Una top model muere brutalmente asesinada Para investigar el caso la teniente Eve Dallas debe sumergirse en el clamoroso mundo de la pasarela y no tarda en descubrir que no es oro todo lo que reluce. Tras la rutilante fachada de la alta costura los desfiles y las fiestas encuentra una devoradora obsesión por la eterna juventud y el éxito, rivalidades encarnizadas, profundos rencores y frustraciones. Un excelente caldo de cultivo para el asesinato en especial si se añade a la mezcla un desenfrenado consumo de las mas sofisticadas drogas.

J. D. Robb

Una muerte inmortal

Título original: Inmortal in death

Eve Dallas and husband Roarke – #3

El don fatal de la belleza

BYRON

Hazme Inmortal con un beso

CHRISTOPHER MARLOWE

Capitulo Uno

Casarse era un horror. Eve no recordaba muy bien cómo había empezado todo. Si ella era policía, por el amor de Dios. En los diez años que llevaba en el cuerpo siempre había pensado que el estado ideal del policía era el celibato, la única manera de concentrarse al cien por cien en el trabajo. Era de locos creer que alguien pudiera repartir el tiempo, las energías y los sentimientos entre la ley, con todos sus pros y sus contras, y la familia, con todo lo que ésta comportaba.

Ambas profesiones (por lo que ella había observado, el matrimonio era un empleo más) entrañaban grandes exigencias y horarios infernales. Aunque estuvieran en el año 2058, un momento de importantísimos avances tecnológicos, casarse era casarse. Para Eve eso se tradu?cía en terror.

Y sin embargo aquí estaba ahora, un bonito día de verano -en uno de sus escasos y preciosos días libres-, dispuesta a salir de compras. No pudo reprimir un esca?lofrío.

Porque no eran unas compras normales, se dijo mientras el estómago se le encogía: iba a comprarse un traje de novia.

Había perdido la cabeza, sin duda.

La culpa era de Roarke, por supuesto. La había pillado en un momento de debilidad. Los dos estaban en?sangrentados y magullados y se consideraban afortuna?dos de seguir con vida. Cuando un hombre es lo bastan?te listo y conoce lo bastante bien a su presa para escoger el momento y el lugar adecuados para declararse, la mu?jer está desahuciada.

Al menos una mujer como Eve Dallas.

– Se diría que estás a punto de enfrentarte tú sola a una banda de narcotraficantes.

Eve recogió un zapato y levantó la vista. Es un pecado lo atractivo que es este hombre, pensó. Rostro fuerte, boca de poeta, irresistibles ojos azules. Una melena negra de hechicero. Si se conseguía abandonar la cara y seguir cuerpo abajo, la impresión era igualmente notable. Añá?dase, para completar el lote, ese deje irlandés en la voz.

– Lo que estoy a punto de hacer es mucho más grave. -Al oírse a sí misma gimoteando, Eve frunció el entrece?jo. Ella nunca gimoteaba. Pero lo cierto era que hubiera preferido pelear cuerpo a cuerpo con un drogadicto que hablar de costuras y bajos.

¡Costuras!, por el amor de Dios.

Reprimió un juramento y le observó mientras cru?zaba la espaciosa alcoba. Roarke tenía la facultad de ha?cerla sentir estúpida en los momentos más insospecha?dos. Como ahora al sentarse él a su lado en la amplia cama que compartían.

Roarke le tomó la barbilla.

– Estoy desesperadamente enamorado de ti -dijo.

Pues sí. Aquel hombre de pecaminosos ojos azules, con la fuerte y magnífica apariencia de un ángel caído, la amaba.

– Oh, Roarke… -Eve trató de reprimir un suspiro. Se había enfrentado a un láser en manos de un enloquecido mercenario mutante con menos miedo del que le produ?cía ahora tan inquebrantable emoción-. Dije que iría hasta el final, y lo haré.

Él arrugó la frente. Se preguntaba cómo podía Eve ser tan ajena a su propio atractivo mientras seguía sentada en la cama, calentándose la cabeza, su mal cortado pelo color beige todo copetes y puntas, estimulado por sus manos in?quietas, y las delgadas líneas de fastidio y duda entre sus grandes ojos de color whisky.

– Querida Eve… -la besó ligeramente en los labios amohinados, y luego en la suave hendidura del mentón-, nunca lo he dudado. -Aunque sí, y muy a menudo-. Hoy tengo varios asuntos que solucionar. Anoche lle?gaste muy tarde. No pude preguntarte qué planes tenías.

– Tuvimos que prolongar la vigilancia del caso Bines hasta las tres.

– ¿Pudiste atraparle?

– Se me echó él a los brazos, iba ciego perdido tras una sesión maratoniana de vídeo. -Eve esbozó la sonrisa del cazador, cruel y sombría-. El cabrón vino hacia mí como si fuera mi androide personal.

– Enhorabuena. -Él le palmeó la espalda antes de po?nerse en pie. Bajó de la plataforma hasta el vestidor y selec?cionó una chaqueta de entre muchas-. ¿Y hoy? ¿Has de re?dactar algún informe?

– Hoy tengo el día libre.

– ¿Ah, sí? -Se volvió sosteniendo una llamativa ame?ricana de seda color gris marengo-. Si quieres puedo re-programar el trabajo de la tarde.

Lo cual, pensó Eve, sería como si un general variara la programación de las batallas. En el mundo de Roarke, los negocios eran una complicada y lucrativa guerra.

– Ya estoy comprometida. -El entrecejo volvió a fruncirse antes de que pudiera evitarlo-. Voy a comprar el traje de novia.

Él sonrió brevemente. Viniendo de ella, eso era como una declaración de amor.

– Ahora entiendo por qué estás tan rara. Te dije que yo me ocuparía de eso.

– El vestido que me ponga será mío. Y lo pagaré yo. No me caso contigo por tu dinero.

Grato y elegante como la chaqueta que acababa de ponerse, Roarke siguió sonriendo:

– ¿Por qué te casas conmigo, teniente? -Eve frunció aún más el entrecejo, pero él era un hombre con mucha paciencia-. ¿Quieres una elección múltiple?

– Porque tú nunca aceptas un no por respuesta. -Ella se puso en pie, hundió las manos en los bolsillos de sus téjanos.

– Mala puntuación: prueba otra vez.

– Porque he perdido la cabeza.

– Así no ganarás el viaje para dos personas a Tropic World.

Una sonrisa reacia afloró a los labios de ella:

– A lo mejor te quiero.

– A lo mejor. -Satisfecho con eso, él se acercó y apoyó las manos en sus hombros-. ¿Cuál es el proble?ma? Pon algún programa de compras en el ordenador, hay docenas de vestidos bonitos, encarga el que más te guste.

– Ésa era mi idea. -Puso los ojos en blanco-. Pero Mavis me la ha chafado.

– Mavis. -Él palideció un poco-. No me digas que te vas de compras con Mavis.

Su reacción la animó un poco.

– Tiene un amigo diseñador de modas.

– Cielo santo.

– Dice que es un genio, que en cuanto se lo proponga se hará famoso. Tiene un pequeño taller en Soho.

– Fuguémonos. Ahora mismo. Estás muy guapa.

Ella ensanchó la sonrisa:

– ¿Tienes miedo?

– Pánico.

– Bien. Ya estamos empatados. -Contenta de estar en pie de igualdad, se acercó para besarle-. Ahora tienes motivo de preocupación para unas cuantas semanas, pensando en qué me pondré el gran día. Bueno, he de irme. -Le palmeó la mejilla-. He quedado con Mavis dentro de veinte minutos.

– Eve. -Roarke hizo ademán de cogerle la mano-. No harás ninguna tontería, ¿verdad?

Ella se zafó:

– Voy a casarme, ¿no? ¿Quieres más tontería que ésa?

Esperaba darle motivo suficiente para cavilar. La idea del matrimonio era en sí misma tentadora, pero una boda -ropa, flores, gente-, menudo espanto.

Se dirigió al centro por Lexington, entre frenazos e imprecaciones contra un vendedor ambulante que Inva?día la calzada con su humeante carro. Aparte de violar el tráfico, el olor a salchichas de soja era un verdadero in?sulto para estómagos delicados como el de Eve.

El taxi Rapid que llevaba detrás violaba el código in?terurbano de contaminación sonora con su claxon y sus gritos obscenos por el megáfono. Un grupo de turistas cargados de mini videocámaras, compumapas y prismá?ticos miraba con boquiabierta estulticia el paso del tráfi?co rodado. Eve meneó la cabeza al ver que un hábil rate?ro se abría paso a codazos.

Cuando llegaran a su hotel, comprobarían que les faltaban unos cuantos créditos. Si Eve hubiera tenido tiempo y sitio para aparcar, habría perseguido al ladrón. Pero éste se perdió entre la multitud con su monopatín de aire en un abrir y cerrar de ojos.

Así era Nueva York, pensó Eve con una sonrisa. Ha?bía que tomarlo tal como era. Le encantaba el barullo de gente, el ruido, el frenesí constante de la metrópoli. Si la soledad era rara, la intimidad era imposible. Por eso se había mudado aquí hacía años. Tampoco es que fuera un ser muy sociable, pero demasiado espacio y demasiado aislamiento la ponían nerviosa.

Había venido a Nueva York para ser policía, por?que creía en el orden y lo necesitaba para sobrevivir. Su desdichada infancia llena de ultrajes, con sus espa?cios en blanco y sus esquinas lúgubres, no se podía cambiar. Pero ella sí había cambiado. Ahora controlaba la situación, había conseguido, ser la persona que un anónimo asistente social había bautizado como Eve Dallas.

Ahora estaba cambiando otra vez. Dentro de unas semanas dejaría de ser Eve Dallas, teniente de homici?dios, para convertirse en la esposa de Roarke. Cómo ha?ría para compaginar ambas cosas era algo más misterio?so que cualquiera de los casos que habían caído sobre su mesa de despacho.

Ninguno de los dos sabía qué era ser familia, tener familia, crear una familia. Conocían la crueldad, los abu?sos, el abandono. Se preguntaba si por eso estaban jun?tos. Ambos comprendían qué significaba no tener nada, no ser nada, conocían el miedo y la desesperación; y am?bos habían salido adelante.

¿Era sólo la mutua necesidad lo que los unía? Nece?sidad de sexo, de amor, y la mezcla de ambas cosas que ella nunca había creído factible antes de conocer a Roar?ke? Una buena pregunta para la doctora Mira, se dijo, pensando en la psiquiatra a la que acudía de vez en cuando.

Pero decidió que, de momento, no iba a pensar en el futuro ni en el pasado. Para complicaciones ya estaba el presente.

A tres manzanas de Green Street encontró un sitio donde aparcar. Tras buscar en sus bolsillos, reunió las fi?chas dé crédito que el avejentado parquímetro le exigía con su estúpido sonsonete lleno de interferencias e in?trodujo lo suficiente para dos horas. Si tardaba más, sería que estaba lista para la sala de tranquilización, y una multa no le importaría.

Respiró hondo y escrutó la zona. No solía ir por tra?bajo a esta zona de la ciudad. Había asesinatos en todas partes, pero Soho era un elegante bastión de gente joven y esforzada que prefería dirimir sus diferencias ante una copa de vino barato o una taza de café solo.

Ahora mismo, Soho estaba en pleno verano. Las flo?risterías rebosaban de rosas, las clásicas rivalizando con las híbridas. El tráfico se arrastraba lentamente por la ca?lle, zumbaba en lo alto, resoplaba un poco en los des?vencijados pasos elevados. Los peatones iban en su ma?yoría por las aceras turísticas, aunque los deslizadores estaban atestados. Saltaban a la vista las holgadas pren?das recién llegadas de Europa, con elegantes sandalias y tocados y brillantes cuerdas colgando de los 'lóbulos hasta los omóplatos.

Artistas del óleo, la acuarela y la cibernética prego?naban sus artículos en las esquinas y frente a los escapa?rates, compitiendo con los vendedores que prometían fruta híbrida, yogures helados o purés de hortalizas li?bres de conservantes.

Miembros de la Secta Pura, típico producto del Soho, se deslizaban en sus larguísimas túnicas blancas con los ojos llameantes y las cabezas afeitadas. Eve dio unos cuantos discos a un suplicante muy entusiasta y fue recompensada con una piedra reluciente.

– Amor puro -le ofreció el hombre-. Pura alegría.

– Sí, vale -murmuró ella, y pasó de largo.

Hubo de volver sobre sus pasos para encontrar la casa de Leonardo's. El próspero diseñador tenía un apar?tamento grande en un tercer piso. La ventana que daba a la calle estaba atiborrada de manchas de color que le hicieron tragar saliva de puro nerviosismo. Los gustos de Eve iban más por lo sencillo: lo hortera, según Mavis.

Mientras tomaba el deslizador para acercarse, no le pareció que Leonardo se inclinara por una cosa ni por la otra. El nudo en el estómago hizo una nueva aparición cuando Eve contempló el despliegue de plumas y cuen?tas y trajes unisex de caucho teñido. Por más gusto que pudiera proporcionarle provocar en Roarke un respin?go, ella no pensaba casarse de caucho fluorescente. Ha?bía muchas más cosas. Daba la impresión de que Leonar?do creía firmemente en la publicidad. Su obra maestra, un fantasmagórico maniquí sin rostro, estaba envuelto en un surtido de pañuelos transparentes que rielaban con tal dramatismo que hasta la tela parecía tener vida.

Eve casi puso sentirla sobre la piel. Uf, pensó. Ni loca me pondría eso. Dio media vuelta pensando en es?capar, pero se topó con Mavis.

– Sus diseños son realmente glaciales. -Mavis pasó un brazo amistoso por la cintura de Eve para frenarla y contempló la ventana.

– Mira, Mavis…

– Y no sabes lo creativo que es. Le he visto trabajar en la pantalla. Es increíble.

– Increíble, sí. Estoy pensando que…

– Leonardo comprende el alma interior -se apresuró a decir Mavis. Ella comprendía el alma de Eve, y sabía que su amiga estaba a punto de salir pitando.

Mavis Freestone, delgada como un hada en su jubón blanco y dorado y sus plataformas de aire de siete centí?metros, echó hacia atrás la rizada melena negra con fran?jas blancas, evaluó a su oponente y sonrió:

– Hará de ti la novia más excitante de todo Nueva York.

– Mavis. -Eve achicó los ojos para impedir una nue?va interrupción-. Yo solo quiero algo que no me haga sentir como una idiota.

Mavis la miró radiante, y el nuevo corazón alado que llevaba tatuado en el bíceps palpitó al llevarse ella la mano al pecho.

– Dallas, confía en mí.

– No -dijo Eve mientras ella la empujaba de vuelta al deslizador-. En serio, Mavis. Prefiero pedir algo en pan?talla.

– Será sobre mi cadáver -musitó Mavis, yendo hacia la entrada principal mientras tiraba de su amiga-. Lo menos que puedes hacer es echar un vistazo, hablar con él. Dale una oportunidad. -Adelantó el labio inferior, un arma formidable cuando se lo pintaba de magenta-. No seas boba, Dallas.

– Está bien. Ya que he venido…

Animada por esta respuesta, Mavis se llegó ante la cámara de seguridad:

– Mavis Freestone y Eve Dallas, para Leonardo.

La puerta exterior se abrió con un rechinar metálico. Mavis salió disparada hacia el vetusto ascensor de rejilla metálica.

– Este sitio es realmente retro. Creo que Leonardo lo conservará aun después de que haya triunfado. Ya sabes, la excentricidad del artista y todo eso.

– Ya. -Eve cerró los ojos y rezó mientras el ascensor empezaba a subir dando brincos. De bajada utilizaría las escaleras, eso seguro.

– Tú procura ser abierta -le aconsejó Mavis- y deja que Leonardo se ocupe de ti. ¡Cariño! -Salió literalmente flotando del ascensor para entrar a una sala abarrotada y llena de colorido. Eve no pudo por menos de admirarla.

– Mavis, paloma mía.

Entonces Eve se quedó de piedra. El hombre con nombre de artista medía al menos un metro noventa y dos y tenía la complexión de un maxibús. Enormes bí?ceps sobresalían de una túnica sin mangas con el colori?do arrasador de un atardecer marciano. Su cara era an?cha como la luna y su tez cobriza cubría como un parche de tambor unos pómulos más que prominentes. Llevaba junto a su deslumbrante sonrisa una pequeña piedra que guiñaba, y sus ojos eran como dos monedas de oro.

Levantó a Mavis en vilo y dio una rápida y graciosa vuelta con ella. Y luego la besó largamente, con fuerza, de una forma que convenció a Eve de que entre ambos había mucho más que un mero amor por el arte y la moda.

– Oh, Leonardo… -Dichosa como una tonta, Mavis pasó sus dedos de doradas uñas por los largos y prietos rizos de él.

– Muñeca.

Eve consiguió refrenar las náuseas mientras ellos se arrullaban, pero puso los ojos en blanco. Mavis se había vuelto a enamorar.

– Tu pelo es fantástico. -Leonardo pasó unos dedos como salchichas por la pelambrera a franjas de Mavis.

– Sabía que te iba a gustar. Ésta es… -Hubo una pau?sa teatral, como si Mavis fuera a presentar a su schnauzer- mi amiga Dallas.

– Ah, sí, la novia. Encantado de conocerla, teniente Dallas. -Sin soltar a Mavis, alargó el otro brazo para es?trechar la mano de Eve-. Mavis me ha hablado mucho de usted.

– Sí, claro. -Eve miró de reojo a su amiga-. En cam?bio, de usted no me ha contado gran cosa.

Él soltó una carcajada que vibró en los oídos de Eve.

– Mi palomita es muy reservada a veces. Voy por los refrescos -dijo él, y se dio la vuelta en una nube de color e inesperado garbo.

– Es maravilloso, ¿verdad? -susurró Mavis, la mirada perdida de amor.

– ¿Te acuestas con él?

– No sabes lo ingenioso que es. Y lo… -Mavis exhaló el aire, se palmeó el pecho-. Es un artista del sexo.

– No te molestes en contármelo. Paso de saber nada. -Juntando las cejas, Eve examinó la sala.

Era un espacio grande, de techo alto, repleto de mues?tras de telas y materiales. Arco iris fucsia, cascadas de éba?no, charcas color chartreuse goteaban del techo, por las paredes, sobre las mesas y los brazos de las butacas.

– Dios mío -acertó a decir.

Por todas partes se amontonaban fuentes y bandejas con cintas y botones de todas clases. Corpiños, cinturones, sombreros y velos se sumaban a conjuntos a medio terminar hechos de materiales brillantes. El sitio olía como un campo de incienso dentro de una floristería.

Eve estaba aterrada. Un poco pálida, se dio la vuelta.

– Mavis, yo te quiero. Tal vez no te lo había dicho antes, pero así es. Y ahora, me voy.

– Dallas. -Sofocando una carcajada, su amiga la retu?vo por el brazo. Para ser menuda, era asombrosamente fuerte-. Tranquila. Tómate un respiro. Te garantizo que Leonardo te va a arreglar de maravilla.

– Eso es lo que me temo, Mavis. ¡Y cómo!

– Té con hielo y limón -anunció Leonardo con voz cantarina al entrar por el cortinaje de seda de imitación portando una bandeja y vasos-. Por favor, siéntese. Pri?mero nos relajaremos un poco, para conocernos el uno al otro.

Con la mirada puesta en la puerta, Eve se acercó a una silla.

– Mire, Leonardo, puede que Mavis no se haya expli?cado bien. Verá, yo…

– Usted es inspectora de homicidios. He leído cosas de usted -musitó Leonardo, aposentándose en un sofá de lados curvos con Mavis casi en su regazo-. Su último caso tuvo un gran eco en los media. Debo confesar que quedé fascinado. Usted trabaja con rompecabezas, te?niente, igual que yo.

Eve probó el té y casi parpadeó al descubrir que es?taba buenísimo.

– No me diga.

– Pues claro. Veo a una mujer e imagino cómo me gustaría que vistiese. Después descubro quién es, a qué se dedica, cómo vive. Sus esperanzas, sus fantasías, la vi?sión que tiene de sí misma. Luego he de reunir todas las piezas del rompecabezas para conseguir el look adecua?do: la imagen. Al principio es como un misterio que es?toy obligado a resolver.

Mavis suspiró lascivamente:

– ¿Verdad que es magnífico, Dallas?

Leonardo rió entre dientes y pellizcó la oreja de su amada.

– Tu amiga está preocupada, cariño. Cree que la voy a vestir de rosa eléctrico y lentejuelas.

– No estaría mal.

– Para ti sí. -Él volvió a mirar a Eve-. Así que va a ca?sarse con el poderoso y escurridizo Roarke.

– Eso parece -masculló Eve.

– Le conoció por el caso DeBlass, ¿correcto? Y con?siguió intrigarle con sus ojos de ámbar y su sonrisa seria.

– Yo no diría que…

– Usted no -prosiguió él-, porque usted no se ve como él la ve a usted. O como yo. Fuerte, valiente, preo?cupada, formal.

– ¿Usted es modisto o analista? -inquirió Eve.

– No se puede ser lo uno sin ser lo otro. Dígame, te?niente, ¿cómo la consiguió Roarke?

– Yo no soy un premio -espetó Eve, apartando el vaso.

– Estupendo. -Él juntó las manos y casi se echó a llo?rar-. Ardor e independencia, un poquito de miedo. Será una espléndida novia. Y ahora, a trabajar. -Se puso en pie-. Venga conmigo.

– Oiga -dijo ella, levantándose-, no vale la pena que perdamos el tiempo. Sólo voy a…

– Acompáñeme -insistió él cogiéndole de la mano.

– Dale una oportunidad, Eve.

Por Mavis, dejó que Leonardo la condujera entre cascadas de telas y materiales a una sala de trabajo igual?mente atestada en un rincón del apartamento.

£1 ordenador la hizo sentirse más a gusto. Esas cosas las entendía bien. Pero los dibujos que había generado, y que estaban prendidos hasta en el último espacio libre, la desanimaron de golpe.

El fucsia y las lentejuelas habrían sido un consuelo.

Los maniquíes, con sus largos y exagerados cuerpos, parecían mutantes. Algunos lucían plumas, otros pie?dras. Había varios que llevaban algo parecido a ropa, pero de estilos tan monstruosos -cuellos puntiagudos, faldas del tamaño de una manopla, trajes ceñidos como una segunda piel- que parecían participantes de un des?file de Halloween.

– Ejemplos para mi primer show. La alta costura es un rasgo de la realidad, comprende. Lo osado, lo único, lo imposible.

– Me encantan.

Eve frunció el labio mirando a Mavis y cruzó los brazos.

– Será una ceremonia sencilla, en casa.

– Hum. -Leonardo se había sentado a su ordenador y utilizaba el teclado con pericia-. Ahora esto… -Sacó una imagen que le heló la sangre a Eve.

El vestido era de color orina, con volantes de un ma?rrón fango desde el cuello festoneado hasta los bajos como punta de cuchillo de los que pendían piedras co?mo puños de niño. Las mangas eran tan apretadas que Eve estaba segura de que quien las llevara perdería toda sensibilidad en los dedos. Finalmente, pudo ver en la pantalla la parte posterior del vestido, con un corte más abajo de la cintura y ribetes de plumas flotantes.

– …esto no es para usted -concluyó Leonardo, y se permitió una carcajada al ver la cara que ponía Eve-. Le pido disculpas. No he podido evitarlo. Para usted… sólo un bosquejo, ya me entiende. Fino, largo y sencillo. Como una columna. Y no demasiado frágil.

Siguió hablando mientras trabajaba. La pantalla em?pezó a mostrar líneas y formas. Eve observaba con las manos hundidas en los bolsillos.

Parecía tan fácil, pensó. Líneas largas, el más sutil de los acentos en el corpiño, mangas que cayeran con sua?vidad, redondeadas a la altura de la mano. Todavía in?quieta, esperó a que él empezara a añadir todo lo superfluo.

– Primero jugaremos un poco -dijo él, ausente, sa?cando en la pantalla una espalda tan elegante y pulcra como la parte delantera, con un corte hasta las rodillas-. ¿Qué hacemos con el pelo…? -añadió parándose a mi?rarla un momento.

Habituada a comentarios despectivos, Eve se mesó el cabello.

– Puedo tapármelo si hace falta.

– Oh, no, no. Le queda bien.

Ella bajó la mano, sorprendida:

– ¿De veras?

– Claro. Necesitará un poco de moldeado. Conozco un tipo que… -Desechó la idea-. Pero el color, esos to?nos castaños y dorados; y el estilo corto, no del todo do?mesticado, le queda muy bien. Un par de tijeretazos bastarán. -La estudió con ojos entrecerrados-. No, ni toca ni velo. Basta con su cara. Bien, color y material: ha de ser seda, y que pese. -Hizo una pequeña mueca-. Me ha dicho Mavis que Roarke no paga el vestido.

Eve se irguió:

– El vestido es mío.

– No hay quien le saque esa idea de la cabeza -terció Mavis-. Como si a Roarke le importaran unos millares de créditos.

– No se trata de eso…

– Claro que no. -Él sonrió de nuevo-. Bien, ya lo arreglaremos. ¿Color? Blanco creo que no, demasiado severo para su tono de piel.

Apretando los labios, usó su tecla de paleta y experi?mentó. Fascinada a su pesar, Eve vio cómo el boceto pa?saba de blanco nieve a crema, a azul claro, a verde inten?so con un arco iris en medio. Aunque Mavis no paraba de exclamar «oh» y «ah», él sólo meneaba la cabeza.

Se decidió por el bronce.

– Éste. Oh, sí, éste. Su piel, sus ojos, su cabello… Es?tará radiante, mayestática. Como una diosa. Le hará fal?ta un collar de al menos setenta centímetros. Mejor aún, dos ristras, de sesenta y setenta centímetros. Yo diría que de cobre, con piedras de colores. Rubíes, citrinos, ónices. Sí, sí, y cornalinas, e incluso alguna turmalina. Ya hablará con Roarke sobre los accesorios.

Eve hubo de reprimir un suspiro de anhelo, pese a que la ropa nunca le había importado demasiado.

– Es muy bonito -dijo con cautela, y empezó a calcu?lar su situación económica-. No sé… Es que la seda se sale un poco de mis posibilidades…

– Tendrá el vestido porque yo se lo regalo. Prometi?do. -Leonardo disfrutó viendo cómo la precaución aso?maba a los ojos de ella-. A cambio de que yo pueda dise?ñar el vestido de Mavis como su dama de honor y que usted utilice modelos míos para el ajuar.

– No había pensado en ningún ajuar. Ya tengo ropa.

– La teniente Dallas tiene ropa -le corrigió él-. La fu?tura esposa de Roarke necesitará otras prendas.

– Podemos hacer un trato. -Eve quería aquel maldito vestido. Ya lo notaba puesto sobre su piel.

– Estupendo. Quítese la ropa.

Ella reaccionó como un resorte:

– Oiga, imbécil…

– Es para las medidas -explicó rápidamente él. La forma en que ella le miró hizo que se pusiera en pie y re?trocediera. Él adoraba a las mujeres y sabía comprender su ira. En otras palabras, les tenía miedo-. Considéreme como su proveedor de salud. No puedo diseñar bien el vestido hasta que conozca su cuerpo. Soy un artista, y un caballero -dijo con dignidad-. Pero si se siente incó?moda, Mavis puede quedarse.

Eve ladeó la cabeza:

– Me basto sola, amigo. Si se pasa de la raya o se le ocurre hacerlo siquiera, se va a enterar.

– No me cabe duda. -Cautamente, Leonardo cogió un aparato-. Mi escáner -explicó-. Toma las medidas con absoluta exactitud. Pero para una verdadera lectura tiene que estar desnuda.

– Deja de burlarte, Mavis, y ve por más té.

– Enseguida. Además, ya te he visto desnuda. -Y so?plando besos hacia Leonardo, se marchó.

– Tengo más ideas… acerca de la ropa -puntualizó Leonardo cuando Eve empezaba a achicar los ojos-: la combinación para el vestido, por descontado. Ropa de noche y de día, lo formal, lo informal. ¿Dónde será la luna de miel?

– No lo sé. No hemos pensado en eso. -Resignada, Eve se quitó los zapatos y se desabrochó el pantalón.

– Entonces Roarke la sorprenderá. Ordenador: crear archivo, Dallas, documento uno, medidas, color, estatu?ra, peso. -Después que ella se hubo quitado la camisa, él se acercó con su escáner-. Los pies juntos, por favor. Es?tatura, un metro setenta y tres, peso, cincuenta y cinco kilos.

– ¿Cuánto hace que se acuesta con Mavis?

Él siguió con los datos:

– Unas dos semanas. La quiero mucho. Cintura, se?senta y cinco coma cinco.

– ¿Y cuándo empezó todo, antes o después de ente?rarse usted que su mejor amiga se iba a casar con Roarke?

Leonardo, estupefacto, la miró con sus brillantes ojos dorados y coléricos.

– No estoy utilizando a Mavis para sacar una comi?sión; la insulta usted pensando eso.

– Sólo quería cerciorarme. Yo también la quiero mu?cho. Si vamos a seguir adelante, quiero estar segura de que todas las cartas estén sobre la mesa, nada más. Así…

La interrupción fue rápida y llena de furia. Una mu?jer vestida de negro, muy ceñida y sin adornos, irrumpió como un bólido, desnudando sus dientes perfectos y blandiendo sus letales uñas rojas a modo de garras.

– ¡Tú, infiel, traidor, hijo de la gran puta! -Hizo su entrada casi como un mortero en dirección al blanco.

Con gracia y velocidad propiciadas por el miedo, Leonardo se evadió:

– Pandora, deja que te explique…

– Explícame esto. -Volviendo su ira contra Eve, dispa?ró un brazo armado, estando en un tris de arrancarle los ojos de cuajo.

Eve sólo podía hacer una cosa: derribarla de un golpe.

– Oh, Dios… -gimió Leonardo encorvando sus enormes hombros y retorciéndose las manazas.

Capitulo Dos

– ¿Era necesario pegarle? -preguntó Leonardo.

– Sí -respondió, Eve.

Él dejó su escáner y suspiró.

– Va a convertir mi vida en un infierno, lo sé.

– Mi cara, mi cara… -Mientras recuperaba el sentido, Pandora se puso en pie tambaleándose al tiempo que se palpaba la mandíbula-. ¿Me ha salido un morado? ¿Se nota? Dentro de una hora tengo sesión.

Eve se encogió de hombros:

– Mala suerte.

Pasando de un humor a otro como una gacela enlo?quecida, Pandora dijo entre dientes:

– Te acordarás de mí, zorra. No trabajarás nunca en pantalla ni en disco, y te aseguro que no vas a pisar una sola pasarela. ¿Sabes quién soy?

En aquellas circunstancias, estar desnuda no hizo sino poner de peor humor a Eve:

– ¿Cree que me importa?

– Pero qué pasa aquí. Caray, Dallas, si Leonardo sólo quiere hacerte un vestido… Oh. -Mavis, que venía a toda prisa con los vasos de té, se paró en seco-: Pandora.

– Tú. -A Pandora le quedaba bastante veneno enci?ma. Saltó sobre Mavis con la consiguiente rotura de vasos. Segundos después, las dos mujeres peleaban en el suelo y se tiraban del pelo.

– Por el amor de Dios. -De haber llevado encima una porra, Eve la habría usado contra aquel par-. Basta ya. Maldita sea, Leonardo, écheme una mano antes de que se maten. -Eve se metió entre las dos, tirando aquí de un brazo, allá de una pierna. Por pura diversión pro?pinó un codazo extra a las costillas de Pandora-. La me?teré en una jaula, lo juro. -A falta de otra cosa, se sentó encima de Pandora y alcanzó sus vaqueros para sacar la placa que llevaba en el bolsillo-. Mire esto. Soy policía. De momento tiene dos cargos por agresión. ¿Quiere más?

– Sácame de encima tu culo huesudo.

No fue la orden sino la relativa serenidad, con que ésta fue pronunciada lo que hizo moverse a Eve. Pando?ra se levantó, se alisó con las manos el ceñido traje negro, sorbió por la nariz, echó atrás su lujuriosa melena color llama, y finalmente lanzó una frígida mirada con sus ojos esmeralda de largas pestañas.

– Conque ahora ya no tienes suficiente con una, Leo?nardo, ¡Canalla! -Alzando su escultural mentón, Pan?dora fulminó con la mirada a Eve y luego a Mavis-. Puede que tu libido vaya en aumento, pero tu gusto se está deteriorando.

– Pandora. -Tembloroso, temiendo aún un ataque, Leonardo se humedeció los labios-. He dicho que te lo explicaría. La teniente Dallas es clienta mía:

Ella escupió como una cobra:

– Vaya, ¿es así cómo las llaman ahora? ¿Crees que puedes dejarme a un lado como si fuera el periódico de ayer? Seré yo quien diga cuando hemos terminado.

Cojeando ligeramente, Mavis se acercó a Leonardo y le pasó un brazo por la cintura.

– Él no te necesita ni te quiere para nada.

– Me importa un comino lo que él quiera, pero ¿necesitar? -Sus gruesos labios formaron una sonrisa per?versa-. Tendrá que explicarte las cosas de la vida, pe?queña. Sin mí, el mes que viene no habrá desfile con esos harapos de segunda. Y sin desfile no podrá vender nada, y sin ventas no podrá pagar todo ese material, todo ese inventario, y tampoco el bonito préstamo que le con?cedieron.

Pandora inspiró hondo y examinó las uñas que se había partido en la pelea. La furia parecía sentarle tan bien como el traje superceñido.

– Esto te va a costar muy caro, Leonardo. Tengo la agenda muy apretada para mañana y pasado, pero sabré encontrar el momento para charlar con tus promotores. ¿Qué crees que van a decir cuando les cuente que no pienso rebajarme a ir por la pasarela con esa mierda de diseños tuyos?

– No puedes hacerme eso, Pandora. -El pánico se notaba en cada palabra, un pánico que, Eve estaba segu?ra, era para la pelirroja como un pico para un adicto-. Me vas a hundir. Lo he invertido todo en este show. Tiempo, dinero…

– Qué lástima que no lo pensaras antes de encapri?charte de esa mequetrefe. -Los ojos de Pandora eran apenas dos hendiduras-. Creo que podré arreglarlo para almorzar con varios de los paganos a finales de semana. Encanto, tienes un par de días para decidirte. O te libras del juguete nuevo, o pagas las consecuencias. Ya sabes dónde buscarme.

Se marchó con los andares exagerados de una mode?lo y señaló su salida con un portazo.

– Mierda. -Leonardo se hundió en una silla y ocultó la cara entre las manos-. Siempre escoge el momento más oportuno.

– No permitas que te haga eso. Que nos haga eso. -Al borde del llanto, Mavis se acuclilló ante él-. No puedes dejar que dirija tu vida ni que te haga chantaje.

– Inspirada, Mavis se puso en pie de un brinco-. Eso es chantaje, ¿verdad, Dallas? Corre a arrestarla.

Eve terminó de abrocharse la camisa que acababa de ponerse.

– Querida, no puedo arrestarla por decir que no piensa ponerse sus modelos. Puedo encerrarla por agre?sión, pero seguro que saldría casi antes de que yo cerrara la puerta de la celda.

– Pero es un chantaje. Leonardo ha puesto todo cuanto tiene en esa presentación. Lo perderá todo si no se celebra.

– De veras que lo siento. No es un asunto policial ni de seguridad. -Eve se arregló el pelo-. Mira, ella estaba muy cabreada. Y se había metido algo, a juzgar por sus pupilas. Ya se le pasará.

– No. -Leonardo se apoyó en el respaldo-. Querrá hacérmelo pagar, seguro. Habrá usted comprendido que éramos amantes. Las cosas se estaban enfriando. Pando?ra llevaba fuera del planeta unas cuantas semanas, y yo consideré que lo nuestro había terminado. Entonces co?nocí a Mavis. -Su mano buscó la de ella y la apretó-. Ha?blé brevemente con Pandora para decirle que todo había terminado. Al menos lo intenté.

– Ya que Dallas no puede ayudarte, sólo queda una posibilidad. -Mavis estaba temblando-. Tienes que volver con ella. Es la única salida. -Y añadió antes que Leonardo pudiera protestar-: No volveremos a vernos, al menos hasta que haya pasado el show. Puede que entonces poda?mos empezar de nuevo. No puedes permitir que Pandora hable con tus promotores y despotrique de tus diseños.

– ¿Y crees que podría hacer eso?, ¿volver con ella?, ¿tocarla después de esto, después de haberte conocido a ti? -Se puso en pie-. Te quiero, Mavis.

– Oh. -Ella rompió a llorar-. Oh, Leonardo. Ahora no. Te quiero demasiado para ver cómo ella te arruina. Me marcho para salvarte.

Salió precipitadamente, dejándolo con la boca abierta.

– Estoy atrapado. La muy zorra es capaz de dejarme sin nada. Sin la mujer que amo, sin trabajo, sin nada. Se?ría capaz de matarla por meterle miedo a Mavis. -Inspi?ró hondo y se miró las manos-. Un hombre puede de?jarse atraer por la belleza y no ver lo que hay debajo.

– ¿Importa mucho lo que Pandora les diga a esas per?sonas? No habrían invertido su dinero si no creyeran en su trabajo.

– Pandora es una de las top models del planeta. Tiene poder, prestigio, influencias. Unas palabras de ella a la persona adecuada pueden significar el triunfo o el fraca?so para un hombre en mi posición. -Levantó una mano hasta una fantasía de mallas y piedras que pendía a su lado-. Si hace pública su opinión de que mis diseños son inferiores, las ventas previstas se vendrán abajo'. Ella sabe exactamente cómo conseguirlo. Llevo toda la vida trabajando para esta presentación, y Pandora sabe cómo hacerme daño. Además, la cosa no acabará ahí.

Dejó caer la mano y prosiguió:

– Mavis aún no lo comprende. Pandora es capaz de tener ese rayo láser pendiendo sobre mi cuello durante el resto de mi vida profesional, o de la suya. No me li?braré de Pandora, teniente, hasta que ella decida que he?mos terminado.

Cuando Eve llegó a su casa, estaba extenuada. Una se?sión extra de lloros y recriminaciones con Mavis la había dejado sin fuerzas. De momento al menos, su amiga se había calmado con una libra de helados y varias horas de vídeo en el viejo apartamento de Eve.

Deseosa de olvidar las convulsiones emocionales, fue directamente al dormitorio y se tumbó boca abajo en la cama. El gato Galahad saltó a su lado, ronronean?do como un loco. En vista de que unos cuantos empujones de cabeza no dieron resultado, Galahad se puso a dormir. Cuando Roarke la encontró, Eve no había mo?vido ni un párpado.

– ¿Qué? ¿Cómo ha ido el día?

– Odio ir de compras.

– Es que no le has cogido el tranquillo.

– ¿Para qué? -Curiosa, Eve se dio la vuelta y le miró-. A ti sí te gusta comprar cosas.

– Pues claro. -Roarke se estiró a su lado, acariciando al gato cuando éste se le subió al pecho-. Me produce casi tanta satisfacción como poseer cosas. Ser pobre, querida teniente, es un asco.

Ella se quedó pensando. Como había sido pobre una vez y había logrado abrirse camino, no podía estar en desacuerdo.

– En fin, creo que lo peor ya ha pasado.

– Te has dado mucha prisa -dijo él, un tanto preocu?pado-. Ya sabes, Eve, que no tienes por qué escoger nada.

– Creo que Leonardo y yo hemos llegado a un en?tendimiento. -Al mirar el cielo color lejía por la venta?na cenital, frunció el entrecejo-. Mavis está enamorada de él.

– Vaya, vaya. -Entrecerrados los ojos, Roarke siguió acariciando al gato, pensando en hacerle lo mismo a Eve.

– No; hablo en serio. -Soltó un largo suspiro-. El día no ha ido lo que se dice demasiado bien.

Roarke tenía en la cabeza las cifras de tres importan?tes negocios. Desechó la idea y se aproximó a Eve.

– Soy todo oídos.

– Leonardo, un tipo imponente y extrañamente atractivo… bueno, qué sé yo. De auténtica sangre ameri?cana, diría yo. Tiene la estructura ósea y la tez de norte?americano, bíceps como torpedos aeronáuticos y un deje de magnolias en la voz. No se me da bien juzgar, pero cuando se puso a hacer bocetos me pareció un tipo con mucho talento. En fin, yo estaba allí desnuda…

– No me digas -dijo Roarke, y apartando al gato se puso encima de ella.

– Para las medidas. -Compuso un gesto burlón.

– Sigue, sigue.

– Bien. Mavis había ido a buscar el té…

– Qué oportuno.

– Y entonces apareció ella, como quien dice babean?do. Una tía de bandera; casi un metro ochenta, delgada como un rayo láser, casi un metro de pelo rojizo y una cara… bien, usaré las magnolias otra vez. Se puso a gri?tarle, y el gran tipo se acobardó, así que la mujer se lanzó sobre mí. Tuve que neutralizarla.

– Le pegaste.

– Bueno, sí, para evitar que ella me rajase la cara con sus uñas como cuchillos.

– Santo Dios. -La besó, primero una mejilla y luego la otra, después el mentón-. ¿Por qué será que haces sa?lir la bestia que todos llevamos dentro?

– Cosa de la suerte, supongo. Bueno, pues la tal Pan?dora…

– ¿Pandora? -Roarke alzó la cabeza y achicó los ojos-. La modelo.

– Sí, se supone que es el no va más en su profe?sión.

Él se echó a reír, primero con mesura y luego a rien?da suelta hasta que se tumbó de nuevo boca arriba.

– Le diste un guantazo a la preciosa Pandora. ¿No le atizarías en ese culo perfecto que tiene?

– Pues sí. -Eve empezó a comprender, y de pronto sintió una repentina punzada de celos-. La conoces.

– Se podría decir que sí.

– Ya.

Roarke arqueó una ceja, más divertido que pruden?te. Eve se había incorporado y le miraba ceñuda. Por primera vez desde que se conocían, él notó un toque de verde en su mirada.

– Coincidimos un día, una cosa breve. -Se rascó la barbilla-. Lo recuerdo muy vagamente.

– Cabrón.

– Procuraré esforzarme. ¿Estabas diciendo?

– ¿Hay alguna mujer excepcionalmente guapa con la que no te hayas acostado?

– Te haré una lista. Bien, noqueaste a Pandora…

– Sí. -Eve lamentaba haberle dado un puñetazo-. Se puso a gimotear, y entonces entró Mavis y la otra se le echó encima. Empezaron a tirarse de los pelos y a ara?ñarse; mientras, Leonardo se retorcía las manos.

Roarke la hizo poner encima suyo.

– Llevas una vida muy interesante, sabes.

– Al final, Pandora amenazó a Leonardo: o abando?naba a Mavis o ella echaba por tierra el desfile de modas que él está preparando. Aparentemente Leonardo ha in?vertido en eso todo lo.que tiene, incluido un préstamo sustancioso. Si ella boicotea la presentación, él va a la quiebra.

– Muy típico de ella.

– Cuando Pandora se marchó, Mavis…

– ¿Todavía estabas desnuda?

– Me estaba vistiendo. Mavis optó por un sacrificio supremo. Todo fue muy dramático. Leonardo le declaró su amor, ella se echó a llorar y luego salió corriendo. Jo, me sentía como un mirón con gafas especiales. Hice que Mavis se instalara en mi viejo apartamento, al menos por una noche. No tiene que ir al club hasta mañana.

Roarke sonrió.

– Ah, los viejos dramas. Siempre acaban al borde de un precipicio. ¿Qué piensa hacer tu héroe?

– Menudo héroe -murmuró ella-. Mierda, me cae bien, aunque sea un gallina. Lo que le gustaría hacer es aplastarle la cabeza a Pandora, pero probablemente ce?derá. Es por eso que había pensado decirle a Mavis que se venga a vivir aquí unos días.

– Por supuesto.

– ¿De veras?

– Como tú has dicho a menudo, esta casa es muy grande. Y a mí me cae bien Mavis.

– Ya lo sé. -Eve le dedicó una de sus rápidas y ex?trañas sonrisas-. Gracias. Bueno, ¿y a ti cómo te ha ido?

– He comprado un pequeño planeta. Es broma -dijo al ver que ella se quedaba boquiabierta-. Lo que sí he hecho es negociar la compra de una comuna agrícola en Taurus Five.

– ¿Agrícola, dices?

– La gente tiene que comer. Reestructurándola un poco, la comuna podría proporcionar grano a las colo?nias manufactureras de Marte, donde tengo un negocio importante. Así, una cosa va por la otra.

– Si tú lo dices. Y siguiendo con Pandora…

Roarke la hizo rodar y le quitó la camisa que ya le había desabrochado.

– No creas que me has despistado -le dijo ella-. ¿Cuánto es «breve» para ti?

Él hizo una especie de encogimiento de hombros y empezó a mordisquearle el cuello.

– Una noche, una semana… -Su cuerpo subió de temperatura cuando él puso los labios sobre un pecho-. Un mes… Oye, ahora sí me estás distrayendo.

– Puedo hacerlo mejor -prometió él. Y lo cumplió.

Visitar el depósito de cadáveres era una mala forma de empezar el día. Eve recorrió los silenciosos pasillos em?baldosados de blanco procurando no sentirse molesta porque la hubieran llamado para ver un cadáver a las seis de la mañana.

Y, encima, era un ahogado.

Se detuvo ante una puerta, mostró su placa a la cámara de seguridad y esperó a que le dieran acceso elec?trónico.

Una vez dentro, vio a un técnico frente a un muro de contenedores refrigerados. Estarían casi todos ocupa?dos, pensó. En verano moría mucha gente. -¿Teniente Dallas? -La misma. Tiene algo para mí, creo. -Acaba de entrar. -Con la despreocupada alegría de su profesión, el hombre se aproximó a un cajón y marcó el código para visionar. La cerradura y la refrigeración quedaron desconectadas, y el cajón (con su ocupante) se deslizó hacia fuera entre una neblina helada-. La agente en cuestión creyó reconocerlo como uno de sus colabo?radores.

– Ya. -A la defensiva, Eve tomó aire y exhaló varias veces. Contemplar la muerte violenta no era nuevo para ella. Ignoraba si habría podido explicar que resultaba más fácil, cuando no menos personal, examinar un cuer?po allí donde había fenecido. En el prístino y casi virgi?nal entorno del depósito, la cosa resultaba mucho más obscena.

– Johannsen, Carter. Alias Boomer. Última direc?ción conocida, una pensión en Beacon. Ladrón de poca monta, soplón profesional, traficante ocasional de ilega?les, una excusa lamentable para un humanoide. -Eve suspiró mientras examinaba lo que quedaba del muer?to-. Caray, Boomer, ¿pero qué te han hecho?

– Instrumento romo -dijo el técnico, tomándose en serio la pregunta-. Posiblemente un tubo o un bate del?gado. Habrá que hacer más pruebas. Mucho forcejeo. Sólo estuvo un par de horas en el río; las contusiones y laceraciones están a la vista.

Eve desconectó, dejando que el otro se diera impor?tancia. No necesitaba a nadie para entender lo que había pasado.

Boomer nunca había sido guapo, pero le habían desfigurado la cara. Había sido golpeado brutalmente; la nariz aplastada, la boca casi borrada a golpes y tumefac?ta. Los cardenales en el cuello indicaban estrangula-miento, así como los vasos sanguíneos rotos que salpica?ban de lunares el resto de la cara.

Su torso estaba morado, y por el modo en que des?cansaba su cuerpo Eve adivinó que le habían partido el brazo. El dedo que faltaba en la mano izquierda era una vieja herida de guerra; recordó que él solía presumir de dio.

Alguien fuerte, furioso y decidido se había cargado al pobre y patético Boomer.

– La agente verificó las huellas parciales que la vícti?ma había dejado como identificación.

– Bien. Mándeme una copia de la autopsia. -Eve se dio la vuelta para marchar-. ¿Quién es la agente que ha hablado conmigo?

El técnico sacó su libreta y pulsó unas teclas:

– Peabody, Delia.

– Peabody. -Por primera vez, Eve sonrió levemen?te-. Es una chica activa. Si alguien pregunta por el muer?to, quiero saberlo enseguida.

Camino de la Central, Eve contactó con Peabody. La cara seria y serena de la agente apareció en pantalla.

– Dallas.

– Sí, teniente.

– Usted encontró a Johannsen.

– Señor. Estoy terminando mi informe. Puedo en?viarle una copia.

– Se lo agradeceré. ¿Cómo le identificó?

– Llevaba un porta-ident en mi equipo, señor. Le tomé las huellas. Sus dedos estaban muy magullados, así que sólo conseguí un parcial, pero todo apuntaba a Jo?hannsen. He sabido que hace tiempo fue uno de sus in?formadores…

– Así es. Buen trabajo, Peabody.

– Gracias, señor.

– Peabody, ¿le interesaría ser mi ayudante en el caso?

El control falló un instante, lo suficiente para mos?trar un brillo en los ojos de la agente.

– Sí, señor. ¿Es usted el primer investigador?

– Boomer era mío -dijo Eve sin más-. Este caso lo soluciono yo. Dentro de una hora en mi despacho, Pea?body.

– Sí, señor. Gracias, señor,

– Sólo Dallas -murmuró Eve-. ¿Está claro?

Pero Peabody ya había interrumpido la transmisión.

Eve miró la hora, bufó ante la lentitud del tráfico y dio un rodeo de tres manzanas hasta una cafetería para vehícu?los. El local era ligeramente menos feo que el de la Cen?tral de Policía. Animada por ello y por lo que supuesta?mente era un bollo dulce, dejó su vehículo y se dispuso a informar a su jefe.

Mientras subía en el ascensor, notó que la espalda se le ponía rígida. Decirse que la cosa no tenía importancia, que ya era agua pasada, no pareció surtir efecto. El re?sentimiento y el daño que había generado un caso pre?vio no desaparecerían jamás del todo.

Entró en el vestíbulo de administración, con sus aje?treadas consolas, sus paredes oscuras y sus moquetas raí?das. Se anunció ante la recepción del comandante Whitney, y la aburrida voz de un portero electrónico le pidió que esperase.

Eve prefirió quedarse donde estaba que ir a mirar por la ventana o matar el rato con una de las vetustas máquinas de discos. La pantalla que tenía detrás vomitaba noticias sin volumen. De todos modos, no le habrían interesado.

Semanas atrás había tenido oportunidad de hartarse de los media. Pensó que, al menos, alguien tan bajo en la escala alimenticia como Boomer no generaría mucha publicidad. La muerte de un soplón no elevaba el índice de audiencia.

– El comandante Whitney la verá ahora, Dallas, te?niente Eve.

La puerta de seguridad se abrió automáticamente y Eve torció hacia el despacho de Whitney.

– Teniente.

– Comandante. Gracias por recibirme.

– Tome asiento.

– No, gracias. Seré breve. Acabo de identificar a un ahogado en el depósito. Era Carter Johannsen, uno de mis soplones.

Whitney, hombre de aspecto imponente, rasgos du?ros y ojos cansados, se retrepó en su silla.

– ¿Boomer? Preparaba explosivos para ladrones ca?llejeros. Se quedó sin el índice de la mano derecha.

– La izquierda -corrigió Eve-. Señor.

– La izquierda. -Whitney cruzó las manos sobre la mesa y la miró con detenimiento. Había cometido un error con Eve, un error en un caso que le había afectado a él personalmente. Sabía que ella aún no le había perdo?nado. Contaba con su respeto y con su obediencia, pero la nebulosa amistad que pudo haber existido entre ellos había pasado a la historia.

– Supongo que se trata de un homicidio.

– No tengo el resultado de la autopsia, pero parece que la víctima fue golpeada y estrangulada antes de en?trar en el río. Me gustaría ocuparme del asunto.

– ¿Trabajaba actualmente con él en alguna investiga?ción?

– No, señor. De vez en cuando proporcionaba datos a los de Ilegales. Necesito averiguar con quién trabajaba en ese departamento.

Whitney asintió con la cabeza.

– ¿Cuántos casos tiene ahora, teniente?

– Me las arreglo bien.

– Es decir, no tiene un minuto libre. Dallas, la gente como Johannsen siempre se busca líos, hasta que los en?cuentra. Usted y yo sabemos que el índice de asesinatos crece en época de tanto calor. No puedo dejar que uno de mis mejores investigadores pierda el tiempo en un caso como éste.

Eve sé quedó boquiabierta.

– Boomer era mío. Fuera lo que fuese, comandante, era mío.

La lealtad, pensó el comandante, hacía de la teniente Dallas uno de sus mejores elementos.

– Le doy veinticuatro horas -dijo-. Téngalo abierto en sus archivos hasta setenta y dos. Después tendré que transferir el caso a otro investigador.

Era lo que ella esperaba.

– Me gustaría contar con la agente Peabody.

Él la miró incrédulo.

– ¿Quiere que apruebe un ayudante en un caso así?

– Necesito a Peabody -dijo Eve sin pestañear-. Ha demostrado ser excelente en su trabajo. Va para detecti?ve. Creo que lo conseguirá pronto con un poco de expe?riencia.

– Se la dejo tres días. Si surge algo más importante, las retiro a las dos.

– Sí, señor.

– Dallas -empezó Whitney cuando ella se disponía a marchar. Se tragó su orgullo-. Eve… Aún no he tenido ocasión de desearle lo mejor, personalmente, para su boda.

La sorpresa asomó a los ojos de Eve antes de que pu?diera controlarse.

– Gracias.

– Espero que sea feliz.

– Yo también.

Un poco inquieta, se dirigió por el laberinto de la Central hasta su despacho. Tenía que pedir otro favor.

Antes de coger el teleenlace cerró la puerta para mayor intimidad.

– Feeney, capitán Ryan. División Electrónica de De?tectives.

Sintió alivio cuando la arrugada cara asomó a su pantalla.

– Hoy ha llegado pronto, Feeney.

– Jo, ni siquiera he podido desayunar -repuso Feeney con tono quejumbroso y la boca llena-. Uno de los ter?minales falla un poco y solamente yo puedo arreglarlo.

– Ser indispensable es duro. ¿Podría arreglarme una búsqueda… de forma oficiosa?

– Es mi especialidad. Adelante.

– Alguien se ha cargado a Boomer.

– Vaya. -Dio otro mordisco-. Era un mierda, pero le salían bien las cosas. ¿Cuándo ha sido?

– No estoy segura; lo pescaron del East River esta mañana. Sé que a veces informaba a alguien de Ilegales. ¿Podría averiguarlo?

– Relacionar a un soplón con su preparador es un poco peliagudo, Dallas. En esas cosas hay que extremar las medidas de seguridad.

– ¿Sí o no, Feeney?

– Puedo hacerlo, sí -refunfuñó él-. Pero no quiero que mi nombre salga a relucir. A ningún poli le gusta que miren en sus archivos.

– Dígamelo a mí. Se lo agradezco. Quien lo hizo se empleó a fondo. Si Boomer sabía algo que justificara quitarlo de en medio, no era de mi terreno.

– Entonces será de otro. Ya la llamaré.

Eve se apartó de la pantalla y trató de poner en or?den sus ideas. Evocó la cara hinchada de Boomer. Un tubo o quizá un bate, pensó. Pero puños también. Sabía lo que unos nudillos fuertes podían hacerle a una cara. Lo había experimentado en carne propia. Su difunto pa?dre tenía las manos grandes. Era de las cosas que intentaba fingir que no recordaba. Pero sabía de qué iba: el impacto del golpe antes de que el cerebro registrara el dolor. ¿Qué había sido peor?, ¿las palizas o las viola?ciones? Ambas cosas estaban íntimamente ligadas en su mente, en sus temores.

Y el brazo de Boomer, curiosamente doblado. Roto, se dijo, y dislocado. Tenía un vago recuerdo del espan?toso ruido de un hueso al romperse, la nausea que se su?maba al dolor, el agudo gemido que sustituía al grito cuando alguien te tapaba la boca con una mano.

El sudor frío y el terror de saber que esos puños vol?verían a golpear y golpear hasta matarte. Hasta que uno rezaba al Todopoderoso para morir cuanto antes.

La llamada a la puerta le hizo dar un respingo. Vio a Peabody fuera, con el uniforme recién planchado y la es?palda recta.

Eve se pasó una mano por la boca para tranquilizar?se. Era hora de ponerse a trabajar.

Capitulo Tres

La pensión de Boomer era mejor que otras. El edificio había sido en tiempos un motel de alquiler bajo utilizado por prostitutas antes de que la prostitución fuera aprobada y legalizada. Tenía cuatro pisos y nadie se había molestado en instalar un ascensor ni un deslizador, aunque sí ostenta?ba un mugriento vestíbulo y la dudosa seguridad de una androide de aspecto hosco.

A juzgar por el olor, el departamento de sanidad ha?bía ordenado una reciente exterminación de roedores e insectos.

La androide tenía un tic en el ojo derecho debido a un chip en mal estado, pero enfocó el ojo bueno hacia la placa que le mostraba Eve.

– Todo en regla -proclamó la androide tras el empa?ñado cristal de seguridad-. Aquí no queremos líos.

– Johannsen. -Eve se guardó la placa-. ¿Le ha visita?do alguien últimamente?

El ojo saltón de la androide dio una sacudida.

– No estoy programada para controlar las visitas, sólo para cobrar alquileres y mantener el orden.

– Puedo confiscar sus bancos de memoria y averi?guarlo por mí misma.

La androide no respondió, pero un tenue zumbido indicó que estaba haciendo funcionar su disco duro.

– Johannsen, habitación 3C, no ha regresado desde hace ocho horas y veintiocho minutos. Salió solo. Nadie ha venido a verle en las últimas dos semanas.

– ¿Comunicaciones?

– No utiliza el sistema del edificio. Tiene uno propio.

– Tendré que echar un vistazo a su habitación.

– Tercer piso, segunda puerta a la izquierda. No alarme a los otros inquilinos. Aquí no tenemos pro?blemas.

– Sí, esto es el paraíso. -Eve se encaminó a la escalera, reparando en la madera carcomida por los roedores-. Grabando, Peabody.

– Sí, señor. -Peabody se prendió el magnetófono a la camisa-. Si Boomer estuvo aquí hace ocho horas, no duró gran cosa. Un par de horas a lo sumo.

– Suficiente para liquidarlo. -Eve escrutó las paredes, con sus invitaciones ilegales y sus sugerencias anatómi?camente dudosas. Uno de los autores tenía problemas de ortografía. Pero los mensajes eran clarísimos.

– Un sitio muy acogedor, ¿verdad?

– Me recuerda la casa de mi abuela.

Al llegar a la puerta de la 3C, Eve miró hacia atrás.

– Caramba, Peabody, creo que ha dicho algo gra?cioso.

Mientras Eve se reía disimuladamente y extraía su código maestro, Peabody se ruborizó. Se recompuso para cuando la cerradura cedió.

– Parece que se cerraba por dentro -murmuró Eve mientras abría el último Keligh-500-. Y no con cual?quier cosa. Estos cerrojos cuestan cada uno una semana de mi paga. Y no le han servido de nada. -Suspiró-. Dallas, teniente Eve, entrando en la residencia de la víc?tima. -Abrió la puerta-. Caray, Boomer, qué cerdo eras.

El calor era sofocante. El control de temperatura en la pensión consistía en cerrar la ventana o abrirla. Boomer había optado por cerrar, reteniendo todo el bochor?no estival.

La habitación olía a comida mala, ropa sucia y whisky derramado. Dejando que Peabody hiciera un primer registro, Eve fue hasta el centro del exiguo espa?cio y meneó la cabeza.

Las sábanas del catre tenían manchas de sustancias que no le apetecía analizar. Cajas de comida para llevar estaban apiladas a un lado de la misma. De la pequeña montaña de ropa sucia que había en los rincones, dedujo que lavar no era uno de los quehaceres prioritarios en la vida de Boomer. El suelo estaba pegajoso.

Su única defensa fue forzar la ventana hasta que con?siguió abrirla. Fue una inundación de aire y ruido de trá?fico.

– Dios, menudo sitio. Como soplón se ganaba bien la vida. No tenía por qué vivir en un cuchitril como éste.

– Tal vez le gustaba.

– Ya. -Arrugando la nariz, Eve abrió una puerta y examinó el cuarto de baño. Había un lavabo de acero inoxidable, y una ducha a la medida de los menos aven?tajados en estatura. El hedor le dio náuseas.

– Peor que un fiambre de tres días. -Respiró por la boca y se dio la vuelta-. En esto invertía su dinero.

Sobre un mostrador macizo había un costoso centro de datos y comunicaciones. Sujeta a la pared, más arriba, había una pantalla y un estante repleto de discos. Eve eligió uno al azar y leyó la etiqueta.

– Boomer era un hombre culto, por lo que veo: Tre?mendas tetas de tías tórridas.

– Ganó un Oscar el año pasado.

Eve rió y devolvió el disco a su lugar.

– Buena, Peabody, será mejor que conserve el buen humor, porque tendremos que revisar toda esta basura. Saque los discos y anote los números y etiquetas. Lo in?vestigaremos cuando volvamos a Central.

Eve puso en marcha el enlace y buscó posibles lla?madas que Boomer hubiera guardado. Repasó los pedi?dos de comida, y una sesión con una videoprostituta que le había costado cinco mil. Había dos llamadas de un presunto traficante de ilegales, pero sólo habían hablado de deportes, sobre todo béisbol y lucha grecorromana. Eve reparó en que el número de su despacho aparecía dos veces en las últimas treinta horas, pero Boomer no le había dejado mensaje.

– Quería ponerse en contacto conmigo -murmu?ró-. Desconectó sin dejar ningún mensaje. Ése no era su estilo. -Sacó el disco y se lo entregó a Peabody como prueba.

– Nada indica que estuviera preocupado, teniente.

– No, él era un chivato de verdad. De haber pensa?do que alguien quería liquidarle, se habría plantado a la puerta de mi casa. Bueno, Peabody, espero que esté al día en inmunizaciones. Empecemos a revisar todo esto.

Cuando terminaron estaban sudando, asqueadas y su?cias. Peabody se había aflojado el cuello de su uniforme y subido las mangas. Con todo, el sudor le chorreaba y le había ensortijado el pelo de mala manera.

– Y yo que pensaba que mis hermanos eran unos cerdos.

Eve apartó con el pie unos calzoncillos sucios.

– ¿Cuántos tiene?

– Dos. Y una hermana.

– ¿Son cuatro?

– Es que mis padres son free-agers, señor -explicó Peabody con un deje de disculpa y engorro-. Forofos de la vida rural y la propagación.

– No deja usted de sorprenderme, Peabody. Una urbanita pura y dura como usted, descendiente de free-agers. ¿Cómo es que no está cultivando alfalfa, tejiendo esteras o cuidando crios?

– Me gusta la acción, señor.

– Es un buen motivo. -Eve había dejado lo peor para el final. Con repugnancia examinó la cama de Boomer. La idea de unos parásitos corporales correteó por su ca?beza-. Habrá que mirar el colchón.

Peabody tragó saliva.

– Sí, señor.

– Yo no sé usted, Peabody, pero en cuanto acabemos aquí me voy directa a una cámara de descontaminación.

– Y yo detrás de usted, teniente.

– Muy bien. Manos a la obra.

Primero fueron las sábanas. Sólo había olores y manchas, nada más. Eve dejaría que trabajaran los del gabinete de identificación, pero ya había descartado que Boomer hubiera sido asesinado en su propia cama.

Con todo, registró a conciencia la almohada y luego levantaron el colchón, que pesaba como una roca, y lo?graron darle la vuelta.

– Puede que Dios exista -dijo Eve.

Prendidos a la parte inferior del colchón había dos pequeños paquetes. Uno estaba lleno de un polvo azul, el otro era un disco sellado. Eve los arrancó. Examinó primero el disco. No llevaba rótulo pero, a diferencia de los otros, había sido cuidadosamente empaquetado.

En circunstancias normales lo habría puesto de in?mediato en la unidad de Boomer. Podía soportar la pes?tilencia, el sudor, incluso la mugre. Pero no creyó poder estar un minuto más preguntándose qué parásitos mi?crocósmicos se le estaban encaramando a la piel.

– Larguémonos de aquí.

Esperó a que Peabody hubiera sacado la caja de pruebas al pasillo. Con una última mirada al estilo de vida de su ex informante, Eve cerró la puerta, la selló y puso la luz roja de seguridad de la policía.

Descontaminarse no era doloroso, pero tampoco espe?cialmente agradable. Tenía la única virtud de ser un pro?ceso bastante corto. Eve se sentó con Peabody, las dos desnudas hasta la cintura, en una sala de dos plazas con blancas paredes convexas que reflejaban la blanca luz.

– Al menos es calor seco -afirmó Peabody, haciendo reír a Eve.

– Siempre he pensado que el infierno debe de ser como esto. -Cerró los ojos para relajarse. No creía tener fobias, pero los espacios cerrados le producían come?zón-. Sabe, Peabody, Boomer trabajaba para mí desde hacía cinco años. No era lo que se dice un dandy, pero jamás habría creído que vivía de esa manera. -Aún nota?ba el hedor en la nariz-. Era bastante limpio. Dígame qué vio en el baño.

– Suciedad, moho, verdín, toallas sin lavar. Dos pas?tillas de jabón, una de ellas cerrada, medio tubo de champú, gel dentífrico, un cepillo y afeitador de ultraso?nidos. Un peine roto.

– Utensilios para acicalarse. Boomer se cuidaba, Pea?body. Incluso gustaba de considerarse un hombre de sa?lón. Imagino que los del gabinete me dirán que la comi?da, la ropa y lo demás tienen dos o tres semanas. ¿Usted qué opina?

– Que se estaba ocultando; lo suficientemente preo?cupado, asustado o involucrado para dejar pasar unos días.

– Exacto. No lo bastante desesperado como para acudir a mí, pero sí preocupado como para ocultar un par de cosas debajo del colchón.

– Donde a nadie se le ocurriría buscarlas -ironizó Pea?body.

– Sí, en algunas cosas no era muy listo. ¿Qué cree que será esa sustancia?

– Algo ilegal.

– Nunca he visto una ilegal de ese color. Es nueva -reflexionó Eve. La luz decreció a gris y sonó un piti?do-. Creo que ya estamos limpias. Pongámonos ropa nueva y vamos a ver qué hay en ese disco.

– ¿Qué diablos es esto? -dijo Eve mirando ceñuda su pantalla.

– Parece una fórmula.

– Eso ya lo veo, Peabody.

– Sí, señor. -Retrocedió un poco.

– Mierda. Odio la ciencia. -Confiando en la suerte, Eve miró a su ayudante-. ¿A usted qué tal se le da?

– En eso ni siquiera soy competente.

Eve estudió la mezcla de números, cifras y símbolos y cerró los ojos.

– Mi unidad no está programada para esto.-Tendré que llevar la fórmula al laboratorio. -Tamborileó sobre la mesa con impaciencia-. Me huelo que es de esos pol?vos que encontramos, pero ¿cómo es posible que un tipo de segunda como Boomer le echara el guante a algo así? ¿Y quién era su otro preparador? Usted sabía que Boomer era mío, ¿cómo se enteró?

Bregando con la vergüenza, Peabody miró las cifras que había en la pantalla.

– Aparecía en varias listas confeccionadas por usted de informes interdepartamentales sobre casos cerrados.

– ¿Tiene por costumbre leer informes interdeparta?mentales, agente?

– Los suyos sí, señor.

– ¿Por qué?

– Porque usted es la mejor, señor.

– ¿Me está haciendo la pelota, Peabody, o es que quiere quitarme el puesto?

– Habrá sitio para mí cuando la asciendan a capitán, señor.

– ¿Qué le hace suponer que quiero una capitanía?

– Sería estúpido no desearlo, y usted no lo es, señor.

– Está bien, dejémoslo. ¿Suele examinar otros infor?mes?

– De vez en cuando.

– ¿Tiene idea de quién puede ser el preparador de Boomer en Ilegales?

– No, señor. Nunca he visto su nombre vinculado a ningún policía. Los soplones suelen tener un solo prepa?rador.

– A Boomer le gustaba variar. Salgamos a la calle. Vi?sitaremos algunos de sus locales preferidos, a ver qué sa?camos. Solo disponemos de un par de días, Peabody. Si alguien le espera en casa, dígale que estará muy atareada.

– No tengo compromisos de esa clase, señor. Dis?pongo de todo el tiempo del mundo.

– Bien. -Se puso en pie-. Entonces en marcha. Ah, Peabody, hemos estado desnudas una al lado de la otra. Déjese de «señor», ¿quiere? Llámeme Dallas.

– Sí, señor, teniente.

Eran más de las tres de la madrugada cuando entró por la puerta, tropezó con el gato que había decidido montar guardia en el vestíbulo, soltó un juramento y giró a cie?gas en busca de la escalera.

En su mente había docenas de impresiones: bares a media luz, locales de striptease, las calles brumosas don?de desahuciadas acompañantes con licencia se buscaban la vida. Todo eso y más se cocía en la poco apetitosa existencia de Boomer Johannsen.

Nadie sabía nada, como es lógico. Nadie había vis?to nada. La única afirmación que había obtenido en cla?ro de su incursión a la parte más miserable de la ciudad era que nadie había sabido de Boomer en más de una semana.

Pero evidentemente alguien había hecho algo más que verle. Eve estaba agotando el tiempo de que dispo?nía para averiguar quién- y por qué.

Las luces de la alcoba estaban a medias. Se había des?pojado ya de la blusa cuando advirtió que la cama estaba vacía. Tuvo una punzada de desilusión, un débil e incó?modo tirón de miedo.

Habrá tenido que ausentarse, pensó. Ahora se diri?gía a un punto cualquiera del universo colonizado. Po?día estar fuera varios días.

Mirando tristemente la cama, se despojó de los za?patos y el pantalón. Tanteando en un cajón, sacó una ca?miseta y se la puso.

Qué patética soy, se dijo, mira que quejarme porque Roarke ha tenido que salir por trabajo. Por no estar allí para que ella se le arrimara. Por no estar allí para espantar las pesadillas que parecían acosarla con mayor intensi?dad y frecuencia a medida que sus recuerdos empezaban a atosigarla.

Estaba demasiado cansada para soñar, se dijo. De?masiado cansada para meditar. Pero era lo bastante fuer?te para recordar todo lo que no quería recordar.

De pronto la puerta se abrió.

– Creía que habías tenido que irte -dijo Eve con alivio.

– Estaba trabajando. -Roarke se acercó. En la pe?numbra de la habitación su camisa negra contrastaba con el blanco de ella. Le levantó la barbilla y la miró a los ojos-. Teniente Dallas, ¿por qué trabajas siempre hasta caer rendida?

– Este caso tiene una fecha límite. -Tal vez estaba ex?hausta, o tal vez el amor empezaba a ser más sencillo, el caso es que acarició con sus manos el rostro de Roarke-. Me alegro de tenerte aquí. -Al cogerla él en vilo y llevarla hacia la cama, sonrió-. No me refería a eso.

– Voy a arroparte para que duermas.

Era difícil discutir cuando los ojos ya se le estaban cerrando.

– ¿Recibiste mi mensaje?

– ¿Ese tan preciso que decía «Llegaré tarde»? Sí. -Roarke la besó en la frente-. Date la vuelta.

– Enseguida. -Eve forcejeó con el sueño-. Sólo he te?nido un momento para contactar con Mavis. Quiere quedarse en el viejo apartamento un par de días. Dice que no piensa ir al Blue Squirrel. Telefoneó allí y averi?guó que Leonardo ha pasado por el local una docena de veces buscándola.

– La maldición del amor verdadero.

– Mmm. Mañana intentaré tomarme una hora de tiempo personal para ir a verla, pero puede que no lo consiga hasta pasado mañana.

– No te apures por ella. Ya iré yo a verla, si quieres.

– Gracias, pero no creo que ella quiera hablar conti?go. Me ocuparé de eso tan pronto averigüe en qué estaba metido Boomer. Sé muy bien que él no podía leer ese disco.

– Claro que no -la tranquilizó él, confiando en que se durmiera.

– Tampoco sabía mucho de números. Pero de fór?mulas científicas… -Repentinamente se incorporó, cho?cando casi con la nariz de Roarke-. Tu unidad servirá.

– ¿Cómo dices?

– Los del laboratorio me han dado largas. Llevan mucho retraso y esto es de baja prioridad. Vaya. -Eve bajó de la cama-. Necesito llevar la delantera. Esa uni?dad tuya tiene capacidad para hacer análisis científicos, ¿verdad?

– Por supuesto. -Él suspiró y se puso en pie-. Su?pongo que ahora…

– Podemos acceder a los datos desde mi unidad. -Le cogió de la mano y se lo llevó hacia el falso panel que ocultaba el ascensor-. No tardaremos mucho.

Eve le explicó el problema a grandes rasgos mientras subían. Para cuando Roarke introdujo el código para entrar en la sala privada, ella estaba totalmente despierta.

El equipo era complejo, carecía de licencia y era, por supuesto, ilegal. Como Roarke, Eve usó el código dacti?lar para el acceso y luego se colocó detrás de la consola en forma de U.

– Tú puedes sacar los datos más rápido que yo -le dijo a él-. Está en Código Dos, Amarillo, Johannsen. Mi contraseña es…

– Por favor. -Si iba a tener que jugar a policías de ma?drugada, no quería ser insultado. Roarke se sentó a los controles y manipuló algunos discos-. Ya estamos en la Central -dijo y sonrió al ver que ella fruncía el entre?cejo.

– Y para eso tanto sistema de seguridad.

– ¿Necesitas algo más antes de que empiece, con tu unidad?

– No -dijo ella poniéndose detrás de él. Manejando un teclado con una sola mano, Roarke cogió una de las de ella y se la llevó a los labios para mordisquearle los nudillos-. No te hagas el chulo.

– No tendría ninguna gracia que me conectaras a mí con tu código. Ya estamos en tu unidad -murmuró él, y puso el control automático-. Código Dos, Amarillo, Johannsen.

Una de las pantallas murales parpadeó.

Esperando

– Número de prueba 34-J, ver y copiar -solicitó Eve. Cuando la fórmula apareció en pantalla, meneó la cabe?za-. ¿Ves eso? Si parece un jeroglífico…

– Es una fórmula química -dijo él.

– ¿Cómo lo sabes?

– Yo fabrico unas cuantas… pero legales. Esto es una especie de analgésico. Tiene propiedades alucinógenas… -Chasqueó la lengua y meneó la cabeza-. Nunca había visto nada igual. No es una cosa corriente. Ordenador: analizar e identificar.

– ¿Dices que es una droga? -empezó Eve, y el orde?nador se puso a trabajar.

– Casi seguro.

– Eso encaja en mi teoría. Pero ¿qué hacía Boomer con esa fórmula y por qué lo mataron?

– Yo diría que eso depende del provecho que pueda sacarse de la sustancia. De lo rentable que sea. -Miró ce?ñudo al monitor mientras salía el análisis. La reproduc?ción molecular apareció en pantalla con sus puntos y espirales de color-. Muy bien, tienes un estimulante or?gánico, un alucinógeno químico corriente, ambas cosas en cantidades bastante bajas y casi legales. Ahí están las propiedades del THR-50.

– Nombre vulgar, Zeus. Esto no me gusta.

– Mmm. De todos modos, no es de mucho calibre. Claro que la mezcla sí es interesante. Lleva menta, para hacerlo más agradable al paladar. Seguramente puede fa?bricarse también en forma líquida con algunas alteracio?nes. Mezclado con Brinock, un estimulante sexual. En la dosis adecuada, puede utilizarse para curar la impotencia.

– Sí, lo sé. Tuvimos un tipo que murió de una sobre-dosis. Se mató después de batir lo que parecía el récord mundial de masturbación. Se tiró de una ventana de pura frustración sexual. Tenía el cipote como una salchicha de cerdo, casi del mismo color, y todavía duro como el hierro.

– Gracias por la información. ¿Qué es esto? -Perple?jo, Roarke volvió al teclado. El ordenador seguía parpa?deando el mismo mensaje:

Sustancia desconocida. Probable regenerador celular. Identificación inaccesible.

– ¿Cómo es posible? -musitó-. Esta unidad tiene actualizador automático. No hay nada que no pueda iden?tificar.

– Sustancia desconocida. Vaya, vaya. Sería un buen motivo para asesinar a alguien. ¿Qué podemos hacer? -Identificar con datos conocidos -ordenó Roarke.

FÓRMULA IGUAL A ESTIMULANTE CON PROPIEDADES ALUCINÓGENAS. BASE ORGÁNICA. PENETRA RÁPIDAMENTE EN LA SANGRE AFECTANDO AL SISTEMA NERVIOSO.

– ¿Resultados?

DATOS INCOMPLETOS.

– Mierda. Resultados probables con datos conocidos.

CAUSA SENSACIONES DE EUFORIA, PARANOIA, APETITO SEXUAL, ILUSIONES DE PODER FÍSICO Y MENTAL. DOSIS DE 55 MG EN UN HUMANO DE 60 KILOS PERSISTE DE CUATRO A SEIS HORAS. DOSIS DE MÁS DE 100 MG CAUSA LA MUERTE EN EL 87,3 POR CIENTO DE LOS USUARIOS. SUSTANCIA SIMILAR AL THR-50, CONOCIDO COMO ZEUS, CON ADICIÓN DE ESTIMULANTE PARA INTENSIFICAR LA CAPACIDAD SEXUAL Y LA REGENERACIÓN DE CÉLULAS.

– No hay tanta diferencia -murmuró Eve-. No es tan importante. Ya sabemos de gente que ha mezclado Zeus con Erótica. Es una fea combinación, la responsable de la mayoría de violaciones en esta ciudad, pero no es un secreto ni es particularmente rentable. Menos cuando cual?quier yonqui puede mezclarlo en un laboratorio portátil.

– Sin contar el elemento desconocido. Regeneración de células. -Roarke levantó una ceja-. La legendaria fuente de la juventud.

– Cualquiera que tenga créditos suficientes puede pagarse un tratamiento.

– Pero son cosas temporales -señaló Roarke-. Tienes que volver a intervalos regulares. El biopeeling y los in?yectables antiedad son caros, requieren tiempo, y a me?nudo son incómodos. Los tratamientos corrientes no tienen el incentivo extra de esta mezcla.

– Sea cual sea la sustancia desconocida, hace que todo sea más importante, o más letal. O, como dices, más rentable.

– Tú tienes el polvo -señaló Roarke.

– Sí, y esto podría hacer que los del laboratorio mo?vieran un poco el culo. Voy a necesitar más tiempo del que dispongo.

– ¿Puedes conseguirme una muestra? -Roarke giró en su silla y le sonrió-. No quiero hablar mal de vuestros laboratorios, teniente, pero el mío podría ser más sofis?ticado.

– Son pruebas.

Él enarcó la ceja.

– ¿Sabes hasta qué punto he transgredido ya las nor?mas metiéndote en esto, Roarke? -bufó Eve, recordando la cara de Boomer, su brazo-. Al cuerno. Lo intentaré.

– Está bien. Desconectar. -El ordenador se apagó si?lenciosamente-. Y ahora qué, ¿vas a dormir?

– Un par de horas. -Eve dejó que la fatiga recuperara terreno y le rodeó el cuello con los brazos-. ¿Me arropa?rás otra vez?

– De acuerdo. -Le levantó las caderas de forma que rodearan su cintura-. Pero esta vez te quedas en la cama.

– Sabes, Roarke, mi corazón palpita cuando te pones autoritario.

– Espera a que te acueste. Te va a palpitar de verdad.

Ella rió, acunó la cabeza en su hombro y se quedó dormida antes de que el ascensor terminara de bajar.

Capitulo Cuatro

Era noche cerrada cuando el teleenlace que Eve tenía junto a la cabeza pitó. Su yo policía reaccionó enseguida y se incorporó de golpe.

– Aquí Dallas.

– Dallas, menos mal, Dallas. Necesito ayuda.

Su yo femenino se puso rápidamente a la altura del yo policía y contempló la imagen de Mavis en el mo?nitor.

«Luces», ordenó, y la habitación se iluminó lo bas?tante como para ver con claridad. La cara pálida, un mo?retón debajo del ojo, arañazos sanguinolentos en la me?jilla, el pelo desordenado.

– Mavis. ¿ Qué pasa? ¿ Dónde estás?

– Tienes que venir. -Respiraba con dificultad. Sus ojos estaban vidriosos del susto-. Date prisa, por favor. Creo que está muerta y no sé qué hacer.

Eve no volvió a pedir coordenadas sino que ordenó rastrear la transmisión. Al reconocer la dirección de Leonardo cuando parpadeó al pie del monitor, procuró ha?blar con serenidad y firmeza.

– Quédate donde estás, Mavis. No toques nada. ¿Me entiendes? No toques nada, y no dejes entrar a nadie. ¿Me oyes?

– Sí, sí. Haré lo que dices. Date prisa. Es horrible.

– Voy para allá. -Cuando se dio la vuelta, Roarke se había levantado y estaba poniéndose los pantalones. -Te acompañaré.

Ella no discutió. Cinco minutos después estaban en la calle y atravesando la noche a toda velocidad. Las ca?lles vacías dieron paso primero al constante ir y venir de turistas, al centelleo de las videocarteleras que ofrecían todos los placeres habidos y por haber, luego a los marchosos insomnes del Village que holgazaneaban toman?do sus minúsculas tazas de café condimentado y discu?tiendo de cosas sublimes en cafeterías al aire libre, y por último a los soñolientos hábitats de los artistas.

Aparte de preguntar adonde iban, Roarke no hizo más preguntas, y ella se lo agradeció. Podía ver mental?mente la cara de Mavis, pálida y aterrorizada. Y su mano temblorosa, y lo que la manchaba era sangre..

Un viento fuerte que presagiaba tormenta sacudía las calles. Eve notó su azote al saltar del coche de Roarke antes de que él hubiera aparcado del todo junto al bor?dillo. Recorrió a toda prisa los treinta metros de acera y aporreó la cámara de seguridad.

– Mavis. Soy Dallas. Mavis, por Dios. -Era tal su es?tado de agitación que le llevó diez frustrantes segundos comprender que la unidad estaba rota.

Roarke entró detrás de ella en el ascensor.

Al abrirse la puerta, Eve supo que la cosa era tan fea como había temido. En su anterior visita, el apartamen?to de Leonardo era un espacio alegremente abarrotado, un barullo de colores. Ahora estaba cruelmente desarre?glado. Materiales rotos, mesas volcadas con su conteni?do esparcido por el suelo y roto.

Había sangre en abundancia, manchando las paredes y las sedas como si un niño irascible hubiera pintado en ellas con los dedos.

– No toques nada -le espetó a Roarke-. ¿Mavis? -Dio dos pasos al frente y luego se detuvo al ver que uno de los cortinajes de tela reluciente se movía. Mavis apa?reció detrás y se quedó parada, temblando.

– Dallas, Dallas. Gracias a Dios.

– Bueno, bueno. Tranquila. -Tan pronto se le acercó, Eve se sintió aliviada. La sangre no era de Mavis, aunque su ropa y sus manos estaban salpicadas de ella-. Estás herida.

– La cabeza me da vueltas. Estoy mareada.

– Hazla sentar, Eve. -Cogiendo a Mavis del brazo, Roarke la llevó hasta una silla-. Vamos, querida, siénta?te. Así, muy bien. Tiene un shock, Eve. Trae una manta. Echa la cabeza atrás, Mavis. Bien. Cierra los ojos y res?pira un poco.

– Hace frío.

– Lo sé. -Roarke cogió un trozo de raso roto y la cu?brió-. Respira hondo, Mavis. Despacio, profundamente. -Miró a Eve-. Necesita cuidados médicos.

– No puedo llamar a una ambulancia sin saber antes cuál es la situación. Haz lo que puedas. -Demasiado consciente de lo que seguramente iba a encontrar, Eve pasó al otro lado de la cortina.

Había muerto violentamente. Fue el pelo lo que le confirmó quién había sido la mujer. Aquella gloriosa lla?marada de pelo rojo. Su cara, con su pasmosa y casi eté?rea perfección, había prácticamente desaparecido, aplas?tada y magullada a base de crueles y repetidos golpes.

El arma seguía allí, olvidada. Eve supuso que era una especie de bastón de fantasía, una extravagancia a la moda. Bajo la sangre y las vísceras había algo de plata re?luciente, como de dos centímetros de grosor, con una empuñadura ornamentada en forma de lobo sonriente.

Eve lo había visto metido en un rincón del taller de Leonardo, sólo dos días atrás.

No era necesario comprobar el pulso de Pandora, pero Eve lo hizo. Luego retrocedió con cautela para no contaminar más la escena del crimen.

– Cielo santo -exclamó Roarke detrás, apoyando sus manos en los hombros de Eve-. ¿Qué piensas hacer?

– Lo que sea preciso. Mavis no sería capaz de una cosa así.

Roarke la volvió hacia él.

– No hace falta que me lo digas. Te necesita, Eve. Necesita una amiga, y necesitará un buen policía.

– Lo sé.

– No será fácil para ti ser ambas cosas.

– Será mejor que me ponga en marcha. -Eve volvió junto a Mavis. Su cara parecía cera blanda, y las contu?siones y arañazos resaltaban contra el blanco roto de su piel. Tomó las frías manos de Mavis entre las suyas-. Necesito que me lo cuentes todo. Tómate el tiempo que quieras, pero cuéntamelo todo.

– No se movía. Había mucha sangre, y su cara mira?ba de esa forma extraña. Y… y ella no se movía.

– Mavis. -Imprimió a las manos un rápido apre?tón-. Mírame. Explícame lo que sucedió desde que lle?gaste.

– Yo venía a… yo quería. Pensé que debía hablar con Leonardo. -Se estremeció, tiró del jirón de tela que la cubría con manos ensangrentadas-. Se enfadó la última vez que fue al club a buscarme. Incluso amenazó al apagabroncas, y él no hace esas cosas. Yo no quería que arruinara su carrera, así que pensé hablar con él. Vine aquí, y alguien había roto el sistema de seguridad. En?tonces subí. La puerta no estaba cerrada. A veces se le olvida-murmuró finalmente.

– Mavis, ¿estaba aquí Leonardo?

– ¿Él? -Atontada por la conmoción, escrutó el cuarto con la mirada-. No, creo que no. Le llamé, porque vi todo el alboroto. Nadie me respondió. Y allí… allí había sangre. Mucha sangre. Me dio miedo, Dallas, miedo de que se hu?biera matado o hecho alguna locura, y entonces fui corriendo a la parte de atrás. La vi a ella. Creo… Me acerqué. Creo que lo hice porque me arrodillé a su lado e inten?té gritar. Pero no pude gritar. Y luego creo que algo me golpeó. Me parece… -Se tocó la nuca con los dedos-. Me duele aquí. Pero todo estaba igual cuando recobré el senti?do. Ella seguía allí, y la sangre también. Después te llamé a ti.

– Muy bien. ¿La tocaste, Mavis? ¿Tocaste alguna cosa?

– No lo recuerdo. Creo que no.

– ¿Quién te hizo eso en la cara?

– Pandora.

– Cariño, acabas de decirme que estaba muerta cuan?do llegaste.

– Eso fue antes. Fui a su casa.

– Fuiste esta noche a su casa. ¿A qué hora?

– No lo sé exactamente. Serían las once. Quería de?cirle que me alejaría de Leonardo y hacerle prometer que no estropearía sus planes para el show.

– ¿Os peleasteis?

– Ella estaba colocada. Había gente, una pequeña fiesta o algo así. Se portó muy mal, dijo cosas horribles. Y yo igual. Llegamos a las manos. Ella me abofeteó, me arañó. -Mavis se apartó el cabello para mostrar las heri?das que tenía en el cuello-. Dos personas que allí había nos separaron, y luego me fui.

– ¿Adonde?

– A un par de bares. -Sonrió débilmente-. A mu?chos, en realidad. Sentía lástima de mí misma. Anduve por ahí. Luego se me ocurrió hablar con Leonardo.

– ¿A qué hora llegaste aquí? ¿Lo sabes?

– Tarde, muy tarde. A las tres o las cuatro.

– ¿Sabes dónde está él?

– No. Leonardo no estaba. Yo quería verle, pero día… ¿Qué va a pasar ahora?

– Yo me encargo de todo. Tengo que informar de oto, Mavis. Si no lo hago pronto, la cosa se pondrá muy fea. Tendré que poner todo esto por escrito, y voy a te?ner que llevarte a Interrogatorios.

– Pero, pero… No pensarás que yo…

– Claro que no, Mavis. -Era importante mantener animado el tono, disimular sus propios miedos-. Pero lo vamos a aclarar tan pronto como podamos. Deja que me ocupe de todo. ¿De acuerdo?

– No me encuentro muy bien…

– Tú quédate aquí mientras yo me ocupo. Quiero que intentes recordar detalles. Con quién hablaste anoche, dónde estuviste, qué viste. Todo lo que puedas recordar. Lo repasaremos de arriba abajo dentro de un rato.

– Dallas. -Mavis se estremeció un poco-. Leonardo. Él no sería capaz de hacerle eso a nadie.

– Deja que yo me ocupe de eso -repitió Eve. Luego miró a Roarke, que, comprendiendo la señal, fue a sen?tarse con Mavis.

Eve sacó su comunicador y se alejó.

– Dallas. Tengo un homicidio.

La vida nunca había sido fácil para Eve. En su carrera como policía había visto y hecho demasiadas cosas espe?luznantes. Pero nada le había costado tanto como llevar a Mavis a Interrogatorios.

– ¿Te encuentras bien? No tienes por qué hacerlo ahora.

– No, en la ambulancia me han dado un sedante. -Mavis se tocó el chichón de la nuca-. Me lo ha dormido bastante. Estuvieron haciéndome algo más, de alguna forma han conseguido centrarme un poco.

Eve examinó los ojos de Mavis. Todo parecía nor?mal, pero eso no la tranquilizó.

– Escucha, no te vendría mal ingresar un par de días en el centro de salud.

– No le des más vueltas, Dallas. Prefiero acabar cuanto antes. -Tragó saliva-. ¿Han encontrado a Leo?nardo?

– Aún no. Mavis, si quieres puedes pedir que asista un abogado.

– No tengo nada que ocultar. Yo no la maté, Dallas.

Eve echó un vistazo a la grabadora. Podía esperar un minuto más:

– Mavis, tengo que hacer esto por narices. Ni más ni menos. Si no lo hago, me quitan del caso. Si no soy el primer investigador, no podré servirte de ninguna ayuda.

Mavis se lamió los labios.

– Va a ser duro, ¿no?

– Podría serlo, y mucho. Vas a tener que soportarlo.

Mavis probó a sonreír.

– Bueno, nada es peor que entrar y encontrase a Pan?dora.

Claro que hay cosas peores, pensó Eve, pero no lo dijo. Puso en marcha la grabadora, recitó su nombre e identificación y leyó sus derechos a Mavis. Luego, repa?só con ella lo que habían hablado en la escena del cri?men, procurando concretar las horas.

– Cuando fuiste a casa de la víctima para hablar con ella, había otras personas allí.

– Sí. Parecía una pequeña fiesta. Estaba Justin Young. Ya sabes, el actor. Y Jerry Fitzgerald, la mode?lo. Y otro tipo al que no reconocí. Ya sabes, un ejecu?tivo.

– ¿La víctima te atacó?

– Me dio un puñetazo -dijo Mavis tristemente, pal?pándose el morado en la mejilla-. Empezó poniéndose muy borde. Por el modo en que sus ojos giraban, imagi?no que se había metido algo.

– Te parece que usaba sustancias ilegales.

– Y de las buenas. Quiero decir, tenía los ojos como ruedas de cristal. Ya me había peleado con ella, tú lo viste. -Mavis prosiguió mientras Eve daba un respingo-. Antes no tenía tanta fuerza.

– ¿Devolviste el golpe?

– Creo que la alcancé al menos una vez. Ella me arañó con sus malditas uñas. Yo me lancé a su cabello. Creo que fueron Justin Young y el ejecutivo quienes nos separaron.

– ¿Y luego?

– Supongo que despotricamos un rato, y después me marché.

– ¿Adonde fuiste? ¿Cuánto rato estuviste por ahí?

– Fui a un par de bares. Creo que primero entré en el ZigZag, en la esquina de Lexington y la Sesenta y uno.

– ¿Hablaste con alguien?

– No tenía ganas de hablar. Me dolía la cara y me sentía fatal. Pedí un triple zombie y me quedé allí con la cara larga.

– ¿Cuánto pagaste?

– Pues… creo que introduje mi cuenta de crédito en pantalla.

Bien. Habría un registro, hora, lugar.

– ¿ Adonde fuiste después?

– Estuve andando, entré en un par de tugurios. Esta?ba bastante colocada.

– ¿ Seguiste pidiendo combinados?

– Supongo que sí. Cuando pensé en ir a casa de Leo?nardo estaba como una cuba.

– ¿Cómo llegaste al centro?

– Andando. Necesitaba serenarme un poco, así que caminé. Tomé un par de deslizadores, pero casi todo lo hice a pie.

Confiando en refrescarle la memoria, Eve repitió la información que Mavis acababa de darle.

– Cuando saliste del ZigZag, ¿qué dirección tomaste?

– Acababa de tomar dos triple zombies. Más que an?dar iba a trompicones. No sé hacia adonde. Dallas, no sé cómo se llaman los otros locales donde entré, ni qué más bebí. Todo era muy confuso. Música, gente riendo… al?guien bailando en una mesa.

– ¿Hombre o mujer?

– Un tipo. Muy bien dotado. Llevaba un tatuaje, creo. Quizá era pintado. Seguro que era una serpiente, o un lagarto.

– ¿Qué aspecto tenía el bailarín?

– Jo, Dallas, no miré más arriba de la cintura.

– ¿Hablaste con él?

Mavis se llevó las manos a la cabeza y trató de recordar.

– No lo sé. Estaba realmente mal. Recuerdo que no paré de andar; que fui a casa de Leonardo, pensando que sería la última vez que le vería. No quería estar borracha cuando llegara, así que tomé un Sober Up antes de en?trar. Entonces la encontré a ella, y fue mucho peor que estar ebria.

– ¿Qué fue lo primero que viste al entrar?

– Sangre. Mucha sangre. Cosas rotas por el suelo, más sangre. Tenía miedo de que Leonardo hubiera hecho una tontería y corrí a la zona del taller, y vi a Pandora. -Era un recuerdo que podía evocar con claridad-. La vi. La re?conocí por el pelo, y porque llevaba el mismo conjunto que en la fiesta. Pero su cara… de hecho ni siquiera tenía cara. No pude gritar. Me arrodillé a su lado. No sé qué pensé entonces,, pero sí que tenía que hacer algo. Luego algo me golpeó y cuando desperté te llamé a ti.

– ¿Viste a alguien en la calle mientras entrabas en el edificio?

– No. Era muy tarde.

– Háblame de la cámara de seguridad.

– Estaba rota. Hay gamberros que se dedican a estro?pearlas. No se me ocurrió otra razón.

– ¿Cómo entraste en el apartamento?

– El cerrojo no estaba echado. Simplemente entré.

– ¿Y Pandora estaba muerta cuando tú llegaste? ¿Pe?leaste con ella en el apartamento de Leonardo?

– No. Ya estaba muerta. Dallas…

– ¿ Por qué peleaste con ella las otras veces?

– Ella amenazó con arruinar la carrera de Leonardo. -La cara magullada de Mavis registró emociones diver?sas: miedo, dolor, pena-. Pandora no quería dejarle. Nosotros estábamos enamorados, pero ella no quería soltarlo. Ya viste cómo las gasta, Dallas.

– Leonardo y su carrera son muy importantes para ti.

– Yo le amo -dijo Mavis con voz queda.

– Harías cualquier cosa para protegerle, para evitar que alguien pudiera hacerle daño, personal o profesionalmente.

– Había decidido salir de su vida -declaró Mavis con una dignidad que hizo mella en Eve-. De lo contrario ella le habría hecho daño, y yo no podía dejar que eso sucediera.

– No habría podido hacerle daño, ni a él ni a ti, si hu?biera estado muerta.

– Yo no la maté.

– Fuiste a su casa, discutisteis, ella te pegó y tú te vol?viste. Al salir, te emborrachaste. Conseguiste llegar a casa de Leonardo, la encontraste allí. Quizá discutisteis otra vez, quizá ella te agredió de nuevo. Tú te defendis?te, y la cosa pasó a mayores.

Los grandes ojos cansados de Mavis reflejaron pri?mero perplejidad y luego dolor.

– ¿Por qué dices eso? Sabes que no es verdad.

Inexpresiva, Eve se inclinó hacia adelante:

– Pandora había convertido tu vida en un infierno al amenazar al hombre que amas. Te hizo daño, física?mente. Era más fuerte que tú. Cuando te vio entrar en casa de Leonardo se lanzó sobre ti otra vez. Te tumbó, te diste un golpe en la cabeza. Entonces te entró miedo y agarraste lo que tenías más a mano. Para protegerte. Ella quizá se abalanzó sobre ti y tú le pegaste otra vez. Para protegerte. Entonces perdiste el control y seguiste pegándole y pegándole, hasta ver que estaba muerta.

Mavis sollozó y meneó la cabeza mientras su cuerpo se estremecía.

– No es verdad. Yo no la maté. Ella ya estaba muerta. Por Dios, Dallas, ¿cómo puedes pensar que yo sea capaz de una cosa así?

– Quizá no fuiste tú. -Vamos, presiónala, se ordenó Eve desangrándose por dentro. Presiona más, para que quede constancia-. Quizá fue Leonardo y tú le estás protegiendo. ¿Viste si él perdía el control, Mavis? ¿Aca?so cogió el bastón y la golpeó?

– ¡No, no, no!

– ¿ O quizá llegaste cuando ya la había matado, mien?tras él contemplaba con pánico lo que había hecho? Querías ayudarlo y le dijiste que huyera…

– No. No fue así. -Mavis se levantó de la silla, pálida como la cera, desorbitada la mirada-. Él ni siquiera esta?ba. No vi a nadie en el apartamento. Él no pudo hacerlo. ¿Por qué no escuchas lo que te digo?

– Sí te escucho, Mavis. Siéntate. Vamos, siéntate -re?pitió con más suavidad- Ya casi hemos acabado. ¿Hay alguna cosa que quieras añadir a tu declaración o algún cambio que quieras hacer a su contenido?

– No -murmuró, y se quedó mirando sin expresión más allá de Eve.

– Esto da por terminada la entrevista Uno, Mavis Freestone, archivo Homicidios, Pandora, Dallas, tenien?te Eve. -Anotó la fecha y la hora, desconectó la grabado?ra, respiró hondo-. Lo siento, Mavis, lo siento mucho.

– ¿Cómo has podido? ¿Cómo has sido capaz de de?cirme esas cosas?

– Tengo que decírtelas. Tengo que hacerte esas pre?guntas, y tú has de contestarlas. -Puso una mano firme sobre la de Mavis-. Puede que tenga que hacértelas otra vez, y tú tendrás que contestar de nuevo. Mírame, Mavis. -Esperó a que ella desviase la mirada-. Ignoro lo que los de Identificación van a averiguar, lo que dirán los in?formes del laboratorio. Pero como no tengamos mucha suerte, vas a necesitar un buen abogado.

Mavis palideció.

– ¿Vas a arrestarme?

– No sé si habrá que llegar a eso, pero quiero que es?tés preparada. Ahora vete a casa con Roarke y duerme un poco. Quiero que hagas un esfuerzo por recordar horas, lugares y personas. Si te acuerdas de algo, me lo grabas.

– ¿Y tú qué vas a hacer?

– Mi trabajo. Soy muy buena en eso, Mavis. Recuér?dalo bien, y confía en que yo lo aclare todo.

– ¿Aclararlo todo? -repitió con amargura-. Querrás decir demostrar mi inocencia. ¿No dicen que uno es inocente hasta que se demuestra lo contrario?

– Ésa es una de las grandes mentiras de la vida. -Eve se puso en pie y la condujo hacia el pasillo-. Haré lo que esté en mi mano para cerrar el caso rápidamente. Es lo único que puedo decirte.

– Podrías decir que me crees.

– Eso también te lo digo. -Pero no podía dejar que esa idea interfiriera en su investigación.

Siempre había papeleo. Al cabo de una hora había hecho firmar a Mavis dejándola bajo arresto voluntario en casa de Roarke. Oficialmente, Mavis Freestone constaba como testigo. Extraoficialmente, como Eve sabía, era el primer sospechoso. Con la intención de poner pronto re?medio, entró en su despacho.

– Bueno, ¿qué es eso de que Mavis se ha cargado a una modelo?

– Feeney. -Eve podría haberle besado hasta la última arruga. Estaba sentado a su mesa con su sempiterna bolsa de cacahuetes sobre el regazo y el ceño bien instalado en la frente-. Los rumores corren.

– Ha sido lo primero que he oído al pasar por el res?taurante. Cuando detienen a la amiga de uno de nuestros mejores polis, enseguida se sabe.

– No está detenida. De momento, es testigo de un caso.

– Los media ya se han enterado. Aún no tienen el nombre de Mavis, pero sí la cara de la víctima desparra?mada en la pantalla. Mi mujer me sacó de la ducha para que lo viese. Pandora era todo un personaje.

– Sí, viva o muerta. -Cansada, Eve se apoyó contra la esquina de su mesa-. ¿Quiere un informe detallado de la declaración de Mavis?

– ¿Para qué cree que he venido, si no?

Eve se lo dio escrito en la taquigrafía policial que ambos comprendían y le dejó cejijunto.

– Caramba, Dallas, su amiga lo tiene crudo. Usted misma las vio peleando.

– Sí, en directo y en persona. A saber por qué diablos se le ocurrió enfrentarse otra vez a Pandora… -Se paseó por la habitación-. Eso empeora las cosas. Espero y de?seo que el laboratorio consiga alguna cosa. Pero no pue?do contar con ello. ¿Cómo anda de trabajo, Feeney?

– No me lo pregunte. -Feeney desechó la idea-. ¿Qué necesita?

– Una investigación de su cuenta de crédito. El pri?mer sitio que recuerda es el ZigZag. Si podemos locali?zarla allí, o en alguno de los otros locales a la hora en que se produjo la muerte, ella es inocente.

– De eso puedo encargarme, pero… Alguien estuvo rondando la escena del crimen y le dio un mamporro a Mavis en la cabeza. Es posible que no haya mucho des?fase.

– Lo sé. No puedo dejar ningún cabo suelto. Seguiré la pista de las personas que Mavis reconoció en la fiesta de la víctima, conseguiré declaraciones. He de localizar a un bailarín con una polla enorme y un tatuaje.

– Para que luego digan que este oficio no es divertido.

Ella casi sonrió.

– Necesito encontrar gente que pueda testificar que ella estaba destrozada. Incluso con una dosis de Sober Up, Mavis no pudo serenarse lo suficiente para haber eliminado a Pandora si no paró de beber camino del cen?tro de la ciudad.

– Ella asegura que Pandora se había metido algo.

– Otra cosa que he de comprobar. Luego está Leo?nardo, el escurridizo. ¿Dónde coño estaba? ¿Y dónde está ahora?

Capitulo Cinco

Leonardo estaba estirado cuan largo era en el piso del salón de Mavis, donde había caído horas antes presa de un estupor etílico provocado por una botella de whisky sintético y un cargamento de autocompasión.

Estaba empezando a despertar y temía haber perdi?do media cara en algún momento de aquella noche des?dichada. Cuando levantó una cautelosa mano para com?probarlo, sintió alivio al encontrarse la cara entera en su sitio de siempre, si bien algo entumecida de haber estado contra el suelo.

No recordaba mucho. Ésa era una de las razones de que nunca abusara del alcohol. Era proclive a amnesias y espacios-en blanco siempre que empinaba el codo más de lo debido.

Creía recordar que entró trastabillando en el edificio de Mavis, usando la llave de código que ella le había dado cuando comprendieron que no sólo eran amantes sino que se habían enamorado.

Pero Mavis no estaba. Casi podía asegurarlo. Tenía una vaga imagen de sí mismo dando tumbos por la ciudad y echando tragos de la botella que había com?prado: ¿o robado? Mierda. Intentó incorporarse y des?pegar los ojos. Lo único que sabía con certeza era que llevaba la maldita botella en la mano y el whisky en las tripas.

Debía de haberse desmayado, cosa que le repugna?ba. ¿Cómo podía esperar que Mavis lo comprendiera si se presentaba tambaleante en su apartamento, borracho como una cuba?

Era una suerte que ella no hubiera estado allí.

Ahora, por supuesto, tenía una resaca de órdago que le hizo ovillarse y llorar de pena. Pero Mavis podía vol?ver, y él no quería que le viera en un estado tan lamenta?ble. Consiguió ponerse en pie, buscó unos analgésicos y programó el AutoChef de Mavis para hacerse un café, fuerte y solo.

Entonces reparó en la sangre.

Estaba seca y le corría por el brazo hasta la mano. Tenía una herida en el antebrazo, larga y profunda que había formado costra. Sangre, pensó otra vez nervioso, al ver que le manchaba la camisa y el pantalón.

Respirando con dificultad, se apartó del mostrador y se contempló a sí mismo. ¿Había estado en una pelea?, ¿había hecho daño a alguien?

Las nauseas le subieron por la garganta mientras su mente saltaba enormes vacíos y recuerdos confusos.

Dios del cielo, ¿es que había matado a alguien?

Eve estaba mirando taciturna el informe preliminar del forense cuando oyó un golpe a la puerta de su despa?cho. Antes de que se diera cuenta, la puerta ya se había abierto.

– ¿Teniente Dallas? -El hombre tenía aspecto de cowboy tostado por el sol, desde su sonrisa de gilipollas hasta sus botas de gastados tacones-. Caracoles, es una suerte ver al personaje de leyenda en carne y hueso. He visto su foto, pero es más guapa al natural.

– Me anonada usted. -Eve se retrepó en la silla, entrecerrando los ojos. Él sí era realmente guapo, con su pelo rizado color de trigo en torno a una cara curtida que se arrugaba atractivamente junto a los ojos color verde botella. Una nariz recta y larga, el guiño de un ma?licioso hoyuelo en la comisura de una boca sonriente. Y un cuerpo que, en fin, parecía que podía montar muy bien a caballo o lo que hiciera falta-. ¿Quién demonios es usted?

– Casto, Jake T. -Extrajo una placa del ajustado bol?sillo delantero de sus Levi's descoloridos-. Ilegales. Me be enterado de que me estaba buscando.

Eve examinó la placa.

– ¿De veras? ¿Y sabe por qué podría estar buscándo?le, teniente Casto, Jake T.?

– Por nuestro soplón mutuo. -Acabó de entrar en el despacho y posó una cadera contra la mesa de Eve en actitud de colega. Ella captó el agradable aroma de su piel-. Qué mala suerte lo del pobre Boomer. El muy desgraciado era inofensivo.

– Si usted sabía que Boomer era mío, ¿cómo ha tar?dado tanto en venir a verme?

– He estado ocupado en otro asunto. Y, a decir ver?dad, no pensaba que hubiera gran cosa que decir o hacer. Entonces supe que Feeney estaba husmeando. -Sus ojos sonrieron otra vez, ahora con un deje de sarcasmo-. Feeney también es bastante suyo, ¿no?

– Feeney es de Feeney. ¿En qué tenía trabajando a Boomer?

– Lo normal. -Casto cogió de la mesa un huevo de amatista, admiró sus inclusiones y lo cambió de mano-. Información sobre ilegales. Cosas de poco calibre. Boomer quería pensar que era muy importante, pero siempre se trataba de elementos dispersos.

– A base de elementos dispersos se puede conseguir mucho.

– Por eso usaba yo a Boomer, querida. Era muy fiable para practicar algún que otro arresto. Cacé a un par de traficantes de mediano nivel gracias a sus datos. -Otra vez la sonrisa-. Alguien tiene que hacerlo.

– Sí… ¿Y quién le hizo papilla, entonces?

La sonrisa se desvaneció. Casto dejó el huevo en la mesa y meneó la cabeza.

– No tengo ni la menor idea. Boomer no era un tipo encantador, pero no sé que nadie le odiara tanto como para hacerle esa faena.

Eve lo estudió. Parecía serio y su voz al hablar de Boomer había dejado traslucir algo que le recordó su propio y prudente afecto. Con todo, ella prefirió no sol?tar prenda,

– ¿Trabajaba Boomer en algo en particular?, ¿algo diferente?, ¿grande?

Casto levantó una ceja color de arena.

– ¿Por ejemplo?

– No estoy ducha en ilegales.

– Que yo supiese no. La última vez que hablé con él, qué sé yo, unas dos semanas antes de que lo echaran al río, dijo algo sobre un asunto inaudito. Usted ya sabe de qué manera hablaba.

– Sí, sé cómo hablaba. -Era el momento de soltar una de las cartas-. También sé que encontré una sus?tancia sin identificar oculta en su apartamento. La están analizando en el laboratorio. Hasta ahora sólo han po?dido decirme que es una mezcla nueva y más potente que cualquiera de las que pueden encontrarse en la calle.

– Una mezcla nueva. -La frente de Casto se frunció-. ¿Por qué diablos no me lo dijo a mí? Si es que trataba de jugar a dos bandas… -Casto silbó entre dientes-. ¿Cree usted que se lo cargaron por esto?

– No tengo otra teoría mejor.

– Ya. Vaya mierda. Seguramente intentó extorsionar al fabricante o al distribuidor. Oiga, hablaré con los del laboratorio y veré si en la calle hay rumores sobre sus?tancias nuevas.

– Se lo agradezco.

– Será un placer trabajar con usted. -Cambió de pos?tura, dejó que su mirada recorriese la boca de ella duran?te un segundo, con una suerte de talento que acertó en la diana del halago-. A lo mejor le gustaría hacer una pausa para comer y hablar de la estrategia. O de lo que se tercie.

– No, gracias.

– ¿Porque no tiene apetito o porque está a punto de casarse?

– Las dos cosas.

– De acuerdo. -Se puso en pie y ella, siendo humana, no pudo por menos de apreciar el modo en que el panta?lón se ceñía en torno a sus larguiruchas piernas-. Si cambia de opinión ya sabe dónde encontrarme. Seguiremos en contacto. -Se contoneó hacia la puerta y se dio la vuelta-. Sabe una cosa, Eve, tiene los ojos como el buen whisky añejo. Eso provoca en un hombre una sed considerable.

Ella miró ceñuda la puerta que él había cerrado al sa?lir, enfadada por el hecho de que su pulso se hubiese ace?lerado. Hundió ambas manos en el cabello y volvió a su informe en la pantalla.

No había necesitado que le dijeran cómo había muerto Pandora, pero era interesante ver que según el forense los tres primeros golpes en la cabeza habían sido fatales. Toda agresión posterior por parte del asesino había sido gratuita.

Ella había opuesto resistencia antes de los golpes en la cabeza, advirtió Eve. Laceraciones y abrasiones varia?das en otras partes del cuerpo daban fe de un forcejeo.

La hora de la muerte había sido fijada en las 2.50, y el contenido del estómago indicaba que la víctima había disfrutado de una última y elegante cena hacia las ocho de la noche: langosta, escarola, crema bávara y champán. En su sangre había rastros de sustancias químicas, pen?dientes de analizar.

Así que Mavis probablemente tenía razón. Parecía como si Pandora hubiera ingerido algo, posiblemente ilegal. A grandes rasgos, eso podía significar algo. Pero los rastros de piel en las uñas de la víctima sí tenían un significado claro. Eve estaba segura de que cuando el la?boratorio terminara sus análisis quedaría demostrado que era piel de Mavis. Y que las hebras de cabello que los del gabinete habían recogido cerca del cuerpo iban a ser pelo de Mavis. Pero lo peor, se temía, era que las huellas del arma homicida pudieran ser de Mavis.

Como plan, pensó Eve cerrando los ojos, era perfec?to. Entra Mavis en el momento y el lugar inadecuados, y el asesino ve un chivo expiatorio hecho a la medida.

¿Conocía el asesino la historia entre Mavis y Pando?ra, o había sido otro golpe de suerte?

En cualquier caso, neutraliza a Mavis, deja algunas pruebas falsas y añade el golpe maestro consistente en arañar con las uñas de la víctima el rostro de Mavis. Lo más fácil era cerrar la mano de Mavis sobre el arma ho?micida y luego escabullirse con la satisfacción de un tra?bajo bien hecho.

Para eso no hacía falta ser un genio, pensó. Pero sí se requería una mente fría y práctica. Pero ¿cómo concorda?ba eso con la rabia que empleó para agredir a Pandora?

Tendría que hacer encajar una cosa con la otra, se dijo Eve. Y tendría que hallar el modo de demostrar la inocencia de Mavis y encontrar al tipo de asesino capaz de desfigurar a una mujer y después dejarlo todo en or?den.

Mientras se ponía en pie, la puerta del despacho se abrió de golpe y Leonardo irrumpió con ojos desorbita?dos.

– Yo la maté. Yo maté a Pandora. Que Dios me ayude.

Dicho esto, sus ojos se quedaron en blanco y todo el peso de su corpachón se desplomó en el suelo, sin sentido.

– Santo Dios.

Era como ver caerse un enorme secoya. Ahora esta?ba tendido en el suelo con los pies en el umbral y la cabe?za rozando casi la pared opuesta. Eve se acuclilló, apoyó la espalda contra la pared y trató de darle la vuelta. Pro?bó a darle un par de bofetones secos y luego esperó. Mascullando para sus adentros, empleó toda su fuerza y luego le golpeó las mejillas con vigor.

Leonardo gimió y sus ojos inyectados en sangre se abrieron.

– Qué… dónde…

– Silencio -le espetó Eve al tiempo. Se levantó, fue hacia la puerta y metió sus pies dentro del despacho. Luego lo miró-. Voy a leerle sus derechos.

– ¿Mis derechos? -Parecía aturdido, pero consiguió levantar el torso hasta quedar sentado en el suelo.

– Escúcheme bien. -Le leyó los derechos y luego alzó una mano antes de que él pudiera hablar-.- ¿Ha comprendido cuáles son sus opciones?

– Sí. -Leonardo se frotó la cara con las manos-. Sé lo que pasa.

– ¿Desea hacer una declaración?

– Ya le he dicho que…

Eve alzó de nuevo la mano.

– Sí o no. Sólo diga sí o no.

– Sí, sí. Quiero hacer una declaración.

– Levántese. Esto lo voy a grabar. -Volvió a su mesa. Podía llevarlo abajo, a Interrogatorios. Seguramente lo haría, pero eso podía esperar-. ¿Entiende que lo que diga ahora va a quedar registrado?

– Sí. -Él se puso en pie y se dejó caer en una silla que puño bajo su peso-. Dallas…

Ella le interrumpió con un gesto. Tras conectar la grabadora, Eve anotó la información necesaria y volvió a leerle sus derechos para que quedara constancia.

– Leonardo, ¿entiende usted estas opciones, renun?cia en este momento a un abogado y está dispuesto a ha?cer una declaración?

– Sólo quiero acabar con esto cuanto antes.

– ¿Sí o no?

– Sí, maldita sea.

– ¿Conocía usted a Pandora?

– Pues claro que sí.

– ¿Tenía usted alguna relación con ella?

– Sí. -Se cubrió la cara otra vez, pero aún veía la ima?gen de Pandora que había aparecido en la pantalla cuando decidió poner las noticias. La larga bolsa negra siendo sacada de su propio apartamento-. Me parece in?creíble lo que ha pasado.

– ¿Qué clase de relación mantenía con la víctima?

Qué forma más fría de decirlo, pensó él. Dejó las manos sobre el regazo y miró a Eve.

– Ya sabe que éramos amantes. Y sabe que yo inten?taba cortar con ella debido a…

– Pero en el momento de su muerte -le interrumpió Eve- ya no intimaban.

– Cierto, hacía semanas que no estábamos juntos. Pandora había estado fuera del planeta. Las cosas se ha?bían enfriado antes incluso de que ella se fuera. Y enton?ces conocí a Mavis y todo cambió para mí. Dallas, ¿dón?de está Mavis?

– No estoy autorizada para informar del paradero de la señorita Freestone.

– Pues dígame que se encuentra bien. -Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Dígame al menos que está bien,

– Está en lugar seguro -fue todo lo que dijo ella. Lo que podía decir-. Leonardo, ¿es cierto que Pandora amenazaba con arruinar su carrera profesional? ¿Que le exigió que continuaran su relación y que, si usted se ne?gaba, ella se retiraría de la presentación de sus diseños de moda? Un desfile en el que usted había invertido gran?des cantidades de tiempo y de dinero.

– Usted estaba allí, se lo oyó decir. Yo no le importa?ba un comino, pero ella no podía tolerar que la dejara plantada. Si no dejaba de ver a Mavis, si no volvía a ser su perro faldero, ella se ocuparía de que el show fuese un fracaso, si es que llegaba a celebrarse.

– Usted no quería dejar de ver a la señorita Freestone.

– Quiero a Mavis -dijo él con dignidad-. Es lo más importante de mi vida.

– Y aun así, si no accedía a las exigencias de Pandora, iba a quedar lleno de deudas y con una mancha en su reputación profesional de graves consecuencias. ¿Co?rrecto?

– Sí. Lo he invertido todo en ese show. Pedí prestado mucho dinero. Es más, puse todo mi corazón en ello. Mi alma entera.

– Ella hubiera podido estropearlo todo.

– Desde luego. -Apretó los labios-. Y le habría gus?tado hacerlo.

– ¿Le pidió usted que fuera a su apartamento anoche?

– No. Yo no deseaba verla nunca más.

– ¿A qué hora llegó ella al apartamento?

– No lo sé.

– ¿Cómo entró? ¿Le dio usted acceso?

– No lo creo. Bien, no lo sé. Supongo que tenía mi llave de código. No se me ocurrió pedirle que me la de?volviera o cambiar la numeración.

– ¿Discutió usted con ella?

Los ojos de Leonardo perdieron toda expresión.

– No lo sé. No me acuerdo. Pero supongo que sí.

– Hace poco, Pandora fue a su apartamento sin haber sido invitada, le amenazó y agredió físicamente a su ac?tual compañera.

– En efecto. -Eso sí lo recordaba. Era un alivio poder recordar al menos eso.

– ¿Cuál era el estado de ánimo de Pandora cuando fue esta vez a su apartamento?

– Imagino que estaba colérica. Debí decirle que no iba a renunciar a Mavis. Eso la habría puesto furiosa. Dallas… -Centró otra vez los ojos, y la desesperación se reflejó en ellos-. En serio, no me acuerdo de nada. Cuando desperté esta mañana, estaba en casa de Mavis. Creo que utilicé mi llave para entrar. Había estado be?biendo, caminando y bebiendo. Raramente bebo por?que soy proclive a tener agujeros negros en mi memoria. Cuando desperté, vi toda la sangre.

Alargó el brazo. La herida había sido mal vendada.

– Tenía sangre en las manos y en la ropa. Sangre seca. Supongo que peleé con ella. Supongo que la maté.

– ¿Dónde está la ropa que llevaba usted anoche?

– La dejé en casa de Mavis. Me duché y me cambié de ropa. No quería que ella viniera a casa y me encon?trara con este aspecto. Mientras esperaba y trataba de ver qué podía hacer, puse las noticias y me enteré de todo.

– Dice que no recuerda haber visto a Pandora ano?che. Que no recuerda haber tenido un altercado con ella. Que no recuerda haberla matado.

– Pero así debió ocurrir -insistió-. Ella murió en mi apartamento.

– ¿A qué hora salió de casa anoche?

– No estoy seguro. Había bebido mucho. Estaba molesto y muy enfadado.

– ¿Vio a alguien, habló con alguien?

– Compré otra botella. Creo que a un vendedor am?bulante.

– ¿Vio a la señorita Freestone anoche?

– No. De eso estoy seguro. Si la hubiera visto, si hu?biera podido hablar con ella, todo habría ido bien.

– ¿Y si le dijera que Mavis estuvo anoche en su apar?tamento?

– ¿Mavis vino a verme…? -Su rostro se iluminó-. Pero eso no puede ser. No podría haberlo olvidado.

– ¿Estaba Mavis presente cuando usted peleó con Pandora?, ¿cuando usted mató a Pandora?

– No, no.

– ¿Llegó después de morir Pandora, después de que usted la matara? Usted sintió pánico, ¿no es así? Estaba aterrorizado.

Su mirada sí reflejaba pánico ahora.

– Mavis no pudo estar allí.

– Pero estuvo. Ella me llamó desde el apartamento de usted cuando encontró el cadáver.

– ¿Mavis lo vio? -Bajo el bronceado, la piel de Leo?nardo palideció-. Oh, Dios, no.

– Alguien golpeó a Mavis, dejándola sin sentido. ¿Fue usted?

– ¿Que alguien la pegó? ¿Está herida? -Se levantó de la silla y se mesó los cabellos-. ¿Dónde está Mavis?

– ¿Fue usted?

Leonardo extendió los brazos.

– Antes me cortaría las manos. Por el amor de Dios, Dallas, dígame dónde está ella. Necesito saber que está bien.

– ¿Cómo mató a Pandora?

– Yo… el periodista dijo que la maté a golpes. -Se es?tremeció.

– ¿Cómo la golpeó? ¿Qué utilizó para hacerlo?

– No sé… ¿con las manos? -De nuevo las mostró. Eve no vio señales de golpes, rasguños ni abrasiones en los nudillos. Eran unas manos perfectas, como talladas en una madera noble.

– Pandora era fuerte. Debió de ofrecer resistencia.

– El corte que tengo en el brazo.

– Me gustaría que le examinaran ese corte, así como las prendas que dice dejó en casa de Mavis.

– ¿Va a arrestarme ahora?

– De momento no hay cargos en su contra. Sin em?bargo, quedará retenido hasta que los resultados de las pruebas estén completos.

Eve le hizo repasar todo de arriba abajo, forzándole a recordar horas, lugares, movimientos. Una y otra vez, se daba de cabeza contra el muro que obstruía la memo?ria de Leonardo. Nada satisfecha, dio por concluido el interrogatorio, lo dejó a buen recaudo y dispuso lo ne?cesario para las pruebas.

Su próxima parada era el comandante Whitney.

Haciendo caso omiso de la silla que le ofrecía, Eve se quedó en pie ante su mesa. Rápidamente le dio los resul?tados de sus entrevistas previas. Whitney entrelazó los dedos y la observó. Tenía buena vista, ojos de policía, y vio que estaba nerviosa.

– Tiene a un hombre que se ha confesado autor del asesinato. Alguien con un móvil y una oportunidad.

– Sí, un hombre que no recuerda haber visto a la víc?tima la noche en cuestión, y mucho menos haberle aplastado la cara hasta matarla.

– No sería la primera vez que un delincuente confiesa así para pasar por inocente.

– Desde luego, señor. Pero no creo que sea el hom?bre que buscamos. Puede que las pruebas contradigan mi teoría, pero su personalidad no encaja en el crimen. Tuve ocasión de presenciar otro altercado en que la víc?tima agredió a Mavis. -En vez de intentar parar la pelea o mostrar algún signo de violencia, se quedó a un lado y se retorció las manos.

– Según su declaración, la noche del crimen él estaba ebrio. La bebida puede producir, y de hecho produce, cambios en la personalidad.

– Sí, señor. -Era razonable. En el fondo, Eve quería colgarle el muerto a Leonardo, tomar su confesión en sentido literal y adiós muy buenas. Mavis lo pasaría fa?tal, pero quedaría a salvo. Libre de culpa-. Él no lo hizo -dijo sin más-. He recomendado arresto volunta?rio durante el máximo de tiempo posible a fin de inte?rrogarlo de nuevo y refrescarle la memoria. Pero no podemos acusarle sólo porque crea que cometió asesi?nato.

– Admitiré sus recomendaciones, Dallas. Los otros informes del laboratorio no tardarán en llegar. Espere?mos que los resultados lo aclaren todo. Hágase cargo de que podrían inculpar todavía más a Mavis Freestone.

– Sí, señor. Me hago cargo.

– Usted y Mavis son amigas desde hace tiempo. No sería una mancha para su historial renunciar a ser el pri?mer investigador. En realidad sería mucho mejor para usted, teniente, y desde luego más lógico.

– No, señor. No voy a renunciar al caso. Si me aparta de él, pediré un permiso y seguiré investigando a título personal. Si es preciso, renunciaré al cargo.

Whitney se frotó la frente con ambas manos.

– No se lo aceptaría. Siéntese, teniente. Maldita sea, Dallas -explotó al ver que ella seguía de pie- ¡Siéntese! Es una orden, coño.

– Sí, mi comandante.

Whitney suspiró, reprimiendo su contrariedad.

– No hace mucho le hice daño con un ataque perso?nal que no fue ni apropiado ni merecido. Por culpa de eso estropeé la relación que había entre nosotros. En?riendo que no se sienta a gusto bajo mis órdenes.

– Es usted el mejor jefe que he tenido nunca. Para mí no es ningún problema tenerle como superior.

– Pero ya no somos amigos, ni de lejos. Sin embargo, debido a mi conducta durante su investigación de un caso que era para mí muy personal, usted debería saber que entiendo muy bien lo que le está pasando ahora mis?mo. Sé lo que significa tener un conflicto de lealtades, Dallas. Aunque le resulte imposible hablar de sus senti?mientos en este caso, le sugiero que lo haga con alguien en quien pueda confiar. Mi error en aquella investiga?ción fue no compartir la carga. No cometa usted el mis?mo ahora.

– Mavis no ha matado a nadie. Ninguna prueba po?dría convencerme de lo contrario. Yo haré mi trabajo, comandante. Y sabré encontrar al verdadero asesino.

– No me cabe duda de que lo hará, teniente, ni de que eso la hará sufrir. Tiene usted mi apoyo, tanto si lo quie?re como si no.

– Gracias, señor. Tengo que pedirle otra cosa en rela?ción con otro caso.

– ¿Cuál?

– El asunto Johannsen.

Whitney suspiró.

– Es usted como un sabueso, Dallas. Nunca suelta la presa.

Ella no se lo discutió.

– Tiene mi informe sobre lo que encontramos en la pensión de Boomer, comandante. La sustancia ilegal no ha podido ser totalmente identificada. He hecho investi?gaciones por mi cuenta sobre la fórmula. -Sacó un disco de su bolso-. Es una nueva mezcla, muy potente, y sus efectos son muy a largo plazo comparados con lo que se encuentra actualmente en la calle. De cuatro a seis horas con una dosis media. Demasiada cantidad de una sola vez sería, en un ochenta por ciento, fatal.

Whitney examinó el disco.

– ¿Investigación personal, Dallas?

– Tengo un enlace y lo he utilizado. El laboratorio si?gue en ello, pero ya han identificado varios ingredientes y sus proporciones. Mi opinión es que la sustancia sería enormemente rentable, ya que basta una pequeña canti?dad para conseguir resultados. Crea mucha adicción y produce sensaciones de fuerza, ilusiones de poder y una especie de euforia; no de tranquilidad, sino una sensa?ción de control sobre uno mismo y los demás. He calculado los resultados de una adicción a largo plazo. El uso diario durante un período delinco años significaría un bloqueo total y repentino del sistema nervioso. Y la muerte.

– Mierda. ¿Es un veneno?

– A la larga, sí. Los fabricantes lo saben sin duda, lo que les convierte en culpables no sólo de distribuir ile?gales sino de asesinato.

Eve dejó que reflexionara sobre ello, sabía los dolo?res de cabeza que eso podía producir si los medios infor?mativos llegaban a tener conocimiento de los datos.

– Boomer podía no saber todo esto, pero sí sabía lo suficiente para que lo mataran por ello. Quiero llegar hasta el final y puesto que hay otros asuntos que me preocupan, solicito que la agente Peabody me sea asigna?da como ayudante hasta que el caso quede resuelto.

– Peabody no tiene mucha experiencia en homicidios ni en ilegales, teniente.

– Lo compensa con cerebro y esfuerzo. Quisiera que me ayudara a coordinar con el teniente Casto de Ilega?les, que también usaba a Boomer corno soplón.

– Me ocuparé de ello. En cuanto a lo de Pandora, uti?lice a Feeney. -Arqueó una ceja-. Veo que ya lo está ha?ciendo. Hagamos como que se lo acabo de ordenar y que sea oficial. Tendrá que tratar con los media.

– Voy acostumbrándome a eso. Nadine Furst ha vuel?to de vacaciones. Le iré dando los datos que mejor me pa?rezca. Ella y Canal 75 me deben algunos favores. -Eve se puso en pie-. He de hablar con algunas personas. Me pon?dré en contacto con Feeney y haré que venga conmigo.

– A ver si podemos aclarar las cosas antes de su luna de miel. -La cara de Eve era un verdadero estudio de contradicciones: engorro, placer y miedo; Whitney se echó a reír-. Sobrevivirá, Dallas. Eso se lo garantizo.

– Sí, claro, el tipo que ha diseñado mi traje de boda está encerrado -murmuró-. Gracias, comandante.

Al verla salir, Whitney pensó que aunque ella tal vez no fuera consciente de que había bajado la barrera que había entre los dos, él sí.

– A mi mujer le va a encantar. -Más que feliz de dejar que condujera Dallas, Feeney se retrepó en el asiento del acompañante. Había poco tráfico mientras iban hacia Park Avenue South. Feeney, nativo de Nueva York, ha?bía desconectado hacía rato de los bramidos y ecos de los globos turísticos y los autobuses aéreos que pulula?ban por el cielo.

– Me dijeron que iban a arreglarlo. Qué cabrones. ¿Oye eso, Feeney? ¿Oye ese maldito zumbido?

Educadamente, Feeney se concentró en el ruido que salía del panel de control.

– Parece un enjambre de abejas asesinas.

– Tres días -dijo ella, enfadada-, tres días en repara?ción y escuche el ruido. Peor que antes.

– Dallas. -Le puso una mano en el brazo-. Tal vez tenga que enfrentarse a la idea de que su vehículo no es más que una basura. Requise uno nuevo.

– Yo no quiero uno nuevo. -Con el canto de la mano, Eve golpeó el panel de control-. Quiero éste, pero sin efectos de sonido. -Hubo de pararse en un se?máforo. A juzgar por como sonaban los controles, no podría fiarse del automático-. ¿Dónde diablos queda el 582 de Central Park South? -Sus controles seguían zumbando, así que les propinó otro golpe-. Digo que dónde diablos queda el 582 de Central Park South.

– Pregúntelo con amabilidad -le sugirió Feeney-. Ordenador, ¿sería tan amable de mostrar el mapa y loca?lizar Central Park South 582?

Al ver que la pantalla se encendía y aparecía el mapa holográfico señalando la ruta, Eve se limitó a gruñir.

– Yo no hago tantos mimos.

– A lo mejor por eso sus controles siempre se le es?tropean. Como le decía -prosiguió antes de que ella pu?diera cortarle-, a mi mujer le va a encantar. Justin Young: hacía de semental en Night Falls.

– Una telenovela, ¿no? -Le fulminó con la mirada-. ¿Qué hace usted mirando telenovelas?

– Mire, yo pongo ese canal para relajarme un poco, como cualquier hijo de vecino. Además, mi mujer está colada por Young. Ahora se dedica al cine. Apenas pasa una semana que ella no programe alguna de sus pelícu?las. El tipo lo hace bien, además. Aparte, sale Jerry Fitzgerald -añadió Feeney con una sonrisa soñadora.

– Guárdese sus fantasías.

– Esa chica sí está bien hecha, se lo digo yo. No como esas modelos que parecen haberse quedado en los hue?sos. -Hizo un sonido como anticipándose al placer de un enorme helado-. ¿Sabe por qué me gusta trabajar con usted, Dallas?

– ¿Por mi encanto personal y mi incisiva inteligencia?

– Por supuesto. -Feeney puso los ojos en blanco-. Poder ir a casa y decirle a mi mujer a quién he interroga?do hoy. Un multimillonario, un senador, aristócratas italianos, estrellas de cine. En serio, eso me está dando mucho prestigio.

– Me alegro de servirle de algo. -Encajó su maltrecho vehículo de policía entre un mini Rolls y un Mercedes de época-. Pero trate de controlar su embeleso mientras k hacemos el tercer grado a ese actor.

– Soy un profesional. -Pero Feeney estaba sonriendo al apearse del coche-. Mire esto. ¿No le gustaría vivir ahí dentro? -Chasqueó la lengua y apartó la mirada de la lustrosa fachada de mármol de imitación-. Ah, lo olvi?daba. Para usted esto son los bajos fondos.

– Váyase al infierno, Feeney.

– Vamos, no sea tan dura. -Le pasó una mano por los hombros mientras se dirigían hacia la puerta del edificio-. Enamorarse del hombre más rico del mundo no es algo de lo que haya de avergonzarse.

– No me avergüenzo; es que no quiero hablar más de ello.

El edificio era lo bastante lujoso como para tener portero además de sistema electrónico de seguridad. Tras mostrar sus placas, Eve y Feeney entraron en el vestíbulo de mármol que adornaban helechos exuberan?tes y flores exóticas en enormes macetas de porcelana.

– Qué ostentación -murmuró Eve.

– ¿Ve cómo se está volviendo? -Feeney salió de cam?po y se aproximó a la pantalla de seguridad interna-: Te?niente Dallas y capitán Feeney, para Justin Young.

– Un momento, por favor. -La empalagosa voz ci?bernética esperó que verificaran su identidad-. Gracias. El señor Young les está esperando. Diríjanse al ascensor tres, por favor. Que tengan un buen día.

Capitulo Seis

– Bueno, ¿cómo quiere que lo hagamos? -Feeney apretó los labios y estudió la pequeña cámara que había en una esquina del ascensor mientras subían-. ¿Los típicos poli bueno y poli malo?

– Es curioso lo bien que funciona.

– Un civil es un blanco fácil.

– Empecemos con «lamento molestarle, agradezco mucho su cooperación». Si nos olemos que está fingien?do, podemos cambiar de táctica.

– Yo quiero hacer de poli malo.

– Lo hace fatal de poli malo, Feeney. Acéptelo.

Él la miró apesadumbrado.

– Soy su superior, Dallas.

– Yo llevo este caso, y hago mejor de poli malo.

– Siempre me toca hacer de poli bueno -murmuró él mientras entraban a un bien iluminado vestíbulo con más mármol y más dorados.

Justin Young abrió la puerta en el momento justo. Al verle Eve pensó que se había vestido para el papel de testigo acomodado pero cooperador: pantalón de lino color ante, informal y caro, y una holgada camisa de seda del mismo color. Calzaba sandalias de última moda con suela gruesa e intrincados adornos en el em?peine.

– Teniente Dallas, capitán Feeney. -Su rostro bella?mente esculpido mostraba arrugas, ojos sobrios y un dramático contraste con la melena ondulada del mismo color que los adornos del vestíbulo. Ofreció una mano engalanada con un gran anillo tachonado de ónices-. Pa?sen, por favor.

– Gracias por acceder a recibirnos tan pronto, señor Young. -Tal vez se estuviera volviendo poco entusiasta, pero un repaso inicial a la habitación hizo pensar a Eve: recargado y supercaro.

– Ha sido una tragedia, un verdadero horror. -Les señaló con un gesto un enorme sofá atiborrado de coji?nes de colores llamativos y telas lustrosas. Al fondo de la sala, alguien había programado un atardecer tropical en la pantalla de meditación-. Es casi imposible aceptar que haya muerto, menos aún que muriera de forma tan re?pentina y violenta.

– Sentimos mucho molestarlo -empezó Feeney, ini?ciando su papel de poli bueno mientras intentaba no quedarse boquiabierto ante el despliegue de lujo-. Para usted ha de ser un momento muy difícil.

– Lo es. Pandora y yo éramos amigos. ¿Puedo ofre?cerles algo? -Tomó asiento, elegante y delgado, en una butaca de orejas que podría haber engullido a un niño.

– No, gracias. -Eve trató de acomodarse entre la montaña de cojines.

– Yo tomaré algo, si no les importa. Tengo los ner?vios de punta desde que supe la noticia. -Inclinándose, Young pulsó un botón de la mesa-. Café, por favor. Para uno. -Echándose hacia atrás, sonrió levemente-. Que?rrán saber dónde estaba cuando murió Pandora. He re?presentado un par de policías en mi carrera. Hice de poli, de sospechoso y hasta de víctima cuando empezaba como actor. Mi imagen siempre me ha hecho parecer inocente.

Levantó la vista mientras un sirviente androide, ves?tido, según notó Eve horrorizada, con el clásico unifor?me de la criada francesa, entraba con una taza y un plati?llo sobre una bandeja de cristal. Justin cogió la taza y se la llevó a los labios.

– Los media no han publicado a qué hora murió exactamente Pandora, pero creo que puedo darles una relación de mis movimientos durante esa noche. Estuve con ella en una pequeña fiesta celebrada en su casa hasta las doce aproximadamente. Jerry y yo (Jerry Fitzgerald) partimos juntos y fuimos a tomar una copa al club pri?vado Ennui. Está muy de moda, y a los dos nos va muy bien dejarnos ver allí. Imagino que sería la una cuando salimos. Hablamos de hacer una ronda, pero confieso que habíamos bebido bastante y que estábamos cansa?dos de hacer relaciones públicas. Vinimos aquí y estuvi?mos juntos hasta las diez de la mañana. Jerry tenía una cita. No fue hasta después de irse ella, mientras yo toma?ba mi primer café, que puse las noticias y me enteré de lo ocurrido.

– Eso cubre toda la noche, desde luego -dijo Eve. Justin lo había recitado todo, pensó ella, como si lo hu?biera ensayado muy bien-. Tendremos que hablar con la señorita Fitzgerald para verificarlo.

– Desde luego. ¿Quieren hacerlo ahora? Está en la sala de relajación. La muerte de Pandora la ha dejado un poco transpuesta.

– Déjela que se relaje un poco más -sugirió Eve-. Dice que usted y Pandora eran amigos. ¿Amantes tam?bién?

– De vez en cuando, nada serio. Frecuentábamos los mismos círculos. Y para serle brutalmente franco dadas las circunstancias, Pandora prefería los hombres fáciles de dominar e intimidar. -Mostró una sonrisa deslum?brante para mostrar que no era de esa clase de hombres-. Prefería tener líos con gente esforzada antes que con quienes ya habían alcanzado el éxito. Raramente gusta?ba de compartir el estréllate.

Feeney aprovechó la ocasión:

– ¿A quién estaba ligada emocionalmente cuando murió?

– Había varios hombres, creo. Alguien que si no me equivoco había conocido en Starlight Station, un empre?sario, decía ella con sarcasmo; el diseñador de moda que según Jerry es brillante: Michelangelo, Puccini o Leo?nardo. Y Paul Redford, el videoproductor que estuvo con nosotros esa noche.

Tomó un sorbito de café y parpadeó.

– Leonardo. Ése era el nombre. Hubo una especie de escaramuza. Mientras estábamos en casa de Pandora se presentó una mujer. Se pegaron por él, una pelea de ga?tos, como en los viejos tiempos. Habría sido divertido de no ser porque resultó muy embarazoso para todos los implicados.

Extendió sus dedos elegantes y pareció un tanto di?vertido a pesar de lo que había dicho. Buen trabajo, pen?só Eve. Mucho ensayo, mucho ritmo: un perfecto profe?sional.

– Paul y yo tuvimos que separarlas.

– ¿Dice que esa mujer fue a casa de Pandora y la agredió físicamente? -preguntó Eve con tono neutral.

– Oh no, para nada. La pobre estaba destrozada. Pandora la insultó a placer y luego la golpeó. -Justin lo ilustró cerrando el puño y hendiendo el aire-. Le dio fuerte de verdad. La otra era menuda, pero aguerrida. Se puso en pie enseguida y embistió. Después empezaron cuerpo a cuerpo, tirándose del pelo y arañándose. La mujer sangraba un poco cuando se fue. Pandora tenía unas uñas mortales.

– ¿Pandora arañó a la otra en la cara?

– No. Pero estoy seguro de que se llevó un buen pro?yecto de cardenal. Creo que en el cuello. Cuatro feos arañazos en un lado del cuello gracias a Pandora. Me temo que no recuerdo cómo se llamaba la chica. Pando?ra sólo la llamó zorra y cosas parecidas. Trataba de no llorar cuando se fue de allí, y le dijo con dramatismo a Pandora que lamentaría lo que había hecho. Luego creo que echó a perder su mutis sorbiendo por la nariz y di?ciendo que el amor todo lo puede.

Muy propio de Mavis, se dijo Eve.

– Y una vez ella se hubo ido, ¿cómo reaccionó Pan?dora?

– Estaba furiosa, excitadísma. Por eso Jerry y yo nos fuimos temprano.

– ¿Y Paul Redford?

– Él se quedó; no sé cuánto rato. -Con un suspiro para indicar que lo sentía, Justin apartó su taza-. Resulta feo decir cosas negativas de Pandora ahora que no puede defenderse, pero ella era muy dura, incluso hiriente. El que la hacía enfadar lo pagaba caro.

– ¿Le pasó a usted alguna vez, señor Young?

– Ya me ocupaba yo de que no. -Su sonrisa fue cauti?vadora-. Me encanta mi carrera y me encanta mi físico, teniente. Pandora no era un peligro para lo primero, pero yo había llegado a presenciar lo que podía hacerle a uno en la cara cuando se enfadaba. Créame, no se hacía la manicura como hojas de cuchillo por un capricho de la moda.

– Tenía enemigos…

– A montones, pero la mayoría estaba aterrorizada. No se me ocurre quién pudo ser capaz de devolverle fi?nalmente el golpe. Y por lo que he oído en las noticias, no creo que ni siquiera Pandora mereciese una muerte tan brutal.

– Apreciamos su franqueza, señor Young. Si le pare?ce bien, nos gustaría hablar ahora con la señorita Fitzgerald. A solas.

Justin levantó una pulcra y elegante ceja.

– Por supuesto. Para cotejar historias.

Eve sonrió.

– Han tenido tiempo de sobra para eso. Pero nos gustaría hablar con ella a solas.

Tuvo el placer de ver cómo su fachada temblaba un poco ante la insistencia. Con todo, él se levantó para ir hacia un pasillo.

– ¿Qué opina? -preguntó Feeney en voz baja.

– Que ha sido una actuación deslumbrante.

– Creo que estamos en la onda. De todos modos, si él y Fitzgerald estuvieron revolcándose toda la noche, eso descarta a Young.

– Su coartada es mutua, los descarta a ambos por igual. Conseguiremos los discos de seguridad en la ad?ministración del edificio y comprobaremos a qué hora llegó cada cual. Sabremos si volvieron a salir.

– Yo no me fío de eso desde lo que pasó en el caso DeBlass.

– Si hicieron trampa con los discos, lo notaremos. -Levantó la vista al oír cómo Feeney se sorbía los dien?tes. Su cara de pocos amigos se había animado un poco. Tenía los ojos vidriosos. Al ver aparecer a Jerry Fitzge?rald, Eve se preguntó por qué Feeney no tenía la lengua colgando como un perro.

Pues sí que estaba bien hecha, pensó Eve. Sus luju?riosos pechos aparecían apenas cubiertos de seda color marfil que se abría en escote hasta el ombligo y luego se detenía brevemente unos milímetros por debajo del nivel del pubis. Una larga y torneada pierna estaba adornada junto a la rodilla con una rosa roja en plena floración.

Jerry Fitzgerald era un capullo en flor, sin duda al?guna.

Luego estaba la cara, suave y soñolienta como si aca?bara de hacer el amor. Su pelo color de ébano era lacio y curvado a la perfección, enmarcando una barbilla re?donda y femenina. Su boca era generosa, húmeda y roja, sus ojos de un azul deslumbrante y bordeados de finas pestañas con puntas doradas.

Mientras ella se posaba en una silla cual pagana diosa del sexo, Eve palmeó la pierna de Feeney a modo de apoyo moral… y de contención.

– Señorita Fitzgerald -dijo Eve.

– Sí -contestó ella con voz de humo sacramental. Aquellos ojos apenas parpadearon al mirar a Eve antes de aplicarse como lapas al rostro poco atractivo y atur?dido de Feeney-. Es horrible, capitán. He probado en el tanque de aislamiento, en el elevador de ánimo, he pro?gramado incluso el holograma con paseos campestres, pues eso siempre me relaja. Pero nada consigue sacarme a Pandora de la cabeza.

Se llevó ambas manos a su cara de incredulidad:

– Debo de parecer una bruja.

– Está usted muy guapa -balbució Feeney-. Des?pampanante. Yo…

– Eche el freno -murmuró Eve dando un codazo a Feeney-. Nos hacemos cargo de su situación, señorita Fitzgerald. Pandora era amiga suya.

Jerry abrió la boca, la cerró y sonrió astutamente.

– Podría decirle que sí, pero usted descubriría ense?guida que no nos llevábamos muy bien. Nos tolerába?mos mutuamente por estar en el mismo negocio, pero a decir verdad no nos soportábamos.

– Ella la invitó a su casa.

– Sólo porque quería tener a Justin allí, y ahora él y yo estamos muy unidos. Pandora y yo nos hablábamos, eso sí, incluso habíamos hecho algunas cosas juntas.

Se puso en pie, bien para lucir el cuerpo, bien porque prefería servirse ella. De un armario esquinero sacó una botella en forma de cisne y escanció parte de su conteni?do azul zafiro en un vaso.

– Primero déjeme decirle que estoy sinceramente preocupada por el modo en que murió. Es terrible pensar que alguien pueda odiarte tanto. Soy de la misma profesión y estoy igualmente expuesta a la mirada del público. Soy una especie de imagen, igual que Pandora. Si le ocurrió a ella… -Se interrumpió y bebió un sorbo-. Podría ocurrirme a mí. Es una de las razones de que esté en casa de Justin hasta que todo se haya resuelto.

– Repasemos sus movimientos en la noche del crimen.

Jerry agrandó los ojos.

– ¿Estoy en la lista de sospechosos? Eso suena hala?gador. -Regresó a la butaca, vaso en mano. Después de sentarse, cruzó sus exquisitas piernas de un modo que hizo vibrar a Feeney-. Jamás tuve arrestos suficientes para otra cosa que lanzarle algunas pullas. La mitad del tiempo, Pandora ni se daba cuenta de que la estaba ata?cando. No era precisamente un gigante de la inteligen?cia, y no sabía de sutilezas.

Cerró los ojos y contó básicamente la misma histo?ria que Justin, aunque ella, al parecer, afinaba más en lo respectivo al altercado de Pandora con Mavis.

– Debo admitir que la estuve animando. A la menu?da, no a Pandora. Esa chica tenía estilo -dijo Jerry-. Era misteriosa y memorable, algo así como un cruce de hospiciana y amazona. Trató de inmovilizarla, pero Pando?ra hubiera fregado el suelo con ella de no ser porque Paul y Justin lo evitaron. Pandora era realmente fuerte. Siempre estaba en el club de salud trabajando la muscu?latura. Una vez la vi lanzar literalmente por los aires a un asesor de modas porque había puesto mal las etiquetas en los accesorios de Pandora antes de un desfile.

Abrió un cajón de la mesa metálica que tenía al lado y buscó una caja esmaltada. Sacó un cigarrillo rojo y lus?troso, lo encendió y exhaló un humo perfumado.

– En fin, la mujer intentó una vez más razonar con Pandora, hizo no sé qué trato con ella acerca de Leonar?do. Es un modisto. Yo creo que la hospiciana y Leonardo eran pareja y que Pandora no estaba dispuesta a per?mitirlo. Leonardo está preparando un show. -Volvió a sonreír con aquella sonrisa de gata-. Desaparecida Pan?dora, tendré que ser yo quien le dé respaldo.

– ¿No estaba usted involucrada en ese desfile de modas?

– Pandora era cabeza de cartel. Ya he dicho que ella y yo habíamos hecho algunas cosas juntas. Un par de ví?deos. Su problema era que aun teniendo tipo, incluso presencia, a la hora de hacer el papel de otra o intentar dar bien en pantalla, era como un palo. Ni más ni menos. Un horror. Pero yo no. -Hizo una pausa para exhalar un nuevo chorro de humo-. Yo soy muy buena y me es?toy concentrando en mi trabajo de actriz. De todos mo?dos, meterme en ese show, con ese diseñador, será un buen empujón para mí en lo concerniente a los media. Sé que suena cruel. Lo siento. -Se encogió de hombros-. La vida es así.

– La muerte de Pandora le llega a usted en un mo?mento oportuno.

– Cuando veo una ocasión, la aprovecho. Yo no mato por una cosa así. Eso cuadraba más con Pandora.

Se inclinó hacia adelante, y su escote se abrió des?preocupadamente.

– Mire, vamos a hablar claro. Soy inocente. Estuve con Justin toda la noche, no vi a Pandora pasadas las doce. Puedo ser franca y decir que no la soportaba, que ella era mi rival de profesión, y que yo sabía que le ha?bría gustado apartar a Justin de mí por puro despecho. Y tal vez lo habría conseguido. Tampoco mato por ningún hombre. -Dedicó a Feeney una mirada untuosa-. Hay muchos hombres interesantes por ahí. Y el hecho es que no habrían cabido en su apartamento todas las personas que la detestaban. Yo sólo soy una más.

– ¿Cuál era su estado de ánimo la noche en que murió?

– Estaba cabreada y colocada. -Con un rápido cam?bio de humor, Jerry echó la cabeza atrás y rió con ga?nas-. Yo no sé qué se habría metido, pero está claro que sus pupilas la delataban. Tenía puesta la directa.

– Señorita Fitzgerald -empezó Feeney en tono pau?sado y como de disculpa-, ¿diría usted que Pandora ha?bía ingerido una sustancia ilegal?

Ella dudó, luego movió sus hombros de alabastro.

– Nada que sea legal le hace sentir a una tan bien. O tan mal. Y ella se sentía bien y mal. Fuera lo que fuese, lo estaba combinando con litros de champán.

– ¿Les ofrecieron a usted y a los demás invitados sus?tancias ilegales? -preguntó Eve.

– Ella no me invitó a compartir nada. Pero sabía que yo no consumo drogas. Mi cuerpo es un templo. -Sonrió al ver que Eve miraba su vaso-. Proteínas, te?niente. Pura proteína. ¿Y esto? -Blandió su delgado ci?garrillo-. Vegetariano, con algo de sedante perfecta?mente legal, para mis nervios. He visto caer a mucha gente poderosa por culpa de un viaje corto y rápido. A mí me van los trayectos largos. Me permito tres ci?garrillos de hierbas al día y alguna copa de vino de vez en cuando. Nada de estimulantes químicos ni píldoras de la felicidad. Por el contrario… -Apartó su vaso-. Pandora ingería cualquier cosa. Era capaz de tragar de todo.

– ¿Sabe usted el nombre de su proveedor?

– Nunca se lo pregunté. No me interesaba en absolu?to. Pero yo diría que esto era algo nuevo. Jamás la había visto tan lanzada, y aunque me duele decirlo, se la veía mejor, más joven. El tono de piel, la textura. Tenía, cómo decirlo, un brillo especial. Si no supiera de qué va, habría dicho que se había sometido a un tratamiento completo, pero las dos vamos a Paradise. Sé que ese día no estuvo en el salón, porque yo sí estuve. Además, se lo pregunté, y ella me sonrió y dijo que había descubierto un nuevo secreto de belleza y que pensaba sacar mucho dinero con ello.

– Muy interesante -comentó Feeney cuando montó de nuevo en el coche de Eve-. Hemos hablado con dos de las tres personas que trataron a la víctima en sus últi?mas horas. Ninguna podía tragarla.

– Pudieron hacerlo juntos -musitó Eve-. Fitzgerald conocía a Leonardo, quería trabajar con él. Nada más fácil que buscarse una coartada mutua.

Él se palpó el bolsillo en donde había guardado los discos de seguridad del edificio.

– Examinaremos esto a ver qué descubrimos. Sigo pensando que nos falta un móvil. El que se cargó a Pandora no sólo quería matarla, quería borrarla*. Nos enfrentamos a un tipo especial de furia. Y no parece que ninguno de esos dos fuera a tomarse tantas moles?tias.

– En un momento dado, cualquiera podría hacerlo. Quiero pasarme por ZigZag y ver si empezamos a concre?tar los movimientos de Mavis. Y necesitamos contactar con ese productor, fijar una entrevista. ¿Por qué no pone a tra?bajar a uno de sus zánganos en las compañías de taxis? No veo a nuestra heroína tomando el metro o un autobús hasta el apartamento de Leonardo.

– Descuide. -Feeney sacó su comunicador-. Si utili?zó algún tipo de servicio privado de transporte, lo averi?guaremos en un par de horas.

– Perfecto. Y veamos si hizo el trayecto sola o si iba acompañada.

El ZigZag tenía poca clientela a mediodía. Vivía de la noche. El público diurno consistía en turistas o en pro?fesionales urbanos a quienes no importaba mucho si la decoración era cursi y el servicio huraño. El club parecía un parque de atracciones que resplandecía de noche pero mostraba su edad y sus defectos a la dura luz del día. Con todo, conservaba esa mística latente que atraía a multitud de noctámbulos.

El ronroneo musical de fondo alcanzaría un volu?men ensordecedor tras la puesta de sol. La estructura de dos niveles estaba dominada por cinco barras y dos pis?tas de baile giratorias que empezaban a moverse a las nueve de la noche. Ahora estaban quietas, y los suelos mostraban los arañazos de los pies danzarines.

La oferta de comida consistía en emparedados y en?saladas, bautizados todos con nombres de rockeros muertos. El especial del día era de mantequilla de ca?cahuete y plátano con aderezo de cebolla y jalapeños. El combinado Elvis amp; Joplin.

Eve y Feeney se acodaron en la primera barra, pidie?ron café solo y estudiaron a la camarera. En contra de lo habitual, no era androide sino humana. De hecho, Eve no había visto ningún androide en el club.

– ¿Trabaja alguna vez en el turno de noche? -le pre?guntó Eve.

– No. Sólo de día. -La camarera dejó el café sobre la barra. Era del tipo alegre, cuadraba más con una presen?tadora de una cadena de alimentos de régimen que sir?viendo bebidas en un club nocturno.

– ¿Quién hay de diez a tres que se fije en la gente?

– Aquí nadie se fija en la gente, si puede evitarlo.

Eve sacó su placa y la dejó sobre la barra:

– ¿Cree que esto le refrescaría la memoria a alguien?

– No lo sé. -Se encogió de hombros, despreocupa?da-. Mire, éste es un local limpio. Tengo un crío en casa, razón por la cual trabajo de día y fui muy quisquillosa a la hora de buscarme un empleo. Hice muchas averigua?ciones antes de decidirme por este sitio. Dennis dirige un club tranquilo, y es por eso que los camareros tienen pulso y no chips. A veces la cosa se desmanda, pero él sabe cómo controlar la situación.

– ¿Quién es ese Dennis y dónde puedo encontrarle?

– Su despacho está arriba a la derecha subiendo las es?caleras, detrás de la primera barra. Él es el dueño de esto.

– Oiga, Dallas. ¿Y si aprovechamos para comer algo? -se quejó Feeney echando a andar detrás de ella-. El Mick Jagger parecía bastante prometedor.

– No sea pesado.

La barra del segundo nivel no estaba abierta, pero al?guien había avisado a Dennis. Un panel de espejo se des?corrió y apareció él, delgado y de rasgos parejos con pe?rilla pelirroja y el pelo negrísimo cortado a lo monje.

– Bienvenidos a ZigZag, agentes. -Su voz era queda como un susurro-. ¿Hay algún problema?

– Necesitamos su ayuda y su cooperación, señor…

– Dennis, a secas. Demasiados nombres es un engo?rro. -Les hizo pasar. El ambiente de parque de atraccio?nes terminaba en el umbral. La oficina era espartana, ae?rodinámica y silenciosa como una iglesia-. Mi santuario -dijo, consciente del contraste-. No se pueden disfrutar ni apreciar los placeres del ruido y la humanidad dan?zante a menos que uno experimente lo contrario. Siéntense, por favor.

Eve probó una silla de aspecto severo y respaldo recto mientras Feeney se acomodaba en otra.

– Estamos tratando de verificar los movimientos de una de sus clientes.

– ¿Motivo?

– Razones oficiales.

– Ya. -Dennis estaba detrás de una plancha de plásti?co brillante que le servía de escritorio-. ¿Día y hora?

– Anoche, entre las once y la una.

– Abrir pantalla. -Una sección de la pared dejó ver un monitor-. Reproducir escáner de seguridad, empezar a las once de la noche.

El monitor, y la habitación, explotaron de sonido, color y movimiento. Por un momento, Eve quedó des?lumbrada. Era una vista general del club en su momento álgido. Una vista bastante señorial, pensó Eve, como si el espectador planeara tranquilamente sobre las cabezas de la clientela.

Le iba a Dennis como anillo al dedo.

El dueño sonrió, evaluando la reacción de ella.

– Borrar audio. -Se hizo el silencio.

Ahora los movimientos parecían de otro mundo. La gente bailaba sobre las pistas giratorias con la cara ilumi?nada por los focos, que captaban expresiones intensas, alegres, feroces. En una esquina discutía una pareja, y a juzgar por el juego de sus cuerpos, estaba claro que la cosa iba en aumento. En otra esquina se producía un ri?tual de emparejamiento con miradas conmovedoras y toquetees íntimos.

Entonces divisó a Mavis. Sola.

– ¿Puede ampliar? -Eve se puso en pie y clavó un dedo en el centro de la imagen.

– Por supuesto.

Ella vio cómo Mavis se hacía más grande y se apro?ximaba. Según la hora que mostraba el monitor, eran las once y cuarenta y cinco. Mavis tenía ya un ojo morado. Y al volver la cabeza para sacarse de encima a un preten?diente, pudieron verse los arañazos en el cuello. Pero no en la cara, advirtió Eve con aprensión. El vestido azul oscuro que llevaba tenía un pequeño rasgón en el hom?bro, pero nada más.

Vio cómo Mavis ahuyentaba a otro par de hombres y luego a una mujer. Apurando su copa, dejó el vaso junto a otros dos ya vacíos sobre la mesa. Se tambaleó un poco al levantarse, recuperó el equilibrio y con la exagerada dignidad de quien lo está pasando realmente mal, se abrió paso a codazos entre la multitud.

Eran las doce y dieciocho minutos.

– ¿Es eso lo que estaba buscando?

– Más o menos.

– Desconectar vídeo. -Dennis sonrió-. La mujer en cuestión viene de vez en cuando. Normalmente es más sociable, le gusta bailar. A veces, incluso canta. Yo creo que tiene un talento especial. ¿Necesita su nombre?

– Sé quién es.

– Bien. -Se puso en pie-. Espero que la señorita Freestone no esté metida en un lío. Se la veía triste.

– Puedo conseguir una orden para hacer una copia de este disco, o usted puede entregármelo sin más.

Dennis levantó una ceja pelirroja:

– Será un placer hacerle una copia. Ordenador, co?piar disco y etiqueta. ¿Alguna cosa más?

– De momento, no. -Eve cogió el disco y se lo guar?dó en su bolso-. Gracias por su cooperación.

– La cooperación es la salsa de la vida -dijo Dennis mientras el panel se cerraba a sus espaldas.

– Un tipo raro -decidió Feeney.

– Y eficiente. Sabe una cosa, Mavis pudo haberse me?tido en una bronca yendo de bar en bar. Pudo haberse arañado la cara o salido con el vestido roto.

– Sí. -Resuelto a comer, se detuvo ante una mesa y pidió un Jagger-. Debería introducir algo en su organis?mo, Dallas, aparte de problemas y trabajo.

– Estoy bien. No sé mucho de clubes nocturnos, pero si ella tenía pensado ver a Leonardo, tuvo que ir ha?cia el sur y el este al salir de aquí. Veamos cuál pudo ser su siguiente parada.

– Bueno. Espere un momento. -Finalmente, su pedi?do salió por la ranura de servicio. Feeney separó el en?voltorio transparente y dio el primer mordisco cuando ya montaban al coche-. Está muy rico. Siempre me gus?tó Mick Jagger.

Eve estaba solicitando un mapa cuando sonó el enla?ce de su vehículo, indicando una transmisión exterior.

– El informe del laboratorio -dijo ella, concentrán?dose en la pantalla-. Oh, maldición.

– Dallas, esto se complica. -Sin más apetito, él se me?tió el emparedado en el bolsillo. Ambos guardaron si?lencio.

El informe era muy claro. De Mavis y solo de Mavis era la piel que había bajo las uñas de la víctima. De Mavis y sólo de ella las huellas en el arma homicida. Y su san?gre, y la de nadie más, la que estaba mezclada con la de Pandora en la escena del crimen.

El enlace pitó otra vez, y ahora apareció un rostro en el monitor: «Fiscal Jonathan Heartley a teniente Da?llas».

– Enterado.

– Hemos dictado orden de arresto contra Freestone, Mavis, acusada de homicidio en segundo grado. Man?tenga la transmisión, por favor.

– No han perdido el tiempo -gruñó Feeney.

Capitulo Siete

Quería hacerlo sola. Tenía que hacerlo sola. Podía contar con que Feeney averiguaría cualquier detalle que pudiese atenuar los cargos contra Mavis. Pero el trabajo tenía que hacerse, y ella quería hacerlo sola.

Con todo, se alegró cuando Roarke abrió la puerta.

– Lo noto en tu cara. -Se la cogió entre las manos-. Lo siento, Eve.

– Tengo una orden. He de llevármela para que la fi?chen. No puedo hacer nada más.

– Lo sé. Ven. -La estrechó entre sus brazos mientras ella hundía la cara en su hombro-. Encontraremos la clave que demuestre su inocencia.

– Nada de lo que he averiguado, nada, me sirve de ayuda. Todo empeora las cosas. Las pruebas están ahí. El móvil también, la oportunidad. -Se apartó de Roar?ke-. Si no la conociera, dudaría de ella.

– Pero la conoces.

– Se asustará mucho. -Eve miró escaleras arriba, donde Mavis debía estar esperando-. La oficina del fis?cal me ha dicho que ellos no se opondrán a una fian?za, pero aun así Mavis va a necesitar… Roarke, detesto pedírtelo…

– No tienes por qué. Ya me he puesto en contacto con el mejor abogado criminalista de todo el país.

– No podré devolverte ese favor.

– No te preocupes…

– No me refiero al dinero, Roarke. -Ella se estreme?ció y le cogió las manos-. Tú no la conoces, pero crees en ella porque yo creo. Eso es lo que no puedo devolver?te. He de ir con ella.

– Quieres hacerlo tú sola. -Él lo comprendía, y ya se había convencido de que era mejor no discutir-. Avisaré a sus abogados. ¿De qué se la acusa?

– Homicidio en segundo grado. Tendré que enfren?tarme a los media. Se sabrá que Mavis y yo tenemos una amistad. -Se mesó el cabello-. Eso podría salpicar?te a ti.

– ¿Crees que me preocupa?

Ella sonrió.

– Imagino que no. Puede que me retrase un poco. La traeré de vuelta lo antes que pueda.. -Eve -murmuró él al pie de la escalera-, ella también cree en ti. Y tiene buenos motivos.

– Espero que estés en lo cierto. -Siguió escaleras arriba y recorrió despacio el pasillo hasta el cuarto de Mavis.

Llamó a la puerta.

– Entra, Summerset. Te he dicho que bajaría yo por el pastel. Oh. -Sorprendida, Mavis levantó la vista del ordenador donde había estado intentando escribir una nueva canción. Para animarse un poco se había puesto una malla integral de color zafiro y se había teñido el pelo a juego-. Pensaba que era Summerset.

– Y el pastel.

– Sí, me llamó por el interfono para decir que el coci?nero había preparado un pastel de chocolate triple. Summerset sabe que tengo esta debilidad. Ya sé que no os lleváis muy bien, pero conmigo es un ángel.

– Eso es porque siempre te imagina desnuda.

– Lo que sea. -Mavis empezó a teclear nerviosamente en la consola con sus uñas tricolor-. Además se porta muy bien. Creo que si pensara que le echo el ojo a Roarke sería diferente. Le tiene auténtica devoción. Se diría que lo considera más que un jefe, como si fuera su único hijo o algo así. Es por eso que te da problemas, y el he?cho de que tú seas policía no ayuda mucho. Yo creo que Summerset tiene un bloqueo con la poli.

Mavis calló, temblando visiblemente.

– Lo siento, Dallas, estoy hablando demasiado. Ten?go mucho miedo. Has encontrado a Leonardo, ¿verdad? Algo va mal, muy mal. Está herido, ¿es eso? ¿Está muer?to?

– No, no le ha pasado nada. -Cruzó la habitación y fue a sentarse a los pies de la cama-. Vino a la Central esta mañana. Tenía un corte en el brazo, nada más. Tú y él tuvisteis casi la misma idea ayer noche. Se emborra?chó como una cuba y fue a tu apartamento, y acabó cor?tándose en el brazo con una botella vacía. Luego se des?plomó.

– ¿Borracho, dices? -Mavis se agarró a eso-. Si ape?nas bebe. Sabe que no puede. Me contó que si bebe mu?cho hace cosas que luego no puede recordar. Y dices que fue a mi casa… Oh, qué bueno es. Y después fue a verte a ti porque no podía encontrarme.

– Vino a verme para confesar el asesinato de Pan?dora.

Mavis se echó atrás como si Eve la hubiera golpeado.

– Eso es imposible. Leonardo no haría daño a nadie. Es incapaz. Él sólo intentaba protegerme.

– En ese momento no sabía que tú estabas metida. Dice que debió de discutir con Pandora y que pelearon y la mató.

– Pero eso no es verdad.

– Las pruebas así lo indican. -Eve se frotó los ojos y los dejó apretados un momento-. El corte que tenía en el brazo era de un trozo de botella rota. Su sangre no estaba en la escena del crimen, ni la de Pandora estaba en la ropa que llevaba Leonardo. Todavía no hemos podido fijar sus movimientos con precisión, pero no tenemos nada contra él.

A Mavis le dio un vuelco en el corazón.

– Así pues tú no le creíste.

– Aún no lo he decidido, pero según las pruebas es inocente.

– Menos mal. -Mavis se acercó a ella-. ¿Cuándo po?dré verle, Dallas? Leonardo y yo tenemos cosas de que hablar.

– Tendrás que esperar un poco. -Eve se obligó a mi?rar a Mavis-. He de pedirte un favor, el mayor que nadie te haya pedido nunca.

– ¿Me va a doler?

– Sí. -Eve vio cómo sus intentos por sonreír fracasa?ban-. He de pedirte que confíes en que me ocupe de ti. Que creas que soy tan buena en mi trabajo que nada en absoluto, ni el menor detalle, me pasará desapercibido. He de pedirte que recuerdes que eres mi mejor amiga y que te quiero mucho.

Mavis empezó a jadear. Sus ojos se quedaron secos, ardientes y secos. La saliva se evaporó de su boca.

– Vas a arrestarme, ¿no?

– Han llegado los informes del laboratorio. -Tomó sus manos-. No han sido ninguna sorpresa, porque yo sabía que alguien lo había organizado todo. Me espera?ba esto, Mavis. Confiaba en descubrir algo, lo que fue?se, antes de que eso pasara, pero no he sido capaz. Feeney también está en ello. Es el mejor, Mavis, te lo aseguro. Y Roarke ya ha contactado con los mejores abogados del planeta. Ahora es cuestión de seguir el procedimiento.

– Vas a arrestarme por asesinato.

– En segundo grado. Tampoco es para tanto. Ya sé que suena horrible, pero la oficina del fiscal no intentará poner obstáculos a una fianza. Dentro de unas horas es?tarás otra vez aquí comiendo pastel de chocolate.

Pero Mavis estaba repitiendo en su cabeza una sola frase. Segundo grado. Segundo grado.

– Tendrás que meterme en una celda.

A Eve le ardían los pulmones, y la sensación se iba expandiendo hacia el corazón.

– No por mucho tiempo, te lo aseguro. Feeney está trabajando ahora mismo para que la audiencia prelimi?nar sea rápida. Él tiene muchos resortes para tocar. Cuando hayamos terminado de hacerte la ficha, pasarás la audiencia, el juez fijará la fianza y podrás volver aquí.

Con una alarma de identificación encima para se?guirte los pasos, pensó Eve. Atrapada en casa para eludir a los media. La celda sería un lujo, pero siempre sería una celda.

– Haces que todo parezca fácil.

– No lo será -dijo Eve-, pero lo será más si recuerdas que tienes a un par de polis de primera que te apoyan. No renuncies a ninguno de tus derechos, ¿vale? A nin?guno. Y en cuanto hayamos empezado, esperas que lle?guen los abogados. No me digas nada que no tengas que decir. No digas nada a nadie. ¿Lo has entendido?

– Está bien. -Mavis se puso en pie-. Acabemos de una vez.

Horas después, terminado todo, Eve volvió a casa. Las luces estaban bajas. Esperaba que Mavis se hubiera to?mado el tranquilizante y se hubiera quedado dormida. Eve ya sabía que ella no podría hacerlo.

Sabía que Feeney le habría hecho el favor de llevar personalmente a Mavis a casa de Roarke. Ella había esta?do muy ocupada. La rueda de prensa había sido espe?cialmente nefasta. Como era de esperar, las preguntas sobre su amistad con Mavis habían insinuado un posible conflicto de intereses. Le debía mucho al comandante Whitney por su actuación y por su afirmación de fe ab?soluta en su primer investigador.

El tête-à-tête con Nadine Furst había sido un poco más cómodo. Todo lo que tenías que hacer, pensó lúgu?bremente Eve mientras subía las escaleras, era salvar la vida de una persona, y ellos se alegraban de ponerse de tu lado. Podía ser que Nadine hubiera albergado cierto morbo por la historia, pero estaba claro que se sentía en deuda con Eve. Mavis sería tratada con justicia por Ca?nal 75.

Luego había hecho algo de lo que no se había creído capaz: había llamado al psiquiatra de la policía para con?certar una cita con la doctora Mira. Siempre puedo can?celarla, se recordó mientras se frotaba los ojos llenos de arenilla. Probablemente lo haré.

– Llega tarde, teniente, y el día ha sido muy movido.

Eve bajó las manos y vio a Summerset saliendo de una habitación a su derecha. Como de costumbre, iba vestido severamente de negro, la cara adusta surcada de arrugas desaprobadoras. Odiar a Eve parecía algo que Summerset hacía casi con tanta destreza como llevar la casa.

– No me toques las narices, Summerset.

Él se interpuso en su camino.

– Yo pensaba que, pese a sus muchos defectos, al me?nos era una investigadora competente. Ahora veo que no es así, del mismo modo que no es una amiga compe?tente de alguien que depende de usted.

– ¿En serio crees que después de lo que he tenido que pasar esta noche puedes decirme algo que me afecte?

– Yo no creo que nada le afecte, teniente. Carece us?ted de lealtad y eso es grave. Es usted menos que nada.

– Tal vez puedas sugerirme cómo debería llevar este caso. Quizá tendría que decirle a Roarke que encienda uno de sus JetStars y saque a Mavis del planeta para esconderla en algún punto del universo. Para que pueda seguir en fuga el resto de su vida.

– Al menos es posible que no se durmiese llorando desconsolada.

La flecha dio justo en el corazón, adonde iba dirigi?da. El dolor se sumó a la fatiga.

– Aparta, hijoputa, y no te cruces en mi camino. -Eve pasó por su lado reprimiendo las ganas de correr.

Al entrar en el dormitorio principal, Roarke estaba poniendo la rueda de prensa en pantalla.

– Lo hiciste muy bien -dijo él, levantándose-. La presión era muy grande.

– Sí, soy una gran profesional. -Entró en el baño y se miró en el espejo: una mujer de semblante pálido, ojos oscuros y sombríos, boca de gesto hosco. Y más allá vio impotencia.

– Haces todo lo que puedes -dijo Roarke detrás de ella.

– Le conseguiste buenos abogados. -Ordenó agua fría, se inclinó y se refrescó la cara-. Me pusieron más de una zancadilla en el interrogatorio. Fui dura con ellos. Tenía que serlo. La próxima vez que tenga que interro?gar a un amigo, me aseguraré de contratarlos.

Roarke vio cómo ocultaba la cara en la toalla.

– ¿Cuánto hace que no comes?

Ella se limitó a menear la cabeza. La cuestión carecía de importancia.

– Los periodistas querían sangre. Alguien como yo es una presa suculenta. He tenido un par de casos sona?dos, he salido victoriosa. A algunos les encantaría… Piensa en el índice de audiencia.

– Mavis no te culpa de nada.

– Yo sí -explotó ella, arrojando a un lado la toalla-. Yo sí me culpo, maldita sea. Le dije que confiara en mí, le dije que yo me ocuparía de todo. ¿Y qué he hecho, Roarke? La he arrestado, la he hecho fichar. Huellas, fotografías, identificación de voz, todo está archivado. Le hago pasar dos horas de interrogatorio. La encierro en una celda hasta que los abogados que tú contrataste la sacan bajo fianza pagada por ti. Me odio.

Eve no pudo más y rompió a llorar.

– Ya es hora de que des rienda suelta a tus sentimien?tos. -Roarke la cogió en brazos y la llevó a la cama-. Te sentirás mejor. -Siguió acunándola, acariciándole el pelo.

Siempre que lloraba, pensó él, era como una tor?menta, un tumulto apasionado. Raramente eran unas cuantas lágrimas silenciosas. Para Eve raramente había nada cómodo.

– Esto no mejora -atinó a decir ella.

– Claro que sí. Purgarás una parte de esa culpa que equivocadamente te atribuyes y una parte del dolor al que tienes perfecto derecho. Mañana lo verás todo más claro.

Ella respiraba entrecortadamente. Tenía una espan?tosa jaqueca.

– Esta noche he de trabajar, quiero repasar algunos nombres y lugares.

No, pensó él con serenidad. No lo harás.

– Descansa un poco. Come algo. -Antes de que ella pudiera protestar, él ya estaba camino del AutoChef-. Hasta tu admirable organismo necesita combustible. Además, he de contarte una historia.

– No puedo perder tiempo.

– Nadie dice que lo vayas a perder.

Quince minutos, se dijo ella mientras el aroma de algo sabroso llegaba hasta su nariz.

– La comida rápida y la historia corta, ¿de acuerdo? -Se frotó los ojos sin saber si era vergüenza o alivio lo que sentía tras haber destapado el frasco de las lágri?mas-. Perdona que haya lloriqueado.

– Siempre me tendrás a punto para oírte lloriquear.

– Se le acercó con una tortilla humeante y una taza. Se sentó y le miró los ojos hinchados, exhaustos-. Te ado?ro, Eve.

Ella se sonrojó. Parecía que Roarke era el único que podía hacerla ruborizar.

– Tratas de distraerme. -Cogió el plato y el tenedor-. Con esto siempre lo consigues, y ya no me acuerdo de lo que iba a decir. -Probó los huevos-. Algo así como que eres lo mejor que me ha sucedido en la vida.

– Con eso basta.

Eve levantó la taza, empezó a sorber y frunció el en?trecejo:

– Esto no es café.

– Es té, para variar. Relajante. Creo que estás sobre?cargada de cafeína.

– Puede. -Como los huevos estaban de fábula y ella no tenía fuerzas para discutir, tomó un sorbo de té-. No está mal. Bueno, ¿cuál era la historia?

– Te habrás preguntado por qué sigo teniendo a Summerset pese a que es… menos que solícito contigo.

– Querrás decir pese a que me odia con toda su alma -bufó ella-. Es cosa tuya.

– Nuestra -corrigió él.

– Como quieras, pero no quiero hablar de él ahora.

– Se trata más bien de mí y de un incidente que se podría pensar está relacionado con lo que sientes ahora. -La dejó beber otra vez, calculando que tenía tiempo para contarle la historia-. Cuando yo era muy joven y aún vivía en Dublín, me lié con un hombre y su hija. La muchacha era, qué sé yo, un ángel. Tenía la sonrisa más dulce del firmamento. Practicaban estafas y timos, lo hacían muy bien. Cosas de poca monta, en general, para ir tirando más o menos bien. En esa época, yo es?taba haciendo algo parecido pero me gustaba la varie?dad, y disfrutaba haciendo de ratero u organizando chanchullos. Mi padre vivía aún cuando conocí a Summerset (que entonces no usaba ese nombre) y a su hija Marlene.

– Conque era un estafador -dijo ella entre mordis?cos-. Ya decía yo que le veía algo sospechoso.

– Era bastante brillante. Aprendí muchas cosas de él, y quisiera pensar que él de mí. En cualquier caso, des?pués de recibir yo una paliza delirante por parte de mi querido padre, Summerset me encontró casualmente sin sentido en un callejón. Me acogió y cuidó de mí. No ha?bía dinero para un doctor, y yo no tenía tarjeta médica. Lo que sí tenía era varias costillas rotas, una conmoción cerebral y un hombro fracturado.

– Lo siento. -La imagen despertó otras imágenes, se?cándole la boca-. La vida es un asco.

– Lo fue. Summerset era un hombre de talentos va?rios; sabía algo de medicina. A menudo utilizaba esa ta?padera en su trabajo. No diré tanto como que me salvó la vida. Yo era joven y fuerte y estaba habituado a las pa?lizas, pero él hizo que no sufriera más de la cuenta.

– Le debes algo. -Ella dejó el plato vacío a un lado-. Lo comprendo. Está bien.

– No es eso. Yo le debía un favor y se lo devolví. Él también me debe favores. Después que mi padre acabara como acabó, nos hicimos socios. No diré que él me cria?ra, pues yo cuidaba de mí mismo, pero me dio lo que po?dría considerarse una familia. Yo quería a Marlene.

– La hija. -Sacudió la cabeza para hacerse a la idea-. Lo había olvidado. Es difícil imaginar a ese tipejo como padre de nadie. ¿Dónde está ella?

– Murió. Tenía catorce años, y yo dieciséis. Había?mos estado juntos cerca de seis años. Uno de mis pro?yectos llegó a oídos de un pequeño y especialmente vio?lento sindicato. Creían que yo estaba metiéndome en su territorio, mientras que yo creía estar labrándome uno propio. Me amenazaron. Fui lo bastante altivo para ha?cer caso omiso. Un par de veces trataron de darme una lección, de hacer que los respetara, supongo. Pero a mí era difícil atraparme. Además, estaba empezando a tener cierto prestigio. Incluso ganaba dinero. Lo suficien?te como para comprar entre los dos un piso pequeño y decente. Y a todo eso, Marlene se enamoró de mí.

Hizo una pausa y se miró las manos, recordando, la?mentando.

– Yo le tenía mucho afecto, pero no amor. Marlene era guapa e increíblemente inocente, pese a la vida que llevábamos. Yo no pensaba en ella románticamente, sa?bes, sino como un hombre (porque ya era un hombre) podría pensar en una obra de arte: platónicamente. Nada de sexo. Ella pensaba de otro modo, y una noche entró en mi cuarto y con dulzura se me ofreció. Yo me quedé perplejo, furioso y aterrorizado. Porque era un hombre y, por tanto, me sentía tentado.

Volvió a mirar a Eve.

– Fui cruel con ella. Estaba destrozada porque yo la rechacé. Ella era una niña y yo la hice sufrir. Jamás he podido olvidar la forma en que me miró. Ella confiaba en mí y yo, por hacer lo correcto, la traicioné.

– Como yo he traicionado a Mavis.

– Como tú crees haberla traicionado. Pero hay más. Ella se fue de casa aquella noche. Summerset y yo no lo supimos hasta el día siguiente, cuando los hombres que me buscaban nos avisaron de que la tenían. Nos devol?vieron la ropa que llevaba aquel día, y estaba manchada de sangre. Por primera y última vez en mi vida vi a Sum?merset incapaz de actuar. Yo habría dado cualquier cosa que ellos me hubieran pedido, habría hecho cualquier cosa. Me habría cambiado por ella sin dudarlo. Igual que tú, si pudieras, cambiarías tu sitio con Mavis.

– Sí. Haría cualquier cosa.

– A veces las cosas suceden demasiado tarde. Me puse en contacto con ellos, les dije que negociaría, im?ploré que no le hicieran daño. Pero ellos ya se lo habían hecho. La habían violado y torturado, a aquella encanta?dora muchacha de catorce años que había disfrutado de la vida y que empezaba a sentirse una mujer. A las pocas horas de aquel primer contacto, su cuerpo fue dejado a la puerta de mi casa. La habían utilizado como medio para obtener algo, para ponerle los puntos sobre las íes a un rival, a un advenedizo. Y yo ya no podía hacer nada para cambiar las cosas.

– No fue culpa tuya. -Alargó el brazo para cogerle las manos-. Lo siento. De veras, pero no fue tu culpa.

– No; es verdad. Tardé años en convencerme de eso, en comprender y aceptar. Summerset nunca me culpó. Podría haberlo hecho. Ella era su vida y había sufrido y muerto por mí. Pero él jamás me culpó de nada.

Eve suspiró y cerró los ojos. Sabía lo que Roarke le estaba diciendo al repetir una historia que para él debía ser una pesadilla.

– No pudiste evitar lo que pasó. Sólo podías controlar lo que pasó después, igual que yo sólo puedo hacer todo lo posible para encontrar las respuestas. -Cansinamente, volvió a abrir los ojos-. ¿Qué pasó luego, Roarke?

– Perseguí a los hombres que lo habían hecho y los maté, uno a uno, del modo más lento y más doloroso que pude concebir. -Sonrió-. Cada cual tiene su propio método de encontrar soluciones justas, Eve.

– Erigirse uno mismo en juez no es justicia, Roarke.

– Para ti no. Pero tú encontrarás la solución justa para Mavis. Nadie lo duda.

– No puedo dejar que se someta a un tribunal. -La cabeza le pesaba-. He de encontrar… Necesito ir a… -Ni siquiera pudo llevarse el brazo hasta la cabeza-. Maldita sea, Roarke, me has dado un sedante.

– Duérmete -murmuró él y dulcemente le desabro?chó la pistolera y la dejó a un lado-. Ahora duerme.

Eso hizo, pero incluso los sueños no la dejaron en paz.

Capitulo Ocho

No despertó muy animada pero sí sola, lo cual había sido un hábil movimiento por parte de él, aunque Eve no se recobró sonriendo. El sedante no tenía efectos se?cundarios, lo que convertía a Roarke en un hombre afortunado. Eve despertó sintiéndose alerta, fresca y en?fadada.

El aviso electrónico que despedía una luz roja sobre su mesita de noche no mejoró las cosas. Ni tampoco el oír la suave voz de él cuando lo conectó.

– Buenos días, teniente. Espero que hayas dormido bien. Si estás levantada antes de las ocho, me encontrarás en el rincón del desayuno. No quería molestarte hacien?do subir las cosas. Se te veía muy apacible.

– No por mucho tiempo -dijo ella entre dientes.

Luego consiguió ducharse, vestirse y ajustarse el arma en sólo diez minutos.

El rincón del desayuno; como él lo llamaba, era un enorme y soleado atrio contiguo a la cocina. Además de Roarke, estaba también Mavis. Ambos parecían radiantes.

– Vamos a dejar un par de cosas claras, Roarke -dijo Eve.

– Te ha vuelto el color. -Satisfecho de sí mismo, se levantó y le dio un beso en la punta de la nariz-. Ese matiz gris que tenías en la cara no te quedaba nada bien.

– Luego gruñó cuando ella le soltó un puñetazo al es?tómago. Se aclaró la garganta valientemente-. Parece que tu nivel energético también se ha recuperado… ¿Café?

– Que quede claro que si alguna vez intentas otro truco como el de anoche, te… -Miró a Mavis entrece?rrando los ojos-. ¿Tú de qué te ríes?

– Me divierte mirar. Estáis tan pendientes el uno del otro.

– Tanto que él acabará tumbado en el suelo si no se anda con cuidado… Tienes… buen aspecto.

– Así es. Lloré a mares, me comí una bolsa de bom?bones suizos y luego dejé de compadecerme. Tengo al poli número uno de la ciudad trabajando de mi lado, el mejor equipo de abogados que un multimillonario pueda comprar, y un hombre que me ama. Ves, me fi?guro que cuando todo esto termine, y sé que saldrá bien, podré recordarlo como una especie de aventura. Y gracias a toda la publicidad de los media mi carrera despegará.

Cogió la mano de Eve y la hizo sentar en un banco acolchado.

– Ya no tengo miedo. '

No queriendo tomar sus palabras al pie de la letra, Eve la miró a los ojos.

– Veo que no. Estás realmente bien.

– Estoy bien ahora. He pensado en ello una y otra vez. En el fondo, es todo muy sencillo. Yo no la maté. Sé que tú descubrirás quién lo hizo y después todo habrá acaba?do. De momento puedo vivir en una casa increíble y co?mer manjares increíbles. -Dio un mordisco a un crepé-. Y mi cara y mi nombre salen a toda hora en los media.

– Bueno, es una manera de ver las cosas. -Intranquila, Eve fue a programarse café-. Mavis, no quiero preo?cuparte, pero no creas que esto será un paseo por el parque.

– No soy tonta, Dallas.

– Yo no…

– ¿Piensas que no soy consciente de lo que podría pasar si la cosa saliera mal? Lo soy, pero no creo que eso vaya a suceder. A partir de ahora soy optimista y voy a hacerte ese favor que me pediste ayer.

– De acuerdo. Tenemos mucho que hacer. Quiero que te concentres, que intentes recordar detalles. Cual?quier cosa, no importa lo pequeña o insignificante que… ¿Qué es esto? -inquirió mientras Roarke le ponía un bowl delante.

– Tu desayuno.

– ¿Copos de avena?

– Exactamente.

Eve frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no puedo tomar crepés?

– Sí puedes, pero primero cómete los copos.

Enfurruñada, Eve tragó una cucharada:

– Tú y yo vamos a hablar muy en serio.

– Formáis una pareja estupenda, chicos. Me alegro mucho de haber tenido ocasión de comprobarlo. No es que pensara que no lo fuerais, pero me intrigaba que Dallas hubiera acabado con un, ricacho. -Miró a Roarke radiante.

– Los amigos están para eso.

– Sí, claro, pero es increíble cómo consigues pararle los pies. Eres el primero que lo hace.

– Cállate, Mavis. Piensa lo que quieras, pero es mejor que no me digas nada hasta que tus abogados lo aprueben.

– Lo mismo me han aconsejado ellos. Imagino que será como cuando quieres recordar un nombre o dónde has puesto alguna cosa. Lo dejas correr, te pones a hacer algo y, zas, te salta a la cabeza. Conque ahora estoy pen?sando en otras cosas, y la más importante es la boda. Leo?nardo me dijo que pronto tendrías que hacer la primera prueba del vestido.

– ¿Leonardo? -Eve casi brincó de la silla-. ¿Has ha?blado con él?

– Los abogados han dado el visto bueno. Ellos creen que es bueno para nosotros reanudar nuestra relación. Añade un toque romántico cara a la opinión pública. -Apoyó un codo en la mesa y se puso a juguetear con los tres pendientes con que había adornado su oreja iz?quierda-. Sabes, han desistido de las pruebas de detec?ción e hipnosis porque no están seguros de lo que podría recordar. En general me creen, pero no quieren arries?garse. Pero dijeron que ver a Leonardo me vendría bien. Así que hemos de organizar esa prueba.

– Ahora no tengo tiempo para pensar en eso. Por Dios, Mavis, ¿crees que estoy para vestidos y florile?gios? No voy a casarme hasta que sé arregle todo esto. Roarke lo entiende.

Él cogió un cigarrillo y se lo miró.

– No, él no lo entiende.

– Escucha…

– No, escucha tú. -Mavis se puso en pie; su pelo azul brilló a la luz del día-. No voy a dejar que esto estropee algo tan importante para mí. Pandora hizo cuanto pudo para joderme la vida. Y muriéndose empeoró las cosas. No quiero que me joda esto. Los planes siguen en pie, comprendes, y será mejor que te busques un hueco para hacer esa prueba.

Eve no podía discutir, menos aún viendo que Mavis estaba al borde del llanto.

– De acuerdo, está bien. Me probaré ese estúpido vestido.

– De estúpido, nada. Será un vestido sensacional.

– A eso me refería.

– Mejor. -Mavis sorbió por la nariz y se sentó-. ¿Cuándo puedo decirle que iremos?

– Es mucho mejor para tu caso, y tus lujosos aboga?dos me respaldarían, si a ti y a mí no nos ven juntas por ahí: el primer investigador y la defendida. No me parece buena idea.

– Quieres decir que no… Está bien, no iremos juntas por ahí. Leonardo puede trabajar en esta casa. A Roarke no le importa, ¿verdad?

– Todo lo contrario. -Dio una calada a su cigarrillo-. Creo que es una solución perfecta.

– Felices y en familia -masculló Eve-. El primer in?vestigador, la defendida y el inquilino de la escena del crimen, que además es el ex amante de la víctima y el ac?tual de la defendida. ¿Os habéis vuelto locos?

– ¿Quién lo va a saber? Roarke tiene un excelente sistema de seguridad. Y si hay la menor posibilidad de que las cosas salgan mal, quiero pasar todo el tiempo que pueda con Leonardo. -Mavis hizo sus pucheros-. Estoy decidida.

– Haré que Summerset disponga un espacio para tra?bajar.

– Gracias. Te lo agradecemos mucho.

– Mientras vosotros orquestáis esta locura de fiesta, yo tengo un asesinato que resolver.

Roarke guiñó el ojo a Mavis y gritó a Eve, cuando ésta salía hecha una fiera:

– ¿Y tu crepé?

– Cómetelo tú.

– Está loca por ti -comentó Mavis.

– Su forma de hacer las paces es casi violenta. ¿Quie?res otro crepé?

Mavis se palpó el abdomen:

– ¿Por qué no?

Dar un rodeo por la Novena y la Cincuenta y seis causa?ba estragos en la circulación. Peatones y conductores ig?noraban por igual las leyes de contaminación sonora y gritaban o hacían sonar el claxon dando rienda suelta a su frustración. Eve habría subido las ventanillas para atajar el estrépito, pero sus controles de temperatura es?taban de nuevo estropeados.

Para hacerlo más divertido, la madre naturaleza ha?bía decidido castigar a Nueva York con una humedad del 110 por ciento. Para pasar el rato, Eve observó cómo se elevaban del asfalto las oleadas de calor. A ese paso, en pocas horas más de un chip se iba a quedar frito.

Pensó en ir por aire, aunque su panel de control pa?recía haber desarrollado una mente propia. Algunos conductores habían empezado ya a hacerlo. El tráfico aéreo reptaba lánguidamente. Un par de helicópteros monoplaza trataban de salir del atasco no haciendo sino aumentar el caos con el zumbido de abeja de sus palas.

Eve contuvo la risa al ver la pegatina i love new york en el parachoques de un coche.

Lo más cuerdo, pensó, sería aprovechar el atasco para trabajar un poco.

– Peabody -ordenó al enlace, y tras unos frustrantes silbidos de interferencia el aparato se puso en funciona?miento.

– Aquí Peabody. Homicidios.

– Dallas. Pasaré a recogerla por la Central, esquina oeste. Hora aproximada de llegada, quince minutos.

– Sí, señor.

– Traiga los archivos referentes a los casos Johannsen y Pandora, y… -Miró bizqueando a la pantalla-. ¿Por qué hay tanto silencio ahí, Peabody? ¿No estará en el ca?labozo?

– Esta mañana sólo hemos llegado dos o tres. Hay un atasco del demonio en la Novena.

Eve escrutó el mar de tráfico.

– ¿Lo dice en serio?

– Es conveniente escuchar el parte del tráfico -aña?dió-. Yo he tomado una ruta alternativa.

– Cállese, Peabody -murmuró Eve, interrumpiendo la transmisión.

Los dos minutos siguientes los empleó en recuperar mensajes del enlace de su despacho y concertar una cita en la oficina de Paul Redford. Llamó al laboratorio para que se dieran prisa con el informe de Pandora, y al ver que le daban largas se despidió con una ingeniosa amenaza.

Estaba pensando en llamar a Feeney y darle la lata cuando vio una brecha entre la pared de coches. Se lanzó hacia allá, torció a la izquierda, esquivó vehículos, ha?ciendo caso omiso de bocinazos y dedos levantados. Re?zando para que su vehículo cooperara, pulsó el vertical. En vez de elevarse, el coche empezó a hacer eses, pero consiguió subir los tres metros mínimos.

Luego torció a la derecha, recorrió a toda velocidad un deslizador donde pudo ver rostros miserables y su?dorosos, y enfiló la Séptima mientras su panel de control le advertía de una sobrecarga. Cinco manzanas después, el coche estaba resollando, pero Eve había evitado lo peor del embotellamiento. Tocó tierra con un golpe estremecedor y giró hacia la entrada oeste de la Central de Policía.

La cumplidora Peabody estaba, esperando. Cómo hacía para tener aquel aspecto imperturbable en su sofo?cante uniforme azul, era algo que Eve no pretendía sa?ber.

– Su coche parece un poco tocado, teniente -comen?tó Peabody al subir.

– ¿En serio? No lo había notado.

– Usted también lo parece un poco, señor. -Cuando Eve se limitó a enseñar los dientes y a cortar por la Quinta hacia el centro, Peabody buscó en su equipo, sacó un ventilador portátil y lo aplicó al salpicadero. La ráfaga de aire fresco casi hizo gemir a Eve.

– Gracias.

– El control térmico de este modelo no es fiable. -El rostro de Peabody permaneció tranquilo y suave-. Aun?que usted tal vez no lo haya notado.

– Tiene una lengua muy aguda, Peabody. Eso me gusta de usted. Hágame un resumen de Johannsen.

– El laboratorio sigue teniendo problemas con los elementos que componen el polvo que encontramos. Contestan con evasivas. No sabemos si han terminado de analizar la fórmula. Según el soplo que me ha dado un contacto, Ilegales ha exigido prioridad, o sea que hay un poco de politiqueo. La segunda búsqueda no registró ningún rastro de sustancias químicas, ilegales o de las otras, en el cuerpo de la víctima.

– Entonces es que no consumía -musitó Eve-. Boomer se dedicaba a mezclar, pero tenía una bolsa enorme de mierda y no se le ocurrió probarla. ¿Qué opina de eso, Peabody?

– Por el estado de su pensión y la declaración del androide, sabemos que tuvo tiempo y oportunidad de probar el polvo. En su expediente consta adicción crónica aunque de menor grado. Yo deduzco que sa?bía o sospechaba algo de esa sustancia que le disua?dió.

– Eso mismo creo yo. ¿Qué ha sacado de Casto?

– Asegura que está a dos velas. Se ha mostrado coo?perador, pero no comunicativo, proporcionando infor?mación y teorías varias.

Eve no pudo por menos de menear la cabeza.

– ¿Es que se le ha insinuado, Peabody?

La agente siguió mirando al frente, entrecerrados le?vemente los ojos bajo el flequillo curvo.

– No ha exhibido un comportamiento impropio.

– Olvide esa jerga, no le he preguntado eso.

El rubor encendió el cuello del uniforme azul de Pe?abody.

– Ha mostrado cierto interés personal.

– Hija mía, parece usted policía. Ese interés personal, ¿es recíproco?

– Podría decirse que sí, si no fuera porque sospecho que el sujeto tiene un interés mucho más personal en mi inmediato superior. -Peabody la miró-. Lo tiene usted en el bote.

– Pues ahí se va a quedar. -Eve no consiguió, sin em?bargo, sentirse del todo disgustada-. Mi interés personal está en otra parte. Es un guapísimo hijo de la gran puta, ¿verdad?

– Se me hincha la lengua en la boca cada vez que me mira.

– Mmmm. -Eve pasó la suya por sus dientes a título experimental-. Pues láncese.

– No estoy preparada para una relación sentimental en estos momentos.

– ¿Pero quién diantre ha dicho nada de una relación? Fólleselo un par de veces, mujer.

– Prefiero el afecto y la camaradería en los encuen?tros sexuales -repuso secamente Peabody-. Señor.

– Ya. Es otro sistema. -Suspiró. Le costaba un es?fuerzo supremo impedir que su mente pensara en Mavis, pero intentó concentrarse-. Sólo estaba tomándole el pelo, Peabody. Sé lo que es estar haciendo tu trabajo y que un tío te mire de esa manera. Lamento que se en?cuentre a disgusto trabajando con él, pero la necesito.

– No hay problema. -Relajándose un poco, Peabody sonrió-. Y no es precisamente un sacrificio mirarle. -Alzó la vista mientras Eve entraba en el aparcamiento subterráneo de una torre blanca en la Quinta Avenida-. ¿Este edificio no es de Roarke?

– La mayoría lo son. -El portero electrónico exami?nó el vehículo y le dio acceso-. Aquí tiene su despacho principal. Y es también la sede de Redford Productions en Nueva York. Tengo una entrevista con él acerca de Pandora. -Eve entró en la plaza para personalidades que Roarke le había buscado y cerró el coche-. Oficialmente no está ligada a este caso, Peabody, pero sí a mí. Feeney está hasta el cuello de datos y yo necesito otro par de oí?dos. ¿Alguna objeción?

– No se me ocurre ninguna, teniente.

– Dallas -le recordó al salir del coche.

La barrera de seguridad se cerró en torno al vehículo para protegerlo de arañazos y robos. Como si el coche, pensó amargamente Eve, no tuviera ya tantos arañazos que hasta un ladrón se insultaría a sí mismo por mirarlo dos veces. Fue con paso decidido hacia el ascensor pri?vado, introdujo su código e intentó no parecer turbada.

– Así ahorramos tiempo.

Peabody se quedó boquiabierta cuando entraron a un espacio generosamente enmoquetado. El ascensor era de seis personas y exhibía un lujurioso despliegue de fra?gantes hibiscus.

– A mí me encanta ahorrar tiempo -dijo Peabody.

– Planta treinta y cinco -solicitó Eve-. Redford Productions, oficinas de dirección.

– Planta tres-cinco -registró el ordenador-. Cua?drante este, nivel de dirección.

– Pandora celebró una pequeña fiesta la noche de su muerte -empezó Eve-. Redford pudo ser la última per?sona que la vio con vida. Jerry Fitzgerald y Justin Young estuvieron también, pero partieron poco después de la pelea entre Mavis Freestone y Pandora. Tienen una coar?tada mutua para el resto de la noche. Redford se quedó un rato en la casa. Si Fitzgerald y Young no mienten, son inocentes. Yo sé que Mavis dice la verdad. -Esperó un segundo, pero Peabody no hizo comentario alguno-. Así que vamos a ver qué sacamos del productor.

El ascensor se puso suavemente en horizontal, desli?zándose hacia el este. Al abrirse las puertas, el ruido inundó el espacio interior.

Era evidente que a los empleados de Redford les gustaba trabajar con música rock. Salía de los altavoces camuflados llenando el aire de energía. Dos hombres y una mujer trabajaban ante una consola circular, charlan?do animadamente por enlaces y mirando sus respectivos monitores.

En la zona de espera de la derecha parecía haber una especie de fiesta. Varias personas estaban allí reunidas, bebiendo de pequeños vasos o mordisqueando minús?culas pastas. El sonido de las carcajadas y las conversa?ciones subrayaba la música animada.

– Parece una escena de una de sus películas -dijo Peabody.

– Viva Hollywood. -Eve se acercó a la consola y ex?trajo su placa. Escogió al recepcionista que parecía me?nos obsesivamente absorto de los tres -. Teniente Da?llas. Tengo una cita con el señor Redford.

– Sí, teniente. -El hombre (aunque podría haber sido un dios de cara cincelada) sonrió con ganas-. Le diré que está aquí. Sírvanse lo que gusten, por favor.

– ¿Le apetece un bocado, Peabody?

– Esas pastas tienen buena pinta. Podríamos coger algunas cuando salgamos.

– A eso le llamo yo telepatía.

– El señor Redford estará encantado de recibirla ahora, teniente. -El moderno Apolo levantó una parte de la consola y se metió dentro-. Permítame que las acompañe.

Cruzaron una puerta de cristales ahumados tras la cual el ruido cambió a disputa verbal. A cada lado del pasillo había puertas abiertas, con hombres y mujeres sentados, yendo de un lado al otro o tumbados en sofás, charlando.

– ¿Cuántas veces he oído ese argumento, JT? Suena a primer milenio.

– Necesitamos una cara nueva, tipo la Garbo con un poco de candor infantil.

– La gente no quiere nada profundo, cariño. Dales a escoger entre el océano y un charco, y se lanzan al char?co. Somos como niños.

Llegaron a unas puertas de plata centelleante. El guía las abrió con gesto dramático.

– Sus invitados, señor Redford.

– Gracias, César.

– César -murmuró Eve-. No iba muy equivocada.

– Teniente Dallas. -Paul Redford se levantó de una workstation en forma de U y tan plateada como las puertas. El suelo, liso como el cristal, estaba decorado con espirales de color. Al fondo había la esperada vista espectacular de la ciudad. Su mano estrechó la de Eve con fácil y ensayada calidez-. Muchas gracias por acce?der a venir aquí. Estoy todo el día metido en reuniones y me resultaba mucho más cómodo que desplazarme yo.

– No pasa nada. Mi ayudante, la agente Peabody.

La sonrisa, tan serena y practicada como el apretón de manos, las abarcó a ambas.

– Siéntense, por favor. ¿Puedo ofrecerles algo?

– Sólo información. -Eve echó un vistazo a los asien?tos y pestañeó. Todo eran animales: sillas, sofás y tabu?retes, en forma de tigres, perros, jirafas.

– Mi primera esposa era decoradora -explicó Red?ford-. Tras el divorcio, decidí quedarme con todo esto. Es el mejor recuerdo de esa época de mi vida. -Escogió un basset y apoyó los pies en un cojín con forma de gato ovillado-. ¿Quiere que hablemos de Pandora?

– Así es. -Si habían sido amantes, como se rumorea?ba, no daba la impresión de estar muy apenado. Tampo?co parecía afectarle que le interrogara la policía. Redford era el perfecto anfitrión embutido en cinco mil dólares de traje de lino y unos mocasines italianos color mantequilla derretida.

Era, pensó Eve para sus adentros, tan amante de la pantalla como cualquiera de los actores que contrataba.

Un rostro fuerte y huesudo del color de la miel fresca acentuado por un cuidado bigote lustroso; el pelo peina?do hacia atrás con gomina y cogido en una complicada coleta que le colgaba entre los omóplatos. En resumidas cuentas: un productor de éxito que gozaba con su poder y riqueza.

– Me gustaría grabar esta conversación, señor Redford.

– Muy bien, teniente. -Se retrepó en el abrazo de su perro tristón y cruzó las manos sobre el abdomen-. Tengo entendido que han practicado ustedes un arresto.

– Así es. Pero la investigación continúa. Usted cono?cía a la difunta Pandora.

– La conocía bien, en efecto. Tenía entre manos un proyecto con ella, por supuesto habíamos coincidido en numerosas ocasiones a lo largo de los años y, cuándo se terciaba, nos acostábamos.

– ¿Eran ustedes amantes en el momento de su muer?te?

– Nunca fuimos amantes, teniente. Nos acostába?mos. No hacíamos el amor. De hecho, dudo que ningún hombre le haya hecho el amor a Pandora, o lo haya in?tentado siquiera. Si existe, es que es tonto. Yo no lo soy.

– ¿Ella no le gustaba?

– ¿Gustarme? -Redford se rió-. Por favor. Era sin duda el ser humano más desagradable que he conocido jamás. Pero talento sí tenía. No tanto como ella pensaba, y menos en determinadas áreas, pero…

Alzó sus elegantes manos con un fulgor de anillos: piedras negras sobre oro macizo.

– La belleza es asequible, teniente. Hay quien nace con ella y hay quien la compra. Un físico atractivo es realmente fácil de conseguir hoy día. Las caras agrada?bles nunca pasan de moda, pero para ganarse la vida con ello hay que tener talento.

– ¿Y cuál era el talento de Pandora?

– Un aura, un poder, una elemental e incluso mini?malista capacidad para rezumar sexo. El sexo siempre ha vendido y siempre venderá.

Eve inclinó la cabeza.

– Sólo que ahora está autorizado.

Redford le dedicó una sonrisa divertida.

– El gobierno necesita esos ingresos. Pero no me re?fería a la venta de sexo, sino a su utilización comercial. Y nosotros lo hacemos: desde refrescos hasta utensilios de cocina. Y moda -añadió-. Siempre la moda.

– Que era la especialidad de Pandora.

– Podías envolverla en visillos de cocina, lanzarla a la pasarela, y la gente más o menos inteligente abría la cuen?ta de crédito para comprar. Era un verdadero reclamo. No había nada que no pudiera vender. Ella quería actuar, lo cual es triste. Nunca habría podido ser otra cosa que lo que era: Pandora, la única.

– Pero dice usted que tenía un proyecto con ella.

– Sí, algo donde ella representara básicamente su propio papel. Nada más y nada menos. Podría haber funcionado. La explotación, sin duda alguna, habría producido ganancias muy importantes. Aun estaba en fase inicial.

– Usted estaba en su casa la noche del crimen.

– Sí, Pandora necesitaba compañía. Y supongo que quería pasarle por la cara a Jerry que ella iba a protago?nizar una de mis películas.

– ¿Cómo se lo tomó la señorita Fitzgerald?

– Con sorpresa e imagino que irritación. Yo también me enfadé pues aún faltaba mucho para que el proyecto fuese viable. Casi hubo una buena escena, pero nos inte?rrumpieron. La chica, la fascinante joven que apareció en la puerta. Esa que acaban de arrestar -dijo con brillo en los ojos-. Según los media, usted y ella son muy amigas.

– ¿Por qué no se limita a contarme lo que pasó al lle?gar la señorita Freestone?

– Melodrama, acción, violencia. El cine en vivo. La guapa valiente viene a exponer su caso. Ha estado llo?rando, tiene la cara pálida, la mirada desesperada. Dice que renunciará al hombre que ambas quieren para sí, a fin de protegerlos a él y a su carrera profesional.

«Primer plano de Pandora. Su cara rezuma cólera, desdén, loca energía. Oh, qué hermosa es. Casi un peca?do. No acepta el sacrificio, quiere que su adversaria co?nozca el dolor. Primero el dolor emocional, por las crueldades que le dice, luego el dolor físico cuando des?carga el primer golpe. Se produce la clásica pelea. Dos mujeres peleando cuerpo a cuerpo por un hombre. La más joven tiene el amor de su parte, pero ni siquiera eso puede con el brío de la venganza. Ni con las afiladas uñas de Pandora. Antes de que la sangre llegue al río, los dos caballeros de la fascinada audiencia pasan a la ac?ción. Uno de ellos recibe un mordisco por sus desvelos.

Redford gimió y se frotó el hombro.

– Pandora me hundió los colmillos mientras yo tira?ba de ella. Debo confesar que estuve tentado de darle un puñetazo. Su amiga se marchó, teniente. Dijo algo así como que Pandora lo sentiría, pero parecía más desdi?chada que enfurecida.

– ¿Y Pandora?

– Enardecida. -Él también lo parecía, mientras narra?ba lo sucedido-. Toda la tarde había estado de un humor peligroso, y después del altercado la cosa empeoró. Jerry y Justin se largaron con más prontitud que elegancia, y yo me quedé un rato tratando de sosegar a Pandora.

– ¿Lo consiguió?

– ¿Bromea? Ella estaba furiosa, profería toda clase de absurdidades. Dijo que iría a buscar a aquella zorra y que le arrancaría la piel. Que castraría a Leonardo. Que cuan?do hubiera terminado no podría ni vender botones en la esquina. Ni los mendigos le iban a comprar sus trapos, et?cétera. Transcurridos veinte minutos, desistí. Entonces se puso furiosa conmigo por estropearle la velada y empezó a lanzarme improperios. Que no me necesitaba, que tenía otros contratos, contratos más suculentos.

– Dice usted que salió de allí a eso de las doce y media.

– Aproximadamente.

– ¿Pandora se quedó sola?

– El servicio estaba compuesto exclusivamente por androides. Que yo sepa, allí no había nadie más.

– ¿Adonde fue cuando salió de casa de Pandora?

– Vine aquí, a curarme el hombro. La mordedura te?nía mal aspecto. Había pensado trabajar un poco, hacer unas llamadas a la costa. Después fui a mi club y pasé un par de horas en la piscina y en la sauna.

– ¿A qué hora llegó al club?

– Creo que serían las dos. Sé que pasaban de las cua?tro cuando llegué a casa.

– ¿Vio o habló con alguien entre las dos y las cinco de la mañana?

– No. Una de las razones de que vaya al club fuera de horas es la intimidad. Tengo instalaciones propias en la costa, pero aquí he de arreglármelas siendo socio de un club.

– ¿Que se llama…?

– Olympus, está en Madison. -Arqueó una ceja-. Veo que mi coartada no es perfecta. Sin embargo, entré y salí con mi llave de código. Como dictan las normas.

– No me cabe duda. -Y Eve se aseguraría de que lo hubiera hecho-. ¿Sabe de alguien que deseara hacer daño a Pandora?

– Teniente, la lista sería interminable. -Sonrió de nuevo, dientes perfectos, ojos a la vez divertidos y mata?dores-. Yo no me cuento entre ellos, simplemente por?que Pandora no significaba tanto para mí.

– ¿Compartió usted con ella su último capricho en drogas?

Redford se puso rígido, dudó, se relajó otra vez.

– Excelente estratagema, teniente. La incoherencia suele pillar con la guardia baja a los incautos. Diré, para que conste, que yo jamás pruebo sustancias ilegales de ninguna clase. -Pero su sonrisa era demasiado fácil, y ella supo que estaba mintiendo-. Pandora tartamudeaba de vez en cuando. Pensé que era problema suyo, que de?bía haber encontrado algo nuevo, algo de lo que parecía estar abusando. De hecho, yo entré en su dormitorio aquella misma tarde.

Hizo una pausa, como si recordara una escena.

– Ella acababa de sacar una píldora de una hermosa cajita de madera. China, me parece. La caja -añadió con una sonrisa presta-. A ella le sorprendió que yo llegara tan pronto, y metió la caja en un cajón del tocador y luego lo cerró con llave. Le pregunté qué estaba escon?diendo y ella dijo… -Hizo otra pausa, empequeñeció los ojos-. ¿Cómo fue que lo dijo…? Su tesoro, su fortu?na. No…, algo como su recompensa. Sí, estoy seguro de que ésa fue la palabra. Luego se tragó la píldora con un poco de champán. Después copulamos. Me pareció que al principio estaba distraída, pero de pronto se volvió frenética, insaciable. Creo que nunca lo habíamos he?cho con tanto nervio como esa vez. Nos vestimos y ba?jamos al salón. Jerry y Justin acababan de llegar. Nunca volví a preguntarle al respecto. No era cosa de mi in?cumbencia.

– ¿Impresiones, Peabody?

– Es muy astuto.

– Como el hambre. -Eve hundió las manos en los bolsillos mientras el ascensor descendía, jugueteó con unos discos de crédito-. La despreciaba pero se acostaba con ella, y estaba dispuesto a utilizarla.

– Creo que la encontraba patética, potencialmente peligrosa pero rentable.

– Y si esa rentabilidad hubiera menguado, o aumen?tado el peligro, ¿podría Redford haberla matado?

– En un abrir y cerrar de ojos. -Peabody se adelantó para entrar en el garaje-. No tiene escrúpulos. Si ese proyecto que tenían entre manos hubiera empezado a ir mal, o si ella hubiera querido presionarle, él habría he?cho cruz y raya. La gente tan controlada y tan pagada de sí misma tiende a esconder un alto potencial de violen?cia. Y su coartada es una birria.

– Sí, desde luego. -Las posibilidades hicieron sonreír a Eve-. La comprobaremos, pero primero pasaremos por casa de Pandora y buscaremos el escondrijo. Comunicado -ordenó-: asegúrese de que podemos saltar cerraduras.

– Eso no es una traba para usted -murmuró Pea?body, pero conectó el enlace.

La caja había desaparecido. El chasco fue tal que Eve se quedó plantada en la lujosa alcoba de Pandora mirando al cajón durante diez segundos hasta asimilar que estaba vacío.

– Esto es un tocador, ¿no?

– Así los llaman. Mire toda esa cantidad de frascos y de tarros. Cremas para esto, ungüentos para lo otro. -Peabody cogió un frasco del tamaño de medio dedo pulgar-. Crema para estar siempre joven. ¿Sabe cuánto cuesta esta chorrada, Dallas? Quinientos pavos en Saks. Quinientos por media onza de nada. Hablando de vani?dad…

Peabody dejó el frasco, avergonzada de haber tenido la breve tentación de metérselo en el bolsillo.

– Sumando todo lo que hay aquí, Pandora poseía unos diez o quince mil dólares en cosméticos.

– Domínese, Peabody.

– Sí, señor. Lo siento.

– Estamos buscando una caja. Los del gabinete ya han recogido los discos de los enlaces de Pandora. Sabe?mos que esa noche no hizo ni recibió ninguna llamada. Al menos desde aquí. Bien, está cabreada. Va ciega. ¿Qué hace entonces?

Eve siguió abriendo cajones y revolviendo cosas.

– Bebe más, tal vez, va por toda la casa pensando lo que querría hacer a las personas que la han fastidiado. Cerdos, puercas. ¿Quién se han creído que son? Ella puede tener todo lo que desee. Tal vez entra aquí y se zampa otra píldora, para que la cosa no decaiga.

Esperanzada, aunque era un estuche corriente, es?maltado, y no de madera ni chino, Eve levantó una tapa. Dentro había un surtido de anillos: oro, plata, porcela?na, marfil tallado.

– Curioso lugar para guardar joyas -comentó Peabody-. Bueno, quiero decir, tiene un gran cofre de cris?tal para la bisutería, y la caja fuerte para lo verdadera?mente valioso.

Eve levantó la vista, vio que su ayudante lo decía muy en serio, y no disimuló del todo la risa.

– No son joyas precisamente, Peabody. Son anillos eróticos. Se encajan en la polla y luego…

– Sí. -Peabody trató de no mirar-. Ya lo sé. Pero bueno, curioso sitio para guardarlos.

– Ya, desde luego es tonto guardar juguetes sexua?les en una caja cerca de la cama. En fin, ¿dónde esta?ba? Pandora ha ingerido algo acompañado de champán. Alguien va a pagar por haberle estropeado la vela?da. Ese mierda de Leonardo va a tener que arrastrarse, que implorar. Le hará pagar el haberse tirado a una furcia a sus espaldas, y por dejar que la zorra apare?ciese en su casa (su casa, por Dios) para tocarle las narices.

Eve cerró un cajón y abrió otro. -Según el sistema de seguridad, ella salió de aquí después de las dos. La puerta tiene cierre automático. No pide un coche. Está como a sesenta manzanas de casa de Leonardo y lleva tacones de aguja, pero no pide un taxi. No hay constancia de que ninguna compañía la fuera a recoger ni la dejara en ninguna parte. Consta que tenía un minienlace, pero no lo hemos encontrado. Si lo llevaba encima e hizo una llamada, es que ella o alguien más disponía de uno.

– Pero si llamó al asesino, éste fue lo bastante listo para deshacerse del aparato. -Peabody empezó a regis?trar el armario ropero de dos niveles y consiguió no asfi?xiarse con todos aquellos percheros, muchas de cuyas prendas conservaban aún la etiqueta del precio-. Lo que está claro es que no fue a pie hasta el centro. La mitad de estos zapatos ni siquiera tiene la suela arañada. No era de las que caminan.

– De acuerdo. No creo que tomara un cochambroso taxi. Le bastaba con chasquear los dedos y ya tenía a me?dia docena de esclavos ansiosos peleándose por llevarla allá donde quisiera ir. Así que alguien la recoge. Van a casa de Leonardo. ¿Por qué?

Fascinada por el modo en que Eve hacía encajar el punto de vista de Pandora con el suyo propio, Peabody dejó de buscar y la observó.

– Ella insiste. Exige. Amenaza.

– Quizá llama a Leonardo. O quizá es otra persona. Llegan al apartamento, la cámara de seguridad está rota. O la rompe ella.

– O la rompe el asesino. -Peabody salió del mar de seda color marfil-. Porque él ya ha planeado liquidarla.

– ¿Para qué llevarla a casa de Leonardo si ya lo ha pla?neado? O si fue Leonardo, ¿por qué ensuciar su propia casa? Aún no estoy segura de que el asesinato fuera prio?ritario. Llegan allí, y si es verdad lo que dice Leonardo, no hay nadie en el apartamento. Él se ha ido de copas y a buscar a Mavis, que también se ha ido de copas. Pandora quiere castigar a Leonardo. Empieza a arrasar el lugar, quizá da rienda suelta a una parte de su cólera con su compañero. Pelean. La cosa va a más. Él agarra el bastón, tal vez para defenderse, tal vez para atacar. Ella está conmocionada, dolida, asustada. A Pandora nadie le pega. ¿Qué pasa aquí? Él no puede parar, o no quiere. Ella queda tendida en el suelo y hay sangre por todas partes.

Peabody no dijo nada. Había visto las fotografías. Podía imaginarse lo sucedido tal como lo explicaba Eve.

– El asesino está de pie a su lado, jadeando. -Semicerrados los ojos, Eve trató de enfocar la sombría figura del homicida-. La sangre de ella le ha salpicado. Se huele por todas partes. Pero no tiene miedo, no puede permi?tírselo. ¿Qué le ata a ella? El minienlace. Lo coge, se lo guarda. Si es lo bastante listo, y ahora ha de serlo, revisa las cosas de ella, se asegura de que no haya nada que pue?da inculparle. Limpia el bastón y todo lo demás que cree haber tocado.

En la mente de Eve todo sucedía como en un vídeo antiguo, borroso y lleno de sombras. La figura -hombre o mujer- apresurándose a borrar las huellas, pasando por encima del charco de sangre.

– Hay que darse prisa. Podría venir alguien. Pero hay que ser concienzudo. Ya casi está todo limpio. Entonces oye entrar a alguien. Es Mavis. Ella llama a Leonardo, ve el cuerpo, se arrodilla a su lado. La situación es perfecta. El asesino la golpea, luego le cierra los dedos sobre el bastón, hasta puede que le dé a Pandora algunos golpes más. Coge la mano de la muerta y araña con sus uñas el rostro de Mavis, su ropa. Se pone algo encima, de Leo?nardo, para así ocultar su propia ropa.

Se enderezó tras registrar un cajón inferior y vio que Peabody la estaba mirando.

– Es como si estuviera allí -murmuró ésta-. Me gus?taría poder hacer eso, meterme en la escena de ese modo.

– Con un poco más de experiencia lo conseguirá. ¿Dónde diablos está la caja?

– Quizá se la llevó al salir.

– No lo creo. ¿Dónde está la llave, Peabody? Pando?ra cerró el cajón. ¿Dónde está la llave?

En silencio, Peabody sacó su unidad de campo y so?licitó una lista de los artículos encontrados en el bolso de la víctima o en su persona.

– No consta llave alguna entre las pruebas.

– Entonces la tenía él. Y volvió para coger la caja y todo lo que necesitara llevarse. Veamos el disco de segu?ridad.

– ¿No lo habrán comprobado ya los del gabinete?

– ¿Por qué? Ella no murió aquí. Sólo se les pidió que verificasen la hora de partida. -Eve se acercó al monitor, ordenó un replay de la fecha y la hora en cuestión. Vio a Pandora saliendo hecha una furia de la casa y perderse rápidamente de vista-. Las dos y ocho minutos. De acuerdo, veamos qué sacamos de eso. Hora de la muerte, aproximadamente las tres. Ordenador, avanzar hasta las tres cero cero, al triple del tiempo real. -Miró el cronó?metro-. Congelar imagen. Qué hijoputa. Vea eso, Pea?body.

– Lo veo, salta de las cuatro y tres minutos a las cua?tro treinta y cinco. Alguien desconectó la cámara. Tuvo que hacerlo por control remoto. Sabía lo que estaba pa?sando.

– Alguien tenía muchas ganas de entrar, de ir a bus?car algo, de jugársela. Una caja con sustancias ilegales. -Su sonrisa fue tenebrosa-. Tengo un presentimiento en la tripa, Peabody. Vayamos a ver a los del laboratorio.

Capitulo Nueve

– ¿Por qué me buscas las cosquillas, Dallas?

Arrebujado en su bata de laboratorio, el técnico jefe Dickie Berenski analizaba un mechón de vello púbico. Era un hombre muy meticuloso, además de un plomo de cuidado. Pese a ser famoso por su lentitud en los análisis, su promedio de éxitos ante los tribunales le convertía en el elemento más valioso del laboratorio de la policía.

– ¿No ves que estoy aquí encerrado? -Con sus ata?reados dedos de araña ajustó el enfoque de sus microgafas-. Tenemos seis homicidios, diez violaciones, una carretada de sospechosos y muertos desatendidos, y demasiadas cosas en que pensar. No soy un robot, joder.

– Poco te falta -masculló Eve.

No le gustaba el laboratorio, con su atmósfera anti?séptica y sus paredes blancas. Era como un hospital, o peor aún, la sala de Pruebas. Todo policía que empleara la fuerza hasta el punto de provocar una muerte se veía obligado a pasar por Pruebas. Sus experiencias con esa rutina especialmente insidiosa no habían sido nada agra?dables.

– Mira, Dickie, has tenido tiempo de sobra para ana?lizar esa sustancia.

– Tiempo de sobra… -El técnico se apartó de la mesa. Sus ojos, tras las gafas especiales, eran grandes y osados como los de un búho-. Tú y todos los polis de la ciudad os creéis que lo vuestro es prioritario. Como si pudiése?mos dejar todo lo demás. ¿Sabes qué ocurre cuando sube la temperatura, Dallas? Que la gente se pone irasci?ble, eso ocurre. Tú sólo tienes que calmarlos, pero noso?tros, mi equipo y yo, tenemos que examinar cada cabe?llo y cada fibra. Eso lleva tiempo.

Su tono quejumbroso exasperó a Eve.

– Homicidios me está dando la paliza, e Ilegales me atosiga por no sé qué mierda de polvo -añadió él-. Ya tienes el resultado preliminar.

– Necesito el final.

– Bueno, pues no está listo. -Los labios de Dickie es?bozaron un puchero al darse la vuelta y poner en panta?lla la imagen ampliada del pelo-. He de terminar un ADN.

Eve sabía cómo manejarle. No le gustaba hacerlo, pero sabía cómo.

– Tengo dos butacas de tribuna para el partido de los Yankees contra los Red Sox.

Los dedos del técnico volaron sobre los controles.

– ¿De tribuna?

– Frente a la tercera base.

Dickie se quitó las gafas para examinar la habitación. Había otros técnicos trabajando en sus ordenadores.

– A lo mejor té consigo algo. -Impulsó su silla hacia la derecha hasta ponerse ante otro monitor. Conectó el teclado y abrió el archivo manualmente. Tecleó despa?cio, mirando la pantalla-. El problema está ahí, ¿lo ves? Es este elemento.

Para Eve sólo eran colores y símbolos desconocidos, pero gruñó mientras salían los datos. El elemento desco?nocido que ni siquiera la unidad de Roarke había podi?do identificar.

– ¿Es esa cosa roja?

– No, no, eso es una anfetamina corriente. La hay en Zeus, en Buzz, en Smiley. Vaya, se puede conseguir un derivado en cualquier sitio donde pagues al contado. Quiero decir esto. -Señaló con el dedo a un garabato verde.

– Ya, ¿qué es?

– Eso nos preguntamos todos, Dallas. Nunca lo ha?bía visto. El ordenador no puede identificarlo. Yo me huelo que procede de otro planeta.

– Eso sube las apuestas, ¿verdad? Por traer una sus?tancia desconocida de fuera del planeta te pueden caer veinte años en cárcel de máxima seguridad. ¿Se conocen los efectos?

– Estoy trabajando en ello. Parece que tiene algunas de las propiedades de las drogas analgésicas. Se carga los radicales libres. Pero hay ciertos efectos secundarios ne?fastos cuando se mezcla con las otras sustancias encon?tradas en el polvo. Lo tienes casi todo en el informe. In?tensifica el deseo sexual, lo que no es mala cosa, pero a eso siguen violentos cambios de humor. Aumenta la fortaleza física pero propicia la falta de control. Deja el sistema nervioso hecho polvo. Te sientes de puta madre un rato, prácticamente invulnerable, te dan ganas de joder como un conejo, pero no te importa gran cosa si a tu pareja le interesa o no. Cuando llega la bajada, se produ?ce de golpe y rápidamente y la única cosa que te pone a tono es una nueva dosis. Si sigues con eso, subiendo y bajando todo el rato, el sistema nervioso acaba diciendo basta. Y te mueres.

– Básicamente es lo que ya me habías dicho.

– Porque estoy atascado con el elemento X. Es un vegetal, de eso estoy seguro. Similar a una especie de va?leriana que se da en el sudoeste. Los indios utilizaban las hojas para curar. Pero la valeriana no es tóxica y esto sí.

– ¿Es un veneno?

– Tomado solo y en dosis suficiente, lo sería, en efec?to. También lo son muchas hierbas y plantas empleadas en medicina.

– Es una hierba medicinal.

– Yo no he dicho eso. -Dickie hinchó los carrillos-. Seguramente es un híbrido de otro planeta. No puedo decirte más, de momento. Tú y los de Ilegales no vais a conseguir que encuentre la respuesta metiéndome prisas.

– Este caso no es de Ilegales sino mío.

– Díselo a ellos.

– Lo haré. Bueno, Dickie. Ahora necesito el análisis toxicológico de Pandora.

– No lo llevo yo, Dallas. Se lo pasamos a Suzie-Q, y tiene todo el día libre.

– Tú eres el jefe de esto, y yo necesito el informé. -Esperó un segundo-. Con las butacas de tribuna van dos pases para vestuarios…

– Ya. Bien, no estará de más hacer alguna averigua?ción. -Marcó su código y luego el archivo-. Suzie-Q lo guardó, bravo por ella. Jefe Berenski, invalidar seguri?dad en Archivo Pandora, Identificación 563922-H.

PRUEBA DE VOZ VERIFICADA.

– Mostrar lexicología.

PRUEBAS DE TOXICOLOGÍA PENDIENTES. RESULTADOS PRELIMINARES EN PANTALLA.

– Estuvo bebiendo mucho -murmuró Dickie-. Cham?pán francés, del mejor. Seguramente murió feliz. Por lo visto era Dom del 55. Buen trabajo, el de Suzie-Q. Aña?dió unos cuantos polvos de la felicidad. A la difunta le gustaban las fiestas. Diría que es Zeus… No. -Inclinó los hombros hacia adelante, como hacía siempre que estaba intrigado o incómodo-. ¿Qué diablos es esto?

Cuando el ordenador empezaba a detallar los ele?mentos, Dickie cortó de un capirotazo rabioso y empe?zó a examinar el informe manualmente.

– Aquí había alguna mezcla -musitó.

Sus dedos jugaron con los controles como los de un pianista en su primer recital: pausados, cautos, precisos. Dallas vio cómo los símbolos iban formándose, disper?sándose y alineándose otra vez. Y entonces vio también la pauta.

– Es la misma. -Eve miró a la silenciosa Peabody con ojos de acero-. Es la misma sustancia.

– Yo no he dicho eso -interrumpió Dickie-. Cállate y deja que termine de ver el análisis.

– Es la misma -repitió Eve-, con el mismo garaba?to verde del elemento X. Pregunta, Peabody: ¿qué tie?nen en común una top-model y un soplón de segunda clase?

– Los dos están muertos.

– Ha respondido la primera parte correctamente. ¿Quiere intentar la segunda y doblar su premio? ¿Cómo murieron los dos?

Peabody esbozó la más liviana de las sonrisas:

– A palos.

– Y ahora el gran premio: tercera parte de la pregun?ta. ¿Qué relación hay entre estos dos asesinatos aparen?temente sin conexión?

Peabody miró al monitor:

– El elemento X.

– Premio. Transmite ese informe a mi oficina, Dic?kie. A la mía -repitió cuando él la miró inquisitivamen?te-. Si llaman de Ilegales, tú no sabes nada nuevo.

– Oye, no puedo esconder datos…

– Muy bien. -Eve dio media vuelta-. Haré que te traigan esas localidades a las cinco.

– Usted lo sabía -dijo Peabody mientras tomaban el des?lizador aéreo para ir al sector de Homicidios-. Cuando estábamos en el apartamento de Pandora. No encontró la caja, pero sabía lo que había dentro.

– Sospechaba -dijo Eve- que era una mezcla nueva, que intensificaba la potencia sexual y la fuerza física. -Consultó su reloj-. He tenido la suerte de trabajar en los dos casos a la vez, de estar pendiente de los dos. Te?mía estar complicando las cosas, pero entonces empecé a hacerme preguntas. Vi los dos cuerpos, Peabody. Era el mismo tipo de exceso, la misma crueldad.

– Yo no creo que fuera cuestión de suerte. También estuve en las dos escenas, y he estado a dos velas todo el rato.

– Pero aprende muy rápido. -Eve saltó del desliza?dor para tomar el ascensor hasta su nivel-. No le dé mu?chas vueltas, Peabody. Yo llevo en esta profesión el do?ble de tiempo que usted.

Peabody entró en el tubo de cristal y miró desintere?sadamente la ciudad a sus pies.

– ¿Por qué me ha hecho intervenir en el caso?

– Usted tiene cerebro y sangre fría. Es lo mismo que me dijo Feeney cuando me puso a sus órdenes. En Homi?cidios. Dos adolescentes acuchillados y lanzados a la ram?pa de la Segunda con la Veinticinco. Yo también estuve unos días a dos velas. Pero encontré un resquicio de luz.

– ¿Cómo supo que quería servir en Homicidios?

Eve salió del tubo y torció por el pasillo en dirección a su despacho.

– Porque la muerte es insultante. Y cuando encima te meten prisas, es el peor insulto de todos. Vamos a tomar un par de cafés. Quiero poner todo esto por escrito an?tes de llevárselo al comandante.

– Supongo que no podríamos comer nada.

Eve le sonrió volviendo la cabeza.

– No sé qué habrá en mi AutoChef, pero… -Calló al entrar en el despacho y encontrarse a Casto sentado con sus largas piernas embutidas en los consabidos téjanos encima de la mesa y cruzadas por los tobillos-. Vaya, Casto, Jake T., como en casa, ¿eh?

– La estaba esperando, muñeca. -Guiñó un ojo a Eve y sonrió arrebatadoramente a Peabody-. Qué tal, DeeDee.

– ¿DeeDee? -murmuró Eve, y se dispuso a encargar café.

– Teniente. -La voz de Peabody sonó dura como el hierro, pero sus mejillas se habían sonrosado.

– Al que le toca trabajar con un par de polis que ade?más de listas están de buen ver es un tío con suerte. ¿Puedo tomar yo una taza, Eve? Cargado, solo y dulce.

– Puede tomar café, Casto, pero no tengo tiempo para consultas. He de revisar papeleo, y tengo una cita dentro de un par de horas.

– Seré breve. -Pero no se movió de sitio cuando ella le pasó el café-. He estado intentando meterle prisa a Dickie. Ese tío es más lento que una tortuga coja. Como usted es primer investigador, pensaba que podría requi?sar una muestra para mí. Tengo un laboratorio privado para estas ocasiones. Son muy rápidos.

– Creo que no será buena idea sacar este caso del de?partamento, Casto.

– Ese laboratorio está aprobado por Ilegales.

– Me refiero a Homicidios. Vamos a darle un poco más de tiempo a Dickie. Boomer ya no puede moverse.

– Vale, usted está al mando. Es que me gustaría ter?minar pronto este caso. Deja muy mal sabor de boca. No como este café. -Cerró los ojos y suspiró-. Santo Dios, ¿de dónde lo saca? Es verdadero oro.

– Relaciones que tiene una.

– Ah, ese novio rico, claro. -Saboreó otro sorbo-. Cualquier hombre se sentiría tentado de seducirla con una cerveza fría y una enchilada.

– Lo mío es el café, Casto.

– No le culpo. -Desvió la mirada hacia Peabody-. ¿Qué dice usted, DeeDee? ¿Le apetece una cerveza he?lada?

– La agente Peabody está de servicio -dijo Eve vien?do que Peabody sólo tartamudeaba-. Tenemos trabajo, Casto.

– Les dejo trabajar, entonces. -Descruzó las piernas y se puso en pie-. ¿Por qué no me telefonea cuando esté libre, DeeDee? Sé un sitio donde hacen la mejor cocina mejicana a este lado de río Grande. Eve, si cambia de opinión sobre esa muestra, hágamelo saber.

– Cierre la puerta, Peabody -ordenó Eve al salir Cas?to-. Y séquese la baba del mentón, mujer.

Desconcertada, Peabody levantó una mano y al no?tar que tenía la barbilla seca, su humor no mejoró un ápice.

– Eso no tiene gracia. Señor.

– Basta ya de «señor». Cualquiera que responda al nombre de DeeDee pierde cinco puntos en la escala de dignidad. -Eve se dejó caer en la butaca recién abando?nada por Casto-. ¿Qué demonios quería?

– Creía que lo había dicho claro.

– No, la razón de que estuviera aquí no era sólo esa. -Se inclinó para conectar la máquina. Un rápido vistazo a seguridad no mostró resquicio alguno-. Si ha estado hurgando, no se nota.

– ¿Para qué iba a abrir sus archivos?

– Es muy ambicioso. Si pudiera cerrar el caso antes que yo, se pondría muy contento. Además, Ilegales nunca quiere compartir un triunfo.

– ¿Y Homicidios sí? -dijo secamente Peabody.

– Qué va. -Eve sonrió-. Hay que revisar este infor?me. Tendremos que solicitar un experto en toxicología planetaria. Será mejor que vayamos llenando el agujero que vamos a hacerle al presupuesto.

Media hora más tarde, eran convocadas al despacho del jefe de policía y seguridad.

A Eve le gustaba el jefe Tibble. Era un sujeto grande, con una mentalidad osada y un corazón más policía que político. Después del tufo que el anterior jefe había de?jado a su paso, la ciudad y el departamento habían sen?tido la necesidad de ese aire fresco que Tibble traía con?sigo.

Pero Eve no sabía para qué diablos las habían llama?do. Hasta que entró en el despacho y vio a Casto y al ca?pitán de éste.

– Teniente, agente. -Tibble les indicó las sillas.

Estratégicamente, Eve ocupó la que estaba junto al comandante Whitney.

– Tenemos un pequeño lío que solucionar -empezó Tibble-. Y lo vamos a hacer ahora y para siempre. Te?niente Dallas, usted es primer investigador en los homi?cidios de Johannsen y Pandora.

– Así es, señor. Me llamaron para confirmar la iden?tificación del cadáver de Johannsen pues era uno de mis informadores. En el caso Pandora, fui requerida en la es?cena del crimen por Mavis Freestone, que ha sido incul?pada en ese caso. Ambos expedientes siguen abiertos y en proceso de investigación.

– La agente Peabody es su ayudante.

– La solicité como ayudante y fui autorizada a asig?narla a mi caso por el comandante Whitney.

– Muy bien. Teniente Casto, Johannsen también era informador suyo.

– En efecto. Yo trabajaba en otro caso cuando en?contraron su cuerpo. No se me notificó hasta más tarde.

– Y en ese momento los departamentos de Ilegales y Homicidios acordaron cooperar en la investigación.

– Así es. Sin embargo, cierta información de última hora pone ambos casos bajo la jurisdicción de Ilegales.

– Pero son homicidios -protestó Eve.

– Con el vínculo de sustancias ilegales. -Casto lució su mejor sonrisa-. El último informe del laboratorio muestra que la sustancia hallada en el cuarto de Johannsen fue encontrada también en el organismo de Pandora. Esta sustancia contiene un elemento desconocido que no ha sido aún clasificado, y según el artículo seis, sec?ción nueve, código B, todo caso relacionado con ello debe asignarse al jefe de investigación de Ilegales.

– Excepción hecha de los casos que ya estén siendo investigados por otro departamento. -Eve se obligó a respirar hondo-. Mi informe sobre el particular estará listo en una hora.

– Las excepciones no son automáticas, teniente. -El capitán de Ilegales juntó las yemas de los dedos-. Una cosa está clara, Homicidios no tiene gente, experiencia ni infraestructura para investigar un desconocido. Ilega?les sí. Y nos parece que escamotear datos a nuestro de?partamento no es cooperar.

– Su departamento y el teniente Casto recibirán sen?das copias cuando el informe esté terminado. Estos ca?sos son míos…

Whitney levantó una mano a tiempo.

– La teniente Dallas es primer investigador. Aunque estos casos tengan que ver con sustancias ilegales, no dejan de ser homicidios, que es lo que ella está investi?gando.

– Con todos los respetos, comandante. -Casto ate?nuó la sonrisa-, todo el mundo sabe que usted apoya a la teniente, y razón no le falta, dado su historial. Si pe?dimos esta entrevista con el jefe Tibble fue para esta?blecer un juicio justo sobre prioridades. Yo tengo más contactos en la calle, y estoy relacionado con comer?ciantes y distribuidores de sustancias. Trabajando extraoficialmente, he conseguido acceso a fábricas, destilerías y laboratorios, cosa que la teniente no. Añádase a eso que hay un sospechoso acusado del asesinato de Pandora.

– Que no tenía la menor conexión con Johannsen -terció Eve-. Fueron asesinados por la misma persona, jefe.

Tibble permaneció impasible, sin delatar su posible decisión.

– ¿Es eso una opinión suya, teniente?

– Mi dictamen profesional, señor, que intento de?mostrar en mi informe.

– Jefe, no es ningún secreto que la teniente Dallas tie?ne un interés personal en el sospechoso. -El capitán habló pausadamente-. Sería lógico que ella tratara de enmasca?rar el caso. ¿Cómo puede dictaminar con objetividad cuando el sospechoso es una de sus mejores amigas?

Tibble levantó un dedo para refrenar el furor de Eve.

– ¿Su opinión, comandante Whitney?

– Confío por entero en el dictamen de la teniente Dallas. Sabrá hacer su trabajo.

– Estoy de acuerdo. Capitán, no me gusta mucho la deslealtad. -La regañina era suave, pero la puntería le?tal-. Bien, ambos departamentos tienen razón en cuanto a la prioridad. Las excepciones no son automáticas, y nos enfrentamos a un elemento desconocido que al pa?recer está involucrado al menos en dos muertes. Ambos tenientes, Dallas y Casto, tienen un historial ejemplar, y tengo entendido que los dos son más que competentes en su trabajo. ¿Está de acuerdo, comandante?

– Sí, señor, los dos son grandes policías.

– Entonces, sugiero que cooperen en lugar de jugar al gato y al ratón. La teniente Dallas conserva su condi?ción de primer investigador y, por tanto, tendrá al co?rriente de cualquier avance al teniente Casto y su depar?tamento. ¿Es todo, o he de cortar a un niño en dos como Salomón?

– Termine ese informe cuanto antes, Dallas -masculló Whitney mientras salían-. Y la próxima vez que sobor?ne a Dickie, hágalo mejor.

– Sí, comandante. -Eve miró la mano que le tocaba el brazo y vio a Casto a su lado.

– Tenía que intentarlo. Al capitán le encantan los partidos emocionantes.

A Eve no se le escapó la alusión al béisbol.

– No importa, ya que soy yo la que está bateando. Le pasaré mi informe, Casto.

– Gracias. Yo iré a husmear por la calle. De momen?to, nadie sabe nada de una nueva mezcla. Pero este asun?to extraplanetario podría dar pie a algo. Conozco a un par de tipos en Aduanas que me deben favores.

Eve dudó, pero finalmente decidió que era la hora de tomarse en serio la cooperación.

– Pruebe con Stellar Five. Pandora regresó de allí un par de días antes de morir. Todavía tengo que compro?bar si hizo algún alto en el camino.

– Bien. Téngame al corriente. -Casto sonrió y la mano que seguía en el brazo de ella bajó hasta su cintu?ra-. Tengo la sensación, ahora que hemos ventilado nuestras diferencias, que formaremos un equipo cojo-nudo. Aclarar este caso va a venir muy bien a nuestros respectivos historiales.

– Me interesa más encontrar al asesino que el efecto que eso pueda tener en mi estatus profesional.

– Eh, la justicia lo primero, que quede claro. -Su ho?yuelo tembló-. Pero no me echaré a llorar si mis esfuer?zos acercaran mi sueldo al de un capitán. ¿Me guarda rencor?

– No. Yo habría hecho lo mismo.

– Bien. Puede que me pase un día de éstos a tomar un poco de ese café. -Le dio un apretón a la muñeca-. Ah, Eve, espero que su amiga sea inocente. Lo digo en serio.

– Lo demostraré. -Él se había alejado ya un par de zancadas cuando ella vio que no podía aguantarse-. ¿Casto?

– ¿Sí, muñeca?

– ¿Qué le ofreció?

– ¿Al tonto de Dickie? -Su sonrisa fue tan grande como todo Oklahoma-. Una caja de escocés puro. Se lanzó sobre ella como una rana a una mosca. -Casto sacó su lengua para ilustrarlo y guiñó de nuevo-. Nadie soborna mejor que un poli de Ilegales, teniente.

– Lo tendré en cuenta. -Eve se metió las manos en los bolsillos pero no pudo evitar sonreír-. Tiene estilo, eso no hay quien se lo quite.

– Y un trasero fenomenal -dijo Peabody antes de que pudiera callárselo-. Sólo era un comentario.

– Con el cual estoy de acuerdo. Bueno, Peabody, esta vez hemos ganado la batalla. Veamos qué tal se nos da la guerra.

Cuando terminó de redactar el informe, Eve estaba casi bizca. Dejó libre a Peabody tan pronto las copias fueron transmitidas a todos los interesados. Luego pensó en cancelar su sesión con la psiquiatra, considerando todas las razones posibles para postergarla.

Pero llegó al despacho de la doctora Mira a la hora prevista y, una vez dentro, aspiró los conocidos aromas de té de hierbas y perfume vaporoso.

– Me alegro de que haya venido. -Mira cruzó sus piernas enfundadas en medias de seda. Se había cambia?do el peinado, advirtió Eve. Lo llevaba corto en vez de recogido en un moño. Los ojos sí eran los mismos, cla?ros, serenos y azules y repletos de entendimiento-. Tie?ne buen aspecto.

– Estoy bien.

– No entiendo cómo puede estarlo, con las cosas que están pasando en su vida. Profesional y personalmente. Debe de ser tremendamente difícil para usted que una amiga íntima sea acusada de un asesinato que usted está investigando. ¿Cómo lo lleva?

– Yo hago mi trabajo. Haciéndolo, demostraré la ino?cencia de Mavis y descubriré quién le tendió la trampa.

– ¿Se siente escindida en su lealtad?

– No, ahora que he reflexionado sobre ello. -Eve se frotó las manos en las perneras del pantalón. Las palmas húmedas eran un efecto secundario habitual de sus en?trevistas con Mira-. Si tuviera alguna duda, la más míni?ma duda de que Mavis es inocente, no sé muy bien qué haría. Pero como no es así, la respuesta está clara.

– Eso es un consuelo para usted.

– Podríamos decir que sí. Me sentiré más cómoda cuando haya cerrado el caso y ella quede libre. Supongo que estaba preocupada cuando concerté esta cita con us?ted. Pero ahora me siento mejor.

– Eso es importante: controlar la situación.

– No puedo hacer mi trabajo si no tengo la sensación de que la domino.

– ¿Y en cuanto a su vida personal?

– Bueno, a Roarke no hay quien le domine.

– Entonces ¿es él quién lleva las riendas?

– Si una le deja sí. -Eve rió-. Seguramente él diría lo mismo de mí. Imagino que los dos tratamos de llevar las riendas, pero al final vamos en la misma dirección. Él me quiere.

– Parece que eso le sorprende.

– Nadie me ha querido nunca. Al menos de este modo. Para alguna gente es muy fácil decirlo. Las pala?bras. Pero con Roarke no son sólo palabras. Él me cono?ce por dentro, y no me importa.

– ¿Debería importar?

– No lo sé. No siempre me gusta lo que veo, pero a él sí. O al menos lo comprende. -Y Eve comprendió en ese momento que era de eso de lo que necesitaba hablar. De aquellos puntos negros-. Quizá sea porque los dos tuvi?mos un comienzo difícil. Supimos, cuando éramos demasiado jóvenes para saberlo, que la gente puede ser muy cruel. Que el poder no solamente corrompe, sino que mutila. Él… yo nunca había hecho el amor antes. Me había acostado con gente, sí, pero nunca sentí nada más allá de una cierta liberación. Nunca pude tener intimi?dad -acabó diciendo-. ¿Ésa es la palabra?

– Sí, creo que justamente ésa. ¿Por qué le parece que con él ha conseguido intimidad?

– Roarke no lo habría aceptado de otra forma. Por?que él… -Sintió ganas de llorar y parpadeó-. Porque él abrió algo que había dentro de mí y que yo había cerra?do a cal y canto. De alguna manera, tomó el control de esa parte de mi ser, o yo le dejé que lo tomara. Esa parte de mí murió siendo yo pequeña cuando…

– Se sentirá mejor si lo dice, Eve.

– Cuando mi padre me violó. -Suspiró y las lágrimas ya no tuvieron importancia-. Me violó, me forzó y me hizo daño. Me utilizaba como si fuera una prostituta cuando yo era demasiado pequeña y débil para impedír?selo. Me sujetaba o me ataba. Me pegaba hasta que yo apenas podía ver, o me tapaba la boca para que no pu?diera gritar. Y me penetraba a la fuerza, y se metía hasta que el dolor era casi tan obsceno como el acto en sí. Y nadie podía ayudarme, yo no podía hacer otra cosa que esperar la próxima vez.

– ¿Comprende usted que no debía culparse por ello? -preguntó dulcemente Mira. Cuando finalmente se abría un acceso, pensó, uno tenía que extraer todo el ve?neno con cuidado, lentamente, a conciencia-. ¿Ni en?tonces ni ahora ni nunca?

Eve se enjugó las mejillas.

– Yo quería ser policía porque los policías tienen el control, detienen a los criminales. Me parecía muy senci?llo. Después, una vez en el cuerpo, empecé a ver que hay gente que siempre acecha a los débiles y los inocentes. No, no fue culpa mía. La culpa fue de él y de la gente que fingía no ver ni oír nada. Pero aún tengo que apechugar con ello, y era más fácil hacerlo cuando no recordaba.

– Pero hace mucho tiempo que lo recuerda, ¿verdad?

– A trozos. Todo lo que pasó antes de que me encon?traran en el callejón cuando tenía ocho años no eran más que retazos.

– ¿Y ahora?

– Más retazos, demasiados. Y todo está más claro, más próximo. -Se pasó la mano por la boca y delibera?damente la bajó de nuevo a su regazo-. Puedo ver su cara. Antes no era capaz de hacerlo. Durante el caso DeBlass, el pasado invierno, creo que se produjeron sufi?cientes coincidencias como para que eso ocurriera. Lue?go llegó Roarke, y todo empezó a surgir de forma más clara y más rápida. Ya no puedo pararlo.

– ¿Es eso lo que quiere?

– Si pudiera, barrería de un plumazo esos ocho años. -Lo dijo cruelmente, pues lo sentía así-. Ya no tienen que ver conmigo. No quiero que tengan nada que ver conmigo nunca más.

– Eve, por más horribles y obscenos que fueran esos ocho años, son parte de su vida. Le ayudaron a forjar su fortaleza, su compasión hacia los inocentes, su comple?jidad, su resistencia. Recordar y enfrentarse a esos re?cuerdos no cambiará lo que usted es ahora. A menudo le he recomendado que acceda a la autohipnosis. Ya no lo voy a hacer. Creo que su subconsciente está dejando aflorar esos recuerdos a su propio ritmo.

Si era así, Eve quería que el ritmo fuese lento, que la dejara respirar.

– Quizá hay cosas que no estoy preparada para re?cordar. Hay un sueño que no deja de repetirse última?mente. Una habitación, un cuarto nauseabundo con una luz roja que parpadea en la ventana. Se enciende y se apaga. Una cama. Está vacía, pero manchada. Sé que es sangre. Mucha sangre. Me veo a mí misma acurrucada en un rincón del suelo. Allí hay más sangre. Estoy cubierta de sangre. Estoy mirando a la pared y no me veo la cara. No puedo ver con claridad, pero seguro que soy yo.

– ¿Está sola?

– Eso creo. No lo sé. Sólo veo la cama, el rincón y la luz que se enciende y se apaga. A mi lado en el suelo hay un cuchillo.

– Usted no tenía heridas de cuchillo cuando la en?contraron.

Eve miró a la doctora con ojos hundidos y obsesio?nados.

– Ya lo sé.

Capitulo Diez

Eve esperaba encontrar la fría desaprobación de Summerset al entrar en la casa. Estaba habituada a ello. No pudo explicar a qué perversa racha de suerte se de?bió su decepción ante el hecho de que él no la recibiera con algún comentario despectivo.

Entró en el salón contiguo al vestíbulo y conectó el sensor mural.

– ¿Dónde está Roarke?

ROARKE ESTÁ EN EL GIMNASIO, TENIENTE. ¿DESEA PONERSE EN CONTACTO CON ÉL?

– No. Desconectar. -Iría a verlo por sí misma. Sudar un rato en los aparatos tal vez le ayudaría a despejar la mente.

Subió la escalera que quedaba oculta por el panel del pasillo, descendió un nivel y atajó por la zona de la pisci?na con su laguna de fondo negro y su vegetación tro?pical.

Aquí abajo hay otro de los mundos de Roarke, pen?só. La lujosa piscina con una pantalla cenital que podía simular el claro de luna, los rayos del sol o una noche es?trellada con sólo tocar un control; la sala de hologramas donde cientos de juegos permitían pasar una noche tranquila, el baño turco, el tanque de aislamiento, el área para prácticas de tiro, un pequeño teatro, y una sala de atención médica superior a muchos ostentosos centros de salud.

Juguetes para ricos, se dijo. O quizá Roarke los lla?maría herramientas de supervivencia; un medio necesa?rio para relajarse en un mundo que se movía cada vez más deprisa. Él sabía equilibrar el trabajo y la relajación mejor que ella, Eve lo reconocía. De algún modo había encontrado la clave para disfrutar de lo que tenía mien?tras hacía planes para acumular más cosas.

Eve había aprendido bastante de Roarke en los últi?mos meses. Una de las lecciones más importantes era que a veces era mejor dejar a un lado las preocupaciones, las responsabilidades, incluso la sed de respuestas, y ser sim?plemente uno mismo.

Eso fue lo que pensó Eve al entrar en el gimnasio y marcar el código para cerrar la puerta después.

Roarke no era hombre que escatimara en su equipo y tampoco era de los que toman el camino fácil y pagan para que le esculpan el cuerpo, le tonifiquen los múscu?los y le reanimen los órganos. El sudor y el esfuerzo eran para él tan importantes como el banco de gravedad, la pista acuática o el centro de resistencia. Se tenía por un hombre que valoraba la tradición, y su gimnasio perso?nal estaba también repleto de anticuadas pesas, bancos inclinados y un sistema de realidad virtual.

Ahora estaba utilizando las pesas, haciendo largos y lentos ejercicios mientras contemplaba un monitor encendido y hablaba con alguien por un enlace por?tátil.

– En esto la seguridad es prioritaria, Teasdale. Si hay un fallo, encuéntrelo. Y arréglelo. -Miró ceñudo la pan?talla y pasó a hacer flexiones-. Tendrá que espabilar un poco. Si va a haber exceso de costes, tendrá que justifi?carlos. No, Teasdale, no he dicho defender sino justificar. Transmita un informe a mi despacho para las nue?ve en punto, hora planetaria. Desconectar.

– Qué duro eres, Roarke.

Él desvió la vista mientras se apagaba el monitor y sonrió a Eve.

– El negocio es como la guerra, teniente.

– Tal como tú juegas, es letal. Si yo fuera Teasdale, me habría puesto a temblar en mis botas de gravedad.

– Ésa era la idea. -Dejó las pesas en el suelo para qui?tarse los cascos. Eve vio cómo iba al centro de resisten?cia, ponía un programa y empezaba con pesas de pier?nas. Distraídamente, Eve cogió una pesa y trabajó el tríceps sin dejar de mirarle.

La cinta de la cabeza le daba aspecto de guerrero, pensó Eve. Y la camiseta sin mangas y el calzón oscuros dejaban ver una atractiva musculatura y una piel perlada de honrado sudor. Viendo aquellos músculos y aquel sudor, Eve le quiso.

– Pareces satisfecha de ti misma, teniente.

– De hecho, quien me satisface eres tú. -Inclinó la ca?beza y paseó la mirada por el cuerpo de Roarke-. Tienes un cuerpo fabuloso.

Arrugó la frente cuando Eve se le subió a horcajadas y le tocó los bíceps:

– Estás macizo.

Él sonrió. Veía que Eve estaba de un humor especial, pero no sabía cuál.

– ¿Quieres ponerme a prueba?

– No pensarás que me das miedo. -Sin apartar los ojos de él, Eve se despojó de la pistolera y k colgó de una barra-. Vamos. -Fue hasta una colchoneta y flexionó los dedos con aire retador-. A ver si puedes tum?barme.

Sin moverse de sitio, Roarke estudió a Eve. Había en sus ojos algo más que desafío. Si no se equivocaba, lo que había allí era deseo.

– Eve, estoy empapado en sudor.

– Cobarde -replicó ella.

Él dio un respingo.

– Deja que me duche y luego…

– Gallina. Sabes, hay hombres que siguen empeña?dos en creer que una mujer no puede equipararse a ellos en el plano físico. Como sé que tú esto lo tienes supera?do, será que tienes miedo de que te dé una zurra.

Eso le convenció.

– Terminar programa. -Roarke se incorporó lenta?mente y alcanzó una toalla. Se secó la cara-. ¿Quieres pelea? Te dejo que calientes un poco.

La sangre de Eve ya estaba a cien.

– Ya estoy caliente. Lucha libre.

– Nada de puños -dijo él al pisar la colchoneta. Al ver que ella bufaba despectivamente, Roarke achicó los ojos-. No pienso pegarte.

– Vale. Como si pudieras…

Él fue más rápido, la pilló desprevenida y la hizo caer de culo.

– Tramposo -murmuró ella poniéndose en pie de un salto.

– Vaya, ahora resulta que hay reglas.

Se agazaparon, dando vueltas en círculo. Él esquiva?ba, ella atacaba. Estuvieron agarrados durante diez se?gundos; las manos de ella resbalaban en la piel sudorosa de él. Un rápido gancho de Roarke hubiera funcionado de no ser porque ella se anticipó hurtando el cuerpo. Con un rápido movimiento, Eve le hizo rodar.

– Estamos empatados. -Se agazapó otra vez mientras él se levantaba y se atusaba el pelo.

– Muy bien, teniente. Voy a dejar de defenderme.

– ¿Defenderte? Y una mierda. Estabas…

Roarke estuvo a punto de atraparla otra vez, y la habría tumbado si ella no hubiera comprendido a tiem?po que su táctica era distraerla con insultos. Esquivó la llave y entonces, cuando sus caras estuvieron muy cer?ca, los cuerpos en pleno esfuerzo, ella sacó su mejor arma.

Deslizó una mano entre las piernas de él y le acarició los testículos. Él la miró entre sorprendido y gozoso. «Vaya», murmuró aproximando los labios a los de ella antes de que Eve cambiara de presa.

Roarke ni siquiera tuvo tiempo de maldecir mien?tras salía volando por los aires. Aterrizó con un golpe sordo y ella se le echó encima, presionándole la entre?pierna con una rodilla e inmovilizándole los hombros con las manos.

– Has perdido, amigo.

– Mira quién hablaba de trampas.

– No seas mal perdedor.

– Es difícil discutir con una mujer que tiene la rodilla encima de mi ego.

– Bien. Ahora tú y yo vamos a hablar.

– ¿De veras?

– Lo que oyes. Te he ganado. -Eve ladeó la cabeza y alargó la mano para quitarle la camiseta-. Coopera y no tendré que hacerte daño. Así. -Cuando él alargó el brazo, Eve le agarró las manos y se las puso sobre la col?choneta-. Aquí mando yo. No me hagas sacar las es?posas.

– Mmm. Interesante amenaza. Por qué no…

Ella le hizo callar con un beso ardoroso. Instintiva?mente, él flexionó las manos bajo las de ella, quería to?carla, tomarla. Pero comprendió que ella quería otra cosa, algo más.

– Voy a poseerte. -Eve le mordió el labio, haciéndole desearla todavía más-. Voy a hacer contigo lo que quiera.

Él empezó a jadear.

– Sé dulce conmigo… -consiguió decir, y sintió que la risa de ella tenía pasión.

– Sigue soñando.

Eve fue ruda: rápidas y exigentes manos, impacien?tes e inquietos labios. Roarke casi podía sentir cómo vi?braba en ella la necesidad salvaje, cómo penetraba en él con una implacable energía que parecía alimentarse de sí misma. Si Eve quería dominar, él se lo permitiría. O eso pensaba. Pero en algún momento de su propia eferves?cencia, perdió la oportunidad de hacerlo.

Eve le arañó con los dientes, se los clavó con fuerza hasta que los músculos que él había tonificado empeza?ron a temblar. Su visión falló cuando ella le tomó la boca, le trabajó a fondo, rápido, obligándole a luchar contra su instinto o a explotar.

– No te me resistas. -Eve le mordisqueó el muslo y volvió a subir por su torso mientras la mano sustituía a la boca-. Quiero hacer que te corras. -Atrajo la lengua de él hacia su boca, mordió, soltó-. Vamos.

Vio cómo sus ojos se ponían opacos segundos antes de que notara su orgasmo. La risa de ella tembló de po?der cuando le dijo:

– He ganado otra vez.

– Dios. -Roarke acertó apenas a rodearla con sus brazos. Se sentía débil como un niño, y mezclado con el desconcierto por su total pérdida de control había un vertiginoso goce-. No sé si disculparme o darte las gra?cias.

– Ahórrate ambas cosas. Aún no he terminado con?tigo.

Él casi rió, pero ella ya le estaba mordisqueando la mandíbula y mandando nuevas señales a su maltrecho organismo.

– Cariño, tendrás que darme un respiro.

– Yo no tengo que hacer nada. -Estaba ebria de vo?luptuosidad, saturada de la energía que le daba su po?der-. Sólo tienes que aceptar.

Poniéndose a horcajadas, Eve se quitó la camiseta por la cabeza. Sin dejar de mirarle, se pasó las manos por el torso y los pechos, arriba y abajo, la boca llena de sali?va. Luego le cogió las manos y se las acercó. Con un sus?piro, cerró los ojos.

Su tacto le resultaba familiar, pero siempre nuevo. Y siempre excitante. Roarke jugueteó con los pezones hasta notarlos calientes y al borde del dolor, tirando después de ellos hasta que notó en ella una respuesta inequívoca.

Ella se arqueó hacia atrás mientras él se erguía para cubrirla con su boca. Ella le sujetó la cabeza y se dejó lle?var por las sensaciones: el roce de los dientes sobre la carne sensible pasando de tierno a brutal, el contacto de los dedos de él en sus caderas, el resbaladizo deslizar de carne sobre carne y el tórrido y penetrante olor a su?dor y sexo. Y cuando ella le requirió con la boca, el sa?bor explosivo de la lujuria.

Él emitió un sonido entre gruñido y juramento cuando ella se apartó. Eve se puso rápidamente en pie, contenta de notar que le temblaban las piernas de deseo. No necesitaba decirle que jamás había sido así con na?die más que con él. Él ya lo sabía. Igual que ella había acabado sabiendo que Roarke encontraba más con ella, en cierto modo, que con ninguna otra.

Se quedó en pie, sin querer acompasar por más tiem?po la respiración, sin que la sorprendieran ya los escalo?fríos que la sacudían. Se quitó los zapatos, se desabro?chó el pantalón y lo lanzó a un lado.

El sudor la cubría de pies a cabeza mientras él la exa?minaba de arriba abajo. Nunca había creído tener un cuerpo bonito. Era un cuerpo de poli, y tenía que ser fuerte, resistente, flexible. Con Roarke había descubier?to lo maravillosos que podían ser estos aspectos para una mujer. Temblando un poco, puso una rodilla a cada lado de Roarke y se inclinó para perderse en el vertigi?noso placer del boca sobre boca.

– Todavía mando yo -susurró al incorporarse.

Él le sonrió con una mirada ardiente:

– Empléate a fondo.

Ella descendió y se empaló lenta, atormentado?ramente. Y cuando él estuvo al fondo, cuando ella se quedó rígida, arqueada hacia atrás, dejó escapar un so?llozo desgarrador al sentir un primer y glorioso orgas?mo recorriendo todo su cuerpo. Se lanzó codiciosa so?bre él una vez más, le agarró las manos y empezó a cabalgar.

Su cabeza, su sangre, eran un cúmulo de explosio?nes. Tras los ojos cerrados bailaban colores bulliciosos y dentro de ella no había más que Roarke y la desespera?da necesidad de más Roarke, todavía más. Un clímax sucedía a otro, haciéndola saltar de placer antes de que pudiera posarse de nuevo. El horrible dolor que sentía dentro iba y venía hasta que, al fin, su cuerpo se arrella?nó nacidamente sobre el de él. Eve pegó la cara al cuello de Roarke y esperó que volviera la cordura.

– Eve.

– ¿Hummm?

– Me toca a mí.

Ella le miró con ojos entrecerrados y él la hizo vol?ver de espaldas. Eve tardó un segundo en sentir que la penetraba.

– Pensaba que tú, que los dos…

– Tú sí-murmuró él, viendo cómo un rebrote de pla?cer le asomaba a la cara mientras él se movía dentro-. Ahora eres tú la que ha de aceptar.

Ella rió, pero su carcajada se convirtió en gemido.

– Acabaremos matándonos si seguimos así.

– Me arriesgaré. No, no cierres los ojos. Mírame. -Roarke vio cómo los ojos se ponían vidriosos cuando él aceleró el ritmo, oyó su grito ahogado al penetrarla él más y más.

Y luego ambos se pusieron a embestirse, ávidas las manos de ella, impacientes las caderas de él. Estaban trabados, como dos boxeadores esperando la cuenta y boqueando. Él había resbalado un poco hacia abajo, y veía que aunque sus pechos estaban al alcance de sus labios, ya no tenía vigor para aprovecharse de ello.

– No me noto los pies -dijo ella-. Ni los dedos de la mano. Creo que me he roto algo.

Roarke temió estar cortándole el aire y la circula?ción. Haciendo un esfuerzo, invirtió su posición y pre?guntó:

– ¿Mejor ahora?

Ella aspiró una larga bocanada de aire.

– Creo que sí.

– ¿Te he hecho daño?

– ¿Qué?

Roarke le inclinó la cabeza y escrutó aquella sonrisa inexpresiva.

– Déjalo. ¿Has terminado conmigo?

– De momento.

– Menos mal. -Él se echó hacia atrás y se concentró en respirar.

– Dios, menudo estropicio.

– No hay nada como el sexo viscoso y mojado para recordarle a uno que es humano. Vamos.

– ¿Adonde?

– Cariño -le plantó un beso en el hombro húmedo-, tienes que ducharte.

– Pienso dormir aquí un par de días. -Ella se ovilló y bostezó-. Ve tú primero.

Él meneó la cabeza y haciendo acopio de fuerzas apartó a Eve y se puso en pie. Tras inspirar profunda?mente, alargó el brazo y se la echó a la espalda.

– Sí, claro, aprovéchate de una muerta.

– De un peso muerto -masculló él y cruzó el gimna?sio en dirección a los vestuarios. Ajustando el peso de Eve sobre sus hombros, entró a la zona embaldosada. Con una sonrisa perversa, se dio la vuelta de forma que la cara de ella recibiera toda la fuerza de una de las du?chas.

– Sesenta y tres grados. Máxima potencia.

– Sesenta y… -fue todo lo que Eve pudo decir. El res?to se perdió en medio de gritos y exclamaciones que re?sonaron en los relucientes azulejos.

Ya no era un peso muerto sino una mujer mojada, y desesperada. Él rió mientras ella balbucía y le insultaba a placer.

– ¡Noventa! -gritó ella-. ¡Noventa jodidos grados!

Cuando el chorro salió casi hirviendo, Eve consi?guió aguantar la respiración.

– ¡Te mataré, Roarke!

– Es bueno para ti, cariño. -Roarke la dejó en el sue?lo y le ofreció el jabón-. Lávate, teniente. Me" muero de hambre.

Ella también.

– Te mataré después -decidió-. En cuanto haya co?mido.

Una hora después, Eve estaba limpia, satisfecha, vestida y atacando un grueso filete.

– Sólo me caso contigo por el sexo y el dinero, sabes.

Él bebió un poco de vino tinto y la observó comer a dos carrillos.

– Pues claro.

Eve mordió una patata frita.

– Y porque eres guapito de cara.

Roarke se limitó a sonreír.

– Eso dicen todas.

No eran ésas las razones, pero un buen polvo, un buen filete y una cara bonita podían aplacar cualquier mal humor. Eve le sonrió.

– ¿Cómo está Mavis?

Él había estado esperando que lo preguntara, pero sabía que ella había tenido que sacarse algo antes del or?ganismo.

– Bien. Está en su suite celebrando una especie de reunión con Leonardo. Puedes hablar con ellos mañana por la mañana.

Eve miró su plato mientras seguía cortando la carne.

– ¿Qué opinas de él?

– Creo que está desesperadamente, casi patéticamen?te enamorado de Mavis. Y como tengo cierta experiencia en ese tipo de emociones, me solidarizo con su situación.

– No hemos podido verificar sus movimientos la no?che del crimen. -Ella cogió su copa de vino-. Tenía el móvil, tenía medios, y muy probablemente la oportuni?dad. No hay ninguna prueba física que lo vincule al cri?men, pero éste tuvo lugar en su apartamento y el arma homicida le pertenecía.

– ¿Te lo imaginas matando a Pandora y luego organi?zando la escena para inculpar a Mavis?

– No. Aunque sería más fácil decir que sí. -Eve tam?borileó con los dedos en la mesa y volvió a coger la copa que había dejado-. ¿Conoces a Jerry Fitzgerald?

– Sí, la conozco. -Esperó un segundo-. No, no me he acostado con ella.

– Quién te lo pregunta.

– Es para abreviar.

Ella se encogió de hombros y bebió un poco más.

– A mí me parece astuta, ambiciosa, inteligente y dura.

– Sueles dar en la diana.

– No sé mucho de modelos, pero he investigado un poco la profesión. Al nivel de Fitzgerald, los premios son muy importantes. Dinero, prestigio, publicidad. Ser cabeza de cartelera en un show tan anunciado como el de Leonardo merece créditos grandes y una cobertura total. Eso le permitiría ocupar el puesto de Pandora.

– Si sus diseños tienen garra, valdría la pena gastarse una suma importante en ser el primer patrocinador -con?cedió Roarke-. Pero eso no deja de ser una conjetura.

– Jerry tienen un lío con Justin Young, y reconoció que Pandora estaba tratando de apartarlo de ella.

Roarke reflexionó:

– No me imagino a Jerry Fitzgerald convertida en asesina por amor a un hombre.

– Ya, seguramente por un estilista lo haría -admitió Eve-, pero hay más.

Le habló de la conexión entre la muerte de Boomer y la nueva mezcla hallada en el organismo de Pandora.

– No hemos dado con el escondrijo. Alguien más fue a buscarlo, y sabía dónde mirar.

– Jerry ha criticado públicamente las ilegales. Claro que eso es de puertas afuera -añadió Roarke-. Y aquí se trata de beneficios, no de reuniones sociales.

– Ésa es mi hipótesis. Una mezcla así, muy adictiva, potente, etcétera, podría generar grandes beneficios. El hecho de que sea letal en última instancia no frenará su distribución ni su consumo.

Apartó el filete a medio terminar, con un gesto que hizo arquear una ceja a Roarke. Cuando no comía, es que estaba preocupada.

– Yo creo, Eve, que estás a punto de hincarle el diente a una pista. Una pista que se aparta totalmente de Mavis.

– Sí. -Se levantó, inquieta-. Una pista que no apunta hacia nadie. Fitzgerald y Young se cubren mutuamente. Los discos de seguridad confirman su paradero en el momento de la muerte. Paul Redford no tiene coartada, o a la que tiene le sobran agujeros, pero no puedo echar?le el guante. Por ahora.

Que quería eso le pareció muy claro a Roarke:

– ¿Qué impresión sacaste?

– Insensible, despiadado, interesado.

– No te cayó bien.

– Pues no. Es empalagoso, presumido, cree que pue?de manejarme sin forzar su materia gris. Y me ofreció información, como hicieron Young y Fitzgerald. No me gustan los voluntarios, sabes.

Roarke pensó que la mente de un policía era una caja de sorpresas.

– Te habrías fiado más si hubieras tenido que sacarle la información a la fuerza.

– Claro. -Para ella era una regla básica-. Estaba an?sioso por chivarme que Pandora consumía drogas. Igual que Fitzgerald. Y los tres se alegraron casi de decirme que la víctima les caía fatal.

– Supongo que no se te ocurrió que pudieran ser sin?ceros.

– Cuando la gente es tan franca, y más con un policía, normalmente es que debajo hay algo. Voy a tener que sonsacarles un poco. -Dio una vuelta y se sentó de nue?vo-. Luego está el hombre de Ilegales con el que no dejo de tropezarme.

– Casto.

– El mismo. Quiere los casos, y aceptó muy bien que el tiro le saliera por la culata, pero con él no será como par?ticipar a partes iguales. Casto quiere ascender a capitán.

– ¿Tuno?

Ella le miró fríamente.

– Cuando me lo haya ganado.

– Y, por supuesto, mientras tanto participarás a par?tes iguales con Casto.

– Cierra el pico, Roarke. El caso es que he de relacio?nar ambas muertes de una forma sólida. He de encontrar la persona o personas que los pusieron en contacto, que conocían a Boomer y a Pandora. Hasta entonces, Mavis tiene pendiente un juicio por asesinato.

– Tal como lo veo, tienes dos caminos que explorar.

– ¿Que son?

– El que conduce a la alta costura y el que conduce a las calles, uno reluciente y otro arenoso. -Encendió un cigarrillo-. ¿Dónde dices que estuvo Pandora antes de regresar al planeta?

– En Starlight Station.

– Tengo algunos intereses allí.

– Vaya sorpresa -dijo ella secamente.

– Puedo hacer algunas preguntas. El tipo de gente que Pandora frecuentaba no reacciona muy bien ante una placa de policía.

– Si no obtengo las respuestas adecuadas, tal vez ten?ga que ir yo personalmente.

Algo en su tono puso a Roarke en alerta.

– ¿Problemas?

– No, ninguno.

– Eve…

Ella se apartó de la mesa.

– Nunca he salido del planeta.

Él la miró divertido.

– ¿Nunca?

– ¿Crees que la gente se pone en órbita simplemente por el prurito de hacerlo? Aquí abajo hay trabajo de so?bra para todos.

– No tienes nada que temer -dijo él, sabiendo de qué pie calzaba-. Un viaje espacial es más seguro que condu?cir por Nueva York.

– Chorradas -dijo ella por lo bajo-. Yo no he dicho que tenga miedo. Si tengo que hacerlo, lo haré. Prefería no hacerlo, eso es todo. Cuanto menos se me escape este caso, más rápido demostraré la inocencia de Mavis.

– Hummm. -Muy interesante, pensó él. Su valerosa teniente tenía una fobia-. ¿Y si vemos qué puedo averi?guar yo?

– Tú eres un civil.

– Extraoficialmente, claro.

Ella lo miró y vio que había un entendimiento mu?tuo. Suspiró.

– Bueno. Supongo que no tendrás un experto en flo?ra extraplanetaria para prestarme mientras tanto. Él volvió a coger su copa de vino y sonrió. -Pues ya que lo dices…

Capitulo Once

El caso estaba yendo en demasiadas direcciones a la vez, pensó Eve. El mejor trayecto era el más familiar. Optó por la calle.

Había dejado a Peabody con un montón de datos por comprobar y llamado a Feeney para que le pusiera al corriente, pero salió en solitario. No quería charlar con nadie de cosas triviales, ni que nadie metiera las narices. Había pasado una mala noche y era muy consciente de que se le notaba.

Esta pesadilla había sido una de las peores. La había acosado hasta hacerla despertar empapada en sudor, he?cha una pena. Su único consuelo había sido que el alba había hecho acto de presencia en el clímax de la pesadi?lla. Y se había encontrado sola en la cama mientras Roarke estaba ya en la ducha.

Si él la hubiera visto u oído, ella no habría consegui?do salir de casa. Tal vez era orgullo equivocado, pero Eve había utilizado todas sus tácticas para evitarle y an?tes de salir a hurtadillas de la casa le había dejado una breve nota.

También había esquivado a Mavis y Leonardo, y sólo se había tropezado con Summerset lo suficiente para recibir una de sus paralizantes miradas.

Al dejar atrás la casa de Roarke, había tenido la preocupante sensación de que se alejaba de muchas cosas más. La respuesta, o así lo esperaba, estaba en el trabajo. De eso sí entendía. Se detuvo en frente del club Down amp; Dirty en el East End y se apeó del coche.

– Eh, rostro pálido.

– ¿Cómo va todo, Crack?

– Oh, reina la calma. -El gigantesco negro con la cara trabada de tatuajes le sonrió. Su pecho, que parecía un lanzacohetes, estaba parcialmente cubierto por un cha?leco que le colgaba hasta las rodillas y añadía estilo al ta?parrabos rosa fluorescente que lucía-. Parece que hoy también va a hacer calor.

– ¿Tienes tiempo para ofrecerme algo?

– Quizá. Por ti sí, culona. ¿Has seguido mi consejo y has devuelto la placa para menearte como sabes en el Down amp; Dirty?

– Ni lo sueñes.

Él rió, palmeándose la tripa.

– No sé por qué me caes tan bien. Vamos, entra, remójate el gaznate y cuéntale a Crack qué se cuece por ahí.

Eve había estado en peores pubs, y daba las gracias por haber estado en mejores. Los rancios olores noctur?nos impregnaban el aire: incienso, perfumes baratos, li?cor, humo de procedencia dudosa, cuerpos sin lavar y sexo casual.

Era demasiado temprano incluso para los más adic?tos. Las sillas estaban boca abajo sobre las mesas y pudo ver donde un androide había fregado descuidadamente el pegajoso suelo. Atrás quedaban sustancias que ella prefería no identificar. Con todo, las botellas relucían tras la barra a la luz de colores. En el escenario de la de?recha, una bailarina envuelta en unas mallas rosa practi?caba unos pases.

Con un gesto de cabeza, Crack despidió al androide y a la bailarina.

– ¿Qué te apetece, rostro pálido?

– Café solo.

Crack fue tras el mostrador, sonriendo.

– Vale. ¿Te añado un par de gotas de mi reserva espe?cial?

Eve levantó un hombro.

– Claro.

Crack programó el café y luego abrió un pequeño ar?mario de donde sacó una botella ideal para un genio. In?clinada sobre la empañada barra, sintiendo los olores, Eve se relajó un poco. Sabía por qué le gustaba Crack, un noctámbulo al que apenas conocía pero que comprendía bien. Formaba parte de un mundo que ella había fre?cuentado durante buena parte de su vida.

– Bueno, ¿qué haces tú en un tugurio como éste? ¿Asuntos de trabajo?

– Eso me temo. -Probó el café y contuvo el aliento-. Menuda reserva, Dios.

– Sólo para mis mejores amigos. Raya el límite de lo legal. -Guiñó un ojo-. Por muy poco. ¿Qué quieres de Crack?

– ¿Conocías a Boomer? Carter Johannsen. Un bus?cador de datos.

– Conocía a Boomer. La ha palmado.

– Sí, es verdad. Alguien se empleó a conciencia. ¿Al?guna vez hiciste negocios con él, Crack?

– Venía aquí de vez en cuando. -Él prefería su licor de reserva sin mezclar. Echó un trago y chasqueó los labios satisfecho-. A veces tenía pasta y a veces no. Le gustaba ver el espectáculo, hablar de cosas. Era bas?tante inofensivo. Supe que le habían desgraciado la cara.

– En efecto. ¿Quién pudo hacerle eso?

– Supongo que alguien se cabreó con él. Boomer te?nía las orejas grandes. Y si iba un poco ciego, también tenía la boca grande.

– ¿Cuándo le viste por última vez?

– Uf, no me acuerdo. Hará unas semanas, creo. Me parece que entró una noche con el bolsillo lleno de cré?ditos. Compró una botella, unas cuantas pastillas y un cuarto privado. Lucille entró con él. No, qué coño, no era Lucille. Fue Hetta. Todas las blancas parecéis iguales -dijo con un guiño.

– ¿Le contó a alguien cómo se había llenado los bol?sillos?

– Puede que a Hetta, iba ciego como para eso y más. Parece que Boomer no quería dejar de ser feliz. Hetta dijo que él pensaba convertirse en empresario o yo qué sé. Nosotros nos reímos y luego él salió del cuarto y se subió desnudo al escenario. La que se armó. El tipo tenía la polla más patética que hayas visto nunca.

– O sea que estaba celebrando un negocio.

– Eso diría yo. Tuvimos bastante trabajo. Me tocó partir unas cuantas cabezas y echar a un par de tipos. Recuerdo que cuando estaba fuera en la calle, él salió co?rriendo del local. Le sujeté, en plan de broma. Ya no pa?recía contento, sino más bien cagado de miedo.

– ¿Dijo algo?

– Sólo se zafó y echó a correr. Es la última vez que le vi, si mal no recuerdo.

– ¿Quién le asustó? ¿Con quién había hablado?

– Eso no lo sé, monada.

– ¿Viste a alguna de estas personas aquí esa noche? -Sacó unas fotos de su bolso: Pandora, Jerry, Justin, Redford y, pues era necesario hacerlo, Mavis y Leo?nardo.

– Eh, a esas dos las conozco. Son modelos. -Sus gruesos dedos acariciaron a Jerry y Pandora-. La peli?rroja venía de vez en cuando, a buscar pareja y mierda. Es posible que estuviera aquí esa noche, no te lo sé decir. Los otros no están en nuestra lista de invitados, por así decir. Al menos no los reconozco.

– ¿Alguna vez viste a la pelirroja con Boomer?

– Él no era su tipo. A ella le gustaban grandes, estúpi?dos y jóvenes. Boomer sólo era estúpido.

– ¿Qué sabes de una nueva mezcla que corre por ahí, Crack?

Su enorme cara se quedó de pronto sin expresión:

– No he oído nada.

Ella sabía que había algo más. Sacó unos créditos y los dejó sobre la barra:

– ¿Te mejora esto el oído?

Crack miró los créditos y luego la miró a ella. Vien?do que se prestaba a negociar, Eve añadió unos pocos más. Los créditos desaparecieron.

– Bueno, ha habido ciertos rumores sobre un nuevo producto. Muy potente, de efectos prolongados y caro. He oído que lo llaman Immortality. Por aquí, de mo?mento no lo hemos visto. Nuestros clientes no pueden pagar drogas de diseño. Tendrán que esperar a las reba?jas, y eso puede llevar meses.

– ¿Habló Boomer de esa sustancia?

– Conque, se trata de eso. -Crack estaba haciendo conjeturas-. A mí nunca me soltó nada. Como te he di?cho, solamente he oído algunos rumores de pasada. Se le está dando muchísimo bombo, pero no conozco a na?die que lo haya probado. El negocio es bueno -añadió con una sonrisa-. Consigues un producto nuevo, haces que la clientela se ponga nerviosa, que desee conocer?lo. Y cuando sale a la calle, la gente compra. Y paga lo que sea.

– Sí, muy buen negocio. -Eve se inclinó hacia la ba?rra-. Tú ni lo pruebes, Crack. Es letal. -Al ver que él desdeñaba el consejo, le puso una mano en su brazo de buey-. Lo digo en serio. Es puro veneno, veneno lento. Si alguien que te importe lo consume, avísale de que lo deje o muy pronto dejarás de verle.

Él la miró detenidamente.

– No me estás tomando el pelo, ¿eh, rostro pálido? No será una treta de poli…

– Ninguna de las dos cosas. En cinco años de consu?mo regular puedes cargarte el sistema nervioso y acabar con tu vida. No es coña, Crack. Y quien lo esté fabrican?do sabe muy bien que es así.

– Vaya manera de hacer dinero.

– Es lo que digo. Bien, ¿dónde puedo encontrar a Hetta?

Crack lanzó un bufido y meneó la cabeza.

– De todos modos, nadie se lo va a creer cuando lo cuente. Los que lo están esperando no, desde luego. -Volvió a mirar a Eve-. ¿Hetta? Jo, no lo sé. No la he visto desde hace semanas. Estas chicas vienen y van, tra?bajan en un local y luego en otro.

– ¿Su apellido?

– Moppett. Lo último que sé es que tenía un cuarto en la Novena, sobre el número ciento veinte. Si alguna vez quieres ocupar su puesto, ricura, no tienes más que decirlo.

Hetta Moppett no pagaba el alquiler desde hacía tres se?manas, ni había paseado por allí su magro trasero. Todo esto según él superintendente del edificio, quien tam?bién informó a Eve que la señorita Moppett disponía de cuarenta y ocho horas para ponerse al día en los atrasos o se le confiscarían sus pertenencias.

Eve escuchó sus airadas quejas mientras subía los tres miserables pisos sin ascensor. Llevaba en la mano el código maestro que el hombre le había dado, y no le cupo duda de que ya lo había utilizado cuando abrió el cuarto de Hetta Moppett.

Era una habitación individual de cama estrecha y sucio ventanuco, con tímidos intentos de ambiente ho?gareño a base de una cortina rosa con volantes y unos cojines baratos del mismo color. Eve hizo un registro rápido, descubrió una agenda de direcciones, un libro de crédito con más de tres mil en depósito, unas cuantas fotografías enmarcadas y un permiso de conducir cadu?cado donde constaba la última dirección de Hetta en Jersey.

El ropero estaba medio vacío y a juzgar por la de?rrengada maleta que había en el estante superior, Eve dedujo que Hetta no tenía nada más. Examinó el enlace, hizo un duplicado de todas las llamadas registradas en el disco y copió el número de la licencia.

Si había salido de viaje, sólo se había llevado unos pocos créditos, la ropa puesta y su permiso de acompa?ñante para trabajar en clubes.

Eve no lo veía claro.

Llamó al depósito desde su coche.

«Listado de muertas anónimas -ordenó-. Rubia, blanca, veintiocho años, unos cincuenta y ocho kilos, metro sesenta. Transmitiendo holograma del permiso de conducir.»

Estaba a unas tres manzanas de la Central de Policía cuando le llegó la respuesta.

– Teniente, tenemos algo. Pero necesitamos prueba dental, adn o huellas para la verificación. La candidata no puede ser identificada vía holograma.

– ¿Por qué? -preguntó Eve, aunque ya lo sabía.

– No le queda cara suficiente.

Las huellas encajaban. El investigador asignado al caso le entregó a Hetta sin pensárselo dos veces. Ya en su des?pacho, Eve examinó las tres carpetas.

– Qué desastre -murmuró-. Las huellas de Moppett estaban archivadas desde que sacó su licencia de acom?pañante. Carmichael podría haberla identificado hace semanas.

– Yo creo que a Carmichael no le interesaba dema?siado una muerta anónima -comentó Peabody.

Eve refrenó su ira, lanzó una mirada a Peabody y dijo:

– Entonces Carmichael se ha equivocado de profe?sión, ¿no? Aquí están los enlaces. De Hetta a Boomer. De Boomer a Pandora. ¿Qué porcentaje de probabili?dad obtuvo cuando preguntó si fueron asesinados por la misma persona?

– Un noventa y seis coma uno.

– Bien. -Eve suspiró de alivio-. Voy a llevar todo esto a la oficina del fiscal. Puede ser que les convenza para que retiren los cargos contra Mavis. Al menos has?ta que reunamos más pruebas. Y si no acceden… -Miró a Peabody-. Entonces lo filtraré para que Nadine Furst lo emita. Es una violación del código, y se lo digo por?que mientras esté asignada a mí en este caso, la res?ponsabilidad recae también en usted. Se expone a una posible reprimenda si se queda conmigo. Puedo ha?cer que le asignen a otra sección antes de que esto se sepa.

– Lo consideraría una reprimenda, teniente. E inme?recida.

Eve guardó silencio por un momento.

– Gracias, DeeDee.

Peabody dio un respingo.

– No me llame DeeDee, por favor.

– Bien. Lleve todo lo que tenemos al departamento electrónico, entrégueselo personalmente y a mano al ca?pitán Feehey. No quiero que estos datos sean transmiti?dos por los canales habituales, al menos mientras yo no hable con el fiscal e intente una pequeña investigación en solitario.

Vio que la luz se encendía en los ojos de Peabody y sonrió. Sabía qué significaba ser nueva y tener la prime?ra oportunidad.

– Vaya al Down amp; Dirty, donde trabajaba Hetta, y cuénteselo a Crack, es el grandullón. No puede equivo?carse. Dígale que trabaja para mí, que Hetta ya es un ca?dáver. Vea qué le puede sacar, a él o a quien sea. Con quién salía, qué pudo haber dicho acerca de Boomer esa noche, qué otras compañías tuvo. Ya sabe.

– Sí, señor.

– Ah, Peabody -Eve metió las carpetas en su bolso y se levantó-, procure no ir de uniforme. Asustaría a los nativos.

El abogado acusador echó por tierra sus esperanzas en sólo diez minutos. Ella siguió discutiendo durante otros veinte, pero fue en vano. Jonathan Heartley le concedió que había una posible conexión entre los tres homici?dios. Era un hombre agradable. Admiraba el trabajo de Eve, su poder de deducción y la ordenada presentación de sus conclusiones. Admiraba a cualquier policía que hiciera su trabajo de un modo ejemplar y le ayudara a mantener alto el índice de condenas.

Pero ni él ni la oficina del fiscal estaban dispuestos a retirar los cargos contra Mavis Freestone. Las pruebas físicas eran demasiado consistentes y el caso, en el punto en que se encontraba, demasiado sólido como para vol?verse atrás.

Sin embargo, Heartley dejaba la puerta abierta. Cuando Eve tuviera otro sospechoso, si eso llegaba a ocurrir, él estaría más que dispuesto a escucharla.

– Calzonazos -murmuró ella al entrar en el Blue Squirrel. Inmediatamente vio a Nadine, que ya estaba sentada estudiando el menú.

– ¿Por qué diablos tiene que ser siempre aquí, Da?llas? -inquirió Nadine.

– Soy persona de hábitos. -Pero el club ya no era el mismo, pensó, no estando Mavis en el escenario largando sus embrolladas letras ataviada con su último y des?pampanante vestido-. Café, solo -pidió Eve.

– Para mí lo mismo. ¿Es malo?

– Espere y verá. ¿Todavía fuma?

Nadine miró alrededor, intranquila.

– En esta mesa no se puede fumar.

– Como si en un tugurio así nos fueran a decir algo. Déme uno, ¿quiere?

– Usted no fuma.

– Me apetece desarrollar hábitos nocivos.

Sin dejar de vigilar, por si había alguien conocido en el local, Nadine sacó dos cigarrillos.

– Quizá le vendría bien algo más fuerte.

– Esto vale. -Se inclinó para que Nadine Furst lo en?cendiese y diese una calada. Tosió-. Caray. Deje que lo pruebe otra vez. Tragó humo, notó que se mareaba, que los pulmones empezaban a quejarse. Enfadada, aplastó el cigarrillo-. Es repugnante. ¿Por qué fuma?

– Una se acostumbra a todo.

– A comer mierda también. Y hablando de mierda. -Eve cogió su café por la abertura de servicio y sorbió con valentía-. Bueno, ¿cómo le ha ido?

– Francamente bien. He estado haciendo cosas para las que no creía tener tiempo. Es curioso cómo una muerte próxima le hace a una darse cuenta de que no lle?gar a tiempo es perder el tiempo. He sabido que Morse será sometido a juicio.

– No está loco. Sólo es un asesino.

– Sólo un asesino. -Nadine se pasó el dedo por la garganta allí donde un cuchillo había hecho manar la sangre-. Usted no cree que ser lo uno le impida ser lo otro.

– No; hay gente a la que le gusta matar. No le dé más vueltas, Nadine, eso no ayuda.

– He procurado no hacerlo. Me tomé unas semanas libres, estuve con mi familia. Eso me fue bien. Y me sir vio para recordar que me gusta mi trabajo. Y soy buena, a pesar de todo…

– Usted no hizo nada malo -la interrumpió Eve im?paciente-; la drogaron, le pusieron un cuchillo en la gar?ganta y se asustó. Olvídese de todo.

– Ya. Está bien. -Nadine exhaló el humo-. ¿Alguna novedad de su amiga? No tuve ocasión de decirle lo mu?cho que siento que tenga problemas.

– Saldrá de ésta.

– Me inclino a pensar que usted se ocupará de ello.

– Exacto, Nadine, y usted me va a ayudar. Traigo unos datos de una fuente policial no identificada. No, nada de grabadoras, anótelo -ordenó al ver que ella abría el bolso.

– Lo que usted diga. -Buscó en el fondo, sacó un bo?lígrafo y una libreta-. Dispare.

– Tenemos tres homicidios, y las pruebas apuntan a un solo asesino para los tres. Primero, Hetta Moppett, bailarina a tiempo parcial y acompañante con licencia para trabajar en clubes, muerta a golpes el 28 de mayo, aproximadamente a las dos de la mañana. La mayoría de los golpes en la cara y la cabeza, de tal forma que sus facciones quedaron desdibujadas.

– Ah -dijo Nadine sin añadir más.

– Su cuerpo fue descubierto, sin identificación, a las seis de la mañana siguiente y archivado como muerta anónima. En el momento del crimen, Mavis Freestone estaba en ese escenario que tiene usted detrás, vomitando como una loca delante de unos ciento cincuenta testigos.

Las cejas de Nadine se enarcaron.

– Caramba, caramba. Siga, teniente.

Y eso hizo Eve.

De momento no podía hacer nada mejor. Cuando la no?ticia viera la luz, era dudoso que alguien del departa mentó pudiese adivinar quién había sido la fuente. Pero en cualquier caso, nadie podría probarlo. Y Eve, tanto por Mavis como por sí misma, mentiría sin inmutarse cuando le preguntaran al respecto.

Invirtió unas horas más en la Central, tuvo que pasar el mal trago de contactar con el hermano de Hetta -úni?co pariente próximo que se pudo localizar- y comuni?carle la muerte de su hermana.

Tras aquel alegre interludio volvió a repasar a con?ciencia todas las pruebas forenses que los del gabinete de identificación habían obtenido en el caso Moppett.

La habían matado allí mismo, sin duda. El asesinato había sido limpio, probablemente rápido. Un codo mal?trecho como única herida defensiva. Aún no habían en?contrado ningún arma homicida.

Tampoco en el caso de Boomer, reflexionó Eve. Unos cuantos dedos fracturados, la astucia de un brazo roto, las rodillas aplastadas: todo eso antes de la muerte. No podía llamarse otra cosa que tortura. Boomer debió tener algo más que información: una muestra, la fórmu?la, y el asesino había ido por las dos cosas.

Pero Boomer se había resistido. El asesino, a saber por qué razón, no había tenido tiempo o ganas de arries?garse a ir a casa de Boomer y registrarla.

¿Por qué habían arrojado a Boomer al río? Para ga?nar tiempo, especuló Eve. Pero el truco no había funcio?nado y el cuerpo había sido hallado e identificado rápi?damente. Ella y Peabody habían estado en la pensión poco después del hallazgo y habían etiquetado las prue?bas.

Bueno, ahora Pandora. Ella sabía demasiado, quería demasiado, resultó ser un socio inestable, amenazó con hablar a personas poco recomendables. Una de estas co?sas, reflexionó Eve frotándose la cara con las manos.

En la muerte de Pandora había habido más saña, más pelea, más destrozos. Claro que ella iba ciega de Immortality. No era una pobre bailarina de club atrapada en un callejón, ni un patético soplón que sabía más de la cuen?ta. Pandora era una mujer poderosa, inteligente y ambi?ciosa. Aparte de tener unos bíceps bien desarrollados.

Tres cadáveres, un asesino y un vínculo entre ellos. Ese vínculo era el dinero.

Pasó todos los sospechosos por el ordenador para verificar las transacciones normales. El único que tenía problemas era Leonardo. Estaba endeudado hasta las cejas, y algo más.

Claro que la codicia carecía de saldo. Era propiedad de ricos como de pobres. Hurgó un poco más y descu?brió que Redford había estado escamoteando fondos. Reintegros, depósitos, más reintegros. Transferencias electrónicas que habían saltado de costa a costa y a los satélites vecinos.

Muy interesante, pensó Eve, y más cuando descu?brió una transferencia desde su cuenta en Nueva York a la de Jerry Fitzgerald. Ciento veinticinco mil dólares.

– Hace tres meses -musitó, volviendo a comprobar la fecha-. Mucho dinero para ser dos amigos. Ordena?dor, revisar todas y cada una de las transferencias desde esta cuenta a todas y cada una de las cuentas a nombre de Jerry Fitzgerald o Justin Young en los últimos doce meses.

COMPROBANDO. NO SE REGISTRAN TRANSFERENCIAS.

– Comprobar transferencias desde todas y cada una de las cuentas a nombre de Redford a las cuentas previa?mente solicitadas.

COMPROBANDO. NO SE REGISTRAN TRANSFERENCIAS.

– Vale, está bien, a ver esto: comprobar transferen?cias desde todas y cada una de las cuentas a nombre de Redford a todas y cada una de las cuentas a nombre de Pandora.

COMPROBANDO. SIGUEN TRANSFERENCIAS: DIEZ MIL DE NEW YORK CENTRAL ACCOUNT A NEW YORK CENTRAL ACCOUNT, PANDORA, 6-2-58. SEIS MIL DE LOS ANGELES ACCOUNT A NEW LOS ANGELES SECURTTY, PANDORA, 19-3-58. DIEZ MIL DE NEW YORK CENTRAL ACCOUNT A NEW LOS ANGELES SECURITY, PANDORA, 4-5-58. DOCE MIL DE STARLIGHT STATION BONDED A STARLIGHT STATION BONDED, PANDORA, 12-6-58. NO SE ENCUENTRAN MAS TRANSFERENCIAS.

– Ha de ser eso. ¿Te estaba chupando la sangre, ami?go, o traficaba para ti? -Eve deseó tener a mano a Feeney y luego dio el siguiente paso-. Ordenador, compro?bar año anterior, mismas fechas.

Mientras el ordenador trabajaba, se programó café y sopesó distintas tramas.

Dos horas después tenía los ojos hinchados y le do?lía el cuello, pero había conseguido más que suficiente para justificar otra entrevista con Redford. Hubo de dialogar con el correo electrónico de Redford, pero al menos tuvo el placer de solicitar su presencia en la Cen?tral el día siguiente a las diez de la mañana.

Tras dejar sendas notas para Peabody y Feeney, de?cidió dar por finalizada la jornada.

Su estado de ánimo no mejoró al encontrarse una nota de Roarke en el enlace de su coche.

«No hay forma de dar contigo, teniente. Ha surgido algo que requiere mi presencia. Supongo que ya estaré en Chicago cuando te llegue esto. Quizá tenga que que?darme allí a dormir, a no ser que arregle esto rápido. Po?demos vernos en el River Palace si lo necesitas, de lo contrario, nos veremos mañana. No te quedes trabajan?do toda la noche. Me enteraría.»

Molesta, Eve desconectó el aparato.

– ¿Y qué diablos voy a hacer si no? -inquirió en voz alta-. No puedo dormir si tú no estás.

Cruzó la puerta giratoria y vio con cierta esperanza que había luces por todas partes. Roarke había cancela?do la reunión, solucionado el problema o perdido el transporte. Lo que fuera, se dijo, pero estaba en casa. Entró por la puerta con una sonrisa de bienvenida y si?guió el sonido de la risa de Mavis.

Había cuatro personas tomando copas y canapés en el salón, pero Roarke no estaba entre ellas. Agudo poder de observación, teniente, pensó Eve sombría, y registró con la vista la habitación antes de que nadie la viera.

Mavis seguía riendo, vestida con lo que sólo ella consideraría ropa de andar por casa. Su malla integral roja estaba tachonada de estrellas plateadas y cubierta por un blusón esmeralda, holgado y abierto. Se colum?piaba sobre tacones de aguja de quince centímetros mientras le hacía arrumacos a Leonardo, quien la rodea?ba con un brazo mientras la otra mano sostenía un vaso lleno de algo transparente y efervescente.

Una mujer se atiborraba a canapés con la precisión y la velocidad de un androide cortando chips en una fábrica. Llevaba el pelo en prietos tirabuzones, cada extremo adornado con un tono de joya diferente. Su lóbulo izquierdo estaba incrustado de aretes de plata que sostenían una cadena retorcida pasando por el puntiagudo mentón hasta la otra oreja, a la que queda?ba fijada mediante un botón grande como un dedo pul?gar. Un costado de la fina nariz afilada lucía un tatuaje en forma de capullo de rosa. Por encima de sus ojos azul eléctrico, sus cejas eran sendas uves de color púr?pura.

Lo cual hacía juego, vio Eve no sin asombro, con el minúsculo mono que terminaba en vuelta justo al sur de su entrepierna. Llevaba unos elásticos estratégicamente colocados sobre los grandes pechos desnudos a fin de cubrir los pezones.

A su lado, un hombre con lo que parecía un mapa ta?tuado en la calva observaba la acción desde sus gafas de lentes rosadas, sorbiendo de lo que Eve dedujo debía ser uno de los vinos blancos de reserva de la bodega de Roarke. Su atuendo consistía en un holgado pantalón corto que le llegaba hasta unas rodillas huesudas y un patrióti?co peto rojo, blanco y azul.

Eve pensó por un momento en subir a hurtadillas al piso de arriba y encerrarse en su despacho.

– Sus invitados -dijo Summerset a su espalda en un tono de desdén- la estaban esperando.

– Mire, amigo, ésos no son mis…

– ¡Dallas! -chilló Mavis, aproximándose peligrosa?mente sobre sus tacones de última moda. Dio a Eve un abrazo de oso borracho que casi dio con las dos en el suelo-. Llegas muy tarde. Roarke ha tenido que irse a no sé dónde, dijo que no le importaba si venían Biff y Tri?na. Se mueren de ganas de conocerte. Leonardo te pre?parará una copa. Oh, Summerset, los canapés son fabu?losos. Eres un encanto.

– Me alegro de que los estén disfrutando -dijo Sum?merset, gozoso. No de otra manera podía expresarse la luminosa mirada soñadora que lanzó su rostro sepulcral antes de que se perdiera por el pasillo.

– Vamos, Dallas, únete a la fiesta.

– Tengo mucho trabajo, en serio. -Pero Eve ya esta?ba casi en el salón, arrastrada por Mavis.

– ¿Le sirvo una copa, Dallas? -ofreció Leonardo con una sonrisa de perro apaleado. Eve se desmoronó.

– Claro. Estupendo. Un poco de vino.

– Un vino absolutamente extraordinario. Me llamo Biff. -El hombre del mapa tatuado en la cabeza le ofre?ció una mano enjuta y delicada-. Es un honor conocer a la defensora de Mavis, teniente Dallas. Tenías toda la razón, Leonardo -añadió con mirada intensa tras las gafas rosadas-. La seda color bronce le va perfecta.

– Biff es un experto en telas -explicó Mavis con voz que seguía espumeando-. Trabaja con Leonardo de toda la vida. Han estado preparando juntos tu ajuar.

– Mi…

– Y ésta es Trina. Se encargará del peinado.

– No me digas. -Eve sintió que la sangre se le iba a los pies-. Vaya, yo no… -Hasta la mujer menos vanido?sa puede sentir pánico cuando se enfrenta a una estilista con un arco iris de tirabuzones-. No creo que…

– Gratis -anunció Trina con el equivalente vocal del hierro oxidado-. Si demuestras la inocencia de Mavis, tienes la puerta abierta de mi salón para el resto de tu vida. -Cogió un mechón de pelo de Eve y apretó-. Bue?na textura, buen peso, mal corte.

– El vino, Dallas.

– Gracias. -Lo necesitaba-. Me alegro de conocerles, pero tengo un trabajo pendiente que no puede esperar.

– Oh, no seas mala. -Mavis se colgó de su brazo como una sanguijuela-. Han venido para hacer lo tuyo.

Ahora la sangre se le escapó a Eve por los dedos de los pies:

– ¿Lo mío?

– Lo tenemos todo organizado arriba. El taller de Leonardo, el de Biff, el de Trina. El resto de abejas tra?bajadoras empezará a zumbar mañana por la mañana.

– ¿Abejas? -balbuceó Eve-. ¿Zumbar…?

– Para el show. -Totalmente sobrio y menos dis?puesto a creer que era bienvenido, Leonardo tocó a Ma?vis en el brazo para contener su entusiasmo-. Palomita, es posible que Dallas no quiera que se le llene la casa de gente. Quiero decir… -Escurrió el bulto-. Estando tan cerca la boda.

– Es la única forma de trabajar juntos y terminar los diseños para el desfile. -Con mirada suplicante, Mavis se volvió a Eve-. A ti no te importa, ¿verdad? No estorba?remos nada. Leonardo tiene mucho que hacer. Habrá que modificar algunos modelos porque… porque Jerry Fitzgerald será cabeza de cartel.

– Otro tono -terció Biff-. Otro tipo de piel. Diferen?te del de Pandora -terminó, pronunciando el nombre que todos habían eludido.

– Sí. -Mavis tenía la sonrisa a punto-. Total, que hay un montón de trabajo extra. Roarke dijo que no había problema. Como la casa es tan grande… Ni siquiera te enterarás de que están aquí.

Gente entrando y saliendo, pensó Eve. Una pesadi?lla para el sistema de seguridad.

– No te preocupes -dijo. Ya se preocuparía ella.

– Te dije que todo iría bien -Mavis besó a Leonardo en la barbilla-. Dallas, le prometí a Roarke que esta no?che no dejaría que te encerraras en tu cuarto. Tendrás que dejar que te mime. Tenemos pizza.

– Qué bien. Oye, Mavis…

– Todo va sobre ruedas -prosiguió ella, apretando con dedos desesperados el brazo de Eve-. En Canal 75 han hablado de esa nueva pista, de los otros asesinatos, de una conexión con las drogas. Yo ni siquiera conocía a los otros muertos, Dallas, de modo que nadie dudará de que lo hizo otro. Y terminará la pesadilla.

– Creo que aún falta un poco para eso. -Eve calló, sintiéndose mal al ver un atisbo de pánico en sus ojos. Sonrió forzadamente-. Sí, pronto terminará todo. Con?que pizza, ¿eh? Tomaré un poco.

– Magnífico. Bien. Voy a buscar a Summerset y de?cirle que estamos listos. Llévala arriba y enséñaselo, ¿vale? -Salió disparada.

– Le ha venido muy bien -dijo Leonardo en voz baja- ese telediario. Mavis necesitaba ánimos. El Blue Squirrel la ha despedido.

– ¿Cómo?

– Cabrones -masculló Trina con la boca llena.

– La dirección decidió que no le convenía tener una acusada de asesinato como cabeza de cartel. Le ha senta?do fatal. La idea de todo esto fue mía, para distraerla. Debería haberlo consultado antes con usted, lo siento.

– No pasa nada. -Eve bebió un poco más de vino y se decidió-. Bueno, vamos por lo mío.

Capitulo Doce

No había para tanto, se dijo Eve. Al menos compa?rado con los disturbios de las Guerras Urbanas, las cá?maras de tortura de la santa Inquisición o un viaje de prueba en el reactor lunar XR-85. Y ella era una policía veterana, diez años ya en el cuerpo, y sabía lo que era el peligro.

Estaba segura de que los ojos le rodaron como los de un caballo asustado cuando Trina probó sus tijeras de cortar.

– Oye, tal vez podríamos…

– Confía en los expertos -dijo Trina. Eve casi gimió de alivio cuando ella dejó las tijeras otra vez-. Vamos a ver.

Se acercó a Eve, pero ésta no bajó la guardia.

– Tengo un programa de peluquería. -Leonardo le?vantó la vista desde la larga mesa cubierta de telas donde él y Biff refunfuñaban al unísono-. Capacidad morfoló?gica total.

– Yo no necesito programas. -Para demostrarlo, Tri?na cogió la cara de Eve entre sus firmes y anchas manos. Achicando los ojos, empezó a palparle la cabeza, la mandíbula, los pómulos-. Buena estructura ósea -con?cluyó-. Me gusta tu poli, Mavis.

– Es la mejor -dijo ésta, subida a un taburete y estudiándose en el espejo triple-. Oye, por qué no me arre?glas a mí también. Los abogados sugirieron que buscara un look más sosegado. En plan morena o algo así.

– Ni pensarlo. -Trina levantó la mandíbula de Eve-. Tengo una cosa que hará saltar a cualquier juez de su toga, encanto. Rosa burdel con las puntas plateadas. Acaba de salir al mercado.

– Qué maravilla. -Mavis echó hacia atrás sus rizos color zafiro y trató de imaginárselo.

– Lo que yo podría hacer con un poco de reflejos.

Eve se quedó helada.

– Sólo el corte, ¿de acuerdo? -dijo-. Sólo cortaremos un poco.

– Vale, vale. -Trina le inclinó la cabeza hacia ade?lante-. Este color es regalo de Dios, ¿no? -Rió entre dientes, tiró otra vez de la cabeza hacia atrás y le apar?tó el pelo de la cara-. Los ojos no están mal. Las cejas se podrían trabajar un poco, pero eso ya lo arregla?remos.

– Dame un poco más de vino, Mavis. -Eve cerró los ojos y se dijo que, pasara lo que pasase, ya le volvería a crecer.

– Muy bien. A remojar. -Trina hizo girar la butaca y a su reacio ocupante hasta un lavabo portátil, inclinán?dolo hasta que el cuello de Eve quedó apoyado en el es?pacio acolchado-. Cierra los ojos y disfruta, encanto. Yo ofrezco el mejor champú y masaje capilar de toda la profesión.

En eso había algo de verdad. El vino o los inteligen?tes dedos de Trina consiguieron dulcificar el humor de Eve hasta proporcionarle un crepúsculo de relajación. Confusamente oía a Leonardo y a Biff discutiendo sobre sus preferencias en materia de pijamas: raso carmesí o seda escarlata. La música programada por Leonardo era algo clásico con lloriqueantes arpegios de piano. El aire estaba impregnado de aroma a flores prensadas.

¿Por qué le había hablado Paul Redford de la caja china y las ilegales? Si él mismo había ido a buscarlas después, si obraban en su poder, ¿por qué había querido informarle de su existencia?

¿Doble farol? ¿Estratagema? A lo mejor ni existía tal caja. O quizá él sabía que ya había desaparecido y…

Eve no se movió hasta que algo frío y pegajoso le abofeteó la cara.

– Qué demonios…

– Mascarilla Saturnia. -Trina la embadurnó todavía más-. Limpia los poros como una aspiradora. Es fatal descuidar la piel. Mavis, saca el Sheena, ¿quieres?

– ¿Qué es el Sheena…? Da igual. -Con un escalofrío, Eve cerró los ojos otra vez y se rindió-. No lo quiero ni saber.

– Podríamos hacerle el tratamiento completo.-Trina aplicó más arcilla bajo la mandíbula de Eve, sin dejar de trabajar con los dedos-. Estás tensa, cielo. ¿Quieres que ponga un bonito programa de vídeo?

– No, no. Con esto ya he llegado al tope de lo fantás?tico, muchas gracias.

– Vale. ¿Por qué no hablas de tu hombre? -Rápida?mente, Trina abrió de un tirón la túnica que le había he?cho poner a Eve y plantó sus manos cubiertas de arcilla en sus pechos. Cuando ésta abrió los ojos, furiosa, Trina rió-. Tranquila, no me van las tías. A tu hombre le en?cantarán tus tetas cuando acabe con ellas.

– Ya le gustan como son ahora.

– Sí, pero el suavizante Saturnia para senos es de lo me?jor. Parecerán pétalos de rosa, ya lo verás. ¿Le gusta mor?der o chupar?

Eve volvió a cerrar los ojos, resignada.

– Yo, como si no estuviera.

– Allá vamos.

Eve oyó correr agua y luego Trina volvió y le frotó algo en el pelo que olía mucho a vainilla. Y la gente pagaba por esto, recordó Eve. Grandes sumas que abrían enormes boquetes en la cuenta de crédito.

La gente estaba loca, sin duda alguna. Mantuvo los ojos tozudamente cerrados mientras una cosa tibia y mojada le era colocada sobre los pechos y la cara, man?chados ya de lodo. Oía conversaciones animadas alrede?dor. Mavis y Trina hablaban de productos de belleza, Leonardo y Biff consultaban líneas y colores.

Muy loca, pensó Eve, y luego soltó un gemido al no?tar que le masajeaban los pies. Se los sumergían en algo caliente y extrañamente agradable. Oyó un chisporro?teo, sintió que le levantaban los pies, se los cubrían. Las manos recibieron idéntico tratamiento.

Toleró esto e incluso el zumbido de algo en torno a sus cejas. Y se sintió una heroína cuando oyó reír a Ma?vis coqueteando con Leonardo.

Tenía que procurar que Mavis estuviera animada. Era tan vital como cada paso que daba en su investiga?ción. No bastaba con hacerse la muerta.

Apretó los ojos aún más cuando oyó el ruido de las tijeras, notó los ligeros tirones, el peine. Se dijo que el pelo sólo era pelo. Que las apariencias no impor?taban.

Dios mío, no dejes que me pele al cero.

Hizo un esfuerzo por concentrarse en su trabajo, re?pasó mentalmente las preguntas que pensaba hacer a Redford, consideró las posibles respuestas. Era proba?ble que el comandante Whitney la llamara para hablar de la filtración a la prensa. Eso podía manejarlo.

Tendría que reunirse con Peabody y Feeney. Había que ver si algún dato de los que habían conseguido en?tre los tres encajaba de alguna manera. Volvería al club y haría que Crack le presentara a alguno de los habitua?les. Alguien podía haber visto a quien habló con Boomer aquella noche. Y si esa persona había hablado con Hetta…

Dio un respingo cuando Trina ajustó la butaca en postura reclinada y empezó a quitarle el lodo.

– La tendrás lista en cinco minutos -le dijo a un im?paciente Leonardo-. Un genio no puede ir con prisas. -Sonrió a Eve-. Tienes una piel bastante decente. Te de?jaré unas muestras para que la mantengas así.

Mavis echó un vistazo y Eve empezó a sentirse como un paciente en la mesa de operaciones.

– Has hecho un magnífico trabajo en las cejas, Trina. Se ven muy naturales. Lo único que ha de hacer es teñirse las pestañas. No hará falta que se las alargue. ¿No crees que ese hoyuelo le queda de fábula?

– Mavis -dijo Eve-. No me obligues a pegarte.

Mavis se limitó a sonreír.

– Aquí está la pizza. Toma un poco. -Le metió un trozo en la boca-. Espera a verte la piel, Dallas. Es in?creíble.

Eve gruñó. El queso caliente le había escaldado el velo del paladar. Se arriesgó a toser y cogió el resto de la tajada mientras Trina le recogía el pelo en un turbante plateado.

– Es un producto termal -le dijo Trina mientras en?derezaba la butaca-. Le he puesto un revitalizador de raíces.

Su piel tenía un tacto finísimo y al palparse cautelo?samente con los dedos le pareció realmente tersa. Pero no pudo ver ni un mechón de pelo.

– Aquí debajo hay cabellos, ¿no?

– Oh, pues claro. Bueno, Leonardo. Te la dejo veinte minutos.

– Por fin -exclamó él-. Quítese la ropa.

– Eh, oiga…

– Somos profesionales, Dallas. Tiene que probarse la combinación para el traje de boda. Habrá que hacer unos cuantos ajustes.

Ya la había manoseado una estilista, pensó. ¿Por qué no la desnudaban en un cuarto lleno de gente? Se despo?jó de la túnica.

Leonardo se le acercó con una cosa blanca y muy elegante. Antes de que pudiera gritar siquiera, él le en?volvió el torso y anudó la prenda a la espalda. Sus gran?des manos buscaron bajo el material, le ajustaron los pechos. Inclinándose, procedió a meterle entre las pier?nas un trozo de tela, lo ajustó y luego retrocedió unos pasos.

– Ah.

– Por Dios, Dallas. Roarke se pondrá a babear cuan?do te vea.

– ¿Qué diablos es?

– Una variante de la vieja Viuda Alegre. -Con rápi?dos ademanes, Leonardo completó el equipo-. Lo llamo Curvilíneo. He añadido un poco de relleno bajo los pe?chos. Los tiene bastante bonitos, pero eso le añade más contorno. Bastará un toque de encaje, unas cuantas per?las. No muchos adornos. -Le dio la vuelta para que se mirara al espejo.

Tenía un aspecto sexy. En su punto, pensó Eve no sin sorpresa. El material tenía un cierto brillo, como si estuviera húmedo. Le pellizcaba el talle, moldeaba sus caderas y, hubo de admitirlo, elevaba sus senos a nuevas y fascinantes alturas.

– Bueno… supongo que… sí, para la noche de bodas.

– Para cualquier noche -dijo Mavis extasiada-. Oh, Leonardo. ¿Me harás uno para mí?

– Ya lo he hecho, en raso de color rojo. Bien, Dallas, ¿le aprieta en algún sitio?

– No. -No sabía cómo acabar. Habría sido una tor?tura, pero se sentía tan cómoda como en un vestido de primavera. Se inclinó a modo de ensayo-. Creo que está bien así.

– Excelente. Biff encontró el material en una peque?ña tienda de Richer Five. Y ahora el vestido. Sólo está hilvanado, así que vayamos con ojo. Levante los brazos, por favor.

Se lo puso por la cabeza y lo dejó caer. El material era sorprendente. Eve se daba cuenta, aun cuando tuvie?ra las marcas del modisto. Parecía perfecto para ella; la elegante columna, las mangas ceñidas, la línea sencilla. Pero Leonardo arrugó la frente y dio unos tirones aquí, unos apretones allá.

– El escote funciona, sí. ¿Dónde está el collar?

– ¿Qué?

– El collar de cobre y piedra. ¿No le dije que lo pi?diera?

– No puedo decirle a Roarke que quiero uno, así como así.

Leonardo hizo girar a Eve con un suspiro e inter?cambió miradas con Mavis. Asintió con la cabeza y comprobó la línea de las caderas.

– Se ha adelgazado -acusó.

– No.

– Sí, más o menos un kilo. -Leonardo chasqueó la lengua-. Bien, esperaré a que lo recupere antes de hacer nada más.

Biff se acercó con un rollo de material que sostuvo a la altura de la cara de Eve. Luego, aparentemente satisfe?cho, se alejó otra vez murmurando unas palabras a su grabadora.

– Biff, ¿quieres enseñarle los otros diseños mientras yo anoto los ajustes que hay que hacer al vestido?

Con un floreo, Biff conectó una pantalla mural.

– Como puede ver, Leonardo ha tenido en cuenta tanto su estilo de vida como la línea de su cuerpo para los diseños. Este sencillo traje de día es perfecto para un almuerzo de empresa, una rueda de prensa, libre pero très, très, chic. El material empleado es básicamente lino con un leve toque de seda. El color es amarillo verdoso con adornos granate.

– Aja. -A Eve le pareció un traje bonito y sencillo, pero fue una sorpresa ver cómo la imagen de sí misma generada por ordenador lo iba modelando-. ¿Biff?

– ¿Sí, teniente?

– ¿Por qué lleva un mapa tatuado en la cabeza?

Biff sonrió.

– Tengo un pobre sentido de la orientación. Bien, el siguiente modelo continúa el tema.

Eve vio una docena de diseños. Tenía la cabeza he?cha un lío: rayspan en amarillo limón, encaje bretón con terciopelo negro. Cada vez que Mavis lanzaba una ex?clamación, Eve encargaba temerariamente. ¿Qué era en?deudarse de por vida comparado con el bienestar de su mejor amiga?

En cuanto Leonardo le hubo quitado el vestido, Tri?na envolvió a Eve en la túnica.

– Echemos un vistazo a la gloria de la coronación. -Tras quitarle el turbante, sacó un gran peine en forma de horca de entre sus tirabuzones y empezó a moldear.

La sensación inicial de alivio al ver que seguía te?niendo pelo se desvaneció rápidamente al contemplar una serpenteante fuente de color rosa.

– Ya puedes mirar -dijo Trina.

Preparada para lo peor, Eve se dio la vuelta. La mu?jer del espejo no era otra que ella misma. Al principio pensó que había sido una broma, que no le habían toca?do ni un cabello. Luego se fijó bien, acercándose al espe?jo. Habían desaparecido los mechones y las puntas. Su pelo seguía cortado de manera informal, sin estructurar, pero tenía cierta forma. Y, desde luego, antes no tenía ese bonito brillo. Se acomodaba perfectamente a las lí?neas de su cara, el contorno de la frente, la curva de las mejillas. Y cuando sacudió la cabeza, el pelo volvió obe?dientemente a su sitio. Entornados los ojos, se mesó el cabello y vio cómo recuperaba su forma.

– ¿Le has puesto algo de rubio?

– No. Son reflejos naturales. Todo gracias a Sheena. Tienes un pelo de ciervo.

– ¿Qué?

– ¿Nunca has visto una piel de ciervo? Tiene esos to?nos bermejos, castaños, dorados, incluso toques de ne?gro. Eso es lo que hay ahora. Dios ha sido bueno con?tigo. Lo que pasa es que tu antiguo peluquero debe de haber usado unas tijeras de podar, aparte de no saber lo que son los reflejos, claro.

– Se ve bonito.

– Claro. Soy genial.

– Estás guapísima. -De repente, Mavis se llevó las manos a la cara y rompió a llorar-. Y te vas a casar.

– Por Dios, Mavis. Vamos. -Eve le dio unas palmaditas en la espalda.

– Estoy tan borracha, tan contenta… Y tengo tanto miedo, Dallas. Me he quedado sin empleo.

– Lo sé, pequeña. Lo siento mucho. Ya encontrarás otro. Uno mejor.

– Me da igual, no quiero preocuparme. Tendremos una boda magnífica, ¿verdad, Dallas?

– Te lo aseguro.

– Leonardo me está haciendo un vestido con mucho vuelo. Vamos a enseñárselo, Leonardo.

– Mañana. -Él se acerco para abrazarla-. Dallas está cansada.

– Desde luego. Necesita reposar. -Mavis apoyó la cabeza en el hombro de Leonardo-. Trabaja demasia?do. Está preocupada por mí. Yo no quiero qué lo esté, Leonardo. Todo saldrá bien, ¿verdad que sí? Todo irá bien.

– Por supuesto -dijo él lanzando a Eve una mirada inquieta antes de llevarse a Mavis.

Eve los vio partir y suspiró.

– Joder.

– Como si esa pobre pudiera hacer daño a nadie.-Trina frunció el entrecejo mientras recogía sus utensi?lios-. Espero que Pandora esté ardiendo en el infierno.

– ¿La conocía?

– En esta profesión todos la conocíamos. Y la odiá?bamos a muerte. ¿Verdad, Biff?

– Nació mala puta y murió como tal.

– ¿Sólo consumía o también traficaba?

Biff miró de soslayo a Trina y encogió los hom?bros.

– Nunca traficaba abiertamente, pero corrían rumo?res de que siempre estaba bien pertrechada. Dicen que era adicta a Erótica. Le gustaba el sexo, y puede que tra?ficara con su pareja del momento.

– ¿Lo fue usted alguna vez?

Biff sonrió.

– En lo romántico, prefiero los hombres: Son menos complicados.

– ¿Y tú?

– Yo también prefiero a los hombres; por la misma razón. Igual que ella. -Trina cogió su maletín-. La últi?ma pasarela que hice, oí que Pandora mezclaba los nego?cios y el placer. Siempre lucía piedras de relumbrón. Le gustaba decorar su cuerpo con piedras auténticas, pero no le gustaba pagarlas. La gente opinaba que había he?cho algún negocio sucio.

– ¿Sabes el nombre del proveedor?

– No, pero ella siempre andaba con el minienlace arriba y abajo. De eso hará unos tres meses. No sé con quién estaba hablando, pero al menos una de las llama?das fue intergaláctica, porque se cabreó mucho con la demora.

– ¿Llevaba siempre encima un minienlace?

– En este oficio todo el mundo tiene uno. Somos como los médicos.

Era cerca de medianoche cuando Eve se sentó a su mesa. Como no se atrevía a usar el dormitorio, prefirió la suite que utilizaba para trabajar. Programó café y luego olvi?dó tomárselo. Sin Feeney, no le quedaba más alternativa que buscar una ruta indirecta para seguir la pista de una llamada intergaláctica de hacía tres meses hecha desde un minienlace que no tenía.

Al cabo de una hora lo dejó estar y se tumbó en la butaca de dormir. Echaría un sueñecito, se dijo. Pondría su despertador mental a las cinco.

Ilegales, asesinato y dinero, pensó. Todo iba junto. Encontrar al proveedor, pensó medio dormida. Identifi?car la sustancia ilegal.

¿De quién te escondías, Boomer? ¿Cómo llegaste a conseguir una muestra, y la fórmula? ¿Quién te partió los huesos para recuperarlas?

La imagen del cuerpo destrozado iluminó su mente y fue cruelmente apagada. No quería dormirse con eso en la cabeza.

Habría sido mejor elección que lo que acabó soñando.

La obscena luz roja parpadeaba una y otra vez a través de la ventana: ¡sexo! ¡en VIVO! ¡sexo! ¡en VIVO!

Ella sólo tenía ocho años pero era muy avispada. Se preguntó si la gente pagaría por ver sexo en muerto. Tendida en la cama, vio cómo la luz se encendía y apaga?ba. Ella sabía qué era el sexo. Algo feo, doloroso, aterra?dor. Algo ineludible.

Quizá no vendría a casa esta noche. Ella había dejado de rezar para que se cayera en la primera zanja. Pero él siempre venía.

A veces, con mucha suerte, estaba demasiado borra?cho y aturdido para hacer otra cosa que tumbarse en la cama y ponerse a roncar. Esas noches, ella tiritaba de ali?vio y se acurrucaba en el rincón a dormir.

Aún pensaba en escapar, en encontrar el modo de abrir la puerta o de bajar los cinco pisos. Si la noche era de las malas, se imaginaba simplemente saltando desde la ven?tana. La caída sería rápida y luego todo habría acabado.

Él ya no podría hacerle ningún daño. Pero era dema?siado cobarde para saltar.

Al fin y al cabo era sólo una niña, y esta noche tenía hambre. Y tenía frío porque en uno de sus arrebatos él había roto el control de temperatura.

Fue hacia el rincón del cuarto, la excusa para una pe?queña cocina. Aporreó el cajón para ahuyentar a las po?sibles cucarachas. Dentro encontró una chocolatina. La última. Él seguramente le pegaría por comerse la última. Claro que de todos modos le pegaría, conque lo mejor era disfrutar de la chocolatina.

La devoró como un animal y se limpió h boca con el dorso de la mano. Seguía teniendo hambre. Un registro a fondo dio como fruto un pedazo de queso enmoheci?do. No quería ni pensar en lo que podría haber estado mordisqueándolo. Cogió un cuchillo y empezó a reba?nar los bordes estropeados.

Entonces le oyó llegar. El pánico le hizo soltar el cu?chillo, que cayó con estrépito al suelo cuando él entraba.

– ¿Qué estás haciendo, pequeña?

– Nada. Me he despertado. Iba por un poco de agua.

– Claro. -Tenía los ojos vidriosos pero no del todo, vio ella con esperanza-. Echabas de menos a papá. Ven a darme un beso.

Ella apenas podía respirar. Ya no podía respirar, y el sitio entre las piernas donde él le haría daño empezó a palpitarle de dolor.

– Me duele la tripa.

– Pobre. Te la curaré a besos. -Le sonreía mientras se acercaba. Pero entonces se puso serio-. Has estado co?miendo otra vez sin pedir permiso, ¿verdad?

– No, yo… -Pero la mentira, y la esperanza de salvarse, murieron cuando su mano la abofeteó con fuerza. El labio se abrió, los ojos se poblaron de lágrimas, pero ella apenas gimió-. Iba a preparar un poco de queso para cuando tú…

Él le pegó otra vez, haciendo explotar estrellas en su cabeza. Esta vez cayó al suelo y antes de que pudiera po?nerse en pie, él se le echó encima.

Ella gritó, porque sus puños eran implacables. Un dolor la cegó y entumeció, pero no era nada al lado del miedo. Por más horribles que fueran los golpes, había cosas mucho peores.

– Papá, por favor. Por favor…

– Tendré que castigarte. Nunca haces caso, joder. Después te daré gusto, ya verás, y serás una buena chica.

Notó el aliento cálido en su cara, aliento que olía a caramelo. Las manos le desgarraron el ya harapiento vestido, pellizcando, apretando, sobando. Su respira?ción cambió, algo que ella conocía y temía. Se volvió más honda, más codiciosa.

– ¡No, no; me haces daño!

Su cuerpo joven se resistía. Forcejeaba sin dejar de gritar, e incluso se atrevió a clavarle las uñas. El grito de él fue un bramido de ira. Luego la inmovilizó. Ella pudo oír el seco y espantoso ruido del brazo al partirse detrás de la espalda.

– Teniente, teniente Dallas.

El grito salió del fondo su garganta y Eve volvió en sí. Se incorporó presa del pánico y sus piernas, hechas un lío, la dejaron como un guiñapo en el suelo.

– Teniente…

Se apartó de la mano que le tocaba el hombro y se acurrucó de nuevo mientras los sollozos se le atascaban en la garganta.

– Estaba soñando. -Summerset habló con tiento, inexpresiva la cara-. Estaba soñando -repitió, acercán?dose a ella como quien se acerca a un lobo atrapado-. Ha tenido una pesadilla.

– No se me acerque. ¡Largo! ¡Váyase de aquí!

– Teniente, ¿sabe dónde está usted?

– Lo sé. -Consiguió extraer las palabras entre jadeos. No podía parar los temblores-. Váyase. -Logró ponerse de rodillas, se cubrió la boca y se meció de un lado al otro-. Que se vaya de aquí, joder.

– Deje que la ayude a sentarse. -Sus manos fueron solícitas pero lo bastante firmes para no soltarla cuando ella trató de apartarlo.

– No necesito ayuda.

– La ayudaré a sentarse en la silla. -A su modo de ver, Eve era como una niña que necesitaba ayuda. Como lo ha?bía sido su Marlene. Intentó no especular sobre si su hija habría implorado como Eve. Después de dejarla en la silla, se acercó a una cómoda y sacó una manta. A ella le castañe?teaban los dientes, tenía los ojos desorbitados de miedo.

– Estése quieta. -La orden fue tajante mientras ella empezaba a forcejear-. Quédese donde está y no se mueva.

Summerset dio media vuelta para ir a la cocina y al AutoChef. Se secó la frente sudorosa con un pañuelo mientras pedía un sedante. La mano le temblaba. Eso no le sorprendió. Los gritos de ella le habían dejado helado mientras corría hacia su suite.

Eran los gritos de una niña.

Procurando calmarse, le llevó el vaso a Eve.

– Tome esto.

– No quiero…

– Tómeselo o se lo hago beber a la fuerza. Será un placer.

Ella pensó en tirar el vaso, pero al final se acurrucó y empezó a lloriquear. Summerset se rindió y dejó el vaso, la arropó mejor en la manta y salió a fin de ponerse en contacto con el médico personal de Roarke.

Pero fue a Roarke en persona a quien vio en el re?llano.

– ¿Es que nunca duerme, Summerset?

– Es la teniente Dallas…

Roarke dejó su maletín y agarró a Summerset de las solapas.

– ¿Qué le pasa? ¿Dónde está?

– Una pesadilla. Estaba gritando. -Summerset per?dió su compostura habitual y se mesó el pelo-. No quie?re cooperar. Ahora iba a llamar al médico. La he dejado en su suite privada.

Cuando Roarke le hizo a un lado, Summerset le aga?rró del brazo.

– Roarke, debería haberme dicho lo que le hicieron de pequeña.

Él meneó la cabeza y siguió adelante.

– Yo me ocuparé de ella.

La encontró encogida y temblando. Roarke sintió rabia, alivio, pena y culpa a la vez. Desechó sus emocio?nes y la levantó suavemente.

– Bueno, bueno, ya está, Eve.

– Roarke… -Se estremeció una vez y luego se abrazó a él y se sentó en su regazo-. Los sueños.

– Ya lo sé. -Le dio un beso en la sien-. Lo siento.

– Ahora los tengo constantemente. Nada puede pa?rarlos.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -Le inclinó la cara para mirarla a los ojos-. No tienes por qué sufrir tú sola.

– Es imposible pararlos -repitió ella-. No podía de?jar de recordar por más tiempo. Y ahora lo recuerdo todo. -Se frotó la cara-. Yo le maté, Roarke. Yo maté a mi padre.

Capitulo Trece

Mientras la miraba, Roarke notó los temblores que la seguían sacudiendo.

– Has tenido una pesadilla, cariño.

– Ha sido como revivir el pasado.

Tenía que calmarse, de lo contrario no podría sa?carlo todo. Tenía que pensar con lógica, como un po?licía, no como una mujer. No como una niña aterro?rizada.

– Todo era tan claro, Roarke, que aún lo estoy sin?tiendo. Le noto a él encima de mí. La habitación donde me tenía encerrada, en Dallas. Siempre.me encerraba para poseerme. Una vez intenté huir, escaparme, y él me pilló. Después de eso, siempre buscaba habitaciones al?tas y cerraba la puerta por fuera. Para que yo no pudiera salir. No creo que nadie supiera que yo estaba dentro. -Trató de aclararse la garganta en carne viva-. Necesito un poco de agua.

– Toma. Bebe esto. -Roarke cogió el vaso que Summerset había dejado junto a la silla.

– No; es un tranquilizante. No quiero tomar eso. -Hizo un esfuerzo por respirar-. No quiero tranquili?zantes.

– Está bien. Iré por agua. -Se levantó y vio que ella le miraba con recelo-. Sólo agua. Te lo prometo.

Aceptando su palabra, ella cogió el vaso que le trajo y bebió agradecida. Cuando él se sentó en el brazo de la butaca, ella miró al frente y continuó.

– Recuerdo la habitación. He tenido partes de este sueño durante las últimas dos semanas. Los detalles em?pezaban a encajar. Incluso fui a ver a la doctora Mira. Sí, ya sé que no te lo dije. No podía.

– Está bien. Pero me lo vas a contar ahora.

– He de hacerlo, Roarke. -Respiró hondo y trató de recordar como si fuera la escena de un crimen-. Yo estaba despierta, deseando que él regresara demasiado bo?rracho para tocarme. Era tarde.

No tuvo que cerrar los ojos para verlo: la sucia habi?tación, el parpadeo de la luz roja entrando por la mu?grienta ventana.

– Frío -murmuró-. Mi padre había roto el control térmico y nacía mucho frío. Podía verme el aliento. -Tiri?tó al recordarlo-. Pero además estaba hambrienta. Bus?qué algo que comer. Él nunca dejaba gran cosa en el cuar?to. Siempre tenía hambre. Estaba quitando el moho a un pedazo de queso cuando él entró.

La puerta al abrirse, el miedo, el ruido del cuchillo al caer. Quería levantarse, calmar sus nervios, pero no es?taba segura de que las piernas pudieran aguantarla.

– Enseguida vi que no estaba lo bastante ebrio. Re?cuerdo su aspecto. Su pelo era castaño oscuro y su cara se había ablandado por la bebida. Quizá había sido gua?po en tiempos, pero ya no. Tenía capilares rotos en la cara y en los ojos. Sus manos eran grandes. Quizá es que yo era pequeña, pero me parecían espantosamente grandes.

Roarke empezó a masajearle los hombros para cal?mar la tensión.

– Ya no pueden hacerte daño. Ahora no pueden to?carte.

– No. -Salvo en sueños, pensó ella. Los sueños eran dolorosos-. Se puso como una fiera porque había comi?do. Yo no podía tocar nada sin pedirle permiso.

– Santo Dios. -La arropó en la manta porque no dejaba de tiritar. Y sintió que quería darle algo, cual?quier cosa, para que ella no pensara nunca más en pasar hambre.

– Entonces empezó a pegarme. -Hizo un-esfuerzo para proseguir. Ahora es como un informe, se dijo. Nada más-. Me tumbó y me siguió pegando. En la cara, en el cuerpo. Yo no paraba de llorar y de gritar, de im?plorarle. Me arrancó la ropa y me metió los dedos. Me hacía un daño horrible, porque me había violado la no?che anterior y aún me dolía. Luego me violó otra vez. Jadeando encima mío, diciéndome que fuera buena. Fue como si me rasgara las entrañas. El dolor era tan intenso que no pude soportarlo más. Le clavé las uñas. Supongo que le hice sangre. Entonces fue cuando me rompió el brazo.

Roarke se levantó bruscamente y pulsó el mecanis?mo para abrir las ventanas. Necesitaba aire.

– No sé si perdí el conocimiento, quizá un par de mi?nutos. Pero no pude superar el dolor. A veces se puede.

– Sí -dijo él-. Lo sé.

– El dolor me llegaba en negras e inmensas oleadas. Y él no paraba nunca. Yo tenía el cuchillo en la mano. Lo tenía allí, a punto. Y entonces se lo clavé. -Tuvo un estremecimiento mientras Roarke se volvía-. Le apuñalé varias veces seguidas. Todo estaba lleno de sangre. Aquel olor acre y fuerte. Me escurrí de debajo de él. Tal vez ya estaba muerto, pero seguí apuñalándole. Es como si fuera ahora, Roarke. Me veo allí de rodillas empuñan?do el cuchillo, la sangre chorreándome por las muñecas, salpicándome la cara. Y el dolor, la rabia que latía dentro de mí. No pude parar.

¿Quién habría parado?, se preguntó él. ¿Quién?

– Entonces me fui al rincón para estar lejos de él, porque cuando se levantara me mataría. Me desmayé, creo, porque no recuerdo nada más hasta que ya había salido el sol. Me dolía todo, todo. Sentí náuseas, vomité. Y cuando terminé, lo vi. Lo vi todo.

Él le cogió la mano: un carámbano, quebradizo.

– Ya es suficiente, cariño.

– No, deja que termine. -Se forzó a hablar como si las palabras fueran rocas que salían de su corazón-. Supe que le había matado y que vendrían por mí para me?terme en la cárcel. En una celda oscura. Es lo que siem?pre me decía él que les pasaba a los que no eran buenos. Fui al baño y me limpié toda la sangre. El brazo me dolía horrores, pero yo no quería ir a la cárcel. Me puse lo pri?mero que encontré y guardé el resto de mis cosas en una bolsa. Yo seguía pensando que se levantaría y vendría por mí, pero no ocurrió nada. Le dejé allí muerto. Eché a andar. Era muy temprano. Apenas había gente en la calle. Arrojé la bolsa, o la perdí. Ya no me acuerdo. Ca?miné un largo trecho y luego me acurruqué en un calle?jón hasta la noche.

Se pasó una mano por la boca. También se acordaba de eso: la oscuridad, el hedor, el miedo que superaba el dolor físico.

– Seguí andando y andando hasta que ya no pude más. Busqué otro callejón. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero ahí fue donde me encontraron. Para entonces ya no recordaba nada; qué había pasado, dónde me en?contraba. Ni quién era yo. Todavía no recuerdo mi nombre. Él nunca me llamaba por mi nombre.

– Tú te llamas Eve Dallas. -Ahuecó las manos sobre la cara de ella-. Y esa parte de tu vida ha quedado atrás. Tú sobreviviste, superaste ese momento. Ahora que lo has recordado, olvídate de ello.

– Roarke. -Al mirarle, ella supo que nunca había querido a nadie más-. No puedo olvidarlo. He de en?frentarme a lo que hice. A las consecuencias. No puedo casarme contigo ahora. Mañana devolveré mi placa.

– ¿Qué locuras estás diciendo?

– Yo maté a mi padre, ¿es que no lo entiendes? Es preciso investigar. Aunque yo salga inocente, eso no niega el hecho de que mi solicitud para ingresar en la academia, mi expediente, son fraudulentos. Mientras la investigación esté en marcha, no puedo ser policía y no puedo casarme contigo. -Más calmada, se puso en pie-. He de hacer las maletas.

– Inténtalo.

Su voz sonó grave, peligrosa, y eso la detuvo.

– Roarke, he de seguir el procedimiento.

– No, lo que has de hacer es sosegarte. -Fue hasta la puerta y la cerró-. ¿Crees que vas a alejarte de mi vida sólo porque te defendiste de un monstruo?

– Maté a mi padre, Roarke.

– Mataste a un monstruo, joder. Eras una niña. ¿Vas a quedarte ahí, mirarme a la cara y decirme que se puede culpar a una niña?

– No se trata de lo que yo piense. La justicia…

– ¡Debería haberte protegido! -le espetó él, la mente poblada de visiones. Casi podía oír cómo se rompía el tenso cable del control-. Al cuerno la justicia. ¿De qué nos sirvió a ti o a mí cuando más la necesitábamos? Si quieres tirar tu placa porque la ley es demasiado endeble para cuidar de los inocentes, de los niños, adelante. Echa a perder tu carrera. Pero de mí no te vas a librar.

Hizo ademán de agarrarla de los hombros pero dejó caer las manos.

– No puedo tocarte. -Sacudido por la violencia inte?rior que sentía, Roarke retrocedió-. Tengo miedo de ponerte las manos encima. No podría soportar que estar conmigo te recordara lo que él te hizo.

– No. -Abrumada, fue ella quien alargó la mano-. No. Tú eres distinto. Cuando me tocas sólo estamos tú y yo. Pero tengo que solucionar esto.

– ¿Tú sola? -Fueron las palabras más amargas-. ¿Igual que querías enfrentarte sola a tus pesadillas? Yo no puedo volver al pasado y matarlo, Eve. Daría cual?quier cosa por poder hacerlo. Pero no puedo. No dejaré que sufras tú sola. Ninguno de los dos puede tomar esa opción. Siéntate.

– Roarke.

– Por favor, Eve. -Vio que ella no le escucharía si le dominaba la cólera. Tampoco iba a escucharle con bue?nas razones-. ¿Confías en la doctora Mira?

– Sí, bueno yo…

– Como en cualquier otra persona -acabó él-. Con eso basta. -Fue hacia el escritorio.

– ¿Qué vas a hacer?

– Telefonearla.

– Pero si es de noche.

– Ya lo sé. -Conectó el enlace-. Estoy dispuesto a aceptar su consejo.

Ella empezó a protestar pero no encontró cómo. Fa?tigada, dejó caer la cabeza en sus manos.

– Está bien.

Se quedó allí, escuchando apenas la voz de Roarke, las respuestas murmuradas. Cuando hubo terminado de hablar, él le tendió la mano. Ella la miró.

– Ahora viene. ¿Quieres bajar?

– No quiero hacerte daño ni que te enfades.

– Has conseguido ambas cosas, pero eso no es lo que más importa ahora. -Le tomó la mano y la hizo levan?tar-. No te dejaré marchar, Eve. Si no me quisieras o no me necesitaras, lo haría. Pero tú me quieres. Y aunque tengas problemas para aceptarlo, también me necesitas.

No quiero abusar de ti, pensó ella mientras bajaban la escalera.

Mira no tardó mucho. Como era su costumbre, lle?gó puntual y perfectamente arreglada. Saludó a Roarke con serenidad, miró a Eve y se sentó.

– Me gustaría tomar un brandy, si no te importa. Y creo que la teniente debería hacer igual. -Mientras él se ocupaba de las copas, Mira echó un vistazo a la habi?tación-. Qué casa más acogedora. -Sonrió y ladeó la ca?beza-. Vaya, Eve, se ha cambiado el peinado. Le favore?ce muchísimo.

Perplejo, Roarke se detuvo y miró.

– ¿Qué te has hecho en el pelo?

Ella levantó un hombro.

– Oh, nada, bueno, sólo…

– Hombres. -Mira hizo girar el brandy dentro de su copa-. ¿Por qué nos molestamos? Cuando mi marido no nota algún cambio, siempre dice que me adora por lo que soy, no por mi peinado. Yo, por lo general, dejo que se lo crea. En fin. -Se apoyó en el respaldo-. ¿Me lo va a contar?

– Sí. -Eve repitió todo cuanto había dicho a Roarke, pero ahora con la voz del policía: serena, fría y distante.

– Ha sido una noche difícil. -Mira desvió la mirada hacia Roarke-. Para ustedes dos. Tal vez no sea fácil creer que a partir de ahora todo vaya a mejorar. ¿Puede acep?tar que su mente estaba lista para afrontarlo?

– Imagino que sí. Los recuerdos empezaron a fluir más claros después de eso… -Eve cerró los ojos-. Hace unos meses me llamaron por un problema doméstico. Llegué demasiado tarde. El padre iba de Zeus. Había acuchillado a la muchacha antes de mi llegada. Yo acabé con él.

– Sí, lo recuerdo. La niña podría haber sido usted. Pero usted sobrevivió.

– Mi padre no.

– ¿Y qué le hace sentir eso?

– Alegría. E inquietud, sabiendo que puedo engen?drar tanto odio.

– Él le pegó. La violó. Era su padre, y usted debería haberse sentido a salvo con él. ¿Cómo cree que debe?ría enjuiciar todo eso?

– Fue hace muchos años.

– No; fue ayer -le corrigió Mira-. Hace una hora.

– Sí. -Eve miró su brandy y contuvo las lágrimas.

– ¿Estuvo mal defenderse?

– No, defenderse no. Pero yo le maté. Incluso cuan?do ya estaba muerto, seguí matándolo. El odio me cega?ba, la ira era incontrolable. Fui como un animal.

– Él la había tratado como un animal. La convirtió en animal. Sí -dijo al ver que ella se estremecía-, aparte de robarle la niñez y la inocencia, la despojó de su humani?dad. Existen palabras técnicas para designar una perso?nalidad capaz de hacer lo que él hizo, pero en lenguaje llano -añadió con su frialdad habitual- su padre era un monstruo.

Mira vio cómo Eve miraba a Roarke y luego bajaba la vista.

– Le privó de su libertad -continuó-, la marcó, la deshonró. Para él usted no era humana, y si la situación no hubiese cambiado, usted tal vez no habría sido más que un animal si es que sobrevivía. Y pese a todo, des?pués de la huida, usted se abrió camino. ¿Qué es ahora, Eve?

– Un policía.

Mira sonrió. Había esperado justamente esa res?puesta.

– ¿Y qué más?

– Una persona.

– ¿Una persona responsable?

– Claro.

– Capaz de amistad, lealtad, compasión, humor. ¿Amor?

Eve miró otra vez a Roarke.

– Sí, pero…

– ¿Esa niña era capaz?

– No, ella… yo tenía demasiado miedo. De acuerdo, he cambiado. -Eve se apretó la sien, sorprendida y aliviada de que el dolor de cabeza estuviera remitiendo-. Me convertí en algo decente, pero eso no quita que ma?tara. Es preciso que haya una investigación.

Mira arqueó una ceja.

– Nadie le pondrá reparos si el hecho de descubrir la identidad de su padre es importante para usted. ¿Lo es?

– No. Eso me importa un comino. Pero…

– Disculpe. -Mira levantó una mano-. ¿Quiere pro?mover una investigación por la muerte de este hombre a manos de la niña de ocho años que era usted entonces?

– Es el procedimiento habitual -dijo Eve, testaruda-. Y eso exige mi inmediata suspensión hasta que el equipo investigador se dé por satisfecho. También será conve?niente que mis planes personales queden aplazados has?ta que todo se aclare.

Percibiendo la ira de Roarke, Mira le lanzó una mi?rada de advertencia y vio que él lograba dominarse.

– Se aclare, ¿cómo? -preguntó razonablemente-. No pretendo decirle cuál es su trabajo, teniente, pero esta?mos hablando de algo que sucedió hace unos veintidós años.

– Fue ayer. -Eve encontró cierto gusto en devolverle sus palabras a Mira-. Fue hace una hora.

– Emocionalmente sí -concedió Mira impertérrita-. Pero en la práctica, y en términos legales, fue hace más de dos décadas. No habrá cadáver ni pruebas físicas que examinar. Están, eso sí, las fichas donde consta el estado en que la encontraron, los abusos, la malnutrición, el trauma. Lo que hay ahora es su memoria: ¿cree que su historia cambiaría a lo largo de un interrogatorio?

– No, claro que no, pero… Es el procedimiento.

– Es usted una excelente policía -dijo Mira-. Si este asunto cayera sobre su mesa, tal como está, ¿cuál sería su opinión profesional y objetiva? Antes de que me respon?da, sea honesta. No tiene por qué castigarse a sí misma ni a esa niña inocente. ¿Qué haría usted como policía?

– Yo… -Vencida, dejó la copita sobre la mesa y cerró los ojos-. Yo lo cerraría.

– Pues hágalo.

– No depende de mí.

– Será un placer llevar este asunto ante su comandan?te, en privado, exponerle los hechos y mi recomenda?ción personal. Creo que usted ya sabe cuál será su deci?sión. Necesitamos gente como usted para que nos protejan, Eve. Y aquí hay un hombre que necesita que confíe en él.

– Confío en él. -Eve cobró arrestos para mirar a Roarke-. Pero tengo miedo de estar utilizándolo. No impor?ta lo que otras personas piensen del dinero, del poder. No quiero darle el menor motivo para pensar que alguna vez podría abusar de él.

– ¿Acaso él lo piensa?

Eve cerró la mano en torno al diamante que colgaba entre sus pechos.

– Está demasiado enamorado de mí para pensar.

– Vaya, yo diría que eso es estupendo. Y creo que no tardará usted en ver la diferencia entre depender de al?guien a quien ama y explotar sus recursos. -Mira se puso en pie-. Le recomendaría que se tome un sedante y el día libre, pero sé que no hará lo uno ni lo otro.

– Así es. Siento haberla sacado de casa en plena no?che, doctora.

– Policías y médicos: estamos acostumbrados. ¿Vol?veremos a hablar?

Eve quiso negarse, tal como se había negado durante años y años. Pero ahora era distinto, eso lo veía claro.

– Sí, está bien.

Impulsivamente, Mira le acarició la mejilla y la besó.

– Saldrá adelante, Eve. -Luego miró a Roarke y le tendió la mano-. Me alegro de que me llamara. Tengo un interés personal en la teniente.

– Yo también. Gracias.

– Espero que me inviten a la boda. No me acompa?ñen. Conozco el camino.

Roarke fue a sentarse al lado de Eve.

– ¿No sería mejor para ti que me desprendiera del di?nero, de las propiedades, que pasara de mis empresas y empezara de cero?

Si ella esperaba algo, no fue esto. Le miró boquia?bierta.

– ¿Serías capaz?

Él se inclinó y le dio un beso somero.

– No.

Ella se sorprendió a sí misma riendo.

– Me siento como una tonta.

– Haces bien. -Entrelazó sus dedos con los de ella-. Deja que te ayude a olvidar el dolor.

– Has estado haciéndolo desde que entraste por la puerta. -Suspiró-. Trata de aguantarme, Roarke. Soy un buen policía. Sé lo que me hago cuando llevo la pla?ca. Es cuando me la quito que no estoy segura de mí misma.

– Soy tolerante. Puedo aceptar tus puntos flacos como tú aceptas los míos. Ven, vamos a la cama. Tienes que dormir. -La ayudó a ponerse en pie-. Y si tienes pe?sadillas, no me las escondas.

– Nunca más. ¿Qué pasa?

Roarke le pasó los dedos por el pelo.

– Te lo has cambiado. De forma sutil pero encanta?dora. Y hay algo más… -Le frotó la mandíbula con el pulgar.

Ella meneó las cejas esperando que él notara su nue?va forma, pero Roarke continuó mirándola.

– ¿Qué?

– Estás muy guapa. De verdad, mucho.

– Estás cansado.

– No es verdad. -Se inclinó y le dio un beso largo y pausado en la boca-. En absoluto.

Peabody la miraba, pero Eve hizo como que no se daba cuenta. Estaba tomando café y, anticipándose a la llega?da de Feeney, había subido incluso un paquete de muffins. Las persianas abiertas le permitían saborear una es?pléndida vista de Nueva York con su dentada línea del cielo tras el exuberante verde del parque.

Decidió que no podía culpar a Peabody por quedar?se boquiabierta.

– Le agradezco mucho que haya venido aquí en vez de a la Central -empezó Eve. Sabía que aún no estaba en plena forma, como sabía que Mavis no podía permitirse el lujo de que ella le fallara-. Quiero solucionar unas cuantas cosas antes de fichar. En cuanto lo haya hecho, imagino que Whitney me llamará. Necesito municiones.

– Descuide. -Peabody sabía que algunas personas vi?vían así. Lo sabía de oídas, de leerlo o de verlo en la pan?talla. Y los aposentos de la teniente no tenían nada de fa?buloso. Eran bonitos, eso sí, llenos de espacio, buen mobiliario, excelente equipamiento.

Pero la casa, Dios, qué casa. Eso ya no era una man?sión sino una fortaleza, quizá un castillo. El césped ver?de y extenso, los árboles floridos, las fuentes. Todas aquellas torres, el centelleo de la piedra. Eso era antes de que un conserje te hiciera entrar y te quedaras pasmado al ver todo el mármol, el cristal y la madera. Y el espacio. Inmenso.

– Peabody.

– ¿Qué? Perdón.

– Tranquila. Este sitio intimida a cualquiera.

– Es increíble. -Volvió a mirarla-. Usted se ve distin?ta aquí -decidió achicando los ojos-. Yo la veo distinta, al menos. Ah, se ha cortado el pelo. Y las cejas. -Intriga?da, se acercó un poco-. Tratamiento epidérmico.

– Sólo facial. -Eve se contuvo a tiempo-. ¿Nos pone?mos a trabajar ahora o quiere el nombre de mi estilista?

– No podría pagarla -dijo alegremente Peabody-.

Pero le sienta bien. Quiere ponerse a tono porque se casa dentro de un par de semanas.

– No serán dos semanas, sino el mes que viene.

– Creo que no sabe que ya es el mes que viene. La veo nerviosa. -Peabody dejó ver una sonrisa divertida-. Usted nunca se pone nerviosa.

– Cállese, Peabody. Tenemos un homicidio.

– Sí, señor. -Ligeramente avergonzada, Peabody se tragó el mohín-. Pensaba que estábamos matando el tiempo hasta que llegara el capitán Feeney.

– Tengo una entrevista a las diez con Redford. No me queda tiempo que matar. Déme un resumen de lo que averiguó en el club.

– He traído mi informe. -Peabody sacó un disco de su bolso-. Llegué a las diecisiete treinta y cinco, me acerqué al individuo que llaman Crack y me identifiqué como ayudante suya.

– ¿Qué le pareció?

– Un personaje -dijo secamente Peabody-. Me dijo que yo serviría para hacer mesas, puesto que parecía te?ner las piernas fuertes. Yo le dije que bailar no estaba en mi agenda.

– Muy buena.

– Se mostró cooperador. A mi juicio, no le gustó cuando le comuniqué la muerte de Hetta. La chica no llevaba mucho tiempo trabajando allí, pero él dijo que tenía buen carácter, que era eficiente y gustaba a los hombres.

– Con estas palabras…

– En lenguaje vulgar. En su lenguaje vulgar, Dallas, tal como consta en mi informe. No se fijó con quién habla?ba Hetta después del incidente con Boomer pues en ese momento el club estaba a tope y él tenía mucho trabajo.

– Partiendo cabezas.

– Eso mismo. Sin embargo, sí me indicó algunos em?pleados y clientes que podían haberla visto en compañía de alguien. Tengo los nombres y las declaraciones. Na?die notó nada fuera de lo normal. Un solo cliente creyó haberla visto entrar en una de las cabinas privadas con otro hombre, pero no recordaba la hora y la descripción es vaga: «Un tipo alto.»

– Sensacional.

– Hetta salió a las dos y cuarto, es decir, una hora más temprano de lo habitual. Le dijo a otra acompañan?te que ya había llenado el cupo y que daba por termina?da la noche. Enseñó un puñado de créditos y dinero en metálico. Se jactó de tener un nuevo cliente que sabía apreciar la calidad. Fue la última vez que alguien la vio en el club.

– Encontraron su cadáver tres días después. -Frus?trada, Eve se apartó de la mesa-. Si me hubieran encar?gado el caso antes, o si Carmichael se hubiera tomado la molestia de investigar… En fin, ya es tarde.

– Hetta tenía muchos amigos.

– ¿Pareja?

– Nada serio ni permanente. Esos clubs procuran que sus empleadas no se citen con los clientes fuera del local, y parece ser que Hetta era una auténtica profesio?nal. Visitaba también otros locales, pero hasta ahora no he podido descubrir nada. Si trabajó en algún sitio la no?che de su asesinato, no hay constancia de ello.

– ¿Consumía?

– En reuniones, de vez en cuando. Nada fuerte, se?gún las personas con las que hablé. Comprobé su expe?diente, y aparte de un par de acusaciones antiguas por posesión, estaba limpia.

– ¿Cómo de antiguas?

– Cinco años.

– Bien, siga con ello. Hetta es toda suya. -Levantó la vista al ver entrar a Feeney-. Me alegro de tenerle aquí.

– Uf, la circulación es un infierno. ¡Muffins! -Feeney se lanzó sobre ellos-. ¿Qué tal, Peabody?

– Buenos días, capitán.

– ¿Blusa nueva, Dallas?

– No.

– La veo diferente. -Se sirvió café mientras ella ponía los ojos en blanco-. He dado con nuestro tatuado. Mavis entró en Ground Zero a eso de las dos, pidió un Screamer y un bailarín de mesa. Yo mismo hablé con él ano?che. Se acuerda de ella. Dice que la chica estaba en órbita y que intentaba tomar tierra. El tipo le ofreció una lista de servicios aceptados, pero Mavis se fue tambaleándose.

Feeney suspiró y tomó asiento.

– Si fue a algún otro club nocturno, no utilizó crédi?tos. No he sabido más de ella desde que salió del Ground Zero a las tres menos cuarto.

– ¿Dónde está ese club?

– A unas seis manzanas de la escena del crimen. Ma?vis había ido bajando hacia el centro desde el momento en que dejó a Pandora y entró en el ZigZag. Entre me?dias estuvo en otros cinco locales, tomando Screamers todo el tiempo, casi siempre triples. No sé cómo pudo sostenerse en pie.

– Seis manzanas -murmuró Dallas-. Treinta minutos antes del asesinato.

– Lo siento. Parece que eso no mejora las cosas. Bue?no, pasemos a los discos de seguridad. El escáner de Leo?nardo fue reventado a las diez de la noche de marras. Hay muchas quejas en la zona sobre gamberros juveni?les que se cargan las cámaras exteriores, así que ésa po?dría ser la causa. El sistema de seguridad de Pandora fue desconectado utilizando el código. No hubo sabotaje. Quienquiera que entrase sabía cómo hacerlo sin dejar rastro.

– La conocía a ella, conocía la situación.

– Por fuerza -dijo-Feeney-. No hay irregularidades en los discos de seguridad del edificio donde vive Justin Young. Entraron sobre la una y media, y ella se marchó otra vez a las diez o las doce del día siguiente. Entreme?dias nada, pero… -Hizo una pausa teatral-. Hay una puerta de servicio.

– ¿Qué?

– Se entra por la cocina hasta un montacargas. Que no tiene sistema de seguridad. Va a otros seis pisos y al garaje. El garaje sí tiene seguridad, y los pisos también. Pero… -Otra pausa-. También se puede ir hasta la plan?ta baja, al área de mantenimiento. Allí el sistema de se?guridad es chapucero.

– ¿Cree que pudieron salir sin ser vistos?

– Tal vez. -Feeney sorbió un poco de café-. Cono?ciendo bien el edificio, el sistema de seguridad y procu?rando calcular el momento de la salida.

– Eso podría arrojar una nueva luz a su coartada. Le felicito, Feeney.

– Sí, bueno. Mándeme el dinero. O regáleme los muffins.

– Son suyos. Creo que habrá que ir a hablar otra vez con la parejita. Tenemos a dos buenos actores. Justin Young se acostaba con Pandora y ahora mantiene una rela?ción íntima con Jerry Fitzgerald que es la principal adver?saria de Pandora como reina de la pasarela. Tanto Fitzge?rald como Pandora quieren triunfar en la pantalla. Entra Redford, productor. Le interesa trabajar con Fitzgerald, ha trabajado con Young y se acuesta con Pandora. Los cua?tro participan en la fiesta que se celebra en casa de Pandora, invitados por ésta la noche de su asesinato. ¿Para qué que?ría tenerlos allí; a su rival, a su ex amante y al productor?

– Le gustaba el melodrama -terció Peabody-. Dis?frutaba con la controversia.

– Sí, es verdad. Y también le gustaba causar proble?mas. Me pregunto si tenía algo que echarles en cara. En la entrevista todos estuvieron muy calmados -recordó Eve-. Muy serenos, muy a gusto. A ver si podemos sa?cudirlos un poco.

Eve vio por el rabillo del ojo que el panel entre su despacho y el de Roarke se abría lateralmente.

– No estaba cerrado -dijo él al detenerse en el um?bral-. Interrumpo, ¿no?

– Ya casi hemos acabado.

– Eh, Roarke. -Feeney brindó con un muffin-. ¿Pre?parado para mondar la media naranja? Bueno, era una broma -murmuró al ver que Eve le fulminaba con la mi?rada.

– Creo que será mejor que vuelva a la calle. -Feeney miró a Peabody y levantó una ceja.

– Perdón. Agente Peabody, le presento a Roarke.

Echa la presentación, Roarke sonrió y se acercó a ellos.

– La eficiente agente Peabody. Es un placer.

Haciendo esfuerzos por no atragantarse, ella aceptó la mano que le tendía.

– Me alegro de conocerle.

– Si me permiten que les robe a la teniente un mo?mento, los dejaré a solas enseguida. -Puso una mano so?bre el hombro de Eve, se lo apretó. Al levantarse ella, Feeney soltó un bufido.

– Se va a tragar la lengua, Peabody. ¿Por qué será que cuando un hombre tiene cara de diablo y cuerpo de dios las mujeres se emboban de esta manera?

– Son las hormonas -murmuró Peabody, sin dejar de mirar a Roarke y Eve. Últimamente se interesaba por las relaciones humanas.

– ¿Cómo estás? -dijo Roarke.

– Bien.

Acarició la barbilla de Eve, hundiendo ligeramente el pulgar en su hoyuelo.

– Ya veo que estás trabajando. Tengo algunas reu?niones esta mañana, pero pensé que querrías esto. -Le entregó una tarjeta de las suyas con un nombre y una di?rección garabateados al dorso-. Es el experto extraplanetario que me pedías. Estará encantada de ayudarte en lo que necesites. Ya tiene la muestra que tú me diste, pero le gustaría tener otra. Para una comprobación adi?cional, creo que me dijo.

– Gracias. -Se guardó la tarjeta-. De veras.

– Los informes de Starlight Station…

– ¿Starlight Station? -Eve tardó un poco en reaccio?nar-. Dios, olvidaba que te lo había pedido. No tengo la mente clara.

– Tienes demasiadas cosas en la cabeza. En todo caso, mis fuentes me dicen que Pandora hizo muchas re?laciones públicas en su último viaje, lo cual es normal. No parece que estuviera interesada en nadie en concre?to. Al menos por más de una noche.

– Mierda, ¿es que sólo pensaba en eso?

– En ella era una prioridad. -Sonrió al ver qué Eve achicaba los ojos y hacía conjeturas-. Como te dije, nuestra breve relación ocurrió hace mucho tiempo. Bien, lo que sí hizo fue bastantes llamadas, todas con su propio minienlace.

– No hay registro de las llamadas.

– Yo diría que no. Hizo el trabajo con su talento ha?bitual. Se habla del modo en que se jactó de un nuevo producto que pensaba patrocinar, y de un vídeo.

Eve gruñó:

– Te agradezco las molestias.

– Es un placer colaborar con la policía local. Tene?mos una cita con el florista a las tres. ¿Podrás ir?

Eve barajó mentalmente sus compromisos.

– Si tú has buscado un hueco, yo también.

Como no quería arriesgarse, Roarke le cogió la agenda de trabajo y programó él mismo la cita.

– Nos veremos allí. -Bajó la cabeza y vio que ella mi?raba hacia la mesa del otro lado de la habitación-. Dudo que esto disminuya tu autoridad -dijo, y luego posó sus labios en los de ella-. Te quiero.

– Sí, bueno. -Carraspeó-. De acuerdo.

– Muy poético. -Divertido, él le pasó una mano por el pelo y la besó otra vez-. Agente Peabody, Feeney. -Con una inclinación de cabeza, volvió a su despacho. El panel se cerró a sus espaldas.

– Borre esa sonrisa estúpida de su cara, Feeney. Ten?go un trabajo para usted. -Eve sacó la tarjeta que se ha?bía metido en el bolsillo-. Necesito que lleve una mues?tra del polvo que le encontramos a Boomer a esta experta en flora. Roarke ya le ha puesto al corriente. No es policía ni está vinculada a seguridad, así que sea dis?creto.

– Lo intentaré.

– Procuraré hablar con ella más tarde para ver qué ha averiguado. Peabody, usted viene conmigo.

– Sí, señor.

Peabody esperó a estar en el coche para hablar.

– Imagino que para un policía es difícil hacer malabarismos con las relaciones personales.

– Dígamelo a mí. -Interrogar sin piedad a un sospe?choso, mentir al comandante en jefe, acosar al técnico del laboratorio. Encargar el ramo de novia. ¡Dios!

– Pero si va con cuidado, eso no tiene por qué echar por tierra su carrera.

– Qué quiere que le diga, ser.policía es una mala apuesta. -Eve tamborileó sobre el volante-. Feeney lleva casado desde la noche de los tiempos. El comandante tiene un hogar feliz. Otros lo consiguen. -Exhaló con fuerza-. Yo estoy en ello. -Se le ocurrió cuando salían por la puerta-: ¿Es que tiene algo en marcha, Peabody?

– Puede. Lo estoy pensando. -Peabody se frotó las manos en el pantalón, las juntó, las separó.

– ¿Alguien que yo conozco?

– Pues sí. -Cambió los pies de sitio-. Es Casto.

– ¿Casto? -Eve enfiló la Novena, esquivando un au?tobús-. No me diga. ¿Y cuándo ha sido?

– Bien, es que ayer noche me topé con él. Es decir, le pillé espiándome y…

– ¿La estaba espiando? -Eve puso el piloto automá?tico. El coche gimió y resopló-. ¿De qué diantres está hablando, Peabody?

– Casto tiene buen olfato. Se olió que estábamos si?guiendo una pista. Me puse como una fiera cuando le descubrí, pero luego hube de admitirlo, yo habría hecho lo mismo.

Eve siguió tamborileando el volante, mientras pen?saba en ello.

– Sí, y yo también. ¿Intentó algo?

Peabody se ruborizó.

– Por Dios, Peabody, no quería decir… -balbuceó.

– Ya, ya lo sé. Es que no estoy acostumbrada, Dallas. Bueno, los hombres me gustan, claro. -Se frotó el fle?quillo y comprobó el cuello de la camisa de reglamen?to-. He conocido a algunos, pero hombres como Casto, ya sabe, como Roarke…

– Achicharran los circuitos, ya.

– Sí. -Fue un alivio poder decírselo a alguien que lo entendiera-. Casto intentó sacarme algunos datos con añagazas, pero se lo tomó muy bien cuando me negué. Conoce la ruta. El jefe ordena cooperación interdepar?tamental y nosotros hacemos casó omiso.

– ¿Cree que él tiene algo?

– Podría ser. Fue al club igual que yo. Fue allí donde le pesqué. Luego, al salir yo, él me siguió. Dejé que se di?virtiera un rato, para ver qué hacía. -Su sonrisa se ensan?chó-. Y luego le seguí yo a él. Debería haber visto su cara cuando le fui por detrás y se dio cuenta de que le ha?bía descubierto.

– Buen trabajo, Peabody.

– Discutimos un poco. Por el territorio y esas cosas. Después, bueno, tomamos una copa y acordamos dejar de lado la rutina policial. Estuvo bien. Aparte de la profesión, tenemos bastantes cosas en común. Música, cine, en fin. Qué coño. Me acosté con él.

– Oh.

– Sé que fue una estupidez. Pero lo hicimos.

Eve esperó un momento.

– Bien. ¿Y qué tal?

– ¡Uau!

– Conque sí, ¿eh?

– Y esta mañana me ha dicho si podíamos ir a cenar o algo.

– Bueno, a mí me parece normal.

Peabody meneó la cabeza.

– Yo no suelo atraer a esta clase de hombres. Sé que busca algo de usted…

Eve la hizo callar.

– Eh, un momento.

– Vamos, Dallas, usted sabe que sí. Se siente atraído por usted. La admira por su inteligencia… y por sus piernas.

– No me diga que usted y Casto han hablado de mis piernas.

– No, pero de su inteligencia sí. De todos modos, no sé si debo seguir adelante con esto. He de concentrarme en mi trabajo, y él está concentrado en el suyo. Cuando este caso se resuelva, dejaremos de vernos.

¿No había pensado Eve lo mismo cuando Roarke se había fijado en ella? Normalmente ocurría así.

– Usted le gusta, Peabody, no hay duda, y usted le encuentra interesante.

– Claro.

– Y la cama funcionó.

– De qué manera.

– Entonces, como superior suya que soy, le aconsejo que se lance.

Peabody sonrió y luego miró por la ventanilla.

– Lo pensaré.

Capitulo Catorce

Eve había calculado bien. Fichó en la Central a las 9.55 y fue directamente a Interrogatorios. Evitó ir a su despacho, evitó cualquier posible mensaje del coman?dante requiriendo su presencia. Esperaba que para cuan?do tuviera que enfrentarse a él, tendría ya nueva infor?mación que darle.

Redford llegó puntual, eso tenía que admitirlo. Y tan elegante y planchado como la primera vez que Eve le ha?bía visto.

– Teniente, confío en que no tardemos mucho. Es una hora muy inoportuna.

– Entonces empecemos cuanto antes. Siéntese. -Eve cerró la puerta con llave.

En Interrogatorios no había en absoluto una atmós?fera muy agradable. Ni falta que hacía. La mesa era de?masiado pequeña, las sillas muy duras, las paredes sin adornos de ningún tipo. El espejo era, por supuesto, de dos caras y estaba pensado para intimidar todo lo posi?ble al entrevistado. Eve conectó la grabadora y recitó los datos necesarios.

– Señor Redford, tiene usted derecho a un asesor o un representante legal.

– ¿Me está leyendo los derechos, teniente?

– Si me lo pide, lo haré encantada. No se le acusa de nada, pero tiene derecho a un asesor si se le somete a una entrevista formal. ¿Desea un asesor?

– De momento no. -Se quitó una mota de polvo de la manga. Su muñeca brilló en forma de pulsera de oro-. Estoy dispuesto a cooperar en lo que haga falta, como he demostrado viniendo hoy aquí.

– Me gustaría pasarle su declaración previa para que tenga la oportunidad de añadir, suprimir o cambiar cualquier fragmento de la misma. -Introdujo el disco en cuestión. Con mucha impaciencia, Redford escuchó su voz.

– ¿Desea reafirmarse en su declaración?

– Sí, es tan exacta como puedo recordar.

– Muy bien. -Eve recuperó el disco y cruzó las ma?nos-. Usted y la víctima mantenían relaciones sexuales.

– En efecto.

– No era con exclusividad, sin embargo.

– En absoluto. Ninguno de los dos lo deseaba.

– ¿Consumió usted drogas ilegales con la víctima la noche del crimen?

– No.

– ¿En algún otro momento compartió con la víctima el consumo de ilegales?

Redford sonrió y ladeó la cabeza. Eve vio más oro infiltrado en la coleta que le llegaba a los omóplatos.

– No, yo no compartía el gusto de Pandora por los estupefacientes.

– ¿Tenía usted el código de seguridad que abría la casa de la víctima en Nueva York?

– El código de seguridad. -Frunció el entrecejo-. Su?pongo que sí. -Por primera vez pareció intranquilo. Eve casi pudo ver cómo su mente sopesaba la respuesta y las posibles consecuencias-. Supongo que Pandora me lo dio algún día para simplificar las cosas cuando iba a visi?tarla. -Sereno otra vez, sacó su portátil y tecleó unos da?tos-. Sí, aquí lo tengo.

– ¿Utilizó el código para acceder a su casa la noche en que fue asesinada?

– Un sirviente me dejó entrar. No hizo falta usar el código.

– No, claro. Antes del asesinato. ¿Es usted conscien?te de que el sistema de seguridad también conecta y des?conecta el sistema de vídeo?

La cautela volvió a aparecer en los ojos de Redford.

– No sé si la entiendo, teniente.

– Con el código, que según declara obra en su poder, la cámara exterior de seguridad puede ser desactivada. Esa cámara estuvo desactivada durante un período aproximado de una hora después de cometido el asesi?nato. En ese rato, señor Redford, usted declara que estu?vo en su club. A solas. En ese rato, alguien que conocía a la víctima, que estaba en posesión de su código y que co?nocía el funcionamiento del sistema de seguridad de su casa, desactivó el sistema, entró en la casa y al parecer se llevó algo de allí.

– Yo no tenía ningún motivo para hacer ninguna de esas cosas. Estaba en mi club, teniente. Entré y salí con mi llave de código.

– Cualquier socio puede hacer ver que entró y salió sin haberlo hecho. -Eve notó que él se ponía serio-. Us?ted vio una caja, posiblemente china, de anticuario, de la cual ha declarado que la víctima sacó una sustancia y la ingirió. También declara que luego cerró la caja en el to?cador de su dormitorio. La caja no ha sido encontrada. ¿Está seguro de que existe tal caja?

Ahora había hielo en su mirada, pero debajo del mismo, asomando, Eve creyó ver algo más. Pánico no, todavía. Pero sí cautela y preocupación.

– ¿Está seguro de que la caja que describió existe, se?ñor Redford?

– Yo la vi.

– ¿Y la llave?

– ¿La llave? -Cogió un vaso de agua. La mano seguía firme, pero Eve pudo haber jurado que la mente pensaba a toda velocidad-. La llevaba colgada al cuello, de una cadena de oro.

– Ni en el cadáver ni en la escena del crimen se en?contró ninguna llave. Tampoco una cadena.

– Entonces supongo que se la llevó el asesino, ¿ver?dad, teniente?

– ¿Llevaba la llave a la vista?

– No. Pandora… -Su mandíbula estaba tensa-. Muy buena, teniente. Que yo sepa, la llevaba bajo la ropa. Pero como ya he declarado, no soy el único que veía a Pandora sin ropa.

– ¿Por qué le pagaba usted?

– ¿Cómo dice?

– En los últimos dieciocho meses usted hizo transfe?rencias por valor de más de trescientos mil dólares a las cuentas de crédito de la víctima. ¿Por qué?

Redford la miró sin expresión, pero ella vio en sus ojos, por primera vez, el miedo.

– Lo que yo haga con mi dinero es asunto mío.

– Se equivoca. Cuando hay un asesinato la cosa cam?bia. ¿Pandora le estaba chantajeando?

– Eso es ridículo.

– No crea. Ella le amenazó con algo peligroso, emba?razoso para usted, algo con lo que ella disfrutaba. Pan?dora le iba exigiendo pequeños pagos de vez en cuando, y algunos no tan pequeños. Imagino que era el tipo de persona que alardeaba de tener ese poder. Un hombre podría cansarse de esa situación. Un hombre podía ha?ber empezado a ver que sólo quedaba una solución. No era el dinero lo más importante, ¿verdad señor Redford? Era el poder, el dominio, y esa satisfacción personal que ella no dejaba de pasarle por la cara.

Redford empezó a respirar irregularmente, pero sin alterar las facciones.

– Pandora podía llegar a esos extremos, supongo. Pero no tenía nada contra mí, teniente, y yo no hubiera tolerado amenazas.

– ¿Qué habría hecho usted?

– Un hombre en mi posición puede permitirse el lujo de hacer caso omiso. En mi profesión, el éxito importa mucho más que el cotilleo.

– Entonces ¿por qué le pagaba? ¿Por el sexo?

– Eso es un insulto.

– No, imagino que un hombre de su posición no habría pagado por acostarse. Pero eso podía hacerlo to?davía más excitante. ¿Frecuenta usted el Down amp; Dirty, en el East End?

– No frecuento el East End, ni tampoco un club de segunda como ése.

– Pero sabe lo que es. ¿Estuvo alguna vez allí con Pandora?

– No.

– ¿Y solo?

– He dicho que no.

– ¿Dónde estuvo el diez de junio, aproximadamente a las dos de la madrugada?

– ¿Por qué?

– ¿Puede verificar su paradero en esa fecha y hora?

– No sé dónde estuve. No tengo respuesta.

– ¿Sus pagos a Pandora eran pagos de negocios, rega?los tal vez?

– Sí y no. -Golpeó la mesa-. Creo que ahora sí qui?siera consultar a un abogado.

– De acuerdo. Usted manda. Interrumpimos la en?trevista para dejar que un individuo ejerza su derecho a asesoría jurídica. Desconectar. -Eve sonrió-. Es mejor que se lo cuente todo. Que se lo cuente a alguien. Y si no está solo en este asunto, le aconsejo que empiece a pen?sar seriamente en hacer algo. -Se apañó de la mesa-. Afuera hay un teleenlace público.

– Tengo el mío -dijo él muy tieso-. Si es tan amable de decirme dónde puedo hablar en privado. -Cómo no. Venga conmigo.

Eve consiguió eludir a Whitney transmitiendo un infor?me de puesta al día y no apareciendo por su despacho. Luego cogió a Peabody y se dirigió a la salida.

– Ha desconcertado a Redford. De veras que sí.

– Ésa era la idea.

– Fue por la manera de atacarle desde diferentes ángu?los. Primero todo muy correcto y luego, zas, le pone la zancadilla.

– Sabrá levantarse. Aún me queda el pago que le hizo a Fitzgerald para pincharle, pero ahora estará sobre aviso.

– Sí, y ya no le va a subestimar. ¿Cree que lo hizo él?

– Pudo hacerlo. Odiaba a Pandora. Si podemos rela?cionarlo con la droga… ya veremos. -Tantas cosas que explorar, pensó ella, y el tiempo se estaba agotando, ca?mino de la audiencia previa al proceso contra Mavis. Debía descubrir algo decisivo antes de un par de días-. Quiero identificar ese elemento X. Necesito saber quién es la fuente. Es la clave de todo.

– ¿Ahí es donde piensa hacer intervenir a Casto? Es una pregunta profesional.

– Puede que él tenga mejores contactos. En cuanto hayamos aclarado lo de la sustancia desconocida, habla?ré con él. -Su enlace pitó. Eve dio un respingo-. Mierda, mierda y mierda. Es Whitney, seguro. -Se puso seria y respondió-. Aquí Dallas.

– ¿Qué diablos está haciendo?

– Verificando una pista, señor. Voy camino del labo?ratorio.

– Dejé orden de que estuviera en mi despacho a las nueve en punto.

– Lo siento, comandante. No he recibido esa transmisión. No he pasado por mi despacho. Si tiene mi in?forme, verá que esta mañana he estado liada en Interro?gatorios. El hombre está ahora mismo consultando a sus abogados. Creo que…

– Pare el carro, teniente. He hablado con la doctora Mira hace unos minutos.

Eve notó que la piel se le ponía tiesa, fría como el hielo.

– Señor.

– Me decepciona usted, teniente. -Habló despacio, con dureza-. Es una lástima que haya hecho perder tiempo al departamento por este asunto. No tenemos la menor intención de investigar formalmente ni de hacer ningún tipo de pesquisa sobre el incidente. El asunto está cerrado, y así se va a quedar. ¿Lo ha comprendido, teniente?

Alivio, culpa, gratitud: todo revuelto.

– Señor, yo… Sí. Comprendido.

– Muy bien. La filtración a Canal 75 ha originado bastantes problemas en la Central.

– Sí, señor. -Devuelve el golpe, pensó. Piensa en Mavis-. No me cabe duda.

– Usted conoce de sobra la política del departamento sobre filtraciones no autorizadas.

– Perfectamente.

– ¿Cómo está la señorita Furst?

– En pantalla se la veía bastante bien, comandante.

Whitney frunció el entrecejo, pero en su mirada apareció un brillo inequívoco.

– Ándese con ojo, Dallas. Y preséntese en mi despa?cho a las seis en punto. Tenemos una condenada rueda de prensa.

– Buen regate -la felicitó Peabody-. Y todo es ver?dad menos lo de que íbamos camino del laboratorio.

– Pero no he dicho de cuál.

– ¿Y el otro asunto? El comandante parecía mosqueado. ¿Tiene alguna cosa más entre manos? ¿Algo relacio?nado con este caso?

– No; es agua pasada. -Contenta de haber superado el mal trago, Eve fue hacia la puerta de Futures Labora?tories amp; Research, subsidiaria de Industrias Roarke-. Teniente Dallas, policía de Nueva York -anunció por el escáner.

– La están esperando, teniente. Diríjase a la zona de aparcamiento azul. Deje allí su vehículo y tome el trans?porte C hasta el complejo este, sector seis, nivel uno.

Allí los recibió una androide del laboratorio, una morena atractiva de piel blanca como la leche, ojos azul claro y una placa que la identificaba como Anna-6. Su voz era tan melodiosa como unas campanas de iglesia.

– Buenas tardes, teniente. Espero que no haya tenido problema para encontrarnos.

– No, ninguno.

– Muy bien. La doctora Engrave les recibirá en el solárium. Es un sitio muy agradable. Si quieren se?guirme…

– Es un androide -murmuró Peabody por lo bajo, y Anna-6 se volvió sonriendo con toda simpatía.

– Soy un modelo nuevo, experimental. Sólo hay otros nueve como yo, y todos trabajamos aquí, en este complejo. Esperamos estar en el mercado dentro de seis meses. Se ha investigado mucho para fabricarnos y, por desgracia, el precio aún es prohibitivo. Confiamos en que las grandes industrias juzgarán útil ese gasto has?ta que podamos ser producidos en masa a un precio com?petitivo.

Eve ladeó la cabeza.

– ¿ Le ha visto Roarke?

– Por supuesto. Él da el visto bueno a todos los pro?ductos. Participó activamente en este diseño.

– No hace falta que lo jure.

– Por aquí, por favor. -Anna-6 enfiló un largo pasillo abovedado, blanco como un hospital. La docto?ra Engrave opina que su espécimen es muy interesante. Estoy segura de que les será de gran ayuda. -Se detuvo ante una mini pantalla y marcó una secuencia-. Anna-6 -anunció-. Acompañada del teniente Dallas y su ayu?dante.

La pared se abrió a una sala grande llena de plantas y una bonita luz solar artificial. Se oía correr agua y el zumbido perezoso de unas abejas satisfechas.

– Aquí les dejo. Volveré cuando tengan que salir. Pi?dan lo que les apetezca. La doctora Engrave suele olvi?darse de ofrecer nada.

– Vete a sonreír a otro sitio, Anna. -La malhumorada voz pareció salir de una mata de helechos. Anna-6 se li?mitó a sonreír, retrocedió, y la pared volvió a cerrarse-. Ya sé que los androides tienen sus derechos, pero es que me pone frenética. Por aquí, en las espireas.

Eve fue hacia los helechos y se metió cautelosamen?te entre ellos. Arrodillada sobre tierra negra abonada, había una mujer. Su pelo canoso estaba recogido en un moño apresurado, y tenía las manos enrojecidas y sucias de tierra. El mono que quizá fue blanco alguna vez esta?ba tan manchado que era imposible de identificar. La doctora alzó la vista y su cara angosta y vulgar resultó estar tan asquerosa como su ropa.

– Estoy mirando mis gusanos. Es una nueva raza. -Levantó un trozo de tierra con cosas que se movían.

– Muy bonito -dijo Eve, sintiendo cierto alivio cuan?do Engrave sepultó el ajetreado terrón.

– Conque usted es la policía de Roarke. Yo me figu?raba que habría escogido a una de esas pura sangre con el cogote pelado y las tetas gordas. -Frunció los labios y miró de arriba abajo a Eve-. Veo que no, y me alegro. El problema con las pura sangre es que siempre están pi?diendo mimos. A mí que me den un híbrido.

Engrave se limpió las manos en su sucia ropa. Una vez en pie, Eve vio que medía cerca de un metro cin?cuenta.

– Esto de los gusanos es una magnífica terapia. Yo se la recomendaría a mucha gente, así no necesitarían dro?gas para ir tirando.

– Hablando de drogas…

– Sí, sí, por aquí. -Echó a andar a paso de marcha pero luego fue reduciendo la velocidad-. Hay que podar un poco. Hace falta más nitrógeno. Y riego subterráneo, para las raíces. -Se detuvo entre hojas de un insultante verde, larguísimas enredaderas, capullos explosivos-. La cosa ha llegado al punto de que me pagan por cuidar el jardín. Bonito trabajo para el que lo pilla. ¿Sabe qué es esto?

Eve miró una flor de color púrpura y forma de trompeta. Estaba casi segura pero temía una trampa.

– Una flor -dijo.

– Petunia. Bah, la gente ha olvidado el encanto de lo tradicional. -Se detuvo junto a un lavabo, se quitó parte de la tierra que llevaba en las manos, dejando restos entre sus uñas estropeadas-. Hoy en día todos quieren lo exóti?co. Lo grande, lo diferente. Un buen arriate de petunias proporciona mucho placer a cambio de pocos cuidados. Se plantan, sin esperar que sean lo que no son, y a disfru?tarlas. Son sencillas, y no se te marchitan por una nadería. Unas petunias sanas significan algo. En fin.

Se subió a un taburete delante de un banco de traba?jo atiborrado de herramientas, tiestos, papeles, un Auto-Chef con la luz de vacío encendida, y un sofisticado sis?tema informático.

– Lo que me envió usted con ese irlandés ha sido una auténtica bolsa de los truenos. A propósito, él sí conocía las petunias.

– Feeney es un hombre de talentos sorprendentes.

– Le di unos pensamientos para su mujer. -Engrave conectó el ordenador-. Ya he hecho algunos análisis de la muestra que me trajo Roarke. Me dijo muy amable que le corría prisa. Otro irlandés. Dios los conserve. La nueva muestra de polvo me ha dado más trabajo.

– Entonces tiene los resultados…

– No me meta prisa, mujer. Eso sólo vale si me lo dice un irlandés guapo. Y no me gusta trabajar para la poli. -Engrave sonrió a placer-. No aprecian la ciencia. Apuesto a que ni siquiera se sabe la tabla periódica.

– Oiga, doctora… -Para consuelo de Eve, la fórmula apareció en el monitor-. ¿Está controlada esta unidad?

– No se preocupe, tiene contraseña. Roarke me dijo que esto era super secreto. Tranquila, estoy en el ajo desde hace mucho más que usted. -Con una mano de?sechó a Eve y con la otra señaló a la pantalla-. Bien, no entraré en los elementos básicos. Hasta un niño po?dría verlos, conque imagino que ya los habrá identifi?cado.

– Es el desconocido lo que…

– Ya, teniente, ya. El problema está aquí. -Señaló una serie de factores-. La fórmula no ha servido para identi?ficarlo, porque está codificado. Vea. -Alargó el brazo para coger una pequeña platina cubierta de polvo-. Has?ta los mejores laboratorios se las verían y se las desearían para analizar esto. Parece una cosa, huele a otra. Y cuan?do está todo mezclado, como en esta fórmula, es la reac?ción lo que altera la mezcla. ¿Sabe algo de química?

– ¿Es necesario?

– Si más gente supiera de química…

– Doctora Engrave, necesito aclarar un asesinato. Dígame qué es y yo trabajaré a partir de ahí.

– Otro problema de la gente es la impaciencia -le es?petó Engrave, sacando un plato pequeño. Dentó del mismo había unas gotas de un líquido lechoso-. Como a usted no le importa una higa, no le diré lo que he hecho. Dejémoslo en que he realizado unas pruebas, unos cuantos trucos de química básica y que he conseguido aislar su elemento desconocido.

– ¿Es eso de ahí?

– Sí, en su estado líquido. Seguro que su laboratorio le dijo que era una forma de valeriana; una especie oriunda del sudoeste.

Eve la miró.

– ¿Y?

– Se acerca, pero no del todo. Es una planta, por su?puesto, y utilizaron valeriana para cortar el espécimen. Esto es néctar, la sustancia que seduce a aves y abejas y que hace girar el mundo. Un néctar que no procede de ninguna especie nativa.

– Nativa de Estados Unidos, quiere decir.

– No, nativa de ninguna parte. -Engrave alcanzó una maceta y la dejó en la mesa de mala gana-. Aquí tiene a su bebé.

– Qué bonito -dijo Peabody, inclinándose hacia las exuberantes flores que iban de un blanco cremoso a un granate subido. Olisqueó, cerró los ojos y repitió la ope?ración-. Es maravilloso. Es… -La cabeza le daba vuel?tas-. Qué fuerte.

– Y que lo diga. Basta, o no sabrá lo que hace durante una hora. -Engrave apartó la planta.

– ¿Peabody? -Eve la sacudió por el brazo-. Despierte.

– Es como tomarse una copa de champán de un solo trago. -Se llevó una mano a la sien-. Increíble.

– Un híbrido experimental -explicó Engrave-. Nom?bre en clave: Capullo Inmortal. Éste tiene catorce me?ses, y no ha dejado de echar flores. Procede de la colo?nia Edén.

– Siéntese, Peabody. ¿El néctar de esta cosa es lo que estamos buscando?

– De por sí, el néctar es fuerte y provoca en las abejas una reacción semejante a la ebriedad. Les ocurre lo mis?mo con la fruta demasiado madura, como los melocotones caídos, por ejemplo, cuyo zumo está muy concen?trado. A no ser que la ingestión sea mesurada, se ha des?cubierto que las abejas mueren de sobredosis de néctar. Nunca tienen bastante.

– ¿Abejas adictas?

– Como les quiera llamar. De hecho, no se follan a las otras flores porque ésta las tiene seducidas. Su laborato?rio no descubrió nada porque este híbrido está en la lis?ta restringida de las colonias horticulturas y queda bajo jurisdicción de la Aduana Galáctica. La colonia está trabajando para mitigar el problema con el néctar, ya que ocasiona un montón de prejuicios a la hora de su expor?tación.

– Así que Capullo Inmortal es un espécimen contro?lado.

– Por el momento sí. Tiene cierta utilidad en medici?na y especialmente en cosmética. La ingestión del néctar puede producir una luminescencia del cutis, una nueva elasticidad y una apariencia de juventud.

– Pero es un veneno. Su consumo a largo plazo daña el sistema nervioso. Nuestro laboratorio lo ha confirmado.

– El arsénico también, pero las señoras finas lo toma?ban en pequeñas dosis para tener la piel más blanca y más clara. Para algunos, la belleza y la juventud son pro?blemas desesperantes. -Engrave se encogió de hombros en señal de rechazo-. En combinación con los otros ele?mentos de la fórmula, este néctar actúa como activador. El resultado es una sustancia altamente adictiva que au?menta la energía y la fuerza física, potencia el deseo se?xual y la sensación de renovada juventud. Y como, al no estar controlados, estos híbridos pueden propagarse como conejos, nuestro Capullo Inmortal puede seguir produciéndose a bajo precio y gran escala.

– ¿Se propagarían igual en las condiciones en la Tierra?

– Desde luego. La colonia Edén produce plantas y flora en general para las condiciones planetarias.

– Bien, usted tiene unas plantas -reflexionó Eve-. Y un laboratorio, las otras sustancias químicas.

– Y usted tiene una ilegal muy atractiva para las ma?sas. Pague -dijo Engrave con una sonrisa amarga-, sea fuerte, sea guapo, sea joven y sexy. El que consiguió esta fórmula sabía de química y se conocía a sí mismo; y ade?más comprende la belleza del lucro.

– Belleza letal.

– Sí, por supuesto. De cuatro a seis años de consumo regular pueden acabar con cualquiera. El sistema ner?vioso diría basta. Pero cuatro o seis años es muchísimo tiempo y alguien va a obtener, como suele decirse, pin?gües beneficios.

– ¿Cómo sabe usted tanto de esta cosa, como se lla?me, si su cultivo está limitado a Edén?

– Porque soy la mejor en mi campo, porque hago mis deberes y porque resulta que mi hija es apicultora jefe en Edén. Un laboratorio autorizado como éste, o un exper?to en horticultura pueden, con ciertas restricciones, im?portar un espécimen.

– ¿Significa eso que usted ya tenía algunas plantas de esas?

– Casi todo réplicas, simulaciones inofensivas, pero algunas genuinas. Reguladas para consumo controlado, de puertas adentro. Bueno, tengo trabajo con unas ro?sas. Lleve el informe y las dos muestras a sus chicos lis?tos de la Central. A ver si son capaces de sacar algo en claro.

– ¿Se encuentra bien, Peabody? -Eve cogió el brazo de su ayudante con mano firme al abrir la puerta del coche.

– Sí, sólo que muy relajada.

– Demasiado para conducir -dijo Eve-. Pensaba de?cirle que me dejara en la floristería. Plan B: pasamos de largo y come usted alguna cosa para contrarrestar el efecto de la esnifada floral y luego lleva usted las mues?tras y el informe de Engrave al laboratorio.

– Dallas. -Peabody apoyó la cabeza en el respaldo-. De verdad que me siento de maravilla.

Eve la miró con cautela.

– ¿No irá usted a besarme o algo así?

Peabody la miró de reojo.

– No es mi tipo. Además, no es que esté cachonda. Sólo bien. Si tomar eso es parecido a oler esa flor, la gen?te se volverá loca por probarlo.

– Sí. Creo que alguien se ha vuelto ya lo bastante loco para matar a tres personas.

Eve entró a toda prisa en la floristería. Le quedaban veinte minutos si pensaba seguir a los otros sospecho?sos, acosarlos, volver a la Central para archivar su infor?me y asistir a la rueda de prensa.

Divisó a Roarke cerca de unos árboles pequeños y floridos.

– Nuestra asesora floral nos está esperando.

– Lo siento. -Se preguntó para qué querría nadie unos árboles enanos. La hacían sentir como un mons?truo de feria-. Me he retrasado.

– Yo acabo de llegar. ¿Te ha servido de ayuda la doc?tora Engrave?

– Desde luego. Menudo carácter tiene. -Le siguió bajo un fragante emparrado-. He conocido a Anna-6.

– Ah, ya. Creo que esos androides serán un éxito.

– Sobre todo con los adolescentes.

Roarke se rió y le metió prisa.

– Mark, te presento a mi novia, Eve Dallas.

– Ah, sí. -Tenía cara de simpático, y su apretón de manos fue como el de un luchador-. A ver qué podemos hacer. Las bodas son un tema complicado, y no me han dejado mucho tiempo.

– Él tampoco me ha dejado mucho tiempo a mí.

Mark rió y se tocó el pelo plateado.

– Siéntense y relájense. Tomen un poco de té. Tengo muchas cosas que enseñarles.

A ella no le importaba. Le gustaban las flores. Sólo que no sabía que pudiera haber tantas. Pasados cinco minutos, su cabeza empezó a dar vueltas de tanta orquí?dea y lirio y rosa y gardenia.

– Sencillo -decidió Roarke-. Tradicional. Nada de imitaciones.

– Por supuesto. Tengo unos hologramas que quizá les den alguna idea. Como la boda será al aire libre, les sugiero una pérgola, glicinas. Es muy tradicional, y tie?nen una fragancia encantadora, muy al viejo estilo.

Eve estudió los hologramas y trató de imaginarse bajo una pérgola con Roarke, intercambiando prome?sas. El estómago le dio una sacudida.

– ¿Y petunias?

Mark parpadeó:

– ¿Petunias?

– Me gustan las petunias. Son sencillas y no preten?den ser más que lo que son.

– Sí, claro. Quedaría bien. Quizá habría que añadir unas azucenas. En cuanto al color…

– ¿Tiene Capullo Inmortal? -preguntó a bocajarro.

– Inmortal… -Mark abrió los ojos de par en par-. Eso sí que es una especialidad. Difíciles de importar, cla?ro, pero quedan muy espectaculares. Tengo varias imi?taciones.

– No queremos imitaciones -le recordó Eve.

– Me temo que sólo se importan en pequeñas canti?dades, y sólo a floristas y horticultores con autorización. Y para interior. Pero como la ceremonia es al aire libre…

– ¿Vende muchos?

– No, y sólo a otros expertos con licencia. Pero ten?go algo que le gustará aún más…

– ¿Guarda un registro de esas ventas? ¿Puede darme una lista de nombres? Supongo que está conectado a la red de distribución mundial.

– Naturalmente, pero…

– Necesito saber quién encargó esa planta durante los dos últimos años.

Mark miró a Roarke con cara de perplejidad, y éste se pasó la lengua por los dientes.

– Mi novia es una jardinera insaciable.

– Ya veo. Tardaré un poco en conectarme. Dice que quiere todos los nombres.

– De quienes encargaron Capullo Inmortal a la colo?nia Edén en los últimos dos años. Puede empezar por Estados Unidos.

– Si tienen la bondad de esperar, veré lo que puedo hacer.

– Me gusta la idea de la pérgola -proclamó Eve, le?vantándose de pronto cuando Mark se hubo ido-. ¿A ti no?

Roarke se puso en pie y la cogió de los hombros.

– ¿Por qué no dejas que me encargue yo de las flores? Quiero sorprenderte.

– Te deberé una.

– Claro que sí. Puedes empezar a pagarme recordan?do que hemos de asistir al desfile de Leonardo este vier?nes.

– Ya lo sabía.

– Y recordando también que has de pedir tres sema?nas de permiso para la luna de miel.

– Creí que habíamos dicho dos.

– Sí. Ahora me debes una. ¿Quieres decirme por qué de repente te fascina tanto una flor de la colonia Edén? ¿O debo suponer que has encontrado al desconocido?

– Es el néctar. Eso podría relacionar los tres homici?dios. Si consigo un momento de respiro.

– Espero que sea esto lo que está buscando. -Mark volvió con una hoja de papel-. No ha sido tan difícil como yo me temía. No ha habido muchos pedidos de Inmortal. La mayoría de importadores se contenta con imitaciones. Hay ciertos problemas con el espécimen.

– Gracias. -Eve cogió el papel y revisó la lista-. Ya está -murmuró, y luego se volvió a Roarke-. He de irme. Compra muchas flores, carretadas de flores. Y no olvides las petunias. -Salió de estampida mientras sacaba su comunicador-. Peabody.

– Pero… el ramo. El ramo de novia. -Mark miró a Roarke, desconcertado-. No ha escogido nada.

Roarke vio cómo se marchaba.

– Yo sé lo que le gusta -dijo-. Más que ella misma.

Capitulo Quince

– Me alegro de tenerle otra vez por aquí, señor Red?ford.

– Esto empieza a ser una costumbre desafortuna?da, teniente. -Redford tomó asiento ante la mesa de in?terrogatorio-. Me esperan en Los Ángeles dentro de unas horas. Espero que no me retenga usted mucho tiempo.

– Soy de las que gustan de tener las cosas bien atadas para que nada ni nadie se cuele por las grietas.

Miró hacia el rincón donde estaba Peabody de pie, con el uniforme al completo. Al otro lado del espejo, Eve sabía que Whitney y el fiscal observaban atentos. O atrapaba a Redford ahora o lo más probable era que fuese ella la atrapada.

Se sentó y señaló con la cabeza al holograma del ase?sor escogido por Redford. Evidentemente, ni Redford ni su abogado creían ni por un momento que la situa?ción fuese lo bastante grave para justificar una represen?tación en persona.

– Asesor, ¿tiene la trascripción de las declaraciones de su cliente?

– Así es. -La imagen (traje a rayas, mirada dura) cru?zó sus pulcras y cuidadas manos-. Mi cliente ha coope?rado mucho con usted y su departamento, teniente. Si accedemos a esta entrevista es sólo para poner punto fi?nal al asunto.

Acceden porque no les queda otra alternativa, pensó Eve.

– Me consta que ha cooperado, señor Redford. De?claró usted que conocía a Pandora y que mantenía con ella una relación casual e íntima.

– Correcto.

– ¿Participó también en algún negocio con ella?

– Produje dos vídeos directo-a-casa en los que Pan?dora tenía un papel. Estábamos discutiendo otro.

– ¿Tuvieron éxito esos proyectos?

– Sólo moderado.

– Y aparte de esos proyectos, ¿tuvo usted alguna otra relación de negocios con la difunta?

– Ninguna. -Redford esbozó una sonrisa-. Sin con?tar una pequeña inversión a título especulativo.

– Explíquese, por favor.

– Ella afirmaba haber sentado las bases para su propia línea de cosméticos y moda. Naturalmente, necesitaba pa?trocinadores y a mí me intrigó lo suficiente para invertir.

– ¿Le dio usted dinero?

– Sí, durante el último año y medio invertí algo más de trescientos mil dólares.

Has buscado el modo de escurrir el bulto, pensó Eve, y se retrepó en su butaca.

– ¿Cuál es la categoría de esta línea de moda y cos?méticos que según dice la víctima estaba llevando a cabo?

– No tiene ninguna categoría, teniente. -Redford le?vantó las manos, las bajó otra vez-. Me embaucó. Hasta después de su muerte no descubrí que no existía tal lí?nea, ni otros patrocinadores, ni producto alguno.

– Ya. Usted es un hombre adinerado, un productor de éxito. Debió pedirle cifras, gastos, ingresos previstos. Quizá hasta una muestra de los productos.

– No. -Su boca se tensó al mirarse las manos-. No se lo pedí.

– ¿Espera que crea que le entregó el dinero para una línea de productos de la que no disponía de informa?ción?

– Esto es engorroso. -Levantó los ojos de nuevo-. Tengo buena reputación, y si esta información sale a la luz, me vería seriamente perjudicado.

– Teniente -interrumpió el abogado-. La reputación de mi cliente es un activo muy valioso. Si estos datos esca?pan a los parámetros de la investigación, este activo que?dará dañado. Puedo y voy a conseguir una orden para que esta parte de la declaración quede anulada a fin de prote?ger los intereses de mi cliente.

– Hágalo. Menuda historia, señor Redford. ¿Quiere decirme por qué un hombre con su reputación en los negocios, con todos sus activos, dedicaría trescientos mil dólares a una inversión inexistente?

– Pandora era muy persuasiva, y muy guapa. Ade?más era inteligente. Eludió mi solicitud de planes y ci?fras. Yo justificaba los pagos continuados porque me parecía que ella era una experta en su campo.

– Y no se enteró del engaño hasta que ella estuvo muerta.

– Hice algunas averiguaciones, contacté con su re?presentante. -Hinchó los carrillos y casi logró parecer inocente-. Nadie sabía nada del proyecto.

– ¿Cuándo hizo usted esas averiguaciones?

Redford dudó apenas un segundo.

– Esta tarde.

– ¿Después de nuestra entrevista?, ¿de que yo le pre?guntara sobre los pagos?

– En efecto. Quería asegurarme de que no hubiera ningún enredo antes de contestar a sus preguntas. Por consejo de mis abogados, me puse en contacto con la gente de Pandora y descubrí que me había timado.

– Es usted un artista de la oportunidad. ¿Tiene algún hobby, señor Redford?

– ¿Hobby?

– Un hombre con un trabajo estresante como el suyo, con sus… activos, debe necesitar alguna distrac?ción. Coleccionar sellos, jugar con el ordenador, horti?cultura…

– Teniente -dijo el abogado con cansancio-. ¿A qué viene eso?

– Me interesan los ratos de ocio de su cliente. Ya sa?bemos a qué dedica su tiempo profesional. Quizá espe?cula usted con inversiones a modo de válvula de escape.

– No, Pandora fue mi primer error y será el último. No tengo tiempo para hobbies, ni ganas.

– Le comprendo. Alguien me ha dicho hoy que la gente debería plantar petunias. Yo no podría perder el tiempo ensuciándome de tierra y plantando flores. Y no porque no me gusten. ¿A usted le gustan las flores?

– Cada cosa a su tiempo. Por eso tengo personal de?dicado a ello.

– Pero usted tiene licencia de horticultor.

– Yo…

– Solicitó una licencia que le fue concedida hace unos meses. Más o menos cuando efectuó un pago a Jerry Fitzgerald por la suma de ciento veinticinco mil. Y dos días antes, hizo usted un pedido de Capullo Inmortal a la colonia Edén.

– El interés de mi cliente por la flora no tiene la me?nor relevancia en este asunto.

– Se equivoca -dijo Eve al punto- y esto es una en?trevista no un proceso judicial. No necesito que sea rele?vante. ¿Para qué quería ese Inmortal?

– Pues… era un regalo. Para Pandora.

– Empleó usted tiempo, desvelos y gastos para con?seguir una licencia, y luego compró una especie contro?lada como regalo para una persona con la que se acostaba de vez en cuando. Una mujer que en el último año y medio consiguió sacarle más de trescientos mil dólares.

– Eso fue una inversión. Lo otro un regalo.

– Bobadas. Ahórrese la protesta, abogado, queda de?bidamente anotada. ¿Dónde está ahora la flor?

– En New Los Angeles.

– Agente Peabody, disponga que la confisquen.

– Eh, oiga, espere un momento. -Redford arrastró su silla-. Es propiedad mía. Yo pagué por ella.

– Ha falsificado datos para obtener esa licencia. Ha comprado ilegalmente una especie controlada. Será confiscada y usted será debidamente acusado. ¿Pea?body?

– Sí, señor. -Sofocando una risa, Peabody sacó su comunicador y estableció contacto.

– Esto es acoso. -El abogado estaba hecho una fiera-. Y los cargos son ridículos.

– Vaya… Usted conocía esa planta, sabía que era un elemento necesario para elaborar la droga. Pandora iba a sacar mucho dinero de esa sustancia. ¿Acaso intentaba ella excluirle?

– No sé de qué me está hablando.

– ¿Acaso intentó enrollarle, le dio a probar lo suficien?te como para hacerle adicto? Quizá le escondió la droga hasta que usted le imploró. Hasta que quiso matarla.

– Yo jamás toqué esa droga -explotó Redford.

– Pero sabía de su existencia. Sabía que ella la tenía. Y había manera de conseguir más. ¿Acaso fue usted quien trató de excluirle del negocio y hacérselo con Jerry? Usted compró la planta. Averiguaremos si hizo analizar la sustancia. Teniendo la planta, usted podía fa?bricar la droga. Ya no necesitaba a Pandora. Pero tam?poco podía controlarla. Ella quería más dinero, más droga. Usted descubrió que era letal, pero ¿para qué es?perar cinco años? Quitando a Pandora de en medio, hubiera tenido todo el campo libre.

– Yo no la maté. Había terminado con ella, no tenía motivos para matarla.

– Usted fue a su casa esa noche. Se acostó con ella. Ella tenía la droga. ¿La utilizó para tentarle a usted? Us?ted ya había matado dos veces para proteger su inver?sión, pero ella seguía obstruyéndole el paso.

– Yo no he matado a nadie.

Eve le dejó gritar, dejó que el abogado exclamara sus objeciones y sus amenazas.

– ¿La siguió a casa de Leonardo o la llevó allí usted mismo?

– Yo no estuve allí. Jamás la toqué. Si hubiera queri?do matarla, lo habría hecho en su propia casa, cuando me amenazó.

– Paul…

– Cállese la boca -le espetó Redford a su abogado-. Está tratando de cargarme un asesinato, maldita sea. Discutí con Pandora. Ella quería más dinero, mucho di?nero. Se aseguró de que yo viera sus provisiones de dro?ga, lo mucho que tenía a su disposición. Era una fortuna. Pero yo ya la había hecho analizar. No necesitaba a Pan?dora, y así se lo dije a ella. Tenía a Jerry para respaldar el proyecto cuando estuviera listo. Pandora se puso furio?sa, me amenazó con arruinarme, con matarme. Para mí fue un placer dejarla plantada.

– ¿Planeaba usted fabricar y distribuir la droga?

– Como tópico -dijo, secándose la boca con el dor?so de la mano-. Y cuando estuviera preparada. El dinero era irresistible. Sus amenazas no significaban nada para mí, ¿entiende? No podía arruinarme sin arruinarse a sí misma. Y eso no lo habría hecho nunca. Yo había termi?nado con ella. Y cuando supe que había muerto, abrí una botella de champán y brindé por su asesino.

– Muy bonito. Bien, empecemos otra vez.

Después de dejar a Redford para que lo ficharan, Eve entró en el despacho del comandante.

– Excelente trabajo, teniente.

– Gracias, señor. Aunque preferiría ficharlo por ase?sinato que por drogas.

– Todo llegará.

– Cuento con ello. Hola fiscal.

– Teniente. -El fiscal se había levantado al verla en?trar, y seguía en pie. Sus modales eran bien conocidos dentro y fuera de los juzgados. Su actuación estaba siempre llena de brío, fueran cuales fuesen las circuns?tancias-. Admiro sus técnicas. Me encantaría tenerla como testigo en este asunto, pero no creo que esto lle?gue a juicio. El abogado del señor Redford ya se ha puesto en contacto con mi oficina. Vamos a negociar.

– ¿Y el asesinato?

– No tenemos suficientes pruebas físicas. -Y añadió antes de que ella pudiera protestar-: Y el móvil… usted ha demostrado que tuvo manera de conseguir sus fines antes de la muerte de Pandora. Es muy probable que sea culpable, pero tendremos mucho trabajo para justificar los cargos.

– No lo tuvo para acusar a Mavis Freestone.

– Por pruebas abrumadoras -le recordó él.

– Usted sabe que ella no lo hizo, fiscal. Sabe que las tres víctimas de este asunto están relacionadas. -Miró hacia Casto, que estaba arrellanado en una silla-. Ilega?les lo sabe.

– En esto, estoy con la teniente -dijo Casto-. Hemos investigado la posible implicación de Freestone con la sustancia conocida como Immortality sin encontrar co?nexión alguna entre ella y la droga o ninguna de las otras víctimas. Tenía ciertas manchas en su expediente, pero cosas antiguas y sin importancia. En mi opinión, la chica estaba en el sitio equivocado a la hora equivocada. -Son?rió a Eve-. Debo apoyar a Dallas y recomendar que le sean retirados los cargos a Mavis Freestone pendiente del resultado de la investigación.

– Anoto su recomendación, teniente -dijo el fiscal-. La oficina del fiscal lo tendrá en cuenta cuando revise?mos todos los datos. Ahora mismo, la creencia de que estos tres homicidios están relacionados sigue estando necesitada de pruebas sólidas. Sin embargo, nuestra ofi?cina está dispuesta a acceder a la reciente solicitud del re?presentante de Mavis Freestone en el sentido de unas pruebas de detección de mentiras, autohipnosis y recrea?ción por vídeo. Los resultados pesarán mucho en nues?tra decisión.

Eve soltó un suspiro. Era una concesión importante.

– Gracias -dijo.

– Estamos del mismo lado, teniente. Y creo que to?dos deberíamos tenerlo presente y coordinar nuestra postura antes de la rueda de prensa.

Mientras hacían los preparativos, Eve se acercó a Casto.

– Le agradezco lo que ha hecho.

Él le quitó importancia.

– Era una opinión profesional. Espero que eso ayude a su amiga. Yo creo que Redford es culpable. Tanto si se los cargó él como si pagó para que lo hiciera otro.

Eve quería sumarse a esa opinión pero, en cambio, meneó la cabeza.

– Demasiado chapucero para tratarse de profesiona?les, demasiado personal. De todos modos, gracias por arrimar el hombro.

– Considérelo, si quiere, como pago por proporcio?narme uno de los mejores casos de ilegales de toda la dé?cada. En cuanto lo hayamos aclarado y salga a la luz el asunto de esa nueva droga, voy a comprarme unos galo?nes de capitán.

– Bien, enhorabuena anticipada.

– Yo creo que eso va por los dos. Usted resolverá esos homicidios, Dallas, y luego los dos podremos des?cansar un poco.

– Es verdad, los voy a resolver. -Eve levantó una ceja cuando él le pasó la mano por el pelo.

– Me gusta. -Con una sonrisa, Casto se metió las ma?nos en los bolsillos-. ¿Está segura de que quiere casarse?

Inclinando la cabeza, ella le devolvió la sonrisa.

– Me han dicho que sale a cenar con Peabody.

– Oh, es una joya. Tengo debilidad por las mujeres fuertes, Eve, y tendrá que perdonarme si estoy un poco decepcionado por mi falta de oportunidad.

– ¿No podría sentirme halagada? -Vio la señal de Whitney y suspiró-. Está bien, ya vamos.

– Se siente uno como un hueso suculento, ¿verdad? -murmuró Casto mientras la puerta se abría a una horda de periodistas.

Salieron airosos, y Eve habría considerado que el día ha?bía ido muy bien si Nadine no la hubiera esperado en el aparcamiento subterráneo.

– Esta zona está restringida a personal autorizado.

– Espere un poco, Dallas. -Sentada en el capó del co?che de Eve, sonrió-. ¿Me acompaña?

– Canal 75 queda lejos de mi camino. -Como Nadi?ne continuaba sonriendo, ella maldijo y abrió la puerta-. Suba.

– Está guapa -dijo Nadine-. ¿Quién es su estilista?

– La amiga de una amiga. Estoy harta de hablar de mi pelo, Nadine.

– Vale, entonces hablemos de asesinatos, drogas y di?nero.

– Acabo de estar cuarenta y cinco minutos hablando de eso. -Eve mostró la placa a la cámara de seguridad y salió disparada a la calle-. Usted estaba allí, ¿no?

– Lo que he visto es mucho regate. ¿Qué es ese ruido?

– Mi coche.

– Ya. Otra vez con recortes de presupuesto, ¿ver?dad? Es una vergüenza. En fin, ¿qué es todo eso de unas nuevas pesquisas?

– No puedo hablar de ese aspecto de la investigación.

– Aja. ¿Y los rumores sobre Paul Redford?

– Como se ha dicho en la conferencia de prensa, Redford ha sido acusado de fraude, posesión de espéci?men controlado e intento de fabricación y distribución de sustancia ilegal.

– ¿Y cómo se relaciona esto con el asesinato de Pan?dora?

– No estoy en libertad de…

– Bueno, bueno. -Nadine se apoyó en el respaldo y miró ceñuda el tráfico que atestaba la calzada-. ¿Y si ha?cemos un canje?

– Veamos. Usted primera.

– Quiero una entrevista en exclusiva con Mavis Freestone.

Eve no se molestó en responder. Sólo bufó.

– Vamos, Dallas, deje que la gente sepa lo que ella piensa.

– A la mierda la gente.

– ¿Puedo citar eso? Usted y Roarke la tienen asedia?da. Nadie puede acceder a ella. Usted sabe que seré justa.

– Sí, la tenemos asediada. No, nadie puede acceder a ella. Y usted seguramente será justa, pero Mavis no ha?blará con los media.

– ¿De quién es la decisión?

– Ojo, Nadine, o la mando al transporte público.

– Transmítale mi petición. Es lo único que le pido, Dallas. Dígale solamente que me interesa hacer pública su versión de los hechos.

– Vale, ahora cambie de onda.

– De acuerdo. Esta tarde me ha llegado una noticia de la emisora de cotilleos.

– Y usted sabe que a mí me pirra conocer detalles de las vidas de los ricos y ridículos.

– Dallas, admita que pronto se convertirá en uno de ellos. -Al ver la furiosa mirada de Eve, Nadine rió-. Oh, me encanta pincharla. Es tan fácil. En fin, se rumorea que la pareja más despampanante de los últimos dos me?ses ha partido de la ciudad.

– Estoy intrigadísima.

– Lo estará cuando le diga que la pareja está formada por Jerry Fitzgerald y Justin Young.

El interés de Eve subió lo suficiente para hacerle re?considerar la idea de aparcar junto a una parada de auto?bús y soltar a su pasajero.

– Hable.

– Esta mañana se produjo una verdadera escena en el ensayo para el show de Leonardo. Parece ser que nues?tros enamorados llegaron a las manos. Hubo reparto de golpes.

– ¿Se pegaron el uno al otro?

– Más que palmaditas cariñosas, según mi fuente. Jerry se retiró a su vestidor. Ahora tiene el de la estrella, por cierto, y Justin se marchó malhumorado y con un ojo hinchado. Unas horas después estaba ya en Maui, festejándolo con otra rubia. También modelo. Una mo?delo más joven.

– ¿De qué discutían?

– Nadie lo sabe. Se cree que el sexo está detrás de todo. Ella le acusó de engañarla y él hizo otro tanto. Ella no pensaba tolerarlo. Él tampoco. Ella ya no le necesita?ba, pues él tampoco a ella.

– Muy interesante, Nadine, pero no significa nada. -No, pero qué oportuno, pensó, qué oportuno.

– Tal vez sí, tal vez no. Pero es curioso que dos cele?bridades se dediquen a tirarse los trastos a la cabeza en público. Yo diría que o estaban muy colocados o esta?ban haciendo un magnífico número.

– Ya le digo que es interesante. -Eve paró frente a la verja de seguridad de Canal 75-. Hemos llegado.

– Podría llevarme hasta la puerta.

– Coja el tranvía, Nadine.

– Escuche, sabe muy bien que va a investigar lo que acabo de decirle. Por qué no comparamos algunos da?tos, Dallas, usted y yo tenemos aquí una buena historia.

Eso era bastante cierto.

– Mire, Nadine, las cosas están ahora mismo pen?dientes de un hilo. No quisiera arriesgarme a cortarlo.

– No diré nada en antena hasta que usted me dé el visto bueno.

Eve dudó, meneó la cabeza.

– No puedo. Mavis me importa demasiado. Hasta que no haya demostrado su inocencia, no puedo arries?garme.

– Vamos, Dallas. ¿Va Mavis camino de ello?

– Extraoficialmente: la oficina del fiscal está reconsi?derando los cargos. Pero todavía no los van a retirar.

– ¿Tiene usted otro sospechoso? ¿Es Redford?

– No me presione, Nadine. Casi somos amigas.

– Joder. Hagamos una cosa. Si algo de lo que le he di?cho o puedo decirle más adelante influye en el caso, us?ted me debe una.

– Le informaré tan pronto haya aclarado el asunto, Nadine.

– Quiero un tête-à-tête con usted, diez minutos an?tes de que cualquier noticia salga a la luz.

Eve se inclinó para abrirle la puerta.

– Hasta pronto.

– Cinco minutos. Maldita sea, Dallas. Cinco asque?rosos minutos.

Lo que significaba centenares de puntos en el nivel de audiencia. Y millares de dólares.

– Que sean cinco, si es que ha lugar. No puedo pro?meterle más.

– De acuerdo. -Satisfecha, Nadine se apeó del coche y luego se inclinó hacia Eve-. Sabe una cosa, Dallas, us?ted nunca falla. Seguro que lo consigue. Tiene un talento especial para los muertos y los inocentes.

Muertos e inocentes, pensó Eve con un escalofrío mientras se alejaba. Sabía que muchos de los muertos eran los culpables.

Lloviznaba por la ventana cenital cuando Roarke se se?paró de Eve en la cama. Era una nueva experiencia para él el hecho de tener nervios antes, durante y después de hacer el amor. Había docenas de razones, o así se lo dijo a sí mismo mientras ella se acurrucaba contra él como era su costumbre. La casa estaba llena de gente. El vario?pinto equipo de Leonardo había tomado posesión de un ala entera. Roarke tenía varios proyectos en diversas fa?ses de desarrollo, negocios que estaba resuelto a cerrar antes de la boda.

Luego estaba la boda en sí. Suponía que cualquier hombre estaba un poco distraído en semejantes ocasio?nes.

Pero Roarke era, al menos consigo mismo, un hom?bre brutalmente sincero. Los nervios sólo podían venir de una cosa. De la imagen que continuamente le asalta?ba, la imagen de Eve apaleada, ensangrentada y deshe?cha. Y del terror de que al tocarla pudiera hacerla revivir todo aquello, convertir algo hermoso en algo brutal.

Eve se movió un poco y se incorporó para mirarle. Tenía la cara encendida, los ojos apagados.

– No sé qué he de decirte.

Él le pasó un dedo por la mandíbula.

– Sobre qué.

– Yo no soy frágil. No hay razón para que me trates como si estuviera herida.

Él juntó las cejas, enojado consigo mismo. No se había dado cuenta de que era tan transparente, incluso con ella. Y la sensación no le gustó.

– No sé a qué te refieres.

Empezó a levantarse para servirse una copa que no quería, pero ella le cogió firmemente del brazo.

– Roarke, tú no sueles escurrir el bulto. -Estaba preo?cupada-. Si tus sentimientos han cambiado por lo que hice, por lo que recordé…

– Esto es insultante -le espetó él, y el mal humor que brilló en sus ojos fue para ella un alivio.

– ¿Qué quieres que piense, si no? Es la primera vez que me tocas desde aquella noche. Parecías más una ni?ñera que otra cosa…

– ¿Es que tienes algo contra la ternura?

Qué inteligente es, pensó Eve. Sereno o enardecido, sabía cómo barrer hacia dentro. Eve no apartó la mano, siguió mirándole a los ojos.

– ¿Crees que no veo que te contienes? No quiero que te contengas, Roarke. Me encuentro bien.

– Pues yo no. -Se apartó de ella-. Algunas personas somos más humanas, necesitamos más tiempo. No ha?blemos más de ello.

Sus palabras fueron como un bofetón en la mejilla. Eve asintió, volvió a acostarse y se dio la vuelta.

– Está bien. Pero lo que me pasó de niña no fue irse a la cama. Fue una obscenidad.

Cerró fuertemente los ojos con la intención de dormir.

Capitulo Dieciséis

Cuando su enlace sonó, el día apenas despuntaba. Cerrados todavía los ojos, Eve alargó la mano.

– Bloquear imagen. Aquí Dallas.

– Dallas, teniente Eve. Comunicado. Probable homicidio, varón, detrás del 19 de la calle Ciento Ocho. Pro?ceda inmediatamente.

Notó nervios en el estómago. Eve no estaba en lista de rotación, no tenían por qué llamarla.

– ¿Causa de la muerte?

– Aparentemente una paliza. La víctima no ha podi?do ser identificada debido a las heridas faciales.

– Enterado. Maldita sea. -Sacó las piernas de la cama y parpadeó al ver que Roarke ya se había levantado y es?taba vistiéndose-. ¿Qué estás haciendo?

– Te llevo a la escena del crimen.

– Eres un civil. No se te ha perdido nada en un cri?men.

Él la miró mientras Eve se ponía los téjanos.

– Tienes el coche en el taller, teniente. -Roarke se sintió satisfecho al oírla proferir juramentos-. Te llevo, te dejo allí y luego me marcho a la oficina.

– Como quieras. -Se ajustó la correa del arma.

Era un barrio miserable. Varios edificios exhibían depra?vados graffiti, cristales rotos y esos rótulos desvencija?dos que la ciudad empleaba para condenarlos. Allí vivía gente, por supuesto, apiñada en cuartos nauseabundos, rehuyendo las patrullas, colocándose con la sustancia que ofreciera el máximo subidón.

Había barrios así en todas partes del mundo, pensó Roarke de pie a la débil luz del sol tras la barricada poli?cial. Se había criado en uno parecido, aunque a cinco mil kilómetros, al otro lado del Atlántico.

Comprendía esta clase de vida, la desesperación, el tráfico, igual que comprendía la violencia que había conducido a los resultados que Eve estaba examinando ahora.

Mientras la observaba a ella, a la gente tirada, las pu?tas de la calle y los curiosos, se dio cuenta de que tam?bién comprendía a Eve.

Sus movimientos eran tan veloces como impertur?bable su rostro. Pero su mirada traslucía piedad mien?tras examinaba lo que había sido un hombre. Roarke pensó que Eve era capaz, fuerte y flexible. Pese a las he?ridas, sabría salir adelante. No necesitaba que él la cura?ra, sino que la aceptara.

– Es raro verle aquí, Roarke.

Bajó los ojos para ver a Feeney a su lado.

– He estado en sitios peores.

– Quién no -suspiró Feeney, sacando un donut del bolsillo-. ¿Le apetece?

– Paso. Coma usted.

Feeney deglutió la pasta de tres ávidos mordiscos.

– Será mejor que vaya a ver qué ocurre. -Cruzó la barricada, señalándose el pecho allí donde tenía la placa para apaciguar a los nerviosos agentes de uniforme que vigilaban la escena del crimen.

– Qué suerte que no hayan llegado los media -co?mentó.

Eve levantó los ojos.

– No les interesa este barrio, mientras no se sepa cómo se han cargado al muerto. -Sus manos enguantadas esta?ban ya manchadas de sangre-. ¿Tiene las fotos? -A una señal del técnico de vídeo, Eve pasó las manos por debajo del cuerpo-. Ayúdeme a darle la vuelta, Feeney.

Había caído, o lo habían dejado, boca abajo y había perdido gran cantidad de sangre y sesos por el agujero grande como un puño que tenía en la nuca. El otro lado estaba igual o peor.

– No lleva identificación -informó Eve-. Peabody está en el edificio preguntando puerta por puerta, a ver si alguien le conocía o vio alguna cosa.

Feeney desvió la mirada hacia la parte de atrás del edificio. Había un par de ventanas, cristales mugrientos y rejas gruesas. Escrutó el patio de cemento donde esta?ban acuclillados: un reciclador -roto-, un surtido de ba?sura, cacharros, metal oxidado.

– Qué panorama -comentó-. ¿Lo etiquetamos ya?

– He tomado huellas. Un agente las está verificando. El arma ya está en su bolsa. Tubo de hierro, escondido debajo del reciclador. -Eve estudió el cadáver-. El asesino no dejó arma en el caso de Boomer ni en el de Hetta. Es obvio por qué la dejó en casa de Leonardo. Está ju?gando con nosotros, Feeney, la deja donde hasta un sapo ciego podría encontrarla. ¿Usted qué opina del muerto? -Metió un dedo bajo un tirante ancho, color fucsia.

Feeney gruñó. El cadáver iba vestido a la última moda: pantalón corto por la rodilla a franjas arco iris, camiseta con estampado lunar, zapatillas caras con ador?aos de cuentas.

– Tenía dinero para gastar en ropa de mal gusto. -Feeney volvió a mirar al edificio-. Si vivía aquí, es que no in?vertía en inmobiliarias.

– Un camello -decidió Eve-. De mediano nivel. Vi?vía aquí porque aquí tenía el negocio. -Se limpió las manos de sangre en los téjanos mientras se acercaba un agente.

– Las huellas encajan, teniente. La víctima consta como Lamont Ro, alias Cucaracha. Tiene un largo his?torial, sobre todo en Ilegales. Posesión, fabricación, y un par de atracos.

– ¿Le controlaba alguien? ¿Era soplón?

– Ese dato no sale.

Eve miró a Feeney, quien aceptó la petición de silen?cio con un gruñido. Tendría que averiguarlo él.

– Muy bien. Vamos a embarcarlo. Quiero un infor?me toxicológico. Que entren los del gabinete.

Repasó una vez más la escena del crimen y sus ojos se posaron en Roarke.

– Necesito que me lleve, Feeney.

– De acuerdo.

– Será sólo un minuto. -Fue hacia la barricada-. Creía que ibas a la oficina -le dijo a Roarke.

– Y así es. ¿Has terminado aquí?

– Todavía no. Feeney puede llevarme.

– Estás buscando al mismo asesino, ¿verdad?

Eve iba a decirle que eso era cosa de la policía, pero luego se encogió de hombros. Los media hincarían el diente a la noticia en cuestión de una hora.

– En vista de cómo le han destrozado la cara, creo que es lo más probable. He de…

Los gritos le hicieron volverse. Largos alaridos que podrían haber agujereado un panel de acero. Vio a la mujer, corpulenta, desnuda a excepción de unas bragas rojas, saliendo del edificio. Se lanzó sobre dos policías de uniforme que estaban tomando café, los derribó como si fueran bolos de madera y corrió hacia los restos de Cucaracha.

– Vaya, cojonudo -rezongó Eve, corriendo para in?terceptarla.

A menos de un metro del cadáver, arremetió contra la mujer y la tumbó haciéndole un placaje que acabó con las dos cayendo dolorosamente al piso de cemento.

– ¡Ése es mi hombre! -La mujer agitó los brazos como un pez de noventa kilos, sacudiendo a Eve con sus manos regordetas-. Es mi hombre, poli de mierda.

En interés del orden, de la custodia de la escena del crimen y del instinto de conservación, Eve descargó su puño contra la papada de la mujer.

– ¡Teniente! ¿Se encuentra bien, teniente? -Los agentes uniformados se aprestaron a levantar a Eve. La mujer estaba sin sentido-. Nos ha pillado despreveni?dos. Lo sentimos mucho…

– ¿Que lo sienten? -Eve se desembarazó de ellos y los miró con ceño-. Pero ¿cómo se puede ser tan gilipollas, por el amor de Dios? Un par de segundos más y esa tía habría contaminado la escena. La próxima vez que les encarguen algo más importante que un atasco de tráfico, sáquense la mano de la polla. Bueno, a ver si son capaces de llamar a un médico y que echen un vistazo a esa loca. Luego le buscan algo de ropa y se la llevan a comisaría. ¿Cree que podrán?

No se molestó en esperar respuesta. Echó a andar renqueando con los téjanos rotos y su sangre mezclada con la del muerto. Sus ojos echaban chispas todavía cuando encontraron los de Roarke.

– ¿De qué diablos te estás riendo?

– Siempre es un placer verte trabajar, teniente. -De pronto, le cogió la cara entre las manos y plantó su boca sobre la de ella con un beso que la hizo trastabillar-. Ya ves, no me contengo -le dijo al ver que ella bizqueaba-. Que el médico te eche un vistazo a ti también.

Habían transcurrido varias horas desde el incidente cuando Eve recibió aviso de ir al despacho de Whitney. Flanqueada por Peabody, tomó el paseo aéreo.

– Lo siento, Dallas. Debí haberle cortado el paso.

– Por Dios, Peabody, déjelo ya. Usted estaba en otra parte del edificio cuando ella echó a correr.

– Debí comprender que algún inquilino se lo expli?caría.

– Sí, a todos nos hace falta engrasar el cerebro. Mire, en resumidas cuentas, esa mujer no me hizo más que un par de abolladuras. ¿Sabe algo de Casto?

– Aún está tanteando.

– ¿A usted también?

Peabody notó una crispación en la boca.

– Anoche estuvimos juntos. Pensábamos ir sólo a ce?nar, pero una cosa llevó a la otra. Le juro que no dormía así desde que era una cría. No sabía que el sexo fuese tan buen tranquilizante.

– Yo podía habérselo dicho.

– En fin, Casto recibió una llamada justo después de que me avisaran a mí. Yo creo que como él sabrá quién es la víctima, quizá pueda ayudarnos.

Eve gruñó. No hubieron de esperar en la oficina ex?terior del comandante, sino que las hicieron pasar ense?guida. Whitney les señaló las sillas.

– Teniente, supongo que su informe sobre este últi?mo homicidio está en camino, pero prefiero que me haga un resumen oral.

– Sí, señor. -Eve empezó dando las señas y descrip?ción de la escena del crimen, el nombre y la descripción de la víctima, y detalles sobre el arma encontrada, las he?ridas y la hora de la muerte fijada por el forense-. Las pesquisas de Peabody no han dado" fruto, pero haremos una segunda ronda puerta por puerta. La mujer que vi?vía con la víctima pudo ayudarnos un poco.

Whitney levantó las cejas. Eve todavía llevaba la ca?misa manchada y los téjanos rotos.

– Me han dicho que tuvo usted algún problema.

– Nada importante. -Eve se había dado por satisfecha con la zurra verbal. No había ninguna necesidad de ampliar el castigo a reprimendas oficiales-. La mujer trabajaba de acompañante, pero no tenía créditos para renovar la licencia. Además, es adicta. Tras presionar un poco en ese sentido, pudimos hacer que nos contara algo sobre los movimientos de la víctima la noche anterior. Según su declaración, estuvieron juntos en el aparta?mento hasta más o menos las doce. Habían tomado vino y un poco de Exótica. Él dijo que se marchaba porque tenía que cerrar un negocio. Ella se tomó un Download, y se quedó frita. Como el forense fija la hora de la muer?te sobre las dos de la madrugada, la cosa encaja. Las pruebas indican que la víctima murió donde fue encon?trada a primera hora de la mañana. Y también que fue asesinada por la misma persona que mató a Moppett, Boomer y Pandora.

Tomó aire y prosiguió en tono oficial:

– El primer investigador podrá verificar los movi?mientos de la señorita Freestone en el momento de pro?ducirse ese asesinato.

Whitney calló un momento, pero no dejó de mirar a Eve.

– Aquí nadie cree que Mavis Freestone esté en modo alguno relacionada con este asesinato, y tampoco la ofi?cina del fiscal. Tengo aquí el análisis preliminar de la doctora Mira sobre las pruebas de la señorita Freestone.

– ¿Pruebas? -Olvidada la formalidad, Eve se puso en pie de un brinco-, ¿Qué quiere decir con pruebas? Eso no era hasta el lunes.

– Cambiaron el día, teniente -dijo tranquilamen?te Whitney-. Las pruebas concluyeron a las trece en punto.

– ¿Por qué no se me informó? -el estómago protesta?ba ante los recuerdos desagradables de su propia expe?riencia en Pruebas-. Yo debería haber estado presente.

– Que no lo estuviese obraba en beneficio de todas las partes implicadas. -Whitney levantó una mano-. Antes de que pierda los nervios y se arriesgue a una in?subordinación, déjeme decirle que la doctora deja claro en su informe que la señorita Freestone superó todas las pruebas. El detector de mentiras indica la veracidad de sus declaraciones. En cuanto a lo demás, la doctora Mira opina que el sujeto muy difícilmente podría exhibir la extremada violencia con que fue asesinada Pandora. La doctora Mira recomienda que le sean retirados los car?gos a la señorita Freestone.

– Retirados… -A Eve le ardían los ojos cuando se sentó otra vez-. ¿Cuándo?

– La oficina del fiscal está sometiendo a deliberación el informe de Mira. De manera no oficial, puedo decirle que si no surgen nuevos datos que anulen ese análisis, los cargos serán retirados el lunes. -Vio cómo Eve repri?mía un escalofrío, y aprobó su autodominio-. Las prue?bas físicas son contundentes, pero el informe de Mira y las pruebas acumuladas en la investigación de los casos supuestamente conectados pesan todavía más.

– Gracias.

– Yo no he probado su inocencia, Dallas, ni usted tampoco, pero casi lo consigue. Atrape a ese hijoputa, y pronto.

– Ésa es mi intención. -Su comunicador zumbó. Es?peró el consentimiento de Whitney antes de responder-. Aquí Dallas.

– He recibido tu maldito encargo -dijo Dickie con cara de pocos amigos-. Como si no tuviera nada más que hacer.

– Las protestas después. ¿Qué es lo que tienes?

– Tu último cadáver se había metido una buena dosis de Immortality, justo antes de palmar, según mi opi?nión. Creo que no tuvo tiempo de disfrutarlo.

– Transmite el informe a mi oficina -dijo ella y cortó antes de que pudiera quejarse. Esta vez sonrió al levantarse-. Tengo un asunto pendiente esta noche. Creo que podré atar unos cuantos cabos.

El caos, el pánico y los nervios desechos parecían formar parte de un desfile de alta costura tanto como las mode?los delgadísimas y las telas ostentosas. Era intrigante y divertido a la vez ver cómo cada cual asumía su papel en el espectáculo. El maniquí de labios enfurruñados que encontraba defectos a cualquier accesorio, la ayudante de ajetreados andares que llevaba agujas e imperdibles en el moño, la estilista que se abalanzaba sobre las mo?delos como un soldado impulsado a la batalla, y el des?venturado diseñador de todo aquello que iba y venía retorciéndose las enormes manos.

– Se nos hace tarde. Se nos hace tarde. Necesito a Lissa aquí antes de dos minutos. La música está bien, pero se nos hace tarde.

– Ya vendrá, Leonardo. Cálmate, por Dios.

Eve tardó un momento en reconocer a la estilista. El pelo de Trina era un cúmulo de puntas de color ébano capaces de sacarle el ojo a quien se le acercara a menos de tres pasos. Pero la voz la delataba, y Eve se la quedó mirando mientras otro frenético ayudante la apartaba a co?dazos.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -Un hombre con ojos de búho y una capa por las rodillas se acercó a Eve con cara de perro mordedor-. Quítate esa ropa, por el amor de Dios. ¿No sabes que Hugo está ahí enfrente?

– ¿Quién es Hugo?

El hombre produjo un ruido como de escape de gas y alargó la mano para tirar de la camiseta de Eve.

– Oiga, amigo, ¿quiere conservar los dedos? -Se zafó y le fulminó con la mirada.

– Desnúdate, vamos. Se nos acaba el tiempo.

La amenaza no surtió efecto y el hombre la agarró de los téjanos. Ella pensó en noquearle, pero optó por sacar su placa.

– Quíteme las manos de encima o le meto en la trena por agredir a un policía.

– ¿Usted qué pinta aquí? Tenemos los papeles en re?gla. Pagamos los impuestos. Leonardo, aquí hay una po?licía. No pretenderás que encima hable con la poli.

– Dallas. -Mavis llegó a toda prisa, cargada de telas multicolores-. Aquí sobras. ¿Por qué no estás donde el público? Dios, ¿aún vas vestida así?

– No he tenido tiempo de cambiarme. -Eve le mos?tró la camisa manchada-. ¿Te encuentras bien? No sabía que habían cambiado el día de tus pruebas, hubiera ido a verte.

– No te apures. La doctora Mira se portó de maravi?lla, sabes, pero te diré que me alegro de que todo haya pasado. Prefiero no hablar de ello -dijo rápidamente, echando un vistazo al desorden que la rodeaba-. Al me?nos ahora.

– Está bien. Quiero ver a Jerry Fitzgerald.

– ¿Ahora? El show ya ha empezado. Lo tenemos todo calculado al microsegundo. -Con la destreza de un experto, Mavis se apartó del camino de dos modelos piernilargas-. Tiene que concentrarse, Dallas. -Ladean?do la cabeza, tarareó al unísono con la música-. Su pró?ximo pase es dentro de cuatro minutos escasos.

– Entonces no la entretendré. ¿Dónde está?

– Dallas, Leonardo te…

– ¿Dónde, Mavis?

– Ahí detrás. -Señalando con la mano, le pasó un ro?llo de tela a un ayudante-. En el camerino de la estrella.

Eve consiguió esquivar a la gente y colarse hasta una puerta con el nombre de Jerry en letras de relum?brón. No se molestó en llamar sino que empujó la puer?ta y vio cómo la modelo era embutida en un tubo de lame dorado.

– No voy a poder respirar con esto. Aquí dentro no respira ni un esqueleto.

– Si no hubieras comido tanto paté, querida -le dijo implacable el ayudante-. Vamos, aguanta la respiración.

– Bonito espectáculo -comentó Eve desde el um?bral-. Parece una varita mágica.

– Es uno de los diseños retro. Típico glamour del si?glo pasado. Cono, no puedo ni moverme.

Eve se le acercó y entrecerró los ojos.

– El cosmetólogo ha hecho un buen trabajo. No se ve ningún morado. -Y preguntaría a Trina si realmente ha?bía algún morado que disimular-. He oído que Justin le dio un par de bofetones.

– El muy cerdo. Mira que pegarme en la cara antes de un desfile.

– Yo diría que no se empleó a fondo. ¿Por qué pelea?ron, Jerry?

– Pensó que podía engañarme con una corista. Eso será sobre mi cadáver.

– Una observación interesante, ¿no? ¿Cuándo empe?zó todo?

– Escuche, teniente. Ahora tengo un poco de prisa, y salir a la pasarela con la cara ceñuda podría arruinar mi presentación. Hable usted con Justin.

Jerry cruzó la puerta con pasmosa agilidad, pese a las quejas anteriores. Eve se quedó donde estaba, escu?chando la ovación que señalaba la entrada de Jerry. Seis minutos después, la modelo era sacada de su coraza de lame.

– ¿Cómo se enteró usted?

– Trina. ¡El pelo, por Dios! Caray, es usted insisten?te. Me llegó el rumor, eso es todo. Y cuando se lo co?menté a Justin, lo negó. Pero yo me di cuenta de que mentía.

– Aja. -Eve pensó en los embusteros mientras Jerry permanecía con los brazos extendidos. Trina transformó su mata de pelo negro en un revoltijo de rizos va?liéndose de un secador manual. Jerry se ajustó un ves?tido de seda blanca con ribetes arco iris-. No se ha que?dado mucho tiempo en Maui.

– Me importa una mierda donde esté.

– Regresó anoche a Nueva York. He verificado el puente aéreo. Sabe, Jerry, esto es curioso. Otra vez todo tan oportuno. La última vez que los vi a los dos, pare?cían hermanos siameses. Usted fue con Justin a casa de Pandora y luego a casa de él esa noche. Y seguía allí por la mañana. Tengo entendido que él la acompañaba a sus ensayos para el desfile. No parece que le quedara mucho tiempo para tirarse a una corista.

– Los hay que son muy rápidos. -Jerry ofreció una mano para que el ayudante pudiera ponerle media doce?na de pulseras tintineantes.

– Una pelea en público con muchos testigos y hasta una puntual cobertura informativa. Sabe, a la vista de cómo han ido las cosas, diría que su mutua coartada hace aguas. Si yo fuera la clase de policía que cree en las apariencias.

Jerry comprobó en el espejo la caída de su vestido.

– ¿Qué busca, Dallas? Estoy trabajando.

– Yo también. Déjeme decirle cómo lo veo, Jerry. Usted y su amigo tenían un pequeño negocio con Pan?dora. Pero ella era codiciosa. Daba la impresión de que quería joderlos a los dos. Entonces ocurre algo inespera?do. Aparece Mavis, hay una pelea. A una mujer lista como usted pudo ocurrírsele una idea luminosa.

Ella cogió un vaso y apuró su brillante contenido.

– Ya tiene dos sospechosos, Dallas. ¿No hablaba us?ted de codicia?

– ¿Lo hablaron entre los tres? ¿Usted, Justin y Redford? Usted y Justin se largaron y acordaron una coarta?da. Redford no. Él quizá no es tan listo. Quizá se suponía que usted iba a respaldarle, pero no lo hizo.

Entonces la lleva a casa dé Leonardo. Ustedes están es?perando. ¿Se desmandaron las cosas? ¿Cuál de ustedes cogió el bastón?

– Esto es ridículo. Justin y yo fuimos a casa de él. El sistema de seguridad puede verificarlo. Si quiere acusar?me de algo, traiga una orden. Y ahora, déjeme en paz.

– ¿Fueron usted y Justin lo bastante listos como para no mantener contacto desde la pelea? Yo no creo que él tenga tanto autodominio con usted. De hecho, me juego algo. Mañana tendremos los registros de transmisión.

– ¿Y qué si me llamó? ¿Y qué? -Jerry corrió hacia la puerta mientras Eve empezaba a salir-. Eso no prueba nada. Usted no tiene nada.

– Sí, otro cadáver. -Hizo una pausa y miró hacia atrás-. Supongo que ninguno de ustedes dos tendrá una coartada para el otro en este caso, ¿me equivoco?

– Zorra. -Encendida, Jerry lanzó el vaso, dando a uno de los ayudantes en el hombro-. No puede culpar?me de nada. No puede probar nada.

Mientras el ruido y la confusión crecían en la parte de atrás del escenario, Mavis cerró los ojos.

– Oh, Dallas, ¿cómo has podido? Leonardo la nece?sita para otros diez pases.

– Jerry hará su trabajo. Le gustan demasiado los fo?cos para no hacerlo. Voy a buscar a Roarke.

– Está ahí enfrente -dijo Mavis mientras Leonardo corría a calmar a su estrella-. No salgas con esa pinta. Ponte este vestido. Ya lo han pasado. Sin los adornos y los pañuelos, nadie lo reconocerá.

– Si sólo voy a…

– Por favor. Significará mucho para él si sales con uno de sus diseños, Dallas. La línea es sencilla. Te busca?ré unos zapatos que te vayan bien.

Quince minutos después, con su ropa metida en una bolsa, Eve divisó a Roarke en la primera fila. Aplaudía ade?cuadamente mientras un terceto de modelos pechugonas se meneaba ostensiblemente en sus monos transparentes.

– Fantástico. Es lo que nos gusta ver llevar a las mu?jeres cuando pasean por la Quinta Avenida.

Roarke levantó un hombro.

– En realidad muchos diseños son atractivos. Y a mí no me importaría verte como esa de la derecha.

– Ni lo sueñes. -Eve cruzó las piernas y el vuelo del raso negro susurró en respuesta-. ¿Cuánto rato hemos de quedarnos?

– Hasta que termine. ¿Cuándo te has comprado esto? -Pasó un dedo por las estrechas correas que le ceñían los bíceps.

– Mavis me ha obligado a ponérmelo. Es de Leonar?do, pero sin adornos.

– Quédatelo. Te sienta bien.

Ella se limitó a gruñir algo. Prefería de largo sus té?janos.

– Oh, ahí viene la diva.

Jerry salió contoneándose, y la pasarela era una ex?plosión de color a cada paso de sus zapatos de cristal. Eve prestó poca atención a la falda ondulante y el corpi?ño transparente que estaban provocando un furor gene?ral de aprobación. Observaba única y exclusivamente la cara de Jerry, mientras los críticos de moda hablaban a sus grabadoras y docenas de compradores hacían frené?ticos pedidos con sus enlaces portátiles.

A Jerry se la veía serena mientras apartaba docenas de jóvenes musculosos postrados delante de ella. Vendió el conjunto entre elegantes giros y una buena coreogra?fía que la hizo subir ágilmente a una pirámide de duros cuerpos varoniles.

La multitud aplaudió. Jerry hizo una pose y miró a Eve con gélidos ojos azules.

– Uff -murmuró Roarke-. Eso ha sido un directo. ¿Hay algo que yo deba saber?

– Que le gustaría arañarme la cara -dijo mansamente Eve-. Mi misión ha sido un éxito. -Satisfecha, se prepa?ró para disfrutar el resto del desfile.

– ¿Has visto, Dallas? ¿Lo has visto? -Tras una rápida pi?rueta, Mavis la abrazó-. Al final se han levantado todos. Incluso Hugo.

– ¿Quién diablos es Hugo?

– El hombre más importante de este negocio. Fue uno de los primeros patrocinadores del show, pero eso en vida de Pandora. Si Hugo se hubiera retirado… Bue?no, pero no lo hizo, gracias a que estaba Jerry. Leonardo ha triunfado. Ahora podrá pagar sus deudas. No paran de llegar pedidos. Pronto tendrá su propio showroom, y dentro de unos meses, habrá diseños Leonardo por to?das partes.

– Qué gran noticia.

– Todo ha salido bien. -Mavis se arregló la cara en el espejo del salón de señoras-. He de buscarme otro trabajo, para poder vestir sus diseños en exclusiva. Las cosas vol?verán a ser como tenían que ser. ¿Verdad que sí, Dallas?

– Eso parece. Mavis, ¿fue Leonardo el que acudió a Jerry, o al revés?

– ¿Para el show? En principio fue Leonardo. Pando?ra se lo sugirió.

Un momento, pensó Eve, ¿cómo he pasado esto por alto?

– ¿Pandora quiso que le pidiera a Jerry que actuase en el show?

– Así era ella. -Obedeciendo a un impulso, Mavis sacó un tubo y se quitó la pintura de labios. Estudió su boca desnuda un momento y luego escogió un Berry Crush-. Pandora sabía que Jerry no iba a querer ser la segunda, pese a que se hablaba muy bien de los diseños. Así que por su parte fue como darle un codazo. Ella po?día decir que sí, y ser la segundona, o decir que no y perder la oportunidad de estar en uno de los desfiles más apasionantes de la temporada.

– Y dijo que no.

– Simuló que tenía compromisos previos. Salvó las apariencias. Pero en cuanto Pandora quedó fuera de jue?go, llamó a Leonardo y se ofreció para cubrir la vacante.

– ¿Cuánto sacará?

– ¿Del show? Un millón, más o menos, pero eso no es nada. La cabeza de cartel puede escoger sus modelos con mucho descuento. Y aparte está la cláusula referente a los media.

– ¿Que es…?

– Verás, las grandes modelos salen en los canales de moda, los programas de entrevistas y todo eso. Y enci?ma cobran por cada aparición en público. Un montón de pasta durante los próximos seis meses, con opción a renovar contrato. De este show Jerry podría obtener cinco o seis millones, diseños aparte.

– Quién lo pillara. Jerry saca más de seis millones por la muerte de Pandora.

– Podría mirarse así. Tampoco es que antes estuviera dolida, Dallas.

– Quizá no. Pero seguro que ahora no le duele en ab?soluto. ¿Hará alguna aparición en la fiesta del show?

– Seguro que sí. Ella y Leonardo son las estrellas. Será mejor que nos demos prisa si queremos pillar algún canapé. Estos críticos son como hienas. Ni siquiera de?jan los huesos.

– Tú que llevas tiempo con Jerry y los demás… -em?pezó Eve mientras regresaban al salón-. ¿Alguien con?sume?

– Por Dios, Dallas. -Incómoda, Mavis se encogió de hombros-. No soy un soplón.

– Mavis, ven. -Eve la llevó a un rincón lleno de helechos en maceta-. A mí no me vengas con eso. ¿Alguien consume o no?

– Pues claro. Sobre todo cápsulas y mucho Zero Appetite. El trabajo es duro, Dallas, y no todas las modelos de segunda fila pueden pagar un esculpido. Hay algunas ilegales, pero casi todo se compra sin receta.

– ¿Y Jerry?

– Le va el rollo de la salud. Esa cosa que bebe. Fuma un poco de hierba, pero es una mezcla para calmar los nervios. Nunca la he visto consumir nada dudoso. Pero…

– ¿Pero?

– Verás, es muy celosa de sus cosas, sabes. Hace un par de días una de las chicas no se sentía bien. La resa?ca, supongo. Probó un poco de ese zumo azul de Jerry, y ésta se puso corno una fiera. Quería que la despi?dieran.

– Interesante. A saber qué habrá en ese líquido.

– Un extracto vegetal, supongo. Jerry asegura que es para su metabolismo. Hizo un poco de propaganda di?ciendo que iba a invertir en ello.

– Necesito una muestra. No tengo suficiente para pedir una orden de confiscación. -Hizo una pausa para pensar y sonrió-. Pero creo que sé cómo solucionarlo. Vamos a la fiesta.

– ¿Qué piensas hacer? ¡Dallas! -Dobló el paso y se puso a la altura de las zancadas de Eve-. No me gusta la cara que pones. Por favor, no causes problemas. Vamos, es la gran noche de Leonardo.

– Seguro que un poco más de cobertura informativa incrementará sus ventas.

Entró en el salón donde la multitud giraba ya en la pista de baile o se apiñaba ante las mesas con comida. Al ver a Jerry, Eve fue hacia ella. Roarke vio cómo la mira?ba y se le cruzó.

– De repente tienes aspecto de poli.

– Gracias.

– No sé si era un cumplido. ¿Es que vas a hacer una escena?

– Lo haré lo mejor que sepa. ¿No podrías mantener las distancias?

– Ni pensarlo. -Roarke le cogió de la mano.

– Enhorabuena por el éxito del show -dijo Eve, apartando a un crítico lisonjero para plantarse frente a Jerry.

– Gracias -dijo ésta levantando una copa de cham?pán-. Pero por lo que he visto, usted no es que entienda mucho de moda. -Envió a Roarke una mirada para de?rretirlo-. Aunque sí parece tener un gusto excelente para los hombres.

– Mejor que el suyo. ¿Sabe que a Justin Young lo vie?ron en el club Privacy anoche con una pelirroja? Una pelirroja que guardaba un gran parecido con Pandora.

– Furcia embustera. Él no… -Jerry se contuvo y silbó entre dientes-. Ya le he dicho que me da igual con quién salga.

– ¿Por qué no iba a darle igual? Sin embargo es verdad que después de cierto número de sesiones, ni el esculpido corporal ni los realces faciales pueden vencer la realidad. Supongo que Justin tenía ganas de probar algo más joven. Los hombres son así de cerdos. -Eve aceptó una copa de champán de un camarero que pasaba y sorbió un poco-. No es que usted no esté estupenda. Para su edad. Esos fo?cos de escenario hacen que una mujer se vea… madura.

– Mala puta. -Jerry arrojó su champán a la cara de Eve.

– Sabía que bastaría con eso -murmuró ella mientras pestañeaba de escozor-. Eso es agresión a un agente de la autoridad. Queda usted arrestada.

– No me ponga las manos encima. -Exasperada, Jerry le dio un empujón.

– Y además, resistencia al arresto. Será que es mi no?che de suerte. -De dos rápidos movimientos, le agarró un brazo y se lo torció a la espalda-. Llamaremos a un agente para que se la lleve. No creo que le cueste salir bajo fianza. Ahora pórtese bien y le leeré los derechos mientras salimos. -Lanzó a Roarke una luminosa sonri?sa-. No tardaré.

– Tómate el tiempo que quieras, teniente. -Le arre?bató la copa a Eve y bebió el champán. Esperó diez mi?nutos y luego salió del salón.

Eve estaba en la entrada del hotel, viendo cómo me?tían a Jerry en un coche patrulla.

– ¿Por qué lo has hecho?

– Necesitaba ganar tiempo y una causa probable. El sospechoso ha mostrado tendencias violentas y modales nerviosos, indicativos de consumo de drogas.

Polis, pensó Roarke.

– La sacaste de quicio, Eve -dijo.

– Eso también. Saldrá antes de que la puedan ence?rrar. He de darme prisa.

– ¿Adonde vas? -inquirió él mientras se apresuraban hacia la parte posterior del escenario.

– Necesito una muestra de esa cosa que bebe Jerry. Haciendo un poco de trampa, tengo las manos libres para registrar. Quiero que lo analicen.

– ¿De veras crees que consume ilegales a la vista de todos?

– Creo que las personas como ella (y como Pandora, Young y Redford) son increíblemente arrogantes. Ade?más de guapos y ricos, tienen cierto poder y prestigio. Se sienten por encima de las leyes. -Le miró significativa?mente mientras se metía en el vestidor de Jerry-. Tú tie?nes las mismas tendencias.

– Oh, gracias.

– Tuviste suerte de que llegara yo para llevarte por el buen camino. Vigila la puerta, ¿quieres? Si Jerry tiene un abogado veloz, no me va a dar tiempo a terminar esto.

– Ya, el buen camino, claro -comentó Roarke apos?tándose a la puerta mientras ella efectuaba el registro.

– Jo, aquí hay una fortuna en cosméticos.

– Es su medio de vida, teniente.

– En productos de tocador, yo creo que gasta varios cientos de kilos al año, sólo en tópicos. A saber lo que gasta en ingestivos y esculpido. Ojalá pudiera encontrar un poco de polvo mágico.

– ¿Estás buscando Immortality? -Roarke rió-. Jerry podrá ser altiva, pero no me parece estúpida.

– Quizá tengas razón. -Eve abrió la puerta de una pequeña nevera y sonrió-. Pero aquí dentro hay un en?vase con esa pócima que toma. Un envase cerrado. -Frunciendo los labios, Eve miró hacia donde estaba Roarke-. Supongo que tú no podrías…

– Apartarme del buen camino, ¿verdad? -Suspiró, fue hacia donde estaba ella y examinó el cierre de la bo?tella-. Muy sofisticado. Jerry no quiere arriesgarse. Esta botella parece irrompible. -Mientras hablaba, sus dedos examinaron el mecanismo de cierre-. Búscame una lima de uñas, un clip, algo así.

Eve miró en los cajones.

– ¿Te sirve esto?

Roarke puso ceño al ver las diminutas tijeras de ma?nicura.

– Qué le vamos a hacer. -Forzó el cierre con las pun?tas y luego retrocedió-. Ya está.

– Caray, se te da muy bien.

– Bah, una pequeña habilidad sin importancia, te?niente.

– Sí. -Eve hurgó en su bolso y sacó una bolsa de pruebas. Vertió en ella algo más de cincuenta mililitros-. Creo que será más que suficiente.

– ¿Quieres que la vuelva a cerrar? Sólo será un mo?mento.

– No hace falta. Pasaremos por el laboratorio. Nos va de camino.

– ¿De camino adonde?

– Tengo a Peabody de plantón en la puerta de servicio de Justin Young. -Eve echó a andar con una sonri?sa-. Sabes, Roarke, Jerry tenía razón en una cosa. Tengo muy buen gusto para los hombres. -Tu gusto es impecable, cariño.

Capitulo Diecisiete

Estar enrollada con un hombre rico tenía a juicio de Eve bastantes desventajas, pero también un factor abru?madoramente positivo: la comida. En el camino de vuel?ta a través de la ciudad, Eve pudo ponerse las botas de pollo Kiev del AutoChef bien surtido que Roarke llevaba en su coche.

– Nadie lleva pollo Kiev en su vehículo -dijo con la boca llena.

– Para salir contigo, sí. De lo contrario, se vive de sal?chichas de soja y huevos irradiados.

– Odio los huevos irradiados.

– Eso pensaba. -Le complacía oírla reírse-. Estás de un humor muy raro, teniente.

– La cosa marcha, Roarke. El lunes por la mañana le re?tiran los cargos a Mavis, y para entonces ya tendré a esos ca?brones. Todo fue por dinero -dijo, limpiándose con los de?dos unos granos de arroz de la India-. Maldito dinero. Pandora era el contacto para obtener Immortality, y esos tres pájaros querían su tajada.

– La convencieron para ir a casa de Leonardo y luego la mataron.

– Lo de Leonardo debió ser idea de ella. Pandora se moría de ganas de pelea. Les dio una magnífica oportu?nidad y el escenario adecuado. Que de pronto apareciese Mavis fue la guinda perfecta. De lo contrario habrían dejado a Leonardo colgando de las pelotas.

– No es que quiera cuestionar tu sutil, ágil y perspi?caz inteligencia, pero ¿por qué no se la cargaron en el primer callejón? Si estás en lo cierto, no era la primera ocasión.

– Esta vez querían echarle un poco de teatro. -Eve movió los hombros-. Hetta Moppett era un cabo suelto en potencia. Uno de ellos fue a verla, posiblemente la in?terrogó y luego se libró de ella. Era mejor no arriesgarse a saber lo que Boomer podía haber contado mientras se la follaba.

– Y el siguiente fue Boomer.

– Sabía demasiado. No es probable que supiera lo de la mafia a tres. Pero había calado a uno de ellos, y cuando le vio en el club, se escabulló. Consiguieron sacarle de su es?condite, lo torturaron y lo mataron. Pero no pudieron volver para coger la droga.

– ¿Todo por dinero?

– Por dinero y, si ese análisis da lo que yo me pienso, por Immortality. Pandora iba de eso, no hay ninguna duda. Entiendo que si Pandora tenía o quería algo, Jerry Fitzgerald quería más. Hablamos de una droga que te hace parecer más joven, más sexy. Para ella, profesional-mente, podía significar una fortuna. Sin mencionar su enorme ego.

– Pero es letal, ¿no?

– Es lo que se dice del tabaco, pero yo te he visto en?cender algún que otro cigarrillo. -Enarcó una ceja-. Du?rante la segunda mitad del siglo veinte el sexo sin protec?ción era letal; eso no impidió que la gente jodiera con desconocidos. Las armas son letales, pero llevamos dé?cadas comprándolas en la calle. Y luego…

– Entendido. La mayoría de nosotros piensa que va a vivir eternamente. ¿Le hiciste pruebas a Redford?

– Sí. Es inocente. Eso no quiere decir que sus manos estén menos pringadas de sangre. Pienso encerrarlos a los tres para los próximos cincuenta años.

Roarke detuvo el coche ante un semáforo y se volvió a mirarla.

– Eve, dime, ¿los persigues por asesinato o por ha?berle fastidiado la vida a tu amiga Mavis?

– El resultado es el mismo.

– Tus sentimientos no.

– Le han hecho daño -dijo ella, tensa-. Se lo han he?cho pasar fatal. Mavis perdió su empleo y gran parte de la confianza que tenía en sí misma. Eso tienen que pagarlo.

– De acuerdo. Sólo te diré una cosa.

– No necesito críticas al procedimiento por parte de alguien que salta cerraduras como tú.

Roarke sacó un pañuelo y le tocó la barbilla.

– La próxima vez que empieces con que no tienes fa?milia -dijo suavemente-, piénsalo dos veces. Mavis es familia tuya.

Ella fue a protestar, pero en cambio dijo:

– Yo hago mi trabajo. Si de pasada obtengo cierta sa?tisfacción personal, ¿qué hay de malo en eso?

– Nada en absoluto. -La besó y luego torció a la iz?quierda.

– Quiero dar la vuelta por la parte de atrás del edifi?cio. Gira a la derecha en la próxima esquina y luego…

– Ya sé cómo ir por la parte de atrás.

– No me digas que también eres el propietario de esto.

– Está bien, no te lo diré. A propósito, si me hubieras preguntado sobre el sistema de seguridad en casa de Young, yo podría haberte ahorrado (o a Feeney) tiempo y molestias. -Al ver que ella bufaba, él sonrió-. Si me da cier?ta satisfacción personal el ser dueño de gran parte de Man?hattan, ¿qué hay de malo en eso?

Eve se volvió hacia la ventanilla para que él no le vie?ra sonreír.

Al parecer, Roarke siempre tenía mesa en los más exclusivos restaurantes, butacas de primera fila en la obra de teatro de mayor éxito, y una plaza libre para aparcar en la calle. Roarke metió el coche y apagó el motor.

– No pensarás que voy a esperarte aquí, supongo.

– Lo que yo pienso no suele convencerte nunca. Vamos, pero procura recordar que tú eres un civil y yo no.

– Eso es algo que no olvido nunca. -Cerró el coche con el código. Era un barrio tranquilo, pero el vehículo valía el alquiler de medio año en la más elegante unidad del edificio-. Cariño, antes de que te pongas en modo oficial, ¿qué llevas debajo de ese vestido?

– Un artilugio para volver locos a los hombres.

– Pues funciona. Me parece que nunca te había visto mover el trasero de esa manera.

– Ahora es un culo de poli, así que cuidado.

– Eso es lo que hago. -Él sonrió y propinó a la zona en cuestión un palmetazo-. En serio. Buenas noches, Peabody.

– Roarke. -La cara inexpresiva, como si no hubiera oído una sola palabra, de Peabody se destacó de entre unos arbustos-. Dallas.

– Alguna señal de… -Eve se agazapó a la defensiva cuando el arbusto emitió un sonido, pero luego maldijo al ver salir a Casto sonriente-. Maldita sea, Peabody.

– Eh, no la culpe a ella. Yo estaba con DeeDee cuan?do recibió su llamada. No he dejado que se desembara?zara de mí. Cooperación interdepartamental, ¿eh, Eve? -Sin dejar de sonreír, extendió la mano-. Es un placer conocerle, Roarke. Jake Casto, de Ilegales.

– Me lo imaginaba. -Roarke enarcó una ceja al darse cuenta de que Casto se fijaba en el raso negro que envol?vía a Eve. A la manera de los hombres o de los perros irascibles, Roarke enseñó los dientes.

– Bonito vestido, Eve. Decía usted algo de llevar una muestra al laboratorio.

– ¿Siempre escucha todas las transmisiones de sus colegas?

– Bueno, yo… -Casto se acarició el mentón-. La lla?mada llegó en un momento crítico, entiende. Debería haber estado sordo para no oírlo. ¿Cree que ha pillado a Jerry Fitzgerald con una dosis de Immortality?

– Habrá que esperar el resultado del análisis. -Eve miró a Peabody-. ¿Young está dentro?

– Confirmado. He verificado seguridad, y entró a eso de las diecinueve. Desde entonces sigue ahí.

– A menos que haya salido por detrás.

– No, señor. -Peabody se dio el lujo de sonreír-. Lla?mé a su enlace cuando llegué aquí, y me respondió él. Pedí disculpas por un mal contacto.

– Entonces Young le ha visto.

Peabody negó con la cabeza.

– Esa clase de hombres no recuerda a un subalterno. Ni se fijó en mí, y desde que yo he llegado a las veintitrés treinta y ocho no ha habido movimiento en esta zona. -Señaló hacia arriba-. Tiene las luces encendidas.

– Entonces esperaremos. Casto, por qué no ayuda un poco y va a vigilar la entrada principal.

Él enseñó su sonrisa de dentífrico.

– ¿Quiere librarse de mí?

Ella levantó los ojos.

– Pues sí. Me explico: soy primer investigador de los casos Moppett, Johannsen, Pandora y Ro. Tengo plena autoridad para coordinar las investigaciones. Por lo tanto…

– Es dura de pelar, Eve. -Casto suspiró, encogió los hombros y guiño el ojo a Peabody-. Espérame, DeeDee.

– Lo siento, teniente -empezó a decir Peabody no bien Casto se hubo alejado-. Él escuchó la transmisión. Como no había forma de impedir que viniera aquí por su cuenta, me pareció más lógico asegurarme su ayuda.

– No creo que haya problemas. -El comunicador zumbó. Eve se fue a un aparte-. Aquí Dallas. -Escuchó un momento, frunció los labios, asintió-. Gracias. -Fue a guardarse el aparato en el bolsillo pero cayó en la cuen?ta de que no tenía, y lo metió en su bolso-. Fitzgerald ha salido, pagando ella misma. No me extrañaría que consiguiese una investigación operacional por esa riña de nada.

– Si llegan los resultados del laboratorio -dijo Peabody.

– Es lo que esperamos. -Echó una ojeada a Roarke-. La noche podría ser larga. No tienes por qué quedarte. Peabody y Casto pueden dejarme en casa cuando haya?mos terminado.

– Me gustan las noches largas. Permíteme un mo?mento, teniente. -Roarke se la llevó aparte-. No me ha?bías dicho que tenías un admirador en Ilegales.

Ella se mesó el cabello.

– ¿No?

– Esa clase de admirador que se muere de ganas por mordisquearte las extremidades.

– Curiosa manera de decirlo. Mira, él y Peabody son pareja ahora mismo.

– Eso no le impide mirarte a lametones.

Eve soltó una risotada, pero al ver la mirada de Ro?arke, se calmó y carraspeó antes de decir:

– Es inofensivo.

– A mí no me lo parece.

– Venga, Roarke, lo único que hace es representar su papel, como todos los que tenéis testosterona. -Los ojos de él brillaban aún, y algo hizo que Eve notara un vahído de nervios en el estómago, aunque no desagradable-. No estarás celoso, ¿verdad?

– Pues sí. -Era degradante admitirlo, pero él era de los que hacían lo que había que hacer.

– ¿De veras? -La sensación en el estómago fue ahora claramente placentera-. Pues gracias.

No merecía la pena suspirar. Ni tampoco darle un meneo. Roarke hundió las manos en los bolsillos e incli?nó la cabeza.

– De nada. Nos casamos dentro de unos días, Eve.

Otra vez los nervios.

– Sí.

– Como siga mirándote así, voy a tener que pegarle.

Ella sonrió y le palmeó la mejilla.

– Tranquilo, hombre.

Antes de que Eve pudiera reprimir del todo la risa, él le cogió de la muñeca.

– Me perteneces, Eve. -Sus ojos echaron chispas, sus dientes brillaron-. La cosa es mutua, cariño, pero por si no lo habías notado, me parece justo decirte que soy muy consciente de mi territorio. -La besó en la boca-. Yo te quiero. Por absurdo que parezca.

– Realmente es absurdo. -Para calmarse, Eve probó a respirar hondo-. Mira, no creo que merezcas ninguna explicación, pero Casto no significa nada para mí, ni na?die más. En realidad, Peabody está colada por él. Así que no te pongas nervioso.

– Vale. ¿Quieres que vuelva al coche y te traiga café?

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Es una treta barata para poner fin a la discusión?

– Te recuerdo que mi café no es del barato.

– Peabody lo toma flojo. Tenlo en cuenta. -Eve le aga?rró del brazo, se lo llevó de nuevo a los arbustos-. Espera un momento -murmuró Eve mientras pasaba un coche por la calle a toda velocidad. El coche frenó rechinando y se metió rápidamente en una plaza elevada del aparca?miento. Rozó impaciente varios parachoques. Una mujer vestida de plata bajó a grandes trancos por la rampa.

– Ahí está -dijo Eve en voz baja-. No ha perdido el tiempo.

– Lo que usted pensaba, teniente -comentó Peabody.

– Sí. ¿Por qué una mujer que acaba de pasar por una situación incómoda y potencialmente engorrosa viene corriendo a ver a un hombre con el que acaba de rom?per, al que acusa de haberla engañado y que le dio un par de guantazos? Y todo eso en público.

– ¿Tendencias sadomasoquistas? -sugirió Roarke.

– No lo creo -dijo Eve-. Yo más bien diría que se trata de sexo y dinero. Y fíjese, Peabody. Nuestra heroí?na conoce la entrada de servicio.

Con una mirada despreocupada hacia atrás, Jerry fue directamente hacia la entrada de mantenimiento, intro?dujo el código y desapareció en el interior del edificio.

– Parece como si lo hubiera hecho a menudo. -Roar?ke puso una mano en el hombro de Eve-. ¿Bastará eso para refutar su coartada?

– Es un buen principio, desde luego. -Sacó del bolso unas gafas de reconocimiento, se las ajustó y enfocó ha?cia las ventanas de Justin Young-. No le veo -murmu?ró-. No hay nadie en la zona de estar. -Inclinó la cabe?za-. El dormitorio está vacío, pero encima de la cama hay una bolsa de viaje. Muchas puertas cerradas. No hay for?ma de ver la cocina ni la entrada posterior. Maldita sea.

Puso las manos en jarras y siguió observando.

– Hay un vaso en la mesilla de noche, y se ve una luz. Creo que el monitor del dormitorio está encendido. Ahí llega ella.

Los labios de Eve siguieron curvados mientras ob?servaba a Jerry irrumpiendo en el dormitorio. Las gafas especiales eran lo bastante potentes para permitirle ver un primer plano de furia desbocada. La boca de Jerry se estaba moviendo. Ahora se quitaba los zapatos y los lan?zaba lejos.

– Menudo mal humor -murmuró Eve-. Le está lla?mando, no para de tirar cosas. Entra el joven héroe por la izquierda. Caramba, está muy bien dotado.

Peabody, con sus gafas ajustadas, emitió un murmu?llo de asentimiento.

Justin estaba totalmente desnudo, la piel y el pelo mojados. Aparentemente, Jerry no se impresionó. Se lanzó sobre él, empujándole mientras Justin levantaba las manos y negaba con la cabeza. La discusión crecía en intensidad y dramatismo, con muchos ademanes y sacu?didas de cabeza. De pronto el tono cambió. Justin estaba desgarrando el carísimo vestido de noche de Jerry mien?tras ambos caían sobre la cama.

– Qué bonito, Peabody. Están haciendo las paces.

Roarke le tocó el hombro.

– ¿No tendrás otro par de gafas?

– Pervertido. -Pero como le parecía justo, Eve le en?tregó las suyas-. A lo mejor te llaman como testigo.

– ¿Qué? Yo ni siquiera estoy aquí. -Roarke se ajustó las gafas. Luego comentó-: No tienen mucha imagina?ción, ¿verdad? Dime, teniente, ¿dedicas mucho tiempo a presenciar coitos ajenos cuando vigilas?

– En ese terreno hay pocas cosas que no haya visto.

Reconociendo el tono, Roarke se quitó las gafas y se las devolvió.

– Qué trabajo el tuyo. Ahora entiendo que los sospe?chosos de asesinato no disfruten de mucha intimidad.

Ella se encogió de hombros y se puso las gafas. Era importante recuperar la idea inicial. Sabía que algunos colegas suyos se calentaban mirando las alcobas de la gente, y el mal uso de las gafas de vigilancia estaba a la orden del día. Ella las consideraba una herramienta, im?portante, sí, por más que su utilización fuera frecuente?mente recusada en los tribunales.

– Se acerca el gran final -dijo Eve sin más-. Hay que reconocer que son rápidos.

Apoyado en los codos, Justin la penetró. Con los pies en el colchón, Jerry elevó las caderas para recibirlo. Sus rostros brillaban de sudor, y los ojos muy cerrados añadían expresiones gemelas de tortura y placer. Cuan?do él se derrumbó sobre ella, Eve empezó a hablar.

Pero optó por callarse al ver que Jerry le abrazaba. Justin le acarició el cuello, mejilla contra mejilla.

– Vaya -masculló Eve-. No es sólo sexo. Se quieren.

El afecto humano resultaba más difícil de observar que la lascivia animal. Se separaron brevemente y se in?corporaron al unísono con las piernas entrelazadas. Él le acarició el pelo enmarañado. Ella apoyó la cara en la pal?ma de su mano. Empezaron a hablar. A juzgar por sus expresiones, el tono era serio, intenso. En un momento dado, Jerry bajó la cabeza y lloró.

Justin le besó el pelo, la frente, se puso en pie y cruzó la habitación. De una mininevera, sacó una esbelta bote?lla de cristal y sirvió un vaso de un líquido azul oscuro.

Se le veía serio cuando ella le arrebató el vaso y lo apuró de un solo trago.

– Bebidas de salud, y una mierda. Jerry consume.

– Sólo ella -terció Peabody-. Él no toma nada.

Justin sacó a Jerry de la cama y rodeándola por la cintura se la llevó del dormitorio, fuera de la vista.

– Siga mirando, Peabody -ordenó Eve. Se quitó las gafas dejándolas colgadas del cuello-. Está a punto de decir algo. Y no creo que tenga que ver con nuestra pe?queña escaramuza. La presión ha hecho mella en Jerry. Hay personas que no han nacido para matar.

– Si están intentando distanciarse el uno del otro para dar más fuerza a su coartada, ha sido arriesgado por su parte venir esta noche aquí.

Eve asintió y miró a Roarke.

– Ella le necesitaba. Hay muchas clases de adicción. -Como su comunicador hacía señales, Eve metió la mano en el bolso-. Aquí Dallas.

– Prisas, prisas. Siempre igual.

– Dame buenas noticias, Dickie.

– Una interesante mezcla, teniente. Aparte de los aditivos para convertirla en líquido, un bonito color y un sabor ligeramente afrutado, tienes lo que estabas buscando. Todos los elementos del polvo previamente analizado están ahí, incluido el néctar de Capullo In?mortal. No obstante, se trata de una mezcla menos po?tente, y si se ingiere por vía oral…

– Con eso basta. Transmite un informe completo a la unidad de mi despacho, con copias para Whitney, Casto y el fiscal.

– ¿Le pongo también un bonito lazo rojo alrededor? -dijo él de mal humor.

– No seas plasta, Dickie. Tendrás tus butacas de la lí?nea de cincuenta yardas. -Eve cortó la transmisión, son?riente-. Pida una orden de registro y decomiso, Peabody. Vamos por ellos.

– Sí, señor. Eh… ¿y Casto?

– Dígale que iremos por la parte de delante. Ilegales tendrá su tajada.

Eran las cinco de la mañana cuando terminaron el pape?leo oficial y la primera tanda de interrogatorios. Los abogados de Fitzgerald habían insistido en tener una pausa de seis horas como mínimo. Sin otra alternativa que darles ese gusto, Eve ordenó a Peabody que se toma?ra el tiempo libre hasta las ocho y pasó por su despacho.

– ¿No te había dicho que te fueras a dormir? -pre?guntó cuando vio a Roarke sentado a su mesa.

– Tenía trabajo.

Eve miró con malos ojos la pantalla encendida de su ordenador. Las intrincadas cianocopias la hicieron silbar.

– Esto es propiedad de la policía. Te puede costar hasta dieciocho meses de arresto domiciliario.

– ¿Puedes demorarlo un poco? Casi he terminado. Vista del ala este, todos los niveles.

– No bromeo, Roarke. No puedes usar mi enlace para asuntos personales.

– Mmm. Ajustar centro recreativo C. Superficie in?suficiente. Transmitir las dimensiones enmendadas, CFD Arquitectura y Diseño, oficina FreeStar Uno. Guardar en disco y desconectar. -Roarke recuperó el disco y se lo metió en el bolsillo-. ¿Decías?

– Esta unidad está programada sólo para mi voz. ¿Cómo has conseguido acceder?

Él sólo sonrió.

– ¡Vamos, Eve!

– Está bien. No me lo digas. Tampoco quiero saber?lo. ¿No podías haber hecho esto en casa?

– Claro. Pero entonces no habría tenido el placer de acompañarte y hacer que duermas unas horas. -Se puso en pie-. Que es lo que voy a hacer ahora.

– Pensaba dormir un poco en el sofá.

– No, pensabas quedarte aquí repasando los datos y haciendo cálculos de probabilidades hasta que se te ca?yeran los ojos.

Ella podría haberlo negado. En general, no era muy difícil decir mentiras.

– Sólo hay un par de cosas que quiero poner en or?den.

Él inclinó la cabeza.

– ¿Dónde está Peabody?

– La he mandado a casa.

– ¿Y el inestimable Casto?

Viendo la trampa pero no la vía de escape, Eve se en?cogió de hombros.

– Creo que se ha ido con ella.

– ¿Tus sospechosos?

– Les han dado un descanso.

– Bien -dijo él, cogiéndola del brazo-. Pues tú también vas a descansar. -Ella forcejeó pero Roarke siguió empujándola hacia el pasillo-. Estoy seguro de que a todo el mundo le gusta tu nuevo look, pero creo que lo mejora?rás si duermes un rato, te duchas y te cambias de ropa.

Ella se miró el vestido de raso negro. Había olvidado totalmente que lo llevaba.

– Creo que tengo unos téjanos en el armario. -Cuan?do él consiguió meterla en el ascensor sin demasiado es?fuerzo, ella vio que flaqueaba-. Vale, está bien. Iré a casa, me ducharé y puede que desayune algo.

Y, pensó él, dormirás al menos cinco horas.

– ¿Qué tal te ha ido ahí dentro?

– ¿Mmm? -Ella parpadeó, poniéndose alerta-. No hemos avanzado mucho. Tampoco esperaba gran cosa en la primera tanda. Siguen ciñéndose a su coartada y asegurando que alguien dejó allí la droga. Creo que po?dremos hacerle un test a Fitzgerald. Sus abogados han protestado mucho al respecto, pero nos saldremos con la nuestra. -Bostezó.

– Utilizaremos el resultado para pulir los datos, si no es que le sacamos toda una confesión. En el próximo in?terrogatorio triplicaremos los efectivos.

Él la condujo hacia el pasaje abierto que daba al aparcamiento de las visitas donde había dejado el coche. Notó que ella caminaba con el extremo cuidado de una mujer borracha.

– No les quedan posibilidades -dijo él al aproximar?se al coche-. Roarke, desconectar cierre centralizado.

Abrió la puerta y depositó a Eve en el asiento del acompañante.

– Nos cambiaremos. Casto es un buen interrogador. -Descansó la cabeza en el respaldo-. Eso he de recono?cerlo. Y Peabody tiene madera. Es muy tenaz. Los ten?dremos a los tres en cuartos separados, cambiándoles de interrogador. Apuesto a que el primero en caer será Young.

Roarke dejó atrás el aparcamiento y puso rumbo a su casa.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Ese cabrón la quiere. El amor lo estropea todo. Co?metes errores porque estás preocupado. Porque eres es?túpido.

El sonrió ligeramente y le apartó el pelo de la cara. Eve se quedó profundamente dormida.

– Dímelo a mí.

Capitulo Dieciocho

Si la conducta reciente era un ejemplo de lo que re?presentaba tener marido, se dijo Eve, la cosa no estaba tan mal. La habían acunado en la cama, lo cual debía re?conocer había sido buena idea, y cinco horas después la había despertado el aroma del café caliente y unos gofres recién hechos.

Roarke ya estaba en pie y enfrascado en transmitir alguna información vital.

Le fastidiaba de vez en cuando que él pudiera pasar?se sin dormir más que cualquier humano normal, pero no se lo había dicho. Esa clase de comentario sólo habría provocado en él una sonrisa presuntuosa.

Hablaba en su favor el hecho de que él no pusiera de manifiesto que estaba cuidando de ella. Saberlo era de por sí lo bastante raro como para que encima se vanaglo?riara de ello.

Así pues, se dirigió hacia la Central, descansada, bien alimentada y con el vehículo recién reparado, aunque no había recorrido más de cinco manzanas cuando el coche la sorprendió con un nuevo fallo. El indicador de velocidad señalaba zona roja, pese a que Eve estaba absolutamente parada en medio del atasco.

AVISO. MOTOR SOBRECARGADO EN CINCO MINUTOS A ESTA VELOCIDAD. REDUZCA POR FAVOR O CAMBIE A SUPERDIRECTA AUTOMÁTICA.

– Al cuerno -dijo ella, y condujo el resto del camino con la constante advertencia de que o reducía la veloci?dad o explotaba.

No pensaba dejar que eso le cambiara el humor. Los negros nubarrones que hacían amontonarse los gases de escape de la circulación no la molestaban. El hecho de que fuera sábado, una semana antes de su boda, y que previera un día largo, duro y potencialmente brutal de trabajo no menguó su placer.

Entró en la Central con paso muy decidido y sonrisa torva.

– Parece a punto de comer carne cruda -comentó Feeney al verla.

– Es como más me gusta. ¿Alguna novedad?

– Vayamos por el camino más largo. Le pondré al co?rriente.

Feeney fue hacia un deslizador aéreo, casi vacío a mediodía. El mecanismo tartamudeó un poquito, pero los llevó hacia arriba. Manhattan quedó a sus pies como una preciosa ciudad en miniatura de avenidas que se cruzaban y vehículos de vivos colores.

Los relámpagos agrietaron el cielo con un acompa?ñamiento de truenos que sacudió el recinto de cristal. La lluvia cayó a cántaros por la grieta.

Feeney miró hacia abajo y vio cómo los peatones se hacinaban como hormigas enloquecidas. Un airbús hizo sonar su claxon y pasó rozando casi el deslizador.

– ¡Maldita sea! -Feeney se llevó una mano al cora?zón-. ¿Dónde diablos sacan su licencia estos cerdos?

– Cualquiera que tenga buen pulso puede conducir uno de esos cacharros. Yo no me subiría ni con una pis?tola en el pecho.

– El transporte público es la deshonra de esta ciudad. -Feeney sacó una bolsa de cacahuetes dulces para sose?garse-. En fin, su corazonada sobre las llamadas desde Maui ha tenido éxito. Young llamó dos veces a casa de Fitzgerald antes de volver en el puente aéreo. Pidió el show en pantalla, además. Las dos horas enteras.

– ¿Algún dato de seguridad sobre su casa la noche en que mataron a Cucaracha?

– Young entró con su bolsa de viaje hacia las seis de la mañana. El avión llegaba a medianoche. No hay datos de qué hizo el resto del tiempo.

– No hay coartada. Tuvo tiempo de sobra para ir de la terminal a la escena del crimen. ¿Podemos localizar a Fitzgerald?

– Estuvo en el salón de baile hasta poco más de las veintidós treinta. Ensayos para lo de anoche. No apareció en su casa hasta las ocho. Hizo muchas llamadas: su estilista, su masajista, su esculpidor. Ayer pasó cua?tro horas en Paradise, haciendo que la dejaran gua?pa. En cuanto a Young, estuvo todo el día hablando con su agente, su administrador y… -Feeney sonrió un poco-. Con un agente de viajes. Nuestro hombre que?ría información sobre un viaje para dos a la colonia Edén.

– Le quiero, Feeney.

– Bueno, a mí me quiere mucha gente. De camino he recogido el informe de los del gabinete. Ni en casa de Young ni en la de Fitzgerald hay nada que nos sirva. El único rastro de ilegales estaba en el zumo azul. Si tienen más, lo guardan en otro sitio. No hay constancia de nin?gún tipo de transacción ni señales de fórmulas. Aún me quedan por examinar los discos duros, por si escondie?ron algo allí. De todos modos, no creo que sean unos ge?nios de la tecnología.

– No, el que podría saber más de esto es Redford. Yo creo que aquí hay algo más que tráfico y asesinato, Feeney. Si logramos que la sustancia pase como veneno y les colgamos conocimiento previo de sus cualidades le?tales, tendremos fraude organizado a gran escala y cons?piración para asesinar.

– Nadie ha usado conspiración para asesinar desde las Guerras Urbanas.

El deslizador gruñó al pararse.

– Pues yo creo que suena muy bien.

Encontró a Peabody esperando frente al área de in?terrogatorios.

– ¿Dónde están los demás?

– Los sospechosos están hablando con sus abogados. Casto ha ido a buscar café.

– Bien, contacte con las salas de reunión. Se les ha terminado el tiempo. ¿Se sabe algo del comandante?

– Viene hacia aquí. Dice que quiere observar. La ofi?cina del fiscal participará vía enlace.

– Muy bien. Feeney se encargará de examinar las grabaciones de los tres. No quiero ninguna metedura de pata cuando esto vaya a los tribunales. Usted se ocupa de Fitzgerald, Casto de Redford. Yo me cojo a Young.

Vio venir a Casto con una bandeja y café para todos.

– Feeney, infórmeles de los datos adicionales. Úsen?los con cuidado -añadió, cogiendo una taza-. Cambia?remos de equipo dentro de media hora.

Eve entró en su zona. El primer sorbo de café abyec?to le hizo sonreír. El día iba a ser bueno.

– Creo que puede hacerlo mejor, Justin. -Eve estaba calentando motores. Llevaba tres horas de interroga?torio.

– Me pregunta qué es lo que ocurrió. Los otros me preguntan qué es lo que ocurrió. -Young bebió un poco de agua. Él sí estaba perdiendo el paso-. Ya se lo he dicho.

– Usted es actor -señaló ella, toda sonrisas amables-. Y de los buenos. Así lo dicen las críticas. En una que leí el otro día afirmaban que es capaz de hacer que una frase mala suene a música. Yo no oigo nada, Justin.

– ¿Cuántas veces quiere que le repita lo mismo? -Miró hacia su abogado-. ¿Cuánto tiempo va a durar esto?

– Podemos interrumpir el interrogatorio cuando queramos -le recordó la abogada. Era una rubia feno?menal de mirada penetrante-. No tiene ninguna obliga?ción de seguir hablando.

– En efecto -intervino Eve-. Podemos parar. Puede volver a custodia. No podrá salir bajo fianza habiendo ilegales de por medio, Justin. -Se inclinó hacia adelante, asegurándose de que él la mirara a los ojos-. Y menos te?niendo sobre su cabeza cuatro cargos por asesinato.

– Mi cliente no ha sido acusado de otro delito que una sospecha de posesión. -La abogada la miró desde su nariz estrecha como una aguja-. No tienen pruebas, te?niente. Eso lo sabemos todos.

– Su cliente está al borde de un precipicio. Eso lo sa?bemos todos. ¿Quiere caerse usted solo, Justin? A mí no me parece justo. Sus amigos están respondiendo ahora mismo a otras preguntas. -Levantó las manos, separó los dedos-. ¿Qué piensa hacer si le delatan?

– Yo no maté a nadie. -Justin desvió la mirada hacia la puerta y el espejo. Sabía que tenía público, y por pri?mera vez no sabía cómo actuar-. Ni siquiera conocía a esas personas.

– Pero a Pandora sí.

– Naturalmente que conocía a Pandora. Es evidente.

– Usted estuvo en casa de ella la noche en que fue ase?sinada.

– Ya lo he dicho antes, ¿no? Escuche, Jerry y yo fui?mos a su casa porque ella nos había.invitado. Tomamos unas copas, llegó la otra mujer. Pandora se puso muy pesada y nos marchamos.

– ¿Suelen usar usted y la señorita Fitzgerald la en?trada de servicio del edificio donde viven?

– Es por la intimidad -insistió él-. Si tuviera usted a los periodistas acosándola cada vez que quiere hacer pipi, lo comprendería.

Eve sabía qué era eso y sonrió enseñando los dien?tes.

– Es curioso, pero ninguno de los dos parecía muy receloso de los media. Si yo fuera cínica, diría que uste?des más bien los utilizaban. ¿Cuánto hace que Jerry toma Immortality?

– No lo sé. -Volvió a mirar al espejo, como si espera?ra que un director gritase «¡corten!» y terminara la esce?na-. Ya le he dicho que yo ignoraba qué había en esa be?bida.

– Tenía una botella en su dormitorio, pero no sabía qué había dentro. ¿Ni siquiera lo probó?

– Jamás.

– Eso también es curioso. Sabe, Justin, si yo tuviera algo en la nevera, tendría tentaciones de probarlo. A me?nos, claro está, que supiera que era veneno. Usted sabe que Immortality es un veneno lento, ¿no es así?

– Qué quiere que le diga. -Se calló, respiró hondo por la nariz-. Yo no sé nada al respecto.

– Una sobrecarga del sistema nervioso, de acción lenta pero igualmente letal. Usted le sirvió una copa a Jerry, se la dio. Eso es asesinato.

– Teniente…

– Yo no le he hecho nada a Jerry -explotó él-. Estoy enamorado de ella. Nunca podría hacerle daño.

– ¿De veras? Varios testigos afirman que usted le hizo daño hace unos días. ¿Pegó o no pegó usted a la se?ñorita Fitzgerald en el salón Waldorf el día dos de julio?

– No, yo… Perdimos los estribos. -Empezaba a no recordar bien su papel-. Fue un malentendido.

– Usted la pegó en la cara.

– Sí, bueno, no. Sí. Estábamos discutiendo.

– Y como discutían, le da usted un puñetazo a la mu?jer que ama y la deja tumbada. ¿Aún estaba usted tan enfadado cuando ella se presentó anoche en su aparta?mento?, ¿cuando usted le sirvió un vaso de veneno?

– Ya se lo he dicho, no es como usted dice. Yo soy in?capaz de hacerle daño. Jamás me he enfadado con ella.

– Nunca se ha enfadado con ella. Nunca le ha hecho daño. Le creo, Justin. -Eve serenó su tono de voz, se in?clinó nuevamente hacia él, puso una mano amable sobre la de Justin, que temblaba-. Ni tampoco la pegó. Usted lo fingió todo, ¿no es así? Usted no es de los que pegan a la mujer amada. Usted representó un papel, como en una de sus películas.

– No, yo… -Levantó impotente los ojos hacia Eve, y ella supo que ya le tenía.

– Usted ha hecho muchos vídeos de acción. Sabe cómo dar un puñetazo, cómo fingir uno. Y eso hizo aquel día, ¿no es verdad, Justin? Usted y Jerry fingieron una riña. Usted no le tocó ni un pelo. -Su voz era suave, llena de comprensión-. Usted no es un individuo vio?lento, ¿verdad, Justin?

Destrozado, él apretó los labios y miró a su aboga?da. Ella levantó la mano para atajar más preguntas y le dijo algo al oído.

Sin inmutarse, Eve esperó: sabía el lío en que estaban metidos. ¿Admitía Justin haber fingido, convirtiéndose en mentiroso, o declaraba haber pegado a su amante, de?mostrando su carácter violento? Era una maroma difícil de pasar.

La abogada se incorporó y cruzó los dedos.

– Mi cliente y la señorita Fitzgerald representaron una inofensiva tragedia. Fue una tontería, desde luego, pero tampoco es delito fingir una pelea.

– No, no es delito. -Eve advirtió la primera grieta que debilitaba su coartada-. Y tampoco lo es huir a Maui y fingir que uno se encama con otra mujer. Todo era inventado, ¿no es cierto, Justin?

– Bien, nosotros… Supongo que no tuvimos tiempo de reflexionar. Estábamos preocupados, nada más. Des?pués que usted pillara a Paul, temimos que viniera a por nosotros. Los tres estábamos allí aquella noche, así que nos parecía lógico.

– Eso mismo pensé yo, Justin. -Eve lo miró radian?te-. Es un paso muy lógico.

– Ambos teníamos importantes proyectos en pers?pectiva. No podíamos enfrentarnos a lo que está pasan?do ahora mismo. Creíamos que si fingíamos una ruptu?ra, eso daría más peso a nuestra coartada.

– Porque sabían que la coartada era endeble. Se figu?raban que nos daríamos cuenta de que uno de los dos, o ambos, podían haber salido sin ser vistos del apartamen?to la noche en que murió Pandora. Podían haber ido a casa de Leonardo, matarla y regresar a casa sin que el si-tema de seguridad detectara nada.

– No fuimos a ninguna parte. No puede demostrar lo contrario. -Enderezó la espalda-. Usted no puede probar nada.

– No esté tan seguro. Su amante es adicta a Immortality. Usted tenía esa droga en su casa. ¿Cómo la consiguió?

– Pues… alguien se la dio a ella. No sé.

– ¿Fue Redford? ¿Fue él quien la enganchó, Justin? Si lo hizo, debe usted de odiarlo. La mujer a quien ama empezó a morir la primera vez que probó un sorbo de Immortality.

– No es un veneno, se equivoca. Ella me dijo que así era como Pandora pretendía apropiarse de todo. Pando?ra no quería que Jerry se beneficiara de esa bebida. La muy cerda sabía que a Jerry podía irle muy bien, pero ella quería… -Se interrumpió, haciendo caso de la adver?tencia de su abogada demasiado tarde.

– ¿Qué quería ella, Justin? ¿Dinero? ¿Mucho dinero? ¿A usted? ¿Se burló de Jerry? ¿Le amenazó a usted? ¿Es por eso que usted la mató?

– Yo no lo hice. Ya le he dicho que no le puse las ma?nos encima. Discutimos, ¿vale? Tuvimos una escena después que se fuera la chica de Leonardo aquella noche. Jerry estaba muy molesta. Tenía razón para estarlo, des?pués de lo que dijo Pandora. Por eso me la llevé, fuimos a tomar unas copas y la calmé un poco. Le dije que no se preocupara, que había otras maneras de conseguir un suministro.

– ¿Cuáles?

Respirando con dificultad, Young se zafó con furia de la mano de su abogada.

– Cállese ya -le espetó-. ¿De qué me está sirviendo tenerla aquí? Me van a meter en una celda de un momen?to a otro. Quiero hacer un trato. -Se pasó el dorso de la mano por la boca-. Quiero hacer un trato.

– De eso ya hablaremos -dijo Eve con calma-, ¿qué me puede ofrecer?

– Paul -dijo él, estremeciéndose-. Le doy a Paul Redford. Él la mató. Y probablemente los mató a todos.

Veinte minutos después, Eve se paseaba por la sala.

– Quiero que Redford se ponga nervioso, que se pre?gunte hasta dónde han hablado los otros.

– De la señorita no hemos sacado gran cosa. -Casto apoyó los pies en la mesa y cruzó los tobillos-. Es muy dura. Ha mostrado signos de rendición (la boca seca, temblores, etcétera), pero se aferra a su coartada.

– No ha probado eso en diez horas al menos. ¿Cuán?to tiempo cree que podrá aguantar?

– No lo sabría decir. -Casto abrió las manos-. Podría salirse por la tangente, o puede que dentro de diez mi?nutos esté hecha papilla.

– Muy bien, entonces no contemos con ella.

– Redford ha titubeado bastante -terció Peabody-. Creo que está cagado de miedo. Su abogado es un hueso duro de roer. Si consiguiéramos tenerle solo unos minu?tos, cantaría de plano.

– No tenemos esa opción. -Whitney examinó la co?pia impresa de los últimos interrogatorios-. La declara?ción de Young servirá para presionarle.

– Es demasiado endeble -murmuró Eve.

– Haga que no lo parezca. Él dice que Redford fue quien introdujo a Fitzgerald en la droga hará unos tres meses y le propuso que fueran socios.

– Y según nuestro guapo actor, todo iba a ser legal y sin tapujos. -Eve gruñó con sorna-. Nadie es tan cándido.

– No sé -dijo Peabody-. Está colado por Fitzgerald. Creo que ella pudo convencerle de que el negocio era honesto: una nueva línea de productos de belleza con el nombre de Fitzgerald.

– Y todo lo que tenían que hacer era desbancar a Pandora. -Casto sonrió-. El dinero vendría solo.

– Todo se reduce a beneficios. Pandora les estorbaba. -Eve se dejó caer en una silla-. Los otros les estorbaban. Puede que Young sólo sea un tonto inocentón, o puede que no. Ha acusado a Redford, pero de lo que no se ha dado cuenta aún es de que podía estar acusando a Fitz?gerald al mismo tiempo. Ella le dijo lo suficiente para que planeara un viaje a la colonia Edén, esperando que entre los dos pudieran conseguir un espécimen para ellos solos.

– Si Young suelta el resto -señaló Whitney-, hare?mos el trato que él quiere. Aún le queda mucho para aclarar el asesinato, Eve. Tal como están las cosas, el tes?timonio de Young no tiene mucho peso. Él cree que Redford eliminó a Pandora. Nos ha dado el móvil. Po?demos establecer la oportunidad. Pero no hay pruebas físicas, no hay testigos.

Whitney se puso en pie.

– Consígame una confesión, Dallas -dijo-. El fiscal me está presionando. Retirarán los cargos contra Mavis Freestone el próximo lunes. Si no tienen nada más que dar a los media, vamos a parecer todos un hatajo de idiotas.

Casto sacó una navaja y empezó a limpiarse las uñas mientras Whitney salía.

– Está bien claro que no interesa que el fiscal parez?ca un idiota. Caray, quieren que se lo demos todo en bandeja, ¿no? -Miró a Eve-. Redford no va a confe?sar un asesinato, Eve. Sólo aceptará lo de la droga. Qué diablos, si casi queda bien. Pero de ningún modo aceptará cuatro homicidios. Sólo nos queda una espe?ranza.

– ¿Cuál? -quiso saber Peabody.

– Que él no lo hiciera solo. Si hundimos a uno de los otros, le hundimos a él. Yo apuesto por Fitzgerald.

– Entonces encárguese usted de ella, -rezongó Eve-. Yo voy con Redford. Peabody, coja la foto de Redford. Vuelva al club, a casa de Boomer, de Cucaracha, de Moppett. Enséñesela a todo el mundo. Necesito que al?guien le identifique.

Miró frunciendo el entrecejo el enlace que estaba pi?tando y lo conectó.

– Aquí Dallas. No me molesten.

– Siempre me encanta oír tu voz -dijo Roarke impla?cable.

– Estoy reunida.

– Y yo. Parto para FreeStar dentro de media hora.

– ¿Te vas del planeta? Pero si… bueno, que tengas buen viaje.

– Es inevitable. Estaré de vuelta dentro de tres días. Ya sabes cómo ponerte en contacto.

– Sí, por supuesto. -Ella quería decir tonterías, inti?midades-. Yo también voy a estar bastante ocupada. Te veré cuando regreses.

– Deberías pasar por tu despacho, teniente. Mavis ha intentado ponerse en contacto contigo varias veces. Pa?rece ser que no has ido a la última prueba. Leonardo está… desquiciado.

Eve hizo lo que pudo para ignorar la risita de Casto.

– Tengo otras cosas en la cabeza.

– Y quién no. Busca un momento para ir a verle, cari?ño. Hazlo por mí. A ver si así sacamos a toda esa gente de casa.

– Haberlo dicho antes. Pensaba que a ti te gustaba te?ner compañía.

– Y yo pensaba que era hermano tuyo -murmuró Roarke.

– ¿Qué?

– Nada, un viejo chiste. A mí no me gusta tener tanta gente en casa. Están todos pirados. Acabo de encontrar a Galahad escondido debajo de la cama. Alguien le ha cubierto de cuentas y lacitos rojos. Es una tortura, para los dos.

Ella se mordió la lengua para contener una carcaja?da. Roarke no parecía divertido.

– Ahora que sé que te están volviendo loco, me sien?to mucho mejor. Los sacaremos de casa.

– Hazlo. Ah, y me temo que algunos detalles sobre lo del próximo sábado tendrás que solucionarlos tú sola. Summerset tiene las notas. Me están esperando. -Eve le vio hacer señas a alguien fuera de pantalla-. Hasta dentro de unos días, teniente.

– Sí. -El monitor se apagó mientras ella refunfuña?ba-. No te vayas a perder por el espacio.

– Caray, Eve. Si necesita ir al modisto o llevar el gato al terapeuta, Peabody y yo podemos ocuparnos de esta menudencia de asesinato.

Eve estiró los labios esbozando una sonrisa per?versa:

– Cuidado, Casto.

Pese a sus muchas e irritantes cualidades, Casto tenía verdadero instinto. Redford no se iba a derrumbar así como así. Eve lo trabajó a fondo y tuvo la dulce satis?facción de colgarle el asunto de las drogas ilegales, pero una confesión de asesinato múltiple no era tan sencilla de conseguir.

– A ver si lo he entendido bien. -Se puso en pie. Ne?cesitaba estirar las piernas. Fue a servirse café-. Pandora fue quien le habló de Immortality. ¿Cuánto hace de eso?

– Como le dicho, hará cosa de un año y medio, quizá un poco más. -Ahora estaba absolutamente frío, con?trolando la situación. Sabía que podía salir airoso, sobre todo desde el ángulo en que había enfocado el asunto-. Me vino con una propuesta de negocios. Así lo llamó Pandora, al menos. Aseguró que tenía acceso a una fór?mula que revolucionaría la industria de los cosméticos.

– Un producto de belleza. Y no aludió a que era ile?gal ni que tenía efectos peligrosos.

– Entonces no. Necesitaba un patrocinador para po?ner en marcha el negocio. Pretendía lanzar una línea de productos bajo su nombre.

– ¿Le enseñó a usted la fórmula?

– No. Ya le he dicho antes que me engañó, me hizo promesas. De acuerdo, por mi parte fue un fallo. Yo te?nía una adicción sexual hacia ella, y ella explotó esa de?bilidad. Al mismo tiempo, el negocio en sí parecía bue?no. Ella estaba consumiendo el producto en forma de tabletas. Los resultados parecían impresionantes. Se la veía más joven, más en forma. Su energía física y sexual iba en aumento. Bien introducido en el mercado, un producto así podía generar enormes beneficios. Yo que?ría dinero para ciertos proyectos comercialmente arries?gados.

– Y como quería el dinero, le seguía pagando a Pan?dora en pequeñas dosis sin estar del todo informado so?bre el negocio.

– Durante un tiempo. Pero me impacienté. Ella me prometió más cosas. Empecé a sospechar que Pandora intentaba hacerlo sola o que trabajaba con alguien más. Así que cogí una muestra para mí.

– ¿Cogió una muestra?

Redford tardó un poco en contestar, como si estu?viera buscando las palabras adecuadas.

– Le cogí la llave mientras estaba dormida y abrí la caja donde guardaba las tabletas. Pensando en proteger mi inversión, cogí unas cuantas para hacerlas analizar.

– ¿Y cuándo robó la droga, pensando en proteger su inversión?

– El robo no está demostrado -intervino la aboga?da-. Mi cliente había pagado de buena fe por el producto.

– Está bien, lo diré de otra manera. ¿Cuándo decidió interesarse más activamente en su inversión?

– Hace como seis meses. Llevé las muestras a un con?tacto que tengo en un laboratorio químico y le pagué para que me hiciera un informe privado.

– ¿Y qué fue lo que supo?

Redford se miró los dedos.

– Que el producto tenía, en efecto, las propiedades que Pandora había afirmado. Sin embargo, creaba adición, lo cual le daba automáticamente la categoría de ile?gal. También supe que era potencialmente letal si se to?maba regularmente.

– Y como es un hombre honrado, valoró los contras y se retiró del negocio.

– Ser honrado no es un requisito legal -dijo Red?ford-. Y yo tenía una inversión que proteger. Decidí in?vestigar por mi cuenta para ver si los efectos secundarios podían disminuirse o erradicarse. Creo que lo consegui?mos, o casi.

– Utilizó a Fitzgerald como conejillo de indias.

– Eso fue un error. Quizá me puse nervioso porque Pandora no dejaba de pedirme dinero y de insistir en que iba a lanzar el producto. Yo quería cogerle la delan?tera, y sabía que Jerry sería la persona ideal. A cambio de dinero, accedió a probar el producto que mi equipo ha?bía reelaborado. En forma líquida. Pero la ciencia come?te errores, teniente. La droga seguía siendo, como supi?mos demasiado tarde, altamente adictiva.

– ¿Y fatal?

– Eso parece. El proceso ha sido ralentizado, pero sí, creo que aún existe el riesgo de perjuicio físico a largo pla?zo. Un posible efecto secundario del cual yo informé a Jerry hace semanas.

– ¿Antes o después de que Pandora descubriese que usted quería engañarla?

– Creo que fue después, justo después. Por desgra?cia, Jerry y Pandora se pelearon por un puesto. Pando?ra hizo ciertos comentarios sobre su antigua relación con Justin. Por lo que yo sé, y esto es de segunda mano, Jerry le lanzó a la cara el trato que habíamos hecho.

– Y Pandora se lo tomó muy mal.

– Como es lógico, se puso furiosa. En ese momento nuestra relación era, por decir poco, tormentosa. Yo ya había conseguido un espécimen de Capullo Inmortal, resuelto a eliminar los efectos secundarios de la fórmula. No tenía la menor intención, teniente, de introducir en el mercado una sustancia peligrosa. Eso puede respal?darlo mi historial como productor.

– Dejaremos que Ilegales se ocupe de eso. ¿Le ame?nazó Pandora?

– Pandora vivía de amenazas. Uno se acostumbraba a ellas. Yo creía estar en buena posición para ignorarlas. -Redford sonrió, más confiado ahora-. Si ella hubiera ido más lejos, sabiendo qué propiedades contenía esa fórmula yo podía haberla arruinado. No tenía motivos para hacerle daño.

– Su relación era tormentosa y sin embargo usted fue a su casa aquella noche.

– Con la esperanza de llegar a algún acuerdo. Por eso insistí en que Justin y Jerry estuvieran presentes.

– Se acostó con ella.

– Pandora era hermosa y deseable. Sí, me acosté con ella.

– Ella tenía tabletas de esa droga.

– En efecto. Como le he dicho, las guardaba en una caja, en su tocador. -Volvió a sonreír-. Le conté lo de la caja y las tabletas porque supuse, correctamente, que la autopsia revelaría rastros de la sustancia. Me pare?ció bien ser amable. No hice otra cosa que cooperar.

– Cosa fácil, si sabía que yo no iba a encontrar las ta?bletas. Una vez muerta Pandora, usted volvió a por la caja. Para proteger su inversión. No habiendo más pro?ducto que el que usted tenía, y tampoco competidor, las ganancias iban a ser mucho mayores.

– Yo no volví a su casa después. No tenía motivo para hacerlo. Mi producto era superior.

– Ninguno de esos productos podía irrumpir en el mercado, y usted lo sabía. Pero en la calle, el de Pandora hubiera tenido mucho éxito, más que su versión refina?da, aguada, y seguramente muy cara.

– Con más pruebas, más investigación…

– ¿Dinero…? Usted ya le había dado más de trescien?tos mil dólares. Había corrido con muchos gastos para procurarse un espécimen, había pagado al laboratorio, había pagado a Fitzgerald. Supongo que estaría impa?ciente por ver algún beneficio. ¿Cuánto le cobró a Jerry por probar el producto?

– Jerry y yo llegamos a un acuerdo comercial.

– Diez mil por cada entrega -interrumpió Eve, vien?do que daba en el blanco-. Es la cantidad que ella trans?firió tres veces en dos meses a la cuenta que usted tiene en Starlight Station.

– Era una inversión -empezó él.

– Primero le crea la adicción, luego se aprovecha de ella. Usted es un traficante, señor Redford.

La abogada hizo lo que tenía que hacer, convertir un asunto de narcotráfico en un acuerdo entre socios.

– Usted necesitaba contactos en la calle. Boomer siem?pre sucumbía a los encantos del dinero en mano. Pero se entusiasmó, quiso probar el producto. ¿Cómo consiguió él la fórmula? Eso fue una metedura de pata, señor Redford.

– No conozco a nadie que se llame Boomer.

– Usted le vio irse de la lengua en el club, jactarse de que había hecho el gran negocio. Cuando Boomer se metió en un cuarto con Hetta Moppett, usted se puso nervioso. Pero luego él le vio, echó a correr y usted deci?dió que había que actuar.

– Se equivoca de medio a medio, teniente. Yo no co?nozco a esas personas.

– Puede que matara a Hetta por miedo. No quería hacerlo, pero cuando vio que estaba muerta, tuvo que disimular. Y de ahí la exageración en el crimen. Quizá ella le dijo algo antes de morir o quizá no, pero el si?guiente paso era Boomer. Yo diría que a usted empezaba a gustarle la cosa, a juzgar por el modo en que le torturó antes de acabar con él. Pero se confió demasiado, y no se le ocurrió ir a buscar la fórmula a su piso antes de que yo lo hiciera.

Eve se apartó de la mesa y dio una vuelta por la habi?tación.

– Está metido en un lío: la policía tiene una muestra, tiene la fórmula, y Pandora se está desmandando. ¿Qué elección le queda? -Puso las manos encima de la mesa, se acercó a él-. ¿Qué puede hacer uno cuando ve que su in?versión y todas las futuras ganancias se van al garete?

– Mi negocio con Pandora había concluido.

– Sí, usted lo concluyó. Llevarla a casa de Leonardo fue un buen truco. Usted es inteligente. Ella ya estaba mosca por lo de Mavis. Si usted la liquidaba en casa de él, parece?ría que Leonardo se había hartado. Tendría que matarlo a él también, si es que estaba allí, pero usted le había tomado gusto a eso. Leonardo no estaba, mejor. Y mejor aún cuan?do apareció Mavis y usted pudo colgarle el muerto.

La respiración era un poco forzada, pero Redford se resistía.

– La última vez que vi a Pandora, ella estaba viva, drogada y ansiosa de castigar a alguien. Si no la mató Mavis Freestone, creo que lo hizo Jerry Fitzgerald.

Intrigada, Eve volvió a su silla.

– ¿De veras? ¿Por qué?

– Se despreciaban mutuamente, ahora más que nunca eran rivales. Por encima de todo, Pandora tenía ganas de recuperar a Justin. Eso era algo que Jerry no iba a tole?rar. Además… -Sonrió-. Fue Jerry quien dio la idea de ir a casa de Leonardo para ajustarle las cuentas a Pandora.

Vaya, esto es nuevo, pensó Eve arqueando una ceja.

– No me diga.

– Cuando se marchó Mavis Freestone, Pandora esta?ba muy nerviosa, enfadada. Jerry pareció disfrutar pre?senciando la pelea. Jerry incitó a Pandora. Dijo algo en el sentido de que ella en su lugar no habría tolerado que la humillaran de aquella manera, que por qué no iba a casa de Leonardo y le enseñaba quién llevaba los panta?lones. Entonces añadió algo sobre que Pandora no era capaz de conservar a un hombre, y luego Justin se llevó a Jerry a toda prisa.

Su sonrisa se ensanchó.

– Despreciaban a Pandora, comprende. Ella por ra?zones obvias, y Justin porque yo le había dicho que la droga era asunto de Pandora. Justin haría cualquier cosa por proteger a Jerry, cualquier cosa. Yo, por el contra?rio, no tenía ningún vínculo emocional con los demás. Aparte de acostarme con Pandora, teniente. Acostarme y hacer negocios.

Eve llamó a la puerta del cuarto donde Casto estaba in?terrogando a Jerry. Al sacar él la cabeza, ella desvió la mirada hacia la mujer sentada ante la mesa.

– Tengo que hablar con ella.

– Está agotada. No creo que le saquemos mucho ahora. El abogado ya está dando la lata con un descanso.

– He de hablar con ella -repitió Eve-. ¿Cómo ha en?focado el interrogatorio esta vez?

– Línea dura, en plan agresivo.

– Muy bien, seré un poco más suave. -Eve entró en la habitación.

Aun podía sentir compasión por los demás. Jerry te?nía la mirada tenebrosa e inquieta, la cara hundida y las manos temblorosas. Su belleza era ahora frágil, pertur?bada.

– ¿Quiere comer algo? -preguntó Eve en voz baja.

– No. -Jerry miró alrededor-. Quiero irme a casa. Quiero ver a Justin.

– Intentaré arreglar una visita, pero habrá de ser su?pervisada. -Sirvió agua-. ¿Por qué no bebe un poco de esto y descansa un momento? -Tomó las manos de Jerry y las cerró sobre el vaso, llevándoselo a los labios-. Sé lo que está pasando. Lo siento. No podemos darle nada para contrarrestar el síndrome. Aún no sabemos sufi?ciente, y el remedio podría ser peor que la enfermedad.

– Estoy bien. No es nada.

– Qué putada. -Eve se sentó-. Redford la metió en esto. Lo ha confesado.

– No es nada -repitió ella-. Sólo estoy muy cansada. Necesito un trago de mi preparado. -Miró desesperada a Eve-. ¿Por qué no me da un poco para recuperarme?

– Usted sabe que es peligroso, Jerry. Sabe lo que le está haciendo. Abogado, Paul Redford ha declarado que él introdujo a la señorita Fitzgerald en la droga bajo el pretexto de una aventura comercial. Suponemos que ella desconocía las propiedades adictivas de la sustancia. De momento, no tenemos intención de acusarla de consu?mo de ilegales.

Como Eve había esperado, el abogado se relajó visi?blemente.

– Entonces, teniente, quisiera disponer la liberación de mi cliente y su ingreso en un centro de rehabilitación. Ingreso voluntario.

– Eso puede arreglarse. Si su cliente coopera unos minutos más, me ayudaría a cerrar los cargos contra Redford.

– Si ella coopera, teniente, ¿retirará todos los cargos?

– Sabe que eso no se lo puedo prometer. Sin embar?go, recomendaré indulgencia en los cargos por posesión e intento de distribución.

– ¿Dejará ir a Justin?

Eve volvió a mirar a Jerry. El amor era una extraña carga, pensó.

– ¿Estuvo implicado en la transacción?

– No. Él quería que yo lo dejase. Cuando descubrió que yo era… drogodependiente, me instó a rehabilitar?me, a que dejara de beber. Pero yo lo necesitaba. Quería parar, pero necesitaba tomar más.

– La noche en que murió Pandora hubo una discu?sión.

– Siempre había discusiones con Pandora. Era odio?sa. Creía que podía recuperar a Justin. La muy zorra no le quería nada, sólo pretendía hacerme daño. Y a él tam?bién.

– Justin no hubiera vuelto con Pandora, ¿verdad, Jerry?

– La odiaba tanto como yo. -Se llevó las cuidadas uñas a la boca y empezó a mordisqueárselas-. Es un ali?vio que esté muerta.

– Jerry…

– Me da lo mismo -explotó, lanzando una mirada fu?riosa a su cauteloso abogado-. Merecía morir. Ella lo quería todo sin importarle cómo lo conseguía. Justin era mío. Yo habría sido cabeza de cartel en el show de Leo?nardo si ella no hubiera sabido que a mí me interesaba. Hizo cuanto pudo para seducirle, para ponerme la zan?cadilla y quedarse ella con el trabajo. Y aquel trabajo tendría que haber sido mío desde el principio. Como lo era Justin. Como lo era la droga. Te pones guapa, sexy, joven. Y cada vez que alguien la tome, pensará en mí. No en ella, en mí.

– ¿Justin fue con usted a casa de Leonardo aquella noche?

– ¿Qué es esto, teniente?

– Una pregunta, abogado. Responda, Jerry.

– Claro que no. No fuimos a casa de Leonardo. Sali?mos a tomar copas y luego a casa.

– Usted se burló de ella, ¿verdad? Sabía cómo mane?jarla. Usted tenía que asegurarse de que ella fuera en busca de Leonardo. ¿Habló con Redford, le dijo él cuándo salió Pandora de allí?

– No, no sé. Me está confundiendo. ¿Puedo tomar algo? Necesito mi bebida.

– Usted había consumido esa noche. Se sentía fuerte. Lo bastante para matarla. Usted quería su cabeza. Pan?dora siempre se metía en su camino. Y sus tabletas eran más potentes y efectivas que su preparado bebible. ¿Las quería usted, Jerry?

– Sí, las quería. Se estaba volviendo más joven delante de mis narices. Más delgada. Yo he de vigilar cada maldi?to bocado que tomo, pero ella… Paul dijo que quizá po?dría quitárselas. Justin procuró hacerle desistir, apartarle de mí. Pero es que Justin no entiende lo que se siente: eres inmortal -dijo Jerry con una horrible sonrisa-. Te sientes inmortal. Sólo un trago, por el amor de Dios.

– Usted salió esa noche por la puerta de atrás y fue a casa de Leonardo. ¿Qué pasó allí?

– No puedo, estoy confusa. Necesito algo.

– ¿Cogió usted el bastón y la golpeó? ¿La pegó repe?tidas veces?

– Quería verla muerta. -Sollozando, Jerry apoyó la cabeza en la mesa-. Ayúdeme por favor. Le diré todo lo que quiera si me ayuda.

– Teniente, cualquier cosa que mi cliente diga bajo coacción física o mental será inadmisible.

Eve contempló a la mujer que lloraba y alcanzó el enlace.

– Avise a un médico -ordenó-. Y disponga una am?bulancia para la señorita Fitzgerald. Bajo custodia.

Capitulo Diecinueve

– ¿Cómo que no la va a acusar de nada? -La sorpresa y el mal humor oscurecieron la mirada de Casto-. Si tie?ne una confesión, coño.

– No ha sido una confesión -corrigió ella. Estaba cansada, exhausta y asqueada de sí misma-. Hubiera di?cho cualquier cosa.

– Cielo santo, Eve. -Tratando de aplacar su furia, Casto se puso a caminar de un lado a otro del aséptico pasillo embaldosado del centro de salud-. Usted consi?guió doblegarla.

– Y un cuerno. -Cansinamente, Eve se frotó la sien izquierda, que le dolía-. Escuche bien, Casto, tal como estaba esa mujer, me habría dicho que ella en persona le clavó los clavos a Cristo si le hubiera prometido un tra?go de esa pócima. Si la acusamos basándonos en eso, sus abogados lo echarán por tierra en la vista preliminar.

– A usted no le preocupa la vista, Dallas. -Casto pasó junto a Peabody, que tenía los labios apretados-. Fue di?recta a la yugular, como se supone que todo policía hace en un caso de homicidio. Y ahora se ablanda. Joder, no me diga que le tiene lástima.

– Eso es asunto mío, teniente -dijo Eve-. Y no me diga cómo he de llevar esta investigación. Soy el primer investigador, o sea que no me toque las narices.

Casto la miró de arriba abajo.

– No querrá que vaya a informar a su jefe de esta de?cisión.

– ¿Me amenaza? -Eve dispuso el cuerpo como un boxeador aprestándose a hacer baile-. Adelante, haga lo que le parezca. Yo me mantengo firme. En cuanto ter?mine el tratamiento, aunque sólo Dios sabe qué conse?cuencias puede eso tener a corto plazo, volveremos a in?terrogarla. Hasta que yo no esté satisfecha de que habla con coherencia y sentido común, no la pienso acusar de nada.

Eve vio que él hacía un esfuerzo por echarse atrás, y que le estaba costando lo suyo. No le importó.

– Eve, tiene usted el móvil, la oportunidad y las pruebas de personalidad. Fitzgerald es capaz de cometer los crímenes en cuestión. Ella misma ha admitido que estaba drogada y predispuesta a odiar a Pandora hasta la muerte. ¿Qué más quiere?

– Quiero que ella me mire a los ojos y me diga que ella los mató. Quiero que me diga cómo lo hizo. Mientras tanto, esperaré. Porque le diré una cosa, tío listo. Ella no actuó sola, de eso nada. Es imposible que se los cargara a los tres con esas bonitas manos que tiene.

– ¿Por qué? ¿Porque es una mujer?

– No por eso, sino porque el dinero no es su máxima prioridad. La pasión, el amor, la envidia, todo eso sí. Puede que matara a Pandora en un ataqué de celos, pero no creo que se cargara a los otros. Al menos, no sin que le echaran una mano. Así que la interrogaremos de nue?vo y esperaremos a que acuse a Young y/o a Redford. Entonces lo sabremos todo.

– Creo que se equivoca.

– Tomo nota -repuso ella-. Bien, vaya a archivar su queja interdepartamental, dése un paseo o váyase a ca?gar, pero aléjese de mi vista.

Casto pestañeó, a punto de explotar. Pero se contuvo.

– Voy a refrescarme un poco.

Salió hecho una fiera sin mirar apenas a la silenciosa Peabody.

– Su amigo no está muy simpático esta tarde -comen?tó Eve.

Peabody podría haber dicho que su inmediato supe?rior pecaba de lo mismo, pero refrenó la lengua.

– La presión es muy grande para todos, Dallas. Us?ted sabe lo que este caso significa para él.

– ¿Sabe una cosa? La justicia es para mí algo más que una bonita estrella de oro en mi expediente o que los puñeteros galones de capitán. Y si quiere correr a bus?car a su amado y acariciarle el ego, nadie se lo está impi?diendo.

Peabody torció el gesto, pero sin alterar el tono de voz.

– Yo no me muevo de aquí, teniente.

– Estupendo, pues quédese ahí con cara de mártir, porque yo… -Eve calló y aspiró por la boca-. Lo siento. Ahora mismo es usted un blanco perfecto.

– ¿Está eso incluido en mi descripción…, señor?

– Siempre tiene una buena réplica a punto. Podría acabar odiándola por eso. -Más calmada, Eve puso una mano en el hombro de su ayudante-. Perdón, y perdón por ponerla en un aprieto. El deber y los sentimientos personales combinan mal.

– Puedo soportarlo, Dallas. Casto no debería haberla acosado así. Entiendo cómo se siente, pero eso no le da la razón.

– Tal vez no. -Eve se apoyó en la pared y cerró los ojos-. Pero en una cosa sí tenía razón, y eso me está ro?yendo por dentro. Yo no tenía ganas de hacerle a Jerry lo que le hice en el interrogatorio. No tenía ganas mientras lo estaba haciendo, mientras me oía a mí misma machacándola a preguntas, apretándole las tuercas allí donde más dolía. Pero lo hice, porque es mi trabajo, y se supone que debo lanzarme a la yugular cuando la presa está heri?da. -Eve abrió los ojos y miró ceñuda hacia la puerta de?trás de la cual Jerry Fitzgerald descansaba gracias a un suave sedante-. Y a veces, Peabody, este trabajo es una puta mierda.

– Sí, señor. -Por primera vez, ella tocó con su mano el brazo de Eve-. Por eso es usted tan buen policía.

Eve abrió la boca, sorprendida de la carcajada que le salió de dentro.

– Caramba, me cae usted muy bien.

– Y usted a mí, teniente. -Esperó un segundo-. Pero ¿qué nos pasa?

Un poco más animada, Eve pasó el brazo por los ro?bustos hombros de Peabody.

– Vayamos a comer algo. Esta noche Fitzgerald no se mueve de aquí.

Pero en esto, el instinto de Eve se equivocaba.

La llamada la despertó poco antes de la cuatro de la ma?ñana, en medio de un sueño profundo y sin pesadillas. Le escocían los ojos y tenía la lengua espesa del vino que había ingerido con prodigalidad para estar mínima?mente sociable con Mavis y Leonardo. Consiguió graz?nar cuando respondió al enlace.

– Aquí Dallas. Jo, ¿es que en esta ciudad no puede una ni dormir?

– Yo suelo hacerme la misma pregunta.

La cara y la voz le eran vagamente familiares. Eve in?tentó enfocar la vista, repasar los discos de su memoria.

– Doctora… ¿Ambrose? -Todo fue volviendo, poco a poco. Ambrose: larguirucha, de raza mezclada, jefa de rehabilitación química en el Centro de Rehabilitación para Drogadictos -. ¿Sigue usted ahí? ¿Ha vuelto en sí Fitzgerald?

– No exactamente. Teniente Dallas, tenemos un pro?blema. Fitzgerald ha muerto.

– ¿Muerto? ¿Cómo que muerto?

– Pues eso, fallecido -dijo Ambrose con un esbozo de sonrisa-. Supongo que como teniente de Homici?dios, la palabra tiene que sonarle.

– Mierda. ¿Cómo ha sido? ¿Le falló el sistema ner?vioso?, ¿se ha lanzado por una ventana?

– Que sepamos, ha sido una sobredosis. La paciente consiguió hacerse con una muestra de Immortality que estábamos usando para determinar cuál era el mejor tra?tamiento para ella. Se la tomó entera, mezclada con algu?nas de las golosinas que tenemos aquí almacenadas. Lo siento, teniente. Ya no podemos hacer nada por ella. Le informaré detalladamente en cuanto llegue usted.

– ¡Y cómo! -le espetó Eve, cerrando la transmisión.

Eve examinó primero el cadáver, como para cerciorarse de que no hubiera habido un horrible error. Jerry había sido tendida en la cama, con la bata de hospital hasta me?dio muslo. Según el código de colores, le tocaba el azul de adicta en primera fase de tratamiento.

Ya nunca llegaría a la segunda fase.

El rostro blanco había recuperado su extraña y mis?teriosa belleza. Ya no tenía sombras bajo los ojos, ni arrugas de tensión en la boca. Al fin y al cabo, el mejor sedante era la muerte. Tenía pequeñas quemaduras en el pecho allí donde el equipo de reanimación había inten?tado hacer algo, y un morado en el dorso de la mano de?bido a la inyección intravenosa. Bajo la mirada de la doctora, Eve examinó el cuerpo concienzudamente sin encontrar señal alguna de violencia.

Supuso que había muerto más feliz que nunca.

– ¿Cómo? -inquirió lacónicamente.

– Una combinación de Immortality, morfina y Zeus sintético, según hemos deducido por lo que falta. La autopsia lo confirmará.

– ¿Tienen Zeus en un centro de rehabilitación? -La idea hizo que Eve se frotara la cara con las manos-. Es increíble.

– Para investigación -explicó escuetamente Ambrose-. Los adictos necesitan un período lento y supervisa?do para desengancharse.

– ¿Y dónde diablos estaba la supervisión, doctora?

– A Fitzgerald se le administró un sedante. No espe?rábamos que volviera en sí hasta las ocho de la mañana. Mi hipótesis es que como no conocemos a fondo las propiedades de Immortality, lo que quedaba de ello en su organismo contrarrestó el narcótico.

– O sea que se levantó, fue por su propio pie al alma?cén y se sirvió un combinado.

– Algo parecido, sí. -Eve casi pudo oír cómo le re?chinaban los dientes a la doctora.

– ¿Y las enfermeras, y el sistema de seguridad? ¿Aca?so se volvió invisible?

– Esto podrá usted verificarlo con su propia agente de servicio, teniente.

– Descuide, lo haré.

Ambrose de nuevo volvió a rechinar los dientes y lue?go suspiró.

– Oiga, no quiero cargarle el muerto a su agente. Hace unas horas hemos tenido problemas. Uno de los pacientes de tendencias violentas agredió a su enferme?ra de sala. Estuvimos muy ocupados durante unos mi?nutos, y su agente vino a echar una mano. De no ser por ella, la enfermera de sala estaría ahora mismo a las puertas del cielo al lado de la señorita Fitzgerald, en vez de tener la tibia rota y unas cuantas costillas fuera de sitio.

– Veo que la noche ha sido movida, doctora.

– Ojalá no se repita a menudo. -Se pasó los dedos por su rizado pelo rojizo -. Escuche, teniente, este cen?tro tiene muy buena reputación. Ayudamos a la gente. Lo que ha pasado me hace sentir tan mal como a usted. Maldita sea, la paciente tenía que haber estado durmien?do. Y esa agente no estuvo fuera de su puesto más que un cuarto de hora.

– Otra vez el sentido de la oportunidad. -Eve miró hacia Jerry e intentó sacarse de encima el peso de la cul?pa-. ¿Y las cámaras de seguridad?

– No tenemos, teniente. ¿Se imagina cuántas filtra?ciones a los media habría si grabásemos a los pacientes, algunos de los cuales son ciudadanos destacados? Esta?mos atados por las leyes de privacidad.

– Fantástico. O sea que nadie la vio en su último pa?seo. ¿Dónde está el almacén de drogas donde Jerry tomó la sobredosis?

– En este ala, un nivel más abajo.

– ¿Y ella cómo lo sabía?

– Lo ignoro, teniente. Como tampoco puedo expli?car cómo logró abrir la cerradura, no sólo de la puerta sino de las propias bodegas. El caso es que lo hizo. El vigilante nocturno la encontró cuando hacía su ronda. La puerta estaba abierta.

– ¿Abierta o no cerrada con llave?

– Abierta -confirmó Ambrose-. Y dos almacenes también. Ella estaba en el suelo, muerta. Se intentaron los métodos habituales de reanimación, teniente, pero más por hábito que porque hubiera esperanza.

– Necesitaré hablar con todo el personal de este ala; y con los pacientes también.

– Teniente…

– Al cuerno la privacidad, doctora. Me la paso por el culo. Quiero ver al vigilante nocturno. -De pronto, la compasión se impuso a los nervios-. ¿Entró alguien a verla? ¿Vino alguien interesándose por su estado?

– La enfermera de sala lo ha de saber.

– Entonces empecemos por ella. Usted reúna a los demás. ¿Hay alguna habitación donde pueda entrevistar a la gente?

– Utilice mi despacho. -Ambrose se volvió para mi?rar el cadáver, silbó entre dientes-. Era muy guapa. Jo?ven, famosa y rica: las drogas curan, teniente. Alargan la vida y la calidad de la misma. Erradican el dolor, calman la mente atribulada. Yo me esfuerzo en recordar todo eso cuando veo qué otros efectos pueden tener. Si quiere saber mi opinión, y ya sé que no, ella estaba destinada a acabar así desde el día en que probó ese líquido por pri?mera vez.

– Ya, pero ha sido mucho más rápido de lo que se su?ponía.

Eve salió de la habitación y divisó a Peabody en el pasillo.

– ¿Y Casto?

– He hablado con él. Viene hacia aquí.

– Esto se ha complicado, Peabody. Hay que hacer algo para aclarar las cosas. Procure que este cuarto… Eh, usted. -Vio a la agente que había estado de guardia al fondo del corredor. Su dedo la señaló como una flecha. Comprobó que había hecho diana cuando la agente de uniforme dio un respingo antes de palidecer y avanzar hacia su superior.

La agente no tenía por qué saber que Eve no iba a pedir acciones disciplinarias contra ella. Que sudara un poco.

Eve examinó el feo arañazo que la agente, ahora pá?lida y sudorosa, tenía en la clavícula.

– ¿Eso se lo hizo el violento?

– Señor, antes de que pudiera sujetarlo.

– Haga que se lo miren. Está usted en un centro de salud. Y quiero esta puerta bien cerrada. ¿Lo ha entendi?do bien? Que nadie entre ni salga.

– Sí, señor. -La agente se puso firmes. Para Eve tenía el patético aspecto de un cachorro apaleado. Apenas tenía edad de que le dejaran pedir cerveza en un bar, pensó meneando la cabeza.

– Siga vigilando, agente, hasta que yo no ordene que le releven.

Dio media vuelta e hizo señas a Peabody de que la siguiera.

– Si alguna vez se enfada mucho conmigo -dijo Pea?body con su mansa voz-, prefiero un puñetazo en la cara que una reprimenda como ésa.

– Tomo nota. Casto, me alegro de que esté con noso?tros.

Casto llevaba la camisa arrugada, como si se hubiera puesto lo primero que tenía a mano. Eve conocía esa ru?tina. Su propia camisa parecía haber estado metida en un bolsillo durante una semana.

– ¿Qué demonios ha pasado aquí?

– Eso es lo que vamos a averiguar. Nuestro cuartel general es el despacho de la doctora Ambrose. Interro?garemos al personal de uno en uno. En cuanto a los pa?cientes, es probable que nos pidan que lo hagamos ha?bitación por habitación. Lo quiero todo grabado, Peabody, desde ya.

Peabody sacó su grabadora y se la prendió de la so?lapa.

– Grabando, señor.

Eve hizo una señal a Ambrose y la siguió más allá de las puertas de vidrio reforzado por un pequeño pasillo hasta un despacho pequeño.

– Dallas, teniente Eve. Interrogatorio de posibles tes?tigos de la muerte de Fitzgerald, Jerry. -Consultó el reloj para anotar fecha y hora-. Presentes también: Casto, te?niente Jake T. División de Ilegales, y Peabody, agente Delia, ayudante temporal de Dallas. Interrogatorios en el despacho de la doctora Ambrose, Centro de Rehabili?tación para Drogadictos. Doctora Ambrose, haga pasar a la enfermera de sala, por favor. Y quédese, doctora.

– ¿Cómo demonios ha muerto? -inquirió Casto-. ¿El organismo dijo basta, o qué?

– En cierto modo, sí. Le informaré sobre la marcha.

Casto empezó a decir algo pero se controló.

– ¿No podríamos pedir que nos traigan café, Eve? Me falta una dosis.

– Pruebe esto. -Aporreó con el pulgar un maltrecho AutoChef y luego ocupó su sitio detrás de la mesa.

La cosa no fue demasiado bien. A mediodía, Eve había interrogado a todo el personal de servicio en el ala, casi con los mismos resultados una y otra vez. El violento de la habitación 6027 se había librado de sus correas, agre?dido a la enfermera de sala y armado un gran alboroto. Por lo que pudo deducir, la agente se había lanzado pa?sillo abajo, dejando el cuarto de Jerry sin atender duran?te doce y dieciocho minutos.

Tiempo más que suficiente, suponía Eve, para que una mujer desesperada echara a correr. Pero ¿cómo sa?bía Jerry dónde encontrar la droga que necesitaba, y cómo consiguió acceder a ella?

– Quizá alguien del personal estaba hablando de ello en su habitación. -Casto tragó un gran bocado de pasta vegetariana durante la pausa que se habían tomado para almorzar en el comedor del centro-. Una mezcla nueva siempre origina muchos rumores. No hace falta ser un lince para imaginar que la enfermera jefe o alguien estu?viera comentando la jugada. Fitzgerald no debía estar tan sedada como todos pensaban. Los oyó y, cuando vio la oportunidad, se lanzó a por ella.

Eve meditó la teoría mientras masticaba su pollo a la parrilla.

– Podría ser. Jerry tuvo que oírlo en alguna parte. Y además de estar desesperada, era muy lista. Puedo creer que se le ocurrió la manera de llegar a la droga sin ser vista. Pero ¿cómo diablos hizo saltar las cerraduras? ¿De dónde había sacado el código?

Casto miró su comida con ceño. Un hombre necesi?taba carne, qué demonios. Buena carne roja. Y en esos centros de salud la consideraban un veneno.

– Tal vez consiguió un código maestro en alguna parte -aventuró Peabody. Había optado por una ensala?da verde, sin aderezar, con la idea de reducir unos cuan?tos gramos-. O un descodificador.

– ¿Y dónde está? -saltó Eve-. Jerry estaba muerta cuando la encontraron. En la habitación no había nin?gún código maestro.

– Puede que la maldita puerta estuviera abierta cuan?do llegó ella. -Asqueado, Casto apartó el plato,

– A mí me parece demasiada suene. De acuerdo, ella oye comentarios sobre Immortality, de que guardan la droga en el almacén para investigar. Tiene síndrome de abstinencia, a pesar de que le han dado algo para tran?quilizarla. Pero ella necesita su droga. Entonces, como caída del cielo, se produce una conmoción en el pasillo. Yo no creo en esas cosas, pero supongamos que fue así, de momento. Se levanta de la cama, el vigilante no está, y ella sale de la habitación. Baja al almacén, aunque no me imagino a dos enfermeros hablando de cómo se llega allí. Con todo, Jerry encuentra el sitio, eso ha quedado demostrado. Pero entrar…

– ¿Qué está pensando, Eve?

Ella miró a Casto.

– Que alguien la ayudó. Alguien quería que ella lle?gase a la droga.

– ¿Cree que alguien del personal la acompañó hasta allí para que pudiera tomar su dosis?

– Es una posibilidad. -Eve desechó la duda que aso?maba a la voz de Casto-. Soborno, promesas, algún admirador. Cuando hayamos revisado los expedien?tes, puede que hallemos algún indicio de conexión. Mientras tanto… -Oyó pitar su comunicador-. Aquí Dallas.

– Lobar, gabinete de identificación. Hemos encon?trado algo interesante aquí abajo, teniente, en el sistema de eliminación de basura. Un código maestro, y tiene las huellas de Fitzgerald.

– Métalo en una bolsa, Lobar. Enseguida estoy ahí.

– Eso explica muchas cosas -empezó a decir Casto. La transmisión le hizo recuperar suficiente apetito como para insistir en la pasta-. Alguien la ayudó, como usted decía. O ella lo cogió de algún puesto de enferme?ras durante el alboroto.

– Una chica muy lista -murmuró Eve-. Lo planea todo al segundo, baja al almacén, abre lo que le da la gana y luego se toma tiempo para arrojar el código. A mí me parece un prodigio de inteligencia.

Peabody tamborileó en la mesa.

– Si primero tomó una dosis de Immortality, como así parece, probablemente se recuperó de golpe. Ella de?bió darse cuenta de que podían pillarla allí, con el código maestro. Si lo tiró a alguna parte, podía decir que se ha?bía perdido, que estaba desorientada.

– Sí. -Casto le dedicó una sonrisa-. Yo apuesto por eso.

– Entonces ¿por qué se quedó? -inquirió Eve-. Ya había tomado su dosis, ¿por qué no se fue corriendo?

– Eve. -La voz de Casto era serena, igual que sus ojos-. Hay una cosa que aún no hemos tenido en cuenta. Quizá lo que quería era morir.

– ¿Una sobredosis deliberada? -Había pensado en esa posibilidad, pero no le gustó la sensación que había provocado en su estómago. La culpa descendió cual nie?bla pegajosa-. ¿Porqué?

Comprendiendo su reacción, Casto le cogió una mano.

– Estaba acorralada. Debía saber que iba a pasarse el resto de su vida encerrada en una celda, en una celda -añadió- sin acceso a la droga. Habría envejecido, perdido su belleza y todo lo que para ella era importan?te. Era una escapatoria, la manera de morir joven y guapa.

– Un suicidio. -Peabody cogió los hilos y los tren?zó-. La combinación que tomó era letal. Si pudo pensar con claridad suficiente para entrar en el almacén, tam?bién pudo pensar en eso. ¿Para qué enfrentarse al escán?dalo y a la cárcel si podía salir del apuro de manera rápi?da y limpia?

– No es la primera vez -dijo él-. En mi trabajo, es bastante normal. La gente no puede vivir con la droga y tampoco sin ella. La utilizan para quitarse de en medio.

– Ninguna nota -dijo Eve con tozudez-. Ningún mensaje.

– Estaba desanimada. Y como usted ha dicho antes, desesperada. -Casto jugueteó con su café-. Si fue un im?pulso, algo que ella creyó que debía hacer y rápido, qui?zá no quiso reflexionar el rato suficiente para dejar un mensaje de despedida. Nadie la obligó, Eve. No hay se?ñales de violencia ni de forcejeo en el cadáver. Pudo ha?ber sido un accidente o pudo ser deliberado. No es pro?bable que se pueda determinar cuál.

– Eso no resuelve los homicidios. Ella no actuó sola.

Casto intercambió una mirada con Peabody.

– Tal vez no. Pero el hecho es que la influencia de la droga puede explicar por qué lo hizo así. Usted podrá seguir machacando a Redford y a Young. Ninguno de los dos debería salir impune de esto, claro está. Pero va a tener que cerrar este caso tarde o temprano. -Dejó la taza sobre la mesa-. Dése un respiro, Dallas.

– Vaya, qué bonito. -Justin Young se aproximó a la mesa. Sus ojos, hundidos y con un cerco rojo, se clava?ron en Eve-. ¿Nada le quita el apetito, maldita zorra?

Casto empezó a levantarse de la silla pero Eve levantó un dedo indicándole que se sentara. Decidió dejar a un lado la compasión.

– Sus abogados han conseguido sacarle, ¿eh, Justin?

– Exacto, sólo ha hecho falta que muriese Jerry para empujarles a conceder la fianza. Mi abogado me ha di?cho que con los últimos acontecimientos (así lo expresó el muy hijoputa) el caso está prácticamente cerrado. Jerry es una asesina múltiple, una drogadicta, una muer?ta, y yo quedo como inocente. Qué fácil, ¿verdad?

– ¿Le parece? -dijo Eve sin alterarse.

– Usted la mató. -Justin se inclinó sobre la mesa, ha?ciendo saltar los cubiertos-. ¿Por qué no le rajó el cuello con un cuchillo? Jerry necesitaba ayuda, comprensión, un poco de compasión. Pero usted siguió pinchándola hasta que ella se vino abajo. Y ahora está muerta. ¿Se da usted cuenta? -Sus ojos se llenaron de lágrimas-.Ella ha muerto y usted ha conseguido una bonita estrella por atrapar al asesino. Pero tengo noticias para usted, te?niente. Jerry no mató a nadie. Usted, en cambio, sí. Esto no se ha terminado. -Barrió la mesa con un brazo, lan?zando platos al suelo con la consiguiente rotura de loza-. Esto no terminará aquí, no señor.

Eve suspiró mientras.Young se alejaba.

– No, supongo que no -dijo.

Capitulo Veinte

Nunca había vivido una semana tan rápida. Y se sentía brutalmente sola. Todo el mundo consideraba ce?rrado el caso, incluidos la oficina del fiscal y su propio jefe, el comandante Whitney. El cadáver de Jerry Fitzgerald fue incinerado, y archivado su último interroga?torio.

Los media, como era de esperar, se pusieron las bo?tas. La vida secreta de una top model. La asesina de la cara perfecta. La búsqueda de la inmortalidad deja una estela de muertos.

Eve tenía otros casos, también otras obligaciones que cumplir, pero pasaba todos los momentos libres revisan?do el caso, repasando las pruebas y tratando de pergeñar nuevas teorías hasta que incluso Peabody le dijo que lo dejara.

Intentó solucionar los pequeños detalles de la boda que Roarke le había pedido que arreglara. Pero ¿qué sabía ella de menús, surtido de vinos y disposición de asientos? Finalmente, se tragó el orgullo y le endilgó la tarea a un re?funfuñante Summerset.

Y tuvo que oír, en tono didáctico, que la esposa de un hombre de la posición de Roarke tendría que apren?der las bases de la vida social.

Ella le dijo que la dejara en paz, y ambos se pusieron a hacer lo que mejor sabían. En el fondo, lo que más te?mía Eve era que estuvieran empezando a caerse bien.

Roarke fue al despacho de Eve y meneó la cabeza. Iban a casarse al día siguiente. Dentro de menos de veinte ho?ras. ¿Estaba la novia probándose el traje de boda, bañán?dose en fragantes perfumes o fantaseando sobre su vida futura?

En absoluto, estaba encorvada sobre el ordenador, hablando sola, con el pelo alborotado de tanto rascarse con los dedos. Tenía una mancha de café en la camisa. Un plato con lo que había sido un emparedado había quedado en el suelo. Hasta el gato lo evitaba.

Él se acercó por detrás y vio, como ya esperaba, el archivo de Fitzgerald en pantalla.

Su tenacidad le fascinaba y le seducía a la vez. Se pre?guntó si Eve habría dejado que alguien más viera que su?fría por la muerte de Fitzgerald. Hasta a él mismo se lo habría ocultado, de haber podido hacerlo.

Roarke sabía que sentía culpa, y compasión. Y senti?do del deber. Todo eso mantenía a Eve atada al caso. Era una de las razones por las que él la quería; esa enorme capacidad para la emoción dentro de una mente lógica e inquieta.

Empezó a inclinarse para besarle la cabeza justo cuando ella la levantó. Ambos maldijeron cuando su ca?beza chocó con la mandíbula de él.

– Santo Dios. -Entre divertido y dolido, Roarke se secó la sangre del labio-. Contigo, hasta el amor es peli?groso.

– No deberías espiarme de esa manera. -Eve se frotó la cabeza. Otro sitio más que le dolía-. Creía que Feeney y tú y algunos de tus amigos hedonistas estabais dedica?dos al pillaje.

– Una despedida de soltero no es una invasión vikinga. Aún me queda tiempo antes de que empiece la barba?rie. -Se sentó en la esquina de la mesa y la miró detenida?mente-. Eve, necesitas descansar.

– Voy a tomarme tres semanas de permiso, ¿no? -dijo entre dientes mientras él levantaba las cejas-. Per?dona, soy insoportable. No puedo pasar de esto, Roarke. Lo he dejado una docena de veces durante la semana pasada, pero no para de venirme a la cabeza.

– Dilo en voz alta. A veces ayuda.

– Está bien. -Eve se apartó de la mesa, a punto de pi?sar al gato-. Jerry pudo ir al club. Hay gente elegante que va a esa clase de sitios.

– Pandora, por ejemplo.

– Exacto. Y se mezclaban con el mismo tipo de per?sonal. Así que ella pudo ir al club, pudo ver a Boomer allí. Incluso puede que algún contacto le dijera que él estaba en el club. Suponiendo, claro es, que ella le cono?ciera, lo cual no está probado. Y que trabajaba con él, o a través de él. Jerry le ve allí, comprueba que se está yendo de la lengua. Boomer es un cabo suelto, alguien que ha dejado de ser útil para convertirse en una contin?gencia.

– Hasta aquí tiene lógica.

Ella asintió, pero sin dejar de pasearse.

– Bien, Boomer la ve cuando sale del cuarto privado con Hetta Moppett. Jerry está preocupada por lo que Boomer haya podido decir. Puede que él haya fanfarro?neado, hinchado incluso su relación con el negocio para impresionar a Hetta. Boomer es lo bastante listo para sa?ber que está en un aprieto, se larga, se esconde. Hetta es la primera víctima porque podría saber algo. Es asesina?da rápida y brutalmente, para que parezca una cosa for?tuita, producto de un arrebato. Hetta tiene ficha. Eso significa que se tardaría más en relacionar a Jerry con el club y con Boomer. Si es que a alguien se le ocurría rela?cionarla, cosa improbable.

– Sólo que no contaban contigo.

– Exacto. Boomer tiene una muestra, tiene la fórmu?la. Era rápido cuando le daba la gana, y tenía talento para robar. La inteligencia no era su fuerte. Tal vez exigió más dinero, una tajada más grande. Pero en su especiali?dad era muy bueno. Nadie sabía que era un soplón apar?te de algunas personas relacionadas con el departamento de policía y seguridad de Nueva York.

– Y esas personas no podían saber hasta qué punto uno se toma en serio una asociación comercial. -Roarke ladeó la cabeza-. En otras circunstancias, supongo que su muerte habría sido atribuida a un conflicto entre tra?ficantes, un acto de venganza por parte de uno de los so?cios, y ya está.

– Cierto, pero Jerry no actuó con suficiente rapidez. Encontramos la droga en casa de Boomer y empezamos a trabajar desde ahí. Al mismo tiempo, pude ver perso?nalmente a Pandora en acción. Ya sabes lo que pasó, y has oído el resumen sobre las circunstancias que se die?ron en la noche de su muerte. Colgarle el crimen a Mavis fue un golpe de suerte, buena y mala. Eso daba tiem?po a Jerry, y de paso le proporcionaba un chivo expiatorio.

– Un chivo expiatorio que casualmente era muy que?rido del primer investigador.

– Por eso he dicho mala suerte. ¿Cuántas veces voy a tener un caso cuyo primer sospechoso sé que es absolu?tamente inocente? Pese a las pruebas, pese a todo. No creo que eso vuelva a ocurrir.

– Quién sabe. A mí me pasó hace unos meses.

– Yo no sabía, sólo lo presentía. Pero después tuve la certeza. -Eve metió las manos en los bolsillos y volvió a sacarlas-. Con Mavis lo supe desde el primer momen?to. De modo que enfoqué el problema desde otro án?gulo. Ahora veo tres posibles sospechosos, todos ellos, a decir verdad, con móvil, oportunidad y medios. Empiezo a creer que uno de estos sospechosos es adicto a esa misma droga que lo echó a rodar todo. Y cuando piensas que ya puedes empezar a hacer cabalas, un camello del East End es asesinado. El mismo modus operandi. ¿Por qué? Algo no encaja, Roarke, y no consigo aclararlo. No necesitaban a Cucaracha. Las desventajas de que Boomer le confiara algún dato son tantas que llegan a la es?tratosfera. Pero a él se lo cargan, y en su organismo ha?bía rastros de la droga.

– Una estratagema. -Roarke sacó un cigarrillo y lo encendió-. Una maniobra de distracción.

Ella sonrió por primera vez en horas.

– Es lo que me gusta de ti. Tu mente criminal. Poner una pista falsa para confundirnos. Que la poli se las vea y se las desee para buscar una conexión lógica con ese Cucaracha. Mientras, Redford está fabricando una va?riedad propia de Immortality, y se la da a probar a Jerry. Junto con unos suculentos honorarios. Pero él recuperó el dinero, desplumándola por todas y cada una de las botellas. Es un negociante avispado; se tomó la moles?tia y el riesgo de procurarse un espécimen de la colonia Edén.

– Dos -dijo Roarke y tuvo el placer de ver que aque?lla cara se volvía blanca.

– ¿Dos qué?

– Encargó dos especímenes. Pasé por Edén de regre?so al planeta y charlé con la hija de Engrave. Le pedí si podía buscar un hueco para hacer una verificación. Red?ford encargó su primer espécimen hace nueve meses, bajo otro nombre y con una licencia falsificada. Pero los números de identificación son los mismos. Lo hizo en?viar a una floristería de Vegas II que tiene una reputación dudosa por contrabando de flora. -Hizo una pausa para echar la ceniza en un bol de mármol-. Creo que de allí la mandaron a un laboratorio a fin de destilar el néctar.

– ¿Por qué diablos no me lo has dicho antes?

– Te lo estoy diciendo ahora. Me lo han confirmado hace cinco minutos. Probablemente podrás contactar con seguridad en Vegas II y hacer que interroguen a la florista.

Eve estaba sudando cuando aporreó su enlace y dio órdenes al respecto.

– Aunque consigan arrestar a Redford, llevará sema?nas hacer los trámites burocráticos para que lo manden al planeta y yo pueda hablar con él. -Pero se frotó las manos, anticipando el placer que eso le reportaría-. Po?drías haberme dicho que estabas en esto.

– Si no sacaba nada te hubieras decepcionado. En cambio, deberías agradecérmelo. Mira, Eve, esto no cambia mucho las cosas.

– Pero significa que Redford trabajó por su cuenta más de lo que nos insinuó. Y significa… -Se dejó caer en una silla-. Sé que ella pudo hacerlo, Roarke. Ella sola. Pudo salir del apartamento de Young sin ser detectada. Pudo dejarle durmiendo, volver después. Cuando le diera la gana. O puede que él lo supiera. Él se habría sa?crificado, y además es actor. Habría arrojado a Redford a las fieras, pero no si con eso involucraba a Jerry.

Apoyó un momento la cabeza en las manos, frotán?dose la frente.

– Sé que ella pudo hacerlo. Pudo ver la ocasión y pudo entrar en el almacén. Pudo haber decidido acabar a su manera, eso encaja con su carácter. Pero no me gusta la idea.

– No puedes culparte de su muerte -dijo Roarke con voz queda-. Por la sencilla razón de que tú no tienes la culpa, y por otra razón que has de aceptar: la culpa em?paña la lógica.

– Sí, lo sé. -Se levantó otra vez, intranquila-. No he estado a la altura de las circunstancias. Primero Mavis, recordándome lo de mi padre. Se me han escapado deta?lles. Y luego todo lo demás.

– ¿Incluida la boda? -sugirió él.

Ella esbozó una débil sonrisa.

– He tratado de no pensar demasiado en eso. No te lo tomes a mal.

– Considéralo una formalidad. Un contrato, si lo prefieres, con unos cuantos accesorios.

– ¿Has pensado que hace apenas un año ni siquiera nos conocíamos? ¿Que vivimos en la misma casa, pero que la mayor parte del tiempo estamos separados? ¿Que todo esto que sentimos el uno por el otro podría no ser realmente algo que dure mucho tiempo?

Él la miró largamente.

– ¿Vas a hacer que me enfade la noche antes de que nos casemos?

– No intento hacer que te enfades. Tú has sacado el tema y puesto que ésa ha sido una de las cosas que me han distraído estos días, me gustaría dejarlo claro. Son preguntas razonables y merecen respuestas razonables.

La mirada de Roarke se ensombreció. Ella lo advir?tió y se preparó para la tormenta. Pero él se puso en pie y habló con una calma tan glacial que ella casi se estre?meció.

– ¿Te estás echando atrás, teniente?

– No. Dije que me casaría. Yo sólo creo que debería?mos… pensarlo -dijo ella, odiándose a sí misma.

– Pues piensa tú, busca tus respuestas razonables. -Consultó su reloj-. Se me hace tarde. Mavis te está es?perando abajo.

– ¿Para qué?

– Pregúntale a ella-dijo él mientras se disponía a salir.

– Maldita sea. -Eve dio una patada a la mesa hacien?do que Galahad la mirase malévolamente. Dio otra pa?tada, porque el dolor a veces tenía sus recompensas, y luego bajó renqueando a encontrarse con Mavis.

Una hora después, la estaban arrastrando al Down amp; Dirty. Había soportado las órdenes de Mavis para que se cambiara de ropa, para que se arreglara el pelo, la cara. Incluso la actitud. Pero cuando la música y el ruido la impactaron como un gancho largo, Eve se plantó.

– Caray, Mavis, ¿por qué aquí precisamente?

– Porque es feo, por eso. Las despedidas de soltero se supone que son feas. Eh, mira a ese del escenario. Con esa polla tan grande hasta podría clavar clavos. Menos mal que le dije a Crack que nos reservara una mesa bue?na. Esto está hasta los topes, y apenas son las doce de la noche.

– Mañana he de casarme -dijo Eve, encontrando por primera vez que era una excusa buena.

– Exactamente. Por Dios, Dallas, tranquilízate. Mira, ahí llegan.

Eve estaba acostumbrada a los sustos. Pero aquello era el no va más. No podía creer que estuviera sentada a una mesa justo debajo de un meneapollas con Nadine Furst, Peabody, una mujer que debía de ser Trina y, San?to Dios, la doctora Mira.

Antes de poder cerrar la boca, Crack apareció por detrás y la hizo levantarse.

– Qué tal, rostro pálido. Esta noche hay fiesta. Te traeré una botella de champán de la casa.

– Si en este tugurio hay champán, me como el tapón.

– Eh, y con burbujas y todo. ¿Qué te habías creído? -Crack la hizo girar provocando exclamaciones de aprobación entre el público, la cazó al vuelo y la deposi?tó de nuevo en la silla-. Señoras, a divertirse o se van a enterar.

– Qué amigos más interesantes tiene, Dallas -dijo Nadine entre el humo de su cigarrillo. Allí nadie iba a preocuparse por la prohibición de fumar-. Tómese algo. -Levantó una botella de una cosa desconocida y sirvió un poco en lo que parecía un vaso bastante limpio-. No?sotras llevamos ventaja.

– He tenido que obligarla a cambiarse. -Mavis se acomodó en una silla-. Y no ha parado de protestar. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Pero lo ha hecho por mí. -Tomó la copa de Eve y la apuró-. Queríamos sor?prenderos.

– Lo ha conseguido. Doctora Mira. Usted es la doc?tora Mira, ¿verdad?

Mira sonrió alegremente.

– Lo era cuando he entrado. Me temo que ahora mis?mo estoy un poco confusa.

– Hemos de brindar. -Peabody, inestable, sobre sus tacones, utilizó la mesa como punto de apoyo. Consi?guió levantar su copa sin derramar más de la mitad en la cabeza de Eve-. Por la poli más cojonuda de esta maloliente ciudad, que va a casarse con el tío más sexy que he conocido, y que, como es más lista que el ham?bre, ha hecho que me asignen de forma permanente a Homicidios. Que es donde debo estar, como podría decirles cualquier gilipollas. Salud. -Apuró el resto y cayó de nuevo sobre su silla, sonriendo como una tonta.

– Peabody -dijo Eve y agitó un dedo delante de su nariz-. Nunca me había emocionado tanto.

– Estoy beoda, Dallas.

– Las pruebas así lo indican. ¿Podemos pedir algo de comer que no tenga ptomaína? Me muero de hambre.

– La futura novia quiere comer. -Todavía sobria como una monja, Mavis se puso en pie de un salto-. Yo me encargo de eso. No os levantéis.

– Ah, Mavis. -La hizo sentar y le murmuró al oído-: Tráeme algo de beber que no sea letal.

– Dallas, esto es una fiesta.

– Y pienso disfrutarla, de veras. Pero mañana quiero tener la mente clara. Es importante para mí.

– Oh, qué romántico. -Sollozando de nuevo, Mavis apoyó la cara en el hombro de Eve.

– Sí, me usan como edulcorante artificial. -Hizo girar a Mavis y la besó directamente en la boca-. Gracias. A nadie más se le habría ocurrido esto.

– A Roarke sí. -Mavis se secó los ojos con los volan?tes que le colgaban de la manga-. Lo hemos preparado juntos.

– Claro. -Sonriendo un poco, Eve echó una nueva ojeada prudente a los cuerpos desnudos que evoluciona?ban en el escenario-. Eh, Nadine. -Llenó el vaso de la periodista-. Ese de las plumas rojas en el rabo no le qui?ta ojo de encima.

– ¿ Ah, sí? -Nadine se volvió para mirar con ojos tur?bios.

– A que no.

– A que no ¿qué? ¿Que no subo ahí? Bah, eso es pan comido.

– Pues hágalo. -Eve le sonrió-. Un poco de acción no nos vendrá mal.

– Cree que no lo haré. -Nadine se levantó a duras pe?nas, se enderezó como pudo-. Oye, tío bueno -le gritó al que tenía más cerca-. Ayúdame a subir.

A la gente le encantó. Sobre todo cuando Nadine se puso a su altura y se quedó en bragas color morado. Eve suspiró ante el agua mineral. Sabía cómo escoger a sus amigos, sí señor.

– ¿Cómo va eso, Trina?

– Estoy en plena experiencia ultracorpórea. Ahora mismo creo estar en el Tibet.

– Ya. -Eve miró de reojo a la doctora Mira. Por la forma en que estaba vitoreando, daba la impresión de que podía saltar al escenario de un momento a otro. Eve no creía que ninguna de las dos quisiera guardar esa ima?gen en los archivos de su memoria-. Peabody. -Hubo de pincharle el brazo con los dedos para obtener una vaga reacción-. Vamos a buscar más comida.

– Eso también puedo hacerlo yo -gruñó Peabody.

Siguiendo la dirección de su mirada, Eve vio a Nadine meneando las caderas frente a un negro de más de dos metros con el cuerpo pintado.

– Seguro que sí. Seguro que echaría la casa abajo.

– Lo que pasa es que tengo un poco de tripa. -Se tambaleó, pero Eve la sostuvo por el brazo-. Jake lo lla?ma gelatina. Estoy ahorrando para que me la succionen.

– ¿Está segura? Haga más abdominales.

– Es hereditaria.

– ¿Hereditaria?

– Sí. -Peabody iba dando tumbos mientras Eve la guiaba entre la gente-. En mi familia todos tienen tripa. A Jake le gustan flacas, como usted.

– Pues que le jodan.

– Ya lo he hecho. -Peabody se rió como una tonta y luego se apoyó pesadamente en una barra auxiliar-. Fo?llamos hasta matarnos. Pero usted sabe que eso no basta, Evie.

Eve suspiró.

– Peabody, no me gusta pegar a un agente cuando está en inferioridad de condiciones. Así que no me llame Evie.

– Vale. ¿Sabe cómo se consigue eso?

– Comida -encargó Eve al androide que servía-. Lo que sea y en cantidad. Mesa tres. ¿Cómo se consigue qué, Peabody?

– Pues eso. Lo que usted y Roarke tienen, eso. Cone?xión. Relaciones internas. El sexo sólo es un añadido.

– Claro. ¿Tiene problemas con Casto?

– No. Sólo que ahora que el caso está cerrado no te?nemos mucha conexión. -Peabody meneó la cabeza y antes sus ojos explotaron mil y una luces-. Jo, estoy trompa. He de ir al lavabo.

– Le acompaño.

– Puedo hacerlo sola. -Con cierta dignidad, Peabody se zafó de la mano de Eve-. No me gusta vomitar delan?te de un oficial superior, si a usted no le importa.

– Como quiera.

Pero Eve la vigiló todo el tiempo que Peabody invir?tió en cruzar la pista. Llevaban casi tres horas en el club. Y aunque un día era un día, Eve iba a tener que meter algo en el estómago de sus amigas y ver que todas llega?ran sanas y salvas a sus casas.

Se acodó en la barra, sonriendo, y vio a Nadine to?davía en bragas, sentada a la mesa charlando animada?mente con la doctora Mira. Trina había apoyado la cabe?za en la mesa y seguramente estaba conversando con el Dalai Lama.

Mavis, brillantes los ojos, estaba subida al escenario y vociferaba una melodía improvisada que hacía mover?se a toda la pista.

Maldita sea, pensó al sentir que le quemaba la gar?ganta. Cuánto quería a aquel hatajo de borrachas. Pea?body incluida, pensó, y entonces decidió ir a echar un vistazo al servicio para asegurarse de que su ayudante no se hubiera desmayado u otra cosa.

Había cruzado casi medio club cuando notó que al?guien la agarraba. Como había estado haciendo a lo lar?go de la velada a medida que los parroquianos se dedica?ban a buscar pareja, ella empezó a zafarse.

– Llama a otra puerta, tío. No me interesa. ¡Eh! -El breve pellizco en el brazo le causó menos daño que en?fado.

Pero su vista empezó a nublarse mientras la condu?cían a la fuerza por entre la multitud hasta meterla en un cuarto privado.

– He dicho que no me interesa, caray. -Hizo ademán de enseñar su placa, pero no llegó a encontrarse el bol?sillo.

Alguien le dio un pequeño empujón y Eve cayó de espaldas sobre una cama estrecha.

– Tómeselo con calma. Tenemos que hablar. -Casto se tumbó a su lado y cruzó los pies.

Roarke no estaba de humor para fiestas, pero como Feeney se había tomado la molestia de crear una atmósfera marcadamente hedonista, decidió representar su papel. Era una especie de salón repleto de hombres, a muchos de los cuales les sorprendía verse metidos en aquel ritual pagano. Pero Feeney, con su pericia electrónica, había conseguido dar con algunos de los socios más próximos a Roarke, ninguno de los cuales había querido ofender a alguien de su prestigio negándose a asistir.

Conque allí estaban los ricos, los famosos y los de?más, embutidos en una sala mal iluminada con pantallas tamaño natural en las que aparecían cuerpos desnudos en diversos e imaginativos actos de frenesí sexual, un terceto de bailarinas de striptease ya desnudas, y cerveza y whisky suficientes como para hundir la Séptima Flota.

Roarke hubo de admitir que había sido un gesto simpático y hacía lo posible por estar a la altura de las expectativas de Feeney como soltero en su postrera no?che de libertad.

– Tenga, muchacho, otro whisky para usted. -Tras haber tomado varias copas de irlandés, Feeney había adoptado cómodamente el acento de un país que jamás ni siquiera sus tatarabuelos habían pisado nunca-. Vivan los rebeldes.

Roarke enarcó una ceja. Él sí había nacido en Dublín y pasado casi toda su juventud vagando por sus callejue?las. Sin embargo no tenía el apego sentimental de Feeney hacia aquella tierra y sus sublevaciones.

– Slainte -brindó en gaélico para complacer a su amigo.

– Así me gusta. Bueno, Roarke, deje que le diga, las señoras que hay aquí son sólo para mirar. Nada de toqueteos.

– Me contendré.

Feeney sonrió y le dio a Roarke un manotazo en la espalda que casi le hizo trastabillar.

– Está como un tren, ¿eh? Nuestra Dallas…

– Bueno… -Roarke miró ceñudo su vaso de whisky-. Sí.

– Esa Dallas nos hace estar a todos siempre alerta. Sabe más que Merlín, la muy jodida. Es de las que no para cuando se le mete una cosa entre ceja y ceja. Le diré una cosa, este último caso la ha dejado hecha polvo.

– Todavía está en ello -murmuró Roarke, y sonrió fríamente cuando una rubia desnuda le acarició el pe?cho-. Prueba suene con ése -le dijo, señalando a un hom?bre de mirada vidriosa y traje gris de rayas finas-. Es el dueño de Stoner Dynamics.

Al ver que ella no entendía, Roarke se desembarazó de las manos que empezaban bajar alegremente hacia su entrepierna.

– Está forrado -dijo.

La chica se alejó bamboleándose, mientras Feeney la miraba con más deseo que esperanza.

– Soy casado y feliz, Roarke.

– Eso me han dicho.

– Es degradante confesar que estoy un poco tentado de darme un revolcón en un cuarto a oscuras con una cosa guapa como ésa.

– Usted merece algo mejor, Feeney.

– Eso es verdad. -Suspiró largamente y luego reto?mó el anterior tema de conversación-. Dallas se va unas semanas. Creo que dejará el caso y se meterá en el si?guiente.

– A ella no le gusta perder, y tiene esa sensación. -Roarke trató de restarle importancia. Maldita la gracia que le hacía pasar la víspera de su boda hablando de ho?micidios. Maldiciendo por lo bajo, llevó a Feeney hasta un rincón tranquilo-. ¿Qué sabe usted de ese camello al que mataron en el East End?

– Cucaracha. No hay mucho que decir. Traficante, bastante hábil, bastante estúpido. Es curioso que tantos traficantes sean las dos cosas a la vez. No salía de su te?rritorio. Le gustaba el dinero fácil y rápido.

– ¿También era un soplón? ¿Como Boomer?

– Lo había sido. Su preparador se retiró el año pa?sado.

– ¿Y qué pasa cuando un preparador se retira?

– Que se encarga otro del soplón o se le deja suelto. No encontraron a nadie que quisiera encargarse de Cu?caracha.

Roarke iba a encogerse de hombros, pero algo le se?guía intrigando.

– El policía que se retiró, ¿trabajaba con alguien?

– ¿Qué se ha creído? ¿Que tengo memoria de orde?nador?

– Sí.

El halago hizo que Feeney se pavoneara.

– Bueno, a decir verdad, recuerdo que estaba asocia?do con un viejo amigo mío, Danny Riley. Eso fue en, a ver, en el cuarenta y uno. Creo que patrulló con Mari Dirscolli hasta el cuarenta y ocho, más o menos.

– No importa -murmuró Roarke.

– Después hizo equipo con Casto un par de años.

Roarke avivó sus cinco sentidos.

– ¿Casto? ¿Patrullaba con Casto mientras era prepa?rador de Cucaracha?

– Así es, pero sólo uno de los dos trabaja como pre?parador. Por supuesto -rezongó Feeney mientras arru?gaba la frente-. El procedimiento normal es tomar pose?sión de los contactos de tu pareja. No hay constancia de que Casto lo hiciera. Él tenía sus propios soplones.

Roarke se dijo que eran prejuicios, que eran sus ce?los ridículos y reflejos.

– No todo consta en los archivos. ¿No le parece una coincidencia que dos soplones que trabajaban con Casto fueran asesinados, ambos relacionados con Immortality?

– No he dicho que Casto usara a Cucaracha como soplón. Y no es tanta coincidencia. Ya se sabe que en el mundo de las ilegales, todo está conectado de un modo u otro.

– ¿Qué más descubrieron que pudiera relacionar a Cucaracha con los otros asesinatos, aparte de Casto?

– Cielos, Roarke. -Feeney se pasó la mano por la cara-. Es peor que Dallas. Mire, hay muchos policías de Ilegales que acaban con problemas de toxicomanía. Cas?to está limpio del todo. Jamás ha dado positivo en ningu?na prueba. Tiene buena reputación, puede que lo ascien?dan a capitán, y no es ningún secreto que él lo busca. Sería tonto si ahora lo estropeara todo metiéndose en líos.

– Hay veces que un hombre no puede resistir la ten?tación, Feeney, y acaba cediendo. ¿Pretende decirme que sería la primera vez que un policía de Ilegales saca algún dinero bajo, mano?

– No. -Feeney suspiró de nuevo. Aquella conversa?ción le estaba poniendo sobrio. Y eso no le gustaba-. A Casto no se le puede imputar nada. Dallas estaba tra?bajando con él. Si fuera un mal policía se lo habría olido. Ella es así.

– Dallas ha estado descentrada -murmuró Roarke recordando las palabras de Eve-. Píenselo, Feeney, por más rápido que ella se movía siempre parecía ir un paso por detrás de los acontecimientos. Si alguien hubiera co?nocido sus movimientos le habría sido fácil anticiparse. Especialmente si era alguien con mentalidad de policía.

– Le cae mal porque es casi tan apuesto como usted -dijo Feeney de mal humor.

Roarke se lo pasó por alto.

– ¿Qué podría usted averiguar de él esta noche?

– ¿Esta noche? Joder, ¿quiere que le busque las cos?quillas a un colega, que investigue los expedientes per?sonales sólo porque dos de sus soplones resultaron muertos? ¿Y encima esta noche?

Roarke le apoyó una mano en el hombro.

– Podemos usar mi unidad.

– Harán buena pareja -masculló Feeney mientras Roarke le empujaba hacia la multitud-. Menudo par de estafadores.

Eve veía a Casto borroso y podía oler el tenue aroma a jabón y sudor que despedía su piel. Pero no lograba en?tender qué hacía él allí.

– ¿Qué ocurre, Casto? ¿Tenemos una llamada? -Miró alrededor buscando a Peabody y vio los chillones cortinajes rojos que se suponía añadían sensualidad a un cuarto destinado al sexo rápido y barato-. Espere un momento.

– Relájese, Dallas. -No quería darle otra dosis,-me?nos teniendo en cuenta lo que ya habría estado bebiendo en su fiesta de soltera-. La puerta está cerrada, o sea que no puede ir a ninguna parte. -Se puso a la espalda un co?jín con bordes de satén-. Habría sido mucho más fácil si lo hubiera dejado correr. Pero no. Usted erre que erre. No me cabe en la cabeza que haya estado machacando a Lilligas.

– ¿Quién… qué?

– La florista de Vegas II. Eso es ir demasiado lejos. Yo mismo he utilizado a esa zorra.

Eve notó una sensación desagradable en el estómago. Cuando notó el sabor de la bilis en la garganta, se inclinó hacia adelante, metió la cabeza entre las rodillas y procuró respirar hondo.

– Hay picos que pueden producir náuseas. La próxi?ma vez probaremos otra cosa.

– Me equivoqué con usted. -Eve trató de concentrar?se en no vomitar la pesada y grasienta comida que había ingerido en lugar de alcohol-. Maldita sea, cómo no me di cuenta.

– Usted no estaba buscando a otro policía. Bueno, ¿por qué iba a hacerlo? Y tenía otras cosas que la preo?cupaban. Ha quebrantado las normas, Eve. Usted sabe muy bien que el primer investigador jamás debe impli?carse personalmente. Estaba demasiado preocupada por su amiga. Es algo que admiro en usted, aun cuando sea una estupidez.

La cogió del pelo y le echó la cabeza hacia atrás. Tras una rápida ojeada a sus pupilas, decidió que la dosis ini?cial la tendría un rato más a raya. No quería arriesgarse a una sobredosis. Al menos hasta que hubiera terminado.

– De veras que la admiro, Eve.

– Hijo de puta. -La lengua casi le impedía hablar-. Usted los mató.

– Sí. A todos. -Sereno, Casto cruzó los pies por los tobillos-. Ha sido difícil mantenerlo oculto, lo admito. Es duro para el ego no poder demostrar a una mujer como usted lo que un hombre inteligente puede llegar a hacer. Sabe, me preocupé un poco cuando supe que se encargaba de Boomer. -Le acarició con un dedo desde la barbilla hasta los pechos-. Creí que podía cautivarla. Confiese que se sintió atraída.

– Quíteme las manos de encima. -Intentó abofetear?le pero falló por unos centímetros.

– Su percepción de fondo falla. -Rió entre dientes-. La droga es mala, Eve. Se lo digo yo, que lo veo cada puñetero día en las calles. Me harto de verlo. Así empezó todo. Esos tipos estrafalarios sacando dinero a espuertas sin jamás ensuciarse las pulcras uñas. ¿Por qué no yo?

– Lo hizo por dinero…

– ¿Qué, si no? Hace un par de años di con el enlace de Immortality. Fue cosa del hado. Me tomé las cosas con calma, hice mis deberes, utilicé una fuente que tenía en la colonia Edén para que me consiguiera una muestra. El pobre Boomer lo descubrió… mi contacto en la Edén.

– Boomer se lo dijo.

– Claro. Cuando averiguaba algo en el mercado de ilegales, venía a decírmelo. Él entonces no sabía que yo estaba metido en eso. Ignoraba que Boomer tenía una copia de la jodida fórmula. Ignoraba que él estaba aguantando para ver si sacaba una buena tajada.

– Usted le mató. Le hizo pedazos.

– Sólo cuando fue necesario. Nunca hago nada a me?nos que sea imprescindible. Fue culpa de la hermosa Pandora, ¿comprende?

Eve escuchaba, pugnando por recuperar el control de su cerebro, mientras él le relataba una historia de sexo, poder y beneficios.

Pandora le había visto en el club. O se habían visto mutuamente. A ella le gustó la idea de que él fuera poli?cía, y la clase de poli que era. Él podía meter mano a un montón de golosinas, ¿no? Y lo habría hecho con gusto. Estaba obsesionado, hechizado por ella. Era un adicto a Pandora. Admitirlo ya no podía hacerle ningún daño. Su error había sido compartir la información acerca de Immortality, prestar oídos a las ideas de ella sobre cómo ganar dinero. Unos beneficios enormes, le había prome?tido ella. Más dinero del que podían gastar en tres vidas. Y además juventud, belleza y sexo a lo grande. Ella se había convertido rápidamente en adicta, siempre quería más droga, y le había utilizado a él para conseguirla.

Pero Pandora también había sido útil. Su carrera, su fama, le permitían viajar, traer más de aquello que en?tonces se fabricaba exclusivamente en un pequeño labo?ratorio privado de Starlight Station.

Entonces descubrió que había metido a Redford en el negocio. Él se había puesto furioso, pero ella había conseguido aplacarlo con sexo y promesas. Y dinero, por supuesto.

Pero las cosas habían empezado a torcerse. Boomer le había exigido dinero, se había adueñado de una bolsa de droga en forma de polvo.

– Yo debería haber podido manejar a ese mequetrefe. Le seguí hasta aquí. Estaba despilfarrando a manos lle?nas los créditos que yo le había dado para que callara la boca. Yo no podía saber qué le había dicho a aquella puta. -Casto se encogió de hombros-. Usted lo imagi?nó. Acertó en una cosa, Eve, pero se equivocó de perso?na. Tuve que cargarme a la chica. Estaba demasiado me?tido como para cometer errores. Y ella sólo era una furcia.

Eve recostó la cabeza en la pared. La cabeza casi no le daba vueltas. Dio gracias de que la dosis hubiera sido tan pequeña. Casto estaba lanzado. Lo mejor era hacerle hablar. Si no conseguía salir de allí por sí misma, alguien vendría a buscarla tarde o temprano.

– Y entonces fue por Boomer.

– No podía sacarlo de su pensión. En esa zona mi cara es demasiado conocida. Le di un poco de tiempo y luego me puse en contacto con él. Le dije que podíamos hacer un trato. Lo queríamos de nuestro lado. Y él fue lo bastante tonto para creerme. Entonces lo liquidé.

– Primero le hizo una buena faena. No se dio prisa en matarle.

– Tenía que averiguar hasta qué punto había habla?do, y con quién. Boomer no soportaba bien el dolor, po?bre. Sacó hasta la primera papilla. Descubrí lo de la fór?mula. Eso me cabreó mucho. Yo no pensaba estropearle la cara como a la furcia, pero perdí los estribos. Así de sencillo. Estaba emocionalmente implicado, como si di?jéramos.

– Es un cabrón de mierda -masculló Eve, fingiendo una voz débil y velada.

– Eso no es verdad, Eve. Pregúntele a Peabody. -Casto sonrió y acto seguido le pellizcó un pecho ha?ciendo que la rabia la embargara de nuevo-. Le tiré los tejos a DeeDee en cuanto vi que usted no iba a morder el anzuelo. Estaba demasiado embobada con ese cerdo de irlandés como para fijarse en un hombre de verdad. Y DeeDee, pobrecilla, estaba a punto de caramelo. De todos modos, no llegué a sacarle gran cosa sobre lo que usted se traía entre manos. DeeDee tiene madera de buen policía. Pero con un pequeño aditamento en el vaso de vino se muestra más cooperadora.

– ¿Drogó usted a Peabody?

– Unas cuantas veces, sólo para sonsacarle algún de?talle que usted hubiera podido dejar fuera de sus infor?mes oficiales. Y para dejarla bien dormida cuando yo te?nía que salir de noche. Era una coartada perfecta. En fin, ya sabe lo de Pandora. Eso también fue casi como usted había imaginado. Solo que yo estaba acechando su casa esa noche. La agarré tan pronto salió por la puerta hecha una furia. Quería ir a casa del diseñador ese. Para enton?ces ya habíamos terminado nuestra relación erótica. Sólo nos unía el negocio. Y pensé: ¿por qué no eliminar?la? Yo sabía que ella intentaba dejarme fuera del nego?cio. Quería quedarse con todo. Le parecía que ya no ne?cesitaba a un poli, ni siquiera teniendo en cuenta que yo era quien le había proporcionado la droga. Sabía lo de Boomer. Pero eso no le quitó el sueño. ¿Qué más daba un sucio personajillo de los bajos fondos? Y en ningún momento se le ocurrió pensar que yo le haría daño.

– Pero se lo hizo.

– La llevé adonde quería. No estoy seguro de si pen?sé hacerlo entonces, pero cuando vi la cámara de seguri?dad rota me pareció un buen presagio. El apartamento estaba vacío. Ella y yo, solos. Se lo cargarían al modisto, o a la chica con la que ella se había peleado. Así que la li?quidé. Al primer golpe cayó al suelo, pero luego se le?vantó. Esa droga le daba fuerza. Tuve que seguir pegán?dole y pegándole. Joder, la de sangre que salió. Al final cayó del todo. Luego entró esa amiga suya, y el resto ya lo conoce.

– Sí. Usted volvió a casa de Pandora y cogió la caja de las tabletas. ¿Por qué se llevó también el minienlace?

– Ella lo usaba para llamarme. Podía haber grabado los números.

– ¿Y Cucaracha?

– Un añadido a la mezcla. Lo hice para confundir. Cucaracha siempre estaba dispuesto a probar productos nuevos. Usted estaba dando palos de ciego, y yo quería hacer algo donde mi coartada fuera perfecta, por si aca?so. De ahí lo de DeeDee.

– También hizo lo de Jerry, ¿no es cierto?

– Fue tan fácil como un paseo por la playa. Incité a uno de los pacientes violentos con un colocón rápido y esperé a que se armara. Tenía algo para Jerry, la hice salir de allí antes de que supiera lo que estaba pasando. Le prometí una dosis y ella lloró como un bebé. Primero morfina para que no se le ocurriera negarse a cooperar; luego Immortality, y después un poco de Zeus. Murió feliz, Eve. Dándome las gracias.

– Qué humanitario.

– No, Eve. Soy un tipo egoísta que busca ser el núme?ro uno. Y no me avergüenzo. Llevo doce años pateándo?me la calle, nadando en sangre, vómitos y corridas. Yo ya he cumplido. Esta droga me va a dar todo lo que siempre he deseado. Seré capitán, y gracias a los contactos que eso supondrá, iré ingresando beneficios en una bonita cuenta durante cuatro o cinco años y luego me retiraré a una isla tropical para dedicarme a tomar daiquiris.

Casto empezaba a refrenarse, Eve lo veía por su tono de voz. La excitación y la arrogancia habían dado paso al sentido práctico.

– Primero tendrá que matarme a mí.

– Ya lo sé. Es una pena. Casi le entregué a Fitzgerald, pero usted no quiso contentarse con eso. -Con algo pa?recido al afecto, él le pasó una mano por el cabello-. A usted se lo voy a hacer más fácil. Aquí tengo algo que hará el trabajo suavemente. No sentirá nada.

– Es muy considerado, Casto.

– Se lo debo, encanto. De poli a poli. Si hubiera deja?do las cosas como estaban después que su amiga quedó libre, pero no le dio la gana. Ojalá todo hubiera sido dis?tinto, Eve. Me caía usted realmente bien. -Se acercó un poco más, tanto que ella notó su aliento en los labios como si él quisiera demostrarle lo bien que le caía.

Eve levantó lentamente las pestañas, mirándole a la cara.

– Casto -musitó.

– Sí, ahora relájese. Enseguida acabaremos. -Metió la mano en el bolsillo.

– Cabrón. -Eve lanzó la rodilla con fuerza. Su per?cepción de fondo aún estaba un poco deteriorada. En vez de darle en la ingle le incrustó la rodilla en el men?tón. Casto cayó de la cama y la jeringa á presión que te?nía en la mano fue a parar al suelo.

Ambos se lanzaron por ella.

– ¿Dónde se habrá metido? No es capaz de largarse de su propia fiesta. -Mavis taconeó impaciente mientras seguía escudriñando el club-. Y es la única que aún está sobria.

– ¿En el servicio de señoras? -sugirió Nadine, ponién?dose sin entusiasmo la blusa sobre el sostén de encaje.

– Peabody ha mirado dos veces. Doctora Mira, no habrá intentado fugarse, ¿verdad? Sé que está nerviosa, pero…

– No, no es su estilo. -Aunque la cabeza le daba vueltas, Mira procuró hablar con serenidad-. Volvere?mos a mirar. Tiene que estar en alguna parte. Pero hay tanta gente…

– ¿Siguen buscando a la novia? -Crack se les acercó sonriendo de oreja a oreja-. Creo que le apetecía un pol?vo de despedida. Ese de ahí la vio entrar en un cuarto privado con un tipo con pinta de cowboy.

– ¿Dallas? -Mavis explotó de risa -. Ni pensarlo.

– Lo estará celebrando, -Crack se encogió de hom?bros-. Hay más habitaciones, si a alguna le entran las ga?nas.

– ¿En qué cuarto? -inquirió Peabody, ahora sobria después de haber sacado todo lo que tenía en el estómago.

– El número cinco. Eh, si prefieren una cama redon?da, puedo buscarles unos cuantos chicos guapos. Varie?dad de tamaños, formas y colores. -Crack meneó la ca?beza mientras ellas se alejaban, y decidió que lo mejor sería irse a mantener el orden.

Los dedos de Eve resbalaron sobre la jeringa, y el coda?zo que sintió en el pómulo repercutió en toda su cara. La ventaja inicial y el hecho de haberse mostrado dispuesta a pelear habían desconcertado a Casto.

– Tendría que haberme dado una dosis más grande. -Eve acompañó sus palabras con un puñetazo al esófa?go-. Imbécil, esta noche no he bebido nada. -Puntuó la frase aplastándole la nariz-. Esto va por Peabody, hijo-puta.

Casto la golpeó en las costillas, dejándola sin respi?ración. La jeringa pasó a un centímetro de su brazo y ella le lanzó una patada. Nunca llegaría a saber si fue la suerte, la falta de percepción de fondo o el propio error de Casto, pero éste hizo una finta para esquivar la patada al estómago, y los pies de ella, como sendos pistones, acertaron de lleno en su cara.

Casto puso los ojos en blanco y su cabeza golpeó el suelo con un siniestro y satisfactorio golpe.

Con todo, había conseguido meterle un poco más de droga. Eve se arrastró por el suelo con la sensación de estar nadando en un espeso jarabe dorado. Llegó a la puerta, pero la cerradura y el código parecían estar tres o cuatro metros más arriba de su mano.

Entonces la puerta se abrió.

Eve notó que la izaban y le daban palmaditas. Al?guien estaba ordenando que le dieran aire. Tuvo ganas de reír pero no le salía la risa. Estaba volando, no podía pensar en otra cosa.

– Ese cabrón los mató -repetía-. Los mató a todos. Me equivoqué con él. ¿Dónde está Roarke?

Le levantaron los párpados, y pudo haber jurado que los globos oculares rodaban como canicas enloque?cidas. Oyó las palabras «centro de salud» y empezó a lu?char como una tigresa.

Roarke bajó la escalera con una sonrisa. Sabía que Feeney se había quedado arriba, resoplando de mal humor, pero él estaba convencido. Para un negocio de la enver?gadura de Immortality hacía falta un experto y contac?tos confidenciales. Casto cumplía ambos requisitos.

Eve tampoco querría saber nada, de modo que no se lo diría. Pero Feeney tendría tres semanas para fisgar mientras ellos estaban de luna de miel. Si es que iba a ha?ber luna de miel.

Oyó abrirse la puerta y ladeó la cabeza. Esto lo iban a aclarar de una vez por todas, decidió. Aquí y ahora. Bajó dos peldaños más, y luego el resto a la carrera.

– ¿Qué diablos le ha pasado a Eve? Está sangrando. -También él tenía los ojos inyectados cuando arrebató a Eve de brazos de un negro corpulento ataviado con un taparrabos plateado.

Mientras todos empezaban a hablar a la vez, Mira dio un par de palmadas como una maestra en un aula ruidosa.

– Eve necesita un sitio tranquilo. Le han dado algo para contrarrestar la droga, pero habrá efectos secunda?rios. Y no ha dejado que le curaran los cortes y las magu?lladuras.

Roarke se quedó de piedra.

– ¿Qué droga? -Miró a Mavis-. ¿Adonde coño la has llevado?

– No es culpa suya. -Vidriosos los ojos, Eve rodeó el cuello de Roarke con sus brazos-. Fue Casto, Roarke. Casto. ¿Lo sabías?

– Ahora que lo dices…

– Qué estúpida; cómo no me di cuenta. ¿Podría acos?tarme?

– Llévela arriba, Roarke -dijo Mira con calma-. Yo me ocuparé de ella. Se pondrá bien, créame.

– Sí, me podré bien -dijo Eve escaleras arriba-. Te lo contaré todo. Puedo contártelo todo, ¿verdad? Porque tú me quieres, bobo.

Roarke sólo quería saber una cosa en ese momento. Dejó a Eve en la cama, echó un vistazo a la mejilla con?tusa y la boca hinchada.

– ¿Está muerto?

– No. Sólo le di una paliza. -Eve sonrió, vio cómo la miraba él y meneó la cabeza-. De eso nada. Ni lo pienses siquiera. Nos casamos dentro de un par de horas.

Roarke le apartó un mechón de la cara.

– ¿De veras?

– Lo he pensado bien. -Era difícil concentrarse, pero tenía que hacerlo. Cogió la cara de él con sus manos para no perderlo de vista-. No es una formalidad. Y tampoco un contrato.

– ¿Qué es, entonces?

– Una promesa. Además, no es tan duro prometer algo que realmente quieres hacer. Y si resulta que soy una mala esposa, tendrás que aguantarte. Yo siempre cumplo mis promesas. Y aún hay otra cosa.

Roarke vio que se estaba durmiendo, y se apartó un poco para que Mira le curara la mejilla.

– ¿Qué cosa, Eve?

– Te quiero. A veces eso me da dolor de estómago, pero creo que me gusta. Estoy cansada. Ven a la cama. Te quie…

Roarke dejó el campo libre a Mira y le preguntó:

– ¿No hay problema en que se duerma?

– Es lo mejor. Cuando despierte se encontrará bien. Puede que con un poco de resaca, cosa que es injusta ya que no ha probado el alcohol. Dijo que quería tener la cabeza despejada para mañana.

– ¿Eso dijo? -Roarke recordó que ella nunca parecía serena cuando dormía-. ¿Recordará todo esto?, ¿lo que me estaba diciendo ahora?

– Tal vez no -dijo Mira-. Pero usted sí, y eso será su?ficiente.

Roarke asintió. Eve estaba a salvo. A salvo una vez más. Se volvió hacia Peabody.

– Agente, ¿cuento con usted para que me dé los detalles?

Eve tenía resaca, efectivamente, y eso no le gustó. No?taba como nudos de grasa en el estómago, y le dolía mucho la mandíbula. Pero entre Mira y los sortilegios de Trina habían hecho que apenas se notaran las contu?siones. Como novia, se dijo mirándose al espejo, podía pasar.

– Estás de fábula, Dallas. -Mavis suspiró emociona?da y dio lentamente la vuelta para contemplar la obra maestra de Leonardo. El vestido le sentaba muy bien, el tono bronceado añadía calidez a su piel y las líneas real?zaban su tipo largo y delgado. La simplicidad del diseño hacía buena la frase de que lo que importaba era la mujer que había dentro-. El jardín está repleto de gente -si?guió muy animada mientras Eve luchaba con su estóma?go-. ¿Has mirado por la ventana?

– No es la primera vez que veo gente.

– Hace un rato había periodistas en vuelo de inspección. No sé qué botón habrá pulsado Roarke, pero han desaparecido.

– Menos mal.

– Te encuentras bien, ¿verdad? La doctora dijo que no tendrías ningún efecto secundario peligroso, pero…

– Estoy bien. -Sólo era mentira a medias-. Cerrado el caso y conocidos todos los hechos, la verdad sim?plifica las cosas. -Pensó en Jerry y sufrió. Al mirar a Mavis con su cara radiante y su cabello con puntas pla?teadas, sonrió-. ¿Tú y Leonardo aún pensáis en coha?bitar?

– De momento sí, en mi casa. Estamos buscando algo más grande, donde haya espacio para que él pueda tra?bajar. Y yo voy a hacer clubes otra vez. -Sacó una caja del escritorio y se la entregó-. Roarke te manda esto.

– ¿Ah, sí? -Al abrirla, sintió placer y alarma a la vez. El collar era perfecto, por descontado. Dos gargantillas de cobre tachonadas de piedras de colores.

– Al final se lo dije.

– Ya lo veo. -Con un suspiro, Eve se lo puso y luego se ajustó en las orejas las dos lágrimas a juego. Su aspec?to, pensó, era el de un guerrero pagano.

– Otra cosa.

– Mavis, no estoy para más cosas. Roarke tiene que comprender que… -Calló mientras Mavis iba hasta la caja larga que había sobre la mesa y sacaba un bonito ramo de flores blancas: petunias. Sencillas petunias de patio trasero.

– Siempre da en el clavo -murmuró. Los músculos de su estómago se relajaron, los nervios desaparecieron de golpe-. No sé cómo lo hace.

– Imagino que cuando alguien te comprende tan bien, tan, bueno, tan íntimamente, es una gran suerte.

– Sí. -Eve cogió las flores y se las llevó al pecho. Al mirarse al espejo ya no vio a una desconocida: era, pensó, Eve Dallas en el día de su boda-. Roarke se va a caer de espaldas cuando me vea.

Riendo a carcajadas, Eve agarró a su amiga del brazo y corrió a cumplir sus promesas.

***