no confías en mí?

Negué con la cabeza.

—No es eso, Saied. Ya lo he olvidado todo. Es que a veces trabajo mejor sin público, ¿vale?

—Claro. Una clavícula rota no es bastante para ti. No pararás hasta que tengamos que enterrarte en cinco contenedores distintos.

—Saied.

Levantó ambas manos.

—Muy bien, muy bien. Si quieres volver a irrumpir en casa del caíd Reda y de Himmar, es tu problema.

—No voy a volver a enfrentarme con ellos. Quiero decir que por ahora no.

—Ah, bien, cuando lo hagas dímelo.

—Puedes apostar —dije. Le di veinte kiams—. Coge un taxi desde aquí.

—Aja. Llámame más tarde —me dijo, devolviéndome las llaves del coche.

Asentí y subí la rampa de la entrada a la sala de urgencias. Saied me había llevado al mismo hospital que las dos veces anteriores. Empezaba a sentirme como en casa.

Rellené los malditos formularios y esperé media hora hasta que uno de los residentes pudo visitarme. Me roció algo sobre la piel del hombro con un difusor y luego manipuló los huesos rotos.

—Seguramente le dolerá —dijo.

No sabía que tenía un software conectado que se ocuparía de eso. Sin duda era la única persona en el mundo que tenía ese potenciador, pero no era ninguna celebridad. Hice las muecas y los aspavientos de rigor, aunque en general me comporté como un valiente. Me inmovilizó el brazo izquierdo con una venda muy tensa.

—Lo está llevando muy bien.

—He recibido entrenamiento esotérico —dije—. El control del dolor está en la mente.

Eso tenía bastante de cierto, estaba conectado a la mente al final de un largo alambre de plata con envoltorio de plástico.

Cuando el doctor terminó con la clavícula, me curó los cortes y las contusiones. Luego escribió algo en una receta.

—En cualquier caso, le daré esto para el dolor. Quizá los necesite, si no, mejor para usted.

Arrancó la hoja y me la dio.

Me quedé mirándolo. Me había recetado veinte Nofeqs, analgésicos tan flojos que en el Budayén cambias diez de ellos por una soneína.

—Gracias —dije bruscamente.

—No tiene sentido ser un héroe y sufrir, cuando la ciencia médica puede ayudar. —Me dio un vistazo general y decidió que había terminado conmigo—. Se pondrá bien en unas seis semanas, señor Audran. Le aconsejo que lo vea un médico dentro de unos días.

—Gracias —repetí.

Me dio unos papeles, yo los llevé a una ventanilla y pagué en metálico. Luego salí al vestíbulo principal del hospital y subí en ascensor hasta el vigésimo piso. La enfermera de turno era otra, pero Zain, el guardia de seguridad, me reconoció. Crucé el pasillo hasta la suite uno.

Junto a la cama de Papa estaban un doctor y una enfermera. Al entrar se volvieron para mirarme, con caras sombrías.

—¿Algo va mal? —pregunté asustado.

El doctor se rascó la barba gris con una mano.

—Su estado es crítico.

—¿Qué demonios ha pasado?

—Se había estado quejando de debilidad, dolores de cabeza y de vientre. Durante mucho tiempo no hemos podido explicarlo.

—Sí, ya se encontraba mal en casa, antes del incendio. Estaba demasiado enfermo como para escapar por su propio pie.

—Le hemos hecho pruebas más precisas —dijo el doctor— y por fin algo ha dado positivo. Ha estado ingiriendo una neurotoxina bastante sofisticada, presumiblemente desde hace varias semanas.

Sentí un escalofrío. Alguien había estado envenenando a Friedlander Bey, sin duda alguien de la casa. Ya tenía bastantes enemigos y mi reciente experiencia con Medio Hajj demostraba que no podía descartar a nadie como sospechoso. De repente, mis ojos repararon en algo que descansaba en la mesita de noche de Papa. Era una lata de metal redonda, y al lado estaba la tapadera. En la lata había una capa de dátiles rellenos de nueces y recubiertos de azúcar.

—Umm Saad —murmuré. Le había estado dando esos dátiles desde que se trasladó a vivir a su casa. Fui hacia la mesita—. Si analiza esto —le dije al doctor—, apuesto a que encontrará la causa.

—Pero quién…

—No se preocupe por quién. Haga que se recupere.

Eso había sucedido porque estaba tan obcecado en mi propia vendetta con Jawarski que no había prestado la atención necesaria a Umm Saad. Al dirigirme a la puerta pensé: ¿no fue la mujer de César Augusto quien lo envenenaba con higos de su propio árbol, para deshacerse de él y que su hijo fuera emperador? Me excusé ante mí mismo por no haber reparado en la semejanza. Tantas malditas historias no pueden evitar repetirse.

Bajé, y saqué mi coche del aparcamiento, luego conduje hasta la comisaría. Recuperé el control de mí mismo cuando el ascensor me llevó hasta el tercer piso. Me dirigí a la oficina de Hajjar, el sargento Catavina intentó detenerme, pero me limité a empujarlo contra una pared de mamparas y continué caminando. Abrí violentamente la puerta de Hajjar.

—Hajjar-dije.

Toda la rabia y la aversión que sentía hacia él estaban contenidas en esas dos sílabas.

Levantó la vista de los papeles, con expresión de temor cuando vio mi rostro.

—Audran, ¿qué ocurre?

Le lancé el 45 en su escritorio ante sus narices.

—¿Recuerdas aquel tipo que mató a Jirji? Lo encontrarán en el suelo de cierta ratonera. Alguien le disparó con su propia pistola.

Hajjar contemplaba incómodo la automática.

—Alguien le disparó, ¿eh? ¿Tienes idea de quién?

—Por desgracia no. —Le dediqué una malévola sonrisa—. No tengo microscopio, pero me parece que quien lo hiciera borró sus huellas del arma. Quizá nunca resolvamos este asesinato.

Hajjar se reclinó en su silla giratoria.

—Probablemente no. Bueno, al menos los ciudadanos se alegrarán de oír que Jawarski ha sido neutralizado. Buen trabajo de policía, Audran.

—Sí, claro. —Me di la vuelta para marcharme y cuando llegué a la puerta le miré y le dije—: Uno menos, ¿sabes a lo que me refiero? Ya sólo quedan dos.

—¿De qué demonios estás hablando?

—De que Umm Saad y Abu Adil son los siguientes. Y una cosa más: sé quién eres y lo que haces. Vigila tu culo. El tipo que disparó a Jawarski anda suelto y podría tenerte en su punto de mira.

Tuve el placer de ver desvanecerse la sonrisa superior de Hajjar. Cuando salí de su oficina, murmuraba para sí y se disponía a descolgar el teléfono.

Catavina esperaba en el pasillo cerca del ascensor.

—¿Qué le has dicho? —preguntó preocupado—. ¿Qué le has dicho?

—No te preocupes, sargento, tu siesta vespertina está a salvo, al menos por un tiempo. Pero no te sorprendas si de repente hay una llamada al orden en el departamento. Deberías empezar a actuar como un verdadero policía. —Apreté el botón del ascensor—. Y perder algo de peso mientras puedas.

Mi humor mejoró mientras bajaba a la planta. Cuando salí a los últimos rayos del sol de la tarde, casi me sentí normal.

Casi. Aún era prisionero de mi propia culpa. Planeaba ir a casa y descubrir más detalles sobre la relación de Kmuzu con Abu Adil, pero me encontré a mí mismo caminando en dirección contraria. Cuando oí la llamada a la oración de la tarde, dejé el coche en el zoco de la calle el-Khemis. Allí había una pequeña mezquita, me detuve en el patio para quitarme los zapatos y hacer la ablución. Luego entré en la mezquita y oré. Era la primera vez que lo hacía en muchos años.

Unirme a la oración con los demás que acudían a esa mezquita de barrio no me libró de mis dudas y mis remordimientos. Tampoco esperaba que lo hiciera. Sin embargo, sentí una entrañable sensación de pertenencia que había desaparecido de mi vida en la niñez. Por primera vez desde que llegué a la ciudad, podía acercarme a Alá con toda humildad, y con sincero arrepentimiento mis plegarias serían aceptadas.

Después del servicio de oración, hablé con un patriarca de la mezquita. Hablamos un buen rato y me dijo que había hecho bien en acudir a rezar. Le agradecía que no me sermonease, que me hiciera sentir cómodo y bien acogido.

—Una cosa más, oh respetable.

—¿Sí?

—Hoy he matado a un hombre.

No pareció terriblemente impresionado. Se acarició su larga barba unos segundos.

—Dime por qué lo hiciste —dijo por fin.

Le conté todo lo que sabía de Jawarski, su historial de crímenes violentos antes de llegar a la ciudad, el asesinato de Shaknahyi.

—Era un hombre malvado —dije—, pero a pesar de ello, me siento como un criminal.

El patriarca me puso la mano en el hombro.

—En la azora de «la vaca» está escrito que la venganza es lo prescrito en caso de asesinato. Lo que hiciste no es un crimen a los ojos de Alá, toda alabanza sea con él.

Miré al viejo a los ojos. No intentaba simplemente que me sintiera mejor. No lo decía para aligerar mi conciencia. Recitaba la ley tal como el Mensajero de Dios la había revelado. Conocía el pasaje del Corán al que había aludido, pero necesitaba oírlo de boca de alguien cuya autoridad respetase. Me sentí totalmente absuelto. Casi me echo a llorar de gratitud.

Salí de la mezquita con una extraña mezcla de humores: me inundaba la rabia por desquitarme de Abu Adil y Umm Saad, pero al mismo tiempo sentía un bienestar y una alegría indescriptibles. Decidí hacer otra escala antes de ir a casa.

Chiri se encargaba del turno de noche cuando entré en el club. Me senté en el taburete de siempre en el ángulo de la barra.

—¿Una Muerte Blanca? —me preguntó.

—No —le dije—. No me quedaré mucho. Chiri, ¿tienes algo de soneína?

—Creo que no. ¿Cómo te heriste el brazo?

—¿Algún paxium? ¿O beauties?

Descansó la barbilla en la mano.

—Cielo, pensé que pasabas de drogas. Pensé que de ahora en adelante ibas a estar limpio.

—Mierda, Chiri, no me hagas pasar un mal rato.

Se agachó por debajo del mostrador y se levantó con su pequeña caja de píldoras negra.

—Coge lo que quieras, Marîd. Espero que sepas lo que haces.

—Claro que sí —dije.

Y me serví media docena de cápsulas y tabletas. Me las tragué con un poco de agua, ni siquiera me fijé en lo que eran.

18

Pasé una semana sin hacer nada que requiriera esfuerzo, pero mi mente estaba acelerada como un galgo frenético. Planeaba vengarme de Abu Adil y Umar de cien maneras distintas: les escaldaría la piel en cubas de hirvientes fluidos venenosos, les inocularía repugnantes plagas de organismos que harían que su moddy de Infierno Sintético pareciera un placentero verano, contrataría equipos de ninjas sádicos para que se colasen en la gran casa y los asesinaran lentamente a base de sutiles heridas de cuchillo. Mientras tanto, mi cuerpo empezaba a recuperar su fuerza, aunque ni siquiera todos los aumentos superluminales de cerebro del mundo podían acelerar una soldadura de huesos rotos.

La recuperación era más lenta de lo que podía soportar, pero tenía una enfermera maravillosa. Yasmin se había compadecido de mí. Saied se había encargado de propagar la noticia de mi heroicidad. Ahora todo el mundo en el Budayén sabía cómo me había enfrentado a Jawarski con una sola mano. También oí que éste se avergonzó tanto ante mi ejemplo moral que abrazó el Islam en el acto y, mientras rezábamos juntos, Abu Adil y Umar intentaron entrar furtivamente y matarme, pero Jawarski se interpuso entre nosotros y salvó la vida de su nuevo hermano musulmán.

En otra versión, Umar y Abu Adil me capturaban y volvían a llevarme a su castillo del mal, donde me torturaban, copiaban mi mente y me obligaban a firmar cheques en blanco y contratos fraudulentos de reparaciones caseras, hasta que Saied Medio Hajj llegaba en mi rescate. Qué demonios. Embellecer un poco los hechos no nos perjudicaría ni a él ni a mí.

En cualquier caso, Yasmin estaba tan atenta y solícita que creo que Kmuzu sentía celos. No veía por qué. Algunas de las atenciones que recibía de Yasmin no figuraban, ni mucho menos, entre los quehaceres propios de Kmuzu. Me desperté una mañana con ella sentada a horcajadas sobre mí, acariciándome el pecho. Yasmin no llevaba encima prenda alguna.

—Vaya —dije adormilado—, en el hospital las enfermeras rara vez se quitan sus uniformes.

—Ellas tienen más práctica —dijo Yasmin—. Yo soy una principiante en esto, no estoy muy segura de lo que hago.

—Sabes muy bien lo que haces —le dije.

Su masaje se desplazaba despacio hacia el sur. Me estaba despertando deprisa.

—Ahora se supone que no puedes realizar ningún esfuerzo, déjame hacer a mí todo el trabajo.

—De acuerdo.

La miré y recordé lo mucho que la amaba. También recordé que en la cama me volvía loco. Antes de que me hiciera perder el sentido por completo dije:

—¿Y si entra Kmuzu?

—Ha ido a la iglesia. Además —dijo con malicia—, tarde o temprano los cristianos deben aprender algo sobre el sexo. Si no, ¿de dónde saldrían los nuevos cristianos?

—Los misioneros los convierten entre la gente que se dedica a sus propios asuntos.

Pero Yasmin no pretendía entablar una discusión religiosa. Se levantó un poco y se internó en mí. Soltó un suspiro de felicidad.

—Hacía mucho tiempo —dijo.

—Sí.

Eso fue todo lo que pude responder, mi concentración estaba en otra parte.

—Cuando me vuelva a crecer el pelo, seré capaz de acariciarte con él como antes.

—Sabes —dije, empezando a respirar pesadamente—, siempre he tenido esa fantasía…

Yasmin puso unos ojos como platos.

—¡No, con mi pelo no!

Bueno, todos tenemos nuestras inhibiciones. Jamás pensé que llegaría a insinuar algo lo bastante fuerte como para escandalizar a Yasmin.

No me jactaré de que follamos toda la mañana hasta que oímos a Kmuzu entrar en la sala de estar. En primer lugar, no me había tirado a nadie desde hacía semanas, en segundo lugar, estar otra vez juntos nos excitaba sobremanera. Fue un polvo rápido pero muy intenso. Poco después, nos quedamos abrazados sin decir nada durante un rato. Hubiera podido quedarme dormido, pero a Yasmin no le habría gustado.

—¿Has deseado alguna vez que yo fuera una rubia alta y esbelta?

—Nunca me he llevado demasiado bien con las mujeres de verdad.

—Te gusta Indihar, ya lo sé. He visto cómo la miras.

—Estás loca. Simplemente no es tan mala como las otras chicas.

Sentí como Yasmin se encogía de hombros.

—Pero siempre quisiste que fuera alta y rubia.

—Pudiste serlo de haber querido. Pudiste pedírselo a los cirujanos cuando eras hombre.

Escondió la cara en mi cuello.

—Me dijeron que no tenía el esqueleto —dijo con voz amortiguada.

—Creo que eres perfecta así. —Esperé un poco—. Si no fuera porque tienes los pies más grandes que he visto en mi vida.

Yasmin se incorporó en seguida. No le hizo gracia.

—¿Quieres que te rompa la otra clavícula, baheem? Me costó media hora y una larga ducha caliente en común restaurar la paz. Me vestí y esperé que Yasmin estuviera lista para marcharnos. Por una vez en la vida, llegaría puntual. Esa tarde no tenía que ir a trabajar hasta las ocho.

—¿Pasarás por el club luego? —me preguntó, mirándome desde el espejo de mi cómoda.

—Claro. Tengo que hacer notar mi presencia, si no vosotras, las empleadas, pensaréis que estoy dirigiendo un lugar de recreo.

Yasmin sonrió.

—Tú no diriges nada, cariño —dijo—. Chiri dirige ese club, como siempre lo ha hecho.

—Lo sé.

Había llegado a gustarme ser el dueño del local. En un principio pensaba devolverle el club a Chiri lo antes posible, pero ahora había decidido retrasarlo un poco. Me hacía sentir importante recibir un trato especial por parte de Brandi, Kandy, Pualani y las demás. Me gustaba ser el jefe.

Cuando Yasmin se marchó, fui a sentarme a mi escritorio. Estaban restaurando y pintando mis habitaciones, y volvía a vivir en el segundo piso del ala oeste. Justo debajo de la sala donde mi madre había estado tan exasperante, aunque sólo unos pocos días, después de nuestra reconciliación sorpresa. Me sentía lo bastante recuperado como para atender los asuntos inconclusos de Umm Saad y Abu Adil.

Cuando por fin decidí que no lo podía relegar más, cogí el moddy de color tostado, la grabación de Abu Adil.

Basmala —murmuré, y me lo conecté vacilante.

¡Qué locura, por la vida del profeta!

Audran se sintió como si asomara por un angosto túnel y viese el mundo a través de la perspectiva ególatra de Abu Adil. Las cosas sólo eran buenas o malas para Abu Adil, si no eran nada de eso, no existían.

La siguiente sensación de Audran fue descubrir que estaba sexualmente excitado. Por supuesto, el único placer sexual de Abu Adil procedía de joderse a sí mismo o a un doble de sí mismo. Eso era Umar…, un soporte en el que colgar su duplicado electrónico. Pero Umar era demasiado estúpido para darse cuenta de que no era más que eso, de que no poseía ninguna otra cualificación que le hiciera valioso. Cuando estorbara a Abu Adil o se hartara de él, Umar sería sustituido inmediatamente, como tantos otros a lo largo de los años.

¿Y el archivo Fénix? ¿Qué significaban las letras A.L.M.?

Por supuesto el recuerdo estaba ahí… Alif, lam, mim.

No eran iniciales. No se trataba de unas siglas desconocidas. Procedían del Corán. Muchas de las azoras del Corán empiezan con letras del alfabeto. Nadie sabe lo que significan. Quizá indicaciones de una frase mística o las iniciales de un escriba. El significado se ha perdido en el curso de los siglos.

Más de una azora empieza con alif, lam, mim, pero Audran supo inmediatamente de cuál se trataba. Era la azora treinta, llamada Los Bizantinos; la aleya importante dice: «Dios es quien os ha creado. Luego os ha dado sustento. Luego os hará morir y después os resucitará». Era obvio que, al igual que Friedlander Bey, el caía Reda también se imaginaba a sí mismo cuando hablaba de Dios.

Y, de repente, Audran supo que el archivo Fénix, con su lista de gente que no sospechaba que podía ser asesinada para extraer sus órganos, estaba grabada en una placa de memoria de aleación de cobalto escondida en el dormitorio privado de Abu Adil.

También otras cosas se aclararon para Audran. Cuando pensó en Umm Saad, la memoria de Abu Adil le comunicó que en realidad no tenía ningún parentesco con Friedlander Bey, pero había accedido a espiarle. Como recompensa habían corrido su nombre y el de su hijo en el archivo Fénix. Ya no tendría que preocuparse porque algún día alguien, a quien ella ni siquiera conociese, necesitara urgentemente su corazón, su hígado o sus pulmones.

Audran se enteró de que Umm Saad contrató a Paul Jawarski y Abu Adil había concedido su protección al asesino americano. Umm Saad había traído a Jawarski a la ciudad y transmitido las órdenes del caíd Reda de matar a ciertas personas de la lista del archivo Fénix. Umm Saad era en parte responsable de esas muertes, del incendio y del envenenamiento de Friedlander Bey.

Audran estaba asqueado y la horrible sensación de locura amenazaba con superarle. Cogió el moddy y se lo desconectó.

Epa. Era la primera vez que utilizaba un moddy que fuera una grabación de una persona viva. Había sido una experiencia repulsiva. Como meterse en el fango, con la diferencia de que el fango se puede lavar; la contaminación de la mente era más íntima y más terrible. A partir de ahora —me prometí a mí mismo— sólo me enchufaría personajes de ficción y moddies fabricados.

La mente de Abu Adil estaba aún más enferma de lo que imaginaba. Sin embargo, había aprendido unas cuantas cosas…, o al menos había confirmado mis sospechas. Sorprendentemente entendía los motivos de Umm Saad. De haber conocido la existencia del archivo Fénix, también yo habría hecho lo posible por borrar mi nombre de la lista.

Quería comentárselo a Kmuzu, pero no había regresado de su misa dominical. Vería si mi madre tenía algo más que contarme.

Atravesé el patio hacia el ala este. Tras llamar a la puerta hubo una pequeña pausa.

—Ya voy —dijo ella. Oí el tintineo del cristal, luego el sonido de un cajón abriéndose y cerrándose—. Ya voy.

Cuando me abrió la puerta pude oler el whisky irlandés. Había estado muy modosita durante su estancia en casa de Papa. Estoy seguro de que bebía y se drogaba como siempre, pero al menos tenía el suficiente dominio de sí misma para no aparecer en público en según qué estado.

—La paz sea contigo, oh madre.

—Y contigo. —Se apoyó contra la puerta, tambaleándose un poco—. ¿Quieres entrar, oh caíd?

—Sí, necesito hablar contigo.

Esperé a que abriera la puerta del todo y me franqueara el paso. Entré y tomé asiento en el sofá. Ella se sentó delante de mí en un cómodo sofá.

—Lo siento —dijo—. No tengo nada que ofrecerte.

—Está bien.

Tenía buen aspecto. Se había deshecho del maquillaje y la ropa excéntrica, y ahora se parecía más a la imagen mental que tenía de ella: con el pelo cepillado, bien vestida, sentada púdicamente con las manos dobladas en su regazo. Recordé el comentario de Kmuzu diciendo que juzgaba a mi madre con más dureza que a mí mismo y le perdoné su ebriedad. No hacía daño a nadie.

—Oh madre, me dijiste que cuando regresaste a la ciudad cometiste el error de volver a confiar en Abu Adil. Sé que fue mi amigo Saied quien te trajo hasta aquí.

—¿Lo sabes? —dijo.

Parecía escéptica.

—Y sé lo del archivo Fénix. ¿Por qué aceptaste espiar voluntariamente a Friedlander Bey?

Se quedó perpleja.

—Oye, si alguien te ofrece tacharte de la maldita lista, ¿no harías tú lo mismo? Mierda, pensé que no le ofrecería a Abu Adil nada que pudiera utilizar realmente contra Papa. No creí que hiciera daño a nadie.

Eso era precisamente lo que deseaba oír. Abu Adil había apretado a Umm Saad y a mi madre el mismo tornillo. Umm Saad había respondido intentando matar a todos los de la casa. Mi madre había reaccionado de diferente forma, había pedido protección a Friedlander Bey.

Simulé que el asunto no era lo suficiente importante como para seguir discutiendo.

—También dijiste que deseabas hacer algo útil en tu vida. ¿Sigues pensando lo mismo?

—Claro, supongo —dijo recelosa.

Parecía incómoda, como si la conciencia social fuese un horrible destino.

—He separado algún dinero y he ordenado a Kmuzu que se encargue de la fundación de una especie de restaurante benéfico en el Budayén. Sería maravilloso si quisieras colaborar en el proyecto.

—Oh, claro —dijo, frunciendo el ceño—, lo que quieras.

Si le hubiera pedido que se cortase la lengua no habría demostrado más entusiasmo.

—¿Qué hay de malo?

Me asombré al ver lágrimas resbalando por sus pálidas mejillas.

—Sabes, no pensé que llegase a esto. Todavía tengo buen aspecto, ¿no te parece? Quiero decir, tu padre pensaba que era hermosa. No paraba de decírmelo y no hace tanto de ello. Creo que si tuviera ropa decente, no esa mierda que traje conmigo de Argel, aún podría volver locos a unos cuantos. No tengo por qué estar sola el resto de mi vida.

No quería entrar en esa discusión.

—Aún eres atractiva, madre.

—Apuesta el culo a que sí —dijo, volviendo a sonreír—. Me voy a comprar una falda corta y unas botas. No me mires de ese modo. Me refiero a una falda corta de buen gusto. Cincuenta y siete años no son tan malos para los tiempos que corren. Mira a Papa.

Ah, sí, Papa yacía indefenso en una cama de hospital, demasiado débil para subirse la sábana por encima de su barbilla.

—¿Sabes lo que quiero? —me preguntó con expresión soñadora.

No me atrevía a preguntar.

—No, ¿qué?

—Vi ese cuadro de Umm Khalthoum en el zoco. Hecho con miles de clavos diferentes. El tipo los clavó en un gran tablero y luego pintó la cabeza de cada clavo de un color diferente. De cerca no ves de qué se trata, pero cuando te alejas unos pasos, aparece un soberbio cuadro de la Dama.

—Sí, tienes razón —dije.

Lo veía colgado en la pared sobre los caros y elegantes muebles de Friedlander Bey.

—Bueno, qué demonios, yo también tengo algún dinero ahorrado. —Debí de poner cara de sorpresa, porque añadió—: Sabes, tengo algunos secretos. He dado muchas vueltas, he visto cosas. Tengo mis propios amigos y mi propio dinero. Así que no creas que puedes dirigir mi vida sólo porque me has traído aquí. Puedo hacer las maletas y marcharme en cuanto quiera.

—Madre, yo no quiero decirte cómo debes comportarte, ni qué debes hacer. Sólo creí que te gustaría ayudar en el Budayén. Hay un montón de gente tan pobre como éramos nosotros.

No me escuchaba con demasiada atención.

—Antes éramos pobres, Marîd —dijo, remontándose a una fantasía de los recuerdos de aquellos tiempos—, pero siempre fuimos felices. Aquéllos sí fueron buenos tiempos. —Luego se puso triste—. Mírame ahora.

—Tengo que irme. —Me levanté y me dirigí hacia la puerta—. Que tu vigor persista, oh madre. Con tu permiso.

—Ve en paz —dijo, acompañándome a la puerta—. Recuerda lo que te he dicho.

No sabía qué quería contestar. Incluso en las mejores condiciones, las conversaciones con mi madre siempre contenían poca información y mucha pasividad. Con ella era avanzar un paso y retroceder dos. Me alegró saber que no tendría problemas para regresar a Argel o seguir en su vieja línea de trabajo aquí. Al menos, eso era lo que me había parecido entender. Dijo algo sobre «hacer perder la cabeza a algunos» pero supuse que lo decía en un sentido estrictamente no comercial. Pensaba en ello mientras regresaba a mi habitación del ala oeste.

Kmuzu había vuelto y recogía nuestra ropa sucia.

—Te han llamado por teléfono, yaa Sidi —dijo.

—¿Aquí?

Me preguntaba por qué no me habían llamado por mi línea personal, el teléfono que llevaba en el cinturón.

—Sí. No dejó ningún mensaje, pero se supone que debes llamar a Mahmoud. He dejado el número en tu escritorio.

Podían ser buenas noticias. Planeaba acometer el segundo de mis tres blancos: Umm Saad. Pero tendría que esperar. Fui al escritorio y dije el código de Mahmoud al teléfono. Respondió inmediatamente.

Alió —dijo.

—¿Cómo estás, Mahmoud? Soy Marîd.

—Bien. Tengo que discutir contigo un asunto.

—Deja que me ponga cómodo. —Acerqué una silla y me senté. No pude evitar una sonrisa—. Vale, ¿qué tienes?

Se produjo un breve silencio.

—Como sabes, me entristeció mucho la muerte de Jirji Shaknahyi, que Alá le bendiga.

No tenía ni idea. Si ni yo sabía que Indihar estuviera casada, dudaba mucho que Mahmoud o Jacques o ningún otro lo supiera. Quizás Chiriga. Chiri siempre sabe estas cosas.

—Fue una tragedia para toda la ciudad —dije, evasivo.

—Fue una tragedia para nuestra Indihar. Debe de estar desesperada. Y no tener dinero empeora su situación. Siento haber insinuado que trabajara para mí. Fue cruel por mi parte. Lo dije sin pensar.

—Indihar es una musulmana devota —dije con frialdad—. No va a hacer la carrera ni para ti ni para nadie.

—Ya lo sé, Marîd. No es necesario que seas tan celoso de su buen nombre. Pero se ha dado cuenta de que no puede mantener a sus hijos. Dijiste que estaría dispuesta a colocar a uno de ellos en un buen hogar adoptivo y de ese modo quizá ganara lo suficiente para alimentar y vestir a los demás de un modo digno.

Odiaba lo que estaba haciendo.

—Quizá no lo sepas —dije—, pero mi madre se vio obligada a vender a mi hermano pequeño cuando éramos niños.

—Oye, oye, magrebí —dijo Mahmoud—, no creo que esto sea una «venta». Nadie tiene derecho a vender un niño. No podemos seguir la conversación si mantienes esa actitud.

—Muy bien. Lo que digas. No es una venta, llámale como quieras. Vayamos al grano. ¿Has encontrado alguien dispuesto a adoptarlo?

Mahmoud se quedó en silencio un segundo.

—No exactamente —dijo por fin—. Pero conozco a un hombre que suele actuar como intermediario. Ya he tratado con él otras veces y puedo garantizar su honestidad y sensibilidad. Puedes suponer que estas transacciones requieren grandes dosis de comprensión y tacto.

—Claro. Eso es importante. Indihar ya tiene bastante dolor.

—Exacto. Por eso este hombre es tan recomendable. En un momento es capaz de colocar a un niño en un hogar acogedor y es capaz de ofrecer al padre natural dinero contante y sonante, para evitar cualquier sentimiento de culpa o recriminaciones. Así es como lo hace. Creo que el señor On es la solución perfecta al problema de Indihar.

—¿El señor On?

—Se llama On Cheung. Es un hombre de negocios procedente de Kansu, China. Ya he tenido el privilegio de actuar como su agente.

—Ah, sí. —Cerré los ojos muy fuerte y escuché bullir la sangre en mi cabeza—. Eso nos conduce al asunto del dinero. ¿Cuánto pagará el señor On y qué tajada sacarás tú?

—Por el hijo mayor, quinientos kiams. Por el más pequeño trescientos. Por la hija doscientos cincuenta. Además ofrece suplementos, doscientos kiams más por dos niños y quinientos si Indihar renuncia a los tres. Yo me llevo el diez por ciento. Si le cobras alguna tarifa, deberá ser del resto.

—Parece bastante legal. Para ser franco, es mejor de lo que Indihar esperaba.

—Te dije que el señor On era un hombre generoso.

—¿Y ahora qué? ¿Nos vemos en algún lugar o qué?

La voz de Mahmoud parecía más excitada.

—Por supuesto, tanto el señor On como yo necesitamos examinar a los niños, para asegurarnos de que están sanos y fuertes. ¿Puedes llevarlos a la calle Rafi ben García dentro de media hora?

—Claro, Mahmoud. Nos vemos allí. Dile a On Cheung que lleve el dinero. —Colgué el teléfono—. Kmuzu, olvida la colada, nos vamos.

—Sí, yaa Sidi. ¿Saco el coche?

—Aja.

Me levanté y me puse una gallebeya sobre mis téjanos. Luego me guardé la pistola estática en el bolsillo. No confiaba ni en Mahmoud ni en el vendedor de niños.

La dirección estaba en el barrio judío y resultó ser otro escaparate cubierto con papel de diario, muy parecido al lugar que Shaknahyi y yo investigamos en vano.

—Quédate aquí —le dije a Kmuzu.

Bajé del coche, fui hacia la puerta principal y al cabo de un rato Mahmoud la abrió unos centímetros.

—Marîd —dijo con su voz ronca—. ¿Dónde están Indihar y los niños?

—Les dije que se quedaran en el coche. Primero quería echar un vistazo. Déjame entrar.

—Claro. —Abrió la puerta un poco más y yo lo empujé para entrar—. Marîd, éste es el señor On.

El vendedor de niños era un hombre pequeño de tez oscura y dientes amarillentos. Estaba sentado en una vieja silla de metal plegable ante una mesilla. A la altura de su codo había una caja metálica. Me miraba a través de unas gafas. Tampoco usaba ojos Nikon.

Crucé el suelo asqueroso y le tendí la mano. On Cheung me examinó y no hizo el menor gesto de darme la mano. Después de unos segundos, sintiéndome como un idiota, dejé caer la mano.

—¿Vale? —dijo Mahmoud—. ¿Satisfecho?

—Dile que abra la caja.

—No puedo decirle que haga nada. Es muy…

—Está bien —dijo On Cheung—. Mira.

Destapó la caja metálica. Había tal cantidad de billetes de cien kiams como para comprar a todos los niños del Budayén.

—Fantástico —dije. Metí la mano en el bolsillo y saqué la pistola—. Las manos a la cabeza.

—Hijo de puta —gritó Mahmoud—. ¿Qué es esto, un robo? No te saldrás con la tuya. El señor On hará que te arrepientas. Ese dinero no te va a servir de nada. Estarás muerto antes de que te gastes un solo fiq.

—Sigo siendo policía, Mahmoud —dije con tristeza. Cerré la caja metálica y se la entregué. No podía llevarla con mi único brazo bueno y seguir apuntando con la pistola estática—. Hajjar lleva mucho tiempo buscando a On Cheung. Incluso un policía corrupto como él tiene que encerrar a alguien de vez en cuando. Me parece que es su turno.

Los llevé al coche. Los apunté con la pistola mientras Kmuzu nos llevaba hasta comisaría. Subimos los cuatro hasta el tercer piso. Hajjar estaba sorprendido de que nuestra pequeña comitiva entrase en su oficina acristalada.

—Teniente —dije—, éste es On Cheung, el vendedor de niños. Mahmoud, deja la caja del dinero. Se supone que es una prueba, pero no creo que nadie la vuelva a ver después de hoy.

—No dejas de sorprenderme —dijo Hajjar.

Apretó un botón de su escritorio para llamar a los policías de la oficina exterior.

—Éste es gratis —dije. Hajjar parecía asombrado—. Te dije que aún me quedaban dos. Umm Saad y Abu Adil. Esta basura es una especie de premio.

—Muchas gracias, Mahmoud, puedes irte. —El teniente me miró y se encogió de hombros—. ¿De verdad crees que Papa me habría permitido encerrarlo?

Lo pensé un momento y me di cuenta de que tenía razón.

Mahmoud pareció aliviado.

—No olvidaré esto, magrebí —murmuró dándome un empellón.

Su amenaza no me asustó.

—Por cierto —dije—, me marcho. De ahora en adelante, si quieres a alguien para archivar informes de tráfico o entrar las grabaciones de las agendas, tendrás que buscarte a otro. Si necesitas a alguien para que pierda el tiempo cazando gambusinos, búscate a otro. Si necesitas a alguien que te ayude a enmascarar tus crímenes o tu incompetencia, búscate a otro. Yo ya no trabajo aquí.

Hajjar sonrió con cinismo.

—Sí, algunos policías reaccionan cuando se someten a mucha tensión. Pero pensé que durarías más, Audran.

Le crucé la cara con dos rápidas y sonoras bofetadas. Se quedó mirándome, levantó la mano despacio para tocar sus doloridas mejillas. Me di la vuelta y salí de la oficina seguido por Kmuzu. Se acercaron policías de todas partes, para ver lo que le había hecho a Hajjar. Todos se reían, incluido yo.

19

—Kmuzu —dije mientras conducía el sedán camino de casa—, ¿quieres hacer el favor de invitar a Umm Saad a cenar con nosotros?

Me miró, sin duda pensaba que estaba completamente loco, pero se reservaba la opinión.

—Por supuesto, yaa Sidi. ¿En el comedor pequeño?

—Aja.

Vi pasar los árboles del barrio cristiano. Me preguntaba si yo mismo sabía lo que me traía entre manos.

—Espero que no subestimes a esa mujer.

—No lo creo. Sé de lo que es capaz. Creo que está totalmente en sus cabales. Cuando le diga que conozco lo del archivo Fénix y sus razones para presentarse en nuestra casa, se dará cuenta de que el juego ha terminado.

Kmuzu dio unos golpecitos en el volante con sus dedos índices.

—Si necesitas ayuda, yaa Sidi, estaré allí. No tendrás que enfrentarte con ella solo, como hiciste con el caíd Reda.

Sonreí.

—Gracias, Kmuzu, pero no creo que Umm Saad esté tan loca ni sea tan poderosa como Abu Adil. Nos limitaremos a sentarnos frente a frente en una comida. Intentaré mantener el control, inshallah.

Kmuzu me miró taciturno, luego se enfrascó en la conducción.

Al llegar a la mansión de Friedlander Bey, subí la escalera y me cambié de ropa. Me puse una túnica blanca y un caftán blanco al que trasladé la pistola estática. Todavía llevaba el daddy bloqueador del dolor. En realidad ya no lo necesitaba, y llevaba un cargamento de sunnies por si acaso. Sentía un aluvión de molestos dolores y achaques que el daddy había bloqueado. Lo peor de todo era el punzante dolor del hombro. Decidí que no tenía sentido sufrir como un valiente y fui directo a mi caja de píldoras.

Mientras esperaba la respuesta de Umm Saad a mi invitación, oí al muecín de Papa llamar a la oración del ocaso. Desde mi charla con el patriarca de la mezquita del zoco de la calle el-Khemis, rezaba más o menos con regularidad. Quizá no cumplía las cinco plegarias diarias, pero lo hacía decididamente mejor que antes. Bajé la escalera hasta el despacho de Papa. Allí guardaba su alfombra de oración y tenía un mihrab especial construido en una de las paredes. El mihrab es una pequeña hornacina semicircular que se encuentra en todas las mezquitas, e indica la dirección de la Meca. Después de lavarme la cara, las manos y los pies, desenrollé la esterilla de oración, borré de mi mente el escepticismo y me dirigí a Alá.

Cuando terminé de orar, Kmuzu murmuró:

—Umm Saad te espera en el comedor pequeño.

—Gracias.

Doblé la alfombra de Papa y la guardé. Me sentía fuerte y decidido. Siempre creía que era una ilusión temporal causada por la oración, pero ahora dudaba que se tratase de una ilusión. La seguridad era real.

—Está bien que hayas recuperado la fe, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. Algún día debes dejar que te explique el milagro de Jesucristo.

—Jesucristo no es un extraño para los musulmanes —respondí—, y sus milagros no son ningún secreto para la fe.

Entramos en el comedor. Umm Saad y su hijo estaban sentados en sus sitios. No había invitado al chico, aunque su presencia no evitaría lo que tenía que decir.

—Bienvenidos —dije—, y que Alá os conceda una buena comida.

—Gracias, oh caíd —dijo Umm Saad—. ¿Cómo te encuentras?

—Muy bien, gracias a Alá.

Me senté y Kmuzu se quedó detrás de mi silla. Noté que también Habib entraba en la habitación, o quizá era Labib, en cualquier caso, la Roca que no estuviera custodiando a Papa en el hospital. Umm Saad y yo intercambiamos cumplidos hasta que la criada trajo una bandeja de tahini y pescado en salazón.

—Tu cocina es excelente —dijo Umm Saad—. Disfruto con vuestras comidas.

—Me complace.

Trajeron más cosas de aperitivo: hojas de parra frías rellenas, corazones de alcachofas hervidos, rodajas de berenjenas rellenas de crema de queso. Indiqué a mis invitados que se sirvieran ellos mismos.

Umm Saad sirvió porciones generosas de cada bandeja en el plato de su hijo. Luego se dirigió a mí.

—¿Te sirvo café, oh caíd?

—Dentro de un momento. Siento que Saad ben Salah esté aquí para oír lo que tengo que decir. Ha llegado el momento de que te explique lo que he descubierto. Sé que trabajas para el caíd Reda y que has intentado asesinar a Friedlander Bey. Sé que ordenaste a tu hijo que provocara el incendio y sé lo de los dátiles envenenados.

Umm Saad palideció de horror. Acababa de dar un bocado de hoja de parra rellena, la escupió y la dejó en su plato.

—¿Qué has hecho? —dijo enfurecida.

Cogí otra hoja de parra rellena y me la metí en la boca. Cuando terminé de masticarla, respondí.

—No he hecho nada tan terrible como crees.

Saad ben Salah se levantó y se acercó a mí. Su joven rostro estaba deformado por una expresión de rabia y odio.

—¡Por las barbas del profeta! ¡No voy a permitir que hables así a mi madre!

—Sólo digo la verdad. ¿No es cierto, Umm Saad?

El chico me miró.

—Mi madre no tiene nada que ver con el incendio. Fue idea mía. Te odio y odio a Friedlander Bey. Es mi abuelo y me repudia. Abandona a su propia hija al sufrimiento de la pobreza y la miseria. Merece morir.

Tomé el café con serenidad.

—No lo creo. Es muy encomiable por tu parte que cargues con la culpa, Saad, pero tu madre es la culpable, no tú.

—¡Eres un mentiroso! —gritó la mujer.

El muchacho se abalanzó sobre mí, pero Kmuzu se interpuso entre nosotros. Tenía más fuerza de la necesaria para frenar a Saad.

Me volví hacia Umm Saad.

—Lo que no comprendo es por qué intentaste asesinar a Papa. No veo que su muerte te beneficie en absoluto.

—Entonces no sabes tanto como te crees —dijo. Dio la impresión de relajarse un poco. Sus ojos volaban de mí hacia Kmuzu, que aún agarraba férreamente a su hijo—. El caíd Reda me prometió que si descubría los planes de Friedlander Bey o lo eliminaba, para que él ya no tuviera ningún obstáculo, satisfaría mi deseo de ser dueña de esta casa. Me quedaría con las propiedades de Friedlander Bey y sus empresas de negocios, y dejaría todas las cuestiones de influencia política al caíd Reda.

—Claro, no tenías más que confiar en Abu Adil. ¿Cuánto crees que hubieras durado antes de que te eliminase del mismo modo que tú hubieses eliminado a Papa? Así podría unir las dos casas más poderosas de la ciudad.

—¡No son más que fabulaciones! —Se puso de pie, mirando a Kmuzu—. Suelta a mi hijo.

Kmuzu me miró. Yo negué con la cabeza.

Umm Saad sacó una pequeña pistola de agujas de su bolso.

—¡He dicho que sueltes a mi hijo!

—Señora —dije, levantando las manos para demostrar que no tenía nada que temer—, has fracasado. Guarda la pistola. Si persistes, ni la riqueza del caíd Reda te protegerá de la venganza de Friedlander Bey. Estoy seguro de que el interés de Abu Adil por ti ha llegado a su fin. En este momento sólo estás engañándote a ti misma.

Disparó dos o tres dardos al techo para demostrarme que estaba dispuesta a emplear el arma.

—Suelta a mi hijo —dijo bruscamente—. Vamos.

—No sé si puedo hacerlo —dije—. Estoy seguro de que Friedlander Bey deseará…

Oí un ruido como ¡zitt zitt! y vi que Umm Saad me había disparado. Respiré hondo esperando que la mordedura del dolor me indicara dónde me había herido, pero no sucedió. Su nerviosismo había frustrado sus propósitos incluso en esto.

Apuntó la pistola de agujas hacia Kmuzu, que seguía inmóvil, escudado aún por el cuerpo de Saad. Luego volvió a apuntarme a mí. Mientras tanto, la Roca Parlante se había interpuesto entre nosotros. Levantó una mano y la dejó caer contra el puño de Umm Saad, que soltó la pistola de agujas. Luego la Roca levantó la otra mano, apretando su enorme puño.

—No —grité.

Pero era tarde para detenerlo. De un poderoso revés derribó a Umm Saad al suelo. Vi un brillante reguero de sangre en su rostro por debajo de su labio partido. Yacía de espaldas, con la cabeza vuelta en un ángulo grotesco. Sabía que la Roca la había matado de un golpe.

—Ya van dos —dije.

Ahora podría dedicarme por completo a Abu Adil y a Umar, el juguete traidor del viejo.

—¡Hijo de perra! —gritó el muchacho. Forcejeó un momento y luego Kmuzu le permitió acercarse a ella. Se inclinó y acunó el cadáver de su madre—. Oh, madre, madre —murmuró llorando.

Kmuzu y yo dejamos que la llorase un instante.

—Saad, levántate —dije al fin.

Me miró. Creo que nunca he visto tanta malevolencia en el rostro de nadie.

—Os mataré —dijo—. Te lo prometo. A todos.

Kmuzu puso la mano sobre el hombro de Saad, pero el chico se libró de ella.

—Escucha a mi amo —dijo Kmuzu.

—No.

Entonces se lanzó rápidamente sobre la pistola de agujas de su madre. La Roca golpeó el brazo del chico. Saad cayó junto a su madre, sosteniéndose el brazo y sollozando.

Kmuzu se arrodilló y cogió la pistola de agujas. Volvió a levantarse y me dio el arma.

—¿Qué vas a hacer, yaa Sidil —¿Con el muchacho?

Miré a Saad pensativo. Sabía que me deseaba lo peor, pero sólo sentí lástima por él. No había sido más que un instrumento en el pacto de su madre con Abu Adil, un peón en su malvado plan para usurpar el poder de Friedlander Bey. Pero no esperaba que Saad lo comprendiera. Para él, Umm Saad sería siempre la mártir de una cruel injusticia.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Kmuzu, interrumpiendo mis pensamientos.

—Oh, déjalo marchar. Ya ha sufrido bastante. —Kmuzu retrocedió un paso y Saad se puso en pie, aguantándose el brazo amoratado cerca del pecho—. Me ocuparé de los preparativos del funeral de tu madre.

De nuevo su semblante se llenó de odio.

—¡No la toques! —gritó—. Yo enterraré a mi madre. —Me dio la espalda y se precipitó hacia la puerta. Al salir se volvió para mirarme—. Si existen las maldiciones en este mundo —dijo con voz febril—, las invoco contra ti y contra tu casa. Te haré pagar cien veces por lo que has hecho. Lo juro tres veces, ¡por la vida del profeta Mahoma!

Luego, salió del comedor.

—Te has creado un encarnizado enemigo, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

—Lo sé, pero no puedo preocuparme por ello.

Sacudí la cabeza con tristeza.

Sonó el teléfono del aparador y la Roca respondió.

—¿Sí? —dijo.

Escuchó un momento y luego me lo ofreció.

—Diga —respondí.

Sólo oí una palabra del otro lado.

—Ven.

Era la otra Roca.

Sentí un escalofrío.

—Debemos ir al hospital —dije, mirando el cuerpo de Umm Saad sin decidirme.

Kmuzu comprendió mi problema.

—Youssef puede disponerlo todo, yaa Sidi, si ése es tu deseo.

—Sí, os necesitaré a los dos.

Kmuzu asintió y salimos del comedor con Labib o Habib guardándome las espaldas. Aguardamos fuera y Kmuzu trajo el sedán hasta la puerta de casa. Me senté detrás. Pensé que la Roca cabría mejor en el asiento de delante.

Kmuzu corría por las calles casi tan deprisa como Bill el taxista. Llegamos a la suite uno justo cuando un enfermero salía de la habitación de Papa.

—¿Cómo está Friedlander Bey? —pregunté con temor.

—Aún vive —dijo el enfermero—. Está consciente, pero no pueden quedarse mucho rato. Pronto entrará en el quirófano. El doctor está con él ahora.

—Gracias —le respondí. Me dirigí a Kmuzu y a la Roca—. Esperad aquí.

—Sí, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

La Roca ni siquiera chistó. Sólo le dirigió una mirada hostil a Kmuzu.

Entré en la suite. Vi a otro enfermero afeitando el cráneo de Papa, era evidente que lo preparaba para la operación. Tariq, su valet, lo miraba preocupado. El doctor Yeniknani y otro médico estaban sentados a una mesa, hablando en voz baja.

—Gracias a Dios que está aquí —dijo el valet—. Nuestro amo ha preguntado por usted.

—¿Qué sucede, Tariq?

Frunció el ceño. Estaba a punto de llorar.

—No lo comprendo. Los doctores se lo explicarán. Pero ahora debe decir a nuestro amo que está aquí.

Me acerqué a Papa y le miré. Parecía dormido, respiraba débilmente. Su piel tenía un enfermizo color grisáceo, y los labios y los párpados extrañamente oscuros. El enfermero terminó de raparle la cabeza y eso acentuó el aspecto raro y mortecino de Papa.

Abrió los ojos.

—Nos hemos sentido solos, hijo mío, sin tu presencia —dijo.

Su voz era imperceptible, como las palabras transportadas por el viento.

—Que Dios haga que nunca te sientas solo, oh caíd —dije.

Me incliné y le besé en la mejilla.

—Debes decirme… —empezó, pero su respiración se volvió jadeante y no pudo concluir la frase.

—Todo ha salido bien, gracias a Alá. Umm Saad ya no existe. Ya he advertido a Abu Adil de la inutilidad de conspirar contra ti.

Las comisuras de su boca se movieron.

—Serás recompensado. ¿Cómo derrotaste a la mujer?

Me habría gustado que dejase de pensar en términos de deudas y recompensas.

—Tengo un módulo de personalidad del caíd Reda. Cuando me lo conecté aprendí muchas cosas útiles.

Cogió aliento, parecía triste.

—Entonces sabes…

—Sé lo del archivo Fénix, oh caíd. Sé que defendiste esa horrible trama en cooperación con Abu Adil.

—Sí. Y también sabrás que soy el abuelo de tu madre, que tú eres mi biznieto. Pero ¿comprendes por qué hemos mantenido el secreto?

La verdad era que no, no lo sabía hasta ese momento, aunque, si con el moddy de Abu Adil me hubiera detenido a pensar sobre mí y sobre mi madre, la información habría aflorado a mi conciencia.

De modo que en todo ese asunto de si Papa era mi padre, mi madre se había comportado con astucia y precaución. Supongo que ella sabía la verdad. Por eso Papa se molestó tanto cuando la eché de casa al llegar a la ciudad. Por eso Umm Saad le producía tanto dolor, porque intentaba reemplazar a los herederos legítimos con la ayuda de Abu Adil. Y Umm Saad utilizaba el archivo Fénix para chantajear a Papa. Ahora comprendía por qué la dejó quedarse en su casa tanto tiempo y por qué prefería que yo me ocupara de ella.

Desde que el dedo divino de Friedlander Bey descendió de las nubes para señalarme hace ya algún tiempo, yo estaba destinado a fines elevados. ¿Había dejado de ser simplemente el ayudante indispensable y reticente de Papa? ¿O me había adiestrado para heredar el poder y la riqueza, junto con las terribles decisiones de vida o muerte que Papa tomaba cada día?

¡Qué ingenuo había sido, pensando que podía encontrar el medio de escapar! Estaba más que bajo el pulgar de Friedlander Bey, él me poseía y su indeleble marca estaba escrita en mi material genético. Me temblaron los hombros al percatarme de que nunca sería libre y cualquier esperanza de libertad había sido una mera ilusión.

—¿Por qué ni tú ni mi madre me confiasteis el secreto?

—No estás solo, hijo… mío. De joven, tuve muchos descendientes. Mi hijo mayor murió cuando era mayor que tú ahora y lleva muerto más de un siglo. Tuve docenas de nietos, uno de los cuales es tu madre. No sé cuántos descendientes de tu generación debo de tener. No sería correcto que te sintieras único y emplearas tu relación conmigo para fines egoístas. Necesitaba asegurarme de que eras digno, antes de reconocerte como mi favorito.

El discurso no me arrebataba tanto como él pensaba. Parecía un lunático con pretensiones divinas, dando su bendición como un regalo de cumpleaños. ¡Papa no quería que emplease mi relación con él para fines egoístas! ¡Jo, si eso no era el colmo de la ironía!

—¡Sí, oh caíd! —dije.

No me costaba nada parecer dócil. Mierda, le iban a rajar el cerebro en pocos minutos. Sin embargo, no le hice ninguna promesa.

—Recuerda —dijo bajito—, hay muchos otros que desean tu posición privilegiada. Tienes montones de primos a quienes algún día quizás hagas daño.

Fantástico. Más preocupaciones.

—Entonces, los ficheros del ordenador que investigué…

—Se han cambiado una y otra vez a lo largo de los años. —Sonrió débilmente—. Debes aprender a no fiarte de la verdad que sólo tiene una existencia electrónica. Después de todo, ¿acaso no nos dedicamos a ofrecer versiones de la verdad a las naciones del mundo? ¿No has aprendido lo dúctil que puede ser la verdad?

A cada segundo se me ocurrían más preguntas.

—Entonces, ¿mi verdadero padre fue Bernard Audran?

—El marinero provenzal, sí.

Me alivió saber que al menos una cosa era cierta.

—Perdóname, querido —murmuró Papa—. No deseaba revelarte lo del archivo Fénix y que eso pusiera más difíciles las cosas entre tú, Umm Saad y Abu Adil.

Le cogí la mano, estaba temblando.

—No te preocupes, oh caíd. Ya casi ha concluido todo.

—Señor Audran. —Noté la gran mano del doctor Yeniknani sobre mi hombro—. Vamos a bajar a su patrón al quirófano.

—¿Qué es lo que va mal? ¿Qué van a hacer?

Era obvio que no había tiempo para largas explicaciones.

—Tenía razón sobre los dátiles envenenados. Alguien ha estado envenenándole desde hace algún tiempo. Su médula, la parte del cerebro que controla la respiración, los latidos del corazón y la consciencia, ha sufrido serios daños. Si no actuamos de inmediato, se sumirá en un coma irreversible.

Sentí la boca seca y el corazón a cien.

—¿Qué le van a hacer?

El doctor Yeniknani se miró las manos.

—El doctor Lisan cree que la única esperanza es un trasplante parcial de médula. Estamos esperando el historial médico de un donante compatible.

—¿Y lo han encontrado hoy?

Me pregunté a quién de ese maldito archivo Fénix sacrificarían para ello.

—No le prometo éxito, señor Audran. Esta operación sólo se ha intentado tres o cuatro veces antes y nunca en esta parte del mundo. Pero usted sabe que si algún cirujano puede ofrecerle alguna esperanza, ése es el doctor Lisan. Y por supuesto, yo le ayudaré. Su patrón tendrá a su favor toda la experiencia y todas las plegarias de sus fieles amigos.

Asentí impávido. Vi como dos enfermeros levantaban a Friedlander Bey de su cama de hospital y lo depositaban en una camilla con ruedas. Le cogí la mano una vez más.

—Dos cosas —dijo con un ronco suspiro—. Traslada a la viuda del policía a nuestra casa. Cuando pasen cuatro meses del luto, debes casarte con ella.

—¡Casarme con ella!

Estaba tan sorprendido que olvidé el respeto debido.

—Y cuando me recupere de esta enfermedad… —Bostezó, casi sin poder mantener los ojos abiertos debido a la medicación que los enfermeros le habían administrado. Agaché la cabeza para oír sus palabras—. Cuando me reponga, iremos a la Meca.

Eso no era lo que yo esperaba. Supongo que gruñí:

—La Meca.

—El peregrinaje. —Abrió los ojos. Parecía asustado, no de la operación sino del incumplimiento de su obligación con Alá—. Ya va siendo hora —dijo, y se lo llevaron.

20

Decidí que, antes de enfrentarme con Abu Adil, lo más prudente sería esperar a que me quitaran el vendaje del brazo. Después de todo, el gran Saladino no reconquistó Jerusalén y expulsó a los cruzados entablando la batalla sólo con la mitad de su ejército. No es que pensase emprenderla a puñetazos con el caíd Reda ni con Umar, pero los recientes mamporros y moretones me habían enseñado un poco de prudencia.

Las cosas se habían calmado bastante. Durante un tiempo, nos preocupamos y rezamos a Alá por la recuperación de Friedlander Bey. Sobrevivió a la operación y el doctor Lisan la declaró un éxito. Pero Papa dormía la mayor parte del tiempo, un día tras otro. A veces se despertaba y nos hablaba, aunque estaba terriblemente confuso sobre quiénes éramos y en que siglo vivíamos.

Sin Umm Saad ni su hijo, la atmósfera de la casa era más grata. Yo me ocupé de los negocios de Papa, actuando en su nombre para dirimir disputas entre los proveedores de los impíos de la ciudad. Hice saber a Mahmoud que como delegado de Friedlander Bey sería severo pero honrado, y él pareció aceptarlo. Al menos, olvidó su resentimiento. Aunque bien podía hacer comedia. Con Mahmoud nunca se sabe.

También intenté manejar una importante crisis extranjera, cuando el nuevo tirano de Eritrea acudió a mí insistiendo en saber qué pasaba en su propio país. Me ocupé de esa mierda, gracias al impecable archivo de Papa y a que Tariq y Youssef sabían dónde estaba todo.

Mi madre continuó alternando entre la madurez recatada y la locura impúdica. A veces, cuando hablábamos nos arrepentíamos del modo en que nos habíamos herido mutuamente en el pasado. Otras veces nos habría gustado degollarnos. Kmuzu me dijo que era una relación corriente entre padres e hijos, sobre todo ya que ambos habíamos llegado a una cierta edad. Lo acepté y dejé de preocuparme por ello.

El local de Chiriga seguía produciendo dinero a espuertas, y tanto Chiri como yo estábamos satisfechos, aunque creo que ella habría estado más satisfecha si le hubiera devuelto el club, pero a mí me gustaba muchísimo. Decidí posponerlo un poco más, lo mismo que con Kmuzu.

Cuando el muecín llamaba a la oración yo respondía la mayoría de las veces y acudía a la mezquita cada viernes o cada dos. Empezaba a ser conocido como un hombre generoso, no sólo en el Budayén sino en toda la ciudad. Allí donde iba, la gente me llamaba caíd Marîd al Amín. No abandoné las drogas por completo, porque aún estaba herido y no veía por qué debía sufrir un tormento innecesario.

El mes después de abandonar la policía transcurría plácida y sosegadamente, hasta que un martes, justo antes de comer, cuando respondí al teléfono, se acabó la tranquilidad.

Marhaba —dije.

—Alabado sea Dios. Soy Umar Abdul-Qawy.

Me quedé mudo unos segundos.

—¿Qué cono quieres?

—Mi amo se interesa por la salud de Friedlander Bey. Llamo para preguntar por su salud.

Empezaba a estar un poco quemado. Verdaderamente no sabía qué decirle a Umar.

—Se encuentra bien. Está descansando.

—¿Entonces es capaz de hacerse cargo de sus obligaciones?

En su voz percibía una superioridad que odiaba.

—He dicho que se encuentra bien. Ahora, si me disculpas, tengo un montón de trabajo.

—Sólo un segundo, señor Audran. —Su voz se tornó absolutamente ceremoniosa—. Creemos que tienes algo que pertenece al caíd Reda.

Sabía de qué estaba hablando y eso me hizo sonreír. Prefería ser el extorsionador que el extorsionado.

—No sé de qué me hablas, Himmar.

No sé, algo me hizo decir eso. Sabía que le tocaría las narices.

—El moddy —dijo—. El maldito moddy.

Me detuve a saborear lo que su voz expresaba.

—Lo hiciste todo mal. Por lo que yo recuerdo, tú tienes el maldito moddy. ¿Recuerdas, Himmar? Me esposaste las manos a la espalda y me golpeaste con saña y luego me conectaste a esa terminal de moddy y leíste mi cerebro. Qué, tíos, ¿ya lo habéis hecho con él? —Hubo un silencio. Creo que Umar no esperaba que le recordase ese moddy. Él no deseaba hablar de eso. No me importaba, yo tenía la palabra—. ¿Qué tal funciona, hijo de puta? ¿Te pones mi cerebro mientras ese pervertido bastardo te da por el culo? ¿O es al revés? ¿Qué tal funciono, Umar? ¿Puedo competir con Dulce Pilar?

Oí como intentaba controlarse.

—Quizá podamos llegar a un acuerdo —dijo por fin—. El caíd Reda desea compensarte sinceramente. Quiere que le devuelvas su módulo de personalidad. Estoy seguro de que te devolverá la grabación que hizo de ti más una considerable suma en metálico.

—En metálico —dije—. ¿Cuánto?

—No puedo decirlo con exactitud, pero estoy seguro de que el caíd Reda será muy generoso. Se ha dado cuenta de que te causó cierto pesar.

—Sí. Pero el negocio es el negocio y la marcha es la marcha. ¿Cuánto?

—Diez mil kiams.

Sabía que si me negaba aumentaría la cifra, pero no me interesaba su dinero.

—¿Diez mil? —dije simulando estar impresionado.

—Sí. —La voz de Umar recuperó la superioridad. Pagaría por ello—. ¿Nos vemos aquí dentro de una hora? El caíd Reda me comunica que te diga que estamos preparando una comida especial en tu honor. Espero que olvides nuestras pasadas diferencias, caíd Marîd. Ahora el caíd Reda y Friedlander Bey deben estar unidos. Nosotros debemos ser buenos compañeros. ¿No crees?

—Doy testimonio de que no hay más dios que Alá —declaré solemnemente.

—Por el Señor de la Kaaba —juró Umar—, hoy será un día memorable para nuestras dos casas.

Colgué el teléfono.

—Maldito seas —dije.

Me recosté en la silla. No sabía quién habría vencido al terminar el día, pero los días de falsa paz habían concluido.

No soy un perfecto idiota, no fui al palacio de Abu Adil solo. Llevé a una de las Rocas conmigo, a Kmuzu y a Saied. Los dos últimos habían sido explotados por el caíd Reda y tenían ciertas cuentas pendientes con él. Cuando les pregunté si les gustaría acompañarme en mi maquiavélica farsa, aceptaron gustosos.

—Quiero una oportunidad para enmendar el hecho de venderte al caíd Reda —dijo Medio Hajj.

Comprobé mis dos armas.

—Pero ya lo has hecho. Cuando me sacaste del callejón.

—No —dijo—. Aún siento que te debo una.

—Vosotros tenéis un proverbio árabe —dijo Kmuzu muy serio—. «Cuando promete, cumple su promesa. Cuando amenaza, no cumple su amenaza sino que perdona.» Equivale a la idea cristiana de presentar la otra mejilla.

—Es cierto —dije—. Pero la gente que vive a base de proverbios pierden el tiempo haciendo un montón de cosas estúpidas. «Quedar empatados es la mejor venganza», es mi lema.

—No aconsejaba la retirada, yaa Sidi. Sólo era una observación psicológica.

Saied miró a Kmuzu, irritado.

—Y este gran tipo calvo es algo por lo que debes vengarte de Abu Adil —dijo.

El viaje al palacio de Abu Adil en Hâmiddiya fue extrañamente agradable. Reímos y charlamos como si se tratase de una divertida excursión. No tenía miedo, a pesar de que no llevaba moddy ni daddy algunos. Saied hablaba sin parar, con la dispersión que corresponde a su apodo. Kmuzu fijaba los ojos adelante mientras conducía, pero incluso se permitía un comentario jocoso de vez en cuando. Habib o Labib, quien fuera, se sentó al lado de Saied en el asiento trasero y persistió en su acostumbrado silencio de gigante de granito.

El guardia de Abu Adil nos abrió la puerta sin dilación y circulamos a través de los bellos jardines.

—Esperemos un minuto —dije, mientras Kamal, el mayordomo, abría la maciza y tallada puerta principal de la casa.

Comprobé mi pistola estática y le pasé la pistola pequeña a Medio Hajj. Kmuzu tenía la pistola de agujas que había pertenecido a Umm Saad. La Roca no necesitaba más arma que sus puños desnudos.

Chasqueé la lengua con impaciencia.

—¿Qué ocurre, yaa Sidil —preguntó Kmuzu.

—Estoy pensando qué moddy ponerme.

Hurgué en mi ristra de moddies y daddies. Por fin decidí que me pondría a Rex y llevaría el moddy de Abu Adil. También me enchufé los daddies que bloqueaban el dolor y el miedo.

—Cuando todo esto acabe —dijo Saied—, ¿podrás devolverme a Rex? Lo echo mucho de menos.

—Claro —dije, a pesar de que me encantaba llevar el moddy de malaspulgas.

De todas formas, Saied no era el mismo sin él. Por el momento, le presté la antología. Deseaba ver a Mike Hammer partiéndole la cara a Abu Adil.

—Hemos de ser cautelosos —dijo Kmuzu—. No debemos dormirnos, porque la traición corre por las venas del caíd Reda como los gusanos de la bilharziosis.

—Gracias —dije—, pero no es probable que lo olvide.

Bajamos del coche los cuatro y recorrimos el camino de baldosas que conducía hasta la puerta. Era un día caluroso y agradable y el sol me acariciaba el rostro. Vestía una gallebeya y cubría mi cabeza con un gorro de punto argelino, un atuendo sencillo que me daba un aspecto humilde.

Seguimos a Kamal a la sala del segundo piso. Sentí un escalofrío al pasar por el estudio de grabación de Abu Adil. Respiré hondo y cuando el mayordomo se inclinó en presencia de su amo, ya me había relajado.

Abu Adil y Umar estaban sentados sobre grandes almohadones dispuestos en semicírculo en el centro de la sala. En el medio había una plataforma elevada donde ya habían servido grandes cuencos de comida, cafeteras y teteras.

Nuestros anfitriones se levantaron para saludarnos. Enseguida noté que ninguno de ellos llevaba un hardware conectado. Abu Adil se me acercó con una amplia sonrisa y me abrazó.

Ahlan wa sahlan! —dijo con voz cordial— ¡Bienvenidos, y que sea de vuestro agrado!

—Me alegro de volver a verte, oh caíd. Que Alá te abra sus caminos.

Abu Adil se alegró de mi comportamiento sumiso. Sin embargo, no se alegró de ver a Kmuzu, a Saied y a la Roca.

—Ven, lávate el polvo de las manos —dijo—. Deja que te vierta el agua. Por supuesto, tus esclavos también son bienvenidos.

—Mira, amigo, no soy ningún esclavo —dijo Saied, que llevaba el moddy de Mike Hammer.

—Ciertamente, sin duda —dijo Abu Adil sin perder su buen humor.

Nos acomodamos en los almohadones e intercambiamos los cumplidos de rigor. Umar me sirvió una taza de café y le dije:

—Que tu mesa sea eterna.

—Que Dios te conceda larga vida —dijo Umar.

No estaba tan contento como su jefe.

Probamos la comida y charlamos cordialmente un rato. La única nota discordante fue Medio Hajj, que escupió un hueso de aceituna y dijo:

—¿Esto es todo lo que tenéis?

El caíd Reda se quedó helado. Yo tuve que esforzarme por no echarme a reír.

—Ahora —dijo Abu Adil cuando hubo transcurrido el tiempo oportuno—, ¿os importa si pasamos al asunto de nuestro interés?

—No, oh caíd —dije—. Estoy deseando concluir este asunto.

—Entonces dame el módulo de personalidad que te llevaste de nuestra casa.

Umar le dio un saquito de vinilo, que Abu Adil abrió. Contenía fajos de billetes nuevos de diez kiams.

—Quiero algo más a cambio —le respondí.

El rostro de Umar se ensombreció.

—Estás loco si crees que ahora puedes cambiar nuestro trato. El acuerdo fue diez mil kiams.

Lo ignoré. Me dirigí a Abu Adil.

—Quiero que destruyas el archivo Fénix.

Abu Adil se echó a reír.

—Ah, eres un hombre excepcional. Lo sé porque he llevado esto. —Levantó el moddy que me hizo el día en que copió mi mente—. El archivo Fénix es mi vida. Gracias a él he llegado hasta tan avanzada edad. Sin duda volveré a necesitarlo. Con el archivo quizá viva otros cien años.

—Lo siento, caíd Reda —dije, desenfundando mi pistola estática—, pero estoy decidido.

Miré a mis amigos, también ellos apuntaron con sus armas a Abu Adil y a Umar.

—Dejad de hacer estupideces —dijo Umar—. Has venido aquí para intercambiar los moddies. Acabemos la transacción y dejemos el futuro en manos de Alá.

Seguí apuntando a Abu Adil, pero di un sorbo de café.

—El aperitivo es excelente, oh caíd —dije, dejando mi taza—. Quiero que destruyas el archivo Fénix. Llevo tu moddy, sé dónde está. Kmuzu y Saied se quedarán con vosotros mientras voy a buscarlo.

Abu Adil no parecía preocupado.

—Estás fanfarroneando —dijo, separando las manos—. Si llevas mi moddy, entonces sabrás que tengo copias. El moddy te dirá dónde encontrar uno o dos duplicados del archivo, pero Umar tiene otros y no sabes dónde están.

—Mierda —dijo Medio Hajj—, apuesto a que puedo hacerle hablar.

—No importa, Saied —dije.

Me di cuenta de que Abu Adil tenía razón, estábamos en un callejón sin salida. Destruir una placa aquí y una lista impresa allá no nos serviría de nada. No podía destruir el concepto del archivo Fénix, y en este punto Abu Adil nunca estaría dispuesto a ceder.

Kmuzu se acercó más.

—Puedes convencerle de que lo olvide, yaa Sidi.

¿Tienes alguna idea?

—Por desgracia no.

Me quedaba una última baza por jugar, pero odiaba tener que emplearla. Si fallaba, Abu Adil habría ganado y nunca más sería capaz de protegerme ni proteger los intereses de Friedlander Bey contra él. Sin embargo, no había otra elección.

—Caíd Reda —dije lentamente—, hay muchas otras cosas grabadas en tu moddy. He descubierto las cosas sorprendentes que has hecho y que planeas hacer.

Por primera vez el rostro de Abu Adil denotó preocupación.

—¿De qué hablas?

Simuló no sentir interés.

—Sin duda sabes que los líderes religiosos fundamentalistas rechazan los implantes cerebrales. No encontrarás un solo imán que lleve uno, de modo que ninguno de ellos se podría conectar tu moddy y experimentarlo directamente. Pero hablé con el caíd Al-Hajj Muhammad ibn Abdurrahman, que dirige las plegarias en la mezquita Shimaal.

Abu Adil me miraba con los ojos muy abiertos. La mezquita Shimaal era la mayor y más poderosa congregación de la ciudad. Las declaraciones de su clero tenían fuerza de ley.

Claro que estaba marcándome un farol. Nunca había estado en el interior de la mezquita Shimaal. Y el nombre del imán era un invento.

Al caíd Reda le tembló la voz.

—¿De qué has hablado con él?

Sonreí.

—Le di una descripción detallada de todos tus pecados pasados y de los crímenes que planeas. Existe una fascinante cuestión técnica que aún no hemos aclarado. Me refiero a que los patriarcas religiosos no han determinado si un módulo de personalidad grabado de una persona viva se admite como prueba en un tribunal de justicia islámico. Tú sabes y yo sé que un moddy de ésos es del todo fiable, mucho más que cualquier tipo de detector de mentiras. Pero los imanes, benditos sean sus rectos corazones, debaten el asunto en profundidad. Pasará algún tiempo hasta que dicten una ley, pero entonces, podrás verte en serios problemas.

Me detuve para que se empapara de lo que acababa de decir. Saqué a colación esa supuesta diatriba religioso jurídica, pero era perfectamente plausible. Era un tema sobre el cual el Islam debería pronunciarse, al igual que sobre cualquier otro avance tecnológico. Se trataba simplemente de juzgar si la ciencia de la neuropotenciación se adecuaba a las enseñanzas del profeta Mahoma, que la bendición de Alá y la paz sean con él.

Abu Adil se movió inquieto en su almohadón. Debía decidirse entre dos desagradables opciones: destruir el archivo Fénix o ser entregado a los implacables representantes del Mensajero de Dios. Por fin, exhaló un profundo suspiro.

—Oye mi decisión. Te ofrezco a Umar Abdul-Qawy en mi lugar.

Sonreí. Umar soltó una horrible exclamación.

—¿Para qué demonios lo queremos? —preguntó Medio Hajj.

—Estoy seguro de que sabes por el moddy que Umar ha sido el promotor de muchas de mis prácticas comerciales menos honorables —dijo Abu Adil—. Él es casi tan culpable como yo. Sin embargo, yo tengo poder e influencia. Quizás no la suficiente como para aplacar la ira de toda la comunidad islámica de la ciudad, pero sin duda la bastante como para desviarla.

Simulé estudiar el asunto.

—Sí —dije—, será muy difícil encerrarte.

—Pero no resultará tan difícil encerrar a Umar. —El caíd Reda miró a su ayudante—. Lo siento, muchacho, pero tú te lo has buscado. Sé todo sobre tus rastreros planes. Cuando me puse el moddy del caíd Marîd descubrí tu conversación con él, aquella en la que declinó tu invitación para acabar conmigo y con Friedlander Bey.

Umar palideció mortalmente.

—Pero no pretendía…

Abu Adil no parecía enfadado, sólo muy triste.

—¿Crees que eres el primero en tener esa idea? ¿Dónde están tus predecesores, Umar? ¿Dónde están todos esos jóvenes ambiciosos que ocuparon tu cargo durante el último siglo y medio? Casi cada uno de ellos conspiró contra mí, antes o después. Y todos están muertos y olvidados. Como te ocurrirá a ti.

—Afróntalo, Himmar —se burló Saied—, has cavado tu propia tumba. Las venganzas son unas putas.

Abu Adil sacudió la cabeza.

—Sentiré perderte, Umar. Te he tratado como si fueras mi propio hijo.

Me divertía y alegraba que las cosas salieran como yo las había planeado. Entonces se me ocurrió una frase de novela negra americana:

—Si pierdes a un hijo es posible tener otro…, pero sólo hay un halcón maltes.

Sin embargo, Umar tenía otras ideas. Se levantó de un salto y gritó a Abu Adil:

—¡Antes te veré muerto! ¡Os veré muertos a todos!

Saied disparó antes de que Umar llegara a sacar su arma. Umar se desplomó en el suelo, retorciéndose presa de convulsiones, con la cara deformada en una horrible mueca. Por fin, se quedó inmóvil. Estuvo inconsciente unas horas, pero se recuperó y se encontró fatal mucho tiempo después.

—Bueno —dijo Medio Hajj—, liquidado.

Abu Adil soltó un suspiro.

—No es así como había planeado la tarde.

—¿En serio? —dije.

—Debo admitirlo, te he subestimado. ¿Quieres llevártelo?

No tenía ninguna intención de cargar con Umar, porque en realidad no había hablado con el imán.

—No, lo dejaré en tus manos.

—Ten la seguridad de que se hará justicia —dijo el caíd Reda, mientras deparaba una mirada siniestra a su pérfido ayudante.

Casi sentí lástima por Umar.

—La justicia —dije, citando un viejo proverbio árabe es restaurar las cosas a su lugar. Ahora, me gustaría tener mi moddy.

—Sí, no faltaba más. —Se inclinó sobre el cuerpo inerte de Umar Abdul-Qawy y me dio el moddy en la mano—. No olvides el dinero.

—No, no lo cogeré. Me quedaré tu moddy. Como garantía de tu cooperación.

—Si lo deseas —dijo con pesar—. Comprende que no puedo destruir el archivo Fénix.

—Lo comprendo. —De repente se me ocurrió algo—. Sin embargo, tengo una última petición que hacerte.

—¿Sí? —dijo con aprensión.

—Desearía que mi nombre y los nombres de mis amigos desaparecieran del archivo.

—De acuerdo —dijo Abu Adil, contento de que mi última exigencia fuera tan fácil de satisfacer—. Será un placer. No tienes más que enviarme una lista completa.

Más tarde, mientras caminábamos hacia el coche, Kmuzu y Saied me felicitaron.

—Ha sido una victoria completa —dijo Medio Hajj.

—No —objeté yo—, me habría gustado que lo fuera. Abu Adil y Papa aún tienen ese maldito archivo Fénix, aunque algunos nombres hayan sido borrados. Me siento como si estuviera negociando las vidas de mis amigos por las vidas de otras personas inocentes.

Fue como decirle al caíd Reda: «Venga, mata a esos otros tipos, no me importa».

—Has hecho todo lo posible, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. Deberías dar gracias a Dios.

—Supongo.

Me desconecté a Rex y le di el moddy a Saied, que sonrió al recuperarlo. Volvíamos a la casa, Kmuzu y Saied comentaban con detalle lo ocurrido, pero yo permanecía en silencio, inmerso en tristes pensamientos. Por alguna razón lo consideraba un fracaso. Me sentí como si hubiera sellado un pacto maléfico. También tuve la desagradable sensación de que no sería el último.

Esa noche me despertó alguien que abría la puerta de mi dormitorio. Levanté la cabeza y vi entrar a una mujer, vestida con una negligée corta e insinuante.

La mujer levantó las sábanas y se metió en la cama a mi lado. Me puso la mano en la mejilla y me besó. Fue un beso magnífico. Me despertó por completo.

—Soborné a Kmuzu para que me dejara entrar —susurró.

Me sorprendió comprobar que era Indihar.

—¿Sí? ¿Cómo has sobornado a Kmuzu?

—Le dije que borraría el dolor de tu mente.

—Él sabe que tomo pastillas y empleo software para eso. —Rodé sobre mi costado para verle la cara—. Indihar, ¿qué haces aquí? Dijiste que nunca te acostarías conmigo.

—Bueno, he cambiado de opinión. —No parecía muy entusiasmada—. Aquí estoy. He estado pensando en mi comportamiento después de… la muerte de Jirji.

—Que Alá lo tenga en su gloria —murmuré, rodeándola con mi brazo.

A pesar de su intento de ser valiente, podía sentir cálidas lágrimas en su rostro.

—Has hecho mucho por mí y por los niños.

Epa.

—¿Por eso estás aquí, por gratitud?

—Bueno, sí. Estoy en deuda contigo.

—Tú no me amas, ¿verdad, Indihar?

—Marîd, no me interpretes mal. Me gustas, pero…

—Pero eso es todo. Oye, no creo que estar aquí juntos sea una buena idea. Me dijiste que no te ibas a acostar conmigo y lo respeto.

—Papa quiere que nos casemos —dijo, y su voz adquirió un tono de irritación.

—Cree que es un deshonor para su casa que vivamos juntos sin estar casados. Aunque no nos acostemos juntos.

En realidad yo pensaba que el matrimonio era algo que sólo sucedía a los demás, como los accidentes de tráfico. Sin embargo, sentía la obligación de ocuparme de la viuda y los hijos de Shaknahyi, y si tenía que casarme con alguien, podía ser peor que Indihar. Pero…

—Creo que Papa lo habrá olvidado todo en cuanto salga del hospital.

—Compréndelo —dijo Indihar.

Me dio otro beso, esta vez uno casto en la mejilla, y silenciosamente salió de mi cama y volvió a su habitación.

Me sentí como un virtuoso hijo de puta. Lo dije para que se sintiera mejor, pero no confiaba en que Friedlander Bey se olvidara de su orden. Sólo podía pensar en Yasmin y si seguiría saliendo conmigo si me casaba con Indihar.

No pude volver a conciliar el sueño. No hice más que dar vueltas y más vueltas, arrugando las sábanas en un horrible revoltijo. Por fin, me levanté de la cama y fui al estudio. Me senté en el cómodo sillón de cuero y cogí el Sabio Consejero. Lo miré unos pocos segundos, preguntándome si podría aclararme los recientes acontecimientos.

Basmala —murmuré mientras me lo conectaba.

Audran parecía estar en una ciudad desierta. Vagaba a través de exiguos y congestionados callejones… hambriento, sediento y muy cansado. Después de un instante dobló una esquina y entró en una gran plaza de mercado. Los kioscos y los tenderetes estaban desiertos, sin mercancía alguna. Sin embargo, Audran reconoció dónde se encontraba. Estaba otra vez en Argelia.

—¿Hola? —gritó.

Pero no hubo respuesta. Recordó un antiguo proverbio: «Fui a mi tierra natal y grité: “¿Dónde están los amigos de mi juventud?”. El eco me respondió: “¿Dónde están?”».

Empezó a llorar de tristeza. Entonces un hombre habló y Audran se volvió hacia él. Reconoció al Mensajero de Dios.

—Caía María —dijo el Profeta, que las bendiciones y la paz sean con él—, ¿no me consideras amigo de tu juventud?

Y Audran sonrió.

Yaa Hazrat, ¿acaso no desea todo el mundo tu amistad? Pero mi amor por Alá colma de tal modo mi corazón que no hay espacio para amar ni odiar a nadie.

—Si eso es cierto —dijo el profeta Mahoma—, entonces bendito seas. Pero recuerda que este verso fue revelado: «Nunca entrarás por la puerta de la piedad hasta que no olvides lo que más amas». ¿Qué es lo que más amas, oh caíd?

Me desperté, pero esta vez no tenía a Jirji Shaknahyi para explicarme la visión. Me preguntaba qué respuesta daría al Profeta, ¿la comodidad, el placer, la libertad? Odiaba la idea de renunciar a algo de eso, pero podía acostumbrarme. Mi vida con Friedlander Bey difícilmente entrañaba facilidad o libertad.

Pero mi vida no tenía por qué empezar hasta mañana. Mientras tanto, me enfrentaba con el problema de pasar la noche. Fui a por mi caja de píldoras.

FIN

NOTA ACERCA DEL AUTOR

George Alee Effinger nació en Cleveland (Ohio) en 1947 y estudió en las universidades de Yale y Nueva York. Participó en el taller literario de Clarion en 1970, publicó sus primeros relatos el año siguiente y desde entonces se ha dedicado profesionalmente a la escritura. Su trabajo de mayor resonancia hasta la fecha ha sido la trilogía de temática ciberpunk que venimos presentando al lector castellano.

Ediciones Martínez Roca, S. A.

Un fuego en el sol

George Alec Effinger

Título original: A fire in the Sun.

Traducción de J. A. Bravo

Cubierta: Geest/Höerstad

Ilustración: Royo (Norma)

© 1989 by George Alec Effinger

© 1991, Ediciones Martínez Roca, S. A. Colección Gran Super-Ficcion.

ISBN 84-270-1529-1

Depósito legal B. 17.757-1991

Edición digital de Elfowar. Revisado por Umbriel. Octubre de 2002.