Diario de un enfermo mental, un psicópata asesino que ve la decadencia de la sociedad y se encuentra a sí mismo como el salvador de una raza en declive. Hilo de pensamientos íntimos de un loco que decide plasmar por escrito sus más oscuras y desconocidas ideas.

Juan José Escribano Santiago

Yo, psicópata. Diario de un asesino

Presentación

Mi nombre es Carlos G. M. Ningún médico ha diagnosticado oficialmente mi enfermedad. Nadie, excepto yo, es consciente de mi estado. Si la gente supiera lo que me pasa no se acercaría a mí. Vosotros diréis que soy un psicópata con tendencias asesinas, un enfermo mental. No lo creo. Creo que soy vuestra última esperanza, vuestro último refugio en esta lenta agonía en la que os hayáis sumidos. Soy vuestro último salvador, vuestro verdadero y único salvador. Aborrezco a la gente. Odio todas las razas de este planeta. Ninguna persona ha obtenido hasta la fecha mi beneplácito para merecer la vida que llevan.

Camino por las calles de esta ciudad y no veo más que gente despreciable. Los miro, sonrío, soy amable con ellos, pero, por dentro, los odio. Me dan asco. Son todos escoria. Merecen morir.

Anoche decidí compartir con todos vosotros mis pensamientos, mis náuseas, mis vómitos cerebrales, mis venganzas. Por eso he comenzado a escribir este diario, este blog, como algunos se empeñan en llamar. Joder es asqueroso. Hay suficientes palabras en nuestro maldito idioma para denominar esto y algunos se empeñan en usar esas mierdas de anglicismos. Ineptos.

Hoy estuve a punto de asesinar a un hombre. Quise hacerlo, pero pensé que se lo pondría demasiado fácil a la policía. Quise matar a un trabajador de una pizzería que repartía pizzas a domicilio. Pensé en lo triste que debía ser su vida llevando un trozo de comida a otros idiotas que esperan en sus casas cómodamente, viendo la televisión. Imaginé lo fácil que sería recibirle y clavarle un cuchillo en el estómago y luego, cuando se retorciera de dolor cortarle el cuello. Pensé que lo merecía, como todos. Pero no quiero acabar antes de empezar, no. Hoy no mataría a ese hombre. Quizá otro día, quizá mañana.

Día 1

Esta mañana desperté feliz. Creo que la idea de escribir lo que me pasa por la cabeza y que todo el mundo pueda leerlo me ha levantado algo el ánimo. Cuando he bajado a la calle para ir al trabajo he saludado al portero y le he preguntado por su fin de semana. Estoy contento a pesar de ser lunes. La gente odia los lunes. Yo adoro los lunes porque veo el malestar en sus caras. Todos desearían estar haciendo cualquier otra cosa, pero lo cierto es que todos van como borregos a sus puestos de trabajo. Y no pueden hacer otra cosa.

En el metro me dedico a mirar sus caras. Veo cómo visten. Hoy quizá te he visto a ti. Ni siquiera te has dado cuenta de que te observaba. Miraba tu ropa, tus zapatos, tus ojos. Intentaba adivinar a qué te dedicas. Por qué ibas en ese metro. Si serías tú mi próxima víctima.

Tengo un buen puesto de trabajo en una pequeña empresa dedicada a logística y transportes. El trabajo me da igual, pero me permite tener tiempo para mi. Me cuido. Hago deporte. Leo libros. Pienso cómo asesinar al próximo desgraciado. Soy un gran pensador. Pienso cómo hacerlo sin que la policía pueda detenerme. Pienso quién será la próxima persona. Soy el mejor psicópata que ha habido jamás.

Cuando volvía del trabajo he pasado por delante del quiosco de periódicos donde compro habitualmente. Estaba cerrado. Ese maldito vago había decidido que no tenía que venderme a mi esta tarde la revista que leo cada semana desde hace dos años. Ese maldito viejo no estaba donde yo quería que estuviese. No lo he dudado ni un momento. En cuanto he llegado a casa he bajado al garaje y he recubierto las paredes de mi furgoneta con plásticos. Sé que el maldito viejo aparecerá por el quiosco a las siete de la mañana. A esa hora no habrá nadie en la calle. Es una buena hora para matarle. Mañana morirá. Qué tonto. Morirá por una revista. Pero así es la vida. O mejor dicho, así es la muerte.

Día 2

El viejo no ha muerto hoy. Ese maldito y achacoso viejo "vendeperiódicos" no ha muerto hoy. Permanecí en la furgoneta desde las cinco de la mañana, esperando, pero él no ha acudido a su cita. Hoy no ha abierto el quiosco. Su lugar lo ha ocupado un joven con la cara llena de granos y mirada de perro vagabundo muerto de hambre. Pensé que merecía ser degollado, sacado de este mundo, asesinado. Quise sentir su sangre caliente sobre mis manos, saliendo a borbotones desde su cuello. No pude. Estaba furioso con el viejo. Odiaba al viejo. Maldito seas. Malditos seáis todos. No merecéis la vida que lleváis.

Conduje hacia mi casa y aparqué el coche cerca del portal. No tenía intención de pasar por el piso. Tenía tiempo de sobra así que decidí ir andando hasta el trabajo. Callejeé en busca de soledad. El odio llenaba mis pulmones sustituyendo al maldito aire contaminado de esta mierda de ciudad. Sois escoria. Buscaba soledad y sólo encontraba maldita gente molestando mi paseo. La gente camina por la calle como si fuera suya, como si el resto de la humanidad debiera apartarse a su paso. Es increíble. Nadie sabe quién soy yo. Un hombre asqueroso me ha mirado a los ojos cuando nos cruzábamos. He sentido su sucia mirada sobre mí. Ha contaminado mis ojos. Ha contaminado mi cuerpo.

Giré sobre mis talones en cuanto rebasó mi posición, mientras sacaba con un rápido movimiento el cuchillo que escondía bajo la chaqueta. Me acerqué al maldito ser humano despreciable que me había mirado. No había nadie en aquella calle. Creo que intentó girarse cuando sintió el filo sobre su cuello. Él mismo se degolló. Intentó gritar pero el tajo era tan profundo que las cuerdas vocales habían sido seccionadas. Esto me hizo sentir bien. Intentaba gritar pero con cada gesto se le iba más la vida. Vi la palidez en su rostro. La muerte. El hedor de la muerte. Conseguí saciar mi anhelo más deseado esta mañana.

Le dejé allí tumbado, muriendo y continué mi paseo acelerando el paso. Desde ese momento todo el resto del día ha sido maravilloso. Ha sido un gran día.

Día 3

Anoche salí a tomar una copas con algunos compañeros de trabajo. También se apuntó un jefe en lo que supongo era un desesperado intento por tener algo de vida social y salir de esa asquerosa amargura en la que seguro se encuentra sumido. Cerdo asqueroso. Paseaba su cuerpo por el bar, con una estúpida sonrisa en la boca, haciendo chistes entre sus empleados, bromeando y diciendo tonterías. Gilipollas. Intentaba demostrar inteligencia y humor. Maldito imbécil.

Es patético ver gente intentando ser aceptada socialmente. Verles hacer chistes que consideran inteligentes. Oírles opinar sobre cualquier tema de actualidad como verdaderos expertos. Escuchar sus chistes. Hablar de lo interesantes que son sus actividades fuera del trabajo. Te miran esperando que des tu aprobación. Idiotas, imbéciles.

Yo quería salir de allí. Estar en un sitio cerrado con toda esa gente me daba náuseas. Entré el el baño y allí estaba uno del departamento de contabilidad. Genial. Ahora mearemos los dos en silencio, y él intentará mirar mi polla por encima del separador del urinario, pensé. Quiero matarle. Me mira sonriendo mientras se sacude el pene después de mear. Ese tío se estaba tocando la polla mirándome. Le hubiera matado allí mismo. Me imaginé su cabeza golpeada contra el blanco mármol mojado de orina. Ver su sangre y restos de su masa encefálica empapados en su propia mierda hubiera sido una bonita forma de acabar la noche. Sin embargo rompió el silencio y el hilo de mis pensamientos:

– ¿Has oído lo del hombre degollado en la calle? Ayer, por la mañana. Lo leí en la crónica de sucesos del 20 minutos. La gente está loca, ¿verdad?

– No sabía nada. La gente está desquiciada.

– Lo peor es que no saben quién pudo ser, ni por qué. Le podría pasar a cualquiera.

– Sí, – dije – le podría pasar a cualquiera.

Sonreí. Lavé mis manos y salí de aquel baño. Me despedí de la gente y me fui a casa.

Mañana será otro día, pensé.

Día 4

Esta mañana, cuando pasé junto al quiosco de prensa, volví a ver al viejo asqueroso. Decidí comprar un periódico y cruzar unas palabras amables con él. Estuvo enfermo. Un catarro de verano, me dijo. Imbécil. No sabe que ese maldito catarro de verano le salvó de morir asesinado. Para él tenía pensado algo menos agradable que para el capullo degollado de hace un par de días, pero todo llega. Reconozco que deseo ver los ojos del viejo en el momento en el que un cuchillo atraviese sus tripas, pero hay mucha más gente que merece algo así. Todos merecéis algo así. A todos os llegará vuestro turno.

Después de simular una agradable charla con el anciano me dirigí a mi puesto de trabajo. Otra vez. Allí estaban todos esos desgraciados. Algunos comentaban lo bien que se lo pasaron tomando copas la noche anterior. Sí, fue genial. Me dan ganas de vomitar cuando oigo tantas gilipolleces juntas. Incluso el jefe está compartiendo un café con algunos pringados. Camino hacia mi sitio y me cruzo con el de contabilidad. Llevo mi periódico en la mano. Lo señala y me comenta que el "pobre hombre que degollaron" ha muerto esta noche. Bien. Joder, lo merecía. El muy hijo de puta me miró a los ojos. Yo no le dí permiso para mirarme. Y a ti tampoco, maldito contable. Quiero que te calles. Que dejes de decir estupideces. Por supuesto yo mantengo una conversación cordial y animada con él, pero ya estoy pensando la forma de acabar con su puta voz. Para siempre. Debe morir.

Dejaré que la jornada de trabajo pase y después intentaré seguir al maldito contable. Es un trozo de escoria sucia que pasea por la oficina diciendo tonterías. Odio su cara. Aborrezco su puto tono de voz. Os aborrezco a todos.

Leo alguna noticia del periódico. La policía investiga el caso del hombre degollado. Idiotas. No saben que les he librado de un despojo humano más. Deberían agradecerlo, en lugar de comenzar una investigación. Tomo un café mientras escribo estas líneas y recuerdo la sangre saliendo a borbotones de la garganta del capullo. Recuerdo sobre todo sus ojos de sorpresa. Esos ojos de una persona que se siente impotente. Sabe que lo he matado pero aún está vivo para pensarlo. Es genial. Es grandioso. Soy Dios.

Día 5

Ayer seguí al contable hasta su casa. El muy inútil no se dio cuenta de que lo estaba siguiendo. Vive en un barrio caro, en unos apartamentos de esos que tienen un jardín a la entrada rodeado de una verja de seguridad. Supongo que con eso se sentirán seguros. Sonrío al pensar en la sensación de seguridad que creen tener. Ese capullo no sabe que hoy a tenido la muerte a unos centímetros de su cara. Ese capullo no sabe que pronto va a sentir tanto dolor que deseará que yo acabe con su sufrimiento.

Camino hacia mi casa. Está a unas dos horas andando de aquí. Afortunadamente para mí eso no es nada. Suelo cuidar mi forma física. Entre semana voy al gimnasio o a correr, y los fines de semana me gusta salir al campo a andar. A veces voy solo. Otras veces voy con algún capullo que se cree en simbiosis con la naturaleza sólo por andar unos kilómetros por un bosque. Voy pensando en cómo hacerlo. Cómo matar al contable gilipollas. No va a ser fácil hacerlo sin que nadie sospeche de mí.

Paro en un bar. Nunca había entrado en ese sitio. Es el típico bar donde hay gente que parece mobiliario del establecimiento. Parece que viven ahí. Están apoyados en la barra, bebiendo asquerosas bebidas alcohólicas mientras intentan olvidar lo patéticas que son sus vidas. Dan pena. Me dan muchísima pena. No, es mentira, no me dan pena, me dan asco. Sus putas vidas asquerosas son patéticas. Ellos son patéticos. Algunos parece que llevan la misma ropa que hace una semana. Están ahí, con la mirada fija en algún punto de sus vasos, o mirando la mierda que escupe la televisión a todas horas. Algunos abren sus bocas para vomitar palabras que certifican su estupidez. Escoria. Pido un zumo al camarero. Me mira con cara rara. Parece que si no pides whisky o algo parecido no debes estar en ese bar. Le miro a los ojos. No digo nada. Espero mi bebida. A los pocos segundos me sirve el zumo. Lo pone encima de la barra. Una barra sucia, pegajosa. Miro alrededor. Me da la sensación de que todos los pensamientos de esta gente caben en un botellín de cerveza. Matarles sería liberarles de sus asquerosas vidas.

Tomo mi bebida. Pago. Me voy del bar convencido de que cada vez que mato a uno de esos restos humanos soy un poco mejor persona. Cada asesinato me acerco más a la perfección.

Día 6

Quedé con ella el sábado por la noche. No es la primera vez que salimos a tomar algo por ahí. Sé que le gusto, se siente atraída por mí. Eso me parece normal. Si yo fuera una mujer también me sentiría atraído por alguien como yo. Soy el único hombre perfecto de esta tierra. Mi esperma es el único que aún no ha degenerado. Es indigno intentar comparar al resto de escoria conmigo. Por eso la llamé. Porque sabía que a esa maldita zorra la encanta follar conmigo. Está loca por follarme. Otras veces es ella la que me llama, pero esta vez fui yo. Me apetecía tirarme a esa zorra.

Compartimos la típica charla absurda. La invité a algunas copas después de cenar en un restaurante italiano. Me encanta la comida italiana. Lo único que la estropea es ver las putas caras de esos asquerosos maricones hablando un idioma de tan patético como su país de ladrones. Joder, ¿cómo se puede tener esa entonación y no pretender que la gente se ría de ti? Cuando oigo hablar a uno de ellos me dan ganas de meterles un cuchillo por la boca y cortar sus lenguas para que no puedan volver a hacerlo.

De cualquier forma la cena estaba rica. Después de las copas fuimos a su casa.

Follamos. La follé como nadie la había follado nunca. Se la metí sin parar mientras escuchaba sus gemidos de placer. Por la mañana desayunamos juntos y me fui a mi casa.

Cuando volvía para casa me fijé en todas las mujeres que pasaban por mi lado. Todas ellas me daban asco. Malditas. Miro su caminar orgulloso, altanero. Caminan como su tuvieran el poder en sus manos. Como su pudieran hacer de cualquier hombre un pobre pelele. Me fijo en todos sus rasgos. Aprieto los dientes y aligero el paso. Me apetece descansar. Hoy sólo quiero descansar.

Día 7

Lunes. No es un día mucho peor que un martes o un jueves. El problema de los lunes es la gente. Otra vez la maldita gente. He tenido que escuchar las patéticas historias de fin de semana de mis compañeros. Idiotas. La gente así tendría que pensar en sus vidas y suicidarse antes de que un loco psicópata asesino les matara. Escuchas sus anécdotas del sábado por la noche y tienes que poner cara de interés. Gilipollas. Me parece una puta mierda tu vida y sus capítulos, pero no te lo puedo decir a la cara. No puedo dejar que pienses que deseo acabar contigo. Así que pongo expresión de interés y rí o alguno de tus chistes.

– No veas qué pedo a cerveza, tío… y qué dolor de cabeza el domingo.

– Si, joder. Es que la cerveza es muy cabezona. ¿Y qué pasó con la chica del fin de semana pasado? ¿la volviste a ver?

Mierda. Dais asco. Encima tengo que aparentar que me interesa la zorrita a la que te tiraste hace una semana. O que seas un puto alcohólico. Yo mato. Yo mato a gente como tú. Les corto el cuello y luego, mientras se desangran, recito poesía de Espronceda, Lorca o Machado. Y tú me cuentas cómo te emborrachaste el sábado. Me das asco.

A media tarde suena mi teléfono móvil. En la pantalla aparece un nombre. Lorena.

Siempre hace lo mismo. Siempre me llama los lunes cuando hemos quedado el fin de semana. Se está poniendo muy pesada. Creo que tendré que hacerla callar. Pero dudo si acabar antes con el capullo de contabilidad. Hoy a bajado a comer conmigo y mi compañero. No ha cerrado la puta bocaza en toda la comida. Es un capullo pedante y arrogante. El teléfono vuelve a sonar. Lorena otra vez. Lo cojo. Estoy de lo más simpático. Me dice que esta noche va a una exposición de cuadros de un puto pintor nuevo. Es en un bar. Lo conozco.

– No, lo siento, no creo que pueda ir. No veas qué jaleo en el trabajo. Creo que me tocará quedarme toda la noche. ¿hasta qué hora durará eso?… Bueno, si salgo a tiempo me paso.

– Genial Carlos. Creo que acabará sobre la una o así.

– Bien. Pues ya te diré algo. Si no te veo esta noche mañana podemos tomar un café. ¿Te apetece?

Ella parece ilusionada. Es la primera vez que yo muestro cierto interés. Me dice que el café de mañana podemos tomarlo aunque nos veamos hoy. La oigo sonreír al otro lado de la línea. La doy esperanzas.

– Claro. Eso está hecho.

Colgamos. seguro que ahora se pasa toda la tarde pensando en mí. Me gusta eso. Que piense en mí. Que me desee. Mañana no tomaré café con ella. Mañana estará muerta.

Día 8

Me gustan las noches de finales de agosto. Camino por la calle protegido por el anonimato de la gran ciudad. El excesivo calor de los meses anteriores ya no azota mi cuerpo perfecto. No es extraño ver gente con una camisa de manga larga. La gente no se asombra al verlo. Es bueno para mí porque puedo llevar un cuchillo oculto más fácilmente.

Por supuesto no voy hasta el bar a ver la exposición de pintura. No quiero ni imaginarme a un grupo de tipos haciéndose los entendidos, opinando acerca de un montón de brochazos verdes sobre un fondo azul. Imagino sus comentarios: "eso simboliza el alma del pintor sobre el mar. Adora el mar". ¿Qué mierda es esa? El puto pintor limpió en ese lienzo sus pinceles y de paso vomitó en una esquina. Algún gilipollas decidió que era grandioso y ahora el cuadro está colgado en la pared de un bar con una etiqueta que pone "esperanza sobre el mar, 600 euros".

Paseo por las calles cercanas a la casa de Lorena. Espero. Paseo. Espero. Son las dos de la mañana de un día de diario. No hay nadie por la calle. Está oscuro. La veo a lo lejos. Ella también me ve a mi. La veo sonreír. Desde lejos me hace una señal y acelera el paso. Viene hacia mí. Dejo que se aproxime. Se acerca. Me mira a los ojos y me abraza. Me da un beso. Siento algo especial cuando me besa. Me gusta. Ahora sé que tengo que acabar con ella cuanto antes. No puedo cometer ningún error. Nos dirigimos hacia su casa. Me está contando cosas de los cuadros de la exposición. Me da igual. Cállate. No quiero saber nada de ti ni de la maldita exposición de mierda.

Pasamos delante de un garaje. La empujo hacia dentro. La agarro con fuerza y la beso. Con mi mano izquierda subo su falda y empiezo a tocarla. Ella gime de placer.

– ¿Me lo vas a hacer aquí mismo? ¿no aguantas hasta casa?

– Te lo voy a hacer en todas partes.

Sonríe y gime. Tiene los ojos vidriosos. Le gusta. A esas alturas mi mano derecha sujeta el cuchillo. La sigo tocando con mis dedos. Me acerco a ella. Gime de placer. Meto dos dedos en su asqueroso coño. Gime un poco más. Gime por el placer que surge del deseo concedido. Clavo mi cuchillo en su costado. Sus ojos se abren mucho. Saco mis manos de su sucias bragas y tapo su boca. Vuelvo a clavar el cuchillo. Siento la sangre caliente fluir por mi mano derecha. Me aparto un poco para no mancharme. Cae al suelo. Sigue viva. Sigue mirándome. Mi mano sigue tapando su boca. Vuelvo a clavar el cuchillo en su corazón mientras, con voz suave recito:

"Débil mortal no te asuste

mi oscuridad ni mi nombre;

en mi seno encuentra el hombre

un término a su pesar.

Yo, compasiva, te ofrezco

lejos del mundo un asilo,

donde a mi sombra tranquilo

para siempre duerma en paz."

Día 9

Dormí muy bien esta noche. Supongo que el placer de saber que esa maldita zorra no volverá a molestarme con sus llamadas ha sido suficiente somnífero. Esta mañana al despertar me sentía bien, muy bien. Creo que la humanidad vuelve a estar en deuda conmigo. He librado al mundo de otro ser humano inútil.

Camino del trabajo pasé por delante del quiosco del maldito viejo. Allí estaba él, esperando a la muerte. Veo en sus ojos ganas de acabar. Yo le haría un favor si lo matara en ese momento. Compro un periódico. No veo ninguna noticia acerca de la muerte de Lorena. Normal, ya era tarde. Continúo mi camino. Entro en el metro. Esta es la peor parte del día. Tengo que rozarme con basura asquerosa. Carne humana apestosa, maloliente, sudorosa. Espero en el andén. Mientras espero voy mirando a derecha e izquierda. Observo. Veo sus caras. Hay dos extranjeros, sudamericanos, con mochilas. Hablan amistosamente. Cerca veo a un gordo asqueroso con la camisa sudada. Hay mucha más gente, pero ese maldito gordo me llama la atención. Seguro que se pone a mi lado.

No dejo de observarle. Es un cerdo asqueroso. Está mirando a una chica joven que también espera en el andén. La está mirando como un puto salido. La mira el culo y las tetas. Avanza un paso y puedo ver sus ojos mirando el coño de la chica. No es que ella merezca vivir, es una puta asquerosa, pero me da asco ese tipo de comportamiento. Miro al resto de hombres del andén. Muchos de ellos miran obsesivamente el culo de la joven. Joder, dan asco. Sois todos puta basura inmunda. Por eso os odio. Porque sois como los monos. Deberíais estar metidos en una puta jaula en el zoo. Escoria.

La mayoría de la gente que está allí esperando tiene defectos. No, la mayoría no, todos. Son intentos fallidos de humanos, hombres y mujeres. Imagino cómo debe ser un hombre y les miro a ellos. Dios, me dan asco. No son como deberían ser. Unos son gordos. Otros son demasiado altos. Otros están muy delgados. Mierda me estoy volviendo loco. Quiero matarlos a todos. Y ese olor, ese puto olor. Ese maldito hedor penetra en mi s fosas nasales. Están contaminando mis pulmones perfectos. Tengo que salir de allí antes de morir infectado por tanta imperfección. Me giro. Ando hacia la salida. El metro está entrando en la estación, pero a mi no me importa. Salgo a la calle y camino.

Fuera hay mucha gente. Es también asqueroso, pero por lo menos puedo evitar rozarme con ellos. Decido caminar hasta el trabajo. Sólo será una hora caminando. Es mejor eso que morir ahí abajo, con esa puta gente. Sonrío. Soy perfecto. Yo salvaré la raza humana.

Día 10

"Se desconocen las causas del asesinato de la joven Lorena, hace dos noches. Es el segundo asesinato en menos de una semana, posiblemente a manos del mismo loco". Así es como uno de los periódicos más importantes del país titulan el hecho. Malditos. Les ayudo, les libro de las peores basuras de esta ciudad, limpio de estiércol sus tristes vidas y me llaman loco. No tienen ni idea. Yo no estoy loco. Ellos estaban locos. Ahora están muertos.

Leer esas líneas me hace comprender que la gente no está aún preparada para entenderlo. Imagino al redactor de la noticia, un capullo lerdo que no ha entendido nada, escribiendo mientras bebe un café en su mesa y comenta el partido de fútbol del día anterior. Es patético. Lo escriben sin pensar. Dan asco. Manejan la información, la controlan, la modifican. La gente los cree sólo porque escriben en un periódico. La gente compra esos panfletos, los leen y se lo creen todo. ¿Cómo pueden ser todos tan inútiles?.

Recibo varias llamadas de amigos. Todos me preguntan sobre la chica. Saben que quedábamos de vez en cuando. Yo aparento estar afligido. El dolor es insoportable. Ella me gustaba de verdad. Eso les hago pensar. Capullos. Ella está mejor ahora. Todos están mejor ahora que ella no está. Ellos no se dan cuenta. Hoy tendré que disimular mucho.

A media tarde una llamada me ha preocupado de verdad. Alguien, identificándose como policía, me comenta que tengo que ir a comisaría. Por lo de Lorena. Saben que yo mantenía una relación con ella. Es mentira. Sólo quedábamos de vez en cuando y follábamos. Ella follaba casi con cualquiera, joder. No me pongo nervioso. No tengo nada que ocultar. Ella está muerta y yo lo lamento mucho. Estoy triste. Si pudiera atrapar al asesino despiadado que ha hecho esto… mañana he quedado con el inspector. Sonrío. No tengo miedo de nada. Mañana iré a la comisaría y haré una gran representación. Idiotas.

Día 11

La charla con el inspector de policía encargado del caso del asesinato de Lorena fue mucho más amena de lo que me podía esperar. He de reconocer que me intrigó bastante, y me sorprendió con algunas cosas que dijo. Parecía ser un hombre inteligente, a pesar de su cargo de funcionario. No es que los funcionarios no sean seres inteligentes, es que casi nadie demuestra el más mínimo de inteligencia. La maldita demostración de esto es sencilla: sólo tienes que salir a la calle y observar a la gente. De toda la asquerosa chusma con la que puedes cruzarte más del 99% es completamente inútil. La raza humana está perdiendo la inteligencia que un día ganó. Cualquier animal demuestra más habilidad mental que el hombre.

El inspector no parecía dudar de mi dolor intenso por la pérdida de una amiga, un ser querido. No obstante sentí cómo su mirada escrutadora intentaba buscar dentro de mi cerebro un síntoma de culpabilidad. Estaba convencido de que el asesino era un conocido de Lorena. Él creía que era yo, seguro. Lo noté en sus ojos. Mereció mi respeto. Hacía mucho tiempo que no conversaba con alguien y sentía ganas de matarle, o de arrancarle la sonrisa de su cara, o de aplastar su cabeza contra el suelo hasta reventarle un cerebro que no utilizaba nunca. Sin embargo el inspector mereció mi respeto. Qué pena que, a pesar de ser un tipo listo, no sea lo suficientemente listo como para acusarme formalmente. Nunca llegará a mi altura.

En casa decidí eliminar mis diarios de Internet. Creo que sólo podrían traerme problemas. Ahora escribo sólo para mí. Algún día, maldita humanidad, lo podréis leer. Cuando estéis preparados. Y me agradeceréis lo que hice por vosotros. Me idolatraréis y guardaréis mis imágenes veneradas. Yo eliminaré los restos asquerosos de esta sociedad. Yo limpiaré al hombre de tanta inutilidad.

Esta mañana, mientras iba a desayunar, me fijé en la cantidad de idiotas que había en las calles. Les miraba las caras. La mayor parte de la gente parecía ser completamente idiota. O peor, tenían potencialmente un cerebrocapaz, pero preferían utilizarlo sólo para las funciones mínimas para la vida: respirar, comer, beber y excretar. Dan pena. Miras sus rostros. Sonríen hablando entre ellos. ¿De qué coño se ríen? ¿No se dan cuenta de su inutilidad cerebral? Me han dado asco. Me necesitáis. Seguiré luchando por la humanidad. Soy un salvador. El nuevo mesías.

Día 12

Ayer fue el entierro de Lorena. Por supuesto asistí al sepelio. Había allí una gran número de personas, conocidos, amigos, compañeros de trabajo y, por supuesto, allí estaba yo, su asesino. Era una sensación grandiosa saber que yo era capaz de generar todos esos sentimientos. Había gente llorando, indignada. No les culpo. Maldito desalmado asesino. ¿Cómo puede alguien ser capaz de hacer algo así? Ella era una gran persona. Una chica joven, alegre, guapa, inteligente. Lo tenía todo. Tenía un novio simpatiquísimo. Eran la pareja perfecta. Una lástima. Idiotas. Era una más. Estaba perdida desde el comienzo, desde que la dejasteis venir a este mundo. Yo os he librado de ella. No entendéis nada.

Mucha gente me mira y se acerca a mí. Me da el pésame. Todos sabían que teníamos una relación. Ella debía haberlo contado por ahí. Maldita zorra estúpida. Lloro. Pero no desconsoladamente. Lo justo para que se vea el dolor en mis ojos. Beso a la madre y doy un abrazo al padre. Actúo. Soy el mejor artista de este mundo.

Por fin todo acaba. La obra de teatro finaliza. Se baja el telón. Pido un taxi y le doy la dirección de mi casa. Mientras arranca voy pensando en qué clase de taxista será. Espero que no me dirija la palabra en todo el viaje. Joder, no los aguanto. Mierda. Se pone a hablarme. Me pregunta, c on mucho tacto, o lo que una mente como la suya pueda entender por tacto, si vengo del cementerio. Pienso que es la frase más idiota que he podido escuchar en toda la mañana. No le culpo. Tiene el cerebro lleno de mierda. Lleva un periódico deportivo en un asiento del coche. Está gordo. Lleva las ventanillas bajadas. Suda. Suda por que está gordo. Suda porque ha tenido que pensar cómo preguntarme esa absurda frase.

Le contesto con simpatía. Soy un joven simpático, agradable. Soy la potencia hecha acto, pero sin desvirtuar. Soy la idea platónica de la perfección humana. Soy guapo. Soy inteligente. Más que nadie. Tengo el poder de decidir quién vivirá hoy y quién morirá. Soy la mano de dios en la tierra. Hablo con el taxista amistosamente. Acabamos hablando de fútbol. Es lo más lejos que ese hombre podrá llegar. Me cuenta que de taxista ha sido testigo de muchas cosas. Algunas muy raras. Se considera una persona culta. Cada minuto que paso en ese coche me dan más náuseas.

Llegamos a mi calle. Pago y le doy una propina. Me da el pésame. Me da la mano. No sería un mal tipo si tuviera algo de inteligencia. Me despido con educación. Salgo del taxi y me dirijo a mi casa. Hoy no iré a trabajar. Estoy desconsolado. Han asesinado a mi novia. Yo te maldigo, asesino.

Día 13

La mañana de trabajo ha sido muy aburrida. Las mismas caras de siempre. Los mismos comentarios. Los mismos gestos. Se ha acercado a mí mucha gente. Algunos son para mí casi desconocidos. Me dan la mano. Me dicen que lamentan lo de mi chica. Yo pongo cara de pena, pero por dentro pienso que son idiotas. Se me ha acercado un tipo con el que jamás había hablado. Me dice que es el director de la sección de marketing. Que se encarga de las campañas publicitarias y las acciones con clientes. Joder. Acciones con clientes. ¿Qué mierda es esta? ¿Dónde coño estamos metidos? Oigo hablar a esta gentuza y sólo puedo pensar en sus ojos apuñalados, sus lenguas cortadas, sus genitales destrozados y desgarrados.

Odio esta gente del trabajo que intenta utilizar términos técnicos, espectaculares, para referirse a pantomimas y chorradas. Acción de marketing. Una puta carta, una invitación a una comida o un cartel es una acción de marketing. Imbécil. Después de hablar con todo el día con capullos decido que yo no mato gente: cambio el estado de sus vidas.

Es una pena que esta gentuza enturbie un díatan importante para mí. Hace cinco años que falleció mi madre. Al salir de la oficina me dirijo hacia el cementerio. Antes decido pasar por una floristería. Quiero poner un buen ramo de flores sobre la tumba de la única persona decente que pisó este mundo. La dependienta del establecimiento me atiende con amabilidad. Tiene un buen cuerpo. Su cara es bonita. Me mira. La muy zorra está deseando cerrar la puerta y follarme allí mismo. Lo sé. Soy un tipo atractivo y muy agradable, pero no soy un puto salido de mierda. Sé que podría hacérselo allí mismo. Sin embargo sólo soy amable con ella. No pretendo metérsela en un día tan especial para mí.

La miro. Ella envuelve las flores con cuidado. Decido que no estaría mal echar un polvo un día de estos. Compro una rosa aparte del ramo y antes de salir de la tienda se la doy. Se queda cortada. Sonrío. Se acerca a mí y me besa en los labios. Alguien entra en ese momento en la tienda. Me da una tarjeta con su teléfono y me despide amablemente. Soy un Don Juan. Mientras me acerco a la tumba de mi madre voy pensando en el poder que me ha sido otorgado. Soy capaz de seducir a una dependienta salida ninfómana y matarla mientras la digo que la quiero. Seguro que lo acabaré haciendo. Llego frente a la tumba de mi madre muerta. Rezo. Madre, intento hacer que te sientas orgullosa de mí. Tienes un gran hijo.

Día 14

El caso de Lorena ya casi no sale en los periódicos. Ya no es noticia. Ahora interesan más otras cosas. Ni siquiera el viejo del quiosco lo comenta. Ya no existes, Lorena. Tampoco existe el pobre cerdo al que corté el cuello con mi cuchillo. Realmente se lo cortó él mismo. A estas alturas ya estará empezando a descomponerse. Ahora mismo su cadáver desprende un hedor nauseabundo, como toda la vida que llevó.

Estoy en el trabajo. Decido salir de allí. Llevo cuatro horas seguidas trabajando, sin parar. Revisando páginas y páginas llenas de garabatos y mirando una pantalla de ordenador. Oigo a capullos cerca de mí que hablan estupideces banales, así que bajo a tomar algo un bar cercano. Entro en el local. Espero apoyado en la barra. La misma camarera de siempre. Se acerca a mí. Antes de que diga nada pido un café con leche. Hay dos tipos cerca de mí, hablando. Escucho su conversación. Están hablando de perfiles psicológicos de asesinos. Es curioso. Hablan de los asesinos en serie. Hablan del cerebro humano como si lo comprendieran. Los observo detenidamente. Patéticos. Están hablando del comportamiento del hombre, de su complejidad, entre trago y trago de cerveza. Cada uno tiene un bocadillo en la mano. Casi no saben hablar. Son como monos, repiten lo que ven. Aprenden sin saber lo que hacen. Hablan sin saber de qué coño están hablando. Se nota en sus caras. Son jodidamente incultos y aún así se atreven a hablar de locura y enfermedades mentales.

Así es la mayoría de la gente con la que me cruzo hoy. Son todos unos malditos expertos en hablar tonterías, sin tener ni idea de nada. Debería matarlos a todos. Pienso en matar cuando suena mi teléfono móvil. Es un amigo. Quiere salir a tomar unas cervezas esta noche. Le digo que no puedo, estoy cansado, pero le aseguro que mañana quedamos. Cuelgo. Marco el número de la dependienta de la floristería con mi móvil. Al otro lado del teléfono una voz sensual contesta. Joder, me excito sólo con escucharla. Hablamos un rato mientras me toco. Me masturbo a la vez que me cuenta su día en el trabajo. Pienso en su culo. Es genial. He quedado con ella dentro de dos horas en un bar del centro. Tomaré algo con ella y volveré a mi casa. No quiero trasnochar. Soy una persona muy formal y mañana hay que trabajar.

Día 15

Anoche salí a tomar algo con la dependienta de la floristería. Quedamos en un bar del centro de la ciudad. Me gusta ese local. Es un sitio tranquilo. La música no está demasiado alta y puedes hablar con facilidad. Cuando llegué ella estaba sentada en un taburete, junto a la barra. Estaba tomando una copa. Me pareció interesante. La mayoría de la gente tiene miedo de esperar bebiendo alcohol. La mayoría de la gente tiene miedo de reconocer que sus vidas son aburridas y que necesitan alcohol y drogas para salir del horror en el que se hayan sumidos.

Hablamos un rato. Ella no parece demasiado nerviosa por haber quedado con un desconocido. Pienso que ya lo ha hecho más veces. Joder, es una puta experta en follarse tíos a los que no ha visto nunca. O quizá no. Está buena. La estoy haciendo reír. Soy un seductor. Ella está deseando meterse en la cama conmigo. Me levanto. Voy al servicio. Antes de entrar me giro y la miro. Ella se ha levantado también. Está justo detrás de mí. Entramos juntos. Está detrás de mí. Rodea mi cuerpo con sus manos y comienza a tocarme. El pecho. La cintura. La polla. Me giro. Cerramos la puerta. Comienzo a besarla. Meto mi mano debajo de su pantalón. Me gusta esta clase de pantalones ajustados, elásticos. Mi mano penetra perfectamente. La toco. Gime. Zorra. Está empapada. No necesita demasiado para calentarse. Con un movimiento violento la doy media vuelta. Bajo sus pantalones con mis manos. Aparto el tanga con mis dedos y meto mis dedos en su coño. Sigue gimiendo. Quiere que la folle ya. Me pongo un condón y se la meto. La follo. Ella apoya sus manos en la pared. La empujo. Rabia. Ira. Con cada empujón que doy ella gime un poco más alto. Toco sus pechos con mis manos rodeando su cuerpo. Follo. Agarro sus muñecas. Está entregada a mí. Cada vez me muevo más rápido. Ella se mueve conmigo. Seguimos. Seguimos hasta el final. Me corro. Ella también se corre. Nos quedamos quietos. Lentamente me aparto. Ella se gira. Se sube el pantalón y antes de que yo me lo pueda subir se arrodilla delante de mí. Me mira. Se mete la polla en la boca y la chupa. Para y me mira. Esto es para limpiarte, me dice.

Salimos del baño. La camarera nos mira. Me acerco a la barra y la pido una copa para mi amiga y un refresco para mí. La guiño el ojo. La camarera parece algo azorada. Está nerviosa. Sonrío. Vuelvo con la dependienta. El resto de la noche habló de estupideces. Trabajo, amigos, banalidades. Folla bien pero la preocupan las mismas tonterías que al resto de la gente.

Vuelvo solo a casa. Esa noche dormiré bien. Me ha gustado quedar con ella. Ella se ha ido a su casa en taxi. No quise ir con ella. Mañana tengo un viaje de trabajo a las ocho de la mañana, mentí. Joder puta, no pretendas casarte conmigo por un buen polvo, pensé. Llego a mi casa y me ducho. No puedo soportar el olor del humo en mi cuerpo perfecto. Después me echo en la cama y duermo. Mañana será un día largo.

Día 16

Cuando sonó el despertador esta mañana estaba profundamente dormido. Quizá por eso tardé algo más de lo normal en salir de la cama. Anoche llegué realmente cansado a casa. Mientras me preparo para salir de casa pienso en la dependienta. Joder, espero que no espere nada de mí. Tengo una labor más importante en mi vida que dedicarme a follar con ella por las esquinas.

Salgo de casa. Es viernes. La gente parece más contenta l os viernes. Todos están jodidamente podridos por dentro y saben que el fin de semana pueden dedicarlo a intentar hacer parecer que sus vidas son algo más que el trabajo. Idiotas. Todo es pura pantomima.

En el trabajo todos intentar alardear de sus planes para los próximos dos días. Pescar. Andar por el campo. Quedar con los amigos. Todos están sobrados de planes. Miro sus ojos. No me pueden engañar. La mayoría odia el fin de semana p orque no soporta a sus familias. Estoy tomando un café, solo, tranquilo. De repente una voz a mi lado intenta establecer una conversación conmigo. Una joven del departamento de recursos humanos se dirige a mí. Debe pensar que me interesa algo de lo que dice. Ya hemos hablado más veces. Le caigo bien. Me pasa con mucha gente. La gente piensa que soy un tipo agradable. La miro. Me cuenta que este fin de semana se va con su novio a una casa rural. Zorra. Creo que intenta darme celos, o algo así. Nos vamos con una amiga mía y su novio, me dice. Eso es genial, – respondo – ¿vais a hacer intercambio de parejas? – digo con cara seria.

Ella me mira. No sabe si lo estoy diciendo en serio o en broma. Decido sonreír para evitar problemas. Ella se ríe a carcajadas. En ese momento llega el capullo de contabilidad. Él también se quiere reír, dice. La de recursos humanos, con sonrisa en los labios dice que es un chiste tonto. Que soy un tío muy gracioso. El de contabilidad asiente. Estoy deseando matarlos a los dos, pero intuyo que eso podría producirme problemas. Me acuerdo del inspector de policía. No debería cometer demasiados errores. Tendré que tener más cuidado.

Mientras pienso todo eso han llegado tres personas más a unirse a la conversación. Todos están soltando su mierda por la boca. Todos son geniales. Sus vidas son maravillosas. Pero a mí no pueden engañarme.

Día 17

Me gusta pasear por el campo. Me gusta andar por un bosque hasta estar lo suficientemente alejado de la estupidez humana y contemplar la naturaleza. Ahí, donde el hombre no ha dejado su huella, puedo descansar. Solo. En silencio.

Este sábado decidí hacerlo. Intenté apartarme de la sociedad. Pensar. Necesito recapacitar. Hago lo que puedo con mis manos para mejorar este mundo, pero no veo el final. Conduje hasta un remoto paraje montañoso. Aparqué el coche y comencé a andar. Anduve varios kilómetros hasta un rincón apartado de todo. No esperaba a nadie allí. Me equivoqué. Llegué hasta el lugar esperado y allí estaba él. Ese maldito inútil con su hijo, pasando un día de campo. Ultrajando uno de los pocos parajes no infectados por vuestra estupidez.

Me mira. Sonríe y saluda. Yo respondo al saludo. Está robando mi espacio, mi vida. Quiero estar allí. Quiero estar sólo junto a ese río. Sentado en esas rocas. No quiero oír la voz del niño gritando. Quiero escuchar el agua caer por esa cascada de dos metros de altura. Estoy furioso. El niño se aleja un poco. El padre enseguida le grita para que no se aleje. Tiene miedo de que caiga por la pequeña cascada. El pequeño tendrá unos diez años. Se acerca al borde y, riendo, comienza a orinar. Miro al padre. Se ríe. Niños, me dice. Gilipollas. Niños, digo yo.

Espero sentado sobre las rocas. Dejo pasar el tiempo observando, meditando. Estoy cada vez más desquiciado. Necesito estar allí yo solo. Es mi puto sitio. Gordo de mierda. Espero. El padre se levanta. Creo que va a remojarse los pies en el río. Es el momento. Lo sé. Tengo que hacerlo. Niño, voy a asesinar a tu padre. Me quito la camiseta. La dejo caer en el río. Es perfecto. La corriente la arrastra hasta donde está el gordo. Me levanto y ando rápido hasta ahí. El gordo se gira. Ve la camiseta y me mira. No te preocupes, yo la paro, me dice sonriendo. Se agacha para recogerla. Muchas gracias, cabrón, pienso mientras me abalanzo sobre él. Le empujo. Pierde el equilibrio y cae de espaldas sobre el agua. Me mira asustado. Creo que intenta balbucear algo pero le entra agua en la boca. Cojo una roca redondeada del fondo del río y golpeo su cabeza con todas mis fuerzas. Oigo crujir algún hueso del cráneo.

Sigue vivo. Vuelvo a golpear. La sangre me salpica. Golpeo. Golpeo. Siempre en la cabeza. Crujir de huesos. Golpeo. Le miro. No se mueve. Sumerjo su cabeza en el agua y espero. Un minuto. Dos minutos. Está muerto.

El niño ha visto toda la escena. Está a un par de metros de mí. Paralizado. Me acerco a él con la roca en la mano. Es incapaz de correr. Basta un solo golpe. Cae desplomado. Hundo su cabeza en el agua. Me aseguro: está muerto. Empujo los dos cuerpos. Caen por la cascada. Dejo caer la piedra resbalando junto al torrente de agua. Recojo mi camiseta. Ahora podré descansar tranquilo. Me siento junto al río y disfruto de un gran día de campo.

Día 18

El andén del metro vuelve a estar abarrotado. No recordaba que hoy los niños vuelven a las clases después de las vacaciones de verano. Espero al metro. Estoy rodeado de decenas de personas en este andén sucio, maloliente. Es asqueroso. A mi lado, como siempre, un tipo sudoroso, mal vestido, mal afeitado. Joder, es lunes y ya lleva la camiseta sucia. ¿Es que no lo veis? ¿Nadie más lo ve? Estáis todos ciegos. No veis lo que está pasando. El mundo se está poblando de esta mutación de la especie humana. Náuseas. La mutación comienza a toser. Oigo como carraspea y absorbe el contenido de su sucia nariz.

No puedo evitar sentir asco por todos vosotros. Por fin llega el metro. Subimos. Estamos apretados. Miro alrededor. Es increíble. Veo la cara sonriente de un tipo rubio, algo más alto que los demás. Mira con complicidad al hombre que tiene a su lado. Es más bajo que él y completamente moreno. No parecen de este país. Los dos dirigen la mirada hacia la chica morena que tienen justo delante. El tipo rubio acerca su pelvis contra ella, contra su culo. Puto cerdo. Pone como excusa la falta de espacio. Ella consigue girarse. Los dos cabrones ríen. Me dan asco. Miro para otro lado. Un par de niños no paran de hablar a gritos. Es su primer día de escuela este curso. Intentan hacerse notar. Futuro oscuro para la raza humana.

Intento concentrarme en otra cosa. No estoy allí metido. No quiero estar allí metido. El puto rubio sigue molestando a la chica. El otro le ríe las gracias. Llegamos a una estación. Los dos extranjeros bajan del vagón, empujando a varias personas. Miro mi reloj. Les miro. Intento guardar cada gesto, cada rasgo de sus caras. Es posible que nos volvamos a ver.

Dejo pasar los minutos. El metro se detiene en mi parada. Bajo. Salgo a la calle. Me siento aliviado. Camino hasta la oficina. Dejo algunas cosas sobre mi mesa y me dirijo directamente a tomar un café. Allí hay varias personas. Están hablando de un accidente. Parece ser, me comentan, que ayer ocurrió un accidente mortal en un paraje cercano a un río. Un padre y su hijo. Ambos fallecieron. La policía cree que el hijo cayó por una cascada y el padre, al intentar salvarlo se precipitó detrás. Es una lástima. A mi mi padre jamás me llevó a pasar un día al campo. Quizá por eso estoy vivo.

Día 19

Un día anodino, como tantos otros. Llego a casa muy tarde del trabajo. Estoy harto de la gente. Me siento en el sillón. De repente recuerdo la noche con la dependienta de la tienda de flores. Ella no me interesa en absoluto. A mi cabeza viene la figura de la camarera. Recuerdo su mirada, observándome cuando salía del baño. Ella estaba deseando estar ahí dentro, conmigo. Sonrío. Me levanto del sillón. Decido ir hasta ese bar. Miro el reloj. Aún tengo tiempo, así que me doy una ducha tranquilamente. Me visto. Salgo de casa. Me dirijo hacia ese local.

Cuando llegué era casi la media noche. Entro. Sólo hay un par de personas en todo el bar. La camarera está apoyada en la barra, aburrida. Me acerco despacio, con calma. Ella me mira. Me reconoce. Se incorpora. Sonríe. El follador del baño, me dice. Yo también sonrío. La pena es que no fuiste tú, digo. Ella, sin preguntarme, me sirve una cerveza. Yo no suelo beber demasiado, pero haré una excepción. Doy un par de tragos. No hablamos. Escuchamos la música. Ambos sabemos lo que queremos. Ella quiere hacerlo conmigo. Yo quiero que muera. Los dos últimos clientes salen del bar. Nos quedamos solos.

Ella sale de la barra y baja el cierre la puerta. Recoge algunos vasos y contonea sus caderas delante de mí. Intenta provocarme. Se acerca a mí. Deja los vasos sucios en la barra con un movimiento insinuante. Zorra. Su pecho roza mi mano. La miro. La agarro por la cintura. Su boca está a un centímetro de la mía. Nos besamos. Pasión. Calor. Sexo. Ella comienza a acariciarme con su mano. Empiezo a acariciar cada centímetro de su cuerpo. Cierra los ojos. Se deja llevar. Mi lengua recorre su cuello. Chupo suavemente el lóbulo de su oreja. Gime. Con mi mano derecha agarro con fuerza la cerveza que me ha servido. Levanto el brazo y antes de que pueda darse cuenta de lo que está pasando la golpeo con brutalidad. La botella se rompe en su cabeza. Comienza a sangrar. Cae al suelo. No está inconsciente, pero está bastante atontada. Coloco una rodilla sobre su espalda, sujetando con mi peso ambas manos. No puede moverse. Agarro su cabeza y corto su cuello con un trozo de vidrio roto. Aún está viva. Espero. Su sangre comienza a manar del corte. Veo alguna lágrima en sus ojos. Es guapa. Tiene unos ojos bonitos. Su cara pierde expresividad. La sangre sale con menos fuerza de la herida.

Me levanto. Recojo los cristales con cuidado. No quiero que me detengan por esta zorra. Busco un vaso y los guardo dentro. Los tiraré lejos. Espero a que no haya nadie para salir. Abro con cuidado y salgo. Dejo la puerta abierta. Tiro los restos de cristal en un contenedor de vidrio que encuentro después de un rato andando. Hay que salvar el mundo, pienso. Me prometo a mí mismo que tendría que salir menos por los bares. Hay gente muy peligrosa por ahí.

Día 20

La mayoría de los periódicos no llegaron a mostrar la noticia en sus ediciones impresas. No obstante, sus correspondientes versiones digitales comentan el asesinato de la camarera como algo horroroso. Terrible. Joder, lo ponen como si fuera el fin del mundo. Son unos patéticos inútiles. No tienen otra cosa con qué alarmarse y deciden hacerlo con tres muertos. En el mundo mueren al día muchas más personas. O quizá no. Quizá personas mueren pocas, o ninguna. Trozos de carne, mutaciones, engendros que jamás debieron salir del vientre de sus madres.

Llego al trabajo pronto. Tengo muchas tareas acumuladas y mi estúpido jefe no deja de molestar mis oídos con su asquerosa voz. Intento concentrarme, pero no dejo de escuchar a la gente hablar. Hablan y hablan. Gritan. Comentan. Todos están aterrorizados. Tres tipos a los que creo que jamás había visto hasta hoy se acercan a la mesa de mi compañero. Miran las fotos de prensa de la camarera degollada. Qué horror, masculla alguno. ¿Cómo puede alguien hacer algo así?, dice un capullo con camisa y corbata. Mamón. Tu madre hizo algo peor. Te parió.

Los miro. Ellos me involucran en su conversación. Como si me importara. Yo también pongo cara de preocupación. Sí, es para estar asustado, digo con toda la sinceridad que puedo. Ellos se lo tragan. Me creen. Además piensan que estoy dolido aún por lo de Lorena. Esta muerte destapa en mí una herida profunda, oigo decir a un gilipollas con voz ceremoniosa. Idiotas. Alguno se acerca a mí y me dice que el hijo de puta que está haciendo eso debería morir ahorcado. Es posible, respondo. Ciertamente podría ser. Yo debería morir ahorcado y ellos deberían morir quemados en un gran incendio, lentamente, dolorosamente. Pero la vida es injusta. Yo no muero ahorcado. Ellos mueren degollados. Qué putada.

A media tarde recibo una llamada. El inspector de policía del caso de Lorena. Me saluda afectuosamente a través del teléfono. Se preocupa por mí. Me pregunta por mi estado anímico. Mejor, contesto. Le digo que lo de la camarera ha sido una pena y ha destapado en mí una herida profunda. Mientras lo digo sonrío y pienso en el capullo al que se lo escuché esta mañana. Me dan ganas de reír, pero no es el momento. Quiere quedar conmigo mañana, para charlar. En la comisaría. No hay problema, respondo. Yo también quiero ayudar a detener a ese tipo, digo. Cuelgo. Este tipo es listo. Me cae bien. Ese tipo se gana mi afecto cada día más.

Después de trabajar voy al gimnasio. Paso dos horas seguidas haciendo ejercicio. Necesito relajarme bien. Esta noche dormiré como un bebé. Mañana me espera un día divertido.

Día 21

Los días nublados entristecen a la mayoría de la gente. A mi me da igual. Son días como todos los demás. El problema de esas personas es que saben que su vida da asco. Son conscientes de su mediocridad. Se saben humanos no completos. Reptiles que se arrastran por la vida. Esperan cualquier motivo para entristecerse. Son patéticos. Hoy es uno de esos días nublados.

Salgo de casa y voy directamente a la comisaría. He quedado con el inspector. Avanzo pensando qué puede querer de mí. Me extraña que esté tan interesado en hablar conmigo. Voy dando un paseo. Hace fresco y me despejo. Al entrar un policía uniformado me pide la documentación y me cachea. Parezco un vulgar delincuente. Debo ser el único cuerdo de este mundo de locos. Se protegen de sus protectores. Inútiles.

El inspector me saluda amablemente. Me invita a un café y nos sentamos dentro de una sala de reuniones. Va directamente al grano. Me pregunta por la camarera. Intenta que le diga que yo la maté. Es listo pero no tanto. El día que esa tía murió yo estaba en mi casa viendo una película. No me gusta salir por las noches. Desde lo de Lorena me siento muy mal. No me apetece divertirme, y mucho menos tomar copas en un bar. Estoy completamente dispuesto a ayudarle en la búsqueda del asesino. Ese maldito desalmado…

Me mira. Busca en mi mirada. Le miro directamente, a los ojos. Silencio. Llevamos más de un minuto callados. ¿Le gusta a usted el deporte?, pregunto. Se queda sorprendido con la pregunta. Podríamos quedar un día para jugar al tenis. Soy un gran aficionado. ¿Juega usted al tenis?

La conversación con el inspector no nos lleva a ningún lado. Juega su juego. Ese es su problema. Se cree que es un juego. Yo no juego. Yo mato. Salgo de la comisaría contento. Me gustan los días nublados. Hoy es un buen día nublado. Además, he conseguido un compañero para jugar al tenis.

Día 22

Salgo del trabajo algo tarde. Camino hasta el metro en compañía de un par de compañeros. Junto a mí camina un tipo de mi departamento. No para de hablar con su voz nasal. Es nauseabundo. Es odioso. Quiero que se calle. Necesito no oír más su voz. A su lado va una chica joven de administración. Está buena, muy buena. Todos los tíos de la empresa babean p or ella. Son patéticos. Cada vez que abre la boca todos sonríen como gilipollas. Da igual lo que diga. Siempre hay risas. O caras de interés. Algunos incluso se hacen los interesantes y se ponen a hablar con ella. Cambian la voz y la expresión de sus rostros cuando se acerca. Capullos. Cuando se gira todas las miradas se fijan en su culo. Por las noches se follan a sus mujeres pensando en ese culo. Los solteros se masturban imaginando que se la están tirando, que ella grita y gime de placer y dolor. Es su puta fantasía. Son monos amaestrados.

Llegamos al metro. Los tres esperamos en el mismo andén. Viajaremos juntos un par de paradas. Un letrero luminoso indica que faltan 4 minutos para que llegue el siguiente. Ellos dos mantienen una conversación de trabajo. El tío es patético. No para de hacerse el gracioso. Cuando ella no le mira a los ojos, él baja la mirada hasta sus tetas. Creo que se la está imaginando desnuda. Se está excitando. Joder, creo que el muy cretino se está empalmando.

Ella no se entera de nada. No ve lo que veo yo. Nadie sabe mirar con mis ojos. Siguen hablando de estupideces. Jefes. Clientes. Ofertas. Contratos. Estoy a punto de vomitar en sus caras. De repente recuerdo a la dependienta de la tienda de flores. Me despido. Salgo del metro y les dejo solos. Con un poco de suerte ese tío patético se la tirará esta noche. O no. Me da igual. Voy hasta la tienda en taxi. Allí está ella, a punto de cerrar. Entro. Me mira. Está sola. Cierra la puerta detrás de mí y cuelga un cartel que indica que el local está cerrado. Baja una puerta de seguridad. Saldremos por detrás, me dice. Nos dirigimos hacia la puerta trasera. Ella va delante. Yo la agarro por la cintura. Empiezo a rozarla. Se detiene cerca del mostrador. Roza suavemente su culo contra mi pene. Estoy excitado. Subo su falda. Empiezo a masturbarla. Gime. Ella se gira. Nos besamos. Sigo acariciando su coño con mis dedos. Me baja el pantalón y empieza a acariciarme. Tiene la falda subida así que lo tengo fácil. Aparto su ropa interior y comenzamos a hacerlo. Sin preservativo. Sin seguridad. Mierda, pienso. No puedo hacer esto así. La saco. Se queda quieta. Tomo la píldora, me dice. Aún así me pongo uno. Está de acuerdo.

Lo hacemos. Sexo. Más sexo. Pasión. Ella se va a correr. Está gritando de placer. Está teniendo un orgasmo ahí mismo, sobre el mostrador. Está en otro mundo. Todo sucede en segundos. Nos vamos a correr juntos. Mientras los dos gritamos veo unas tijeras cerca. Las recojo. Ella está en pleno éxtasis sexual. Clavo las tijeras en su espalda. Creo que aún no se ha dado cuenta. Follo tan bien que no sabe que la estoy matando. Aprieto con mi polla. También aprieto más con las tijeras. Sigo clavándolas. Me mira. La aprieto contra mí. Tengo un orgasmo mientras ella comienza el lento proceso de poner fin a su vida. El mejor polvo en mucho tiempo. He terminado y ella también. Está pálida. La cabeza inclinada hacia atrás. El forense dirá que ha muerto apuñalada. Yo sé que la he matado de amor. Soy un romántico.

Día 23

Los rayos de luz llevan varias horas molestando mi sueño. Es fin de semana y no me apetece nada levantarme. No obstante llevo un buen rato despierto. Miro el techo. Pienso en la chica de la tienda de flores. Pienso en lo que hice con ella. Siento una extraña sensación dentro de mí. No lo entiendo. No estoy acostumbrado. Algo me dice que no tenía que haberla matado. No tiene ningún sentido. Mucha más gente merece morir. Quizá ella también, pero no estoy seguro. De repente recuerdo a Lorena. Ella tampoco lo merecía. Del resto no tengo ninguna duda. Están mejor muertos. Guardo silencio. Dejo pasar los minutos ahí tumbado, boca arriba.

La idea de haberme equivocado atormenta mi mente. ¿Por qué me pasa esto ahora? Me desquicio. Finalmente decido salir de la cama. Voy al baño. Me miro en el espejo. Miro mi cara. El miedo se apodera de mí. Es la primera vez en mi vida que me miro y no me gusto. No soy dios. No soy perfecto. Tengo ojeras. El pelo despeinado. Los ojos rojizos. Me doy asco. Mi cara es vulgar, común, simple. Estoy aterrado.

Me ducho con calma. Imagino que todo puede ser un sueño. Desayuno mientras leo las noticias en mi ordenador. Todas hacen eco del asesinato en la floristería. Intuyo que pronto me veré las caras con el inspector. Necesito d ar un paseo. Salgo a la calle. Me dirijo a un parque cercano a mi casa. Hace un buen día. Hay gente corriendo, haciendo deporte. Gente paseando con sus perros. Madres con sus hijos. Algunas personas leen el periódico. Las portadas hablan del loco asesino. Sigo andando sin rumbo. Por mi cabeza pasan imágenes sin sentido. Caras. Rostros asustados. Miradas perdidas. Cuellos degollados. Sangre brotando de heridas. Tajos en la carne.

Camino perdido. No entiendo lo que me está pasando. Levanto la mirada. La veo. Dejo de caminar. La miro. Una mujer preciosa está sentada en uno de los bancos. Tiene un libro entre las manos. Cerca juguetea un niño. Ella me ve. Cruzamos las miradas. Unos ojos profundos se clavan en mí, escrutan en mi interior. Sonríe. De repente el crío le pregunta algo a la mujer. Es su madre. Ella aparta la mirada y habla con el niño. Continúo mi camino.

Vuelvo a casa. Paso el resto del día metido allí, sentado en un sillón. Intento concentrarme en un libro que he comprado antes de subir. Soy incapaz de leer. La imagen de la mujer se ha clavado en mi mente. No dejo de pensar en ella. Creo que estoy enfermando. Necesito que pase este día. Que llegue mañana. Mañana. Siempre mañana.

Día 24

Un sonido estridente me saca del sueño profundo. Abro los ojos y golpeo el despertador esperando que alguno de los botones pare ese maldito sonido. Creo que he dormido dos horas. Anoche no pude conciliar el sueño. Estoy agotado. Aterrorizado. La idea de estar equivocado martillea mi cabeza como si fuera un yunque. Salgo de la cama y me dirijo al espejo del cuarto de baño. Quiero ver mi cara. Quiero observar la perfección que me tranquilizará durante el resto del día. Pero lo que observo es aún peor que el día anterior. Es el horror personificado en un rostro cansado, ojeroso, desesperado. Rabia. La rabia se apodera de mi cuerpo. No puedo evitarlo. Enfurecido golpeo el espejo con mi puño cerrado. Cruje bajo mis nudillos. Un chorro de sangre comienza a fluir resbalando en una línea recta hasta la repisa de cristal. Aprieto el puño contra el espejo haciendo más fuerza con mi brazo hasta que un dolor agudo me hace retirar los dedos ensangrentados. Decenas de diminutos cristales agujerean la que hasta ahora era una piel perfecta, tersa y suave. Me estoy pudriendo.

Decido ir al trabajo en mi coche. Está aparcado junto a la furgoneta que he empleado alguna vez para limpiar este mundo. No tengo ganas de ver la cara de nadie, pero tengo que seguir fingiendo que soy como ellos. Con sus mismos problemas y defectos. Mientras conduzco, por mi cabeza vuelve a aparecer la mujer que vi en el parque. Preciosa. Guapa. Parecía una persona culta. O por lo menos sabía leer. Es mucho más de lo que la mayoría de la gente podría decir. Estoy rodeado de patanes incultos que no saben leer, hablar, pensar.

Paso algo más de una hora metido en mi lata motorizada, encerrado en un atasco. Miro hacia todas partes, veo sus caras. Algunos hablan por el teléfono móvil. Esos me dan más asco que los demás. Prefiero a ese tipo con cara de gilipollas cantando canciones de la radio antes que al encorbatado del BMW que no puede esperar media hora en sus gestiones laborales. Es primordial que hable por su móvil de 300 euros a las ocho y media de la mañana. Seguramente si no lo hace su mundo desaparecerá bajo sus pies. Esa llamada es su vida, su puta y maldita vida. Desde mi asiento puedo ver un anillo dorado en su mano. Seguramente esté casado. Lo imagino hablando con su mujer, de estilo de vida semejante. Los imagino follando por la noche, en su cama gigante. Él pensando en su nueva secretaria y ella pensando en su profesor de tenis. Después se dicen que se quieren, como quien responde a un “buenos días”. Entonces cada uno se va a un lado de la cama, porque cada uno tiene su parcela de la cama, y no se rozan en el resto de la noche.

Antes de llegar al trabajo un pensamiento vuelve a mi cabeza. La mujer del parque. Decido que esta tarde iré a correr por allí. No tengo muy claro por qué, pero me apetece verla. Espero que esté por allí. Espero también una llamada del inspector. Estoy convencido de que cree que soy un maldito asesino. Seguro que piensa que yo maté a la chica de la tienda de flores. Espero su llamada, señor inspector. Me lo prometió.

Día 25

Correr después de un día de trabajo siempre me alivia. Esta semana he bajado todas las tardes al parque cercano a mi casa para hacer deporte. Cuando paso cerca del banco donde encontré a aquella mujer siempre espero encontrarla de nuevo. Espero que me mire y me sonría. Espero que me desee. Espero que me hable y me lleve a su casa. A su cama.

Lleva dos días sin aparecer por allí. Yo llevo dos días sin poder dormir. Cada mañana salgo de la cama y miro mi patética cara en el espejo. Cada vez se parece más a las caras que veo por la calle. Empiezo a ponerme nervioso. Esta mañana en el metro vi a un tipo asqueroso, repugnante, como casi todos. Sudaba por el calor del vagón. Casi podía escuchar su respiración. De repente me miré reflejado en el cristal de la ventana. Yo también estaba sudando. A mí también me asfixiaba ese calor insoportable. Me estoy convirtiendo en un despojo humano. Yo también.

Pienso en mi madre. Ella nunca hubiera permitido que esto pasara. Ella hubiera cuidado de mí. Y yo de ella. Maldita sea. Dios nos ha abandonado definitivamente. Soy la esperanza de la humanidad. Protector de la especie. El último adalid encargado de su continuidad. Y estoy fallando. Me estoy acabando poco a poco. Me convierto en uno de ellos. Siento la necesidad de reaccionar, rápido. Lo haré. Pronto. Soy consciente de mi situación. Es algo pasajero, temporal, momentáneo. Incluso Dios nuestro Señor necesitó un día de descanso. Yo también lo merezco. Él hizo el mundo con errores. Yo corrijo sus errores.

Paseo por el parque. Hoy no quiero correr. Sólo quiero verla. Veo a la gente sonreír. Lo pasan bien. Joder, parece que sus putas vidas son perfectas sólo por bajar a ese trozo de ciudad no asfaltado y respirar aire contaminado con olor a césped. Maldigo sus vidas. Deseo sus muertes. Camino hacia el lugar donde espero encontrarla. Hoy sí está allí. La veo desde lejos. Tiene otro libro en la mano, distinto del de la última vez. Lleva unos pantalones negros, ajustados. Imagino su cuerpo. La imagino desnuda. La deseo. Ella me mira. Parece sorprendida. Me reconoce y sonríe. Hace un gesto con la cabeza. Es un gesto leve, casi imperceptible, pero suficiente. Me siento cerca de ella. Cierra el libro y me mira. Mantengo su mirada. Está leyendo un libro de Bukowski: Mujeres. Un gran libro, comento. Ella asiente. Marta, me dice. Me llamo Marta. Charlamos un rato de cosas sin importancia. Banalidades. Al cabo de un tiempo un niño de unos diez años aparece. Es el mismo chico del otro día. Marta me dice que se llama Alejandro. Nos saludamos. Jugamos un rato con un balón. Joder, me parezco a todos esos. Doy asco. Pero yo soy distinto.

Llego nuevamente a casa y dejo pasar las horas sin hacer nada, sentado en un sillón. Pienso en todo lo que me está ocurriendo. Suena el teléfono. Es tarde, casi las once de la noche. Es el inspector. Se disculpa por las horas de la llamada. Quedamos para charlar mañana. Cuelgo. Me visto. Recojo un cuchillo afilado de mi maletín. Lo guardo entre mi ropa. Hace una gran noche. Creo que daré un paseo, pienso mientras una sonrisa se dibuja en mi rostro.

Día 26

Mi paseo nocturno no duró demasiado. Una extraña sensación de inseguridad invadió todo mi cuerpo. La calle estaba completamente vacía. No había ni un alma. Las noticias de un posible asesino en serie corren por todos los telediarios nacionales del país. La gente está asustada. Tienen miedo a salir de casa. ¿Debería yo también asustarme? Un coche de policía pasó cerca mío. Noté sus miradas clavadas en mí. Escrutaban mis movimientos. Continué mi camino un par de calles más y giré en una esquina, lejos de la mirada inquisitiva de los agentes. Decidí volver a mi casa. Aquella no había sido finalmente la gran noche que pensaba.

Despierto. Mejor dicho, no duermo. Las imágenes siguen pasando por mi cabeza sin control. Ideas que surgen de algún oscuro rincón de mi mente. Las ojeras están cada vez más marcadas en mi rostro. Mi cerebro funciona lento. Soy incapaz de concentrarme en mis objetivos. Tengo que hacer algo. Salgo de casa. Camino del trabajo recuerdo que tengo una cita con el inspector. Mierda, tengo que ir hasta la comisaría. Aún tengo tiempo así que decido ir dando un paseo. El día ha amanecido algo nublado y fresco, pero necesito que me dé el aire en la cara. La gente camina a mi alrededor deprisa. Muy deprisa. P or la calle los coches aceleran y frenan desquiciados. Veo a un tipo gritando a través de la ventanilla, desde dentro de su vehículo. Creo que está gritando a un motorista que está parado a su lado. Gilipollas. Son como simios, los dos. Patéticos. El motorista da una patada al coche del gilipollas número uno. Él es el gilipollas número dos. La gente sigue su ritmo. Yo también.

Continúo mi paseo. Un tipo delgado, con ojos rojos y barba de varios días me detiene. Balbucea. Creo que me está pidiendo dinero. Miro alrededor. No hay nadie. Ha aprovechado una callejuela vacía para pedirme algo. No, no me pide, me exige. Entre sus tristes palabras consigo entender cuchillo. Me está atracando. Joder, me atraca un puto heroinómano, a mí. No llevo nada para defenderme. Voy camino de una comisaría. Esto es el colmo. El tipo comienza a sacar un cuchillo de su pantalón. Justo antes de que lo saque del cinturón me acerco rápidamente a él. Cojo su cuello desde atrás con mi mano izquierda. Mi mano derecha agarra su brazo y aprieta fuerte. Empujo hacia él y hacia abajo. Un breve gruñido sale de su boca. Un quejido. Un comienzo de lamento. Le miro. Creo que me intenta decir algo. Alrededor sigue sin haber nadie. Vuelvo a empujar su mano. Una mancha oscura comienza a surgir de su pantalón, cerca de la ingle. Su cara comienza a palidecer. De repente, sus ojos pierden el color rojo de hace unos segundos. Le empujo. Por éste nadie llorará. Para éste no habrá primera plana en los periódicos. A éste no le ha matado un asesino en serie. Continúo mi camino. No quiero llegar tarde a mi cita.

La reunión con el inspector es de lo más curiosa. Me comenta que hay una pista que le puede conducir al asesino de Lorena y las otras chicas. Me comenta algo de una banda de Europa del este. Me enseña unas fotos. No reconozco a ninguno de ellos. La mayoría, me comenta, están fichados y reclamados desde hace tiempo. Son unos hijos de puta muy deseados. No entiendo por qué me enseña estas fotos. Creo que quiere ver la expresión de mi cara. Hace un comentario sobre mi aspecto cansado. El trabajo, respondo. Asiente con la cabeza. Recoge las fotografías con parsimonia. Ordena sus carpetas. Clava su mirada en mí. Silencio. Por fin, habla. – Eres el mayor cabrón que he conocido. Pero eres listo, hijo de puta. – dice, con la voz suave, tranquila. Se levanta y me acompaña a la puerta. Empieza a molestarme su presencia, y mucho más su grosería. No soporto la grosería.

Día 27

La conversación con el inspector no fue nada interesante. La única conclusión a la que pude llegar es que ni siquiera un hombre con su cargo se salva de la degeneración a la que se somete la raza día a día, mes a mes, año a año… Pronto seremos mamíferos bípedos que habrán perdido las capacidades del habla y razonamiento mientras volvemos a la caverna de la que, tal vez, nunca debimos haber salido.

Reflexiono sobre estas y otras cosas mientras camino hacia mi casa. Decido tomar un autobús que me deje algo más cerca. Quiero tener tiempo para bajar al parque un rato. Anhelo volver a verla hoy. Su imagen no deja de aparecer en mis pensamientos.

Espero en la parada. Hay varias personas junto a mí. Todas miran con ansia en la dirección por donde tiene que venir el autobús. Algunas de esas personas echan ojeadas furtivas a sus muñecas, observando la hora en sus relojes. Yo les observo a ellos. Lo hago con disimulo. No quiero que piensen que soy un loco. Sólo observo. Miro.

Hay dos señoras bastante mayores con algunas bolsas. Hablan en bajo entre ellas y no apartan la mirada de la calle. Cerca hay una mujer de mediana edad. Po r su aspecto creo que se cuida bastante. Hace deporte. Viste ropa elegante pero no demasiado cara. Un intento de mujer triunfadora de cuarenta y tantos. Su pena es que se ha quedado en eso, un intento. No debió de tirarse al consejero adecuado en su empresa. Te equivocaste y ahora no sólo no tienes el puesto que deseabas, sino que has dejado que un maldito cerdo podrido de dinero te la metiera, tú a cuatro patas y él sujetando tu cintura, con los calcetines puestos. Mala suerte.

Un chico joven, de unos 18 años también está esperando. Lleva una mochila. De vez en cuando deja de mirar al infinito y clava sus ojos en la mujer. Se la está follando con la imaginación. Escucha música. Miro sus ojos. Casi se puede ver a través de su cabeza vacía. El poco cerebro que gasta está repleto de mierda, basura. No culpes a la sociedad de tu escasa valor intelectual, chaval. Eres tú el que decides lo que ves en cada momento. Eres puta escoria. Eres el futuro de una raza sin esperanza. Eres su epitafio.

Por fin llega el ansiado transporte. De repente todos parecen activarse. Empiezan a moverse con disimulo. Miran hacia otra parte y van dando pasitos cortos, intentando llegar los primeros a la puerta ya casi abierta del autobús. Permanezco allí de pié, parado, esperando mi turno. Recibo empujones. El chaval ha conseguido el primer puesto. Enhorabuena, animal. Lo observo todo y una sensación de ira se apodera de mi mente. Estoy a punto de agarrar a cualquiera de ellos y aplastar su maldito cráneo contra el cristal de la puerta. Tengo que controlarme. Finalmente decido ir a casa andando. Creo que iré directamente al parque. Seguro que ella está allí, esperando. Creo que me estoy volviendo loco.

Día 28

La oficina apesta a descerebrado. Cada día un poco más. No estoy seguro de poder seguir aquí mucho tiempo. Lo único bueno es que me pagan lo suficientemente bien para seguir haciendo mi trabajo, sin escuchar de mí demasiadas protestas. Llego a mi puesto. Tomo un café y comienzo mi jornada. No suelo despistarme demasiado. No me paso todo el día hablando como mis compañeros. Yo trabajo. Trabajo y pienso en salir de aquí lo antes posible. Una hora más metido en esta jaula y empezaré a enfurecerme. Miro el reloj. Sólo queda media hora para poder salir por la puerta sin que nadie me lance una mirada de desprecio. Odio eso. Da igual que la hora de salir sean las seis de la tarde. Salir al menos a las siete es un rito ancestral que nadie comprende, nadie apoya, a nadie agrada. Todo el mundo lo hace.

Estoy saliendo por la puerta. Pienso en ver a Marta. Ayer estuvimos hablando un buen rato. Su hijo jugaba cerca. Me cae bien. Es un chico solitario, como yo. Es fuerte, inteligente. Llegará lejos. Hoy no hemos quedado, pero sé que estará por el parque con su hijo. Ella sabe que yo iré. Tenemos que bailar esta melodía hasta poder hacer otra cosa. No me importa. Es la única persona con la que me encuentro a gusto.

En el ascensor de la oficina me encuentro a cuatro tipos que trabajan conmigo. Nos miramos. Sonrisas. Es la hora ¿eh?, comenta un botarate con corbata roja. Lleva un maletín en la mano. Se cree más importante por llevar el maletín. Todos piensan que lleva infinidad de papeles para trabajar en casa. Yo sé que lleva infinidad de revistas pornográficas para masturbarse en el baño. Las compra en un quiosco cerca de la oficina. Un día le vi comprarlas, pero no le dije nada. Él tampoco lo mencionó. Imagino su vida. Su sueldo es lo suficientemente alto para mantener varias familias a un buen nivel. Pero él sólo mantiene la suya. A su mujer, una vieja pija, gorda, imbécil que ya no se la quiere chupar nunca, pero que disfruta tomando un café de media tarde con sus amigas del club. A su hijo, un niñato estúpido que va a clase en su moto nueva, con su casco y otro más para la “chati” que quiera montar hoy, y no precisamente en moto. Y a su perro, bueno, el de su mujer. Un caniche con corte de pelo de 30 euros. Amigo, tu no necesitas revistas para masturbarte. Con toda esa pasta que tienes deberías comprar otra familia. Ellos ni se darán cuenta de que faltas.

Un tipo con la cabeza llena de gomina y un traje de unos 600 euros pulsa el botón del sótano uno. Vamos al garaje, a ver mi nuevo coche, comenta mientras nos obliga a todos a bajar. Ya veréis que chulada, dice con una sonrisa tan estúpida como falsa en la boca. Todos asienten. Caminamos hacia un coche flamante, reluciente, nuevo. El coche valía 90.000 euros, pero el del concesionario ya me conocía de otras compras y me lo han dejado todo por 87.000. Un chollo. Dice todo esto sin inmutarse. Maldito cabrón. Me mira. ¿A que es una pasada? Joder, me está preguntando a mí. Si puedes deberías hacerte con uno así, no te arrepentirás, me dice con su puta sonrisa eterna. Cabrón de mierda. Permanezco allí haciendo el capullo hasta que todos decidimos irnos. Miro mi reloj. He de darme prisa si no quiero llegar tarde a mi “no cita” con Marta. El engominado y yo ya hablaremos otro día.

Día 29

Caminamos juntos por el parque, Marta y yo. El chaval corretea a nuestro alrededor. Es perfecto. Miro al resto de niños y los comparo con Alejandro. Todos parecen clones fallidos de un molde equivocado. Observo las caras de sus madres, agotadas. La mayoría de ellas tiene una expresión mustia, apagada, infeliz. Ya nada es como antes. Todas recuerdan mejores tiempos en sus vidas, cuando sus maridos, novios, chicos o amantes llegaban a casa y, casi sin preguntar qué tal había ido el día, se tiraban en la cama, en el sofá o en el suelo y hacían el amor mirándose a los ojos. De todo eso hace ya más de diez años y comienzan a preguntarse qué les llevo hasta ese punto de sus vidas.

Sin embargo Marta y yo paseamos fuera de toda esa problemática. Comprendo que acabamos de conocernos, pero reconozco en ella un rayo de inteligencia que no había observado hasta el momento en ninguna otra persona, excepto en los ojos de mi querida madre.

Al acabar el paseo decido acompañarles hasta su casa. Ella, al principio, parece algo aturdida con la proposición, pero cede cuando le comento que si lo desea puedo irme por donde he venido. De camino charlamos sobre temas de actualidad. Me comenta que está algo asustada por la oleada de asesinatos que está ocurriendo en la ciudad. La idea de que un psicópata asesino ande suelto la pone nerviosa. La tranquilizo. No tiene nada que temer mientras yo esté a su lado. Se lo prometo. A Alejandro tampoco le pasará nada. Ella me mira con ojos alegres, agradecidos. Piensa que no seré capaz de cumplir lo que digo. Aún así me sonríe y me da las gracias. Llegamos al portal de su casa. No espero que me invite a subir. Ella también sabe que yo no aceptaría una petición así. Soy un caballero. Todo tiene su momento. El chico se da media vuelta. Se dirige a los ascensores. Ella me mira directamente a los ojos. Se acerca a mí y besa mis labios.

No estoy lejos de mi casa. Ando por la calle, mirando a la gente. Yo siempre observo. Veo la mediocridad en todo lo que me rodea. Paso cerca del parque. Vuelvo a ver a varias madres con sus hijos. Vuelvo a observar sus rostros cansados. Vuelvo a meterme en sus mentes, casi vacías de inteligencia. Busco algún padre con la mirada. Sólo veo un par. El resto seguramente estará en sus casas, o en algún bar de la zona, viendo la televisión, bebiendo cerveza y emitiendo gruñidos de satisfacción cada vez que una chica joven se atreve a atravesar el umbral de la puerta del respectivo garito. Después llegarán a sus casas hambrientos de sexo e intentarán tirarse a sus mujeres. O a la del vecino de al lado, que seguramente será más joven, estará más buena y no la dolerá la cabeza. Joder, yo no quiero llevar esa vida tan patética. No pienso hacerlo. Yo no.

Día 30

Los días pasan más rápidos desde que la conocí. Marta y yo, al contrario, avanzamos lentamente en nuestra relación. Todo con ella va despacio, calmado, como los pasos de un escalador, afianzando cada uno de ellos, levantando un pie sólo cuando sabes seguro el otro. Me gusta. El resto de cosas parece ir demasiado acelerado. Las noticias fluyen veloces p or los medios de comunicación. Los programas expertos en atontar a la población con sus estupideces, mentiras y engañabobos ya hacen emisiones especiales. Hablan de asesinos en serie. Llevan a sus mesas redondas grandes expertos en psicología, criminología y tontería, para hablar del asesino de mujeres. Porque sólo cuentan a las mujeres: la chica de la floristería, Lorena, y la camarera. Nadie habla del capullo degollado y mucho menos mencionan como víctima al resto humano al que tuve a bien dar fin para evitar su inminente agonía.

Estoy comiendo en un restaurante cercano a la oficina. Me acompañan dos de mis compañeros de mesa, además de la muñeca perfecta de administración, a la que todos se quieren tirar y el capullo de contabilidad. Hemos bajado a comer bastante tarde. Malditas reuniones. La televisión emite u no de esos programas. Todos parecen putos expertos en asesinos. Dan un número de teléfono para ayudar a la policía. Si alguien tiene alguna pista, pueden llamar al número que aparece en pantalla, dice la presentadora con voz seria. Intento que no se me escape una carcajada cuando lo veo. Imagino al inspector. No creo que esté de acuerdo con eso. Ese tipo es un grosero, pero no un capullo tan inepto como para hacer esta estupidez. Es un maldito espectáculo televisivo y la gente lo cree. Es patético.

Todos los comensales están absortos escuchando las opiniones de los entendidos en la materia. Uno de los fantoches invitados al programa vomita su opinión sin ningún tipo de reparo: seguramente el asesino o asesinos, porque aún no hay nada seguro, sean personas completamente asociales, solitarias, posiblemente desocupadas y con suficiente dinero para vivir sin trabajar. El contable asiente la afirmación con la cabeza. Comenta algo de que si él tuviera al asesino a la cara le reconocería en seguida. Tiene un sexto sentido para la gente mala. Todos sonríen ante la afirmación del capullo de contabilidad y éste, herido en el orgullo, explica cómo una vez evitó sufrir un atraco sólo viendo la cara del atracador. Salió del establecimiento antes de que ocurriera porque lo supo al verle la cara. Gilipollas.

Otro de los presentadores del programa está completamente de acuerdo con su colega. Además, añade la posibilidad de que el asesino sienta cierto deseo de ser mujer, de ahí el odio exacerbado hacia el género femenino, dada su incapacidad de transformación completa. Un comienzo de carcajada sale de mi boca, pero lo detengo justo a tiempo. Imito que me he atragantado con algo. Toso. Todos me miran ahora. Cuidado tío, o no hará falta que te mate el psicópata. Es la puta voz del maldito engominado con coche nuevo y caro, que hace así su presentación en el restaurante. Joder, lo que me faltaba. Le hacemos un hueco para que pueda comer con nosotros. Después, con aire de interés, sigo escuchando mi perfil psicológico expuesto por los expertos tertulianos circenses que, creo recordar, la semana pasada eran expertos arquitectos que comprendían perfectamente los entresijos de la profesión.

Día 31

La del sábado suele ser una mañana tranquila. Me gusta desayunar en la terraza de mi casa, observando el paso de la gente en la calle. Las mujeres tiran de los carros de la compra, cargados hasta los topes, de vuelta a sus casas, después de dejarse casi un cuarto de su sueldo en unas piezas de carne y algo de fruta. Con un poco de suerte ese carro lleno les durará una semana. Gastan, gastan y gastan el dinero que no tienen. Compran, compran tonterías. El mejor suavizante. El desodorante más caro. La puta colonia que huele a jazmín y no se cuántas estúpidas flores más. Las patatas fritas onduladas, las aceitunas, las cervezas para que el marido pueda ver el fútbol contento esa noche. Y a la vuelta, una ronda por las mejores tiendas del barrio. Bisutería barata. Telas, pantalones, blusas, camisas…

Estoy observando, negando con la cabeza. Algo no funciona. Estas pobres gentes, tan manipuladas ya que no pueden pensar por sí mismas, sólo son peones en la gran partida. La idea viene a mí y sonrío. Sonrío porque yo aún no estoy lobotomizado como ellos.

Suena el timbre de la puerta. No espero a nadie. Abro. La figura de un hombre aparece en el umbral. Dice mi nombre. Asiento. Me entrega un papel. Correo certificado. En el sobre aparece el membrete del ministerio de justicia. Cierro la puerta. Abro el sobre y leo el contenido de la hoja que guarda en su interior. Se trata de una citación. Tengo que presentarme dentro de siete días en los juzgados. Quieren que testifique ante el juez. No parece que me acusen de nada. Estoy convencido de que es por el caso de Lorena. Querrán saber datos, datos inútiles. Dejo la carta encima de una mesa. Voy al baño. Me doy una ducha. Esta tarde he quedado con Marta.

Ella está guapa esta tarde. Alejandro viene con nosotros. Hablamos de muchas cosas. El chico quiere saber cosas de mí. Pregunta por mi trabajo, por mi vida, por mi familia. No le quiero contar nada de mi familia. Me mira, me observa. ¿Cómo es tu casa?, pregunta directamente. Le explico que vivo cerca de allí. En un apartamento. Quiere subir a verlo. Miro a Marta. Ella niega con la cabeza pero el chico insiste. Tomamos un café, si quieres, digo. Ella acepta, a regañadientes. Subimos a mi casa. Hago de gran anfitrión. Enseño las distintas estancias a mis invitados. Doy un refresco a Alejando y me dispongo a preparar café para Marta y para mí.

Estamos juntos, en la cocina. Nos besamos. Un beso rápido, fugaz, furtivo. Nos miramos. Alejandro entra con un papel en la mano. Dice algo de un juzgado. Lo cojo. Marta me mira. Mierda. No quería contarla nada. Se trata de una citación, para testificar, explico con toda la calma que puedo. Acabo contando que yo estaba relacionado con una de las chicas asesinadas, Lorena. Ella me mira. Asiente. No veo miedo en sus ojos. Eso es bueno. Sigo explicando que la prensa piensa que llevábamos una relación seria, pero mienten. Todo lo exageran. Sigo mirando sus ojos. Mierda, mierda. No puedo hacer nada. Espero su reacción. Ella sonríe y me acaricia la mano. Lo siento, susurra. Vuelve a besar mis labios. Un beso breve. Bien. Perfecto. Todo aclarado, de momento.

Nos sentamos en los sillones, en el salón. Todo parece ir perfectamente. Alejandro juguetea con el mando de la televisión. Entonces se da la vuelta, me mira. ¿Quién mató a esa chica?, pregunta. Se hace un silencio sepulcral. No lo sé, Alejandro, respondo. No lo sé.

Día 32

La pregunta del chaval ha atormentado mi cabeza durante toda la noche. No he podido pegar ojo. ¿Quién mató a esa chica? ¿Quién mató a Lorena? ¿Y a las otras? Trato de recordar quién pudo hacer algo así. A mi cabeza vienen imágenes de sus caras en el momento de ver la muerte de cerca. Siento una enorme excitación cuando las recuerdo en su último momento, en su último aliento. Me imagino a mí mismo asesinando a esas chicas. No, no es imaginación. Soy un asesino. Creo que lo he sido toda mi vida. Miro el reloj que hay sobre la mesilla al lado de mi cama. Son las 5:15 de la mañana. Desactivo la alarma antes de suene. No he dormido nada.

Me doy una ducha para despejarme. Desayuno en silencio. No se oye ningún ruido. Un silencio solemne se adueña del mundo. A las 6:30 salgo a la calle. Las calles están casi vacías a esta hora. Aún falta una buen rato para que la ciudad comience a mostrar su aspecto más amargo: la gente. La gente es el mal de esta ciudad, de todas las ciudades. Los sitios no son malos. Los hacen malos las personas. Camino hacia una calle principal. Me detengo junto a la calzada y espero que pase un taxi. Veo uno a lo lejos. Hago una señal con mi mano y automáticamente veo sus intermitentes encendiéndose y apagándose. Se detiene junto a mí. Abro la puerta trasera del vehículo y subo.

Lo primero que noto en su interior es un olor extraño. Ese maldito olor que tienen todos los taxis. Esa mezcla de todo tipo de hedores corporales, desodorantes, colonias y ambientadores tan típica de este transporte. Son como las putas de los coches. Te llevarán donde quieras por dinero. En el fondo todos somos putas. Nos dejaríamos follar por dinero. Todos. Pienso en esto mientras indico al taxista que me lleve a la estación de tren. Putos viajes de trabajo. Sigo pensando en alguna persona que no se dejara follar por dinero. No soy capaz de imaginar a nadie. Casi todos los hombres se dejarían follar por casi todas las mujeres de este planeta sin pedir nada a cambio. Al resto les bastarían unas pocas monedas para convencerse. Las mujeres serían más selectivas. No se dejarían follar por cualquiera a cambio de dinero. Pero sí por algunos. Cada vez me convenzo más de que el proceso de evolución está deshaciéndose.

Debo dejar mis reflexiones para otro momento. El conductor del taxi ha detenido el vehículo y lee en voz alta la cifra que marca el taxímetro trucado que lleva pegado al salpicadero del coche. Pago. Vuelvo a caminar por los grandes espacios abiertos de la estación. Debo buscar mi tren. Unos paneles luminosos indican todo lo necesario. Vía, andén, hora de salida. Por fin encuentro mi tren, mi vagón y mi asiento.

El tren arranca con puntualidad. Hasta ese momento no me había fijado en que junto a mí hay otra persona sentada. Joder, maldita sea. Me mira. Intento apartar la mirada antes de que pueda pensar que me apetece escuchar su voz. Es tarde para eso. Empieza a hablarme. Joder,

¿de qué puede una persona querer hablar con un desconocido a las 7:45 de la mañana? Mierda, su voz se clava en mis oídos. Me machaca. Martillea mi mente. Yo contesto. Hablo. Actúo. Vuelvo a actuar. Sigo siendo el gran actor de este puto circo mundial. Me intereso por sus negocios, pero noto como crece dentro de mí el odio hacia ese cadáver mental ambulante. Debo tranquilizarme. Evalúo la situación. Me quedan tres horas con este capullo al lado y no puedo hacer nada. Pienso en lo que vendrá después del viaje. Mierda, el chulo engominado y uno de los capullos de mi departamento me esperarán en la estación destino. Cierro los ojos. El sueño se empieza a apoderar de mí. Perfecto. Espero poder dormir ahora y despertar cuando un atisbo de luz roce las mentes mediocres de estos hombres. Buenas noches, hasta entonces.

Día 33

Tipos luciendo trajes caros. Cabellos peinados en peluquerías donde conocen tus apellidos. Bolígrafos con incrustaciones de oro. Intercambio de tarjetas. Apretones de manos. Sonrisas falsas. Preguntas absurdas. Respuestas más absurdas aún. Reunión de negocios.

Llevo casi un día entero reunido con esta gente. Ayer pasé casi doce horas mirando las mismas caras. Hablando de las mismas estupideces. Hoy llevamos aquí dentro tres horas y seguimos hablando. Nosotros hablamos, hablamos, hablamos. Después escuchamos un rato. Entonces alguien dice algo así como que todo está claro, que tenemos que ponernos en marcha. Todos asentimos con la cabeza. Una voz al otro extremo de la mesa comenta algo al respecto. Todo se vuelve a fastidiar. Volvemos a empezar. Otra vez. Mierda. Jamás saldremos de esta puta sala de reuniones.

Pasan dos horas más. Después de casi un día y medio todos están de acuerdo en que deben ponerse de acuerdo. Yo tengo las solución en mi cabeza pero no lo puedo decir. Mi jefe jamás lo permitiría. Es mejor que se les ocurra a ellos. Sólo podemos guiarles hacia la solución que deseamos, no podemos imponerla. Joder si es la maldita única solución a su problema, ¿por qué no puedo cerrar la boca del puto gordo barbudo que atormenta mi existencia? Nuevamente lo veo claro: reunión de negocios. El gordo barbudo mira su reloj. Un reloj caro, muy caro. Propone salir a comer. Todos asienten. Vayamos al restaurante ese del cordero y buen vino, dice una voz. Es en lo único que piensan. Comer, beber, tontear con la camarera cuando nos sirve la comida y mirarla el culo cuando se aleja de la mesa. Reunión de negocios.

Durante la comida se habla de varios temas. Trabajo, empresas, dinero… negocios.

Estamos a punto de tomar el café cuando mi móvil comienza a sonar y vibrar

dentro de mi chaqueta. Respondo a la llamada. Es el señor inspector. Me levanto de

la mesa pidiendo disculpas. Salgo fuera.

– Qué tal amigo mío – dice con voz irónica. – Quería yo hablarte de un tema

importante. La chica asesinada anoche. Supongo que sabrás de quién te hablo,

¿verdad?

La pregunta me deja atónito. No tengo ni idea de lo que me está hablando. Se lo hago saber. Ríe. El muy cabrón se echa a reír. Comenta que una pareja de policía ha pasado esta mañana por mi domicilio, pero no había nadie. – Íbamos a buscarte al trabajo pero antes he preferido llamarte. Estamos en la entrada de tu oficina. Prefiero que bajes tú – me dice. Ahora soy yo el que sonrío. Le hago saber que no estoy en la ciudad. Estoy un viaje de trabajo. – Salí ayer a las siete de la mañana. Puede preguntar a quien quiera. Ahora mismo estoy en una importante comida de negocios. Para más señas le diré que estoy en Barcelona. Y ahora si no tiene nada más importante que decirme, inspector, le agradecería que me permitiera seguir ocupándome de mis asuntos -. El inspector permanece unos segundos en silencio. Ambos permanecemos callados. – ¿puede usted demostrar que anoche no estuvo en Madrid?-, pregunta. La voz le ha cambiado. No puedo ver su cara pero adivino cierto grado de ira, indignación y nerviosismo en su rostro. – Por supuesto. En mi empresa y en el hotel donde me alojo puede obtener toda la información que precise -, respondo con tranquilidad. Le doy la dirección del hotel. Me asegura que lo comprobará. Cuelga.

Vuelvo a entrar en el restaurante. En la entrada hay unos periódicos, sobre una pequeña mesa al efecto. Miro la portada de uno de ellos. “El asesino de mujeres actúa de nuevo en Madrid”, reza el titular. No puedo evitar leer el breve resumen de la noticia. Una mujer joven aparece degollada junto a su coche, en un garaje. – Es horrible, ¿verdad?- dice una camarera del restaurante al ver mi rostro confuso, preocupado. La miro. – Sí, es horrible -, respondo. Horrible.

Día 34

Después de dos días de confirmación de la estupidez humana en Barcelona, vuelvo a casa. El contacto con gente de otras ciudades me apoya en la idea de que Madrid no es esta la única zona del mundo donde la raza pierde cada vez más la identidad ganada tras miles de años de evolución. Es una mal endémico, generalizado, de nivel mundial.

En el tren de regreso llevo conmigo varios periódicos de tirada nacional. Leo toda la información relativa al último asesinato. La prensa, y al parecer la policía también, está convencida de que el autor es el mismo que en las anteriores ocasiones. “El crimen, acontecido en un céntrico barrio de la capital, suma una nueva víctima inocente al ya de por sí gran número de fallecidos y pone de relieve la presencia de un asesino entre nosotros. Y sin embargo nadie mueve un dedo para solucionarlo”, comenta un político de la oposición en una entrevista. Patético. No tienen ni idea de lo que hablan. Empiezan a emplear mi obra como acto publicitario. Joder. No han entendido nada. Nunca serán capaces de entender nada.

Tras leer todos los artículos relacionados cierro los periódicos. Permanezco callado, con los ojos cerrados. Necesito pensar. Quiero imaginar que se trata sólo de una casualidad, pero algo dentro de mí me hace creer que no es así. Ese último asesinato, tan parecido a los míos me pone nervioso. Creo que se trata de un reto. Alguien quiere decirme algo. Lo sé, lo intuyo.

Recuerdo la llamada del inspector. Sonrío pensando en su voz incrédula cuando supo de mi viaje, de mi estancia en Barcelona durante los acontecimientos. Dentro de unos días tengo una cita con el juez que lleva este caso. No tienen ninguna prueba contra mí, y esto último echa por tierra todas las expectativas de mi querido policía. Aún así no sé si debería alegrarme ante las circunstancias.

El tren avanza rápido, atravesando los campos de esta España medio moribunda, irreconocible ya, tras tantos años de gestión mediocre, imbecilidad nacional y estupidez redomada. Por fin llegamos al destino. Lo primero que hago al llegar a casa es llamar a Marta. Estoy deseando verla. Vivimos cerca así que decidimos vernos. Quedamos en un bar cercano. La cuento mi viaje, hablo sobre mis aburridas reuniones y las ganas que tenía de verla. Ella habla sobre su día en el trabajo. Después me comenta algo del asesinato. Está asustada. Toda la ciudad está atemorizada ante la perspectiva de que un loco ande suelto por ahí.

Hablamos de eso durante un rato. Ella quiere saber mi opinión. Me vuelve a preguntar por Lorena. Vuelvo a explicarla que entre ella y yo no había una relación tan seria como la gente piensa. Tiene miedo. Marta tiene miedo, por ella, por el niño, por mí. La digo que no debe temer por nada, y menos por mí. No nos pasará nada. El problema, pienso, es que yo también me estoy empezando a asustar.

Día 35

Los acontecimientos se suceden como eslabones de una cadena frágil, fina, delicada. Tengo la sensación de que toda mi vida se puede romper en cualquier instante. Una circunstancia da paso a otra, como la ficha de dominó que cae por efecto de otra, eternamente, sin poder hacer nada para evitarlo. No puedo parar ese flujo de sucesos, que me desborda hasta apoderarse de mi vida por completo. Ahora mismo ya no soy dueño de mi vida, ni de mis actos. No controlo mi futuro, no puedo cambiar el pasado y el presente se convierte en futuro tan rápido que mi “ahora” ya está obsoleto.

Han pasado algunos días desde que escribí por última vez en este diario. No he tenido demasiado tiempo para mí. Casi no he podido ver a Marta esta semana. Estoy nervioso. Duermo poco por las noches. Alguien pretende manipular mi vida. Descubriré quién pretende hacerlo y seré yo quien manipule su vida. Su muerte.

La cita con el juez fue rara. Allí estaba el inspector, mi querido inspector. Había también varias personas más que yo no conocía. Se me informó de que podía asistir allí con abogado. Renuncié a ello. Me hicieron varias preguntas sobre mi relación con Lorena. También me preguntaron acerca del resto de chicas. Noté sus miradas clavadas en mí. No era oficialmente un juicio pero yo sabía que me estaban juzgando… A mí. Por supuesto nada de lo que les dije podría haberme metido en líos. No existía ninguna prueba real que pudiera señalarme. El inspector ya no estaba tan seguro de mi culpabilidad. Ni siquiera yo estaba seguro de ser culpable de algo.

Pasé en esa sala un par de horas. La tensión del ambiente, las expresiones frías de sus rostros, las miradas acusadoras, las acusaciones sin mirarme, sus preguntas, mis contestaciones meditadas: la justicia injusta de este mundo.

Cuando salí de los juzgados era casi de noche. Estaba bastante lejos de mi casa y no me apetecía compartir el transporte hasta mi casa. Decidí ir en taxi. De camino pude pensar en todo lo que estaba ocurriendo en mi vida. ¿Quién era ese nuevo asesino? ¿Por qué ahora?. Seguía pensando en él cuando llegué a mi casa. En buzón pude ver algunas cartas. Había varias facturas y algo de propaganda. Mientras subía en el ascensor hasta mi piso, un sobre, sin dirección ni remite, llamó mi atención. Al principio lo había pasado por alto, imaginando que era propaganda. Pero un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando al revisar por segunda vez toda la correspondencia vi aquel sobre blanco, inmaculado. Lo abrí lentamente, temeroso. En su interior sólo pude encontrar un papel doblado por la mitad, una nota escrita a mano, con tinta roja y en letras mayúsculas. El corazón latió con fuerza, acelerado, cuando leí el contenido del escrito: “¿Superará el discípulo al maestro?”.

Permanecí varios segundos, o tal vez minutos, en pié, junto a la puerta del ascensor, callado, pálido mi rostro, según pudo afirmar el vecino que me sacó de ese estado con sus palabras.

– Tiene usted mala cara. ¿Pasa algo? Está usted blanco – comentó.

– No nada. Creí haber olvidado algo importante – mentí con una sonrisa forzada en mi rostro, mientras dirigía mis pasos hasta la puerta de mi casa, aterrado.

Día 36

Leo la carta. La maldita carta. La leo una y otra vez. Me concentro en la frase escrita: “¿Superará el discípulo al maestro?”. Quizá la carta no iba destinada para mí. Quizá alguien, simplemente, se equivocó de buzón.Tal vez la carta es una broma absurda, o un nuevo estilo de propaganda o…

Suena el despertador. Lo observo con mirada de desprecio. Estoy tirado en la cama, con la carta entre mis manos y el despertador emitiendo un sonido incesante y monótono. Ese aparato está sonando inútilmente demasiadas veces en estas últimas semanas. Duermo poco, demasiado poco. Tengo la sensación de ser un cadáver que se mueve de una punta a otra de la ciudad, buscando la forma de salir de aquí. La gente que me rodea, lejos de poder ayudarme, sólo serían capaces de hundirme un poco más en mi miseria. Marta es la única persona a la que puedo aferrarme, pero no quiero que sufra.

Salgo a la calle antes de lo normal. Decido caminar hasta el trabajo. Como siempre la brisa húmeda de esta mañana lluviosa me ayudará a despejarme. Después de andar varios pasos me quedo quieto. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Me giro rápidamente. Miro. Busco con mi mirada algo, alguien que pueda darme explicaciones, pero allí no hay nadie. Alguien más sale del portal de mi casa. Una de mis vecinas se dispone a empezar su jornada. Me saluda y anda deprisa. Pasan algunos coches. Vuelvo a girarme y continúo mi camino. Durante todo el recorrido tengo la sensación de que alguien me observa. Me vigilan. Varias veces me paro y busco rápidamente con la mirada pero no encuentro a nadie que me siga. O tal vez todos me están siguiendo. Sí, es eso. Todos me siguen. Toda esta maldita gente es la culpable de todo. Todos ellos saben lo que me está pasando. Toda esta población pestilente conoce mi sufrimiento y me hacen daño, más y más daño. Debería acabar con todos de una vez. Lo haré. Acabaré con todos ellos. Para eso estoy aquí.

Durante mi día de trabajo no dejo de pensar mi deseo profundo de acabar con ellos. No hablo con nadie hoy. No me levanto de mi sitio a tomar café. Eludo las conversaciones de grupo. Me esfumo. Soy un fantasma. He conseguido pasar desapercibido.

Voy en el metro hasta mi barrio. Parece que por fin ha dejado de llover así que voy a casa de Marta para recogerla y dar un paseo con el chaval. Hace fresco pero es bueno que el niño ande un poco. Paseamos por el parque, como casi siempre. Después, de vuelta a casa paramos en una cafetería y los tres nos tomamos algo tranquilos, relajados. Es sin duda el mejor momento del día. Cuando estoy con ella me siento mucho mejor. De repente, mis ansias y temores, mis miedos más profundos se desvanecen. Ahora sólo importa ella.

Los acompaño a su casa. En el portal ella y yo nos besamos, cuando el chico no nos puede ver. Es un beso rápido, ardiente. Me dice que mañana podrá dejar a Alejandro con la abuela del niño. Dormirá allí. Quedamos para cenar mañana, en mi casa. Ya estoy deseando que llegue el momento.

Vuelvo a mi casa. Cuando entro en el portal siento nuevamente algo extraño en el ambiente. Acaba de empezar a llover otra vez, no hace ni dos minutos. Me gusta el olor a humedad. Miro el buzón. Veo una carta. Un sobre blanco, sin remite ni dirección. El pulso se acelera. Abro el sobre y leo allí mismo su contenido: “Qué chica tan guapa, Maestro. Sabia elección”, reza la nota que hay en su interior. Estoy furioso, lleno de ira. Pienso en Marta. Pienso en ir hasta su casa para protegerla. En ese instante me doy cuenta de que el sobre está mojado. Salgo corriendo a la calle. Corro por las calles adyacentes buscando alguien. Soy el único peatón que se está mojando bajo el aguacero. Desesperado vuelvo a mi casa. Me dirijo hacia los ascensores. Cuando paso por los buzones veo algo blanco salir del mío. Miro en su interior y veo otra nota. Maldita sea. Mierda. En la nota sólo hay una dirección y una hora, además de una pequeña recomendación: “No te molestes en salir corriendo otra vez”. La dirección indicada pertenece a una calle muy cerca de mi casa. La fecha que aparece es la de mañana, a las ocho de la tarde. Creo que mañana tengo dos citas.

Día 37

Siempre se ha dicho que las cosas malas ocurren por estar en el lugar equivocado, en la hora equivocada. También las cosas buenas ocurren, de forma análoga, estando en el lugar correcto en la hora correcta. Mi cita con un desconocido, esta tarde, a las ocho, a cuatro calles de mi casa, puede ser cualquiera de las dos opciones. La incertidumbre me pesa. Alguien está intentando controlar mi vida, ser dueño de mis propios actos, manejarme. Posiblemente estar ahí sea un error, pero confío en mí lo suficiente como para solucionarlo. Acabaré con él, sea quien sea.

Son las ocho menos diez minutos de la tarde. Hace ya un rato que ha oscurecido. Salgo de casa. Me dirijo hacia el punto de encuentro. Camino, seguro de mi mismo. La oscuridad jugará un papel determinante. No pienso dejarle hablar. No cometeré esa equivocación. Le clavaré mi cuchillo. Lo hundiré en su vientre y le veré morir. Mataré a ese discípulo, como se hace llamar.

La calle donde he quedado está muy cerca también de la casa de Marta. Ella debe estar a punto de salir. Dentro de una hora he quedado con ella en mi casa. Hoy será un gran día en mi vida. Llego al lugar. Miro el reloj. Faltan dos minutos para las ocho de la tarde. Está oscuro. Allí no hay nadie. Espero. Bajo mi chaqueta siento el tacto de mi cuchillo. Miro a un lado y a otro. Estoy solo. Se trata de una viaja callejuela estrecha, con poca iluminación. Hay dos tiendas que están cerrando justo ahora. A lo largo de la calle hay algunos portales de viviendas y varios garajes. Sigo esperando.

Dejo pasar el tiempo. Pasan ya diez minutos de las ocho de la tarde. A lo lejos comienzo a oír el sonido de sirenas. Se acercan. En esta maldita ciudad, ese sonido se puede escuchar varias veces al día. Las sirenas se oyen más fuerte ahora. Miro hacia un extremo de la calle y veo aparecer un coche de policía. Va a pasar delante de mis narices. Otro más se aproxima varios metros detrás de él. El primero de los coches hace una maniobra y para el coche justo a mi lado. Dos agentes bajan deprisa. Uno de ellos me mira. Permanezco inmóvil. El otro pasa por detrás de mí y se introduce en la oscuridad de la entrada de garaje que hay a mi espalda. Le oigo gritar algo. El primero de los policías, casi gritando me pide que permanezca donde estoy. Me empuja hacia una pared y me obliga a apoyar las manos sobre ella.

– Está muerta – dice el que está en la entrada del garaje. – Tiene varias heridas. Parecen cuchilladas.

Todo sucede muy rápido. No puedo ver lo que está pasando detrás de mí. Intuyo la llegada de varios agentes más. Las luces amarillas de una ambulancia hacen su aparición en la caótica escena. Uno de los policías me cachea. Mierda. Encuentran el cuchillo. Casi no puedo mediar palabra antes de que me esposen. Algunas personas curiosas comienzan a rodearnos, a varios metros de distancia. Los agentes piden que se alejen.

– Muy bien, hijo de puta. ¿Para qué coño quieres este cuchillo? – dice el policía que me ha esposado. Casi sin darme tiempo a explicarme me dirigen a empujones hacia el el coche patrulla. Luego nos lo cuentas, en comisaría, dice otro. No entiendo nada. Miro de reojo hacia el garaje. Allí, tendida en el suelo veo la figura de una mujer. Empiezo a comprender. Me ha tendido una trampa. Ha sido él, grito. Pero nadie parece escucharme.

A trompicones entro en uno de los coches. Puedo levantar la cabeza y ver a las personas que se arremolinan alrededor de la escena. Entre ellas puedo distinguir una cara conocida. Ella está allí, mirándome, incrédula. Intento negar con la cabeza pero la puerta del coche se cierra antes de que pueda decir nada. El vehículo arranca. Agacho la cabeza y miro al suelo. Maldito hijo de puta, pienso.

Presto declaración en comisaría. Les explico que no tengo nada que ver con esa mujer. Les cuento que sencillamente estaba allí, dando un paseo. No sirve de nada. Los acontecimientos se suceden uno detrás de otro, ajenos a mi voluntad. Me trasladan a los calabozos de los juzgados. Son generosos conmigo y me dejan una celda para mí solo. Soy un preso importante, dicen. Estoy en prisión preventiva hasta que el juez analice las pruebas y decida algo. Por lo menos me dejan el papel y un bolígrafo sobre el que escribo estas líneas. Me han engañado. Me han tendido una trampa. Cierro los ojos. Necesito descansar.

Día 38

Los calabozos del juzgado no son el lugar ideal para pasar un par de días. Allí dentro he visto pasar los engendros más asquerosos que este mundo ha tenido a mal en dejar caer por esta podrida ciudad. He tenido tiempo para pensar en muchas cosas. Sigo convencido de que mi constante lucha es la manera correcta de vivir. La humanidad completa sigue equivocada en sus valores y no cambiará jamás, porque no desea cambiar. En esta labor deberíamos estar unidos los que, como yo, comprendemos lo que está ocurriendo.

Este hilo de reflexión me lleva a pensar en el discípulo que me ha traicionado. Sé que fue él quien asesinó a esa mujer. Ha sido él quien ha hecho que acabe con los huesos en este estercolero de humanidad. Tengo que encontrarle. Es peor que el resto de la gente. No se conforma con una existencia inmunda. Quiere machacarme. Quiere evitar que haga mi labor. Tengo que matarle. Tengo que acabar con él.

Llevo horas pensando. Necesito saber quién es. Sabe dónde vivo. Me ha visto con Marta. Me conoce, me ha estudiado. De alguna manera tengo que haberle visto yo también. Quizá algún vecino. Tal vez alguien me ha visto pasear por el parque. He llegado a pensar hasta en mi querido inspector. Quién sabe. Detrás de la fachada más pacífica, a veces puedes encontrar sorpresas.

Estas reflexiones golpean incesantemente mi cabeza mientras espero mi salida de este agujero. Según comenta mi abogado saldré de aquí dentro de un rato. No han encontrado ninguna prueba. El cuchillo que llevaba no tenía ningún rastro de la víctima. Mis ropas no estaban manchadas de sangre. Básicamente se han dado cuenta de que no fui yo. Sería absurdo estar allí después del asesinato. Espero el momento de llegar a casa. Llamaré a Marta. No he querido hablar con ella estos días. No quiero que me vea de esta manera.

Las horas pasan interminables en mi celda hasta que, por fin, me permiten la salida. El juez no encuentra culpa en mí y salgo en libertad, sin cargos. Eso sí, a la salida la primera persona que me encuentro es mi querido amigo el inspector de policía. Se acerca a mí, despacio. Me mira. No me dice nada. Ambos nos miramos a los ojos. Dejamos que pase el tiempo, en silencio. Estoy a punto de mandarle a la mierda cuando se gira y, sin decir ni pío, dirige sus pasos hacia un coche aparcado junto a mí. Arranca. Lo veo alejarse entre el tráfico.

Decido ir en transporte público hasta mi casa. Allí, rodeado de toda esa gente me agobio. Comienzo a mirar a todos, uno a uno. Intento grabar sus caras en mi memoria. Pienso que alguno de ellos es mi discípulo, mi Judas personal. No puedo evitar la analogía con la historia cristiana de Jesús. Soy un Dios incomprendido y ya tengo mi traidor. Salgo del metro y dirijo mis pasos hacia mi casa. Entro en el portal y camino hasta el buzón. Espero ver dentro una nota de Judas. Abro el buzón lentamente. Hay varias cartas con membretes de bancos y publicidad. Entre ellas, un sobre blanco, inmaculado, sin dirección ni remite. Lo abro. Leo la nota que hay en su interior: “No me lo tomes a mal, maestro. ¿Te gustó mi obra? Por cierto, no me busques en el metro. Yo nunca viajo en metro.”. La rabia se apodera de mí. Arrugo con mis manos el papel y aprieto los dientes con furia. Te cogeré, Judas, pero esta vez yo seré quien te ahorque a ti, traidor.

Día 39

Tras dos días intensos decido dormir hasta tarde hoy. Ayer pude hablar con mi jefe y pedir un día libre. Necesito descansar y reflexionar. Paso gran parte de la mañana en la cama. No hago nada. Sólo pienso. Casi a mediodía me doy una ducha. Dentro de un rato saldré a comer. He quedado c on Marta. Hace varios días que no la veo. Ayer hable con ella por teléfono. La encontré bastante rara. No la culpo. Espero poder tranquilizarla.

Salgo de casa. Camino hasta una parada de autobús cercana. Espero paciente. Hace bastante frío. Subo la cremallera de mi chaqueta y meto las manos en los bolsillos. Una suave lluvia empapa despacio las calles. El otoño, el más frío del siglo, parece haberse instalado definitivamente en la ciudad. Una hilera de paraguas desfila delante de mis narices. La parada está repleta de gente esperando. Por fin aparece el esperado autobús. El tropel de gente sube de manera anárquica. Qué asco de humanidad.

El restaurante italiano donde he quedado con Marta está lleno de gente. La mayoría de ellos son trabajadores de empresas con oficinas en los edificios cercanos. Se creen grandes hombre que trabajan en grandes edificios, rascacielos. El centro de negocios de la capital está repleto de estos aprendices de empresarios. Ella y yo nos sentamos en una de las pocas mesas vacías que quedan. Agarra mi mano y me mira con cariño. Pensé que su actitud sería algo más distante. Sin embargo ella se muestra cercana y agradable. Hablo de lo que ha pasado en estos últimos días. La explico que todo fue una confusión, una equivocación desafortunada de la policía. Ella escucha y asiente. Poco a poco veo desaparecer la sonrisa de su rostro.

La conversación casi se vuelve un monólogo en el que yo cuento algunas de las cosas que vi mientras estaba encarcelado. Pasamos casi dos horas hablando. Marta casi no abre la boca. Se limita a asentir y sujetar mi mano con fuerza. Me resulta un tanto extraño su silencio. Terminamos de comer y la acompaño un rato hasta su trabajo. Estamos a punto de llegar. De repente ella se para y me mira. – Alguien llamó anoche a mi casa. No me dijo su nombre. Sólo que tú sabrías quién era. Me dijo que me contarías exactamente esto que me acabas de contar. También me dijo que omitirías algunos detalles, como el del cuchillo. ¿Qué hacías tú con un cuchillo allí?

Ambos nos quedamos un rato en silencio. Intento explicarme. Intento decir que todo fue una coincidencia, pero Marta niega con la cabeza. – Lo siento mucho, – dice, casi en un susurro – pero creo que prefiero estar una temporada sin verte. Lo siento.

Ella se aleja caminando. Quedo allí, de pie, inmóvil, durante varios segundos. Ira. Rabia. Odio. Enfurecido giro sobre mis talones y comienzo a caminar sin importarme la dirección. Ese maldito bastardo me está robando la vida. Me roba a Marta. Juro que lo pagará caro. Muy caro.

Paso varias horas caminando sin cesar, sin rumbo fijo. Finalmente llego hasta mi casa. Entro en el portal y busco en el buzón. Espero encontrar una carta, una nota de mi Judas personal, pero esta vez no hay nada. Nada. Vacío. Mierda. Aprieto los puños con fuerza. Cierro los ojos. Mi cuerpo tiembla desbordante de ira. Subo a mi apartamento. Cierro la puerta tras de mí. Golpeo con fuerza una pared blanca, cerca de la entrada. Mi mano empieza a sangrar. No será lo único que sangre hoy.

Día 40

No ver una nota en el buzón me ha sacado de mis casillas. Ese maldito Judas ha conseguido desesperarme hoy. Marta no quiere verme, por lo menos en una temporada. Es increíble. No puedo saber por qué. Supongo que han ocurrido demasiadas cosas en poco tiempo. Ella debe cuidar de su vida, de su hijo. Yo debo empezar a cuidar de mí.

Salgo a la calle. Hace varias horas que la noche ha caído sobre la ciudad, pero estoy seguro de que él anda por aquí. Tiene que estar bastante cerca. Sabe todos mis movimientos. Se anticipa a ellos. Creo que me vigila constantemente. Hoy no caeré en la misma trampa. Voy completamente desarmado. Creo que mis manos serán suficientes. Confío en mí. Soy un tipo fuerte, fornido. Lo ahogaré con mis propios dedos. Miraré sus ojos cuando su vida se consuma y le susurraré cuando llegue su final. Mi voz será lo ultimo que oirá. Esa es mi venganza.

Camino por las callejuelas de mi barrio. A estas horas soy un hombre solitario dando un paseo. Me cruzo con pocas personas. Las intento mirar a la cara, escrutar sus rostros a medida que pasan junto a mí. Sé que sabré reconocer al traidor cuando lo vea.

El tiempo pasa rápido. Continúo mi búsqueda. Cada minuto que pasa la calle se vacía de la poca gente que había. Sigo caminando, sumido en mis pensamientos. No puedo quitar su imagen de mi cabeza: Marta. Siento cada vez más rabia contenida dentro de mí. Espero el momento que explote. Deseo que toda mi ira salga cuando esté frente a Judas. La idea de ir sin ninguna protección cruza mi cabeza fugazmente. Sé que él irá armado. Sé que puedo acabar aquí, esta noche. También sé que puedo liberarme por fin de esta carga y continuar con mi obligación.

Ya no queda nadie por las calles. Miro mi reloj. Son casi las dos de la madrugada de un día de diario. La cuidad duerme p or completo. Quizá me he equivocado. Tal vez hoy no lo veré. Decido tomar el camino que me llevará a casa. Iré despacio. No tengo miedo. Camino lentamente. Un paso. Otro paso. Mis pies marcan el ritmo lento de mi respiración. Tras una esquina aparece un hombre. Lleva una chaqueta y las manos metidas en los bolsillos. Mi cuerpo reacciona inmediatamente. Comienzo a respirar más rápido. No puedo evitar que mi corazón comience a latir con más fuerza. Estoy casi a su altura. Se dirige directo hacia mí. Le veo sacar algo del bolsillo. Creo que es un objeto metálico, aunque no puedo distinguirlo con claridad. No pienso nada más. Me lanzo sobre él y golpeo su cara con mi puño. Oigo un pequeño alarido saliendo de su garganta. Ambos caemos al suelo. Golpeo su cara sin parar, una y otra vez. No me detengo. Golpeo. Golpeo. Agarro su cabeza y la estrello contra la acera. Repito varias veces este movimiento. Un charco de sangre comienza a salir de su cráneo. No oigo ningún gemido ni queja. Me detengo. Lo miro. Busco su mano con mi mirada. Espero encontrar una navaja, o un cuchillo. Veo algo plateado. Lo cojo. Un precioso mechero de gasolina. Tiene una inscripción. Mierda. Me levanto. Busco alrededor. No hay nadie. Salgo de la escena lo más rápido posible. ¿Era él?. Guardo el encendedor en mi bolsillo. El botín.

Mientras me alejo en dirección a mi casa pienso en la posibilidad de que fuera él. Quizá lo era. Quizá mi reacción violenta lo cogió desprevenido. Estoy cerca de casa. De repente siento un dolor agudo en la pierna izquierda. U na sombra se desvanece. Todo ocurre rápido. A lo lejos veo una figura correr. Intento salir en su busca pero me derrumbo. Miro mi pierna. Sangra. Tengo un corte profundo en el lateral del muslo. Casi no puedo andar. Me levando, apoyado en un coche. Cojeo hasta mi casa. Noto la sangre resbalando por mi pierna.

Llego al portal. Debo subir y curarme la herida. Paso junto a los buzones. No es el mejor momento para mirar el correo pero sé que debo hacerlo. Miro. Ahí está, su maldita nota. Decido subir a casa y leerla cuando esté dentro. Lo primero que hago es curar la herida. Es perfecta. No ha cortado ninguna parte vital. Aplico desinfectante y un fuerte vendaje sobre la herida. Me dolerá varios días, pero no me puedo permitir acudir a un hospital. No ahora mismo y él lo sabe. Tomo la nota y la leo: “Un recuerdo para mi maestro.”. Arrugo la nota y la lanzo contra la pared. Es la primera vez que tengo miedo.

Día 41

El dolor en mi pierna no me permite dormir. De nuevo paso otra noche despierto por completo. Creo que me estoy volviendo loco. Debo hacer algo para solucionar esta situación. Hoy intentaré hablar con Marta. Intentaré explicarla que alguien me está tendiendo una trampa. Después necesitaré pensar en la forma de encontrarle y matarle.

Mientras estoy en la ducha, recuerdo al tipo al que rompí la cabeza contra la acera, anoche. Supongo que estará muerto. Espero que lo esté. Podría complicarme algo las cosas. Me vio la cara. Estoy seguro de que me podría reconocer. ¿Y si está vivo? ¿Y si testifica? Termino mi ducha. Cuido la herida de mi pierna. Salgo de casa. Me dirijo directamente hacia el quiosco. Debo buscar algo en los periódicos del día. Tengo que saber si ese hombre está vivo o no. Hoy tampoco está el hombre mayor que suele atender el quiosco. Vuelve a estar el muchacho joven. Me intereso por la salud del anciano. El chico joven me dice que está bien, pero algo mayor. – Seguramente – dice – me tocará venir a mí bastante a menudo. La edad no perdona. Pero no se preocupe, si necesita cualquier cosa puede contar conmigo. Ya sabe: que le guarde periódicos, o revistas de su interés… – El muchacho parece bastante agradable. Compro mi periódico y me alejo. Busco entre las páginas de la sección local. No hay ninguna referencia al suceso de la noche anterior. Era bastante tarde. Nuevamente la prensa escrita llega tarde a la noticia.

Camino hasta el metro. Vuelvo a estar rodeado de gente asquerosa en el andén. La misma imagen se repite día tras día. Algunas de las caras que veo me resultan bastante familiares. Otras caras son completamente nuevas. Realmente da igual que las caras sean nuevas o viejas. Sus comportamientos son exactamente iguales. Puedo ver cómo un tipo de mediana edad, vestido con un traje que no logra esconder su prominente barriga, no aparta la mirada del culo de la chica rubia y joven que hay justo delante de él. Casi puedo adivinar sus pensamientos ahora mismo. La está desnudando. Se la imagina a cuatro patas encima de su cama. Se la imagina desnuda esperando recibir su s brutales envestidas, gimiendo de dolor y de placer al mismo tiempo. Ella pidiendo que se lo haga más fuerte y él entrando en su cuerpo sin importarle nada, ni nadie.

De repente, mientras imagina esto, la imagen de su mujer aparece en la escena. Entonces puedo ver sus ojos repletos de desesperación.Lleva quince años casado y follando con la misma. Antes lo hacían todos los días. Al principio él se masturbaba en la ducha pensando en ella. La amaba. Ahora amaría a cualquier chica joven, guapa o fea, que estuviera dispuesta a dejarse follar. Reviso las caras de toda la gente que espera en ese andén. Todos son exactamente igual de desgraciados.

Por fin puedo llegar a la oficina. Puedo sentarme tranquilo, lejos del ajetreo del transporte público de esta mierda de ciudad. Lejos del agobio del metro. Cerca del agobio de mis compañeros de trabajo. Nada es perfecto. Enciendo mi ordenador y navego por la red. Busco noticias sobre el tipo de anoche. Por fin, en la sección local de un prestigioso periódico nacional puedo ver la noticia. El tipo, no ha muerto. Lo encontraron tirado en la acera de una madrileña calle, con el cráneo destrozado. Pero no está muerto. Su estado es de gravedad, continúa la noticia, pero los médicos son optimistas y creen que se recuperará. A pesar de estar divorciado, dice, la madre de su hijo no se ha separado de su lado ni un momento. Junto al texto aparece una foto de la mujer en una habitación de hospital. Observo la foto. No puedo creer lo que veo. Marta aparece allí, de pié, junto a la cama de aquel tipo.

Día 41 (segunda parte)

Casi no he podido trabajar nada hoy. Ver la imagen de Marta en el periódico, junto al hombre herido… no sé que pensar. Apago mi ordenador. Salgo de la oficina andando despacio. Camino por la calle, esta vez sin dirección alguna. Quiero hablar con ella. Necesito hablar con ella. Decido ir a mi casa andando. Cojo mi teléfono. Marco su número. Oigo su voz al otro lado de la línea. Me saluda con frialdad. Me dice que en ese momento no puede hablar demasiado conmigo. – Te he visto en el periódico. Lamento lo de tu ex marido.

Ella permanece callada. – Tengo que dejarte ahora -, me dice. Cuelga. Sigo caminado despacio. Tardo casi dos horas en llegar a mi casa. La oscuridad ha caído sobre la ciudad. Aún hay bastante gente por las calles. Madrid tarda mucho en irse a dormir. Dudo, incluso, que alguna vez duerma.

Llego al portal de mi casa. Arrastro mis pies hasta el buzón. Recojo la correspondencia. Propaganda y alguna factura. Nada más. No sí si sentirme aliviado o no. Casi estoy deseando encontrarme con Judas y devolverle sus 30 monedas. Abro la puerta de mi casa. Entro. Enciendo la luz. Allí, a unos cuantos centímetros de la puerta hay un sobre blanco. Sé lo que es. Lo sé antes de leerlo. Esta vez ha metido el sobre por debajo de la puerta de mi casa. Ha estado al otro lado de esta puerta. Abro el sobre. En su interior, impresa en blanco y negro, la foto de Marta junto a la cama de hospital. Al dorso, escrito a mano, con tinta negra: “No supiste hacer bien tu trabajo maestro. Ahora él está vivo. Puede reconocerte. Y ella está con él. ¿Qué harás al respecto?”.

Día 42

De copas. La empresa ha tenido una genial idea hoy: invitar a sus empleados a una gran comida y después llevarlos de copas por Madrid. Tengo que pasar un montón de horas rodeado de estos tipos grises, monótonos, angustiados. Una reunión social de empresa. Una demostración más de lo triste que puede resultar el ser humano en determinadas circunstancias. En la mayoría de circunstancias.

Algunos, los más astutos, consiguen escaparse con algunas tretas que me dejan asombrado. Ponen excusas como ir al médico o que su mujer está enferma. Joder, uno ha dicho que tiene al perro solo en casa. Yo, sin embargo, iré. No podría inventar una excusa tan mala como la del perro de mi compañero. Tendré que aguantarles.

Varios de los empleados, o más bien debería decir acólitos de los jefes, no han dejado de sonreír desde que llegáramos al restaurante. Es bastante penoso verles arrastrados por el suelo, sobre el fango, intentando conseguir la aceptación, el beneplácito, de s us superiores. “Llegarás lejos en esta empresa”, le afirma un subdirector a un pobre currante lameculos. La pena ha sido ver la cara del lameculos, su sonrisa de satisfacción, su aire de poder, desde el momento en el que ha sido bendecido con tan altas palabras.

No recibo ningún tipo de arenga inspiradora para mi vida. Mi cabeza está bastante alejada de este entorno. Algunos de mis compañeros aún piensan que mi comportamiento, raro para ellos, se debe al doloroso golpe sufrido tras la muerte de Lorena. Nadie sabe lo de mi encarcelamiento temporal. Todos piensan que fue una gripe lo que me mantuvo en cama durante tres días. Miro alrededor. Cerca de mí hay un par de chicas guapas, de esas con cuerpos preciosos. Toda la empresa ha soñado con tirárselas alguna vez. La mayoría de mis compañeros se masturban pensando en ellas. Tienen fantasías en las que se las follan en una sala de reuniones vacía, o incluso en el ascensor. Algunos hasta te lo cuentan. Ellas nunca hablan de ese modo, pero sus mentes también imaginan sexo con sus compañeros. Supongo que la humanidad jamás podrá desprenderse de su ascendencia simia.

Después de la comida nos dirigimos a un bar, a tomar alguna copa. Allí, de pie, se forman varios grupos de conversación. Yo hablo con tres de mis compañeros más allegados. Tonterías, gilipolleces. Las dos guapas están rodeadas de varios tipos, casi ya borrachos. La escena es patética. Una de ellas es nueva y varios de ellos intentan hacerse los graciosos. Me ponen enfermo.

Miro hacia otro lado. Allí la escena no mejora. Los jefes beben grandes copas mientras sonríen con satisfacción. Se creen superiores. Alguno de ellos habla por el móvil. “Sí cariño sí, luego te veo en casa. Te quiero”, oigo decir a uno de ellos que lleva todo el rato mirando las tetas a su secretaria.

Ninguna de las conversaciones me interesa lo más mínimo. Estoy a punto de irme. De repente, en la conversación de al lado oigo algo interesante. “¿Habéis oído la noticia? El tipo que estaba en coma ha despertado”. Lo está diciendo uno del departamento de informática. Esa gente suele pasarse el día navegando por páginas, aburridos, esperando que ocurra algo interesante. Seguramente será verdad. Mierda.

Decido despedirme de mis compañeros e irme. Tengo que pensar qué hacer. Debería ir al hospital y acabar con él definitivamente. Pero no sé en qué hospital está. Creo que la noticia que leí no lo decía. Tendré que buscar esa información. Llego a mi casa, dispuesto a buscar en Internet todo lo necesario. Dentro de mi casa vuelvo a ver un sobre cerrado en el suelo, junto a la puerta. Lo abro. En su interior sólo hay escrito el nombre de un hospital, y un número de habitación. Judas hace sus deberes mejor que yo, por lo que veo.

Día 43

El trayecto en taxi, aunque corto en distancia, se ha hecho eterno. El taxista, un hombre delgado, completamente calvo, de mediana edad, ha resultado ser uno de esos tipos que tienen la extraña virtud de hacer que un viaje de veinte minutos se convierta en una pesadilla. Ha tenido a bien en compartir conmigo sus problemas familiares y económicos. También ha decidido arreglar la política del país e instaurar, mentalmente, la pena de muerte para la mayoría de delincuentes.

Por fin he podido llegar al hospital. En la habitación 416 está mi objetivo. Aún no tengo muy claro cómo debo hacerlo. Primero quiero observar la situación. Paso frente al mostrador de recepción con la seguridad de un hombre que sabe a dónde va, o que lo hace a menudo. Subo hasta la cuarta planta. Doy un paseo por el pasillo, revisando todos los números de habitación. La mayoría de las puertas están cerradas. Llego a la 416. Miro. La puerta está abierta. No se oye ninguna conversación en su interior. Me detengo. De repente, detrás de mí, una voz conocida. Me giro. Allí está Marta, mirándome extrañada.

– ¿Qué haces aquí? – Pregunta con voz firme.

– Hola Marta. Te estaba buscando. Necesitaba hablar contigo. Suponía que podría encontrarte aquí, junto a él. – Miento. Acabo de inventar una mentira. Iba a matar a tu ex marido, Marta. Lo iba a asesinar para que no pudiera reconocerme. Para que no pudiera decirle a nadie que aplasté su cráneo contra la acera, porque le confundí con un maldito loco que pretende acabar conmigo.

– Dime qué coño haces aquí. Eres un gilipollas.

– Marta, tienes que escucharme. He venido para explicarte qué está pasando. Alguien quiere hacerme daño, y a ti también. Por eso te llamaron por teléfono. Alguien, no sé quién, quiere apartarme de ti, de todo lo que tengo. Y creo que es la misma persona que le hizo esto a él.

– Él no recuerda nada de lo que pasó. Los golpes le impiden recordar. ¿De qué me estás hablando? Estoy harta de ti y de todo esto. No quiero volver a verte nunca más. Si te vuelvo a ver cerca de mí, llamaré a la policía.

– Pero yo intento ayudarte.

– Vete. Vete de aquí. Para siempre.

Ella entra en la habitación. Me quedo allí, de pié, solo. Espero unos segundos. Doy media vuelta y me dirijo a la salida. Ya no tengo mucho más que hacer allí. Por lo menos sé que él no se acuerda de nada. Pero la he perdido. Para siempre. La he perdido para siempre. Salgo del hospital caminando. Voy hasta una parada de taxis. Subo en uno. Quiero ir al cementerio. Necesito ver a mi madre. Hablar con ella. Ella sabrá guiarme. Ella sabrá lo que tengo que hacer.

Permanezco casi una hora junto a la tumba de la única persona que no me falló en mi vida. A la salida paso frente a la tienda de flores. Hay alguien en su interior. Tiene el mismo nombre. Entro. Es otra chica joven. También es atractiva. Me mira. Mira su reloj. Entiendo que está a punto de cerrar. Son casi las ocho de la tarde. La miro. Tiene cierto parecido con la anterior dependienta. Creo que son hermanas. No digo nada. Doy media vuelta y salgo por la puerta. Puedo ver su cara desconcertada al salir por la puerta.

Decido coger el metro hasta mi barrio. Mientras camino hacia mi casa me cruzo con el joven que lleva el quiosco últimamente. Vive por la zona. Nos paramos a charlar. Pregunto por el viejo. Me dice que está algo mejor, pero que posiblemente no vuelva al quiosco.

– ¿Sabes lo del hombre que aplastaron el cráneo? – dice.

– ¿A qué te refieres?

– Acaban de decirlo por la radio. Ha muerto hace unos minutos. Un escándalo. Parece que un médico del hospital se ha vuelto loco y le ha clavado un cuchillo.

Me quedo paralizado al oír la noticia. No lo puedo creer. Nos despedimos. Camino hasta mi casa. Busco en el buzón. Un sobre blanco. Esta vez no ha subido a casa. Lo abro. Una nota, escrita a mano: “Sabía que no serías capaz de hacerlo. Tranquilo, ya me he encargado yo”. Intento imaginar cómo. Creo que admiro a ese tipo. Creo que admiro a Judas.

Día 44

Despierto. Un conocido soniquete penetra en mis oídos. Oigo sonar mi móvil. Dejo que suene durante varios segundos. Miro el reloj. Son las nueve de la mañana de un domingo. Joder, ¿quién coño será a estas horas? El teléfono sigue insistiendo en su llamada. Espero que deje de sonar para poder seguir en la cama, tranquilo. Por fin, el silencio.

No han pasado ni dos minutos cuando vuelvo a escuchar la incesante melodía. Me levanto. Camino hasta el salón. Busco el móvil. Está tirado en el suelo, junto a una botella de vino vacía. Mi cabeza está a punto de estallar. Siento ganas de vomitar. Recojo el móvil. En la pantalla del teléfono no puedo ver quién llama. No se muestra ningún número. En cambio veo un texto: “Número desconocido”. Odio este tipo de llamadas. Náuseas. Todo gira alrededor. Me siento en el suelo, junto a la botella vacía. Respondo a la llamada.

– ¿Diga? – Respondo, con mi voz ronca, de resaca.

– Vaya maestro, pareces algo cansado. Tienes mala voz. – La voz que suena al otro lado del teléfono es la de un hombre, grave, seguro de sí. Es Judas.

– Maldito cabrón. ¿Cómo coño has conseguido este número?

– Maestro, eso no es importante ahora. No obstante te diré que es increíble lo que se puede llegar a conseguir con algunas llamadas y algo de imaginación.

– ¿Quién eres? ¿Qué coño quieres? – Mi voz es ahora seca, dura. Deseo matar a ese hombre. Atravesarle con mi cuchillo y acabar con esta pesadilla para siempre.

– Tendrás oportunidad de conocer a tu discípulo, si así lo deseas.

La idea de verme las caras con él consigue despejarme un poco. La conversación es breve. Me dicta una dirección y una hora. Esta tarde, a las ocho. Recuerdo que en esta época del año comienza a anochecer a las seis y media, más o menos. Así que será una cita en un parque alejado del bullicio, con la oscuridad ocultándonos. Seguro que es un truco. El muy cabrón es listo. Lo prepararé todo. Esta vez seré yo quien te atrape a ti, Judas. Me suplicarás clemencia. Pedirás perdón.

Hacia las cinco de la tarde me presento en el parque. Hemos quedado en unos bancos, cerca de una conocida estatua. Hay mucha vegetación alrededor. No hay demasiada gente. Llevo u na pequeña mochila con un libro, un periódico y un par de cuchillos. Esta vez no cometeré el mismo error. Observo la zona. Decido dejar la mochila detrás de unos arbustos, junto al camino. Justo detrás de los bancos. No parece visible a simple vista. Afortunadamente se trata de una zona poco transitada. Algún deportista corriendo pasa cerca mientras coloco mi mochila, pero ni se molesta en mirarme. Está más ocupado intentando parecer un tipo en buena forma física.

Antes de colocar la bolsa en su sitio, saco el libro. Me siento en un de los bancos. Tengo casi tres horas por delante. Un par de horas de luz y luego la oscuridad. Comienzo mi lectura. Una pareja pasea por allí. Van cogidos de la mano. Encantador, pienso irónicamente. Al verme parecen contrariados. Seguramente querían estar un rato solos, allí. Son jóvenes. Se desean. Deberán ira meterse mano a otra parte.

Pasan las horas, lentas, agonizantes. Por fin oscurece. Miro el reloj. Falta casi una hora para mi cita con Judas. Ya no puedo seguir leyendo. La mortecina luz de una farola cercana no es suficiente para continuar mi lectura. Cierro el libro. Permanezco allí sentado, a la espera. Hace ya mucho rato que no pasa nadie. Ni parejas, ni deportistas. Dejo pasar el tiempo.

Son casi las ocho de la tarde. La temperatura comienza a bajar. A lo lejos, por el camino, veo la figura de un hombre. Mis músculos se tensan. Me levanto. Me acerco a un lado del camino. Permanezco de pie. No aparto la mirada del arbusto tras el que escondí mi bolsa con los cuchillos. El hombre camina hacia mí, despacio, atemorizado. Por fin llega a mi altura. Me mira. Los dos permanecemos en silencio unos segundos.

– Hola, maestro.- Dice con un extraño tono de voz. Se trata de un hombre moreno, delgado, no demasiado alto. No parece un tipo fuerte. De un vistazo observo que no hay nadie alrededor.

– Te imaginaba distinto, Judas.

– Escucha…- antes de que continúe hablando me lanzo sobre él. Golpeo su cara con todas mis fuerzas. Parece sorprendido. ¿Qué coño te piensas que ocurriría? Intenta zafarse de mí, pero vuelvo a golpear con todas mis fuerzas. Una y otra vez. Cae al suelo, medio atontado. La sangre mana a chorros de su boca. Le oigo balbucear. Creo que intenta decirme algo.

Me levanto. Él permanece en el suelo, con los ojos cerrados. Intenta incorporarse. Le doy una patada en la cabeza. Vuelve a derrumbarse. Creo que esta inconsciente. Sin apartar la vista de ese deshecho humano recojo mi mochila. Saco uno de los cuchillos. Vuelvo a mirar a ambos lados. No hay nadie. Me acerco a él. Empieza a despejarse. Abre los ojos.

– Espera, por favor. – Hundo mi cuchillo en su pecho. Le observo abrir los ojos. Le miro. Cierra los ojos, lentamente. Extraigo el cuchillo. Un chorro de sangre sale de la herida y luego nada. Por fin su corazón deja de latir. Me levanto. Limpio el filo de mi arma con su ropa. Lo guardo en mi bolsa. Camino hacia la salida del parque. Una leve sonrisa se dibuja en mi rostro.

Una hora después llego a mi casa. No hay notas en el buzón. Tampoco ninguna debajo de la puerta. Te he matado, Judas. Esperabas otra cosa de nuestro encuentro, pero yo te he matado. Me siento tranquilo en mi sillón. Por fin soy un hombre libre. Comienzo a pensar en todo lo que ha pasado. A pesar de mi felicidad hay algo en todo esto que no me cuadra. No veo el fallo, pero una extraña sensación miedo vuelve a crecer en mi interior.

Suena el teléfono. Extrañado, miro la pantalla. Es un número desconocido. Lo sé. Lo sé antes de descolgar. Mierda. Descuelgo.

– Diga.- Susurro.

– No esperaba menos de ti, maestro. Pero ese pobre hombre no tenía culpa de nada.

– Su voz. Otra vez su voz. No puede ser. Rabia. Odio. Grito de desesperación a la vez que lanzo mi teléfono contra el suelo con todas mis fuerzas. Pequeñas piezas saltan del móvil roto mientras caigo desesperado al suelo. Maldito seas, Judas.

Día 45

El frío de la mañana entumece mis músculos. Llevo caminado varias horas, durante la noche. He visto amanecer sobre esta ciudad. He visto morir un día y nacer otro. He visto las caras moribundas de los despojos humanos de la ciudad. De las personas que dejaron de parecerlo hace años. De esos hombres y mujeres tapados con cartones, durmiendo expuestos a las inclemencias del clima. Para el mundo es escoria barata de una ciudad que rebosa basura. Para mí no son distintos al resto de la gente. Restos de una raza abocada al exterminio. Intenté hacer algo por vosotros y vosotros me queréis desterrar. Habéis mandado a Judas a por mí porque me odiáis, porque no soportáis que os guíe por el buen sendero. Mi destrucción será vuestra pérdida.

Paso delante del quiosco. El joven vendedor de prensa me saluda con la cabeza. No parece hacerme demasiado caso. Me acerco. Busco con la mirada los titulares de la prensa del día. Un par de periódicos de tirada nacional sacan en primera página la noticia de la muerte de un hombre ayer, por la tarde, en un conocido parque público madrileño. Compro un par de ejemplares. El chico está bastante atareado colocando algunas revistas nuevas. Se interesa por mí, me pregunta qué tal estoy, aunque casi sin dirigirme la mirada. Realmente yo sé que no le intereso nada. Sólo está siendo amable porque no quiere que le compre periódicos a otro. Él mira por su negocio. Yo miro por mí. Le respondo cortés. Pago. Doy media vuelta y me voy.

Llego al trabajo caminando. Mi aspecto físico es deplorable. Llevo un par de días sin afeitar y visto la misma ropa que ayer. Tengo ojeras. Miro mi cara en el espejo del ascensor. Siento lástima de mí mismo. Conmigo sube una mujer, de mediana edad. Puedo oler su perfume. Está bien vestida. También sube un tipo trajeado. Lleva un maletín de la mano. Su traje está impecable, sin una arruga. Yo llevo unos pantalones vaqueros manchados, una camisa maloliente y una chaqueta sucia. Es la misma ropa con la que ayer asesiné a ese hombre en el parque. Ambos me miran con desprecio. Les miro. No digo nada. El ascensor emite un leve sonido cuando llega a mi planta.

Entro en mi oficina. La gente me mira extrañada. Imagino que mi aspecto, siempre tan cuidado, les sorprende. Cuando estoy llegando a mi mesa el jefe se acerca a mí. Quiere que vaya a su despacho. Maldita sea, seguramente tenga que aguantar una bronca por mi vestimenta. Entro. Allí está también el director de la oficina de Madrid. Lo sé todo antes de que me lo digan. La conversación dura poco. Me despiden. Me dan un cheque con el finiquito. No quieren volverme a ver. Dicen que no están contentos con mi rendimiento. Les miro a la cara. Escruto en su mirada. Veo odio. Me odian. Todo el mundo me odia.

Recojo algunas cosas de mi mesa. No me despido de nadie. Salgo por la puerta. No miro hacia atrás. No quiero saber nada de nadie, nunca más. La humanidad entera busca su propia destrucción. No confían en mí. Yo tampoco confiaré en vosotros.

De vuelta a mi casa recuerdo que me he quedado sin teléfono móvil. Judas hizo que lo rompiera lanzándolo contra el suelo. Compro otro. Mantendré el mismo número. Dedicaré todos mis esfuerzos a dar con él. Tengo que acabar con él. Después todo será distinto.

Día 46 (4 de la mañana)

Las noches pasan lentas, silenciosas, mientras me arrastro desde la cama hasta el baño, y de vuelta a la cama. Cierro los ojos. Intento dormir. Náuseas. Cada vez más fuertes. No lo puedo soportar más. Otra vez arrastro mi cuerpo hasta el retrete. Arcadas. Intento vomitar, sacar de mí esta parte que no me deja vivir, pero sólo consigo ese sabor amargo de la bilis. Amargura que denota mi autodestrucción. Mi final.

Llevo cuatro días encerrado en casa. Espero una solución, pero no llega. Intento mantener clara mi cabeza para ver la salida, pero no puedo buscarla. No soy capaz de dormir. El insomnio me impide pensar con claridad, y la ausencia de ideas me impide dormir. Estoy atrapado dentro de este cuerpo, antes perfecto, putrefacto ahora. Yo lo tenía todo. Todo. Os controlaba a todos. Podía arrebataros la vida, si quería. Podía dejaros seguir viviendo, si así lo deseaba. En cambio ahora estoy aquí, perdido, esperando mi muerte. La espero, sí. Espero que llegue con su velo negro, y me lleve con ella. Espero que obtener las respuestas en mi último viaje. Espero ver su calavera, su guadaña, saber reconocerla y aceptar mi fracaso.

Día 46 (6 de la mañana)

Veo la solución. Aún no he fracasado. No estoy perdido. Sé lo que tengo que hacer. Sé lo que debo hacer. Llevo varios días esperando una señal, algo que me indique el camino. Espero que Judas venga a mí. Estoy equivocado. Ahora lo veo. Ahora lo entiendo. Yo debo salir a buscarle. No debo dejar que me encuentre. Debo encontrarle yo a él.

Son las seis de la mañana. Aún es de noche. Me asomo a la ventana. Nadie pasea por la calle. La ciudad duerme. Si Judas está ahí fuera lo encontraré. Visto mi cuerpo con la primera ropa que encuentro tirada en el suelo. Busco mis armas en los cajones. Salgo a la calle. Debo caminar hasta encontrarle. No volveré a pisar mi casa hasta terminar con él.

Día 47

He pasado todo el día caminando, buscando. Todo el mundo es sospechoso, pero estoy seguro de que aún no lo he visto. Sé que cuando lo vea lo sabré. Imagino su rostro. Imagino un hombre fuerte, ojos inteligentes. Debe ser alguien especial. Casi ha podido conmigo, pero esta vez yo ganaré.

Son las once de la noche. Aún no he comido. No lo necesito. Tampoco dormir. Primero acabaré con mis propios demonios y luego acabaré con él. Sigo andando. Casi no hay nadie por las calles. Pero él está ahí, seguro. Me paro en un cruce. Son pequeñas callejuelas cerca del centro. Cerca del bar donde murió la camarera. Espero. Permanezco allí, quieto, expectante.

Dejo pasar los minutos. Tal vez las horas. El tiempo es algo completamente ajeno a mí. Mi móvil vibra en mi bolsillo. Miro la pantalla. Es un número desconocido. Descuelgo.

– ¿Diga?

– Deberías abrigarte. Estas noches son frías.

– Maldito seas Judas. – Maldigo su nombre. Maldigo el momento en el que nació. – Voy a acabar contigo. – Susurro.

– Puede ser, maestro. Si no acabo contigo yo antes. Tienes mal aspecto. Ya te lo dije la última vez. No te cuidas…

Miro alrededor. Él tiene que estar cerca. Tiene que estar muy cerca. Las calles están vacías. A lo lejos veo pasar una figura. Distingo el cuerpo de una mujer. No, no puede ser. Él es un hombre. Pero allí no hay nadie. Vuelvo a escuchar a través del teléfono.

– Dónde estás. – Digo con rabia.

– No pensarás que soy tan tonto como para decirlo, ¿verdad?

Camino desesperadamente. Voy hasta otra calle. No hay nadie. Vuelvo. Al pasar junto a un coche veo la figura de un hombre en su interior. Está hablando con un móvil. Le miro. Me mira. Cuelga el teléfono. Se queda paralizado. Me doy cuenta de que llevo mi cuchillo en la mano. Debo haberlo sacado inconscientemente. Dejo caer el teléfono y me lanzo hacia la puerta del conductor. Él intenta arrancar el coche. Soy mucho más rápido. Abro la puerta. Forcejeamos. Él no dice nada. Intenta golpearme. Meto medio cuerpo en el coche. Mi mano izquierda sujeta la suya. Estoy casi a horcajadas sobre él. Mi mano derecha se acerca a su costado.

Emite un pequeño gruñido. Empujo el cuchillo hacia dentro. Noto la sangre caliente manar de su herida. Intenta forcejear, esta vez con menos fuerza. El movimiento hace que mi cuchillo le cause destrozos internamente. De repente queda paralizado. Lo miro. Saco mi cuchillo de su costado. Lo acerco a su cuello. Acabo el trabajo.

Es él. Es Judas. Lo sé. Ante mí veo un hombre muerto, degollado, acuchillado. Veo mi mal, mi enemigo muerto. Mi victoria. Salgo del coche. Corro. Estoy empapado en sangre. Debo correr hasta mi casa. Mientras corro imagino mi nueva vida. Quiero gritar de alegría. Mañana podré ser yo mismo otra vez. Sigo corriendo con el cuchillo en mi mano, sumido en mis propios pensamientos. Un dolor intenso llena mi cabeza. Caigo al suelo. Casi no puedo ver qué ocurre a mi alrededor. Golpes. Dolor. Luces azules. Un tipo me grita. Sujetan con fuerza mis manos. Doy una patada a mi atacante. Es lo último que recuerdo.

Despierto. No sé dónde estoy. Una habitación. Dos tipos con uniformes de policía están en la puerta. Un tipo con bata comenta algo a los dos hombres. Estoy esposado a la cama.

– ¿Que hago aquí? ¿Qué ha pasado?

– Estás detenido, hijo de puta. Por asesinato. Cierra la puta boca. Cuando salgas del hospital irás directo al calabozo. Estás perdido, jodido asesino psicópata.

Día 47 (por la noche, en mi celda)

El inspector ha venido a verme. Una extraña sonrisa se dibujaba en su cara. Soy el presunto asesino de un pobre hombre que estaba en su coche. Además, me dice, me van a intentar achacar todos los asesinatos. Creen que soy un loco asesino en serie.

Me da igual. No pienso declararme culpable, por supuesto, pero me da igual. Ahora mismo estoy completo. Soy Dios otra vez. Nada podrá detenerme. Nada podrá hacer que cumpla mi cometido. Podré esperar para hacerlo. Soy Dios. Soy inmortal. Tengo toda la eternidad para acabar mi trabajo.

– Ese hombre, el del coche, era un maldito asesino. Él era el asesino. – digo con desprecio.- Era Judas.

– Ese hombre, desgraciado, era un don nadie. Y a ti se te va a caer el pelo.

Ahí acabó mi conversación con el inspector. Se dio la vuelta y se fue. Ahora estoy solo, en mi celda. No llevo ni un día. Pero todo lo que tiene un principio, tiene un final. El fin de mis días negros está cerca, y la gloria vendrá a mí cuando salga de aquí.

Día 48

El silencio de las noches en la cárcel puede llegar a volverte loco. Los presos pasan horas preguntándose cómo han llegado allí. Algunos se compadecen. Otros sólo piensan en salir. De vez en cuando un gemido rompe la quietud. Algunos novatos rompen a llorar. Otros simplemente suspiran por la libertad. Yo, sin embargo, soy feliz. Estar aquí me dará tiempo para pensar en mi futuro. Judas está muerto. Yo estoy vivo. He vencido. Aún recuerdo su cara, su sangre resbalando por mis manos, sus ojos detrás del cristal del coche. Yo gano.

Todavía no se ha celebrado el juicio. Estoy en prisión provisional. El juez dictaminó que debía ingresar aquí. Me creen peligroso. Todos son peligrosos. Todo el mundo es capaz de asesinar sin piedad. Sólo necesitan un motivo. Un buen motivo y una buena coartada es suficiente. Cualquier persona es un asesino en potencia. Una madre mataría por proteger a su hijo. Un buen novio mataría por proteger a su novia. Un soldado mata por salir vivo de un combate. El mundo está lleno de asesinatos. Dejamos morir gente en las calles. Les asesinamos cruelmente. Permitimos que países enteros mueran de sed y hambre. Dejamos que asesinos en masa dirijan nuestros gobiernos. Pero lo aceptamos. Aceptamos esas muertes porque nos dan vida a nosotros. Una vida mejor, más plena y más rica. Todos somos asesinos.

Llevo un día entero aquí dentro. Nadie se ha atrevido a dirigirme la palabra. Escoria inmunda. Tienen miedo. Creen que estoy loco. Que soy un psicópata. Los periódicos anuncian a bombo y platillo que el asesino psicópata ha sido detenido. No. Están equivocados. Yo no estoy loco. No soy ningún loco. Ellos están locos. Todos estáis locos. Yo sólo soy la mano de Dios en la tierra. Yo soy El Salvador.

Me permiten tener material de escritura en mi celda. Aquí podré terminar de escribir mis pensamientos. Aquí podré plantear un futuro mejor para todos vosotros. Mañana será la vista inicial de mi juicio. Me declararé inocente. Nadie me vio cometer ninguno de los asesinatos. Mi abogado dice que lo tengo difícil. Las pruebas serán concluyentes. Aceptaré la decisión. No es mi final. Es mi comienzo.

Día 49 (mañana)

Una insoportable sirena resuena en mi cabeza. Son las siete y media de la mañana. Abro los ojos. Veo el techo de mi celda. Giro mi cabeza y consigo ver los barrotes. Estoy en la cárcel. No tengo ningún compañero aquí dentro. Me han dejado solo. Me aislan.

Me dirijo con pasos cansados a recoger mi desayuno. Me siento en una silla, dejo mi bandeja en la mesa. No hay nadie junto a mí. Vuelvo a recordar a cada uno de los personajes que han pasado últimamente por mi vida. Ahora lo veo todo distinto. Recuerdo a Lorena. Era una chica guapa. Yo la liberé. También pude hacer feliz a la dependienta. Enseñe a matar a un niño de diez años, antes de acabar con su vida. Y recuperé la ilusión de Marta por el mundo. Soy un buen hombre. Fue Judas quien casi consigue hacerme perder los papeles. Pero finalmente pude volver a sujetar las riendas de mi vida. Acabé con él para siempre. Soy libre. Soy el preso más libre de la historia. De este sucio y asqueroso mundo.

Dejo pasar las horas sin hacer nada. Permanezco en mi celda tumbado, con los ojos cerrados, meditando. Sólo abro los ojos cuando siento que alguien me observa desde fuera. Algunos de los internos de la prisión me miran como si fuera un bicho raro. Son ladrones, camellos, atracadores. Son escoria maloliente. Yo sin embargo soy la luz. Su luz. Ellos lo saben, por eso me admiran, por eso me observan. Quieren aprender de mí. Pobres.

La vista inicial del juicio se ha retrasado un día. Nadie ha querido explicarme por qué. He llamado a mi abogado. Me ha dicho que luego me lo explicaría. Que tenía que darme algunas buenas noticias para mí. Las espero con impaciencia.

Día 49 (noche)

– Ven aquí. Recoge tus cosas y ven conmigo.- Dice uno de los guardias, dirigiéndose a mí con cara de pocos amigos. Lo miro.

– ¿Dónde vamos? – Pregunto. Es tarde. Son casi las ocho. Dentro de poco cerrarán las puertas de las celdas.

– Coge tus cosas y ven conmigo. Te vas de aquí. Joder, ya te lo explicarán más tarde.

Recojo algunas de mis cosas. No tengo casi nada allí dentro. Unos papeles sobre los que he escrito algunas líneas y un bolígrafo. Sigo al guardia. Detrás de mí otro vigilante camina silencioso. Nos dirigimos a la salida del módulo. Prefiero no preguntar nada más.

En una de las salas, cerca de la salida, me espera mi abogado. Me mira con cara sonriente. No comprendo nada de lo que está pasando, aunque, inevitablemente, tengo la extraña sensación de que voy a salir de esta cárcel.

– Enhorabuena. Te van a soltar. – Dice el abogado estrechando mi mano con firmeza. Permanezco en silencio durante varios segundos.

– ¿Cómo? – Pregunto.

– Bueno, tú no eres el culpable de todos esos asesinatos. Eso ya lo sabíamos, ¿verdad?

– Sí, es verdad. Yo no he hecho nada. – Respondo con cautela. Ambos permanecemos en silencio otro rato. El abogado me mira a los ojos.

– Mira tío, yo no te creo. Pero me da igual. Este es mi trabajo. Te vas de aquí.

– ¿Por qué me sueltan?

– El asesino se ha entregado esta misma mañana. Un tipo, de unos cincuenta años, se ha entregado en una comisaría de policía del distrito centro. Ha confesado ser el autor de todos los asesinatos. Joder, si hasta ha confesado el asesinato de un padre con su hijo en la sierra, junto a un río. Aquello se cerró como un accidente.

Permanezco en silencio. Caminamos hacia el mostrador de salida. Un tipo con uniforme me hace firmar unos papeles y me devuelve mis objetos personales. El móvil, mi cartera y algo de dinero. Fantástico. Está todo. Salimos. Seguimos en silencio. Una vez fuera el abogado se dirige a mí.

– Por supuesto, el tipo ha confesado delante del juez. Entonces me llamaron a mí. Todos los detalles de los asesinatos coincidían con los informes forenses. Una de dos, o ese tío es el asesino, o sabía detalles que no se publicaron en la prensa.

– ¿Por qué se ha entregado?

– Yo qué sé. Está loco. Como una puta chota. Bueno. Te llamaré. Tendrás que rellenar algo de papeleo. Te mantendré informado. ¿Te acerco a algún sitio?

Durante el camino de vuelta no he sido capaz de abrir la boca ni un instante. Intento imaginar qué clase de locura puede llevar a un hombre a confesar esos asesinatos. Sobre todo siendo inocente.

Día 50

Dormir. Por fin he podido dormir a pierna suelta. Esta noche he sido capaz de cerrar los ojos y sentir que la tranquilidad volvía a mi ajetreada vida. Aún sigo preguntándome por qué un loco tarado se ha entregado, asumiendo la responsabilidad de los asesinatos, pero me da igual. Ahora estoy aquí, Judas ha muerto, y yo vuelvo a ser el que era.

Son las nueve de la mañana. Tengo que empezar a replantearme mi vida. Empezaré por hacer deporte otra vez. Tendré que buscar un empleo. La idea de volver a relacionarme con la sociedad me da asco, pero es la única forma de seguir llevando a cabo mi plan.

Me visto. Salgo a la calle. Me acerco hasta el quiosco. Quiero comprar el periódico del día. Estaría bien ver las noticias, y de paso buscar algún trabajo. Allí está el joven encargado. Definitivamente el pobre viejo no volverá. Le saludo. Me devuelve el saludo como si no le importara demasiado. Evito pensar demasiado en él. Es un maldito inútil. Con el periódico del día me da un suplemento: “guía de ocio en la ciudad”. Lo miro. No me gustan estas gilipolleces.

– Debería echarla un vistazo. A veces hay cosas interesantes.

Vuelvo a casa. Quiero leer con tranquilidad las noticias. Me siento en un sillón, con un café. Abro el periódico. Suena el teléfono. Joder. Dejo el periódico encima del sillón y me levanto hasta una mesa. Cojo el teléfono y descuelgo.

– ¿Diga?

– No se cómo lo has hecho, cabrón. Pero te estaré vigilando. – La voz del inspector al otro lado de la linea me sobresalta. Cuelga.

Me giro. Voy hacia el sillón. Veo un sobre blanco caído en el suelo. El corazón comienza a latir con fuerza. Mierda. No. No puede ser. Parece que ha caído del periódico. Lo recojo. Miro en su interior. Hay un papel, escrito a mano, con tinta negra. Es un número de teléfono.

Mi pulso se acelera. Vuelvo a coger mi móvil. Marco el número. Oigo la señal. Alguien descuelga. Permanece en silencio.

– ¿Quién eres? – Digo despacio.

– Enhorabuena por tu salida de la cárcel, maestro. ¿O debería decir pobre pelele aprendiz?. Eres mi más preciada marioneta. Jamás podrás librarte de mí. – La imagen del joven quiosquero aparece ante mí, mientras escucho su voz, tranquila y segura, como la de un Dios que ha estado manejando mi vida desde el principio.

Epílogo

El silencio se apoderó de toda la estancia. Durante largos minutos, ambos nos mantuvimos callados, como esperando la reacción del otro. Por fin, sin mediar palabra, él comenzó a hablar: “Desde que oí por la radio que un asesino en serie estaba haciendo estragos en la ciudad, supe que tenía que hacerlo. Desde siempre he sabido que mi cerebro era privilegiado. Mi capacidad superala de cualquier otro, incluida la tuya. Pero claro, eso no era demasiado complicado.

Me dí cuenta de que eras tú cuando te vi, aquella madrugada, acechando al que esperabas fuera un viejo indefenso, para acabar con él. Lástima, ¿verdad? Igual te preguntas cómo, más adelante, pude obtener tu número de teléfono. Te sorprenderías de lo crédulos que son algunos trabajadores de atención al cliente, sobre todo cuando das por supuesto que te tienen que dar esos datos.

También deberías preguntarte cómo era capaz de anticiparme a tus movimientos. Bueno, es simple cuando cuentas con algunos buenos amigos. Además, tú tampoco eres tan listo como crees. Lo más complicado pudo ser convencer al pobre tipo del parque para que se presentara ante ti. Una buena suma de dinero y la mayoría de los hombres de esta ciudad harían casi cualquier cosa. Demasiada pobreza encubierta, mi querido amigo.

El “más difícil todavía” fue convencer al tipo que se entregó, confesando los asesinatos. Con ese tuve que hacer un trabajo fino. Su familia está viva gracias a su declaración. Ay ay ay, lo que es la vida. Un tipo decide que tienes que entregarte a la policía, y tu lo haces sólo porque quiere acabar con tus hijos… demasiados apegos emocionales. No como tu, ¿verdad? O por lo menos ya no.

Y ahora estás aquí. ¿Por qué? Porque quiero tenerte a mi merced. Quiero seguir manejando tus hilos, que sufras sabiendo que hay alguien más grande que tú. Y que trabajes para mí…

Pero no, no intentes correr hacia el quiosco ahora. Te repito que soy mucho más listo de lo que crees. Ahora colgaré. Yo me pondré en contacto contigo. Eres un buen hombre, maestro. Nos mantendremos en contacto. Disfruta de la libertad que te he proporcionado. A más ver…”

En Madrid, a 18 de diciembre de 2006

Agradecimientos

Agradecimientos:

A Sonia por estar ahí cada día, aguantando mis manías.

A toda esa gente que leía cada día un capítulo, dando su opinión y su ánimo.

A todos los que me llamaban y me decían que les gustaba, que querían más.

A todos los que me hacían creer que podría escribirlo.

A todos vosotros, por leerlo y por leer.

Muchas gracias a todos.

Juanjo Escribano