Intriga, asesinatos en serie, un criminal obsesionado por la sangre que está dejando un reguero de hermosas mujeres asesinadas mediante un extraño protocolo, y un periodista que pretende llegar hasta el fondo de las motivaciones del asesino, y para ello se presta a un peligroso juego… El actual rey del thirller francés presenta una novela fascinante, de ritmo frenético, que explora los tortuosos recovecos de la mente de un psicópata en un itinerario de infarto a través del sureste asiático.

Jean-Christophe Grangé

La línea negra

Traducción de Teresa Clavel

Título original: La ligne noire

Para Priscilla

El contacto

1

Los bambúes.

Lo habían guiado hasta allí, entre las murallas siseantes y los senderos de jungla. Como siempre, los árboles le habían susurrado la dirección que debía seguir… y le habían musitado cómo actuar. Siempre había sucedido así. En Camboya. En Tailandia. Y ahora allí, en Malaisia. Las hojas le acariciaban la cara, lo llamaban, le daban la señal.

Pero ahora los árboles se habían vuelto contra él.

Ahora lo habían atrapado. No sabía cómo había ocurrido, pero los bambúes se habían acercado, erguido, materializado en una celda hermética.

Intentó pasar los dedos entre las paredes y la puerta. Imposible. Rascó el suelo para levantar las tablas. En vano. Alzó los ojos y en el techo solo vio las palmas estrechamente unidas. ¿Cuánto tiempo llevaba sin respirar? ¿Un minuto? ¿Dos minutos?

Un calor de baño turco llenaba el espacio. El sudor le bañaba el rostro. Se concentró en las paredes: briznas de rota taponaban todos los intersticios. Si lograba desenredar una de esas hebras, quizá pasaría el aire. Lo intentó con dos dedos, pero no había nada que hacer. Al cabo de unos segundos se puso a arañar la pared; lo único que consiguió fue partirse las uñas. La golpeó con rabia y se dejó caer de rodillas. Iba a reventar. Él, el maestro de la inmersión en apnea, iba a morir dentro de esa choza por falta de oxígeno.

Entonces recordó la verdadera amenaza. Lanzó una mirada por encima del hombro: los regueros oscuros avanzaban hacia él, lentos y pesados como ríos de alquitrán. La sangre. Iba a alcanzarlo, a cubrirlo, a ahogarlo…

Se acurrucó contra la pared gimiendo. Cuanto más se agitaba, más notaba que aumentaba su necesidad de respirar, un ansia de aire que le torturaba los pulmones y subía hacia la garganta como una burbuja envenenada.

En cuclillas, siguió la línea donde la pared y el suelo se unían, confiando en encontrar un fallo. Avanzaba a cuatro patas cuando se volvió de nuevo. La sangre estaba ya a tan solo unos centímetros. Gritó con la espalda apoyada en la pared y los talones clavados en el suelo, intentando retroceder.

La pared cedió tras él. Un gran chorro blanco entró en la celda, una mezcla de paja y polvo. Unas manos lo levantaron del suelo. Oyó gritos, órdenes en malayo. Vio, más abajo, las palmeras, la playa gris, el mar color índigo. Respiró a pleno pulmón. Un olor a pescado flotaba en el aire. Dos nombres estallaron dentro de su cráneo: Papan y mar de China.

Las manos se lo llevaron mientras unos hombres se inclinaban hacia el umbral de la choza. Unos puños lo golpeaban, unos arpones lo herían. Él lo aguantaba todo con indiferencia. Solo tenía una idea: ahora que había sido liberado, quería verla.

La fuente de la sangre.

La habitante de la penumbra.

Dirigió la vista hacia la puerta arrancada. Al fondo, una joven desnuda estaba atada sobre una picota improvisada. Decenas de heridas le laceraban el cuerpo: muslos, brazos, torso, cara. La habían desangrado. La habían abierto para que se vaciara lenta e incesantemente sobre el suelo.

En ese instante comprendió la verdad; esa obscenidad era obra suya. A través de los gritos, de los golpes que recibía en la cara, admitió la terrorífica realidad.

Él era el asesino.

El autor del sangriento crimen.

Apartó los ojos. La horda de pescadores descendía hacia la playa, arrastrándolo con furia.

A través de las lágrimas, vio oscilar la cuerda en el extremo de una rama.

2

[Exclusiva.]

¿UN ASESINO EN SERIE

EN LOS TRÓPICOS?

7 de febrero de 2003. Once de la mañana, hora local. En Papan, pequeña localidad situada en el sultanato de Johore, en la costa sudeste de Malaisia, un día como los demás. Turistas, comerciantes y marinos se cruzan en la carretera que bordea la gran playa de arena gris. De pronto se oyen unos gritos. Unos pescadores bullen bajo las palmeras. Algunos de ellos van armados con garrotes, arpones o cuchillos.

Toman el sendero situado al final de la playa y suben hasta el bosque por un montículo. Sus ojos expresan odio. Sus semblantes rezuman violencia, sed de matar. No tardan en llegar a otra colina, donde la selva tradicional deja paso a un bosque de bambúes. En ese momento hacen un esfuerzo por calmarse, caminan en silencio. Acaban de localizar lo que buscan: el techo camuflado de una cabaña. Se acercan. La puerta está cerrada. Sin vacilar, clavan los arpones en la pared y la arrancan.

Lo que descubren se asemeja al infierno. Un hombre, un mat salleh (un blanco), está acurrucado con el torso desnudo junto al umbral, en trance. Al fondo de la choza, una mujer está atada a una silla. Su cuerpo es una herida chorreante. El arma del crimen descansa a sus pies: un cuchillo de submarinista.

Los pescadores cogen al culpable y lo arrastran hacia la playa. Ya han preparado una horca. Entonces -nuevo golpe de efecto- interviene la policía de Mersing, ciudad situada diez kilómetros al norte de Papan. Avisada por unos testigos, llega justo a tiempo para evitar el linchamiento. El hombre es salvado y encerrado en la comisaría central de Mersing.

Esa es la asombrosa escena que se desarrolló hace tres días cerca de la frontera con Singapur. Aunque, en realidad, es menos sorprendente de lo que parece. Los casos de ejecuciones sumarias todavía son frecuentes en el Sudeste Asiático. Pero en esta ocasión el autor es alguien insospechado. Es francés, se llama Jacques Reverdi y no es un desconocido. Antiguo deportista de fama internacional, entre 1977 y 1984 batió varias veces el récord mundial de inmersión en apnea en las categorías no limits y descenso en peso constante.

Reverdi había abandonado el mundo de la competición a mediados de la década de los ochenta y vivía desde entonces en el Sudeste Asiático. Actualmente, con cuarenta y nueve años, se dedicaba a dar clases de buceo y se movía entre Malaisia, Tailandia y Camboya. Según los primeros testimonios, era un hombre risueño, sociable pero a la vez solitario, amante de llevar una vida al estilo de Robinson Crusoe en calas alejadas de los lugares habitados. ¿Qué pasó el 7 de febrero de 2003? ¿Cómo se explica la presencia del cadáver de una mujer en la cabaña donde él vivía desde hacía varios meses? ¿Por qué los pescadores malayos quisieron tomarse inmediatamente la justicia por su mano?

Jacques Reverdi ya había sido detenido en 1997 en Camboya por el asesinato de una joven turista alemana, Linda Kreutz, y puesto en libertad por falta de pruebas. Pero el caso había armado mucho revuelo en el Sudeste Asiático. Al instalarse en Papan, todo el mundo lo había reconocido. Y todo el mundo estaba pendiente de él. Cuando vieron que albergaba en su cabaña a una danesa llamada Pernille Mosensen, el recelo y el miedo aumentaron. Hacía varios días que se había dejado de ver a la europea en el pueblo. Un hecho suficiente para levantar sospechas y alimentar la imaginación de todos.

Según los primeros comunicados, los médicos del Hospital General de Johore Bahru han encontrado veintisiete heridas de «arma blanca perforadora y cortante» en el cuerpo de Pernille Mosensen. Heridas situadas en las extremidades, la cara, el cuello, los costados y la zona genital. Un «ensañamiento» patológico, precisaron los expertos durante una conferencia de prensa el 9 de febrero.

En Malaisia, los periódicos ya hablan del amok, esa locura asesina, de esencia mágica, que se apodera de los hombres en esas regiones.

Tras pasar una noche en Mersing, Reverdi fue trasladado al hospital psiquiátrico de Ipoh, el establecimiento clínico más famoso de Malaisia en esta especialidad. Desde su detención, no ha dicho una palabra. Al parecer se encuentra en estado de choque. Según los médicos, este embotamiento postraumático no puede prolongarse mucho más. ¿Confesará cuando vuelva en sí? ¿O, por el contrario, intentará eludir su responsabilidad?

En la redacción de Le Limier nos hemos propuesto arrojar luz sobre este caso. El día siguiente al de su arresto, nuestro equipo se trasladó a Kuala Lumpur siguiendo los pasos de Jacques Reverdi. Queremos repetir el recorrido que él ha hecho y comprobar si se han producido otras desapariciones en los lugares por los que ha pasado.

En el momento de escribir estas líneas, disponemos de fuentes exclusivas que permiten suponer que las revelaciones no han hecho más que empezar. En nuestro próximo número se enterarán de muchas más cosas sobre la cara oculta del maléfico «príncipe de las mareas».

Marc Dupeyrat,

enviado especial de Le Limier

en Kuala Lumpur

3

Marc Dupeyrat sonrió al releer las últimas líneas de su artículo.

«El equipo» del que hablaba se reducía a sí mismo, y su viaje no había sobrepasado el distrito IX. En cuanto a sus «fuentes exclusivas», se limitaban a unos pocos contactos con la agencia France Press de Kuala Lumpur y a los periódicos malaisios. En resumidas cuentas, nada que permitiera lucir la pluma. Abrió su cuenta de correo electrónico, redactó unas líneas dirigidas al jefe de redacción, Verghens, y añadió el texto de su artículo como documento adjunto. Enchufó el ordenador portátil en la primera conexión telefónica que encontró y envió el mensaje.

Mientras observaba en la pantalla la animación que indicaba la transmisión de los datos, pensó que esas pequeñas adaptaciones de la verdad eran pura rutina. Le Limier no tenía escrúpulos. Sin embargo, Verghens exigiría más: su revista, especializada en sucesos, debía ir por delante del resto de la prensa. Marc llevaba un avión de retraso.

Se estiró y contempló la penumbra ocre que lo rodeaba: sillones de piel y cobre bruñido. Hacía años que Marc había instalado su cuartel general en la cafetería de ese hotel de lujo, junto a la plaza Saint-Georges. Lo había elegido porque estaba situado a unos cientos de metros de su estudio; le encantaba ese ambiente de pub inglés, donde los efluvios de café se mezclaban con el humo de los puros y donde algunas estrellas eran entrevistadas con toda discreción.

No podía escribir estando solo. Ya en la época de la facultad, e incluso del instituto, redactaba sus trabajos en bares abarrotados, rodeado por el vocerío de la gente y los chorros de vapor de las cafeteras. Esa presencia le permitía superar su miedo frente a la escritura. Y frente a sí mismo. Marc temía la soledad. La casa vacía, en la que un extraño puede entrar para matar. Un frío lo invadió de golpe, penetró a través de todo su cuerpo. A los cuarenta y cuatro años seguía igual, con sus terrores infantiles.

– ¿Tomará algo más? -El camarero con chaqueta blanca lo observaba de hito en hito, después de haber lanzado una mirada hacia la documentación extendida sobre las dos mesas-. Esto es un bar, señor, no una biblioteca.

Marc rebuscó en su bolsillo y solo encontró algunas monedas.

– ¿Un café? -añadió el camarero en tono irónico-. ¿Con un vaso de agua?

– Sí, con un vaso de agua.

El hombre se alejó. Marc observó los euros en su mano. Brillaban débilmente bajo las lámparas, resumiendo su situación financiera. Mentalmente, repasó sus reservas personales y no encontró nada. Ni en el banco ni en ninguna parte. ¿Cómo había llegado a esa situación, cuando diez años antes era uno de los reporteros mejor pagados de París?

Puso una moneda sobre la mesa y la hizo girar sobre sí misma como si fuera una peonza. Esa imagen le hizo pensar en una linterna mágica que proyectara la película de su propia vida. ¿Qué título se le podría poner? Lo pensó durante unos segundos y se decidió por este: Retrato de una obsesión.

La obsesión del crimen.

Y sin embargo, todo había empezado de un modo inocente.

Con el piano. Durante la adolescencia, Marc tenía una convicción. Su existencia estaría organizada como una partitura. Clases de música en el instituto. Conservatorio de París. Recitales y grabaciones de discos. Como pianista, Marc también quería ser pragmático. Rechazaba el pathos, los recursos románticos. Cuando tocaba las Variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach, nunca utilizaba el pedal, lo que acentuaba el carácter matemático de los contrapuntos. Cuando interpretaba a Chopin, se esforzaba en no exagerar jamás el rubato de la mano izquierda, que podía hacer que la pieza se bamboleara como una vieja barca que hace agua. Y cuando ejecutaba una obra de Rachmaninov, en las oscilaciones ternarias de la mano izquierda le gustaba separar la melodía en dos tiempos, con un rigor tenso, rectilíneo.

Las certezas corrían entonces bajo sus dedos. No preveía una sola nota falsa en su destino. Sin embargo, sucedió. Con una violencia fulminante, en la primavera de 1975. La desaparición de D'Amico, su mejor amigo, con quien había compartido los años de instituto, sumió su existencia en el caos. Además, Marc rechazó mentalmente ese hecho. Estuvo en coma seis días. Cuando recobró la conciencia, no recordaba nada. Ni del descubrimiento del cuerpo ni de las horas inmediatamente anteriores al suceso.

Enseguida se dio cuenta de que el accidente no lo había impresionado sin más. El drama había tenido un efecto subterráneo y perverso. Su percepción de la música había cambiado. Ahora experimentaba ante el piano un malestar pernicioso, un hastío que le impedía, no tocar, sino interpretar con sensibilidad. Una grieta se abría cada vez más, y todas sus esperanzas escapaban a través de ella. El conservatorio, los certámenes, los recitales… No había dicho nada a sus padres, ni tampoco al psiquiatra que lo trataba desde que había sufrido la pérdida de conciencia. Mal que bien, había aprobado el bachillerato musical. Pero la máquina se había roto. Ya no podía confiar en ser diferente de otros virtuosos, en aportar algo a la gran historia de la interpretación. Por exclusión, escogió la literatura y se matriculó en la Sorbona.

Estaba terminando sus estudios cuando sus padres murieron. Uno a continuación del otro. Del mismo cáncer. Aturdido todavía por su propio trauma, Marc siguió de lejos aquella tragedia. En realidad, nunca había estado muy unido a esos dos farmacéuticos de Nanterre que no comprendían sus ambiciones. La pareja siempre le había evocado la imagen de dos gomas elásticas alrededor de un mismo fajo de billetes. Nada que ver con sus sueños de músico desinteresado. Por lo demás, Marc tenía una hermana, cortada con el mismo patrón pequeñoburgués, que se había apresurado a hacerse cargo de la farmacia. Cambio de testigo, cambio de moneda.

Marc hizo la memoria de fin de carrera: Apuleyo o las metamorfosis del verbo. Luego descubrió el mercado de trabajo. Redactó con mucho esmero su curriculum vitae. Se veía como un náufrago que lanzaba botellas al mar y, a falta de mensaje interior, retocaba cuidadosamente las etiquetas. ¿Quién necesitaba, en el universo profesional contemporáneo, un especialista en los poetas neoplatónicos? Había buscado en todos los ámbitos donde tenía posibilidad de ejercitar su pluma: periodismo, publicidad, edición… En el fondo, todo eso le era indiferente; su herida, el abandono del piano, aún no se había curado.

El milagro se produjo. Recibió una respuesta afirmativa de un periódico, una simple publicación local, pero lo importante era que iban a pagarle por escribir. Se consagró a su nuevo oficio. Se apasionó por el sur de Francia y descubrió que todos los clichés pintorescos sobre esa región eran ciertos: el sol, las llanuras doradas, los colores pastel del espliego y el romero. Cada sensación era para él como una de esas bolsitas de hierbas secas que se ponen entre las sábanas. Los perfumes lo impregnaban; era un bienestar quedo, íntimo, que se deslizaba entre los pliegues de su ser.

Pasaron los años. Progresó, fue ganándose mejor la vida. Vendió su parte de la farmacia a su hermana y compró una casa en las afueras de Sommières. Allí tenía un círculo de amigos, un círculo de costumbres, un círculo de «novias». A los treinta años se había convertido en un hijo del Gard. El drama de D'Amico le parecía lejano, la escritura era el único hilo conductor de su vida y, naturalmente, alimentaba la idea de escribir una novela. Cada mañana se levantaba más temprano para redactar la «obra maestra». Pero, sobre todo, sus angustias prácticamente habían desaparecido. Seguía yendo a un psiquiatra en Nimes y sus pesadillas iban a menos. El rojo, ese rojo que a veces inundaba las paredes de su cráneo, se aclaraba hasta el punto de desaparecer en el polvo del aire matinal cuando se despertaba.

Pero sin que él se diera cuenta, un nuevo veneno penetraba en su vida: la rutina. Los círculos concéntricos de su existencia se estrechaban hasta el extremo de asfixiarlo. Cada día se anquilosaba un poco más. Se levantaba más tarde, justo a tiempo para llegar a la reunión de la mañana. Por la noche ponía la televisión con la excusa de que se había pasado el día «trabajando como un burro». Poco a poco, las preocupaciones de su vida profesional, minúsculas pero concretas, prevalecieron sobre sus sueños de escritor. Comía más, se abotargaba y tomaba gusto a la inercia. Incluso había vuelto a tocar el piano, pero de la misma forma que se vuelve a hacer bricolaje.

Entonces la conoció.

Al principio no la vio. Como en esos tests psicológicos en los que se muestra al sujeto unas cartas imposibles (as de picas rojo, diez de diamantes negro) y que a este le pasan inadvertidas porque las confunde con cartas normales, Marc asoció a Sophie con el paisaje habitual y fue incapaz de percibir sus diferencias.

Era, simplemente, la carta imposible.

Coincidieron por primera vez en Sagnon, en el parque natural de Lubéron, durante la inauguración de un yacimiento arqueológico. Habían descubierto en una placa calcárea unas huellas fosilizadas de animales prehistóricos. Ese día, Sophie le habló: era la responsable de comunicación de la fundación que financiaba las excavaciones. Marc no se fijó en ella. Una dama de tréboles roja. Una reina de corazones negra. Fue preciso que ella insistiera, que lo invitara varias veces a otros yacimientos financiados por su fundación para que por fin comprendiera.

Sophie se ajustaba exactamente a su ideal femenino.

Era el esbozo que siempre había planeado por su mente. El sueño latente que no se atrevía a precisar por miedo a que se borrara al entrar en contacto con su pensamiento. Todavía hoy sería incapaz de describirla. Alta, morena, a la vez precisa y vaga. Solo recordaba un equilibrio inusitado. Una gracia perfecta. Siempre lo había pensado y por fin tenía la prueba: el color del cabello, la calidad de la tez, la textura de la piel carecían de importancia. Solo contaba la armonía del conjunto. La pureza de las líneas, el rigor del dibujo. Como el prodigio de una melodía, que puede ser interpretada con cualquier instrumento sin perder emoción.

Imposible también decir si le gustaba su mentalidad, su personalidad, puesto que todo en ella, absolutamente todo -comentarios, decisiones, actitudes-, estaba atravesado por esa gracia indescriptible. Marc no la escuchaba; planeaba. No la amaba; le profesaba culto. Solo tenía un deseo: vivir con ella, acompañar a esa belleza hasta el final, igual que se hace una peregrinación. Quería ver aparecer sus arrugas, familiarizarse con su belleza, sin tratar de comprenderla ni de penetrar su secreto. Esperaba simplemente integrarse en su historia, igual que un sacerdote asimila la fe, a fuerza de oraciones, sin comprender los designios de Dios.

Encontró una energía nueva en su trabajo. Desde hacía dos años era corresponsal de una gran agencia fotográfica de París. Cuando se producía un suceso en su región que podía tener relevancia en el ámbito nacional, avisaba inmediatamente a la oficina central y le enviaban un fotógrafo. Gracias a ese trabajo, conocía a reporteros prestigiosos, hombres que no paraban de viajar, que vivían en otro nivel de la realidad. Marc les propuso una colaboración -el famoso tándem periodista-fotógrafo- aplicada a escala mundial.

Le dieron un voto de confianza. Viajó, trató con gente de todo tipo. Etnias lejanas, multimillonarios delirantes, guerras entre gánsteres. Valía todo, con una sola condición: garantizar en papel satinado lo inédito, lo extraordinario, la adrenalina. Sus ingresos aumentaron. Los riesgos que corría también. Vendió su casa de Sommières para regresar a París. Sophie lo acompañó, por supuesto; además, todo eso lo hacía por ella. Paradójicamente, realizaba esos viajes para acercarse a ella, para alimentar su cotidianidad con un material incandescente y sublimar su relación íntima. Frente a su belleza, no podía sino convertirse en un héroe. Era una cuestión de equilibrio.

A finales de 1992, Marc empezó a preparar un reportaje importante sobre la mafia siciliana. Su periplo incluía varias ciudades: Palermo, Mesina, Agrigento… Convenció a Sophie de que se reuniera con él al final del recorrido, en Catania, al pie del Etna.

Allí, en la ciudad volcánica, fue donde el drama se repitió.

Sophie desapareció el 14 de noviembre de 1992. Jamás olvidaría esa fecha. La mujer sagrada, la Pitonisa, se desvaneció en el mismo color que D'Amico. El rojo. Por lo menos eso era lo que suponía, pues no guardaba ningún recuerdo de aquello. Cuando descubrió su cuerpo, perdió el conocimiento y se sumió en un sueño sin sueños. Todo se repitió exactamente igual que la primera vez. El descubrimiento. El choque. El coma.

Se despertó en un hospital parisiense. Le contaron, con mucha precaución, lo que había pasado. Habían transcurrido dos meses. Lo habían trasladado a París. Sophie estaba enterrada con su familia, en la región de Aviñón. Marc no podía hablar. Los viejos fantasmas resurgieron a su alrededor: su hermana, los especialistas en amnesia, el psiquiatra que lo había tratado la primera vez.

Él los escuchaba, comía, dormía. Pero solo experimentaba una sensación: un sabor de cemento en la boca, como después de una larga sesión con el dentista. Ese sabor lo invadía, se extendía por todas partes y lo paralizaba. Estaba convirtiéndose en un bloque mineral. Incapaz de la menor idea, de la menor reacción.

Tardó dos semanas en levantarse. Se observó en el espejo de su habitación y se encontró, simplemente, más delgado. Su piel tenía color de yeso y su boca seguía exhalando el mismo olor a mortero.

Un mes más tarde, sus ideas se ordenaron. Comprendió que lo había perdido todo. No solo a Sophie, sino también el último recuerdo de Sophie. Ese agujero negro era lo que le obsesionaba cuando deambulaba en pijama por los pasillos del hospital. Esa herida de tiempo, esa página borrada que siempre le faltaría y que ningún implante podría reemplazar.

Después calibró el alcance de su propia metamorfosis. Con la muerte de D'Amico había perdido el gusto por el piano. Esta vez había perdido el gusto por la vida, por el futuro, por toda actividad. Ingresó en una clínica especializada, que podía pagar con el dinero obtenido de la venta de la casa de Sommières. Pasaron meses. Marc se veía adelgazar día a día en el espejo. Tez blanquecina, pómulos salientes. Se desmaterializaba porque ya no daba la talla frente al mundo que lo esperaba fuera.

No obstante, encontró una vía nueva: el cinismo.

Recobrarse de la muerte de Sophie era recobrarse de lo peor. Así pues, reanudaría su trabajo, pero sin escrúpulos ni ilusiones. Trabajaría por la pasta. E incluso por toda la pasta posible. Conocía bastante los medios de comunicación para saber que solo una vía era realmente rentable: famosos e indiscreción. Esa mañana se sonrió en el espejo, a la sombra del bigote que se había dejado crecer para dar cuerpo a su semblante de asceta.

Puesto que ya no tenía esperanza, haría fructificar su desesperación.

Se convertiría en paparazzo.

Para un periodista, no se podía caer más bajo. Ser paparazzo era el fondo de la cloaca. Ni valores ni principios: todo está permitido si reporta beneficios. Al mismo tiempo, era un trabajo de tensión, de adrenalina, que exigía mucha investigación. E incluso más: había que esconderse, disfrazarse, engañar. Por no hablar de los riesgos, reales como la vida misma, como que te partieran la cara o te destruyeran el material. Resumiendo, todo lo que necesitaba. No era fotógrafo, pero sería un investigador sin igual.

Un especialista en casos jugosos.

En unos años se convirtió en uno de los mejores del oficio. O sea, uno de los peores. Entrometido, mentiroso, manipulador. Se metió en una especie de intermundo: una ciénaga de la que extraía oro. Se relacionó con prostitutas de lujo, polis cargados de deudas, soplones que se movían entre famosos. Aprendió a sobornar a porteros, a chóferes, a médicos. Se hizo experto en el arte de rebuscar en los cubos de basura, pero también en el de colarse en las fiestas selectas.

No tardó en ser conocido por el apodo del Rapiñador. Su especialidad: robar fotografías íntimas de las familias que, por una u otra razón, estaban en el candelero. ¿Que unos padres se hallaban desbordados por el éxito mediático de su hijo? Él estaba allí, sonriente, cálido, pero birlando discretamente las fotos de encima de la chimenea. ¿Que un padre y una madre, cuya hija de corta edad acababa de ser asesinada, estaban hundidos? Él se mostraba compasivo, pero aprovechaba la desesperación general para rebuscar en la caja de zapatos que contenía los archivos fotográficos de la familia.

Cuando las fotos había que hacerlas, se asociaba, según el caso de que se tratara, con el mejor fotógrafo, venido muchas veces de otros pagos. ¿Un lugar de observación peligroso sobre La Roca de Mónaco? Llamaba a un alpinista capaz de entrar en el Principado sin pasar por la aduana para que escalara el acantilado. ¿Una imagen relámpago de los pechos de Ophélie Winter? Daba con el fotógrafo más rápido, uno de esos virtuosos de los Juegos Olímpicos capaces de tomar la foto perfecta en la salida de los cien metros. ¿Una escena que había que captar de noche, a más de ochocientos metros? Hablaba con un fotógrafo de animales, especialista en el mundo nocturno e inventor de objetivos con infrarrojo.

En 1994 encontró por fin una pareja completa, eficiente en todos los frentes. Vincent Timpani, coloso de pelo largo, exuberante, escabroso, pero capaz de permanecer al acecho noches enteras y de conseguir una imagen clara en cualquier circunstancia. Un gorila que, llegado el caso, podía enfrentarse a guardaespaldas y que no dudaba en infringir la ley; en varias ocasiones habían violado juntos el domicilio de una estrella. Peligroso, pero rentable.

Vestidos de bombero, con la cazadora verde de los aviadores ingleses, llevando un pasamontañas negro enrollado sobre la frente, organizaban auténticas operaciones de comando. Llevaban una vida agitada en la que nunca faltaba la excitación. Todo les iba viento en popa. A mediados de los años noventa, las revistas francesas competían encarnizadamente en el terreno de los famosos. Paris-Match, Voici, Gala y Point de vue libraban una guerra abierta por los mejores negativos.

Amasaron una verdadera fortuna.

Pero Marc no trabajaba por el dinero. Solo se había comprado, al contado, un estudio en el distrito IX que ni siquiera se había tomado la molestia de amueblar. Él buscaba otra cosa: olvidar. Su único triunfo era haber logrado, a fuerza de agitación, hacer retroceder sus pesadillas y encerrar en un rincón de su mente la imagen de Sophie. No había arreglado nada a fondo. Pero así y todo era un éxito. Exhibía con orgullo su piel de cerdo.

Marc era un superviviente.

Y los supervivientes tienen derecho a todo.

1997. Marc y Vincent iban de la isla Mosquito a Gstaad; de Sperone, en Córcega, a Palm Beach, en Florida. Imposible parar: la fiebre de los famosos estaba llegando a su punto culminante. Marc intuía que eso no iba a durar. El viento iba a cambiar, no solo para ellos, sino para todo el mundo. Las revistas se hundían bajo el peso de las imágenes indiscretas. Y también bajo el peso de las demandas presentadas al día siguiente de la publicación de cada número. Las celebridades multiplicaban las protestas, se manifestaban en las tribunas libres de los otros medios de comunicación. Y los lectores empezaban a sentirse incómodos ante tanto voyeurismo. El umbral de la tolerancia se acercaba.

Marc imaginaba un declive progresivo, una caída lenta. No había previsto que ese declive sobrevendría en unas horas. Cortante como una cuchilla.

La cuchilla fue la noche del 30 de agosto de 1997.

Marc nunca se había interesado por lady Diana: demasiada competencia. Prefería trabajar en solitario, en casos más retorcidos, más sorprendentes. Así pues, debería haberse enterado de la noticia de su muerte igual que la mayoría de la gente, a la mañana siguiente, el 31, a través de la radio o de la televisión.

Pero no. A la una de la madrugada, Vincent lo había llamado.

Marc tardó unos minutos en procesar los datos: Diana y Dodi al-Fayed perseguidos por un grupo de paparazzi por los muelles del Sena; el accidente en el túnel de Alma. Vincent era uno de los fotógrafos que seguían al Mercedes. Por teléfono, hablaba como una ametralladora y daba los detalles desordenadamente: los cuerpos incrustados en la chapa, el claxon bloqueado sonando en el túnel, los colegas que habían seguido haciendo fotos y los que habían intentado ayudar a los pasajeros.

Marc se dio cuenta de que ese insólito accidente suponía el fin del oficio… y de la buena racha. Esa era la visión a largo plazo. A corto plazo, comprendió que el coloso había tomado fotos. Y que había conseguido escapar, mientras que los otros paparazzi habían sido detenidos por la poli. Durante unas horas, Vincent poseía las únicas imágenes del mercado. Una fortuna.

Marc se hizo mentalmente una pregunta: ¿era un hombre o un simple buitre? A modo de respuesta, se oyó preguntar en un tono glacial:

– ¿Las fotos que tienes son digitales?

Quedaron en reunirse en la redacción de una de las revistas parisienses más importantes. Vincent tenía que revelar primero las imágenes urgentemente; había trabajado con película convencional. Marc llegó a las dos y media. Cuando vio a los hombres todavía con la cazadora puesta, de pie alrededor de la mesa de montaje, comprendió que las noticias se habían agravado. Diana agonizaba en el hospital de La Pitié-Salpêtrière. Había sufrido dos paradas cardíacas y los médicos estaban operándola.

Marc se acercó a la mesa donde brillaban las diapositivas. Esperaba ver imágenes de carne desgarrada, regueros de sangre en la carrocería, una carnicería abyecta. Vio el rostro diáfano, radiante de la princesa. Tenía los ojos ligeramente hinchados y una gota de sangre resbalaba por su sien, pero su belleza permanecía intacta. Incluso parecía poseer, bajo las contusiones, una juventud y una frescura conmovedoras. Era un verdadero ángel hecho carne, con ojeras, cardenales, sangre y una presencia que encogía el corazón.

Lo peor era otra imagen, sin duda la última de Diana consciente. La princesa, iluminada por un flash, lanzaba una mirada asustada a través de la luna trasera del coche hacia los fotógrafos que acababan de cazarla. Marc leyó la verdad en esa mirada. Diana no iba a morir por un fallo en la conducción, ni siquiera a causa de los fotógrafos que la seguían esa noche. Iba a morir como consecuencia de esos largos años de persecución durante los cuales había sido acosada, acechada, no solo por fotógrafos, sino por el mundo entero. Iba a morir como consecuencia de la curiosidad humana, de esa fuerza oscura que había concentrado en ella todas las miradas, todos los deseos. Un acoso que había comenzado en la noche de los tiempos, con el deseo de ver, de saber, inscrito en los genes del hombre.

– Os lo advierto. Yo no la vendo.

Marc reconoció al fotógrafo que acababa de hablar; tenía lágrimas en los ojos. Comprendió que era el autor de la foto «luna trasera»; las otras, las de Diana entre la chapa estrujada, eran las de Vincent. Lo buscó con la mirada: el gigante parecía intimidado, balanceaba el cuerpo pasando el peso de un pie al otro, con el casco en la mano.

Marc contempló a los otros hombres: los periodistas de guardia, el jefe del servicio fotográfico, al que habían despertado en plena noche. Todos pálidos, demacrados incluso, con la luz de la mesa de montaje iluminándolos desde abajo. En ese momento, sin que se pronunciara una sola palabra, hubo un acuerdo tácito: nadie vendería ni publicaría esas imágenes.

A las cuatro estalló la noticia: Diana había muerto.

Entonces la fiebre subió. Los teléfonos móviles ya no pararon de sonar. Las ofertas procedían de las redacciones de todo el mundo. Las pujas se aceleraban. Marc observaba por el rabillo del ojo a Vincent y a algunos fotógrafos más que habían llegado entretanto con otras fotos. Respondían vacilando, tomando nota de las sumas que no dejaban de aumentar. De vez en cuando se miraban en los cristales de la sala de redacción y también ellos debían de preguntarse: ¿hombres o buitres? Marc se marchó a las seis de la mañana, después de haber llegado a un acuerdo con Vincent: no venderían nada.

Marc se dirigía hacia su coche cuando su teléfono móvil sonó. Reconoció la voz: uno de sus contactos en la policía judicial. «Estamos esperando el certificado de defunción de Diana. ¿Te interesa?» Marc imaginó el cuerpo blanco, tendido sobre la mesa de operaciones. Ese cuerpo que él mismo había profanado hacía unos años vendiendo unas fotos en las que se distinguía, en el nacimiento de los muslos de la princesa, unas marcas de celulitis. El periódico había publicado las imágenes aumentando y rodeando con un círculo rojo la zona «interesante». Marc se había embolsado ochenta mil francos por ese reportaje de interés general. Ese era el mundo en el que vivía. Colgó sin contestar.

Una hora más tarde, el policía volvió a llamar: «Acabamos de recibir el certificado por fax. Tenemos los resultados del análisis de sangre. Posiblemente estaba embarazada. ¿Sigue sin interesarte?». Marc dudó de nuevo, por guardar las formas; luego, movido por una oscura voluntad de tocar fondo, dijo: «Te espero en el Soleil d'Or dentro de media hora. Llevaré el papel». El Soleil d'Or era el bar más próximo al número 36 del Quai des Orfèvres, la sede de la policía judicial. En cuanto al «papel», siempre había que llevar al informador un paquete de folios corrientes para meter en la fotocopiadora: los que utilizaban los servicios policiales llevaban unas marcas características y, si el caso llegaba a los tribunales, constituían una prueba material contra dichos servicios.

Una hora más tarde, tenía en la mano la copia del documento. Dos horas más tarde, la ofrecía a una de las redacciones más importantes de París. Una primicia inestimable. Sin embargo, la dirección dudaba ante ese certificado: nada garantizaba su autenticidad, y aquello iba demasiado lejos, era demasiado fuerte. Al mismo tiempo, fuera se hablaba de linchar a los paparazzi y, en general, a los medios de comunicación, los «asesinos de Diana». Sin estar segura de que fuera a publicarlo, la revista pagó una «garantía» y preparó una compaginación; el propio Marc escribió el texto allí mismo. Pero entonces sucedió un hecho inédito: las secretarias del servicio de estenotipia se negaron a teclear el artículo. Era excesivo. Aquella rebelión hizo que la redacción diera marcha atrás y optara por una solución intermedia. Mencionarían el posible embarazo en el artículo, pero no publicarían el certificado.

Marc, rabioso, cogió su prueba material y se metió en los lavabos del periódico. Allí quemó el documento. En ese preciso instante, el asco inundó su garganta. No cabía duda: era una auténtica basura. Contempló las llamas que se retorcían entre sus dedos y decidió que ese oficio se había acabado para él. Llevaba cinco años pactando con el diablo y en ese momento estaba quemando, simbólicamente, su contrato maléfico.

Emprendió un viaje. Casi a su pesar, volvió a Sicilia, y solo tardó dos días en encontrarse, sin siquiera haber pensado en ello, en Catania. Una especie de peregrinación, con la salvedad de que no se acordaba de nada. En las calles de lava negra, intentó una vez más recordar las horas inmediatamente anteriores a la desaparición de Sophie. ¿Cuáles habían sido sus últimas palabras? Pese a su amor intacto, pese al hecho de que no pasaba un día sin pensar en ella, era incapaz de reconstruir esas últimas horas.

En Sicilia tomó otra decisión. A la manera de un hombre que, acosado durante años, de repente da media vuelta y opta por luchar contra sus perseguidores, Marc decidió mirar hacia atrás y enfrentarse por fin a sus propios demonios. Los cinco años de agitación, de tejemanejes, de fotos indiscretas solo tenían un objetivo: sembrar la confusión, ocultar lo que realmente le obsesionaba. Había llegado el momento de consagrarse a su verdadera obsesión.

El crimen.

La sangre y la muerte.

Ofreció sus servicios a una nueva revista de sucesos, Le Limier. Marc no tenía el perfil requerido para ese puesto, pero su carrera demostraba que tenía dotes de investigador. A los cuarenta años, partió de cero. Por quinta vez. Después de haber sido pianista, periodista de ámbito regional, gran reportero y paparazzo, ahora se dedicaba a los sucesos. Le asignaron la crónica judicial. Pasó días en los juzgados, cubrió los crímenes más sórdidos, observó a los asesinos en el banquillo de los acusados. Ajustes de cuentas, robos abyectos, crímenes pasionales, infanticidios, incestos… No faltaba ni una vileza. Pero Marc se sentía decepcionado. Él esperaba descubrir, frente a los acusados, una verdad. La marca ancestral del crimen.

Lo que veía era más espantoso aún: no veía nada. La trivialidad del mal. Semblantes más o menos arrepentidos, más o menos expresivos, que siempre parecían ajenos a los hechos evocados. Esos seres humanos que habían matado a sus hijos, descuartizado a su cónyuge o destripado a su vecino por unos euros parecían haber sido dominados por una fuerza desconocida, extraña.

A veces, Marc intuía lo contrario. La pulsión de destruir siempre había estado ahí, en el fondo de su mente. Pertenecía a los genes del hombre, a su cerebro primitivo, y no hacía sino esperar una oportunidad para surgir.

Pasaron los años. Trabajó en cientos de casos. No solo procesos, sino también investigaciones criminales sin resolver. Conocía a todos los agentes de la policía criminal, a los magistrados, a los abogados. Y a los criminales. Estaba en su casa tanto en la Brigada Criminal del Quai des Orfèvres como en el locutorio de la prisión de Fresnes. Comía con los mejores investigadores y entrevistaba a los peores asesinos. Buscaba, observaba, descubría. Pero lo esencial se le escapaba siempre. No conseguía contemplar el rostro del Mal.

Sin embargo, no desesperaba. Después de cinco años en Le Limier, seguía aguardando el caso, el «delito flagrante», la confesión que le permitiría por fin descubrir la luz negra. Vivía en sus parajes, así que acabaría por sorprenderla.

– ¿Otro café, señor?

El camarero estaba de nuevo ante él. Marc miró el reloj: las cinco de la tarde. Había tardado más de una hora en hacer el balance de su vida. Se frotó los ojos como si saliera del cine.

– No, gracias. Por hoy es suficiente.

El camarero lo gratificó con una sonrisa de satisfacción, sobre todo cuando lo vio recoger sus carpetas y sus notas. Antes de marcharse, Marc entró en los lavabos para refrescarse. Se sentía más ajado que el pañuelo de una jovencita con mal de amores.

Se observó en los espejos. Como siempre, era incapaz de decidir qué parecía más: ¿pianista, universitario, reportero, paparazzo o periodista de sucesos? Su físico de golfillo no encajaba en ninguno de esos papeles. Rechoncho, pelirrojo, con bigote, parecía un jugador de rugby en miniatura de un equipo británico o irlandés.

Para estilizar su silueta, solo llevaba chaquetas entalladas con motivos discretos, marrón y color crema, y camisas blancas de cuello inglés cuyos puños dejaba sobresalir. No estaba seguro de la eficacia del resultado. En los buenos tiempos, se encontraba muy elegante, muy «británico». En los malos pensaba, por el contrario, que con esas chaquetas marrón chocolate, con reflejos color café, parecía más bien el escaparate de una pastelería.

Sumergió la cara en el agua fresca. Tenía que estar chiflado para que se le ocurriera reconstruir su biografía. En la actualidad, ¿quién era en realidad? Se encarnaba totalmente en su búsqueda. Su pasión por el crimen. Esa idea lo llevó de nuevo al tema del día: Jacques Reverdi.

«Un asesino en serie en los trópicos.» ¿Seguro?

Cerró el grifo y se echó el pelo hacia atrás.

Había llegado el momento de ir a ver el rostro del asesino.

4

Líneas blancas y depuradas.

Espacio zen de simetrías impecables.

Cada vez que entraba allí experimentaba la misma sensación. Ese laboratorio de revelado profesional parecía un lugar de meditación. Un vestíbulo de paredes blancas donde había fotografías enmarcadas en negro. Luego un pasillo con lamparitas colgadas que conducía a la sala donde los fotógrafos entregaban sus películas y recogían sus imágenes. De nuevo el blanco, la pureza… Todo parecía organizado para suscitar el vacío mental, el recogimiento del alma. Incluso las mesas de montaje, bloques blancos, resplandecientes, que enviaban su halo lechoso a la cara de los reporteros, acababan por parecer reclinatorios futuristas.

Marc había quedado con Vincent Timpani a las cinco y media. Ya eran las seis, pero el gigante siempre llegaba tarde. Se dirigía hacia la cafetería cuando vio una cara conocida: Milton Savario, fotógrafo de origen sudamericano que pertenecía a la casta superior de los reporteros de noticias. Un asceta famélico, que siempre parecía sobrevivir entre dos guerras.

Savario le hizo una seña. Se dieron la mano. Marc señaló con la cabeza las diapositivas distribuidas sobre la mesa de montaje.

– ¿No trabajas con cámara digital?

– Para estos temas no.

– ¿De qué se trata?

– El hambre en Argentina.

– ¿Puedo?

Marc cogió el cuentahilos -una pequeña lupa montada en un armazón cromado- y se inclinó sobre las fotografías. Un niño esquelético, de semblante descarnado, en la cama de un hospital con un gotero. Un bebé de piel verdusca, con el cráneo enorme, en un ataúd con unas alitas de ángel. Una enfermera llevando en brazos a un crío inánime, con las piernas reducidas a largos huesos inertes, en una escalera gris. Marc se incorporó.

– ¿No ha sido muy duro?

– ¿El qué?

– Esos niños, el hambre…

Savario sonrió. La barba de tres días y la hirsuta pelambrera negra hacían que pareciese estar maquillado con carbón vegetal.

– En Argentina no hay hambre.

– ¿Y estas fotos?

El sudamericano metió las diapositivas en un sobre sin responder. Cogió el cuentahilos y apagó la luz de la mesa.

– Te invito a un café y te cuento el truco.

Se sentaron en la cafetería. Máquinas de bebidas, mesas, asientos, todo era blanco. El fotógrafo se sentó en uno de los altos taburetes.

– No hay hambre -repitió, después de soplar sobre un vaso ardiendo-. Todos hemos picado.

Sacó de su bolsa una foto en papel del niño de miembros deformes con el gotero.

– Es un caso de polio. No tiene nada que ver con el hambre.

– ¿De polio?

– La foto debió de circular por error en las agencias y en internet. Todos nos precipitamos. Hambre en Argentina; parecía increíble. Pero resulta que allí, en Tucumán, no hay ningún indicio de hambre.

– ¿Y qué has hecho?

– Lo mismo que los demás: he fotografiado al niño enfermo de polio. ¿Sabes cuánto vale un billete a Argentina?

Marc no necesitaba que se lo explicaran con detalles. Una vez hecha la inversión, Savario no estaba dispuesto a volver con las manos vacías. Unas fotos del niño famélico, otras de los dispensarios, de los guetos miserables, y asunto concluido. Siempre habría una revista interesada en comprar esas imágenes e hinchar el asunto de la malnutrición. Nadie mentía realmente, el honor estaba a salvo… y no se había perdido dinero.

– Por la información -dijo el sudamericano levantando el vaso.

Marc brindó con él. Llevaba cinco años trabajando en sucesos, había salido del torbellino de las agencias, pero constataba, con una alegría cínica, que nada, absolutamente nada había cambiado.

Una voz grave se elevó detrás de ellos:

– ¿Arreglando el mundo como siempre?

Marc hizo girar el asiento y vio a Vincent Timpani. Un metro noventa, cien kilos de músculos y de carne informe dentro de un traje claro de lino que le daba aspecto de propietario de plantación en los trópicos. Misteriosamente, parecía estar siempre atezado por el sol meridional; se había criado en Niza y conservaba una pizca de acento meridional.

Saludó a Marc y a Savario con una carcajada y luego se dirigió hacia la máquina de refrescos. Savario aprovechó para irse. Vincent volvió a donde estaba Marc con una lata de Coca-Cola en la mano. Siguió al fotógrafo con la mirada.

– ¿Qué pasa? ¿Espanto al héroe?

– ¿Tienes las fotos?

El gigante sacó tres sobres de un bolsillo de la chaqueta. Tras el drama de lady Diana, se había introducido como fotógrafo en el mundo de la moda, pero de vez en cuando, en recuerdo del pasado, aceptaba hacer algunas fotos para ilustrar los artículos de Marc.

– Me pregunto por qué me presto a reproducir estas horribles caras -dijo con fingido mal humor-. Cuando pienso en las chicas sublimes que me esperan en el estudio…

Marc sacó del primer sobre un retrato antropométrico de Jacques Reverdi. Leyó lo que estaba escrito debajo.

– Esta es de cuando lo detuvieron en Camboya. ¿No tienes la de Malaisia?

– No. He llamado a los de la agencia France Press de Kuala Lumpur y me han dicho que en Malaisia no hay retrato oficial, Reverdi no permaneció el tiempo suficiente en manos de la poli. Fue internado inmediatamente en un hospital psiquiátrico y…

– Estoy al corriente, gracias.

Marc observaba el rostro de Reverdi. Las imágenes que había visto hasta entonces pertenecían al pasado prestigioso del submarinista. Fotos espléndidas en las que el campeón, vestido con un equipo de buzo, sostenía en alto la placa en la que se indicaba la profundidad de su récord. El retrato que ahora tenía delante era distinto. El semblante alargado, musculoso y rugoso de Reverdi ya no sonreía. Las comisuras de sus labios se curvaban en una expresión hosca. En cuanto a su mirada, era oscura, indescifrable.

Abrió el siguiente sobre y descubrió a una chica, casi una adolescente: Pernille Mosensen. Ojos claros y una expresión angelical rodeada de cabellos negros, muy lisos. Y una piel brillante. Marc pensó en la carne pálida de algunas frutas exóticas.

– France Press solo me ha mandado eso -comentó Vincent-. Es la foto de su pasaporte. La he retocado con el ordenador.

La expresión de la joven danesa delataba la voluntad de parecer seria. Sin embargo, pese a ese aire de sensatez, se notaba vibrar una juventud exuberante bajo las pestañas. Una sonrisa que temblaba en el borde de los labios. La imaginaba preparándose para su viaje al Sudeste Asiático. Seguramente su primer gran periplo.

– ¿Y el cuerpo?-preguntó.

– Nada. La Audiencia de Malaisia no ha facilitado absolutamente nada. Parece que no quieren dar publicidad al caso.

– ¿Y la otra? La chica de Camboya.

Vincent dio un largo trago y empujó el tercer sobre hacia Vincent.

– Solo he encontrado esto. En los archivos del Parisien. Y he tenido que hacer auténticos milagros. Es una reproducción de los periódicos de Phnom Penh. Se ve la trama de la impresión.

Linda Kreutz era una pelirroja de facciones delicadas apenas perceptibles. Una fisonomía imprecisa, enterrada bajo una cabellera rizada que no acababa de verse bajo el grano de impresión del periódico. Su expresión se perdía en la trama y adquiría un carácter irreal. Un fantasma de las noticias.

– ¿Y del cuerpo de esta tampoco hay nada?

– Nada publicable. Cambodge Soir me ha enviado unas fotos. La chica fue encontrada en un río, tres días después de su muerte. Hinchada a más no poder, con la lengua como un pepino… Créeme, nada publicable, ni siquiera en tu periodicucho de mierda.

Marc se guardó los tres sobres.

– ¿Qué haces esta noche? -preguntó Vincent en tono de complicidad.

El rostro del fotógrafo estaba cortado por el mismo patrón que el cuerpo: enorme, colorado, fofo. Una cara de ogro, medio oculta por un mechón que le caía sobre el ojo izquierdo a la manera de un parche de pirata. Tenía la boca siempre entreabierta, como un gran dogo jadeante. Sacó otro sobre desplegando una amplia sonrisa:

– ¿Te interesa esto?

Marc echó un vistazo: fotos de chicas desnudas. Además de las fotos oficiales para las revistas, Vincent hacía fotos de modelos principiantes y aprovechaba para desnudarlas.

– No están mal, ¿eh?

El aliento le olía a una mezcla de Coca-Cola y alcohol. Marc hojeó el montón de fotos: cuerpos púberes, de medidas perfectas; pieles inmaculadas, sin el menor defecto; rostros de elegancia felina.

– ¿Las llamo? -preguntó, guiñando un ojo.

– Lo siento -contestó Marc, devolviéndole las fotografías-. No estoy de humor.

Vincent recogió sus fotos con una mueca de desdén.

– Nunca estás de humor. Ese es tu problema.

5

Los rostros estaban ahí.

A la vez familiares y aterradores.

Retorcidos, deformados, aplastados contra el entramado de rota. Jacques Reverdi dominó su miedo y los miró de frente: vio las mejillas aplastadas, las frentes fruncidas, los cabellos enmarañados. Sus ojos trataban de localizarlo en la oscuridad. Sus manos se agarraban a las paredes. Jacques oía también sus voces amortiguadas, sus susurros entremezclados, sin distinguir las palabras.

No tardó en observar detalles increíbles. Uno de los rostros tenía los párpados cosidos. Otro no tenía boca, solo piel opaca entre las mejillas. Otro tenía la barbilla exageradamente saliente, era como si el hueso, doblado hacia arriba, desmesurado, estuviera a punto de rasgar la carne. Otro sudaba sin parar, pero ese sudor, que caía en gruesas gotas, estaba compuesto de carne líquida: diluía sus rasgos, los fundía.

Jacques comprendió que aún estaba durmiendo. Esos hombres pertenecían a su pesadilla habitual, la que no lo abandonaba nunca. Se esforzó en calmarse. Sabía que los monstruos no lo veían a través de las fibras vegetales; estaba a salvo en la oscuridad. Jamás conseguirían abrir el armario de rota, sacarlo de su escondrijo.

Sin embargo, de pronto notó que su monstruosidad penetraba entre los hilos trenzados, pasaba bajo su piel. El rostro de Jacques se levantó, sus músculos se distendieron, sus huesos crujieron… Se parecía cada vez más a ellos, estaba convirtiéndose en «ellos». Apretó los labios para no gritar. Su semblante se desencajaba, se deformaba, pero no debía gritar, no debía revelar su presencia en el armario, no…

Su cuerpo se puso rígido. Su caja torácica se bloqueó. Su ser se cerró al mundo exterior. Imaginó la arborescencia de su aparato respiratorio cerrándose sobre la noche de sus órganos. Era su apnea preferida, la más suave, la más natural. La apnea nocturna, la que sorprendía a los bebés mientras dormían y a veces los mataba.

Jacques ya no dormía, pero mantenía los ojos cerrados. Contó los segundos. No necesitaba cronómetro. El reloj era su flujo sanguíneo. Ralentizado. Apaciguado. Al cabo de unos segundos, las voces se callaron. Luego los rostros se borraron. Las paredes de rota retrocedieron, como si ya no se ejerciera presión desde el otro lado. Él era más fuerte. Más fuerte que los ojos, que los monstruos, que los…

Abrió los ojos, con la mente absolutamente vacía. Aspiró una gran bocanada de aire. A cambio recibió algo amargo y sabroso a la vez. Un trago de té verde. ¿Dónde estaba? Su conciencia regresó en lentas olas. Estaba tendido. El calor, en las tinieblas, era omnipresente. Sus cinco sentidos comenzaron su trabajo de exploración. Notó el viento ardiente en la cara. Después un olor intenso, penetrante, casi nauseabundo: el aroma del bosque. La frondosidad vegetal.

Ruidos amortiguados. Voces. No tenían nada que ver con las de su pesadilla. Se esforzaban en hablar en inglés y tenían un fuerte acento malayo: «Helio… Helio…», «¿Cigarrillos?».

Volvió la cabeza hacia la derecha y, a través de los barrotes de madera pintados de verde, distinguió caras oscuras, confusas. ¿Estaba en la cárcel? Volvió los ojos hacia la izquierda. Se veía un cielo nocturno, vibrante de estrellas. No. Estaba en el exterior.

Se esforzó en calmarse, en analizar los hechos. Era de noche. Una noche azul y verde, con efluvios tropicales. Se encontraba en el pasillo de una galería. A la izquierda, un gran patio de cemento. A la derecha, el muro de barrotes, tras el cual se agitaba un grupo de detenidos. A su espalda se distinguía una gran habitación con camas de hierro. Sí que estaba en la cárcel. Pero era una cárcel al raso.

Instintivamente, intentó levantarse. Imposible: unas correas le inmovilizaban las muñecas y los tobillos. Al segundo siguiente, vio la barra cromada de su cama…, una cama de hospital. Al mismo tiempo, constató que iba vestido con una bata verde. Los presos llevaban la misma indumentaria. Otro detalle le llamó la atención: todos llevaban la cabeza rapada. Sus grandes ojos, abiertos en la oscuridad, parecían heridas blancas. Carcajadas, gruñidos. Aguzó el oído y distinguió las palabras que pronunciaban, en malayo, chino, thai… Frases incoherentes. Palabras absurdas. Chiflados.

Estaba en un manicomio.

Un nombre acudió a su mente: Ipoh, el mayor establecimiento psiquiátrico de Malaisia. La angustia lo invadió. ¿Por qué lo habían llevado allí? Él no estaba loco. A pesar de los rostros, a pesar de las pesadillas, él no estaba loco. Trató de recordar sus últimos días, pero solo pudo acordarse de las hojas de bambú, de las paredes trenzadas, ¿Qué había pasado? ¿Había sufrido otro ataque?

Detrás de él se oyeron unos ruidos. El de un sillón al ser arrastrado, el de un papel al ser arrugado. En plena noche, esos sonidos resultaban más incongruentes aún que el resto. Reverdi dobló la cabeza para ver qué pasaba. Bajo la galería, a unos metros, había un escritorio metálico cubierto de papelotes.

El vigilante, que dormitaba tras la mesa, se levantó en la oscuridad y se ajustó el cinturón, cargado con una pistola, una bomba lacrimógena y una porra. No era precisamente un enfermero. Jacques se encontraba, por lo tanto, en la sección reservada a los criminales. El hombre encendió una linterna y se dirigió hacia él. Reverdi ordenó en malayo:

– Tutup lampu tu. (Apaga eso.)

El vigilante dio un paso atrás; la voz le había sorprendido. Y todavía más las palabras pronunciadas en malayo. Tras unos instantes de vacilación, apagó la linterna y rodeó con precaución la cama. En la oscuridad, Jacques vio que acercaba la mano a un interruptor.

– No enciendas -ordenó.

El hombre se detuvo. Tenía la otra mano crispada sobre el arma. Alrededor de ellos, el silencio era total; los demás presos se habían callado. Al cabo de unos segundos, el guardia apartó la mano del interruptor.

– No debo ver tu cara -susurró Reverdi-. Ninguna cara. Ahora no.

– Voy a llamar al enfermero. Te pondrá una inyección.

Reverdi se estremeció. En un segundo, su cuerpo quedó empapado de sudor. No debía dormir más. Los Otros lo esperaban en su sueño, detrás del entramado de rota.

– No -dijo en voz baja-. No lo hagas.

El malayo se echó a reír. Estaba recuperando la seguridad en sí mismo. Se dirigió hacia el teléfono de pared.

– ¡Espera!

El hombre se volvió, furioso, sujetando la porra con la mano. No estaba de humor para dejar que un mat salleh lo jorobara.

– Mira el fondo de mi garganta -ordenó Reverdi.

Como a su pesar, el vigilante volvió sobre sus pasos. Jacques abrió la boca y preguntó:

– ¿Qué ves?

El malayo se inclinó con desconfianza. Jacques sacó la lengua y cerró violentamente las mandíbulas. La sangre brotó por las comisuras de los labios.

– ¡Diablos! -masculló el guardia, precipitándose hacia el teléfono.

Reverdi le dijo antes de que descolgara:

– Oye, si llamas al enfermero, la habré cortado por completo antes de que llegue. -Sonrió. Unas burbujas calientes se formaban sobre su barbilla-. Diré que me has pegado, que me has torturado…

El hombre se había quedado inmóvil. Jacques aprovechó su ventaja:

– No vas a llamar a nadie. Yo haré como que duermo hasta mañana por la mañana. Todo irá bien. Solo responde a mis preguntas.

El malayo pareció indeciso hasta que, al cabo de un momento, bajó los hombros en señal de capitulación. Cogió, de una mesa con ruedas, un rollo de papel higiénico. Con prudencia, se acercó a Jacques y le limpió la boca. Reverdi le dio las gracias haciendo un ademán con la cabeza.

– ¿Estamos en Ipoh?

El hombre asintió. Llevaba bigote y tenía la piel sembrada de marcas de acné. Auténticas hendiduras que, en el azul nocturno, hacían pensar en los cráteres lunares.

– ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

– Cinco días.

Jacques hizo un rápido cálculo mental.

– ¿Hoy es martes o miércoles?

– Miércoles, doce de febrero. Y son las dos de la madrugada.

No guardaba ningún recuerdo del período que lo separaba del viernes anterior. ¿En qué estado había llegado allí? Su cuerpo se bañó de nuevo en sudor.

– ¿Estaba… inconsciente?

– Delirabas.

El sudor se le heló. Le pinchaba el pecho, como partículas de miedo que lo salpicaran.

– ¿Qué he dicho?

– Ni idea. Hablabas en francés.

– Lárgate -ordenó.

El guardia se puso tenso ante su tono autoritario; después fue a sentarse tras su escritorio acompañado por un tintineo de llaves. Reverdi se relajó, con los hombros apoyados en la cama.

Al cabo de un buen rato, dejó de oír ruidos en el lado donde estaba el vigilante… dormido. Al otro lado de los barrotes verdes, los murmullos también se apaciguaban: todo el mundo volvía a acostarse.

Intentó otra vez recordar. No veía nada relacionado con su hospitalización. Pero surgían, de un modo confuso, otros fragmentos. Palabras. La «cámara». Los «jalones». El «sendero»… Vio las paredes de bambú, los regueros de sangre. El miedo lo invadió de nuevo. Un destello: la mujer herida, desangrándose lentamente…

¿Por qué se había dejado vencer por el pánico? ¿Por qué de repente le había dado tanto miedo su compañera? Esa pérdida de control iba a costarle la vida. Recordó que esa incoherencia pertenecía en realidad al proceso. Al final de la ceremonia siempre desvariaba. Pero normalmente estaba solo. Solo en la Cámara de Pureza…, y ese instante de abandono no tenía ninguna consecuencia.

Se concentró más y reconstruyó la escena. La mujer cosida a puñaladas. Su mano, la de él, sosteniendo la llama. Ese pensamiento se hizo tan claro, tan preciso, que creyó estar de nuevo en la Cámara… Sintió deseos de acariciar ese cuerpo abierto, chorreante, pero sabía que era imposible. La fuente era tabú.

No obstante, se acercó a su amada y contempló sus heridas. Admiró esos ríos oscuros que se esparcían sobre la piel bronceada. Sintió una ternura y un agradecimiento ilimitados hacia esos surcos que le aportaban paz.

Se inclinó. Hasta el punto de oír el siseo de las heridas. Hasta el punto de notar el calor del cuerpo… Cerró los ojos y notó, dentro de su boca lacerada, el sabor de cobre de su propia sangre.

Lentamente, el sueño volvía a invadirlo.

Pero esta vez era un descanso límpido, alejado de toda pesadilla.

Vio una vez más el charco oscuro que se extendía a sus pies, alrededor de su compañera. Él mismo se hundía en él como en una almohada mullida, benéfica, donde anidaban sus pensamientos.

Una sonrisa apareció en sus labios.

Ya no tenía miedo; estaba curado.

6

En su búsqueda, los asesinos en serie ocupaban un lugar aparte.

Para Marc eran como diamantes puros. Piedras en bruto. En ellos no encontrabas móviles parásitos, pasión ciega, pánico del último minuto. Ningún arrebato que pudiera explicar, incluso disculpar, el acto criminal.

Nada más que la pulsión de matar.

Fría, aislada, regia.

Había leído todos los libros sobre la cuestión. Relatos. Biografías. Autobiografías firmadas por los propios criminales. Estudios psiquiátricos. Él mismo había redactado informes exhaustivos sobre algunos de los más célebres. Los conocía mejor que nadie. Jeffrey Dahmer, que agujereaba el cráneo de sus presas con un taladrador para verter ácido dentro. Richard Trenton Chase, que se bebía la sangre de sus víctimas y metía los órganos en una batidora para extraer mejor su líquido vital. Y Kumper, dos metros, ciento cuarenta kilos, caníbal, necrófilo, que hablaba a la cabeza de su víctima, colocada sobre la chimenea, mientras sodomizaba su cuerpo decapitado. Y Gein, que se hacía máscaras de carne con el rostro desollado de sus víctimas.

A partir del año 2000 había presentado solicitudes para visitar a asesinos en serie encarcelados en Francia. Así había conseguido interrogar, en ocasiones durante varias horas, a Francis Heaulme, Patrice Alègre, Guy George, Pierre Chanal… Había entrevistado también a las personas de su entorno, hablado con sus padres y con las familias de sus víctimas.

Y siempre había experimentado la misma decepción.

Como todos aquellos a los que había observado en los tribunales, esos hombres eran corrientes. Algunos eran gigantescos, otros estaban llenos de tics, otros tenían realmente cara de pocos amigos, pero su apariencia no revelaba nada fundamental. Su secreto, su abismo, estaba -y permanecía- en el interior de sí mismos.

En esos momentos dudaba de sus propias dotes de entrevistados ¿Por qué no lograba comprenderlos, meterse en su cabeza, imaginarlos en plena carnicería? En su desesperación, casi lamentaba no poder sorprenderlos en flagrante delito, con las manos ensangrentadas, de rodillas ante sus víctimas frías.

A fuerza de estudiar esos casos horribles, había llegado a reunir unas pocas imágenes, unos pocos leitmotivs, que reaparecían para atormentarlo en sueños. Y se felicitaba por ello. Al menos compartía algo con los asesinos.

Estaba obsesionado, por ejemplo, con el ruido de una cuchilla. La de Francis Heaulme degollando a una mujer en la playa de Moulin Blanc, cerca de Brest. Marc había visto las fotos del corte: limpio, profundo, practicado desde el centro del cuello hasta la parte de atrás de la oreja izquierda. Habían encontrado a la víctima en bañador, tendida sobre las piedrecillas, y había una especie de vínculo cruel entre esa herida desnuda y los guijarros grises a merced del viento y del mar. Ese paisaje siniestro era lo que se perfilaba primero en su sueño; luego, de repente, el silbido lo arrancaba de la pesadilla. El ruido de la navaja cortando el cuello.

También soñaba con un cuadro misterioso que representaba a una mujer muy delgada cuyos brazos tenían las manos amputadas. La figura hierática caminaba pensativa, con el vientre abierto y las entrañas recogidas. En su sueño, Marc siempre se preguntaba quién era, dónde la había visto antes. Poco a poco, la respuesta iba tomando forma hasta despertarlo. El espectro del sex-appeal Un cuadro de Salvador Dalí.

En 1998, Marc había investigado una serie de crímenes cometidos en Perpiñán, cuyo autor posiblemente se inspiraba en ese cuadro. Al menos en un caso la joven víctima había sido destripada y se le habían amputado las manos. No habían encontrado al asesino y Marc estaba convencido de que, mientras estuviera libre, su obsesión, bajo el signo de Dalí, planearía por los aires y lo contaminaría a él, el periodista solitario que buscaba el secreto pero solo atrapaba briznas, humo.

El pitido del contestador automático lo sacó de sus pensamientos; desde que se había despertado, divagaba mirando los retratos de Reverdi. La voz de Verghens retumbó en el gran espacio del estudio: «Soy yo. Hace tres días que me mandaste el texto mierdoso sobre el caso de Malaisia. Espero que tengas algo nuevo de aquí al próximo cierre. Llámame esta mañana sin falta. (Una pausa.) Te recuerdo que dentro de unas semanas habrá guerra. A nadie le interesarán ya nuestras historias. Así que, por el amor de Dios, danos una primicia».

Marc sonrió al escuchar la alusión al conflicto inminente en Irak. Como si él necesitara una cuenta atrás para moverse. Las once de la mañana. Había mirado su correo. Ningún mensaje de la agencia France Press, ni tampoco de Reuters o de Associated Press. Ni de sus contactos en el New Straits Times y en el Star, los principales periódicos de Kuala Lumpur. Ninguna respuesta del DPP, el Deputy Public Prosecutor, el equivalente en Malaisia del juez de instrucción, a quien había escrito. Ningún signo de vida tampoco de la embajada de Francia, que supuestamente redactaba un informe diario. Al parecer, Reverdi seguía en el hospital psiquiátrico y su estado no había experimentado ninguna variación. El nombre de su abogado continuaba sin conocerse. Estaban en punto muerto.

Marc fue a prepararse un café a la cocina americana, comunicada con el estudio. Era un apasionado del café: una de sus manías de solterón. Tenía sus contactos para conseguir arábicas únicos, robustas raros, las mejores selecciones de todos los países, y en los tiempos en que era rico había comprado una cafetera muy sofisticada, con tubo «vapor» para capuchinos y descalcificador integrado, que permitía destilar verdaderos néctares. Tomaba todos los días una buena veintena de esos brebajes concentrados y variaba las marcas y los orígenes a lo largo de la jornada. Se decidió por un colombiano fortísimo. Capaz de resucitar a un muerto. Exactamente lo que necesitaba.

Se lo tomó a sorbitos de pie detrás de la barra de madera blanca, paseando la mirada por su antro. Un espacio de ciento veinte metros cuadrados, con el techo de una altura impresionante. Cuando lo compró, le había parecido que semejante verticalidad permitiría despegar a su mente. Ocho años más tarde, eso todavía estaba por demostrar.

Situado en la planta baja, el estudio daba a un pequeño patio embaldosado y decorado con dos palmeras enanas, que montaban guardia a través de los ventanales. Las otras paredes sostenían estanterías donde había libros, partituras y CD. Trozos enteros de su vida que se elevaban hasta las cristaleras abuhardilladas y que no constituían sino la antecámara de su verdadera biblioteca: una pequeña habitación anexa, en un nivel inferior, tapizada de libros especializados.

Todo lo que se había escrito sobre los asesinos en serie, o casi todo, se encontraba ahí metido, amontonado, catalogado. Al igual que montañas de periódicos de sucesos. Ese teatro de sangre era tan completo que los demás periodistas de Le Limier iban a menudo para consultar tal o cual obra o informarse sobre un asesino histórico. Ese cuchitril era el causante del olor a moho que flotaba en el loft y que hacía decir a Vincent cada vez que iba: «Tienes que dejar de fumar champiñones».

En la habitación grande, el mobiliario se reducía a la mínima expresión: una tabla apoyada sobre unos caballetes a modo de mesa; un salón, al fondo, formado por un sofá hundido y unos cojines esparcidos, y unos metros a la derecha, en un entrante, la cama. Un colchón sin somier, colocado directamente sobre el suelo, frente a una mesa baja que sostenía un gran televisor y material electrónico diverso: un lector de DVD, un reproductor de vídeo, unas pantallas acústicas y otros aparatos de alta fidelidad.

A Marc le encantaba dormir en el suelo. Era la posición del soldado que observa, agazapado, la base que hay que atacar. Ese punto de vista resumía su vida: siempre escondido, emboscado. Por la noche observaba su muralla de libros, que brillaba a la luz del farol del patio, mientras que una serie de farolillos rojos, colgados delante, evocaban las señales de una pista de aterrizaje. ¿Cuándo despegaría? ¿Cuándo encontraría la verdad que buscaba?

Se hizo otro café y se instaló frente al escritorio. Ordenó el fárrago de documentos, notas, fotos y cintas de casete que había acumulado sobre un único tema. Material suficiente para escribir una espléndida biografía de Jacques Reverdi. Pero contaría la historia de un gran deportista, no la de un asesino.

Durante los dos últimos días, Marc había recorrido paso a paso su vida. A principios de los años ochenta, Jacques había sido una verdadera estrella. Artículos, entrevistas y fotos componían la imagen heroica de uno de los mejores apneístas de finales del siglo. Entre Jacques Mayol y Umberto Pelizzari. Sin embargo, en las entrevistas Reverdi nunca abusaba de los lugares comunes sobre esa disciplinar la búsqueda del absoluto, el retorno al mar nutricio, la complicidad con los mamíferos marinos… Al contrario, él insistía en el carácter antinatural de la apnea y en sus peligros: los riesgos de síncope, la amenaza constante de la presión, el vértigo de las profundidades. Marc conocía ese deporte por haberlo practicado un poco en Córcega, y recordaba haber tenido problemas de pérdida de conciencia en el fondo de una cala. Inmediatamente lo había dejado; esos desvanecimientos le habían recordado los dos períodos de inconsciencia de su vida.

En realidad, el campeón se refería a la apnea como a una guerra entre el hombre y el mar. Una guerra que había que ganar con el propio cuerpo para sobrepasar, en las grandes profundidades, una especie de límite. En las entrevistas siempre hablaba de esa frontera misteriosa que solo conocía el apneísta. La del récord, por supuesto, pero también la de la mente. Un estadio superior al que, paradójicamente, se accedía en las profundidades. Cuando lo evocaba, se intuía que en el seno de las tinieblas, a una presión alucinante, cuando los pulmones no eran más que dos piedrecitas y la luz un recuerdo, el buceador ganaba algo más que una medalla o una copa.

Marc había encontrado también un artículo más reciente, publicado en L'Express en agosto de 1988, en plena fiebre de El gran azul, cuando en Francia, siguiendo la estela de la película de Besson, miles de adolescentes se habían apasionado de pronto por el submarinismo. Los reporteros habían localizado a Reverdi, convertido en simple profesor de submarinismo en Tailandia. Aparecía entonces más sereno, mucho más cercano a la imagen de sabiduría y de espiritualidad de la apnea.

Pero Marc se había remontado a épocas anteriores de la existencia de Reverdi y había descubierto cosas interesantes. Esas cosas permitían entrever traumas que podían explicar los acontecimientos actuales.

Jacques nació en 1954 en Epinay-sur-Seine, en el departamento de Val-d'Oise. Hijo único y huérfano de padre, creció con su madre, que era asistenta social. Fue una infancia normal y corriente hasta que, en 1968, Monique Reverdi se suicidó. Jacques -tenía catorce años- encontró el cuerpo de su madre en el piso donde vivían, rodeado de un charco de sangre: se había cortado las venas.

El adolescente cambió entonces de personalidad. El niño tímido, reservado, se convirtió en un ser agresivo, un golfo impulsivo que iba de un hogar a otro, no paraba de cometer robos, actos de vandalismo, agresiones. A los diecisiete años lo enviaron a Marsella, a un centro destinado a adolescentes difíciles. Fue el segundo gran giro de su existencia. Allí conoció a Jean-Pierre Genoves, un psiquiatra muy abierto que lo inició en la apnea. Aquello fue una revelación. Jacques se apasionó por ese deporte y demostró poseer unas aptitudes únicas.

En 1977, después del servicio militar y de años de entrenamiento, Jacques batió su primer récord mundial en peso constante. Esa disciplina es particularmente difícil; no se trata de descender gracias al peso de un lastre y luego subir con ayuda de un paracaídas, como en la categoría «no limits», sino de sumergirse y salir a la superficie únicamente con la fuerza de las manos. Jacques alcanzaba así una profundidad de sesenta metros. Paralelamente, se ejercitó en el «no limits» y sobrepasó la línea de los cien metros, cruzada ya por Jacques Mayol en 1976. A partir de 1982, el campeón, que contaba veintiocho años, dejó de desarrollar una actividad tan intensa, hasta que acabó por abandonar la competición y se instaló en el Sudeste Asiático, donde desapareció hasta que el éxito de El gran azul volvió a colocarlo, brevemente, bajo la luz de los focos.

Marc había efectuado asimismo una búsqueda iconográfica. Por supuesto, había encontrado numerosas fotos del campeón durante su período de gloria. Pero había dado también con un retrato de Monique Reverdi y había descubierto a una mujer alta y delgada, perdida dentro de un vestido de flores de estilo Laura Ashley cerrado hasta el cuello. Una belleza lánguida, inquietante. Una larga melena castaña, peinada con raya en medio, acentuaba lo alargado de su rostro. Lo que impresionaba era su mirada, oscura, intensa, así como sus labios sensuales, en forma de pétalos. A Marc, la foto le había recordado, curiosamente, a dos estrellas del rock de distinto sexo: Cher y Marilyn Manson. Al mismo tiempo, había en su actitud una rigidez estoica, un hieratismo de mártir. Monique Reverdi era una mezcla de imagen piadosa y cubierta de disco.

Marc había conseguido hablar por teléfono con antiguos compañeros de trabajo de la asistente social. En opinión de todos, Monique Reverdi era una mujer servicial, generosa. «Una santa.» ¿Por qué se había cortado las venas?

De su experiencia como investigador criminal, Marc había obtenido una certeza: el único punto en común entre los asesinos en serie era su infancia perturbada. Violencia en el seno de la familia, alcoholismo, abandono, incesto… Según todos los indicios, no era ese el caso de Jacques, mimado por su madre. ¿Había bastado la violencia del descubrimiento del cuerpo para provocar la psicosis criminal?

Bebió un trago de café… frío. Tenía que encontrar otra pista. No para redactar su nuevo artículo, sino para comprender mejor el perfil del predador. Ordenó los papeles, las fotografías y las notas según los diferentes períodos cronológicos. Cuando llegó a la carpeta titulada «camboya», se dio cuenta de que no tenía casi nada. El retrato de Linda Kreutz, unos recortes de prensa procedentes de periódicos franceses… Se había puesto en contacto con la embajada de Francia en Phnom Penh, pero el personal había cambiado. Imposible acceder a los archivos del proceso, que tuvo lugar en pleno golpe de Estado. Tampoco había manera de dar con el abogado camboyano de Reverdi. Por lo que estaba viendo, la justicia camboyana era bastante confusa.

A Marc se le ocurrió una idea. Había leído en alguna parte que la víctima pertenecía a una familia acomodada. Seguro que los Kreutz habían contratado, en la época, los servicios de un abogado alemán para redactar la demanda y constituirse en acusación particular. Quizá incluso los de un investigador privado para arrojar luz sobre el caso. El instinto le decía que esos padres estaban convencidos de la culpabilidad de Reverdi y que debían de haberse sentido indignados por su liberación.

Su nueva detención, tras haber sido pillado en flagrante delito, podía darles ideas. Intentarían reabrir el caso de su hija en Camboya. Sí, se podía sacar algo por ese lado. Marc debía identificar al abogado encargado del caso.

7

Marc tenía varias tácticas para obtener información, e internet distaba mucho de ser su favorita. Demasiado vasto, demasiado confuso. En general, no había nada mejor que una buena llamada telefónica y el contacto humano. Llamó a la embajada de Alemania, a cuyo responsable de prensa conocía. Este último, sin siquiera colgar, se puso al habla por otra línea con un amigo reportero de la revista Stern, un especialista en sucesos que había cubierto el caso Kreutz. El periodista aún tenía las señas de Erich Schrecker, defensor de la familia.

Unos minutos más tarde, Marc estaba hablando con el abogado. Le explicó en su mejor inglés la investigación que estaba llevando a cabo: quería demostrar las posibles relaciones entre la acusación de Johore Bahru y las sospechas que habían pesado sobre Reverdi en Camboya. Schrecker lo interrumpió con sequedad:

– Lo siento, no puedo decir nada.

– Dígame al menos si van a reanudar las actuaciones. ¿El arresto de Reverdi en Malaisia permite recurrir en Camboya?

– El caso fue juzgado. Hubo sobreseimiento.

Por el sonido de la voz, Marc intuía que Schrecker y la familia Kreutz ya tenían una estrategia.

– ¿Se ha puesto en contacto con la acusación particular en Malaisia?

– Es muy pronto para decir nada.

– Pero los dos casos presentan similitudes, ¿no?

– Mire, estamos perdiendo el tiempo los dos. No le diré nada. Usted sabe que un abogado no habla con los periodistas, salvo si hacerlo puede ayudarlo en el caso. Este solo necesita una cosa: discreción. Así que no correré ningún riesgo.

Marc se aclaró la garganta.

– Puede informarse sobre mí. Soy un periodista serio.

– La cuestión no es esa.

– Le prometo que le dejaré leer el artículo antes de…

El abogado rompió a reír; su voz parecía rejuvenecer segundo a segundo.

– ¡Si supiera la cantidad de artículos que me han prometido que me dejarían leer y que no he visto jamás!

Marc no insistió; no recordaba haber cumplido ni una sola vez su palabra en ese terreno. Prefirió apostar por el pragmatismo:

– Tengo veinte años de crónica judicial a mis espaldas. No soy de los que escriben cualquier cosa. Deme solo la temperatura. ¿Lo relaciona con el caso de Papan o no?

Silencio del abogado.

– ¿Los dos sistemas judiciales van a colaborar?

– Mire, yo…

– ¿El DPP de Malaisia va a ir a Camboya?

Se notó un cambio en el silencio de Schrecker.

– Me he puesto en contacto con él, en Johore Bahru -susurró con lasitud-. No he obtenido respuesta. Y seguimos sin saber si los camboyanos están dispuestos a dejarle ver el expediente Kreutz.

– ¿Por qué no se lo dan ustedes?

Se echó de nuevo a reír, pero en un tono siniestro.

– Porque no lo tenemos. En 1997 éramos consultores extranjeros. Los jemeres son muy susceptibles en el terreno de las competencias. No están dispuestos a dejar que los occidentales les den lecciones.

El abogado se exaltaba. Marc notaba que el caso le resultaba apasionante.

Hay una cosa que debe entender -continuó-. Los jemeres rojos han matado al ochenta por ciento del personal judicial de Camboya. Actualmente, los abogados y los jueces tienen un nivel de formación equivalente al de un maestro. También está la corrupción, y las influencias políticas. Es un caos absoluto. A todo eso, se añaden las relaciones bastante difíciles entre Camboya y Malaisia. Y además, cuando lo hemos intentado con Tailandia…

– ¿Por qué Tailandia?

El abogado no respondió. Marc ya había comprendido.

– ¿Hay una causa contra Reverdi en Tailandia?

Schrecker seguía mudo. Marc insistió:

– ¿Reverdi ha tenido también problemas allí?

– Problemas no. No está acusado de nada.

Marc pensó a toda velocidad mientras abría las carpetas. Cogió sus notas; tenía que demostrar a Schrecker que conocía el caso a fondo.

– De 1991 a 1996, en 1998 y en 2000, Reverdi pasó temporadas en Tailandia. Y volvió en 2001 y en 2002. ¿Hubo otros asesinatos durante esos períodos?

Ninguna respuesta del alemán. Marc oía su respiración entrecortada. No quería hablar, pero una fuerza contradictoria le impedía colgar.

– ¿Han encontrado cuerpos?

– ¡No, cuerpos no! -saltó Schrecker-. Si fuera eso, estaría solucionado.

– Entonces, ¿qué?

– Desapariciones.

– ¿Desapariciones en Tailandia? ¿Con ocho millones de turistas al año? ¿Cómo pueden llamar la atención unas «desapariciones»?

– Hay convergencias.

– ¿De lugar?

– De lugar y de fecha, sí.

Marc bajó la vista hacia su documentación: en las diferentes estancias de Reverdi en Tailandia, se repetía un lugar.

– ¿Phuket?

Phuket, sí. Dos casos de desaparición verificados. Concretamente en Koh Surin, en el norte de Phuket. El feudo de Reverdi.

– La proximidad geográfica no demuestra nada.

– Hay más. -El abogado volvía a exaltarse. Sin duda había tardado meses en descubrir esos indicios-. Una de las mujeres asistió a sus cursos de submarinismo. La otra vivió en su bungalow. Tenemos testigos. Parecía enamorada. Nadie ha vuelto a verla.

Marc se estremeció: el perfil de un verdadero predador estaba dibujándose.

– Las víctimas. Deme sus nombres.

– ¿Qué se cree? Hemos tardado años en preparar el caso. No vamos a dejar ahora que un periodista lo estropee todo.

– Habla en plural. ¿A quién se refiere?

– A las familias. Hemos localizado a las familias en diferentes países de Europa y nos hemos unido. Nuestra acción converge hacia Malaisia. -Schrecker soltó una brusca carcajada-. Es como una rata.

Schrecker parecía sobreexcitado y Marc no le iba a la zaga. ¿Cuántas veces había actuado Reverdi? Ya se imaginaba a sí mismo señalando con rotulador, en un mapa del Sudeste Asiático, las zonas en las que el antiguo campeón había matado. De pronto le vino a la memoria la definición clásica del «asesino multirreincidente»: «Como la mayoría de los sádicos sexuales, es un hombre muy móvil, que se desplaza mucho, socialmente competente, al menos en apariencia, pues es capaz de proyectar una máscara de normalidad y no asustar a sus víctimas, y controla perfectamente el lugar del crimen…».

– ¿Puede decirme al menos la nacionalidad de las chicas? -insistió Marc.

– Adiós. Ya he dicho demasiado.

– ¡Espere! -Casi había gritado. En un tono más bajo, añadió-: Quisiera ver sus caras. Solo eso. Mándeme sus fotos.

– ¿Para que las saque en su periódico?

– Le juro que no publicaré nada. Solo quiero compararlas con las otras víctimas.

– No hay semejanzas. Es lo primero que hemos comprobado.

– Solo las fotos. Sin nombre ni origen.

– Ni hablar. Solo tenemos presunciones. Y estamos tratando de establecer una colaboración entre países que no pueden verse. Con sistemas judiciales diferentes. Un auténtico rompecabezas. No correré el menor riesgo por un periodista que va…

– Olvide al periodista. Olvide la publicación. Solamente quiero entender esta historia. Se ha convertido en una cuestión personal, ¿comprende?

Nuevo silencio. Marc había ido también demasiado lejos, pero esa revelación pareció dar en el blanco. Dos cazadores se habían encontrado.

– ¿Qué garantías puede darme de que no publicará nada?

– Envíeme las fotos por correo electrónico en baja resolución. No podré reproducirlas en el periódico; solo consultarlas en el ordenador.

Después de haber apuntado la dirección del correo electrónico de Marc, el abogado dijo:

– Le facilitaré los períodos de estancia en Tailandia y las supuestas fechas de desaparición. Para que se sitúe.

– Gracias.

– Pero esto es un toma y daca, ¿eh? Me mantendrá al corriente de cualquier descubrimiento que haga.

– Cuente conmigo.

Otra mentira. Marc era un solitario; jamás compartiría sus datos. Se disponía a colgar cuando se dejó llevar por un último impulso. Quería sonsacarle a ese hombre su convicción íntima.

– ¿Está seguro de que Reverdi es un asesino en serie?

El abogado no respondió enseguida. Estaba elaborando su respuesta. Quería que sus palabras sonaran como una sentencia.

– Un animal feroz -dijo por fin-¡ En los dos casos conocidos, asestó más de veinte puñaladas. Les cortó la cara, el sexo, los pechos. Actúa movido por un arrebato, por una pulsión súbita que lo obliga a matar sin tomar precauciones, sin un plan elaborado. Un animal feroz. Solamente quiere desangrar a esas pobres chicas.

Schrecker se equivocaba. Marc sabía por experiencia que Reverdi actuaba según un plan estudiado. De lo contrario, lo habrían detenido tras su primer crimen. Preparaba su trampa. Conseguía atraer a la joven a su guarida y después hacer desaparecer el cuerpo. Sin embargo, el abogado tenía razón en un punto: actuaba dominado por un arrebato. Caótico, desenfrenado. Algo, un detalle, le ordenaba asesinar. ¿Qué?

Unas punzadas heladas le recorrieron el cuerpo. Ese era el tipo de clave que le gustaría descubrir. La chispa del mal en el cerebro del asesino. Esa idea le hizo formular otra pregunta:

– ¿Qué posibilidades tengo de entrevistarlo?

– Ninguna. Por el momento su estado mental es confuso, pero cuando se recupere no dirá ni una palabra. Desde Camboya no ha aceptado ninguna entrevista.

– ¿Desde Camboya?

– Una periodista consiguió verlo cuando estaba encarcelado en el T-5, la prisión de Phnom Penh. Pero no obtuvo ninguna revelación. Como de costumbre, hizo el papel de «príncipe de las mareas» en ósmosis con los elementos. En fin, todas esas chorradas. Se negó a hacer comentarios sobre la acusación.

– ¿Sabe su nombre?

– Pisaï no sé qué, creo… Trabaja en el Phnom Penh Post.

Marc se despidió del abogado sin extenderse en promesas y agradecimientos. Miró el reloj: las once de la mañana. Las cinco de la tarde en Phnom Penh. Se conectó a internet para buscar los datos de contacto del periódico camboyano. Vio que Schrecker le había mandado ya un mensaje electrónico: las fotos de las víctimas de Phuket.

Marc abrió los dos documentos con el programa Picture Viewer. El abogado tenía razón: las desaparecidas eran guapas, pero no se parecían. Y no tenían ningún punto en común con Pernille Mosensen y Linda Kreutz. Una tenía un rostro de líneas cuadradas y expresión decidida, acentuada por llevar el pelo peinado hacia atrás. La otra se ocultaba detrás de largos cabellos rizados y miraba de soslayo. Las únicas similitudes entre esas nómadas eran su edad y su tez bronceada: chicas de la carretera y del sol.

Schrecker había añadido las presuntas fechas de desaparición: marzo de 1998 en el primer caso y enero de 2000 en el segundo. Marc imprimió las fotos en el mismo formato que las de Pernille y Linda; luego colocó las cuatro, una junto a otra, sobre la mesa, como cartas de una baraja. Un extraño solitario, en el que había un solo vencedor.

Si esas cuatro mujeres eran realmente víctimas de Reverdi, ¿por qué las había elegido? ¿Poseían algo que Marc no veía, un signo, una particularidad que desencadenaba su locura asesina?

Clavó las fotos en la pared con chinchetas y después se puso de nuevo a buscar los datos de contacto del Phnom Penh Post. En la redacción del diario, un periodista anglófono le dio el número de móvil de Pisaï van Tham.

Lo marcó.

¿Sí?

Marc empezó a explicarse en inglés, pero la mujer lo interrumpió en francés. Con una alegría manifiesta. Su voz era extraña, a la vez dulce y nasal. La periodista no parecía extrañada por su llamada; al parecer, no era el primero.

– ¿Quiere mi entrevista por e-mail? ¿El texto en inglés?

Marc le dio su dirección electrónica y continuó hablando:

– Es usted la única persona que consiguió una entrevista con Jacques Reverdi. Desde entonces no ha vuelto a hablar…

Se oyó una risita vanidosa al otro lado del hilo telefónico.

– ¿Cómo se las arregló? ¿Cómo explica ese favor?

Volvió a sonar la risa…, un tenue maullido. A Marc le hizo pensar en un gato precioso. Pelaje dorado, ojos verdes y languidez calculada.

Muy sencillo. Yo era mujer.

– ¿Mujer?

– Jacques Reverdi seductor. Hombre de mujeres.

– Cuando lo vio, ¿cómo era?

– Encantador. -Volvió a maullar-. ¡Hombre de mujeres!

Un recuerdo acudió a su mente. Tradicionalmente, los apneístas eran grandes seductores. Jacques Mayol, Umberto Pelizzari: auténticos rompecorazones. Pero para Reverdi el amor no era más que una máscara.

– Sobre todo sonreír -continuó Pisaï-. Muy lento, muy suave. Como fruto, ¿comprende? Y voz muy cálida. A mujeres encanta eso, ya sabe… Y él ama mujeres.

Empezaba a ponerlo nervioso con su horrendo francés y sus monerías.

– ¿Cree que es culpable?

– Seguro. Mata mujeres.

– En Phnom Penh lo dejaron libre, ¿no?

– Eso, justicia Camboya. Pero culpable, seguro. Yo percibí detrás sonrisa… Quiere la piel de las mujeres.

– Acaba de decir que las ama.

– Exacto. Asesinato, último grado de seducción. Estudié francés en la Sorbona. Don Juan de Molière. Comprendí verdad profunda. La seducción es destrucción. Don Juan es un asesino. Mata a Elvira. Le roba el corazón, el alma, la vida. Reverdi, igual. Asesino de mujeres.

Rió de nuevo, con un matiz de miedo fingido. Marc comprendía de un modo confuso lo que quería decir. El asesinato como paroxismo de la posesión. La gatita concluyó:

– Hombre de mujeres. Si quiere entrevista, mande compañera.

– ¿Es posible verlo en Ipoh?

– Ya no está en Ipoh.

– ¿Cómo?

– Reverdi ha salido de hospital.

Marc olvidó la cortesía:

– ¡Mierda! ¿Y dónde está?

– Prisión Nacional de Kanara, cerca de Kuala Lumpur. Salió ayer tarde, jueves 13 febrero. Psiquiatras han dicho: curado. En todo caso, lúcido. Responsable de sus actos.

Marc no sabía si se trataba de una buena o una mala noticia. No tenía ni un solo contacto. Y seguía sin saber el nombre del abogado.

– ¿Quién ha decidido el traslado?

– Él. Ha pedido ir a prisión… normal.

– ¿Él lo ha pedido?

– Si hay algo que no quiere, es que lo tomen por loco.

8

Bajo la tapadera de plástico, la comida estaba compartimentada.

En el hueco más grande, unos trozos marrones, seguramente cordero, flotaban en una salsa grasienta. Al lado, un puñado de arroz apelmazado. En las otras dos cavidades, una porción de queso dentro de un envoltorio de plástico y un pequeño plátano negro.

Sentado en el suelo, con el torso desnudo, Jacques Reverdi hizo un cálculo mental de las calorías que tenía delante. Sumando esa comida al desayuno y a la cena, obtenía alrededor de mil seiscientas calorías. O sea, una carencia diaria de mil calorías en relación con su régimen habitual. Tendría que encontrar la manera de compensar ese desequilibrio.

Levantó los ojos al tiempo que colocaba una mano a modo de visera para protegerse del sol. A las once de la mañana, el patio era de una blancura cegadora. Los presos esperaban en fila india la comida. Todos con camiseta blanca, se refugiaban en la sombra de la pared del comedor. Sus siluetas se estiraban sobre el suelo como largos tentáculos orgánicos y negros. Otros presos comían ya al pie de las construcciones más alejadas, doblados sobre la bandeja.

Los edificios principales -cantina, locutorio, oficinas- estaban agrupados en el centro de la explanada y parecían modelados directamente en el asfalto. Los presos circulaban con toda libertad, pero después de dar unos pasos encontraban siempre un muro pegado al suelo o una puerta cerrada a cal y canto. Era solo una apariencia de libertad que planeaba sobre el lugar, un espejismo.

Reverdi levantó más los ojos y observó las torres de vigilancia que se alzaban en las cuatro esquinas del patio. Sobre los muros ciegos que se extendían entre esas torres había rollos de alambre cuyos espinos habían sido reemplazados por cuchillas de afeitar.

Sonrió: ese cuadro hostil le gustaba.

Cualquier cosa era mejor que estar en Ipoh.

Además, tratándose de un hombre detenido en flagrante delito de asesinato, no se las apañaba tan mal. Mientras empezaba a comer con los dedos, hizo recuento de sus golpes de suerte sucesivos. Primero se había librado por un pelo del linchamiento en Papan. Luego, pese a hallarse en trance, no había revelado ningún elemento del Secreto. Ya estaba seguro. Su última conversación con el psiquiatra de Ipoh, la víspera de su traslado, se lo había confirmado: nadie sabía absolutamente nada.

Después, había logrado acabar en Kanara, donde se había confundido entre la masa. Dos mil detenidos, entre ellos los peores criminales del país: asesinatos, violaciones, tráfico de drogas. A lo que se sumaba un bloque reservado a las mujeres y otro edificio que albergaba a los menores. Una verdadera ciudad, compuesta de bloques blancos o beis, que reflejaban el sol durante todo el día y deslumbraban tanto que acababan por acribillar los ojos de motas negras.

Al llegar, Reverdi había temido lo peor. En el momento del registro había visto que las paredes de la oficina de admisión estaban llenas de recortes de prensa relativos a su detención. Los guardias iban a disfrutar destrozando a la «fiera» occidental. Por más que ahora se llamase 243-554, seguía siendo una estrella occidental. Un asesino famoso que se mofaba, simplemente por su renombre, de la autoridad carcelaria.

Pero se había equivocado: la tendencia era a la tranquilidad. Ni siquiera lo habían llevado a la zona de alta seguridad. Por un inexplicable milagro, le daban libertad de movimientos, es decir, libertad para cocerse durante diez horas en ese patio.

Empezaba a creer que tenía allí un ángel de la guarda. Sobre todo cuando había visto su celda. Casi un estudio de cinco metros cuadrados. Paredes recién pintadas en color crema, suelo de cemento donde había enrollada una estera. Todo lo que le gustaba: pureza y desnudez. Incluso había, a la derecha, un tabique bajo revestido de azulejos grises que delimitaba un cuarto de aseo, con ducha y váteres. Ni pintadas guarras, ni agujero en el cemento tapado con un cartón para contener los olores, ni huellas negruzcas en el suelo, indicativas del paso de los presos anteriores. El espacio estaba como nuevo.

Y sobre todo, estaba solo. Ni rastro de hacinamiento humano, de compañeros apestosos haciéndose pajas a su lado, como en el T-5. Ni siquiera otro preso para compartir su palacio. Ese aislamiento no era una medida de seguridad, estaba seguro, sino un verdadero privilegio.

Cuando el guardia le llevó una pastilla de jabón y una toalla, Reverdi le preguntó a quién le debía todo eso. El hombre se encogió de hombros en señal de ignorancia.

– Es el menú europeo.

Una voz acababa de expresarse en francés a su lado. Reverdi volvió la cabeza: un hombre menudo, que se perdía dentro de la camiseta, se había materializado junto a él.

– El queso -añadió- es un pequeño «plus» para los occidentales.

Se sentó al estilo asiático, sobre los talones. Jacques abrió la boca para soltarle un «lárgate» tajante, pero cambió de opinión. El resto de los hombres que estaban en el patio lo observaban. Tamiles de rostro de piel quemada, malayos de tez azafranada, chinos de tonos cobrizos. Llevaba años relacionándose con esas poblaciones. Simplemente pensar en hablarles, en enfrentarse de nuevo a su lengua, a sus manías, a sus prejuicios, hacía que lo invadiera una sensación de cansancio. Un francés supondría un cambio.

Le sonrió sin contestar. El hombre era minúsculo. Reverdi pensó en un pequeño mono gris; de esos que viven en grupo para defenderse mejor en la selva. Su rostro, curtido como el cuero, era horrible. Agrietado, marcado, hundido. Se hubiera dicho que lo habían modelado a golpe de navaja y de puño de hierro. Recordaba a Chet Baker, cantante y trompetista cool, de una belleza lánguida cuando era joven y que poco a poco se había arrugado, apergaminado, hasta ofrecer una cara curvada, de órbitas profundas, aplastada hacia el interior. En el preso se sumaba además la deformidad: tenía labio leporino, y esa hendidura oblicua parecía paralizarle el lado izquierdo del rostro.

– Me llamo Éric -dijo, tendiendo la mano.

Reverdi se la estrechó.

– Jacques.

– No hace falta que te presentes. Ya eres la estrella aquí.

– ¿Hay más franceses?

– Solo nosotros dos. Hay también dos ingleses, un alemán y un puñado de italianos. El cupo europeo acaba ahí. Todos estamos por tráfico de drogas. A la mayoría le ha caído la perpetua. A mí me condenaron a muerte por treinta gramos de heroína, pero la pena ha sido conmutada por veinte años de cárcel. Si nos portamos bien, nos dejarán a todos en libertad al cabo de diez o quince años. Nadie se queja. Cualquier cosa es mejor que la cuerda.

Éric se calló, sin duda lamentando haber mencionado la horca delante de Jacques. Apoyó el culo en el suelo y se puso a limpiarse las uñas de los pies.

– Tenemos suerte de ser franceses. La embajada nos envía un médico todos los meses para comprobar nuestro estado de salud, así que no pueden apalearnos. Los guardias se desquitan con los indonesios o los que no tienen embajada en Malaisia. -Se echó a reír, concentrado en los dedos de los pies-. ¡Se ponen las botas!

Reverdi observaba a un grupo de guardias con uniforme verde oscuro y la porra en la mano, de pie en el patio. Tenían una pinta más sospechosa que los propios presos.

– Háblame de los guardias.

– Hasta el año pasado, todo iba bien. Incluso había bastante tranquilidad. Kanara está considerada una prisión modelo, de esas modernas. Pero en diciembre cambiaron al jefe de seguridad. Un tipo llamado Raman vino con sus muchachos y desde entonces esto es un infierno.

Jacques apoyó la cabeza contra la pared.

– He conocido toda clase de infiernos.

– Raman es un chiflado. Y un corrupto. Está pringado hasta el cuello, pero eso es normal. La originalidad es que es musulmán practicante, rayando en el integrismo, y además pederasta. Todo eso no casa bien dentro de su cabeza de alcornoque. A veces tiene arrebatos de furia increíbles y se desahoga con nosotros. Pero las palizas no son lo peor. Lo peor son los momentos de tranquilidad…, no sé si me entiendes. Por el momento, yo he podido librarme, y prefiero no imaginar lo que pasa en las duchas.

Reverdi sonrió, pensando: «De algo te sirve ser feo». Seguía mirando a los hombres uniformados, que también lo observaban a él. Le parecían inquietos, anormalmente nerviosos.

– Se chutan, ¿no?

– Solo los muchachos de Raman. Se meten coca, ácidos, anfetas… Cuando están con un bajón de yaa-baa, te conviene estar fuera del alcance de su porra.

Desde hacía unos quince años, lo que más abundaba en el Sudeste Asiático eran las anfetaminas. Una de ellas, el yaa-baa, se consideraba una plaga. Era una pastilla pequeña con forma de corazón y sabor de fresa o de chocolate, que destrozaba los circuitos neuronales y provocaba unos ataques de una violencia inaudita. En Tailandia, los periódicos dedicaban con regularidad la primera página a las muertes provocadas por el yaa-baa.

– Pero ya no estamos en la Edad Media -continuó Éric, esforzándose en resultar tranquilizador-. El director de la trena los vigila. Ha habido denuncias. En cuanto lo pillen con las manos en la masa, llevan a ese cabrón con su comando de la picha loca ante el consejo disciplinario. Mientras tanto, contamos los días.

Jacques miraba ahora a los reclusos, que se agrupaban con su bandeja por origen étnico. Encorvados sobre sus dedos pringosos, permanecían en cuclillas, como si estuvieran cagando al mismo tiempo que comían.

– ¿Cada comunidad está en un bloque?

– En principio no. Pero, a base de pasta, los presos consiguen agruparse. Es la tendencia natural, y las autoridades cierran los ojos. Al menor problema, vuelven a separar a todo el mundo. -Se echó a reír-. Una patada en el hormiguero…

– ¿Y los blancos?

– Perdidos en la masa. Los ingleses han conseguido que los pongan en la misma celda. Con los chinos. Los italianos también, con los indios.

Reverdi pensó en su pequeño estudio con cuarto de aseo. Aún no sabía con qué comunidad estaba. A no ser que estuviera, simplemente, en la zona residencial donde se agrupaban los malayos y los ricos han.

– ¿Cada clan tiene su especialidad?

– Los chinos y los malayos siguen viviendo a su manera: los primeros venden de todo, los segundos no dan golpe. Los indios se ocupan de los problemas administrativos; hacen de abogados, redactan cualquier clase de carta por unos ringgits. Los indonesios son los esclavos. Podrías tener uno al día solo a cambio de tu porción de queso. Con los filipinos, la cosa se complica.

– ¿Y el servicio de orden?

– Unos asesinos. Los peores de todos, porque no tienen nada que perder.

Reverdi prosiguió su recorrido visual escrutando, más allá de los edificios centrales, unos grandes cobertizos con el techo de chapa. Éric siguió su mirada.

– Los talleres. Hay uno por bloque. Ya sabes cuál es el principio: nos hacen tener las manos ocupadas para vaciarnos la cabeza. Y nos pagan con latas de sardinas. Pero eso a ti no te afecta; los que están en prisión preventiva no pueden trabajar. -Éric estiró un brazo nudoso-. Pasadas esas barracas, tienes un campo de fútbol. Y más lejos, en los pantanos, unas cabañas sobre pilotes que algunos consiguen construirse comprando el material a los guardias. Algo así como segundas residencias…

– ¿Y aquellos?

Jacques señalaba, a la derecha, tres edificios achaparrados con manchas de humedad.

– El primero es el guian. El «mono». Ahí es donde meten a los que ya no tienen con qué pagarse los «viajes». Si arman demasiado escándalo, Raman los traslada al segundo bloque: la celda de castigo.

– ¿Y el tercero?

– El tercero es… es el… -Éric no se decidía a decirlo, pero Jacques ya había entendido-. El pabellón de los condenados -dijo por fin-. Dentro está la horca. Parece ser que.

Se interrumpió de nuevo. Se concentró en la tarea de inspeccionar las costras que tenía en las plantas de los pies. Reverdi tragó saliva. El corredor de la muerte. Se había jurado no pensar en él y sabía que, con fuerza de voluntad, lo conseguiría. Su nuevo reto: vivir hasta el último segundo desentendiéndose de la muerte.

Levantó la cara hacia el sol y notó deslizarse por su piel la luz ardiente. Sonrió. La sensación. La vida.

– ¿Y qué me dices de las posibilidades de evasión? -preguntó, abriendo los ojos.

– Cero por ciento. Nadie escapa de Kanara.

Pensó en la frase de bienvenida de los guardias de Auschwitz: «Aquí solo hay una salida: la chimenea». En su caso sería la cuerda.

Éric hurgó en la herida:

– Los muros tienen siete metros de alto. Hace dos años, unos tipos consiguieron escalarlos pasando por el tejado de la cantina. Uno se rajó el vientre con los alambres. El otro acabó con las dos rodillas incrustadas bajo las costillas al caer al otro lado. Al último lo atraparon en los pantanos, asfixiado por el cieno. Aquí tienen perros especiales que detectan los olores incluso dentro del agua. Los traen de Estados Unidos. Una especie de perros mutantes, adaptados al sistema carcelario. Pero nunca son suficientemente rápidos; solo encuentran cadáveres.

De pronto, a Reverdi le llamó la atención una escena extraña. A un centenar de metros, a la izquierda, en el ángulo muerto de un edificio, un hombre con la cabeza rapada caminó pegado a la pared, breve sombra sobre el cemento, hasta reunirse con otro preso, un joven de largos cabellos negros, untados con aceite de coco, con una camiseta y unos pantalones cortos tan ceñidos que le marcaban hasta la raya entre los huevos. La criatura andrógina cogió al hombre de la mano y desaparecieron bajo una chapa gris.

– Los thais -dijo Éric-. Se me habían olvidado. Cien ringgits el polvo. Amasan auténticas fortunas para operarse. También puedo ofrecerte titis. Uno de los guardias las trae los viernes durante la plegaria. Si quieres…

– No. Nada de mujeres.

Éric se fijó en que Reverdi llevaba el torso totalmente afeitado.

– A lo mejor lo que a ti te va son los thais -susurró, haciendo una mueca.

– Es por el submarinismo.

– ¿Cómo?

– Lo de afeitarme el cuerpo… es por el submarinismo. El traje se adhiere mejor.

Éric pareció aliviado.

– Si quieres fumar o pincharte, estoy planeando…

– Tampoco quiero droga.

– ¿Un teléfono móvil?

– No.

Éric se calló, perplejo. Reverdi le hizo una pequeña concesión para no enemistarse con él:

– Cuando quiera algo, me dirigiré a ti.

Éric le obsequió con la mejor de sus sonrisas: un teclado de piano con teclas blancas y negras. Se puso de pie con la expresión satisfecha del negociante que acaba de firmar un contrato.

En ese momento, otra voz se dirigió a Reverdi:

– Jumpa.

Un guardia permanecía en pie delante de él. Jacques se levantó, sorprendido. Jumpa: no habría imaginado que oiría esa palabra antes de que pasara mucho tiempo.

Significaba simplemente «visita».

9

En cuanto entró en el locutorio, supo que se encontraba ante su ángel de la guarda.

Un chino de unos treinta años, enfundado en un traje caro. Bajo y muy gordo, respondía a los embates de los trópicos con un sudor brillante que lo cubría como una fina película de barniz. En la mano derecha llevaba una cartera de piel roja. Su brazo izquierdo, doblado, sujetaba un cartón de tabaco, unas tabletas de chocolate y unas revistas. No cabía duda, era su ángel de la guarda.

El guardia lo empujó a través de la sala. Le habían puesto para la ocasión cadenas de hierro en las muñecas y los tobillos. Tenía la impresión de estar interpretando un papel -el de asesino sanguinario- en el que no creía. Las cadenas, el fusil de repetición del guardia, la cadencia marcial de los pasos: todos esos detalles convencionales le parecían falsos; folclore, nada más. Si de repente le hubiera dado a Reverdi por jugar la carta de la realidad -estrangular al guardia con las cadenas, por ejemplo-, el hombre habría muerto antes de haber puesto el dedo en el gatillo del fusil.

El locutorio era una sala larga y estrecha con ventiladores colgando del techo. Había varias mesas con sillas a los dos lados. El sol penetraba por unos tragaluces, y sus finos rayos se quebraban en las esquinas como láseres luminiscentes.

El chino dejó los objetos que llevaba en las manos y avanzó con decisión.

– Me llamo Wong-Fat y soy su abogado -dijo en inglés, sin decidirse a tender la mano ante la visión de las cadenas-. Pero llámeme Jimmy, por favor. Es mi nombre de pila inglés.

– Yo no he pedido a nadie.

– Me han nombrado de oficio -repuso el abogado, abriendo los brazos para indicar que era algo evidente.

En ese instante, Reverdi sintió que el abatimiento lo invadía. La idea de la comedia que se avecinaba -interrogatorios, careos, reconstrucción de los hechos, luego la mascarada del juicio, con los magistrados malayos tocados con peluca blanca- casi le hacía lamentar que el linchamiento de Papan se hubiera visto frustrado.

Wong-Fat señaló al guardia una mesa. Este sentó a la fuerza a Reverdi y enganchó las cadenas de manos y pies a una anilla clavada en el suelo. Mientras tanto, el chino se instaló al otro lado de la mesa después de haber trasladado hasta allí la cartera, las tabletas de chocolate y el cartón de tabaco.

Reverdi observaba a su interlocutor: un hijo de papá, se dijo, atiborrado de tortitas americanas y de tallarines fritos. Sus manos rechonchas estaban cuidadísimas. Bajo la chaqueta, una camisa de Ralph Lauren lo ceñía como la piel de un salchichón. Apestaba a un perfume chic y viril, del que debía de haberse puesto medio frasco. Con su tez amarilla, hacía pensar en una figurita de cera aromática. Jacques acabó por sonreír: su abogado parecía una vela de Navidad.

El guardia retrocedió hasta la puerta con el arma en la mano. Wong-Fat esperó a que estuviera a bastante distancia para empujar los objetos hacia Reverdi.

– Regalos.

Reverdi no dijo nada. Ni siquiera bajó los ojos. El chino añadió, sin dejar de sonreír:

– Espero que le guste su celda. Esos imbéciles querían ponerlo en la zona de alta seguridad.

Reverdi continuó impertérrito. Wong-Fat dio unas alegres palmadas, como para indicar el inicio de la sesión. Colocó con precaución la cartera ante sí, acarició la solapa de piel gastada y finalmente, presionando con los pulgares, abrió los cierres dorados.

Por la manera en que había efectuado ese pequeño ceremonial, Jacques suponía el cariño que el chino le tenía a su cartera, un objeto que seguramente lo había acompañado durante todos sus estudios. Colegios privados en Kuala Lumpur. Facultades inglesas. Regreso a KL, donde papá debía de haberle proporcionado una clientela rica e internacional. En tal caso, ¿por qué era abogado de oficio?

– Voy a hablarle con franqueza -comenzó, lanzando una salva de perdigones-. Su caso no pinta bien. Nada bien. Aquí tengo el atestado de la policía de Mersing. Afirman haberlo sorprendido junto al lugar del crimen. También tengo una copia del informe de la autopsia, un documento redactado por los mejores patólogos de Malaisia. Encontraron veintisiete cuchilladas en el cuerpo.

Jacques continuaba en silencio. Desde que estaba sentado, no se había movido ni un milímetro.

– Describen con todo detalle las heridas y hablan explícitamente de «salvajada», de un «ensañamiento patológico».

El abogado se interrumpió, en espera de una reacción por parte de su interlocutor que no se produjo. Sacando de la cartera otro fajo de papeles, prosiguió:

– He recibido también los resultados de los análisis realizados por el Government Chemistry Department de Petaling Jaya y son demoledores. Las huellas que hay en el cuchillo son suyas. La sangre tomada de sus huellas en el suelo y de su piel pertenece a la víctima… -Cogió otros informes-. Y están, por supuesto, los pescadores de Papan, pero me comprometo a rechazar su testimonio, pues ellos están también encerrados por intento de linchamiento. -Apoyó su mano regordeta sobre el conjunto de los documentos-. Resumiendo, hay muchas pruebas acusatorias, Jacques. Puedo llamarlo Jacques, ¿verdad?

Al no obtener ninguna respuesta, repitió, dejando finalmente de sonreír:

– Muchas. Desde ese punto de vista, no hay manera de demostrar su inocencia.

Reverdi percibía en la voz la actitud del jurista, una especie de excitación. Ese tipo no estaba ni asqueado ni horrorizado por el crimen a cuyo autor tenía que defender. Al contrario, el caso parecía fascinarlo. Jacques tuvo una intuición: Wong-Fat se había presentado voluntario para tener la oportunidad de conocer al «monstruo».

– Solo hay una salida: alegar demencia. Es la única manera de evitar la pena capital. Será internado de por vida, pero, si presenta indicios de recuperación, es posible que, con unos buenos informes de expertos, lo dejen en libertad al cabo de unos diez años.

Reverdi seguía sin abrir la boca. El chino tosió antes de continuar:

– En ese sentido, el pequeño acceso que sufrió en Papan es muy positivo, así como su estancia en Ipoh. Lástima que no haya seguido allí. -Apretó el puño-. Si pillara al idiota que lo ha dejado salir…

– He sido yo.

El sonido de la voz sobresaltó a Jimmy.

– Yo he pedido ser trasladado a Kanara.

– No lo sabía… Es una verdadera pena… Para alegar…

– No alegaré locura. No estoy loco.

Wong-Fat se echó a reír, revolcándose literalmente sobre la mesa. De repente parecía un mal alumno descarado.

– ¡Pero es la única forma de evitar la horca!

– Oiga -dijo Reverdi, que seguía sin mover ni un eslabón de la cadena-, no pienso volver a Ipoh. No necesito ningún tratamiento.

El chino frunció el entrecejo.

– ¿Y qué quiere hacer? ¿Declararse culpable?

– No.

– ¡No pensará defender su inocencia!

– No haré nada. No diré nada. Que la justicia malaya haga su trabajo. Eso no es cosa mía. Además, no contestaré a ninguna pregunta.

Jimmy hizo tamborilear los dedos sobre su vieja cartera; no se esperaba aquello. Su nuez se movía como la bola de un boliche. Miró a Reverdi de soslayo, luego lo intentó de nuevo:

– De momento, debe prometerme una cosa. -Había adoptado un tono confidencial-. No debe dejar que nadie se le acerque, y mucho menos los funcionarios de la embajada de Francia. Querrán nombrar un consultor, un abogado francés que se inmiscuirá en el caso. Eso sería muy perjudicial para usted. Los jueces malayos son susceptibles.

Jacques callaba, pero ese nuevo silencio podía interpretarse como un asentimiento.

– Y por supuesto -prosiguió el abogado-, nada de periodistas. Ninguna declaración, ninguna entrevista. Hay que estar lo más quieto posible, ¿comprende?

– Acabo de decírtelo. No hablaré. Ni con el juez, ni con los periodistas, ni contigo.

Wong-Fat se puso tenso. Reverdi cambió de tono:

– A no ser que tú me digas algo.

– Perdón…

– Si quieres confidencias, primero debes hacerme alguna tú.

– No comprendo lo que…

– Chisss… -susurró Reverdi, colocando un dedo sobre sus labios. Por primera vez las cadenas tintinearon.

El chino rompió a reír. Una risa demasiado fuerte, exagerada, señal evidente de incomodidad.

– ¿Naciste en Malaisia?

Jimmy asintió con la cabeza.

– ¿En qué provincia?

– En Perak. En las Cameron Highlands.

Reverdi había conocido a un Wong-Fat en las Cameron Highlands. ¿Sería posible que el azar…?

– ¿A qué se dedica tu padre?

– Tiene un criadero.

– ¿De mariposas?

– Sí. ¿Cómo lo sabe?

Reverdi sonrió.

– Conozco a tu padre. Durante un tiempo le compré productos.

El chino parecía totalmente desconcertado.

– ¿Qué… clase de productos?

– Las preguntas las hago yo. ¿Tú creciste allí, en el bosque?

– Hasta los quince años -respondió Jimmy de mala gana-. Después me fui a estudiar a Inglaterra.

– ¿Y cuándo volviste a tu país?

– A los veinte años. Para acabar derecho en Kuala Lumpur.

– ¿Y después?

– Regresé a mi casa, a las Cameron Highlands.

Esa vuelta al campo sonaba raro. Las Cameron eran una región elevada, muy apreciada por la alta sociedad de Kuala Lumpur, pero solo para pasar el fin de semana. Jacques no se imaginaba al abogado enterrándose en el bosque.

– Es mi región natal -añadió Jimmy, como si adivinara el escepticismo de su interlocutor.

A Reverdi se le ocurrió otra idea. Ese adolescente tardío le parecía cada vez menos claro.

Viajas por la región?

¿Por la región?

– ¿Visitas los alrededores de las Cameron Highlands?

– Sí y no. Los fines de semana.

Jacques notó un olor extraño. Un toque ácido planeando sobre el perfume del chino. El olor del miedo.

– ¿Adónde vas? insistió.

– Al norte.

– ¿A la frontera con Tailandia?

Jimmy se retorcía en la silla. El olor comenzaba a identificarse. Moléculas de angustia flotaban en el aire.

– ¿Por qué allí? -remachó Reverdi.

– Para… para cazar mariposas.

– ¿Qué clase de mariposas?

Jimmy no respondió.

¿Pequeños pubis graciosos y calientes? -sugirió Reverdi.

– ¿Cómo? No… no comprendo qué quiere decir… Es absurdo.

El chino cerró la cartera temblando. Jacques miró sus manos rollizas y tuvo una visión: el tipo gordo, más joven, tocándose en los cobertizos de papá, rodeado de mariposas, de escarabajos, de escorpiones, recogiendo su placer a la chita callando, entre el hormigueo de los insectos. Ahora que lo había visualizado, supo que estaba en sus manos; el chino era prisionero de su mente.

– Desde los años noventa y el surgimiento del sida -dijo-, los malayos hacen traer vírgenes a la frontera tailandesa. Por lo que sé, se puede desvirgar a una niña por quinientos dólares. No es mucho para un ricachón como tú.

– Está loco.

Wong-Fat se levantó, pero Reverdi lo agarró de una muñeca y lo obligó a sentarse de nuevo. El gesto había sido tan rápido que el guardia no tuvo tiempo de intervenir.

– Dime que no es verdad -susurró Jacques-, que no vas todos los fines de semana a tirarte niñas. A Keroh, a Tanah Hitam, a Kampong Kalai. Debes de pasártelo en grande. Sí, qué gusto follarse esos coñitos sin preservativo, ¿eh?

El abogado permaneció en silencio. Sus ojos huían, buscando un refugio en el suelo. Lentamente, Reverdi le asió la mano y dijo en voz baja:

– No debes arrepentirte de nada. Nunca.

El chino alzó los ojos. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.

– ¿Conoces esta frase de Rinzai Roku? «Si te encuentras con Buda, mátalo; si te encuentras con tus padres, mátalos; si te encuentras con tu antepasado, mata a tu antepasado. Solo entonces quedarás liberado.» Debes asumirlo todo. No sentir vergüenza jamás, ¿comprendes?

Vio brillar un destello de esperanza en las pupilas de Jimmy. Era eso lo que había ido a buscar: la complicidad con el mal.

Jacques dejó pasar un minuto en completo silencio para que se recobrara; luego dijo:

– Ahora me toca a mí.

El chino se revolvió en la silla. Parecía aliviado de no estar ya en el punto de mira.

– Levántate y ponte detrás de mí.

Con muchos titubeos, Wong-Fat obedeció. El guardia se irguió; observaba la escena con atención. Jimmy le hizo un gesto tranquilizador.

– Mírame la nuca.

Notaba el aliento entrecortado, jadeante, del hombre a su espalda. Percibía el olor penetrante y viscoso de su transpiración. Por contraste, saboreaba su propia sequedad. Su piel no sudaba. Su pelo, cortado al cepillo, no se adhería. Él pertenecía al mundo mineral.

– ¿Qué ves?

– Un… una marca.

– ¿Qué clase de marca?

– Una especie de cicatriz en la que no crece el pelo.

– ¿Qué forma tiene esa cicatriz?

Silencio. Imaginaba al chino inclinado sobre su nuca, escogiendo cuidadosamente las palabras.

– Yo diría que es… un bucle, una espiral.

– Ven a sentarte.

Jimmy regresó a su asiento, más calmado. Reverdi adoptó un tono grave, el que utilizaba cuando daba clases de inmersión en apnea:

– No es una cicatriz, por lo menos no en el sentido en que tú la entiendes. No ha habido ninguna herida externa. Es una calva.

– ¿Una calva?

– Después de un choque psicológico, en una zona del cráneo los cabellos no vuelven a crecer. La piel conserva la marca del trauma.

– ¿Qué… qué trauma?

Reverdi sonrió:

– Esa confidencia no toca desvelarla hoy. Lo que debes entender es que cuando era pequeño me sucedió algo. Desde que sufrí ese choque, tengo ese dibujo inscrito en la piel. Un bucle que recuerda una cola de escorpión.

El chino estaba boquiabierto. Ya no movía la nuez; no se acordaba de tragar saliva.

– Cualquier otro se habría dejado el pelo largo para esconder esa marca. Yo no. Una herida solo nos debilita si la escondemos.

Wong-Fat seguía mirándolo. Parpadeaba muy deprisa, como si una luz lo deslumbrara.

– Mi herida no es un signo de debilidad. Ni una imperfección. Es un signo de poder que todo el mundo debe ver y aceptar. No escondas nunca nada, Jimmy. Ni tus deseos ni tus pecados. Tu vicio, tu atracción por las vírgenes, es tu huella en el mundo.

Reverdi hizo otra pausa; Jimmy estaba en éxtasis. Después añadió en un tono menos solemne, barriendo el aire con las cadenas:

– Si quieres ser mi amigo, extirpa la vergüenza de tu corazón. Y no vuelvas a adoptar ese tono condescendiente conmigo. No vuelvas a explicarme las leyes de tu país. Antes de que tú echaras a andar, yo ya me sumergía con pescadores clandestinos en las aguas de Penang. Y sobre todo, no vuelvas a hablarme de demencia. Warden! (¡Guardia!) -gritó Jacques antes de añadir con amabilidad, como si le tendiera un mango abierto-: Puedes llevarte el tabaco. No fumo.

10

No había encontrado lo que buscaba en su biblioteca.

Ahora estaba probando suerte en los archivos de Le Limier.

Era un lugar inmenso, laberíntico. El grupo editorial propietario del periódico había comprado varias colecciones de periódicos que se remontaban hasta principios del siglo xx. Esos pasillos forrados de armarios metálicos tenían aspecto de albergar contratos de seguros o expedientes de la Seguridad Social, pero en realidad escondían buena parte de los crímenes de la humanidad: asesinatos, violaciones, incestos. Todas las vilezas imaginables estaban allí, cuidadosamente clasificadas por años, números y categorías.

Marc había ido a trabajar allí con frecuencia, sobre todo cuando redactaba la sección «Los casos negros de la historia», unas páginas de Le Limier dedicadas a los crímenes del pasado. Al lado de los archivos propiamente dichos, había una sala de trabajo con varias mesas y una máquina de café. Una verdadera biblioteca.

Pero el elemento clave de toda búsqueda era el archivero, Jérôme, que parecía haber sido comprado junto con el material. Marc no sabía cuál era su apellido. El hombre se expresaba como si hubiera vivido personalmente todos los procesos y las investigaciones recogidos allí. Ni un nombre, ni una fecha se le escapaba. Físicamente, rozaba la caricatura. Sin edad, sin ningún signo distintivo, llevaba en todas las estaciones varios jerséis superpuestos. Un milhojas de lana y nailon. Al preguntarle Marc por lo que le interesaba. Jérôme lo había orientado sin la menor vacilación.

Mientras recorría los pasillos de hierro ese lunes por la mañana, Marc pensaba en el fin de semana que acababa de pasar. No había parado de pensar en Jacques Reverdi. Asesino compulsivo. Fiera salvaje. Seductor. Hombre de mujeres… Las palabras pronunciadas por Erich Schrecker y la pequeña camboyana no se le iban de la cabeza. Seguramente tenían razón, pero estaba convencido de que, por el momento, nadie sabía la verdad sobre el hombre y sus actos.

El viernes había escrito deprisa y corriendo otro artículo desarrollando el caso de 1997 en Camboya. Pero ya le tenía sin cuidado escribir algo interesante o encontrar una primicia para Verghens. Una convicción se afianzaba en él de forma inexorable. Jacques Reverdi era una encarnación del Mal que perseguía un fin secreto. Uno de esos diamantes puros que Marc llevaba tanto tiempo buscando. Un asesino que, gracias a su práctica espiritual, tenía una visión real de su neurosis y podía mostrar, como si se tratara de una transparencia, el rostro del crimen.

Durante dos días se había encerrado en su estudio y había estudiado una vez más la documentación. Recortes de prensa, fotografías, biografías, sitios de internet: no había pasado nada por alto. Podía recitar de memoria pasajes enteros de esa literatura. Sin embargo, todos esos hechos, datos, comentarios y elogios databan de la época «positiva» de Reverdi. En cuanto a la entrevista de Pisaï, era como una balsa de aceite.

El domingo por la noche, agotado tras cuarenta y ocho horas de búsqueda estéril, había llegado a la conclusión de que debía ver urgentemente al asesino. Conseguir por todos los medios que le concediera una entrevista.

Era la única manera de averiguar algo.

Se le había ocurrido una idea, todavía vaga, que merecía una pequeña investigación. Marc se detuvo en otro pasillo: acababa de dar con el armario que buscaba. Descorrió la puerta y cogió un número antiguo de Le Limier. Allí mismo, de pie, hojeó el periódico hasta encontrar el artículo que quería releer.

Era un artículo sobre la correspondencia mantenida entre presos y personas de fuera de la cárcel. Marc no era un especialista en el tema; solo sabía que los asesinos en serie recibían mucho correo: insultos, exhortaciones al arrepentimiento y cartas de compasión, así como poemas, declaraciones de amor, discursos de admiración…

Leyendo el artículo, recordó las cifras y los hechos. Un asesino como Guy George había recibido hasta cíen cartas al día durante el juicio. Más alucinante todavía: los asesinos norteamericanos creaban sitios en internet, donde se presentaban (Charles Manson tenía un sitio muy completo), vendían fotos dedicadas e incluso cuadros, dibujos, textos y poemas de su cosecha.

Pero el reportaje no hablaba solo de los famosos. Todos los presos mantenían contactos. La correspondencia en prisión era un universo en sí misma. Una esfera de intercambios, organizada casi siempre por asociaciones caritativas especializadas con nombres como El Correo de Bovet, Genepi o Amistad sin Rostro. De este modo circulaban miles de cartas. Las organizaciones siempre aconsejaban a los voluntarios, como medida de prudencia, utilizar un seudónimo y poner la dirección de su sede social. Los anuncios por palabras en los periódicos también eran legión. La sección «Sentimientos en la sombra» del semanario L'Itinérant, por ejemplo, publicaba peticiones de presos simplemente de una mujer con quien cartearse, de una compañera o del alma gemela.

El alma gemela.

Ese era el tema que le interesaba a Marc. Los idilios que se habían vivido gracias a esos contactos eran innumerables. Dos cifras resumían la situación: el noventa por ciento de los que escribían desde la cárcel eran hombres y el ochenta por ciento de los que escribían desde fuera eran mujeres. Las cartas tomaban enseguida un giro amoroso y a veces conducían a un final feliz: boda a la salida de la cárcel o dentro del centro penitenciario.

Había amor.

Había también sexo.

Las que escribían a los reclusos debían de esperar ver aparecer, explícitamente o entre líneas, los fantasmas de estos. Para los presos, la relación epistolar se convertía en un sucedáneo del acto físico.

Marc seguía leyendo con la mente en ebullición. Recordaba que el periodista revelaba algunos patinazos en este terreno. Los reclusos son presas fáciles; tipos duros, criminales que desconfían de todos, pero a la vez hombres enfermos de aburrimiento y de soledad.

Encontró las anécdotas. En Francia, una mujer había «inflamado» a un preso a golpe de cartas sensuales y lo había empujado a revelar sus propios fantasmas. Ese juego pornográfico había alarmado a la administración penitenciaria, que acabó descubriendo que la mujer estaba casada y escribía las cartas con su marido: dos viciosos que se excitaban leyendo las respuestas.

En Estados Unidos, esos engaños tomaban un giro más lucrativo. En cárceles de California y Florida, varios presos habían mantenido una correspondencia amorosa cuya temperatura subía de carta en carta. Sus parejas enseguida les habían propuesto mandarles fotos sugerentes de ellas a cambio de dinero. Los tipos habían pagado y derramado sudor y esperma ante esas fotografías de mujeres a las que creían conocer. En realidad, esas confidentes no existían; se trataba de una simple red de pornografía, dirigida por unos listillos a los que se les había ocurrido esa idea para hacer más atrayentes -y más rentables sus fotos estándar.

Tipos duros, criminales.

Pero a la vez hombres enfermos de aburrimiento y de soledad.

Marc dobló el periódico y se dirigió hacia la fotocopiadora. Oía la voz de Pisaï: «Hombre de mujeres. Si quiere entrevista, mande compañera». Llegó donde estaba la máquina y empezó a fotocopiar el artículo, página tras página, sin siquiera bajar la tapa.

Mientras la luz del flash le pasaba por la cara, trazaba un plan. De pronto, unas sílabas acudieron a su mente.

Élisabeth.

Ese era el nombre que elegiría.

11

Jadiya tenía un truco para los castings: la filosofía.

Durante esas esperas en salas que apestaban a colillas y a perfumes mezclados, entre risas contenidas y secreteos, ella repasaba sus clases. Cuando la aparcaban junto con las demás en una habitación sin ventanas ni muebles, salvo varias filas de sillas desvencijadas, recitaba los Tres Conocimientos de Spinoza. Cuando la sometían al habitual examen anatómico, repasaba la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel. Y cuando le pedían que diera unos pasos por el despacho del director del casting, pensaba en la voluntad de poder de Nietzsche. En esos momentos, concentrarse le permitía olvidar que era carne tibia y nada más que eso. Aunque esa carne aspirara a convertirse en la más cara de París.

Aquel día reflexionaba en un capítulo de su tesis doctoral, que trataba sobre la prohibición del incesto. En su obra Las estructuras elementales del parentesco, Claude Lévi-Strauss constataba que el único rasgo común entre las sociedades humanas y animales, el único punto de convergencia entre naturaleza y cultura era la prohibición del incesto. Una ley social que era asimismo universal.

Jadiya sentía un interés especial por ese análisis. Porque el etnólogo se equivocaba: parecía ignorar que algunas de las sociedades antiguas más ilustres habían alentado las relaciones consanguíneas. En las dinastías egipcias, por ejemplo, había matrimonios entre hermano y hermana, entre madre e hijo. Era una forma de preservar la sangre sagrada de los reyes. Se le ocurrían más ideas sobre ese tema, pero no tenía nada para escribir. Suspiró, cerró el libro y paseó la mirada por las chicas que la rodeaban.

La comunidad habitual se hallaba presente: las Anoréxicas Asociadas, las Bimbos Bohemias, las Golondrinas del Este… Como siempre, tuvo un destello de lucidez: ¿qué hacía ella allí? La respuesta era simple: la pasta. Si una era una jovencita de veintidós años de ascendencia argelino egipcia, se había criado en el barrio de La Banane, en Gennevilliers, y medía, pese a una crianza basada en un régimen exclusivo de pasta, un metro setenta y nueve para cincuenta y nueve kilos de peso, no había que dudarlo: debía probar suerte. La idea de ganar miles de euros gracias a su contorno de caderas o a su mirada oscura sí que la llenaba de orgullo. No estaba dispuesta a desperdiciar esa oportunidad.

Maquinalmente, hojeó su book financiado por la agencia Alice, que la apoyaba en su cruzada. Las fotos no mataban… ¿O sería el tema en sí? Esa chica de tez mate y cabello moreno, que se esforzaba en tener un aire natural sobre el papel brillante. Con todo, a Jadiya le gustaba su aspecto. Llevaba su piel tostada como si fuera una gran pieza de tela, tornasolada y sedosa, en la que se envolvía soñando con el desierto. Le gustaba ese rostro anguloso, extraño, que le había hecho pasar por un adefesio durante su infancia y cuya belleza había emergido en la adolescencia como una isla volcánica en un mar grisáceo. Pero sobre todo le gustaba su mirada, ligeramente asimétrica, de pupilas negras rodeadas de oro y sumergidas bajo unas pestañas espesísimas. A veces, por la mañana, cuando se miraba en el espejo, le asaltaba una pregunta: ¿cómo había podido París prescindir de ella hasta entonces?

Aquel día sentía cierta desazón. ¿La angustia del casting? No. Llevaba por lo menos treinta y estaba blindada. ¿Incomodidad ante las otras chicas? Tampoco. Estaba acostumbrada a la compañía de esas malas pécoras espléndidas que te calaban al primer golpe de vista. Había otra cosa. Un detalle subliminal que la inquietaba profundamente. Pasó revista a las candidatas y le llamó la atención una rubia de cabellos lisos y belleza irreal, una especie de ángel anémico.

Jadiya pensó en esos personajes de ciencia ficción, pálidos, que buscan un nuevo planeta porque el suyo está perdiendo energía. Bajo la curva etérea de las cejas, se fijó en una estrella azul: la pupila. Un signo de cobalto que evocaba un rasguño, una herida celeste.

Su sensación de náusea se intensificó. Era esa rubia la que la descomponía. Identificó las señales de alerta bajo el maquillaje: las ojeras, la nariz húmeda, los párpados caídos. «Drogadicta», se dijo Jadiya. Una toxicómana a unos centímetros de ella, observándola sin verla entre dos tics de los labios.

Jadiya volvió la cabeza e intentó concentrarse de nuevo en el libro, pero era demasiado tarde. Los recuerdos ya habían comenzado a afluir a su mente.

La Banane de Gennevilliers.

El F3 atravesado por los gritos.

Las llamadas desesperadas a SOS Médicos.

Y sus padres.

La larga historia de sus padres envenenada por la heroína.

La droga había sido su cuna.

El lecho de sus orígenes.

No habría sabido decir con exactitud cuándo y cómo había tomado conciencia de ello. Era una verdad, una enfermedad que se le había revelado poco a poco. A los cinco años había tenido que acostumbrarse a las comidas irregulares, a las esperas interminables en el patio del colegio. Había tenido que adaptarse al reloj misterioso que parecía regir su vida familiar. Un reloj de agujas blandas que instauraba un tiempo, una sucesión sin ninguna lógica. Sus padres cenaban a las dos de la madrugada, desaparecían varios días, volvían para dormir veinticuatro horas seguidas.

Pero, sobre todo, había tenido que dominar el miedo. La amenaza permanente de los ataques, los accesos de ira, los golpes. Una violencia imposible de prever, que se abatía sin ninguna explicación. Siempre con esa convicción confusa de que el origen del mal estaba en otro sitio. Al crecer, Jadiya acabó por entenderlo: la causa de todos esos disgustos era la «enfermedad» de papá y mamá. Esa afección que los obligaba a ponerse inyecciones, a salir de noche con urgencia y a veces a quedarse en el hospital varias semanas.

Jadiya tenía nueve años. Empezó a ver a sus padres de otro modo. Olvidó sus miedos, sus rencores, sus enfados silenciosos para sentir una soledad universal. Las palizas y los insultos no eran justos, sobre todo los que recibía su hermano, de cuatro años, y sus dos hermanas, de seis y siete años respectivamente, pero nadie tenía la culpa. Sus padres estaban presos; estaban infectados y no eran realmente verdaderas «personas mayores».

Jadiya había tomado las riendas de la situación. En su condición de hija mayor se convirtió, para el hogar, en la fuente de regularidad que ella no había conocido nunca. Ella era la que iba a buscar a sus hermanos al colegio, la que les preparaba la comida, la que los ayudaba a hacer los deberes y les leía un cuento antes de que se durmieran. Ella firmaba los boletines escolares, rellenaba los formularios de solicitud de asistencia social, administraba todo lo que había para leer y escribir en casa. No tardó en ser ella -a los diez años- la que iba a buscar a la otra punta de Gennevilliers las dosis de sus padres, igual que otros niños bajan a comprar una barra de pan.

Se hizo una experta. Sobre todo en preparar los chutes. Disolver la heroína en agua. Calentar la mezcla para purificarla. Añadir una gota de limón o de vinagre para diluir mejor la droga. Pasarlo todo a la jeringuilla filtrándolo a través de un pedazo de algodón para que no se introdujera nada de polvo. Otros niños aprenden la receta del bizcocho y ella aprendió la de la heroína. O la del crack, según las temporadas.

Se veía como una enfermera. Estaba obsesionada con la asepsia. No paraba de limpiar el cuarto de baño, la cocina, los lavabos… Lo desinfectaba todo con alcohol, se las arreglaba para conseguir varias jeringuillas de más en la farmacia. También sabía dónde pinchar a sus padres. Desde hacía tiempo, las venas de sus brazos estaban demasiado duras para soportar la aguja. Cicatrices, costras, abscesos… Había que encontrar otros puntos donde inyectar intramuscularmente: en un pie, bajo la lengua…

El jardín secreto de Jadiya comenzaba a las once de la noche, cuando había terminado todas las tareas familiares. Solo entonces se ponía a hacer los deberes. Era su actividad preferida. Todavía recordaba sus cuadernos coloreados, el deslizarse de la estilográfica por las páginas de cuadrícula azul. La única satisfacción de su vida. El oasis en la pesadilla.

Pasaron los años. La situación se agravó. A los doce años, Jadiya había comprendido que la palabra «droga» era exactamente lo contrario de la palabra «esperanza». Con la heroína solo se podía descender, ir a la deriva, hundirse… hasta la muerte. Las estancias en el hospital se sucedieron. Cada vez más a menudo. Por suerte, su madre y su padre nunca estaban internados al mismo tiempo. Si no, los cuatro niños habrían sido ingresados en hogares infantiles. Cuando uno de los padres volvía de una cura de desintoxicación, había una breve tregua. Pero la enfermedad aparecía de nuevo… y la locura se agravaba.

A los catorce años, Jadiya vivía una carrera contra el reloj. Solo le faltaban cuatro años para ser mayor de edad. Todas las mañanas rezaba para que sus viejos no murieran o se volvieran locos antes de esa fecha. Ya se había informado de lo que tenía que hacer para convertirse en la tutora de sus hermanos. Estaba preparada. Ni un solo día había dudado de que aquello desembocaría en una catástrofe. Pero imaginaba un deterioro progresivo, una lenta extinción.

Le tocó en suerte un apocalipsis.

Tenía dieciséis años. Acababa de empezar el bachillerato de letras. Era otoño, pero todavía en la actualidad seguía negándose a recordar la fecha. Esa noche, cuando dormía, la pesadilla se hizo realidad. De repente tomó conciencia de un olor muy intenso, un olor a fuego que siempre la había obsesionado y que ahora estaba allí, muy cerca de ella. Cuando abrió los ojos, no vio nada. Una masa negra llenaba la habitación. Sin entender lo que pasaba, murmuró: «Los ceniceros», e inmediatamente supo que sus padres estaban perdidos.

Jadiya se levantó de un salto y, a tientas, zarandeó a sus hermanos, que dormían al lado de ella. Sus cuerpos estaban inanimados, como si hubieran pasado directamente del sueño a la muerte. Jadiya gritó, les pegó, los levantó y logró arrancarlos de la asfixia. Abrió la ventana y les ordenó que se quedaran allí, respirando, sin moverse.

Salió y se adentró en las tinieblas del pasillo. Apoyándose apenas en las paredes ardientes, avanzó a tientas hacia «su» habitación. Se tambaleaba, su cuerpo temblaba al calor, pero su voluntad era firme. Ya no estaba en el tiempo presente, estaba en el futuro. Se juraba, en lo más profundo de sí misma, no dejar nunca a los suyos, a los «pequeños».

¿La puerta estaba realmente roja, incandescente, como en su recuerdo? No. Eso era una deformación de su memoria. Además, la había abierto empujándola con un hombro, sin siquiera quemarse. En cambio, en el interior, las llamas se retorcían formando círculos furiosos. Sentado en la cama, su padre ardía vivo, aparentemente indiferente al fuego que le consumía la cara. Permanecía inmóvil, con los brazos abiertos, delante de una jeringuilla. Sobredosis. Un cigarrillo encendido había hecho el resto.

Jadiya buscó a su madre. La vio acurrucada junto a su marido, con los cabellos crepitantes. Se dijo: «No han sentido nada, no han sufrido», y justo en ese momento sus cuerpos se desplomaron, se hundieron en el interior de la cama y perdieron toda materialidad. Tal vez no era sino una alucinación, otra deformación de las lágrimas y de las llamas… Como esa última imagen que atormentaba su memoria: un brazo de su padre desprendiéndose del cuerpo y cayendo al suelo, como un tronco al fondo de la chimenea.

Cuando se despertó, estaba tendida en la cama de un hospital y respiraba a través de una mascarilla translúcida. Un médico le hablaba en tono afectado. Sus hermanos se habían salvado, pero tenía que ir a reconocer los cuerpos de sus padres. ¿No era ella la mayor? Dos días más tarde, abrieron delante de ella un cajón refrigerado. Permanecían abrazados; había sido imposible separarlos, eran dos masas negruzcas pegadas por una red de fibras fundidas.

Ante aquellos restos carbonizados, Jadiya rompió a llorar. Un auténtico ataque de nervios. La sacaron de allí, la consolaron, la cubrieron de palabras reconfortantes. Pero era odio lo que la invadía. La rabia y la amargura acumuladas desde hacía tanto tiempo por fin habían estallado. Una furia multiplicada frente a esas formas irreconocibles. Continuaban unidos al margen de todo juicio, de toda acusación. Los dejaban solos en el mundo y continuaban eludiendo sus responsabilidades. ¡Malditos cabrones! Se calmó en el pasillo del depósito de cadáveres. Todavía recordaba la voz del médico. Solo eso; su cara no. Una voz suave, que la exhortaba a la calma. De nuevo ese tono de mierda. Y la vanidad de las palabras.

Creyó que había acabado con los dos monstruos. Se equivocaba. El psicólogo se lo advirtió: un choque así -hablaba de un «hematoma del afecto»- no se supera fácilmente. Tenía razón. Sin ella saberlo, el fuego la había alcanzado. Para empezar, se había quemado. Y ni siquiera se había dado cuenta. Durante mucho tiempo, una piel de tortuga, con pliegues minerales, le cubrió el antebrazo izquierdo. Pero también se había quemado por dentro. Todas las noches, el fuego resurgía. Su padre la miraba con las pupilas incendiadas. Y su brazo caía una y otra vez, destrozándole los sueños, desgarrándole el vientre. Nadie lo veía, pero se quemaba viva. Durante años, Jadiya estuvo convencida de que pertenecía a una generación postatómica, como los contaminados de Hiroshima, cuyos genes estaban chamuscados y que solo podían producir cánceres y niños-monstruos.

El fuego provocó otros estragos. Ella tenía dieciséis años; no podía obtener la custodia de sus hermanos. Presentó una solicitud de mayoría de edad anticipada; se la denegaron. Acabaron en diferentes hogares. Jadiya no se dio por vencida; todos los fines de semana iba a Trappes, donde vivía su hermano, y luego a Melun, donde sus hermanas la esperaban. No sirvió de nada. Al cabo de dos años, cuando por fin tenía dieciocho, se habían convertido en unos extraños. Sin reconocerlo explícitamente, todos se daban cuenta de que esas entrevistas solo les traían malos recuerdos. Las palizas. La droga. El incendio. Y los dos torturadores que habían destrozado su infancia.

Jadiya los abandonó a su destino. Por su bien. Aunque eso no los había llevado a nada bueno. La última vez que había visto a Samir, su hermano, fue en el locutorio de la prisión de Fresnes, donde había sido encarcelado por un robo en un hospital. Durante toda la visita, él solo le había hablado de un concurso de rap en el que participaba en la trena. Jadiya no lo escuchaba: lo observaba y buscaba en vano, en ese rostro de chico adocenado, los rasgos del pequeño Samir al que había querido, mimado, protegido, aquel al que siempre le faltaban dientes y al que ella llamaba su «quesito gruyere». Se había marchado sabiendo que no volvería.

El fuego se cerraba tras sus pasos.

Una voz la llamó. Jadiya parpadeó: la mitad de la sala estaba vacía. Siguió a la secretaria titubeando, perdida aún en sus recuerdos. El despacho donde se efectuaba la selección no era mejor que la sala de espera: montones de cajas de cartón, muebles desvencijados, efluvios de tabaco.

Detrás de una mesa metálica, dos tipos con gorra de béisbol hablaban en voz baja, repantigados en la silla, considerando las fotos esparcidas ante ellos. Parecían dos adolescentes agotados después de masturbarse delante de una colección de Playboy. Jadiya tendió su book sin pronunciar palabra; hacía tiempo que ya no malgastaba saliva.

Los hombres miraron sus fotos. Ella solo veía la visera de sus gorras. Una llevaba la N y la Y entrelazadas de la sigla de Nueva York. La otra, el logotipo de la marca Budweiser. En el universo de la moda, a determinada altura, esa imagen era un valor seguro. El equivalente de la ironía, pero en un mundo sin humor.

Los dos tipos acabaron por echarse a reír.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jadiya.

Uno de ellos levantó la cabeza: piel bronceada, barba de tres días. Sacó una de las fotos metidas en el book y leyó el nombre que había escrito.

– Tus fotos no matan, Kadidja.

– Ja-di-ya -repitió ella muy despacio-. Se pronuncia Ja-di-ya.

– Sí, vale -dijo él, frotándose la nuca-. Pero, en fin, tu book parece el catálogo de La Redoute…

– ¿Qué le veis de malo?

– Los encuadres, el maquillaje, tú. Todo.

Jadiya sintió resurgir el fuego, lo notó crepitar bajo su piel.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Cambia de fotógrafo.

– Es mi agencia la que…

– Pues cambia también de agencia. ¿Con las cejas piensas hacer algo?

– ¿Las cejas?

– Verás, hay aparatos. Y también hay cera. Y pinzas de depilar. Pero no puedes dejarte ese bosque encima de los ojos.

El hombre ya no reía. Su voz estaba impregnada de lasitud. Jadiya debía de ser la quincuagésima chica a la que humillaba esa mañana. El otro, a su lado, hojeaba el book haciendo restallar las páginas al pasarlas.

Jadiya tuvo un destello: vio a su padre acurrucado en el sofá del salón, pasando páginas de revistas de la misma forma una tarde tras otra, con la mirada fija, esperando la hora de su dosis.

Esa visión le devolvió la coherencia, la rebelión permanente que la constituía, como un armazón de titanio. Sonrió mientras recuperaba su book. Estaba más decidida que nunca a gustarles, a seducirlos.

Se impondría a ellos en su propio terreno.

Muy pronto serían ellos los que arderían de deseo.

Y la antorcha sería su cuerpo.

12

Los días pasaban, pero el programa de actividades permanecía inmutable.

A las cinco, despertar.

A través de la claraboya, el azul oscuro de la noche. Poniéndose de puntillas, Jacques podía observar los otros edificios. En las ventanas palpitaban luces. Se oían los primeros ruidos: toses, orines, abluciones. El rumor se elevaba, amortiguado todavía pero atravesado por tintineos, gruñidos, gritos. La enorme bestia despertaba.

A las seis, luz.

Encendido anémico de las bombillas de sesenta vatios. Herida sorda bajo los párpados. A modo de contrapunto, los guardias recorrían los pasillos, golpeaban todas las puertas, cruzaban el patio. Era la hora de las náuseas. Poco a poco, Jacques tomaba conciencia de cada sensación, ya insoportable.

Las paredes, demasiado juntas. El calor, asfixiante. El galope de las cucarachas sobre su estera. Y los olores. Pese a su obsesión por la limpieza, Kanara era una podredumbre imparable. Todas y cada una de las piedras, de las baldosas, de las grietas estaban habitadas por la humedad. Incluso en plena estación seca, los materiales conservaban el monzón en su memoria.

Otros olores se añadían: orina, mierda, sudor… El concierto de las exhalaciones orgánicas que parecían ensombrecerse, espesarse entre aquellas paredes. Luego, ya, los efluvios de comida. Pesados, grasientos, perezosos. El desayuno estaba en marcha. Pero antes aún había que sufrir algunas pruebas.

Las siete.

La llamada.

La enfermedad de las prisiones. El ritual de la llamada -en malayo, muster- se repetía cinco veces a lo largo del día. Ya no era una comprobación, sino un conjuro, como si esa letanía pudiera impedir toda ausencia, toda tentativa de evasión.

El ruido seco de los cerrojos. Las rascadas de las puertas. El estruendo sordo de los pasos. Esos sonidos se volvían a la larga tan familiares, tan íntimos como los latidos del propio corazón. Concentración en el patio principal. Ante la visión de todos aquellos hombres, las náuseas de Jacques se intensificaban. Dos mil reclusos en cuclillas en el suelo, como papeles arrugados, relegados al rango de números.

Las siete y media.

Himno nacional bajo el sol.

Luego, por fin, desayuno. Los presos se desperdigaban para ponerse de nuevo en fila a lo largo del edificio de la cantina. Después, el hormiguero se dispersaba en el patio: puntitos concentrados en el caldo espeso de la mañana.

Jacques aprovechaba ese momento para ir a las duchas. Provisto de su gayong (una caja de plástico que contenía jabón, dentífrico y útiles de afeitado), con su toalla y su camiseta de recambio al hombro, desaparecía en el edificio situado a trescientos metros del comedor. Reverdi tenía su propia ducha en la celda, pero le gustaba ese edificio a cielo abierto, ese instante de soledad entre las grandes cisternas de agua. Respondía a su propia llamada. La llamada del agua.

Las ocho.

Empezaban las faenas.

Cambiaban de una semana a otra. Aquella, la última de febrero, tocaba rascar las rejas y los barrotes de la prisión antes de que obreros especializados fueran a aplicarles un revestimiento antióxido. Los «voluntarios», con un trapo tapándoles la cara, rascaban, frotaban, lijaban, se cubrían de esquirlas de hierro y acababan confundiéndose poco a poco con los barrotes de metal.

Las nueve, fin de las faenas.

Apertura de los talleres.

Éric se lo había advertido: mientras estuviera en prisión preventiva, Reverdi no podía realizar esos trabajos. De modo que se quedaba con los viejos, los lisiados y los enfermos. El calor comenzaba entonces a aumentar. A medida que transcurrían las horas, iba convirtiéndose en una presencia incontrolable, en una estera sin límite. Jacques se instalaba en el patio preservando su soledad, evitando escuchar las tonterías de los demás, que farfullaban en su dialecto. Chismorreos, rumores, historias de amok y de kriss, esos puñales malayos de hoja torcida que se decía que estaban sedientos de sangre.

A las diez empezaba el deporte.

Flexiones. Abdominales. Después, halteras; allí fabricaban las pesas con bloques de los que se emplean en la construcción. En general, los reclusos trabajaban el cuerpo para salir más fuertes, más peligrosos. En su caso, ¿a qué venía aquello? Era una cuestión de filosofía: quería morir en plena forma. También le producía satisfacción, en el momento presente, mantener su cuerpo despierto. Sentir esa fuerza que fluía bajo su piel, como una luz, un aceite dorado que irradiaba cada uno de sus músculos, cada una de las parcelas de su carne.

Esa exhibición presentaba otra ventaja: demostraba su vigor físico. Mientras hacía ejercicio, sabía que muchos ojos lo observaban a través de las ventanas de los talleres. Incluso los guardias calibraban, por el rabillo del ojo, su fuerza en acción.

Las once y media.

Otra llamada.

Las doce.

Comida.

Comía sin placer, sin apetito, pero siempre contaba con gran precisión las calorías. Allí, alimentarse era un acto de supervivencia. Gracias a la complicidad de Jimmy, había podido mejorar su ración diaria: una pieza de fruta, azúcar y leche suplementarios.

Las dos de la tarde.

Vuelta a los talleres.

Para él, la hora de la siesta. El peor momento. Las moscas, enormes, frenéticas, se estrellaban contra su cara rompiendo el silencio, buscando los ojos. Somnoliento, relegado como los demás al rango de larva inerte, Jacques se tumbaba en el suelo y empezaba a confundir, en la pantalla blanca del patio, moscas y hombres.

Las tres y media.

Otra llamada.

Los números, los brazos que se levantan, los murmullos… Terminaba por resultar hipnótico. Pero entonces Jacques se despertaba. Se enfadaba consigo mismo por haberse abandonado. Ahora percibía su propio cuerpo, que funcionaba, palpitaba entre todos esos zombis. Una máquina clandestina que marchaba en silencio, sometida al calor, a la vigilancia, a la presencia de los demás. Él no estaba muerto. Y hasta el último segundo, estaría rebosante de esa vitalidad ordenada… e incorruptible.

Las cuatro.

Cena.

A partir de las cuatro y media, libertad.

¿Libertad para qué? El patio se animaba a medida que el calor disminuía. Los presos iban a la cantina. Practicaban el trueque; negociaban favores con los guardias; se compraban chucherías en una especie de tienda montada bajo un tejadillo. Y sobre todo, compraban droga. La prisión revelaba su lógica interna, basada en una corrupción total. Todo podía conseguirse con la condición de tener dinero o algo para dar a cambio. Reverdi había llegado a un acuerdo con Jimmy para disponer de dinero, pero no abusaba. Sus deseos no podían satisfacerse con un transistor o unas tabletas de chocolate. Y todavía menos con un chute.

Las seis.

Vuelta a las celdas.

Cuando la puerta se cerraba tras él, Jacques, incrédulo, se quedaba inmóvil. ¿Había vivido realmente un día? Lo peor estaba por venir. Una noche de doce horas. Encerrado entre cuatro paredes, sin ninguna ocupación. En ese instante, odiaba la celda. A esa hora apestaba más que nunca a muerte y a salitre. Un mundo subterráneo, invisible, compuesto de parásitos, de insectos y de ratas, lo acechaba.

Esa noche, a su pesar, dirigió una mirada hacia la claraboya. Todavía penetraba una luz deslumbradora. Recordó la cabaña entre los bambúes. La última Cámara. Se acordó de hasta qué punto se había apartado de su búsqueda por ceder al pánico, por ceder a la…

En el preciso instante en que la palabra «locura» se formó en su mente, las piernas le fallaron y se desplomó en el suelo. Se acurrucó junto a la pared y reprimió las lágrimas. Habría dado cualquier cosa por encontrar una razón para existir, para vivir… incluso los pocos meses que le quedaban.

El chasquido del cerrojo le hizo levantar la cabeza. La puerta de la celda se abrió:

– Jumpa!

13

Jimmy Wong-Fat permanecía en su postura habitual. Traje chic descuidado, cartera roja y vaso de café. Jacques se negaba a admitir que ese gordinflón se hubiera convertido en su única distracción.

– Tengo malas noticias -dijo para empezar-. He recibido un primer informe de los psiquiatras de Kuala Lumpur que vinieron a visitarlo para el contradictamen pericial. Según ellos, su salud mental es buena. Es usted plenamente responsable de sus actos.

– Te lo había advertido.

Jimmy caminaba alrededor de la mesa; sudaba un poco menos que de costumbre. Jacques estaba encadenado al suelo.

– Parece que no lo entiende -susurró-. Si no encuentro una manera de eludir la acusación, sea la que sea, todo está perdido. Es la pena capital.

Reverdi guardó silencio; no tenía ganas de repetir lo que ya había dicho. Prefirió cambiar de tema:

– ¿Tienes mis libros?

La pregunta desconcertó al abogado. Tras un momento de vacilación, rebuscó en una gran bolsa depositada junto a la mesa. Reverdi había decidido confiar en el chino y le había firmado una autorización para manejar una de sus cuentas bancarias.

Wong-Fat dejó sobre la mesa una pila de libros. Jacques miró los lomos: el Kanjur, los Yoga-Sutra, los Rubaiyat del sufí mawlana Umar Jayum…

– Faltan.

El abogado sacó una lista y la desdobló.

– La Biblia de Jerusalén. Los sermones del Maestro Eckhart. Las Enéadas de Plotino. ¿Dónde quiere que encuentre estos libros?

– Están traducidos al inglés.

Jimmy se guardó la lista en el bolsillo.

– Sí, claro, ya lo sé. Los he pedido. -Metió de nuevo la mano en la bolsa-. Por lo menos he encontrado unos pantalones de su talla.

Los dejó sobre la mesa, cuidadosamente doblados, con cara de satisfacción. Finalmente se sentó y cruzó las manos.

– Volvamos a las cosas serias. ¿Sigue el tratamiento?

– ¿El tratamiento?

– Las prescripciones de la doctora Norman. Se supone que debe tomar ansiolíticos todos los días. Quiero saber si lo hace. Y si ve al psiquiatra de Ipoh todos los miércoles, tal como está previsto. ¿Va todo bien por ese lado?

Jacques pensó en Éric, que vendía sus pastillas; no se había tomado ni una. En cuanto al psiquiatra de Ipoh, solo lo había visto una vez y lo confundía con los expertos enviados por Jimmy, todos tamiles que hacían las mismas preguntas nebulosas.

– Sí, muy bien.

– Perfecto. El hecho de que esté en tratamiento es muy importante para su perfil.

Reverdi asintió con la cabeza.

– Pese a todo, hay una buena noticia -añadió Wong-Fat, levantando el dedo índice-. Los padres de Pernille Mosensen han enviado a Johore Bahru a un abogado danés para que se persone como acusación particular. También hay una asociación, alemana, me parece, que asoma la nariz. Intentan exhumar el expediente de Camboya. Al DPP no le va a hacer gracia, créame. La acusación está poniéndose antipática, y eso es muy bueno para nosotros.

Reverdi apenas escuchaba esos argumentos repetidos machaconamente. Decidió meterse un poco con su bufón.

– Cuando te masturbabas en casa de tu padre, ¿utilizabas los insectos?

– He venido a hacer mi trabajo. No me arrastrará a…

– Y cuando te tiras a las pequeñas vírgenes, ¿miras el color de su sangre?

El abogado pronunció un «well» sibilante frunciendo los labios y cerró la cartera. Era como un colegial ofendido.

– ¿Ya no te interesan mis confidencias? -preguntó Reverdi.

El chino levantó los ojos. Jacques le dirigió una sonrisa.

– ¿Y si te dijera que no fui yo quien mató a Pernille Mosensen?

– ¿Cómo?

– Un niño.

– ¿Qué dice?

Reverdi se frotó los hombros con las manos, como si de repente tuviera mucho frío. Las cadenas tintinearon sobre su pecho.

– El niño-muralla -susurró-. El niño que hay en mí…, que contiene la respiración…

Wong-Fat se inclinó, como un sacerdote contra la celosía del confesionario.

– Repita, por favor.

¿Te acuerdas de mi calva?

Hablaba con la cabeza metida entre los brazos cruzados, tendiendo la nuca hacia Jimmy.

– ¿Te acuerdas del choque del que te hablé? -Su voz quedaba ahogada por el pecho-. Fue en esa época cuando el niño-muralla nació. -Apretó los dedos sobre el cráneo-. Gracias a él escapé.

– ¿Escapó? ¿De quién?

– De las caras… detrás del entramado de rota. Las caras que se introducen bajo mi piel. De no ser por el niño, me habría convertido en…

– ¿En qué? ¿En qué se habría convertido?

Reverdi levantó la cabeza sonriendo.

– Olvídalo. Estaba bromeando.

El chino estaba pálido. El tumulto de sus pensamientos se traducía en tics en su rostro.

– Esto es intolerable. Se burla de mí. No comprendo su actitud. -Cogió la cartera y la bolsa de viaje-. Prefiero venir otro día.

Se levantó. Jacques estaba decepcionado: su numerito no le había divertido en absoluto al chino. Decididamente, ese montón de grasa no le interesaba.

– Se me olvidaba… Su correo. -Jimmy balanceó sobre la mesa un gran sobre de papel kraft-. Solicitudes de entrevistas, ofertas de abogados, cartas de amor… -Se echó a reír-. Una auténtica estrella.

Reverdi levantó con dos dedos la solapa del sobre. Todas las cartas estaban abiertas.

– ¿Las has leído?

– Todo el mundo las ha leído. Está en Kanara, no en el Sheraton. -Wong-Fat se secó la cara con una manga. Había empezado a sudar de nuevo-. El director de la cárcel ha pedido un traductor a su embajada para saber más o menos qué dicen. Después, he tenido que comprárselas a los guardias. Es lo establecido.

Jacques sacó algunas cartas.

– Saca de mi cuenta lo que te hayas gastado.

– Ya lo he hecho.

Las direcciones estaban escritas a mano. Observó algunas con más atención: letra redonda, cuidada, letra de mujer. Apoyó las cadenas sobre el paquete y dijo, sin mirar al abogado:

– Gracias. Hasta el próximo día.

14

Una vez en la celda, Reverdi extendió su correspondencia sobre el suelo. Tirando por lo bajo, un centenar de cartas. Una oleada de orgullo lo invadió. Llevaba menos de tres meses encerrado en Kanara y ya le había llegado correo de toda Europa, en especial de Francia. Clasificó cuidadosamente las cartas en tres categorías y a continuación empezó a leerlas.

Primero, los medios de comunicación. Pasó rápidamente por las peticiones de entrevistas. Cuatro cartas de editores completaban el lote: «¿Por qué no escribe sus memorias?». Hojeó más deprisa aún el grupo siguiente: las oficiales. La embajada de Francia le había mandado varias cartas y manifestaba su extrañeza ante su silencio. La institución adjuntaba cartas de abogados franceses, especialistas en derecho internacional, que habían llevado casos más o menos parecidos -europeos encarcelados en el Sudeste Asiático por tráfico de drogas- y le ofrecían sus servicios. Algunos de ellos incluso precisaban que renunciarían a sus honorarios. Sus intenciones estaban claras: defender a Reverdi garantizaba ser, durante el tiempo que durara el juicio, el centro de todas las miradas. Había también cartas de asociaciones humanitarias, que querían asegurarse de que sus condiciones carcelarias eran correctas. Para morirse de risa.

Arrojó aquel batiburrillo a un rincón.

Pasó a las cartas de los particulares. Mucho más estimulantes, fuera cual fuese el registro: odio, solicitud, fascinación, amor… Su lectura le ocupó más de una hora. Fue una nueva decepción. Eran a cuál más estúpida. Los insultos y las palabras bondadosas convergían en la misma mediocridad.

Pero lo que le interesaba era la forma. Lo que se podía leer entre líneas, bajo los giros de las frases. Notaba en cada coma el miedo, la excitación, la atracción. También le gustaban las diferentes letras, el contacto de la mano sobre el papel, la huella de un estremecimiento al final de las palabras. Era como si aquellas mujeres -prácticamente solo había cartas femeninas- le hubieran hablado en susurros al oído. O rozado su piel. Como las hojas de bambú. Cerró los ojos y dejó que el recuerdo lo acariciara. La vegetación. El murmullo. El camino que había que seguir…

Después volvió a empezar desde cero, examinando detalladamente cada una de las cartas a la luz de la débil bombilla. Contaba las faltas de ortografía, los errores de sintaxis. Estaba sorprendido por la banalidad de aquellos textos. E irritado por la familiaridad del tono. Afirmaban odiarlo, compadecerlo o, lo que era peor, comprenderlo y amarlo, pero siempre adoptando un tono muy cercano. Excesivamente cercano.

En ese registro, una carta superaba a las demás. Destacaba por su ingenuidad. La leyó varias veces y detectó en ella un sentimiento ambiguo: desprecio mezclado con ira.

París, 19 de febrero de 2003

Apreciado señor:

Me llamo Élisabeth Bremen. Tengo veinticuatro años y estoy preparando la memoria de un máster en psicología de la facultad de Nanterre (París X) sobre el profiling, ese método que nosotros llamamos «ayuda psicológica en la investigación» y que consiste en identificar el perfil psicológico de un asesino basándose en el análisis de la escena del crimen y de los demás indicios que se encuentran a disposición de los investigadores.

Mientras realizaba el trabajo de campo, sobre todo durante mis encuentros con varios presos, me di cuenta de que el tema de mi memoria era en realidad un pretexto para abordar el que de verdad me interesa: la pulsión criminal.

Así pues, hace unos meses decidí cambiar de tema, centrar mi atención en los propios presos y tratar de establecer su perfil psicológico al margen de toda consideración penal o moral. Incluso confiaba en trazar una especie de «metaperfil», reagrupando sus puntos en común a través de su historia, su personalidad, su modo de operar…

Estaba en ello cuando el pasado 10 de febrero leí los primeros artículos sobre su detención y las circunstancias extraordinarias en que tuvo lugar. En ese momento tomé una decisión: realizar mi memoria exclusivamente sobre usted.

Por supuesto, eso solo será posible si usted está de acuerdo, es decir, si colabora. No puedo emprender ese trabajo si no estoy segura de que aceptará responder a mis preguntas…

Jacques interrumpió la lectura. No solo lo asimilaba fríamente a un asesino en serie, sino que lo hacía en una carta expuesta a todas las miradas antes de que se hubiera celebrado el juicio. La mayoría de los autores de las cartas esparcidas por el suelo hacían algo similar, pero en esta había un candor, una necedad que sobrepasaba todos los límites.

La carta continuaba en el mismo tono varias páginas.

Dado que no dispongo de mucho dinero, desgraciadamente no puedo desplazarme para verlo personalmente, al menos de forma inmediata. Pero ya he ideado un cuestionario que podría permitirnos establecer un primer contacto. Me gustaría enviárselo lo antes posible.

La cosa iba de mal en peor: le pedía sin rodeos que admitiera su culpabilidad. ¿Por qué no una confesión completa? Cautivado por tanta estupidez, prosiguió la lectura:

Comprenda mi modo de proceder: gracias a mis conocimientos en psicología, creo estar en condiciones de comprender lo que otros no han percibido, ni siquiera intuido.

Por lo demás, mediante mis preguntas y los comentarios que le enviaré inmediatamente, puedo hacerle ver más claramente en su interior. Todavía no soy una psicóloga experimentada, pero puedo ayudarle a soportar mejor ciertas verdades…

Reverdi arrugó la hoja de papel; la ira lo invadía en oleadas ardientes. Encerrado allí, se hallaba expuesto a las miradas y a la curiosidad de todos. Prisionero en un zoo, sometido a la contemplación indiscreta y malsana de cualquiera. Cerró los ojos y buscó en su interior algo de calma que le permitiera serenar su cuerpo y su mente.

Cuando hubo recuperado el control de sí mismo, estiró la hoja de papel. Quería llegar hasta el final de ese viaje al fondo de la imbecilidad.

Sorpresa: la última parte era más interesante. De pronto, Jacques advirtió un acierto en el tono que rompía con el discurso pretencioso del principio. La estudiante se arriesgaba a hacer una comparación entre la apnea y los crímenes:

Quizá voy demasiado lejos, y demasiado deprisa, pero percibo…, ¿cómo lo diría?…, una especie de analogía entre los fondos submarinos y las pulsiones sombrías que lo dominan. En los dos casos está la oscuridad, la presión, la adversidad. Pero también, en cierto modo, una barrera de pureza, un límite desconocido…

¿Cómo expresarlo? Intuyo, entre esos actos y esas inmersiones, la misma voluntad de explorar, de superarse. Y sobre todo, el mismo vértigo, la misma tentación irresistible.

Quisiera sentir ese vértigo, experimentarlo a su lado, a fin de coincidir con su punto de vista. No quiero juzgar, sino compartir.

Si tuviera la suerte de que aceptase guiarme, cogerme de la mano para descender con usted bajo la superficie, estaría dispuesta a comprenderlo todo. A ir hasta el final con usted.

Esas palabras unidas no significaban gran cosa, pero Jacques percibía ahí un toque de sinceridad. Esa chica estaba dispuesta a embarcarse, en cuerpo y alma, en un viaje hacia las tinieblas. Incluso advertía, con su instinto de predador, cierta duplicidad entre esas líneas. Ese «mirlo blanco» quizá no era tan puro como parecía.

Olió la hoja manuscrita: estaba perfumada. Una fragancia de mujer. O más bien, de chica que juega a ser mujer. Él habría apostado por Chanel N.° 5. Sí, Élisabeth no quería simplemente pasar miedo; quería excitarlo, seducirlo, y estaba dispuesta a seguirlo hasta su madriguera.

Tiró la carta al suelo y contempló aquel montón de tonterías, de indiscreciones, de faltas de ortografía. Una procesión de cucarachas ya correteaba entre las hojas de papel. En ese momento, las luces de las celdas se apagaron.

Las nueve. Jacques empujó con un pie el montón de cartas y se tendió junto a la pared. La cólera se le había pasado, pero la amargura no. No le importaba morir, pero por primera vez se daba cuenta de que estaba solo, de que nadie lo comprendía y de que su «obra» iba a morir con él.

Una idea subliminal interrumpió sus pensamientos. Un detalle que no lograba identificar lo martilleaba. Se levantó y cogió su linterna. Se la colocó entre los dientes para tener las manos libres y rebuscó entre los papeles. Al cabo de unos segundos encontró la carta de Élisabeth Bremen. Se le había escapado algo, pero ¿qué?

La releyó rápidamente; nada nuevo. Buscó el sobre, miró el interior: vacío. Lo examinó atentamente. En el dorso, vio la dirección del remitente.

Élisabeth Bremen no había escrito sus señas particulares, sino las de una lista de correos en el distrito IX de París.

Ese era el detalle que buscaba. Pese a sus hermosas palabras, pese a su voluntad de acercarse a él, la estudiante había tomado esta medida de precaución. Tenía miedo. Como los demás. Tendía la mano hacia la fiera, pero con moderación.

Jacques apagó la linterna y sonrió en las tinieblas.

Se divertiría un poco.

15

Marc estaba especialmente orgulloso de su carta.

La había concebido, madurado y retocado con esmero. No había una sola palabra, un solo detalle que no hubiera sido objeto de una larga reflexión.

Marc seguía una estrategia: con semejante asesino era impensable utilizar ardides, interrogarlo de una manera indirecta. Jacques Reverdi era un ser dotado de una inteligencia aguda. Un predador de instinto infalible. El único medio de atraer su atención era atacarlo de frente, afectar inocencia y darle la impresión de que era él quien dominaba la situación.

Por eso Marc había ido hasta el fondo en la pretensión de ingenuidad. Al mismo tiempo, al final de la carta había dejado traslucir una ambigüedad. Tal vez Élisabeth no fuera tan idiota, tan opaca como parecía.

Una vez redactado el texto, se había dedicado a la letra utilizando material de sus archivos personales. Se había pasado horas y horas copiando cartas manuscritas de las mujeres que le escribían -recibía muchas en Le Limier-, reproduciendo esas sílabas aplicadas hasta forjarse poco a poco una escritura femenina.

A continuación había comprado un papel de carta bastante caro, con trama, y escogido una estilográfica. Después había decidido añadir un toque personal a su carta: la había perfumado muy discretamente. Al principio había pensado en un perfume juvenil -Anaïs Anaïs, de Cacharel-, pero luego había cambiado de parecer. Élisabeth, de veinticuatro años, no iba a usar una fragancia de adolescente. Optaría, por el contrario, por un perfume de mujer: fuerza, seducción y madurez. Había optado por el N.° 5 de Chanel.

La carta estaba lista; solo faltaba solventar el último punto, crucial: la dirección de la remitente. No podía dar la suya. Había pensado en un apartado de correos, pero le había parecido demasiado impersonal. Se había decidido por la lista de correos.

Los verdaderos problemas habían empezado con la administración de Correos. Debería habérselo imaginado. Siempre había detestado ese organismo, el color amarillo de sus logotipos, sus interminables colas, su sistema de sellos, timbres y collages más digno de un taller de niños que de una empresa del siglo xxi. Así pues, Correos había sido fiel a su divisa: ¿Por qué simplificar las cosas cuando es posible complicarlas?

Imposible hacer un «contrato de reenvío temporal a lista de correos» dando un nombre cualquiera. De hecho, solo podías recibir ese tipo de correo a tu propio nombre. Marc había probado suerte en otra oficina de correos, esta vez contando una mentira: deseaba hacer un «contrato de reenvío» para una amiga que se hallaba inmovilizada a causa de un accidente y domiciliar ese contrato allí, en esa oficina. Iría él mismo a buscar las cartas.

El empleado, escéptico, le había explicado entonces el procedimiento: su amiga debía rellenar una autorización a nombre de él; pero, cuidado, en presencia de un cartero, que actuaría de testigo. Marc creía estar soñando. Tan solo así podría hacerse un contrato de reenvío, pero Marc tendría que presentar, cada vez que fuera, los dos carnets de identidad, el suyo y el de su amiga.

Marc había salido de la oficina atónito, con los formularios en blanco en la mano. Había considerado el problema desde todos los ángulos y llegado a la conclusión de que la única dificultad real era que debía conseguir el pasaporte o el carnet de identidad de una mujer. Después se vería obligado a utilizar ese nombre en sus cartas.

¿Dónde encontrar un documento así? Tenía una sólida experiencia de los robos y las violaciones de domicilio. Recuerdos del Rapiñador. Pero no iba a entrar en un piso al azar. Se le ocurrió ir a una piscina y forzar el vestuario de una bañista previamente localizada. Pero implicar a una persona real en semejante proyecto estaba descartado. Después de todo, se trataba de tender una trampa a un asesino. Se encontraba en un callejón sin salida.

A la mañana siguiente, al despertar, tuvo una iluminación. Debía robar el pasaporte de una turista, de una mujer que estuviera de paso en Francia. Pensó en la Ciudad Universitaria, situada junto a la puerta de Gentilly: la mayor concentración de estudiantes extranjeros en París. Visitó el campus: una aglomeración de arquitecturas diversas que recordaban las grandes exposiciones universales del siglo anterior. Recorrió las galerías con ornamentos latinos, las fachadas de ladrillos, las escalinatas con figuras africanas. ¿Adónde era mejor ir? ¿A un dormitorio? ¿Y en qué momento era preferible actuar? ¿En pleno día?

La idea: los vestuarios de una instalación deportiva.

Encontró el gimnasio de Artes y Oficios, en la zona sur del campus. Un bloque soviético de siete pisos, cuyo sótano albergaba una sala de deporte. Se adentró en el pasillo y, a través de las ventanas enrejadas, vio abajo el espacio forrado de linóleo verde, con rayas blancas pintadas. Golpe de suerte: en ese momento estaban jugando un partido de balonmano… femenino. Encontró los vestuarios; ni siquiera estaban cerrados.

Frente a una hilera de perchas, había unas taquillas metálicas cerradas con candados. Marc había llevado lo necesario. Introdujo un destornillador en la primera asa de metal y la forzó. En la tercera taquilla, tenía su pasaporte: una alemana. Sin embargo, excitado por esas intimidades violadas, esos olores de mujer y esas prendas interiores que encontraba, prosiguió con el saqueo. Descubrió más pasaportes, carnets de estudiante… Debía de ir por la décima taquilla cuando dio con un tesoro. Un golpe de suerte inaudito: un pasaporte sueco de una chica cuyo nombre de pila era… Élisabeth.

Su mano se cerró sobre el documento de color granate. Siguió registrando el bolso y encontró el carnet de estudiante con la dirección de la Ciudad Universitaria. Ni siquiera miró la cara. El nombre era perfecto: Élisabeth Bremen.

Al día siguiente volvió a la segunda oficina de correos, en la calle Hippolyte-Lebas, donde el empleado le había explicado los pasos que tenía que dar. El hombre, un asiático menudo con cola de caballo, hizo una mueca.

– No ha seguido el procedimiento. El cartero tiene que…

Marc no lo dejó acabar la frase; hizo pasar por debajo del cristal el pasaporte y el carnet de estudiante de Élisabeth.

– Vive en la Ciudad Universitaria. Un verdadero laberinto.

– ¿Qué le pasa exactamente? -preguntó el empleado en un tono más conciliador.

– La cadera. Se ha roto la cadera jugando al balonmano.

El hombre meneó la cabeza sin convicción, observando los documentos. Detrás de Marc, la cola se alargaba. El asiático levantó un ojo.

– No comprendo una cosa. Usted quiere recibir el correo de esta chica. De acuerdo, pero ¿por qué no en su casa?

Marc había previsto la objeción. Se acercó al cristal y colocó ostensiblemente la mano izquierda delante de su interlocutor. Se había puesto una alianza en el dedo anular. Un truco que ya utilizaba en su época Rapiñador para inspirar confianza.

– En mi casa es complicado.

– ¿Complicado?

Marc dio tres golpes en el cristal con la alianza. El empleado bajó la vista y pareció comprender.

– Entonces, ¿está todo en orden?

El hombre terminó de rellenar las casillas de los formularios reservadas a la administración.

– Son diecinueve euros.

Marc pagó, notando que el sudor le corría por la espalda. El asiático le dio varios resguardos y dijo:

– Cuando venga a buscar el correo, traiga siempre los documentos de identidad. Si no hay pasaporte, no hay carta. ¿Está claro? Y diríjase a mí; yo soy el responsable de las listas de correos.

Finalmente le guiñó un ojo en señal de complicidad. Una vez en la calle, Marc debería haberse alegrado, pero un fondo de angustia lo atormentaba. Confusamente, temía los acontecimientos que seguirían.

A partir del 1 de marzo, fue a correos todos los días.

Era absurdo. Una carta de París tardaba como mínimo diez días en llegar a Malaisia. Además, la administración penitenciaria debía de almacenar las cartas antes de dárselas a los presos. Y en el caso de que Jacques Reverdi decidiera responderle, habría que contar entre diez y quince días antes de que le llegara la carta. O sea, más de tres semanas, en la versión más optimista. Y él había enviado la carta el 20 de febrero.

Sin embargo, todas las mañanas una fuerza magnética lo arrastraba hacia la calle Hippolyte-Lebas. El empleado de correos (se llamaba Alain y era de origen vietnamita) se había relajado con su visitante. Incluso se permitía algunas bromas. «Buenos días, señorita», decía cuando veía aparecer a Marc. O bien adoptaba un tono policial detrás de la ventanilla y preguntaba: «¿Tiene los papeles?».

Sus pullas sonaban a falso.

Y los días pasaban sin respuesta.

En lo tocante al trabajo, Marc lo hacía sin un celo excesivo. Había cubierto otros sucesos y hablado de varios personajes pintorescos: el estrangulador de Pas-de-Calais, el violador de la CX…

Pero en el periódico la motivación descendía. Las ventas estaban cayendo en picado. Las previsiones de Verghens se confirmaban: la guerra en Irak era inminente y a los lectores solo les preocupaba esa cuenta atrás. En períodos de crisis, el público no siente el mismo deseo de sumergirse en historias violentas y siniestras: la amenaza del presente les basta.

El 9 de marzo, los norteamericanos aún no habían bombardeado Irak.

Marc aún no había recibido ninguna carta.

Esa noche le hizo una visita a Vincent.

A las ocho de la tarde entró en el estudio fotográfico del coloso. El artista se hallaba en plena sesión: fotomontajes para una aprendiz de modelo. Ese era su verdadero fondo comercial. Vincent trabajaba para las agencias o directamente para las modelos, y en este segundo caso cobraba en negro. Un auténtico negocio desde el punto de vista fiscal.

Había creado un estilo de imágenes basado en el flou que causaba furor en las agencias y las revistas. Incluso corría el rumor entre las modelos de que esas fotos daban suerte.

Ese triunfo asombraba a Marc. Lo que había empezado como una broma se había convertido en un filón. A finales de aquel invierno, el de 2003, el gigante, al que había conocido vestido de paracaidista inglés, con la gorra en la mano y los dedos siempre manchados de grasa, se había convertido en uno de los fotógrafos más solicitados de París. Hasta se había comprado un estudio al fondo de una escuela de arquitectura, en la calle Bonaparte, en el distrito VI.

Marc se adentró en la penumbra. De pie detrás de su aparato, en el límite de las luces del plató, Vincent peroraba sobre la mejor manera de «atravesar las apariencias». Ayudantes, peluquera, maquilladora y estilistas lo escuchaban religiosamente mientras una joven andrógina era atrapada por los deslumbrantes focos.

Vincent hizo un gesto explícito: «Se acabó por hoy». Un ayudante se precipitó sobre su aparato y extrajo la película como si se tratara de una sagrada reliquia. Otros corrieron hacia los grupos generadores. Todavía crepitaron unos flashes, emitiendo largos silbidos. Cuando el coloso vio a Marc, abrió los brazos exageradamente.

– ¿Habías desaparecido o qué?

Sin responder, Marc siguió con la mirada a la joven modelo, que se metió en el vestuario.

– Olvídate -dijo Vincent-. No vale la pena… -Señaló una serie de polaroids que estaban sobre la mesa de montaje-: Tengo cosas mucho mejores en el almacén, ¿quieres verlas?

Marc ni siquiera echó un vistazo. Vincent abrió la puerta de un pequeño frigorífico situado al fondo del estudio, junto a la sala de revelado.

– Sigues sin estar de humor, ¿eh?

Se acercó destapando una lata de cerveza. Marc se dio cuenta de que va estaba bebido. El fotógrafo compensaba la falta de adrenalina de su nuevo trabajo con fuertes dosis de alcohol. Por la noche era terrorífico. Resoplando como un buey, apestándole el aliento, te miraba con su único ojo visible, a la vez brillante y congestionado. Sin embargo, fue él quien dijo:

– Tienes mala cara. Vamos, te invito a cenar.

Acabaron en un pequeño restaurante de la calle Mabillon. Un lugar de los que le gustaban a Marc: abarrotado, lleno de humo, ensordecedor. Una burbuja de calor humano donde el guirigay general podía sustituir la conversación. Pero Vincent no se dejaba desbordar por el jaleo: monologaba sobre las perspectivas de su propio futuro, encadenando una cerveza tras otra.

– ¿Te das cuenta? -bramaba-. ¡Dos de mis chicas han pasado directamente a la tarifa cuarenta! Gracias a mis fotos. Lo que yo te diga: el flou es el maná. He decidido hacer también de agente. Hago gratis las primeras fotos y me llevo un porcentaje de los contratos que vengan después. Puedo hacerlo tan bien como las agencias, que de todas formas no hacen nada. Soy un mago. ¡Un verdadero descubridor!

Decía aquello en el tono del seductor que quiere convertirse en proxeneta. Con una sonrisa en los labios, Marc levantó su vaso de agua con gas y miró a Vincent a través de él.

– ¡Por el flou!

El coloso alzó su copa.

– ¡Por las tarifas cuarenta!

Se echaron a reír. En ese momento, Marc solo tenía una cosa en la cabeza: se preguntaba si Élisabeth tenía alguna posibilidad de que Jacques Reverdi le respondiera.

16

– Esto viene de Malaisia.

El vietnamita, con una sonrisa radiante, deslizó un sobre por debajo de la pared de plexiglás. Marc lo cogió y tuvo que morderse los labios para no gritar. La carta estaba arrugada, tachada, había sido abierta y cerrada de nuevo, pero era lo que él esperaba: una respuesta de Jacques Reverdi.

Cuando vio, bajo los sellos y los borrones de la administración, la escritura inclinada, regular, formando el nombre de Elisabeth Bremen, notó que su ritmo cardíaco se alteraba, invadía su pecho. Saludó brevemente a Alain y se fue corriendo a su estudio.

Allí, cerró la puerta con llave, corrió las cortinas de los ventanales y se sentó tras su mesa. Encendió una lamparita halógena y se puso unos guantes de algodón de los que se utilizan para manipular los negativos fotográficos. Finalmente, abrió el sobre con un cúter y luego, con precaución, como si cogiera un insecto raro que pudiera desmenuzarse, sacó la carta. Una simple hoja de papel cuadriculado, doblada en cuatro.

La desplegó sobre la mesa y, con el corazón palpitante, empezó a leer.

Kanara, 28 de febrero de 2003

Querida Élisabeth:

Una estancia en la cárcel siempre es una dura prueba: promiscuidad entre los criminales, aburrimiento mortal, humillaciones y, por supuesto, sufrimiento por el encierro. Las distracciones son bastante raras. Por eso deseo agradecerle su carta, tan entusiasta y tan explícita.

Hacía mucho tiempo que no me había reído tanto.

La cito: «Gracias a mis conocimientos en psicología, creo estar en condiciones de comprender lo que otros no han percibido, ni siquiera intuido». Y también: «Mediante mis preguntas y los comentarios que le enviaré inmediatamente, puedo hacerle ver más claramente en su interior».

Élisabeth, ¿sabe a quién le ha escrito? ¿Cree por un solo instante que necesito a alguien para ver «claramente en mi interior»?

Pero, ante todo, ¿ha pensado en las implicaciones de su carta? Se dirige a mí como si fuera un asesino cuyos crímenes estuvieran probados. Olvida un detalle: todavía no me han juzgado. Mi juicio aún no se ha celebrado y, que yo sepa, mi culpabilidad está por demostrar.

Le recuerdo que en la cárcel abren todas las cartas, las leen y las fotocopian. Tiene tal desfachatez, manifiesta tanta seguridad cuando describe mis «pulsiones sombrías» y mi «psicología» que parece poseer elementos determinantes sobre mi culpabilidad. Su carta constituye, pues, una presunción suplementaria contra mí.

Pero eso no es lo importante.

Lo importante es su arrogancia. Se dirige a mí como si fuera a responderle sin la menor vacilación. Infórmese: no he concedido una entrevista desde hace años. No he dado la más mínima explicación a nadie. ¿De dónde saca sus certezas? ¿Por qué supone que voy a responder a las preguntas de una estudiante que pretende analizarme?

Además, ¿qué sabe exactamente de mí? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Periódicos? ¿Documentales? ¿Libros escritos por otros? ¿Cómo es posible comprender una personalidad siguiendo tales caminos?

En cuanto a sus comparaciones entre la apnea y mis «pulsiones», sepa que tan solo yo escojo mi absoluto y que todo eso es inaccesible a los demás seres humanos.

Élisabeth, por favor, haga de psicóloga con los jóvenes delincuentes de Fresnes o de Fleury-Mérogis. Asociaciones especializadas la pondrán en contacto con presos a su medida, dignos de sus pequeños «trabajos prácticos».

No quiero volver a recibir una carta de ese tipo. Se lo repito: una estancia en la cárcel es una dura prueba. Lo bastante penosa de por sí para no tener que sufrir, por añadidura, los insultos de una parisina pretenciosa.

Élisabeth, adiós. Espero no volver a leer pronto una carta suya.

Jacques Reverdi

Marc permaneció inmóvil un buen rato. Observaba la hoja cuadriculada. Ahora parecía un puño que se hubiera estrellado contra su nariz. Con la fuerza de un búfalo.

Había recibido un buen vapuleo. Sin embargo, su cabeza se hallaba en plena ebullición. Sus pensamientos chocaban unos contra otros, seguían trayectorias diferentes, eran como unos fuegos artificiales de ideas contradictorias.

¿Qué significaba esa carta? ¿De verdad había fracasado? ¿Era la primera y última respuesta que recibiría de Reverdi? ¿O, por el contrario, bajo las palabras, bajo los insultos, había una esperanza?

Volvió a leerla. Varias veces. Finalmente, decidió que aquella misiva era una victoria. Algunas señales discretas, implícitas en el texto, lo alentaban. Se había equivocado en la forma, de acuerdo, pero el asesino no le cerraba la puerta.

Además, ¿qué sabe exactamente de mí? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Periódicos? ¿Documentales? ¿Libros escritos por otros? ¿Cómo es posible comprender una personalidad siguiendo tales caminos?

Marc se sentía tentado de traducir: «Si quiere saber la verdad, remóntese a los orígenes. Hágame las preguntas adecuadas». Sin duda pecaba de optimismo, pero se negaba a admitir que Reverdi se hubiera tomado la molestia de escribir a Élisabeth simplemente para insultarla. Entre líneas, el submarinista ponía algunos cebos:

… sepa que tan solo yo escojo mi absoluto y que todo eso es inaccesible a los demás seres humanos.

El hombre no decía: «Soy inocente». Decía: «Usted no lo entiende». ¿No era eso una forma de atizar su curiosidad? Marc sentía escalofríos. Siempre había estado convencido de que Jacques Reverdi no era un simple asesino en serie, un «asesino compulsivo», como lo describía Erich Schrecker.

En los crímenes había una coherencia.

Una búsqueda.

Sonrisa. Sí, decididamente, había dado en el clavo. Su ataque frontal había irritado al criminal, pero le había hecho reaccionar. Y esa carta era una invitación a ahondar, a preguntar, a ir más allá de las apariencias.

Marc, sin quitarse los guantes de algodón, cogió un paquete de papel de carta y la estilográfica que reservaba para Élisabeth. Había que contestar enseguida. Con el ímpetu de la emoción. Élisabeth debía explicarle que podía cambiar de método, que podía, simplemente, escucharlo, comprender, dejarse guiar…

Pero primero, mea culpa.

17

París, lunes 10 de marzo de 2003

Querido Jacques:

Acabo de recibir su carta. Estoy apesadumbrada. ¿Me perdonará mi torpeza? ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Jamás querría perjudicarlo, y menos aún ofenderlo.

No había pensado en el problema de las cartas abiertas. Debo confesar que desconozco por completo las normas y los procedimientos vigentes en las prisiones malayas. Siento muchísimo que, por mi manera de expresarme, pareciera que doy crédito a unos hechos que no están ni probados ni demostrados. También en esto confieso mi ignorancia: no sé exactamente cómo va la investigación. Mis conocimientos se limitan a lo que he leído en la prensa francesa.

Perdón, perdón, perdón… En ningún caso quisiera agravar su situación frente a la justicia.

Pero déjeme explicarle las razones profundas de mi petición. Yo ya lo conocía mucho antes de los acontecimientos de Malaisia… y los de Camboya. Lo conocía desde la época de sus hazañas deportivas. La inmersión en apnea me apasiona; cuando tenía ocho años, veía una y otra vez El gran azul. Pasaba horas imaginando lo que puede ser la sensación de las profundidades. Lo que se puede experimentar descendiendo, sin respirar, mucho más allá de los límites del hombre. En esa época, su nombre ya figuraba en primer lugar en mi pequeño panteón íntimo.

Actualmente lo acusan de asesinato. Usted no desea hablar de ello y yo respeto su silencio. Pero no por eso su personalidad es menos extraordinaria. Paradójicamente, los actos de los que ahora es sospechoso están tan alejados de sus proezas deportivas, de su imagen de sabiduría y de paz, que esta situación refuerza más mi interés por usted. Ese vínculo hipotético entre el azul profundo y el negro total, ese recorrido imposible entre el bien y el mal me produce vértigo. Sea cual sea la verdad, el arco de su destino es grandioso.

Esto es lo que espero o, mejor dicho, lo que no me atrevo a esperar: que me ofrezca algunos recuerdos personales, que me cuente cosas que le interesan. Las que sean. Emociones submarinas, recuerdos de infancia, anécdotas sobre Kanara… Lo que quiera, con tal de que esas palabras marquen el inicio de un intercambio.

Nada le obliga a escribirme y no tengo más argumentos para convencerlo. Pero estoy segura de una cosa: yo podría ser para usted un oído amigo, cómplice, atento. Ya no hablo de la estudiante de psicología. Hablo simplemente de una chica que le admira.

No olvide nunca que estoy dispuesta a escuchar cualquier cosa. Será usted quien establezca los límites, las fronteras de nuestra relación.

Abismos los hay de todo tipo.

Y todos me interesan.

En espera -impaciente- de leer…

Élisabeth

Cuando acabó de escribir la carta, Marc estaba sudando.

Tenía literalmente las manos fundidas dentro de los guantes. Había redactado el texto varias veces, presionando la pluma con los dedos, siempre con el mismo apasionamiento. Era la letra lo que no acababa de quedar bien. Ahora ya tenía la carta manuscrita: puro Élisabeth. Al releerla, se percató de que el tono era enfático, sentimental. Quizá debería reflexionar antes de mandarla. Al final decidió dejarla tal cual. Era una reacción en caliente. Y Reverdi notaría esa espontaneidad.

Estaba oscureciendo. Eran más de las cinco de la tarde. Se le había pasado el día sin enterarse. No había oído el teléfono ni pensado en el mundo exterior. Ahora que la oscuridad invadía el estudio, le parecía que unas aguas negras lo cubrían a él también. Un malestar que estaba empezando a notar: durante esas pocas horas, había sido realmente Élisabeth.

Un café, eso era lo que necesitaba. Escogió uno italiano muy denso y puso en marcha su pequeña fábrica cromada. Aspiró, reconfortado, el aroma amargo del exprés. Saboreaba por anticipado esa quemazón concentrada que iba a deslizarse hasta el fondo de sus entrañas… y a sacarlo de su trance.

Tomó uno e inmediatamente después preparó otro. Con la taza en la mano, volvió a sentarse, más tranquilo, y contempló aquellas líneas escritas por la mano de una mujer que no existía. El sudor había traspasado los guantes. El papel estaba combado. Mejor. Reverdi advertiría también ese detalle. Imaginaría la excitación de Élisabeth. O quizá imaginara lágrimas. Tampoco estaba mal… Marc se preguntó si debía perfumar esa carta. No. Ya no estaban en la etapa de la seducción, sino en la del apremio.

Cerró el sobre, se puso la chaqueta y cogió las llaves y la carta; tenía que moverse antes de que la oficina de correos cerrara. Había decidido mandar la carta urgente. Le daba igual si el envío parecía precipitado. Le daba igual si el sello de «urgente» en el sobre atraía la atención de los vigilantes de Kanara. No podía esperar un mes la llegada de la respuesta…, si es que había respuesta.

No tomó el camino de la calle Hippolyte-Lebas; no quería encontrarse con Alain. Optó por la oficina de la calle Saint-Lazare, pasado el distrito IX. Al entrar, contuvo la respiración. Como le había sucedido la primera vez, al mandar esta carta tenía la impresión de sumergirse en lo desconocido. Pero en esta ocasión estaba pasando a otro nivel de compresión, hacia las capas oscuras de las aguas heladas.

18

– Gosok kuat sikit! (¡Frota más fuerte!)

Jacques Reverdi estaba de rodillas bajo el sol. Armado con un cepillo metálico y un cubo de agua con lejía, intentaba borrar lo imborrable: el rastro de sudor humano, de mugre impregnada en una de las paredes del patio. Huellas incrustadas en el cemento, tan profundamente como si fueran fósiles. Pese a sus esfuerzos, no conseguía atenuar las manchas. Habría sido necesario rascar, lijar, atacar la piedra con una pulidora.

Por encima de su cabeza, Raman lo observaba. Con los pies separados y las manos cerradas sobre el cinturón. El hombre mascullaba insultos entre dientes, prometiendo que la porra iba a hacer muy pronto realidad sus palabras.

Reverdi se mostraba indiferente. Ni el dolor físico ni los insultos le afectaban. Pensaba en un trozo de vidrio. Las palabras y los golpes lo atravesaban como la luz atraviesa un cristal. En esos momentos se transformaba en prisma y descomponía el espectro de sus propias reacciones, eliminaba las que podrían debilitarlo: vergüenza, dolor, miedo…

– Celaka punya mat salleh! (¡Bastardo blanco!)

Una patada lo alcanzó en el costado. La piel le ardía de tal modo que apenas notó ese dolor suplementario. Otro golpe se perdió en el sufrimiento del aire. Reverdi lanzó una breve mirada por encima de él. Raman se había puesto a caminar de nuevo arriba y abajo. Apretó los dientes, volvió a coger el cepillo y trazó mentalmente el retrato del hombre al que intentaba evitar desde su llegada a Kanara.

Abdallah Madhuban Raman, cincuenta y dos años, padre de cinco hijos, musulmán rigorista, quintaesencia pura de autoridad y de sadismo. En la penitenciaría de Camboya, Reverdi había conocido a funcionarios de la crueldad. Vigilantes que habían integrado la brutalidad como uno de los deberes de su función. Raman no tenía nada que ver con esa versión moderada del guardia. Al malayo le excitaba el sufrimiento. Le hacía vibrar. Era un psicópata puro, más peligroso que todos los asesinos de Kanara juntos.

Era malayo, pero por sus venas corría también sangre tamil. Tenía el rostro negro, perforado por grandes fosas nasales que recordaban el hocico de un toro. Sus ojos eran todavía más negros y su cara aplastada, marcada por profundas arrugas, evocaba la de un aborigen de Australia.

El cabrón medía cerca de un metro ochenta y cinco, una estatura excepcional en Malaisia, y llevaba permanentemente, pese al calor, una chaqueta oscura con galones, ceñida en la cintura. En el cinturón lucía una batería de amenazas: pistola, porra eléctrica, bomba lacrimógena, llaves… Contaban que le había sacado un ojo a un preso con la llave que abría la última puerta, la que daba al exterior.

Practicante fanático, miembro de la secta prohibida al-Arqam, Raman era también un homosexual en perpetua ebullición. Éric se lo había dicho, pero su apetito superaba las peores previsiones. El malnacido solo pensaba en el culo. Estaba rodeado de un clan hecho a su medida: guardias de la misma inclinación sexual, amantes de la musculación y de los deportes de combate. Sodomitas duros a los que les gustaba torturar y dar palizas, y a quienes Raman «pagaba» con carne fresca. Todos los presos estaban obsesionados con los gritos que salían de las duchas a última hora de la tarde. Pero Éric se equivocaba: no violaban a las víctimas. Los molían a palos hasta que se desvanecían. Entonces, los guardias follaban entre ellos, embriagados por el olor de la sangre.

En esos momentos, el jefe de los torturadores salía el primero del edificio maldito, titubeando, cegado por el sol y el remordimiento. Todos lo observaban de lejos, aterrorizados, temiendo otras represalias.

– ¡Para! -ordenó Raman a su espalda-. Se acabó por hoy.

Jacques siempre había sabido que su posición de estrella occidental le permitiría gozar de un trato de favor. La tarea de esa mañana marcaba el comienzo de los festejos.

– Mañana limpiarás otra pared -prosiguió el guardia, acercándose-. Y así sucesivamente. -Paseó su mirada de carbón por el patio-. ¡No quiero ver ni una mancha de sudor en estas putas paredes!

Reverdi se puso de pie y buscó los ojos del guardia.

– Acabas de perder un punto, muchacho -le susurró en malayo.

Raman desenfundó la porra y golpeó el torso desnudo de Reverdi. Este tuvo el tiempo justo de doblar los brazos para protegerse las costillas.

– ¡El que cuenta los puntos aquí soy yo!

Reverdi no bajó la mirada. Raman levantó de nuevo la porra, pero de pronto sonrió, mostrando sus dientes blanquísimos, como si se le acabara de ocurrir una crueldad mejor.

– El día que te cuelguen, escoria, ya no podrás mirar a nadie con esos ojos. Te pondrán una capucha en la cabeza y eso será lo último que sentirás.

Jacques meneó lentamente la cabeza.

– ¿Sabes que los ahorcados se empalman como cabrones? Por fin podrás chupármela, encanto.

La porra se abatió de nuevo. Reverdi se puso de lado en el último momento y recibió el golpe en el hueco de la espalda. Su clavícula izquierda crujió. El dolor lo atravesó oblicuamente para rebotar en el omóplato. Retrocedió, se tambaleó, pero no cayó. Con lágrimas en los ojos, arrojó la brocha al cubo afectando una actitud indolente.

– Te juro que, cuando me vaya de aquí, tu autoridad no será la misma.

Raman acercó el pulgar al interruptor eléctrico de la porra, pero no llegó a presionarlo. Los demás presos se acercaban. Todos los ojos estaban clavados en ellos. En el ambiente vibraba una esperanza confusa. Todos esperaban un duelo en la cumbre entre los dos hombres, dos gigantes, el blanco y el negro.

Pero el guardia no estaba tan loco para correr semejante riesgo. Enfundó la porra y dio media vuelta sin pronunciar palabra. Caminaba a un paso tan brusco, tan mecánico que parecía cojear. El calor blanco deformaba su silueta a medida que se alejaba.

Las once de la mañana.

Jacques sentía el mismo dolor cada vez que levantaba las halteras. ¿Tenía la clavícula rota o no? A modo de respuesta, levantó los bloques. Quería borrar ese sufrimiento con el que se infligía a sí mismo torturándose los músculos.

Una voz lo llamó. Reverdi se detuvo en seco, tendido en el banco con los brazos doblados. Se preguntó quién podía atreverse a molestarlo en un momento semejante. Bloqueó los músculos, dejó lentamente las pesas sobre su soporte y se levantó, chorreando de sudor.

El tengku.

Reverdi debería haberse imaginado que se trataba de él. Solo ese chaval era lo bastante inconsciente para interrumpirlo en pleno ejercicio físico. En malayo, tengku designa una posición real, un vínculo de parentesco, aunque sea lejano, con uno de los nueve sultanes del país. Hajjah Elahe Numah pertenecía a la familia del sultán de Perak. Estaba encerrado en Kanara por tráfico de estupefacientes. Lo habían pillado con cuatrocientos gramos de heroína. En general, un miembro de una familia real no acababa nunca en la cárcel; una simple llamada telefónica resolvía el asunto. Pero esta vez el padre había querido dar una lección a su hijo dejándolo pudrirse unos meses en Kanara. Una manera brutal de hacer que se le pasaran las ganas de drogarse.

– ¿Te molesto? -preguntó en inglés.

Reverdi cogió su camiseta sin responder. Al ponérsela notó otro latigazo de dolor. Estaba seguro de que tenía la clavícula rota. Mierda.

Hajjah se sentó frente a él, sobre el cemento caliente. Era un joven gracioso, de cuello largo y piel cobriza. Estaba diplomado por varias universidades inglesas, pero tenía el cerebro machacado por la droga. Sus ojos, saltones como los de un sapo, miraban fijamente. Parecían escrutar un lado invisible del mundo.

– ¿Qué quieres?

– Quisiera…

El tengku hizo una pausa dubitativa.

– Suelta lo que tengas que soltar.

Reverdi no podía admitir que una parte de sí mismo estuviera rota, deteriorada. Ya se veía con un brazo en cabestrillo. Hajjah se decidió por fin a hablar:

– ¿Cuánto pedirías por protegerme?

– ¿Protegerte? ¿De quién?

– De los chinos. De los filipinos.

– ¿Por qué habrían de molestarte los chinos? Tú eres su mejor cliente.

La decisión del padre de Hajjah no había sido acertada para lograr el objetivo deseado. En cuestión de droga, el aristócrata estaba en la gloria en Kanara, sobre todo porque su madre le mandaba a escondidas pequeñas fortunas.

– Tengo… tengo un presentimiento. Esto no va a durar.

– ¿Porqué?

– Si mi padre descubre lo que me da mi madre…

Hajjah se interrumpió a mitad de la frase. Siempre daba la impresión de que se tragaba las últimas palabras en lugar de pronunciarlas. Reverdi notó que lo invadía una sensación de asco: ese toxicómano le recordaba Ipoh y sus zombis atiborrados de fármacos.

– Si dejas de tener dinero, ¿cómo podrás pagarme?

– Podría… Bueno…, podría ser tu…

Hajjah bajó los ojos. Reverdi comprendió su incomodidad. Se levantó del banco.

– No eres mi tipo, cielo. Si te protejo, no será ni por el culo ni por el dinero.

– ¿Por qué entonces?

– Porque decida hacerlo. Así de sencillo. Lárgate.

El hijo de papá le dirigió una mirada despreciativa sin moverse. Pese a su peso pluma, pese a su fragilidad, continuaba comportándose allí como un aristócrata.

– ¡Te digo que te largues! -repitió Reverdi, levantando la voz.

El toxicómano se marchó correteando sobre el asfalto como un ratón de frágiles patas.

La sirena de la llamada sonó. Las once y media. En ese momento comprendió la razón de su mal humor. No era el idiota malayo, ni tampoco su clavícula rota. Ni siquiera la amenaza que se estrechaba a su alrededor en la cárcel. No, era la chica. Elisabeth. Eso era lo que le preocupaba.

A su pesar, esperaba una carta de ella. Jimmy tenía que ir ese día a verlo y le angustiaba pensar que no le llevara nada. Esa dependencia lo humillaba. ¿Cómo podía estar enganchado a una tontería semejante?

Jimmy parecía especialmente en forma. Ponía toda su pasión en ese caso y siempre parecía esperar, a cambio, algunas manifestaciones de complicidad por parte de su «cliente». Antes de que Jacques estuviera encadenado al suelo, anunció:

– La semana ha sido muy positiva. Los pescadores han renunciado a declarar en su contra. En realidad, les he propuesto un trato: si ellos no testifican, usted no se querella contra ellos. El intento de homicidio queda olvidado. Es un acuerdo favorable para todo el mundo.

Jacques lo dejó hablar y recrearse en su propia satisfacción.

– Eso no es todo. He descubierto que hubo un grave error de procedimiento cuando lo detuvieron. Con el barullo, la policía no hizo constar por escrito las condiciones en las que se le pidió la identificación. Además, usted no dijo nada en el puesto central. Eso es un hecho determinante para la ley malaya. En el atestado, usted simplemente no existe. He consultado la jurisprudencia y…

– ¿Tienes cartas?

Volvió a su madriguera.

A la hora de la comida, las duchas estaban desiertas. Recorrió los lavabos y se metió en uno de los retretes, como un colegial que se esconde para fumar.

El volumen de su correspondencia casi se había duplicado, pero él solo había cogido una carta. Había reconocido la letra al primer golpe de vista. Las formas redondas de las vocales, las altas curvas de las eles y las bes. Élisabeth había mandado la carta urgente. La impaciencia era, por lo tanto, igual de manifiesta en el otro extremo de la cadena.

La primera lectura solo duró unos segundos, pero le hizo desplegar una sonrisa que permaneció en sus labios. No se había equivocado. Iba a divertirse con esa chica. En esencia, Élisabeth le pedía perdón y le aseguraba que estaba dispuesta a escuchar lo que fuera: «Abismos los hay de toda clase. Y todos me interesan».

Estuvo a punto de echarse a reír.

Había una cosa que esa tontaina no había entendido.

No era él quien iba a confesarse, sino ella.

19

Jadiya sabía que se trataba de un sueño.

Pero, mientras duraba el sueño, vivía la escena como si fuera un recuerdo.

Estaba delante de una puerta cerrada. Un miserable tablero de contrachapado que podría haber sido derribado empujando con el hombro. Sin embargo, ella la consideraba un portal sagrado, un umbral prohibido que difundía un calor misterioso. Jadiya oía, detrás de la puerta, el crepitar del fuego. Seco, limpio, como el que producen las ramas de acacia en una chimenea.

Se acercó más. En ese momento, la puerta cedió, como si hubiera sido aspirada hacia el interior. Un soplo ardiente le devoró la cara. Una bomba roja que le azotó los ojos pero no la quemó.

Descubrió la habitación incendiada. Cercada por las llamas. Torbellinos de humo brotaban del suelo. Caían jirones de papel pintado. En ese naufragio, todos los objetos parecían arrastrados, aspirados por mandíbulas temblorosas: lámpara de mesilla de noche, mantas, ropa… Jadiya dio un paso adelante y frunció los ojos para distinguir mejor las formas del fondo de la cama.

El hombre sentado era su padre. Se hubiera dicho que esperaba a un médico. O a un enterrador. Estaba ardiendo y su piel despedía miasmas oscuros. Parecía reflexionar, concentrado, cuando su rostro no era más que un crepitar negro. Viéndolo, Jadiya experimentaba temor, desasosiego, pero nada semejante al terror que debería haber sentido. Era una especie de nerviosismo, como en el momento de subir a un estrado para recoger un premio.

Una voz le susurró: «No tengas miedo. Quiere decirte algo». Ella se volvió y vio que el personaje que le hablaba estaba también ardiendo. Tenía la cabeza rapada e iba vestido con una toga. Lo reconoció: era el bonzo de una foto famosa, que se había inmolado en Vietnam y se había consumido en la calle, en la posición del loto. Ahora estaba de pie, pero seguía igual de calvo y envuelto en llamas. Sus ojos ya no tenían pupilas, mientras que sus dientes, blanquísimos, se negaban a arder. El bonzo apoyó una mano en el hombro de Jadiya. Ese contacto la tranquilizó. Como ya no tenía miedo, se dirigió hacia la cama y se percató de que caminaba sobre un mar rojo que se desplazaba bajo sus pies.

Se sentó frente a su padre como si lo hiciera junto a la cama de un convaleciente. Pero entonces él la miró con crueldad. Dos cráteres volcánicos ocupaban el lugar de sus ojos.

– Tengo arena dentro del cerebro.

Jadiya retrocedió. El hombre se puso a rugir mientras brotaban llamas de sus labios.

– Tengo arena dentro del cerebro. ¡La culpa es tuya!

Abrió un brazo, negro y duro como la rama de un árbol calcinado. Jadiya vio la jeringuilla clavada en la sangradura del brazo. Esa imagen era la más absurda de todas: su padre no se pinchaba en el brazo desde hacía años.

– La culpa es tuya -repetía. Su voz crepitaba, pero, como en el caso del bonzo, el esmalte de sus dientes permanecía intacto-. ¡No has limpiado el algodón!

Jadiya se levantó, horrorizada. La voz rechinaba:

– Había arena. Había arena en el algodón. ¡La culpa es tuya!

Jadiya trató de justificarse, pero un algodón ardiendo le tapó la boca. La voz seguía silbando entre el crepitar del fuego: «¡La culpa es tuya!». Ella intentó de nuevo contestar, pero el algodón le quemaba y la asfixiaba a la vez. Sus palabras no atravesaban el umbral de su conciencia. «No es verdad… He hecho lo mismo que siempre… Lo he limpiado todo…»

Jadiya se despertó sobresaltada.

La almohada estaba empapada de sudor y de lágrimas.

Aún notaba el olor a quemado en la garganta y no acababa de tener la mente clara. Estiró un brazo fuera de la cama y sintió el frescor de las baldosas bajo los dedos. Ese contacto la devolvió a la realidad. Se incorporó, procurando no golpearse la cabeza contra el techo abuhardillado. Su habitación era minúscula, apenas cinco metros cuadrados. No había allí nada a su medida.

Se frotó los ojos para recuperar la lucidez. El humo se desvaneció. Las imágenes de llamas desaparecieron. ¿Cuántos años más tendría que soportar esa pesadilla? ¿Cuánto tiempo viviría con ese remordimiento absurdo?

Echó un vistazo al despertador: las tres de la madrugada. No conseguiría volver a dormirse. Se tumbó de nuevo, notando que las náuseas la invadían.

A medida que recobraba la razón, una certeza tomaba forma: tenía que convertirse en modelo. Alejarse de sus orígenes de mierda. Dejar ese cuarto de criada. Acceder al verdadero confort. Gracias al dinero, gracias al ascenso social, lograría escapar de su pasado, de sus pesadillas.

Sonrió en la oscuridad.

Era una idea típica de pobre: pensar que el dinero podía borrarlo todo.

Pensó en sus últimos castings. Un fracaso tras otro. Sin embargo, su agencia le aseguraba que debía perseverar: su físico tenía «potencial». Entonces, ¿por qué no la escogían nunca? Oyó la voz del imbécil de la gorra neoyorquina decirle: «Tu book parece el catálogo de La Redoute».

Había que hacer fotos más modernas. Se lo había dicho al director de la agencia, pero este se negaba a pagar ni una más. Entonces, ¿qué?

Seguía teniendo náuseas que le hacían sentir el cuerpo y la mente pesados.

Se incorporó apoyándose en un codo y tomó una decisión. Pagaría ella misma las fotos. Volvería a su trabajo en la cafetería de Casino, en Cachan. A pesar del olor a grasa quemada. A pesar del cocinero mandón. A pesar de la chusma que la observaba a través del cristal del self-service como si fuera un plato más.

Salió de la cama, agachada bajo el techo.

Primero, vomitar.

Después, esperar a que se hiciera de día para encontrar trabajo.

20

Marc no prestaba ninguna atención a la guerra de Irak.

Desde el 20 de marzo, los disparos de misiles estadounidenses arreciaban en Bagdad y a él aquello no le daba ni frío ni calor. Una picadura de mosquito en el lomo de un rinoceronte. Su única preocupación era saber si ese conflicto influía, de uno u otro modo, en el tráfico del correo internacional. Llevaba dos semanas esperando, perdido en conjeturas, imaginando el recorrido de la carta de Reverdi, preguntándose todavía si no pecaba de exceso de optimismo. Quizá el asesino no tenía ningunas ganas de escribir a Élisabeth.

Mientras esperaba, Marc seguía estudiando una y otra vez la información que había recopilado. Y permanecía atento al caso de Papan. Pero parecía cerrado. Desde el comienzo del conflicto, en Malaisia nadie se preocupaba ya de Reverdi. Todas las mañanas consultaba en la red los periódicos de Kuala Lumpur, leía los despachos de las agencias, llamaba a la embajada de Francia. Y siempre le respondían como si estuviera loco, como si se hubiera equivocado de espacio-tiempo. ¿No había oído hablar de la guerra? El único punto positivo era que había conseguido por fin el nombre del abogado de Jacques Reverdi: Jimmy Wong-Fat. Sin embargo, no había recibido ninguna respuesta a las peticiones que había enviado.

Entretanto, Le Limier funcionaba al ralenti. Las ventas habían alcanzado su nivel más bajo y sus periodistas estaban en hibernación. En ese aletargamiento, Marc vivía al ritmo de su paseo matinal hacia la calle Hippolyte-Lebas. Alain lo recibía con una sonrisa en los labios y siempre lo obsequiaba con una broma nueva. Sin embargo, parecía haber advertido que había «gato encerrado», una apuesta personal en esa historia. Marc se marchaba todas las mañanas cabizbajo y el vietnamita empezaba a mirarlo con compasión. Incluso sus pullas se tornaban más suaves, más alentadoras.

Hasta el sábado 29 de marzo.

Ese día le entregó otra carta por debajo del cristal.

Kanara, 19 de marzo de 2003

Querida Élisabeth:

No tengo fama de ser blando de corazón. Sin embargo, su carta me ha conmovido. De verdad. He percibido en ella un arrebato de sinceridad, una espontaneidad que me ha emocionado. He constatado que ha abandonado la pobre jerga de los psicólogos y que ha renunciado a toda actitud pretenciosa.

Ese nuevo tono me ha gustado, porque es razonable.

Élisabeth, si quiere establecer una relación franca conmigo, debe convencerme de que esa sinceridad es real. Solo entonces podría quizá abrirme yo también. Y escribirle como a una amiga.

Si quiere obtener algo de mí, primero debe darme algo usted. Debe hacerme confidencias.

Soy un submarinista. No puedo considerar una relación -aunque sea por carta, aunque sea aquí, en esta prisión- sino en términos de profundidad. En el fondo de usted será donde lea la verdad de nuestro intercambio. Sumergiéndome bajo su carne será como llegue a saber si puedo escucharla, acercarme a usted.

¿Acepta abrirse? Espero su respuesta. Nuestro futuro está en sus manos. Usted es quien determinará la naturaleza de nuestra inmersión.

Hasta pronto,

Jacques Reverdi

Como la primera vez, Marc se quedó petrificado.

Pero en esta ocasión su estupor era de otra naturaleza. No daba crédito al alcance de su victoria. Jamás hubiera podido imaginar un giro tan radical en un plazo tan corto. ¿Era una trampa? Pero ¿de qué clase de trampa podía tratarse? ¿Y para atrapar qué?

No. El cambio de tono era una compensación, no había más. El predador había percibido la sinceridad de la segunda carta. A ello se sumaban el aburrimiento, la soledad y la crueldad de la cárcel. En semejante contexto, incluso alguien como Reverdi debía de ser más sensible a las tentaciones exteriores.

Sin quitarse los guantes, Marc cogió el rotulador y el bloc que utilizaba para los borradores. Su respuesta se resumía en dos palabras: «Por supuesto». Haría todas las Confidencias que el asesino exigiera.

Mientras redactaba la carta, Marc temblaba de excitación. Si continuaba así, si no cometía errores, obtendría verdaderas confesiones, estaba seguro. En el umbral de la muerte, el asesino se lo diría todo. Tal vez entonces comprendería la pulsión criminal. Contemplaría el destello negro.

Al cabo, de treinta minutos había acabado el texto. La redacción, de mano de Élisabeth, le llevó otra media hora. Iba mejorando en todos los aspectos: concepción del mensaje, redacción manuscrita… Al igual que las dos primeras veces, hizo una copia con el fax. Archivos personales. Después miró el reloj: las once y media.

Fue corriendo a la oficina de la calle Saint-Lazare. Era sábado y cercaban a las doce. Por el camino, un pasaje inquietante de la carta de Reverdi le vino a la mente y enturbió su alegría: «Sumergiéndome bajo su carne será como llegue a saber si puedo escucharla, acercarme a usted». Cuando un hombre normal y corriente te escribe eso, suena raro. Pero cuando se trata de un asesino capaz de clavar veintisiete veces el cuchillo en el cuerpo de una mujer, hay motivos para tomarse la frase al pie de la letra.

Marc se hizo a sí mismo entrar en razón. El monstruo estaba entre rejas. Al cabo de unos meses, sería ejecutado. Hasta entonces, Marc debía jugar con tiento y arrancarle su secreto.

Al cruzar la puerta de la oficina de correos, se sentía de nuevo ligero. Cuando deslizó la carta por debajo del cristal y dijo «urgente», incluso lo invadió una especie de embriaguez. Estaba sobrepasando otro límite. Sometiéndose a otra presión, exponiéndose a otros riesgos.

– ¿Ha dicho algo? -preguntó la empleada.

Marc negó con la cabeza, pero sus labios lo habían traicionado. Al pensar en su inmersión, había murmurado: «Cuidado con el riesgo de síncope».

21

Miércoles 2 de abril de 2003, comedor de la prisión de Kanara.

Desde hacía dos semanas, veían imágenes televisadas, nocturnas, abstractas, de la nueva guerra del Golfo. Pétalos de luz. Ramilletes de azufre. Regueros de fuego sobre un fondo de noche verdusca. Con comentarios proiraquíes que se limitaban a la solidaridad natural entre musulmanes. En la cárcel, esos acontecimientos adquirían una importancia lejana y vaga. No interesaban a nadie.

Pero esa noche era diferente.

Las imágenes difundidas resultaban mucho más cercanas.

Y angustiosas.

Un hombre con una mascarilla cubriéndole la cara, guantes de látex en las manos y una bolsa de basura a modo de traje de faena, limpiaba con aplicación el vestíbulo de un edificio. El comentario precisaba que se trataba de un complejo residencial de Kowloon, en la parte continental de Hong Kong, donde más de doscientas cincuenta familias habían sido puestas en cuarentena.

En el comedor, todos los presos miraban la pantalla en silencio, como si contemplaran los primeros indicios del fin del mundo. De pie al fondo de la sala, Jacques Reverdi observaba también esa escena, preguntándose por enésima vez qué provecho podría obtener del síndrome respiratorio agudo severo, comúnmente conocido como SRAS. Su instinto guerrero le decía que, en ese contexto, había algo que sacar. Pero ¿qué?

Desde hacía unos dos meses se hablaba de la enfermedad. Los chinos habían empezado a decir que Hong Kong y la provincia de Guangdong, en el sur, en China meridional, estaban afectadas por una epidemia de gripe mortal. Poco a poco se había sabido que esa gripe era una neumonía inusual, «atípica», decían los periódicos. En el mes de marzo, la noticia fue oficial: una neumonía de naturaleza desconocida y muy virulenta se propagaba por Hong Kong y Cantón provocando cientos de muertes. La enfermedad se estaba extendiendo también por el Sudeste Asiático. Mencionaban casos mortales en los países fronterizos, en la capital de Vietnam, Hanoi, y en Singapur.

El pánico no había tardado en extenderse en la cárcel. Primero pusieron en cuarentena a los chinos. Nadie quería acercarse a ellos, como si ya estuvieran afectados por el virus. Después, unos presos mostraron signos de la enfermedad: fiebre, sudores, tos… Eran síntomas psicológicos, pero las mascarillas se cotizaban ya a precio de oro, así como los medicamentos chinos tradicionales, amuletos, vinagre…

Y las noticias, cada vez más alarmantes, seguían llegando: la alarma mundial había sonado. Describían la enfermedad como una afección fulminante. Mataba en unos días, sin posibilidad de tratamiento. Y bastaba una ínfima parcela de saliva o de sudor contaminado para contraerla.

Reverdi se negaba a preocuparse. Durante sus viajes había visto otras epidemias. Se había encontrado con la lepra, la peste e innumerables afecciones contagiosas. Por lo demás, él ya estaba condenado. Pero tenía que reconocer que las noticias no eran muy alentadoras. Incluso estaba sorprendido de que las autoridades penitenciarias dejaran filtrar tales informaciones. Nadie ponía en duda una cosa: si el SRAS penetraba en la prisión, en unas semanas caerían todos. Kanara se transformaría en una monstruosa burbuja de muerte.

El programa televisivo dio paso a la guerra de Irak, pero nadie escuchaba ya. El murmullo se elevaba en el comedor. Unas voces preguntaban por qué los presos que limpiaban la cárcel no llevaban ninguna protección. Otras hablaban de una petición para que trasladaran a los chinos a otro edificio. Los propios chinos, relegados a un rincón, empezaban a vociferar. Todo aquello apestaba a trifulca inminente.

Reverdi prefirió esfumarse.

Fuera reinaba el frenesí de las cinco de la tarde. En el patio, los reclusos iban de acá para allá antes de ser encerrados de nuevo durante toda la noche. Intercambiaban, compraban, traficaban. Unos vociferaban, se agitaban, se impacientaban. Otros, en cambio, hablaban en voz baja, con un móvil en el hueco de la mano. Hormigas disputándose migajas de espacio y de esperanza.

Reverdi caminó junto a la pared del comedor y llegó al patio de las cocinas, de donde emanaban efluvios tan abyectos que nadie se arriesgaba a acercarse. A esas horas era un cuadrado rojo que parecía un lecho de brasas. Un arroyo corría por el centro: aguas inmundas y desechos flotantes. Jacques se puso a caminar arriba y abajo con la sensación de chapotear en un fango en fusión.

Dejó a un lado el SRAS para pasar a su tema favorito: Elisabeth. Esperaba su carta. Y esa impaciencia lo irritaba cada vez más. El jueguecito que tramaba para divertirse con la estudiante le ocupaba demasiado la mente. Para ser eficaz, un cazador debía permanecer siempre tranquilo y frío.

Y él se retorcía las manos contando los días.

Jueves 10 de abril, locutorio de la cárcel.

– Tengo buenas noticias.

Reverdi suspiró.

– Tú siempre tienes buenas noticias.

Wong-Fat no se dejó desanimar.

– Hemos marcado otro punto. Hemos…

– Ya sabes lo que me interesa.

Jimmy se mordió los labios. Jacques leyó en sus ojos una decepción que le divirtió. El chino estaba celoso.

– ¿Se refiere a las cartas? Las he traído. He…

Jacques hizo un gesto explícito. El abogado dejó los sobres encima de la mesa. El número iba bajando. El efecto de la guerra. Y del SRAS. E incluso del paso del tiempo: en Europa ya empezaban a olvidarlo.

Les echó un vistazo rápido. Su mano se posó sobre una carta. Acababa de reconocer la escritura. En ese instante, la visión de los bordes abiertos le hizo daño. Comprendió la advertencia: ya no podía soportar esa violación de su intimidad, de la intimidad de los dos.

Cogió la carta de Élisabeth y dejó las demás.

– Posponemos nuestra conversación hasta mañana.

– Jacques, el juicio se celebrará dentro de unas semanas y…

Reverdi movió violentamente las cadenas para que el guardia fuese a liberarlo.

– Mañana -repitió-. Te pediré un favor.

– ¿Qué favor?

– Mañana.

El crepúsculo de nuevo.

Imposible ir a su madriguera habitual.

A esa hora, las duchas estaban ocupadas. Las «noches de paz», los homosexuales se escondían allí para practicar sus juegos eróticos. Las «noches de Raman», nadie se aventuraba a ir.

Tampoco podía acercarse a las cocinas; no estaba dispuesto a leer la carta entre los olores de comida. Decidió volver a su celda y encerrarse dentro aunque fuera a costa de quedarse sin cenar.

Reverdi rodeó los edificios centrales, pasó junto al edificio C y contuvo la respiración para pasar junto al D, donde se encontraba lo que él llamaba «el muro de las lamentaciones»: una especie de parapeto que daba a un descampado donde «trabajaban» los travestis tailandeses. La mayoría de los reclusos no tenían con qué pagarse un polvo, de modo que se quedaban allí, detrás de la pared, con las rodillas dobladas, masturbándose como epilépticos mientras miraban a los travestis contonearse. Reverdi los habría achicharrado allí mismo con un lanzallamas solo para devolver unos grados de dignidad a la humanidad.

Llegó al edificio B, donde estaba su celda. Subió la escalera y tomó una crujía. Bajo sus pies había una gran red extendida para impedir los intentos de suicidio. Siempre había pájaros agonizantes atrapados en las mallas. Se adentró en la galería. Diferentes músicas se entremezclaban: raps violentos contra canciones melosas. Delante de las celdas abiertas, grupos de hombres jugaban a los dados, traficaban, mantenían conciliábulos interminables. Su sudor acababa por formar una bruma pestilente, una especie de humedad pringosa que se pegaba a las plantas de los pies.

Jacques llegó a su celda y, sin dudarlo, cerró la puerta, aunque sabía que después no podría abrirla. Se sentó con las piernas cruzadas e introdujo los dedos en el sobre, ya rasgado.

Mentalmente, ordenó a la hoja de papel doblada que no lo decepcionara.

París, 29 de marzo de 2003

Querido Jacques:

Su carta me ha producido una profunda exaltación. ¡Me alegro tanto de que haya comprendido cuáles son mis intenciones, de que haya percibido mi sinceridad!

Me pide pruebas de franqueza. Sin saber muy bien lo que eso significa, le respondo: «Todo lo que quiera».

No tiene más que preguntar; no tendré ningún secreto para usted. Pero se lo advierto: soy una simple estudiante, una parisina que vive para estudiar y tratar de comprender a los demás. Mi personalidad en sí misma no tiene nada de apasionante. Sin embargo, si dejarla al desnudo puede tender un puente entre nosotros, entonces no le ocultaré nada.

Con la esperanza, claro, de que después usted me dé algunas claves de su personalidad. ¿Puedo confiar en ello? ¿Puedo rezar para que un día me ofrezca unas revelaciones?

Jacques, querido Jacques, espero sus preguntas… Estoy impaciente por leerle y por ver cómo su escritura me habla, indirectamente, de mí. De nosotros.

Espero su carta. Y, para ser sincera, no espero nada más.

Élisabeth

Reverdi contempló el cielo por la claraboya: rojo ardiente. El calor de la carta se difundía por su interior. Un río de vida que se extendía por sus venas, que penetraba a través de todas las fibras de su cuerpo. Un soplo de felicidad.

Una vez más, se felicitó por su sagacidad. Continuaba siendo un predador que sabe escoger a su presa. Conseguiría lo que quería de esa chica. Y sus confesiones, más allá de la transgresión, de la indiscreción que implicarían, incluso prometían ser interesantes.

Penetraría su intimidad.

Y descubriría el color de su sangre.

22

– ¿No se encuentra bien? ¿Qué le pasa?

Jacques Reverdi no consiguió responder. Estaba doblado en la silla, arqueado sobre la mesa; el dolor le atravesaba el vientre como una sonda al rojo vivo. Pensaba en esos tizones de hierro candente que los cazadores del Gran Norte les meten a los renos por el ano para no estropearles la piel.

Jimmy se inclinó por encima de la mesa.

– ¿Quiere… quiere que llame a un médico?

Reverdi se encogió sobre las cadenas. Había logrado aguantar hasta llegar al locutorio, pero ahora…

– No -dijo, jadeando-. Una disentería. No… no se me pasa. Hasta he tenido que hacer una parada en los retretes viniendo hacia aquí. He… -No terminó la frase. Sus palabras se perdieron en un gemido. Jimmy se levantó y rodeó la mesa. Reverdi miró hacia atrás por encima del hombro y vio al guardia, que dudaba entre acercarse o no él también. Comprendió que tenía tiempo. En ese instante, abandonó su tono quejumbroso y murmuró-: En el pasillo. Los retretes.

Jimmy se sobresaltó.

– ¿Co… cómo?

– El tercer retrete de la izquierda contando desde la puerta -dijo Reverdi en voz baja-. Detrás de la cisterna. Una carta.

– ¿Qué dice?

Reverdi lo agarró por las solapas de la chaqueta; con su espalda, ocultaba la escena al guardia.

– Escúchame bien, hijo de puta. Anoche me comí unos cili padi (pimientos) para encontrarme hoy en este estado y hacer una parada en los retretes en el momento de la visita.

– Sabe perfectamente que no puedo…

– ¡Calla! Cuando salgas de aquí, haz lo mismo que yo. Ve a mear. Coge la carta y métetela en un bolsillo. Tercer retrete contando desde la puerta.

– ¿Qué… qué tengo que hacer con ella?

– Envíala desde tu despacho de Kuala Lumpur tal como voy I a indicarte. La dirección está en el sobre.

Reverdi soltó al abogado. Una violenta contracción le retorció las tripas, que hicieron un ruido atroz. No estaba seguro de poder evitar cagarse encima, allí, en pleno locutorio.

– Eso es una irregularidad -dijo Jimmy.

– ¿Y qué no lo es? -preguntó Jacques apretando las nalgas-. ¿Tirarse niñas como haces tú?

– Si cree que va a hacerme hablar…

– Vas a hacer lo que te digo y punto.

El abogado se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa.

– Suponga que me pillan. Eso comprometería mi trabajo en este…

– Haz lo que te digo. Manda esa carta. -Reverdi compuso una sonrisa que era en realidad una mueca-. Pero, cuidado, no se te ocurra leerla. Es como una cicatriz. Si intentas abrirla, lo notaré en mi carne. Y en tal caso, te prometo que me las pagarás.

23

– Supongo que no será droga…

Marc no contestó. A través del cristal, miraba la carta entre las manos de Alain. Estaba estupefacto. Había ido a correos, como todas las mañanas, pero no esperaba nada antes del 20 de abril.

Y ese día, 15 de abril, había una carta allí.

Un sobre plastificado con las iniciales DHL.

– ¿Qué hay aquí dentro? -preguntó el funcionario de correos.

– No lo sé.

– Viene también de Malaisia. -Alain se inclinó, miró a su alrededor y luego susurró, junto al cristal-: Su historia huele a chamusquina…

Marc permaneció en silencio. Solo tenía ganas de pasar por encima del mostrador para coger el sobre.

– Desde que abrió esta lista de correos, solo ha recibido tres cartas. Y las tres de Malaisia. ¿Qué significa eso?

– No se preocupe. ¿Puede darme mi carta?

El empleado se resistió un poco más a soltarla.

– ¿Y su amiga? ¿Cómo está?

– ¿Mi amiga?

Alain sonrió contemplando el rostro de Marc, pillado en flagrante delito de olvido. Leyó en el sobre el nombre de la destinataria:

– Élisabeth Bremen. Su novia, que supuestamente está en cama y que solo recibe cartas de Malaisia.

– Pasó bastante tiempo allí -improvisó Marc, percatándose por fin de que la situación estaba poniéndose fea-. Es estudiante de economía.

– ¿Y su cadera?

– ¿Su cadera?

– Su accidente. El balonmano.

A Marc le costaba muchísimo concentrarse en las preguntas que le hacía Alain. Su cabeza no paraba de pensar: Reverdi se las había arreglado para mandar la carta de respuesta urgente, al margen de los controles de la prisión. ¿Qué había en esa carta?

– Está recuperándose -dijo, haciendo un esfuerzo-. Pero todavía le quedan unas semanas de guardar cama. ¿Me da la carta, sí o no?

Alain se puso rígido. Con lentitud, como a regañadientes, colocó el sobre plastificado en el tambor que estaba al lado de la ventanilla.

– Es para sus estudios -dijo Marc, sonriendo-. No se preocupe.

Cogió el sobre. Enseguida vio, arriba, a la izquierda, la dirección del remitente.

JIMMY WONG-FAT

7TH FLOOR, WISMA HAMZAH-KWONG HING

NOI LEBOH AMPANG

50 100 KUALA LUMPUR, MALAYSIA

El abogado de Jacques Reverdi; recordaba su nombre. Su correspondencia iba a pasar ahora por él, seguramente para mayor discreción.

Marc salió de la oficina de correos como un loco. Tenía que reprimirse para no rasgar allí mismo, en la calle, la solapa adhesiva del sobre.

Fue corriendo a su estudio, estrechando su tesoro contra el corazón.

Kanara, 10 de abril de 2003

Querida Élisabeth:

Me alegro de que aceptes las reglas de nuestra relación. Eres tú, pues, quien va a hablar antes de que yo tome la palabra.

Lo has entendido: necesito pruebas.

Y esas pruebas son rojas.

Existe una traducción de la Biblia que se llama Biblia de Jerusalén, uno de cuyos pasajes siempre me ha impresionado. Se trata del Génesis, 9,1-6. Seguramente esos números no te dicen nada: se trata simplemente del final de la historia de Noé y su arca.

Se suele tener una imagen positiva de ese personaje que regresa, acompañado de las parejas de animales, para poblar la tierra. La realidad es más cruel: Noé regresa con el alimento de los hombres. Después del diluvio, la cólera de Yahvé se ha apaciguado. La especie humana puede vivir, pero solo puede hacerlo sacrificando a los animales. Es el favor concedido por Dios: los hombres pueden ahora matar a los animales para alimentarse.

Pero Yahvé añade un detalle esencial: no les estará permitido beber su sangre, pues es de «Su» propiedad. Es una constante en todas las religiones: la sangre siempre es derramada en el altar, nadie debe tocarla. Porque la sangre, y en esto la Biblia de Jerusalén es explícita, es el alma de la carne. Y el alma pertenece a Dios.

¿Por qué te cuento esto? Porque esa idea corresponde a una verdad profunda. Muéstrame tu sangre y te diré quién eres.

Unas pocas preguntas serán suficientes. Respóndeme con precisión y, a cambio, te abriré las puertas de mi mente.

En tu primera carta me decías que tienes veinticuatro años. Supongo que todavía no has vivido muchas historias de amor. Pero supongo también que ya no eres virgen. ¿Has pasado al acto, Élisabeth? ¿A qué edad lo hiciste por primera vez? ¿Recuerdas esa primera noche?

No quiero los detalles sentimentales. Solo me interesa una cosa: ¿miraste, después del acto, las huellas de ti misma dejadas entre las sábanas? ¿Dirigiste una mirada, discreta, casi refleja, hacia esas parcelas de ti misma que abandonabas para siempre?

¿Recuerdas el color de esa sangre? Descríbeme esas pequeñas islas oscuras, Élisabeth, con detalle y empleando tus propias palabras. Cuéntame lo que sentiste cuando tomaste conciencia de esa pérdida. Esa sangre perdida era un poco de tu alma ofrecida en sacrificio.

Remontémonos más en el tiempo.

Antes de perder la virginidad, hubo otro momento importante. La matriz femenina despertó en ti. También entonces, sangre. También entonces, un no retorno… ¿Cómo fue esa otra «primera vez»? No te pregunto por las circunstancias. Solo quiero que me describas ese primer período, tibio y desconocido.

Sumérgete en tus recuerdos y busca las palabras exactas para permitirme ver, sobre el papel, el color de ese líquido íntimo. Háblame también de ahora: ¿cómo es tu sangre menstrual? ¿Cómo vives ese flujo regular?

Última pregunta (como ves, no te pido gran cosa): ¿guardas el recuerdo de una herida, provocada por un accidente o por otra circunstancia, de la que manara sangre? ¿De qué color era? ¿Qué sentiste al verla? ¿No había, bajo el dolor, otras sensaciones más confusas, una voluptuosidad vaga, nacida de esa emergencia de la sangre, de esa expansión frente al mundo exterior?

No sigo; no quiero influir en tus respuestas. Escríbeme enseguida, Élisabeth. Que tus confidencias sellen nuestro pacto, como esos niños que se hacen un corte en la muñeca para mezclar su sangre.

Un último punto, esencial: mándame una foto tuya con la próxima carta. Quiero contemplar tu rostro. Y visualizarlo cuando piense en ti.

Para acabar, una precisión técnica: nuestra correspondencia no debe seguir pasando por la dirección de la cárcel. A partir de ahora debes enviar las cartas a la dirección de mi abogado, a través de DHL. Si nuestros vínculos deben estrecharse, que sean también más rápidos.

Espero leerte… y verte.

Jacques

Marc estaba helado… y ardiendo a la vez.

El predador salía del bosque.

Revelaba su naturaleza viciosa y violenta. Su obsesión por la sangre. Eso ya era en sí mismo una primicia. Pero ese giro era también angustioso: Reverdi se acercaba a Élisabeth como a una presa. Quería olfatearla. Oler su sangre. ¿Por qué? ¿Para imaginarla mejor acribillada a cuchillazos?

Marc tendió ante sí las manos, todavía enguantadas: temblaban espasmódicamente. De excitación y de miedo. En vez de pasarse horas pensando en la falla tectónica que acababa de abrir, se levantó.

Tenía que hacer una sola cosa.

Ponerse a buscar las respuestas exigidas.

24

– ¿Viene por su mujer?

– No estoy casado.

– ¿Por una amiga?

– No. Yo…, bueno…

– Bueno ¿qué?

La ginecóloga sonreía, pero su voz delataba impaciencia.

Su rostro, surcado de arrugas, era atezado y redondo como una hogaza de pan integral. Emanaba de él la misma suavidad, el mismo sabor familiar. Sus cabellos cortos, muy blancos, contrastaban con su piel oscura y reforzaban su carácter avejentado, reconfortante.

El despacho encajaba con esa impresión de benevolencia: se respiraba una intimidad de muebles antiguos, de objetos decorativos con pátina. Las mujeres embarazadas debían de sentirse a gusto en ese refugio, en pleno distrito VI.

– Recibo a muy pocos hombres aquí -dijo ella ante el silencio de Marc.

Este esperaba el comentario y había preparado una mentira:

– Soy escritor. En mi próxima novela, el personaje central es una mujer. Y no sé nada de ellas. Quiero decir sobre lo que constituye la intimidad de una mujer.

– ¿A qué llama «intimidad»?

– Bien…, quiero dar la impresión de estar en su lugar, ¿comprende? Quisiera, sobre todo, describir algunos recuerdos… marcados por la sangre. La sangre de la regla, de la virginidad, de heridas.

– ¿Por qué la sangre?

La ginecóloga lo observaba con sus ojos oscuros. Tenían el color gris de las perlas negras. Marc, incómodo, se ajustó la chaqueta.

– Digamos que se trata de una licencia del autor. Creo que es un símbolo fuerte.

La mujer no parecía muy convencida. La conversación amenazaba con resultar más difícil de lo previsto. Había conseguido esa visita a última hora, después de todo un día de búsqueda inútil.

Primero había consultado libros de ginecología en librerías especializadas y no había entendido nada. Además, esas obras no poseían lo esencial: el toque personal, la voz del testimonio. Al día siguiente había decidido acudir a un especialista. Esta ginecóloga era la única que había aceptado recibirlo el mismo día, a las siete de la tarde.

– ¿Qué quiere saber exactamente?

Marc sacó un bloc y un lápiz.

– ¿Le molesta si tomo notas?

Ella expresó su consentimiento con un ademán desenvuelto.

– Para empezar, me gustaría saber si la sangre de los hombres y la de las mujeres tienen la misma composición.

– Por supuesto que no.

– ¿Qué es lo que cambia?

– Las hormonas. La sangre de la mujer está cargada de estrógenos y de progesterona.

– ¿Y las hormonas influyen de algún modo en el color de la sangre?

– No. Más bien en el estado de ánimo. Los cambios bruscos en la cantidad de hormonas a lo largo del ciclo menstrual provocan cambios de humor, períodos de depresión. A veces tengo que prescribir parches de progesterona para evitar el abatimiento.

– ¿Puede hablarme de la sangre de la regla?

– ¿Desde qué punto de vista?

– Su aspecto. Su color. Para empezar, ¿es muy abundante?

La especialista se tomó tiempo para pensar. Su tez de ladrillo se fundía en la semipenumbra.

– Varía de una mujer a otra. En algunos casos, las reglas son muy abundantes; en otros, se reducen a unas gotas. Eso cambia también a lo largo de la vida. Las jóvenes suelen sangrar como fuentes. Su mecanismo todavía no está ajustado.

– ¿Y el color? ¿Es siempre el mismo?

– En general, sí. Una sangre oscura. Venosa, poco oxigenada.

– Perdone, pero no comprendo la relación entre esas palabras.

– Entonces tenemos que empezar por el principio… El cuerpo humano está irrigado por dos circuitos. El primero, el de las arterias, parte del corazón y difunde por los órganos una sangre cargada de oxígeno. El segundo, la red de las venas, constituye el viaje de vuelta, cuando la hemoglobina ya no contiene mucho oxígeno. Por lo tanto, es mucho más oscura.

– ¿Cuál es la relación?

– El oxígeno es lo que da la tonalidad clara a la sangre.

– ¿Por qué la regla pertenece al segundo circuito?

– Esto está convirtiéndose en un curso de anatomía… La mujer tiene, en la pared del útero, una mucosa que se impregna de sangre a lo largo del ciclo. Son reservas para el futuro embrión. La madre alimenta al feto igual que alimenta sus músculos y sus fibras: con la hemoglobina. Al final de la ovulación, si no hay embrión, el útero reacciona automáticamente y deja fluir esas reservas inútiles. Eso es la regla. Aunque la sangre no haya servido para el feto, se ha quedado sin oxígeno y, por lo tanto, tiende a ser oscura. Y las partículas de mucosa la oscurecen todavía más.

Mientras escribía, Marc trataba de imaginar ese líquido que no había visto nunca.

– Si contiene partículas, no será muy fluida.

– En efecto, es bastante espesa, un poco fangosa.

Inclinado sobre el bloc, anotaba todos los adjetivos, todas las características. La mujer no encendía la luz y el despacho estaba cada vez más oscuro.

– Pasemos a la sangre… de la virginidad, por ejemplo.

La ginecóloga miró rápidamente su reloj; aquella visita debía de parecerle ridícula.

– ¿Puede explicarme el fenómeno? -preguntó Marc, riendo un poco a causa de la incomodidad que le producía la situación-. Habría que empezar desde cero también en esto.

– Es más sencillo aún. El sexo de la mujer está provisto de una membrana situada al fondo de su cavidad: el himen. Cuando la verga penetra el orificio por primera vez, perfora esa membrana.

– ¿Es eso lo que sangra?

– Sí. Pero cuidado: en general, ya está más o menos perforada. Basta haberse frotado con una manopla de baño, o haberse acariciado.

Marc se quedó con este último detalle. Quizá había material para describir algo íntimo en la juventud de Élisabeth.

– ¿De qué color es? -preguntó.

La mujer no respondió. Solo se veían ya sus cabellos blancos, que formaban un violento claroscuro con su tez de tierra cocida. Parecía reflexionar de nuevo. Marc, con sus preguntas torpes, la obligaba a explicar conocimientos elementales.

– En este caso se trata también de una sangre muy oscura -dijo por fin-. Contiene partículas del tabique himeneal. Y también, por supuesto, secreciones vaginales. A priori, todo esto sucede en un contexto de placer.

– ¿A priori?

A Marc le interesaba cualquier digresión, cualquier opinión personal.

– Es muy raro que se sienta placer -prosiguió la ginecóloga-. Está el desgarramiento, la novedad de la relación sexual. Todo eso, se quiera o no, es muy brutal. Esa sangre es la de una herida. Una herida interior. Marca el fin de una etapa…

La voz se tornaba soñadora. Poco a poco, Marc percibía una atmósfera particular en el despacho. Las paredes se oscurecían como las de una gruta. Las palabras de la especialista adquirían una dimensión ancestral y mágica. El periodista tenía la impresión de estar escuchando un oráculo. Ella pareció darse cuenta y rompió el encanto aclarándose la voz.

– ¿Se las arreglará con esto? Tengo más visitas.

Mentía. No quería abandonarse al hechizo.

– Perdone -dijo Marc-, pero le había hablado de una tercera sangre: la de las heridas… accidentales. ¿Puede decirme algo sobre ellas?

La mujer encendió la lámpara suspirando. Una pantalla de tela apergaminada, veteada en rojo. A la luz dorada, su rostro pareció más viejo aún. Una facies arrugada, seca, como exhumada del desierto.

– No tengo nada que decir -contestó-. Esa sangre es… corriente.

– ¿Hay alguna diferencia de aspecto entre la del hombre y la de la mujer?

– No, ninguna. La composición es idéntica. Se lo repito: si la herida ha afectado a las arterias, la sangre será de un rojo vivo; si ha afectado a las venas, será más oscura. Eso es todo.

– ¿Tiene fotos?

– ¿Fotos?

– Sí. De las diferentes sangres de las que hemos hablado. -No sé qué iba a hacer con ellas. Lo único que tengo son negativos médicos, a escala microscópica.

– ¿Se distinguen los colores?

– No. Lo siento. -Apoyó las manos en la mesa-. Ahora…

Una frase de Reverdi acudió a la mente de Marc: «… busca las palabras exactas para permitirme ver, sobre el papel, el color de ese líquido íntimo…».

– Espere -insistió-. Si tuviera que dar un valor simbólico a cada una de esas sangres, ¿qué diría?

– Oiga…

– Solo unas palabras.

Tras una breve vacilación, la mujer echó el cuerpo hacia atrás hasta apoyarlo en el sillón de madera. Cerró los ojos. Una breve sonrisa acentuó las arrugas alrededor de sus órbitas.

– Yo diría que la sangre de la virginidad es densa, está cargada. Es a la vez la vida y la muerte. El fin de la inocencia, de la libertad. La sexualidad existe en la niña, pero todavía no es una prisión. Los deseos son simples apariciones que atraviesan el cuerpo de manera fugaz. Con la pubertad, y la desfloración, esos fuegos fatuos se encarnan, se tiñen de rojo, se convierten en poderes orgánicos que ya no abandonarán a la adolescente… -Abrió los ojos-. Se lo repito: esa sangre es la de una herida que no cicatriza jamás. Es la vocación misma del deseo. Una llamada perpetua, insaciable.

– Si tuviera que caracterizar su color en la paleta de un pintor, ¿qué diría?

– Un rojo pardusco. Entre limo y frambuesa. Algo relacionado con los aluviones, pero también con el frescor de una pulpa. Laca de granza sería el nombre exacto del color.

Marc anotaba febrilmente: el oráculo había encontrado su voz.

– Hay un famoso cuadro de Bonnard que se cita siempre para designar la laca de granza, no sé si lo conoce. Se llama Mujer con gato. El fondo es de esa tonalidad. Un fondo artificioso, coagulado, pero también lleno de una vida nueva, rica, azucarada.

Marc no habría podido esperar nada mejor: la ginecóloga se transformaba en poeta.

– Y para la sangre de la regla, ¿tiene un nombre de color?

– Ocre rojizo. Aquí también está la idea de fango. Un fango pardusco, un desecho. La regla es una cita frustrada. En ese flujo hay siempre una decepción, un desperdicio. Es un alimento que no ha sido aprovechado. -Se interrumpió y repitió, en un tono más firme-: Sí, ocre rojizo. Un luto pardo. Una tierra nutricia arrojada al fondo de una tumba.

– ¿Podría citar un cuadro?

– No, más bien un paisaje. Esos pueblos inhóspitos de Bélgica o de los Países Bajos, construidos en ladrillo, hundidos en la tierra, aplastados por la lluvia.

Marc escribía cada vez más deprisa. Élisabeth tenía material para llenar páginas.

– Solo una palabra sobre las heridas y la dejo. En mi libro -inventó sobre la marcha-, la protagonista tiene un accidente de coche. Quisiera contraponer esa sangre «corriente» a esa otra, más femenina, de la que acabamos de hablar.

Ella hizo una mueca que convirtió su rostro en una máscara fúnebre. Durante un segundo, Marc pensó en las caras quemadas de Pompeya.

– Cuando era interna, vi muchos accidentados. Recuerdo mi asombro ante toda aquella sangre. Estaba estupefacta por su vivacidad, su brillo, su… fogosidad. Era como vida robada, sorprendida en flagrante delito de agitación. Un rojo carmín.

– ¿Un cuadro?

– Un cuadro muy vivo, sí, en el que el color sea una fanfarria. Gran parada sobre fondo rojo, de Fernand Léger. ¿Lo conoce?

– No.

– Intente verlo y comprenderá lo que le digo. El fondo de la tela está pintado de un rojo vibrante. Los personajes circenses, que ocupan el primer plano, son todos blancos. -Sonrió al evocar el cuadro-. Glóbulos rojos, glóbulos blancos: sí, la verdad de la sangre está en esa fanfarria.

Tras pronunciar estas palabras, apoyó de nuevo las manos en la mesa.

– Bueno, hemos trabajado bastante, ¿no?

Bastante, en efecto.

En una sola visita Marc había obtenido tocias las respuestas que buscaba. Ahora le quedaba por resolver el último problema: la foto de Élisabeth.

No había parado de pensar en ello desde el día anterior. Enviar la foto de la verdadera Élisabeth Bremen, la del pasaporte, que Marc había conservado, estaba descartado. Para empezar, no quería implicar más a esa sueca, que esperaba que hubiera regresado a su país. Pero, sobre todo, su rostro, más cuadrado que un adoquín, no encajaba en los gustos de Reverdi.

Había que buscar en otro sitio, y Marc ya tenía una idea.

Además, estaba a dos pasos de allí.

25

– El flou es el único medio de captar la belleza.

El coloso sacó la película y la marcó con los dientes. Metió otro rollo en la cámara.

– La belleza no necesita para nada una imagen precisa, superpunteada. No te hablo de la apariencia, Jadiya, sino del espíritu. El spirit, ¿lo pillas? Vuélvete. No. De tres cuartos. Eso es.

La deslumbró un flash, seguido de un largo silbido. Jadiya no sabía si decirle al gigante que estaba haciendo el doctorado de filosofía y que sus consideraciones de tres al cuarto sobre el flou, el espíritu y la belleza eran dignas de figurar en una antología de disparates sobre el pensamiento estético. Pero todo el mundo coincidía en afirmar que Vincent Timpani era un fotógrafo genial. En el reducido mundo de las modelos, solo se hablaba de él y de sus fotos difuminadas, que entusiasmaban a todas las revistas y a todos los diseñadores.

– Por eso mis fotos funcionan -prosiguió Vincent-. Hasta los tarados de los bookers y las gilipollas de las periodistas de modas perciben la diferencia. Solo una foto difuminada puede captar la esencia del sujeto. Fijar lo que es inmaterial. Vuélvete más. Muy bien. Cuando levante la mano, da un paso adelante y luego vuelve a esta posición…

En otras circunstancias, todo eso le habría parecido ridículo. Pero se movía en un universo grotesco, así que debía adaptarse. Y esa sesión era idea suya. Había trabajado duro, ahorrado e incluso renunciado a sacarse el carnet de conducir para pagar de su bolsillo esas fotos. Los últimos peldaños hacia la gloria.

– Ahora mírame. Cuando yo te diga, te desplazas hacia la derecha… Ahora… Okey… -Se oyó el chasquido de otro flash-. En la filosofía budista…

Jadiya ya no escuchaba. En realidad, ese paquidermo con traje arrugado le gustaba. En el círculo de la moda, debían de considerarlo un oso escapado de un circo que había conseguido quitarse el bozal. Sus maneras eran torpes, toscas, y estaba totalmente fuera de lugar. Pero también era franco, alegre, y parecía haber vivido otra vida antes de esa. Además, era el primer tipo desde hacía meses que no le había preguntado, en un tono profundo, sobre la guerra de Irak: «Como musulmana, ¿qué opinas?».

– Ahora siéntate en el suelo con las piernas cruzadas. Eso es… Fantástico. Cuidado: nuca a la derecha. Cuando te haga una señal, te inclinas hacia delante y… ¡Mierda!

El flash no se había disparado. Vincent gritó, al otro lado de los paraguas de luz:

– ¿Qué pasa con los flashes?

Un silencio denso a modo de respuesta. Maquinalmente, Jadiya se rodeó los hombros con los brazos, como si estuviera desnuda. En realidad, llevaba un vestido ajustado de cuadros en colores pastel que le recordaban los collares de caramelos que chupaba cuando era pequeña.

El fotógrafo vociferaba, pulsando como un loco el mando a distancia que acababa de coger.

– ¿Qué les pasa ahora a esta mierda de flashes? ¡Arnaud! ¡ARNAUD!

Una silueta se puso en movimiento en dirección a los grupos generadores colocados al pie de los focos.

– Okey, Jadiya, haremos un descanso -dijo Vincent-. Yo no trabajo en estas condiciones.

– Yo tampoco.

Era una broma, pero nadie la entendió. Jadiya se adentró en la penumbra como si se sumergiera en una piscina benéfica. Sus ojos agradecieron encontrar la oscuridad. Le gustaba ese estudio: un gran cuadrado con las paredes de cemento pintado en un verde agua, poblado solamente de paraguas de luz y de altos telones de diferentes colores al fondo.

Se acercó a la mesa de montaje, en ese momento apagada, donde estaban extendidas sus primeras polaroid. Por hacer algo, se puso a mirarlas. Se oía una música tenue, entre étnica y electrónica.

– ¿Quiere beber algo?

Se volvió hacia la voz y vio a un hombre achaparrado delante del frigorífico abierto. Su silueta se recortaba a contraluz sobre la fría luz: hombros anchos, brazos cortos. Un luchador en miniatura, con chaqueta de estilo inglés y puños blancos.

– Una Coca-Cola.

– ¿Light?

– No.

El hombre se agachó hacia el frigorífico y luego se acercó con una lata de Coca-Cola en una mano y una botella de cerveza en la otra.

– ¿El azúcar no es el peor enemigo de las modelos?

– Todavía no soy modelo, así que aprovecho.

Cogió la lata riendo sin convicción. Detestaba ese tono desenfadado, esa frivolidad convencional, de uso en París, que no venía a cuento de nada. El desconocido sonrió, seguramente para complacerla, y se inclinó sobre sus fotografías: primeras pruebas, sin maquillaje.

Mientras él contemplaba las polaroid, ella lo observó. Raras veces había visto a un personaje tan original. Era pelirrojo y llevaba -horror absoluto- bigote. Un mechón de finísimos cabellos, lisos como caramelo, le caía sobre la frente, y su look -chaqueta de cuadros y cuello inglés- acentuaba más su aspecto británico, tipo Sherlock Holmes.

Bebía la cerveza a pequeños sorbos, apartándose continuamente el mechón con un gesto seco. Había en él algo forzado, brutal. Al tiempo, Jadiya advertía, con sus antenas de Madre Teresa, una vulnerabilidad, una herida. También percibía el olor de una dependencia. Ese tipo era adicto, no a la heroína ni a la coca, sino a algo distinto.

– No hago ningún comentario sobre su físico porque ya deben de habérselo dicho todo -dijo por fin, levantando la cabeza.

– Todo, esa es la palabra.

Jadiya se devanó los sesos para ser ingeniosa, espabilada, parisina, pero no se le ocurrió nada. La voz de Vincent la salvó:

– ¿Ya os conocéis?

Salía de la sala de revelado. Se acercó con sus andares torpes, sacudiéndose los bolsillos, y cogió de entre las manos de Marc la botella de cerveza.

– Jadiya Kacem -dijo, señalándola con el cuello de la botella-, futura estrella efímera de nuestro mundillo vanidoso. Ella aún no lo sabe, pero todo esto (señaló el estudio) va a salirle gratis. Sí, encanto, si estás de acuerdo, nos asociamos. Tú no pagas nada por las fotos y llegamos a un acuerdo sobre los contratos futuros.

Jadiya estaba estupefacta; no sabía si se trataba de una estafa o de una ganga. Ni siquiera sabía si era posible, contractualmente, con su agencia. De momento, dijo:

– Bueno, gracias, yo…

– Marc Dupeyrat -la interrumpió Vincent, rodeando con un brazo amigable los hombros del pelirrojo-, mi mejor amigo y el periodista más tenaz que conozco. Él y yo hemos hecho un montón de barrabasadas juntos.

El hombre se dobló en dos a guisa de saludo.

– ¿Para qué periódico trabaja? -preguntó Jadiya.

Fue Vincent quien respondió:

– Para Le Limier. -Le guiñó un ojo a su amigo-. Un periódico de sucesos.

– No lo conozco -confesó Jadiya.

El periodista volvió a apartarse el mechón.

– No se pierde nada.

Jadiya detestaba a los hombres que se complacían en desvalorizarse. En general, indicaba una vanidad excesiva. Como si en otra vida hubieran podido valer mucho más. O como si pese a todo se situaran tan alto que podían despreciar su propia existencia.

– Un cazador de crímenes -prosiguió Vincent-. Un amante de los cadáveres con mucha sangre. El señor Dupeyrat podría dirigir una de las mejores redacciones de París, pero no, prefiere pasarse la vida en los juzgados y en las escenas de crímenes.

Jadiya había dejado de escuchar. Estaba tomando conciencia de que cada detalle se aguzaba, vibraba, cantaba literalmente bajo su carne. La pureza de las paredes verdes y desnudas del estudio; el olor de la laca en sus cabellos; el peso de las joyas de plata sobre su piel… Cada sensación se cristalizaba, adquiría agudeza, inmortalizaba el instante. Conocía esos síntomas, esa efervescencia secreta de todo su ser. La excitación amorosa. Vincent la salvó de nuevo:

– Bien, tenemos que volver a lo nuestro. El flou no espera. -Dio unas palmadas-. ¡A trabajar, vamos! Arnaud, ¿está todo a punto?

Jadiya siguió con la mirada a Vincent, que se dirigía hacia el plato. Pese a su corpulencia, cuando se movía dejaba una especie de estela de animación, un rastro luminiscente.

– Vaya -murmuró Marc-. No es de los que les gusta esperar.

Jadiya sonrió y buscó de nuevo algo que decir. Ni la menor idea. Mierda. Regresó al plato. El maquillador la detuvo junto a los focos, pinceles en ristre. A su pesar, dirigió una mirada hacia la penumbra. Habría jurado que el periodista la observaba, pero con un aire preocupado, casi contrariado. «Un adicto -se dijo de nuevo-. Un hombre que vive con una obsesión que nadie puede compartir.» Y sintió que la invadía una oleada de calor.

El maquillador la dejó libre y ella salió a escena. Tenía la deliciosa impresión de ser una princesa, el centro de todas las miradas.

– Ponte en la misma postura que antes, sentada en el suelo con las piernas cruzadas -ordenó Vincent-. Muy pura. Haz salir tu lado zen.

Jadiya sonrió al oír esa nueva sandez y obedeció. Se sentía en suspenso, trascendida por el nuevo sentimiento que la invadía. Un agua volátil, más ligera que el aire.

En ese momento, pese a su alegría, pese a los focos, todo se ensombreció. Acababa de acordarse de su propio secreto.

La maldición que le vedaba el amor.

La quemadura india.

Las niñas llaman así a una tortura que se infligen unas a otras. Consiste en apretar la muñeca de su víctima con las dos manos y hacerlas girar en sentido inverso, produciendo un frotamiento doloroso.

La quemadura india.

El nombre de la tortura era muy apropiado. Cuando era pequeña, Jadiya siempre imaginaba a los indios haciendo girar una ramita dentro de un lecho de hojas secas hasta conseguir que brotase primero un hilillo de humo y después, poco a poco, unas chispas…

Eso era exactamente lo que sentía cuando hacía el amor. El dolor que sufría cuando la penetraban. El frotamiento de la carne seca, a punto de arder. Había consultado a varios ginecólogos. El diagnóstico era siempre el mismo: padecía una carencia de secreciones vaginales. No había explicación patológica. «Está todo en su cabeza», le repetían.

¡No me diga! Los médicos le hablaban de frigidez, de bloqueo, de terapia… También le recetaban medicamentos, pomadas para los «casos urgentes», y le daban las señas de un especialista, un psiquiatra sexólogo.

Jadiya asentía, sin precisar que ya se había sometido a cinco años de psicoanálisis que le habían permitido «superar» algunos de sus traumas, sobre todo su educación bajo el signo de la heroína. Pero esos años de introspección no habían podido hacer nada contra el fuego. Jadiya seguía ardiendo. Seca para siempre. Un auténtico desierto, poblado de huesos de animales muertos, blanqueados por el sol.

Sin embargo, se enamoraba con facilidad. Bastaba una mirada o una sonrisa en los bancos de las aulas. O incluso en el self-service, en Cachan. Entonces se sentía dolorida, casi agarrotada. Para ella, el amor era esa irradiación febril, pero también reconfortante, que ascendía bajo sus pechos, constelaba todo su torso. Un coral rojo: así era como visualizaba el deseo que se abría en ella. En contrapartida, tenía un éxito unánime, por supuesto. Una auténtica reina de Saba que subyugaba a los hombres. Sin embargo, enseguida parecían darse cuenta de que algo fallaba. Notaban, con su instinto infalible para evitar toda complicación, que Jadiya no era como las demás. Demasiado sombría, demasiado retorcida…

– ¡Eh, Jadiya! ¿Se puede saber dónde estás? Es la última vez que te pido que te levantes. ¿Crees que podrás hacerlo?

Ella obedeció. Entre flash y flash, intentaba ver al pelirrojo. ¿Seguía estando allí? ¿La miraba? Se sentía atraída por ese periodista enigmático. Y al mismo tiempo, todos sus sensores le avisaban del peligro: un obseso, indiferente a los demás, aferrado a sus manías.

– Ahora vuélvete. ¡Para! Eso es, de tres cuartos… Muy bien.

Por más que se concentraba en la sombra de los paraguas, no veía a nadie.

– ¿Jadiya? Mierda. Si no te importa, ¿puedes volver hacia mí esa sonrisa beatífica?

Acababa de localizarlo por fin, junto a la mesa de montaje. Y en el preciso instante en que lo veía, se había producido un milagro. Una escena de amor de las que solo pasaban en las comedias musicales egipcias que a ella le encantaban.

Creyéndose a salvo de las miradas, el periodista había robado una de sus polaroid y se la había guardado en el bolsillo.

26

Cuando Jacques Reverdi se enteró de que habían organizado una visita médica «monstruo» en la cárcel para detectar posibles casos de SRAS, supo que era el golpe de suerte que esperaba. Sin embargo, no se le ocurría la forma concreta de aprovechar la ocasión. Se había pasado cuatro días dándole vueltas al asunto sin encontrar una solución.

En ese momento, once de la mañana del 23 de abril, esperaba su turno en la inmensa cola y seguía sin tener ninguna idea.

En realidad, en ese momento le tenía absolutamente sin cuidado.

Porque desde hacía dos días estaba bajo los efectos del choque.

El choque del rostro.

Nunca había entendido el desprecio que planeaba sobre la valoración del físico cuando se trataba de juzgar a una mujer. Como si tuviera que ser ante todo un genio, una santa, una madre, rebosante de cualidades morales. Como si apreciarla, adorarla por su rostro, por su cuerpo, por su aspecto fuera un insulto. Las propias mujeres siempre querían ser amadas por su «belleza interior».

Simples y puras gilipolleces.

El don de Dios, el único, era la belleza física. Sobre todo el rostro. El milagro de la armonía, del equilibrio, se concentraba ahí. E imponía silencio. Ni una palabra, ni un susurro… Había que admirar y nada más. El resto era escoria, impureza, contaminación. Todo lo que llamaban «intercambiar», «compartir», «conocer al otro» era mentira. Por una sencilla razón: en cuanto una mujer abría la boca, mentía; no podía expresarse de otro modo. Era su naturaleza ancestral. El magma informe, denso, insidioso del que no podía salir.

Él siempre había escogido a sus compañeras por su belleza. Encontrar un rostro por la calle: era a la vez tan sencillo y tan difícil como eso. Después, no era más que estrategia, cálculo, manipulación. Desde el momento en que empezaba a hablarle a su «elegida», comenzaba él también a mentir. Penetraba en el círculo abyecto de la relación humana. Cuando esas mujeres creían conocerlo, cercarlo, no hacían sino alejarse de él, cayendo en la trampa que les tendía. Una canción de Georges Brassens acudió a su mente:

Quiero dedicar este poema

a todas las mujeres a las que amamos

durante unos instantes secretos…

«Las transeúntes.» Esos versos siempre le habían obsesionado. Le parecía que resumían la esencia misma de su Búsqueda. Ese drama íntimo y eterno, que consiste en dejar pasar un rostro bello en un tren, entre la multitud, en una calle, cuando un irresistible impulso te empuja hacia él. Lo único que cuenta es ese primer deslumbramiento. La chispa primordial.

Por eso, cuando él se disponía a sonsacarle algunas confesiones a Élisabeth y a obtener de ello un mediocre placer, se había sentido subyugado por la foto.

No esperaba eso, en absoluto.

Más que un rostro, las facciones de Élisabeth eran una revelación.

Bajo el cabello rizado y moreno, su expresión fina, acerada, se veía reforzada por unos pómulos altos y unas cejas anchas. Al mismo tiempo, de la parte inferior de la cara emanaba dulzura, ternura. La boca en especial, de labios carnosos y claros, expresaba una sensualidad traviesa, casi divertida.

Pero eran los ojos lo que atraía la atención. Iris negros, dotados de la precisión del cuarzo, con un cerco brillante alrededor (quizá un ribete dorado, pero la foto, una polaroid, era en blanco y negro) y ligeramente asimétricos. Ese extraño desplazamiento del eje de las pupilas era irresistible. Atravesaba directamente los filtros habituales de la percepción, los prejuicios, los hábitos, y hacía añicos todo punto de referencia, toda protección. Te encontrabas desnudo frente a esa mirada y sentías que te deshacías, que te rendías, herido ya en lo más profundo de tu ser.

«Herido», esa era la palabra exacta.

Una herida en tu interior se abría más y más. Un deseo, ya doloroso. Una llamada, una ansiedad… Si Jacques se hubiera cruzado con esa «transeúnte» en las playas de Koh Surin o entre las ruinas de Angkor, la habría escogido inmediatamente. En ningún caso la habría dejado convertirse en una de esas «esperanzas frustradas de un día». Y ella habría constituido su presa más hermosa. Por sí sola, borraba a todas las que había seleccionado.

Ese rostro lo cambiaba todo.

Jacques había decidido entrar en el juego de la confesión.

E incluso ir más allá.

En la cola se armó un alboroto.

Se produjo cierta agitación y se oyeron unos gritos. Reverdi salió de sus pensamientos. Tal vez era el golpe de suerte que esperaba. Se abrió paso entre la multitud y vio en el suelo a un hombre presa de convulsiones, con el cuerpo arqueado. De sus labios brotaba una espuma sanguinolenta. Tenía los ojos en blanco. «Epilepsia», pensó Jacques. El tipo no iba a tardar en morderse la lengua.

– ¡Apartaos! -gritó en malayo.

Se quitó la camiseta y la colocó, enrollada, bajo la nuca del hombre, que seguía temblando espasmódicamente. Cogió la cuchara que llevaba siempre encima para metérsela al enfermo en la boca. Tuvo que intentarlo varias veces hasta que consiguió apoyarla contra el paladar. De este modo, el aire pudo pasar de nuevo al esófago.

Por último, puso el cuerpo de lado para evitar que el tipo se ahogara con sus vómitos. Se encontraba fuera de peligro. El ataque estaba remitiendo. En ese momento reconoció al epiléptico: un indonesio, un asesino de mujeres apodado Vitriolo porque utilizaba ácido para desfigurarlas.

– ¿Qué pasa?

Jacques se volvió hacia la voz. Un rostro cubierto con una mascarilla verde claro apareció entre la multitud. Se apartó. El médico auscultó al indonesio, cuyos espasmos iban disminuyendo. Efectuó los mismos gestos que Reverdi: comprobó cómo tenía la nuca y la garganta.

Se bajó la mascarilla. Era el viejo médico de la cárcel, un indio llamado Gupta.

– ¿Quién ha hecho esto? -preguntó a la concurrencia.

Reverdi dio un paso adelante y dijo en malayo:

– Yo. Hay que inyectarle Valium.

El médico frunció el entrecejo. Era un anciano de tez cerosa, con el pelo aplastado sobre la frente.

– ¿Eres médico? -dijo en inglés.

– No. Hice un curso de socorrismo.

Gupta dirigió una mirada al indonesio, que vomitaba con débiles espasmos. La cuchara seguía brillando al fondo de su garganta, como una prueba.

– ¿De dónde eres? ¿Eres europeo?

– Sí, francés.

– ¿Por qué estás aquí?

– Es usted el único que no lo sabe. Por asesinato.

El médico asintió con la cabeza, como si se acordara en ese momento de un «prisionero especial». Llegaron dos enfermeros y tendieron a Vitriolo en una camilla. El médico se levantó, se puso de nuevo la mascarilla y le dijo a Jacques:

– Tú ven conmigo.

Reverdi conocía perfectamente la enfermería; era allí adonde iba a buscar sus medicamentos todos los días antes de comer. Se reducía a un bloque prefabricado, con las paredes forradas de tablas de madera negra. Estaba dividido en tres habitaciones: una sala grande con camas metálicas, una consulta al fondo y, a la izquierda, un cuartito donde estaban los «archivos»: kilos de historiales clínicos amarilleados por las estaciones secas y los sucesivos monzones.

Normalmente, ese barracón era el lugar más tranquilo de la prisión. Solo unos cuantos lisiados gemían en sus camas, en espera de ser trasladados al Hospital Central. Ese día estaba abarrotado: los hombres se agolpaban entre las paredes tambaleantes, se daban codazos, se agitaban, hasta el punto de que todo el edificio amenazaba con derrumbarse hacia uno u otro lado. Unos médicos disfrazados de cosmonautas habían habilitado alrededor de las camas «salas de consulta», donde se amontonaban presos vacilantes, asustados, bajo el control de guardias armados que no parecían más tranquilos. Todo el mundo temía a un enemigo invisible que amenazaba con atacar de un momento a otro: el SRAS.

– Sígueme -susurró Gupta tras la mascarilla.

Atravesaron la multitud. El médico tenía unos andares raros -movía en círculo los hombros cada vez que daba un paso-, a medio camino entre los de un chulo y los de un jorobado. Reverdi lo seguía, dominando la multitud por una cabeza. Oyó a un médico que gruñía ante las venas invisibles de un drogadicto. A otro que gritaba porque acababa de salpicarlo un chorro de sangre.

La visita médica parecía reducirse a una monstruosa extracción de sangre. Corría a raudales. En los frascos, los tubos, las venas. Decenas de recipientes eran llenados, etiquetados, transportados en bandejas con agujeros. Reverdi sintió náuseas. No podía soportar la visión de esa sangre, exactamente la contraria de su Búsqueda. Sangre de hombre. Sangre impura.

Gupta abrió una puerta corredera. Reverdi entró, aliviado, en la apacible consulta. Una sólida mesa de roble, historiales desordenados, una talla de madera, una báscula y un cartel de lectura con letras de todos los tamaños. Un auténtico dispensario de pueblo.

El médico quitó un montón de historiales de la silla que estaba frente a la mesa.

– Siéntate.

Gupta se instaló también y se bajó de nuevo la mascarilla. Su rostro moreno se hallaba dividido entre el agotamiento y el mal humor. Jacques pensó en un tampón demasiado usado y con la marca de varios sellos diferentes.

– ¿Por qué estás aquí exactamente?

– Por nada.

Gupta suspiró.

– Tengo suerte de vivir en este universo de inocentes.

– Yo no he dicho que fuera inocente.

El anciano lo observó con atención.

– ¿Cuál es el motivo de la acusación? -preguntó.

– El asesinato de una mujer, una europea. En Papan. Jacques Reverdi: ¿no ha oído pronunciar nunca ese nombre?

– Tengo muy mala memoria -contestó, suspirando-. Claro que aquí eso es más bien una ventaja. De todas formas, lo que has hecho fuera de estos muros no me concierne.

Cruzó las manos y permaneció en silencio unos segundos. Un silencio nervioso, eléctrico. No paraba de mover los pies. Al otro lado de la puerta, el barullo parecía aumentar.

– Conozco muy bien al epiléptico de antes… Vitriolo. Está en tratamiento, pero vende las pastillas. ¿Sabes que le has salvado la vida?

– Mejor.

– O peor. Ha matado a más de veinte mujeres. Pero, una vez más, esa no es la cuestión. ¿Estás en prisión preventiva?

– Sí.

– Entonces, ¿no trabajas en los talleres?

– No.

– En caso de que haya epidemia de SRAS, ¿aceptarías ayudarnos?

– Ningún problema.

– ¿No tienes miedo de contagiarte?

– Ya estoy muerto. No tengo ninguna posibilidad de que no me condenen.

– Muy bien. Bueno, quiero decir…

Al otro lado de la puerta, el escándalo seguía aumentando. Un médico vociferaba porque una serie de frascos llenos acababa de estrellarse contra el suelo. Jacques pensó en la sangre…, toda esa sangre extraída de las venas, brillando con su luz oscura…

Por asociación de ideas, se acordó de la carta de Élisabeth. Sus confesiones habían sido otra agradable sorpresa. Se expresaba con inteligencia y originalidad. Esa manera de evocar su propia sangre…, los nombres de los colores, las comparaciones con cuadros… Había sentido una sutil excitación. Esas imágenes enardecían todos sus sentidos, y debía confesar que se había masturbado varias veces leyendo y releyendo aquellas palabras hechizadoras.

– ¡Eh, te estoy hablando!

Jacques se irguió en la silla. Gupta se había levantado y se había puesto la mascarilla.

– Empiezas mañana -dijo con voz sofocada-. Yo me ocupo del papeleo. En cualquier caso, haya SRAS o no, aquí necesitamos gente.

Reverdi se levantó también. En ese momento vio lo que, inconscientemente, buscaba desde que había entrado en el despacho: una conexión de teléfono.

A su pesar, sonrió.

El golpe de suerte que esperaba finalmente se había presentado.

– Estaré encantado de ser útil -murmuró.

27

Una semana más tarde, aún no había enviado su respuesta a Elisabeth. No podía hacerlo antes de confirmar algunos detalles. Su plan requería preparativos y quería tenerlo todo solucionado antes de darle instrucciones.

Las dos de la tarde.

Se dirigió hacia la enfermería.

El día anterior habían llegado los resultados de las muestras de sangre: todos negativos. Ni un solo caso de infección relacionado con el SRAS en la prisión. En aquel momento había temido que lo retiraran de su puesto en la enfermería, pero Gupta había convencido a las autoridades de que necesitaba al número 243-554. Reverdi disfrutaba ahora de una libertad de movimientos increíble. Se hubiera dicho que, debido a la gran conmoción causada por la falsa epidemia, se habían olvidado de él. Hasta Raman lo controlaba menos.

El trabajo en el dispensario era repugnante, pero no se quejaba. En una semana se había hecho una idea de la situación. El combate principal era contra la infección. Heridas purulentas, úlceras supurantes, gangrenas galopantes. Había también eccemas, irritaciones, alergias que se multiplicaban por efecto del calor. Los reclusos se rascaban hasta arrancarse la piel y se hinchaban a ojos vista. Estaban asimismo los lisiados habituales, caídas y otras fracturas abiertas. Sin contar el fondo permanente: disenterías, beriberi, paludismo, tuberculosis…

En cuanto a las urgencias, ya había participado en cinco intervenciones. Un intento de suicidio con hoja de afeitar, una paliza, una caída misteriosa por la escalera y otra caída, más misteriosa aún, dentro de un caldero de sopa hirviendo; por último, un psicópata que había intentado ahogarse comiéndose su propia mierda. Pura rutina.

En realidad, la «gran batalla» era otra. Pese a los esfuerzos de Gupta por practicar una medicina justa, la enfermería era sobre todo el lugar donde se desarrollaba un negocio inagotable, controlado por Raman. Para entrar había que pagar y los tratamientos tenían un precio. A ello se añadía un comercio incesante de tranquilizantes y otros productos químicos. El propio Reverdi explotaba el sistema; no habría podido soñar con un sitio mejor para vender sus medicamentos y renovar su clientela: el cincuenta por ciento de los reclusos que estaban en la enfermería eran toxicómanos con mono.

Jacques estaba a escasos metros del bloque cuando lo llamaron. Se volvió con desconfianza, pues había reconocido la voz: Raman.

– Acércate.

Jacques obedeció, pero se mantuvo fuera del alcance de su porra.

– Tú y yo tenemos que hablar -susurró el guardia en malayo, lanzando miradas circulares.

– ¿De qué, jefe?

– De tu nuevo trabajo.

Jacques observó sin pestañear el semblante negro de Raman: un trozo de meteorito venido de una galaxia diabólica. Sabía de qué quería hablar el cabrón: del reparto de las ganancias obtenidas de las ventas ilícitas en la enfermería, sobre todo las de sus propias pastillas. Sin embargo, se hizo el inocente.

– Tendría que hablar más bien con el doctor Gupta, ¿no?

Raman se quedó inmóvil; luego, de pronto, sonrió. Sus facciones permanecían siempre agazapadas. Cada nueva expresión te pillaba por sorpresa.

– ¿Quieres jugar a hacerte el tonto? Allá tú. También quería hacerte una pregunta. ¿Sabes por qué está presente un cirujano en el momento del ahorcamiento?

Sus músculos se tensaron.

– No, jefe.

– Porque siempre hay que coserlo. Al ahorcado. -Rodeó su propio cuello con una mano-. La cuerda desgarra la carne, ¿comprendes? Espero que al menos no vaya en contra de tu religión.

Reverdi guardó silencio. Un buen rato. Luego, imitando a Raman, sonrió bruscamente.

– Vale más que lo cosan a uno muerto que vivo.

Le guiñó un ojo. Raman lo miró, indeciso. Finalmente dijo:

– Tu abogado está ahí. En el locutorio.

Jimmy lo esperaba en su postura habitual, con un café humeante sobre la mesa, frente a él. Jacques miró el vaso blanco. El abogado empezó a pronunciar el discurso preparado para la ocasión una vez que hubieron encadenado a Reverdi al suelo. Pero este lo interrumpió sin contemplaciones:

– ¿Está bueno el café?

Wong-Fat, indeciso, dirigió una mirada al guardia.

– Excelente.

– ¿Mejor que de costumbre?

El chino asintió. Su rostro de cera chorreaba. Jacques alargó un brazo.

– ¿Puedo probarlo?

El abogado asintió de nuevo. Reverdi echó también un vistazo hacia el vigilante, que dormitaba por efecto del calor. Cogió el vaso y lo ocultó a su mirada. Sumergió los dedos en el café caliente y sacó un objeto electrónico envuelto en plástico.

Un objetó minúsculo, cromado, plano como una calculadora de bolsillo.

Sonrió.

Ahora ya podía escribir a Élisabeth.

28

Kanara, 1 de mayo de 2003

Perdón por el retraso, pero debía llevar a cabo ciertos preparativos con vistas a nuestras nuevas relaciones. Además, ahora trabajo en la enfermería de la cárcel, lo que exige mucho tiempo y energía.

He leído con atención tu última carta. Tus respuestas me han gustado mucho. Es más, me he sentido seducido por tu manera de expresarte, de describir esos detalles que te afectan en lo más íntimo y que me interesan enormemente.

Pero, sobre todo, he visto tu rostro. Y debo confesar que me ha deslumbrado. Jamás hubiera podido sospechar, cuando leí tu primera carta, que detrás de tu burda petición se ocultara un rostro así.

Élisabeth, yo creo en los rostros como se cree en los mapas geográficos. En su superficie podemos leer la composición de los suelos, el clima de las regiones, las selvas interiores… Los rostros encierran la realidad interna de los seres. En tus rasgos he visto una inteligencia y una voluntad de comprender que deberían permitirnos ir muy lejos juntos.

Así pues, me toca a mí responderte. Pero, te lo advierto: no necesito tus preguntas. Yo sé lo que te interesa. Yo sé lo que esperas.

Sin embargo, debo decepcionarte: semejantes verdades no se cuentan. Son experiencias demasiado fuertes, demasiado plenas, que saturan el ser. No tengo ganas de intentar llenar páginas sobre ese tema. Empobrecerlo con palabras, ensuciarlo con explicaciones.

Élisabeth, si de verdad quieres comprender mi historia, solo es posible tomar un camino: el mío. En el sentido literal del término.

En alguna parte del Sudeste Asiático, entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador, existe otra línea.

Una línea negra.

Jalonada de cuerpos y de terror.

Ahora puedes seguirla si aceptas ser guiada, a distancia, por mis consejos. ¿Te interesa? Por supuesto. Puedo imaginar tus ojos negros centelleando, tus labios de color miel estremeciéndose al leer mi proposición.

Si aceptas efectuar este viaje, comprenderás lo que realmente pasó en mi camino.

Tu periplo no será fácil. Los indicios no serán numerosos. Y no cuentes con que yo sea muy explícito. Tendrás que deducir tú misma los acontecimientos, experimentar en tu carne los mecanismos de la historia, las causas y los efectos de la línea negra.

En cada etapa, me enviarás tus conclusiones. Describirás con precisión lo que has encontrado, lo que has comprendido, lo que has sentido. Si vas por el buen camino, te facilitaré lo necesario para seguir avanzando.

En caso de error, no habrá una segunda oportunidad.

Volveré a mi silencio.

También es importante que entiendas una cosa. Si me dices «sí» ahora, no habrá marcha atrás. Estarás unida a mí para siempre. Por un secreto inexpresable.

Por último, un punto fundamental: cuando hable de los actos que te interesan, nunca diré «yo». Es posible que yo sea el autor de esos actos. Pero también es posible que se trate de otro al que conozco bien, que está cerca de mí o en libertad. Yo soy el único que tiene la respuesta y no estoy preparado, por el momento, para revelártela.

Confórmate con seguir «sus» consejos.

¿Estás preparada para esta experiencia, Élisabeth? ¿Te sientes bastante fuerte para asumir este papel, para ir hasta el origen de las tinieblas?

Escríbeme enseguida a las mismas señas. Después cambiaremos de forma de comunicación. Dame una dirección electrónica. He podido preparar aquí un sistema que me permitirá escribirte, sin que nadie se entere, por vía electrónica.

Muy pronto ya no podré sentir la huella de tu mano en el papel. Ni pensar en tu bello rostro inclinado sobre la mesa cuando me escribes. Pero entonces te imaginaré en las carreteras del Sudeste Asiático.

Un día me dijiste: «Abismos los hay de todas clases. Y todos me interesan». Ha llegado el momento de que me lo demuestres.

Un beso, querida Lise.

Jacques

Marc no alzó enseguida la cabeza de la carta; estaba llorando.

De alegría. De emoción. Y también de miedo.

Había esperado tanto tiempo esa carta… Era 6 de mayo. Montaba guardia en correos desde mediados de abril. Se había vuelto medio loco a fuerza de esperar, no trabajaba, no se afeitaba, apenas dormía.

Pero el resultado valía ese sufrimiento.

Un asesino en serie iba a confesarse por fin ante él.

Mejor aún: iba a guiarlo, a situarlo tras sus propios pasos.

Con los guantes puestos, cogió una hoja y escribió, sin sombra de vacilación, una respuesta entusiasta, dejando un espacio en blanco para la dirección electrónica. Releyó el texto y no vio que tuviera que hacer ni una sola modificación. Era un texto de amor, loco, ciego, de una joven dispuesta a todo para seguir a su mentor.

De pronto, tomó conciencia de que había redactado directamente la carta con la letra de Élisabeth, Todo un símbolo.

Alzó la vista y contempló la pared que tenía enfrente. Había colgado todos los retratos del apneísta que tenía. Una manera de acercarse a su cómplice-adversario. Ahora, un bosque de Reverdi lo miraba. Triunfal, con traje de submarinista. Sonriendo, bajo el sol de los trópicos. En primer plano, taciturno.

«En alguna parte del Sudeste Asiático, entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador, existe otra línea.

»Una línea negra.

»Jalonada de cuerpos y de terror.»

Marc sonrió, con los ojos bañados en lágrimas.

– ¿A cuántos has matado, cabrón?

29

Primera prioridad: la dirección electrónica.

Marc fue a un cibercafé situado junto a la avenida Trudaine. Utilizar su propio ordenador para abrir una cuenta de correo electrónico a nombre de Élisabeth estaba descartado. Él no sabía nada de tecnología, pero estaba seguro de que crear una dirección electrónica dejaba rastros.

Sentado ante un PC anónimo, escogió un servidor de origen francés. Voilà, y rellenó el cuestionario previo necesario para abrir una cuenta de correo gratuita, ya que cualquier pago dejaba asimismo huellas.

Todos los datos que dio eran falsos y se referían exclusivamente a Élisabeth Bremen, una parisina de veinticuatro años que no existía. Se inventó una dirección personal, en el distrito IX, para dar mayor coherencia, una fecha de nacimiento y una contraseña; luego escogió un nombre de usuario, lisbeth@voila.fr.

Esa era su llave para entrar en las tinieblas.

Después se dirigió con su carta a la agencia de DHL de la estación de Bercy; nada de pedir que fueran a recogerla a su casa. A mediodía había solucionado ese primer problema. Salió de buen humor. Todo aquello parecía un juego. Sin embargo, la angustia afloraba a la superficie de su conciencia.

Ciertos pasajes de la carta resultaban especialmente inquietantes, cómo uno en el que Reverdi hacía mención a «otro», que quizá fuera el verdadero asesino, todavía en libertad. Marc se encogió de hombros. Era un farol, estaba seguro. Simplemente una medida de precaución por si la correspondencia entre ellos fuera descubierta y utilizada en su contra.

En el taxi que lo llevaba a casa, hizo una lista de lo que tenía que comprar y de las medidas que debía adoptar con vistas a su viaje. Decidió que lo arreglaría todo durante los dos días siguientes. Era 6 de mayo. El 8 era fiesta y abría uno de esos puentes interminables que a Marc le horrorizaban. Nada de esperar hasta la semana siguiente.

Pero lo primero de todo era despejar el terreno.

En unas horas recuperó el control de su vida. Se lavó, se afeitó, se sacó brillo de arriba abajo. Después fue a la tintorería, donde había dejado varias chaquetas, así como una serie de pantalones y de camisas.

– Esto es una tintorería, no un almacén -masculló la encargada.

Marc pagó sin rechistar.

De vuelta en casa, quitó de la pared las fotos de Reverdi y las guardó cuidadosamente en una carpeta. A continuación ordenó sus artículos, notas y comunicados. Agrupó las copias de sus cartas y las cartas de Reverdi. Entre esos elementos, apareció el retrato de Jadiya, del que había hecho una copia.

Tenía que reconocer que era una chica sublime. Bajo la regularidad de sus facciones, poseía un movimiento indómito que la hacía más atractiva que las demás modelos y le otorgaba más fuerza. Quizá eran sus pupilas, ligeramente desniveladas. O sus pómulos demasiado altos, que, según la luz, proyectaban sombras verticales, casi amenazadoras, sobre el resto de la cara. O esa languidez que pasaba por sus ojos como un velo.

Nada más verla, había pensado en esos conciertos para piano de Bartok y de Prokofiev en los que las melodías, cercadas de acordes disonantes, parecen brotar de un magma de violencia y se vuelven más bellas, más puras. Dejó la foto sobre la mesa y le sonrió.

Virtualmente, compartía a esa chica con un asesino.

Pero ni uno ni otro la verían nunca más.

Cerró la carpeta y la llevó al anexo, el cuartito que olía a champiñón. Guardar toda aquella documentación, sobre la que tanto había soñado, era simbólico. Había vuelto al mundo real. Su contacto con Reverdi ya no era una quimera.

Pero lo concreto, ahora, era también el dinero.

Marc se pasó la noche haciendo cuentas de los gastos que se le avecinaban. Un billete de ida y vuelta para el Sudeste Asiático no era excesivamente caro, con la condición de adaptar las fechas de salida y de llegada. Pero Marc no sabía adónde iba exactamente ni cuánto tiempo se quedaría. Suponía que recorrería los países donde Reverdi había vivido -Malaisia, Camboya, Tailandia-, pero nada más. Así pues, tendría que comprar un billete abierto, sin fecha de vuelta establecida, es decir, el más caro. Y comprar otros billetes allí mismo para desplazarse de un país a otro.

Tenía experiencia en viajes. Calculó su presupuesto para desplazamientos, contando los vuelos internacionales, los nacionales y el alquiler de coches, en alrededor de cuatro mil euros. A lo que había que añadir los hoteles, los restaurantes y los imprevistos. En total, unos cinco mil euros.

A esos gastos se sumaba la compra de un ordenador y los programas necesarios; de ningún modo podía utilizar su Macintosh y su módem para comunicarse con Reverdi. Le pareció, tras echar un vistazo a los precios, que dos mil euros bastarían. Si a ese total se añadía un margen para no ir demasiado justo, se obtenía un presupuesto global de alrededor de ocho mil euros.

¿De dónde podía sacar una suma como esa?

Miró, sin ninguna convicción, su cuenta bancaria. El saldo no sobrepasaba los mil euros. Lo justo para acabar el mes trampeando, como de costumbre. Comprobó sus otras cuentas. Vacías. Ninguna inversión. Ningún ahorro. Desde hacía seis años, Marc vivía así, sin red, al día.

Pensó con incredulidad en su época dorada, cuando un mes en que ganaba cien mil francos era un mes «malo». ¿Qué había hecho con todo ese dinero? El estudio era lo único que tenía. ¿Estaba dispuesto a venderlo para emprender ese viaje? No. No es que le tuviera mucho apego, pero ponerlo en venta llevaría algún tiempo. Y sobre todo, no se imaginaba mudándose. Aquel era su antro. Su guarida, forrada con sus notas y sus libros. Un anexo de su cerebro.

Se acostó, manteniendo los ojos clavados en la biblioteca, que brillaba a la luz del farol del patio. Decidió pedir un préstamo al banco al día siguiente, a primera hora.

Por la mañana, después de tomar varios cafés, se puso a ello, pero no se tomó la molestia de desplazarse. Estaba tan seguro de la respuesta de su agencia que llamó por teléfono.

– No lo entiendo -dijo el banquero tras un largo silencio-. ¿Ese viaje es por motivos profesionales?

– Desde luego.

– ¿Y por qué no pide el dinero al periódico?

– Se trata de una primicia y quiero ser yo el propietario. Créame, hay enormes intereses detrás.

Percibía el escepticismo del otro. Cambió de táctica y recordó su época buena, los tiempos en que ingresaba en su cuenta cheques de seis cifras. No había sido siempre un cliente difícil.

– Justo -lo cortó el banquero-. Nosotros ayudamos sobre todo a los clientes que siguen la curva inversa. Clientes difíciles que se vuelven más «fáciles». Comprende, ¿no?

– Le aseguro que se trata de una excelente inversión. Esta investigación me permitirá volver a los años de esplendor.

– Muy bien, pues vuelva y entonces ya veremos.

Marc se contuvo para no pasar a los insultos y colgó. No era el momento de cambiar de banco, ni de añadir tareas administrativas a las que ya tenía que hacer.

La otra posibilidad era Le Limier. También en este caso sabía la respuesta. Verghens no soltaría ni un euro sin saber de qué se trataba… y sin adjudicarse el proyecto.

– ¿Para qué quieres esa cantidad? -preguntó antes de que Marc hubiera acabado la frase.

– Un asunto importante.

– Eso ya lo he entendido. Pero ¿de qué se trata?

– No puedo decírtelo. Por el momento no.

– ¿Es una primicia?

– Exacto.

– Si no hay información, no hay pasta.

– Es justo lo que me imaginaba. Te llamaré cuando vuelva.

Negociaron su tiempo disponible. Verghens no estaba de acuerdo, pero le debía a Marc un montón de días de vacaciones. Al final, tuvo que ceder y le dio tres semanas de permiso.

Solo quedaba una solución: Vincent. Ante la idea de darle un sablazo a su antiguo socio, a quien se lo había enseñado todo, un reflujo ácido le quemó la garganta. ¿Cómo había llegado a aquello? Mendigarle a su propio discípulo… Se consoló diciéndose que lo que estaba realizando era una cruzada. Era un guerrero. Un misionero. Y los misioneros siempre son pobres. Esa miseria constituye incluso un signo de superioridad.

A mediodía, cuando empujó la puerta del estudio fotográfico de la calle Bonaparte, había decidido situarse mentalmente por encima de todo sentimiento de vergüenza o incomodidad. Sin embargo, pese a su resolución, cuando llegó el momento de hablar la humillación le bloqueó la garganta. Vincent le facilitó las cosas.

– ¿Cuánto? -preguntó.

Movido por un oscuro resentimiento, Marc multiplicó por dos la suma que había previsto pedir.

– Diez mil euros.

Vincent atravesó su gran bunker. Abrió la puerta negra de la sala de revelado. Al fondo, Marc lo sabía, había una caja fuerte. Para el material y también para el dinero que las jóvenes modelos le daban en efectivo.

– Cinco mil euros -dijo, dejando un fajo de billetes sobre la mesa de montaje-. No tengo más aquí. Te hago un cheque por el resto.

Marc asintió, con los ojos clavados en el dinero. Debería haber pronunciado una frase de agradecimiento, pero tenía los músculos de la garganta demasiado tensos. Al coger el cheque logró a duras penas articular:

– Te lo devolveré…

– No hay prisa.

– Gracias -dijo por fin.

– Soy yo quien te está agradecido. Si no hubieras decidido poner fin a nuestras gilipolleces de paparazzi, aún estaría encaramado en un árbol espiando a famosas y habría dejado pasar mi oportunidad.

– Me alegro.

Marc intentó sonreír, pero sus facciones se crisparon. Vincent lo acompañó hasta la salida. Una pesada cortina ocultaba la puerta, una estructura de acero pintado que enmarcaba un grueso vidrio.

– Al final -dijo Vincent, apartando la cortina-, lo de Diana, todo aquel escándalo, fue mi salvación. Lástima que en tu caso no se pueda decir lo mismo.

Marc recibió aquellas palabras como un latigazo. Su mente reaccionó dejándose llevar por el entusiasmo. Se vio recoger las confesiones de Reverdi, descubrir un secreto increíble en el corazón de las selvas de Asia. Se vio escribir un documento único narrando su experiencia, ganar premios prestigiosos de periodismo, se vio…

– Mi hora va a llegar también -dijo apretando los dientes-. No te preocupes.

– ¿Qué estás tramando?

– Secreto profesional.

– Un día, tus historias de asesinos acabarán por volverte loco.

Con las mandíbulas más apretadas aún, Marc murmuró:

– Es una investigación, y tengo razones profundas para hacerla.

– Ya conozco tus razones, y deberían más bien hacerte salir corriendo.

– Tú no estás dentro de mi cabeza.

Vincent lo asió de un brazo con afecto:

– Nadie quisiera estar dentro de tu cabeza.

Las tres de la tarde, FNAC Digital, bulevar Saint-Germain.

Marc temía ese tipo de expedición. La espera, el calor, la jerga tecnológica; las respuestas siempre más complicadas que las preguntas; la oferta ilimitada de productos, cuando cualquier ordenador serviría.

– Es exactamente lo que usted necesita -afirmó el vendedor.

Marc miró el nuevo Macintosh que le proponían: puro, ligero, desconocido. Se imaginó perdido entre los documentos de ayuda, tardando horas en hacer algo que hacía sin pensar en su ordenador actual. Tuvo una idea. Para no perder tiempo, debía comprar exactamente el mismo modelo que el que tenía.

– Quisiera una máquina de la generación anterior.

– ¿Está de broma? ¡Esas tienen por lo menos dos años!

Marc no se dio por vencido. El vendedor hizo una mueca de disgusto.

– Ya no hacen esas antiguallas. Tendría que buscar en el mercado de segunda mano.

Al oír esas palabras, su idea ganó puntos. Comprar un ordenador que ya hubiera sido utilizado, facturado a nombre del primer propietario. Con un poco de suerte, aún tendría instalados los programas, que también estarían registrados a nombre del usuario anterior. Una nueva forma de no dejar huellas.

Salió de muy buen humor con la dirección de una tienda de segunda mano situada en el mismo bulevar Saint-Germain. Saboreaba todos los engranajes de su estrategia.

Era un juego.

Pero también una amenaza.

Marc encontró exactamente lo que buscaba. Un Macintosh Powerbook provisto de un módem antiguo y que funcionaba con un sistema antiguo, el Mac OS 9.2. Una buena máquina, antigua y conocida.

El tipo de la tienda le propuso hacerle una factura a su nombre; él no aceptó. Le ofreció una garantía de un año; la rechazó: tenía que dar sus datos.

Al conectar la máquina en la tienda se dio cuenta de que la suerte estaba de su lado: el disco duro contenía programas de tratamiento de texto y de correo electrónico instalados a nombre del anterior propietario. El vendedor le recordó que era ilegal utilizar esos programas. Le propuso que comprara los mismos en versiones nuevas.

– Lo pensaré -dijo Marc, aunque ya lo tenía todo decidido.

Pagó en efectivo y se marchó con la caja bajo el brazo. En el coche, que circulaba por la orilla derecha con lentitud -eran las seis de la tarde y había un tráfico denso-, Marc hizo recuento de sus pantallas de protección.

Un ordenador y programas a nombre de otro. Una cuenta de correo electrónico abierta para Élisabeth Bremen. Líneas telefónicas pertenecientes a cibercafés. Y muy pronto a hoteles asiáticos. Ni un solo elemento permitía llegar hasta Marc Dupeyrat.

Literalmente, no existía.

Pero ¿de qué tenía miedo? ¿De que Reverdi descubriera el engaño? ¿Cómo iba a poder realizar la menor indagación estando en la cárcel? Ya era un milagro que consiguiese enviar e-mails desde Kanara. ¿Su abogado? No. Estaba seguro de que ese tal Wong-Fat no estaba al corriente de nada. Era un simple instrumento, un satélite en la galaxia Reverdi.

Él sabía cuál era la verdad: estaba otorgando poderes paranormales al asesino apneísta, dotes de adivinación, el don de la ubicuidad. Sí, le temía, como si el asesino pudiera salir de la cárcel, o deslizarse entre los circuitos electrónicos…

A las seis, Marc consiguió entrar en una agencia de viajes que se disponía a cerrar, en la calle Blanche. Pidió información sobre las tarifas de los vuelos que le interesaban y los trámites administrativos que había que realizar. De los tres países que tenía en mente, solo Camboya pedía visado, que se podía obtener en el mismo aeropuerto. Se informó también sobre el SRAS: nada que temer en ese sentido. La enfermedad parecía controlada. Por lo menos en el Sudeste Asiático. Marc dio las gracias a la chica del mostrador y prometió volver cuando supiera exactamente la fecha de salida.

Esa noche, Marc preparó virtualmente su bolsa de viaje. Hizo una lista de lo que necesitaba y se dijo, por ejemplo, que estaría bien llevar una pequeña cámara de fotos digital. En los diferentes lugares que Reverdi fuera indicándole, podría hacer fotos y efectuar verdaderas localizaciones. ¡Quién sabía! Quizá el asesino lo guiara por las escenas de sus crímenes.

Esa idea lo sobresaltó. ¿Se daba cuenta realmente de lo que estaba haciendo? ¿Cómo iba a utilizar esa información, obtenida de un modo tan retorcido? Ni siquiera estaba seguro de que fuese a explotarla. Trabajaba para sí mismo. Tal vez su primicia no saliera nunca a la luz, pero lo esencial era otra cosa: iba a meterse en el cerebro del asesino. Iba a mirar al Mal directamente a los ojos.

Y quizá, por fin, a comprender.

El cansancio se le vino encima, como un bloque de cemento, a las once. Se fue a la cama sin cenar, casi a tientas.

Unas horas más tarde, todavía estaba despierto. Observaba, en la oscuridad, la mancha blanca que formaba el mapa del Sudeste Asiático extendido junto a la cama. Tenía en el pecho un nudo de angustia cada vez más duro, cada vez más doloroso. «Entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador existe otra línea…»

Era un juego.

Pero, sobre todo, una amenaza.

30

– Lo sacaron de la tierra tal cual: estaba intacto.

– ¿El cuerpo no estaba descompuesto?

– Intacto, como te lo cuento. Lo llaman «incorrupción del cadáver».

Jadiya estaba desconcertada. Cuando Vincent la había invitado a esa cena en su casa, había imaginado una reunión de periodistas especializados en el mundo de la moda y estilistas homosexuales parloteando ruidosamente de cosas fútiles. En realidad, allí solo había reporteros y fotógrafos.

– Increíble -insistía el que estaba hablando-. Parecía que lo hubieran enterrado el día anterior. -Se echó a reír-. Los italianos ya hablan de un milagro.

Por lo que Jadiya había entendido, ese periodista acababa de realizar un reportaje sobre los milagros en Italia. Por casualidad, había asistido a la exhumación del papa beatificado Juan XXIII con vistas a su canonización. Y había resultado que el cuerpo del futuro santo, fallecido en los años sesenta, se hallaba perfectamente conservado.

El reportero era incapaz de hablar de otra cosa. Era un tipo desgarbado, que llevaba un jersey de lana azul marino. Pese a su cara surcada de arrugas, el pelo bien peinado y el cuello blanco de la camisa le daban el aspecto de un colegial muy formalito.

Un viejo italiano, con bolsas en los ojos y la voz más espesa que el licor, apuntó al exaltado con los palillos (era una cena a base de sushi):

– Has pasado demasiado tiempo en Italia.

El aventurero rechazó la objeción con un gesto, adoptando la expresión de un visionario incomprendido.

– Es por los conservantes.

Todas las miradas se volvieron hacia la mujer que acababa de hablar, una rubia flacucha de pelo mate y rostro alargado.

– ¿Qué conservantes? El Papa no había sido embalsamado -repuso el periodista.

– Me refiero a los agentes conservantes de los alimentos. Ingerimos tantos que acaban por conservarnos a nosotros. Nuestros cuerpos ya no se descomponen. Está demostrado científicamente.

Se produjo un silencio; luego, de repente, todo el mundo se echó a reír. La rubia, furiosa, insistió:

– ¡Lo digo en serio! Se han hecho estudios sobre la cuestión y…

La interrumpió la llegada de Vincent, que llevaba una carabela de madera clara constelada de sushi. El puente estaba alfombrado de rollitos rellenos de aguacate; la borda, constituida de filetes de salmón, y las velas eran hojas de alga.

– ¿Y si dejáis de decir gilipolleces? Jadiya va a pensar que estáis todavía más pirados que la gente de la moda.

Algunas miradas se posaron en ella. Los invitados estaban sentados sobre cojines, alrededor de una larga mesa baja situada en el centro del estudio fotográfico. Vincent había avisado: «No hay bastantes sillas. Será una cena japonesa».

Como de costumbre, a Jadiya le habría gustado encontrar una réplica ingeniosa y divertida, pero no se le ocurrió nada. Esbozó una vaga sonrisa y esperó, sonrojándose, que pasaran a otro tema.

Seguía preguntándose por qué la había invitado Vincent. ¿Quería ligar? No, el plan era otro. El especialista en el flou la había acogido bajo su ala protectora; ella formaba parte de su gran proyecto de «conquista del mercado». Decía que iba a transformarla en top-model. En cualquier caso, Jadiya tenía que reconocer que sus fotos eran magníficas. Extrañas y brumosas.

– ¿Tú qué opinas?

Jadiya se sobresaltó.

– ¿Perdón?

– ¿Qué opinas del terrorismo checheno?

Se había perdido un capítulo. Su vecino de mesa, un calvo que llevaba sus últimos cabellos en forma de corona, la miraba. Parecía un emperador romano.

– Pues…

Agarrada a los palillos, balbució una respuesta. Se había preparado para hablar sobre el conflicto iraní, pero no había tenido tiempo de empollarse la expansión del terrorismo islámico. Se sentía cada vez más incómoda. El olor a algas y los efluvios de pescado crudo se le agarraban a la garganta. Detestaba el sushi.

Sin embargo, en medio de aquel marasmo tenía una razón para alegrarse.

Él estaba allí, en el otro extremo de la mesa.

Marc Dupeyrat. El enamorado solitario que había robado una foto de ella allí mismo, hacía un mes. Parecía más encerrado en sí mismo que nunca, atrincherado tras el pelo y el espantoso bigote. Ni siquiera le había dirigido una mirada. ¿Timidez? ¿Desconcierto?

Desde el episodio de la foto robada, Jadiya se había montado una película del estilo de las que le gustaban. Tenía una colección de cintas de vídeo de comedias musicales egipcias legadas por su abuela, que había interpretado pequeños papeles en ellas en los años sesenta. Historias románticas en las que cualquier excusa era buena para ponerse a cantar, en las que el amor siempre triunfaba, la miseria se acababa, los hombres eran guapos y buenos, llevaban el pelo engominado…

Para una película de ese tipo, la polaroid robada era un excelente principio. Jadiya imaginaba a Marc cantando en su apartamento mientras admiraba su foto. O dudando delante del teléfono, sin atreverse a llamarla. O cenando con Vincent y orientando discretamente la conversación hacia ella. Al llegar a la cena, tenía la vaga esperanza de encontrarlo allí. Pero ahora se hallaba frente a un muro.

La cena había terminado. Había que actuar. Bebió dos sakes seguidos y se concentró en su recuerdo: el hombre robando su foto. Se agarró a esa escena como se agarraría a un paracaídas y se acercó a él mientras los invitados intentaban levantarse como podían.

– Marc, quería decirte…

Él se irguió y su nuca emitió un extraño crujido.

– ¿Qué?

– Compré Le Limier. Para ver qué era.

– Debe de gustarte perder el tiempo.

De nuevo ese tono sarcástico. De repente le pareció muy estirado, muy idiota. Pero era demasiado tarde para echarse atrás.

– No, al contrario. Me ha parecido… interesante. Desde un punto de vista sociológico.

Él asintió con la cabeza, sin convicción. Saltaba a la vista que esa conversación le desagradaba. La escena era ridícula: ella estaba a cuatro patas y él seguía sentado en el suelo.

– Me gustaría hablar contigo sobre esto. Verás, aparte de las fotos, estoy haciendo la tesis de filosofía. Trabajo sobre el incesto. Tú has debido de investigar…

– Lo siento. En este momento no trabajo en Le Limier. Si quieres, te pondré en contacto con un colega.

Jadiya sentía la cólera vibrar bajo su piel. Se sentó con las piernas cruzadas y lo miró de frente.

– ¿Trabajas para otro periódico?

– ¿Esto es un interrogatorio o qué?

– Perdona.

Marc acabó por sonreír.

– No. Soy yo quien pide perdón. No sé controlarme. -Se apartó el mechón-. Tengo que hacer un viaje.

– ¿Una investigación?

– Una especie de investigación. Un proyecto personal.

– ¿Un libro?

– Demasiado pronto para decirlo.

Cuanto más hablaba, menos le decía. Jadiya experimentaba ahora una alegría perversa hurgando en su secreto.

– ¿Vas a estar mucho tiempo fuera?

– No lo sé.

– ¿Dónde?

– Eres muy curiosa. Lo siento, pero es algo… muy personal.

Jadiya sintió deseos de abofetearlo, pero murmuró:

– Quizá antes de que te vayas tengamos tiempo de vernos.

Él se levantó de un salto, con una flexibilidad extraña, felina.

– Me habría encantado, pero me marcho pronto.

Marc rodeó la mesa y se perdió entre el humo y la algarabía, sin una mirada, sin un adiós. Jadiya se levantó también. Estaba petrificada. El vacío que la llenaba pesaba toneladas, la anquilosaba hasta la punta de los dedos.

¿Por qué esa actitud? ¿Estaba soñando cuando lo vio robar la foto? ¿La había cogido por otra razón? ¿Era un fetichista? ¿Un maníaco? ¿O bien había percibido los problemas de ella, la quemadura india?

Al pensar aquello, su soledad la rodeó como un círculo de llamas. Entre el crepitar, una voz gritaba:

«¡Tengo el cerebro lleno de arena! ¡La culpa es tuya!»

31

¡Qué pesada!

Bajaba deprisa por la calle Saints-Pères. ¿Qué puñetas quería esa chica de él? Lo había Literalmente acosado. ¡Venga a hacer preguntas sobre su viaje! Cualquiera hubiera dicho que estaba al corriente del proyecto…

Marc había decidido volver andando a casa para que se le calmaran los nervios. Pero cuando llegó a la plaza del Louvre seguía igual de furioso. Cruzó la explanada sin levantar los ojos del asfalto. Ni una mirada para la pirámide resplandeciente. Ni un vistazo a las galerías, que dibujaban largas series de arcos azulados.

La presencia de Jadiya le había hecho sentirse incómodo. Había pasado una cena atroz, notando que ella lo observaba, lo examinaba. Para rematar la noche, había tenido que hablarle. ¡Y ahora resultaba que era una intelectual! Nada que ver con la aspirante a modelo estándar, sin color ni relieve. No comprendía la actitud de esa chica. En otro espacio-tiempo hubiera creído que andaba detrás de él.

En la plaza del Palais-Royal se calmó un poco al ver el edificio de la Comédie-Française brillando en las tinieblas. Las dos de la madrugada. Un viento tibio soplaba en la noche parisina, como para barrer los últimos gases de escape y obtener su imagen más pura, más perfecta. Fuentes iluminadas; círculos de piedras; largas galerías de columnas grises. Un verdadero decorado del siglo xvii, como salido de una obra de Molière. Uno casi esperaba ver aparecer, bajo las farolas, al Comendador persiguiendo a Don Juan.

Marc se sentó en el borde de una de las fuentes y notó el frescor del agua subir hacia él, envolverlo como en un encantamiento. Cerró los ojos y los abrió varias veces seguidas. Cada vez que lo hacía, las luces de las arcadas se precisaban un poco más en su conciencia, se adentraban en él. Como agujas de acupuntura que tocaran sus meridianos de ciudadano.

Con la calma volvió la lucidez. Sumergió los dedos en el agua helada y se pasó las manos por la cara antes de reconocer la verdad.

La cólera que experimentaba era contra sí mismo.

¿Por qué mentirse? Se sentía atraído por Jadiya. Como cualquier hombre ante semejante belleza. Pero, mientras que otro probaría suerte, él había robado una foto suya para enviársela a un asesino en serie. Esa era la clase de tipo que era.

No le gustaba el amor; le gustaba la muerte.

La imagen de Sophie barrió inmediatamente esas reflexiones. Estaba maldito, lo sabía. Y pobre de aquel o aquella que se le acercara demasiado. Ya había tenido la prueba. Dos veces. Por eso debía mantenerse apartado del amor. E incluso de la amistad. Marc Dupeyrat, cuarenta y cuatro años, sin esposa ni hijos. Un simple cazador de crímenes, incapaz de compartir su existencia con nadie.

Echó a andar de nuevo. La cólera había dejado paso a la desesperación. La avenida de la Ópera no arreglaba nada. Larga, ancha, vacía, más vacía aún con sus tiendas para turistas con los escaparates muertos que parecían pertenecer a otro planeta.

Al acercarse al Palais-Garnier, rodeó de lejos sus luces llamativas y se adentró en la calle de la Chaussée-dAntin, totalmente oscura, por donde algunas prostitutas vagaban, solitarias, como si se hubieran equivocado de vida. Finalmente, llegó al pie de la colina del distrito IX, que se alzaba por encima de la iglesia de la Trinidad.

Bajo su cráneo, un enorme abatimiento se abría camino…

Un cuarto de hora más tarde, entraba en su estudio. No se decidía a encender la luz. Distinguía los mapas del Sudeste Asiático sujetos con chinchetas en la pared, su bolsa de viaje, que había dejado a medio preparar. Y sobre todo el ordenador, cuya pantalla levantada brillaba en la penumbra.

Fue el momento de la verdad.

No estaba enfurecido contra Jadiya.

Ni contra sí mismo o su aventurada estrategia.

Estaba simplemente irritado, envenenado, destrozado por el fracaso.

Jacques Reverdi no le había enviado ningún e-mail.

Llevaba más de una semana esperando y había perdido toda esperanza. Había consultado todos los días su cuenta de correo en los cibercafés del barrio: ningún mensaje. Reverdi había abandonado a Élisabeth. Había renunciado a su proyecto común.

Se oyó, una hora antes, decirle a Jadiya: «Tengo que hacer un viaje». Era falso. Nadie lo había llamado. Había imaginado mil veces su partida, pero no le habían escrito. Ni la más mínima señal. Un niño olvidado, con su maleta, en el andén de una estación.

Todavía de pie en la entrada del estudio, notó un fluido eléctrico a lo largo de sus nervios. Un deseo irreprimible de consultar la cuenta de correo de Élisabeth. Tal vez esa noche…

Era absurdo: ya la había mirado de camino al estudio de Vincent, a las ocho de la tarde, en un cibercafé del bulevar Saint-Germain. Y no podía haber pasado nada desde entonces: apenas había amanecido en Kanara. Sin embargo, la ansiedad no lo dejaba en paz, una auténtica comezón en los miembros.

Pero ¿adónde podía ir a esas horas? Eran las tres de la madrugada. Su mirada fue a parar de nuevo al ordenador. Se había jurado no utilizar jamás ni su Mac ni su línea telefónica. Ningún vínculo directo debía establecerse, ni una sola vez, entre Marc Dupeyrat y Jacques Reverdi.

Pero esa noche la tentación era demasiado fuerte.

Optó por una medida intermedia: utilizar su línea telefónica, pero con el nuevo ordenador portátil, el de Élisabeth.

El aparato no tardó más que un minuto en presentar el logotipo de bienvenida.

Marc abrió el programa de correo electrónico y escribió la contraseña de Élisabeth. De repente, entró en razón. Estaba corriendo un riesgo inútil. Y todo por simple nerviosismo. Cogió el ratón para detener el proceso antes de que se produjera la conexión cuando recibió un impacto en el tórax. Se había quedado sin respiración.

Había recibido un e-mail.

Un remitente desconocido llamado sng@wanadoo.com.

Código límpido:

«sng» significaba «sangre».

«Sangre» significaba «Reverdi».

Temblando, abrió el mensaje. Su cabeza empezó a arder cuando leyó:

Ya. Kuala Lumpur.

El viaje

32

Marc recorrió la zona duty-free de la terminal 2D de Roissy-Charles-de-Gaulle. Cigarrillos, bebidas alcohólicas, golosinas: los productos estaban amontonados formando murallas, como en previsión de un asedio. Vio más tiendas, atravesó los efluvios de los perfumes, hizo caso omiso de la ropa chic, los productos tecnológicos y los artilugios inútiles. Los escaparates sobrecargados, con las luces demasiado fuertes, parecía que te ordenaran comprar hasta el delirio, como si fuera la última vez.

Se sentó en la sala de embarque y se puso a tamborilear ligeramente con los dedos en la cartera donde llevaba el ordenador. Había tardado dos días en decidirse a partir. Después del mensaje de Reverdi y su efecto de exaltación, había perdido la ilusión de golpe al calibrar los verdaderos retos del viaje. Se había pasado el domingo dándole vueltas al asunto. Había momentos en que el miedo lo dominaba y pensaba que lo mejor era abandonar. Al segundo siguiente, sentía un calor benefactor: la satisfacción de haber conseguido hacer caer en su trampa a un temible asesino. En el fondo, ¿qué peligro corría?

Era la elección del primer destino lo que le preocupaba. ¿Por qué Malaisia? ¿Acaso Reverdi pensaba pedirle a Élisabeth que fuera a visitarlo a la prisión de Kanara? Imposible: no eran esas las reglas del juego. Se trataba más bien de seguir el hilo de la verdad pero al revés, empezando por el final. Allí donde todo se había acabado para Reverdi.

Poco a poco, remontaría hasta el origen de la «línea».

El martes, por fin, se había decidido. Se había inscrito en la lista de espera para el vuelo del día siguiente de la Malaysian Airlines; luego, a las diez de la mañana, se había arriesgado a mandar su primer e-mail a Reverdi desde un cibercafé del barrio. Había anunciado su salida, pero, tomando aún inexplicables precauciones, no había dado ni su fecha de llegada exacta ni los datos del vuelo.

Durante ese último día había esperado una respuesta en vano. Sin duda recibiría instrucciones en Kuala Lumpur. Estaba seguro de que Reverdi lo enviaría a Papan, al sudoeste del país, el lugar donde lo habían detenido. La voz de la azafata retumbó en la sala: había que embarcar.

Le agradó ver de nuevo el logotipo de la Malaysian Airlines; le recordaba sus años de reportajes. Y a las azafatas, seguramente chinas, cuya tez muy clara contrastaba con sus vestidos azul turquesa. Los colores, las sonrisas, todo empezaba ya a tener un sabor asiático, suave y dulzón. Marc ocupó su asiento, junto a la ventanilla, e inmediatamente notó el cansancio abatirse sobre él. La compresión de los tímpanos en el momento del despegue fue la puntilla.

Antes de que el avión hubiera alcanzado la altitud de crucero, se había dormido.

Cuando se despertó, todo estaba inmóvil. Solo se oía, en la penumbra, el silbido del sistema de presurización y el ruido lejano de los reactores. Marc miró a su alrededor. Los pasajeros, tapados con mantas, parecían monstruosos capullos de gusano con vendas en los ojos. Marc se pasó una mano por la cara; había tenido una horrible pesadilla.

Disculpándose en voz baja, pasó por delante de sus vecinos para ir a refrescarse a los lavabos. Se miró en el espejo y murmuró: «D'Amico, Prokofiev, La Fontaine…». ¿Cuánto tiempo hacía que no había tenido ese sueño?

No se trataba de un sueño, lo sabía, sino de un recuerdo.

Regresó a su asiento y se preparó para afrontar su propia memoria.

1976. Liceo Jean-de-la-Fontaine.

Marc acababa de ingresar en una clase piloto, en la que los alumnos repartían su tiempo entre la enseñanza clásica y la práctica de la música. En aquel instituto tradicional, parecían objetores de conciencia que hubieran dicho «no» a la física y a la geografía en beneficio de la armonía y del contrapunto. Otra diferencia los marcaba: la mayoría eran de sexo masculino. Y el La Fontaine era un liceo de chicas. Pero, sobre todo, eran pobres. Esa era su gran singularidad en aquella guarida de chicas de buena familia, situada en los barrios elegantes del distrito XVI. Marc, que tenía entonces dieciséis años, enseguida se dio cuenta de que su camino hasta acabar el bachillerato sería algo similar a una cuarentena, en la que habría que olvidar toda posibilidad de ligar: las jóvenes herederas los miraban, a él y a sus compañeros, como si fueran vagabundos que hubiesen forzado las puertas del palacio.

A él le tenía sin cuidado; le interesaban más las diferencias existentes dentro de su propia clase. Al igual que en un teclado de piano, había entre los alumnos teclas blancas y teclas negras. Las notas plenas, mayores y sin misterio, y las notas alteradas, menores, atormentadas. Estaban los músicos que pertenecían a la luz, a la simplicidad, y los que pertenecían al dolor, los pájaros heridos.

Los primeros habían escogido la música del mismo modo que habrían escogido la función pública. La mayoría eran hijos de músicos de orquesta y habían optado también por instrumentos de conjunto: fagot, viola, trombón… Los otros, los poetas, tocaban el piano, el violín, el violonchelo. Soñaban con ser concertistas, compositores, revolucionarios… y suicidas.

Las teclas blancas no estaban menos dotadas que las teclas negras. Al contrario. La música fluía bajo sus dedos con una evidencia manifiesta. En su caso, el oído perfecto, el sentido de la armonía y el virtuosismo se daban por supuestos, como la facultad de respirar o de caminar. Las teclas negras tocaban con apasionamiento, pero a menudo les fallaba la técnica. En cierto sentido, y eso era lo más extraño, las teclas blancas «eran» la música. Esta no les planteaba ningún problema. Ni, por descontado, los angustiaba.

Las teclas negras eran la sombra de la música.

Marc pertenecía, por supuesto, a la parte sombría de la clase. Se había unido a los elementos más oscuros. Grégoire Debannier, homosexual exuberante, especialista en la música del Renacimiento, que contaba con complacencia sus aventuras sexuales en los lavabos del Palace y de repente, sin ninguna razón, entonaba una canción de Clément Janequin. Éric Chausson, gigante corto de vista, mal estudiante y jugador de rugby, pero también budista y brujo. Un bruto encerrado en su silencio, cuyos gruesos dedos no paraban de hojear pequeños «Que sais-je?» dedicados a la espiritualidad y podían desgranar, con la levedad más pura, los arpegios de los impromptus de Schubert. Philippe Manganeau, cuyo aspecto era tan normal que se le habría podido tomar por una tecla blanca, pero que era en realidad uno de los más rebeldes. Con sus gafas con montura de concha, sus camisas de cuadros escoceses y sus padres aseguradores, vivía sus orígenes burgueses como una enfermedad genética. Acariciaba el violín a la manera de un terrorista que acaricia la bomba antes de perpetrar un atentado. Y cuando hablaba de abandonarlo todo, todos sabían que sería el primero en hacerlo, porque lo perdería absolutamente «todo» y disfrutaba de ello por anticipado.

Pero el más negro de todos, el verdadero príncipe de las tinieblas, era D'Amico. Marc no se acordaba de su nombre de pila, solo de su semblante encendido y sus cabellos negros, y de que era de origen italiano. Al principio, D'Amico era violonchelista, pero luego se especializó en instrumentos de cuerda exóticos: quena, balalaika, viola mongola… Para él, la música poseía una vocación cabalística que revelaba el sentido secreto del universo. Marc recordaba sus preguntas matinales, en clase de matemáticas: «¿Cómo expresar el Mal? -murmuraba-. Mediante el cromatismo. Los semitonos expresan el deslizamiento hacia Thanatos…». O su pasión por la quinta alterada, conocida como «la quinta del diablo». Cuando D'Amico componía, siempre eran alboradas «maléficas», oratorios dedicados a los «espectros» o cantatas «difamatorias», en las que se acumulaban rupturas y disonancias.

D'Amico participaba en todas las materias con entusiasmo. Intervenía con frecuencia, se presentaba voluntario para hacer exposiciones orales. Marc aún lo veía, de pie en la tarima, haciendo escuchar a la clase, estupefacta, el final del Concierto para piano n.° 2 de Prokofiev mientras, con los carrillos hinchados y las manos abiertas, hacía como si tocara la trompa que cubría los sttacatos del piano. O, en clase de literatura, exponer un trabajo sobre Howard Phillips Lovecraft repitiendo, índice en alto y dirigiendo una mirada recelosa hacia la profesora, como si ella fuera personalmente responsable de lo que él afirmaba: «¡Lovecraft era basurero! ¡Ba… su… re… ro! ¡Nadie lo comprendió jamás!».

El adolescente había conseguido que lo detestaran todos excepto Marc. Su continua agitación, su comportamiento imprevisible, sus reflexiones absurdas suscitaban incomprensión y odio. Algunos detalles agravaban sin cesar el malestar que provocaba: cuando se echaba a reír, lo hacía siempre demasiado fuerte y como a medias, parando de golpe; cuando intentaba ser gracioso, se dejaba caer hacia un lado y perdía los nervios a la manera de un niño incontrolable. Tenía un montón de costumbres raras. Llevaba botines de piel de mala calidad con la cremallera siempre desabrochada. Cuando se sonaba, contemplaba largamente los mocos antes de doblar el pañuelo con cuidado. Y, lo que era más inquietante, no se separaba nunca de una navaja, un objeto ancestral, con mango de hueso, sustraído a su padre, que era peluquero en Bagnolet. Se le podía ver con frecuencia, en una esquina del patio, cortar lentamente las páginas de su libro fetiche, El monje, de Matthew Gregory Lewis. Las jóvenes herederas le habían puesto el apodo de Jack el Destripador.

Al final, la navaja fue el único elemento que encontró su coherencia. Casi treinta años después de los hechos, Marc continuaba preguntándose si habría podido prever lo que había pasado, si habría debido intuir el significado de aquella arma, de la que el violonchelista no se separaba jamás. La verdadera pregunta era: ¿cuánto tiempo tarda un cuerpo humano en perder toda su sangre?

Marc había tardado una clase entera -cuarenta y cinco minutos- en preocuparse por la ausencia de su mejor amigo. Se había dirigido a la enfermería y por el camino se había parado, instintivamente, en los servicios, al final del pasillo de la tercera planta. Había empujado varias puertas y después, en el último retrete, había visto los botines desabrochados. D'Amico estaba en medio de un charco de sangre, con la cabeza contra la taza del váter. En lugar de ir a la clase de geografía, había preferido cortarse las venas. Por bravuconería -pero una bravuconería de su estilo, es decir, ininteligible-, se había metido él mismo el mango de la escobilla en la boca.

Ese gesto tenía una explicación; Marc se enteró más tarde por Debannier, el especialista en el Renacimiento. Él había iniciado al italiano en los placeres homosexuales y a este último le había gustado la experiencia. Sin duda demasiado. Ante la idea de anunciar esta metamorfosis a sus padres -un peluquero muy viril y una madre beata- había preferido bajarse definitivamente del tren.

La explicación no era convincente. Marc sabía que D'Amico no habría temido confesar su homosexualidad a sus padres. Al contrario, pues no desaprovechaba ninguna ocasión para escandalizarlos. Por lo demás, estaba seguro de que el detalle de la escobilla en la boca iba dirigido «personalmente» a ellos. Entonces, ¿por qué se había suicidado? La única explicación que Marc había podido encontrar -y llevaba la firma indiscutible de D'Amico- era que no había ninguna. Una vez más, se trataba de un acto incoherente. Y este daba al personaje su último sinsentido.

Según los resultados de la autopsia, D'Amico, al perder sangre, se había desvanecido mientras estaba sentado en la taza, había resbalado y se había partido la nuca al golpearse contra el borde de loza. La hemorragia se había detenido. No había habido, pues, tanta sangre como en la pesadilla recurrente de Marc. La verdad es que no conservaba ningún recuerdo de aquello. Al encontrar el cuerpo de su amigo, Marc se había desmayado. Se había despertado una semana más tarde con la mente en blanco. No recordaba la escena, ni siquiera las horas inmediatamente anteriores. Esa amnesia retroactiva era lo que le obsesionaba. Estaba seguro de que había hablado con D'Amico antes de la clase. ¿Qué se habían dicho? ¿Habría podido Marc prever -impedir- el suicidio? Peor aún: ¿había pronunciado alguna desafortunada palabra que había precipitado el acto del músico?

La señal luminosa se encendió en la cabina.

Iban a aterrizar.

Se abrochó el cinturón y sintió que una nueva determinación se apoderaba de él. Vio de nuevo claramente la importancia de su misión. Estaba acercándose a la verdad de la muerte. Confusamente, esperaba que ese viaje lo liberase de sus propias obsesiones.

33

KLIA. Kuala Lumpur International Airport.

Una especie de inmenso centro comercial, en varios niveles, donde la temperatura no debía de sobrepasar los quince grados. Cuando aterrizas en el Sudeste Asiático esperas sentir un calor sofocante, pero lo que sientes la mayoría de las veces es un frío polar, en el extremo opuesto del horno que te rodea.

Marc recogió su equipaje y, después de orientarse visualmente, tomó un tren interior que lo propulsó a otro satélite, por el cual, tras un largo camino, pudo por fin acceder al bochorno tropical.

El choqué fue breve. Una temperatura siberiana lo esperaba en el taxi. Arrellanándose en el asiento, contempló la Malaisia que conocía. Había ido en dos ocasiones. La primera vez, para realizar una serie de reportajes sobre las familias de sultanes que reinan por turno en el país. La segunda, en 1997, para cubrir el rodaje de la película La trampa, con Sean Connery y Catherine Zeta-Jones, en la que había un enfrentamiento armado en la cima de las torres Petronas, las más altas de Kuala Lumpur y del resto del mundo.

La ciudad, predominantemente verde, flameaba en el horizonte. Sobre una meseta rodeada de colinas y de bosques, sus torres de cristal se alzaban como las piezas de un tablero de ajedrez gigante. Llamas de esquisto, cuchillas de hielo, flechas translúcidas: a aquella distancia, espejeaban al sol y recordaban frascos de perfume o de loción para después del afeitado.

En el interior de la ciudad descubrías avenidas anchas y arboladas, siempre frescas. Nada que ver con las metrópolis asiáticas recalentadas, hormigueantes, cargadas de miseria y de contaminación. Kuala Lumpur era una ciudad residencial gigante que respiraba opulencia. Ostentaba ese barniz artificial propio de las ciudades norteamericanas, donde todo es nuevo y está limpio, pero donde todo parece vacío, artificial. Únicamente las mezquitas de cúpula dorada y los antiguos edificios coloniales ingleses daban un toque de realidad a ese decorado, recordando que allí había habido vida antes del crecimiento económico y la fiebre moderna.

Marc le dio al taxista los nombres de las avenidas del centro: Jalan Bukit Bintang, Jalan Raja Chulan, Jalan Pudu, Jalan Hang Tuah… Allí era donde estaban los grandes centros comerciales y los hoteles de lujo, pero también, en las calles perpendiculares, las pequeñas guest-houses a precios razonables. En un callejón encontró, entre dos salones de masaje, un hotel a su medida.

Nada más dejar la bolsa, enchufó el ordenador portátil en la conexión telefónica para consultar sus mensajes. Lo esperaba un e-mail de Reverdi.

Asunto: KUALA – Recibido: 22 de mayo, 8 h 23.

De: sng@wanadoo.com

A: lisbeth@voila.fr

Querida Élisabeth:

Debes de haber llegado a Kuala Lumpur. Una ciudad demasiado nueva, pero en la que uno puede encontrar fácilmente sus marcas preferidas y seguir sus costumbres, como en un bonito apartamento moderno.

Antes de nada, quiero darte la bienvenida y desearte buena suerte. Espero en lo más profundo de mi ser que consigas alcanzar «nuestro» objetivo. Pero también quiero recordarte, por última vez, las reglas del intercambio. No podrás hacer ninguna pregunta. Tendrás que arreglártelas con la información estricta que yo te dé. Tampoco podrás cometer ningún error; si llegas a una conclusión falsa, nunca más volverás a tener noticias mías.

Sin embargo, confío en ti: ya me has demostrado tu inteligencia… y tu determinación. Así pues, lee atentamente lo que sigue. El primer indicio se refiere al Sendero de Vida.

En Kuala Lumpur es posible encontrar las fotografías de Pernille Mosensen; me refiero, por supuesto, a las imágenes de «después» de su transformación. Busca esas fotos y contémplalas, Élisabeth.

Descubrirás el Sendero de Vida.

El camino que Él traza en la desnudez del cuerpo.

Pero, cuidado, debes observar fotos del cuerpo lavado. Absolutamente limpio. Es esencial. La verdad solo aparecerá en la pureza de la piel.

Buena suerte.

Marc tuvo la impresión de que la temperatura del aire acondicionado había bajado varios grados. Había, entrado en el juego. ¿De cuánto tiempo disponía? Reverdi no daba ningún plazo. Pero Marc sabía que debía actuar deprisa. Demostrar la eficiencia de Élisabeth. Y estimular el interés de su guía.

Reflexionó en su primera misión: acceder al expediente medicolegal de Pernille Mosensen y a las fotos del cuerpo. Reverdi insinuaba que ese expediente se encontraba en Kuala Lumpur. Sin embargo, el crimen había sido perpetrado en Papan y la instrucción se estaba llevando a cabo en Johore Bahru, la capital de la provincia de Johore.

Descolgó el teléfono y llamó a su contacto en la agencia France-Presse en Kuala Lumpur, una periodista llamada Sana. Tras haberle explicado brevemente las razones de su presencia en Malaisia -un reportaje exclusivo sobre el caso de Papan-, abordó el asunto de la autopsia. Sana confirmó sus temores: todos los trámites se habían realizado en Johore Bahru. «¿No hay ninguna posibilidad de encontrar documentos en Kuala Lumpur?» Su pregunta provocó en Sana una risa tenue que le recordó a Pisaï, la periodista del Phnom Penh Post. Dada la importancia del caso, se había nombrado un comité de expertos. Uno de ellos era Mustapha Ibn Alang, médico forense en Kuala Lumpur, una celebridad que dirigía la sección de crónica judicial en el News Straits Times. Un personaje pintoresco que, según Sana, «no tenía pelos en la lengua». Marc supo de inmediato que era su hombre. Después de haber anotado su teléfono, prometió a la periodista que la invitaría a comer durante su estancia allí y colgó.

Acto seguido marcó el número y, tal como imaginaba, le respondió un contestador automático. Adoptando su tono de voz más grave, solicitó una entrevista y dio el nombre y el teléfono de su hotel.

Dejó el auricular sobre el aparato. La suerte estaba echada. Oficialmente, estaba trabajando en un reportaje en Kuala Lumpur. Su nombre aparecería en la periferia del caso. ¿Constituía esa presencia una amenaza para su manipulación? En absoluto. Ahí radicaba la perfidia de su impostura: Élisabeth Bremen recogía los primeros indicios y Marc Dupeyrat realizaba la investigación.

Después de darse una ducha templada, su excitación desapareció y dejó paso a la angustia provocada por la diferencia horaria. Se tumbó en la cama y encendió el televisor. No había otra cosa que mirar: su habitación, minúscula, no tenía ventanas.

Se puso a zapear. Un caleidoscopio de las diferentes realidades de Malaisia desfiló ante sus ojos. Una cadena mostraba un consejo de sultanes: hombres de tez dorada oscura, con medallas, túnicas tornasoladas y turbantes brillantes, sentados alrededor de una mesa. Otra daba la palabra a un gran cocinero chino que recordaba, con un rictus en los labios, que todo lo que se consumía, se vendía y se compraba en Malaisia era de origen chino. Otra cadena ofrecía imágenes de una fiesta fastuosa, donde magníficas euroasiáticas, enfundadas en vestidos de Dior o de Gucci, se codeaban con mujeres que llevaban tu dung, el velo malayo.

El timbre del teléfono lo sacó de un abismo negro. Se había dormido. En la pantalla, unos piratas con aspecto de indeseables abordaban un barco inglés.

– Diga…

– ¿Morcduperó?

– What?

– ¿Mister Duperó?

Marc reconoció por fin su apellido. El despertador de la mesilla de noche marcaba las diecisiete horas y diez minutos. Había dormido más de tres horas.

– Soy yo -contestó en inglés.

– Doctor Alang. Me ha dejado un mensaje.

Hablaba alargando las palabras, casi con acento estadounidense. Marc se levantó de un salto y apagó el aire acondicionado, que hacía un ruido infernal; luego se presentó con todo detalle y manifestó su deseo de entrevistarlo.

– No es usted el primero, man.

– Lo sé, pero…

– La instrucción está abierta. No puedo decir nada.

– Claro, pero…

Alang profirió una carcajada atronadora.

– Podemos vernos de todas formas. Le espero en el club de polo de Sengora.

– ¿Dónde?

Deletreó a toda velocidad el nombre del club.

– Hasta ahora, man.

Marc no tuvo tiempo de contestar; el otro ya había colgado.

34

A la hora del crepúsculo, Kuala Lumpur era rosa y azul. Las torres incandescentes ardían a fuego lento, como mosaicos de brasas, mientras que otros bloques, de color verde translúcido, parecían a punto de apagarlas con su frescor.

Marc había dado al taxista el nombre del club de polo. Su mirada no se apartaba de las torres Petronas, hacia las que se dirigían. A aquella distancia, evocaban dos mazorcas de maíz gigantes coronadas por antenas colosales. Pasaron junto a un hipódromo. La atmósfera onírica se intensificaba más. Todo parecía salpicado de partículas de oro, de neblina rosa. Pero lo más extraño era la ausencia de contraste entre los edificios azulados y las colinas verdosas. A esa hora, los dos frentes intercambiaban sus colores, a la manera de flujos líquidos. Los inmuebles adquirían una tonalidad vegetal y los bosques se llenaban de reflejos cristalinos, de charcos plateados.

El taxi se detuvo junto a una hilera de árboles. Marc se encontró en una especie de sabana. Cercas de madera delimitaban un vasto corral. El nombre del club de polo estaba puesto en una tabla, al estilo del Far West. Más allá se recortaban en el polvo gris unas construcciones hechas con vigas de madera, entre las que se veía, en algunos puntos, el espejo verde del hipódromo.

Entró en el recinto. Sus pies se hundían en la arena. El aire se cargaba de efluvios de estiércol y sudor de caballo. Pese al aspecto deteriorado de las cuadras y al hedor, Marc percibía que se estaba moviendo en el mundo de los privilegiados. Vio un picadero cubierto donde niños vestidos con polos de Ralph Lauren arqueaban el cuerpo sobre la silla de montar, unos boxes donde purasangres esperaban con los cascos enfundados en calcetines. Verdaderos camerinos de artistas. ¿Dónde estaba el espectáculo?

– ¿Eres el Frenchie?

Marc se volvió. Un hombre delgado y estrecho de hombros, con bata blanca, salía de una caballeriza. Cabello largo y negro, bigote largo de bandido mexicano. El hombre se acercó quitándose unos guantes de goma ensangrentados.

– Alang. -Le estrechó la mano-. Mucho gusto, man.

Mustapha Ibn Alang se parecía a su voz. Un malayo puro de estilo moderno. Tez dorada, rasgos de zorro, ojos negros y alargados bajo unas cejas pobladas. El corte de pelo era lo mejor: un tupé sobre la frente y una larga onda engominada en la nuca. Alang parecía un roquero de los años setenta, estilo glitter. Metió los guantes en los bolsillos de la bata, manchada también de sangre.

– Me pillas en plena faena -dijo con su acento peculiar-. Hoy toca romper las mandíbulas de los caballos jóvenes para el polo. ¡Así me olvido un poco de los cadáveres!

Se echó a reír. Sus dientes claros atravesaron su rostro oscuro; una imagen que hacía pensar en un coco al partirlo. De repente, su expresión astuta, clandestina, se tornó franca, altiva, deslumbrante. Marc recordó las palabras de la periodista: «Un personaje pintoresco». Sí, tenía delante a una estrella de Kuala Lumpur. El suelo se puso a temblar.

– Empieza el partido. ¿Tomamos una cerveza en el edificio social?

El edificio social era una larga terraza elevada, bajo un tejadillo de palmas. Un bar tropical, de madera negra, destacaba en el centro. Un fuerte olor a cerveza recalentada por el sol flotaba en el aire.

A lo lejos, en el terreno de polo, los jinetes partían furiosos en una dirección y luego regresaban tranquilamente, como apaciguados de su cólera pasajera. Marc se acercó a la tribuna. A esa distancia, los caballos parecían caramelos a medio chupar, y los jugadores, partículas blancas saltarinas. El cielo, por encima, estaba sublime: largas nubes de color malva, rojo, plateado, extendidas sobre el horizonte verdoso como lánguidas princesas junto a un estanque de nenúfares.

Alang volvió con dos jarras. Presentó a Marc a unos aristócratas septuagenarios; a unos hijos de papá, con cazadora de piel, que jugaban a ser niños malos; a unas chinas guapas y muy sexis con su equipo de polo de piel rojiza. Musculosas, empapadas de sudor, representaban exactamente lo contrario que las malayas con tudung que, inmóviles y gordas, comían pasteles con expresión enfurruñada, haciendo abiertamente caso omiso del partido.

Marc miró el reloj: ya había pasado una hora. Tenía experiencia en entrevistas. Al primer golpe de vista adivinaba el perfil de su interlocutor: charlatán impenitente que te abrumaba con detalles inútiles, taciturno al que había que arrancarle las palabras o campeón de la digresión que tardaba horas en llegar al meollo del asunto. Alang pertenecía a esta última categoría. La entrevista amenazaba con durar parte de la noche. Como para confirmar sus inquietudes, el forense preguntó:

– ¿Has cenado?

Destrozado por la diferencia horaria, Marc esperaba un pequeño restaurante europeo, discreto y retirado. Alang lo llevó al Hard» Rock Café, en pleno centro de la ciudad. Un lugar ruidoso y mal iluminado, donde el olor a salsa barbacoa te asaltaba nada más entrar.

Se instalaron en un box, rodeados de trofeos de rock: la guitarra de Éric Clapton, las gafas de Elton John, la torera de Madonna… Marc miraba a su alrededor con incredulidad. Los camareros, con delantal rojo y un lápiz tras la oreja, corrían entre las mesas llevando montañas de tacos y de hamburguesas de queso. La clientela era variada: adolescentes escandalosos vestidos con disfraces americanos, madres de familia con velo controlando a catervas de colegiales ya demasiado gordos, y occidentales achispados que lanzaban miradas burlonas hacia la barra.

Allí era donde estaba la principal atracción: chicas excesivamente desvergonzadas para ser honestas. Chinas, tailandesas, birmanas, indias… Pieles broncíneas, cobrizas, de porcelana, ojos de líneas asiáticas infinitamente variadas y cuerpos de una flexibilidad exquisita que se contoneaban al ritmo de los grandes éxitos de otros tiempos.

– No están incluidas en el menú.

Marc se volvió hacia Alang. La música hacía temblar los cubiertos.

– ¿Qué?

– Digo que no están incluidas en el menú, pero puedo ir a hablar con ellas en los postres.

Marc notó que se sonrojaba. Se concentró en la carta.

– ¿Qué edad tienes? -preguntó, gritando, el forense.

– Cuarenta y cuatro años.

– Yo, cuarenta y seis. ¿Te gusta el rock?

– ¿Qué?

Marc no oía la mitad de las palabras. Alang se acercó. Había un brillo malicioso en sus ojos.

– ¿Sabes qué es lo que está sonando?

– Sweet Home Alabama. Lynyrd Skynyrd.

– No está mal. ¿Y sabes lo que les pasó?

– La mitad del grupo se mató en un accidente de avión, en 1977.

– Veo que estoy tratando con un experto. El rock es mi pasión. Estoy preparando una enciclopedia en inglés para el Sudeste Asiático.

Marc tuvo la sensación de que se acercaba un peligro. Alang apoyó los codos en la mesa. Llevaba un sello en un dedo y una pulsera de oro en la muñeca.

– ¿Te animas a participar en un pequeño concurso?

Marc se dio cuenta de pronto de que su peinado era la réplica exacta del corte que llevaba David Bowie en la época de Diamond Dogs.

– ¿Cuál es el premio? -preguntó.

– Poder preguntarme lo que quieras.

– ¿Sobre el caso Reverdi?

– Te diré todo lo que sé al respecto. Sin ningún tipo de censura.

Marc poseía una cultura musical prodigiosa. Aunque había abandonado el piano hacía años, no había olvidado nunca su primera pasión. Y aunque su especialidad era la música clásica, también conocía a fondo el universo del rock.

Se bebió la cerveza de un trago y dijo:

– Espero tus preguntas.

Salió todo. ¿El origen de los ojos de distinto color de David Bowie? Una pelea con un amigo de la infancia que le dejó paralizada la pupila izquierda. ¿El nombre del cantante de soul que, después de caerse del escenario, se hizo pastor porque interpretó su caída como una «señal de Dios»? Al Green. ¿El nombre del músico que se había impuesto en el seno de un famoso grupo echando al batería en pleno concierto para ocupar su lugar? Keith Moon, legendario batería de los Who.

Dos horas más tarde salieron al bochorno de la noche. Marc se tambaleaba. No había tocado la comida. Las cervezas acumuladas, las preguntas de Alang, la proximidad de las prostitutas, todo aquello había hecho que su cabeza estuviera en plena ebullición.

En la calle, un indonesio de mirada apagada les dio unas tarjetas de visita. Marc creyó que se trataba de publicidad de un servicio de reparto de pizzas, pero el documento estaba a nombre de monsieur Raymond y precisaba: «Todas las chicas que necesita». Bastaba con hacer el pedido por teléfono.

– Ven -dijo Alang tirando la tarjeta al suelo-. Conozco cosas mucho mejores.

Montaron de nuevo en el coche de Alang. Atravesaron barrios en construcción, recorrieron descampados, se adentraron en una calleja y se detuvieron bajo una luz de neón roja en la que ponía El Niño. Pese a estar un poco bebido, Marc era consciente de lo absurdo de la situación. La segunda parte del concurso iba a desarrollarse en un bar mexicano. En plena capital malaisia.

Marc cumplía sus promesas: era imbatible. ¿Qué cantante destroy se había presentado como candidato a la alcaldía de San Francisco con el eslogan «Apocalypse Now»? Jello Biafra, el líder de los Dead Kennedys. ¿Qué compositor multaba a sus propios músicos si se equivocaban de nota? James Brown. ¿Qué artista había estado a punto de morir asfixiado en su casa, cuando era pequeño, víctima de un malhechor? Marilyn Manson.

A las dos de la madrugada, después de varios tequilas, Marc intentó llevar la conversación al tema que le interesaba. A modo de respuesta, Alang dirigió una mirada de experto a las pequeñas filipinas disfrazadas de mexicanas que se dormían junto a las botellas. Las pantallas acústicas difundían una versión mariachi de Hey Joel cantada por Willy de Ville.

– ¿Por casualidad sabes a qué se dedica su mujer? -dijo-. Me refiero a Willy.

– Es bruja. Bruja vudú, en Luisiana.

El forense levantó su minúsculo vaso:

– Man, me gustas de verdad.

– Hablemos de Jacques Reverdi.

– Paciencia. Tenemos toda la noche por delante.

Fueron a parar a un club de jazz saturado de humo. Al fondo de la sala brillaban los reflejos caoba de un contrabajo y los destellos de la laca de un piano. También pasaban algunos vestidos rojos de putas chinas. Marc empezaba a preguntarse quién era Alang. ¿Por qué le dedicaba toda la noche? Empezó a temer que fuera homosexual.

– ¿Te acuerdas de Peter Hammill? -le preguntó el forense al oído.

Marc no podía más, pero asintió: Hammill era el líder de un grupo de culto de los años setenta, Van Der Graaf Generator. Un autor-intérprete único, de timbre desgarrado, llamado el «Jimi Hendrix de la voz».

– ¿Conoces sus discos en solitario? Los que grabó después de la disolución del grupo…

Marc ya no contestaba.

– Todos esos discos -prosiguió su interlocutor- hablan de una sola cosa, man: su divorcio. -Alang le rodeó los hombros, en un gesto de solidaridad de borrachos-. Voy a decirte una cosa: de un divorcio no te recuperas jamás.

Marc comprendió por fin a quién -o a qué- debía su noche de pesadilla. Alang era un hombre abandonado, una herida abierta que se negaba a cicatrizar.

A las cuatro de la madrugada, en una discoteca de música techno, en el sótano de un gran hotel, preguntó por fin:

– ¿Qué quieres saber exactamente?

Marc había preparado una serie de preguntas que debían llevarlo progresiva y sutilmente a las fotos del cuerpo limpio de Pernille Mosensen. Pero después de las horas que acababa de vivir, y con la cantidad de alcohol que circulaba por sus arterias, dijo simplemente:

– Quiero ver el cuerpo de la víctima.

– Hace mucho que la enterraron en Dinamarca.

– Hablo de las fotos. Las fotos del cuerpo. Lavado.

En la oscuridad lacerada por destellos estroboscópicos, Alang se inclinó hacia él.

– ¿Quién te ha dado el soplo?

En un segundo, Marc se despejó por completo. Una sonda de hielo lo atravesó de arriba abajo. Un descubrimiento esencial estaba ahí, al alcance de su mano.

– Nadie -mintió-. Es simplemente para… completar mi trabajo.

Alang se levantó dándole unas palmadas a Marc en la espalda.

– Entonces el viaje no te decepcionará.

35

Era un dibujo.

Una red precisa de heridas.

Al primer golpe de vista, Marc comprendió lo que Reverdi quería mostrar a Élisabeth. Los cortes eran numerosos, pero estaban perfectamente ordenados. Un verdadero esquema anatómico, constituido de incisiones horizontales que partían de las sienes, surcaban el cuello, seguían por encima de las clavículas y se extendían a lo largo de los brazos: bíceps, sangradura del codo, muñecas… En el torso, el motivo continuaba bajo las axilas, rodeaba los pulmones y se estrechaba en las caderas. Las heridas descendían a continuación hacia la región genital y luego por las piernas.

La serie recordaba el punteado de los patrones que se utilizan en costura para indicar las líneas por donde hay que cortar, coser, etc.

Hasta entonces se había hablado de las veintisiete puñaladas y evocado la crueldad del asesino. Marc, como todo el mundo, había dado por supuesto que se trataba de una violencia anárquica, de un desorden bárbaro. El cadáver limpio mostraba, por el contrario, las marcas de un acto minucioso, metódico.

Pese a la hora y a la angustia, Marc había recuperado por completo la lucidez. Aquellas fotografías cambiaban totalmente el juego. Reverdi no era un asesino compulsivo que actuaba bajo los efectos de un ataque. Se había tomado el tiempo necesario para dibujar ese motivo abominable, y el suplicio había durado horas.

– La vía de la sangre, man.

Marc levantó los ojos. Estaban en el despacho de Alang, en el Hospital General de Kuala Lumpur. Unos metros cuadrados abarrotados de expedientes, y ya helados por efecto del aire acondicionado. Se oía a lo lejos el canto de los muecines. Viernes por la mañana: el rezo hacía vibrar a toda la ciudad.

El médico, arrellanado en su sillón, comía una chocolatina.

– La vía de la sangre -repitió-. Reverdi siguió la red de las venas.

«El Sendero de Vida», pensó Marc.

– Explícamelo -dijo.

Alang se levantó y rodeó la mesa. Tendió la chocolatina hacia la foto, esparciendo unas semillas de sésamo sobre el papel brillante.

– En la base del cuello: venas yugulares. Bajo las axilas: venas axilares. En la entrepierna: venas ilíacas. En los muslos: venas femorales… Podría darte todos los nombres. Atravesó todas las venas importantes. En cambio, evitó cuidadosamente las arterias.

– ¿Por qué?

El forense volvió a sentarse. Su indiferencia casaba con el frío del despacho.

– Porque la sangró. Viva. Y porque quería prolongar su placer. Si hubiera cortado las arterias, la sangre habría manado a borbotones y ya está. Las venas se hallan sometidas a menos presión. La sangre corre por ellas más lentamente. Esa es también la razón por la que rodeó el corazón y los pulmones. Quería que la máquina funcionara hasta el final.

– ¿Cómo hizo exactamente los cortes?

– Colocó el cuchillo de submarinismo en posición horizontal y seccionó las venas una a una, cortando el camino al flujo sanguíneo. Exactamente igual que hacen aquí en las plantaciones, cuando practican una incisión en la corteza de la hevea para recoger el látex. Te lo repito: ese hijo de puta no tuvo ninguna prisa. Quería verla desangrarse poco a poco hasta que quedara vacía. Dentro de la cabaña, los enfermeros tuvieron que ponerse botas para llegar hasta ella.

Marc pasó a otra foto. El primer plano de una incisión negruzca, cubierta por una ligera costra.

– ¿Hacen falta conocimientos médicos para trazar ese… dibujo?

– Sí. Reverdi hizo un auténtico trabajo de anatomista. No sé de dónde ha sacado esos conocimientos.

– Era profesor de submarinismo. Ha hecho cursos de socorrismo.

– Eso encaja. Lo de las venas es lo primero que se enseña en las urgencias. Por las inyecciones y las perfusiones.

Marc miró más de cerca la fotografía del corte. Lo que había tomado por una costra en realidad no lo era.

– Esas señales negras alrededor de la herida… Parece una quemadura…

– Exacto. Reverdi quemó, o simplemente calentó, las heridas.

– ¿Por qué?

– Por la misma razón de siempre. Para evitar que la sangre se coagulara. Como un calientaplatos, que preserva la fluidez de las grasas. Está claro que le excita ver manar la sangre.

Ese comentario le recordó otro detalle:

– ¿No encontraron en la cabaña rastros de esperma?

– Nada de nada. El amigo no soltó el jugo.

Esa era una de las originalidades de Reverdi. En general, los asesinos en serie sustituyen el amor por la muerte. Para ellos, el crimen es un sustituto del acto sexual. En la mayoría de los casos, gozan en la escena del crimen, antes, en el momento o después de perpetrarlo. Pero el apneísta parecía controlarse. A no ser que buscara otra cosa.

– El verdadero misterio -añadió Alang- es el número de cortes. Más de la mitad eran inútiles.

– ¿Qué quieres decir?

– Imagina la escena. -Alang abrió las manos como si apartara las cortinas de un teatro-: Primero corta las sienes, luego el cuello. Cuando llega a las caderas, la víctima ya se ha desangrado. Por las primeras incisiones fluyó toda la sangre del cuerpo. ¿Por qué continuar, entonces?

Marc siguió en la primera foto el recorrido de las heridas, perfectamente simétricas, hasta las yemas de los dedos.

– Por la belleza del gesto -sugirió-. Quiso abrir todos los miembros, todas las partes del cuerpo de la misma forma.

– Tal vez. Pero las otras heridas seguían sangrando. Aquello debió de acabar convirtiéndose en una verdadera carnicería. No sé cómo pudo no desorientarse.

Marc tuvo una iluminación:

– ¿Es posible que hiciera torniquetes?

– Pensamos en esa posibilidad, pero eso habría dejado unas marcas diferentes. Hematomas. No, es un misterio.

Marc trató de ordenar sus ideas. Cuantas más cosas averiguaba sobre Jacques Reverdi, más aparecía como un asesino complejo, racional. Un hombre que perseguía un objetivo secreto.

– ¿Ha redactado un informe oficial?

Por supuesto. Todo está en manos de la Audiencia de Johore Bahru.

– Yo no había oído hablar de todo esto.

Alang sonrió.

– Por suerte no se les dice todo a los periodistas. Y menos a los extranjeros. Hay otra cosa que no sabes.

El médico, que seguía apoltronado en el sillón, abrió con indolencia una carpeta y cogió un fajo de folios grapados.

– Los análisis tóxicológicos de la víctima. La sangre de Pernille Mosensen estaba endulzada.

– ¿Cómo?

Alang se incorporó. Hojeó rápidamente el fajo de papeles y señaló un párrafo subrayado en verde.

– El índice normal de glucosa en la sangre es de un gramo. En este caso llegaba a un gramo treinta.

– ¿Estaba Pernille Mosensen enferma?

– Enseguida pensamos en la diabetes. Pero nos informamos y se encontraba en plena forma. No, ese azúcar está relacionado con el asesinato.

Marc notó que sus músculos se tensaban bajo la piel.

– ¿De qué forma?

– Creemos que le hizo comer productos azucarados justo antes de asesinarla. Los análisis revelaron también la presencia de vitaminas y de oligoelementos. Un verdadero festín.

Una visión infernal le atravesó la mente: Pernille negándose a engullir golosinas, dulces de frutas, chocolate. Su boca torcida, sus dientes apretados, mientras su saliva excesivamente azucarada rebosaba de sus labios.

– ¿Eso hace la sangre más… fluida?

– No. Hemos llegado a otra conclusión.

Alang dejó transcurrir unos segundos para alargar el suspense. Cogió de encima de la mesa un escalpelo que debía de utilizar como cortapapeles y apuntó con él a Marc.

– Reverdi cambió el sabor de la sangre. Quería que fuese más dulce, más suave…

– ¿Quieres decir que…?

– Creemos que bebió sangre, sí. Es un vampiro, man. Un chiflado al que le gusta la sangre azucarada. En Papan lo interrumpieron, pero estoy seguro de que ha habido otras con las que se ha puesto las botas. Cuando los pescadores lo pillaron, estaba en trance. Ni siquiera parecía entender lo que pasaba. Reverdi sufre auténticos ataques de… transformación. Se convierte en una criatura… En un vampiro, un monstruo de película.

Marc puso cara de asentir, pero no lo veía así. Demasiado tosco, demasiado vulgar. Además, ¿qué relación había entre eso y el Sendero de Vida?

– ¿Os habéis puesto en contacto con las autoridades de Camboya para comparar estos datos con los relativos a Linda Kreutz?

Alang apoyó los pies sobre la mesa.

– Por supuesto. Incluso he hablado con el médico que practicó la autopsia en Siem Reap. Él es menos categórico sobre el trazado de las heridas. El cuerpo estaba deteriorado a causa del tiempo que estuvo en el agua. Pero el jemer está de acuerdo con nosotros en lo que se refiere a las incisiones. Es posible que nuestro DPP, ya sabes, el Deputy Public Prosecutor, vaya a Phnom Penh.

Marc pensaba en el abogado alemán y en las dos supuestas víctimas de Tailandia. Si hubieran encontrado sus cuerpos, seguro que habrían descubierto el mismo motivo sobre su carne. La firma de Reverdi. El trazado de su locura.

Se levantó. Una sensación de acidez le quemaba el estómago; no había comido nada desde hacía más de veinte horas.

– ¿Puedo quedarme las fotos?

– No.

– Gracias.

– ¿No crees que te pasas un poco? Ya he hablado demasiado.

Marc no contestó. El forense suspiró y abrió un cajón.

– La verdad es que me caes bien.

Dejó sobre la mesa una cinta de vídeo VHS.

– Un regalo. La primera entrevista de Jacques Reverdi cuando llegó al hospital psiquiátrico de Ipoh. La jefa del servicio es una amiga. Una verdadera primicia. Ni siquiera el DPP la ha visto.

Marc sintió que el sudor de su rostro se cristalizaba. Cogió la cinta y preguntó con voz trémula:

– ¿Habla del asesinato?

– Se encuentra en estado de choque.

– ¿Habla de él o no? -insistió Marc, levantando la voz.

– Sí y no. Es un poco raro.

– ¿Qué es raro?

– Tú mismo te harás una idea.

Marc se inclinó por encima de la mesa.

– Quiero saber tu opinión. ¿Qué es raro?

– Habla del asesinato como si hubiera sido testigo de él, y no su autor. Como si hubiera asistido a la operación sin participar en ella. Es todavía más aterrador que todo lo demás. Reverdi tiene aspecto de inocente. Un inocente venido del fondo de los tiempos.

– ¿Del fondo de los tiempos?

Por primera vez, Alang abandonó su tono sarcástico:

– Del fondo de su propia infancia.

36

– ¿Cómo se llama?

Ninguna respuesta.

– ¿Cómo se llama?

Ninguna respuesta.

– ¿Cómo se llama?

– Jacques… Reverdi.

Marc había despertado al chino del hotel para que le consiguiera un reproductor de vídeo. Ahora estaba contemplando las imágenes más recientes del asesino de Pernille Mosensen. En la parte inferior de la pantalla se leía: «February IIth, 2003».

Con la cabeza rapada, delgado, vestido con una bata de tela verde, el apneísta estaba atado con correas a los brazos de un sillón de acero, en el extremo de una mesa. Hablaba con voz pastosa, como si le costara articular por efecto de los medicamentos. Un psiquiatra que no se veía en la pantalla lo interrogaba en inglés. -¿Sabe de qué crimen se le acusa?

Ninguna respuesta. Reverdi no parecía escuchar: facciones hundidas, tez gris; pese al bronceado, su piel se confundía con su pelo rapado, de color piedra. Tenía el cuerpo arqueado y los músculos contraídos. Atontado y a la vez tenso como un arco.

– ¿De qué crimen, Jacques?

Marc se acercaba a la pantalla para ver mejor los ojos de Reverdi, pero la cámara estaba muy alta. La calidad de la imagen, mediocre, no ayudaba. Todo lo que vio -o creyó ver- fueron unas pupilas dilatadas, concentradas en un punto imaginario.

– Se le acusa del asesinato de Pernille Mosensen.

El apneísta estiró el cuello, como si la tela de la bata le produjera picor. Pasó un rato antes de que contestara, en inglés:

– No soy yo.

– Lo encontraron en el lugar del crimen, junto a la víctima.

Silencio.

– La mujer acababa de recibir veintisiete puñaladas.

La voz del psiquiatra no era ni grave ni aguda, y eso agravaba el malestar. Reverdi pareció tragar saliva. O reprimir un sollozo.

Marc esperaba contemplar a un monstruo. Una máscara de horror. Pero solo veía a un loco. Alto. Atractivo. Y trágico.

La voz, a medio camino entre dos timbres, prosiguió:

– Era su cuchillo, Jacques.

Silencio.

– Estaba cubierto de sangre de esa mujer.

Silencio. Luego:

– No soy yo.

Marc parpadeó varias veces para romper la fascinación que sentía. Observó el decorado de la escena. Una habitación soleada y vacía, que habría podido ser la celda de una prisión o una dependencia administrativa en cualquier lugar bajo los trópicos. Tan solo un panel de cristal destinado a ver radiografías, en la pared de la derecha, recordaba que estaban en un hospital.

El médico insistía:

– Sus huellas estaban en el cuchillo.

Reverdi se agitaba en el asiento. Sus muñecas atadas daban tirones hacia arriba. Las venas se le marcaban en las manos.

– Yo no -murmuró-. Otro.

– ¿Quién?

Ninguna respuesta.

– ¿Qué otro habría podido cometer ese asesinato?

Reverdi seguía teniendo la mirada fija, vidriosa, pero su cuerpo se animaba cada vez más. Como si el picor se intensificara. En una esquina de la imagen, dos enfermeros aparecieron brevemente. Dos gigantes dispuestos a saltar sobre Reverdi. La tensión crecía.

El apneísta repetía con voz pastosa:

– Otro… Otro…

– ¿Otro… en su interior?

– No. En la cámara.

– ¿La cámara? ¿Quiere decir… la cabaña?

El médico habló más alto. Marc comprendió por fin por qué su timbre lo desazonaba: era la voz de una mujer.

– La choza estaba cerrada desde el interior, Jacques, y no había nadie con usted.

– La pureza. Es la pureza.

– ¿Qué pureza? ¿De qué habla?

Sus antebrazos se levantaron de golpe. Las ataduras se rompieron. Las venas de sus manos parecían a punto de agrietar la piel.

– Jacques…

La psiquiatra subió más el tono; le temblaba la voz.

– ¿Quién, Jacques? ¿Quién estaba con usted?

Ninguna respuesta. Chasquidos de las correas.

– Cuando lo descubrieron, estaba solo.

Ningún comentario.

– Estaba solo en la cabaña. Con una mujer acribillada de heridas.

Ningún comentario.

– ¿Por qué hizo eso, Jacques?

– Escóndete.

La orden había sido murmurada en francés. Un susurro apenas perceptible.

– ¿Qué? -preguntó la psiquiatra en inglés-. ¿Qué ha dicho?

Reverdi estiró el cuello y las venas se le marcaron como raíces arrancadas de la tierra. Separó los labios. Una voz de niño, asustada, brotó de ellos:

– Escóndete. ¡Escóndete, deprisa!

– Jacques, ¿de qué habla? ¿Quién tiene que esconderse?

La mujer había entendido la frase dicha en francés. El apneísta se arqueó más. Levantó la barbilla y miró fijamente a la especialista, pero a la manera de un hombre ebrio, que no distingue nada.

– ¡Escóndete, deprisa, viene papá!

La psiquiatra se inclinó. Uno de sus brazos apareció en la pantalla; estaba tomando notas en un bloc. Llevaba velo. Con la otra mano hizo una seña explícita a uno de los enfermeros: estate preparado para poner una inyección.

– Jacques, ¿qué dice? -insistió, ahora en francés-. ¡Explíquese!

A modo de respuesta, Jacques Reverdi cerró los ojos. Un telón en su teatro interior.

– ¿Jacques?

Ninguna respuesta. Su rostro se estiró, se hundió, palideció. Sus órbitas se convirtieron en agujeros negros. Sus labios se afinaron hasta parecer cables.

La psiquiatra soltó el bloc y se precipitó hacia él. Colocó dos dedos sobre la garganta de Reverdi y se puso a gritar en malayo. Zafarrancho de combate en la habitación. Un enfermero cogió una mascarilla de oxígeno, otro una jeringuilla. Marc no entendía nada.

Entonces, la mujer con tudung le agarró la cabeza a Reverdi y le gritó en francés:

– Respire, Jacques. ¡RESPIRE!

Un enfermero pasó por delante del objetivo, empujó la cámara…, la imagen se emborronó.

Pantalla negra.

Marc paró el magnetoscopio y después pulsó la tecla de rebobinado. Estaba sudando. Para no perderse ni una palabra, no había encendido el aire acondicionado. Estaba atónito por lo que acababa de ver. Una ventana abierta a la locura del asesino.

Los últimos segundos, sobre todo, le parecían impresionantes. La apnea. Reverdi se refugiaba en la apnea. Era un cierre, un caparazón que lo protegía del mundo exterior.

Incluso llegaba más lejos. Conteniendo la respiración, Reverdi no solo se preservaba del mundo exterior, sino también de sí mismo. De sus voces interiores. Inundado por un recuerdo, o una alucinación, había cesado de respirar. «Escóndete, deprisa, viene papá.» ¿Qué significaba eso?

Marc se sentó en la cama y siguió pensando en ello. El padre era el gran ausente del destino de Reverdi. Hijo de padre desconocido: los biógrafos no mencionaban nunca a la figura paterna. Sin embargo, el asesino había pronunciado esa frase incomprensible… con voz de niño: «¡Escóndete, deprisa, viene papá!». Como si de repente reviviera una emoción precisa.

Marc miró el reloj: las ocho de la mañana. O sea, la una de la madrugada en París. Buscó en su agenda electrónica el número de teléfono particular del archivador de Le Limier, Jérôme. El hombre no estaba durmiendo.

– ¿Has visto qué hora es? -masculló.

– Estoy de viaje.

– ¿Dónde?

– En Malaisia.

– ¿Reverdi? -dijo Jérôme, riendo con sarcasmo.

– Si hablas de esto con Verghens…

– Yo no hablo con nadie.

Decía la verdad. Enterrado en sus archivos, Jérôme solo abría la boca cuando lo llamaban. Marc adoptó el tono más amable de que era capaz:

– Me preguntaba… si podrías comprobar una cosa que me interesa.

– Dime.

– Quisiera que buscases en el expediente de Reverdi si efectivamente es hijo de padre desconocido.

– Sí. Solo se conoce la identidad de la madre, Monique Reverdi.

Ni un instante de vacilación. La memoria de Jérôme valía más que todos los ordenadores del mundo. Marc continuó:

– ¿Podrías ponerte en contacto con la Dirección Departamental de Acción Sanitaria y Social para identificar al padre?

– No abrirán el expediente para nosotros.

– ¿Ni siquiera recurriendo a tus contactos?

– Puedo intentarlo, pero hay pocas posibilidades.

– ¿Hay alguna manera de saber si Reverdi ha hecho esa gestión para conocer el nombre de su padre?

Jérôme rió de nuevo.

– Eso es pan comido.

– Envíame un e-mail cuando tengas la información.

Marc le dio las gracias y colgó. En ese instante, la angustia volvió a hacerse presente. Su cuerpo no tenía ninguna referencia temporal, su organismo avanzaba como los cangrejos, entre la noche que había perdido y la que se desarrollaba en Francia. El hambre intensificaba su malestar. Debería haber comido, o haberse acostado, pero la vocecita infantil, aterradora, volvió a sonar en sus oídos. Vio de nuevo el rostro mineralizado, al final de las venas tensadas del cuello. Necesitaba un café.

El hotel no disponía de servicio de habitaciones. Marc bajó al vestíbulo, donde había una máquina automática de agua caliente. Ni un solo sobre de Nescafé. Tuvo que conformarse con té, un pobre Lipton insípido que dejó en infusión un buen rato. Moviendo la bolsita como si fuera un péndulo, intentaba ordenar sus pensamientos.

El viaje prometía ser útil. Hacía menos de veinticuatro horas que estaba en Malaisia y ya había hecho un montón de descubrimientos. La técnica del sangrado. El nuevo perfil de Reverdi, el «asesino organizado». La certeza casi absoluta de que Linda Kreutz había padecido el mismo suplicio. El detalle del azúcar, que orientaba las sospechas hacia un posible vampirismo…

Y ahora esa voz de niño que dejaba entrever un trauma infantil. Una vez más, Marc vio el rostro hundido, paralizado de Reverdi, que había dejado de respirar. El secreto del asesino estaba al otro lado de esa máscara.

Esa idea le hizo pensar en Élisabeth. Casi había olvidado escribir a Reverdi. Tiró la bolsita a la papelera y subió la escalera. Una vez en su habitación, puso el aire acondicionado al máximo y empezó a trabajar mientras engullía dos porciones de cake que había cogido de al lado de la máquina.

Apenas tardó unos minutos en encontrar las palabras, los giros, la «música» de la estudiante. Después de la noche que acababa de pasar, después de aquellas horas de investigación como Marc Dupeyrat, era un milagro. Lo más extraño era que adoptaba un tono de satisfacción: pese al asunto, pese a la violencia, la estudiante se sentía orgullosa de sus descubrimientos.

Élisabeth habló de «su» encuentro con el médico forense. Del cuerpo limpio de Pernille. De la red de venas: el Sendero de Vida. Marc aplicó cierta censura al redactar el mensaje. No escribió ni una palabra sobre los otros indicios. El azúcar. La apnea. El padre.

El sistema continuaba funcionando a dos velocidades.

Élisabeth abría el camino; Marc profundizaba.

Envió el e-mail. Experimentaba una sensación de poder. Por el momento, controlaba la situación. Pero no podía evitar sentirse preocupado ante lo que estaba haciendo: encarnarse en una mujer para identificarse con un hombre. Ser Élisabeth para convertirse en Reverdi. Realmente era como para volverse loco.

Pensando en esto, se durmió en la cama completamente vestido.

37

Cuando se despertó, no sabía dónde estaba. Aunque la luz seguía encendida, la habitación sin ventanas no le ofrecía ningún punto de referencia. Solo el estruendo del aire acondicionado le daba la sensación de estar metido en el reactor de un avión.

Miró el reloj: las cuatro de la tarde. Se sentó en la cama y se cogió la frente con las dos manos. Una migraña le oprimía la cabeza. Le parecía que tenía una lengua enorme. «Un café», murmuró. Pero la sola idea de bajar al vestíbulo y accionar la máquina despertaba su angustia.

Levantó los ojos y vio el ordenador sobre la mesita.

Por si acaso, conectó el módem.

Asunto: KUALA 2 – Recibido: 23 de mayo, 11 h 02.

De: sng@wanadoo.com

A: lisbeth@voila.fr

Querida Lise:

Eres un consuelo y un estímulo para mí.

De todos los que intentaron verme, escribirme, interrogarme, te elegí a ti. Hoy me felicito por ello. Estaba seguro de que serías digna de tu misión.

Has encontrado el Sendero de Vida. Sabes lo que Él busca y lo que le gusta contemplar. Has comprendido, pues, que nos situamos, Él y yo, al otro lado de una frontera sagrada.

La frontera de la sangre.

Nos movemos en un territorio poco frecuentado, Lise. Un territorio peligroso, en el que actuamos en un plano de igualdad con Dios. Ya te he hablado del pasaje de la Biblia de Jerusalén donde el Señor recuerda que la sangre es el alma. En el mismo capítulo, en el versículo 6, se dice: «La sangre del que derrama la sangre del hombre, por el hombre será derramada». Tan solo Dios tiene derecho a hacerla correr. Quien transgrede esa ley se convierte en rival del Señor.

Aquel cuyas huellas sigues ha dado ese paso. Ha desafiado a Dios y asume esa ofensa. Si quieres comprenderlo, debes seguir buscando. El ritual implica otras reglas. Etapas muy precisas. Debes entender cómo procede exactamente. Cómo prepara la ceremonia de desnudar el alma…

Debes encontrar los Jalones de Eternidad.

Que Vuelan y Pululan…

Toma altura, querida Lise. Busca en el cielo. Y recuerda esta verdad: solo hay una forma de contemplar la eternidad; retenerla por unos instantes.

Mi corazón está contigo.

Jacques

Un café.

Un puto café urgentemente.

Bajó la escalera apoyándose en las paredes. «Los Jalones de Eternidad. Que Vuelan y Pululan.» Reverdi se ponía cada vez más misterioso. Y Marc presentía que ese vocabulario hermético iba a empeorar. A medida que el asesino abriera las puertas de su universo, los términos utilizados serían cada vez más esotéricos… e incomprensibles.

Ya habían realizado el reabastecimiento de Nescafé. Se preparó un líquido pardusco y, después de haberlo probado, se preguntó si no prefería el té de la mañana. Mientras daba vueltas al palito de plástico, las palabras de Reverdi circulaban, en sentido contrario, dentro de su cabeza. «Busca en el cielo.» «Toma altura.» Se dijo que quizá esas palabras tuvieran, tras su sentido metafórico, un significado concreto.

Subió la escalera en unas zancadas. Cogió un mapa de Malaisia y buscó las alturas. En aquel país a flor de mar, las cumbres no eran legión. Encontró las Cameron Highlands, una región de montañas que se extendía alrededor de doscientos kilómetros al norte de Kuala Lumpur y que superaba los 1.500 metros de altitud. Ya le habían hablado de esa zona residencial que ofrecía hoteles de lujo y campos de golf. Marc hojeó su guía y vio confirmados sus recuerdos.

¿Le señalaba Reverdi en esa dirección? Un profesor de submarinismo no tenía nada que hacer en plena montaña. Se le ocurrió una idea para verificar su hipótesis. ¿Habría habido un asesinato, o una desaparición, en esas tierras altas?

Telefoneó a los archivos del News Straits Times. La voz que respondió -una mujer- era afable. Marc llamaba para informarse sobre los horarios y las modalidades de consulta, pero decidió probar suerte por teléfono. Se presentó y dijo lo que buscaba sin indicar la relación con Reverdi. ¿Había habido en las Cameron Highlands, durante los últimos años, un asesinato o simplemente una desaparición?

De memoria, la archivadora no caía. Le pidió que esperase. Marc oyó un tecleo de ordenador; luego, la mujer se puso de nuevo al aparato: no había nada. Ni rastro de un asesinato, ni de ningún suceso, en las Cameron Highlands desde hacía ocho años. Para hacer una búsqueda en un período anterior había que ir allí.

Marc colgó tras pronunciar algunas fórmulas de cortesía. Inexplicablemente, su convicción se vio reafirmada. Reverdi había cazado en aquellas cimas. Había dejado el rastro de esos misteriosos «jalones». En las alturas. Decidió ir a la mañana siguiente.

En ese momento, el ruido de sus tripas le recordó que llevaba dos días en ayunas. Eso ya no era distracción, sino una huelga de hambre. Cogió la llave y salió de la habitación.

La luz del día fue como colocar la cabeza entre dos platillos sonando. En cuanto al calor, produjo en él un efecto inmediato, Marc sintió que se le fundía la piel, hasta el extremo de que el sudor le dejó los dedos arrugados en el acto. Tenía la impresión de estar en una sauna completamente vestido.

En la calle del hotel, las terrazas de los restaurantes rebasaban las aceras hasta invadir la calzada; los coches tenían que rodear las mesas, circulando a marcha de tortuga, y evitar que los tenedores les rayaran la carrocería.

Marc pidió un fried rice, el gran clásico de la cocina china. Le encantaban esos arroces que encierran montones de sorpresas: gambas, verduras, almendras, cebolla, trocitos de tortilla… Todo eso estaba cocido, fundido, salteado en la misma ola dorada.

Cameron Highlands.

Se repetía esas sílabas cada vez que se llevaba la cuchara a la boca.

Estaba seguro de que allí lo esperaba un indicio.

38

Jalan Ruching.

La ruta de los Gatos.

Según su plano, era la calle que había que tomar para salir de la ciudad. Por la mañana, temprano, Marc había alquilado un coche: un Proton, el vehículo estándar de Malaisia, con el volante a la izquierda. Dejó atrás los grandes inmuebles del centro y se dirigió al norte. Las afueras de la ciudad, donde alternaban parques y barrios residenciales, no se acababan nunca. Marc miraba a lo lejos las colinas que flotaban en la luz naciente.

Llegó a la autopista, la Express 1, y entró en un universo nuevo compuesto de vergeles sombríos, con árboles perfectamente alineados en la tierra roja: las heveas. Circuló así, siempre en dirección norte, durante ciento cincuenta kilómetros, cruzándose de vez en cuando con crestas rocosas, templos indios con adornos de feria y mezquitas con cúpulas de cerámica verde.

Un paisaje ideal para pensar.

Esa misma mañana había recibido un mensaje de Jérôme. El archivador no había encontrado nada: ninguna información sobre la identidad del padre de Reverdi y ningún rastro de una consulta personal de Jacques a la Dirección Departamental de Acción Sanitaria y Social acerca de sus orígenes. Un callejón sin Salida.

Tomó la salida 132 en dirección a la localidad de Tapah y después una carretera nacional de doble sentido, en la que todos se comportaban como si fuese una vía de sentido único. A lo lejos, las colinas adquirían magnitud, majestad, hasta convertirse en montañas.

Marc vio el cartel que anunciaba las Cameron Highlands. Iba a tomar ese camino cuando otro nombre le hizo dar un brusco frenazo: ipoh 20 kilómetros. La ciudad donde estaba el hospital psiquiátrico de Reverdi. La misma donde se había grabado la cinta de vídeo.

Marc imaginaba una institución de estilo inglés: entrada de piedra, extensiones de césped impecables y edificios blancos. Encontró una penitenciaría gigantesca, una ciudad dentro de la ciudad, rodeada de alambre de espinos, circundada por una vía férrea y dotada de su propia estación.

Era la una de la tarde. Pese a ser sábado, parecía en plena actividad. El personal sanitario volvía de comer. Marc tuvo que esperar bastantes minutos a que la avalancha de ciclistas, motociclistas, automovilistas y peatones se precipitara bajo el alto portal de cemento: una entrada en la fábrica al estilo chino.

Observó el movimiento y no tardó en localizar el centro administrativo, que constituía un barrio independiente. Mientras esperaba a un responsable, contempló por las ventanas el conjunto: una vasta llanura jalonada de edificios grises y de campos cultivados. Intuía que allí se practicaba un tipo de psiquiatría en libertad, en la que los pacientes vivían en comunidad y se hacían agricultores o artesanos.

Por fin, el director lo recibió. Un indio de rostro indolente y grandes ojos acharolados. Marc se explicó: Francia, la investigación, Reverdi. Al cabo de un largo silencio, el hombre llamó por teléfono a la doctora Rabaiah Mohd Norman, la psiquiatra que había tratado a Jacques Reverdi.

Unos minutos después, la puerta se abrió para dejar paso a la mujer que Marc había visto en la cinta. Iba vestida con un largo vestido beis y tocada con un tudung del mismo color. El conjunto le daba el aspecto de una estatua de arcilla a la que solo le hubieran modelado la cabeza.

La psiquiatra resultó ser muy ingeniosa. No paraba de hacer comentarios graciosos, reforzando sus palabras con una amplia sonrisa que mostraba unos dientes deslumbrantes y caballunos.

– Le propongo visitar el lugar -dijo-. Hablaremos por el camino.

Lo recorrieron con el coche de Marc. Atravesaron granjas, terrenos cultivados y campos de juego. Una inmensa libertad planeaba bajo el sol. La doctora Norman daba cifras: había dos mil pacientes, sesenta y cinco por pabellón, cincuenta por unidad agrícola…

– Hemos llegado al barrio de seguridad.

Entraron en un recinto sometido a una férrea vigilancia: torres de observación, alambres de espinos y barrotes en todas las ventanas. Un verdadero campo de concentración, con la diferencia de que los barrotes estaban pintados de verde y presentaban gran variedad de motivos. Desde ese punto de vista, recordaban las ventanas cinceladas de una mezquita.

Junto al aparcamiento, Marc vio a los primeros pacientes vagando por el césped: negros, curtidos, rapados. Todos llevaban una bata verde -igual que la de Reverdi en la cinta- y parecían más negros aún bajo el sol deslumbrador. Rasgos planos, una mirada sin relieve, como aplastados por la luz.

En el interior del edificio había un gran patio rodeado por una galería con arcadas, desde la que se accedía a pasillos, despachos y salas. Todo era de cemento pintado, desconchado, deteriorado por el sol, la lluvia, el calor.

Recorrieron uno de los pasillos, en el que se repetía la indicación forensic ward. Marc no recordaba el significado exacto de la palabra, pero estaba relacionado con la medicina legal. Llegaron a un despacho: una simple mesa de madera, apoyada contra la pared y precedida por una larga hilera de carpetas amarillentas, amontonadas en el suelo.

Un paciente era interrogado por un médico, bajo la vigilancia de un guardia. Sentados uno a cada lado de la mesa, sus papeles no se prestaban a confusión: bata blanca en un lado, esposas en el otro. La doctora Norman, sonriendo, intercambió unas palabras en malayo con el médico; luego se volvió:

– Un recién llegado. Un argelino. Parece ser que habla francés.

Se inclinó y, señalando a Marc, le dijo al hombre en inglés:

– Este señor viene de París. Puede hablar en francés con él, si quiere.

– No way -contestó el argelino con gesto hosco.

Tenía una cara huesuda. Sus ojos se perdían al fondo de las órbitas. Marc se fijó en que también llevaba cadenas en los pies. La psiquiatra giró sobre sus talones.

– Como quiera; solo era para que se relajase.

Marc iba tras ella cuando oyó decir:

– Jefe…

La palabra, pronunciada en francés, le hizo volverse. El argelino le sonreía, mostrando una buena colección de dientes torcidos. Sus ojos ardían bajo las cejas. Hizo un gesto con la cabeza apuntando hacia la psiquiatra:

– Cuando le haya cortado a esa la almeja, nos la comeremos juntos. -Le guiñó un ojo-. ¿La prefieres cruda o cocida?

Marc se alejó sin responder. ¿«Cruda o cocida»? Alcanzó a la especialista, que ya estaba girando a la derecha. Vieron un comedor; luego se adentraron en otro pasillo con las celdas cerradas con cerrojos. Todo estaba desierto. Al final, un guardia les abrió otra puerta.

Entraron en una gran sala sumida en la penumbra; las cortinas estaban corridas. Marc pestañeó varias veces antes de distinguir nada. Era un inmenso dormitorio, con ventiladores en el techo, que contenía, tirando por lo bajo, cincuenta camas colocadas contra las paredes. Allí la paz y la quietud era mayor. En algún sitio había encendido un televisor con el volumen bajo. Unos hombres dormían. Otros recorrían el espacio central arrastrando los pies. No llevaban bata verde, sino ropa corriente.

– ¿Están esperando que los suelten? -preguntó Marc.

– Al contrario, estos no saldrán nunca. Han sido víctimas del amok.

– ¿El qué?

– El amok. Así es como llamamos en Malaisia a la locura asesina. El joven que ve allí con una camiseta blanca le arrancó los ojos a su hija para que dejara de mirar la tele. Ese otro mató a su mujer, la descuartizó y arrojó los trozos por la ventana del cuarto piso. Aquel que está al fondo…

– Creo que lo he entendido.

La sonrisa de Norman se ensanchó, dejando todos los dientes fuera:

– Es usted un fuera de serie. Yo hace veinte años que trabajo aquí y sigo sin comprenderlo.

Continuaron avanzando. Ella estrechaba manos, dirigía sonrisas a unos y otros, inclinaba el velo, todo con mucha soltura. Una auténtica embajadora de la Unesco. Al final de la sala, una cortina ocultaba otra habitación. Un taller de informática donde varias pantallas sustituían las camas alineadas. Un sofá tapizado en tela ocupaba una esquina; se sentaron allí uno junto al otro. Los pacientes los miraban sin atreverse a acercarse, formando un gran círculo a su alrededor.

– Desde que hice el doctorado -prosiguió la psiquiatra- trabajo en el fenómeno del amok. En Occidente hace mucho que reemplazaron las nociones de posesión o de hechicería por términos como «histeria» o «esquizofrenia». En Malaisia las cosas no son tan simples. Todo el mundo coincide en decir que el amok corresponde a un ataque de demencia, en el sentido más médico del término. Pero todos piensan también que los demonios desempeñan un papel en el asunto. -La doctora Norman hizo un gesto amplio-. Nosotros seguimos asociando psiquiatría y creencias. En cualquier caso, no está claro que eso sea menos eficaz que Una visión estrictamente clínica. En la medida en que un paciente cree en los diablos que lo poseen, podemos decir que existen, ¿no? La razón no es sino determinado ajuste de la lucidez. Todo es verdad, puesto que todo es percepción…

Marc no la seguía muy bien, pero se dejaba acunar por esa voz suave, esa sonrisa perpetua. Casi había olvidado a Reverdi. Las miradas insistentes de los pacientes lo devolvieron a la realidad.

– ¿Es aquí donde estuvo… detenido?

– ¿Jacques? Los últimos días sí.

Pronunciaba el nombre a la inglesa: Jack.

– En su opinión, ¿fue víctima del… amok?

– Actuó bajo el efecto de un ataque, de eso no cabe duda. Pero yo creo que en ningún momento perdió el control. Su razón no estaba alienada.

– ¿Era consciente de sus actos?

– Yo diría más bien que actuó guiado por una de sus conciencias.

– ¿Es esquizofrénico?

La doctora levantó las dos manos como queriendo decir: «No tan deprisa».

– Todos tenemos varias personalidades más o menos acentuadas.

– Pero ¿se puede decir que el Reverdi que mató a Pernille Mosensen es el mismo hombre que llegó a ser campeón del mundo de inmersión en apnea?

Ella se recostó en el sofá dirigiendo una mirada indiferente a los pacientes, que seguían inmóviles.

– La conciencia humana no es un núcleo único. Es más bien una rueda. Un campo de posibilidades. Una lotería que gira y de vez en cuando se detiene en un número. El asesinato es uno de los números de Jack.

Marc decidió jugar limpio con la doctora Norman. Mencionó la cinta. La sonrisa de la psiquiatra desapareció.

– ¿Quién se la ha dado?

Él no respondió.

– Alang, ¿verdad? Me pregunto por qué nuestro mejor experto en patología criminal es un excéntrico. -Le dirigió una mirada de soslayo-. ¿Qué conclusiones ha sacado?

– ¿Conclusiones?

– Sí. ¿Qué le parece esa escena?

El momento perfecto para comprobar si sus hipótesis tenían fundamento.

– Yo creo que Reverdi se protege mediante la apnea.

– Exacto. Pero ¿de qué?

– De los demás y también de sí mismo, de su locura.

La sonrisa de la especialista apareció de nuevo.

– Tiene razón. Jack utiliza la apnea como un caparazón contra las personalidades que lo asaltan. Contra su esquizofrenia.

– Ahora es usted quien ha empleado la palabra.

– Antes quería relativizar sus convicciones. Pero está claro que a Jack lo torturan distintas personalidades. Esas personalidades intentan ocupar el sitio del Jacques Reverdi que él se esfuerza en ser, el Reverdi oficial. Conoce su historia, ¿no?

– Al dedillo.

– Es la historia de un hombre tenaz. Un bloque que siempre ha conseguido lo que quería. Jack ha seguido una línea absolutamente recta, y esa rectitud es inversamente proporcional a la amenaza de dispersión que lo atormenta.

Marc estaba convencido de lo acertado del diagnóstico. Era una evidencia que lo iluminaba poco a poco.

– Ahora -prosiguió la psiquiatra- hablemos de la apnea. He estudiado esa disciplina; he querido comprender por qué Jack estaba persuadido de que esa actitud lo protegía. Está, por supuesto, la autonomía física. En ese momento, no necesita el mundo exterior. Pero hay otra cosa, algo más profundo. ¿Sabe lo que pasa en el organismo cuando se deja de respirar?

Marc sentía las miradas dilatadas de los amoks posadas sobre él.

– Pues que la sangre no se oxigena, que…

– El cuerpo está en peligro. Contrariamente a todos los lugares comunes sobre la plenitud y la serenidad, la apnea provoca una tensión, un estado de alerta. El organismo se concentra en sí mismo y se produce un reflejo de vasoconstricción en los miembros superiores e inferiores. La sangre, con su reserva de oxígeno, refluye hacia los órganos vitales: el corazón, los pulmones y el cerebro. Es imposible imaginar una concentración mayor. El hombre se convierte literalmente en un núcleo duro, centrado en sus fuerzas vitales. Eso es exactamente lo que busca Reverdi. Forma una unidad sólida contra sus demonios interiores… Pero yo creo que podemos ampliar ese fenómeno también a los asesinatos.

Marc se estremeció.

– ¿A los asesinatos?

– Recuerde lo que le hizo a la joven danesa. Sangró a la pobre chica. Yo creo que en esos momentos el escenario del crimen se transforma en una especie de extensión de sí mismo. Despliega su ser en ese espacio y provoca en él un aflujo de sangre para protegerse mejor. Exactamente igual que cuando la hemoglobina refluye hacia el corazón y los pulmones en el interior del cuerpo.

– ¿Cómo puede estar segura de eso?

– Tengo otra pregunta que hacerle -se limitó a responder -. Recuerda sus últimas palabras, en la cinta?

Marc no vaciló ni un segundo.

– «Escóndete, deprisa, viene papá» -dijo en francés.

Ella asintió lentamente con la cabeza.

– Quizá sea un recuerdo. Un trauma. O una alucinación. No he encontrado una respuesta para eso. Pero una cosa es segura: su comportamiento defensivo es desencadenado por la llegada simbólica del padre. Esa es la última amenaza: la personalidad paterna. Teme que esa personalidad se introduzca en él. Tiene miedo de convertirse en su padre.

La psiquiatra ordenaba unos elementos esenciales, como si fuera un rompecabezas, pero no de la forma en que Marc lo habría hecho.

– Según la información de que dispongo -replicó-, Jacques Reverdi no conoció a su padre. ¿Cómo es posible que tema su llegada, o su influencia?

– Eso es justo lo que quiero decir: lo que cuenta es su ausencia. Porque entonces la figura paterna puede adoptar todas las caras, todas las personalidades. Esa presencia polimorfa es el origen de la esquizofrenia de Jack. Tiene miedo de ser su padre. Es decir, cualquiera, cualquier cosa. Cuando sufre los ataques, su ser se convierte en un signo de interrogación, en una falla abierta.

Marc comprendió de pronto adónde quería ir a parar la doctora Norman.

– ¿Cree que esas figuras potenciales podrían ser negativas?

– Siempre son negativas.

– ¿Podrían ser criminales?

La psiquiatra retrocedió hacia el brazo del sofá para alejarse de Marc y contemplarlo mejor.

– Jack Reverdi está convencido de que su padre era un criminal. Mata cuando no consigue defenderse de esa certeza. Cuando la apnea no logra protegerlo. Su padre entra entonces en su interior, se difunde por su «yo» como un veneno en la sangre.

– No lo entiendo. Acaba de decir que el crimen era un rito de protección, o sea, lo contrario.

– Es todo a la vez, mon cher -dijo ella, adoptando un tono irónico-. Jack recurre a la sangre de su víctima para reforzar su fortaleza, como un niño que construyera murallas de arena frente al mar. Pero ya es demasiado tarde. La ola está ahí y lo destruye todo. Su acto criminal es la prueba de que «papá» ha venido. Todos sus asesinatos son una mezcla de pánico y de resignación. De rebeldía y de aceptación.

Marc se quedó pensativo. Esas conclusiones encajaban con sus propias hipótesis, hasta entonces mal definidas. En ese instante comprendió otra verdad, evidente cuando se seguía la cronología de Reverdi. Hasta la edad de catorce años había estado protegido de esa amenaza por su madre. Cuando ella se había suicidado, el joven, desnudo, sin protección, había sido asaltado por la figura amenazadora del padre. Expuso esa hipótesis en voz alta.

– También habría mucho que decir sobre la desaparición de su madre -confirmó la psiquiatra-. Es el segundo trauma que configura la personalidad de Reverdi. Esa traición…, porque Jack considera ese suicidio una traición…, fue la chispa que encendió su pulsión criminal.

Un escalofrío recorrió a Marc.

– ¿Quiere decir que mata desde la adolescencia?

– No. El paso a la acción siempre requiere un período de maduración. Usted es un especialista en la materia; conoce los datos. Por lo general, los asesinos en serie comienzan a realizar sus siniestras hazañas hacia los veinticinco años. Yo creo que el perfil de Jack sigue esa regla. La ausencia del padre y la traición de la madre «maduraron» en él, como un tumor, hasta transformarlo en predador. Mata tanto para parecerse a su padre como para vengarse de su madre. Odia a las mujeres. Todas son unas traidoras. Quiere verlas «sangrar».

Ese término recordó a Marc otro hecho: Monique Reverdi se había cortado las venas. «Jack» reconstruía la traición inicial.

– ¿Por qué lo dejó marchar? Quiero decir…, ¿por qué envió a una prisión normal a un enfermo como él?

– Porque me lo pidió. Cuando superó su crisis alucinatoria, era su única preocupación: estar con criminales corrientes, no con los locos. No tenía ningún motivo para negárselo. Después de todo, solo le quedan unas semanas de vida.

– ¿Y lo dejó irse sin someterlo a un tratamiento, sin prestarle asistencia?

– No, Toma medicación en Kanara, y uno de nuestros psiquiatras va allí una vez a la semana.

La doctora Norman miró su reloj y se levantó. La conversación había terminado. Se dirigieron hacia la puerta. Los amoks continuaban siguiéndolos con sus grandes ojos encendidos. En el umbral, la psiquiatra le preguntó:

– ¿Puedo hacerle una pregunta… personal?

Él asintió con la cabeza, intentando sonreír, pero la angustia le paralizaba el rostro.

– ¿Ha tenido algún contacto con Reverdi?

– No -mintió Marc-. No concede ninguna entrevista.

Ella le cogió las manos.

– Si alguna vez consigue acceder a él, hablarle, cumpla sus promesas. -Sonrió, como para atenuar la advertencia-. No lo traicione jamás. Es lo único que no podría perdonarle.

39

Odiaba el fútbol.

Una pelota se le lanza a un perro, no a un hombre. Sentado en las gradas del estadio, miraba a los otros presos disputar un partido. Vociferaban, pegaban, corrían detrás del balón. A las diez de la mañana, cuando el sol ya pesaba toneladas. Unos auténticos gilipollas.

Como una reacción en contra, Jacques pensó en su propia disciplina. Nada que ver con ese deporte vulgar. La apnea ofrecía la clave del universo, que no estaba, como muchos creían, en el fondo del mar, sino en otra parte.

Normalmente, nunca invocaba sus recuerdos como submarinista. Ante todo, para no ponerse melancólico. Pero también para no ensuciar las profundidades poniéndolas en contacto con la superficie. Sin embargo, ese día estaba de un humor excelente y, con los ojos cerrados, se abandonó al juego de las reminiscencias. A su pesar, inclinó brevemente la cabeza para dar la señal de que soltaran el lastre.

Al segundo siguiente, estaba dentro del agua.

Un borboteo de burbujas lo rodeó. Luego apareció la gran masa azul, inmóvil, atravesada por bancos de peces…, nubes de escamas y de luz. Un vistazo hacia abajo: el horizonte sin fin se abría bajo sus pies. Pero el peso del lastre lo arrastraba ya hacia otras sensaciones.

Menos de diez metros. La presión se tornaba omnipresente. Un kilo suplementario por centímetro cuadrado, cada diez metros. Durante una prueba de «no limits», el submarinista lastrado desciende a una velocidad de dos metros por segundo. El fondo lo aspira literalmente. El océano se cierra sobre él.

Menos veinte metros. Jacques compensaba continuamente la presión, que seguía aumentando. Un abrazo implacable que traspasaba la piel, que actuaba sobre todos y cada uno de los músculos y de los órganos. A menos veinticinco metros, los pulmones se reducían a dos puños apretados en los que el aire estaba totalmente comprimido.

Menos treinta metros. La luz se alejaba. El azul adquiría intensidad. Y solidez. Aun así, ningún miedo. Ninguna angustia. Al contrario: la masa del agua repartía las últimas parcelas de oxígeno a través de todo el circuito sanguíneo. El organismo estaba alimentado, saciado, equilibrado. Las arterias y las venas formaban una sola y única cerbatana en la que el mar soplaba sin solución de continuidad, a través de la epidermis. El cuerpo funcionaba en circuito cerrado. Con independencia total.

Menos cincuenta metros. El índigo. Para llegar a esa frontera no se había tardado más que unos segundos, y a partir de ese momento el tiempo dejaba de contar. Se cree que el tiempo del apneísta se encuentra bajo alta tensión, al borde del pánico. Es falso: la apnea te sitúa fuera del tiempo.

Menos sesenta metros. Su corazón latía ahora a veinte pulsaciones por minuto, cuando en tiempo normal lo hacía a setenta. Limitar la agitación del cuerpo… Reducir el consumo de oxígeno… Vivir solo de uno mismo… Con autosuficiencia total, en la sombra y el frío…

Escuchaba el mar, en una relación de intimidad completa. Otra idea preconcebida: el silencio del mar. A esa profundidad, la masa sin límite de los fondos comprimía, cristalizaba los sonidos hasta el extremo de transformarlos en objetos materiales, translúcidos, con los bordes de cristal.

Menos ochenta metros. El vientre del mar. Al final de la inmersión estaba el récord. Al fondo de la oscuridad estaba la medalla que había que ganar. La del límite. La de lo prohibido. Después llegaría el momento de soltar el lastre y abrir el paracaídas para subir. Pero, además de batir un record, había que realizar otro acto.

Menos cien metros. Por fin las tinieblas. Las vastas regiones de la nada. En ese momento, su estado era soberano. No estaba ni perdido ni amenazado de disolución. Al contrario, se había encontrado. En esa soledad única había llegado el momento de abrir la puerta.

De pasar al otro lado del mar.

Nada de equivocarse, de buscar en la oscuridad que lo rodeaba. Los ojos, por el contrario, debían volverse hacia el interior. Al fondo de uno mismo. Ese era el secreto del submarinista: la última puerta, la que daba a la luz, se encontraba en lo más profundo de su conciencia.

De pronto, abrió la boca para aspirar el aire soleado. Su recuerdo había sido tan violento que estaba al borde del síncope. Pestañeó para descubrir con estupor su entorno. La llanura pelada y amarillenta, los bancos de madera gris que servían de tribunas. Y esos estúpidos que seguían corriendo detrás del balón.

Sonrió. Ese día los contemplaba con ternura. Los quería. A todos. Sin excepción. Su recuerdo lo había reconciliado con el tiempo presente.

Y sobre todo, estaba aureolado por otra presencia.

Élisabeth.

Desde que había recibido su mensaje, se sentía transportado.

Discernía una lógica secreta en su destino. A unas semanas de su propia muerte, al final del camino, había encontrado por fin el amor. Esa mujer era diferente. Poseía una parte de inocencia, desde luego, pero también verdaderas tinieblas que le permitían comprenderlo. Y seguir sus huellas sin miedo ni prejuicios.

Instintivamente, veía que podía amarla tal como era. No era necesario purificarla, como a las otras. Ella aceptaba su propia negrura. Ella presentía ya el Color de la Mentira. Por eso era digna de él. Por eso comprendería su obra.

En unas horas había conseguido ver las imágenes del último santuario: el cuerpo de Pernille Mosensen. Había deducido lo que había pasado. Ya sospechaba cuáles eran las primicias del ritual. Lo que él buscaba a través de su paciente trabajo. Jacques ya no ponía en duda que lograría llegar hasta el fondo de la verdad.

En unos días conseguiría identificar los Jalones de Eternidad.

Luego vendrían las etapas siguientes.

Hasta Él.

Se felicitaba también -de un modo más discreto- por la eficacia de su sistema de comunicación. No había tenido ninguna dificultad para utilizar la miniagenda electrónica. Al principio había pensado en conectarla a un teléfono móvil, pero los guardias llevaban a cabo una persecución implacable contra esos aparatos. Así pues, había recuperado su primera idea: pelar los cables de la línea telefónica interior de la enfermería; luego, en esa red, encontrar los cables exteriores a los que conectar su agenda. De esa forma hacía llamadas imposibles de detectar. Conexiones que oficialmente no existían.

Además, había abierto una cuenta de correo electrónico gratuita en un servidor importante: Wanadoo. Nadie, con excepción de Élisabeth, conocía esa dirección. Podía enviar y recibir mensajes con toda discreción, entre los millones de conexiones de la red. Un acto de romanticismo clandestino, tecnológico… e invisible.

Los presos seguían bramando mientras se esforzaban en meter la pelota en unas porterías improvisadas. Vociferaban en malayo, en chino, en inglés. Un amasijo de lenguas a imagen y semejanza de su cerebro. Por contraste, sus propios pensamientos y deseos le parecieron de una pureza exquisita.

Dejó divagar su mente. Y buscó otro recuerdo. El de una película en blanco y negro que había visto de adolescente en la filmoteca de Marsella. Pickpocket, de Robert Bresson. La historia de un hombre que había escogido situarse por encima de las leyes. Normalmente, los actos de un malhechor son descritos como hechos subterráneos, ocultos, inferiores. Allí, la trayectoria del ladrón era una búsqueda elevada, trascendente, un camino de gracia. Contemplando aquellas imágenes, Jacques había comprendido de inmediato que su destino sería idéntico. Y la analogía se mantenía en la actualidad.

En la película de Bresson, el ladrón se cruzaba en su camino con una mujer. No veía inmediatamente en ella a la figura amada. Se aferraba a su vía solitaria. Pero en la última escena, cuando estaba detenido, le susurraba a su compañera a través de la celosía del locutorio: «Jeanne, qué extraño camino he tenido que tomar para llegar hasta ti…».

Metió una mano en el bolsillo, sacó la foto de Élisabeth y repitió: «Qué extraño camino he tenido que tomar para llegar hasta ti».

Se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta. Enseguida lamentó esa debilidad. Ninguno de sus pensamientos debía cruzar la frontera de sus labios. Su mundo oculto era como una cueva rupestre cuyas pinturas se corroyeran al entrar en contacto con el aire.

El banco crujió a su lado. Éric acababa de sentarse. Reverdi se guardó la foto en el bolsillo.

– Tengo que hablar contigo.

Jacques pensó en el tráfico de fármacos; ahora lo hacía por su cuenta en la enfermería.

– No te preocupes por los medicamentos. Te pagaré tu parte.

– Muy amable, pero he venido a hablar de otra cosa.

– ¿De qué?

– De Raman.

Jacques suspiró: el cabrón mayor era el tema principal de todas las conversaciones, el demonio que poblaba todas las mentes.

– ¿Qué pasa ahora?

El del labio leporino adoptó un aire de conspirador y se acercó. Tenía los huesos del rostro curvados, como si se los hubieran hundido a martillazos.

– Corre el rumor de que tiene el sida.

– Hace un mes, todos los chinos tenían el SRAS.

– Va en serio, Reverdi. Le tomaron una muestra de sangre, como a todos nosotros. Y dio positivo. Está contagiándolos.

– ¿A quién?

– A los chavales del edificio E. Los menores.

Reverdi suspiró de nuevo. En Kanara todo el mundo parecía pensar que él, el «gran Jacques», era el único que podía plantarle cara a Raman. Por reflejo, pensó en Élisabeth. Ni hablar de moverse. Debía seguir siendo un recluso modelo y vivir, mentalmente, junto a su amada.

– No es asunto mío.

– Son críos. Los obliga a chupársela. Les da por el culo sin preservativo. Ese imbécil va a matarlos a todos.

– Yo no puedo hacer nada.

Éric se inclinó más. Su aliento despedía un hedor a descomposición. Jacques imaginó su lengua como un trozo de carne putrefacta. El gnomo dijo, en un tono a medio camino entre la seriedad y la ironía:

– Aquí eres tú el amo, Reverdi. No puedes dejar hacer eso en tu territorio.

El halago era burdo, pero la palabra «amo» accionó un mecanismo. Le dio rabia seguir siendo sensible a ese tipo de vanidad. Sobre todo en aquel reino de degenerados. Sin embargo, Éric tenía razón: estaba escrito que el guardia debía morir. Desde el instante en que lo había obligado a él a rascar el sudor de las paredes. Justo en el segundo en que le había hecho arrodillarse a la fuerza. Ningún ser humano que lo hubiera humillado podía seguir vivo.

En consecuencia, ¿por qué no acelerar el movimiento y salvar a unos cuantos chavales? Una idea lo iluminó. Iba a integrar a Élisabeth en su decisión: «Cuando haya identificado los Jalones -pensó-, le ofreceré la piel de Raman».

– Esperemos unos días -dijo-. No se puede actuar de buenas a primeras.

40

Las Cameron Highlands eran famosas en Malaisia.

Imposible hojear una guía sin encontrar un largo pasaje dedicado a esa región. Todos los malayos consideraban esas tierras un paraíso porque permitían acceder a un milagro: el frescor. A más de 1.500 metros de altitud, no había que soportar los monzones húmedos y las estaciones sofocantes. Por encima de las brumas estaba el frío.

Los ingleses habían sido los primeros en colonizar esas cimas construyendo mansiones y campos de cricket, plantando té… y prohibiendo el acceso a los malayos. Una vez expulsados los colonizadores, los ricos autóctonos habían ocupado su lugar: habían construido más hoteles de lujo y campos de golf, y habían continuado horadando los gigantescos bosques primigenios.

Porque, antes de llegar a esos verdes paraísos, estaba la selva.

Marc circulaba ahora bajo altas bóvedas de hojas. Seguía curvas en zigzag bordeadas a la derecha por los acantilados cubiertos de lianas, y a la izquierda por precipicios esmeralda. La carretera no cesaba de subir, y abajo se distinguía la cinta de asfalto del tramo recorrido.

Marc saboreaba ese primer encuentro con el espeso bosque. Había parado el aire acondicionado del Proton y circulaba con las ventanillas bajadas para sentir el fresco, que aumentaba en cada curva. A veces incluso cerraba los ojos y trataba de poner nombre a los perfumes que salían a su encuentro. En realidad, improvisaba, repitiendo como una letanía los nombres que había leído en la guía: palmeras, cocoteros, tualangs, orquídeas, raflesias…

En otros momentos, fragmentos de su conversación con la doctora Norman lo sacaban de su placidez. «No lo traicione nunca. Es lo único que no podría perdonarle.» Entonces el miedo podía más que el frescor de las tierras altas y se repetía las preguntas de siempre: ¿había o no había peligro? ¿Podía imaginar Reverdi el montaje? Poniéndose en lo peor (su impostura descubierta), ¿a qué se exponía? El asesino estaba entre rejas… y virtualmente condenado.

La carretera seguía subiendo. Los primeros signos del imperio británico aparecieron. Para empezar, las plantaciones de té. Terrazas, en rellanos ordenados, que exhalaban aromas húmedos, casi mohosos. Desde lejos, esos cultivos parecían vestigios de reinos antiguos encajados en la inmensidad verde. En algunas zonas, los campos eran pardos, compactos, taciturnos. En otras, brillaban como panecillos de espuma, ligeros, luminiscentes.

Luego siguieron los hoteles. Mansiones blancas con entramados negros, ventanas con vidrieras de colores y patios de grava gris, en el más puro estilo british. Inmediatamente después, la selva primigenia volvía a cerrarse, intacta. Podías creer que habías soñado. Luego aparecía de nuevo un campo de golf. O un hotel de lujo con su piscina azul turquesa…

Marc debía de haber sobrepasado los 1.500 metros de altitud cuando vio los primeros poblados de chozas. Las guías también hablaban de eso: los orang-asli, literalmente el «pueblo de los orígenes». Hombres de los bosques, con taparrabos, que sobrevivían, cerbatana en mano, entre los edificios de ladrillo y los viajeros en todoterreno.

Redujo la velocidad y se dio cuenta de que eran una atracción turística más. En lugar de taparrabos, llevaban camisetas Reebok, y las cerbatanas habían sido sustituidas por antenas de radio. En cuclillas delante de sus cabañas, vendían productos del bosque: miel, brotes de flores, escarabajos y escorpiones clavados en trozos de cartón»

En ese momento, un grupo surgió de la jungla. Esos iban provistos de otros instrumentos. Marc los alcanzó y observó la larga vara de madera que llevaban al hombro. Cazamariposas. Seguramente, otra especialidad de la región…

Frenó bruscamente.

«Busca hacia el cielo.»

«Jalones que Vuelan y Pululan.»

¡Mariposas!

Nada más llegar a la primera ciudad, Ringlet, un vistazo a las tiendas le confirmó su intuición: las mariposas eran la especialidad de la región. Entró en uno de los establecimientos y preguntó el motivo: en las Cameron Highlands se habían desarrollado, como consecuencia de la altitud, especies endémicas cuya belleza era única en el mundo.

Prosiguió su camino. En Tanah Rata -dos mil metros de altitud- encontró un restaurante chino y se sentó al fondo de la sala. A las tres de la tarde el local estaba vacío. Pidió un café. Las mariposas. No conseguía quitarse esa idea de la cabeza. «Busca hacia el cielo.» «Jalones que Vuelan y Pululan.» Encajaba.

Mientras bebía a pequeños sorbos una espuma parda con cierto olor a lejía, imaginó prácticas criminales y perversas a base de mariposas. Vio a Reverdi depositando esos insectos sobre las mujeres ensangrentadas, pegando las alas de colores sobre las heridas, observando esa caricia palpitante sobre las incisiones.

Recordó un detalle. El índice anormal de glucosa. Reverdi había forzado a Pernille Mosensen a ingerir alimentos azucarados. ¿Para atraer a las mariposas?

Pidió otro café. Se le ocurrió una objeción. Esa hipótesis recordaba la novela de Thomas Harris, El silencio de los corderos, en la que el asesino colocaba crisálidas en la garganta de sus víctimas. Y Marc estaba seguro de que Reverdi no sufría ninguna influencia. Jamás se habría inspirado en los crímenes de otro. Y menos aún en los de una novela, una ficción que para él tenía el valor de una quimera. Entonces, ¿qué?

Sentado en la sala débilmente iluminada, distinguía, más allá de la terraza, la calle principal de la pequeña ciudad. La mezcla de estilos seguía predominando: tiendas de comestibles asiáticas, edificios coloniales y también -lo que resultaba más curioso- chalets, casas de montaña. Tanah Rata parecía un pueblo alpino.

Centró su atención en los transeúntes. Colegiales con la cartera a la espalda. Adultos indolentes de diversos orígenes: malayos, chinos, indios… Y también turistas, que aportaban su propio toque exótico. Se concentró en dos chicas rubias, de tez rosada, que llevaban grandes zapatones y enormes mochilas. Su convicción se impuso de nuevo con fuerza.

Reverdi había ido allí.

Había cazado en esas cumbres.

Se levantó y pagó.

Las mariposas: solo tenía que comprobarlo.

Visitó los talleres de enmarcado, donde los lepidópteros eran colocados bajo un cristal. Formuló preguntas entre la indiferencia general. Los obreros chinos apenas se dignaban levantar los ojos del trabajo. Partió en busca de los invernaderos, en los alrededores de la ciudad, donde cultivaban plantas secretas, las únicas que servían de alimento a las orugas de las especies más bellas. Otro fracaso. Todo el mundo reconocía a Jacques Reverdi en la foto, pero por haberla visto en la primera página de los periódicos. Subió a la parte alta de la ciudad y llamó a las puertas de los ricos mayoristas han, los que exportaban a todo el mundo mariposas, insectos y reptiles. La misma respuesta: nadie había visto nunca a Reverdi.

A las seis de la tarde, Marc se puso a buscar un hotel. Extenuado, seguía negándose a darse por vencido. Sin embargo, el crepúsculo le embarullaba las ideas, le hacía dudar. Reverdi había hablado de altura y él se había precipitado a la montaña. Después, se había inventado una película sobre aquellas mariposas. Todo eso no tenía ninguna base.

Los hoteles de la ciudad estaban completos. Marc probó suerte en los alrededores de Tanah Rata. Encontró una casa de campo encalada, con crestería cubierta de hiedra, altas chimeneas y sombrillas de rayas blancas y negras en la terraza. El Lake House.

El recepcionista indio preguntó, con exagerado acento británico:

– ¿Vamos a buscar su material?

– ¿Mi material?

– ¿No es usted cazador de mariposas?

– No.

En el rostro oscuro apareció una sonrisa servil.

– Perdone. Se aloja aquí un francés, un cazador muy conocido, y pensé…

Marc ató cabos. Cazador. Francés. Bosque. Ese perfil lo aproximaba confusamente a Reverdi. Decidió hacer un intento. El último del día.

– ¿Ha regresado ese francés de su jornada de caza?

El recepcionista adoptó una expresión burlona.

– Todo lo contrario: acaba de marcharse.

– ¿A las seis de la tarde?

– Señor, estamos hablando de mariposas nocturnas.

41

La hora verde.

Ese fue el término que le vino a los labios cuando bajó del coche. Había seguido las indicaciones del indio: tomar la carretera hasta el cartel que anunciaba la «misión luterana» y después el sendero que se adentraba, enfrente, en la vegetación. Había recorrido trescientos metros hasta que no pudo seguir avanzando en coche. El camino terminaba en la ladera de la colina y a continuación había una selva exuberante, en terrazas, que se cerraba también por encima de su cabeza.

La hora verde.

El momento en que la sombra se extiende bajo los árboles. En que todo parece contribuir a que el bosque se adormezca, pero en que este, por el contrario, despierta. Marc se sentía transportado. A su alrededor, los ruidos se volvían ensordecedores. Castañeteos a ráfagas, silbidos agudos, raspaduras sordas: cohortes de pájaros invisibles se excitaban en las ramas. A veces se elevaban sonidos momentáneos: el aleteo de unos cuervos, el gorgeo de un pájaro… Pero sobre todo, como telón de fondo, sonaba el rumor continuado de las hierbas altas, cañas, palmas o helechos, que bordeaban el sendero y lo invitaban, como olas, a sumergirse en su vaivén.

Se puso en camino. El recepcionista había dicho: «Espere a que se haga de noche y busque la luz». El cazador nocturno utilizaba focos. Bajó por la ladera de la colina. El azote del viento aumentaba. Se levantó el cuello de la chaqueta y se adentró más.

Las hierbas y los árboles se agitaban, se ahuecaban, se contoneaban, como poseídos por una excitación lánguida provocada por el contacto con la sombra. Los olores se elevaban, se intensificaban. Todos los sentidos del bosque estaban despiertos. Marc no conseguía identificar la causa de ese fenómeno. ¿Qué esperaba la selva? ¿Por qué cobraba tanta vida?

Entonces empezó a llover.

Primero unas gotas. Luego un chapoteo regular que cubrió los gritos de los pájaros. El bosque, sediento, seco tras las horas ardientes del día, vaciado de sus esencias por el intenso calor, despertaba para beber.

Marc continuaba descendiendo. Una vieja pista de tenis apareció entre la vegetación. Siempre la misma paradoja: cuando pensaba haber recuperado la savia primitiva del mundo, se encontraba con las huellas omnipresentes de la civilización, aunque en una versión deteriorada: hojas muertas, lianas y hiedra habían ocupado el lugar de la red y las marcas.

Estaba rodeando la explanada cuando empezó el verdadero chaparrón. Marc había renunciado a refugiarse. Al contrario, avanzaba por el borde de los precipicios para admirar las terrazas de jungla, que espejeaban bajo sus pies. Las frondas parecían ahora rollos oscuros que oscilaban entre la lluvia para transformarse en una espuma verdeante. Toda la vegetación se balanceaba, brillaba, crepitaba, mostrando un verde que ya no era un color sino un grito.

Siguió bajando y encontró un río. Se volvió por reflejo: la oscuridad había borrado su camino. Ya no había sendero, ni pista de tenis, ni coche… Solo un decorado impreciso, como si la noche le volviera la espalda. «Busque la luz.» No había ni rastro de focos en los alrededores.

Decidió cruzar el curso de agua siguiendo un vado de guijarros que distinguía vagamente en la oscuridad, unos metros a su izquierda. Cuando hubo llegado a la otra orilla, empapado hasta la cintura, las tinieblas habían acabado su obra. Continuó avanzando a tientas, maldiciéndose por no haber cogido una linterna, cuando de repente oyó una voz:

– What's going on? Who is here?

Marc, estupefacto, pronunció unas palabras en francés. Solo le respondió el silencio. Luego, de pronto, sin que nada permitiera preverlo, un chorro de luz blanca bañó los árboles con una violencia de quirófano.

Marc se protegió los ojos. Pestañeando, distinguió, unos diez metros más arriba, un rectángulo de luz perfecto, sin manchas ni defectos. Al mismo tiempo, oyó el ronroneo del grupo generador. Sobre la sábana -porque era una sábana blanca rodeada por un marco metálico- se recortó una silueta vestida con un impermeable.

El hombre se acercó y dijo en francés:

– Póngase esto.

Le tendió unas gafas de sol. Él también llevaba, bajo la capucha, unas gafas con cristales de mercurio.

– Mi luz tiene muchos rayos ultravioleta. Vale más protegerse.

Marc se puso las gafas y contempló la trampa, que ya estaba cubriéndose de insectos.

– No se sabe por qué la luz las atrae. Se supone que toman las estrellas como puntos de referencia y que se precipitan hacia cualquier fuente luminosa. Eso las vuelve locas. ¿Sabe que tienen varios miles de ojos? ¿Qué hace aquí? ¿Le interesan las mariposas?

Marc lo observó. Con la capucha y las gafas plateadas, su rostro resultaba poco visible. Pero sus facciones parecían brillantes, musculosas, como lavadas por la lluvia.

Decidió hablar con franqueza.

– Soy periodista especializado en sucesos. Estoy investigando el caso de Jacques Reverdi.

El cazador emitió un silbido de admiración.

– Debe de ser muy tenaz para haber llegado hasta mí.

Marc entró en calor bajo sus ropas mojadas. Así que ese hombre conocía a Reverdi…

– ¿Qué relación había entre ustedes? -preguntó con naturalidad.

El entomólogo se acercó a la tela tensada. El rectángulo ya estaba cubierto de insectos, que chirriaban y se agarraban a la sábana con sus patitas adherentes.

– Coincidimos varias veces -dijo, cogiendo con precaución una mariposa gris. Avispas, abejas y mosquitos formaban a su alrededor una nube zumbante.

– ¿Dónde?

– Aquí, en el bosque.

– ¿De noche?

– De noche, sí. Vagaba. Como yo.

Marc se estremeció. Imaginó a Reverdi: espigado, silencioso, al acecho. Lo «veía», no sabía por qué, con traje de submarinista. Una piel negra, a la vez mate y brillante. Una pantera.

– ¿Cazaba mariposas?

– No creo…, no. No lo vi nunca con el material necesario.

Un fuerte olor a amoníaco impregnó el aire mojado. El cazador acababa de coger un bote de plástico. Metió al lepidóptero en el interior. Marc creyó tener una alucinación: la mariposa gritaba. El hombre colocó el tapón de corcho sonriendo.

– Es una Sphinx, una de las especies nocturnas más importantes. Concretamente, es una Acherontia atropos, una esfinge de la calavera. La llaman así por el dibujo de las alas. Grita y no duda en atacar los panales para llevarse la miel. ¿Se acuerda de El silencio de los corderos? Es la mariposa que el asesino mete en la garganta de sus víctimas.

De nuevo El silencio de los corderos. No, decididamente no le parecía una buena pista. La locura asesina de Reverdi era única. Marc agitaba las manos para apartar los insectos.

– El amoníaco… -murmuró el cazador-. Eso las paraliza antes de la ejecución.

Sacó una jeringuilla. A su pesar, Marc volvió la cabeza. Sobre la sábana, torbellinos de bichos rivalizaban con las ráfagas del aguacero.

– En su opinión -insistió el periodista-, ¿qué buscaba en el bosque?

El hombre cerró el bote con su víctima dentro y se lo metió bajo el impermeable.

– No lo sé. Seguramente un insecto concreto. Un bicho raro.

– ¿No le comentó nunca nada?

– No.

– ¿No tiene ni idea?

– Durante un tiempo creí que trabajaba con ciertas especies diurnas cuya oruga se alimenta de bambúes.

– ¿Por qué?

– Porque lo sorprendí varias veces entre esos árboles. Pero en realidad buscaba otra cosa. Nunca llegué a saber qué.

– ¿Cómo era? Quiero decir… en general.

El cazador no vaciló.

– Simpático. Tomábamos copas al amanecer en el hotel. Decía que no necesitaba luz para «ver» el bosque, que dejaba de respirar cuando se acercaba a su presa. Era especial… Pero bastante tranquilo. -Se calló y pareció reflexionar-. ¿Es verdad lo que dicen los periódicos?

Marc no contestó. Los artefactos voladores redoblaban sus embates. Luchaba contra unos deseos irresistibles de huir a toda velocidad. El hombre prosiguió, como si sus pensamientos hubieran vuelto con toda naturalidad a su disciplina:

– Yo creo que todo lo que decía eran faroles. No era él quien cazaba.

– ¿Quién, entonces?

– Los orang-asli. Son expertos. Debía de mostrarles los bichos que quería y ellos iban en su busca.

– ¿Podría hablar con ellos?

– No. No hablan inglés. Y la mayoría están como cubas de la mañana a la noche. Además, encontrar a los que trabajaban para Reverdi…

– ¿Hay otra solución?

El cazador localizó otra Sphinx en su tela hormigueante.

– Vaya a ver a Wong-Fat. Es uno de los comerciantes han.

Marc seguía moviendo los brazos. Una nieve negra se arremolinaba alrededor de su cabeza.

– Los he visto a todos hoy. -Soplaba y escupía para evitar tragarse un insecto-. Ninguno conocía a Reverdi.

– Este lo conoce. Conoce a todo el mundo. Es un tipo importante. Vive en las montañas de Tanah Rata, en una gran villa construida sobre pilotes. No tiene pérdida.

Percibía la impaciencia del hombre, que no paraba de observar su trampa. Pero Marc tenía una última pregunta:

– ¿Las mariposas se sienten atraídas por el azúcar?

– No. Más bien por la sal.

– ¿La sal?

– Conozco aquí manantiales salinos donde se pueden ver esplendidas concentraciones. ¿Le interesa?

La escena que había imaginado -las mariposas chupando la sangre azucarada de las mujeres- se desvaneció.

– No, gracias.

Se quitó las gafas de sol y se las devolvió. Solo entonces tomó conciencia de que la luz eléctrica había disminuido de intensidad. Cuando su mirada encontró el foco, detrás de la sábana, vio que la lámpara también estaba cubierta de insectos. Un caparazón negro, móvil, se aglutinaba sobre el cristal ardiente. El rostro del cazador también hormigueaba de arrugas animadas y marrones.

Balbució unas palabras de agradecimiento y bajó corriendo la pendiente.

42

La casa de Wong-Fat tenía un aire de villa californiana. Una construcción de madera marrón, sobre pilotes, situada en la cima de la colina que domina la ciudad. Al llamar, Marc vio, abajo, los cables telefónicos que atravesaban el cielo y la cinta de la carretera que se estrechaba a medida que descendía. Pensó en San Francisco y sus calles en pendiente.

La puerta se abrió. Le hicieron esperar en un jardincillo gris. Una baldosa escasa de cemento, al lado de una piscina turquesa no mayor que un pozo. Un árbol había crecido junto a la vega. Sus raíces agrietaban la piedra y se extendían hasta un balancín rosa. El cazador de mariposas tenía razón: Marc no había visitado a ese comerciante.

A lo largo de las paredes se alineaban cajas metálicas. Latas de conserva y botes de pintura que gruñían, vibraban y tenían una molesta tendencia a moverse solas. A Marc no le costaba nada imaginar lo que bullía allí adentro. La noche anterior, después de su expedición campestre, sus sueños habían estado poblados de avispas y de zumbidos. Había también botellas llenas de miel y tarros que contenían cera de abeja.

– ¿Qué desea?

El tono era hostil. Wong-Fat aparecía enmarcado por las cristaleras, junto al balancín. Debía de tener unos sesenta años, pero llevaba su edad al estilo chino: sin arrugas ni canas. Un rostro semejante a la piel de una naranja. Nada que delatase algo de su persona.

Marc se disculpó -era domingo- y explicó en su mejor inglés las razones de su visita. La investigación. Le Limier. Jacques Reverdi.

– No diré nada.

Aquello tenía el mérito de ser claro. Transcurrieron unos segundos en un silencio interrumpido por crujidos y zumbidos procedentes de las cajas. Marc andaba escaso de ideas, así como de energía.

– Oiga -dijo sin convicción-, he recorrido doce mil kilómetros y…

– Ni una palabra sobre ese hombre. Adiós, señor.

A su alrededor, los gruñidos sonaron más fuerte, como si los insectos percibieran la cólera de su amo. Marc hizo un gesto de lasitud y dio media vuelta, pero de repente volvió sobre sus pasos.

– Por favor, es muy importante para mí.

– No tengo nada que decirle. Si tuviera que hablar, lo haría con la policía de mi país.

Marc percibió un matiz soterrado en la entonación. Cuando entrevistaba a alguien, prestaba atención al timbre, a las inflexiones de la voz. Siempre resultaba perceptible un discurso subliminal. En el caso del vendedor de insectos, quería decir exactamente lo contrario. Hablar con la policía era lo último que deseaba. Marc probó suerte marcándose un farol:

– En ese caso, vayamos juntos. Hablaremos en el puesto de Tanah Rata.

El hombre le lanzó una mirada furiosa.

– Adiós.

Se dirigió hacia la salida y asió la manivela de la verja. Marc fue también, pero para interponerse en su camino.

– Muy bien. Iré solo y volveré con ellos.

Los dedos se crisparon sobre los barrotes.

– ¿Qué quiere exactamente?

La voz era menos agresiva.

– Todo lo que sabe sobre Reverdi. Lo que le compraba y para qué. Le juro que quedará entre nosotros.

– ¿Entre nosotros? ¿Siendo periodista?

El sol estaba ya alto. Marc se puso a la sombra del árbol.

– Hablaré de ello en mi artículo, pero sin citar mis fuentes.

– ¿Qué garantía puede darme?

– La garantía del sentido común. Mis lectores son franceses. Les interesa Jacques Reverdi, no Wong-Fat. Su nombre no le diría nada a nadie.

El comerciante no soltaba la verja, pero su cuerpo se relajó. Marc intuía que no volvería a moverse. Lo que tuviera que pasar, pasaría allí, en unos minutos. Atacó de inmediato:

– ¿Qué le vendió a Reverdi?

– No puedo decirlo.

– ¿Tiene miedo de que lo acusen de complicidad?

Wong-Fat lo miró con asombro.

– No se trata de eso. En absoluto.

– ¿Qué teme, entonces?

El hombre miraba fijamente el suelo. La sombra de las hojas danzaba sobre sus rasgos rugosos.

– Es por mi hijo.

– ¿Su hijo?

Marc no entendía nada.

– Mi hijo… -Señaló la casa, la piscina, las cajas que seguían temblando-. Cada una de las mariposas, cada uno de los escorpiones los he vendido por él. Para ofrecerle lo mejor. Colegios privados, la facultad de derecho en Gran Bretaña…

Se interrumpió. Los bichos, en su prisión, parecían calmarse también, al unísono con su amo.

– Mi hijo. Un inútil. Un hombre malo.

– ¿Malo?

Su rostro parecía crispado por esa idea. La levedad de las sombras contrastaba con la firmeza de sus rasgos. Marc echó un vistazo a las ramas: estaban consteladas de largos insectos verdes, en forma de briznas. Inexplicablemente, el nombre de esos bichos le vino a la mente: fasmos. ¿De dónde lo había sacado?

Wong-Fat repitió:

– Pulsiones malas.

Marc no veía la relación con Jacques Reverdi, pero debía escuchar la confesión.

– Estamos en un país donde ciertas cosas son más fáciles que en otros sitios… Por unos ringgits se pueden satisfacer muchos deseos. En Tailandia es peor. Un puñado de bahts y todo es posible.

El hombre se quedó callado. Sus palabras iban dirigidas a sí mismo. Marc estaba fascinado por los fasmos que desfilaban por su cara.

– Cuando regresó de Inglaterra, mi hijo iba cada vez más a menudo al norte, a la frontera tailandesa. Una vez lo seguí. Localicé todos los burdeles a los que iba e interrogué a los tauke, los chinos que regentan ese tipo de establecimientos, sobre los gustos, las preferencias de mi hijo. Lo que averigüé me horrorizó.

De nuevo el silencio, con un pianissimo de timbales al fondo, de débiles redobles de tambor.

– Al principio buscaba simplemente vírgenes… -En sus labios apareció una breve sonrisa, una especie de tic-. Es odioso, pero en nuestras regiones es habitual, sobre todo desde la aparición del sida. Además, entre los han las vírgenes están consideradas una fuente de juventud. Pero no era eso lo que le interesaba a mi hijo. En absoluto.

Los insectos continuaban trazando un dibujo de terror sobre su tez de color humo.

– Se bebía su sangre. -Clavó los ojos en los de Marc como para desafiar su juicio-. Las desvirgaba y se bebía su sangre.

Marc pensó en las sospechas de Alang: Reverdi transformado en vampiro. Recordó también la información que este había pedido a Élisabeth: la sangre de la regla, de la virginidad. No. No lo creía.

– Descubrí cosas más inmundas aún -continuaba Wong-Fat, como si ya no pudiera parar-. Pedía a las otras chicas que le guardaran los preservativos usados. Exigía que le orinaran encima. Que le ataran el sexo para que no pudiera gozar. Hacía a las niñas cosas que no me atrevo a decirle. Me di cuenta de que robaba escorpiones y serpientes para sus sesiones. Niñas de diez años. Aterrorizaba a todos los burdeles de la frontera. ¡Y era yo quien pagaba eso!

Nuevo silencio. El sol empezaba a resultar insoportable, pero el comerciante no parecía darse cuenta.

– Cuando volví a Tanah Rata, me abalancé sobre él. No podía articular palabra. Le escupí en la cara. Él me sonrió y me dijo: «Sigue, me encanta». Empecé a pegarle. A golpearle con todas mis fuerzas.

Wong-Fat contuvo con dificultad un sollozo. Marc presentía que no era frecuente ver a un chino llorar.

– No podía parar. Golpeé más y más… Un odio increíble me movía. Cualquiera hubiera dicho que siempre lo había odiado.

De repente sonrió, admirando el paisaje devastado de su vida.

– Cuando por fin conseguí dominarme, él estaba cubierto de sangre. Oí algo agudo, tenue… Estaba llorando. Mi pequeño lloraba. Me precipité hacia él. Todo mi odio había desaparecido. Lo abracé y entonces creí morir: estaba riendo. ¡Riendo!

Wong-Fat se quedó en silencio y le dio una patada a una caja de achicoria que andaba por allí; la tapa se abrió y salieron grandes insectos que echaron a volar con un zumbido de helicóptero.

– Ese cerdo estaba acurrucado sobre su propio goce. Vi sus manos: las tenía cerradas sobre la entrepierna. Mientras yo lo apaleaba, él se tocaba.

Miró a Marc con sus ojos negros de contornos amarillentos. -Yo soy un hombre sencillo, señor. Siempre he vivido con los insectos. Todo lo que he ganado ha sido gracias a ellos. ¿Cómo voy a poder comprender semejantes desviaciones? Lo eché. Es un monstruo.

Se produjo un largo silencio. Marc seguía sin entender el motivo de aquella confesión. Se dio cuenta de que un fasmo corría por una de sus manos, pero no se movió por miedo a interrumpir las confidencias.

– ¿Y Reverdi? ¿Cuál es el vínculo con su hijo? ¿Se conocen?

– Actualmente mi hijo es abogado en Kuala Lumpur.

– ¿Y?

– Mi hijo es el abogado de Jacques Reverdi. Se supone que ha sido nombrado de oficio, pero yo sé que ha pagado para hacerse cargo del caso. Está fascinado por ese asesino.

La revelación explotó en su mente. ¿Cómo no había caído en la cuenta, si había enviado sus cartas a «Jimmy Wong-Fat»? El vampiro era el defensor de Jacques Reverdi. De repente se sintió desazonado: Jimmy era el único ser humano, además de él y de Reverdi, que sabía de la existencia de Élisabeth. Sacudió el brazo para liberarse de los insectos.

– Se ha acercado a Reverdi como un discípulo se acerca a su maestro -concluyó el chino-. Para perfeccionarse en el dominio del mal. No quiero que se sepa que yo también conocía a ese asesino. Eso podría agravar las sospechas contra mi hijo.

Marc intuyó que la confesión del comerciante había finalizado sin que este le hubiera revelado lo esencial.

– ¿Puede decirme al menos lo que le compraba?

El vendedor negó con la cabeza y abrió la verja.

– No. Quiero olvidar todo eso. Ahora que sé que Reverdi es un asesino, imagino lo que les hace a las chicas.

– ¿Qué?

El hombre escupió al suelo.

– Déjelo. Sobrepasa el entendimiento.

La verdad estaba allí, cerquísima, pero Marc sabía que no la obtendría.

– Se lo ruego… ¿Qué le compraba? Contésteme. Si no, iré a ver a la policía, iré…

– Vaya a ver a quien quiera. Me tiene sin cuidado. En el fondo, ya solo espero una cosa: que cuelguen a Reverdi. Lo antes posible. Antes de que convierta a mi hijo en un asesino.

43

La carretera se incendiaba en el crepúsculo.

Marc circulaba pisando a fondo el acelerador, sin preocuparse de mantenerse ni a la derecha ni a la izquierda. Dominado por su sentimiento de derrota. La dirección que le había indicado Reverdi era la de las Cameron Highlands. Allí era donde había un secreto que descubrir. Pero no lo había conseguido. No había encontrado los «Jalones de Eternidad».

Un viaje perdido.

Y unas consecuencias definitivas.

«No podrás cometer ningún error», había escrito Reverdi. Marc notaba que un regusto amargo le quemaba la garganta. Golpeó el volante y se concentró en la carretera.

Los bosques se hacían más espesos, la línea del horizonte ardía. El paisaje entero se convertía en un licor rosa, denso, languideciente. En ese marco, los automóviles, flechas de metal recalentado, pasaban a gran velocidad, vibraban, como imágenes aceleradas. Era domingo por la noche: un regreso de fin de semana en versión fulminante.

A la salida de la autopista, en los alrededores de Ipoh, en la nacional que ya le había llamado la atención a la ida por sus peligros, el caos alcanzaba su punto culminante. Mientras que el paisaje perdía toda precisión, los coches circulaban sin ninguna prudencia. Adelantaban por la derecha, por la izquierda, por el centro, invadiendo los arcenes, tocando el claxon para abrirse un paso que no existía, que no podía existir.

Agarrado al volante, Marc evitaba por los pelos las colisiones. Muy pronto, el polvo ocre se ensombreció hasta hacerse negro. La circulación se ralentizó. Todo el mundo tuvo que aminorar la marcha. Charcos de aceite en la calzada: un accidente. Una humareda negruzca que dejaba escapar, convulsivamente, una visión del infierno.

Un coche se había salido de su carril y había chocado contra un camión que circulaba en sentido inverso. Estaba ardiendo, encastrado bajo el parachoques del semirremolque. Imposible no imaginar al conductor partido en dos. No se veía nada, pero la sangre, las llamas y el olor no dejaban lugar a dudas. Como todos los demás, al llegar a la altura de la escena, Marc miró de pasada en esa dirección, temiendo lo que podría ver.

Los servicios sanitarios aún no habían llegado, pero varios automovilistas caminaban por la calzada agarrados a su teléfono móvil. Marc continuaba avanzando. Creyó, aliviado, que había dejado atrás la zona amenazadora, cuando vio una forma oscura descansando sobre la hierba.

Un brazo.

Un brazo seccionado, proyectado a más de veinte metros del lugar del impacto.

Algunos conductores lo habían visto, pero nadie se atrevía a tocarlo. Marc interpretó ese detalle terrorífico como un presagio. Debía abandonar la investigación…, en el caso poco probable de que la investigación no lo abandonara a él. Planeaba un peligro. Tenía que poner fin a aquella maquinación. Volver a París lo más deprisa posible.

En ese instante comprendió la razón de su miedo. La idea, todavía confusa, de que Jacques Reverdi no estaba solo. De que su abogado, el gordo pervertido, podía constituir un instrumento de venganza en el exterior de la prisión. ¿Qué pasaría si el asesino descubría la intriga? ¿Qué pasaría si lanzaba a su «perro» tras el impostor?

Aceleró sin mirar atrás.

Llegó a su habitación del hotel a las diez de la noche.

La habitación sin aire ni ventana. Puso el aire acondicionado al máximo y vació sus bolsillos entre el estruendo del aparato. Aún tenía en la garganta el olor a carne chamuscada. Se sentía sucio, manchado, impregnado de muerte y de polvo.

Dejó en la mesita las llaves, las tarjetas de visita de la doctora Norman, las de los vendedores de insectos con los que había hablado y otra que no reconoció, escrita con ideogramas chinos.

Le dio la vuelta: el dorso estaba redactado utilizando el alfabeto latino.

La tarjeta del «señor Raymond» que le habían dado en la calle, al salir del Hard-Rock Café. Marc leyó la frase escrita bajo los números de teléfono: «Todas las chicas que necesita».

¿Por qué no?

Para borrar el sabor de la muerte, necesitaba un tratamiento de choque.

A Marc le gustó enseguida.

Menuda, atlética, parecía una gimnasta adolescente. Un fino vestido de muselina negra marcaba sus muslos abombados y sus pechos aprisionados. Su presencia desprendía una energía sensual, una fuerza de deseo que cortaba la respiración, secaba la garganta.

Incómoda, se sentó en el único sillón de la habitación y permaneció a la espera. Su rostro cuadraba con el carácter tosco del cuerpo: facciones bastas, pómulos salientes, ojos pequeños. «La belleza de un puñal», pensó Marc. Pero estaba fantaseando: era una simple cara de campesina disfrazada de pin-up.

– Where do you come from?

– Miam-Miam.

– I'm sorry. I didn't get the name. Where do you come from?

– Miam-Miam.

Necesitó un buen rato para comprender que era de Myanmar, el actual nombre de Birmania. Pagó por adelantado y los malentendidos se multiplicaron. Él soñaba con quitarle él mismo el vestido o, mejor aún, subírselo poco a poco hasta por encima de los muslos. La birmana se desnudó rápidamente, como si estuviera en un vestuario de chicas antes de una competición de natación.

Le señaló la ducha. Marc sonrió, imaginando ya sus caricias a través del vapor, su larga cabellera rozándole el torso. La profesional se encasquetó un gorro de ducha y después empezó a lavarle la verga como si frotara la herrumbre de una vieja vega.

Cuando fueron a la cama, la gimnasta se colocó a horcajadas sobre su vientre y apoyó las manos en su pecho. Por fin los masajes… Marc cerró los ojos, esperando que los pequeños pellizcos de placer recorrieran su cuerpo, luego que la lengua humedeciera sus músculos hasta llegar al sexo. En lugar de eso, recibió unos puñetazos en las costillas; al abrir los ojos, vio que la chica buscaba algo en su bolso. Sacó un preservativo cuyo envoltorio rasgó con los dientes, como si fuera la bolsa de una jeringuilla. Todos sus gestos eran breves, precisos, profesionales.

Marc había esperado un Kama-Sutra tórrido.

Le estaban haciendo un reconocimiento médico.

Con todo, al cabo de unos instantes el goce llegó. Breve como una bolita de arroz tragada sin masticar. La chica fingió quedarse dormida para evitar hablar en inglés, idioma que no sabía.

Marc se levantó sin hacer ruido y se sentó junto a la mesita. Acercó la lámpara e inclinó la pantalla hacia la pared. Luego abrió el ordenador. No podía esperar más. Tenía que escribir a Reverdi. Confesar su fracaso y encontrar la manera de obtener la clemencia del asesino.

Sus deseos de volver a París habían desaparecido. Su miedo de Jimmy también. No había ninguna razón para ser descubierto. Ni para temer a un hijo de papá desequilibrado.

Empezó la carta sin titubear. No tenía más que escuchar a su corazón: su decepción, su amargura, su empeño en actuar bien, que habían desembocado en un callejón sin salida. Llevado por su propio estilo -es decir, el de Élisabeth-, suplicó a Reverdi que le diera otra oportunidad.

Al cabo de media hora, Marc se sintió mejor. Como reconfortado, en la piel de esa chica que no quería ser abandonada. Aunque cada palabra le hacía daño, aunque cada sílaba lo remitía a su fracaso, saboreaba esa relación íntima, espiritual, en la que podía hablar abiertamente de lo único que le preocupaba: el secreto de un asesino.

Oyó cerrarse la puerta.

Vio la habitación, las paredes ciegas, la cama deshecha. Miam-Miam se había ido. Estaba tan absorto en la carta que ni siquiera la había oído levantarse, vestirse, coger el bolso…

Tardó unos segundos más en comprender la siniestra verdad.

En ese instante, prefería escribir a Jacques Reverdi que hacer el amor de nuevo con aquella prostituta.

Prefería ser Élisabeth Bremen que Marc Dupeyrat.

44

L'Axe era uno de los restaurantes más modernos de París. Jadiya había oído hablar de él y se temía lo peor. Sin embargo, nada más verlo le gustó su arquitectura. Un gran espacio blanco, puro, donde se alineaba una hilera de compartimientos abiertos. En la pared de enfrente se extendía una barra estrecha que acentuaba más la sensación de profundidad.

Esas líneas claras le recordaban uno de sus viejos sueños. Esperaba poder visitar algún día una capilla situada en Ibaraki, en Japón, de la que había visto fotos. El arquitecto, Tadao Ando, había abierto en la pared del fondo dos ejes, uno vertical y otro horizontal, por los que el sol penetraba y dibujaba una cruz. A Jadiya le encantaba esa idea: una cruz de luz pura. Cuando tuviera el dinero necesario iría a Japón a recogerse en esa capilla, se lo había jurado. Era su objetivo secreto.

Vincent eructó.

– Perdón. Un pequeño SOS de mi organismo. -Se puso de puntillas-. No sé por qué nos hacen esperar.

Estaban en el vestíbulo, débilmente iluminado. Reinaba en esa antesala la impaciencia habitual en los restaurantes de moda, donde todo el mundo espera, nervioso, su mesa, temiendo que le den una mal situada o, todavía peor, que le digan que no tienen ninguna disponible. Jadiya, por el contrario, estaba tranquila. Podría haber cenado en cualquier sitio con Vincent. Solo tenía curiosidad por saber qué quería «celebrar» esa noche.

Les dieron una de las mejores mesas. Un compartimiento de entramado de madera que despedía un agradable olor a resina.

– Te advierto que este sitio es frugal -dijo Vincent quitándose la chaqueta-. Del tipo Anoréxicas Anónimas.

Jadiya se sentía cada vez más a gusto con él. Grande, ancho y sin complejos, parecía disfrutar metiéndose con todo el mundo. Siempre llevaba la camisa llena de manchas. Amplios cercos decoraban sus axilas. Y difundía un olor que no debía nada a las fragancias refinadas ensalzadas por la publicidad. En el ambiente de la moda, Vincent era un bicho raro, no pegaba ni con cola, pero había conseguido hacerse un hueco.

Jadiya leyó la carta detenidamente, disfrutando de las asociaciones de palabras, de categorías e incluso de lenguas. Los nombres de especias se codeaban con los de ensaladas campestres. Las carnes más clásicas eran espolvoreadas con azúcar y sabores dulces. Pescados del Báltico se mezclaban con verduras tropicales.

Ella misma pertenecía a esa cultura de mestizaje. No había puesto nunca los pies en el Magreb, pero decoraba su look habitual -tejanos y americana- con elementos étnicos de estilo sahariano. Pesadas joyas de plata, blusas de tejidos tornasolados, perfume penetrante en el que se mezclaba el jazmín y el almizcle… Hasta se había teñido los dedos con henna.

– ¿Ya sabes lo que vas a pedir? -preguntó Vincent.

– Estoy un poco perdida.

– ¿Quieres que te lo explique?

– No. Me da igual.

– Más esnob que los esnobs, ¿eh? -ironizó Vincent.

– Simplemente, mantengo las distancias. Me crié en Gennevilliers. En un barrio llamado La Banane. Puedes imaginártelo. Busco una oportunidad en este oficio para ganarme la vida, no para convertirme en otra persona.

Vincent levantó la copa. Ya había pedido un cóctel helado, coronado de finos cristales de sal.

– ¡Por La Banane!

En ese momento, Jadiya observó un detalle en el que nunca se había fijado. Vincent tenía una señal en el dedo anular de la mano izquierda.

– ¿Has estado casado?

Vincent se miró maquinalmente los dedos y su semblante se ensombreció. Asintió lentamente con la cabeza.

– ¿Un mal recuerdo?

– Digamos que en ese juego me quemé.

Jadiya no dijo nada. Intuía que Vincent iba a ampliar la confidencia.

– Para mí -prosiguió, efectivamente, el fotógrafo-, el matrimonio fue una especie de incendio químico.

Ella optó por la ironía para neutralizar la gravedad que empezaba a pesar en el ambiente.

– Una metáfora muy original.

– No es una metáfora, es una experiencia… práctica. -Vincent no abandonaba el tono serio que había adoptado-. A lo largo de los años, entre un hombre y una mujer todo arde, todo se consume. Me refiero a lo mejor que hay en ellos. Un día, se despiertan entre las cenizas.

– Pero ¿por qué incendio químico?

– Porque entre ellos quedan los materiales más duros, las piezas no inflamables. El odio. La amargura. El rencor. Y el miedo. Cuando era reportero, cubrí muchas catástrofes: accidentes de avión, explosiones de fábricas. Siempre quedan carcasas negras, trozos incorruptibles que se niegan a quemarse. Ese tipo de cuadros me recuerdan mi matrimonio.

El camarero se acercó. Pidieron. Cuando se hubo marchado, Vincent miró el fondo de su copa. La hacía girar siguiendo sus reflejos circulares.

– Por lo menos comprendí una cosa -murmuró-. Las mujeres llevan el amor dentro.

– Igual que los hombres, ¿no?

– No. Ellas tienen el fuego sagrado. Ellas «creen» en el amor, de la misma forma que los integristas creen en Dios. Sea la chica que sea, sea cual sea su actitud, al margen de su despreocupación aparente y de su independencia, siempre conserva en su interior, a veces muy profundamente, ese fuego sagrado.

Las alusiones repetidas al fuego hicieron estremecer a Jadiya. Cualquiera hubiera dicho que Vincent utilizaba esa imagen expresamente. Sin embargo, la joven sentía al mismo tiempo complicidad entre ellos.

– Como esas mujeres de la Antigüedad -continuó Vincent- que vigilaban una hoguera que no debía apagarse nunca.

– Las vestales.

– Eso. -Le guiñó un ojo-. Tendría que haber más modelos como tú.

El sumiller, más tieso que un palo, les llevó el vino. Vincent le quitó la botella de las manos y le hizo una seña para que se fuera.

– Cada mujer es un templo -continuó, llenando las copas-. Con esa llama en su interior que no se apaga nunca.

Jadiya estaba atónita por el giro que había tomado la conversación. Evocar esas figuras antiguas con el «rey del flou»: París reservaba ese tipo de sorpresas.

– En la época, ¿cómo lo superaste? -preguntó a su pesar.

Él vació su copa de un trago.

– Gracias al alcohol. -Rió para sus adentros-. No, es broma. Gracias a un amigo con el que formé equipo durante varios años. Éramos paparazzi. Un tándem infernal.

Jadiya intuía la continuación. El corazón se le aceleró.

– ¿El pelirrojo?

– Sí. Marc Dupeyrat. El que te ha entrado por los ojos.

– Lo encuentro bastante… curioso.

– Es lo menos que se puede decir. Él también vivió una experiencia singular.

– ¿Otro caso de «fuego sagrado»?

– Mucho peor que el mío.

La gravedad de Vincent se acentuó. La cena estaba tomando un cariz abiertamente fúnebre. Jadiya cruzó los brazos sobre la mesa y clavó los ojos en los de su interlocutor.

– Ya has dicho demasiado para callarte ahora.

Él intentó reír y negó con la cabeza, agitando sus largos cabellos.

– Olvídalo. Hemos venido para divertirnos.

– Ya nos divertiremos después.

– Me extrañaría que nos quedaran ganas.

– Correré el riesgo.

Vincent resopló fuerte y miró a ver si el camarero llegaba con los platos, pero, por supuesto, no había nadie a la vista. Así que tuvo que empezar:

– Sucedió antes de que yo lo conociera. En 1992. Estaba trabajando en un caso bastante sonado que guardaba relación con la mafia siciliana. Tenía que pasar varias semanas allí y le pidió a su novia que lo acompañara.

A Jadiya se le hizo un nudo en la garganta.

– ¿Cómo se llamaba?

– Sophie. Para él, ese viaje a Sicilia era una especie de ceremonia de compromiso. Pensaba casarse con ella poco después.

Ella bajó la cabeza para disimular su turbación: aquellas palabras la herían.

– ¿Qué pasó?

– La asesinaron.

Jadiya levantó los ojos. Vincent sonreía tristemente mientras llenaba de nuevo su copa. Bebió un trago e hizo chascar la lengua.

– Estaban en Catania, una de las grandes ciudades de Sicilia. Un día, a última hora de la tarde, cuando Marc volvió de visitar la cárcel de menores de Bicocca, encontró su cuerpo en la pensión donde estaban alojados.

Jadiya comprendía ahora la razón de la extraña personalidad de Marc. Un trauma original. Aquello habría podido crear un vínculo con ella, pero no; esa historia aislaba totalmente a Marc. Un viudo hermético, encerrado en su pesar.

– ¿Fue cosa de la mafia?

– Nunca llegó a saberse, pero no era su estilo. Más bien la obra de un chiflado, del tipo «asesino en serie».

– ¿Qué le hizo?

– Creo que vamos a meternos en un terreno poco apropiado para una cena a la luz de las velas.

– Cuéntamelo.

– ¿Estás segura de que quieres saber los detalles?

– Estoy acostumbrada, no te preocupes.

Vincent se encorvó sobre la mesa y escrutó la botella de vino, cuyos reflejos negros evocaban ahora una lámpara mágica.

– Marc nunca quiso darme detalles -prosiguió con una voz profunda-, pero me pasaba lo mismo que a ti: quería saber más. Así que telefoneé a unos colegas italianos, unos paparazzi que tenían contactos en la policía de Sicilia. Al cabo de una semana tenía toda la información. Hasta conseguí el expediente completo de la instrucción. Ya sabes que en Italia los paparazzi son…

– ¿Qué descubriste?

– Un horror. La pobre chica cayó en manos de un psicópata.

Se interrumpió, todavía dudoso. Cogió la botella y llenó otra vez su copa. Después de tomar un sorbo, continuó:

– Primero le dio una paliza terrible. Después la amordazó y la ató sobre la cama de la habitación con los cordones de las cortinas. Fue a la cocina a buscar unos guantes de goma. Registró el armario y se puso las zapatillas de deporte de Marc, con la suela también de goma. Luego cogió un alargador eléctrico, peló el cable por uno de los extremos y lo enchufó por el otro. Torturó a la víctima penetrándola con el cable de 220 voltios. También la sodomizó con el alargador. Le quitó la mordaza y la obligó a chupar los cables conectados a la corriente. Según el informe de la autopsia, tenía las encías completamente quemadas. Y los órganos genitales también.

Vincent bebió otro trago. Muy a su pesar, sus confidencias lo arrastraban.

– Eso no es todo. El cabrón siguió adelante con su carnicería. A esas alturas, la chica debía de estar muerta. Eso espero, por lo menos. Después de los electrochoques, el asesino encontró en la cocina un cuchillo de pescador con la hoja curva, de los que se utilizan para cortar las redes enmarañadas. Le abrió el vientre, desde el pubis hasta la laringe. Sacó las entrañas y las esparció por la habitación.

Llegaron los platos. Demasiado tarde. Vincent continuó con su voz ronca:

– Cuando Marc llegó, se encontró con el espectáculo. Las vísceras por el suelo. La boca negra, hinchada en un rictus abominable. Las zapatillas, sus propias zapatillas, en el charco de sangre.

Jadiya se había quedado muda. En ese instante se movía por un espacio de no ser. Volaba, ligera, sobre los abismos de la nada. Por fin, al cabo de un siglo, se oyó preguntar:

– ¿Cómo reaccionó?

– No reaccionó. Estuvo en coma tres semanas. Cuando se despertó, no se acordaba de nada. Hablaba de Sophie en presente. Tardó meses en aceptar la realidad. Estuvo en tratamiento en una clínica especializada de París. Lo intentaron todo, pero no recuperó la memoria. Todo lo que sabe sobre lo que sucedió es lo que le contaron.

– ¿Le dieron detalles?

– Él se encargó de buscarlos. Volvió a Sicilia. Acosó a la policía italiana. Llevó a cabo su propia investigación. Sin ningún resultado. En Catania, la tierra de la omertà, no tenía ninguna posibilidad. A partir de entonces, la pulsión criminal se convirtió en una obsesión para él. Al principio trató de liberarse de esa obsesión trabajando, como yo, en la prensa rosa; más tarde se metió en los sucesos. Era su única vía posible.

– ¿Por qué?

– Para comprender cómo un hombre había podido hacerle aquello a su mujer.

Jadiya no conseguía formar un solo pensamiento. Era horrible: estaba celosa de una muerta. Vincent se forzó a reír; el vino le espesaba la voz.

– No pongas esa cara. A su manera, Marc ha encontrado el equilibrio. -Rió de nuevo-. Un equilibrio precario, es verdad, pero lo cierto es que se las arregla solo, sin psiquiatra ni pastillas. No está nada mal, aunque, en mi opinión, su terapia es arriesgada.

A Jadiya la asaltó de pronto una duda.

– ¿Dónde está ahora? -preguntó-. Me habló de un viaje.

– Yo creo que trama algo relacionado con Jacques Reverdi.

– ¿Reverdi?

– ¿No lees los periódicos? El tipo que se cargó a una turista en Malaisia. Un antiguo campeón de inmersión en apnea. Está en espera de juicio. Estoy casi seguro de que a Marc se le ha metido en la cabeza conseguir su confesión. Es su sueño: penetrar, aunque sea por un instante, en el cerebro de un asesino.

Jadiya no tenía más preguntas. Estaba destrozada. Por hacer algo, cogió la servilleta y vio debajo un sobre que solo Vincent podía haber puesto allí.

– ¿Qué es?

– Una sorpresa. Tu primer contrato. Lástima que nos hayamos cargado el buen rollo.

Jadiya le echó un rápido vistazo y sonrió.

– Si es una broma, no tiene gracia. Pone «tarifa cuarenta».

Vincent levantó de nuevo su copa:

– Es eso lo que se suponía que íbamos a celebrar esta noche. Para ti, la vida va a convertirse en una inmensa broma.

45

– Ven. Es urgente.

Éric lo asió por el hombro. El gesto mismo implicaba una situación grave: jamás se habría atrevido a tocar a Reverdi, de no ser en circunstancias excepcionales. Jacques soltó las halteras y siguió al francés. Era la una de la tarde. El calor aplastaba la prisión.

Cruzaron el patio a paso rápido; el cemento ardía bajo sus pies descalzos. A su alrededor, las sombras eran tan densas, tan breves, que parecían clavadas en el suelo. Recobraron el aliento al socaire del comedor, agachados junto a la pared.

– ¿Adónde me llevas?

Éric no respondió. Con las dos manos apoyadas en las rodillas, señaló con la cabeza el edificio C. Cincuenta metros más que había que recorrer bajo el sol.

El hombrecillo reanudó la marcha. Reverdi lo imitó de mala gana. Avanzaban levantando mucho los pies, tratando de rozar apenas el suelo. Unos segundos más tarde, estaban de nuevo a la sombra. Éric miraba más lejos todavía: el campo de fútbol y, más allá, los pantanos. La broma había durado bastante.

– ¿Adónde vamos? -rugió Reverdi-. ¡Mierda!

Éric echó a andar de nuevo sin responder. Jacques le siguió los pasos reprimiendo su cólera. Cruzaron una puerta rodeada de alambre de espinos y llegaron al estadio. En doscientos metros no había ni un solo refugio, solo las porterías abandonadas, que en aquella soledad parecían horcas.

Eran incapaces de seguir corriendo; el calor los machacaba, transformando sus miembros en polvo fino. Pero seguían andando deprisa, levantando los talones, lo que recordaba el paso mecánico de los atletas de maratón. Un enano y un gigante que llevaban la misma camiseta blanca y los mismos pantalones de lona informes. «Una auténtica pareja de cómicos», se dijo Jacques, apretando los dientes.

Después de todo, esa carrera absurda estaba sirviéndole de distracción. Llevaba dos días dándole vueltas al fracaso de Elisabeth. No se le pasaba el enfado. En un arrebato de furia, incluso había estado a punto de romper su foto. ¿Cómo había podido fallar? ¿Cómo había podido ir a las Cameron Highlands y no encontrar el indicio? Se había equivocado: esa chica no valía más que las otras.

Llegaron al final del campo de fútbol y bajaron una pendiente de cemento que estaba ardiendo.

– Ya estamos -dijo Éric.

– ¿Dónde?

El otro señaló con un dedo. Reverdi distinguió grandes canalizaciones al final del terreno. Sobre el asfalto había unas lonas enredadas. Más allá, las alambradas inextricables. Luego, más lejos todavía, los pantanos…

– El barrio de los sidosos.

Reverdi notó un escalofrío en la espalda. Ya le habían hablado de ese lugar. Una vez, unos guardias, provistos de guantes y mascarillas, habían llevado a la enfermería un cadáver de esa zona. En Kanara, el sida todavía se consideraba como la lepra. Los guardias ni siquiera se atrevían a pegar a los seropositivos. El director había agrupado a todos los «enfermos» en un bloque, pero durante el día estaban allí. En la frontera. Marginados entre los marginados.

Se acercaron. A su pesar, Reverdi sentía una mezcla de curiosidad y de aprensión. Los enfermos en fase terminal no pasaban por la enfermería. Eran trasladados directamente al Hospital Central. ¿En qué estado se encontraban esos? Imaginaba cuerpos raquíticos, privados de defensas inmunitarias, afectados por toda clase de enfermedades…

Se equivocaba. Los habitantes del lugar presentaban el mismo aspecto que los presos normales: calcinados, hirsutos, vestidos con harapos. Y en plena forma. Unos jugaban a las cartas, otros se apiñaban ante unas estufas de carbón, al pie de los tubos. Reinaba una animación desbordante, despreocupada.

Algo apartado, un grupo de una decena de reclusos con una camiseta en la cabeza a modo de turbante trajinaban alrededor de una gran hoguera que despedía un humo negro.

– Fabrican meth.

Reverdi conocía esa droga. Una porquería muy fácil de producir con disolventes, productos adelgazantes, líquidos desatascadores de retretes… Un auténtico néctar. Esa producción solo presentaba un problema: el riesgo de explosión. Nadie quería manipular una mezcla tan inestable. Pero allí la droga había encontrado sus artesanos, tipos ya condenados que no temían volar en mil pedazos sobre el cemento.

Éric se dirigió hacia la entrada de las canalizaciones. Reverdi lo siguió. El choque de la sombra, después del sol, le causó el efecto de un martillazo. Tuvo que pararse: no veía nada. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Era una verdadera avenida, cilíndrica, tan concurrida como un pasillo de metro en las horas punta. Había grupos sentados y tiendas andrajosas plantadas. Éric avanzó apartando los harapos. Fluctuaban llamas entre un fuerte olor a petróleo. Unos hombres estaban agachados, en una postura animal. Otros estaban tendidos, tiritando bajo trapos. Reverdi no sabía si esos tipos tenían el sida, pero lo que sí tenían todos era mono.

Veía a los fantasmas que iban a mendigar a la enfermería cualquier medicamento para aliviar sus sufrimientos. Cuando conseguían algo, regresaban inmediatamente a esos tubos abandonados. A traficar con sus pastillas. A darse chutes de aguas residuales. A contagiarse unos a otros con jeringuillas usadas. Ya no se hacía preguntas sobre las motivaciones de Éric. Había alguien escondido en ese moridero.

Pasaron por encima de cuerpos inertes. Jacques identificaba signos familiares. Venas hinchadas y duras; miembros cubiertos de hematomas; caras chupadas. Veía también manos y pies sin dedos. Un clásico en las prisiones: los heroinómanos perdían toda sensibilidad cuando estaban perdidos en sus viajes; mientras ellos viajaban, las ratas les comían las extremidades. Más tarde se despertaban roídos hasta los huesos.

Reverdi se percató de que habían llegado a una especie de «sala del consejo». Unos hombres estaban sentados en el suelo alrededor de un fuego central, inmóviles, con las piernas cruzadas y la mirada fija. Solo movían las mandíbulas. Masticaban infatigablemente. Aquellas bocas parecían poseídas por un demonio, mientras que el resto del cuerpo estaba muerto.

– El dross -susurró Éric-. Los desechos de la pipa de opio. Está tan duro que ya no se puede fumar, así que se lo comen. Lo mastican hasta poder tragárselo y obtener algún efecto.

Reverdi sintió que otra oleada de furor lo invadía.

– Estoy hasta los cojones de tu visita guiada. Explícame de una vez qué se nos ha perdido aquí.

El del labio leporino le mostró una sonrisa bañada en sudor. Una cara de pescado nadando en grasa.

– No te pongas nervioso. Ya hemos llegado.

– Pero ¿adónde, hostia?

Éric señaló el fondo del tubo, a su izquierda. Una sombra tiritaba acurrucada, con las piernas dobladas contra el pecho. Reverdi se inclinó. Era Hajjah, el hijo de papá que despilfarraba el dinero de mamá mientras papá creía castigarlo imponiéndole una «vida dura». Estaba irreconocible. Se había quedado en los huesos. Tenía la mirada perdida. No paraba de resoplar.

– Ha querido dárselas de listo y ha intentado tratar directamente con los chinos. En represalia, Raman ha convocado a su padre y se lo ha contado todo. Lo del dinero bajo mano. Lo de la droga. Todo. El padre ha cortado de verdad todos los puentes. Hajjah no ha tomado nada desde hace cinco días. Y está hasta el cuello de deudas.

Reverdi recordó que el chico, movido por un presentimiento, había ido a pedirle ayuda.

– ¿Puedes decirme qué tengo yo que ver con esto?

– Si no paga, mandarán a los filipinos contra él.

Jacques giró sobre sus talones sin contestar. Éric lo agarró de la camiseta. Esta vez, Reverdi lo arrinconó contra la pared abovedada.

– No insistas -susurró-, si no…

– Solo tú puedes hacer algo -imploró el enano-. Negocia con los chinos. Que le den un plazo… Su padre acabará por ablandarse…

Jacques apretó el puño para hacerle tragar definitivamente su labio leporino, pero en ese instante tuvo un flash que lo detuvo en seco. Sobre el rostro de Éric se superponían las magníficas facciones de Élisabeth. Sus pupilas negras, ligeramente asimétricas. Su sonrisa leve, apenas inscrita en su piel morena. ¿Por qué mentirse? La amaba. Estaba loco por ella; no podía abandonada.

Bajó la mano y soltó a Éric, que resbaló sobre la pared curva. Acababa de tomar una decisión. No iba a darle una oportunidad a Hajjah, sino a su amada. Iba a darle otra pista. Si tenía éxito, entonces salvaría al chico.

– Mi respuesta, dentro de dos días -dijo, lanzando una adrada al joven inmóvil.

46

El verde era el color de Kuala Lumpur.

El gris, el de Phnom Penh.

Las grandes avenidas estaban bordeadas de inmuebles chatos, de un solo piso, de color cemento. Los árboles, tan frondosos que sus ramas se tocaban por encima del asfalto, también eran grises. En la calzada, miles de bicicletas, de motocicletas, de triciclos-taxi no ofrecían más color. Y todas las siluetas que los manejaban, cubiertas con un sarong, ondeaban sobre los sillines como banderas de ceniza.

Al desembarcar en Phnom Penh, a las cinco de la tarde, Marc había tenido que ajustar su reloj: una hora menos que en Kuala Lumpur. En realidad, había retrocedido un siglo o dos. Habían desaparecido las altas torres de cristal, las galerías comerciales, el frenesí consumista. El sueño asiático presentaba aquí un perfil mucho más modesto: los endebles hombros jemeres. El desarrollo económico balbuceaba. Aquí se regresaba al Asia íntima, ancestral, hormigueante.

En el taxi, Marc estaba exultante. Esa mañana todavía pensaba que todo había terminado. Reverdi ya no daba señales de vida. El trato estaba roto. Se había pasado todo el lunes dudando sobre lo que debía hacer. ¿Volver a las Cameron Highlands? ¿Continuar la investigación en solitario? ¿Darse por vencido y regresar a París? No conseguía aceptar su fracaso.

El martes por la tarde se había rendido. Con lágrimas en los ojos, había llamado a la compañía Malaysian para informarse de los horarios de los vuelos de regreso y había hecho una reserva.

Al día siguiente, al abrir su cuenta de correo para verificar la reserva, había encontrado un mensaje de Reverdi.

Un e-mail hipersibilino, pero que significaba que se había reanudado el contacto. El asesino había escrito simplemente:

Camboya.

Marc había cerrado la bolsa de viaje y había corrido al aeropuerto en busca de un avión para Phnom Penh. Había conseguido embarcar a las cuatro de la tarde, un récord de rapidez. Menos de una hora después aterrizaba en la capital jemer. Durante el vuelo había sopesado aquella simple palabra como si fuese una pepita de oro. Reverdi le daba otra oportunidad. Le indicaba otro camino para identificar los Jalones de Eternidad.

Camboya.

Lo ponía sobre la pista de otro de sus asesinatos.

Linda Kreutz.

Febrero de 1997.

Angkor.

Apretando la bolsa entre los dedos, Marc se adentraba ahora en la sombría ciudad. Ya había ido una vez, en 1994, para realizar un reportaje sobre la familia real. Recordaba el carácter átono de la ciudad. El gris que lo recubría todo. No solo las paredes, sino también las almas. Veinte años después, Camboya continuaba en estado de choque, ensordecida por el genocidio de los jemeres rojos. Era un país cercado por los fantasmas, donde se hablaba en voz baja, donde todo el mundo sobrevivía con sus heridas y sus muertos.

Con todo, por la ventanilla del taxi Marc descubría una efervescencia secreta. Los edificios no poseían ningún carácter, pero los comercios rebosaban de colores, de detalles, de letras orladas. Telas, lentejuelas, aparatos de alta fidelidad expuestos en las aceras… Amortiguada, apagada, pero aun así la vida estaba allí. Rebosaba y, paradójicamente, parecía más real que en Kuala Lumpur. A diferencia de lo que sucedía en la capital malaya, donde todo era liso, ordenado, donde todo estaba climatizado, aquí los materiales y los hombres recuperaban su textura, su relieve, su sensualidad.

Al anochecer, las avenidas adquirían poco a poco una tonalidad crema, beis, rosa, lo que hacía resaltar las aceras de laterita, las franjas de tierra pisadas por pies descalzos. Los edificios parecían evaporarse en una nube de polvo rojo, mostrando su carne de ladrillo. El aire se cubría de pigmentos, se fragmentaba en miles de millones de partículas. Y, al final de las avenidas, el sol parecía atraer hacia sí esas nubes púrpura y abandonar en la oscuridad siluetas vacías, sombras muertas… En ese crisol rojizo, hasta las motocicletas, trazos negros enraizados en el suelo, parecían echar a volar, avanzar hacia el cielo abalanzándose contra las nubes.

Entonces apareció el Palacio Real.

Tejados relucientes, ornamentos cincelados, agujas espejeantes, todo rodeado de altos muros ciegos, de color amarillo azafrán. Esos edificios parecían una flota de oro, con los mástiles arbolados y las velas hinchadas, regresando lentamente al puerto, en el interior del recinto.

Marc había llegado. No es que pensara dormir en el palacio, sino en el hotel situado justo enfrente. El Renaksé, el hotel de los occidentales, tan decrépito como esplendoroso era su vecino. Marc se había alojado allí durante su primer viaje.

El edificio poseía verdadero encanto. Situado al fondo de un parque y protegido por grandes árboles, se abría en dos galerías caladas con baldosas color crema y chocolate que daban acceso a las habitaciones. Grandes sillones de mimbre salpicaban la terraza central, incitando a la ensoñación tropical.

Mientras rellenaba la ficha en el mostrador de recepción, Marc vio, sentados en esos sillones, a algunos especímenes de occidentales que encajaban bien en el decorado. No eran turistas corrientes; más bien trotamundos, periodistas cansados o incluso empleados de ONG, numerosos en ese país en reconstrucción, que parecían siempre desbordados e inútiles.

Marc se adentró en la galería temiendo encontrarse con algún viejo conocido o tener que entablar una conversación. Su habitación era lúgubre. Grande, vacía, oscura, solo estaba dotada de una cama de madera negra bajo un ventilador averiado. Las ventanas, que manifiestamente daban a las cocinas, estaban cerradas con postigos atrancados. La temperatura debía de subir allí a más de treinta y cinco grados.

Se encogió de hombros: no pensaba quedarse en Phnom Penh. Su investigación lo llevaría forzosamente tras las huellas de Linda Kreutz, a Siem Reap, cerca de los templos de Angkor.

Su investigación…

Pero ¿por dónde empezar?

No esperaba más mensajes. Sabía que Élisabeth estaba a prueba: debía avanzar sola. No obstante, encendió el ordenador y se conectó a la línea telefónica.

Había recibido otra señal. Reverdi había escrito simplemente:

Busca el fresco.

47

Marc se despertó a las nueve de la mañana. Soltó un taco: acababa de perder el vuelo para Siem Reap. Tendría que pasar un día en Phnom Penh esperando el avión de última hora. ¿En qué ocuparía el tiempo? Esa noche había pensado en la orden de Reverdi: «Busca el fresco». El juego de las pistas se reanudaba. Y no había duda sobre el lugar donde debía buscar: los templos de Angkor, en los que había miles de bajorrelieves y de ornamentos. Aquello prometía.

Después de un desayuno frugal, decidió aprovechar aquellas horas en la capital y recurrir a los viejos métodos. Los que un periodista francés utilizaría para avanzar en su investigación. Tras unas llamadas telefónicas, cogió una «mobylette-taxi» y fue al principal periódico francófono de la ciudad, el Cambodge Soir.

Sus locales se encontraban en una calle de tierra batida, en el corazón del centro de la ciudad. Un inmueble gris, con manchas de humedad y un rótulo azul y blanco del estilo de las antiguas placas de calle parisienses.

Después de haber pedido ver al jefe de redacción y dado su tarjeta de visita, se puso a caminar arriba y abajo por el vestíbulo, una estancia oscura, de cemento desnudo, donde había almacenadas motocicletas que apestaban a gasolina. Al fondo, bajo una escalera, se abría una sala más oscura aún, cuya única ventana quedaba tapada por paquetes de periódicos. Marc se acercó, intrigado por aquella leonera.

Un archivo.

A lo largo de su carrera había visto muchos, pero ese batía todos los récords de desorden y abandono. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías, de las que rebosaban legajos de papel sucio. Periódicos tan viejos, tan deteriorados que más parecían lianas muertas que una memoria impresa. El centro del espacio se hallaba ocupado por un montón de ordenadores rotos, mezclados con sillones desvencijados, patas arriba, y libros manchados de grasa.

Inexplicablemente, ese espacio siniestro le recordó otro archivo que había visitado en Sicilia, pese a que aquel estaba mucho más limpio. Después de la muerte de Sophie, había vuelto allí para buscar fotos del cuerpo tal como lo había encontrado pero del que no se acordaba. Todavía veía aquellas imágenes: la boca carbonizada, el vientre abierto, las vísceras por el suelo. Pero las veía con la claridad del papel fotográfico. Imposible recordar el menor detalle… real.

– ¿Ha venido por Reverdi?

Marc se volvió. Una silueta se recortaba a contraluz en el hueco de la puerta. La pregunta le sorprendió: relacionarlo con el caso de Papan le parecía un poco apresurado.

– ¿No soy el primero? -aventuró.

– Ni el último, me temo -dijo el hombre, acercándose-. Su detención ha despertado curiosidad. -Tendió la mano por encima de los ordenadores rotos-. Rouvères, jefe de redacción.

Su mano tenía más o menos la consistencia de los legajos que los rodeaban. Marc no pensaba que pudiera existir una caricatura semejante. Rouvères era un espécimen perfecto de ruina colonial, como los que aparecen en las novelas de aventuras del siglo pasado. Habría podido ser el dueño de una plantación arruinado, un traficante de objetos de arte o un antiguo oficial de Indochina.

Aunque no era demasiado mayor, los años de alcohol habían contado el doble, incluso el triple. Un viejo de cincuenta años, de piel gris y medio calvo. Marc observó que llevaba la bragueta abierta y los botones de la camisa mal abrochados. Un bonito modelo de francés de exportación.

Marc se presentó y luego pasó al ataque procurando ser lo menos preciso posible:

– ¿Qué puede decirme sobre el caso?

– Muchas cosas -dijo Rouvères con una sonrisa de vanidad-. Sin duda soy el mejor especialista en el caso en Phnom Penh. Desgraciadamente, no puedo pasarme la vida informando a los visitantes.

– Entonces…

Rouvères acentuó su expresión satisfecha.

– Responderé a tres preguntas, las que usted quiera. Como en los cuentos infantiles. Seré el «genio bueno» de la lámpara -dijo balanceando la cabeza.

El genio bueno tenía unas bolsas tan grandes en los ojos que Marc experimentó el súbito deseo de traspasarlas con una jeringuilla solo para ver qué elixir contenían. No resultaba difícil de adivinar: whisky o coñac.

Se concentró para encontrar la pregunta adecuada, la más eficaz. Siguiendo un impulso, dijo:

– Quisiera ver una foto.

– ¿Una foto?

– Un retrato de Linda Kreutz cuando estaba viva.

Su petición era absurda; ya había visto el rostro de la víctima y eso no le aportaría nada. Pero tenía ganas de conocerla mejor.

– Ningún problema.

Rouvères pasó por encima de los viejos PC y las sillas rotas, como un pescador provisto de altas botas en una marisma. Consiguió llegar a la pared de enfrente, donde se alzaba un armario metálico. Lo abrió y dejó a la vista unos estantes cargados de sobres de papel kraft.

Hojeó los montones y sacó una foto. Marc permaneció de pie mientras contemplaba el retrato. Recordaba la primera fotografía, encontrada por Vincent, medio borrada y como aplastada por el grano de la impresión. Esta vez tenía una foto de verdad, clara y en color, de formato 21 X 29,7.

Linda Kreutz posaba con un joven monje que llevaba una túnica de un naranja vivo. La misma sonrisa los unía el uno al otro, como una cinta de seda alrededor de dos flores. Ella llevaba unos anchos pantalones árabes, unas sandalias de cuero y una camiseta corta sin mangas. Un look encantador de joven alternativa.

Pero era su rostro lo que provocaba un verdadero arrebato de ternura.

Una tez pálida, lechosa, salpicada de pecas. Su melena roja y vaporosa se le comía la cara y le daba el aspecto de un animalito escondido, a la vez travieso y temeroso. También tenía, en aquel momento, una expresión plena, feliz. Marc se puso a imaginar los sueños de esa chica que, a los veintidós años, se había marchado de la casa familiar, en Hamburgo. Sin duda había ido a Asia en busca de aventuras, de misticismo y también del gran amor.

Rouvères comentó con su voz ronca:

– Es una foto que apareció entre sus cosas, en el hotel de Siem Reap.

De pronto, Marc comprendió que su expresión radiante estaba dirigida hacia el objetivo. Hacia el que había hecho la foto. Con un estremecimiento, se dijo que quizá la imagen había sido captada por el propio Reverdi entre las ruinas de Angkor.

– Espero su segunda pregunta-dijo Rouvères.

Marc tenía que escoger esta vez una pregunta útil. Pensó en orientarla hacia su propio enigma: los Jalones de Eternidad. Pero cambió de opinión: aunque no lograba descifrarlos, esos términos constituían su ventaja, una baza personal; no debía hablar de ellos con un desconocido.

Recordó la última orden de Reverdi: «Busca el fresco». Quizá esa palabra no hiciera referencia a un verdadero ornamento, pintado o esculpido, sino más bien al dibujo de las heridas. El asesino le indicaba que observase las heridas de Linda Kreutz para que comprendiera de una vez el significado de los «jalones»… Antes incluso de considerar mejor esa hipótesis, dijo:

– Hábleme de las heridas.

– Sea más preciso en su pregunta.

– ¿Las heridas de Linda Kreutz eran simétricas? ¿Se podía identificar una especie de… dibujo en el cuerpo?

Rouvères pareció reflexionar, medio enterrado todavía entre los ordenadores desvencijados y las sillas rotas.

– El cuerpo había estado varios días en el río -dijo por fin-. Se hallaba en muy mal estado.

– Pero el agua no pudo borrar las heridas.

– El agua no, pero las anguilas sí.

– ¿Las anguilas?

– El cuerpo de Linda estaba lleno de anguilas de agua dulce. Se habían metido en el vientre a través de la boca, del sexo y también de las heridas. El cuerpo…, puesto que le interesan los detalles…, estaba destripado desde el interior. ¿Cuál es la última pregunta?

Otro callejón sin salida. Solo le quedaba una posibilidad de sonsacarle una revelación al borracho. Rouvères pareció notar la indecisión de Marc. Rebuscó entre los legajos y extrajo varios números de Cambodge Soir.

– Tome -dijo, tendiéndole los periódicos-. Es la serie de artículos que dediqué al caso. El descubrimiento del cuerpo. La detención de Reverdi. Los hechos convergentes de la investigación. Todo está aquí. Antes de desaprovechar su última oportunidad, lea todo esto. Puede volver mañana.

Marc no tenía tiempo. Cogió los ejemplares y los miró intensamente, como si una simple mirada pudiera permitirle asimilar su contenido. Se le ocurrió una idea.

– Deme una respuesta -dijo.

– ¿Qué quiere decir?

– Una respuesta escogida por usted. La que de verdad pueda serme útil.

Rouvères desplegó una amplia sonrisa. Las bolsas de sus ojos se arrugaron.

– Eso es hacer trampa, amigo.

– Imagine que yo le he hecho la pregunta.

El redactor se echó ligeramente hacia atrás, como para considerar mejor la propuesta. Tras un largo silencio, murmuró:

– En este asunto, el verdadero misterio es: ¿por qué dejaron en libertad a Reverdi? Los resultados de la investigación demostraban su culpabilidad. Entonces, ¿por qué se dictó sobreseimiento?

Marc no se esperaba esa orientación jurídica. Recordaba las explicaciones del abogado alemán. La incompetencia de los jueces. La instrucción chapucera. La situación política.

– Por el contexto del país, ¿no?

– Sí, pero solo en parte. Reverdi fue exculpado gracias a un testimonio.

– ¿Quiere decir una coartada?

– No, un aval moral. Una personalidad importante declaró en su favor.

Marc no había oído hablar nunca de eso.

– ¿Quién?

– Una princesa. Un miembro de la familia real.

– ¿La princesa Vanasi?

El nombre había salido automáticamente de sus labios. De todas las figuras principescas que había conocido, esa era la que más le había marcado. Una leyenda viva. Rouvères le dirigió una sonrisa de admiración.

– Hice un reportaje sobre la familia real hace unos años -explicó Marc.

Rouvères asintió con la cabeza.

– Conoció a Reverdi en Angkor durante una campaña de rehabilitación. Vino a testificar. Describió a un hombre entregado, culto, generoso. Ese retrato invirtió la postura del tribunal. Aquello equivalía a una amnistía real. Vaya a verla. Su punto de vista es… inesperado.

48

Las dos de la tarde.

Cuando abrieron las puertas del Palacio Real, Marc pagó la entrada para visitarlo. La mejor tapadera: la piel del turista anónimo. Incluso había comprado una bolsa de lona de esas que se llevan colgadas del hombro para acentuar su apariencia inofensiva.

No tenía elección. Le había ocultado un detalle a Rouvères: estaba desacreditado ante la familia real. Como siempre, al publicar el reportaje no había cumplido sus promesas de discreción. Era muy posible que su nombre figurase en la lista negra del servicio de protocolo. Así pues, había ideado un plan audaz para ver a la princesa, que vivía en la zona privada del palacio.

Marc siguió al tropel por una estrecha alameda hasta la gran entrada del recinto real: una explanada inmensa, cubierta de césped, salpicada de templos y de pabellones dorados cuyos tejados el sol parecía espolvorear de un polen de luz.

Adelantó a los otros turistas, que se detenían delante de todas las pagodas, y llegó a una galería calada.

A cubierto del sol, se acercó a las torres del pabellón Chanchaya, donde tenía la esperanza de encontrar a la princesa. Una muralla cerraba esa parte. Siguiendo la galería, buscó un paso, una puerta.

Vio una doble puerta de madera entreabierta, con una cadena para cerrar el paso y ante la que montaban guardia dos soldados. Marc se puso a la sombra de una columna y se armó de paciencia. Antes o después, habría un momento en que se relajaría la vigilancia.

Se sentó apoyado contra el pilar y fingió leer la guía. Dejó vagar su pensamiento. No quería seguir dándole vueltas a la investigación: demasiadas preguntas e insuficientes respuestas. Ni siquiera sabía por qué estaba intentando ver a la princesa Vanasi. Quizá por simple placer.

Cerró los ojos y rememoró al personaje.

Su primer encuentro había sido un momento inolvidable.

Vanasi había sido criada por su tía abuela, la reina Sisowath Kossomak, responsable del grupo de «danza celeste». Al crecer junto al pabellón Chanchaya, donde se entrenaban las bailarinas, la niña había desarrollado una verdadera pasión por esa disciplina, para la que demostró poseer unas dotes únicas. A los dieciséis años se había convertido en la primera bailarina del ballet. Era mucho más que una artista: una figura divina que desempeñaba el papel de intercesora entre la familia real y los dioses. En esa época la llamaban Apsara, nombre de la principal divinidad de la cosmogonía jemer.

Después, en 1970, se produjo el primer golpe de Estado y se vio obligada a exiliarse. Primero en China y después en Corea del Norte, mientras los jemeres rojos tomaban el poder y mataban a la mitad de la población de su país. Años más tarde había regresado a la frontera de Tailandia, a los campos de refugiados, para enseñar danza a su pueblo. En los años noventa, su familia había podido volver a Phnom Penh. Era entonces cuando había conocido a Reverdi.

El nombre del asesino interrumpió el hilo de sus recuerdos. Maquinalmente, dirigió la mirada hacia el portón. Había pasado una hora. Los dos guardias ya no estaban. Cogió la bolsa mientras se levantaba y entró en los jardines prohibidos.

El nuevo pórtico estaba lleno de plantas floridas. El tenue silbido de los aspersores sustituía el murmullo de los turistas. El pabellón Chanchaya estaba a cincuenta metros escasos.

Se dirigió hacia el gigantesco saledizo de piedra, sobre el que se alzaban agujas y cuernos de oro. Al subir la escalera, se sintió tan impresionado como la primera vez. El espacio, expuesto al viento y al sol, estaba absolutamente vacío: una simple superficie de mármol, estriada por la sombra oblicua de las finas columnas y protegida por un techo pintado en el que aparecían representados los dioses y los demonios de la danza jemer. Se oía, más allá de la terraza, el rumor de los vehículos que circulaban abajo, por el bulevar Charles-de-Gaulle.

Marc avanzó. Al fondo, un altar sostenía un gran buda, enturbiado por el humo de las varitas de incienso. Un olor a cobre, mezclado con las fragancias acres de la madera de sándalo, planeaba a la luz pigmentada. Se acercó más: al pie de la estatua, los tocados metálicos de las bailarinas descansaban sobre unos trípodes. Todo parecía sumergido en la misericordia dorada del buda.

Se oyó un crujido a su derecha.

Ella estaba allí, acodada en la balaustrada, con la mirada vuelta hacia la calle.

Frágil, minúscula, envuelta en una larga tela azul. Marc recordaba que el azul era un color real. La princesa era la única persona que podía llevar ese color dentro del recinto del palacio. Pero lo que llamaba la atención era la textura de la tela: una seda rígida con hilos de oro, cuyos pliegues parecían romperse y difundir un resplandor raro.

Marc tosió. Ella echó un vistazo por encima de su hombro y no manifestó ninguna sorpresa.

– Alteza -dijo él en francés, esbozando una reverencia ridícula-, me he permitido… Bueno, no sé si se acuerda de mí, soy periodista, me llamo…

– Me acuerdo de usted.

La princesa se volvió completamente y se apoyó en la barandilla con las manos cruzadas tras la espalda.

– Nos había prometido un largo artículo en el Figaro Magazine. Nos encontramos en Voici, con la lista de los gastos diarios de nuestra familia. El artículo se titulaba «Vida palaciega en Camboya».

Hablaba un francés perfecto, sin el menor acento. Marc se inclinó de nuevo.

– No me guarde rencor. Yo…

– ¿Tengo cara de guardarle rencor? ¿Por qué ha vuelto? ¿Otro artículo sobre mi vida privada?

Marc no respondió. Vanasi era idéntica a como la recordaba. Facciones duras, impasibles. Ojos muy negros, apenas rasgados. Su expresión era grave, lejana. Pero un destello, la línea de un relámpago entre las nubes, atravesaba también sus iris oscuros. Algo exaltado que parecía levantar ligeramente sus pestañas.

– Estoy investigando sobre Jacques Reverdi -dijo finalmente, intuyendo que debía ir directo al grano-. Usted declaró en su favor durante el proceso.

Ella confirmó con la cabeza. Parecía cada vez menos sorprendida.

– Vengo de Malaisia, donde está encarcelado por el asesinato de una chica. Su culpabilidad no ofrece ninguna duda. Y creo que tampoco ofrecía ninguna duda aquí, en Camboya.

Vanasi permaneció en silencio, mirando distraídamente los jardines que se extendían detrás de Marc. Este intentó provocarla, -Si no hubiera sido puesto en libertad en 1997, una mujer seguiría viva en Malaisia.

Ella acabó por dar unos pasos a lo largo del balcón. El vestido le llegaba hasta los pies. Parecía deslizarse sobre el mármol.

– Recuerda mi historia, ¿verdad? -La pregunta no esperaba ninguna respuesta-. Lo tuve todo y lo perdí todo… -Esbozó una sonrisa mientras acariciaba con la mano la balaustrada-. Fui princesa, bailarina, criatura divina. Conocí los fastos reales, la vida de estrella. Después sufrí el exilio. La tristeza de Pekín. El alucinante régimen de Corea del Norte, donde mi tío rodaba sus películas.

Marc recordaba ese detalle insólito. Aparte del poder político, el príncipe Sihanouk solo tenía otra pasión: el cine. Rodaba películas, melodramas románticos. Obligaba a actuar a ministros y a generales, así como a los embajadores occidentales para hacer los papeles de «extranjeros».

– Descubrí la locura asesina -continuó Vanasi-. El genocidio de los jemeres rojos. No estaba aquí para verlo, pero sabía lo que pasaba. El éxodo. El hambre. Los trabajos forzados. Las matanzas de bebés a bayonetazos, de hombres y mujeres apaleados y abandonados en los pantanos. En 1979 vine a los campos, en la frontera tailandesa. Quería estar junto a mi pueblo.

»Dijeron que había vuelto para enseñar danza, para despertar las conciencias, para salvar nuestra cultura. Era falso: había vuelto simplemente para morir con los míos. Éramos cerca de un millón, perdidos en la jungla sin medicinas ni alimentos. ¿A quién le preocupaba en ese momento la danza jemer?

»Fue más tarde, en los años noventa, cuando regresé a Camboya y me concentré en la salvaguarda de nuestra cultura, especialmente en Angkor. Jacques Reverdi trabajaba con los que limpiaban los campos de minas.

Hizo una pausa y prosiguió con voz soñadora:

– Se pasaba veladas enteras hablándome de la apnea. De sus inmersiones en las profundidades del mar, de la memoria de los corales, de la inteligencia de los mamíferos marinos. También le apasionaba la arquitectura de los templos. Era un ser… raro.

Marc pensaba en las heridas ordenadas de Pernille Mosensen. En las anguilas que se habían introducido por las heridas de Linda Kreutz. ¿Cómo podía esa mujer ofuscarse hasta ese extremo?

– Bastó que fuera a contar eso para que retiraran la acusación -añadió en un tono seco-. No hay nada más que decir.

– Tengo entendido que fue sobre todo su presencia lo que inclinó la balanza. El hecho de que se desplazara personalmente para abogar en su defensa.

– No. Los cargos no se sostenían. No había pruebas directas. No se puede condenar a un hombre mientras persista la más mínima duda.

– Y ahora, ¿qué piensa?

Ella dirigió la mirada hacia el bulevar. El estruendo de la ciudad se elevaba.

– No puedo imaginar que sea él.

– Alteza, es un delito flagrante. Lo encontraron en Papan junto al cuerpo.

– Entonces, no estaba solo.

Marc se estremeció.

– ¿Cómo?

– Hay otro hombre.

Marc se quedó sin respiración. Se apoyó en una columna.

– Alguien le dicta sus actos -dijo ella alzando la voz, al tiempo que se acercaba-. O actúa en su lugar. Un alma maldita que posee una influencia total sobre él. Nadie puede quitarme esa idea de la cabeza. Jacques Reverdi no puede ser el único culpable.

Marc estaba anonadado. Bajo su cráneo, la blancura del sol se transformaba en relámpago azul, mostrando de pronto abismos hasta entonces sumidos en la oscuridad. Recordó que Reverdi siempre había preferido hablar del asesino en tercera persona. ¿Y si ese «Él» existía realmente?

Pensó de nuevo en el gran ausente de la historia: el padre de Jacques. ¿Y si aún vivía? ¿Y si era un asesino, como suponía la doctora Norman, pero en la vida real, no en la imaginación del apneísta?

Marc descartó esas hipótesis. Debía atenerse a sus pistas y a los mensajes del propio Reverdi.

Vanasi se dirigía hacia los jardines. Marc echó a correr para alcanzarla.

– Alteza…, una última pregunta.

– ¿Qué?

– ¿Sabe por qué a Reverdi le interesan las mariposas?

Ella se detuvo en seco.

– ¿Las mariposas? ¿Quién le ha dicho eso?

– Bueno, yo… Tenía la impresión de que en el bosque…

– ¿Las mariposas? No, no. A Jacques le apasionaban las abejas.

– ¿Las abejas?

– Las abejas y la miel. Sobre todo una miel muy rara. No recuerdo el nombre.

En la mente de Marc se agolparon varias imágenes. Los aborígenes en cuclillas al borde de la carretera, ofreciendo miel en botellas de Coca-Cola. La terraza de Wong-Fat, donde algunos frascos contenían ese líquido dorado. Tenía la verdad delante de los ojos y no había sido capaz de verla.

«Los Jalones que Vuelan y Pululan.»

«Busca en el cielo.»

Las abejas.

La miel.

Preguntó, con la garganta seca:

– ¿Dónde compraba esa miel? Quiero decir aquí, en Camboya.

– No estoy segura… En Angkor, creo. Allí hay un famoso apicultor. Lo llaman el Señor de Oro.

Los puntos se unían como una figura geométrica perfecta.

La miel.

Angkor.

Linda Kreutz.

Marc se despidió precipitadamente de la princesa y se marchó corriendo, estrechando la bolsa contra sí. Durante un breve instante, estuvo tentado de saltar por encima de la balaustrada y aterrizar directamente en el bulevar.

49

Vuelo interior, destino Siem Reap.

En un estado de sobreexcitación.

Cuarenta minutos en el aire, con los ojos clavados en el bloc escribiendo sus conclusiones. O más bien sus hipótesis.

Al asesino le apasionaba la miel. Y la sangre de Pernille Mosensen estaba anormalmente azucarada. Había muchas razones para creer que Reverdi hacía ingerir a sus víctimas una cantidad considerable de miel. ¿Por qué? No sabría decirlo, pero presentía que esa sustancia desempeñaba un papel purificador en la ceremonia.

Lejanamente, todavía planeaban en su cabeza las palabras de Vanasi sobre la «rareza» de Reverdi. Su discurso panteísta. La miel pertenecía a ese universo. Anotó: «No bebe la sangre de sus víctimas. Les da miel para purificarlas, acercarlas a la naturaleza. La sangre endulzada envuelve a la víctima como el líquido amniótico protege al feto». El apneísta se perfilaba cada vez más como un «asesino ecologista».

Ecologista.

Y místico.

Marc percibía en la propia naturaleza de la miel una proximidad, un parentesco con cierta poesía religiosa, muy antigua, que conocía bien por haberla estudiado durante la carrera. Una poesía que podía presentar un doble sentido erótico. El gran ejemplo era el Cantar de los Cantares. Marc garabateó en una esquina de la página una cita de la obra:

Tus labios, esposa mía,

son como un rayo que destila miel.

Se sabía de memoria ese texto bíblico, que recurría constantemente a las metáforas líquidas: la sangre, el vino, la leche, la miel… Y también a los perfumes procedentes de la naturaleza: mirra, azucena, incienso… Del mismo modo, Reverdi celebraba su unión con su víctima gracias a unos elementos esenciales, primordiales.

Era un acto de amor.

Una ceremonia a la vez cósmica y erótica.

Marc escribía con mano trémula: «Informarse también sobre los procesos fisiológicos relacionados con la miel». ¿Qué cantidad había que ingerir para que la sangre alcanzara el índice de glucosa que tenía la de Pernille Mosensen? ¿Cuánto tiempo tardaba en digerirse? ¿Tenía Reverdi prisioneras a sus víctimas varios días? ¿O solo unas horas?

Le faltaba descubrir, sobre todo, por qué Reverdi asociaba los términos «jalones» y «eternidad». ¿Qué relación había entre las abejas y el infinito?

Una cosa era segura: esas palabras ocultaban un acto de crueldad. La miel daba origen a una tortura específica. Wong-Fat, el vendedor de insectos, había dicho: «Ahora que sé que Reverdi es un asesino, imagino lo que les hace a las chicas». Pero el chino desconocía el detalle de la sangre azucarada, no publicado en la prensa. Y sin embargo, había comprendido la función de la miel en el sacrificio. ¿Por qué?

El contacto del tren de aterrizaje con el asfalto penetró en sus huesos como un rayo de muerte.

Siem Reap era la continuación lógica de Phnom Penh.

Al menos por lo que podía ver en plena noche. Grandes árboles de hojas fatigadas; polvo gris que, a la luz de los faros del coche, adoptaba un matiz plateado; edificios chatos, compactos, austeros.

En el centro de la ciudad, se detuvo en el primer hotel que encontró. El Golden Angkor Hotel. Quince dólares la noche, con el desayuno incluido. Aire acondicionado. Y una limpieza absoluta.

Cuando Marc entró en su habitación, apreció las paredes claras, el lino impecable, el olor a limpio. Pensó en una galería de arte contemporáneo. Con el enorme ventilador en el techo a modo de escultura expuesta.

Un espacio puro.

Un espacio de reflexión.

Era cuanto necesitaba.

Retomó el hilo de sus pensamientos tumbado en la cama. Las preguntas continuaban girando, incansablemente, dentro de su cabeza. Pero, antes de nada, ¿debía escribir un e-mail a Reverdi? No. Más vaha esperar a ir a Angkor y ver al apicultor. Entonces Élisabeth demostraría que había sido capaz de aprovechar su segunda oportunidad.

Apagó la luz. Otras ideas se abrían camino. Como esa teoría del segundo hombre. Vanasi había conseguido introducir la duda en su mente. Marc no podía descartar la posibilidad de que existiera un cómplice.

El enigma del padre se planteó de nuevo. ¿Era posible que existiera en alguna parte un padre criminal que hubiese influido en Reverdi, que lo hubiese formado, o incluso ayudado en sus crímenes? La bailarina real había dicho: «Él no es el único culpable». Y el doctor Alang, refiriéndose al contenido de la cinta de vídeo, había comentado: «Habla del asesinato como si hubiera sido testigo, y no el autor», Marc oía aún la vocecita de Reverdi convertido en niño: «Escóndete, viene papá».

Marc sacudió enérgicamente la cabeza. No. Imposible. Debía abandonar esa teoría absurda. Ya había pasado un mal rato imaginando al abogado pervertido, el tal Jimmy, convertido en el brazo armado de Jacques. No iba a inventarse ahora a un padre diabólico que podría estar siguiéndole los pasos.

Guardó todos sus delirios en un rincón de su cabeza y cerró los ojos con este pensamiento tranquilizador:

Jacques Reverdi estaba solo.

Y él, contando a Élisabeth, era dos.

50

A la mañana siguiente, Marc alquiló un scooter: las ruinas de Angkor estaban a cinco kilómetros. Atravesó Siem Reap, vasta ciudad de provincias que no tenía rasgos particulares, y llegó a una barrera con peaje que marcaba la entrada al yacimiento arqueológico.

Antes de entrar, Marc tomó un desayuno asiático: un gran cuenco de tallarines templados, con trozos de buey y láminas de zanahoria fríos. Con el estómago lleno, pagó el diezmo a los guardias adormilados y preguntó por el apicultor. Los hombres asintieron con la cabeza levantando el pulgar: «Honey very good».

Marc siguió la carretera entre la maleza gris. Era absolutamente recta, sin ramificaciones ni curvas; una simple pista asfaltada, abierta en el bosque, para llevarte «allí».

Se cruzó con algunos campesinos en bicicleta, enterrados bajo haces de palmas. Vio chabolas donde vendían gasolina en botellas de whisky; elefantes preparándose para una ruda jornada de paseos turísticos. Contemplaba sobre todo los grandes árboles plateados, cuyos nombres había leído una vez más en su guía: banianos, ceibas, bananos…

Una curva lo sorprendió. Más bien un ángulo recto, que se estrellaba contra un río inmóvil, alfombrado de nenúfares. Marc se detuvo y escrutó las aguas estancadas. Ningún cartel. Ningún transeúnte. Percibió -pura intuición- que algo se perfilaba a la izquierda, detrás de la línea de árboles, pasado el primer meandro del río.

Cambió de marcha y avanzó en esa dirección. La carretera estaba cada vez más seca, más polvorienta. Pequeñas hojas rascaban el suelo. La vibración del motor se mezclaba con su frotamiento contra el asfalto. Marc no paraba de lanzar miradas hacia la orilla de enfrente, presintiendo que una presencia iba a aparecer.

Entonces vio, de repente, rematando la superficie de los nenúfares y la franja verdeante del follaje, las torres legendarias de Angkor Vat. Cinco mazorcas de maíz de contornos cincelados, dispuestas en abanico, que en la memoria colectiva se habían convertido en el símbolo absoluto de los templos nacidos en la selva.

Al principio Marc se quedó desconcertado. Como sucede siempre ante un cuadro demasiado famoso, no encontraba sus puntos de referencia. No reconocía la imagen que tenía en la cabeza. Todo aquello parecía falso. Desentonaba. Luego, casi inmediatamente, lo invadió la sensación contraria: una familiaridad natural se asentó en su conciencia, como si hubiera vivido siempre junto a esos edificios.

No se detuvo. Según el plano, faltaba aún bastante para llegar al Bayon, el otro templo importante, en cuyas inmediaciones el apicultor tenía sus colmenas. Siguió la pista, invariablemente recta y desnuda, junto al río.

Al cabo de diez minutos apareció, al final de un puente de piedra, una puerta monumental bordeada de guerreros y dragones. Una pesada ojiva, construida con bloques verdosos y coronada por un inmenso rostro plácido cuya sabiduría y dulzura parecían salir de sus labios sonrientes como si fuera vaho.

Al otro lado no estaba la ciudad, sino que continuaba el bosque. Marc seguía avanzando. Las dimensiones del yacimiento eran vertiginosas. La selva, alta, despejada, parecía interminable. Marc saboreaba el paisaje aspirando el aire soleado. Admiraba los altos troncos cenicientos, la inmensa fronda que se abría ante él como manos en señal de bienvenida.

Al poco, los árboles parecieron quedar clavados al final de la carretera. Marc creyó que era un efecto de la luz. Pero no: aunque él se acercaba, las copas se negaban a alejarse, y las hojas habían dejado de moverse. Ahora dibujaban trazos, curvas, ornamentos. Piedra. El primer templo, tallado en el bosque, estaba a la vista. Torres y terrazas aparecían al fondo de la espesura. Marc revisó su impresión. Rostros. Rostros a flor de jungla… Cada rasgo de laterita, cada bloque de gres revelaba una frente, una mirada, una sonrisa. El templo se aproximaba a él como una procesión de dioses, tranquila y lenta.

Había llegado. El Bayon, conocido como «el bosque de los rostros». Marc recorrió su contorno. En el tercer lado vio, arriba de los escalones, un muro esculpido. Detuvo el scooter y se acercó, pasando por encima de los cientos de bloques caídos y esparcidos por el suelo.

Esa fachada era de una complejidad extraordinaria: había varias terrazas escalonadas, y cada una de ellas sostenía decenas de rostros con diferentes expresiones, miradas y coronas. En los huecos aparecían bailarinas, se recortaban guerreros. Todo estaba tallado, labrado, cincelado.

Marc, con su bolsa de turista al hombro, pensaba en los artistas que habían esculpido esas maravillas. Tenía la impresión de penetrar en su cerebro. Como si cada detalle, cada rincón revelara un aspecto de su conciencia, de su exigencia, de sus obsesiones. Esa reflexión le recordó a Reverdi y su poder nocturno.

«Busca el fresco.»

Ese era el lugar que indicaba. Se trataba de esos bajorrelieves en escalera, cuyos soldados «miraban» el terreno del apicultor.

Sí, estaba seguro, la miel ya no se encontraba lejos.

51

Marc encontró la granja en el eje del bajorrelieve, a cincuenta metros, detrás de un grupo de altas ceibas. Dos edificios sucios, dispuestos en forma de L, cuyos tejados estaban cubiertos de hojas secas. Un cartel anunciaba con orgullo: laboratorio de bosque. A la izquierda, decenas de cajas de madera: las colmenas. Alrededor de ellas zumbaban nubes de abejas.

Críos con aspecto de gatos salvajes bailaban, giraban, correteaban entre las colmenas, rivalizando en rapidez con los insectos. Marc vio entre la horda una figura no más alta que las demás pero que parecía mucho mayor. El Señor de Oro. Viéndolo, el sobrenombre parecía exagerado. Un esqueleto canijo, con la cabeza envuelta en un sarong viejo y manchado de laterita. Sobre este, un sombrero de paja sujetaba un trozo de red verde de ping-pong que le caía por delante de la cara.

El hombre se acercó a Marc apartando el velo de un rostro quemado y surcado de arrugas. Los niños lo acompañaban. Uno llevaba unos zapatones sin cordones, otro una chaqueta de falso tweed abrochada con un cordel, otro un impermeable sobre el torso desnudo. Todos llevaban la misma red verde delante de los ojos. Los olvidados en versión asiática. Cuando estuvieron delante de Marc, levantaron al unísono su protección y dejaron al descubierto la misma mirada de malicia.

Marc se presentó en inglés. El apicultor debió de notar su acento y contestó en francés. Un francés de la vieja escuela.

– Encantado, señor. Yo me llamo Som.

En su semblante, en forma de piña, brillaba un reflejo socarrón. Los niños no paraban de parlotear a su alrededor y de empujarlo. Él se echó a reír: la mitad de sus dientes eran de oro.

– Y estos son hijos y nietos míos. Pasada cierta edad, vivir sin niños es quedarse completamente seco. Es muy triste vivir solo para uno mismo, ¿no le parece?

Marc asintió sin convicción. Los últimos niños a los que se había acercado descansaban en cajones de acero inoxidable, en un depósito de cadáveres. Asesinatos. Pederastia. Incesto. La retahíla habitual.

Para evitar cualquier pregunta sobre su propia familia, habló inmediatamente de la muerte de Linda Kreutz sin parar de mover los brazos para ahuyentar a las abejas. La escena le recordaba las Cameron Highlands: estaba dando vueltas en el mismo círculo.

– Esa chica… -dijo, haciendo una mueca, el apicultor-. Es muy triste, mucho. Pero ¡qué jaleo se organizó! ¿Sabe cuántos asesinos continúan en libertad en Camboya?

Marc puso cara de circunstancias. Esperaba los inevitables lamentos sobre el genocidio jemer, pero se equivocaba: Som no era un aguafiestas. Se quitó los guantes y preguntó:

– ¿Viene a hacerme preguntas sobre Jacques Reverdi?

Su francés presentaba algunas lagunas, pero su mente no. Marc asintió con la cabeza, observando que las manos del viejo, manchadas de laterita, ofrecían toda la gama de los rojos y los marrones, desde el ocre hasta el naranja pasando por las diferentes tonalidades de carmín. Las abejas y los niños habían desaparecido. Los pájaros estaban ahora a sus anchas.

– No puedo decirle nada sensacional -prosiguió, sacudiendo los guantes contra uno de sus brazos-. Yo apreciaba mucho a Jacques. Venía a verme cuando trabajaba en Ba-Phuon.

Marc no estaba dispuesto a escuchar más elogios.

– ¿Sabe que lo han pillado en flagrante delito de asesinato en Malaisia?

El anciano sacudió enérgicamente su sombrero de paja. Todos sus movimientos despedían un olor dulzón, ligeramente empalagoso.

– Sí, pero me cuesta creerlo. Sobre todo el método. Tan salvaje… Jacques es un hombre muy reflexivo, muy… -se apuntó con los dedos rojos el pecho- interior.

Marc no deseaba evocar otra vez las múltiples personalidades del asesino. Adoptó un tono firme:

– Oiga…

– No, oiga usted. Jacques, gran hombre para la meditación. La apnea le había aportado tranquilidad espiritual. ¿Sabe cómo se practica la meditación?

– No.

El viejo levantó el índice y lo hizo girar.

– Esta noche, en su habitación, observe el ventilador. Las palas giran tan deprisa que no es posible distinguirlas. El cerebro humano igual. Nuestros pensamientos van demasiado deprisa. Imposible desenredarlos. -Ralentizó el movimiento-. Pero detenga el ventilador. Mire cada una de las palas a medida que se van precisando, encuentre su forma… Haga lo mismo con su mente. Separe una idea de las demás. Obsérvela desde todos los puntos de vista. Ese es el papel de la meditación. Transformar el pensamiento en objeto fijo.

Marc suspiró.

– ¿Qué relación tiene eso con Reverdi?

– Él era el campeón. El maestro. Podía aislar una idea, considerarla bajo todos sus aspectos. La apnea le dio poder.

Un ruido extraño, que persistía bajo el piar de los pájaros, distrajo a Marc. Un susurro languideciente que, ahora se daba cuenta, sonaba desde que había llegado.

Volvió la cabeza y vio, detrás de él, a la derecha de las colmenas, un muro de pequeñas hojas prietas, muy verdes, muy ligeras, que se movían como olas. Bambúes. Ese «laboratorio de bosque» incluía un campo de bambúes.

Huyendo de ese murmullo, se dirigió a un mostrador sobre el que había botellas y tarros pegajosos y dorados. Debía volver al objeto de su visita.

– ¿Es esta miel la que Reverdi le compraba?

El apicultor se acercó.

– No. Eso, miel para comer. Jacques compraba miel para curar.

– ¿Para curar?

Con su mano roja, el hombre cogió un frasquito.

– Miel muy rara, que cierra las heridas. -Apretó el índice contra el pulgar-. Coagula la sangre. ¿Cómo se dice en francés? He… mos… tá… ti… ca.

Marc le quitó el frasco de las manos. Estaba pringoso. Unas abejas seguían revoloteando alrededor.

– ¿Esta miel permite pegar carne desgarrada?

– La mejor para cicatrizar. Reverdi la compraba para las heridas producidas por el coral. Normalmente tardan mucho en cicatrizar. Con esto, ningún problema… Lo pone sobre la herida. La miel se seca, los vasos y la piel se cierran. En unos segundos. No hay nada mejor.

Marc tenía la impresión de estar cayendo en el interior de sí mismo.

Escrutaba los reflejos del cristal como si fuese el fondo del crisol de un alquimista. Las palabras de Wong-Fat azotaban su memoria: «Ahora que sé que Reverdi es un asesino, imagino lo que les hace a las chicas». Y había añadido: «Sobrepasa el entendimiento».

Marc estuvo a punto de echarse a reír.

Y de dejarse llevar por el espanto.

Sí: aquello sobrepasaba el entendimiento.

Marc acababa de entender también la atrocidad del rito.

Modus operandi.

Circulando deprisa con el scooter, Marc analizaba su descubrimiento.

Como punto de partida, la reflexión del doctor Alang: ¿por qué el asesino había practicado veintisiete heridas para sangrar un cuerpo que, después del segundo corte, estaba completamente vacío?

Respuesta: porque la sangre aún no había manado.

Reverdi, después de practicar cada incisión, cerraba inmediatamente la carne con ayuda de la miel hemostática. Abría una herida y la cerraba con el líquido, que se secaba en el acto. Cuando había acabado su obra, liberaba la sangre de una sola vez.

¿Cómo?

Con una llama.

Acercando una vela o un encendedor, licuaba la miel que había pegado la carne. Entonces, las heridas se abrían y la sangre manaba toda a la vez.

Marc tenía la prueba de esta última maniobra. Las señales de quemaduras qué él mismo había visto en las imágenes. Alang suponía que la utilización del fuego tenía como objeto impedir que la sangre se coagulara. Estaba equivocado: el calor servía para fundir la miel.

Esto permitía desentrañar otro misterio: la presencia del azúcar en la sangre. Desde el principio, Alang creía que esa sangre había sido enriquecida con azúcar, mediante alimentos, en el interior del cuerpo. Pero lo que se había producido era lo contrario: el azúcar y la sangre se habían mezclado en el exterior de la carne, al fundirse la miel y disolverse con la hemoglobina que manaba de las heridas.

Marc apretaba el manillar. La carretera se enturbiaba ante sus ojos. Ya tenía todas las respuestas a las preguntas de Reverdi. Comprendía todas las palabras, todas las comas de su lenguaje esotérico.

¿Jalones que «Vuelan y Pululan»?

Heridas cubiertas de miel, «habitadas» simbólicamente por las abejas.

¿Jalones «de Eternidad»?

Cortes que se abrían sobre la muerte, con un tiempo de retraso.

¿No había escrito Reverdi, a modo de indicio: «Solo hay una forma de contemplar la eternidad: retenerla por unos instantes»?

Sí, gracias a la miel, Reverdi retenía la muerte.

Retenía el líquido vital para liberarlo mejor, de una sola vez.

Y transformar a su víctima en una fuente de sangre.

52

En su habitación, la luz de mediodía se proyectaba sobre las paredes blancas con una violencia insoportable. Corrió las dobles cortinas de un tirón. La penumbra lo calmó. Las telas tostadas solo difundían un halo anaranjado, un color de té. Sacó el ordenador de la cartera, pero en el momento en que lo abría tuvo una alucinación.

En la pared que quedaba frente a la cama vio, como en una pantalla de cine, la escena del asesinato de Linda Kreutz. Se derrumbó sobre la cama y no apartó los ojos de la terrorífica proyección.

La ceremonia de Jacques Reverdi.

Era una cabaña.

Una choza con el techo de palmas y las paredes trenzadas. Al fondo, en la sombra, estaba la chica atada en una silla, desnuda. Se debatía, pero no lograba moverse ni un centímetro ni desplazar la silla, soldada al suelo. También intentaba gritar, pero una mordaza la reducía al silencio. Solo sus cabellos vaporosos se agitaban sin ruido, como un estandarte desesperado.

Marc no habría sabido decir por qué, pero «veía» velas colocadas delante de ella, formando un semicírculo en el suelo. El punto de vista se desplazó lateralmente y Reverdi apareció en el campo visual, desnudo también, sentado con las piernas cruzadas en el suelo, al otro lado de las llamas palpitantes. Parecía en actitud devota, de oración.

De pronto, se levantó de un salto. En su mano derecha se materializó un cuchillo de submarinista que el reflejo de las velas convirtió en un tallo de oro. Apoyó la punta bajo la clavícula derecha de Linda. La piel, comprimida por las ataduras, se abombaba y parecía invitar a la hoja. Él la clavó sin ningún esfuerzo.

Marc contuvo un gemido.

Reverdi mantuvo el arma dentro de la carne y, con la otra mano, acercó un pincel reluciente de miel. Embadurnó el contorno de la herida. Solo entonces tiró muy lentamente del cuchillo, al tiempo que retocaba la obturación aplicando toques azucarados. Cuando observó que la miel se secaba y soldaba los labios de la herida, lo extrajo por completo.

Indiferente a los gritos mudos de la mujer, a sus contorsiones inútiles, pasó a la herida siguiente. Otro Jalón de Eternidad a lo largo del Sendero de Vida. Luego pasó a otra más.

Marc lo veía todo en la pared. La claridad dorada de la cabaña. La sombra vacilante del asesino sobre las paredes trenzadas. Los dos cuerpos desnudos, chorreando de sudor, uno frente a otro en una sutil mezcla de sensualidad y religiosidad.

Marc ya no sabía si estaba dormido o despierto. No tenía conciencia del tiempo. De repente, se percató de que el cuerpo estaba preparado. Cubierto de incisiones, brillante de miel, pero sin una sola gota de hemoglobina. A punto de reventar, en todos los sentidos del término.

Lentamente, Reverdi dejó el arma y el pincel y cogió una de las velas. Con precisión y destreza, acarició las heridas una a una con la llama, haciendo que la miel se fundiera. En todas se formaban unas burbujas de oro en la superficie del corte y luego, al cabo de un segundo, la carne se entreabría y brotaba la sangre. Todo eso sucedía tan deprisa que él asesino parecía tener en la mano un rayo, un zigzag de luz.

Entonces, a la manera de un dique que se rompe como consecuencia de la fuerza de una crecida, el cuerpo de Linda Kreutz se abrió. La joven alemana abrió desmesuradamente los ojos al ver derramarse su propia sangre. Su piel bronceada estaba convirtiéndose en el territorio de una inundación alucinante. Nervaduras, arroyos, ríos… El jugo fluía, el cuerpo entero se oscurecía, se derramaba sobre las tablas del suelo, transformando la choza en una terrorífica caja de Pandora.

Marc fue corriendo al cuarto de baño. Vomitó su miedo, su asco, la fuerza de su visión. Vomitó su proximidad con el asesino. Vomitó al asesino, que ahora lo habitaba. Los espasmos lo levantaban del suelo. Se ahogaba, se asfixiaba, se moría…

Cayó de rodillas y apoyó la cara, de lado, en la taza del váter. El frescor de la loza le resultó infinitamente benéfico. Pero su rostro seguía ardiendo. Los vasos sanguíneos de sus sienes, que habían reventado, le producían un hormigueo en la superficie de la piel. Sin cambiar de posición, alargó un brazo hacia el lavabo y encontró a tientas el grifo. Hizo correr el agua y dejó la mano bajo el chorro.

Transcurrieron así largos minutos, durante los cuales el frío se extendió poco a poco por su organismo. Finalmente consiguió levantarse. Se mojó la cara y volvió a la habitación. El calor le pareció insoportable. Encendió el aire acondicionado y el ventilador mecánico, y en ese momento vio, a través de las cortinas, que era de noche.

Su delirio había durado toda la tarde.

Decidió darse una ducha.

Para recuperarse del todo.

Media hora más tarde, Marc estaba tendido en la cama, lavado, peinado… y con la mente despejada. O casi. Las ocho de la tarde. Si hubiera sido razonable, habría salido a comer algo, un buen plato de arroz, por ejemplo. Pero precisamente la idea de ingerir algo despertó su dolor de estómago. No, tenía una cosa mejor que hacer. Ahora debía escribir.

Al monstruo.

Al verdugo.

Encendió el ordenador, conectó el módem y se instaló en la cama. Había que desarrollar las conclusiones de Élisabeth con todo detalle. Lo había logrado, había comprendido lo ocurrido. A cambio, su «amado» debía darle más indicios.

Marc no debía dejar escapar al asesino.

Por eso decidió ir hasta el fondo.

Asunto: ANGKOR Enviado: jueves 29 de mayo, 20 horas.

De: lisbeth@voila.fr

A: sng@wanadoo.com

Amor mío:

Estuve a punto de perderte y creí volverme loca. Volviste a mí y se diría que una luz me llena de nuevo, me inunda de felicidad.

Pero tu ausencia tuvo una virtud. Creó en mí un desgarramiento que barrió las últimas escorias de mi mente y me permitió ver en el fondo de mi alma. Cuando creí que me habías abandonado, estaba desnuda, perdida, como ajena a mí misma. Entonces supe que el sentido de mi vida era seguirte… hasta el final.

Ahora sé que esta búsqueda es el viaje inesperado que dará sentido a mi vida. Una búsqueda que me enriquece, me exalta, me purifica y teje entre nosotros un vínculo único.

Amor mío, me has dado otra oportunidad y yo la he aprovechado. He cumplido tu orden. He seguido tu indicación.

He encontrado el fresco de Angkor. He hablado con el Señor de Oro, el apicultor que controla la cría de las abejas y la fabricación de la miel que utilizas.

Finalmente, he encontrado el camino. He descifrado el significado de los Jalones de Eternidad…

Marc estuvo más de una hora escribiendo en ese mismo tono apasionado. Dio todos los detalles de su búsqueda, mencionando incluso su visita al Cambodge Soir y su encuentro con la princesa Vanasi. No quería ocultar nada. Sabía que Reverdi imaginaría a la bella Élisabeth -con el aspecto de Jadiya-, recorriendo las calles de Phnom Penh, la explanada del Palacio Real, las ruinas de Angkor Thom…

Después contó lo que imaginaba: los cortes siguiendo las venas, cicatrizados con ayuda de la miel, abiertos con la llama.

Cuando hubo terminado su largo mensaje, lo mandó sin releerlo. No quería retocar nada, quería conservar su espontaneidad. Le asombraba más que nunca su capacidad para meterse en la piel de Élisabeth. Ese tono apasionado, esa admiración amorosa le salían de modo natural. Y prefería no ahondar demasiado en sí mismo para averiguar de dónde sacaba esas palabras tumultuosas.

Pero había algo peor: la crisis alucinatoria que había sufrido por la tarde. Durante unas horas había sido Reverdi.

Su perfil se volvía cada vez más confuso. Cincuenta por ciento Élisabeth. Cincuenta por ciento Reverdi. ¿Dónde estaba el verdadero Marc?

Las tres de la madrugada.

Aún no se había dormido. En la oscuridad, con las manos cruzadas detrás de la nuca, observaba el ventilador, que giraba incansablemente. Recordaba las palabras del apicultor: «Las palas giran tan deprisa que no es posible distinguirlas. El cerebro humano, igual. Nuestros pensamientos van demasiado deprisa. Imposible desenredarlos».

Para distraerse, intentó aislar mentalmente una parte de la hélice. Si lo conseguía, quizá se le ocurriera una idea nueva. El viejo había dicho: «Transformar el pensamiento en objeto fijo».

De pronto se incorporó: acababa de pensar algo evidente. Debía hacer partícipe al mundo de los resultados de su investigación. No podía guardarse una cosa así para él.

Un libro.

Debía escribir un libro.

Un documento en el que contaría su aventura. Un testimonio único sobre su descenso a los infiernos. Tenía que difundir su experiencia, revelar a los demás el secreto que estaba descubriendo. Estaba aislando, cual un investigador científico, un virus maligno. Era un hito en la historia del conocimiento humano.

En ese instante se le heló la sangre. En realidad, no podría publicar nada. Ni siquiera después de la ejecución de Reverdi. Por una razón elemental: sería acusado inmediatamente de «ocultación de pruebas» y «obstrucción a la justicia». Verían que había indagado por su cuenta, con toda discreción, que había conseguido obtener informaciones esenciales, pero que había seguido el proceso sin mover un dedo, sin ofrecer la menor colaboración.

Condenarían sus métodos abyectos: su impostura, sus mentiras. Y su indiferencia hacia las familias de las víctimas. No le había pasado ni una sola vez por la mente proporcionar a los padres información sobre la desaparición de sus hijas.

Un periodista despreciable, un cabrón cínico que merecía un castigo: esas eran las distinciones que recibiría.

Sin contar con que ya había sido condenado en dos ocasiones, en 1996 y en 1997, por «acoso», «violación de la intimidad» y «robo con fractura». Se había librado por los pelos de ir a la trena. Esta vez le caería una pena de prisión.

Intentó relajarse, aceptar esa decepción. Se concentró de nuevo en el ventilador y trató otra vez de detener el movimiento y de visualizar una de las palas. A medida que su atención se centraba, notaba que otra idea iba aflorando en su mente. Un pensamiento todavía confuso, pero que podía sacarlo del túnel.

De pronto, supo de qué se trataba.

Una novela.

Debía escribir una obra de ficción donde contaría la verdad sin que nadie lo supiera. Le bastaría apartarse de los hechos oficiales, revelados por los medios de comunicación, y todo el mundo creería en una historia imaginaria. Sí. Iba a escribir una novela que sonaría rabiosamente a «auténtico» porque todo, o casi todo, sería verdad.

Una ola se formó dentro de él. Algo oculto, enterrado en su corazón desde hacía años. Sus sueños frustrados de novelista. Sus esperanzas reprimidas de escritor. ¿Cuántos años hacía que había renunciado a escribir una obra literaria? ¿Cuánto tiempo llevaba ese proyecto arrumbado en el fárrago de sus desilusiones?

Pero ahora estaba decidido.

Su historia iba a convertirse en un thriller implacable.

Un thriller escrito desde el interior.

Al dictado de un asesino.

53

Jacques Reverdi contemplaba el cuerpo de Hajjah Elahe Tengku Noumah, miembro de la familia real del sultanato de Perak.

El chico acababa de ser encontrado muerto en su celda.

A las tres de la madrugada, durante una ronda.

Habían llevado a dos «voluntarios» para transportar el cadáver. Reverdi formaba parte del equipo. Lo habían instalado en el consultorio de la enfermería, en espera de que fuera trasladado al depósito de cadáveres del Hospital Central. El doctor Gupta, medio dormido, había pedido a Jacques que velara el cuerpo y después había ido a acostarse.

Las primeras constataciones hacían pensar en un suicidio. El joven aristócrata se había colgado en su celda, con el cable del televisor. Colgado: Reverdi estaba de acuerdo en eso. Pero desde luego no por voluntad propia. Habían encontrado al chico arrodillado en el suelo, con las vértebras cervicales rotas y el cable atado a las tuberías del lavabo.

¿Quién se colgaba de rodillas, contando únicamente con la fuerza de su voluntad?

Un hombre como Jacques tal vez, pero no un chaval como Hajjah, hijo de una familia rica, cuyo más mínimo esfuerzo había sido ahogado en la gelatina del dinero. Nada más quedarse a solas con el cuerpo, Reverdi había palpado sus miembros inferiores. Las articulaciones de las piernas estaban flojas…, rotas. Resultaba fácil imaginar la escena. Los filipinos, pagados por los chinos y con la complacencia de Raman, habían sorprendido a Hajjah en su celda. Lo habían amordazado y le habían atado al cuello el cable del televisor, sujeto a las tuberías. Después, manteniéndolo en posición horizontal, habían tirado con todas sus fuerzas de sus piernas hasta partirle las vértebras.

Bajo las uñas de la víctima, Reverdi había visto restos de piel. El chaval había intentado defenderse mientras los cabrones lo desmembraban. ¿Qué posibilidades tenía contra unos asesinos que habrían liquidado a cualquiera por un paquete de cigarrillos?

Una vez, Hajjah le había pedido protección.

Él había contestado «ya veremos».

En otra ocasión, Éric había implorado su ayuda.

Él había contestado «ya veremos».

Ahora veían.

Y él no había movido un dedo para defender al chico.

No sentía ningún remordimiento. La cárcel no se basa en un sistema de ayuda mutua o de solidaridad. Es un mundo en el que los intereses personales cohabitan sin mezclarse. Llegado el caso, pueden coincidir en un objetivo común, pero la regla es no salir nunca del propio círculo de existencia. Una lógica de ratas, en la que la inteligencia solo se aplica a la supervivencia inmediata.

Sin embargo, ahora todo era distinto.

Aprovechando ese velatorio, rodeado de tarros de formol y de desinfectantes, Jacques había consultado en la enfermería desierta, utilizando la miniagenda, su cuenta de correo electrónico.

Una maravilla lo esperaba: Élisabeth había encontrado el camino. Había comprendido el significado de los Jalones de Eternidad. Y había empezado a utilizar un lenguaje de puro amor.

Jacques había redactado un mensaje de respuesta, liberando él también su palabra y dando nuevas instrucciones. Cada vez que lo hacía, experimentaba una vaga aprensión. ¿Hacía bien en confiar en ella hasta ese punto? Esas palabras, esos hechos jamás habían salido hasta entonces de su conciencia.

Pero no tenía elección.

Era el único camino para unirse a Élisabeth.

Una hora más tarde lo condujeron a su celda, antes de la primera llamada.

Se dirigió al cuarto de baño y cogió su cepillo de dientes.

En el extremo del mango, escondida entre las cerdas, había metido una hoja de afeitar. Un filo asesino totalmente invisible. Pasó suavemente el dedo índice por la hoja.

Había llegado el momento de vengar a Hajjah.

Y de ofrecer su tributo de sangre a Élisabeth.

54

Domingo 1 de junio, Tailandia.

Una de la tarde.

La isla de Phuket era una tapadera perfecta.

El modesto aeropuerto, las tiendas de recuerdos, las cabañas de las agencias de viajes: todo despedía un perfume tropical e insular. Un modelo de destino exótico.

En realidad, Phuket era una de las zonas más tórridas de Tailandia. Un lugar destacado del turismo sexual. Marc sabía que estaba entrando en otro círculo del infierno. Después de Malaisia y las heridas formando un dibujo, de Camboya y los cortes soldados con miel, ¿qué iba a descubrir en Tailandia?

El sábado por la mañana, unas horas después de haber enviado su mensaje, había recibido una respuesta.

Asunto: TAKUA PA – Recibido: 31 de mayo, 8 h 30.

De: sng@wanadoo.com

A: lisbeth@voila.fr

Amor mío:

Esperaba con impaciencia que encontraras tu camino. «Nuestro» camino. Esa línea que nos une, tendida bajo el mundo de las apariencias y el universo mediocre de los hombres.

Lise, amor mío, has sido capaz de restablecer ese vínculo. Incluso has decidido liberar nuestro lenguaje y te lo agradezco. Este silencio también ha sido para mí una verdadera herida…

Tus descubrimientos nos permiten ahora acercarnos más. Muy pronto dejará de haber límites en nuestra unión.

Pero antes debes superar la tercera etapa. Debes ir a Tailandia. Concretamente a una isla del sudeste…

Marc había perdido el vuelo de la mañana y había tenido que esperar hasta la noche para trasladarse de Siem Reap a Phnom Penh. Allí se había hospedado de nuevo en el Renaksé y había esperado a la mañana siguiente para tomar un avión en dirección a Bangkok. Nada más aterrizar, sin salir del aeropuerto, había tomado otro avión hacia Phuket, alrededor de las once de la mañana.

Otro territorio de caza del asesino; el apneísta había ejercido allí durante años. Sus indicaciones eran cada vez más precisas:

En Phuket, alquila un coche y sube por la costa hacia el norte. Cruza el puente y entra en el continente, en dirección a la frontera birmana. Cuando llegues a Takua Pa, recibirás más instrucciones.

Muy importante: tienes que alquilar un teléfono móvil y conectar a él el ordenador para poder recibir mis mensajes en cualquier lugar del camino.

Para concluir, Reverdi presentaba el nuevo indicio que había que descubrir:

El método no lo es todo, amor mío. Un rito necesita un espacio particular. Un lugar sagrado donde cada gesto adquiere un significado superior, donde cada movimiento es un símbolo.

Ahora te diriges a uno de esos lugares. La Cámara de Pureza. Mantén el rumbo. Muy pronto penetrarás en el espacio mismo del Secreto…

El Sendero de Vida.

Los Jalones de Eternidad.

Y ahora, la Cámara de Pureza.

Reverdi lo guiaba, simple y llanamente, al escenario de un crimen. La excitación de Marc iba en aumento; sentía físicamente que se acercaba al asesino, que penetraba en su reino.

A cincuenta metros del aeropuerto, bajo la sombra de unas palmeras, Marc vio las agencias de alquiler de coches. Simples quioscos de madera blanca. Escogió un Suzuki Caribbean, una especie de jeep descapotable, cubierto con una lona azul y provisto de aire acondicionado. Alquiló también un teléfono móvil y compró un abono.

El encargado de la agencia lo acompañó hasta su coche y lo puso en guardia contra el monzón. Empezaba en el norte. Marc estuvo a punto de contestarle que la tormenta no le daba miedo.

Al contrario, se dirigía hacia el ojo del huracán.

Por el camino, no dejaba de pensar en su novela. Durante aquellos dos últimos días ya había ordenado sus notas en torno a una trama policíaca. Nada más fácil: su viaje era, en sí mismo, una novela policíaca. Desde que se le había ocurrido esa idea, no había vuelto a tener la menor duda. Ese proyecto lo animaba a proseguir su investigación en todos los frentes. El trabajo de ficción le permitiría identificarse mejor, mediante la imaginación, con el asesino. En sus notas ya había empezado a escribir en primera persona cuando adoptaba el punto de vista del asesino.

Marc empezaba también a acariciar planes menos desinteresados. ¿Y si escribiera un best-seller? De repente soñaba con el éxito, la gloria, el dinero…

Llegó a Takua Pa a las cinco de la tarde. Una ciudad de provincias, insulsa y polvorienta, con unos depósitos de agua a modo de puntos de referencia. Situado en el interior, ese antiguo establecimiento portugués no tenía nada que ver con los lugares turísticos por los que había pasado a lo largo del día. Allí no había ni un solo extranjero, y tuvo que dar muchas vueltas para encontrar un hotel.

Por fin, detrás de la única gasolinera, descubrió un bloque blancuzco y decrépito que parecía un hospital reciclado. El único hotel de Takua Pa. En el interior, la analogía se reforzaba: largos pasillos grises, puertas estrechas, ventanas con rejas. Un auténtico asilo. Marc pagó por adelantado y subió al cuarto piso.

Estaba cayendo la noche. Encendió la bombilla desnuda que constituía la iluminación de su cuarto. Una simple celda, sin mobiliario ni decoración. Un lugar de paso donde no se podía robar nada; ni siquiera un recuerdo.

Conectó el ordenador: ningún e-mail. Decidió salir a cenar. Cerca del surtidor de gasolina encontró una terraza con varias mesas y comió el fried rice habitual. Cuando volvió a su habitación, no eran más que las siete. Ningún mensaje. Se tumbó y estudió el mapa de la costa tailandesa. La frontera birmana estaba aún a doscientos kilómetros. ¿Adónde lo llevaba Reverdi?

Marc abrió de nuevo el ordenador y se puso a trabajar en sus borradores. Perfiló la sinopsis. La única diferencia con su propia aventura era que, en la novela, el asesino todavía no estaba entre rejas. El investigador, más ingenioso que el propio Marc, obtenía sus resultados sin la ayuda ni los consejos del asesino, cuyas «hazañas» transcurrían de forma paralela.

A las ocho bajó la pantalla sobre el teclado, después de haber comprobado de nuevo su cuenta de correo, y luego apagó la luz. Su última visión fue una columna de hormigas subiendo por la pared.

La sensación siguiente fue que una mano lo agarraba por el hombro. Confusamente, Marc pensó en el chico del mostrador de recepción, pero no había pedido que lo despertaran. Volvió la cabeza y vio una vela en la mano del hombre. La cera que resbalaba por sus dedos apretados era miel. Se volvió del todo: Reverdi estaba inclinado sobre él. Semblante demacrado, cabeza rapada, torso desnudo. Le sonreía y murmuraba: «Escóndete, deprisa, viene papá».

Marc se cayó de la cama.

Una pesadilla.

Una simple pesadilla.

Miró el reloj. Las cinco menos cuarto.

Abrió el ordenador. El mensaje había llegado.

Asunto: KUALA – Recibido: 2 de junio, 4 h 10.

De: sng@wanadoo.com

A: lisbeth@voila.fr

Amor mío:

Ahora estás en Takua Pa. Aprovecho una guardia en la enfermería (he ascendido) para darte las nuevas directrices.

Cuando acabes de leer estas líneas, ponte de nuevo en camino. Continúa hacia el norte hasta Khuraburi. Allí, ve hasta la salida de la ciudad; a la derecha verás una agencia de viajes, Jinda Tours. Es la única que organiza el viaje en barco a una isla llamada Koh Surin.

Compra un billete de ida y vuelta el mismo día. No pases la noche allí. No hagas la visita submarina guiada. Un detalle: no des un nombre falso. No intentes ser discreta. Recuerda siempre esta regla: cuanto menos te escondes, menos te ven.

Una vez en la isla, apártate del grupo y ve por tu cuenta. La Cámara de Pureza no estará lejos. Tienes que descubrirla tú misma. Penetra en el interior y observa todos los detalles. Entonces comprenderás mejor lo que pasó realmente en ese espacio apartado del mundo.

Mi corazón está contigo.

Jacques

Marc cerró la cartera y la bolsa de viaje y bajó. Todavía era de noche. El vestíbulo del hotel estaba desierto. El vigilante dormitaba en la oscuridad. Salió sin hacer ruido y fue al coche.

Se marchaba como un ladrón.

Un ladrón de secretos.

55

Dos horas más tarde, Khuraburi apareció a la luz del amanecer. La ciudad ya tenía un pie en el manglar. Sus casas bajas parecían deslizarse hacia las aguas, bajo los mangles. Al final de la arteria principal, Marc encontró la agencia. Sólo eran las siete de la mañana, pero todo parecía ya quemado por el sol.

Marc se apuntó para la salida de las ocho. Inmediatamente lo instalaron en un autocar con otros occidentales que aparecían en pequeños grupos, medio dormidos, huraños.

Había suecos, alemanes, norteamericanos y tailandeses. Golpe de suerte: ningún francés a la vista. Marc temía tener que dar explicaciones sobre su periplo. Al mismo tiempo, tenía la siniestra sensación de que su secreto no era tal, de que era como una mancha de nacimiento en la cara.

Tras recorrer unos kilómetros, llegaron al embarcadero. Un gran speedboat, blanco y liso, los esperaba. Embarcaron bajo un cielo de tormenta. Marc pensó en las advertencias del empleado de la casa de alquiler de coches. Sin embargo, a medida que el barco se deslizaba entre los meandros de los pantanos, el sol iba reapareciendo. Se adentraron en el mar bajo un resplandor duro e implacable. El monzón quedaba para otra ocasión.

Instalado en la popa de la embarcación, Marc reflexionaba en el final del mensaje de Reverdi. Una especie de consejo suplementario:

Lise, amor mío, cuando busques la Cámara de Pureza, cuando camines por el bosque, no olvides nunca observar, captar todos los detalles que te rodean. Cerca de la Cámara te espera otra señal. Algo sin lo cual nada sería posible…

Acuérdate de los Jalones que Vuelan y Pululan. En la selva habrá otro movimiento que debes advertir. Una respiración, un estremecimiento que anunciará la inminencia de la Cámara…

El rito está vivo, amor mío. Jamás es letra muerta. Busca el movimiento en el seno de la vegetación y descubrirás la Cámara…

A Marc no le gustaba la alusión a los Jalones, que habían estado a punto de hacerle fracasar. No estaba preparado para estrellarse de nuevo contra un enigma vegetal o animal. ¿Qué señalaba Reverdi? ¿Una nube de insectos? ¿Un vuelo de pájaros? ¿Un río?

Presentía que el asesino integraba su rito en el bosque y lo consideraba un elemento entre otros de la naturaleza. Un acto vivo, orgánico, que formaba parte del biorritmo de la selva. Tal vez incluso lo convertía en una condición sine qua non para el equilibrio de la flora y la fauna. Marc recordaba a un asesino en serie de Estados Unidos, Herbert Mullin, que creía impedir terremotos mediante sus asesinatos y leía el grado de contaminación del aire en las vísceras de sus presas.

Al cabo de dos horas de travesía, llegaron a Koh Surin. Una isla esmeralda posada sobre un azul brutal. Todo parecía de una virginidad original. Ajeno al hombre.

Sin embargo, al poner pie a tierra Marc descubrió la catástrofe. Cientos de turistas estaban acampados en la playa, en tiendas alineadas a la sombra de los árboles. Pululaban como cucarachas, saqueando la belleza que decían admirar.

Marc se había informado: Koh Surin era un parque nacional. Estaba prohibido construir, pero los empresarios tailandeses habían burlado la ley instalando un gigantesco camping. Unas barracas de madera ofrecían los servicios mínimos. En una de ellas se leían las palabras, pintadas a mano: diving, scubba, snurckling. Sin duda Reverdi había trabajado allí como monitor de submarinismo.

Cogió de un mostrador un mapa de la isla y dejó a sus compañeros, que ya estaban probándose gafas y aletas con vistas a un diving tour.

Koh Surin era un fragmento de tierra en forma de cacahuete que no sobrepasaba los dos kilómetros de longitud. Tenía tiempo de sobra para recorrerla antes de última hora de la tarde, y reunirse con su grupo para la vuelta. Se dirigió hacia el este por la playa pasando entre enormes raíces de mangle; luego se adentró bajo las palmeras. Inmediatamente descubrió un sendero que permitía seguir la orilla desde cierta altura, bajo la vegetación.

Eran las once. El bosque estaba vibrante de sombras y de luz. Las hojas y las lianas susurraban confidencias de agua y savia a través de las manchas del sol. De vez en cuando, Marc veía el mar abajo. El color de las aguas era diferente en cada cala. Ligeras infusiones de turquesa o de jade. Profundidades mentoladas o bloques de lavanda con un espesor de acuarela.

A veces Marc veía a un grupo de tailandeses bañándose de un modo original: totalmente vestidos, con chalecos salvavidas, gafas y tubo de bucear, cuando el agua solo les llegaba hasta las rodillas.

Toda la isla estaba invadida de turistas y, sin embargo, Marc tenía una sensación de soledad total. En ese instante supo que coincidía con Jacques Reverdi. Con su modo de vida contradictorio. Solitario y secreto en lugares demasiado frecuentados, siempre amenazados por la civilización.

Marc percibió un cambio a su alrededor. Una especie de aligeramiento, de refinamiento de los sonidos. Y también una atención y una condescendencia orientadas hacia él. La jungla se inclinaba, lo rodeaba, lo acariciaba… Tardó unos segundos en comprender: los bambúes. Se encontraba en una gran extensión de gramináceas que se balanceaban al viento con languidez. Por pura intuición, Marc se adentró entre el follaje: un sendero descendía hacia la izquierda, hasta el borde de la roca que dominaba el mar.

No había dado veinte pasos cuando vio, enterrado bajo el follaje, un techo negro. Con una certeza absoluta, supo que había encontrado la Cámara de Pureza. La choza en la que Jacques Reverdi había vivido y sin duda sacrificado a una de sus víctimas.

56

Un cuadrado de tablas y de palmas, situado en un minúsculo claro. Por poco que soplara el viento, las hojas de los bambúes lamían sus paredes, cubrían su techo. Marc aguzó el oído: nada se movía en el interior. Lo rodeó con precaución: la puerta y las ventanas estaban selladas.

Se decidió a forzar la entrada.

La primera sensación fue el olor a moho. Al mismo tiempo, percibía la atmósfera sanísima del espacio. De una u otra forma, la choza había sido preservada de las estaciones de las lluvias.

Dio unos pasos y observó el decorado. Paredes desnudas, un suelo de madera, una mesa y una silla en la esquina más alejada, a la derecha. Una estera de rafia, acartonada, a la izquierda. Ni rastro de sangre. Ninguna señal de violencia. Marc distinguió en la penumbra, dispuesto a lo largo de la pared, material de submarinismo: cinturón de plomos, botella de aire comprimido, descompresor, traje de neopreno, linterna frontal…

Estaba, sin sombra de duda, en la madriguera de Jacques Reverdi, monitor de submarinismo.

Pero ¿por qué Cámara de Pureza?

Dio unos pasos más. Algo no cuadraba en aquella caseta. Un detalle no coincidía con su situación física. Cerró la puerta. La oscuridad total se cernió sobre él. Era imposible. En ese tipo de cabañas, la luz del sol siempre se filtra por multitud de orificios.

Abrió de nuevo la puerta y observó las paredes con atención: las ranuras entre las tablas habían sido cuidadosamente taponadas con fibra vegetal. Rota o rafia. Levantó los ojos y siguió la unión entre el techo y las paredes; normalmente, ahí suele haber una abertura, una ventilación natural. En este caso, la línea había sido tapada con hojas de palma cruzadas y atadas, una vez más, con cuerdas de rota. Marc bajó la mirada. Increíble: los espacios entre las tablas del suelo habían sido obstruidos también con silicona. Observó la puerta y obtuvo confirmación del sistema: estaba rodeada asimismo de fibra vegetal, de manera que, una vez cerrada, no dejaba penetrar el menor soplo de aire.

La Cámara de Pureza.

Reverdi había preparado cuidadosamente su celda a fin de que no pudiera entrar ni una mota de polvo.

Una frase del último mensaje acudió a su memoria:

«Un rito necesita un espacio particular. Un lugar sagrado donde cada gesto adquiere un significado superior, donde cada movimiento es un símbolo».

Marc pensó en las crisis de apnea de Reverdi, cuando se cerraba al mundo dejando de respirar. Reproducía el mismo fenómeno en otra escala. La cabaña calafateada se convertía en el espacio de su yo…, de su locura. En la prolongación de su persona. La doctora Norman había dicho: «El escenario del crimen se transforma en una especie de extensión de sí mismo. Despliega su ser en ese espacio y provoca en él un aflujo de sangre para protegerse mejor».

Una vez más, la psiquiatra había acertado. Pese al calor, Marc estaba empezando a temblar. Se proyectó mentalmente al interior del cuerpo del apneísta cuando dejaba de respirar. Imaginó la sangre convergiendo hacia sus órganos vitales. Unos órganos rojos, palpitantes, brasas en el fondo del hogar… El proceso era idéntico en aquella cámara: la sangre se concentraba en su centro, en el cuadrado de pureza.

Marc se ahogaba. A su pesar, había contenido la respiración.

Se dirigió hacia la puerta.

En el umbral, se volvió.

La escena del crimen se desarrollaba claramente ante él.

Jacques Reverdi estaba sentado en la postura del loto, con los ojos cerrados, rodeado de velas, de varitas de incienso y de tarros de miel. El silencio y la limpieza parecían circular por el espacio. Ni una mota de polvo, ni un soplo de aire penetraban en él. Tan solo se oía, fuera, el susurro de los bambúes. Como plegarias recitadas por fieles.

Jacques abrió los ojos y contempló a la mujer que se debatía bajo sus ataduras. Se hallaba sumida en la oscuridad y parecía una crisálida de dolor retorciéndose para liberar una mariposa de sangre. Jacques se levantó…

Marc se apoyó en el marco de la puerta. Trató de huir, pero no lo consiguió. Notaba el calor sofocante de la choza. Respiraba las emanaciones. Olores venidos de muy lejos, huellas de tierras áridas y de junglas húmedas. Unos versos del Cantar de los Cantares le vinieron a la memoria:

¿Quién es esa que se eleva del desierto

como humo que brota de la mirra,

el incienso y toda clase de polvos aromáticos?

Reverdi clavó el cuchillo en la garganta. Marc gritó: acababa de notar, en la yema de los dedos, el choque de la hoja contra una vértebra. Salió de la cabaña y echó a correr, aplastando los bambúes a su paso. Le parecía oír los gemidos de la víctima amordazada.

57

A las cinco de la tarde, Marc estaba en el embarcadero de Koh Surin preparado para partir. Un turista entre muchos más. No temblaba. No se leía nada en su semblante. Él mismo estaba sorprendido de su hazaña. Nadie habría podido imaginar la experiencia que acababa de vivir. Se instaló en la proa del speedboat, como a la ida, y miró la tierra que se alejaba.

El barco rodeó despacio el flanco este de la isla. Marc seguía con la mirada la costa que había recorrido a pie. Incluso percibía el susurro de los bambúes en el viento. Sintió de nuevo las hojas sobre su rostro, las olas verdes entre las que había «nadado».

Tomó conciencia de otra verdad.

Cuando había escogido ir en esa dirección, había creído actuar instintivamente. En realidad, había recordado inconscientemente las últimas palabras de Reverdi: «Busca el movimiento en el seno de la vegetación y descubrirás la Cámara…».

Los bambúes.

Eso era lo que el asesino le había indicado.

Rememoró otros hechos. La cabaña de Papan, donde Pernille Mosensen había sido asesinada, estaba situada en el corazón de un bosque de bambúes. El cazador de mariposas, en las Cameron Highlands, había encontrado varias veces a Reverdi entre esas gramináceas. Marc oía también el murmullo que había acompañado su encuentro con el apicultor, en Angkor.

Reverdi mataba a la sombra de los bambúes.

Marc incluso estaba convencido de que estos últimos desempeñaban un papel en el rito. ¿Poseían un valor purificador? ¿Había que atravesarlos para «lavarse» del mundo inferior? ¿O se trataba, por el contrario, de un encuentro agravante, de un hecho desencadenante que le recordaba un trauma y suscitaba el deseo de matar? Marc sintió de nuevo el roce de las hojas sobre su piel, extraña caricia que evocaba la de unas manos indolentes.

El barco navegaba ya por alta mar. Marc cerró los ojos y llevó sus pensamientos más lejos. Se identificó con Jacques. Cuando el bosque cobraba vida a su alrededor, cuando las sombras temblaban ante él, cuando las hojas rozaban sus sienes, entonces se volvía loco. Su deseo asesino afloraba para eclosionar, como una planta venenosa.

Marc abrió los ojos y miró a los otros pasajeros. No reconoció a nadie. Estaba impaciente por estar en su coche, a salvo, para ir inmediatamente a Phuket. Allí, lo escribiría todo en el ordenador y lo incorporaría a la trama de la novela.

Se dijo que no tenía título para su thriller.

58

French Kiss, Pinocchio, Soï Cow-Boy… Los nombres de los clubes, escritos con letras luminosas, danzaban en los charcos de lluvia. Cada fachada exhibía una originalidad, un pequeño hallazgo. Una brillaba bajo una herradura. Otra dibujaba un anillo de Saturno. Otra representaba la entrada de un submarino. Pero en la puerta siempre había mujeres.

Jóvenes sobre todo, vestidas con prendas más o menos relacionadas con el tema de la casa madre. Chaquetas con flecos, uniformes con aberturas o, simplemente, cintas y trozos de tela inflamando el cuerpo. Todas bailaban al ritmo de una música techno ensordecedora. A veces se agrupaban para contonearse de espaldas a la calle, con las piernas abiertas y las nalgas hacia fuera, evitando una lluvia de cubitos lanzados desde el bar. Otras veces iban a buscar al cliente y le metían una mano entre los muslos. Algunas caminaban balanceando con las dos manos sus pechos desnudos, en cuyos pezones llevaban un corazón fluorescente.

Marc caminaba con el equipaje en la mano, consciente de que tenía un aspecto horrible. Había conducido toda la tarde. Pese a la lluvia, pese a que a las seis se había hecho de noche, había mantenido su velocidad media. A las diez, mientras circulaba por una carretera mal iluminada, había ido a parar a una verdadera explosión solar: Patang, el barrio más tórrido de Phuket. No había podido resistirse a la tentación. Había estacionado el Suzuki en un aparcamiento vigilado y se había sumergido en el frenesí. En busca de un hotel. Y de nuevas sensaciones.

Oscuramente, intuía que Reverdi había merodeado por esos lugares.

Olores a comida lo asaltaban. Ajo, cebolla, pimiento, cilantro… Los deseos, los apetitos se mezclaban en su organismo. Las propias chicas, doradas y finas, le recordaban pequeñas golosinas caramelizadas. Pese a las bolsas que acarreaba, pese al cansancio, su erección iba en aumento: las jóvenes tailandesas poseían verdadera fuerza magnética. No a causa de sus vestidos sugerentes o sus maneras provocativas, sino, por el contrario, porque hicieran lo que hiciesen siempre conservaban un toque de inocencia, una parcela de pureza susceptible de ser degradada. Gatitas o campesinas hoscas cuyos pómulos salientes sustituían el maquillaje y los atavíos incitantes. Era precisamente ese vestigio de cosechadoras de arroz lo que resultaba excitante.

Observaba también a los occidentales. Los jóvenes, en grupos, con una lata de cerveza en la mano, disimulaban su incomodidad tras unas risas burlonas; los viejos, solitarios, nadaban allí como tiburones en aguas apacibles; los trotamundos, agotados, posaban sobre aquel hervidero una mirada hastiada. Pero en el fondo de todos esos ojos siempre había el mismo deseo desnudo. El mismo apetito, crudo y vil, pillado por sorpresa.

A Marc le interesaba especialmente otra categoría: las mujeres extranjeras. Esposas atónitas, cohibidas, del brazo de su marido; chicas con mochila en busca de un alojamiento barato, que trataban de manifestar su cólera contra ese «mercado de esclavas» mediante una expresión indignada. Todas parecían perdidas. Acorraladas entre el deseo de los machos, que nunca había sido tan claro pero que no les estaba destinado, y el odio de las putas tailandesas, que las detestaban por regodearse contemplando el espectáculo igual que los hombres.

Marc pensó en Linda Kreutz, en Pernille Mosensen. En las dos presuntas víctimas de Reverdi en Tailandia. Su convicción se reafirmó: el predador había cazado aquí. Este barrio era otro bosque, mucho más demencial, más inextricable que el de las Cameron Highlands o Angkor.

Marc imaginaba al asesino tranquilizando a sus jóvenes compañeras, llevándolas lejos de ese infierno, explicándoles en un tono resignado que «Asia funciona así». Y seduciéndolas con su voz grave, apaciguadora, hipnotizándolas… Apretó el paso en busca de un hotel.

En la habitación, evitó tumbarse para no quedarse dormido enseguida y se obligó a escribir a Reverdi. Élisabeth tenía la palabra. Contó el periplo en Koh Surin, describió sus descubrimientos. Todo de un tirón, sin vacilar ni un instante. Marc tuvo fuerzas justo para conectar el módem a la toma telefónica y enviar el mensaje. Todavía no se había acostado y ya dormía.

Cuando su cuchillo chocó de nuevo con un hueso, abrió los ojos. Vio su habitación atravesada por flashes de luz rosa y azul. La música hacía temblar las paredes y el suelo. Bajó los ojos: su mano continuaba crispada sobre un arma imaginaria. Las dos de la madrugada. Solo había dormido tres horas. Y, por supuesto, había soñado con asesinatos. Heridas costrosas y azucaradas. Carnes violentadas por estiletes cromados. El crimen no lo abandonaba. ¿No era eso lo que esperaba?

Fue tambaleándose al cuarto de baño y se metió bajo la ducha. El agua se mantenía templada en las ardientes tuberías. Se observó en el espejo del lavabo. Bronceado, más delgado, de aspecto tosco, como un viajero que hubiera permanecido demasiado tiempo al sol y quemado todas sus señas de identidad. ¿Quién era en la actualidad? Recurrió a su fórmula habitual: cincuenta por ciento Élisabeth, cincuenta por ciento Reverdi, cien por cien impostor.

Su sueño, al igual que la alucinación sufrida en la cabaña, había sido de otro tipo. Poblado de sensaciones físicas reales. Ya no imaginaba los crímenes, los vivía. ¿Qué estaba pasando? No tenía una explicación, pero decidió aprovechar la proximidad del sueño, que aún hormigueaba en su cuerpo, para redactar una parte de la novela. Anotar las sensaciones precisas, patológicas, del asesino.

Escritura automática.

Sus manos revoloteaban sobre el teclado, sin pasar ni por la reflexión ni por la conciencia. Alguien que no era él describía su deseo de matar, su placer al ver la sangre fluir, el goce que le producía hacer sufrir. En un rincón de su cabeza, Marc lo dejaba libre. Mantenía las distancias frente a ese ser imaginario que ahora se expresaba en su lugar. ¿Acaso no estaba desarrollando en ese momento su faceta de novelista? ¿Acaso su papel no era prestar su cerebro a su personaje mientras estuviera escribiendo?

De pronto se dio cuenta de algo que lo dejó helado: estaba teniendo una erección mientras describía la escena de un asesinato. Aterrado, miró hacia la ventana: estaba amaneciendo.

Se vistió, cogió la llave y salió. Se abrochó la camisa mientras bajaba la escalera. Tenía que atajar el mal, aplacar su cuerpo de una u otra forma.

59

En las calles ya no quedaba ni rastro de una chica con encanto. Solo algunas putas acabadas. No viejas, no, fulanas sin edad, derrengadas, maltrechas, con un maquillaje vulgar. Se arremangaban la falda para enseñar sus muslos deformes a los últimos clientes que pasaban o los llamaban con voz ronca. A la luz del día, el espectáculo parecía siniestro, abyecto, de color pus.

Marc se dirigió a los bares que había visto la noche anterior. Cerrados. O vacíos. Siguió caminando. El servicio de limpieza estaba regando la calle. Algunas parejas buscaban, titubeantes, su hotel. Empezaban a aparecer mendigos. Mujeres con un bebé en bandolera iban a hacer la compra, indiferentes a las fachadas de estuco, a los rótulos apagados. El día revelaba toda la fealdad y la falsedad del decorado. La pintura se desprendía. Las paredes estaban manchadas de humedad.

Marc, saturada la mente por su deseo, no veía en ese deterioro sino un obstáculo, un contratiempo para su satisfacción. Por más que ahora solo se cruzaba con auténticos monstruos -putas famélicas o, por el contrario, enormes, a punto de explotar bajo el sol naciente-, imágenes febriles se superponían a esa lamentable realidad. Un surco de sombra entre unos pechos abultados, el nacimiento de jóvenes pubis, nalgas redondas y suaves… Avanzaba apretando el paso. ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaban las chicas? Quizá debería entrar hasta el fondo de los patios, en las trastiendas, subir a las habitaciones…

Oyó unas risas graves a su derecha. Unos polis tailandeses, impecablemente uniformados y empuñando un arma, charlaban acodados en un bar. Más lejos, en el recodo de una calle, vio a otros dándole una paliza a un hombre. Sí, estaban retirando el decorado. Los engranajes innobles quedaban a la vista. Los que permitían al escaparate funcionar, a la riada occidental ir a embriagarse y a llenar el depósito de sexo todas las noches. Marc casi corría. Estaba enfermo. Tenía que encontrar su medicina…

Vio algunas figuras malsanas más -pechos erguidos y barba incipiente- al otro lado de un cruce. Travestis. Fue en su dirección sin pensar. En ese instante lo detuvo un espectáculo inesperado.

El mar.

Al doblar la esquina, la inmensidad centelleante, apacible, estaba allí. Aquella visión lo paralizó. Nada más abrumador, más ajeno a su vicio que esa grandeza infinita, libre, indiferente. Entonces otra presencia aniquiló definitivamente sus turbias veleidades.

En la calle clara, todavía sembrada de papeles sucios y botellas vacías, unas chicas salían de los burdeles en lenta procesión. No tenían nada que ver con las busconas desenfrenadas de la noche anterior. Cabellos húmedos, sin maquillaje, un simple sarong por todo vestido. Todas llevaban un cuenco de arroz y lo dejaban en la calzada. Marc no comprendía lo que hacían, pero en ese momento los vio llegar.

Siluetas vestidas de naranja, con el cráneo brillante, ligeras en el viento matinal como delicados farolillos de papel. Los monjes. Unos llevaban una sombrilla, otros avanzaban por parejas, cogidos del brazo. Parecían irreales en ese campo de batalla todavía humeante. Tomaron las ofrendas inclinando varias veces la cabeza, mientras que las chicas estaban arrodilladas, con las manos juntas sobre la frente. La hora de la oración y del perdón.

Marc permaneció al sol, estupefacto.

Completamente despejado.

No obstante, la serpiente continuaba retorciéndose en el fondo de su vientre.

De vuelta en la habitación, la quemadura volvió a devorarle la entrepierna. Sin dudarlo, entró en el cuarto de baño, bajó la tapa de plástico y se masturbó. Imágenes caóticas estallaron en su mente. Ropas arrancadas, pechos al aire, pubis desnudos, ofrecidos, cautivadores… Auténticos trozos de carne, colgados dentro de su cabeza como fotos recién reveladas, sujetas con ganchos de carnicero. Forzaba a chicas. Las penetraba saboreando sus lágrimas, su humillación. Era abyecto, pero muy lejos, entre los bastidores de su teatro, se decía con alivio: ninguna escena de asesinato, ninguna imagen de heridas.

Al menos ya no estaba excitado por la sangre.

Finalmente llegó la liberación, en largos espasmos febriles. Había en ese chorro algo enfermizo. La purga de una herida purulenta. Se sintió apaciguado. Más que apaciguado, diferente. Ya no tenía nada que ver con el chiflado que era unos segundos antes.

Como todos los hombres, conocía desde hacía mucho esa sensación. Esa ruptura total, frontera radical entre la inflamación del deseo y el brusco retorno a la razón. Pero esa mañana la fractura presentaba una violencia inédita. Era literalmente otro. Miraba, alelado, sus dedos manchados de esperma y no comprendía lo que había sucedido.

Sacó una conclusión acerca del asesino. En el caso de Reverdi debía de ocurrir lo mismo: antes de saciar su sed de destrucción, eso era lo único que debía de contar. El universo entero debía de estar sometido a su fantasma. Después, tras su danza de muerte, debía de sumirse en un estado de estupor, de incredulidad. En Papan, los pescadores lo habían encontrado atontado. Parecía que él hubiese descubierto al mismo tiempo que ellos el cadáver de Pernille Mosensen. Marc recordaba también al hombre gris, atado con correas al sillón en la sala de Ipoh, repitiendo: «No soy yo…». En ese instante, Jacques no había salido de su estado de choque. Debía de sentir un pánico confuso al pensar en el crimen cometido. Y rechazar la idea de que él era su autor.

Al final, quizá las cosas fueran más sencillas de lo que Marc imaginaba. Jacques estaba solo, tanto en sentido propio como figurado. No tenía ningún cómplice. No padecía esquizofrenia. Simplemente tenía unas pulsiones mórbidas que, cuando estallaban, exigían ser satisfechas sin discusión.

En cambio, cuando escogía a su víctima, cuando compraba la miel, cuando preparaba la Cámara de Pureza e introducía las cuerdas de rota en todos sus intersticios, mantenía la cabeza fría. Preparaba todos los detalles de la ceremonia sabiendo que la crisis se produciría, que no tardaría en oír la llamada irresistible. De un modo similar a como las etnias primitivas preparan el altar del sacrificio, en espera de que un tigre-dios o un King Kong acuda a reclamar su tributo de carne fresca.

Eso es lo que era Reverdi: un simple fiel.

Consagrado a sus propios demonios.

Marc se levantó de la taza y se metió otra vez en la ducha. Con los ojos cerrados, permaneció largos minutos bajo el chorro de agua templada confiando en eliminar, de cuerpo y mente, los últimos miasmas de su trance. No olvidaba que su primera erección, antes de su ridícula expedición, había nacido de una escena de asesinato. No había intentado matar, claro, solo hacer el amor. Pero había sido la misma locura, la misma pérdida de control. ¿A qué distancia estaba aún de la línea negra? ¿Cuántos pasos le faltaba dar para cruzarla?

Salió de la ducha y tomó una decisión. Debía marcharse de Asia lo antes posible si no quería perder la razón. Había que romper con Reverdi. Descubrir su último secreto y abandonar el asunto antes de que fuera demasiado tarde. Volver a París. Terminar el libro. Olvidar la pesadilla y abrazar el éxito.

Siguiendo un impulso, cogió el teléfono móvil y marcó el número de Vincent. Quería oír una voz amiga. Una voz real, «normal». No hubo respuesta. Eran las dos de la madrugada en París. El gigante estaba durmiendo o todavía no había vuelto a casa.

Entonces, movido por otra idea inexplicable, Marc sacó de la bolsa la fotografía de Jadiya que había llevado para buscar inspiración en caso de que le fallara. Con lágrimas en los ojos, admiró aquel magnífico rostro, aquella extraña mirada que siempre le había evocado una disonancia musical, y se durmió de golpe, estrechando la foto contra su pecho.

60

Diez de la mañana, a pleno sol.

Tumbado sobre una de las paredes de separación de las duchas, con los brazos recogidos contra el pecho, Jacques Reverdi esperaba. Raman no se resistiría. Pese a la hora, pese a los riesgos…

El chaval que gozaba actualmente de sus favores era un indonesio llamado Kodé, de dieciséis o diecisiete años, que había sido condenado a cadena perpetua por haber degollado a su madre con un trozo de tubo de escape. Todos los días, alrededor de las seis de la tarde, el jefe de seguridad se reunía allí con él mientras los demás reclusos regresaban a sus celdas.

Reverdi sonrió.

Ese día las cosas irían de un modo diferente.

Un gran líquido blanco, cegador, se esparcía entre las duchas a cielo abierto, restallando sobre la cerámica en reflejos agudos. Todas las paredes, todas las esquinas vibraban como esos paneles reflectantes que utilizan los fotógrafos. Jacques evitaba bajar los ojos para no ser deslumbrado y perder el equilibrio.

Permanecía inmóvil, en el eje de la pared, vientre y cara pegados al borde, respirando el olor a la masilla entre los baldosines. Iba en calzoncillos y ya no notaba la quemazón del sol. A esas alturas ya era él mismo una brasa. Una materia incandescente cuya menor parcela estaba chamuscada, cuyo menor movimiento despedía efluvios de fuego.

Cuando las agujetas resultaban insoportables, recordaba su plan y todo su organismo entraba en esa lógica. Sus miembros anquilosados se ajustaban, se introducían en el proyecto como cartuchos en la culata de un fusil.

Raman no se resistiría.

Reverdi había ido a ver a Kodé. Le había ordenado que incitara al guardia después del desayuno y lo atrajera hacia las duchas, a esa cabina en concreto. El guardia desconfiaría, pero Reverdi podía contar con el encanto del mariquita. En unas semanas había eclipsado a todos los travestis del edificio D.

Jacques conocía las manías de Raman. Se desnudaba, pero se dejaba puestos los zapatos con suela de goma y no soltaba la porra eléctrica. Antes de encular a los chavales, les propinaba violentas descargas a fin de hacerles contraer las nalgas al máximo y experimentar, en el momento de la penetración, una sensación de desvirgamiento. Les desgarraba el ano, y saboreaba la sangre que resbalaba entre sus piernas y lubrificaba la penetración, acariciaba su piel todavía cargada de electricidad…

Reverdi cerró las manos en torno al cepillo-cuchilla. Había llevado unos guantes de crin porque Raman hacía el amor al estilo indio, con el cuerpo untado con aceite de sésamo. Bajo la lengua notaba la aguja de dar puntos de sutura y el hilo quirúrgico que había cogido de la enfermería. Echó un vistazo hacia abajo y vio, en el cuadrado de la ducha, el cubo que contenía los despojos. Como haciendo eco a su estrategia, oía a los chinos, a lo lejos, trajinar en la entrada de las cocinas: el principal jefe de los gánsteres han celebraba ese día su cumpleaños. Desde hacía una semana, él y los suyos estaban preparando un banquete destinado a toda la comunidad china.

Reverdi sonrió de nuevo al pensar en el festín.

Él iba a hacer su pequeña aportación al menú.

De pronto, ruido.

La luz blanca empezó a vivir, a palpitar, a lo largo de las duchas. Jacques tensó los músculos. Maquinalmente, acercó la mano a su calva de la misma forma que habría tocado un fetiche; luego se puso los guantes. Oyó unas risas, las del chaval. Inmediatamente después, un grito de dolor. Raman acababa de calmar a su compañero golpeándolo con la porra.

La puerta de la cabina se abrió con violencia.

Kodé se estampó de cara contra el cemento, completamente desnudo. Reverdi podía ver brillar sus cabellos untados de aceite de coco, moverse sus músculos bajo la piel como pequeñas perlas. Raman entró tras él y cerró la puerta. Desnudo también, con la porra y los zapatos con suela de goma. Jacques estaba a cincuenta centímetros de su cabeza.

El indonesio se había acurrucado contra los baldosines con el culo levantado. Raman le propinó una serie de golpes en los riñones, las nalgas y los muslos. Cada vez que recibía una descarga chocaba contra la pared y levantaba más el culo, tenso, vibrante, excitante. El chaval gritaba.

Reverdi no intervino enseguida. Después de todo, esa «víctima» le había rebanado el cuello a su madre de una oreja a la otra.

Un golpe.

Convulsión eléctrica.

Contemplaba, fascinado, la espalda negra de Raman. Sus vértebras se movían bajo su piel reluciente, a la manera de falanges dentro de un guante de seda negra. Su cuerpo era fibra muscular. Un armazón de pura violencia, que exhalaba al mismo tiempo un suave olor a sésamo.

Otro golpe.

El degollador suplicaba. Muslos apretados, trémulos. Hasta Reverdi estaba impresionado por ese espectáculo de humillación sexual.

Cuando notó que estaba teniendo una erección, supo que debía actuar.

Alargó un brazo hacia la izquierda hasta tocar la pared de enfrente. Apoyado en ambas, estiró el cuerpo sobre la cabina y lo envolvió de pronto en una sombra gigante. Raman, con la porra en alto, se volvió para averiguar qué pasaba.

Reverdi se dejó caer. Empujó al guardia contra la pared, le puso la cuchilla de afeitar sobre la base del pubis y le tapó la boca con la mano. El hombre echó el cuerpo hacia atrás, con los ojos desorbitados. Jacques ordenó al chaval:

– Get out.

Kodé, sacudido por espasmos, no se movía.

– I said: GET OUT!

El chico se esfumó. La puerta rebotó contra los baldosines. Reverdi la cerró con el talón sin soltar a su presa. Él también se había dejado puestos los zapatos; la porra eléctrica despedía chispazos sobre el suelo mojado. Se felicitó asimismo por haber pensado en coger los guantes: el pervertido chorreaba aceite.

Raman, inmóvil, respiraba por las fosas nasales. Reverdi estaba impresionado por la belleza de su cara a cara: cuerpo de bronce, cuerpo de cobre. Dos atletas unidos por la lucha… o por el amor. De momento se mantenía la ambigüedad.

Jacques clavó ligeramente el cepillo-cuchilla. Lo justo para que brotara una pizca de sangre. Notaba contra su mano apretada los músculos abdominales del guardia, más duros que el acero. Durante un segundo, temió que la cuchilla no pudiera penetrar en semejante caparazón, pero la sensación de tibieza lo tranquilizó: ya manaba sangre.

Las aletas de la nariz de Raman palpitaron. Sus ojos encendidos decían: «No te atreverás». Pero las arrugas que se multiplicaban en su frente delataban lo contrario. La duda. La incertidumbre. El pánico. Acababa de ver los despojos en el cubo.

Jacques sonrió a unos centímetros de su cara.

Notaba la aguja y el hilo debajo de su lengua.

– ¿Te acuerdas de lo que te dije una vez? -preguntó en malayo.

Raman temblaba.

– Vale más que lo cosan a uno muerto que vivo -añadió Reverdi.

En un solo gesto, clavó la cuchilla en el pubis del malayo y la subió hasta los pulmones.

61

Marc se despertó a las dos de la tarde.

La habitación estaba inundada de luz. Las sábanas estaban empapadas. No guardaba ningún recuerdo de sus sueños y se alegraba. Seguía teniendo la foto arrugada de Jadiya en la mano. La soltó como si fuera un objeto sagrado y vio encima de la silla, frente a la cama, su ordenador.

Su boya, su mojón, su único punto de referencia.

Alargó un brazo y cogió el aparato.

Asunto: RANONG – Recibido: 3 de junio, 8 h 10.

De: sng@wanadoo.com

A: lisbeth@voila.fr

Amor mío:

Has penetrado en la Cámara de Pureza y, sin saberlo, has penetrado «Su» corazón. El corazón palpitante del Artífice Supremo. Una vez más, has comprendido el indicio. Una vez más, has llegado a la inteligencia de Su Obra.

Lise, me gustan tus palabras, tus deducciones, tus conclusiones. Tu manera de captar y de describir lo Inexpresable. De introducirte como agua clara en Su Estela.

Solo queda ya un secreto por descubrir. Los demás indicios, las demás etapas no eran sino peldaños para acceder a este fin.

El Color de la Verdad.

Ese es el designio de la Obra: ver, durante unas fracciones de segundo, el Color de la Verdad, que es también el Color de la Mentira.

Si sigues con precisión mis instrucciones, tú misma podrás, si no contemplarlo, al menos imaginarlo.

De ahora en adelante debe cambiar la manera de comunicarnos. Por razones que te explicaré más adelante, va a haber follón aquí, en Kanara. Es muy posible que no pueda escribirte ni leer tus mensajes durante varios días.

Adjunto a este mensaje varios documentos que debes consultar por orden cronológico. Cuidado: no puedes leer un mensaje hasta que hayas ejecutado las instrucciones del anterior. Es una condición esencial. Por lo demás, solo comprenderás su significado respetando esta regla.

La Búsqueda toca a su fin, amor mío. Cuando poseas el Ultimo Conocimiento, estaré, en cierto sentido, liberado. Estaré desnudo ante ti. Y tú estarás revestida de luz.

Entonces podremos unirnos.

Te quiero.

Jacques

Marc prefería no entretenerse pensando en esas declaraciones de amor. ¿Qué quería decir cuando prometía unirse a Élisabeth? Tampoco quería reflexionar en los nuevos términos del juego de las pistas: el Color de la Verdad y el Color de la Mentira. La salsa esotérica habitual.

Debía simplemente cumplir las órdenes. Abrió el primer documento adjunto, que estaba escrito utilizando el procesador de textos Word.

Estés en el lugar de Phuket que estés, ve al centro de la isla y toma la 402. Ve en dirección al aeropuerto. En esa carretera encontrarás el Bangkok Phuket Hospital.

En el servicio de urgencias hay abierto un despacho para atender a las prostitutas y los toxicómanos. Ese servicio ofrece atención gratuita y material de prevención, como preservativos y jeringuillas hipodérmicas.

Ve allí y pide una jeringuilla. Después de hacerlo, abre el segundo documento adjunto.

Un flujo helado le corrió por las venas. La mención de una jeringuilla implicaba una inyección… o una muestra. ¿De qué? ¿A quién? Las respuestas no eran muchas: Jacques Reverdi lo orientaba ahora hacia una de sus víctimas. La muestra habría que tomarla de un cadáver.

En el fondo, no estaba sorprendido por ese desenlace. Siempre lo había presentido. Su Iniciación debía terminar en uno de los santuarios del asesino. Reverdi había matado muchas veces. ¿Dónde estaban esos cuerpos? ¿Cómo los escondía? La respuesta estaba al final de los documentos adjuntos, guardados en la memoria de su ordenador. Se sintió tentado de abrirlos inmediatamente -había siete-, pero cambió de parecer. Debía respetar las reglas. La estrategia del maestro.

Salió para el hospital a las dos. Con el estómago vacío y la mente sobreexcitada. Conseguir la jeringuilla no supuso ningún problema. Ninguna pregunta, ningún formulario que rellenar. En el servicio estaban acostumbrados a tener una clientela averiada. Y el aspecto de Marc encajaba en ese perfil. Un médico intentó auscultarlo. Él se negó, pero pidió «something for headache». Tenía una migraña espantosa.

Marc se tomó una aspirina y se llevó la caja para tener reservas. En el aparcamiento del hospital, leyó el segundo documento.

Toma de nuevo la carretera del continente, en dirección a Takua Pa. Esta vez, continúa. En dirección a Ranong, junto a la frontera birmana. Hay que recorrer unos cuatrocientos kilómetros. O sea, diez horas de viaje.

No dudes en parar para dormir, porque tienes que llegar a los alrededores de Ranong de día para ver la señal al borde de la carretera. Busca el círculo, mi vida. Los ojos en la tierra. Cuando lo encuentres, abre el documento siguiente.

Ten paciencia, estás acercándote cada vez más a mí.

Fue hacia el norte.

Alucinado, temblando, con la jeringuilla rodando, dentro de su bolsa de plástico, sobre el asiento del acompañante.

Al caer la noche, ni siquiera había llegado a Takua Pa. Paró en un centro turístico constituido de bungalows arracimados en una colina, frente al mar. Se durmió a las ocho sin siquiera haber encendido el ordenador.

Al día siguiente, a las cinco, estaba de nuevo al volante.

En plena noche, la carretera atravesaba la jungla negra. Poco a poco, la vegetación se volvió gris; luego, a medida que el horizonte se iluminaba, las murallas pasaron al azul. Las lianas, los árboles, las hojas adoptaron el aspecto de un bosque de alfileres. Lentos vapores se elevaron de la espesura: la canopea estaba despertando. Por fin, el azul se apartó de la oscuridad para transformarse en frescor, fertilidad, exuberancia. El verde. Una pirotecnia de hojas y de copas.

Marc no apartaba los ojos del asfalto, sin dejar de mirar al mismo tiempo el reloj del salpicadero. A las diez dejó atrás Takua Pa. A mediodía, Khuraburi. Los carteles que anunciaban Ranong empezaron a multiplicarse. Si no levantaba el pie del acelerador, podía llegar a la frontera birmana antes de las cuatro de la tarde.

A cincuenta kilómetros de Ranong, los coches se espaciaron. Ni rastro de autobuses ni de turistas. La región estaba recuperando su majestad primitiva. En ese momento, el bosque incandescente parecía a punto de arder. Los jugos, las savias, las resinas se evaporaban en perfumes, esencias, gases inflamables… Sin embargo, dentro del coche, con el aire acondicionado al máximo, Marc tiritaba. Cuando se enjugaba el sudor de los párpados, tenía la impresión de que tocaba hielo. «Busca el círculo -se repetía-. Los ojos en la tierra.» Observaba los valles que se extendían más abajo de la carretera. ¿Qué tenía que encontrar? ¿Un cartel? ¿Una construcción? ¿Una carretera?

A veinte kilómetros de Ranong vio un conducto abierto que emergía de una colina. Redujo la velocidad. El cilindro de hormigón parecía un órgano reventado saliendo de un vientre abierto. Marc advirtió que se había equivocado de escala. El objeto estaba mucho más lejos de lo que había creído: en el fondo del precipicio.

La primera esfera, enorme, quedaba sobre unos codos, unos tramos de metal hundidos en el fango. De repente, en la sombra de las paredes aparecieron unos hombres más pequeños que hormigas. Mineros. Marc comprendió que había llegado. Los ojos en la tierra: una mina. Aparcó al borde de la carretera y abrió el tercer documento.

Después del círculo, toma la primera carretera a la izquierda. A unos cinco kilómetros encontrarás un embarcadero. No busques ningún cartel; ni siquiera es un puerto. Simplemente un pontón de donde parten los pescadores de ámbar que se arriesgan a cruzar la frontera birmana.

Allí, busca a un marinero y pídele que te lleve a Koh Rawa-Ta. Incluso con tu acento, comprenderá: es una de las islas que están frente al litoral. Sé generosa; acercarse a Koh Rawa-Ta es difícil a causa de los corales de la orilla.

Cuando avistes la isla, abre, en la barca, el documento siguiente. Allí encontrarás las últimas instrucciones.

Amor mío, tiemblo al escribir estas páginas porque te imagino leyéndolas, y eso significa que estás a unos kilómetros de la Verdad.

Lise, te tiendo la mano. Por encima de los hombres. Por encima de las apariencias y de las mentiras.

Por encima de la mediocridad y de la razón, te he encontrado.

Ahora te toca a ti encontrarme.

Marc cerró despacio el ordenador. Observó que, llevado por el impulso de la pasión, Reverdi ya no utilizaba la tercera persona. Las máscaras estaban cayendo. El tiempo de mantener las distancias, de tomar precauciones, había pasado.

Hizo girar la llave de contacto y se puso en camino hacia la isla.

62

Cuando llegó al embarcadero, se acercaba una tormenta. A su pesar, Marc sonrió. Todo encajaba perfectamente. El encuentro con el monzón que no se había producido el día antes, en Koh Surin, iba a tener lugar entonces, en el momento de la etapa crucial.

Mientras aparcaba el coche, empezó a llover. No el diluvio esperado, sino solo un avance. Lo que los asiáticos llaman los pockets rain. «Bolsillos de lluvia» o «lluvias de bolsillo», Marc nunca había acabado de entenderlo.

El muelle era miserable. Parecía un cementerio marino a lo largo de un brazo de mar. Barcas vacías, botes herrumbrosos, medio hundidos en un fango oscuro, corroídos por la sal y las algas. Al otro lado, unas barracas sin ventanas, construidas sobre pilares altos como chimeneas de fábrica, sobresalían en el manglar. Todo estaba desierto.

No obstante, encontró, sentado en su barca, a un pescador que estaba reparando unas redes. Tenía la piel como la de una pantera, absolutamente negra. Marc pronunció varias veces el nombre de Koh Rawa-Ta. El hombre pidió tres mil bahts. Marc regateó para guardar las formas. Le preocupaba sobre todo la hora. Le enseñó su reloj: las cinco y media. El pescador indicó en la esfera que llegarían a la isla a las seis. O sea, prácticamente de noche. Solo dispondría de media hora para encontrar el último indicio.

Pero no podía esperar más. No estaba dispuesto a dejar pasar otra noche. Corrió hasta el coche para coger el impermeable, la linterna, el ordenador y la jeringuilla. El hombre lo ayudó a subir a bordo y se embolsó dos mil bahts. Marc se instaló en la proa. Era una barca típica de la región, muy estrecha, que no llevaba más que un motor sujeto a un largo astil en cuyo extremo giraba la hélice.

El pescador maniobró. Siguieron el dédalo de las marismas y llegaron al estuario. El agua estaba negra, como contaminada por la tormenta. Los remolinos tenían el espesor del fuel oil. Al salir de las marismas se levantaron las olas. Las aguas adquirieron un color entre marrón y amarillo, ferruginoso. Marc tenía la sensación de estar atravesando eras inmemoriales. La edad del bronce, la edad del hierro…

El horizonte parecía un hilo de plomo, tenso y negro. Todo el monzón parecía concentrarse ahí, en una franja dura, compacta. Las nubes, color de sangre coagulada, eran traspasadas por relámpagos. Cortinas de lluvia ensombrecían más el decorado en algunas zonas.

Marc abrazaba su material bajo el impermeable. Alrededor de la barca, el mar empezaba a recuperar un tono índigo. Dirigió una mirada al marinero. De pie en la popa, como un gondolero, este señaló con la barbilla hacia la derecha. En el aire nebuloso, acababan de aparecer las islas solitarias.

Cubiertas de jungla, parecían esmeraldas posadas a flor de agua. El hombre señaló con el dedo. Koh Rawa-Ta era la de en medio. Como para subrayar su gesto, un relámpago cruzó el cielo e iluminó precisamente esa bóveda de vegetación.

Navegaron cerca de veinte minutos. Marc distinguía ahora detalles: las paredes de acantilado gris, los árboles soportando el peso de las lianas, el ribete de espuma blanca que marcaba la frontera entre el mar y la tierra. El marinero paró el motor a doscientos metros de la orilla. Imposible acercarse; no había suficiente fondo. Reverdi le había avisado. Pero tenía que haber un paso, un medio de acostar… Había llegado el momento de abrir el cuarto mensaje. Protegiendo el ordenador con el impermeable, abrió el documento.

Amor mío:

Has llegado ante la isla. Ahora será preciso orientarte hacia el interior de la joya. Recuerda: en Koh Surin descubriste la respiración que rodea toda Cámara de Pureza. Busca aquí el mismo soplo y encontrarás el lugar…

Los bambúes. Debía localizar un bosque de bambúes en Koh Rawa-Ta. Pero eso no le indicaba la manera de acostar. Continuó leyendo.

Cuando hayas descubierto la Cámara, tendrás que sumergirte en su sombra. Allí te espera algo. Una iglesia.

Debes encontrar esa iglesia, mi vida, y recorrerla. Cruzar la nave, el transepto, el ábside… Hasta encontrar los cruceros donde se respiran perfumes de incienso.

Entonces toma con la jeringuilla la pureza que planea en esas alturas. Ahí es donde se halla el Secreto.

El Color de la Verdad.

Que es también el de la Mentira.

Ahora, mi amor, cierro los ojos.

Y te imagino ante el Secreto.

Cuando te haya deslumbrado esa luz sombría, podremos unirnos. El Secreto sellará nuestras almas y nuestros cuerpos en una misma Gracia.

Te quiero.

Bajo el impermeable, Marc ahogó una maldición. No entendía absolutamente nada. Ni sombra de una indicación para abordar la isla. En cuanto a las consideraciones sobre la «iglesia» y los «cruceros», batían todos los récords del hermetismo.

Se habían acercado un poco, unos cinco metros. Marc frunció los ojos, pero no vio ninguna claridad particular entre la vegetación; no había bambúes en el horizonte. Le dijo por señas al pescador que quería dar la vuelta a la isla. El marinero respondió haciendo una mueca de desaprobación. No paraba de expresar, con la palma de la mano, la falta de profundidad. Marc sacó otros mil bahts. El piloto se los guardó. Refunfuñando, encendió el motor.

La barca efectuó una maniobra marcha atrás para rodear la isla por la derecha. El marinero siguió un itinerario preciso entre los corales que arañaban las olas. Marc seguía sin ver las pequeñas hojas. Solo había bosques espesos y oscuros, en los que de vez en cuando se abrían cavernas. Le recordaba La isla de los muertos, el famoso cuadro de Böcklin. Era la misma presencia mórbida, el mismo recogimiento secreto, agazapado en el fondo de la jungla.

La luz no cesaba de declinar. Marc calculó que no le quedaban más de quince minutos. En ese momento estaban bordeando un acantilado que descendía en vertical hacia el mar. Apareció una playa con palmeras tan inclinadas que parecían horizontales.

Seguía sin haber bambúes.

Estaba cayendo la noche. La lluvia arreciaba. El pescador hizo un gesto explícito: debían regresar. Marc le contestó con otro ademán: ¡continúe! El tailandés negó con la cabeza e inició la maniobra sin esperar respuesta.

En ese instante, un murmullo característico llegó a los oídos de Marc. Un roce ligero, creciente, lánguido. El viento traía el sonido y se lo llevaba enseguida, cual un espejismo sonoro. Pero estaba seguro: los bambúes estaban allí, en algún lugar del arrecife.

En el momento en que la barca giró, deslizándose entre dos grandes olas, Marc vio justo encima de la playa, a la derecha, la cinta verde claro. Las hojas parecían formar, entre las duras palmeras, una nube inmaterial. Gritó, señalando con el índice. El piloto negó de nuevo y siguió dando media vuelta.

Sin dudarlo, Marc se guardó en un bolsillo la jeringuilla, se quitó el impermeable y se zambulló en el mar. El frescor del agua aceleró su respiración. Tuvo la impresión de penetrar en la carne misma de la tormenta. Inmediatamente fue arrastrado por la corriente. Aspirado a través de un pasillo abierto por los corales. Mientras daba brazadas, chocaba contra las concreciones, se arañaba el vientre, se desollaba los codos. Pero se estaba produciendo un pequeño milagro: la corriente lo llevaba hacia la orilla. Se obligó a no moverse; dejó de oponer resistencia y empezó a notar las crestas de los corales rozándole el vientre.

Por fin llegó a la orilla y salió del agua. Bajo la luna, la playa tenía la blancura de la tiza. A medida que se alejaba del mar, oía mejor el canto de las hojas. Su crujido se volvía ensordecedor. Risas de brujas. Marc se volvió: el marinero seguía allí. Parecía furioso. Sin embargo, Marc estaba seguro de que lo esperaría.

Se dirigió hacia el bosque de bambúes, que quedaba sobre la playa. Después de dar unos pasos, distinguió más claramente la forma que le había parecido ver desde la barca.

Una cabaña construida sobre pilares y pegada al acantilado.

Un simple bungalow cerrado, con una terraza. Alrededor de cuatro metros de ancho. Cinco de hondo. El antro de un Robinson Crusoe. O simplemente un cobertizo para material de submarinismo. De pronto lo invadió una angustia inexplicable. ¿Y si alguien lo esperaba allí? ¿Y si Reverdi lo había citado con otro? En un segundo, sus hipótesis más descabelladas se desbocaron: el padre, el abogado… Entró en razón, pero decidió rodear primero la choza.

Encendió la linterna y se metió entre el tabique y el acantilado. Nadie, por supuesto. Inspeccionó la superficie de las paredes. Un simple vistazo le confirmó lo que ya sabía: la cabaña había sido «tratada». Cada intersticio había sido obturado con hilos de rota y silicona.

Al salir por el otro lado de la cabaña, se dio cuenta de que la noche se había hecho más clara. Alzó los ojos. Las nubes se alejaban. La luna llena brillaba como un sol frío. La arena, espejeante, agujereada por la lluvia, evocaba ahora una superficie de nácar. Apagó la linterna y la luz nocturna le hizo sentirse mejor.

Subió a la terraza. Allí vio también el calafateado. El marco de la puerta. Las ranuras de la ventana. El hueco entre la pared y el techo. Todo estaba taponado. Durante un breve instante, pensó que el cadáver estaba en el interior, pero era imposible. Reverdi no había puesto los pies en Tailandia desde hacía por lo menos seis meses; jamás habría dejado que un cuerpo se pudriese, ni siquiera en un espacio protegido.

Marc se colocó frente a la puerta y empezó a darle patadas. La ropa mojada entorpecía sus movimientos. La puerta cedió. La arrancó completamente de los goznes a fin de que la luz de la luna penetrara en el interior. La cabaña estaba vacía, o casi. Una botella de aire comprimido. Un descompresor blanquecino por efecto de la sal. Lastres. Una linterna frontal. Ninguna señal de lucha o de violencia. Ningún rastro de sangre o de cera de vela. Ningún objeto sospechoso. La madriguera inofensiva de un hombre asocial.

¿Qué se suponía que debía encontrar allí? «Cuando hayas descubierto la Cámara, tendrás que sumergirte en su sombra. Allí te espera algo. Una iglesia.» Ahora estaba siguiendo el razonamiento del asesino. Sacrificando a sus víctimas, creía purificarlas. Ellas mismas se convertían en espacios sagrados. En «iglesias».

Golpeó el suelo con el talón. No había doble fondo. Pensó en la elevación del bungalow sobre pilotes. La solución era más sencilla: Reverdi había enterrado el cadáver en la arena, bajo la choza.

Salió y se metió debajo. A cuatro patas, observó la superficie, las hojas secas, los pilares devorados por los arbustos: nada destacable. Con decisión, aunque de manera inconsciente, empezó a excavar con las manos.

No tardó en encontrar la mejor manera de hacerlo: hundir los dos brazos en la arena y retirarlos cruzados, a la manera de una excavadora, por encima de su cabeza. De vez en cuando, cambiaba de posición: se sentaba en el hoyo y empujaba los montículos con los pies.

Se encontró, sin aliento, dentro de una verdadera fosa. Excavó más, notando que los cangrejos le rozaban la frente y correteaban por sus brazos. Cuando hubo llegado a un metro de profundidad, se puso en pie y se dijo que deliraba. Allí no había ningún cuerpo.

De pronto se quedó petrificado. El hoyo se había movido a sus pies. Las tinieblas brillaban, trazaban movimientos relucientes. Se oyó un silbido amortiguado, luego otro. Serpientes. Marc dio un salto hacia atrás e intentó subir a la superficie. En vano. Los animales se enredaban entre sus pies. Blancuzcos. Sinuosos. Abominables. Se quedó inmóvil. Las serpientes desaparecieron sin morderlo: un milagro.

– Los guardianes del templo -susurró.

No cabía duda: el nido había sido puesto por el propio Reverdi. Una última medida de protección contra posibles visitantes. Pero ¿cómo se había arriesgado a matar a Élisabeth? Marc presentía su lógica de demente: la ofrecía en sacrificio al destino. Si era la Elegida, las serpientes no la atacarían. Si no, no habría nada que lamentar.

– Hijo de puta -murmuró Marc.

Esa trampa le hizo recuperar energías. Demostraba que efectivamente había algo enterrado ahí debajo. Después de haber explorado la fosa para asegurarse de que la vía estaba libre, se puso de nuevo a excavar con ímpetu renovado, apretando los dientes. Doblado por la cintura, jadeando, iba hundiéndose en el hoyo. Tenía arena en la boca, en los ojos, en las orejas. Nada todavía. Exhausto, se puso de nuevo en pie, se tambaleó y se dejó caer de culo.

Fue como una descarga eléctrica.

Su peso no había producido el ruido sordo esperado. Más bien un roce. De un salto, se puso boca abajo y empezó a apartar arena con frenesí. Al cabo de un momento, sus manos encontraron un objeto envuelto en plástico. No temía el contacto con el cadáver. Al contrario, esa forma pálida, plateada, que aparecía poco a poco, lo hipnotizaba. Consiguió dejar al descubierto el torso, hasta las caderas.

Bajo el plástico, el cadáver estaba perfectamente conservado. Cabeza, hombros, caderas: todo se dibujaba con precisión. La piel, blanquísima, parecía inmaculada, con excepción de las heridas negras que marcaban, bajo los pliegues transparentes, el Camino de Vida. El conjunto poseía un carácter de limpieza aséptica.

¿Cuánto tiempo llevaba muerta esa mujer? Debería haber sido comida por los gusanos y los cangrejos. Sin duda Reverdi utilizaba una técnica de embalsamamiento. O un método de protección total. Marc recordaba un reportaje que había realizado sobre un «artista anatomista» alemán, inventor de una técnica de conservación de los cuerpos: la plastinación.

Dejó las piernas totalmente al descubierto. Sin pensar, subió y apartó la arena de los lados, excavando un túnel hasta el aire libre. Después volvió sobre sus pasos, se tumbó boca abajo y asió el cadáver por los hombros. Sus manos resbalaban sobre el plástico, que parecía engrasado, untado con un bálsamo protector. Finalmente consiguió agarrar el cuerpo y arrastrarlo hasta el exterior. En ese momento sintió la repulsión que había creído evitar.

Era una mujer, por supuesto.

Tenía el semblante pálido, huesudo. Los ojos, que brillaban al fondo de las órbitas, parecían dos bolas de cristal. Los labios, demasiado finos, mostraban unas encías descoloridas de las que salían, dibujando un rictus de crispación, unos dientecillos crueles. Marc pensó: «Un cadáver albino». Hasta los cabellos, bajo el plástico, parecían sin color.

Siguió arrastrando el cuerpo hasta extraerlo de la hojarasca que rodeaba los pilotes. Era muy pequeño. Unos despojos de niña. Su piel luminiscente parecía cómplice de la luna. Marc se sentó sobre la arena húmeda y observó el envoltorio, adherido al cuerpo y perfectamente cerrado. De pronto se le ocurrió una idea demencial.

Esa víctima no estaba embalsamada, sino liofilizada.

Reverdi la había secado. Le había extraído toda el agua y de ese modo la había protegido contra la amenaza de la descomposición. Después había conseguido envolverla al vacío, igual que los alimentos destinados a una larga conservación. Marc era incapaz de imaginar un método concreto, pero estaba seguro de que el asesino había utilizado su material de submarinismo. Especialmente el descompresor, no para introducir aire en el plástico, sino para hacer el vacío.

Había llegado el momento de tomar la muestra. Marc sacó la jeringuilla del bolsillo. Se arrodilló delante de la mujer, como para rezar, y se concentró en las palabras del asesino:

Debes cruzar la nave, el transepto, el ábside… Hasta encontrar los cruceros donde se respiran perfumes de incienso.

Marc imaginó el plano de una iglesia y lo superpuso sobre el cuerpo. La nave era el busto, de eso no cabía duda. Pero ¿y el ábside? Creía recordar que era la parte superior de la iglesia, el semicírculo donde se encuentra el altar. Por lo tanto, la cabeza. En cuanto al transepto, debía de ser la parte intermedia entre nave y ábside: el tórax, donde se encuentran los órganos vitales. Todo aquello era realmente confuso. ¿Dónde estaban los cruceros? Se hallaban situados a uno y otro lado de la nave. Un destello lo iluminó: los pulmones.

La continuación del mensaje confirmaba esa opción:

… donde se respiran perfumes de incienso…

Debía pinchar en esa región. A fin de recoger los vestigios de la atmósfera que la víctima había respirado en el momento de morir. Los rastros físicos de una materia volátil, las partículas de un pigmento inhalado durante la agonía.

Esa era la apoteosis.

Se inclinó y examinó el pecho. No tenía ningún conocimiento anatómico. ¿Dónde estaban exactamente los pulmones? ¿Sería suficientemente larga la aguja para llegar hasta los alvéolos? Pensó en las costillas. Debía clavar la aguja entre las costillas superiores, bajo los pechos.

Comenzó a palpar el torso a través del plástico. Mientras maniobraba, Marc comprendió otro aspecto del ritual. Reverdi no calafateaba la Cámara para protegerla de las agresiones exteriores. Era lo contrario: quería impedir que el perfume que había dispersado saliese fuera. Quería «envolver» los cuerpos en incienso, en un olor, trascenderlos gracias a esa fragancia.

Marc se decidió a pinchar entre las costillas primera y segunda, partiendo de la parte superior de la caja torácica. Pero todavía dudó: ¿debía retirar el envoltorio del cadáver o pincharlo a través de él? ¿Debía sacar la jeringuilla de la bolsa o simplemente atravesar esta con la aguja? Decidió actuar a través de las membranas, sin tocar nada. Para conservar la máxima asepsia.

Cerró los ojos y clavó el instrumento. La carne no ofreció ninguna resistencia. Polvo friable. Tiró del émbolo. Abrió los ojos y observó la jeringuilla. No veía nada en el cilindro; en cualquier caso, ningún color.

Cuando el émbolo hubo terminado su recorrido, se inclinó más a fin de extraer la aguja con la máxima precaución. Al hacerlo, se apoyó en el hombro izquierdo del cuerpo. El brazo se partió y quedó desprendido del cuerpo. Marc gritó. El plástico se rasgó. Vio el miembro separado, el polvo de piel y huesos que se esparcía entre los pliegues transparentes. Ese cuerpo estaba tan seco que se rompía como si fuera de cristal.

Marc se dio cuenta de que había roto el vacío; la descomposición del cadáver no se alargaría ahora más de unos días. Conteniendo un gemido, se guardó la jeringuilla en el bolsillo. Llevó el cuerpo hasta su tumba y luego, volviendo la cabeza, echó rápidamente la arena encima. Mentalmente, pidió perdón a aquella desconocida cuyo rostro iban a devorar muy pronto los cangrejos.

63

– Tenemos un problema.

Jimmy Wong-Fat estaba en la puerta de la celda. Jacques se preguntaba cómo demonios había podido llegar hasta allí. Desde que habían encontrado el cuerpo de Raman, todos los edificios estaban cerrados. Ningún recluso estaba autorizado a salir. Las visitas se habían cancelado hasta nueva orden.

– Tenemos un problema.

Reverdi se incorporó sobre la estera e invitó al abogado a sentarse a su lado. El chino permaneció de pie.

– Ya le han practicado la autopsia a Raman. Ciertos detalles «técnicos» hacen que las sospechas recaigan sobre usted.

– ¿Qué detalles?

– El hilo utilizado para coserle los labios, los ojos y el abdomen es quirúrgico. Solo se encuentra ese hilo en la enfermería.

– No soy el único que trabaja allí. Ni el único que ha tenido problemas con esa basura. Incluso aquí hacen falta pruebas para acusar.

El abogado hizo caso omiso de la reflexión.

– Está también el misterio de las entrañas.

– ¿Las entrañas?

– Las vísceras encontradas en el vientre de Raman no eran las suyas.

– Ah, ¿no?

– Eran vísceras de cerdo.

Jacques levantó las cejas. Jimmy lo observaba con sus ojos rasgados.

– ¡De cerdo! ¿Se da cuenta de lo que eso significa para un musulmán? El asesino sacó sus órganos y metió dentro del abdomen las tripas de un lechón. Después cosió la carne.

Jacques pensaba en la cara del forense al practicar la autopsia. Seguro que ese musulmán nunca había contemplado despojos de cerdo tan de cerca.

– ¿De dónde procedía ese… material? -preguntó en un tono de indiferencia.

Wong-Fat se plantó delante de él con las piernas abiertas. Seguía llevando la cartera roja, como si fuera un animal doméstico.

– De las cocinas. Todo lleva a creer que se trata de las tripas del lechón que la comunidad china había hecho entrar en la prisión para celebrar no sé qué. Ese bicho ya había provocado un escándalo.

Reverdi había pensado que el descubrimiento de su castigo le divertiría más. Pero, en realidad, no experimentaba nada: solo pensaba en Élisabeth. Estaba impaciente por reanudar el contacto con ella.

– ¿Y han encontrado…, bueno, el «interior» de Raman? -preguntó para guardar las formas.

– No. Y nadie se dio cuenta de que las tripas del cerdo habían desaparecido. Sabe por qué, ¿verdad?

– Me lo imagino, sí.

– El asesino metió las entrañas de Raman en el cuerpo del animal. Lo que los chinos se comieron anteanoche eran las tripas de Raman. ¡Despojos humanos!

Jacques dejó caer la cabeza hacia atrás y la apoyó en la pared. No sentía nada, pero apreciaba la sincronización perfecta de la operación. Los chinos, responsables del asesinato de Hajjah, se habían comido a su jefe.

– Menuda sorpresa -murmuró.

Jimmy le apuntó con el dedo índice. La cólera hacía que se le hincharan las venas bajo la piel.

– Hace mal en reírse. Todo el mundo sabe que ha sido usted, Jacques. Solo usted podía atreverse a cometer un crimen semejante.

Jacques permaneció en silencio.

– ¡Con lo que he preparado el caso! -prosiguió el abogado-. Todo está perdido. ¿Qué le ha pasado? -Se inclinó hacia él, brillante de sudor y de incredulidad-. ¿Es que le da igual morir?

Reverdi se levantó de un salto y cogió una de las velas que ardían en el otro extremo de la celda, entre varitas de incienso colocadas sobre una caja boca abajo. El conjunto evocaba un altar.

– ¿Tú crees en la reencarnación? -le preguntó a Jimmy.

– No.

Jacques cogió otra vela, apagada, y se acercó al abogado.

– Hay una metáfora clásica para explicar la transmigración del alma. -Encendió la segunda vela con la primera-. Los cuerpos se consumen, pero la llama pasa simplemente de uno a otro. Es eterna.

– ¿Qué significa eso?

Reverdi sonrió y le puso en la mano una de las velas.

– Significa que no moriré. Me reencarnaré.

Wong-Fat miró la llamita entre sus dedos; no sabía qué hacer con la vela. La dejó en su sitio, sobre el altar. En ese momento se fijó en la fotografía clavada en la pared, por encima de las varitas de incienso.

– ¿Quién es la de la foto?

– Mi mujer.

El chino volvió la cabeza.

– ¿Qué?

– Todavía no estamos casados, pero quiero celebrar esa unión antes de ser ejecutado.

Jimmy observó el retrato y preguntó, con una voz extraña:

– ¿Es la chica de las cartas? ¿La chica de París?

– La ley malaya me permite hacerlo.

La expresión de Jimmy había cambiado: tenía los rasgos hundidos y los labios le temblaban. Parecía consternada.

– Pero… ¿lo dice en serio? ¿De verdad quiere casarse con…?

No pudo acabar la frase. Jacques lo observó: el obeso estaba al borde de las lágrimas. Era para morirse de risa. Así que había creído que entre ellos había una relación profunda… Complicidad, amistad, incluso algo más…, ¡tantas afinidades! Reverdi susurró en un tono cálido, como para consolarlo:

– No va a ser una cosa inmediata. Todavía no está preparada.

– ¿Todavía no está preparada? -El abogado adoptó de nuevo su tono profesional-: Pero ¿de qué demonios habla?

Reverdi se arrodilló ante la fotografía y acarició con los dedos el rostro de Élisabeth:

– Su iniciación aún no ha terminado.

– ¿Siguen teniendo contacto? Yo no he vuelto a recibir ninguna carta, yo…

Reverdi cerró los ojos.

– La siento venir. Se acerca a mí… -Se puso en pie y miró a Wong-Fat-. Es cuestión de días.

64

El quinto mensaje se reducía a tres palabras: «Ve a Bangkok». Marc no se había hecho de rogar. Desde la frontera birmana, había dado media vuelta de inmediato y conducido toda la noche, parando solo para repostar gasolina. Después de nueve horas de viaje, había llegado al aeropuerto de Phuket a las cinco de la mañana. Allí, había dormido dos horas acurrucado en el Suzuki sin soltar la jeringuilla, su botín, su talismán. Se había despertado, medio helado y medio ardiendo, justo a tiempo para tomar el primer vuelo con destino a Bangkok.

Desde la expedición a la isla de los muertos estaba obsesionado con el contenido de la jeringuilla. A simple vista, solo contenía un gas volátil, ligeramente teñido de linfa y de partículas rosáceas. ¿De verdad era ese el Color de la Verdad? ¿Qué había extraído del fondo de los pulmones de la víctima? ¿De qué forma iba a revelarle esa muestra la clave del rito?

La llegada a la capital le aportó una calma relativa. Se sentía feliz de estar rodeado de nuevo de vida, del ruido de los coches, de la indiferencia familiar de los rascacielos. Desde la autopista, la metrópolis incluso le pareció de un azul relajante. Seguramente era la influencia del cielo puro, que penetraba en las torres de cristal.

Una vez en el centro, tuvo que revisar su juicio. Bangkok se hundía bajo su propia presión. Ahogada por sus construcciones, su tráfico, su aire asfixiante. Inmensos puentes de hormigón penetraban en las calles a la fuerza, apartando los inmuebles, imponiendo un mundo nuevo, ciego y triunfal. Había asfalto por doquier, recubriendo barrios enteros, paralizando las callejuelas. Parecían impacientes por enterrar el pasado, como si se tratara de un cadáver vergonzoso.

Dando tumbos en el taxi, Marc leía las instrucciones del sexto documento.

Dirígete hacia el hospital de Siriraj. Desde el aeropuerto, sigue la orilla del río en taxi hasta encontrar una estación de barcos-autobuses. Allí compra un billete para la estación Pran Nok, también llamada Wang Lang. Cuando hayas llegado a esa estación, abre el documento siguiente.

Marc pagó al taxista y montó en un barco. Contemplaba los contrastes de la ciudad con indiferencia. Las barracas de madera construidas en islas llenas de vegetación y rodeadas de torres modernas. Las stupas y las pagodas plantadas entre ciudadelas de acero y de asfalto. Las barcas en forma de hoja cruzándose con fuerabordas rugientes… Todo ese universo le parecía febril, enfermo. Hasta los pasajeros que había a su alrededor le parecían turbios, terrosos, contaminados.

Pran Nok daba acceso a un mercado. Había tal multitud que costaba bajar del barco. Marc encontró un banco apartado en el recinto de la estación y abrió el séptimo documento. Pensó en el Séptimo Sello del Apocalipsis.

Lo que leyó lo dejó estupefacto, pero ya no tenía elección.

Se sumergió en la agitación. Los comercios invadían aceras y calzada. Las tiendas ofrecían estufas de carbón, cocinas de gas y placas eléctricas a cientos, lo que hacía el aire todavía más sofocante. Entre el desorden, Marc pasó ante dulces aromatizados, vapores ardientes, pastas translúcidas de colores chillones, pinchitos chisporroteantes, pescados de piel gruesa y blanca carne…

Llegó al hospital Siriraj, pero pasó de largo. No era su destino final. Reverdi le indicaba un laboratorio de análisis médicos situado en la misma calle, unos números más lejos. Allí debía buscar a un químico llamado Kantamala, un militante ecologista que realizaba de tapadillo análisis de muestras comprometidas para las grandes compañías industriales.

¿Dónde lo había conocido Reverdi? Eso carecía de importancia y Marc tenía otras cosas en las que pensar. Ahora debía interpretar muy bien un papel ante el experto. Poseía los nombres y los términos que había que pronunciar para formular su petición, e incluso las réplicas.

Empujó la puerta de cristal ahumado del laboratorio y descubrió en el interior un mostrador blanco como un trozo de hielo. Marc preguntó por Kantamala. Al cabo de unos segundos vio llegar a un tailandés alto con una bata inmaculada. Tez oscura, cabellos largos recogidos en una cola de caballo, expresión hostil. El hombre sonrió cuando Marc pronunció el nombre de un ecologista inglés que le había dado Reverdi.

Salieron a la calle. Kantamala encendió un cigarrillo. Un Kron Tip, la marca local.

– ¿Qué tenemos hoy? -preguntó en inglés, en un tono de conspirador.

– Un muerto. Envenenamiento.

Kantamala frunció el entrecejo.

– ¿Un muerto? ¿Dónde?

– No puedo decir nada.

El tailandés daba caladas al cigarrillo con avidez. En la calle saturada de contaminación, aquello parecía un doble suicidio.

– Necesito detalles. Un muerto es un asunto grave. No estoy acostumbrado a…

– Yo tampoco sé nada. Creo que se trata de una mina, cerca de Ranong…

Marc estaba improvisando, pero el nombre pareció agradar a Kantamala.

– No me extraña. Allí utilizan mercurio y…

– En cualquier caso, es urgente. Esperan los resultados para iniciar un procedimiento.

El otro asintió con la cabeza. Fumaba con nerviosismo y no paraba de lanzar miradas recelosas por encima del hombro.

– Pero ese muerto… -insistió-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. Ha respirado un gas, creo. No está muy claro.

– ¿Qué tipo de muestra traes?

Marc le dio la jeringuilla al químico.

– Le han practicado una punción en los pulmones.

– Mierda.

Marc adoptó una actitud firme y decidida:

– Si es demasiado difícil para ti…

Kantamala tiró la colilla.

– Vuelve dentro de dos horas.

Marc se sentó a una mesa de un restaurante instalado en la acera, desde donde podía vigilar las puertas de cristal ahumado del laboratorio. Ese puesto de observación lo tranquilizaba, como si Kantamala pudiera huir con «su» prueba.

Pidió un té. No tenía el estómago suficientemente asentado para tomar café. En ese momento tenía la mente en blanco. Estaba agotado por un exceso de reflexiones, de descubrimientos, de angustia. Dejó resonar en su conciencia unos versos del Cantar de los Cantares:

¿Quién es esa que se eleva del desierto

como humo que brota de la mirra,

el incienso y toda clase de polvos aromáticos?

Solo le faltaba eso. Identificar el perfume o el incienso que Jacques Reverdi había utilizado. Entonces, estaba seguro, se produciría un milagro. Esa última información cerraría el círculo, daría coherencia al conjunto.

Se decía eso una y otra vez, como si fuese una plegaria. Pero sin convicción. La contaminación, el calor y el cansancio lo transformaban en un sonámbulo.

Despertó de su letanía y miró el reloj. Habían pasado dos horas sin que se hubiera dado cuenta. Nada había cambiado en la calle. El mercado continuaba exhalando sus olores insoportables, los coches continuaban despidiendo su gas envenenado. Con las piernas flojas, Marc se dirigió hacia el laboratorio.

– ¿Estás tomándome el pelo?

El químico, con un cigarrillo entre los labios, parecía furioso.

– ¿Qué has encontrado?

– Nada.

– ¿Cómo que nada?

– Ni rastro de contaminación ni de sustancias extrañas.

– Es imposible… La muestra está sacada de un pulmón…

– Eso no lo pongo en duda. Pero ese tipo no ha muerto envenenado. Ha muerto por asfixia.

Marc levantó los ojos: el hombre flotaba ante él.

– La jeringuilla contenía mioglobina, una molécula muscular que fija los gases. La he analizado y está saturada en un ochenta por ciento de gas carbónico.

Marc no sabía qué contestar. Kantamala continuó, sin dejar de fumar:

– No ha habido intoxicación. Ese tipo no ha respirado nada. Nada en absoluto. En realidad, ha muerto por eso. Por asfixia. Pero no con una almohada tapándole la cabeza. No hay ninguna huella de traumatismo. Ni el más mínimo rastro de derrame pleural, ese líquido amarillento que aparece alrededor de los pulmones tras una muerte violenta. No, el tipo ha muerto lentamente por falta de oxígeno, respirando su propio gas carbónico.

Toda la calle se tambaleaba a sus pies. El químico subió el tono de voz:

– No sé a qué jugáis, pero no quiero seguir metido en vuestros tejemanejes. Esto no tiene nada que ver con la ecología. Es un asesinato, ¿entiendes?

Marc retrocedió hacia la calzada, entre los coches, los puestos, los transeúntes. Estaba como absorbido por la alucinante verdad.

El arma del crimen no era el cuchillo.

Sino la cabaña.

La Cámara de Pureza, que actuaba como un ahogadero.

Esa era la marca de Reverdi.

El maestro de la apnea mataba a sus víctimas privándolas de oxígeno.

65

Marc se incorporó a la multitud y recorrió la calle Pran Nok hasta la estación de los barcos-autobuses. Se sentó en el mismo banco de antes, a la sombra de la verja, y reunió los últimos elementos. Por fin conocía el modus operandi con todo detalle.

Primero, el asesino encerraba a su víctima en una choza totalmente calafateada. Esperaba pacientemente a que consumiera la reserva de oxígeno de la Cámara. ¿Cuánto tiempo duraba ese suplicio? Horas, seguro. Tal vez incluso días.

Marc imaginaba a la mujer amordazada, atada, respirando cada vez con más dificultad, notando que el veneno carbónico llenaba sus pulmones. Jacques Reverdi la observaba. Contemplaba la muerte en acción. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas en el otro extremo de la cabaña, saboreando el espectáculo de esa chica que gritaba en silencio, amordazada, con la garganta en carne viva…

¿En qué momento practicaba las incisiones? Sin duda durante esa espera. Pero, contrariamente a lo que Marc había imaginado, no reabría inmediatamente las heridas. Dejaba que su víctima se asfixiara antes de sangrarla.

En ese punto, la hipótesis se estancaba. El umbral crítico de asfixia se prolongaba durante horas: ¿cómo aguantaba Reverdi? Esa espera sobrepasaba con mucho sus capacidades de apneísta. En un flash, como una última pieza que encajaba en el engranaje, vio la botella de oxígeno en la primera madriguera, luego en la segunda. No había prestado atención a ese detalle, pero las botellas desempeñaban un papel. Mientras su víctima agonizaba, el asesino, con los labios apretados en torno al descompresor, respiraba aire comprimido.

En esa fase, la mujer se convertía en una especie de barómetro para medir la composición del aire. A medida que se agitaba, que se ahogaba, Reverdi evaluaba el vacío de la estancia. Cada uno de sus gritos mudos, de sus ronquidos, era como un indicio de la pureza en marcha. Cuando la víctima se hallaba a unos segundos escasos de la muerte, entonces la Cámara estaba a punto.

Reverdi podía pasar a la acción.

Se quitaba la mascarilla y se ponía en apnea.

Esa era la increíble verdad: Reverdi no temía ese espacio mortal porque podía permanecer varios minutos sin respirar. La pureza de la choza era «su» pureza.

Una vez más, Marc pensó en las palabras de la doctora Norman acerca de la escena del crimen, que era una extensión de la personalidad de Reverdi. La psiquiatra tenía toda la razón. La Cámara de Pureza se había convertido en una proyección de su cuerpo. Su ser, su poder se habían extendido hasta las paredes de la celda.

La víctima moría realmente en el «reino» de Reverdi. En el seno de su fortaleza: la apnea.

Marc retomó la escena. Prácticamente ya no quedaba aire sano, las velas temblaban, la mujer se debilitaba.

Entonces, antes de que exhalara el último suspiro, Reverdi cogía una vela y pasaba la llama sobre las heridas para abrirlas haciendo que la miel seca se fundiera. Al mismo tiempo, quitaba la mordaza a su víctima a fin de que pudiera dar las últimas bocanadas de aire. Había un vicio extremo en ese método, pues la boca jadeante y la llama se disputaban las últimas parcelas de oxígeno. La vela mataba a la mujer de dos maneras distintas: fundiendo la miel de las heridas y robándole aire.

Marc congeló la imagen. ¿Por qué Reverdi mataba dos veces a su víctima, asfixiándola y sangrándola?

Aún no lo había comprendido todo.

Siguió concentrándose y se situó en el punto de vista del asesino. Contemplaba la sangre que brotaba de los brazos, de los muslos, del torso (advertía, de pasada, la razón de ser de las linternas frontales desperdigadas por el suelo de las cabañas: en una habitación privada de aire, las velas acababan por apagarse; para ver su obra hasta el final, Reverdi tenía que utilizar la electricidad). Marc admiraba, a su pesar, la hemoglobina que manaba por sus múltiples fuentes, como torrentes de montaña. Ese cuerpo torturado se convertía en un glaciar de sangre fundido con fuego.

Tuvo otro destello. El rojo. El ritual iba encaminado exclusivamente a eso. A contemplar el color escarlata en un espacio absolutamente puro.

La ausencia de oxígeno debía de provocar determinado efecto en el color de la sangre. Debía de producirse una transmutación química entre la hemoglobina y el gas carbónico.

Marc necesitaba la ayuda de un experto. Un solo nombre acudió a su mente: Alang, el forense. Rebuscó en sus bolsillos y encontró el teléfono móvil que había alquilado en Phuket.

El médico contestó enseguida. En cuanto reconoció la voz, rompió a reír. Esa espontaneidad y esa alegría emocionaron a Marc. Estuvo a punto de echarse a llorar, pero se aferró a sus propias palabras.

– Te llamo para pedirte un consejo. Tengo que preguntarte una cosa.

– Yo también: ¿quién es un trovador escocés, con abrigo rojo, reconvertido en criador de salmones?

Marc suspiró. Se apartó del momento presente y buscó entre sus recuerdos musicales. Lo absurdo de la situación superaba todo lo imaginable.

– Ian Anderson, del grupo Jethro Tull.

– Eres una joya. ¿Qué quieres saber?

Marc cerró los ojos. El calor lo estaba matando. Una cortina de sudor se aglutinaba sobre sus párpados.

– Imagina…, y digo exactamente eso, imagina…, que alguien hace manar sangre en una habitación totalmente privada de oxígeno.

– Sé más concreto. ¿Te refieres a sangre almacenada en un laboratorio o a sangre de un cuerpo herido?

– De un cuerpo. De una herida.

– ¿Está relacionado con Reverdi?

– ¿Con quién si no? La sangre fluye en una atmósfera cerrada, sin oxígeno.

– No lo entiendo. En ese caso, ¿la víctima ya está muerta?

Marc estuvo a punto de gritar, pero logró contenerse.

– Todo sucede a la vez: la víctima se desangra al mismo tiempo que se asfixia. La escena se desarrolla en una habitación al vacío, ¿comprendes?

– Continúa.

– Esa ausencia de oxígeno, ¿influye en el color de la sangre?

– Más bien sí.

– ¿De qué color sería en ese caso?

– No tendría color.

– ¿Cómo?

– La sangre sería negra. Absolutamente negra. Es el oxígeno lo que da el color rojo a la hemoglobina. Sin él, la sangre se vuelve muy oscura. Por eso las venas, en la superficie de la piel, son azules; la sangre, poco oxigenada ahí, es pardusca. También por eso el cuerpo de una víctima asfixiada es gris. Se trata de un fenómeno conocido con el nombre de cianosis, del griego kuanos, que significa azul oscuro. En el caso que me planteas, yo creo que la sangre sería especialmente oscura.

Marc, incrédulo, insistió:

– ¿Por qué?

– Porque la hemoglobina ya no tendría ningún contacto con moléculas de oxígeno, ni en el interior del cuerpo ni en el exterior. Sería una desoxihemoglobina pura. Una sangre tan oscura que sería negra. En Malaisia, esa «sangre negra» es objeto de muchas leyendas. Es el color de la muerte y…

Marc ya no escuchaba las palabras de Alang. Había tenido esa información desde el principio. La ginecóloga con la que había hablado en París al comienzo de la investigación le había dicho: una sangre oscura. Una sangre venosa, poco oxigenada.

El negro.

La sangre negra.

La búsqueda de Jacques Reverdi.

Transformar a cada mujer en fuente de sangre negra.

«El Color de la Verdad, que es también el Color de la Mentira.»

Marc colgó. La blancura del sol lo hacía tambalearse. Manchas oscuras danzaban bajo sus párpados. Estaba a punto de desmayarse. La verdad lo penetraba como una sustancia lenta y demasiado densa, saturada de evidencias, de lógica, de locura…

Iba a tener que acostumbrarse a esa demencia.

Porque era esa pulsión criminal lo que había querido mirar directamente a los ojos.

¿A cuántas mujeres había matado Reverdi para maravillarse ante el negro absoluto?

66

Huir.

Huir con el secreto.

Marc tomó un taxi y atravesó Bangkok en dirección al aeropuerto. No veía nada, no oía nada, no sentía nada. Ensordecido por los latidos de su propio corazón. Sus dedos se hundían en la bolsa de viaje hasta hacer que los nudillos se pusieran blancos. Alejarse de ese país. Alejarse de la pesadilla. Llevarse su secreto lo más lejos posible.

La neutralidad del aeropuerto fue un alivio. Se dirigió hacia el mostrador de las clases económicas, pero cambió de parecer. Teniendo en cuenta su estado, y el tesoro que tenía en su poder, decidió regalarse una vuelta de lujo.

Se acercó a la ventanilla de la Cathay Pacific, una de las compañías aéreas asiáticas más prestigiosas, y compró un billete de primera clase. Un violento martillazo en su hucha: casi cinco mil euros por un simple billete de vuelta. Pero ¿y qué? Era una buena manera de empezar a gastar el adelanto sobre los derechos de autor que iba a sacarles a los editores. Seguía apretando maquinalmente su bolsa de viaje. Su ordenador. Su libro. Su futuro.

El billete que había comprado permitía acceder al salón VIP del aeropuerto. Un gran espacio cálido, de líneas y simetrías sobrias.

Marc vio en ese lugar austero un símbolo. Había llegado el tiempo del orden, de la estructura. Decidió escribir la trama definitiva de la novela mientras esperaba su vuelo. Ahora que sabía cuál era el punto de llegada, le resultaba fácil trazar la línea decisiva.

Se dirigió al bar y se preparó un plato de tapas. Se sirvió una copa de champán y fue directamente al business-center, una gran jaula de cristal donde había ordenadores, teléfonos y faxes alineados.

Se sentó y conectó su ordenador a la corriente. Antes de empezar con el trabajo propiamente dicho, tenía que hacer limpieza. Se conectó con su servidor, Voilà, y abrió la página de inicio. En unos pasos, canceló su cuenta de correo. El programa le preguntó si estaba seguro de su decisión y le informó de que tenía un mensaje sin leer: sin duda la última cita de Reverdi, en el locutorio de la prisión de Kanara. Marc confirmó la cancelación. Borró para siempre el último mensaje y su dirección de correo electrónico.

A partir de ese momento era imposible ponerse en contacto con Élisabeth.

Élisabeth Bremen estaba muerta.

Muerta y enterrada.

Unas semanas más tarde le tocaría el turno a Reverdi.

Juzgado y ejecutado.

Ya no quedaría nada de esa pasión epistolar, de ese gran amor ficticio. Nada, excepto una novela que, si Marc se aplicaba un poco, podía convertirse en un éxito.

Pero Élisabeth merecía un funeral más serio. Cerró el ordenador, lo metió en la cartera y se fue a los lavabos con el aparato bajo el brazo, después de haber cogido una caja de cerillas de la barra del bar. Se encerró en una cabina y registró el bolsillo posterior de la cartera. Allí era donde llevaba, a modo de amuleto, el retrato de Jadiya.

Se aseguró de que no había detectores de calor encima de él y, con precaución, mantuvo la fotografía sobre la taza del váter y le prendió fuego. Contempló la llama mordiendo el papel brillante, devorando la cara de la chica.

– Adiós, Élisabeth -susurró, dirigiéndole una sonrisa.

Cuando los últimos restos negruzcos aterrizaron en el fondo del agua, tiró de la cadena y recordó una escena idéntica vivida años antes. Cuando había destruido en los lavabos de una famosa revista el certificado de defunción de lady Diana. En aquella época, esa pequeña hoguera había marcado su adiós a la princesa y a su oficio de paparazzo.

Ahora su destino daba de nuevo un giro.

Dejaba a Élisabeth y se hacía escritor.

De vuelta en el centro de negocios, empezó a elaborar el esquema de la novela. Su propia calma lo sorprendía. En realidad, era una paz superficial, precaria. Seguía sintiendo náuseas y su angustia amenazaba con explotar en un largo grito de un momento a otro. Era cómplice de un asesino. Era el único ser del mundo que poseía su secreto.

Durante un breve instante, se sintió tentado de cambiar totalmente de rumbo: vuelta a Malaisia, entrevista con el juez, declaración bajo juramento y cartas a modo de pruebas… Aquello no duró. Vació la copa de champán y se puso a escribir. ¿De qué serviría aclarar esos crímenes en el marco de un proceso cuyo resultado se sabía por anticipado, cuando podía convertirlos en un espléndido thriller?

Se concentró en la sinopsis. Tardó menos de una hora en redactar el texto. Sin volver atrás ni una sola vez. Luego leyó las veinte páginas con satisfacción. No, eso era quedarse corto. Saboreó cada palabra con una exaltación cercana al éxtasis. Le temblaban las manos. El corazón le latía desacompasadamente. Estaba seguro de que tenía una intriga «explosiva». Una pequeña revolución. Y lo que le hacía estar más convencido era que él no tenía nada que ver.

Contemplaba, en la superficie reluciente del ordenador, un diamante puro. La locura, mostrada con absoluta transparencia, de Jacques Reverdi. La había encontrado, aislado, limpiado… y ahora la contemplaba desde todos los ángulos.

Llevado por su entusiasmo, Marc se dijo que ya podía buscar un editor. Solo conocía a uno, un especialista en sucesos para el que había escrito varios textos.

Buscó en su cuenta de correo -la verdadera, la de Marc Dupeyrat- la dirección electrónica de su contacto.

Transformó la sinopsis en mensaje electrónico y redactó unas líneas de introducción, explicando que en el transcurso de un viaje al Sudeste Asiático se le había ocurrido esa intriga. Acababa el mensaje con la pregunta: «¿Le interesa?».

Conocía la respuesta. Se disponía a enviar el mensaje cuando se percató de que la novela no tenía título. Sin vacilar, escribió al principio del texto, en letras mayúsculas:

SANGRE NEGRA

El regreso

67

Cuando abrió los ojos, el avión estaba atravesando las nubes de París.

Marc pensó en viejos harapos pringosos. La suciedad y el olor de la ciudad habían permanecido en el fondo de sus ojos, de su nariz…, e incluso en el interior del avión, en la clase business, le parecía notarlos. Miró por el ojo de buey: las luces de la Île-de-France, minúsculas, parpadeaban en la turbulencia del amanecer. La mañana de ese jueves, 5 de junio, Marc era incapaz de pensar absolutamente nada.

Solo había dormido unas horas, revolviéndose en el asiento. Había hecho el viaje en tensión. Miembros rígidos, manos ardientes. Nada más despegar, su exaltación del salón VIP se había transformado en angustia y nada había podido eliminarla: ni los pinchitos con salsa satay, ni las encantadoras azafatas, ni la elección de películas en su pantalla. Marc había revivido toda su experiencia. El vuelo se había convertido en una enfermedad de catorce horas.

– Abróchese el cinturón, por favor.

Marc obedeció. A medida que se despertaba, sus ideas iban ordenándose. Vio la bandeja con el desayuno a su lado. Mientras devoraba huevos revueltos y cruasanes, pensó en su aventura, en sus descubrimientos, en su libro. Lo había conseguido. Se había apoderado de la mente de un asesino. Permanecía en el seno de su locura como el arqueólogo que penetra en la cámara funeraria de una reina. Y ahora estaba lejos. A doce mil kilómetros del asesino. A salvo en su ciudad. Dueño y señor de su botín. Podría continuar su viaje con la imaginación. Llevado por la ficción, profundizaría en su estudio, explotaría la menor señal, la menor coherencia del universo del criminal.

Cuando el avión tomó tierra, su presentimiento se convirtió en certeza. Había llegado al límite de la angustia: la luz lo esperaba, la verdad iba a coincidir con la fama, la riqueza y, por fin, la paz.

A las seis de la mañana, el aeropuerto de Roissy se asemeja a los cuadros metafísicos de Giorgio De Chirico. Inmensa rotonda desierta, donde la existencia parece perder todo punto de referencia, toda legitimidad. Un gran vacío en forma de concha, donde la vacuidad del ser resuena interminablemente.

Su bolsa fue una de las primeras en aparecer en la cinta transportadora: privilegio de las primeras y de las business. La cogió y salió a la incierta luz del día. A bordo del taxi, el efecto de harapos se reforzó. La luz lúgubre parecía impregnar los cristales. A lo largo de la autopista se extendían llanuras, descampados olvidados, campos de batalla sin cadáveres. Había experimentado muchas veces esa sensación de fin del mundo después de un largo viaje, al amanecer. El presentimiento de que había sucedido algo durante su ausencia. Una guerra atómica, un terremoto. Tan solo quedaban en pie las vallas publicitarias, últimas convulsiones de un mundo acabado.

Marc las miraba sin verlas. Eran paneles gigantescos, tensados con cables, que se desplegaban al viento matinal como las velas de un barco.

De pronto le gritó al taxista:

– ¡Pare!

El hombre se sobresaltó.

– ¿Qué?

– ¡Pare!

– ¿Se encuentra mal? ¿Va… va a vomitar?

– ¡Pare de una vez!

De mala gana, el hombre aminoró la marcha y se metió en el arcén.

– Dé marcha atrás.

– Se está pasando, ¿no creé?

Marc abrió la portezuela mascullando:

– ¡Me cago en la puta!

Bajó del taxi con el ordenador en las manos. Tenía que retroceder trescientos metros para llegar hasta el anuncio que acababa de ver. Pasó de largo y siguió corriendo un poco más para tener cierta perspectiva.

Por fin, jadeando, se volvió.

Jadiya estaba ahí, a cuatro metros de altura, escrutando el horizonte con sus ojos negros.

Marc, con el corazón en un puño, no acababa de recuperar el aliento. Buscaba en el fondo de su cabeza una explicación. Sin embargo, era fácil imaginarla: Vincent había hecho un buen trabajo. Durante su ausencia, había conseguido un contrato importante para la aspirante a modelo.

En unas semanas, Jadiya se había convertido en una estrella.

En un rostro que debía de multiplicarse en todas las calles de París.

Y se lo merecía. Esa constatación absurda le atravesó la mente. Estaba sublime. De tres cuartos, dirigía su mirada oscura, vehemente, al mundo. En el fondo de esas pupilas de jade había también una dulzura, un estremecimiento líquido que recordaba los reflejos de una laca. Una ternura inaccesible, protegida por los altos pómulos. Esa impresión de fortaleza, de protección mineral, se veía reforzada por los rizados cabellos negros, pegados con gel a las sienes -una idea del peluquero o del fotógrafo-, como tatuajes de tinta china.

La imagen era sepia tirando a dorado. Un color arabizante, cercano a la henna, que armonizaba con el rostro delgado de Jadiya y su vestimenta: una chaqueta blanca entallada, de cuello Mao y con arabescos bordados que recordaban los motivos cachemir.

Parecía a la vez una musa de la época hippy y una begum que hubiera huido del palacio de su nabab con la chaqueta de este. En la parte inferior del anuncio se leía el nombre del perfume, Élégie, junto a un frasco cuya forma evocaba la lámpara de Aladino.

Marc cayó de rodillas.

Estaba sublime…, y él… él era un gusano.

Vomitó el desayuno: huevos revueltos, cruasanes y zumo de naranja. Aún no calibraba las consecuencias de la catástrofe. Pero intuía que estaba metido en una máquina infernal que tenía su propio ritmo, sus propios mecanismos.

Tambaleándose, dando traspiés y limpiándose la boca con una manga, Marc volvió al taxi. Cuando se dejó caer en el asiento, el hombre, tendiéndole un paquete de pañuelos de papel, le dijo:

– Es usted un poco especial, es…

– Circule.

– Encantado. Estamos aquí para eso.

Marc no oía nada, tenía el cerebro como envuelto en algodón. Le quemaba el esófago, y el corazón abría agujeros de aire en su pecho.

– ¿Tiene un móvil?

El taxista se echó a reír.

– ¡Muy bueno! Usted debe de creer que ha alquilado una limusina. Pues no, amigo…

Marc arrojó un puñado de billetes sobre el asiento de al lado del conductor.

– Deme su móvil.

El taxista echó un rápido vistazo a los billetes.

– De acuerdo. No vale la pena ponerse nervioso.

Rebuscó bajo la chaqueta y le tendió con la mano izquierda el teléfono. Marc marcó el número de Vincent, el del teléfono fijo, que estaba junto a su cama. Después de ocho timbrazos, el coloso descolgó.

– ¿Sí?

– Soy yo, Marc.

– ¿Marc? ¿Desde dónde llamas? En París es supertemprano y…

– Estoy en París.

Crujido de sábanas, voz pastosa: el oso emergía del sueño.

– ¿Qué te pasa?

– Acabo de aterrizar. Te llamo por los carteles.

– ¿Los carteles?

– La campaña de Jadiya.

La voz se hizo más clara:

– ¿Los has visto? Es increíble, ¿eh? -Estaba rebosante de orgullo-. Ha sido un golpe maestro, como suele decirse, y eso que ha sido el primero. Te lo había dicho… Esa chica es la nueva Laetitia Casta. ¡Si vieras la cifra que figura en el contrato!

– Lo que quiero saber es el ámbito de la campaña. ¿Nacional o internacional?

Se produjo un silencio.

– ¿Por qué? -preguntó finalmente Vincent.

– Contéstame.

El gigante suspiró con resignación.

– El viaje no te ha cambiado. Nacional. Están haciendo un gran lanzamiento en Francia. Después ya se verá. Es un consorcio de perfumeros. Están poniendo toda la carne en el asador y… -Se interrumpió-. No lo entiendo. ¿A ti qué más te da? Acabas de llegar a París y…

– ¿Qué hay previsto en la prensa?

Vincent resopló de nuevo.

– Lo típico: revistas femeninas, semanarios… La verdad es que todas estas preguntas…

– ¿El anuncio aparecerá en las versiones internacionales de esas publicaciones?

– No. El contrato es muy claro a ese respecto. Únicamente el territorio francés y francófono.

– ¿Seguro?

– He sido yo el que ha redactado el contrato. -Se echó a reír-. Me he convertido en agente, tío, ¿qué te parece? Soy un hombre nuevo. En plena mutación. Y tú, ¿qué? ¿Cómo te ha ido el viaje?

Marc colgó sin responder. Acababan de llegar a la puerta de Bagnolet. Por encima del bulevar periférico, tres vallas exhibían la figura de Jadiya.

Con su cuello Mao, era un magnífico ángel de la muerte.

68

– No le entiendo -dijo la editora de Marc.

Renata Santi. Sonaba a seudónimo, y efectivamente era un seudónimo. Renata se había inventado ese nombre cuando empezaba en el oficio. Entonces había fundado las publicaciones Santi; luego se había casado y había creado una nueva sociedad con el apellido de su marido: Casal. Más tarde, después de haberse divorciado y de haber vendido su parte de las dos empresas, habría podido por fin utilizar su apellido de soltera. Pero a esas alturas nadie habría sabido quién era. De modo que había conservado su seudónimo y emprendido un nuevo proyecto con el nombre de su hijo, Lorenzo.

Era para perderse, y Marc no estaba seguro de haberlo comprendido del todo. Había trabajado con Renata sobre varios testimonios que había que reescribir deprisa y corriendo para coincidir con la actualidad.

– No le entiendo -repitió-. La sinopsis es apasionante. ¿Por qué quiere renunciar?

Marc no contestó. Estaban en el despacho de Renata, en el primer piso de un inmueble del distrito VI con ventanas semicirculares.

– Si teme que el trabajo lo supere -continuó-, puedo hacer que le ayuden. Tenemos especialistas. Pero sé que usted trabaja deprisa y bien.

Marc sonrió en respuesta al cumplido. Había esperado hasta el martes siguiente, 10 de junio, después de un lunes festivo, para informar a Renata de su decisión. Entre tanto, sus peores previsiones se habían confirmado: el rostro de Jadiya estaba por todo París. No podía hacer nada contra esa campaña, aparte de meterse en un rincón oscuro esperando que Reverdi no viera el anuncio, por ejemplo en una revista francesa.

– Es la oportunidad que llevo tiempo esperando para la editorial. Dar una campanada en el terreno de la ficción. Podríamos incluso tenerlo para septiembre y pillarlos a todos por sorpresa.

Marc observaba a la mujer. Un verdadero fenómeno. Cercana a la sesentena, ancha de espaldas, con una larga cabellera rizada y muy negra, seguramente teñida, que sepultaba un rostro empolvado. Todo ello, unido a que siempre iba vestida de negro, la hacía parecer un cantante de hard rock. Observando los pliegues oscuros, se descubría la extraña coquetería de aquellas prendas superpuestas: un chaleco, un desmangado marinero, una camiseta Petit Bateau y un pantalón de corsario que le dejaba al aire las pantorrillas de ciclista enfundadas en medias satinadas.

– Si es cuestión de dinero…

– El dinero no tiene nada que ver con esto.

Renata echó el busto hacia atrás en el asiento, adoptando una posición regia. Sus labios carnosos y oscuros le daban un aire enfurruñado.

– Entonces, ¿qué?

– El proyecto ya no me interesa, eso es todo.

– Es una lástima. Una verdadera lástima.

Maquinalmente, hojeó la sinopsis que Marc le había enviado desde el aeropuerto de Bangkok. ¿Por qué se había precipitado ese día?

– Es un éxito seguro. Sin contar con su personalidad…

– ¿Qué pasa con mi personalidad?

– Ya sabe…

– No. No sé.

– Tiene usted un pasado… movido. Antiguo paparazzo. Cazador de escándalos. Y ahora especialista en sucesos. Todo eso daría una credibilidad suplementaria al libro.

– No es un documento.

Ella sonrió; el labio superior sobresalía respecto al inferior.

– Por supuesto. Pero está claro en qué se ha inspirado.

A Marc se le heló la sangre.

– ¿Qué quiere decir?

– Ese asesino buceador que detuvieron en Malaisia. Se ha inspirado en él, ¿no?

Esa simple evocación hizo que se le revolvieran las tripas. ¿Cómo había podido imaginar que no establecerían la relación?

– Si lo que le da miedo es él -continuó Renata-, muy pronto Reverdi no será más que un recuerdo. -La corpulenta mujer empujó un periódico hacia él-: Le Monde de hoy. Reverdi no tiene ninguna posibilidad de escapar a la pena capital. Su abogado se ha suicidado.

Marc estuvo a punto de caerse de la silla. El titular ocupaba la columna de la izquierda del periódico, en la primera página. Solo leyó las líneas que introducían el artículo. Jimmy Wong-Fat se había ahorcado en el cobertizo de su padre, en las Cameron Highlands, durante el fin de semana.

No sabía cómo interpretar la noticia. Solo surgían destellos de recuerdos. Las mariposas. Las colmenas. El rostro de Wong-Fat padre, acribillado de insectos, gritando: «¡Quiero que muera!».

Un penetrante perfume de almizcle lo envolvió. Renata se había inclinado hacia él.

– Con un poco de suerte -dijo con su voz grave-, podríamos publicar la novela en el momento de la ejecución.

Marc retrocedió para salir de su parálisis. El instinto le decía por qué el abogado había puesto fin a su vida. Reverdi se había ensañado con él y seguramente había renunciado a sus servicios. El hijo de papá pervertido, que esperaba una «iniciación», solo se había hecho merecedor de su cólera. Y esa cólera tenía una sola motivación: la ausencia de noticias de Élisabeth.

Su traición.

Estaba seguro: Reverdi era responsable de ese suicidio. Era capaz de matar a distancia. A través de los muros de la prisión. ¿Llegaría su poder a alcanzarlo a él?

Marc empujó el periódico hacia su interlocutora.

– Lo siento, Renata. No escribiré ese libro.

69

Una semana más tarde había cambiado de opinión.

Renata lo había llamado cerca de diez veces. Había subido su oferta económica hasta cincuenta mil euros. Una cifra extraordinaria: por los otros libros, Marc nunca había cobrado más de diez mil euros. Semejante suma daba una idea de las expectativas de la editora.

Pero el dinero no tenía nada que ver con su decisión.

Durante esos días, se había sumergido de nuevo en las noticias sobre Reverdi, que había reaparecido tras el suicidio de Wong-Fat. Había leído todos los artículos. Se había puesto en contacto con los corresponsales y los periodistas que conocía en Kuala Lumpur sin decir una sola palabra de su paso por Malaisia.

Incluso había elaborado una subcarpeta dedicada a Jimmy y obtenido los detalles de su acto decisivo. El abogado había vuelto a casa de su padre, en las montañas de las Cameron Highlands, el domingo 8 de junio. Se había ahorcado en el almacén. Marc podía imaginar el local lleno de mariposas, escarabajos y escorpiones. Un lugar de pesadilla para una muerte sórdida. No había dejado nada escrito y nadie había podido encontrar el expediente que había preparado para la defensa de Jacques Reverdi.

Marc también se había enterado de que el jefe de seguridad de Kanara, un tal Raman, había sido asesinado unos días antes. Según los periodistas malayos, recaían fuertes sospechas sobre Reverdi, pero no se había podido aportar ninguna prueba. ¿Otro gesto de cólera? No: en ese momento, Jacques no tenía ningún motivo para sospechar la traición de Élisabeth. En cambio, Marc recordaba que el 3 de junio había informado a Élisabeth de que iba a haber «follón» en la cárcel. Así pues, sabía que se cometería el asesinato de Raman. ¿Lo sabía porque él era el autor?

Pero la información decisiva no era esa. Jacques Reverdi no caminaba hacia la muerte, corría hacia ella. Se había negado a que lo asistiera otro abogado y, según los periodistas del News Straits Times y del Star, se había sumido en un mutismo total que nadie se explicaba. Solo se relacionaba con las personalidades religiosas de la prisión: imames y predicadores musulmanes. Al mismo tiempo, la instrucción preliminar estaba tocando a su fin. Y apuntaba claramente a su culpabilidad.

Así pues, Marc no tenía nada que temer del monstruo. Tampoco había ningún riesgo de que descubriera, de una u otra forma, el engaño de la cara. Encerrado en su silencio y rodeado de rigoristas del islam, Reverdi se hallaba apartado para siempre del mundo exterior.

De modo que decidió llevar su proyecto hasta el final.

Y se puso a trabajar, todo el verano.

Primero en su estudio.

Después en una casa del sur de Francia que le prestó Renata.

Sus notas, precisas, apasionadas, le permitieron avanzar con gran rapidez. Más de veinte páginas al día. Marc escribía en un permanente estado de trance. De vez en cuando paraba y releía: se asustaba a sí mismo. A lo largo de los capítulos, se identificaba con el asesino. Se recreaba en los detalles violentos y sádicos de los crímenes. El tono utilizado alcanzaba la sinceridad de un diario íntimo. En esos momentos se acordaba de Patang, de su crisis, de su búsqueda de prostitutas a través de las calles…

Sin embargo, pese a esa identificación, Marc se sentía decepcionado. No había captado lo esencial: la esencia misma de la pulsión criminal. El goce. Había cruzado, en cierto modo, la línea negra. Pero, a pesar de ese éxito, seguía siendo ajeno a ese deseo de destrucción, a esa sed de sufrimiento. Simplemente se había acercado al horror, sin comprenderlo ni experimentarlo. Seguía sin sentir el placer del mal, la ebullición de la sangre.

¿No debería haberse alegrado de ello?

Le producía, por el contrario, una extraña amargura. No había terminado su misión. No había ido tan lejos como habría debido, en nombre de Sophie.

A finales de julio tenía entre las manos una primera versión.

Durante dos meses había permanecido totalmente indiferente a la realidad. Ni el calor que abrasaba a Europa ni la muerte de Marie Trintignant de resultas de los malos tratos de su amante habían atraído lo más mínimo su atención.

Marc se movía ahora en otro mundo.

Estaba escribiendo Sangre negra, la historia de un asesino apneísta.

Había conservado a grandes rasgos la intriga de la sinopsis.

La aventura de un periodista solitario que seguía la pista de un asesino en serie a través de Asia. Se había apartado de la historia oficial de Jacques Reverdi, pero había conservado dos elementos clave que tendían un puente directo con el asesino real: la acción transcurría en el Sudeste Asiático y su asesino era un profesor de submarinismo, antiguo apneísta.

Había respetado las etapas de su propia investigación. El Camino de Vida. Los Jalones de Eternidad. La Cámara de Pureza. La Sangre Negra. En cuanto a los decorados y las sensaciones, Marc no había tenido más que copiar las notas tomadas sobre la marcha, limitándose a cambiar los nombres y los lugares.

Como toque personal, había reforzado el suspense inventando un contrapunto dramático. Paralelamente a la investigación del protagonista, el asesino mantenía prisionera a una joven turista a la que se disponía a sacrificar. En el libro se alternaban los dos puntos de vista, las dos historias, hasta que se unían en el momento del enfrentamiento final.

El único punto débil del libro era el acontecimiento que Marc había tenido que inventarse del todo: el trauma del asesino. Él ignoraba por qué Jacques Reverdi se había convertido en ese predador despiadado, sediento de sangre negra. Al igual que ignoraba lo que significaba la frase: «¡escóndete, deprisa, viene papá!».Y por qué las hojas de bambú desencadenaban su pulsión criminal.

Una vez más, había partido de las migajas de la realidad. Había imaginado que, siendo adolescente, el asesino había descubierto el cuerpo de su madre desangrada, cosa que era verdad en el caso de Jacques. Pero en el libro había añadido que no estaba muerta. El futuro asesino había encontrado a una moribunda que le había revelado la identidad de su padre, un ser atroz, mientras le acariciaba el rostro con las manos ensangrentadas. Unas manos negruzcas, ligeras, cuyo contacto había provocado el doble trauma de la sangre negra y del murmullo de las hojas.

Cuando leyó su primer manuscrito, Marc se sintió satisfecho. No era gran literatura, pero en algunos pasajes, sobre todo en los de violencia, se había superado. ¿Había acabado escribiendo como Reverdi? ¿O como Élisabeth, convertida en visionaria por su maestro?

Continuó trabajando. Pasó la canícula sin enterarse. Oyó vagamente hablar de los miles de muertos, víctimas del calor. Vio en los periódicos las imágenes de los cadáveres depositados en las cámaras frigoríficas de Rungis. Solo sentía indiferencia. Su mente estaba totalmente atrapada por la novela. Escribía, sudaba, adelgazaba y se encarnaba por completo en sus páginas.

A principios del mes de septiembre había terminado la obra. Un ladrillo de cuatrocientas páginas que decidió llevar personalmente a Renata Santi. Se sentía ligero, tanto en sentido figurado como propio: había adelgazado siete kilos. Y, pese a su tez bronceada, estaba completamente debilitado, exangüe.

El calor había disminuido ligeramente, pero continuaba presente en la ciudad, en el fondo de la contaminación, como la lenta respiración de un animal que estuviera ardiendo.

Cuando el taxi salió de las estrechas calles del barrio de la plaza Saint-George y llegó al bulevar Haussmann, el rostro de Jadiya lo recibió de nuevo en las paredes de la ciudad.

Era la campaña más larga de la historia de la publicidad.

70

– Es magnífico.

Renata Santi solo había tardado dos días en leer el manuscrito. Irguió la cabeza y sacudió sus largos cabellos en un gesto teatral; parecía un Luis XIV de parodia.

– Ese asesino y su obsesión por la sangre negra… ¿De dónde saca esas ideas?

Marc se encogió de hombros con modestia.

– Su imaginación es… escalofriante. En serio, es uno de los mejores thriller que he leído. Tenemos un best-seller, tenga confianza en mí. Cuando pienso en los pobres relatos en los que hemos trabajado juntos… Pero ahora vamos a recuperar el tiempo perdido.

Marc estaba taciturno. Pese a esos cumplidos, el hecho de haber acabado el libro le producía una oscura tristeza.

– Debemos actuar con mucha rapidez -continuó Renata-. Dar un gran golpe. No hay que corregir casi nada. Podríamos publicarlo en octubre, ¿qué le parece?

Marc no respondió; el miedo le atenazaba el estómago.

– Este año la nueva temporada literaria se presenta aburridísima. Vamos a causar sensación. -Hizo un gesto amplio con el brazo, como si desplegara un horizonte deslumbrante-. Primero, campaña publicitaria. Carteles. Teasings en la radio. Sabe lo que significa, ¿no?

Marc asintió. Renata hablaba con una voz gutural, como si le faltara aire.

– Ya tengo algo en mente. Algo horripilante… sobre el color de la sangre.

Él permanecía en silencio. Renata añadió en un tono confidencial:

– Con un poco de suerte, hasta podríamos coincidir.

– ¿Coincidir con qué?

– Bueno…, ya sabe… El juicio de Reverdi.

Marc se puso tenso.

– Creía que habíamos llegado a un acuerdo. No hay que establecer la menor relación con ese caso, ¿entendido?

Renata levantó las dos manos.

– Ningún problema. Pero los periodistas lo harán. Será lo primero que le pregunten.

– Entonces no haré entrevistas.

– No entiendo sus temores, ni sus escrúpulos. Para empezar, la fiera está enjaulada. Y sobre todo, su novela es pura ficción. Es verdad que al principio se puede pensar en Reverdi, pero lo que desarrolla después es tan… específico… Todo el mundo reconocerá el poder de su imaginación.

Marc tenía la boca seca. ¿Tendría valor para mentir hasta el final? ¿Tendría suficientes agallas para defender el libro de otro?

– Ahora -prosiguió Renata-, a trabajar. -Golpeó el manuscrito con la palma de la mano-. He señalado con Post-it los párrafos que tiene que retocar. Cuatro tonterías. Mientras tanto, prepararemos la cubierta. Dentro de quince días estará en la imprenta.

Marc estaba paralizado en su asiento. La alusión a Reverdi había abierto un gran vacío en el fondo de su vientre. Un recuerdo lejano acudió a su mente. Cuando triunfaba trabajando con Vincent: eran ricos, intrépidos, estaban rebosantes de vitalidad… y chiflados. Una noche decidieron unirse a un grupo que practicaba el salto con cuerda elástica en el puente de Chatou.

Aquella noche no había querido rajarse. Sujeto con correas y hebillas, se había subido al parapeto, frente al vacío. Justo antes de saltar, se había sentido morir. Las aguas negras a más de cuarenta metros bajo sus pies le tendían el espejo de su propia muerte. Y al mismo tiempo lo atraían, lo invadían.

En ese momento experimentaba la misma sensación.

Salvo que ahora no llevaba ni correas, ni arneses, ni ninguna cuerda elástica en los pies.

71

– ¡Hola, Élisabeth!

Marc se volvió, estupefacto. Oír ese nombre había sido como recibir un mazazo en su nuca. Estaba cruzando la plaza Saint-Georges y una mano acababa de tocarle el hombro. Tuvo que concentrarse para reconocer, a través de los destellos que danzaban ante sus ojos, al hombre que tenía enfrente.

Alain.

El empleado de correos.

– ¿Ya está curada? -preguntó, echándose a reír.

Marc había olvidado a ese personaje que durante un tiempo tuvo su destino en sus manos. Le parecía que todo eso había pasado hacía un siglo. De pie en la calle, Alain parecía todavía más bajo que sentado detrás del mostrador. Tez mate y cola de caballo: un piel roja en miniatura.

Marc se apartó un mechón de la cara de forma inconsciente mientras buscaba una réplica: no se le ocurría nada. Ni siquiera sabía si el funcionario de correos hablaba de una Élisabeth real o si se había dado cuenta hacía tiempo de que no existía.

Acabó por balbucir:

– Emmm…, ya va todo bien.

Alain le guiñó un ojo.

– Tiene que venir a buscar sus cartas.

– ¿Ha recibido cartas?

El vietnamita rompió de nuevo a reír.

– ¡Veintiocho!

Media hora más tarde, Marc salió de la oficina de correos cargado de sobres. Alain había accedido a entregarle las cartas a pesar de que el contrato de reenvío había expirado hacía tiempo.

Se detuvo para leer los sobres. Todos llevaban el mismo membrete, escrito en árabe. Estaba claro que, tras la muerte de Jimmy, Reverdi había utilizado una asociación musulmana para enviar su correo de forma clandestina. Ahora comprendía mejor los artículos según los cuales Jacques se rodeaba de islamistas.

Marc miró las fechas de franqueo. Durante más de tres meses, el asesino enamorado había escrito una carta cada tres días. Estaban ordenadas cronológicamente. No se resistió a la tentación de abrir algunas allí mismo, en la calle.

Empezó por la primera, fechada el 12 de junio:

Amor mío:

No he recibido ningún e-mail tuyo desde hace diez días. Al principio estaba preocupado. Temía que hubieras sufrido un accidente en la última isla. Pero no; habría oído hablar de ello. Seguramente se trata de un fallo técnico. Por una u otra razón, tus mensajes no llegan a mi cuenta de correo. No sé si tú recibes los míos. Para mayor seguridad, vuelvo a escribirte a tu dirección de París…

Marc metió la hoja en el sobre. Abrió la carta siguiente. 15 de junio. Leyó unas líneas escogidas al azar:

… Cada vez comprendo menos tu silencio… ¿Qué pasó en Phuket? ¿Por qué esta ausencia de noticias?…

Tercera carta. 19 de junio. Cambio de tono radical:

… Lo que había tomado por una avería resulta que es una cancelación voluntaria de tu cuenta de correo electrónico…

Marc se saltó varios párrafos y leyó:

… ¿Se trata acaso de un juego? Si lo es, no puedo admitir tu inconsciencia. Ahora sabes quién soy. Sabes que soy yo quien establece las reglas…

Al final del texto, el asesino se ablandaba:

Resulta doloroso no leer ya tus cartas, pero todavía es un placer escribirte, a mano, como al principio…

Marc arrugó la carta. Cogió un sobre de principios de julio. La letra era menos regular:

Élisabeth:

Tu silencio posee ahora un significado que mantengo a distancia. Dos sílabas que me niego a pronunciar. Porque podrían tener consecuencias definitivas, y tú lo sabes. Eres mi elegida. Eres la mujer a la que he escogido. Te concedo un plazo…

Marc fue de nuevo hasta el final de la carta:

… Todavía puedes escribirme a mi dirección electrónica. Hazlo rápido, antes de que sea demasiado tarde. Ni tú ni yo queremos esto.

Renunció a leer otras cartas más recientes. Temblaba de la cabeza a los pies. Miró a su alrededor: transeúntes, coches, tiendas… Lo veía todo en una versión turbia, como en el fondo de un acuario. Él ya no pertenecía a ese mundo normal. Ahora llevaba una marca roja que lo excluía, que lo condenaba.

Se apoyó en una pared y trató de entrar en razón.

¿Qué estaba sucediendo que no había previsto? ¿Acaso no había imaginado mil veces ese enfado? ¿Qué temía exactamente? Una vez más, prestaba poderes sobrenaturales a Jacques Reverdi. Entre rejas no podía hacer nada. Y ni siquiera sabía que Marc Dupeyrat existía.

Unas semanas más tarde, el enemigo sería juzgado y ejecutado.

Caso cerrado.

Ese razonamiento no lo tranquilizó en absoluto. Estrechaba el correo contra su pecho. Tenía que deshacerse de él. Quemar esas cartas. Conjurar la maldición.

72

Cuando el taxi llegó al final del túnel de La Défense, Marc no reconoció nada. Se había equivocado de camino. Allí no iba a encontrar los descampados que habían marcado su infancia. Nanterre había cambiado. Había tantas construcciones, y destacaban tanto, que habían borrado hasta el recuerdo de los terrenos abandonados que él buscaba.

– ¿Adónde vamos exactamente?

– Continúe recto -contestó-. Hasta la plaza de La Boule.

Lo había dicho al azar. Intentaba acordarse de esos barrios. La gran zona de las torres, al norte, que tenían nombres poéticos, como Fuentecillas o Campos de Mirlos, o las torres Aillaud, conocidas como las torres-nubes. El Nanterre antiguo, al oeste, con casas de ladrillo apretadas unas contra otras. Y más allá aún, pasada la prefectura y la universidad, la auténtica tierra de nadie, un gueto plagado de descampados, de urbanizaciones en ruinas, de desguaces y de fábricas abandonadas. A ese barrio era al que él quería ir, cuya zona más famosa se llamaba precisamente La Fohe, la locura.

– ¿Y ahora?

Habían llegado a la plaza de La Boule. La rotonda, sobre la que antes había un puente-tobogán, era ahora tan plana y ordenada como un jardín público. Alrededor, Marc solo veía edificios de cristal azulado, zonas verdes, casas rehabilitadas.

– Vaya hasta la estación de Nanterre-ville. Después ya veremos.

– Después vienen los suburbios.

No esperaba tanto. Observaba ahora las calles donde había crecido, donde sus padres tenían la farmacia. ¿Cuántos años hacía que no había puesto los pies en el cementerio de Mont-Valérien, donde estaban enterrados? Siempre se había sentido distanciado de su familia, de sus propios orígenes. Sin embargo, ahora que quería perderse en la Tierra, encontrar un repliegue secreto en el Universo, se había dirigido espontáneamente a Nanterre.

– Tome el bulevar del Sena.

– ¿Está seguro?

– Siga la dirección de las ciudades Komarov.

El nombre había acudido a sus labios. Las últimas concentraciones urbanas antes del río. El coche pasó bajo el puente del tren y salió a un paisaje inesperado: inmuebles grises, fábricas, vías férreas… Marc recobró la confianza.

– Necesito gasolina.

El taxista le lanzó una mirada recelosa.

– Me he quedado sin nada -explicó Marc-. Tengo el coche más lejos. Busque un surtidor.

El taxi se detuvo en una gasolinera. Marc compró una lata y la llenó. En ese momento estalló una tormenta. Una lenta marea negra invadía el horizonte. Las nubes se estrellaban unas contra otras, lo que producía chispas malsanas de tonalidades de hematoma. Marc pensó en la isla de los muertos, cuando el monzón lo había acompañado en su último periplo. «Otra señal», se dijo.

Cogió un encendedor del expositor que estaba junto a la caja y pagó la cuenta. Después volvió corriendo al taxi mientras empezaba a llover.

– Continúe recto y coja la primera a la derecha.

Sus recuerdos se precisaban. De pequeño iba allí con otros niños, otros hijos de burgueses, para pasar miedo y para molestar a los perros y a los pobres.

El bulevar del Sena acababa en una calle desierta, delimitada por un lado por inmensas cubas y por el otro por casitas con las ventanas condenadas. Todo estaba intacto. Una Corte de los Milagros sin milagro…

Cuando vio las cubas negruzcas de las ciudades Komarov, ordenó:

– Pare aquí.

El taxista se mostraba cada vez más escéptico.

– Se lo advierto, no le espero.

Mientras le pagaba, Marc le repitió que tenía el coche aparcado un poco más lejos. Cuando bajó, la lluvia arreciaba. Densa, sombría, aceitosa. Se mezclaba con un polvo rojizo que subía del suelo al caer las gotas.

Dejó atrás los edificios de puertas desvencijadas y entró en la callejuela. Anduvo casi diez minutos, con los sobres en una mano y la lata de gasolina en la otra. Bordeaba una pared ciega, cubierta de pintadas y de anuncios de contactos rosa. Al fondo, el limo gris del Sena lo esperaba.

Llegó a una barrera roja y blanca en la que habían escrito con rotulador, con letras apretadas: «Señor, te pido perdón por mis pecados». Muy apropiado.

Pasó por debajo del obstáculo y se acercó a la orilla. Un camino de sirga, una franja de tierra estrecha y desierta. Enfrente, los espesos bosques de la isla Saint-Martin. El aislamiento del lugar, en plena ciudad, era sorprendente: una mezcla de pleno campo y abandono industrial. Estaba en ninguna parte y había llegado.

Bajó siguiendo el curso del río y continuó andando después de pasar unas enormes plataformas de amarre. Al otro lado, una gabarra herrumbrosa albergaba a unos okupas, cuyos perros ladraban bajo la lluvia. Era la única presencia viva en un kilómetro a la redonda. Se alejó y descubrió una «central de incendio», un edificio sin ventanas cuyos pilotes se hundían en el agua. Se metió bajo la estructura y se refugió al pie de uno de los pilares.

Allí, sobre la crujía de hierro, agrupó las primeras cartas -las que ya había leído- y las roció con gasolina. Prendió un sobre arrugado a modo de antorcha y lo echó encima del montón. Las llamas produjeron un ruido sordo. Se elevaron por encima del agua oscura que corría bajo la pasarela enrejada.

Marc las observaba. Quemar sus remordimientos era su destino. El certificado de defunción de lady Diana. La foto de Jadiya. Pero esta vez no estaba seguro de que las llamas bastaran.

Iba a arrojar las últimas cartas cuando se detuvo. Abrió una fechada a fines de julio. La escritura era temblorosa, atormentada.

… Las dos sílabas que me negaba a pronunciar aún, simplemente para protegerte, estallan ahora en mi mente: traición.

Marc pensó en las palabras de la psiquiatra de Ipoh: «No lo traicione jamás. Es lo único que no podrá perdonarle». Leyó algunos párrafos más. El humo le producía picor en los ojos.

… Has huido, me has abandonado. En cierto sentido, no puedo reprochártelo: ¿qué futuro tenías conmigo? Tampoco te reprocho el haberte aprovechado de la situación: ¿qué riesgo entraña escapar de un hombre que está entre rejas?

Pero hay algo que pareces haber olvidado: posees algo que me pertenece. Debes devolverme mi Secreto…

Marc hizo una bola con la hoja de papel y la arrojó al fuego. En un arrebato de furor, arrojó todo el paquete, o casi. Calado hasta los huesos, miraba los restos de papel ennegrecido que flotaban sobre el río. Hubiera querido sepultarse él también en ese fuego húmedo, en esa corriente densa que arrastraba aquellos vestigios hacia ninguna parte.

Solo le quedaban dos cartas en la mano. Abrió una. Escritura irregular, discontinua. El papel estaba agujereado.

… Me obligas a tomar unas decisiones que jamás hubiera querido contemplar. Pero, insisto, te has llevado una cosa que me es querida… Y solo hay una forma de recuperarla…

A Marc le costaba respirar. Sentía una enorme opresión en las costillas. ¿Qué quería decir Reverdi? Se saltó varias líneas y leyó:

Élisabeth, recuerda esta cita: «Este papel es tu piel, esta tinta es mi sangre». Entre nosotros hay un pacto. De un modo o de otro, vas a tener que hacer honor a tu palabra…

Marc echó la amenaza al fuego. La escritura se retorció entre las llamas. Pero su convicción se hizo más precisa: no, esta vez el fuego no bastaría. Nada quedaría borrado. Nada sería olvidado.

Solo una carta. La quemó sin abrirla. La última cita todavía daba vueltas dentro de su cabeza.

«Este papel es tu piel, esta tinta es mi sangre.»

No sabía cuándo ni cómo, pero estaba seguro de que iba a pasarle algo.

De una u otra forma, iba a correr sangre.

73

Renata Santi había hecho bien las cosas.

En vez de organizar un cóctel literario en la editorial, o en cualquier restaurante mediocre de la ciudad, había alquilado los locales de un nuevo club nocturno, Les Remises, situado a orillas del Sena, en los últimos muelles del puente de Tolbiac, destinados a otros usos. Ese martes, 14 de octubre, celebraban el lanzamiento de Sangre negra, primera novela de Marc Dupeyrat, best-seller anunciado.

El lugar era desacostumbrado, pero coherente con la estrategia de Renata, que quería marcar la diferencia con los convencionalismos del mundo editorial y se hacía la iconoclasta. Sin disimular su placer por publicar el thriller en el inicio de la nueva temporada literaria, proclamaba su intención de convertirlo en un acontecimiento único.

De momento había efectuado un recorrido impecable.

Tal como había prometido, había logrado publicar el libro en un mes. Marc estaba impresionado. Él ya había trabajado con documentos de candente actualidad editados en unas semanas, pero pensaba que una novela llevaría más tiempo. No con Renata. A medida que él hacía las modificaciones, el manuscrito pasaba a manos de los correctores.

Paralelamente, se trabajaba en la cubierta y la compaginación: Renata avanzaba en todos los frentes. Lo consultaba todo con Marc, pero solo para guardar las formas. Él había entendido perfectamente quién mandaba. A finales del mes de septiembre todo estaba a punto, solo faltaba imprimir, y se ponía en marcha la campaña de prensa y de marketing.

Esa noche, el resultado estaba allí: antes incluso de salir a la venta, el libro era un éxito. Se hablaba de él en los medios de comunicación y era de buen tono decir que esa novela era uno de los mejores títulos de la temporada. Renata se frotaba las manos: mientras los autores se daban codazos para situarse en la lista de los premios literarios, ella rellenaba sus hojas de pedidos y enviaba miles de ejemplares a las grandes superficies. «¡Un fenómeno! ¡Un apocalipsis!», repetía.

Marc estaba en la gloria. Embriagado, se dejaba mecer por ese suave balanceo. Los cumplidos, los halagos, las propuestas… y el cheque: había cobrado la segunda mitad del anticipo. Lo primero que había hecho, ahora que la obra estaba acabada, era devolver a Vincent el préstamo que le había hecho para el viaje. Una manera de cerrar definitivamente el caso Reverdi.

Desde el siniestro exorcismo de Nanterre, su angustia había desaparecido. Se había fijado fecha para el juicio de Jacques: el 5 de noviembre. El asesino había sido interrogado por el DPP, pero se había negado a responder, actitud que constituía una circunstancia agravante. Solo faltaba organizar una reconstrucción; luego el sospechoso sería trasladado a la prisión de Johore Bahru, donde se celebraría el juicio. Según la prensa malaisia, los jueces lo enviarían a la horca en cuestión de días.

Otro hecho tranquilizaba a Marc: los carteles de Jadiya habían desaparecido por fin de las calles de París. Y la campaña de prensa había terminado. En un arrebato de prudencia, había verificado también un detalle: Élisabeth Bremen -la verdadera, la chica cuyo pasaporte todavía obraba en su poder- se había marchado de la Ciudad Universitaria en junio y no había vuelto a aparecer. Otro cerrojo que se cerraba.

Por último, Marc había vendido el ordenador, que seguía a nombre del antiguo propietario. El material había cambiado de manos sin que en ningún momento su nombre apareciera en ninguna parte. El pasado estaba enterrado. No tenía más que saborear el éxito venidero y, por qué no, empezar a pensar en otra novela.

Se dirigió hacia la barra con paso indolente. Le gustaba ese lugar un tanto desastrado. Una especie de almacén con la estructura de acero y las paredes sin enlucir, donde la música sonaba como en el fondo de un barreño de cinc. Flotaba un olor a algas y a moho, seguramente debido a la proximidad del Sena, que lamía los pilotes del edificio bajo sus pies. Además, en cuanto uno se alejaba del calor de los focos, empezaba a tiritar a causa de la humedad. Sonrió: la idea de sacudir un poco a la comunidad literaria, no muy familiarizada con ese tipo de ambiente, le producía un secreto placer. Y la música estaba tan fuerte que era imposible hablar. Un buen medio para hacer callar a todo el mundo y cortar de raíz las críticas y las maledicencias.

Marc llegó a la barra en estado de ingravidez.

Jadiya se mezcló con la multitud.

Conocía Les Remises. Le encantaba ese gran zoco adonde sus compañeras modelos iban de caza. Estaban las que buscaban al «hombre de su vida», las que perseguían una «máquina de hacer dinero» y las que querían simplemente un hombre con una «superpolla». Esos muelles helados albergaban un tráfico infinito de relaciones posibles, entre un estruendo de terremoto.

Esa noche ella también iba de caza. Estaba segura de que volvería a verlo. A principios del verano, cuando se había enterado de que Marc había vuelto, le había mandado un e-mail de bienvenida. Ninguna respuesta. Después se había decidido a dejarle un mensaje en el contestador. Silencio total.

A finales del mes de julio, con motivo de una sesión de fotos, había interrogado discretamente a Vincent: Marc se había encerrado en alguna parte, en el sur, para terminar un libro. ¿Qué libro? Vincent no lo sabía. Lo principal era otra cosa: Marc tenía una excusa. Un caso de fuerza mayor. No había que molestar al «artista».

Ahora era oficial: Marc Dupeyrat había escrito una obra de ficción, Sangre negra, que estaba en boca de todos. Jadiya se estremecía ante la idea de felicitarlo. Había decidido hacer borrón y cuenta nueva. Olvidar su actitud desagradable, su silencio, su grosería, y retener un solo gesto: el robo de la polaroid la primavera pasada. Había repasado tantas veces esa escena que aquellos segundos estaban más gastados en su mente que las cintas de vídeo de películas egipcias.

Jadiya se abría paso a codazos entre el gentío. Estaba impaciente por ver al hombre metamorfoseado en escritor. ¿No había cambiado ella también? Todas las semanas aparecía en las páginas de papel satinado de las revistas, caminaba por las pasarelas. Hasta le habían ofrecido varios contratos en exclusiva con grandes marcas de perfumes y de productos cosméticos.

Se había mudado a un piso de cuatro habitaciones, que había escogido expresamente en el inmueble donde había pasado tres años de su vida prisionera en un cuarto de criada. También se había sacado el carnet de conducir y había decidido posponer hasta el año siguiente la presentación de la tesis. El dinero estaba ahí; había que cogerlo. Freud y Lévi-Strauss podían esperar.

Sí: Marc y ella habían recorrido un buen trecho.

Había llegado el momento de encontrarse… en la cima.

Pero ¿dónde se había metido?

Marc, un poco apartado, marcaba el ritmo con la cabeza y contemplaba el decorado. Por encima de la multitud se alzaba un estrado donde se recortaban, como sombras chinescas, unos bailarines. Un verdadero teatro balinés. Un detalle completaba el encantamiento: enormes ventiladores movían las siluetas como si fuesen figuritas de papel. A la derecha, dominando el escenario, un DJ parecía sacar brillo a sus aparatos con los codos; esa noche apostaba por los años ochenta y ametrallaba la sala con grandes éxitos llenos de viejos sintetizadores gorgoteantes y de voces agudas.

El champán empezaba a hacer efecto. Marc contempló los rostros. No reconocía a nadie. Normal: Renata se había ocupado de todo. Había invitado a las grandes figuras del mundo editorial y a las celebridades de la jet-set. Y él era completamente ajeno a los círculos literarios y hacía mucho tiempo que había dejado de seguir las evoluciones de los famosos.

Sin embargo, de pronto reconoció una cara. Y luego otra. Y otra más. Aquello no encajaba: esos tipos eran colegas. Cronistas judiciales, periodistas de sucesos, fotógrafos de la actualidad. ¿Qué puñetas hacían allí? Vio incluso a Verghens, al que él no había invitado.

Buscó a Renata Santi y la encontró charlando con un grupo de gente junto al bufé. La agarró de un brazo y la llevó aparte.

– ¿Qué significa esto? -gritó-. Me había dicho que sería un cóctel literario y están todos los carroñeros de París, los especialistas en sucesos. Habíamos quedado en no establecer ninguna relación con Reverdi.

Renata puso cara de disgusto y se desasió.

– Yo no he tenido nada que ver con eso, se lo aseguro. Debe de haberse colado algún nombre…

– ¿Me toma por idiota? Mi libro es una novela. ¡Maldita sea, es ficción! ¡No tiene nada que ver con la realidad!

Renata cambió de expresión.

– Es usted un aguafiestas -dijo, sonriendo y asiéndolo del brazo ahora ella a él-. Están todos muertos de envidia. Usted ha conseguido lo que ninguno de ellos ha sido capaz de hacer. Ha transformado su experiencia en creación artística. Ha tenido la suficiente imaginación para escribir una novela. Una novela de verdad.

Marc sintió un desagradable escalofrío. Se liberó de las manos de Renata y se perdió entre la multitud. Los hombros, los codos, las telas lo rozaban. Se acordó de la jungla de Tailandia. Las hojas de bambú. La miel dorada fundiéndose bajo la llama antes de que el cuchillo…

Se puso de puntillas para ver la barra.

Una copa. Urgentemente.

Jadiya continuaba avanzando con dificultad.

Conocía a mucha gente, al menos de vista. Identificaba a las estrellas, las personalidades de moda, las caras que veía en Gala y en Voici. Hacía frente a esa cadencia regular de sonrisas, que le llegaban como chispas electrostáticas y que ella devolvía inmediatamente por la misma vía volátil.

Había también personalidades intelectuales. Filósofos, sociólogos, escritores a los que jamás hubiera pensado que podría conocer. Estos le sonreían y alzaban su copa hacia ella. Una lección de la vida: es más fácil acceder a esos hombres brillantes siendo una modelo famosa que una doctora en filosofía. Ese detalle la animaba a mantener su línea de ataque. Debía utilizar su cuerpo como si fuera un arma.

Una sombra gigante le cerró el paso. Un repentino eclipse oscureció su visión.

– ¿Dónde estabas? -gritó Vincent-. Llevo diez minutos buscándote.

Llevaba una copa burbujeante en cada mano. Jadiya le gritó al oído:

– Estaba admirando todo esto. Es una maravilla, ¿no?

– Genial. -Le tendió una copa-. ¿Champán?

Ella no bebía nunca. No por el islam, pues no lo practicaba, sino por sus padres, demasiado familiarizados con el alcohol. Dijo que no con la cabeza, pero luego pensó en Marc.

Ante la idea de verlo, cogió la copa y la vació de un trago.

– ¿Bailamos?

Tercer whisky.

Con el vaso en la mano y apoyado en una columna, Marc seguía respondiendo a las sonrisas y a las felicitaciones con un ademán de cabeza, pero su entusiasmo se había esfumado. Afortunadamente, la música impedía entablar conversación. Estaba asombrado por la velocidad a la que la angustia se había apoderado de nuevo de él. Una simple alusión a la realidad -el juicio, Reverdi-, y se había echado a temblar como un epiléptico. Esa sensación de seguridad que había experimentado las últimas semanas era una fina capa de barniz. Jacques Reverdi no había desaparecido de su vida, no desaparecería nunca.

Un hombre se inclinó hacia él:

– No me gustan los chivatos.

– ¿Qué?

– Decía que hay un ambiente de miedo.

Marc asintió, con la respiración entrecortada. Bebió un trago de whisky. El ritmo de la música se hacía trepidante, lo llenaba, lo invadía a medida que la quemazón del alcohol pasaba a sus venas.

Otro invitado lo agarró de un hombro:

No me gustaría estar en tu lugar.

– ¿Eh?

– Me han hablado de un buen montaje.

Marc retrocedió. Veía los semblantes pálidos: carnaval de máscaras crispadas bajo la luz, jirones de piel marchita pegados a los huesos. Los focos estroboscópicos congelaban las expresiones, exageraban los rasgos, troceaban las figuras. Miró su vaso; destellos dorados corrían entre sus dedos. Consideró el objeto como un talismán, fuente de sus alucinaciones; luego bebió otro trago. Ya no oía nada y empezaba a hundirse en el terror puro.

En ese instante la vio.

Su silueta ondeaba a través del soplo de los ventiladores. Su cuerpo se bamboleaba, mientras que sus cabellos morenos y las pulseras en sus muñecas se balanceaban a contratiempo. Ese movimiento parecía aislar, cristalizar la oscilación de sus caderas, lanzando reflejos metálicos. Marc pensó en un tamiz de arena que solo retenía unas pepitas de oro en suspensión.

Se acordó de esos pintores del siglo xix que añadían una vértebra a la espalda de sus figuras para afinar su fluidez, su gracia. ¿Cuántas vértebras le habían añadido a Jadiya? Estaba hipnotizado. Seguía mirándola mover las caderas, apoyarse ligeramente en el talón izquierdo y luego en el derecho creando un anillo de Venus alrededor de su cintura, mientras que en el extremo de sus finos brazos los aros de plata iban y venían como los platos de una balanza muy antigua.

Otra imagen surgió ante sus ojos. Jadiya se agitaba ahora en una silla -una picota embadurnada con miel- y se clavaba las ataduras en la carne. Sus heridas suturadas se hinchaban al tensar ella el cuerpo para respirar. De repente, su carne morena se abrió por todas partes, empezó a expulsar tinta negra y a presentar escarificaciones fatales…

Marc bajó los ojos y vio su reflejo deforme en el vaso vacío. Había atizado el deseo de un criminal gracias a la imagen de esa morena enloquecedora. Se la había ofrecido a un asesino loco. Y al mismo tiempo, durante semanas, había sido «ella», había pensado, actuado, escrito como ella.

El vaso se hizo añicos entre sus dedos, demasiado apretados.

Atónito, miró correr la sangre por la palma de su mano.

Había sido «ella».

Y ahora se daba cuenta de que la amaba.

Desde lo alto del estrado, y pese a los focos que la deslumbraban, distinguió al pelirrojo bajito en una esquina. Triste como un chiquillo abandonado.

Bajó al suelo de un salto. Estuvo a punto de caer y tomó conciencia de su embriaguez: tacones de aguja y champán, una ecuación que rozaba el desastre. Sin embargo, antes de atacar a su presa, se abrió camino hasta la barra y le quitó de las manos a un camarero otra copa. Sosteniéndola por encima del gentío, logró volver sobre sus pasos sin derramar ni una gota.

A unos metros de Marc, se puso detrás de una columna y luego surgió del escondrijo a su espalda.

– ¡Hola! -dijo, rompiendo a reír.

Marc se dio media vuelta sin decir una palabra. Parecía hostil.

– ¡Tan amable como siempre! -Jadiya rió y se apoyó en su hombro para no caerse-. Hace tiempo que quiero decirte una cosa -le gritó al oído-. Eres realmente desagradable.

La joven rió de nuevo y vació la copa de un trago. A través de su conciencia brumosa, todo aquello le parecía condenadamente divertido. Él la miró fuera de sí:

– ¿Has bebido o qué?

– En todo caso, lo intento. Solo he conseguido llegar a la barra dos veces en una hora.

Volvió a reír, pero Marc estaba siniestro. Él cogió la botella de whisky que estaba sobre una mesa y llenó la copa de Jadiya con una especie de rabia contenida. La visión de esa bebida densa en su ligera copa le pareció obscena. La joven tuvo un súbito destello de lucidez: todo aquello era lúgubre, mortífero.

Una sensación de deriva se apoderó de ella. Había soñado con otra cosa para su reencuentro. Las lágrimas afloraron a sus ojos mientras el suelo oscilaba bajo sus pies. Tenía la impresión de que el almacén se había separado de la tierra y flotaba sobre el Sena. Bebió un trago caliente y se irguió, buscando la columna a su espalda.

– ¿Sabes que Vincent y yo también tenemos una cosa que celebrar?

– ¿Qué?

– Otra campaña de Élégie, ahora más amplia.

Marc la agarró de la muñeca con tanta fuerza que casi le clavaba las pulseras en la carne.

– No será en el extranjero…

Jadiya se liberó y bajó los ojos: tenía el brazo manchado de sangre.

– ¿Qué es esto?

Marc la agarró de nuevo de la muñeca. Esta vez ella notó el contacto pegajoso de la hemoglobina: estaba herido.

– ¿En el extranjero? -repitió Marc.

«Este tipo está loco», pensó ella. En cuestión de un segundo, lo detestó.

– Gran campaña en Asia, guapo -le escupió a la cara-. Japón, China, Tailandia, Malaisia. Para quitar el hipo. Y eso sin hablar de la pasta… -Cambió de tono y dijo con voz llorosa-: ¡Marc! ¡Marc! ¿Adónde vas?

74

Al primer timbrazo, Marc abrió los ojos: estaba en su cama. Era un milagro. No tenía ni idea de cómo había vuelto a casa. Esbozó un gesto y vio su mano vendada. Segundo milagro. Ni el menor recuerdo de haber ido al hospital, ni siquiera de haber visto a un médico esa noche de pesadilla.

Otro timbrazo.

Intentó moverse y tomó conciencia de su metamorfosis. Su cráneo -no solo la pared ósea, sino también la membrana y el cerebro- se había transformado en piedra. Su cabeza, de una pesadez y una dureza increíbles, estaba aplastada contra la almohada, hundida por su propia masa. Su nuca jamás tendría la fuerza suficiente para levantar semejante peso.

Otro timbrazo.

Cercano, estridente, insoportable. La imagen de Jadiya se formó en su mente. Bailaba en el escenario, su cuerpo ondeaba de una forma misteriosa. A guisa de comentario, oía su voz dirigiéndose a él: «Eres realmente desagradable».

Cuarto timbrazo.

Ahora podía pestañear. Estaba volviendo a la vida. Solo necesitó unos segundos para recordar la catástrofe anunciada por Jadiya. Iban a hacer una campaña de Élégie en Asia. La pesadilla no tenía fin. El rostro de Élisabeth iba a llegar hasta la celda de Jacques Reverdi. Imposible que no lo viera.

Podía sentir por anticipado toda su cólera. La veía elevarse, igual que se presiente en el desierto la llegada del harmatán. Una humareda lenta, oscura, envenenada, a ras del horizonte. Una rabia que muy pronto se abatiría sobre él y lo aplastaría como si fuese un insecto.

Marc consiguió moverse imperceptiblemente. Al cabo de un rato -interminable-, dejó caer el peso del cuerpo hacia un lado y se dobló en dos, como un soldado herido en el vientre. Le pareció que ese movimiento trasegaba un charco de whisky en el fondo de sus tripas. No solo tenía resaca, sino además el hígado hecho polvo.

Los timbrazos no paraban.

Se apoyó en un codo y alargó el otro brazo. El sol llenaba de rayos oblicuos el estudio. ¿Qué hora era? Descolgó el teléfono.

– ¿Sí?

– Verghens.

La voz atravesó varias capas de bruma antes de llegar a la zona apropiada del cerebro. Marc recordó que el periodista estaba en la fiesta.

– ¿Qué pasa? -dijo.

– Espero no haberte despertado. -El tono estaba cargado de ironía-. Encantadora, tu fiestecita. Pero vas a tener que espabilar. Tengo trabajo para ti.

Marc recobró una pizca de lucidez.

– Ya no escribo artículos -dijo con voz de papel de lija.

– Ya sé que eres un intelectual, colega, pero se trata de un caso de fuerza mayor. Una necro.

– ¿Quién?

Verghens suspiró y dejó pasar unos segundos. Era lo que hacía siempre en las reuniones de redacción: retener la información, crear suspense.

– Reverdi murió ayer -soltó por fin-. A las cuatro de la tarde, hora malaya. La noticia llegó anoche.

Marc se deslizó hasta el suelo y notó la superficie dura del parquet. Reverdi no podía haber sido ejecutado; ni siquiera lo habían juzgado.

– ¿Cómo?

– Un accidente de tráfico. El coche que lo llevaba al sur para la reconstrucción se salió de la carretera en un puente. Rompió la barandilla y cayó al río.

Una cortina de hielo cayó sobre su conciencia. Ahora estaba absolutamente lúcido. La presencia del agua solo significaba una cosa: Jacques Reverdi estaba vivo.

– ¿Han encontrado el cuerpo? -preguntó.

– Todavía no. Solo los de los guardias. Están dragando el río. Pero parece ser que hay una corriente muy fuerte y… ¿Qué pasa? ¿No estás bien?

Marc tardó en darse cuenta de que estaba riendo. Su risa se elevaba, se amplificaba, explotaba en su garganta. Todo aquello le parecía tan cómico… Su historia, su impostura, sus mentiras…, y ahora su éxito, ahí, inminente, que iba a serle arrebatado por la maldición que pesaba sobre él.

Porque ya no le cabía la menor duda.

Jacques Reverdi, con la complicidad del río, se había escapado.

Y se dirigía hacia él.

75

Su primera reacción instintiva fue encerrarse en su estudio.

Para esperar al asesino.

Se pasó la jornada del 15 de octubre consultando los artículos del New Straits Times y del Star, así como los comunicados de las diferentes agencias de prensa. Reuters. Associated Press. France Press.

Esto fue lo que reconstruyó: el 14 por la mañana, Jacques Reverdi debía ser trasladado de Kanara a Johore Bahru para efectuar al día siguiente una reconstrucción en Papan, en el litoral del mar de China.

El furgón había partido a las seis de la mañana y había tomado la North South Expressway en dirección sur. Tras haber recorrido doscientos kilómetros, a las nueve, en los alrededores de Tangkak, el vehículo había dado un brutal bandazo, todavía inexplicable, en el gran puente que cruza el río de Muar. El coche había atravesado la barandilla y caído veinte metros más abajo.

Sin duda alguna, el choque había matado al conductor y al otro pasajero de delante. Según los primeros testimonios, el furgón había tardado apenas unos segundos en hundirse mientras la corriente se lo llevaba lejos del lugar del impacto. Uno de los dos guardias que viajaban detrás, y que iba esposado a Reverdi, había sido encontrado a las dos de la tarde más de cinco kilómetros río abajo, ahogado. ¿Dónde estaba el francés? ¿Por qué no estaba en el otro extremo de la cadena? Nadie hablaba todavía de evasión. Continuaban las labores de rescate para recuperar su cadáver y el del segundo guardia. Según los expertos, había pocas esperanzas de localizarlos: la corriente era allí muy fuerte y numerosos meandros comunicaban con el manglar, infestado de cocodrilos.

Esa era la versión oficial. Pero Marc imaginaba lo que había sucedido realmente. De uno u otro modo, Reverdi había provocado el accidente en el puente. En cuanto el coche había caído en el río, la relación de fuerzas se había invertido. El prisionero esposado se había convertido en el amo. El uniforme, las armas y las cadenas habían sido un estorbo para los guardias, que habían cedido al pánico. Habían empezado a agitarse al entrar el agua en el vehículo y en cuestión de minutos se habían ahogado.

El apneísta, por el contrario, había conservado la calma. Había contenido la respiración; su ritmo cardíaco había disminuido y él se había dejado sumergir por las aguas. Después había registrado los bolsillos de los cadáveres que lo rodeaban y se había liberado de las esposas. Había abierto la puerta del vehículo, o roto una ventanilla, y nadado hasta la orilla. Tal vez hasta había llegado sin sacar la cabeza del agua. ¿Cuánto tiempo había durado esa evasión submarina? ¿Tres minutos? ¿Cuatro? En cualquier caso, un tiempo razonable para un apneísta de su calibre.

A Marc no le cabía ninguna duda: Jacques Reverdi estaba vivo.

Y él era hombre muerto.

Ya no cogía el teléfono. Ni el móvil ni el fijo. A primera hora de la tarde contestó a una llamada: la de Vincent. Había sido él quien, junto con Jadiya, lo había rescatado en la escalera de Les Remises y lo había llevado al servicio de urgencias de Cochin. Después lo había dejado en su casa, inconsciente, y arropado como a un bebé.

Por teléfono, Marc le dio las gracias, pero no mencionó el caso Reverdi. Era evidente que el gigante no se había enterado de la noticia. A las cinco, movido por una violenta inspiración, contestó también a Renata Santi, que ya había llamado cinco veces. Hizo un último intento para evitar la catástrofe.

– Hay que cancelar la publicación -ordenó sin preámbulos.

– ¿Perdón?

– Hay que cancelarlo todo.

La editora se echó a reír a carcajadas.

– ¿Está loco? ¿Por qué?

– Tengo mis razones.

– ¿Es por la muerte de Reverdi? La verdad, Marc, cada vez entiendo menos…

– ¡Cancele la publicación!

– Imposible. Los libros están en las librerías desde esta mañana.

– Se podrán cancelar las entregas siguientes, ¿no?

– Se han distribuido veinte mil ejemplares. Deje de comportarse como un niño, Marc. Voy a acabar por enfadarme. Además, esa historia del accidente en Malaisia es excelente. Llueven peticiones de entrevistas y…

Marc colgó. Se dejó caer al suelo y se quedó allí sentado varias horas, escuchando, anonadado, los mensajes que se multiplicaban en el contestador. Las exigencias histéricas de Renata, los insistentes requerimientos de Verghens, el asedio de colegas periodistas y también -a modo de guinda- varias llamadas de Jadiya, que telefoneaba para saber si se encontraba mejor.

Finalmente, la oscuridad se hizo en el estudio, entre las cortinas corridas. Él seguía sin moverse. No tenía fuerzas ni para prepararse un café. Su propia trampa se cerraba sobre él y eso le hacía sentir una especie de alivio. Lo sabía desde el principio: todo aquello acabaría mal. No tenía más que esperar la muerte.

En ningún momento se le ocurrió hacer las maletas, emprender la huida. Como tampoco le pasó por la cabeza avisar a la policía. Sin embargo, era la solución más racional. Al principio le resultaría difícil convencerlos, pero tenía un expediente sólido, en especial las cartas de Reverdi. Unos documentos que constituían también una prueba contra él: ocultación de pruebas, complicidad en asesinatos… Todavía se veía exhumando el cadáver en la isla de los muertos.

Sí, era cómplice. Habría podido hacer avanzar la investigación, pero no había dicho nada. Habría podido informar a los parientes de las desaparecidas, ayudar a sus abogados, como Schrecker, pero no había movido un dedo. Había preferido escribir un libro, sin tener en cuenta el proceso ni el dolor de las familias. Como un perfecto egoísta. El premio Pulitzer de la escoria, eso es lo que merecía. Y para completar, unos años en chirona…

Marc ya había sido condenado dos veces por la justicia francesa, por violación de domicilio y robo con fractura. No se beneficiaría de ninguna medida de gracia. La prisión o la muerte: ¿cabía alguna duda?

Por supuesto que no. Sin embargo, cuando consideró esa solución, en el corazón de la noche, la rechazó. Le aterrorizaba la idea del encarcelamiento. Y no acababa de decidirse a entregarse a la policía sin estar seguro. Después de todo, tal vez estaba dejándose llevar por su imaginación. Tal vez Reverdi había muerto y la vía estaba libre.

Jueves 16 de octubre.

Transcurrió otro día en las mismas condiciones.

Marc solo se movía para consultar los periódicos en internet: nada nuevo. Los equipos policiales ya hablaban de abandonar la búsqueda.

La noche siguiente, a las dos de la madrugada -las nueve de la mañana en Malaisia-, tuvo una idea. Podía reaccionar. Al menos, obtener información de primera mano poniéndose en contacto con las personas que conocía. El nombre de Alang fue el primero que acudió a su mente.

El médico forense no hablaba en su tono habitual. Marc se dio cuenta enseguida de que sabía «algo».

– ¿Qué pasa?

– La autopsia del conductor del furgón. El forense de Johore Bahru me ha telefoneado… para pedirme consejo.

– ¿Sobre qué?

– Hay una… anomalía. El conductor no murió ahogado. Ni como consecuencia del impacto de la caída.

– ¿Qué le sucedió?

– Han encontrado la aguja de una jeringuilla clavada en su nuca. Después de los análisis, los médicos han encontrado también burbujas de airé en su médula espinal. Le inyectaron aire entre las vértebras cervicales. La muerte debió de ser instantánea.

Marc recordaba que Reverdi había conseguido un puesto en la enfermería. ¿Tenía acceso a las jeringuillas?

– ¿Podía alcanzar la nuca del conductor? -preguntó.

Alang vaciló.

– Reverdi no viajaba en un furgón tradicional -dijo con voz neutra-, sino en un coche de seguridad que solo llevaba una reja entre el conductor y los asientos traseros. Pudo clavar la aguja a través de ella y provocar el accidente. La información todavía es confidencial, pero…

Marc salió al paso de las precauciones de Alang; los dos se habían entendido. Le dio las gracias y le prometió volver a llamar. La evasión ya no ofrecía dudas.

Esa certeza le causó el efecto de un electrochoque.

La madrugada del viernes decidió moverse.

No huir.

No avisar a la policía.

Sino enfrentarse a Jacques Reverdi.

Y en primer lugar, tratar de adivinar qué iba a hacer.

¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a Europa?

Un fugado corriente tenía pocas posibilidades de pasar inadvertido en Malaisia. Pero Reverdi conocía a fondo el país y hablaba su lengua. También conocía los países vecinos -Tailandia, Vietnam, Birmania- y seguramente sabía cómo llegar a ellos con total discreción. Por otra parte, era un hombre que siempre había estado preparado para ese tipo de eventualidad. Debía de tener desde siempre un «plan B».

Marc cogió el mapa del Sudeste Asiático e intentó imaginar su recorrido, calculando a la vez el tiempo que invertiría. Con el dedo, siguió el río Muar. Reverdi podía llegar por mar a Indonesia. También podía bajar hacia el sur e ir a Singapur, pero Marc no lo creía: demasiado cerca de Johore Bahru. Podía asimismo regresar a Kuala Lumpur y perderse en la ciudad…

Sin saber por qué, Marc se inclinaba más por una huida hacia los países limítrofes, donde podía meterse en la selva.

Desde allí, iría a las zonas de turismo. Un árbol queda oculto entre los árboles. Un blanco, entre los blancos. Hoteles internacionales, clubes, viajes organizados… Reverdi conseguiría un nuevo kit de identidad -pasaporte, carnet de conducir, dinero en efectivo- y se perdería entre un grupo de occidentales.

En hacer un periplo como ese tardaría dos o tres días, no más. Después, podría salir de Bangkok o de Hanoi con destino a un país europeo. Bélgica. Países Bajos. Reino Unido. Alemania. A continuación, ir a París en tren o por carretera. Al contrario que un fugitivo normal y corriente, que esperaría que las cosas se calmaran para moverse, Reverdi actuaría lo más rápidamente posible. Antes incluso de que las autoridades malaisias llegaran a la conclusión de que se había evadido.

Tres días en territorio asiático, tres más para efectuar una escala en un país europeo y dirigirse a Francia con una nueva identidad. O sea, unos seis días.

Jacques Reverdi se había escapado el día 14.

Era día 17.

Marc tenía todavía tres días para prepararse.

¿Para qué exactamente?

Siguió pensando.

¿Qué sería lo primero que haría Reverdi al llegar a París?

La respuesta era simple: se dirigiría a la dirección de Elisabeth.

Lista de correos, calle Hippolyte-Lebas, distrito IX.

Marc cogió la chaqueta y salió como una exhalación.

Tenía que avisar a Alain.

Y protegerlo.

76

– ¿Cómo que no está?

Marc estaba empapado de sudor; había ido corriendo hasta la oficina de correos. Miraba con intensidad a la mujer sentada en el sitio de Alain.

– ¿Está de vacaciones?

La empleada no paraba de subirse las gafas frunciendo la nariz. Su expresión era contradictoria, a la vez asombrada y recelosa.

– Simplemente no está.

– ¿Está enfermo?

Ella lo miró a través de los cristales: el de la ventanilla y los de sus gafas.

– ¿A qué vienen esas preguntas?

Marc debía reaccionar a toda velocidad. Nada de mencionar a Élisabeth Bremen; ni cualquier cosa relacionada con correos. Tuvo una inspiración:

– Es por la ceremonia del domingo. Yo soy el propietario del local donde organizan la misa.

Marc había vivido años en un inmueble de la calle de Montreuil contiguo a una iglesia católica vietnamita. Un simple almacén donde una comunidad se reunía todos los domingos. La mirada de la mujer se iluminó:

– ¿En Vanves?

Marc había dado en el clavo, pero de todos modos debía actuar con tiento.

– No. Me refiero a la parroquia de la calle de Montreuil. Hay prevista una ceremonia para el sábado, pero no es posible celebrarla. Tengo que hablar con Alain. ¿Tiene su dirección?

La mujer puso boca abajo un impreso de carta certificada y se lo tendió.

– Escríbale una nota y yo se la daré.

– Tengo que hablar personalmente con él.

– Es imposible.

– ¿Por qué?

Su nariz se frunció de nuevo como una trencilla.

– Hoy le toca diálisis.

Marc acusó el golpe; recordaba vagamente que Alain había bromeado varias veces sobre sus problemas de salud y sus «cambios de aceite». Entonces Marc no había comprendido a qué se refería. A decir verdad, ni siquiera había prestado atención.

– ¿Se la hacen en el hospital?

– No, en su casa. Es una hemodiálisis a domicilio. Tiene el material necesario.

– Deme su dirección.

– No la sé.

– Pues dígame su apellido. Solo sé su nombre de pila.

La empleada dudaba. Marc golpeó el mostrador.

– ¿Es que no se da cuenta de que mañana van a desplazarse cien vietnamitas para nada?

Había gritado. Su tono de sinceridad pareció convencer a la funcionaría.

– Se llama Alain van Hêm.

Marc cogió un bolígrafo encadenado a un soporte y ordenó:

Deletréemelo.

– V, A, N, y luego H, E, M. Con acento circunflejo en la E. Vive en el distrito XIII, en el barrio chino.

Marc fue corriendo hacia la puerta. En el umbral, se detuvo, repentinamente asaltado por una duda:

– ¿No ha venido nadie a preguntar por el correo a nombre de Élisabeth Bremen?

– Es la primera vez que oigo ese nombre. -Frunció de nuevo la nariz y sus gafas subieron-¿Qué tiene que ver con la historia de la iglesia?

Marc salió al aire contaminado de París tambaleándose. Aturdido por las mentiras. Por el miedo. Por los coches que pasaban a toda velocidad. Metió las manos en los bolsillos y echó a andar en busca de un bar. Entró en el primero que vio y pidió un café sin pararse en la barra.

Bajó al sótano y se metió en una cabina de teléfono. Bajo la repisa encontró un listín. Hojeó las páginas esforzándose en respirar lentamente. Diálisis o no diálisis, no le gustaba la ausencia de Alain van Hêm precisamente ese día. Ahí estaba:

alain van hêm

calle javelot, 70

torre sapporo

Marcó el número de teléfono. No hubo respuesta. En marcha hacia el barrio chino.

Llegó a la altura del inmueble a la una de la tarde.

Estaba muerto de miedo. El sudor le cubría todo el cuerpo, como la película de agua que se desliza bajo los trajes de buzo y calienta la piel. Con la diferencia de que en su caso era una capa helada.

Mientras avanzaba a paso rápido, veía acercarse la torre. Parecía crecer, ocupar todo el horizonte. Marc penetraba en su sombra como Jonás en el vientre de la ballena.

Empujó la primera puerta de cristal y reprimió una maldición. No tenía el código de entrada para abrir la segunda. Tuvo que esperar, sudar, dar vueltas en redondo en el cubículo hasta que llegó un anciano.

En el vestíbulo, estuvo a punto de gritar otra vez cuando vio la muralla de buzones. Se impuso paciencia y leyó metódicamente los nombres uno a uno, empezando por la izquierda, una hilera tras otra. Hacia la mitad de la cuarta, localizó a su hombre: duodécimo piso, puerta 12238.

Llamó al primero de los cuatro ascensores, pero se dio cuenta de que solo llevaba a los números impares. Pulsó otro botón. Mala suerte: ese subía directamente a la vigésima planta. Aquello era la torre infernal. Marc encontró por fin el ascensor que le servía y montó en él.

Duodécimo piso. Marc recorrió los pasillos, salpicados de puertas rojas todas idénticas. El número estaba puesto arriba, a la derecha, en una placa de cobre: 12236… 12237… 12238. Marc se apoyó con una mano en el marco para recobrar el aliento. Finalmente, llamó.

No hubo respuesta.

Pegó el oído a la puerta. Ningún ruido. Volvió a llamar. ¿Lo habría pillado en pleno «cambio de aceite»? Una vaharada ácida le quemó la garganta. Llamó más fuerte, con el puño. Luego observó la cerradura: un modelo de seguridad sencillo con sistema de cilindro.

Apoyó la palma de la mano en la parte superior de la puerta y empujó. Se abrió una rendija: no estaba cerrada con llave. Marc se sacó del bolsillo una simple tarjeta de visita y la introdujo bajo el pestillo. Al mismo tiempo, empujó con el hombro y levantó la puerta de sus goznes. El mecanismo se abrió.

Inmediatamente, un olor singular penetró en sus fosas nasales.

Una mezcla de comida y metal.

Sangre.

Pensó en la hemodiálisis. Sabía en qué consistía la operación: filtrar la propia sangre haciéndola circular a través de varías membranas. Si Alain la había realizado ese día, no era de extrañar que en la casa flotara ese hedor. Sin embargo, el miedo no lo abandonaba. Avanzó por el vestíbulo. Los latidos de su corazón llevaban una cadencia discreta que aumentaba en un crescendo, a la manera del Bolero de Ravel.

Vio una pequeña estancia con aspecto de casa de muñecas. Papel pintado a rayas; sofá de flores, mesa baja, objetos decorativos en una vitrina; libros de idéntica encuadernación, seguramente comprados por correo. Siguió el pasillo. A la izquierda, la cocina. A la derecha, el dormitorio. Vacíos. Al fondo, una puerta entreabierta que dejaba ver unos azulejos blancos: el cuarto de baño.

El olor tenía ahora la intensidad de la pintura recién aplicada.

Todas sus alarmas estaban encendidas.

Con dos dedos, empujó la puerta y tuvo que apoyarse en el marco.

Era el día de la diálisis, efectivamente.

Pero alguien había prestado una considerable ayuda a Alain.

Estaba desnudo, atado a un sillón con cuerda de tender y cable de antena. A su lado, un equipo compuesto por un largo tubo, contadores de cuarzo y dos bombas: el aparato de filtrar la sangre.

Habían cortado el conducto que partía de la sangradura del brazo del vietnamita y lo habían desviado, como si fuese una manguera, hacia unos recipientes colocados a sus pies. Tarros de especias. Frascos de salsa agridulce. Botellas rotas de agua mineral. Todos habían sido vaciados de su contenido y vueltos a llenar hasta los topes, rebosantes, pegajosos.

Marc retrocedió hacia una esquina.

Iba a tener que revisar a fondo sus cuentas.

Porque Jacques Reverdi ya estaba en París.

Marc visualizaba la escena. Mientras interrogaba a su víctima, el predador mantenía el pulgar en el extremo del tubo cortado a fin de taponarlo. Si Alain no respondía, liberaba el flujo y llenaba un recipiente. Otra pregunta, otro frasco. Y así sucesivamente.

Pero Reverdi había ido más allá.

Después de haber obtenido las respuestas a sus preguntas, le había metido a Alain el tubo en la garganta, obligándole a beber su propia sangre. El vietnamita había muerto ahogado por el brebaje. La sangre todavía fresca le salía por la boca, la nariz y las orejas. Tenía la cara abotargada, las mejillas hinchadas, las sienes abombadas.

Al acercarse, Marc constató que la máquina estaba todavía en marcha: los últimos centilitros, empujados por la presión, continuaban penetrando en el cerebro de Alain. Ese rostro no iba a tardar en estallar.

Marc estaba asombrado de conservar la lucidez. Solo la urgencia lo mantenía en pie. ¿Qué había podido decir el empleado de correos? No gran cosa, salvo que era un hombre quien iba a buscar el correo de Élisabeth. Por lo demás, Alain solo sabía el nombre de pila de Marc. Solo le había pedido una vez el pasaporte, cuando había hecho el «contrato de reenvío», ocho meses antes. Era imposible que se acordara de nada.

Marc contaba, pues, con algo de tiempo. Retrocedió con precaución, tratando de recordar si había tocado algo. No. Un antiguo reflejo de fisgón que no deja nunca huellas.

En la puerta del cuarto de baño, se dijo que debería parar la máquina para evitar el último ultraje. Volvió sobre sus pasos, pero cuando llegó ante los botones se quedó parado. No tenía ni idea de cómo funcionaba el sistema y, ante la idea de cometer un error -aumentar la presión, por ejemplo, y provocar la explosión del cráneo-, prefirió renunciar.

Abrió la puerta de entrada cubriéndose la mano con la manga y echó un vistazo al rellano: nadie. Antes de huir, buscó en su memoria una oración -unas simples palabras- para pedir perdón a Alain.

No encontró nada.

Abandonó al vietnamita sometido a la presión.

77

Por prudencia, tomó la escalera y bajó un piso a pie. En el undécimo, llamó al ascensor. Una vez dentro de la cabina, se derrumbó. Se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada en la pared de hierro, y se puso a llorar. Estaba perdido y, lo sabía, virtualmente muerto. Ni siquiera trataba de imaginar los sufrimientos que le esperaban.

Las puertas se abrieron en la quinta planta. Marc apenas tuvo tiempo de ponerse de pie. Entraron dos adolescentes chinos riendo. Marc se apoyó en la pared del fondo, conteniendo la respiración y el llanto. Los chavales salieron en la planta baja sin dirigirle una mirada. Él dejó que las puertas se cerraran. La cabina continuó bajando. Se dio cuenta de que el edificio era tan enorme que tenía otra planta baja.

Cuando las puertas se abrieron de nuevo, vio una galería comercial que daba a unos jardines a cielo abierto. Avanzó unos pasos y abrió los ojos con asombro. En un piso, había sido propulsado a Hong Kong o a Pekín. Todos los rostros eran chinos. Todas las voces eran chinas. Las luces de neón dibujaban caligrafías en rojo, azul y amarillo. Olores a comida, cargados de ajo y de soja, flotaban en el aire.

Marc vacilaba. Un hombre lo empujó. Se encontró pegado al escaparate de una tienda de CD y DVD. Unas pantallas acústicas difundían una melodía romántica. Estaba paralizado, con los brazos en cruz.

Haciendo un esfuerzo, echó de nuevo a andar, perseguido por la voz estridente de la canción. Sus ojos le evitaban los obstáculos, pero no analizaban ni las caras ni los objetos que veían. Avanzaba como un sonámbulo, sin que ningún detalle le suscitara el menor pensamiento o reacción.

Tomó conciencia de que había dejado de andar. Delante de él, cuatro ejemplares del mismo libro ocupaban el lugar de honor en un escaparate. En la cubierta se leía, sobre fondo negro, el título en letras rojas: SANGRE NEGRA. En otro espacio-tiempo, Marc se habría sentido satisfecho… o emocionado por ese espectáculo.

Pero en ese momento no estaba ni satisfecho ni emocionado.

Simplemente, aterrorizado.

¿Había pasado Jacques Reverdi por esa galería comercial al salir del apartamento de Alain? ¿Había visto el libro? ¿ Cuánto tiempo había necesitado para comprenderlo todo? Marc no ponía en duda que el empleado de correos hubiera dicho su nombre de pila. Gracias a la novela, Reverdi tenía también su apellido.

Marc echó a andar deprisa bajo las bóvedas. No había dado dos pasos cuando recibió otro choque. Un puñetazo en el hígado. En el escaparate de una perfumería, el rostro de Jadiya lo miraba.

Se acercó tambaleándose. Era un cartel de cartón sobre un soporte. Marc no ponía nunca los pies en una perfumería, de modo que no sabía que la campaña de publicidad de Élégie se había ampliado a los puntos de venta.

¿Había visto ya Reverdi a Élisabeth en un escaparate?

Intentó reanudar la marcha, acorralado entre la cubierta de su libro y los carteles de Jadiya. Se veía como un trampero prisionero de su propia trampa, con unos dientes de acero clavados en la pierna.

Se Volvió bruscamente; le parecía haber visto, reflejada en el escaparate, la figura de un hombre con la cabeza rapada. Un hombre que podría ser Reverdi. No, no había nadie. En cualquier caso, ningún occidental.

En ese momento tuvo un destello de lucidez.

Sus labios pronunciaron a su pesar:

– Jadiya.

78

De camino hacia la calle Jacob, Marc no paraba de llamar a Vincent. Ninguna respuesta. Ni siquiera un mensaje. Eso no significaba que el fotógrafo se hallara ausente, sino todo lo contrario. Cuando trabajaba, desconectaba el móvil y la línea fija. Marc pidió al taxista que acelerase, lo que provocó suspiros y comentarios sobre «la circulación cada vez más asquerosa» en París.

Marc se sumergió en sus pensamientos, que se reducían a uno solo: salvar a Jadiya. Había que esconderla, protegerla y, de una u otra forma, explicarle la situación. De todas sus razones para ser presa del pánico, la perspectiva de tener que dar una explicación era la más fuerte.

¿Cómo iba a contarle toda la historia?

El taxi había dejado de circular. Un embotellamiento en el bulevar Saint-Michel. Volvió a marcar el número de Vincent. En vano. Estaba seguro de que el gigante sabría dónde estaba Jadiya. También pensaba ponerlo en guardia a él. Marc seguía el camino del asesino: después de ver los carteles, se pondría en contacto con la asociación de perfumeros o con la agencia de publicidad. Le bastarían unas llamadas para averiguar la dirección de Vincent, o incluso la de Jadiya.

El coche seguía parado. Marc pagó al taxista y dijo que continuaría a pie. «¡Viva la solidaridad!», masculló este último. Marc echó a andar deprisa por el bulevar, luego giró a la derecha por la calle Medicis y siguió caminando junto a los jardines de Luxemburgo. Al llegar a la confluencia con la calle de Tournon, la imagen de Renata Santi apareció en su mente. Ella también estaba en peligro. Marcó su número sin detenerse.

– ¿Marc? ¿Dónde está? Hace tres días que…

– He visto el libro.

– ¿Le gusta?

Su voz pulmonar le daba siempre un tono precipitado. Marc debía seguirle un poco el juego.

– Mucho.

– Pero no ha respondido a las peticiones de…

– Renata, tengo que pedirle una cosa.

– Diga. Con las primeras noticias que estoy recibiendo de los libreros, sus deseos son órdenes para mí.

– ¿Ha recibido la llamada de un hombre relacionada con el libro? Un hombre raro…

– ¿A qué tipo de rareza se refiere?

Marc comprendió que iba por mal camino. Reverdi no se presentaría nunca como alguien raro o sospechoso. Al contrario. Sin embargo, insistió:

– No sé. Un periodista al que los encargados de las relaciones con la prensa no conozcan. Un tipo que esté muy interesado en verme por una u otra razón. ¿No ha recibido ninguna llamada de ese tipo?

– No.

– ¿Alguna presencia anómala cerca de la editorial?

– Está empezando a asustarme…

Marc caminaba a toda velocidad por la calle Bonaparte.

– Oiga, si de verdad quiere complacerme, salga de su despacho y vaya a un lugar tranquilo que no sea su casa. Y sobre todo no duerma esta noche allí.

– ¿A qué viene todo esto, Marc? ¿Se da cuenta de que lo que dice resulta muy inquietante?

– Se lo explicaré todo mañana. Lo juro. Pero ahora siga mis instrucciones, ¿de acuerdo?

– Bueno…, es una petición bastante estrambótica, pero de acuerdo… He conocido tipos raros, pero desde luego usted se lleva la palma.

Marc colgó; había llegado a la calle Jacob. Giró a la izquierda y se acercó al portal. El corazón le golpeaba con fuerza las costillas. Le temblaban las piernas. El estudio presentaba su aspecto habitual: grandes cristaleras cubiertas con cortinas. Alargó la mano hacia el timbre.

Su gesto se detuvo en seco.

La puerta de cristal estaba abierta. Marc sintió que las piernas le fallaban de verdad. Dio media vuelta y se apoyó en la cristalera. Un crujido le agrietó el cuerpo. Un largo desgarramiento de huesos que lo atravesó de arriba abajo.

Jacques Reverdi se le había adelantado.

Y tal vez todavía estuviera allí…

Recordó que había una comisaría a unos cien metros, en la calle Abbaye. Pero pensó en Vincent y se volvió de nuevo de cara a la puerta. Después de todo, era el único responsable de esa pesadilla.

Empujó la puerta sin hacer ruido. El estudio se hallaba sumido en un silencio de santuario. Todas las cortinas estaban corridas. Solo entraba un poco de luz por algunas claraboyas altas. No tuvo que dar más de dos pasos para obtener una confirmación: Reverdi había estado allí… y se había marchado.

Cientos de fotos alfombraban el suelo. El asesino había registrado los archivos de Vincent en busca de las imágenes y las señas de Jadiya Kacem, alias Élisabeth Bremen.

Pero había algo mucho más grave.

Más allá de los focos apagados estaba Vincent sentado en su sillón con ruedas, que Reverdi había colocado en el centro del plato. El corpulento hombre estaba de espaldas, con la cabeza baja, vuelto hacia los grandes telones de colores que caían hasta el suelo. Su postura no dejaba lugar a dudas: estaba rígido. A su alrededor había un montón de fotos diseminadas en círculo.

Marc se acercó, más muerto que vivo él también. Su cabeza era como una cámara oscura que solo mostraba imágenes de destrucción.

Vincent estaba desnudo, como Alain pero en una versión XXL, monstruosa. Pliegues de carne, oprimidos por los trozos de cinta adhesiva que lo sujetaban al sillón. Su cuerpo de ballena llevaba la huella de múltiples heridas. No como las que Reverdi infligía a sus víctimas femeninas, incisiones finas y limpias. Esta vez eran grandes cortes. Rabiosos, bárbaros, profundos. Por los chorros oscuros que habían brotado, algunos hasta llegar a una distancia de dos metros, Reverdi había escogido en esta ocasión las arterias, no las venas; gran caudal y fuerte presión.

Sin embargo, Marc se dio cuenta de que Reverdi había obturado primero las heridas con cinta adhesiva a fin de practicar, una vez más, su chantaje sangriento. Había buscado las respuestas a sus preguntas dejando fluir la sangre. Cada vez que obtenía una negativa o un silencio, había arrancado un trozo de cinta, abriendo una compuerta de muerte.

Al acercarse, Marc observó un detalle singular. Los largos cabellos cubrían por completo el rostro, pero algunos mechones parecían retorcidos y duros, como rizos de rastafari. Despacio, muy despacio, Marc levantó la cabeza de Vincent empujándola por debajo de la barbilla.

El asesino había arrancado los ojos del fotógrafo y metido en sus órbitas películas desenrolladas. Un segundo más tarde, Marc se percató de que la cabeza del cadáver había sido colocada de un modo específico. Ese rostro sin ojos «miraba» algo situado a la espalda de Marc.

Se volvió y vio huellas sangrientas en los grandes telones de papel de colores. Sin dudarlo, los arrancó uno tras otro y descubrió la continuación del mensaje.

En el último fondo, el asesino había escrito con la sangre de su víctima:

¡VER NO ES SABER!

Marc retrocedió y tropezó con el cadáver. Vio moverse toda la habitación y comprendió que iba a perder el conocimiento. En el último instante, se agarró del hombro de su amigo torturado. Ese simple contacto le hizo gritar; un grito que le salía del vientre y que estaba reprimiendo desde su visita a casa de Alain. Gritó más, y más. Doblado en dos sobre su rabia, sobre su miedo. Gritó hasta desgarrarse las cuerdas vocales.

Después cayó de rodillas, llorando, sobre las fotos esparcidas por el suelo, pegadas por la sangré seca.

En ese momento comprendió la conclusión del mensaje.

Todas esas fotos reproducían a una sola persona: Jadiya.

¿Le había dado Vincent su dirección? Sin duda alguna.

¿Qué más había podido decir? Nada. No sabía nada. Al pensar en las torturas inútiles que había sufrido, Marc sintió que lo invadía otra oleada de llanto, pero se dominó.

Tal vez aún podía salvar a Jadiya.

Se levantó y se acercó a la mesa para utilizar el teléfono fijo de Vincent. El número del móvil de Jadiya estaba memorizado. No hubo respuesta. Marc pensó en Marine, su maquilladora. Su número también estaba en la memoria. La chica contestó al tercer timbrazo.

– ¡Marc! ¿Qué tal va todo?

Él dirigió una mirada a las órbitas vacías de Vincent, a la inscripción sangrienta, a las fotos de Jadiya manchadas.

– Va -dijo.

– ¿Qué querías?

Marc se volvió de espaldas a la carnicería e imprimió firmeza a su voz.

– Busco a Jadiya.

– Vaya, vaya… -dijo la maquilladora.

– ¿Sabes dónde está?

– Conmigo. Estamos en plena sesión.

El alivio le arrancó algo, muy lejos, en el fondo del pecho.

– ¿Dónde estáis?

– En el estudio Daguerre.

– ¿Cuál es la dirección?

– Calle Daguerre, número 56, pero…

– Voy para allá.

– Aún tenemos para rato y…

– Voy para allá.

Marc iba a colgar, pero antes preguntó:

– ¿La ha llamado alguien esta tarde al móvil?

– Ni idea. ¿Por qué?

– Escúchame bien: hasta que yo llegue, que no conteste al teléfono ni escuche los mensajes. Que no se acerque nadie a ella salvo los cámaras, ¿entendido?

– Estás volviéndote muy posesivo -dijo Marine en tono burlón-. Le va a encantar.

79

El plató del estudio estaba totalmente rodeado de pantallas reflectantes. Altas planchas de aluminio que devolvían destellos quebrados, reflejos de nave espacial en toda la habitación.

Ese decorado deslumbrante parecía plantear enormes problemas técnicos. Cinco ayudantes corrían en todas direcciones y no había ni un solo foco dirigido hacia el plató, sino que todos estaban orientados hacia otros puntos con objeto de obtener una iluminación indirecta.

En el estudio reinaba un silencio sepulcral. Una sesión fotográfica de profesionales. Una reunión de expertos. Marc avanzó unos pasos, lo más discretamente posible, hasta el límite de la claridad cegadora.

Jadiya estaba allí, sola, bajo la luz blanca.

Vestida con un mono de malla plateado, parecía una criatura extraterrestre recién llegada del planeta Perfección. Un planeta cuyos habitantes tenían medidas ideales, en el que toda actitud semejaba un río de gracia translúcido.

– Okey. Volvemos a la posición de antes. ¿Está bien la luz así?

Marc acusó el golpe. La simple voz del fotógrafo dando órdenes en la penumbra le recordó a su amigo. Había ido tantas veces a su estudio… Vincent dirigiendo sus fotos difuminadas a golpe de comentarios filosóficos de tres al cuarto. Vincent riendo mientras abría una lata de cerveza. Vincent sacando fotos impúdicas del bolsillo de sus pantalones arrugados. Marc contuvo la respiración para no llorar y se concentró en Jadiya.

Estaba con las manos en las caderas y las piernas separadas, a la manera de una chica James Bond de los años setenta. Parecía plantarle cara al halo blanco que la rodeaba y consumía los bordes de su silueta.

– Ahora avanza un paso. Colócate de tres cuartos. Eso es. Sonríe. Con una pizca de arrogancia…

La expresión solicitada apareció en sus labios claros. Esa sonrisa tenía una incidencia directa, poderosa, en una parte profunda de sí misma, una membrana ancestral, olvidada. Como esas sondas que se pierden en las tinieblas de la Tierra y descubren bolsas llenas de líquidos fósiles todavía palpitantes.

– Perfecto. De cara otra vez. El cuerpo ligeramente arqueado.

Jadiya obedeció. La curva de la espalda se hizo más pronunciada. El movimiento habría podido ser vulgar, incitador, pero en este caso era una indolencia natural que parecía descender desde la sonrisa hasta las ramificaciones más ínfimas de los miembros. Marc apenas podía reprimirse; tenía ganas de meterse en el plató, cogerla de la mano y huir con ella. Había que esconder ese tesoro antes de que fuese demasiado tarde.

El chasquido grave de la cámara sonaba, inmediatamente seguido del silbido del flash y luego del motor de arrastre. Chasquido. Silbido. Arrastre… Una cadencia ternaria. Pero también un tañido fúnebre. La imagen de Vincent apareció de nuevo para lacerarle la memoria. Se volvió en la penumbra; esta vez iba a explotar. A llorar o a vomitar. O las dos cosas a la vez.

– Muy bien. Lo dejamos.

Marc estaba apoyado en la pared, todavía doblado por la cintura, cuando percibió un perfume muy denso, mezcla de pigmentos áridos y aceites dulces. Se volvió: Jadiya estaba frente a él. A la vez irreal y demasiado presente, con su mono de malla brillante.

– De todos los posibles visitantes, tú eras el último de la lista.

No parecía sorprendida; Marine le había avisado.

– ¿Un mensaje urgente? -preguntó.

– Quería invitarte a pasar el fin de semana fuera.

– Directo al grano, ¿eh?

Marc intentó sonreír, pero el esfuerzo le arrancó una mueca de dolor.

– Quería simplemente enseñarte un sitio que me gusta mucho. No está lejos de París.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– Esto se pone cada vez mejor: el gran autor se dedica a secuestrar chicas.

La ironía burlona se tornaba sarcástica. Marc escogió otra carta, la del orgullo herido.

– Oye, he actuado siguiendo un impulso -dijo-. Esto ya es bastante difícil para mí, así que, si no te apetece, no vamos. No pasa nada.

Ella meneó la cabeza sin apartar los ojos de él. Sus negros cabellos brillaban alrededor de su cara.

– Espera. Voy a buscar mis cosas.

80

Marc se acordaba perfectamente del lugar.

Un hotel situado en las afueras de Orleans, que constaba de una mansión y sus anexos en un parque de varias decenas de hectáreas. Cuando era paparazzo había montado guardia muchas veces en las inmediaciones de ese hotel. Un refugio secreto, elitista, adonde los personajes célebres iban a consumar sus relaciones ilegítimas a salvo de miradas indiscretas. En aquella época, sobornando a algunos empleados era informado con regularidad de las llegadas de parejas famosas.

Por suerte, Jadiya tenía coche, porque él la había invitado al campo, pero no disponía de vehículo para llevarla. La joven conducía el Twingo con un placer manifiesto. Llevaba una gran A en la parte trasera del vehículo porque acababa de sacarse el carnet, explicó, y era su primer gran trayecto.

Durante el viaje, Marc traté de alimentar la conversación, pero el miedo, la confusión y el sufrimiento se mezclaban en su interior hasta tal punto que apenas conseguía acabar las frases. Había colocado el retrovisor exterior de manera que pudiese observar él la carretera que dejaban atrás. Por si acaso los seguían. Jadiya estaba, tan concentrada en la conducción que no se había percatado de ese detalle.

Después de salir de la autopista, tomaron una carretera departamental. Marc no tuvo ninguna dificultad en encontrar el camino pese a que estaba oscureciendo. Por fin, después de una curva, distinguió el muro de cerca cubierto de musgo, camuflado entre los árboles, y luego las dos torres de la mansión que se alzaban entre la espesura.

El Twingo cruzó la vega y entró en el patio de grava. Cuando Jadiya vio la fachada enterrada bajo la hiedra, emitió un silbido de admiración. Pese a su estado, Marc percibía el encanto de aquella mujer: de cada palabra que pronunciaba, de cada gesto que hacía, emanaba una espontaneidad y una frescura desconcertantes, que no tenían nada que ver con su porte de diosa del Magreb. Cuanto más la conocía, más se alejaba la imagen de icono intocable que tenía de ella. Era ante todo una joven alegre, culta, que no se andaba con rodeos y que llevaba su belleza como un abrigo ligero que hubiera olvidado quitarse.

Cuando hubo aparcado, con gran acompañamiento de tacos, rascadas y caladas del motor, bajaron del coche y contemplaron el edificio iluminado en la noche. La construcción principal era una granja gris, en forma de U, cuyos antiguos establos, a la izquierda, acogían ahora salas de reuniones y un restaurante. Las ventanas de las habitaciones se extendían en serie, en el primer piso, a lo largo del cuerpo del edificio. Frente a la mansión, en el parque, se veían los anexos, acondicionados para albergar suites que eran como islotes de discreción. Marc se relajó un poco; rodeado por los muros de cerca y los robles centenarios, se sentía seguro por primera vez en el día.

El vestíbulo confirmaba la impresión de bienestar rústico, sin fiorituras. Paredes de piedra vista, gruesas alfombras sobre entarimado encerado, armaduras de hierro con el torso abombado. Marc solo temía una cosa: que el recepcionista o algún empleado lo reconociera y le facilitara una información indiscreta que habría interesado en otros tiempos al Rapiñador. Pero no; el personal había cambiado y los trataron como a una pareja estándar que quería disfrutar de un fin de semana a la luz de las velas.

Marc pidió dos habitaciones contiguas, comunicadas por una puerta interior, sin que Jadiya pudiera oírlo para no parecer un pobre seductor que está tejiendo su telaraña. En un rincón de su mente, allí donde el miedo aún no lo había devastado todo, sufría por esa situación…, por su aspecto de ligón de poca monta que le tendía una trampa a su secretaria.

La visita a las habitaciones agravó todavía más la caricatura. Cama con baldaquino, colcha de terciopelo y minibar repleto de botellas de champán: las armas de la emboscada. Marc no se atrevía a mirar a Jadiya. Estaba muerto de vergüenza.

En cuanto el camarero se hubo ido y ella se hubo instalado en su habitación, Marc registró la suya de arriba abajo. Era absurdo; Reverdi no podía estar escondido en un armario. Echó un vistazo por la ventana a la derecha, hacia donde estaba el aparcamiento. Nada de particular. Ningún coche nuevo, ningún visitante, ninguna sombra furtiva.

Marc miró el reloj: las ocho y media. No tardarían en ir a cenar. Entonces hablaría con Jadiya. ¿Cómo reaccionaría? ¿Exigiría acudir a la policía? Seguro. No había otra solución; él mismo estaba convencido de ello.

Pero primero tenía que contárselo todo.

Esa noche.

Jadiya leía la carta en silencio.

En realidad, observaba a Marc por el rabillo del ojo. En otras circunstancias, se habría echado a reír. La decoración de la mesa era por sí sola de antología: los cubiertos estaban multiplicados por cinco, las velas parecían reguladas por un potenciómetro y unas cortinas aislaban las mesas formando recintos íntimos.

Sí, en otras circunstancias se habría desternillado de risa. Pero esa noche no, porque esa cena ridícula, esa emboscada deplorable le estaban siendo servidas por Marc en persona. Y todo en él, desde que se habían visto en París, sonaba a falso. Su invitación, su cambio de actitud respecto a ella, su tono alegre. Pese a sus esfuerzos, parecía ajeno a todo cuanto sucedía allí.

¿Qué buscaba?

¿Por qué la había llevado a ese lugar?

Una semana antes, esa escapada la habría vuelto loca de felicidad -o de angustia-, pero ya no. En el intervalo había habido aquella noche lamentable, aquel cóctel caótico en el que su atleta de bolsillo, con su mano ensangrentada y sus maneras violentas, había tocado fondo. Desde entonces lo miraba con pena. Había en él una dureza, un misterio que nada ni nadie parecían poder penetrar. Un hombre con un caparazón inviolable. Solitario, desesperado, incomprensible. Y esta velada siniestra reforzaba ese sentimiento.

La joven decidió ir directa al grano.

– Tienes algo que decirme, ¿no?

Ya se lo había preguntado en el coche, pero no había obtenido respuesta. Él se escabulló de nuevo.

– No -dijo sonriendo-. Bueno, sí, pero no ahora. ¿Qué vas a pedir?

Marc había utilizado una voz aterciopelada, con doble intención. ¿Por quién la tomaba, maldita sea? Jadiya volvió a mirar la carta.

– No entiendo nada.

Marc propuso en tono divertido:

– ¿No te apetece probar la «farándula de vieiras con jugo de venado perlado con esencia de cítricos»?

Ella sonrió.

– Eso o la «suprema de capón acompañada de crujiente de patas azules».

– ¿Y qué me dices de las «endivias confitadas con agraz»?

– No sé… Tampoco hay que desechar el «budín de pato salvaje hojaldrado».

Rompieron a reír. De repente se creó una complicidad entre ellos. Una especie de tregua. Como un trago de alcohol en el fondo de una trinchera. Pero ella percibió enseguida que aquello no iba a durar.

En efecto, el semblante de Marc se petrificó de golpe. Su piel adquirió el color de un empaste dental.

– Perdona -dijo.

Y se levantó de la mesa.

Estaba seguro.

Lo había visto en el hueco de la ventana. Cabeza rapada. Rostro alargado y gris. Gran estatura. No cabía duda. Reverdi. Marc atravesó el restaurante. No sabía lo que iba a hacer; ni siquiera iba armado. Pero tenía que obtener una certeza.

En la escalinata, se detuvo, como si estuviera al borde del vacío. Observó el cuadrado de luz del patio. Escrutó los guijarros grises, respiró el olor vivo de humedad, escuchó el murmullo de las hojas. Nada. Intentó ver más lejos, a través de las tinieblas. Nadie. Una noche en el campo, ni más ni menos amenazante que cualquier otra.

Una mano se posó en su hombro.

Se volvió profiriendo un grito, resbaló y bajó la escalera dando traspiés hacia atrás. Evitó por un pelo la caída y se colocó en posición de defensa a la luz del farol. Se acercó un hombre con una amplia sonrisa en los labios.

– Lo siento, le he asustado. Soy el director del hotel.

Marc trató de decir algo, pero no lo consiguió.

– No tema, el aparcamiento está vigilado día y noche.

Marc apenas comprendía lo que decía el hombre. Estaba temblando. El sudor le pinchaba el rostro como si fuese una máscara de agujas. Intentó de nuevo hablar: no hubo manera. El director se reunió con él en el patio sin dejar de hablar en un lenguaje incomprensible. Marc masculló finalmente un «muy bien, muy bien»; luego entró con la cabeza gacha y empujó a un camarero al pasar junto a él.

Se sentó de nuevo a la mesa. Temblaba de tal modo que no sentía ni las manos ni los pies. Tenía la impresión de que sus extremidades se habían desprendido, pero al mismo tiempo le dolían. Pensaba en esos soldados que continúan sintiendo picor en los miembros después de que se los hayan amputado.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jadiya-. Parece que hayas visto a un fantasma.

– Una llamada urgente. Todo está en orden.

Para disimular, cogió de nuevo la carta, pero la dejó de inmediato. Sus manos vibraban como las alas de un insecto. Las puso bajo los muslos y se concentró en los nombres que danzaban ante sus ojos.

Dios mío, tenía que decírselo.

– ¿Te molesta si dejo la puerta abierta?

La pregunta era ridícula, como todo lo demás. Jadiya no recordaba una cena tan absurda como aquella. Las conversaciones morían apenas iniciadas y los silencios caían como lápidas de cementerio. No entendía lo que pasaba. Había soñado tantas veces con estar a solas los dos…

Entró en el cuarto de baño y se observó en el espejo. Todavía le quedaban restos del maquillaje de la sesión de fotos. Se quedó pensativa. ¿Se suponía que iban a hacer el amor esa noche? Sería un absurdo más. ¿Aceptaría? No. Rotundamente no. Pero a lo largo de una noche la temperatura podía variar tanto… Le asaltó una duda. Abrió el bolso. No llevaba sus medicamentos, ni ninguna crema. Si pasaba algo, ¿cómo se las arreglaría?

Abrió el grifo de la bañera y volvió a la habitación. Más valía tomarse aquella decoración con humor. La cama colosal, cubierta con una colcha de terciopelo. El tapiz en la pared representando una escena de amor cortés. Incluso habían puesto dos rosas rojas, con los tallos cruzados, sobre la almohada.

La bañera seguía llenándose. Jadiya ya no oía ningún ruido en la otra habitación. Guardó el abrigo en el armario y se decidió a abrir la cama.

Cogió las rosas antes de apartar la colcha.

El grito sorprendió a Marc mientras observaba el patio.

Atravesó su habitación de un salto y encontró a Jadiya petrificada, con los ojos clavados en la colcha. Miró también hacia allí y notó que se le revolvían las tripas.

Unos ojos.

Unos ojos descansaban sobre la colcha.

Marc conocía su origen. El rostro enucleado de Vincent, ver no es saber. Vio también dos rosas rojas. Unos hilos de sangre unían los pétalos a los órganos. Estos habían sido escondidos en el interior de las flores.

Jacques Reverdi les daba la bienvenida.

A su manera.

Marc se precipitó hacia la puerta de entrada y la cerró con llave; después fue corriendo a la suya para hacer lo mismo. Regresó junto a Jadiya y la abrazó. La chica temblaba tanto que se había quedado sin peso, sin masa.

Instintivamente, Marc miró de nuevo la cama. En el ribete de las sábanas vio unas manchas de sangre. Eso no eran salpicaduras de los pétalos. Recordó los telones del estudio y la advertencia de Reverdi. Aquí también estaba incompleto el mensaje.

Sin vacilar, cogió la colcha y la sábana de arriba. Las apartó las dos a la vez, arrastrando con ellas las rosas rojas y los globos oculares.

Sobre la sábana ajustable, unas letras sangrientas tendían sus garras:

ESCÓNDETE, DEPRISA,

VIENE PAPÁ

81

– Pero ¿qué está pasando?

Él la asió de la mano sin contestar y la levantó del suelo. Jadiya solo tuvo tiempo de coger su bolso, que estaba en el cuarto de baño, mientras él abría la puerta. Bajaron corriendo la escalera y cruzaron el vestíbulo ante la mirada atónita del recepcionista.

Al llegar a la puerta, Marc se paró en seco. Escrutó el patio iluminado. Los coches aparcados. Los árboles susurrantes. Más allá, la oscuridad parecía haberse hecho más profunda. Marc detuvo la mirada en el coche de Jadiya. Durante un breve instante, se sintió tentado de montar en él y regresar a París. Pero quizá Reverdi había colocado una bomba. O bien estaba dentro. Observó el roble macizo. Su seguridad se tambaleó: estaba allí, detrás de la corteza plateada. Después encontró las puertas de los establos, sumidas en la sombra. Reverdi estaba en todas partes. Su simple amenaza saturaba el espacio vital de ellos.

¿Quedarse en el hotel? ¿Llamar a la policía? Subir y encerrarse en sus habitaciones hasta que se hiciera de día? Marc tuvo un flash: los ojos rodando debajo de la cama, la escritura temblorosa y oscura: escóndete, deprisa, viene papá. Huir. Había que huir. Sobre todo, no quedarse en aquella mansión.

Apretó la mano de Jadiya y echó a correr. Una tormenta rugía a lo lejos. Cada segundo que pasaba, las tinieblas parecían más densas, más bajas. Pasaron junto al aparcamiento. Marc observaba todos los coches, todas las parcelas de oscuridad. Al llegar al final, vio un sendero que se adentraba en la oscuridad.

– Quítate los zapatos -ordenó.

Corrieron entre los árboles, las sombras, los crujidos. La noche en el campo. Ese mundo exterior que miramos por la ventana de una casa caldeada estremeciéndonos. Esa quintaesencia del negro, que nos felicitamos de no tener que afrontar. Ellos ya no la contemplaban a través de los cristales; estaban metidos de lleno en ella. La atravesaban, la pisoteaban, la violaban. Como un tabú sagrado que nadie más hubiera osado transgredir.

Las ramas crujían bajo sus pies. Las zarzas les arañaban las piernas. Tropezaban con las raíces. Avanzaban sin rumbo, sin puntos de referencia. Sobre su cabeza, el viento agitaba las copas de los árboles, doblaba las hojas, azotaba la bóveda oscura del cielo.

– ¡Mierda!

Delante de ellos se abría un bosque de sauces, sacudido por largos estremecimientos. Pensó en los bambúes. Imaginó esas hojas sobre la piel del asesino. Su rostro atormentado por el odio, súbitamente acariciado por las ramas. Marc lo veía detenerse para saborear la suavidad del contacto, sintiendo cómo la locura criminal maduraba poco a poco en él, atraída por esas caricias vegetales…

«Por aquí no -susurró.

Apretó más la mano de Jadiya y se dirigió hacia la izquierda, a campo traviesa. Ella lo seguía sin rechistar. Oscuramente, Marc estaba orgulloso de ella, de su silencio, de su valentía.

Ahora corrían a cuerpo descubierto, chapoteando, hundiéndose en los surcos de un campo. Atravesaron tierras desnudas, se adentraron en otros sotobosques. Marc maldecía ese campo hostil, despertado por el viento, vivificado por la lluvia. Pero no se atrevía ni a parar ni a volver atrás. Era, en sentido literal, una huida hacia delante.

Cuando vio el granero, supo que era allí. Un refugio o un callejón sin salida. O bien Reverdi los había perdido y podían esperar a que amaneciera entre aquellas cuatro paredes, o bien estaba pisándoles los talones y todo acabaría en el fondo de ese almacén. Siguió tirando de Jadiya. La oía respirar, jadear, pero sin proferir ninguna queja.

Derribó la puerta golpeándola con un hombro. Pese al hedor, pese al frío glacial, se sintió reconfortado. Desplomarse bajo ese techo, esperar el fin de la noche: su mente no fue más lejos. La oscuridad era casi total. Se adentraron entre los olores solidificados, pisando la tierra batida, sembrada de boñigas secas.

Marc cerró la puerta… y la noche. Se preguntó si por casualidad aún llevaría en algún bolsillo el encendedor que había utilizado en el descampado de Nanterre. Pero en ese momento una llama surgió en la oscuridad. Los cabellos de Jadiya brillaron; ella sí llevaba un encendedor. Al segundo siguiente, el resplandor se transformó en un verdadero hogar. Marc iba a gritar, pero Jadiya se le adelantó:

– No se te ocurra decirme que van a descubrirnos.

Marc se quedó boquiabierto. Jadiya tenía razón. ¿Qué sabía él de las leyes de la caza, de las reglas de la guerra? Fuera llovía a raudales. Las nubes estaban tan bajas que absorberían el humo cuando saliera por la ventana que Jadiya estaba desbrozando. La joven se sentó junto al fuego; alimentaba la hoguera con las boñigas más secas. Marc también se acercó.

Pese al calor incipiente, ella seguía tiritando. Él se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros; era lo mínimo que podía hacer. Acto seguido, se levantó. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Prepararse para el asedio. Organizar la resistencia. ¿Cómo? No tenían nada. Ni armas, ni protección, ni víveres…

– Siéntate. Me pone mala que no pares de dar vueltas.

Marc se quedó inmóvil. El tono autoritario le sorprendió, pero todavía le sorprendió más la calma de su voz. Increíble: no tenía miedo. Se dejó caer frente a ella. Entre ambos, los excrementos crepitaban, ardían formando llamas breves, nerviosas, con un curioso brillo verdoso.

– Te escucho -dijo Jadiya-. Quiero toda la historia.

Él se la contó. La usurpación de identidad. Las primeras cartas. El robo de la foto. El pacto con Reverdi. Su periplo por la «línea negra», entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador.

Luego, el secreto de la sangre negra.

Se tomó la molestia de describir todos los detalles, todavía fascinado por el ritual del asesino. Las incisiones. La miel. La cámara hermética. Y el acto final.

Jadiya, con los brazos alrededor de las piernas y la barbilla apoyada en las rodillas, permanecía en silencio. Miraba las llamas fugaces. Algo en ella le hacía no ceder al pánico. Parecía ser capaz de afrontar todo aquello. Marc pensó en las «mujeres con cajones» de los cuadros de Dalí, que esconden su secreto en los repliegues del cuerpo. ¿Dónde había escondido Jadiya la fuente de su fuerza?

Pasó al presente. La evasión de Reverdi. El asesinato de Alain van Hêm, único vínculo con Élisabeth y su dirección en la lista de correos. Luego la furia del criminal al ver el rostro de Jadiya en las perfumerías y la novela Sangre negra en las librerías. Marc intentó explicar que había querido evitar otras catástrofes, salvar a Vincent, protegerla a ella… Dudó unos segundos, pero acabó confesando lo peor: la muerte del fotógrafo.

Jadiya se estremeció, sin apartar los ojos del fuego. No hizo preguntas, pero él intuyó que algo importante se quebraba en ella. Marc prosiguió. No quería ocultarle nada. Describió la tortura de Vincent. Las sangrías. Los ojos arrancados…, los ojos que habían aparecido sobre la colcha. Las fotos de Jadiya pisoteadas. Y la inscripción sobre el telón: ver no es saber.

Ahora Reverdi estaba allí, en alguna parte, alrededor del granero.

Animado únicamente por el deseo de venganza.

Jadiya continuaba callada. Marc consultó el reloj. Era la una de la madrugada. Y ningún ataque todavía, ninguna señal alarmante. ¿Lo habían despistado? Sus miembros empezaban a relajarse. El calor los envolvía. Uno se acostumbra al olor de la mierda quemada. Uno se acostumbra a esperar la muerte.

– No me has dicho lo principal -dijo de pronto Jadiya-. ¿Cuál es la razón de todo eso? ¿Cuál es la razón de esa búsqueda?

Marc balbució unas palabras, trató de justificar sus indagaciones. Ella lo interrumpió.

– ¿Por qué no me hablas de Sophie?

Él dio un salto, como si le hubieran metido una brasa en los ojos.

– ¿Quién te ha hablado de ella?

– Vincent.

Él asintió lentamente. Jadiya conocía, pues, la parte esencial de la historia.

– Me he visto enfrentado a la muerte dos veces -susurró-. A la muerte sangrienta. Dos veces son demasiadas para una vida corriente. -Sus palabras se entrelazaban con el crepitar de las llamas-. La primera cuando tenía dieciséis años. Mi mejor amigo, un músico, se cortó las venas en los lavabos del instituto. Se llamaba D'Amico. El mejor violonchelista que he conocido jamás. Fui yo quien lo encontró. La segunda vez fue Sophie. La… Bueno…

Se quedó sin voz. Jadiya acudió en su ayuda.

– Vincent me lo contó. Pero ¿por qué reaccionaste de esa forma? ¿Por qué te empeñas en perseguir el mal, en vez de tratar de olvidar?

– Esos dos sucesos provocaron en mí una atracción morbosa. Una fascinación por la muerte. Y sobre todo, una voluntad de saber, de comprender. La muerte de D'Amico no tiene nada que ver con la pulsión criminal, pero fue como un preámbulo. La antesala del horror. El cuerpo de Sophie fue la apoteosis. Un interrogante abierto, como una herida. ¿Cómo era posible? ¿Cómo se podía hacer eso? Esos sucesos apuntaron un dedo hacia mí. Había sido elegido para comprender la naturaleza profunda de la violencia. Yo creo que, en el fondo, también hay remordimientos.

– ¿Remordimientos?

Marc no respondió enseguida. Estaba tocando las capas más profundas de su ser. Estratos de los que nunca había hablado en voz alta.

– Cuando encontré el cuerpo de mi amigo, y también cuando encontré el de Sophie, me desmayé. Me sustraje al mundo. No te hablo de una breve pérdida de conocimiento, sino de un auténtico coma. Seis días la primera vez. Tres semanas la segunda. Parece ser que eso ocurre en los casos de traumas graves. Pero ese coma provocó también una amnesia retrospectiva.

– ¿Retrospectiva?

– Sí, el choque borró el instante del descubrimiento del cadáver y las horas inmediatamente anteriores. Como si mi conciencia se hubiera visto salpicada, en la escala del tiempo, en los dos sentidos, ¿comprendes?

– Lo que no entiendo son tus remordimientos.

Marc casi gritó:

– ¡Es que no sé lo que hice justo antes de esas muertes! -Se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra-. Quizá habría podido evitar aquellos sucesos… Quizá incluso los provoqué. Unas palabras demasiado duras a D'Amico…, y en el caso de Sophie, podría haberme quedado con ella, no sé… Dios mío, ni siquiera recuerdo las últimas palabras que nos dijimos…

Jadiya permaneció en silencio; dejaba crepitar los segundos.

– En cualquier caso -añadió Marc, y sabía que estaba resumiendo en unas palabras su propio destino-, les debía tanto a uno como a otro esta investigación. Su muerte es una página negra en mi cabeza. Tenía que descubrir una verdad sobre la muerte, la sangre, el mal, para recuperar ese olvido. No conozco al asesino de Sophie. Nadie ha encontrado jamás su rastro. Pero al menos me he acercado a la fuerza maléfica que la mató. Es la misma fuerza que habita en todos los asesinos, y he podido contemplarla desde el interior. Gracias a Reverdi.

Jadiya irguió el cuerpo. Esas últimas palabras parecían haberle recordado algo.

– Eso que ponía en la sábana, escóndete, deprisa, viene papá, ¿qué quiere decir?

– No lo sé. Es la parte de sombra de Reverdi que no he podido penetrar.

– ¿Por qué la habrá escrito como una amenaza?

– Ni idea. O tal vez sí: creo que antes de matarnos quiere ofrecernos una última revelación. Está loco, ¿comprendes?

Ella no contestó. Observaba a Marc intensamente, con las manos apoyadas en el suelo tras de ella y la cabeza alzada. Sus ojos dorados no cesaban de moverse, como si fotografiara hasta el menor detalle del rostro de Marc.

Finalmente, miró por el ventanuco rodeado de paja; empezaba a clarear.

– Vamos a ir a la policía. Reza para que nos metan en la cárcel y nos protejan. Y sobre todo, reza para que a ti no te manden a un manicomio.

82

Conducía con las manos crispadas sobre el volante.

Marc se había ofrecido para conducir, pero Jadiya se había negado. Su coche lo llevaba ella, y punto. Además, él no estaba en mejores condiciones.

A las seis habían salido de su madriguera y se habían adentrado en el amanecer monocromo. Habían caminado a campo traviesa, despavoridos, embarrados, empapados de rocío. Dos parisinos errantes, sosteniéndose el uno al otro en un paraje desconocido. De pena. Tanto más cuanto que el hotel estaba a unos cientos de metros de su escondrijo; en la noche tormentosa, se habían limitado a dar vueltas en redondo. De pena.

El personal del hotel se había abstenido de hacer comentarios. El aspecto de Marc y Jadiya era el de una pareja para la que la noche había sido muy, muy dura. Una pareja que había discutido hasta el amanecer y que volvía a París para curar sus heridas. Marc había subido a las habitaciones; ella no había tenido valor para acompañarlo. Él había recogido las cosas y había bajado, pálido, inexpresivo, indescifrable. Había pagado la cuenta y rechazado el desayuno continental, incluido en el precio. Después habían montado en el coche. Sin más.

A medida que el paisaje recuperaba sus colores, los pensamientos de Jadiya recobraban su solidez y su vigor. Debía seguir siendo ella misma. Un bloque indestructible en el que las agresiones exteriores, por delirantes que fueran, no podían hacer mella. Un núcleo duro en el que la vida se rompía los dientes. Así era como siempre había salido adelante. La guerra continuaba, eso era todo.

Marc no tenía esa fuerza, ella lo notaba. Luchaba, pero ya no creía que sirviese de nada. Resistía por ella, por deber, por necesidad, pero sin convicción. Estaba condenado. En su propia cabeza.

Otra cosa era segura: ya no estaba enamorada de él. Demasiadas ondas funestas, demasiados fantasmas alrededor de ese hombre. Sin embargo, seguía dándole pena y no quería abandonarlo. No es posible escapar a la ley de los ciclos: en vez de odiarlo, estaba dispuesta a cuidar de él, al igual que había cuidado durante años al cerdo al que tenía que pinchar entre los dedos de los pies y dar de comer en la boca.

Puerta de Orleans.

Avenida Général-Leclerc.

Alésia.

Uno de los centros policiales más importantes de París era la comisaría del distrito XIV, en la avenida del Maine. Jadiya había pensado enseguida en ese cuartel general, situado en el camino de regreso. Lo conocía porque había ido a parar varias veces allí siendo adolescente, cuando hacían las redadas «antimoros» los sábados por la noche.

Aparcó justo enfrente, al otro lado de la avenida, delante del restaurante La Marée. Marc no parecía decidirse a salir del coche. Jadiya se volvió hacia él:

– O esto o Reverdi, ¿qué prefieres?

Marc miró su reloj: llevaban esperando casi una hora. La sala estaba abarrotada. Polis, denunciantes, delincuentes. Todo el espacio bullía como consecuencia de las detenciones del día anterior: una noche de viernes normal y corriente en el barrio de Montparnasse.

De los calabozos salían con regularidad sospechosos esposados que atravesaban el vestíbulo con la cabeza gacha o, por el contrario, gritando, hasta desaparecer en uno de los despachos adyacentes. Había también «personas honradas» que reclamaban justicia en el mostrador de la entrada como si pidieran una caña. Y polis, de uniforme o de paisano, que intentaban calmar la agitación matinal.

Un teniente había prometido recibirlos lo antes posible. Marc no había perdido los nervios; no había representado su papel de «testigo capital» en un «caso excepcional». Se sentía demasiado abatido para eso. Por lo demás, no estaba ni irritado ni impaciente; simplemente destrozado. La realidad que percibía estaba amortiguada y era a la vez estridente, le enviaba sonidos extraños, desconocidos, como si estuviera en el fondo del agua. Los ruidos y los olores de la comisaría le llegaban a través de gruesas murallas líquidas.

Sin embargo, tras la urgencia de la noche, emergían lentamente verdades. Veía, por ejemplo, hasta qué punto estaba destruida su existencia. El suplicio de Alain; la tortura de Vincent: deudas imposibles de saldar. La noche anterior había jugado a ser un guerrero heroico, un samurái preparado para el combate. Pero ahora no asumía nada porque estaba seguro de que iba a morir.

Esa mañana aún estaba vivo.

E iba a tener que pagar.

Ni con sangre ni con sufrimiento, sino por la puerta pequeña. La del despacho de un juez. Y luego en la celda de una prisión. La única pregunta con sentido era: ¿por qué no había acudido antes a la policía? ¿Habría podido evitar la muerte de Alain y de Vincent?

Había otro misterio mucho más amenazador: ¿por qué Reverdi no había acabado con ellos la noche anterior? No podía creer que lo hubieran despistado. El predador les pisaba los talones. Los había vigilado toda la noche. ¿Por qué? ¿A qué esperaba para sacrificarlos?

Jadiya se levantó.

– ¿Adónde vas?

– A hacer pipí. ¿Puedo?

– No.

– ¿Estás de broma o qué?

La joven señaló a los hombres uniformados, a los oficiales que pasaban con declaraciones en la mano.

– Yo creo que aquí podemos respirar, ¿no?

Marc la dejó desaparecer por el pasillo. Observó las esposas, las culatas de revólver, las placas plateadas, y se calmó. Se puso rígido al tocar la pared con la espalda. El sueño lo vencía. El cansancio acumulado invadía su cuerpo como una ola templada. No debía adormilarse. De ninguna manera debía…

Se sobresaltó.

Se había dormido. Profundamente. Miró el reloj: más de las diez. Echó un vistazo a derecha e izquierda: cada vez había más gente en la comisaría, pero Jadiya no estaba allí. ¿Había comenzado la entrevista sin él? Imposible.

Se puso en pie y preguntó a los agentes que montaban guardia. Nadie había visto a Jadiya. Preguntó dónde estaban los servicios y se adentró en un pasillo menos frecuentado. En la primera esquina, el corredor se vació por completo. Tubos de neón blancos. Tuberías mugrientas. Ventanas con rejas. Marc siguió avanzando. En aquella comisaría había servicios para los dos sexos. Los hombres a un lado, las mujeres al otro. Todo estaba desierto.

– ¿Jadiya? -dijo desde la puerta.

El ruido de una cisterna le respondió. A la izquierda, los retretes. A la derecha, los lavabos, con un espejo sobre cada uno.

– ¿Jadiya?

Una de las puertas se abrió; salió una mujer de uniforme que le lanzó una mirada hostil y se dirigió hacia los lavabos. Maquinalmente, él apartó la mirada y se volvió hacia la entrada de los servicios para hombres. Oyó correr el agua del grifo. El chasquido de la máquina de toallas de papel. Montaba guardia en el pasillo, esperando que saliera la agente.

Cuando apareció, la abordó de inmediato:

– Perdone…, ¿no habrá visto a una chica morena, muy alta, guapa? Vino al servicio hace un rato y…

La mujer puso mala cara al oír las palabras «alta» y «guapa». Ella medía un metro cincuenta y tenía un culo enorme. Sin responder, se subió la bragueta y se alejó con paso bamboleante.

Marc se quedó solo. Se decidió a asomar la cabeza. Silencio total. ¿Dónde estaba? No había podido escapar. ¿Se habría quedado dormida dentro de uno de los compartimientos? A él le había pasado en el banco…

– ¿Jadiya?

Empujó la puerta del primer retrete: nadie.

– ¿Jadiya?

Hizo girar la puerta siguiente: nadie.

Dio otro paso.

Un ruido detrás de él.

Jacques Reverdi está ahí.

Pelo cortado al cepillo. Impermeable gris. Un auténtico policía.

– Yo…

Una punzada sorda en la nuca.

La oscuridad.

83

Alvéolos.

Alvéolos gigantes. Cavidades ovales de varios metros de altura, excavadas en una pared de acero… o de aluminio. Un material plateado que la luz hacía brillar suavemente.

Marc salió de la inconsciencia. Continuó observando la pared que tenía enfrente y obtuvo nuevos detalles. Al parecer, las elipses se multiplicaban hasta el infinito. Había también en el suelo y en el techo, más pequeñas pero reproduciendo la misma regularidad hipnótica. Daba la impresión, a causa de una ilusión óptica, de que se movían, como en un cuadro de Vasarely.

Parpadeó de nuevo y consiguió más información. La pared no solo era circular, sino redondeada por arriba y por abajo. «Estoy en una esfera», concluyó. Luego rectificó: la habitación no era totalmente esférica. Más bien curva y plana a la vez. Una especie de balón de rugby de metal cromado, tapizado de cráteres y de pernos. Jamás había visto un lugar como aquel.

Un olor extraño, dulzón, flotaba en el aire.

– Una cámara de reacción.

La voz había sonado detrás de él. Intentó volver la cabeza. Imposible. Estaba atado a una silla. No solo el cuerpo, sino también la cabeza. Atado no, pegado. La espalda, el trasero, los antebrazos, la nuca. Todos esos puntos estaban adheridos a una superficie fría, metálica. Se dio cuenta de que estaba desnudo, completamente clavado a un sillón de acero que parecía soldado al suelo.

– Una cámara de reacción -repitió la voz-. Una cuba de química pesada, totalmente estanca.

Los recuerdos acudieron a su mente: la desaparición de Jadiya, los servicios de la comisaría, Reverdi con un impermeable, la jeringuilla… ¿Dónde estaba Jadiya?

Se desmayó de nuevo y volvió a despertarse.

El olor dulzón, penetrante, excitó otra vez sus fosas nasales.

– Aquí se mezclan gases muy peligrosos gracias a presiones vertiginosas.

La voz se acercaba. Era la de la cinta de Ipoh. Grave, reconfortante. Intentó de nuevo volver la cabeza; solo sintió quemaduras y tirones. Sus cabellos estaban soldados al metal. Otras sensaciones emergían: agujetas, calambres.

Reverdi debía de haberlo molido a palos.

– Pero hoy -continuaba- simplemente vamos a esparcir gas carbónico a fin de acelerar la ceremonia.

Marc distinguía ahora un silbido muy claro: la difusión del CO2. Jacques Reverdi había puesto en marcha el sistema. El oxígeno iba a ser rápidamente repelido por el dióxido de carbono.

La superficie de su piel se cubrió de sudor. Aquella sala estaba transformándose en Cámara de Pureza. Unos minutos más tarde, la atmósfera sería mortal. Iba a sufrir el sacrificio de la sangre negra.

Haciendo un esfuerzo logró bajar los ojos: su cuerpo presentaba múltiples huellas de incisiones. No había recibido una paliza. Había sido perforado, cortado, sajado. Las heridas habían sido cerradas, pero para ser abiertas de nuevo más tarde.

Entonces identificó el olor dulzón: la miel.

Sus heridas estaban untadas de miel. Miró hacia el frente y localizó, sin sorpresa, el frasco dorado depositado en el suelo. Al lado, un pincel y una lámpara de aceite encendida. Siguió buscando: inclinada al fondo de la pared esférica, una botella de oxígeno provista de su descompresor.

– Jadiya… -murmuró-. ¿Dónde está Jadiya?

Jacques Reverdi apareció en su campo visual. Iba enfundado en un traje de buzo de neopreno negro. Cada vez que aspiraba aire, destellos mates que recordaban los reflejos densos del fuel oil surcaban su torso.

Marc estaba atónito. El asesino poseía un realismo impresionante. Las sienes grises, las arrugas alrededor de los ojos, las venas hinchando su piel bronceada. Sí, Jacques Reverdi existía. Era un ser real. No un predador fantasmagórico. Un detalle ridículo le daba casi un aspecto cómico: llevaba un gran contador en la muñeca. Un auténtico apneísta, preparado para sumergirse. ¿En qué abismo?

– ¿Dónde está Jadiya? -repitió Marc.

Reverdi esbozó un gesto. Un reflejo plateado brilló en su mano. Un cuchillo de submarinista.

– Aquí, con nosotros.

Marc siguió la dirección del cuchillo. Tirando de su nuca y su pelo, consiguió verla. A su derecha, a tres metros de distancia, estaba Jadiya desnuda también, clavada a una silla de acero. Cabeza gacha, rostro oculto por sus cabellos morenos. Inconsciente. Él sabía que no estaba muerta: veía las heridas suturadas en su piel oscura. Reverdi la sangraría más tarde, en el momento del gran vacío.

– Se despertará, no te preocupes -dijo en voz baja-. Pero me he asegurado de que no pueda molestarnos con su parloteo. Ya sabes cómo son las mujeres…

Aterrorizado, Marc vio, entre los negros cabellos, la mutilación particular. El asesino había sellado los labios de la joven incrustando unas grapas industriales en su carne. Su belleza estaba desfigurada para siempre. Pero ya no habría un «siempre»: aquella diversión no era sino un último rodeo antes del final.

– Ella no tiene nada que ver -gimió-. Te mandé su foto, pero ella no lo sabía…

– Calla.

Reverdi se desplazó lateralmente y se detuvo entre sus dos víctimas, a la misma distancia de ambas. Negro, estrecho, inmenso, formaba el tercer pivote de un triángulo perfecto.

– Da igual quién haya hecho una cosa u otra -prosiguió en un tono muy sosegado-. En el fondo, me alegro de que seáis una pareja. Entre los tres, reproducimos el triángulo de los orígenes. El padre, la madre y el hijo. El de la mentira fundadora. Vamos a poder representar la traición inicial. Y vivir la última catarsis.

– Te lo suplico… ¡Ella no sabía nada!

Reverdi colocó el cuchillo sobre sus labios.

– ¡Chisss…! Escucha… ¿Oyes ese ruido? Ya no nos queda mucho tiempo. Dentro de menos de media hora, el oxígeno habrá descendido por debajo del nivel crucial del diez por ciento.

Jadiya levantó la cabeza. Sus párpados se movieron con lentitud, mostrando solo el blanco de los ojos. Intenso contraste entre su piel morena y esas ranuras blancas. La joven profirió un grito mudo. Su respiración hinchó los labios, clavando todavía más las grapas en la carne.

– Nuestra princesa está despertando. Muy bien. El horario previsto se cumple.

Reverdi cogió un mando a distancia que llevaba en la espalda.

– No temas -dijo, como si siguiera los pensamientos de Marc-, conozco este tipo de aparatos. Funcionan igual que las campanas de alta presión de los buzos. De momento estamos al veinte por ciento. Vais a empezar a sudar…

Levantó los ojos. Tenían un brillo especial, de satisfacción y a la vez de exaltación. A sus pies, la llama azul de la lámpara seguía oscilando.

– Primero, os debo unas precisiones prácticas. ¿Cómo es posible que estemos aquí? ¿Cómo hemos podido llegar a esta cámara circular?

Dio unos pasos. De perfil, era fino como un cordel. Marc pensó en esos cables negros que se extienden bajo los océanos, enterrados en la arena, llenos de tecnología y de energía. Se fijó en que iba descalzo. El apneísta preparado para sumergirse.

– Me saltaré nuestros primeros desencuentros en París. Encontrar vuestra pista, la de los dos, era fácil. No había más que mirar los escaparates… Después vino esa carrera-persecución, un tanto ridícula, a campo traviesa. Os observé encerraros en aquel granero. Realmente erais unas presas… lamentables.

Marc intentó hablar. En lugar de eso, tosió. La falta de oxígeno parecía más evidente, más desgarradora. Tenía el torso cubierto de sudor. Una migraña invadía los más pequeños repliegues de su cerebro. Se aclaró la garganta y consiguió decir:

– ¿Por qué no nos mataste en aquel momento?

– No estabais maduros para el sacrificio. El miedo tenía que aligeraros un poco. Privaros de vuestras certezas, de vuestros puntos de referencia. Cuando os seguí ayer, desorientados en la mañana gris, me dije que empezabais a estar a punto…

Echó un vistazo al contador. Un analizador numérico de atmósfera.

– Después, las cosas se complicaron un poco. Yo sabía que, habiendo llegado al límite de vuestras fuerzas, iríais a la policía. Pero ¿a qué comisaría? A la de la avenida del Maine, por supuesto. Una de las más grandes. Una de las más conocidas. Y sobre todo, la única que os pillaba de paso. Os vi entrar en el edificio. Dejé pasar unos minutos y entré yo también.

«Simplemente me incorporé al barullo general de la comisaría, adoptando un aire de concentración. Parecía un teniente de policía, o un médico llamado con urgencia para atender a uno de los encerrados en los calabozos. Recuerda lo que te escribí una vez, "Élisabeth": "Cuanto menos te escondes, menos te ven".

»Inspeccioné el lugar. Os vi sentados en un banco. Me situé a cierta distancia, en espera de que se presentara una oportunidad. No había trazado aún un plan concreto, pero tenía varias posibilidades en cartera. Cuando Jadiya se levantó y fue a los servicios, comprendí que había llegado el momento. Una sola inyección, y no tenía más que representar el papel de médico diligente. La llevé por la salida de atrás, adormilada, hasta el aparcamiento, donde había estacionado mi coche, provisto del distintivo de los médicos. Ningún problema.

»Después te esperé a ti en los servicios. Como tardabas en aparecer, volví a la sala principal. Al verte dormido, estuve a punto de echarme a reír. Regresé a mi escondrijo. Después de haberte puesto una inyección, volví al coche lo más discretamente posible, sujetándote por debajo de los brazos. Y eso es todo.

A Marc le costaba cada vez más reprimir los temblores. Cada sacudida, cada convulsión le producía un vivo dolor al tirar de su piel pegada al metal. Tenía que respirar más fuerte, más hondo, para obtener su dosis de oxígeno. También sentía el dolor profundo, y al mismo tiempo irreal, de sus heridas internas. Imaginaba su sangre bullendo bajo la piel, liberada de las venas cortadas, a punto para manar cuando la llama reabriera las heridas.

– Pero la verdadera pregunta es: ¿cómo es posible que estemos aquí? -continuaba Reverdi-. Y ante todo: ¿dónde estamos? Todo lo que puedo deciros es que se trata de una instalación industrial de alto riesgo. En los alrededores de París, cerca de un río. Un río muy importante. Tú lo sabes, Marc, y quizá se lo hayas dicho a Jadiya: allí donde hay agua, soy invencible.

»Entrar aquí era más difícil que entrar en una comisaría, créeme. Pero no imposible. Me han bastado unos papeles falsificados y un vocabulario apropiado para convencer a los vigilantes de que se estaba realizando una simulación de alarma. Una vez dentro, las inyecciones han vuelto a serme útiles. Dentro de unas horas, se despertarán con la boca pastosa y dolor de cabeza. Exactamente igual que vosotros ahora. Pero en vuestro caso eso ya no tiene importancia.

Reverdi accionó otra vez el mando a distancia. El silbido sonó más fuerte.

– Quince por ciento. No tardaréis en sentir náuseas.

Marc notó un hueco en el pecho debido a la falta de aire. Al mismo tiempo, sintió una pesadez en el vientre, una arcada.

El asesino se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y colocó delante de él el frasco de la miel, el pincel y la lámpara de aceite. Suspiró con lasitud, como si tuviera que abordar cuestiones penosas:

– He leído tu libro, Marc. Aunque debería decir «mi» libro.

Cogió una cartera metida dentro de un alvéolo. Sangre negra se materializó entre sus manos. Hojeó la novela distraídamente, pasando el filo del cuchillo sobre las páginas.

– En el fondo, lo has hecho bastante bien. Aunque, todo hay que decirlo, poseías información de primera mano. Pero hay unas cuantas verdades que quisiera aclarar. Es demasiado tarde para efectuar correcciones en el texto, claro. -Le apuntó con el cuchillo-. Simplemente vamos a hacer esas modificaciones en vuestra cabeza. Antes de sufrir el sacrificio, debéis ser absolutamente puros. Estar limpios de toda mentira.

Marc lanzó una mirada hacia Jadiya: sus ojos, blancos y negros, estaban inyectados en sangre. Placas rojizas salpicaban sus cabellos. Debatiéndose, había tirado de sus cabellos hasta el punto de arrancarse trozos de cuero cabelludo.

Reverdi se echó hacia atrás apoyándose en las manos, sin apartar los ojos de sus víctimas.

– Todo empezó con mi madre -dijo en un tono de narrador-. Pero no de la forma que tú has imaginado. -Rió para sí mismo-. Cuando era una leyenda en el mundo de la apnea, un periodista escribió que el mar estaba en mí. Quería decir que estaba habitado, invadido por el mar. Algo de razón tenía, pero solo algo. -Echó la cabeza hacia atrás y se puso a observar las elipses de arriba-. Lo que siempre ha estado en mí no es el mar, sino la madre.

84

– Tú, Marc, conoces mi historia. Al menos, crees conocerla: huérfano de padre, que crece junto a su madre en una sucesión de viviendas baratas. A partir de ahí, has fantaseado mucho. Esa figura del padre ausente que obsesiona al niño, el futuro asesino, esa especie de fantasma amenazador que separa al hijo de su madre. Puedo citarte, ¿no?

Abrió la novela por una página que tenía una esquina doblada y leyó en voz alta:

Claude no podía oír llamar a la puerta sin imaginar que su padre regresaba. No podía dormirse sin que una sombra ancha y negra se inclinara sobre su cama. No podía escuchar a sus compañeros de colegio mencionar a sus padres sin que lo recorriera un estremecimiento. Una carencia, un llamamiento, una herida se abría entonces en él, y secretamente hacía responsable de ello a su madre. ¿Acaso no había dejado que se fuera?

Dejó el libro.

– No está mal, Marc, no está mal… Pero mi situación era más simple. Y mucho más banal. Llevábamos una vida normal y corriente. Incluso bastante equilibrada. En cualquier caso, desde ese punto de vista. No se hablaba nunca de mi padre. Éramos dos y ya está. Y, contrariamente al personaje de tu libro, mi madre no era una fanática religiosa, una chiflada de la caridad, dura consigo misma y con los demás…

Se incorporó, pero siguió sentado con las piernas cruzadas.

– No. Para resumir, yo diría que mi madre solo tenía un problema: le gustaba demasiado el sexo.

Acercó el mango del cuchillo a su entrepierna mirando a Jadiya, que bajó los ojos.

– Necesitaba esto entre las piernas, ¿comprendes? Un rabo bien duro que le restregara las carnes, que la penetrara hasta la garganta.

Cerró los ojos, sopesando esa idea.

– Sí, mi madre, la queridísima y santa asistenta social, era una ninfómana. Estaba totalmente enganchada al sexo. Y su oficio, esa supuesta vocación, no era sino un modo de echar el anzuelo a parados, tipos desocupados, un montón de sementales fáciles de atraer…

Marc ya no estaba seguro de sus percepciones, pero le parecía que otro ruido se mezclaba con el del escape de CO2. Un ruido más agudo… No cabía duda, a Reverdi le rechinaban los dientes. Al evocar a su madre, el odio tensaba sus mandíbulas.

– La llamada del pene -proseguía-, eso es lo que la animaba todos los días cuando recorría los barrios humildes.

Se volvió de nuevo hacia Jadiya, que le devolvía una mirada estupefacta. Las grapas clavadas en la carne le embadurnaban los labios de un rojo terrorífico.

– ¿A ti también te gusta eso? -Se volvió hacia Marc-. ¿Se abre en dos cuando la ensartas? ¿Pensáis en mí cuando os revolcáis? ¿Pensáis en el pequeño Jacques, que no comprendió nunca a su mamá?

De pronto bajó la voz.

– No había que fiarse de su belleza melancólica y sus vestidos con cuello cerrado. Su agujero era un sumidero, una cloaca que se abría a todos, hasta las vísceras…

Se levantó, como para serenarse. Se puso a caminar; el oxígeno continuaba saliendo sin que pareciera afectarle. Se encogió de hombros.

– Pero, después de todo, ¿por qué no? Esos asuntos no son de la incumbencia de los niños. Además, cuando esos hombres iban a verla, la mayoría de las veces yo ya estaba durmiendo. Pero era una perversa. Necesitaba integrarme de una u otra forma en sus placeres. Cuando le pregunté quién iba a verla por la noche, me dijo en un tono confidencial: «Tu papá». Después se echó a reír. Yo debía de tener seis o siete años. Esa brusca aparición de mi padre, cuando nadie me había hablado nunca de él, me perturbó. Desde entonces solo tuve una idea: verlo.

»Por la noche permanecía al acecho en mi habitación, intentando captar detalles, oír su voz, percibir su olor. Pero no me atrevía a abrir la puerta. Lo único que llegaba hasta mí eran ruidos amortiguados, gemidos. Saqué mis propias conclusiones. Mi padre iba por la noche a hacer daño a mamá. Imaginaba a una especie de demonio con los miembros duros y las uñas afiladas que la hería, la arañaba, la desollaba. Empecé a detestarlo con todas mis fuerzas.

»Pero al mismo tiempo mi fascinación no disminuía. Solo pensaba en él. Me torturaba la mente imaginándolo. Por la noche, pegaba la cara a la ranura de la puerta para verlo. Por la mañana, buscaba sus huellas en el salón y en la habitación de mi madre, entre los olores viciados de sexo. Buscaba debajo de la cama, entre las sábanas, bajo la alfombra. Encontraba objetos que le pertenecían. Un encendedor. Cigarrillos. Un folleto de las quinielas… Guardaba todo eso en una caja. La caja de los tesoros.

»Un día, me armé de valor y le pregunté a mamá por qué papá le hacía daño. ¿Es que era malo? Al principio, no comprendió; después volvió a echarse a reír, con su voz grave, y adoptó aires de suficiencia. Todavía veo su rostro alargado, con aquellos labios demasiado gruesos. Sonriendo, me dijo que sí, que era muy malo. Por eso no debía verlo jamás… A partir de ese momento me hizo esperarlo despierto; y cuando llamaba a la puerta, me susurraba en un tono de pánico fingido: "¡Escóndete, deprisa, viene papá!". Yo me iba corriendo a mi habitación, aterrorizado. Me acurrucaba detrás de la puerta, acechando el menor ruido, la menor señal, imaginando las peores torturas. Y temiendo que me encontrara…

»Pero no podía más: tenía que verlo. Agujereé la puerta de mi cuarto. A través de una hendidura erizada de astillas, por fin lo vi. Un hombre alto y robusto, muy moreno, muy peludo. Enseguida me gustó. Parecía un oso.

»Pero esa noche vi por primera vez lo que no debía ver. Miembros entrelazados, frotamiento de carnes, colores violáceos. A mamá con algo en la boca. Unas nalgas oscuras. Un "pajarito" de chica que parecía una herida irritada. Todo acompañado de esos gritos de animal, esos ronquidos, esos ahogos… Aunque no podía definirlo, lo que estaba contemplando era una violación, la violación de la especie humana, de todo lo que yo creía saber sobre los "mayores".

»Estaba enfermo. No quería seguir soportando aquello. Sin embargo, todas las noches estaba apostado tras la puerta. Quería volver a ver a mi papá. Fue entonces cuando empecé a perder todo punto de referencia. Porque cada vez era distinto. Unas veces era bajo, escuchimizado, de piel muy blanca. Otras era gordo, calvo, de piel cobriza. Una noche fue un negro colosal, lustroso, de movimientos lentos. Me volvía loco. Me decía: "Si mi papá tiene varias caras, entonces yo también soy varios diferentes". Me volvía cambiante, líquido, inestable. Por la mañana, cuando me lavaba los dientes, tenía la impresión de que mi rostro se desmenuzaba bajo el cepillo. Perdía toda identidad. Me dividía…

Reverdi no paraba de caminar arriba y abajo por la sala de acero. Hablaba con la cabeza baja. Como encorvado bajo el peso de los recuerdos. Su larga silueta negra, atravesada por destellos azulados, daba una forma animal a su dolor. Una corriente oscura, poderosa, familiar de los abismos.

– Un día -prosiguió-, mi madre me sorprendió detrás de la puerta. Todavía oigo su exclamación sofocada. Aquel flagrante delito le dio otra idea. Si eso me interesaba tanto, me quedaría con ellos. En el dormitorio. Escondido en el armario. Una especie de baúl vertical de rota, como los que se llevaban en aquella época, situado enfrente de la cama.

»A partir de ese día, el ritual se repitió. Todas las noches sonaba el timbre y, antes de empujarme hacia el interior del armario, entre los vestidos colgados, me susurraba: "Escóndete, deprisa, viene papá". ¿Cuántas veces oí esa frase? Se quedó impresa en mí, en el fondo de mi cerebro reptiliano, donde residen los instintos primitivos. El hambre. El odio. El deseo.

La voz de Reverdi dejó de sonar. Él permaneció inmóvil, ausente, aspirado por su propia memoria.

Marc notaba la garganta cada vez más irritada. El dolor de cabeza aumentaba de intensidad, con la fuerza de una tenaza industrial.

De una manera absurda, pensó en la psiquiatra de Malaisia. La mujer con velo había acertado. La esquizofrenia de Reverdi; su pérdida de identidad; los múltiples rostros de su padre. Pero lo que ella imaginaba como fantasmas era una realidad.

El apneísta volvió a emplear un tono de conversación ligera.

– ¿Por qué hacía eso mi madre? Podríamos responder: porque estaba loca. Pero sería una explicación demasiado simplista. Había algo más. Algo que todos compartimos. Al hacerme adulto, yo también me sentí atraído por esos extremos, esos contrarios que rompen barreras y liberan el placer. Esas desviaciones que, no se sabe por qué arte de magia, incrementan el goce. Hoy sé que mi presencia en el armario aportaba una disonancia a su intimidad, una fisura que reforzaba su satisfacción. Mi proximidad agravaba su desnudez, su exposición, su vulnerabilidad: todo lo que constituía la base de su deleite de mujer crucificada por el hombre.

Su voz se quebró. Reverdi se cogió la cabeza con las dos manos, como si sufriera una neuralgia insoportable. Durante varios segundos, sus dientes siguieron rechinando. Luego se irguió, con el semblante relajado.

– Para mí, esos momentos pasados en el armario fueron…, ¿cómo lo diría?…, muy formativos. Miles de veces quise salir para salvar a mi madre, porque todavía Creía que sufría, pero el temor me paralizaba. Tenía miedo de él. Y sobre todo de ella, Conocía sus arrebatos, su sadismo latente, que era ejercido discretamente contra mí: la comida demasiado salada, los baños helados, los despertares bruscos… Mi madre siempre afirmó que me quería, pero todo cuanto decía era mentira. Ella era la encarnación de la mentira. Como todas las mujeres.

Reverdi se plantó frente a Marc y lo miró directamente a los ojos.

– Sé que te gustan los detalles. Podría hablarte durante horas de aquel armario trenzado que se convirtió en mi segunda piel. Mi caja de Pandora. Podría contarte cómo me estremecía en la oscuridad, presa de calambres, cómo intentaba, a mi pesar, mirar a través del entramado de rota. Cómo, cuando veía el nuevo rostro de mi padre, sus rasgos se filtraban bajo mi piel y presionaban mis huesos. A veces, el hombre se incorporaba en la cama y preguntaba: «¿No has oído un ruido?». Se levantaba, se acercaba hasta rozar el armario. Yo retrocedía hasta el fondo de mi escondrijo, dejaba de respirar. Él se acercaba tanto que percibía su aliento cargado de cerveza o de cannabis. Detrás de él, oía a mi madre decir, riendo: «Déjalo, será un ratón». Luego repetía más fuerte, para que yo lo oyera: «¡Un sucio ratoncito vicioso!».Y se echaba a reír mientras el hombre volvía con ella.

Reverdi imitaba todas las voces: la del hombre, la de la mujer, la respiración entrecortada del niño. El espectáculo de ese atleta de pureza olímpica convirtiéndose alternativamente en diferentes personajes era aterrador. Una vez más, la doctora Norman había acertado: Jacques Reverdi no poseía una sola personalidad. Varios seres distintos cohabitaban en él, se articulaban sin formar nunca un conjunto coherente.

Marc se arqueó. La migraña se volvía insoportable. Manchas negras danzaban en la estancia circular. No estaba seguro de si viviría hasta el final de la historia.

El apneísta, como si hubiera querido empalmar con los pensamientos de Marc, prosiguió:

– Pero, sobre todo, me faltaba oxígeno. Dentro de mi escondrijo escaseaba el aire. Me costaba respirar. Me entraba pánico. Me moría. Entonces, no sé cómo, encontré la solución.

De repente, una amplia sonrisa, radiante, orgullosa, suavizó sus facciones.

– El arma de la lucha, que iba a hacerme invencible. La apnea. Todas mis biografías cuentan que descubrí esa disciplina en Marsella, después de la muerte de mi madre. Yo mismo difundí esa leyenda. Pero es falsa. Descubrí la apnea en las afueras de París. En el fondo de un armario.

»No sé cómo, un día, en vez de buscar desesperadamente el oxígeno a través del entramado de rota, contuve la respiración. Y entonces se produjo el milagro. De pronto me sentí dotado de una fuerza extraordinaria. Los suspiros de mi madre se alejaron, la amenaza de mi padre, sus múltiples rostros, todo retrocedió… La apnea alzaba entre mí y el mundo exterior un muro, una pared absolutamente estanca. Todo se rompía contra mi caparazón. Me había vuelto impenetrable.

»Empecé a entrenarme todas las noches en mi escondrijo. Ya no oía sus gritos, sus gemidos, sus insultos. Me concentraba para mejorar mi tiempo. Un detalle simbólico: me cronometraba con el reloj que se había dejado uno de mis "padres". Cada noche lo hacía mejor. Cada noche era más fuerte. El armario ya no me daba miedo; yo mismo era un recipiente hermético, inviolable, que protegía mi identidad contra los demás.

»Gracias a esa disciplina, conseguí hacerme mayor. Controlé mis pesadillas, así como también mis pulsiones, cada vez más sombrías. Mi pubertad no fue el despertar del amor, sino el de la muerte. Evidentemente, mis deseos de matar se centraban en mi madre. Unas voces me hablaban, me susurraban que la matara. Pero en el momento culminante, cuando estaba a punto de pasar a la acción, la apnea siempre me salvaba.

»Al mismo tiempo, la situación en casa iba cambiando. Mi madre se desinteresaba de mí. Me había hecho demasiado mayor para participar en sus jueguecitos viciosos. Empezaba a salirme barba. Me estaba cambiando la voz. A los doce años medía más de un metro setenta y cinco. Ya no era un crío. Al contrario, la relación de fuerzas se estaba invirtiendo. Era impensable seguir avasallándome, torturándome. Por lo demás, ella también se había transformado. Su belleza se había marchitado. Se maquillaba exageradamente. Bebía. Y cuando llamaba a las puertas de los desocupados, con la cara pintarrajeada, sus encantos ya no surtían efecto. Volvía a casa con las manos vacías, desesperada, borracha perdida.

»A los trece años, empecé a ocuparme de ella. A cuidarla, a alimentarla, a acostarla. La mantenía con vida, igual que un criador engorda a una oca, con vistas a un festín de odio. Esperaba que estuviese a punto. Para sacrificarla. Pero tuvo suerte. Lejos del armario, lejos de las torturas, lejos de las sesiones de sexo, mi cólera se calmó poco a poco. Incluso acabé por compadecer a aquella ruina, a aquel desecho humano que se arrastraba por casa. Sobre todo cuando identifiqué la enfermedad que seguía destruyéndola, el cáncer incurable que la corroía. El sexo. Mi madre, insaciable, seguía estando igual de salida que siempre.

»Yo tenía catorce años. Asistía más o menos regularmente a las clases del instituto. Lo suficiente para que los profesores se fijaran en mis aptitudes intelectuales. Conocían mi situación familiar. Hablaron de separarnos, a mi madre y a mí. Hablaron de un internado para mí y de un establecimiento especializado para ella. Tal vez hubiera sido la solución. Alejándome de casa, habría podido superar mis pesadillas, mis pulsiones, convertirme en un ser normal. Tal vez. Pero, como de costumbre, ella lo estropeó todo.

»Empezó a ser conmigo sospechosamente dulce, mimosa. El instinto me hizo presentir un peligro. No me equivocaba: esa chiflada contaba conmigo para que la satisficiera. Físicamente. Cuando se aventuró a hacer la primera aproximación, cuando puso la mano sobre mi sexo, firmó su sentencia de muerte. Mi odio se desencadenó de nuevo. Inmediatamente supe lo que iba a hacer. Mientras le cogía la mano y la apartaba como si fuese una vieja pata de gallina, planeaba su ejecución.

Jacques Reverdi sonrió.

Marc lo observaba, fascinado; pese a la certeza de que iba a morir, pese a que respirar era un puro sufrimiento, sentía compasión por su adversario. A través de ese gigante con traje de buzo negro, de ese predador demente, veía a un niño traumatizado, aterrorizado en el fondo de un armario de rota.

– Me puse a trabajar. Recuperé el proyecto que había elaborado para ella dos años antes. Aquello me exigió varias semanas: material, preparativos, pruebas. Una noche, después de una buena tajada, mi madre se despertó en su cama. Se percató de que no podía moverse: estaba atada a los largueros. Levantó la cabeza y me vio sentado en el suelo. Yo la contemplaba, en paz conmigo mismo. Ella se puso a reír, luego a gritar, luego las dos cosas a la vez, vomitando sobre su vestido arrugado. Al principio no le extrañó que le doliera la cabeza; estaba acostumbrada a las resacas. Pero cuando empezó a toser, a aspirar el aire a pequeñas bocanadas, comprendió que algo no iba bien. Su hijo no estaba gastándole una simple broma.

»Durante dos semanas, había tapado cuidadosamente todos los orificios de su habitación. Las rejillas de ventilación, las rendijas de la puerta, las ranuras de la ventana. Había rellenado todos esos orificios con fibra de rota. En recuerdo del armario. Quería que mi madre saboreara las sensaciones que me había impuesto años atrás. La asfixia. El terror. La oscuridad. Mientras ella lloraba en la cama, yo permanecía inmóvil; dejaba que la noche llenara la habitación. Llenara su boca, su cerebro.

»El suplicio no había hecho más que empezar. Según mis cálculos, la asfixia no debía producirse hasta cuarenta y ocho horas más tarde. Pero su pecho cavernoso adelantó la llamada: al día siguiente por la noche, hacia las once, empezó a ahogarse. Yo no me movía, sombra en la sombra. Quizá no se dio cuenta, pero entonces yo utilizaba una botella de oxígeno para respirar mientras ella moría jadeando.

»Pasaron varias horas. La vi convulsionarse, llamar, abrir la boca de par en par y envenenarse con el gas carbónico que saturaba la habitación. Cuanto más se agitaba, más aceleraba el proceso de la muerte. Intenté avisarle, pero no me escuchaba. Lloraba, vomitaba, me suplicaba con su mirada de vieja perra lúbrica. Tuvo algunas convulsiones más y después se desplomó como una muñeca desarticulada.

»Yo me encontraba en un estado de euforia indescriptible. Partículas doradas danzaban ante mis ojos. El corazón me latía con una lentitud de resaca nocturna. Me quité el descompresor y me puse en apnea. Quería verla escupir el último suspiro. Chupar aquellas últimas parcelas de oxígeno que ella me había robado durante mi infancia. Sus ojos se volvieron hacia mí… y me pregunté por qué había esperado tanto tiempo para ejecutar mi sentencia.

»Mi plan incluía un segundo acto. Tenía que maquillar la ejecución para que pareciese un suicidio. Había pensado abrirle las venas, antes de que muriera, en los lugares donde las ataduras la hubieran herido. Todavía en apnea, retiré las cuerdas y cogí el cuchillo que había preparado, el más afilado, el que ella utilizaba para el ajo y las cebollas. Con aplicación, corté las muñecas por la red venosa.

»Entonces ocurrió el prodigio.

»En aquella habitación que ya no contenía oxígeno, la sangre que manó era negra.

»Absolutamente negra.

»Al principio retrocedí, asustado; después entré en éxtasis. Admiré aquel cuerpo que segregaba semejante néctar. Jamás había contemplado un espectáculo tan bello. Un cuadro tan puro, tan auténtico. Era una simple cianosis, resultado de la anoxia, pero para mí era el mal que escapaba del cuerpo de mi madre. El mal era ese alquitrán oscuro. La verdad de esa mujer…, el vicio y la mentira…, era esa sangre negra.

»Me puse en pie, con lágrimas en los ojos, y me di cuenta de que había tenido un orgasmo. Había tenido un orgasmo por primera vez. En la pureza de la apnea. A partir de entonces, para mí ya no habría otra vía. En ese instante, lo sé, apareció una marca en mi nuca. En la parte de atrás de mi cabeza, una línea de cabellos cayó y no volvió a crecer. Ese trazo era la marca de mi nuevo destino.

La mente de Marc funcionaba al ralenti. Su cerebro no estaba suficientemente oxigenado. Reverdi se acercó a él. Su voz continuaba sonando igual de clara.

– En tu libro no has ido suficientemente lejos. No has querido, o no has podido, seguirme hasta determinado punto. Allí donde las motivaciones son cristalinas. Sin embargo, pensaba que le había dado muchos indicios a Élisabeth…

Marc lanzó una mirada hacia Jadiya. La joven aspiraba el aire como un pez fuera del agua, emitiendo un silbido atroz. Estaba rabioso por su impotencia. Él mismo se hallaba al borde del síncope. Entre dos accesos de tos, murmuró, casi sin voz:

– ¿A cu… a cuántas has matado?

– Todos los años desaparecen miles de personas en el Sudeste Asiático -dijo Reverdi, sonriendo-. Yo he tomado mi parte de esa cifra. Para mí, la Sangre Negra no es un fenómeno físico, ni un accidente. Y todavía menos un libro chapucero. Es una búsqueda perpetua, Marc. En esas aguas profundas es donde sumerjo mi ser. Mi apnea real, mi reto de los cien metros siempre ha sido esa inmersión…

La estancia circular solo debía de contener ya unas parcelas de aire respirable. La llama azulada de la lámpara de aceite seguía resistiendo. El asesino echó un vistazo al contador.

– Diez por ciento. El tiempo apremia. -Se volvió hacia Jadiya-. ¿Practicas el islam, preciosa?

Ella no reaccionó. Se había desvanecido. Quizá había muerto. Reverdi continuó como si pudiera oírlo:

– ¿No? ¿No conoces este pasaje del Corán?

Está escrito que el Profeta, antes de su Misión, cayó al suelo profundamente dormido. Y dos hombres blancos descendieron a derecha e izquierda de su cuerpo y permanecieron allí. Y el hombre blanco de la izquierda le rajó el pecho con un cuchillo de oro, y sacó de él el corazón, cuya sangre negra extrajo. Y el hombre blanco de la derecha le rajó el vientre con un cuchillo de oro, y sacó de él las vísceras, y las purificó. Y volvieron a poner las entrañas en su sitio, y desde entonces el Profeta fue puro para anunciar la fe…

Reverdi cogió el descompresor unido a la botella de aire comprimido. Por primera vez, habló con ira:

– Dame las gracias, Marc. Por ti y por ella. Después de todas vuestras mentiras, vuestras profanaciones, voy a purificaros, a lavaros, igual que los hombres blancos del Corán…

Marc ya no tenía fuerzas para levantar la cabeza; eclipses, manchas oscuras obstruían su conciencia. Su cerebro producía una sola idea: ganar tiempo. Unos segundos. E intentar hacer algo, cualquier cosa, para salvar a Jadiya.

El asesino estaba acercándose el respirador a la boca cuando Marc susurró en un jadeo:

– Espera.

85

Su voz no era más que un frotamiento.

– Los bambúes… ¿por qué? ¿Por qué te dan las hojas la señal de matar?

Reverdi se quedó inmóvil y sonrió.

– Por los vestidos.

– ¿Por los vestidos?

Rozó su rostro con los dedos, de arriba abajo.

– Los vestidos de Laura Ashley que llevaba mi madre… Cuando estaba dentro del armario, cuando me moría de terror, cuando me ahogaba, colgaban de las perchas y me acariciaban la cara. Esos roces quedaron asociados para siempre a mi sufrimiento. Cada vez que las hojas de bambú me acarician la cara, estoy de nuevo dentro del armario. Siento los vestidos sobre mi piel. Oigo a mi madre y sus suspiros de placer. Y vuelvo a tener sed de sangre negra.

Reverdi mordió el descompresor. Luego se sentó tranquilamente sobre los talones, al estilo asiático, con la mirada clavada en los ojos de Marc.

Era el final.

Sin duda Jadiya ya estaba muerta. Y a él no le quedaban más que unos segundos. Oía la respiración artificial de Reverdi mientras él se asfixiaba, consciente de que estaba envenenándose inhalando gas carbónico.

Reverdi observaba atentamente cada una de sus inspiraciones. Ya no necesitaba el analizador de aire. Le bastaba mirar el rostro de Marc. Cuando sus facciones quedaran paralizadas, entonces el apneísta se quitaría la máscara, contendría la respiración y acercaría la llamita a la carne suturada a fin de hacer manar la sangre negra.

La sangre.

Al borde de la nada, Marc tuvo una idea.

Era imposible hacer nada, salvo desbaratar el ritual de Reverdi.

Sabotear su sacrificio.

Haciendo un esfuerzo desesperado, hinchó los pulmones y tensó los músculos. Simplemente ese esfuerzo estuvo a punto de mandarlo al otro mundo. Al segundo siguiente, se relajó, lo que provocó una conmoción en todo su torso. No obtuvo ningún resultado, excepto un agujero negro en el fondo de su conciencia provocado por el aflujo de gas carbónico.

Inmediatamente repitió la operación, abombando el pecho, haciendo sobresalir los músculos. Se ahogaba, se moría…, pero antes de eso, y antes de que la cámara fuese totalmente pura, sangraría. Ganaría por la mano al fenómeno de la cianosis.

Su maniobra dio resultado: la tensión extrema de su piel abrió las heridas pegadas con miel. Una vez más, relajó los pectorales; los bordes de las heridas se reblandecieron y la hemoglobina comenzó a brotar.

Reverdi se arrancó el descompresor al tiempo que dirigía una mirada al analizador de aire. Su voz estaba deformada por la falta de oxígeno.

– ¡No! ¡Todavía no!

Marc proseguía con su ejercicio gimnástico: tensión, reposo, tensión, reposo… Su carne se abría, la sangre tibia corría sobre su piel. Consiguió bajar los ojos. Su sangre era oscura, pero roja. Había profanado la ceremonia.

– ¡Todavía no!

Reverdi se abalanzó hacia él empuñando el cuchillo. Marc sonrió. ¿Qué podía hacer? ¿Matarlo? La silla se tambaleó. Los dos hombres se estrellaron contra el suelo. El rostro del asesino quedó salpicado de sangre. Al caer, este había presionado las heridas de Marc. La hemoglobina brotaba a chorros, expulsada por la masa de Reverdi, que se agitaba y decía con voz trémula:

– Todavía no…, todavía no…

Intentaba taponar las heridas con las manos. Pero el líquido escapaba obstinadamente a través de sus dedos apretados.

Marc cerró los ojos. Ondas calientes se deslizaban sobre sus clavículas, sus costillas, sus muslos. Su cuerpo se abandonaba con languidez, envuelto en un olor a miel y metal mezclados. Un lecho tibio se extendía bajo él y le ofrecía una sepultura viscosa. Tenía la impresión de hundirse, a la vez en el suelo y en sí mismo. Al mismo tiempo experimentaba una sensación de despegue, de liberación, casi despreocupada.

Abrió los ojos. Reverdi, todavía arqueado sobre su torso, gritaba. Pero Marc ya no oía su voz. Ya no notaba su peso. Le parecía que el asesino le decía adiós, mientras que los gigantescos alvéolos de la estancia danzaban mirándolo partir.

En una última convulsión, percibió un ruido sordo en la esfera.

Volvió la cabeza.

Unas siluetas blancas lo deslumbraron.

En la sala estaban entrando unos hombres. Vestidos con monos, guantes y mascarillas respiratorias de una blancura resplandeciente. Una especie de cazadores alpinos, armados con fusiles ametralladores.

Marc sabía que era demasiado tarde.

Había entrado en la muerte.

Pero vio a Jacques Reverdi agarrándose a él mientras los hombres enmascarados lo asían por los brazos. Notó sus dedos aferrándose a su carne pegajosa. Vio que sus labios se abrían, articulaban súplicas mudas. Pensó en los gritos desgarradores de un padre al que le arrebatan a su hijo.

Fue la última imagen que se llevó.

86

Una habitación blanca.

Pero es a la vez una habitación y su cráneo.

Una luz blanca.

Pero es a la vez una luz y la carne de sus párpados.

Flashes. Cometas. Estelas de fósforo atravesando su conciencia. Explosiones cegadoras desgarrando sus tinieblas. La joven grita. Cada grito hace elevarse otro grito. El doble del primero. Un grito dentro del grito. El de su piel, que tira. El de sus labios, que arden. El de su garganta, que estalla.

El sueño vuelve a empezar. Unas pinzas de acero abren su cráneo. Unas manos enguantadas penetran en su interior y dejan desnudo su cerebro. Sus ojos parpadean. Inexplicablemente, ese movimiento provoca una visión aérea de la operación. Ella ve las manos transportando su cerebro. Le parece pardo, violáceo, impregnado de sudor.

Los médicos depositan el órgano en un recipiente de acero. Ella piensa en un huevo de carne negra, palpitante. Entonces comprende. Acecha un peligro. Jadiya quiere gritar, avisar a los cirujanos: ¡esa entidad es un pulpo! Su cerebro es una criatura que va a saltarles a la cara. Quiere gritar, pero se da cuenta de que es imposible: las garras siguen estando ahí, sujetando sus labios.

– ¿Jadiya?

Un rostro inclinado sobre ella.

Un hombrecillo gris, que flota entre dos aguas.

Es calvo; ella ya lo ha visto en alguna parte. Se ha inspirado en él para su sueño. Ahora ve su frente de cerca: grisácea y picada de viruelas. Una piedra pómez.

– ¿Marc? -murmura.

Inmediatamente, el dolor le devora los labios. El hombre sonríe. Jadiya ha pronunciado algo parecido a «Org». Un ruido ronco.

– Es por los puntos. No hable.

Ella cierra los ojos. Un recuerdo acude a su mente. Los trozos de hierro en su carne. La hiedra de acero estrechando sus labios. Reverdi y los alvéolos gigantes…

Abre de nuevo los ojos, hace otro intento:

– ¿Morg?

– Está en reanimación. Los médicos de urgencias han hecho milagros.

Jadiya cierra los ojos. «Morg…» Tiene sed de oscuridad. Sed de paz. Pero su boca sigue ardiendo. Alambre de espinos alrededor de cada sílaba.

De pronto toma conciencia de que está desfigurada.

Se desmaya.

Pasan días, noches.

Las pesadillas y los delirios se suceden. Los ladrones de cerebros. «¡Es un pulpo!» Reverdi con traje de buzo y un cuchillo en las manos. La fiebre se abate sobre ella como una capa ardiente que la impregna y la consume. Arde, suda, se deshace en vapores bajo las sábanas.

Y el dolor.

El dolor la golpea a través de todo el cuerpo, a la manera de una criatura viva, despertando en diferentes puntos según las horas del día y de la noche. Una criatura irascible, indomable, prisionera de su carne, que quiere salir por sus heridas apenas cerradas.

Para explotar en su garganta.

Mordedura atroz, mandíbula invisible que le arranca los labios.

Nueva «crisis» de conciencia.

Mejor controlada.

Su habitación de hospital es blanca, está casi vacía. Las paredes, blanco sucio; la estructura de la cama, blanco plateado; la ventana de cortinas venecianas, blanco a rayas.

El hombre de piedra pómez permanece delante de ella. Su sonrisa es más cercana, menos irónica. Su presencia produce la misma sensación que el olor a medicamentos. Consuelo mezclado con tristeza, con inquietud.

– Dentro de unos días le quitaremos los puntos.

Jadiya no puede contestar, ni siquiera reaccionar. Está desfigurada, lo sabe. El médico le coge suavemente la mano.

– No se preocupe, está espléndida. Probablemente no le quedará ninguna cicatriz. -Hace como si mirara detrás de él, por encima del hombro-. El médico que la ha operado es el mejor. Uno de los cirujanos plásticos más brillantes de La Salpêtrière. Ha hecho una obra maestra.

Ella continúa observándolo. Cada parpadeo es una pregunta muda. El hombre prosigue:

– Yo me he ocupado de reanimarla. De curarle las heridas. Eran numerosas, pero superficiales. Sus venas están cicatrizando muy deprisa. Estaban también las quemaduras provocadas por la cola, pero ninguna era profunda tampoco. -Le presiona ligeramente la mano-. Está en vías de curación. No la engaño.

Jadiya se aventura a pronunciar:

– ¿Marc?

Mejor. La quemadura es más tenue.

– Sigue en coma. Pero despertará. Tenemos su historial médico. Ya le ha pasado esto dos veces. No hay ninguna razón para pensar que no va a volver en sí, como sucedió las veces anteriores.

– ¿Sus… heridas?

– Hemorragia; el interior hecho papilla. Pero le han cosido todas las venas. Un trabajo de chinos. Ahora ya están cicatrizando.

Jadiya cierra los ojos. Sigue sintiendo dolor, pero un dolor alegre. De pronto busca imágenes reconfortantes: una casa, niños, la armonía con Marc… Las imágenes estallan; eso no funciona. No vivirán nunca juntos, y sobre todo jamás olvidarán la sala de los alvéolos.

– ¿Re… verdi?

El médico hace una mueca confusa.

– Muerto.

– ¿Cómo?

Se encoge de hombros mientras coge el gráfico colgado a los pies de la cama.

– No conozco los detalles. -Consulta la curva de la temperatura-. La policía vendrá a verla y se lo explicará.

Jadiya cierra una vez más los ojos. Sus pensamientos se agolpan. Reverdi muerto, Marc vivo: debería sentirse feliz, aliviada. Pero la inquietud gira en el fondo de ella. Un torbellino sombrío que solo espera una corriente, una presión para subir a la superficie.

– No piense demasiado. Descanse.

Se dirige hacia la puerta y en el umbral se vuelve:

– Ah, y el pelo corto le sienta muy bien.

Jadiya levanta las cejas, sin comprender.

– Tenía los cabellos completamente pegados al asiento, en la cámara a presión. Los de urgencias tuvieron que cortárselos allí mismo, después de ponerle la mascarilla de oxígeno. Aquí retocamos el corte. -Se echó a reír-. Es de lo que estamos más orgullosos.

Una mañana -no tiene reloj, pero posee un conocimiento muy seguro de los matices de sombra y de luz en las paredes-, un hombre va a verla.

Cabellos rubios y lisos.

Una sonrisa dorada, como lustrada con cera de abeja.

Se presenta. Es policía. Jadiya no entiende su nombre; todavía tiene breves ausencias. El hombre se acerca. Su rostro es alargado, suave, bronceado. Lleva una trenca y desprende un perfume dulce. Una vez más, piensa en las abejas, en la miel. Se le hace un nudo en la garganta: ve de nuevo el frasco brillante y el pincel…

– Había dos sistemas de seguridad -explica el policía hablando muy lentamente, como si ella estuviera sorda-. Es una instalación de alto riesgo, con normas muy estrictas.

Se sienta en el borde de la cama, con precaución: espalda encorvada, manos juntas, sonrisa clara.

– Reverdi neutralizó el primer sistema: los vigilantes, las alarmas, las redes de bloqueo. Pero prescindió del sistema latente: el control de la atmósfera. Cuando el aire deja de responder a la norma reglamentaria, un montón de protocolos se ponen en marcha automáticamente. Intervino una brigada especial.

Jadiya intenta acordarse del rescate. Solo ve hombres blancos, con mascarillas, y a Marc bañado en su propia sangre.

– Mis colegas piensan que Reverdi ignoraba que existía ese segundo nivel de alerta. Yo estoy convencido de lo contrario. Lo que ocurre es que creía que le daría tiempo de «hacer lo que tenía que hacer». -Esboza una débil sonrisa-. No sé qué les contó, pero, fuera lo que fuera, lo trastornó. No se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Eso fue lo que los salvó.

Ella asiente vagamente. Sobre la mesa con ruedas, repara en un ramo de pequeñas gardenias. Increíble: le ha comprado flores. Un ramo ajado que parece un puño. Mira de nuevo al policía; él asiente a su vez, con una sonrisa. Ese tipo tiene encanto, pero parece un pretendiente eternamente rechazado. Jadiya imagina una vida en forma de orilla gris, para mirar pasar las ocasiones perdidas.

Separa los labios con precaución; ya le han quitado todos los puntos.

– ¿Lo… han… matado?

El policía se levanta. Su perfume se extiende inmediatamente. Su pelo esparce reflejos rubios. Un desayuno con miel. Camina en silencio y se mete las manos en los bolsillos. Jadiya toma aire para pronunciar una frase entera:

– ¿Lo… han… matado… o… no?

– Sí. No cabe ninguna duda. -Hace una pausa-. Pero no tenemos el cuerpo.

Ella cierra los ojos y el pánico se desata. El policía prosigue, como si leyera el miedo en su rostro:

– Espere. En la cámara, Reverdi consiguió escapar. Los monos y las mascarillas impedían a mis compañeros moverse con rapidez. Él salió corriendo, descalzo, en apnea. En los pasillos nadie se atrevió a disparar; era demasiado peligroso.

Jadiya imagina los dédalos circulares, los pasillos de acero, los aparatos. A Reverdi con el traje negro de buzo y los pulmones bloqueados, desapareciendo entre los reflejos cromados.

– En la entrada, los tiradores lo alcanzaron. Recibió como mínimo cinco disparos en el vientre. Le hablo de tiradores de élite. Tipos superentrenados. Se puede confiar en ellos.

– ¿Por qué… no hay cuerpo?

– Pese a las heridas, consiguió salir del terreno vallado por el oeste. La fábrica se encuentra situada en Nogent-sur-Marne, lo sabe, ¿no? Creemos que se metió en el río que bordea la instalación.

Se interrumpe, se acerca a la mesa con ruedas y acaricia distraídamente las flores.

– En cierto sentido, es bastante horrible imaginarlo: ese tipo con traje de buzo atraído por las aguas, como un animal que volviera a su elemento.

Sin darse cuenta, el policía arranca unos pétalos.

– Cayó al agua ya muerto. Eso es indudable. Llevan diez días dragando el río.

Ella cierra los ojos. Él insiste, como si le leyera el pensamiento:

– Está muerto, Jadiya. Seguro.

Añade algo más, pero Jadiya oye la voz de Reverdi, de pie en la cámara: «Allí donde hay agua, soy invencible».

87

A principios del mes de noviembre, Marc se despertó.

Jadiya no guardaba cama desde hacía varios días. Fue a verlo. Estaba instalado en la habitación contigua, pero era la primera vez que la dejaban entrar. Cuando lo vio, sintió miedo. No a causa de los aparatos que lo rodeaban, ni de las pantallas que mostraban el funcionamiento de su organismo, sino a causa de él. De su rostro. Esa frente inclinada, terca, que parecía atormentada aún por las tinieblas, bajo el pelo cortado al cepillo… También lo habían pelado; los dos parecían supervivientes de un campo de concentración.

Se esforzó en sonreír pese a los tirones de los labios. Marc había adelgazado mucho. Los huesos de la cara sobresalían bajo la piel, acentuando las sombras sobre su piel blanca. La cabeza de un muerto. Al mismo tiempo, era una palidez viva, casi fosforescente bajo los cabellos rubios. Le recordó esas lamparitas que se hacen con la piel de una naranja, cuya pulpa blanca arde sin solución de continuidad.

Se acercó. Sobre cada incisión llevaba un apósito. En las sienes, el cuello, las clavículas, los antebrazos. Ella sabía que la serie continuaba bajo la bata, bajo las sábanas. Había tenido las mismas y el médico no había mentido: habían cicatrizado en unos días. Ironía de la situación: según el doctor, la presencia de la miel, incrustada en las heridas, era lo que había favorecido esa rápida reparación.

La primera frase que Marc pronunció fue:

– No lo tienen. No tienen el cuerpo.

Jadiya sonrió de nuevo, con tristeza. Debía de estar obsesionado con eso desde que había abierto los ojos. Reverdi estaba vivo. Reverdi andaba tras ellos. Reverdi iba a destruirlos…

Comprendió que la psicosis de Marc era desesperada: incluso delante del cadáver del asesino, continuaría temiendo lo peor, prestando al criminal poderes sobrenaturales. Marc había despertado del coma, no de su pesadilla.

No lo haría nunca.

No tenía cura.

Jadiya salió del hospital.

Se alejó de Marc, del médico grisáceo, del policía dorado.

De todo lo que podía vincularla al trauma.

Regresó a su apartamento, en la avenida de Ségur. A su despacho. A su tesis. A sus filósofos. Pero nada le era ya familiar. Después de lo que había vivido, las teorías filosóficas le parecían bastante abstractas. Por no decir absurdas.

En cambio, tuvo la sorpresa de ser requerida de nuevo por el mundo de la moda. No la habían olvidado. Varios agentes se habían presentado para tomar el relevo de Vincent. Fotógrafos, agencias y diseñadores habían telefoneado. ¿Ignoraban acaso que estaba desfigurada? En el mundo de la perfección, ¿quién iba a querer a una chica con los labios perforados?

Se equivocaba. Su maquilladora, Marine, fue la primera en explicarle que esas marcas no se verían en las fotos. Era una cuestión de polvos, de luz. Pero, sobre todo, su físico era «actual», y mientras siguiera siéndolo, aunque llevara una pata de palo los fotógrafos se las arreglarían para que el resultado fuera bueno.

Además, había otro hecho inesperado: el pelo corto había incrementado la fuerza y el hechizo de su rostro. Su belleza acerada cortaba ahora cómo un sílex.

Por último, el caso Reverdi se había comentado mucho y le había dado una pincelada de realidad, un toque vampiresco que pocas chicas poseían en ese oficio. Jadiya nunca había sido transparente. En el invierno de 2003 estaba deslumbrante y era la estrella de la temporada.

Aceptó los contratos como un reto.

Reanudó el camino de la luz.

Pese a las decisiones tomadas, no tardó en ir de nuevo a ver a Marc.

Simplemente por solidaridad, pensaba.

Iba todos los días a visitarlo a su habitación soleada. Después de intercambiar las habituales palabras de cortesía, un silencio cómodo se instalaba entre ellos. Blanco, liso, sin estela. Marc se complacía en su mutismo. Jadiya no intentaba romperlo. Sabía que ese bloqueo ocultaba pensamientos inextricables y ella no tenía ganas de conocerlos.

En los pasillos se encontraba a veces con los médicos, que la tranquilizaban: Marc estaba recuperándose. Muy pronto podría salir. También oía lo que no le decían: estaba en observación. A todos les preocupaba su salud mental.

No hablaba, apenas comía, dormía mucho. Parecía refugiarse en el sueño. Si lo asaltaban las mismas pesadillas que a Jadiya, no debía de ser muy reparador. Pero ella intuía que se sumergía deliberadamente en esas visiones. Como si lo atrajeran sus recuerdos más morbosos. Como si intentara -la sola idea le helaba la sangre- comunicarse con Reverdi por la pasarela de los sueños.

En la superficie, sin embargo, Marc manifestaba una angustia constante. Había exigido, a través de su abogado, la presencia de un policía ante la puerta de su habitación. El juez de instrucción no se había hecho de rogar, revelando así lo que todo el mundo temía: Reverdi había sobrevivido al enfrentamiento de Nogent-sur-Marne.

El 12 de noviembre, Jadiya Consiguió ver al psiquiatra encargado oficialmente de seguir la evolución de Marc Dupeyrat. Bajo, enjuto, muy moreno, llevaba una barba cuadrada y acentuaba determinadas sílabas, como los alemanes.

Mientras limpiaba su pipa, sentenció:

– No hay enfermedades mentales. Solo hay conflictos mal gestionados.

Jadiya cruzó las piernas y pensó: «Empezamos bien». En ese momento, el hombre la observó con insistencia. Seguramente acababa de fijarse en sus cicatrices. Seis agujeritos sobre el labio superior y otros seis bajo el inferior, rodeando su boca como un tatuaje hecho con henna.

– En materia de conflictos, creo que Marc ha tenido más de la cuenta -replicó.

– Exacto. -El psiquiatra se levantó como propulsado por un resorte-. Exacto… -Se puso a caminar por el despacho mientras encendía la pipa-. Marc no puede asumir toda esa violencia. Su psique, en lugar de integrarla, la rechaza. -Tachó el aire con la pipa-. En el pasado, ese era el papel de sus comas. Un campo negro. Una cinta borrada. Hoy, esa es la razón por la que duerme tanto; su mente se refugia una vez más en la inconsciencia. Su superyó…

Jadiya interrumpió bruscamente aquella jerga de especialista:

– ¿Qué tiene exactamente?

Él sonrió, como si esa pregunta fuera justo la que esperaba.

– Nada. No hay psicosis. Ni tampoco fallo neurológico. Podría decirse que el problema de Marc es la realidad.

– ¿La realidad?

– Un mal ajuste de su psique frente a los acontecimientos. Unos acontecimientos de una violencia excepcional, desde luego.

– Desde luego.

– Eso es lo que pasa -dijo, abriendo las manos-. Actualmente, el proceso se está invirtiendo. Todo esto ha ido demasiado lejos. La agresión de Reverdi ha roto sus barreras mentales, su sistema de protección. Ya no consigue mantener esa violencia a distancia.

– Concretamente, ¿qué significa eso?

El psiquiatra se apuntó la sien con la pipa.

– La violencia ha entrado en su cerebro. Se extiende por todas partes. Marc ya no puede pensar en otra cosa. Algunos animales ven el infrarrojo, pero no la luz corriente. Marc ya no capta la vida cotidiana. Las sensaciones sencillas. Su mente ya no puede distinguirlas. Está totalmente impregnado, aspirado por Reverdi y su crueldad.

Después de oírlo un rato, lo que decía aquel hombre sonaba más bien a italiano. Jadiya había hecho, años atrás, un trabajo sobre la antipsiquiatría italiana. Los años sesenta. La escuela de Franco Basaglia. La época en que se abrían las puertas de todos los manicomios. Ese tipo no habría desentonado en el cuadro.

– Insisto, no hay enfermedades mentales. Solo hay conflictos…

– Se lo advierto: si intenta internarlo…

– No ha entendido nada. Marc necesita llevar una vida normal y corriente. Es su único remedio posible. Sale mañana.

Cuando Marc llegó a su casa, Jadiya estaba esperándolo.

Con su acuerdo, se había trasladado al estudio. La noche anterior había limpiado, despejado, ordenado. Había descubierto un cuchitril, una especie de salita por debajo del nivel del suelo, donde Marc guardaba sus libros especializados y sus «expedientes». No había resistido la tentación. Se había zambullido en esos archivos. Había tenido la sensación de que penetraba en el cerebro de Marc. Decenios de crímenes, de violaciones, de sangre inocente derramada. Testimonios, biografías, estudios psicológicos: todo estaba cuidadosamente clasificado, registrado, especificado. Una taxonomía de la crueldad.

Pero, sobre todo, había encontrado el expediente Reverdi. Había leído las cartas y los recortes de prensa, había contemplado las fotos. Había visto el alcance de la trampa tendida. Aquello iba mucho más allá del celo periodístico. Marc se había encarnado en su maquinación.

Jadiya había leído con detenimiento las copias de las cartas manuscritas de Élisabeth y se había dicho que sí, que, decididamente, ese tipo era retorcido. Perverso. Estaba chiflado. Sin embargo, una vez más veía circunstancias atenuantes. Había estado hasta el amanecer buscando el expediente de Sophie, pero no había encontrado nada. Ni una foto, ni una línea sobre el asesinato de la «mujer de su vida». A las cinco de la mañana, Jadiya había cerrado la puerta del cuchitril igual que se pasa definitivamente una página.

Cuando Marc cruzó el umbral del loft, todo estaba a punto. Impecable. Él sonrió, le dio las gracias y se preparó un café con una máquina cromada que ella no se había atrevido a tocar. Después se colocó frente a la cristalera que daba al patio pavimentado y se quedó en silencio con la taza en la mano.

Ella intuyó que no diría nada más.

Las reglas estaban establecidas.

Encontraron su ritmo. Una convivencia muda, basada en una compasión mutua. Una convalecencia en la que compartían una vida cotidiana de estudio. Marc se pasaba el día delante del ordenador. No escribía; consultaba internet. Leía los periódicos, los despachos de las agencias de prensa. Así consumía las horas, pendiente del menor detalle, de la menor noticia relacionada con Reverdi.

Las raras veces en que encadenaba más de dos frases seguidas era por teléfono, con su abogado. El hombre de leyes había evitado que abrieran una investigación por «obstrucción a la justicia y ocultación de pruebas», tras varias demandas presentadas por el Ministerio de Justicia de Kuala Lumpur. Malaisia incluso pedía su extradición.

El abogado esperaba ahora alejar toda amenaza en Francia, arguyendo ante el juez de instrucción que Marc Dupeyrat, si había cometido faltas, las había pagado con creces. Por lo que pillaba de esas conversaciones telefónicas, Jadiya había llegado a la conclusión de que las cosas se presentaban bastante bien, pese a su responsabilidad indirecta en los asesinatos de Alain van Hêm y de Vincent Timpani.

En cuanto a ella, había puesto una mesa en la otra punta del estudio con su ordenador. Había instalado otra línea telefónica, reservada a internet, gracias a la cual conseguía fragmentos de libros y citas filosóficas, y mantenía correspondencia con especialistas sobre su tema. La mayor parte del tiempo la dedicaba a escribir su tesis; páginas enteras que no estaba segura de si conservaría, pero que le permitían simplemente pasar el tiempo.

Marc consultaba.

Jadiya escribía.

El ruido de los dos teclados de ordenador sonaba en el estudio.

El tableteo de dos esqueletos en plena danza macabra.

Y los trabajos de búsqueda en el Marne continuaban.

Sin resultado.

Mientras tanto, por encima de sus cabezas, fenómenos atmosféricos, amplios movimientos de masas seguían produciéndose. Movimientos que les concernían directamente, pero que los dejaban indiferentes.

Sangre negra continuaba encabezando las listas de ventas de las librerías, arrastrado por los «recientes acontecimientos». Según Renata Santi, la editora de Marc, iban a superar los trescientos mil ejemplares, «¡un cataclismo!». Marc permanecía aislado: se negaba a conceder entrevistas, a firmar libros, a mantener contacto con nadie.

Jadiya, por su parte, era una de las modelos más solicitadas en esos momentos. Varios diseñadores la habían escogido para sus desfiles, y las propuestas para posar para fotos llovían de todas partes del mundo. Le había encargado a su nuevo agente que aceptara solo las sesiones que fuesen en París. No tenía intención de salir de Francia y abandonar a Marc.

Él: autor de un best-seller, rico, adulado.

Ella: modelo-vedette, princesa étnica de las tendencias venideras.

Dos estrellas, dos perdedores enclaustrados en un estudio del distrito IX.

A la sombra de su trauma, veían el alcance de la mentira que mueve el mundo. El éxito, el triunfo y el confort no saben a nada.

Marc consultaba.

Jadiya escribía.

Y los trabajos de búsqueda en el Marne continuaban.

Sin resultado.

88

Esa noche, a las nueve, Jadiya hizo girar la llave del estudio.

Era sábado. Venía de una sesión fotográfica para una revista japonesa. Exhausta y asombrada de su propio éxito. Ese día, el fotógrafo había incrementado deliberadamente la luz sobre las marcas de los puntos, susurrando, inclinado sobre la cámara: «Espléndidas, las cicatrices. Parecen escarificaciones».

Al oír esas palabras, ella se había puesto a llorar. Esa torpeza le había recordado en el acto a Vincent; era único para decir sandeces así con un aire inspirado. Y sobre todo, era único para conseguir que resultaran soportables. Jadiya no acababa de calibrar el alcance de su ausencia. Cada hora, cada día aumentaba su tristeza.

En el momento de abrir la puerta, estaba de un humor de perros. ¿Cuánto tiempo soportaría ese medio grotesco? Para buscar una excusa, se repitió que se trataba de una terapia personal. Aceptando que la fotografiaran, exhibiendo sus cicatrices, superaba sus heridas interiores.

Reverdi estaba muerto y ella estaba viva.

Él estaba en el fondo del río y ella en cabeza de cartel.

Ese era el escaparate oficial. En el piso inferior, en los arcanos de su conciencia, era sobre todo una manera de afrontar su propio terror, su oscura certeza de que Jacques Reverdi no había muerto. Merodeaba por algún sitio. Herido. Furioso. Decidido. Si todavía era de este mundo, entonces podía ver las nuevas fotografías de Jadiya. Viva. Y en pie.

Dejó las llaves en el cuenco de bronce destinado a este uso y se repitió la decisión que había tomado ese día: dejar a Marc. Los dos juntos no saldrían nunca adelante. Ante la ausencia del cuerpo, ante el vacío, se aferraban el uno al otro por puro reflejo. Se arrastrarían en su doble caída.

Estaba decidida a anunciárselo esa noche.

Ya oía su silencio, su mutismo indescifrable.

– ¿Marc?

Ninguna respuesta.

Avanzó con decisión y repitió:

– ¿Marc?

Estaba allí, junto a su mesa, acurrucado en el suelo. Jadiya se precipitó hacia él. Su cuerpo estaba duro como un trozo de madera. Pensó en la rigidez cadavérica, pero la piel estaba tibia. Le puso una mano sobre el cuello y notó latir el pulso, lento y tenue.

No estaba muerto; estaba en coma.

Corrió hacia el teléfono. Maquinalmente, marcó el número del servicio de urgencias médicas. Ese número que había marcado tantas veces cuando se hallaba ante una sobredosis de su padre o de su madre.

Mientras hablaba con el tipo que estaba de guardia, ya imaginaba la continuación: la llegada del equipo, la agitación del personal, sus pasos ruidosos en el estudio. Esa intrusión caótica que alteraba la existencia, violaba la cotidianeidad, ponía patas arriba el hogar… Esa mezcla de pánico y de salvamento que había sido su leitmotiv en la época de La Banane de Gennevilliers.

Colgó. Se dio cuenta de que se había dejado puesta la ropa que llevaba para las últimas fotos: botas de ante y cazadora de pelo…, materiales orgánicos, crueles, que implicaban muerte y sangre, muy de moda ese invierno. Materiales apropiados para el caso, que la hacían, oscuramente, más fuerte, más salvaje.

Volvió hacia donde estaba Marc, que seguía inmóvil, y contempló su cabeza pelirroja, hundida entre los hombros, bajo la que ella había colocado un cojín. Definitivamente «muerto para la causa».

Su resolución era más firme que nunca.

Se ocuparía de su hospitalización, pondría la casa en orden y se largaría inmediatamente.

– Se trata de un caso claro de histeria.

El médico de urgencias no se había quitado la parka. Era un joven alto, robusto, que parecía haber dormido completamente vestido, tenía una cabeza enorme y el pelo hirsuto. Jadiya acababa de ofrecerle un café, a él y también al capitán Michel, el policía dorado del hospital, que había acudido en su auxilio. Otros dos hombres se llevaban a Marc en una camilla, enrollado en una manta de supervivencia brillante.

– ¿Histeria? -repitió ella.

El médico se bebió el café humeante de un trago.

– Su marido presenta todos los indicios clínicos de la catatonia, pero ninguno de los síntomas internos. Todo ocurre dentro de su cabeza. En cierto sentido, es una buena noticia. Saldrá de esta sin problemas. Mañana o pasado estará en pie. Lo llevamos al Sainte-Anne. Su caso va a interesar a nuestros amigos psiquiatras.

– No. Ahí ni hablar.

– ¿Por qué?

– Verá, Marc ya ha tenido problemas… psiquiátricos -intentó explicar Jadiya.

– ¿En serio? -bromeó el médico mientras le devolvía la taza vacía.

– ¡Escúcheme! -Casi había gritado. Bajó un poco el tono para continuar-: Si se despierta en el Sainte-Anne, eso puede agravar más su estado. Acaba de estar ingresado en La Salpêtrière. Puedo darle el nombre de los médicos que lo han tratado. Entre ellos hay un psiquiatra.

El hombre suspiró y sacó su teléfono móvil.

– Voy a ver si tienen sitio.

Las once de la noche.

Jadiya estaba sola. No tenía hambre. No tenía sueño. Su mente acumulaba los pensamientos vacíos, mudos. Decidió hacer las maletas.

Pero, primero, limpieza.

Abrió las ventanas para que se fuera el olor de los hombres, colocó los muebles en su sitio y ordenó la mesa de Marc, alineó las notas, las páginas impresas, el teclado del ordenador.

Ese simple gesto bastó para que se encendiera la pantalla.

El estudio empezó a dar vueltas a su alrededor.

Marc había recibido un e-mail.

Ese mensaje era lo que había provocado su nueva crisis.

En la pantalla se podía leer:

No ha acabado todo.

89

– Es lo que nos faltaba.

Jadiya miró el reloj luminiscente. Las dos de la madrugada. Acababa de apagar la luz. Tras su descubrimiento, había llamado al capitán Michel, que había acudido otra vez de inmediato. Le había mostrado el mensaje, y él y sus hombres se habían llevado el ordenador de Marc. Todo eso había sucedido en media hora. Y ya volvía a llamarla.

– Es lo que nos faltaba -repitió.

Ella hizo un gesto reflejo para apartarse el pelo y recordó que ya no le hacía falta. Se concentró en el parquet oscuro.

– ¿Qué pasa?

– Hemos identificado el ordenador y la línea utilizados para enviar el mensaje.

Jadiya sentía un dolor en la parte inferior de la espalda.

– ¿De dónde venía la llamada? ¿Dónde está Reverdi?

Silencio del poli.

– Suéltelo ya: ¿desde dónde lo ha enviado?

– Desde su casa. Desde el estudio.

Un velo de escarcha sobre el rostro. El hombre continuó:

– Ha utilizado la línea telefónica que instaló recientemente. La de su módem. Nuestros especialistas son categóricos. El autor del mensaje ha utilizado su ordenador. Y su propia cuenta de correo. ¿Hace falta una contraseña para utilizarla?

– No.

– ¿No estaba en casa a las tres y diez?

Jadiya le dijo que estaba en una sesión de fotos, pero su propia voz le parecía lejana. Notaba cómo su cuerpo se volvía pesado y cómo se le formaba un vacío en el vientre.

– No cabe duda: es Reverdi -prosiguió el policía-. Es su estilo. Pura provocación. Quiere demostrarles que puede entrar en su casa sin problemas. He enviado a unos hombres para que vigilen su casa. Llegarán de un momento a otro. Irán también unos técnicos; hay que instalar escuchas. Enseguida.

A tientas, sin colgar, buscó el interruptor de la lamparilla, junto a la cama. Al encenderla, le sorprendió descubrir el estudio perfectamente en orden. La realidad estaba ahí, sólida, familiar.

– ¿Quiere que vaya yo?

El policía había preguntado aquello en un tono a la vez serio y tierno que recordaba su pequeño ramo de flores ajadas. Por pura crueldad, ella le hizo repetir la pregunta:

– ¿Cómo?

– ¿Quiere que vaya? Quiero decir… en persona.

– No.

Había jurado que no volvería a tener miedo.

Una promesa muy antigua. Génesis personal.

Se levantó, se puso unos vaqueros y abandonó el campamento espartano que le servía de cama: un simple colchón sobre el suelo, junto a la barra de la cocina. Empezó a ir de aquí para allá, a ordenar cosas otra vez. En cuanto paraba, de los rincones surgían montones de ruidos que revestían un significado funesto.

Jacques Reverdi había ido allí.

De pronto, se detuvo: ¿y si todavía estaba? Tuvo la sensación de que el corazón se le desprendía y chocaba contra las costillas. Emprendió un registro en toda regla haciendo el mayor ruido posible, como cuando de pequeña estaba sola en casa y daba portazos, subía el volumen del televisor para ahuyentar las sombras.

Nadie, por supuesto.

El silencio pareció volver a la carga. A crujir. A gemir. A palpitar. Jadiya se quedó parada ante las ventanas, cubiertas con cortinas blancas. ¿Y si estaba en el patio? ¿Y si la observaba por un resquicio de las cortinas?

Cogió las llaves, buscó una linterna en el armario del contador eléctrico y, sin pensar, salió descalza, con vaqueros y camiseta.

El haz de luz de la linterna temblaba ante ella. Los golpes de su corazón sonaban en el fondo del tórax. Pensaba en Marc. Ya no podía dejarlo. Ahora ya no. Había querido abandonarlo a su locura, pero, si Reverdi estaba vivo, Marc ya no estaba loco; simplemente era lúcido.

Avanzó por el patio. En el edificio, frente al estudio, no había ninguna ventana encendida. Enfocó con la linterna hacia la izquierda, hacia la entrada. Nadie. Solo distinguía el murmullo lejano de la circulación, que no cesa nunca en París. Y ese olor de ciudad, ácido, contaminado, pero más suave, más tenue a esas horas…, un aliento de sueño.

Jadiya bajó la linterna. Había vencido el miedo. Todo estaba en su cabeza. Todo… Gritó al oír los pasos.

La linterna se le escapó de las manos y rodó por el suelo en pendiente.

Para detenerse contra los punteras metálicas de unos grandes zapatos.

– ¿Señorita Kacem? Nos envía el capitán Michel.

Las cinco de la mañana.

La noche más larga de su vida.

Los técnicos habían terminado de equipar los teléfonos fijos, los móviles, los ordenadores y los módems. Ella les había ofrecido de nuevo café -empezaba a dominar la máquina- y los había invitado a marcharse. Dos policías permanecían ahora delante de su puerta.

Rendida, Jadiya apagó las luces y se metió bajo el edredón. Inmediatamente se quedó dormida.

Otra llamada telefónica la arrancó de la nada. Recuperó la lucidez en un segundo. Cogió el auricular:

– ¿Sí?

La ranura que había entre las cortinas era clara. Había amanecido. Mirada al reloj: las nueve y media de la mañana.

– ¿Sí? -repitió, con la voz llena de temor.

– :¿Señora Kacem? Soy Solin, el teniente Solin. Nos vimos en los locales de la policía judicial, no sé si se acuerda…

– Sus hombres ya han venido.

– Lo sé, lo siento. La llamo… Tengo una noticia… En fin, vale más que se entere cuanto antes: el capitán Michel ha muerto.

– ¿Ha… mu… muerto?

No podía hablar. Las grapas sellaban de nuevo sus labios. No podía abrirlos.

– ¿Qué… qué ha pa… pasado?

– Tenía que venir a buscarlo a las ocho. Lo he encontrado en su casa. Ha sido… Bueno…, lo han asesinado.

– ¿En su casa?

– Sí, la llamo desde allí. Seguramente lo sorprendieron cuando volvía de su casa.

Puntos. Mordeduras. Quemaduras.

Se esforzó en separar los labios.

– ¿Lo ha matado Reverdi?

Silencio. Finalmente, el policía dijo:

– Es demasiado pronto para…

– ¿Cuál es la dirección?

Él fingió no haberla oído y siguió hablando:

– … pero claro, sí, hay muchos indicios que…

– ¿CUÁL ES LA PUTA DIRECCIÓN?

90

La luminosidad del hombre había estallado.

Se había desintegrado sobre las paredes, la moqueta, el techo.

Fue lo primero que pensó Jadiya al entrar en el apartamento. El capitán Michel vivía en un edificio moderno de la calle Convention. En un piso de tres habitaciones cuadradas, blancas, con pocos muebles.

Pero una de las habitaciones había sido transformada.

El salón había sido pulverizado de oro.

El asesino había apartado los muebles y colocado a su víctima en el centro del espacio, con el torso desnudo, pegado a una silla con el respaldo de mimbre. A su alrededor, pequeños panes de cera natural, cuyo tamaño oscilaba entre los veinte y los sesenta centímetros, sostenían velas, algunas de las cuales todavía estaban encendidas. Cada llama se reflejaba en los lados de los otros panes y dibujaba surcos rojizos.

Jadiya tenía la sensación de entrar en una colmena gigante. Solo faltaba el zumbido de las abejas. El olor dulzón de la cera lo impregnaba todo, a la manera de una resina perfumada. Las propias llamitas parecían miel líquida, ingrávida, elevándose hacia el techo claro.

El policía tenía la cabeza bajada. Sus cabellos lisos enviaban destellos rubios. Su torso cobrizo entraba también en el cuadro. La sangre, que le cubría todo el pecho, adquiría a la luz de las velas una curiosa tonalidad dorada.

– Es alucinante -susurró el teniente Solin mientras unos técnicos científicos, con mono blanco, trabajaban tomando muestras-. El asesino ha practicado una traqueotomía. Según el forense, primero le ha tapado la boca con cinta adhesiva y luego le ha cortado la garganta. Inmediatamente después, ha cerrado la herida. Con una cera especial, parece ser. A continuación, ha fundido la misma cera en el interior de las fosas nasales. Michel no podía respirar. En su desesperación por encontrar aire, ha hinchado los pulmones, la tráquea, y ha abierto su propia herida. Ha sido él mismo, intentando respirar, quien ha expulsado la sangre de la herida. El asesino ha debido de verlo vaciarse.

A su pesar, Jadiya bajó los ojos: el charco de sangre se extendía sobre un radio de un metro alrededor de la silla. Estaba asombrada de su calma. Quizá era la puesta en escena. La irrealidad del conjunto. Flotaba en ese teatro rosa y oro. Sin creérselo. Se resistía a aceptar la nueva situación: estaba sola. Absolutamente sola frente al asesino. El único policía que le inspiraba confianza estaba muerto. Y Marc, ni muerto ni vivo.

– ¿Hay alguna inscripción en algún sitio?

– No.

– ¿Las rendijas de puertas y ventanas han sido taponadas?

– No. No ha tenido tiempo de preparar la habitación hasta ese extremo. Ya es demencial que haya podido obligar a Michel a sentarse ahí. A pesar de su aspecto angelical, no era fácil doblegarlo. Michel…

El hombre reprimió un sollozo. Tenía una cara, una voz, un aspecto desesperadamente corrientes. En su oficio, seguramente era una ventaja, pero Jadiya jamás habría podido reconocerlo en la calle;

– Lo más demencial -prosiguió, después de haberse sonado- es que los vecinos no han oído nada. Quizá lo drogó. Los análisis nos lo dirán. En cualquier caso, lleva el sello de Reverdi. No cabe duda: el cabrón está vivo.

Jadiya no se movía. Un frío polar le crispaba la punta de los miembros y se extendía hacia el centro de su cuerpo. Se puso a andar para eliminar el entumecimiento. Observaba a los hombres hacer fotos y luego, con precaución, apagar las velas y coger los panes de cera para meterlos en bolsas de plástico.

– Esos pequeños panes son una pista -comentó el policía-. No deben de abundar productos así. Interrogaremos a los apicultores y…

– Solo le pido una cosa -lo interrumpió Jadiya.

– ¿Qué?

– Deje que se lo diga yo a Marc Dupeyrat.

91

– ¿Qué haces?

– La bolsa. Me largo.

De pie en la habitación del hospital, Marc recogía sus cosas. Se había despertado de su «coma ligero» dos horas antes.

– Me he enterado.

– ¿Cómo?

Señaló la puerta con la cabeza.

– Ahí afuera no hablan de otra cosa.

– Yo…

Marc se acercó a ella y la agarró por los hombros.

– Os había avisado, ¿no? -Bajó un poco el tono de voz-. Os lo había advertido a todos. Dios mío, Reverdi está vivo. No vamos a librarnos ninguno.

– No puedes salir -dijo ella débilmente, desasiéndose.

– Pues voy a hacerlo.

– ¿Para ir adónde?

– Me voy al extranjero.

– ¿Al extranjero? Pero…, pero los médicos no te lo permitirán.

– Los médicos necesitan la cama, y ya he visto al psiquiatra esta mañana. No hay ningún problema. Según él, soy un enfermo de la realidad. Debo sumergirme en el mundo corriente. Así que, mejor no perder el tiempo.

Jadiya jugó otra carta:

– La policía no te dejará salir de Francia. Eres un testigo capital. Y puedes verte sometido a una investigación.

Él cerró la bolsa y se puso la chaqueta.

– No estás al día, Jadiya. Eso ya ha quedado atrás. Mi abogado me ha puesto a cubierto de todas esas complicaciones. Podría haber sido implicado en Malaisia, pero aquí, en Francia, soy una víctima. ¡Una víctima! En cuanto a mi testimonio, la policía tiene mi declaración. No sé qué más podría añadir, aparte de mi acojone actual.

Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta. Ella le cortó el paso.

– ¿Adónde vas? ¡Tengo derecho a saberlo!

– A Sicilia. -Sonrió con orgullo-. Conozco un sitio adonde ese cabrón no irá a buscarme.

Las miradas son libros abiertos. La de Marc siempre había estado cerrada, pero Jadiya había aprendido a distinguir indicios en ella. Comprendió cuáles eran sus verdaderas intenciones.

Marc no huía de Reverdi.

Quería, por el contrario, atraerlo a un terreno que él conocía.

Tenderle una trampa.

Estupefacta, Jadiya se oyó decir:

– Voy contigo.

92

Todos los otoños deberían ser como el otoño siciliano.

Jadiya lo comprendió nada más aterrizar, al día siguiente a las cinco de la tarde.

El avión desapareció en las nubes, se enderezó y después penetró en un arco de luz líquida, de una suavidad infinita. A través del ojo de buey, el paisaje se evaporaba en pigmentos cobrizos, dejando entrever, entre dos destellos, la superficie lacada del mar índigo. Más lejos se veía la costa: llanuras verde limón, como aclaradas por haber ardido demasiado todo el verano. Luego, a ras del suelo, se precisaron edificios grises y, sobre todo, rocas. El caparazón de la isla. Una piedra negra, a la vez dura y pulida, emergiendo de las hierbas calcinadas.

Catania.

Ni siquiera había oído nunca el nombre.

Sin embargo, sobre el asfalto, respirando el aire marino, mezcla de sal y algas, se sintió al instante en su casa. Se dijo que, en uno de sus países de origen, el otoño debía de parecerse a esa caricia tibia. No había puesto nunca los pies ni en Argelia ni en Egipto, pero era exactamente ese otoño el que, desde que era pequeña, corría por sus venas.

Hasta el taxi le gustó: pequeño, gris, más alto de un lado que del otro, de marca desconocida. Le recordaba los coches de sus primeros amigos, en las calles de Gennevilliers: Fiat, Lada desvencijados… Se arrellanó en el asiento y oyó el chirrido de los muelles con un estremecimiento de felicidad.

Pese a todo, a la huida, a la amenaza, a la violencia, era feliz. Una palabra que no se habría atrevido a pronunciar se agitaba en la linde de su conciencia: luna de miel.

Al cabo de un rato, el paisaje se hizo más lúgubre. Negro, monótono, vulgar. Se habría dicho que una tormenta de ceniza lo había cubierto todo, petrificando el menor relieve, ahogando las colinas bajo una costra mate.

– ¿Qué ha pasado aquí?

– Nada especial -respondió Marc con la mirada vuelta hacia la ventanilla-. El Etna está muy cerca. Las rocas son volcánicas.

Entonces lo vio.

El volcán. En el extremo del horizonte. Un monte negro que parecía atraer la línea de las nubes. Una cima de humores sombríos que parecía un lugar de oráculos y de misterios. Sin saber por qué, Jadiya percibía una presencia remota…, una historia muy antigua que todavía palpitaba y de la que emanaban símbolos y mensajes.

Se dijo otra vez que Marc quería atraer a Reverdi a esa tierra ancestral. ¿Quería enfrentarse a él en la cima del volcán, entre los gases humeantes? Llevarlo allí no presentaba ninguna ventaja. Pensó en el mar. Más absurdo aún: era el espacio predilecto de Reverdi. ¿La ciudad? Ya imaginaba las callejuelas, estrechas y negras. ¿Conocía Marc esos dédalos tanto como para tender una trampa al asesino?

Maquinalmente, tocó a través de la bolsa su teléfono móvil. Antes de marcharse, había llamado a Solin sin decirle nada a Marc. El teniente había intentado disuadirla, pero, por el tono de su voz, ella había comprendido que Marc decía la verdad: su abogado los había puesto, a él y a ella, a salvo de cualquier procedimiento judicial. Tenían libertad total de movimientos.

Jadiya había prometido al policía que, en cuanto llegara, le mandaría por fax las señas de su hotel. En contrapartida, Solin informaría a las fuerzas de seguridad de la ciudad, a fin de que los sicilianos estuvieran preparados para cualquier eventualidad. Pero, una vez más, había captado el mensaje en la voz: la policía de Catania tenía otras cosas de que ocuparse.

Seguía toqueteando el móvil cuando entraron en la ciudad.

Al día siguiente se enamoró.

Se enamoró de su habitación, en una pequeña pensión anticuada, absolutamente desierta, al fondo de un callejón. Se enamoró de los motivos pasados de moda de las cortinas y la colcha, de los toalleros y los grifos de cobre viejo. Se enamoró de los tejados grises, de las cruces de las iglesias, de las antenas parabólicas, que podía admirar en equilibrio sobre un balcón de hierro forjado que parecía la garra de un águila.

Se perdió por la ciudad. Recorrió las avenidas, las callejuelas, las plazas, negras y tibias, que parecían contener aún un fuego reconcentrado, muy antiguo. Le gustaban aquellas aceras pardas, abolladas, como golpeadas con un martillo de herrero, aquellos muros de piedras oscuras, aquellos patios, aquellos jardines cercados de lava fría. Curiosamente, la piedra volcánica avivaba los contrastes, subrayaba los detalles. Todo destacaba allí como un dibujo trazado con tiza de color en una gran pizarra.

A Jadiya le encantaba también la vida siciliana, la agitación del núcleo urbano, a la vez ruidoso y quedo, vehemente e íntimo. Las plazas llenas de humo, maceradas en el olor de los puestos donde se vendían bocadillos, pinchitos, buñuelos de pescado. Las estatuas antiguas, cumbres de deterioro gris tambaleándose sobre sus pedestales, a cuyo alrededor los niños se perseguían riendo. Las baldosas plateadas, espejeando bajo los chaparrones que de vez en cuando visitaban la ciudad sin quedarse nunca mucho tiempo.

Sí, definitivamente Jadiya se había enamorado de Catania. Se dedicaba a pasear, olvidando sus miedos, ocultando la amenaza latente de Reverdi y las repetidas ausencias de Marc. Este la abandonaba todas las mañanas para entregarse a misteriosas ocupaciones. Había alquilado un coche y se iba todos los días fuera de la ciudad. Cuando ella le preguntaba sobre esas salidas, él hablaba de vigilancia, de localizaciones, de protección. En el fondo, a Jadiya le era indiferente. Pensaba, inocentemente, que estaba viviendo una apacible tregua.

Incluso la violencia soterrada de Catania la atraía. En la ciudad, que presentaba el índice de criminalidad más elevado de Italia, abundaban los crímenes, los sucesos, las amenazas. Como esa cabeza cortada que había aparecido al pie de la estatua de Garibaldi. O ese bar de Trappetto Nord que había sido escenario de una matanza.

Catania, ciudad de sombra y de sol, era también la ciudad de la mafia.

Así transcurrió una semana.

Por la mañana, temprano, Marc y Jadiya iban a un cibercafé; no habían llevado, deliberadamente, su ordenador. Consultaban las ediciones de los periódicos franceses. Seguían esperando ver anunciada la detención de Jacques Reverdi. O por lo menos alguna noticia sobre el caso. Los periódicos se mostraban lacónicos. Era evidente que la investigación no avanzaba.

Cuanto más tiempo pasaba, con más distanciamiento seguía ella el caso. Había dejado de escuchar el buzón de voz, de modo que no se enteraba de los nuevos contratos que su agente estaba negociando. Se desentendía de sí misma. Estaba en suspenso, y la ciudad influía en eso. Era una enfermedad que la alejaba de la realidad; una convalecencia en la que todo le parecía vago, sin importancia.

La verdadera vida estaba en Catania. Allí, un estremecimiento de excitación cristalizaba cada instante, cada sensación, a la manera de esos frisos de azúcar sobre los grandes cruasanes con los que comenzaba el día. Todas las mañanas se sentaba en una gelateria, junto a las blancas ventanas, envuelta en el olor demasiado fuerte del café, y leía los periódicos italianos, de los que solo entendía la mitad de las palabras.

Le apasionaban los sucesos; por ejemplo, el caso de una enfermera de las afueras de Catania que pasaba por ser una santa y acababa de matar a su marido con ácido. Mientras leía, dejaba de buscar respuestas a preguntas imposibles: ¿qué hacía exactamente allí con Marc, conviviendo sin ninguna manifestación de ternura o de interés? ¿Quería ayudarlo, tentar al diablo o simplemente ver quién quedaba vencedor?

Y él, ¿a qué jugaba?

Una noche sucedió.

No la irrupción de Reverdi. Todavía no. Sino la aparición de Marc en el hueco de la puerta que comunicaba sus habitaciones.

Hacía cuatro días que no estaba cerrada. Hacía cuatro días que Jadiya aguardaba, esperando y temiendo a la vez que se abriera. Presentía que aquello ocurriría en esa ciudad antigua, cargada de oráculos, que no se conformaba con predecir los acontecimientos sino que los provocaba. Una ciudad situada al borde del destino, ahí donde las conciencias se decantan, donde las cosas se deciden, donde los hombres se juegan la vida.

Sin una palabra, se acercó a ella. Se abrazaron con una extraña familiaridad, como si sus pieles se hubieran hablado durante aquellas semanas mientras sus labios callaban. Jadiya, como siempre, permaneció seca, pero sus cuerpos se fundieron literalmente. Ella notaba los músculos y los huesos de Marc sobresalir bajo la piel. Pensaba en las burbujas de lava que crepitaban al fondo de los abismos, en la cima del Etna. El sudor los cubría por completo, penetrando en todos los huecos e intersticios de su carne. Sus muslos se lubrificaron, su sexo se abrió como un cráter. Se mojó los dedos con saliva y los introdujo en su sexo. La quemadura india se convirtió en lava.

Marc hacía el amor igual que había vivido aquellas últimas semanas, con los dientes apretados, encerrado en su silencio. Jadiya no sintió ningún placer. Pero lo acompañó como lo acompañaba desde la noche de Reverdi. Sin amor, tan solo con una benevolencia dócil que le venía de lejos. En pleno acto amoroso, seguía haciendo de enfermera.

Poco a poco, Marc se incorporó, se arqueó sobre ella. Sus músculos se tensaron, sus caderas se aceleraron. Jadiya estaba ausente. Ajena al instante. Deliraba, lo confundía todo: a su padre ardiendo, su cerebro-pulpo, el Etna rugiendo… Pero no olvidaba emitir las señales convencionales, los suspiros que la ocasión requería, las caricias obligadas, sintiendo bajo los dedos las múltiples cicatrices de Marc. La única concesión que no podía hacer era ofrecerle la boca, aún demasiado dolorida. No lo había besado ni una sola vez, y ese hecho le hacía sentir oscuramente cierto alivio.

De repente, él se agarrotó, encorvado, como empujado por una burbuja de placer que lo mantuviera a distancia. Gruñó, gimió, se desahogó profiriendo un rugido bestial que no tenía nada que ver con el Marc que ella conocía, el del día, el de la vida cotidiana. Se desplomó a su lado. Jadiya no estaba segura de que él hubiera disfrutado. Lo único seguro era la distensión total de sus cuerpos, la maravillosa relajación que ahora los apaciguaba.

Tuvo una revelación: podría morir perfectamente allí, en aquella ciudad lamida por el fuego. Contemplaba esa posibilidad con calma, como el final lógico de un círculo del que nunca había salido. Sí, podría morir al lado de Marc, ese extraño al que cuidaba, cuando él era el responsable de su desdicha.

Marc no se movía. Ella oía su respiración. Grave, breve, en la que vibraba un oscuro resentimiento. Un fondo de tormenta, apenas calmado. Se volvió hacia la pared y dijo:

– Tienes una cita.

Ninguna respuesta.

Ella rozó el papel pintado con el dorso de los dedos y repitió:

– Sé que tienes una cita aquí. Con él.

El silencio, las tinieblas.

Finalmente se alzó un susurro. Una sombra de voz.

– Yo no te he obligado a venir.

Pero Jadiya no lo oyó. Ya se había dormido.

93

El tañido de las campanas la despertó.

Unas campanadas graves, secas, soleadas. Unas campanadas que la despertaron como jamás había sido despertada. Se sentó en la cama: Marc ya se había ido. Mejor.

Pensó en la noche pasada y en la sensación de malestar que le había dejado. Imposible decir si amaba o no a Marc. Ni siquiera, y sobre todo, después de esa noche. Continuaban en el estadio de aferrarse el uno al otro, al borde del vacío.

Las campanas llenaban el cielo, vibraban en la luz. Jadiya recordó que era domingo. Se levantó, se puso un vestido y miró a través de la doble puerta del balcón.

Nunca había contemplado un espectáculo tan bello. Bajo los cables eléctricos, las calles se habían transformado en ríos de luz. La lava negra parecía líquida, dorada, reluciente. Y en el polvo del aire, un ejército de siluetas caminaban en fila india. Hombres y, sobre todo, mujeres, la mayoría de ellas viejecitas menudas, vestidas de negro, que andaban presurosas como hormigas de luto en dirección a la iglesia más cercana.

Decidió ir a misa. Jadiya no practicaba ninguna religión, ni la de sus orígenes ni ninguna otra. Pero ese día quería saborear el frescor de la nave, respirar el incienso, rozar los velos negros de las ancianas.

Se puso un jersey y una falda y se calzó las botas. Cogió el abrigo, la llave, y se dirigió hacia la puerta.

Estaba abriéndola cuando sonó el teléfono de la habitación.

Jadiya se quedó inmóvil: ¿quién podía llamar a ese número?

Descolgó y murmuró un «¿sí?» vacilante.

– ¿Jadiya? Me alegro de encontrarla.

Reconoció enseguida la voz de Solin, el policía de rostro anónimo. Pero ese timbre encajaba tan poco en el momento que tardó en comprender sus palabras.

– ¿Cómo dice?

Se volvió hacia la ventana: el encanto se había roto. Las campanas, las viudas, el sol…, todo eso le parecía perdido, inaccesible.

– Es demencial -repitió el policía-. Hemos encontrado el cuerpo.

– ¿Cómo?

– Bueno, casi. Acabamos de recibir los resultados de los análisis que pidió Michel antes de morir. En la instalación había también una incineradora. Michel había pedido un análisis de las cenizas de la noche del enfrentamiento, por si acaso. Han tardado mucho en realizar esas pruebas debido, parece ser, a complicaciones técnicas, aunque no lo he entendido muy bien. Pero ahora sabemos con certeza una cosa: un cuerpo vivo se consumió allí aquella noche. Y según las pruebas de ADN, es Reverdi en persona. Buscábamos en el río y resulta que no había salido de la fábrica. Se metió en el horno y se quedó atrapado dentro. Ardió vivo.

Ella intentó hablar, pero las grapas se cerraban de nuevo sobre sus labios. Las manos engarfiadas gritaban más fuerte que su voz. Finalmente consiguió balbucir:

– Pero…, pero… ¿qué significa eso?

– Hay otro asesino. Un imitador, no sé… ¿Jadiya? ¿Está ahí?

Ella no respondió.

Su peso se duplicaba; se hundía en el suelo.

– Usted y Marc deben regresar sin falta. No me obliguen a pedir al juez un mandato internacional» Hay acuerdos con Italia y… ¿Jadiya…? ¿Qué pasa?

Un largo silencio. Después, ella pronunció claramente:

– Le llamo más tarde.

Colgó.

Fue el único movimiento que pudo efectuar. Todo su ser se había transformado en lava helada.

Frente a ella, las ranuras de la doble puerta acristalada estaban tapadas. Con fibra de rota.

Sí, Jacques Reverdi tenía un imitador.

Y ella compartía la cama con él.

La puerta de comunicación entre las dos habitaciones se abrió a su espalda.

– ¿Lo han encontrado?

La voz de Marc sonaba amable, llena de solicitud. Jadiya se dijo: «No quiero morir». Oyó la puerta cerrarse. El roce de esta con el suelo era significativo: fibra de rota también, por todas partes. Y unas horas más tarde, la asfixia.

– No tiene importancia -continuó la voz-. El cuerpo no es nada. Solo cuenta el espíritu.

Ella se dijo de nuevo: «Soy Jadiya y no quiero morir». Entonces se volvió.

Marc, todavía con el abrigo puesto, le sonreía. En la mano izquierda llevaba una bolsa de cruasanes. En la otra, un cuchillo de pescador de hoja curva.

– Jacques Reverdi ha muerto, pero su obra continúa.

Jadiya retrocedió. Las campanas seguían tañendo. El sol, el viento, la vida… a miles de kilómetros, al otro lado del cristal. Marc dejó los cruasanes encima de la cómoda y dio un paso adelante. La miraba por debajo del flequillo; por absurdo que fuera en aquellos momentos, ella pensó que le crecía el pelo muy deprisa.

– En la cámara creí que la última etapa de mi iniciación era morir a manos de Reverdi. Estaba equivocado: el último estadio, el último conocimiento era convertirme en Reverdi. Proseguir su obra. Jacques creía en la reencarnación y tenía razón.

Marc siguió avanzando. Ella se apoyó contra la doble puerta con las manos tras la espalda. Notaba en las palmas la fibra de rota que sobresalía a lo largo del marco.

– Es imposible -susurró-. Nadie se convierte en un asesino. No puedes estar influido hasta ese punto…

Nueva sonrisa de Marc.

– Pero yo soy un asesino. Desde siempre.

Jadiya no quería oír nada. Ni una palabra más.

– El ritual de Reverdi me reveló a mí mismo. Y mi último coma, el de la cámara, me devolvió la memoria. Cuando desperté, lo recordé todo. La verdad que se ocultaba detrás de mis otras pérdidas de conciencia. Fui yo quien mató a D'Amico, mi compañero de estudios. Fui yo quien mató a Sophie, mi mujer.

Ella se dijo: «No es verdad. Está loco». Pero vio los resquicios alrededor de la puerta, detrás de él: rellenos. La rejilla de ventilación: obstruida. Las grietas del parquet: tapadas. ¿Cuánto tiempo había invertido en hacerlo? Eso era lo que hacía mientras ella paseaba: preparaba la Cámara de Pureza.

Con la mano izquierda, Marc abrió el cajón superior de la cómoda, de donde sacó una caja forrada de piel que dejó en el suelo.

– Durante todos estos años he creído que buscaba a un asesino. Pero solo buscaba un espejo. El reflejo que me devolvería mi coherencia, mi verdad.

– Es imposible -susurró ella sin convicción.

Con una rodilla apoyada en el suelo, Marc cogió un frasco que contenía un líquido ambarino: la miel. Un largo pincel. Una lamparilla de aceite en forma de aceitera. Sonrió de nuevo mientras se levantaba.

– He encontrado todo esto en la tienda de un anticuario, en el centro de Catania. ¿Has ido tú también? Tienen cosas muy bonitas…

Quitó el tapón y aspiró el perfume. Mirando fijamente a Jadiya, empezó a hablar más deprisa:

– D'Amico era homosexual. Malinterpretó nuestra amistad. Intentó forzarme en los servicios del instituto. Nos peleamos. Él cayó al suelo. Lo agarré del pelo y le golpeé la cabeza contra el borde de la taza del váter. Después se me ocurrió una idea. D'Amico era un tipo raro; siempre llevaba encima una navaja de afeitar. La encontré y le corté las venas, pero la sangre no manaba. Le hice un masaje cardíaco para expurgar la sangre… Sabía que el médico forense observaría el golpe en la nuca, pero que invertiría los acontecimientos. Llegaría a la conclusión de que había sido un suicidio, seguido de una caída.

»Entonces me di cuenta de que había eyaculado. La violencia, la muerte, su humillación, no sé… Una cosa era segura: me gustaba la sangre. Me gustaba el crimen. Rechacé esa realidad. La rabia me empujó a meterle la escobilla en la boca. Salí del retrete, aturdido, y cuando me vi en los espejos de encima de los lavabos entré en coma. Lo que sigue es la versión oficial.

Aspiró otra vez la miel. Jadiya negó con la cabeza.

– No mataste a Sophie -dijo.

– La maté aquí mismo -repuso él, riendo-. En esta habitación, hace más de veinte años.

El abismo se abría. Jadiya se concentró en los motivos anticuados de las cortinas y la colcha para recuperar puntos de referencia familiares. Pero ahora le parecían recargados, hostiles, amenazantes.

– Quería dejarme. Intenté evitarlo haciendo un viaje de reconciliación a Sicilia. Pero ella ya lo había decidido. Una noche me dijo que había otro. Me abalancé sobre ella. Empecé a darle puñetazos, pero ella me provocaba con sus ojos heridos, su boca ensangrentada…

Rió de nuevo y adoptó un tono irónico:

– Había que darle una lección. Me puse las zapatillas de deporte. Salí al pasillo y encontré, en el cuarto de las cosas de limpieza, unos guantes de goma y polvos de fregar. Volví a la habitación y pelé unos cables eléctricos. La amordacé, enchufé el cable y se lo metí en sus partes íntimas, en todos los sitios por donde el otro había pasado. Aquello duró mucho rato. Mucho. La resistencia física es realmente… asombrosa. Por último, la abrí y la esparcí por el suelo. Para ver qué tenía en el vientre.

»Después me lavé y eché polvos dentro de los guantes para borrar mis huellas. Lo dejé todo tal cual y salí a perderme por las calles de Catania. Estaba como ausente. Cuando volví, lo había olvidado todo. Pero me invadió un temor indescriptible. Cuando la descubrí, quemada, violada, destripada, perdí de nuevo el conocimiento. Durante varias semanas. Lo recobré en Francia; no recordaba nada.

Dejó el frasco sobre la cómoda. Jadiya tosió: el aire ya estaba viciado. Las campanas golpeaban ahora bajo su frente, con crueles vibraciones. Y el olor a miel flotaba en la habitación.

Todo empezaba otra vez

Marc encendió la mecha de la lámpara. La llama era azulada, oscilante; también le faltaba oxígeno.

– Pero esos actos eran simples borradores -continuó-. Jacques me ha mostrado la vía. Ahora no tengo más que proseguir su obra. Es un segundo nacimiento, Jadiya.

Se inclinó, metió un brazo debajo de la cómoda y sacó una pequeña botella de aire comprimido unida a un sistema de respiración.

– ¿Sabías que las hacen tan pequeñas? -preguntó, levantándose-. La he encontrado en el puerto. Decididamente, esta ciudad está llena de recursos.

Marc abrió la botella, mordió el descompresor para probarlo y luego lo dejó. Sus gestos eran seguros, breves, precisos. Jadiya se encontraba cada vez peor. Tenía que encontrar una solución. En plena ciudad, en aquella habitación, podía conseguirlo.

– ¿Por qué mataste a Michel? -preguntó con la voz ronca.

– Era un buen policía. Demasiado bueno para mi gusto. No se fiaba de mí. Quería pedir que me sometieran a otro examen psiquiátrico. Incluso se había puesto en contacto con la policía italiana para que le facilitaran el expediente del asesinato de Sophie. No podía dejarle hacer, ¿comprendes? Tenía que continuar una obra. Mandé el e-mail. Simulé la inconsciencia. Me escapé del hospital para sorprenderlo en su casa, después de haber recuperado los panes de cera que había comprado previamente. No fue muy difícil.

Zonas oscuras atacaban su percepción. Sus funciones cerebrales parecían apagarse, una tras otra. Pensar. Tenía que pensar. Y ganar tiempo.

– Pero anoche -gimió-, lo… lo que hicimos… ¿Cómo puedes…?

– ¡Yo te quiero, Jadiya! -dijo Marc, haciendo un ademán para expresar que era algo evidente-. Siempre te he querido, desde la primera sesión en casa de Vincent. Por eso vas a ser la primera de mi serie. Reverdi también las quería. Lo sé. Lo comprendí durante mi viaje. Sentía por ellas un amor radical, eterno, purificador.

Avanzó empuñando el cuchillo. Su rostro, reluciente de sudor, estaba pálido, cadavérico, como si toda su sangre se hubiera concentrado en el puño.

– No tengas miedo… Vamos a esperar a que la habitación esté a punto. Después, te prometo que trabajaré con cuidado.

Jadiya saltó hacia un lado, junto a la cama. Marc sonrió.

– No, preciosa. No debes moverte. Si no, esto va a resultar muy, muy doloroso.

Ella saltó de nuevo. La habitación no era grande -quizá cuatro metros por cinco-, pero había espacio suficiente para jugar al ratón y el gato. Estaba recobrando la conciencia. Y también su agudeza. Permanecía inclinada, concentrada. No se rendiría. Si tenía suerte, saldría de aquella. Si no la tenía, provocaría una carnicería. Le boicotearía el ritual, como él mismo le había hecho a su mentor.

– Cálmate, Jadiya, cálmate…

Marc abrió los brazos para cerrarle mejor el paso. Ella, con la espalda contra la pared, se desplazaba lateralmente hacia la puerta.

– Haces mal, Jadiya. Si sigues así, no tendrás una muerte digna. Voy a sangrarte, voy…

La joven asió el pomo de la puerta: cerrada. Lo había previsto. Marc se precipitó tras ella; Jadiya se escabulló. La hoja patinó sobre la puerta. Al volverse él, ella ya estaba junto a la puerta acristalada. Cogió la mesita de noche y rompió con ella el cristal.

– ¡NO! ¡ESO NO!

Ella acercó la cara hacia la abertura. Aquella breve bocanada de aire la regeneró. Cogió la colcha tirando de una punta para protegerse, arrancó un gran trozo de cristal del vano y se volvió rápidamente. En ese momento, Marc se precipitaba hacia ella con el cuchillo en alto. El cristal se clavó profundamente en sus entrañas. Un abundante chorro de sangre caliente regó los muslos de Jadiya.

Él la miró con sus ojos dorados y ella descubrió que estaban bordeados por un filamento de jade. Se quedó paralizado a unos centímetros de ella. Un hilo de sangre brotaba ya de sus labios, bajo el bigote. Ella pensó que había besado esa boca, que había acariciado esos hombros, lamido ese torso. Y su voluntad se hizo más firme. Se coló entre él y la puerta rota.

Él intentó atraparla con un gesto torpe y pasó a través del cristal roto. Jadiya estaba en el otro extremo de la habitación; lo observaba, de espaldas, encorvado sobre su propia sangre. En un flash, lo vio arqueado sobre ella, sobre su cuerpo desnudo, como empujado por una burbuja de placer. Esa imagen la electrizó. Gritando, arremetió contra él adelantando el hombro derecho. Notó que la espina dorsal de Marc se tensaba, se arqueaba, se hundía. Notó que la puerta se hacía añicos. Notó que su cuerpo salía disparado hacia delante y ella con él. Marc chocó contra la barandilla del balcón y se irguió. «Una garra de águila», pensó ella, y esas palabras le dieron la última inspiración. Se arrojó a sus pies, le agarró las piernas a la altura de las rodillas y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se levantó, fuera de sí, fuera de todo.

Marc cayó de cabeza, sin conseguir asirse a la barandilla.

Jadiya se desplomó hacia atrás. En estado de choque, sin respiración. Pasó tiempo. Tomó conciencia del sol, del frío, del silencio… Las campanas habían dejado de sonar.

Tenía cristales clavados en la palma de las manos, en las piernas, en las nalgas. Le parecía que sus heridas se concentraban en el fondo del paladar. Notaba la boca como de cobre.

Finalmente se puso en pie y se asomó por encima de la barandilla.

Todo era real. El cuerpo de Marc encogido, con los puños sobre el suelo de lava. Las ancianas que se acercaban. Las paredes estrechas que acentuaban más la profundidad del vacío. Un cuadro en blanco y negro. Con una sola mancha de color: la sangre roja que se extendía sobre los adoquines, entre los toscos zapatos de las viudas.

Jadiya se inclinó más. Las mujeres formaban un círculo alrededor del cadáver, como espectros que reconocieran a uno de los suyos. Algunas dirigían sus rostros en forma de hostia hacia ella.

El suelo osciló. No, era ella la que se tambaleaba. Durante un instante, un brevísimo instante, se sintió tentada de acabar con todo, de saltar para reunirse con la muerte, que había pasado tan cerca de ella, que había destruido todo su universo.

Pero no.

Se agarró a la barandilla y susurró bajo el sol:

– Jadiya.

En el fondo de ese desierto, estaba viva.

Un fragmento de cuarzo. Una rosa del desierto. Una individualidad pura.

Era lo único de lo que estaba segura.

«Jadiya.»

Viva.

Jean-Christophe Grangé

***