Tras la muerte de Pedro el Grande, en 1725, ¿quién sucederá a ese reformador déspota y visionario? Rusia está inquieta, nobles y vasallos trazan sus estrategias y desarrollan hipótesis acerca de quién ocupará el trono. Serán tres emperatrices y una regente quienes detentarán el poder durante treinta y siete años: Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna, Isabel I. Mujeres todas ellas caprichosas, violentas, disolutas, libertinas, sensuales y crueles, que impondrán su extravagante carácter al pueblo y harán vacilar a la Santa Rusia.

Henri Troyat narra el destino de esas zarinas poco conocidas, eclipsadas por la personalidad de Pedro el Grande y por la de Catalina, que subirá al trono en 1761.

Henri Troyat

Las Zarinas

Título original: Terribles Tsarines

Traducción: Teresa Clavel

Poderosas Y Depravadas

***

Capítulo uno

Catalina abre el camino

Un silencio lúgubre se ha desplomado sobre el palacio de Invierno. Mientras que, por regla general, al desconcierto que provoca la muerte de un soberano sigue una explosión de alegría cuando se proclama el nombre de su sucesor, en esta ocasión los minutos pasan y el abatimiento y la incertidumbre de los cortesanos se prolongan de forma alarmante. Se diría que Pedro el Grande no acaba de morir. Algunos incluso parecen pensar que, desaparecido él, no hay futuro para Rusia. Según contemplan su cadáver, tendido con las manos juntas en el pomposo lecho, los notables, que se han apresurado a acudir al enterarse de la noticia, están asombrados de que ese monstruo de energía y audacia que ha sacado al país de su letargo secular, que lo ha dotado de una administración, una policía y un ejército dignos de una potencia moderna, lo ha liberado de las opresivas tradiciones rusas para abrirlo a la cultura occidental y ha construido una capital de maravillas imperecederas sobre un desierto de fango y agua, no se haya tomado la molestia de designar al que tendrá que proseguir su obra. Pero lo cierto es que, unos meses antes, nada permitía presagiar un desenlace tan rápido. El zar reformador ha sido víctima, como siempre, de su impetuosidad. Contrajo la pleuresía mortal de resultas de haberse zambullido en las aguas heladas del Nevá para socorrer a los marinos de un barco a punto de naufragar. La fiebre reavivó con increíble rapidez las secuelas de una afección venérea y se complicó con retención de orina, cálculos y gangrena. El 28 de enero de 1725, tras penosos días de delirio, el zar pide una escribanía y, con mano trémula, traza estas palabras en el papel: «Entregadlo todo a…» El nombre del beneficiario queda en blanco. Los dedos del moribundo se crispan, su voz se extingue en un estertor. Ya no está allí. Desplomada junto al lecho, su mujer, Catalina, llora mientras interroga en vano a un cuerpo mudo, sordo e inerte. Esta pérdida la deja desesperada y desamparada a la vez, pues habrá de sostener sobre los hombros la carga de una tristeza y de un imperio igualmente pesados. A su alrededor, todas las cabezas pensantes del régimen comparten la misma angustia. A decir verdad, el despotismo es una droga indispensable no sólo para quien lo ejerce sino también para quienes lo padecen. La megalomanía del señor se corresponde con el masoquismo de los súbditos. El pueblo, acostumbrado a las injusticias de una política coactiva, se asusta al verse repentinamente privado de ella. Tiene la impresión de que, al aflojar su abrazo, el señor del que antes se quejaba le retira al mismo tiempo su protección y su amor. Los que ayer criticaban al zar en voz baja hoy no saben a qué son bailar. Incluso se preguntan si es momento de «bailar» y si, tras esta larga espera a la sombra del tiránico innovador, algún día «bailarán» de nuevo.

Sin embargo, es preciso vivir cueste lo que cueste. Mientras vierte torrentes de lágrimas, Catalina no pierde de vista sus intereses personales. Una viuda puede estar sinceramente afligida y ser a la vez razonablemente ambiciosa. Es consciente de sus errores en relación con el difunto, pero siempre le ha sido afecta pese a las numerosas infidelidades de su esposo. Nadie lo ha conocido y servido mejor que ella durante los veintitrés años que ha durado su relación amorosa y su matrimonio. En la lucha por el poder, ella tiene a su favor, si no la legitimidad dinástica, al menos la del amor desinteresado. Entre los dignatarios cercanos al trono ya se cruzan las apuestas. ¿A quién le corresponde la corona de Monomaco? [1] A dos pasos del cadáver expuesto en su lecho de gala, se susurra, se conspira, se apuesta por tal o cual nombre sin que nadie se atreva a manifestar en voz alta sus preferencias. Está el clan de los partidarios del joven Pedro, de diez años, el hijo del infortunado zarevich Alejo, que murió bajo tortura por orden de Pedro el Grande, según dicen en castigo por haber conspirado contra él. El recuerdo de ese asesinato legal todavía planea sobre la corte de Rusia. La camarilla vinculada al pequeño Pedro congrega a los príncipes Dimitri Golitsin, Iván Dolgoruki, Nikita Repnín y Borís Sheremétiev, todos molestos por las vejaciones que les ha infligido el zar y ávidos de tomarse la revancha durante el nuevo reinado. Enfrente se alzan los conocidos con el apodo de los Aguiluchos de Pedro el Grande. Estos hombres de confianza de Su Majestad están dispuestos a todo para conservar sus prerrogativas. Los encabeza Alexandr Ménshikov, antiguo oficial pastelero, amigo de juventud y favorito del difunto (le otorgó el título de príncipe serenísimo), el teniente coronel de la Guardia Iván Buturlin, el conde Piotr Tolstói, senador, el conde Gavriil Golovkin, gran canciller, y el gran almirante Fiódor Apraxin. Todos estos importantes personajes firmaron tiempo atrás, para complacer a Pedro el Grande, el fallo del Alto Tribunal condenando al suplicio, y como consecuencia de ello a la muerte, a su hijo rebelde Alejo. Para Catalina, son aliados de una fidelidad indefectible. Estos «hombres de progreso», que se declaran hostiles a las ideas retrógradas de la vieja aristocracia, no ven motivo alguno de vacilación: tan sólo la viuda de Pedro el Grande tiene derecho a sucederle y está capacitada para ello. El más decidido a defender la causa de «la verdadera depositaria del pensamiento imperial» es quien más tiene que ganar en caso de éxito, el vigoroso Alexandr Ménshikov, que debe toda su carrera a la amistad del zar y cuenta con la gratitud de su esposa para conservar sus privilegios. Su convicción es tan fuerte que no quiere ni oír hablar de las pretensiones a la corona del nieto de Pedro el Grande, que es hijo del zarevich Alejo, por supuesto, pero al que, aparte de esa filiación colateral, nada designa para un destino tan glorioso. Asimismo, se encoge de hombros cuando mencionan ante él a las hijas de Pedro el Grande y Catalina, que después de todo podrían hacer valer su candidatura. La mayor, Ana Petrovna, acaba de cumplir diecisiete años; la pequeña, Isabel Petrovna, apenas tiene dieciséis. Ni una ni otra son muy peligrosas. Y, de cualquier modo, en el orden sucesorio figuran detrás de su madre, la emperatriz putativa. De momento sólo hay que pensar en casarlas cuanto antes. Por ese lado, Catalina está tranquila, confía plenamente en que Ménshikov y sus amigos la apoyen en sus intrigas. Antes incluso de que el zar haya exhalado el último suspiro, éstos han enviado emisarios a los principales cuarteles a fin de preparar a los oficiales de la Guardia para dar un golpe de Estado en favor de su futura «madrecita Catalina».

Cuando los médicos y a continuación los sacerdotes dan fe de la muerte de Pedro el Grande, un frío amanecer asoma sobre la ciudad dormida. Caen gruesos copos de nieve. Catalina se retuerce las manos y llora tan copiosamente ante los plenipotenciarios reunidos en torno al lecho fúnebre que el capitán Villebois, ayudante de campo de Pedro el Grande, escribirá en sus memorias: «Era inconcebible que pudiese haber tanta agua en el cerebro de una mujer. Infinidad de gente acudía al palacio para verla llorar y suspirar.» [2]

Finalmente se anuncia el fallecimiento del zar mediante ciento un cañonazos disparados desde la fortaleza San Pedro y San Pablo. Las campanas de todas las iglesias tocan a difuntos. Ha llegado el momento de tomar una decisión. La nación entera está esperando que le comuniquen a quién tendrá que adorar o temer en el futuro. Consciente de su responsabilidad ante la Historia, Catalina se presenta a las ocho de la mañana en una gran sala del palacio donde están reunidos los senadores, los miembros del Santo Sínodo y los altos dignatarios de las cuatro primeras clases de la jerarquía, una especie de consejo de sabios llamado la Generalidad del Imperio. La discusión se desarrolla desde el principio en un tono apasionado. Para empezar, el secretario particular de Pedro el Grande, Makárov, jura sobre los Evangelios que el zar no ha hecho testamento. Ménshikov, atrapando la pelota al vuelo, aboga con elocuencia por la viuda de Su Majestad. Primer argumento invocado: tras haberse casado en 1707 con la antigua sirvienta livonia Catalina (de soltera Marta Skavronska), un año antes de su muerte Pedro el Grande quiso que fuera coronada emperatriz en la catedral del Arcángel, en Moscú; mediante este acto solemne y sin precedentes, su intención, según Ménshikov, era confirmar que no había lugar a hacer testamento, puesto que se había ocupado en vida de hacer bendecir a su esposa como única heredera del poder. Sin embargo, a los adversarios de esta tesis la explicación les parece falaz; objetan que en ninguna monarquía del mundo la coronación de la mujer de un monarca le confiere ipso facto el derecho a la sucesión. En apoyo de esta postura, el príncipe Dimitri Golitsin presenta la candidatura del nieto del soberano, Pedro Alexéievich, el hijo del zarevich Alejo. Este niño, de la misma sangre que el difunto, debería pasar por delante de todos los demás pretendientes. Sí, pero, dada la tierna edad del muchacho, esa elección implicaría designar una regencia hasta su mayoría de edad. Y, en Rusia, todas las regencias se han caracterizado por conspiraciones y desórdenes. La última, la de la gran duquesa Sofía, estuvo a punto de comprometer el reinado de su hermano Pedro el Grande. Urdió contra él intrigas tan malvadas que fue preciso encerrarla en un convento para impedir que siguiera causando daño. ¿Acaso los nobles desean que se repita ese tipo de experiencia al entregar el poder a su protegido, apoyado por una consejera tutelar? Según los adversarios de esta propuesta, las mujeres no son aptas para dirigir los asuntos de un imperio tan vasto como Rusia. Tienen los nervios demasiado frágiles, dicen, y se rodean de favoritos demasiado ávidos cuyas extravagancias cuestan muy caras a la nación. A esto, los partidarios del pequeño Pedro replican que Catalina es, al igual que Sofía, una mujer, y que, después de todo, es preferible una regente imperfecta que una emperatriz inexperta. Indignados ante este denigrante calificativo, Ménshikov y Tolstói se apresuran a recordar a los críticos que Catalina ha demostrado poseer un valor casi viril al acompañar a su marido a todos los campos de batalla, y una mente sagaz al tomar parte con discreción en todas sus decisiones políticas. En el momento más candente del debate, unos murmullos de aprobación se elevan al fondo de la sala. Unos oficiales de la Guardia se han sumado a la asamblea sin haber sido invitados y dan su opinión sobre un asunto que, en principio, sólo atañe a los miembros de la Generalidad. El general Repnín, indignado por semejante desfachatez, se dispone a expulsar a los intrusos, pero Iván Buturlin ya se ha acercado a una ventana y agita misteriosamente la mano. En respuesta a esta señal, comienzan a sonar a lo lejos redobles de tambor, acompañados por la música marcial de los pífanos. Dos regimientos de la Guardia, convocados a toda prisa, esperan en un patio interior del palacio la orden de intervenir. Cuando éstos entran ruidosamente en el edificio, Repnín, rojo como la grana, grita: «¿Quién ha osado… sin mis órdenes…?» «He obedecido las de Su Majestad la emperatriz», le contesta Iván Buturlin sin alterarse. Esta manifestación de la fuerza armada sofoca las últimas protestas de los contestatarios. Mientras tanto, Catalina se ha esfumado. Desde las primeras réplicas, estaba segura de su victoria. El gran almirante Apraxin hace que Makárov confirme, en presencia de la tropa, que no existe ningún testamento que se oponga a la decisión de la asamblea, tras lo cual dice afablemente: «¡Vayamos a presentar nuestros respetos a la emperatriz reinante!» Los mejores argumentos son los del sable y la pistola. Convencida en un santiamén, la Generalidad -príncipes, senadores, generales y eclesiásticos- se dirige dócilmente a los aposentos de Su recientísima Majestad.

A fin de respetar las formas legales, Ménshikov e Iván Buturlin promulgan ese mismo día un manifiesto certificando que «el muy serenísimo príncipe Pedro el Grande, emperador y soberano de todas las Rusias», quiso solventar el asunto de la sucesión del imperio haciendo coronar a «su querida esposa, nuestra muy graciosa emperatriz y señora Catalina Alexéievna […], por los grandes e importantes servicios que ha prestado al Imperio ruso […]». Al pie de la proclamación puede leerse: «En San Petersburgo, en el Senado, el 28 de enero de 1725.» [3]

En vista de que la publicación de este documento no provoca ninguna recriminación seria, ni entre los notables ni entre la población de la capital, Catalina respira: ya puede dar la cosa por hecha. Para ella es un segundo nacimiento. Cuando piensa en su pasado de prostituta que seguía al ejército, siente vértigo al verse elevada al rango de esposa legítima y luego de soberana. Sus padres, unos simples campesinos livonios, murieron víctimas de la peste cuando ella era muy pequeña. Tras haber errado por el país, hambrienta y andrajosa, fue recogida por el pastor luterano Glück, que la empleó como sirvienta. Pero la huérfana de formas apetecibles no tardó en burlar su vigilancia y se dedicó a recorrer los caminos, dormir en los campamentos del ejército ruso que se disponía a conquistar la Livonia polaca y pasar de un amante a otro, subiendo de grado hasta convertirse en la amante de Ménshikov y después del propio Pedro. Si éste la amó, desde luego no fue por su cultura, pues es prácticamente iletrada y chapurrea el ruso, sino porque tuvo ocasión de apreciar repetidas veces su valentía, su entusiasmo y sus desbordantes atractivos. El zar siempre buscó mujeres metidas en carnes y de poco entendimiento. Aunque Catalina lo engañó a menudo, y aunque él la odió por sus infidelidades, siempre volvió con ella tras las peores disputas. La idea de que esta vez la «ruptura» es definitiva la hace sentirse a la vez castigada y aliviada. La suerte que Pedro le ha reservado le parece extraordinaria, no tanto a causa de sus modestos orígenes como de su sexo, históricamente condenado a papeles secundarios. Hasta entonces, ninguna mujer ha sido emperatriz de Rusia. El trono de ese inmenso país ha estado siempre ocupado por varones, siguiendo la línea hereditaria en orden descendente. Incluso tras la muerte de Iván el Terrible y la confusión que le siguió, ni el impostor Borís Godunov, ni el titubeante Fiódor II, ni la serie de falsos Demetrios que aparecieron durante los «tiempos turbulentos» modificaron un ápice la tradición monárquica de la virilidad. Hubo que esperar hasta la extinción de la casa de Riúrik, el fundador de la antigua Rusia, para que el país se resignara a aceptar que una asamblea de boyardos, prelados y dignatarios eligiera un zar. Esta asamblea fue la que escogió al joven Miguel Fiódorovich, el primero de los Románov. Después de él, la transmisión del poder imperial se realizó sin demasiados sobresaltos durante más de un siglo. Pero, en 1722, Pedro el Grande, rompiendo con el uso, decretó que en lo sucesivo el soberano podría designar heredero a quien mejor le pareciera, sin tener en cuenta el orden dinástico. Así, gracias a este innovador que ya había cambiado radicalmente las costumbres de su país, una mujer, aun siendo de cuna humilde y careciendo de formación política, tendrá el mismo derecho que un hombre a ocupar el trono. Y la primera beneficiaria de este privilegio exorbitante será una antigua criada livonia y, por si fuera poco, protestante, que se ha hecho rusa y ortodoxa tardíamente y cuyos únicos títulos de gloria los ha conquistado en las alcobas. ¿Es posible que esas manos que en el pasado tantas veces fregaron los platos, hicieron las camas, lavaron la ropa sucia y prepararon el rancho de la soldadesca sean las mismas que las que mañana, perfumadas y cargadas de anillos, firmarán los ucases de los que dependerá el futuro de millones de súbditos paralizados por el respeto y el miedo?

La idea de esta extraordinaria promoción obsesiona a Catalina. Cuanto más llora, más ganas tiene de reír. El luto oficial debe durar cuarenta días. Todas las damas de alcurnia rivalizan en oraciones y lamentos. Catalina representa espléndidamente su papel en este concurso de suspiros y sollozos. Pero, de pronto, un pesar suplementario le atraviesa el corazón. Cuatro semanas después de la desaparición de su marido, y mientras toda la ciudad se prepara para unos suntuosos funerales, su hija pequeña, Natalia, de seis años y medio, fallece víctima del sarampión. Esta muerte discreta, casi insignificante, unida a la muerte desmesurada de Pedro el Grande, termina de convencer a Catalina de que su suerte es excepcional tanto en el dolor como en el éxito. Inmediatamente, decide enterrar el mismo día al padre aureolado por una gloria histórica y a la niña que no ha tenido tiempo de saborear la dicha y la servidumbre de la vida de mujer. Las dobles exequias, anunciadas por heraldos en toda la capital, tendrán lugar el 10 de marzo de 1725 en la catedral de San Pedro y San Pablo.

En las calles que recorrerá el cortejo, las fachadas de todas las casas están adornadas con paños negros. Doce coroneles de considerable estatura llevan el imponente féretro de Su Majestad, que un palio de brocado dorado y terciopelo verde protege, lo mejor posible, de las ráfagas de nieve y granizo. Lo acompaña el pequeño ataúd de Natalia, bajo un palio de damasco dorado adornado con penachos rojos y blancos. Tras ellos caminan los sacerdotes, precediendo a un ejército de estandartes sagrados y de iconos. Finalmente aparece Catalina I, de riguroso luto y con la cabeza gacha. El inevitable príncipe serenísimo Ménshikov y el gran almirante Apraxin la sostienen en su avance vacilante. Sus hijas, Ana e Isabel, van escoltadas por el gran canciller Golovkin, el general Repnín y el conde Tolstói. Los dignatarios de toda índole, los nobles más encopetados, los generales más condecorados, los príncipes extranjeros de visita en la corte y los diplomáticos, colocados por orden de antigüedad, van desfilando detrás con la cabeza descubierta, al son de una música fúnebre acentuada por ocasionales redobles de tambor. Los cañones rugen, las campanas tañen, el viento enmaraña las pelucas de los notables, que se las sujetan con la mano. Tras dos horas de marcha soportando el frío y la tormenta, la llegada a la iglesia supone una liberación para todos. La inmensa catedral parece de súbito demasiado pequeña para albergar a esa multitud exhausta y desconsolada. Y, en la nave iluminada por miles de cirios, comienza otro suplicio. La liturgia es de una lentitud abrumadora. Catalina reúne sus reservas de energía para no desfallecer. Con idéntico fervor dice adiós al esposo prestigioso que le ha regalado Rusia y a su inocente hija, a la que ya no verá sonreír al despertar. Pero, si bien la muerte de Natalia le encoge el corazón como la visión de un pájaro caído del nido, la de Pedro la exalta como una invitación a las sorpresas de un destino de leyenda. Nacida para ser la última, se ha convertido en la primera. ¿A quién debe dar las gracias por su suerte, a Dios o a su marido? ¿A los dos quizá, según las circunstancias? Mientras se abisma en este interrogante solemne, oye pronunciar al arzobispo de Pskov, Feofán Prokópovich, la oración fúnebre por el difunto. «¿Qué nos ha sucedido, oh hombres de Rusia? ¿Qué vemos? ¿Qué hacemos? ¡Es a Pedro el Grande a quien estamos enterrando!» Y, para terminar, esta profecía reconfortante: «¡Rusia subsistirá tal como él la ha modelado!» Al oír estas palabras, Catalina levanta la cabeza. No le cabe duda de que, mediante esa frase, el sacerdote le ha transmitido un mensaje de ultratumba. Alternativamente exaltada y asustada ante la perspectiva del futuro que le espera, está impaciente por encontrarse al aire libre. Sin embargo, cuando sale de la iglesia, el pórtico le parece más grande, más vacío, más inhóspito que antes. Entre tanto, la borrasca de nieve ha arreciado. Aunque sus hijas y sus amigos están junto a ella, Catalina no ve ni oye a nadie. Sus acompañantes se inquietan al advertir que parece estar perdida en una región desconocida. Se diría que la ausencia de Pedro la paraliza. Debe tensar su voluntad para afrontar, sola y desprotegida, la realidad de una Rusia sin horizonte y sin señor.

***

Capítulo dos

El reinado relámpago de Catalina I

Catalina I se acerca a la cincuentena. Ha vivido, amado, reído y bebido mucho, pero no se siente saciada. Los que la trataron en su período fausto la describen como una mujer corpulenta y mofletuda, con papada, risueña, de mirada pícara, boca glotona, ataviada con vistosos oropeles, maquillada, recargada de joyas y de una higiene dudosa. Sin embargo, mientras que todo el mundo coincide en señalar sus modales de cantinera disfrazada de soberana, las opiniones varían más cuando se trata de comentar su inteligencia y su capacidad de decisión. Si bien apenas sabe leer y escribir, si bien habla ruso con un acento polaco teñido de sueco, desde los primeros días de su reinado demuestra una loable aplicación en la tarea de llevar a la práctica el pensamiento de su marido. Para impregnarse mejor de las cuestiones de política exterior, incluso ha aprendido un poco de francés y de alemán. En todo tipo de circunstancias, prefiere confiar en el sentido común que le ha proporcionado una infancia difícil. Algunos de sus interlocutores la encuentran más humana, más comprensiva que el difunto zar. Con todo, consciente de su inexperiencia, consulta a Ménshikov antes de tomar cualquier decisión importante. Sus enemigos afirman a sus espaldas que éste la tiene totalmente sometida y que ella teme desagradarle tomando iniciativas personales. ¿Sigue acostándose con él? Si bien en el pasado no se privó de hacerlo, es poco probable que a su edad y en su situación continúe manteniendo ese tipo de relación. Ávida de carne fresca, puede permitirse placeres más sabrosos que los de un retorno a las fuentes entre los brazos de un hombre entrado en años. Aprovechando su total libertad de elección, cambia de amante a su capricho y no repara en gastos a la hora de recompensarlos por sus proezas nocturnas. El embajador de Francia Jacques de Campredon se complace en enumerar en sus memorias a algunos de esos escogidos de corta duración: «Ménshikov sólo está ya para aconsejar -escribe-. El conde Loewenwolde parece tener más derechos. Devier todavía forma parte de los favoritos prestigiosos. El conde Sapieha también ha logrado estar entre ellos. Es un apuesto muchacho muy bien constituido. Le envían a menudo ramos y joyas […]. Hay otros favoritos de segunda clase, pero sólo los conoce Johanna, antigua doncella de la zarina y depositaria de sus placeres.» En las numerosas cenas que ofrece a sus compañeros de justas amorosas, Catalina bebe como una esponja. Por orden suya, el vodka corriente (prostáia) alterna en la mesa con licores fuertes, franceses y alemanes. Es frecuente que se desmaye tras una de estas comidas copiosamente regadas. «La zarina ha estado bastante mal a raíz de uno de estos excesos que tuvo lugar el día de San Andrés -escribe el propio Campredon en un informe a su ministro fechado el 25 de diciembre de 1725-. Ha salido del mal paso gracias a una sangría; pero, como está terriblemente repleta y lleva una vida muy desordenada, se cree que sufrirá algún accidente que acortará sus días.» [4]

Estas borracheras y estos revolcones no impiden que Catalina, en cuanto se recupera, se comporte como una verdadera autócrata. Riñe y abofetea a las sirvientas por naderías, levanta la voz ante sus consejeros ordinarios, asiste sin rechistar a los fastidiosos desfiles de la Guardia, monta a caballo durante horas para calmar su nerviosismo y demostrar a todos su resistencia física. Como tiene un profundo sentido de la familia, hace venir desde sus lejanas provincias a hermanos y hermanas cuya existencia Pedro siempre ha querido ignorar. Invitados por ella, antiguos campesinos livonios o lituanos, toscos y envarados con sus atuendos de gala, hacen su aparición en los salones de San Petersburgo. Títulos de conde y príncipe caen sobre sus cabezas, para gran escándalo de los aristócratas auténticos. Algunos de estos nuevos cortesanos de manos callosas se unen a los habituales comensales de Su Majestad en los cónclaves del buen humor y la disipación.

No obstante, por ávida que esté de diversiones desenfrenadas, Catalina siempre reserva unas horas para ocuparse de los asuntos públicos. Ménshikov continúa dictándole las decisiones cuando se trata del interés del Estado, pero, con el paso del tiempo, Catalina va envalentonándose hasta llegar a discutir a veces las opiniones de su mentor. Al tiempo que reconoce que nunca podrá prescindir de los juicios de este hombre competente, abnegado y retorcido, lo convence para instaurar en torno a ella un Alto Consejo secreto cuyos miembros serán, además de su inspirador, Ménshikov, otros personajes cuya fidelidad a Su Majestad es notoria: Tolstói, Apraxin, el vicecanciller Golovkin, Ósterman… Este gabinete supremo arrincona al tradicional Senado, que sólo debate ya cuestiones secundarias. Por instigación del Alto Consejo, Catalina decide hacer más llevadera la suerte de los viejos creyentes perseguidos por sus concepciones heréticas, crear una Academia de las Ciencias según el deseo de Pedro el Grande, acelerar el embellecimiento de la capital, velar por la construcción del canal de Ladoga y equipar la expedición del navegante danés Vitus Bering a Kamchatka.

Estas prudentes resoluciones casan bien, dentro de la mente en efervescencia de la zarina, con su gusto por el alcohol y el amor. Es voraz y perspicaz, de una sensualidad vulgar y una lucidez fría. Nada más saborear los goces complementarios del poder y de la voluptuosidad, vuelve a su preocupación primordial: la familia. Toda madre, aunque sea zarina, tiene la misión de ocuparse de casar a sus hijas cuando alcanzan la edad de la pubertad. Catalina ha traído al mundo dos muchachas agradables a la vista y con una mente bastante despierta para gustar tanto por su conversación como por su rostro. La mayor, Ana Petrovna, fue prometida no hace mucho al duque de Holstein-Gottorp, Carlos Federico. Hombre enclenque, nervioso y poco agraciado, lo único que tiene el duque para seducir a la joven es el título. Pero la razón puede imponerse a los sentimientos cuando, tras la unión de las almas, se perfilan alianzas políticas y anexiones territoriales. La boda se retrasó debido a la muerte de Pedro el Grande, y Catalina planea ahora celebrarla el 21 de mayo de 1725. Ana se resigna, por sumisión a la voluntad materna, a lo que para ella no es sino un triste arreglo. Tiene diecisiete años; Carlos Federico, veinticinco. El arzobispo Feofán Prokópovich, que unas semanas antes celebró en eslavón, la lengua de la Iglesia, el oficio fúnebre de Pedro el Grande, bendice la unión de la hija del desaparecido con el hijo del duque Federico de Holstein y de Hedwige de Suecia, hija a su vez del rey Carlos XI. Como el novio no habla ni eslavón ni ruso, un intérprete le traduce al latín los pasajes esenciales. El banquete es amenizado por las contorsiones y las muecas de una pareja de enanos que surgen, en el momento del postre, de los lados de una enorme empanada. La concurrencia se troncha de risa y estalla en aplausos. La joven novia también se divierte. No sospecha la amarga decepción que la espera. Tres días después de la ceremonia nupcial, el residente sajón hace saber a su rey que Carlos Federico ya ha dormido fuera tres veces, dejando a Ana sola y aburrida en la cama. «La madre está desesperada por el sacrificio de su hija», escribe en su informe. Poco después, añadirá que la esposa desdeñada se consuela pasando la noche con unos y con otros». [5]

Aun lamentando que su hija mayor haya tenido tan mala suerte, Catalina se niega a declararse vencida y, puesto que a su yerno parecen tentarlo poco los asuntos amorosos, trata de interesarlo en los asuntos públicos. Ha dado en el clavo: Carlos Federico es un apasionado de la política. Invitado a participar en las reuniones del Alto Consejo secreto, interviene en los debates con tanto ardor que Catalina, alarmada, a veces considera que se inmiscuye en cuestiones que no le incumben. Descontenta con este primer yerno, espera corregir su error de puntería concertando para su segunda hija, Isabel, la preferida de Pedro el Grande, un matrimonio que sea la envidia de toda Europa. Ella ha conocido Europa sobre todo a través de los comentarios de su marido y, desde hace poco escuchando los informes de sus diplomáticos. Pero, si bien Pedro el Grande se sentía seducido por la disciplina, la eficacia y el rigor germanos, ella es cada vez más sensible al encanto y el espíritu de Francia, de los que le hablan machaconamente quienes han visitado dicho país. A su alrededor se afirma que las celebraciones y los entretenimientos de la corte de Versalles son de un refinamiento sin par. Algunos llegan incluso a asegurar que la elegancia y la inteligencia de las que se enorgullece el pueblo francés sirven para adornar con mil gracias la autoridad ilustrada de su gobierno y el poder de su ejército. El embajador de Francia, Jacques de Campredon, le habla a menudo a Catalina de lo interesante que sería un acercamiento entre dos países que lo tienen todo para entenderse. Un acuerdo así libraría a la emperatriz, según él, de las solapadas intervenciones de Inglaterra, que no desaprovecha ninguna ocasión para entrometerse en los litigios de Rusia con Turquía, Dinamarca, Suecia o Polonia. Desde que este distinguido diplomático asumió sus funciones en San Petersburgo, hace cuatro años, no ha dejado de recomendar con discreción una alianza francorrusa. Al poco de llegar a la corte, informó a su ministro, el cardenal Dubois, de que la hija pequeña del zar, la joven Isabel Petrovna, «muy amable y muy bien hecha», sería una excelente esposa para un príncipe de la casa de Francia. Sin embargo, en esa época el regente era favorable a los ingleses y temía irritarlos manifestando algún interés por una gran duquesa rusa. Jacques de Campredon, tenaz, insiste ahora en su idea inicial. ¿Acaso las negociaciones rotas con el zar no pueden reanudarse, tras la muerte de éste, con la zarina? Campredon quiere convencer a su gobierno de la conveniencia de hacerlo y, para preparar el terreno, redobla su amabilidad hacia Catalina. La emperatriz se siente halagada en su orgullo materno por la admiración que el diplomático manifiesta hacia su hija. ¿No es como un signo precursor del apego que todos los franceses sentirán un día por Rusia? Recuerda con emoción la ternura que Pedro el Grande prodigaba años atrás a la pequeña Isabel, tan joven entonces, tan rubia, tan grácil, tan juguetona… La chiquilla sólo tenía siete años cuando su padre le pidió al pintor francés Caravaque, un asiduo de palacio en San Petersburgo, que la pintara desnuda para poder contemplarla en todo momento, a su capricho. Sin duda habría estado muy orgulloso de que su hija, tan bella y virtuosa, fuera elegida como esposa por un príncipe de Francia. Unos meses después de los funerales de su marido, Catalina se muestra de nuevo atenta a las sugerencias de Campredon. Las negociaciones matrimoniales se reanudan en el punto donde habían sido dejadas al morir el zar.

En el mes de abril de 1725 se extiende el rumor de que la infanta María Ana, de siete años, hija del rey Felipe V de España y, por lo que se decía, prometida a Luis XV, de quince años, está a punto de ser devuelta a su país porque el duque de Borbón [6] la considera demasiado joven para el papel que le tienen destinado. De repente, Catalina se entusiasma de nuevo y convoca a Campredon, que no puede sino confirmarle la noticia. Ella se compadece de la suerte de la desdichada infanta, pero declara que la decisión del regente no la sorprende, pues no se puede jugar impunemente con el candor sagrado de la infancia. Luego, como no se fía del gran maestro de la corte, Narishkin, que asiste a la entrevista, continúa la conversación en sueco. Tras elogiar las cualidades físicas y morales de Isabel, destaca la importancia que la gran duquesa tendría en el tablero internacional en caso de llegar a un acuerdo familiar con Francia. La zarina no se atreve a expresar abiertamente lo que de verdad piensa y se limita a proclamar, con un brillo profético en los ojos: «La amistad y la alianza con el rey de Francia nos serían preferibles a las de todos los demás príncipes del mundo.» Su sueño es que su querida y pequeña Isabel, «ese trozo del rey», se convierta en reina de Francia. ¡Cuántos problemas encontrarían una fácil solución, de un extremo a otro de Europa, si Luis XV aceptara ser su yerno! En caso necesario, promete, la novia abrazará la religión católica. Ante tal ofrecimiento, que más parece una declaración de amor, Campredon se deshace en agradecimientos y solicita un plazo para transmitir los detalles de la proposición a las altas instancias. Ménshikov, por su parte, asedia al embajador y le jura que la inteligencia y la gracia de Isabel son «dignas del genio francés», que ha «nacido para Francia» y que deslumbraría a Versalles en cuanto hiciera su primera aparición en la corte. Convencido de que el regente no tendrá el descaro de resistirse a estos argumentos dictados por una amistad sincera, va más lejos aún y sugiere completar el matrimonio de Luis XV e Isabel con el del duque de Borbón y María Leszczynska, la hija del rey Estanislao de Polonia, actualmente exiliado en Wissembourg. Porque, efectivamente, este soberano desposeído podría volver un día u otro a subir al trono, si Rusia no viera en ello demasiados inconvenientes.

Los intercambios de informes secretos entre las cancillerías duran tres meses. Para gran sorpresa de Catalina, en el lado francés todavía no se perfila ninguna solución. ¿Habrán movido mal las fichas? ¿Tendrían que pensar tal vez en hacer otras concesiones u otras promesas para ganar la partida? Catalina se halla perdida en un mar de conjeturas cuando, en septiembre de 1725, la noticia estalla como un trueno en el cielo brumoso de San Petersburgo: en contra de todas las previsiones, Luis XV va a casarse con María Leszczynska, una polaca insignificante que tiene veintidós años y que la emperatriz de Rusia pensaba ofrecer como regalo al duque de Borbón. El anuncio es un tremendo desaire para la zarina. Furiosa, encarga a Ménshikov que averigüe las razones de ese enlace desigual. Éste va a ver a Campredon como quien acude a una cita entre testigos antes de un duelo a espada. El diplomático, acosado a preguntas, intenta nadar entre dos aguas, se pierde en explicaciones deshilvanadas, habla de una inclinación recíproca entre los prometidos, cosa que parece poco verosímil, y acaba por dar a entender que la casa de Francia no carece de pretendientes que, a falta de un rey, podrían satisfacer a la bella Isabel. Ciertos príncipes, insinúa, son mejores partidos que el propio soberano. Agarrándose a la tabla de salvación que le tienden, Catalina, decepcionada por Luis XV, decide conformarse con el duque de Charolais. Esta vez, piensa, no se la podrá acusar de que apunta demasiado alto. Enterada de este regateo, Isabel se siente herida en su orgullo y suplica a su madre que renuncie a sus irreflexivas ambiciones, que las deshonran a ambas. Pero Catalina pretende saber mejor que nadie lo que le conviene a su hija, y cuando cree haber apostado al fin por el caballo ganador, de pronto choca con el más humillante rechazo. «Monseñor ha aceptado otros compromisos», le dice Campredon con una cortesía afligida. El embajador está realmente harto de ser el encargado de infligir una afrenta tras otra a la emperatriz. La corte de Rusia se le ha vuelto insoportable. Querría renunciar a su puesto, pero su ministro, el conde de Morville, le ordena permanecer en él y evitar, por una parte, todo debate en torno al matrimonio de Isabel, y, por la otra, todo intento de acercamiento entre San Petersburgo y Viena. Esta doble responsabilidad inquieta al prudente Campredon. No comprende la política zigzagueante de su país. Al enterarse de que Catalina ha invitado al Alto Consejo secreto a romper las relaciones con Francia, que obviamente no quiere nada de ella, y a preparar una alianza ofensiva y defensiva con Austria, la cual está dispuesta a ayudar a Rusia pase lo que pase, el diplomático, decepcionado, estafado, asqueado, pide sus credenciales y el 31 de marzo de 1726 se marcha de las orillas del Nevá para no regresar jamás.

Tras su partida, Catalina se siente como engañada en una pasión de juventud. La Francia que ella tanto amaba la desprecia y la traiciona con otra. No ha sido a su hija a quien le han dado una patada sino a ella, con su cetro, su corona, su ejército, la historia gloriosa de su patria y sus esperanzas desmesuradas. Ofendidísima, envía a Viena a un representante encargado de negociar la alianza que tantas veces ha rechazado. Ahora, Europa se divide en dos bandos: por un lado, Rusia, Austria y España; por el otro, Francia, Inglaterra, Holanda y Prusia. El reparto de fuerzas puede cambiar, por supuesto, y es posible que se produzcan trasvases de influencia por encima de las fronteras, pero, en conjunto, para Catalina el mapa de los años venideros ya está trazado.

En este desbarajuste diplomático, sus consejeros se afanan, proponen, regatean, se enfadan y se reconcilian. Desde que forma parte del Alto Consejo secreto, el duque Carlos Federico de Holstein se distingue por la audacia de sus exigencias. Su necesidad de recuperar los territorios que antaño pertenecieron a su familia se convierte en una idea fija. Ve toda la historia del mundo a través de la del minúsculo ducado que es, afirma, su patrimonio. Catalina, irritada por sus continuas reivindicaciones, acaba por pedir oficialmente al rey de Dinamarca que devuelva el Schleswig a su yerno, el gran duque de Holstein-Gottorp, y ante la negativa categórica por parte del soberano danés, Federico IV, apela a la amistad de Austria y consigue que ésta apoye, llegado el caso, las reivindicaciones del dinámico Carlos Federico sobre el terreno que, todavía ayer, formaba parte de su herencia y del que se ha visto desposeído por los vergonzosos tratados de Estocolmo y Frederiksborg. La entrada de Inglaterra en este embrollo no hace más que sembrar la confusión.

La zarina está exasperada por el modo en que se han enredado los asuntos públicos. Siguiendo su costumbre, busca un remedio para sus males en la bebida. Sin embargo, los excesos gastronómicos, lejos de curarla de su angustia, acaban de minar su salud. Hay días en los que está de juerga hasta las nueve de la mañana siguiente y se derrumba en la cama, borracha perdida, entre los brazos de un hombre al que apenas reconoce. Los rumores de esta vida desordenada consternan a las personas de su entorno. Entre los cortesanos corren murmuraciones que predicen el naufragio de la monarquía. Como si los sempiternos chismes no bastaran para envenenar la atmósfera de palacio, vuelve a hablarse con insistencia de ese diablillo, el nieto de Pedro el Grande, que según algunos ha sido injustamente apartado del poder. El hijo del desdichado Alejo, el cual pagó con su vida la audacia de haberse opuesto a la política del «Reformador», emerge, aturullado, entre la maraña de discusiones sobre la sucesión. Los adversarios del inocente consideran que debe compartir la degradación paterna y que está excluido para siempre de las prerrogativas de la dinastía. Pero otros afirman que sus derechos a la corona son inalienables y que es el más indicado para subir al trono bajo la tutela de sus allegados. Sus partidarios se encuentran sobre todo entre los nobles de rancio abolengo y los miembros del clero provincial.

Se producen levantamientos espontáneos en puntos dispersos del país. De momento, nada grave: tímidas congregaciones ante las iglesias, conciliábulos a la salida de misa, el nombre del pequeño Pedro aclamado por la multitud el día de su santo… Para tratar de desactivar la amenaza de un golpe de Estado, el canciller Ósterman propone casar al zarevich, que aún no ha cumplido once años, con su tía Isabel, que tiene diecisiete. Nadie se preocupa de averiguar si este arreglo es del agrado de los interesados. Ni siquiera Catalina, habitualmente muy sensible a los impulsos del corazón, se plantea una sola pregunta sobre el futuro de la pareja que, por iniciativa suya, formarán un chiquillo apenas púber y una muchacha ya crecida. Con todo, si bien la diferencia de edad no parece un obstáculo para los impenitentes casamenteros, éstos reconocen que posiblemente la Iglesia se opondrá a esa unión consanguínea. Tras largas discusiones, la idea se descarta. Por lo demás, Ménshikov tiene una propuesta mejor. Haciendo un alarde de osadía, sugiere casar al zarevich Pedro, no con su tía Isabel, sino con la hija del propio Ménshikov, María Alexándrovna, en la que concurren, dice él, la belleza del alma y la del cuerpo. Casándose con ella, Pedro sería el más feliz de los hombres. Claro que la muchacha está prometida desde 1721 a Piotr Sapieha, palatino de Smoliensk, y se dice que está perdidamente enamorada de él, pero ese detalle no detiene a Catalina. ¡Si hubiera que tener en cuenta los sentimientos de todos antes de pedir la bendición de un sacerdote, no casarían nunca a nadie! De repente, la zarina decide romper el noviazgo de esos tortolitos que se interfieren en sus deseos y casar al zarevich Pedro Alexéievich con la señorita María Alexándrovna Ménshikov, mientras que a Piotr Sapieha se le ofrecerá, en compensación, una sobrina segunda de Su Majestad, Sofía Skavronska. En el ínterin, Sapieha ha sido admitido en repetidas ocasiones en la acogedora cama de Catalina, y de este modo ella ha podido comprobar las cualidades viriles del hombre que destina a su joven parienta. Sapieha, que es un vividor, no protesta por el cambio de novia; Catalina y Ménshikov se felicitan por haber solucionado el asunto en un abrir y cerrar de ojos; tan sólo la infortunada María Alexándrovna llora por su amor perdido y maldice a su rival, Sofía Skavronska.

En el otro extremo de la contradanza, Ana y su marido, el duque Carlos Federico de Holstein, también están consternados por la posibilidad de un matrimonio que, con el pretexto de servir a la causa de Pedro Alexéievich, contribuiría en realidad a reforzar la hegemonía del futuro suegro de éste, Ménshikov, y sin duda alejaría un poco más aún del trono a las dos hijas de Pedro el Grande. Considerándose sacrificadas, aunque por razones diferentes, Ana e Isabel se arrojan a los pies de su madre y le suplican que renuncie a la idea de esos escandalosos esponsales que, en definitiva, sólo satisfacen a su instigador, el tortuoso Ménshikov.

Las apoya en sus recriminaciones el enemigo jurado del antedicho, el conde Tolstói, que está rabioso al ver que su competidor directo afianza su autoridad casando a su hija con el heredero de la corona de Rusia. Catalina parece confusa por este concierto de quejas, accede a reflexionar sobre el asunto y despide a todo el mundo sin haber tomado ninguna decisión ni hecho ninguna promesa.

El tiempo pasa y el abatimiento de Ana y de Isabel se acentúa de día en día, mientras que el duque Carlos Federico de Holstein cada vez soporta menos la altanería de que hace gala Ménshikov, convencido de su victoria.

En la ciudad ya se comenta abiertamente la boda inminente del zarevich con la noble y bella señorita María Ménshikov. También se habla, en susurros, de las sumas fabulosas que, al parecer, el padre de la novia ha recibido de diferentes personas preocupadas por asegurar su protección en los años venideros. Algunos recuerdan, sin embargo, que unos meses antes la zarina, inquieta a causa de una indisposición, había dado a entender que, a su muerte, debería heredar la corona su hija menor, Isabel. Ese deseo parece totalmente olvidado ahora. Isabel está afligida porque se siente repudiada, pero, debido a su carácter reservado, se guarda de volver a la carga. Su cuñado, el duque Carlos Federico, no es tan acomodaticio. Aunque la causa parezca perdida, tiene intención de luchar, por Ana y por él mismo, hasta el límite de sus fuerzas. Quiere arrancarle a su suegra, cueste lo que cueste, un testamento en favor de su esposa.

Catalina, por su parte, está a la sazón demasiado débil para mantener una discusión tan penosa. Retirada en sus aposentos del palacio de Invierno, tiene dificultad para hablar e incluso para hilvanar dos ideas. Tras la puerta de su habitación, se rumorea que la senilidad precoz es el precio que Su Majestad está pagando por los excesos cometidos tanto con la comida y la bebida como en el terreno amoroso. El 8 de marzo de 1727, Johann Lefort, residente de Sajonia en San Petersburgo, escribía a su gobierno en un francés gráfico y no muy correcto: «La zarina debe de estar severamente afectada por una hinchazón de piernas que le llega hasta los muslos y que no significa nada bueno; se achaca esto a una causa báquica.» [7] Pese a las advertencias del médico, el yerno de Catalina se empeña en interrogarla acerca de sus intenciones, pero ella es incapaz de responderle; es más, ni siquiera comprende lo que le dice. El 27 de abril de 1729 se queja de una dolorosa opresión en el pecho. Con la mirada extraviada, delira. Tras observarla fríamente, Carlos Federico le dice a Tolstói:

– Si fallece sin haber dictado sus últimas voluntades, estamos perdidos. Tendríamos que convencerla inmediatamente de que designe a su hija.

– Deberíamos haberlo hecho antes. Ahora ya es demasiado tarde [8]-contesta el conde.

Durante cuarenta y ocho horas, los allegados de la emperatriz permanecen a la espera de que exhale el último suspiro. Sus hijas y Piotr Sapieha permanecen junto a la enferma. En cuanto vuelve un poco en sí, se repiten los síncopes, cada vez más profundos y prolongados. Ménshikov, informado cada hora del estado de la zarina, reúne al Alto Consejo secreto y comienza a redactar un manifiesto testamentario que la emperatriz sólo tendrá que firmar, aunque sea con un garabato, antes de morir. Bajo la autoridad del príncipe serenísimo, los miembros de la reducida asamblea se ponen de acuerdo sobre un texto en el que se estipula que, según la voluntad expresa de Su Majestad, el zarevich Pedro Alexéievich, todavía menor y prometido en matrimonio con la señorita María Ménshikov, sucederá, llegado el momento, a la emperatriz Catalina I y será asistido, hasta su mayoría de edad, por el Alto Consejo secreto instituido por ella.

Si muriera sin dejar descendencia, precisa el documento, la corona tendrá que pasar a su tía Ana Petrovna y a los herederos de ésta, seguidos de su otra tía, Isabel Petrovna, y de los herederos que pueda tener. Las dos tías serán llamadas a formar parte del mencionado Alto Consejo secreto, hasta el día en que su imperial sobrino haya alcanzado la edad de diecisiete años.

La maniobra tramada por Ménshikov le permitirá controlar a través de su hija, futura zarina, los destinos del país. Esta apropiación encubierta de todos los poderes indigna a Tolstói y a sus colaboradores habituales, como Buturlin y el aventurero portugués Devier. Éstos intentan hacer algo para evitarla, pero Ménshikov se les adelanta al acusarles del crimen de lesa majestad. Los informes de los espías pagados por él son categóricos: al parecer, la mayoría de los miembros del círculo de Tolstói están implicados en el complot. El portugués Devier, sometido a tortura, confiesa todo lo que el verdugo, manejando el knut con destreza, lo conmina a admitir. A saber, que él y sus cómplices se han mofado públicamente de la aflicción de las hijas de Su Majestad y participado en reuniones clandestinas con objeto de derrocar el orden monárquico.

En nombre de la emperatriz moribunda, Ménshikov ordena detener a Tolstói, que será desterrado al monasterio de Soloviets, en una isla del mar Blanco; Devier es mandado a Siberia; en cuanto a los demás inculpados, se contentarán con enviarlos a sus posesiones con la prohibición de que salgan de allí. La condena del duque Carlos Federico de Holstein no se pronuncia oficialmente, pero, por prudencia y por orgullo, éste se retirará con su esposa Ana, injustamente expoliada, a su propiedad suburbana de Ekaterinhof.

Nada más abandonar la capital, la joven pareja debe regresar a ella porque la zarina está muy mal. La decencia y la tradición exigen que tenga a sus hijas a su lado. Ambas se apresuran a acudir para acompañarla en sus últimos momentos. Tras una larga agonía, Catalina se extingue el 6 de mayo de 1727, entre las nueve y las diez de la noche. Inmediatamente, por orden de Ménshikov, dos regimientos de la Guardia rodean el palacio de Invierno para prevenir toda manifestación hostil. Pero a nadie se le ocurre protestar. Ni tampoco llorar. El reinado de Catalina, que sólo ha durado dos años y dos meses, deja a la mayoría de sus súbditos indiferentes o perplejos. ¿Deben añorarla o felicitarse por su desaparición?

El 8 de mayo de 1727, el gran duque Pedro Alexéievich es proclamado emperador. El secretario del gabinete de Su Majestad, Makárov, anuncia el acontecimiento a los cortesanos y a los dignatarios reunidos en el palacio. Con una habilidad diabólica, los términos del manifiesto elaborado bajo la dirección de Ménshikov conjugan la exigencia de la elección del soberano, instituida por Pedro el Grande, con la de la herencia, conforme a la tradición moscovita. «Según el testamento de Su Majestad, la difunta emperatriz -lee Makárov en tono solemne-, se ha llevado a cabo la elección de un nuevo emperador en la persona de un heredero del trono: Su Alteza el gran duque Pedro Alexéievich.» Mientras escucha esta proclamación, Ménshikov exulta interiormente. Su éxito parece un milagro. No sólo su hija es virtualmente emperatriz de Rusia, sino que además él, el príncipe serenísimo, tiene en sus manos al Alto Consejo secreto, encargado de ejercer la regencia hasta la mayoría de edad de Pedro II, que sólo tiene doce años. Esto le deja cinco años para poner al país a sus pies. Ya no tiene adversarios, sólo súbditos, de lo que se deduce que no es necesario ser un Románov para reinar en el imperio.

El duque Carlos Federico de Holstein, dispuesto a toda clase de componendas con el poder, promete permanecer tranquilo con la condición de que, en el momento en que Pedro II cumpla los diecisiete fatídicos años que señalan la mayoría de edad, Ana e Isabel reciban, a guisa de desagravio, dos millones de rublos a repartir. Además, Ménshikov, que sólo tiene motivos de alegría, asegura que se esforzará en apoyar las pretensiones de Carlos Federico, el cual sigue pensando en recuperar las tierras que le corresponden por herencia e incluso desearía -¿por qué no?- hacer valer sus derechos a la corona de Suecia. Para el duque de Holstein, ahora está claro que su presencia en San Petersburgo no es sino una etapa hacia la conquista de Estocolmo. Se diría que considera el trono del difunto rey Carlos XII más prestigioso que el de su vencedor, el difunto emperador Pedro el Grande.

A Ménshikov no le sorprende esta creciente ambición de su interlocutor. ¿Acaso no es gracias a un empeño análogo como él mismo ha llegado a una situación con la que no se hubiera atrevido a soñar cuando era un simple compañero de lucha, de juerga y de justas amorosas del zar? ¿Dónde se detendrá en su ascenso hacia los honores y la fortuna? En el momento en que su futuro yerno es proclamado soberano autócrata de todas las Rusias, con el nombre de Pedro II, se dice que tal vez su propio reinado no ha hecho más que empezar.

Capítulo tres

Zancadillas alrededor de un trono

De todos los que pueden aspirar al trono de Rusia, el peor preparado para ese temible honor es aquel al que acaban de otorgárselo. Ninguno de los candidatos a la sucesión de Catalina I ha tenido una infancia tan desprovista de afecto y de consejos como el nuevo zar Pedro II. No ha conocido a su madre, Carlota de Brunswick-Wolfenbüttel, que murió al traerlo al mundo, y sólo tenía tres años cuando su padre, el zarevich Alejo, sucumbió víctima de la tortura. Doblemente huérfano, educado por ayas que eran simples sirvientas del palacio y por preceptores alemanes y húngaros de poca ciencia y poco corazón, se encerró en sí mismo y, desde que tuvo uso de razón, manifestó un carácter orgulloso, agresivo y cínico. Permanentemente inclinado a la denigración y la rebeldía, sólo siente ternura por su hermana Natalia, catorce meses mayor que él, cuyo temperamento jovial aprecia. Sin duda por atavismo, pese a su corta edad le gusta embotarse bebiendo alcohol y divertirse con las más groseras bromas, y le sorprende que la joven se sienta atraída por la lectura, las conversaciones serias y el estudio de lenguas extranjeras. Natalia habla alemán y francés con la misma soltura que el ruso. ¿Para qué quiere todo eso? El papel de una mujer, aunque tenga quince o dieciséis años, ¿no es divertirse, divertir a los demás y, de paso, seducir a los hombres que valgan la pena? Pedro le lanza pullas sobre su excesiva aplicación y ella intenta imponerle cierta disciplina regañándolo con una dulzura a la que no está acostumbrado. ¡Lástima que no sea más guapa! Aunque tal vez sea mejor así. ¿A qué impulsos no cedería él si, además de su vivacidad mental, Natalia tuviera un físico deseable? Tal como es, lo ayuda a soportar su situación de falso soberano a quien todo el mundo respeta y nadie obedece. A partir de su advenimiento al trono, se ha visto relegado por Ménshikov al rango de figurante imperial. Es cierto que para poner de manifiesto su supremacía Pedro ha dispuesto que en los banquetes Ménshikov se siente a su izquierda, mientras que Natalia está a su derecha; también es él quien, instalado en un trono entre sus dos tías, Ana e Isabel, preside las reuniones del Alto Consejo secreto; además, muy pronto se casará con la hija de Ménshikov, y éste, una vez convertido en su suegro, sin duda le entregará las riendas del poder. Pero, hoy por hoy, el joven Pedro es consciente de no ser sino la sombra de un emperador, la caricatura de Pedro el Grande, una Majestad de carnaval, sometida a la voluntad del organizador del pintoresco espectáculo ruso. Haga lo que haga, debe plegarse a la voluntad de Ménshikov, quien lo ha previsto y organizado todo a su manera.

El palacio de este personaje omnipotente está situado en el corazón de San Petersburgo, en el centro de un soberbio parque en la isla Vasili. En espera de que se construya un puente reservado a su uso personal, Ménshikov dispone, para cruzar el Nevá, de una galera de remos cuyo interior está tapizado de terciopelo verde. Cuando desembarca en la orilla opuesta, monta en un coche de caja dorada, blasonado y con una corona principesca adornando el tejadillo. Seis caballos con arneses de terciopelo color amaranto, bordados en oro y plata, tiran de esta obra maestra de orfebrería y comodidad sobre ruedas. Numerosos boyardos lo preceden durante todos sus recorridos por la ciudad. Dos pajes montados lo siguen, dos gentileshombres de la corte caracolean a la altura de las portezuelas y seis dragones cierran la marcha y apartan sin miramientos a los curiosos. [9]En la capital, nadie despliega tanta magnificencia en sus desplazamientos. Pedro sufre en silencio esta ostentación, que sume cada día un poco más en la sombra la figura del verdadero zar, en el que, al parecer, ya no piensa ni siquiera el pueblo. Llevando al extremo su astucia, Ménshikov ha esperado que el emperador prestara juramento ante la Guardia para anunciar que a partir de ese momento, como medida de seguridad, Su Majestad ya no vivirá en el palacio de Invierno sino en el palacio Ménshikov, en la isla Vasili. A todo el mundo le sorprende este modo de «encerrar en una burbuja» al soberano, pero ninguna voz se eleva para protestar. Los principales opositores -Tolstói, Devier, Golovkin- fueron exiliados a tiempo por el nuevo señor de Rusia. Teniendo a Pedro instalado en su propia vivienda -magníficamente, eso sí-, Ménshikov puede controlar de cerca sus visitas. La barrera que levanta a las puertas de los aposentos imperiales es infranqueable. Tan sólo se permite el paso a las tías del zar, Ana e Isabel, a su hermana Natalia y a contados hombres de confianza. Entre estos últimos se cuentan el vicecanciller Andréi Ivánovich Ósterman, el ingeniero y general Burkhard von Münnich, artífice de las obras públicas, el conde Reinhold Loewenwolde, antiguo amante de Catalina I y agente a sueldo de la duquesa de Curlandia, el general escocés Lascy, al servicio de Rusia, que supo evitar los disturbios cuando falleció la emperatriz, y por último el inevitable e incorregible duque Carlos Federico de Holstein, obsesionado aún por la idea de que el Schleswig vuelva a formar parte de la herencia familiar. Ménshikov los ha aleccionado, adoctrinado y sobornado a todos, a fin de que preparen a su futuro yerno para ser emperador sólo de nombre y dejen definitivamente en sus manos la dirección de los asuntos públicos. Al confiarles la educación de este adolescente irrazonable e impulsivo, lo único que les pide es que despierten en él la afición de aparentar y le quiten la de actuar. Para él, el yerno ideal sería un modelo de nulidad y buenas maneras. Poco importa que sea ignorante, que no tenga ninguna noción de política, con tal de que sepa comportarse en un salón. Se ordena a los que componen el entorno de Su Majestad que lo instruyan superficialmente y de ningún modo en profundidad. Pero, si bien la mayoría de los mentores escogidos por Ménshikov se pliegan a esta consigna, el más cauteloso y sagaz del grupo ya empieza a oponer una viva resistencia.

Mientras que Ménshikov cree haber ganado la partida, el westfaliano Ósterman congrega a su alrededor a los que se sienten irritados por la vanidad y la arrogancia del nuevo dictador. Hace tiempo que han notado la sorda hostilidad de Pedro hacia su suegro virtual y respaldan a escondidas la causa de su soberano. La hermana de Pedro, Natalia, y sus dos tías, Ana e Isabel, no tardan en sumarse a la conspiración. El duque Carlos Federico de Holstein, sondeado por los instigadores de este pequeño complot tribal que desean asociarlo a su proyecto, confiesa que él también actuaría encantado a favor de la emancipación de Pedro II, sobre todo si ésta pudiera ir acompañada de un reconocimiento de sus propios derechos sobre el Schleswig y, por supuesto, sobre Suecia. Precisamente Isabel acaba de prometerse con otro descendiente de los Holstein, Carlos Augusto, primo hermano de Carlos Federico, candidato al trono de Curlandia y obispo de Lübeck. Esta circunstancia viene a reforzar la determinación del clan holsteinés de romper el yugo de Ménshikov y liberar a Pedro II de una tutela humillante.

Desgraciadamente, el 1 de junio de 1727 la viruela se lleva al joven obispo Carlos Augusto. De la noche a la mañana, Isabel se queda sin prometido, sin esperanza conyugal. Tras la espantada de Luis XV, acaba de perder a otro pretendiente, menos prestigioso que el rey de Francia, es cierto, pero que le habría garantizado una posición muy honorable para una gran duquesa de Rusia. Ante semejante encarnizamiento del destino contra sus sueños de matrimonio, se desanima, toma aversión a la corte de San Petersburgo y se retira, con su cuñado Carlos Federico y su hermana Ana, al castillo de Ekaterinhof, en la linde de San Petersburgo, a la sombra de un parque inmenso rodeado de canales. En este marco idílico, cuenta mucho con el cariño de sus allegados para que la ayuden a olvidar su decepción.

El mismo día de su partida, Ménshikov ofrece en su palacio un extraordinario festín para celebrar los esponsales de su hija, María, con el joven zar Pedro II. La prometida, engalanada y enjoyada como si fuera un relicario, recibe en esta ocasión el título de Alteza Serenísima y la garantía de una renta anual de treinta y cuatro mil rublos procedentes del Tesoro del Estado. Ménshikov se muestra más cicatero cuando se trata de compensar a la zarevna [10] Isabel, a quien sólo asigna doce mil rublos para mitigar el rigor de su duelo. [11] Sin embargo, Isabel quiere pasar ante todos por una novia inconsolable. Ella considera que el hecho de no estar todavía casada a los dieciocho años y de no interesar más que a ambiciosos con miras estrictamente políticas, es una suerte demasiado cruel para que siga resignándose a ella. Por fortuna, sus amigos se desviven por encontrar, en Rusia o en el extranjero, un buen sustituto de Carlos Augusto. Apenas el féretro del difunto ha sido enviado a Lübeck, se menciona ante Isabel la posible candidatura de Carlos Adolfo de Holstein, el propio hermano del desaparecido, así como la del conde Mauricio de Sajonia y la de algún que otro gentilhombre de méritos fácilmente verificables.

Mientras en Ekaterinhof Isabel sueña con estos diferentes partidos cuyo rostro apenas conoce, en San Petersburgo, Ménshikov, come hombre práctico que es, estudia las ventajas de los novios disponibles en el mercado. Desde su punto de vista, la zarevna medio viuda representa una excelente moneda de cambio en las negociaciones diplomáticas en curso. Aun así, estas preocupaciones matrimoniales no le hacen perder de vista la educación de su pupilo imperial. Observando que, desde hace poco, Pedro parece menos extravagante que en el pasado, recomienda a Ósterman que refuerce su lucha contra la pereza natural de su alumno acostumbrándolo a unos horarios fijos, ya se trate de estudios o de solaz. El westfaliano es secundado en esta tarea por el príncipe Alexéi Grigórievich Dolgoruki, «gobernador adjunto». Éste se presenta a menudo en palacio con su joven hijo, el príncipe Iván, un apuesto mozo de veinte años, elegante y afeminado, que divierte a Su Majestad con su inagotable parloteo.

A su regreso de Ekaterinhof, donde ha pasado unas semanas de retiro sentimental, Isabel se instala en el palacio de Verano, pero no pasa un solo día sin que vaya a visitar, con su hermana Ana, a su querido sobrino en su jaula dorada. Escuchan sus confidencias de niño mimado, comparten su entusiasmo por Iván Dolgoruki, el efebo irresistible, y los acompañan a los dos en sus salidas nocturnas y sus alegres francachelas. Pese a las reconvenciones de sus carabinas masculinas, sobre este cuarteto de desvergonzados sopla un viento de locura. En el mes de diciembre de 1727, Johann Lefort pone al corriente a su ministro en la corte de Sajonia de las calaveradas del joven Pedro II: «El señor [Pedro II] no tiene más ocupaciones que recorrer día y noche las calles con la princesa Isabel y su hermana, visitar al chambelán Iván [Iván Dolgoruki], a los pajes, a los cocineros y Dios sabe a quién más.» Después de dar a entender que el soberano bajo tutela tiene unos gustos contra natura y que el delicioso Iván lo arrastra a juegos prohibidos en lugar de combatir sus inclinaciones, Lefort prosigue: «Podría creerse que esos imprudentes [los Dolgoruki] favorecen los más variados desenfrenos instilando [en el zar] los sentimientos del más abyecto de los rusos. Sé de un aposento contiguo a la sala de billar donde el subgobernador [el príncipe Alexéi Grigórievich Dolgoruki] le organiza encuentros galantes […]. No se acuestan hasta las 7 de la mañana.» [12]

Estas diversiones de juventud sedienta de placeres no inquietan a Ménshikov. Mientras Pedro y sus tías se entretengan con enredos amorosos y revolcones de segunda fila, su influencia política será nula. En cambio, el «Serenísimo» teme que el duque Carlos Federico de Holstein, cuyas ambiciones lo exasperan, haga caso omiso de las advertencias de su esposa, Ana, e intente echar por tierra, con exigencias fuera de lugar, el modus vivendi que el Alto Consejo secreto ha sabido imponer al pequeño zar y sus allegados. A fin de poner freno a los sueños descabellados de Carlos Federico, Ménshikov le retira, mediante un ucase que Pedro II ha firmado una noche de borrachera, la posesión de la isla de Ösel, en el golfo de Riga, que la pareja había recibido como regalo de bodas, y le recorta el presupuesto. Estas manifestaciones de un espíritu mezquino van acompañadas de tantas ruines vejaciones ideadas por Ménshikov que el duque y su mujer se enfadan de verdad y prefieren marcharse de la capital, donde se les trata como parientes pobres y como intrusos. Al besar con el corazón encogido a su hermana, antes de embarcar con su marido para Kiel, Ana tiene un presentimiento funesto. Confiesa a sus íntimos que teme, tanto por Isabel como por Pedro, los manejos de Ménshikov. Según ella, es un enemigo implacable de su familia. Debido a su estatura de gigante y sus anchos hombros, lo ha apodado «el orgulloso Goliat», y reza al cielo para que Pedro II derribe, cual un nuevo David, al monstruo de orgullo y maldad que se ha adueñado del imperio.

Tras la marcha de su hermana para el Holstein, Isabel intenta olvidar sus penas y sus miedos en el torbellino de la vida galante. Pedro la ayuda en esta empresa de diversión inventando todos los días nuevas ocasiones para retozar y embriagarse. Sólo tiene catorce años y sus deseos son los de un hombre. Para disfrutar de mayor libertad de movimiento, Isabel y él se trasladan al antiguo palacio imperial de Peterhof. Por un momento, les es dado creer que sus anhelos secretos están a punto de hacerse realidad, pues Ménshikov, pese a gozar de una salud de hierro, se siente repentinamente mal, empieza a escupir sangre y se ve obligado a guardar cama. Según los rumores que llegan a Peterhof, los médicos consideran que la indisposición puede prolongarse, si no resultar fatal.

Durante este vacío de poder, los consejeros habituales se reúnen para comentar los asuntos corrientes. Además de la enfermedad del Serenísimo, se produce otro acontecimiento de importancia que los incomoda: la primera mujer de Pedro el Grande, la zarina Eudoxia, a la que éste encerró en el monasterio de Súzdal y más tarde trasladó a la fortaleza de Schlüsselburg, reaparece de pronto. El emperador la había repudiado para casarse con Catalina. Eudoxia, vieja y debilitada tras treinta años de reclusión, aunque todavía animosa, es la madre del zarevich Alejo, muerto bajo tortura, y la abuela del zar Pedro II, que no la ha visto jamás ni siente necesidad de hacerlo. Ahora que Eudoxia ha salido de su prisión y que Ménshikov, su enemigo jurado, no puede levantarse de la cama, los demás miembros del Alto Consejo secreto consideran que el nieto de esta mártir, tan digna con su conducta discreta, debe hacerle una visita para presentarle sus respetos. La iniciativa les parece aún más oportuna teniendo en cuenta que, ante el pueblo, Eudoxia pasa por ser una santa sacrificada a la razón de Estado. Tan sólo hay una dificultad, pero no es pequeña: ¿no le molestará a Ménshikov que tomen una decisión sin consultarlo? Discuten la cuestión entre ellos, como especialistas de la cosa pública. Algunos sugieren aprovechar la próxima coronación del joven zar, que debe celebrarse en Moscú a principios de 1728, para organizar un encuentro histórico entre la abuela, que encarna el pasado, y el nuevo zar, que encarna el futuro. Ósterman, los Dolgoruki y otros personajes de menor envergadura dirigen mensajes de adhesión a la anciana zarina y solicitan su apoyo con vistas a futuras negociaciones. Pero Eudoxia, entregada por completo a la oración, el ayuno y los recuerdos, no muestra interés alguno por la agitación de los cortesanos. Sufrió demasiado, tiempo atrás, a causa del ambiente viciado de los palacios para desear otra recompensa que la paz en la luz del Señor.

Así como la abuela aspira al descanso eterno, el nieto, enfebrecido, no puede estarse quieto. Pero no son delirios de grandeza lo que lo obsesiona. Isabel, el reverso de la medalla de esta bábushka de leyenda, lo arrastra de fiesta en fiesta. Las cacerías alternan con las meriendas campestres improvisadas, y los revolcones en algún pabellón rústico con las ensoñaciones a la luz de la luna. Un ligero perfume de incesto sazona el placer que Pedro experimenta acariciando a su joven tía. Nada como el sentimiento de culpa para salvar el comercio amoroso de las tristezas de la costumbre. Si nos ceñimos a la moral, las relaciones entre un hombre y una mujer enseguida se vuelven tan aburridas como el cumplimiento de un deber. Sin duda es esta convicción lo que incita a Pedro a entregarse a experiencias paralelas con Iván Dolgoruki. Para agradecerle las satisfacciones íntimas que éste le proporciona, con el asentimiento de Isabel, lo nombra chambelán y le concede la condecoración de la orden de Santa Catalina, reservada en principio a las damas. En la corte, esto es motivo de burla, y los diplomáticos extranjeros se apresuran a comentar en sus despachos las juergas de doble sentido de Su Majestad. Hablando de la conducta indecorosa de Pedro II durante la enfermedad de Ménshikov, algunos citan el dicho que reza: «Cuando el gato no está, los ratones bailan.» Ya están enterrando al Serenísimo. Pero eso es no conocer su resistencia física. De repente, resurge en medio de esta jauría en la que las maniobras de la ambición rivalizan con las exigencias del sexo. ¿Cree que le bastará levantar la voz para que los agitadores desaparezcan bajo tierra? En el intervalo, Pedro II se ha crecido. Ya no consiente que nadie, ni siquiera su futuro suegro, se permita oponerse a sus deseos. Ante un Ménshikov atónito y a punto de sufrir una apoplejía, vocifera: «¡Yo te enseñaré quién manda aquí!» [13]

A Ménshikov, este acceso de cólera le recuerda los arrebatos de su antiguo señor, Pedro el Grande. Presintiendo que sería imprudente desafiar a un cordero dominado por la rabia, finge interpretar ese furor como una niñería tardía y se marcha de Peterhof, donde tan mal lo ha recibido Pedro, para ir a descansar a su propiedad de Oranienbaum. Antes de partir, ha tenido la precaución de invitar a toda la compañía a la fiesta que piensa dar en su residencia campestre en honor del zar y para celebrar su propia curación. Pero Pedro II se obceca y, con el pretexto de que el Serenísimo no ha invitado explícitamente a Isabel, se niega a asistir a la recepción. A fin de poner de relieve su descontento, incluso se va ostensiblemente con su tía a una partida de caza mayor en los alrededores. Durante esta escapada medio cinegética y medio amorosa, se pregunta cómo estarán desarrollándose los festejos organizados por Ménshikov. Le causa extrañeza el que ninguno de sus amigos haya seguido su ejemplo. ¿Tan fuerte es el miedo a desagradar a Ménshikov que no vacilan en desagradar al zar? En cualquier caso, le preocupa poco saber cuáles son los sentimientos de María Ménshikov, que ha estado a punto de ser su prometida y que se encuentra relegada al almacén de los accesorios. En cambio, en cuanto los invitados de Ménshikov regresan de Oranienbaum, los interroga ávidamente sobre la actitud del Serenísimo durante los festejos. Impacientes por descargar su conciencia, lo cuentan todo con detalle. Insisten sobre todo en el hecho de que Ménshikov ha llevado la insolencia hasta el extremo de sentarse, en su presencia, en el trono preparado para Pedro II. A juzgar por lo que dicen, su anfitrión, desbordante de orgullo, no ha dejado de comportarse como si fuera el amo del imperio. Ósterman se declara tan ofendido como si hubiera sido a él a quien el Serenísimo ha tratado sin consideración. Al día siguiente, aprovechando la ausencia de Pedro II, que ha vuelto a salir de caza con Isabel, Ósterman recibe a Ménshikov en Peterhof y le reprocha en un tono seco, en nombre de todos los amigos sinceros de la familia imperial, la impertinencia que ha manifestado en relación con Su Majestad. Molesto por esta reprimenda de un subalterno, Ménshikov regresa a San Petersburgo pensando en una venganza que le quite para siempre a esa banda de intrigantes las ganas de conspirar contra él.

Al llegar a su palacio de la isla Vasili, ve con estupor que todo el mobiliario de Pedro II ha sido retirado por un equipo de mozos de cuerda y transportado al palacio de Verano, donde, según le comunican, el zar piensa vivir de ahora en adelante. El Serenísimo, indignado, se dirige de inmediato a los oficiales de la Guardia encargados de vigilar la propiedad para pedirles explicaciones. Todos los centinelas ya han sido relevados y el jefe del puesto anuncia, con aire contrito, que no ha hecho sino obedecer las órdenes imperiales. Eso significa, pues, que el asunto ha sido preparado con tiempo. Lo que habría podido pasar por un capricho de príncipe es, con toda seguridad, la señal de una ruptura definitiva. Para Ménshikov, es el desmoronamiento de un edificio que lleva años construyendo y que creía tan sólido como el granito de los muelles del Nevá. ¿Quién está detrás de esta catástrofe?, se pregunta, angustiado. La respuesta no ofrece ninguna duda. Alexéi Dolgoruki y su hijo, el encantador y solapado Iván, son los que lo han maquinado todo. ¿Qué debe hacer para salvar lo que todavía puede ser salvado? ¿Implorar la indulgencia de los que lo han hundido o dirigirse a Pedro y tratar de defender su causa ante él? Mientras vacila sobre qué táctica es mejor adoptar, se entera de que el zar, tras haberse reunido con su tía Isabel en el palacio de Verano, ha convocado a los miembros del Alto Consejo secreto y delibera con ellos sobre las sanciones suplementarias que se impone aplicar. El veredicto se pronuncia sin que el acusado haya sido llamado siquiera para presentar su defensa. Alentado con toda probabilidad por Isabel, Natalia y el clan de los Dolgoruki, Pedro ha ordenado detener al Serenísimo. Cuando el mayor general Simón Saltikov se presenta ante Ménshikov para comunicarle su condena, lo único que puede hacer éste es redactar una carta de protesta y de justificación que duda sea entregada a su destinatario.

A partir del día siguiente se multiplican los castigos, cada vez más inicuos e infamantes. Despojado de sus títulos y privilegios, Ménshikov es desterrado de por vida a sus posesiones. La lenta caravana que lleva al proscrito, con los pocos bienes que ha podido reunir a toda prisa, sale de San Petersburgo sin que nadie se preocupe de su marcha. El que ayer lo era todo, hoy ya no es nada. Sus más fervientes colaboradores se han convertido en sus peores enemigos. El odio del zar lo persigue etapa tras etapa. En cada albergue, un correo de palacio le anuncia una desgracia nueva. En Vishni Volochek se recibe la orden de desarmar a los sirvientes del favorito destituido; en Tver, la de enviar de vuelta a San Petersburgo a los criados, el equipaje y los carruajes de sobra; en Klin, la de confiscar a la señorita María Ménshikov, ex prometida del zar, el anillo de los esponsales anulados; en las inmediaciones de Moscú, finalmente, la de hacerles rodear la antigua ciudad de la coronación y proseguir la marcha sin detenerse hasta Orenburg, en la lejana provincia de Riazán. [14]

El 3 de noviembre, al llegar a esta ciudad en el límite de la Rusia europea y la Siberia occidental, Ménshikov descubre, con el corazón encogido, el lugar de confinamiento al que se le ha destinado. La casa, encerrada entre los muros almenados de la fortaleza, tiene todo el aspecto de una prisión. Unos centinelas montan guardia ante las salidas. Un oficial está encargado de vigilar las idas y venidas de la familia. Las cartas de Ménshikov pasan un control antes de ser expedidas. Sus intentos de redimirse enviando mensajes de arrepentimiento a los que lo han condenado son vanos. Mientras él sigue negándose a declararse vencido, el Alto Consejo secreto recibe un informe del conde Nicolás Golovín, embajador de Rusia en Estocolmo. Este documento confidencial denuncia recientes maniobras del Serenísimo, quien, al parecer, antes de su destitución recibió cinco mil ducados de plata de los ingleses para advertir a Suecia de los peligros que le hacía correr Rusia al apoyar las pretensiones territoriales del duque de Holstein. Esta traición de un alto dignatario ruso en provecho de una potencia extranjera abre el camino a una nueva serie de delaciones y golpes bajos. Cientos de cartas, unas anónimas, otras firmadas, se amontonan en la mesa del Alto Consejo secreto. En una competición que parece una cacería, todos reprochan a Ménshikov su sospechoso enriquecimiento y los millones de monedas de oro encontrados en sus diferentes moradas. A Johann Lefort incluso le parece útil informar a su gobierno de que la vajilla de plata descubierta el 20 de diciembre en un escondrijo del palacio principal de Ménshikov pesa setenta puds[15]y que se espera encontrar otros tesoros en el transcurso de próximos registros. Esta acumulación de abusos de poder, malversaciones, robos y traiciones merece ser sancionada sin piedad por el Alto Consejo secreto. Como el castigo inicial se considera demasiado benévolo, se instituye una comisión judicial que empieza por detener a los tres secretarios del déspota desenmascarado. A continuación se le envía un cuestionario de veinte puntos, que se le conmina a responder «a la mayor brevedad».

Sin embargo, los miembros del Alto Consejo, que se habían puesto de acuerdo enseguida sobre la necesidad de eliminar a Ménshikov, ya están peleándose por el reparto del poder tras su caída. Ósterman ha tomado desde el principio la dirección de los asuntos ordinarios, pero los Dolgoruki, basándose en la antigüedad de su apellido, se muestran cada vez más impacientes por suplantar al «westfaliano». Sus rivales más directos son los Golitsin, cuyo árbol genealógico es, afirman ellos, como mínimo igual de glorioso. Cada uno de estos paladines quiere barrer para su casa, sin preocuparse demasiado ni de Pedro II ni de Rusia. Puesto que el zar sólo piensa en divertirse, no hay ninguna razón para que los grandes servidores del Estado se empeñen en defender la felicidad y la prosperidad del país, en vez de pensar en sus propios intereses. Los Dolgoruki cuentan con el joven Iván, tremendamente seductor y hábil, para alejar al zar de su tía Isabel y su hermana Natalia, cuyas ambiciones les parecen sospechosas. Dimitri Golitsin, por su parte, encarga a su yerno, el elegante y poco escrupuloso Alexandr Buturlin, que arrastre a Su Majestad a placeres lo bastante variados para apartarlo de la política. Pero Isabel y Natalia se han olido la maniobra de los Dolgoruki y los Golitsin, y se unen para abrir los ojos del joven zar ante los peligros que lo acechan entre los dos validos de dientes afilados. Pedro, que ha heredado de sus antepasados la tendencia a rechazar las presiones y ve en toda reconvención un insulto a su dignidad, reprende a su hermana y a su tía. Natalia no insiste. En cuanto a Isabel, se pasa al enemigo. A fuerza de relacionarse con los amigos de su sobrino, se ha enamorado de Alexandr Buturlin, el hombre contra el que hubiera querido luchar. Contagiada por la disipación desenfrenada de su sobrino, está dispuesta a unirse a él en todas las manifestaciones de su frivolidad, de modo que la caza y el amor se convierten, tanto para ella como para él, en los dos polos de su actividad. ¿Y quién podría satisfacer mejor que Alexandr Buturlin su gusto común por lo imprevisto y la provocación? Por supuesto, el Alto Consejo secreto y, a través de él, toda la corte y todas las embajadas están al corriente de las extravagancias del zar. Ya es hora de coronarlo para hacer que siente la cabeza, piensan. Y en este clima de libertinaje y de rivalidades intestinas es como los dirigentes políticos de Rusia preparan las ceremonias de la coronación en Moscú.

El 9 de enero de 1728 Pedro se pone en camino, a la cabeza de un cortejo tan numeroso que hace pensar en el éxodo de todo San Petersburgo. A través del frío y de la nieve, la alta nobleza y la alta administración de la nueva capital se encaminan lentamente hacia los fastos del viejo Kremlin. Pero, en Tver, una indisposición obliga al zar a guardar cama. Se teme que sea sarampión y los médicos le aconsejan reposo durante al menos dos semanas. No es hasta el 4 de febrero cuando el joven soberano, por fin restablecido, hace su entrada solemne en un Moscú engalanado, rebosante de vítores y sacudido por los cañonazos y los tañidos de las campanas. Su primera visita, impuesta por el protocolo, es para su abuela, la emperatriz Eudoxia. Esta anciana cansada y decrépita no le inspira ninguna emoción, y hasta se irrita cuando ella, reprochándole su vida disoluta, lo invita a casarse cuanto antes con una muchacha sensata y de buena familia. Pedro pone fin a la entrevista diciéndole secamente que vuelva a sus oraciones y sus buenas obras. Esta reacción no sorprende a la esposa repudiada de Pedro el Grande. Para ella está claro que el adolescente ha heredado la independencia, el cinismo y la crueldad de su abuelo. Pero ¿tiene su talento? ¡Es de temer que no!

Los que se han encargado de organizar las ceremonias han sido los Dolgoruki. El 24 de febrero de 1728 es la fecha escogida para la coronación del zar en el corazón del Kremlin, en la catedral de la Asunción. Agazapada en una galería enrejada, al fondo de la iglesia, la zarina Eudoxia ve a su nieto ceñir la tiara y asir con una mano el cetro y con la otra el globo terráqueo, símbolos complementarios del poder. Bendecido por un sacerdote que con su casulla recargada de bordados y dorados parece haber descendido directamente del iconostasio, el zar, enajenado por el canto del coro y nimbado por los vapores del incienso, espera que acabe la liturgia para dirigirse a donde está su abuela, como le han indicado, y besarle la mano. Le promete que velará para que tenga a su alrededor la cohorte de chambelanes, pajes y damas de honor que exige su alto rango, aunque, como es deseable, se instale fuera de la capital para escapar a la agitación de la corte. Eudoxia comprende la lección y se aleja. En el séquito de Pedro, todo el mundo exhala un suspiro de alivio: ningún incidente notable ha perturbado el desarrollo de los festejos.

Unos días más tarde, sin embargo, unos policías encuentran en las inmediaciones del Kremlin, ante la puerta de la iglesia del Salvador, unas cartas anónimas denunciando la ignominia de los Dolgoruki e invitando a las personas de buen corazón a exigir la rehabilitación de Ménshikov. Los rumores atribuyen la redacción de estos libelos a los Golitsin, cuya animosidad hacia los Dolgoruki es de sobra conocida. Pero, como nadie ha presentado ninguna prueba ante la comisión de investigación, el Alto Consejo secreto, inspirado por los Dolgoruki, decide que el único que está detrás de este llamamiento a la rebelión es Ménshikov y ordena confinarlo con su familia en Berezov, en el rincón más remoto de Siberia. Cuando el antiguo favorito creía haber saldado todas sus cuentas con la justicia del zar, dos oficiales se presentan en su casa de Orenburg, en medio de la fortaleza, le leen la sentencia y, sin darle tiempo para rechistar, lo llevan a empujones hasta una carreta. Su mujer y sus hijos, aterrorizados, montan junto a él. Los han despojado previamente a todos de sus bienes personales, dejándoles sólo, por caridad, unos harapos y algunos muebles. Un destacamento de soldados escolta el convoy empuñando las armas, como si estuvieran trasladando a un criminal peligroso.

Berezov, situado a más de mil verstas de Tobolsk, es un agujero perdido en medio de un desierto de tundras, bosques y pantanos. El invierno es allí tan riguroso que el frío, dicen, mata a los pájaros en pleno vuelo y hace estallar los cristales de las casas. Tanta miseria después de tanta riqueza y tantos honores no basta para acabar con el empuje de Ménshikov. Su mujer, Daria, ha muerto de agotamiento durante el viaje. Sus hijas lloran por sus sueños de amor y de grandeza perdidos para siempre, y él mismo lamenta haber sobrevivido a semejante infortunio. Sin embargo, un instinto de conservación irreprimible lo impulsa a enfrentarse a la adversidad. Pese a estar acostumbrado a vivir cómodamente en palacios, trabaja con sus propias manos, como simple obrero, arreglando una isba para él y su familia. Informados de sus «crímenes» contra el emperador, sus vecinos lo tratan con frialdad e incluso amenazan con atacarlo. Un día en que una muchedumbre hostil profiere insultos y arroja piedras contra él y sus hijas, les grita: «¡Pegadme sólo a mí! ¡Dejad tranquilas a estas mujeres!» [16] No obstante, tras sufrir estas afrentas diarias durante unos meses, su ánimo decae y renuncia a la lucha. En noviembre de 1729, una apoplejía se llevará al coloso. Un mes más tarde, su hija mayor, María, la pequeña prometida del zar, lo seguirá a la tumba. [17]

Indiferente a la suerte del hombre cuya perdición ha precipitado, Pedro II continúa llevando una existencia agradable y desordenada. Los Dolgoruki, los Golitsin y el ingenioso Ósterman, dispensados de rendirle cuentas de sus decisiones, aprovechan la situación para imponer su voluntad en toda circunstancia. No obstante, siguen desconfiando de la influencia que Isabel ejerce sobre su sobrino. Creen que ella es la única capaz de neutralizar el ascendiente que tiene sobre Su Majestad el querido Iván Dolgoruki, tan necesario para su causa. La mejor manera de desarmarla sería, evidentemente, casarla de inmediato. Pero ¿con quién? Se piensa de nuevo en el conde Mauricio de Sajonia, pero a Isabel no le interesa lo más mínimo. En su encantadora cabecita sólo hay lugar para bailes y coqueteos. Segura del poder que tiene sobre los hombres, se insinúa a unos y a otros para mantener idilios sin consecuencias y relaciones sin futuro. Tras haber seducido a Alexandr Buturlin, su interés se dirige hacia Iván Dolgoruki, el «valido» titular del zar. ¿Acaso lo que la excita es la idea de atraer a sus brazos a un hombre cuyas preferencias homosexuales conoce? Al enterarse de que su hermana, Ana Petrovna, retirada en el Holstein, acaba de dar a luz un niño, [18] cuando ella, con diecinueve años, todavía no se ha casado, concede menos importancia al acontecimiento que al desarrollo de su intriga diabólica con el bello Iván. La aventura la estimula como si se tratara de demostrar la superioridad de su sexo en todas las formas de perversidad amorosa. Sin duda es menos corriente, y por lo tanto más divertido, piensa ella, apartar a un hombre de otro hombre que quitárselo a una mujer.

En las fiestas que Ana Petrovna y el gran duque Carlos Federico dan en Kiel para celebrar el nacimiento de su hijo, el zar abre el baile con su tía Isabel. Tras bailar galantemente con ella ante la mirada complacida de los asistentes, se retira a la estancia contigua para beber con un grupo de amigos. Después de vaciar unas copas, se percata de que Iván Dolgoruki, su habitual compañero de placeres, no está junto a él. Sorprendido, vuelve sobre sus pasos y lo ve bailando sin parar, en medio del salón, con Isabel. Ella parece tan excitada frente a su caballero, que la devora con los ojos, que Pedro se enfurece y se retira para emborracharse. Pero ¿de quién está celoso? ¿De Iván Dolgoruki o de Isabel?

La reconciliación entre tía y sobrino no tendrá lugar hasta después de Pascua. Dejando de lado por una vez a Iván Dolgoruki, Pedro lleva a Isabel a una larga partida de caza, que tiene previsto que dure varios meses. Un séquito de quinientas personas acompaña a la pareja. Matan tanto animales de pluma como caza mayor. Cuando hay que acorralar a un lobo, un zorro o un oso, se encargan de hacerlo lacayos que visten libreas verdes guarnecidas con trencilla plateada. Éstos atacan al animal con escopetas y venablos, ante la mirada atenta de los señores. La inspección de las piezas cobradas va seguida de un banquete al aire libre y de una visita al campamento de los comerciantes, venidos de lejos con sus provisiones de telas, bordados, ungüentos milagrosos y joyas de fantasía. Una noticia alarmante sorprende a Pedro e Isabel en plenos festejos: Natalia, la hermana de Pedro, está enferma; escupe sangre. ¿Va a morir? No, finalmente se recupera, y quien da serias preocupaciones a los suyos en Kiel es la hermana de Isabel, Ana Petrovna, duquesa de Holstein. Ha cogido frío contemplando unos fuegos artificiales organizados con motivo de la ceremonia religiosa de purificación posterior al parto y contrae una pleuresía que se la lleva al otro mundo en pocos días. La pobrecilla sólo tenía veinte años. Deja un hijo huérfano, Carlos Ulrico, de dos semanas. Todos los que rodean a Pedro están consternados. Él es el único que no manifiesta ningún pesar por esta desaparición. Algunos se preguntan si todavía es capaz de albergar un sentimiento humano. ¿Será el abuso de los placeres prohibidos lo que le ha secado el corazón?

Cuando el cuerpo de su tía, a la que sin embargo ha querido mucho, es trasladado a San Petersburgo, no considera necesario asistir a su entierro. Y ni siquiera suspende el baile que se da en palacio, como de costumbre, para celebrar su santo. Unos meses más tarde, en noviembre de 1728, la tisis de su hermana Natalia, que todos creían atajada, se agrava repentinamente. Aunque, como por azar, Pedro está ocupado yendo de aquí para allá y cazando, se resigna a volver a San Petersburgo para acompañar a la enferma en sus últimos días. Escucha con impaciencia las lamentaciones de Ósterman y de los allegados de Natalia que ensalzan las virtudes de la princesa, «que era un ángel», y tras la muerte de ésta, el 3 de diciembre de 1728, se apresura a partir para Gorenki, la finca donde los Dolgoruki lo esperan para organizar espléndidas partidas de caza. Esta vez no le pide a Isabel que lo acompañe. Aunque, hablando con propiedad, no está cansado de las atenciones y las coqueterías de la joven, siente la necesidad de renovar el personal de sus placeres. Para justificar los vagabundeos de su curiosidad, se dice a sí mismo que, en un hombre normalmente constituido, el juego de las revelaciones sucesivas siempre resulta más atractivo que la tediosa fidelidad.

En el castillo de Gorenki lo espera una agradable sorpresa. Alexéi, el jefe del clan de los Dolgoruki, experto en organizar partidas de caza para su huésped, le pone delante unas piezas que Pedro no se esperaba: las tres hijas del príncipe, frescas, libres y apetecibles bajo sus aires de provocadora virginidad. La mayor, Iekaterina, Katia para los íntimos, posee una belleza que deja sin respiración, con su melena negra como el ébano, sus llameantes ojos también negros y su piel blanca, que se enrojece a la menor emoción. De temperamento audaz, participa tanto en el acorralamiento de un ciervo como en las libaciones que cierran un banquete, tanto en tranquilos juegos de sociedad como en bailes improvisados después de galopar durante horas por el campo. Todos los observadores coinciden en predecir que, en el corazón del voluble zar, Iván Dolgoruki no tardará en ser suplantado por su hermana, la graciosa Katia. De cualquier modo, la familia Dolgoruki se declarará vencedora.

Sin embargo, en San Petersburgo, los rivales de la coalición de los Dolgoruki temen que este devaneo, cuyos rumores llegan hasta sus oídos, sea el preludio de una boda. Esta unión acarrearía la sumisión total del zar a su familia política, que metería en vereda a los otros miembros del Alto Consejo secreto. Pedro parece haber mordido tan bien el anzuelo lanzado por Katia que, nada más llegar a San Petersburgo, ya está pensando en irse de nuevo. Si se ha tomado la molestia de trasladarse durante unos días a la capital es únicamente para completar su equipo de caza. Así pues, tras comprar doscientos perros de busca y cuatrocientos lebreles, vuelve a Gorenki. Pero, una vez de regreso en el lugar de sus hazañas cinegéticas, ya no está tan seguro de que el placer sea tan excelso. Cuenta hastiado las liebres, los zorros y los lobos que ha matado a lo largo de la jornada. Una noche, cuando menciona los tres osos que figuran entres sus piezas cobradas, alguien lo felicita por esta última proeza. Con una sonrisa sarcástica, Pedro contesta: «He hecho cosas mejores que atrapar tres osos; llevo conmigo cuatro animales de dos patas.» Su interlocutor comprende que se trata de una alusión descortés al príncipe Alexéi Dolgoruki y sus tres hijas. Semejante burla, dicha en público, hace suponer a los presentes que el zar ya no arde de pasión por Katia y que tal vez está a punto de abandonarla.

Al tiempo que sigue de lejos, a través de los chismorreos de la corte, los altibajos de esta pareja de reacciones imprevisibles, Ósterman, como estratega sagaz, se dedica a montar una contraofensiva. Isabel, tras haber superado la pena causada por la muerte de su hermana, vuelve a estar disponible. Sí, todavía piensa a menudo en el bebé, su sobrino, que crecerá privado de ternura y se criará lejos, como un extranjero. Se pregunta si no debería acogerlo de vez en cuando una temporada a su lado, pero, con el transcurso del tiempo, va olvidando sus veleidades tutelares. Incluso se rumorea que, después de haber atravesado una crisis mística, ha recuperado hasta tal punto el gusto de vivir que ahora se encuentra bajo el hechizo del descendiente de una gran familia, el seductor conde Simón Narishkin. Este gentilhombre refinado y amigo del lujo tiene la misma edad que ella, y su constancia en seguirla por montes y valles, como un perro de lanas cualquiera, demuestra el interés de ambos en estar juntos. Cuando ella se retira a su propiedad de Ismailovo, siempre lo invita. Allí se embriagan de los goces sanos y sencillos del campo. ¿Hay algo más agradable que jugar a los campesinos cuando se poseen varios palacios y un sinfín de criados? Se entretienen cogiendo nueces, flores, setas, hablan con dulzura paternal a los siervos de la propiedad, se interesan por la salud de los animales que pacen en los prados o rumian en los establos… Mientras Ósterman se informa, a través de los espías que ha enviado a Ismailovo, de los progresos que experimentan los amores bucólicos de Simón Narishkin e Isabel, en Gorenki los Dolgoruki se obstinan en acariciar, pese a algunas señales de alarma, la idea de una boda entre Katia y el zar. Aunque, para más seguridad, consideran que habría que unir no sólo a Iekaterina Dolgoruki con el zar Pedro II, sino también a la tía del zar, Isabel Petrovna, con Iván Dolgoruki. Pero resulta que, según las últimas noticias, la loca de Isabel se ha encaprichado de Simón Narishkin. Una chifladura tan inesperada puede comprometer todo el asunto. ¡Urge ponerle coto! Jugándose el todo por el todo, los Dolgoruki amenazan a Isabel con hacerla encerrar en un convento por conducta indecorosa, si se empeña en preferir a Simón Narishkin en perjuicio de Iván Dolgoruki. Pero la joven, por cuyas venas corre la sangre de Pedro el Grande, en un acceso de orgullo se niega a obedecer. Entonces los Dolgoruki se desatan. Como controlan los principales servicios del Estado, Simón Narishkin recibe del Alto Consejo secreto la orden de partir inmediatamente en misión al extranjero. Lo dejarán allí el tiempo que sea necesario para que Isabel lo olvide. Contrariada una vez más en sus amores, la joven llora, se exaspera y trama despiadadas venganzas. Sin embargo, enseguida se da cuenta de su impotencia para luchar contra las maquinaciones del Alto Consejo. Y ni siquiera puede contar ya con Pedro para defender sus intereses; está demasiado absorto en sus propios sinsabores sentimentales para ocuparse de los de su tía. Según unos cotilleos que llegan a oídos de Isabel, ha estado a punto de repudiar a Katia al enterarse de que ésta había tenido citas clandestinas con otro pretendiente, un tal conde de Millesimo, agregado de la embajada de Alemania en Rusia. Alarmados por las consecuencias de tal ruptura entre los enamorados e impacientes por impedir que el zar renuncie ante el obstáculo, los Dolgoruki se las han arreglado para preparar un encuentro de reconciliación entre Katia y Pedro en un pabellón de caza. Esa noche, el padre de la joven aparece en el momento de las primeras caricias, se declara ultrajado en su honor y exige una reparación oficial. Lo más extraño es que ese burdo subterfugio da resultado. En esta capitulación del enamorado sorprendido en flagrante delito por un páter familias indignado, es imposible saber si el «culpable» ha cedido finalmente a su inclinación por Katia, al temor de un escándalo o simplemente al cansancio.

La cuestión es que el 22 de octubre de 1729, aniversario del nacimiento de Iekaterina, los Dolgoruki comunican a sus invitados que la joven acaba de ser prometida al zar. El 19 de noviembre, el Alto Consejo secreto recibe el anuncio oficial de los esponsales, y el 30 del mismo mes se celebra una ceremonia religiosa en el palacio Lefort de Moscú, donde Pedro acostumbra a residir durante sus breves estancias en la ciudad. La anciana zarina Eudoxia ha accedido a salir de su retiro para bendecir a la joven pareja. Todos los dignatarios del imperio y los embajadores extranjeros se encuentran presentes en la sala, esperando la llegada de la elegida. Su hermano, Iván Dolgoruki, el antiguo favorito de Pedro, va a buscarla al palacio Golovín, donde se ha alojado con su madre. El cortejo atraviesa la ciudad aclamado por una multitud sencilla y crédula que, ante tanta juventud y tanta magnificencia, está convencido de asistir al final feliz de un cuento de hadas. A la entrada del palacio Lefort, la corona que adorna el techo de la carroza de la prometida se engancha con el montante superior del pórtico y cae al suelo con estrépito. Los supersticiosos interpretan este incidente como un mal presagio. En cuanto a Katia, no se inmuta. Cruza muy erguida el umbral del salón de ceremonias. El obispo Feofán Prokópovich la invita a acercarse junto con Pedro. La pareja se coloca bajo un palio de oro y plata sostenido por dos generales. Tras el intercambio de los anillos, salvas de artillería y campanadas preludian el desfile de las felicitaciones. Siguiendo el protocolo, la zarevna Isabel Petrovna da un paso adelante y, tratando de olvidar que es la hija de Pedro el Grande, besa la mano de una «súbdita» llamada Iekaterina Dolgoruki. Al cabo de un momento le toca a Pedro II dominar su despecho, pues el conde de Millesimo, tras aproximarse a Iekaterina, se inclina ante ella. La joven ya se dispone a tenderle la mano. Pedro querría impedir ese gesto de cortesía, que le parece incongruente, pero ella acelera el movimiento y presenta espontáneamente sus dedos al agregado de embajada, que los roza con los labios antes de incorporarse, mientras el prometido le dirige una mirada asesina. Al ver la expresión irritada del zar, los amigos de Millesimo se lo llevan y desaparecen con él entre la multitud. Entonces es cuando el príncipe Vasili Dolgoruki, uno de los miembros más eminentes de esta numerosa familia, cree que ha llegado el momento de dirigir un pequeño discurso moralizador a su sobrina. «Ayer yo era tu tío -dice ante un círculo de oyentes atentos-. Hoy, tú eres mi soberana y yo soy tu fiel servidor. Sin embargo, apelo a mis antiguos derechos para darte este consejo: no mires al hombre con quien vas a casarte sólo como tu marido, sino también como tu señor, y no te ocupes más que de complacerlo. […] Si algún miembro de tu familia te pide favores, olvídalo para no tener en cuenta más que el mérito. Será el mejor medio de garantizar toda la felicidad que te deseo.» [19]

Estas doctas palabras tienen la virtud de ensombrecer el humor de Pedro. Hasta el final de la recepción, permanece ceñudo. Ni siquiera durante los fuegos artificiales que clausuran la fiesta concede una mirada a la joven con la que acaba de intercambiar promesas de amor y de confianza eternos. Cuanto más escruta los rostros alegres que le rodean, más tiene la impresión de haber caído en una trampa.

Mientras él se deja baquetear por las intrigas políticas, las mujeres, la bebida y los placeres de la caza, el Alto Consejo secreto dirige, mejor o peor, los asuntos del Estado. Por iniciativa de los sabios y con el aval del zar, se toman medidas para reforzar el control sobre la magistratura, reglamentar la utilización de las letras de cambio, prohibir al clero el uso de prendas laicas y reservar al Senado el conocimiento de los problemas de la Pequeña Rusia. En resumen, pese a la deserción del emperador, el imperio continúa.

Entre tanto, Pedro se ha enterado de que su querido Iván Dolgoruki está pensando en casarse con la pequeña Natalia Sheremétiev. A decir verdad, no tiene ningún inconveniente en ceder su «valido» de otros tiempos a una rival. Así pues, queda convenido que, para afianzar la amistad innata que une a los cuatro jóvenes, las dos bodas se celebren el mismo día. Sin embargo, este arreglo razonable no para de atormentar a Pedro. Todo -cosas y personas- le decepciona y le irrita. En ningún sitio está a gusto y ya no sabe con quién sincerarse. Poco antes de que acabe el año, se presenta sin haber sido anunciado en casa de Isabel, a la que ha descuidado en los últimos meses. La encuentra mal instalada, mal servida, privada de lo esencial, cuando debería ser la primera dama del imperio. Ha ido a quejarse ante ella de su desasosiego y es ella quien se queja ante él de su indigencia. Isabel acusa a los Dolgoruki de haberla humillado y arruinado y de disponerse a ejercer su dominio sobre él a través de la esposa que le han arrojado a los brazos. Conmovido por las quejas de su tía, a la que sigue amando en secreto, replica: «¡Yo no tengo la culpa! ¡No me obedecen, pero pronto encontraré la manera de romper mis cadenas!» [20]

Estas palabras son referidas a los Dolgoruki, que se consultan para elaborar una réplica a la vez respetuosa y eficaz. Además, hay otro problema familiar que es preciso solucionar urgentemente: Iván se ha peleado con su hermana Katia, la cual desde sus esponsales ha perdido todo sentido de la mesura y reclama los diamantes de la difunta gran duquesa Natalia, afirmando que el zar se los había prometido. Esta sórdida disputa en torno a un cofrecillo de joyas puede irritar a Pedro en el momento en que es más necesario que nunca adormecer su desconfianza. Pero ¿cómo hacer entrar en razón a una mujer menos sensible a la lógica masculina que al destello de unas piedras preciosas?

El 6 de enero de 1730, en la tradicional bendición de las aguas del Nevá, Pedro llega tarde a la ceremonia y se queda de pie detrás del trineo descubierto donde está Iekaterina. En el aire gélido, las palabras del sacerdote y el canto del coro tienen una resonancia irreal. El vaho sale de la boca de los cantores al mismo tiempo que su voz. Pedro tirita durante el interminable oficio. Al regresar al palacio, es presa de escalofríos y se mete en la cama. Todos creen que se trata de un resfriado. Por lo demás, el 12 de febrero el zar se encuentra mejor. Sin embargo, cinco días más tarde los médicos descubren en él los síntomas de la viruela. Ante el anuncio de esta enfermedad, con frecuencia mortal en la época, todos los Dolgoruki se reúnen, aterrorizados, en el palacio Golovín. El pánico ensombrece los semblantes. Ya se prevé lo peor y se buscan salidas para la catástrofe. Entre la agitación general, Alexéi Dolgoruki afirma que sólo habría una solución en el caso de que el zar llegara a desaparecer: coronar sin tardanza a la que él ha escogido como esposa, Iekaterina, la pequeña Katia. Pero esta pretensión le parece exorbitante al príncipe Vasili Vladímirovich, que protesta en nombre de toda la familia.

– ¡Ni yo ni ninguno de los míos querremos ser sus súbditos! ¡No está casada!

– ¡Está prometida! -replica Alexéi.

– ¡No es lo mismo!

La discusión sube de tono. El príncipe Sergéi Dolgoruki habla de sublevar a la Guardia para apoyar la causa de la prometida del zar. Mirando al general Vasili Vladímirovich Dolgoruki, dice:

– Iván y tú mandáis el regimiento Preobrazhenski. Vosotros podéis ordenar lo que queráis a vuestros hombres…

– ¡Nos matarían! -contesta el general, y abandona la reunión.

Tras su marcha, otro Dolgoruki, el príncipe Vasili Lukich, miembro del Alto Consejo secreto, se sienta junto a la chimenea donde arde un enorme fuego de leña y, sin pedir la opinión de nadie, redacta un testamento para presentárselo al zar mientras éste todavía tenga fuerzas para leer y firmar un papel oficial. Los demás miembros de la familia se congregan a su alrededor e intervienen sugiriendo una frase o una palabra para redondear el texto. Cuando el príncipe termina de escribir, entre los presentes se alza una voz que expresa el temor de que mentes malintencionadas pongan en duda la autenticidad del documento. Inmediatamente interviene un tercer Dolgoruki, Iván, el valido de Pedro y prometido de Natalia Sheremétiev. ¿Se necesita la firma del zar? ¡Eso es pan comido! Se saca un papel del bolsillo y lo exhibe ante su parentela.

– Ésta es la escritura del zar -dice alegremente-. Y ésta es la mía. Ni siquiera vosotros podríais distinguirlas. Y también sé firmar con su nombre. ¡Lo he hecho muchas veces por diversión!

Los testigos están estupefactos, pero ninguno se indigna. Tras mojar la pluma en el tintero, Iván firma con el nombre de Pedro en la parte inferior de la página. Todos se inclinan sobre su hombro, maravillados:

– ¡Es la letra misma del zar! [21] -exclaman.

A continuación, los falsificadores, más tranquilos, intercambian miradas y ruegan a Dios que les libre de tener que utilizar ese documento.

De vez en cuando, envían emisarios a palacio en busca de noticias del zar. Éstas son cada vez más alarmantes. Pedro se extingue a la una de la madrugada, durante la noche del domingo 18 al lunes 19 de enero de 1730, a la edad de catorce años y tres meses. Su reinado habrá durado poco más de dos años y medio. El 19 de enero de 1730, día de su muerte, es la fecha que él mismo había fijado unas semanas antes para su boda con Iekaterina Dolgoruki.

***

Capítulo cuatro

El advenimiento sorpresa de Ana Ivánovna

La misma incertidumbre que desorientó a los miembros del Alto Consejo secreto a la muerte de Pedro I el Grande vuelve a apoderarse de ellos en las horas que siguen a la muerte de Pedro II, «el Pequeño». Dada la falta de un heredero varón y de un testamento auténtico, ¿por quién pueden reemplazar al difunto sin provocar una revolución en la aristocracia? En el palacio Lefort de Moscú se encuentran reunidos los notables habituales de la Generalidad, rodeando a los Golitsin, los Golovkin y los Dolgoruki. Pero nadie se atreve todavía a expresar su opinión, como si todos los encargados de tomar decisiones se sintieran culpables del trágico declive de la monarquía. Vasili Dolgoruki considera que ha llegado el momento de imponer, aprovechando la confusión general, la solución que cuenta con sus preferencias, y desenvainando la espada profiere un grito de adhesión: «¡Viva Su Majestad Iekaterina!» Para justificar esta exclamación de victoria, invoca el testamento elaborado la víspera y en el que su joven pariente, Iván Dolgoruki, ha imitado la firma del zar. Gracias a este chanchullo, una Dolgoruki podría acceder a la cima del imperio. La apuesta bien merece unas pequeñas trampas. Pero el clan de los adversarios de esta opción se rebela de inmediato. Fulminando con la mirada a Vasili Dolgoruki, Dimitri Golitsin dice en tono cortante: «¡Ese testamento es completamente falso!», y se compromete a demostrarlo en el acto.

Los Dolgoruki, temiendo que, en caso de ser sometido a un examen serio, el documento diera lugar a graves acusaciones de fraude, comprenden que sería un error insistir. Nadie habla ya de un trono para Iekaterina, y la joven, cuando estaba a punto de instalarse en él, se encuentra de nuevo sentada en el vacío. Dimitri Golitsin aprovecha la ventaja obtenida para declarar que, a falta de un varón en la línea sucesoria de Pedro el Grande, el Alto Consejo secreto debería inclinarse hacia los vástagos de la rama mayor y ofrecer la corona a uno de los descendientes de Iván V, llamado el Simple, hermano de Pedro I, quien, aunque enfermizo e indolente, fue «cozar» con él durante los cinco años de la regencia de su hermana Sofía. Pero, por desgracia, Iván V sólo ha engendrado chicas, de modo que habrá que recurrir otra vez a una mujer para que gobierne Rusia. ¿No es eso un peligro? De nuevo surgen fuertes discusiones sobre las ventajas y los inconvenientes de la «ginecocracia». Es cierto que Catalina I ha demostrado recientemente que una mujer puede ser valerosa, decidida y lúcida cuando las circunstancias lo exigen. Sin embargo, como todo el mundo sabe, «el bello sexo» es esclavo de sus sentidos. Una soberana sacrificará, pues, la grandeza de la patria por los placeres que le dispensa su amante. Para apoyar esta tesis, los que la sostienen citan a Ménshikov, que según ellos manejó a su antojo a Catalina. Pero ¿acaso un zar no habría sido tan débil ante una favorita diestra para las caricias y las intrigas, como la zarina lo fue entre las manos del Serenísimo? ¿No ha dado el propio Pedro II ejemplo de una dejación total de su autoridad ante las trampas de la seducción femenina? Lo importante, cuando se trata de instalar a alguien a la cabeza del Estado, no es tanto la especificidad sexual como el carácter del personaje en quien el país delegará su confianza. En esas condiciones, afirma Dimitri Golitsin, el matriarcado es completamente aceptable con la condición de que la beneficiaria de tal honor sea digna de asumirlo. Una vez reconocida por todos esta evidencia, Golitsin pasa a examinar las últimas candidaturas que cabe tener en cuenta. Desde un principio descarta la idea descabellada de recurrir a Isabel Petrovna, la tía de Pedro II, que según él ha renunciado implícitamente a la sucesión al marcharse de la capital para vivir recluida en el campo, contrariando a sus allegados y quejándose de todo. En comparación con esta hija de Pedro el Grande, las tres hijas de su hermano, Iván V, le parecen mucho más interesantes. No obstante, la mayor, Catalina Ivánovna, es conocida por su temperamento caprichoso y atrabiliario. Además, su marido, el príncipe Carlos Leopoldo de Mecklemburgo, es un hombre nervioso e inestable, un eterno rebelde, siempre dispuesto a batallar ya sea contra sus vecinos o contra sus súbditos. El hecho de que Catalina Ivánovna esté separada de él desde hace diez años no es una garantía suficiente, pues, si es proclamada emperatriz, su esposo volverá con ella al galope y no parará hasta que meta al país en guerras costosas e inútiles. La benjamina, Prascovia Ivánovna, raquítica y escrofulosa, no posee ni la salud, ni la claridad mental, ni el equilibrio moral que la dirección de los asuntos públicos exige. Queda la segunda, Ana Ivánovna, que, con treinta y siete años, pasa por tener energía a raudales. Viuda desde 1711 de Federico Guillermo, duque de Curlandia, continúa viviendo en Annenhof, cerca de Mitau, con dignidad y estrecheces. Estuvo a punto de casarse con Mauricio de Sajonia, pero hace poco se ha encaprichado de un tagarote curlandés, Johann Ernst Bühren. En el transcurso de su exposición, Dimitri Golitsin deja caer este detalle aunque promete que, de todas formas, si el Alto Consejo lo exige, ella no tendrá reparo en abandonar a su amante para volver a Rusia. Leyendo en el rostro de los altos consejeros que su alegato los ha convencido, añade:

– Entonces, estamos de acuerdo en apoyar a Ana Ivánovna. ¡Pero hay que aligerar todo esto!

Sorprendido por esta fórmula ambigua, Gavriil Golovkin pregunta:

– ¿Qué queréis decir?

– Quiero decir que debemos asegurarnos un poco más de libertad.

Al comprender que en lo que Dimitri Golitsin está pensando es en recortar, de un modo encubierto, los poderes de la zarina para ampliar los del Alto Consejo secreto, todo el mundo asiente. Los representantes de las familias más antiguas de Rusia, reunidos en cónclave, ven en esta iniciativa una oportunidad inesperada de reforzar la influencia política de la nobleza de rancio abolengo, frente a la monarquía hereditaria y sus servidores ocasionales. Mediante este juego de manos, le quitarían a Su Majestad un trozo de la «dalmática imperial» fingiendo que la ayudan a ponérsela. Después de una serie de discusiones bizantinas, queda acordado entre los autores del proyecto que Ana Ivánovna será reconocida zarina, pero que se limitarán sus prerrogativas mediante una serie de condiciones que tendrá que aceptar previamente.

Acto seguido, los miembros del Alto Consejo secreto se trasladan a la gran sala del palacio, donde una multitud de dignatarios civiles, militares y eclesiásticos esperan el resultado de sus deliberaciones. Al enterarse de la decisión tomada por los consejeros superiores, el obispo Feofán Prokópovich recuerda tímidamente el testamento de Catalina I, según el cual, tras la muerte de Pedro II, la corona debía pasar a su tía Isabel en su calidad de hija de Pedro I y de la difunta emperatriz. El hecho de haber nacido antes de que sus padres se casaran no tiene ninguna importancia; su madre le transmitió la sangre de los Románov, dice, y cuando está en juego el futuro de la sagrada Rusia no cuenta nada más. Ante tales palabras, Dimitri Golitsin vocifera, indignado: «¡No queremos bastardos!» [22]

Agraviado por esta increpación, Feofán Prokópovich se traga sus objeciones y la asamblea pasa a estudiar las «condiciones prácticas». La enumeración de las trabas al poder concluye con el juramento impuesto a la candidata: «Si no cumplo lo que he prometido, accedo a perder la corona.» Según la carta ideada por los consejeros superiores, la nueva emperatriz se compromete a trabajar por la difusión de la fe ortodoxa, a no casarse, a no designar heredero y a mantener el Alto Consejo secreto, cuyo consentimiento necesitará para declarar la guerra, firmar la paz, recaudar impuestos, intervenir en los asuntos de la nobleza, nombrar a los responsables de los puestos clave del imperio, repartir pueblos, tierras y campesinos y utilizar los fondos del Estado para cubrir sus gastos personales. Esta cascada de restricciones causa estupor entre los presentes. ¿No ha ido el Alto Consejo secreto demasiado lejos en sus exigencias? ¿No está a punto de cometerse un crimen de lesa majestad? Los que temen que los poderes de la futura emperatriz sean reducidos sin tener en cuenta la tradición, chocan con los que se alegran de que se refuerce el papel de los verdaderos boyardos en la dirección de la política en Rusia. Pero los segundos se imponen enseguida a los primeros. Por todas partes surgen voces que exclaman: «¡Es la mejor solución!» Hasta el obispo Feofán Prokópovich, arrollado por el entusiasmo de la mayoría, calla y se queda rumiando su inquietud en un rincón. El Alto Consejo secreto, seguro de la adhesión de todo el país, encarga al príncipe Vasili Lukich Dolgoruki, al príncipe Dimitri Golitsin y al general Leóntiev que vayan a llevar a Ana Ivánovna, a su retiro de Mitau, el mensaje, que detalla las condiciones de su acceso al trono.

Pero, mientras tanto, Isabel Petrovna ha permanecido al corriente de las discusiones y las disposiciones del Alto Consejo secreto. Su médico y confidente, Armand Lestocq, la ha prevenido de la maquinación que se trama en Moscú y le ha suplicado que «actúe». Sin embargo, ella se niega a tomar la menor iniciativa para hacer valer sus derechos a la sucesión de Pedro II. No tiene hijos y no desea tenerlos. Para ella, el heredero legítimo es su sobrino, Carlos Pedro Ulrico, el hijo de su hermana Ana y del duque Carlos Federico de Holstein. El inconveniente es que la madre del pequeño Carlos Pedro Ulrico está muerta y que el bebé sólo tiene unos meses. Isabel, aletargada por la tristeza, no se anima a mirar más allá de ese duelo. Tras innumerables aventuras decepcionantes, esponsales rotos y esperanzas perdidas, está asqueada de la corte de Rusia y prefiere el aislamiento e incluso el aburrimiento del campo al bullicio yel oropel de los palacios.

Mientras ella medita, con una melancolía teñida de amargura, sobre ese porvenir imperial que ya no la afecta, los emisarios del Alto Consejo secreto se apresuran a ir a Mitau en busca de su prima Ana Ivánovna. Ésta los recibe con una benevolencia socarrona. En realidad, los espías desinteresados que mantiene en la corte ya la han informado del contenido de las cartas que le lleva la diputación del Alto Consejo. Sin embargo, no deja traslucir sus intenciones, lee sin pestañear la lista de las renuncias que le dictan los guardianes del régimen y declara acceder a todo. Ni siquiera parece contrariada por la obligación que se le impone de romper con su amante, Johann Bühren. Engañados por su actitud, a la vez digna y dócil, los plenipotenciarios no sospechan que, a sus espaldas, Ana ya se ha puesto de acuerdo con su indispensable favorito para que se reúna con ella, en Moscú o en San Petersburgo, cuando le indique que la vía está libre. Esta circunstancia es tanto más probable cuanto que, a juzgar por los rumores que le llegan a través de sus partidarios en Rusia, entre la pequeña nobleza hay muchos dispuestos a sublevarse contra los aristócratas de alto rango -los verjovniki, según la expresión popular-, acusados de querer usurpar los poderes de Su Majestad para incrementar los suyos. Incluso se dice que la Guardia, que siempre ha defendido los derechos sagrados de la monarquía, en caso de conflicto estaría dispuesta a intervenir del lado de la descendiente de Pedro el Grande.

Después de haber madurado su plan a escondidas, garantizado a la delegación su total sumisión y simulado despedirse definitivamente de Bühren, Ana se pone en camino, seguida de un séquito digno de una princesa de su rango. El 10 de febrero de 1730, se detiene en el pueblo de Vsiesviátskoie, a las puertas de Moscú. Las exequias de Pedro II deben celebrarse al día siguiente. No le dará tiempo a asistir, y ese impedimento la favorece. Además, como se enterará poco después, un escándalo ha marcado esa jornada de duelo: la prometida del difunto, Iekaterina Dolgoruki, ha exigido en el último momento ocupar un puesto en el cortejo entre los miembros de la familia imperial. Los verdaderos titulares de este privilegio se han negado a acogerla en sus filas. Al término de un intercambio de invectivas, Iekaterina ha regresado furiosa a su casa.

Estos incidentes son relatados con detalle a Ana, que los encuentra divertidos. Hacen que la calma y el silencio del pueblo de Vsiesviátskoie, sepultado bajo la nieve, le parezcan todavía más agradables. Pero debe pensar en su próxima entrada en la antigua capital de los zares. A fin de acrecentar su popularidad, ofrece una ronda de vodka a los destacamentos del regimiento Preobrazhenski y del regimiento de la Guardia montada que han ido a saludarla, y sin perder un momento se proclama a sí misma coronel de sus unidades y nombra a su principal colaborador, el conde Simón Andréievich Saltikov, teniente coronel. En cambio, a los miembros del Alto Consejo secreto, que le hacen una visita de cortesía, los recibe con una amabilidad distante, y finge sorpresa cuando el canciller Gavriil Golovkin se dispone a imponerle las insignias de la Orden de San Andrés, a las que tiene derecho como soberana. «¡Es verdad -observa con ironía, deteniendo su gesto-, había olvidado ponérmelas!» Y, llamando a uno de los hombres de su séquito, le indica que le ponga el gran cordón delante de las narices del canciller, atónito por semejante desprecio de los usos establecidos. Al retirarse, los miembros del Alto Consejo secreto se dicen, cada uno para sus adentros, que la zarina no será tan fácil de manejar como habían creído.

El 15 de febrero de 1730, Ana Ivánovna hace por fin su entrada solemne en Moscú, y el 19 del mismo mes tiene lugar la ceremonia de prestar juramento a Su Majestad en la catedral de la Asunción y en las principales iglesias de la ciudad. En vista de la mala disposición de la emperatriz hacia el Alto Consejo secreto, éste ha decidido hacer algunas concesiones y modificar ligeramente la redacción tradicional del «compromiso sobre el honor». Jurarán fidelidad «a Su Majestad y al Imperio» a fin de apaciguar todos los recelos. Luego, tras numerosos conciliábulos y en vista de los movimientos incontrolados entre los oficiales de la Guardia, se resignan a suavizar más, en la fórmula, las «restricciones» inicialmente previstas. Manteniendo su actitud enigmática y sonriente, Ana Ivánovna toma nota de estas pequeñas rectificaciones sin aprobarlas ni criticarlas. Recibe con aparente ternura a su prima Isabel Petrovna, acepta su besamanos y afirma que siente un gran afecto por su común familia. Antes de despedirla, incluso le promete que velará personalmente, en su calidad de soberana, para que jamás le falte nada en su retiro.

Ahora bien, pese a la sumisión y la benevolencia de que da muestra, no pierde de vista el objetivo que se marcó al partir del Mitau para regresar a Rusia. En la Guardia y en la pequeña y media nobleza, sus partidarios se preparan para una acción sorpresa. El 25 de febrero de 1730, mientras ocupa el trono rodeada de los miembros del Alto Consejo, entre la multitud de cortesanos que se agolpa en la gran sala del palacio Lefort irrumpen cientos de oficiales de la Guardia encabezados por el príncipe Alexéi Cherkaski, paladín declarado de la nueva emperatriz. Tomando la palabra, intenta explicar, en un discurso deshilvanado, que el documento que ha firmado Su Majestad por instigación del Alto Consejo secreto está en contradicción con los principios de la monarquía de derecho divino. En nombre de los millones de súbditos devotos a la causa de la Santa Rusia, suplica a la zarina que denuncie este acto monstruoso, reúna cuanto antes al Senado, la nobleza, los oficiales superiores y los eclesiásticos y les dicte su propia concepción del poder.

«¡Queremos una zarina autócrata, no queremos al Alto Consejo secreto!», grita uno de los oficiales, arrodillándose ante ella. Ana Ivánovna, actriz consumada, finge estar sorprendida. Parece descubrir de pronto que se han aprovechado de su buena fe. ¡Creyendo actuar por el bien de todos al renunciar a una parte de sus derechos, resulta que no ha hecho sino servir a los intereses de un puñado de ambiciosos y malvados! «¡Cómo! -exclama-. ¿La carta que firmé en Mitau no respondía a los deseos de toda la nación?» De repente, los oficiales dan un paso al frente, como en una parada militar, y declaran al unísono: «¡No permitiremos que se le impongan leyes a nuestra soberana! Somos vuestros esclavos, pero no podemos tolerar que unos rebeldes se permitan dirigiros. ¡Decid una palabra y arrojaremos sus cabezas a vuestros pies!»

Ana Ivánovna se domina para no estallar de alegría. En un abrir y cerrar de ojos, su triunfo la resarce de todas las vejaciones pasadas. Creían que la habían engañado y es ella la que está haciendo morder el polvo a sus enemigos, los verjovniki. «Ya no me siento segura aquí -declara, fulminando con la mirada a los dignatarios desleales. A continuación, se vuelve hacia los oficiales y añade-: ¡Obedeced solamente a Simón Andréievich Saltikov!»

Se trata del hombre al que nombró hace unos días teniente coronel. Los oficiales profieren vivas que hacen temblar los cristales. Con una sola frase, esa mujer de carácter ha barrido al Alto Consejo secreto. Así pues, es digna de guiar a Rusia hacia la gloria, la justicia y la prosperidad.

Para cerrar esta «sesión de verdades», la emperatriz manda leer en voz alta el texto de la carta. Después de cada artículo, hace la misma pregunta: «¿Es eso conveniente para la nación?» Y todas las veces, los oficiales responden gritando: «¡Viva la soberana autócrata! ¡Muerte a los traidores! ¡Despedazaremos a cualquiera que le niegue este título!»

Ratificada por plebiscito antes de ser coronada, Ana Ivánovna concluye en un tono sosegado que contrasta con su imponente figura de matrona: «¡Entonces, este papel no sirve para nada!» Y, mientras es saludada por los hurras de la multitud, rasga el documento y arroja los trozos a sus pies. [23]

A la salida de esta reunión tumultuosa, que ella considera su verdadera coronación, la emperatriz, seguida de la cohorte cada vez más numerosa de oficiales de la Guardia, se presenta ante los miembros del Alto Consejo, que han preferido retirarse para no asistir al triunfo de la mujer a quien han intentado cortar las alas y que acaba de abofetearlos hasta hacerlos sangrar. El abatimiento sume en el mutismo a la mayoría de los consejeros, pero Dimitri Golitsin y Vasili Dolgoruki se vuelven hacia la masa de los opositores y reconocen públicamente su derrota: «¡Hágase la voluntad de la Providencia!», dice con filosofía Dolgoruki.

Los vítores se repiten. El «día de los incautos» ha terminado. Cuando tomar partido ya no entraña ningún peligro, Ósterman, que había pretextado estar gravemente enfermo y tener que guardar cama por prescripción de los médicos, aparece de repente, fresco como una rosa y más alegre que unas castañuelas; después de felicitar a Ana Ivánovna, le jura una adhesión indefectible y le anuncia discretamente que se dispone a iniciar, en nombre de Su Majestad, un proceso contra los Dolgoruki y los Golitsin. Ana Ivánovna sonríe con una satisfacción despreciativa. ¿Quién había osado pensar que ella no era de la casta de Pedro el Grande? Acaba de demostrar lo contrario. Y esta mera idea la colma de orgullo.

Una vez hecho lo más duro, se prepara para la coronación sin sentir una emoción especial. Hay que atrapar las oportunidades al vuelo. Por orden suya, la ceremonia de la coronación tiene lugar dos semanas más tarde, el 15 de marzo de 1730, con el esplendor habitual, en la catedral de la Asunción, en el Kremlin. Catalina I, Pedro II, Ana Ivánovna…, los soberanos de Rusia se suceden a un ritmo tan rápido que el vals de las «majestades» produce vértigo. Con esta nueva emperatriz, es la tercera vez en seis años que los moscovitas son llamados a aclamar el cortejo que desfila por sus calles con motivo de un advenimiento al trono. Pero, por acostumbrados que estén a estos fastos, no dejan de expresar el entusiasmo y la veneración que sienten por su «madrecita».

Entre tanto, Ana Ivánovna no ha perdido el tiempo. Ha empezado por nombrar general en jefe y gran maestro de la corte a Simón Andréievich Saltikov, que tan bien ha servido a su causa, y por confinar en sus tierras al excesivamente turbulento Dimitri Mijaílovich Golitsin para que haga penitencia. Y, sobre todo, se ha apresurado a enviar un emisario a Mitau, donde Bühren espera con impaciencia la señal liberadora. Inmediatamente, éste se pone en camino hacia Rusia.

En la vieja capital, sin embargo, los festejos de la coronación prosiguen con fastuosos espectáculos de pirotecnia. Pero la centelleante luminiscencia de los fuegos artificiales no tarda en ser combatida por una aurora boreal de una potencia desacostumbrada. Súbitamente, el horizonte se incendia. El cielo resplandece, como inyectado en sangre. Entre el pueblo, algunos se aventuran a hablar de un mal presagio.

Capítulo cinco

Las extravagancias de Ana

Ana Ivánovna, casada a los diecisiete años con el duque Federico Guillermo, que dejó en la corte el recuerdo de un príncipe pendenciero y borracho, y retirada con su esposo en Annenhof, en Curlandia, se quedó viuda unos meses después de haber partido de Rusia. Más tarde se trasladó a Mitau, donde vivió desamparada y con estrecheces. Durante esos años en los que el mundo entero parecía haber olvidado su existencia, un hidalgüelo de origen westfaliano, Johann Ernst Bühren, permaneció constantemente a su sombra. Éste reemplazó a su primer amante, Piotr Bestújiev, que era el protegido de Pedro el Grande. Como sucesor de Piotr Bestújiev, Johann Ernst Bühren, de escasa instrucción pero de ambición ilimitada, se ha mostrado muy eficiente en los trabajos diurnos, en el despacho, y en los nocturnos, en la cama de Ana. Ella está tan dispuesta a escuchar sus consejos como a recibir sus caricias. Bühren la libera de todas las complicaciones que teme y le proporciona todos los placeres que desea. Aunque el verdadero apellido del personaje es Bühren y aunque su familia lo haya adaptado al ruso convirtiéndolo en Biren, él prefiere llamarse Biron, un patronímico de resonancia francesa. Este nieto de un palafrenero de Jacobo de Curlandia afirma tener una ascendencia muy honorable y no duda en declararse emparentado con las nobles familias francesas de Biron. Ana Ivánovna le cree a ojos cerrados. Por lo demás, está tan unida a él que descubre cientos de similitudes en la manera que ambos tienen de encarar la vida. Esta comunión en los gustos se manifiesta hasta en los detalles de su comportamiento íntimo. Al igual que su imperial amante, a Bühren le encanta el lujo, pero no es muy escrupuloso en materia de limpieza moral o corporal. Ana, mujer con sentido común y buena salud, no se ofende por nada e incluso aprecia que Bühren huela a sudor y a establo y que su lenguaje sea de una rudeza teutona. Tanto en la mesa como en la cama, ella se inclina por las satisfacciones sustanciales y los olores fuertes. Le gusta comer, le gusta beber, le gusta reír. Muy alta, de vientre voluminoso y pecho opulento, sobre su cuerpo recubierto de grasa se alza un rostro hinchado, abotargado, coronado por una abundante cabellera oscura e iluminado por unos ojos de un azul muy vivo, cuya audacia desarma a su interlocutor antes de que ella haya pronunciado una palabra. Su pasión por los vestidos de colores chillones, con numerosos dorados y bordados, es comparable a su desdén por las aguas de colonia que se utilizan en la corte. Los que la rodean afirman que se empeña en limpiarse la piel con mantequilla fundida. Otra contradicción de su carácter: aunque le encantan los animales, experimenta un placer sádico matándolos e incluso torturándolos. Inmediatamente después de ser coronada e instalarse en San Petersburgo, ha hecho disponer escopetas cargadas en todas las estancias del palacio de Invierno. A veces, dominada por un deseo irresistible, se acerca a una ventana, la abre, apunta con un arma a un pájaro que pasa volando y dispara contra él. Mientras el ruido de las detonaciones y el humo de la pólvora invade sus aposentos, llama a sus damas de honor, sobresaltada, y las obliga a imitarla amenazándolas con despedirlas. Siempre ávida de hazañas, se enorgullece de poseer tantos caballos como días tiene el año. Todas las mañanas pasa revista a sus cuadras y su perrera con la satisfacción de un avaro haciendo el inventario de su tesoro. Pero también se divierte con peonzas sonoras holandesas y, a través de su representante en Amsterdam, compra fardos de un cordel especial para fabricar los látigos que se emplean para hacerlas girar. Idéntico entusiasmo manifiesta por las sedas y las baratijas que encarga en Francia. Para ella, todo cuanto deleita el ánimo y excita los nervios no tiene precio. En cambio, no siente ninguna necesidad de cultivarse leyendo libros o escuchando hablar a presuntos sabios. Glotona y perezosa, se deja llevar por sus instintos y aprovecha el menor momento libre para disfrutar de una siesta. Tras dormitar una hora, convoca a Bühren, firma negligentemente los papeles que él le presenta y, cumplidas así sus obligaciones imperiales, abre la puerta de su habitación, llama a voces a las damas de honor, que bordan en la estancia contigua, y exclama alegremente:

-Nu, dievki, poiti![24]

Sus doncellas, dóciles, entonan a coro alguna canción popular y ella las escucha con una plácida sonrisa, meneando la cabeza. Este interludio se prolonga tanto tiempo que las cantantes se quedan prácticamente sin voz. Si una de ellas, exhausta, baja el tono o desafina, Ana Ivánovna la castiga propinándole un sonoro bofetón. A menudo hace venir junto a su lecho a contadoras de cuentos para que la distraigan con relatos portentosos, siempre los mismos, que le recuerdan su infancia, o bien a un monje experto en comentar las verdades de la religión. Otra obsesión que presume de haber heredado de Pedro el Grande es su pasión por las exhibiciones grotescas y las monstruosidades de la naturaleza. Ninguna compañía le divierte más que la de los bufones y los enanos. Cuanto más feos y tontos son, más aplaude sus muecas y sus farsas. Tras diecinueve años de mediocridad y oscuridad provincianas, tiene ganas de sacudirse la capa de decoro e imponer en la corte un lujo y un desorden sin precedentes. Nada le parece demasiado bello ni demasiado caro cuando se trata de satisfacer los caprichos de una soberana. Sin embargo, esa Rusia en la que reina por accidente no es, hablando con propiedad, su patria, y no siente ninguna necesidad de aproximarse a ella. Tiene a su lado, es cierto, a algunos rusos auténticos, y de los más afectos, como el anciano Gavriil Golovkin, los príncipes Trubetzkói e Iván Bariatinski, Pável Yagujinski, ese eterno «cascarrabias», y el excesivamente impulsivo Alexéi Cherkaski, al que ha nombrado gran canciller. Pero las palancas de mando están en manos de los alemanes. Todo un equipo de origen germano dirige, bajo las órdenes del terrible Bühren, la política del imperio. Tras la toma de poder de Su Majestad y su favorito, los viejos boyardos, tan orgullosos de su genealogía, han sido barridos del primer plano del escenario. Entre los nuevos peces gordos del régimen, civiles o militares, figuran los hermanos Loewenwolde, el barón Von Brevern, los generales Rudolph von Bismarck y Christoph von Manstein y el mariscal de campo Burkhard von Münnich. En el reducido gabinete de cuatro miembros que sustituye al Alto Consejo secreto, Ósterman, pese a su pasado ambiguo, continúa ejerciendo las funciones de primer ministro, pero quien preside los debates e impone la decisión final es Johann Ernst Bühren, el favorito de la emperatriz.

Este último, impermeable a la piedad, jamás duda en enviar a cualquiera que supone un incordio al calabozo, a Siberia o al verdugo para que lo someta al suplicio del knut, y lo hace sin siquiera pedir el parecer de Ana Ivánovna sobre las penas que aplica, pues sabe por anticipado que las aprobará. ¿Le deja ella hacer lo que le venga en gana porque comparte totalmente las opiniones de su amante, o simplemente porque es demasiado perezosa para llevarle la contraria? Las personas cercanas a Bühren coinciden en señalar la dureza de su semblante, que parece tallado en piedra, y su mirada de ave de presa. Una palabra suya puede hacer feliz o desdichada a toda Rusia. Su amante no es más que el «sello» con el que autentica los documentos. Como él también tiene debilidad por el lujo, aprovecha su situación privilegiada para recibir dádivas a diestro y siniestro. Todos sus servicios están tarifados y de todos saca partido. Sus contemporáneos consideran que supera a Ménshikov en codicia. Sin embargo, no es esa corrupción organizada lo que más le reprochan. Los reinados precedentes los han acostumbrado a los sobornos en la administración. No, lo que les repugna cada día más es la germanización a ultranza que Bühren ha introducido en su patria. Ana Ivánovna siempre ha hablado y escrito mejor el alemán que el ruso, es verdad, pero, desde que Bühren ocupa el escalón superior de la jerarquía, todo el país oficial parece haber cambiado de alma. Si los crímenes, los atropellos, los robos y las brutalidades de ese advenedizo arrogante los cometiera un ruso de abolengo, sin duda los súbditos de Su Majestad los soportarían mejor. Pero por el solo hecho de ser fomentados y perpetrados por un extranjero con acento alemán, se vuelven doblemente odiosos para los que son víctimas de ellos. Hartos de la conducta de ese tirano que ni siquiera es de su tierra, los rusos inventan una palabra para designar el régimen de terror que les impone: hablan a sus espaldas de la bironovschina[25]como de una epidemia mortal que se ha abatido sobre el país. La lista de los ajustes de cuentas realizados de forma absolutamente ilegal justifica esta denominación. Por haber osado enfrentarse a la zarina y su favorito, el príncipe Iván Dolgoruki es descuartizado, sus dos tíos, Sergéi e Iván, son decapitados, y otro miembro de la familia, Vasili Lukich, ex miembro del Alto Consejo secreto, padece una suerte idéntica, mientras que Iekaterina Dolgoruki, la que fue prometida de Pedro, es encerrada de por vida en un monasterio.

A la vez que elimina a sus antiguos rivales y a aquellos que podrían sentirse tentados de reanudar la lucha, Bühren se dedica con ahínco a consolidar sus títulos personales, que deben correr parejas con el incremento de su fortuna. A la muerte del duque Fernando de Curlandia, el 23 de abril de 1737, envía a Mitau varios regimientos rusos, bajo las órdenes del general Bismarck, [26] para «intimidar» a la dieta curlandesa e incitarla a elegirlo a él en detrimento de cualquier otro candidato. Pese a las protestas de la Orden Teutónica, Johann Ernst Bühren es proclamado, tal como exigía, duque de Curlandia. Desde San Petersburgo administrará a distancia esta provincia rusa. Además, recibe de Carlos VI, emperador de Alemania, el título de conde del Sacro Imperio y es nombrado caballero de San Alejandro y de San Alejo. No hay dignidad ni privilegio principesco a los que no aspire. Todo el que quiere ganar un pleito en Rusia, se trate del asunto que se trate, debe acudir a él. Todo cortesano considera un honor y una suerte ser admitido por la mañana en el dormitorio de la emperatriz. Al cruzar el umbral, el visitante encuentra en la cama a Su Majestad en camisón y, tendido a su lado, al inevitable Bühren. El protocolo exige que el recién llegado, aunque sea gran mariscal de la corte, bese la mano que la soberana le tiende por encima de las sábanas. Los hay que, a fin de asegurarse la protección del favorito, aprovechan la ocasión para besarle la mano a él con la misma deferencia. Tampoco es raro que algunos aduladores lleven la cortesía al extremo de besar el pie desnudo de Su Majestad. En las inmediaciones de los aposentos imperiales, se cuenta que un tal Alexéi Miliutin, un simple alimentador de estufas (istopnik), al entrar por la mañana en la habitación de Ana Ivánovna se impone el deber de rozar devotamente con los labios los pies de la zarina, antes de hacer lo mismo con los de su compañero. En recompensa por este homenaje diariamente repetido, el istopnik recibe un título de nobleza. Sin embargo, para conservar una huella de sus orígenes, se le obliga a hacer figurar en el blasón unos viushki, las llaves de tiro utilizadas en las chimeneas de Rusia. [27]

Los domingos, los seis bufones preferidos de Ana Ivánovna tienen orden de permanecer en fila en la gran sala del palacio, en espera de que acabe la misa que reúne a toda la corte. Cuando la emperatriz y su séquito pasan por delante de ellos al regresar de la iglesia, los bufones, en cuclillas uno junto a otro, imitan a las gallinas en trance de poner huevos y profieren cómicos cacareos. Para hacer más estimulante el espectáculo, les tiznan la cara con carbón y les ordenan que se pongan zancadillas unos a otros y se peguen hasta hacerse sangre. Viendo sus contorsiones, la inspiradora del juego y sus fieles se tronchan de risa. Los bufones de Su Majestad gozan de ventajas materiales demasiado importantes para que el cargo no esté solicitado. Descendientes de grandes familias, como Alexéi Petróvich Apraxin, Nikita Fiódorovich Volkonski e incluso Mijaíl Alexéievich Golitsin, no vacilan en demandar este empleo. La voz cantante la lleva el bufón profesional Balakíriev, pero, cuando tarda en ejecutar payasadas, la emperatriz lo hace apalear para reavivarle la inspiración. También forman parte de este grupo el violinista Pedrillo, que rasca las cuerdas de su instrumento haciendo muecas sin parar, y D’Acosta, un judío portugués políglota que anima a sus compinches a latigazos. El pésimo poeta Trediakovski es invitado a leer ante Su Majestad un poema eroticoburlesco del que es autor. Así relata en una carta esta audiencia de consagración literaria: «He tenido el honor de leer mis versos ante Su Majestad imperial, y, tras la lectura, he gozado del insigne favor de recibir una graciosa bofetada de la propia mano de Su Majestad imperial.» [28]

Sin embargo, las estrellas de la compañía cómica que rodea a Balakíriev son los enanos, las enanas y los lisiados de ambos sexos, a los que llaman por sus apodos: beznoshka (la mujer sin piernas), gorbushka (la jorobada). La atracción que siente la zarina por la extrema fealdad física y la aberración mental es, dice ella, su manera de interesarse por los misterios de la naturaleza. A semejanza de su antepasado Pedro el Grande, afirma que el estudio de las malformaciones del ser humano ayuda a comprender la estructura y el funcionamiento de los cuerpos y las mentes normales. Así, rodearse de monstruos es una manera como otra de servir a la ciencia. Además, según Ana Ivánovna, el espectáculo de los infortunios de otros refuerza en uno el deseo de mantenerse sano.

Entre la galería de monstruos humanos de la que la emperatriz se enorgullece, su predilecta es una vieja calmuca canija, cuya fealdad horroriza hasta a los sacerdotes, pero que no tiene igual cuando se trata de hacer visajes hilarantes. Un día, la calmuca declara, en broma, que le gustaría mucho casarse. Este deseo inspira inmediatamente a la zarina, que idea una farsa de una morbosidad excitante. Si bien todos los que componen el pequeño grupo de bufones de la corte son expertos en payasadas y chocarrerías, algunos no son, en sentido estricto, deformes. Tal es el caso de un anciano noble, Mijaíl Alexéievich Golitsin, cuya posición de «bufón imperial» le garantiza una sinecura. Viudo desde hace unos años, súbitamente se le informa de que Su Majestad le ha encontrado una nueva esposa y que, en su extrema bondad, está dispuesta a hacerse cargo de la organización y los gastos de la ceremonia nupcial. Como la emperatriz tiene fama de ser una «casamentera» infatigable, no es cuestión de pedir explicaciones. Sin embargo, los preparativos de este enlace parecen como mínimo inusuales. Siguiendo las instrucciones de la zarina, Volynski, el ministro del Gabinete, hace construir a toda prisa a orillas del Nevá, entre el palacio de Invierno y el Almirantazgo, una gran casa hecha de bloques de hielo que los obreros unen entre sí mediante aspersiones de agua caliente. El edificio, de veinte metros de largo, siete de ancho y diez de alto, se halla rematado en la parte superior por una galería con columnata y estatuas. Una escalinata con balaustrada conduce a un vestíbulo, tras el cual se encuentran los aposentos reservados a la pareja. Hay un dormitorio amueblado con una gran cama blanca, guarnecida de colgaduras, almohadas y colchón, todo esculpido en hielo. Al lado, un cuarto de aseo, tallado también en hielo, da fe del interés de Su Majestad por la comodidad íntima de sus «protegidos». Más allá, un comedor de aspecto igualmente polar, pero abundantemente provisto de manjares variados y vajilla de gala, espera a los invitados para un festín soberbio y aterido. Delante de la casa hay cañones de hielo y balas hechas del mismo material, un elefante de hielo que, según dicen, puede escupir agua helada a ocho metros de altura, y dos pirámides de hielo en cuyo interior están expuestas imágenes humorísticas y obscenas para calentar a los visitantes. [29]

Por orden expresa de Su Majestad, representantes de todas las razas del imperio, vestidos con sus trajes nacionales, son invitados a asistir a la gran fiesta dada para celebrar la boda de los bufones. El 6 de febrero de 1740, una vez celebrada en la iglesia la bendición ritual del infortunado Mijaíl Golitsin y la vieja calmuca contrahecha, un cortejo de carnaval, parecido a los que le gustaban a Pedro el Grande, se pone en marcha al son del repiqueteo de las campanas. Ostiakos, kirguises, fineses, samoyedos y yakutos, orgullosos de sus trajes tradicionales, desfilan por las calles ante la mirada atónita de la muchedumbre, que ha acudido de todas partes atraída por el anuncio del espectáculo gratuito. Algunos de los participantes en la mascarada montan caballos de una especie desconocida en San Petersburgo; otros van a horcajadas sobre un ciervo, un perro de gran tamaño o un macho cabrío, o se pavonean, risueños, a lomos de un cerdo. Los recién casados, por su parte, se desplazan sobre un elefante. Tras pasar por delante del palacio imperial, la procesión se detiene frente al «picadero del duque de Curlandia», donde se sirve una comida a todos los presentes. El poeta Trediakovski recita un poema cómico y, ante los ojos de la emperatriz, de la corte y del «joven matrimonio», unas parejas ejecutan unas danzas folclóricas, acompañadas por los instrumentos típicos de sus regiones.

Finalmente, al caer la noche parten, alegres pero de forma ordenada, hacia la casa de hielo, que, en la oscuridad crepuscular, resplandece a la luz de miles de antorchas. Su Majestad en persona se ocupa de que los casados se acuesten en la gélida cama y se retira con una sonrisa pícara. Unos centinelas son apostados de inmediato delante de todas las salidas, para impedir que los tortolitos salgan de su nido de amor y hielo antes del amanecer.

Esa noche, al acostarse con Bühren en su habitación bien caldeada, Ana Ivánovna apreció todavía más la blandura de su cama y la tibieza de sus sábanas. ¿Pensó siquiera en la fea calmuca y el dócil Golitsin, a los que había condenado, por capricho, a protagonizar esa siniestra comedia y que quizás estaban muriéndose de frío en su prisión traslúcida? En cualquier caso, si un vago remordimiento le pasó por la mente, debió de apartarlo enseguida diciéndose que se trataba de una farsa totalmente inocente entre las muchas que le están permitidas a una soberana por derecho divino.

Milagrosamente, a decir de algunos de sus contemporáneos, el bufón señorial y su horrorosa compañera superaron aquella prueba de congelación nupcial con un buen resfriado y unas cuantas moraduras. Incluso lograron, según algunos, que durante el reinado siguiente se les permitiera trasladarse al extranjero, donde al parecer la calmuca murió tras haber dado a luz a dos hijos. En cuanto a Mijaíl Golitsin, en absoluto desanimado por esta aventura matrimonial a baja temperatura, parece ser que se casó de nuevo y vivió, sin más desengaños, hasta una edad muy avanzada. Lo cual llevó a afirmar a ciertos monárquicos inveterados que en Rusia, en aquella época lejana, las peores atrocidades cometidas en nombre de la autocracia no podían sino ser beneficiosas.

Pese a la indiferencia manifestada por Ana Ivánovna hacia los asuntos públicos, en ocasiones Bühren se ve obligado a hacerla participar en decisiones importantes. A fin de preservarla mejor de las molestias que el ejercicio del poder lleva aparejadas, le ha sugerido crear una cancillería secreta encargada de vigilar a sus súbditos. Un ejército de espías, pagado por el Tesoro público, se despliega a través del territorio ruso. La delación florece por doquier como bajo los efectos de un rocío vivificador. Los soplones que desean expresarse de viva voz tienen que entrar en el palacio imperial por una puerta secreta y son recibidos por Bühren en persona en las oficinas de la cancillería. Su odio innato hacia la vieja aristocracia rusa le incita a creer en la palabra de todos los que denuncian los crímenes de uno de los miembros de esa casta. Cuanto más elevada es la posición que ocupa el culpable, más se complace el favorito en precipitar su caída. Durante su reinado, las cámaras de tortura raramente permanecen vacías, y no pasa semana en que no firme órdenes de exilio a Siberia o de destierro de por vida a alguna lejana provincia. En el departamento administrativo especializado de la Sylka (la Deportación), los empleados, desbordados por el aflujo de expedientes, a menudo envían a los acusados al otro extremo del mundo sin tener tiempo de comprobar no sólo su culpabilidad, sino ni siquiera su identidad. Para prevenir las protestas contra este rigor ciego de las autoridades judiciales, Bühren crea un nuevo regimiento de la Guardia, el Ismailovski, cuyo mando no entrega a un militar ruso (en las altas instancias se desconfía de ellos), sino a un noble báltico, Carlos Gustavo Loewenwolde, el hermano del gran maestro de la corte, Reinhold Loewenwolde. Esta unidad de elite se suma a los regimientos Semionovski y Preobrazhenski, a fin de completar las fuerzas destinadas al mantenimiento del orden imperial. La consigna es simple: hay que impedir que todo cuanto se mueve en el interior del país esté en condiciones de resultar peligroso. Los dignatarios más ilustres son, por su propia notoriedad, los más sospechosos para los esbirros de la cancillería. Casi se les reprocha no tener algún antepasado alemán o báltico en su linaje.

Divididos entre el miedo y la indignación, los súbditos de Ana Ivánovna culpan a Bühren, por supuesto, de ser el responsable de todos sus males, pero en el fondo apuntan a la zarina. Los más audaces se atreven a comentar entre ellos que una mujer es congénitamente incapaz de gobernar un imperio y que la maldición inherente a su sexo se ha transmitido a la nación rusa, culpable de haberle confiado imprudentemente su destino. Algunos observadores altivos le imputan hasta los errores en la política internacional, cuando el principal responsable de ellos es Ósterman. Este personaje de poca envergadura y ambición desmesurada no tiene ningún empacho en considerarse un genio diplomático. Sus iniciativas en este terreno cuestan caras y apenas reportan nada. Para complacer a Austria, intervino en Polonia, causando un gran malestar en Francia, que apoyaba a Estanislao Leszczynski. Después, tras la coronación de Augusto III, le pareció útil jurar que no desmembraría el país, una promesa que no había engañado a nadie ni le había granjeado ninguna gratitud. Además, contando con la ayuda de Austria -que, como de costumbre, acabó por escabullirse-, entró en guerra contra Turquía. Pese a una serie de éxitos obtenidos por Münnich, las pérdidas fueron tan grandes que Ósterman tuvo que resignarse a firmar la paz. En el congreso de Belgrado, en 1739, incluso solicitó la mediación de Francia intentando sobornar al enviado de Versalles, pero el resultado que obtuvo fue irrisorio: el mantenimiento de los derechos de Rusia sobre Azov, con la condición de no fortificar la plaza, y la concesión de unos arpendes de estepa entre el Dniéper y el Bug meridional. A cambio, Rusia prometió derribar las fortificaciones de Taganrog y renunciar a mantener barcos de guerra y comerciales en el mar Negro, quedando reservada la libre navegación por esas aguas a la flota turca. La única conquista territorial que se registra en Rusia durante el reinado de Ana es la anexión efectiva de Ucrania, situada bajo control ruso en 1734.

Mientras que, en el plano internacional, Rusia pasa por ser una nación debilitada y desorientada, en el interior del país surgen, aquí y allá, absurdos aspirantes al trono. Este fenómeno no es nuevo en el imperio. Desde los falsos Demetrios que aparecieron al morir Iván el Terrible, la obsesión con la resurrección milagrosa de un zarevich se ha convertido en una enfermedad endémica y, por así decirlo, nacional. No obstante, esas convulsiones en la opinión pública, por despreciables que sean, empiezan a importunar a Ana Ivánovna. Instigada por Bühren, ve en ellas una amenaza cada vez más precisa para su legitimidad. Teme por encima de todo que su prima Isabel Petrovna adquiera de nuevo popularidad en el país, dado que es la única hija viva de Pedro el Grande. ¿No utilizará la nobleza los argumentos falaces que estuvieron a punto de comprometer su propia coronación? Además, la belleza y la gracia natural de su rival le resultan insoportables. No le ha bastado alejar a la zarevna del palacio, con la esperanza de que tanto en la corte como fuera de ella acabarían por olvidar la existencia de esa aguafiestas. Como medida de precaución contra toda tentativa de transferir el poder a otro linaje, incluso tuvo la idea, en 1731, de llevar a cabo una modificación autoritaria de los derechos familiares en la casa de los Románov. Al no haber tenido hijos y estar tan preocupada por el futuro de la monarquía, adoptó a su joven sobrina, hija única de su hermana mayor, Catalina Ivánovna, y de Carlos Leopoldo, príncipe de Mecklemburgo. Deprisa y corriendo la pequeña princesa fue trasladada a Rusia. La niña sólo tenía trece años en la época de su adopción. De confesión luterana, fue bautizada según el rito ortodoxo, cambió el nombre de Isabel por el de Ana Leopóldovna y se convirtió, junto a su tía Ana Ivánovna, en el segundo personaje del imperio. En estos momentos es una adolescente rubia e insulsa, de mirada apagada pero con bastante ingenio para mantener una conversación, siempre y cuando el tema no sea demasiado serio. En cuanto cumple los diecinueve años, su tía, la zarina, que tiene buen ojo para valorar los recursos físicos y morales de una mujer, decreta que está totalmente preparada para el matrimonio. Así pues, se apresura a buscarle un novio.

Por supuesto, la atención de Ana Ivánovna se dirige primero hacia la patria de su corazón, Alemania. Tan sólo en esa tierra de disciplina y virtud se encuentran esposos y esposas dignos de reinar en la bárbara Moscovia. Carlos Gustavo de Loewenwolde, encargado de descubrir al mirlo blanco en una pajarera repleta de soberbios gallos, hace una gira de inspección y, a su regreso, recomienda a Su Majestad la candidatura del margrave Carlos de Prusia o la del príncipe Antonio Ulrico de Bevern, de la casa de Brunswick, cuñado del príncipe heredero de Prusia. Su preferencia personal se decanta hacia el segundo, mientras que Ósterman, especialista en política exterior, se inclina por el primero. Se sopesan ante Ana Ivánovna las ventajas y los inconvenientes de los dos contrincantes sin consultar a la interesada, pese a que tendría algo que decir, pues ya ronda los veinte años. A decir verdad, en esta maquinación politicoconyugal, la emperatriz sólo persigue un objetivo: conseguir que su sobrina traiga cuanto antes un hijo al mundo a fin de nombrarlo heredero de la corona, lo que atajaría toda veleidad de maniobrar en favor de otro pretendiente. Pero ¿cuál es más capaz de dejar embarazada rápidamente a la dulce Ana Leopóldovna, el margrave Carlos de Prusia o el príncipe Antonio Ulrico? Ante la duda, se invita a Antonio Ulrico para presentarlo a Su Majestad. A la emperatriz le basta una mirada para evaluar las aptitudes del pretendiente: un buen muchacho, fino y blandengue. Desde luego, no es lo que le conviene a su sobrina, ni tampoco al país. Sin embargo, el omnisciente Bühren se esfuerza en alabar sus cualidades. Por otro lado, el tiempo apremia, pues la joven empieza a causar problemas: se ha enamorado del conde Carlos Mauricio de Lynar, ministro sajón en San Petersburgo. Afortunadamente, el rey de Sajonia ha llamado al diplomático y lo ha designado para otro puesto. Ana Leopóldovna, desesperada, ha encontrado inmediatamente otra pasión. Esta vez se trata de una mujer: la baronesa Julia Mengden. No tardan en volverse inseparables. ¿Hasta dónde llega su intimidad? En la corte y en las embajadas se cotillea: «La pasión de un hombre por una nueva amante es, en comparación, un simple juego», señala el ministro inglés Edward Finch. [30] En cambio, el ministro prusiano Axel de Mardefeld, más escéptico, escribirá en francés a su rey: «Siendo incomprensible para todo el mundo la fuente de la inclinación sobrenatural de la gran duquesa [Ana Leopóldovna] por Julieta [Julia Mengden], no me sorprende que el público acuse a esta muchacha de compartir los gustos de la famosa Safo. […] Una sucia calumnia […], pues, ante tales imputaciones, la difunta emperatriz hizo someter a un examen riguroso a esta señorita […], y el informe de la comisión le fue favorable, según el cual es mujer en todas las formas, sin ninguna apariencia hombruna.» [31] Ante el peligro de esta desviación amorosa, Ana Ivánovna decide que no es oportuno seguir vacilando. Es preferible un mal casamiento que una espera prolongada. En cuanto a los sentimientos de la doncella, a Su Majestad le importan un comino. Esa personita, cuya gracia e inocencia al principio la habían cautivado, se ha vuelto en unos años tan torpe, exigente y obstinada que le resulta decepcionante. En realidad, si la adoptó no fue para contribuir a su felicidad, como ha repetido cientos de veces, sino para apartar del trono a la zarevna Isabel Petrovna, a quien ha tomado inquina. Para ella, Ana Leopóldovna sólo tiene valor como suplente, como instrumento para salir del paso o, puestos a decirlo todo, como vientre ocasional. Así que, ¡que se conforme con Antonio Ulrico como esposo! ¡Hasta demasiado guapo es para una cabeza hueca como ella!

A pesar de las lágrimas de la prometida, el 14 de julio de 1739 se celebra la boda. El fasto del baile que sigue a la bendición nupcial deslumbra hasta a los diplomáticos más gruñones. La joven casada luce un vestido de tisú de plata bordado. Una corona de diamantes reluce sobre su cabellera castaña, recogida en gruesas trenzas. Sin embargo, no es ella la protagonista de la fiesta. Con su traje de cuento de hadas, da la impresión de hallarse perdida en medio de un grupo con el que no tiene nada que ver. Entre todos esos rostros alegres, el suyo está impregnado de melancolía y resignación. La persona que la eclipsa por su belleza, su sonrisa y su aplomo es la zarevna Isabel Petrovna, a quien, en cumplimiento del protocolo, no ha habido más remedio que sacar temporalmente de su retiro de Ismailovo. Ataviada con un vestido rosa y plata generosamente escotado, y luciendo las joyas de su madre, la difunta emperatriz Catalina I, se diría que es ella, y no la joven novia, quien está disfrutando del día más feliz de su vida. Incluso Antonio Ulrico, el flamante y tan poco apreciado esposo de Ana Leopóldovna, sólo tiene ojos para la zarevna, la invitada de más, cuando supuestamente esta ceremonia significa su derrota. La zarina, obligada a constatar el triunfo de su rival a medida que pasan las horas, detesta todavía más a esa criatura con la que creía haber acabado pero que sigue levantando cabeza. En cuanto a Ana Leopóldovna, sufre el tormento de no ser sino una marioneta cuyos hilos maneja su tía. Lo que la horroriza por encima de todo es la perspectiva de la experiencia que la espera en la cama, cuando las luces del baile se hayan apagado y los bailarines se hayan dispersado. Víctima expiatoria, sabe que a ninguno de los que fingen alegrarse de su suerte le preocupa su amor, ni siquiera su placer. Ella no está allí para ser feliz, sino para ser fecundada.

Cuando el momento tan temido llega, las damas más ilustres y las esposas de los principales diplomáticos extranjeros acompañan en cortejo a Ana Leopóldovna a la cámara nupcial, donde permanecen, como es tradicional, hasta que ella se mete en la cama. No se trata, ni mucho menos, del mismo ceremonial que el reservado tiempo atrás por Ana Ivánovna a sus dos bufones, condenados a tiritar toda la noche en la «casa de hielo». Y sin embargo, el efecto es idéntico para la joven, que, casada a la fuerza por la zarina, se siente congelada hasta la médula, no de frío sino de miedo, al pensar en el triste destino que la espera junto a un hombre al que no ama. Cuando finalmente las damas de su séquito se retiran, el pánico se apodera de ella y, burlando la vigilancia de las doncellas, huye a los jardines del palacio de Verano. Allí pasará sola, llorando y suspirando, su primera noche de bodas.

Informados de esta escandalosa espantada conyugal, la zarina y Bühren convocan a la desdichada y, relevándose en las súplicas, los razonamientos y las amenazas, exigen que cumpla con su deber sin tardanza. Algunas damas de honor, agazapadas en la habitación contigua, observan la escena por la ranura de la puerta. En lo más acalorado de la discusión, ven a la zarina, roja de ira, abofetear con todas sus fuerzas a su recalcitrante sobrina.

La lección dará sus frutos: un año más tarde, el 23 de agosto de 1740, Ana da a luz a un niño, que es inmediatamente bautizado con el nombre de Iván Antónovich. La zarina, aquejada desde hace unos meses de una dolencia difusa cuya causa los médicos no acaban de precisar, experimenta una súbita mejoría al enterarse de la «gran noticia». Rebosante de júbilo, exige que toda Rusia exulte por ese nacimiento providencial. Acostumbrados a obedecer y a fingir, sus súbditos, como siempre, se deshacen en bendiciones. Sin embargo, no pocas mentes perspicaces se plantean muchas preguntas. ¿Con qué derecho un retoño de pura sangre alemana, puesto que es Brunswick-Bevern por parte paterna y Mecklemburgo-Schwerin por parte materna, y su único vínculo con la dinastía de los Románov es a través de su tía abuela Catalina I, esposa de Pedro el Grande, también de origen polacolivonio, se ve promovido desde la cuna al rango de heredero auténtico de la corona? ¿En nombre de qué ley, de qué tradición nacional se arroga la zarina Ana Ivánovna el poder de designar su sucesor? ¿Cómo es que no tiene a su lado un consejero lo bastante respetuoso con la historia de Rusia para evitar que tome una iniciativa tan sacrílega? No obstante, como de costumbre, los comentarios desagradables se silencian ante las bruscas decisiones de Bühren, que, pese a ser alemán, afirma saber mejor que ningún ruso lo que le conviene a Rusia. Él había pensado vagamente en casar a su propio hijo, Peter, con Ana Leopóldovna. Sin embargo, al haber fracasado este proyecto a causa de la reciente unión de la princesa con Antonio Ulrico, el favorito se ha ocupado de asegurar de una manera indirecta su futuro a la cabeza del Estado. Y le parece tanto más urgente hacer avanzar sus peones en el tablero cuanto que la enfermedad de Su Majestad se agrava de día en día. Se teme que padezca una afección renal, complicada por los efectos de la menopausia. Los médicos apuntan a la «enfermedad de la piedra».

Pese a los dolores, la zarina todavía conserva cierta lucidez. Bühren aprovecha la circunstancia para pedir un último favor: ser nombrado regente del imperio hasta la mayoría de edad del niño, al que se acaba de proclamar heredero del trono mediante un manifiesto. Nada más ser formulada, la pretensión del favorito provoca la indignación de los demás consejeros de la emperatriz moribunda: Loewenwolde, Ósterman y Münnich. Cherkaski y Bestújiev no tardan en sumarse a la conspiración palaciega de aquéllos y tras horas de discusiones secretas llegan a la conclusión de que el peligro más grave que los acecha no lo encarna, ni mucho menos, su compatriota Bühren, sino la camarilla de los aristócratas rusos, quienes siguen sin digerir que se les haya apartado del trono. A fin de cuentas, ante el peligro que representaría que algún paladín de la antigua nobleza nacional tomara el poder, el clan alemán estima preferible apoyar la propuesta de su querido y viejo cómplice Bühren. Así, en un abrir y cerrar de ojos, estos cinco «hombres de confianza», tres de los cuales son de origen germano y los otros dos están vinculados a cortes extranjeras, deciden dejar el destino del imperio en manos de un personaje que nunca se ha preocupado de las tradiciones de Rusia y ni siquiera se ha molestado en aprender la lengua del país que pretende gobernar. Una vez tomada su resolución, informan de ella a Bühren, que en ningún momento la había puesto en duda. Ahora, todos, reconciliados en torno a un interés común, concentran sus esfuerzos en convencer a la emperatriz. Ésta, que ya no se levanta de la cama, lucha contra los accesos de dolor y de delirio. Apenas oye a Bühren cuando intenta explicarle lo que se espera de ella: una simple firma en la parte inferior de un papel. Como parece demasiado exhausta para contestarle, él le mete el documento debajo de la almohada. Sorprendida por este gesto, la zarina le pregunta en un susurro: «¿Necesitas eso?» Acto seguido vuelve la cabeza y se niega a seguir hablando.

Unos días más tarde, Bestújiev redacta otro documento en el que el Senado y la Generalidad suplican a Su Majestad que confíe la regencia a Bühren, a fin de garantizar la tranquilidad del imperio «en toda circunstancia». La enferma deja de nuevo el papel bajo la almohada, sin dignarse rubricarlo y ni tan siquiera leerlo. Bühren y los «suyos» están consternados por esta inercia que podría ser definitiva. ¿Habrá que recurrir de nuevo a la falsificación para salir del paso? La experiencia de enero de 1730, a la muerte del joven zar Pedro II, no fue nada convincente. Dada la malevolencia de la nobleza, sería peligroso repetir ese juego cada vez que se produce un cambio de reinado.

Sin embargo, el 16 de octubre de 1740 se perfila una mejoría en el estado de la zarina. Ana Ivánovna convoca a su favorito y, con mano trémula, le tiende el documento firmado. Bühren respira aliviado, y con él, todos los del grupito que ha obtenido una victoria in extremis. Los partidarios del nuevo regente esperan que éste les retribuya pronto la ayuda que, de forma más o menos espontánea, le han prestado. Mientras Su Majestad agoniza, todos cuentan los días y calculan los próximos beneficios. Ana Ivánovna ha llamado a un sacerdote. Ya se recita a su lado la plegaria de los moribundos. Acunada por las oraciones, dirige a su alrededor una mirada de desamparo, reconoce entre los presentes, en una nebulosa, la alta silueta de Münnich, le sonríe como si implorara su protección para quien la sustituya en el trono de Rusia y murmura: «Adiós, mariscal de campo.» Un rato más tarde, añade: «Adiós a todos.» Son sus últimas palabras. El 28 de octubre de 1740, entra en coma.

Cuando se anuncia su muerte, Rusia despierta de una pesadilla, pero en el entorno de palacio se cree que es para abismarse en otra todavía peor. Según la opinión unánime, con un zar de nueve meses y un regente de origen alemán que habla en ruso a regañadientes y cuya principal preocupación es aniquilar a las familias más nobles del país, el imperio se precipita hacia la catástrofe.

Al día siguiente de la muerte de Ana Ivánovna, Bühren se convierte en regente por la gracia de la difunta, con un bebé como símbolo y garantía viva de sus derechos. Inmediatamente se dedica a despejar el terreno a su alrededor. A su entender, la primera medida que se impone es alejar a Ana Leopóldovna y Antonio Ulrico, los padres del pequeño Iván. Si los enviara lejos de la capital o, por qué no, al extranjero, tendría las manos libres hasta la mayoría de edad del imperial mocoso. El barón Axel de Mardefeld, ministro de Prusia en San Petersburgo, analizando el nuevo aspecto político de Rusia, resume así su opinión sobre el futuro del país en un despacho a su soberano, Federico II: «Diecisiete años de despotismo [la duración legal de la minoría de edad del zar] y un niño de nueve meses que puede morir oportunamente para ceder el trono al regente.» [32]

La carta de Mardefeld es del 29 de octubre de 1740, el día siguiente al de la muerte de la zarina. Menos de una semana después, los acontecimientos se precipitan en un sentido que el diplomático no había previsto. Aunque el pomposo traslado al palacio de Invierno del futuro Iván VI, todavía en pañales, haya dado lugar a una solemne ceremonia tras la que han prestado juramento, con besamanos al regente, todos los cortesanos, los enemigos de éste no han claudicado. Mientras que, en palabras del nuevo ministro inglés en San Petersburgo, Edward Finch, el cambio de reinado «arma menos revuelo en Rusia que el cambio de la Guardia en Hyde Park», el mariscal de campo Münnich pone sobre aviso a Ana Leopóldovna y Antonio Ulrico de los tortuosos tejemanejes de Bühren, quien al parecer tiene intención de apartarlos a ambos para mantenerse en el poder. Pese a haber sido aliado del regente en un pasado muy reciente, Münnich declara sentirse moralmente obligado a impedir que cause mayores perjuicios a los derechos legítimos de la familia. Según él, el ex favorito de la difunta emperatriz Ana Ivánovna cuenta, para llevar a cabo el inminente golpe de Estado, con el regimiento Ismailovski y el de la Guardia montada, el primero capitaneado por su hermano Gustavo y el segundo por su hijo. Sin embargo, el regimiento Preobrazhenski es totalmente adicto al mariscal de campo y, llegado el momento, esta unidad de elite estaría dispuesta a actuar contra el ambicioso Bühren. «Si Vuestra Alteza quisiera -dice Münnich a la princesa-, en una hora yo la libraría de ese hombre nefasto.» [33]

Pero Ana Leopóldovna no es de naturaleza audaz. Asustada ante la idea de enfrentarse a un hombre tan poderoso y retorcido como Bühren, al principio se inhibe. No obstante, tras consultar a su marido, muda de parecer y, temblando, decide jugarse el todo por el todo. En la noche del 8 al 9 de noviembre de 1740, un centenar de granaderos y tres oficiales del regimiento Preobrazhenski, enviados por Münnich, irrumpen en el dormitorio de Bühren, lo sacan de la cama pese a sus peticiones de auxilio, lo golpean con la culata de los fusiles, se lo llevan medio desvanecido y lo meten en un carruaje cerrado. Al amanecer, es conducido a la fortaleza de Schlüsselburg, en el lago Ladoga, donde lo flagelan metódicamente. Como es preciso concretar una falta para encarcelarlo, se le acusa de haber precipitado la muerte de la emperatriz Ana Ivánovna por incitarla a montar a caballo haciendo mal tiempo. Otros crímenes, añadidos a éste en el momento oportuno, le valen ser condenado a muerte el 8 de abril de 1741. Previamente debe ser descuartizado. Con todo, enseguida se le conmuta la pena por el exilio a perpetuidad en un pueblo perdido de Siberia. Al mismo tiempo se proclama regente a Ana Leopóldovna, que, para celebrar el final feliz de este período de intrigas, usurpaciones y traiciones, levanta la prohibición dictada por el gobierno anterior según la cual los soldados y los suboficiales no podían frecuentar las tabernas. Esta primera medida liberal es acogida con una explosión de alegría en los cuarteles y los despachos de bebidas. Todos quieren ver en ella el anuncio de una clemencia generalizada. Se bendice por doquier el nombre de la nueva regente y, de rebote, el del hombre que acaba de auparla al poder. Tan sólo las mentes malintencionadas señalan que al reinado de Bühren ha sucedido el reinado de Münnich. Un alemán echa a otro sin preocuparse de la tradición moscovita. ¿Durante cuánto tiempo el imperio tendrá que seguir buscando un señor más allá de las fronteras? ¿Y por qué es siempre una persona del sexo débil la que ocupa el trono? ¿No tiene otra salida Rusia que ser gobernada por una emperatriz, con un alemán a la espalda que la dirige a su antojo? Si para un país es triste asfixiarse bajo las faldas de una mujer, ¿qué decir cuando esa mujer se pone a disposición de un extranjero? Los más pesimistas consideran que, mientras los verdaderos hombres y los verdaderos rusos no reaccionen contra el reinado de las soberanas enamoradas y de los favoritos germanos, una doble calamidad amenazará Rusia. Para estos profetas funestos, el matriarcado y el dominio prusiano son los dos aspectos de la maldición que aflige a la patria desde la desaparición de Pedro el Grande.

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Capítulo seis

Una Ana echa a otra

Completamente aturdida aún por lo repentino de su acceso al poder, Ana Leopóldovna se alegra menos de este triunfo político que del regreso a San Petersburgo de su último amante, el hombre al que la zarina creyó oportuno alejar para obligarla a casarse con el insulso Antonio Ulrico. Nada más aparecer los primeros indicios de calma, el conde de Lynar ha retornado, dispuesto a las más apasionadas aventuras. Cuando ella lo ve de nuevo, su encanto vuelve a seducirla al instante. Durante los meses que ha estado ausente, el conde no ha cambiado. A sus cuarenta años, apenas aparenta treinta. Alto y esbelto, de tez clara y mirada centelleante, sólo viste prendas de colores claros -azul celeste, albaricoque o lila-, se baña en perfumes franceses y utiliza crema para conservar la suavidad de sus manos. Se dice de él que es un Adonis en la plenitud de la vida o un Narciso que ha olvidado envejecer. No cabe duda de que Ana Leopóldovna lo acogió de inmediato en su lecho; no cabe duda tampoco de que Antonio Ulrico aceptó sin rechistar la situación. En la corte, a nadie le sorprende este triángulo amoroso cuya formación era previsible. Por lo demás, los observadores rusos y extranjeros señalan que la pasión renovada de la regente por Lynar no excluye en absoluto la admiración que sintió, y sigue sintiendo, por su gran amiga Julia Mengden. El hecho de que sea capaz de apreciar tanto el placer clásico de las relaciones de una mujer con un hombre, como el equívoco sabor de las relaciones con una pareja de su sexo, en opinión de los libertinos habla a su favor, pues semejante eclecticismo demuestra a la vez la amplitud de sus ideas y la generosidad de su temperamento.

Indolente y soñadora, Ana Leopóldovna pasa largas horas en la cama, se levanta tarde, gusta de permanecer en sus aposentos en camisón y sin apenas peinarse, lee novelas que deja a medias, se santigua veinte veces ante los numerosos iconos con que ha decorado, con un celo de conversa, las paredes, y se empeña en considerar que el amor y la diversión son las únicas razones de ser de una mujer de su edad.

Esta conducta frívola no desagrada a los que la rodean, ya se trate de su esposo o de sus ministros. Resulta muy fácil el trato con una regente más preocupada por lo que sucede en su alcoba que en su Estado. De vez en cuando, Antonio Ulrico interpreta el papel de marido herido en su vanidad masculina, pero sus accesos de cólera son tan artificiales y breves que Ana Leopóldovna se limita a reírse. Estas falsas escenas conyugales incluso la incitan a llevar una conducta más disipada para hacer rabiar a su esposo. Lynar, por su parte, sin dejar de dispensarle atenciones, se deja influir por las reconvenciones del marqués de Botta, embajador de Austria en San Petersburgo. En opinión de este diplomático, astuto especialista en asuntos del corazón y de la corte, el amante de la regente haría mal en continuar manteniendo una relación adúltera que amenaza con granjearle la desaprobación de algunas importantes personalidades rusas y de su propio gobierno en Sajonia. Con cinismo y sentido de la oportunidad, Botta le sugiere una solución que satisfaría a todo el mundo. Puesto que es viudo, libre y posee un físico agradable, ¿por qué no pide la mano de Julia Mengden, la bienamada de Ana Leopóldovna? Contentando a una y a otra, a la primera legítimamente y a la segunda de forma clandestina, las haría felices a las dos y nadie podría acusarle de inducir a la regente al pecado. Lynar, atraído por el plan, promete pensar en ello. Lo que lo anima a aceptar es que, contrariamente a lo que hubiera podido temer, Ana Leopóldovna, al ser consultada al respecto, no ve ningún inconveniente en esta encantadora combinación. Incluso le parece que, convirtiéndose en la esposa de Lynar, Julia Mengden reforzaría la unión amorosa de esos tres seres que Dios, en su sutil previsión, ha querido que sean inseparables.

No obstante, la puesta en práctica del arreglo se retrasa para permitir a Lynar ir a Alemania, con objeto de resolver unos asuntos familiares que no permiten dilación alguna. En realidad, lleva en su equipaje un lote de piedras preciosas, cuya venta le servirá para constituir un «tesoro de guerra» en caso de que a la regente se le ocurra hacerse proclamar emperatriz. Durante su ausencia, Ana Leopóldovna intercambia con él una correspondencia en clave, en la que se juran amor recíproco y determinan el papel de la futura condesa de Lynar en el triángulo. En las cartas de la regente, redactadas por un secretario, aparecen sobre cada línea anotaciones cifradas. Éstas, reproducidas aquí en cursiva, revelan el verdadero sentido del mensaje: «En lo que se refiere a Julieta [Julia Mengden], ¿cómo podéis dudar de su [de mi] amor y de su [de mi] ternura después de todas las pruebas que os he dado de ellos? Si la amáis [me amáis], dejad de hacerle semejantes reproches a poco que tengáis en estima su [mi] salud. […] Comunicadme cuándo regresaréis y estad convencido de que soy vuestra afectísima [os beso y sigo siendo totalmente vuestra] Ana.» [34]

Separada de Lynar, a Ana Leopóldovna le resulta cada vez más difícil soportar los reproches de su marido. No obstante, como necesita ser reconfortada en su soledad, acepta que de vez en cuando la visite en su cama. Pero se trata de un ínterin con el que Antonio Ulrico tendrá que conformarse hasta el regreso del auténtico poseedor del título. El ministro de Prusia, Axel de Mardefeld, observador de las costumbres de la corte rusa, escribe el 17 de octubre de 1741 a su soberano: «[La regente] le ha hecho cargar [a su marido, Antonio Ulrico] con el fardo de los asuntos públicos para dedicarse con más tranquilidad a sus entretenimientos, lo que en cierto modo lo ha convertido en alguien necesario. Está por ver si lo utilizará del mismo modo cuando tenga un favorito declarado. En el fondo, no lo ama; por eso no le ha permitido acostarse con ella hasta que Narciso [Lynar] se ha marchado.» [35]

Mientras Ana Leopóldovna se debate en este embrollo sentimental, los hombres que la rodean sólo piensan en la política. Tras la caída de Bühren, Münnich ha sido nombrado primer ministro y ha recibido una recompensa de ciento setenta mil rublos por los servicios prestados. Además, se le ha concedido el rango de segundo personaje masculino del imperio detrás de Antonio Ulrico, padre del zar niño. Tal alud de distinciones acaba por disgustar a Antonio Ulrico. Le parece que su mujer exagera en sus manifestaciones de gratitud hacia un servidor del Estado, muy eficiente, en efecto, pero de baja condición. Otras personalidades, cuya susceptibilidad ha sido herida durante el reparto de las prebendas, se suman a él en esta crítica. Entre los que se consideran lesionados por el poder, figuran Loewenwolde, Ósterman y Mijaíl Golovkin. Se quejan de que se los trata como subordinados, cuando la regente y su marido les deben mucho. Y el responsable de esta frustración es, evidentemente, el todopoderoso Münnich. Un buen día, el mariscal de campo, víctima de una súbita indisposición, se ve obligado a guardar cama. Aprovechando esta enfermedad inesperada, Ósterman se apresura a suplir a su principal enemigo, a apropiarse de sus informes y a dictar órdenes en su lugar. En cuanto se restablece, Münnich se dispone a tomar de nuevo las riendas de los asuntos públicos, pero ya es demasiado tarde. Ósterman ha ocupado su puesto y no cede. En cuanto a Ana Leopóldovna, piensa, aconsejada por Julia Mengden, que ha llegado el momento de reivindicar todos sus derechos, con Ósterman respaldándola como un protector tutelar. Para impulsar el intento de «sanear la monarquía», este último sugiere buscar apoyos e incluso subsidios más allá de las fronteras. Desde San Petersburgo se entablan confusas negociaciones con Inglaterra, Austria y Sajonia, buscando alianzas sin futuro. Pero es preciso rendirse a la evidencia: en las cancillerías europeas, nadie cree ya en esa Rusia arrastrada por corrientes contrarias. No hay capitán a bordo. Incluso en Constantinopla, una colusión imprevista entre Francia y Turquía hace temer el recrudecimiento de veleidades belicosas.

Los altos oficiales del ejército, pese a que se les mantiene al margen de la evolución de la política exterior, sufren por el triste papel, e incluso la humillación, de su patria en las confrontaciones internacionales. Las insolencias y los caprichos del conde de Lynar, que desde su matrimonio con Julia Mengden, tramado en las antecámaras de palacio, cree que todo le está permitido, acaban con la poca simpatía que la regente seguía despertando en el pueblo y en la nobleza media. Los gvardeitsi (los hombres de la Guardia imperial) le reprochan su desdén por el estado militar y a sus súbditos más humildes les sorprende que no se la vea nunca pasear libremente por la ciudad, como hacían otras zarinas. Se dice que desprecia tanto los cuarteles como la calle y que sólo se encuentra cómoda en los salones. Se dice también que sus ansias de placer son tales que no lleva prendas abotonadas salvo en las recepciones, a fin de poder quitárselas más deprisa cuando se reúne con su amante en su habitación. En cambio, su tía Isabel Petrovna, aunque pasa la mayor parte del tiempo confinada en una especie de exilio medio deseado y medio impuesto lejos de la capital, disfruta con las relaciones humanas simples y directas e incluso busca el contacto con la multitud. Aprovechando sus escasas visitas a San Petersburgo, esta auténtica hija de Pedro el Grande se muestra gustosa en público, circula a caballo o en coche descubierto por la ciudad y responde con un gracioso gesto de la mano y una sonrisa angelical a los curiosos que la aclaman. Su actitud es tan natural que, al verla pasar, todo el mundo se cree autorizado a manifestarle sus alegrías o sus penas, como si fuese una hermana de la caridad. Se cuenta que, en una ocasión, unos soldados de permiso no vacilaron en subirse a los patines de su trineo para decirle un piropo al oído. Entre ellos la llaman mátushka, «madrecita». Ella lo sabe y se siente tan orgullosa como si se tratara de un título de nobleza suplementario.

Uno de los primeros en haber detectado el ascendiente de la zarevna sobre la gente humilde y la discreta aristocracia media ha sido el embajador de Francia, el marqués de La Chétardie. Enseguida se ha dado cuenta de los beneficios que podría obtener, para su país y para él mismo, si se ganara la confianza, e incluso la amistad, de Isabel Petrovna. En esta empresa de seducción diplomática le ayuda el médico titular de la princesa, el hannoveriano de origen francés Armand Lestocq, cuyos antepasados se instalaron en Alemania tras la revocación del edicto de Nantes. Este hombre de unos cincuenta años, diestro en su arte y de una total amoralidad en su conducta privada, conoció a Isabel Petrovna cuando ésta todavía no era más que una chiquilla sin notoriedad alguna, coqueta y sensual. El marqués de La Chétardie recurre con frecuencia a él para tratar de comprender los cambios de humor de la zarevna y los meandros de la opinión pública rusa. Lo que se deduce de las palabras de Lestocq es que, contrariamente a las mujeres que hasta el momento han estado a la cabeza del país, ésta se siente muy atraída por Francia. Isabel aprendió francés e incluso «bailó el minué» en su infancia. Aunque lee muy poco, aprecia el espíritu de esa nación que tiene fama de ser a la vez valerosa, frívola y dada a criticar sin piedad al poder establecido. Probablemente no puede olvidar que en su primera juventud estuvo prometida a Luis XV, antes de estarlo, sin más éxito, al príncipe obispo de Lübeck y finalmente a Pedro II, prematuramente fallecido. Por encima de las múltiples decepciones amorosas que ha sufrido, el espejismo de Versalles continúa deslumbrándola. Los que admiran su gracia y su petulancia afirman que, pese a rondar la treintena y a la opulencia de sus formas, «excita a los hombres», que siempre está «en danza» y que, en cuanto aparece, uno se siente como envuelto en una música francesa. El agente sajón Lefort escribe, con una mezcla de aprecio y de provocación: «Parecía que hubiese nacido para Francia, pues sólo gustaba del relumbrón.» [36] Por su parte, el embajador inglés Edward Finch, aun reconociéndole mucha vivacidad a la zarevna, considera que está «demasiado gorda para conspirar». [37] Con todo, la inclinación de Isabel Petrovna hacia los refinamientos de la moda y la cultura francesas no le impide saborear la rusticidad rusa en lo tocante a los placeres nocturnos. Antes incluso de ocupar una posición oficial en la corte de su sobrina, ha escogido como amante a un campesino de la Pequeña Rusia que ocupa el puesto de chantre en el coro de la capilla de palacio: Alexéi Razumovski. La voz profunda, el aspecto atlético y la ruda exigencia de este compañero resultan tanto más apreciables en el dormitorio cuanto que suceden a las atenciones y las zalamerías de los salones. Ávida a la vez de simples satisfacciones carnales y de elegantes amaneramientos, la princesa obedece a su verdadera naturaleza asumiendo esta contradicción. Alexéi Razumovski es un hombre sencillo que tiene debilidad por la bebida, se emborracha con frecuencia y, cuando ha ingerido su dosis, levanta la voz, profiere palabras groseras y vuelca algún que otro mueble, mientras su amante se asusta un poco y se divierte mucho ante el espectáculo de su vulgaridad. Los puntillosos consejeros admitidos en el círculo íntimo de la zarevna, al tanto de este «emparejamiento desigual», le recomiendan prudencia o, al menos, discreción, a fin de evitar un escándalo que la salpicaría. Sin embargo, los dos Shuválov, Alexandr e Iván, el chambelán Mijaíl Voróntsov y la mayoría de los partidarios de Isabel deben convenir en que, en los cuarteles y en la calle, los rumores de esta relación de la hija de Pedro el Grande con un hombre del pueblo se comentan con indulgencia e incluso con afecto, como si «los de abajo» le estuvieran agradecida por no despreciar a uno de los suyos.

Al mismo tiempo, en palacio, la facción francófila cierra filas en torno a Isabel. Esto es suficiente para despertar las sospechas de Ósterman, que, en su calidad de paladín declarado de la causa germana en Rusia, no puede tolerar el menor obstáculo a su acción. Cuando el embajador británico Edward Finch le pide su opinión sobre las ostensibles preferencias de la princesa en materia de política exterior, contesta con irritación que, si continúa observando una «conducta equívoca, la encerrarán en un convento». En un despacho en el que relata esta conversación, el inglés comenta irónicamente: «Podría ser una medida peligrosa, pues no tiene nada de monja y es enormemente popular.» [38]

Y no se equivoca. En los regimientos de la Guardia, el descontento aumenta de día en día. Los hombres se preguntan en secreto a qué esperan en palacio para expulsar a todos esos alemanes que mandan a los rusos. Desde el último de los gvardeitsi hasta el oficial de más alto rango, todos denuncian la injusticia que se ha cometido con la hija de Pedro el Grande, la única heredera de la sangre y del pensamiento de los Románov, al privarla de la corona. Hay quienes se atreven a insinuar que la regente, su marido Antonio Ulrico y su bebé zar son unos usurpadores. Los comparan con la luminosa bondad de la mátushka Isabel Petrovna, que es «la chispa de Pedro el Grande». Ya comienzan a oírse voces sediciosas en los suburbios. En un cuartel, tras una revista agotadora e inútil, unos soldados murmuran: «¿Es que no habrá nadie que nos ordene empuñar las armas a favor de la mátushka[39]

Pese a la abundancia de estas manifestaciones espontáneas, el marqués de La Chétardie todavía no se atreve a prometer el apoyo moral de Francia a un golpe de Estado. Sin embargo, Lestocq, respaldado por Schwartz, un ex capitán alemán actualmente al servicio de Rusia, decide que ha llegado el momento de incorporar el ejército al complot. Al mismo tiempo, el ministro de Suecia, Nolken, informa a La Chétardie de que su gobierno ha puesto a su disposición un crédito de cien mil escudos para favorecer, «según las circunstancias», bien la consolidación del poder de Ana Leopóldovna o bien los designios de la zarevna Isabel Petrovna. Se le da libertad para escoger. Incómodo por tener que tomar una decisión que supera sus competencias, Nolken recurre a su colega francés en busca de consejo. El prudente La Chétardie está aterrorizado por semejante responsabilidad y, sintiéndose también incapaz de cortar por lo sano, se limita a dar una respuesta evasiva. En éstas, París lo apremia a secundar el punto de vista de Suecia y auspiciar, bajo mano, la causa de Isabel Petrovna.

Esta vez es Isabel quien, tras ser puesta al corriente de este apoyo inesperado, vacila. En el momento de dar el paso, se imagina denunciada, encarcelada, con la cabeza rapada y acabando sus días en una soledad peor que la muerte. La Chétardie comparte una inquietud similar por sí mismo y confiesa que ya no pega ojo por la noche y que, en cuanto oye el menor ruido insólito, se «acerca a la ventana, creyendo [se] perdido». [40] Además, a raíz de un presunto mal paso diplomático, en los últimos días ha sufrido la cólera de Ósterman y se le ha rogado que no vuelva a poner los pies en la corte hasta nueva orden. Refugiado en la villa que ha alquilado a las puertas de la capital, no se siente seguro en ninguna parte y recibe en secreto a los emisarios de Isabel, preferentemente al amparo de las primeras sombras del crepúsculo. Cree que se le ha excomulgado políticamente de forma definitiva, pero, tras un período de penitencia, Ósterman le autoriza a presentar sus cartas credenciales con la condición de que las deposite en persona entre las manos del bebé zar. El embajador aprovecha que se le admite de nuevo en el palacio de Verano para encontrarse con Isabel Petrovna y susurrarle, en un aparte, que en Francia tienen grandes planes para ella. La zarevna, serena y sonriente, contesta: «En mi condición de hija de Pedro el Grande, creo permanecer fiel a la memoria de mi padre confiando en la amistad de Francia y pidiéndole su apoyo para hacer valer mis justos derechos.» [41]

La Chétardie se guarda mucho de divulgar estas palabras subversivas, pero en el entorno de la regente se extiende el rumor de que se prepara una conjura. Inmediatamente, un celo vengativo inflama el ánimo de los partidarios de Ana Leopóldovna. Antonio Ulrico, en calidad de marido, y el conde de Lynar, en calidad de favorito, la previenen, cada uno por su lado, del peligro que corre. Insisten en que refuerce la vigilancia en las puertas de la morada imperial y ordene detener en el acto al embajador de Francia. Ella, impávida, califica esos rumores de pamplinas y se niega a adoptar una medida desproporcionada para acallarlos. En tanto que Ana desconfía de los partes de sus informadores, su gran rival, Isabel, advertida de las sospechas que despierta su empresa, se asusta y suplica a La Chétardie que aumente las precauciones. Mientras él quema legajos de documentos comprometedores, ella, por prudencia, se marcha de la capital y se reúne con algunos de los conspiradores en villas de amigos cercanas a Peterhof. El 13 de agosto de 1741, Rusia ha entrado en guerra con Suecia. Si bien los diplomáticos conocen las oscuras razones de este conflicto, el pueblo las ignora. Lo único que se sabe en los medios rurales es que, por motivos muy confusos de prestigio nacional, de fronteras y de sucesión, miles de hombres van a caer lejos de su casa bajo los disparos del enemigo. Sin embargo, por el momento no se ha hecho participar a la Guardia imperial en el asunto. Eso es lo esencial.

A fines del mes de noviembre de 1741, Isabel se da cuenta, con pesar, de que una conspiración tan arriesgada como la suya no puede salir adelante sin un sólido apoyo financiero y pide ayuda a La Chétardie. Éste se rasca los bolsillos y luego solicita a la corte de Francia un adelanto suplementario de quince mil ducados. En vista de que el gobierno francés persiste en hacer oídos sordos, Lestocq apremia a La Chétardie para que actúe cueste lo que cueste, sin esperar a que París o Versalles le den permiso. Exhortado, espoleado, enardecido por Lestocq, el embajador se presenta ante la zarevna y, pintándole deliberadamente el panorama más negro de lo que está en realidad, le dice que, según sus últimas informaciones, la regente se dispone a encerrarla en un convento. Lestocq, que lo acompaña, confirma sin pestañear que la orden puede ser dada de la noche a la mañana. Precisamente esta posibilidad es la pesadilla constante de Isabel. Para convencerla del todo, Lestocq, que tiene buena mano con la pluma, coge una hoja de papel y traza dos dibujos: uno representa a una soberana subiendo al trono entre las aclamaciones del pueblo, y el otro a la misma mujer tomando los hábitos y dirigiéndose, con la cabeza gacha, a un convento. Colocando los bocetos ante los ojos de Isabel Petrovna, ordena en un tono a la vez perentorio y burlón:

– ¡Escoged, señora!

– Muy bien -contesta la zarevna-, sed vos juez de la situación. [42]

Lo que no dice, pero se trasluce en su mirada, es que el terror la domina. Sin preocuparse de su palidez y su nerviosismo, Lestocq y La Chétardie hacen una lista detallada de los adversarios que hay que arrestar y proscribir inmediatamente después de la victoria. La lista negra la encabeza, evidentemente, Ósterman; pero también figuran Ernst Münnich, hijo del mariscal de campo, el barón Mengden, padre de la Julieta tan querida por la regente, el conde Golovkin, Loewenwolde y algunos comparsas. Sin embargo, todavía no se determina la suerte reservada a la regente, su marido, su amante y su hijo. ¡Cada cosa a su tiempo! Para azuzar a la zarevna, demasiado tímida para su gusto, Lestocq le asegura que los soldados de la Guardia están dispuestos a defender, a través de ella, «la sangre de Pedro el Grande». Al oír estas palabras pronunciadas por el médico conspirador, Isabel recupera súbitamente todo su aplomo y, galvanizada, arrebatada, declara: «¡No traicionaré esa sangre!»

Este conciliábulo determinante tiene lugar, en el mayor secreto, el 22 de noviembre de 1741. Al día siguiente, martes 23 de noviembre, hay recepción en palacio. Disimulando su ansiedad, Isabel se presenta en la corte con un vestido de ceremonia idóneo para hacer rabiar a todas sus rivales y con una sonrisa capaz de desarmar a las mentes más malévolas. Mientras saluda a la regente, teme oír algún agravio o alguna alusión a su amistad con gentileshombres de opiniones poco recomendables, pero Ana Leopóldovna se muestra más afable aún que de costumbre. Seguramente su amor por el conde de Lynar, actualmente de viaje, la ternura que siente por Julia Mengden, cuyo ajuar está preparando, y la salud de su hijo, al que, según dicen, cuida «como una buena madre alemana», la tienen demasiado ocupada para dejarse impresionar por los rumores que circulan sobre un presunto complot. No obstante, al ver a su tía la zarevna, tan bella y serena, recuerda que, en su última carta, Lynar la ponía en guardia contra el doble juego de La Chétardie y Lestocq, quienes, empujados por Francia y tal vez incluso por Suecia, al parecer planean derrocarla para poner en su lugar a Isabel Petrovna. Repentinamente desanimada, Ana Leopóldovna decide agarrar el toro por los cuernos. Tras haber observado a su tía, que está jugando a las cartas con unos cortesanos, se acerca a ella e, interrumpiendo la partida, le pide que la acompañe a una estancia contigua. Una vez a solas con ella, le repite fielmente la denuncia que acaba de escuchar. Isabel, como si la hubiera alcanzado un rayo, se queda pálida, se azara, proclama su inocencia, jura que ha sido mal aconsejada, odiosamente engañada, y se arroja llorando a los pies de su sobrina. Ésta se siente conmovida por la aparente sinceridad de este arrepentimiento y se deshace a su vez en llanto. En lugar de enfrentarse, las dos mujeres se abrazan entre suspiros y promesas de afecto. Al final de la velada, se despiden como dos hermanas a las que un mismo peligro ha unido.

Sin embargo, nada más llegar a oídos de sus respectivos partidarios, el incidente toma el significado de un llamamiento a la acción inmediata. Unas horas más tarde, mientras cena en un famoso restaurante donde tanto se pueden degustar ostras de Holanda como comprar pelucas de París, y donde además se dan cita los mejores informadores de la capital, Lestocq se entera, a través de unos soplones bien relacionados, de que Ósterman ha ordenado alejar de San Petersburgo al regimiento Preobrazhenski, totalmente adepto a la zarevna. El pretexto aducido para llevar a cabo este repentino movimiento de tropas es el desarrollo inesperado de la guerra entre Suecia y Rusia. En realidad, se trata de una manera como cualquier otra de privar a Isabel Petrovna de sus aliados más seguros en caso de que se dé un golpe de Estado.

En esta ocasión, ya no hay marcha atrás. Es preciso adelantarse al adversario. Infringiendo el protocolo, los prosélitos de Isabel improvisan una reunión clandestina en el propio palacio, en los aposentos de la zarevna. A ella asisten los principales conjurados, que rodean a una Isabel más muerta que viva. A su lado está Alexéi Razumovski, que por primera vez da su opinión sobre el asunto. Resumiendo el parecer general, declara con su hermosa voz de corista de iglesia: «Si se alarga la situación, estamos abocados a una desgracia. En caso de que así sea, mi intuición percibe grandes disturbios, destrucciones, tal vez incluso la ruina de la patria.» La Chétardie y Lestocq aprueban vehementemente sus palabras. Ya no es posible dar marcha atrás. Isabel Petrovna, entre la espada y la pared, dice a regañadientes: «Está bien, puesto que me veo obligada…» Y, sin acabar la frase, esboza el gesto de quien se abandona a la fatalidad. Acto seguido, Lestocq y La Chétardie reparten los papeles; Su Alteza en persona debe presentarse ante los gvardeitsi para animarlos a seguirla. Precisamente una representación de granaderos de la Guardia, dirigida por el sargento Grunstein, acaba de llegar al palacio de Verano y pide una audiencia con la zarevna; esos hombres confirman que ellos también han recibido la orden de partir para la frontera finlandesa. Llegados a este extremo, los insurrectos no pueden permitirse fallar, y cada minuto perdido reduce sus posibilidades. Isabel Petrovna, que se halla ante la decisión más grave de su vida, se retira a su habitación.

Antes de dar el salto hacia lo desconocido, se arrodilla frente a los iconos y jura abolir la pena de muerte en toda Rusia en caso de éxito. En el cuarto contiguo, sus partidarios, agrupados en torno a Alexéi Razumovski, se impacientan ante esta nueva dilación. No irá a cambiar otra vez de opinión… La Chétardie no aguanta más y regresa a la embajada. Cuando Isabel reaparece, erguida, lívida y altiva, Armand Lestocq le pone entre las manos una cruz de plata, pronuncia unas palabras más de aliento y le cuelga al cuello el cordón de la Orden de Santa Catalina. A continuación la conduce al exterior. Un trineo aguarda a la puerta. Isabel se sienta en él con Lestocq; Alexéi Razumovski y Saltikov se instalan en otro trineo, mientras que Voróntsov y los Shuválov montan a caballo. Detrás de ellos va Grunstein y una decena de granaderos. Todo el grupo se dirige, en plena noche, hacia el cuartel del regimiento Preobrazhenski. Aprovechando un breve alto ante la embajada de Francia, Isabel intenta entrevistarse con su «cómplice» La Chétardie para prevenirlo de la inminencia del desenlace, pero un secretario afirma que Su Excelencia no está allí. Intuyendo que se trata de una ausencia diplomática, destinada a disculpar al embajador en caso de que el golpe fracase, la zarevna no insiste y se contenta con encargar a un agregado de la embajada que le diga que ella «se dirige hacia la gloria bajo la égida de Francia». Afirmar tal cosa en voz alta y clara tiene tanto más mérito cuanto que el gobierno francés acaba de negarle los dos mil rublos que Isabel le había pedido, como último recurso, a través de La Chétardie.

Al llegar al cuartel, los conjurados se topan con un centinela al que no han tenido tiempo de poner en antecedentes y que, creyendo obrar bien, da la voz de alarma. Raudo como una centella, Lestocq rompe el tambor de un puñetazo mientras los granaderos de Grunstein se precipitan al interior para informar a sus compañeros del acto patriótico que se espera de ellos. Los oficiales que se alojan en la ciudad, cerca de allí, también son alertados. En unos minutos, varios cientos de hombres se encuentran reunidos, en posición de descanso, en el patio del cuartel. Haciendo acopio de valor, Isabel se apea del trineo y se dirige a ellos en un tono de autoridad afectuosa. Lleva preparado el discurso:

– ¿Me reconocéis? ¿Sabéis de quién soy hija?

– Sí, mátushka -responden a coro los soldados, poniéndose firmes.

– Tienen intención de meterme en un convento. ¿Queréis apoyarme para evitarlo?

– ¡Estamos dispuestos, mátushka!¡Los mataremos a todos!

– Si habláis de matar, me retiro. No deseo la muerte de nadie.

Esta réplica magnánima desconcierta a los gvardeitsi. ¿Cómo se puede exigir que peleen velando por el enemigo? ¿Acaso la zarevna está menos segura de su derecho de lo que imaginan? Percatándose de que se sienten decepcionados por su tolerancia, Isabel empuña la cruz de plata que le ha entregado Lestocq y declara: «¡Juro morir por vosotros! ¡Jurad que haréis lo mismo por mí, pero sin derramar sangre inútilmente!» Esa promesa, los gvardeitsi pueden hacerla sin reserva. Prestan juramento, pues, con un rugido atronador y se acercan de uno en uno para besar la cruz que ella les tiende como hacen los sacerdotes en la iglesia. Convencida de que acaba de desaparecer el último obstáculo que se interponía en su camino, Isabel abarca con la mirada al regimiento formado ante ella, con sus oficiales y sus hombres, respira hondo y dice en un tono profético: «¡Vámonos, y pensemos en hacer feliz a nuestra patria!» Acto seguido monta en su trineo y los caballos se abalanzan hacia delante.

Trescientos hombres silenciosos siguen a la mátushka a lo largo de la perspectiva Nevski, todavía desierta, en dirección al palacio de Invierno. En la plaza del Almirantazgo, Isabel teme que el ruido de pasos en la calzada y los relinchos de los caballos llamen la atención de algún centinela o de algún ciudadano insomne. Así pues, baja del vehículo e intenta proseguir el camino a pie, pero sus botines se hunden en la espesa nieve. Se tambalea. Dos granaderos acuden de inmediato en su ayuda, la levantan y la llevan en brazos hasta las inmediaciones del palacio. Al llegar al puesto de guardia, ocho hombres de la escolta, enviados por Lestocq, avanzan con decisión, dan el santo y seña, que les ha facilitado un cómplice, y desarman a los cuatro centinelas apostados ante el portón. El oficial que está al mando del retén de guardia grita: Na karaúl! (¡A las armas!). Un granadero lo apunta con la bayoneta; al menor signo de resistencia, le atravesará el pecho. Pero Isabel aparta el arma con una mano, y este gesto de clemencia le hace ganarse la simpatía de todo el destacamento encargado de la seguridad del palacio.

Entre tanto, un grupo de conjurados ha llegado a los «aposentos reservados». Isabel entra en la habitación de la regente y la encuentra en la cama. Como su amante sigue de viaje, Ana Leopóldovna duerme junto a su marido. Al abrir, sobresaltada, los ojos, ve a la zarevna que la contempla con una serenidad alarmante. Sin levantar la voz, Isabel le dice: «Hermanita, es hora de levantarse.» La regente, muda de estupor, no se mueve. Pero Antonio Ulrico, que también se ha despertado, protesta airadamente y llama a la Guardia. No acude nadie. Mientras él continúa vociferando, Ana Leopóldovna toma conciencia de su derrota, la acepta con una docilidad de sonámbula y pide simplemente que no la separen de Julia Mengden.

Mientras el matrimonio, completamente abrumado, se viste ante la mirada recelosa de los conjurados, Isabel se dirige a la habitación de los niños, donde el bebé zar descansa en su cuna recargada de tules y encajes. Al cabo de un momento, éste, agitado por el tumulto que lo rodea, abre los ojos y emite unos gemidos. Isabel, inclinada sobre él, finge enternecerse; aunque, quién sabe, quizás está realmente emocionada. Luego coge al niño en brazos, lo lleva a la estancia en la que está el cuerpo de guardia, donde reina un agradable calor, y dice con la suficiente claridad para que todo el mundo la oiga: «¡Pobre pequeñín, tú eres inocente! ¡Tus padres son los únicos culpables!»

Como actriz experimentada que es, no necesita el aplauso de su público para saber que acaba de marcarse otro tanto. Una vez pronunciada esta frase, que considera -con justicia- histórica, se lleva al crío envuelto en los pañales, como una raptora de niños, monta en el trineo y, sin dejar de sostener al pequeño Iván VI entre sus brazos, recorre la ciudad mientras aparecen las primeras luces del alba. Unos pocos madrugadores, informados del acontecimiento, salen al paso de la zarevna y profieren vítores con voz ronca. Es el quinto golpe de Estado que se da en su ciudad en quince años, gracias a la colaboración de la Guardia. Están tan acostumbrados a estas repentinas convulsiones de la política que ya ni siquiera se preguntan quién dirige el país de todas esas altas personalidades cuyos nombres, honrados un día, son deshonrados el siguiente.

Al enterarse, nada más despertar, de la última conmoción que ha tenido por escenario el palacio imperial, el general escocés Lascy, desde hace tiempo al servicio de Rusia, no manifiesta ninguna sorpresa. Cuando su interlocutor, deseoso de conocer sus preferencias, le pregunta a bocajarro: «¿Del lado de quién estáis vos?», él responde sin vacilar: «Del de la que reine.» En la mañana del 25 de noviembre de 1741, esta respuesta filosófica podría ser la de todos los rusos, salvo aquellos que han perdido su posición o su fortuna en el lance. [43]

***

Capítulo siete

El triunfo de Isabel

Puesto que el golpe de Estado se ha convertido en una tradición política en Rusia, Isabel se siente moral e históricamente obligada a someterse a las reglas en uso en tales casos extremos: proclamación solemne de los derechos al trono, detención masiva de los opositores y lluvia de recompensas a los partidarios. Apenas ha podido dormir dos horas en el transcurso de esa agitada noche. Sin embargo, en los momentos de euforia, la excitación del triunfo fortalece el alma mejor que un banal reposo. Desde el amanecer está en pie, arreglada, peinada y sonriente como si saliera de un sueño reparador. Veinte cortesanos se agolpan ya en su antecámara para ser los primeros en presentarle sus respetos. A Isabel le basta echar una rápida ojeada para distinguir a los que se alegran sinceramente de su victoria de los que se prosternan ante ella en la confianza de evitar el castigo que merecen. En espera de hacer una selección, ella les muestra a todos un rostro amable y, apartándolos con un ademán, sale al balcón. Abajo se encuentran formados los regimientos que han acudido a prestar juramento. Los soldados, con traje de gala, expresan a gritos su alegría sin romper las filas. Sus ojos y sus bayonetas despiden el mismo brillo despiadado. Isabel escucha los hurras que invaden el aire helado del amanecer como una imponente declaración de amor a la «madrecita». Tras esa muralla de uniformes se apiña la masa gris del pueblo de San Petersburgo, tan impaciente como el ejército por manifestar su sorpresa y su beneplácito. Ante este júbilo unánime, la tentación de perdonar a los que han errado al hacer su compromiso es muy fuerte para una mujer sensible. No obstante, Isabel se resiste a ceder a una indulgencia que más tarde podría lamentar. Sabe, si no por experiencia, por atavismo, que la autoridad está reñida con la caridad. Con una prudencia calculada, decide saborear su dicha sin renunciar a su rencor. Como medida urgente de precaución, encarga al príncipe Nikita Trubetzkói que lleve a las diferentes embajadas la noticia de la ascensión al trono de Su Majestad Isabel I. Pero casi todos los ministros extranjeros ya han sido informados del acontecimiento, y de todos los diplomáticos, el más emocionado es sin duda alguna Su Excelencia Jacques-Joachim Trotti de La Chétardie, que ha hecho de esta batalla una cuestión personal. Este triunfo es, en cierta medida, su triunfo, y espera recibir muestras de agradecimiento tanto por parte de la principal beneficiaria como por la del gobierno francés.

Cuando La Chétardie se traslada en calesa al palacio de Invierno para saludar a la nueva zarina, los granaderos que han participado en el heroico tumulto del día anterior y que todavía vagan por las calles lo reconocen, lo escoltan y lo aclaman llamándolo bátiushka Frantsúz («nuestro padrecito francés») y «el protector de la hija de Pedro el Grande». A La Chétardie se le saltan las lágrimas. Piensa que los rusos tienen más corazón que los franceses y, para no quedarse a la zaga en lo que a familiaridad se refiere, invita a todos estos valientes militares a ir a brindar por la salud de Francia y de Rusia a los locales de la embajada. Sin embargo, cuando haga partícipe de esta anécdota a su ministro, Amelot de Chailloux, éste le reprochará su excesivo candor: «Los cumplidos que os han dirigido los granaderos y que, desgraciadamente, no habéis podido evitar, dejan al descubierto el papel que habéis desempeñado en la revolución», [44] le escribe el 15 de enero de 1742. En el intervalo, Isabel ha ordenado celebrar un tedeum, seguido de un servicio religioso para oficializar la ceremonia en la que la tropa presta juramento. Se ha ocupado asimismo de publicar un manifiesto justificando su advenimiento al trono «en virtud de nuestro derecho legítimo y a causa de nuestra proximidad de sangre con nuestro querido padre y nuestra querida madre, el emperador Pedro el Grande y la emperatriz Catalina Alexéievna, así como atendiendo a la súplica unánime y humildísima de aquellos que nos eran fieles». [45]

Como contrapartida a esta exaltación, se anuncian severas represalias. Los actores secundarios del complot se reúnen con sus principales «provocadores» (Münnich, Loewenwolde, Ósterman y Golovkin) en las casernas de la fortaleza San Pedro y San Pablo. El príncipe Nikita Trubetzkói, encargado de juzgar a los culpables, no pierde el tiempo con procedimientos inútiles. Unos magistrados designados expresamente para el caso lo asesoran en la exposición de las conclusiones, que en ningún caso admiten apelación. Un público numeroso, ávido de aplaudir la desgracia ajena, sigue hora tras hora las sesiones. Entre los inculpados figuran muchos extranjeros, lo que satisface a los «buenos rusos». Algunos de estos revanchistas se complacen en señalar, riendo, que se trata de un proceso contra Alemania instruido por Rusia. Cuentan que Isabel, escondida tras un cortinaje, no se pierde una palabra de los debates. En cualquier caso, es ella quien inspira e incluso dicta los veredictos. En la mayoría de los casos, el castigo es la muerte. Naturalmente, como antes del golpe de Estado juró abolir la pena capital en Rusia, Su Majestad se concede el inocente placer de indultar a los condenados en el último minuto. Ella cree que este sadismo teñido de magnanimidad es un instinto ancestral, pues, antes que ella, Pedro el Grande jamás vaciló en mezclar crueldad y lucidez, diversión y horror. Sin embargo, cada vez que el tribunal presidido por Nikita Trubetzkói decreta la muerte, hay que precisar el modo de ejecutarla. En la mayor parte de los casos, los asesores de Trubetzkói se contentarían con la decapitación con hacha. Pero, en lo que respecta a la suerte de Ósterman, en la sala se alzan voces que critican semejante humanidad en la aplicación del castigo supremo. A petición de Vasili Dolgoruki, recién regresado del exilio y rabiosamente deseoso de venganza, Ósterman es condenado al suplicio de la rueda antes de ser degollado; para Münnich, se prefiere que sea el descuartizamiento lo que preceda al golpe de gracia. Tan sólo los criminales de la categoría más baja tendrán la suerte de no ser torturados y llegar intactos ante el verdugo que deberá cortarles el cuello. Para no estropear la sorpresa final, el día de la ejecución, a la hora prevista, los culpables serán conducidos al cadalso ante una multitud ávida de ver correr la sangre de los «traidores» y, allí, un mensajero de palacio les comunicará que Su Majestad, en su infinita bondad, se ha dignado conmutarles la pena por el exilio a perpetuidad. En todos los casos, la muchedumbre, decepcionada al principio por verse privada de un espectáculo divertido, quiere despedazar a los beneficiarios del favor imperial, pero luego, como si tuviera una iluminación, bendice a la mátushka, que ha demostrado ser mejor cristiana que ellos al perdonar la vida a los «infames». Impresionados por tanta clemencia, algunos llegan a afirmar que esta medida excepcional se debe a la naturaleza profundamente femenina de Su Majestad y que, en su lugar, un zar se habría mostrado más riguroso en la manifestación de su ira. Estos mismos incluso rezan para que, en el futuro, sea siempre una mujer quien dirija Rusia. A su entender, el pueblo, en su desgracia, necesita más una madre que un padre. Mientras que todo el mundo ensalza a la zarina de corazón de oro, Münnich irá a enterrarse a Pelym, una aldea de Siberia a tres mil verstas de San Petersburgo, Loewenwolde acabará en Solikamsk, Ósterman en Berezov, en la región de Tobolsk, y Golovkin será abandonado en un pueblo cualquiera de Siberia, pues el lugar al que había que deportarlo estaba mal indicado en la hoja de ruta. En cuanto a los miembros de la familia Brunswick, con la ex regente Ana Leopóldovna a la cabeza, serán mejor tratados en razón de su elevada condición y permanecerán retenidos en Riga antes de ser enviados a Jolmogori, en el extremo norte.

Una vez eliminados los adversarios de su causa, Isabel se ocupa de cubrir los puestos clave dejados vacantes por los hombres con experiencia que ha sacrificado para despejar el terreno. Lestocq y Voróntsov se encargan del reclutamiento. Para suceder a Ósterman, llaman a Alexéi Petróvich Bestújiev, mientras que el hermano de éste, Mijaíl, toma el relevo de Loewenwolde en las funciones de montero mayor. En el estamento militar, se recompensa con los puestos más brillantes a los Dolgoruki, que han regresado del exilio. Para reparar las injusticias del reinado anterior, no se olvida ni siquiera a los subalternos concienzudos. Los nuevos perceptores del maná imperial se reparten los despojos de los vencidos. En una carta a Federico II, Mardefeld comenta este baile de beneficiarios en los siguientes términos: «Los perendengues, los trajes, las medias y la delicada ropa blanca del conde Loewenwolde han sido repartidos entre los chambelanes de la emperatriz, que estaban con una mano detrás y otra delante. De los cuatro gentileshombres de la Cámara nombrados en último lugar, hay dos que eran lacayos y otro que servía como palafrenero.» [46]

En cuanto a los principales instigadores del complot, se ven colmados, gracias a Isabel, por encima de sus expectativas. Lestocq recibe el título de conde, es nombrado consejero privado de Su Majestad, primer médico de la corte y director del «colegio de medicina», y se le asigna una pensión vitalicia de siete mil rublos al año. Mijaíl Voróntsov, Alexandr Shuválov y Alexéi Razumovski despiertan un buen día siendo camareros mayores y caballeros de la Orden de San Andrés. Por su contribución al éxito de la zarina el 25 de noviembre de 1741, toda la compañía de granaderos del regimiento Preobrazhenski pasa a ser una compañía de guardias de Corps personales de Su Majestad, con el nombre germano de Leib-Kompania. Todos y cada uno de los oficiales y suboficiales de esta unidad de elite sube un escalón en la jerarquía. Llevan prendido en el uniforme un emblema con la divisa: «Fidelidad y celo.» Algunos hasta reciben un título de nobleza hereditario, acompañado de tierras y de un regalo de dos mil rublos. En lo que se refiere a Alexéi Razumovski y Mijaíl Voróntsov, aunque no poseen ningún conocimiento militar, son nombrados tenientes generales, con la correspondiente percepción de dinero y tierras.

A pesar de esta reiterada generosidad, los artífices del golpe de Estado siguen pidiendo más. La prodigalidad que la zarina manifiesta hacia ellos, lejos de saciarlos, los trastorna. Creen que les está «todo permitido» porque lo han «dado todo». Su adoración por la mátushka se torna familiaridad, incluso desfachatez. En el ambiente de palacio, a los hombres de la Leib-Kompania se les llama los «granaderos creadores» porque han «creado» a la nueva soberana, o los «hijos mayores de Su Majestad» porque los trata con una indulgencia casi maternal. Irritado por la insolencia de estos advenedizos de baja estofa, Mardefeld se queja de ellos en un despacho al rey Federico II de Prusia: «[Los granaderos de la emperatriz] se niegan a moverse de la corte, donde están espléndidamente alojados […], se pasean por las galerías donde Su Majestad recibe, se mezclan con personalidades de primera línea […], apuestan en la misma mesa que la emperatriz, y su complacencia hacia ellos llega tan lejos que ya había firmado una orden para poner la figura de un granadero en el reverso de los rublos.» [47] En cuanto al embajador de Inglaterra, Edward Finch, en un informe del mismo mes y el mismo año a su gobierno, cuenta que un buen día los guardias de Corps destinados en palacio abandonaron sus puestos para protestar contra la sanción disciplinaria impuesta a uno de ellos por su superior, el príncipe de Hesse-Homburg, y Su Majestad se indignó porque se hubiera osado castigar a sus «hijos» sin pedirle permiso y acogió con los brazos abiertos a las víctimas de semejante iniquidad.

En la elección de sus colaboradores cercanos, Isabel siempre se esfuerza en dar preferencia a los rusos, pero, por más que desee evitarlo, muy a menudo se ve obligada a recurrir a extranjeros para realizar funciones que exigen un mínimo de competencia. Así pues, para cubrir los puestos de los ministerios y las cancillerías, en San Petersburgo reaparecen sucesivamente, a falta de personal cualificado, antiguas víctimas de Münnich. Los Devier y los Brevern, aupados de nuevo, acogen a otros alemanes, como Siewers y Flück. Para justificar estas inevitables excepciones al nacionalismo eslavo, Isabel invoca el ejemplo de su modelo, Pedro el Grande, que, según su propia expresión, quiso «abrir una ventana a Europa». Y en el corazón de esa Europa ideal está, efectivamente, Francia, con cualidades como la sutileza, la cultura y la ironía filosófica, pero también está Alemania, tan reflexiva, tan disciplinada, tan industriosa, tan rica en profesionales de la guerra y el comercio, tan abundantemente provista de príncipes y princesas casaderos… ¿Debe renunciar a proveerse, según sus necesidades, en uno u otro de estos viveros? ¿Es conveniente que, con el pretexto de rusificarlo todo, esté prohibido utilizar a hombres experimentados venidos de fuera? Su sueño sería conciliar las costumbres de la tierra con las enseñanzas del extranjero, enriquecer el culto de los rusófilos, tan amantes de su pasado, con algunos préstamos de Occidente, crear una Rusia alemana o francesa sin traicionar las tradiciones de la patria.

Al tiempo que vacila en definir su conducta entre los insistentes apremios del marqués de La Chétardie, que aboga por Francia, los de Mardefeld, que defiende los intereses de Alemania, y los de Bestújiev, que quiere ser ante todo ruso, Isabel debe tomar constantemente decisiones de política interior, cuya urgencia le parece asimismo evidente. En estas condiciones, reorganiza el antiguo Senado, que en lo sucesivo ostentará los poderes legislativo y judicial, sustituye el inoperante Gabinete por la Cancillería privada de Su Majestad, aumenta las multas de toda clase y las tasas del fielato y ordena atraer a «colonos» extranjeros para estimular el desarrollo de las regiones desérticas del sur de Rusia. Sin embargo, estas medidas de orden estrictamente administrativo no calman la profunda inquietud que la atenaza durante la noche. ¿Cómo asegurar el futuro de la dinastía? ¿Qué será del país si, por una u otra razón, debe transmitir el poder a otro? Al no tener hijos, sigue temiendo que, tras su desaparición o incluso como consecuencia de un complot, la suceda el ex zar niño, Iván VI, actualmente destronado. De momento, el bebé y sus padres están desterrados en Riga, pero son capaces de volver al socaire de una de esas revueltas a las que Rusia es tan aficionada. Para protegerse contra tal contingencia, a Isabel sólo se le ocurre una cosa: debe designar inmediatamente un heredero indiscutible. Y el abanico de posibilidades es tan reducido que no hay lugar para la duda: el beneficiario de esta carga suprema sólo puede ser, piensa ella, el hijo de su difunta hermana Ana Petrovna, el joven príncipe Carlos Pedro Ulrico de Holstein-Gottorp. Dado que el padre del muchacho, Carlos Federico de Holstein-Gottorp, murió a su vez en 1739, el huérfano, que ha cumplido catorce años, se encuentra bajo la tutela de su tío Adolfo Federico de Holstein, obispo de Lübeck. Aunque se conmovió ante la suerte del niño, Isabel nunca se ha ocupado realmente de él. De repente se siente obligada a sacrificarse por el espíritu de familia y a recuperar el tiempo perdido. Por parte del tío obispo no habrá ninguna dificultad. Pero ¿qué dirán los rusos? ¡Bah, no será la primera vez que se les presenta a un soberano con tres cuartas partes de sangre extranjera para que veneren! En cuanto Isabel fragua este proyecto, que compromete a todo el país, se entablan negociaciones secretas entre Rusia y Alemania.

Pese a las precauciones habituales, los rumores de las conversaciones no tardan en llegar a las diferentes cancillerías europeas. Inmediatamente, La Chétardie se alarma y empieza a devanarse los sesos para encontrar el modo de contraatacar este inicio de invasión germana. Intuyendo la hostilidad de una parte de la opinión pública, Isabel se apresura a quemar los puentes que va dejando atrás. Sin informar ni a Bestújiev ni al Senado, envía al barón Nicolás Korf a Kiel en busca del «heredero de la corona». Ni siquiera se ha tomado la molestia de pedir que le faciliten previamente un retrato del adolescente. Siendo el hijo de su bienamada hermana, sólo puede estar dotado de las más hermosas cualidades espirituales y físicas. Espera el encuentro con la emoción de una mujer embarazada, impaciente por ver los rasgos del hijo que el Cielo le dará al término de una larga gestación.

El viaje del barón Nicolás Korf se efectúa con tal discreción que la llegada de Pedro Ulrico a San Petersburgo, el 5 de febrero de 1742, pasa prácticamente inadvertida a los habituales de la corte. Al ver a su sobrino por primera vez, Isabel, que se preparaba para sentir un flechazo maternal, se queda helada de consternación. En lugar de la encantadora criatura que esperaba, se encuentra a un papanatas desgarbado, enfermizo, de mirada torva, que sólo habla alemán, no sabe hilvanar dos ideas, ríe solapadamente de vez en cuando y adopta una expresión de zorrillo acosado. ¿Es ése el regalo que tiene reservado para Rusia? Tragándose su decepción, le pone buena cara al recién llegado, le concede las insignias de la Orden de San Andrés, nombra a los profesores encargados de enseñarle ruso y pide al padre Simón Todorski que le enseñe las verdades de la religión ortodoxa, que en los sucesivo será la suya.

Los francófilos de Rusia ya temen que la introducción del príncipe heredero en el palacio favorezca a Alemania en la carrera por la influencia que la enfrenta a Francia. Los rusófilos, por su parte, llevan la xenofobia más lejos y lamentan que la zarina haya mantenido en el ejército a algunos jefes prestigiosos de origen extranjero, como el príncipe de Hesse-Homburg y los generales ingleses Peter de Lascy y Jacques Keith. Y sin embargo, estos emigrados de categoría superior que en el pasado dieron muestras de lealtad deberían estar por encima de toda sospecha. Es lícito esperar que antes o después, tanto en Rusia como fuera de ella, el sentido común se imponga a los secuaces del extremismo. Pero esta perspectiva no basta para apaciguar a los espíritus puntillosos y pusilánimes. Para tranquilizar a su ministro, Amelot de Chailloux, que insiste en creer que Rusia se le está «escapando», La Chétardie afirma que, pese a las apariencias, «aquí se venera a Francia». [48] Pero Amelot no tiene los mismos motivos que él para sucumbir al encanto de Isabel. El ministro considera que Rusia ya no es una potencia con la que se puede tratar de igual a igual y que sería peligroso contar con las promesas de un poder tan poco firme como el de la emperatriz. Vinculado con Suecia por sus recientes compromisos, no quiere escoger entre estos dos países y prefiere mantenerse al margen de sus desavenencias, sin comprometer su futuro ni con San Petersburgo ni con Estocolmo. Francia, que confía en que la situación se aclare por sí sola, juega en el ínterin con dos barajas en sus relaciones con Rusia, considera la posibilidad de ayudar a Suecia armando a Turquía y apoyando a los tártaros contra Ucrania, mientras Luis XV asegura a Isabel, a través de su embajador, que alberga sentimientos de fraternal comprensión hacia «la hija de Pedro el Grande». Pese a todas las decepciones que jalonaron en el pasado sus relaciones con París y Versalles, la zarina cede una vez más a la seducción de esta extraña nación, cuya lengua y cuyo espíritu no tienen fronteras. Incapaz de olvidar que estuvo a punto de ser la prometida de aquel con quien ahora quisiera firmar un acuerdo de alianza en debida forma, se niega a creer en un doble juego por parte de ese eterno compañero tan presto para sonreír y tan hábil para escabullirse. Por otro lado, esta confianza en la promesa de los franceses no le impide proclamar que ninguna amenaza, venga de donde venga, podrá obligarla a ceder una pulgada de tierra rusa, pues, dice, las conquistas de su padre le son «más preciosas que su propia vida». Tiene prisa por convencer a los estados vecinos, después de haber convencido a sus compatriotas. Le parece que su coronación en Moscú contribuirá más a su renombre internacional que todas las charlas entre diplomáticos. Tras las solemnidades religiosas del Kremlin, nadie volverá a atreverse a discutir su legitimidad ni a desafiar su poder. Para dar más peso aún a la ceremonia, decide llevar a su sobrino a la coronación de su tía Isabel I a fin de que asista a ella en calidad de heredero reconocido. Acaban de celebrar el catorce cumpleaños de Pedro Ulrico. Así pues, el muchacho está en edad de comprender la importancia del acontecimiento que se prepara con febril excitación.

Más de un mes antes del comienzo de las festividades moscovitas, todo el San Petersburgo de los palacios y las embajadas se vacía, como es habitual en tales casos, para trasladarse a la antigua capital de los zares. Un heterogéneo ejército de carruajes emprende el camino, amenazado ya por el deshielo. Dicen que son veinte mil caballos y treinta mil pasajeros calculando por lo bajo, acompañados de un convoy de carros de intendencia que transportan vajilla, ropa de cama, muebles, espejos, alimentos y unos ajuares de prendas de vestir -tanto masculinos como femeninos- tan bien surtidos que pueden hacer frente a semanas de recepciones y galas. El 11 de marzo, Isabel parte de su residencia de Tsárkoie Seló, donde ha querido descansar unos días antes de someterse a las grandes fatigas del triunfo. Se le ha preparado una carroza especial para que disfrute de todas las comodidades imaginables durante el viaje, cuya duración, teniendo en cuenta las paradas en las etapas, se prevé que será de un mes. El vehículo, tapizado de verde, está iluminado por amplias ventanas acristaladas en los costados. Es tan espacioso que se ha podido instalar en él una mesa de juego rodeada de sillas, un sofá y una estufa. Esta casa ambulante está tirada por doce caballos; detrás del carruaje trotan otros doce para facilitar el cambio en los paradores. Por la noche, las llamas de cientos de toneles de resina, dispuestos de trecho en trecho a lo largo del recorrido, iluminan el camino. A la entrada de todas las localidades, hasta las más pequeñas, se alza un pórtico decorado con vegetación. Cuando llega la carroza imperial, los habitantes, en traje de fiesta -los hombres a un lado y las mujeres al otro-, se prosternan cara al suelo, bendicen la aparición de Su Majestad haciendo la señal de la cruz y la aclaman deseándole larga vida. En los monasterios echan las campanas al vuelo cuando se acerca la comitiva, y los religiosos y los monjes salen de los santuarios para presentar sus iconos más venerables a la hija de Pedro el Grande.

La repetición de estos homenajes populares no cansa a Isabel, que ya los acepta como una agradable rutina. No obstante, siente la necesidad de concederse un descanso de unos días en Vsiesviátskoie antes de proseguir su camino. El 17 de abril de 1741, al amanecer, entra en Moscú mientras todos los carillones de la ciudad suenan al paso del cortejo. El 23 de abril, unos heraldos anuncian en las encrucijadas la noticia de la próxima coronación. Dos días más tarde, a la señal de una salva de artillería, la procesión se forma de nuevo según las indicaciones del organizador de las fiestas. Por voluntad de Isabel -suprema coquetería hacia esa Francia a la que, sin embargo, nada la une de forma duradera-, la tarea de dar brillantez y elegancia a su entronización se ha confiado a un francés llamado Rochambeau. La emperatriz va caminando, hierática, bajo un palio, desde la famosa «escalera roja» que adorna la fachada de su palacio del Kremlin hasta la catedral de la Asunción, al otro lado de la plaza. Veinte pajes que visten librea blanca guarnecida con trencilla de oro le llevan la cola. Todas las regiones del imperio han enviado a Moscú a sus representantes, los cuales forman una escolta abigarrada y silenciosa cuyo paso se adapta al de los sacerdotes que van en cabeza. El reverendo padre Ambrosio, asistido por Stepán, obispo de Pskov, repite una y otra vez la señal de la cruz al recibir a la procesión en la inmensa nave. Rociada de agua bendita y envuelta en humo de incienso, Isabel acepta, con una mezcla de dignidad y humildad, los signos sacramentales de la apoteosis. La liturgia se desarrolla según un rito inmutable, el mismo que tiempo atrás honró a Pedro el Grande y a Catalina I, y hace apenas once años a la funesta Ana Ivánovna, culpable de haber intentado apartar del trono a la única mujer que tiene derecho a sentarse actualmente en él.

A los fastos religiosos de la coronación suceden los festejos tradicionales. Durante ocho días todo son luces de fiesta, comilonas y reparto de vino entre la muchedumbre, mientras que los invitados insignes echan los bofes yendo de un baile a un espectáculo y de un banquete a una mascarada. Embriagada por este ambiente de franca cordialidad que reina en torno a su persona, Isabel da algunas muestras más de satisfacción a los que tan bien la han servido. Mientras que Alexandr Buturlin es nombrado general y gobernador de la Pequeña Rusia, oscuros parientes de la familia de la emperatriz por parte materna se ven agraciados con espléndidos títulos de condes y de chambelanes. Los Skavronski, los Hendrikov y los Efimovski pasan de la condición de campesinos enriquecidos a la de hidalgüelos de nuevo cuño. Se diría que Isabel trata de justificar su placer esforzándose en que los demás sean tan felices como ella ese gran día. Pero, en Moscú, la iluminación de las festividades aumenta los riesgos de incendio. Una noche, el palacio Golovín, donde Su Majestad ha establecido provisionalmente su domicilio, es presa de las llamas. Afortunadamente, sólo se queman las paredes y los muebles. Este absurdo contratiempo no debe influir en el ritmo del programa de festejos. Los obreros rusos trabajan deprisa cuando es por una buena causa, decide Isabel, pues ya han empezado a levantar las ruinas del edificio medio calcinado. Mientras lo reconstruyen y lo acondicionan a marchas forzadas, ella se traslada a otra casa que ha conservado en Moscú, a orillas del Yauza, y luego a la que posee en Pokróvskoie, a cinco verstas de allí, y que antaño perteneció a un tío de Pedro el Grande. En este palacio reúne todos los días, para bailar, comer y reír, a más de novecientas personas.

Los teatros tampoco se vacían. Mientras la corte aplaude la ópera La clemencia de Tito, del compositor alemán Johann Adolf Hasse, y un ballet alegórico que ilustra el retorno de la «edad de oro» en Rusia, La Chétardie se entera con terror de que una de las cartas dirigidas por Amelot de Chailloux al embajador francés en Turquía ha sido interceptada por los servicios secretos austríacos y de que ésta contenía críticas injuriosas de la zarina, así como una profecía que anunciaba el desmoronamiento del imperio ruso, «que no puede sino abismarse en su primitiva nada». Abrumado por esta metedura de pata diplomática, La Chétardie confía en atenuar su efecto en el tremendamente susceptible humor de la emperatriz mediante hábiles explicaciones. Pero la torpeza del ministro la ha herido profundamente y, pese a la intervención de Lestocq, que se afana en defender a Francia alegando que La Chétardie y Amelot apoyan la idea de un acuerdo francorruso, Isabel se niega a aceptar la arriesgada apuesta que le proponen y decide retirar su confianza al embajador y al país que representa. Cuando La Chétardie llega al palacio para defender su inocencia en un malentendido que «deplora y reprueba» tanto como ella, lo hace esperar dos horas en la antecámara, con sus damas de honor, y al salir de sus aposentos le anuncia que no puede recibirlo ni ese día ni los siguientes, y que en lo sucesivo tendrá que dirigirse a su ministro, o sea, a Alexéi Bestújiev, pues, para tratar con un país, sea el que sea, «Rusia, señor, no necesita ningún intermediario».

A despecho de semejante filípica, La Chétardie se aferra a una esperanza de reconciliación, protesta, escribe a su gobierno, le suplica a Lestocq que intervenga de nuevo ante Su Majestad Isabel I. ¿Acaso la emperatriz no confía totalmente en su médico, ya sea para curarla o para aconsejarla? Sin embargo, aunque las drogas de Lestocq en ocasiones se han revelado eficaces contra los leves males que padece, sus exhortaciones políticas caen en saco roto. Isabel, sorda y ciega en lo referente a este asunto, se ha encerrado en el rencor. Lo único que La Chétardie consigue obtener de ella, a fuerza de gestiones y súplicas, es que le conceda una audiencia privada. El embajador acude con el deseo de redimirse con unas cuantas palabras y sonrisas, pero se topa con una estatua de glacial desdén. Isabel le confirma su intención de romper sus vínculos con Versalles, aunque conservando el aprecio y la amistad por un país que no ha sabido aprovechar su buena disposición hacia la cultura francesa. La Chétardie se retira con las manos vacías y desalentado.

Al mismo tiempo, el brusco cambio de postura de Federico II, que, dando la espalda a Francia, se ha acercado a Austria, agrava la situación personal del embajador. En esta nueva coyuntura, La Chétardie no puede seguir contando con el embajador de Prusia, Mardefeld, para apoyar su intento de alcanzar un pacto francorruso. Desesperado, se le ocurre la idea de hacer que el trono de Curlandia, vacante desde el año anterior como consecuencia de la caída en desgracia y el exilio de Bühren, se otorgue a alguien cercano a Francia, concretamente a Mauricio de Sajonia. Se podría aprovechar la circunstancia -¡siempre es posible un milagro a orillas del Nevá, patria de los locos y de los poetas!- para sugerir a este último que pidiera la mano de Isabel. Si, por mediación de un embajador francés, la emperatriz de Rusia se casara con el más brillante de los jefes militares al servicio de Francia, las pequeñas afrentas de ayer quedarían rápidamente borradas. La alianza política entre los dos estados se vería reforzada por una alianza sentimental que haría esa unión inatacable. Semejante enlace representaría un triunfo sin precedentes para la carrera del diplomático y para la paz mundial.

Decidido a apostarlo todo a esta última carta, La Chétardie se dedica a perseguir a Mauricio de Sajonia, que unos meses antes ha entrado victorioso en Praga a la cabeza de un ejército francés. Sin revelarle exactamente sus planes, lo apremia a ir urgentemente a Rusia, donde, afirma, la zarina estaría encantada de acogerlo. Atraído por esta prestigiosa invitación, Mauricio de Sajonia no dice que no. Poco después, llega a Moscú, orgullosísimo de sus éxitos militares. Isabel, que desde el principio ha entendido el significado de una visita tan inesperada, se divierte con esta cita entre galante y política, preparada por el incorregible embajador francés. Dado que Mauricio de Sajonia es un hombre apuesto y un excelente conversador, está encantada con el pretendiente tardío que La Chétardie se ha sacado de repente de la manga. Baila con él, charla horas y horas a solas con él, cabalga a su lado, vestida de hombre, por las calles de la ciudad, admira en su compañía unos fuegos artificiales «conmemorativos», suspira lánguidamente contemplando el claro de luna por las ventanas de palacio, pero a ninguno de los dos se le ocurre expresar el menor sentimiento que los comprometería para el futuro. Como si disfrutaran de una especie de recreo en la corriente de su vida cotidiana, ambos se prestan al agradable juego de la coquetería sabiendo que ese intercambio de sonrisas, de miradas y de cumplidos no conducirá a nada. Por más que La Chétardie avive las brasas, éstas no prenden. Al cabo de unas semanas de esgrima amorosa, Mauricio de Sajonia se marcha de Moscú para reunirse con su ejército, que, extenuado y desorganizado, está a punto, según dicen, de evacuar Praga.

De camino hacia su destino de gran soldado vasallo de Francia, escribe a Isabel unas cartas de amor ensalzando su belleza, su majestad, su gracia, evocando una velada «particularmente placentera», cierto «vestido de muaré blanco», cierta cena en la que no era el vino lo que embriagaba, la cabalgada nocturna alrededor del Kremlin… Ella lee, se enternece y lamenta un poco encontrarse sola tras la exaltación de ese simulacro de esponsales. A Bestújiev, que le aconseja firmar un tratado de alianza con Inglaterra, país que, desde el punto de vista de la emperatriz, tiene el defecto de mostrarse hostil a la política de Versalles con demasiada frecuencia, le contesta que jamás será enemiga de Francia, «pues le debo demasiado». ¿En quién piensa al pronunciar esta frase que revela sus sentimientos íntimos? ¿En Luis XV, al que jamás ha visto, a quien estuvo prometida por puro azar y que tantas veces ha traicionado su confianza? ¿En el intrigante La Chétardie, que también está a punto de abandonarla? ¿En su oscura institutriz, la señora Latour, y en el episódico preceptor, el señor Rambour, que en su juventud, en Ismailovo, la iniciaron en las sutilezas de la lengua francesa? ¿En Mauricio de Sajonia, que escribe preciosas cartas de amor pero cuyo corazón permanece frío?

Mientras que La Chétardie, reclamado por su gobierno, se prepara para una audiencia de despedida en palacio, Isabel lo convoca y le propone de inmediato que la acompañe en la peregrinación que desea hacer al monasterio de la Trinidad y San Sergio, no lejos de Moscú. Halagado por gozar de nuevo de su simpatía, el embajador va con ella a este lugar destacado de la fe ortodoxa, donde es alojado cómodamente con el séquito de la zarina, y durante ocho días no la deja ni a sol ni a sombra. A decir verdad, Isabel está encantada de esta discreta «camaradería». La Chétardie la acompaña a iglesias y salones. Entre los cortesanos ya se murmura que «el galo» está a punto de tomar el relevo de Mauricio de Sajonia en los favores de Su Majestad.

Sin embargo, en cuanto la pequeña tropa imperial regresa a San Petersburgo, La Chétardie debe admitir que, una vez más, ha cantado victoria demasiado pronto. Recuperando la sangre fría tras un breve extravío muy femenino, Isabel vuelve a tratar a La Chétardie con la actitud reservada e incluso distante de sus conversaciones precedentes. Una vez tras otra, lo manda llamar para luego olvidar presentarse a la cita, y un día que el embajador se queja en su presencia de Bestújiev, cuya hostilidad hacia Francia raya, según él, en la obsesión, la emperatriz lo pone en su sitio con una frase mordaz: «Nosotros no condenamos a la gente antes de haber demostrado sus crímenes.» [49] Con todo, en vísperas de la marcha de La Chétardie, le hace llevar una tabaquera cuajada de diamantes, con su retrato en miniatura en el centro.

Esta necesaria separación de un personaje que la ha seducido e irritado alternativamente llena a Isabel de tanta tristeza como si hubiera perdido a un amigo. Estando La Chétardie en una posta, durante el camino de regreso a París, le da alcance un emisario de Isabel. El hombre le entrega una misiva sellada en la que sólo hay escritas estas palabras: «Jamás arrancarán a Francia de mi corazón.» [50] ¿No es eso el grito de una amante abandonada? Pero ¿por quién? ¿Por un embajador? ¿Por un rey? ¿Por Francia? Isabel ya no tiene muy claros sus sentimientos. Si bien sus súbditas tienen derecho a soñar, a ella le está vedada esa inocente diversión. Dejada por alguien cuya importancia siempre ha negado, debe dominarse para volver a la realidad y pensar en su sucesión como emperatriz, en lugar de pensar en su vida de mujer. El 7 de noviembre de 1742 publica un manifiesto en el que concede solemnemente al duque Carlos Pedro Ulrico de Holstein-Gottorp los títulos de gran duque, príncipe heredero y Alteza Imperial con el nombre ruso de Pedro Fiódorovich. Al mismo tiempo, confirma su intención de no casarse. En realidad, teme decepcionar, casándose con un hombre de condición inferior o con un príncipe extranjero, no sólo a los valientes hombres de la Leib-Kompania sino a todos los rusos ligados al recuerdo de su padre, Pedro el Grande. Considera que su vocación continúa siendo el celibato. Para ser digna del papel que pretende desempeñar, es preciso que renuncie a toda unión oficialmente bendecida por la Iglesia y permanezca fiel a su imagen de Tsar-diévitsa, la «Virgen imperial», ya celebrada por la leyenda rusa.

Lo que teme, en cambio, es que el adolescente al que ha escogido como heredero, al que ha hecho bautizar según el rito ortodoxo con el nombre de Pedro Fiódorovich y que tiene muy poca sangre rusa en las venas, se niegue a olvidar su verdadera patria. De hecho, pese a los esfuerzos de su mentor, Simón Todorski, el gran duque Pedro siempre se inclina instintivamente hacia sus orígenes. Por lo demás, lo que alienta su culto a su Alemania natal es el propio aspecto de la sociedad, de las calles y las tiendas de San Petersburgo. Le basta mirar a su alrededor para comprobar que la mayoría de la gente, tanto en el palacio como en los ministerios, habla alemán con más fluidez que el ruso. En la lujosísima perspectiva Nevski hay muchas tiendas alemanas; fuera de ella, se leen los rótulos de los establecimientos hanseáticos y abundan los templos luteranos. Cuando, en uno de sus paseos, Pedro Fiódorovich se presenta en el puesto de guardia de un cuartel, el oficial al que se dirige casi siempre le contesta en alemán. El simple hecho de oír su lengua materna hace que Pedro lamente hallarse exiliado en esa ciudad que, pese a todo su esplendor, le es menos querida que la aldea más insignificante del Schleswig-Holstein. Como reacción contra el deber que se le ha impuesto de adaptarse, toma aversión al vocabulario ruso, a la gramática rusa, a las costumbres rusas. Poco falta para que odie a Rusia por no ser alemana. Confiesa a quien quiera escucharle: «Yo no he nacido para los rusos, no les convengo.» Escoge a sus amigos entre los germanófilos declarados, constituyéndose así una pequeña patria de consolación en medio de la gran patria de los demás. Rodeado de una restringida corte de simpatizantes, pretende vivir con ellos en Rusia como si su misión fuera colonizar ese país atrasado e inculto.

Isabel, testigo impotente de la obsesión de ese muchacho al que ha querido integrar por la fuerza en una nación en la que se siente totalmente extranjero, piensa con angustia que el poder de una soberana, en principio absoluto, se revela incapaz de modelar un alma rebelde. Se pregunta si, creyendo actuar por el bien de todos, no ha cometido el error más grave de su vida al confiar el porvenir del imperio de Pedro el Grande a un príncipe que, manifiestamente, detesta a Rusia y a los rusos.

Capítulo ocho

Trabajos y placeres de una autócrata

La gran tarea de Isabel consiste en vivir a su antojo sin descuidar demasiado los intereses de Rusia. Un equilibrio difícil de mantener en un mundo donde el trueque de sentimientos está tan extendido como el de mercancías. En ocasiones se pregunta si, ante la obstinación de Luis XV en negarse a tenderle la mano, no debería seguir más bien el ejemplo de su sobrino y buscar la amistad de Prusia, que se muestra más dispuesta a comprenderla. Aunque su «hijo adoptivo» sólo tiene quince años, ya piensa en buscarle una novia, si no del todo alemana, al menos nacida y criada en las tierras de Federico II. Al mismo tiempo, no renuncia a la esperanza de restablecer las buenas relaciones con Versalles y encarga a su embajador, el príncipe Kantémir, que haga saber discretamente al rey que la zarina lamenta la marcha del marqués de La Chétardie y que se alegraría de volver a verlo en la corte. Éste ha sido reemplazado en San Petersburgo por un ministro plenipotenciario, el señor D’Usson d’Allion, un personaje envarado por el que la emperatriz no siente ni inclinación ni estima.

En vista de que los franceses continúan decepcionándola, se consuela imitando, a su manera, las modas de ese país que admira pese a sus representantes oficiales. Este entusiasmo se traduce en una pasión desenfrenada por la ropa, las joyas, los perifollos y las muletillas que llevan el sello parisiense. Como se cambia tres veces de vestido en el transcurso de un baile, pues bailar la hace sudar copiosamente, no pierde ocasión de aumentar su vestuario. En cuanto le comunican la llegada de un barco francés al puerto de San Petersburgo, ordena inspeccionar la carga y exige que le lleven las últimas novedades de los costureros de París, a fin de que ninguna de sus súbditas las vean antes que ella. Sus preferencias se dirigen hacia los colores subidos y las telas sedosas, bordadas en oro o en plata. No obstante, le gusta vestirse de hombre para sorprender a los que componen su entorno por el delicado perfil de sus pantorrillas y la finura de sus tobillos. Dos veces por semana hay mascarada en la corte. Su Majestad participa disfrazada de atamán cosaco, de mosquetero de Luis XIII o de marino holandés. Como, a su entender, con ropas masculinas supera a todas sus invitadas habituales, instituye bailes de disfraces a los que, por orden suya, las mujeres asisten con traje y calzón a la francesa, y los hombres con falda y miriñaque. Tremendamente celosa de la belleza de sus congéneres, no tolera ninguna competencia en materia de acicalamiento y tocado. En una ocasión, decide ir a un baile con una rosa en los cabellos y descubre, indignada, que Natalia Lopujin, famosa por sus éxitos en sociedad, también luce una en lo alto de su peinado. Semejante coincidencia no puede ser fortuita, piensa Isabel. Ella la interpreta como una flagrante ofensa al honor imperial. De modo que, tras interrumpir a la orquesta en medio de un minué, obliga a la señora Lopujin a arrodillarse, pide unas tijeras, corta con rabia la flor responsable junto con los mechones artísticamente rizados que rodean el tallo, abofetea a la desdichada en ambas mejillas ante un grupo de cortesanos atónitos, hace una seña a los músicos y sigue bailando. Al final de la pieza, alguien le susurra al oído que la señora Lopujin se ha desmayado de vergüenza. Encogiéndose de hombros, la zarina masculla entre dientes: «¡Esa imbécil no ha hecho sino recibir su merecido!» Inmediatamente después de esta pequeña venganza femenina, recobra su serenidad habitual, como si la que ha actuado un momento antes hubiera sido otra persona en su lugar. Asimismo, cuando, durante un paseo por el campo, uno de sus últimos bufones, Aksakov, le enseña con ánimo de broma un puerco espín que acaba de capturar vivo y que lleva metido en el sombrero, profiere un grito de horror, sale corriendo hacia su tienda y ordena poner al insolente en manos del verdugo, a fin de que expíe con la tortura el crimen de haber «asustado a Su Majestad». [51] Estas represalias intempestivas corren parejas en Isabel con súbitos accesos de devoción. La espontaneidad con que se arrepiente es comparable a la facilidad con que se exaspera, y así, a veces se impone peregrinaciones que la obligan a caminar hasta el límite de sus fuerzas, a tal o cual lugar santo. Permanece horas de pie en la iglesia y observa escrupulosamente los días de ayuno, hasta el punto de sufrir en ocasiones un síncope al levantarse de la mesa sin haber comido nada. Al día siguiente tiene una indigestión por tratar de recuperar el «tiempo perdido». Todo es exagerado e inesperado en su comportamiento. Le gusta tanto sorprender a los demás como sorprenderse a sí misma. Desordenada, caprichosa, con poca cultura, sin respeto por los horarios que ella misma se fija, tan presta a castigar como a olvidar, campechana con los humildes, altanera con los grandes, asidua visitante de las cocinas para aspirar el olor de los platos que allí guisan, propensa a reír y a gritar sin venir a cuento, da a sus allegados la impresión de ser una ama de casa del antiguo régimen, cuyo gusto por los perendengues franceses no ha acabado con su sana rusticidad eslava.

En la época de Pedro el Grande, los habituales de la corte tenían que aguantar ser invitados a las «asambleas» que éste había instituido a fin de iniciar, creía él, a sus súbditos en los usos occidentales, y que no eran sino aburridas reuniones de aristócratas sin pulir, condenados por el Reformador a la obediencia, el disimulo y las reverencias. Durante el reinado de Ana Ivánovna, estas asambleas se habían convertido en focos de intriga y de inquietud. Un terror sordo imperaba en ellas bajo la máscara de la cortesía. La sombra del demoníaco Bühren merodeaba entre bastidores. Y he aquí que, ahora, una princesa cautivada por los vestidos, los bailes y los juegos pide que la gente vaya a sus salones a divertirse. De tarde en tarde, la anfitriona imperial tiene accesos de cólera o impone innovaciones insólitas, es cierto, pero todos sus invitados reconocen que por primera vez se respira en el palacio una mezcla de sencillez rusa y elegancia parisiense. En lugar de ser cargas protocolarias, estas visitas al templo de la monarquía se presentan por fin como oportunidades para divertirse en sociedad.

No contenta con organizar reuniones «nuevo estilo» en sus numerosas residencias, Isabel obliga a las familias más prestigiosas del imperio a dar bailes de máscaras bajo el propio techo. El maestro de ballet francés Landet es quien ha enseñado a toda la corte los pasos del minué. Muy pronto afirmará que en ninguna parte florecen mejor la galantería y la compostura que bajo su dirección, a orillas del Nevá. Los miembros de ese mundillo se reúnen en las casas particulares a las seis de la tarde; bailan y juegan a las cartas hasta las diez; luego, la emperatriz, rodeada de algunos personajes privilegiados, se sienta a la mesa para cenar, mientras los demás invitados comen de pie, codo con codo, esforzándose en no ensuciar sus atavíos durante este refrigerio acrobático; una vez que Su Majestad ha dado el último bocado, se reanuda el baile, que proseguirá hasta las dos de la madrugada. Para complacer a la protagonista de la fiesta, el menú es abundante a la par que refinado. A Su Majestad le gusta la cocina francesa, y sus chefs -primero Fornay, luego el alsaciano Fuchs- son los encargados de hacerla triunfar en los grandes banquetes a cambio de un salario de ochocientos rublos al año. La admiración de Isabel por Pedro el Grande no llega hasta el extremo de imitarlo en su pasión por las comilonas pantagruélicas y las borracheras mortales. Sin embargo, le debe su atracción por la consistente gastronomía nacional. Sus platos preferidos, fuera de las comidas de gala, son los blinis, la kulibiac (empanada) y la sémola de alforfón. En los festines solemnes de la Leib-Kompania, a los que se presenta con uniforme de capitán del regimiento (siempre la obsesión por los disfraces masculinos), da la señal para las libaciones vaciando de un trago grandes vasos de vodka.

Esta alimentación excesivamente nutritiva y esta afición al alcohol se traducen en Su Majestad en una gordura prematura y una antiestética cuperosis en las mejillas. Cuando ha comido y bebido copiosamente, se concede una hora o dos de siesta. Para hacer más agradable este descanso, compuesto de somnolencia y meditación, recurre a los servicios de algunas mujeres que, por turnos, le hablan en voz baja y le rascan la planta de los pies. Una de las especialistas en estos cosquilleos soporíferos es Elizaveta Ivánovna Shuválov, la hermana del nuevo favorito de Su Majestad, Iván Ivánovich Shuválov. Como, durante estas sesiones de frotamientos adormecedores, la zarina la hace depositaria de sus confidencias, en la corte la llaman «el verdadero ministro de Asuntos Exteriores de la emperatriz». Cuando la zarina se despierta, las rascadoras ceden el puesto al escogido del momento. Unas veces es Iván Shuválov, otras el chambelán Vasili Chulkov, Simón Narishkin, eterno pretendiente de Su Majestad, Shubin, un simple soldado de su guardia, o el indestructible y acomodaticio Alexéi Razumovski.

Este último, el más asiduo y respetado de todos, es conocido entre los familiares de Isabel como «el emperador nocturno». Aunque la emperatriz lo engaña, no puede prescindir de él. Tan sólo entre sus brazos tiene la sensación de dominar y a la vez ser dominada. Cuando oye sonar en sus oídos la voz grave del antiguo chantre de la capilla imperial, le parece que quien se dirige a ella es la Rusia profunda. Razumovski habla con el rudo acento ucraniano, sólo dice cosas sencillas y, cosa rara en el entorno de la zarina, no reclama nada para sí mismo. Todo lo más accede a que su madre, Natalia Demiánovna, comparta la suerte de que goza él en la actualidad. Sin embargo, teme el contacto de la corte para una mujer de su condición, acostumbrada a la discreción y la pobreza. La primera visita de Natalia Demiánovna al palacio es un acontecimiento. Se ha procurado que su vestimenta esté a la altura de la circunstancia. Al ver entrar en sus aposentos a esta viuda de un mujik vestida con ropa de gala, Isabel, olvidando su altanería, exclama con gratitud: «¡Bendito sea el fruto de tus entrañas!» Pero la madre de su amante carece por completo de ambición. Nada más ser nombrada dama de honor de Su Majestad y alojada en palacio, «la Razumijina», [52] como la llaman con desprecio a sus espaldas, solicita autorización para marcharse de la corte. Oculta en un humilde alojamiento, a salvo de las maledicencias, vuelve a ponerse sus ropas de campesina.

Alexéi Razumovski comprende perfectamente el terror de esta mujer del pueblo ante los excesos de la gloria e insiste ante Su Majestad para que dispensen a su madre de los honores que tanto ansían otros. Él mismo, pese a su elevada posición y su fortuna, se niega a creerse digno de la felicidad que le ha correspondido. Cuanto más aumenta su influencia sobre Isabel, menos desea meterse en política. Pero, lejos de perjudicarle, esta indiferencia hacia las intrigas y las prebendas refuerza la confianza que le otorga su imperial amante. La emperatriz va a todas partes con él, orgullosa de este compañero cuyos únicos méritos para gozar del respeto de la nación son los que ella le ha otorgado. Exhibiéndolo, lo que exhibe es su obra, lo que presenta a la consideración de sus contemporáneos es su Rusia personal. Es como si le debiera la vida, por lo mucho que desea el éxito de su favorito en el vano tumulto del mundo. Mientras que él parece desdeñar las distinciones oficiales, ella se alegra, tanto por sí misma como por él, cuando Alexéi recibe un diploma de Carlos VII por el que se le confiere el título de conde del Sacro Imperio romano germánico. Cuando Isabel lo nombre mariscal de campo, él sonreirá irónicamente y le dará las gracias con una frase que lo describe a la perfección: «Lisa, puedes hacer de mí lo que quieras, pero jamás harás que se me tome en serio, ni siquiera como simple teniente.» [53] Cada vez que, en la intimidad, la llama Lisa, ella se derrite de agradecimiento y se siente doblemente soberana. Razumovski no tarda en dejar de ser considerado por toda la corte simplemente el «emperador nocturno», para convertirse en un príncipe consorte tan legítimo como si un sacerdote hubiera consagrado su unión con Isabel. Por lo demás, desde hace unos meses corre el rumor de que la emperatriz se ha casado con él, en secreto, en la iglesia del pueblecito de Perovo, cerca de Moscú. Al parecer, la pareja ha sido bendecida por el padre Dubianski, capellán de la emperatriz y guardián de sus pensamientos secretos. Ningún cortesano ha asistido a esta boda clandestina. Aparentemente, nada ha cambiado en las relaciones de la zarina y su favorito. Si Isabel ha querido recibir este sacramento a escondidas es simplemente para meterse a Dios en el bolsillo. Por muy disoluta y violenta que sea, necesita creer en la presencia del Altísimo tanto en su vida cotidiana como en el ejercicio del poder. Esta ilusión de un acuerdo sobrenatural la ayuda a mantener el equilibrio en medio de las numerosas contradicciones que la sacuden.

Ahora, Razumovski va a verla por la noche con total impunidad, puesto que han recibido los sacramentos de la Iglesia. Esta nueva situación debería incitarlos a intercambiar sus opiniones políticas con tanta confianza y espontaneidad como las caricias, pero Razumovski sigue sin decidirse a abandonar su neutralidad. Claro que, aunque él nunca impone su voluntad a Isabel en las decisiones esenciales, ella sabe muy bien cuáles son sus verdaderas preferencias. Guiado por su instinto de hombre de la tierra, aprueba en conjunto las ideas nacionalistas del canciller Bestújiev. Por lo demás, los intereses de los estados cambian tan deprisa en esos años en que unos están en guerra y otros se preparan para estarlo, y en que la búsqueda de alianzas es la principal ocupación de todas las cancillerías, que resulta difícil ver con claridad en el rompecabezas europeo. En cualquier caso, lo que es seguro es que las hostilidades entre Rusia y Suecia, imprudentemente desencadenadas en 1741, durante la regencia de Ana Leopóldovna, tocan a su fin. Tras varias victorias rusas, obtenidas por los generales Lascy y Keith sobre los suecos, el 8 de agosto de 1743 se firma la paz entre los dos países. Por el tratado de Abo, Rusia devuelve algunos territorios recientemente conquistados pero conserva la mayor parte de Finlandia. Ahora que ha resuelto definitivamente las discrepancias que la enfrentaban a los belicistas de Estocolmo, Isabel espera que Francia se muestre menos hostil a un entendimiento con ella. Sin embargo, en el intervalo, San Petersburgo ha firmado un pacto de amistad con Berlín, cosa que Versalles ve con muy malos ojos. Es preciso desplegar de nuevo toneladas de seducción para adormecer las susceptibilidades y renovar las promesas.

En ese momento es cuando estalla un asunto para el que ni Bestújiev ni Isabel están preparados. En pleno verano, en San Petersburgo se habla de una conspiración fomentada entre la más alta nobleza, por instigación del embajador de Austria, Botta d’Adorno, y destinada a derrocar a Isabel I. Al parecer, esta camarilla sin escrúpulos pretende nada menos que ofrecer el trono a la familia Brunswick, reunida en torno al pequeño Iván VI. En cuanto estas revelaciones llegan a sus oídos, Isabel ordena arrestar al imprudente Botta d’Adorno, pero éste, oliéndose el peligro, ya se ha marchado de Rusia. Se dice que está camino de Berlín y que se dirige a Austria. No obstante, si bien el diplomático felón ha podido escapar, sus cómplices rusos siguen allí. Los más comprometidos pertenecen, de cerca o de lejos, al clan Lopujin. Isabel no olvida que tuvo que abofetear a Natalia Lopujin, en pleno baile, a causa de una rosa con la que a la desvergonzada se le había antojado adornarse el pelo. Además, esa mujer fue amante del mariscal de corte Loewenwolde, recientemente exiliado a Siberia. Dos razones para que Su Majestad no aprecie a la rival. Pero, para la zarina, ciertos miembros de la conjura son todavía más detestables. En la primera línea de los inculpados coloca a la esposa de Mijaíl Bestújiev, una Golovkin hermana de un antiguo vicecanciller, cuñada del canciller Alexéi Bestújiev, actualmente en funciones, y viuda, por un matrimonio anterior, de uno de los colaboradores más cercanos de Pedro el Grande, Yagujinski.

En espera de que se detenga y se procese a los culpables rusos, Isabel confía en que Austria sancione severamente a su embajador. Pero, a pesar de que el rey Federico II ha expulsado a Botta nada más llegar éste a Berlín, la emperatriz María Teresa recibe al diplomático en Viena y se contenta con amonestarlo. Decepcionada por las tímidas reacciones de dos soberanos extranjeros que creía más firmes en sus convicciones monárquicas, Isabel se venga haciendo encerrar a la pareja principesca de los Brunswick y a su hijo, el pequeño Iván VI, en la fortaleza marítima de Dunamunda, en el Duna, donde estarán mejor vigilados que en Riga. También quiere separarse de Alexéi Bestújiev, cuya familia se ha visto comprometida, pero, seguramente apaciguada por los consejos de Razumovski, partidario de la moderación en el manejo de los asuntos públicos, deja al canciller en su puesto.

Sin embargo, como necesita víctimas para calmar su furia contenida, decide que el peso del castigo caiga sobre la señora Lopujin, su hijo Iván y algunos de sus allegados. Lo que Isabel exige ahora para Natalia Lopujin no es una bofetada, sino horribles torturas, y a sus cómplices les espera la misma suerte. Bajo los efectos del knut, las tenazas y las quemaduras con hierro candente, Natalia Lopujin, su hijo Iván y la señora Bestújiev repiten, retorciéndose de dolor, las calumnias que han oído de boca de Botta. Pese a la falta de pruebas materiales, un tribunal de excepción, compuesto por varios miembros del Senado y tres representantes del clero, condena a todos los «culpables» a la rueda, el descuartizamiento y la decapitación. Esta sentencia ejemplar brinda a Isabel la oportunidad de decidir, en el transcurso de un baile, que perdonará la vida a los miserables que han osado conspirar contra ella y que se limitará a darles una «lección» en público. Ante el anuncio de esta extraordinaria medida de clemencia, todos los presentes ensalzan a coro la bondad evangélica de Su Majestad.

El 31 de agosto de 1743 erigen un cadalso ante el palacio de los Colegios. En presencia de una enorme afluencia de curiosos, el verdugo desnuda brutalmente a la esposa de Mijaíl Bestújiev. Como ella ha tenido tiempo de entregarle una valiosa joya en forma de cruz antes de que comience el suplicio, él se limita a rozarle la espalda con el látigo y a pasarle un cuchillo por la punta de la lengua, sin cortar la carne. La dama soporta este simulacro de azotes y heridas con una dignidad heroica. Natalia Lopujin, menos segura de sus nervios, se defiende desesperadamente cuando los ayudantes del verdugo le rasgan la ropa. La multitud permanece muda de asombro ante la desnudez súbitamente revelada de esta mujer, a la que incluso su desgracia embellece. Luego, algunos espectadores, ávidos de presenciar la continuación, gritan de impaciencia. Presa del pánico ante este desencadenamiento de odio salvaje, la infeliz intenta escapar de su torturador, lo insulta y le muerde la mano. El verdugo, furioso, le aprieta el cuello, le hace abrir las mandíbulas a la fuerza, empuña el arma del sacrificio y, un instante después, presenta a la eufórica multitud un trozo de carne chorreando sangre. «¿Quién quiere la lengua de la bella señora Lopujin? -dice-. ¡Es una suculenta pieza y la vendo a buen precio! ¡La lengua de la bella señora Lopujin por un rublo!» [54] Esta manera de invitar a reír por parte de un verdugo es moneda corriente en la época. Pero esta vez el público permanece más atento que de costumbre al desarrollo de las operaciones, pues Natalia Lopujin acaba de desmayarse de dolor y de vergüenza. El verdugo la reanima propinándole fuertes azotes con el knut. Cuando la dama vuelve en sí, la echan a un carro que la conducirá a Siberia. Su esposo se reunirá con ella en Seleguinski, no sin antes haber sido severamente fustigado. Él morirá allí unos años después, en el más absoluto abandono. En cuanto a la señora Bestújiev, llevará durante bastante tiempo una vida miserable en Yakutsk, padeciendo hambre, frío y la indiferencia de los habitantes, que no se atreven a comprometerse relacionándose con una réproba. Sin embargo, en San Petersburgo, su marido, Mijaíl Bestújiev, el hermano del canciller Alexéi Bestújiev, prosigue su carrera en la diplomacia, y su hija resplandece en la corte de Su Majestad.

Al resolver el caso Botta, Isabel ha tenido la impresión de hacer la limpieza que necesitaba su imperio. Alexéi Bestújiev, que ha conservado sus prerrogativas ministeriales pese a la desgracia que acaba de abatirse sobre la mayor parte de sus familiares, incluso podría decirse a sí mismo que su prestigio se ha visto reforzado por el revés que ha estado en un tris de sufrir. Sin embargo, en Versalles, Luis XV persiste en su intención de enviar a La Chétardie en misión de reconocimiento junto a la zarina, a la que, según sus informadores, no le desagradaría reanudar sus asaltos con florete contra un francés cuyas galanterías no hace mucho la divertían. Aunque es tan veleidosa que, según los mismos «conocedores del alma eslava», es capaz de ofenderse por una fruslería y de hacer una montaña de un grano de arena. Para no herir la susceptibilidad de esta soberana de humor cambiante, el rey entrega a La Chétardie dos versiones de una carta de presentación a Su Majestad. En una, el emisario de Versalles es presentado como un simple particular interesado por todo lo referente a Rusia; en la otra, como un plenipotenciario delegado por el rey ante «nuestra queridísima hermana y excelente amiga Isabel, emperatriz y autócrata de todas las Rusias». [55] La Chétardie escogerá, llegado el momento, la fórmula que mejor se adapte a las circunstancias. Con esta doble recomendación en el bolsillo, raro sería que fracasara una vez más en su cometido. Viajando como una exhalación llega a San Petersburgo el mismo día en que la emperatriz celebra el décimo aniversario de su golpe de Estado. Divertida por la prisa de La Chétardie en felicitarla, Isabel le concede durante la velada una entrevista medio amistosa, medio protocolaria. Él la encuentra cansada y más gorda, pero tan amable que cree haberle hecho cambiar de opinión hasta el punto de que ya no recuerda sus últimas quejas contra Francia. Pero, cuando se dispone a desplegar ante ella toda la seducción de que es capaz, se topa con el actual embajador de Francia, D’Allion. Éste, mortificado por una competencia que considera desleal, no sabe qué inventar para ponerle la zancadilla. Tras una serie de malentendidos, los dos representantes de Luis XV intercambian insultos y bofetadas y desenfundan las espadas. Aunque resulta herido en una mano, La Chétardie no pierde un ápice de dignidad. Luego, al constatar la inanidad de esta disputa entre dos franceses en territorio extranjero, los adversarios, de mejor o peor grado, se reconcilian. Se acerca la Navidad. Y es precisamente a fines de ese año, 1743, cuando a Isabel le llega de Berlín la noticia tan esperada: el rey de Prusia, a quien diferentes emisarios han pedido que escoja una esposa para el heredero del trono de Rusia, por fin ha encontrado la perla. Una princesa de cuna suficientemente elevada, de físico agradable y buena educación, que hará honor a su esposo sin sentirse tentada de eclipsarlo.

Es exactamente el tipo de nuera con el que sueña la emperatriz. La candidata, que sólo tiene quince años y nació en Stettin, se llama Sofía de Anhalt-Zerbst, Figchen para sus allegados. Su padre, Cristián Augusto de Anhalt-Zerbst, ni siquiera es príncipe reinante y se limita a dirigir su pequeño infantazgo hereditario bajo la condescendiente protección de Federico II. La madre de Sofía, Johanna de Holstein-Gottorp, es prima hermana del difunto Carlos Federico, el padre del gran duque Pedro que Isabel ha convertido en su heredero. Johanna tiene veintisiete años menos que su marido y grandes ambiciones para su hija. La zarina ve todo eso como algo maravillosamente familiar, germánico y prometedor. Simplemente estudiando, rama por rama, vástago por vástago, la genealogía de la jovencita, Isabel se siente en terreno conocido. Hasta concibe la ilusión de que es ella quien se va a casar. Pero ¿con quién? Porque, aunque está de antemano bien dispuesta hacia la muchacha, no lo está tanto hacia el pretendiente, al que conoce de sobra. Su sobrino la decepciona; ella querría que estuviese más impaciente por conocer el resultado de las maniobras matrimoniales que se llevan a cabo lejos de él. Por lo demás, la principal interesada también permanece al margen de las negociaciones de que es objeto. Todo transcurre en un intercambio de cartas confidenciales entre Zerbst, donde residen los padres de Sofía, Berlín, donde vive Federico II, y San Petersburgo, donde la emperatriz se impacienta en espera de las noticias de Prusia. Las informaciones sobre la joven que ha recibido hasta el momento coinciden armoniosamente: según las pocas personas que la han visto, es graciosa, culta, razonable, habla francés tan bien como el alemán y, pese a su juventud, se comporta con mesura en toda circunstancia. ¿No es demasiado bonito para ser verdad?, se pregunta Isabel. El retrato de Figchen que Federico II hace que le manden termina de conquistarla. La princesita, con su semblante fresco y su mirada inocente, es un verdadero bombón. Por temor a una decepción de última hora, la zarina continúa ocultando a su entorno la inminencia del gran acontecimiento que ha preparado para la felicidad de Rusia. Pero, si bien Alexéi Bestújiev no sabe nada del asunto, los diplomáticos cercanos a Prusia están al corriente y resulta difícil hacerles guardar silencio. Mardefeld informa día a día a La Chétardie y Lestocq del progreso de las negociaciones. Aquí y allá surgen rumores. El clan francófilo se alegra -aunque con cierta prudencia- de la llegada a la corte de esta princesa educada, según dicen, por una institutriz francesa. Aunque es de sangre prusiana, no puede, dada la enseñanza que ha recibido, sino servir a la causa de Francia. ¡Y eso aunque el proyecto de boda se malogre!

Misiva tras misiva, Isabel es informada de que la joven y su madre se han trasladado a Berlín, de que allí han recibido la bendición de Federico II y de que se han arruinado haciendo compras para el ajuar de la novia. En cuanto al padre de Sofía, se ha quedado en Zerbst. ¿Se ha negado a acompañar a su hija en busca de un marido prestigioso por motivos económicos o por orgullo? Isabel no se detiene a pensar en esta cuestión secundaria. Cuantos menos parientes prusianos haya alrededor de la jovencita, mejor, piensa. A fin de facilitar el viaje de Sofía y Johanna, les ha mandado algún dinero para los gastos y les ha recomendado mantener el secreto, al menos hasta su llegada a Rusia. Una vez que hayan cruzado la frontera, deberán decir que se dirigen a San Petersburgo para realizar una visita de cortesía a Su Majestad. De conformidad con las instrucciones de la zarina, un cómodo trineo, tirado por seis caballos, las espera en Riga. Se instalan tiritando en este primer vehículo «oficial» y se envuelven en las pellizas de marta cibelina que Isabel ha ordenado facilitarles para atenuar los rigores del viaje.

Al llegar a San Petersburgo, tienen la desilusión de enterarse de que la emperatriz y toda la corte se encuentran en Moscú para celebrar, el 10 de febrero de 1744, el decimosexto cumpleaños del gran duque Pedro. La zarina ha encargado a La Chétardie y al embajador de Prusia, Mardefeld, que reciban a las damas en su ausencia y les hagan los honores de la capital. Mientras la pequeña Sofía se maravilla ante las bellezas de esa inmensa ciudad construida sobre el agua, admira el relevo de la Guardia y bate palmas al ver los catorce elefantes que el sha de Persia le regaló a Pedro el Grande, Johanna, que no pierde el norte, está rabiosa por no haber sido presentada aún a Su Majestad. También le preocupa la mala disposición del canciller Alexéi Bestújiev hacia la proyectada unión. Sabe que es ruso hasta la médula y firmemente contrario a toda concesión a los intereses de Prusia. Además, según algunos rumores que circulan por San Petersburgo, quiere provocar la oposición del Santo Sínodo a un matrimonio entre parientes. Esas habladurías hacen desconfiar a Johanna, pero a Isabel no le preocupan. Sabe que le basta fruncir el entrecejo para que Bestújiev enmudezca por temor a un recrudecimiento de la severidad hacia su familia y para que los más altos prelados, pensando en las imperiales advertencias, se contenten con rezongar entre dientes antes de dar su bendición a los novios.

Impaciente por reunirse con la corte en Moscú, Johanna interrumpe los paseos y las diversiones de su hija y, por consejo de Mardefeld, a finales de enero se pone en camino con ella y La Chétardie. Isabel las cita en el palacio Annenhof, en el barrio este de la segunda capital, el 9 de febrero a las ocho de la tarde. Tras haberlas hecho esperar, ordena abrir de par en par las puertas de la sala de audiencias y aparece en el umbral, mientras frente a ella las dos visitantes hacen una profunda reverencia. De un rápido vistazo, evalúa a la futura esposa: una jovencísima muchacha delgadita y paliducha, con un vestido de color rosa y plata con corpiño y sin miriñaque. El tocado es mediocre, pero el rostro es gracioso. Al lado de esta deliciosa criatura, Pedro, que ha ido a recibir a la princesa que se le destina, parece todavía más feo y antipático que de costumbre. En los últimos tiempos ha conseguido irritar tremendamente a su tía aproximándose a Brummer, ministro del Holstein, y a unos cuantos intrigantes, todos de origen alemán. Y encima, en lugar de alegrarse por el hecho de que Su Majestad lo haya nombrado coronel del regimiento Preobrazhenski, ahora pretende llevar a Rusia un regimiento del Holstein a fin de que constituya un ejemplo vivo de disciplina y eficacia, dos cualidades esenciales que, según él, al ejército ruso le irían muy bien.

Ante las múltiples manifestaciones de esta germanofilia, Isabel, que muchas veces ha lamentado no poder ofrecer un heredero a Rusia, se sorprende alegrándose de que éste no sea hijo suyo. Este calamitoso sucesor no está emparentado con ella ni en la mentalidad ni en los gustos; tan sólo por el título que le ha dado. De repente, compadece a la desdichada chiquilla a la que va a entregar a un hombre que no la merece, y se promete en secreto ayudarla en sus esfuerzos para seducir y enderezar al maníaco obtuso que un día será emperador de Rusia. ¡Si la pequeña Sofía pudiera contar al menos con los tiernos consejos de una madre para consolarla de su desengaño! Pero, después de observar a Johanna, que gesticula y parlotea ante ella, la zarina la considera tan exasperante en su servilismo y afectación como agradable es Sofía con su aire de sinceridad, salud y alegría.

Ciertas enemistades se delatan por una palabra, una mirada, un silencio. Tras esta primera entrevista, Isabel ya sabe que entre Johanna y Sofía no hay mucho afecto. Su recíproco apego es puramente circunstancial y de conveniencia. De la «pareja madre-hija» que forman, emana el frío de las casas durante largo tiempo deshabitadas. Llevada por una ensoñación generosa, Isabel ya se ve reemplazando a Johanna en su papel tutelar. Si bien no ha sabido formar el carácter del gran duque a su gusto, quiere creer que ayudará a Sofía a convertirse en una mujer feliz, decidida e independiente, sin mermar nunca la autoridad tradicional del esposo. Para inaugurar esta serie de buenas acciones, le pide a Razumovski que le lleve las insignias de la Orden de Santa Catalina. Dos damas de honor de Su Majestad prenden la condecoración en el corpiño de Sofía. Isabel examina su obra con el orgullo de un artista al contemplar el cuadro que acaba de pintar y, satisfecha del resultado, dirige una mirada de complicidad a Razumovski. Éste intuye lo que la emperatriz piensa acerca de esta unión tan desigual y, sin embargo, tan necesaria. Esta muda comprensión la consuela, como siempre, en sus momentos de duda. Ella desearía que todo fuera sencillo y natural en las relaciones de Sofía y Pedro, como todo lo es en su propio amor por el favorito que se ha convertido en su esposo morganático.

Durante los días siguientes, ella misma vigila y hace que sus sirvientas y sus damas de honor espíen a esos dos jóvenes demasiado formales. Mientras que Sofía parece esperar iniciativas galantes por parte de su prometido, el absurdo gran duque Pedro se limita a darle matraca ensalzando las cualidades del ejército prusiano, tanto en los desfiles como en la guerra, y denigrando las costumbres, el pasado e incluso la fe de Rusia. ¿Acaso se burla sistemáticamente de todo lo ruso para afirmar su libertad de espíritu? Por su parte, Sofía, como si quisiera adoptar la postura contraria en todos esos puntos, parece cada vez más atraída por las costumbres y la historia del país que está descubriendo. Vasili Adadúrov y Simón Todorski, los dos maestros designados por Su Majestad para familiarizar a la joven con la lengua yla religión de su futura patria, elogian al unísono la aplicación de su alumna en el estudio del ruso y de los dogmas ortodoxos. Su gusto por el esfuerzo intelectual la lleva a trabajar hasta entrada la noche para «adelantar» en el conocimiento de los problemas más arduos de vocabulario, gramática o teología. Un día coge frío y sufre un fuerte acceso de fiebre que la obliga a guardar cama. Johanna, implacable, le reprocha que «se contemple demasiado» en lugar de seguir ejerciendo con valentía sus funciones de «princesa casadera». Un desfallecimiento tan cerca del objetivo puede dar al traste con todo el asunto, gime la madre, y le suplica a Figchen que se rehaga y se levante. Isabel, consternada por los sufrimientos y la soledad moral de la adolescente, va a visitarla. Mientras la pobrecilla se ahoga, arde de fiebre y castañetea de dientes, el clan antifrancés ya piensa, frotándose las manos, en la posibilidad de un desenlace fatal. Si Sofía desapareciera, habría que sustituirla, y esta vez la candidata elegida sería favorable a una alianza austroinglesa. Pero Isabel se enfada y declara que, pase lo que pase, no quiere una princesa sajona. Los médicos ordenan que se sangre a la enferma, a lo que Johanna se opone. Sin embargo, Isabel, apoyada por su médico personal, Lestocq, hace caso omiso del parecer de la madre. Durante las siete semanas que persiste la fiebre, a Sofía se le practican dieciséis sangrías. Este tratamiento de caballo la salva. Nada más levantarse, y estando todavía muy débil, la joven quiere volver al trabajo.

El 21 de abril de 1744, se acicala para celebrar su decimoquinto cumpleaños en el transcurso de una recepción. Pero su palidez y su delgadez son tales que teme decepcionar a los cortesanos y tal vez incluso a su prometido. La zarina, movida por una solicitud desacostumbrada en ella, hace que le lleven carmín y le recomienda que se pinte las mejillas para mejorar su aspecto. Muy emocionada ante el valor que muestra Figchen, observa que el deber maternal la empuja hacia esa encantadora personita -que no es nada suyo pero que desearía hacerse rusa-, en lugar de dirigirla hacia ese sobrino al que ha convertido en su hijo adoptivo y que desearía seguir siendo alemán.

Mientras la zarina considera este delicado problema familiar, Johanna, por su parte, se ocupa de la alta política. La diplomacia secreta es su monomanía. Recibe en sus aposentos a los adversarios, habituales del canciller Alexéi Bestújiev, ese ruso recalcitrante. La Chétardie, Lestocq, Mardefeld y Brummer celebran allí conciliábulos clandestinos. Lo que esperan estos aprendices de conspirador es que, dirigida por su madre, la joven Sofía utilice su influencia sobre el gran duque Pedro e incluso sobre la zarina, que visiblemente le tiene afecto, para provocar la caída del jefe de la diplomacia rusa. Pero Alexéi Bestújiev no ha permanecido inactivo mientras se llevaban a cabo estos tejemanejes. Gracias a sus espías personales, ha podido interceptar y descifrar las cartas escritas en clave por La Chétardie y enviadas a las diferentes cancillerías europeas. Una vez en posesión de estas pruebas comprometedoras, se las muestra a Isabel. Lo que la zarina ve, horrorizada, es todo un fajo de papeles llenos de frases irreverentes. Pasando las páginas, lee al azar: «No se puede esperar nada de la gratitud y la atención de una princesa [la emperatriz] tan disipada.» Y también: «Su vanidad, su ligereza, su conducta deplorable, su debilidad y su atolondramiento no permiten ninguna negociación seria.» En otro lugar, La Chétardie critica a Su Majestad por su excesiva tendencia a «la coquetería» y «la frivolidad», y señala que permanece en la más absoluta ignorancia de las grandes cuestiones de actualidad, que «le interesan menos de lo que la espantan». En apoyo de estas calumnias, La Chétardie cita la malévola opinión de Johanna, a la que, por lo demás, presenta como una espía a sueldo de Federico II. Isabel, aterrada por tal exposición de vilezas, ya no sabe quiénes son sus amigos ni si todavía le queda alguno. Se enemistó con María Teresa a causa del desvergonzado embajador de Austria, Botta, a quien tachó de «bandido de la diplomacia». ¿Debe pelearse ahora con Luis XV a causa de La Chétardie, que no es más que un chismoso? Para hacer bien las cosas, habría que expulsarlo en un plazo de veinticuatro horas. Pero ¿no se ofenderá Francia por esta afrenta, pese a que no va dirigida a un Estado sino a un hombre? Antes de tomar ninguna medida, Isabel convoca a Johanna y le expresa sin miramientos su indignación y su desprecio. Las cartas, extendidas sobre la mesa, acusan directamente a la madre de Sofía. Asustada al ver que todos sus sueños de grandeza se derrumban, la princesa de Anhalt-Zerbst cree que va a ser expulsada inmediatamente de Rusia. Sin embargo, se beneficiará de una prórroga providencial. En consideración a la inocente prometida de su sobrino, Isabel accede a dejar que Johanna se quede, por lo menos hasta la boda. Esta indulgencia no le resulta muy penosa a la zarina. Incluso la ve como una muestra de paciente caridad que le proporcionará algún beneficio. En realidad, compadece a su futura nuera por tener una madre desnaturalizada. Su entusiasmo por Sofía es tan vivo que espera ganarse, con su magnanimidad, no sólo el agradecimiento de la joven sino quizá también su afecto.

De repente, el ambiente irrespirable de San Petersburgo le resulta insoportable a Su Majestad, que, cediendo a uno de esos impulsos místicos que la dominan de vez en cuando, decide realizar una peregrinación al convento de Troitsa, el monasterio de la Trinidad y San Sergio. Se llevará a su sobrino, a Sofía, a Johanna y a Lestocq. Antes de partir, le dice a Alexéi Bestújiev que le encomienda la tarea de decidir la suerte del innoble La Chétardie. Cualquier castigo que considere oportuno infligir a ese falso amigo cuenta por anticipado con su aprobación. Tras haberse lavado así las manos de la suciedad de la capital, se dirige, aliviada, hacia Dios.

Desde el comienzo de la estancia de los peregrinos imperiales en la Trinidad y San Sergio, Isabel observa que, si bien Johanna, Sofía y Lestocq están muy nerviosos por la inconveniencia epistolar de La Chétardie, se diría que a Pedro no le preocupa lo más mínimo. ¿Habrá olvidado acaso que está allí con su prometida, la que será su mujer, y que todo lo que la perjudica a ella debería afectarle también a él?

Mientras en la Trinidad y San Sergio se entretienen con conversaciones medio paganas, medio religiosas sobre el destino de la futura pareja, en San Petersburgo, unos oficiales, flanqueados por guardias armados, se presentan en el domicilio de La Chétardie y le anuncian que, como consecuencia de las difamaciones vertidas sobre Su Majestad, se le ha condenado a abandonar el país en un plazo de veinticuatro horas. El marqués, despedido como un lacayo ladrón, protesta, echa pestes, grita que lo están matando, que se quejará a su gobierno, pero luego se calma, agacha la cabeza y acepta el castigo.

En la primera posta, se presenta un emisario de la emperatriz reclamándole la placa de la Orden de San Andrés y la tabaquera, decorada con un retrato de Su Majestad, con la que fue gratificado unos años antes, en la época en que gozaba de sus favores. En vista de que se niega a separarse de estas reliquias, Alexéi Bestújiev le hace llegar, con el correo siguiente, una sentencia conminatoria de la zarina: «El marqués de La Chétardie no es digno de recibir obsequios personales de Su Majestad.» La Chétardie, al borde de la demencia, implora la intervención de Versalles en un asunto que, según el diplomático, al desacreditarlo a él, desacredita a Francia. Sin embargo, Luis XV, siguiendo los pasos de Isabel, lo pone en su lugar. En castigo por sus torpes acciones, le ordena retirarse a sus tierras del Limosín y permanecer en ellas hasta nueva orden.

En cuanto a Isabel y sus compañeros de peregrinación, tras una piadosa estancia en la Trinidad y San Sergio, regresan a Moscú, donde las damas de Anhalt-Zerbst se esfuerzan en aparentar naturalidad pese a su vergüenza y su decepción. Consciente de que en Rusia simplemente se la tolera y de que al día siguiente de la boda de su hija la invitarán a irse, Johanna continúa sumida en la inquietud. Sofía, por su parte, intenta olvidar esta sucesión de fracasos preparando su conversión a la ortodoxia con un celo de neófita. Mientras ella escucha atentamente los discursos del sacerdote encargado de iniciarla en la fe de sus nuevos compatriotas, Pedro se dedica alegremente a cazar en los bosques y las llanuras circundantes con sus habituales compañeros de andanzas. Todos son del Holstein, entre ellos sólo hablan alemán e incitan al gran duque a desafiar las tradiciones rusas para afirmar hasta el final sus orígenes germanos.

El 28 de junio de 1744, Sofía es recibida por fin en el seno de la Iglesia ortodoxa, pronuncia las palabras rituales del bautismo en ruso, sin tartamudear, y cambia de nombre para convertirse en Catalina Alexéievna. Esta obligación de sustituir la santa que ha sido su patrona desde que nació por una santa del calendario de su nueva religión no le sorprende. Sabe desde hace tiempo que, para casarse con un ruso de la alta nobleza, es preciso hacerlo. Al día siguiente, 29 de junio, se presenta en la capilla imperial para la ceremonia de los esponsales. Encabezando el cortejo, la emperatriz avanza a paso muy lento bajo un palio de plata llevado por ocho generales. Detrás de ella caminan, emparejados, el gran duque Pedro, que sonríe neciamente mirando a su alrededor, y la gran duquesa Catalina, pálida, emocionada y con la mirada baja. El oficio, celebrado por el padre Ambrosio, dura cuatro horas. Pese a estar convaleciente, Catalina no flaquea en ningún momento. Isabel está contenta de su futura nuera: «¡Tiene agallas, llegará lejos!», augura. Durante el baile que clausura las festividades, Isabel observa una vez más el contraste entre la elegancia y la sencillez de la muchacha y el descaro de la madre, que habla a tontas y a locas y siempre quiere ser el centro de atención.

Poco después, toda la corte se traslada con gran pompa a Kíev. La joven pareja y Johanna hacen lo mismo. De nuevo recepciones, bailes, desfiles, discursos… Al final del día, la zarina, aunque está acostumbrada al ajetreo mundano, tiene la extraña sensación de haber perdido el tiempo. Durante este viaje, que durará tres meses, Isabel finge ignorar que a su alrededor el mundo se mueve: se rumorea que Inglaterra está preparándose para atacar los Países Bajos, mientras que, al parecer, Francia planea pelearse con Alemania y los austríacos se disponen a enfrentarse al ejército francés. Los gabinetes de Versalles y Viena rivalizan en astucia para obtener la ayuda de Rusia, y Alexéi Bestújiev permanece entre dos aguas mientras espera recibir instrucciones precisas de Su Majestad. Ésta, seguramente alarmada por los informes de su canciller, decide regresar a Moscú. Inmediatamente, la corte lía el petate y emprende, en larga y lenta caravana, el camino de vuelta. Al llegar a la antigua capital, Isabel piensa en concederse unos días de descanso. Dice estar cansada de la agitación de Kíev. Sin embargo, le basta respirar el aire de Moscú para sentirse de nuevo ávida de distracciones y sorpresas. Por iniciativa suya, se reanudan los bailes, las cenas, las óperas y las mascaradas, y se suceden a un ritmo tal que hasta los jóvenes acaban pidiendo clemencia.

No obstante, como la fecha de la boda se acerca, Isabel se decide a dejar Moscú a fin de ocuparse de los preparativos de la ceremonia, que se celebrará en San Petersburgo. Los prometidos y Johanna parten unos días más tarde. Sin embargo, al bajar del carruaje en la posta de Jotilovo, el gran duque Pedro siente escalofríos. Unas manchas rosáceas aparecen en su rostro. No hay duda posible: es la viruela. Pocos son los que sobreviven a ella. Envían un correo a la emperatriz. Al enterarse de la amenaza que pesa sobre su hijo adoptivo, a Isabel la domina un terror premonitorio. ¿Cómo podría olvidar que, menos de quince años antes, el joven zar Pedro II sucumbió a esta enfermedad poco antes de la fecha de su boda? Y por una extraña coincidencia, aquel mes de enero de 1730, la novia, una Dolgoruki, también se llamaba Catalina. ¿Acaso ese nombre lleva la desgracia a la dinastía de los Románov? Isabel se niega a creerlo, al igual que se niega a creer en la fatalidad del contagio. Decidida a reunirse con el heredero del trono para cuidarlo hasta que recobre la salud, ordena enganchar los caballos. Entre tanto, Catalina, aterrada, ha partido hacia la capital y por el camino se cruza con el trineo de Isabel. Unidas por la angustia, la emperatriz, que teme lo peor para su sobrino, y la prometida, que tiembla ante la idea de perder a su futuro marido, caen una en brazos de otra. Esta vez, Isabel ya no duda de haber sido guiada por el Señor al otorgar su confianza a esta princesita de quince años: Catalina es la esposa que necesita el pánfilo de Pedro y la nuera que necesita ella para ser feliz y acabar sus días en paz. Juntas se dirigen a Jotilovo. Al llegar al pueblo, encuentran al gran duque tiritando en un camastro. Mientras lo observan agitarse y transpirar, la zarina se pregunta si la dinastía de Pedro el Grande va a acabarse con este lamentable enfermo. En cuanto a Catalina, ya se imagina regresando a Zerbst, y llevando por todo equipaje el recuerdo de una fiesta trágicamente acortada. Luego, a petición de la emperatriz, que teme que la joven se contagie justo antes de la boda, Catalina acepta marcharse a San Petersburgo con su madre, dejando al gran duque a cargo de Su Majestad.

Durante varias semanas, Isabel, recluida en una cabaña rústica y mal caldeada, vela por ese heredero que le está jugando la mala pasada de abandonar la partida en el momento en que los dos estaban a punto de ganarla. Pero ¿por qué se consagra de esa forma a un ser al que no quiere?, ¿por caridad cristiana o en atención a la herencia monárquica? Ni siquiera intenta analizar ya la naturaleza de los vínculos que la unen a ese muchacho estúpido e ingrato. La empuja una fatalidad que no se atreve a definir como la expresión de la voluntad divina. Por suerte, la fiebre de Pedro disminuye poco a poco y su mente recupera cierta lucidez.

A fines del mes de enero de 1745, la emperatriz parte de Jotilovo para llevar a su sobrino, ya curado, a San Petersburgo. El joven ha cambiado tanto en el transcurso de su enfermedad que Isabel teme la decepción de Catalina cuando vea el pingajo que le lleva a guisa de prometido. La viruela ha devastado el rostro de Pedro. Con el cráneo rapado, la cara tumefacta, los ojos inyectados en sangre y los labios agrietados, es la caricatura del joven que era unos meses antes. Ante ese espantajo, la zarina se siente tentada de disculpar por anticipado la reacción de Catalina. Para mejorar la apariencia del «resucitado», le coloca una poblada peluca. Luciendo esos falsos bucles empolvados, Pedro está todavía más repelente que con su aspecto natural, pero la suerte está echada. Es preciso capear el temporal. En cuanto los viajeros llegan y se instalan en el palacio de Invierno, Catalina va a ver a su prometido, milagrosamente restablecido. Isabel, con el corazón encogido, asiste al encuentro. Al ver al gran duque Pedro, Catalina parece quedarse paralizada por el horror. Con la boca entreabierta y los ojos desencajados, farfulla un cumplido para felicitar a su prometido por su curación, hace una pequeña reverencia y se marcha precipitadamente, como si acabara de toparse con un espectro.

El 10 de febrero, aniversario del nacimiento del gran duque, la emperatriz, consternada, incluso le desaconseja que aparezca en público. Sin embargo, aún confía en que, con el tiempo, los defectos físicos de su sobrino se atenúen. Lo que de momento le parece más grave es el escaso interés que demuestra por su prometida. Según las habladurías del entorno de Catalina, Pedro ha presumido delante de ella de haber tenido amantes. Pero ¿es siquiera capaz de satisfacer a una mujer en los juegos amorosos? ¿Está, en ese aspecto, normalmente constituido? Y la encantadora Catalina, ¿será lo bastante coqueta e imaginativa para despertar el deseo de un marido «blandengue»? ¿Le dará hijos al país que ya los espera? ¿Es posible corregir con remedios la deficiencia sexual de un hombre para quien la visión de un regimiento desfilando es más excitante que la de una joven tendida en la penumbra de su alcoba? La zarina, agobiada por las dudas, consulta a varios médicos. Tras doctos conciliábulos, éstos deciden que, si bebiera menos, el gran duque se sentiría más atraído por las damas. Por lo demás, creen que esa inhibición es puramente pasajera y que muy pronto se perfilará una «mejoría». Esa es también la opinión de Lestocq. Sin embargo, tales palabras lenitivas no bastan para calmar los temores de la emperatriz. Le extraña que Catalina y Pedro no tengan más prisa por casarse. ¿Acaso les asustan los maravillosos placeres nocturnos? Mientras que ellos se adaptan a todos los retrasos que separan los sueños púdicos de la realidad carnal, Isabel está doblemente impaciente. Tras largas conversaciones, se fija de forma irrevocable la fecha de la ceremonia. Su Majestad decide que la boda más espléndida del siglo tendrá lugar el 21 de agosto de 1745.

***

Capítulo nueve

La Rusia isabelina

Cuando hay que organizar una fiesta de primera categoría, Isabel no deja nada en manos del azar. La mañana de la ceremonia nupcial, ha asistido al tocado de Catalina, la ha examinado desnuda de la cabeza a los pies, ha dado instrucciones a las doncellas encargadas de vestirla, ha discutido con el peluquero sobre la mejor forma de ondularle el pelo, ha escogido, sin admitir discusión, el vestido de brocado de plata, de falda ancha, mangas cortas y con una cola con rosas bordadas; luego, tras vaciar su joyero, ha completado el arreglo con collares, pulseras, anillos, broches y pendientes, cuyo peso dificulta todo movimiento e impone a la gran duquesa un porte hierático. El gran duque también está condenado al tejido de plata y la joyería imperial. Sin embargo, del mismo modo que su prometida podría parecer una visión celestial, él, con su aspecto de mono disfrazado de príncipe, mueve a la risa. Los bufones habituales de Su Majestad Ana Ivánovna resultaban menos divertidos cuando hacían muecas que él cuando intenta aparentar seriedad.

El cortejo atraviesa San Petersburgo en medio de una bulliciosa multitud que se prosterna al paso de los carruajes, se santigua precipitadamente y salmodia votos de felicidad dirigidos a la joven pareja y a la zarina. Jamás ha habido tantos cirios encendidos en la catedral de Nuestra Señora de Kazan. Durante toda la liturgia, Isabel está sobre ascuas. Teme en cualquier momento una de esas inconveniencias a las que tan aficionado es su sobrino en las circunstancias más graves. Pero el oficio se desarrolla sin tropiezos, incluido el intercambio de anillos. Al escuchar las últimas palabras del sacerdote, la zarina exhala un suspiro de alivio. Después de haber estado a punto de quedarse anquilosada por permanecer horas de pie en la iglesia, está impaciente por estirar las piernas en el baile que, como es habitual, rematará los festejos. Sin embargo, pese a lo mucho que disfruta bailando, no olvida que lo esencial del asunto no es la bendición, y todavía menos los minués y las polonesas, sino el acoplamiento que, en principio, muy pronto tendrá lugar. A las nueve de la noche, decide que ha llegado el momento de que se retiren los recién casados e interrumpe la fiesta. En su papel de concienzuda señora de compañía, los conduce a los aposentos conyugales. Varias damas de honor, excitadísimas, los escoltan. El gran duque desaparece discretamente para ponerse la ropa de dormir y las doncellas de la gran duquesa aprovechan la ausencia temporal de su marido para ponerle a la joven un camisón de sugestivas transparencias y un ligero gorro de encaje, y meterla en la cama ante la mirada atenta de la emperatriz. Cuando Su Majestad considera que la «pequeña» está «a punto», sale con una lentitud teatral. A decir verdad, deplora que la decencia le impida presenciar la continuación. Preguntas absurdas la atormentan. ¿En qué estado se encuentra su sobrino unos minutos antes de la prueba? ¿Posee suficiente energía viril para contentar a esa criatura inocente? ¿Serán capaces de amarse, tanto uno como otro, sin sus consejos? Antes de salir de la habitación, ha observado que Catalina tenía una expresión atemorizada y que un velo de lágrimas le empañaba los ojos. Por supuesto, ella sabe que ese tipo de temor virginal no puede sino excitar el deseo de un hombre normalmente constituido. Pero ¿el gran duque lo es? ¿No padece ese ser de temperamento excéntrico una impotencia que ninguna mujer sería capaz de curar? Al reunirse con Alexéi Razumovski al término de un día agotador, Isabel se felicita por no tener que hacerse la misma pregunta sobre ellos dos.

Durante los días siguientes, intenta en vano sorprender en la mirada de Catalina algo que denote la existencia de un entendimiento físico. Pero la joven esposa parece cada vez más pensativa y desilusionada. Cuando interroga a sus camaristas, Isabel se entera de que el gran duque Pedro, tras reunirse por la noche con su mujer en la cama, en lugar de acariciarla, se entretiene jugando con figuritas de madera posadas en la mesita de noche. Y muchas veces, añaden, con la excusa de que le duele la cabeza, deja sola a la gran duquesa para irse a beber y a reír con unos amigos a la estancia contigua. Y también se divierte haciendo que los criados caminen como si estuvieran desfilando. Son niñerías, por supuesto, pero no dejan de resultar ofensivas, e incluso inquietantes, para una esposa que lo que quiere es que le hagan sentir como mujer.

Pero, en tanto que Catalina permanece insatisfecha junto a un marido languideciente, su madre pierde la vergüenza sin ningún reparo. En unos meses pasados en San Petersburgo, ha encontrado la manera de convertirse en amante del conde Iván Betski. Se dice que está embarazada de este gentilhombre y que, si bien la gran duquesa está tardando en dar un heredero al imperio, su querida mamá va a ofrecerle a ella un hermanito o una hermanita en un futuro próximo. Indignada por la indecencia de esa mujer que, en consideración a Catalina, debería haber moderado sus ardores durante su estancia en Rusia, Isabel la invita firmemente a abandonar el país al que no ha llevado sino deshonor ynecedad. Tras una escena patética de excusas yjustificaciones, que la zarina escucha con un desprecio glacial, Johanna hace las maletas y regresa a Zerbst sin despedirse de su hija, cuyos reproches teme.

Pese a que durante todo este tiempo estaba consternada por las insensateces de su madre, Catalina se siente tan sola tras la marcha de Johanna que su melancolía se transforma en una desesperación silenciosa. Isabel, testigo de esta congoja, se empeña en creer que, viendo a su mujer desdichada, Pedro se acercará a ella, y que las lágrimas de Catalina conseguirán lo que ésta no ha sabido despertar en él mediante la coquetería. Sin embargo, la falta de entendimiento entre los esposos se acentúa de día en día. Herido en su amor propio por no poder cumplir con su deber conyugal, como Catalina le invita a hacer todas las noches con gestos tiernamente provocativos, Pedro se venga afirmando, con un cinismo soldadesco, que ama fuera del matrimonio e incluso que mantiene una relación de la que no puede prescindir. Le habla de algunas de sus damas de honor, que según él le prodigan sus favores. En su deseo de humillarla, lleva la insolencia al extremo de burlarse de su sumisión a la religión ortodoxa y de su respeto por la emperatriz, esa desvergonzada que airea sus relaciones con el antiguo mujik Razumovski. Los excesos de Su Majestad son, dice Pedro, la comidilla de todos los salones de la capital.

A Isabel le harían cierta gracia los altercados de la pareja granducal, si su nuera tuviera el acierto de quedarse embarazada entre un enfado y otro. Pero, al cabo de nueve meses de vida marital, la joven tiene el vientre tan plano como el día de la boda. ¿Será todavía virgen? Isabel se toma esta esterilidad prolongada como un atentado a su prestigio personal. En un acceso de cólera, convoca a su improductiva hija política, la hace única responsable de que no se haya consumado el matrimonio, la acusa de frigidez y de torpeza, y, repitiendo las quejas del canciller Alexéi Bestújiev, llega incluso a afirmar que Catalina comparte las ideas políticas de su madre y trabaja en secreto para el rey de Prusia.

Por más que la gran duquesa protesta y llora ante su suegra, inopinadamente convertida en furia, Isabel, más soberana que nunca, le anuncia que en lo sucesivo el gran duque yella tendrán que portarse bien, que su vida, tanto íntima como pública, estará sometida a reglas estrictas, redactadas en forma de «instrucciones» por el canciller Bestújiev, yque «dos personas distinguidas» garantizarán la ejecución de este programa: «un maestro y una maestra de corte», nombrados por Su Majestad. El maestro de corte se encargará de enseñarle a Pedro el decoro, el lenguaje correcto y las ideas sanas que corresponden a su estado. La maestra de corte incitará a Catalina a plegarse, en toda circunstancia, a los dogmas de la religión ortodoxa; le prohibirá la menor intrusión en el terreno de la política, alejará de ella a los jóvenes que podrían apartarla del amor conyugal y le enseñará ciertos trucos femeninos para despertar el deseo de su esposo, a fin de que, «de este modo, un vástago de nuestra altísima casa pueda ser engendrado», se lee en el documento. [56]

Para poner en práctica estas disposiciones draconianas, se prohíbe a Catalina escribir directamente a nadie. Todas sus cartas, incluidas las destinadas a sus padres, son previamente sometidas al examen del Colegio de Asuntos Exteriores. Al mismo tiempo, se aleja de la corte a los pocos gentileshombres cuya compañía a veces la distrae en su soledad y su tristeza. Así, tres Chernichov -dos hermanos y un primo-, apuestos y de trato agradable, son enviados como tenientes, por orden de Su Majestad, a regimientos acantonados en Orenburg. La maestra de corte, a quien corresponde meter en vereda a Catalina, es una prima hermana de la emperatriz, María Choglokov, y el maestro de corte no es otro que el marido de ésta, un hombre influyente, en la actualidad enviado en comisión a Viena. Este matrimonio modelo está destinado a servir de ejemplo a la pareja granducal. María Choglokov es un dechado de virtud, puesto que está consagrada a su esposo, es tenida por piadosa, lo ve todo por los ojos de Bestújiev y a los veinticuatro años ya ha tenido cuatro hijos. En caso necesario, se añadirá a los Choglokov un mentor suplementario, el príncipe Repnín. También él tendrá que iniciar a Sus Altezas en la obediencia, la devoción y la supremacía rusa.

Con tales bazas en la mano, Isabel está segura de que logrará domeñar y juntar a ese matrimonio desunido. Sin embargo, no tarda en darse cuenta de que tan difícil resulta despertar el amor recíproco en una pareja desavenida como instaurar la paz entre dos países con intereses enfrentados. Tanto en el mundo como en su casa reinan las incomprensiones, las rivalidades, las exigencias, los enfrentamientos y las rupturas.

Durante una sucesión de amenazas de guerra y escaramuzas locales, de tratados chapuceros y concentraciones de tropas en las fronteras, se consigue, tras unas victorias de los ejércitos franceses en las Provincias Unidas, que Isabel acepte enviar un cuerpo expedicionario a los confines de Alsacia. Sin iniciar las hostilidades contra Francia, incita a ésta a mostrarse menos intransigente en las negociaciones con sus adversarios. El 30 de octubre de 1748, por el tratado de paz de Aquisgrán, Luis XV renuncia a conquistar los Países Bajos y Federico II conserva Silesia. La zarina, por su parte, sale del trance sin haber ganado ni perdido nada, pero habiendo decepcionado a todos. El único soberano que puede felicitarse por este acuerdo es el rey de Prusia.

Pero, a la sazón, Isabel está convencida de que Federico II mantiene en San Petersburgo, dentro de los propios muros de palacio, a uno de sus partidarios más eficientes y peligrosos: el gran duque Pedro. Su sobrino, al que la zarina nunca ha soportado, le resulta cada día más extraño y odioso. «Mi sobrino me ha decepcionado enormemente… Es un monstruo, ¡que el diablo se lo lleve!», le confiesa a Razumovski. Para sanear el ambiente germanófilo de que se rodea el gran duque, Isabel se dedica a eliminar de su séquito a los gentileshombres del Holstein y a alejar a los que intentan reemplazarlos. No queda uno solo, ni siquiera el ayuda de cámara de Pedro, un tal Rombach, que no sea encarcelado con un pretexto fútil. Pedro se consuela de estas vejaciones entregándose a extravagantes y caprichosas actividades. No se separa de su violín, cuyas cuerdas se pasa horas rascando hasta destrozar los oídos de su esposa. Habla de un modo tan deshilvanado que, en ocasiones, Catalina cree que se ha vuelto loco y le entran ganas de salir huyendo. Si Pedro la ve ocupada leyendo, le arranca el libro de las manos y le ordena que juegue con él a representar una batalla con los soldados de madera que colecciona. Llevado por su reciente pasión por los perros, instala una decena de ellos en el dormitorio conyugal, pese a las protestas de Catalina. Al quejarse ella de los ladridos y el olor, la insulta y se niega a renunciar a su jauría. En su aislamiento, Catalina busca en vano un amigo o, al menos, un confidente. Acaba por conformarse con el médico de la emperatriz, el inamovible Lestocq, que le demuestra interés e incluso simpatía. Espera haberlo convertido en su aliado, tanto contra la «camarilla de los prusianos» como contra Su Majestad, que sigue reprochándole su infecundidad cuando no es ella la responsable. Dado que se le impide escribir libremente a su madre, recurre al médico para enviar las cartas, a través de vías seguras, a su destinataria. Pero Bestújiev, que detesta a Lestocq por ver en él un rival potencial, está encantado de enterarse por sus espías de que el «medicastro», transgrediendo las instrucciones imperiales, hace favores a la gran duquesa. Valiéndose de esta información, acude a Razumovski y acusa a Lestocq de ser un agente a sueldo de las cancillerías extranjeras y de trabajar para desprestigiar al «gran favorito» ante Su Majestad. Esta delación concuerda con las denuncias de un secretario del médico de corte, un tal Chapuzot, quien, sometido a tortura, confiesa todo lo que se le pide. Ante este conjunto de indicios más o menos probatorios, Isabel se pone en guardia. Desde hace varios meses, evita ponerse en manos de Lestocq. Si ya no es de confianza, debe pagar por ello.

La noche del 11 al 12 de noviembre de 1748, Lestocq es arrancado bruscamente de su sueño y conducido a la fortaleza San Pedro y San Pablo. Una comisión especial presidida por Bestújiev en persona, con el general Apraxin y el conde Alexandr Shuválov como asesores, acusa a Lestocq de haberse vendido a Suecia y a Prusia, de mantener correspondencia clandestina con Johanna de Anhalt-Zerbst, madre de la gran duquesa Catalina, y de conspirar contra la emperatriz de Rusia. Tras ser sometido a tortura, y pese a jurar ser inocente, será deportado a Úglich y privado de todos sus bienes. Sin embargo, en un rasgo de tolerancia, Isabel permite que la mujer del condenado se reúna con él en la prisión y más tarde en el exilio. Tal vez incluso se compadece de la suerte de ese hombre al que, por principio real, ha tenido que castigar cuando conserva un excelente recuerdo de la solicitud que siempre le ha demostrado estando a su servicio. Sin ser buena, es sensible e incluso sentimental. Incapaz de mostrarse indulgente, se siente completamente dispuesta a verter lágrimas por las víctimas de una epidemia en un país lejano o por los desdichados soldados que arriesgan su vida en las fronteras del imperio. Como casi siempre adopta una actitud campechana y risueña, sus súbditos, olvidando los suplicios, las expoliaciones y las ejecuciones ordenadas durante su reinado, suelen llamarla «la Clemente». Hasta sus damas de honor, a las que a veces obsequia con un bofetón o con un insulto que haría sonrojar a un granadero, se enternecen cuando les dice, después de haberlas castigado injustamente: Vinovata, mátushka! («¡Lo siento, madrecita!») Pero con quien se muestra más afectuosa y atenta es con su marido morganático, Razumovski. Cuando hace frío, le abrocha la pelliza, procurando que todos los que están a su alrededor se fijen en este gesto de solicitud conyugal. Si se encuentra inmovilizado en el sillón debido a un ataque de gota, cosa que le sucede con frecuencia, ella sacrifica citas importantes para hacerle compañía. En el palacio no se reanuda la vida normal hasta que el enfermo se cura.

No obstante, Isabel se permite engañarlo con hombres jóvenes y vigorosos, como los condes Nikita Panín y Sergéi Saltikov. Aunque, de todos sus amantes ocasionales, el que goza de su preferencia es el sobrino de los Shuválov, Iván Ivánovich. Lo que la atrae de este nuevo elegido es, aparte de la apetitosa frescura de su cuerpo, por supuesto, su instrucción y sus conocimientos de Francia. Ella que no lee jamás, está maravillada de verlo tan impaciente por recibir los últimos libros que le han mandado de París. Tiene veintitrés años y se cartea con Voltaire, dos cualidades que, desde el punto de vista de Su Majestad, lo distinguen del común de los mortales. Junto a él, tiene la impresión de sacrificarlo todo al amor y a la cultura. ¡Y sin cansarse ni la vista ni el cerebro! Iniciarse en los esplendores del arte, de la literatura y de la ciencia entre los brazos de un hombre que es una enciclopedia viva, es la mejor forma, piensa Isabel, de aprender disfrutando. Y parece tan satisfecha de esta pedagogía voluptuosa que a Razumovski ni se le ocurre reprocharle su traición. Es más, incluso encuentra a Iván Shuválov absolutamente digno de estima y anima a Su Majestad a unir los placeres de la alcoba a los del estudio. Iván Shuválov es quien incita a Isabel a fundar la Universidad de Moscú y la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo. Con esta acción, la emperatriz experimentará un sentimiento de revancha cercano al vértigo. El hecho de ser consciente de su ignorancia hace que se sienta más orgullosa aún de presidir el despertar del movimiento intelectual en Rusia. Le resulta embriagador pensar que los escritores y los artistas de mañana se lo deberán todo a ella, que no sabe nada.

Sin embargo, aunque Razumovski acepta dócilmente ser suplantado por Iván Shuválov en los favores de Su Majestad, el canciller Bestújiev, por su parte, intuye con angustia que su propia preeminencia está amenazada por la incorporación de este joven favorito a la numerosa y ávida «comunidad». Así pues, se esfuerza en eliminarlo presentándole el encantador Nikita Beketov a la zarina. Pero, tras haber deslumbrado a Su Majestad en el transcurso de un espectáculo ofrecido por los alumnos de la Escuela de Cadetes, este Adonis ha sido llamado para servir en el ejército. En vano se intentará que vuelva a San Petersburgo para colocarlo ante los ojos de Su Majestad. El clan de los Shuválov se ocupa de hundirlo. Por pura amistad, le recomiendan una crema suavizante para el rostro, y nada más aplicársela, Nikita Beketov ve cómo las mejillas se le cubren de manchas rojas. Una fiebre horrible lo asalta. En su delirio, pronuncia palabras indecentes referidas a Su Majestad. Evidentemente, es expulsado de palacio, donde no volverá a poner los pies, dejando la vía libre a Iván Shuválov y a Alexéi Razumovski, que se aceptan yse aprecian mutuamente a la manera de un marido y un amante que «saben vivir».

Esta doble influencia es sin duda la causa de que la zarina se entregue a su pasión de construir. Querría embellecer el San Petersburgo de Pedro el Grande, a fin de que la posteridad la considerara digna de su antepasado. Todo reinado importante -lo sabe por atavismo- debe inscribirse en la piedra. Sin reparar en gastos, hace restaurar el palacio de Invierno y construir en Tsárkoie Seló, en el plazo de tres años, el palacio de Verano, que se convertirá en su residencia preferida. El italiano Bartolomeo Francesco Rastrelli, encargado de estas ingentes obras, también se ocupa de erigir una iglesia en Peterhof y de acondicionar el parque del castillo, así como los jardines de Tsárkoie Seló. Pero, para rivalizar con un Luis XV, que sigue siendo su modelo en el arte del fasto y la propaganda reales, Isabel se dirige a pintores de renombre cuya misión será legar a la curiosidad de las generaciones futuras los retratos de Su Majestad y de sus íntimos. Así, tras haber «utilizado» al pintor de corte Caravaque, le gustaría hacer venir desde Francia al famosísimo Jean-Marc Nattier. Pero, como éste presenta en el último momento sus disculpas por no poder acudir, tiene que conformarse con su yerno, Louis Tocqué, a quien Iván Shuválov persuade ofreciéndole veintiséis mil rublos de plata. En dos años, Tocqué pintará una decena de lienzos, y al término de su contrato les pasará el pincel a Louis-Joseph Le Lorrain y Louis-Jean-François Lagrenée. [57] Todos estos artistas son elegidos, aconsejados y pagados por Iván Shuválov, cuya mejor contribución a la gloria de su imperial amante fue atraer a San Petersburgo a pintores y arquitectos extranjeros.

Isabel no sólo considera que es su deber enriquecer su capital con bellos edificios y sus aposentos con cuadros dignos de las galerías de Versalles, sino que también ambiciona, pese a que raramente abre un libro, iniciar a sus compatriotas en los deleites del espíritu. Dado que habla bastante bien francés, se decide a intentar escribir versos en esta lengua que entusiasma a todas las cortes europeas, pero enseguida le parece que el ejercicio es superior a sus fuerzas. En contrapartida, fomenta los espectáculos de ballet, que a su entender son un modo divertido de fomentar la cultura en general. La mayoría los dirige su maestro de danza, Landet. Pero, todavía más que las veladas teatrales, son los innumerables bailes de sociedad los que brindan a las mujeres la ocasión de exhibir sus atavíos más elegantes. Sin embargo, durante estas reuniones apenas hablan, ni entre sí ni con los invitados masculinos. Mudas y tiesas, alineadas a un lado de la sala, evitan dirigir la vista hacia los caballeros alineados enfrente. Más tarde, las evoluciones de las parejas son también de una decencia y una lentitud adormecedoras. «La frecuente y siempre uniforme reiteración de estos placeres se vuelve enseguida fastidiosa», escribirá el malicioso caballero de Éon. En cuanto al marqués de L’Hôpital, le hará a su ministro, el duque de Choiseul, el siguiente comentario: «Del aburrimiento, ni os hablo. ¡Es inenarrable!»

Isabel trata de combatir este aburrimiento alentando las primeras representaciones teatrales en Rusia. Autoriza la instalación en San Petersburgo de una compañía de actores franceses, mientras que el Senado concede al alemán Hilferding el privilegio de montar comedias y óperas en las dos capitales. Además, los días de fiesta se ofrecen al público, en San Petersburgo y en Moscú, espectáculos populares rusos. Se representa, entre otros, El misterio de la Natividad. Sin embargo, por respeto a los dogmas ortodoxos, Isabel prohíbe que la Virgen María aparezca con los rasgos de una actriz ante los espectadores. Cada vez que la madre de Dios toma la palabra, sacan un icono al escenario. Por lo demás, como medida preventiva, está prohibido representar obras, aunque sean de inspiración religiosa, en las viviendas particulares. En esta época, un joven actor llamado Alexandr Sumarókov obtiene un gran éxito con una tragedia en lengua rusa, Jorev. Se habla también, como de una novedad increíble, de la construcción en provincias, en Yaroslavl, de un teatro de mil plazas fundado por un tal Fiódor Grigórievich Vólkov, que hace representar en él obras suyas en verso y en prosa. Muchas veces las interpreta él mismo. Isabel, sorprendida ante el súbito entusiasmo de la elite rusa por el arte teatral, se siente inclinada a la benevolencia y permite que los actores lleven espada, honor reservado hasta entonces únicamente a la nobleza. En realidad, la mayoría de las obras representadas en San Petersburgo y en Moscú son mediocres adaptaciones al ruso de las piezas francesas más célebres. El avaro alterna con Tartufo y Polieucto con Andrómaco. De repente, dominado por una audacia desconcertante, a Sumarókov se le ocurre escribir un drama histórico ruso, Sinav y Truvor, inspirado en el pasado de la república de Nóvgorod. Este ensayo de literatura nacional tiene eco hasta en París, donde el acontecimiento es reseñado como una curiosidad en Le Mercure de France. Poco a poco, el público ruso, arrastrado por Isabel e Iván Shuválov, se interesa por el nacimiento de un medio de expresión que todavía no es sino una imitación de las grandes obras de la literatura occidental, pero al que el empleo de la lengua materna confiere una apariencia de originalidad. Aprovechando este impulso, Sumarókov edita una revista literaria, La Abeja Laboriosa, que un año más tarde se convertirá en una antología semanal, El Ocio, publicada por el cuerpo de cadetes. Sumarókov incluso sazona sus textos con un poco de ironía de estilo volteriano, aunque sin ninguna provocación filosófica. En resumen, se mueve como un condenado en un terreno en el que todo es nuevo, ya sea el pensamiento o la escritura. Sin embargo, aunque forma parte de los pioneros junto con Trediákov y Kantémir, el que se dispone a ocupar el primer puesto es otro autor.

También en este caso, su «descubridor» es Iván Shuválov. El hombre cuyo talento acaba de presentir es un extraño personaje, una mezcla de iluminado, metomentodo y vagabundo: un tal Sergéi Lomonósov. Hijo de un humilde pescador de los alrededores de Arjánguelsk, Lomonósov ha pasado la mayor parte de su infancia en la barca paterna, expuesto al frío y a las tormentas, entre el mar Blanco y el océano Atlántico. Ha aprendido a leer con un sacerdote de su parroquia. Un buen día, asaltado por una súbita pasión por los estudios y el vagabundeo, abandona la casa familiar y se pone en marcha. Andrajoso y hambriento, duerme en cualquier sitio, come cualquier cosa y vive de limosnas y rapiñas, pero sin desviarse jamás del destino que se ha marcado: Moscú. Cuando, de etapa en etapa, llega al término de su largo viaje, tiene diecisiete años, el estómago vacío y la cabeza llena de proyectos geniales. Lomonósov es recogido por un monje, ante el cual se hace pasar por el hijo de un sacerdote que ha ido a instruirse junto a las mentes preclaras de la ciudad, y acaba siendo admitido en la Academia eslavogrecolatina, el único establecimiento de enseñanza existente entonces en el imperio. Enseguida destaca por su inteligencia y su memoria excepcionales, gracias a lo cual es enviado a San Petersburgo y, desde allí, a Alemania. Según las indicaciones de sus mentores, debe perfeccionar sus conocimientos en todas las materias. En Marburgo, el filósofo y matemático Christian von Wolff le brinda su amistad, lo anima en sus lecturas, le hace descubrir la obra de Descartes y lo inicia en los debates de ideas. Pero, si bien Lomonósov es amante de la especulación intelectual, también le atrae la poesía, tanto más cuanto que en Alemania, bajo la égida de Federico II, que presume de culto, la versificación es un pasatiempo de moda. Exaltado por ejemplos venidos de las altas esferas, Lomonósov también se pone a escribir, mucho y deprisa. Pero los ejercicios literarios no lo retienen mucho tiempo ante la mesa de trabajo. De pronto, deja a un lado la pluma para frecuentar garitos y andar con mujeres. Sus francachelas son tan escandalosas que le amenazan con detenerlo, y tiene que huir para que no lo enrolen a la fuerza en el ejército prusiano. Tras ser capturado y encarcelado, consigue escapar y regresa, extenuado y prácticamente sin dinero, a San Petersburgo.

Estas aventuras, en lugar de llevarle a sentar cabeza, le infunden unas enormes ganas de luchar con toda su energía contra la mala suerte y los falsos amigos. Pero esta vez no quiere distinguirse en las borracheras sino en la poesía. Su admiración por la zarina le inspira. Lomonósov ve en ella algo más que la heredera de Pedro el Grande: el símbolo de la Rusia en marcha hacia un futuro glorioso. En un hermoso impulso de sinceridad, le dedica poemas de una adoración casi religiosa. Por supuesto, no ignora que Vasili Trediakovski y Alexandr Sumarókov lo han precedido en el género, pero estos dos colegas, que le ponen mala cara cuando aparece en el pequeño círculo intelectual de la capital, no lo intimidan en absoluto. Desde el principio se siente superior a ellos. Por lo que se refiere a Trediakovski y Sumarókov, no tardan en percatarse del peligro que representa para su notoriedad este recién llegado que los supera por la amplitud de sus designios y la riqueza de su vocabulario. Su territorio de caza es el mismo que el de ellos. Siguiendo su ejemplo de ambos pioneros, escribe panegíricos de Su Majestad e himnos a las virtudes guerreras de Rusia. Pero, si bien el pretexto de los poemas de Lomonósov es convencional, su estilo y su prosodia poseen un vigor inédito. El lenguaje de sus predecesores, rebuscado y pomposo, todavía estaba impregnado de eslavón, mientras que el suyo, por primera vez en una obra impresa, se acerca -tímidamente, es cierto- al que emplean para hablar entre sí las personas que se alimentan de algo más que de escrituras sagradas y breviarios. Sin descender del Olimpo, da unos pasos hacia el bullicio de la calle. ¿Quién entre sus contemporáneos podría no estarle agradecido? Las recompensas llueven sobre su cabeza. Sin embargo, su avidez de conocimientos es tal que no puede contentarse con un éxito literario. Ampliando los límites de las ambiciones razonables, pretende recorrer todo el ciclo de la reflexión humana, aprenderlo todo, almacenarlo todo, experimentarlo todo, triunfar en todo al mismo tiempo.

Respaldado por Iván Shuválov, que lo ha hecho nombrar -¿por qué no?- presidente de la Academia, inaugura su cargo con un curso de física experimental. Dado que su curiosidad lo lleva de una disciplina a otra, publica sucesivamente Introducción a la verdadera química física, Disertación sobre los deberes de los periodistas en las exposiciones que hacen sobre la libertad de filosofar (en francés) y, seguramente para dejar de ser sospechoso de ateísmo occidental ante el clero ortodoxo, Reflexión sobre la utilidad de los libros de Iglesia en la lengua rusa. Otras obras del mismo estilo salen de su prolífica pluma, alternando con odas, epístolas y tragedias. En 1748 escribe un tratado de retórica en ruso. Al año siguiente, para variar, se pone a estudiar a fondo la coloración industrial del vidrio. Con el mismo entusiasmo, emprende la redacción del primer léxico de la lengua rusa. Es por turnos poeta, químico, mineralogista, lingüista y gramático, pasa semanas enteras encerrado en su despacho de San Petersburgo o en el laboratorio que ha instalado en Moscú, en la torre Sujárov, construida tiempo atrás por Pedro el Grande. Negándose a perder el tiempo comiendo, cuando problemas tan importantes requieren su atención, se limita a mordisquear de vez en cuando un trozo de pan con manteca y dar unos tragos de cerveza, para proseguir su tarea hasta desfallecer de inanición. Por la noche, los transeúntes miran con inquietud la luz que brilla tras las ventanas de este antro del trabajo, que no se sabe si cuenta con el beneplácito de Dios o del diablo. Monstruo de erudición y de avidez intelectual, en lucha contra la ignorancia y el fanatismo del pueblo, en 1753 Lomonósov llegará incluso a disputarle a Benjamín Franklin la prioridad del descubrimiento de la fuerza eléctrica. Pero también se ocupa de las aplicaciones prácticas de la ciencia. Desde esta perspectiva, y siempre con el apoyo de Iván Shuválov, reorganizará la primera universidad, fundará una fábrica imperial de porcelana e implantará en Rusia el arte de la vidriería y del mosaico.

Isabel, que ha reconocido enseguida los méritos de Lomonósov, le devuelve en admiración y en protección los numerosos homenajes que él le dedica en sus poemas. Siendo semiiletrada, sustituye gustosa la cultura por el instinto. El instinto es lo que la ha llevado a escoger como favorito, y más tarde como esposo inconfesado, a un simple campesino, antiguo chantre de iglesia, y a confiar la instrucción de su imperio a otro hombre de extracción humilde, hijo de pescador y polígrafo de talento. En ambos casos, se ha dirigido a un hijo del pueblo para ayudarlo a elevar al pueblo, como si supiera que en las capas profundas del terreno humano es donde reside la sabiduría. Le ha bastado conocer los primeros trabajos de Lomonósov para darse cuenta de que lo más importante que quedará de su reinado no serán ni los monumentos, ni las leyes, ni los nombramientos de ministros, ni las conquistas militares, ni las fiestas con sus fuegos artificiales, sino el nacimiento de la auténtica lengua rusa. Ninguna de las personas que la rodean intuye aún que, bajo una apariencia cotidiana, el país está viviendo una revolución. Lo que cambia imperceptiblemente no son las mentes o las costumbres, es la manera de escoger y de disponer las palabras, de expresar el pensamiento. Liberada de la ganga ancestral del eslavón eclesiástico, la palabra rusa del futuro toma alas. Y es el hijo de un pescador del Gran Norte quien, mediante sus escritos, la ennoblece.

Si la suerte de Lomonósov es haber contado con Isabel para ayudarlo en su prodigiosa carrera, la suerte de Isabel es haber contado con Lomonósov para crear, a su sombra, la lengua rusa de mañana.

***

Capítulo diez

Su Majestad y Sus Altezas

Solicitada, a lo largo del año 1750, unas veces por los acontecimientos del mundo exterior y otras por los de su familia, Isabel ya no sabe adónde acudir. A imagen y semejanza de la Europa abandonada a rivalidades y convulsiones, la pareja granducal vive a trompicones, sin una directriz firme y, al parecer, sin ningún proyecto de futuro. La grosería de Pedro se manifiesta a la menor ocasión. La edad, que debería moderar sus chiquilladas y sus manías, no hace sino exacerbarlas. A los veintidós años sigue entreteniéndose con marionetas, dirigiendo, vestido con el uniforme prusiano, el desfile de la pequeña tropa holsteinesa reunida en Oranienbaum y organizando consejos de guerra para condenar, en debida forma, a una rata a la horca. En cuanto a los juegos amorosos, cada vez piensa menos en ellos. Si bien continúa presumiendo delante de Catalina de sus presuntas relaciones galantes, se guarda muy bien de tocarla aunque sea con la punta de los dedos. Se diría que le da miedo o le repugna, precisamente porque es una mujer y él no sabe absolutamente nada de ese tipo de criaturas. Frustrada y humillada noche tras noche, Catalina se adormece leyendo novelas de Mademoiselle de Scudéry, La astrea, de Honoré d’Urfé, Clovis, de Desmarets, las Cartas de Madame de Sévigné o -¡suprema audacia!- Vidas de las damas galantes, de Brantôme. Cuando se cansa de pasar las páginas de un libro, se viste de hombre siguiendo el ejemplo de la emperatriz, va a cazar patos a orillas de los lagos o hace ensillar un caballo y galopa sin un destino concreto para relajar los nervios. Por guardar cierto decoro, cuando la ven monta a mujeriegas, pero, en cuanto considera que ya no se encuentra al alcance de la vista, se pone a horcajadas. La emperatriz, debidamente informada, deplora esta costumbre, que, según ella, podría ser la causa de la esterilidad de su nuera. Catalina no sabe si debe reír o enfadarse por la curiosidad que suscita su vientre.

Si bien el gran duque la desdeña, otros hombres le hacen la corte bastante abiertamente. Incluso su mentor oficial, el virtuosísimo Choglokov, se ha ablandado y le dedica de vez en cuando un requiebro salaz. Sensible tiempo atrás al encanto de los Chernichov, Catalina soporta ahora con gusto el asedio de un nuevo miembro de la familia, llamado Zahar, que está a la altura de los precedentes. En todos los bailes, Zahar está allí devorándola con los ojos y esperando el momento de bailar con ella. Incluso se dice que intercambian notas amorosas. Isabel está ojo avizor. En pleno devaneo, Zahar Chernichov recibe la orden imperial de incorporarse inmediatamente a su regimiento, acantonado lejos de la capital. Pero Catalina no tiene mucho tiempo para lamentar su marcha, pues casi enseguida es felizmente sustituido por el seductor conde Sergéi Saltikov. Descendiente de una de las familias más antiguas del imperio y admitido entre los chambelanes de la pequeña corte granducal, el conde se ha casado con una dama de honor de la emperatriz y ha tenido de ella dos hijos. Pertenece, pues, a la raza de los «verdaderos machos» y arde en deseos de demostrárselo a la gran duquesa, pero lo frena la prudencia. La nueva vigilante y camarista de la pareja, la señorita Vladislávov, ayudante de los Choglokov, informa a Bestújiev y a la emperatriz de los progresos de este idilio doblemente adúltero. Un día, mientras la señora Choglokov expone por enésima vez a Su Majestad los disgustos que le causa el gran duque al descuidar a su esposa, Isabel tiene una iluminación y vuelve a una idea que la atormenta desde los esponsales de su sobrino. Como acaba de decir su interlocutora, para que nazca un niño es absolutamente preciso que el marido «haya puesto de su parte». Así pues, para garantizar una procreación correcta, hay que hacer algo con Pedro, no con Catalina. Tras convocar a Alexéi Bestújiev, Isabel examina con él la mejor forma de resolver el problema. Los hechos son éstos: después de cinco años de matrimonio, la gran duquesa todavía no ha sido desflorada por su esposo y, según las últimas noticias, tiene un amante normalmente constituido, Sergéi Saltikov. En consecuencia, para evitar un desagradable embrollo, es importante adelantarse a Sergéi Saltikov y ofrecer a Pedro la posibilidad de fecundar a su mujer. Según el médico de corte Boerhaave, bastaría una ligera intervención quirúrgica para liberar a Su Alteza de la fimosis que no le permite satisfacer a su augusta media naranja. Por supuesto, si la operación falla, Sergéi Saltikov estará ahí para desempeñar, de incógnito, el papel de progenitor. Así se tendrá una doble garantía de inseminación. En otras palabras, para que la descendencia de Pedro el Grande quede asegurada, es preferible apostar en las dos mesas: dejar que Catalina pase buenos ratos con su amante y preparar a su marido para que tenga con ella unas relaciones eficaces. La preocupación dinástica y el sentido de la familia se conjugan para aconsejar a la zarina que, como sagaz estratega, disponga de varios recursos. Por otro lado, puesto que ella no ha tenido hijos pese a sus numerosas aventuras sentimentales, no comprende que una mujer, a quien su constitución física no impide ser madre, vacile en buscar con otro hombre la felicidad que su esposo le niega. Poco a poco, el adulterio de la gran duquesa, que al principio no era más que una idea a la vez fútil e insensata, se convierte en su mente en una idea fija de carácter sagrado, en el equivalente de un deber patriótico.

Por instigación suya, la señora Choglokov, transformada en confidente íntima, le explica a Catalina que hay situaciones en las que el honor de una mujer consiste precisamente en acceder a perderlo por el bien del país. Le jura que nadie -ni siquiera la emperatriz- la tratará con dureza por esta infracción a las reglas de la fidelidad conyugal. De modo que, ahora, Catalina se reúne con Sergéi Saltikov -y no sólo para ir simplemente de excursión- con la bendición de Su Majestad, de Bestújiev y de los Choglokov. No obstante, el doctor Boerhaave practica en la persona del gran duque, de forma totalmente indolora, la pequeña intervención quirúrgica decidida en las altas esferas. Para comprobar que, gracias a un golpe de bisturí, su sobrino «funciona», Su Majestad le envía a la joven y atractiva viuda del pintor Groot, que según dicen tiene aptitudes para formarse una opinión sobre esta cuestión. El informe de la dama es concluyente: ¡todo está en orden! La gran duquesa podrá comprobar por sí misma la capacidad, finalmente normal, de su esposo. Al enterarse de la noticia, Sergéi Saltikov se siente aliviado. Y Catalina todavía más. De hecho, Pedro debe hacer acto de presencia al menos una vez en la cama, para que ella pueda endosarle la paternidad del hijo que lleva desde hace unas semanas en su vientre.

Por desgracia, en el mes de diciembre de 1750, durante una cacería, a Catalina la asaltan violentos dolores. Un aborto. A pesar de la decepción que eso les causa, la zarina y los Choglokov multiplican sus atenciones para con ella. Es una forma como otra cualquiera de invitarla a insistir, con Saltikov o con cualquier otro «suplente». El verdadero padre es lo de menos; el que cuenta es el padre putativo. En marzo de 1753, Catalina presenta de nuevo síntomas de embarazo, pero a la vuelta de un baile sufre otro aborto. Afortunadamente, la tenacidad de la zarina es inagotable. En lugar de desesperarse, Su Majestad anima a Saltikov en su papel de semental, y lo hace con tanta eficiencia que en febrero de 1754, siete meses después del último aborto, Catalina constata que está otra vez embarazada. La zarina, que es inmediatamente informada, echa las campanas al vuelo. Esta vez será la buena, piensa. En vista de que el embarazo parece desarrollarse correctamente, considera que sería prudente alejar a Sergéi Saltikov, cuyos servicios ya no son necesarios. No obstante, por consideración al estado de ánimo de su nuera, la emperatriz accede a mantener al amante en reserva, al menos hasta el parto.

Naturalmente, cuando piensa en el próximo nacimiento, Isabel lamenta que se trate de un bastardo por cuyas venas no correrá, pese a ser heredero titular de la corona, una sola gota de sangre de los Románov. Sin embargo, considera que es preferible este engaño genealógico -del que, por supuesto, nadie será informado- a instalar en el trono al pobre zarevich Iván, que cuenta ahora doce años y continúa prisionero en Riazán, desde donde se le debe trasladar, según lo previsto, a Schlüsselburg. Fingiendo creer que el hijo venidero es el legítimo vástago de Pedro, rodea de cuidados a esta madre adúltera de la que no puede prescindir. Dividida entre el remordimiento por tamaña superchería y el orgullo de haber preservado la perennidad de la dinastía, desearía manifestarle su indignación a esa tunanta redomada, que en realidad demuestra una sensualidad, una amoralidad y una audacia comparables a las suyas. Sin embargo, es preciso reprimirse pensando en los historiadores futuros, que juzgarán su reinado. Ante la corte, Su Majestad aguarda, con devota esperanza, que su queridísima nuera traiga al mundo al primer hijo del gran duque Pedro, al fruto providencial de un amor bendecido por la Iglesia. No es una mujer la que va a dar a luz, sino Rusia entera la que se dispone a alumbrar a su futuro emperador.

Isabel se instala en los aposentos contiguos a la habitación donde la gran duquesa espera el momento del parto. A decir verdad, si quiere permanecer muy cerca de su hija política es sobre todo para impedir que el emprendedor Sergéi Saltikov vaya a visitarla con demasiada frecuencia, lo que sería motivo de chismorreo. Ya está pensando en enviar a algún lugar lejano a ese progenitor que se ha vuelto indeseable. En cuanto al porvenir sentimental de su nuera, Isabel aún no piensa en él. Lo único que debe hacer Catalina es parir. Y dar un hijo varón al país. ¡Una niña lo complicaría todo! Después, ya se verá. Día tras día, la zarina hace cálculos, interroga a los médicos, consulta a videntes y reza ante los iconos.

En la noche del 19 al 20 de septiembre de 1754, tras nueve años de matrimonio, Catalina siente por fin los primeros dolores. Inmediatamente, la emperatriz, el conde Alexandr Shuválov y el gran duque Pedro acuden para asistir al parto. El 20 de septiembre de 1754, a mediodía, al ver aparecer entre las manos de la comadrona al bebé, todavía pringoso y manchado de sangre, Isabel exulta: ¡alabado sea Dios, es un varón! Ya ha escogido su nombre: Pablo Petróvich (Pablo, hijo de Pedro). Una vez lavado y envuelto en pañales, y después de que el confesor de Su Majestad le administre el agua de socorro, el recién nacido sólo permanece un minuto en brazos de su madre. Apenas tiene tiempo de besarlo, de abrazarlo, de aspirar su olor. Ya no le pertenece; pertenece a Rusia, o más bien a la emperatriz. Dejando a sus espaldas a la gran duquesa extenuada y gimiente, Isabel se lleva al pequeño Pablo estrechándolo entre sus brazos, como si fuera un botín costosamente obtenido. Lo instalará en sus aposentos privados, bajo su exclusiva vigilancia. Ya no necesita a Catalina. Una vez que ha cumplido con su función reproductora, la gran duquesa ha perdido todo interés. Si volviera a Alemania, nadie la echaría de menos en palacio.

Isabel, inclinada sobre la cuna, escruta con angustia el rostro arrugado del niño. A esa edad no se percibe ningún «parecido familiar». ¡Mejor que mejor! Por lo demás, se parezca al amante de Catalina o a su marido, el resultado es el mismo. A partir de ahora no importa que el gran duque Pedro, ese macaco pretencioso, continúe siendo un estorbo en palacio. Tanto si vive como si desaparece, la sucesión está asegurada.

Sobre la ciudad, los cañones atruenan y las campanas repican alegremente. En su habitación, todavía febril como consecuencia del ajetreo del parto, Catalina llora porque, una vez más, ha sido abandonada; y no lejos de ella, al otro lado de la puerta, el gran duque, rodeado de los oficiales de su regimiento holsteinés, bebe una copa tras otra a la salud de «su hijo Pablo». En cuanto a los diplomáticos, Isabel sospecha que, con su causticidad habitual, se divertirán comentando, cada uno por su lado, la extraña filiación del heredero del trono. Pero también sabe que, aunque en las cancillerías no se han dejado engañar por este truco de prestidigitación, nadie se atreverá a decir en voz alta que el pequeño Pablo Petróvich es un bastardo y que el gran duque Pedro es el más glorioso cornudo de Rusia. Ahora bien, esta adhesión tácita de los contemporáneos a una mentira es precisamente lo que puede transformarla en certeza para las generaciones futuras. Y a Isabel le interesa por encima de todo el juicio de la posteridad.

Con ocasión del bautizo, Isabel decide demostrarle su satisfacción a la madre disponiendo que le presenten en una bandeja varias joyas y una orden de pago a su favor por un importe de cien mil rublos: el precio de compra de un heredero auténtico. Luego, considerando que le ha manifestado suficientemente su solicitud, ordena, como medida de decoro, enviar a Sergéi Saltikov en misión a Estocolmo. Se le encomienda llevar al rey de Suecia el anuncio oficial del nacimiento, en San Petersburgo, de Su Alteza Pablo Petróvich. La emperatriz no pestañea ni un segundo ante el extraño cometido de ese padre ilegítimo que va a buscar las felicitaciones destinadas al padre legítimo del niño. ¿Cuánto tiempo durará el viaje? Isabel no lo precisa y Catalina está desesperada. ¡Puros remilgos de mujercita deseosa de amor!, decide la zarina. Ella ha tenido demasiadas aventuras sentimentales y sensuales a lo largo de su vida para enternecerse con las de las demás.

Mientras Catalina se lamenta en el lecho, en espera de que transcurra la cuarentena, Isabel ofrece multitud de recepciones, bailes y banquetes. En palacio no se cansan de celebrar un acontecimiento que se esperaba desde hacía casi diez años. Por fin, el 1 de noviembre de 1754, cuarenta días después del parto, el protocolo exige que la gran duquesa reciba las felicitaciones del cuerpo diplomático y de la corte. Catalina recibe a los invitados semitendida en una pomposa cama de terciopelo rosa con bordados de plata. La habitación ha sido lujosamente amueblada e iluminada para la ocasión. La zarina en persona ha ido a inspeccionar el lugar antes de la ceremonia para comprobar que no falle nada. Pero, inmediatamente después de la sesión de homenaje, manda retirar los muebles y los candelabros superfluos; siguiendo sus instrucciones, la pareja granducal regresa a sus aposentos habituales del palacio de Invierno. Es una forma encubierta de decirle a Catalina que su papel ha terminado y que, en lo sucesivo, la realidad reemplazará al sueño.

Ajeno a este tráfago familiar, Pedro vuelve a sus juegos pueriles y a sus borracheras, mientras que la gran duquesa se enfrenta al sustituto de su antiguo mentor, Choglokov, fallecido en el ínterin. El nuevo «maestro de la pequeña corte», cuyo carácter entrometido y puntilloso Catalina presiente, es el conde Alexandr Shuválov, hermano de Iván. Desde el momento en que entra en funciones, trata de ganarse la simpatía de los habituales de la pareja principesca, cultiva la amistad de Pedro y aplaude su pasión desmesurada por Prusia. Respaldado por él, el gran duque ya no tiene límites para su germanofilia, ordena que vengan nuevos soldados del Holstein y organiza en el parque del castillo de Oranienbaum un campamento atrincherado que bautiza con el nombre de Peterstadt. Mientras él se divierte jugando a ser un oficial alemán, al mando de tropas alemanas en una tierra que querría que fuese alemana, Catalina, más sola que nunca, se sume en la neurastenia. Tal como ella había temido después del parto, Sergéi Saltikov, tras una breve misión en Suecia, es enviado a Hamburgo en calidad de ministro residente de Rusia. La zarina, pese a detestar a su hijo adoptivo, tiene interés en cortar los puentes entre los dos amantes. Además, sólo a título excepcional permite a Catalina ver a su hijo. Se ha convertido en una abuela posesiva, que monta guardia junto a la cuna y no acepta ningún comentario de la gran duquesa sobre la forma de criar al niño. Se diría que la verdadera madre del pequeño Pablo no es Catalina sino Isabel, que ha sido ella quien lo ha llevado nueve meses en el vientre y quien ha sufrido para traerlo al mundo.

Catalina, desposeída y desanimada, trata de olvidar su desgracia leyendo con pasión los Anales de Tácito, El espíritu de las leyes de Montesquieu, y algunos ensayos de Voltaire. Privada de amor, intenta paliar esa falta de calor humano interesándose en la filosofía e incluso en la política. A fuerza de frecuentar los salones de la capital, escucha con más atención que antes las conversaciones, a menudo brillantes, de los diplomáticos. Al lado de un marido completamente absorbido por pamplinas militares, adquiere una seguridad y una madurez mental que no pasan inadvertidas a los que la rodean. Isabel, cuya salud declina a medida que la de Catalina mejora a ojos vista, no tarda en percatarse de la metamorfosis progresiva de su nuera. Pero todavía no sabe si debe alegrarse o preocuparse por ello. Enferma de asma y de hidropesía, la zarina se aferra en su vejez al todavía joven y apuesto Iván Shuválov, que se ha convertido en su principal razón de vivir y su mejor consejero. Se pregunta si, para su tranquilidad personal, no sería preferible que Catalina tuviera, como ella, un amante oficial que la colmara en todos los aspectos y le impidiera inmiscuirse en los asuntos públicos.

Hacia mediados de 1755, por Pentecostés, un nuevo plenipotenciario inglés llega a San Petersburgo. Se llama Charles Hambury Williams y lleva en su séquito a un joven y vivaz aristócrata polaco, Stanislas August Poniatowski, de veintitrés años de edad. Stanislas es un apasionado de la cultura occidental, ha frecuentado todos los salones europeos, ha conocido personalmente, en París, a la famosa señora Geoffrin, a la que llama «mamá», y disfruta en Londres de la amistad del ministro Horace Walpole. Dicen que habla todas las lenguas, que se adapta a todos los climas y que gusta a todas las mujeres. Nada más desembarcar en Rusia, Williams se propone utilizar al «polaco» para seducir a la gran duquesa y convertirla en su aliada en la lucha que planea emprender contra la prusofilia del gran duque. Por otro lado, el canciller Alexéi Bestújiev, respaldado por toda la «facción rusa», está dispuesto a secundar al embajador británico en sus propósitos. Consciente de la situación, desearía que Rusia se pusiera abiertamente del lado de los ingleses en caso de conflicto con Federico II. Según los rumores que corren por las cancillerías, el propio Luis XV, percibiendo el peligro de una guerra, está impaciente por reanudar los contactos con Rusia. De la noche a la mañana, gracias a sus conversaciones de salón con Stanislas Poniatowski, Catalina se ve metida en pleno caos europeo. Sin darse cuenta, las cuestiones internacionales adoptan para ella el hermoso rostro del polaco. Pero, pese a sus numerosos éxitos mundanos, Stanislas es tremendamente tímido. Aunque tiene una gran facilidad de palabra, se siente paralizado de respeto ante la gracia, la elegancia y la capacidad de réplica de la gran duquesa. Arde de deseo, pero no se atreve a declararse. Es León Narishkin, el alegre compañero de aventuras de Sergéi Saltikov, quien lo empuja a dar el paso. La camarista confidente de Catalina, la señorita Vladislávov, facilita sus primeros encuentros en Oranienbaum. Siempre al acecho de las intrigas que se traman, la zarina no tarda en saber que su hija política ha encontrado un sustituto de Sergéi Saltikov, que su último amante se llama Stanislas Poniatowski y que los tortolitos se arrullan infatigablemente mientras el marido, indiferente, cierra los ojos y se tapa los oídos.

Isabel no se toma a mal que su hija política vuelva a echar alguna cana al aire, pero se pregunta si no habrá una segunda intención política detrás de esta relación amorosa. De repente le parece que hay dos cortes rivales en Rusia, la «gran corte» de Su Majestad y la «pequeña corte» granducal, y que los intereses de estas dos emanaciones del poder son opuestos. Para asegurarse las simpatías de la «gran corte», tradicionalmente francófila, Luis XV envía a San Petersburgo a un emisario escogido, Mackenzie Douglas. Este partidario de los Estuardo, de origen escocés y refugiado en Francia, pertenece al gabinete «paralelo» de Luis el Bienamado, llamado «el secreto del rey». Va a Rusia supuestamente para comprar pieles, pero en realidad para comunicar a la zarina un código confidencial que le permitirá cartearse directamente con Luis XV.

Antes de ponerse en camino, Douglas ha sido informado de que su misión será más delicada de lo previsto, pues Londres subvenciona ahora a Bestújiev para que sirva a la causa británica. Se dice que incluso la gran duquesa, apoyada por su actual amante, Stanislas Poniatowski, se ha puesto del lado de los ingleses. El príncipe Poniatowski, que había sido apartado provisionalmente de la corte, acaba de reaparecer con un cargo oficial: ha sido nombrado ministro del rey de Polonia en Rusia. De este modo, su presencia queda regularizada, y Catalina ve en ello la promesa de un plácido futuro para su relación. Por otro lado, la gran duquesa se siente reconfortada por las recientes disposiciones de Alexéi Bestújiev respecto a ella. Habiéndose agregado junto con el canciller al clan de los amigos de Inglaterra, se siente a salvo. Bestújiev ha suprimido el odioso espionaje al que la sometía la emperatriz. Ésta sólo recibe ahora de Oranienbaum informes relativos a las extravagancias prusianas de su sobrino.

En este clima de vigilancia recíproca, prudentes negociaciones y engaños corteses, en San Petersburgo se ha elaborado un primer tratado tendente a definir la actitud de las diferentes potencias en caso de un conflicto francoinglés. Pero, de repente, tras unas deliberaciones secretas, el 16 de enero de 1756 se firma en Westminster un nuevo acuerdo en el que se estipula que, en el supuesto de una guerra generalizada, Rusia se unirá a Francia en su lucha contra Inglaterra y Prusia. Esta brusca inversión de las alianzas deja atónitos a los no iniciados y subleva a Isabel. Sin duda alguna, Bestújiev, mejor pagado por alguna otra potencia, ha roto los compromisos de honor que Rusia había contraído con Prusia. Y Catalina, sin detenerse a pensar, ha seguido encantada su ejemplo en ese cambio de chaqueta tan escandaloso. Además, siempre se ha dejado engatusar por el espíritu francés. En la furia de Su Majestad influye tanto la contrariedad política como el amor propio herido. Lamenta haber confiado en el canciller Alexéi Bestújiev para llevar las negociaciones internacionales, cuando el vicecanciller Voróntsov y los hermanos Shuválov le aconsejaban aplazar esta decisión. A fin de tratar de limitar los daños, en febrero de 1756 convoca a toda prisa una «conferencia» que, bajo su presidencia, reúne a Bestújiev, Voróntsov, los hermanos Shuválov, el príncipe Trubetzkói, el general Alexandr Buturlin, el general Apraxin y el almirante Golitsin. ¡Mucho será que todas esas cabezas pensantes no consigan salir del embrollo! En resumen, para evitar lo peor, se trata de saber si, en la hipótesis de un enfrentamiento, Rusia puede aceptar donativos a cambio de su neutralidad. Isabel, haciendo alarde de honor imperial, dice que no. Pero entonces llega a sus oídos que Luis XV se dispone a firmar un acuerdo de ayuda militar recíproca con María Teresa. Obligada por sus compromisos anteriores con Austria, Rusia se convierte al mismo tiempo en aliada de Francia. Atrapada a su pesar entre Luis XV y María Teresa, Isabel no tiene más remedio que enfrentarse a Federico II y Jorge II. ¿Debe alegrarse o asustarse? A su alrededor, los cortesanos se sienten divididos entre el orgullo nacional, la vergüenza de haber traicionado a sus amigos de ayer y el temor de pagar muy caro un cambio de rumbo innecesario. Se comenta, en secreto, que la gran duquesa Catalina, Bestújiev y tal vez incluso la emperatriz han recibido dinero para embarcar al país en una guerra inútil.

Indiferente a estos rumores, Isabel se encuentra, para su asombro, en la posición de una amiga indefectible de Francia. Poniendo al mal tiempo buena cara, el 7 de mayo dispensa a Mackenzie Douglas, de regreso en San Petersburgo tras una breve desaparición diplomática, un recibimiento repleto de delicadeza, de aprecio y de promesas. A Douglas le sigue, con un intervalo de unos días, el extraño Charles de Beaumont, llamado el caballero de Éon. Este personaje equívoco y seductor ya había hecho, tiempo atrás, una primera aparición en Rusia. Entonces vestía prendas femeninas. La elegancia de su ropa y la viveza de su conversación habían seducido a la emperatriz, hasta el punto de que le había pedido que fuera ocasionalmente su «lectora». Y ahora el caballero de Éon vuelve a lucirse ante ella, pero vestido de hombre. Se exhiba con falda o con calzas, Isabel sigue encontrándole la misma gracia y el mismo ingenio. ¿Cuál es su sexo? A la emperatriz le da igual. ¡Ella misma ha cambiado de sexo tantas veces en las mascaradas de la corte! ¿Acaso lo esencial no es que ese gentilhombre tenga la inteligencia y el gusto franceses? Beaumont le trae una carta personal del príncipe de Conti. Los términos calurosos de este mensaje la conmueven mucho más que las consabidas amabilidades de los embajadores. Sin vacilar, le contesta: «No quiero ni terceros ni mediadores en una reunión con el rey [Luis XV]. Sólo le pido verdad, rectitud y una absoluta reciprocidad en lo que se acuerde entre nosotros.» La declaración carece por completo de ambigüedad: más que una demostración de confianza, es una declaración de amor por encima de las fronteras.

A Isabel le gustaría saborear a placer esta luna de miel con Francia. Pero el agravamiento del insomnio y de las indisposiciones que padece no se lo permiten. Víctima de frecuentes dolores, teme incluso perder la razón antes de haber tenido tiempo de obtener una victoria decisiva en esta guerra en la que se ha visto envuelta a su pesar a causa del juego de las alianzas. Pero resulta que Federico II, a fin de aprovechar el efecto sorpresa, inicia las hostilidades invadiendo Sajonia sin previo aviso. [58] Los primeros enfrentamientos le son favorables. Dresde es tomada por asalto, los austríacos son derrotados en Praga, y los sajones, en Pirna. Forzada a acudir en ayuda de su aliada, Austria, Isabel se resigna a intervenir. Por orden suya, el general Apraxin, nombrado mariscal de campo, parte de San Petersburgo y concentra el grueso de sus tropas en Riga. Mientras Luis XV manda al marqués de L’Hôpital ante la zarina para exhortarla a la acción, ésta confía a Mijaíl Bestújiev -que, al contrario que su hermano Alexéi, el canciller, es francófilo de corazón- la misión de firmar la adhesión de Rusia al tratado de Versalles. El 31 de diciembre de 1756 la cosa está hecha.

Incómoda en su fuero interno por esta ostensible toma de posición, Isabel espera que el conflicto actual no se extienda por toda Europa. Por otro lado, teme que Luis XV la utilice para afianzar un acercamiento, ya no ocasional sino permanente, con Austria. Como para darle la razón en sus temores, en mayo de 1757 Luis XV manifiesta su deseo de confirmar que está de parte de María Teresa mediante una nueva alianza destinada a quitarle a Prusia toda posibilidad de comprometer la paz en Europa. Isabel intuye que, bajo este generoso pretexto, el rey oculta una intención más sutil. Al tiempo que se proclama solidario de Rusia, no quiere que ésta intente extenderse a costa de sus dos vecinos, Polonia y Suecia, aliados tradicionales de Francia. Mientras Luis XV esté trabado por este doble compromiso, no podrá jugar limpio con Isabel. Ésta debe poner en juego toda su habilidad para capear a los enviados de Versalles. Se pregunta si, dadas sus simpatías británicas, Alexéi Bestújiev es todavía el hombre indicado para defender los intereses del país. Mientras que el canciller, sin dejar de proclamar su patriotismo y su integridad, no vería con malos ojos el triunfo de la coalición angloprusiana sobre la coalición austrofrancesa, fundamentalmente gracias a la inacción de Rusia, el amante de la emperatriz, Iván Shuválov, no oculta que es adicto a Francia, a su literatura, a sus modas y, lo que es más grave, a su política. Isabel nunca ha sido objeto de un combate tan encarnizado entre su favorito y su canciller, entre los impulsos de su corazón, que la acercan a Versalles, y las reconvenciones de su razón, que le recuerdan sus lazos con Berlín.

Le gustaría tener la cabeza totalmente despejada para tomar decisiones. Pero las preocupaciones cotidianas y el recrudecimiento de sus dolencias minan cada día un poco más su resistencia física. A veces tiene alucinaciones, exige cambiar de habitación porque se siente amenazada por un enemigo sin rostro, suplica a los iconos que acudan en su ayuda, sufre síncopes y, cuando recobra el conocimiento, le cuesta recordar las cosas. Su cansancio es tal que querría abandonar la lucha. Tan sólo las circunstancias la obligan a permanecer en pie. Sin embargo, sabe que a sus espaldas ya se menciona el problema que surgirá tras su desaparición. Si muere mañana, inopinadamente, ¿a quién irá a parar la corona? Según la tradición, su sucesor no puede ser otro que su sobrino, Pedro. Pero a Isabel se le enciende la sangre ante la idea de que Rusia caiga en manos de ese medio loco, maníaco y malévolo, que se pasa el día pavoneándose con el uniforme holsteinés. Para hacer bien las cosas, debería declararlo cuanto antes incapacitado para ocupar el trono y designar a su hijo, el pequeño Pablo Petróvich, de dos años, único heredero. Ahora bien, eso supondría otorgar el papel de regente a Catalina, a quien Isabel detesta tanto por su belleza como por su juventud, su inteligencia y sus numerosas intrigas. Además, últimamente la gran duquesa se ha conchabado con Alexéi Bestújiev. Entre los dos, enseguida desordenarían las cartas que ella ha dispuesto tan sabiamente. Esta perspectiva irrita a la zarina, pero de repente pierde todo interés por el tema. ¿Qué sentido tiene preocuparse de las peripecias del futuro, si ella ya no estará allí para padecerlas? Incapaz de resolver nada de forma inmediata, opta por permanecer a la expectativa y aplazar para más adelante la fastidiosa tarea de decidir si destituye a su sobrino para legar el poder a su nieto y su nuera, o si deja que Pedro acceda legalmente a la dignidad imperial, a riesgo de consternar a Rusia. Sin confesárselo, espera que los acontecimientos le dicten la solución.

Por fortuna, el mariscal de campo Apraxin, a quien en repetidas ocasiones ha suplicado en vano que actuara, se ha decidido por fin a desencadenar una magna ofensiva contra los prusianos. En julio de 1757, las tropas rusas toman Memel y Tilsitt; en agosto del mismo año, aplastan al enemigo en Gross Jaegersdorff. Isabel siente renacer su vitalidad y hace celebrar las victorias con un tedeum, mientras que Catalina, para complacerla, organiza fiestas en los jardines de Oranienbaum. Entre todo ese alborozo, el único que muestra un semblante desolado es el gran duque Pedro. Olvidando que es el heredero del trono de Rusia y que esa serie de éxitos rusos debería alegrarle, no soporta la derrota de su ídolo, Federico II. Pero el diablo ha debido de escuchar sus recriminaciones, pues justo cuando en San Petersburgo la muchedumbre, sobreexcitada, grita «¡A Berlín! ¡A Berlín!», y exige que Apraxin prosiga su conquista hasta aniquilar Prusia, una noticia transforma el entusiasmo unánime en estupor. Dos correos enviados por el mando afirman que, tras un deslumbrante inicio de campaña, el mariscal de campo está batiéndose en retirada y que sus regimientos abandonan el territorio ocupado dejando pertrechos, municiones y armas. Esta espantada parece tan inexplicable que Isabel se huele un complot. El marqués de L’Hôpital, que, a petición de Luis XV, asesora a la zarina dándole su opinión en estos momentos difíciles, se inclina a pensar que Alexéi Bestújiev y la gran duquesa Catalina, ambos pagados por Inglaterra y favorables a Prusia, no son ajenos a la sorprendente defección del mariscal. El embajador comenta esta suposición con las personas que lo rodean y sus palabras son inmediatamente repetidas a la zarina. En un arranque de energía, al principio sólo piensa en castigar a los culpables. Para empezar, destituye a Apraxin, lo manda a vivir a sus posesiones y pone a la cabeza del ejército a su segundo lugarteniente, el conde de Fermor. Sin embargo, reserva la manifestación de su principal resentimiento para Catalina. Querría castigar severamente, de una vez por todas, a esa mujer cuyas infidelidades conyugales antaño consentía, pero cuyos manejos políticos no puede tolerar. Habría que taparle la boca, a ella y a toda la camarilla de prusianos de opereta que pululan alrededor de la pareja granducal, en Oranienbaum.

Por desgracia, es un mal momento para hacer limpieza, porque Catalina se ha quedado de nuevo embarazada y, como en ese estado es «sagrada» para la nación, goza de una impunidad provisional. Cualesquiera que sean sus errores, vale más dejarla en paz hasta el parto. Y en esta ocasión, ¿quién es el padre? El gran duque no, desde luego, pues, desde la pequeña operación que le practicaron, reserva todas sus atenciones para Elizaveta Voróntsov, la sobrina del vicecanciller. Esta amante, que no es ni guapa ni espiritual, pero cuya vulgaridad le da seguridad, acaba de apartarlo de su esposa. Por lo demás, le importa un comino que Catalina tenga un amante y que sea Stanislas Poniatowski quien la haya dejado embarazada. Incluso hace bromas groseras en público sobre la cuestión. Para él, Catalina es una esposa que constituye un estorbo y una deshonra, una mujer con la que lo casaron en su juventud sin pedirle su opinión. La soporta y trata de olvidarla durante el día y, sobre todo, por la noche. Ella, por su parte, teme que la zarina envíe al otro extremo del mundo a Stanislas Poniatowski, el padre natural de su segundo hijo. A petición suya, Alexéi Bestújiev interviene ante Su Majestad para que el nuevo «destino» de Stanislas, en Polonia, se retrase, al menos hasta el nacimiento del bebé. El canciller acaba consiguiéndolo y Catalina, más tranquila, se prepara para el acontecimiento.

Durante la noche del 18 al 19 de diciembre de 1758 nota unas contracciones significativas. El gran duque, alertado por sus gemidos, es el primero en acudir junto a ella. Lleva puesto el uniforme prusiano, sin olvidar botas, cinturón, espada, espuelas en los tacones y una banda cruzada sobre el pecho. Se tambalea y masculla, con voz de borracho, que está allí con su regimiento para defender a su legítima esposa contra los enemigos de la patria. Temiendo que la emperatriz lo vea en semejante estado, Catalina lo manda a la cama a dormir la mona. Su Majestad llega poco después, justo a tiempo para ver alumbrar a su nuera, asistida por una comadrona. Cogiendo al bebé en brazos, Isabel lo examina con ojo experto. Es una niña. ¡Da igual! Se conformarán. Sobre todo porque, en la línea masculina, la sucesión está garantizada por el pequeño Pablo. Para ganarse la benevolencia de su suegra, Catalina propone ponerle a su hija el nombre de Isabel. Pero Su Majestad no está de humor para dejarse enternecer y dice que prefiere para la niña el nombre de Ana, que era el de su hermana mayor, la madre del gran duque. Luego, tras haber hecho administrar el agua de socorro al bebé, se lo lleva en brazos sin ninguna contemplación, igual que hizo cuatro años antes con el hermano de esta recién nacida inútil.

Una vez cerrado este episodio familiar, Isabel se dedica a aclarar el caso Apraxin. El mariscal de campo, desacreditado y destituido tras su incomprensible retirada ante el ejército prusiano que acababa de derrotar, murió muy oportunamente de un «ataque de apoplejía» tras haber sido sometido al primer interrogatorio. Pero, antes de morir, y sin dejar de negar su culpabilidad, reconoció haber mantenido correspondencia con la gran duquesa Catalina. Y eso, dado que Isabel había prohibido formalmente a su nuera escribir a quienquiera que fuese sin informar a las personas encargadas de su vigilancia, constituye un crimen imperdonable de rebelión. Los adictos a la zarina atizan sus sospechas contra la gran duquesa, el canciller Alexéi Bestújiev e incluso Stanislas Poniatowski, todos sospechosos de llevarse bien con Prusia. El vicecanciller Voróntsov, cuya sobrina es la amante del gran duque y que, desde hace mucho tiempo, sueña con ocupar el puesto del canciller Bestújiev, denosta a Catalina, a la que hace responsable de todas las desgracias diplomáticas y militares de Rusia. Lo respaldan en sus ataques los hermanos Shuválov, tíos de Iván, el favorito de Isabel. Incluso el embajador de Austria, el conde Esterhazy, y el de Francia, el marqués de L’Hôpital, apoyan la campaña de denigración desencadenada contra Alexéi Bestújiev. ¿Cómo no dejarse impresionar por tan porfiadas denuncias? Después de haber escuchado este concierto de reproches, Isabel toma una decisión en lo más hondo de su conciencia.

Un día de febrero de 1759, mientras Alexéi Bestújiev asiste a una conferencia ministerial, es increpado y detenido sin explicaciones. Durante un registro en su domicilio, los investigadores descubren unas cartas de la gran duquesa y de Stanislas Poniatowski. Nada comprometedor, desde luego; sin embargo, en ese clima de oscura venganza, los motivos más nimios son buenos para ajustar las cuentas a los que estorban. Por supuesto, en todos los países, cualquiera que se meta en la alta política corre el peligro de que lo derriben con la misma rapidez con que ha subido a la cima. Sin embargo, en las naciones llamadas civilizadas, sólo corre el riesgo de recibir una reprobación, ser destituido o ser retirado de oficio; en Rusia, patria de la desmesura, los culpables pueden ser condenados a la ruina, al exilio, a la tortura e incluso a la muerte. Nada más notar en la nuca el viento de la represión, Catalina ha quemado sus cartas, sus borradores, sus notas personales y sus libros de cuentas. Y espera que Alexéi Bestújiev haya tomado las mismas precauciones.

A decir verdad, la emperatriz, al tiempo que condena a su ex canciller, desea que salga del paso simplemente con un buen susto y la pérdida de algunos privilegios. ¿Se debe este acceso de indulgencia al cansancio de la edad o a los recuerdos de una vida de lucha y desenfreno? Pensándolo bien, preferiría un castigo moderado que un veredicto inapelable para ese hombre que ha trabajado durante tanto tiempo a su lado. Una vez más, la elogiarán por ser «la Clemente». El hecho de moderar su rencor contra Alexéi Bestújiev tiene tanto más mérito cuanto que la conducta de otros miembros del «complot angloprusiano» le parece inexcusable. Por ejemplo, permanece impasible cuando el gran duque Pedro se arroja a sus pies, jura que no tiene nada que ver con esas torpezas políticas y que Bestújiev y Catalina son los únicos culpables de cohecho y traición. Asqueada por la bajeza de su sobrino, Isabel lo manda a sus aposentos sin pronunciar una palabra de perdón ni montar en cólera. Para ella, ya no cuenta. Ni siquiera existe.

Muy distinta es su actitud ante la conducta «incalificable» de su nuera. Para disculparse, Catalina le ha enviado una larga carta, redactada en ruso, en la que le confía su congoja, defiende su inocencia y le suplica que le dé permiso para marcharse a Alemania a fin de reunirse con su madre e inclinarse ante la tumba de su padre. A Isabel, la idea de un exilio voluntario de la gran duquesa le parece tan absurda y fuera de lugar en las circunstancias actuales que no responde a esta llamada de socorro. E incluso va más lejos: decide castigar a Catalina privándola de su mejor camarista, la señorita Vladislávov. Este nuevo golpe acaba de destrozar a la joven. Consumida por la tristeza y el miedo, se mete en la cama, rechaza todo alimento, asegura estar enferma del alma y del cuerpo y, al borde de la inanición, se niega a que la examine un médico. En cambio, suplica al atento Alexandr Shuválov que llame a un sacerdote para que la confiese. Se avisa al padre Dubianski, capellán personal de la zarina. Éste, después de recibir las confesiones y los actos de contrición de la gran duquesa, le promete defender su causa ante Su Majestad. Así pues, en el transcurso de una entrevista con su «augusta penitente», el sacerdote le pinta tan bien el dolor de su hija política -la cual, después de todo, sólo es culpable de haber errado en su dedicación a la causa de la monarquía-, que Isabel promete reflexionar sobre el caso de esa extraña feligresa. Catalina sigue sin atreverse a esperar que la zarina vuelva a concederle su favor. Sin embargo, la intervención del padre Dubianski ha debido de ser convincente, pues el 13 de abril de 1759 Alexandr Shuválov va a visitar a Catalina a la habitación donde se reconcome de angustia y le anuncia que Su Majestad la recibirá «hoy mismo, a las diez de la noche».

Capítulo once

¡Otra Catalina!

Antes de que tenga lugar este famoso encuentro del 13 de abril, tanto la emperatriz como la gran duquesa saben que determinará para siempre el tono de sus relaciones. Cada una por su lado ha preparado sus argumentos, sus quejas, sus réplicas y sus excusas. Isabel, aunque imbuida de su poder discrecional, no ignora que su nuera, con sus treinta años, su piel lisa y su dentadura intacta, tiene sobre ella la ventaja de la juventud y la gracia. Le da coraje el hecho de haber superado la cincuentena, tener un exceso de grasa y seducir a los hombres tan sólo por el título y la autoridad que ostenta. De repente, la rivalidad de dos personalidades políticas se convierte en una rivalidad de mujeres. La ventaja de la edad favorece a Catalina; la de la posición jerárquica, a Isabel. A fin de que quede bien patente su superioridad sobre la suplicante, la zarina decide hacerla esperar en la antecámara el tiempo suficiente para que se ponga nerviosa y no sea dueña de sus medios de seducción. La audiencia ha sido fijada para las diez de la noche, pero Isabel no da la orden de introducir a Su Alteza en el salón hasta la una y media de la madrugada. Para tener testigos de la lección que se propone dar a su nuera, ha pedido a Alexandr Shuválov, a su favorito, Iván Shuválov, e incluso al gran duque Pedro, el marido de la culpable, que se escondan detrás de unos grandes biombos y no se muevan bajo ningún pretexto. Si no ha invitado a Alexéi Razumovski a participar en esta curiosa vigilancia familiar es porque, aunque éste continúa siendo su confidente titular -la «memoria sentimental de Su Majestad»-; últimamente ha ido perdiendo influencia y ha tenido que ceder el puesto, «para lo esencial», a recién llegados más ágiles. Así pues, el «caso Catalina-Pedro» se sale de su competencia. Juzgando que esta entrevista va a ser decisiva, Isabel ha preparado todos los detalles con una minucia de director de escena. Tan sólo unos pocos cabos de vela brillan en la penumbra, para acentuar el carácter inquietante del cara a cara. En una bandeja de oro, la emperatriz ha depositado las pruebas: unas cartas de la gran duquesa, encontradas en casa de Apraxin y de Bestújiev. Así, en cuanto las vea, la intrigante se sentirá confundida. [59]

Pero todo transcurre de un modo distinto de como la emperatriz lo había previsto. Nada más cruzar el umbral, Catalina cae de rodillas y, retorciéndose las manos, confiesa a gritos su aflicción ante Isabel. Entre sollozo y sollozo, declara que nadie la quiere ni la comprende en esta corte donde su marido no hace más que inventar cosas para humillarla en público, y suplica a Su Majestad que la deje regresar a su país de origen. Cuando la zarina le recuerda que el deber de una madre es permanecer, pase lo que pase, al lado de sus hijos, ella replica, sin dejar de llorar y suspirar: «¡Mis hijos están en vuestras manos y es donde mejor pueden estar!» Conmovida por este reconocimiento de sus aptitudes como educadora y protectora, Isabel ayuda a Catalina a levantarse y le reprocha con delicadeza haber olvidado todas las muestras de interés e incluso de afecto que ella le ha prodigado. «Dios es testigo de cuánto lloré cuando estuvisteis al borde de la muerte -dice-. Si no os hubiera querido, no habría dejado que os quedarais aquí […): ¡Pero sois muy orgullosa! ¡Creéis que nadie es más inteligente que vos!» En ese momento, Pedro, infringiendo la consigna que se le ha dado, sale de su escondrijo y exclama:

– ¡Es de una maldad indescriptible y muy testaruda!

– ¡Estáis hablando de vos mismo! -replica Catalina-. ¡Es una buena ocasión para deciros ante Su Majestad que si soy tan mala con vos es porque me aconsejáis cometer injusticias, y si me he vuelto testaruda es porque he visto que con mi actitud complaciente sólo consigo vuestra enemistad!

En vista de que la discusión lleva trazas de convertirse en una banal escena conyugal, Isabel toma de nuevo las riendas de la situación. Ante esta esposa deshecha en llanto, está en un tris de olvidar que la presunta víctima de la sociedad es una mujer infiel y una intrigante. Intentando moderarse sin renunciar a su grandeza, pasa al ataque y, señalando las cartas que reposan en la bandeja de oro, dice:

– ¿Cómo habéis osado enviarle órdenes al mariscal de campo Apraxin?

– Simplemente le rogaba que obedeciera las vuestras -murmura Catalina.

– ¡Bestújiev dice que hay muchas más!

– Si Bestújiev dice eso, miente.

– ¡Muy bien! ¡Puesto que miente, haré que lo torturen! -grita Isabel, dirigiéndole a su nuera una mirada asesina.

Pero Catalina no se inmuta, como si la primera refriega le hubiera devuelto todo el aplomo. Y es Isabel la que, de pronto, se siente incómoda en ese interrogatorio. Para recobrar la calma, se dedica a caminar de un lado a otro de la habitación. Pedro aprovecha esta pausa en la conversación para ponerse a enumerar las fechorías de su esposa. Exasperada por las invectivas del canijo de su sobrino, la zarina se siente tentada de darle la razón a su nuera, a quien unos minutos antes condenaba. Aunque al principio tenía celos de esa criatura tremendamente joven y seductora, ahora se siente unida a ella por una especie de complicidad femenina que no tiene en cuenta la barrera de las generaciones. Al cabo de un momento, pone fin al griterío de Pedro ordenándole con sequedad que se calle. Luego, acercándose a Catalina, le susurra al oído:

– Tenía que deciros muchas más cosas, pero no quiero malquistaros [con vuestro marido] más de lo que lo estáis.

– Yo tampoco quiero hablar ahora -contesta Catalina-, a pesar de lo mucho que anhelo poder abriros mi corazón y mi alma. [60]

Esta vez son los ojos de la emperatriz los que están empañados por la emoción. Tras despedir a Catalina y al gran duque, permanece largo rato en silencio frente a Alexandr Shuválov, que también ha salido de detrás del biombo y la observa tratando de adivinarle el pensamiento. Luego Isabel lo envía a los aposentos de la gran duquesa con un encargo ultrasecreto: debe rogarle que no siga afligiéndose sin razón, pues Su Majestad tiene previsto recibirla dentro de poco para mantener «un verdadero cara a cara».

Este cara a cara se celebra con gran secreto y propicia que entre las dos mujeres haya por fin una explicación sincera. ¿Exigió quizá la emperatriz, en esta ocasión, que Catalina le diera detalles sobre su relación con Sergéi Saltikov y con Stanislas Poniatowski, sobre la ascendencia exacta de Pablo y Ana, sobre el falso matrimonio formado por Pedro y la horrible Voróntsov, sobre la traición de Bestújiev y sobre la incompetencia de Apraxin? La cuestión es que las respuestas debieron de apaciguar la cólera de Isabel, pues, de la noche a la mañana, autoriza a su nuera a ir a ver a sus hijos al ala imperial del palacio. En el transcurso de estas visitas sabiamente espaciadas, Catalina constatará lo bien educados e instruidos que están los querubines, criados lejos de sus padres.

Gracias a estos arreglos, la gran duquesa renuncia a su proyecto desesperado de dejar San Petersburgo para regresar a Zerbst, junto a su familia. El proceso de Bestújiev se queda en agua de borrajas debido a la falta de pruebas materiales y a la muerte del principal testigo, el mariscal de campo Apraxin. Como, pese a todo, tras la denuncia de tantos crímenes abominables es preciso aplicar un castigo, se exilia a Alexéi Bestújiev, no a Siberia, sino a sus posesiones, donde no le faltará nada. El principal vencedor en este altercado judicial es Mijaíl Voróntsov, a quien le ofrecen en bandeja de plata el cargo de canciller en sustitución de Alexéi Bestújiev, caído en desgracia. A espaldas del nuevo alto dignatario, el duque de Choiseul, secretario de Estado de Asuntos Exteriores de Francia, saborea su éxito personal, pues sabe que las tendencias francófilas de Voróntsov lo llevarán de forma natural a lograr que Catalina, y sin duda también Isabel, aprueben los designios de Luis XV. En lo que respecta a Catalina, no se equivoca: todo cuanto se opone a los gustos de su marido le parece saludable; en lo que respecta a Isabel, la cosa no está tan clara. Ella desea firmemente conservar su libre albedrío, no obedecer sino a su propio instinto. Por lo demás, el éxito de las armas colma sus principales esperanzas. El general Fermor, más decidido que Apraxin, se ha apoderado de Königsberg, ha sitiado Kustrin y avanza en Pomerania. Con todo, se ve obligado a detenerse ante Zorndorf tras una batalla tan confusa que los dos bandos se declaran vencedores. Desde luego, la derrota francesa sufrida en Crefeld, a orillas del Rin, por el conde de Clermont atempera de momento el optimismo de la emperatriz. Sin embargo, la experiencia le ha enseñado que ese tipo de vicisitudes es inseparable de la guerra y que para Rusia sería perjudicial darse por vencida al primer fracaso cosechado sobre el terreno. Sospechando que las intenciones belicosas de sus aliados son menos firmes que las de ella, incluso declara al embajador de Austria, el conde Esterhazy, que luchará hasta el final aunque tenga que «vender todos sus diamantes y la mitad de sus vestidos».

Según los informes que Isabel recibe del teatro de operaciones, todos los militares, sean de alta o de media graduación, comparten este sentimiento patriótico. En palacio, en cambio, las opiniones son menos tajantes. En determinados círculos rusos próximos a las embajadas, es de buen tono manifestar a este respecto cierta independencia de ideas, calificada de «europea». Los rumores que llegan de las capitales extranjeras, las alianzas internacionales entre grandes familias y una forma elegante y tolerante de vivir a caballo de varias fronteras empujan a determinados cortesanos a burlarse de los que condenan toda solución que no sea fundamentalmente rusa. En la primera fila de los partidarios de Federico II continúa estando el gran duque Pedro, que ya no oculta su juego. Se afirma que hace comunicar al rey de Prusia, a través del nuevo embajador de Inglaterra en San Petersburgo, George Keith, sucesor de Williams, todo lo que se dice en secreto en el consejo de guerra de la zarina. Isabel no quiere creer que su sobrino cobra por sus traiciones. Sin embargo, ha sido informada bajo mano de que Keith ha recibido de su ministro, Pitt, otro admirador incondicional del rey de Prusia, la consigna de incitar al gran duque a utilizar toda su influencia ante la emperatriz para salvar a Federico II del desastre. Antes, los germanófilos también contaban con el apoyo de Catalina y Poniatowski, pero, tras la conversación a cara descubierta que mantuvo con su hija política, Isabel considera que la ha domeñado definitivamente. La joven, replegada en sí misma y sumida en sus penas sentimentales, sólo vive para llorar y soñar. Desde que se ha arrinconado voluntariamente, ha perdido toda importancia en el plano internacional. Además, para hacer que sea inofensiva del todo, Isabel encarga a Stanislas Poniatowski una misión fuera de las fronteras que tendrá la ventaja de apartarlo para siempre de su antigua amante. Haciéndole devolver sus credenciales, Su Majestad le indica que, en lo sucesivo, su presencia en San Petersburgo se considerará indeseable.

Después de haber desarmado a su nuera, la emperatriz piensa que le falta por desarmar a un adversario mucho más detestable: Federico II. Odia al rey de Prusia no sólo porque se opone a su política personal, sino también porque ha conquistado el corazón de muchísimos rusos, deslumbrados por su insolencia y sus oropeles. Afortunadamente, María Teresa parece tan decidida como ella a destruir la hegemonía germana y Luis XV, según dicen llamado a capítulo por la Pompadour, comienza ahora a reforzar los efectivos del ejército que lanzó contra las tropas de Federico II. El 30 de diciembre de 1759, un tercer tratado de Versalles renueva el segundo y garantiza a Austria la restitución de todos los territorios ocupados durante las campañas precedentes. Eso reanimará, piensa Isabel, las energías desfallecientes en las filas de los aliados. Paralelamente a estos trabajos de cancillería, ella sigue manteniendo, con una delectación casi juvenil pese a sus cincuenta años, una correspondencia amistosa con el rey de Francia. Las cartas de los dos monarcas son redactadas por sus secretarios respectivos, pero la zarina se complace en creer que Luis XV dicta realmente las suyas y que la solicitud que expresan es señal de una delicada galantería del otoño de la vida. Como es propensa a que le salgan llagas en las piernas, el rey se muestra tan compasivo que le envía a su cirujano personal, el doctor Poissonier. En realidad, Poissonier no debe la estima del rey a su arte para manejar el bisturí y prescribir drogas, sino a su capacidad para captar información y urdir intrigas. Con esta misión secreta, es recibido como un especialista en averiguaciones por el marqués de L’Hôpital. El embajador cuenta con él para aliviar a la zarina de sus escrúpulos después de haberla aliviado de sus úlceras. Y puesto que no hay mucha diferencia entre un médico y otro, ¿por qué no podría ser éste para Su Majestad un segundo Lestocq?

Sin embargo, por mucho que confíe en la ciencia curativa del doctor Poissonier, Isabel no se decide a dejarse guiar por él en sus decisiones políticas. Al enterarse del nuevo proyecto francés, consistente en hacer que un cuerpo expedicionario ruso desembarque en Escocia para atacar a los ingleses en su territorio, mientras la flota francesa ajusta las cuentas al enemigo en un combate naval, lo considera demasiado arriesgado y prefiere limitarse a realizar acciones terrestres contra Prusia. Por desgracia, el general Fermor es todavía menos activo que el difunto mariscal de campo Apraxin y, en lugar de atacar, permanece en la frontera de Bohemia esperando la llegada de unos hipotéticos refuerzos austríacos. La emperatriz, exasperada por estas dilaciones, destituye a Fermor y lo reemplaza por Piotr Saltikov, un viejo general que ha hecho toda su carrera en la milicia de la Pequeña Rusia. Conocido por su timidez, su aspecto enclenque y su uniforme blanco de miliciano, del que se siente muy orgulloso, Piotr Saltikov no es muy apreciado por la tropa, que se burla de él a sus espaldas y lo llama Kurochka (la Gallinita). Sin embargo, «la Gallinita» se revela más combativo que un gallo desde los primeros enfrentamientos. Aprovechando un error táctico de Federico II, se dirige audazmente hacia Francfort. Debe encontrarse a orillas del Oder con el regimiento austríaco del general Gédéon de Laudon, y en cuanto se hayan unido, tendrán abierto el camino hacia Berlín. Alertado por esta amenaza contra su capital, Federico II regresa apresuradamente de Sajonia. Cuando sus espías le informan de que, en el bando del adversario, han estallado disputas por el mando entre el ruso Saltikov y el austríaco Laudon, decide aprovechar esta disensión para llevar a cabo un ataque definitivo. El 10 de agosto, por la noche, cruza el Oder y se dirige hacia Kunersdorf, donde los rusos están atrincherados. Sin embargo, como la lentitud con que los prusianos ejecutan dicha maniobra ha permitido a las tropas de Laudon y de Saltikov reorganizarse, el efecto sorpresa es nulo. Con todo, la batalla es tan violenta y confusa que Saltikov, en un impulso teatral, se arrodilla ante sus soldados e implora al «dios de los ejércitos» que les dé la victoria. En realidad, el elemento decisivo es la artillería rusa, que se mantiene intacta pese a los reiterados ataques del enemigo. El 13 de agosto, la infantería y, tras ella, la caballería prusianas son aplastadas por los cañones. El pánico se apodera de los supervivientes. De los cuarenta y ocho mil hombres que originalmente comandaba Federico II, muy pronto sólo quedan tres mil, y esta horda, exhausta y desmoralizada, sólo está en condiciones de retroceder protegiendo la retaguardia. Anonadado por esta derrota, Federico II escribe a su hermano: «Las consecuencias del suceso son peores que el propio suceso. Me he quedado sin recursos. Todo está perdido. ¡No sobreviviré a la pérdida de mi patria!»

Al informar de esta victoria a la zarina, Piotr Saltikov se muestra más circunspecto en sus conclusiones: «Vuestra Majestad Imperial no debe sorprenderse de nuestras bajas -le escribe-, pues no ignora que el rey de Prusia vende caras sus derrotas. Otra victoria como ésta, Majestad, y me veré obligado a caminar hasta San Petersburgo, con un bastón en la mano, para llevar yo mismo la noticia por falta de correo.» [61] Isabel, totalmente tranquilizada sobre el desenlace de la guerra, ordena celebrar esta vez un «verdadero tedeum» y declara al marqués de L’Hôpital: «Todo buen ruso debe ser buen francés, y todo buen francés debe ser buen ruso.» [62] En recompensa por esta hazaña militar, el viejo Saltikov -«la Gallinita»- recibe el grado de mariscal de campo. ¿Es la concesión de este favor la causa de su repentina abulia? La cuestión es que, en lugar de perseguir al enemigo mientras éste se bate en retirada, Saltikov se duerme en los laureles. Por lo demás, toda Rusia parece sumida en un plácido sopor ante la idea de haber derrotado a un jefe tan prestigioso como Federico II.

El gran duque Pedro, después de un breve arrebato de desesperación, vuelve a creer en el milagro germánico. En cuanto a Isabel, completamente aturdida por los cantos eclesiásticos, las salvas de artillería, los carillones y las felicitaciones diplomáticas, se alegra de poder hacer por fin una pausa para reflexionar. Su acceso de combatividad finaliza con un retorno progresivo a la razón: ¿qué tiene de malo que Federico II, tras haber recibido una magistral paliza, permanezca algún tiempo más en el trono? ¿Lo esencial no sería llegar a un acuerdo aceptable para todas las partes? Desgraciadamente, parece que Francia, dispuesta hasta hace poco a escuchar las lamentaciones de la zarina, vuelve a sus antiguas ideas proteccionistas y se opone a dejarle las manos libres en la Prusia oriental y en Polonia. Se diría que Luis XV y sus consejeros, que durante tanto tiempo pidieron ayuda a Isabel contra Prusia e Inglaterra, temen ahora que una victoria le haga adquirir demasiada importancia en el juego europeo. Versalles designa para secundar al marqués de L’Hôpital, decrépito y achacoso, al joven barón de Breteuil, que desembarca, elegantísimo y muy inspirado, en San Petersburgo. El duque de Choiseul le ha encargado que convenza a la emperatriz de que debería retrasar las operaciones militares a fin de no «aumentar los apuros del rey de Prusia», y no comprometer con ello la firma de la paz. Esas son al menos las intenciones que se le atribuyen al enviado francés en el entorno de Isabel. A ella le sorprenden estos consejos de moderación a la hora de repartir los beneficios. Ante el embajador Esterhazy, que, en nombre de la alianza austrorrusa, acusa al general Piotr Saltikov de hacerse el remolón y, de este modo, favorecer a Inglaterra, que quizá le paga por su lentitud, exclama, roja de indignación: «¡Nosotros nunca hemos prometido nada que no nos hayamos esforzado en cumplir! […] ¡Jamás permitiré que la gloria comprada al precio de la preciosa sangre de nuestros súbditos quede empañada por alguna sospecha de mala fe!» Y, de hecho, al término de este tercer año de una guerra incoherente, Isabel puede decirse que Rusia es la única potencia de la coalición que está dispuesta a hacer todos los sacrificios necesarios para conseguir que Prusia capitule. Alexéi Razumovski la apoya en su intransigencia. Él tampoco ha dejado nunca de creer en la supremacía militar y moral de la patria. Sin embargo, en el momento de tomar las decisiones que obligan a sus tropas a intervenir en combates sin cuartel, no se aconseja ni con su antiguo amante, Alexéi Razumovski, ni con su favorito actual, Iván Shuválov, tan culto y sagaz, ni con su prudente y demasiado astuto canciller Mijaíl Voróntsov, sino con el recuerdo aplastante de su antepasado Pedro el Grande. En él piensa cuando, el 1 de enero de 1760, con ocasión de las felicitaciones de Año Nuevo, expresa públicamente el deseo de que su ejército se muestre «más agresivo y audaz» a fin de obligar a Federico II a doblar la rodilla. Como recompensa por este supremo esfuerzo, en las conversaciones de paz sólo pedirá la posesión de la Prusia oriental, reservándose el derecho de un intercambio territorial con Polonia, que, si es preciso, conservará una apariencia de autonomía. Esta última cláusula debería bastar, a su entender, para acallar los escrúpulos de Luis XV.

Para preparar unas negociaciones tan delicadas, el rey de Francia cuenta con la ayuda que el barón de Breteuil prestará al caduco marqués de L’Hôpital. En realidad, no es en la experiencia diplomática del barón en lo que confía para embaucar a la zarina, sino en la seducción que este petimetre de veintisiete años ejerce sobre todas las mujeres. Pero la astuta Isabel descubre enseguida el juego de este falso admirador de su gloria. Además, observando la maniobra de Breteuil, se da cuenta de que no es a ella a quien intenta engatusar para asociarla a los intereses de Francia, sino a la gran duquesa. A fin de ganarse el favor de Catalina, Breteuil le propone que elija entre dejarse amar por él como sólo un francés sabe hacerlo, o permitir que él consiga que la zarina acepte el regreso de Stanislas Poniatowski, que sigue cumpliendo penitencia en su sombría Polonia. Tanto si escoge una de las propuestas o combina las dos para su placer, la gran duquesa sentirá tal gratitud hacia Francia que no podrá negarle nada. El momento es tanto más indicado para esta ofensiva de seducción cuanto que la joven ha sufrido, uno tras otro, dos duros golpes: la muerte de su hija, la pequeña Ana, [63] y la de su madre, que ha fallecido recientemente en París. Pero resulta que, pese a este doble duelo, Catalina ha superado por fin la melancolía que la consumía desde hacía años. Es más, ya no siente la necesidad ni de reanudar las relaciones con uno de sus antiguos amantes ni de empezarlas con otro, aunque sea francés.

A decir verdad, no ha esperado que aparezca el barón de Breteuil para encontrar un sucesor de los hombres que anteriormente la complacieron. El nuevo elegido presenta la singularidad de ser un ruso de pura cepa, fogoso, atlético, despierto, audaz, lleno de deudas, famoso por sus calaveradas y dispuesto a cometer todas las locuras para proteger a su amante. Se llama Grigori Orlov. Él y sus cuatro hermanos sirven en la Guardia imperial. El culto que profesa a las tradiciones de su regimiento refuerza su odio hacia el gran duque Pedro, conocido por despreciar al ejército ruso y sus jefes. Ante la idea de que este histrión se pavonee con uniforme holsteinés y se proclame émulo de Federico II, cuando es el heredero del trono de Rusia, Orlov se siente moralmente llamado a defender a la gran duquesa contra los actos demenciales de su marido. Aun extenuada por la enfermedad, la edad, las preocupaciones políticas y los excesos en la comida y la bebida, la zarina permanece al corriente de las nuevas locuras de su nuera, cuya conducta reprueba al tiempo que envidia. En el fondo, la comprende, pues en su opinión el gran duque Pedro merece cien veces que su mujer lo engañe, puesto que él engaña a Rusia con Prusia. Sin embargo, teme que Catalina, precipitando el curso de los acontecimientos, le impida hacer realidad su deseo más querido: traspasar de un modo pacífico el poder pasando por alto la persona de Pedro y entregando la corona al hijo de éste, el pequeño Pablo, que sería asesorado por un consejo de regencia. Ciertamente, Isabel podría proclamar ya ese cambio en el orden dinástico, pero tal iniciativa produciría con toda seguridad un ajuste de cuentas entre facciones rivales, además de revueltas en el interior de la familia y tal vez también en la calle. ¿No es preferible dejar las cosas, de momento, tal como están? No hay prisa. Su Majestad conserva la lucidez y puede vivir unos años más; el país la necesita; sus súbditos no comprenderían que de pronto se desinteresara de los asuntos corrientes para ocuparse de su sucesión.

Como para animarla a mantener el statu quo, la Conferencia, ese consejo político supremo creado por iniciativa suya, proyecta una marcha conjunta de los ejércitos aliados sobre Berlín. Pero el mariscal de campo Piotr Saltikov está enfermo y el general Fermor vacila ante una acción de esta envergadura. Finalmente, el general ruso Totleben, en un gesto de audacia, lanza un cuerpo expedicionario hacia la capital prusiana, sorprende al enemigo, penetra en la ciudad y obtiene su rendición. Aunque esta incursión haya sido demasiado rápida y no se haya aprovechado para provocar la capitulación de Federico II sobre el conjunto del territorio, el rey se encuentra en una situación lo bastante precaria como para que sus adversarios entrevean la posibilidad de entablar con él unas fructíferas negociaciones. En esta coyuntura, Francia debería, según Isabel, dar ejemplo de firmeza. Iván Shuválov está tan convencido de que así lo hará que su amante dice de él, riendo, que es más francés que un francés de pura cepa: «¡Francés a rabiar!» Por lo demás, cree saber que Catalina se muestra amable con el barón de Breteuil sólo en la medida en que la política de Francia no se contrapone demasiado a la de Rusia. De cualquier modo, Breteuil, obedeciendo al duque de Choiseul, ha informado a la zarina de que Luis XV le estaría agradecido si, excepcionalmente, accediera a sacrificar «sus intereses particulares a la causa común». En resumen, le pide que se resigne a un compromiso. Sin embargo, pese a la enfermedad que la confina en su habitación, Isabel se niega a ceder antes de estar segura de que recibirá lo que le corresponde. Para ella, prolongar la tregua es hacerle el juego a Federico II. Conociéndolo como lo conoce, éste aprovechará la suspensión de las hostilidades para reorganizar su ejército y volver a la carga con una nueva posibilidad de éxito. La emperatriz, cuyos sentimientos de desconfianza y venganza se han despertado bruscamente, se deja llevar por la pasión. Medio moribunda, quiere que Rusia viva después que ella y gracias a ella. Mientras que a su alrededor vuelven a oírse sordos rumores sobre el futuro de la monarquía, prepara con sus consejeros de la Conferencia un plan de ataque en Silesia y en Sajonia. En un último arranque irreflexivo, nombra comandante en jefe a Alexandr Buturlin, cuyo principal mérito para este puesto es haber sido en otros tiempos su amante.

A decir verdad, si bien el generalísimo, designado in extremis, rebosa de buenas intenciones, no posee ni la autoridad ni la ciencia militar que se requieren. Sin embargo, ninguno de los íntimos de Isabel la ha puesto en guardia contra los riesgos de tal elección. Por un Iván Shuválov, que continúa preconizando la guerra a ultranza, ¡cuántos dignos consejeros de Su Majestad manifiestan extrañas vacilaciones, inexplicables rehuidas! Poco a poco, Isabel se percata de que en el propio palacio hay dos políticas irreconciliables, dos grupos de partidarios que se enfrentan valiéndose de argumentos, ardides y tapujos. Los unos, apelando a Su Majestad, incitan a la conquista por amor a la patria; los otros, cansados de una lucha costosa en vidas y en dinero, desean acabar con ella cuanto antes, aunque sea al precio de algunas concesiones. Dividida entre los dos bandos, Isabel estaría dispuesta a renunciar a sus pretensiones sobre la Prusia oriental con la condición de que Francia apoyara sus reivindicaciones sobre la Ucrania polaca. En San Petersburgo, en Londres, en Viena y en Versalles, los diplomáticos regatean implacablemente. Es su oficio y lo hacen encantados. Pero Isabel desconfía de sus argucias. A despecho de las habladurías sobre su estado de salud, tiene intención de seguir decidiendo el destino de su imperio mientras le queden fuerzas para leer el correo y recitar sus oraciones. Hay momentos en que lamenta ser una anciana y no poder, en su estado, ponerse a la cabeza de sus regimientos.

En realidad, no obstante los sobresaltos de la guerra y de la política, las cosas no van tan mal en Rusia. Aunque los acontecimientos hayan enturbiado la superficie de las aguas, en las profundidades circula una potente corriente, alimentada por el papeleo habitual de las cancillerías, las cosechas de las fincas agrícolas, el trabajo en las fábricas y en los talleres artesanales y las obras públicas, además del ir y venir de los barcos en los puertos y las caravanas en las estepas, con sus cargamentos de mercancías exóticas. Isabel interpreta esta actividad de hormiguero, que pese al alboroto exterior se realiza en silencio, como una muestra de la prodigiosa vitalidad de su pueblo. Pase lo que pase, piensa, Rusia es tan vasta, tan rica en tierra fértil y en hombres valerosos que no perecerá jamás. Si logran curarla de su sumisión a las maneras prusianas, la partida ya estará medio ganada. Por su parte, ella puede vanagloriarse de haber librado a la Administración de la mayoría de los alemanes que la encabezaban. Cuando sus consejeros le proponían un extranjero para un puesto importante, su respuesta era invariablemente: «¿No tenemos a un ruso que pueda ocuparlo?» Esta preferencia sistemática, que no había tardado en ser conocida por sus súbditos, había suscitado la llegada de nuevos estadistas y guerreros, deseosos de consagrarse al servicio del imperio. Al tiempo que renovaba la cúspide del funcionariado, la emperatriz se había esforzado en levantar la economía del país suprimiendo las aduanas interiores, en instituir bancos de crédito siguiendo el ejemplo de los demás Estados europeos, en alentar la colonización de las llanuras incultas del suroeste, en crear los primeros establecimientos de enseñanza secundaria y en fundar la Universidad de Moscú, después de la Academia eslavogrecolatina en la misma ciudad y de la Academia de las Ciencias en San Petersburgo. De este modo, a lo largo de su reinado ha mantenido contra viento y marea la apertura a la cultura occidental deseada por Pedro el Grande, sin sacrificar demasiado las tradiciones propias defendidas por la antigua nobleza. Si bien reconoce los defectos del sistema por el cual los campesinos son propiedad de los terratenientes, no se propone en absoluto renunciar a esta práctica secular. Por más que unos utopistas impenitentes sueñen con un paraíso donde ricos y pobres, mujiks y terratenientes, iletrados y sabios, ciegos y videntes, jóvenes y viejos, malabaristas y mancos tengan las mismas oportunidades en la vida, ella es demasiado consciente de la dura realidad rusa para apoyar semejante espejismo. En cambio, cuando ve que tiene al alcance de la mano la posibilidad de ampliar los límites geográficos de Rusia, la asalta un frenesí posesivo comparable al de un profesional de las apuestas ante la promesa de una ganancia segura.

A fines de 1761, cuando Isabel comienza a dudar de la capacidad de sus jefes militares, los rusos se apoderan de la plaza fuerte de Kolberg, en Pomerania. El ataque lo ha dirigido Rumiántsev, junto con un nuevo general que promete: un tal Alexandr Suvórov. Esta victoria inesperada da la razón a la emperatriz en contra de los escépticos y los derrotistas. Sin embargo, ella apenas tiene fuerzas para alegrarse. Las semanas de descanso que acaba de pasar en Peterhof no le han aportado ningún alivio. De regreso en la capital, su satisfacción por el ímpetu guerrero de su país se desvanece, ahuyentada por la obsesión de la muerte, las intrigas en torno a la herencia dinástica, los escándalos amorosos de la gran duquesa y la estúpida obcecación del gran duque en apostar por el triunfo de Prusia. No puede moverse de su habitación, pues, pese a todos los remedios, las llagas de las piernas le supuran. Además, sufre hemorragias y unos ataques de histeria que la dejan atontada y sorda durante horas. Recibe a los ministros sentada en la cama y tocada con un gorro de encaje. A veces, para distraerse, convoca a los mimos de una compañía italiana que ha hecho venir a San Petersburgo y observa sus muecas pensando con nostalgia en los tiempos en que los bufones la hacían reír. En cuanto se siente un poco animada, pide que le lleven sus vestidos más bonitos, escoge uno después de pensárselo detenidamente, se lo endosa a riesgo de reventar las costuras, se pone en manos del peluquero para que le rice el cabello como impone la última moda parisiense y anuncia su intención de asistir al próximo baile de la corte. Pero luego, plantada delante de un espejo, se aflige ante la visión de sus arrugas, de sus párpados marchitos, de su sotabarba y de la cuperosis de sus mejillas, y habiendo ordenado a sus camaristas que la desnuden, se mete de nuevo en la cama y se resigna a terminar sus días sumida en la soledad, el cansancio y los recuerdos. Cuando recibe a los pocos cortesanos que la visitan, ve en sus ojos una curiosidad sospechosa, la fría impaciencia del guerrero que permanece al acecho. Pese a sus gestos afectuosos, no van para compadecerla sino para averiguar si todavía le queda mucho tiempo de vida. Tan sólo Alexéi Razumovski le parece sinceramente conmovido. Pero ¿en qué piensa cuando la mira? ¿En la mujer enamorada y exigente que ha tenido tantas veces entre sus brazos o en aquella cuyo féretro adornará mañana con flores?

Pronto a esta obsesión funesta de Isabel viene a añadirse otra: el miedo a un incendio. El viejo palacio de Invierno, donde la zarina vive en San Petersburgo desde el comienzo de su reinado, es un inmenso edificio de madera que la más pequeña chispa haría arder como si fuese una antorcha. Si el fuego prendiera en un rincón de sus aposentos, ella perdería todos sus muebles, todas sus imágenes santas, todos sus vestidos. Seguramente ni siquiera tendría tiempo de huir y perecería abrasada. En la capital son frecuentes esta clase de siniestros. Debería hacer acopio de valor y tomar la decisión de mudarse. Pero ¿adónde? La construcción del nuevo palacio que Isabel ha encargado a Rastrelli está retrasándose tanto que no puede confiar en verlo acabado antes de dos o tres años. El arquitecto italiano pide trescientos ochenta mil rublos sólo para terminar los aposentos privados de Su Majestad, pero Isabel no dispone de ese dinero y no sabe de dónde sacarlo. Mantener al ejército en campaña le cuesta un ojo de la cara. Además, en junio de 1761, un incendio ha destruido los depósitos de cáñamo y lino, unas valiosas mercancías cuya venta hubiera ayudado a llenar las arcas del Estado.

Para consolarse de esta penuria y este desorden típicamente rusos, la zarina ha empezado de nuevo a beber grandes cantidades de alcohol. Cuando ha ingerido un número suficiente de copas, se desploma en la cama, vencida por un sopor casi bestial. Sus camaristas velan su descanso. Tiene a su lado, además, un guardián nocturno, el spálnik, encargado de permanecer atento a su respiración, escuchar sus lamentaciones y calmar sus angustias en los ratos en que emerge de la oscuridad y recupera la conciencia. Seguramente le cuenta a este hombre inculto, ingenuo y servicial como un animal doméstico, las inquietudes que la asaltan en cuanto cierra los ojos. Las historias de la familia y las sutilezas de la política llevan tanto tiempo dando vueltas dentro de su cabeza que se han convertido en una bazofia indigesta. Mientras rumia viejos rencores y vanas ilusiones, espera que la muerte aguarde al menos hasta que haya firmado un acuerdo definitivo con el rey de Francia. El hecho de que Luis XV no la quisiera como prometida cuando ella sólo tenía catorce años y él quince puede ser comprensible. Pero que dude en reconocerla hoy como única y fiel aliada, cuando los dos están en la cima de la gloria, eso es algo que, a su entender, no tiene explicación. ¡El bribón de Federico II no rechazaría semejante regalo! Claro que el rey de Prusia cuenta con el gran duque Pedro para hacer que Rusia se arrepienta. Isabel preferiría ser maldecida por la Iglesia antes que aceptar una humillación como ésa. Para demostrar que todavía es capaz de ocuparse de los asuntos de Estado, el 17 de noviembre emite un decreto destinado a reducir el impuesto sobre la sal, muy impopular, y, en una muestra de indulgencia tardía, publica una lista de condenados a cadena perpetua que deben ser puestos en libertad. Poco después, una hemorragia más violenta que de costumbre la obliga a interrumpir toda actividad. Cada vez que tose, vomita chorros de sangre. Los médicos ya no se apartan de su lado y confiesan que, en su opinión, no queda ninguna esperanza.

El 24 de diciembre de 1761, Isabel recibe la extremaunción y encuentra la fuerza suficiente para repetir las palabras de la oración de los moribundos pronunciadas por el sacerdote. En este mundo que se aparta poco a poco de ella, como aspirado hacia la nada, intuye la lamentable agitación de los que la enterrarán mañana. No es ella la que está muriendo, es el universo de los demás. Puesto que no ha resuelto nada sobre su sucesión, encomienda a Dios decidir la suerte de Rusia después de su último suspiro. ¿Acaso allá arriba no saben mejor que aquí abajo lo que le conviene al pueblo ruso? Hasta el día siguiente, 25 de diciembre, fecha del nacimiento de Jesús, la zarina lucha contra la oscuridad que invade su cerebro. Hacia las tres de la tarde, deja de respirar y un gran sosiego se extiende por su rostro, donde todavía quedan unos restos de maquillaje. Acaba de cumplir cincuenta ytres años.

Cuando las puertas de la cámara mortuoria se abren de par en par, todos los cortesanos reunidos en la sala de espera se arrodillan, se santiguan y bajan la cabeza para escuchar el anuncio fatídico, pronunciado por el anciano príncipe Nikita Trubetzkói, procurador general del Senado: «Su Majestad Imperial Isabel Petrovna se ha dormido en la paz del Señor.» El príncipe añade la fórmula consagrada: «Nos ha ordenado vivir muchos años.» Finalmente, declara con voz potente para no dar lugar a equívocos: «Dios guarde a nuestro Muy Gracioso Soberano, el emperador Pedro III.»

Tras la muerte de Isabel, «la Clemente», sus allegados hacen el respetuoso inventario de sus armarios y baúles, en los que encuentran quince mil vestidos, algunos de los cuales Su Majestad no se puso nunca, salvo quizá ciertas noches de soledad para contemplarse en un espejo.

Los primeros en inclinarse ante el cuerpo maquillado y engalanado de la difunta son, como está establecido, su sobrino Pedro III, que tiene dificultad para disimular su alegría, y su nuera Catalina, preocupada ya por cómo utilizará este nuevo reparto de las cartas. El cadáver, embalsamado, perfumado, con las manos juntas y una corona en la cabeza, permanece expuesto seis semanas en una sala del palacio de Invierno. Entre la multitud que desfila ante el féretro abierto, numerosos desconocidos lloran a Su Majestad, que tanto amaba a los humildes y no vacilaba en castigar las faltas de los poderosos. Pero las miradas de los visitantes se desplazan irresistiblemente de la máscara impasible de la zarina al rostro pálido y grave de la gran duquesa. Arrodillada junto al catafalco, Catalina parece absorta en una plegaria sin fin. En realidad, al tiempo que murmura interminables oraciones, reflexiona acerca de la conducta que deberá adoptar en el futuro para contrarrestar la hostilidad de su marido.

Después de la visita del pueblo a la difunta emperatriz, se procede a transportar el cuerpo desde el palacio a la catedral de Nuestra Señora de Kazan. También allí, durante las ceremonias religiosas, que durarán diez días, Catalina sorprende a los asistentes por sus manifestaciones de tristeza y piedad. ¿Quiere demostrar de este modo hasta qué punto es rusa, mientras que su esposo, el gran duque Pedro, no desaprovecha ninguna ocasión para demostrar que no lo es? Durante el traslado solemne del féretro desde la catedral de Nuestra Señora de Kazan hasta la de la fortaleza San Pedro y San Pablo donde el cadáver será inhumado en la cripta reservada a los soberanos de Rusia, el nuevo zar escandaliza incluso a las personas de mente más abierta riendo y contorsionándose detrás del coche fúnebre. Sin duda quiere vengarse por todas las humillaciones pasadas sacándole la lengua a la difunta, pero nadie se ríe de sus payasadas en un día de luto nacional. Observando a su marido a hurtadillas, Catalina se dice que está labrándose inconscientemente su propia ruina. Además, proclama demasiado pronto cuáles son sus intenciones. La noche que sigue a su advenimiento al trono, ordena a las tropas rusas que evacúen inmediatamente los territorios que ocupan en Prusia y en Pomerania. Al mismo tiempo, propone a Federico II, el vencido de ayer, que firme con él un «acuerdo de paz y de amistad eternas». Obcecado por la admiración que profesa a un enemigo tan prestigioso, amenaza con imponer a la Guardia imperial rusa el uniforme holsteinés, disolver de un plumazo algunos regimientos considerados demasiado adictos a la difunta, meter en vereda a la Iglesia ortodoxa y obligar a los sacerdotes a afeitarse la barba y llevar redingote, a imagen y semejanza de los pastores protestantes.

Su germanofilia alcanza tales proporciones que Catalina teme ser de un momento a otro repudiada y encerrada en un convento. Sin embargo, sus partidarios le repiten que toda Rusia la respalda y que las unidades de la Guardia imperial no tolerarán que le toquen ni un pelo. Los cinco hermanos Orlov, con su amante Grigori a la cabeza, la convencen de que, lejos de desesperar, debería alegrarse por el giro que han tomado los acontecimientos. Según ellos, ha llegado el momento de jugarse el todo por el todo. ¿Acaso Catalina I, Ana Ivánovna e Isabel I no conquistaron el trono gracias a un acto de valentía? Las tres primeras emperatrices de Rusia le muestran el camino. Ella no tiene más que seguir sus pasos.

El 28 de junio de 1762, el mismo día en que el barón de Breteuil escribe en un despacho a su gobierno que en el país se alza «un grito público de descontento», Catalina, guiada por Alexéi Orlov, visita a los regimientos de la Guardia, pasa de un cuartel a otro y comprueba que en todas partes es aclamada. La consagración suprema la recibe inmediatamente después en Nuestra Señora de Kazan, donde los sacerdotes, agradecidos por la piedad que tan frecuentemente ha demostrado, la bendicen para que afronte su destino imperial. Al día siguiente, cabalgando con uniforme de oficial a la cabeza de varios regimientos adheridos a su causa, se dirige hacia Oranienbaum, donde su marido, que no sospecha nada, descansa entre los brazos de su amante, Elizaveta Voróntsov. Pedro recibe atónito a los emisarios de su mujer y escucha de su boca que una sublevación militar acaba de destronarlo. En vista de que sus tropas holsteinesas no han podido oponer resistencia a los insurrectos, firma, sollozando y temblando de miedo, el acta de abdicación que le presentan. Tras lo cual, los partidarios de Catalina le hacen subir a un coche cerrado y lo conducen al castillo de Ropcha, a unas treinta verstas de San Petersburgo, donde lo dejan instalado bajo vigilancia.

El domingo 30 de junio de 1762, Catalina regresa a San Petersburgo, saludada por carillones, salvas de artillería y gritos de júbilo. [64] Se diría que Rusia celebra que ha vuelto a ser rusa gracias a ella. ¿Es tal vez el hecho de que sea de nuevo una mujer la que está al mando del imperio lo que tranquiliza al pueblo? En el orden de la sucesión dinástica, será la quinta, después de Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna e Isabel I (Petrovna), en subir los peldaños del trono. ¿Quién ha dicho que la falda obstaculiza los movimientos naturales de la mujer? Catalina no se ha sentido jamás tan cómoda ni tan segura de sí misma. Las que la han precedido en esta dignidad máxima le dan ánimos y una especie de legitimidad. Ahora es la cabeza, no el sexo, la mejor baza para tomar el poder.

Seis días después de su entrada apoteósica en San Petersburgo, Alexéi Orlov, muy preocupado, la informa en una carta de que Pedro III ha sido mortalmente herido en el transcurso de una pelea con sus guardianes, en Ropcha. Catalina está aterrada. ¿La acusará el pueblo de ser la responsable de ese violento y sospechoso final? Toda esa gente que ayer la ovacionó en las calles ¿la odiará por un crimen que no ha cometido pero que la beneficia enormemente? Apenas un día más tarde, respira aliviada. Nadie está afligido por la muerte de Pedro III y a nadie se le ocurre sospechar que ella haya sido la causante de una desaparición tan necesaria. Incluso tiene la impresión de que ese crimen que ella reprueba responde a un deseo secreto de la nación.

Algunas de las personas de su entorno asistieron al advenimiento, en 1725, de otra Catalina, la primera en llevar este nombre. Esas personas no pueden evitar pensar que desde entonces han pasado treinta y siete años y que en el transcurso de ese período cuatro mujeres han ocupado, una tras otra, el trono de Rusia: las emperatrices Catalina I, Ana Ivánovna e Isabel I, con el breve intermedio de una regencia a cargo de Ana Leopóldovna. ¿Cómo evitar que los supervivientes comparen entre sí a las diferentes soberanas que han encarnado sucesivamente, y en tan poco tiempo, el poder supremo? Los más viejos, rebuscando en sus recuerdos, descubren curiosas similitudes entre estas autócratas con faldas. En Catalina I, Ana Ivánovna y Ana Leopóldovna ven la misma lubricidad, los mismos excesos en el placer y la crueldad, el mismo gusto por las bufonadas y la fealdad, todo ello aliado con la misma búsqueda del lujo y la misma necesidad de engañar con falsas apariencias. Este frenesí primitivo y este egoísmo innato también estaban presentes en Isabel, pero atemperados por la preocupación de parecer «clemente», de acuerdo con el sobrenombre que le había puesto el pueblo. Evidentemente, para los habituales de la corte hay cientos de particularidades más que distinguen la forma de ser de cada una de estas personalidades desbordantes. Pero, para alguien que no haya vivido en su estela, en algunos momentos la confusión parece total. ¿Fue a Catalina I, a Ana Leopóldovna, a Ana Ivánovna o a Isabel I a quien se le ocurrió aquella noche de bodas de los dos bufones encerrados en un palacio de hielo? ¿Cuál de estas mujeres omnipotentes tuvo por amante a un cosaco, chantre de la capilla imperial? ¿Cuál de las cuatro se divirtió igualmente con las muecas de sus enanos y con los gemidos de los prisioneros sometidos a tortura? ¿Cuál conjugó, con una avidez devoradora, los placeres de la carne y los de la actividad política? ¿Cuál fue bondadosa satisfaciendo al mismo tiempo sus instintos más viles, piadosa insultando a Dios a cada paso? ¿Cuál, pese a no saber apenas leer y escribir, fundó una universidad en Moscú y permitió a Lomonósov sentar las bases de la lengua rusa moderna? Para los atónitos contemporáneos, durante este lapso de tiempo no ha habido tres zarinas y una regente, sino una sola mujer, tirana y egoísta, que, con rostros y nombres diferentes, ha inaugurado la era del matriarcado en Rusia.

Tal vez porque amó mucho a los hombres, a Isabel le gustó tanto dominarlos. Y ellos, eternos bravucones, se sintieron felices de notar su tacón en la nuca e incluso pidieron más. Reflexionando en el destino de sus ilustres predecesoras, Catalina se dice que esa capacidad para ser moralmente masculina en las decisiones políticas y físicamente femenina en la cama debe de ser la característica de todas sus congéneres que se precian de tener una opinión acerca de los asuntos del Estado. En lugar de mitigar su sensualidad, el ejercicio de la autocracia la exacerba.

Cuantas más responsabilidades asumen en la dirección de la nación, más necesidad sienten de saciar su instinto genésico, reprimido durante las aburridas conversaciones ministeriales. ¿No será eso la prueba de la ambivalencia original de la mujer, que, lejos de tener por única vocación el placer y la procreación, está igualmente en su papel cuando dirige el destino de un pueblo?

De repente, Catalina ve con una claridad diáfana una evidencia histórica: Rusia es, más que ninguna otra tierra, el imperio de las mujeres. Ella sueña con modelarla a su manera, con pulirla sin desnaturalizarla. Desde la primera Catalina hasta la segunda, las costumbres han cambiado imperceptiblemente. En los salones, la robusta barbarie oriental ya se da aires de cultura europea. La nueva zarina está resuelta a alentar esta metamorfosis, pero su próxima ambición es hacer olvidar sus orígenes germanos, su acento alemán y su antiguo nombre, Sofía de Anhalt-Zerbst, y ser para todos los rusos la más rusa de las soberanas, la emperatriz Catalina II de Rusia. Tiene treinta y tres años y toda la vida por delante para demostrar su valor. Es más de lo que hace falta cuando, como ella, uno tiene fe en su estrella y en su país. Y le da igual que ese país no sea donde ha nacido, porque es el que ha elegido. No hay nada más noble, piensa Catalina, que construir el propio futuro al margen de las nociones de nacionalidad y genealogía. ¿No es por eso por lo que un día la llamarán Catalina la Grande?

Árbol genealógico de los Románov

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Henri Troyat

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