Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

Ian Rankin

Una cuestión de sangre

Nº 14 Serie Rebus

En memoria del Departamento de

Investigación Criminal de St Leonard.

Ita res accendent lumina rebus.

ANÓNIMO

No se vislumbra el final.

JAMES HUTTON, científico, I785

PRIMER DÍA . Martes

Capítulo 1

– No hay misterio -dijo la sargento detective Siobhan Clarke-. Herdman perdió la chaveta.

Estaba sentada junto a una cama del recién inaugurado hospital Royal Infirmary de Edimburgo, un gran edificio al sur de la ciudad, en una zona llamada Little France, construido sobre un solar muy caro, y del que ya comenzaban a registrarse quejas por falta de espacio para enfermos y de sitio para aparcamiento. Siobhan había logrado encontrar un hueco en un lugar prohibido, y fue lo primero que le comentó al inspector John Rebus al llegar. Rebus tenía las manos vendadas hasta las muñecas. Le sirvió un poco de agua templada y él ahuecó las manos para llevarse el vaso de plástico a la boca con cuidado mientras ella le observaba.

– ¿Has visto? No he tirado ni una gota -comentó bromeando.

Pero al intentar dejarlo en la mesilla lo estropeó todo. Le resbaló entre las manos y la base rozó el suelo. Siobhan lo cogió al vuelo.

– Buena parada -añadió Rebus.

– Bah, estaba vacío; no habría caído nada.

A partir de aquel momento Siobhan sólo dijo lo que los dos sabían no eran más que banalidades eludiendo ciertas preguntas que ansiaba plantearle, explayándose simplemente en pormenores sobre la masacre de South Queensferry.

Tres muertos. Un herido. Una tranquila ciudad costera al norte de Edimburgo. Un colegio de pago mixto para alumnos entre cinco y dieciocho años. Seiscientos matriculados, ahora dos menos.

El tercer cadáver era el del asesino, que se había volado los sesos. Ningún misterio, como decía Siobhan.

Salvo el móvil.

– Era como tú -añadió-. Quiero decir que era militar retirado. Creen que el móvil fue su resentimiento contra la sociedad.

Rebus advirtió que mantenía las manos con firmeza en los bolsillos de la chaqueta, y se imaginó que en ese momento, inconscientemente, estaría apretando los puños.

– Los periódicos dicen que tenía un negocio -comentó él.

– Tenía una lancha motora. Llevaba a gente a hacer esquí acuático.

– ¿Y era un resentido?

Ella se encogió de hombros. Rebus sabía que estaba deseando tener una oportunidad para meter la nariz, cualquier pretexto con tal de apartar su mente de la otra investigación, interna y con ella de protagonista.

Siobhan miraba en ese momento a la pared por encima de la cabeza de él como si le interesara algo más que la pintura y el aparato de oxígeno.

– No me has preguntado qué tal estoy -dijo Rebus.

– ¿Cómo te encuentras? -dijo ella volviendo la vista hacia él.

– Estoy harto de estar aquí. Gracias por tu interés.

– Sólo estás aquí desde ayer por la noche.

– A mí me parece más.

– ¿Qué han dicho los médicos?

– Hoy todavía no me ha visto nadie. Me da igual lo que me digan, esta tarde me marcho.

– ¿Y después qué?

– ¿Qué quieres decir?

– No puedes volver a la comisaría -añadió observando fijamente las manos vendadas-. ¿Cómo vas a conducir o escribir informes? ¿Y coger el teléfono?

– Me las arreglaré -repuso Rebus mirando en derredor para eludir a su vez los ojos de ella.

Estaba rodeado de hombres de su edad con la misma palidez grisácea. Era evidente que la dieta escocesa había hecho estragos en ellos. Un tipo tosía por un cigarrillo. Otro parecía tener problemas respiratorios. Era la masa de carne prototipo del bebedor edimburgués. El hígado hinchado y exceso de peso. Rebus levantó el brazo para pasárselo por la mejilla izquierda y notó que la tenía rasposa. Su barba tendría el mismo color gris plateado que las paredes de la sala.

– Me las arreglaré -repitió rompiendo el silencio, mientras bajaba el brazo y se arrepentía de haberlo levantado. Los dedos echaban chispas de dolor-. ¿Te han dicho algo? -preguntó.

– ¿De qué?

– Vamos, Siobhan…

Ella le miró sin pestañear. Sacó las manos de los bolsillos y se inclinó hacia delante.

– Esta tarde tengo otra sesión.

– ¿Con quién?

– Con la jefa.

Se refería a la comisaria jefe Gill Templer. Rebus asintió con la cabeza, alegrándose de que el asunto no hubiera llegado a las altas esferas.

– ¿Qué piensas decirle? -preguntó.

– No hay nada que decir. Yo no tuve nada que ver con la muerte de Fairstone. -Hizo una pausa, dejando en el aire otra pregunta implícita entre ambos: «¿Y tú?». Parecía esperar que él dijera algo, pero Rebus callaba-. Preguntará por ti, cómo has acabado aquí -añadió.

– Porque me escaldé -replicó Rebus-. Es absurdo, pero fue así.

– Ya sé que eso fue lo que dijiste…

– No, Siobhan, es lo que sucedió. Pregunta a los médicos si no me crees -añadió mirando de nuevo alrededor-. Si es que consigues ver a alguno.

– Seguro que estarán por ahí dando vueltas intentando aparcar.

No tenía mucha gracia, pero Rebus sonrió. Comprendía que ella no iba a insistir y su sonrisa era de gratitud.

– ¿Quién se encarga de lo de South Queensferry? -preguntó para cambiar de tema.

– Creo que el inspector Hogan.

– Bobby vale mucho. Si hay que atarlo rápido, lo hará.

– De todos modos, está el circo de la prensa. Le han encargado a Grant Hood las relaciones con los periodistas.

– ¿Se lo han llevado de St Leonard? -dijo Rebus pensativo-. Razón de más para que yo vuelva.

– Sobre todo si a mí me suspenden de servicio.

– No lo harán, Siobhan. Como acabas de decir, no tuviste nada que ver con Fairstone. Para mí fue un accidente. Y ahora que hay un caso más importante, quizás ese asunto muera de muerte natural, por así decir.

– «Un accidente» -repitió Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza.

– No te preocupes. A menos, claro, que de verdad te cargaras a ese cabrón.

– John… -replicó ella en tono conminatorio.

El sonrió y consiguió esbozar un guiño.

– Era una broma -añadió-. Sé de sobra a quién va a echarle la culpa Gill de lo de Fairstone.

– Murió en un incendio, John.

– ¿Y eso quiere decir que yo lo maté? -replicó Rebus levantando las manos y girándolas a un lado y a otro-. Me escaldé en mi casa, Siobhan. Simplemente.

Ella se levantó.

– Si tú lo dices, John -replicó de pie junto a la cama mientras él bajaba las manos, reprimiendo el fuerte dolor.

En ese momento llegó una enfermera comentando algo sobre un cambio de vendaje.

– Me voy ya -dijo Siobhan-. Me horroriza pensar que hicieras semejante tontería por mí -añadió para Rebus.

Él comenzó a menear despacio la cabeza mientras ella le daba la espalda y echaba a andar.

– ¡No pierdas la fe, Siobhan! -añadió Rebus alzando la voz.

– ¿Es su hija? -preguntó la enfermera por entablar conversación.

– Es una amiga; una compañera de trabajo.

– ¿Tienen algo que ver con la Iglesia?

– ¿Por qué lo pregunta? -replicó Rebus haciendo una mueca en cuanto ella comenzó a arrancarle las vendas.

– Como hablaba de la fe…

– Es que en mi trabajo es fundamental. -Hizo una pausa-. ¿No es lo mismo en el suyo?

– ¿En el mío? -replicó la enfermera sonriendo sin levantar la vista de lo que hacía. Era bajita, sin particular atractivo, y seria-. En el mío no puedo permitirme andar por ahí esperando a que la fe le cure a usted. ¿Cómo se hizo esto? -inquirió al ver las ampollas.

– Con agua hirviendo -contestó él sintiendo un lento reguero de sudor en las sienes. «Puedo controlar esta clase de dolor», pensó. Sus problemas eran otros-. ¿No puede ponerme algo más ligero que un vendaje?

– ¿Es que quiere irse ya?

– Puedo coger una taza sin tirarla. -«O un teléfono», pensó-. Además, seguro que hay alguien en lista de espera que necesita la cama más que yo.

– Un criterio muy cívico, sí, señor. Habrá que esperar a ver qué dice el médico.

– ¿Me puede decir qué médico en concreto?

– Oiga, tenga un poco de paciencia.

Paciencia era lo único para lo que no tenía tiempo.

– A lo mejor viene alguien más a visitarle -añadió la enfermera.

Lo dudaba. Nadie excepto Siobhan sabía que estaba allí. Había pedido a una enfermera que la avisase, para que le dijese a Templer que estaría de baja por enfermedad dos días a lo sumo. Y Siobhan había acudido corriendo al hospital. Quizás él contaba con ello y por eso había avisado a Siobhan en vez de a la comisaría.

Eso la víspera por la noche. Por la mañana, como el dolor era insoportable, había ido a su médico de cabecera, pero le examinó un doctor interino, que le aconsejó que fuera al hospital. Fue a Urgencias en taxi y le fastidió que, para cobrar, el taxista tuviera que sacarle el dinero del bolsillo de los pantalones.

– ¿Se ha enterado usted del tiroteo en ese colegio? -comentó el hombre.

– Probablemente alguna pistola de aire comprimido.

Pero el hombre negó con la cabeza.

– No, no, ha sido peor, según la radio.

En Urgencias tuvo que esperar hasta que por fin le vendaron las manos, pues las heridas no eran de gravedad como para ingresarle en la unidad de quemados de Livingston. Sin embargo, como tenía bastante fiebre, optaron por hospitalizarle y le trasladaron a Little France. En la ambulancia pensó que tal vez querían tenerle en observación por si sufría un choque térmico. O que temieran que fuese uno de esos individuos que se autolesionan. Pero nadie había ido a interrogarle; quedaba la posibilidad de que le retuvieran hasta que algún psiquiatra se ocupara de él.

Pensó en Jane Burchill, la única persona que podría echarle de menos, aunque últimamente las cosas se habían enfriado. Sólo pasaban la noche juntos cada diez días más o menos. Hablaban a menudo por teléfono, y a veces se veían para tomar café por la tarde. Era una relación que ya estaba pareciéndole una rutina. Recordó que hacía unos años había salido con una enfermera una temporada. No sabía si seguiría trabajando en Edimburgo; podía preguntarlo, el problema era que no recordaba su nombre, algo que le sucedía a veces con otras personas. Bah, no era tan importante, simplemente parte del proceso de envejecimiento. Aunque lo cierto era que, cuando acudía a los tribunales a testificar, cada vez tenía más necesidad de consultar sus apuntes. Diez años atrás no necesitaba notas ni verificaciones; actuaba muy seguro de sí mismo, circunstancia que impresionaba al jurado, según le comentaban los abogados.

– Ya está. -La enfermera se incorporó. Le había puesto crema y gasa en las manos y vendas nuevas-. ¿Se siente mejor?

Rebus asintió con la cabeza. Sentía cierto frescor en la piel, pero sabía que no duraría mucho.

– ¿Tiene que tomar algún otro analgésico?

Era una pregunta retórica. La enfermera miró el gráfico clínico de los pies de la cama. Rebus lo había examinado al levantarse para ir al lavabo y comprobó que sólo indicaba la temperatura y la medicación. No había ninguna anotación críptica para entendidos. Ninguna mención de su historia sobre cómo había ocurrido el accidente.

«Estaba preparando un baño caliente… y resbalé.»

El médico había reaccionado con una especie de carraspeo, lo cual le dio a entender que estaba dispuesto a aceptar cualquier explicación sin tener que creérsela forzosamente. Era un hombre con exceso de trabajo y falta de sueño, su cometido no era indagar. Era un médico, no un policía.

– ¿Le doy paracetamol? -añadió la enfermera.

– ¿No podría traerme una cerveza para tragarlo?

La mujer esgrimió otra vez su sonrisa profesional. En los años que llevaba trabajando en el Servicio Nacional de Salud, era la primera vez que oía algo semejante.

– Veré qué puede hacerse.

– Es usted un ángel -dijo Rebus sorprendido de sí mismo.

Era la clase de comentario que a él le parecía un estereotipo simplón, propio de un paciente. Como la enfermera ya se alejaba, pensó que quizá ni lo habría oído. Sería tal vez por el ambiente hospitalario, pero, aun sin estar enfermo, te afectaba, lograba hacerte aflojar el ritmo, volverte sumiso: te institucionalizaba. Quizá fuese la influencia del color de las paredes, del peculiar murmullo. Y tal vez contribuía a ello la calefacción. En St Leonard tenían un calabozo especial para los «chalados» pintado de color rosa intenso, supuestamente para apaciguarlos. ¿No utilizarían en los hospitales el mismo truco psicológico? Allí no les interesaba en absoluto que los pacientes se pusieran bordes y comenzaran a gritar y a bajarse de la cama cada dos por tres. De ahí tantas mantas, bien remetidas para entorpecer sus movimientos. Quedaos ahí tranquilos… la almohada bien mullida… disfrutad del calor y de la luz sin alborotar. Pensó que si aquella situación se prolongaba se olvidaría hasta de su nombre, le tendría sin cuidado todo lo demás, se olvidaría del trabajo y no habría ya Fairstone ni locos que disparasen a los alumnos de un colegio…

Se volvió sobre un costado, apartando las sábanas con las piernas. Era un esfuerzo doble, como el de Houdini con una camisa de fuerza. El hombre de la cama de al lado había abierto los ojos y le observaba. Rebus le hizo un guiño en el momento en que conseguía liberar los pies.

– Tú sigue cavando. Yo voy a dar un paseo para sacudirme la tierra en la pernera del pantalón -dijo al hombre.

El hombre no pareció captar la ironía.

* * *

Siobhan había vuelto a St Leonard y se estaba haciendo la remolona en la máquina de bebidas. Un par de policías uniformados comían un bocadillo y patatas fritas en una mesa de la cantina. Desde el pasillo donde estaba la máquina se veía el aparcamiento. Si fuera fumadora, tendría una excusa para salir afuera, donde había menos posibilidades de que Gill Templer diera con ella. Pero no fumaba. Podía camuflarse en el gimnasio mal ventilado al fondo del pasillo o ir hasta los calabozos, pero nada impediría que Templer acosara a su presa a través del sistema de altavoces internos, porque seguro que se enteraba de que había llegado a la comisaría. En St Leonard no había manera de esconderse. Apretó el botón de las coca-colas mientras pensaba que los dos agentes de uniforme hablarían de lo mismo que todo el mundo: de los tres muertos del colegio.

Por la mañana Siobhan había hojeado los periódicos. Había unas fotos de grano grueso de las víctimas, los dos eran chicos, diecisiete años. Todos los periodistas hablaban de «tragedia», «terrible pérdida», «conmoción» y «carnicería» y daban con la noticia abundante información sobre la pujanza de la cultura de las armas en Gran Bretaña, las deficiencias en seguridad escolar y datos anteriores sobre asesinos que a continuación se suicidaban. Observó las fotos del asesino. Por lo visto, la prensa sólo había podido procurarse tres fotos. Una de ellas era una instantánea muy borrosa en la que parecía más un fantasma que un ser de carne y hueso; en otra aparecía vestido con un mono, y agarraba un cabo para subir a bordo de una lancha, sonriente y mirando a la cámara. Siobhan pensó que sería una foto publicitaria de su negocio de esquí acuático.

La tercera era un retrato oficial de cuando el hombre hacía el servicio militar. Se llamaba Herdman: Lee Herdman, treinta y seis años, residente en South Queensferry y propietario de una lancha rápida. Había también fotos del almacén donde tenía instalado el negocio. «A un kilómetro escaso del escenario de la tragedia», comentaba un periódico.

Por su condición de ex miembro de las Fuerzas Armadas, era muy posible que tuviera fácil acceso a un arma. Fue hasta el colegio en coche, aparcó junto a los de los profesores sin preocuparse de cerrar la puerta, sin duda tenía prisa; los testigos le vieron irrumpir en el edificio y, una vez dentro, fue directamente a la sala común donde en aquel momento había tres personas. Dos de ellas estaban ahora muertas y la tercera, herida. A continuación se mató de un disparo en la sien. Eso era todo. Las críticas comenzaban a llover: ¿Cómo era posible, por Dios bendito, que después de lo de Dunblane, cualquier desconocido pudiera entrar por las buenas en un colegio? ¿Había dado señales Herdman de estar a punto de estallar? ¿Era culpa de los médicos o de los asistentes sociales? ¿Del gobierno? De cualquiera. Tenía que ser culpa de alguien. Era absurdo echársela a Herdman, que estaba muerto. Hacía falta un chivo expiatorio. Siobhan estaba segura de que al día siguiente saldrían a colación los tópicos habituales: la violencia en la cultura actual, el cine y la televisión, el estrés de la vida moderna, pero después volvería la calma. Un dato le llamó la atención: tras el endurecimiento de las leyes sobre posesión de armas en el Reino Unido, a raíz de la matanza de Dunblane, las agresiones con armas habían aumentado. Seguro que los grupos de presión a favor de las armas sabrían arrimar el agua a su molino.

Uno de los motivos por los que en St Leonard todos hablaban del suceso era porque el padre del superviviente era miembro del Parlamento escocés y no un diputado cualquiera. Seis meses antes, Jack Bell había sido protagonista de un incidente con la Policía, que le había detenido cuando paseaba en coche por la zona de prostitución de Leith. Los vecinos de aquel barrio se habían manifestado varias veces exigiendo la intervención policial y la Policía había respondido con una redada nocturna en la que, entre otros, pescaron a Jack Bell.

Bell había reivindicado su inocencia, alegando que él estaba allí exclusivamente por «motivos de investigación»; su esposa lo había corroborado, la mayoría de su partido también y la cúpula de la Policía había optado por dar carpetazo al asunto. Pero entretanto los periódicos se habían cebado con Bell, y el diputado había acusado a la Policía de actuar en connivencia con la «prensa basura» para acosarle por su activismo político.

El resentimiento de Bell fue enconándose de tal modo que llegó a efectuar varias intervenciones en el Parlamento para denunciar la ineficacia de las fuerzas policiales y reivindicar la necesidad de un cambio. Y ahora en los ambientes policiales todos opinaban que causarían problemas.

A Bell lo habían detenido agentes de la comisaría de Leith, encargada, precisamente, del crimen del colegio Port Edgar.

Además, South Queensferry era de su jurisdicción.

Y por si aquello era poco, una de las víctimas era hijo de un juez.

Todo lo cual conducía al segundo motivo por el que se había convertido el tema del día en St Leonard. Se sentían excluidos. Era un caso de la jurisdicción de Leith, y no les quedaba otra opción que aguardar pacientemente por si solicitaban refuerzo de agentes. Pero Siobhan lo dudaba. El caso estaba claro, asesino y víctimas yacían en el depósito. Aunque para que Gill Templer…

– ¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!

El imperioso graznido surgió de un altavoz en el techo justo encima de su cabeza. Los dos agentes de la cantina se volvieron para mirarla y ella dio un sorbo a la lata procurando no inmutarse, pero sintió un escalofrío por dentro que no tenía que ver con el frescor de la bebida.

– ¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!

Estaba delante de la puerta de cristal. Fuera, en el aparcamiento, su coche ocupaba disciplinadamente el hueco que le correspondía. ¿Qué haría Rebus, marcharse o esconderse? No pudo contener una sonrisa al encontrar la respuesta: ni una cosa ni otra; seguramente subiría los escalones de dos en dos hasta el despacho de la jefa convencido de que él tenía razón y de que ella, dijera lo que dijera, estaba en un error.

Tiró la lata y se dirigió a la escalera.

* * *

– ¿Sabe por qué quería verla? -preguntó la comisaria Gill Templer.

Estaba sentada a la mesa repleta de papeles con el trabajo del día. Por su cargo, Templer era responsable de la División B, que comprendía tres comisarías del sur de Edimburgo cuya Jefatura estaba en St Leonard. Su trabajo no era tan arduo como otros, aunque la situación cambiaría cuando finalmente trasladaran el Parlamento escocés a la nueva sede que estaban construyendo al pie de Holyrood Road. Templer dedicaba ya una desproporcionada cantidad de tiempo a reuniones relacionadas con las necesidades que se derivarían del nuevo Parlamento, y Siobhan sabía cuánto lo detestaba. Nadie ingresaba en la Policía por amor al papeleo. Sin embargo, el presupuesto y los gastos ocupaban cada vez más la mayor parte del trabajo; los oficiales de las comisarías que resolvían los casos de investigación sin sobrepasar el presupuesto eran ejemplares raros, y los que economizaban dentro del presupuesto, seres de otro planeta.

Siobhan se daba cuenta de que a Templer aquello le pasaba factura. Últimamente siempre tenía un aire de preocupación y comenzaban a apuntarle las canas. No lo habría advertido o no tendría tiempo para teñírselas. Empezaba a perder la batalla contra el tiempo, y Siobhan se preguntó qué precio se vería ella obligada a pagar para ascender en el escalafón policial. Suponiendo que a partir de aquel día siguiera teniendo una carrera en la Policía.

Templer parecía preocupada mientras rebuscaba en un cajón de su mesa. Finalmente se dio por vencida y lo cerró para centrar su atención en Siobhan. Al mirarla, bajó la barbilla, lo cual tuvo el efecto de endurecer su mirada. Siobhan no pudo por menos de fijarse en que se le habían acentuado las arrugas en torno al cuello y la boca y, al cambiar de postura en el sillón y estirar la chaqueta bajo los senos, comprobó que también había engordado. Demasiada comida rápida o exceso de cenas oficiales con los jefazos. Siobhan, que aquella mañana había ido al gimnasio a las seis, se sentó algo más recta en una silla e irguió ligeramente la cabeza.

– Supongo que será por lo de Martin Fairstone -dijo anticipándose a Templer y dando el primer golpe del combate. Al ver que callaba, prosiguió-: Yo no tuve nada que ver…

– ¿Dónde está John? -cortó tajante Templer.

Siobhan tragó saliva.

– No está en su casa -continuó Templer-. Envié a alguien para que lo comprobara. Y según dice usted se ha tomado dos días de baja por enfermedad. ¿Dónde está, Siobhan?

– Yo no…

– El caso es que hace dos días vieron a Martin Fairstone en un bar. En lo que no hay nada de extraordinario, salvo que quien le acompañaba guardaba un notable parecido con el inspector Rebus y un par de horas después el tal Fairstone perece achicharrado en la cocina de su casa. -Hizo una pausa-. Eso suponiendo que aún viviera cuando se inició el fuego.

– Señora, de verdad que yo no…

– A John le gusta protegerte, ¿verdad, Siobhan? No hay nada malo en ello. John tiene ese algo de caballero andante, ¿a que sí? Siempre anda buscando algún dragón con quien enfrentarse.

– Este caso no tiene nada que ver con el inspector Rebus, señora.

– Entonces, ¿por qué se esconde?

– A mí no me consta que se haya escondido.

– ¿Entonces lo has visto? -Una simple pregunta que Templer acompañó de una sonrisa-. Me apostaría algo.

– Se encuentra algo indispuesto para venir a comisaría -replicó Siobhan, consciente de que su defensa iba perdiendo fuerza.

– Si no puede venir aquí, estoy dispuesta a ir con usted a verle.

Siobhan se vio desarmada.

– Antes tendré que decírselo a él.

Templer negó con la cabeza.

– Esto no es negociable, Siobhan. Por lo que me dijo, Fairstone la acosaba y le puso un ojo morado.

Siobhan se llevó involuntariamente la mano al pómulo izquierdo. Casi no quedaba marca. Apenas una sombra que podía disimular con maquillaje o alegar que se debía al cansancio, pero todavía se le notaba cuando se miraba en el espejo.

– Y ahora ha muerto -prosiguió Templer- en un incendio posiblemente provocado. Así que comprenderá que tengo que hablar con todos los que le vieron aquella noche. -Otra pausa-. ¿Cuándo le vio por última vez, Siobhan?

– ¿A quién, a Fairstone o a Rebus?

– A los dos, ya que estamos.

Siobhan no contestó y trató de agarrar con las manos los brazos de metal del sillón, pero no había brazos. Era nuevo y más incómodo que el viejo. En ese momento advirtió que la poltrona de Templer era también nueva y que estaba alzada unos centímetros más. Un truco para cobrar ventaja sobre las visitas… lo que significaba que la gran jefa necesitaba tales artificios.

– Con todo respeto -dijo Siobhan haciendo una pausa-. Creo que no estoy preparada para contestar a eso, señora.

Se levantó sin estar segura de volver a sentarse si Gill Templer se lo mandaba.

– Es muy lamentable, sargento Clarke -dijo Templer con voz fría, prescindiendo del nombre de pila-. ¿Le dirá a John que hemos hablado?

– Lo que usted diga.

– Espero que tengan coartadas coincidentes por si abrimos una investigación.

Siobhan asintió con la cabeza a la amenaza. Bastaría con una petición de la jefa para que aparecieran los de Expedientes con sus carteras llenas de preguntas y sospechas. La rúbrica completa de los de Expedientes era Servicio de Expedientes Disciplinarios.

– Gracias, señora -se limitó a decir antes de abrir la puerta y cerrarla al salir.

Había unos servicios en el pasillo; entró y fue a sentarse en el cubículo un instante para sacar del bolsillo una bolsa de papel y respirar dentro. La primera vez que había sufrido un ataque de pánico temió hallarse al borde de un paro cardíaco: el corazón le latía con fuerza, no le respondían los pulmones y sentía una oleada de electricidad por todo el cuerpo. El médico le recomendó tomarse unos días de descanso. Ella había acudido a la consulta pensando que iba a decirle que fuera al hospital a hacerse unas pruebas, pero el médico le recomendó que comprara un libro sobre su enfermedad; lo encontró en una farmacia y vio que en el primer capítulo había una relación de los síntomas con consejos al respecto: reducir la cafeína y el alcohol, la sal y las grasas y, en caso de ataque, respirar dentro de una bolsa de papel.

El médico le dijo que tenía un poco alta la tensión y le sugirió hacer ejercicio. Había empezado a ir una hora antes a la comisaría para pasar por el gimnasio. Se había propuesto también ir a nadar a la piscina Commonwealth, que estaba muy cerca.

– Soy cuidadosa con las comidas -le había comentado al médico.

– Bien, prueba a hacer una lista a lo largo de una semana -añadió él; pero de momento no se había molestado y seguía olvidándose el bañador.

Demasiado fácil echarle la culpa a Fairstone.

Fairstone había comparecido ante el tribunal con dos cargos: allanamiento de morada y agresión. Cuando escapaba después del robo, había golpeado la cabeza contra la pared a una vecina que había tratado de detenerle. Le había propinado tal patada en la cara que le había dejado marcada la suela de la zapatilla deportiva. Siobhan prestó declaración como mejor supo, pero no habían encontrado la zapatilla ni en casa de Fairstone había aparecido lo que había desaparecido del piso. La vecina, por su parte, describió al agresor, reconoció su foto en las fichas policiales y lo identificó en una rueda de sospechosos, pero subsistían problemas que los de la Fiscalía detectaron de inmediato: no existían pruebas en el escenario del delito y no se podía vincular a Fairstone con aquellos cargos salvo por el hecho de que era un ladrón conocido convicto en otras ocasiones por agresión.

– Habría estado bien encontrar la zapatilla -comentó el fiscal jefe rascándose la barba al tiempo que preguntaba si no convendría retirar los dos cargos a cambio de un arreglo.

– ¿Y que le den un cachete y se vaya a su casa como si nada? – había replicado Siobhan.

En el juicio, el defensor arguyó ante Siobhan que la primera descripción del agresor que había dado la vecina apenas correspondía con el aspecto físico del imputado. La propia víctima tampoco contribuyó mucho al aceptar que había una sombra de duda, detalle que la defensa supo explotar al máximo. Siobhan incluyó en su testimonio cuantas insinuaciones fueron posibles para dar a entender que el acusado tenía antecedentes, pero finalmente el juez no tuvo más remedio que atender las protestas del defensor y amonestarla.

– Es el último aviso, sargento Clarke -le dijo-. Así que, si no desea dejar en mal lugar a la Corona en este caso, le sugiero que a partir de ahora medite más cuidadosamente sus respuestas.

Fairstone acababa de clavar la mirada, perfectamente consciente de lo que ella pretendía, y después, tras el veredicto de inocencia, salió del tribunal a grandes zancadas, como si tuviese muelles en los talones de sus zapatillas deportivas nuevas, y la agarró del hombro.

– Esto es una agresión -dijo ella, tratando de disimular lo furiosa y frustrada que se sentía.

– Gracias por ayudarme a quedar en libertad -replicó él-. Tal vez algún día le devuelva el favor. Ahora voy al pub a celebrarlo. ¿Cuál es su veneno favorito?

– Desaparezca por la alcantarilla más cercana, ¿me oye?

– Creo que me he enamorado -añadió él.

Esbozó una amplia sonrisa en su rostro delgaducho mientras alguien le llamaba a gritos. Era su novia, una rubia de bote vestida con ropa deportiva. En una mano sostenía un paquete de cigarrillos y en la otra un móvil, pegado a la oreja. Ella le había proporcionado la coartada para la hora en que se produjo la agresión junto con otros dos amigos.

– Creo que le reclaman.

– Pero yo la quiero a usted, Siob.

– ¿Me quiere? -replicó Siobhan aguardando a que él asintiera con la cabeza-. Entonces avíseme la próxima vez que vaya a pegar a una desconocida.

– Deme su número de teléfono.

– Búsquelo en el listín, en la sección «Policía».

– ¡Marty! -gruñó la novia.

– Nos veremos, Siob -añadió él sin dejar de sonreír caminando de espaldas unos pasos antes de darse la vuelta.

Siobhan fue directamente a St Leonard para repasar el expediente de Fairstone y una hora después le pasaron una llamada de la centralita. Era él, que la llamaba desde un bar. Colgó. Diez minutos más tarde volvía a insistir… y otra vez diez minutos después.

Y al día siguiente.

Y toda la semana siguiente.

Al principio no supo cómo reaccionar. Dudaba de si era un error callar, porque a él eso parecía más bien divertirle y animarle a insistir. Rogó al cielo que se cansase, que encontrara otra cosa en qué ocuparse. Entonces, un buen día, apareció por la comisaría, e intentó seguirla hasta casa. Ella se dio cuenta y le hizo caminar de un lado para otro mientras pedía ayuda por el móvil. Un coche patrulla le interpeló. Al día siguiente volvió a verle al acecho, fuera del aparcamiento, en la parte trasera de la comisaría. Le esquivó saliendo a pie por la puerta principal y cogió un autobús.

Sin embargo, Fairstone no desistía. Siobhan comprendió que lo que posiblemente había empezado por ser una broma estaba convirtiéndose en un juego más serio. Así que decidió mover una de sus mejores piezas. Rebus, de todos modos, ya se había dado cuenta: las llamadas a las que ella no respondía, las veces que la sorprendía mirando por la ventana, su modo de mirar a un lado y a otro cuando salían de servicio. Así que finalmente se lo contó y fueron los dos a hacer una visita al semiadosado de protección oficial de Fairstone en Gracemount.

La cosa había empezado mal, y Siobhan comprendió enseguida que su «carta» jugaba exclusivamente según sus propias reglas. Se produjo un forcejeo en el que cedió la pata de una mesita de centro. El chapeado de pino dejó al descubierto el aglomerado. Siobhan se sintió peor que nunca; débil por haber embarcado a Rebus en aquello en vez de resolverlo sola; temblando y torturada en lo más profundo de su ser por la idea de que, sabiendo de antemano lo que sucedería, dejó que sucediera. Era instigadora y cobarde.

En el camino de vuelta pararon a tomar una copa.

– ¿Tú crees que hará algo? -preguntó ella.

– Fue culpa suya -contestó Rebus-. Si continúa acosándote ya sabe a qué atenerse.

– ¿A desaparecer del mapa, te refieres?

– Yo no hice más que defenderme, Siobhan. Tú lo viste -replicó él mirándola a los ojos hasta que ella asintió con la cabeza.

Era cierto: Fairstone se había abalanzado sobre él y Rebus le había empujado hacia la mesita con intención de neutralizarle sobre ella, pero se había roto la pata y cayeron al suelo durante el forcejeo. Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Fairstone, con voz temblorosa de rabia, mascullaba que se largaran mientras Rebus le amenazaba con el dedo repitiéndole que «no se acercara a la sargento Clarke».

– Lárguense los dos.

– Se acabó, vámonos -había dicho Siobhan dando a Rebus una palmadita en el brazo.

– No esté tan segura de que haya acabado bien -farfulló Fairstone echando saliva por la comisura de los labios.

– Más vale que sí, amigo, si no quiere que empecemos con los fuegos artificiales -fue lo último que dijo Rebus.

Siobhan quiso preguntarle qué había querido decir con eso, pero lo que hizo fue invitarle a la última copa. Aquella noche, en la cama, se quedó adormecida mirando fijamente el techo hasta que de pronto se despertó aterrorizada; se tiró al suelo invadida por una oleada de adrenalina y salió del dormitorio a gatas, con el convencimiento de que moriría si se incorporaba. Superado el ataque, se puso de pie apoyándose en la pared del pasillo y volvió despacio a la cama, donde se tumbó hecha un ovillo.

«Es más corriente de lo que cree», le diría el médico más adelante, después del segundo ataque.

Entretanto, Martin Fairstone había presentado una denuncia de acoso que acabó retirando, pero no dejó de llamarla. Ella no le dijo nada a Rebus, prefería no saber lo que significaba «fuegos artificiales».

* * *

No había nadie en el Departamento de Investigación Criminal. Los agentes estaban de servicio o prestando declaración en los tribunales. A veces se perdían horas esperando a testificar y luego el juicio se eternizaba, el caso se sobreseía o el acusado presentaba recurso; otras veces resultaba que alguien del jurado estaba en paradero desconocido o una persona crucial para el caso caía enferma. Pasaba el tiempo y al final pronunciaban veredicto de inocencia; pero incluso cuando era de culpabilidad, todo se reducía en muchas ocasiones a una multa o el acusado quedaba en libertad condicional. Las cárceles estaban llenas y cada vez se recurría más a la pena de prisión como último recurso. Siobhan no creía haberse vuelto cínica, era puro realismo. Últimamente habían llovido las críticas. Se decía que en Edimburgo había más guardias de tráfico que policías, y cuando sucedía algo como lo de South Queensferry, la situación se agravaba. Permisos, bajas por enfermedad, papeleo y tribunales… no había horas suficientes en el día; Siobhan era consciente de que tenía trabajo atrasado. Su actividad se había resentido por culpa de Fairstone y no acababa de distanciarse del problema; si sonaba el teléfono sentía escalofríos y un par de veces hasta fue a la ventana instintivamente para ver si su coche estaba fuera. Era irracional pero no podía evitarlo. Y sabía, por supuesto, que no era un asunto del que pudiera hablar con cualquiera sin parecer débil.

Sonó el teléfono. Era el de la mesa de Rebus. Si no contestaba, la centralita pasaría la llamada a otra extensión. Se dirigió a la mesa de Rebus deseando que dejase de sonar, pero no dejó de hacerlo hasta que cogió el receptor.

– ¿Diga?

– ¿Quién habla? -dijo una voz de hombre enérgica y formal.

– La sargento detective Clarke.

– ¿Cómo estás, Siob? Soy Bobby Hogan.

Le había dicho al inspector Hogan que no la llamara Siob. Mucha gente lo prefería, para abreviar. Casi todo el mundo lo escribía mal. Recordó que Fairstone la había llamado Siob varias veces en un exceso de familiaridad. No le gustaba que la llamaran así y debía reprender a Hogan, pero no lo hizo.

– ¿Mucho trabajo? -dijo.

– ¿Sabes que me encargo de lo de Port Edgar? -contestó él-. Bueno, qué tontería, claro que lo sabes.

– Sí, ya he visto que sale muy bien en la tele, Bobby.

– Me encanta que me halaguen, Siob, pero la respuesta es «no».

– Yo ahora no tengo tanto trabajo -dijo ella sonriendo y mirando los montones de papeles que lo desmentían.

– Si necesito un par de manos extra te lo diré. ¿No está John ahí?

– ¿Don Simpático? Está de baja. ¿Para qué lo quiere?

– ¿Está en su casa?

– Yo podría darle el recado -añadió ella intrigada por el tono de impaciencia en la voz de Hogan.

– ¿Sabes dónde está?

– Sí.

– ¿Dónde?

– No ha contestado a mi pregunta: ¿para qué lo quiere?

Hogan suspiró profundamente.

– Porque necesito un par de manos.

– ¿Sólo las suyas?

– Eso parece.

– Qué decepción.

– ¿Cuánto puedes tardar en decírselo? -añadió Hogan sin hacer caso del comentario.

– Puede que no se encuentre bien del todo para ayudarle.

– Me sirve igual, a menos que esté con respiración asistida.

Siobhan se recostó en la mesa de Rebus.

– ¿Qué está pasando?

– Dile que me llame, ¿de acuerdo?

– ¿Está en el colegio Port Edgar?

– Que me llame al móvil. Adiós, Siob.

– ¡Un momento! -añadió Siobhan mirando hacia la puerta.

– ¿Cómo dices? -masculló Hogan.

– Acaba de llegar. Se lo paso.

Tendió el receptor a Rebus y al mirarle y ver lo desaliñado que venía pensó que se había emborrachado, pero enseguida lo comprendió: se había vestido como había podido, traía la camisa remetida de mala manera y la corbata simplemente colgada al cuello. En lugar de coger el receptor que ella le tendía, lo que hizo Rebus fue agachar la cabeza y arrimar la oreja.

– Es Bobby Hogan -dijo Siobhan.

– ¿Cómo estás, Bobby?

– John, no se oye bien…

– Acércamelo un poco -musitó Rebus mirando a Siobhan.

Ella le arrimó el auricular a la mejilla y advirtió que tenía el pelo sucio, aplastado por delante y de punta por detrás.

– ¿Se oye ahora mejor, Bobby?

– Sí, ahora sí. John, tienes que hacerme un favor.

Rebus notó que el auricular se movía y miró a Siobhan, que dirigió la vista hacia la puerta. Él volvió la cabeza en esa dirección y vio que en el umbral estaba Gill Templer.

– ¡A mi despacho! -exclamó-. ¡Inmediatamente!

Rebus se pasó la lengua por los labios.

– Bobby, te llamo dentro de un momento. La jefa quiere hablar conmigo.

Se incorporó, mientras la voz de Hogan sonaba cada vez más apagada y mecánica. Templer le hacía señas para que la siguiera. Él se encogió de hombros mirando a Siobhan y se dirigió a la puerta.

– Se ha marchado -dijo ella en el auricular.

– ¡Pues dile que vuelva!

– Me parece que no va a poder. Oiga… ¿por qué no me dice de qué se trata? A lo mejor yo podría ayudarle.

– Si no le importa dejo la puerta abierta -dijo Rebus.

– Si quiere que se entere toda la comisaría, por mí no hay inconveniente.

– Es que me cuesta un poco cerrar picaportes -dijo Rebus dejándose caer en la silla de las visitas y levantando las manos para que las viera Templer, que al observarlas cambió radicalmente de actitud.

– ¡Por Dios bendito, John! ¿Qué te ha ocurrido?

– Me escaldé. No es tan grave como parece.

– ¿Te escaldaste? -repitió ella reclinándose en la poltrona y apretando los dedos contra el borde de la mesa.

– Sí, eso es todo -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.

– ¿A pesar de lo que yo creo?

– A pesar de lo que creas. Llené el fregadero para lavar los platos y metí las manos sin darme cuenta de que no había echado el agua fría.

– ¿Cuánto tiempo exactamente?

– Lo suficiente para escaldarme, por lo visto -respondió él esbozando una sonrisa y pensando que lo de los platos era una explicación más verosímil que la de la bañera, a pesar de que Templer no parecía muy convencida.

Sonó el teléfono, pero Templer se limitó a levantar el receptor y colgar.

– No eres el único con mala suerte. Martin Fairstone ha muerto en un incendio.

– Eso me ha dicho Siobhan.

– ¿Y?

– Fue un accidente con una freidora. Cosas que pasan -añadió Rebus encogiéndose de hombros.

– Estuvo con él el domingo por la tarde.

– ¿Ah, sí?

– Hay testigos que os vieron juntos en un bar.

– Me tropecé con él de casualidad -dijo Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿Y saliste del bar con él?

– No.

– ¿Fuiste con él a su casa?

– ¿Quién lo dice?

– John…

– ¿Quién dice que no ha sido un accidente? -dijo él alzando la voz.

– Hay pendiente una investigación de los bomberos.

– Que tengan suerte -replicó Rebus tratando inútilmente de cruzar los brazos y optando por dejarlos caer otra vez.

– Debe de dolerte -comentó Templer.

– Es soportable.

– ¿Y fue el domingo por la noche?

Rebus asintió con la cabeza.

– Escucha, John… -añadió ella inclinándose hacia delante y apoyando los codos en la mesa-. Sabes que circularán rumores. Siobhan dijo que Fairstone la acosaba. Él lo negó, y además denunció que le habías amenazado.

– Pero retiró la denuncia.

– Y ahora Siobhan me dice que Fairstone la agredió. ¿Tú lo sabías?

Rebus negó con la cabeza.

– Ese incendio es una lamentable coincidencia.

– Pero tienes mal aspecto, ¿no? -añadió ella bajando la vista.

– ¿Desde cuándo tengo yo interés en tener buen aspecto? -replicó Rebus mirándose parsimoniosamente.

Muy a su pesar, Templer apenas pudo reprimir la sonrisa.

– Sólo pretendo estar segura de que esto no tenga repercusiones.

– Ten plena seguridad, Gill.

– En ese caso, ¿te importa dejarlo oficialmente por escrito?

El teléfono volvió a sonar.

– ¿Quiere que conteste yo? -dijo una voz.

Era Siobhan desde la puerta de brazos cruzados. Templer la miró y cogió el teléfono.

– Comisaria Templer al habla.

Siobhan cruzó una mirada con Rebus y le hizo un guiño mientras Gill Templer escuchaba lo que le decían.

– Ya… sí… sí, ¿por qué no? ¿Puede decirme por qué precisamente él?

Rebus comprendió. Era Bobby Hogan. Quizá no era él quien llamaba; a lo mejor había puenteado a Templer, había hablado con el subdirector de la Policía para que hiciera él directamente la petición. Necesitaba que Rebus le hiciera un favor. Hogan tenía ahora cierto poder, dimanante del prestigio que había conseguido por el último caso en que había intervenido. Se preguntaba qué clase de favor querría Bobby de él.

Templer colgó.

– Preséntate en South Queensferry. Por lo visto, el inspector Hogan necesita ayuda -dijo sin levantar la vista de la mesa.

– Gracias -dijo Rebus.

– Lo de Fairstone no termina aquí, John; no lo olvides. En cuanto Hogan termine contigo, eres mío otra vez.

– Entendido.

Templer miró por encima de él a Siobhan, que seguía de pie en la puerta.

– Mientras tanto, tal vez la sargento Clarke pueda aclarar algo…

Rebus carraspeó.

– Hay un problema.

– ¿Cuál?

Rebus alzó de nuevo las manos y giró despacio las muñecas.

– Podré dar la mano a Bobby Hogan, pero necesitaré ayuda para todo lo demás. Así que si pudiera disponer durante cierto tiempo de la sargento Clarke… -añadió volviéndose a medias en la silla.

– Te conseguiré un conductor -replicó Templer.

– Pero para tomar notas, hacer llamadas y contestar al teléfono… necesito alguien del departamento y, ya que ella es la que está aquí… -Hizo una pausa-. Si me das permiso.

– Muy bien, idos los dos -contestó Templer fingiendo revisar unos papeles-. Te diré algo en cuanto haya alguna novedad sobre el incendio.

– Muy encomiable, jefa -dijo Rebus levantándose.

Volvieron al Departamento de Investigación Criminal y Rebus le pidió a Siobhan que le sacara del bolsillo de la chaqueta un frasquito de pastillas.

– Esos cabrones las racionan como si fueran oro. Dame un vaso de agua, haz el favor.

Ella cogió una botella de su mesa y le ayudó a tomarse dos pastillas. Rebus le pidió otra y ella leyó la etiqueta.

– Aquí dice «tomar dos cada cuatro horas».

– Por una más no pasa nada.

– A este ritmo las terminarás enseguida.

– Tengo una receta en el otro bolsillo. Pararemos en una farmacia por el camino.

– Gracias por pedirle a la jefa que te acompañara -dijo ella cerrando el frasquito.

– No hay de qué. ¿Quieres que hablemos de Fairstone? -añadió tras una pausa.

– No tengo mucho interés.

– Muy bien.

– Supongo que ninguno de los dos somos responsables de nada – añadió ella clavando en Rebus la mirada.

– Exacto -dijo él-. Con lo cual podemos concentrarnos en ayudar a Bobby Hogan. Pero antes quiero pedirte una cosa.

– ¿Qué?

– ¿Podrías anudarme bien la corbata? La enfermera no tenía ni idea.

– Estaba esperando la oportunidad de echarte las manos a la garganta -dijo ella sonriente.

– Si sigues por ese camino te mando con la jefa.

Pero no lo hizo, a pesar de que fue incapaz de anudarle la corbata incluso con sus indicaciones. Al final le ayudó la dependienta de la farmacia, mientras el farmacéutico buscaba el analgésico.

– Siempre se lo hacía a mi marido, que en paz descanse -comentó la mujer.

En la acera, Rebus miró la calle de arriba abajo.

– Necesito un cigarrillo -dijo.

– No esperes que yo te los encienda -replicó Siobhan cruzando los brazos. Él la miró-. Lo digo en serio -añadió ella-. Es la mejor oportunidad que vas a tener para dejar de fumar.

– Cómo disfrutas, ¿verdad? -replicó Rebus entrecerrando los ojos.

– Estoy empezando -admitió ella abriéndole la portezuela con una reverencia.

Capítulo 2

No había un itinerario rápido para llegar a South Queensferry. Cruzaron el centro de Edimburgo y enfilaron Queensferry Road y sólo aumentaron la velocidad al entrar en la A 90. La ciudad adonde iban estaba acurrucada entre los dos puentes -el viario y el del ferrocarril- que cruzan el estuario de Forth.

– Hace siglos que no vengo por aquí -dijo Siobhan por romper el silencio dentro del coche.

Rebus no se molestó en contestar. Se sentía como si cuanto le rodeaba estuviera vendado, acolchado. Debía de ser por las pastillas. Dos meses atrás, un fin de semana, había llevado a Jean a South Queensferry, donde comieron en un bar, dieron una vuelta por el paseo marítimo y vieron zarpar la lancha de salvamento sin urgencia, seguramente en un ejercicio de simulacro. Luego habían ido en coche a Hopetoun House y con un cicerone visitaron la lujosa residencia. Sabía por los periódicos que el colegio Port Edgar estaba cerca de Hopetoun House y como recordaba haber pasado en coche por delante de la verja, aunque desde ella no se veía el edificio, dio indicaciones a Siobhan para llegar hasta él, pero acabaron metiéndose en un callejón sin salida. Ella dio media vuelta y encontró Hopetoun Road sin necesidad de la ayuda del copiloto. Ya cerca del colegio tuvieron que sortear camionetas de equipos de televisión y coches de periodistas.

– Atropella a todos los que puedas -dijo Rebus antes de que un agente uniformado comprobara su placa de identificación y les abriera la puerta de hierro.

– Por el nombre de Port Edgar pensé que estaría a la orilla del mar -comentó Siobhan al cruzar la entrada.

– Hay un puerto deportivo llamado Port Edgar. No debe de estar lejos -dijo Rebus mirando hacia atrás cuando el coche superaba las curvas de una cuesta y se divisaba ya el agua de la que surgían mástiles como lanzas.

En ese momento, una arboleda volvió a ocultar la vista y cuando la volvieron a tener delante de ellos vio el edificio del colegio.

Era una construcción de estilo escocés en sillería gris rematada con buhardillas y torreones. Una bandera con la cruz de San Andrés flameaba a media asta. El aparcamiento estaba lleno de vehículos oficiales y en torno a una caseta prefabricada se arremolinaba un grupo de gente. En aquella localidad no había más que una pequeña comisaría probablemente incapaz de hacer frente a aquel caso. Cuando los neumáticos del coche hicieron crujir la grava, varias cabezas se volvieron para mirar y Rebus reconoció caras conocidas, pero nadie se tomó la molestia de sonreír o saludar. Cuando Siobhan paró el coche, el inspector intentó abrir la portezuela, pero tuvo que esperar a que ella bajara, diera la vuelta y le abriese.

– Gracias -dijo al apearse.

Se les acercó un policía uniformado que Rebus conocía de Leith, un austrAllano llamado Brendam Innes, y a quien nunca había llegado a preguntar por qué había venido a vivir a Escocia.

– Inspector Rebus -dijo Innes-, el inspector Hogan me ordenó que le dijera que está dentro del colegio.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Tiene un cigarrillo? -preguntó.

– No fumo.

Rebus miró a su alrededor buscando otra posible alternativa.

– Me dijo que fuera en cuanto llegara -añadió Innes, al tiempo que ambos se daban la vuelta al oír un ruido procedente de la caseta.

La puerta se abrió y un hombre bajó apresuradamente los tres peldaños. Iba vestido como para un entierro: traje negro, camisa blanca y corbata negra. Rebus le reconoció por el pelo plateado peinado hacia atrás. Era el diputado del Parlamento escocés Jack Bell, un hombre de cuarenta y tantos años, de mentón cuadrado y cara siempre bronceada. Era alto, ancho de hombros, y daba la impresión de ser alguien decidido a salirse con la suya en todo momento.

– ¡Tengo todo el derecho! -gritó-. ¡Todo el derecho del mundo! ¡Pero no debería extrañarme que ustedes me pongan toda clase de impedimentos!

Grant Hood, oficial de relaciones públicas del caso, había aparecido en la puerta.

– Tiene perfecto derecho a opinarlo, señor -dijo como única réplica.

– ¡No es una opinión sino un hecho absolutamente irrefutable! Hace seis meses que se cubrieron de ridículo y no se les olvida, ¿verdad?

– Perdone usted… -dijo Rebus acercándose a él.

– ¿Sí? ¿Qué desea? -respondió Bell volviéndose.

– Se me ocurre si no podría bajar un poco la voz… por respeto.

– ¡No me venga con ese numerito! -replicó Bell alzando un dedo amenazador-. ¡Sepa que ese loco habría podido matar a mi hijo!

– Me consta, señor.

– He venido en representación de mis electores y me permito exigir que me franqueen la entrada… -añadió Bell haciendo una pausa para respirar-. Por cierto, ¿usted quién es?

– El inspector Rebus.

– En ese caso no me sirve de nada. Quiero ver a Hogan.

– Comprenda usted que el inspector Hogan está más que ocupado en este momento. Desea usted ver el aula, ¿verdad? -Bell asintió con la cabeza, mirando a su alrededor como si buscase a alguien más útil que Rebus-. ¿Podría explicarme por qué, señor?

– ¿A usted qué le importa?

Rebus se encogió de hombros.

– Lo digo porque como voy a hablar ahora con el inspector Hogan -añadió Rebus dándose la vuelta y echando a andar- pensé que podría darle algún recado de su parte.

– Espere -dijo Bell en tono algo más tranquilo-. Tal vez usted mismo podría enseñarme…

– Será mejor que espere usted aquí -replicó Rebus negando con la cabeza-. Yo le informaré de lo que diga el inspector Hogan.

Bell asintió con la cabeza, pero no se mordió la lengua.

– Esto es un escándalo. ¿Cómo es posible que cualquiera entre en un colegio con un arma?

– Es lo que tratamos de averiguar, señor -contestó Rebus mirando al diputado de arriba abajo-. ¿No tendría usted un cigarrillo?

– ¿Cómo?

– Un cigarrillo.

Bell negó con la cabeza y Rebus volvió a encaminarse hacia el colegio.

– Estaré esperando, inspector. ¡No pienso moverme de aquí!

– Muy bien, señor. Yo diría que es lo mejor que puede hacer.

Delante de la fachada del colegio se extendía un césped en leve pendiente con campos de juego a un lado, en los que policías de uniforme estaban ocupados expulsando a unos intrusos que habían saltado la valla. Rebus pensó si serían periodistas, pero lo más probable era que fuesen los típicos morbosos que se presentan en todos los escenarios de un crimen. En ese momento advirtió que detrás del colegio había una construcción moderna que sobrevoló un helicóptero, pero no vio cámaras a bordo.

– Ha tenido gracia -dijo Siobhan dándole alcance.

– Siempre es un placer conocer a un político -dijo Rebus-. Sobre todo a uno que tiene en tanta estima a nuestra profesión.

La entrada principal del colegio era una puerta doble de madera tallada y cristaleras que daba paso a una zona de recepción con ventanas corredizas, antesala de una oficina, seguramente de la secretaria. Allí estaba la mujer, protegiéndose tras un gran pañuelo blanco, probablemente del policía que le tomaba declaración y que a Rebus le resultaba conocido, aunque no recordaba su nombre. Otra puerta doble -que habían dejado abierta- daba paso al colegio propiamente dicho. En ella había un letrero que decía: se ruega a las visitas pasar por secretaría y una flecha que señalaba hacia las ventanas corredizas.

Siobhan indicó un rincón en el techo donde había una cámara. Rebus asintió con la cabeza mientras cruzaban la doble puerta y enfilaban un largo pasillo con una escalera a un lado y una vidriera de colores al fondo. El suelo de madera pulida crujió bajo sus pasos. En las paredes había retratos de antiguos profesores en traje de ceremonia, sentados en su despacho o cogiendo un libro de una estantería. Más adelante pasaron ante cuadros de honor de notables, rectores y caídos en el servicio de la patria.

– No debió de resultarle difícil entrar -comentó Siobhan pensativa. Sus palabras resonaron en el silencio y vieron asomar una cabeza por una puerta del pasillo.

– Sí que has tardado -tronó la voz del inspector Bobby Hogan-. Entra a echar un vistazo.

Era la sala de recreo del sexto curso. Medía unos seis metros por cuatro, y en una de las paredes tenía ventanas altas que daban al exterior; había unas diez sillas, una mesa con un ordenador y una vieja cadena de alta fidelidad con cedes y unos casetes en un rincón desparramados, todos ellos en desorden. En algunas de las sillas había revistas: FHM, Heat, M8, y una novela abierta boca abajo. De unas perchas bajo las ventanas colgaban mochilas y chaquetas del uniforme escolar.

– Podéis entrar -dijo Hogan-. Los de la Científica ya lo han examinado milímetro a milímetro.

Entraron en el aula. Sí, los de la Policía Científica habían estado allí, porque allí era donde habían ocurrido los hechos. Había salpicaduras de sangre en una pared, un fino moteo de color rojo pálido. Había gotas más grandes en el suelo, y lo que parecían resbalones donde los pies se habían resbalado tras pisar un par de chorros. Los puntos en que la Policía Científica había recogido pruebas estaban señalados con tiza blanca y cinta adhesiva amarilla.

– Entró por una puerta lateral -dijo Hogan-. Era la hora de recreo y no estaba cerrada. Vino por el pasillo hasta aquí. Como hacía buen día, la mayoría de los chicos estaban afuera y sólo encontró a tres -añadió Hogan señalando con la cabeza hacia el lugar que habían ocupado las víctimas- que estaban escuchando música y leyendo revistas.

Parecía hablar consigo mismo, como si esperara que repitiendo la historia ellos empezaran a contestar a sus interrogantes.

– ¿Por qué aquí? -preguntó Siobhan.

Hogan alzó la vista como si reparara en ella por primera vez.

– Hola, Siob -dijo-. ¿Has venido a curiosear?

– Ha venido a ayudarme -terció Rebus alzando las manos.

– Dios, John, ¿qué te ha sucedido?

– Es una larga historia, Bobby. Lo que pregunta Siobhan es muy pertinente.

– ¿Te refieres al colegio en concreto?

– No sólo eso -respondió Siobhan-. Ha dicho que la mayoría de los chicos estaban afuera. ¿Por qué no empezó a disparar sobre ellos?

– Espero averiguarlo -dijo Hogan encogiéndose de hombros.

– Bien, ¿en qué podemos ayudarte, Bobby? -preguntó Rebus.

Él se había quedado en el umbral, mientras Siobhan miraba los carteles de las paredes. En uno de ellos, Eminem hacía un corte de mangas al público y a su lado se veía un grupo de gente vestida con monos y máscaras de goma que parecían comparsas de una película de terror de bajo presupuesto.

– Había sido militar, John -dijo Hogan-. De las SAS más concretamente, y recordé que tú una vez me dijiste que habías aspirado a ingresar en ese servicio de las Fuerzas Aéreas.

– De eso hace más de treinta años, Bobby.

– Y por lo visto era un tipo solitario -prosiguió Hogan sin escucharle.

– ¿Un solitario que alimentaba un rencor? -preguntó Siobhan.

– Quién sabe.

– ¿Es lo que quieres que yo indague? -dijo Rebus.

Hogan le miró.

– Todos los amigos que tuviera serían como él: desechos de las Fuerzas Armadas. Es posible que se sinceren con alguien que estuvo en su mismo bando.

– De eso hace más de treinta años -repitió Rebus-. Y gracias por asociarme con los desechos.

– Bah, ya sabes a qué me refiero… Será sólo un par de días, John. Es todo lo que te pido.

Rebus salió al pasillo y miró a su alrededor. Era un lugar tranquilo y apacible. Y unos escasos instantes lo habían confirmado todo. Tanto el colegio como la ciudad no volverían a ser los mismos. Todo aquel al que le hubiera afectado, quedaría marcado. La pobre secretaria que habían visto en la entrada quizá nunca fuera capaz de prescindir de aquel pañuelo prestado; los familiares enterrarían a los muertos sin poder borrar de sus mentes el terror que habían sentido los suyos en el último instante.

– ¿Qué me dices, John? -añadió Hogan-. ¿Me ayudarás?

Algodón suave y calentito… te protege, amortigua… «Ningún misterio… perdió la chaveta», en palabras de Siobhan.

– Una pregunta, Bobby.

Bobby Hogan tenía aspecto de cansado y perdido. Las investigaciones en Leith solían ser asuntos de droga, navajazos, prostitución, casos que él sabía resolver, y Rebus tenía la impresión de que le había llamado porque necesitaba un amigo a su lado.

– Tú dirás -dijo Hogan.

– ¿Tienes un cigarrillo?

Había tanta gente en la caseta prefabricada que casi no podían moverse. Hogan cargó en brazos de Siobhan el papeleo acumulado sobre el caso, fotocopias aún calientes recién salidas de la oficina del colegio. Afuera, en el césped, había unas gaviotas argénteas curioseando. Rebus les lanzó la colilla y las aves corrieron hacia ella.

– Podría denunciarte por crueldad -dijo Siobhan.

– Lo mismo digo -replicó Rebus mirando el montón de papeles. Vio que Grant Hood ponía fin a una conversación telefónica y guardaba el teléfono en el bolsillo-. ¿Dónde ha ido nuestro amigo? -le preguntó Rebus.

– ¿Te refieres a el Sucio Jack?

Rebus sonrió por el epíteto con que un periódico sensacionalista había obsequiado en primera página a Jack Bell tras su detención.

– Sí, a ése.

Hood señaló con la cabeza hacia la entrada del recinto.

– Uno de la televisión le ha sugerido hacer una toma ante la verja y ha salido disparado.

– Y eso que me dijo que no se movería de aquí. ¿Se comportan los de la prensa?

– ¿Tú qué crees?

Rebus respondió con una mueca. El teléfono de Hood sonó de nuevo. Se volvió de lado para responder a la llamada. Rebus vio que Siobhan se agachaba a recoger unas hojas que se le habían caído al abrir el maletero.

– ¿Está todo? -preguntó Rebus.

– De momento sí -contestó ella cerrando el maletero de golpe-. ¿Adónde nos lo llevamos?

Rebus miró el cielo lleno de nubes densas, que se movía rápido. Probablemente el viento era demasiado fuerte para que lloviera. Le pareció oír en la lejanía un golpeteo de aparejos contra los mástiles.

– Podríamos ir a un pub y sentarnos a una mesa. Junto al puente del ferrocarril hay uno que se llama Boatman's… -Ella le miró fijamente-. En Edimburgo es tradición -añadió él encogiéndose de hombros-. Antiguamente los profesionales despachaban sus negocios en la taberna.

– Y hay que respetar las tradiciones.

– Yo siempre he sido partidario de los viejos métodos.

Siobhan, sin replicar, abrió la portezuela del conductor, se sentó al volante e instintivamente cerró y giró la llave de contacto pero de pronto, al recordar, se inclinó y estiró el brazo para abrirle a Rebus.

– Muy amable -dijo él sentándose sonriente.

No conocía South Queensferry muy bien, pero sí los pubs. Él se había criado al otro lado del estuario y recordaba la vista desde North Queensferry y cómo los dos puentes daban la impresión de separarse vistos desde el norte. El mismo policía uniformado les franqueó el paso de la verja y vieron que Jack Bell estaba fuera, delante de la puerta, hablando para la cámara.

– Obsequíales con un buen bocinazo -dijo Rebus, y Siobhan así lo hizo.

El periodista bajó el micrófono y se dio la vuelta enfurecido, el cámara se puso los auriculares al cuello y Rebus saludó con la mano al diputado con una especie de sonrisa de disculpa, mientras los curiosos invadían la mitad de la calzada para mirar dentro del coche.

– Me siento como una repugnante pieza de exposición -musitó Siobhan.

Una caravana de coches circulaba despacio a su lado. Eran los curiosos que acudían a ver el colegio, gente anodina con sus hijos y la cámara de vídeo. Cuando Siobhan iba a dejar atrás la modesta comisaría local, Rebus dijo que bajaría para desentumecer las piernas.

– Nos vemos en el pub.

– ¿Adónde vas?

– Quiero captar la atmósfera del sitio. -Hizo una pausa-. Una pinta para mí si llegas tú primero.

Miró cómo ella se alejaba incorporada a la caravana de coches, y se detuvo a contemplar el puente viario del Forth con su zumbido de tráfico de coches y camiones, un ruido parecido al oleaje, y vio en lo alto figuras diminutas acodadas a la barandilla mirando hacia abajo. Sabía que en el lado opuesto, desde donde se veía mejor el colegio, habría más. Meneó la cabeza y siguió caminando.

Los comercios en South Queensferry se concentraban en una sola calle entre High Street y Hawes Inn, pero comenzaba a notarse el cambio. No hacía mucho, al cruzar la localidad en coche para tomar el puente de la carretera, Rebus había visto un supermercado y un parque empresarial nuevos donde un gran anuncio llamaba la atención de la caravana de coches de vuelta del trabajo de Edimburgo: ¿HARTO DE DESPLAZARSE A DIARIO AL TRABAJO? TRABAJE AQUÍ. La sugerencia era que la ciudad estaba llena a rebosar, el tráfico empeoraba cada vez más, y South Queensferry pretendía incorporarse al movimiento antiurbanita. Pero, en la calle mayor con sus tiendecitas, aceras estrechas y quioscos de información turística, no había indicio de ello. Rebus sabía algunas anécdotas locales: un incendio en la destilería de VAT 69 que inundó las calles de whisky caliente y hubo gente que al beberlo acabó en el hospital; un mono que harto de las bromas pesadas de una ayudante de cocina le cortó el cuello; apariciones como la del legendario perro de Mowbray, y el Burry Man.

El Burry Man era una fiesta anual con ocasión de la cual adornaban las calles con guirnaldas y banderines y organizaban una procesión que recorría la localidad. Todavía faltaban meses para la fecha, pero Rebus se preguntaba si aquel año celebrarían el desfile.

Pasó ante una torre con reloj con restos de coronas del día de los caídos en las dos guerras mundiales, que habían respetado los vándalos. La calle era tan estrecha que la calzada se ensanchaba en algunos puntos invadiendo la acera para que los coches pudieran pasar. De vez en cuando atisbaba un trozo del estuario por detrás de las casas del lado izquierdo. Las de la acera opuesta formaban un bloque continuo con tiendas de una sola planta y terraza, y tras ellas se levantaba otra hilera de viviendas. Dos viejas cruzadas de brazos que comentaban delante de una puerta los últimos rumores, le miraron de reojo al notar que era forastero y fruncieron el ceño tomándole por uno de los curiosos que habían acudido por lo del crimen.

Continuó caminando y en una tienda de periódicos vio a varias personas que comentaban las noticias de la prensa. Por la acera contraria desfiló un equipo de televisión, distinto del que había en las puertas del colegio. El operador, cámara en mano, cargaba el trípode al hombro, y el encargado del sonido llevaba el aparato en bandolera, los auriculares al cuello y el micrófono jirafa enhiesto como un rifle. Iban a la búsqueda un buen decorado, capitaneados por una joven rubia que miraba en todos los soportales para localizar el escenario ideal. Rebus creyó reconocerla de la televisión y pensó que debía de ser un equipo de Glasgow. Su reportaje arrancaría con: «Los habitantes de una pacífica localidad costera, consternados, trataban de sobreponerse al horror que irrumpió… todos se hacen interrogantes que nadie puede esclarecer de momento…». Bla, bla, bla. Él habría podido escribir el guión. Como la Policía no daba información, los periodistas no tenían otro recurso que acosar a los lugareños para obtener detalles banales y sacarles el mayor jugo posible.

Les había visto hacerlo en Lockerbie y estaba seguro de que en Dunblane había sucedido otro tanto. Ahora le tocaba a South Queensferry. La calle giraba a un lado y desembocaba en el paseo marítimo. Se detuvo un instante y se dio la vuelta a mirar el centro de la ciudad, que quedaba oculto en su mayor parte por árboles, nuevos edificios y el arco que acababa de cruzar. Vio el rompeolas y pensó que era un lugar tan adecuado como otro cualquiera para encender el cigarrillo que le había dado Bobby Hogan y que llevaba en la oreja; quiso cogerlo pero se le escapó de la mano y cayó al suelo, donde una ráfaga de viento lo hizo rodar. Se agachó siguiendo su trayectoria y, al hacerlo, estuvo a punto de tropezar con unas piernas. El pitillo se había detenido ante la puntera de un zapato negro de tacón de aguja. Las piernas que continuaban los zapatos estaban enfundadas en unas medias negras de redecilla con rotos. Rebus se enderezó. Era una chica de entre trece y diecinueve años, de pelo negro teñido y que le caía sobre el cráneo como paja al estilo sioux; su rostro era de un blanco cadavérico, llevaba pintados de negro ojos y labios y vestía una cazadora de cuero negro sobre una especie de blusa de varias capas de gasa negra.

– ¿Se ha cortado las venas? -preguntó al verle las manos vendadas.

– Si pisas ese cigarrillo es muy probable que lo haga.

La joven se agachó, lo recogió y se acercó a él para ponérselo en la boca.

– Tengo un mechero en el bolsillo -dijo Rebus.

Ella lo sacó y le dio fuego ahuecando hábilmente las manos en torno a la llama y clavó la mirada en la de él, como valorando la reacción del hombre a su cercanía.

– Lo siento, pero es el único que me queda -dijo él.

Resultaba difícil fumar y hablar al mismo tiempo. Ella debió comprenderlo porque aguardó a que Rebus diera un par de caladas para quitarle el cigarrillo de la boca y llevárselo a la suya. El advirtió que bajo sus guantes negros de encaje llevaba las uñas pintadas de negro.

– Yo no entiendo nada de moda -dijo-, pero me da la impresión de que no vas de luto.

– No voy de luto, para nada -respondió ella abriendo la boca bastante para enseñar unos dientecitos blancos.

– Pero vas al colegio Port Edgar. -Ella le miró, sorprendida de que lo supiera-. Si no, seguramente estarías en clase. Sólo los alumnos de Port Edgar tienen el día libre.

– ¿Es usted periodista? -preguntó ella volviendo a ponerle el cigarrillo en la boca. Sabía a pintalabios.

– Soy poli -dijo Rebus-. Del Departamento de Investigación Criminal. -La chica no pareció impresionada-. ¿Conocías a esos dos chicos que han muerto?

– Sí -replicó ella. Parecía ofendida, no quería quedarse fuera.

– Pero ya veo que te da igual.

La chica captó la insinuación al recordar sus propias palabras: «No voy de luto, para nada».

– Si acaso, me dan envidia -respondió clavando de nuevo los ojos en él.

A Rebus le intrigaba enormemente el aspecto que tendría sin maquillaje. Probablemente sería bonita, y hasta parecería frágil. Su rostro pintado era una máscara para ocultarse.

– ¿Envidia?

– Han muerto, ¿no?

Aguardó a que él asintiera con la cabeza y luego se encogió de hombros. Rebus bajó la vista hacia el cigarrillo y ella se lo quitó y volvió a llevárselo a los labios.

– ¿Quieres morirte?

– Siento simple curiosidad por saber qué se siente -dijo haciendo una O con los labios y lanzando un aro de humo-. Usted habrá visto muertos.

– Demasiados.

– ¿Cuántos? ¿Ha visto morir a alguien?

– Tengo que irme -dijo Rebus decidido a no contestar, al tiempo que la chica hacía el gesto de devolverle prácticamente una colilla, pero él negó con la cabeza-. Por cierto, ¿cómo te llamas?

– Teri.

– ¿Terry?

La joven le deletreó el nombre.

– Pero si quiere llámeme señorita Teri.

Rebus sonrió.

– Imagino que es un nombre inventado -replicó-. Tal vez nos veamos, señorita Teri.

– Puede verme siempre que le apetezca, señor investigador -dijo ella dándose la vuelta y echando a caminar en dirección al centro, muy decidida sobre sus tacones altos, atusándose el pelo hacia atrás y dirigiéndole un vaporoso saludo con la mano enguantada, convencida de que él miraba y disfrutando del juego.

Rebus sabía que la muchacha era una gótica. Había visto ejemplares en Edimburgo formando grupo delante de las tiendas de discos. En cierto momento, cualquiera con aspecto de pertenecer a aquella tribu tuvo prohibida la entrada al parque de Princess Street en virtud de un decreto municipal a raíz de un parterre pisoteado y una papelera desparramada; la noticia le había hecho sonreír. El linaje se remontaba hasta los punks y los teddy boys, quinceañeros que pasaban sus ritos iniciáticos. Él también había sido un rebelde antes de alistarse en el Ejército. Era demasiado joven para unirse a la primera oleada de teddy boys, pero más adelante había lucido una cazadora usada de cuero y llevaba un peine de metal afilado en el bolsillo. No era una cazadora auténtica de motero. La cortó con un cuchillo de cocina y le quedó deshilachada por abajo, con el forro asomando.

Un rebelde.

La señorita Teri desapareció al doblar la curva de la calle y Rebus se encaminó al Boatman's, donde Siobhan le aguardaba ya en la mesa con las bebidas.

– Pensé que iba a tener que tomarme tu cerveza -le reprochó ella.

– Lo siento -replicó él, mientras cogía el vaso entre las manos y lo levantaba.

Siobhan había encontrado una mesa en un rincón y había puesto encima los dos montones de papeles junto con su limonada con soda y una bolsa de cacahuetes.

– ¿Qué tal tus manos? -preguntó.

– Me preocupa no poder volver a tocar más el piano.

– Lamentable pérdida para la música popular.

– Siobhan, ¿tú no escuchas heavy metal?

– Si puedo evitarlo, no. -Hizo una pausa-. Quizás algo de Motor Head para animarme.

– Me refería a cosas actuales.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Crees que éste es un buen sitio? -preguntó.

Rebus miró a su alrededor.

– La gente no nos mira y no vamos a repasar fotos repugnantes de autopsias ni nada por el estilo.

– Pero hay fotos del escenario del crimen.

– Déjalas de momento -dijo él dando otro sorbo de cerveza.

– ¿Seguro que puedes beber alcohol con esas pastillas que estás tomando?

Rebus no contestó. En su lugar señaló con la cabeza uno de los montones de papeles.

– Bien -dijo-, ¿qué es lo que tenemos y cuánto tiempo podemos alargar esta misión?

– ¿No tienes ganas de otra charla con la jefa? -preguntó ella sonriendo.

– No me digas que tú sí…

Siobhan pareció reflexionar sobre ello un momento y luego se encogió de hombros.

– ¿Te alegra que Fairstone haya muerto? -preguntó Rebus.

Ella le miró furiosa.

– Era simple curiosidad -añadió Rebus, pensando en la señorita Teri.

Intentó trabajosamente coger una de las hojas hasta que Siobhan se percató y se la dio. Se sentaron uno al lado del otro sin percatarse de que la tarde avanzaba implacable hacia el crepúsculo.

Siobhan fue a la barra a por otra ronda. El camarero intentó entablar conversación con el pretexto del montón de papeles, pero ella cambió de tema y acabaron hablando de escritores. Siobhan ignoraba la relación del Boatman's con Walter Scott y Robert Louis Stevenson.

– No crea que está tomando algo en cualquier pub -dijo el camarero-. El Boatman's está cargado de historia.

Era una frase que habría repetido hasta la saciedad, y Siobhan se sintió como una turista. Estaba a quince kilómetros del centro de la ciudad, y todo parecía distinto. No sólo por el crimen del colegio, del que, por cierto, se dio cuenta de repente de que el camarero no había dicho palabra. Los edimburgueses tendían a agruparse en las cercanías de la ciudad: Portobello, Musselburgh, Currie, South Queensferry, localidades consideradas «trozos» de la capital. Sin embargo, todas se resistían a perder su identidad, incluso Leith, tan directamente conectada al centro por el horrible cordón umbilical de Leith Walk. Siobhan se preguntó por qué fuera de Edimburgo todo era distinto.

Algo había atraído a Lee Herdman allí. Había nacido en Wishaw y se había incorporado al Ejército a los diecisiete años, había servido en Irlanda del Norte y en el extranjero; a continuación se había enrolado en las SAS. Ocho años en el regimiento antes de su regreso a lo que él seguramente habría llamado la «vida civil». Abandonó a su mujer y a sus dos hijos en Hereford, sede de las SAS, y se fue a vivir al norte. Los datos sobre su vida anterior eran deslavazados y no había información sobre qué había sido de la esposa y los hijos ni por qué los había dejado. Vivía en South Queensferry desde hacía seis años. Y allí había muerto a la edad de treinta y seis.

Siobhan miró a Rebus que estaba enfrascado leyendo otra hoja. Él también había estado en el Ejército y Siobhan había oído rumores de que había seguido el curso de entrenamiento de las SAS. ¿Qué sabía ella de las SAS? Exclusivamente lo que había leído en el informe: Fuerzas Aéreas Especiales, base en Hereford. Lema: «El audaz vence». Miembros seleccionados entre los mejores soldados del Ejército. El regimiento había sido creado durante la Segunda Guerra Mundial como unidad de reconocimiento de amplio radio de acción, pero debía su fama al secuestro de rehenes en la embajada de Irán en Londres en 1980 y a la campaña de las islas Malvinas. Una nota a lápiz al pie de una página informaba que había solicitado a los antiguos jefes de Herdman que aportaran cuanta información fuera posible. Siobhan se lo comentó a Rebus, quien se limitó a soltar un bufido, indicando que no creía que fueran a ser de mucha ayuda.

Poco después de su llegada a South Queensferry, Herdman había abierto su negocio de alquiler de la lancha para esquiadores acuáticos y actividades similares. Siobhan ignoraba el precio de una lancha rápida y escribió una nota, una de las muchas que había tomado en el bloc que tenía a mano.

– Se lo toman sin prisas, ¿eh? -dijo el camarero.

Siobhan no se había dado cuenta de que había vuelto.

– ¿Cómo?

El joven bajó la vista hacia las bebidas que Siobhan tenía delante.

– Ah, pues sí -dijo ella intentando esbozar una sonrisa.

– No se preocupe. A veces es mejor estar en un sueño.

Siobhan asintió al reconocer el significado del término escocés que él había utilizado. Ella rara vez utilizaba palabras escocesas porque se le notaba el acento inglés, aunque el hecho de pronunciarlas mal en ocasiones resultaba útil en los interrogatorios porque la gente, al pensar que era forastera, solía cometer descuidos en las respuestas.

– He adivinado quiénes son -añadió el camarero.

Siobhan le observó: tendría veintitantos años, era alto y ancho de espaldas, tenía pelo negro corto y su rostro conservaría unos años aquellos pómulos marcados a pesar de la bebida, la comida y el tabaco.

– ¿Ah, sí? -dijo ella apoyándose en la barra.

– De entrada pensé que eran periodistas, pero veo que ustedes no preguntan nada.

– ¿Han venido periodistas por el bar? -preguntó Siobhan.

Él puso los ojos en blanco.

– Por eso, al verles trabajar con esos papeles -añadió él señalando con la cabeza hacia la mesa-, me imaginé que eran policías.

– Muy listo.

– ¿Sabe que venía por aquí? Lee, quiero decir.

– ¿Le conocía?

– Ah, sí, hablaba con él… lo de siempre, fútbol y todo eso.

– ¿Montó alguna vez en su lancha?

El camarero asintió con la cabeza.

– Fue fantástico. Deslizarse a toda velocidad por debajo de los dos puentes mirando hacia arriba -dijo ladeando la cabeza repitiendo el gesto para ella-. Lee era único para la velocidad.

– ¿Cómo se llama usted, señor Camarero?

– Rod McAllister -contestó él tendiéndole la mano.

Siobhan se la estrechó. Estaba húmeda de fregar vasos.

– Encantada de conocerle, Rod -dijo retirando la mano para meterla en el bolsillo y sacar una tarjeta de visita-. Si se entera de algo que pueda sernos útil…

– De acuerdo. Muy bien -dijo él cogiéndola-. Usted se llama Sio…

– Se pronuncia Shiben.

– Dios, ¿y se escribe así?

– Pero puede llamarme sargento detective Clarke.

El hombre asintió con la cabeza, se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa y la miró con renovado interés.

– ¿Van a estar mucho por aquí?

– Lo que haga falta. ¿Por qué?

– Porque hacemos unas buenas asaduras de cordero con nabos y patatas fritas para almorzar.

– Lo tendré en cuenta -dijo ella cogiendo los vasos-. Hasta luego, Rod.

– Hasta luego.

Al llegar a la mesa posó la cerveza de Rebus junto al bloc abierto.

– Aquí tienes. Perdona por la demora, pero resulta que el camarero conocía a Herdman. Y a lo mejor… -añadió cuando se sentaba.

Rebus no le prestaba atención, no la escuchaba, seguía con los ojos fijos en la hoja que tenía delante.

– ¿Qué sucede? -preguntó Siobhan. Al mirar el papel comprobó que ya lo había leído. Eran datos sobre la familia de una de las víctimas-. ¿John? -exclamó.

Él levantó la vista despacio.

– Creo que los conozco -dijo en voz baja.

– ¿A quién? -preguntó ella cogiendo la hoja-. ¿A los padres?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿De qué los conoces?

Rebus se llevó las manos a la cara.

– Son familiares -dijo, y vio que ella no entendía-. De la familia, Siobhan. Mi familia.

Capítulo 3

Era un semiadosado al final de un callejón sin salida en una urbanización moderna. Desde aquel punto de South Queensferry no se veían los puentes ni se podía imaginar que hubiera calles antiguas a menos de medio kilómetro. Coches de ejecutivos medios, Rovers, BMW y Audis, ocupaban los caminos de entrada a las casas. No había vallas de separación, sólo un amplio césped que iba a dar a sendas que a su vez iban a dar a más césped. Siobhan había aparcado junto al bordillo. Aguardó unos pasos detrás de Rebus, que se las arregló para llamar al timbre. Les abrió una muchacha de aspecto aturdido, con el pelo sucio y despeinado y ojos enrojecidos.

– ¿Está tu padre o tu madre en casa?

– No quieren hacer declaraciones -respondió ella haciendo ademán de cerrar la puerta.

– No somos periodistas -replicó Rebus mostrándole la identificación-. Soy el inspector Rebus.

La joven leyó la credencial y después le miró.

– ¿Rebus? -dijo.

Él asintió.

– ¿Te suena el nombre?

– Creo que sí.

De pronto apareció un hombre detrás de ella que tendió la mano a Rebus.

– John, cuánto tiempo.

Rebus hizo una inclinación de cabeza a Allan Renshaw.

– Al menos treinta años, Allan -dijo.

Se miraron los dos un instante tratando de conciliar sus rostros con el recuerdo.

– Me llevaste al fútbol una vez -añadió Renshaw.

– A ver al Raith Rovers, ¿verdad? No recuerdo contra quién jugaba.

– En fin, será mejor que pases.

– Allan, entiende que vengo en calidad de inspector.

– Me dijeron que habías ingresado en la Policía. Tiene gracia las vueltas que da la vida.

Mientras Rebus seguía a su primo por el pasillo Siobhan se presentó a la joven, quien a su vez dijo que era Kate, la hermana de Derek.

Siobhan recordó el nombre por la documentación del caso.

– ¿Vas a la universidad, Kate?

– A St Andrews. Estudio filología inglesa.

Siobhan no sabía qué decir que no resultase trillado o forzado, de modo que la siguió por el pasillo, donde vio una mesa con cartas sin abrir, y pasaron al cuarto de estar. Había fotos por todas partes, no sólo enmarcadas y adornando las paredes o en estanterías, sino sobresaliendo de cajas de zapatos, esparcidas por el suelo y encima de la mesa de centro.

– A lo mejor tú puedes ayudarme -le decía Allan Renshaw a Rebus-. Hay caras a las que soy incapaz de poner nombre -añadió cogiendo unas fotos en blanco y negro.

En el sofá había también álbumes abiertos con fotos de dos niños en diversas edades: Kate y Derek. Empezaban desde el bautizo y llegaban hasta las de vacaciones, fiestas de Navidad, excursiones y celebraciones. Siobhan sabía que Kate tenía diecinueve años, dos más que su hermano, y que el padre trabajaba de vendedor de coches en Seafield Road, en Edimburgo. Rebus le había explicado dos veces -una en el pub y otra por el camino- su relación de parentesco: su madre tenía una hermana que se había casado con un tal Renshaw. Allan Renshaw era el hijo de aquel matrimonio.

– ¿No tienes contacto con ellos? -preguntó ella.

– Nuestra familia no era así -contestó Rebus.

– Siento lo de Derek -decía en este momento Rebus, que, al no encontrar sitio para sentarse, estaba junto a la chimenea.

Allan Renshaw, que había tomado asiento en el brazo del sofá, asintió con la cabeza y, al ver que su hija apartaba fotos para hacer sitio a las visitas, dijo bruscamente:

– ¡Ésas aún no las hemos revisado!

– Pensé que… -respondió la joven con los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Y si tomáramos un té en la cocina? -terció rápidamente Siobhan.

Había el sitio justo para los cuatro en la mesa; Siobhan llegó como pudo a la cocina para poner el hervidor al fuego y coger las tazas y, aunque Kate se ofreció a ayudarla, ella la convenció cariñosamente para que se sentara. La ventana de encima del fregadero daba a un jardín del tamaño de un pañuelo rodeado de una valla con estacas. Un paño de cocina colgaba en solitario de un tendedero giratorio y había dos franjas de césped segadas. La cortacésped reposaba en ese momento mientras la hierba crecía a su alrededor.

De repente se oyó un ruido en la trampilla de la gatera y entró un gatazo blanco y negro que saltó sobre el regazo de Kate y miró a los desconocidos.

– Éste es Boecio -dijo Kate.

– ¿Un antiguo rey de Escocia? -preguntó Rebus.

– Ésa era Boudicca -corrigió Siobhan.

– Boecio fue un filósofo medieval -dijo Kate acariciándole la cabeza al gato.

A Rebus el dibujo de la cara le recordaba la máscara de Batman.

– ¿Es uno de tus héroes? -añadió Siobhan.

– Fue torturado por sus creencias -dijo Kate- y después escribió un tratado en el que explica por qué sufren los hombres buenos… -espetó mirando a su padre, quien no parecía escuchar.

– ¿Y por qué los malos prosperan? -insistió Siobhan.

Kate asintió con la cabeza.

– Interesante -comentó Rebus.

Siobhan sirvió el té y se sentó. Rebus no tocó la taza, quizá por no mostrar sus manos vendadas; Allan Renshaw, por el contrario, la cogió enseguida, pero no hizo ademán de llevársela a los labios.

– Me ha llamado Alice -dijo Renshaw-. ¿Te acuerdas de Alice? -Rebus asintió con la cabeza-. Es prima nuestra por parte de… Dios, ahora no me acuerdo.

– No tiene importancia, papá -dijo Kate con suavidad.

– Sí que la tiene, Kate -replicó él-. En un momento así, lo único que cuenta es la familia.

– ¿No tenías una hermana, Allan? -preguntó Rebus.

– Tía Elspeth -contestó Kate-. Vive en Nueva Zelanda.

– ¿La habéis avisado?

Kate asintió con la cabeza.

– ¿Y tu madre?

– Antes vivía con nosotros -dijo Renshaw sin levantar la vista de la mesa.

– Se marchó hace un año -dijo Kate-. Vive con… Ahora vive en Fife.

Rebus asintió con la cabeza, consciente de que Kate había estado a punto de decir: «Vive con un hombre».

– John, ¿cómo se llamaba aquel parque al que me llevaste? -preguntó Renshaw-. Yo tendría siete u ocho años. Papá y mamá me habían llevado a Bowhill y tú dijiste que nosotros nos íbamos de paseo. ¿Te acuerdas?

Rebus lo recordaba. Le habían dado permiso en el Ejército y tenía ganas de divertirse. Entonces tenía veinte años y aún no había hecho el cursillo preparatorio para las SAS. La casa se le caía encima, su padre no salía de su rutina. Así que había salido con el pequeño Allan. Le compró un refresco y una pelota barata. Después fueron al parque a jugar a la pelota. Miró a Renshaw. Andaría por los cuarenta. El pelo se le estaba volviendo gris y en la coronilla se le marcaba una calva. Tenía la cara flácida y sin afeitar. Si de pequeño estaba en los huesos, había engordado, sobre todo en la cintura. Rebus se esforzó en evocar algún vestigio de aquel niño que había jugado con él a la pelota, el niño con quien fue a Kirkcaldy para ver jugar al Raith contra un equipo que no recordaba. El hombre que tenía ante él envejecía con rapidez: su mujer le había dejado y su hijo había muerto asesinado. Envejecía rápidamente y hacía esfuerzos para poder con todo.

– ¿Viene alguien a echaros una mano? -preguntó Rebus, pensando en amigos o vecinos.

Kate asintió con la cabeza y él se volvió hacia Renshaw.

– Allan, ya sé que ha sido un golpe duro, pero ¿podría hacerte unas preguntas?

– ¿Qué se siente siendo policía, John? ¿Tienes que bregar todos los días con cosas así?

– No, todos los días no.

– Yo sería incapaz. Ya me cuesta lo mío vender coches. Ves a los clientes marchar sonrientes al volante de su máquina flamante y luego, cuando vuelven para una revisión o una reparación, compruebas que el coche no tiene aquel brillo… y ellos ya no sonríen.

Rebus miró a Kate y, al ver que se encogía de hombros, pensó que estaba acostumbrada a escuchar las divagaciones de su padre.

– Ese hombre que disparó a Derek… -dijo Rebus despacio-. Estamos tratando de averiguar el motivo.

– Era un loco.

– Pero ¿por qué fue a ese colegio precisamente? ¿Y ese día en concreto? ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Me estás queriendo decir que lo vais a remover todo. Lo que queremos es que nos dejéis en paz.

– Tenemos que averiguarlo, Allan.

– ¿Para qué? -replicó Renshaw alzando la voz-. ¿Qué cambiaría? ¿Vais a devolver la vida a Derek? Lo dudo. El malnacido que lo mató está muerto… Todo lo demás me da igual.

– Papá, tómate el té -dijo Kate tocando el brazo de su padre, quien le cogió la mano y se la besó.

– Kate, ahora lo único que importa somos nosotros.

– Acabas de decir que lo que cuenta es la familia. El inspector es familia nuestra, ¿no es cierto?

Renshaw miró a Rebus de nuevo, con los ojos llenos de lágrimas. Luego se levantó y salió de la cocina. Ellos continuaron sentados y le oyeron subir las escaleras.

– Es mejor dejarle -dijo Kate, que parecía sentirse segura y cómoda en su papel, enderezándose en la silla y juntando las manos-. Yo no creo que Derek conociera a ese hombre. Bueno, South Queensferry es un pueblo y es posible que le conociera de vista e incluso supiera quién era, pero nada más.

Rebus asintió con la cabeza pero no dijo nada, con la esperanza de que continuara hablando. Era un recurso que también Siobhan dominaba.

– Herdman no fue a por ellos en concreto, ¿verdad? -preguntó Kate acariciando de nuevo a Boecio-. Fue cuestión de mala suerte.

– Aún no lo sabemos -replicó Rebus-. Fue la primera sala en la que entró, pero pasó por delante de otras para llegar a ésa.

– Papá me ha dicho que el otro chico era hijo de un juez -dijo Kate mirando a Rebus.

– ¿No le conocías?

– Mucho no -respondió ella negando con la cabeza.

– ¿Tú no fuiste al Port Edgar?

– Sí, pero Derek era dos años más pequeño que yo.

– Creo que lo que Kate quiere decir -terció Siobhan- es que todos los compañeros de curso de Derek tenían dos años menos que ella y que casi no le interesaban.

– Exactamente -apostilló la joven.

– ¿Y a Lee Herdman? ¿Le conocías?

Kate sostuvo la mirada de Rebus y asintió lentamente.

– Salí con él una vez. -Hizo una pausa-. Quiero decir que salí en su lancha. Fuimos un grupo. Creíamos que el esquí acuático sería maravilloso, pero resultó muy duro y a mí me entró pánico.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que me vi allí sola con los esquís puestos y a él le dio por meterme miedo levantando la lancha como una flecha hacia uno de los pilares del puente en Inch Garvie Island. ¿Sabe cuál es?

– ¿La que parece una fortaleza? -preguntó Siobhan.

– Ésa. Supongo que durante la guerra instalarían allí ametralladoras, cañones o lo que fuese para defender la entrada al estuario.

– ¿Así que Herdman intentó meterte miedo? -preguntó Rebus retomando el hilo de la conversación.

– Creo que era una especie de prueba, a ver si lo aguantaba. Nos pareció un loco. -De pronto hizo una pausa reconsiderando lo que había dicho y su cara, pálida de por sí, perdió color-. Quiero decir, pero nunca pensé que…

– Nadie lo pensaba, Kate -dijo Siobhan para tranquilizarla.

La joven tardó unos segundos en sobreponerse.

– Dicen que estuvo en el Ejército y que incluso fue espía -añadió. Rebus no sabía adónde iría a parar, pero asintió con la cabeza, mientras ella miraba al gato, que ronroneaba plácidamente con los ojos cerrados-. Quizá le parezca una locura lo que voy a decir…

– ¿Qué, Kate? -preguntó Rebus.

– Que lo primero que me vino a la cabeza cuando supe…

– ¿Qué fue?

Miró a Rebus y a Siobhan sucesivamente.

– No, es una tontería.

– Entonces soy tu hombre -dijo Rebus sonriéndole.

Ella estuvo a punto de sonreír también, pero respiró hondo.

– Hace un año, Derek tuvo un accidente de coche. A él no le pasó nada, pero al otro chico, al que conducía…

– ¿Murió? -preguntó Siobhan, y la joven asintió con la cabeza.

– Ninguno de los dos tenía carnet y estaban borrachos. A Derek no dejó nunca de remorderle la conciencia, aunque el caso no llegó a los tribunales…

– ¿Qué tiene eso que ver con los disparos del colegio? -preguntó Rebus.

La joven se encogió de hombros.

– Nada. Pero cuando me enteré… Cuando papá me llamó, me acordé de pronto de algo que Derek me dijo unos meses después del accidente. Me contó que la familia del chico que había muerto le odiaba, y la palabra que me vino a la mente al recordarlo fue «venganza». -Kate se levantó con Boecio en brazos y lo dejó en la silla de al lado-. Voy a ver cómo está papá. Enseguida vuelvo.

– ¿Y tú, Kate, cómo te encuentras? -preguntó Siobhan levantándose también.

– Yo estoy bien. No se preocupe.

– Siento lo de tu madre.

– No lo sienta. Ella y papá discutían constantemente. Al menos eso hemos ganado… -Y esbozando otra sonrisa forzada salió de la cocina.

Rebus miró a Siobhan enarcando ligeramente las cejas, única indicación de que no había oído nada de interés en los diez minutos anteriores. Fueron ambos al cuarto de estar. Ya había oscurecido y Rebus encendió una lámpara.

– ¿Echo las cortinas? -preguntó ella.

– ¿Crees que las descorrerá alguien por la mañana?

– Quizá no.

– Pues déjalas así -dijo Rebus encendiendo otra luz-. Esto está muy oscuro -añadió mirando unas cuantas fotos de rostros borrosos en parajes que reconocía.

Siobhan estudiaba los retratos de la familia que había por el cuarto.

– La madre ha sido eliminada de la historia -comentó.

– Y algo más -añadió Rebus como quien no quiere la cosa.

– ¿Qué? -dijo Siobhan mirándole.

Él movió el brazo en dirección a una de las estanterías.

– Quizá sean imaginaciones mías, pero me parece que hay más fotos de Derek que de Kate.

– ¿Y qué conclusión sacas de ello? -dijo Siobhan comprobándolo con un vistazo.

– No lo sé.

– A lo mejor en algunas fotos de Kate estaba también su madre.

– Pero ya sabes que a veces el benjamín se convierte en el hijo preferido de los padres.

– ¿Hablas por experiencia?

– Tengo un hermano más joven, si te refieres a eso.

Siobhan reflexionó un instante.

– ¿Crees que debes decírselo?

– ¿A quién?

– A tu hermano.

– ¿Decirle que era la niña de los ojos de mis padres?

– No, comunicarle la desgracia.

– Para eso tendría que averiguar dónde está.

– ¿Ni siquiera sabes dónde está tu hermano?

– Así son las cosas, Siobhan -contestó Rebus encogiéndose de hombros.

Oyeron pasos en la escalera y Kate reapareció en el cuarto.

– Se ha quedado dormido -dijo-. Últimamente duerme mucho.

– Seguramente es lo mejor -dijo Siobhan, con ganas de morderse la lengua por haber caído en el tópico.

– Kate -interrumpió Rebus-, vamos a irnos, pero quiero hacerte una última pregunta, si te parece bien.

– No lo sabré si no me la hace.

– ¿Podrías decirnos cuándo y dónde tuvo lugar exactamente el accidente de Derek?

* * *

La Jefatura de la División D era un venerable edificio en el centro de Leith. No tardaron mucho en llegar desde South Queensferry, pues había más tráfico de salida que de entrada. Las oficinas del DIC estaban vacías y Rebus supuso que habrían desplazado a todos los efectivos al colegio. Encontró a una funcionaría y le preguntó dónde estaba el archivo. Siobhan ya estaba tecleando en un ordenador para ver si encontraba algo. Finalmente dieron con el archivador que les interesaba, pudriéndose entre otros muchos en un armario de almacenaje. Rebus dio las gracias a la empleada.

– Ha sido un placer ayudarles -dijo ella-. Esto ha estado todo el día como una tumba.

– Menos mal que los delincuentes no lo sabían -comentó Rebus con un guiño.

– Ya estamos bastante mal en nuestros mejores momentos -replicó ella con un resoplido aludiendo a la escasez de plantilla.

– Le debo una copa -añadió Rebus cuando ya se marchaba.

Siobhan vio que la mujer declinaba la invitación con un gesto de la mano sin volverse.

– Pero si no sabes ni cómo se llama… -comentó Siobhan.

– Ni pienso invitarla a una copa -dijo Rebus mientras ponía el archivador en una mesa, se sentaba y hacía sitio para que ella pudiera arrimar una silla.

– ¿Sigues viendo a Jean? -preguntó Siobhan en el momento en que él abría el archivador, frunciendo el ceño al ver encima de la primera página una foto en color del accidente.

El fuerte impacto había expulsado al joven del asiento y la parte superior del cuerpo estaba tendida sobre el capó. Las demás fotos eran de la autopsia. Rebus las puso debajo del archivador y comenzó a leer.

En el vehículo viajaban dos amigos: Derek Renshaw, de dieciséis años y Stuart Cotter, de diecisiete. Decidieron coger prestado un veloz Audi TT, propiedad del padre de Stuart que estaba en viaje de negocios y que aquella noche regresaba en avión y volvería a casa en taxi. Decidieron ir a Edimburgo, tomaron una copa en un bar del paseo marítimo de Leith y se dirigieron a Salamander Street. Su plan era entrar en la AI para poner el coche a prueba, pero Salamander Street les pareció una estupenda pista de competición. Según los cálculos, el coche debió alcanzar más de doscientos kilómetros por hora cuando Stuart Cotter perdió el control. Al intentar frenar en un semáforo, el Audi hizo un trompo y fue a estrellarse de frente contra un muro. Derek llevaba puesto el cinturón de seguridad y salvó la vida, pero Stuart, a pesar del airbag, murió en el acto.

– ¿Tú recuerdas este accidente? -preguntó Rebus.

Siobhan negó con la cabeza. Él tampoco lo recordaba. Quizás estuviera fuera de la ciudad u ocupado con algún caso, porque de haber visto el informe… En realidad, para él no eran novedad los casos de jóvenes que confunden la emoción con la idiotez y la adultez con el riesgo. El apellido de Renshaw le habría llamado la atención, pero también había muchos Renshaw. Buscó el nombre del policía que se había encargado del caso: sargento detective Calum McLeod. Rebus le conocía vagamente. Un buen policía. Eso significaba que el informe sería minucioso.

– Quiero que me digas una cosa -dijo Siobhan.

– ¿Qué?

– ¿Vamos a considerar en serio la tesis de que fue un asesinato por venganza?

– No.

– Quiero decir, ¿por qué esperar un año? Ni siquiera un año… trece meses. ¿Por qué tanto tiempo?

– Sí, es absurdo.

– Entonces no…

– Siobhan, es un móvil. Creo que ahora mismo es lo que Bobby Hogan espera de nosotros. Le gustaría poder decir que Lee Herdman perdió de pronto la chaveta y decidió matar a dos alumnos de ese colegio. Lo que no quiere es que la prensa oriente el asunto hacia la teoría de una conspiración u otra cualquiera que hiciera pensar que no hemos llevado a cabo una buena investigación. -Rebus suspiró-. La venganza es el móvil más viejo que hay. Si descartamos a la familia de Stuart Cotter, será un problema menos en que pensar.

Siobhan asintió con la cabeza.

– El padre de Stuart es un hombre de negocios. Tiene un Audi TT. Seguramente no tendría problemas para pagar a alguien como Herdman.

– Muy bien, pero ¿por qué mató al hijo del juez? ¿Y el otro muchacho herido? Y además, ¿por qué se suicidó? Eso no es lo que hace un asesino a sueldo.

Siobhan se encogió de hombros.

– Tienes más experiencia en eso -dijo pasando hojas-. Aquí no dice a qué clase de negocios se dedica el señor Cotter… Ah, sí: empresario. Eso dicen todos.

– ¿Cuál es su nombre de pila?

Rebus tenía el bloc a mano pero era incapaz de sujetar el bolígrafo. Siobhan lo cogió.

– William Cotter -dijo ella anotándolo junto con la dirección-. Viven en Dalmeny. ¿Dónde está eso?

– Al lado de South Queensferry.

– Long Rib House, Dalmeny. Sin nombre de calle; debe de ser una zona de lujo.

– A los empresarios no deben de irles mal las cosas. -Rebus analizó la palabra-. No sé si sabría deletrearla. -Siguió leyendo-. Su pareja se llama Charlotte. Dirige dos salones de bronceado artificial en Edimburgo.

– Yo estaba pensando en ir a uno -dijo Siobhan.

– Ésta es tu oportunidad -añadió Rebus, que había llegado casi al final de la página-. Tienen una hija llamada Teri, que en la época del accidente tenía catorce años. Es decir, que ahora tiene quince -añadió frunciendo el ceño pensativo y haciendo esfuerzos por pasar páginas.

– ¿Qué buscas?

– Una foto de la familia.

Tuvo suerte. El minucioso sargento McLeod había incluido con el informe recortes de prensa y un periódico sensacionalista había publicado una foto de la familia: papá y mamá en el sofá y detrás los dos vástagos a quienes sólo se veía la cara. Rebus estaba seguro de que era la misma chica. Teri: la señorita Teri. ¿Qué le había dicho?

«Puede verme siempre que le apetezca.»

¿Qué demonios habría querido decir?

– No me vengas ahora con que es alguien que también conoces -dijo Siobhan al advertir su expresión.

– Me tropecé con ella cuando iba al Boatman's. Aunque ha cambiado algo. -Miró detenidamente aquel rostro resplandeciente sin maquillaje. Tenía el pelo de color castaño desvaído en vez de negro azabache-. Ahora lleva el pelo teñido, la cara empolvada y se pinta de negro los ojos y los labios y va toda vestida de negro.

– O sea ¿que es una gótica? ¿Por eso me preguntaste si yo escuchaba heavy metal?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Crees que tendrá algo que ver con la muerte de su hermano?

– Podría ser. Aún hay otra cosa.

– ¿Qué?

– Un comentario que hizo a propósito de que no lamentaba que hubieran muerto.

Compraron comida para llevar en el Curry favorito de Rebus. Mientras se la envolvían añadieron seis botellas de cerveza fría de una tienda de licores en la misma calle.

– Caramba con el abstemio -comentó Siobhan levantando la bolsa del mostrador.

– No pienses que voy a compartirlas -dijo Rebus.

– Podría romperte el brazo.

Después fueron al piso de Rebus en Marchmont y tuvieron la suerte de encontrar sitio para aparcar. Subieron hasta el segundo piso. A duras penas Rebus lograba introducir la llave en el ojo de la cerradura.

– Déjame a mí -dijo Siobhan.

Dentro olía a cerrado; había un aire viciado que se podía embotellar con la etiqueta «perfume de soltero». Una mezcla de comida rancia, alcohol y sudor. En la alfombra del cuarto de estar, los discos compactos desparramados por el suelo formaban un reguero que iba desde el equipo de música hasta el sillón predilecto de Rebus. Siobhan dejó la comida en la mesa y fue a la cocina a por platos y cubiertos. No parecía haber sido utilizada desde hacía días: había dos tazas en el fregadero, un paquete abierto de margarina mohosa en el escurreplatos. En la nevera había un post-it con una lista de la compra: pan/ leche/ margarina/ tocino/ entr./ salsa/ deterg./ bombillas, que empezaba a enroscarse. Siobhan se preguntó cuánto tiempo llevaba allí.

Cuando regresó al cuarto de estar, Rebus había conseguido poner un cede que ella le había regalado: Violet Indiana.

– ¿Te gusta? -preguntó Siobhan.

Él se encogió de hombros.

– Pensé que te gustaría a ti -contestó, dándole a entender que no lo había escuchado.

– Es mejor que esa música de dinosaurios que pones en el coche.

– No olvides que tratas con un dinosaurio.

Ella sonrió y comenzó a sacar los recipientes de la bolsa. Miró el aparato de música y vio que Rebus se mordía las vendas.

– ¿Tanta hambre tienes?

– Comeré mejor sin ellas -dijo él desenrollando la venda de gasa de una mano y después de la otra.

Siobhan advirtió que lo hacía más despacio en los dedos y cuando dejó las manos al descubierto vio que las tenía rojas y llenas de ampollas. Rebus probó a flexionar los dedos.

– ¿Quieres unas pastillas? -sugirió Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza, se acercó a la mesa y se sentó. Ella abrió dos botellas de cerveza y se pusieron a comer. Rebus no conseguía sujetar bien el tenedor pero a base de constancia lo logró, no sin derramar salsa en la mesa, aunque sin mancharse la camisa. Comieron en silencio, salvo por algún comentario sobre la comida. Cuando terminaron, Siobhan quitó los platos y limpió la mesa.

– Más vale que añadas bayetas a tu lista de la compra -dijo.

– ¿Qué lista de la compra? -replicó él sentándose en el sillón con una segunda botella de cerveza apoyada en el muslo-. ¿Miras a ver si hay crema?

– ¿Vamos a tomar postre?

– Quiero decir crema antiséptica; en el cuarto de baño.

Siobhan, sin rechistar, fue a mirar en el armarito y vio que la bañera estaba llena hasta el borde. El agua estaba fría. Volvió al cuarto de estar con un tubo azul.

– «Para picaduras e infecciones» -leyó en la etiqueta.

– Servirá -dijo él cogiendo el tubo y aplicándose en las manos una gruesa capa de crema blanca.

Siobhan abrió una segunda botella de cerveza y se sentó en el brazo del sofá.

– ¿Quieres que vacíe el agua? -preguntó.

– ¿Qué agua?

– El agua de la bañera. Se te olvidó quitar el tapón. Supongo que es donde dices que caíste.

Rebus la miró.

– ¿Con quién has estado?

– Con un médico del hospital, aunque parecía escéptico.

– Vaya manera de preservar la confidencialidad del paciente -musitó Rebus-. ¿Te dijo de paso que eran escaldaduras y no quemaduras? -Ella arrugó la nariz-. Gracias por comprobar mi versión.

– Simplemente pensé que no era muy verosímil que te ocurriera fregando los platos. Y el agua de la bañera…

– Ya la vaciaré yo luego -dijo él reclinándose y dando un sorbo de cerveza-. Entretanto, ¿qué vamos a hacer respecto a Martin Fairstone?

Siobhan se encogió de hombros y se sentó en el sofá.

– ¿Qué se supone que tenemos que hacer? Parece ser que ni tú ni yo lo matamos.

– Si hablas con un bombero lo primero que te dirá es que si quieres librarte impunemente de alguien, basta con emborracharlo como una cuba y poner después una freidora al fuego.

– ¿Y qué?

– Que es algo que cualquier policía sabe también.

– Eso no significa que no fuera un accidente.

– Somos policías, Siobhan: culpables hasta que se demuestre nuestra inocencia. ¿Cuándo te puso Fairstone el ojo a la funerala?

– ¿Cómo sabes que fue él? -Por el gesto que hizo Rebus, ella comprendió que le había ofendido la pregunta. Suspiró-. El jueves, antes de morir.

– ¿Qué pasó?

– Debió de seguirme. Yo estaba descargando bolsas de compra del coche y acercándolas al portal. Al darme la vuelta, me lo encontré allí mismo, mordisqueando una manzana que había cogido de una de las bolsas de la acera. Sonreía desafiante. Me fui derecha a él… Estaba furiosa. Había averiguado dónde vivía y le di una bofetada… -Sonrió al recordarlo-. La manzana salió disparada hasta la mitad de la calle.

– Podría haberte denunciado por agresión.

– No me denunció. Me lanzó un derechazo que me alcanzó debajo del ojo. Me caí hacia atrás y tropecé con el escalón. Caí de culo y él recogió la manzana, cruzó la calle y se fue.

– ¿No diste parte?

– No.

– ¿Se lo contaste a alguien?

Ella negó con la cabeza y recordó que cuando Rebus le preguntó también había negado con la cabeza para no dar explicaciones, aun sabiendo que era inútil disimular con él.

– Sólo cuando supe que había muerto fui a decírselo a la jefa -dijo.

Se hizo un silencio y se llevaron las cervezas a los labios mirándose. Siobhan dio un trago y se relamió.

– Yo no le maté -dijo pausadamente Rebus.

– Pero en tu caso sí presentó denuncia.

– Y la retiró enseguida.

– Bien, entonces ha sido un accidente.

Él guardó silencio un momento. Luego dijo:

– Somos culpables hasta que no se demuestre lo contrario.

– Por los culpables -añadió Siobhan alzando la botella.

Rebus se esforzó por sonreír.

– ¿Fue ésa la última vez que le viste? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Y tú? -preguntó a su vez.

– ¿No tenías miedo de que volviera? -insistió él, y al ver su expresión, añadió-: De acuerdo, «miedo» no, pero pensarías…

– Tomé mis precauciones.

– ¿Qué clase de precauciones?

– Las de costumbre: vigilar que nadie me siguiera y procurar no entrar ni salir de casa después del anochecer si no había gente en la calle.

Rebus apoyó la cabeza en el respaldo del sillón. Se había acabado el disco.

– ¿Quieres oír algo más? -preguntó.

– Lo que quiero oír es que la última vez que viste a Fairstone fue aquel día del forcejeo.

– Te diría una mentira.

– Entonces ¿cuándo le viste por última vez?

Rebus ladeó la cabeza y la miró.

– La noche en que murió. -Hizo una pausa-. Pero tú ya lo sabías, ¿no?

– Me lo dijo Templer -contestó ella asintiendo con la cabeza.

– Salí a tomar una copa. Me lo encontré en un pub y estuvimos hablando.

– ¿De mí?

– Del ojo a la funerala. El alegó que había sido en defensa propia. -Rebus hizo una pausa-. Y por lo que me has contado, a lo mejor era verdad.

– ¿En qué pub te lo encontraste?

– En uno de Gracemount -contestó Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿Desde cuándo vas a beber tan lejos del Oxford?

– Quizá quería hablar con él -respondió Rebus mirándola.

– ¿Saliste a buscarle?

– ¡Vaya con la señorita fiscal! -exclamó Rebus con la cara encendida.

– Seguro que en el pub todos se dieron cuenta de que eras policía -dijo ella-. Por eso se ha enterado Templer.

– ¿No se llama a eso «coaccionar al testigo»?

– ¡John, puedo defenderme sola!

– Y te habría dejado KO todas las veces que hubiera querido. Ese cabrón tenía antecedentes por agresiones brutales. Tú has visto la ficha.

– Pero eso a ti no te daba derecho a…

– Ahora no estamos hablando de derechos -replicó Rebus al tiempo que se levantaba y se acercaba a la mesa a coger otra cerveza-. ¿Quieres una?

– No, tengo que conducir.

– Como quieras.

– Exacto, John; como quiera yo, no lo que tú quieras.

– No le maté, Siobhan. Lo único que hice fue… -Se arrepintió en cuanto inició la frase.

– ¿Qué? -preguntó ella volviéndose hacia él en el sofá-. ¿Qué? -insistió.

– Ir otra vez a su casa. -Siobhan le miró casi boquiabierta-. Él me invitó.

– ¿Te «invitó»?

Rebus asintió con la cabeza. El abridor le temblaba en la mano. Dejó que Siobhan hiciera el trabajo y ella le devolvió la botella abierta.

– A ese cabrón le gustaban los juegos, Siobhan. Dijo que fuéramos a tomar una copa para enterrar el hacha de guerra.

– ¿El hacha de guerra?

– Eso exactamente.

– ¿Y lo hicisteis?

– Él tenía ganas de hablar… No de ti, empezó a hablar un poco de todo, de sus condenas, de historias de la cárcel, de su infancia… La clásica infancia triste de un niño con un padre que le pega y una madre indiferente…

– ¿Y le escuchaste?

– Pensaba en cómo me gustaría darle un puñetazo.

– Pero no lo hiciste.

Rebus negó con la cabeza.

– Ya estaba muy pasado cuando le dejé.

– ¿Le dejaste en la cocina?

– En el cuarto de estar.

– ¿Entraste en la cocina?

Rebus volvió a negar con la cabeza.

– ¿Se lo has contado todo a Templer?

Rebus alzó la mano para pasársela por la frente, pero recordó que el escozor sería insoportable.

– Márchate, Siobhan.

– Aquel día tuve que separaros. Ahora me cuentas que volviste a su casa para tomar una copa y charlar. ¿Piensas que voy a tragármelo?

– No te pido que creas nada. Márchate.

– Puedo… -dijo ella levantándose.

– Ya sé que puedes defenderte sola -espetó Rebus, sintiéndose de pronto harto.

– Iba a decirte que si quieres puedo fregar los platos.

– Déjalo. Los lavaré yo mañana. Vamos a descansar, ¿vale? -añadió acercándose a la ventana y mirando a la calle silenciosa.

– ¿A qué hora quieres que te recoja?

– A las ocho.

– Bien, a las ocho. -Siobhan hizo una pausa-. Alguien como Fairstone debería de tener enemigos.

– No te quepa la menor duda.

– A lo mejor alguien te vio con él y aguardó a que te marchases…

– Hasta mañana, Siobhan.

– Era un malnacido, John. Esperaba que tú lo dijeras. El mundo está mejor sin él -añadió con voz más grave.

– No recuerdo haber dicho eso.

– Lo habrás pensado, y no hace tanto -replicó ella camino del vestíbulo-. Hasta mañana.

Rebus aguardó a oír el clic de la puerta al cerrarse, pero lo que escuchó fue un tenue borboteo de agua. Dio un sorbo a la cerveza mirando por la ventana y no la vio salir a la calle. Al abrirse de nuevo la puerta del cuarto comprendió que era el ruido de la bañera llenándose.

– ¿También vas a restregarme la espalda?

– Eso supera mi sentido del deber -replicó ella mirándole-. Pero no te vendría mal mudarte; te ayudaré a preparar la ropa.

Él negó con la cabeza.

– Me las arreglaré.

– De todas maneras esperaré a que te hayas bañado… sólo para estar segura de que puedes salir de la bañera.

– No te preocupes.

– De todos modos, me quedaré.

Se acercó a él, le cogió la cerveza que él sostenía sin firmeza y se la llevó a la boca.

– Comprueba que el agua esté tibia -dijo él.

Siobhan asintió y dio un trago.

– Hay algo que me intriga -añadió.

– ¿Qué?

– ¿Cómo te las arreglas en el váter?

– Hago lo que un hombre tiene que hacer -contestó él entrecerrando los ojos.

– Creo que no necesito más detalles -replicó Siobhan devolviéndole la botella a Rebus-. Voy a asegurarme de que el agua no esté demasiado caliente.

* * *

Después del baño, envuelto en el albornoz, la vio salir del portal y mirar a izquierda y a derecha antes de subir al coche, comprobando que no la seguían, aunque el ogro había muerto. Pero Rebus sabía que había muchos tipos como Martin Fairstone. En el colegio se ríen de ellos, son los alfeñiques que van detrás de las pandillas en las que hacen chistes a su costa. Pero poco a poco se envalentonan y pasan a la violencia y al hurto, la única vida que conocerán. Fairstone le había contado su vida y él había escuchado.

«¿No cree que debería ir al psiquiatra o algo así? ¿Sabe?, lo que a uno le ronda por la cabeza es lo que acaba siempre haciendo en la vida. ¿Le parece una chorrada? Será porque estoy borracho. Hay más whisky si quiere. No tiene más que pedirlo. Yo no tengo costumbre de hacer de anfitrión, ¿sabe? Me pongo a charlar y ya me da igual…»

Y más… mucho más, mientras él escuchaba dando sorbos de whisky, sintiéndose cargado, porque había pasado antes por cuatro pubs buscando a Fairstone. Una vez agotado el monólogo, Rebus se había inclinado en el sillón. Ocupaban sendos sillones desfondados. Entre ambos había una mesita apoyada en un cajón a falta de una pata, rota. Encima había dos vasos, una botella y un cenicero lleno de colillas, y era la primera vez en media hora que Rebus se inclinaba para hablar:

– Marty, deja de una puta vez de hacer tonterías con la sargento Clarke, ¿vale? La verdad es que me importa una mierda, pero sí quería preguntarte una cosa.

– ¿Qué? -dijo Fairstone, con los ojos medio cerrados y sosteniendo el cigarrillo entre el pulgar y el índice.

– Me han dicho que tú conoces a Johnson Pavo Real. ¿Qué puedes decirme de él?

Sin apartarse de la ventana, Rebus pensó en cuántas pastillas de analgésico quedarían en el frasco y en dar una vuelta para tomar algo. Dio la espalda a la ventana y fue al dormitorio, abrió el primer cajón de la cómoda, sacó corbatas y calcetines y finalmente encontró lo que buscaba: unos guantes de invierno de cuero negro forrados de nailon. Estaban por estrenar.

SEGUNDO DÍA . Miércoles

Capítulo 4

Había veces en que Rebus habría jurado que olía el perfume de su esposa en la fría almohada. Era imposible. Tras veinte años de separación, ni siquiera había dormido o había apoyado la cabeza en la almohada. Otros perfumes, otras mujeres. Sabía que era una fantasía, pura imaginación. Lo que olía era su ausencia.

– ¿En qué piensas? -dijo Siobhan cambiando de carril en un intento desesperado por adelantar lo que pudiese en medio del atasco de la hora punta matinal.

– Estaba pensando en almohadas -contestó Rebus que sostenía entre las manos un vaso de café.

Siobhan había traído para los dos.

– Qué bonitos guantes -comentó Siobhan, y desde luego no era la primera vez-. Perfectos para esta época del año.

– Te advierto que puedo cambiar de chófer.

– ¿Y quién te iba a traer el desayuno?

Siobhan pisó a fondo el acelerador en el momento en que el semáforo cambiaba de ámbar a rojo y Rebus sujetó el vaso a duras penas.

– ¿Qué es esa música? -preguntó mirando el reproductor de compactos del coche.

– Fatboy Slim. Pensé que serviría para despertarte.

– ¿Por qué le dice a Jimmy Boyle que no se vaya de Estados Unidos?

Siobhan sonrió.

– Debes de haberlo entendido mal. Si quieres pongo algo más suave. ¿Qué te parece Tempus?

– Adelante, ¿por qué no? -replicó Rebus.

La vivienda de Lee Herdman era un apartamento de un solo dormitorio encima de un bar en la calle principal de South Queensferry. El portal estaba al final de un sombrío pasadizo con un techo abovedado de piedra. Un agente de policía custodiaba la puerta principal y comprobaba el nombre de los vecinos en una lista que sujetaba en la carpeta portapapeles. Era Brendan Innes.

– ¿Cuántos turnos le hacen trabajar? -preguntó Rebus.

– Quedo libre dentro de una hora -contestó Innes mirando el reloj.

– ¿Alguna novedad?

– Sólo gente que iba a su trabajo.

– ¿Cuántas viviendas hay aparte de la de Herdman?

– Dos más. En una vive un profesor con su novia y un mecánico de coches en la otra.

– ¿Un profesor? -inquirió Siobhan.

Innes negó con la cabeza.

– No tiene nada que ver con Port Edgar. Da clases en una escuela de primaria y la novia es dependienta.

Rebus sabía que habrían interrogado a los vecinos. Las notas estarían en alguna parte.

– ¿Ha hablado con todos los vecinos? -preguntó.

– A medida que entraban y salían.

– ¿Qué han dicho?

Innes se encogió de hombros.

– Lo de siempre: que era un hombre bastante tranquilo y que parecía una buena persona.

– ¿«Bastante» tranquilo, no tranquilo sin más?

Innes asintió con la cabeza.

– Por lo visto algunas noches el señor Herdman recibía a amigos hasta altas horas.

– ¿Tantas como para irritar a los vecinos?

Innes volvió a encogerse de hombros y Rebus se volvió hacia Siobhan.

– ¿Tenemos una lista de sus amistades? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

– Aunque seguramente incompleta -dijo.

– Querrán esto -dijo Innes tendiéndoles una llave que Siobhan cogió.

– ¿Está muy revuelto el piso? -preguntó Rebus.

– Los que hicieron el registro sabían que él no iba a volver -contestó Innes con una sonrisa, bajando la vista para apuntar sus nombres en la lista.

El portal era estrecho y en el buzón no había cartas. Subieron dos tramos de escalones de piedra hasta el primer descansillo, en el que había dos puertas; en el segundo vieron sólo una sin letrero con el nombre del inquilino. Siobhan abrió y entraron.

– Cuántas cerraduras -comentó Rebus observando los dos cerrojos interiores-. A Herdman le preocupaba la seguridad.

No era posible saber el desorden existente antes del registro de los hombres de Hogan. Rebus se abrió paso entre la ropa, los periódicos, los libros y los diversos objetos que llenaban el suelo. La vivienda era la antigua buhardilla de la casa y las habitaciones resultaban claustrofóbicas. Rebus tenía el techo a menos de medio metro de la cabeza. Las ventanas eran pequeñas y estaban sucias. Sólo había un dormitorio: cama de matrimonio, armario y cómoda. En el suelo un televisor portátil en blanco y negro y a su lado una botella de Bell’s vacía. La cocina tenía suelo de linóleo grasiento y la mesa plegable dejaba espacio justo para entrar. El cuartito de baño olía a humedad y los dos armarios del pasillo habían sido vaciados y reordenados a toda prisa por los hombres de Hogan. Sólo quedaba el cuarto de estar, donde volvió Rebus.

– Acogedor, ¿no crees? -comentó Siobhan.

– En jerga de agencias de alquiler, sí -dijo Rebus cogiendo un par de compactos de Linkin Park y Sepultura-. Le gustaba el heavy metal -comentó volviéndolos a dejar.

– Y también las SAS -añadió Siobhan tendiendo unos libros a Rebus.

Eran historias del regimiento, libros sobre las guerras en las que había intervenido y relatos de supervivencia de sus comandos. Siobhan señaló con la cabeza un escritorio y Rebus vio lo que le señalaba: un álbum con más recortes. También eran de asuntos militares. Artículos enteros en los que se analizaba una aparente pauta: soldados americanos de comportamiento heroico que asesinaban a sus esposas. También había recortes sobre suicidios y desapariciones y una titulada «Falta de espacio en el cementerio de las SAS», que llamó particularmente la atención de Rebus. Conocía a hombres que habían sido enterrados en una sección aparte del camposanto de la iglesia de St Martin, cerca del antiguo cuartel general del regimiento. Actualmente, se había trasladado el cementerio a Credenhill, cerca del nuevo cuartel. El artículo hablaba de la muerte de dos miembros de las SAS que habían perecido en «una operación de entrenamiento en Omán», lo que podía significar tanto un desastre como que hubieran sido asesinados durante una misión secreta.

Siobhan inspeccionó una bolsa de supermercado y Rebus oyó tintineo de botellas.

– Era un buen anfitrión -comentó ella.

– ¿Vino o licores?

– Tequila y vino tinto.

– A juzgar por la botella vacía del dormitorio, a Herdman le iba el whisky.

– Por eso digo que era un buen anfitrión -replicó Siobhan sacando del bolsillo un papel que desdobló-. Aquí dice que los de la Científica recogieron restos de porros y de algo que parecía cocaína. Se incautaron también del ordenador y cogieron unas fotos del armario ropero.

– ¿Qué clase de fotos?

– Armas. Un poco fetichista, parece, ¿no? Tener esa clase de fotos en la puerta del armario…

– ¿Qué clase de armas?

– No lo dice.

– ¿Cuál era la que él utilizó?

Siobhan consultó el informe.

– Una Brocock de aire comprimido. Para ser exactos, una Magnum ME38.

– O sea, como un revólver.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Se puede comprar en el comercio por algo más de cien libras. Accionada por cilindro de gas.

– ¿La de Herdman estaba manipulada, verdad?

– Tenía la cámara revestida de acero para poder utilizar munición real del veintidós. Otra opción es brocar el cañón para adaptarlo al calibre treinta y ocho.

– ¿Utilizó munición del veintidós? -Siobhan asintió de nuevo-. Alguien tuvo que hacer el trabajo.

– O él mismo. No me extrañaría que supiera.

– En primer lugar, ¿sabemos de dónde sacó el arma?

– Supongo que, como ex soldado, tendría sus contactos.

– Podría ser -dijo Rebus pensando en la década de 1960 y 1970, cuando armas y explosivos procedentes de las bases del Ejército circulaban por todas partes, sobre todo en manos de las dos facciones de Irlanda del Norte. Recordó los disturbios y que muchos soldados conservaban un «recuerdo» en alguna parte, algunos sabían dónde se podían comprar y vender armas sin que nadie hiciera preguntas.

– Por cierto -dijo Siobhan-. Tenía «armas», en plural.

– ¿Llevaba más de una?

Ella negó con la cabeza.

– Se encontró en un registro en el cobertizo de la lancha -añadió consultando el informe-. Un Mac 10.

– Ésa es una señora arma.

– ¿La conoces?

– Un subfusil Ingram Mac 10… americano. Mil disparos por minuto. No se compra en una tienda.

– Los del laboratorio creen que en su día lo habían desactivado, lo que quiere decir exactamente que es posible hacerlo.

– ¿También lo había manipulado?

– O lo compró ya manipulado.

– Gracias a Dios que no fue con ésa al colegio. Habría habido una matanza.

Guardaron silencio pensativos y siguieron registrando.

– Mira qué interesante -dijo Siobhan enseñándole un libro-. Es la historia de un soldado que se volvió loco e intentó matar a su novia. -Siobhan leyó la solapa-. Y después se mató arrojándose desde un avión… Por lo visto es una historia real.

De entre las páginas cayó una foto. Siobhan la recogió y le dio la vuelta para que la viera Rebus.

– No me digas que es ella otra vez.

Lo era: Teri Cotter, en una instantánea reciente. Estaba en la calle con otros amigos en los márgenes del encuadre, tal vez en Edimburgo. Parecía estar sentada en la acera y llevaba casi el mismo atuendo que cuando fumó con él el cigarrillo a medias. En la imagen sacaba la lengua al fotógrafo.

– Estaba contenta -comentó Siobhan.

Rebus examinó la foto antes de darle la vuelta, pero el reverso estaba en blanco.

– Me dijo que conocía a los chicos asesinados, pero no pensé que conociera al asesino.

– ¿Y la teoría de Kate Renshaw de que Herdman podría estar relacionado con los Cotter?

Rebus se encogió de hombros.

– Valdría la pena mirar la cuenta bancaria de Herdman a ver si aparecen ingresos sospechosos. -Oyó cerrarse una puerta en el piso de abajo-. Ha vuelto uno de los vecinos. ¿Vamos a ver?

Siobhan asintió y salieron del piso asegurándose de que quedaba bien cerrado. En el rellano inferior, Rebus arrimó primero el oído a una puerta y luego a la otra. Siobhan llamó a la segunda con los nudillos y cuando abrieron ya tenía preparada la credencial.

– Soy la sargento Clarke y éste es el inspector Rebus -dijo-. ¿Podemos hacerle unas preguntas?

La joven miró primero a uno y luego a otro.

– Ye hemos explicado a los otros policías lo que sabemos.

– Lo cual le agradecemos, señorita -terció Rebus, advirtiendo que ella clavaba la mirada en los guantes-. Usted vive aquí, ¿verdad?

– Sí.

– Tenemos entendido que se llevaba bien con el señor Herdman, a pesar de que a veces era ruidoso.

– Sólo cuando recibía amigos. Pero no tenía importancia; nosotros a veces también hacemos ruido.

– ¿También le gusta el heavy metal?

Ella arrugó la nariz.

– Robbie es más de mi gusto -contestó.

– Se refiere a Robbie Williams -dijo Siobhan.

– Lo he escuchado alguna vez -replicó Rebus con desdén.

– Menos mal que sólo ponía ese tipo de música en las fiestas.

– ¿La invitó a usted alguna vez?

La joven negó con la cabeza.

– Enseña a la señorita… -dijo Rebus a Siobhan, pero se interrumpió, sonrió y preguntó-: Perdone, ¿cómo se llama?

– Hazel Sinclair.

Rebus asintió con la cabeza.

– Sargento Clarke, ¿quiere enseñar a la señorita Sinclair…?

Pero Siobhan ya había sacado la foto, que mostró a la joven.

– Es la señorita Teri -dijo ella.

– Ah, ¿la conoce?

– Naturalmente. Parece recién salida de La familia Adams. La veo muchas veces por la calle principal.

– ¿Y por aquí la ha visto?

– ¿Por aquí? -La joven reflexionó y negó con la cabeza-. Yo siempre he pensado que él era gay.

– Herdman tenía hijos -dijo Siobhan recogiendo la foto.

– Eso no quiere decir nada, ¿no cree? Hay muchos casados. Y él estuvo en el Ejército; allí seguro que hay muchos gays.

Siobhan apenas contuvo una sonrisa y Rebus cambió el peso de un pie a otro.

– Además -añadió Hazel Sinclair-, por la escalera sólo subían y bajaban gays. Jovencitos -añadió tras una pausa efectista.

– ¿Había alguno parecido a Robbie?

La joven negó teatralmente con la cabeza.

– Comería en su culo como si fuera en mi mesa todos los días.

– Bueno, trataremos de no incluir eso en el informe -comentó Rebus sin perder la compostura mientras ellas dos soltaban una carcajada.

* * *

En el coche, de camino al puerto deportivo Port Edgar, Rebus examinó unas fotos de Lee Herdman, en su mayor parte fotocopias de periódicos. Era un tipo alto y nervudo con pelo rizado gris y arrugas en la cara y en torno a los ojos. Un tipo bronceado, o más bien curtido por la intemperie. Miró afuera y vio que las nubes cubrían el cielo como una sábana sucia. Eran fotos tomadas al aire libre: Herdman trabajando en la lancha o zarpando rumbo al estuario. En una de ellas saludaba con la mano y con una gran sonrisa a alguien en tierra, como si fuese el hombre más feliz del mundo. Rebus no encontraba la gracia a navegar; a él le parecía que tenía bastante encanto contemplar barcos en la lejanía desde algún pub del paseo marítimo.

– ¿Has ido en barco alguna vez? -preguntó a Siobhan.

– En transbordador, varias veces.

– Me refería a ir en yate, a cazar la botavara y todo eso.

– ¿Eso es lo que se hace con la botavara? -replicó ella mirándole.

– Y yo qué diablos sé -contestó Rebus alzando la vista.

Pasaban por debajo del puente y se atisbaba ya el pequeño puerto deportivo al final de una carretera estrecha, más allá de los enormes puntales de hormigón que elevaban el puente hacia el cielo. Aquello sí que era objeto de admiración para Rebus; el ingenio, no la naturaleza. Se decía a menudo que los mayores logros del hombre eran producto de su lucha contra la naturaleza: la naturaleza plantea los problemas y los seres humanos los resuelven.

– Ya estamos -dijo Siobhan cruzando una verja abierta.

El pequeño puerto constaba de una serie de instalaciones, unas más desvencijadas que otras, y tenía dos embarcaderos que se adentraban en el estuario del Forth. En uno de ellos vieron amarrados varias decenas de barcos. Cruzaron por delante de la oficina y de un edificio con el letrero de «Consigna del contramaestre» y aparcaron junto a la cafetería.

– Según el informe, hay un club náutico, un taller de velas y otro para arreglar aparatos de radar -dijo Siobhan mientras bajaba del coche y se dirigía hacia la otra portezuela, pero Rebus se le anticipó y logró abrirla.

– ¿Has visto? -dijo-. Todavía no estoy para el desguace.

Pero bajo los guantes sintió punzadas en los dedos. Se estiró y miró a su alrededor. Tenían el puente sobre sus cabezas y sin embargo el zumbido de los coches no se oía tan fuerte como él esperaba, llegaba casi amortiguado por aquel otro ruido metálico procedente de los barcos. Tal vez de las botavaras…

– ¿Quién es el propietario del puerto? -preguntó.

– En el letrero de la entrada me ha parecido leer Servicio de Deportes, Edimburgo.

– O sea, que es del ayuntamiento. Lo que significa que técnicamente es tuyo y mío.

– Técnicamente -asintió Siobhan. Examinaba con atención un plano dibujado a mano-. El cobertizo de Herdman queda a la derecha, después de los servicios -dijo señalando hacia un punto-. Allí, creo.

– Muy bien, allá voy -dijo Rebus señalando con la cabeza la cafetería-. Pide café para llevar, que no esté muy caliente, y te reúnes conmigo.

– ¿Que no escalde, quieres decir? -añadió ella dirigiéndose a la escalinata-. ¿Seguro que te las arreglas solo?

Rebus se quedó junto al coche mientras ella entraba. Se oyó un chirrido cuando cerró la puerta. Él sacó tranquilamente del bolsillo cigarrillos y encendedor, abrió la cajetilla y cogió un pitillo con los dientes. Era mucho más fácil utilizar el encendedor que las cerillas, a resguardo del viento. Recostado en el coche, saboreó el humo hasta que Siobhan volvió.

– Ten -dijo tendiéndole el vaso de plástico lleno a medias-. Con mucha leche.

– Gracias -dijo él mirando el líquido gris claro.

Echaron a andar y doblaron un par de esquinas sin ver un alma, a pesar de la media docena de coches aparcados donde habían dejado el suyo.

– Es allí -dijo ella señalando un lugar más cercano al puente.

Rebus advirtió que uno de los embarcaderos era un pantalán de madera con amarres.

– Debe de ser éste -añadió Siobhan tirando el vaso medio vacío en una papelera.

Rebus hizo lo mismo a pesar de que apenas había dado dos sorbos al tibio brebaje lechoso. Si aquello tenía cafeína él no lo había notado. Gracias a Dios que tenía la nicotina.

El cobertizo hacía honor a su nombre, aunque era amplio. Tendría unos siete metros de ancho y estaba construido con una mezcla de planchas de madera y metal ondulado. Vieron dos cadenas en el suelo, prueba de que la Policía había entrado cortándolas con alicates. Las habían remplazado con cinta adhesiva azul y blanca, y habían colocado un anuncio oficial en la puerta prohibiendo la entrada. Un letrero escrito a mano rezaba: ESQUÍ Y LANCHA, PROP. L. HERDMAN.

– Un cartel con garra -comentó Rebus mientras Siobhan quitaba la cinta y abría la puerta.

– Dice justamente lo que es -añadió Siobhan.

Allí era donde Herdman tenía su negocio, enseñaba a navegantes novatos y daba sustos de muerte a los clientes de esquí acuático. Rebus vio una lancha neumática de unos siete metros enganchada a un remolque que tenía las ruedas algo desinfladas. Había un par de fuera bordas también enganchados a remolques con motores relucientes, y una moto acuática no menos nueva. Estaba todo excesivamente ordenado, como cuidado por alguien obsesionado por la limpieza, y no faltaba un banco de trabajo con sus herramientas perfectamente colocadas encima, colgadas en la pared. De no ser por un trapo manchado de aceite, prueba de que allí se efectuaban trabajos de mecánica, el visitante desprevenido habría pensado que aquel cobertizo era una dependencia museística del puerto deportivo.

– ¿Dónde encontraron el arma? -preguntó Rebus cruzando la puerta.

– En ese armarito, debajo del banco de trabajo.

Rebus miró y vio que en el suelo había un candado limpiamente cortado. El armario estaba abierto y dentro había una serie de taladros y llaves para tuercas.

– Supongo que no encontraremos gran cosa -dijo Siobhan.

– Seguramente no -añadió Rebus.

Pero no por ello disminuía su interés y su curiosidad por ver lo que aquel lugar podía revelarle sobre Lee Herdman; de momento, el detalle de que Herdman era un trabajador minucioso que lo dejaba todo limpio. A juzgar por su piso, no era tan detallista en su vida íntima pero, desde luego, profesionalmente, era concienzudo. Lo que encajaba con su pasado en el Ejército, donde, por muy descuidada que sea tu vida, no dejas que influya en el servicio. Rebus había conocido militares cuyo matrimonio se estaba derrumbando y sin embargo mantenían impecable su arma, quizá porque, como decía un sargento mayor, «el Ejército es, con mucho, lo mejor».

– ¿Tú qué crees? -preguntó Siobhan.

– Se diría que esperaba una visita de inspección del Ministerio de Higiene.

– Me da la impresión de que las barcas valen más que su piso.

– Ya lo creo.

– Signo de doble personalidad.

– ¿Ah, sí?

– Vida íntima caótica y todo lo contrario en el trabajo. Un piso barato con cuatro trastos y lanchas caras…

– Cháchara de psiquiatra aficionada -restalló una voz a sus espaldas.

Procedía de una mujer robusta de unos cincuenta años peinada con moño y con el pelo tan estirado hacia atrás que parecía una prolongación del rostro. Vestía traje sastre negro, zapatos negros sencillos, blusa color caqui y un collarcito de perlas. Del hombro le colgaba una mochila de cuero. La acompañaba un hombre alto y fornido que tendría la mitad de sus años, con el pelo negro cortado a cepillo y que permaneció quieto con los brazos caídos y las manos juntas. Vestía traje oscuro, camisa blanca y corbata azul.

– Usted debe de ser el inspector Rebus -dijo la mujer adelantándose enérgicamente dispuesta a darle la mano e imperturbable cuando Rebus no correspondió a su gesto. Bajó un poco la voz-. Me llamo Whiteread y éste es Simms -dijo clavando la mirada en Rebus-. Por lo que me comentó el inspector Hogan, imagino que vienen del piso…

No entendieron lo que dijo a continuación porque entró bruscamente en el cobertizo esquivando a Rebus, y dio una vuelta alrededor de la lancha neumática examinándola con ojos expertos.

«Tiene acento inglés», pensó Rebus.

– Yo soy la sargento Clarke -saltó Siobhan.

Whiteread la miró fijamente y le dirigió una fugaz sonrisa.

– Sí, claro -dijo.

Mientras, Simms había entrado y repetido su nombre a guisa de presentación y, volviéndose hacia Siobhan, repitió el proceso acompañándolo de un apretón de manos. Tenía también acento inglés y voz inexpresiva, su cortesía era pura formalidad.

– ¿Dónde encontraron el arma? -preguntó Whiteread y, al advertir en ese momento el candado cortado, asintió con la cabeza respondiendo a su propia pregunta, se acercó al armario y se acuclilló ágilmente, remangándose la falda por encima de las rodillas.

– Subfusil Mac 10. Un modelo conocido porque se atasca mucho -dijo levantándose y estirándose la falda.

– Mejor que muchos equipos del Ejército -comentó Simms, que después de presentarse se había situado entre Rebus y Siobhan, muy estirado, con las piernas levemente separadas y las manos juntas delante del cuerpo.

– ¿Les importaría mostrarnos su identificación? -dijo Rebus.

– El inspector Hogan sabe que estamos aquí -contestó Whiteread displicente.

Estaba examinando el banco de trabajo. Rebus se acercó a ella lentamente.

– Le he dicho que me muestre su identificación -dijo.

– Lo he oído perfectamente -replicó ella, desviando su atención hacia una pequeña oficina situada en la parte posterior del cobertizo. Fue hasta el cuarto con Rebus pegado a sus talones.

– Salga de aquí -dijo él-. Lárguese inmediatamente.

Ella no respondió. En la oficina había también un enorme candado que había sido forzado. La puerta estaba cerrada y precintada con cinta de la Policía.

– Además, su compañero ha utilizado la palabra «equipo» -insistió Rebus mientras ella desprecintaba la puerta y miraba en el interior de la oficina.

Era un pequeño despacho con una mesa, una silla y un archivador y, en una estantería, un aparato que debía de ser una radio emisora y receptora. No se veía ningún ordenador, fotocopiadora ni fax. Los cajones de la mesa estaban abiertos y revueltos. Whiteread cogió un montón de papeles y comenzó a hojearlos.

– Ustedes son militares -dijo Rebus rompiendo el silencio-. Aunque vayan de paisano se nota que son militares. Que yo sepa, en las SAS no hay mujeres; así que ¿qué puede ser usted?

– Alguien que puede ayudar -replicó ella volviendo enérgicamente la cabeza hacia él.

– Ayudar, ¿en qué?

– En un asunto como éste -respondió ella volviendo a interesarse en los papeles-. Para que no vuelva a suceder.

Rebus la miró. Siobhan y Simms seguían junto a la puerta.

– Siobhan, llama a Bobby Hogan de mi parte. Quiero que me diga qué sabe de estos dos.

– Sabe que hemos venido -dijo Whiteread sin levantar la cabeza-. Incluso me dijo que tal vez nos encontrásemos con usted. ¿Cómo sabía si no su nombre?

– Llámale -repitió Rebus a Siobhan, que tenía el móvil en la mano.

Whiteread volvió a meter los papeles en un cajón y lo cerró.

– Usted no llegó a ingresar en el regimiento, ¿verdad, inspector Rebus? -dijo Whiteread volviéndose despacio hacia él-. Por lo que me han dicho, no pudo con el entrenamiento.

– ¿Por qué no va de uniforme? -replicó Rebus.

– Porque a algunos les impresiona -contestó Whiteread.

– ¿Sólo por eso? ¿No será que quieren evitar publicidad negativa? -dijo Rebus con una sonrisa despectiva-. No está nada bien que uno de los suyos cometa una barbaridad, ¿verdad? Y lo que menos les interesa es que se sepa que perteneció al regimiento.

– Lo hecho, hecho está. Si podemos evitar que vuelva a ocurrir, tanto mejor -replicó ella. Hizo una pausa y se puso frente a él. Era treinta centímetros más baja pero su igual por lo demás-. ¿Qué inconveniente ve en ello? -añadió devolviéndole la sonrisa. Si la de Rebus había sido fría, la de ella fue de hielo-. Usted se vino abajo y no lo logró. Aunque no tiene por qué frustrarle, inspector Rebus.

A Rebus le pareció entender «frustrado» en vez de «frustrarle». Quizá fuera su acento o tal vez hubiera intentado un juego de palabras.

Siobhan había establecido comunicación pero Hogan tardaba en ponerse al habla.

– Deberíamos echar un vistazo a la lancha -dijo Whiteread a su compañero, pasando entre Rebus y la puerta.

– Ahí hay una escalera -dijo Simms.

Rebus trató de identificar su acento: Lancashire o Yorkshire quizás. Del de Whiteread no estaba seguro; le parecía de los Home Counties del sur de Inglaterra o algo así, una especie de inglés genérico como el de los colegios elegantes. Además, también advirtió que Simms no parecía a gusto en su atuendo ni en su papel. Quizás hubiera por medio un conflicto de clases o fuese la primera vez que se encontraba en una situación como aquélla.

– Por cierto, yo me llamo John -dijo Rebus dirigiéndose a él-. ¿Y usted?

Simms miró a Whiteread, quien exclamó:

– ¡Vamos, díselo!

– Gav… Gavin.

– ¿Gav para los amigos y Gavin en la faena? -aventuró Rebus cogiendo el teléfono que le tendía Siobhan.

– Bobby, ¿por qué demonios permites que dos payasos de las fuerzas armadas de Su Majestad se entrometan en nuestro caso? -Hizo una pausa para escuchar-. He usado la palabra con intención, Bobby, porque están metiendo la nariz en la lancha de Herdman. -Otra pausa-. No, no se trata de eso ni mucho menos… -Nueva pausa-. Bien, de acuerdo, Vamos para allá.

Devolvió el teléfono a Siobhan y vio que Simms sujetaba una escalera de mano por la que trepaba Whiteread.

– Nos vamos -dijo en voz alta para que ella lo oyera-. Si no volvemos a vernos… créame que será un placer.

Aguardó a ver si ella decía algo, pero Whiteread ya había subido a la lancha y no parecía prestarle el menor interés. Simms subiendo por la escalera y miró hacia atrás.

– Me dan ganas de empujar la escalera y echar a correr -dijo Rebus a Siobhan.

– No creo que eso la detuviera, ¿no crees?

– Probablemente tengas razón -dijo él-. Whiteread, una cosa más antes de irnos -añadió alzando la voz-: ¡Gav le estaba mirando las bragas!

Al volverse para salir dirigió un gesto de contrición a Siobhan encogiendo los hombros, admitiendo que había sido una gracia muy burda. Burda, pero merecía la pena.

* * *

– Pero bueno, Bobby, ¿qué demonios pasa contigo? -dijo Rebus caminando por uno de los pasillos del colegio en dirección a lo que parecía una cámara acorazada antigua con su rueda y sus engranajes. Estaba abierta, al igual que una puerta de acero en el interior. Hogan miraba dentro-. Esos cabrones no tienen por qué entrometerse.

– John -dijo Hogan pausadamente-, creo que no conoces al director… -añadió señalando hacia la cámara, desde la cual un hombre de mediana edad les miraba en medio de un arsenal suficiente para iniciar una revolución-, el doctor Fogg… -añadió a modo de presentación.

Fogg cruzó la puerta de la cámara. Era un hombre fornido con mirada de antiguo boxeador; tenía una oreja hinchada, una enorme nariz y una cicatriz en una de las pobladas cejas.

– Eric Fogg -dijo estrechando la mano a Rebus.

– Perdone usted mi vocabulario, soy el inspector John Rebus.

– En un colegio se oyen cosas peores -replicó Fogg en un tono que indicaba que había repetido esa frase cientos de veces.

Siobhan se había acercado y estaba a punto de presentarse cuando vio el contenido de la cámara.

– ¡Dios mío! -exclamó.

– Eso he pensado yo -apostilló Rebus.

– Le estaba diciendo al inspector Hogan -dijo Fogg- que en casi todos los colegios privados hay algo similar.

– Para las FMC, ¿verdad, doctor Fogg? -dijo Hogan.

– Las fuerzas mixtas de cadetes -concedió Fogg asintiendo con la cabeza- del Ejército, la Marina y la Aviación. Desfilan todos los viernes. -Hizo una pausa-. Creo que un buen incentivo para los chicos es que ese día cambian el uniforme del colegio.

– Por otro más paramilitar -comentó Rebus.

– Hay armas automáticas, semiautomáticas y de diverso tipo -añadió Hogan.

– Probablemente disuadirían a un desvalijador.

– Le estaba diciendo al inspector Hogan -continuó Fogg- que si se activa el sistema de alarma del colegio, las Fuerzas de Policía saben de inmediato que han de dirigirse en primer lugar a la armería. Es un sistema de alerta que instalamos cuando el IRA y otros grupos robaban armas.

– ¿No me dirá que también guardan aquí la munición? -preguntó Siobhan.

Fogg negó con la cabeza.

– No, no hay munición en las instalaciones.

– Pero ¿las armas sí son reales? ¿No están desactivadas?

– Sí, son del todo reales -dijo el hombre mirando el interior de la cámara con cierto gesto de disgusto.

– ¿No son de su agrado? -preguntó Rebus.

– Mi opinión es que existe siempre cierto riesgo de que su empleo sobrepase su utilidad en nuestro caso.

– Una respuesta muy diplomática -comentó Rebus suscitando una sonrisa en el director.

– Pero Herdman no sacó de aquí el arma -dijo Siobhan.

Hogan negó con la cabeza.

– Ése es otro aspecto en el que espero que los investigadores militares puedan ayudarnos. Siempre que no podáis vosotros -dijo mirando a Rebus.

– Bobby, ten paciencia. Sólo llevamos aquí cinco minutos.

– ¿Usted da clase? -preguntó Siobhan a Fogg para evitar que los dos inspectores se enzarzasen en una discusión.

Fogg negó con la cabeza.

– Las daba de RME: religión, moral y educación.

– Para infundir en los adolescentes sentido moral. Eso debe de ser difícil.

– Aún no conozco a ningún joven que haya iniciado una guerra -dijo el hombre con voz que sonaba a falsa, otra respuesta preparada para una pregunta frecuente.

– Sólo porque no se es corriente entregarles armas de fuego -comentó Rebus volviendo a mirar aquella parafernalia bélica.

Fogg empezó a cerrar la puerta de la cámara.

– ¿No falta nada? -preguntó Rebus.

Hogan negó con la cabeza.

– Pero las dos víctimas pertenecían a las FMC -dijo.

Rebus miró a Fogg quien asintió con la cabeza.

– Anthony es un entusiasta… Derek, no tanto.

Anthony Jarvies, el hijo de juez. Su padre, Roland Jarvies, era un magistrado muy conocido en Escocia. Rebus había declarado probablemente quince o veinte veces en casos en que lord Jarvies presidía el tribunal con una agudeza que un abogado calificó de «mirada taladradora». Rebus no sabía muy bien qué era una mirada taladradora, pero se lo imaginaba.

– ¿Alguien ha comprobado las cuentas del banco de Herdman? -preguntó Siobhan.

Hogan la miró detenidamente.

– Su contable ha cooperado mucho. El negocio no iba mal.

– ¿No hay ningún ingreso que llame la atención? -preguntó Rebus.

– ¿Por qué? -replicó Hogan entrecerrando los ojos.

Rebus miró al director. No pretendía que él se diera cuenta, pero Fogg lo vio.

– Si les parece, yo… -dijo el hombre.

– No hemos terminado, doctor Fogg, si no le importa -dijo Hogan mirando a Rebus-. Estoy seguro de que cuanto diga el inspector Rebus quedará entre nosotros.

– Naturalmente -dijo Fogg enfático.

Terminó de cerrar la puerta y giró la rueda de la combinación.

– El año pasado -prosiguió Rebus hablando con Hogan-, una de las víctimas tuvo un accidente de tráfico. El conductor murió. Nos preguntamos si ha pasado demasiado tiempo para que persistiera un móvil de venganza.

– No explica por qué Herdman se suicidó acto seguido.

– Quizá fue una chapuza -dijo Siobhan cruzando los brazos-. Al ver que había alcanzado a otros dos chicos le entró pánico.

– Cuando hablas de un ingreso en la cuenta de Herdman, ¿te refieres a una cantidad importante reciente?

Rebus asintió.

– Ordenaré que lo averigüen. Lo único que hemos averiguado por la cuenta es que falta un ordenador.

– ¿Ah, sí?

Siobhan preguntó si no lo habría confiscado Hacienda.

– Podría ser -contestó Hogan-. El caso es que hay una factura y hemos hablado con la tienda que se lo vendió. Un equipo de última generación.

– ¿Crees que se deshizo de él? -pregunto Rebus.

– ¿Por qué iba a hacerlo?

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Para ocultar algo? -sugirió Fogg, quien al ver cómo le miraban bajó la vista-. Perdonen que me haya permitido…

– No se disculpe usted -dijo Hogan-. Buena observación -añadió frotándose los ojos y volviéndose otra vez hacia Rebus-. ¿Algo más?

– Esos cabrones del Ejército -dijo Rebus, pero Hogan levantó la mano.

– Tienes que aceptarlos.

– Bobby, ésos no han venido a aclarar nada. Si acaso, todo lo contrario. Quieren ocultar el pasado de Herdman en las SAS, por eso van de paisano. Y esa Whiteread…

– Escucha, lamento que entorpezcan tu labor.

– O que nos pisoteen hasta enterrarnos -le interrumpió Rebus.

– John, esta investigación nos supera, ¡tiene muchas derivaciones! -replicó Hogan alzando la voz imperceptiblemente temblorosa-. ¡No necesito más putos problemas!

– Bobby, modera tu lenguaje -dijo Rebus muy serio mirando de reojo a Fogg.

Tal como esperaba, Hogan le echó en cara a su vez su modo de hablar de hacía un momento, y sonrió.

– Sigue investigando, ¿vale?

– Estamos contigo, Bobby.

Siobhan dio un paso hacia ellos dos.

– Nos gustaría hacer una cosa -dijo sin hacer caso de la mirada de sorpresa de Rebus, que revelaba que no sabía lo que ella traía entre manos-. Interrogar al superviviente.

– ¿A James Bell? -replicó Hogan frunciendo el ceño-. ¿Para qué? -añadió mirando a Rebus, pero fue ella quien contestó.

– Porque es el único superviviente.

– Le hemos interrogado más de diez veces. Está bajo los efectos de la impresión. Y a saber qué otros sufrirá.

– Lo haremos con delicadeza -insistió Siobhan sin alzar la voz.

– Tú sí, pero tú no eres lo que me preocupa -añadió sin dejar de mirar a Rebus.

– Será interesante escuchar el relato de un testigo presencial -dijo él-. Que nos explique cómo actuó Herdman y si dijo algo… Parece ser que nadie le vio aquella mañana; ni los vecinos ni los del puerto deportivo. Hay que llenar lagunas.

Hogan lanzó un suspiro.

– Primero escuchad las cintas del interrogatorio y si después seguís creyendo que conviene hablar con él, ya veremos…

– Gracias, señor -dijo Siobhan para conferir cierta formalidad al momento.

– He dicho «ya veremos». No he prometido nada -añadió Hogan alzando un dedo.

– ¿Se hará otra verificación de las cuentas, por si acaso? -preguntó Rebus.

Hogan asintió con desgana.

– ¡Ah, aquí están ustedes! -bramó una voz.

Era Jack Bell, que avanzaba por el pasillo.

– ¡Dios mío! -musitó Hogan, pero vio que Bell se dirigía al director.

– Eric -exclamó-, ¿cómo es que no has denunciado públicamente la falta de seguridad del colegio?

– La seguridad del colegio es suficiente, Jack -replicó Fogg con un suspiro que daba a entender que ya había sostenido aquella discusión.

– Eso es una mierda, y tú lo sabes. Escucha, lo que intento es poner de relieve que la lección de Dunblane no ha servido de nada. Hay falta de seguridad en los colegios de este país -dijo esgrimiendo un dedo-. Y aparecen armas por todas partes -añadió alzando otro dedo y haciendo una pausa efectista-. Es evidente que hay que hacer algo. ¡Podría haber muerto mi hijo! -añadió entrecerrando los ojos.

– Un colegio no es una fortaleza, Jack -replicó inútilmente el director.

– En 1997 -prosiguió Bell arrollador-, después de la tragedia de Dunblane, quedaron prohibidas las armas que excedieran del calibre veintidós, y sus propietarios legales las entregaron, pero ¿de qué ha servido? -añadió mirando a su alrededor sin obtener respuesta alguna-. Quienes no lo hicieron fueron los delincuentes, y parece, además, que cada vez les resulta más fácil conseguir todo el armamento que fuera.

– Se ha equivocado de feligreses -comentó Rebus.

Bell le miró impávido.

– Es muy posible -replicó-. Porque -añadió levantando el dedo- ustedes parecen totalmente incapaces de atajar de alguna manera el problema.

– Un momento, señor… -terció Hogan.

– Bobby, déjale que desbarre -le interrumpió Rebus-. A ver si caldea un poco el edificio.

– ¿Cómo se atreve? -gruñó Bell-. ¿Cómo se permite hablarme de ese modo?

– Supongo que en mi condición de elector -replicó Rebus para recordarle lo precario de su cargo.

En el silencio que siguió se oyó sonar el móvil de Bell, quien hizo un gesto despectivo en dirección a Rebus y se dio la vuelta para alejarse unos pasos por el pasillo a contestar la llamada.

– ¿Diga? ¿Cómo? -añadió consultando el reloj-. ¿De la radio o de la televisión? -Hizo una pausa para escuchar la respuesta-. ¿Una emisora local o nacional? Sólo concedo entrevistas a emisoras nacionales -añadió alejándose aún más del grupo que, más relajado, intercambió miradas y gestos.

– Bien -dijo el director-, creo que voy a…

– ¿Le importa a usted que hablemos en su despacho? -preguntó Hogan-. Quedan un par de cosas…Volved al trabajo -añadió señalando con la cabeza a Rebus y Siobhan.

– Sí, señor -dijo Siobhan. De repente el pasillo estaba vacío, salvo por ella y Rebus. Infló los carrillos y exhaló aire despacio diciendo-: Ese Bell es un número.

– Está dispuesto a explotar el caso cuanto pueda -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.

– Si no, no sería un político.

– Es instinto congénito en ellos, ¿no? Es curioso el rumbo que toman las cosas, cuando su carrera podría haberse ido a pique después de su detención en Leith.

– ¿Crees que actúa así por venganza?

– Desde luego, si puede, nos hundirá; así que no debemos darle pie.

– Exactamente lo que tú has hecho replicándole de mala manera.

– De vez en cuando hay que divertirse, Siobhan -contestó Rebus mirando al pasillo vacío-. ¿No crees que a Bobby Hogan le sucede algo?

– Sí que me ha parecido agotado, la verdad. Por cierto, ¿no crees que deberías decírselo?

– ¿Qué?

– Que los Renshaw son familia tuya.

Rebus la miró fijamente.

– Puede traer complicaciones. Y no creo que Bobby necesite más de momento.

– Tú sabrás.

– Exactamente. Y a los dos nos consta que nunca me equivoco.

– Lo había olvidado -apostilló Siobhan.

– Me alegra recordártelo, sargento Clarke. Siempre a tu servicio.

Capítulo 5

La comisaría de South Queensferry era un cajón de techo bajo de una sola planta situada en una calle frente a una iglesia episcopaliana. En el exterior, un letrero anunciaba que la comisaría permanecía abierta al público de nueve a cinco entre semana a cargo de un «ayudante civil». En otro cartel se añadía que, contrariamente a los rumores, en la localidad había presencia policial las veinticuatro horas del día. Era en aquel recinto desangelado donde habían interrogado a todos los testigos, salvo a James Bell.

– Qué acogedor, ¿no? -comentó Siobhan abriendo la puerta.

Entraron en una reducida zona de espera donde un solitario agente uniformado dejó la revista de motos que leía y se levantó de la silla.

– Tranquilo -dijo Rebus al tiempo que Siobhan le enseñaba la identificación-. Necesitamos escuchar las cintas del interrogatorio de Bell.

El agente asintió con la cabeza, abrió una puerta y les hizo pasar a un cuartucho sin ventanas con una mesa y unas sillas destartaladas. En la pared había un calendario del año anterior alabeado que encomiaba los méritos de un comercio local y, encima de un archivador, un magnetófono. El agente lo cogió, lo puso en la mesa y lo enchufó. Después abrió el archivador y sacó una cinta guardada en una funda de plástico.

– Ésta es la primera de seis -dijo-. Tendrán que firmar.

Siobhan cumplió el requisito.

– ¿No tienen ceniceros aquí? -preguntó Rebus.

– No, señor. Está prohibido fumar.

– No le he preguntado eso.

– Sí, señor -dijo el agente que procuraba no mirar los guantes de Rebus.

– ¿Tienen un hervidor?

– No, señor. -El agente hizo una pausa-. Los vecinos nos traen a veces un termo de café o un trozo de pastel.

– ¿Cabe la probabilidad de que suceda algo así de aquí a diez minutos?

– Yo creo que no.

– Pues vaya a ver si nos consigue unos cafés y procuraré darle una buena nota por la iniciativa.

El agente se mostraba indeciso.

– No puedo salir de la comisaría.

– Guardaremos el fuerte por usted, hijo -dijo Rebus quitándose la chaqueta y colgándola del respaldo de una silla-. Yo lo tomo con leche -añadió.

– Y yo también; sin azúcar -dijo Siobhan.

El agente permaneció aún con ellos un instante mirando cómo se instalaban lo mejor que podían y a continuación salió, cerrando la puerta.

Rebus y Siobhan se miraron con sonrisa de complicidad. Siobhan tenía las notas relativas a James Bell y Rebus comenzó a repasarlas mientras ella sacaba la cinta y la introducía en el magnetófono.

Tenía dieciocho años, era hijo del diputado del Parlamento escocés Jack Bell y de su esposa Felicity, que trabajaba en la administración del teatro Traverse. Vivían en Barnton; James pensaba ingresar en la universidad para estudiar Políticas y Económicas; era un «alumno capaz», según el informe del colegio: «James es reservado y no siempre sociable, pero sabe ser encantador». Y prefería el ajedrez a los deportes.

– Probablemente inmune al proselitismo de las FMC -musitó Rebus.

Minutos después escuchaban la voz de James Bell.

Los policías que efectuaban el interrogatorio se identificaron: inspector Hogan y agente Hood. Muy astuto implicar a Grant Hood que, siendo el oficial de relaciones con la prensa para aquel caso, necesitaba conocer la versión del superviviente. Parte serviría como bocados para los periodistas a cuenta de favores; convenía tener a la prensa bien predispuesta y al mismo tiempo mantenerla lo más controlada posible, y para alejarla de James Bell la harían pasar por Grant Hood.

La voz de Bobby Hogan mencionó la fecha y la hora, lunes por la tarde, y el lugar del interrogatorio: Urgencias del Royal Infirmary. Bell estaba herido en el hombro izquierdo. Era una herida limpia con entrada y salida sin tocar el hueso; la bala había ido a alojarse en la pared.

– ¿Te encuentras en condiciones de hablar, James?

– Creo que sí… pero me duele mucho.

– Claro, no lo dudo. A efectos de la grabación eres James Elliot Bell, ¿correcto?

– Sí.

– ¿Elliot? -preguntó Siobhan.

– Es el apellido de soltera de la madre -contestó Rebus consultando las notas.

No había mucho ruido de fondo; debía de ser una habitación privada del hospital. Se oyó un carraspeo de Grant Hood y el chirrido de una silla; probablemente porque Hood, micrófono en mano, la arrimaba a la cama lo más posible. Hogan y el muchacho se alternaban el micrófono, no siempre a tiempo, de forma que a veces una de las voces sonaba amortiguada.

– Jamie, ¿puedes contarnos qué sucedió?

– Me llamo James, por favor. ¿Pueden darme agua?

Ruido del micrófono rozando las sábanas y de agua vertiéndose en un vaso.

– Gracias.

Una pausa hasta que dejaron el vaso en la mesilla. Rebus se acordó de su torpeza en el hospital al dejar caer el vaso que Siobhan había recogido al vuelo. El lunes por la noche, igual que James Bell, él también estaba hospitalizado.

– Estábamos en el descanso de media mañana. Tenemos veinte minutos y estábamos en la sala común.

– ¿Era allí donde solías ir?

– Sí, mejor que fuera.

– Pero no hacía mal día…

– Yo prefiero quedarme dentro. ¿Cree que podré tocar la guitarra cuando salga de aquí?

– No lo sé -dijo Hogan-. ¿Podías tocarla antes?

– Ha estropeado el chiste a un paciente. Debería darle vergüenza.

– Lo siento, James. Bien, ¿cuántos estabais en la sala?

– Tres. Tony Jarvies, Derek Renshaw y yo.

– ¿Y qué hacíais?

– Teníamos puesta música… y creo que Jarvies hacía unos deberes y Renshaw leía el periódico.

– ¿Así os llamabais entre vosotros? ¿Por los apellidos?

– Casi siempre.

– ¿Erais amigos los tres?

– Amigos, amigos, no.

– Pero pasabais muchos ratos juntos en esa sala.

– La sala la usan más de doce alumnos. -Pausa-. ¿Trata de preguntarme si fue a por nosotros deliberadamente?

– Es algo que consideramos.

– ¿Por qué?

– Porque era el momento del recreo y había muchos chicos fuera…

– ¿Y sin embargo entró en el colegio y luego a la sala común antes de empezar a disparar?

– Serías un buen policía, James.

– No es de las primeras confesiones en mi lista de opciones.

– ¿Conocías al asesino?

– Sí.

– ¿Sabías quién era?

– Sí, Lee Herdman. Muchos le conocíamos. Algunos habíamos ido a cursillos de esquí acuático con él. Era un tío interesante.

– ¿Interesante?

– Por su pasado. A fin de cuentas estaba entrenado para matar.

– ¿Eso te dijo él?

– Sí, que había estado en las Fuerzas Especiales.

– ¿Conocía él a Anthony y a Derek?

– Es muy posible.

– A ti sí te conocía.

– Habíamos coincidido socialmente.

– En ese caso, tal vez te preguntes lo mismo que nosotros.

– ¿Se refiere a por qué lo hizo?

– Sí.

– He oído que las personas que han tenido un pasado así muchas veces no se adaptan a la sociedad, ¿no es cierto? Les sucede algo que los empuja hasta el borde.

– ¿Tienes idea de qué fue lo que impulsó a Lee Herdman hasta el borde?

– No.

Se hizo un largo silencio seguido del roce del micrófono en las sábanas y se oyó un murmullo, como si los dos policías intercambiaran impresiones. Luego sonó la voz de Hogan:

– Bien, James, cuéntanos… Estabais en la sala…

– Yo acababa de poner un cedé. Los tres teníamos gustos musicales distintos. Al abrirse la puerta creo que ni me molesté en volverme a mirar, oí una explosión tremenda y Jarvies cayó al suelo. Yo estaba en cuclillas delante del equipo de música, me incorporé y, al volverme, vi aquel pistolón. Quiero decir, no estoy diciendo que fuera enorme, pero me lo pareció al ver que apuntaba a Renshaw… Detrás del arma había una persona, pero en realidad no la veía…

– ¡Por el humo?

– No… no recuerdo haber visto humo. No podía dejar de mirar al cañón… Estaba paralizado. Oí la segunda explosión y Renshaw se desmoronó como un muñeco y quedó hecho un ovillo en el suelo.

Rebus se percató de que acababa de cerrar los ojos. No era la primera vez que imaginaba la escena.

– A continuación me apuntó a mí.

– ¿Y entonces viste quién era?

– Sí, supongo que sí.

– ¿Dijiste algo?

– No lo sé… tal vez abriera la boca para decir algo. Creo que debí de hacer algún movimiento, porque cuando sentí el tiro… bueno, a mí no me mató, ya ven. Fue como un empujón muy fuerte que me tiró hacia atrás.

– ¿ Y él no había dicho nada hasta ese momento?

– Ni palabra. Pero tenga en cuenta que los oídos me silbaban.

– No me extraña, en una sala pequeña como ésa. ¿Ya oyes bien?

– Todavía siento un zumbido, pero se me pasará.

– ¿Así que él no dijo nada?

– Yo no le oí decir nada. Estaba en el suelo, esperando a que me matara. Y en ese momento sonó la cuarta detonación y por un segundo… creí que era el tiro de gracia para mí; pero al oír que un cuerpo se desplomaba, de algún modo me di cuenta…

– ¿Y qué hiciste?

– Abrí los ojos. Como los tenía a ras del suelo vi su cuerpo detrás de las patas de la silla con el arma todavía en la mano. Comencé a levantarme; el hombro ni lo sentía aunque sabía que sangraba, pero no podía apartar la vista del arma. Ya sé que es absurdo, pero no hacía más que pensar en una de esas películas de terror, ¿me entiende?

La voz de Hood:

– En las que parece que el malo ha muerto…

– Y resucita; eso es. Y en ese momento vi que había gente en la puerta; me imagino que serían profesores. Debieron de quedarse horrorizados.

– ¿Y tú cómo estás, James? ¿Qué tal de ánimo?

– Si le digo la verdad, aún no he asimilado el golpe. Perdón por el juego de palabras. Nos han ofrecido apoyo psicológico, supongo que eso ayudará.

– Has tenido una experiencia terrible.

– ¿Verdad que sí? Algo para contar a mis nietos, supongo.

– Con qué frialdad habla -comentó Siobhan.

Rebus asintió.

– Te agradecemos mucho que hayas hablado con nosotros. ¿Te parece bien que te dejemos un bloc y un bolígrafo? Seguramente volverás a evocar la escena una y otra vez, y eso es positivo, es el modo de superarlo. Por eso quizá recuerdes algo que te interese anotar. Escribir los detalles es otra manera de superar la experiencia.

– Sí, lo entiendo.

– Y queremos hablar contigo otra vez.

La voz de Hood:

– Los periodistas también querrán. Tú verás si quieres hacer declaraciones, pero si prefieres yo puedo hacer de intermediario.

– No hablaré con nadie hasta dentro de un día o dos; pero no se preocupe, sé perfectamente cómo son los periodistas.

– Bien, gracias de nuevo, James. Creo que tus padres están esperando fuera.

– Oiga, en este momento me encuentro bastante cansado. ¿No podrían decirles que me he dormido?

Era el final de la cinta. Siobhan aguardó unos segundos y apagó el magnetófono.

– Final del primer interrogatorio. ¿Quieres escuchar otra? -preguntó señalando el archivador, pero Rebus negó con la cabeza.

– De momento no, pero me gustaría hablar con el chico -dijo-. Ha dicho que conocía a Herdman, y eso tiene su importancia.

– También ha dicho que no sabe por qué Herdman lo hizo.

– En cualquier caso…

– Estaba muy sereno.

– Tal vez por la impresión. Como dice Hood, tarda tiempo en superarse.

Siobhan le miró pensativa.

– ¿Por qué crees que no querría ver a sus padres?

– ¿Has olvidado quién es su padre?

– Ya, pero de todos modos… Cuando te sucede una cosa así, tengas la edad que tengas, tienes ganas de que te den cariño.

– ¿A ti te sucede? -replicó Rebus mirándola.

– A la mayoría de la gente… me refiero a la mayoría de la gente normal.

Llamaron a la puerta. Se entreabrió y el agente asomó la cabeza.

– No he podido conseguir los cafés -dijo.

– Ya hemos acabado. Gracias, de todos modos.

Entregaron la cinta al policía para que la guardara y salieron, parpadeando deslumbrados por la luz del día.

– James no nos ha aclarado mucho, ¿verdad? -dijo Siobhan.

– No -contestó Rebus que repasaba mentalmente la conversación con la esperanza de encontrar algo útil.

El único rayo de luz era que el chico conocía a Herdman. ¿Y qué? Mucha gente de la localidad conocía a Lee Herdman.

– ¿Vamos a la calle principal a ver si encontramos un café?

– Yo sé dónde podemos tomar uno -dijo Rebus.

– ¿Dónde?

– En el mismo sitio que ayer.

* * *

Allan Renshaw no se había afeitado desde la víspera. Estaba solo en casa porque Kate había ido a ver a unos amigos.

– No le conviene estar aquí encerrada conmigo -dijo mientras les hacía pasar a la cocina.

El cuarto de estar estaba igual. Las fotos seguían esperando a que alguien las mirase, las ordenase o las volviera a guardar en las cajas. Rebus vio más cartas de pésame encima de la repisa de la chimenea. Renshaw cogió un mando a distancia del brazo del sofá y apagó el televisor, en el que se veía un vídeo casero de la familia en vacaciones.

Rebus decidió no hacer comentarios. Renshaw tenía el pelo alborotado y Rebus se preguntó si habría dormido vestido. Renshaw se sentó desmadejado en una de las sillas de la cocina y dejó que Siobhan se ocupara del hervidor. Boecio estaba tumbado en la encimera, pero cuando fue a acariciarle el gato saltó al suelo y cruzó corriendo el cuarto de estar.

Rebus se sentó enfrente de su primo.

– Estaba preocupado por ti -dijo.

– Lamento haberte dejado anoche con Kate.

– No tienes por qué disculparte. ¿Qué tal duermes?

– Duermo demasiado -contestó él con sonrisa desmayada-. Supongo que es el modo de evadirme.

– ¿Cómo van los preparativos del entierro?

– Todavía no nos entregan el cadáver.

– Lo harán pronto, Allan. Ya verás cómo todo acaba pronto.

Renshaw alzó la vista hacia él con los ojos enrojecidos.

– ¿Lo prometes, John? -preguntó, y aguardó a que Rebus asintiera con la cabeza-. Entonces ¿cómo es que los periodistas no dejan de llamar por teléfono para hablar conmigo? Es como si creyeran que esto no va a terminar enseguida.

– Todo lo contrario. Por eso te molestan. Ya verás cómo dentro de un par de días tienen otra cosa en qué pensar. ¿Hay alguno en concreto a quien deseas que espante?

– Uno que habló con Kate no deja de fastidiarla.

– ¿Cómo se llama?

– Kate lo apuntó no sé dónde… -contestó Renshaw mirando en derredor como si el nombre estuviera a mano.

– ¿Junto al teléfono? -aventuró Rebus levantándose y yendo al pasillo.

El aparato estaba en una repisa junto a la puerta de entrada. Lo descolgó y, al no oír ningún sonido, vio que estaba desconectado; lo habría hecho Kate. Al lado había un bolígrafo, pero ningún papel. Miró en la escalera y vio un cuaderno. Había nombres en la primera página.

Volvió a la cocina y puso el cuaderno en la mesa.

– Steve Holly -dijo.

– Ése es -asintió Renshaw.

Siobhan, que estaba sirviendo el té, se detuvo y miró a Rebus. Conocían al tal Steve Holly, que trabajaba para un periódico sensacionalista de Glasgow y ya había resultado muy molesto en otras ocasiones.

– Hablaré con él -dijo Rebus sacando del bolsillo el analgésico.

Siobhan colocó las tazas y se sentó.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó.

– Sí -mintió Rebus.

– John, ¿qué te ha pasado en las manos? -preguntó Renshaw, pero Rebus meneó la cabeza.

– Nada, Allan. ¿Qué tal está el té?

– Bien -contestó su primo sin probarlo, y Rebus le miró pensando en la grabación magnetofónica y en la serenidad de James Bell.

– Derek no sufrió -dijo de forma pausada-. Seguramente ni se enteró.

Renshaw asintió.

– Si no me crees… pronto podrás preguntárselo a James Bell. Él te lo confirmará.

– Creo que no lo conozco -replicó Renshaw negando con la cabeza.

– ¿A James Bell?

– Derek tenía muchos amigos, pero creo que ése no era amigo suyo.

– Pero de Anthony Jarvies sí era amigo, ¿verdad? -preguntó Siobhan.

– Ah, de Tony sí, venía mucho por casa. Se ayudaban en los deberes y escuchaban música.

– ¿Qué clase de música? -preguntó Rebus.

– Jazz sobre todo. Miles Davis, Coleman no-sé-cuántos… No recuerdo los nombres. Derek decía que iba a comprarse un saxo tenor para aprender a tocarlo cuando fuera a la universidad.

– Kate dijo que Derek no conocía al hombre que lo mató. ¿Tú lo conocías, Allan?

– Le había visto en el pub. Era algo… solitario no es la palabra, pero estaba siempre con alguien. A veces desaparecía durante varios días. Iba a hacer montañismo o senderismo. O a lo mejor se iba en esa lancha que tenía.

– Allan… te voy a pedir una cosa, pero si no te parece bien me lo dices.

Renshaw le miró.

– ¿Qué?

– ¿Podría echar un vistazo al cuarto de Derek?

Renshaw encabezó la subida al primer piso seguido de ellos dos y les abrió la puerta, pero él se quedó fuera.

– No he tenido tiempo de… -dijo a modo de excusa.

Era un cuarto pequeño que tenía las cortinas echadas.

– ¿Te importa que descorra las cortinas?

Renshaw se encogió de hombros, sin intención de cruzar el umbral. Rebus descorrió las cortinas y vio que la ventana daba al jardín trasero en el que el paño de cocina seguía tendido y la cortacésped en el mismo sitio. En las paredes había varias fotos en blanco y negro de intérpretes de jazz y fotos arrancadas de revistas de jóvenes elegantes tumbadas. Había estanterías con libros, un aparato de música, un televisor de catorce pulgadas con vídeo. Encima de una mesa había un portátil conectado a una impresora. Apenas quedaba sitio para la estrecha cama. Rebus miró el lomo de algunos compactos: Ornette Coleman, Coltrane, John Zorn, Archie Shepp, Thelonious Monk. Había también música clásica. Un chándal, pantalones cortos y una raqueta de tenis en su funda ocupaban una silla.

– ¿A Derek le gustaba el deporte? -preguntó Rebus.

– Corría mucho y hacía cross.

– ¿Y con quién jugaba al tenis?

– Con Tony y con otros amigos. En eso no salió a mí, desde luego.

Renshaw bajó los ojos hacia su panza y Siobhan le dirigió la sonrisa que suponía que él esperaba. Ella sabía que, dijera lo que dijera, hablaba sin naturalidad, lo que decía procedía de una pequeña parte de su mente, el resto estaba invadido por el horror.

– También le gustaba disfrazarse -añadió Rebus cogiendo una foto enmarcada en la que se veía al muchacho con Anthony Jarvies en uniforme de las FMC.

Renshaw la miró desde la seguridad de la puerta.

– Derek sólo se apuntó por Tony -dijo, y Rebus recordó que el director del instituto había dicho lo mismo.

– ¿Iban alguna vez juntos a navegar? -preguntó Siobhan.

– Puede ser. Kate probó a hacer esquí acuático -añadió Renshaw con voz apagada, abriendo un poco más los ojos-. Fue en la lancha de ese malnacido de Herdman… con otros amigos. Si me lo encuentro…

– Está muerto, Allan -dijo Rebus alargando la mano para tocarle en el brazo y en ese momento le vino el recuerdo de ellos dos jugando a la pelota en el parque de Bowhill; el pequeño Allan se había rasguñado la rodilla y él le puso una hoja de acedera en la herida…

«Tenía una familia, pero los dejé marchar.» Separado, su hija en Inglaterra, y su hermano Dios sabía dónde.

– Pues cuando lo entierren -añadió Renshaw-, pienso desenterrarlo y volverlo a matar.

Rebus le dio un apretón en el brazo y vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Vamos abajo -dijo llevándole hacia la escalera.

Cabían justo los dos en los escalones, uno al lado del otro: dos adultos apoyándose mutuamente.

– Allan -dijo Rebus-, ¿podría llevarme el portátil de Derek?

– El portátil, ¿para qué? No sé, John.

– Sólo un par de días -añadió Rebus-. Te lo devolveré.

Renshaw parecía desconcertado por la petición, como si le costara entenderla.

– Bueno… sí, si crees que…

– Gracias, Allan -dijo Rebus volviendo la cabeza hacia Siobhan, que volvió a subir la escalera.

Rebus llevó a Renshaw al cuarto de estar y lo sentó en el sofá. Su primo cogió un puñado de fotos.

– Tengo que ordenar éstas -dijo.

– ¿Y tu trabajo? ¿Cuántos días tienes de baja?

– Me dijeron que esperara hasta después del entierro. Esta época del año es muy tranquila.

– A lo mejor paso a verte. Ya va siendo hora de que cambie mi viejo coche -dijo Rebus.

– Te trataré bien, ya lo verás -dijo Renshaw mirándole.

Siobhan apareció en la puerta con el portátil bajo el brazo y los cables colgando.

– Tenemos que irnos, Allan -dijo Rebus-. Volveré otro día.

– Cuando quieras, John -contestó Renshaw haciendo un esfuerzo por levantarse y tendiéndole la mano, pero de repente se abrazó a Rebus y le dio palmadas en la espalda.

Rebus correspondió al gesto, no sin dejar de pensar si se notaba lo violento que se sentía. Pero Siobhan miraba discretamente la puntera de sus zapatos como si comprobara si necesitaba cepillarlos. Camino del coche, Rebus se dio cuenta de que estaba sudando y tenía la camisa pegada al cuerpo.

– ¿Hacía calor dentro?

– No mucho -contestó ella-. ¿Aún tienes fiebre?

– Por lo visto -dijo él enjugándose la frente con el reverso del guante.

– ¿Para qué quieres el portátil?

– Por ningún motivo concreto -replicó Rebus mirándola-. Quizá para ver si hay algo sobre el accidente. Cómo se sentía Derek y si alguien le había culpado.

– ¿Aparte de los padres, quieres decir?

Rebus asintió.

– Tal vez. No lo sé -añadió con un suspiro.

– ¿Qué?

– Sólo quiero captar de algún modo cómo era ese chico -contestó pensando en Allan, que quizás en aquellos momentos estaba de nuevo mirando el viejo vídeo para recuperar a su hijo en color con sonido y movimiento.

Un simple sucedáneo restringido a la reducida pantalla del televisor.

Siobhan asintió con la cabeza y se inclinó para dejar el portátil en el asiento trasero del coche.

– Lo entiendo -dijo.

Pero Rebus no estaba tan seguro de que lo entendiera.

– ¿Tú mantienes relación con tus padres? -preguntó.

– Les llamo cada dos semanas.

Rebus sabía que vivían en el sur. En su caso, su madre había muerto joven, y a los treinta y tantos perdió también a su padre.

– ¿No echas de menos a veces un hermano o una hermana? -preguntó.

– Sí, puede que a veces -replicó ella haciendo una pausa-. A ti te habrá sucedido también, ¿no?

– ¿Por qué lo dices?

– No lo sé exactamente -dijo ella pensando-. Me da la impresión de que en determinado momento decidiste que la familia era un peligro que podía hacer mella en tu fortaleza.

– Como supongo que ya te has figurado, nunca he sido muy dado a besos y abrazos.

– Tal vez, pero acabas de dar un abrazo a tu primo.

Rebus ocupó el asiento del pasajero y cerró la portezuela. El analgésico le envolvía el cerebro en burbujas.

– Arranca -dijo.

– ¿Adónde vamos? -preguntó ella metiendo la llave de contacto.

Rebus se acordó de algo.

– Saca el móvil y llama a la caseta prefabricada del colegio.

Siobhan marcó el número y le pasó el teléfono. Cuando contestaron, Rebus dijo que avisaran a Grant Hood.

– Grant, soy John Rebus. Oye, necesito el número de Steve Holly.

– ¿Por algún motivo concreto?

– Está acosando a la familia de una de las víctimas. Quería darle un aviso.

Hood carraspeó. Rebus recordó el mismo sonido en la cinta magnetofónica y se preguntó si se estaba convirtiendo en una costumbre en él. Rebus repitió las cifras del teléfono a medida que se las decía para que Siobhan fuera apuntándolas.

– Un momento, John. El jefe quiere hablar contigo -dijo Hood refiriéndose a Hogan.

– Bobby, ¿hay algo nuevo sobre las cuentas bancarias? -preguntó Rebus.

– ¿Cómo?

– Las cuentas bancarias. Si hay algún ingreso importante. ¿Tengo que recordarte de quién?

– Ahora olvídate de eso -replicó Hogan circunspecto.

– ¿Qué sucede? -inquirió Rebus.

– Parece ser que lord Jarvies metió en la cárcel a un viejo amigo de Herdman.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

– El año pasado. Es un tal Robert Niles, ¿te suena de algo?

– ¿Robert Niles? -repitió Rebus frunciendo el ceño. Siobhan asintió e hizo un gesto de cortar el cuello con la mano-. ¿El que degolló a su mujer?

– El mismo -contestó Hogan-. Recurrió el veredicto de culpabilidad y la sentencia de prisión perpetua del juez Jarvies. Bien, pues acabo de saber que Herdman visitó regularmente a Niles desde entonces.

– ¿Eso fue hace… nueve o diez meses?

– Le encerraron en Barlinnie, pero se volvió loco, atacó a otro recluso y luego se quiso cortar las venas.

– ¿Y dónde está ahora?

– En el hospital psiquiátrico de Carbrae.

– ¿Crees que Herdman fue a por el hijo del juez? -preguntó Rebus pensativo.

– Cabe la posibilidad; venganza, ya sabes.

Sí, venganza. La palabra planeaba ya sobre los dos jóvenes muertos.

– Voy a ir a verle -añadió Hogan.

– ¿A Niles? ¿Se puede hablar con él?

– Parece que sí. ¿Quieres acompañarme?

– Bobby, es un honor. ¿Por qué yo?

– Porque Niles es un ex SAS, John. Estuvo en el regimiento en la misma época que Herdman. Si alguien sabe lo que pensaba Herdman, es él.

– ¿Vamos a visitar a un asesino encerrado en un manicomio? Qué suerte.

– John, la oferta está en pie.

– ¿Cuándo vamos?

– He pensado en mañana a primera hora. Son dos horas en coche.

– Me apunto.

– Así me gusta. Quién sabe, a lo mejor tú le sacas algo… empatía y esas cosas.

– ¿Por qué?

– Hombre, creo que al verte las manos se sentirá identificado con otro sufridor.

Rebus oyó cómo Hogan reía entre dientes y le pasó el teléfono a Siobhan, que cortó la comunicación.

– Lo he oído casi todo -dijo, e inmediatamente el teléfono volvió a sonar.

Era Gill Templer.

– ¿Cómo es que Rebus no contesta nunca el teléfono? -bramó Templer.

– Creo que lo ha desconectado. No puede pulsar las teclas -respondió Siobhan mirándole.

– Tiene gracia; a mí siempre me ha parecido que es lo que mejor se le da.

Siobhan sonrió, «especialmente las suyas», pensó.

– ¿Quiere hablar con él? -preguntó.

– Quiero que volváis aquí los dos inmediatamente y sin excusas -dijo Templer.

– ¿Qué ha sucedido?

– Tenéis problemas. Eso es lo que ha sucedido. Y de los gordos… -dijo Templer sin añadir nada más, aunque Siobhan se imaginó a qué se refería.

– ¿La prensa?

– Bingo. Alguien se ha enterado del caso, pero con algunos elementos accesorios que quiero que John me aclare.

– ¿Qué clase de elementos accesorios?

– Le vieron salir del pub en compañía de Martin Fairstone e irse con él a su casa. Y le vieron cuando salía de allí bastante más tarde, precisamente poco antes de que se declarara el incendio. El periódico que lo publica está dispuesto a continuar la historia.

– Vamos para allá.

– Aquí os espero.

La comunicación se interrumpió y Siobhan arrancó.

– Tenemos que volver a St Leonard -dijo, y le explicó a Rebus la conversación.

– ¿Qué periódico es? -se limitó a preguntar él al cabo de un largo silencio.

– No se lo pregunté.

– Vuelve a llamarla.

Siobhan le miró, pero marcó el número.

– Dame el teléfono, no vayamos a tener un accidente -dijo Rebus imperioso.

Cogió el móvil, se lo acercó al oído y dijo que le pusieran con la jefa suprema.

– Soy John -dijo cuando Templer contestó a la llamada-. ¿Quién firma el artículo?

– Ese tal Steve Holly, un reportero más tozudo que un perro de presa.

Capítulo 6

– Sabía que no sonaría bien -dijo Rebus a Templer-. Por eso no dije nada.

Estaban en el despacho de Gill Templer en la comisaría de St Leonard. Ella, sentada; él, de pie. Templer tenía en una mano un lápiz afilado que no cesaba de mover, mirando la punta y tal vez sopesando la posibilidad de usarlo como arma.

– Me mentiste.

– Solamente omití algunos detalles, Gill.

– ¿«Algunos detalles»?

– Irrelevantes.

– ¡Como el de ir a su casa!

– A tomar una copa.

– ¿Con un delincuente que acosaba a tu mejor colega? ¿Que te denunció por agresión?

– Estuvimos charlando. No discutimos ni nada por el estilo -dijo Rebus haciendo ademán de cruzar los brazos, pero sintió que aumentaba la presión en las manos y volvió a dejarlos colgar-. Pregunta a los vecinos si oyeron a alguien alzar la voz. Te aseguro que no. No hicimos más que beber whisky en el cuarto de estar.

– ¿En la cocina no?

Rebus negó con la cabeza.

– No entré para nada en la cocina.

– ¿A qué hora te fuiste?

– Ni idea. Seguramente pasada la medianoche.

– O sea, poco antes del incendio.

– Mucho antes.

Ella le miró.

– Gill, cuando me marché él estaba como una cuba. Son cosas que pasan: le entraría hambre, puso la freidora al fuego y se durmió. O quemaría el sofá con el cigarrillo.

Templer comprobó con la yema del dedo lo afilado que estaba el lápiz.

– ¿Me expongo a mucho? -preguntó Rebus por romper el silencio.

– Depende de Steve Holly. Él pone la música y se supone que nosotros tenemos que tomar medidas.

– ¿Suspenderme del servicio, por ejemplo?

– Lo he pensado.

– Sí, supongo que no puedo reprochártelo.

– Muy generoso por tu parte, John. ¿Por qué fuiste a su casa?

– Me invitó. Me imagino que le gustaba jugar. Es lo que hacía con Siobhan. Yo le seguí el juego. Estuvimos bebiendo y él me contó sus batallitas… Supongo que disfrutaba a su manera.

– ¿Y tú qué pensabas ganar con ello?

– No lo sé muy bien… Pensé que así dejaría de molestar a Siobhan.

– ¿Te pidió ella ayuda?

– No.

– No, claro que no. Ella sabe defenderse sola.

Rebus asintió con la cabeza.

– Entonces, ¿es simple coincidencia?

– Fairstone era un desastre anunciado. Es una suerte que no causase la muerte de alguien más.

– ¿Una suerte?

– A mí no me va a quitar el sueño, Gill.

– No, claro, supongo que eso sería mucho pedir.

Rebus enderezó la espalda y se amparó en el silencio mientras Templer tuvo un sobresalto al ver que se había hecho sangre en la yema del dedo con la punta del lápiz.

– Es el último aviso, John -dijo bajando la mano para no hacer evidente en su presencia aquel descuido.

– Muy bien, Gill.

– Y cuando digo el último, es el último.

– Entiendo. ¿Quieres que te traiga una tirita? -preguntó él con la mano en el pomo de la puerta.

– Quiero que te vayas.

– ¿Seguro que no quieres…?

– ¡Fuera!

Rebus cerró la puerta al salir y sintió que volvían a responderle los músculos de las piernas. Siobhan estaba a dos metros de la puerta del despacho y enarcó una ceja. Él correspondió con un gesto torpe alzando ambos pulgares y ella meneó despacio la cabeza como diciendo «No sé cómo has podido salir con bien de ésta».

Tampoco él lo sabía muy bien.

– Te invito a algo -le dijo a Siobhan-. ¿Qué tal un café en la cantina?

– No eludas la cuestión.

– Me ha dado un último aviso. Desde luego, no es el gol de la victoria en la final de Hampden.

– ¿Sólo un saque de banda en Easter Road?

Rebus sonrió y sintió dolor en la mandíbula: la tensión sostenida exacerbada por la sonrisa.

Vieron que en la planta de abajo había alboroto y mucha gente esperando delante de los cuartos de interrogatorio a que fueran quedando libres; Rebus reconoció caras del DIC de Leith, hombres de Hogan, y cogió a un agente del codo.

– ¿Qué pasa?

El interpelado le miró furioso pero cambió de expresión al reconocerle. Era el agente Pettifer que apenas llevaba medio año en Homicidios y estaba endureciéndose a ojos vistas.

– Como en Leith ya no queda sitio -contestó Pettifer- los hemos traído aquí para interrogarlos.

Rebus miró a su alrededor y vio tipos de mala catadura, mal vestidos y de pelo descuidado, una buena selección del hampa de Edimburgo. Confidentes, heroinómanos, descuideros, timadores, ladrones, matones y alcohólicos. La comisaría apestaba con aquella humanidad heterogénea y resonaban por doquier sus protestas airadas sazonadas con el acento de los bajos fondos. Protestaban por todo. ¿Y los abogados? ¿No había nada de beber? Todos querían ir a mear. ¿Por qué los habían traído allí? ¿Y los derechos humanos? Era indignante aquel país fascista.

Los agentes de uniforme y de paisano intentaban mantener un sucedáneo de orden, anotaban nombres y datos y les designaban un cuarto o un banco para tomarles declaración, sin hacer caso de sus protestas.

Los más jóvenes, aún no domeñados por la ley, mantenían una actitud arrogante, y fumaban a pesar de los letreros de prohibición. Rebus cogió el pitillo a uno que llevaba una gorra de béisbol a cuadros con la visera apuntando hacia arriba, y pensó que alguna ráfaga del viento edimburgués haría salir la gorra volando como un frisbee.

– Yo no he hecho nada -dijo el joven moviendo un hombro-. Todos dicen lo mismo: yo no tengo nada que ver con los tiros, jefe, se lo juro. Páselo, ¿eh? Que lo disfrute -añadió con un guiño de serpiente refiriéndose al cigarrillo arrugado.

Rebus asintió con la cabeza y se alejó.

– Bobby busca al posible proveedor de las armas y ha hecho una redada entre lo mejorcito que hay -comentó Rebus a Siobhan.

– Me pareció ver alguna cara conocida.

– Sí, y no precisamente de un concurso de belleza -añadió Rebus mirando a los detenidos, todos hombres.

Era fácil verles como escoria social y sentir cierta compasión. Eran personas con un destino marcado, hombres criados en ambientes donde sólo se respeta la codicia y el miedo, con vidas predestinadas desde un principio.

Rebus estaba convencido de ello. Había visto familias en las que los hijos se habían descarriado creciendo indiferentes a cuanto no fuese las estrictas reglas de supervivencia en lo que a su entender era una jungla. Su insensibilidad era casi genética; la crueldad hace gente cruel. Él había conocido a los padres y a los abuelos de algunos de aquellos jóvenes delincuentes, que también llevaban la delincuencia en la sangre, y a quienes sólo la edad curaba de su reincidencia. Los hechos eran así, pero había un problema: cuando él y sus colegas debían intervenir, el mal ya estaba hecho, y en muchos casos era irreversible. Por eso era tan escaso el margen para la compasión y sólo cabía extirparlo.

Y luego estaban los tipos como Johnson Pavo Real, así llamado por las camisas que usaba, capaces de despejar de golpe al más borracho apenas verlas. Johnson era un hampón de tres al cuarto con ínfulas. Ganaba dinero y lo gastaba, y encargaba esas camisas a un sastre fino de la Ciudad Nueva. El tal Johnson gastaba a veces sombrero flexible y se había dejado crecer un bigotito negro, pensando probablemente en Kid Creole. Sabía que tenía una buena dentadura -detalle que le diferenciaba de sus iguales- y sonreía pródigamente. Johnson era un espectáculo.

A Rebus le constaba que rondaría los cuarenta, pero fácilmente, según estado de ánimo y vestimenta, aparentaba diez años menos. Johnson iba a todas partes acompañado de un retrasado llamado Demonio Bob que lucía una especie de uniforme consistente en gorra de béisbol, cazadora de motorista, vaqueros negros con bolsas en las rodillas y zapatillas de deporte gigantescas. Sin contar las sortijas de oro, brazaletes con su nombre en ambas muñecas y cadenas a guisa de collares. Tenía un rostro ovalado granujiento y una boca casi permanentemente abierta que le daba aspecto de perpetua perplejidad. Algunos comentaban que era hermano de Johnson, cosa que a Rebus le hacía pensar que si era cierto, sería por algún cruel experimento genético. El Pavo Real alto y casi elegante tenía a un bruto por adlátere.

En cuanto a lo de Demonio, era evidente que se trataba de un simple mote.

En el momento en que Rebus los vio estaban separándolos. A Bob iba a interrogarle un policía en la planta de arriba, donde había ya espacio disponible, y de Johnson se hacía cargo el agente Pettifer en el cuarto de interrogatorios número I. Rebus miró a Siobhan y se abrió paso entre los detenidos.

– ¿Le importa que esté yo presente? -preguntó con el consiguiente aturdimiento del joven agente, a quien sonrió para tranquilizarle.

– Señor Rebus. Qué agradable sorpresa -dijo Johnson tendiendo una mano.

Rebus le hizo caso. No quería que un delincuente como Johnson se enterara de que Pettifer era nuevo en el cuerpo y al mismo tiempo tenía que convencer al joven agente de que no albergaba ninguna torva intención, de que no estaba allí para vigilarle. La única manera de hacerlo era sonriéndole otra vez y es lo que hizo.

– Muy bien -dijo Pettifer decidiéndose.

Entraron los tres al cuarto de interrogatorios al tiempo que Rebus alzaba el índice en dirección de Siobhan confiando en que comprendiera que quería que le esperase.

El cuarto número I era pequeño y su atmósfera viciada apestaba al olor corporal de por lo menos seis sospechosos; las ventanas, situadas a bastante altura en una de sus paredes, no se podían abrir. En una mesita había una grabadora, un botón de alarma detrás y una cámara de vídeo en una repisa encima de la puerta.

Pero aquel día no grababan porque los interrogatorios eran informales, la buena voluntad era prioritaria. Pettifer sólo iba provisto de un par de hojas en blanco y un bolígrafo; previamente habría leído el expediente de Johnson, pero no lo tenía allí.

– Siéntese, por favor -dijo Pettifer.

Johnson limpió el asiento con un pañuelo rojo antes de acomodarse con morosa teatralidad.

Pettifer se sentó enfrente de él y, al ver que no había silla para Rebus, hizo ademán de levantarse, pero Rebus negó con la cabeza.

– Me quedaré de pie, si no le importa -dijo, recostándose en la pared con los pies cruzados y las manos en los bolsillos de la chaqueta.

Se había situado de forma que Pettifer le viera y que Johnson tuviera que volverse para hacerlo.

– ¿Está aquí como estrella invitada, señor Rebus? -dijo Johnson con una sonrisita.

– A ti se te da tratamiento de vip, Pavo Real.

– El Pavo Real siempre viaja en primera, señor Rebus -replicó él satisfecho, reclinándose en el respaldo con las manos cruzadas.

Llevaba el pelo de color negro azabache peinado hacia atrás y se le rizaba en la nuca. Aquel día no chupaba el habitual bastoncillo de cóctel, sino que mascaba chicle.

– Señor Johnson -comenzó a decir Pettifer-, supongo que sabe por qué está aquí.

– Porque están interrogando a todos los tíos sobre ese tiroteo. Ya le he dicho al otro poli, y no me cansaré de repetirlo, que eso no es lo mío. Matar críos es una maldad -añadió meneando despacio la cabeza-. Saben que si pudiera les ayudaría, y me han traído aquí con un falso pretexto.

– Anteriormente ha estado implicado en asuntos de armas de fuego, señor Johnson, y hemos pensado que quizá podría estar al corriente de algo que haya sucedido. ¿No habrá oído algo, un rumor quizá sobre alguien nuevo en el mercado?

Pettifer hablaba con seguridad aunque, en el fondo, podía ser simple fachada y estar temblando por dentro como una hoja; pero daba buena impresión y eso era lo que contaba, pensó Rebus complacido.

– Johnson Pavo Real no es precisamente un soplón, señoría. Pero en este caso, le aseguro que si me entero de lo que sea se lo diré inmediatamente. Pierdan cuidado. Y, para su información, yo me dedico al negocio de armas de imitación para coleccionistas, respetables caballeros de la industria y cargos por el estilo. Cuando las autoridades ilegalicen el negocio, pueden estar seguros de que Pavo Real cesará sus actividades.

– ¿Nunca ha vendido a alguien armas de fuego ilegales?

– Nunca.

– ¿Ni conoce a nadie que pueda venderlas?

– Como le dije antes, no soy un soplón.

– ¿Y no conoce a alguien capaz de reactivar esas armas que usted vende a coleccionistas?

– Ni idea, señoría.

Pettifer asintió con la cabeza y miró las hojas que seguían tan en blanco como al principio, momento que aprovechó Johnson para volver la cabeza hacia Rebus.

– ¿Qué tal le sienta volver a segunda clase, señor Rebus?

– Me gusta. El público suele tener costumbres más limpias.

– Vaya, vaya… -replicó Johnson esbozando una sonrisa y levantando un dedo-. No me gusta que funcionarios engreídos ensucien mi salón vip.

– Ya verás lo bien que vas a estar en Barlinnie, Pavo Real -replicó Rebus-. O dicho de otro modo, ya verás cómo vuelves locos a los chicos. La elegancia suele tener buena aceptación en la cárcel.

– Señor Rebus… -dijo Johnson agachando la cabeza y lanzando un suspiro-, las vendettas son muy feas. Pregunte a los italianos.

Pettifer se acomodó en la silla y sus pies rascaron el suelo.

– Tal vez podríamos volver a la pregunta dónde cree usted que Lee Herdman se procuró las armas -dijo.

– Actualmente casi todas son made in China, ¿no es cierto? -respondió Johnson.

– Me refiero -prosiguió Pettifer con leve tono de irritación- a quién recurriría una persona para hacerse con ellas.

Johnson se encogió exageradamente de hombros.

– ¿Por la culata y el gatillo? -Se rio de su propio chiste, carcajeándose en el silencio de la sala. Luego se revolvió en la silla, intentando poner cara solemne-. La mayoría de los armeros operan en Glasgow. A esos tíos es a quienes tendrían que preguntar.

– Ya lo están haciendo nuestros compañeros de allí -dijo Pettifer-. Pero, entretanto, ¿se le ocurre alguien en particular a quien debamos interrogar?

– A mí que me registren -contestó Johnson encogiéndose de hombros.

– Agente Pettifer, no lo dude, hágalo -comentó Rebus yendo hacia la puerta-. Tómele la palabra.

Fuera no había cesado el barullo y no había rastro de Siobhan. Rebus pensó que estaría en la cantina, pero en vez de ir a buscarla subió a la primera planta y miró en un par de cuartos de interrogatorio hasta dar con Demonio Bob, de quien se ocupaba en mangas de camisa el sargento George Silvers. En St Leonard llamaban a Hi-Ho Silvers. Era un viejo veterano que esperaba la jubilación con tanta ansia como un autoestopista a un camión. Silvers le saludó escuetamente con una inclinación de cabeza. Tenía una lista con doce preguntas y pretendía plantearlas y que le contestaran, para que aquel ejemplar que tenía enfrente fuera devuelto a la calle. Bob vio que Rebus cogía una silla y se sentaba entre ellos dos con la rodilla casi pegada a la suya, y se puso nervioso.

– Acabo de charlar con Pavo Real -dijo Rebus sin inmutarse por haber interrumpido una de las preguntas de Silvers-. Debería cambiar el nombre por el de Canario.

– ¿Por qué dice esto? -preguntó Bob con cara de bobo.

– ¿Tú qué crees?

– No lo sé.

– ¿Qué hacen los canarios?

– Vuelan… viven en los árboles.

– Viven en la jaula de tu abuela, imbécil, y cantan.

Bob reflexionó sobre aquello. A Rebus casi le pareció oír sus atrofiados mecanismos cerebrales. Era pura comedia en muchos malhechores que no eran nada tontos, pero Bob o bien era Robert de Niro en plena aplicación del método o no sabía actuar.

– ¿Qué? -replicó y, al ver la mirada de Rebus, añadió-: ¿Qué es lo que cantan?

No, no era Robert de Niro.

– Bob -añadió Rebus apoyando los codos en las rodillas e inclinándose hacia el joven-, si sigues con Johnson vas a pasarte media vida entre rejas.

– ¿Y?

– ¿No te importa?

Al decirlo comprendió que era una pregunta ociosa; lo corroboraba la mirada de suficiencia de Silvers. Para aquel tipo, la cárcel no sería más que otra etapa de aturdimiento que no ejercería sobre él el menor efecto.

– Johnson y yo somos socios.

– Ah, claro, y seguro que te da el cincuenta por ciento. Vamos, Bob… -añadió Rebus con una sonrisa de complicidad-. Te está atando la soga al cuello. Con una enorme sonrisa, cegándote con sus dientes perfectos. Te va a traicionar, y cuando la cosa se ponga fea, ¿quién va a pagar el pato? Para eso te tiene a su lado. Tú eres el monigote que recibe la tarta en la cara en la comedia. ¡Las armas las compráis y vendéis los dos, por Dios bendito! ¿Crees que no os tenemos en el punto de mira?

– Son réplicas para coleccionistas -espetó Bob, como quien recuerda una lección y la repite de memoria.

– Ah, claro, todos quieren tener unos cuantos Glock 17 y Walther PPK de imitación para adornar su chimenea.

Rebus se incorporó. No sabía si iba a poder hacérselo entender a Bob. Tenía que haber algo, un punto débil. Pero aquel fulano era amorfo como una pasta aguada que por más que se amase no acaba de adquirir forma. Hizo un último intento.

– Bob, un día de éstos un chaval va a sacar una de esas réplicas vuestras y lo van a tumbar de un tiro creyendo que es auténtica. Sucederá cualquier día.

Se dio cuenta de que había puesto cierta emoción en sus palabras. Silvers le observaba, empezando a preguntarse qué se traía entre manos. Rebus le miró, se encogió de hombros y se levantó.

– Piénsalo, Bob; hazme ese favor -añadió tratando de mirarle a los ojos, pero el joven miraba a las luces del techo, boquiabierto, como si fueran fuegos artificiales.

– Yo nunca he ido al teatro -estaba diciéndole a Silvers cuando Rebus salía.

* * *

Siobhan, al ver que Rebus la dejaba plantada, había ido al DIC. La sala estaba llena de policías sentados a las mesas de sus colegas de St Leonard interrogando a los detenidos. Vio que habían apartado a un lado el monitor del ordenador de su mesa y que la bandeja de la correspondencia estaba en el suelo. El agente David Hynds tomaba notas de lo que decía un joven con pupilas reducidas a puntas de alfiler.

– ¿Qué pasa con tu mesa? -preguntó Siobhan.

– La sargento Wylie hizo valer su jerarquía -respondió Hynds señalando con la cabeza hacia Ellen Wylie, que, sentada a la mesa y preparada para el siguiente interrogatorio, alzó la vista al oír su nombre y sonrió.

Siobhan le devolvió la sonrisa. Wylie pertenecía a la comisaría del West End y tenía su mismo rango, pero llevaba más años en el cuerpo, lo que las hacía posibles rivales en el escalafón. Optó por meter en un cajón la bandeja de la correspondencia, fastidiada por aquella invasión. La comisaría de cada cual era como un feudo particular, y no se sabía lo que los invasores podían llevarse.

Al coger la bandeja vio con el rabillo del ojo un sobre blanco que sobresalía de un montón de informes grapados. Lo cogió y guardó la bandeja en el único cajón hondo de la mesa, lo cerró y echó la llave. Hynds estaba mirándola.

– De aquí no necesitas nada, ¿verdad? -preguntó ella, y Hynds negó con la cabeza, quizás esperando una explicación.

Pero Siobhan se alejó y bajó a la máquina de refrescos. Allí estaba todo más tranquilo; en el aparcamiento había un par de policías de las otras comisarías tomándose un descanso, fumando y contando chistes. No vio a Rebus, de modo que se quedó junto a la máquina y abrió la lata helada. Notó el azúcar en los dientes y acto seguido en el estómago; miró la lista de ingredientes del bote y recordó que los libros sobre ataques de pánico recomendaban prescindir de la cafeína. Se había propuesto hacer un hueco en sus preferencias al café descafeinado y también sabía que hacían refrescos sin cafeína; otra cosa que evitar era la sal, por la tensión y todo eso. El alcohol, tomado con moderación, no era problema. Se preguntó si una botella de vino por la noche después del trabajo podía calificarse de «moderada»; no estaba muy segura. La cuestión era que si bebía sólo media botella, el vino se echaba a perder para el día siguiente. Tomó mentalmente nota de explorar la posibilidad de comprar medias botellas.

Se acordó del sobre y lo sacó del bolsillo. Estaba escrito a mano, más bien garabateado. Puso el bote encima de la máquina y comenzó a abrir el sobre, con un mal presentimiento. Vio que no era más que una hoja de papel. Menos mal: ni cuchillas de afeitar ni vidrios. Había tantos chalados capaces de… Desdobló el papel y vio escrito en torpes letras de molde: ESPERO VERLA DE NUEVO, EN EL INFIERNO, MARTY.

El nombre estaba subrayado. Se le aceleró el pulso. No le cabía duda de que Marty era Martin Fairstone. Pero Fairstone no era más que un simple montón de huesos y ceniza guardado en un laboratorio. Examinó el sobre. La dirección y el código postal eran correctos. ¿Sería alguna broma? ¿De quién? ¿Quiénes sabían lo del acoso de Fairstone? Rebus y Templer… ¿alguien más? Recordó que hacía unos meses le habían dejado un mensaje en el salvapantallas de su ordenador y que, por fuerza, tenía que ser alguien del DIC, uno de sus supuestos compañeros. Pero los mensajes habían cesado. A su lado trabajaban Davie Hynds y George Silvers y muchas veces también Grant Hood; otros agentes sólo lo hacían de vez en cuando. Pero ella no le había contado a nadie lo de Fairstone. Vamos a ver… cuando Fairstone había ido a presentar la denuncia, ¿se había registrado formalmente? No, creía que no. Pero en las comisarías hay mucho cotilleo y era difícil guardar un secreto.

Se percató de que estaba mirando a través de la puerta de cristal y de que aquellos dos policías del aparcamiento la observaban intrigados al verla allí inmóvil mirando hacia fuera como hipnotizada. Forzó una sonrisa y meneó la cabeza dando a entender que estaba ensimismada pensando en algo.

No sabía qué hacer y, a falta de otra cosa, sacó el móvil para simular que comprobaba si había mensajes, pero decidió hacer una llamada y marcó un número de memoria.

– Ray Duff al habla.

– Ray, ¿estás muy ocupado?

Sabía cuál iba a ser la respuesta: un suspiro prolongado. Duff era de la Policía Científica y trabajaba en los laboratorios forenses de Howdenhall.

– Pues aparte de analizar si todas las balas del colegio Port Edgar corresponden a la misma pistola, examinar la configuración de las salpicaduras de sangre y los restos de pólvora, los ángulos balísticos, etcétera…

– Así justificamos tu empleo. ¿Qué tal el MG?

– Una maravilla. ¿Sigue en pie la oferta de dar un garbeo un fin de semana?

La última vez que habían hablado, Duff acababa de reconstruir un modelo especial de 1973.

– Tal vez cuando el tiempo mejore.

– Tiene capota, ¿sabes?

– Pero no es lo mismo, ¿no crees? Oye Ray, ya sé que estás a tope de trabajo con la investigación del colegio, pero ¿no podrías hacerme un pequeño favor?

– Siobhan, sabes que voy a decir que no. Todo el mundo quiere esto resuelto y sin cabos sueltos.

– Ya lo sé. Yo también trabajo en el caso.

– Tú y toda la policía de Edimburgo. -Otro suspiro-. Sólo por curiosidad, ¿de qué se trata?

– ¿Entre nosotros?

– Por supuesto.

Siobhan miró a su alrededor. Los dos policías de afuera ya no la miraban. A unos siete metros de ella, en la cantina, había agentes sentados a una mesa comiendo sándwiches y tomando té. Se volvió de espaldas de cara a la máquina.

– He recibido un anónimo.

– ¿Con amenazas?

– Más o menos.

– Tienes que enseñárselo a alguien.

– He pensado que lo veas tú por si llegas a alguna conclusión.

– Siobhan, me refería a que debes dar parte a tu jefa. Es Gill Templer, ¿verdad?

– Sí, pero en este momento no soy precisamente su alumna predilecta. Además, está desbordada.

– ¿Y yo no?

– Sólo un vistazo rápido, Ray. A lo mejor no es nada.

– Pero en plan oficioso, ¿no es eso?

– Exacto.

– Pues es un error. Si es un caso de amenazas debes denunciarlo, Siob.

Otra vez el diminutivo. Cada vez había más gente que lo utilizaba; pero pensó que no era el momento de decirle que no le gustaba que la llamara así.

– Ray, la cuestión es que lo firma un muerto.

Se hizo un silencio.

– De acuerdo -dijo al fin Duff-. Te escucho.

– ¿Una casa de protección en Gracemount, en que se incendió una freidora?

– Ah, sí, el señor Martin Fairstone. También he intentado trabajar en ese caso.

– ¿Has averiguado algo?

– Todavía no, porque han dado prioridad a lo de Port Edgar y Fairstone ha bajado puestos en la lista.

Siobhan sonrió por la analogía con los éxitos musicales de los que ellos hablaban muchas veces y, efectivamente, oyó que añadía:

– Por cierto, Siob, ¿quiénes son los tres tops escoceses de rock y pop?

– Ray…

– Vamos, di. No vale pensar; los primeros que te vengan a la cabeza.

– ¿Rod Stewart, Big Country y Travis?

– ¿Y Lulu y Annie Lennox?

– Ya sabes que yo no entiendo mucho, Ray.

– Es curioso que citaras a Rod Stewart.

– Cárgalo a la cuenta del inspector Rebus, que me prestó algunos de sus primeros discos -respondió ella forzando un suspiro-. Bueno, ¿me vas a ayudar o no?

– ¿Cuánto tardarás en enviármelo?

– Lo tendrás ahí antes de una hora.

– Bien, me quedaré a hacer horas extra. ¿Ni eso te ablandará?

– ¿Te he dicho alguna vez que eres guapísimo, y muy listo?

– Sólo cuando me pides un favor.

– Eres un ángel, Ray. En cuanto sepas algo, dímelo.

– Ven a dar una vuelta en coche alguna vez -añadió Duff antes de que ella colgara.

Siobhan cruzó la cantina con el sobre hasta recepción.

– ¿Tiene ahí por casualidad una bolsa de pruebas? -preguntó al sargento de guardia.

– Puedo ir a por una arriba -dijo el hombre después de mirar en un par de cajones.

– ¿No hay sobres de efectos personales?

El sargento volvió a agacharse y sacó un sobre amarillo tamaño folio de debajo del mostrador.

– Muy bien -dijo Siobhan metiendo la carta en el sobre; escribió en él el nombre de Duff y la palabra URGENTE, y su nombre en el dorso.

Volvió a cruzar la cantina y salió al aparcamiento; como ya habían vuelto a entrar los dos fumadores no tendría que dar ninguna explicación por haber estado mirándolos abstraída. Vio que dos agentes subían a un coche patrulla.

– ¡Eh, muchachos! -exclamó, y al acercarse vio que el copiloto era John Masón, a quien en la comisaría apodaban Perry. Conducía Toni Jackson.

– Hola, Siobhan. Te echamos de menos el viernes -dijo la agente Jackson.

Siobhan hizo un gesto de disculpa. Toni y otras agentes salían todos los viernes de marcha y ella era la única de mayor rango a quien aceptaban en la pandilla.

– ¿Me perdí algo bueno? -preguntó.

– Lo pasamos en grande. El hígado todavía se está recuperando.

Masón la miró intrigado.

– ¿Qué hiciste?

– Ya te gustaría saberlo -replicó ella con un guiño-. ¿Qué quieres, Siobhan, que hagamos de carteros? -añadió señalando el sobre con la barbilla.

– ¿Podríais llevar esto al laboratorio forense de Howdenhall? Entregadlo en mano si es posible -añadió indicando con el dedo el nombre de Duff.

– Tenemos que ir a un par de sitios pero casi nos viene de paso.

– Dije que lo recibiría antes de una hora.

– Con Toni al volante no hay problema -comentó Masón.

– Siobhan -dijo Toni Jackson sin hacer caso a Masón-, me han dicho que te han relegado a chófer.

– Sólo por unos días -dijo ella torciendo ligeramente el gesto.

– ¿Qué le ha pasado a Rebus en las manos?

– No lo sé, Toni. ¿Qué se rumorea por ahí? -añadió Siobhan mirando a Jackson.

– De todo… Desde que hubo un combate de boxeo hasta que fue culpa de una sartén.

– Una cosa no excluye a la otra necesariamente.

– En el inspector Rebus no hay nada que excluya una cosa de otra -comentó Toni Jackson sonriendo irónicamente y tendiendo la mano para coger el sobre-. Tienes tarjeta amarilla, Siobhan.

– Bueno, si queréis iré este viernes.

– ¿Prometido?

– Lo juro por el DIC.

– O sea, que ya veremos.

– Ya sabes, Toni, que siempre surge algo.

Toni Jackson miró por encima del hombro de Siobhan.

– Hablando del rey de Roma -dijo cogiendo el volante.

Siobhan se dio la vuelta y vio a Rebus mirando desde la puerta. No sabía cuánto tiempo haría que estaba allí y si la habría visto entregando el sobre. El motor se encendió y Siobhan se apartó mirando cómo se alejaba el coche. Rebus, que acababa de abrir una cajetilla, sacó un cigarrillo con los dientes.

– Es sorprendente la capacidad de adaptación del ser humano – comentó Siobhan acercándose a él.

– Trato simplemente de ampliar mi repertorio -dijo Rebus-. Pienso probar a tocar el piano con la nariz -añadió logrando encender el mechero al tercer intento e inhalando humo.

– Por cierto, gracias por dejarme al margen -dijo ella.

– No se trataba de eso.

– Quiero decir que…

– Ya sé. Ya sé -la interrumpió él-. Sólo quería oír qué alegaba Johnson.

– ¿Johnson?

– Johnson Pavo Real -contestó Rebus y, al ver que Siobhan le miraba extrañada, añadió-: él se hace llamar así.

– ¿Por qué?

– ¿No te has fijado en cómo viste?

– Quiero decir que por qué querías estar presente en el interrogatorio.

– Porque es un fulano que me interesa.

– ¿Por algún motivo en particular?

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Quién es ese Johnson? -añadió Siobhan-. ¿Debería conocerle?

– Es un malhechor de poca monta, pero a veces ésos son los más peligrosos. Vende armas de imitación al mejor postor y puede que trafique con armas auténticas. Compra objetos robados, distribuye drogas blandas, algo de hachís…

– ¿Dónde opera?

Rebus pareció pensarlo.

– Por Burdiehouse.

– ¿Burdiehouse? -repitió Siobhan, que conocía de sobra sus respuestas evasivas.

– En esa dirección -añadió él señalando con el cigarrillo sin quitárselo de la boca.

– Bueno, puedo buscarlo en los archivos -dijo ella mirándole a los ojos hasta que Rebus parpadeó.

– En Southhouse o Bourdiehouse; por ahí -añadió él expulsando humo por la nariz como un toro acorralado.

– Es decir, cerca de Gracemount.

– Más o menos -replicó él encogiéndose de hombros.

– O sea, que opera en el barrio en que vivía Fairstone… ¿Cabe la posibilidad de que dos tipos como ellos no se conocieran?

– A lo mejor se conocían.

– John…

– ¿Qué había en ese sobre?

En ese momento fue ella la que puso cara de póquer.

– No cambies de tema -replicó.

– El tema está cerrado. ¿Qué había en el sobre?

– Nada que deba preocupar a tu linda cabecita, inspector Rebus.

– Ahora sí que me preocupa.

– En serio que no era nada.

Rebus hizo una pausa y asintió despacio con la cabeza.

– Porque tú sabes defenderte sola, ¿verdad?

– Exactamente.

Rebus agachó la cabeza, dejó caer la colilla al suelo y la aplastó con el pie.

– ¿Sabes que mañana no te necesito? -dijo.

Ella asintió con la cabeza.

– Procuraré que las horas no se me hagan interminables -replicó.

Rebus trató inútilmente de encontrar una réplica.

– Bien, vamos a escaquearnos antes de que Gill Templer busque otro pretexto y nos eche la bronca -dijo dirigiéndose al coche de ella.

– Muy bien -dijo Siobhan-, y mientras yo conduzco tú me cuentas todo lo que sepas sobre el señor Johnson. -Calló un momento-. Por cierto: ¿quiénes son los tres mejores cantantes escoceses de rock y pop?

– ¿Por qué lo dices?

– Venga, nombra los tres primeros que se te ocurran.

Rebus reflexionó un instante.

– Nazaret, Alex Harvey, Deacon Blue.

– ¿Rod Stewart no?

– No es escocés.

– Pero te lo acepto si quieres.

– Bueno, en ese caso lo citaría, pero probablemente después de Ian Stewart. Aunque nombraría antes a John Martyn, Jack Bruce, Ian Anderson… sin olvidar a Donovan y la Incredible String Band, Lulu y Maggie Bell…

Siobhan entornó los ojos.

– ¿Estoy a tiempo de arrepentirme de haberte preguntado? -dijo.

– Demasiado tarde -replicó Rebus subiendo al coche-. Otro es Frankie Miller, Simple Minds en sus buenos tiempos y siempre tuve debilidad por Pallas.

Siobhan permaneció inmóvil con la mano en la portezuela sin abrirla mientras Rebus, ya sentado, seguía recitando nombres sin parar.

* * *

– No es la clase de local al que yo voy a tomar una copa -musitó el doctor Curt.

Era un hombre alto y delgado -a sus espaldas se comentaba que tenía aspecto «fúnebre»-, de cincuenta y tantos años, con un rostro alargado y fofo y pronunciadas ojeras. A Rebus le recordaba un sabueso.

Un sabueso fúnebre.

Lo que no dejaba de ser lógico teniendo en cuenta que era uno de los patólogos más reputados de Edimburgo. A través de su maestría los cadáveres revelaban sus historias, a veces revelaban secretos: suicidios que resultaban ser asesinatos y huesos que no eran humanos. Curt había ayudado a Rebus con su habilidad e intuición a resolver decenas de casos, y habría sido una grosería por su parte rehusar la invitación del patólogo cuando le llamó por teléfono. Como posdata había añadido:

– Pero en un sitio tranquilo. Un lugar en el que podamos hablar sin que haya gente charlando.

Por eso Rebus le había citado en su bar predilecto, el Oxford, escondido en un callejón detrás de George Street y lejos del despacho de Curt y de la comisaría.

Ocuparon una mesa de la parte de atrás, que estaba desierta. Era una tarde de mitad de semana y en la barra no había más que dos oficinistas a punto de irse y un cliente habitual que acababa de entrar. Rebus llevó las bebidas a la mesa: una pinta de cerveza para él y un gin-tonic para Curt.

– Slainte -dijo el patólogo alzando el vaso.

– Salud, doctor -contestó Rebus levantando la jarra con las dos manos.

– Da la impresión de que alza un cáliz -comentó el patólogo-. ¿No va a explicarme qué es lo que le sucedió?

– No.

– Los rumores corren…

– Por mí pueden correr los kilómetros que quieran. Lo que me intriga es su llamada. ¿Era para hablar de eso?

Después de volver a casa, Rebus se había dado un baño templado, había encargado un curry por teléfono y puesto en el tocadiscos a Jackie Leven con sus románticas canciones sobre los hombres duros de Fife. ¿Cómo se le habría olvidado incluirlo en la lista para Siobhan? En ese momento había telefoneado el doctor Curt. «¿Podríamos hablar? ¿En algún sitio? ¿Esta tarde?» No había dicho de qué y se habían citado en el Oxford a las siete y media.

– ¿Qué tal le han ido las cosas últimamente, John? -preguntó el doctor Curt saboreando su bebida.

Rebus le miró fijamente. Era el preámbulo obligado con algunos hombres de cierta edad y clase. Acto seguido le ofreció un cigarrillo que el patólogo aceptó.

– Saque otro para mí -pidió Rebus; el doctor así lo hizo y durante un rato fumaron ambos en silencio.

– De fábula, doctor, ¿y a usted? ¿Siente muy a menudo la necesidad de llamar a un policía por la noche para charlar en la oscura parte de atrás de un bar?

– Si no me equivoco, fue usted quien eligió la parte de atrás.

Rebus asintió levemente con la cabeza.

– Qué impaciente es usted, John -añadió el patólogo sonriendo.

– Si le digo la verdad -replicó Rebus encogiéndose de hombros-, podría estarme aquí toda la noche, pero me quedaría mucho más tranquilo si supiera qué tiene que darme.

– Se trata de los restos de un tal Martin Fairstone.

– Ah, ya -comentó Rebus removiéndose en la silla y cruzando las piernas.

– Sabe de quién hablo, por supuesto -añadió Curt aspirando el cigarrillo de tal manera que parecía que todo su rostro se retraía.

Hacía sólo cinco años que fumaba, como si estuviera dispuesto a poner a prueba su mortalidad.

– Le conocía -dijo Rebus.

– Ah, sí, por desgracia hay que hablar en pasado.

– Desgracia, no tanta. Yo no le echo de menos.

– Sea como fuere, el profesor Gates y yo… Bien, consideramos que hay zonas borrosas.

– ¿Se refiere a huesos y cenizas?

Curt negó despacio con la cabeza haciendo caso omiso de la guasa de Rebus.

– Los forenses nos aclararán algunas cosas -replicó bajando la voz-. La comisaria Templer ha insistido en que se realicen y creo que Gates hablará con ella mañana.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– Templer piensa que usted está implicado de alguna manera en el homicidio.

La última palabra quedó flotando en el aire entre los dos. Rebus no necesitaba repetirla. Curt, anticipándose a una posible objeción, añadió:

– Presunto homicidio, creemos -dijo asintiendo despacio con la cabeza-. Hay evidencia de que lo ataron a la silla. Tengo fotos -añadió cogiendo una cartera que había dejado a su lado en el suelo.

– Doctor, probablemente, no debería enseñármelas -objetó Rebus.

– Lo sé, y no lo haría si pensara que existe la menor posibilidad de que usted fuera culpable. Pero le conozco, John -añadió mirándole.

Rebus miraba la cartera.

– No es la primera vez que la gente se equivoca respecto a mí.

– Quizá -dijo el doctor.

Puso el sobre marrón en la mesa entre los dos, encima de los posavasos húmedos. Rebus lo cogió y lo abrió. Había dos docenas de fotos de la cocina con un fondo todavía humeante; Martin Fairstone era apenas reconocible, no parecía un ser humano, más bien un maniquí chamuscado y cubierto de ampollas. Estaba tumbado boca abajo. Tras él había una silla reducida a un par de palos carbonizados y restos del asiento. Lo que llamó la atención de Rebus fue la cocina. Tenía la superficie casi intacta. La freidora estaba encima de uno de los quemadores. Si la limpiaran, podría usarse… Costaba entender que una simple freidora hubiera sobrevivido y un ser humano no.

– Lo que se observa aquí es cómo la silla se cayó hacia delante, y con ella la víctima. Se diría que cayó de rodillas, se dio de bruces contra el suelo y acabó tendido boca abajo. ¿Ve la posición de los brazos? Están pegados a los costados.

Rebus lo veía, pero no estaba tan seguro de qué se suponía que debía deducir de aquello.

– Hemos encontrado lo que parece restos de una cuerda… una cuerda de plástico de las de tender la ropa. El recubrimiento se derritió, pero el nailon era muy resistente.

– En las cocinas suele haber cuerdas de tender -adujo Rebus haciendo de abogado del diablo, al comprender de pronto adonde quería ir a parar el patólogo.

– Cierto, pero el profesor Gates… Bueno, él lo ha puesto en manos de los expertos del laboratorio.

– ¿Porque piensa que Fairstone estaba atado a la silla?

Curt asintió con la cabeza.

– Hay otras fotos, en algunas… los primeros planos… se ven trozos de cuerda.

Rebus las examinó.

– La secuencia de acontecimientos sería la siguiente: un hombre pierde el conocimiento, lo atan a una silla. Vuelve en sí, se ve rodeado de llamas y siente que el humo invade sus pulmones, se retuerce tratando de liberarse de las ataduras, pero se inicia el proceso de asfixia y el humo acaba con él antes de que el fuego queme la cuerda.

– En teoría -comentó Rebus.

– Sí, naturalmente -añadió el patólogo en voz baja.

Rebus volvió a repasar las fotos.

– ¿Así que estamos ante un asesinato?

– O ante un homicidio intencionado. Me imagino que un abogado podría argumentar que el hecho de que lo ataran no fue la causa de la muerte y que sólo pretendían darle un aviso, digamos.

Rebus le miró.

– Veo que le han dado vueltas -dijo.

Curt volvió a levantar el vaso.

– El profesor Gates hablará mañana con Gill Templer. Le enseñará estas fotos. Pero habrá que esperar a la opinión de los forenses. Se rumorea que usted estuvo en la casa.

– ¿Se ha puesto en contacto con usted un periodista? -preguntó Rebus, y vio que Curt asentía-. ¿Que se llama Steve Holly?

El patólogo volvió a asentir y Rebus lanzó una maldición en el preciso instante en que llegaba Harry, el camarero, a retirar los vasos vacíos. Venía silbando, signo evidente de que tenía algún ligue y que seguramente pretendía presumir de ello, pero el exabrupto de Rebus le indujo a irse sin más.

– ¿Cómo va a…? -añadió Curt, incapaz de dar con las palabras adecuadas.

– ¿Cómo voy a defenderme? -sugirió Rebus. Luego sonrió con amargura-. Es imposible, doctor. Yo estuve allí y todo el mundo lo sabe o no tardará en saberlo.

Hizo ademán de morderse la uña, pero recordó que no podía. Le apetecía dar un puñetazo en la mesa, pero tampoco podía.

– Sólo es evidencia circunstancial -dijo Curt-. O casi.

Estiró la mano para coger una fotografía, un primer plano de la calavera con la boca abierta. Rebus sintió que la cerveza se le revolvía.

– Mire, esto -dijo Curt señalando el cuello- parece piel, pero hay algo… había algo que le rodeaba la garganta. ¿Llevaba el difunto corbata o algo así?

La pregunta era tan absurda que Rebus soltó una carcajada.

– Era una vivienda de protección oficial de Gracemount, doctor, no el club fino de la Ciudad Nueva.

Rebus fue a coger el vaso, pero se le quitaron las ganas de beber: no se le iba de la cabeza la imagen de Fairstone con corbata. ¿Y por qué no con esmoquin y un criado ofreciéndole un habano…?

– Bien, en ese caso, si no llevaba nada en el cuello, algo similar a una corbata o un pañuelo -dijo Curt- empieza a parecer que era algún tipo de mordaza. Tal vez le embutieron un pañuelo en la boca atado por detrás. Pero debió lograr desprenderse de él. Demasiado tarde para pedir auxilio, eso sí. Luego, resbaló por el cuello, ¿lo ve?

De nuevo, Rebus lo vio.

Y se vio a sí mismo tratando de librarse.

Se vio cayendo…

Capítulo 7

A Siobhan se le ocurrió una idea.

Como los ataques de pánico solían producirse cuando estaba dormida, tal vez tenían que ver con el dormitorio. Así que decidió probar a dormir en el sofá. Era muy cómodo. Estaba tapada con el edredón, el televisor al lado, café y una bolsa de patatas fritas. Aquella noche, sin darse cuenta, se levantó tres veces a mirar por la ventana y, si veía moverse alguna sombra, escrutaba durante unos minutos el lugar donde creía haberla visto. Cuando Rebus llamó para contarle lo de la conversación con el doctor Curt, ella le preguntó si habían identificado definitivamente el cadáver.

Él le preguntó qué quería decir.

– Me refiero a que como son restos carbonizados tendrán que identificarlos por el ADN, ¿verdad? ¿Lo han hecho?

– Siobhan…

– Es lo que hacen, ¿no?

– Ha muerto, Siobhan. Olvídate de él.

Se mordió el labio inferior; tenía menos sentido que nunca decirle lo del anónimo. Ya tenía bastante con lo suyo.

La había llamado para avisarla de que si al día siguiente las cosas se ponían feas él no iba a estar en la comisaría. Templer tendría que buscarse a un sustituto.

Siobhan decidió hacer más café; un descafeinado de sobre que le dejó en la boca un sabor agrio. Se detuvo frente a la ventana y echó un vistazo a la calle antes de ir a la cocina. El médico le había pedido que hiciera una lista de lo que comía una semana normal y trazó un círculo en todo lo que en su opinión contribuía a producir los ataques. Siobhan trató de borrar de su mente las patatas fritas… el problema era que le gustaban. También el vino, los refrescos y la comida rápida. Alegó ante el médico que no fumaba y que hacía ejercicio regularmente.

– ¿Libera estrés con el alcohol y la comida rápida?

– Es mi manera de acabar la maldita jornada.

– Lo que quizá debería procurar, de entrada, es que no le afectara.

– No irá a decirme que usted nunca ha fumado ni se ha tomado una copa…

Por supuesto que no iba a negarlo. Los médicos sufren más estrés que los policías. Lo que sí había hecho ella por propia iniciativa era procurar escuchar música tranquila: Lemon Jelly, Oldolar, Boards of Canadá. Algunos no funcionaban. Aphex Twin y Autechre no le habían servido: eran poca cosa.

Poca cosa.

Pensó en Martin Fairstone y en su olor a tío y sus dientes descoloridos. Lo vio al lado de su coche, acercándose a las bolsas de la compra, agrediéndola como si tal cosa y seguro de sí mismo. Rebus tenía razón: tenía que estar muerto. El anónimo era una broma de mal gusto, pero no acababa de dar con quién habría podido enviárselo. Tenía que haber alguien, alguien que no recordara…

Al volver con el café de la cocina volvió a pararse en la ventana. Había luces en los pisos de enfrente. Tiempo atrás una persona la había espiado desde allí; un policía llamado Linford que seguía en el cuerpo, en Jefatura. Hubo un momento en que pensó en mudarse, pero le gustaba aquel barrio, el piso, la zona; tenía tiendas a mano y había matrimonios jóvenes y gente soltera. Pensó que, de hecho, casi todas las parejas eran más jóvenes que ella. Siempre le decían «¿cuándo vas a echarte novio?». Toni Jackson se lo preguntaba todos los viernes cuando salían en grupo, le señalaba posibles candidatos en bares y discotecas, no admitía que se negara a que se los presentase y los traía a la mesa mientras ella se quedaba con la cabeza apoyada en las manos.

Tal vez lo del novio fuese una solución; así espantaría a los moscones. Aunque un perro tampoco estaría mal. Pero es que un perro… No, un perro no quería. Ni tampoco un novio. Tuvo que cortar con Eric Bain una temporada cuando él empezó a hablar de que pasaran de la amistad «a la siguiente fase». Lo echaba de menos, cuando llegaba a casa por la noche, y compartían una pizza y cotilleos, escuchaban música o jugaban con algún juego de ordenador. Volvería a invitarle pronto; a ver qué tal resultaba. Pronto, pero no de momento.

Martin Fairstone había muerto. Todo el mundo lo sabía. Pensó quién podría saberlo si no era cierto: su novia quizá, o amigos o familiares. Tendría que vivir con alguien y ganar dinero para vivir. A lo mejor aquel Johnson Pavo Real lo conocía. Rebus decía que era un imán para la información del barrio. Como no tenía sueño pensó que tal vez le vendría bien dar una vuelta en coche. Pondría buena música. Cogió el teléfono y llamó a la comisaría de Leith, pues sabía que para el caso de Port Edgar no había límites de presupuesto y que por consiguiente habría gente en el turno de noche haciendo horas extra y solicitó información sobre Johnson.

– Se trata de Johnson Pavo Real. No sé su nombre de pila. Le interrogaron esta mañana en St Leonard.

– ¿Qué información quiere, sargento Clarke?

– De momento, sólo su dirección.

* * *

Rebus había cogido un taxi para no tener que conducir. Pero incluso así tuvo que hacer un gran esfuerzo con el pulgar para abrir la portezuela y el dedo aún le quemaba. Llevaba los bolsillos llenos de calderilla porque le costaba trabajo juntar monedas para pagar y lo hacía con billetes de los que se iba guardando el cambio.

Aún le daba vueltas la conversación con el doctor Curt. Lo que le faltaba ahora era una investigación por asesinato, especialmente cuando él era el principal sospechoso. Siobhan le había preguntado quién era Johnson Pavo Real, pero él se las había arreglado para darle sólo respuestas vagas. Era Johnson el motivo por el que se encontraba en ese momento ahí, llamando al timbre, y la razón por la que aquella noche había vuelto a casa de Fairstone.

Abrieron la puerta y la luz bañó su figura.

– Ah, John, ¿eres tú? Pasa, hombre.

Era una casa semiadosada en Alnwicknill Road, de construcción reciente. Andy Callis vivía solo, pues su esposa había muerto hacía un año de cáncer. En el vestíbulo colgaba una foto enmarcada de su boda: Callis impasible con unos veinte kilos menos y Mary radiante con un halo de luz a su alrededor y flores en el pelo. Rebus asistió al entierro y recordaba que Callis había depositado un ramillete sobre el ataúd. Rebus había sido uno de los cinco que llevaron el féretro además de Callis, quien mientras lo bajaban a la fosa no apartó los ojos del ramillete.

Hacía un año de eso. Parecía que Andy lo estaba superando, y ahora…

– ¿Cómo estás, Andy? -preguntó Rebus.

Tenía encendida la estufa eléctrica en el cuarto de estar. Frente al televisor había un sillón de cuero con escabel a juego. Era un cuarto limpio y olía bien. El jardín estaba bien cuidado, los bordes limpios de malas hierbas. En la repisa de la chimenea había otra foto de estudio de Mary con la misma sonrisa que la de la boda pero con alguna arruga en torno a los ojos y la cara más llena. Una mujer que entra en la madurez.

– Bien, John.

Callis se sentó en el sillón moviéndose como un viejo pese a sus cuarenta y pocos años y no tener una sola cana. El sillón crujió hasta que él acabó de acomodarse.

– Sírvete de beber; ya sabes dónde está.

– Tomaré un trago.

– ¿No has venido en coche?

– No, en taxi. -Rebus se acercó al botellero y levantó una botella hacia Callis pero vio que negaba con la cabeza-. ¿Sigues tomando esas pastillas? -añadió.

– Sí, y no puedo mezclarlas con alcohol.

– Yo también estoy tomando unas -dijo Rebus sirviéndose un whisky doble.

– ¿Es que hace frío en el cuarto? -preguntó Callis. Rebus negó con la cabeza-. ¿Por qué no te quitas los guantes?

– Me hice daño en las manos; por eso tomo pastillas -levantó el vaso- aparte de otros analgésicos que no requieren receta. -Cogió el vaso y se acomodó en el sofá. En la televisión, sin sonido, había una especie de concurso-. ¿Qué estás viendo?

– Sabe Dios.

– Entonces ¿no te molesto?

– No, en absoluto -respondió Callis sin dejar de mirar la pantalla-. A no ser que hayas venido a insistir otra vez.

Rebus negó con la cabeza.

– No, ya no, Andy. Aunque la verdad es que no damos abasto.

– ¿Es por lo del colegio? -Vio con el rabillo del ojo que Rebus asentía con la cabeza-. Qué cosa más horrible -añadió.

– Se supone que tengo que averiguar por qué lo hizo.

– ¿Para qué? Si a la gente le dan… la oportunidad es normal que sucedan esas cosas.

Rebus reflexionó sobre la vacilación después de la palabra «dan». Callis había estado a punto de decir «armas». Y había dicho «lo del colegio», no los «disparos». Aún no estaba fuera de peligro.

– ¿Sigues yendo a la psiquiatra?

– Para lo bien que me sienta… -replicó Callis despectivo.

No era en realidad una psiquiatra ni él tenía que tumbarse en un sofá para hablar de su madre, pero los dos la llamaban en broma la psiquiatra para hablar sobre el tema con mayor distanciamiento.

– Por lo visto hay casos peores que el mío -añadió Callis-. Hay tíos que son incapaces de coger un bolígrafo o una botella de salsa. Porque todo les recuerda…

Se le quebró la voz.

Rebus terminó mentalmente la frase: «a las armas». Todo le recordaba las armas.

– Sucede algo muy raro cuando lo recuerdas -prosiguió Callis-. Sí, claro, están hechas para dar miedo, ¿no es cierto? Y entonces alguien como yo reacciona y hay un problema.

– Es problema si te afecta para toda la vida, Andy. ¿Tienes algún problema cuando echas salsa a las patatas fritas?

– No, ya ves que no -respondió Callis palmeándose la barriga.

Rebus sonrió, se reclinó hacia atrás y cogió el vaso de whisky en el brazo del sofá. Se preguntaba si Callis era consciente del tic que tenía en el ojo izquierdo y del leve temblor en la voz. Hacía ya casi tres meses que había cogido la baja por enfermedad. Hasta entonces había sido oficial de patrulla con entrenamiento especial en armas de fuego. En Lothian and Borders había muy pocos agentes de aquel cuerpo especial insustituible y en Edimburgo sólo contaban con un vehículo de Respuesta Armada.

– ¿Qué dice el médico?

– John, qué más da lo que diga. No van a dejarme volver al cuerpo sin pasar una serie de pruebas.

– ¿Temes no superarlas?

– Lo que temo es superarlas -replicó Callis mirándole.

Se quedaron un rato en silencio viendo la televisión. Rebus pensó que debía de ser uno de esos programas tipo «Gran Hermano» en el que cada semana disminuyen los participantes.

– Bueno, ¿qué tenéis entre manos? -preguntó Callis.

– Pues… -contestó Rebus pensativo-. No mucho.

– ¿Salvo eso del colegio?

– Sí, salvo eso. Los compañeros no dejan de preguntar por ti.

Callis asintió con la cabeza.

– Sí, las caras conocidas pasan por casa de vez en cuando -dijo.

– ¿Así que no piensas volver? -preguntó Rebus inclinándose hacia delante.

Callis le dirigió una sonrisa cansina.

– Sabes que no. Tengo eso que llaman estrés o algo así. Incapacitado por…

– Andy, ¿cuántos años hace…?

– ¿Que ingresé? -dijo Callis pensativo frunciendo el ceño-. Unos quince… Quince años y medio.

– Un solo incidente en todos esos años ¿y ya te das por vencido? Ni siquiera fue un «incidente»…

– John, mírame, haz el favor. ¿Es que no ves cómo me tiemblan las manos? -dijo levantándolas para que lo viera-. ¿Y esta vena que me palpita en el ojo? -añadió levantando una mano hacia ella-. No es que yo me dé por vencido, es mi cuerpo. Todo esto son signos de aviso. ¿Quieres que haga como que no lo noto? ¿Sabes cuántos servicios hicimos el año pasado? Casi trescientos. Salimos de servicio con arma tres veces más que el año anterior.

– Sí, desde luego, la situación es cada vez más dura.

– Quizá, pero yo no.

– Ni tienes por qué -dijo Rebus pensativo-. Pero podrías volver al servicio sin armas. Hay muchos puestos por cubrir en los despachos.

– Eso no es lo mío, John -respondió Callis negando con la cabeza-. El papeleo me deprime.

– Podrías volver al servicio de patrulla a pie.

Callis miraba al vacío sin escuchar.

– Lo que me subleva es que yo estoy en casa con mis síntomas y esos hijos de puta siguen ahí, llevando armas sin que les pase nada. ¿En qué sistema vivimos, John? ¿Para qué demonios servimos si no podemos impedirlo? -añadió volviéndose hacia Rebus.

– Andy, estar aquí sentado gimoteando no sirve de nada -replicó Rebus con voz calmada.

En la mirada de su amigo había tanta rabia como impotencia. Callis bajó las piernas del escabel y se levantó.

– Voy a poner el hervidor. ¿Quieres algo?

En el televisor unos concursantes discutían sobre algo que tenían que hacer. Rebus miró el reloj.

– No, Andy. Tendría que irme ya.

– Te agradezco que vengas de vez en cuando, John, pero no te sientas obligado.

– Es un simple pretexto para gorrearte una copa, Andy. Ya verás cómo, cuando haya vaciado tu bar, no vuelves a verme el pelo.

Callis trató de sonreír.

– Pide un taxi por teléfono si quieres -dijo.

– Tengo el móvil.

Que podía utilizar, sólo que pulsando las teclas con un bolígrafo.

– ¿De verdad que no quieres nada más?

– Mañana tengo mucho que hacer -respondió Rebus negando con la cabeza.

– Yo también -dijo Callis.

Rebus asintió con una inclinación de cabeza. Sus conversaciones siempre acababan con las mismas frases: «¿Tienes mucho que hacer mañana, John? Siempre tengo mucho que hacer, Andy. Sí, yo también». Pensó en algo que decirle sobre el crimen del colegio, sobre Johnson Pavo Real, pero juzgó que sería contraproducente. Ya hablarían más adelante con claridad y no jugando a aquella especie de ping-pong a que en la actualidad se resumían sus conversaciones. Aún no.

– Me voy -dijo Rebus alzando la voz hacia a la cocina.

– Espera a que llegue el taxi.

– Quiero tomar un poco el aire, Andy.

– Lo que tú quieres es fumar un cigarrillo.

– No me explico cómo con esa intuición no te hicieron de la secreta -comentó Rebus abriendo la puerta.

– No quise -replicó Callis.

Una vez en el taxi, Rebus decidió desviarse y le dijo al conductor que iban a Gracemount, donde le indicó la dirección de la casa de Martin Fairstone. Habían tapado las ventanas con planchas y candado en prevención de vándalos. Bastaría con que entrase un par de heroinómanos para que la vivienda se convirtiera en un fumadero de crack. Por fuera no se veían las paredes chamuscadas. La cocina donde se había iniciado el incendio estaba en la parte de atrás. Allí se concentrarían los daños. Los bomberos habían sacado unos muebles al abandonado jardincillo trasero: sillas, una mesa y una aspiradora rota que nadie iba a molestar en llevarse. Dijo al taxista que continuara. En una parada de autobús había un grupo de adolescentes. Rebus no creía que esperaran el autobús. La marquesina era su guarida. Dos estaban subidos al techo y otros tres acechaban desde la oscuridad. El taxista se detuvo.

– ¿Qué sucede? -preguntó Rebus.

– Creo que tienen piedras. Si pasamos por delante nos acribillan.

Rebus miró hacia la parada y vio que los dos de encima estaban quietos. No vio que tuvieran nada en las manos.

– Espere un momento -dijo bajándose del taxi.

– ¿Está loco, amigo? -exclamó el taxista volviendo la cabeza.

– No; pero me volvería loco si se largara sin mí -le advirtió Rebus.

Dejó la portezuela abierta y se acercó a la parada de autobús. Tres cuerpos salieron del escondite. Llevaban sudaderas con capuchas, que tenían puestas y bien apretadas para protegerse del frío. Las manos en los bolsillos. Especímenes delgados y fuertes, llevaban vaqueros que hacían bolsas en la culera y zapatillas de deporte.

Rebus no les prestó atención, se dirigió a los que estaban subidos a la marquesina.

– Así que coleccionando piedras, ¿eh? -les gritó-. Yo de pequeño coleccionaba huevos de pájaro.

– ¿Qué coño dice?

Rebus bajó la vista para mirar cara a cara al que parecía el líder. Sí, aquél tenía que ser el jefe, flanqueado por sus lugartenientes.

– Yo te conozco -dijo Rebus.

– ¿Y qué? -replicó el jovenzuelo mirándole.

– Pues que a lo mejor te acuerdas de mí.

– Le conozco de sobra -añadió el joven emitiendo un sonido similar a un gruñido de cerdo.

– En ese caso ya sabes lo que te juegas.

Uno de los que estaban subidos a la marquesina soltó una carcajada.

– ¿No ve que somos cinco, gilipollas? -dijo.

– Muy bien, me alegro de que sepas contar hasta cinco.

Aparecieron los faros de otro coche y Rebus oyó que el taxista ponía en marcha el motor. Miró atrás pero el taxista sólo arrimaba el coche al bordillo; el otro vehículo disminuyó la marcha y luego se alejó con un acelerón nada dispuesto a verse envuelto.

– Ya entiendo: siendo cinco contra uno es muy posible que me sacudierais a gusto. Pero eso es lo de menos. Lo importante es lo que vendría después; porque de lo que podéis estar seguros es de que no pararía hasta que os juzgaran, sentenciaran y os metieran entre rejas. Ah, ¿que sois menores? Muy bien, os meten en un reformatorio guay. Sí, claro. Pero antes os encerrarán en Saughton. En la galería de adultos. Y eso, creedme, sí que os dará por culo. Por vuestro culo, para ser exactos.

– Éste es nuestro territorio; usted no es de aquí -espetó uno de ellos.

– Por eso me largo -dijo Rebus señalando hacia el taxi-. Con tu permiso…

Volvió a clavar los ojos en el jefecillo. Se llamaba Rab Fisher. Tenía quince años, y Rebus sabía que su pandilla se llamaba Los Perdidos y que los habían detenido muchas veces pero que luego los ponían en libertad sin cargos. Sus padres perjuraban que habían hecho cuanto podían, que le «había dado sus buenas palizas» las primeras veces que lo habían detenido, según el padre de Rab Fisher. «¿Qué más puedo hacer?»

Realmente, a Rebus no se le ocurría nada. De todos modos, era demasiado tarde. Era más fácil incluir en las estadísticas de delincuencia juvenil otra pandilla.

– ¿Me das permiso, Rab?

Rab Fisher le sostenía la mirada deleitándose con su efímero poder. Todos estaban pendientes de que diera el visto bueno.

– Un par de guantes no me vendría mal -dijo finalmente.

– Éstos no -replicó Rebus.

– Parecen calientes.

Rebus negó despacio con la cabeza y comenzó a quitarse un guante intentando reprimir el dolor. Le mostró la mano llena de ampollas.

– Cógelos si quieres, Rab, pero ya ves lo que había dentro…

– [Qué asco! -exclamó uno de los lugartenientes.

– Por eso digo que no creo que te sirvan.

Rebus volvió a ponerse el guante, les dio la espalda y fue hacia el taxi. Subió y cerró la puerta.

– Continúe -ordenó al taxista.

El taxi reanudó la marcha y Rebus miró al frente fingiendo que no sabía que los cinco clavaban los ojos en él. En el momento en que el taxista aceleraba se oyó un golpe en el techo y vieron caer medio ladrillo a la calzada.

– Un cañonazo de advertencia -dijo Rebus.

– Qué fácil es decirlo, jefe. No es su puto taxi.

En la calle principal se detuvieron en un semáforo en rojo. Vieron que en la otra acera había un coche parado y que el conductor examinaba un callejero a la luz del interior.

– Pobre desgraciado. No me gustaría perderme por estos pagos -comentó el taxista.

– De media vuelta -ordenó Rebus.

– ¿Qué?

– Que dé media vuelta y pare delante de ese coche.

– ¿Por qué?

– Porque lo digo yo -espetó Rebus.

Por el aspaviento que el hombre hizo, Rebus comprendió que no era precisamente el mejor servicio del día. En cuanto el semáforo cambió a verde, le dio al intermitente y giró para situarse junto al bordillo delante del coche parado. Rebus ya tenía el dinero en la mano.

– Quédese con el cambio -dijo al bajar.

– Bien que me lo he ganado, amigo.

Rebus se acercó al coche aparcado, abrió la portezuela del pasajero y subió.

– Qué noche tan agradable para pasear -le dijo a Siobhan Clarke.

– ¿Verdad que sí? -El callejero había desaparecido bajo su asiento. Miraba al taxista que se había bajado a examinar el techo de su vehículo-. ¿Y qué haces tú por aquí? -preguntó.

– Yo vengo de visitar a un amigo -contestó Rebus-. ¿Y tu excusa cuál es?

– ¿Necesito excusa?

El taxista meneaba la cabeza, y lanzó una mirada hosca hacia Rebus antes de a subir a su vehículo y de arrancar, girando en redondo hacia la seguridad del centro.

– ¿Qué calle buscabas? -preguntó Rebus. Ella le miró y él le sonrió-. Te he visto mirando el callejero. A ver si lo adivino: ¿la calle en que vivía Fairstone?

Siobhan tardó un instante en contestar.

– ¿Cómo lo sabes?

Rebus se encogió de hombros.

– Digamos que intuición masculina -respondió.

– Estoy impresionada -replicó ella enarcando una ceja-. ¿Es de allí de donde vienes tú?

– Fui a visitar a un amigo.

– ¿Cómo se llama?

– Andy Callis.

– No lo conozco.

– Andy era un agente que está de baja por enfermedad.

– Has dicho «era»… como si no le fueran a dar de alta.

– Ahora soy yo el que está impresionado -dijo Rebus cambiando de postura en el asiento-. Andy está acabado… mentalmente, quiero decir.

– ¿Del todo?

Rebus se encogió de hombros.

– Espero que… Bah, dejémoslo.

– ¿Dónde vive?

– En Alnwickhill -contestó él sin pensar.

Miró a Siobhan al darse cuenta de que no era una pregunta inocente. Ella sonreía.

– Eso está cerca de Howdenhall, ¿verdad? -preguntó Siobhan metiendo la mano debajo del asiento y sacando el plano-. Un poco lejos de aquí.

– Cierto, pero es que di un rodeo al volver.

– ¿Para echar un vistazo a la casa de Fairstone?

– Sí.

Siobhan, satisfecha, plegó el mapa.

– Yo estoy bajo sospecha. Eso me da derecho a husmear. ¿Tú por qué lo haces?

– Sólo pensaba… -replicó ella, incómoda por la inversión de papeles.

– Pensabas ¿qué? -Levantó la mano enguantada-. Déjalo. No te molestes en decir una mentira. Lo que yo creo es…

– ¿Qué?

– Que no buscabas la casa de Fairstone.

– Ah.

Rebus negó con la cabeza.

– No, ibas a husmear. A ver si podías hacer una pequeña investigación personal, quizá localizar a amigos y a gente que le conocía… Tal vez alguien como Johnson Pavo Real. ¿Qué tal voy?

– ¿Y por qué motivo iba a hacerlo?

– Me da la impresión de que no estás convencida de que Fairstone haya muerto.

– ¿De nuevo intuición masculina?

– Lo insinuaste cuando hablamos por teléfono.

Siobhan se mordió el labio inferior.

– ¿Quieres contármelo? -añadió Rebus en voz baja.

– He recibido un mensaje -contestó ella mirándose el regazo.

– ¿Qué clase de escrito?

– Estaba firmado por «Marty» y me esperaba en el St Leonard's.

Rebus reflexionó un instante.

– Entonces sé lo que hay que hacer.

– ¿Qué?

– Anda, vamos al centro y te lo enseñaré.

* * *

Lo que le enseñó fue High Street y la Trattoria Gordon's, donde abrían hasta tarde y tenían café fuerte y pasta.

Se sentaron en un reservado frente a frente en una mesita y pidieron dos expresos dobles.

– El mío descafeinado -se acordó de pedir Siobhan.

– ¿Por qué sin plomo? -preguntó Rebus.

– Estoy intentando tomar menos café.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Vas a comer algo, o también eso está verboten?

– No tengo hambre.

Rebus decidió que él sí y pidió una pizza de marisco, advirtiendo a Siobhan que tendría que ayudarle. En la parte de atrás de Gordon's estaba el comedor y sólo había una mesa con gente bullanguera que ya había cenado y tomaba licores. La zona en donde estaban ellos, cerca de la entrada, era para tomar algo o comer algo rápido.

– Bueno, repíteme lo que decía el mensaje.

Ella suspiró y se lo repitió.

– ¿El matasellos era local?

– Sí.

– ¿Sello de primera o de segunda clase?

– ¿Qué puede importar?

Rebus se encogió de hombros.

– Para mí Fairstone era decididamente un segunda clase.

La miró. Parecía cansada y tensa a la vez, una mezcla potencialmente peligrosa. Sin querer le vino a la mente la imagen de Andy Callis.

– Quizá Ray Duff pueda aclararme algo -dijo Siobhan.

– Si alguien puede, ése es Ray.

Llegaron los cafés y Siobhan se llevó la taza a los labios.

– Mañana te van a linchar, ¿no? -añadió.

– Tal vez -contestó él-. Pero creo que tú debes mantenerte al margen. Eso quiere decir que no hables con los conocidos de Fairstone. Si los de Quejas te sorprenden pensarán que estamos conchabados.

– ¿Tú crees que fue Fairstone el que murió en el incendio?

– No hay motivo para dudarlo.

– Excepto por el mensaje.

– No era su estilo, Siobhan. Él no habría enviado una carta por correo; te habría acosado físicamente como en otras ocasiones.

Siobhan reflexionó un instante.

– Sí, claro -dijo al fin.

Se hizo un silencio y los dos sorbieron el café fuerte y amargo.

– ¿Seguro que te encuentras bien? -preguntó él al fin.

– Muy bien.

– ¿De verdad?

– ¿Quieres que te lo ponga por escrito?

– Quiero que estés bien de verdad.

Los ojos de Siobhan se ensombrecieron, pero no dijo nada. Llegó la pizza y Rebus la cortó en trozos, animándola a que comiera uno. Volvió a hacerse un silencio mientras comían. Los bebedores de la mesa se levantaron y se marcharon sin dejar de reír hasta que estuvieron en la calle. El camarero que los había servido, al cerrar la puerta, alzó los ojos al cielo, contento de que el local recuperase la calma.

– ¿Todo bien por aquí?

– Sí -contestó Rebus sin quitar los ojos de Siobhan.

– Sí -dijo ella, sosteniéndole la mirada.

Siobhan le dijo que le llevaba a casa. Al subir al coche Rebus miró el reloj. Las once en punto.

– Pon las noticias a ver si lo de Port Edgar sigue siendo la noticia principal -dijo.

Ella asintió con la cabeza y puso la radio.

– «… donde esta noche se celebra una concentración con velas. Nuestra enviada Janice Graham está allí.»

«Esta noche los vecinos de South Queensferry harán oír sus voces. Se entonarán himnos religiosos y presidirá el sacerdote de la localidad acompañado del capellán del colegio. Aunque es muy posible que el fuerte viento que en estos momentos sopla desde el estuario de Forth desluzca esta concentración con velas. Pese a ello, comienza ya a congregarse un buen número de personas entre las que se encuentra el diputado Jack Bell. El señor Bell, cuyo hijo resultó herido en la tragedia, espera lograr apoyo para su campaña legislativa contra las armas de fuego. Anteriormente el parlamentario había manifestado…»

En un semáforo, Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada y ella asintió con la cabeza; no necesitaban decirse nada. Al ponerse verde el disco luminoso, Siobhan avanzó hasta el cruce, arrimó el coche al bordillo para no entorpecer el tráfico y giró en redondo.

* * *

La concentración estaba convocada ante las puertas del colegio. Había algunas velas cuya llama resistía el viento, pero casi todos los presentes, previsores, habían optado por traer antorchas. Siobhan aparcó en doble fila junto a una camioneta de televisión. Los periodistas estaban en el terreno de la acción: cámaras, micrófonos, focos. Pero por cada uno de ellos se contaban diez asistentes entre cantores y simples curiosos.

– Debe de haber cuatrocientas personas -comentó Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza. La carretera estaba llena de gente. A cierta distancia se veían policías con las manos a la espalda como actitud de respeto. Rebus vio que un grupo de periodistas había apartado a Jack Bell a un rincón, y no dejaban de asentir con la cabeza y tomar notas, llenando página tras página con lo que decía.

– Qué detalle -comentó Siobhan, y Rebus vio que se refería a que el diputado llevaba un brazalete negro.

– Sí, muy sutil, desde luego -comentó Rebus.

En aquel momento Bell los vio, y no les quitó el ojo de encima mientras seguía con sus declaraciones. Rebus comenzó a abrirse paso entre la multitud poniéndose de puntillas para ver lo que sucedía al otro lado de la verja. El sacerdote era alto, joven y tenía buena voz. A su lado estaba una mujer mucho más baja de su misma edad, y Rebus se figuró que era la capellana del colegio Port Edgar. Alguien le tiró del brazo, miró a la izquierda y vio a Kate Renshaw, bien abrigada, tapándose la boca con una bufanda rosa. Él asintió con la cabeza y le sonrió. Cerca de ellos, un par de hombres que cantaban con entusiasmo pero desafinando, parecían recién salidos de algún mesón del pueblo. Rebus notó el olor a cerveza y tabaco al tiempo que uno daba al otro un codazo en el costado para que mirara hacia una cámara de televisión, y ambos enderezaron el torso y siguieron cantando con todas sus ganas.

No estaba seguro de si serían de South Queensferry, pero lo más probable era que fuesen forasteros con ganas de verse al día siguiente en la televisión…

El canto terminó y la capellana inició un discurso, con una voz débil que apenas dejaba oír el fuerte viento que soplaba desde la costa. Rebus miró a Kate otra vez y le hizo señas para que fuera hasta la parte de atrás de la multitud. Ella le siguió hasta donde estaba Siobhan. Un operador de televisión se había subido a la tapia del colegio a filmar una panorámica de la concentración, pero uno de los policías de uniforme le ordenó bajar.

– Hola, Kate -dijo Rebus.

– Hola -dijo ella bajándose la bufanda.

– ¿No ha venido tu padre? -preguntó él, y la joven negó con la cabeza.

– Apenas sale de casa -contestó envolviéndose el cuerpo con los brazos y meciéndose sobre la punta de los pies, muerta de frío.

– Cuánta gente -comentó Rebus mirando a la multitud.

Kate asintió con la cabeza.

– Estoy sorprendida de que tanta gente me conozca y se acerque a darme el pésame por Derek.

– Un acto como éste moviliza a la gente -comentó Siobhan.

– Si no… ¿qué diría eso de nosotros? -Alguien más la saludó-. Perdonen, tengo que irme… -Y se fue hacia el corrillo de periodistas.

Era Bell quien le había hecho una seña para que se acercara al grupo de periodistas. Le pasó un brazo por los hombros y restallaron los fogonazos de los fotógrafos situados junto a un seto tras ellos.

La gente había depositado ramilletes, mensajes escritos a mano y fotos de las víctimas.

– … y gracias al apoyo de personas como ella creo que tenemos una oportunidad. Más que una oportunidad, porque hechos como éste no pueden tolerarse en lo que se pretende una sociedad civilizada. No queremos que vuelva a repetirse y por eso damos este paso…

En cuanto Bell hizo una pausa para mostrar a los periodistas una carpeta sujetapapeles, todos le asediaron a preguntas. El mantuvo su mano protectora sobre el hombro de Kate y fue respondiendo. «¿Protectora o propietaria?», pensó Rebus.

– Creo que esta petición es una buena idea… -dijo Kate.

– Una excelente idea -le corrigió Bell.

– … pero es sólo el principio. Lo verdaderamente necesario es que se actúe, que las autoridades intervengan para impedir que las armas vayan a parar donde no deben.

Al decir «autoridades», Kate miró hacia Rebus y Siobhan.

– Permítanme que les dé algunas cifras -volvió a terciar Bell enarbolando la carpeta-: Los crímenes por armas de fuego van en aumento… Aunque no digo nada nuevo, lo cierto es que las estadísticas no reflejan la realidad. Según quien proporciona los datos, el aumento anual de crímenes por armas de fuego es de un diez, de un veinte y hasta de un cuarenta por ciento. Cualquier aumento no sólo constituye una mala noticia, no sólo un lamentable baldón para la Policía y para los Servicios de Inteligencia, sino lo que es más importante…

– Kate, quisiera preguntarle -metió la cuchara un periodista-, ¿cómo cree que lograrán que el gobierno escuche la voz de las víctimas?

– No sé si podremos lograrlo; quizás haya llegado el momento de prescindir totalmente del gobierno y hacer un llamamiento directo a los que matan y hieren con esas armas, a los que las introducen en el país…

Bell alzó aún más la voz.

– Ya en 1996 el Ministerio del Interior reconoció que en el Reino Unido entraban dos mil pistolas ilegalmente a la semana (a la «semana»)… muchas de ellas por el túnel del Canal. Desde que entró en efecto la prohibición después de Dunblane, las muertes por pistola han aumentado un cuarenta por ciento…

– Kate, ¿qué opina de…?

Rebus se había alejado y vuelto al coche de Siobhan. Cuando ella llegó hasta él, estaba encendiendo un cigarrillo, o más bien intentando encenderlo. El viento apagaba una y otra vez el encendedor.

– ¿No vas a ayudarme? -preguntó.

– No.

– Gracias.

Pero Siobhan cedió y abrió su abrigo para cubrirle y permitirle encenderlo. Rebus le dio las gracias con una inclinación de cabeza.

– ¿Has visto bastante? -preguntó ella.

– ¿No te parece que somos peor que los morbosos?

Siobhan reflexionó un instante y negó con la cabeza.

– Nosotros somos parte interesada.

– Es una forma de verlo.

La multitud comenzaba a dispersarse; algunos se detenían a contemplar el improvisado altar en el seto, pero el resto empezó a discurrir por delante de Rebus y Siobhan. Las caras eran serias, resueltas, llorosas. Pasó una mujer abrazada a sus dos hijos adolescentes que caminaban risueños sin entender los sollozos de la madre. Un anciano, apoyándose con firmeza en su bastón, avanzaba con gran tesón decidido a volver a su casa solo y rehusando tenaz la ayuda de quienes se ofrecían.

Había un grupo de quinceañeros con uniforme de Port Edgar. Rebus estaba seguro de que los habrían filmado decenas de cámaras desde su llegada. A las chicas se les había corrido el rímel y ellos parecían fuera de lugar, casi arrepentidos de haber ido. Rebus escrutó el grupo buscando a la señorita Teri, pero no la vio entre ellos.

– ¿No es ése tu amigo? -preguntó Siobhan señalando con la cabeza. Rebus miró hacia la multitud y vio inmediatamente a quién se refería.

Johnson Pavo Real caminaba entre los que regresaban a casa, y a su lado, medio metro más abajo, iba Demonio Bob, quien se había quitado la gorra de béisbol durante el acto y mostraba la coronilla calva. En ese momento volvía a ponérsela. Johnson se había vestido para la ocasión: una camisa gris brillante, tal vez de seda, debajo de una gabardina larga negra. Alrededor del cuello llevaba una corbata negra sujeta con un pasador de plata. Él también se había quitado el sombrero, de fieltro gris, que sujetaba entre las manos y hacía girar con los dedos.

Fue como si Johnson sintiera que le observaban. Al cruzar su mirada con la de Rebus, él hizo una seña con el dedo para que fuera hacia ellos. Johnson dijo algo a su lugarteniente y ambos se apartaron de la multitud y se acercaron.

– Veo, señor Rebus, que ha venido a presentar sus respetos como buen caballero que usted sin duda se considera.

– Ésa es mi explicación. ¿Y la tuya?

– La misma, señor Rebus, la misma.

Hizo una reverencia dirigida a Siobhan.

– ¿La señora es amiga o una colega suya?

– Lo último -respondió Rebus.

– Lo uno no quita lo otro, como suele decirse -añadió sonriendo a Siobhan mientras se ponía el sombrero.

– ¿Ves a aquel hombre? -dijo Rebus señalando con la cabeza hacia el lugar en que Bell concluía la entrevista-. Si le digo quién eres y lo que haces, se llevará una alegría.

– ¿Quién, el señor Bell? Lo primero que hicimos al llegar fue firmar su petición, ¿verdad, pequeño? -dijo mirando a su acompañante, quien no pareció entender pero asintió con la cabeza de todas formas-. Ya ve que tengo la conciencia limpia.

– Eso no explica en absoluto qué hacías aquí… a menos que esa conciencia que dices limpia se sintiera culpable.

– Eso ha sido un golpe bajo, si me permite decirlo -replicó Johnson con un guiño exagerado-. Da las buenas noches a estos amables policías -dijo dando una palmada en el hombro de Demonio Bob.

– Buenas noches, amables policías.

Con una sonrisa en su rostro rollizo, Johnson Pavo Real volvió a integrarse en la muchedumbre y siguió caminando cabizbajo como sumido en cristiana reflexión. Bob le fue a la zaga unos pasos más atrás como un perrillo que su amo ha sacado de paseo.

– ¿Qué conclusión sacas de esto? -preguntó Siobhan.

Rebus meneó despacio la cabeza de un lado a otro.

– Quizá tu comentario sobre la culpabilidad no estuvo muy atinado -añadió ella.

– Me encantaría tener un motivo para encerrar a ese cabrón.

Siobhan le dirigió una mirada inquisitiva, pero Rebus observaba de nuevo a Jack Bell que susurraba algo al oído de Kate Renshaw. La joven asintió con la cabeza y el diputado le dio un apretón.

– ¿Crees que esa chica tiene futuro en política? -musitó Siobhan.

– Espero con toda mi alma que sea eso lo único que la atrae -respondió Rebus aplastando sin contemplaciones la colilla con el zapato.

TERCER DÍA . Jueves

Capítulo 8

– ¿No te parece que este país es un asco? -dijo Bobby Hogan.

A Rebus le pareció que la pregunta no era justa. Iban por la M 74, la carretera más peligrosa de Escocia. Los camiones articulados y los remolques salpicaban sin piedad al Passat de Hogan con nueve partes de grava por una de agua. Los limpiaparabrisas, que funcionaban al máximo, no daban abasto, pese a lo cual Hogan intentaba ir a más de ciento sesenta. Para alcanzarlos tendría que adelantar a todos los camiones, los conductores de los vehículos pesados se divertían jugando a una especie de pídola, y ponerse a la cola de los coches que intentaba pasar.

Edimburgo había amanecido con un sol lechoso, pero Rebus sabía que no iba a durar mucho. El cielo estaba demasiado cargado de neblina, borroso como las buenas intenciones de un bebedor. Hogan había decidido que se encontrarían en St Leonard, y cuando llegó, la mole de piedra del Arthur's Seat estaba ya oculta entre nubes. Ni David Copperfield habría hecho el truco más rápido. Cuando el macizo empezaba a desvanecerse, había lluvia segura. Habían comenzado a caer antes de que llegaran a las afueras. Hogan puso los limpiaparabrisas en movimiento intermitente y poco después, en continuo. En ese momento, ya en la M 74 al sur de Glasgow pasaban a toda velocidad de un carril a otro como el Correcaminos.

– Este tiempo, este tráfico… ¿cómo lo aguantamos? -añadió Hogan.

– ¿Penitencia? -sugirió Rebus.

– ¿Y qué hemos hecho para merecerla?

– Como tú dices, Bobby, algo debe de impedirnos progresar.

– Tal vez seamos sólo vagos.

– No podemos cambiar el tiempo. Respecto al exceso de tráfico, me imagino que se podría hacer algo, pero ninguna medida da resultado, así que ¿para qué molestarse?

– Eso es lo que pasa, nos importa un rábano -dijo Hogan alzando un dedo.

– ¿Crees que es un defecto?

– Una virtud no creo que sea -replicó Hogan encogiéndose de hombros.

– No, no creo.

– Este país se ha ido a la mierda, John. El trabajo está difícil, los políticos con sus hocicos en el abrevadero, la juventud… Qué sé yo -añadió suspirando profundamente.

– ¿Te ha puesto de mal humor el telediario de la mañana, Bobby?

Hogan negó con la cabeza.

– Lo pienso desde hace ya mucho tiempo.

– Vale, gracias por invitarme al confesionario.

– ¿Sabes qué, John? Tú eres más cínico que yo.

– No es verdad.

– Dame un ejemplo.

– Yo, por ejemplo, creo en la otra vida. Y lo que es más, creo que nosotros dos no tardaremos en alcanzarla si sigues pisando tan a fondo el acelerador.

Hogan sonrió por primera vez en la mañana y puso el intermitente para cambiar al carril de menor velocidad.

– ¿Está mejor así? -preguntó.

– Mejor -concedió Rebus.

– ¿Crees de verdad que hay algo después de la muerte? -preguntó Hogan un instante después.

Rebus reflexionó antes de contestar.

– Creía que era un modo de hacer que fueras más despacio -dijo apretando el botón del encendedor, lamentándolo de inmediato; Hogan advirtió su mueca de dolor.

– ¿Todavía te duelen las manos?

– Están mejorando.

– Cuéntame otra vez lo que pasó.

Rebus negó despacio con la cabeza.

– No; hablemos de Carbrae. ¿Crees que vamos a obtener gran cosa de ese Robert Niles?

– Con un poco de suerte averiguaremos algo más que su nombre y su grado -contestó Hogan acelerando otra vez para adelantar.

El Hospital Especial de Carbrae estaba situado, según palabras de Hogan, en «el sobaco sudoroso de Dios sabe dónde». Ninguno de los dos había estado allí y a Hogan le habían dicho que tenían que tomar la A 711 al oeste de Dumfries en dirección a Dalbeattie. Debieron de salirse del desvío, entre maldiciones de Hogan a los camiones que llenaban el carril de marcha lenta impidiéndole leer los indicadores, y tuvieron que seguir hasta Lockerbie para salir de la M 74 y desviarse allí en dirección oeste a Dumfries.

– John, ¿tú estuviste en Lockerbie? -preguntó Hogan.

– Un par de días.

– ¿Recuerdas el follón con los cadáveres que fueron dejando en la pista de hielo? -Rebus lo recordaba: los muertos quedaron pegados al hielo y hubo que descongelar la pista de patinaje-. Eso es lo que quiero decir cuando critico a Escocia, John. Eso lo dice todo.

Rebus no estaba de acuerdo. Pensó que la serena dignidad de la gente de la localidad tras la tragedia del vuelo 103 de Pan Am, decía mucho más de los escoceses. No podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría la población de South Queensferry una vez que el triple circo de policía, periodistas y políticos bocazas se hubieran marchado. Había visto un cuarto de hora del telediario de la mañana en la tele mientras tomaba un café, pero no pudo por menos de quitar el sonido cuando apareció Jack Bell enroscando el brazo alrededor de Kate, pálida como un espectro.

Hogan había comprado varios periódicos al salir de casa antes de reunirse con Rebus y en algunos había fotos de la concentración con el sacerdote cantando y el diputado presentando su petición.

«No puedo pegar ojo; tengo miedo de quién más puede estar rondando por ahí», decía uno de los vecinos.

Miedo: la palabra clave. La mayoría de la gente pasaría su vida sin que le rozara el crimen, pero tenían miedo; un miedo real de algo al acecho. La función del Cuerpo de Policía era conjurar ese miedo, pero muchas veces la Policía resultaba falible e impotente; sólo aparecía después de los hechos para limpiar el desastre en lugar de prevenirlo. Y a veces surgía alguien como Jack Bell y parecía que por fin se iba a hacer algo… Rebus conocía el vocabulario que se manejaba en los congresos de la Policía: proactivo en vez de reactivo. Un periódico sensacionalista lo había cogido al vuelo y apoyaba incondicionalmente la campaña de Jack Bell: «Si las fuerzas de la ley y el orden son incapaces de atajar este problema cada vez más grave, nos corresponde a nosotros como individuos o grupos organizados impedir que la ola de violencia que azota a nuestra sociedad…».

Era fácil redactar un editorial al hilo del discurso del diputado, pensó Rebus. Hogan miró el periódico.

– Ese Bell tiene una buena racha, ¿eh?

– No le durará mucho.

– Eso espero. Ese cabrón mojigato me da náuseas.

– ¿Puedo citar sus palabras, inspector Hogan?

– Los periodistas. Otra de las causas de que este país sea un asco…

* * *

Pararon en Dumfries a tomar un café. El sitio era una mezcla inhóspita de fórmica y mala iluminación, pero dejó de importarles en cuanto les sirvieron unos buenos bocadillos de beicon. Hogan consultó el reloj y calculó que habían pasado casi dos horas en la carretera.

– Al menos está dejando de llover -comentó Rebus.

– Saca las banderas -replicó Hogan.

Rebus decidió cambiar de tema.

– ¿Habías estado antes aquí? -preguntó.

– Seguro que he pasado por Dumfries, pero no lo recuerdo.

– Yo estuve una vez. Con una caravana, en el estuario de Solway.

– ¿Cuándo? -preguntó Hogan chupando la mantequilla de los dedos.

– Hace años… Sammie todavía usaba pañales -añadió Rebus pensando en su hija.

– ¿Sabes algo de ella?

– Me llama de vez en cuando.

– ¿Sigue viviendo en Inglaterra? -Rebus asintió con la cabeza-. Suerte que tiene. -Hogan abrió el panecillo y quitó una tira de grasa del beicon-. La dieta escocesa. Otra de las maldiciones.

– Por Dios, Bobby, ¿quieres que te lleve a Carbrae y te ingrese? Podrías inscribirte como señor Gruñón y actuar para un público cautivo.

– Me refiero a que…

– ¿A qué te refieres? ¿A que tenemos mal tiempo y un asco de comida? ¿Por qué no le dices a Grant Hood que te organice una conferencia de prensa por todo lo alto a ver qué les parecen tus opiniones a todos los cabrones de este país?

Hogan se concentró en el bocadillo, mascando despacio sin tragar.

– A lo mejor hemos estado demasiado tiempo encerrados en el coche -comentó finalmente.

– Lo que llevas es demasiado tiempo con el caso de Port Edgar -replicó Rebus.

– Sólo llevamos…

– Me da igual el tiempo que llevemos. No irás a decirme que duermes tus horas, que te desconectas cuando llegas a casa, que delegas tareas y que gracias a que compartes con los demás…

– Entendido -dijo Hogan-. Pero a ti te he traído, ¿no?

– Menos mal, pero sospecho que antes has venido tú solo.

– ¿Y?

– Y que no tenías a nadie con quien lamentarte -replicó Rebus mirándole-. ¿Te sientes mejor ahora que te has desahogado?

– Quizá tengas razón -dijo Hogan sonriente.

– Vaya, hombre, ¿hemos sentado un precedente?

Acabaron los dos riendo. Hogan se empeñó en pagar la cuenta y Rebus dejó la propina. Volvieron al coche y encontraron la carretera de Dalbeattie. Quince kilómetros más adelante, un indicador a la derecha les dirigía hacia una pista estrecha con hierba en el centro.

– No hay mucho tráfico -comentó Rebus.

– Queda un poco a desmano para las visitas -añadió Hogan.

Carbrae era una construcción de los progresistas años sesenta, un edificio en forma de caja alargada con anexos aislados. No los vieron hasta que aparcaron, se identificaron en la garita de entrada y los fueron a buscar para acompañarlos entre los gruesos muros de hormigón. Había un perímetro exterior de alambre de espino de siete metros de altura con cámaras de seguridad a cada trecho. En la puerta del edificio les entregaron un pase individual plastificado que se colgaron al cuello de una cinta roja. Había letreros de advertencia para las visitas señalando los objetos no autorizados: comida y bebida, periódicos y revistas y objetos punzantes. No se podía entregar nada a los pacientes sin previa consulta con los empleados. Estaban prohibidos los móviles. «Cualquier cosa, por inofensiva que parezca, puede perturbar a los pacientes, ¡PREGUNTEN en caso de duda!»

– ¿Tú crees que podemos perturbar a Robert Niles? -preguntó Hogan mirando a Rebus.

– Nosotros no somos así, Bobby -dijo él desconectando el móvil.

En ese momento entró un ordenanza y entraron.

Cruzaron un patio ajardinado con parterres de flores. Vieron caras en algunas ventanas. Las ventanas no tenían reja. Rebus había esperado que los ordenanzas serían forzudos, callados e irían discretamente vestidos con bata blanca o uniforme similar. Sin embargo, su guía, que dijo llamarse Billy, era bajo y jovial, vestía una camiseta corriente y vaqueros y calzaba zapatos de suela de goma. A Rebus le asaltó el inquietante pensamiento de que los locos, tras apoderarse del centro, habían encerrado a los vigilantes. Eso explicaría el semblante radiante de Billy. O quizás había hecho una incursión a las existencias de la farmacia.

– La doctora Lesser les está esperando -dijo el guía.

– ¿Y Niles?

– Hablarán con él en su presencia. No le gusta que entren extraños a su habitación.

– ¿Ah, no?

– Él es así -añadió Billy encogiéndose de hombros, como queriendo decir «todos tenemos nuestras manías».

Pulsó unos números en un panel de la puerta y sonrió hacia una cámara enfocada hacia él. La puerta se abrió y entraron en el hospital.

Olía a… no exactamente medicinas. ¿Qué era? Rebus se dio cuenta finalmente de que era el aroma de moquetas nuevas; concretamente la de color azul que cubría el pasillo por el que caminaban. Olía también a recién pintado; «verde manzana», creyó haber leído Rebus en las latas de tamaño industrial. Las paredes estaban adornadas con láminas pegadas con Blu-tac. No había marcos ni chinchetas. Reinaba el silencio. La alfombra amortiguaba sus pasos y no había música estridente ni gritos. Billy se detuvo ante una puerta al fondo del pasillo.

– ¿Doctora Lesser?

La mujer estaba sentada a una mesa de despacho moderna. Les sonrió y les miró por encima de sus gafas de media luna.

– Por fin están aquí -dijo.

– Perdone, llegamos un poco tarde -dijo Hogan disculpándose.

– No es eso -replicó ella-. Es que muchos pasan de largo el desvío y nos llaman diciendo que se han perdido.

– Nosotros no.

– Ya lo veo.

Se había levantado para estrecharles la mano. Hogan y Rebus se presentaron.

– Gracias, Billy -dijo. Billy inclinó la cabeza a modo de saludo y se retiró-. ¿No van a pasar? No muerdo -añadió sonriendo otra vez.

Rebus pensó si aquello sería parte del trabajo en Carbrae.

Tenía un despacho pequeño y agradable. Había un sofá amarillo de dos plazas, librería y tocadiscos. No había archivadores, y Rebus supuso que tendrían a buen recaudo los expedientes de los internos. La doctora Lesser dijo que la llamasen Irene. Tendría veintitantos años o poco más de treinta, pelo castaño, por debajo de los hombros. El color de sus ojos era igual al de las nubes que a primera hora de la mañana habían velado el Arthur's Seat.

– Siéntense, por favor -tenía acento inglés.

Rebus pensó que de Liverpool.

– Doctora Lesser… -comenzó a decir Hogan.

– Irene, por favor.

– Ah, sí -añadió Hogan haciendo una pausa indeciso respecto a dirigirse a ella por su nombre de pila. Si lo hacía, ella utilizaría el nombre de él, y parecería demasiado familiar-. ¿Comprende a qué hemos venido?

La doctora asintió con la cabeza. Había arrimado una silla para sentarse frente a ellos. Rebus advirtió que el sofá les resultaba estrecho. Entre Hogan y él pesarían más de ciento cincuenta kilos.

– Y ustedes comprenderán -dijo Lesser- que Robert tiene derecho a no contestar. Si empieza a ponerse nervioso, la entrevista se termina. Definitivamente.

Hogan asintió con la cabeza.

– Usted estará presente, naturalmente -dijo.

Ella levantó una ceja.

– Naturalmente -repitió.

Aunque era la respuesta que esperaban, les decepcionó.

– Doctora -intervino Rebus-, tal vez pueda usted anticiparnos algo. ¿Qué cabe esperar del señor Niles?

– No me gusta antici…

– ¿Hay, por ejemplo, algo que no debamos mencionar? ¿Palabras clave?

La doctora dirigió una mirada admirativa a Rebus.

– No hablará de lo que hizo con su esposa.

– No es ése el objeto de nuestra visita.

Lesser reflexionó un instante.

– No sabe que su amigo ha muerto -añadió.

– ¿No sabe que Herdman ha muerto? -repitió Hogan.

– En general, a los pacientes no les interesan las noticias.

– ¿Prefiere usted que eso siga siendo así? -añadió Rebus.

– Supongo que no tendrán necesidad de explicarle cuál es su interés por el señor Herdman.

– Tiene razón, no hay motivo. Debemos procurar que no se nos vaya la lengua, ¿eh, Bobby? -dijo Rebus mirando a Hogan.

Hogan asintió con la cabeza y en ese momento oyeron llamar a la puerta que seguía abierta. Los tres se levantaron. Un hombre fuerte y alto esperaba en el umbral. Tenía cuello de toro y tatuajes en los brazos. Por un instante, Rebus pensó «éste sí que debe de ser un vigilante». Al ver la cara de Lesser comprendió que el gigante era Robert Niles.

– Robert -dijo la doctora sonriente de nuevo, pero Rebus intuyó que la mujer estaba pensando si Niles llevaría mucho tiempo en la puerta y qué es lo que había oído.

– Billy me ha dicho… -Su voz resonaba como un trueno.

– Sí, sí; adelante, entra.

En cuanto Niles entró, Hogan cerró la puerta.

– No, no -ordenó Lesser-. Aquí siempre dejamos la puerta abierta.

Cabían dos interpretaciones: o no tenían nada que ocultar o era una manera de prevenir una posible agresión de los reclusos.

Lesser hizo un gesto a Niles para que sentase en la silla que ella había ocupado y a continuación se sentó detrás de la mesa. Niles tomó asiento y los dos policías hicieron lo propio, encajándose como pudieron en el estrecho sofá.

Niles les miró con la cabeza gacha y mirada sombría.

– Robert, a estos señores les gustaría hacerte unas preguntas.

– ¿Qué preguntas?

Niles vestía una camiseta blanca impecable y pantalones de deporte grises. Rebus trataba de apartar la vista de los tatuajes. Eran viejos, probablemente de sus años en el Ejército. Cuando él era soldado, al terminar el período de instrucción fue el único que no quiso celebrarlo haciéndose tatuajes durante el primer permiso. Los de Niles incluían un cardo, un par de serpientes enroscadas y un puñal envuelto en una bandera. Rebus suponía que el puñal estaría relacionado con su época en las SAS, a pesar de que en esa unidad no estaban bien vistos los adornos: los tatuajes, como las cicatrices, eran signos de identificación y en caso de captura podían agravar la situación del soldado.

Hogan decidió tomar la iniciativa.

– Queremos hacerle unas preguntas sobre su amigo Lee.

– ¿Lee?

– Lee Herdman, que a veces viene a visitarle.

– A veces, sí. -Niles vocalizó despacio las palabras, y Rebus se preguntó cómo sería de fuerte su medicación.

– ¿Hace mucho que no le ve?

– Hará unas semanas… creo -dijo Niles volviendo la cabeza hacia la doctora Lesser, quien asintió con la cabeza para disipar sus dudas.

Probablemente el tiempo no contaba mucho en Carbrae.

– ¿De qué hablan cuando viene a verle?

– De los viejos tiempos.

– ¿De algo en concreto?

– No… de los viejos tiempos. Entonces sí vivíamos bien.

– ¿Opinaba Lee lo mismo? -preguntó Hogan aspirando aire al terminar, al percatarse de que había utilizado el pretérito para Herdman.

– ¿Qué es lo que quieren? -dijo Niles con otra mirada hacia Lesser, que a Rebus le recordó un animal amaestrado que pide instrucciones a su dueño-. ¿Tengo que estar aquí?

– Robert, la puerta está abierta -dijo la doctora señalando con la mano hacia ella-, ya lo sabes.

– Señor Niles -dijo Rebus inclinándose levemente-, Lee ha desaparecido y queremos averiguar qué ha sucedido.

– ¿Ha desaparecido?

Rebus se encogió de hombros.

– Desde South Queensferry hasta aquí hay un viaje largo en coche. Debían de ser muy amigos.

– Servimos juntos en el Ejército.

Rebus asintió con la cabeza.

– En el regimiento de las SAS -dijo-. ¿En la misma compañía?

– En el escuadrón C.

– Yo también estuve a punto de ingresar -añadió Rebus con una sonrisa-. Era paracaidista… y solicité el ingreso.

– ¿Y qué pasó?

Rebus trataba de no pensar en aquellos tiempos que tantos horrores evocaban para él.

– Me catearon en el entrenamiento.

– ¿Hasta dónde llegó?

Era más fácil decir la verdad que mentir.

– Aprobé todo menos la parte psicológica.

Una gran sonrisa cruzó el rostro de Niles.

– Le machacaron.

Rebus asintió con la cabeza.

– Como un puto huevo, compañero.

«Compañero», lenguaje militar.

– ¿Cuándo fue eso?

– A principios de los setenta.

– Yo ingresé algo más tarde -dijo Niles recordando-. Tuvieron que cambiar las pruebas. Antes eran mucho más duras.

– A mí me tocó.

– ¿Le machacaron en las pruebas? ¿Qué le hicieron? -preguntó Niles entrecerrando los ojos.

Estaba más despierto ahora que sostenía una conversación en la que alguien contestaba a sus preguntas.

– Me encerraron en un calabozo con ruidos constantes y la luz permanentemente encendida. Se oían ruidos y gritos de otras celdas.

Rebus era consciente de que todos estaban pendientes de él. Niles dio una palmada.

– ¿Y el helicóptero? -preguntó. Cuando Rebus asintió, Niles dio otra palmada y se volvió hacia la doctora-. Te tapaban la cabeza con un saco, te subían a un helicóptero y te decían que si no confesabas te tiraban. ¡El helicóptero volaba a sólo dos metros del suelo pero no lo sabíamos! -Se volvió hacia Rebus-. Es una auténtica putada -añadió tendiendo la mano al inspector.

– Ya lo creo -dijo Rebus tratando de abstraerse del agudo dolor que le produjo el apretón de Niles.

– A mí me parece una barbarie -comentó la doctora, que había palidecido.

– O te rompes o te haces -replicó Niles.

– A mí me rompió -dijo Rebus-. Y usted, Robert, ¿se hizo?

– Durante un tiempo, sí -respondió Niles algo más calmado-. Pero cuando sales de allí… es cuando te amasa.

– ¿Por qué?

– Por todo lo que has… -Enmudeció como una estatua. ¿Sería por efecto de algún medicamento? Vieron que la doctora les hacía un gesto para que no se preocuparan. Era simplemente que el gigantón pensaba-. Yo conocí a algunos paracaidistas -prosiguió-. Eran duros los cabrones.

– Yo estuve en la segunda compañía de infantería ligera, en los paracaidistas -dijo Rebus.

– Entonces, sirvió en el Ulster.

Rebus asintió con la cabeza.

– Y en otras partes -añadió.

Niles se tocó la aleta de la nariz y Rebus imaginó aquellos dedos empuñando un puñal y cortando un cuello suave y blanco de mujer.

– Punto en boca -dijo Niles.

Pero a Rebus la palabra que no se le iba de la cabeza era «cuello».

– La última vez que vio a Lee, ¿lo encontró normal? -le pregunto con tono tranquilo-. ¿Sabe si le preocupaba algo?

Niles negó con la cabeza.

– Lee siempre pone al mal tiempo buena cara. Yo nunca sé si está deprimido.

– Pero ¿le consta que a veces está deprimido?

– Estamos entrenados para que no se note. ¡Somos hombres!

– Exacto -apostilló Rebus.

– El Ejército no quiere lloricas. Los lloricas son incapaces de matar a un desconocido o de lanzarle una granada. Tienes que ser capaz… te entrenan para… -No le salían las palabras y retorció las manos como para hacerlas salir retorciéndolas. Miró a Rebus y Hogan-. A veces… a veces no saben cómo desconectarnos.

– ¿Cree que ése es también el caso de Lee?

Niles le miró fijamente.

– Ha hecho algo, ¿verdad?

Hogan se mordió la lengua y miró a la doctora en busca de ayuda, pero ya era demasiado tarde. Niles comenzó a levantarse despacio de la silla.

– Me voy -dijo yendo hacia la puerta.

Hogan abrió la boca para decir algo pero Rebus le tocó en el brazo para contenerlo, sabiendo que probablemente estuviera a punto de lanzar una granada en la sala: «Su amigo se ha suicidado llevándose a unos colegiales por delante»… La doctora Lesser se levantó y se acercó a la puerta, para asegurarse de que Niles se había marchado realmente. Una vez que lo hubo comprobado se sentó en la silla vacía.

– Es muy despierto -comentó Rebus.

– ¿Despierto?

– Quiero decir que conserva bastante el control. ¿Es por la medicación?

– La medicación desempeña su papel -dijo la doctora cruzando las piernas enfundadas en el pantalón.

Rebus advirtió que no llevaba ninguna joya, ni pendientes, ni pulseras ni collar.

– Cuando se «cure»… ¿volverá a la cárcel?

– La gente piensa que ingresar aquí es una suerte. Pero no es así, créanme.

– No me refería a eso. Lo decía por…

– Si no recuerdo mal -terció Hogan-, Niles no llegó a explicar el motivo por el que degolló a su esposa. ¿Se ha sincerado en ese sentido con usted, doctora?

Ella le miró sin pestañear.

– Eso no tiene nada que ver con su visita.

– Es cierto. Era simple curiosidad -añadió Hogan encogiéndose de hombros.

La doctora se volvió hacia Rebus.

– Tal vez sea una especie de lavado de cerebro -dijo.

– ¿A qué se refiere? -inquirió Hogan.

Fue Rebus quien le contestó:

– La doctora está de acuerdo con Niles: piensa que el Ejército entrena a hombres para matar y luego no los desconecta antes de su vuelta a la vida civil.

– Hay muchas evidencias documentadas sobre eso -añadió Lesser con una leve palmada de ambas manos en los muslos para indicarles que había concluido la visita.

Rebus se levantó a la vez que ella, pero Hogan se mostró reacio.

– Doctora, hemos venido desde muy lejos -dijo.

– No creo que vayan a obtener nada de Robert. Hoy no.

– No sé si nos será posible volver.

– Eso es decisión suya, por supuesto.

Hogan se puso finalmente en pie.

– ¿Con qué frecuencia ve a Niles? -preguntó.

– Todos los días.

– Me refiero cara a cara.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Quizá cuando lo vea la próxima vez, pueda preguntarle sobre su amigo Lee.

– Quizás.

– Y si le dice algo…

– Eso quedará entre él y yo.

Hogan asintió con la cabeza.

– La confidencialidad sobre el paciente -dijo-. Lo que sucede es que hay unos padres que han perdido a sus hijos. Tampoco estaría mal que por primera vez pensara usted en las víctimas. -El tono de Hogan se había endurecido. Rebus tiraba de él hacia la puerta.

– Disculpe a mi colega -dijo a la doctora-. Comprenda que un caso como éste influye en el ánimo.

– Sí… naturalmente -replicó ella suavizando levemente la expresión-. Si esperan un momento, llamaré a Billy.

– Creo que podremos encontrar la salida -dijo Rebus, pero nada más salir al pasillo vieron que Billy venía hacia ellos-. Gracias por su ayuda, doctora. Bobby -añadió-, da las gracias a la amable doctora.

– Gracias, doctora -atinó a gruñir Hogan soltándose de Rebus y echando a andar por el pasillo.

Rebus se disponía a seguirle cuando oyó que la doctora le llamaba y se dio la vuelta.

– Inspector Rebus, quizá debería hablar con alguien. Me refiero a un psicólogo.

– Hace treinta años que dejé el Ejército, doctora Lesser.

– Sí, es mucho tiempo soportando una carga -dijo ella asintiendo con la cabeza-Piénselo, ¿sabe?

Rebus asintió con la cabeza, mientras seguía caminando hacia atrás. La saludó con la mano. Se volvió y se alejó por el pasillo sintiendo su mirada clavada en él. Hogan, ofuscado, caminaba unos pasos delante de Billy y Rebus llegó a la altura del ordenanza.

– Ha sido una visita útil -dijo sabiendo que Hogan lo oiría.

– Me alegro.

– El viaje ha valido la pena.

Billy asintió con la cabeza satisfecho de que a alguien más le hubiera ido bien aquel día.

– Billy -dijo Rebus poniéndole la mano en el hombro-, ¿el libro de visitas está aquí o en la entrada?

El joven le miró desconcertado.

– ¿No oyó lo que dijo la doctora?

Rebus insistió.

– Es para comprobar la fecha de las visitas de Lee Herdman.

– El libro está en la entrada.

– Pues allí le echaremos un vistazo -añadió Rebus desarmándole con una sonrisa irresistible-. ¿No podríamos tomar un café de paso?

En la dependencia de control había un hervidor y en cuanto el vigilante se dispuso a prepararles dos cafés de sobre, el ordenanza les dejó.

– ¿Tú crees que irá a decírselo a Lesser? -preguntó Hogan en voz baja.

– Hay que actuar lo más rápido posible.

No fue fácil porque el vigilante entabló conversación con ellos preguntándoles cómo era el trabajo en el DIC. Probablemente el hombre estaba aburrido de estar solo todo el día en su garita, con una batería de cámaras de circuito cerrado y unos cuantos coches que controlar cada hora. Hogan se encargó de tenerle entretenido contándole anécdotas, la mayor parte de las cuales Rebus sospechaba que eran inventadas. El registro de visitas era un anticuado libro de contabilidad con sus respectivas columnas para la fecha, la hora, el nombre y la dirección del visitante y la persona visitada. La última estaba a su vez dividida en dos espacios para la firma del paciente y del médico. Rebus comenzó a comprobar nombres de visitantes y recorrió rápidamente con el dedo tres páginas hasta dar con el de Lee Herdman. Casi exactamente hacía un mes; así que el cálculo de Niles no era tan inexacto. Un mes antes, otra visita. Rebus lo apuntó en su bloc sin apenas poder apretar el bolígrafo. Por lo menos no volvían a Edimburgo en blanco.

Hizo una pausa para dar un sorbo a la taza desconchada con dibujo de flores y el café le supo a una de esas mezclas de oferta de supermercado con profusión de achicoria. Su padre solía comprar aquel tipo de café por ahorrar unos peniques. Una vez, cuando él era adolescente, se le ocurrió llevar a casa otro más caro, pero su padre no lo había querido.

– Está bueno el café -le dijo al vigilante, que pareció complacido.

– Ya vamos acabando -dijo Hogan, harto de contar historias.

Rebus asintió con la cabeza, pero volvió a echar un último vistazo al libro, esta vez no a la columna de visitantes sino a la de pacientes visitados.

– Viene compañía -le previno Hogan señalándole la pantalla de uno de los monitores que encuadraba a Billy y a la doctora Lesser saliendo del hospital y caminando por el jardín.

Rebus volvió a mirar el libro y vio el nombre R. Niles otra vez. R.Niles/dra. Lesser: otro visitante que no era Lee Herdman.

«¡Cómo no se nos ocurriría preguntarle!» A Rebus le entraban ganas de abofetearse.

– Larguémonos de aquí, John -dijo Hogan dejando la taza.

Pero Rebus no se movía. Le miró fijamente y él le hizo un guiño. En ese momento se abrió la puerta y la doctora irrumpió.

– ¿Quién les ha dado permiso para consultar informes confidenciales? -espetó.

– Olvidamos preguntarle si Niles había tenido otras visitas -respondió Rebus imperturbable. Señaló la página con el dedo-. Ese Douglas Brimson, ¿quién es?

– Eso a usted no le importa.

– ¿Ah, no? -replicó Rebus anotando el nombre en su bloc.

– ¿Qué hace?

Rebus cerró el bloc y lo guardó en el bolsillo dirigiendo a Hogan un gesto con la cabeza para indicarle que podían marcharse.

– Gracias de nuevo, doctora -dijo Hogan dispuesto a salir de la garita.

Ella, sin hacerle caso, miró furiosa a Rebus.

– Daré parte de esto -dijo.

Él se encogió de hombros.

– De todos modos, me suspenderán del servicio activo antes de que acabe el día. Gracias otra vez por su colaboración.

Se deslizó entre ella y la puerta y siguió a Hogan.

– Me siento mejor -dijo Billy-. Ha sido de chiripa, pero es un tanto.

– Un tanto de chiripa siempre viene bien -concedió Rebus.

Hogan se detuvo junto al Passat y buscó el mando en el bolsillo.

– ¿Douglas Brimson? -preguntó.

– Otro de los visitantes de Niles -contestó Rebus-. Vive en Turnhouse.

– ¿En Turnhouse? ¿El aeropuerto? -preguntó Hogan.

Rebus asintió.

– Pero ¿qué puede haber allí?

– ¿Aparte del aeropuerto, quieres decir? -Rebus se encogió de hombros-. Quizá valga la pena averiguarlo -añadió en el momento en que se oía el sonido sordo de la apertura centralizada del mando a distancia.

– ¿Qué es eso de que esperas que te suspendan de servicio?

– Algo tenía que decir.

– ¿Y se te ocurrió eso?

– Por Dios, Bobby, pensaba que habíamos dejado atrás a la psicóloga.

– Si hay algo que yo deba saber, John…

– No hay nada.

– He sido yo quien te ha metido en esta investigación y puedo echarte cuando quiera. No lo olvides.

– Qué bien se te da dar ánimos a la gente, Bobby -dijo Rebus cerrando la portezuela.

Iba a ser un largo viaje.

Capítulo 9

ALÉGRAME EL DÍA (C.O.D.Y.).

Siobhan volvió a mirar la nota. Era la misma caligrafía que la del día anterior, estaba segura. Era correo normal, pero había llegado en un día. La dirección de St Leonard era exacta, hasta el código postal. Esta vez no había ningún nombre, pero no hacía falta, ¿verdad? Precisamente era lo que pretendía el autor.

¿Lo de «Alégrame el día» sería una referencia a Harry el Sucio de Clint Eastwood? ¿A quién conocía que se llamara Harry? A nadie. No estaba segura de que tuviera que desentrañar el significado de C.O.D.Y., pero de pronto comprendió lo que quería decir: Come On, Die Young; [1] lo sabía porque era el título de un disco de Mogwai que había comprado no hacía mucho. Un tema sobre pandilleros grafiteros americanos o algo así. Aparte de ella, ¿a quién conocía que le gustara Mogwai? Ella le había prestado a Rebus dos cedés hacía dos meses pero, aparte de eso, nadie en la comisaría conocía sus gustos musicales. Grant Hood había ido a su piso algunas veces… y Eric Bain también. Quizá no tenía por qué significar nada, o era otra cosa menos obvia. Suponía que la mayoría de los seguidores del grupo era gente más joven que ella, adolescentes o veinteañeros. Y probablemente varones. Mogwai hacía música instrumental y mezclaba guitarras con ruidos estridentes. En aquel momento no recordaba si Rebus le había devuelto los cedés. ¿Sería uno de ellos Come On, Die Young?

Sin darse cuenta se había apartado de su mesa para acercarse a la ventana y mirar hacia St Leonard's Lane. En el DIC no quedaba nadie; habían concluido ya los interrogatorios relacionados con el caso de Port Edgar. Había que hacer las transcripciones y la recopilación, introducir todos los datos en el sistema informático y comprobar si la tecnología lograba establecer conexiones que hubieran escapado a la capacidad de los mortales.

El autor de la carta quería que le hiciera feliz. ¿A él? Volvió a examinar la escritura. Tal vez un perito pudiera determinar si era una caligrafía masculina o femenina. Sospechaba que el autor había desfigurado su modo de escribir y por eso era una letra tan garabateada. Volvió a su mesa y llamó a Ray Duff.

– Ray, soy Siobhan. ¿Puedes decirme algo?

– Buenos días, sargento Clarke. ¿No te dije que te llamaría en cuanto encontrara algo, si lo encontraba?

– O sea ¿que no has descubierto nada?

– O sea, que estoy de trabajo hasta el cuello. O sea, que no he tenido tiempo de hacer nada respecto a tu carta, por lo que sólo puedo presentarte mis disculpas y alegar que soy un simple ser humano.

– Perdona, Ray -dijo ella con un suspiro pellizcándose el puente de la nariz.

– ¿Has recibido otra?

– Sí.

– ¿Una ayer y otra hoy?

– Exacto.

– ¿Me la vas a enviar?

– Creo que me quedaré con ésta, Ray.

– Te llamaré en cuanto tenga algo.

– Ya lo sé. Perdona que te haya molestado.

– Siobhan, habla con alguien.

– Ya lo he hecho. Adiós, Ray.

Cortó la comunicación y llamó a Rebus al móvil, pero no contestaba. No se molestó en dejarle un mensaje. Dobló el papel, volvió a meterlo en el sobre y se lo guardó en el bolsillo. Tenía encima de su mesa el portátil de un adolescente muerto: su tarea de aquel día. El ordenador guardaba más de cien archivos; algunos serían programas, pero la mayoría eran documentos creados por Derek Renshaw. Ya había examinado algunos -correspondencia y deberes del colegio-, pero no había nada sobre el accidente de coche en el que había muerto su amigo. Parecía estar diseñando una fanzine de jazz. Había páginas maquetadas y fotos escaneadas, algunas bajadas de la Red. Derek tenía mucho entusiasmo, pero redactar no era su fuerte: «Miles fue un innovador, desde luego, pero luego fue más bien un cazatalentos que dio oportunidades a muchos noveles pensando en que algo se le pegaría…». Esperaba que Miles hubiera sido capaz de quitarse lo que se le había pegado, pensó Siobhan. Se sentó ante el portátil y lo contempló tratando de concentrarse. No paraba de darle vueltas en la cabeza a la palabra C.O.D.Y.; quizá fuese una pista… que conducía a alguien con ese apellido. No creía conocer a nadie que se apellidara Cody, pero por un instante tuvo la idea absurda de que Fairstone estaba vivo y que el cadáver calcinado era el de un tal Cody. Desechó aquella idea, inspiró hondo y decidió ponerse a trabajar.

Y se dio contra una pared. No podía entrar en el correo electrónico de Derek Renshaw sin la contraseña. Cogió el teléfono y llamó a South Queensferry, agradecida de que contestara la hermana en vez del padre.

– Kate, soy Siobhan Clarke.

– Sí.

– Tengo aquí el ordenador de Derek.

– Me lo ha dicho mi padre.

– El caso es que se me olvidó preguntar la contraseña.

– ¿Para qué la necesita?

– Para ver los últimos mensajes en la bandeja de entrada del correo electrónico.

– ¿Por qué?

La joven replicaba en tono exasperado, como con ganas de interrumpir la conversación.

– Porque es nuestro trabajo, Kate. -Se hizo un silencio-. ¿Kate?

– ¿Qué?

– Pensaba que me habías colgado.

– Ah… de acuerdo.

Se cortó la comunicación. Kate Renshaw acababa de colgar. Siobhan lanzó una maldición para sus adentros y decidió intentarlo más tarde o decirle a Rebus que lo hiciera él. Al fin y al cabo, era de la familia. Por otra parte, tenía la carpeta con los mensajes antiguos de Derek y para eso no necesitaba contraseña. Descubrió que el joven había guardado los mensajes de cuatro años. Esperaba que hubiera sido cuidadoso y hubiese limpiado toda la basura. Llevaba cinco minutos revisándolos y ya estaba aburrida de encontrar últimos resultados deportivos y crónicas de partidos de rugby cuando sonó el teléfono. Era Kate Renshaw.

– Lo siento mucho -dijo la voz.

– No te preocupes. No pasa nada.

– Sí que pasa. Usted sólo intentaba hacer su trabajo.

– Eso no significa que a ti tenga que gustarte. Si te digo la verdad, a mí hay veces que tampoco me gusta.

– La contraseña es Miles.

Naturalmente. No habría tardado ni cinco minutos en deducirlo.

– Gracias, Kate.

– A Derek le gustaba mucho conectarse. Al principio papá se quejaba de las facturas de teléfono.

– Supongo que Derek y tú estaríais bastante unidos, ¿no?

– Pues sí.

– No todos los chicos revelan la contraseña a su hermana.

Se oyó un resoplido, como una risita sarcástica.

– Es que la adiviné; la acerté a la tercera. El tenía que adivinar la mía y yo la suya.

– ¿Y te la adivinó?

– Estuvo varios días dándome la lata, cada poco venía con nuevas ideas.

Siobhan apoyó el codo en su propio ordenador y dejó descansar la cabeza en el puño. A lo mejor se prolongaba la conversación, porque Kate necesitaba hablar de sus recuerdos de Derek.

– ¿Teníais los mismos gustos musicales?

– Qué va. La música que a él le gustaba es ésa de mirarse el ombligo. El se pasaba horas en su cuarto, y si entrabas te lo encontraba con las piernas cruzadas en la cama y la cabeza en las nubes. Intenté llevarlo a alguna discoteca, pero me dijo que le deprimían. -Otro sonido despectivo-. Bueno, cada cual tiene sus gustos. ¿Sabe que una vez le dieron una paliza?

– ¿Dónde?

– En el centro, y creo que fue cuando empezó a no salir mucho de casa. Fueron unos chicos con quienes se tropezó a los que no les gustó su acento «pijo». Hay muchos de ésos, ¿sabe? Dicen que somos esnobs y que nuestros padres son unos ricachos de mierda que nos pagan el colegio. Lo que sucede es que ellos son de barrios pobres y casi todos acaban en el paro y ahí empieza todo.

– ¿Qué es lo que empieza?

– La agresividad. Recuerdo que en mi último curso en Port Edgar recibimos una carta «recomendándonos» no ir de uniforme por la ciudad si no íbamos en una excursión del colegio. -Lanzó un profundo suspiro-. Mis padres se privaron de todo para que nosotros pudiéramos ir a un colegio de pago y, mire por dónde, quizá fue eso el motivo de su ruptura.

– No lo creo, Kate.

– Muchas de sus peleas eran por cuestiones de dinero.

– De todos modos…

Se hizo un silencio.

– He estado buscando en internet, mirando cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– De todo… para intentar figurarme por qué lo hizo.

– ¿Te refieres a Lee Herdman?

– Hay un libro escrito por un americano; un psiquiatra o algo así. ¿Sabe cómo se titula?

– ¿Cómo?

– Los hombres malos hacen lo que los buenos sueñan. ¿Cree que es cierto?

– Tendría que leer el libro.

– Creo que lo que dice es que todos llevamos dentro el potencial de… bueno, ya sabe…

– No, de eso no sé nada -replicó Siobhan, que no había dejado de pensar en Derek Renshaw.

Lo de la paliza tampoco aparecía en los archivos del ordenador. Tenía muchos secretos.

– Kate, ¿puedo preguntarte una cosa?

– ¿Qué?

– Derek no estaba deprimido ni nada así, ¿verdad? Quiero decir que le gustaba el deporte, los partidos…

– Sí, pero cuando volvía a casa…

– ¿Prefería meterse en su cuarto? -preguntó Siobhan.

– Sí, a oír jazz y a navegar.

– ¿Tenía algunos sitios concretos preferidos?

– Entraba en un par de chats.

– ¿Sobre deportes y jazz?

– Ha dado en el clavo. -Hizo una pausa-. ¿Recuerda aquello que le dije sobre los padres de Stuart Cotter?

Stuart Cotter era la víctima del accidente de coche.

– Sí -contestó Siobhan.

– ¿Pensó usted que estaba loca? -añadió Kate en tono más suave.

– No te preocupes; lo investigaremos.

– Escuche, lo dije por decir. En realidad, no creo que los padres de Stuart fueran capaces de una cosa así.

– Comprendo, Kate. -Volvió a hacerse un largo silencio-. ¿Me has vuelto a colgar?

– No.

– ¿Quieres hablar de alguna otra cosa?

– No, usted tiene trabajo.

– Pero puedes llamar cuando quieras, Kate. En cualquier momento que tengas ganas de hablar.

– Gracias, Siobhan. Es muy amable.

– Adiós, Kate.

Siobhan cortó la comunicación y volvió a centrarse en la pantalla. Palpó con la palma de la mano el bolsillo de la chaqueta y tocó el sobre.

C.O.D.Y.

De pronto no le pareció tan importante.

Se puso a trabajar de nuevo; enchufó el portátil a una línea telefónica y utilizó la contraseña de Derek para acceder a un montón de mensajes nuevos, basura en su mayor parte o resultados deportivos. Había algunos firmados con nombres que reconoció por los antiguos archivos. Amigos de todo el mundo que compartían sus gustos y que Derek probablemente conocía únicamente a través de la red. Amigos que no sabían que él había muerto.

Enderezó la espalda y sintió crujir las vértebras. Tenía el cuello rígido y vio, al mirar el reloj, que ya pasaba de la hora del almuerzo. Aunque no tenía hambre, debía tomar algo. Lo que verdaderamente le apetecía era un espresso doble, quizá con chocolate. La combinación de azúcar y cafeína que hace que el mundo siga en marcha.

«No pienso ceder a la tentación», pensó. Iría al Cobertizo de Máquinas, donde servían comidas orgánicas e infusiones. Cogió un libro de bolsillo y el móvil del bolso, que guardó en el cajón inferior de la mesa.

Cerró con llave. Nunca se toman bastantes precauciones en una comisaría. El libro era una crítica sobre la música rock escrito por una poeta novel, y hacía tiempo que quería terminar de leerlo. Cuando ella salía del DIC entraba Hi-Ho Silvers.

– George, me voy a almorzar -dijo.

– ¿Te importa que te acompañe? -preguntó él mirando la oficina vacía.

– Lo siento, George, pero tengo una cita -dijo, mintiendo alegremente-. Además, alguien tiene que vigilar el fuerte.

Bajó la escalera y salió de la comisaría por la puerta principal para dar la vuelta hacia St Leonard's Lane. Iba mirando la pantalla del móvil por si había mensajes cuando sintió una pesada mano en el hombro y una voz profunda que graznaba: «Hola». Giró sobre sus talones, dejando caer el libro y el móvil, y agarró con fuerza una muñeca retorciéndola hacia abajo para obligar al agresor a caer de rodillas.

– ¡La puta que me…! -exclamó el hombre casi sin respiración.

Siobhan sólo le veía la parte superior de la cabeza. Pelo corto peinado con algunos mechones en punta; vestía un traje marengo y era un tipo fuerte pero no alto.

No era Martin Fairstone.

– ¿Quién es usted? -le preguntó entre dientes, sin soltarle la muñeca pegada a la espalda.

Oyó que se abrían y cerraban las portezuelas de algunos coches y vio que un hombre y una mujer se acercaban corriendo.

– Sólo quería hablar con usted. Soy periodista. Me llamo Holly… Steve Holly -farfulló el desconocido.

Siobhan le soltó y Holly se sujetó el brazo dolorido mientras se levantaba.

– ¿Qué sucede? -preguntó la mujer.

Siobhan vio que era Whiteread, la investigadora del Ejército, acompañada de Simms, quien le sonreía complacido por su rapidez de reflejos.

– Nada -respondió ella.

– Pues no lo parece -replicó Whiteread mirando fijamente a Steve Holly.

– Es periodista -añadió Siobhan.

– De haberlo sabido, habríamos tardado un poco más en intervenir -comentó Simms.

– Gracias -musitó Holly restregándose el codo y mirando a Whiteread y a Simms-. A ustedes les conozco; les he visto antes, delante del piso de Lee Herdman, si no me equivoco. Creía que conocía a todos los polis de St Leonard -añadió irguiéndose y tendiendo una mano a Simms, tomándole por el superior-. Me llamo Steve Holly.

Simms miró a Whiteread y Holly, dándose cuenta de su error, desplazó rápidamente la mano hacia la mujer y repitió su nombre, pero Whiteread no le hizo el menor caso.

– ¿Trata siempre al cuarto poder de esta manera, sargento Clarke? -preguntó.

– A veces les hago una llave de cabeza.

– Muy buena idea, la versatilidad en el ataque -concedió Whiteread.

– Así se desconcierta al enemigo -añadió Simms.

– Me da la impresión de que se están cachondeando -dijo Holly.

Siobhan se agachó a recoger el libro y el móvil, y miró si se había roto.

– ¿Qué es lo que quería? -preguntó al periodista.

– Hacerle un par de preguntas.

– ¿Sobre qué, exactamente?

– ¿Seguro que no desea hablar en privado, sargento Clarke? – añadió mirando a la pareja de la policía militar.

– En cualquier caso, no tengo nada que decirle -añadió Siobhan.

– ¿Cómo lo sabe antes de escucharme?

– Porque sé que va a preguntarme algo sobre Martin Fairstone.

– Ah, vaya -dijo Holly enarcando una ceja-. Bueno, tal vez fuese mi primera intención, pero ahora también me intriga por qué está tan nerviosa y por qué no quiere hablar de Fairstone.

«Estoy nerviosa por culpa de Fairstone», sintió ganas de gritar Siobhan, pero lo que hizo fue lanzar un bufido para cortar la conversación. Ya no podía ir al Cobertizo de Máquinas porque Holly iría tras ella y se sentaría a su mesa.

– Me vuelvo a la comisaría -dijo.

– Vigile que nadie le ponga la mano en el hombro -comentó Holly-. Y presente mis excusas al inspector Rebus.

Siobhan no pensaba morder el anzuelo. Se dirigió a la puerta y se encontró con Whiteread bloqueándole el paso.

– ¿Podemos hablar?

– Es mi hora del almuerzo.

– No me importaría comer algo a mí también -dijo Whiteread mirando a su compañero, que asintió con la cabeza.

Siobhan suspiró.

– Muy buen, pasen -dijo empujando la puerta giratoria, seguida por la mujer.

Simms se detuvo un instante para dirigirse al periodista.

– ¿Trabaja en un periódico? -preguntó. Holly asintió con la cabeza y Simms sonrió-. Una vez maté a un hombre con un periódico – añadió antes de cruzar la puerta de St Leonard.

* * *

No quedaba mucho que comer en la cantina. Whiteread y Siobhan pidieron sendos sándwiches y Simms un plato de patatas fritas y judías.

– ¿Qué quiso decir ese periodista de Rebus? -preguntó Whiteread removiendo el azúcar del té.

– No tiene importancia -contestó Siobhan.

– ¿Lo dice de verdad?

– Escuche…

– No somos el enemigo, Siobhan. Me consta que lo más probable es que no le inspiren confianza sus propios compañeros de otras comisarías, y menos unos desconocidos como nosotros. Pero estamos en el mismo bando.

– No tengo ningún problema con eso; pero lo que acaba de pasar no tiene nada que ver con Port Edgar, Lee Herdman ni las SAS.

Whiteread la miró, luego se encogió de hombros aceptando la explicación.

– Bien, ¿de qué quería hablar? -añadió Siobhan.

– En realidad, era con el inspector Rebus con quien queríamos hablar.

– Rebus no está aquí.

– Eso nos dijeron en South Queensberry.

– ¿Y así y todo han venido?

Whiteread miró minuciosamente el contenido del bocadillo.

– Es evidente.

– ¿Él no estaba… pero sabían que yo sí?

Whiteread sonrió.

– Rebus intentó ingresar en las SAS pero no aprobó.

– Si usted lo dice…

– ¿Alguna vez le ha contado lo que sucedió?

Siobhan optó por no responder, y no tener que admitir que Rebus no le había contado aquel episodio de su vida. Whiteread interpretó su silencio como una respuesta afirmativa.

– Se rajó, abandonó el Ejército con una depresión nerviosa y estuvo viviendo un tiempo en una playa al norte de Escocia.

– En Fife -añadió Simms con la boca llena de patatas fritas.

– ¿Cómo saben todo esto? Se supone que sobre quien tienen que indagar es sobre Herdman.

Whiteread asintió con la cabeza.

– Ya, pero sucede que a Herdman no lo teníamos en el punto de mira.

– ¿En el punto de mira?

– Como psicópata en potencia -dijo Simms.

Whiteread le miró furiosa y él deglutió el bocado y siguió comiendo.

– Psicópata no es el término exacto -dijo ella corrigiéndole tras una breve pausa.

– ¿Y a John sí le tenían en el punto de mira? -inquirió Siobhan.

– Sí -respondió Whiteread-. La crisis nerviosa y después, al ingresar en la Policía, su nombre aparecía muchas veces en los periódicos.

«Y ahora volverá a aparecer», pensó Siobhan.

– Sigo sin entender qué tiene esto que ver con la investigación – dijo procurando parecer tranquila.

– Pensamos que quizás el inspector Rebus ve el caso desde cierta perspectiva que puede sernos útil -añadió Whiteread-. No cabe duda de que el inspector Hogan, por ejemplo, piensa igual. Ha pedido a Rebus que vaya con él a Carbrae, ¿no es cierto?, a ver a Robert Niles.

– Otro fallo espectacular del Ejército -añadió Siobhan sin poder contenerse.

Whiteread encajó el comentario, dejó el bocadillo empezado en el plato y cogió la taza de té. El móvil de Siobhan sonó. Miró la pantalla. Era Rebus.

– Perdonen -dijo levantándose y alejándose hasta la máquina de refrescos-. ¿Qué tal te ha ido? -preguntó arrimando el micrófono a la mejilla.

– Tenemos un nombre. ¿Podrías comprobarlo en los archivos?

– A ver, dime.

– Brimson -contestó Rebus deletreándolo-. Nombre de pila Douglas. Dirección, Turnhouse.

– ¿El aeropuerto?

– Eso parece. Brimson hacía visitas a Niles.

– Y no vive lejos de South Queensferry, así que podría ser que conociera a Lee Herdman -dijo Siobhan mirando en dirección a la mesa donde charlaban Whiteread y Simms-. Están aquí tus amigos del Ejército -comentó-. ¿Quieres que les dé el nombre de Brimson por si también es un antiguo militar?

– No, por Dios. ¿Te están oyendo?

– Estoy en la cantina almorzando con ellos. No te preocupes, no nos oyen.

– ¿Qué hacen allí?

– Whiteread está comiendo un bocadillo y Simms engullendo un plato de patatas fritas con judías. -Hizo una pausa-. Pero a quien están friendo de verdad es a mí.

– ¿Tengo que reírme?

– Perdona. Un intento malo. ¿Has hablado ya con Templer?

– No. ¿De qué humor está?

– He conseguido no verla en toda la mañana.

– Seguramente habrá hablado con los patólogos antes de echarme al aceite hirviendo.

– ¿Quién hace ahora chistes de mal gusto?

– Ojalá fuese un chiste.

– ¿Cuándo vuelves?

– Hoy, no. No puedo; Bobby quiere hablar con el juez.

– ¿Por qué?

– Para aclarar un par de puntos.

– ¿Y eso te llevará el resto del día?

– Tú tienes ahí trabajo de sobra sin mí. Mientras tanto, no le digas nada a la Horrible Pareja.

Siobhan miró a la Horrible Pareja. Habían dejado de hablar para terminar de comer. Los dos la miraron.

– También ha estado fisgando Steve Holly -dijo Siobhan.

– Supongo que le diste una patada en los huevos y le echaste.

– Pues… poco faltó.

– Volveremos a hablar más tarde.

– Aquí estaré.

– ¿No has encontrado nada en el ordenador?

– De momento nada.

– Insiste.

Oyó una serie de armoniosos pitidos y comprendió que Rebus había colgado. Volvió a la mesa esbozando una sonrisa.

– Tengo que irme -dijo.

– Podemos llevarla -dijo Whiteread.

– Quiero decir que tengo que volver arriba.

– ¿Han terminado ya en South Queensferry? -preguntó la investigadora militar.

– Nos quedan cosas que acabar.

– ¿Cosas?

– Detalles previos a los hechos.

– Papeleo, ¿verdad? -terció Simms comprensivo; pero la expresión de Whiteread daba a entender que no se lo creía.

– Les acompaño hasta la salida -añadió Siobhan.

– Hace tiempo que siento curiosidad por ver las oficinas de un DIC… -insinuó Whiteread.

– Se las enseñaré en otra ocasión cuando no estemos tan agobiados de trabajo -replicó Siobhan.

Whiteread no tuvo más remedio que aceptar la negativa, pero Siobhan vio que probablemente le gustaba menos que un concierto de Mogwai.

Capítulo 10

Lord Jarvies era un hombre de casi sesenta años. Durante el viaje de vuelta a Edimburgo, Bobby Hogan puso a Rebus al día de los datos de la familia: divorciado de su primera mujer, se había vuelto a casar. Anthony era el hijo único del segundo matrimonio. Vivían en Murrayfield.

– Por allí hay muchos buenos colegios -comentó Rebus pensando en la distancia entre Murrayfield y South Queensferry.

Pero Orlando Jarvies era antiguo alumno de Port Edgar, y de joven incluso había jugado en el equipo de rugby de ex alumnos del colegio.

– ¿De qué jugaba? -preguntó Rebus.

– John, lo que yo sé de rugby cabe en un papel de fumar -contestó Hogan.

Hogan esperaba encontrar al juez en su casa, abatido y de luto. Sin embargo, tras un par de llamadas, supo que Jarvies había vuelto a sus obligaciones, de modo que podrían encontrarle en el juzgado de Chambers Street enfrente del museo donde trabajaba Jean Burchill. Rebus pensó en llamarla -era una buena ocasión para tomar un café juntos-, pero desechó la idea. Vería los guantes. Mejor esperar a tener las manos curadas. Aún sentía el apretón de Robert Niles.

– ¿Has declarado alguna vez ante Jarvies? -preguntó Hogan mientras aparcaba sobre la línea amarilla frente al edificio del antiguo ambulatorio dental de Edimburgo, transformado ahora en bar discoteca.

– Una cuantas. ¿Y tú?

– Un par de veces.

– ¿Le has dado algún motivo para que se acuerde de ti?

– Ahora lo veremos -dijo Hogan colocando por dentro del parabrisas la cartulina de SERVICIO DE POLICÍA.

– ¿No crees que sería más barato arriesgarnos a una multa?

– ¿Por qué?

– Reflexiona, Bobby.

Hogan frunció el ceño pero asintió con la cabeza. No todos los que salieran del juzgado tendrían razones para adorar a la policía. El importe de una multa eran treinta libras, y siempre podía anularse con un poco de mano izquierda, mientras que una ralladura resultaría mucho más cara. Quitó la tarjeta.

El juzgado era un edificio moderno, pero comenzaba a acusar el tránsito de sus visitantes por los escupitajos secos en los cristales de las ventanas y las pintadas en las paredes. El juez estaba en el vestidor y allí condujeron a Hogan y Rebus. El bedel les obsequió con una leve reverencia antes de retirarse.

Jarvies acababa de quitarse la toga y vestía un traje de raya diplomática con reloj de cadena incluido. Lucía una corbata color burdeos de nudo perfecto y sus gruesos zapatos de cuero negro relucían como espejos. Tenía un rostro también reluciente, con visibles venillas rojas en ambas mejillas. Vieron en una mesa larga indumentaria de otros jueces: togas, cuellos blancos y pelucas grises, cada una de las prendas con el nombre de su propietario.

– Siéntense si encuentran silla -dijo Jarvies-. Les atendré aquí mismo -añadió alzando la vista, con la boca caída y levemente abierta, gesto habitual cuando presidía el tribunal.

La primera vez que Rebus declaró ante Jarvies le había desconcertado aquel gesto peculiar y había pensado que el magistrado estaba constantemente a punto de interrumpirle.

– Me veo obligado a recibirles aquí porque tengo otra cita -añadió el juez.

– Muy bien, señor -dijo Hogan.

– La verdad es -añadió Rebus- que con lo que ha sucedido nos sorprende verle aquí.

– No hay que dejar a esa canalla que nos venza, ¿verdad? -replicó el juez como si fuera una frase habitual en su boca-. Bien, ¿en qué puedo servirles?

Rebus y Hogan cruzaron una mirada como si les pareciera insólito que aquel hombre acabara de perder a su hijo.

– Se trata de Lee Herdman -dijo Hogan-. Parece ser que era un amigo de Robert Niles.

– ¿Niles? -repitió el juez alzando la vista-. Ah, sí, lo recuerdo… el que apuñaló a su esposa, ¿no es así?

– Le cortó el cuello -precisó Rebus-. Fue a la cárcel, pero ahora está en Carbrae.

– Lo que deseamos saber -prosiguió Hogan- es si alguna vez tuvo usted motivos para temer represalias.

Jarvies se levantó despacio, sacó el reloj del bolsillo y lo abrió para mirar la hora.

– Creo que lo entiendo -dijo-. Buscan un móvil. ¿No es suficiente el hecho de que Herdman sufriese un desequilibrio mental?

– Tal vez ésa sea nuestra conclusión definitiva -respondió Hogan.

El juez se miró en el espejo de cuerpo entero que había en el cuarto. Rebus notó un leve aroma que al fin identificó. Olía a tienda de ropa para caballero, un tipo de establecimientos que él conocía porque de niño había acompañado a su padre cuando iba a tomarse medidas para algún traje. Jarvies se colocó un solo cabello desplazado. Aparte de las sienes canosas, tenía el resto del pelo color castaño; tal vez demasiado castaño, pensó Rebus sospechando que se lo teñía. No parecía que el juez hubiera cambiado su peinado con raya a la izquierda perfectamente marcada desde sus tiempos de colegial.

– Señor, ¿y Robert Niles…? -insistió Hogan.

– Nunca he recibido amenazas relacionadas con él, inspector Hogan. Ni había oído el nombre de Herdman hasta después de los hechos -dijo volviendo la cabeza y apartando la mirada del espejo-. ¿Es lo que querían saber?

– Sí, señor.

– Si Herdman se proponía matar a Anthony, ¿por qué disparar contra los otros? ¿Y por qué esperar tanto tiempo después de la sentencia?

– Sí, señor.

– No siempre existe un móvil…

De pronto sonó el móvil de Rebus, fuera de lugar, una distracción moderna. Sonrió, se disculpó y salió al pasillo alfombrado de rojo.

– Rebus -dijo.

– Acabo de tener dos reuniones muy interesantes -dijo Templer tratando de contener su genio.

– ¿Ah, sí?

– El examen forense que ha llevado a cabo la Científica en la cocina de Fairstone muestra que probablemente fue atado y amordazado. Eso lo convierte en un asesinato.

– O en que alguien intentó darle un buen susto.

– No parece sorprenderte.

– Últimamente pocas cosas me sorprenden.

– Ya lo sabías, ¿verdad? -Rebus guardó silencio; no era cuestión de causarle problemas al doctor Curt-. Bien, supongo que te imaginas perfectamente con quién ha sido la segunda entrevista.

– Con Carswell -dijo Rebus.

Colin Carswell era el subdirector de la Policía.

– Exacto.

– Y debo considerarme suspendido de servicio activo y pendiente de investigación.

– Así es.

– Muy bien. ¿Es todo lo que tenías que decirme?

– Tienes que presentarte en Jefatura para una entrevista preliminar.

– ¿Con los de Expedientes?

– Algo así, incluso podría tomar cartas en el asunto la UDP.

La Unidad de Deontología Profesional.

– Ya, el brazo paramilitar de Expedientes.

– John… -oyó que decía ella con un tono mezcla de advertencia y exasperación.

– Estoy deseando hablar con ellos -replicó Rebus cortando la llamada.

Hogan salió del vestidor, después de dar las gracias al juez por su tiempo. Tras cerrar la puerta, dijo en voz baja:

– Parece que lo lleva bien.

– Más bien se lo guarda, diría yo -dijo Rebus ajustando el paso con Hogan-. Por cierto, tengo noticias.

– ¿Qué?

– Me han suspendido de servicio activo. Y me apostaría a que Carswell está en estos momentos tratando de localizarte para decírtelo.

Hogan se detuvo y se volvió hacia Rebus.

– Tal como predijiste tú en Carbrae.

– Fui a la casa de un tipo. Esa misma noche murió en un incendio. -Hogan bajó la vista hacia los guantes de Rebus-. No tiene nada que ver con esto, Bobby. Es pura coincidencia.

– Entonces, ¿qué problema hay?

– Ese fulano acosaba a Siobhan.

– ¿Y?

– Y por lo visto lo ataron a una silla antes de declararse el incendio.

Hogan infló los carrillos.

– ¿Hay testigos?

– Según parece, me vieron entrar en la casa con él.

El móvil de Hogan sonó con una sintonía distinta a la del de Rebus y, al mirar la pantalla con el número de quien llamaba, torció el gesto.

– ¿Es Carswell? -preguntó Rebus.

– Jefatura.

– Entonces es él seguro.

Hogan asintió con la cabeza y guardó el teléfono en el bolsillo.

– No sirve de nada dar largas al asunto -comentó Rebus.

Pero Bobby Hogan negó con la cabeza.

– Sirve, y mucho, John. Además, seguramente te apartarán del caso, pero Port Edgar no es realmente un caso normal, ¿no? Nadie va a comparecer ante los tribunales. Sólo son pesquisas oficiales.

– Sí, claro -replicó Rebus con una sonrisa irónica.

Hogan le dio unas palmadas en el brazo.

– No te preocupes, John. El tío Bobby cuida de ti…

– Gracias, tío Bobby -dijo Rebus.

– … mientras la mierda no empiece a salpicar.

* * *

Cuando Gill Templer volvió a St Leonard, Siobhan ya había localizado a Douglas Brimson. No le costó mucho porque Brimson figuraba en el listín telefónico con dos direcciones y dos números de teléfono, el de su casa y el del negocio. Templer cruzó el pasillo y entró en su despacho cerrando de un portazo. George Silvers levantó la vista de la mesa.

– Parece que ha desenterrado el hacha de guerra -comentó Silvers guardándose el bolígrafo y preparándose para escaquearse.

Siobhan había intentado hablar con Rebus, pero su teléfono comunicaba. Seguramente guardándose del tomahawk de la jefa.

Después de que Silvers se fuera, Siobhan se vio sola en el DIC. El inspector jefe Pryde estaba allí, en algún sitio, igual que el agente Hynds. Los dos habían logrado volverse invisibles. Miró la pantalla del portátil de Derek Renshaw, más que harta de revisar sus inofensivos documentos.

Estaba convencida de que Derek era un buen chico, pero también aburrido. Una persona que conocía de antemano su futuro: tres o cuatro años en la universidad estudiando Económicas e Informática, y luego un empleo en una oficina, quizá de contable. Un sueldo que le permitiera comprarse un ático con vistas al mar, un coche rápido y el mejor aparato de música del mercado.

Aquel futuro se había congelado, reducido a meras palabras en una pantalla y retazos de recuerdos. Se estremeció al pensarlo. Cómo cambia todo en un instante… Se tapó la cara con las manos y se restregó los ojos pensando sólo en una cosa: no quería estar allí cuando Gill Templer hiciera su aparición detrás de aquella puerta. Algo en su interior le decía que ésta plantaría cara a la jefa, e incluso iría más allá. No estaba dispuesta a hacer de chivo expiatorio. Miró el teléfono y el bloc con los datos sobre Brimson. Decidida, cerró el portátil, lo guardó en el bolso y cogió el móvil y el bloc.

Fue a pie.

Un único desvío, una parada rápida en casa, donde encontró el cede Come On Die Young. Lo puso al subir al coche y lo escuchó con atención por si encontraba alguna pista. No está fácil, porque en su mayor parte era instrumental.

La casa de Brimson resultó ser un chalet moderno en una carretera estrecha que discurría entre el aeropuerto y el antiguo hospital de Gogarburn. Al bajar del coche oyó a lo lejos los golpes de los trabajos de demolición: estaba derribando el hospital. Por lo que sabía, el solar lo había adquirido un banco para construir en él su nueva sede. El chalet estaba detrás de un seto alto con una verja de hierro pintada de verde. Empujó la puerta y cruzó un sendero de grava rosada que crujió bajo sus pasos. Tocó el timbre y miró por las ventanas de uno y otro lado. La primera daba al cuarto de estar y la otra, a un dormitorio. La cama estaba hecha, y no parecía que se usara mucho el cuarto de estar. En un sofá azul había revistas con fotos de aeroplanos en la portada. El jardín delantero estaba casi todo enlosado, con excepción de un par de parterres con rosales que aún no habían florecido. Un sendero unía la casa con el garaje. Había otra puerta que se abrió cuando giró la manilla y que daba paso al jardín de atrás. Era una gran parcela de césped inclinada al fondo de la cual se extendían unos cuantos acres de tierras de labranza. El invernadero de estructura de madera debía de ser un añadido más reciente. La puerta estaba cerrada con llave. Miró por otras ventanas y vio la cocina, blanca y espaciosa, y otro dormitorio. No había indicios de vida familiar, juguetes en el jardín ni nada que indicara la mano de una mujer. De todos modos, estaba todo impecable. Al volver por el sendero reparó en otra ventana en la parte de atrás del garaje. Dentro vio un Jaguar deportivo. Pero decididamente su dueño no estaba en casa.

Volvió a su coche, fue al aeropuerto y se detuvo en la terminal. Un agente de seguridad le indicó que no podía dejar allí el coche, pero la dejó pasar al ver su identificación de policía. El edificio estaba lleno de viajeros, había largas colas al parecer de viajes concertados para algún destino con playa, y gente vestida con traje con maletas rodando hacia la escalera mecánica. Siobhan miró los indicadores, vio el letrero de Información y se acercó al mostrador. Preguntó por el señor Brimson. La empleada tecleó con celeridad en el ordenador y tras mirar la pantalla negó reiteradamente con la cabeza.

– Ese nombre no figura -dijo.

Siobhan se lo deletreó y la mujer volvió a teclearlo. Acto seguido hizo una llamada telefónica y lo deletreó a su vez: B-r-i-m-s-o-n, y con una mueca de desconcierto volvió a negar con la cabeza.

– ¿Seguro que trabaja aquí? -preguntó.

Siobhan le mostró la dirección copiada del listín telefónico y la mujer sonrió.

– Ahí dice «aeródromo»; no el aeropuerto, cariño -dijo, y a continuación le explicó cómo llegar allí.

Siobhan dio las gracias ruborizada por su error. El aeródromo era una pista anexa a la del aeropuerto y se llegaba a él bordeando la mitad de su perímetro. En el aeródromo había avionetas y, según el cartel de la puerta, una escuela de vuelo. En el letrero se indicaba el número de teléfono, el que ella había copiado del listín. La gran puerta de hierro estaba cerrada con un candado, pero había un teléfono antiguo de comunicación interna en un cajetín de madera sobre un poste. Siobhan lo descolgó y oyó sonar el timbre de llamada.

– ¿Diga? -contestó una voz de hombre.

– Busco al señor Brimson.

– Pues aquí lo tiene, encanto. ¿Qué desea?

– Señor Brimson, soy la sargento Clarke de la policía de Lothian and Borders. ¿Podría hablar un momento con usted?

Se hizo un breve silencio.

– Un momento, iré a abrirle la puerta.

Iba a dar las gracias, pero él había cortado. Desde la puerta se veían hangares y un par de aeroplanos, uno con una sola hélice en el morro y el otro con dos en el extremo de las alas; ambos parecían biplazas. Había también dos edificios de poca altura prefabricados, y vio que de uno de ellos salía un hombre que subió de un salto a un viejo Land Rover descubierto. Un avión que aterrizaba en el aeropuerto cubrió con su estruendo el ruido del motor del Land Rover, que arrancó bruscamente y recorrió a toda velocidad los cien metros que le separaban de la verja. El hombre se bajó de un brinco y Siobhan vio que era alto, musculoso y de tez bronceada -probablemente tendría poco más de cincuenta años-, y una sonrisa a guisa de presentación cruzó su rostro surcado de arrugas. Llevaba una camisa de manga corta de color verde oliva, del mismo color que el Land Rover, que dejaba ver sus brazos velludos y canosos, como su abundante pelo, que posiblemente había sido rubio en su juventud. Llevaba la camisa metida dentro de los pantalones grises de loneta, y dejaba ver una panza incipiente.

– Tengo que tener cerrado -dijo sacando un manojo de llaves que acompañaban a la de contacto del Land Rover- por motivos de seguridad.

Siobhan asintió con la cabeza. Encontraba algo inmediatamente agradable en aquel hombre. Quizá la sensación de energía y seguridad que infundía o la manera de balancear los hombros caminando hacia la puerta. Y esa escueta y cautivadora sonrisa.

Pero en el momento de abrirle la puerta Siobhan advirtió que su expresión se había vuelto más seria.

– Imagino que será Lee el motivo de su visita -dijo con gravedad-. Tenía que suceder tarde o temprano. Puede aparcar delante de la oficina -añadió indicándoselo con un gesto-. Enseguida estoy con usted.

Al pasar junto a él en el coche, Siobhan no pudo evitar preguntarse por qué había dicho aquello: «Tenía que suceder tarde o temprano».

Sentada ya frente a él en la oficina, se lo preguntó.

– Me refiero a que supuse que querrían hablar conmigo.

– ¿Por qué?

– Porque imaginé que querrían averiguar por qué hizo eso.

– ¿Y?

– Y hablarían con sus amigos para ver si podían ayudarles.

– ¿Era usted amigo de Lee Herdman?

– Sí -contestó frunciendo el ceño-. ¿No está aquí por esa visita?

– De un modo indirecto, sí. Hemos averiguado que usted y el señor Herdman acudían a Carbrae.

Brimson asintió despacio con la cabeza.

– Muy inteligente -comentó.

Sonó el clic del hervidor al alcanzar el punto de ebullición y Brimson se levantó ágilmente de la silla, sirvió agua en dos tazas con café de sobre y le tendió una a Siobhan. Era una oficina pequeña en la que no cabían más que la mesa y dos sillas, comunicada con una antesala con algunas sillas más y un par de archivadores. Adornaban las paredes unos carteles de diversos tipos de avión.

– ¿Es usted instructor de vuelo, señor Brimson? -preguntó Siobhan al coger la taza.

– Por favor, llámeme Doug -replicó Brimson sentándose.

En la ventana a sus espaldas surgió una figura que golpeó los cristales con los nudillos. Brimson se volvió, saludó con la mano y el recién llegado devolvió el saludo.

– Es Charlie, que va a dar una vuelta-dijo Brimson-. Trabaja en un banco y dice que me cambiaría a gusto su profesión para poder estar más tiempo en el aire.

– ¿Los aviones, los alquila usted?

Brimson tardó un instante en entender la pregunta.

– No, no -dijo finalmente-. Charlie vuela con su propio avión, pero lo tiene en el aeródromo.

– Pero el aeródromo es suyo.

Brimson asintió con la cabeza.

– Bueno, la pista me la alquila el aeropuerto. Pero sí, todo esto es mío -añadió abriendo los brazos y sonriendo de nuevo.

– ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a Lee Herdman?

Brimson bajó los brazos y dejó de sonreír.

– Bastantes años.

– ¿Puede ser más preciso?

– Casi desde que vino a vivir aquí.

– ¿Unos seis años, entonces?

– Si usted lo dice. -Hizo una pausa-. Perdone, he olvidado su nombre.

– Sargento Clarke. ¿Eran amigos íntimos?

– ¿Íntimos? -repitió Brimson encogiéndose de hombros-. Lee no establecía realmente «intimidad» con nadie. Quiero decir, sí, éramos amigos y nos veíamos, etcétera.

– ¿Pero?

Brimson frunció el ceño, pensativo.

– Yo nunca llegué a saber qué es lo que tenía aquí -añadió tocándose la cabeza con el índice.

– ¿Qué pensó cuando se enteró de los hechos?

Brimson se encogió de hombros.

– No me lo podía creer.

– ¿Sabía que Herdman tenía una pistola?

– No.

– Sin embargo, le gustaban las armas.

– Es cierto… pero a mí nunca me enseñó ninguna.

– ¿Nunca hablaron de armas?

– Nunca.

– ¿De qué hablaban?

– De aviones, de barcos, del Ejército… Yo serví siete años en la RAF.

– ¿De piloto?

Brimson negó con la cabeza.

– En aquella época casi no volaba. Era el especialista en electricidad, mantenía los aparatos en el aire. ¿Ha volado alguna vez? -añadió inclinándose sobre la mesa.

– Sólo en vacaciones.

Brimson esbozó una sonrisa.

– Me refiero a volar en un aparato como el de Charlie -dijo señalando con el pulgar hacia la ventana, a través de la cual se veía una avioneta rodando por la pista.

– Bastante tengo con el coche.

– Un avión es más fácil, créame.

– Ah, entonces, ¿todas esas esferas y palancas son para impresionar?

Brimson se echó a reír.

– Podríamos volar ahora mismo, ¿qué le parece?

– Señor Brimson…

– Doug.

– Señor Brimson, en este momento no tengo tiempo para clases de vuelo.

– ¿Y mañana?

– Lo pensaré -respondió Siobhan sin poder contener una sonrisa al pensar que volando a mil pies sobre Edimburgo estaría a salvo de Gill Templer.

– Le encantará, se lo prometo.

– Ya veremos.

– Pero estará fuera de servicio, ¿no? Es decir, que podrá permitirse llamarme Doug. -Aguardó a que ella asintiera con la cabeza-. ¿Y cómo me permitiré llamarla yo, sargento Clarke?

– Siobhan.

– ¿Es un nombre irlandés?

– Gaélico.

– Su acento no…

– No he venido aquí para hablar de mi acento.

Brimson levantó las manos en gesto de conciliación.

– ¿Por qué no se presentó usted? -preguntó ella, pero Brimson no pareció entenderlo-. Después del suceso hubo amigos del señor Herdman que nos llamaron por si queríamos hablar con ellos.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Por un sinfín de razones.

Brimson reflexionó un instante.

– Yo no lo consideré necesario, Siobhan -dijo.

– Dejemos los nombres de pila de momento, ¿de acuerdo?

Él inclinó la cabeza hacia un lado a modo de disculpa. En ese momento se oyeron de repente ruidos de parásitos y voces transistorizadas.

– La torre de control -dijo él agachándose para bajar el volumen de la radio-. Es Charlie pidiendo un hueco. -Consultó el reloj-. A esta hora no habrá problema.

Siobhan oyó una voz que advertía al piloto que fuera con cuidado con un helicóptero que sobrevolaba el centro de la ciudad.

– Roger, control.

Brimson bajó aún más el volumen.

– Me gustaría volver en otro momento con un colega para que hable con usted -dijo Siobhan-. ¿Le parece bien?

Brimson se encogió de hombros.

– Ya ve lo poco ocupado que estoy. Sólo hay movimiento los fines de semana.

– Ojalá pudiera yo decir lo mismo.

– No me diga que no está ocupada los fines de semana. Una mujer guapa como usted…

– Me refería…

Él se echó a reír de nuevo.

– Lo decía en broma. Aunque veo que no lleva alianza -añadió señalando con la cabeza la mano izquierda de ella-. ¿Cree que yo estaría a la altura del DIC?

– Yo también me he fijado en que no lleva usted anillo.

– Soy soltero y sin compromiso. Mis amigos dicen que es porque tengo la cabeza en las nubes y allí no hay muchos bares para solteros -añadió señalando hacia arriba.

Siobhan sonrió y se dio cuenta de que estaba disfrutando de la conversación. Mala señal. Sabía que tenía que hacerle ciertas preguntas pero no acababa de centrarse.

– Entonces, hasta mañana quizá -dijo levantándose.

– ¿Para su primera lección de vuelo?

– Para que hable con mi colega -replicó ella negando con la cabeza.

– Pero ¿vendrá usted también?

– Si puedo.

Brimson pareció conforme y dio la vuelta a la mesa con la mano tendida.

– Encantado de conocerla, Siobhan.

– Encantada, señor… -titubeó al ver que él levantaba un dedo-. Encantada, Doug.

– La acompaño -añadió él.

– No hace falta -replicó ella abriendo la puerta y deseando que entre ambos hubiera un poco más de distancia de la que él dejaba.

– ¿En serio? Ah, entonces se le da bien abrir candados, ¿eh?

– Bastante bien -replicó ella recordando el de la puerta y siguiendo a Doug Brimson en el momento en que el aparato de Charlie llegaba al final de la pista y sus ruedas se despegaban del suelo.

* * *

– ¿Te ha localizado ya Gill? -preguntó Siobhan por el móvil en el camino de vuelta a Edimburgo.

– Positivo -contestó Rebus-. Pero no me he escondido.

– Vale, ¿y en qué ha quedado la cosa?

– Estoy suspendido de servicio activo, pero Bobby no lo ve así. Quiere que continúe ayudándole.

– Lo que significa que sigues necesitándome, ¿no?

– Creo que ya puedo conducir si no hay más remedio.

– Pero no tienes por qué…

Rebus se echó a reír.

– Lo decía en broma, Siobhan. Sigue de chófer, si quieres.

– Estupendo, porque acabo de localizar a Brimson.

– Estoy impresionado. ¿Quién es?

– Tiene una escuela de vuelo en Turnhouse. -Hizo una pausa-. Fui a verle. Sí, ya sé que habría debido decírtelo, pero tu teléfono comunicaba.

– Ha ido a ver a Brimson -oyó que Rebus le decía a Hogan, que musitó algo en respuesta-. Bobby dice que habrías debido pedir permiso antes -añadió Rebus para Siobhan.

– ¿Son exactamente ésas sus palabras?

– En realidad, ha puesto los ojos en blanco y ha proferido ciertas palabrotas. He preferido darte mi versión.

– Gracias por no ofender mi candidez de doncella.

– Bueno, ¿qué le has sacado?

– Que era amigo de Herdman porque tienen un pasado en común, el Ejército y la RAF.

– ¿Y de qué conoce a Robert Niles?

Siobhan se mordió el labio inferior.

– Se me olvidó preguntárselo, pero dije que volveríamos.

– Sí, claro, habrá que volver. ¿Qué te ha dicho en concreto?

– Que no sabía que Herdman tuviera armas ni se imagina por qué hizo eso en el colegio. ¿Y qué tal la visita a Niles?

– No ha servido para nada.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– Nos veremos en Port Edgar. Tenemos que hablar largo y tendido con la señorita Teri. -Se hizo un silencio y Siobhan creyó que había perdido la cobertura, pero oyó que Rebus añadía-: ¿Hay algún mensaje más de nuestro amigo?

Se refería a las cartas, pero en presencia de Hogan no quería ser específico.

– Esta mañana me ha llegado otro.

– ¿Ah, sí?

– Muy parecido al primero.

– ¿Lo has enviado a Howdenhall?

– No lo he creído necesario.

– Bien. Quiero echarle un vistazo cuando nos veamos. ¿Cuánto tardarás?

– Quince minutos. ¿Apuestas algo?

– Cinco libras a que llegamos antes.

– Hecho -dijo Siobhan pisando el acelerador.

Unos instantes después se percató de que no sabía desde dónde hablaba Rebus.

Y tal como se imaginaba, se lo encontró esperándola en el aparcamiento del colegio Port Edgar recostado en el Passat de Hogan con los brazos cruzados.

– Has hecho trampa -dijo bajándose del coche.

– Tienes que ser cauta. Me debes cinco libras.

– Ni hablar.

– Aceptaste la apuesta, Siobhan. Una dama siempre paga.

Ella negó con la cabeza y metió la mano en el bolsillo.

– Por cierto, aquí está la carta -añadió sacando el sobre.

Rebus tendió la mano-. Pero leerla cuesta cinco libras.

Él la miró.

– ¿Por el privilegio de darte mi opinión de experto? -preguntó con el brazo estirado sin que ella le entregara el sobre-. De acuerdo, trato hecho -añadió al fin vencido por la curiosidad.

La leyó varias veces en el coche mientras ella conducía.

– Cinco libras tiradas -dijo al fin-. ¿Quién es Cody?

– Creo que significa Come On, Die Young, una canción sobre pandilleros americanos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Está en un disco de Mogwai. Te presté dos.

– Puede ser un nombre. Buffalo Bill, por ejemplo.

– ¿Qué relación existe?

– No lo sé -contestó Rebus doblando la nota, examinando los pliegues y mirando dentro del sobre.

– Vaya Sherlock Holmes que estás hecho -comentó Siobhan.

– ¿Qué más quieres que haga?

– Admitir tu derrota -replicó ella tendiendo la mano.

Rebus metió la nota en el sobre y se lo devolvió.

– Alégrame el día… ¿Será una referencia a Harry el Sucio?

– Eso creo -concedió Siobhan.

– Harry el Sucio era policía.

– ¿Tú crees que es alguien del cuerpo? -preguntó ella mirándole.

– No me digas que no lo has pensado.

– Sí que lo he pensado -respondió Siobhan finalmente.

– Pero tendría que ser alguien que sepa que estás relacionada con Fairstone.

– Sí.

– Lo que reduce las posibilidades a dos personas: Templer y yo. -Hizo una pausa-. Y supongo que últimamente a ella no le has prestado discos.

Siobhan se encogió de hombros sin apartar la vista de la carretera. Permaneció callada un rato, igual que Rebus, que comprobó en su bloc una dirección, se inclinó en el asiento y dijo:

– Es aquí.

Long Rib House era una edificación estrecha enjalbegada con aspecto de antiguo establo de caballos. Constaba de una planta baja y otra abuhardillada cuyas ventanas sobresalían de la pendiente del tejado. Se accedía a ella a través de una gran puerta de madera que se abrió cuando Siobhan la empujó. Volvió a subir al coche y lo introdujo unos metros en el camino de acceso de grava. En el momento en que cerraba el portón se abrió la puerta de la casa y apareció un hombre. Rebus bajó del coche y se presentó.

– Y usted debe de ser el señor Cotter -aventuró.

– William Cotter -contestó el padre de la señorita Teri.

Era un hombre de poco más de cuarenta años con el pelo rapado a la moda. Estrechó la mano que Siobhan le tendía, pero no pareció molestarle que Rebus mantuviera las suyas enguantadas pegadas a los costados.

– Pasen -dijo.

Entraron en un vestíbulo largo alfombrado y decorado con cuadros y un antiguo reloj de pared. Había puertas cerradas a derecha e izquierda. Cotter les condujo al fondo y les hizo pasar a una zona de estar con cocina anexa, que parecía ser de construcción posterior, en la que había puertas cristaleras que daban a un patio, tras el cual se veía un amplio jardín trasero que limitaba con otra ampliación reciente de madera pero con múltiples ventanas que permitían ver lo que había dentro.

– Piscina cubierta. Debe de ser cómodo -musitó Rebus.

– Se usa más que si uno tiene que salir de casa -comentó risueño Cotter-. Bien, ¿en qué puedo ayudarles?

Rebus miró a Siobhan, que inspeccionaba aquel cuarto con sofá de cuero color crema en forma de L, tocadiscos Bang & Olufsser y televisor de pantalla plana con el sonido desconectado. Estaba viendo las cotizaciones de bolsa.

– Con quien queríamos hablar es con Teri -dijo Rebus.

– No se habrá metido en ningún lío, ¿verdad?

– En absoluto, señor Cotter. Se trata únicamente de ciertas preguntas de seguimiento sobre el caso de Port Edgar.

Cotter entrecerró los ojos.

– ¿No podría ayudarles yo? -preguntó con ánimo de obtener más explicaciones.

Rebus había decidido sentarse en el sofá. Delante de él había una mesita de centro con periódicos abiertos por las páginas de economía, un móvil, unas gafas de media luna, una taza vacía, un bolígrafo y un bloc tamaño folio.

– ¿Se dedica usted a los negocios, señor Cotter?

– En efecto.

– ¿Le importa si le pregunto de qué clase de negocios?

– Negocios de capital-riesgo. -Hizo una pausa-. ¿Sabe lo que es? -añadió.

– ¿Inversiones en cotizaciones en alza? -terció Siobhan mirando al jardín.

– Más o menos. Me dedico a asuntos de propiedad y trabajo con gente que tiene proyectos.

Rebus miró morosamente a su alrededor.

– Evidentemente no le va mal. -Hizo una pausa para que surtiera efecto el elogio-. ¿Está Teri en casa?

– No lo sé -contestó Cotter. Al ver la expresión de Rebus sonrió disculpándose-Con Teri nunca se sabe. A veces está más callada que una tumba, llamo a su puerta y no contesta -añadió encogiéndose de hombros.

– A diferencia de la mayoría de los jóvenes.

Cotter asintió con la cabeza.

– Sí, ésa es la impresión que me dio cuando la conocí -añadió Rebus.

– Ah, ¿ha hablado ya con ella? -preguntó Cotter. Rebus asintió con la cabeza-. ¿Y la ha visto con todas sus galas?

– Me imagino que al colegio no irá vestida así.

Cotter negó con la cabeza.

– No les permiten llevar ni piercings en la nariz. El doctor Fogg es muy estricto en ese sentido.

– ¿No podríamos llamar a su cuarto a ver si está? -preguntó Siobhan volviéndose hacia Cotter.

– Sí, ¿por qué no? -contestó él.

Le siguieron por el pasillo hasta un tramo corto de escalera que desembocaba en otro largo pasillo estrecho sin puertas de transición, pero con habitaciones a los lados. También estaban las puertas cerradas.

– ¿Estás ahí, Teri, cariño? -dijo Cotter al salvar el último escalón.

Pareció avergonzarse al pronunciar lo de «cariño», y Rebus pensó que su hija le tenía prohibido llamarla con ese apelativo. Ante la última puerta Cotter arrimó el oído antes de llamar suavemente con los nudillos.

– A lo mejor está dormida -dijo en voz baja.

– ¿Me permite? -preguntó Rebus, y sin aguardar la respuesta hizo girar el pomo y abrió.

El cuarto estaba a oscuras y con las cortinas de gasa negra echadas. Cotter encendió la luz y vieron velas por todas partes: velas negras derretidas en su mayoría. Había carteles y láminas en las paredes, y Rebus reconoció algunas de H. R. Giger, a quien él conocía como diseñador por la portada de un disco de ELP. El escenario era una especie de infierno de acero inoxidable. El resto de las imágenes eran también composiciones macabras.

– Ah, los adolescentes… -fue el comentario del padre.

Había libros de Poppy Z. Rite y de Ann Rice. Otro titulado Las puertas de Jano cuyo autor era Ian Brady, el Asesino del Páramo. Abundaban los cedés de grupos estridentes. Las sábanas de la cama eran negras, igual que el reluciente edredón. Las paredes eran de color carne y el techo estaba dividido en cuatro cuadrados, dos negros y dos rojos. Siobhan se acercó a una mesita en la que había un ordenador, que le pareció de gran calidad, con pantalla plana, DVD, escáner y cámara conectada a la Red.

– Me imagino que no los hacen negros -dijo pensativa.

– Si no, Teri lo tendría -apostilló Cotter.

– Yo a su edad -dijo Rebus- los únicos góticos que conocía eran los pubs.

Cotter se echó a reír.

– Es verdad, los Gothenburgs. ¿Eran pubs comunales, verdad?

Rebus asintió con la cabeza.

– A menos que se haya escondido debajo de la cama, creo que no está. ¿Tiene usted idea de dónde podemos encontrarla?

– Si quiere, la llamo al móvil…

– ¿No será éste? -preguntó Siobhan cogiendo un pequeño aparato negro reluciente.

– Sí, ése es -contestó Cotter.

– No es muy propio de una jovencita dejarse el móvil en casa -comentó Siobhan pensativa.

– Ya, pero es que su madre a veces… -añadió Cotter balanceando los hombros algo violento.

– Su madre, ¿qué?, señor -insistió Rebus.

– Su madre la controla bastante, ¿no es eso? -terció Siobhan.

Cotter asintió con la cabeza aliviado por no haber tenido que decirlo él.

– Si no tienen prisa, pueden esperar hasta que vuelva -añadió el hombre.

– Será mejor que acabemos cuanto antes, señor Cotter -dijo Rebus.

– Ah.

– Ya sabe usted eso de que el tiempo es oro; supongo que estará de acuerdo.

Cotter asintió con la cabeza.

– Bien, en ese caso, vayan a ver si la encuentran en Cockburn Street. A veces se reúne allí con sus amigos.

– Podríamos haberlo pensado -dijo Rebus mirando a Siobhan, que hizo un gesto de asentimiento con la boca.

Cockburn Street era una calle que serpenteaba entre la Royal Mile y la estación Waverley y siempre había gozado de mala fama. Décadas atrás había sido centro de reunión de hippies y mendigos, mercadillo de camisetas de algodón con dibujos desteñidos y papel de fumar. Rebus iba por entonces a una buena tienda de discos de segunda mano totalmente ajeno a los puestos de ropa. Ahora, las nuevas culturas alternativas eran el centro de atracción del lugar, que bien merecía un paseo para quienes sintieran curiosidad por los macabros y los colocados.

Mientras cruzaban el pasillo, Rebus advirtió que en una puerta había una pequeña placa de porcelana que rezaba: CUARTO DE STUART, y se detuvo ante ella.

– ¿Su hijo?

Cotter asintió despacio con la cabeza.

– Charlotte, mi mujer… desde el accidente, la conserva tal como estaba -dijo.

– No hay de qué avergonzarse, señor -comentó Siobhan al ver su embarazo.

– No, claro.

– Dígame una cosa -añadió Rebus-. ¿Esta fase gótica de Teri empezó antes o después de que muriera su hermano?

– Poco después -contestó Cotter mirándole.

– ¿Estaban muy unidos? -añadió Rebus.

– Creo que sí. Pero no entiendo qué tiene eso que ver…

Rebus se encogió de hombros.

– Era simple curiosidad -dijo-. Perdone; es deformación profesional.

Cotter pareció aceptar la explicación y comenzó a bajar la escalera.

– Yo compro allí cedés -dijo Siobhan ya en el coche camino de Cockburn Street.

– Yo también -dijo Rebus.

Y también había visto a menudo a los góticos, que ocupaban casi toda la acera y se sentaban en la escalinata lateral del antiguo edificio del Scotsman, se pasaban cigarrillos e intercambiaban información sobre los nuevos grupos musicales. Comenzaban a reunirse después de las horas de clase, algunos después de quitarse el uniforme y ataviados con el negro de rigor, maquillados y con baratijas llamativas, todos ellos esperando integrarse en el grupo y distinguirse a la vez. El problema era que en los tiempos actuales costaba más llamar la atención. Años atrás se conseguía llevando el pelo largo. Después llegó el glam y a continuación, su hijo bastardo, el punk. Rebus recordaba un sábado de antaño en que yendo a comprar discos, al tomar la cuesta de Cockburn Street, se cruzó con sus primeros punks: desgarbados y despreciativos, crestas y cadenas. Una mujer de mediana edad que caminaba detrás de él sin poder contenerse les reprendió: «¿Es que no podéis ir como seres humanos?», para regocijo de los punks, probablemente.

– Podríamos aparcar al final de la calle y subir -dijo Siobhan ya cerca de Cockburn Street.

– Es mejor aparcar arriba y bajar -replicó Rebus.

Tuvieron suerte porque salía un coche de un hueco en el momento en que ellos llegaban y dejaron el suyo en la misma Cockburn Street, a pocos metros de un grupo de góticos.

– Bingo -dijo Rebus al ver a la señorita Teri en animada conversación con dos amigos.

– Tendrás que bajar tú antes -dijo Siobhan.

Rebus miró y vio que a ella le impedían hacerlo unas bolsas de basura amontonadas en la acera. Se apeó y sujetó la portezuela para que Siobhan pasara a su asiento y saliera. En ese momento, notó que corría gente por la acera y advirtió que cogían una bolsa de basura. Levantó la vista y vio cinco jóvenes que pasaban a la carrera junto al coche, con parkas con capucha y gorras de béisbol. Uno de ellos lanzó hacia el grupo de góticos la bolsa de basura, que reventó esparciendo su contenido. Se oyeron gritos y chillidos. Hubo intercambio de puntapiés y puñetazos. Uno de los góticos cayó de bruces por la escalinata y otro echó a correr haciendo regates y salió a la calzada donde un taxi estuvo a punto de atropellarle. Los peatones se detenían alarmados dando voces. Y los comerciantes se asomaban a la puerta de sus establecimientos. Alguien gritó que llamaran a la policía.

La reyerta se generalizó y los jóvenes, dándose empujones, chocaban contra los escaparates y se agarraban del cuello. Eran cinco agresores contra doce góticos, pero los pendencieros eran fuertes y brutales. Siobhan echó a correr para contener a uno de ellos y Rebus vio que la señorita Teri se ponía a salvo dentro de una tienda y cerraba la puerta. Como era de cristal, su perseguidor miró alrededor buscando algún proyectil para lanzarlo. Rebus aspiró aire y gritó:

– ¡Rab Fisher! ¡Rab, ven aquí! -El interpelado se detuvo y miró a Rebus, que alzó su mano enguantada-. ¿Te acuerdas de mí, Rab?

Rab Fisher torció el gesto. Otro de los pandilleros reconoció a Rebus, gritó «¡Polis!» y los Perdidos se juntaron en medio de la calzada con el pecho palpitante y jadeantes.

– ¿Qué, muchachos, estáis haciendo méritos para ese viajecito a Saughton? -dijo Rebus en voz alta dando un paso hacia el grupo.

Cuatro echaron a correr cuesta abajo. Rab Fisher, haciéndose el valentón, antes de seguir a sus compañeros daba una patada en la puerta de cristal. Siobhan ayudó a levantarse a una pareja de góticos que comprobaban si tenían heridas. No había habido navajas ni proyectiles, lo que había recibido una paliza era el orgullo. Rebus se acercó a la puerta de cristal y vio en el interior la señorita Teri junto a una señora con bata blanca de médico o farmacéutica. Al advertir en el local una serie de cabinas resplandecientes, comprendió que se trataba de un salón de bronceado que le pareció recién instalado. La mujer acarició el pelo a Teri y ésta se apartó huraña. Rebus entró en el establecimiento.

– Teri, ¿te acuerdas de mí? -dijo.

La joven le miró y asintió con la cabeza.

– Sí, es el policía del otro día.

Rebus tendió la mano a la mujer.

– Usted debe de ser la madre de Teri. Soy el inspector Rebus.

– Charlotte Cotter -dijo la mujer estrechándole la mano.

Tendría cerca de treinta y tantos años, una espesa melena ondulada de color rubio ceniza y un rostro ligeramente bronceado, casi brillante. Rebus no acababa de encontrar parecido físico entre ambas y, de no haber sabido el parentesco, casi habría pensado que eran más o menos de la misma edad, no hermanas sino primas quizás. La madre era unos tres centímetros más baja que la hija, más delgada y de aspecto distinguido. Rebus supo en ese momento quién de los Cotter hacía más uso de la piscina cubierta.

– ¿Qué ha sido ese jaleo? -preguntó Rebus a Teri.

– Nada -contestó la jovencita encogiéndose de hombros.

– ¿Os molesta mucho esa gente?

– No dejan de molestarles -terció la madre para indignación de su hija-. Les insultan y a veces suceden cosas peores.

– Tú qué sabes -protestó Teri.

– Lo veo.

– ¿Es que has abierto este negocio para vigilarme? -añadió la joven jugueteando con la cadena de oro que llevaba al cuello.

Rebus advirtió que la adornaba un diamante.

– Teri -replicó la madre con un suspiro-, lo que quiero decir…

– Me voy -musitó la hija.

– Un momento -dijo Rebus-. ¿Podemos hablar antes?

– ¡No voy a presentar denuncia!

– ¿No ve usted qué tozuda es? -dijo Charlotte Cotter exasperada-. Inspector, oí que llamaba a voces por su nombre a uno de esos gamberros. ¿Los conoce usted? ¿No podría detenerlos?

– No creo que sirviera de nada, señora Cotter.

– Pero ¿no ha visto lo que han hecho?

Rebus asintió con la cabeza.

– Y les he dado un aviso. Creo que con eso bastará. Bien, el caso es que no pasaba por aquí por casualidad; quería hablar con Teri.

– ¿Ah, sí?

– Pues venga conmigo -dijo Teri agarrando a Rebus del brazo-. Perdona, mamá, voy a colaborar con la policía en la investigación.

– Teri, espera…

Pero fue inútil; Charlotte Cotter vio cómo su hija arrastraba al inspector a la calle hacia el grupo en el que ya se iban calmando los ánimos. Se enseñaban unos a otros las contusiones. Un muchacho olía las solapas de su gabardina negra y arrugaba la nariz pensando que iba a tener que darle un buen lavado. Habían recogido la basura esparcida de la bolsa, y Rebus pensó que sería principalmente obra de Siobhan que en aquel momento miraba buscando alguien que la ayudara a meterla en otra nueva que había traído un tendero.

– ¿Estáis todos bien? -preguntó Teri.

Sonrieron y asintieron con la cabeza, y a Rebus le pareció que disfrutaban. Otra vez víctimas, y felices por su suerte. Igual que en la escena de los punks y aquella mujer mayor, habían llamado la atención y ahora era un grupo con más cosas que compartir y batallitas que contar. Otros chicos con uniforme de colegio que volvían a casa se habían parado a escucharles. Rebus llevó a Teri calle arriba hasta el primer pub que encontró.

– ¡No servimos a gente como ella! -espetó la mujer de la barra.

– Sí si viene conmigo -replicó Rebus.

– Pero es menor -insistió la mujer.

– Tomará un refresco. ¿De qué lo quieres? -añadió volviéndose hacia Teri.

– De vodka y tónica.

Rebus sonrió.

– Sírvale una coca-cola y a mí un Laphroaig con muy poca agua.

Pagó las consumiciones, capaz ya de manejar calderilla y sacar billetes del bolsillo.

– ¿Qué tal las manos? -preguntó Teri Cotter.

– Bien -contestó él-. Pero lleva tú las bebidas a la mesa.

Mientras encontraban una y se acomodaban, varios clientes les miraron indiscretamente. El recibimiento pareció halagar a Teri, que le dirigió un beso a uno de ellos que respondió con un aspaviento de desdén y apartó la vista.

– Si me montas aquí un jaleo, te dejo sola -dijo Rebus.

– Sé defenderme.

– Sí, ya te he visto refugiarte en las faldas de mamá en cuanto aparecieron los Perdidos.

Ella le miró furiosa.

– Por cierto que es una buena estrategia -añadió Rebus-. Hay que defender lo de más valor, como se dice. ¿Es cierto lo que afirma tu madre de que estos incidentes son frecuentes?

– No tanto como ella cree.

– ¿Y, a pesar de ello, seguís viniendo a Cockburn Street?

– ¿Por qué no íbamos a volver?

Rebus se encogió de hombros.

– Por nada, claro, un poco de masoquismo no hace mal a nadie.

Ella le miró, sonrió y bajo la vista al vaso.

– Salud -dijo Rebus alzando el suyo.

– Esa cita no es exacta -dijo ella-. Lo de más valor es la discreción. Shakespeare, Enrique IV, acto primero.

– No se puede decir que tú y tus amigos seáis precisamente discretos.

– Yo procuro no serlo.

– Y lo haces muy bien. Cuando te mencioné a los Perdidos no me pareció que te sorprendieras. ¿Los conoces?

La joven volvió a bajar la vista y el pelo cubrió parte de su rostro mientras acariciaba el vaso con los dedos con las uñas pintadas de negro. Tenía manos y muñecas finas.

– ¿Tiene un cigarrillo? -dijo.

– Enciende dos -dijo Rebus sacando la cajetilla del bolsillo.

Ella le puso en la boca el pitillo encendido.

– La gente hará comentarios -dijo expulsando el humo.

– Lo dudo, señorita Teri -replicó Rebus.

Vio abrirse la puerta y Siobhan entró. Al verle levantó las manos y señaló con la cabeza a los servicios para decirle que iba a lavárselas.

– Te gusta ser una inadaptada, ¿verdad? -preguntó Rebus.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Y por eso te gustaba Lee Herdman, porque él también era un inadaptado? -Ella le miró-. Encontramos una foto tuya en su piso. De lo cual deduzco que le conocías.

– Le conocía. ¿Me enseña la foto?

Rebus sacó del bolsillo la bolsita de plástico transparente que protegía la foto.

– ¿Dónde está hecha? -preguntó.

– Aquí mismo -contestó ella señalando hacia la calle.

– Le conocías muy bien, ¿verdad?

– Es que le gustábamos. Me refiero a los góticos. Aunque nunca entendí por qué.

– Él daba bastantes fiestas, ¿verdad? -añadió Rebus, recordando los discos del piso de Herdman, entre los que había música de baile gótica.

Teri asintió con la cabeza, conteniendo las lágrimas.

– Sí, algunos solíamos ir a su piso -contestó-. ¿Dónde la encontró? -preguntó cogiendo la foto de la mesa.

– Dentro de un libro que estaba leyendo.

– ¿Cuál?

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Por nada -respondió ella encogiéndose de hombros.

– Era una biografía, creo. Un soldado que acabó haciendo lo mismo que él.

– ¿Cree que es una pista?

– ¿Una pista?

– Que explique por qué se mató.

– Tal vez. ¿Conociste alguna vez a algún amigo suyo?

– No creo que tuviera muchos amigos.

– ¿A Doug Brimson? -preguntó Siobhan, que se sentó con ellos.

– Sí, le conozco -respondió Teri con un temblor de labios.

– No lo dices con mucho entusiasmo -comentó Rebus.

– Y que lo diga.

– ¿Qué pasa con él? -preguntó Siobhan intrigada y algo picada, como advirtió Rebus.

Teri se encogió de hombros.

– Los dos chicos que murieron -preguntó Rebus-, ¿los viste en alguna de sus fiestas?

– Imposible.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó él.

– Que tenían otro estilo -respondió ella mirándole-. Les gustaba el jazz, el rugby y eso de los cadetes -añadió como si fuera una explicación definitiva.

– ¿Hablaba Lee alguna vez de sus años en el Ejército?

– No mucho.

– ¿Pero le preguntaste? -Ella asintió despacio con la cabeza-. ¿Y sabías que le gustaban las armas?

– Sabía que tenía fotos… -respondió ella, pero inmediatamente se mordió el labio.

– En el armario, detrás de la puerta -añadió Siobhan-. Un detalle que no todo el mundo conoce, Teri.

– ¡Eso no significa nada! -replicó la joven alzando la voz.

Jugueteaba otra vez con la cadenita.

– No estamos en un juicio, Teri -terció Rebus-. Simplemente tratamos de averiguar qué le impulsó a hacer lo que hizo.

– ¿Cómo voy a saberlo yo?

– Porque tú le conocías y no hay mucha gente que le conociera.

– Él nunca me contaba nada -replicó Teri negando con la cabeza-. Él era así, tenía secretos, pero jamás pensé que…

– ¿No?

La joven miró a Rebus sin decir palabra.

– Teri, ¿no te enseñó nunca un arma?

– No.

– ¿Ni te insinuó que tenía una?

La joven negó con la cabeza.

– Dices que nunca se sinceraba contigo… ¿y lo contrario?

– ¿Cómo lo contrario?

– ¿Te preguntaba cosas a ti? Tal vez tú le hablaste de tu familia…

– Puede.

– Teri -añadió Rebus inclinándose sobre la mesa-, sentimos lo de tu hermano.

– Tal vez le contaste a Lee Herdman lo del accidente -insistió Siobhan, inclinándose también.

– O alguno de tus amigos -añadió Rebus.

Teri se sentía arrinconada. No había escapatoria a sus miradas y sus preguntas. Dejó la foto en la mesa y centró en ella su atención.

– Ésta no la hizo Lee -dijo como si tratara de cambiar de tema.

– ¿Hay alguien más con quien deberíamos hablar, Teri? -preguntó Rebus-. ¿Otras personas que fueran a los guateques?

– No quiero seguir contestando.

– ¿Por qué no? -inquirió Siobhan frunciendo el ceño como si realmente le sorprendiera.

– Porque no.

– Si nos dices nombres de otras personas con quienes podamos hablar, te librarás de nosotros… -añadió Rebus.

Teri Cotter permaneció un instante sentada y luego se puso de pronto de pie, se subió al asiento y, pisando en la mesa, saltó al suelo haciendo ondear las gasas negras de su falda. Llegó hasta la puerta sin volver la cabeza, la abrió y salió cerrando con un portazo. Rebus miró a Siobhan y sonrió sin ganas.

– Tiene su estilo, la chica -comentó.

– La hemos asustado -dijo Siobhan- en cuanto mencionamos la muerte de su hermano.

– Quizá porque le quería mucho -replicó Rebus-. No estás otra vez con la teoría del asesinato, ¿verdad?

– De todos modos -dijo Siobhan-, hay algo que…

La puerta se abrió de nuevo y Teri Cotter se acercó rápido a la mesa, se apoyó en ella con las manos y arrimó el rostro al de sus inquisidores.

– James Bell -espetó entre dientes-. ¿No querían nombres? Pues ahí tienen uno.

– ¿Iba a las fiestas de Herdman? -preguntó Rebus.

Teri Cotter asintió con la cabeza y luego se volvió a marchar. Los clientes habituales la miraron salir, menearon la cabeza y volvieron a centrarse en sus consumiciones.

– En esa cinta del interrogatorio que escuchamos -dijo Rebus-, ¿qué es lo que dijo James Bell de Herdman?

– Que lo conocía de hacer esquí acuático o algo así.

– Ya, pero me refiero al modo de expresarlo; creo que dijo «Coincidimos socialmente» o algo así.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Tendríamos que haberlo anotarlo -dijo.

– Tenemos que hablar con él.

Siobhan asintió otra vez con la cabeza sin levantar la mirada de la mesa. Luego miró debajo.

– ¿Has perdido algo? -preguntó Rebus.

– Yo no, tú sí.

Rebus miró la mesa y comprendió: Teri Cotter les había quitado la fotografía.

– ¿Crees que volvió para eso? -preguntó Siobhan.

Rebus se encogió de hombros.

– Me imagino que considera esa foto propiedad suya… un recuerdo del hombre que ha perdido.

– ¿Crees que eran amantes?

– Cosas más raras se han visto.

– En ese caso…

Pero Rebus negó con la cabeza.

– ¿Servirse de sus ardides de mujer para inducir a Herdman al asesinato? Por favor, Siobhan…

– Cosas más raras se han visto -repitió ella.

– Hablando de eso, ¿vas a invitarme? -dijo él alzando su vaso vacío.

– De eso nada -replicó ella levantándose.

Rebus la siguió mohíno fuera del bar. Siobhan estaba junto al coche, parecía paralizada por algo. Rebus no veía nada digno de particular en los alrededores. Los góticos continuaban hablando en grupos, con excepción de Teri. Tampoco había rastro de los Perdidos. Los turistas se paraban para hacerse fotos.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Ella señaló con la cabeza un coche aparcado en la acera de enfrente.

– Creo que es el Land Rover de Brimson -contestó.

– ¿Estás segura?

– Vi uno igual cuando fui a Turnhouse -añadió ella mirando la calle de arriba abajo.

No se veía a Brimson por ninguna parte.

– Está mucho más viejo que mi Saab -comentó Rebus.

– Sí, pero tú no tienes un Jaguar en el garaje de tu casa.

– ¿Tiene un Jaguar y usa ese Land Rover para el arrastre?.

– Sí, desde luego es ilustrativo… los niños y sus juguetes -dijo ella mirando otra vez la calle-. ¿Dónde estará?

– A lo mejor te está acosando -añadió Rebus, pero al ver la cara que ella ponía se disculpó encogiéndose de hombros.

Siobhan volvió a mirar el coche intrigada y convencida de que era el de Brimson. Sería pura coincidencia, pensó.

Coincidencia.

De todos modos, anotó la matrícula.

Capítulo 11

Aquella noche Siobhan se acomodó en el sofá tratando de encontrar algo interesante en la tele. Dos presentadoras bien vestidas le decían a su víctima lo mal que le sentaba la ropa que llevaba; en otro canal limpiaban y ordenaban una casa, y no le quedó más opción que una deprimente serie cómica o un documental sobre sapos de cañaveral.

Lo tenía bien merecido por no haber pasado por el videoclub. No tenía muchas películas y ya las había visto tantas veces que se sabía los diálogos de memoria y lo que pasaba en cada escena. Pondría música o la televisión sin sonido para inventarse los diálogos de la aburrida serie. Incluso de los sapos. Acababa de hojear una revista, luego había ido a por un libro que también había desechado y se había puesto a comer patatas fritas y chocolatinas compradas cuando había parado a poner gasolina. Tenía en la mesa de la cocina un resto de chow mein que podía calentar en el microondas. Lo malo es que se le había acabado el vino y no tenía más que envases vacíos en la cola del reciclaje. Ginebra tenía, pero no con qué combinarla, salvo coca-cola light, y no estaba tan desesperada.

De momento.

Podía llamar a alguna amiga, pero no le sería buena compañía. Tenía en el contestador un mensaje de su amiga Caroline invitándola a una copa. Caroline, rubia y menuda, siempre llamaba la atención cuando salían juntas. Siobhan decidió no contestar a su invitación de momento. Estaba muy cansada y la investigación bullía sin parar en su cerebro. Se hizo un café y apenas dio un sorbo comprendió que lo había preparado sin hervir el agua. Acto seguido dedicó dos minutos a buscar azúcar hasta que recordó que no tomaba azúcar en el café desde jovencita.

– Demencia senil -farfulló-. «Y hablar sola, otro síntoma.»

El chocolate y las patatas fritas estaban excluidos de su dieta por los ataques de pánico. También la sal, las grasas y el azúcar. No sentía el pulso acelerado, pero sabía que tenía que calmarse de alguna manera, relajarse y desconectarse antes de acostarse. Había estado mirando por la ventana las casas de enfrente y contemplando con la nariz pegada al cristal cómo discurría el tráfico dos pisos más abajo. La calle estaba tranquila; tranquila y oscura, sólo se veía la acera iluminada por la luz anaranjada de las farolas. No había ningún ogro ni nada que temer.

Recordó que hacía mucho tiempo, cuando aún tomaba azúcar con el café, durante un tiempo tuvo miedo a la oscuridad. A los trece o catorce años, demasiado mayor para confesárselo a sus padres. Gastaba el dinero que le daban en comprar pilas para la linterna que mantenía encendida toda la noche bajo las sábanas, con la respiración contenida por si entraba alguien en el cuarto. Las pocas veces en que sus padres la sorprendieron, pensaron que se quedaba hasta tarde leyendo. Nunca sabía qué era mejor, si dejar la puerta abierta para poder echar a correr o cerrarla para que no entraran intrusos. Cada día miraba dos o tres veces debajo de la cama, un espacio reducido donde guardaba los discos. Lo curioso es que no tenía pesadillas. Y si alguna vez las tenía volvía a sumirse en un sueño profundo y reparador. Nunca sufría ataques de pánico y al final acababa por olvidarse del objeto de su miedo. Poco después guardó la linterna en un cajón y el dinero que invertía en baterías comenzó a gastarlo en cosméticos.

No recordaba cómo había sido el proceso: ¿Había empezado ella a fijarse en los chicos o los chicos en ella?

– Prehistoria, mujer -musitó.

No había ogros fuera, ni tampoco galantes caballeros, por deslustrados que fuesen. Se acercó a la mesa y miró las notas sobre la investigación. Todo lo que le habían entregado el primer día estaba apilado en desorden: datos, informes de la autopsia y de la Policía Científica, fotos del escenario del crimen y de los chicos. Examinó sus rostros. Derek Renshaw y Anthony Jarvies. Los dos eran guapos, pero un poco insulsos. Los ojos de Jarvies, de pobladas pestañas, destellaban una inteligencia altanera, mientras que Renshaw no parecía tan pagado de sí mismo, tal vez fuera por cierto complejo social al lado de Jarvies. Seguro que Allan Renshaw se sentía ufano de que su retoño fuese amigo del hijo de un juez. En los padres constituye una motivación enviar a los hijos a colegios de pago para que se codeen con gente de alcurnia que pueda serles útil en el futuro. Ella conocía a compañeros del cuerpo, y no con sueldo del DIC, que hacían sacrificios por matricular a sus hijos en colegios que a ellos les habían estado vedados. Sí, cuestiones de clase. Pensó en Lee Herdman, que había estado en el Ejército, en las SAS, sometido a las órdenes de oficiales que habían ido a los colegios correctos y que hablaban correctamente. ¿Sería tan simple la explicación? ¿Podría haber motivado su estallido de locura el simple rencor de clase hacia la élite?

«No hay misterio», le había dicho a Rebus, pero en ese momento se echó a reír. Si no había misterio, ¿de qué se preocupaba? ¿Por qué se afanaba de aquel modo? ¿Qué le impedía olvidarse de todo y descansar?

– A la mierda -musitó sentándose a la mesa, apartando los papeles y acercando el portátil de Derek Renshaw.

Lo enchufó a la línea telefónica y lo encendió. Tenía que repasar mensajes del correo electrónico y se quedaría levantada hasta tarde si era preciso para terminar el trabajo. Además, había muchos archivos que mirar. El trabajo la calmaría; la calmaría porque era trabajo.

Decidió tomar un descafeinado sin olvidarse de enchufar el hervidor y se llevó al cuarto de estar la taza caliente. Entró en el correo con la contraseña «Miles», pero los nuevos mensajes eran basura: anuncios de seguros o de Viagra dirigidos a una persona que ignoraban que había muerto. También había otros mensajes de gente que había notado la ausencia de Derek en los chats y foros. Siobhan tuvo una idea. Arrastró la flecha hasta la parte superior de la pantalla para seleccionar «Favoritos». Apareció una lista de sitios y códigos de direcciones que Derek utilizaba habitualmente. Allí estaban los sitios de charla y foros. Amazon, BBC… Había una dirección que a Siobhan no le sonaba y la seleccionó; la conexión fue rápida:

¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!

Las letras eran de color rojo mortecino y cobraron intensidad. El fondo de la pantalla era negro. Movió el cursor hasta la primera letra e hizo doble clic. Esta vez la conexión fue algo más lenta, y en la pantalla apareció el interior bastante borroso de una habitación. Siobhan probó a manipular el contraste de pantalla, pero la deficiencia era de la imagen y no pudo mejorarla. Distinguía una cama y detrás una ventana con cortinas. Movió el cursor por la pantalla pero no encontró ninguna señal oculta para pulsar. No había nada más. Se reclinó en la silla con los brazos cruzados pensando en qué podría significar aquello, qué interés tendría aquella imagen para Derek Renshaw. Quizá fuera su cuarto. Tal vez la «oscuridad» era otra faceta de su carácter. En ese momento la pantalla cambió de repente y fue inundada por una extraña luz amarilla. ¿Sería una interferencia? Siobhan se inclinó y agarró el borde de la mesa. Ahora lo entendía: eran los faros de un coche que proyectaban su luz por detrás de las cortinas. Lo que veía no era una foto fija.

Una webcam, susurró. Lo que veía era la transmisión en tiempo real de un dormitorio. Lo que era más: sabía de quién era el dormitorio. El fulgor amarillo le había bastado para reconocerlo. Se levantó, encontró el móvil y llamó.

* * *

Siobhan enchufó el ordenador portátil y lo reinicializó. Lo habían colocado en una silla porque el cable no llegaba desde la mesa hasta la conexión del teléfono fijo de Rebus.

– Es todo muy misterioso -dijo ella cogiendo de una bandeja una de las tazas de café que habían preparado.

Olía a vinagre; probablemente él había cenado pescado. Pensó en el chow mien que había dejado en su casa y se dio cuenta de que no eran tan distintos: comida para llevar, nadie en casa esperándoles. Vio que Rebus había bebido cerveza porque en el suelo, junto a una silla, había una botella vacía de Deuchar. Había escuchado música: la antología de Hawkind que ella le había regalado para su cumpleaños. A lo mejor lo había puesto para que ella viera que no lo había olvidado.

– Ya falta poco -dijo Siobhan.

Rebus había apagado el tocadiscos y se restregaba los ojos con las manos enrojecidas, sin guantes. Eran casi las diez. Cuando ella le llamó estaba dormido en el sillón, decidido a pasar allí la noche. Era más sencillo que desvestirse, desatarse los cordones de los zapatos, desabrocharse… No se había molestado en arreglarse; ella le conocía de sobra. Sin embargo, sí había cerrado la puerta de la cocina para que no viera el fregadero lleno de platos. Si los veía, se ofrecería a limpiar y no iba a consentirlo.

– Ahora sólo hay que conectarse.

Rebus acercó una silla para sentarse. Siobhan estaba arrodillada en el suelo delante del portátil, que desplazó ligeramente para que él viese la pantalla. Rebus asintió con la cabeza para darle a entender que lo veía bien.

¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!

– ¿Es el club de fans de Alice Cooper?

– Ahora verás.

– ¿O es la Organización Nacional de Ciegos?

– Si percibes una leve sonrisa por mi parte, tienes permiso para sacudirme con la bandeja en la cabeza -dijo ella inclinándose levemente hacia atrás-. Ahí está… mira.

La habitación ya no estaba a oscuras. Había velas encendidas: velas negras.

– El cuarto de Teri Cotter -dijo Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza y él miró fijamente el parpadeo de las llamas.

– ¿Es una película?

– Es en directo, que yo sepa.

– ¿Y cómo es posible?

– En el ordenador de ella había una cámara. De ahí llega la imagen. La primera vez que entré en la página, el cuarto estaba a oscuras. Ahora debe de estar en casa.

– ¿Y qué interés tiene esto? -preguntó Rebus.

– Hay gente a quien le gusta. Algunos hasta pagan por ver cosas así.

– ¿Y nosotros vamos a verlo gratis?

– Eso parece.

– ¿Crees que lo desenchufa cuando vuelve a casa?

– ¿Qué gracia tendría, entonces?

– ¿Lo tiene enchufado constantemente?

– Tal vez lo descubramos ahora mismo -contestó Siobhan encogiéndose de hombros.

Teri Cotter acababa de entrar en el encuadre; sus movimientos eran nerviosos y la cámara transmitía una serie de imágenes fijas con pausas intermedias.

– ¿No hay sonido? -preguntó Rebus.

Siobhan no lo creía, pero probó subiendo el volumen.

– No hay sonido -dijo.

Teri se sentó en la cama con las piernas cruzadas. Vestía igual que cuando había estado con ellos. Parecía mirar hacia la cámara. Se tumbó boca abajo y se estiró en la cama apoyando la barbilla en las manos, y colocándose directamente delante del objetivo.

– Es como una película muda antigua -comentó Rebus, sin que Siobhan comprendiera si lo decía por la calidad de la película o por la falta de sonido-. ¿Y nosotros qué pintamos en esto?

– Somos su público.

– ¿Sabe ella que la ven?

Siobhan negó con la cabeza.

– Lo más probable es que no se pueda saber si hay alguien mirando, suponiendo que mire alguien.

– ¿Derek Renshaw solía mirarla?

– Sí.

– ¿Crees que ella lo sabe?

Siobhan se encogió de hombros y dio un sorbo al café amargo. No era descafeinado e iba a quitarle el sueño, pero no le importaba.

– Bien, ¿tú qué crees? -preguntó Rebus.

– No es tan raro que las jovencitas sean exhibicionistas. -Hizo una pausa-. Aunque desde luego, es la primera vez que veo una cosa parecida.

– Me pregunto quién más lo sabrá.

– Sus padres, no creo. ¿Crees que debemos preguntarle a ella?

Rebus reflexionó un instante.

– ¿Cómo se entra ahí? -preguntó señalando la pantalla.

– En la Red hay una lista de páginas. Basta con que ella cuelgue un enlace o alguna descripción.

– Echemos un vistazo.

Siobhan salió de la página de Teri y comenzó a probar en los buscadores, tecleando «Señorita» y «Teri». Aparecieron páginas y más páginas de enlaces, la mayoría de sitios porno con los nombres de Terry, Terri y Teri.

– Podemos tardar un poco -comentó ella.

– ¿Y esto es lo que yo me he perdido por no tener módem? -dijo Rebus.

– Aquí encuentras la vida en todas sus facetas, sólo que algunas son algo deprimentes.

– Lo ideal después de una jornada en el tajo.

Siobhan sonrió de modo imperceptible y él estiró aparatosamente el brazo hasta la bandeja de las tazas.

– Creo que ya está -dijo Siobhan dos minutos después.

Rebus miró unas palabras que ella señalaba con el dedo.

«Sseñorita Teri: visita mi página personal, 100% no pornográfica (¡lo siento, chicos!).»

– «Sseñorita», ¿por qué? -preguntó Rebus.

– Tal vez porque las otras posibilidades ortográficas estaban cubiertas. Mi dirección de correo electrónico es «66Siobhan».

– ¿Porque había otras sesenta y cinco Siobhans antes que tú?

Ella asintió con la cabeza.

– Y eso que creía que tenía un nombre raro -comentó haciendo clic en el vínculo.

La página de Teri Cotter comenzó a cargarse. Se vio su foto con todas sus galas góticas y con el rostro enmarcado entre las manos con las palmas hacia afuera.

– Se ha dibujado una estrella de cinco puntas -comentó Siobhan.

Rebus comprobó que en ambas palmas tenía una estrella dentro de un círculo. No aparecieron más fotos, sino un texto explicativo sobre los gustos de Teri, el colegio al que iba y una invitación: «Puedes adorarme en Cockburn Street, casi todos los sábados por las tardes». Había también la opción de enviarle un mensaje con un comentario para su libro de visitas o recurrir a diversos enlaces, casi todos ellos para entrar en otros sitios góticos, uno de los cuales se llamaba «Entrada a la oscuridad».

– Eso es lo de la cámara conectada -dijo Siobhan, y probó en el enlace para cerciorarse.

En la pantalla volvió a aparecer en letras rojas ¡bienvenido a mi oscuridad! Con un segundo clic entraron en el dormitorio de la joven. Había cambiado de postura y ahora la vieron reclinada en la cabecera de la cama con las rodillas flexionadas juntas, sobre las que escribía en un cuaderno de hojas sueltas.

– Debe de estar haciendo los deberes -comentó Siobhan.

– A lo mejor es su libro de brebajes -dijo Rebus-. Los que entren en su página saben su edad, a qué colegio va y qué aspecto tiene.

– Y dónde encontrarla los sábados por la tarde -añadió Siobhan asintiendo con la cabeza.

– Es un pasatiempo peligroso -musitó Rebus.

Era una presa potencial para los cazadores.

– A lo mejor por eso le gusta.

Rebus volvió a restregarse los ojos. Se acordaba de la primera vez que la había visto, del comentario que le hizo sobre sentir envidia de Derek y Anthony y de la frase con la que se despidió: «Puede verme cuando le apetezca». Ahora entendía lo que había querido decir.

– ¿Tienes bastante? -preguntó Siobhan dando unos golpecitos en la pantalla.

Rebus asintió.

– ¿Primera impresión, sargento Clarke?

– Bien… «si» era amante de Herdman, y «si» él era celoso…

– Eso sólo tiene sentido si Anthony Jarvies conocía la página.

– Jarvies y Derek eran muy amigos; ¿qué posibilidades hay de que Derek no le dejara entrar en ella?

– Muy cierto. Habrá que comprobarlo.

– ¿Hablando otra vez con Teri?

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– ¿Se puede entrar en el libro de visitas?

Pudieron, pero no encontraron nada de particular. Ni había comentarios evidentes de Derek Renshaw ni de Anthony Jarvies; sólo palabrerías de una serie de admiradores de la Sseñorita Teri, del extranjero en su mayor parte a juzgar por la redacción del inglés. Rebus miró a Siobhan mientras desenchufaba el portátil.

– ¿Comprobaste aquella matrícula? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

– Fue lo último que hice antes de irme a casa. Era Brimson.

– Cada vez más, más curiosa…

– ¿Qué tal te apañas? -añadió Siobhan mientras cerraba el ordenador-. Para vestirte y desvestirte, me refiero.

– Bien.

– ¿No dormirás vestido?

– No -replicó él tratando de infundir al monosílabo cierto tono de indignación.

– Entonces, ¿podré verte mañana con camisa limpia?

– Deja de cuidarme como una madre.

– Podría prepararte la bañera -añadió ella sonriendo.

– Puedo hacerlo yo -replicó él aguardando a que ella le mirara-. Te lo juro.

– ¿Y que te mueras si es mentira?

La mención de la muerte recordó a Rebus su primer encuentro con Teri Cotter… cuando le preguntó detalles sobre los muertos que había visto, intrigada por el hecho de la muerte. Y ahora resultaba que tenía una página en la Red que era una invitación para mentes enfermas.

– Hay algo que quiero enseñarte -dijo Siobhan rebuscando en el bolso. Sacó un libro y le mostró la portada: I'm a Man, de Ruth Padel-. Es sobre música rock -añadió abriéndolo por una página marcada-. Escucha esto: «Los sueños heroicos comienzan en el dormitorio del adolescente».

– ¿En qué sentido?

– La autora habla sobre el modo en que los adolescentes se valen de la música rock como instrumento de rebelión. Quizá lo que hace Teri Cotter es valerse de su dormitorio. Y hay algo más -añadió buscando otra página-. «… La pistola es símbolo de la sexualidad masculina.» Para mí tiene sentido -dijo mirándole.

– ¿Quieres decir que Herdman estaba celoso?

– ¿Tú nunca has estado celoso? ¿No te has dejado llevar por la ira?

– Tal vez un par de veces -respondió Rebus tras pensarlo.

– Kate me habló de un libro titulado Los hombres malos hacen lo que los buenos sueñan. Quizá Herdman se dejó llevar demasiado lejos por la ira -añadió llevándose la mano a la boca para contener un bostezo.

– Ve a acostarte -dijo Rebus-. Mañana tendrás tiempo de sobra para tus aficiones psicoanalíticas.

Siobhan desenchufó el portátil y recogió los cables. Rebus la despidió y después se acercó a la ventana a comprobar que subía segura al coche. De repente, una figura de hombre se acercó a la ventanilla. Echó a correr escalera abajo saltando los escalones de dos en dos y empujó enardecido la puerta de la calle. El hombre hablaba a voces para hacerse entender por encima del ruido del motor y arrimaba algo contra el parabrisas: un periódico. Rebus le agarró del hombro sintiendo un intenso dolor en los dedos. Al darle la vuelta reconoció su cara.

Era el periodista Steve Holly. Comprendió que el periódico sería un ejemplar de la edición de la mañana.

– Precisamente el hombre a quien yo quería ver -dijo Holly zafándose de Rebus y sonriendo de oreja a oreja-. Es interesante comprobar cómo se visita el personal del DIC -añadió volviéndose hacia Siobhan, que había parado el motor y se bajaba del coche-. Habrá quien piense que es un poco tarde para charlar.

– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó Rebus.

– Sus comentarios -respondió Holly enarbolando el periódico y mostrándole los titulares en la primera página: EL MISTERIO DEL POLICÍA EN LA CASA INCENDIADA -. De momento no vamos a dar ningún nombre. Queríamos saber si le interesaba dar su versión de los hechos. Tengo entendido que está suspendido de servicio activo y sometido a una investigación interna -añadió Holly, que había doblado el periódico y sacado una minigrabadora del bolsillo-. Eso no tiene buena pinta -dijo mirando las manos descubiertas de Rebus-. Las quemaduras tardan en curarse, ¿verdad?

– John… -dijo Siobhan para advertirle que no perdiera la cabeza.

Rebus apuntó con un dedo enrojecido al periodista.

– Apártese de los Renshaw. Si no los deja en paz, se las verá conmigo, ¿entendido?

– Entonces concédame una entrevista.

– Ni hablar.

Holly bajó la vista hacia el periódico que sujetaba en la otra mano.

– ¿Qué le parece el titular: «Policía huye del escenario del crimen», por ejemplo?

– A mis abogados les parecerá bien cuando presente una querella contra usted.

– Mi periódico está siempre dispuesto al juego, limpio, inspector Rebus.

– Entonces tiene un problema -replicó Rebus tapando la grabadora con la mano- porque yo nunca juego limpio -añadió furioso enseñando los dientes a Holly.

El periodista apretó un botón para interrumpir la grabación.

– Es interesante saber con quién nos la jugamos.

– Deje en paz a mi familia, Holly. Hablo en serio.

– Estoy seguro, con su estilo triste y torpe. Dulces sueños, inspector Rebus -añadió con una leve inclinación para Siobhan antes de largarse.

– Hijo de puta -musitó Rebus entre dientes.

– Yo no me preocuparía. Su periódico sólo lo lee un cuarto de la población -dijo Siobhan.

Subió al coche y dio marcha atrás para salir del hueco de aparcamiento.

Le saludó con la mano y arrancó. Holly había doblado la esquina en dirección a Marchmont Road. Rebus subió a su piso y buscó las llaves del coche. Se volvió a poner los guantes. Cerró con doble vuelta de llave y salió.

La calle estaba tranquila y no se veía rastro de Steve Holly. Pero no le buscaba. Subió a su Saab e intentó coger el volante, y probó girarlo. Se vio capaz de conducir. Pasó por Marchmont Road y Melvilla Drive en dirección al Arthur's Seat. No se molestó en poner música, se dedicó a pensar en los acontecimientos, evocando conversaciones y escenas.

Irene Lesser: «Quizá debería hablar con alguien… Es mucho tiempo soportando una carga».

Siobhan, leyéndole las citas de aquel libro.

Kate: «Los malos…».

Boecio: Los hombres buenos sufren.

No se consideraba malo, pero sabía que probablemente tampoco era bueno.

I’m A Man (Soy un hombre) era el título de un antiguo blues.

Robert Niles había abandonado las SAS sin que le desconectaran previamente. Lee Herdmand también se había ido con aquella «carga». Pensó que si entendía a Herdman tal vez se entendiera mejor a sí mismo.

Easter Road estaba tranquila, los bares seguían abiertos y comenzaba a formarse cola en la tienda de patatas fritas. Se dirigió a la comisaría de Leith. El dolor durante el trayecto fue soportable; la piel debía de haberse endurecido, como después de las quemaduras de sol. Había un hueco junto a la acera a unos cincuenta metros de la entrada y aparcó en él. Bajó, cerró el coche y vio que, en la acera opuesta, había un equipo de televisión, seguramente para filmar con la comisaría de fondo el informativo que elaboraban. Y en ese momento Rebus vio quién: era Jack Bell. Bell giró la cabeza, le reconoció y le apuntó con el índice antes de volverse de nuevo hacia la cámara. Rebus oyó que decía:

– … mientras policías como ése lo único que hacen son labores de limpieza sin ofrecer soluciones preventivas viables…

– Corten -dijo el director-. Perdone, Jack -añadió señalando con la cabeza a Rebus, que había cruzado la calle y estaba a espaldas de Bell.

– ¿Qué sucede aquí? -preguntó Rebus.

– Estamos haciendo un reportaje sobre violencia y sociedad -replicó tajante Bell, molesto por la interrupción.

– Pensé que era un vídeo de autoayuda -dijo Rebus con sorna.

– ¿Qué?

– Una guía para buscar prostitutas en coche o algo así. Ahora la mayoría de ellas se dedica a esa modalidad -añadió Rebus señalando con la cabeza hacia Salamander Street.

– ¡Cómo se atreve! -farfulló el diputado para, acto seguido, volverse hacia el director-. Vea usted una actitud que ilustra perfectamente el problema del que hablábamos. La Policía muestra en la actualidad una actitud mezquina y malintencionada.

– A diferencia de usted, claro -añadió Rebus, advirtiendo que Bell tenía en la mano una fotografía que esgrimió ante sus narices.

– Éste es Thomas Hamilton -dijo-. De quien nadie pensaba que tuviera nada de particular y resultó ser la encarnación del mal el día que entró en el colegio de Dunblane.

– ¿Y cómo habría podido prevenir eso la Policía? -preguntó Rebus cruzando los brazos.

Antes de que Bell contestara, el director preguntó a Rebus:

– ¿Había en casa de Herdman vídeos, revistas o películas violentas?

– No hay indicios de que estuviera interesado por ese tipo de cosas. Pero, aunque lo estuviera, ¿qué?

El director se encogió de hombros desistiendo de plantear más preguntas.

– Jack, tal vez podría tener una breve entrevista con… perdone, no he captado su nombre -añadió sonriendo a Rebus.

– Me llamo Que te den por culo -replicó Rebus sonriente mientras cruzaba la calle y entraba en la comisaría.

– ¡Es una vergüenza! -gritó Bell desde la otra acera-. ¡Una auténtica vergüenza! ¡No voy a consentir…!

– ¿Qué, haciendo amigos otra vez? -comentó el sargento de guardia del mostrador.

– Por lo visto es un don que tengo -replicó Rebus subiendo la escalera hacia el DIC.

Como había presupuesto para horas extra en el caso Herdman, vio agentes trabajando a aquellas horas. Escribían informes, charlaban y tomaban algo caliente. Reconoció a Mark Pettifer y se acercó a él.

– Necesito una cosa, Mark.

– ¿Qué?

– Que me presten un portátil.

– Pensaba que los de su generación usaban pluma y pergamino -dijo Pettifer sonriendo.

– Y otra cosa -añadió Rebus haciendo caso omiso del sarcasmo-. Que tenga conexión a internet.

– Creo que se lo podré conseguir.

– Mientras lo buscas… -añadió Rebus inclinándose hacia él y bajando la voz-. ¿Recuerdas cuando detuvieron a Jack Bell por deambular en busca de prostitutas? Fueron compañeros tuyos, ¿verdad?

Pettifer asintió despacio con la cabeza.

– Me imagino que no habrá papeles…

– No creo. Al final no hubo cargos contra él, ¿no?

Rebus reflexionó un instante.

– ¿Y quiénes pararon el coche? ¿No podría hablar con ellos?

– ¿De qué se trata? -preguntó Pettifer.

– Digamos que… soy parte interesada -contestó Rebus.

El joven agente que había detenido a Bell había sido destinado a la comisaría de Torphichen Street. Finalmente, Rebus consiguió un número de móvil y su nombre: Harry Chambers.

– Perdone que le moleste -dijo Rebus sin presentarse.

– No es molestia. En este momento vuelvo a casa del pub.

– ¿Lo ha pasado bien?

– Hemos celebrado un torneo de billar y he entrado en las semifinales.

– Enhorabuena. Le llamo en relación con Jack Bell.

– ¿Qué le ha pasado a ese grasiento hijo de puta?

– Que no para de darnos la lata en el caso de Port Edgar.

Era la verdad, aunque no toda, y Rebus no consideró necesario explicarle sus deseos de librar a Kate del influjo del diputado.

– Pues a ver si le patean el culo, es lo único para lo que vale -comentó Chambers.

– ¿Denoto cierta animadversión por su parte, Harry?

– Después del aquel incidente de las putas movió los hilos para intentar que me descendieran. Menudo cuento tenía el tío; primero alegó que volvía a casa desde no sé dónde, y como no pudo justificarlo, dijo que estaba «investigando» sobre la necesidad de una zona de tolerancia. Sí, claro. La puta que hablaba con él me dijo que ya habían acordado un precio.

– ¿Sabe si era la primera vez que iba por allí?

– No lo sé. Lo único que sé (y trato de ser lo más objetivo posible) es que es un repugnante cabrón, fullero y vengativo. ¿Por qué ese Herdman no nos habrá hecho el favor de pegarle un tiro a él en vez de a esos dos pobres chicos…?

* * *

En casa, Rebus procuró seguir las instrucciones de Pettifer para inicializar el ordenador. No era el último modelo, tal como había comentado Pettifer: «Si va despacio, échele una palada de carbón». Le había preguntado cuántos años tenía el ordenador y el agente le contestó que dos pero que estaba ya casi obsoleto.

Rebus decidió que había que cuidar un aparato tan venerable y limpió la pantalla y el teclado con un paño húmedo. Era un superviviente, igual que él.

– Muy bien, veterano; a ver de lo que eres capaz -musitó.

Al cabo de unos minutos de frustración llamó a Pettifer y por fin lo localizó en el móvil, en el coche, camino de casa. Más instrucciones… Rebus no colgó hasta que consiguió lo que quería.

– Gracias, Mark -dijo antes de colgar.

Luego arrimó el sillón para poder estar más cómodo.

Estaba sentado con las piernas y los brazos cruzados y la cabeza levemente ladeada.

Veía a Teri Cotter durmiendo.

CUARTO DÍA . Viernes

Capítulo 12

– Has dormido vestido -dijo Siobhan cuando le recogió por la mañana.

Rebus no contestó. En el asiento del pasajero vio un ejemplar del periódico sensacionalista que Steve Holly había esgrimido la noche anterior.

EL MISTERIO DEL POLICÍA EN LA CASA INCENDIADA.

– Es un artículo sin sustancia -dijo Siobhan para tranquilizarle.

En efecto, había muchas conjeturas y muy pocos hechos. Rebus, de todos modos, no había contestado a las llamadas a las siete, siete y cuarto y siete y media, porque sabía que probablemente serían del Servicio de Expedientes Disciplinarios intentando concertar una entrevista para abrirle expediente. Hojeó el diario mojando la punta del dedo del guante.

– En St Leonard no cesan los rumores -añadió Siobhan-. Se dice que Fairstone estaba amordazado y atado a una silla y todos saben que tú estuviste allí.

– ¿He dicho yo que no? -Ella le miró-. Yo le dejé con vida, adormecido en el sofá.

Rebus pasó más páginas y se fijó en la noticia de un perro que se había tragado un anillo de bodas, único rayo de luz en un periódico lleno de titulares siniestros: puñaladas en pubs, famosos abandonados por su amante, mareas negras y tornados en Estados Unidos.

– Qué curioso que un presentador de televisión merezca más espacio que un desastre ecológico -comentó doblando el periódico y tirándolo en el asiento de atrás por encima del hombro-. Bueno, ¿adónde vamos?

– He pensado tener un cara a cara con James Bell.

– Estupendo -comentó Rebus.

En su bolsillo comenzó a sonar el móvil, pero no lo tocó.

– ¿Es tu club de admiradoras? -dijo Siobhan.

– No puedo evitar la popularidad. ¿Cómo sabes lo que se dice en St Leonard?

– Pasé por allí antes de venir a buscarte.

– Masoquista.

– Es que fui al gimnasio.

– ¿Gimnasio? ¿Eso qué es?

Ella sonrió. Su teléfono sonó y miró a Rebus. Él se encogió de hombros y Siobhan miró el número en la pantalla.

– Bobby Hogan -dijo al tiempo que respondía. Rebus oyó que decía-: Estamos en camino… ¿por qué, qué ha sucedido? Sí, está aquí -añadió mirando a Rebus-, pero creo que su teléfono se ha quedado sin batería… Bien, se lo diré.

– Ya es hora de que te compres un artilugio de manos libres -comentó Rebus en cuanto terminó de hablar.

– ¿Tan mal conduzco?

– No, lo digo para poder escuchar yo.

– Dice Bobby que los de Expedientes andan buscándote.

– No me digas.

– Y que le han dicho que haga circular el aviso porque tú no contestas al teléfono.

– Creo que no tengo batería. ¿Qué más te ha dicho?

– Que nos reunamos con él en el puerto deportivo.

– A lo mejor quiere invitarnos a un crucero.

– Será eso. Ah, y que gracias por nuestra diligencia y buen trabajo.

– No te sorprenda que el patrón del crucero sea uno de Expedientes.

* * *

– ¿Has visto el periódico? -preguntó Bobby Hogan mientras se encaminaban al embarcadero.

– Lo he visto -contestó Rebus-. Y Siobhan me ha transmitido tu aviso. Pero ninguna de las dos cosas explica por qué estamos aquí.

– Me ha llamado Jack Bell y dice que piensa presentar una queja oficial -dijo Hogan mirándole-. No sé qué es lo que le hiciste, pero sea lo que sea, sigue así.

– Bobby, si es una orden la cumpliré complacido.

Rebus vio que habían acordonado la entrada a una rampa de madera que conducía a los amarres de yates y lanchas neumáticas. Junto al cartel de «Sólo amarres» había tres policías de uniforme. Hogan levantó la cinta para pasar y descendieron por la rampa.

– Ha aparecido algo que debíamos haber encontrado nosotros -dijo frunciendo el ceño-. Asumo la responsabilidad, naturalmente.

– Naturalmente.

– Por lo visto, Herdman tenía otra embarcación más grande para navegación de altura.

– ¿Un yate? -aventuró Siobhan.

Hogan asintió con la cabeza. Caminaban por delante de una serie de embarcaciones ancladas que se balanceaban y hacían con el aparejo aquel ruido peculiar. Las gaviotas planeaban por encima de sus cabezas, el viento soplaba con fuerza y una ola salpicaba de vez en cuando.

– Era demasiado grande para guardarlo en el cobertizo, y, desde luego, lo utilizaba, si no lo habría tenido en tierra -dijo Hogan señalando el muelle, donde había una hilera de barcos sobre soportes, protegidos de las salpicaduras de salitre.

– ¿Y…? -preguntó Rebus.

– Ahí tienes.

Rebus vio un grupo de gente y dos agentes que él conocía del Departamento de Aduanas y comprendió. Examinaban algo que había encima un trozo de plástico doblado que sujetaban con el zapato por los extremos para que no volara.

– Cuanto antes nos lo llevemos, mejor -dijo un agente, ante la protesta de otro que dijo que la Científica debería echar antes un vistazo.

Rebus se situó detrás de uno de los que estaban en cuclillas y vio de qué se trataba.

– Éxtasis -dijo Hogan metiendo las manos en los bolsillos-. Habrá unas mil pastillas, las suficientes para animar unas cuantas fiestas nocturnas multitudinarias. -Estaban empaquetas en una docena de bolsas de plástico azul transparente como las que se utilizan para los productos congelados. Hogan se echó unas cuantas en la palma de la mano-. Entre ocho y diez mil libras al precio de venta en la calle. -Las pastillas desprendían un polvillo verdoso y tenían la mitad de tamaño que los analgésicos que tomaba Rebus-. Hay también algo de cocaína -prosiguió Hogan-, sólo unas mil libras; quizá para consumo personal.

– En el piso encontraron restos, ¿verdad? -terció Siobhan.

– Sí.

– ¿Y esto dónde lo han descubierto? -preguntó Rebus.

– En un armario debajo de la cubierta -contestó Hogan-. No estaba muy disimulado.

– ¿Quién lo ha descubierto?

– Nosotros.

Rebus se volvió al oír aquella voz. Era Whiteread, que bajaba por la pasarela seguida de un ufano Simms. Ella hizo como si se sacudiera polvo de las manos.

– En el resto del yate no parece haber nada, pero quizá deseen ustedes echar un vistazo.

– No se preocupe; lo haremos -dijo Hogan asintiendo con la cabeza.

Rebus estaba frente a los dos investigadores militares, y Whiteread cruzó con él una mirada.

– La veo muy contenta -dijo él-. ¿Es porque han encontrado las drogas o porque se han marcado un tanto con nosotros?

– Inspector Rebus, de haber hecho ustedes bien su trabajo… -replicó ella.

– No acabo de entender cómo lo han descubierto.

Whiteread torció el gesto.

– Herdman tenía en la oficina cierta documentación que nos sirvió para orientarnos hacia el director del puerto.

– ¿Han registrado el barco -preguntó Rebus mirando el yate que parecía bastante usado- a su manera o según el procedimiento oficial? -La sonrisa estuvo a punto de borrarse del rostro de Whiteread, pero Rebus se volvió hacia Hogan-. Es cuestión de jurisdicción, Bobby. ¿No crees que habrían debido consultarte antes del registro? No me fío nada de ellos -añadió señalando con la cabeza a los investigadores militares.

– ¿Con qué derecho dice eso? -dijo Simms con sonrisa fingida mirando a Rebus de arriba abajo-. No está usted para hablar. No es a nosotros a quien están investigando…

– ¡Basta, Gavin! -dijo Whiteread entre dientes.

El joven enmudeció y fue como si todo el puerto quedara en silencio.

– Eso no nos va a ayudar -dijo Bobby Hogan-. Que se lleven eso para analizarlo…

– Yo sí que sé quién necesita que lo analicen -farfulló Simms.

– …y mientras vamos a colaborar para determinar en qué medida afecta esto a la investigación. ¿Le parece? -añadió mirando a Whiteread, quien asintió con la cabeza con aparente satisfacción, aunque miró desafiante a Rebus. Éste le sostuvo la mirada y vio confirmados sus recelos.

«No confío en usted.»

Terminaron formando una caravana de coches camino del colegio Port Edgar. Había ya menos curiosos y nuevos equipos de noticias ante la verja, pero no vieron policías de uniforme patrullando para disuadir a los que querían entrar en el recinto. La cabina prefabricada ya no daba para más y habían instalado otro espacio para la investigación en un aula del colegio. Las clases no se reanudarían hasta dentro de unos días, pero la sala del crimen seguiría cerrada. La Policía se había acomodado en los pupitres de un aula donde se daban clases de geografía. En las paredes había mapas, gráficos de precipitaciones, fotos de tribus, murciélagos e iglúes. Algunos agentes estaban de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados. Bobby Hogan se situó delante de la pizarra junto a la cual había un panel con el rótulo de «Deberes» entre signos de admiración.

– Parece una indirecta para nosotros -comentó Bobby Hogan dándole unos golpecitos-. Gracias a los amigos de las Fuerzas Armadas -dijo señalando hacia Whiteread y Simms, que se habían quedado en la puerta-, el caso ha dado un vuelco. Un yate de navegación de altura y un cargamento de droga. ¿A qué nos enfrentamos?

– A un caso de contrabando, señor -dijo una voz.

– Permita que añada el dato -el que había tomado la palabra estaba al fondo del aula y era del Servicio de Aduanas- de que la mayoría del éxtasis que entra en el Reino Unido procede de Holanda.

– En ese caso habrá que echar un vistazo a los libros de navegación de Herdman para ver sus singladuras -dijo Hogan.

– Claro, pero los libros son fáciles de falsificar -replicó el de Aduanas.

– Y habrá que hablar con la División de Drogas para que nos informen sobre el tráfico de éxtasis.

– ¿Seguro que es éxtasis, señor? -preguntó uno con voz chillona.

– Desde luego pastillas para el mareo no son.

Se oyeron unas risas forzadas.

– Señor, ¿quiere esto decir que se hará cargo del caso la División de Drogas?

– No se lo puedo confirmar. Ahora lo que tenemos que hacer es centrarnos en cuanto hayamos descubierto hasta este momento -dijo Hogan mirando a los presentes para asegurarse de que le prestaban atención. El único que no le miraba era John Rebus, que observaba con el ceño fruncido a la pareja de la puerta-. También tendremos que peinar minuciosamente el yate para asegurarnos de que no ha quedado nada por descubrir. -Hogan vio que Whiteread y Simms intercambiaban una mirada-. ¿Alguna pregunta?

Hubo algunas pero las contestó rápido: un agente quería saber cuánto costaba un yate como el de Herdman, y por el director del puerto sabían que una embarcación de doce metros y seis camarotes como aquélla no valía menos de sesenta mil libras, y eso de segunda mano.

– La pensión no le llegaba para tanto -comentó Whiteread.

– Estamos comprobando varias cuentas bancarias y otros activos de Herdman -dijo Hogan, volviendo a mirar hacia Rebus.

– ¿Podemos intervenir en el registro del yate? -preguntó Whiteread.

Hogan no encontró motivo para negarse y se encogió de hombros. Al término de la reunión vio que Rebus estaba a su lado.

– Bobby, alguien pudo haber puesto esa droga en el yate -dijo casi en un susurro.

– ¿Para qué? -contestó Hogan mirándole.

– No lo sé, pero no me fío…

– Sí, eso ya lo has dejado bien claro.

– Con esto de la droga, el caso toma otro sesgo. Eso da pie a que Whiteread y su epígono sigan husmeando.

– A mí no me da esa impresión.

– No olvides que yo conozco bien a los militares.

– ¿No será que quieres saldar viejas cuentas? -replicó Hogan tratando de no alzar la voz.

– No es eso.

– ¿Qué, entonces?

– Si un individuo que ha entrado en el Ejército se mete en un lío, quienes menos se dejan ver son los militares, porque no quieren publicidad. -Iban por el pasillo y no había ni rastro de los dos investigadores del Ejército-. Y sobre todo porque no les interesa que les salpique el escándalo. Se mantienen al margen.

– ¿Y qué?

– Que la Horrible Pareja no se despega de este caso, así que tiene que haber algo más.

– ¿Algo más de qué? -replicó Hogan que, pese a sus esfuerzos, había alzado la voz haciendo que algunos se volvieran a mirarles-. Herdman, de alguna forma, compró ese yate.

Rebus se encogió de hombros.

– Hazme un favor, Bobby. Consigue el expediente militar de Herdman. -Hogan le miró-. Me apostaría algo a que Whiteread tiene una copia. Pídesela; dile que es por curiosidad. A lo mejor te la deja.

– ¡Por Dios, John!

– ¿No quieres saber el motivo que impulsó a Herdman a hacer lo que hizo? Si no me equivoco, me llamaste para averiguar eso -dijo Rebus mirando a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca que pudiera oírles-. La primera vez que vi a esos dos los encontré rebuscando en el cobertizo de Herdman, después fisgando en el yate y ahora los tenemos otra vez aquí. Es como si buscaran algo.

– ¿Qué?

– No lo sé -respondió Rebus meneando la cabeza.

– John… el Servicio de Expedientes Disciplinarios.

– ¿Y qué?

– ¿No podrías procurar…? No sé…

– ¿Crees que lo llevo algo lejos?

– Estás sometido a un gran estrés.

– Bobby, o crees que estoy a la altura del caso o no lo crees -replicó Rebus cruzando los brazos-. Di sí o no.

En ese momento volvió a sonar el móvil de Rebus.

– ¿No contestas? -preguntó Hogan, y Rebus negó con la cabeza.

– De acuerdo -dijo Bobby Hogan con un suspiro-. Hablaré con Whiteread.

– No le digas que te lo he insinuado yo ni te muestres muy interesado por el expediente. Dile simplemente que tienes curiosidad.

– Simple curiosidad -repitió Hogan.

Rebus le hizo un guiño y se alejó. Siobhan le esperaba en la puerta del colegio.

– ¿Vamos a hablar con James Bell? -le preguntó.

Rebus asintió con la cabeza.

– Pero primero, veamos si eres tan buen detective, sargento Clarke.

– Los dos sabemos que sí.

– Muy bien, listilla. Eres militar, con grado superior, y te envían desde Hereford a Edimburgo una semana aproximadamente. ¿Dónde te alojas?

Siobhan reflexionó al respecto mientras llegaban al coche. Al poner la llave de contacto miró a Rebus.

– ¿En el cuartel Redford? O en el castillo; allí también hay guarnición, ¿no?

Rebus asintió; eran respuestas bastante aceptables, pero no las consideraba acertadas.

– ¿A ti te parece que Whiteread es de las que prescinden de comodidades? Además, seguro que quiere estar cerca de la acción.

– Es cierto; en ese caso, en un hotel.

– Eso creo yo -dijo Rebus asintiendo con la cabeza-. Un hotel o una habitación con derecho a desayuno -añadió mordiéndose el labio inferior.

– En el Boatman's hay dos habitaciones de alquiler, ¿no es cierto?

Él asintió despacio con la cabeza.

– Sí, empecemos por allí.

– ¿Puedo preguntar por qué?

Rebus negó con la cabeza.

– Cuanto menos sepas, mejor. Te lo juro.

– ¿No crees que ya tienes bastantes líos?

– Creo que puedo meterme en alguno más -replicó él con un guiño para transmitir confianza que a Siobhan no le pareció conveniente.

El Boatman's estaba aún cerrado, pero el camarero reconoció a Siobhan y les abrió.

– Se llama Rod, ¿verdad? -dijo Siobhan, y Rod McAllister asintió con la cabeza-Le presento a mi colega, el inspector Rebus.

– Hola -saludó McAllister.

– Rod conocía a Lee Herdman -dijo Siobhan para poner en antecedentes a Rebus.

– ¿Le vendió alguna vez éxtasis? -preguntó Rebus.

– ¿Cómo dice?

Rebus se limitó a menear la cabeza. Una vez en el interior del bar aspiró con fuerza; se notaba el olor de la noche anterior a cerveza y tabaco a pesar del ambientador. McAllister, que tenía sobre el mostrador un montón de papeles y facturas, se metió la mano bajo la camiseta para rascarse el pecho. Era una camiseta vieja y desteñida con las costuras rotas en una hombrera.

– ¿Le gusta Hawkwind? -preguntó Siobhan, y McAllister bajó la vista al estampado de la camiseta en la que aún se apreciaba deslucida la portada de In Search of Space-. No queremos entretenerle -añadió ella-. Sólo queríamos saber si se aloja aquí una pareja.

Rebus añadió los nombres y McAllister, sin apartar la vista de Siobhan, dijo que no con la cabeza sin mirarle a él.

– ¿Dónde más en la localidad alquilan habitaciones? -preguntó Siobhan.

McAllister se restregó la barba incipiente, y Rebus recordó que su propio afeitado de aquella mañana dejaba mucho que desear.

– Hay varios sitios -dijo McAllister-. Me dijo usted que vendría alguien a hablar conmigo sobre Lee.

– ¿Eso dije?

– No ha venido nadie.

– ¿Tiene alguna idea de por qué lo hizo? -preguntó Rebus sin preámbulos, y McAllister negó con la cabeza-. Pues sigamos con las direcciones, ¿de acuerdo?

– ¿Qué direcciones?

– Direcciones de habitaciones de alquiler y hoteles.

McAllister asintió con la cabeza y Siobhan sacó el bloc para apuntarlas a medida que él se las daba. Al llegar a la sexta dijo que no sabía más.

– Aunque no digo que no las haya.

– Tenemos de sobra para empezar -dijo Rebus-. Le dejamos con su trabajo, señor McAllister.

– Pues sí, gracias -dijo McAllister dirigiendo una leve reverencia a Siobhan y abriéndole la puerta.

– Esto puede llevarnos todo el día -dijo ella en la calle mirando la lista.

– Si queremos, sí -replicó Rebus-. Me parece que te ha salido un admirador.

Ella miró hacia la cristalera del bar y vio que McAllister se apartaba rápidamente.

– No te quejes… imagínate que no tienes que pagar una sola bebida en tu vida…

– Algo que siempre has anhelado.

– Qué golpe tan bajo; yo siempre pago mi parte.

– Si tú lo dices -comentó Siobhan agitando el bloc delante de la cara de Rebus-. Escucha, hay una manera más fácil y así ganamos tiempo.

– A ver.

– Preguntarle a Bobby Hogan, que seguramente sabrá dónde se alojan.

Rebus negó con la cabeza.

– Es mejor no mezclar en esto a Bobby Hogan.

– ¿Por qué será que me huelo que hay gato encerrado?

– Vamos al coche y allí empiezas a hacer las llamadas.

Siobhan se sentó y se volvió hacia Rebus.

– ¿De dónde sacaría el dinero para un yate de sesenta mil libras?

– De las drogas, evidentemente.

– ¿Tú crees?

– Creo que es lo que se supone que debemos pensar. Nada de lo que hemos averiguado sobre Lee Herdman nos induce a creer que fuera un narcotraficante importante.

– Salvo su magnético atractivo con adolescentes aburridos.

– ¿No te enseñaron en el colegio una cosa?

– ¿Cuál?

– A no precipitarte en las conclusiones.

– Ah, se me olvidaba que ése es tu terreno.

– Otro golpe bajo. Ten cuidado o intervendrá el árbitro.

– Tú sabes algo, ¿verdad? -dijo ella mirándole.

– No te lo diré hasta que no hagas las llamadas -replicó Rebus sosteniéndole la mirada.

Capítulo 13

Tuvieron suerte: la tercera dirección era un hotel de las afueras con vistas al puente. Un fuerte viento barría el aparcamiento vacío donde dos tristes telescopios aguardaban la llegada de turistas. Rebus probó a mirar por uno de ellos pero no logró ver nada.

– Funcionan con monedas -dijo Siobhan señalando la ranura, pero Rebus, sin darle mayor importancia, se dirigió a recepción.

– Tú espera aquí -dijo él.

– ¿Y me pierdo la función? -replicó ella siguiéndole y procurando disimular lo preocupada que estaba.

Rebus estaba tomando analgésicos… y no buscándose líos. Una combinación peligrosa. Aunque no era la primera vez que veía a Rebus actuar saltándose las normas, siempre había mantenido el control. Pero con las manos abrasadas y enrojecidas y el Departamento de Reclamaciones a punto de abrirle expediente por posible homicidio…

Había alguien detrás del mostrador de recepción.

– Buenos días -dijo una mujer risueña.

Rebus ya había sacado la identificación.

– Policía de Lothian and Borders -dijo-. ¿Se aloja aquí una mujer llamada Whiteread?

La mujer tecleó frente a un ordenador.

– Efectivamente.

– Tengo que entrar en su habitación -añadió Rebus inclinándose sobre el mostrador.

– No creo… -protestó la recepcionista aturdida.

– Si usted no es la encargada, ¿puedo hablar con quien corresponda?

– No sé si…

– Quizá podría evitarse la molestia dándonos la llave.

La mujer se puso aún más nerviosa.

– Iré a buscar a mi jefe.

– Bien, vaya -dijo Rebus impaciente cruzando las manos a la espalda.

La mujer cogió el teléfono y marcó dos números sucesivos sin localizar a quien buscaba.

Sonó el ascensor, se abrieron las puertas y salió una empleada de la limpieza con un cubo y un aerosol. La recepcionista colgó.

– Voy a buscarlo -dijo.

Rebus lanzó un suspiro, miró el reloj y, cuando vio que la recepcionista cruzaba unas puertas de vaivén, volvió a inclinarse sobre el mostrador y dio la vuelta al monitor del ordenador para ver la pantalla.

– Habitación 212 -dijo-. ¿Tú te quedas aquí?

Siobhan negó con la cabeza y le siguió al ascensor. Rebus pulsó el botón del segundo piso y la puerta se cerró con un ruido seco y áspero.

– ¿Y si vuelve Whiteread? -dijo Siobhan.

– Está ocupada con el registro del yate -respondió Rebus mirándola y sonriendo.

Sonó una campanita cuando se abrieron las puertas del ascensor.

Tal como Rebus suponía, el personal de limpieza estaba aún trabajando en aquélla. Había un par de carritos en el pasillo con sábanas y toallas. Llevaba preparado el pretexto de que había olvidado algo y no quería bajar a por la llave a la recepción, y si no daba resultado, probaría con cinco o diez libras. Pero tuvo suerte porque la habitación 212 estaba abierta y, dentro, una mujer limpiaba el cuarto de baño.

– No se preocupe, siga usted, sólo he vuelto a recoger una cosa que había olvidado -dijo Rebus asomando la cabeza por la puerta.

Escaneó la habitación. La cama estaba hecha. Encima del tocador había algunos objetos personales y algunas prendas colgadas en el armario. La maleta de Whiteread estaba vacía.

– Seguramente lo lleva todo con ella y lo tendrá en el coche -musitó Siobhan.

Rebus, sin hacer caso del comentario, miró debajo de la cama, registró la ropa de los cajones de la cómoda y abrió el cajón de la mesilla, donde estaba la típica Biblia de bolsillo de los hoteles.

Igual que Rocky Raccoon. [2] Se incorporó. Allí no estaba. En el cuarto de baño tampoco había visto nada al asomar la cabeza. Pero llamó otra puerta su atención, una puerta de comunicación. Giró el pomo para abrirla y se encontró con una segunda puerta sin pomo entreabierta. La empujó y se encontró en la habitación contigua. Había ropa encima de la cama y de dos sillas, revistas en la mesilla y, por la boca de una bolsa de deportes de nailon negro, asomaban corbatas y calcetines.

– Ésta es la habitación de Simms -comentó.

En el tocador había un sobre marrón. Rebus le dio la vuelta y leyó confidencial y personal, Lee Herdman. A Simms no se le había ocurrido otra medida de seguridad que ponerlo boca abajo para que no se viera.

– ¿Vas a leerlo aquí? -preguntó Siobhan.

Rebus negó con la cabeza: el expediente tenía unas cuarenta o cincuenta hojas.

– ¿Tú crees que la recepcionista nos lo fotocopiaría?

– Tengo otra idea -replicó ella cogiendo el sobre-. En la recepción he visto un letrero que indicaba una sala para negocios. Seguro que allí hay fotocopiadora.

– Bien, vamos.

Siobhan negó con la cabeza.

– Uno de los dos tiene que quedarse aquí, no vaya a irse la mujer de la limpieza y nos cierre con llave.

Rebus vio que tenía razón y asintió con la cabeza. Mientras Siobhan bajaba con el expediente, él se entregó a una inspección somera del cuarto de Simms. Las revistas eran típicamente masculinas: FHM, Loaded, CQ; no había nada debajo de la almohada ni del colchón. Toda la ropa estaba esparcida por la habitación, salvo un par de camisas y de trajes colgados en el armario. Aquellas puertas de comunicación… no sabía si darle o no una interpretación concreta. La de la habitación de Whiteread estaba cerrada y Simms no podía entrar, pero él había dejado la suya entreabierta. ¿Una invitación? En el cuarto de baño vio pasta dentífrica y un cepillo de dientes eléctrico de pilas; Simms había traído su propio champú anticaspa además de una maquinilla de doble hoja y un tubo de espuma de afeitar. Volvió al dormitorio y examinó con mayor detenimiento la bolsa de deportes negra: cinco pares de calcetines y de calzoncillos; dos camisas en el armario y otras dos en las sillas: cinco en total, una semana de trabajo. Simms había hecho equipaje para una semana fuera de casa. Rebus reflexionó. Un antiguo militar pierde la cabeza y organiza una matanza y el Ejército envía a dos de sus investigadores para impedir la vinculación del asesino con su pasado. ¿Por qué dos investigadores? ¿Y por qué una semana entera en el escenario del crimen? ¿A quién sería lógico enviar? A psicólogos, tal vez, para determinar el estado mental del asesino. Ni Whiteread ni Simms le parecían particularmente expertos en psicología ni interesados por el estado mental de Herdman.

Buscaban algo, o a alguien que buscaba algo, estaba convencido.

Oyó que llamaban suavemente a la puerta, miró por la mirilla y era Siobhan. Abrió y ella volvió a dejar el expediente en el tocador.

– ¿Has dejado en orden las páginas? -preguntó Rebus.

– En perfecto orden. -Tenía bajo el brazo un sobre acolchado con las fotocopias-. ¿Nos vamos?

Rebus asintió con la cabeza y la siguió hacia la puerta de comunicación, pero se detuvo y retrocedió hasta el tocador: el sobre estaba boca arriba. Le dio la vuelta. Echó un último vistazo al cuarto y salió.

* * *

Al pasar frente a la recepcionista le dirigieron una sonrisa sin decir nada.

– ¿Crees que se lo dirá a Whiteread? -preguntó Siobhan.

– Lo dudo -respondió Rebus.

Se encogió escéptico de hombros, porque aunque se lo dijera, Whiteread no podía hacer nada.

En su cuarto no guardaba nada y no podía echar nada de menos. Mientras Siobhan conducía el coche por la A 90 en dirección a Barnton, Rebus empezó a leer el expediente. Casi todo era paja e informes de los tribunales calificadores para los ascensos. Había comentarios a lápiz en el margen sobre las debilidades y virtudes de Herdman. Se dudaba de su capacidad física, pero su carrera militar era ejemplar: servicios en Irlanda del Norte, las Malvinas, Oriente Medio; maniobras en el Reino Unido, Arabia Saudí, Finlandia y Alemania. Pasó una página y se encontró con un folio en blanco con la indicación SUPRIMIDO POR ÓRDENES SUPERIORES con una firma, un sello y la fecha de cuatro días antes. El día de los disparos. Pasó a la página siguiente y empezó a leer las vicisitudes de los últimos meses de Herdman en el Ejército. Se adjuntaba fotocopia de la comunicación a sus superiores de su decisión de no reengancharse. Habían intentado inútilmente convencerle de que se quedara. La última parte del expediente se reducía a la documentación burocrática de su situación de retiro.

– Fíjate en esto -dijo Rebus enseñándole la página de suprimido POR ÓRDENES SUPERIORES.

– ¿Qué significa? -preguntó Siobhan.

– Que han eliminado datos que tendrán guardados bajo llave en el cuartel general de las SAS.

– ¿Información delicada no accesible a Whiteread y a Simms?

– Tal vez -respondió Rebus no muy convencido, pasando página y leyendo los párrafos finales.

Siete meses antes de que Herdman abandonara las SAS había formado parte de un «equipo de rescate» en Jura. En la primera lectura de la página, Rebus al ver la palabra «Jura», supuso que se refería a unas maniobras. Jura: pequeña isla en la costa oeste de Escocia. Aislada, sólo una carretera y tenía algunas montañas. Completamente salvaje. Rebus había hecho allí maniobras cuando servía en el Ejército: marchas interminables a través de pantanos, alternadas con escaladas. Recordaba la cadena montañosa y el transbordador que comunicaba con Islay, donde les habían llevado a visitar una destilería al final de las maniobras.

Pero Herdman no había estado allí de maniobras, sino formando parte de un «equipo de rescate». ¿Rescate de qué, exactamente?

– ¿Has sacado algo en limpio? -preguntó Siobhan frenando de golpe al llegar al final del carril doble.

Delante de ellos había una caravana que venía de la glorieta de Barnton.

– No estoy seguro -contestó Rebus.

Tampoco estaba seguro del papel que desempeñaba Siobhan en aquel pequeño subterfugio suyo. Tendría que haberle dicho que se quedara en la habitación de Simms. Así el empleado de la sala de negocios recordaría su cara y no la de ella, y sería la de él la descripción que dieran a Whiteread si ella empezaba a husmear.

– Entonces, ¿ha valido la pena? -insistió Siobhan.

Él se encogió de hombros, cada vez más pensativo, mientras ella giraba a la izquierda en la glorieta para aparcar el coche en un camino de entrada.

– ¿Dónde estamos? -preguntó.

– En casa de James Bell -contestó Siobhan-. ¿No recuerdas que íbamos a hablar con él?

Rebus asintió con la cabeza.

Era un chalet moderno con ventanas pequeñas y muros con el típico revestimiento escocés de guijarros. Siobhan llamó al timbre y esperó. Una mujer de cincuenta años, menuda, bien conservada, de penetrantes ojos azules y con el pelo recogido atrás con un lazo de terciopelo negro, les abrió la puerta.

– ¿Señora Bell? Soy la sargento Clarke; le presento al inspector Rebus. ¿Podríamos hablar con James?

Felicity Bell examinó sus identificaciones y retrocedió un paso para dejarles entrar.

– Jack no está -dijo con voz desmayada.

– Es con su hijo con quien queremos hablar -dijo Siobhan bajando la voz por temor a asustar a aquella criatura pequeña de aspecto oprimido.

– De todos modos… -añadió la señora Bell mirando desalentada a un lado y a otro.

Les invitó a pasar al cuarto de estar. Buscando un pretexto para calmarla, Rebus cogió una foto enmarcada del alféizar de la ventana.

– ¿Son sus tres hijos, señora Bell? -preguntó.

La mujer, al ver que había cogido la foto, se la quitó de la mano y volvió a ponerla con todo cuidado en el sitio exacto donde estaba.

– James es el pequeño -dijo-. Los otros están casados y… han volado -añadió con un gesto de la mano.

– La muerte de esos alumnos le habrá causado una terrible impresión -comentó Siobhan.

– Ha sido horrible, horrible -dijo la mujer, de nuevo con cara de angustia.

– Usted trabaja en el Traverse, ¿verdad? -preguntó Rebus.

– Sí -contestó ella sin sorprenderse de que él supiera ese detalle-. Estamos preparando una obra y en realidad… debería estar allí, pero debo quedarme en casa, compréndanlo.

– ¿Qué obra están montando?

– Una versión de El viento en los sauces… ¿Tienen hijos pequeños?

Siobhan negó con la cabeza y Rebus dijo que su hija ya era mayor.

– Nunca se es mayor, nunca se es mayor -comentó Felicity Bell con su voz trémula.

– Supongo que está usted aquí para cuidar de James -dijo Rebus.

– Sí.

– Entonces, ¿está en su cuarto?

– Sí, arriba.

– ¿Cree que podríamos hablarle unos minutos?

– Pues no sé… -contestó la señora Bell, que se había llevado la mano a la muñeca al decir Rebus «minutos» y que ahora consultaba el reloj-. Dios mío, es casi la hora del almuerzo -añadió echando a andar, probablemente en dirección a la cocina, y deteniéndose al recordar que tenía visita-. Tal vez debería llamar a Jack.

– Quizá sí -dijo Siobhan, que miraba una foto del diputado con cara de euforia en la noche de su elección-. Nos encantaría hablar con él.

La esposa del diputado levantó la vista y la clavó en Siobhan frunciendo el ceño.

– ¿De qué quieren hablarle? -preguntó con su acento de clase alta de Edimburgo.

– Con quien queremos hablar es con James -terció Rebus avanzando un paso-. Está en su cuarto, ¿verdad? -Aguardó a que ella asintiera con la cabeza-. Y supongo que es en el piso de arriba. -La mujer volvió a asentir-. Haremos lo siguiente -añadió poniendo la mano en el brazo huesudo de la mujer-: Usted prepara la comida y nosotros subimos. Es lo más fácil, ¿no cree?

La señora Bell pareció pensárselo y finalmente esbozó una sonrisa encantada.

– Es lo que voy a hacer -dijo retirándose a la entrada.

Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada. Aquella mujer no estaba bien de la cabeza. Subieron la escalera y buscaron la puerta del cuarto de James; vieron pegatinas de la infancia raspadas y sustituidas por otras más actuales de conciertos, casi todos en ciudades inglesas: Foo Fighters en Manchester, Rammstein en Londres, Puddle of Mudd en Newcastle. Rebus llamó con los nudillos pero nadie contestó. Giró el pomo y abrió. James Bell estaba sentado en una cama de sábanas blancas y edredón níveo en un cuarto de paredes totalmente blancas sin adornos y enmoquetado de verde claro con algunas alfombrillas. Había estanterías llenas de libros, un ordenador, un tocadiscos, un televisor y discos compactos dispersos. James vestía una camiseta negra y estaba sentado con las rodillas levantadas, en las que apoyaba una revista.

Pasaba páginas con una mano, y tenía la otra cruzada sobre el pecho. Su pelo era corto y negro, su tez, pálida con un lunar en la mejilla. No se veía en aquella habitación muchos indicios de rebeldía juvenil. Rebus, en su adolescencia, tenía un cuarto que era poco menos que una serie de escondrijos: revistas de tías escondidas debajo de la alfombra (no servía el colchón porque de vez en cuando le daban la vuelta), cigarrillos y cerillas detrás de una pata del armario y una navaja debajo del jersey de invierno en el último cajón de la cómoda. Tenía la impresión de que si allí miraba en los cajones no encontraría más que ropa y bajo la alfombra, nada.

Se oía música por los auriculares que tenía puestos el muchacho, que no había levantado la vista de la revista. Rebus supuso que pensaría que era su madre quien había abierto la puerta y fingía no tener en cuenta su presencia. El parecido físico entre padre e hijo era llamativo. Rebus se inclinó levemente, ladeó la cabeza, y finalmente James Bell levantó la vista sorprendido. Se quitó los auriculares y apagó la música.

– Perdona que te interrumpamos -dijo Rebus-. Tu madre nos ha dicho que subiéramos.

– ¿Quiénes son ustedes?

– Somos policías, James. ¿Puedes dedicarnos unos minutos? -añadió Rebus acercándose a la cama con cuidado de no tropezar con el botellón de agua que había en el suelo.

– ¿Qué sucede?

Rebus cogió de encima de la cama la revista y vio que era sobre coleccionismo de armas.

– Curioso tema -comentó.

– Estoy buscando el modelo con que me disparó.

Siobhan cogió la revista de las manos de Rebus.

– Es comprensible -dijo-. ¿Quieres conocer sus características?

– Casi no me dio tiempo a ver el arma.

– ¿Estás seguro, James? -preguntó Rebus-. Lee Herdman coleccionaba revistas de armas. -Señaló con la cabeza la revista que hojeaba Siobhan-. ¿No sería suya?

– ¿Cómo?

– ¿No te la prestó él? Nos hemos enterado de que le conocías más de lo que habías dicho.

– Yo nunca dije que no le conocía.

– «Socialmente», según tus palabras exactas, James. Las oí en la grabación del interrogatorio. Por lo que dices, da la impresión de que lo hubieses visto en un pub o en un quiosco. -Rebus hizo una pausa-. Pero lo cierto es que él te contó que había servido en las SAS, y eso es algo más que un simple comentario, ¿no crees? Tal vez hablaseis de ello en una de sus fiestas. -Otra pausa-. Tú ibas a sus fiestas, ¿verdad?

– A algunas. Era un tipo interesante -replicó el joven mirando furioso a Rebus-. Seguramente también lo dije. Ya se lo he dicho todo a la Policía, les expliqué de qué conocía a Lee, que iba a sus fiestas… que una vez me enseñó el arma…

– ¿Te la enseñó? -replicó Rebus entrecerrando los ojos.

– Dios, ¿es que no ha escuchado las cintas?

Rebus no pudo evitar mirar a Siobhan. «Las» cintas. Y ellos sólo se habían tomado la molestia de escuchar una.

– ¿Qué arma te enseñó?

– La metralleta que guardaba en el cobertizo del puerto.

– ¿Crees que era auténtica? -preguntó Siobhan.

– Parecía.

– ¿Había alguien más cuando te la enseñó?

James negó con la cabeza.

– ¿Y nunca viste la otra, la pistola?

– No, hasta que me disparó con ella -contestó mirándose el hombro herido.

– A ti y a otros dos -añadió Rebus-. ¿Es cierto que no conocía a Anthony Jarvies ni a Derek Renshaw?

– No, que yo sepa.

– Pero a ti te dejó con vida. ¿Crees que fue por pura suerte, James?

El joven se llevó la mano al hombro herido.

– Lo he estado pensado -dijo en voz baja-. Quizá me reconociera en el último momento…

Siobhan carraspeó.

– ¿Y no te has peguntado qué le indujo a hacer eso?

James asintió despacio con la cabeza sin decir nada.

– Puede que viera en ti -prosiguió Siobhan- algo que no veía en los otros.

– Los otros eran activistas de la FMC, no sé si eso tendrá algo que ver -aventuró el joven.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno… Lee pasó la mitad de su vida en el Ejército hasta que le echaron.

– ¿Te lo dijo él? -preguntó Rebus.

El joven asintió otra vez con la cabeza.

– Quizás estaba resentido. He dicho que él no conocía a Renshaw y a Jarvies, pero eso no quiere decir que no los hubiera visto por ahí, quizá de uniforme. Tal vez fuese una especie de… ¿mecanismo desencadenante? -añadió alzando la vista-. Bien, vale, ya sé eso de que hay que dejar la psicología a los psicólogos.

– No, no; es una buena observación -dijo Siobhan, que, aunque no lo creía así, pensó que era conveniente hacer un comentario elogioso para el joven.

– James, la cuestión es -añadió Rebus- que si supiéramos por qué a ti te dejó con vida, tal vez lográsemos entender por qué mató a los otros. ¿Entiendes?

El joven reflexionó un instante.

– Ya, pero, en definitiva, ¿qué importancia tiene eso?

– Nosotros creemos que la tiene -replicó Rebus irguiéndose-. ¿A quién más viste en esas fiestas, James?

– ¿Me pide nombres?

– Sí, claro.

– Nunca iba la misma gente.

– ¿Iba Teri Cotter? -preguntó Rebus.

– Sí, algunas veces y siempre venía con amigos góticos.

– Tú no eres gótico, James, ¿verdad? -preguntó Siobhan.

– ¿Lo parezco acaso? -replicó él con una carcajada.

– Por la música que escuchas… -añadió Siobhan encogiéndose de hombros.

– Es sólo rock.

Siobhan levantó el reproductor conectado a los auriculares.

– Un MP3 -comentó admirada-. ¿Y a Douglas Brimson, le viste alguna vez en las fiestas?

– ¿Ese que es piloto? -Siobhan asintió con la cabeza-. Sí, hablé con él una vez. -Hizo una pausa-. En realidad no eran «fiestas» organizadas. Sólo era gente que iba al piso a tomar una copa…

– ¿Y drogas? -preguntó Rebus como sin darle importancia.

– Sí, a veces -confesó James.

– ¿Speed, coca? ¿Algo de éxtasis?

El joven hizo un gesto despectivo.

– Un par de porros compartidos y gracias.

– ¿Nada de drogas duras?

– No.

Llamaron a la puerta. Era la señora Bell, que miró a sus dos visitantes como si no se acordara de ellos.

– ¡Oh! -exclamó aturdida, antes de añadir-: James, he preparado unos sándwiches. ¿Qué quieres beber?

– No tengo hambre.

– Pues ya es hora de almorzar.

– Mamá, ¿es que quieres que vomite?

– No… no, desde luego que no.

– Cuando tenga hambre te lo diré -añadió con voz de enfado. No porque lo estuviera, pensó Rebus, sino porque su presencia le incomodaba-. Pero tomaré una taza de café con poca leche.

– Muy bien -dijo la madre-. ¿Quieren ustedes…? -añadió dirigiéndose a Rebus.

– No, señora Bell, ya nos vamos. Gracias de todos modos.

La mujer asintió con la cabeza y permaneció un instante en el cuarto como si hubiera olvidado a qué había ido; luego se dio la vuelta y salió silenciosamente.

– ¿Tu madre se encuentra bien? -preguntó Rebus.

– ¿Está ciego? -respondió el joven cambiando de postura-. Bueno, no les extrañe. Toda una vida con mi padre…

– ¿No te llevas bien con tu padre?

– No mucho.

– ¿Sabes que piensa presentar una petición de ley?

El joven torció el gesto.

– Para lo que va a servir… -Guardó silencio un instante-. ¿Fue Teri Cotter?

– ¿Qué?

– Si fue ella quien les dijo que yo iba al piso de Lee. -Los dos callaron-. La creo muy capaz -añadió volviendo a cambiar de postura intentando ponerse cómodo.

– ¿Quieres que te ayude? -dijo Siobhan.

El joven negó con la cabeza.

– Creo que tendré que tomar más analgésicos -dijo.

Siobhan vio que estaban al otro lado de la cama encima de un tablero de ajedrez y le dio dos pastillas que el joven se tomó con un poco de agua.

– Una última pregunta, James -dijo Rebus-. Luego te dejaremos tranquilo.

– ¿Qué?

– ¿Te importa que te coja dos pastillas? Es que se me han acabado.

* * *

Siobhan tenía media botella de Irn-Bru sin burbujas en el coche y Rebus se tomó las pastillas con dos tragos de refresco.

– Ten cuidado de que no se convierta en un hábito -dijo ella.

– ¿Qué te ha parecido? -preguntó él para cambiar de tema.

– Podría haber algo. Esa agrupación de cadetes, los chicos que se pasean vestidos de uniforme militar.

– Por otra parte, ha dicho que a Herdman le expulsaron del Ejército, cosa que no es verdad según el expediente.

– ¿Y qué?

– Que habrá que averiguar si Herdman le mintió o si se lo ha inventado él.

– ¿Fantasía de adolescente?

– Falta le hace con un cuarto como el suyo.

– Desde luego… limpio sí estaba -añadió Siobhan arrancando el motor-. ¿Sabes eso que se dice de quien afirma mucho sobre algo?

– ¿Quieres decir que finge que Teri no le gusta porque en realidad le gusta? -Siobhan asintió con la cabeza-. ¿Crees que sabe lo de su página en la Red?

– No lo sé -añadió Siobhan terminando la maniobra de giro.

– Tendríamos que habérselo preguntado.

– ¿Qué es eso? -exclamó Siobhan mirando por el parabrisas.

Un coche patrulla con las luces azules parpadeantes bloqueaba la salida a la calle. En cuanto Siobhan frenó, se abrió la portezuela trasera y se apeó un hombre de traje gris. Era alto, con una calva brillante y párpados caídos. Se detuvo con las piernas separadas y las manos cruzadas.

– Tranquila -dijo Rebus-. Es mi cita de las doce.

– ¿Qué cita?

– La que no acabé de concertar -añadió Rebus abriendo la portezuela y bajando del coche. Se apoyó otra vez en la ventanilla-: con mi verdugo particular.

Capítulo 14

El calvo se llamaba Mullen y era de la Unidad de Deontología del Servicio de Expedientes. Visto de cerca, su piel tenía un leve aspecto escamoso, no muy distinto al de sus propias manos escaldadas, pensó Rebus. Con toda probabilidad sus prolongados lóbulos le habrían valido en el colegio el apodo de Dumbo o algo parecido, pero lo que más fascinó a Rebus fueron aquellas uñas rayanas en la perfección, rosadas, relucientes, totalmente planas y con la cutícula blanca precisa. Durante la entrevista de una hora estuvo tentado más de una vez de preguntarle si se hacía la manicura.

Pero en realidad lo que hizo fue preguntarle si podía beber algo. Notaba en la boca el regusto del analgésico de James Bell. Las pastillas habían hecho efecto, desde luego, mejor que las miserables pastillas que le habían recetado a él. Rebus se sentía en armonía con el mundo. No le importaba que el subdirector Colin Carswell, bien peinado y oliendo a colonia, estuviera presente en la entrevista. Carswell no le podía ver ni en pintura, y Rebus no se lo reprochaba. Demasiada historia entre ellos dos. La entrevista se desarrollaba en un despacho de Jefatura, en Fettes Avenue, y en aquel momento era Carswell quien atacaba.

– ¿Cómo diablos se le ocurrió anoche hacer eso?

– ¿Anoche, señor?

– Jack Bell y el director de un equipo de televisión. Exigen disculpas, y tiene que darlas personalmente -añadió apuntándole con el dedo.

– ¿Por qué no me pide también que me baje los pantalones y les ponga el culo?

El rostro de Carswell se congestionó.

– Bien, inspector Rebus -interrumpió Mullen-, volvamos a la cuestión de qué pensó que iba a ganar al ir de noche a casa de un conocido delincuente a tomar una copa.

– Pensé que tomaría una copa gratis.

Carswell, que había cruzado docenas de veces brazos y piernas durante la entrevista, expulsó aire lentamente.

– Sospecho había otra razón para su visita.

Rebus se encogió de hombros. Como allí no se podía fumar, se entretenía manoseando la cajetilla vacía, abriéndola y cerrándola y dándole golpecitos encima de la mesa con el único propósito de fastidiar a Carswell.

– ¿A qué hora salió de casa de Fairstone?

– Poco antes de que se declarara el incendio.

– ¿No puede concretar más?

Rebus negó con la cabeza.

– Había bebido -contestó.

Había bebido, y más de lo debido, bastante más; y desde entonces se reprimía como expiación.

– ¿Así que, poco después de su partida -prosiguió Mullen-, llegó alguien, a quien no vieron los vecinos, que amordazó y ató al señor Fairstone y luego puso una freidora al fuego y se marchó?

– No necesariamente -objetó Rebus-. La freidora podría haber estado ya puesta al fuego.

– ¿Acaso dijo el señor Fairstone que iba freír patatas?

– Puede que mencionara que tenía ganas de comer algo… No estoy seguro -dijo Rebus enderezándose en la silla y notando que le crujían las vértebras-. Escuche, señor Mullen, me consta que dispone de bastante evidencia circunstancial -añadió dando unos golpecitos en el sobre marrón casi tan voluminoso como el del cuarto de Simms- indicativa de que fui yo la última persona que vio a Martin Fairstone con vida. -Hizo una pausa-. Pero eso es todo lo que demuestra, ¿está de acuerdo? Y yo no niego el hecho -espetó recostándose en la silla.

– Aparte del asesino -dijo Mullen en voz tan baja como si hablara consigo mismo-. Lo que habría debido decir es: «Fui la última persona que lo vio con vida aparte del asesino» -replicó alzando sus pesados párpados.

– Es lo que quise decir.

– Pero no es lo que ha dicho, inspector Rebus.

– En ese caso discúlpeme. No me encuentro del todo…

– ¿Ha tomado algún medicamento?

– Sí, analgésicos -contestó Rebus levantando las manos para recordárselo a Mullen.

– ¿Y cuándo tomó la última dosis?

– Un minuto antes de verle a usted. Tal vez habría debido decírselo… -añadió Rebus abriendo mucho los ojos.

– ¡Naturalmente! -exclamó Mullen golpeando la mesa con las palmas de las manos.

Ya no hablaba para su chaleco. Se levantó tan bruscamente, que la silla cayó al suelo. Carswell se puso también en pie.

– No sé por qué…

Mullen se inclinó sobre la mesa para desconectar la grabadora.

– No se puede interrogar a nadie que esté bajo los efectos de un medicamento -añadió mirando al subdirector-. Creí que todo el mundo lo sabía.

Carswell musitó una especie de disculpa por haberlo olvidado. Mullen miró furioso a Rebus y éste le hizo un guiño.

– Volveremos a hablar, inspector.

– ¿Cuándo me hayan suprimido la medicación? -dijo Rebus con cara de inocente.

– Deme el nombre de su médico para que yo le consulte previamente -dijo Mullen abriendo el expediente y preparando el bolígrafo sobre una página en blanco.

– La cura me la hicieron en el hospital Infirmary, pero no recuerdo el nombre del médico -dijo Rebus risueño.

– Bien, tendré que averiguarlo -replicó Mullen cerrando la carpeta.

– Mientras tanto -terció Carswell-, supongo que no tendré que repetirle que presente disculpas tal como le dije y que continúa usted suspendido de servicio.

– No, señor -dijo Rebus.

– Cuestión que nos lleva a la pregunta -añadió Mullen despacio- de por qué le encontré en compañía de una colega en casa de Jack Bell.

– La sargento Clarke simplemente me llevaba en su coche, pero tuvo que parar en casa de Bell para hablar con el hijo -alegó Rebus encogiéndose de hombros, mientras Carswell expulsaba más aire.

– Llegaremos al fondo de este asunto, Rebus. Puede estar seguro.

– No lo dudo, señor. -Rebus fue el último en levantarse-. Lo dejo en sus manos. Que disfruten cuando lleguen al fondo.

Tal como esperaba, Siobhan estaba fuera en el coche.

– Qué sincronización -comentó ella, que había llenado el asiento trasero de bolsas de compra-. Estuve esperando diez minutos a ver si se lo decías al principio.

– ¿Y después te fuiste a comprar?

– Sí, al supermercado del final de la calle. Te iba a preguntar si te apetece venir a cenar a casa esta noche.

– Esperemos a ver cómo se desarrolla el resto de la jornada.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Bueno, ¿cuándo surgió la pregunta sobre la medicación?

– Hace unos cinco minutos.

– Sí que tardaste.

– Quería saber si tenían algo nuevo.

– ¿Lo tienen?

Rebus negó con la cabeza.

– No, no creo que respecto a ti abriguen sospechas -dijo.

– ¿Sospechas de mí? ¿Por qué?

– Porque era a ti a quien acosaba Fairstone y porque todos los polis conocen el viejo truco de la freidora -dijo él encogiéndose de hombros.

– Si sigues por ese camino, la cena queda anulada -comentó ella saliendo del aparcamiento-. ¿La próxima parada es Turnhouse? -preguntó.

– ¿Piensas que debería coger el primer avión que salga del país?

– Vamos a hablar con Doug Brimson.

Rebus negó con la cabeza.

– Habla tú con él. A mí déjame donde te parezca.

– ¿Dónde? -preguntó ella mirándole.

– Déjame en George Street, por ejemplo.

– Sospechosamente en los aledaños del Oxford -comentó ella sin dejar de mirarle.

– No lo había pensado, pero ya que lo dices…

– No mezcles alcohol con analgésicos, John.

– Hace ya una hora y media que me tomé la pastilla. Además, ¿no sabes que estoy suspendido del servicio? Puedo portarme mal.

Rebus esperaba a Steve Holly en el salón de atrás del Oxford.

Era uno de los pubs más pequeños de Edimburgo, tenía dos salones de tamaño similar al del cuarto de estar de una casa corriente. El primero solía animarlo la simple presencia de tres o cuatro amigos y en el de atrás había mesas y sillas. Rebus se sentó en el rincón del fondo lejos de la ventana. Las paredes conservaban el mismo color ictericia de cuando él había ido por primera vez al local hacía treinta años. El interior austero y anticuado ejercía cierta intimidación sobre los clientes ocasionales, pero no creía que fuera así con el periodista. Le había llamado a la delegación del tabloide en Edimburgo que distaba apenas diez minutos del bar a pie. El mensaje había sido escueto: «Quiero hablarle. Ahora mismo, en el Bar Oxford» y sabía que acudiría porque le habría intrigado. Acudiría por la historia que había desvelado. Vendría porque era su trabajo.

Oyó abrir y cerrarse la puerta. No le preocupaban los clientes de las otras mesas. Los del salón de atrás no comentarían nada si oían algo de la conversación. Levantó lo que quedaba de la pinta. Podía agarrar mejor las cosas, era capaz de levantar un vaso con la mano y flexionar la muñeca sin que le hiciera tanto daño. No tomaría whisky, seguiría el buen consejo de Siobhan y le haría caso por una vez. Además, tendría que aplicarse con cinco sentidos a lo que dijera, porque Steve Holly no iba a morder tan fácilmente el anzuelo.

Oyó pasos en la escalerilla y una sombra precedió la entrada del periodista, quien, después de escrutar las mesas en la penumbra del atardecer, se dirigió hacia él. Holly traía en la mano un vaso que parecía de gaseosa, tal vez con su buena porción de vodka. Le saludó con una inclinación de cabeza y aguardó hasta que Rebus se sentase. Lo hizo mirando a derecha e izquierda, no muy conforme con quedar de espaldas a los otros clientes.

– No van a atizarle ningún golpe a traición -dijo Rebus.

– Supongo que debo darle la enhorabuena. Me he enterado que le está tocando las narices a Jack Bell -dijo Holly.

– Y yo he visto que su periódico apoya su campaña.

Holly torció el gesto.

– Eso no quiere decir que no sea un gilipollas. Cuando le sorprendieron con esa prostituta deberían haber continuado con la investigación. Mejor aún: habrían debido llamar a mi periódico y hubiéramos ido a hacerle unas fotos in fraganti. ¿Conoce a su esposa? -Rebus asintió con la cabeza-. Está chalada y tiene los nervios deshechos.

– Pero ella salió en su defensa.

– Claro, como buena esposa de diputado -replicó Holly despectivo-. Bien -añadió-, ¿a qué debo el honor? ¿Ha decidido darme su versión?

– Necesito un favor -dijo Rebus poniendo las manos enguantadas encima de la mesa.

– ¿Un favor? -Rebus asintió con la cabeza-. ¿A cambio de qué exactamente?

– A cambio de un compromiso de relación especial.

– Eso significa… -dijo Holly llevándose el vaso a los labios.

– Que tendrá la primicia de lo que averigüe en el caso Herdman.

Holly lanzó un bufido y tuvo que limpiarse el líquido que le había salpicado la barbilla.

– Que yo sepa, usted está suspendido del servicio activo.

– Eso no me impide estar al tanto de lo que se cuece.

– ¿Y qué podría usted decirme en concreto del caso Herdman que yo no sea capaz de averiguar a través de una docena de fuentes?

– Depende del favor. Se trata de algo que sólo sé yo.

Holly saboreó un instante la bebida antes de tragarla y pasarse la lengua por los labios.

– ¿Quiere despistarme, Rebus? Le tengo cogido por los huevos en el caso Marty Fairstone. ¿Y ahora me pide un favor? -añadió conteniendo fingidamente la risa-. Lo que debería suplicarme es que no le arranque las gónadas.

– ¿Cree que tiene agallas para hacerlo? -replicó Rebus deslizando el vaso vacío hacia el periodista-. Una pinta de IPA cuando pueda.

Holly le miró, le dirigió una media sonrisa, se levantó y se abrió paso entre las sillas.

Rebus cogió el vaso de gaseosa y lo olió: vodka, sin duda. Logró encender un cigarrillo y había fumado la mitad cuando regresó Holly.

– Vaya jeta que me ha puesto el barman.

– Tal vez no le ha gustado lo que ha dicho de mí -dijo Rebus.

– Pues quéjese a la Comisión Deontológica de la Prensa. -Holly le alargó la pinta. Había pedido otro vaso de vodka y tónica-. Pero no creo que lo haga -añadió.

– Porque usted no merece ni el esfuerzo.

– ¿Y es usted el que quiere pedirme un favor?

– Que por cierto ni se ha molestado en preguntar cuál es.

– Bien, le escucho -dijo Holly abriendo los brazos.

– Se trata de cierta operación de rescate -dijo Rebus marcando las palabras- que tuvo lugar en la isla de Jura en junio del noventa y cinco. Necesito saber en qué consistió.

– ¿Un salvamento? -dijo Holly frunciendo el ceño movido por su instinto-. ¿De un petrolero o algo así?

Rebus negó con la cabeza.

– Una operación en tierra. Llegaron a las SAS.

– ¿Herdman?

– Es posible que interviniera.

Holly se mordió el labio inferior como si tratara de quitarse un anzuelo y Rebus comprendió que lo había enganchado.

– ¿Y eso qué tiene que ver con lo demás?

– No lo sabremos hasta que echemos un vistazo.

– Y si acepto, ¿qué gano yo?

– Como he dicho, la primicia de lo que averigüemos. -Rebus hizo una pausa-. Tal vez yo tenga acceso al expediente militar de Herdman.

– ¿Hay algún dato goloso? -preguntó Holly enarcando levemente las cejas.

– En este momento -contestó Rebus encogiéndose de hombros- no puedo revelarle nada.

Le largaba sedal siendo totalmente consciente de que en el expediente no había nada interesante para los lectores de tabloides. Pero Steve Holly no podía saberlo.

– Bueno, creo que podemos echar un vistazo -dijo Holly levantándose-. Cuanto antes mejor.

Rebus miró el vaso de cerveza con tres cuartos del contenido. Holly no había empezado su segundo vodka.

– ¿Qué prisa hay? -dijo.

– No pensará que he venido aquí a pasar el día con usted -respondió Holly-. No me gusta usted, Rebus, ni desde luego confío en usted -añadió-. No se ofenda.

– No me ofende -dijo Rebus levantándose y siguiéndole.

– Por cierto -añadió Holly-, hay algo que me intriga.

– ¿Qué?

– Un tipo con quien hablé me dijo que era capaz de matar a alguien con un periódico. ¿Ha oído eso alguna vez?

Rebus asintió.

– Es mejor con una revista, pero puede hacerse con un periódico.

Holly le miró.

– ¿Así que sabe cómo se hace? Por asfixia ¿o cómo?

Rebus negó con la cabeza.

– Se enrolla el periódico lo más fuerte posible y se golpea en la garganta. Con bastante fuerza se rompe la tráquea.

– ¿Lo aprendió en el Ejército? -preguntó Holly sin dejar de mirarle.

Rebus asintió con la cabeza.

– Igual que el tipo con quien habló.

– Era un tío que estaba en la puerta de St Leonard con una mujer muy antipática.

– Se llama Whiteread, y él, Simms.

– ¿Investigadores militares?

Holly asintió con la cabeza sin esperar la respuesta. Todo encajaba. Rebus hizo esfuerzos por no sonreír ya que azuzar a Holly contra Whiteread y Simms era el ojo principal de su plan.

Al salir del pub Rebus esperaba que fueran a pie a la delegación del periódico, pero Holly dobló hacia la izquierda en vez de a la derecha, y apuntó con el mando de apertura centralizada en dirección a los coches aparcados junto al bordillo.

– ¿Ha venido en coche? -preguntó Rebus al ver el parpadeo de un Audi TT plateado.

– Para eso tenemos las piernas -contestó Holly-. Vamos, suba.

Rebus se deslizó en el reducido espacio delantero, recordando que un Audi TT era el coche que conducía el hermano de Teri Cotter la noche del accidente mortal, cuando Derek Renshaw ocupaba el asiento del copiloto, el que él acababa de ocupar… recordó las fotos del choque… el cuerpo destrozado de Stuart Cotter mientras Holly metió la mano bajo el asiento y sacó un portátil negro extraplano. Lo puso sobre las rodillas para abrirlo y empezó a teclear con el móvil en la otra mano.

– Conexión de infrarrojos -dijo- para entrar rápido en internet.

– ¿Y para qué entra en internet? -preguntó Rebus tratando de desechar el súbito recuerdo de su guardia nocturna en la página de la señorita Teri, avergonzado de haber cedido a la tentación de entrar en su mundo.

– Porque es donde está la mayor parte de los archivos de mi periódico. Ahora tecleo la contraseña… -Holly aporreó seis teclas que Rebus no pudo distinguir-. No fisgue, Rebus. Aquí hay de todo: recortes, historias que no se publicaron, archivos…

– ¿Incluida la lista de los policías a quienes unta a cambio de información?

– ¿Cree que soy tonto?

– No lo sé. ¿Lo es?

– La gente que habla conmigo sabe que yo sé guardar un secreto. Esos nombres se irán conmigo a la tumba.

Holly volvió a centrar la atención en la pantalla. Rebus estaba seguro de que aquel aparato era el último modelo. La conexión había sido rápida y veía pasar las páginas en un abrir y cerrar de ojos. El que Pettifer le había prestado a él era, tal como había dicho, un portátil de la era de la caldera de vapor.

– Búsqueda… -dijo Holly hablando solo-. Selecciono mes y año; palabras clave: Jura y rescate… a ver lo que nos da Brainiac.

Pulsó una última tecla, se reclinó en el asiento y se volvió hacia Rebus para comprobar la admiración que había causado en él. Rebus, que no salía de su asombro, esperaba con toda su alma que no se le notara.

La pantalla había vuelto a cambiar.

– Diecisiete artículos -dijo Holly-. Joder, sí, me acuerdo de esto -añadió ladeando la pantalla hacia Rebus para que lo viera.

Y Rebus lo recordó también de pronto; recordaba el accidente, pero no sabía que se había producido en la isla de Jura. Un helicóptero del Ejército se había estrellado con seis jefazos a bordo. Todos muertos, incluido el piloto. En su momento se especuló con la posibilidad de que lo hubieran derribado. Hubo júbilo en algunos barrios de Irlanda del Norte porque en principio se atribuyó el atentado a un grupo republicano. Pero al final se determinó que la causa había sido error del piloto.

– No se menciona a las SAS -comentó Holly.

Sí había una vaga mención de un «grupo de rescate» enviado para localizar los restos del aparato y, por supuesto, los cadáveres. Les encomendaron recoger todo lo que quedara del aparato para analizarlo, así como los cadáveres para practicarles la autopsia antes de enterrarlos. Se abrió una comisión de investigación que tardó mucho en establecer sus conclusiones.

– A la familia del piloto no le gustó nada eso de «error del piloto» -añadió Holly recordando el final de la investigación.

– Vuelva atrás -dijo Rebus fastidiado porque el periodista fuese más rápido que él leyendo. Holly lo hizo y la pantalla cambió rápidamente.

– ¿Así que Herdman formó parte del equipo de rescate? -preguntó el periodista-. Tiene sentido que el Ejército envíe a sus propios… ¿Qué es lo que tratan de averiguar? -añadió volviéndose hacia Rebus.

Rebus, decidido a no desvelarle demasiado, contestó que no lo sabía a ciencia cierta.

– Entonces, estoy perdiendo el tiempo -dijo Holly pulsando otro botón y apagando la pantalla. Acto seguido, giró en el asiento para mirar de frente a Rebus-. ¿Y qué tiene que ver que Herdman estuviera en Jura? ¿Qué relación hay con lo que sucedió en ese colegio? ¿Lo están enfocando desde la perspectiva del trauma de estrés?

– No lo sé muy bien -repitió Rebus mirando al periodista-. Gracias, de todos modos -añadió abriendo la portezuela y levantándose a pulso del asiento bajo.

– ¿Eso es todo? -espetó Holly-. ¿Yo acepto y usted no suelta prenda?

– Mi información es más interesante, amigo.

– No me necesitaba para esto -añadió mirando el portátil-. Con media hora en un buscador se habría enterado de lo mismo que yo.

Rebus asintió con la cabeza.

– O podría haber preguntado a Whiteread y a Simms, pero no creo que hubieran sido tan amables.

– ¿Por qué no? -replicó Holly perplejo.

Anzuelo mordido. Rebus le hizo un guiño, cerró la portezuela y volvió al Oxford, donde Harry, el barman, estaba a punto de tirar su cerveza al fregadero.

– No te molestes, Harry -dijo Rebus estirando el brazo.

Oyó el rugido del motor del Audi, el arranque intempestivo de Holly. No le preocupaba. Tenía lo que necesitaba.

Un helicóptero que se estrella con seis oficiales de alto rango a bordo. Un asunto que estimularía el apetito de dos investigadores del Ejército. Pero además había leído con atención que algunos habitantes de la isla ayudaron en la búsqueda, lugareños que conocían bien las montañas. Había incluso una entrevista con un tal Rory Mollison que describía el lugar del accidente. Rebus apuró la cerveza de pie en la barra mirando la televisión sin verla. Sólo captaba un calidoscopio. Su mente vagaba por otros derroteros, cruzaba tierras, mares y volaba sobre montañas. ¿Por qué enviarían a la SAS a recoger cadáveres? La isla de Jura no era un terreno tan abruptamente montañoso, desde luego sin punto de comparación con las elevaciones de los Grampians. ¿Por qué habrían enviado aquel equipo de especialistas?

Sin dejar de sobrevolar páramos y cañadas, ensenadas y vertiginosos acantilados, buscó el móvil en el bolsillo, se quitó el guante con los dientes, marcó el número con la uña del pulgar y aguardó a que respondiera Siobhan.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– Eso no importa. ¿Qué demonios hacías hablando con Steve Holly?

Rebus parpadeó sorprendido, fue rápido a la puerta, la abrió y allí estaba ella. Guardó el teléfono en el bolsillo y, como en una imagen simétrica, ella hizo lo mismo.

– Me estás siguiendo -dijo él fingiendo tono de horror.

– Porque necesitas que te sigan.

– ¿Dónde estabas? -inquirió él volviendo a ponerse el guante.

Siobhan señaló con la cabeza hacia North Castle Street.

– Tengo el coche aparcado en la esquina. Bien, volviendo a mi pregunta…

– Eso no importa. Bueno, por lo menos no has vuelto al aeródromo.

– No, todavía no.

– Estupendo, porque quiero que hables con él.

– ¿Con Brimson? -Aguardó a que él asintiera-. ¿Y luego tú me dirás qué hacías con Steve Holly?

Rebus la miró y volvió a asentir con la cabeza.

– ¿Y será tomando una copa a la que me invitarás?

Rebus la fulminó con la mirada y ella volvió a sacar el móvil y lo esgrimió delante de la cara de él.

– De acuerdo -gruñó Rebus-. Llámale.

Siobhan buscó en la B y marcó el número.

– ¿Qué quieres que le diga exactamente?

– Se trata de una ofensiva de seducción: dile que necesitas que te haga un gran favor. En realidad, más de uno… pero para empezar pregúntale si hay una pista de aterrizaje en la isla de Jura.

* * *

Cuando Rebus llegó al colegio Port Edgar vio que Bobby Hogan discutía con Jack Bell. Bell no estaba solo, lo acompañaba el mismo equipo de filmación. Agarraba del brazo a Kate Renshaw.

– Tenemos todo el derecho a ver el lugar en donde mataron a nuestros seres queridos -decía el diputado.

– Con todo respeto, señor, sepa que esa sala es el escenario de un crimen y nadie puede entrar sin motivo justificado.

– Somos familiares, creo que nadie tendrá un motivo más justificado.

– Viene usted con una familia muy numerosa -replicó Hogan señalando al equipo.

El director del equipo que advirtió la entrada de Rebus le propinó un golpecito en el hombro a Bell, quien se volvió hacia él con una sonrisa fría.

– ¿Ha venido a disculparse? -preguntó.

Rebus no le hizo caso.

– Kate -dijo poniéndose delante de ella-, no entres ahí. No te hará ningún bien.

– La gente necesita saber -replicó ella en voz baja sin mirarle a la cara, mientras Bell asentía con la cabeza.

– Quizá, pero lo que no necesita son ardides publicitarios. Lo degradan todo; Kate, tienes que darte cuenta.

Bell volvió a encararse con Hogan.

– Insisto en que saquen de aquí a este hombre.

– ¿Insiste usted? -replicó Hogan.

– Ya está expedientado por haber hecho comentarios insultantes sobre este equipo de informadores y sobre mí.

– Y muchos más que me guardo.

– John… -intervino Hogan mirándole para apaciguarle-. Lo siento, señor Bell, pero no puedo autorizarles a filmar en el aula.

– ¿Y si entramos sin cámara, sólo con sonido? -insistió el director.

Hogan negó con la cabeza.

– He dicho que no -contestó cruzando los brazos y poniendo fin a la conversación.

Rebus no apartaba la vista de Kate, intentando que ella le mirase, pero la joven parecía contemplar fascinada algo a lo lejos. Quizá las gaviotas en el campo de deportes o la portería de rugby.

* * *

Habían vaciado la sala común y no había sillas, tocadiscos ni revistas. En la puerta estaba el director, el doctor Fogg, vestido con un sobrio traje marengo, camisa blanca y corbata negra. Tenía unas marcadas ojeras y caspa en el pelo. Notó que Rebus estaba detrás de él y se dio la vuelta con una sonrisa insípida.

– Intento determinar el mejor uso posible de esta dependencia -dijo-. Dice la capellana que podríamos transformarla en capilla, un lugar donde los alumnos puedan recogerse.

– Es una idea -dijo Rebus.

El director le dejó paso para que entrara. La sangre de la moqueta y de las paredes se había secado, pero Rebus procuró no pisar las manchas.

– También pueden dejarla cerrada unos años hasta que reciban una nueva generación de alumnos, pintarla otra vez y cambiar la moqueta.

– No se pueden hacer previsiones a tan largo plazo -replicó Fogg esbozando otra sonrisa-. Bueno, le dejo con su… sus -añadió con una leve reverencia antes de encaminarse a su despacho.

Rebus miró el dibujo de las salpicaduras de sangre en la pared junto al lugar que había ocupado Derek. Derek, un miembro de su familia desaparecido para siempre.

Intentó imaginarse a Lee Herdman despertándose la mañana de los hechos y cogiendo la pistola. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había cambiado en su vida? Cuando se despertó aquel día, ¿danzaban demonios alrededor de su cama que le sedujeron con sus voces? ¿Qué había roto el encanto de su amistad con los adolescentes? A la mierda, chicos, voy a mataros… Había ido en coche al colegio. Se había bajado apresuradamente sin molestarse en aparcarlo ni cerrar la portezuela y había entrado rápidamente en el edificio sin que lo captasen las cámaras. Cruzó el pasillo, llegó a aquella sala y disparó, seguramente primero en la cabeza a Anthony Jarvies. En el Ejército enseñan a disparar al centro del pecho porque es mejor blanco y suele ser mortal, pero Herdman había optado por la cabeza. ¿Por qué? Aquel primer disparo eliminaba el factor sorpresa. Quizá Derek hiciera un movimiento y por eso recibió el balazo en la cara. Al agacharse, a James Bell el disparo le alcanzó en el hombro y había cerrado con fuerza los ojos al ver que Herdman volvía la pistola contra sí mismo.

El tercer disparo en la cabeza, esa vez en su propia sien.

– ¿Por qué, Herdman? Sólo queremos saber eso -musitó Rebus.

Fue a la puerta, gritó y entró de nuevo en el cuarto adelantando la mano derecha enguantada como si esgrimiera una pistola. Se movió en posición de tiro describiendo un arco, pensando que los de la Científica habrían hecho igual que él pero delante de sus ordenadores. Era la manera de reconstruir la escena, de calcular los ángulos de tiro e impacto y la posición del asesino en el momento de los disparos. La mínima prueba contribuía al relato. Se detuvo aquí, se volvió, avanzó… Si comparamos el ángulo de trayectoria de la bala con la mancha de sangre en la pared…

Llegarían a reconstruir los movimientos efectuados por Herdman y la acción completa en los gráficos con sus cálculos de balística. Y nada de eso les serviría para despejar el interrogante del móvil.

– No dispares -dijo una voz desde la puerta.

Era Bobby Hogan, que estaba en posición de manos arriba y acompañado de dos personajes que Rebus conocía: Claverhouse y Ormiston. Claverhouse, alto y desgarbado, era inspector, y Ormiston, bajo y fornido y siempre resfriado, era sargento. Los dos trabajaban en la División de Estupefacientes y tenían una relación estrecha con el subdirector Colin Carswell. De hecho, en un día de mala leche, Rebus les habría denominado los sicarios de Carswell. Se percató de que tenía estirado el brazo con la mano a modo de pistola y lo bajó.

– He oído que este año se lleva el estilo fascista -dijo Claverhouse señalando los guantes de Rebus.

– Que en ti es moda permanente -replicó Rebus.

– Vamos, muchachos -terció Hogan.

Ormiston miró la mancha de sangre de la moqueta y la pisó con la punta del zapato.

– ¿Qué habéis venido a husmear? -preguntó Rebus mirando a Ormiston, que se restregaba la nariz con el reverso de la mano.

– Drogas -contestó Claverhouse, quien con la chaqueta totalmente abotonada parecía un maniquí de escaparate.

– Parece que Ormie ha probado la mercancía.

Hogan agachó la cabeza para disimular la sonrisa y Claverhouse se volvió hacia él.

– Creía que el inspector Rebus estaba suspendido del servicio.

– Las noticias vuelan -comentó Rebus.

– Sí, sobre todo las malas -añadió Ormiston.

– ¿Queréis que os deje sin recreo a los tres? -terció Hogan poniéndose firme para que se callaran-. Contestando a su pregunta, inspector Claverhouse, John interviene en el caso a título de asesor por su experiencia en el Ejército. No está realmente de «servicio»…

– Entonces sigue como siempre -musitó Ormiston.

– Dijo la sartén al cazo -replicó Rebus.

– Tarjeta amarilla -dijo Hogan levantando la mano-. ¡Y si seguís así con esa mierda os echo de aquí, lo digo en serio!

Claverhouse no replicó, pero un resplandor de ira recorrió sus ojos mientras Ormiston casi pegaba la nariz a las manchas de sangre de la pared.

– Bien -añadió Hogan rompiendo el silencio que siguió-. ¿Qué han averiguado?

Claverhouse tomó la palabra.

– Han analizado lo que encontrasteis en el barco. Cocaína y éxtasis. La cocaína es de un alto grado de pureza. Es posible que pensaran cortarla.

– ¿Crack? -preguntó Hogan.

Claverhouse asintió.

– Últimamente se está afianzando el consumo en algunos sitios. Los puertos pesqueros del norte y algunos barrios aquí y en Glasgow. Mil libras de una buena calidad se convierten en diez mil una vez cortadas.

– También circula mucho hachís -añadió Ormiston.

Claverhouse le fulminó con la mirada por arrebatarle el protagonismo.

– Ormy tiene razón, circula mucho hachís por la calle.

– ¿Y el éxtasis? -preguntó Hogan.

Claverhouse asintió con la cabeza.

– Pensábamos que llegaba de Manchester, pero tal vez nos equivocásemos.

– Por los libros de Herdman -dijo Hogan- sabemos que estuvo viajando por Europa. Parecía recalar en Rotterdam.

– En Holanda hay muchos laboratorios de éxtasis -dijo Ormiston sin darle importancia ni dejar de mirar la pared con las manos en los bolsillos y balanceándose sobre los talones como quien contempla una exposición de cuadros-. Y también hay mucha cocaína -añadió.

– ¿Y los de Aduanas no sospecharon de tanto viaje a Rotterdam? -preguntó Rebus.

Claverhouse se encogió de hombros.

– Los pobres no dan abasto; no pueden controlar a todos los que vienen de Europa y menos en estos tiempos de fronteras abiertas.

– En resumen, que Herdman se os escurrió entre las manos.

Claverhouse miró a Rebus.

– Como los de Aduanas, nosotros también dependemos de la información de Inteligencia.

– Que no abunda mucho por aquí -replicó Rebus mirando sucesivamente a Ormiston y a Claverhouse-. Bobby, ¿han comprobado las cuentas de Herdman?

Hogan asintió con la cabeza.

– No aparecen grandes ingresos ni retirada de fondos.

– Los traficantes no utilizan bancos -dijo Claverhouse-. Por eso tienen que lavar el dinero. Ese negocio de la lancha de Herdman resultaría ideal.

– ¿Qué se sabe de la autopsia de Herdman? -preguntó Rebus a Hogan-. ¿Hay evidencias de que fuera drogadicto?

– Los análisis de sangre son negativos -contestó Hogan.

– Los traficantes no siempre son drogadictos -dijo Claverhouse-. A los más importantes sólo les interesa la pasta. Hace seis meses abortamos una operación de ciento treinta mil pastillas de éxtasis con un valor de venta en la calle de millón y medio de libras: cuarenta y cuatro kilos. Y cuatro kilos de opio procedentes de Irán. Fue una incautación de Aduanas basada en datos de Inteligencia -añadió mirando a Rebus.

– ¿Y qué cantidad ha aparecido en el barco de Herdman? -preguntó él-. Una gota de agua en el océano, si me perdonan la expresión. -Había empezado a encender un cigarrillo, y, al ver que Hogan miraba a un lado y otro, dijo-: No estamos en una iglesia, Bobby.

No pensaba que a Derek y a Anthony les importara que fumase y le traía sin cuidado lo que pensara Herdman.

– Tal vez fuese para consumo privado -aventuró Claverhouse.

– Pero él no consumía -replicó Rebus expulsando el humo por la nariz en dirección de Claverhouse.

– A lo mejor tenía amigos que sí. Tengo entendido que daba muchas fiestas.

– De los que hemos interrogado, ninguno ha dicho que ofreciera cocaína o éxtasis.

– Como si fueran a decirlo -comentó Claverhouse despectivo-. Lo que me sorprende es que no hayáis logrado encontrar a nadie que conociera a ese cabrón -añadió mirando la mancha de sangre de la moqueta.

Ormiston volvió a restregarse la nariz y lanzó un estentóreo estornudo con el que roció la pared.

– Ormy, cabrón, qué poca sensibilidad -dijo Rebus entre dientes.

– Él no tira ceniza al suelo -gruñó Claverhouse.

– Es que el humo me irrita la nariz -alegó Ormiston, a quien se había acercado Rebus.

– ¡El muerto era familiar mío! -exclamó señalando a la salpicadura de sangre.

– Ha sido sin querer.

– ¿Qué has dicho, John? -inquirió Hogan con voz sorda.

– Nada -contestó Rebus inútilmente. Hogan se le había acercado con las manos en los bolsillos exigiendo una explicación-. Allan Renshaw es primo mío -añadió.

– ¿Y no te pareció que yo debía haber estado al corriente de ese detalle? -inquirió Hogan congestionado de indignación.

– Pues no, realmente, Bobby, no.

Por encima del hombro de Hogan, Rebus vio que una sonrisa surcaba el rostro alargado de Claverhouse.

Hogan sacó las manos de los bolsillos y, con los puños apretados, se las puso a la espalda. Rebus imaginó dónde habría querido dirigirlos.

– No cambia nada, Bobby -arguyó-. Como tú bien has dicho, estoy aquí como un simple asesor. Ningún abogado podrá usarme eso como tecnicismo.

– Ese cabrón era contrabandista de droga -interrumpió Claverhouse- y tenía que tener socios que deberíamos detener. Pero si quienquiera que sea consigue un buen abogado…

– Claverhouse -dijo Rebus hastiado-, haznos un favor y ¡cierra el pico! -añadió gritando.

Claverhouse dio un paso hacia él sin que Rebus se inmutara, pero Hogan se interpuso pese a que sabía que de poco podía servir.

Ormiston se mantuvo a la expectativa. De ningún modo iba a intervenir, a menos que las cosas se pusieran feas para su compañero.

– Inspector Rebus, le llaman al teléfono -dijo una voz desde la puerta. Era Siobhan-. Es urgente. Creo que son los de Expedientes.

Claverhouse retrocedió para dejar paso a Rebus. Incluso hizo un ademán irónico con el brazo, indicando «usted primero». Volvía a sonreír. Hogan le soltó y Rebus fue hacia la puerta. Rebus miró la mano de Bobby Hogan que le asía de la chaqueta.

– ¿Prefieres contestar fuera? -sugirió Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza y alargó la mano para coger el móvil, pero ella echó a andar hasta salir del colegio. Miró a los dos lados, vio que no había nadie y le dio el teléfono.

– Haz como que hablas -dijo.

Rebus se acercó el aparato al oído. No se oía nada.

– ¿No me llama nadie? -preguntó.

Siobhan negó con la cabeza.

– Pensé que era el momento de rescatarte -dijo ella.

Él sonrió sin apartar el teléfono del oído.

– Bobby se ha enterado de lo de los Renshaw -dijo.

– Lo sé. Lo oí.

– ¿Otra vez estabas espiándome?

– No había nada interesante en el aula de geografía -contestó ella cerca de la caseta prefabricada-. ¿Qué hacemos ahora?

– No lo sé, pero será mejor que nos vayamos de aquí para dar tiempo a Bobby a serenarse -dijo él volviendo la cabeza hacia el colegio.

Desde la puerta tres siluetas les observaban.

– ¿Y a que Claverhouse y Ormiston vuelvan a su madriguera?

– Me lees el pensamiento. A ver, ¿qué estoy pensando ahora? -añadió tras una pausa.

– Que podíamos tomar algo.

– Es extraordinario.

– Y también estás pensando en invitarme como agradecimiento por haberte salvado.

– Respuesta equivocada, pero, en fin, como solía decir Meat Loaf, dos de tres no está mal -dijo Rebus devolviéndole el móvil antes de subir al coche.

Capítulo 15

– Así que si no han aparecido sumas de dinero en los extractos bancarios de Herdman, podemos descartarlo como asesino a sueldo -dijo Siobhan.

– A menos que convirtiera el dinero en drogas -replicó Rebus por llevarle la contraria.

Estaban en el Boatman's tomando una copa rodeados de la clientela de última hora de la tarde. Oficinistas y trabajadores que habían terminado la última jornada. Al ver a Rod McAllister otra vez detrás de la barra, Rebus le preguntó en broma si era parte de la decoración.

– La camarera tiene el día libre -dijo McAllister sin sonreír.

– Usted da empaque al local -comentó Rebus recogiendo el cambio.

Luego se sentó, con media pinta y lo que quedaba de un whisky, mientras Siobhan bebía un combinado de color llamativo de zumo de lima y soda.

– ¿De verdad crees que han sido Whiteread y Simms quienes han puesto las drogas?

Rebus se encogió de hombros.

– No me extrañarían muchas cosas de gente como Whiteread.

– ¿Basándote en qué? -Él la miró-. Lo digo porque tú nunca has sido muy explícito sobre tus años en el Ejército.

– No fueron los más felices de mi vida -dijo él-. Vi a tíos destrozados por el sistema. Yo mismo a duras penas conservé la integridad mental. Cuando salí sufrí una crisis nerviosa. -Rebus se guardó otra vez los recuerdos. Recurrió a los estereotipos de rigor: lo hecho, hecho está… hay que olvidar el pasado…-. Un tío, un compañero con quien tenía amistad, se desmoronó durante el entrenamiento y le plantaron en la calle sin desconcentrarle… -Su voz volvió a apagarse.

– ¿Y qué pasó?

– Que me echó a mí la culpa y quiso vengarse. Eso fue antes de que tú nacieras, Siobhan.

– ¿Por eso entiendes que Herdman perdiera la cabeza?

– Puede.

– Pero no estás convencido, ¿verdad?

– Generalmente hay signos de aviso. Herdman no era el arquetipo de individuo solitario. En casa no tenía ningún arsenal, sólo una pistola… -Hizo una pausa-. Nos vendría bien saber cuándo la consiguió.

– ¿La pistola?

– Así sabríamos si la compró con un determinado propósito.

– Es muy posible que si hacía contrabando de droga sintiera cierta necesidad de protección. Tal vez eso explique que tuviera un Mac IO en el cobertizo del puerto.

Siobhan miró a una joven rubia que acababa de entrar en el bar y se dirigía a la barra. McAllister debía de conocerla porque comenzó a servirle un Bacardi con coca cola y sin hielo antes de que ella pidiera nada.

– ¿En los interrogatorios no han averiguado nada? -preguntó Rebus.

Siobhan negó con la cabeza. Rebus se refería a la gente del hampa e intermediarios de armas de fuego.

– La Brocock no era un último modelo. Creemos que la trajo cuando se vino a vivir aquí. En cuanto al fusil, a saber.

Mientras Rebus reflexionaba, Siobhan vio cómo Rod McAllister apoyaba los codos en la barra y entablaba animada conversación con la rubia, una rubia que ella conocía de algo. Nunca le había visto tan contento. Ladeaba la cabeza, mirándola, mientras la mujer fumaba y expulsaba el humo hacia el techo.

– Hazme un favor -dijo Rebus de pronto-. Llama tú a Bobby Hogan.

– ¿Por qué?

– Porque seguramente en este momento no querrá hablar conmigo.

– ¿Y para qué tengo que llamarle? -preguntó Siobhan sacando el móvil del bolsillo.

– Para preguntarle si Whiteread le dejó ver el expediente militar de Herdman. Probablemente te dirá que no, en cuyo caso lo habrá pedido directamente al Ejército, y quiero saber si ha llegado.

Siobhan asintió con la cabeza, comenzó a marcar y habló con Hogan.

– Inspector Hogan, soy Siobhan Clarke… -Escuchó y miró a Rebus-. No, no sé por qué… Creo que le convocaron en Fettes -añadió abriendo los ojos y la boca con gesto inquisitivo mirando a Rebus, que aprobó con una inclinación de cabeza-. Le llamaba para saber si le había pedido a Whiteread el expediente de Herdman. -Escuchó la respuesta de Hogan-. John lo mencionó y quería verificarlo… -Volvió a escuchar apretando los párpados-. No, no está aquí escuchando. -Volvió a abrir los ojos y Rebus le hizo un guiño para decirle que lo estaba haciendo bien-. Mmm… mmm… -Escuchaba a Hogan-. No parece que esté cooperando tanto como pensábamos… Sí, apuesta a que se lo dijo. -Sonrisa-. ¿Y qué le dijo a ella? -Siguió escuchando-. ¿Y siguió su consejo? ¿Y qué le dijeron en el cuartel general de Hereford? Ah, ¿no permiten consultar esos documentos? Sí, ya sabe que a veces se pone insoportable -comentó Siobhan mirando otra vez a Rebus. Hogan, pensó, estaría explicándole que le habría dicho todo aquello a él personalmente si no hubiera provocado la escena en el colegio-. No tenía ni idea de que fuera familia suya. -Siobhan hizo una O con la boca-. No, no me constaba y a eso me atendré. -Le guiñó el ojo a Rebus, quien le hizo señal de que cortara, pero ella comenzaba a divertirse-. Seguro que tiene usted buenas anécdotas sobre él. Sí, claro que lo es. -Una carcajada-. No, no; tiene usted toda la razón. Dios, menos mal que no está aquí… -Rebus hizo amago de arrebatarle el móvil pero ella giró y se puso de espaldas a él-. ¿En serio? No, eso no… Sí, sí, me gustaría. Bueno, tal vez…sí, después de que todo esto haya… con mucho gusto. Adiós, Bobby.

Cortó la comunicación sonriente y dio un sorbo a su bebida.

– Creo que he captado lo esencial -musitó Rebus.

– Dice que le llame «Bobby» y que soy muy buena policía.

– Dios…

– Y me ha invitado a cenar cuando termine el caso.

– Hogan está casado.

– No.

– Vale, le dejó su mujer. De todos modos, podría ser tu padre -dijo Rebus tras una pausa-. ¿Qué te ha dicho de mí?

– Nada.

– Te reíste cuando lo decía.

– Era para provocarte.

Rebus la miró enfurecido.

– ¿Yo pago las copas y tú provocando? ¿Crees que es justo?

– Yo te ofrecí una cena.

– ¿Y qué?

– Bobby conoce un buen restaurante en Leith.

– Será algún chiringuito de kebab.

– Pide otra ronda -dijo ella dándole una palmada en el brazo.

– ¿Después de lo que he tenido que aguantar? -replicó él negando con la cabeza-. Te toca -dijo recostándose en el asiento.

– Si te pones así… -dijo Siobhan levantándose.

De todos modos quería ver de cerca la cara de la mujer. La rubia estaba a punto de irse, agachó la cabeza para guardar los cigarrillos en el bolso y Siobhan no pudo verle bien la cara.

– Hasta luego -dijo la mujer.

– Hasta luego -contestó McAllister, que limpiaba la barra con una bayeta. Dejó de sonreír al ver que Siobhan se acercaba-. ¿Lo mismo de antes? -dijo.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Era amiga suya? -preguntó.

– De alguna manera -contestó McAllister dándose la vuelta para servir el whisky de Rebus.

– Creo que la conozco de algo.

– ¿Ah, sí? -replicó él poniéndole la bebida delante-. ¿Media pinta también?

Ella asintió con la cabeza.

– Y otro zumo de lima con…

– Con soda. Lo recuerdo. El whisky solo y la lima con hielo.

En el extremo de la barra pedían dos cervezas, un ron y un zumo de grosella. McAllister marcó en la máquina registradora el importe de las bebidas de Siobhan, le dio el cambio y comenzó a servir las cervezas dándole a entender que no tenía tiempo para cháchara. Siobhan aguantó en la barra un instante, pero pensó que no valía la pena. Estaba a medio camino de la mesa cuando, al recordarlo, se le derramó un poco de la cerveza de Rebus en el suelo de madera del sobresalto.

– ¡Cuidado! -dijo él.

Siobhan dejó los vasos en la mesa y fue a mirar por la ventana. Pero no había rastro de la rubia.

– Ya sé de qué la conozco -dijo.

– ¿A quién?

– A la mujer que acaba de marcharse. Tienes que haberla visto.

– ¿Esa de la melena rubia con camiseta rosa ajustada, cazadora de cuero, pantalones ceñidos y zapatos de tacón tipo peligro público? -preguntó Rebus dando un trago a la cerveza-. No puedo decir que no me fijara.

– ¿Y no la has reconocido?

– ¿Por qué iba a reconocerla?

– En fin, según la primera página del periódico, sólo abrasaste vivo a su novio.

Siobhan se sentó, cogió el vaso y comprobó qué efecto causaban sus palabras.

– ¿Ésa era la novia de Fairstone? -preguntó Rebus entrecerrando los ojos.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Sólo la vi el día que él salió libre de cargos -dijo.

– ¿Estás segura de que era ella? -insistió Rebus mirando hacia la barra.

– Bastante segura, y más al oírla hablar. Estoy segura de que es la que vi fuera del juzgado.

– ¿Sólo esa vez?

Siobhan volvió a asentir con la cabeza.

– Yo no la interrogué respecto a la coartada que alegó para su novio. Tampoco compareció en la vista en la que yo testifiqué.

– ¿Cómo se llama?

Siobhan amusgó los ojos.

– Raquel no-sé-cuántos.

– ¿Y dónde vive?

Siobhan se encogió de hombros.

– Supongo que no muy lejos de su novio -dijo.

– O sea, que éste no es precisamente el bar al que suele venir.

– No.

– Porque está exactamente a más de quince kilómetros de su barrio. -Más o menos -dijo Siobhan, que seguía mirando por los cristales sin tocar la bebida.

– ¿Has recibido alguna carta más?

Siobhan negó con la cabeza.

– ¿Crees que te estará siguiendo?

– Constantemente, no. Lo habría notado -contestó Siobhan mirando a la barra, donde McAllister había cesado con su febril actividad y en aquel momento fregaba vasos-. Por supuesto, puede que no viniera a verme a mí.

* * *

Rebus pidió a Siobhan que le llevase a casa de Allan Renshaw y que no le esperase. Le dijo que fuera a casa. Él cogería un taxi o pediría un coche patrulla.

– No sé cuánto voy a estar. Es una visita familiar, no de servicio.

Ella asintió con la cabeza y arrancó. Rebus tocó el timbre, pero nadie abrió. Miró por la ventana y vio las cajas de fotos esparcidas por el suelo del cuarto de estar, pero no había nadie. Probó el pomo de la puerta. Estaba abierta.

– ¡Allan! ¡Kate!

Cerró la puerta y oyó un zumbido en el piso de arriba. Volvió a gritar «¡Allan! ¡Kate!» y subió con cautela la escalera. En el rellano había una escalerilla de metal que llegaba hasta una trampilla en el techo. Rebus ascendió despacio, peldaño a peldaño.

– ¿Allan?

En la buhardilla, el zumbido era más fuerte. Asomó la cabeza por la trampilla y vio a su primo sentado en el suelo con las piernas cruzadas y un mando eléctrico en la mano, imitando el ruido que hacía el coche de carreras a lo largo del circuito en forma de ocho.

– Siempre le dejaba ganar -dijo Allan Renshaw para hacer ver que se había percatado de la presencia de Rebus-. Esto se lo regalamos unas navidades.

Rebus vio la caja abierta de la que sobresalían tramos de circuito. Había cajones y maletas abiertos. Vio vestidos de mujer, ropa de niño y un montón de viejos discos de vinilo; revistas con fotos, en la portada de estrellas de televisión de las que ni se acordaba; platos y adornos sin su envoltorio, algunos quizá regalo de boda y relegados al olvido por los cambios de moda; un cochecito de niño plegado, en espera de nuevas generaciones. Rebus, ya casi arriba, se acodó en el borde de la trampilla. Allan Renshaw había abierto un espacio en medio de aquel desorden para poner en marcha el juguete y seguía con la vista las evoluciones del coche rojo de plástico en el circuito sin fin.

– A mí nunca me atrajeron los coches de juguete -comentó Rebus-. Ni los trenes.

– Los coches son otra cosa. Sientes la ilusión de la velocidad… y puedes echar carreras con quien sea. Además… -Renshaw apretó con fuerza el botón de aceleración- si tomas una curva muy rápido y te estrellas… -El coche se salió del circuito, pero él lo cogió, volvió a meterlo en la pista y lo puso de nuevo en marcha-¿No ves? -añadió mirando a Rebus.

– Sí, la carrera sigue -dijo él.

– No pasa nada. No se rompe. Igual que antes -sentenció Renshaw asintiendo con la cabeza.

– Pero es una ilusión -insinuó Rebus.

– Una ilusión reconfortante -concedió su primo haciendo una pausa-. ¿Tenía yo coches de carrera cuando era niño? No me acuerdo.

Rebus se encogió de hombros.

– Yo, desde luego, no. Si este juguete existía entonces, sería muy caro.

– Cuánto dinero nos hemos gastado con nuestros hijos, ¿verdad, John? -añadió Renshaw con una leve sonrisa-. Siempre deseando lo mejor para ellos, y lo hacíamos con placer.

– A ti debió costarte lo tuyo enviar a los dos a Port Edgar.

– Sí, no era barato. Tú sólo tienes tu niña, ¿verdad?

– Ya es mayor, Allan.

– Kate también se hace mayor, pronto empezará a vivir su vida.

– Y tiene la cabeza sobre los hombros -dijo Rebus mirando el coche que volvió a salirse del circuito, cayendo a su lado. Estiró el brazo y lo puso en la pista-. Ese accidente que tuvo Derek -añadió- no fue culpa suya, ¿verdad?

Renshaw negó con la cabeza.

– Stuart era un loco. Suerte tuvimos de que a Derek no le pasara nada.

Volvió a poner el coche en marcha. Rebus vio que en la caja había un coche azul y, al lado del zapato de su primo, otro control.

– Qué, ¿echamos una carrera? -propuso, saliendo de la trampilla y cogiéndolo.

– ¿Por qué no? -dijo Renshaw, colocando el otro coche en la línea de salida.

Los dos coches se lanzaron camino de la primera curva y el de Rebus se salió de la pista; él avanzó a gatas para recogerlo y volvió a ponerlo justo en el momento en que el de su primo le adelantaba.

– Tú tienes más práctica que yo -dijo sentándose.

Por la trampilla entraban ráfagas de aire caliente, la única calefacción de la buhardilla. Rebus sabía que si se ponía de pie daría con la cabeza en el techo.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí arriba? -preguntó, y Renshaw se pasó la mano por la barba crecida.

– Desde temprano -contestó.

– ¿Dónde está Kate?

– Ha salido a ayudar a ese diputado.

– La puerta no está cerrada con llave.

– ¿Ah, no?

– Podría entrar cualquiera -añadió Rebus, que esperó a que el coche de Renshaw se pusiera a su altura para reanudar la carrera.

– ¿Sabes lo que pensé anoche? -dijo Renshaw-. Creo que fue anoche…

– ¿Qué?

– Pensé en tu padre. Le quería mucho. A mí siempre me hacía trucos. ¿Te acuerdas?

– ¿Te sacaba peniques de las orejas?

– Y luego los hacía desaparecer. Decía que lo había aprendido en el Ejército.

– Es probable.

– Estuvo en Oriente Medio, ¿verdad?

Rebus asintió con la cabeza. Su padre no hablaba mucho de sus hazañas en la guerra; casi todo lo que contaba eran anécdotas de chirigotas. Pero hacia el final de su vida sí había contado algunos detalles de los horrores que había vivido.

«No eran soldados profesionales, John, sino reclutas conscriptos, trabajadores procedentes de bancos, tiendas, fábricas. Y la guerra los cambió; nos cambió a todos. No podía ser de otro modo.»

– Y pensando en tu padre -prosiguió Renshaw- acabé pensando en ti. ¿Te acuerdas del día que me llevaste al parque?

– ¿Aquel día que jugamos a la pelota?

Renshaw asintió con la cabeza con una media sonrisa.

– ¿Te acuerdas?

– Seguro que no tan bien como tú.

– Sí, yo lo recuerdo muy bien. Estábamos jugando a la pelota cuando llegaron unos amigos tuyos y tú me dejaste solo para hablar con ellos. -Renshaw hizo una pausa; los coches volvieron a cruzarse-. ¿Lo recuerdas?

– No -contestó Rebus imaginándose que era posible, pues siempre que iba de permiso se encontraba con amigos con quienes charlar.

– Luego volvimos a casa. Bueno, más bien tú y tus amigos, porque yo iba detrás con la pelota que tú habías comprado. Y a continuación viene lo que nunca olvidaré.

– ¿Qué? -preguntó Rebus concentrado en la carrera.

– Lo que sucedió cuando llegamos a la altura del pub. ¿Te acuerdas del pub de la esquina?

– ¿El del hotel Bowhill?

– Ése. Llegamos allí y entonces tú te volviste hacia mí y me dijiste que esperara fuera. Lo dijiste con una voz distinta, más distante, como si no quisieras que tus amigos supieran que éramos amigos.

– ¿Estás seguro, Allan?

– Ah, claro que sí. Porque vosotros tres entrasteis y yo me quedé sentado en el bordillo, esperando allí con la pelota en la mano. Tú saliste al cabo de un rato, sólo para darme una bolsa de patatas fritas, y volviste a entrar. Después llegaron unos chicos, me quitaron la pelota de una patada y se fueron corriendo con ella riéndose y pasándosela uno a otro. Entonces me eché a llorar, pero tú seguías dentro, y yo, como sabía que no podía entrar, me levanté y me marché solo a casa. Me perdí y tuve que preguntar el camino. -Los coches se acercaban al punto de cruce pero llegaron al mismo tiempo, chocaron y se salieron de la pista cayendo boca arriba. Ni Rebus ni su primo se movieron en el silencio que siguió-. Tú volviste a casa después -prosiguió Renshaw- y nadie te dijo nada porque yo no lo había contado. ¿Sabes lo que más rabia me dio? Que no me preguntases qué había sido de la pelota, y yo sabía que no lo preguntarías porque ya ni te acordabas. Para ti era algo sin importancia. -Renshaw hizo una pausa-. Y yo volví a ser un niño más, pero no tu amigo.

– Por Dios, Allan… -Rebus trataba de recordar, pero no lo conseguía. Se acordaba de un día de sol y fútbol, pero nada más-. Lo siento -dijo al fin.

A Renshaw le corrían lágrimas por las mejillas.

– Yo era de tu familia, John, y tú me trataste como a un extraño.

– Allan, créeme que no…

– ¡Vete! -gritó Renshaw conteniendo las lágrimas-. ¡Fuera de mi casa inmediatamente! -añadió levantándose bruscamente.

Rebus también se había levantado y los dos estaban frente a frente con la cabeza cómicamente agachada para no golpearse en las vigas.

– Escucha, Allan, si puedo…

Pero Renshaw le agarró del hombro intentando llevarle hacia la trampilla.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Rebus, quien, al tratar de zafarse con un gesto brusco, hizo tambalearse a su primo. Renshaw perdió pie y fue a caer a la trampilla, pero Rebus le sujetó del brazo a costa de un agudo dolor en la piel de la mano.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

– ¿No me has oído? -replicó Renshaw señalando la escalerilla.

– Muy bien, Allan. Ya hablaremos otro día, ¿de acuerdo? Para eso vengo aquí, para hablar contigo y conocerte.

– Tuviste la oportunidad de conocerme -replicó Renshaw con frialdad.

Rebus, que descendía ya por la escalerilla, miró hacia arriba, pero no vio a su primo.

– ¿No vas a bajar, Allan?

En vez de obtener respuesta volvió a oír el zumbido del coche rojo que reiniciaba la carrera. Agachó la cabeza y siguió bajando. No sabía qué hacer. Se preguntaba si convendría dejar a Renshaw allí arriba. Fue al cuarto de estar y luego a la cocina. Fuera la cortacésped continuaba en el mismo sitio. En la mesa había hojas de papel impresas con ordenador de la petición de control de armas de fuego para mayor seguridad en los colegios; eran pliegos de firmas con casillas en blanco. Lo mismo había sucedido después de Dunblane: mayor severidad en las leyes y reglamentos, y ¿cuál había sido el resultado? Un aumento ilegal de armas. Rebus sabía que en Edimburgo había sitios en que se podía conseguir un arma en menos de una hora. Y en Glasgow, en diez minutos. Se podía alquilar un arma por un día como si fuese un vídeo, y si se entregaban sin usar te devolvían el dinero. Era una simple transacción comercial no muy diferente de las actividades de Johnson Pavo Real. Le vino la idea de firmar la petición, pero sabía que era un gesto inútil. Vio recortes de periódico y fotocopias de artículos sobre el tema de los efectos de la violencia recogida por los medios de comunicación, con la consiguiente reacción refleja, tal como la afirmación de que un vídeo de terror puede influir en que dos chicos maten a un niño pequeño… Miró a su alrededor para ver si Kate había dejado un número de contacto. Quería hablarle de su padre y comentarle que quizá la necesitaba más que Jack Bell. Se detuvo a los pies de la escalera unos minutos escuchando los ruidos de la buhardilla antes de buscar en el listín telefónico el número para llamar a un taxi.

– Estará ahí dentro de diez minutos -dijo la voz del teléfono. Una voz femenina.

Fue suficiente para convencerle de que había otro mundo.

* * *

Siobhan, de pie en medio del cuarto de estar, miró a su alrededor. Fue hasta la ventana y corrió las cortinas para impedir que entrara la luz del crepúsculo. Cogió del suelo una taza y un plato con restos de tostada, lo último que había comido en casa, y miró si había mensajes en el teléfono. Era viernes, lo que significaba que Toni Jackson y las otras agentes estarían esperándola, pero no tenía ganas de salir con las chicas a tontear y echar el ojo borroso por la bebida a los guapos del pub. Lavó el plato y la taza en menos de un minuto y los puso en el escurridor. Miró en la nevera; lo que había comprado con intención de invitar a Rebus seguía allí y dentro de poco vencería la fecha de caducidad. La cerró y fue al dormitorio, estiró el edredón y comprobó que tendría que lavarlo aquel fin de semana. Luego fue al cuarto de baño, se miró en el espejo y volvió al cuarto de estar para abrir la correspondencia: dos facturas y una tarjeta postal de una amiga del colegio a quien no había visto hacía un año a pesar de que vivía en Edimburgo. Estaba pasando cuatro días de vacaciones en Roma, o sea, que probablemente ya habría vuelto, a juzgar por la fecha de correos. Roma: nunca había estado.

«Fui a la agencia de viajes a ver qué vuelos tenían de un día para otro. Lo estoy pasando muy bien, hace frío, cafés, visitas culturales cuando me apetece. Un abrazo. Jackie.»

Dejó la postal en la repisa de la chimenea y trató de recordar cuándo había tenido sus últimas vacaciones. ¿Había sido la semana con sus padres o aquel fin de semana en Dublín? No, había sido una despedida de soltera de una agente que ahora esperaba su primer hijo. Miró al techo; el vecino de arriba hacía ruido, aunque no creía que fuera a posta. La verdad es que caminaba como un elefante. Se lo había encontrado en la calle al llegar a casa, quejándose de que había tenido que recoger el coche en el depósito municipal.

– Veinte minutos lo había dejado en una línea amarilla, sólo veinte minutos… Cuando volví se lo había llevado la grúa y he tenido que pagar ciento treinta libras, ¿se imagina? Estuve a punto de decirles que casi costaba más que el coche. Tendría usted que hacer algo -había dicho levantando el dedo.

Decía eso porque ella era policía y la gente pensaba que los policías menean hilos, solucionan problemas, cambian cosas.

«Tendría que hacer algo.» Y ahora le oía dando vueltas como una fiera enjaulada en el cuarto de estar. Trabajaba de contable en una empresa de seguros de George Street. No era más alto que ella, llevaba gafas de cristales pequeños rectangulares y compartía el piso con un hombre, pero le había dicho que no era gay, información que Siobhan le había agradecido.

Seguían oyéndose los fuertes pasos. Siobhan se preguntó si aquel ir y venir tendría algún propósito. ¿Estaba abriendo y cerrando cajones buscando quizás el mando a distancia? ¿O sólo se movía por moverse? Si era así, ¿qué significaba su propia quietud, escuchando impávida aquel ajetreo? Tenía una postal encima de la chimenea, una taza y un plato en el escurridor; una ventana con las cortinas corridas y con una barra horizontal que nunca se molestaba en poner. Sí, allí estaba segura. En su nido. Ahogándose.

– A la mierda -musitó volviéndose, firmemente decidida a salir.

En St Leonard no había nadie. Su intención era quemar su frustración en el gimnasio, pero lo que hizo fue comprar un refresco en la máquina de bebidas, se lo llevó al DIC y miró si tenía mensajes en la mesa. Había otra carta de su misterioso admirador:

¿ES QUE TE EXCITAN LOS GUANTES DE CUERO NEGRO?

Se referiría a Rebus, dedujo. Había una nota para que llamara a Ray Duff, pero simplemente le dijo que había examinado la primera carta.

– Malas noticias.

– ¿No hay huellas? -preguntó Siobhan.

– Más limpio que una patena. -Siobhan lanzó un suspiro-. Siento no poder ayudarte. ¿Te apetece una copa en compensación?

– Quizá más tarde.

– Muy bien. Seguramente estaré aquí una o dos horas más.

Se refería al laboratorio de la Policía Científica de Howdenhall.

– ¿Sigues trabajando en el caso de Port Edgar?

– Estoy comparando tipos de sangre para ver quién es el de quién en las manchas.

Siobhan estaba sentada en el borde de la mesa y sujetaba el teléfono entre la mejilla y el hombro para seguir mirando papeles de la bandeja de entrada, en su mayoría casos de hacía semanas de cuyos nombres ni se acordaba.

– Pues no te entretengo -dijo.

– ¿Tienes mucho trabajo, Siobhan? Pareces cansada.

– Ya sabes como es esto, Ray. A ver si nos tomamos esa copa.

– Sí, creo que los dos la necesitamos.

– Adiós, Ray -dijo ella sonriendo.

– Cuídate, Siob.

Colgó. Otra vez la llamaban Siob, sólo procuraba establecer cierta intimidad usando el diminutivo. Sin embargo, había advertido que nadie hacía lo mismo con Rebus, nunca le llamaban Jock, Johnny, Jo-Jo o JR. A él le miraban, le escuchaban, y comprendían que no le iba bien un diminutivo. Él era John Rebus. Inspector Rebus. Para sus amigos íntimos, John. Y esas personas a ella la veían como «Siob». ¿Por qué? ¿Por ser mujer? ¿No tenía ella la seriedad de Rebus, esa actitud temible? ¿O es que simplemente pretendían ganarse su afecto? ¿O al usar con ella un diminutivo parecía más vulnerable, menos estricta, menos amenazadora para ellos?

La verdad era que en aquel momento sentía menos entereza que nunca. Vio que entraba en el departamento otro policía al que llamaban por un mote, el sargento George «Hi-Ho» Silvers, quien miró como si buscase a alguien. Al verla le pareció inmediatamente haber dado con la persona que se ajustaba a sus necesidades.

– ¿Estás ocupada? -preguntó.

– ¿Tú qué crees?

– ¿Te apetece dar una vuelta en coche?

– George, sabes que no eres mi tipo.

Él replicó con un gesto de desdén.

– Ha aparecido un hombre muerto.

– ¿Dónde?

– En Gracemount, en una vía de tren abandonada. Por lo visto cayó desde el puente peatonal.

– ¿Así que es un accidente?

Como el de la freidora de Fairstone: otro accidente en Gracemount.

Silvers levantó los hombros hasta donde le permitía la ajustada chaqueta que tres años antes le venía ancha.

– Parece ser que alguien le perseguía -dijo.

– ¿Le perseguían?

Silvers volvió a encogerse de hombros.

– Eso es todo lo que sé. Ya lo veremos allí.

Siobhan asintió con la cabeza.

– ¿A qué esperamos? -dijo.

Fueron en el coche de Silvers y él le preguntó sobre el caso de South Queensferry, sobre Rebus y sobre la casa incendiada, pero Siobhan le contestó con monosílabos. Él acabó por entenderlo, puso la radio y comenzó a silbar para acompañar una melodía clásica de jazz, posiblemente la música que a él menos le gustaba.

– George, ¿tú escuchas a Mogwai?

– No lo conozco. ¿Por qué lo dices?

– No, por nada.

No había donde aparcar cerca de la vía del tren y Silvers dejó el coche junto al bordillo detrás de un coche patrulla. Había una parada de autobús y una zona de hierba. La cruzaron hasta llegar a una valla baja, casi cubierta de cardos y zarzas. De la cera salía una escalera que ascendía al paso peatonal, al que se habían asomado vecinos de las viviendas cercanas. Un policía uniformado les preguntaba si habían visto u oído algo.

– ¿Cómo demonios vamos a bajar ahí? -gruñó Silvers.

Siobhan señaló el extremo de la valla donde habían improvisado unos escalones con cajones de leche, bloques de cemento y colchones viejos doblados. Al llegar allí, Silvers echó un vistazo y dijo que él no subía. De modo que Siobhan trepó como pudo, se deslizó por la pendiente y avanzó afirmando sus pasos en el suelo blando, sintiendo el pinchazo de las ortigas en los tobillos y enganchándose los pantalones en el brezo. Había ya varias personas junto al cadáver, tendido boca abajo sobre un raíl. Reconoció caras de la comisaría de Craigmillar y al patólogo, el doctor Curt. A verla, le dirigió una sonrisa a modo de saludo.

– Menos mal que era una vía muerta. Al menos está entero -comentó.

Siobhan miró el cadáver desmadejado. Tenía una trenca abierta que dejaba ver una camisa de cuadros amplia, pantalones de pana marrón y zapatos marrones de suela gruesa de goma.

– Recibimos un par de llamadas -le dijo a Siobhan uno de los policías de Craigmillar- diciéndonos que le habían visto vagar por estas calles.

– Algo que no debe de ser tan extraño en esta zona.

– Sí, parecía buscar a alguien y llevaba una mano en el bolsillo, como si fuese armado.

– ¿Está armado?

El policía negó con la cabeza.

– Tal vez tirara el arma al verse perseguido. Pandilleros del barrio, por lo que parece.

Siobhan miró al cadáver y al puente, y viceversa.

– ¿Cree que le alcanzaron?

El policía se encogió de hombros.

– Bien, ¿sabemos quién es?

– Gracias a la tarjeta de alquiler de vídeos que llevaba en el bolsillo. Se apellida Callis, A. Callis. Están verificándolo en el listín telefónico y si no aparece, conseguiremos su dirección en el videoclub.

– ¿Callis? -repitió Siobhan frunciendo el ceño tratando de recordar de qué le sonaba aquel apellido… De pronto se acordó.

– Andy Callis -dijo casi en un susurro.

El policía les oyó.

– ¿Lo conoce?

Ella negó con la cabeza.

– Pero sé de alguien que probablemente lo conoce. Si es quien yo pienso, vive en Alnwickhall -añadió ella sacando el móvil-. Ah, otra cosa… Si es quien creo, es de los nuestros.

– ¿Es poli?

Siobhan asintió. El agente de Craigmillar aspiró aire entre dientes y miró fijamente a los curiosos del puente con otros ojos.

Capítulo 16

No estaba en casa.

Rebus había estado mirando casi una hora el cuarto de la señorita Teri. Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Como sus recuerdos. Ni siquiera recordaba con qué amigos se había encontrado en el parque el día de marras. Sin embargo, Allan Renshaw recordaba una escena de hacía más de treinta años que había permanecido indeleble en su memoria. Era curioso que las cosas imposibles de olvidar fueran las que no se quieren recordar. Jugadas del cerebro, que trae a la memoria antiguos olores y sensaciones. Se preguntaba si tal vez Allan estaba enfadado con él por el simple hecho de que era un rencor posible; porque ¿qué sentido tenía estar enfadado con Lee Herdman? Herdman no estaba allí para castigarle, mientras que Rebus había reaparecido en la vida de su primo como a propósito para convertirse en objeto de su rencor.

En el portátil apareció el salvapantallas y de la oscuridad surgieron unas estrellitas móviles. Dio a la tecla de entrar y volvió a ver el dormitorio de Teri Cotter. ¿Qué miraba? ¿Era curiosidad de mirón? Siempre le había gustado la vigilancia por la simple satisfacción de indagar en las vidas ajenas, pero se preguntaba qué placer obtenía Teri exhibiéndose gratuitamente en aquella página a las miradas ajenas. Ni existía una interacción, ni el que la observaba podía establecer contacto con ella ni ella comunicarse con quien la viera. ¿Cuál era la explicación? ¿Ansia de exhibicionismo? Tal vez igual que hacía en Cockburn Street, para que la contemplaran y a veces le agredieran. Aunque había reprochado a su madre que la vigilara, había corrido a refugiarse en su negocio cuando les atacaron los Perdidos. No acababa de hacerse una idea clara de aquella relación; claro que su propia hija había vivido con su madre en Londres durante la adolescencia y para él era un misterio. A veces su ex esposa le llamaba para quejarse de la «actitud» o el «humor» de Samantha, se desahogaba con él y luego colgaba.

Sonó el teléfono.

Era su móvil. Lo tenía enchufado para recargarlo. Lo cogió.

– Diga.

– Te he estado llamando al teléfono fijo -era la voz de Siobhan- pero comunicaba.

Rebus miró al portátil que ocupaba la línea telefónica.

– ¿Qué sucede? -dijo.

– Se trata de ese amigo tuyo a quien fuiste a visitar el día que nos encontramos…

Por los ruidos, Rebus pensó que le llamaba con el móvil desde la calle.

– ¿Andy? -preguntó-. ¿Andy Callis?

– ¿Puedes describírmelo?

Rebus se quedó paralizado.

– ¿Qué ha sucedido?

– Escucha, a lo mejor no es él.

– ¿Dónde estás?

– Descríbemelo; así no tendrás que venir aquí inútilmente.

Rebus cerró los ojos con fuerza y vio a Andy Callis en su cuarto de estar con las piernas encima de la mesa frente al televisor.

– Tiene cuarenta y pico años, pelo castaño oscuro, casi un metro ochenta de estatura y pesará unos setenta y seis kilos.

Siobhan guardó silencio un instante.

– Quizá será mejor que vengas -dijo.

Rebus empezó a mirar dónde tenía la chaqueta, pero vio el brillo de la pantalla del ordenador y lo desconectó.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– ¿Cómo vas a venir?

– Eso no importa -respondió buscando las llaves del coche-. Dame la dirección.

* * *

Siobhan, al lado de la acera, le vio echar el freno de mano y bajar del vehículo.

– ¿Qué tal las manos? -preguntó.

– Bastante bien antes de coger el coche.

– ¿Has tomado el analgésico?

Rebus negó con la cabeza.

– No me hace falta -respondió mirando el lugar.

A unos cien metros estaba la parada de autobús donde se había detenido el taxi el día que vio a los Perdidos. Echaron a andar hacia el puente.

– Estuvo rondando un par de horas por esta zona -dijo Siobhan-. Dos o tres personas aseguran que le vieron.

– ¿Y no hicimos nada?

– No había ningún coche patrulla disponible.

– Si hubiera acudido alguno, quizá no habría muerto -replicó Rebus tajante.

Ella asintió despacio con la cabeza.

– Una vecina oyó voces y cree que le perseguía una pandilla.

– ¿Vio a alguien?

Siobhan negó con la cabeza. Habían llegado al puente, del que los curiosos comenzaban a alejarse. Habían tapado ya el cadáver con una manta, y lo habían colocado en una camilla, a la que habían atado una cuerda para subirla por el terraplén. Un furgón funerario aguardaba aparcado junto a la valla donde Silvers charlaba con el conductor fumando un cigarrillo.

– Hemos comprobado en el listín telefónico todos los apellidados Callis y no aparece -les dijo a Rebus y a Siobhan.

– No figura -contestó Rebus-. Lo mismo que tú y yo, George.

– ¿Estás seguro de que es el mismo Callis? -insistió Silvers.

Se oyeron unos gritos abajo en la vía y el conductor tiró el cigarrillo para agarrar con fuerza la cuerda. Silvers siguió fumando sin ayudarle hasta que el hombre se lo pidió. Rebus mantuvo las manos en los bolsillos: le ardían.

– ¡Tirad! -gritaron desde abajo, y en pocos minutos la camilla había pasado por encima de la valla.

Rebus se acercó y le destapó el rostro. Lo miró y observó la expresión de paz de Callis.

– Sí, es él -dijo apartándose para que lo metieran en la furgoneta. Ayudado por el policía de Craigmillar, el doctor Curt llegó a lo alto del terraplén. Jadeante, superó a duras penas los improvisados escalones de cajas y cuando se acercó otro policía a ayudarle farfulló sin aliento que no hacía falta.

– Es él, según el inspector Rebus -les dijo Silvers.

– ¿Andy Callis? ¿El de la Patrulla de Respuesta Armada? -preguntó alguien.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Hay testigos? -inquirió un policía de Craigmillar.

– Los vecinos oyeron voces pero nadie ha visto nada -contestó un agente.

– ¿Es un suicidio? -preguntó otro.

– O trataba de huir -añadió Siobhan, advirtiendo que Rebus no decía nada, a pesar de que él conocía mejor que nadie a Callis.

Quizá, precisamente…

Vieron cómo la furgoneta de la funeraria avanzaba dando tumbos sobre el terreno desigual para salir a la carretera. Silvers le preguntó a Siobhan si volvía a St Leonard, ella miró a Rebus y negó con la cabeza.

– Me llevará John -dijo.

– Como quieras. De todos modos, creo que del caso va a encargarse Craigmillar.

Ella asintió con la cabeza, esperando a que Silvers se fuese. Cuando estuvo a solas con Rebus dijo:

– ¿Te encuentras bien?

– No puedo dejar de pensar en ese coche patrulla que no llegó.

– ¿Y? -Rebus la miró-. Hay algo más, ¿no?

Finalmente él asintió con la cabeza.

– ¿Me lo dices? -añadió ella.

Rebus continuó asintiendo con la cabeza y cuando echó a andar Siobhan le siguió hacia el puente y cruzaron por la hierba hasta donde tenía el Saab. No había cenado. Abrió la portezuela pero cambió de idea y le pasó a Siobhan las llaves.

– Conduce tú; yo no sé si podré -dijo.

– ¿Adónde vamos?

– A dar una vuelta, a ver si hay suerte y acabamos en el País de Nunca Jamás.

Ella tardó un instante en establecer la relación.

– ¿Los Perdidos? -preguntó.

Él asintió con la cabeza y dio la vuelta al coche para ocupar el otro asiento.

– ¿Y mientras me cuentas la historia?

Se lo contó.

Resultaba que Andy Callis y su compañero de patrulla recibieron una llamada para que acudieran a una discoteca de Market Street, detrás de la estación de Waverley. Era un local muy concurrido en el que la gente hacía cola para entrar. Un cliente que estaba en la cola les había llamado para denunciar que había un individuo con una pistola. Dio una descripción vaga: menos de veinte años, parka verde, acompañado de otros tres. No estaba haciendo cola para entrar a la discoteca, sólo pasaba por allí y, en un momento dado, había abierto la parka para enseñar el arma que llevaba en la cintura.

– Cuando Andy llegó al lugar -añadió Rebus- no había rastro de él. Había seguido hacia New Street. Andy y su compañero fueron hasta allí. Llamaron a Jefatura y les dieron autorización para quitar el seguro de sus armas… que tenían preparadas. Llevaban puesto el chaleco antibalas. Los de refuerzos estaban listos, por si acaso. ¿Conoces el lugar en que el tren pasa por encima de New Street?

– ¿En Calton Road?

Rebus asintió con la cabeza.

– Sí, esas arcadas de piedra. Es un puente con poca iluminación. No llegan las luces de la calle.

Siobhan se volvió para asentir con la cabeza; sabía que era un lugar lóbrego.

– Allí hay muchos rincones y recodos -prosiguió Rebus- y al compañero de Andy le pareció ver algo en la oscuridad. Detuvieron el coche y bajaron. Vieron a cuatro chicos, probablemente los mismos de la discoteca. Se metieron a cierta distancia, les preguntaron si llevaban armas de fuego. Les ordenaron dejar en el suelo cuanto tuvieran encima. Tal como Andy me explicó, eran como sombras que no dejaban de moverse… -Recostó la cabeza en el reposacabezas y cerró los ojos-. Y no supo muy bien si lo que vio era una sombra o alguien de carne y hueso. Estaba cogiendo la linterna del cinturón cuando le pareció ver un movimiento, el gesto de un brazo estirado apuntando con algo. Y él levantó el arma sin seguro…

– ¿Y qué sucedió?

– Algo cayó al suelo: una pistola. Una réplica, como se comprobó después. Pero ya era demasiado tarde.

– ¿Había disparado?

Rebus asintió con la cabeza.

– No le dio a nadie. Disparó al suelo. Fue un incidente que no habría tenido mayores consecuencias.

– Pero no quedó así.

– No. -Rebus hizo una pausa-. Se abrió una investigación como se hace siempre cuando se dispara un arma. El compañero declaró a favor de Andy, pero él sabía que lo hacía sin convicción. Empezó a dudar de sí mismo.

– ¿Y el chico de la pistola?

– Eran cuatro y ninguno que la llevara. Tres vestían parkas y el cliente de la cola de la discoteca no identificó al de la pistola.

– ¿Eran los Perdidos?

Rebus asintió con la cabeza.

– Así los llamaban en el vecindario. Son los que viste en Cockburn Street. Su jefecillo, que se llama Rab Fisher, acabó ante los tribunales por llevar una pistola falsa, pero se dio carpetazo al caso y entretanto Andy no paró de darle vueltas a la cabeza, tratando de discernir si verdaderamente…

– ¿Y éste es el territorio de los Perdidos? -preguntó Siobhan mirando por la ventanilla.

Rebus asintió y ella guardó silencio pensativa, antes de preguntar:

– ¿De dónde procedía el arma?

– Supongo que de Johnson Pavo Real.

– ¿Por eso quisiste hablar con él cuando le trajeron a St Leonard?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Y ahora quieres hablar con los Perdidos?

– Pero deben de haberse ido a dormir -dijo él volviendo la cabeza para mirar por la ventanilla.

– ¿Tú crees que Callis vino aquí expresamente?

– Tal vez.

– ¿Para encararse con ellos?

– Esos pandilleros salieron impunes del asunto, Siobhan, y eso a Andy le atormentaba.

Siobhan reflexionó un instante.

– ¿Por qué no informamos de todo esto en Craigmillar?

– Ya se lo diré. -Notó que ella le miraba-. Te lo juro.

– Pudo ser un accidente. Esa vía muerta le parecería un buen lugar para darles esquinazo.

– Quizás.

– Nadie vio nada.

– Vamos, suéltalo -dijo él volviéndose hacia ella.

Siobhan lanzó un suspiro.

– Es que veo que te obcecas de tal manera en defender las causas de los demás…

– ¿Hago eso?

– A veces sí.

– Bueno, pues siento que te moleste.

– No me molesta, pero a veces…

Pero se tragó lo que iba a decir.

– ¿A veces, qué? -insistió Rebus.

Ella negó con la cabeza, expulsó aire, enderezó la espalda y movió el cuello.

– Gracias a Dios que ya es fin de semana. ¿Tienes algún plan? -preguntó.

– A lo mejor voy a hacer montañismo… o a levantar pesas al gimnasio.

– ¿Es un rastro de sarcasmo?

– Sólo un rastro -replicó Rebus, que acababa de ver algo-. Ve más despacio -añadió al tiempo que miraba por la ventanilla trasera-. Da marcha atrás.

Siobhan hizo lo que le decía y entraron en una calle de casas bajas donde, en medio de la calzada, había un carrito de supermercado abandonado. Rebus miró hacia un callejón entre dos casas. Era uno… no, eran dos. Sólo siluetas, tan pegadas una a otra que parecía una sola persona. Y en ese momento comprendió de qué se trataba.

– Es el clásico polvo en la oscuridad -dijo Siobhan-. ¿Quién dijo que el romanticismo había muerto?

Un rostro se volvió hacia el coche al oír el rumor del ralentí y una voz masculina exclamó:

– ¿Qué, tío, te gusta? Mejor que lo que te dan en casa, ¿a que sí?

– Arranca -dijo Rebus.

Siobhan arrancó.

Acabaron en St Leonard porque Siobhan, sin más explicaciones, dijo que tenía allí el coche. Rebus dijo que él podía conducir hasta su casa. Arden Street estaba a cinco minutos. Pero cuando aparcó delante del edificio, las manos le ardían. Se puso más crema en el cuarto de baño y tomó un par de analgésicos con la esperanza de dormir unas horas. Un whisky le ayudaría; se sirvió una buena medida y se sentó en el cuarto de estar. El portátil se había apagado y no se molestó en encenderlo. Tenía en la mesa datos sobre las SAS junto con la copia del expediente de Herdman, y se quedó allí mirándolo.

«¿Qué, tío, te gusta?»

«Mejor que lo que te dan en casa.»

«¿Te gusta…?»

QUINTO DÍA . Lunes

Capítulo 17

La vista era magnífica.

Siobhan iba sentada delante junto al piloto. Rebus, encajado detrás, con un asiento vacío al lado. El ruido de las hélices era ensordecedor.

– Podríamos haber venido con el avión de empresas -dijo Doug Brimson-, pero resulta muy caro y a lo mejor era demasiado grande para la PA.

PA: pista de aterrizaje; un término que Rebus no había oído desde que se había licenciado en el Ejército.

– ¿De empresas? -preguntó Siobhan.

– Es un aparato de siete plazas que alquilo a empresas para reuniones de directivos; que más bien se pueden llamar «cuchipandas». Incluyo champán frío, copas de cristal…

– No debe de estar mal.

– Lamento que hoy no tengamos más que un termo de té -añadió riendo, y se volvió a mirar a Rebus-. Este fin de semana volé a Dublín para llevar a unos banqueros a un partido de rugby, y me pagaron la estancia.

– Vaya suerte.

– Y hace unas semanas estuve en Amsterdam con un grupo de hombres de negocios que fueron a una despedida de soltero.

Rebus pensó en su fin de semana. Cuando Siobhan le recogió, le había preguntado qué había hecho.

– Poca cosa -respondió él-. ¿Y tú?

– Lo mismo.

– Qué gracia, los de la comisaría de Leith me dijeron que estuviste por allí.

– Qué gracia, lo mismo me dijeron de ti.

– ¿Disfruta del vuelo? -preguntó Brimson.

– De momento sí -contestó Rebus.

A decir verdad, no le fascinaba la altura. De todos modos, había contemplado con asombro Edimburgo a vista de pájaro, y comprobado perplejo cómo empequeñecían moles como la del castillo y Calton Hill. Se distinguía perfectamente la elevación volcánica del Arthur's Seat, pero los edificios aparecían como una masa grisácea indefinida. Aun así, el tratado geométrico de la Ciudad Nueva era impresionante. Luego sobrevolaron el estuario del Forth y dejaron atrás South Queensferry y los dos puentes. Rebus trató de localizar el colegio de Port Edgar. Primero vio Hopetoun House y con ese referente logró situar a unos seiscientos metros el edificio del colegio y hasta pudo ver la cabina prefabricada. En ese momento volaban en dirección oeste siguiendo la M 8 hacia Glasgow.

Siobhan preguntó a Brimson si trabajaba mucho con empresarios.

– Depende de la economía. Con sinceridad, a una empresa le resulta más barato enviar a cuatro o cinco ejecutivos a una reunión en un avión privado que en una línea comercial en clase de negocios.

– Señor Brimson, me ha comentado Siobhan que estuvo usted en el Ejército -dijo Rebus inclinándose hacia delante cuanto le permitía el cinturón de seguridad.

– Sí, en la RAF -contestó Brimson sonriente-. ¿Y usted, inspector? ¿Sirvió también en el Ejército?

Rebus asintió con la cabeza.

– Incluso hice el entrenamiento de las SAS, pero no aprobé -dijo.

– Pocos los consiguen.

– Y muchos de los que lo logran acaban mal.

– ¿Se refiere a Lee? -dijo Brimson mirándole.

– Y a Robert Niles. ¿Cómo le conoció?

– A través de Lee. Él me dijo que visitaba a Robert. En una ocasión le pregunté si podía acompañarle.

– ¿Y después empezó a ir por su cuenta? -preguntó Rebus pensando en el libro de visitas.

– Sí. Es un tipo interesante y nos llevamos bien. ¿Le apetece encargarse de los mandos mientras hablo con su colega? -añadió mirando a Siobhan.

– Me temo que…

– Bien, quizás en otra ocasión. Ya verá cómo le gusta -le dijo al tiempo que le guiñaba el ojo-. ¿No opina usted que el Ejército se preocupa poco de sus viejos chicos? -preguntó a Rebus.

– No sé qué decirle. Ahora cuentan con apoyo psicológico cuando vuelven a la vida civil. En mis tiempos no había eso.

– Se dan muchos casos de fracasos matrimoniales y de crisis depresivas. Hay más ex combatientes de las Malvinas que se han suicidado que muertos en combate. Muchos sin techo han sido militares.

– Por otra parte -dijo Rebus-, el tema de las SAS hoy es un gran negocio. Puede uno vender una historia a un editor u obtener un empleo de guardaespaldas. Según tengo entendido, hay muchas plazas vacantes en todos los escuadrones de las SAS. Muchos se van, y la tasa de suicidios es inferior a la media.

Brimson no parecía escuchar.

– Hace unos años… un tipo saltó de un avión; no sé si usted se enteraría. Tenía la QGM.

– La Cruz al Valor de la Reina -aclaró Rebus a Siobhan.

– Había intentado apuñalar a su ex esposa porque sospechaba que quería matarle. Sufrió una depresión y como no aguantaba más usó la caída libre, con perdón.

– Son cosas que ocurren -dijo Rebus, recordando el libro del piso de Herdman, del que se había caído la foto de Teri.

– Ah, sí, desde luego -prosiguió Brimson-. El capellán de las SAS que estuvo en el asedio a la embajada iraní acabó suicidándose, y otro antiguo miembro de las SAS mató a su novia con un arma que guardaba desde la guerra del Golfo.

– ¿Y a Herdman le sucedió algo parecido? -preguntó Siobhan.

– Parece que sí -contestó Brimson.

– Pero ¿por qué eligió ese colegio? -añadió Rebus-. Usted fue a alguna de sus fiestas, ¿verdad, señor Brimson?

– Sí, daba fiestas estupendas.

– Siempre con gente muy joven.

– ¿Es un comentario o una pregunta? -dijo Brimson volviéndose.

– ¿Vio alguna vez drogas?

Brimson parecía concentrado en el panel de instrumentos.

– Tal vez algo de hachís -contestó finalmente.

– ¿Nada más?

– Que yo viera, no.

– Sí, claro, no es lo mismo. ¿Había oído algún rumor de que Lee Herdman traficase?

– No.

– ¿O que introdujese droga?

– ¿No necesitaré un abogado? -dijo Brimson mirando a Siobhan.

– Creo que el inspector sólo pretende charlar -respondió ella con una sonrisa. Se volvió hacia Rebus-. ¿Verdad?

Le lanzó una mirada para que no presionara tanto.

– Sí, es por hablar de algo -contestó él, tratando de no pensar en las horas de sueño perdido, en el dolor de las manos y en la muerte de Andy Callis y concentrándose en contemplar por la ventanilla el cambiante paisaje.

Pronto llegarían a Glasgow y sobrevolarían el estuario del Clyde, la isla de Bute y Kintyre.

– ¿Así que nunca se le ocurrió relacionar a Lee Herdman con drogas? -preguntó.

– Yo nunca le vi con nada más fuerte que un porro.

– Eso no responde exactamente a mi pregunta. ¿Qué pensaría si le dijera que han encontrado droga en uno de los barcos de Herdman?

– Le diría que a mí no me concierne. Lee era amigo mío, inspector. No piense que voy a seguir el juego que usted se traiga.

– Mis colegas creen que introducía cocaína y éxtasis -añadió Rebus.

– No es de mi incumbencia lo que piensen sus colegas -musitó Brimson, y guardó silencio.

– La semana pasada vi su coche en Cockburn Street -dijo Siobhan para cambiar de tema-. Precisamente después de ir a verle a Turnhouse.

– Seguramente estaría en el banco.

– No eran horas de banco.

– ¿En Cockburn Street? -preguntó Brimson pensativo, y a continuación asintió con la cabeza-. Sí, unos amigos míos tienen una tienda por allí. Creo que fui a verles.

– ¿Qué tienda es?

Él la miró.

– En realidad no es una tienda, sino un salón de bronceado.

– ¿Propiedad de Charlotte Cotter? -Brimson la miró perplejo-. Interrogamos a su hija, es alumna del colegio.

– Exacto -añadió Brimson. Había llevado todo el rato puestos los auriculares, uno de ellos separado del oído. Se lo colocó bien y acercó el micrófono a la boca-. Adelante, torre -dijo, y a continuación escuchó las instrucciones de la torre de control del aeropuerto de Glasgow para evitar la colisión con un vuelo que estaba a punto de llegar.

Rebus miró la nuca de Brimson, pensando en que Teri Cotter no había mencionado que era amigo de sus padres y que a él no le había parecido que fuera santo de su devoción.

El Cessna se inclinó bruscamente y Rebus procuró no agarrarse con excesiva fuerza a los brazos del asiento. Un minuto más tarde sobrevolaban Greenock y a continuación el breve estrecho de mar que los separaba de Dunoon. El paisaje se hacía cada vez más agreste, con bosques y pocas casas. Sobrevolaron el lago Fyne y enseguida se vieron sobre el estrecho de Jura.

En ese momento el viento azotó al avión.

– No he estado nunca aquí -dijo Brimson-. Miré anoche en el mapa y sólo hay una carretera en la parte este. La mitad de la isla son bosques y algunos picos elevados.

– ¿Y la pista de aterrizaje? -preguntó Siobhan.

– Ahora la verá -contestó él volviéndose de nuevo hacia Rebus-. ¿Lee alguna vez poesía, inspector?

– ¿Tengo yo aspecto de leer poesía?

– Francamente, no. A mí me gusta mucho Yeats y anoche leí un poema suyo: «Sé que encontraré mi destino entre nubes en el cielo; no odio a quienes combato ni amo a quienes protejo». ¿No es lo más triste que puede haber? -añadió mirando a Siobhan.

– ¿Cree que Lee se sentía así? -preguntó ella.

Brimson se encogió de hombros.

– Eso es lo que pensaba ese desgraciado que se tiró del avión. -Hizo una pausa-¿Sabe cómo se titula el poema? Un aviador irlandés prevé su muerte. Ya estamos sobrevolando la isla de Jura -añadió mirando el panel de instrumentos.

Siobhan miró a tierra en el momento en que el avión describía un círculo cerrado que le permitió ver de nuevo la costa y una carretera paralela. A medida que el aparato descendía, Brimson parecía buscar algo en la carretera, alguna marca, tal vez.

– No entiendo dónde vamos a aterrizar -comentó Siobhan cuando vio a un hombre que agitaba los brazos en dirección a ellos.

Brimson volvió a elevar el aparato y describió otro círculo.

– ¿Hay tráfico? -preguntó mientras sobrevolaban de nuevo la carretera a baja altura. Siobhan pensó que hablaba por el micro con alguna torre de control, pero comprendió que se lo preguntaba a ella, y se refería a «tráfico» de coches en la cinta de asfalto.

– No lo dirá en serio -replicó volviéndose para ver si también Rebus estaba perplejo, pero él parecía concentrado en hacer aterrizar al aparato mediante el poder de la voluntad.

Oyeron el impacto sordo de las ruedas en el asfalto y la avioneta rebotó varias veces como si quisiera volver a elevarse. Brimson apretaba los dientes pero sonreía. Se volvió hacia Siobhan con gesto de triunfo y rodó despacio por la carretera hasta el lugar donde el hombre no dejaba de mover los brazos para guiarle hacia una salida que daba a un campo de rastrojos. Avanzaron bamboleándose sobre las rodadas hasta que Brimson paró los motores y se quitó los auriculares.

Junto al campo había una casa y una mujer con un niño en brazos que les miraba. Siobhan abrió la portezuela, se desabrochó el cinturón de seguridad y saltó a tierra. Tenía la sensación de que vibraba y comprendió que era su cuerpo, aún estremecido por el vuelo.

– Es la primera vez que aterrizo en una carretera -dijo Brimson sonriente al hombre.

– Sólo se puede en la carretera o en este campo -replicó el hombre con un acento cerrado. Era alto y musculoso, tenía el pelo rizado de color castaño y mejillas sonrosadas-. Me llamo Rory Mollison -añadió dando la mano a Brimson, que le presentó a Siobhan. Rebus estaba encendiendo un cigarrillo, y en vez de darle la mano le dirigió una inclinación de cabeza-. Así que encontraron la carretera.

– Ya ve que sí -dijo Siobhan.

– Me imaginé que lo conseguirían -dijo Mollison-. Los de las SAS aterrizaron en helicóptero, y fue el piloto quien me dijo que la carretera podía servir de pista. Ya han visto que no hay baches.

– No le engañó -añadió Brimson.

Mollison había servido de guía local al equipo de rescate. Cuando Siobhan le pidió a Brimson el favor de que les llevara en avión a la isla, él preguntó si sabía dónde se podía aterrizar y fue Rebus quien facilitó el nombre de Mollison.

Siobhan saludó con la mano a la mujer, que también le respondió con gran entusiasmo.

– Es mi esposa Mary con nuestra pequeña Seona -dijo Mollison-. ¿Quieren tomar algo? -añadió.

Rebus consultó ostensiblemente el reloj.

– Será mejor que nos pongamos en marcha -dijo-. ¿Estará bien hasta que volvamos? -añadió dirigiéndose a Brimson.

– ¿Qué quiere decir?

– Será cuestión de algunas horas…

– Un momento. Yo les acompaño. Supongo que el señor Mollison no querrá que me quede aquí como alma en pena. Además, no pueden dejarme solo después de haberles traído.

Rebus miró a Siobhan y aceptó encogiéndose de hombros.

– Pasen dentro a cambiarse, si quieren -dijo Mollison.

Siobhan cogió su mochila y asintió con la cabeza.

– ¿Cambiarnos? -comentó Rebus.

– Para ponerse las botas de montaña -añadió Mollison mirándole de arriba abajo-. ¿No ha traído otra ropa?

Rebus se encogió de hombros. Siobhan abrió la mochila y le enseñó unas botas de excursión, un chubasquero y una cantimplora.

– Eres una auténtica Mary Poppins -comentó Rebus.

– Yo le prestaré unas -dijo Mollison conduciéndoles a la casa.

– ¿Así que no es usted guía profesional? -preguntó Siobhan.

Mollison negó con la cabeza.

– Pero conozco la isla como la palma de la mano -dijo-. En estos veinte años me la he recorrido de arriba abajo.

Fueron hasta donde fue posible en el Land Rover de Mollison siguiendo las rodadas en el pegajoso barro entre tremendas sacudidas. O bien Mollison era un conductor excelente o era un loco. A veces rodaban a toda velocidad por un terreno cubierto de musgo y por tramos en que tenía que reducir de marcha para salvar relieves rocosos y arroyos. Sin embargo, llegó un momento en que tuvo que rendirse. Había que poner pie en tierra.

Rebus llevaba unas botas de escalar muy usadas y el cuero, impecablemente endurecido, le hacía imposible caminar flexionando bien el pie. Se había puesto unos pantalones impermeables manchados de barro seco y un viejo chubasquero de plástico. Sin el ruido del motor, avanzaban en medio del silencio de la naturaleza.

– ¿Viste la primera película de Rambo? -preguntó Siobhan en un susurro.

Rebus pensó que no esperaba respuesta y se volvió hacia Brimson.

– ¿Por qué dejó la RAF? -preguntó.

– Por aburrimiento, supongo. Estaba harto de acatar órdenes de gente por la que no sentía ningún respeto.

– ¿Y Lee? ¿Le dijo por qué dejó las SAS?

Brimson se encogió de hombros. Caminaba con la vista en el suelo mirando las raíces y los charcos.

– Supongo que por el mismo motivo -contestó.

– ¿Pero nunca lo dijo?

– No.

– ¿Y de qué hablaban ustedes?

– De muchas cosas -respondió Brimson mirándole.

– ¿Se llevaba bien con él? ¿No discutían?

– Sí, de política un par de veces… del rumbo que tomaba el mundo. Pero no hubo nada que me hiciera pensar que fuera a descarrilar. Si hubiera advertido algún indicio, le habría ayudado.

La palabra «descarrilar» le hizo pensar en las vías del tren y en el cadáver de Andy Callis, y pensó si las visitas que él le había hecho habrían sido positivas o más bien un doloroso acicate para que su amigo recordase su ruina profesional. Y pensó también que Siobhan había estado a punto de decir algo en el coche la noche anterior. Tal vez algo relacionado con el motivo que le impulsaba a entrometerse en la vida de los demás, a veces con resultados adversos.

– ¿Hay que caminar mucho? -preguntó Brimson a Mollison.

– Una hora de ida y otra de vuelta más o menos -contestó el hombre, que llevaba un zurrón al hombro. Miró a sus compañeros, deteniéndose en Rebus-. Bueno, puede que hora y media -añadió.

Rebus le había explicado a Brimson en la casa parte de la historia, y le preguntó si Herdman le había hablado alguna vez de la misión. Pero Brimson dijo que no.

– Aunque recuerdo haberlo leído en los periódicos. Dijeron que el IRA había derribado el helicóptero.

Cuando iniciaron la ascensión, Mollison comentó:

– A mí me dijeron que buscaban pruebas de que había sido un disparo de misil.

– ¿No mostraron interés en encontrar los cadáveres? -preguntó Siobhan.

Sus botas, si no nuevas, parecían poco usadas. Se había puesto calcetines gruesos y había remetido en ellos los bajos del pantalón.

– Oh, sí, creo que también; pero les interesaba más averiguar por qué se había estrellado el helicóptero.

– ¿Cuántos vinieron? -preguntó Rebus.

– Seis.

– ¿Y fueron directamente a su casa?

– Creo que hablaron con alguien de Rescates y les informarían que el único guía que iban a encontrar era yo. -Hizo una pausa-. No hay nadie más. Me hicieron firmar el Acta de Secretos Oficiales -añadió tras otra pausa.

– ¿Antes o después? -preguntó Rebus mirándole.

Mollison se rascó detrás de la oreja.

– Al principio. Me dijeron que era el procedimiento habitual. ¿Significa eso que no se lo puedo decir a usted? -añadió mirando a Rebus.

– No lo sé… ¿Encontraron algo que usted crea que debe mantenerse secreto?

Mollison reflexionó un instante antes de negar con la cabeza.

– Pues, en ese caso, puede hablar sin reparos -dijo Rebus-. Probablemente era una simple formalidad. -Mollison reanudó la marcha y Rebus trató de no perder el paso a pesar de las malditas botas-. ¿Ha venido alguien más desde entonces? -preguntó.

– Muchos excursionistas en verano.

– Me refiero a alguien del Ejército.

Mollison volvió a rascarse la oreja.

– A mediados del año pasado, o quizás haga más tiempo…, vino una mujer que se hacía pasar por turista.

– Pero no daba el pego -aventuró Rebus, pasando a describirle a Whiteread.

– La ha descrito que ni pintada -dijo Mollison, y Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada.

– Quizá yo no lo entienda -dijo Brimson parándose para recuperar el aliento-, pero ¿qué tiene esto que ver con lo que hizo Lee?

– A lo mejor nada -concedió Rebus-. De todos modos, nos sentará bien hacer ejercicio.

A medida que la ascensión progresaba continuaron en silencio para no derrochar energías. Finalmente salieron del bosque y en la pendiente que se extendía ante su vista ya sólo había arbolillos y algunas peñas que despuntaban entre hierbas, brezos y helechos. A partir de allí era imposible caminar y habría que escalar. Rebus estiró el cuello para otear la lejana cumbre.

– No se preocupe -dijo Mollison señalando el pico-, no tenemos que subir. El helicóptero chocó a mitad de la pared y cayó por aquí -añadió señalando con el brazo la zona donde se encontraban-. Era un helicóptero grande; me pareció que tenía varias hélices.

– Era un Chinook -les explicó Rebus-. Tiene los dos rotores, uno en el morro y otro en la cola. Debieron de quedar muchos restos -dijo mirando a Mollison.

– Muchos. Pero los cadáveres… los cadáveres estaban despedazados. Uno lo encontramos colgado en un saliente cien metros más arriba; lo bajamos otro y yo. Trajeron al equipo de rescate para llevarse los restos. Y antes vino alguien a examinarlo todo. No encontró nada.

– ¿Por si había sido un misil?

Mollison asintió con la cabeza y señaló hacia una arboleda.

– Los papeles volaron por toda la zona y anduvieron buscándolos por el bosque. Las ramas de los árboles estaban llenas de hojas de papel. ¿Creerá usted que tuvieron que trepar para recogerlos?

– ¿Dieron alguna explicación?

Mollison volvió a asentir.

– Oficialmente no, pero en una ocasión en que pararon para tomar una cerveza, y lo hacían a menudo, oí lo que decían. El helicóptero iba al Ulster, con comandantes y coroneles a bordo. Llevaban documentos que no querían que cayeran en manos de los terroristas. Eso quizás explique que vinieran armados.

– ¿Armados?

– El equipo de rescate vino con rifles. A mí me pareció algo extraño.

– ¿Vio usted alguno de esos documentos? -preguntó Rebus.

Mollison asintió.

– Pero no leí nada. Los estrujaba y se los entregaba a ellos.

– Lástima -comentó Rebus acompañando sus palabras de una irónica sonrisa.

– Esto es precioso -dijo Siobhan de pronto, protegiéndose los ojos del sol.

– ¿Verdad que sí? -añadió Mollison sonriente.

– Y hablando de tomar algo… -interrumpió Brimson-. ¿Dónde está esa cantimplora de té?

Siobhan abrió la mochila y le tendió la cantimplora, que fue pasando de mano en mano. Sabía como sabe siempre el té en un recipiente de plástico. Rebus caminó por la zona hasta el pie de la pendiente.

– ¿Hubo algo que le pareciera extraño? -preguntó a Mollison.

– ¿Extraño?

– Respecto a la misión, los miembros del equipo o lo que hacían. -Mollison negó con la cabeza-. ¿Habló con todos?

– Sólo estuvimos aquí dos días.

– ¿Conoció a Lee Herdman? -añadió Rebus mostrándole una foto que había traído consigo.

– ¿Éste es el que ha matado a los colegiales? -preguntó Mollison, aguardando a que Rebus le dijera que sí con la cabeza, tras lo cual volvió a mirar la foto-. Sí, lo recuerdo. Era un hombre agradable… tranquilo. No me pareció que estuviera muy integrado en el equipo.

– ¿A qué se refiere?

– A él lo que más le gustaba era internarse en el bosque para recoger restos y trozos de papel. Briznas de cosas. Los otros se reían de él y en dos o tres ocasiones tuvieron que llamarle a la hora del té.

– Quizá pensara que no valía la pena apresurarse -terció Brimson oliendo el té.

– No irá a decirme que no sé hacer té -dijo Siobhan, ante lo cual Brimson alzó los brazos en señal de conciliación.

– ¿Cuánto tiempo estuvieron aquí? -preguntó Rebus.

– Dos días. La escuadrilla de rescate llegó al segundo día, y tardaron una semana más en llevárselo todo.

– ¿Habló mucho con ellos?

Mollison se encogió de hombros.

– Eran gente simpática, pero muy metida en su tarea.

Rebus asintió con la cabeza y se dirigió al bosque. No estaba lejos, pero le sorprendió la rapidez con que se adueñaba de uno la sensación de encontrare solo, aislado de las caras aún visibles y de las voces. ¿Cómo se llamaba el álbum de Brian Eno? Another Green World, otro mundo verde. Primero habían visto un paisaje desde el aire, pero en aquel momento se hallaba inmerso en otro mundo también extraño y vibrante. Lee Herdman había entrado en aquel bosque y era casi como si no hubiese vuelto a salir. Fue su última operación antes de dejar las SAS. ¿Había descubierto Herdman algo en aquella espesura? ¿Había encontrado algo?

Le asaltó de pronto una idea: las SAS no se dejan nunca. Por encima de sentimientos y actos cotidianos, uno conservaba siempre una marca indeleble. Tienes experiencias poco comunes. Te das cuenta de que hay otros mundos y otras realidades. En el regimiento te entrenan para que veas la vida como una de tantas misiones, una misión llena de posibles trampas y asesinos. Se preguntó en qué medida se había realmente distanciado él de sus experiencias en los paracaidistas y de la preparación para el ingreso en las SAS.

¿Había estado en caída libre desde entonces?

¿Había Lee Herdman, como aquel piloto del poema, vaticinado su propia muerte?

Se agachó, pasó una mano por el suelo cubierto de ramitas, hojas, musgo y flores silvestres, y vio mentalmente el helicóptero estrellándose contra las rocas, por avería o error del piloto. Se lo figuró como una bola de fuego en el cielo, con las hélices retorcidas, inmóviles. Debió de caer como una piedra, los cadáveres saldrían despedidos por efecto de la colisión desplomándose sobre el duro suelo con un golpe sordo. El mismo ruido que habría hecho el cuerpo de Andy Callis al caer en aquella vía muerta. La explosión diseminaría los trozos del aparato, de bordes requemados como papeles o hechos trizas, y haría volar los documentos secretos que encomendaron recuperar a las SAS. Y Lee Herdman, con mayor tesón que nadie, se había internado en aquel bosque una y otra vez. Recordó lo que había comentado Teri Corten «Él era así, tenía secretos». Pensó en el ordenador desaparecido, el que Herdman había comprado para su negocio. ¿Dónde estaba? ¿Quién lo tenía? ¿Qué secretos encerraba?

– ¿Te encuentras bien?

Era la voz de Siobhan. Estaba a su lado con la taza llena de nuevo. Se levantó.

– Muy bien -dijo.

– Te he estado llamando.

– No te he oído -dijo él cogiendo la taza que le tendía.

– ¿Percibiendo a Lee Herdman? -preguntó ella.

– Podría ser -contestó él dando un sorbo de té.

– ¿Tú crees que aquí vamos a encontrar algo?

Rebus se encogió de hombros.

– Tal vez nos baste con ver el lugar.

– Tú piensas que él sí encontró algo, ¿verdad? -Le miró a los ojos-. Crees que cogió algo y el Ejército quiere recobrarlo. -Ya no era una pregunta, sino una afirmación.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Y eso de qué forma nos concierne? -preguntó Siobhan.

– Quizá porque no nos gusta esa pareja de policías militares -respondió Rebus-O porque, sea lo que fuere, ellos no lo han encontrado, lo que significa que puede encontrarlo un tercero. O quizá ya dio con ello alguien la semana pasada.

– ¿Y eso fue lo que desquició a Herdman?

Rebus volvió a encogerse de hombros y le devolvió la taza vacía.

– Te gusta Brimson, ¿verdad? -dijo.

Ella no se inmutó, pero no pudo sostenerle la mirada.

– Me parece bien -añadió él con una sonrisa, pero Siobhan interpretó mal el tono y le miró furiosa.

– Oh, así que me das permiso.

Rebus levantó las manos en señal de conciliación.

– Sólo pretendía decir… -Optó por no añadir nada para no estropearlo y comentó-: Oye, este té está muy fuerte.

Tras lo cual echó a andar hacia la pared rocosa.

– Al menos me he tomado la molestia de traerlo -musitó Siobhan vertiendo los restos de la taza.

* * *

En el vuelo de regreso, Rebus, en el asiento de atrás, no abrió la boca a pesar de que Siobhan se ofreció a que cambiaran de sitio. Mantuvo la cara pegada al cristal, como si estuviera extasiado por las vistas, mientras ella charlaba con Brimson, que le enseñó cómo se manejaban los mandos y consiguió que aceptara que le diera una lección de vuelo. Era como si hubieran olvidado a Lee Herdman, y Rebus no tuvo más remedio que admitir que quizá tuvieran razón. Casi todos los habitantes de South Queensferry, incluidas las familias de las víctimas, ansiaban volver a la normalidad. El pasado era el pasado. No se podía cambiar, ni volver atrás. Había que olvidar algún día…

Rebus cerró los ojos deslumbrado por el sol que bañó tibiamente su rostro. Se percató de que estaba agotado y a punto de dormirse, y se dijo que no tenía importancia sucumbir a un sueño reparador. Minutos después se despertó sobresaltado. Había soñado que estaba solo en una ciudad desconocida, vestido con un viejo pijama a rayas, descalzo y sin dinero, y buscaba a alguien que le socorriera, tratando al mismo tiempo de pasar inadvertido. Al mirar por los cristales en el interior de un café, vio un hombre que escondía una pistola en su regazo debajo de la mesa. Él no podía entrar en el local sin dinero y permaneció afuera mirándose las manos apoyadas en los cristales y procurando no alterarse.

Parpadeó y aclaró su visión y comprobó que ya sobrevolaban el estuario del Forth. Brimson seguía hablando.

– A veces pienso en el daño que podrían hacer aquí unos terroristas con algo incluso tan pequeño como un Cessna, en el puerto, en el trasbordador, en los puentes o en el aeropuerto.

– Sí, no les faltaría dónde elegir -comentó Siobhan.

– Ah, inspector, vuelve con nosotros. Lamento que nuestra compañía le haya resultado aburrida -dijo Brimson cruzando una sonrisa con Siobhan, por lo que Rebus intuyó que no le habían echado de menos.

Fue un aterrizaje suave, y Brimson acercó la avioneta hasta el lugar en que Siobhan había aparcado el coche. Rebus saltó a tierra y estrechó la mano al piloto.

– Gracias por haberme dejado acompañarles -dijo Brimson.

– Soy yo el que debo darle las gracias. Pásenos la factura del combustible y de sus servicios.

Brimson se encogió de hombros y se volvió para dar la mano a Siohban, a quien se la estrechó algo más de lo estrictamente necesario al tiempo que alzaba un dedo de la otra.

– Recuerde que la espero.

– Lo prometido es deuda, Doug -dijo ella sonriente-. Ahora mismo, no sé si va a parecerle abuso por mi parte…

– Adelante, diga.

– ¿No podría echar un vistazo al avión de los ejecutivos? Es pura curiosidad, por ver cómo vive esa gente.

Él la miró un instante antes de sonreír.

– Por supuesto. Está en el hangar -añadió iniciando la marcha-. ¿Nos acompaña, inspector?

– Yo les espero aquí -dijo Rebus.

Una vez a solas consiguió encender un cigarrillo resguardándose detrás del Cessna. Volvieron los dos al cabo de cinco minutos y Brimson se puso serio al ver el pitillo casi consumido.

– Está terminantemente prohibido fumar -dijo-. Por el riesgo de incendio, compréndalo.

Rebus se encogió de hombros a modo de disculpa, tiró la colilla y la aplastó con el zapato. Siguió a Siobhan al coche y vio que Brimson subía al Land Rover para dirigirse a la verja a abrirles.

– Es un tío agradable -dijo.

– Sí, es agradable -añadió ella.

– ¿De verdad lo crees?

– ¿Tú, no? -replicó Siobhan mirándole.

– Tengo la impresión de que es un coleccionista -respondió él encogiéndose de hombros.

– ¿De qué?

Rebus reflexionó un instante.

– De ejemplares curiosos, de tipos como Herdman y Niles.

– No olvides que es también amigo de los Cotter -añadió Siobhan, que empezaba a ponerse de uñas.

– Oye, no pretendo…

– Me estás advirtiendo, ¿no es eso?

Rebus guardó silencio.

– ¿No es eso? -repitió ella.

– Sólo quería prevenirte para que no te deslumbre ese lujo de aviones particulares para ejecutivos. Por cierto, ¿qué tal estaba?

Ella le miró furiosa pero se aplacó.

– Era más bien pequeño, pero con asientos de cuero. Durante los vuelos sirven champán y comidas calientes.

– No te hagas ilusiones.

Ella torció la boca y le preguntó adonde quería ir. Rebus dijo que a la comisaría de Craigmillar. El agente que les recibió se llamaba Blake y hacía menos de un año que había dejado el uniforme, pero a Rebus no le importó, así se mostraría más predispuesto a ayudarle. Le dijo lo que sabía sobre Andy Callis y los Perdidos y Blake le escuchó muy atento, interrumpiéndole de vez en cuando para plantear alguna pregunta y hacer anotaciones en un bloc tamaño folio. Siobhan estuvo presente, con los brazos cruzados y mirando a la pared casi todo el rato. A Rebus le pareció que pensaba en vuelos en avión.

Concluida la conversación, Rebus preguntó si había algún avance en la investigación, pero Blake negó con la cabeza.

– No aparece ningún testigo. El doctor Curt va a hacer la autopsia esta tarde -añadió consultando el reloj-. Seguramente me acercaré. Si quiere venir…

Rebus negó con la cabeza. No deseaba ver a su amigo abierto en la mesa de disección.

– ¿Va a traer aquí a Rab Fisher? -preguntó.

– No se preocupe -contestó Blake-. Le interrogaré.

– No espere mucha cooperación por su parte -comentó Rebus.

– Hablaré con él.

Por el tono, Rebus comprendió que el joven policía parecía dispuesto a apretar bien las tuercas al pandillero.

– A nadie le gusta que le digan cómo hacer su trabajo -añadió con una sonrisa.

– Al menos hasta después de haberlo hecho mal -replicó Blake poniéndose en pie.

Rebus se levantó también y se dieron la mano.

– Es un joven simpático -comentó Rebus camino del coche.

– Bastante creído -replicó Siobhan-. Piensa que nunca va a hacer algo mal.

– Ya escarmentará.

– Eso espero. De verdad.

Capítulo 18

Habían previsto volver al piso de Siobhan para que ella preparase la cena prometida. Iban tranquilamente hacia casa, cuando cerca del cruce de Leith Street con Cork Place, al ponerse rojo el semáforo, Rebus se volvió hacia ella.

– ¿Tomamos antes una copa? -dijo.

– ¿Y luego conduzco yo?

– Puedes coger un taxi para volver a casa y recoger el coche por la mañana.

Siobhan, indecisa, miró la luz roja y cuando se puso verde dio al intermitente para cambiar de carril y tomar Queen Street.

– Supongo que vamos al Oxford para honrarlo con nuestra presencia -comentó él.

– ¿Dónde, si no, satisfacer las exigencias del señor?

– Escucha; tomamos una copa allí y tú eliges después otro bar.

– De acuerdo.

Tomaron la primera copa en la barra llena de humo del Oxford, atestado de una bulliciosa clientela después del trabajo. En el canal Discovery ofrecían un reportaje sobre el Antiguo Egipto. Siobhan observó a los clientes habituales, más interesantes que lo que pudiera ofrecer la televisión, y advirtió que Harry el barman sonreía.

– Parece extrañamente contento -comentó a Rebus.

– Sospecho que está enamorado -contestó Rebus, que bebía despacio la cerveza para que le durase, puesto que Siobhan no había insinuado nada de tomar una segunda allí. Ella casi había acabado la media sidra que había pedido-. ¿Quieres otra media? -le preguntó.

– Dijiste una copa.

– Así me acompañas -replicó él levantando el vaso para que viera que le quedaba bastante, pero ella negó con la cabeza.

– Te veo las intenciones -dijo.

Rebus puso cara de inocente aunque sabía que no iba a engañarla.

Llegaron unos cuantos clientes habituales más que se abrieron paso entre la gente. En una mesa del salón de atrás había tres mujeres, pero en la barra Siobhan era la única. Arrugó la nariz por los empellones y el aumento del tono de las voces, se llevó el vaso a los labios y apuró la sidra.

– Vámonos -dijo.

– ¿Adónde? -preguntó Rebus mohíno, pero ella no quiso decírselo-. Tengo la chaqueta en la percha -añadió él, que se la había quitado como recurso psicológico para que viera que allí se encontraba muy a gusto.

– Pues cógela -replicó ella.

Rebus se puso la chaqueta y apuró de un trago el resto de cerveza antes de seguirla.

– Aire fresco -dijo ella respirando hondo.

Tenía el coche en North Castle Street, pero lo dejaron atrás y siguieron en dirección a George Street. Frente a ellos se veía el castillo iluminado bajo el cielo negro. Doblaron a la izquierda y Rebus sintió en sus piernas las agujetas tras la excursión a la isla de Jura.

– Hoy no me quita nadie un buen baño -dijo.

– Seguro que es el único ejercicio que has hecho en todo el año – comentó Siobhan sonriente.

– En toda la década -apostilló él.

Unos pasos más adelante, Siobhan se detuvo para descender unos escalones. Había elegido un bar que estaba por debajo del nivel de la calle y que era tienda en la planta superior; un local chic con luz discreta y música.

– ¿Habías estado aquí alguna vez? -preguntó ella.

– ¿Tú qué crees? -respondió él a punto de dirigirse a la barra, pero Siobhan le señaló un reservado libre.

– Sirven en las mesas -dijo mientras se sentaban.

Inmediatamente acudió una camarera. Siobhan pidió una ginebra con tónica y Rebus un Laphroaig. Cuando se lo trajeron, alzó el vaso y lo miró poco satisfecho con la medida. Siobhan agitó su combinado y estrujó la rodaja de lima contra los cubitos de hielo.

– ¿Dejo la cuenta abierta? -preguntó la camarera.

– Sí, por favor -contestó Siobhan y, cuando la mujer se alejó, preguntó-: ¿Estamos cerca de averiguar por qué Herdman mató a esos chicos?

Rebus se encogió de hombros.

– Creo que sólo lo sabremos cuando lo descubramos.

– ¿Y hasta entonces, todo lo demás…?

– Es potencialmente útil -añadió Rebus, consciente de que no era la conclusión que ella buscaba.

Se llevó el vaso a los labios, pero lo tenía ya vacío. No se veía a la camarera por ninguna parte y detrás de la barra había un solo camarero preparando un cóctel.

– El viernes, en esa vía muerta -dijo Siobhan- Silvers me dijo una cosa. -Hizo una pausa-. Que el caso Herdman iba a traspasarse a la División de Drogas y delitos mayores.

– Es lógico -musitó Rebus, pensando en que si ponían el caso en manos de Claverhouse y de Ormiston, ellos estaban de más-. ¿No había un grupo llamado DMC, o era la compañía de discos de Elton John?

– Run DMC -contestó Siobhan asintiendo con la cabeza-. Un grupo de rap si no me equivoco.

– Rap con mayúsculas, seguro.

– Sin comparación con los Rolling Stones, claro.

– No te metas con los Stones, sargento Clarke. Nada de la música que tú escuchas hoy existiría sin ellos.

– Una opinión con la que te habrás enzarzado en no pocas discusiones -añadió ella removiendo de nuevo la bebida.

Rebus miró otra vez sin lograr ver a la camarera.

– Voy a por otro whisky -dijo saliendo del reservado.

Ojalá Siobhan no hubiese mencionado lo del viernes, porque él se había pasado todo el fin de semana pensando en Andy Callis, y no dejaba de darle vueltas en la cabeza a una secuencia de acontecimientos -resquicios diminutos de tiempo y espacio- que podrían haberle salvado la vida. Claro que, probablemente, también se habría podido salvar a Lee Herdman… y evitar que Robert Niles matara a su esposa…

Y, en su caso, evitar que se escaldara las manos.

Todo se reducía a una contingencia nimia, una coincidencia imprevisible capaz de cambiar totalmente el curso de los acontecimientos. Le constaba que existía una argumentación científica, algo relacionado con el aleteo de una mariposa en la selva… Tal vez si él aleteaba con las manos acabaría consiguiendo el whisky. El barman vertió en una copa una mezcla de color rosado y salió de la barra a servirla en una mesa. Era una barra doble que dividía en dos partes el local. Miró a la penumbra y no vio muchos clientes en la parte de atrás, idéntica a la delantera, con los mismos reservados, asientos mullidos e igual decorado y clientela. Rebus sabía que él sacaba treinta años de diferencia a todo aquello. Había un joven tumbado en uno de los asientos con los brazos estirados hacia atrás y las piernas cruzadas, engreído y cómodo, para llamar la atención de todo el mundo.

De todo el mundo… menos de él. En ese momento se acercó el barman para atenderle, pero él negó con la cabeza, rebasó la barra y el espacio divisorio y pasó a la parte trasera del local plantándose delante de Johnson Pavo Real.

– Señor Rebus -dijo Johnson bajando los brazos y mirando a derecha e izquierda como comprobando si Rebus venía con refuerzos-. El atildado policía, inconfundible. ¿Buscaba a un servidor?

– No precisamente -contestó Rebus ocupando el otro asiento frente a él.

En aquella penumbra, la camisa hawaiana que llevaba el joven quedaba un tanto deslucida. Se acercó otra camarera y Rebus pidió un whisky doble.

– Póngalo en la cuenta de mi amigo -añadió señalando a Johnson.

Pavo Real se encogió de hombros magnánimo y pidió otro Merlot.

– ¿Así que es pura y simple coincidencia? -preguntó.

– ¿Dónde está tu chucho? -dijo Rebus mirando a su alrededor.

– Ese pequeño demonio no tiene clase para un local de esta categoría.

– ¿Lo tienes fuera atado?

– Lo suelto de vez en cuando -respondió Johnson sonriente.

– Ya sabes que por eso ponen multa.

– Él sólo muerde cuando yo se lo ordeno -dijo Johnson apurando el resto del vino en el momento en que la camarera volvía con el whisky y dejaba un cuenco con galletitas entre los dos vasos-. Salud -añadió Johnson, alzando el vaso de Merlot.

Rebus no correspondió al brindis.

– En realidad, sí estaba pensando en ti -dijo.

– Serían buenos pensamientos, sin duda.

– Pues, la verdad, no. Si realmente pudieses leer mi pensamiento -añadió Rebus inclinándose sobre la mesa y bajando la voz-, te habrías cagado de miedo. -Vio que Johnson prestaba más atención-. ¿Sabes quién murió el viernes? Andy Callis. Te acuerdas de él, ¿verdad?

– Me temo que no.

– Era el agente de respuesta armada que detuvo a tu amigo Rab Fisher.

– Rab no es amigo mío, sólo un conocido.

– Lo bastante conocido para que le vendieras la pistola.

– Una réplica, si me permite que se lo recuerde. No hay acusación que me obligue a contestar, y me ofende que piense lo contrario -repuso Johnson cogiendo un puñado de galletitas, metiéndoselas en la boca una a una y dejando caer migajas al hablar.

– Ya, pero Fisher andaba por ahí asustando a la gente y casi lo matan.

– No hay acusación que me obligue a contestar -repitió Johnson.

– Y mi amigo se convirtió en un manojo de nervios y ahora ha muerto. Tú le vendiste una pistola a uno y el otro ha acabado cadáver.

– Era una réplica perfectamente legal -alegó Johnson, que haciendo gala de no escuchar fue a coger otro puñado de galletitas, pero Rebus le dio un manotazo y desparramó el contenido del cuenco.

– Tú -añadió Rebus agarrándole con fuerza por la muñeca- tienes de legal lo que todos los cabrones que me he cruzado en mi carrera.

– Y usted está limpio de pecado, ¿no es eso? -replicó Johnson tratando de soltarse-. ¡Todo el mundo sabe de lo que es capaz, Rebus!

– ¿De qué soy capaz?

– De cualquier cosa con tal de implicarme a mí. Sé que ha intentado incriminarme diciendo por ahí que reactivo armas desactivadas.

– ¿Quién lo ha dicho? -preguntó Rebus soltándole.

– ¡Todos! -espetó Johnson con restos de saliva y de galletitas en la barbilla-. ¡Hay que estar sordo para no haberlo oído!

Era cierto. Rebus había sacado antenas a la calle porque quería cargarse a Johnson; quería «algo» como desagravio por la baja de Callis en el cuerpo. Y, aunque la gente lo había negado diciendo que vendía «réplicas», «trofeos» y «armas desactivadas», él no había dejado de insistir en sus sondeos. Y había llegado a oídos de Johnson.

– ¿Desde cuándo lo sabes? -preguntó.

– ¿Cómo?

– ¿Desde cuándo?

Johnson se limitó a coger el vaso, mirándole con ojos brillantes, esperando que Rebus se lo tirara de un manotazo. Rebus levantó el suyo y lo apuró de un trago.

– Quiero que sepas una cosa -añadió mirándole-. Puedo conservar el rencor toda la vida. Tendrás ocasión de comprobarlo.

– ¿A pesar de que no haya hecho nada?

– Ah, sí, por supuesto que has hecho «algo»; estoy seguro -dijo levantándose-. Lo que sucede es que todavía no he averiguado qué -añadió con un guiño antes de darle la espalda.

Oyó que empujaba la mesa, se volvió y vio a Johnson de pie apretando los puños y exclamando:

– ¡Vamos a ajustar cuentas ahora mismo!

– Prefiero esperar a plantearlo ante los tribunales, si no te importa -replicó Rebus metiendo las manos en los bolsillos.

– ¡No! ¡Me tiene ya harto!

– Magnífico -añadió Rebus.

En ese momento vio que Siobhan avanzaba hasta el final de la barra y lo miraba fijamente, perpleja, al comprobar que no estaba en los servicios. Sus ojos lo decían todo: «No puedo dejarte solo ni cinco minutos».

– ¿Qué sucede aquí?

Era la voz de un portero con cuello de toro vestido con traje negro y polo también negro; llevaba un auricular con micrófono y su cabeza rapada brillaba apenas bajo aquella luz tenue.

– Era una pequeña discusión -dijo Rebus-. A lo mejor usted nos saca de dudas. ¿Cuál era la antigua discográfica de Elton John?

El portero le miró perplejo, pero el barman levantó una mano. Rebus le hizo seña con la barbilla.

– DJM -dijo el barman.

– ¡Eso es! -exclamó Rebus chasqueando los dedos. Tómese una copa -añadió dirigiéndose a la otra parte del local-. Y cárguela a la cuenta de ese cabrón -espetó señalando a Johnson Pavo Real.

* * *

– Nunca hablas mucho de cuando estuviste en el Ejército -dijo Siobhan, que salía de la cocina con dos platos.

Rebus estaba ya provisto de una bandeja, cuchillo y tenedor. Había diversos condimentos junto a él en el suelo. Cogió el plato de chuleta de cerdo a la parrilla con patatas y mazorca de maíz y dio las gracias a Siobhan con una inclinación de cabeza.

– Tiene muy buen aspecto. Por la cocinera -añadió alzando el vaso de vino.

– Las patatas las he hecho en el microondas y el maíz lo tenía en la nevera.

– No desveles tus secretos -dijo él llevándose un dedo a los labios.

– Algo que tú sí te tomas muy a pecho -replicó ella soplando sobre un trozo de cerdo ensartado en el tenedor-. ¿Te repito la pregunta?

– Siobhan, no era una pregunta.

Ella reflexionó un instante y comprendió que tenía razón.

– Bueno, es igual -replicó.

– ¿Quieres que conteste? -Mientras aguardaba a que ella asintiera, dio un sorbo de vino y comprobó que era tinto chileno de tres libras la botella-. ¿Tienes inconveniente en que coma algo primero?

– ¿No puedes comer y hablar al mismo tiempo?

– Mi madre me decía que era de mala educación.

– ¿Siempre hacías caso a tus padres?

– Siempre.

– ¿Y seguías sus consejos como si se tratara del Evangelio? -Rebus asintió con la cabeza masticando una piel de patata-. Entonces, ¿cómo es que estamos comiendo y hablando?

Rebus deglutió con otro sorbo de vino.

– Vale, me rindo. Contestando a la pregunta que no planteaste, diré que sí.

Siobhan permaneció a la expectativa pero él continuó comiendo.

– Sí, ¿qué?

– Que sí es cierto que hablo poco de cuando estuve en el Ejército.

Siobhan expulsó aire con displicencia.

– Hablas menos que un muerto del depósito de cadáveres. Perdona, me he pasado -añadió cerrando brevemente los ojos.

– No te preocupes -dijo él.

Pero Rebus comenzó a masticar más despacio. En aquel momento, en el depósito había dos muertos suyos: un familiar y un ex colega. Qué extraño que se los imaginara en mesas adyacentes en sus respectivos nichos refrigerados del depósito.

– Lo que sucede con mi época del Ejército es que llevo años tratando de olvidarla.

– ¿Por qué?

– Por muchas razones. En primer lugar porque nunca debí firmar el reenganche. Cuando quise darme cuenta estaba en el Ulster apuntando con un rifle a críos armados con cócteles Molotov, para acabar tratando de ingresar en las SAS y con problemas psicológicos -añadió alzando los hombros-. Eso es todo, más o menos.

– ¿Y por qué ingresaste en la Policía?

Rebus se llevó el vaso a la altura de la boca.

– ¿Quién iba a darme trabajo? -dijo apartando la bandeja e inclinándose para servir más vino. Levantó la botella hacia Siobhan pero ella negó con la cabeza-. Ahora sabes por qué no me asignan nunca tareas con reclutas.

Siobhan miró el plato apartado con la mayor parte de la chuleta.

– ¿Te has vuelto vegetariano? -preguntó.

Rebus se palmeó el estómago.

– Está buenísimo, pero es que no tengo mucha hambre.

Siobhan se quedó un instante pensativa.

– Es por la carne, ¿verdad? Te duelen las manos al cortarla.

– No, es que estoy lleno -replicó él negando con la cabeza, pero Siobhan comprendió que no quería admitirlo, y siguió comiendo mientras él bebía vino.

– Creo que te pareces a Lee Herdman -dijo ella al cabo de un rato.

– Es el cumplido más equívoco que me han hecho en mi vida.

– La gente creía conocerle, pero realmente no le conocían porque ocultaba muchas cosas.

– Y yo soy igual, ¿no es eso?

Siobhan asintió con la cabeza y le sostuvo la mirada.

– ¿Por qué fuiste a casa de Martin Fairstone? Tengo la impresión de que no era por mí.

– ¿Tienes «la impresión»? -repitió él bajando la vista hacia el vino, donde se vio difusamente reflejado en rojo-. Yo sabía que te había puesto el ojo a la funerala.

– Lo que te daba un pretexto para hablar con él; pero ¿era realmente ése el motivo?

– Fue porque Fairstone y Johnson eran amigos y yo necesitaba algún dato en contra de Johnson.

– ¿Te lo dio?

Rebus negó con la cabeza.

– Fairstone y Pavo Real estaban peleados y no se veían desde hacía unas semanas.

– ¿Por qué se habían peleado?

– No me lo dijo claramente, pero me da la impresión de que fue por culpa de una mujer.

– ¿Tiene novia ese Johnson?

– Una cada día de la semana.

– A lo mejor fue por culpa de la novia de Fairstone.

– La rubia del Boatman's -dijo él asintiendo con la cabeza-. ¿Cómo se llama?

– Rachel.

– ¿Hay alguna razón que explique por qué el viernes estaba en South Queensferry?

Siobhan negó con la cabeza.

– Sin embargo, Johnson apareció por allí la noche de la concentración.

– ¿Simple coincidencia?

– ¿Qué, si no? -dijo Rebus irónico, levantándose con la botella en la mano-. Ayúdame a acabarlo -añadió acercándose a ella, llenándole el vaso y apurando el suyo-. ¿De verdad crees que soy como Lee Herdman? -preguntó yendo hacia la ventana.

– Lo que creo es que tanto en tu caso como en el suyo el pasado pesa.

Rebus se volvió hacia ella y enarcó una ceja dispuesto a la réplica, pero lo que hizo fue sonreír y mirar por la ventana.

– Y quizás eres también un poco como Doug Brimson -continuó ella-. ¿Recuerdas lo que me dijiste de él?

– ¿Qué?

– Que coleccionaba gente.

– ¿Y es lo que yo hago?

– Eso explicaría de algún modo tu interés por Andy Callis y que te fastidie ver a Kate con Jack Bell.

Rebus se volvió despacio hacia ella con los brazos cruzados.

– O sea, ¿que tú eres uno de mis ejemplares?

– No lo sé. ¿Tú qué crees?

– Te considero demasiado segura de ti misma.

– Más te vale -añadió ella con una leve sonrisa.

Al llamar al taxi dio la dirección de Arden Street como destino, pero fue sólo para que lo oyera Siobhan. Luego le dijo al conductor que había cambiado de idea y que pararían un momento en la comisaría de Leith camino de South Queensferry. Al final del viaje, pidió un recibo con la vaga idea de cargarlo a gastos de investigación, aunque tendría que darse prisa porque no pensaba que Claverhouse estuviese muy predispuesto a dar su conformidad a un viaje en taxi de veinticinco libras.

Cruzó la oscura arcada y abrió la puerta. Ya no había un policía de guardia para comprobar quién iba y venía al piso de Lee Herdman. Subió las escaleras escuchando los ruidos de los otros dos pisos. Le pareció oír un televisor y, desde luego, olía a cena. Una protesta de su estómago le recordó que tal vez habría debido comer un poco más de chuleta pese al dolor de las manos. Sacó la llave del piso de Herdman que había recogido en la comisaría de Leith; era una copia nueva y reluciente y le costó un poco abrir. Una vez dentro, cerró la puerta y encendió la luz del pasillo. Hacía frío. No habían desconectado la corriente eléctrica pero estaba cortada la calefacción central. Habían avisado a la viuda de Herdman por si quería venir a vaciar el piso, pero ella había dicho que no. «¿Qué va a tener ese malnacido que pueda valerme a mí?»

Buena pregunta; por eso estaba él allí. Porque seguro que Lee Herdman tenía «algo». Algo que buscaban otras personas. Miró la puerta por dentro: dos cerrojos, arriba y abajo, y dos cerraduras embutidas además de la normal. Las cerraduras detendrían a los ladrones, pero los cerrojos eran para cuando Herdman estaba en casa. ¿De qué tendría miedo? Cruzó los brazos y retrocedió unos pasos. Si traficaba con drogas, la respuesta era obvia. Durante su carrera se había tropezado con muchos traficantes que solían habitar en viviendas protegidas o en bloques de pisos y todos tenían puertas blindadas mucho más recias que la de Herdman. Le daba la impresión de que las medidas de seguridad de Herdman eran en cierto modo provisionales, simples expedientes para ganar tiempo, tiempo para deshacerse de lo que tuviera Rebus; pero no lo creía.

Allí no había nada que evidenciara que en el piso se hubieran manipulado drogas. Además, Herdman disponía de otros escondrijos: el cobertizo del barco y los propios barcos. No necesitaba usar el piso como almacén. ¿Por qué, entonces? Se dio la vuelta, entró en el cuarto de estar y buscó el interruptor.

¿Qué sería?

Intentó situarse en el papel de Herdman, pero pensó que no hacía falta, a tenor de lo que había dicho Siobhan: «Creo que eres muy parecido a Herdman». Cerró los ojos y se imaginó que aquel cuarto era el suyo, su territorio, sus dominios. Vamos a ver… Si entrara alguien, un intruso… Lo oiría porque intentarían forzar las cerraduras, pero no podrían con los cerrojos. No, necesitarían derribar la puerta, y eso le daría tiempo a Herdman para coger la pistola de donde la tuviera guardada. En el cobertizo del barco escondía el Mac 10 por si alguien se acercaba por allí, pero la Brocock la tenía allí mismo, en el armario con la puerta decorada por dentro con fotos de armas: su santuario. La pistola era un factor de ventaja, porque él no esperaba que los intrusos fuesen armados, simplemente vendrían a interrogarle y quizás a intentar llevárselo, pero los disuadiría con la pistola.

Ahora sabía lo que esperaba Herdman. Tal vez no a Whiteread y a Simms, pero sí a alguien por el estilo. Gente con intención de llevárselo para interrogarle, preguntarle datos sobre la isla de Jura, el accidente del helicóptero, los documentos en las ramas de los árboles. ¿Sobre algo que Herdman había cogido en el lugar del accidente? ¿Se lo habría robado uno de los chicos muertos? ¿En una de sus fiestas? No, aquellos colegiales no le conocían ni acudían a sus fiestas. Sólo James Bell, el superviviente. Rebus se sentó en el sillón de Herdman. ¿Dispararía a los otros dos para asustar a James? ¿Para que James hablara? No, no, en ese caso, ¿para qué iba a suicidarse? Aquel James Bell…, tan autosuficiente y en apariencia imperturbable…, que hojeaba revistas para localizar el modelo del arma con que le habían herido, era también un ejemplar interesante.

Se restregó la frente suavemente con la mano enguantada. Tenía la respuesta en la punta de la lengua. Se levantó, fue a la cocina y abrió la nevera. Había un paquete de queso sin abrir, lonchas de beicon y un estuche de huevos. «No puedo comer nada de un difunto», pensó. Pasó al dormitorio sin molestarse en encender la luz; entraba suficiente por la puerta.

¿Quién era Lee Herdman? Un hombre que había abandonado carrera y familia para venir al norte y montar una empresa. Un hombre que vivía en un piso pequeño a la orilla del mar, con barcos que le servían de medios de escape en caso necesario. Un hombre sin amigos íntimos. Brimson era el único amigo más o menos de su edad. Le encantaban, por el contrario, los adolescentes: porque ellos no le ocultaban nada, porque sabía que podía hablarles y que despertaría su admiración. Pero no eran chicos corrientes; tenían que ser raros, estar cortados por su mismo patrón… Pensó que también Brimson tenía una empresa individual y pocas relaciones, si es que las tenía. Los dos habían estado en el Ejército.

De pronto oyó unos golpecitos. Se quedó paralizado y trató de localizar de dónde procedían. ¿Del piso de abajo? No: llamaban a la puerta. Cruzó el pasillo, miró por la mirilla, reconoció al visitante y abrió.

– Buenas noches, James -dijo-. Me alegro de que ya puedas levantarte.

James Bell tardó un instante en reconocerlo. Le saludó con una inclinación de cabeza y señaló el interior.

– He visto luz y pensé que habría alguien.

– ¿Quieres pasar? -añadió Rebus, abriendo del todo la puerta.

– ¿No molesto?

– No hay nadie.

– Es que pensé que estarían haciendo un registro.

– No, ni mucho menos -respondió Rebus invitándole a entrar con un movimiento de la cabeza.

James Bell entró en el piso. Seguía con el brazo en cabestrillo y se lo sujetaba con la mano derecha; llevaba el largo abrigo negro de lana modelo Crombie echado por los hombros y abierto para que se viera el forro carmesí.

– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó Rebus.

– Nada. Estaba dando un paseo.

– Muy lejos de tu casa.

James le miró.

– Usted que ha visto mi casa quizá lo comprenda.

Rebus asintió con la cabeza y cerró la puerta.

– Ya. ¿Por poner un poco de distancia con tu madre?

– Exacto -contestó el muchacho mirando el pasillo como si fuera la primera vez que lo veía-. Y con mi padre.

– Tu padre siempre tan ocupado, ¿verdad?

– Ya lo creo.

– Me parece que no llegué a preguntarte…

– ¿Qué?

– ¿Cuántas veces viniste aquí?

James levantó el hombro derecho.

– No muchas.

– Bien, aún no has dicho por qué has venido hoy -añadió Rebus, que le precedía hacia el cuarto de estar.

– Yo creo que sí.

– No has sido muy explícito.

– Bueno, supongo que South Queensferry es tan buen sitio como cualquier otro para pasear.

– Pero no habrás venido a pie desde Barnton.

James Bell negó con la cabeza.

– Empecé a coger autobuses sin pensar y uno de ellos me trajo aquí. Y como vi luz…

– ¿Te intrigó quién estaría en el piso? ¿A quién esperabas encontrar?

– A la Policía, supongo. ¿A quién, si no? -añadió mirando por el cuarto-. En realidad, es que hay algo…

– ¿Qué?

– Un libro que le presté a Lee, y pensé si podría recuperarlo antes de que se lo llevaran todo.

– Has hecho muy bien.

– La maldita herida duele, no se crea -añadió el muchacho llevándose la mano al hombro.

– Supongo.

– Perdone, pero no recuerdo su nombre -dijo James Bell sonriendo.

– Rebus, inspector Rebus.

El muchacho asintió con la cabeza.

– Es verdad; mi padre habló de usted.

– A una luz muy favorable, me imagino.

Resultaba difícil sostener la mirada del joven sin ver en ella la imagen del padre.

– Él no ve más que incompetencia por todas partes, parientes y amigos incluidos.

Rebus se sentó en el brazo del sofá y señaló con la cabeza una silla, pero James Bell prefirió permanecer de pie.

– ¿Encontraste la pistola? -preguntó Rebus al joven, que pareció sorprendido por la pregunta-. El día que fui a tu casa buscabas en una revista de armas el modelo de la Brocock -añadió.

– Ah, sí -dijo el joven asintiendo levemente con la cabeza-. Los periódicos han publicado fotos. Mi padre los guarda todos, cree que puede lanzar una campaña.

– No parece que tú lo apruebes.

La mirada del muchacho se endureció.

– Quizá porque…

– ¿Por qué?

– Porque yo ahora soy útil para él, no por lo que soy, sino por lo que sucedió -contestó llevándose otra vez la mano al hombro.

– No se puede confiar en los políticos -comentó Rebus.

– Lee me dijo en una ocasión: «Si prohíben las armas, los únicos que tendrán acceso a ellas serán los delincuentes» -añadió el muchacho sonriendo al recordarlo.

– Parece que él era un delincuente. Tenía al menos dos armas ilegales. ¿Te dijo alguna vez por qué necesitaba una pistola?

– Yo sólo pensé que le interesaban las armas… por su pasado y todo eso.

– ¿Nunca pensaste que las tenía por si se viera en apuros?

– ¿En qué clase de apuros?

– No lo sé -respondió Rebus.

– ¿Quiere decir que tenía enemigos?

– ¿No se te ha ocurrido pensar en el porqué de tantas cerraduras en la puerta?

James cruzó el pasillo y miró la puerta.

– Eso también debe de ser por su pasado. Cuando iba al pub, por ejemplo, se sentaba en un rincón desde el que se viera la puerta.

Rebus sonrió pensando que él hacía lo mismo.

– ¿Para ver quién entraba? -preguntó.

– Eso me dijo.

– Parece que teníais mucha amistad.

– Sí, tanta como para que me pegara un tiro -replicó mirándose el hombro.

– ¿Tú le robaste algo, James?

– ¿Yo? ¿Por qué? -inquirió el muchacho frunciendo el ceño.

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Lo hiciste?

– No.

– ¿Te mencionó alguna vez Lee que echara algo en falta?

El joven negó con la cabeza.

– No sé adónde quiere ir a parar, la verdad.

– Lo digo por esa paranoia que tenía; por saber hasta qué extremo…

– Yo no he dicho que fuera paranoico.

– No, pero esas cerraduras, el hecho de sentarse en un rincón en los pubs…

– Son simples medidas de precaución, ¿no cree?

– Puede. -Rebus hizo una pausa-. Tú le apreciabas, ¿verdad?

– Probablemente más que él a mí.

Rebus recordó la vez anterior que había hablado con el muchacho y lo que había dicho Siobhan.

– ¿Y Teri Cotter? -preguntó.

– ¿Qué pasa con ella? -respondió el muchacho dando unos pasos como para dominar su inquietud.

– Pensamos que Herdman y Teri eran pareja.

– ¿Y qué?

– ¿Lo sabías?

James Bell, al tratar de encogerse hombros, hizo una mueca de dolor.

– Te olvidaste de la herida, ¿eh? -comentó Rebus-. Ahora recuerdo que tenías un ordenador en tu cuarto. ¿Entrabas en la página de Teri?

– No sabía que tuviera una página.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– ¿No te habló de ello nunca Derek Renshaw?

– ¿Derek?

Rebus continuaba asintiendo con la cabeza.

– Por lo visto, Derek era uno de sus admiradores. Tú solías estar en la sala común con él y con Tony Jarvies, y tal vez hablaríais del tema.

James Bell negó despacio con la cabeza con gesto reflexivo.

– Que yo recuerde, no -dijo.

– Bueno, no importa -añadió Rebus levantándose-. ¿Puedo echarte una mano para buscar ese libro?

– ¿Qué libro?

– El que has venido a buscar.

– Ah, es verdad -dijo el muchacho sonriendo por su despiste-. Sí, claro. Estupendo. -Miró en el cuarto en desorden y se acercó a la mesa-. Eh, mire. Aquí está -dijo levantando un libro en rústica para que lo viera Rebus.

– ¿De qué trata?

– De un soldado que se vuelve loco.

– ¿Y que intenta matar a su mujer y luego se tira de un avión?

– ¿Lo ha leído?

Rebus asintió con la cabeza mientras el muchacho hojeaba rápidamente las páginas y se golpeaba con él el muslo.

– Bueno ya lo he recuperado -dijo.

– ¿Hay algo más que quieras coger? -preguntó Rebus enseñándole un disco compacto-. Seguramente acabará en un contenedor de basura.

– ¿Ah, sí?

– Parece que a su esposa no le interesa nada de lo suyo.

– Es una pena.

Rebus continuaba ofreciéndole el compacto, pero el muchacho negó con la cabeza.

– No, no estaría bien.

Rebus asintió y recordó su propia reticencia al mirar en la nevera.

– Bien, inspector, le dejo -añadió James Bell, metiéndose el libro debajo del brazo y, al tender la mano a Rebus, se le cayó el abrigo al suelo.

Rebus lo recogió y volvió a ponérselo sobre los hombros.

– Gracias. Me marcho -dijo el muchacho.

– Muy bien, James. Buena suerte.

Rebus aguardó en el vestíbulo con la barbilla apoyada en su mano enguantada, hasta que oyó abrir y cerrarse la puerta de la calle. James Bell, tan lejos de su casa… atraído por una luz en el piso de un hombre muerto… Seguía intrigándole a quién esperaría encontrar allí el joven. Oyó pasos suaves bajando los escalones de piedra. Fue hasta la mesa y revolvió los libros; eran todos de temática militar, pero de lo que no le cabía duda era de cuál había ido a buscar el muchacho: el mismo que había cogido Siobhan en la primera visita al piso, aquel que guardaba entre sus páginas la foto de Teri Cotter.

SEXTO DÍA . Martes

Capítulo 19

El martes por la mañana, Rebus salió de su casa, fue hasta el final de Marchmont Road y cruzó los Meadows, la zona de césped cercana a la universidad. A su lado pasaban estudiantes camino de las clases, algunos en rechinantes bicicletas y otros a pie, adormilados. Estaba nublado y el color del cielo mimetizaba el gris de la pizarra de los tejados. Fue hacia el puente Jorge IV. Conocía el reglamento de la Biblioteca Nacional: el vigilante le dejaba pasar, pero luego tenía que subir la escalinata y convencer a la bibliotecaria de guardia de que necesitaba desesperadamente hacer una consulta urgentísima y tenía que ser en esa biblioteca. Mostró su carné de identificación, dijo lo que deseaba y le indicaron que fuera a la sala de microfilmes, formato en el que actualmente archivaban los periódicos antiguos. Años atrás, cuando investigaba algún caso, se sentaba en la sala de lectura y un empleado le traía a la mesa, en un carrito, el cargamento de periódicos. Ahora la operación consistía en encender una pantalla e introducir el rollo de película en la máquina.

No tenía en mente ninguna fecha concreta y decidió empezar por un mes antes del accidente del helicóptero y dejar desfilar por la pantalla los sucesos cotidianos. En cuanto llegó al día del accidente, rápidamente se hizo una buena idea del suceso. La noticia ocupaba la primera página del Scotsman con fotos de dos de las víctimas, el general de brigada Stuart Phillips y el comandante Kevin Spark. Como Phillips era escocés, el diario publicaba al día siguiente una detallada cronológica que a Rebus le aportó datos sobre la personalidad profesional y humana del general. Verificó las notas que había tomado, rebobinó la película y metió otro rollo con noticias de las dos semanas anteriores para cotejarlo con sus anotaciones sobre el alto el fuego del IRA en Irlanda del Norte y el papel desempeñado en las negociaciones por el general de brigada Stuart Phillips. Había habido contactos preliminares para examinar la problemática del recelo que suscitaría en los grupos paramilitares de ambos bandos y en los grupúsculos escisionistas… Rebus comenzó a darse golpecitos en los dientes con el bolígrafo hasta percatarse de que otro lector cerca de él le miraba con el ceño fruncido. Musitó un «perdón» y centró su atención en otras noticias del periódico: cumbres mundiales, guerras en el extranjero, crónicas de fútbol… La piel de una granada en la que se veía la cara de Cristo, un gato perdido y recuperado por sus dueños a pesar de haberse mudado de casa…

La foto del gato le recordó a Boecio. Volvió al mostrador y preguntó por el departamento de enciclopedias. Buscó Boecio y se enteró de que era un filósofo romano, traductor y político que, acusado de traición, escribió en la cárcel mientras esperaba su ejecución Sobre la consolación de la filosofía, tratado en el que argumentaba que todo es cambiante y no hay nada que tenga ningún grado de certidumbre… salvo la virtud. Rebus pensó si aquel libro le ayudaría a comprender el destino de Derek Renshaw y su repercusión sobre sus más allegados. Tenía sus dudas. En este mundo, los culpables suelen quedar impunes y las víctimas es como si no contaran. A la gente buena siempre le ocurren cosas malas y viceversa. Si era Dios quien había planificado así las cosas, el cabronazo tenía un tremendo sentido del humor. Resultaba más sencillo pensar que no había ningún plan y que era puro azar lo que había llevado a Lee Herdman a aquel colegio.

Pero le quemaba la duda de que tampoco fuese así.

Decidió acercarse al puente Jorge IV a tomar un café y fumar un cigarrillo. Había llamado a Siobhan a primera hora para decirle que estaría ocupado y que no se verían. A ella no pareció importarle, ni siquiera le había preguntado adónde tenía que ir. Era como si quisiera distanciarse de él, y no se lo reprochaba. Siempre había sido un imán para los problemas y, cerca de él, ella arriesgaba el futuro de su carrera. De todos modos, pensó que había otros motivos. Quizá le consideraba realmente un coleccionista, que establecía relaciones últimas de amistad con ciertas personas, por cariño o por interés… demasiado íntimas a veces. Pensó en la página de internet de la señorita Teri y en la ilusión que producía en sus virtuales visitantes. Una relación unilateral en la que podían verla a ella sin que ella viese a los demás. ¿Era Teri Cotter otro tipo de «ejemplar»?

Sentado en la cafetería Elephant House con un buen café con leche, sacó el móvil. Había fumado un cigarrillo en la calle antes de entrar en el local, en esos días nunca se sabía si dejaban fumar o no. Marcó con el pulgar el número del móvil de Bobby Hogan.

– ¿Se han hecho ya cargo del caso esos gorilas, Bobby? -preguntó.

Hogan sabía que se refería a Claverhouse y Ormiston.

– No del todo -contestó.

– ¿Andan por ahí?

– Están intimando con tu novia.

Rebus tardó un instante en captarlo.

– ¿Con Whiteread? -aventuró.

– Exacto.

– Seguro que Claverhouse disfrutará escuchando lo que le cuenta de mí.

– Ahora me explico por qué está tan sonriente.

– ¿Cómo crees que anda mi estatus de persona non grata?

– No me han dicho nada. Por cierto, ¿dónde estás? ¿Es una cafetera lo que oigo como ruido de fondo?

– Estoy en la pausa de media mañana, excelencia. Indagando sobre la época de Herdman en las SAS.

– ¿Sabes que tengo la sensación de que hemos fracasado irremisiblemente?

– No te preocupes, Bobby. Ya imaginaba que no nos entregarían el expediente por las buenas.

– ¿Cómo te las vas a arreglar para examinarlo?

– Digamos que de un modo lateral.

– ¿Puedes ser más explícito?

– No, hasta que no haya encontrado algo útil.

– John… están cambiando los parámetros de la investigación.

– ¿En cristiano, Bob?

– Que ya no parece tener tanta importancia el «móvil».

– ¿Resulta mucho más interesante el enfoque de las drogas? -aventuró Rebus-. ¿Me estás dando puerta, Bobby?

– Sabes que no es mi estilo, John. Lo que digo es que creo que el caso se me va de las manos.

– ¿Y Claverhouse dirige mi club de admiradores?

– Ni siquiera está en la lista de correo.

Rebus calló, pensativo. Hogan rompió el silencio.

– Tal como están las cosas, a lo mejor me voy a tomar café contigo.

– ¿Te están marginando?

– El último del banquillo.

Rebus sonrió pensando en el cuadro. Claverhouse de arbitro; Ormiston y Whiteread de jueces de línea…

– ¿Alguna noticia más? -dijo.

– El barco de Herdman donde se encontró la droga, parece ser que lo compró pagándolo casi todo en metálico, en dólares concretamente, la divisa internacional del narcotráfico. El año pasado hizo bastantes viajes a Amsterdam y trató de ocultar la mayoría.

– Interesante, ¿no?

– Claverhouse piensa que quizás haya algo de negocio pornográfico también.

– Ese hombre tiene la mente podrida.

– Tal vez tenga razón, mucho porno duro proviene de lugares como Rotterdam. En fin, que nuestro amigo Herdman debía de ser una joya.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Rebus amusgando los ojos.

– ¿Recuerdas que nos llevamos su ordenador? -Rebus recordaba que ya no estaba en el piso de Herdman cuando él fue la primera vez-. Los cerebros de Howdenhall han logrado descubrir algunos de los sitios de internet que visitaba y muchos de ellos eran para mirones.

– ¿De voyeurs?

– Exacto. Al señor Herdman le gustaba mirar. Y además muchos de ellos están registrados en Holanda. El pagaba la subscripción todos los meses con tarjeta de crédito.

Rebus miró por los cristales. Empezaba a llover, una llovizna oblicua. La gente caminaba deprisa con la cabeza agachada.

– ¿Tú sabes de algún traficante de pornografía que pague por mirar?

– Es la primera vez que lo oigo.

– No es ninguna pista, créeme. -Rebus hizo una pausa y entrecerró los ojos-. ¿Has entrado en esos sitios?

– En acto de servicio para examinar las pruebas.

– Descríbemelos.

– ¿Te da morbo?

– Para eso tengo a Frank Zappa. Vamos, compláceme, Bobby.

– Sale una chica sentada en la cama con medias, liguero, etcétera, y tú tecleas lo que quieres que haga.

– ¿Sabemos lo que le gustaba a Herdman que hicieran?

– No. Por lo visto, los técnicos de Howdenhall no llegan a tanto.

– Bobby, ¿tienes una lista de esos sitios? -Rebus oyó una especie de risita entre dientes apagada-. Sólo estoy aventurando una conjetura, pero ¿hay por casualidad alguno titulado Señorita Teri o Entrada a la Oscuridad?

Se hizo un silencio al otro lado de la línea.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fui adivino en una vida anterior.

– No, en serio, John. ¿Cómo lo sabes?

– Ya sabía que me lo ibas a preguntar. -Rebus accedió a no dejar en vilo a Bobby-. La señorita Teri es Teri Cotter, una alumna de Port Edgar.

– ¿Que se dedica al porno?

– No, Bobby, su página no es pornográfica -replicó Rebus sin darse cuenta.

– ¿La has visto?

– Sí, la chica tiene en su habitación una cámara conectada a internet -admitió Rebus-. Funciona las veinticuatro horas al parecer -añadió con una mueca, dándose cuenta de que había hablado demasiado otra vez.

– ¿Y cuánto tiempo has estado mirando para comprobarlo?

– No estoy seguro de que tenga nada que ver con…

– Tengo que decírselo a Claverhouse -interrumpió Hogan.

– Ni se te ocurra.

– John, si Herdman estaba obsesionado con esa chica…

– Si vas a interrogarla quiero acompañarte.

– No creo que tú…

– ¡Bobby, la pista te la he dado yo! -exclamó mirando a su alrededor consciente de haber levantado la voz. Estaba sentado a la barra al lado de la ventana. Vio que dos mujeres, dos oficinistas en su rato de descanso, desviaban la mirada. ¿Habrían estado escuchando?-. Tengo que estar presente, Bobby, por favor, prométemelo.

La voz de Hogan se suavizó.

– De acuerdo, prometido por lo que me toca. Lo que no sé es si Claverhouse estará de acuerdo.

– ¿Seguro que tienes que decírselo?

– ¿Qué quieres decir?

– Bobby, podríamos ir nosotros dos a hablar con ella…

– No es mi manera de trabajar, John -replicó Hogan con voz firme de nuevo.

– Sí, claro, Bobby. -Rebus tuvo una idea-. ¿Está ahí Siobhan?

– Yo creía que estaba contigo.

– No importa. ¿Me dirás el resultado del interrogatorio?

– De acuerdo -contestó Hogan con un suspiro.

– Gracias, Bobby. Te debo una.

Rebus colgó y salió del bar sin tomarse el resto del café. En la calle encendió otro cigarrillo. Las oficinistas cuchicheaban cubriéndose la boca con las manos como para evitar que leyera en sus labios lo que decían. Expulsó humo hacia los cristales y volvió a la biblioteca.

* * *

Siobhan fue a St Leonard temprano, hizo ejercicio en el gimnasio y luego se dirigió al DIC. Había un gran armario practicable donde guardaban los archivadores de casos antiguos. Cuando examinaba los lomos marrones de las carpetas de cartón vio que faltaba una y en su lugar había una hoja de papel. Era el de Martin Fairstone, y lo habían retirado por orden superior. Firmado: Gill Templer.

Era lógico. La muerte de Fairstone no había sido accidental y se iniciarían las pesquisas por homicidio, relacionadas con una investigación interna. Templer había retirado el expediente para entregárselo a quien correspondiera. Cerró, echó la llave y salió al pasillo para escuchar detrás de la puerta. Sólo se oía el sonido sordo de un teléfono. Miró a un lado y a otro del pasillo y vio que en el DIC había dos compañeros: Davie Hynds y Hi-Ho Silvers. Hynds era aún demasiado nuevo para que le intrigase lo que hacía, pero si Silvers la veía…

Respiró hondo, llamó a la puerta y aguardó antes de hacer girar el pomo.

Entró, cerró y se acercó de puntillas a la mesa de la jefa. No había nada encima y los cajones eran muy pequeños. Miró el archivador metálico verde.

– De perdidos al río -musitó abriendo el primero de ellos.

Estaba vacío. Los otros tres sí estaban llenos de papeles, pero no encontró lo que buscaba. Expulsó aire con ganas y miró a su alrededor. ¿Qué broma era aquélla? Allí no había escondrijos, era un despacho absolutamente utilitario. Hubo un tiempo en que Templer tenía un par de macetas en el alféizar, pero ya no estaban; se le habrían muerto las plantas o había decidido tirarlas. El antecesor de Templer tenía el escritorio lleno de fotos de su numerosa familia, pero actualmente no había nada que delatara que lo ocupaba una mujer. Segura de que no había dejado nada por inspeccionar, Siobhan abrió la puerta y se encontró con un hombre con el ceño fruncido.

– Precisamente a quien quería ver -dijo.

– Entré a… -alegó ella mirando al interior del despacho mientras pensaba en una explicación convincente para acabar la frase.

– La comisaria Templer se encuentra en una reunión.

– Sí, claro, es lo que he pensado -añadió Siobhan recuperando el aplomo y cerrando la puerta.

– Por cierto, me llamo… -dijo el hombre.

– Mullen -espetó ella estirándose para estar algo más a la altura de él.

– Ah, claro -dijo Mullen con un sonrisita-. Era usted la que iba al volante del coche el día que conseguí parar al inspector Rebus.

– ¿Y ahora quiere interrogarme sobre Martin Fairstone? -aventuró Siobhan.

– Exacto. -Hizo una pausa-. Siempre que pueda dedicarme unos minutos.

Siobhan se encogió de hombros sonriente, como si fuera lo más agradable del mundo.

– Sígame, por favor -dijo Mullen.

Al pasar por delante de la puerta abierta del DIC, Siobhan miró de reojo y vio que Silvers y Hynds se arrimaban uno a otro y estiraban sus corbatas por encima de la cabeza con el cuello doblado como ahorcados. Lo último que vieron del objeto de su mofa fue un dedo amenazador antes de que despareciera pasillo adelante. Siobhan siguió al oficial de Expedientes escaleras abajo y antes de llegar a la zona de recepción, éste abrió el cuarto de interrogatorios número uno.

– Supongo que tendría un motivo fundamentado para entrar en el despacho de la comisaria Templer -dijo Mullen mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba en el respaldo de una de las sillas.

Siobhan se sentó en la otra, al otro lado de la mesa rayada y con manchas de bolígrafo. Mullen se agachó y cogió del suelo una caja de cartón.

– Sí, por supuesto -contestó ella viendo cómo abría la tapa del archivador.

Encima de todo había una foto de Martin Fairstone hecha poco después de su detención. Mullen la cogió y se la mostró. Siobhan no pudo evitar fijarse en aquellas uñas impecables.

– ¿Cree que este hombre merecía morir?

– No tengo una opinión formada -respondió Siobhan.

– Esto es sólo entre usted y yo, ¿comprende? -añadió Mullen bajando la foto de manera que por encima de ella apareció la mitad de su cara-. No vamos a grabar nada ni hay testigos. Todo muy discreto e informal.

– ¿Por eso se ha quitado la chaqueta? ¿Para que sea más informal?

Mullen no replicó.

– Se lo preguntaré otra vez, sargento Clarke. ¿Merecía este hombre morir?

– Si me pregunta si yo quería que muriese, la respuesta es «no». He conocido miserables mucho peores que Martin Fairstone.

– ¿Cómo lo clasificaría, entonces? ¿Como molestia menor?

– No me preocuparía en clasificarlo.

– Tuvo una muerte horrible, ¿sabe? Se despertó en pleno incendio, medio asfixiado por el humo, tratando de desatarse de la silla… A mí no me gustaría acabar así.

– Supongo que no.

Se miraron a la cara y Siobhan comprendió que en cualquier momento él se levantaría y comenzaría a pasear por el cuarto tratando de ponerla nerviosa. Se le anticipó y, apartando la silla de la mesa, fue a hasta el fondo con los brazos cruzados, obligándole a volverse.

– Parece que está haciendo usted una buena carrera, sargento Clarke -dijo Mullen-. Inspectora dentro de cinco años, tal vez inspectora jefe antes de los cuarenta… tiene diez años por delante para estar a la altura de la comisaria Templer. -Hizo una pausa efectista-. Un buen futuro si sabe evitar escollos.

– Espero tener un buen radar.

– Deseo por su bien que así sea. El inspector Rebus, por el contrario… no parece tenerlo muy afinado, ¿no cree?

– No tengo una opinión formada.

– Pues ya es hora de que la tenga. Con la carrera que tiene usted por delante, debe elegir con cuidado sus amistades.

Siobhan cruzó despacio hasta el otro lado del cuarto y se volvió al llegar a la puerta.

– Seguro que hay muchos sospechosos en libertad que deseaban la muerte de Fairstone -dijo.

– Esperemos que en la investigación se descubran muchos -replicó Mullen encogiéndose de hombros-. Pero entretanto…

– Entretanto, ¿quiere dar un repaso al inspector Rebus?

Mullen la miró un instante.

– ¿Por qué no se sienta?

– ¿Le pongo nervioso? -replicó ella inclinándose y apoyando los nudillos en el borde de la mesa.

– ¿Eso es lo que intentaba? Yo empezaba a pensar…

Siobhan le sostuvo la mirada.

– Dígame -añadió él pausadamente-, cuando supo que el inspector Rebus había estado en casa de Martin Fairstone la noche en que murió, ¿qué fue lo primero que pensó?

Siobhan respondió encogiéndose levemente de hombros.

– Una hipótesis es que alguien pudo querer dar un susto a Fairstone -dijo él entonando la voz- y salió mal. Tal vez el inspector Rebus intentó volver a la casa para salvarle… Nos llamó una doctora, una psicóloga llamada Irene Lesser, que hace poco trató con el inspector Rebus por otro asunto. Resulta que esa doctora tenía intención de presentar una reclamación, algo relacionado con la violación de la confidencialidad de los pacientes. Después de su queja, expresó su opinión de que el inspector Rebus es un «obsesionado». ¿Diría usted que estaba obsesionado, sargento Clarke? -añadió Mullen inclinándose hacia ella.

– A veces se enfrasca excesivamente en las investigaciones -dijo Siobhan-. No sé si es lo mismo.

– Me parece que la interpretación de la doctora Lesser es que le cuesta vivir en la realidad… que arrastra una furia acumulada de años.

– No entiendo qué tiene eso que ver con Martin Fairstone.

– ¿No? -replicó Mullen sonriendo con arrepentimiento-. ¿Considera al inspector Rebus amigo suyo, alguien con quien comparte su tiempo fuera del trabajo?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo?

– Parte de mi tiempo.

– ¿Es la clase de amigo a quien habla de sus problemas?

– Puede ser.

– ¿Y Martin Fairstone no era un problema?

– No.

– Para usted desde luego que no. -Mullen calló un instante y se recostó en la silla-. Sargento Clarke, ¿ha sentido alguna vez necesidad de proteger al inspector Rebus?

– No.

– Pero ha hecho de conductor para él mientras se le curaban las manos.

– No es lo mismo.

– ¿Le ha ofrecido una explicación creíble de cómo se las quemó?

– Las metió en agua muy caliente.

– He especificado «creíble».

– Yo la considero creíble.

– ¿No cree que es muy propio de él, al verla con un ojo tumefacto, establecer conclusiones y ajustar las cuentas a Fairstone?

– Estuvieron juntos en un pub, pero no he oído decir a nadie que se pelearan.

– Quizás en público no. Pero cuando el inspector Rebus le indujo a que le invitase a su casa… donde nadie les viera…

Siobhan negó con la cabeza.

– No ocurrió nada así.

– Me encantaría tener tanta confianza como usted, sargento Clarke.

– ¿Sustituiría su engreída arrogancia?

Mullen la miró inquisitivo, sonrió y guardó la foto en el archivador.

– Creo que es todo por ahora. -Siobhan no hizo ademán de irse-. A menos que usted tenga algo que decir -añadió Mullen con un destello en los ojos.

– En realidad, sí. Ahí tiene usted el motivo por el que entré en el despacho de la comisaria Templer -añadió señalando con la cabeza el archivador.

– ¿Ah, sí? -dijo Mullen interesado.

– Pero no tiene nada que ver con Fairstone, sino con el caso de Port Edgar. Vieron a la novia de Fairstone -dijo pensando que no comprometía nada revelándolo-; fue vista en South Queensferry, y el inspector Hogan -tragó saliva antes de dejar caer una pequeña mentira- quiere interrogarla, pero yo no recordaba la dirección.

– ¿Y está aquí? -dijo Mullen dando una palmadita en el archivador y pensándolo un instante antes de abrirlo y empujarlo hacia ella-. No veo inconveniente.

La rubia se llamaba Rachel Fox y trabajaba en un supermercado al final de Leith Walk. Siobhan llegó hasta allí en coche, pasando por delante de los poco sugerentes bares, tiendas de artículos de segunda mano y locales de tatuaje. A ella Leith le parecía estar siempre a punto de experimentar alguna especie de renacimiento. Cuando transformaron los antiguos almacenes en apartamentos tipo «loft», o abrieron una sala de cine o trajeron el histórico yate de la reina para que lo visitaran los turistas, se habló de «rejuvenecimiento». Sin embargo, para ella el lugar no había cambiado nada; era el Leith de siempre, con sus habitantes de siempre. No sentía aprehensión cuando estaba allí, ni siquiera en plena noche y había que llamar a la puerta de burdeles o antros de droga. Pero sí que reconocía que era un lugar sin espíritu, donde una sonrisa te revelaba como forastero. No había sitio en el aparcamiento del supermercado. Dio una vuelta y finalmente vio a una mujer que cargaba bolsas de compra en el maletero. Aguardó con el motor al ralentí. La mujer reñía a gritos a un niño de cinco años, lloroso y con mocos colgando, cuyos hombros subían y bajaban al compás de los sollozos. Vestía una chaqueta deportiva plateada Le Coq Sportif y dos tallas más grande que la suya y acolchada, por lo que parecía no tener manos. La madre se puso furiosa al verle limpiarse la nariz con la manga y comenzó a zarandearlo. Siobhan arrimó instintivamente la mano a la puerta del coche sin llegar a abrir, pues sabía que con su intervención podía agravar la situación de la criatura, aquella mujer no iba a reconocer sus malas maneras por el reproche que le hiciera una desconocida. Vio que cerraba el maletero y empujaba al niño dentro del coche y que, al dar la vuelta para sentarse al volante, la miraba a ella encogiéndose de hombros como reclamando comprensión. Siobhan la fulminó con la mirada, pero no dejó de pensar en la futilidad de su indignación mientras aparcaba, cogía un carrito y entraba en el supermercado.

¿A qué había ido allí, en definitiva? ¿Por Fairstone, por las notas, o porque Rachel Fox había estado en el Boatman's? Quizá por las tres cosas. Fox trabajaba de ayudante de caja; Siobhan miró la batería de cajas y la localizó enseguida. Vestía el uniforme azul de las empleadas, tenía recogida la melena en una cola alta y le caían dos tirabuzones sobre las orejas. En aquel momento miraba inexpresiva al vacío mientras pasaba los artículos por el lector de código de barras. Sobre la caja colgaba un letrero que decía: «Máximo nueve artículos». Siobhan entró en el primer pasillo, pero no vio nada que le hiciera falta; no quería aguardar cola en la pescadería ni en la carnicería por si Rachel Fox se tomaba un descanso o se marchaba antes de la hora. Echó en el carrito dos chocolatinas, rollos de papel de cocina y una lata de caldo Scotch. Cuatro artículos. Al doblar al fondo del pasillo miró si Fox seguía en la caja. Seguía allí, con tres pensionistas esperando turno para pagar. Siobhan añadió un frasco de salsa de tomate. Una mujer en silla de ruedas eléctrica pasó rauda a su lado para meter prisa al marido y gritarle que no olvidase la pasta dentífrica y los pepinillos.

La mueca que hizo el hombre le recordó a Siobhan que ella había olvidado los pepinillos y tendría que volver atrás.

Los clientes se movían despacio, como si pretendieran demorarse más de lo estrictamente necesario. Seguramente muchos acabarían por entrar en la cafetería a tomar un trozo de tarta, saboreándola despacio entre sorbos de té, antes de irse a casa y pasar la tarde viendo programas de cocina.

Un paquete de pasta. Seis artículos.

Ya sólo quedaba un pensionista en la caja rápida, y Siobhan se colocó detrás del hombre, que saludó a Fox. Ésta le respondió con un desmayado y seco «buenas» para disuadirle de charlar.

– Qué buen día hace -dijo el hombre, que debía de ir sin dentadura postiza a juzgar por su modo de hablar y cómo le asomaba la lengua entre los labios.

Fox asintió con la cabeza y siguió pasando los artículos de compra con la mayor rapidez posible. Al mirar la cinta transportadora, dos cosas llamaron la atención de Siobhan. La primera era que el hombre llevaba doce artículos y la segunda, que también ella habría debido comprar huevos.

– Ocho ochenta -dijo Fox.

El hombre sacó despacio el dinero del bolsillo y comenzó a contar las monedas. Frunció el ceño y las contó otra vez. Rachel Fox tendió la mano y cogió el dinero.

– Faltan cincuenta peniques -dijo.

– ¿Cómo?

– Le faltan cincuenta peniques. Tendrá que dejar algún artículo.

– Tenga -dijo Siobhan aportando la moneda que faltaba.

El hombre la miró, sonrió desdentado, le hizo una breve reverencia y se dirigió a la salida con su bolsa.

Rachel Fox comenzó a pasar los artículos de la nueva dienta.

– Estará usted pensando que pobre hombre -comentó sin levantar la vista-, pero suele usar el mismo truco una vez a la semana.

– Pues qué tonta he sido -dijo Siobhan-. Bueno, por lo menos no se ha puesto a contar otra vez todas las monedas.

Fox levantó la vista, luego miró la cinta transportadora y volvió a mirar a Siobhan.

– Yo la conozco de algo -dijo.

– Rachel, ¿me ha estado enviando cartas?

– ¿Cómo sabe mi nombre? -replicó Fox con la mano sobre el paquete de pasta.

– En primer lugar lo pone en su insignia.

Pero en ese momento Rachel se acordó. La miró con cara de odio con los ojos entrecerrados.

– Usted es esa poli que pretendía encerrar a Marty.

– Testifiqué en la vista -concedió Siobhan.

– Sí, lo recuerdo… Y un colega suyo le prendió fuego.

– No se crea todo lo que cuentan los tabloides, Rachel.

– Usted le buscó problemas a Marty.

– No.

– Me habló de usted… me dijo que le tenía manía.

– Puedo asegurarle que no es cierto.

– ¿Y entonces por qué está muerto?

Había pasado el último artículo y Siobhan le tendió un billete de diez libras. La cajera del puesto más cercano había interrumpido su actividad y, junto con su dienta, estaba escuchando.

– Rachel, ¿podemos hablar a solas? -dijo Siobhan mirando a su alrededor-. ¿En algún sitio menos concurrido?

A Rachel Fox se le saltaron las lágrimas. Siobhan se acordó de pronto del niño que había visto en el aparcamiento y pensó que en ciertos aspectos nunca nos hacemos mayores. Emocionalmente, nunca crecemos.

– Rachel… -añadió.

Pero Rachel Fox abrió la caja para darle el cambio negando despacio con la cabeza.

– No tengo nada que decirles.

– ¿Y esas notas que he estado recibiendo, Rachel? ¿Qué me dice de eso?

– No sé de qué me habla.

Siobhan oyó el ruido de un motor y comprendió que la mujer de la silla de ruedas estaba detrás de ella. El marido llevaba en el carrito exactamente nueve artículos. Siobhan se volvió y vio que la mujer venía con otra cesta y otros nueve artículos. La miraba con la cara encendida, deseosa de que se fuera.

– La vi en el Boatman's -dijo Siobhan-. ¿Qué hacía allí?

– ¿Dónde?

– En el Boatman's… South Queensferry.

Fox le entregó el cambio con el ticket.

– Es donde trabaja Rod -dijo con un bufido.

– Es… un amigo suyo, ¿verdad?

– Es mi hermano -respondió Rachel Fox y, cuando levantó la vista, Siobhan vio que en lugar de lágrimas echaba fuego por los ojos-. ¿Es que van a matarle a él también? ¿Eh? ¿Es eso?

– Davie, será mejor que vayamos a otra caja -dijo la mujer de la silla de ruedas a su marido.

Comenzó a dar marcha atrás en el momento en que Siobhan cogía su bolsa y se dirigía a la salida seguida por la voz de Rachel Fox:

– ¡Puta asesina! ¿Qué te he hecho yo? ¡Asesina! ¡Asesina!

Siobhan tiró las bolsas en el asiento del pasajero y se sentó al volante.

– ¡So guarra! -gritó Rachel Fox yendo hacia el coche-. ¡No tienes ni un tío que se te acerque!

Siobhan encendió el motor y salió del hueco en marcha atrás al tiempo que Rachel Fox lanzaba una patada contra el faro. Como llevaba zapatillas deportivas, el pie rebotó en el cristal. Siobhan estiró el cuello para asegurarse de que no atropellaba a nadie y cuando enderezó el volante vio que Rachel Fox empujaba con todas sus fuerzas una fila de carritos empotrados. Arrancó y pisó el acelerador mientras oía el traqueteo de los carritos, que pasaron rozando el coche. Miró por el retrovisor y vio que habían quedado atravesados en la calle y que el primero de la fila había ido a estrellarse contra un Volkswagen Escarabajo aparcado en la otra acera.

Rachel Fox continuaba gruñendo y agitando los puños. Finalmente dirigió un dedo amenazador hacia el coche que se alejaba y se pasó ese mismo dedo por la garganta asintiendo despacio con la cabeza.

– De acuerdo, Rachel -musitó Siobhan saliendo del aparcamiento.

Capítulo 20

Bobby Hogan había tenido que poner en juego todo su poder de persuasión y se aseguraría de que Rebus no lo olvidara. La mirada que le dirigió fue elocuente: «Primero, me debes un favor; segundo, no jodas la marrana».

Estaban en un despacho de la «Casa grande», la Jefatura de la Policía de Lothian and Borders en Fettes Avenue, sede la División de Narcotráfico, por lo que Rebus estaba allí a disgusto. No sabía realmente cómo Hogan había convencido a Claverhouse para que le dejara asistir al interrogatorio; lo cierto es que allí se encontraban ahora. También asistía Ormiston, que resoplaba por la nariz y cerraba los ojos con fuerza cada vez que parpadeaba. Teri Cotter había acudido con su padre y completaba la escena una agente de uniforme.

– ¿Seguro que quieres que esté presente tu padre? -preguntó Claverhouse sin rodeos.

Teri le miró. Llevaba todos sus atavíos de gótica y unas botas hasta la rodilla con múltiples hebillas relucientes.

– Tal como lo plantea -dijo el señor Cotter-, quizás habría sido mejor que hubiera venido con mi abogado.

Claverhouse se encogió de hombros.

– Lo he preguntado simplemente porque no quiero que su hija se sienta violenta en su presencia -dijo mirando a la muchacha.

– ¿Violenta? -repitió el señor Cotter mirando a su hija, por lo que no pudo ver el ademán que hacía Claverhouse fingiendo teclear ante una pantalla; Teri sí que lo vio y comprendió al instante.

– Papá, quizá sea mejor que esperes fuera -dijo.

– Verdaderamente, no sé…

– Papá -dijo ella poniéndole la mano en el brazo-. No te preocupes. Luego te lo explico. De verdad -añadió taladrándole con la mirada.

– Bueno, no sé… -protestó Cotter mirando a su alrededor.

– No se preocupe, señor -dijo Claverhouse para tranquilizarle, recostándose en la silla y cruzando las piernas-. No se alarme, se trata simplemente de ciertos datos que queremos verificar con Teri. El sargento Ormiston le acompañará a la cantina -añadió señalando con la cabeza a Ormiston- y mientras usted toma algo habremos terminado.

Ormiston puso mala cara y miró a Rebus y a Hogan como si preguntara a su compañero por qué no podía ir uno de los dos. Cotter miró otra vez a su hija.

– No acaba de convencerme dejarte aquí sola -protestó de nuevo pero ya dándose por vencido, y Rebus pensó si se atrevería alguna vez a oponerse a su mujer o a su hija.

Era un hombre feliz en su mundo de cifras y movimientos de bolsa, datos que consideraba previsibles y controlables. Tal vez el accidente de coche y la pérdida del hijo le habían hecho perder la confianza en sí mismo, al verse como un ser vulnerable frente al azar y la adversidad. Se levantó y Ormiston, que aguardaba en la puerta, le siguió. Rebus pensó de pronto en Allan Renshaw y en las secuelas que deja en un padre la pérdida de un hijo.

Claverhouse dirigió una sonrisa de oreja a oreja a Teri Cotter, quien correspondió cruzando los brazos a la defensiva.

– Teri, sabes de qué se trata, ¿verdad?

– ¿Ah, sí?

– Esto sí que sabes lo que significa, ¿no? -añadió Claverhouse repitiendo el movimiento de dedos sobre el teclado.

– ¿Por qué no me lo explica?

– Significa que tienes una página en internet: Señorita Teri. Significa que la gente puede observar tu dormitorio a cualquier hora del día o de la noche. El inspector Rebus aquí presente es uno de tus admiradores -añadió Claverhouse señalándole con la cabeza-. Y Lee Herdman era otro. -Hizo una pausa mirándola fijamente-. No parece sorprenderte.

La muchacha se encogió de hombros.

– Por lo visto, el señor Herdman era un gran voyeur -añadió

Claverhouse fijando brevemente la vista en Rebus, como si se preguntara si podía clasificarle también como tal-. Le gustaba entrar en muchos sitios, casi todos de pago con tarjeta de crédito.

– ¿Y qué?

– Tú, sin embargo, te ofreces gratis.

– ¡Lo mío no es igual que esos sitios que dice! -exclamó enfurecida.

– Entonces ¿qué clase de sitio es el tuyo?

Teri Cotter estuvo a punto de responder, pero se contuvo.

– ¿Te gusta que te miren? -dijo Claverhouse-. A Herdman le gustaba mirar. Parece que los dos os complementabais.

– Me folló unas cuantas veces, si se refiere a eso -dijo ella fríamente.

– Yo no habría utilizado esas palabras.

– Teri -terció Rebus-, hay un ordenador que compró Lee y que no encontramos… ¿No será el que tienes en tu dormitorio?

– Puede.

– ¿Lo compró para ti y te lo instaló él?

– Si usted lo dice…

– ¿Y te enseñó a diseñar la página y a instalar la cámara?

– ¿Por qué me lo pregunta si ya lo saben? -replicó ella irascible.

– ¿Tus padres no preguntaron nada?

– Yo tengo mi dinero -replicó ella mirándole.

– ¿Pensaron que lo habías comprado tú? ¿No sabían nada de lo tuyo con Lee?

La muchacha le dirigió una mirada que hacía ver lo estúpidas que eran sus preguntas.

– Le gustaba observarte -añadió Claverhouse-. Quería saber dónde estabas y lo que hacías. ¿Por eso colgaste ese sitio en la Red?

Teri Cotter negó con la cabeza.

– Entrada a la Oscuridad es para todo el que quiera mirar -dijo.

– ¿Fue idea de él o tuya? -preguntó Hogan.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Se supone que soy Caperucita Roja? ¿Y Lee el lobo malvado? -Lanzó un suspiro-. Lee me regaló el ordenador y me dijo que quizá podríamos estar en contacto a través de la cámara. Pero Entrada a la Oscuridad fue idea mía, exclusivamente mía -añadió señalándose con el dedo entre los senos; la puntilla negra dejaba ver un trozo de piel sobre el que reposaba la cadenita de oro con el diamante, con el que se puso a juguetear.

– ¿Eso te lo regaló él también? -preguntó Rebus.

La muchacha bajó la vista a la cadenita, asintió con la cabeza y cruzó otra vez los brazos.

– Teri -añadió Rebus despacio-, ¿sabías quién más accedía a tu sitio?

Ella negó con la cabeza.

– El anonimato forma parte de la gracia del juego -respondió.

– Tu página no es anónima, hay muchos datos que explican quién eres.

Teri reflexionó un instante y se encogió de hombros.

– ¿Lo sabía alguien más del colegio? -preguntó Rebus.

La muchacha volvió a encogerse de hombros.

– Te diré alguien que sí lo sabía: Derek Renshaw.

Teri Cotter abrió los ojos y la boca, sorprendida.

– Probablemente Derek se lo diría a su buen amigo Anthony Jarvies -añadió Rebus.

Claverhouse se enderezó en la silla y levantó una mano.

– Un momento -dijo mirando a Hogan, que se encogió de hombros, y luego a Rebus-. Esto es nuevo para mí.

– Derek Renshaw tenía guardada en su ordenador la dirección del sitio de Teri -dijo Rebus.

– ¿Y el otro chico también lo sabía? ¿El que mató Herdman?

Rebus se encogió de hombros.

– He dicho probablemente -contestó.

Claverhouse se puso en pie y se restregó el mentón.

– Teri, ¿Lee Herdman era del tipo celoso? -preguntó.

– No lo sé.

– Pero lo del sitio lo sabía… Se lo dijiste, por supuesto -añadió Claverhouse de pie junto a ella.

– Sí -contestó Teri Cotter.

– ¿Y a él qué le pareció? Me refiero al hecho de que cualquiera pudiera verte en tu dormitorio a cualquier hora de la noche.

– ¿Cree en que los mató por eso? -dijo Teri casi en un susurro.

Claverhouse se inclinó con el rostro casi pegado al de ella.

– ¿A ti qué te parece, Teri? ¿Lo crees posible?

No esperó la respuesta, giró sobre sus talones y dio una palmada.

Rebus sabía qué estaba pensando: que él, el inspector Charlie Claverhouse, acababa de desentrañar el misterio el primer día que se hacía cargo del caso. Y ya estaba deseando lanzar al vuelo las campanas de su triunfo para que se enteraran los jefes. Se acercó a la puerta, la abrió y le decepcionó ver que no había nadie en el pasillo. Rebus aprovechó la ocasión para levantarse de la silla y sentarse en la de Claverhouse. Teri se miraba el regazo y jugueteaba de nuevo con la cadenita.

– Teri -dijo Rebus en voz queda para llamar su atención. La muchacha le miró y, al advertir, a pesar del rímel, que tenía los ojos húmedos, añadió-: ¿Te encuentras bien? -Ella asintió despacio con la cabeza-. ¿Seguro? ¿Quieres que te traiga algo?

– Estoy bien.

Rebus asintió con la cabeza tratando de convencerse. Hogan también se había cambiado de sitio y estaba al lado de Claverhouse en la puerta poniéndole una mano en el hombro para calmar su excitación. Rebus no oía lo que decían, ni le importaba.

– No puedo creerme que ese cabrón me mirara.

– ¿Quién, Lee?

– Derek Renshaw -replicó ella furiosa-. ¡Él mató a mi hermano! -añadió alzando la voz.

Rebus bajó aún más la suya.

– Por lo que yo sé, iba en el coche con tu hermano, pero eso no significa que tuviera la culpa del accidente. -De pronto cruzó por su mente la imagen del padre de Derek: un niño abandonado en el bordillo de la acera, aferrado a una pelota recién comprada como si en ello le fuera la vida mientras el mundo discurre vertiginoso ante él-. ¿Tú crees realmente que Lee entraría en un colegio y mataría a dos personas porque estaba celoso?

Teri Cotter reflexionó un instante y negó con la cabeza.

– Yo tampoco -dijo Rebus. Ella le miró-. En primer lugar -prosiguió él-, ¿cómo iba a saberlo? Tampoco parece que conociera a las víctimas, así que, ¿cómo iba a elegirlos precisamente a ellos? -Aguardó a ver el efecto que causaba en ella el razonamiento-. Matarlos por una cosa así es un poco exagerado, ¿no crees? Y en un lugar público… Tendría que haber estado loco de celos. Completamente trastornado.

– Entonces… ¿qué sucedió? -preguntó ella.

Rebus miró a la puerta. Ormiston había regresado de la cafetería y Claverhouse le abrazaba. Probablemente le habría levantado en brazos de contento de haber podido. Rebus captó un entusiasta «lo hemos resuelto» seguido de un cauteloso susurro de Hogan.

– No estoy seguro todavía -dijo Rebus en respuesta a la pregunta de Teri-. Los celos son un buen móvil, por eso le has dado ese alegrón al inspector Claverhouse.

– Usted no le traga, ¿verdad?

– No te preocupes, es un sentimiento totalmente recíproco.

– Cuando se metió en Entrada a la Oscuridad… -Bajó de nuevo los ojos-. ¿Me vio haciendo algo?

Rebus negó con la cabeza.

– El cuarto estaba vacío -contestó sin querer confesar que la había visto durmiendo-. ¿Te importa que te haga una pregunta? -añadió mirando hacia la puerta para asegurarse de que no le oían-. Doug Brimson dice que es amigo de tus padres, pero a mí me da la impresión de que no es santo de tu devoción…

Una expresión de desazón cruzó el rostro de la joven.

– Mamá está liada con él -contestó displicente.

– ¿Estás segura? -Ella asintió con la cabeza-. ¿Lo sabe tu padre?

– Más vale que no lo sepa, ¿no cree? -respondió mirándole horrorizada.

Rebus reflexionó un instante.

– Sí, claro -dijo-. ¿Tú cómo te enteraste?

– Intuición de mujer -respondió ella sin asomo de ironía.

Rebus se recostó en la silla pensando en Teri, Lee Herdman y Entrada a la Oscuridad, preguntándose si no tendría algo que ver con un intento de recuperar a la madre.

– Teri, ¿seguro que no puedes saber de alguna forma quién te miraba a través del ordenador? ¿Ningún chico del colegio te insinuó…?

Ella negó con la cabeza.

– Yo recibo mensajes en el libro de huéspedes, pero nunca de nadie conocido.

– Y en esos mensajes, ¿hay alguno que sea… espontáneo?

– Son los que me gustan. -Ladeó levemente la cabeza tratando de encarnar el personaje de la señorita Teri, pero no había nada que hacer, Rebus la había calado como Teri Cotter a secas y no se dejaba impresionar. El inspector enderezó el cuello y la espalda-. ¿Sabes a quién vi anoche? -añadió en tono amistoso.

– ¿A quién?

– A James Bell.

– ¿Y? -replicó ella mirándose el esmalte negro de las uñas.

– Pues que se me ocurrió… ¿recuerdas aquella foto tuya que nos birlaste en el pub de Cockburn Street?

– Era mía.

– No digo que no lo fuera. Creo recordar que cuando la cogiste me dijiste que James se dejaba ver por las fiestas de Lee.

– ¿Él lo niega?

– Al contrario, por lo visto ellos dos se conocían bastante bien. ¿Tú qué piensas?

Los tres policías, Claverhouse, Hogan y Ormiston, volvieron a entrar. Ormiston daba palmaditas en la espalda a Claverhouse.

– Apreciaba a Lee -contestó Teri Cotter-. De eso no hay duda.

– ¿Era un aprecio mutuo?

La muchacha entrecerró los ojos.

– James Bell… él le podría haber señalado a Lee, a Renshaw y a Jarvies, ¿verdad? -dijo.

– Eso no explicaría que Lee le disparara a él también. El caso es que… -Sabía que le quedaban segundos antes de que le vetaran en el interrogatorio-. Esa foto tuya que tú dices que te la hicieron en Cockburn Street… Lo que me pregunto es quién la hizo.

Teri Cotter consideró un instante el porqué de la pregunta. Claverhouse estaba delante de ellos dos chasqueando los dedos para darle a entender a Rebus que dejara libre la silla, y Rebus continuó mirando cara a cara a la muchacha mientras se levantaba.

– ¿James Bell? -preguntó-. ¿Fue él?

Teri Cotter asintió con la cabeza sin encontrar inconveniente en decirlo.

– ¿Iba a verte a Cockburn Street?

– Estaba haciéndonos fotos a todos para un trabajo del colegio…

– ¿De qué se trata? -preguntó Claverhouse sentándose sonriente en la silla.

– Me estaba preguntando cosas sobre James Bell -respondió Teri.

– ¿Ah, sí? ¿Qué pasa con él?

– Nada -contestó ella guiñándole el ojo a Rebus, que se apartó a un lado.

Claverhouse hizo un gesto brusco y se volvió en la silla hacia él, pero Rebus simplemente se encogió de hombros sonriendo. Cuando Claverhouse se volvió otra vez hacia la muchacha, él hizo un gesto. Teri comprendió que le daba las gracias. Rebus sabía muy bien lo que Claverhouse habría hecho con la información: James Bell presta un libro a Lee Herdman sin darse cuenta de que dentro hay una foto de Teri como señal. Herdman la encuentra, siente celos, un móvil para herir al chico, pues no es algo tan grave como para matarle y, además, James era amigo suyo…

Con semejante conclusión, Claverhouse daría por cerrado el caso e iría directamente al despacho del subdirector a por su medalla al mérito. No quedaría nadie en la caseta prefabricada ni dentro del colegio de Port Edgar y todos los agentes volverían al servicio rutinario.

Y él, Rebus, estaría de nuevo suspendido del servicio.

Pero nada de eso cuadraba realmente. Ahora estaba seguro. Y sabía que tenía algo ante sus narices. En ese momento miró a Teri Cotter, que seguía jugueteando con la cadena, y supo lo que era. La pornografía y las drogas no eran la única industria de Rotterdam.

* * *

Rebus localizó a Siobhan en el coche.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– En la A 90 camino de South Queensferry. ¿Y tú?

– Delante de un semáforo en Queensferry Road.

– ¿Conduciendo y hablando por teléfono? Sí que debes de tener curadas las manos.

– Más o menos. ¿Dónde has estado?

– Hablando con la novia de Fairstone.

– ¿Algún resultado?

– En cierto modo. ¿Y tú?

– He estado presente en un interrogatorio de Teri Cotter. Claverhouse se cree que ha descubierto el móvil.

– ¿Ah, sí?

– Piensa que Herdman estaba celoso porque los dos chicos visitaban el sitio de Teri.

– ¿Y casualmente James Bell se interpuso?

– Seguro que es como Claverhouse lo verá.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Con esto queda todo cerrado.

– ¿Y Whiteread y Simms?

– Tienes razón. No van a conformarse -dijo Rebus viendo que el semáforo cambiaba a verde.

– Ni querrán irse con las manos vacías.

– Exacto. -Rebus pensó un instante sosteniendo el teléfono entre el hombro y la mandíbula mientras cambiaba de marcha y añadió-: ¿A qué vas a Queensferry?

– El barman del Boatman's es hermano de Fox.

– ¿Qué Fox?

– La novia de Fairstone.

– Lo que explica por qué ella iba a ese bar.

– Sí.

– ¿Has hablado con ella?

– Intercambiamos unos cumplidos.

– ¿Dijo algo sobre Johnson Pavo Real y si su pelea con Fairstone tenía algo que ver con ella?

– Se me olvidó preguntarle.

– ¿Se te olvidó…?

– El asunto se complicó y pensé que era mejor interrogar a su hermano.

– ¿Crees que él sabrá si ella tenía relaciones con Pavo Real?

– No lo sabré hasta que no se lo pregunte.

– ¿Quieres que nos encontremos? Yo tenía pensado ir al puerto deportivo.

– ¿Quieres ir primero allí?

– Luego podemos concluir la jornada con una copa bien merecida.

– Bien, nos vemos en el puerto.

Siobhan cortó y tomó la última salida antes del puente del Forth. Cuando después de descender hacia South Queensferry doblaba a la izquierda en Shore Road, volvió a sonar su teléfono.

– ¿Has cambiado de plan? -preguntó por el micrófono.

– No hasta que no tengamos un plan que cambiar. La llamo por eso.

Reconoció la voz de Doug Brimson.

– Perdone; creí que era otra persona. ¿Qué quiere?

– Pensaba en si estaría lista para usar el cielo otra vez.

– Tal vez -contestó Siobhan sonriendo mentalmente.

– Estupendo. ¿Qué le parece mañana?

Ella reflexionó un instante.

– Sí, podría escaparme una hora.

– ¿Por la tarde, antes de que se ponga el sol?

– De acuerdo.

– ¿Y esta vez cogerá los mandos?

– Es posible que me deje convencer.

– Magnífico. ¿Qué le parece a las dieciséis horas?

– Suena a las cuatro de la tarde.

Él se echó a reír.

– Nos vemos, Siobhan.

– Adiós, Doug.

Dejó el móvil en el asiento del pasajero y miró al cielo a través del parabrisas imaginándose en un avión; imaginándose… presa de un ataque de pánico. No, no creía que le entrara el pánico. Además, llevaría a Doug Brimson a su lado. No había por qué preocuparse.

Aparcó delante de la cafetería del puerto deportivo, entró y salió con una chocolatina. Estaba desenvolviéndola cuando llegó Rebus en el Saab. Pasó por delante de ella y lo dejó al fondo del aparcamiento a cincuenta metros del cobertizo de Herdman. Cuando ella llegó a su altura, él cerraba la portezuela.

– Bien, ¿qué hacemos aquí? -preguntó Siobhan deglutiendo el último trozo de chocolatina.

– ¿Aparte de destruirnos la dentadura? -replicó él-. Quiero echar un último vistazo al cobertizo.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

Las puertas estaban cerradas pero no con llave. Rebus las abrió y vio, en cuclillas sobre la lancha neumática, a Simms, que levantó la vista mientras Rebus señalaba con la cabeza la palanca que tenía en la mano.

– ¿Qué hace, destrozar el chiringuito? -dijo.

– Nunca se sabe lo que se puede encontrar -respondió Simms-. En ese aspecto, nosotros decididamente les hemos ganado la partida.

Whiteread, al oír voces, salió de la oficina con un montón de papeles en la mano.

– De pronto hay prisas, ¿verdad? -dijo Rebus acercándose a ella-. Claverhouse está a punto de cerrar el caso y no debe de hacerles mucha gracia, ¿eh?

Whiteread esbozó una leve sonrisa despectiva. Rebus, pensando qué podría hacer para desconcertarla, tuvo una idea.

– Supongo que fue usted quien nos echó encima al periodista -dijo ella-. Quería saber datos sobre el helicóptero que se estrelló en Jura, lo que me hizo pensar…

– Vamos, dígalo -dijo Rebus provocador.

– Esta mañana he tenido una charla muy interesante -añadió ella pausadamente- con un tal Douglas Brimson. Por lo visto, los tres hicieron un pequeño viaje juntos -espetó ella mirando a Siobhan.

– No me diga -replicó Rebus deteniéndose.

Pero ella siguió caminando y se le acercó hasta pegar prácticamente la cara a la de él.

– Les llevó a la isla y luego fueron al lugar del accidente -añadió sin dejar de mirarle a la cara para observar un signo de debilidad. Rebus dirigió una mirada a Siobhan. «¡Ese cabrón no tenía por qué decírselo!» Ella se ruborizó.

– ¿Ah, sí? -fue todo cuanto se le ocurrió como réplica a Rebus.

Whiteread se puso de puntillas, la cara a la misma altura que la de Rebus.

– La cuestión es, inspector Rebus, cómo sabía usted eso.

– ¿Qué?

– El único medio de saberlo es tener acceso a documentación confidencial.

– ¿Ah, sí? -replicó Rebus viendo que Simms bajaba de la lancha con la palanca en la mano. Se encogió de hombros-. Bien, si esa documentación de que habla es confidencial, es imposible que yo la haya visto, ¿no le parece?

– No sin un allanamiento… sin mencionar que lo han fotocopiado -añadió Whiteread mirando ahora a Siobhan e inclinando inquisitivamente la cabeza-. ¿Ha tomado mucho el sol, sargento Clarke? Veo sus mejillas tan encendidas… -Siobhan no dijo nada-. ¿Le ha comido la lengua el gato?

Simms sonreía con cara de satisfacción viendo la turbación de Siobhan.

– Me han dicho que tiene usted miedo a la oscuridad -dijo Rebus mirándole.

– ¿Cómo? -inquirió Simms con el ceño fruncido.

– Lo que explicaría que deje la puerta del dormitorio abierta -añadió Rebus con un guiño antes de volverse hacia Whiteread-. No creo que vaya con esto a ninguna parte. A menos que desee que cuantos intervienen en el caso se enteren de por qué han venido aquí en realidad.

– Según tengo entendido, usted está suspendido del servicio activo y quizá no tarde en enfrentarse a una acusación de homicidio -dijo Whiteread clavando en él una mirada de odio-. A lo que se suma que la psicóloga de Carbrae dice que examinó unos documentos privados sin permiso. -Hizo una pausa-. Me da la impresión de que ya está con el agua al cuello, Rebus. No creo que le interese buscarse más problemas de los que tiene. Y, no obstante, se presenta aquí dispuesto a provocar un enfrentamiento. Déjeme que le diga una cosa a ver si la entiende -añadió acercándole la boca al oído-: No tiene salvación.

Se apartó de él despacio, calibrando su reacción. Rebus alzó la mano enguantada. Ella frunció el ceño insegura del significado del ademán, y de inmediato vio lo que sostenía entre el pulgar y el anular. Lo vio destellar y brillar a la luz.

Era un diamante.

– ¿Qué diablos…? -masculló Simms.

Rebus cerró el puño sobre el diamante.

– Quien lo encuentra se lo queda -dijo dándose la vuelta y caminando hacia la salida seguido de Siobhan, que aguardó a estar fuera para hablar.

– ¿Qué ha sido ese numerito?

– Una operación de sondeo.

– Pero ¿de qué se trata? ¿De dónde has sacado ese diamante?

– De un amigo que tiene una joyería en Queensferry Street -respondió Rebus sonriendo.

– ¿Y?

– Le convencí para que me lo prestara -añadió él guardándose el diamante en el bolsillo-. Pero esos dos no lo saben.

– Pero a mí vas a explicármelo, ¿verdad?

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– En cuanto averigüe lo que he recogido con el anzuelo.

– John… -añadió ella medio suplicante y medio agresiva.

– ¿Vamos a tomar esa copa? -preguntó Rebus.

Ella no contestó, pero no dejó de mirarle camino del coche y siguió con los ojos clavados en él mientras abría la portezuela, subía al Saab, ponía el motor en marcha y bajaba el cristal de la ventanilla.

– Nos vemos en el Boatman's -dijo él arrancando.

Siobhan se quedó allí, él apenas la saludó con la mano. Maldiciendo para sus adentros, fue hacia su coche.

Capítulo 21

Rebus estaba sentado en el bar a una mesa junto a la cristalera, leyendo un mensaje de texto de Steve Holly.

«¿Qué tiene para mí? Si no colabora haré una segunda entrega de la freidora.»

Indeciso entre responder o no, finalmente comenzó a teclear:

«Accidente isla de jura herdman cogió algo que ejército quiere recuperar pregunte otra vez a whiteread.»

No estaba muy seguro de si Holly lo entendería porque él no había aprendido a poner mayúsculas ni puntos en los mensajes, pero aquello le mantendría entretenido, y si acababa enfrentándose otra vez a Whiteread y Simms, mucho mejor. Así se sentirían acosados. Cogió la media pinta y brindó para sí mismo en el preciso instante en que entraba Siobhan. Aún no había decidido si decirle lo que le había contado Teri sobre su madre y Brimson. Temía que si lo hacía, Brimson se daría cuenta al verla, por su manera de hablarle y de rehuir su mirada. No, no quería que sucediera eso porque no haría bien a nadie en aquel momento. Siobhan dejó el bolso en la mesa y miró a la barra, donde una mujer que no había visto nunca servía unas cervezas.

– No te preocupes -dijo Rebus-, le he preguntado y me ha dicho que McAllister entra de turno dentro de unos minutos.

– Entonces nos da tiempo a que me pongas al corriente -dijo ella quitándose el abrigo.

Rebus se levantó.

– Primero te traeré algo. ¿Qué quieres?

– Lima con soda.

– ¿No prefieres algo más fuerte?

– Algunos tenemos que conducir -replicó ella mirando con el ceño fruncido su cerveza medio vacía.

– No te preocupes, no voy a tomar más -dijo él yendo a la barra y volviendo con dos vasos, uno de lima y soda para ella y otro de coca cola para él-. ¿No ves? Cuando quiero, puedo ser serio y virtuoso -añadió.

– Mucho mejor que conducir borracho -comentó ella quitando la pajita del vaso y dejándola en el cenicero antes de echarse hacia atrás en la silla con las manos apoyadas en los muslos-. Bueno, por mí puedes empezar.

En ese momento se abrió la puerta.

– Hablando del rey de Roma -dijo Rebus al ver entrar a McAllister, quien se percató de que le miraban y dirigió la vista hacia ellos, circunstancia que Rebus aprovechó para saludarle con una inclinación de cabeza.

McAllister abrió la cremallera de su desgastada cazadora de cuero, se quitó el pañuelo negro que llevaba al cuello y lo guardó en un bolsillo.

– Tengo que empezar a trabajar -dijo al ver que Rebus daba unas palmaditas en una silla.

– Es un minuto nada más -replicó Rebus sonriente-. A Susie no le importará -añadió señalando con la cabeza a la mujer de la barra.

McAllister, un tanto indeciso, acabó por sentarse con los codos apoyados en sus piernas delgadas y las manos bajo la barbilla. Rebus le imitó.

– ¿Es por algo relacionado con Herdman? -preguntó.

– No exactamente -contestó Rebus, y miró a Siobhan.

– Luego hablaremos de eso -dijo ella-, pero ahora lo que nos interesa es su hermana.

McAllister miró sucesivamente a los dos.

– ¿Cuál de ellas?

– Rachel Fox. Es curioso que tengan distinto apellido.

– No es así -replicó McAllister mirando de nuevo a uno y a otro, sin saber a quién responder. Siobhan chasqueó los dedos y el barman dirigió hacia ellos su atención entrecerrando levemente los ojos-. Es que ella cambió de apellido hace cierto tiempo cuando intentó trabajar de modelo -añadió-. ¿Qué tiene ella que ver con ustedes?

– ¿No lo sabe?

Él se encogió de hombros.

– ¿Conoce a Marty Fairstone? -añadió Siobhan-. No me diga que ella no se lo presentó.

– Sí, conocía a Marty. Se me revolvieron las tripas cuando me enteré de su muerte.

– ¿Y a un tal Johnson? -preguntó Rebus-, apodado Pavo Real… amigo de Marty.

– Sí.

– ¿Le conoce personalmente?

McAllister reflexionó un instante.

– No estoy seguro -dijo finalmente.

– Pensamos -comenzó a decir Siobhan ladeando la cabeza para llamar de nuevo su atención- que Johnson y Rachel habían empezado una relación.

– ¿Ah, sí? -dijo McAllister enarcando una ceja-. Primera noticia.

– ¿Ella nunca le habló de él?

– No.

– Los han visto por South Queensferry.

– Últimamente se ha visto a mucha gente por aquí. Ustedes dos, por ejemplo -replicó él recostándose en el asiento, enderezando la espalda y mirando el reloj de encima de la barra-. No me gustaría que Susie se enfadase.

– Se rumorea que Fairstone y Johnson se enemistaron, tal vez por lo de Rachel.

– ¿Ah, sí?

– Si encuentra extrañas las preguntas, señor McAllister -dijo Rebus-, dígalo.

Siobhan miró la camiseta de McAllister, bien visible ahora que no estaba inclinado. Tenía estampada la portada de un disco que ella conocía.

– Es admirador de Mogwai, ¿eh, Rod?

– De todos los grupos que toquen fuerte -contestó él mirándose la camiseta.

– Ése es su disco Rock Action, ¿verdad?

– Exacto.

McAllister se levantó y miró hacia la barra, pero Siobhan cruzó una mirada con Rebus y asintió levemente con la cabeza.

– Rod -dijo-, ¿recuerda que la primera vez que vine al bar le di mi tarjeta?

McAllister asintió con la cabeza sin dejar de alejarse de la mesa, pero Siobhan se levantó para seguirle y alzó la voz.

– En esa tarjeta ponía la dirección de St Leonard, ¿no es cierto, Rod? Y al leer mi nombre supo quién era porque Marty se lo había dicho, ¿verdad?… o quizá Rachel. Rod, ¿recuerda el disco de Mogwai anterior a Rock Action?

McAllister levantó la trampilla del mostrador para entrar en la barra y la dejó caer de golpe una vez dentro. La camarera le miró mientras Siobhan volvía a levantarla.

– No está permitido… -dijo la camarera.

Pero Siobhan no la escuchaba. Sin percatarse de que Rebus se había levantado de la mesa para acercarse, agarró a McAllister de la manga de la cazadora. Él intentó zafarse, pero le obligó a volverse hacia ella.

– ¿Recuerda el título, Rod? Era Come On, Die Young. C.O.D.Y., Rod. La firma de su segunda nota.

– ¡Déjeme en paz! -gritó él.

– Si tienen algo que discutir, háganlo fuera -terció Susie.

– Rod, enviar amenazas de ese tipo es un delito grave.

– ¡Suélteme, zorra! -replicó él deshaciéndose de ella de un tirón y dándole una bofetada que la lanzó contra un estante del que salieron volando unas botellas.

Rebus entró en la barra, agarró a McAllister del pelo y le aplastó con fuerza la cara contra el escurridor. McAllister agitó los brazos farfullando sonidos ininteligibles, pero Rebus no le soltó.

– ¿Llevas esposas? -preguntó a Siobhan.

Ella se incorporó entre crujidos de los trozos de vidrio del suelo y echó a correr hacia el bolso para vaciarlo en la mesa y coger las esposas. McAllister le atizó un par de patadas en las espinillas con los tacones de sus botas vaqueras, pero ella, tras apretarle bien las esposas para mayor seguridad, se apartó de él, medio mareada, sin saber si era por efecto de los golpes, de la adrenalina o de las emanaciones alcohólicas de las botellas rotas.

– Llama a comisaría -dijo Rebus-. Una noche en el calabozo no le vendrá mal a este cabrón.

– Oiga, no puede hacer eso -protestó Susie-. ¿Quién va a hacer su turno?

– No es problema nuestro -respondió Rebus forzando una sonrisa de buena voluntad.

* * *

Llevaron a McAllister a St Leonard y le encerraron en el único calabozo libre. Rebus preguntó a Siobhan si presentaban cargos formalmente, y ella se encogió de hombros.

– No creo que vaya a seguir enviándome notas.

La mejilla estaba enrojecida por el golpe, pero no tenía aspecto de que fuera a quedarle un moratón.

En el aparcamiento se separaron.

– ¿Qué era lo del diamante? -preguntó ella, pero Rebus se limitó a decirle adiós con la mano mientras se alejaba en el coche.

Fue a Arden Street sin hacer caso del sonido de llamada del móvil. Sería Siobhan para repetirle la pregunta. No encontró sitio para aparcar y pensó que, de todos modos, estaba demasiado excitado para acostarse. Siguió calle adelante y cruzó el sur de Edimburgo hasta llegar a Gracemount y a la parada de autobús donde se había enfrentado a los Perdidos pocos días antes, aunque que ya le parecían una eternidad. ¿Cuándo había sido?, ¿la noche del miércoles? No había nadie bajo la marquesina, pero aparcó junto al bordillo, bajó el cristal de la ventanilla tres centímetros y fumó un cigarrillo. No sabía qué iba a hacer con Rab Fisher si daba con él; lo que sí quería es que le contestara a ciertas preguntas relacionadas con la muerte de Andy Callis. El incidente del bar le había estimulado. Se miró las manos. Todavía le escocían del forcejeo con McAllister, pero no era, después de todo, una sensación desagradable.

Pasaron varios autobuses sin detenerse. Encendió el motor y se dirigió hacia los bloques de viviendas, donde recorrió las calles metiéndose en ocasiones en callejones sin salida que le obligaron a dar marcha atrás. Vio a unos críos jugando al fútbol en un parque raquítico medio a oscuras y a otros con monopatín en un pasadizo. Era su territorio y su hora del día. Podría preguntarles por los Perdidos, pero sabía que aquellos chavales aprendían las reglas desde muy pequeños y no darían el chivatazo, y menos cuando su mayor aspiración en la vida era pertenecer a la pandilla local. Volvió a aparcar delante de un bloque de mediana altura y encendió otro cigarrillo. Tenía que encontrar pronto una tienda para no quedarse sin tabaco. O ir a algún pub a ver si encontraba cigarrillos baratos de reventa. Puso la radio con la idea de captar algo decente, pero no sintonizó más que rap y música dance. En el casete tenía una cinta de Rory Gallagher: Jinx, pero no le apetecía oírla. Creyó recordar que una de las canciones era The Devil Made Me Do It [El diablo me indujo a ello]. Mala excusa para los tiempos actuales, aunque muchos otros habían ocupado el puesto de Pedro Botero. Hoy no había crímenes inexplicables, con tantos científicos y psicólogos que hablaban de herencia congénita y maltrato infantil, lesiones cerebrales y presión ejercida por los demás. Siempre había una causa…, siempre, al parecer, un pretexto.

¿Por qué había muerto Andy Callis?

¿Y por qué había entrado en esa aula Lee Herdman?

Rebus fumó el cigarrillo en silencio, sacó el diamante, lo miró y volvió a guardárselo al oír un ruido; era un niño que llevaba a otro en volandas en un carrito de supermercado. Le miraron los dos como si fuera un bicho raro. Quizá lo fuera. Minutos después los tenía allí otra vez. Rebus bajó del todo el cristal de la ventanilla.

– ¿Busca algo, señor? -preguntó el que empujaba el carrito, un niño de unos nueve años, quizá diez, con la cabeza rapada y pómulos prominentes.

– He quedado con Rab Fisher -contestó Rebus mirando el reloj-, pero el cabrón no aparece.

Los niños se mostraban recelosos, aunque no tanto como lo harían al cabo de un par de años.

– Yo le he visto hace poco -dijo el que iba montado en el carrito, y Rebus decidió abreviar.

– Es que le debo dinero -dijo- y pensé que andaría por aquí – añadió mirando a un lado y a otro como si esperara ver aparecer a Fisher.

– Nosotros podríamos dárselo -dijo el conductor del carrito.

– ¿Tengo cara de gilipollas? -replicó Rebus sonriendo.

– Como quiera -dijo el chico encogiéndose de hombros.

– Vaya a ver dos calles más allá -añadió el pasajero señalando hacia la derecha-Le echamos una carrera.

Rebus puso el motor en marcha, pero optó por ir despacio. Ya llamaba suficientemente la atención como para circular con un carrito de supermercado siguiéndole a toda velocidad.

– A ver si encontráis cigarrillos -dijo sacando del bolsillo un billete de cinco libras-. Los más baratos que haya, y quedaos con el cambio.

El billete le voló de la mano.

– ¿Por qué lleva guantes, señor?

– Para no dejar huellas -contestó Rebus con un guiño, pisando el acelerador.

Dos calles más adelante no había nadie. Llegó a un cruce, miró a derecha e izquierda y vio un coche aparcado junto al bordillo y un grupo inclinado sobre él. Rebus se detuvo ante un indicador de ceda el paso pensando que estaban forzando el coche, pero en ese momento se dio cuenta de que el grupo simplemente hablaba con el conductor. Eran cuatro, más la cabeza de dentro del vehículo. Parecían los Perdidos, y Rab Fisher era el que hablaba. Se oía un ralentí muy fuerte. Trucado o sin tubo de escape. Rebus sospechó que lo primero. Era un coche modificado con una luz de frenos descomunal y alerón acoplado al parachoques. El conductor llevaba una gorra de béisbol. A Rebus le habría gustado que fuera una agresión, un atraco, algo que le diera pie a intervenir. Pero no era el caso. Oyó que reían, seguramente de alguna anécdota.

Uno de ellos miró hacia donde él estaba y Rebus se percató de que llevaba demasiado tiempo parado en el cruce. Entró en la bocacalle y aparcó de espaldas a aquel coche a unos cincuenta metros, fingiendo mirar los bloques de viviendas como si hubiera ido a recoger a un amigo. Para rematar la farsa dio dos bocinazos. Los Perdidos volvieron la cabeza un instante y siguieron a lo suyo. Rebus se acercó el móvil al oído fingiendo que llamaba su amigo sin dejar de mirar por el retrovisor.

Veía a Rab Fisher gesticular contando su historia al conductor, alguien a quien trataba de impresionar. Se oía música, los acordes sordos de un bajo. Tenían la radio sintonizada precisamente en la emisora que él había desechado. Pensó cuánto tiempo podría seguir allí disimulando. ¿Y si los del carrito volvían realmente con el tabaco?

En ese momento Fisher se enderezaba para apartarse de la portezuela, que se abrió. El conductor bajó del coche.

Nada menos que Demonio Bob. Bob con coche propio, dándoselas de importante y de duro, contoneándose hacia el maletero para abrirlo y enseñarles algo que la pandilla se puso a mirar en semicírculo tapándole la visión.

Demonio Bob, el secuaz de Pavo Real. No estaba allí actuando de segundón, pues; aunque lejos de ser una lumbrera, estaba muy por encima en el escalafón de un pipiolo como Fisher.

No hacía teatro…

Rebus recordó el interrogatorio en St Leonard el día de la redada. Bob había dicho que nunca había ido al teatro en tono de decepción. Bob, aquel niño grande, apenas adulto, a quien Pavo Real llevaba a su lado, tratándole casi como a un perro; una mascota que le hacía gracias.

Y Rebus recordó de pronto otro rostro, otra escena: la madre de James Bell y El viento en los sauces.

«Nunca se es demasiado mayor -le había dicho levantando el dedo-. Nunca demasiado mayor.»

Lanzó una última mirada de supuesto aburrimiento por la ventanilla y arrancó a toda velocidad como cabreado porque no hubiera aparecido su amigo. Giró en el siguiente cruce, aminoró la marcha y llamó por el móvil. Apuntó el número que le daban, hizo una segunda llamada y dio una vuelta sin ver rastro del carrito ni de las cinco libras, aunque ya se había hecho a la idea. Se encontró con otro ceda el paso a cien metros del coche de Bob. Aguardó y vio que cerraba el maletero de golpe y que los Perdidos volvían a la acera y él subía al coche. Al quitar el freno de mano sonó una bocina con la melodía de Dixie. Los neumáticos chirriaron y se levantó una nube de humo. Iba a setenta cuando pasó al lado de Rebus. Dixie tronó otra vez. Rebus le siguió.

Se sentía sereno, decidido. Decidió que era el momento de fumar el último cigarrillo que le quedaba y quizá también de escuchar unos minutos a Rory Gallagher. Recordó que le había visto en los años setenta en el Usher Hall, ante un público vestido con camisas a cuadros y vaqueros desteñidos. Rory tocó Sinner Boy, Ym Movin'On… Eso era lo que él tenía a la vista: un pecador. Y esperaba coger a otros dos.

Rebus por fin logró lo que deseaba. Tras saltarse dos semáforos en ámbar, Bob por fin se detuvo ante uno en rojo. Rebus le adelantó, paró delante impidiéndole el paso y se bajó en el momento en que sonaba Dixie y Bob se apeaba con cara de pocos amigos. Rebus alzó las manos en gesto conciliador.

– Buenas, Bo-Bo -dijo-. ¿Te acuerdas de mí?

Bob le recordaba perfectamente.

– Me llamo Bob -replicó.

– Sí, claro.

El semáforo se puso verde y Rebus hizo una seña a los coches para que pasaran a su lado.

– ¿A qué viene esto? -preguntó Bob mientras Rebus examinaba el coche como un posible comprador-. Yo no he hecho nada.

Rebus se acercó al maletero y le dio unos golpecitos con los nudillos.

– ¿Quieres enseñarme lo que llevas? -dijo.

– ¿Tiene orden de registro? -replicó Bob alzando la barbilla.

– ¿Tú crees que yo me ando con formalismos? -La visera de la gorra de béisbol tapaba la cara de Bob y Rebus se agachó para mirarle-. Piénsalo -añadió tras una pausa-. Pero, en realidad, lo que quiero es que vengas conmigo a un sitio -dijo incorporándose.

– Yo no he hecho nada -repitió Bob.

– No te preocupes, en St Leonard tenemos los calabozos llenos.

– ¿Adónde vamos?

– Invito yo -dijo Rebus señalando con la cabeza el Saab-. Voy a dejarlo aparcado junto al bordillo; tú arrímate detrás. ¿Entendido? Y no quiero verte con el móvil en la mano.

– Yo no…

– Lo he entendido -le interrumpió Rebus-. Ahora sí que vas a hacer algo, y te gustará. Te lo prometo -añadió levantando un dedo y volviendo a su coche para cerrarlo.

Demonio Bob aparcó detrás obedientemente y aguardó a que Rebus subiese al asiento del pasajero y le mandara arrancar.

– ¿Adónde vamos?

– A la mansión de Señor Sapo -contestó Rebus señalando al frente.

Capítulo 22

Se habían perdido la primera parte, pero tenían entradas reservadas en la taquilla y entraron en el segundo acto. Formaban el público familias, muchos jubilados y, sin duda, un viaje escolar, porque había muchos niños con chándal azul. Rebus y Bob ocuparon sus asientos al fondo de la sala.

– No es una comedia -dijo Rebus-, pero es lo siguiente mejor.

Comenzaron a apagarse las luces para que diese inicio el segundo acto. Rebus había leído El viento en los sauces cuando era niño, pero no recordaba el argumento. A Bob no parecía importarle. Cualquier reparo por su parte se disipó rápidamente en cuanto los focos iluminaron el escenario y aparecieron los actores. Señor Sapo estaba en la cárcel al comenzar la acción.

– Incriminado por la Policía, seguro -musitó Rebus, pero Bob no escuchaba.

Demonio Bob aplaudía y abucheaba con los chicos del público y al llegar el punto culminante de la trama -cuando Señor Sapo y sus amigos ponían en fuga a las comadrejas- se levantó del asiento dando gritos y animándoles. Luego bajó la vista hacia Rebus sentado y le sonrió de oreja a oreja.

– Ya te dije que no es una comedia pero tiene su moraleja -comentó Rebus mientras las luces se encendían y los colegiales comenzaban a abandonar la sala.

– ¿Y todo esto es por lo que yo dije el otro día? -preguntó Bob, que, finalizada la función, volvía a recobrar parte de su recelo.

Rebus se encogió de hombros.

– Quizá sea porque a mí no me pareces una comadreja sin remedio -dijo.

En el vestíbulo, Bob se detuvo y miró a su alrededor como reacio a marcharse.

– Puedes volver cualquier otro día -dijo Rebus-. No hace falta que sea en una ocasión señalada.

Bob asintió con la cabeza y salió con Rebus a la calle, muy concurrida a aquella hora. Bob tenía ya preparadas las llaves del coche, pero Rebus se restregó las manos enguantadas.

– ¿Qué tal una bolsa de patatas fritas para rematar la velada? -dijo.

– Invito yo. Usted pagó las entradas -se apresuró a decir Bob tajante.

– Bueno, en ese caso, que sea también pescado -añadió Rebus.

En el quiosco de patatas fritas y pescado no había gente porque aún no habían cerrado los pubs. Fueron con los envoltorios calientes al coche y se sentaron a comer llenando de vaho el cristal de las ventanillas. De pronto Bob estuvo a punto de soltar la risa con la boca llena.

– Señor Sapo era gilipollas, ¿verdad?

– Pues en realidad me ha recordado a tu amigo Pavo Real -replicó Rebus, que se había quitado los guantes para no mancharlos de grasa, sabiendo que Bob no le vería las manos en la oscuridad del coche.

Habían comprado unas latas de zumo y Bob sorbió ruidosamente de la suya sin comentar nada, por lo que Rebus insistió:

– Te vi antes con Rab Fisher. ¿Tú qué piensas de él?

Bob masticó pensativo.

– Rab es buen tío -dijo.

Rebus asintió con la cabeza.

– Es lo mismo que cree Pavo Real, ¿no?

– Y yo qué sé.

– ¿Es que no te lo ha dicho?

Bob se centró en la comida y Rebus comprendió que había tocado el punto débil que buscaba.

– Sí, eso es -prosiguió-. Rab cada vez se gana más la confianza de Pavo Real. La verdad es que ha tenido suerte. ¿Te acuerdas de cuando le trincamos por lo de la pistola réplica? No hubo juicio y fue como si Rab nos la hubiera pegado -añadió Rebus asintiendo con la cabeza tratando de no pensar en Andy Callis-. Pero no fue así; simplemente tuvo suerte. Cuando tienes suerte, la gente se fija en ti y empieza a pensar que eres más listo que otros. -Hizo una pausa para que sus palabras calaran en Bob-. Pero te diré una cosa, Bob, da igual que las armas sean reales o no. Las réplicas son muy buenas y nosotros no podemos diferenciarlas. Lo que significa que más tarde o más temprano algún chaval acabará muerto. Y su sangre os salpicará las manos.

Bob, que en ese momento se chupaba el kétchup de los dedos, se quedó paralizado. Rebus lanzó un suspiro y se recostó en el asiento.

– Tal como van las cosas -añadió con voz queda-, Rab y Pavo Real irán entablando cada vez más amistad.

– Rab es buen tío -repitió Bob, pero esa vez sus palabras sonaron huecas.

– Un ángel -asintió Rebus-. ¿Compra todo lo que le vendéis?

Bob le miró y Rebus se contuvo.

– De acuerdo, de acuerdo, no es asunto mío. Haré como si no supiera que tienes una pistola o algo envuelto dentro del maletero.

La cara de Bob se puso tensa.

– Lo digo en serio, hijo -dijo Rebus poniendo cierto énfasis en la palabra «hijo», pensando en qué clase de padre habría conocido el muchacho-. Conmigo puedes sincerarte -añadió cogiendo una patata y llevándosela a la boca con cara de satisfacción-. ¿Hay algo mejor que el pescado con patatas fritas?

– Las patatas están crujientes.

– Casi como hechas en casa.

Bob asintió con la cabeza.

– Pavo Real hace las mejores patatas que yo conozco, con los bordes crujientes.

– Así que Pavo Real cocina, ¿eh?

– La última vez nos tuvimos que ir antes de que terminara…

Mientras Bob seguía engullendo patatas, Rebus miró fijamente. Cogió su lata de zumo y la levantó por hacer algo. Le latía el corazón con tal fuerza que le parecía que le oprimía la tráquea. Carraspeó.

– En la cocina de Marty, ¿verdad? -aventuró tratando de mantener la voz neutra. Vio que Bob asentía con la cabeza y rebañaba trozos del rebozado de los bordes del envase-. Creí que estaban enemistados por culpa de Rachel.

– Sí, pero cuando Pavo Real recibió aquella llamada… -añadió Bob, dejando de masticar de pronto con cara de terror al darse cuenta de que no estaba charlando con un amigo.

– ¿Qué llamada? -preguntó Rebus, dejando que la voz reflejara su tensión.

Bob negó con la cabeza. Rebus abrió la portezuela de su lado y quitó las llaves del tablero de instrumentos, bajó del coche tirando las patatas por el suelo, y fue a abrir el maletero.

– ¡No! -exclamó Bob a su lado-. ¡Me dijo que no iba a…! Joder, ¡me lo dijo!

Rebus apartó la rueda de repuesto y debajo apareció la pistola que no estaba envuelta: una Walther PPK.

– Es una réplica -tartamudeó Bob.

Rebus la sopesó y la examinó detenidamente.

– No, no es una réplica -replicó entre dientes-. Tú lo sabes y yo lo sé, y eso significa que vas a ir a la cárcel, Bob. Tu próxima función de teatro será dentro de cinco años. Espero que te guste -añadió con la pistola en una mano y la otra en el hombro del joven-. ¿Qué llamada? -insistió.

– No lo sé -contestó Bob resoplando y temblando-. Uno que le llamó desde un pub… Luego cogimos el coche.

– Uno que le llamó desde un pub para decirle ¿qué?

– Pavo Real no me lo contó -respondió Bob negando insistentemente con la cabeza.

– ¿No?

Bob seguía moviendo la cabeza de un lado a otro con los ojos llenos de lágrimas. Rebus se mordió el labio inferior y miró a su alrededor. No había nadie mirando; por Lothian Road sólo circulaban autobuses y taxis y a varios metros de ellos. En la puerta de una discoteca había un gorila. Rebus no veía en realidad. Su mente giraba a toda velocidad.

Podría haber sido cualquiera de los clientes del pub, que al verle hablar tanto tiempo con Fairstone pensase que a Pavo Real podía interesarle. Pavo Real, que había sido amigo de Fairstone. Luego tuvieron la pelea por Rachel Fox. ¿Y, y qué más? ¿Estaba Pavo Real preocupado porque Marty Fairstone se había convertido en un confidente? ¿Porque sabía algo que a Rebus le interesaba?

Pero ¿qué?

– Bob -añadió Rebus con voz sosegada-. Está bien, Bob. No te preocupes. No hay por qué preocuparse. Sólo necesito saber qué quería Johnson de Marty.

Bob volvió a negar con la cabeza, esa vez con menos fuerza, como si empezara a resignarse.

– Me mataría -dijo con voz queda-. Lo haría -añadió mirando a Rebus a los ojos.

– En ese caso, tengo que ayudarte, Bob. Debes dejar que yo sea tu amigo. Porque así será Pavo Real quien vaya a la cárcel y no tú. A ti no te pasará nada.

El joven siguió en silencio como si se lo pensara, y Rebus se preguntó qué haría un abogado defensor medianamente competente ante un tribunal con un individuo como aquél. Cuestionaría su capacidad e inteligencia y lo impugnaría como testigo.

Pero Bob era su única posibilidad.

* * *

Volvieron en silencio hasta el coche de Rebus. Bob dejó el suyo aparcado en una bocacalle y subió al del inspector.

– Será mejor que esta noche te quedes en mi casa -dijo Rebus-. Así estarás más seguro -añadió, pensando que «seguro» era un buen eufemismo-. Mañana hablaremos, ¿de acuerdo? -«Hablar»: otro eufemismo.

Bob asintió con la cabeza sin decir nada y Rebus encontró un hueco para aparcar al final de Arden Street y condujo a Bob hasta la puerta de su casa. Al abrir le sorprendió que no funcionara la luz de la escalera. Se dio cuenta demasiado tarde de lo que eso podía significar, cuando ya unas manos le agarraban de las solapas y le lanzaban contra la pared. El agresor trató de darle un rodillazo en la ingle, pero Rebus le esquivó con un giro de cadera y recibió el golpe en el muslo. Lanzó un cabezazo que alcanzó al agresor en el pómulo y sintió su mano en el cuello buscando la carótida. Si se la presionaba comenzaría a perder el conocimiento. Cerró los puños y empezó a golpearle en los riñones, pero la cazadora de cuero del atacante amortiguaba los puñetazos.

– Hay otro -dijo una voz de mujer.

– ¿Qué? -respondió el agresor con acento inglés.

– ¡Que está con alguien!

Rebus notó que cesaba la presión en el cuello y su agresor se apartaba. El haz de luz de una linterna iluminó de pronto la puerta entreabierta por la que asomaba Bob boquiabierto.

– ¡Mierda! -masculló Simms.

Whiteread, que sostenía la linterna, enfocó el rostro de Rebus.

– Lo siento, Gavin pone a veces demasiado celo -dijo.

– Se acepta la disculpa -replicó Rebus recobrando el ritmo de la respiración al tiempo que lanzaba un puñetazo, pero Simms lo esquivó ágilmente y se puso en guardia con los puños alzados.

– Muchachos, muchachos -dijo Whiteread-. Se acabó el juego.

– ¡Bob, al piso! -ordenó Rebus comenzando a subir la escalera.

– Tenemos que hablar -dijo Whiteread pausadamente, como si no hubiese ocurrido nada.

Bob pasó por delante de ella para seguir a Rebus.

– ¡Tenemos que hablar! -repitió ella ladeando la cabeza hacia arriba para mirar a Rebus, que ya estaba en el descansillo.

– Bien -respondió él-, pero primero vuelvan a encender la luz.

Abrió la puerta del piso e hizo pasar a Bob y le mostró dónde estaban la cocina, el baño y la cama preparada del cuarto de invitados que rara vez usaba. Palpó el radiador y estaba frío; se agachó y conectó el termostato.

– Enseguida se calienta -dijo.

– ¿Qué es lo que ocurría en la entrada? -preguntó el joven curioso, pero sin darle importancia; una despreocupación producto de su costumbre de no meterse en asuntos ajenos.

– Nada que deba preocuparte -contestó Rebus que, al levantarse, sintió acelerarse el pulso en las sienes y se apoyó en la pared-. Será mejor que esperes aquí mientras hablo con esos dos. ¿Quieres un libro o algo?

– ¿Un libro?

– Para leer.

– Nunca se me ha dado la lectura -dijo Bob sentándose en el borde de la cama.

Rebus oyó que se cerraba la puerta, lo que quería decir que Whiteread y Simms acababan de entrar.

– Bien, espera aquí, ¿de acuerdo?

El joven asintió con la cabeza y miró el cuarto como si fuera un calabozo, un encierro más que un refugio.

– ¿No hay tele? -preguntó.

Rebus salió del cuarto sin contestar e hizo una seña con la cabeza a los dos policías militares para que le siguieran al cuarto de estar.

Tenía encima de la mesa las fotocopias del expediente de Herdman, pero no le importaba que las vieran. Se sirvió un vaso de whisky sin invitarles y lo apuró de un trago acercándose a la ventana para observar en los cristales el reflejo de sus movimientos.

– ¿Dónde encontró el diamante? -preguntó Whiteread.

– Ah, ¿de eso se trataba, verdad? -dijo Rebus sonriendo para sí mismo-. Por lo que Herdman adoptaba tantas precauciones… porque sabía que algún día vendrían a buscarlo.

– ¿Lo encontró en Jura? -aventuró Simms, tranquilo y sin inmutarse.

Rebus negó con la cabeza.

– Ha sido un simple truco. Sabía que si les enseñaba un diamante acabarían sacando conclusiones, como acaban de hacer -añadió alzando el vaso vacío hacia Simms-. Brindo por ello.

– Nosotros no hemos afirmado nada -dijo Whiteread entrecerrando los ojos.

– Han venido aquí sin pérdida de tiempo y no necesito más. Además, usted estuvo en la isla el año pasado tratando de hacerse pasar por turista -añadió Rebus sirviéndose otro whisky, dando un sorbo y pensando que aquél tenía que durarle-. Aquellos oficiales de alto grado que iban a negociar un cese de hostilidades en Irlanda del Norte… era lógico que hubiera un precio. Había que pagar a los paramilitares. Ésos son chicos codiciosos, no iban a quedarse sin tajada. Por eso el gobierno pensó en comprarlos con diamantes. Pero el cargamento desapareció en el accidente del helicóptero y las SAS enviaron una misión. Armada hasta los dientes por si los terroristas iban también a buscarlo. -Hizo una pausa-. ¿Voy bien?

Whiteread parecía una estatua, y Simms, sentado en el brazo del sofá, cogió un ejemplar atrasado del suplemento dominical para hacer un rollo con él. Rebus le señaló con el dedo.

– ¿Piensa aplastarme la tráquea, Simms? No olvide que ahí hay un testigo.

– Qué más quisiera -replicó Simms con voz fría y ojos de fuego.

Rebus centró su atención en Whiteread, que se había acercado a la mesa y tenía la mano sobre el expediente de Herdman.

– ¿No puede frenar el celo de su mono?

– Estaba usted contándonos una historia sobre diamantes -dijo ella sin apartar su atención de los papeles.

– Nunca creí a Herdman traficante de drogas -prosiguió Rebus-. ¿Pusieron ustedes ese alijo en su barco? -Ella negó despacio con la cabeza-. Bien, pues alguien lo hizo -añadió Rebus reflexionando un instante y dando otro trago-. Pero esos viajes por el mar del Norte… Rotterdam es un buen lugar para vender diamantes. Lo que creo es que encontró los diamantes pero se lo calló. O bien se los llevó en el primer momento o bien los escondió y volvió más tarde a por ellos, después de su repentina decisión de no reengancharse. Ahora bien, el Ejército se preguntaría qué había sido de los diamantes y de la noche a la mañana Herdman se hace notar. Dispone de dinero y monta un negocio de barcos… pero no se puede demostrar nada. -Hizo otra pausa para dar otro trago-. ¿Saben si queda mucho, o lo ha gastado todo? -Rebus pensó en los barcos pagados al contado en dólares, la moneda del mercado de diamantes, y en el que le había regalado a Teri Cotter, que había sido la clave que él buscaba. Hizo una pausa, Whiteread no contestaba-. En cuyo caso -añadió- su misión aquí consistía en limitar los daños y en asegurarse de que no quedase ningún indicio que al aparecer pudiera destapar el asunto. Todos los gobiernos dicen lo mismo: no negociamos con terroristas. Tal vez no, pero en una ocasión intentamos comprarlos. ¿No resultaría una historia jugosa para la prensa? -preguntó mirándola por encima del borde del vaso-. Es eso más o menos, ¿no?

– ¿Y el diamante? -inquirió Whiteread.

– Me lo prestó un amigo.

Ella permaneció callada casi un minuto mientras Rebus se regocijaba esperando el momento oportuno, diciéndose que si no hubiera vuelto a casa acompañado de Bob… Sí, decididamente, las cosas no le habrían salido tan bien. Aún sentía en la garganta los dedos de Simms y más al tragar el whisky.

– ¿Ha vuelto a ponerse en contacto con ustedes Steve Holly? -dijo rompiendo el silencio-. Lo digo porque si a mí me sucede algo, él lo sabrá inmediatamente.

– ¿Cree que eso garantiza su integridad?

– ¡Calla, Gavin! -espetó Whiteread; tras lo cual se cruzó despacio de brazos-. ¿Qué piensa hacer? -preguntó.

Rebus se encogió de hombros.

– Si le digo la verdad, el asunto no es cosa mía. No tengo por qué hacer nada a condición de que no suelte de la cadena a su mono aquí presente.

Simms se puso en pie y metió la mano en la chaqueta, pero Whiteread giró sobre sus talones y le dio un manotazo en el brazo. Rebus se quedó maravillado de la rapidez de la mujer.

– Lo único que quiero es que ustedes dos se hayan ido mañana a primera hora -dijo marcando las palabras-. Si no, tendré que pensar en hablar con mi amigo del cuarto poder.

– ¿Cómo podemos confiar en usted?

Rebus volvió a encogerse de hombros.

– No creo que a ninguno nos interese que la prensa publique esta historia -dijo dejando el vaso-. Bien, si hemos acabado, tengo un huésped que atender.

– ¿Quién es? -preguntó Whiteread mirando hacia la puerta.

– Pierda cuidado, ése es de los que no hablan.

Ella asintió despacio con la cabeza y se volvió para irse.

– Dígame una cosa, Whiteread. -Ella se detuvo y se volvió hacia él-. ¿Por qué cree que Herdman hizo eso?

– Porque era codicioso.

– Me refiero a lo del colegio.

– A mí qué me importa -respondió ella con una mirada encendida.

Sin más palabras salió del cuarto de estar. Simms continuaba mirando a Rebus, que le dijo adiós con la mano antes de volverse a acercar a la ventana. Simms sacó la pistola automática de la chaqueta, le apuntó a la nuca, lanzó un suave silbido entre los dientes y volvió a guardar el arma en la funda.

– Genial -dijo casi en un susurro-, sin que se espere cuándo ni dónde, será mi cara lo último que vea.

– Vaya gracia -replicó Rebus con un suspiro, sin molestarse en darse la vuelta-, desperdiciar mis últimos instantes en este mundo viendo la cara de un perfecto gilipollas.

Oyó los pasos alejándose en el vestíbulo y un portazo. Fue al vestíbulo a asegurarse de que se habían marchado y vio a Bob en el umbral de la cocina.

– Me he hecho una taza de té. Por cierto, no le queda leche.

– He dado el día libre a los criados. Anda, trata de dormir, que nos queda un día largo por delante.

Bob asintió con la cabeza, fue al cuarto y cerró la puerta. Rebus se sirvió un tercer whisky -el último-, se sentó derrengado en su sillón y vio que el rollo que había hecho Simms con la revista iba abriéndose despacio en el sofá. Pensó en Lee Herdman, tentado por los diamantes, cómo los entregaría y saldría luego del bosque como si tal cosa. Tal vez se sintió culpable después, presa del temor, sabiendo que nunca se disiparían las sospechas. Era muy posible que, en su momento, hubiera tenido que dar explicaciones, someterse a interrogatorios, incluso quizá con Whiteread. Por muchos años que pasaran, el Ejército no olvidaría el asunto porque no podían quedar cabos sueltos, sobre todo en algo como aquello, que podía convertirse en algo que les explotara en las manos. Herdman habría vivido bajo la presión de aquel miedo, tendría pocos amigos… los jovencitos eran distintos, ellos no podían ser agentes secretos. Y, por lo visto, tampoco Doug Brimson importaba… Tantas cerraduras para conjurar peligros. No era de extrañar que estallara. Pero ¿por qué de aquel modo? Rebus no acababa de entender que hubiera sido sólo por celos.

James Bell le hace una foto a la señorita Teri en Cockburn Street…

Derek Renshaw y Anthony Jarvies entran en su página web…

Teri Cotter, su curiosidad por la muerte y amante de un ex militar…

Renshaw y Jarvies, amigos íntimos; distintos de Teri, distintos de James Bell; aficionados al jazz, no al heavy metal; desfilaban en el colegio con sus uniformes militares, eran aficionados al deporte. No como Teri Cotter.

Ni como James Bell.

Y pensándolo bien, aparte de sus años en el Ejército, ¿qué tenían en común Herdman y Doug Brimson? Para empezar, que los dos conocían a Teri Cotter. Teri estaba con Herdman y su madre se veía con Brimson. Rebus pensó que era un extraño baile, como esos en que se intercambian las parejas constantemente. Hundió la cara entre las manos, para no ver la luz, sintió el olor de cuero de los guantes mezclado con los vapores del whisky y los personajes del baile comenzaron a danzar en su cabeza. Parpadeó, abrió los ojos y lo vio todo borroso. El papel de las paredes fue precisándose poco a poco, pero él veía manchas de sangre, sangre en el aula.

Dos disparos mortales y un herido.

No: tres disparos mortales.

– No.

Se dio cuenta de que hablaba solo. Dos disparos mortales, un herido. Luego otro disparo mortal.

En el suelo y en las paredes, salpicaduras de sangre.

Sangre por todos lados. Una sangre con historia propia…

Se sirvió el cuarto whisky sin pensar y sólo se dio cuenta al llevarse el vaso a los labios. Volvió a verterlo con cuidado en la botella y puso el tapón. Y con un esfuerzo de voluntad dejó la botella en la repisa de la chimenea.

Sangre con historias que contar.

Cogió el teléfono. No pensaba que hubiera nadie en el laboratorio de la Policía Científica a aquella hora de la noche, pero marcó el número. Nunca se sabe; había gente con sus propias obsesiones, sus misterios que desentrañar. No porque los casos lo requirieran, ni por simple orgullo profesional, sino por gusto, por estímulo personal.

Individuos a quienes, igual que a él, les costaba distanciarse. No sabía si era bueno o malo, pero era así. Al otro extremo sonaba el teléfono, pero nadie contestaba.

– Pandilla de vagos -musitó, y en ese momento advirtió que Bob asomaba la cabeza por la puerta.

– Perdón -dijo el joven pasando al cuarto de estar. Se había quitado la cazadora y su camiseta gris de manga corta dejaba ver unos brazos fofos sin vello-. No consigo dormir.

– Siéntate si quieres -dijo Rebus señalando con la cabeza el sofá. El joven se sentó pero no parecía cómodo-. Ahí está la tele si te apetece.

Bob asintió con la cabeza pero no dejaba de mirar en derredor. Vio la librería y se acercó a mirar.

– A lo mejor…

– Adelante, coge el que quieras.

– La función que hemos visto… ¿no dijo que estaba basada en un libro?

Rebus se volvió para asentir con la cabeza.

– Pero no lo tengo -dijo, escuchando al otro lado de la línea el sonido de su llamada otros quince segundos antes de cortar la comunicación.

– Siento haberle interrumpido -dijo Bob, que no había tocado un solo libro y los miraba como ejemplares raros de museo.

– No me has interrumpido -dijo Rebus levantándose-. Oye, espera un momento -añadió dirigiéndose al pasillo para abrir un armario.

Había montones de cajas de cartón. Cogió una y vio que eran cosas de cuando su hija era pequeña, muñecas y cajas de lápices de colores, tarjetas postales y piedras recogidas en paseos a la orilla del mar. Pensó en Allan Renshaw y en cómo se habían roto los vínculos entre los dos. Allan con sus cajas de fotos y su colección de recuerdos en la buhardilla. Dejó la caja a un lado y cogió otra de debajo. Contenía libros, también de Sammy, infantiles, novelas en rústica con las cubiertas garabateadas y ajadas y algunos libros de tapa dura. Sí, allí estaba, forrado de plástico verde y, en el lomo amarillo, un dibujo de Señor Sapo al que habían añadido una casilla de diálogo para escribir en ella «Pii, pii, pii». No sabía si era letra de su hija. Pensó de nuevo en su primo Allan tratando de recordar nombres de rostros en viejas fotografías.

Volvió a colocar las cajas, cerró el armario y fue al cuarto de estar con el libro.

– Aquí tienes -dijo tendiéndoselo al joven-. Así sabrás lo que te perdiste en el primer acto.

Bob puso cara de satisfacción, aunque cogió el libro con recelo como si no supiera qué hacer con él. Después se retiró a su cuarto. Rebus se quedó de pie delante de la ventana mirando a la oscuridad pensando si también, como en la función, se había perdido él algo al principio del caso.

SÉPTIMO DÍA . Miércoles

Capítulo 23

Lucía el sol cuando Rebus se despertó. Miró el reloj, rodó fuera de la cama, se levantó y se vistió. Llenó el hervidor, lo enchufó y se lavó la cara antes de darse una pasada con la maquinilla eléctrica. Fue a escuchar a la puerta del cuarto de Bob y no oyó nada. Llamó con los nudillos, aguardó, se encogió de hombros y fue al cuarto de estar a llamar al laboratorio de la Científica. No contestaban.

– Pandilla de gandules… -Eso le hizo pensar en Bob y esta vez llamó más fuerte a la puerta del cuarto de invitados y la entreabrió-. Ya es hora de levantarse -exclamó.

Pero vio que las cortinas de la ventana estaban descorridas y la cama vacía. Masculló una maldición y entró, pero allí no había dónde esconderse. Sobre la almohada estaba El viento en los sauces. Apretó la palma de la mano contra el colchón y le pareció notar cierto calor. En el vestíbulo vio que la puerta estaba entreabierta.

– Habría tenido que cerrar con llave -musitó cerrándola.

Se pondría la chaqueta y los zapatos y saldría otra vez a la caza, porque estaba seguro de que lo primero que haría Bob sería ir a por su coche y, si no era tonto, tomar la carretera del sur para irse de Escocia. Rebus dudaba que tuviera pasaporte. Ahora se arrepentía de no haber apuntado la matrícula del coche. Podría averiguarla, pero le llevaría tiempo.

– Un momento -se dijo.

Volvió al dormitorio, cogió el libro y vio que el joven había utilizado la guarda para marcar la página. ¿Por qué habría hecho eso…? Fue al vestíbulo, abrió la puerta, salió al descansillo y oyó pasos subiendo la escalera.

– No le habré despertado, ¿verdad? -dijo Bob mostrándole una bolsa de compra-. Traigo leche y unas bolsitas de té; y cuatro panecillos y un paquete de salchichas.

– Muy buena idea -dijo Rebus tratando de que no se le notara el nerviosismo.

* * *

Cuando terminaron de desayunar fueron a St Leonard en el coche de Rebus, que actuaba como si se tratara de un trámite sin importancia. Al mismo tiempo no ocultó al joven que iban a pasar la mayor parte del día en un cuarto de interrogatorios con grabadora de sonido y de vídeo.

– ¿Quieres un zumo o algo antes de empezar? -le preguntó. Bob había comprado un tabloide, que tenía abierto encima de la mesa, y leía moviendo los labios. Negó con la cabeza-. Bien, vuelvo enseguida -añadió Rebus abriendo la puerta y cerrándola con llave al salir.

Subió al DIC y vio que Siobhan estaba en su mesa.

– ¿Tienes mucho que hacer?

– Esta tarde doy mi primera lección de vuelo -contestó ella levantando la mirada del ordenador.

– ¿Obsequio de Doug Brimson? -Rebus le examinó la cara mientras hablaba con ella. Ella asintió con la cabeza-. ¿Cómo te encuentras?

– No me ha quedado ninguna marca.

– ¿Han soltado ya a McAllister?

Siobhan miró el reloj que estaba encima de la puerta.

– Será mejor que lo haga yo antes que nada.

– ¿No vas a denunciarle?

– ¿Tú crees que debo hacerlo?

Rebus negó con la cabeza.

– Pero antes de dejar que se largue, quizá debieras hacerle algunas preguntas.

– ¿Sobre qué? -replicó ella recostándose en el respaldo de la silla.

– Yo tengo a Demonio Bob abajo. Dice que fue Johnson quien puso la freidora al fuego.

– ¿Ha dicho por qué? -preguntó ella abriendo un poco los ojos.

– Tal como lo veo, pensaría que Fairstone iba a delatarle. Se habían peleado y luego alguien debió de llamar a Johnson y decirle que Fairstone estaba tomando una copa amigablemente conmigo.

– ¿Y lo mató simplemente por eso?

– Debía de haber un motivo para preocuparse -replicó Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿Pero no sabes cuál?

– Aún no. A lo mejor sólo pretendía asustar a Fairstone.

– ¿Y crees que ese Bob es el eslabón que falta?

– Creo que conseguiré que hable.

– ¿Y dónde encaja McAllister en tu hipótesis?

– No lo sabremos hasta que tú pongas en práctica con él tus estupendas dotes detectivescas.

Siobhan deslizó el ratón por la esterilla para guardar el archivo.

– Veré qué puedo hacer. ¿Quieres estar presente?

Rebus negó con la cabeza.

– Tengo que volver al cuarto de interrogatorios.

– ¿Para tener esa conversación con el adlátere de Johnson? ¿Es oficial?

– Digamos que oficial-oficiosa.

– En ese caso debería estar presente alguien más -dijo ella mirándole-. Cumple el reglamento por una vez en tu vida.

Rebus sabía que tenía razón.

– Si quieres, espero a que tú termines con el barman -dijo.

– Muy amable por tu parte -replicó Siobhan mirando alrededor. Vio que Davie Hynds hablaba por teléfono y anotaba algo-. Davie es tu nombre. Es un poco más flexible que George Silvers.

Rebus miró hacia la mesa de Hynds, que había acabado de hablar por teléfono y colgaba ya mientras anotaba algo. El joven agente notó que le miraban y levantó la vista enarcando una ceja. Rebus le hizo una seña con el dedo para que se acercara. No conocía bien a Hynds y casi no había trabajado con él, pero se fiaba de la opinión de Siobhan.

– Davie -dijo poniéndole una mano cordial en el hombro-, ven conmigo, haz el favor. Tendré que ponerte en antecedentes sobre el tío que vamos a interrogar. -Hizo una pausa-. Mejor tráete el bloc de notas.

* * *

Transcurridos veinte minutos, cuando Bob aún estaba declarando sobre los prolegómenos del caso, llamaron a la puerta. Rebus abrió y vio que era una agente de uniforme. -¿Qué sucede? -preguntó.

– Tiene una llamada -contestó ella señalando hacia recepción.

– Ahora estoy ocupado.

– Es el inspector Hogan. Dice que es urgente y que la saque de donde esté, a no ser que sea una triple operación de bypass.

Rebus no pudo reprimir una sonrisa.

– ¿Es lo que ha dicho? -preguntó.

– Con esas mismas palabras -respondió la agente.

Rebus asomó la cabeza al cuarto de interrogatorios para decirle a Hynds que no tardaría. Hynds desconectó los aparatos.

– Bob, ¿quieres que te traiga algo? -añadió Rebus.

– Me parece que lo que tendría que traerme es a mi abogado, señor Rebus.

– Sería el mismo de Pavo Real, ¿verdad? -replicó Rebus mirándole.

– Bueno -dijo Bob pensándolo-, a lo mejor ahora mismo no.

– Ahora mismo no -repitió Rebus antes de cerrar la puerta.

Le dijo a la agente que no hacía falta que le acompañase a recepción y, tras cruzar la planta, entró en la sala de comunicaciones. Cogió el auricular que estaba encima de la mesa.

– ¿Diga?

– Por Dios, John, ¿te tenían en cuarentena o qué?

Bobby Hogan no parecía estar de muy buen humor. Rebus miró los monitores que tenía delante. En ellos se veían media docena de lugares exteriores e interiores de la comisaría. La imagen parpadeaba cada treinta segundos aproximadamente, al cambiar el enfoque de las nuevas cámaras.

– ¿Qué quieres, Bobby?

– Los de la Científica ya tienen los resultados del análisis de los disparos.

– ¿Ah, sí? -dijo Rebus torciendo el gesto por haberse olvidado de llamar de nuevo.

– Voy ahora para allá y me he acordado de que St Leonard me pilla de camino.

– Han descubierto algo, ¿verdad, Bobby?

– Dicen que es un asunto un poco complicado -contestó Hogan. Se calló un instante-. Lo sabías, ¿verdad?

– No exactamente. Tiene que ver con los disparos, ¿verdad? -añadió Rebus mientras veía en una pantalla a la comisara Gill Templer, que entraba en el edificio con un portafolios y un maletín abultado colgado.

– Exacto. Hay ciertas… anomalías.

– Buena palabra; anomalías. Engloba una multitud de faltas.

– ¿Te apetece venir conmigo?

– ¿Qué dice Claverhouse?

Se hizo un silencio.

– Claverhouse no sabe nada -respondió Hogan-. Me lo han comunicado directamente a mí.

– ¿Por qué no se lo has dicho, Bobby?

Se hizo otro silencio.

– No lo sé.

– ¿Por la perniciosa influencia de cierto colega tuyo?

– Tal vez.

Rebus sonrió.

– Recógeme cuando quieras, Bobby. Aparte de lo que nos digan en el laboratorio, tengo algunas preguntas que hacerles.

Abrió la puerta del cuarto de interrogatorios e hizo una seña a Hynds para que saliera al pasillo.

– Será un minuto, Bob -dijo.

Cerró la puerta y se puso delante de Hynds con los brazos cruzados.

– Tengo que ir a Howdenhall. Órdenes superiores.

– ¿Quiere que lo meta en el calabozo hasta que usted…?

Rebus le interrumpió negando con la cabeza.

– Quiero que continúes tú. Ya no falta mucho. Si se pone difícil, me llamas al móvil.

– Pero…

– Davie -dijo Rebus poniéndole una mano en el hombro-, lo estás haciendo bien y sabrás seguir sin mí.

– Pero tiene que haber otro policía presente -protestó Hynds.

Rebus le miró.

– Davie, ¿te ha estado aleccionando Siobhan? -dijo frunciendo los labios pensativo-. Tienes razón -añadió asintiendo con la cabeza-. Pregunta a la comisaria Templer si quiere intervenir en el interrogatorio.

A Hynds le subieron las cejas hasta la línea del pelo.

– La jefa no…

– Sí, sí querrá. Si le dices que es por el caso Fairstone, ya verás cómo accede encantada.

– Pero antes tendré que ponerle en antecedentes.

La mano que descansaba sobre el hombro de Hynds le dio unas palmaditas.

– Pues hazlo -dijo Rebus.

– Pero, señor…

Rebus meneó despacio la cabeza.

– Es tu oportunidad de demostrar de qué eres capaz, Davie. Todo lo que has aprendido trabajando con Siobhan -añadió Rebus apartando la mano del hombro de Hynds y cerrando el puño-. Es hora de ponerlo en práctica.

Hynds asintió con la cabeza irguiendo ligeramente el torso.

– Buen chico -añadió Rebus, dando media vuelta para marcharse; pero se detuvo-. Ah, una cosa, Davie.

– ¿Sí?

– Dile a la comisaria Templer que sea maternal.

– ¿Maternal?

– Tú díselo -insistió Rebus yendo hacia la salida.

* * *

– No me vengas ahora con el XJK. Cualquier modelo de Porsche deja atrás a los Jaguar.

– Pero a mí el Jaguar me parece más bonito -replicó Hogan, haciendo que Ray Duff levantase la vista de su trabajo-. Es más clásico.

– Antiguo, querrás decir -replicó Duff, que seleccionaba una serie de fotos de la escena del crimen y las situaba en los espacios disponibles de la pared. Estaban en una habitación semejante a un laboratorio escolar descuidado, con cuatro bancos de trabajo independientes en el centro. Las fotos mostraban el cuarto del colegio Port Edgar desde todos los ángulos posibles, y se centraban en las manchas de sangre en las paredes y el suelo y la posición de los cadáveres.

– Soy un tradicionalista, si quieres -replicó Hogan cruzando los brazos con la esperanza de poner fin a una de tantas discusiones con Ray Duff.

– Muy bien. Dime los cinco mejores coches ingleses.

– Ray, los coches no son mi fuerte.

– A mí me gusta mi Saab -terció Rebus respondiendo con un guiño al gesto de desdén de Hogan.

Duff lanzó una especie de gorjeo.

– No me vengas ahora con los coches suecos…

– De acuerdo, ¿y si nos centramos en lo de Port Edgar? -dijo Rebus, pensando en Doug Brimson, otro enamorado de los Jaguar.

Duff miró a su alrededor buscando el portátil. Lo enchufó en uno de los bancos de trabajo y, al tiempo que lo inicializaba, les hizo un ademán para que se acercaran.

– Mientras esperamos -dijo-, ¿qué tal está Siobhan?

– Muy bien -contestó Rebus-. Ese problemilla…

– ¿Qué?

– Ya está resuelto.

– ¿Qué problemilla? -preguntó Hogan, pero Rebus no le hizo caso.

– Esta tarde va a dar una clase de vuelo.

– ¿Ah, sí? -dijo Duff enarcando una ceja-. Eso no es nada barato.

– Creo que le saldrá gratis; cortesía de un tío que tiene un aeródromo y un Jaguar.

– ¿Brimson? -aventuró Hogan, y Rebus asintió con la cabeza.

– Frente a eso, mi propuesta de un paseo en el MG palidece -masculló Duff.

– Tú no puedes competir con ese tipo. Hasta tiene un avión para ejecutivos.

Duff lanzó un silbido.

– Estará podrido de dinero. Un avión así cuesta millones.

– Sí, ya -dijo Rebus en tono despectivo.

– Lo digo en serio -añadió Duff-. Y eso de segunda mano.

– ¿Te refieres a millones de libras? -preguntó Hogan. Duff asintió con la cabeza-. Los negocios deben de irle bien, ¿eh?

Sí, pensó Rebus, tanto que Brimson podía permitirse el lujo de tomarse un día libre para volar a Jura.

– Bien, aquí está -dijo Duff para que centraran la atención en el portátil-. Básicamente aquí lo tenemos todo -añadió deslizando ufano el dedo por el borde de la pantalla-. En el programa de simulación podemos… muestra la trayectoria lógica cuando se produce un disparo desde cualquier distancia y cualquier ángulo sobre la cabeza o el cuerpo. -Pulsó otras teclas y Rebus oyó el zumbido del motor del cedé. En la pantalla aparecieron unos gráficos, y una figura esquelética contra una pared-. ¿Veis esto? El sujeto está a veinte centímetros de la pared y le disparan una bala desde una distancia de dos metros… entrada, salida. ¡Pum!

– Apareció una línea que penetraba en el cráneo y volvía a salir en forma de puntos finos. Duff pulsó sobre la tecla de pantalla para ampliar el impacto marcado con un recuadro en la pared.

– Es una foto magnífica -comentó con una sonrisa.

– Ray -dijo Hogan-, por si no lo sabes, el inspector Rebus perdió a un familiar en esa habitación.

A Duff se le borró la sonrisa del rostro.

– No pretendía burlarme de…

– Sería preferible ir al grano -intervino Rebus, serio no por reproche a Duff, que ignoraba su parentesco con el muerto, sino por acabar cuanto antes.

Duff metió las manos en los bolsillos de la bata blanca y se volvió hacia las fotografías.

– Ahora tenemos que examinarlo en las fotos -dijo mirando a Rebus.

– Muy bien -respondió él asintiendo con la cabeza-. Acabemos, ¿de acuerdo?

Duff no hablaba ya con la misma animación.

– La primera víctima, Anthony Jarvies, era la que quedaba más próxima a la puerta. Hermand entra en la sala y apunta a quien tiene más cerca por pura lógica. Según las pruebas, la distancia entre ambos era poco menos de dos metros. Realmente no existe ángulo de tiro. Herdman tenía casi la misma estatura que la víctima, así que la bala le atraviesa el cráneo en trayectoria lateral; las salpicaduras de sangre son aproximadamente como cabe esperar. Luego, Herdman se da la vuelta porque su segunda víctima está más lejos, quizás a unos tres metros, distancia que él debió de reducir antes de efectuar el disparo, pero probablemente no mucho. Esta vez la bala penetra en el cráneo de arriba abajo, lo que significa que quizá Derek Renshaw trató de huir agachándose. ¿Me siguen? -añadió mirándolos. Rebus y Hogan asintieron con la cabeza y los tres fijaron la vista en la pared-. Las manchas de sangre del suelo son explicables; todo encaja -apostilló Duff con una pausa.

– ¿Hasta ahora? -preguntó Rebus, y Duff asintió con la cabeza.

– Disponemos de muchos datos sobre armas de fuego; la clase de daño que causan en el cuerpo humano y sobre cualquier material en el que impacten…

– ¿Y James Bell resulta problemático?

Duff asintió con la cabeza.

– Un poco, sí.

Hogan miró sucesivamente a Duff y a Rebus.

– ¿Por qué?

– Según la declaración de Bell, el disparo le alcanzó cuando se movía. En el momento de tirarse al suelo, en concreto, y a eso atribuía él que no le matara. Añadió que Herdman estaba a unos tres metros y medio cuando disparó -agregó Duff acercándose al ordenador para proyectar una simulación tridimensional del cuarto y señalar las respectivas posiciones del pistolero y el alumno-. También en este caso la víctima es de la misma estatura que Herdman, pero aquí el ángulo de tiro es de abajo arriba -puntualizó Duff haciendo una pausa para que lo asimilaran-. Como si el que disparó estuviese en cuclillas -añadió haciendo una flexión y apuntando con una pistola imaginaria. A continuación se incorporó y se acercó a otro de los bancos de trabajo, donde enchufó una caja de luz que les permitió ver una radiografía que mostraba la trayectoria de la bala en el hombro de James Bell-. Ésta es la herida de entrada por delante y ésta, la de salida por atrás. Se ve perfectamente -insistió señalándola con el dedo.

– Así que Herdman estaba en cuclillas -dijo Bobby Hogan encogiéndose de hombros.

– Me da la impresión de que Ray no ha terminado -comentó Rebus en voz baja, pensando que, en definitiva, no tenía muchas preguntas que plantearle.

Duff miró a Rebus y volvió a las fotografías.

– No hay salpicadura de sangre -dijo trazando con el dedo un círculo en la zona de la pared. Levantó una mano-. En realidad no es del todo cierto. Hay rastros de sangre, pero tan difuminados que apenas son perceptibles.

– ¿Y eso qué quiere decir? -preguntó Hogan.

– Que James Bell no estaba donde dice en el momento en que le dispararon. Estaba más lejos, es decir, más próximo a Herdman.

– ¿Y a pesar de eso, la trayectoria es de abajo arriba? -preguntó Rebus.

Duff asintió con la cabeza y abrió un cajón del que sacó una bolsa de plástico transparente con bordes marrones; una bolsa de pruebas en la que había una camisa blanca manchada de sangre con el orificio de entrada de la bala en la hombrera claramente visible.

– Es la camisa de James Bell -dijo Duff-. Y en ella se aprecia algo más.

– Chamusquina de pólvora -dijo Rebus pausadamente.

Hogan se volvió hacia él.

– ¿Tú cómo lo sabes? -dijo entre dientes.

Rebus se encogió de hombros.

– Bobby, ya sabes que no tengo vida social. Lo único que sé hacer es sentarme a pensar.

Hogan le miró furioso para darle a entender que no era la clase de respuesta que esperaba.

– El inspector Rebus ha dado en el clavo -añadió Duff recuperando la atención de los dos-. En los cadáveres de las dos primeras víctimas, lógicamente no existen restos de pólvora. Les dispararon desde cierta distancia. Sólo quedan restos de pólvora quemada cuando el arma está cerca de la piel o de la ropa de la víctima.

– ¿Herdman tenía también restos de pólvora? -preguntó Rebus.

– Los que corresponden al disparo de una pistola pegada a la sien -contestó Duff.

Rebus se acercó a mirar despacio las fotos. No le decían nada, lo que, en cierto modo, era precisamente el quid de la cuestión. Había que penetrar bajo la superficie para vislumbrar la verdad.

– No acabo de entenderlo -dijo Hogan rascándose la coronilla.

– Es complicado -concedió Duff-. Es difícil encajar la declaración de la víctima con las pruebas.

– Depende de cómo se mire, Ray, ¿verdad?

Duff clavó la mirada en Rebus y asintió con la cabeza.

– Todo tiene siempre una explicación -dijo.

– Bien, trata de explicármelo -dijo Hogan apoyando la palma de las manos en el banco de trabajo-. De todas maneras, hoy no tengo otra cosa que hacer.

– Es cuestión de mirarlo de otro modo, Bobby -dijo Rebus-. James Bell recibió un disparo a quemarropa.

– Sí, de alguien tan alto como un enanito de jardín -añadió Hogan con desdén.

Rebus meneó la cabeza.

– Sólo significa que no pudo ser Herdman.

Hogan abrió los ojos de par en par.

– Espera un momento…

– ¿Es correcto, Ray?

– Ésa es la conclusión, desde luego -contestó Duff restregándose el mentón.

– ¿Que no pudo ser Herdman? -repitió Hogan mirando a Rebus-. ¿Quieres decir que había alguien más? ¿Un cómplice?

Rebus negó con la cabeza.

– Lo que digo es que es posible, incluso probable, que Herdman sólo matase a una persona en esa sala.

– ¿Ah, sí; a quién? -replicó Hogan entrecerrando los ojos.

Rebus se volvió hacia Ray Duff para que fuera él quien contestase.

– A sí mismo -respondió Duff, como si fuese la explicación más natural del mundo.

Capítulo 24

Rebus y Hogan se quedaron sentados y en silencio unos minutos en el coche con el motor al ralentí. Rebus fumaba con la ventanilla del asiento del pasajero abierta mientras Hogan tamborileaba con los dedos en el volante.

– ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Hogan, y Rebus no se hizo de rogar.

– Ya conoces mi técnica preferida, Bobby -contestó.

– ¿La del elefante que entra en una cacharrería? -aventuró Hogan.

Rebus asintió despacio con la cabeza, acabó el cigarrillo y tiró la colilla a la calle.

– Siempre me ha ido bastante bien.

– Pero esto es distinto, John. Jack Bell es diputado.

– Jack Bell es un payaso.

– No le subestimes.

– ¿Es que ahora te rajas, Bobby? -replicó Rebus volviéndose hacia su colega.

– No, pero creo…

– ¿Que tenemos que cubrirnos el culo?

– John, al contrario que tú, yo nunca he sido partidario de irrumpir en una cacharrería.

Rebus miró por el parabrisas.

– Yo voy a entrar de todos modos, Bobby. Lo sabes. O vienes conmigo o te quedas, tú verás. Puedes llamar a Claverhouse y a Ormiston y que se apunten el tanto, pero yo quiero oír lo que dice. ¿En serio que no te tienta? -añadió mirando a Hogan con ojos relucientes.

Bobby Hogan se pasó la lengua por los labios en sentido contrario a las agujas del reloj y luego al revés, y sus dedos se aferraron al volante.

– Al diablo -dijo-. ¿Qué pueden importar entre amigos unos cuantos cacharros rotos?

Fue Kate Renshaw quien les abrió la puerta de casa de Barnton.

– Hola, Kate -dijo Rebus con cara de palo-, ¿cómo está tu padre?

– Está bien.

– ¿No crees que deberías pasar algo más de tiempo con él?

Les había franqueado la entrada después de que Hogan hubiese telefoneado para avisar que irían.

– Aquí hago algo útil -replicó Kate.

– ¿Apoyando la carrera política de un putero?

Los ojos de la joven echaban fuego, pero Rebus hizo caso omiso. A la derecha, a través de unas puertas de cristal, vio el comedor con la mesa llena de folletos de la campaña de Jack Bell, quien en ese momento bajaba por la escalera frotándose las manos como si acabara de lavárselas.

– Señores -dijo sin intentar ser amable-, espero que su visita sea breve.

– Nosotros también -replicó Hogan.

– ¿Está en casa la señora Bell? -preguntó Rebus mirando alrededor.

– Ha salido a hacer una visita. ¿Hay algo en particular que…?

– Sólo quería decirle que anoche vi El viento en los sauces. Es una obra extraordinaria.

El diputado enarcó una ceja.

– Se lo diré.

– ¿Ha avisado a su hijo de que veníamos? -preguntó Hogan.

Bell asintió con la cabeza.

– Está viendo la televisión -contestó señalando hacia el cuarto de estar.

Sin que se lo dijera, Hogan se acercó a la puerta y la abrió. James Bell estaba tumbado en el sofá color crema, sin zapatos, y la cabeza apoyada en el brazo sano.

– James, ha llegado la policía -dijo el padre.

– Ya lo veo -contestó el joven poniendo los pies en la alfombra.

– Hola, James -dijo Hogan-. Creo que conoces al inspector…

James asintió con la cabeza.

– ¿Te importa que nos sentemos? -preguntó Hogan mirando al hijo y sentándose en un sillón sin aguardar a que el padre les invitara a hacerlo.

Mientras, Rebus se acomodó junto a la chimenea. Jack Bell tomó asiento al lado de su retoño y le puso la mano en la rodilla, pero el joven se la apartó. A continuación se agachó, cogió un vaso de agua del suelo y dio un sorbo.

– Bueno, quisiera saber qué es lo que sucede -dijo impaciente Jack Bell en su papel de hombre ocupado que tiene cosas importantes que hacer.

Sonó el móvil de Rebus, que musitó una disculpa mientras lo sacaba del bolsillo y miraba de quién era la llamada. Volvió a excusarse, se levantó y salió de la habitación.

– ¿Gill? -dijo-. ¿Qué tal te ha ido con Bob?

– Ya que lo preguntas, es un pozo de sorpresas.

– Por ejemplo, que no sabía que la freidora iba a incendiarse -dijo Rebus observando que Kate no estaba en el comedor.

– Exacto.

– ¿Y qué más?

– Parece haberla tomado con Rab Fisher, sin darse cuenta de cómo implica eso a su amigo Pavo Real.

– ¿En qué? -dijo Rebus entornando los ojos.

– Resulta que Fisher iba por las colas de las discotecas presumiendo delante de la gente de su pistola.

– ¿Y?

– Y vendía droga.

– ¿Droga?

– Por cuenta de tu amigo Johnson.

– Pavo Real trapicheó con hachís en una época, pero no tanto como para tener un ayudante.

– Bob aún no lo ha soltado, pero creo que estamos hablando de crack.

– Dios mío… ¿quién le suministraba?

– Me pareció obvio -respondió ella con una risita-. Tu otro amigo, el de los barcos.

– No creo -replicó Rebus.

– ¿No se encontró cocaína en su barco?

– Sí, pero de todos modos…

– Pues entonces será otro -añadió ella con un suspiro-. En cualquier caso, no está mal para empezar, ¿no crees?

– Debe de ser el toque de mujer.

– Sí, ese chico necesita alguien que le cuide. Gracias por el consejo, John.

– ¿Significa eso que estoy fuera de peligro?

– Significa que le voy a decir a Mullen que venga y oiga lo que hemos grabado.

– Pero ¿ya no creerás que maté a Marty Fairstone?

– Digamos que empiezo a dudarlo.

– Gracias por apoyarme, jefa. Si descubres algo más me lo dices, ¿de acuerdo?

– Lo intentaré. ¿En qué andas metido ahora? ¿En otra cosa que pueda preocuparme?

– Quizá… mira el cielo sobre Barnton por si ves fuegos artificiales -dijo Rebus cortando; desconectó el aparato y volvió a la habitación.

– Le aseguro que le entretendremos lo menos posible -dijo Hogan, y miró a Rebus-. Ahora lo dejo en manos de mi colega.

Rebus fingió pensarse la pregunta y a continuación miró a James Bell.

– James, ¿por qué lo hiciste?

– ¿Qué?

– Oiga, debo protestar por ese tono… -terció Jack Bell inclinándose hacia delante.

– Lo siento, señor. A veces me pongo algo nervioso cuando alguien me miente. No sólo a mí, sino a todos los investigadores, a sus padres, a la prensa… a «todos». -James le miraba fijamente y Rebus cruzó los brazos-. Mira, James, estamos empezando a reconstruir lo que realmente sucedió en el aula y tenemos que decirte algo: cuando se dispara una pistola quedan siempre restos en la piel. Pueden durar semanas por mucho que te laves y frotes. Y en los puños de la camisa también. ¿Recuerdas que tenemos la camisa que llevabas puesta?

– ¿Qué demonios está diciendo? -gruñó Jack Bell rojo de cólera-. ¿Cree que les voy a consentir que entren en mi casa para acusar a un adolescente de dieciocho años de…? ¿Es así como trabaja hoy la Policía?

– Papá…

– Es por perjudicarme a mí, ¿verdad? Intentan perjudicarme utilizando a mi hijo. Sólo porque cometieron un grave error que casi me cuesta el cargo, mi matrimonio…

– Papá… -repitió el joven en tono más alto.

– Y ahora, aprovechando esta horrible tragedia, ustedes…

– No es una represalia, señor -dijo Hogan.

– A pesar de que el agente de Leith que le detuvo asegura que le sorprendió con las manos en la masa -añadió Rebus sin poder contenerse.

– John… -advirtió Hogan.

– ¿Lo ve? -La voz de Jack Bell temblaba de ira-. ¿Ve cómo es y será siempre? Es un caso perdido. De una arrogancia sin igual, de una…

James Bell se levantó de pronto.

– ¿Quieres dejar de decir gilipolleces por una vez en tu vida? ¿Quieres callarte de una puta vez?

Se hizo un silencio y sus palabras quedaron flotando en el aire como un eco. James Bell volvió a sentarse con parsimonia.

– Quizá si dejásemos hablar a James -dijo Hogan con voz pausada mirando al diputado, que, estupefacto, no apartaba la vista de un hijo que él nunca había pensado que existiera, una persona que se manifestaba ante él por primera vez en su vida.

– A mí no puedes hablarme así -dijo con voz apenas audible.

– Pues acabo de hacerlo -replicó el hijo, quien, mirando a Rebus, añadió-: Acabemos de una vez.

Rebus se humedeció los labios.

– James, de momento probablemente lo único que podemos demostrar es que recibiste un disparo a quemarropa (contrariamente a la versión que nos has dado) y que, a juzgar por el ángulo de tiro, te disparaste tú mismo. Sin embargo, has confesado que conocías la existencia de al menos una de las armas de Herdman, y por eso creo que tú cogiste la Brocock para matar a Anthony Jarvies y a Derek Renshaw.

– Eran unos gilipollas.

– ¿Y eso es una razón?

– James -intervino el padre-. No quiero que sigas declarando.

– Tenían que morir -añadió el hijo sin hacerle caso.

Jack Bell se quedó boquiabierto y mudo mientras su hijo daba vueltas sin cesar al vaso de agua.

– ¿Por qué tenían que morir? -preguntó Rebus con voz tranquila.

– Ya lo he dicho -contestó el muchacho encogiéndose de hombros.

– Porque no te gustaban -aventuró Rebus-. ¿Sólo por eso?

– Muchos chicos como yo han matado por menos. ¿O es que no ven los telediarios? Estados Unidos, Alemania, Yemen… A veces basta con que no te gusten los lunes.

– Ayúdame a entenderlo, James. Ya sé que teníais distintos gustos musicales…

– No sólo en música: en todo.

– ¿Veíais la vida de forma distinta? -aventuró Hogan.

– Tal vez en cierto modo querías impresionar a Teri Cotter -añadió Rebus.

– No la meta en esto -replicó James lanzándole una mirada iracunda.

– Es difícil no hacerlo, James. Al fin y al cabo, Teri te dijo que le obsesionaba la muerte, ¿no es cierto? -El muchacho guardó silencio-. Yo creo que te obnubilaste un poco con ella.

– ¿Usted qué sabe? -replicó desdeñoso el adolescente.

– En primer lugar estuviste en Cockburn Street haciéndole fotos.

– Yo hago muchas fotos.

– Pero la suya la guardabas en ese libro que le prestaste a Lee Herdman. No te gustaba que se acostase con ella, ¿verdad? Ni te gustó que Jarvies y Renshaw te dijeran que habían entrado en su página y la habían visto en su dormitorio. -Rebus hizo una pausa-. ¿Qué tal voy? -añadió.

– Es muy listo, inspector.

Rebus negó con la cabeza.

– No; hay muchas cosas que no sé, James. Y espero que tú puedas llenar las lagunas.

– No tienes por qué decir nada, James -gruñó el padre-. Eres menor y hay leyes que te protegen. Has sufrido un trauma y ningún tribunal… -Miró a los policías-. ¿No debería hablar en presencia de un abogado?

– No lo necesito -espetó el muchacho.

– Tienes que aceptarlo -replicó el padre horrorizado.

– Tú ya no pintas nada, papá -añadió el hijo-. ¿No te das cuenta? Ahora soy yo el protagonista. Soy yo quien te va a hacer salir en la primera página de los periódicos, pero por los peores motivos. Y por si no lo sabes, no soy menor: tengo dieciocho años. Tengo edad para votar, y para muchas cosas -añadió como si esperase la réplica del padre, pero al no producirse, se volvió hacia Rebus-. ¿Qué es lo que quiere saber?

– ¿Tengo razón respecto a Teri?

– Yo sabía que se acostaba con Lee.

– Cuando le prestaste el libro, ¿dejaste deliberadamente en él la foto?

– Supongo.

– ¿Esperando que la viese y que reaccionase? -preguntó Rebus; el joven se encogió de hombros-. Tal vez te bastaba con que se enterara de que a ti también te gustaba. -Rebus hizo una pausa-. Pero ¿por qué ese libro concretamente?

James le miró.

– Porque Lee quería leerlo. Conocía la historia de aquel hombre que se había tirado de un avión. Él no era… -añadió sin encontrar las palabras adecuadas. Lanzó un suspiro-. Tiene que pensar que era un hombre muy desgraciado.

– ¿Desgraciado en qué sentido?

James encontró la palabra:

– Obsesionado -dijo-. Ésa era la impresión que daba. Obsesionado.

Se hizo un silencio que rompió Rebus.

– ¿Cogiste la pistola en el piso de Lee?

– Eso es.

– ¿Él no lo sabía?

James Bell negó con la cabeza.

– ¿Tú sabías que tenía una Brocock? -preguntó Hogan sin levantar la voz.

El muchacho asintió con la cabeza.

– ¿Y por qué se presentó en el colegio? -inquirió Rebus.

– Le dejé una nota, pero no esperaba que la leyera tan pronto.

– ¿Cuál era entonces tu plan, James?

– Entrar en la sala común, donde solían estar ellos dos solos, y matarlos.

– ¿A sangre fría?

– Exacto.

– ¿A dos chicos que no te habían hecho nada?

– Dos menos en este mundo -replicó el adolescente encogiéndose de hombros-. Total… en comparación con los tifones, huracanes, terremotos, hambrunas…

– ¿Por eso lo hiciste, porque daba igual?

James Bell reflexionó un instante.

– Tal vez -contestó.

Rebus miró la alfombra intentando dominar la ira que le invadía. «Un familiar de mi misma sangre…»

– Todo sucedió muy rápido -añadió James Bell-. Me sorprendió lo tranquilo que estaba. Pum, pum: dos cadáveres… En el momento en que disparaba sobre el segundo entró Lee y me miró fijamente. Yo también a él. Estábamos los dos desconcertados -añadió sonriendo al recordarlo-. Luego, él estiró el brazo con la mano abierta para que le entregara la pistola y yo se la di. -Dejó de sonreír-. Lo que menos me imaginaba era que el gilipollas iba a disparársela en la sien.

– ¿Por qué crees que lo hizo?

James Bell negó lentamente con la cabeza.

– He intentado dar una explicación… ¿Usted qué cree? -añadió implorante, como si necesitara saberlo.

Rebus tenía varias hipótesis: porque era el dueño de la pistola y se sentía responsable, porque el incidente atraería a equipos de investigadores profesionales, incluidos los del Ejército… y porque era una solución.

Porque ya no vivía obsesionado.

– Y después tú cogiste la pistola y te disparaste en el hombro -dijo Rebus enfatizando las palabras-. ¿Y luego volviste a colocársela en la mano?

– Sí. En la otra mano llevaba la nota que yo le había dejado, y se la quité.

– ¿Y las huellas dactilares?

– Limpié la pistola con la camisa, como en las películas.

– Pero cuando llegaste allí para matarlos, deberías ir decidido a que todos lo supieran. ¿Por qué cambiaste de idea?

El muchacho se encogió de hombros.

– Porque surgió la oportunidad. ¿Sabemos en realidad por qué hacemos las cosas cuando nos arrastra un impulso? A veces nos dejamos llevar por los instintos. Los malos pensamientos… -añadió volviéndose hacia su padre.

Y en ese momento su padre se lanzó sobre él para agarrarle del cuello y los dos cayeron del sofá rodando por el suelo.

– ¡Maldito cabrón! -gritó Jack Bell-. ¿Sabes lo que has hecho? ¡Esto es mi ruina! ¡Has destrozado mi carrera!

Rebus y Hogan los separaron; el padre continuó rezongando y profiriendo maldiciones mientras el hijo, más bien sereno, observaba atento aquella ira incoherente como si fuese algo que deseara conservar como un valioso recuerdo. Se abrió la puerta y apareció Kate. A Rebus le asaltó el deseo de obligar a James Bell a arrodillarse ante ella para que la pidiera perdón. La joven contempló la escena.

– ¿Jack…? -dijo a media voz.

Jack Bell, a quien Rebus sujetaba con fuerza por detrás, la miró como si fuera una extraña.

– Vete, Kate -dijo el diputado-. Márchate a tu casa.

– No entiendo…

James Bell, sin oponer resistencia a Hogan, que le agarraba, miró hacia la puerta y luego hacia donde estaban su padre y Rebus. En su cara se esbozó lentamente una sonrisa.

– ¿Se lo decís vosotros o se lo digo yo…?

Capítulo 25

– No puedo creerlo -volvió a decir Siobhan.

La llamada de Rebus se había prolongado durante todo el trayecto desde la comisaría al ya cercano aeródromo.

– A mí también me cuesta creerlo.

Iba por la A 8 en dirección oeste. Miró el retrovisor y puso el intermitente para adelantar a un taxi en el que viajaba un hombre de negocios que leía tranquilamente el periódico antes de coger el avión. Siobhan sintió ganas de parar en el arcén, salir del coche y gritar para desahogar la confusión de sentimientos que la embargaban. ¿Era por la excitación de que se hubiera resuelto el caso? Dos en realidad: el caso Herdman y el homicidio de Fairstone. ¿O era por la frustración de no haber estado presente?

– ¿Y no habrá matado también a Herdman? -preguntó ella.

– ¿Quién, el joven maestro Bell?

Oyó a Rebus haciendo un aparte y repitiendo la pregunta a Hogan.

– Deja la nota sabiendo que Herdman va a seguirle -añadió ella-, mata a los tres y luego se dispara.

– Es una hipótesis -dijo Rebus-. ¿Qué es ese ruido?

– Mi teléfono, que necesita una recarga -dijo ella tomando el desvío al aeropuerto con el taxi aún visible en el retrovisor-. Puedo anular mi lección de vuelo.

– ¿Para qué? Aquí no hay nada que hacer.

– ¿Vais a ir a Queensferry?

– Ya estamos. Bobby está cruzando la verja del colegio -volvió a apartarse del teléfono para decir algo a Hogan.

A Siobhan le pareció que le decía que quería estar presente cuando explicara la resolución del caso a Claverhouse y a Ormiston, porque captó el comentario de «y sobre todo que la hipótesis de las drogas no sirve para nada».

– ¿Quién puso las drogas en el barco? -preguntó Siobhan.

– ¿Cómo dices, Siobhan?

Ella repitió la pregunta.

– ¿Crees que lo hizo Whiteread para mantener abierta la investigación? -añadió.

– Ni siquiera estoy seguro de que tenga poder para hacer algo así. Ya sólo quedan por liquidar detalles de poca monta. Han salido coches patrulla para detener a Rab Fisher y a Johnson Pavo Real y ahora Bobby va a dar la noticia a Claverhouse.

– Me gustaría estar ahí.

– Reúnete más tarde con nosotros. Iremos al pub.

– Al Boatman's no, ¿verdad?

– He pensado en ir al de al lado, para cambiar.

– Yo acabaré dentro de una hora más o menos.

– No tengas prisa. Supongo que no iremos a otro sitio. Si te apetece, tráete a Brimson.

– ¿Le cuento lo de James Bell?

– Tú verás. Los periódicos no tardarán en publicarlo.

– ¿Lo dices por Steve Holly?

– Creo que le debo eso al cabrón. Al menos no le daré a Claverhouse el placer de dar la noticia. -Hizo una pausa-. ¿Conseguiste meterle miedo a Rod McAllister?

– Sigue insistiendo en que él no escribió las cartas.

– Basta con que tú lo sepas, y que él sepa que lo sabes. ¿Preparada para tu clase de vuelo?

– Irá bien.

– Tal vez debería alertar a control aéreo.

Oyó que Hogan decía algo y que Rebus contenía la risa.

– ¿Qué dice? -preguntó ella.

– Bobby cree que más bien deberíamos avisar a los guardacostas.

– Dile que le he puesto en la lista negra.

Oyó cómo Rebus se lo decía a Hogan.

– Okay, Siobhan, hemos llegado al aparcamiento y vamos a darle la noticia a Claverhouse.

– ¿Mantendrás la calma por una vez?

– No te preocupes; estaré tranquilo, sereno y sosegado.

– ¿De verdad?

– En cuanto le haya restregado la mierda por las narices.

Siobhan sonrió y cortó. Decidió desconectar el móvil también. A cinco mil pies de altitud no iba a hacer llamadas. Miró el reloj del tablero de instrumentos y vio que llegaba con tiempo. Supuso que a Doug Brimson no le importaría.

Intentó ordenar en su mente cuanto acababa de oír: Lee Herdman no había matado a los dos chicos y John Rebus no había prendido fuego a la casa de Fairstone.

Sentía mala conciencia por haber sospechado de Rebus, pero la culpa era de él, por ser siempre tan misterioso. Igual que Herdman con su doble vida y sus temores. La prensa tendría que morder el polvo y centrar sus tiros en el blanco más fácil: Jack Bell. Lo que casi era un final feliz.

Llegó a la puerta del aeródromo en el momento en que otro coche se disponía a salir. Brimson se bajó del asiento del pasajero y le dirigió una sonrisa cautelosa mientras abría el candado y la puerta. Siobhan esperó a que saliera el coche, que cruzó la puerta a toda velocidad, con un hombre al volante con cara de pocos amigos. Brimson le hizo seña de que entrase y ella cruzó la verja y aguardó a que él cerrara la puerta. Brimson abrió la portezuela y subió al coche.

– No te esperaba tan pronto -comentó.

– Lo siento -dijo Siobhan arrancando despacio y mirando hacia adelante-. ¿Quién era tu visitante?

– Alguien interesado en lecciones de vuelo -contestó Brimson con una mueca.

– No me pareció el prototipo de alumno.

– ¿Lo dices por la camisa? -replicó Brimson riendo-. Muy llamativa, ¿verdad?

– Un poco, sí.

Llegaron a la oficina. Siobhan echó el freno de mano y Brimson se bajó del coche. Ella se quedó sentada observándole mientras él daba la vuelta al coche para abrirle la portezuela, como si ella estuviera esperándolo. Evitaba mirarla a la cara.

– Hay que rellenar un formulario -dijo él señalando la oficina- para el descargo de responsabilidad… esas cosas -añadió adelantándose a abrir la puerta.

– ¿Cómo se llamaba ese cliente? -preguntó ella entrando detrás de él.

– Jackson o Jobson… creo -contestó él sentándose en la silla del despacho y revolviendo papeles.

Siobhan permaneció de pie.

– Estará escrito en algún formulario -dijo.

– ¿Cómo?

– Si vino a inscribirse para tomar lecciones, supongo que tendrás sus datos.

– Ah, sí… estarán por aquí -dijo él moviendo hojas-. Va siendo hora de que coja una secretaria -añadió forzando una sonrisa.

– Se llama Johnson Pavo Real -dijo Siobhan pausadamente.

– ¿Ah, sí?

– Y no ha venido para dar clases de vuelo. ¿Quería que le sacaras de Escocia en avión?

– ¿Lo conoces?

– Sé que le busca la justicia por ser culpable de la muerte de un delincuente de poca monta que se llamaba Martin Fairstone. A Johnson le habrá entrado pánico al ver que no aparece su lugarteniente y probablemente sabe que lo hemos detenido.

– Todo lo cual es nuevo para mí.

– Pero sabes quién es Johnson… y lo que es.

– No, ya te he dicho que quería lecciones de vuelo.

Las manos de Brimson removían papeles con mayor velocidad.

– Te contaré un secreto -añadió Siobhan-. Hemos resuelto el caso de Port Edgar. Lee Herdman no mató a esos dos chicos; fue el hijo del diputado.

– ¿Qué? -dijo Brimson, a quien parecía costarle asimilar la noticia.

– Los mató James Bell, y luego se disparó, después de que Lee Herdman se suicidara.

– ¿En serio?

– Doug, ¿buscas algo en concreto o es que pretendes excavar el tablero de la mesa?

El levantó la vista y sonrió.

– Te estaba diciendo que Lee no mató a esos chicos.

– Sí, claro.

– Lo que significa que la única incógnita por resolver es la de las drogas que encontramos en su barco. Supongo que sabrás que tenía un yate amarrado en el puerto deportivo.

Brimson era incapaz de sostenerle la mirada.

– ¿Por qué iba yo a saberlo?

– ¿Y por qué no?

– Escucha, Siobhan -añadió Brimson consultando aparatosamente el reloj-. Dejemos el papeleo. Vamos a perder nuestro espacio…

Siobhan hizo caso omiso del comentario.

– Debe de ser un buen yate, porque Herdman viajaba a Europa, pero ahora sabemos que vendía diamantes.

– ¿Y al mismo tiempo compraba drogas?

Siobhan negó con la cabeza.

– Tú sabías lo del yate y probablemente que viajaba al continente -añadió avanzando un paso hacia la mesa-. Era en esos vuelos de ejecutivos, ¿verdad, Doug? En esos viajecitos a Europa para llevar a hombres de negocios a congresos y a pasarlo bien. Así es como traes las drogas.

– Todo se está yendo a la mierda -exclamó Brimson, casi con una calma excesiva. Se recostó en la silla, se ajustó el pelo y miró al techo-. Le dije a ese imbécil que no viniera aquí nunca.

– ¿Te refieres a Pavo Real?

Brimson asintió despacio con la cabeza.

– ¿Por qué pusiste las drogas en el barco? -preguntó ella.

– ¿Por qué no? -respondió él riendo-. Lee estaba muerto. Eso centraría en él la atención.

– ¿Disipando las sospechas sobre ti? -dijo ella sentándose-. La verdad es que no sospechábamos de ti.

– Charlotte creía que sí. Andabais husmeando por todas partes, hablando con Teri, viniendo a hablar conmigo…

– ¿Charlotte Cotter está implicada?

Brimson la miró como si fuera idiota.

– Es un negocio de dinero en mano y hay que lavarlo.

– ¿A través de los salones de bronceado?

Siobhan asintió con la cabeza. Claro, Brimson y la madre de Teri eran socios.

– Lee no era tan santo, ¿sabes? -añadió Brimson-. Él fue quien me presentó a Johnson.

– ¿Lee conocía a Johnson? ¿Le facilitó él las armas?

– Te lo iba a decir, pero no sabía cómo.

– ¿Qué?

– Johnson tenía armas desactivadas y necesitaba a alguien que les instalase el percutor o lo que fuera.

– ¿Y Lee Herdman se encargaba de eso?

Siobhan pensó en el taller tan bien provisto del cobertizo del puerto. Era una tarea fácil si se disponía de las herramientas y se sabía cómo hacerlo.

Brimson permaneció impasible un instante.

– Todavía tenemos tiempo de ir a volar -dijo-. Es una lástima perder el turno de despegue.

– No he traído el pasaporte -replicó ella estirando el brazo hacia el teléfono-. Tengo que hacer una llamada, Doug.

– Lo tenía todo apalabrado con la torre de control, ¿sabes? Pensaba enseñarte tantas cosas…

Siobhan se había puesto en pie para descolgar el teléfono.

– Tal vez en otra ocasión.

Pero los dos sabían que no habría otra ocasión. Brimson la miraba con las palmas de las manos apoyadas en la mesa. Siobhan se llevó el receptor al oído y comenzó a marcar el número.

– Lo siento, Doug -dijo.

– Yo también, Siobhan, créeme, lo siento en el alma -añadió cogiendo impulso y saltando por encima de la mesa tirando los papeles.

Siobhan soltó el teléfono y dio un paso atrás, tropezó con la silla y cayó al suelo con las manos abiertas para amortiguar el golpe.

Doug Brimson, sofocado, se le echó encima impidiéndole respirar.

– Vamos a volar, Siobhan, vamos a volar… -repetía sujetándola por las muñecas.

Capítulo 26

– ¿Estás contento, Bobby? -preguntó Rebus.

– Loco de contento -contestó Hogan.

Entraron en el bar del muelle de South Queensferry. La reunión en el colegio no habría podido ser más oportuna pues interrumpieron la exposición que estaba haciendo Claverhouse al subdirector Colín Carswell. Hogan respiró hondo antes de intervenir y aseverar que todo lo que decía Carswell era pura filfa antes de explicar por qué.

Al final de la reunión, Claverhouse salió del cuarto sin decir palabra y fue su colega Ormiston quien dio a Hogan la mano en reconocimiento de su mérito.

– Lo que no quiere decir que otros lo reconozcan, Bobby -comentó Rebus dando una palmadita en el hombro a Ormiston para hacerle ver que apreciaba su gesto, e incluso le invitó a tomar una copa con ellos, pero Ormiston rehusó.

– Creo que me habéis asignado una misión de consuelo -dijo.

De modo que estaban ellos dos solos en aquel bar. Mientras aguardaban a que les sirvieran, Hogan comenzó a desanimarse un poco. Generalmente, al resolver satisfactoriamente un caso, se reunían todos en la sala de Homicidios, donde les llevaban unas cajas de cerveza, acompañadas en ocasiones de una botella de champán obsequio de los jefazos, y whisky para los más tradicionales. En aquel bar, ellos dos solos, no era lo mismo. El antiguo equipo se había dispersado…

– ¿Qué vas a tomar? -preguntó Hogan tratando de mostrarse animoso.

– Creo que un Laphroaig, Bobby.

– La medida que sirven aquí no es muy generosa -dijo Hogan, que había echado una ojeada de experto al botellero-. Lo pediré doble.

– ¿Y decidimos ahora mismo quién conduce?

– Creí que habías dicho que iba a venir Siobhan -replicó Hogan torciendo el gesto.

– Eso es una crueldad, Bobby -comentó Rebus haciendo una pausa-. Una crueldad, pero razonable.

El camarero se acercó a ellos y Hogan pidió el whisky para Rebus y una pinta de cerveza para él.

– Y dos puros -añadió volviéndose hacia Rebus, observándole y apoyando el codo en la barra-. John, después de haber resuelto un caso como éste me da por pensar que sería el momento apropiado de dejar el cuerpo.

– Por Dios, Bobby, estás en tu mejor momento.

Hogan lanzó un resoplido.

– Hace cinco años te habría dicho que sí -dijo sacando unos billetes del bolsillo y cogiendo uno de diez libras-, pero ahora ya tengo bastante.

– ¿Qué es lo que ha cambiado?

Hogan se encogió de hombros.

– Un adolescente que mata a dos compañeros sin ningún motivo es algo que no acabo de entender… Vivimos en un mundo distinto al que conocimos, John.

– Por eso somos más necesarios que nunca.

Hogan volvió a lanzar un bufido.

– ¿De verdad lo crees? ¿Tú crees de verdad que te quiere alguien?

– He dicho «necesarios», no queridos.

– ¿Y quién nos necesita? ¿Personas como Carswell porque le dejamos en buen lugar? O Claverhouse, ¿para que no meta más la pata de lo que lo hace?

– Pues eso para empezar -replicó Rebus sonriente.

Tenía ya el whisky delante y echó un poco de agua para rebajarlo. Llegaron los dos puros y Hogan quitó el envoltorio del suyo.

– Seguimos sin saberlo, ¿no es cierto? -dijo.

– ¿Qué?

– Por qué se suicidó Herdman.

– ¿Pensabas que íbamos a averiguarlo? Cuando me llamaste, mi impresión fue que lo hacías porque te asustaba tanto adolescente; porque necesitabas otro dinosaurio a tu lado.

– John, tú no eres un dinosaurio -dijo Hogan alzando su vaso y chocándolo con el de Rebus-. Por nosotros dos.

– Y por Jack Bell, sin cuya intervención el hijo podría haberse dado cuenta de que podía optar por callarse y quedar impune.

– Cierto -dijo Hogan con una amplia sonrisa-. Familias, ¿eh, John? -añadió balanceando la cabeza.

– Familias -repitió Rebus llevándose el vaso a los labios.

Cuando sonó su móvil, Hogan le dijo que no contestase, pero Rebus miró la pantallita por si era Siobhan. No era ella. Indicó a Hogan que salía afuera donde estaba más tranquilo. Había un patio abierto delante, una zona asfaltada con algunas mesas, para tomar el fresco. Rebus se acercó el aparato al oído.

– ¿Gill? -dijo.

– Me dijiste que te tuviera al corriente.

– ¿Sigue cantando el joven Bob?

– Casi estoy deseando que termine -dijo Gill Templer con un suspiro-. Nos ha explicado su infancia, que abusaban de él en la escuela, que se hacía pis en la cama… Habla un poco del presente pero vuelve constantemente al pasado y no sé si lo que dice sucedió hace una semana o hace diez años. Ahora nos pide el libro de El viento en los sauces.

Rebus sonrió.

– Lo tengo en casa. Se lo llevaré.

Rebus oyó a lo lejos el motor de una avioneta y miró hacia lo alto con la mano libre a modo de visera. El aparato sobrevolaba el puente del estuario y estaba demasiado lejos para distinguir si era el mismo en el que habían ido ellos a Jura. Le pareció del mismo tamaño, volaba pesarosamente cruzando el cielo.

– ¿Qué sabes de salones de bronceado? -preguntó Gill Templer.

– ¿Por qué?

– Porque no cesa de mencionarlos. Y una conexión con Johnson y las drogas…

Rebus seguía mirando la avioneta, de pronto descendió en picado, para inmediatamente estabilizarse y balancear las alas. Si Siobhan iba a bordo, no olvidaría su primera lección.

– Sólo sé que la madre de Teri Cotter tiene varios salones de ésos -dijo Rebus.

– ¿No serán una tapadera?

– No creo. Vamos a ver, ¿de dónde iba ella a sacar…?

No acabó la frase. Ahora recordaba que Brimson tenía aparcado el coche en Cockburn Street, donde la madre de Teri tenía uno de aquellos salones y que la muchacha le había dicho que su madre estaba liada con Brimson. Doug Brimson era amigo de Lee Herdman y tenía aviones. ¿De dónde demonios sacaba el dinero para comprarlos? Millones, había comentado Ray Duff. Le había parecido sospechoso en determinado momento, pero James Bell le había desviado su atención. Millones… Sí, era un dinero que se puede ganar con unos cuantos negocios legales, y decenas de ilegales.

Recordó lo que había dicho Brimson volviendo de la isla de Jura al sobrevolar el estuario del Forth: «Muchas veces pienso en el desastre que podría causar incluso un aparato tan pequeño como un Cessna en el puerto, en el transbordador, en los puentes y en el aeropuerto». Dejó caer la mano y miró a contraluz guiñando los ojos.

– ¡Dios mío! -musitó.

– John, ¿me escuchas?

Cuando Gill hizo la pregunta ya no escuchaba.

Entró corriendo en el bar y arrastró a Hogan.

– Tenemos que ir al aeródromo.

– ¿A qué?

– ¡Deprisa!

Hogan abrió el coche, pero Rebus le apartó a un lado y se puso al volante.

– ¡Conduzco yo!

Hogan no rechistó. Rebus salió del aparcamiento a todo gas, pero acto seguido dio un frenazo y miró por la ventanilla.

– Dios mío, no… -masculló bajando del coche y parándose en medio de la calzada mirando al cielo.

El avión había caído en picado, pero luego se estabilizó.

– ¿Qué sucede? -vociferó Hogan desde el coche.

Rebus volvió a sentarse al volante y arrancó sin dejar de mirar el avión, que en aquel momento sobrevolaba el puente del ferrocarril para acto seguido describir un amplio círculo ya cerca del litoral de Fife y enfilar de nuevo hacia los puentes.

– Ese avión está en apuros -comentó Hogan.

Rebus volvió a detener el coche para mirar.

– Es Brimson -dijo entre dientes-. Y Siobhan va con él.

– ¡Se va a estrellar contra el puente!

Saltaron los dos del coche. No eran los únicos: había otros automóviles parados y sus conductores miraban hacia arriba, mientras los peatones señalaban con el dedo haciendo comentarios. El ruido del motor de la avioneta se hizo más intenso y discordante.

– ¡Dios mío! -dijo Hogan en un susurro al ver que pasaba por debajo del puente del ferrocarril a escasos metros de la superficie del agua.

Volvió a tomar altura, casi en vertical, se estabilizó y de nuevo se dejó caer en picado para pasar por debajo del tramo central del puente viario.

– ¿Qué hace, dar el espectáculo o aterrorizarla? -comentó Hogan.

Rebus meneó la cabeza. Estaba pensando en Lee Herdman y su costumbre de asustar a los adolescentes que practicaban esquí acuático.

– Fue Brimson quien puso las drogas en el barco. Él trae la droga al país en su avión, Bobby, y me da la impresión de que Siobhan lo ha descubierto.

– ¿Y qué demonios hace él ahora?

– Quizá pretende asustarla. Deseo con toda mi alma que sea eso.

Pensó en Lee Herdman acercándose el cañón a la sien y en el antiguo miembro de las SAS que se había arrojado desde un avión.

– ¿Llevan paracaídas? ¿Podrá ella lanzarse? -preguntó Hogan.

Rebus, sin contestar, apretó los dientes.

En aquel momento la avioneta, muy próxima al puente, rizó el rizo pero, al rozar con un ala uno de los cables de suspensión, comenzó a caer en espiral.

Rebus dio automáticamente un paso al frente y gritó «¡No!», alargando la palabra durante el tiempo que tardó la avioneta en precipitarse al agua.

– ¡La puta hostia! -masculló Hogan mientras Rebus escrutaba el lugar del impacto donde, entre humo, se vieron restos del aparato que no tardaron en comenzar a hundirse.

– ¡Hay que ir allí! -gritó Rebus.

– ¿Cómo?

– No lo sé… ¡en un barco! ¡En Port Edgar tienen!

Volvieron a subir al coche y Rebus dio media vuelta haciendo chirriar los neumáticos; cuando llegaban al astillero oyeron el ulular de una sirena y vieron embarcaciones que zarpaban hacia el lugar de la tragedia. Rebus aparcó y echaron a correr por el muelle y, al pasar por delante del cobertizo de Herdman, Rebus, de reojo, advirtió junto a él algo que se movía y una ráfaga de color, pero no era momento de detenerse a ver de qué se trataba. Mostraron sus identificaciones a un hombre que estaba a punto de soltar el amarre de una lancha rápida.

– Necesitamos que alguien nos lleve.

El hombre, un cincuentón calvo y de barba canosa, los miró de arriba abajo.

– No pueden subir sin chaleco salvavidas -protestó.

– Sí podemos. Ahora llévenos allí. -Rebus hizo una pausa-. Por favor.

El hombre volvió a mirarle y asintió con la cabeza. Saltaron los dos a bordo, sujetándose bien mientras el hombre aceleraba la lancha para salir del puerto. Ya había otras barcas junto a la mancha de aceite y en aquel momento llegaba la lancha de salvamento de South Queensferry. Rebus escrutó la superficie consciente de que era un gesto fútil.

– Tal vez no eran ellos -dijo Hogan-. Quizá Siobhan no fue al aeródromo.

Rebus asintió con la cabeza deseando que su amigo se callase. Los restos comenzaban a esparcirse por efecto del oleaje y del movimiento de las embarcaciones.

– Bobby, hay que pedir buceadores, hombres rana, lo que sea.

– Lo harán, John. Eso no es cosa nuestra. -Rebus advirtió que Hogan le apretaba el brazo-. Dios, y yo hice el comentario estúpido del guardacostas…

– No es culpa tuya, Bobby.

– Aquí no tenemos nada que hacer -comentó Hogan pensativo.

Rebus no tuvo más remedio que admitirlo. Pidieron al patrón que volviera a llevarlos a tierra y el hombre arrancó el motor de la lancha.

– Ha sido un accidente horroroso -gritó el hombre por encima del estruendo del fueraborda.

– Horroroso -repitió Hogan. Rebus no apartaba la vista de la superficie picada del agua-. ¿Vamos al aeródromo? -preguntó Hogan al saltar al muelle.

Rebus asintió con la cabeza y echó a andar a zancadas hacia el Passat, pero se detuvo ante el cobertizo de Herdman y miró en otro más pequeño al lado, frente al cual había aparcado un viejo BMW negro deslustrado que no reconoció. ¿Era allí donde había visto la ráfaga de color? Miró al cobertizo y vio que tenía la puerta cerrada. ¿Estaba abierta cuando ellos llegaron? ¿Había visto aquel colorido fugaz a través de ella? Se acercó a la puerta y empujó, pero no cedía porque alguien a su vez apretaba por detrás. Rebus retrocedió para tomar impulso, lanzó una patada con todas sus ganas y la empujó con el hombro. La puerta se abrió de golpe y el hombre cayó de bruces al suelo.

Llevaba una camisa de manga corta con estampado de palmeras y volvió la cara para mirar a Rebus.

– ¡Mierda! -masculló Hogan mirando una manta que había en el suelo llena de armamento.

Vieron dos taquillas abiertas llenas que revelaban sus secretos: pistolas, revólveres y metralletas.

– ¿Vas a desencadenar una guerra, Pavo Real? -preguntó Rebus.

Johnson, en respuesta, gateó hacia la pistola más cercana, pero Rebus avanzó un paso y le descargó un puntapié en pleno rostro, volviendo a tumbarle en el suelo inconsciente y con los miembros extendidos. Hogan le miró moviendo la cabeza con gesto de asombro.

– ¿Cómo diablos se nos escaparía esto? -dijo.

– Tal vez porque lo teníamos delante de nuestras narices, Bobby, como todo lo demás en este maldito caso.

– Pero ¿qué relación existe?

– Sugiero que se lo preguntes a tu amigo aquí presente en cuanto se despierte -dijo Rebus dándose la vuelta para marcharse.

– ¿Adónde vas?

– Al aeródromo. Tú quédate aquí y llama a comisaría.

– John… ¿para qué?

Rebus se detuvo. Sabía que lo que Hogan quería decirle era que para qué iba a ir al aeródromo, pero no se le ocurría otra cosa. Marcó el número de Siobhan en el móvil y el contestador le dijo que el abonado no estaba disponible y que repitiera la llamada más tarde. Volvió a marcarlo y obtuvo la misma respuesta. Tiró el pequeño aparato plateado al suelo y lo pisoteó con todas sus ganas con el tacón.

* * *

Cuando llegó ante la verja del aeródromo ya oscurecía.

Bajó del coche y llamó por el teléfono de comunicación interna que había en el exterior, pero no contestaba nadie. A través de la verja vio el coche de Siobhan aparcado delante de una oficina que tenía la puerta abierta, como si alguien hubiera salido precipitadamente.

O forcejeando… sin preocuparse de cerrar al salir.

Empujó la puerta de hierro con el hombro. La cadena traqueteaba pero no cedía. Retrocedió un paso y comenzó a darle patadas; luego volvió a empujar con el hombro, a propinarle puñetazos y, finalmente, cerró los ojos y apoyó en ella la cabeza.

– Siobhan… -musitó con voz temblorosa.

Sabía que sin unos alicates no había nada que hacer. Podía llamar a un coche patrulla para que los trajeran, pero no tenía con qué.

Brimson… ahora lo sabía. Sabía que traficaba con drogas y era él quien las había puesto en el barco de su amigo muerto. Ignoraba el móvil, pero lo averiguaría. Siobhan había llegado a descubrir la verdad y por ello había muerto. Tal vez había sostenido un forcejeo con él, lo que explicaría aquel vuelo errático. Abrió los ojos, borrosos por las lágrimas.

Miró a través de la verja.

Parpadeó para enfocar la visión.

Porque había alguien a la puerta… Una silueta, con una mano en la cabeza y la otra en el estómago. Parpadeó de nuevo para asegurarse.

– ¡Siobhan! -gritó, y ella levantó una mano y la agitó.

Rebus se subió a la verja y repitió su nombre a gritos. Ella volvió a entrar en la oficina.

Se le quebró la voz. ¿Veía visiones? No. Siobhan reapareció, subió a su coche y llegó hasta la verja. Al aproximarse, Rebus vio que efectivamente era ella y estaba bien. Frenó y se bajó del coche.

– Brimson es el que introduce las drogas… conchabado con Johnson y la madre de Teri -dijo al tiempo que buscaba en el manojo de llaves del piloto la del candado de la puerta.

– Lo sabemos -dijo Rebus, pero ella no escuchaba.

– Huyó y debió de dejarme sin sentido… Recobré el conocimiento al oír el ruido del teléfono -añadió accionando el candado y soltando la cadena.

La puerta se abrió y Rebus levantó a pulso a Siobhan del suelo en un fuerte abrazo.

– Ay, ay, ay -dijo ella para que aflojase el apretón-. Tengo contusiones -añadió mirándole a los ojos. Rebus, sin poder contenerse, le plantó un beso en los labios, con los ojos cerrados. Ella los mantuvo abiertos de par en par. Se desprendió del abrazo y retrocedió un paso para recobrar la respiración-. No es que me sienta abrumada, pero ¿a cuento de qué viene esto?

Capítulo 27

En esa ocasión fue Rebus quien acudió a visitar a Siobhan al hospital. Estaba ingresada con contusiones y tendría que pasar allí la noche.

– Esto es absurdo. De verdad que me encuentro bien -protestó ella.

– Haz lo que te han dicho, jovencita.

– Sí, claro, mira quién habla.

Como para corroborar sus palabras, en aquel momento, la misma enfermera que había cambiado el vendaje de Rebus pasó con un carrito.

Rebus acercó una silla y se sentó a la cabecera.

– ¿No me has traído nada? -preguntó Siobhan.

Rebus se encogió de hombros.

– No he tenido ni un minuto. Ya sabes cómo es.

– ¿Qué ha declarado Johnson?

– No se muestra muy elocuente, lo cual le perjudicará. Por lo que ha averiguado Gill Templer, Herdman no quería tener armas en su cobertizo y Johnson alquiló el de al lado para almacenarlas y que Herdman las activara allí, pero con el suicidio de Herdman las cosas se complicaron y Johnson no podía acercarse a trasladarlas.

– ¿Y luego le entró miedo?

– Miedo, o tal vez quisiera coger alguna para su propia protección por si acaso.

– Gracias a Dios que no llegó a hacerlo -comentó Siobhan cerrando los ojos.

Guardaron silencio unos minutos.

– ¿Y Brimson? -preguntó ella.

– ¿Qué pasa con Brimson?

– Esa decisión suya de acabar así…

– Yo creo que al final se adueñó de él el pánico.

Siobhan abrió los ojos.

– O vio claramente que no había nadie más a quien implicar.

Rebus se encogió de hombros.

– Sea lo que fuere, es una muerte más en las estadísticas de suicidios, y el Ejército tendrá que asumirla.

– A lo mejor alegan que fue un accidente.

– Tal vez lo fuese. Quizá lo único que pretendía era rizar el rizo y se estrelló por un fallo.

– Prefiero mi versión.

– Pues mantenla.

– ¿Y James Bell?

– ¿Qué?

– ¿Crees que llegaremos a entender por qué lo hizo?

Rebus volvió a encogerse de hombros.

– Lo único que sé es que la prensa va a pasarlo en grande con el padre.

– ¿Y con eso te basta?

– De momento sí.

– James y Lee Herdman… no acabo de entenderlo.

Rebus reflexionó un instante.

– Tal vez James vio que había encontrado un héroe, una persona distinta a su padre, alguien por quien valía la pena hacer cualquier cosa.

– ¿Incluso matar? -añadió ella.

Rebus sonrió, se levantó y le dio una palmadita en el brazo.

– ¿Ya te vas?

Él se encogió de hombros.

– Tengo mucho que hacer. Ahora tenemos un policía menos.

– ¿No puedes dejarlo para mañana?

– La justicia nunca duerme, Siobhan. Lo que no quiere decir que tú no lo hagas. ¿Quieres algo antes de que me vaya?

– Pues quizá la sensación de haber logrado algo.

– No creo que las máquinas expendedoras tengan de eso, pero veré qué puedo hacer.

* * *

Había vuelto a hacerlo.

Acabó bebiendo demasiado… y al volver a casa tiró la chaqueta en el vestíbulo y se derrumbó en la taza del váter apoyando la cabeza en las manos.

Era la última vez… La última vez había sido la noche de Martin Fairstone, cuando había estado en diversos pubs buscando a su presa, más los whiskies que se tomó en casa de Fairstone antes de volver a la suya en taxi. Al llegar a Arden Street, el conductor tuvo que despertarle. Apestaba a tabaco y, con idea de quitarse el olor, se preparó un baño abriendo el grifo del agua caliente pensando en echar después la fría. Se sentó en la taza medio desvestido, con la cabeza en las manos y los ojos cerrados.

Sintió en la oscuridad cómo se movía el mundo sobre su eje, venciéndole a él hacia delante y cayó de rodillas, se dio un cabezazo contra el borde de la bañera y se levantó con las manos ardiendo, dentro de la bañera, escaldadas.

Escaldadas.

No había ningún misterio.

Puede sucederle a cualquiera.

¿No es cierto?

Pero esta noche no. Se levantó, recobró el equilibrio, consiguió llegar al cuarto de estar, se dejó caer en el sillón y lo acercó a la ventana empujando con los pies. Era una noche tranquila y había luces en los pisos de enfrente. Parejas descansando, echando un ojo a los niños. Solteros esperando una pizza o viendo un vídeo que acababan de alquilar. Estudiantes matando una noche más en los pubs, preocupados por la proximidad de los exámenes.

Seguro que casi ninguno se enfrentaría a misterios. Tendrían temores, sí; dudas; algunos incluso sentirían remordimiento por pequeños errores y faltas, pero no eran asuntos que pudieran ser motivo de preocupación para Rebus y sus colegas. Aquella noche no. Palpó con los dedos el suelo en busca del teléfono y se lo puso en el regazo pensando en llamar a Allan Renshaw. Tenía que decirle algunas cosas.

Había estado pensando en eso de las familias; no sólo por la suya, sino en general por las relacionadas con el caso. Lee Herdman, que había abandonado a la suya; James y Jack Bell, exclusivamente unidos por el vínculo de la sangre; Teri Cotter y su madre. Y en su mismo caso, él, que sustituía a su familia por colegas como Siobhan y Andy Callis para establecer lazos muchas veces más fuertes que los de la sangre.

Miró el aparato y pensó que era un poco tarde para llamar a su primo. Se encogió de hombros y musitó un «mañana» mientras sonreía recordando la escena en el aeródromo al levantar a Siobhan en brazos.

Decidió arriesgarse a llegar hasta la cama. Tenía el portátil en reserva de pantalla y, sin molestarse en dar al botón, lo desenchufó de la red. Ya lo devolvería al día siguiente a la comisaría.

Se detuvo en el pasillo y entró en el cuarto de invitados para coger El viento en los sauces. Lo pondría al lado del ordenador para no olvidarlo y al día siguiente se lo regalaría a Bob.

Mañana, si Dios y el diablo querían.

Epílogo

Jack Bell no escatimó gastos en preparar la defensa de su hijo. Aunque su hijo no parecía haberse enterado. Se mantenía en sus trece, resuelto a declararse culpable ante el tribunal.

No obstante, Bell contrató a uno de los mejores abogados de Escocia, un letrado residente en Glasgow que cobraba los desplazamientos a Edimburgo en consonancia con sus honorarios. Impecablemente vestido con un traje de raya diplomática y corbata color burdeos, el letrado fumaba en pipa en los lugares en que estaba permitido y la sostenía en la mano izquierda en las demás ocasiones.

En ese momento estaba sentado frente a Jack Bell, con las piernas cruzadas por encima de la rodilla, mirando a la pared justo por detrás de la cabeza del diputado. Bell, acostumbrado a sus modales, sabía que aquello no significaba ni mucho menos que el abogado estuviera distraído, sino que reflexionaba sobre lo que estaban tratando.

– Tenemos caso -dijo el abogado-. Y bueno, creo yo.

– ¿Ah, sí?

– Sí -añadió el letrado examinando su pipa como buscándole defectos-. Verá, el quid de la cuestión está en que el inspector Rebus es pariente de Derek Renshaw, primo del padre, concretamente. Y, en consecuencia, no habría debido ocuparse del caso.

– ¿Por ser juez y parte? -aventuró Jack Bell.

– Tan claro como el agua. No puede existir relación consanguínea con una de las víctimas si se interviene en las pesquisas interrogando a presuntos sospechosos. Quizás usted no lo sepa, pero el inspector Rebus tenía pendiente una investigación interna en el momento de los acontecimientos de Port Edgar -añadió el abogado centrando la atención en la cazoleta de la pipa y mirando el interior-, a la que quizá siguiera una eventual apertura de expediente disciplinario por implicación en un caso de homicidio.

– Tanto mejor.

– No dio ningún resultado, pero en cualquier caso la Policía de Lothian and Borders es sorprendente. Creo que es la primera vez que me consta que un policía suspendido de servicio activo participa sin restricción alguna en las pesquisas de una investigación.

– ¿Eso es una irregularidad?

– Desde luego no es corriente. Lo que cuestiona gravemente en gran parte la validez de los cargos de la fiscalía. -El letrado hizo una pausa y se puso de tal modo la pipa entre los dientes que pareció que su boca esbozaba una sonrisa-. Existen igualmente posibles objeciones y detalles técnicos que podrían obligar al fiscal a ceder en una simple vista indagatoria.

– Es decir, ¿que el caso se desestimaría?

– Es muy factible. Yo diría que contamos con muchas posibilidades. -Hizo una pausa efectista-. Pero eso siempre que James se declare inocente.

Jack Bell asintió con la cabeza y por primera vez los dos hombres se miraron a los ojos antes de volverse hacia James, que estaba sentado al otro lado de la mesa.

– ¿Qué dices, James? -preguntó el letrado.

El adolescente reflexionó mientras sostenía implacable la mirada del padre como si aquello fuera lo que alimentara su hambre insaciable de odio.

Ian Rankin

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