Con tres hermanos mandones y sobreprotectores vigilándola permanentemente, Tate Whitelaw encontraba imposible convertirse en mujer. Todavía pensaban en ella como una niñita. Por lo tanto Tate dejó la propiedad familiar para caer directamente en los brazos viriles de Adam Philips. ¡Ella le demostraría a todo el mundo que era una adulta con todas las de la ley!

Lo último que el endurecido ranchero Adam Philips quería era socorrer una damisela en apuros. ¡Ya había tenido bastante de mujeres perdidas! Pero sus instintos protectores prevalecieron. Pronto se encontró consolando a Tate en sus brazos… y en su cama. Y cuando los hermanos de ella aparecieron, escopetas en mano, verse atrapado le pareció, repentinamente, una buena idea…

Joan Johnston

La novia huída

Título Original: The rancher and the runaway bride (1992)

Serie: Whitelaw 02

Capítulo 1

– ¿Puedo darte un beso de buenas noches?

– Por supuesto, Hank.

– Tus hermanos…

– ¡Olvídate de ellos! Ya soy mayorcita. No necesito permiso de Faron y Garth para darte un simple beso de despedida -Tate Whitelaw dio un paso hasta el alto vaquero y le rodeó el cuello con los brazos. La brillante luz que había sobre la puerta delantera no llegaba del todo al extremo del porche en el que estaba con Hank.

Hank aprovechó la invitación de Tate, tomándola entre sus brazos y alineando sus cuerpos de pecho a cadera. Ella se hizo incómodamente consciente de la excitación de su acompañante, ya que sólo dos trozos de tela, sus vaqueros y los de él, separaban sus cuerpos. Hank buscó con su boca los labios de Tate y enseguida introdujo la lengua en su interior. Era más que un simple beso de buenas noches y, de repente, Tate se arrepintió de haberlo animado a dárselo.

– Hank… -jadeó, apartando la cabeza y tratando de escapar de su ardor-. No creo…

Hank la estrechó con más fuerza entre sus brazos y Tate alzó las manos para empujar con ellas sus hombros. Hank la agarró por su corto cabello negro y le hizo inclinar el rostro para seguir besándola.

– Hank! ¡Bas… basta! -jadeó ella.

Atrapado en su vehemente deseo, Hank ignoró las súplicas susurradas por Tate. Ésta ya había decidido que era hora de tomar una decisión desesperada cuando el asunto se le escapó de las manos. Literalmente.

Tate supo que alguien había llegado al lugar cuando Hank dio un gruñido de sorpresa al ser violentamente apartado ella. Su hermano Faron lo tenía sujeto con un puño por el cuello de la camisa, sosteniéndolo a un brazo de distancia.

– ¿Qué diablos crees que estás haciendo con mi hermana? -preguntó Faron.

Hank parpadeó, desconcertado.

– ¿Besarla?

– ¿Y quién diablos te ha dado permiso para hacerlo?

– ¡Yo! -dijo Tate, apretando los dientes. Con los puños apoyados contra las caderas y la barbilla alzada, se enfrentó a su hermano desafiantemente-. ¿Quién te ha dado permiso a ti para intervenir?

– Si veo a alguien maltratando a mi hermanita…

– ¡Yo puedo cuidar de mí misma!

Faron arqueó una ceja y Tate supo que era porque ella no había negado el hecho de que estuviera siendo maltratada. Hank había sido excesivamente efusivo, eso era todo. Podía haber escapado de él sin necesidad de que su hermano interviniera.

Para horror de Tate, Garth se asomó a la puerta principal y preguntó:

– ¿Qué está pasando ahí fuera?

– He encontrado a este coyote maltratando a Tate -dijo Faron.

Garth salió al porche, y si su enorme tamaño no era suficiente para asustar a cualquiera, el fiero ceño de su rostro sin duda lo era.

– ¿Es eso cierto? -le preguntó Garth a Hank.

Hank tragó con dificultad. Unas gotas de sudor humedecieron sus sienes. Se puso pálido.

– Bueno, señor… -miró a Tate en busca de auxilio.

Tate vio que los labios de Garth se comprimían en una tensa línea mientras intercambiaba una decisiva mirada con Faron. Hank ya había sido juzgado. Todo lo que quedaba era la sentencia.

– Saca tu trasero de aquí -le dijo Garth-. Y no vuelvas.

Faron le dio un buen empujón en la dirección adecuada y la bota de Garth terminó el trabajo. Hank bajó las escaleras del porche dando traspiés, fue hasta su camioneta, entró en ella, la puso en marcha y se fue levantando una nube de polvo y gravilla.

Hubo un momento de tenso silencio mientras el polvo se asentaba. Tate luchó por impedir que las lágrimas se derramaran de sus ojos. ¡No estaba dispuesta a permitir que sus hermanos vieran lo humillada que se sentía! Pero no había nada malo en dejarles sentir su afilada lengua. Se volvió y miró primero a los duros ojos marrones de Garth, y luego a los grises de Faron.

– ¡Supongo que estaréis satisfechos! -espetó-. Este es el cuarto hombre que echáis del rancho en un mes.

– Vamos, Tate -dijo Faron-. No merece la pena que tengas un novio que no esté a nuestra altura.

– ¡No me trates con condescendencia! No pienso dejarme aplacar como un bebé con una rabieta. No tengo tres años. Ni siquiera trece. Tengo veintitrés. Soy una mujer y tengo las necesidades de una mujer.

– Pero no necesitas ser maltratada -dijo Garth-. Y no pienso permitir que suceda.

– Yo tampoco -dijo Faron.

Tate bajó la cabeza. Cuando volvió a alzarla, sus ojos brillaban a causa de las lágrimas que enturbiaban su visión.

– Podría haber manejado a Hank yo misma -dijo con calma-. Tenéis que dejarme tomar mis propias decisiones y cometer mis propias equivocaciones.

– No queremos que sufras -dijo Faron, apoyando una mano en el hombro de Tate.

Tate se puso rígida.

– ¿Y crees que no me siento dolida por lo que ha pasado aquí esta noche?

Garth y Faron intercambiaron miradas. Luego Faron dijo:

– Puede que tu orgullo se haya resentido un poco, pero…

– ¡Un poco! -Tate apartó la mano de Faron de su hombro-. ¡Eres imposible! ¡Los dos lo sois! No tenéis ni idea de lo que quiero o necesito. No sabéis lo que es estar constantemente vigilado para que no metas la pata. Tal vez tenía sentido cuando era una cría, pero ya he crecido. No necesito que me protejáis.

– ¿Esta noche no necesitabas nuestra ayuda? -preguntó Garth con frialdad.

– ¡No! -insistió Tate.

Garth la tomó por la barbilla, obligándola a mirarlo.

– No tienes idea de cómo puede actuar un hombre cegado por sus pasiones, hermanita. Y no tengo intención de dejarte averiguarlo. Hasta que aparezca el hombre adecuado…

– Ahora ningún hombre querrá acercarse a menos de cien millas de aquí -dijo Tate amargamente-. ¡Mis queridos hermanos se han encargado de ello! Vais a conseguir que siga siendo virgen hasta que me quede seca como una pasa…

Garth le apretó con fuerza la mandíbula, obligándola a callar. Tate vio la furia de sus oscuros ojos.

– Será mejor que vayas a tu cuarto y pienses en lo que ha pasado aquí esta noche. Hablaremos de ello mañana.

– ¡Tú no eres mi padre! -espetó Tate-. ¡No puedes mandarme a mi habitación como si hubiera sido una niña mala!

– O vas por tu cuenta o te llevó yo -amenazó Garth.

– No va a poder ir a ningún sitio mientras no le sueltes la barbilla -dijo Faron.

Garth miró a su hermano con el ceño fruncido y luego soltó a Tate.

– Buenas noches, Tate -dijo.

Tate ya sabía que sólo había dos lados en los argumentos de Garth: el suyo y el equivocado. Tenía el estómago encogido. Sentía el pecho tan pesado que le costaba respirar y tenía un nudo en la garganta que casi le impedía tragar. Y sus ojos estaban llenos de lágrimas, ¡pero no estaba dispuesta a llorar!

Miró a Garth y a Faron alternativamente. El rostro de Garth era una máscara de granito, mientras que Faron la observaba con compasiva comprensión. Tate sabía que la querían. Era difícil oponerse a sus buenas intenciones. Sin embargo, el amor de sus hermanos no le hacía bien. ¡No la dejaban vivir!

Su madre murió al nacer ella, y Tate fue educada por su padre y sus tres hermanos, Garth, Faron y Jesse. Su padre murió cuando Tate tenía ocho años. Entonces Jesse se fue de casa y Garth y Faron se quedaron a cargo de ella, Y se tomaron muy en serio su responsabilidad. La tuvieron enclaustrada en el Hawks Way, y más vigilada que una novicia en un convento. Cada vez que salía del rancho, uno de sus hermanos la acompañaba.

Cuando Tate era más joven tenía amigas con las que compartir sus problemas. Según fue creciendo, descubrió que las chicas que conocía estaban más interesadas en conseguir conocer a sus hermanos que en ser amigas suyas. Finalmente, dejó de invitarlas.

Tate ni siquiera pudo dejar el rancho para ir a estudiar. En lugar de ello hizo unos cursos por correspondencia para conseguir su titulación en comercio. Se perdió la interacción social con la gente de su edad, la experiencia de salir por su cuenta que la habría preparado para enfrentarse con los Hanks del mundo.

Sin embargo, Garth y Faron le enseñaron todos los trabajos que había que hacer en un rancho, desde marcar el ganado hasta castrarlo, vacunarlo y criarlo. No era ninguna ingenua. Nadie podía crecer en un rancho permaneciendo totalmente inocente. Tate había visto a los sementales montando a las yeguas. Pero no podía trasladar aquel violento acto a lo que sucedía entre un hombre y una mujer en la cama.

De momento, los besos de sus pretendientes le resultaban más molestos que otra cosa. Pero había leído lo suficiente para saber que había más en la relación hombre-mujer de lo que había experimentado hasta entonces. Si hubiera sido por sus hermanos, ella nunca habría llegado a descubrir los misterios del amor.

Durante los últimos meses había llegado a la convicción de que ningún hombre recibiría jamás la aprobación de sus hermanos. Si seguía viviendo con ellos, moriría siendo una vieja solterona. No le dejaban elección. Para librarse de la opresiva protección de sus hermanos no le iba a quedar más remedio que irse del rancho.

Aquel último incidente había sido la gota que colmaba el vaso. Tate lanzó una última y larga mirada a sus hermanos, decidiendo que se iría del Hawks Way antes del amanecer.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Faron apoyó una cadera en la barandilla del porche.

– Es un peligro ser tan bonita -murmuró Garth.

– Es difícil creer que una mujer pueda resultar tan sexy con una simple camiseta y unos vaqueros, -dijo Faron, moviendo la cabeza.

– ¿Qué vamos a hacer con ella? -preguntó Garth.

– No creo que podamos hacer nada excepto lo que ya estamos haciendo.

– No quiero que le hagan daño.

Faron sintió una opresión en el pecho.

– Sí, lo sé. Pero ya no es una niña, Garth. Alguna vez tendremos que dejar de controlarla.

Garth frunció el ceño.

– Todavía no.

– ¿Cuándo?

– No lo sé. Pero todavía no.

A la mañana siguiente, Garth y Faron se reunieron en la cocina como siempre, poco antes del amanecer. Charlie One Horse, el indio mestizo que se había hecho cargo de la cocina del rancho desde que murió la madre de los Whitelaw, ya tenía el desayuno listo en la mesa. Pero aquella mañana faltaba algo.

– ¿Dónde está Tate? -preguntó Garth mientras se sentaba a la cabecera de la mesa.

– Aún no la he visto -contestó Charlie.

Garth hizo una mueca.

– Supongo que estará haraganeando en su habitación.

– Tú bébete el café -dijo Faron-. Yo subo a avisarla.

Unos momentos después, Faron volvió a la cocina con gesto preocupado.

– ¡No está! ¡Se ha ido!

Garth saltó de su silla tan rápido que la tiró.

– ¿Qué? ¿A dónde se ha ido?

– No está en su habitación. ¡Y la cama no está deshecha!

Garth salió de la cocina como un rayo y subió las escaleras de dos en dos para comprobarlo por sí mismo. Efectivamente, la cama de Tate estaba hecha. Aquello era una mala señal. Tate no era precisamente famosa por su pulcritud y si había hecho la cama, había sido para dejar algo claro.

Garth fue al armario, con el corazón en la garganta. Al ver que los escasos vestidos de Tate aún colgaban en él, respiró aliviado. Sin duda, no se habría ido del Hawks Way sin ellos.

Cuando se volvió vio a Faron en la entrada de la habitación.

– Probablemente ha pasado la noche durmiendo en algún otro lugar del rancho. Aparecerá cuando tenga hambre.

– Voy a salir a buscarla -dijo Faron.

Garth se pasó una mano por el pelo.

– ¡Maldita sea! Me imagino que no habrá paz en el rancho hasta que la encontremos. Cuando la encuentre, voy a…

– Cuando la encontremos, yo hablaré -dijo Faron-. Tú ya has causado suficientes problemas.

– ¿Yo? ¡Esto no ha pasado por mi culpa!

– ¡Por supuesto que sí! Tu fuiste el que le dijo que se fuera a su habitación y se quedara allí.

– Al parecer no me hizo mucho caso, ¿no? -replicó Garth.

En aquel momento llegó Charlie, resoplando por el esfuerzo de subir las escaleras.

– ¿Vais a salir de una vez a por la chica o pensáis seguir aquí discutiendo?

Faron y Garth se miraron un momento y luego se encaminaron hacia la escalera.

Charlie detuvo a Garth apoyando una mano sobre su hombro.

– No creas que vas a encontrarla, muchacho. Sabía que esto iba a pasar antes o después.

– ¿Qué quieres decir, Charlie?

– Sujetas con demasiada firmeza las riendas de la niña. Ella tiene demasiado espíritu como para quedarse encerrada entre las vallas que has puesto a su alrededor.

– ¡Lo he hecho por su bien!

Charlie movió la cabeza.

– Lo has hecho tanto por ti mismo como por ella. Conociendo a tu madre como la conocías, no es de extrañar que quieras mantener a tu hermana sujeta. Probablemente temes que se comportaría como tu madre, dejando a tu padre como lo hizo y…

– Deja a mi madre fuera de esto. Lo que ella hiciera no tiene nada que ver con cómo he tratado a Tate.

Charlie tensó la tira de cuero que sujetaba una de sus largas trenzas, pero no dijo nada.

Garth frunció el ceño.

– Veo que no tiene sentido discutir con una pared de piedra. Voy a por Tate y voy a traerla de vuelta. ¡Y esta vez se quedará aquí quietecita!

Garth y Faron buscaron por cañones y llanuras, riscos y gargantas en el Hawk’s Way, su rancho del noroeste de Tejas, pero no encontraron rastro de su hermana.

Fue Charlie One Horse quien descubrió que la vieja camioneta Chevy, la que tenía el radiador oxidado y el carburador medio estropeado, faltaba del establo en que solía estar guardada.

Otra revisión de la habitación de Tate reveló que el cajón de su ropa interior estaba vacío, que su cepillo de pelo, peine y pasta de dientes habían desaparecido, así como sus vaqueros y camisetas favoritas.

Cuando llegó el atardecer, la verdad ya se había hecho evidente. A los veintitrés años, Tate Whitelaw había escapado de casa.

Capítulo 2

Adam Philips no solía pararse a recoger autoestopisas. Pero no pudo ignorar a la mujer que se hallaba sentada en el parachoques delantero de una camioneta Chevy que tenía el capó levantado y echaba vapor por el radiador, con el pulgar extendido para pedir que la llevaran. Detuvo su camioneta de último modelo tras ella y se puso el sombrero Stetson mientras salía al calor de aquella tarde de verano en el sur de Tejas.

Ella llevaba unos vaqueros ajustados y una camiseta floja de cuello amplio que exponía una sensual figura femenina. Pero el rostro en forma de corazón, con sus grandes ojos avellanados y la carnosa boca enmarcados por un pelo corto y negro eran la viva imagen de la inocencia. Adam se quedó aturdido por su belleza y su juventud.

¿Qué hacía aquella mujer sola en una aislada carretera del suroeste de Tejas con una camioneta destartalada?

Ella le dedicó una confiada sonrisa y él sintió que su corazón daba un vuelco. La chica se apartó de la camioneta y caminó hacia él. Adam notó que sus pantalones se tensaban a la altura de la ingle y frunció el ceño. La chica se detuvo en seco. ¡Ya era hora de que mostrara cierta cautela! Adam era muy consciente de los peligros que suponía un desconocido para una joven sola. Recorrió la distancia que separaba los dos vehículos con gesto serio.

Tate se había sentido tan aliviada al ver aparecer a alguien en la desierta carretera que no pensó enseguida en el peligro de la situación. Sólo captó un vistazo de un pelo rubio ondulado y unos ojos intensamente azules antes de que su salvador se pusiera el sombrero que dejó su rostro en sombras.

Era ancho de hombros y estrecho de caderas y no necesitó más de unas zancadas para recorrer la distancia que separaba las dos camionetas. Por sus botas polvorientas, los vaqueros gastados y la camiseta manchada de sudor, podía deducirse que era un vaquero de algún rancho cercano. Tate no vio motivos para sospechar que pretendiera hacerle daño.

Pero en lugar de un agradable «¿Puedo ayudarte?», las primeras palabras que salieron de su boca fueron:

– ¿Qué diablos crees que estás haciendo?

Tate se sintió alarmada por la animosidad de la voz del desconocido y asustada por la intensidad de su mirada. Pero su actitud era tan similar a la que había visto en sus hermanos recientemente que alzó la barbilla y replicó:

– Hago dedo para que alguien me lleve a la gasolinera más cercana. Por si no te has dado cuenta, mi camioneta se ha averiado.

Adam frunció aún más el ceño, pero dijo:

– Sube a mi camioneta.

Tate sólo había dado dos pasos cuando el alto vaquero la tomó por el brazo, haciéndole detenerse.

– ¿No vas a preguntar nada sobre mí? ¿No quieres saber quién soy?

Para entonces, Tate ya estaba más irritada que asustada.

– ¡Un buen samaritano con mal genio! -replicó-. ¿Necesito saber más?

Adam abrió la boca para contestar, echó una mirada a la rebelde expresión del rostro de la joven y volvió a cerrarla. En lugar de hablar, tiro de ella sin ceremonias hacia el asiento de pasajeros, abrió la puerta y le hizo entrar en la camioneta.

– ¡Mi bolsa! Está en la parte trasera del Chevy -dijo Tate.

Adam volvió a la humeante camioneta, sacó la bolsa de Tate y la metió en la parte trasera de su camioneta.

¡Aquella mujer era demasiado confiada para su propio bien! Su ácida lengua no le habría servido de mucho si él hubiera sido la clase de tipo capaz de aprovecharse de las mujeres en dificultades. Cosa que no era. ¡Por suerte para ella!

Tate no se consideró afortunada en lo más mínimo. Reconocía la expresión de labios tensos de su buen samaritano. Puede que la hubiera rescatado, pero no parecía feliz por ello. Las arrugas que se formaban en torno a su boca y ojos por el ceño fruncido le hicieron pensar que tendría treinta y cinco o treinta y seis años; los mismos que su hermano Garth. ¡Lo último que necesitaba era otro guardián!

Se apoyó contra el respaldo del asiento con los brazos cruzados y miró por la ventana mientras cruzaban la enorme pradera. Pensó en la noche en que se fue del rancho, dos semanas atrás.

Aunque de forma aparentemente repentina, no había huido sin un rumbo determinado. Recogió varios periódicos rancheros con anuncios buscando trabajadores con experiencia y se dirigió al sur. Sin embargo, Tate descubrió muy pronto que ningún ranchero estaba dispuesto a contratar a una mujer como capataz ni como administradora del rancho, y menos aún a una mujer sin referencias.

Y, para estropear aún más las cosas, la vieja camioneta que se había llevado del rancho estaba en peor estado del que imaginaba. La había dejado tirada a varias millas del Lazy S, el último rancho en su lista y su última esperanza para conseguir un trabajo.

– ¿Sabes dónde está el Lazy S? -preguntó.

Adam se sorprendió un poco al oírla hablar.

– Supongo que podría encontrarlo. ¿Por qué?

– Tengo entendido que buscan un administrador. Quiero solicitar el trabajo.

– ¡Pero sólo eres una cría!

El vaquero no podía haber dicho nada peor para molestar a Tate.

– ¡Para tu información, tengo veintitrés años y soy una mujer hecha y derecha!

Adam no podía discutir aquello. Tenía una buena visión de la parte alta de los cremosos senos de Tate asomando por el escote de su camiseta.

– ¿Qué sabes de ranchos? -preguntó.

– Crecí en un rancho, en el Hawk’s Way, y… -Tate se interrumpió bruscamente, dándose cuenta de que había revelado más de lo que pretendía a aquel desconocido. No había utilizado su apellido para solicitar los trabajos, sabiendo que, si lo hacía, sus hermanos irían a buscarla y la llevarían de vuelta a rastras-. Espero que guardes esa información para ti.

Adam alzó una ceja y se topó con una sonrisa tan picaruela que su corazón volvió a dar un vuelco.

– Lo cierto es que he escapado de casa -continuó Tate.

– ¿No eres un poco mayorcita para eso?

Los labios de Tate se curvaron con tristeza.

– Supongo que sí. ¡Pero mis hermanos no me de jaba vivir en paz! Vigilaban cada aliento que salía y entraba de mi cuerpo.

Adam encontró aquella idea bastante intrigante. -Mis hermanos son excesivamente protectores -siguió Tate-. Yo sabía que no me quedaba más remedio que huir si quería encontrar al hombre adecuado enamorarme y tener hijos.

– Creo que eso podrías haberlo conseguido mejor quedándote en casa que vagando por ahí -dijo Adam.

– ¡No conoces a mis hermanos! Les encantaría tenerme envuelta entre algodones para mantenerme a salvo. ¡A salvo ja! Lo que pasa es que quieren que siga siendo virgen para siempre.

Adam se atragantó al oír aquella increíble revelación y tosió para aclararse la garganta.

– ¡Es cierto! -continuó Tate-. Han conseguido asustar a todos los pretendientes que he tenido. Lo que es una pérdida de tiempo y energía porque, como sabrás, alguien nacido para ahogarse puede lograr ahogarse en el desierto.

Adam la miró con gesto perplejo.

– Quiero decir que si algo esta destinado a suceder, sucederá por mucho que te esfuerces en lo contrario.

Tate esperó a que Adam dijera algo, pero al ver que permanecía en silencio, continuó hablando.

– Mi hermano mayor, Jess, también se fue de casa cuando yo tenía ocho años. Fue justo después de que mi padre muriera. Hace años que no lo vemos. Yo no pienso mantenerme tantos años alejada del rancho, por supuesto, pero quién sabe cuánto tiempo me llevará encontrar a mi príncipe azul… Aunque no es que tenga que casarme precisamente con un príncipe -sonrió y se encogió de hombros-. Pero sería agradable por una vez besar a un hombre al despedirme y que mis hermanos no pudieran echarlo alegando que no es lo suficientemente bueno para mí -Tate comprendió que estaba hablando para llenar el silencio y decidió callarse.

Tras la bravuconería de la joven mujer, Adam percibió la desesperación que le había hecho huir de los protectores brazos de sus hermanos. Se sintió mal interiormente. ¿Sería así como se había sentido su hermana pequeña? ¿Lo habría visto Melanie como un opresivo tirano, tal y como aquella joven veía a sus hermanos?

Tate contuvo el aliento cuando el desconocido la miró a los ojos. Vio en ellos una profunda tristeza y sintió el impulso de disiparla. De manera que empezó a hablar de nuevo.

– He buscado por todas partes un trabajo -dijo-. Debo haber estado en quince ranchos durante las pasadas dos semanas. Pero nadie ha mostrado el más mínimo interés por contratarme. Lo que resulta más frustrante es que ninguno de los dueños parece tomarme en serio. Sé que soy joven, pero también sé que domino todos los conocimientos necesarios para manejar un rancho.

– ¿Sabes que cantidad de grano necesitas para cabeza de ganado? -preguntó Adam.

– Depende de si piensas dejar el ganado en los establos o suelto para que paste -contestó Tate-. Si está en los establos…

– Dime algunos síntomas de un cólico -interrumpió Adam.

– Un caballo puede tener un cólico si no come, o si empieza a dar coces, o si se levanta y se tumba a menudo. Normalmente, cualquier animal que no se sienta cómodo tiene algún problema.

– ¿Puedes llevar la contabilidad en un ordenador?

Tate bufó.

– Por supuesto! Yo me hacía cargo de llevar todos los libros en el Hawk’s Way. Así que, si estuvieras contratando a gente en el Lazy S, ¿me contratarías?

– ¿Qué harías si no consiguieras el trabajo? -preguntó Adam en lugar de contestar.

Tate se encogió de hombros, sin darse cuenta de lo revelador que fue su gesto de que en realidad no sentía ninguna indiferencia ante aquella inquietante posibilidad.

– No lo sé. Sólo sé que no pienso volver a casa.

– ¿Y si tus hermanos te encuentran?

La barbilla de Tate adoptó una postura de testarudez.

– Volveré a escaparme.

Adam se preguntó si su hermana fue tan directa y franca con el hombre que la recogió la noche que escapó de casa. ¿Lo sabría todo aquel desconocido sobre la joven a la que violó y mató, dejando su cuerpo en una zanja al borde de la carretera?

Apretó los dientes con decisión. Si estaba en su mano, no iba a permitir que la joven a la que acababa de recoger a dedo se convirtiera en otra estadística. Y él podía ayudarla más que nadie. Porque él era el dueño del rancho Lazy S.

Sin embargo, desde que había puesto el anuncio, Adam había cambiado de idea respecto a la necesidad de contratar un capataz. Había decidido dejar momentáneamente en suspenso su ejercicio de la medicina rural para poner de nuevo en marcha el rancho por sí mismo.

Pero si le decía a aquella joven que no tenía trabajo para ella, ¿a dónde iría? ¿Qué haría? ¿Y cómo se sentiría él si no la ayudaba y acababa muerta en algún arcén?

– ¡Ahí está el Lazy S! -exclamó Tate, señalando un cartel que indicaba un desvío. Para su sorpresa, el vaquero giró en el camino y condujo la camioneta a través de una verja de ganado- ¡Pensaba que ibas a llevarme al pueblo!

– Y yo pensaba que querías una entrevista para el trabajo -replicó Adam.

Tate miró al vaquero. Estaba perpleja. Muchos hombres del oeste eran fuertes y silenciosos, pero el desconocido que la había recogido era algo más.

Reservado. Cuanto más distante se mostraba, más intrigada se sentía ella. Fue una sorpresa descubrir que había sido lo suficientemente amable como para llevarla directamente al Lazy S.

Podría haberse dado de tortas por haberle revelado tanta información personal sin haber averiguado algo sobre él… ni siquiera su nombre. Tal vez no volvería a verlo nunca más cuando la dejara.

Tate se dio cuenta de repente de que quería volver a verlo. Y mucho.

Cuando el vaquero detuvo la camioneta frente a una impresionante casa ranchera de adobe, Tate dijo:

– No sabes cuánto te agradezco que me hayas traído hasta aquí. Me gustaría darte las gracias, ¡pero ni siquiera sé tu nombre!

Adam se volvió a mirarla y sintió que algo se agitaba en su interior al ver su sonrisa. Era ahora o nunca.

– Me llamo Adam Philips -dijo-. Soy el dueño del Lazy S. Pasa dentro y te entrevistaré para el trabajo.

Capítulo 3

Tate se quedó asombrada cuando el misterioso vaquero reveló su identidad, pero también se sintió esperanzada. Salió de la camioneta tras Adam, segura de que no se habría molestado en llevarla hasta allí si no tuviera intención de considerar seriamente la posibilidad de darle un trabajo.

– Sígueme -dijo él, encaminándose a la casa.

Tate se detuvo sólo el tiempo suficiente para recoger su bolsa y colgársela del hombro antes de subir los escalones que llevaban a la puerta.

El cuarto de estar de la casa de Adam era masculino de principio a fin, lleno de mobiliario español de cuero tachonado de clavos de cobre. No había ningún detalle que suavizara el aspecto de la habitación. Tate decidió que allí no vivía una mujer desde hacía mucho tiempo.

La hacienda de adobe tenía forma de U y en el centro había un jardín con viejos robles, flores de brillantes colores y una fuente.

Finalmente llegaron al despacho de Adam, que estaba en un extremo de la casa. Por el inmaculado aspecto de la oficina, Tate dedujo que Adam debía ser una persona muy organizada. Cada cosa tenía un lugar y todo estaba en su lugar. Sintió que su corazón se encogía. Ella no sentía aversión al orden, pero se negaba a ser dominada por él. Esa fue una de las pequeñas rebeliones que fue capaz de llevar adelante en el espacio en que la confinaban sus hermanos.

En lugar de sentarse en la silla de cuero frente al escritorio, se sentó en una esquina del antiguo escritorio de roble. Adam no se sentó; caminó de un lado a otro de la habitación como un tigre enjaulado.

– Antes de que sigamos adelante quiero saber tu nombre real -dijo.

Tate frunció el ceño.

– En ese caso, quiero que me prometas que no te pondrás en contacto con mis hermanos.

Adam dejó de caminar y la miró. Tate le sostuvo la mirada.

– De acuerdo -dijo él-. Te lo prometo.

Tate suspiró profundamente y dijo:

– Mi apellido es Whitelaw.

Adam maldijo entre dientes y empezó a caminar de nuevo. Los Whitelaw eran conocidos en todo Tejas por los excelentes caballos que criaban y entrenaban. Una vez conoció a Garth Whitelaw en una feria de caballos. Y conocía íntimamente a Jess Whitelaw. Jess, el hermano que Tate no veía hacía años, se había casado recientemente con Money Farrel… la mujer que Adam amaba.

El rancho de Honey, el Flying Diamond, estaba junto al Lazy S. Afortunadamente, con las tensas relaciones que había entre Adam y Jesse Whitelaw, no había muchas probabilidades de que el hermano de Tate fuera a visitar pronto el Lazy S.

Adam volvió su atención hacia la joven que había rescatado en la carretera. Su pelo corto estaba revuelto por el viento en torno a su rostro, y tenía las mejillas ruborizadas de excitación. Se mordía inquieta el labio inferior… algo que le habría gustado hacer a él personalmente.

Adam sintió una reveladora tensión contra la cremallera de su pantalón. Metió las manos en los bolsillos para evitar la tentación de tocar a la chica.

Tate cruzó las piernas y entrelazó las manos sobre una rodilla. Podía sentir la tensión de Adam. Un escalofrío recorrió su espalda al ver la severidad de su gesto. Pero no fue de temor, sino de anticipación.

Estaba tan nerviosa que su voz se quebró cuando trató de hablar. Se aclaró la garganta y dijo:

– Entonces, ¿me das el trabajo o no?

– Aún no me he decidido.

Tate se puso en pie y fue hasta a Adam en un instante.

– Lo haré bien -le aseguró-. No te arrepentirás de haberme contratado.

Adam tenía sus dudas respecto a eso. Los latidos de su corazón se aceleraron al captar el suave aroma a lilas que desprendía el pelo de Tate. Ya estaba arrepentido de haberse detenido a recogerla. No podía estar cerca de ella sin sentirse tan excitado como un adolescente. Y eso no era lo más conveniente después de haberse erigido en guardián de la chica en sustitución de su hermano. Pero sospechaba que Tate no mentía al decir que volvería a escapar si sus hermanos trataban de llevarla de vuelta a casa. Sin duda, estaría mejor en el Lazy S, donde él podía tenerla vigilada.

Se apartó cuidadosamente de ella y rodeó el escritorio para sentarse tras él y utilizarlo como escudo.

– El trabajo que puedo ofrecer ahora no es el mismo que el del anuncio -dijo.

Tate apoyó las palmas de las manos sobre el escritorio y se inclino hacia él.

– ¿Oh? ¿Por que no?

Adam echó una mirada a lo que rebelaba la camiseta de Tate en la descuidada postura que había adoptado y tuvo que hacer un esfuerzo para alzar la vista hasta sus ojos color avellana.

– Es complicado.

– ¿Cómo?

¿Por qué no se movía? Adam sentía un irresistible deseo de alargar una mano y tocarla… Se levantó del asiento y empezó a caminar de nuevo.

– Tendrías que estar al tanto de lo sucedido en el rancho durante los últimos meses.

– Te escucho.

– El anterior administrador del Lazy S resultó ser un ladrón. Ahora está en la cárcel, pero además de robar el ganado de otras personas, hizo un desfalco en mi rancho. Dejó mis asuntos hechos un caos. En principio pretendía contratar a alguien para que reorganizara las cosas. Pero últimamente he decidido dejar de ejercer la medicina una temporada…

– ¡Un momento! -Tate se irguió, privando a Adam de la deliciosa vista que le estaba mostrando-. ¿Quieres decir que eres médico? -preguntó, incrédula.

El se encogió de hombros.

– Me temo que sí. Durante los últimos meses he cedido mi clientela a una médico que se ha trasladado a esta zona, la doctora Susan Kowalski. Ahora tengo tiempo de supervisar personalmente el trabajo en el Lazy S. Lo que necesito es a alguien en quien pueda confiar y que sea capaz de organizar el papeleo y llevar la contabilidad -Adam señaló el ordenador que se hallaba en una base cerca del escritorio-. Eso y yo no nos llevamos bien. No puedo pagar mucho -admitió-. Pero el trabajo incluye alojamiento y comida -así impediría que Tate durmiera en la camioneta, y Adam sospechaba que eso era todo lo que podía permitirse en esos momentos.

Tate arrugó la nariz. Sabía manejar un ordenador y podía llevar sin ningún problema una contabilidad. Pero aquella era la clase de trabajo que menos le gustaba de los que había hecho en el Hawk’s Way. A pesar de todo, un trabajo era un trabajo. Y hasta ese momento no había recibido una oferta mejor.

– De acuerdo. Acepto -dijo, alargando una mano hacia Adam para cerrar el trato.

Cuando Adam tocó la mano de Tate se quedó aturdido por la electricidad que chisporroteó entre ellos. Ya había comprobado lo atraído que se sentía por ella, pero no pudo evitar sorprenderse ante la intensidad de su reacción. Sin duda, la causa de ésta era que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Y eso que había muchas que estarían encantadas de poder satisfacer sus necesidades…

Pero no estaba dispuesto a verse envuelto en una relación con una virgen de veintitrés años. Especialmente con una virgen que buscaba un marido y una familia. El no podía darle ni lo uno ni lo otro.

Tate también se quedó asombrada por la descarga que recibió al tocar la mano de Adam. Miró sus ojos azules y vio un destello de deseo rápidamente ocultado. Apartó la mano rápidamente y dijo:

– Estoy seguro de que ambos vamos a disfrutar de esta relación -Tate se ruborizó al darse cuenta demasiado tarde de que aquellas palabras podían interpretarse de forma mucho más íntima.

Los labios de Adam se curvaron en una cínica sonrisa. No había duda de que Tate era un corderito, y más valía que un viejo lobo como él se cuidara de mantenerla a distancia. No tenía intención de decirle a su hermano dónde estaba. Pero estaba seguro de que antes o después correría la voz sobre la presencia de Tate en el Lazy S, y sus hermanos la encontrarían. Y cuando lo hicieran, estallaría el infierno.

Adam movió la cabeza al pensar en el lío en que se estaba metiendo. Tate Whitelaw significaba problemas con P mayúscula.

– ¿Dónde voy a alojarme? -preguntó Tate.

Adam se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo. No había pensado en aquello. El anterior administrador había ocupado una habitación en un extremo del barracón de los vaqueros. Pero, evidentemente, Tate no podía quedarse allí.

– Supongo que tendrás que quedarte en la casa -dijo-. Hay una habitación de invitados en el otro lado. Ven conmigo y te enseñaré dónde está -mientras caminaban, fue indicándole la disposición de la casa-. Mi habitación está junto al despacho. El cuarto de estar, el comedor y la cocina están en el centro de la casa. La última habitación al final del pasillo de este lado estaba preparada como centro médico de emergencias, y aún no he tenido tiempo de redecorarla. La primera habitación de esta ala será la tuya.

Adam abrió la puerta de una habitación que tenía un típico ambiente del oeste. Una alfombra de cuadros cubría el centro del suelo, había una mecedora, una palangana y un barreño, un tocador y una cama con una colcha de brillantes colores. La habitación estaba limpia y aireada y sus puertas corredizas de cristal daban al patio.

Tate se sentó en la cama y botó un par de veces.

– Parece muy cómoda -se volvió y sonrió agradecida mirando a Adam.

La sonrisa quedó petrificada en su rostro.

La mirada de Adam era ávida y los agujeros de su nariz parecían haberse ensanchado. Tate fue repentinamente consciente de la suavidad de la cama. Del hecho de que estaban solos. Y de que no conocía a Adam Philip…

Sin embargo, la posible sensación de miedo quedó apagada por el descubrimiento del profundo efecto que podía tener sobre aquel hombre. Adam no se parecía a los hombres que sus hermanos habían echado tan a menudo del Hawk’s Way. Tate no habría sabido explicar con exactitud en qué forma era distinto, pero supo que sus besos y sus caricias serían distintas a las que había conocido hasta entonces.

Y tampoco se sentía ella misma estando cerca de él. Con aquel hombre era diferente. Ya no era la hermanita pequeña de sus hermanos. Era una mujer, con las necesidades de toda mujer de ser amada por un hombre en especial.

En lugar de levantarse rápidamente de la cama, permaneció donde estaba. Probó sus artes femeninas girando lánguidamente de lado a la vez que colocaba una mano tras su cabeza. Alzó una pierna ligeramente, imitando las posturas sexy que había visto en algunas de las revistas de sus hermanos… las que ellos creían tener bien ocultas.

La reacción de Adam fue todo lo que podría haber esperado. Todo su cuerpo se tensó. Una vena palpitó en su sien. Los músculos de su garganta se movieron espasmódicamente. Y sucedió algo más. Algo que, teniendo en cuenta la altura a la que se hallaba, Tate no pudo evitar observar.

Fue fascinante. De hecho, hasta entonces nunca había visto cómo le sucedía aquello a un hombre. La mayoría de los hombres con los que había salido ya estaban en ese estado antes de que tuviera la oportunidad de notarlo. La cambiante forma de la parte delantera de los vaqueros de Adam no dejaba lugar a dudas; su excitación era innegable.

Tate contuvo el aliento y lo miró al rostro, tratando de averiguar qué pensaba hacer al respecto.

Nada, pensó Adam. No iba a hacer nada respecto al hecho de que aquella jovencita le hubiera provocado en menos de diez segundos una fuerte excitación.

– Si ya has terminado de comprobar tus ardides femeninos, me gustaría terminar de enseñarte la casa -dijo.

Humillada por el tono sarcástico de su voz, Tate se levantó rápidamente de la cama. En esos momentos no tuvo dificultad para reconocer los sentimientos de Adam. Irritación. Frustración. Ella sentía lo mismo. Nunca había imaginado lo poderoso que podía ser el deseo. Había sido una lección que no olvidaría.

Se colocó frente a él, con la barbilla erguida, negándose a sentir vergüenza o arrepentimiento por lo que había hecho.

– Estoy lista.

«Entonces desnúdate y métete en la cama».

Adam apretó los puños para no decir lo que estaba pensando. No sabía cuándo había sentido antes un deseo tan incontrolable por una mujer. No era decente. ¡Pero no pensaba hacer nada al respecto!

– Vamos -gruñó-. Sígueme.

Tate siguió a Adam hasta la cocina, donde se encontraron con una mujer mejicana baja y gordita con ojos de un negro intenso y mejillas rosadas. Estaba cortando cebollas sobre el mostrador. Al ver a Tate, sonrió ampliamente, mostrando dos hileras de blanquísimos dientes.

– ¿A quién ha traído a conocerme, señor Adam? -preguntó la mujer.

– Esta es Tate Whitelaw, María. Va a ser mi nueva administradora. Se alojará en la habitación de invitados. Tate, te presento a mi asistenta, María Fuentes.

– Buenos días, María -saludó Tate en español.

– ¿Habla español? -preguntó María.

– Ya he dicho todo lo que sé -dijo Tate, sonriendo.

María se volvió hacia Adam y dijo en español:

– Es muy bonita. Y muy joven. ¿Quiere usted que me ocupe de ser su acompañanta?

– Soy muy consciente de su edad, María -contestó Adam en español, impaciente-. Pero no necesita una carabina.

La mujer mejicana arqueó una ceja con gesto incrédulo. Siguió hablando en español.

– Usted es un hombre, señor Adam. Y los ojos de la chica le sonríen. Sería duro para cualquier hombre rechazar su invitación, ¿no?

– ¡No! -replicó Adam, y añadió-. Quiero decir que no se me ocurriría aprovecharme de ella. No tiene idea de lo que dice con sus ojos.

María arqueó la ceja aún más.

– Si usted lo dice, señor Adam.

Tate había tratado de seguir la conversación en español, pero las únicas palabras que había reconocido eran «María», «señor Adam», «carabina» y «no». La expresión del rostro de María dejaba muy claro que desaprobaba el que Tate fuera a vivir en la casa con Adam. Pero ella no necesitaba ni carabinas ni vigilantes. Podía cuidar perfectamente de sí misma sin necesidad de nadie.

Afortunadamente, no tuvo necesidad de interrumpir la conversación. Una llamada a la puerta de la cocina lo hizo por ella. La puerta se abrió antes de que alguien contestara y un joven vaquero asomó la cabeza al interior. Tenía los ojos marrones, el pelo castaño y un rostro tan moreno que parecía de cuero.

– ¿Adam? Te necesitan en el establo para que eches un vistazo a la yegua Brake of Day. Está teniendo algunos problemas con el parto.

– De acuerdo, Buck. Iré dentro de un minuto.

En lugar de irse, el joven vaquero permaneció donde estaba, sin apartar la mirada de la agradable visión en ceñidos vaqueros y camiseta que se hallaba de pie en la cocina de Adam. Pasó al interior, se quitó el sombrero y dijo:

– Mi nombre es Buck, señorita.

Tate sonrió y alargó una mano.

– Tate Wh… Whatly.

El vaquero estrechó su mano y se quedó allí quieto, sonriéndole tontamente.

Adam gruñó interiormente. Debería haber contado con aquella complicación, pero no lo había hecho. Tate iba a conquistar a todos los vaqueros del rancho. Pasó rápidamente junto a ella y puso una mano sobre el hombro de Buck para animarlo a salir.

– Vamos.

– ¿Puedo ir con vosotros? -preguntó Tate.

Buck habló antes de que Adam pudiera hacerlo.

– Por supuesto, señorita -dijo el vaquero-. Nos encantará.

Adam no pudo añadir nada, excepto:

– Puedes venir. Pero no te entrometas. ¿Qué clase de problema tiene la yegua? -preguntó, volviéndose hacia Buck mientras se encaminaban al establo.

– Está tumbada y le cuesta respirar

Nada más entrar en el establo, Tate se dio cuenta de que la yegua tenía problemas. Se agachó junto a ella con gesto preocupado y le acarició la cabeza.

– Tranquila, bonita. Sé que es duro. Tú relájate y verás como todo va bien.

Adam y Buck intercambiaron una mirada de grata sorpresa ante la tranquilidad con que Tate se había dirigido a la yegua. Esta alzó la cabeza y relinchó suavemente en respuesta al sonido de la voz de Tate. Luego volvió a tumbarse, dejando escapar un largo gruñido.

Tate sostuvo la cabeza de la yegua mientras Adam la examinaba.

– Son gemelos.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Tate.

– Uno de los dos está mal colocado, bloqueando la salida -de hecho, asomaba un casco de cada uno de los potros.

– ¡Seguro que el veterinario conseguirá que salgan!

La expresión del rostro de Adam se ensombreció.

– Se ha ido para asistir a la boda de su hija -tal y como estaban los potros, no sabía si podría salvar a alguno.

La excitación de Tate desapareció para ser sustituida por un mal presentimiento. Se había encontrado una vez con aquel problema, y el resultado estuvo a punto de ser un desastre. Garth logró salvar a la yegua y los dos potros de milagro.

– Habrá qué sacrificar a uno para salvar al otro -dijo Adam con frialdad.

– ¿Te refieres a destruirlo? -preguntó Tate. No se animaba a decir «desmembrarlo», aunque eso era lo que Adam estaba sugiriendo.

– No puedo hacer otra cosa -Adam se volvió hacia el vaquero y dijo-. Trae un poco de cuerda, Buck.

Tate acarició el cuello de la yegua, tratando de mantenerla calmada. Alzó la mirada y vio el temor que había en los ojos de Adam. A pesar de que formaban parte de la vida cotidiana en un rancho, nunca era fácil tomar aquellas decisiones.

Tate no sabía si intervenir, pero existía una pequeña posibilidad de que el segundo potro se salvara.

– Mi hermano Garth pasó por esto hace no mucho. Pudo salvar a los dos potros…

Buck llegó en ese momento, interrumpiéndola.

– Aquí está la cuerda, Adam. ¿Necesitas que te ayude?

– No estoy seguro. Pero, por si acaso, te agradecería que te quedaras.

Buck apoyó el pie en el borde de una de las tablas del establo y los brazos en la barandilla, observando a Adam mientras éste se arrodillaba junto a la yegua y empezaba a hacer un nudo con la cuerda.

Adam se detuvo un momento y miró a Tate. Esta volvía a morderse el labio inferior mientras seguía acariciando el cuello de la yegua.

– Si sabes algo que pueda servir para salvar a los dos potros -dijo-, estoy dispuesto a intentarlo.

El rostro de Tate se iluminó al oírlo.

– ¡Sí! Sí se algo -dijo, explicándole a continuación a Adam cómo había recolocado Garth a los potros.

– No estoy seguro de que…

– ¡Puedes hacerlo! -exclamó Tate, animándolo-. ¡Sé que puedes!

La brillante mirada de Tate hizo que Adam se sintiera capaz de mover montañas. En cuanto a salvar a los potros… Al menos merecía la pena intentarlo.

Media hora más tarde, el sudor había humedecido casi por completo la camisa de Adam. Sólo se había detenido un momento para ponerse un pañuelo en torno a la frente para impedir que la sal del sudor le llegara a los ojos. Trabajó en silencio, eficientemente, consciente de la delicadeza de su misión.

Tuvo un momento de esperanza cuando terminó. Pero una vez colocados los potrillos, la yegua parecía demasiado agotada como para empujar. Adam miró a Tate con gesto de pesar, sintiendo el peso del fracaso en cada centímetro de su cuerpo.

– Lo siento.

Tate no escuchó sus disculpas. Tomó la cabeza de la yegua en su regazo y empezó a canturrearle y a susurrarle cosas, probablemente brujerías, pensó Adam, hasta que, milagrosamente, la yegua parió al primer potrillo.

Adam supo que su sonrisa debía ser tan tonta como la de Tate, pero no le importó. Buck se encargó de limpiar al primer potrillo mientras Tate continuaba con sus canturreos hasta que salió el segundo. Buck también se hizo cargo de éste mientras Tate seguía con la yegua y Adam se hacía cargo del posparto.

Cuando terminó, fue a un fregadero que se hallaba en un extremo del establo a lavarse. Se secó las manos con una toalla antes de bajarse las mangas de la camisa.

Observó con admiración a Tate mientras ésta animaba a la yegua a levantarse para conocer a sus potrillos. La yegua chupó primero a uno y luego al otro. Unos minutos después ambos potrillos estaban bajo su vientre, mamando.

Los ojos de Tate se encontraron con los de Adam a través del establo. Este abrió los brazos y Tate se dirigió a él de inmediato. Adam la rodeó por la cintura con los brazos y Tate se agarró a él con fuerza mientras daba rienda suelta a las lágrimas que había contenido durante el difícil parto de la yegua.

– Todo está bien, cariño. Gracias a ti todo ha ido bien -dijo Adam, acariciándole el pelo-. No llores, cariño. Lo has hecho muy bien.

Adam no supo cuánto tiempo permanecieron allí. Cuando alzó la cabeza para decirle a Buck que podía irse, descubrió que éste ya no estaba en el establo. Los sollozos de Tate habían remitido y se hizo consciente por primera vez de la pequeña figura que tenía tan íntimamente presionada contra si.

Puede que Tate Whitelaw fuera joven, pero tenía el cuerpo de una mujer. Sentía la suave redondez de sus senos contra su pecho, y sus femeninas caderas estaban firmemente apoyadas contra su masculinidad. Su creciente masculinidad.

Adam trató de apartarse, pero ella se arrimó aún más.

– Tate -Adam no reconoció su propia voz. Se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo-. Tate.

– ¿Hmm?

Si ella no se daba cuenta del peligro potencial de la situación, ¿debía indicárselo él? ¡Era tan agradable tenerla entre sus brazos!

Antes de darse cuenta exacta de lo que hacía, Adam entrelazó los dedos de una mano en el pelo de Tate. Tiró con suavidad y ella echó la cabeza atrás. Sus ojos eran dos transparentes lagos de color verde y dorado. Su rostro estaba ruborizado por el llanto. Sus labios estaban ligeramente inflamados. Adam vio que debía suavizarlos.

Inclinó la cabeza y tomó el labio inferior de Tate entre sus dientes, deslizando su lengua por él, saboreándolo.

Tate gimió y entonces él se sintió perdido.

Penetró con la lengua en su boca, saboreándola, buscando alivio para la desolación espiritual que sentía y que nunca había admitido ante sí mismo. El cuerpo entero de Tate se fundió con el suyo y Adam fue consciente de un agradable y creciente calor en su ingle, donde sus cuerpos se juntaban. Entreabrió ligeramente las piernas y la atrajo hacia sí, frotándose con suavidad contra ella.

Tate sólo era consciente de sensaciones. La suavidad de los labios de Adam, de su lengua… Del calor y la dureza de su cuerpo presionado contra el de ella. Del placer que le producía su masculinidad buscando su feminidad. La urgencia de la boca de Adam buscando su cuello le produjo un estremecimiento de placer.

– Por favor, Adam -gimió-. No pares, por favor. Adam alzó la cabeza y miró a la mujer que sostenía entres sus brazos. ¡Dios santo! ¿Qué estaba haciendo?

Tuvo que llevar las manos atrás para liberarse de los brazos de Tate. La apartó de sí, sujetándola con tal fuerza por las muñecas que Tate hizo una mueca de dolor. Adam aflojó el abrazo pero no la soltó. Si lo hacía, corría el peligro de volver a tomarla entre sus brazos y terminar lo que había empezado.

El rostro de Tate estaba ruborizado por el calor de la pasión. Su cuerpo estaba lánguido de deseo, y no habría sido difícil tumbarla de espaldas en esos momentos.

«¿Estás loco?», se dijo Adam. «¿Qué te pasa? ¡Se supone que quieres protegerla, no seducirla!»

Tate vio que Adam estaba muy turbado, pero no comprendía por qué.

– ¿Qué sucede? -preguntó.

Su voz aún estaba entrecortada por la falta de aliento, y sonaba muy sexy. El cuerpo de Adam palpitó de necesidad.

– ¡Voy a decirte qué sucede, niña! -replicó Adam-. ¡Puede que estés tan ardiente como un volcán a punto de estallar, pero no estoy interesado en iniciar vírgenes! ¿Me oyes? ¡No estoy interesado!

– ¡Pues no lo parece! -replicó Tate.

Adam se dio cuenta de que seguía sujetándola; de hecho, le estaba acariciando las palmas de las manos con los pulgares. Las dejó caer como si fueran dos patatas calientes.

– ¡Mantente alejada de mí, niña! Estás aquí por una sola razón; para llevar la contabilidad. ¿Lo has entendido?

– ¡Lo he entendido, niño!

Adam alargó de nuevo las manos hacia ella, pero se contuvo. Giró repentinamente sobre sus talones y se dirigió a la salida. Un momento después estaba fuera del establo.

Tate se cruzó de brazos, enfurruñada. ¿Qué había pasado para que las cosas cambiaran tan rápidamente? Un momento, Adam le estaba haciendo el amor con gran dulzura. Al siguiente se había convertido en un lunático. ¡Cómo le había dolido que la llamara «niña»! ¡Puede que fuera pequeña de estatura, pero estaba totalmente desarrollada en los demás aspectos!

Excepto porque era virgen.

Tate no tenía más remedio que admitir que era una novata en lo referente a la experiencia sexual. A pesar de todo, sabía que lo que acababa de pasar entre Adam y ella era algo especial. El la había deseado tanto como ella a él. No podía estar equivocada en eso. Pero su atracción había superado lo meramente sexual. Estar entre los brazos de Adam había sido como encontrar una parte de sí misma que le faltara. Y aunque era posible que Adam no diera importancia a lo sucedido porque ella era muy joven, no estaba dispuesta a permitir que negara lo que había pasado entre ellos… ni a ella ni a sí mismo.

Ella no era una «niña» de la que pudiera librarse con un gesto de la mano. Entre ellos habían entrado en juego poderosas fuerzas. Tate debía encontrar la forma de que Adam la viera como una mujer merecedora de su amor. ¿Pero cuál sería la mejor manera de conquistar esa meta?

Ya a que la atracción física entre ellos era tan poderosa, decidió que empezaría por ahí. Pondría la tentación en el camino de Adam y vería que pasaba.

Capítulo 4

Adam vio a Tate sonriendo a los vaqueros que la rodeaban en el corral mientras les contaba otra de sus increíbles historias sobre la vida en el Hawk’s Way, como había hecho a menudo durante la semana pasada. Y como de costumbre, vestía vaqueros, botas y una camiseta con un chocante lema escrito en ella.

Pero la camiseta de ese día tenía el cuello abierto hacia los lados, de manera que se deslizaba hacia abajo por uno de sus hombros, y también era evidente que no llevaba sostén. Cualquiera con ojos en la cara podría haberse dado cuenta de que estaba desnuda bajo la camiseta. Desde luego, los tres vaqueros que estaban con ella no le quitaban la vista de encima. El viento soplaba y el algodón se pegaba al cuerpo de Tate, moldeando sus generosos senos.

Adam se dijo que no debía comportarse como un idiota acercándose y alejándola a rastras de aquellos tres pares de ojos dispuestos a comérsela. Sin embargo, cuando se encaminó en aquella dirección, no fue capaz de detener sus pasos.

Llegó a tiempo para oírle decir:

– Mis hermanos me enseñaron cómo mantenerme erguida cuando un caballo inquieto me tiraba.

– ¿Cómo, Tate? -preguntó uno de los vaqueros.

– ¡Dejándole volver solo al establo!

Los vaqueros rieron y Tate se unió a ellos. Adam sintió que sus labios se curvaban para reír, pero se reprimió.

– ¿No tenéis nada que hacer? -preguntó a los tres vaqueros.

– Sí, jefe.

– Claro, jefe.

– Estábamos a punto de irnos, jefe.

Los tres se llevaron la mano al sombrero para despedirse de Tate, pero no dejaron de mirarla mientras se alejaban.

Adam maldijo y los vaqueros se desperdigaron rápidamente en tres direcciones distintas.

– Creía haberte dicho que te mantuvieras alejada de los vaqueros -dijo, mirando a Tate con frialdad.

– Creo que tus palabras exactas fueron, «termina tu trabajo antes de salir a merodear por el rancho» -replicó Tate en un tono ideal para irritar aún más a su ya irritado jefe.

– ¿Ya has hecho tu trabajo?

– Si hubieras estado en casa a la hora de comer, te habría enseñado el sistema de contabilidad que he organizado. Ya está todo cargado en el ordenador y…

Adam la interrumpió.

– ¿Qué diablos haces aquí medio desnuda, de juerga con los vaqueros contratados?

– ¿De juerga? ¡Sólo estaba hablando con ellos! -replicó Tate.

– Quiero que dejes a esos chicos en paz.

– ¿Chicos? A mí me parecen hombres hechos y derechos. Desde luego, tienen edad suficiente para decidir si quieren o no quieren pasar su tiempo conmigo.

Adam se quitó el sombrero y lo golpeó contra su muslo.

– Maldita sea, Tate. ¡Eres una cría! ¡Estás jugando con fuego y te vas a quemar! No puedes andar por aquí medio desnuda y no esperar…

– ¿Medio desnuda? ¡Supongo que estás bromeando!

– ¡Esa camiseta no deja mucho a la imaginación! Puedo ver tus pezones con toda claridad.

Tate bajó la vista y comprobó por primera vez que sus dos pezones sobresalían con toda claridad bajo la tela de la camiseta. Decidió defenderse con descaro.

– ¿Y qué? Supongo que estás bastante familiarizado con la anatomía femenina, ¿no? Además, no eres mi padre ni mi hermano. ¡No tienes ningún derecho a decirme lo que puedo y lo que no puedo llevar puesto!

Ya que los sentimientos eróticos que estaba experimentando Adam en esos momentos no tenían nada de fraternales ni paternales, no discutió con ella. Sin embargo, sí se había erigido en guardián de Tate en ausencia de su padre y sus hermanos. Como tal, sentía el deber se advertirla de los peligros que podía acarrearle ir vestida de aquella manera.

– Cuando un hombre ve a una mujer con ese aspecto, normalmente se le ocurren ideas -dijo en tono razonable.

Tate lo miró fijamente.

– ¿Qué clase de ideas?

– Ideas equivocadas.

Tate sonrió traviesamente y batió sus pestañas como si fueran dos mariposas.

– Creía que no estabas interesado en mí.

– Basta ya, Tate.

– ¿Basta, qué?

– En primer lugar, deja de pestañearme

Tate hizo morritos como un niño al que acabaran de quitarle un caramelo.

– ¿Quieres decir que no está funcionando?

Estaba funcionando. Demasiado bien. Tate era lo suficientemente precoz como para resultar encantadora. Y Adam estaba encantado a pesar de su deseo de no estarlo. Sintió que su cuerpo empezaba a excitarse cuando Tate apartó la mirada de sus labios y la deslizó hasta su boca, a su pecho y finalmente hasta su entrepierna… que estaba poniendo en escena un buen espectáculo para ella.

– Lo estás pidiendo a gritos -dijo Adam entre dientes.

Tate volvió a batir sus pestañas.

– ¿Y voy a conseguirlo?

– ¡Ya es suficiente!

Lo próximo que supo Tate fue que Adam se la había echado al hombro como si fuera un saco de patatas y que se dirigía a grandes zancadas hacia la casa.

– ¡Bájame! -gritó-. Estoy muy incómoda, Adam.

– ¡Te lo mereces! No te has preocupado en lo más mínimo por mi comodidad durante las pasadas tres semanas.

– ¿A dónde me llevas? ¿Qué piensas hacerme?

– ¡Algo con lo que voy a disfrutar mucho!

¿De verdad pensaba hacerle el amor? ¿Sería rudo o suave? ¿Cómo debía comportarse? ¿Habría unas normas específicas que seguir para tratar a vírgenes? Aunque a Tate nunca le habían preocupado demasiado las normas. Pero se sentía nerviosa y ansiosa por el encuentro que se avecinaba. Finalmente, Adam tendría que reconocer que entre ellos había fuerzas que escapaban a su poder y a las que no debían resistirse.

La repentina oscuridad del interior de la casa dejó a Tate momentáneamente cegada. Pero cuando su vista empezaba a adaptarse al nuevo ambiente, salieron de nuevo a la luz y volvió a quedar cegada. Tras unos pasos, sintió que Adam la bajaba de su hombro:

Apenas tuvo tiempo de darse cuenta que se hallaban en el patio cuando Adam la sostuvo en brazos. Mirándola con una amplia sonrisa en el rostro, dijo:

– ¡Puede que esto te refresque! -y, sin ninguna ceremonia, la hundió en el estanque de agua que rodeaba la fuente.

Tate se irguió de inmediato, balbuceando.

– Pero… ¿pero qué? -parpadeó furiosamente, tratando de apartar el agua de sus ojos.

– ¿Qué pasa, señorita Tate? ¿Vuelves a pestañearme? Supongo que tendré que volver a sumergirte.

Adam dio un paso hacia ella y Tate se alejó hasta el otro extremo del estanque.

– ¡Me vengaré por esto! ¡Canalla! ¡Sinvergüenza!

Adam rió. Hacía tanto tiempo que no lo hacía que el sonido de su risa atrajo a María hasta la ventana para ver qué era lo que encontraba tan divertido el señor Adam. Movió la cabeza y se llevó las manos al rostro al ver a la nueva administradora del rancho de pie en la fuente, empapada. Tomó una toalla del montón de ropa que acababa de planchar y salió rápidamente al patio.

Se la dio a Adam, diciendo en español:

– Esa no es forma de tratar a una joven mujer.

Los ojos de Adam se arrugaron en los extremos de risa.

– Lo es cuando se empeña en seducir a un hombre mayor.

María se quedó un instante sin aliento y se volvió a mirar a la empapada criatura que se hallaba en la fuente. De manera que así era como iban las cosas. Desde luego, no sería ella la que se interpusiera en el camino de una mujer que había sido capaz de hacer reír de nuevo al señor Adam.

– Asegúrese de secar a la señorita rápidamente. De lo contrario, puede que agarre un catarro.

María dejó a Adam con la toalla en la mano y una presumida sonrisa en el rostro.

En cuanto la asistenta se fue, se volvió de nuevo hacia Tate. Y la sonrisa desapareció rápidamente de su rostro. Por que la camiseta que hacía unos momentos era sencillamente reveladora, se había vuelto totalmente indecente ahora. Podía ver con toda claridad la carne de Tate a través del empapado algodón. El agua fría había hecho que sus pezones se endurecieran.

Sintió que se le secaba la boca. Su voz sonó extrañamente ronca al decir:

– Toma. Envuélvete con esto.

Pero no alargó la toalla hacia ella. La sostuvo para que Tate tuviera que salir del estanque y acercarse a él. Cuando la rodeó con la toalla, Tate temblaba y se arrimó a él.

– ¡Estoy helada! -dijo

Sin embargo, Adam estaba ardiendo. ¿Cómo lo lograba? Aunque en esa ocasión sólo podía culparse a sí mismo. Sintió la fría nariz de Tate enterrándose en su hombro mientras el apoyaba la barbilla en su mojado pelo. Aspiró su aroma a lilas y comprendió que no quería soltarla.

Frotó vigorosamente la espalda de Tate con la toalla, esperando disipar así la intimidad del momento.

– Mmm. Que agradable -murmuró ella. Adam sintió de inmediato que su cuerpo lo traicionaba, respondiendo con asombrosa rapidez al ronco sonido de la voz de Tate. Se apartó un poco de ella, negándose a admitir su deseo. De hecho, sintió una clara necesidad de negarlo.

– No voy a hacerte el amor, Tate.

Ella se quedó helada en sus brazos. Alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

– ¿Por qué no, Adam? ¿Es que no te parezco atractiva?

– ¡No! Por supuesto que me pareces atractiva… -Adam gruñó al darse cuenta de lo que acababa de admitir.

– ¿De verdad soy atractiva?

¿Qué le habrían estado contando sus hermanos para hacerle dudar de sí misma de aquella manera?, se preguntó Adam.

– ¿Es porque no visto como una señorita?

La única objeción de Adam a la ropa que llevaba Tate era su reacción a ella.

– Aunque hayas oído decir lo contrario, la ropa no hace al hombre… ni a la mujer.

– Entonces debe ser porque soy virgen -dijo Tate.

Adam sintió que se ruborizaba.

– Tate, no puedes ir por ahí hablando de eso con tanta naturalidad.

– ¿Ni siquiera a ti?

– ¡Sobre todo a mí!

– ¿Por qué no?

Ya estaban otra vez. Adam hizo que Tate se volviera y la empujó con suavidad hacia la casa manteniendo un brazo apoyado sobre sus hombros.

– Creo que ya va siendo hora de que te cambies de ropa.

La traviesa sonrisa de Tate reapareció en su rostro.

– ¿Te gustaría ayudarme?

– ¡Ni hablar! -Adam abrió las puertas corredizas de la habitación de Tate y la empujó al interior-. Te espero en el despacho dentro de quince minutos para que me enseñes las maravillas que has hecho con la contabilidad.

Mientras se cambiaba de pantalones y camiseta, Tate repasó los acontecimientos de las tres semanas transcurridas desde que había llegado al Lazy S. Tomar el pelo a Adam había empezado como una forma de hacerle admitir la atracción sexual, y algo más, que existía entre ellos. Pero ya había comprobado que bromear con algunos tipos era imposible.

Y últimamente no había disfrutado demasiado de aquellos juegos, sobre todo porque la carga de sexualidad que había en ellos empezaba a pesarle tanto como a Adam. Además, para ella al menos, el problema era que su corazón seguía a sus hormonas.

Habría dado cualquier cosa porque Adam estuviera tan interesado por ella como Buck parecía estarlo. El joven vaquero le había pedido varias veces aquella semana que saliera con él el sábado por la noche. Y Tate estaba pensando en aceptar. Si Adam veía que había otro hombre con intenciones de conquistarla tal vez se le ocurriera hacer lo mismo.

Tate entró en el despacho con una animada sonrisa en el rostro. Adam ya había encendido el ordenador y estaba examinando las estadísticas que Tate había grabado previamente.

– ¿Qué te parece? -preguntó ella, apoyándose en el brazo de la silla giratoria en que estaba sentado Adam.

– Tiene buen aspecto -aunque, desde luego, la oficina no estaba tan ordenada como solía. Había varias tazas medio llenas de café en el escritorio, un montón de piedrecillas dispersas, algunas revistas y una camiseta decorando el suelo junto a la papelera. Y también algunas bridas y otros utensilios de montar que Tate estaba reparando en sus ratos libres.

Pero Adam no podía negar que su trabajo con la contabilidad era excelente. Tate había organizado un programa muy cómodo en el que todo quedaba muy claro.

– No me habías dicho que sabías tanto de ordenadores.

Tate sonrió y dijo:

– No me lo habías preguntado.

Se inclinó hacia él y empezó a discutir animadamente otras ideas que tenía respecto a la utilización del ordenador para organizar los negocios del rancho.

Adam empezó a limpiar automáticamente su escritorio.

– No te molestes con eso -dijo Tate, quitándole un puñado de guijarros de las manos-. ¿No te parecen bonitos? Los encontré junto al riachuelo -volvió a dejarlos en la mesa-. Jugueteo con ellos mientras estoy pensando, como si fuera un rosario o algo parecido.

– Comprendo.

Adam hizo un esfuerzo por concentrarse en lo que le estaba diciendo, más que en como le rozaba el brazo con sus senos. Para cuando terminó de hablar de sus proyectos, Tate había cambiado cuatro veces de posición. Adam lo sabía porque Tate se las había arreglado para que alguna parte diferente de sus anatomías se rozara cada vez que se movía.

Tate era totalmente ajena a las dificultades de Adam, porque ella también estaba teniendo problemas para concentrarse. Estaba ocupada pensando en como hacer que Adam se fijara en que había aceptado la invitación de Buck para salir al día siguiente por la tarde. Sólo tenía que asegurarse de que la viera saliendo con el vaquero de pelo castaño.

Sus pensamientos debieron conjurar a Buck, porque de pronto apareció en la puerta de la oficina.

– Necesito que venga a ver el sistema de irrigación para que decida si hay que repararlo o sustituirlo -dijo Buck.

– Enseguida voy -dijo Adam.

Buck ya se había vuelto para irse cuando Tate comprendió que aquella era una oportunidad perfecta para llevar adelante su plan.

– Oh, Buck…

El vaquero se volvió de inmediato al oírla

– ¿Sí?

– He decidido aceptar tu oferta de ir a bailar mañana por la noche.

El rostro de Buck se animó inmediatamente al oírla.

– ¡Estupendo! Si te parece bien, te recogeré a las siete.

La tormentosa expresión que se apoderó del rostro de Adam fue todo lo que Tate deseaba.

– Muy bien. Nos veremos a las siete -dijo.

– ¿Viene ya, jefe? -preguntó Buck.

– Dentro de unos minutos.

Adam mantuvo los puños apretados mientras se volvía hacia Tate.

– ¿De qué iba todo eso?

– Buck me había invitado a bailar en Knippa el sábado por la noche y he pensado que podía ser divertido.

Adam no podía prohibirle ir. Como Tate le había aclarado, no tenía ninguna relación de parentesco con ella. Pero no podía evitar tener recelos. No había forma de saber cómo reaccionaría Buck Magnesson si Tate lo sometía al mismo juego sensual que él había tenido que soportar durante las pasadas tres semanas. Si Tate decía «por favor», lo más probable sería que Buck dijera «gracias» y aceptara lo que le ofrecían.

De pronto, Adam se oyó a sí mismo prohibiéndole a su hermana Melanie salir con un joven al que él consideraba un poco lanzado. Se oyó diciéndole que él sabía mejor que ella misma lo que le convenía. Y recordó las terribles consecuencias de su excesivo control sobre ella. A Adam no tenía por qué gustarle que Tate hubiera decidido aceptar la invitación de Buck. Pero si no quería repetir las equivocaciones que cometió con su hermana pequeña, debía aceptarlo.

– Que lo pases bien mañana por la noche con Buck -dijo y se volvió para salir.

Tate frunció el ceño mientras veía cómo se alejaba. Esa no era exactamente la reacción que había esperado. ¿Dónde estaban los celos? ¿Por qué no le proponía quedarse con él? De pronto, deseó haber pensado las cosas con más cuidado. Aceptar la invitación de Buck no había servido para que Adam se diera cuenta de lo que se estaba perdiendo.

Se sintió un poco culpable por haber pensado en utilizar a Buck para provocar los celos de Adam. Pero ya que su plan había fallado, lo menos que podía hacer era disfrutar de la salida con Buck teniendo la conciencia tranquila.

Tate había hecho arreglar su camioneta y la utilizó para ir hasta San Antonio aquella tarde para hacer unas compras. Podía haber llevado los vaqueros al baile, pero decidió que lo menos que podía hacer por Buck era acompañarlo con el mejor aspecto posible.

Encontró un bonito vestido que se sujetaba al cuello y apenas tenía espalda. El corpiño le quedaba como un guante y tenía un poco de escote. El tono amarillo con flores blancas contrastaba con su pelo negro y realzaba el tono dorado de sus ojos. Giró una vez frente al espejo y comprobó que la falda iba a revelar una buena porción de sus piernas si Buck era la clase de bailarín al que le gustaba hacer girar mucho a su pareja.

La sonrisa de Buck cuando Tate le abrió la puerta el sábado hizo que mereciera la pena el esfuerzo de haberse comprado el vestido. Pero Tate no pudo evitar sentir cierta decepción porque Adam no estuviera allí para verla irse. Al parecer, había hecho sus propios planes para esa tarde.

Tate descubrió que Buck era un compañero muy entretenido. El vaquero también tenía varios hermanos mayores, y se pusieron rápidamente de acuerdo.

– ¡Nada es peor que soportar un buen ejemplo!

Buck y Tate intercambiaron historias terribles sobre hermanos mayores que les hicieron reír durante casi toda la cena.

Cuando cruzaron el umbral del Grange Hall, en Knippa, el grupo de música country ya estaba tocando. El local estaba cargado de humo de tabaco que competía con el olor a sudor y a colonia. La pista de baile estaba abarrotada de parejas, los hombres con el típico sombrero vaquero y las mujeres con faldas vaqueras y botas.

Mientras se dirigían a la pista, el grupo empezó a tocar un vals.

– ¿Bailamos? -preguntó Buck, abriendo los brazos.

– ¡Por supuesto! -dijo Tate, aceptando su abrazo. Tate se llevó otra agradable sorpresa cuando empezaron a bailar. Buck lo hacía muy bien y la sometió a varias complicadas variantes del baile que la dejaron sin aliento para cuando la música dejó de sonar.

– ¡Ha sido maravilloso! -dijo, jadeando.

– ¡Te apetece algo de beber? -preguntó Buck.

– Sólo una soda, por favor.

Tras ocupar una de las mesas que rodeaban la pista de baile, Buck fue a la barra a por las bebidas.

Tate estaba marcando el compás de la siguiente canción con el pie y disfrutando del baile de las parejas cuando creyó reconocer a alguien. Siguió a la pareja con la vista hasta que se volvieron. Al verlos se quedó sin aliento. ¡Era Adam! Estaba bailando con una pelirroja preciosa.

Cuando pasaron cerca de la mesa de Tate, Adam sonrió y dijo:

– ¡Hola! ¿Lo estás pasando bien?

Antes de que pudiera contestar, la pareja ya se había alejado bailando y Tate se quedó con el sonido de la risa de la mujer en los oídos.

¿Quién sería?, se preguntó, sintiéndose enferma. Teniendo una mujer tan hermosa por compañía, no era extraño que Adam no se hubiera molestado en tratar de conquistarla.

– ¿Qué ha llamado tu atención? -preguntó Buck cuando volvió con las bebidas, fijándose en la expresión de Tate.

– Adam está aquí -contestó ella, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la pareja-. Con una pelirroja.

Para sorpresa de Tate, Buck frunció el ceño y maldijo entre dientes.

– ¿Qué sucede? -preguntó Tate.

– Nada que pueda remediarse.

– Esa es la clase de comentario que puede despertar con toda garantía la curiosidad de cualquier mujer -dijo Tate-. Vamos, suéltalo.

Buck sonrió.

– De acuerdo -suspiró profundamente y continuó-: Esa mujer que está bailando con Adam es mi ex-mujer.

– ¡Bromeas!

– Me temo que no.

Tate se fijó en la expresión de Buck mientras contemplaba a la mujer pelirroja. Sus sentimientos eran dolorosamente transparentes.

– Sigues enamorado de ella.

Buck hizo una mueca.

– Pero no me sirve de nada.

– Supongo que Adam sabe lo que sientes.

– Me pidió permiso antes de pedirle a Velma que saliera con él la primera vez.

– ¿Y se lo diste? -preguntó Tate, incrédula.

– Ya no es mi esposa. Puede salir con quien le plazca.

Tate dio un bufido.

– Mientras tú sufres en noble silencio. ¡Hombres!

Estaba tan distraída hablando con Buck que no se fijó en que la música había parado. No le hizo ninguna gracia ver que Adam y Velma se habían acercado a su mesa.

– ¿Os importa que nos sentemos? -preguntó Adam.

Tate se mordió el labio para no decir algo censurable. Enlazó su brazo con el de Buck, sonrió de oreja a oreja y dijo:

– ¡Por supuesto! Nos encanta tener compañía, ¿verdad, Buck?

Era difícil saber cuál estaba más sorprendido por su actuación, si Buck o Adam. Lo que no esperaba Tate fue el brillo que iluminó los ojos verdes de Velma cuando ella enlazó su brazo con el de Buck. «Vaya, vaya, vaya», pensó. «Puede que aquí haya bastante más salsa de la que parece».

Adam hizo las presentaciones y, tras sentarse, llamó a una camarera para pedir unas bebidas.

– No esperaba verte aquí -le dijo Tate a Adam.

– Me gusta bailar y Velma es una gran pareja.

Tate supuso para qué otra cosa sería una buena pareja. Se había fijado en que la pelirroja tenía muy buen sentido del ritmo.

Buck permaneció en silencio, completamente rígido. ¿Sería Adam tan insensible como para no percibir las vibraciones que había entre el vaquero y su ex-esposa?

Pero Adam sabía muy bien cuánto amaba todavía Buck Magnesson a su ex-esposa. Ese era el motivo por el que había ido con Velma al baile esa tarde. Adam sabía que estando Velma allí, Buck no pasaría mucho tiempo pensando en Tate.

Había más de una forma de despellejar a un gato, pensó con satisfacción. Sabía que Tate se habría rebelado contra un ultimátum, de manera que no había protestado al enterarse de su cita con Buck. Simplemente había buscado una manera más sutil de conseguir lo que quería.

Llevar a Velma al baile le pareció la respuesta al problema. Estaba bastante seguro de que Velma seguía tan enamorada de Buck como él de ella. No le importaba jugar a hacer de Cupido, sobre todo si eso significaba separar a Tate de su viril y joven vaquero.

– ¿Qué tal si cambiamos de pareja? -preguntó Adam, levantándose de la silla y tomando la mano de Tate.

Antes de que ésta pudiera protestar, Buck dijo:

– Me parece bien -y tomó a Velma de la mano y se dirigió a la pista de baile.

Tate no sabía qué pensar de la treta de Adam.

– Eso me ha parecido un truco bastante rastrero -dijo cuando la otra pareja se alejó.

– Quería bailar contigo.

– ¿Seguro que no estás haciendo de casamentero?

Adam sonrió.

– ¿Tú también lo has notado?

– Creo que Buck aún la ama.

– Yo estoy seguro.

– ¿Entonces por qué has traído a Velma aquí esta noche?

– Creo que es evidente.

– Para mí no.

– Disfruto con su compañía.

– Oh.

Adam sonrió.

– Y sabía que Buck estaría aquí contigo.

Entonces obligó a Tate a hacer unos giros que impidieron que hiciera ningún comentario. Para cuando volvió a estar entre sus brazos, la canción había terminado y Adam la empujó con suavidad hacia la mesa, donde Buck y Velma estaban sentados frente a frente, discutiendo a voces.

– ¿Buck? -Tate no quería intervenir, pero tampoco estaba segura de si debía dejarlo a solas con Velma.

– Vámonos de aquí -dijo Buck, saltando del asiento y dando la espalda a Velma-. Buenas noches, Adam. Nos vemos mañana.

Mientras se alejaban, Tate oyó que Velma decía:

– Me gustaría volver a casa, Adam. ¿Te parece bien?

Tate no estaba segura de a dónde pensaba llevarla Buck cuando entraron en el coche. Pero por su sombría expresión, no parecía tener intenciones románticas hacia ella.

– ¿Quieres hablar de ello? -preguntó tras un rato de silencio.

Buck la miró rápidamente y luego volvió a fijar su atención en la carretera.

– No quiero aburrirte con mis problemas.

– Sé escuchar.

Buck suspiró y dijo:

– Velma y yo nos hicimos novios en el colegio. Nos casamos en cuanto nos graduamos. Pero Velma empezó a sentir pronto que se había perdido algo y tuvo una aventura.

Tate se mordió el labio para no emitir ningún juicio. Se alegró cuando Buck continuó hablando.

– Me enteré y me enfrenté a ella. Me pidió el divorcio y se lo concedí.

– ¿Por qué?

– Por orgullo. ¡Por estúpido orgullo!

– ¿Y ahora te arrepientes?

– Mi vida sin ella es bastante desastrosa.

– ¿Y por qué no haces algo al respecto?

– No sirve de nada. Velma no cree que pueda llegar a perdonarla por lo que hizo.

– ¿Y puedes?

– Buck tardó unos segundos en contestar.

– Creo que sí.

– ¿No estás seguro?

– Si lo estuviera, la tendría de vuelta en casa y en mi cama con más rapidez que un rayo.

Tate pensaba que estaban conduciendo sin rumbo fijo, pero de pronto se dio cuenta que estaban frente a la puerta de la casa de Adam. Vio la camioneta de éste aparcada. De manera que había vuelto a casa. Y había luz en el cuarto de estar.

Bajó de la camioneta y Buck se reunió con ella en el porche. Le pasó una mano por la cintura y se apartaron de la luz.

– ¿Puedo darte un beso de despedida, Tate?

Por un instante, Tate contuvo el aliento. Aquello se parecía tanto a la escena que tuvo lugar unos días atrás, la noche que se fue de su casa… La diferencia era que allí no estaban sus hermanos para protegerla del hombre malo.

– Por supuesto que puedes besarme -dijo finalmente.

Buck se tomó su tiempo, y Tate fue consciente de la dulzura de su beso. Cuando alzó la cabeza, se miraron a los ojos y sonrieron.

– No hay fuego, ¿no? -dijo Buck.

Tate denegó con la cabeza.

– Me gustas mucho, Buck. Espero que podamos ser amigos.

– Me gustaría mucho -contestó el vaquero.

Se inclinó y volvió a besarla. Ambos sabían cuánto, y cuán poco, significaba aquello.

Sin embargó, el hombre que los veía a través de la rendija en la cortina del cuarto de estar no era consciente de ello.

Capítulo 5

Adam necesitó hacer uso de toda fuerza de voluntad para no salir al porche y darle un puñetazo en la nariz a Buck Magnesson. No fue sólo el recuerdo de su hermana Melanie lo que le impidió hacerlo. Había cosas que Buck podía ofrecer a Tate que él no podía.

Pero tampoco era un santo, ni un eunuco. Si Tate insistía en tentarlo, no iba a ser lo suficientemente noble como para rechazarla. Pero estaba decidido a mantener su deseo bajo control hasta que Tate supiera con claridad lo que no iba a obtener si mantenían relaciones. Era demasiado joven para renunciar a sus sueños. Y no había forma de que él pudiera hacerlos realidad.

La puerta de la casa se abrió antes de que Adam tuviera tiempo para analizar sus sentimientos más a fondo. Tate pasó al cuarto de estar y lo encontró sentado en el sofá, con un vaso de whisky a medias en la mano.

– Hola -saludó-. No esperaba volver a verte esta noche.

– Estaba esperándote.

Tate se puso de inmediato a la defensiva.

– No necesito ningún guardián -lo que quería era un amante. Pero no sólo eso. Un hombre que la amara, como temía que le estaba pasando a ella.

– Las viejas costumbres tardan mucho en morir.

– ¿Qué se supone que quiere decir eso?

– Solía esperar levantado a mi hermana Melanie.

– ¿Tienes una hermana? ¿Por qué no la he conocido?

– Murió hace diez años.

– Lo siento:

Adam había bebido lo justo como para querer contarle el resto.

– Melanie se escapó de casa cuando tenía diecisiete años. Un desconocido la recogió cuando estaba haciendo dedo. La violó y luego la mató.

– ¡Qué horror! Debió ser terrible para ti! -Tate guiso abrazar a Adam, consolarlo, pero el lenguaje de su cuerpo indicaba a las claras que no quería ninguna muestra de afecto.

Se sentó en el sofá para estar más cerca de él. Se quitó las botas y se sentó sobre sus pies. Entonces se le ocurrió otro pensamiento inquietante.

– ¿Es ese el motivo por el que me recogiste en la carretera? ¿Por tu hermana?

Adam asintió.

Tate se sintió como si la hubiera golpeado físicamente. Dudó y preguntó:

– ¿Fue ése el motivo por el que me ofreciste el trabajo?

– Me pareció una buena idea en ese momento. Tate notó que se le hacía un nudo en la garganta.

– De manera que para ti sólo soy un caso de caridad.

Adam percibió el dolor en su voz y comprendió que no había manejado la situación con delicadeza. Si no hacía algo rápido, sabía que Tate se habría ido a la mañana siguiente.

– No puedes culparme por haberte ofrecido ayuda en esas circunstancias. ¡No podía correr el riesgo de ser responsable otra vez de la muerte de una joven!

Tate no estaba tan inmersa en sus propios sentimientos como para no reconocer el significado de lo que Adam acababa de decir.

– ¿Cómo puedes culparte por la muerte de tu hermana? ¡Lo que sucedió no fue culpa tuya!

– ¿No? -los ojos de Adam parecían acerados dardos de hielo-. ¿No me dijiste que te fuiste de casa porque tus hermanos te hacían la vida imposible?

– ¡Sólo se comportan así porque me quieren! -protestó Tate.

– ¿Y eso les da derecho a entrometerse en tu vida hasta el extremo de hacerte escapar en esa destartalada camioneta?

Estaba claro que Adam buscaba respuestas que lo liberaran del sentimiento de culpabilidad por la muerte de su hermana. Tate se sintió confundida por el tema que había salido a la luz. ¿Justificaba el amor la forma en que Garth y Faron habían actuado con ella? ¿Y si le hubiera pasado lo mismo que a la hermana de Adam? ¿Se habrían culpado ellos por su muerte?

Sabía que sí, al igual que Adam se había culpado por la muerte de su hermana durante todos aquellos años. No sabía qué decirle para aliviar su dolor. Sólo sabía que debía hacer algo.

Se levantó y se acercó a Adam. Se arrodilló junto a él y apoyó una mano en uno de sus muslos. Sintió que se ponía tenso bajo su contacto.

– Adam, yo…

El se levantó bruscamente y se alejó.

– No estoy de humor para jugueteos.

– ¡Sólo trataba de ofrecerte consuelo!

– ¡Mantente alejada de mí!

Tate se sintió herida por el desprecio de Adam.

– ¡Hay muchos otros que agradecerían mis atenciones!

– ¿Como Buck?

– ¡Como Buck! -mintió Tate, aunque por una buena causa. Salvar su orgullo le parecía lo más importante en esos momentos.

– Nunca se casará contigo. Aún ama a Velma.

Tate sabía que aquello era cierto, de manera que replicó:

– ¡No necesito casarme con un hombre para irme a la cama con él!

– ¿No, niñita?

Tate se enfureció al ver que Adam volvía a llamarla de aquella manera. Pero más le habría valido morderse la lengua. Se había cavado un agüero del que le iba a costar salir. Aspiró hondo, atando de recuperar el aliento.

Pero Adam no le dio tiempo a contestar.

– Si eres lo suficientemente lista, volverás a tu bogar. Ahora, antes de que sufras.

– ¿Me estás echando?

Tate contuvo el aliento hasta que Adam dijo:

– No.

– Entonces, me quedo. Si me disculpas, estoy cansada. Quiero irme a la cama.

– ¿Hoy no me invitas a ir contigo? -preguntó Adam cuando Tate estaba a punto de salir.

Tate se volvió y caminó lentamente hacia él, tomándose su tiempo. Enganchó un dedo en la abertura del cuello de su camisa y miró sus ojos, que la contemplaban con una mezcla de diversión y cautela.

– Aprendí en las rodillas de mis hermanos a no acercarme a un toro de frente, a un caballo por detrás… y a un cretino desde ningún lado. Buenas noches, Adam.

– Seguiremos hablando de esto por la mañana -dijo Adam, contemplando la espalda de Tate mientras volvía a alejarse.

– ¡Ni hablar! -replicó ella.

Tate pasó una noche inquieta, dando vueltas mientras su mente asimilaba lo que le había contado Adam. Lo que encontraba más inquietante era la posibilidad de que se estuviera limitando a tolerarla porque se considerara responsable de su bienestar.

¡Pero no podía estar confundida respecto a su reacción física hacia ella! Lo más probable era que se sintiera atraído por ella, pero que su sentido de la responsabilidad le impidiera llevar adelante la relación. ¡Si era así, pensaba curarlo rápidamente de aquello!

Se sintió más animada por su decisión y decidió confrontar a Adam durante el desayuno. Pero cuando fue a la cocina a la mañana siguiente descubrió que Adam ya se había ido.

– ¿Ha dicho a dónde iba, María?

– No, señorita.

Tate trabajó duro todo el día en el despacho, para no tener tiempo de pensar en dónde estaría Adam. Ni siquiera había llamado a María para decirle que no iba a ir a comer. María estaba secando los platos de la comida, y, para mantenerse ocupada, Tate los estaba secando. María había tratado de iniciar una conversación, pero Tate estaba demasiado distraída para fijarse en lo que estaba diciendo. Finalmente, María renunció y dejó a Tate sola sus pensamientos.

Tate estaba preocupada. ¿Dónde podría haber ido Adam? Ya había preguntado en el barracón de los vaqueros, pero ninguno sabía nada.

Cuando oyó que alguien llamaba a la puerta de la cocina, fue corriendo a abrir, pero cuando lo hizo comprendió que Adam no habría llamado.

– ¡Buck! Tienes un aspecto terrible. ¿Qué sucede?

Buck se quitó el sombrero y se frotó el sudor de la frente con la manga.

– Um, yo… um…

Tate lo tomó por el brazo y lo animó a pasar.

– Entra y siéntate.

El se resistió.

– No, yo…

– ¿Tú qué? -preguntó Tate, exasperada.

– Necesito tu ayuda.

– Por supuesto, lo que quieras.

– Será mejor que no digas sí hasta que oigas lo que tengo que decirte -Buck miró a María, pero era demasiado educado para pedir que se fuera.

Consciente de la tensión del vaquero, María dijo:

– Os dejaré un rato a solas para que habléis -y salió de la cocina. Pero decidió no ausentarse mucho rato. La bonita señorita era buena para el señor Adam. No estaba dispuesta a permitir que Buck Magnesson se aprovechara de lo que no era suyo.

Tate volvió una silla de la cocina y se sentó en ella a horcajadas.

– Soy toda oídos.

Buck jugueteó con el ala de su sombrero un momento antes de decir:

– He pensado mucho en la conversación que tuvimos ayer. Ya sabes, si podría perdonar y olvidar lo que hizo Velma. Y, bueno… creo que puedo.

Una sonrisa distendió el rostro de Tate.

– Me alegro mucho, Buck.

– Sí, bueno… por eso necesito tu ayuda. He decidido ir a ver a Velma para decirle lo que siento, y he pensado que si tú vinieras para actuar como una especie de árbitro…

Tate se levantó de inmediato y se acercó al sorprendido Buck para darle un fuerte abrazo.

– Será un placer. ¿Cuándo quieres que vayamos a verla?

Buck sonrió.

– ¿Te parece bien ahora mismo?

Tate pensó en dejarle una nota a Adam, pero decidió no hacerlo. ¡Le sentaría bien saber lo que era preocuparse por alguien que no dejaba un mensaje diciendo a dónde iba!

María oyó que la puerta de la cocina se cerraba y volvió a entrar para enterarse de qué quería Buck. Frunció el ceño decepcionada al ver que Tate había salido de casa con el atractivo vaquero.

– Al señor Adam no le va a gustar nada esto. Nada en absoluto -murmuró.

María decidió quedarse hasta que Adam volviera para decirle lo que había pasado. Así podría ir a buscarla para traerla de vuelta a casa, que era donde debía estar.

Entretanto, Buck condujo a Tate hasta una pequeña casa en Uvalde. Cuando llamaron a la puerta y ésta se abrió, Tate vio cómo se iluminaron los verdes ojos de Velma al ver a Buck, y también notó cómo se apagaba su brillo al comprobar que iba con ella.

– Quiero hablar contigo, Velma -dijo Buck.

– No creo que tengamos nada que decirnos

– Velma estaba a punto de cerrar la puerta, pero Buck adelantó un pie para impedirlo.

– No pienso irme hasta que no haya dicho lo que tengo que decir -insistió Buck con aspereza.

– Llamaré a la policía si no te vas -amenazó Velma.

– ¡Sólo quiero hablar!

Cuando Velma se apartó de la puerta para correr al teléfono, Buck y Tate aprovecharon la ocasión para entrar. Buck alcanzó a Velma en la cocina y le quitó el auricular de las manos.

– Por favor, nena, escúchame -rogó.

– Dale una oportunidad, Velma. Sé que te interesará lo que Buck quiere decirte.

Velma miró a Tate con cara de pocos amigos.

– ¿Por qué has venido aquí? -preguntó.

– Buck ha pensado que tal vez os resultaría más fácil hablar si había alguien para actuar como una especie de moderador.

Velma miró el serio rostro de Buck. Respiró profundamente y dijo:

– De acuerdo. Voy a escuchar lo que tengas que decirme. Durante cinco minutos.

Buck y Velma se sentaron juntos en el sofá. Tate pensó que podría haberse encendido un fuego con las chispas que saltaban entre ellos. Era evidente que debían seguir juntos. Sólo esperaba que Buck encontrara las palabras adecuadas para convencer a Velma de que hablaba en serio.

Cinco minutos después, Velma seguía escuchando, pero Tate notaba que dudaba entre el ferviente deseo de creer a Buck y el temor de que éste se arrepintiera antes o después de lo que estaba diciendo.

– No creo que pueda olvidar lo que pasó, Velma -dijo Buck-, pero pienso que podré vivir con ello. Tate comprendió que eso no era exactamente lo mismo que perdonarlo. Al parecer, Velma también captó la diferencia.

– Eso no basta, Buck -dijo con suavidad.

– Te quiero, Velma -susurró él.

Velma contuvo un sollozo.

– Lo sé, Buck. Yo también te quiero.

– ¿Entonces, por qué no podemos volver a estar juntos?

– No funcionaría.

Para entonces, Velma ya estaba llorando abiertamente, y Buck habría demostrado no tener corazón si hubiera resistido el impulso de abrazarla para consolarla. De hecho, eso fue lo que hizo.

Tate se dio cuenta de repente de otro motivo por el que ella estaba allí. Su presencia era el único freno para la explosión sexual que ocurría cada vez que aquella pareja se tocaba. Pero ni siquiera eso era suficiente al principio.

Buck ya tenía los dedos sumergidos entre los pelirrojos rizos de Velma y ésta la mano apoyada en la parte delantera de los vaqueros de Buck cuando Tate carraspeó para recordarles que seguía allí. Se apartaron como dos adolescentes a los que acabaran de pillar por sorpresa, ruborizándose tanto por la vergüenza como por la pasión.

– Oh, lo siento -dijo Buck.

Velma trató de arreglarse el pelo, pero, teniendo en cuenta cómo se lo había revuelto Buck, resultó una tarea inútil.

– Así estás bien, cariño -dijo Buck, tomando la mano de su ex-mujer y pasándole la suya suavemente por el pelo. Pero el gesto acabó en una caricia que se transformó en un ferviente mirada de deseo seguida de un apasionado beso.

Tate volvió a carraspear.

– De acuerdo. ¡Ya basta! Así no vamos a llegar a ninguna parte. Siéntate en esta silla, Buck. Y tú, Velma, siéntate en el sofá.

Buck obedeció dócilmente y Tate se sentó en el sofá con Velma.

– Tengo la sensación de que los dos queréis retomar vuestra relación, y he pensado en una forma de hacerlo.

Tate les sugirió un plan en el que empezarían de cero. Buck iría a recoger a Velma por las tardes, saldrían juntos y la llevaría de vuelta a casa antes del anochecer. Y nada de sexo.

– Tenéis que aprender a confiar de nuevo el uno en el otro -dijo-. Eso lleva tiempo.

– No estoy seguro de poder jugar con esas reglas -dijo Buck con gesto testarudo-. Sobre todo con la parte de «nada de sexo».

Era fácil ver por qué. La electricidad sexual que había entre ellos habría matado a una persona normal.

– Nada de sexo -insistió Tate-. Si pasáis todo el tiempo en la cama, no os quedará mucho para hablar. Y tenéis muchas cosas que aclarar.

Tate se mordió el labio ansiosamente mientras esperaba a que la pareja tomara una decisión.

– Creo que Tate tiene razón -dijo Velma finalmente.

Las negociaciones no terminaron ahí. De hecho, las partes no quedaron satisfechas con el acuerdo hasta bien entrada la madrugada. Tate se sentía tan exhausta emocionalmente como Buck y Velma. Pero el cariñoso abrazo que Velma le dio antes de salir compensó todo su cansancio.

Mientras Buck la llevaba de vuelta al rancho, Tate se frotó los tensos músculos del cuello. Sabía que Buck seguía preocupado, pero al menos ahora había alguna esperanza de que él y su ex-esposa volvieran a estar juntos algún día.

Cuando Buck detuvo su coche frente a la puerta de entrada de la casa de Adam, tomó una mano de Tate entre las suyas y dijo:

– No sé cómo agradecerte lo que has hecho.

– Siendo bueno con Velma. Eso es todo lo que tienes que hacer.

Buck le revolvió el pelo como lo habría hecho un hermano mayor y luego se inclinó para besarla en la mejilla.

– Eres una buena amiga, Tate. Si alguna vez puedo hacer algo por ti, dímelo.

– Lo tendré en cuenta -dijo Tate-. No te molestes en salir del coche. Yo puedo ir sola hasta la puerta.

Buck esperó hasta que Tate abrió la puerta de la casa y luego condujo el coche hacia la parte trasera del barracón.

Tate sólo había dado dos pasos en el interior de la casa cuando las luces del cuarto de estar se encendieron. Adam estaba de pie junto al interruptor, con una expresión granítica en el rostro.

– ¿Dónde has estado? -preguntó de inmediato Tate en tono acusador-. ¡Te he esperado horas y horas!

Adam se quedó sorprendido, ya que él pensaba hacerle la misma pregunta.

– La doctora Kowalski ha tenido una emergencia con una de mis antiguas pacientes. Me ha pedido que acudiera porque la señora Daniels estaba asustada; supuso que la anciana mujer respondería mejor si yo estaba allí.

– Imaginé que era algo importante -dijo Tate, suspirando aliviada-. ¿Ha servido de algo que fueras?

– Sí. La señora Daniels ya está fuera de peligro.

Adam se dio cuenta de repente de que Tate lo había distraído por completo, haciéndole olvidar lo que tenía planeado decirle.

Entrecerró los ojos mientras trataba de decidir silo habría hecho a propósito.

– ¿Dónde has estado toda la noche? -preguntó con frialdad-. ¿Sabes que son las cuatro de la mañana?

– ¿De verdad es tan tarde? Quiero decir tan temprano -dijo Tate, riendo-. He estado con Buck. Oh Adam…

El la interrumpió con un gruñido de desagrado al confirmar sus peores sospechas.

– Supongo que no necesito preguntar qué habéis estado haciendo, niñita. Si estabas tan ansiosa por perder tu virginidad, deberías habérmelo dicho. No tenías por qué meter a Buck en la película.

Tate se quedó pasmada.

– ¿Crees que Buck y yo…?

– ¿Qué se supone que debo pensar si te presentas a estas horas de la madrugada con la camiseta fuera del pantalón, el pelo revuelto y los labios inflamados como si te los hubieran besado una docena de veces?

– Hay una explicación perfectamente…

– ¿No quiero oír excusas! ¿Niegas haber pasado la noche con Buck?

– No, pero ha pasado algo maravilloso que…

– ¡No quiero oír los detalles!

Adam estaba gritando, y Tate supo que si hubiera estado más cerca de ella, tal vez no habría podido controlar su furia.

– ¡Apártate de mi vista! -dijo con aspereza-. Antes de que haga algo de lo que pueda arrepentirme.

Tate alzó la barbilla. ¡Si aquel cretino le diera una oportunidad, podría explicárselo todo! Pero su orgullo la empujó a permanecer en silencio. Adam no era su padre ni su hermano. Sin embargo, parecía decidido a seguir en su papel de protector. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. ¿Por qué no se daba cuenta de que ella sólo tenía ojos para un hombre? ¡Y ese hombre era él!

– ¡Algunos tipos no son capaces de ver más allá de la punta de su nariz! -tras aquella afirmación, Tate se volvió y salió de la habitación.

Una vez que Tate se hubo ido, Adam soltó una sarta de maldiciones. Cuando acabó, se sentía peor que antes. Había confiado en estar equivocado respecto a lo que Buck y Tate habían estado haciendo hasta tan tarde. Se quedó anonadado cuando Tate no negó haber perdido su virginidad con el vaquero. Sentía una furia incontrolable al pensar en otro hombre acariciándola como nunca la había tocado nadie. Y pensar que le había parecido «maravilloso» le producía una insoportable opresión en el pecho.

Trató de convencerse de que lo que había pasado era lo mejor. El no era un hombre completo. Tate merecía algo mejor. Pero nada de lo que se dijo logró apartar aquel amargo sabor de su boca. Ella era suya. Le pertenecía.

Y ahora que su virginidad no era un impedimento, la tendría.

Capítulo 6

De pronto, Adam se convirtió en el perseguidor y Tate en la elusiva perseguida. Cada vez que se encontraba con él le daba la espalda, y flirteaba descaradamente con Buck cada vez que éste estaba presente. Debido a que el cortejo de Buck con Velma prosperaba, el vaquero tenía el aspecto de un hombre feliz y satisfecho. Lo que dejaba a Adam hirviendo de celos.

Tate sospechaba que podría acabar fácilmente con el evidente enfado de Adam si le contara la verdad sobre lo sucedido esa noche, pero estaba decidida a que fuera él el que diera el primer paso hacia la conciliación. Lo único que había hecho durante la pasada semana era lanzarle miradas asesinas.

Sin embargo, su mirada reflejaba algo más que enfado y antagonismo. Tate empezaba a sentirse agotada por la tensión sexual que había entre ellos. Algo había cambiado desde la noche de su discusión, y Tate sentía que el vello de sus brazos se erizaba cada vez que Adam estaba cerca. Su mirada era hambrienta. Su cuerpo irradiaba poder. Sus rasgos mostraban una necesidad insatisfecha. Tate tenía la inquietante sensación de que la acechaba.

Durante el día se ocultaba todo el tiempo posible en la oficina, y por las tardes hacía de mediadora entre Buck y Velma. Se negaba a admitir que estaba ocultándose de Adam, pero era cierto.

Una semana después de que Tate acompañara a Buck a hablar con Velma, el vaquero le preguntó si le importaría quedarse esa tarde en casa en lugar de acompañarlo como carabina.

– Quiero hablar con Velma a solas de algunas cosas -dijo Buck.

– Por supuesto -replicó Tate, obligándose a sonreír-. No me importa en absoluto.

Cuando Buck se hubo ido, la sonrisa de Tate se transformó en un sombrío gesto. Estaba más que un poco preocupada por lo que pudiera hacer Adam si averiguaba que esa tarde se quedaba en casa. Decidió que lo mejor sería evitarlo permaneciendo en su habitación. Era el camino del cobarde, pero sus hermanos le habían enseñado que a veces era mejor jugar las cartas con las que uno contaba pegadas al estómago.

Tate se cansó muy pronto de estar confinada en su habitación. Aún tenía trabajo pendiente en el despacho y decidió ir, tratando de que Adam no la viera. La luz de la habitación de éste estaba encendida. Adam a menudo se retiraba pronto para leer en la cama las publicaciones médicas que recibía.

Tate ya estaba vestida para dormir, con una camiseta larga de color rosa que la cubría prácticamente hasta las rodillas. Decidió que era lo suficientemente recatada incluso si Adam la encontraba trabajando más tarde en la oficina. Recorrió el patio de puntillas y entró en la otro ala de la casa por una puerta del extremo, dirigiéndose de inmediato a la oficina.

Había pasado poco más de una hora cuando sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Hacía un rato que había terminado de trabajar con el ordenador. Estaba sentada frente al escritorio, con un tobillo apoyado en éste y el otro en la rodilla opuesta, examinando los papeles que acababa de imprimir.

Alzó la vista y se encontró frente a la mirada cargada de deseo de los azules ojos de Adam.

– ¿Trabajando tarde? -preguntó él con voz sedosa.

– He decidido terminar unas cosas.

Tate se quedó paralizada, sintiéndose incapaz de moverse a pesar de saber que la camiseta se le había subido a lo alto de los muslos. Mientras Adam la miraba, sintió que los pezones se le endurecían, haciéndose fácilmente visibles bajo la tela de algodón rosa.

Adam tenía el pecho desnudo, revelando unos oscuros rizos que descendían en forma de uve hasta perderse en sus vaqueros, que parecían colgar de sus caderas. Su estómago estaba cincelado de músculos y una ligera transpiración hacía que su piel brillara a la tenue luz de la lámpara.

Adam no parecía menos desconcertado que Tate. Había ido al despacho a recoger una revista médica y en lugar de ello se había encontrado con una seductora y sexy gatita en su escritorio. La visión de las braguitas de corte francés de Tate estaba a punto de hacerle perder el control. Su pelo negro estaba revuelto, y sus ojos color whisky estaban cargados de encanto femenino.

– No deberías andar medio desnuda por ahí -dijo.

– No esperaba verte.

Adam arqueó una ceja con gesto incrédulo.

– ¿En serio?

De pronto, apartó con una mano todo lo que había sobre la mesa mientras alargaba la otra hacia Tate. Un montón de papeles volaron al suelo junto a diversas tazas, guijarros y otros objetos varios. Aún no habían llegado los últimos papeles al suelo cuando tuvo a Tate sentada en el borde del escritorio, frente a él.

La asustada protesta de Tate murió en sus labios. Los fieros ojos de Adam no se apartaron de los de ella mientras le separaba las piernas y se colocaba en medio. La atrajo hacia sí, encajando la delgada seda de sus braguitas contra el calor y la dureza de su excitación.

– ¿Es esto lo que tenías pensado? -preguntó.

– Adam, yo…

Tate jadeó cuando él le acarició los senos por encima de la camiseta, revelando los pezones que anhelaban sus caricias.

– Adam…

– Has estado tentándome durante semanas, niña. Incluso yo tengo unos límites. Finalmente vas a obtener lo que querías.

– Adam…

– Calla, Tate.

Tomó ambas manos de Tate en una de las suyas y la sujetó con la otra por la nuca para besarla.

Tate no se atrevió a respirar mientras Adam bajaba su cabeza hacia la de ella. Su cuerpo estaba vivo de anticipación. Aunque había deseado aquello desde que vio por primera vez a Adam, aún sentía temor por lo que estaba a punto de suceder. Deseaba a aquel hombre, y ahora estaba segura de que él también la deseaba a ella. Esa noche sabría lo que significaba ser una mujer, la mujer de Adam. Finalmente, la espera había acabado.

El enfado de Adam al encontrar lo que consideraba una trampa sensual hizo que fuera más brusco con Tate de lo que pretendía. Pero, después de todo, ella ya no era la tierna e inexperta virgen de hacía una semana.

Sin embargo, en algún momento desde que entrelazó sus dedos en su cabello y el instante en que sus labios tocaron los de ella, sus sentimientos sufrieron una violenta transformación. Poderosas emociones entraron en juego, suavizando a la bestia salvaje que había despertado en su interior. Cuando finalmente la besó, no hubo nada en la caricia más allá del fiero deseo por ella que palpitaba en su cuerpo.

Tate no estaba preparada para la aterciopelada suavidad de los labios de Adam sobre los suyos. Sintió que le mordía el labio inferior y se estremeció de placer cuando luego deslizó la lengua por él. Un instante después penetró lentamente con la lengua en su boca, retirándola hasta que ella la buscó de nuevo para descubrir su sabor oscuro e intensamente masculino.

Cada beso de Adam era respondido por el cuerpo de Tate con una descarga de deseo que llegaba rauda hasta su vientre. Sentía los senos henchidos y dolorosos, pero no era lo suficientemente experimentada como para solicitar las caricias que los habrían aliviado.

En algún momento mientras la besaba, Adam le había soltado las manos. Tate no sabía muy bien qué hacer con ellas. Finalmente las apoyó en sus hombros y luego las deslizó por su espalda, sintiendo la musculatura que lo hacía tan diferente a ella.

Dejó caer hacia atrás la cabeza mientras la boca de Adam acariciaba el hueco de su garganta. Las masculinas manos que la sujetaban por la cintura se deslizaron lentamente bajo su camiseta hasta abarcar sus senos. Tate dejó escapar un gritito ahogado mientras los pulgares de Adam acariciaron sus doloridas cimas.

– Quiero sentirte contra mí -dijo Adam mientras le sacaba la camiseta por encima de la cabeza.

Antes de que Tate pudiera sentirse avergonzada, él la rodeó con sus brazos.

Adam suspiró de satisfacción mientras la estrechaba contra sí.

– Es maravilloso abrazarte -murmuró contra su garganta.

Los senos de Tate eran intensamente sensibles a la textura del vello del pecho de Adam. Fue íntimamente consciente de su fuerza, de su propia suavidad.

Adam la tomó por los muslos y la acercó aún más contra sí. Tate se aferró a sus hombros mientras la palpitante masculinidad de Adam presionaba contra su feminidad, evocando sensaciones desconocidas pero que provocaron en ella una respuesta instintiva.

Un ronco gemido escapó de la garganta de Adam cuando Tate arqueó su cuerpo contra el de él, balanceándose. Metió las manos bajo sus nalgas, tratando de hacer que se estuviera quieta.

– Me estás matando, corazón -dijo-. No te muevas.

– Pero es muy agradable -protestó Tate.

Adam medio gruñó, medio rió.

– Demasiado agradable. Estate quieta. Quiero asegurarme de que disfrutes de esto tanto como yo.

– Oh, lo haré -le aseguró Tate.

Adam sonrió mientras deslizaba los labios por su garganta. Capturó un pezón en su boca, jugueteó con él con su lengua y luego lo mordisqueó, hasta que tuvo a Tate retorciéndose de placer entres sus brazos.

Tomó una de sus manos y la deslizó por la dureza de sus pantalones, demasiado inmerso en el placer del momento como para notar la virginal renuencia de Tate a tocarlo.

– Siente lo que me haces -dijo-. Sólo tengo que mirarte o pensar en ti para desearte -Adam apoyó la cabeza en la sien de Tate y percibió su suave aroma a lilas. De ahora en adelante siempre pensaría en ella cuando oliera aquella particular fragancia.

Tate no tardó mucho en darse cuenta de lo sensible que era Adam a la más mínima de sus caricias, y disfrutó con su recién descubierto poder femenino.

Cuando ya no pudo soportar más el placer, Adam se llevó las manos de Tate a la boca, le besó las palmas y luego las colocó sobre su pecho.

– Alza las caderas, corazón -murmuró mientras metía los pulgares en el borde de las braguitas de Tate.

Ella hizo lo que le pedía y un instante después estaba desnuda. Ocultó el rostro en el hombro de Adam, sintiendo una repentina timidez.

Adam la rodeó con sus brazos.

– No tienes por qué sentirte avergonzada, cariño.

– Es fácil decir eso estando vestido.

Adam rió.

– Eso tiene fácil remedio.

Bajó las manos y se soltó el botón del vaquero. El sonido de la cremallera al bajarse invadió el silencio, roto sólo por sus agitadas respiraciones.

Tate sujetó las manos de Adam para impedirle bajar aún más la cremallera.

– Todavía no -dijo sin aliento.

No pudo evitar los nervios que la asaltaron. Adam parecía pensar que sabía lo que tenía que hacer, pero ella era muy consciente de su propia ignorancia… y de su inocencia.

El volvió a subirse la cremallera, pero dejó el botón desatado.

– No hay prisa, corazón. Tenemos toda la noche.

Adam hizo que Tate apoyara las manos en su cintura y subió las suyas hasta su rostro, tomándolo entre ellas.

– ¡Eres tan hermosa! -susurró-. Tus ojos -se los besó, haciéndole cerrarlos-. Tu nariz -le acarició la punta con los labios-. Tus mejillas -les dio un beso-. Tu barbilla -la mordisqueó-. Tu boca.

Tate había cerrado los ojos mientras Adam empezaba su reverente seducción. Esperó con el aliento contenido el beso que no llegó. De pronto, sintió que la tomaban en brazos. Abrió los ojos, asustada.

– ¡Adam! ¿Qué haces? ¿A dónde vamos?

Ya se hallaban a medio camino del pasillo cuando él dijo:

– Quiero tener el placer de hacerte el amor por primera vez en mi propia cama.

En cuanto entraron en la habitación, Adam se dirigió a la enorme cama y se inclinó para apartar la colcha.

– Ahora podemos relajarnos y disfrutar.

Dejó a Tate sobre la cama a la vez que la cubría con su cuerpo. Le hizo separar las piernas con sus rodillas y se apoyó contra ella de manera que no le quedara ninguna duda sobre el motivo por el que la había llevado allí.

– ¿De dónde sacaste esta cama? -preguntó Tate, posponiendo el momento de la verdad.

– Es una herencia familiar. Varias generaciones de mis antepasados fueron concebidos y paridos aquí.

«Pero no los míos», pensó Adam. «Nunca los míos».

Tate sintió la repentina tensión de su cuerpo.

– ¿Adam?

Los rasgos de Adam se endurecieron al recordar lo que había sucedido durante la semana pasada para hacerle estar en aquel momento con Tate. Ella había hecho su elección. Y él la suya. La deseaba y ella estaba dispuesta. Eso era todo lo que importaba en aquellos momentos.

La besó con fiereza, y aunque no hubo nada brutal en sus caricias, tampoco fueron suaves. Su pasión se desbocó mientras conducía a Tate a una meta que ella sólo podía imaginar.

Tate apenas se dio cuenta de que Adam se había quitado la ropa. Estaba perdida en un mundo de nuevas sensaciones, entre las cuales, el duro cuerpo desnudo de Adam sobre ella era una más. La sensación de sus manos… allí. La sensación de sus labios y su lengua… allí.

Tate estaba en un éxtasis que bordeaba el dolor.

– ¡Adam, por favor! -no sabía exactamente qué quería, sólo que necesitaba algo desesperadamente. Su cuerpo se arqueó hacia él con un anhelo salvaje.

Justo cuando Adam alzaba la caderas para penetrarla, Tate gritó:

– ¡Espera! -pero ya era demasiado tarde.

Adam se puso pálido al darse cuenta de lo que había hecho.

Las uñas de Tate se clavaron en sus hombros a la vez que se mordía el labio para no llorar. Lagrimas de dolor asomaron al borde de sus ojos.

Adam se quedó totalmente quieto.

– No te acostaste con Buck -dijo en voz baja.

– No -susurró Tate.

– Aún eras virgen.

– Sí.

– ¿Por qué me hiciste creer…? ¡Maldita sea, Tate! Si lo hubiera sabido habría hecho las cosas de otro modo. No habría…

Empezó a retirarse, pero Tate lo sujetó por los hombros.

– Por favor, Adam. Ya está hecho. Hazme el amor -dijo, alzando las caderas y haciendo que Adam dejara escapar un gruñido de placer.

Ahora que sabía que Tate no tenía ninguna experiencia, Adam trató de comportarse con gran suavidad. Pero ella le hizo perder el control, tocándolo en lugares que hicieron enloquecer su pulso, acariciándolo con su boca y sus manos hasta que el empuje de Adam se volvió casi salvaje. Finalmente, llegaron juntos a un clímax que los dejó jadeando.

Adam se deslizó a un lado de Tate y la tomó entre sus brazos. Alargó una mano para cubrir sus cuerpos con la sábana y vio la sangre que atestiguaba la inocencia de Tate.

Aquello volvió a enfadarlo.

– ¡Supongo que estarás satisfecha!

– Sí, lo estoy.

– No esperes una oferta de matrimonio, porque no vas a obtenerla -dijo Adam bruscamente.

Tate se irguió y lo miró a los ojos.

– No esperaba nada parecido.

– ¿No? ¿Y qué me dices de todos esos sueños sobre conocer al hombre de tu vida, tener un hogar y unos cuantos críos jugando a tus pies?

– No creo que ese sueño tenga nada de irracional.

– Lo es si yo ocupo en él el puesto del príncipe azul.

Tate se ruborizó y tomó el borde de la sábana para cubrir su costado desnudo.

Adam vio con lástima cómo desaparecía de su vista la tentadora carne de Tate.

– ¿Y bien, Tate?

Ella lo miró a los ojos y dijo con toda la ternura que sentía por él:

– Te quiero, Adam.

– Esto ha sido lujuria, no amor.

Tate se contrajo ante la vehemencia con que Adam menospreciaba lo que había pasado entre ellos.

– Además -continuó él-, me gusta que mis mujeres sean un poco más experimentadas.

Adam no hizo nada por suavizar el dolor que vio en el rostro de Tate ante su rechazo. No podía darle lo que ella buscaba, y no quería arriesgarse a sufrir el dolor y la humillación de que rechazara lo poco que él podía ofrecerle.

– Si lo que quieres es sexo, estoy disponible -continuó-. Pero no estoy enamorado de ti, Tate. Y no voy a simular que lo estoy.

Tate luchó por contener las lágrimas que querían derramarse de sus ojos. No pensaba permitir que Adam viera lo dolida que se sentía por su negativa a reconocer la bella experiencia que habían compartido.

– No ha sido sólo sexo, Adam -dijo-. Sólo te engañas a ti mismo si piensas eso.

Los labios de Adam se curvaron con sarcasmo.

– Cuando adquieras un poco más de experiencia comprenderás que cualquier hombre podría hacer lo mismo por ti.

– ¿Incluso Buck? -se mofó Tate.

Un músculo se tensó en la mandíbula de Adam. Tate sabía muy bien qué botones pulsar para hacerle reaccionar.

– Si sientes que te apetece un poco de sexo, búscame a mí -dijo él, arrastrando la voz-. Me aseguraré de que quedes satisfecha.

Tate bajó de la cama llevándose la sábana y cubriéndose con ella lo mejor que pudo.

– Buenas noches, Adam. Creo que dormiré mejor en mi propia cama.

Adam vio cómo se iba sin decir una palabra. En cuanto Tate salió de la habitación, golpeó con un puño el colchón.

– ¡Maldita seas, Tate Whitelaw!

Tate le había hecho desear algo que nunca tendría. Le había ofrecido la luna y las estrellas. Todo lo que tenía que hacer era desnudar su alma ante ella. Y aceptar que ella pudiera rechazar lo poco que él estaba en disposición de ofrecerle.

Capítulo 7

Las lágrimas que Tate se había negado a derramar ante Adam fueron cayendo una a una en cuanto estuvo a solas. Pero no había sido criada para renunciar o ceder. Unos minutos después se frotó las lágrimas del rostro y empezó a planear cuál sería la mejor manera de conseguir que Adam se tragara sus palabras.

Si Adam no la hubiera querido ni siquiera un poco, no se habría sentido tan afectado cuando ella mencionó a Buck y la posibilidad de acostarse con él. Estaba convencida de que los celos de Adam podían ser una arma poderosa en su batalla por convencerlo de que debían estar juntos. Sobre todo teniendo en cuenta que Adam había admitido estar dispuesto a tomar medidas extremas, incluso a hacerle el amor, para mantenerla alejada de Buck.

Tate decidió comportarse de manera que Adam se sintiera comido por los celos.

Pero a lo largo de los días siguientes descubrió con consternación que, de alguna manera, Adam le había dado la vuelta a la situación. Era él el que buscaba excusas para dejarla a solas con Buck. Y lo hacía con una sonrisa en el rostro.

¿Dónde estaban los celos? ¿Sería cierto que a Adam le daba lo mismo? Era evidente que la empujaba hacia Buck. ¿Sería alguna clase de prueba?

¿Esperaba que cayera en brazos del vaquero? ¿Quería que lo hiciera?

Si Tate no estaba segura de las intenciones de Adam, éste no estaba menos confundido que ella. Cuando despertó al día siguiente de haber hecho el amor con ella, comprendió que estaba enamorado de Tate. Y no fue agradable darse cuenta de ello, sobre todo después de haberla rechazado como lo había hecho.

Amar a Tate significaba estar dispuesto a hacer lo que fuera más conveniente para ella, incluso si eso significaba renunciar a ella. Adam tomó la absurda y noble decisión de no interponerse en su camino si después de cómo la había tratado ella prefería estar con Buck. De manera que buscó todo tipo de excusas para dejarlos a solas. Y sufrió la agonía de un condenado, preguntándose si Buck aprovecharía aquel tiempo para hacer el amor con Tate.

Uno de los dos podría haber acabado por admitir honestamente sus sentimientos, pero no tuvieron la oportunidad de hacerlo antes de que las circunstancias hicieran que la situación explotara.

Apretando los dientes, Adam había enviado a Tate con Buck al baile del sábado en el Grange Hall de Knippa, sin saber que iban a detenerse en el camino a recoger a Velma.

A Tate no le faltaron compañeros de baile, pero sabía que, de todas formas, le esperaba una tarde muy solitaria, porque la persona con la que realmente habría querido bailar no estaba allí.

Mientras descansaba un momento tras varios bailes seguidos, tuvo tiempo de pensar y se encontró admitiendo que tal vez sería mejor renunciar a su plan de provocar los celos de Adam, sobre todo porque la táctica no estaba funcionando. Si era cierto que no la quería, tendría que irse del Lazy S. Porque no podría soportar estar cerca de él sabiendo que el amor que sentía nunca sería correspondido.

Un altercado en la pista de baile llamó su atención. Un segundo después estaba de pie al darse cuenta de que uno de los hombres que estaba peleando era Buck.

Se acercó a Velma y gritó para hacerse oír por encima del jaleo:

– ¿Qué ha pasado? ¿Por qué están peleando?

– ¡Todo lo que ha hecho el pobre hombre ha sido guiñarme un ojo! -replicó Velma-. ¡No ha significado nada! No había motivo para que Buck se lanzara contra él.

Cuando Tate volvió a mirar hacia la pista la pelea había terminado. El vaquero que había guiñado un ojo a Velma estaba tumbado y Buck se soplaba los dolidos nudillos. Tenía un ojo morado y un corte en la barbilla, pero sonreía satisfecho.

– No creo que se le ocurre volver a tratar de ligar contigo, cariño -dijo.

– ¡Idiota! ¡Animal! ¡Nunca me he sentido tan humillada en toda mi vida! -exclamó Velma.

– Pero, cariño…

– ¿Cómo has podido?

– Pero, cariño…

Velma se volvió repentinamente y se encaminó a la salida, dejando solos a Tate y a Buck. Este arrojó unas monedas sobre la mesa para pagar las bebidas y salió corriendo tras ella.

Velma estaba apoyada en la parte delantera de la camioneta, con el rostro oculto en sus brazos cruzados mientras lloraba.

Cuando Buck trató de tocarla, se volvió rápidamente, impidiéndoselo.

– ¡Mantente alejado de mí!

– ¿Qué he hecho? -preguntó Buck, enfadándose.

– Ni siquiera lo sabes, ¿verdad?

– No, no lo sé, así que te agradecería que me lo contaras.

– ¡No has confiado en mí! -exclamó Velma.

– ¿Qué?

– No has esperado a que le dijera a ese vaquero que no estaba interesada. Has decidido asegurarte por tu cuenta de que se mantuviera alejado. Nunca vas a olvidar que una vez te fui infiel, Buck. Siempre vas a estar vigilándome, esperando a que vuelva a meter la pata. Y cada vez que hagas algo para recordarme que no te fías de mí, como esta noche, me dolerá de la misma forma que me duele ahora. No podré soportarlo, Buck. Me matará quererte y saber que me estás vigilando cada minuto por el rabillo del ojo. Llévame a casa. ¡No quiero volver a verte!

Velma se sentó en el extremo del asiento, con Tate en medio durante el largo y silencioso viaje de quince minutos hasta Uvalde. Cuando se detuvieron frente a la casa de Velma, ésta bajó y entró corriendo en ella antes de que Buck pudiera seguirla. Este se cruzó de brazos sobre el volante y apoyó la cabeza en ellos.

– Me siento fatal -dijo.

Tate no sabía qué decir, de manera que esperó a que él siguiera hablando.

– No he podido evitarlo -continuó Buck-. Cuando he visto a ese tipo mirándola… no sé, me he vuelto loco.

– ¿Porque temías que tratara de ligar con Velma?

– Sí.

– ¿Tiene razón Velma, Buck? ¿No te fiabas de que fuera a decir no por su cuenta?

Buck suspiró. Fue un suspiro de derrota.

– No.

No había nada más que decir. Buck había creído que podría perdonar y olvidar, pero lo cierto era que nunca volvería a confiar en Velma.

– No quiero estar solo ahora mismo -dijo Buck-. ¿Te importa venir hasta Frio conmigo? Podemos buscar algún sitio agradable para tumbarnos junto al río y contar las estrellas. Sólo un rato -prometió.

Tate sabía que, probablemente, Adam estaría esperándola, pero Buck había prometido no retrasarse demasiado. Además, el comportamiento de Adam durante los pasados días sugería que ya no le importaba lo que hiciera.

– De acuerdo, Buck. Vamos. Creo que también me vendrá bien tener un rato para pensar.

Encontraron un lugar bajó un enorme ciprés y se tumbaron en la hierba a escuchar el rumor del viento entre las ramas. Trataron de encontrar las constelaciones y la estrella polar en el inmenso cielo negro azulado que los cubría. El sonido del agua deslizándose entre las rocas fue como un bálsamo para sus atribuladas almas.

Hablaron sobre nada y sobre todo. Sobre los sueños y esperanzas de la infancia. Y sobre las realidades de la vida de adultos. Sobre deseos que nunca se hacían realidad. Hablaron hasta que los ojos se les cerraron.

Y se quedaron dormidos.

Tate se despertó primero. Un mosquito estaba zumbando junto a su oído. Se dio una palmada y cuando volvió a oírlo se irguió bruscamente. Y se dio cuenta de dónde estaba. Y vio quién estaba tumbado junto a ella. Y comprobó la hora que era.

Zarandeó a Buck y dijo:

– ¡Despierta! Ya está amaneciendo. Nos hemos quedado dormidos. ¡Tenemos que volver a casa!

Mientras volvían al rancho, Tate sólo pensaba en cómo entrar en la casa sin que Adam la viera. Podía imaginar lo que pensaría si la veía con restos de hierba en la falda y la blusa totalmente arrugada, como si hubiera dormido con ella, cosa que había hecho. Adam nunca creería que había sido una tarde totalmente inocente.

En cuanto Buck detuvo la camioneta, Tate salió y subió las escaleras del porche delantero, una elección mejor que la cocina si esperaba evitar a Adam. Pero se detuvo en seco cuando éste le abrió la puerta, apartándose para dejarla pasar.

– ¡Nos hemos quedado dormidos! -balbuceó, mordiéndose la lengua de inmediato-. Escucha, Adam, puedo explicarlo todo. Buck y yo nos hemos quedado dormidos… ¡pero no estábamos durmiendo juntos!

– Yo tampoco te habría dejado dormir -dijo Adam, arrastrando la voz-. Sobre todo teniendo otras cosas mucho más interesantes que hacer contigo.

– Quiero decir que no ha habido sexo -dijo Tate, irritada por el tono sarcástico de Adam.

– ¿En serio? -era evidente que no la creía.

– ¡Te estoy diciendo la verdad!

– ¿Qué te hace pensar que me importa con quién hayas pasado la noche o lo que hayas hecho? -preguntó Adam con una voz que podría haber cortado el acero.

– Te aseguro que no ha habido nada sexual entre Buck y yo esta noche -insistió Tate.

Adam quería creerla. Pero no podía concebir que Buck hubiera estado toda la noche con ella sin tocarla. El no habría tenido fuerza de voluntad para contenerse. Abrió la boca y las palabras surgieron de ella antes de que tuviera tiempo de arrepentirse.

– Te hice una oferta, nena, y la hice en serio. Si buscas más experiencia en la cama, estaré encantado de ofrecértela.

Los ojos de Tate se agrandaron al darse cuenta de lo que significaban en realidad las palabras de Adam. ¡Estaba celoso! ¡Se preocupaba por ella! Si al menos hubiera alguna forma de lograr que lo reconociera… Aunque había algo que tal vez podría funcionar. Era una idea escandalosa, pero estaba dispuesta a llevarla adelante.

Tate se sentó en el sofá de cuero y se quitó una de las botas. Al ver que Adam no decía nada, se quitó la otra. Luego se levantó y empezó a bajarse la cremallera del lateral de la falda.

– ¿Qué haces? -preguntó él finalmente.

– Voy a aceptar tu oferta.

– ¿Qué? ¿Hablas en serio?

– ¡Totalmente! ¿Tú no? -Tate miró a Adam, pestañeando provocadoramente, y tuvo la satisfacción de ver cómo se ruborizaba.

– No sabes lo que haces -dijo él.

– Sé exactamente lo que estoy haciendo.

La falda cayó al suelo y Tate se quedó con unas pequeñas braguitas y una blusa a punto de caer de su hombro.

Adam tragó con esfuerzo. Sabía que debía detenerla, pero se sentía incapaz de hacerlo.

– María va a…

– Sabes que María no está. El domingo es su día libre.

Tate tomó el borde de su blusa con las manos y se la sacó por encima de la cabeza.

Adam se quedó sin aliento. Nunca la había visto en sujetador, si es que se podía llamar así a la pequeña prenda que sostenía sus senos como ofreciéndolos al paladar de un hombre hambriento.

Tate vio el pulso acelerado en la garganta de Adam cuando abandonó el círculo de la falda caída y caminó hacia él. Su mano estaba cálida cuando la tomó.

– ¿Tu habitación o la mía? -preguntó.

– La mía -dijo él con voz ronca.

Adam se dejó llevar a la habitación como si no tuviera voluntad propia. De hecho, se sentía como si estuviera viviendo una fantasía.

– Ya estamos -dijo Tate y cerró la puerta de la habitación a sus espaldas-. Nunca me han hecho el amor por la mañana -añadió-. ¿Debe hacerse de alguna forma especial?

¿Qué varón saludable podría haber resistido aquella clase de invitación?

Adam tomó a Tate en brazos. Desde ese momento, ella se vio envuelta en un remolino de pasión que la dejó sin aliento y jadeando. Pero en esa ocasión era él el que guiaba y ella la que lo seguía.

Sus labios se buscaron. Sus carnes se encontraron. Tate fue consciente de texturas suaves y duras, sedosas y crujientes, rígidas y flexibles, mientras Adam la introducía en las delicias del sexo a la cálida luz del sol naciente. Esa vez no hubo dolor, sólo júbilo mientras unían sus cuerpos, haciéndolos uno. Cuando todo terminó, permanecieron tumbados sobre las sábanas, abrazados de una forma que hablaba a voces del verdadero estado de sus corazones.

Tate era consciente de que Adam no había dicho una palabra desde que habían entrado en la habitación. Y ella no quería romper el embrujo, de manera que permaneció en silencio. Pero al cabo de un rato, por la inquieta forma en que empezó a moverse Adam, tirando de la sábana y cambiando de postura una y otra vez, fue evidente que quería liberar algo de su pecho.

– No quiero que vuelvas a salir con Buck -dijo finalmente.

– De acuerdo.

– ¿De acuerdo? ¿Así de sencillo?

– No quiero a Buck -dijo Tate-. Te quiero a ti.

Adam gruñó satisfecho y la tomó entre sus brazos, estrechándola con tal fuerza que Tate protestó, sonriendo.

– ¡No voy a ir a ninguna parte!

– Apenas puedo creer que estés aquí. Que quieras estar aquí -dijo Adam-. He estado a punto de volverme loco la semana pasada.

– Yo también -admitió Tate-. Pero todo va bien ahora, ¿Verdad, Adam? Me amas, ¿verdad? -Tate siguió hablando sin esperar su respuesta-. Podemos casarnos y crear una familia. ¡Cuánto me gustará tener un hijito con tus ojos azules y…!

Adam se sentó abruptamente en el borde de la cama.

Tate apoyó una mano en su espalda y él se apartó.

– ¿Qué sucede, Adam?

El la miró por encima del hombro con ojos tan desolados como un desierto.

– Creía haber dejado claro que no te estaba ofreciendo casarte conmigo.

– Pero me quieres, ¿no?

En lugar de responder a la pregunta, Adam dijo:

– Ya estuve casado una vez, durante ocho años. Todo terminó en un amargo divorcio. No tengo deseo de repetir la experiencia.

Tate no se habría quedado más asombrada si Adam le hubiera dicho que había pasado ocho años en la carcel por asesinato.

– ¿Por qué no me habías dicho nada antes?

– No era asunto tuyo.

– ¡Pues ahora sí lo es! -replicó Tate, dolida por la franqueza de Adam-. Que un matrimonio fracasara no significa que tenga que fracasar el segundo.

Adam apretó los dientes, tratando de encontrar el valor necesario para decirle la verdad. Pero no quería arriesgarse a la posibilidad de que Tate eligiera tener hijos en lugar de a él. Y se negaba a proponerle matrimonio mientras su terrible secreto permaneciera como una barrera entre ellos.

– Te quiero en mi cama, no puedo negarlo -dijo finalmente-. Pero tendrás que conformarte con lo que te ofrezco.

– ¿Qué me ofreces? -pregunto Tate-. ¿Una aventura?

Adam se encogió de hombros.

– Si quieres llamarla así.

– Y cuando te canses de mí, ¿qué?

«Nunca me cansaré de ti», pensó Adam, pero dijo:

– Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.

Tate se había sorprendido mucho al averiguar que Adam estuvo casado. Le habría gustado saber qué había sucedido para que se sintiera tan amargado. Su orgullo la impulsaba a irse de allí de inmediato. Pero su corazón no era capaz de imaginar un futuro que no incluyera a Adam. Con la ingenuidad de la juventud, aún creía que el amor podía conquistarlo todo, que, de alguna forma, todo se arreglaría y podrían vivir felices para siempre.

– De acuerdo -dijo-. Que sea una aventura.

Se acurrucó contra la espalda de Adam. El tomó sus brazos y se los pasó en torno al pecho.

– Es una suerte que mis hermanos no puedan verme ahora -bromeó Tate.

– Sin duda, sería hombre muerto -gruñó Adam.

– Agradece a los cielos que haya estado usando un apellido falso. Nunca me encontrarán aquí.

– Esperemos que no -murmuró él.

La conversación terminó allí, porque Adam se volvió y colocó a Tate sobre su regazo. Aún no podía creer que hubiera decidido quedarse con él. Separó las piernas de Tate para que lo rodeara con ellas por la cintura y la penetró.

Tate aprendió otra forma de hacer el amor por la mañana.

Tres semanas después, su idilio llegó a un sorprendente e inesperado fin.

Capítulo 8

Tate estaba embarazada. Al menos creía estarlo. Se encontraba en la consulta de la doctora Kowalski, esperando a que la llamaran para confirmar si su test del embarazo había sido tan acertado como la empresa farmacéutica que lo vendía aseguraba. Sólo llevaba ocho días de retraso, pero nunca había sucedido algo semejante en el pasado. ¡Quién podía haber pensado que una podía quedarse embarazada la primera vez!

Tenía que haber sido entonces, porque después había acudido a la consulta de la doctora Kowalski para que le diera un diafragma. Lo había usado todas las veces que había hecho el amor con Adam durante las pasadas tres semanas… excepto la vez que lo sedujo después de pasar la noche junto al río con Buck.

De manera que tal vez había sucedido la segunda vez. ¡Eso era lo que se llamaba la suerte del novato!

– ¿Señora Whitelaw? Usted es la próxima.

Tate fue a levantarse, pero entonces se dio cuenta de que la enfermera había dicho «señora Whitelaw». Ella había dado el nombre de Tate Whatly. ¿Quién sería esa misteriosa señora Whitelaw?

La mujer que se levantó estaba embarazada de varios meses. Tenía el pelo rubio y rizado y un rostro que revelaba su edad y carácter en las ligeras arrugas de sonreír que tenía en los bordes de sus ojos azules.

A Tate le costaba creer que fuera pura coincidencia que aquella mujer tuviera el mismo apellido que ella, pues sabía que no era muy común por aquellas tierras. Llevaba tanto tiempo sin tener noticias de su hermano Jess que empezó a fantasear de inmediato con la mujer embarazada. Tal vez fuera la esposa de Jess. Tal vez Jess aparecería en la consulta un rato después.

Tal vez los cerdos volaran.

Tate vio que la mujer entraba en la consulta. Tuvo poco tiempo para seguir elucubrando, porque la llamaron enseguida.

– ¿Señorita Whatly?

– Sí… sí -Tate casi había olvidado el nombre que le había dado a la enfermera.

– Pase aquí, por favor. Necesitamos una prueba de orina. Luego desnúdese y póngase esta bata; se ata por delante. La doctora estará con usted en unos minutos.

Al cabo de quince minutos, la doctora Kowalski entró en la habitación. Tate estaba ligeramente nerviosa, pero la agradable sonrisa de la doctora la tranquilizó de inmediato.

Un rato después salía de la consulta con una receta para vitaminas prenatales y una cita para seis semanas después.

Se encontraba en el aparcamiento, aún aturdida por la confirmación de que estaba embarazada de Adam, cuando se dio cuenta de que la mujer que había sido identificada como la señora Whitelaw estaba tratando de entrar con cierta dificultad en una camioneta.

Tate se apresuró hacia ella.

– Necesita ayuda?

– Creo que podré arreglármelas -dijo la mujer, sonriendo amistosamente-. Gracias de todos modos.

Tate cerró la puerta de la camioneta cuando la mujer estuvo dentro y luego apoyó las manos en el marco de la ventanilla.

– La enfermera la ha llamado señora Whitelaw. ¿Conoce por casualidad a Jesse Whitelaw?

La mujer volvió a sonreír.

– Es mi marido.

Tate se quedó boquiabierta.

– ¿En serio? Jess es tu marido!!Tienes que estar bromeando! ¡Eso significa que va a ser padre!

La mujer rió ante la exuberante reacción de Tate.

– Desde luego que va a serlo. Mi nombre es Honey -dijo-. ¿Y el tuyo?

– Soy Tate. ¡Vaya! ¡Esto es fantástico! ¡No puedo creerlo! ¡Espera a que se enteren Faron y Garth!

Tate se puso repentinamente seria. No podía ponerse en contacto con Faron y Garth para decirles que había encontrado a Jess sin correr el riesgo de que averiguaran dónde estaba ella. Pero Jesse no debía saber que había escapado de casa. Podía verlo y compartir aquella alegría con él.

Con la mención del nombre de Tate, y luego el de Faron y Garth, la mirada se Honey se volvió especulativa, y luego preocupada. Cuando averiguó que estaba embarazada, insistió para que Jess volviera a ponerse en contacto con su familia. Le costó un poco convencerlo, pero finalmente lo consiguió.

Cuando Jess llamó al Hawk’s Way, encontró a sus hermanos muy preocupados. Tate, su hermana pequeña, había desaparecido de la faz de la tierra, y Garth y Faron temían que hubiera sufrido alguna desgracia.

Si Honey no se equivocada, en esos momentos estaba mirando a la hermana pequeña de su marido, la que llevaba desaparecida dos meses y medio. La receta para vitaminas prenatales que Tate llevaba en la mano sugería que debía haberse visto envuelta en algunas aventuras desde que había huido del rancho

– Tengo una confesión que hacer -dijo Tate, interrumpiendo los pensamientos de Honey-. ¡Tu marido Jess es mi hermano! Supongo que eso nos hace cuñadas. Nunca he tenido una cuñada. ¡Esto es fantástico!

Honey sonrió ante el entusiasmo de Tate.

– Puede que te apetezca venir a casa conmigo para ver a Jesse -ofreció.

Tate frunció el ceño al tratar de imaginar la reacción de Jesse cuando supiera que estaba allí por su cuenta. Tras pensarlo un momento, decidió que sería más seguro que la viera en su propio terreno.

– ¿Por qué no venís tú y Jess a comer a mi casa? -sugirió.

– ¿A tu casa?

Tate sonrió y dijo:

– Bueno, no es exactamente mía. Estoy viviendo en el Lazy S, trabajando como administradora del rancho para Adam Philips.

– Vaya -murmuró Honey.

– ¿Sucede algo?

– No. Nada -excepto que Adam Philips era el hombre que Honey había rechazado para casarse con Jesse Whitelaw.

– ¿Y, bien? -preguntó Tate-. ¿Crees que podréis venir?

Si Tate no sabía en lo que se estaba metiendo, Honey no iba a ser la que se lo dijera. Temía que si no aceptaba la propuesta de Tate, ésta se topara con Jess en algún momento sin estar ella presente. Y por los datos que tenía, y de los que Tate evidentemente carecía, podían surgir problemas en aquel reencuentro. Honey quería estar presente para asegurarse de que nadie resultara dañado.

– Por supuesto que iremos -dijo-. ¿A qué hora?

– Hacia las siete. Hasta entonces, Honey. Oh, y me alegro de haberte conocido.

– Yo también -murmuró Honey mientras Tate se volvía y se alejaba. Honey vio cómo abría la puerta de la vieja camioneta Chevy que según sus hermanos se había llevado de casa cuando huyó-. Vaya, vaya -añadió para sí, sintiendo un inquietante presagio respecto a la tarde que se avecinaba.

Entretanto, Tate se sentía como flotando en el aire. Aquello iba a salir de maravilla. Presentaría a Adam a su hermano y a su esposa, y más tarde, cuando estuvieran a solas, le diría a Adam que iba a ser padre.

¡Menuda sorpresa iba a llevarse!

Tate pensaba que Adam se mostraría encantado. Después de todo, lo mismo que dos personas no tenían por qué estar casadas para mantener relaciones sexuales, tampoco tenían por qué estar casadas para tener un hijo. Muchas estrellas de cine estaban haciendo aquello últimamente. ¿Por qué no iban a hacerlo ellos?

Bastante antes de las siete, Tate oyó que alguien llamaba a la puerta. Sabía que no podían ser sus invitados, y por la insistencia de los golpes dedujo que se trataba de una emergencia. Corrió a abrir la puerta y se quedó boquiabierta al ver quién estaba allí.

– ¡Jesse!

– ¡Así que eras tú!.

Tate se lanzó a los brazos de su hermano. Este la alzó y dio un par de vueltas con ella, tal y como había hecho la última vez que se vieron, cuando Tate sólo tenía ocho años.

Jesse parecía el mismo, pero también había cambiado. Sus oscuros ojos seguían tan intensos como siempre, y su pelo negro tan espeso, pero su rostro se había afilado y su cuerpo era el de un hombre maduro, no el del muchacho de veinte años que se había ido cuando Tate sólo era una niña.

– Tienes un aspecto estupendo, Tate -dijo Jesse.

– Y tú también -contestó ella, sin poder dejar de sonreír. Inclinó la cabeza en torno al ancho pecho de su hermano, tratando de localizar a Honey-. ¿Dónde está tu esposa?

– He venido antes que ella -de hecho, Jesse se había ido sin decirle nada para acudir a salvar a su hermana pequeña de las garras de aquel maldito Adam Philips. A Jesse no le había gustado nunca aquel hombre, y ahora sus sentimientos quedaban justificados. ¡Philips se había aprovechado de su hermanita! -Faron y Garth han estado muy preocupados por ti -añadió en tono de reproche.

– ¿Te has puesto en contacto con ellos? ¿Cuándo? ¿Cómo?

– Honey me convenció para que los llamara cuando supo que estaba embarazada. ¿Es cierto lo que me ha dicho? ¿Estás viviendo con Adam Philips? -preguntó Jesse.

– Trabajo aquí -dijo Tate, mostrando en el tono de su voz el orgullo que sentía por su trabajo-. Soy la administradora del rancho de Adam.

– ¿Y qué más haces para Adam?

Tate contuvo el aliento al oír aquello.

– Creo que no me gusta tu tono de voz.

– Recoge tus cosas -ordenó Jesse-. Vas a irte de aquí.

Tate apretó los puños y los apoyó en sus caderas.

– Me fui de casa para no tener que aguantar más esa clase de trato. Tampoco pienso aguantártelo a ti -dijo con firmeza-. Resulta que me gusta mi trabajo, y no tengo intención de renunciar a él.

– ¡No tienes idea de lo que puede sucederle a una joven viviendo sola con un hombre!

– ¿Ah, no?

– ¿Quieres decir que tú y Philips…?

– Mi relación con Adam no es asunto tuyo.

Jesse entrecerró los ojos especulativamente.

– Honey me ha dicho que te ha encontrado en el aparcamiento de la consulta de la doctora Kowalski, pero no me ha dicho qué hacías allí. ¿Estás enferma o algo parecido?

Jesse estaba dando palos de ciego, pensó Tate. No podía saber nada. Pero incluso un cerdo ciego era capaz de encontrar una bellota de vez en cuando. Tenía que hacer algo para distraerlo.

– Honey es una mujer muy guapa, Jesse. ¿Cómo la conociste?

– No cambies de tema, Tate.

Jesse acababa de tomar a su hermana por el brazo cuando apareció Adam.

– Me ha parecido oír voces -al ver que Jesse estaba sujetando a Tate, Adam se puso tenso. Por otro lado, se alegró de que por fin se produjera la confrontación con el hermano de Tate-. Hola, Jesse. ¿Te importa decirme qué está pasando?

– Me llevo a mi hermana a casa -dijo Jesse.

Adam miró el rostro de Tate, buscando en la profundidad de sus ojos avellanados.

– ¿Es eso lo que quieres?

– Quiero quedarme.

– Ya la has oído, Jesse -dijo Adam en tono acerado-. Suéltala.

– ¡Maldito miserable! Hará frío en el infierno antes de que deje a mi hermana entre tus garras.

Adam dio un paso adelante, con los ojos centelleantes y los puños apretados.

– ¡Basta ya! ¡Los dos! -Tate se liberó del agarrón de su hermano, pero permaneció entre los dos hombres, creando una barrera humana para contener la violencia que amenazaba estallar en cualquier momento.

– Apártate, Tate -dijo Jesse.

– Haz lo que te dice -ordenó Adam.

Tate extendió los brazos para mantenerlos separados.

– ¡He dicho que basta, y lo he dicho en serio!

– Voy a llevarte a casa, Tate -dijo Jesse. Pero el tono retador de sus palabras iba dirigido en realidad a Adam.

– ¡Si Tate quiere quedarse, se quedará! -replicó Adam, aceptando implícitamente el reto.

Para el caso que le hacían, habría dado lo mismo que Tate no hubiera estado allí. Ella sólo era el trofeo en disputa. Lo único que les preocupaba a Jesse y a Adam era el conflicto que se avecinaba.

Alguien llamó en ese momento con fuerza a la puerta, y antes de que ninguno se moviera, Honey pasó al interior.

– ¡Menos mal que he llegado a tiempo! -dijo, interponiéndose entre los dos hombres, que se apartaron de inmediato en deferencia a su estado-. ¿Qué le estáis haciendo a la pobre chica? -pasó un brazo consolador por los hombros de Tate-. ¿Te encuentras bien, Tate?

– Estoy bien -dijo Tate-. ¡Pero estos dos idiotas están a punto de empezar a pegarse!

– ¡El se lo ha buscado! -gruñó Jesse-. ¡Sólo una miserable hiena es capaz de seducir a una cría inocente!

– ¡Jesse! -exclamó Tate, tan mortificada por el termino «cría» como por la acusación de su hermano. Era posible que Jesse siguiera recordándola como una niña, pero ya era una mujer.

Adam se había puesto pálido.

– Te estás pasando mucho, Whitelaw -espetó.

– ¿Vas a negarme que te estás acostando con ella? -preguntó Jesse.

– ¡Eso no es asunto tuyo!

Honey se apartó unos pasos con Tate, alejándola de la animosidad que irradiaba de los dos poderosos hombres.

Tate se volvió hacia su hermano, tratando de calmarlo.

– Quiero a Adam -dijo.

– Pero seguro que él no ha dicho que te quiere a ti -replicó Jesse en tono burlón.

Tate bajó la mirada y se mordió el labio.

– ¡Lo sabía! -dijo Jesse en tono triunfal.

Tate alzó la barbilla y lo miró con gesto desafiante.

– ¡No pienso dejarlo!

– Te está utilizando para vengarse de mí -dijo Jesse-. El motivo por el que sé que no puede amarte es porque yo le quité la mujer a la que quería de delante de sus narices.

– ¿Qué? -confundida, Tate deslizó la mirada de su hermano a su amante. Los ojos de Adam estaban oscurecidos por el dolor y el arrepentimiento.

Tate volvió la cabeza para mirar a Honey. Los brazos de la mujer embarazada estaban protectoramente cruzados en torno a su vientre. Sus mejillas estaban intensamente ruborizadas. Alzó lentamente las pestañas y dejó que Tate viera la culpabilidad que había en sus preciosos ojos azules.

¡No podía ser cierto! Adam no podía haber hecho algo tan miserable como seducirla sólo para vengarse de Jesse por haberle robado a la mujer a la que amaba. Pero ninguna de las tres partes implicadas lo estaba negando.

Tate volvió a mirar a Adam, esperando encontrar alguna señal en su rostro que le dijera que su hermano mentía.

– ¿Adam?

La pétrea expresión de Adam fue más reveladora que cualquier palabra.

– ¡Oh, Dios mío! -murmuró Tate-. ¡Esto no puede estar pasándome!

Jesse lanzó el puño contra el hombre que le había causado tanto dolor a su hermana. Adam se echó atrás instintivamente y el puño sólo golpeó el aire. Antes de que Jesse pudiera lanzar el otro puño, Honey se colocó frente a su marido.

– ¡No pelees, por favor! ¡Por favor, Jesse!

Jesse apretó los puños, pero se contuvo por amor a su esposa. Pasó un brazo por los hombros de Honey y luego alargó una mano hacia Tate.

– ¿Vienes?

– Me… me quedo -al menos hasta que tuviera la oportunidad de hablar con Adam en privado para escuchar su versión de aquella increíble historia. Entonces decidiría si decirle que iba a tener un hijo suyo.

Honey vio que su marido estaba a punto de volver a discutir y dijo:

– Ya no es una niña, Jesse. Tiene que tomar sus propias decisiones.

– ¡Pero va a tomar la equivocada! -exclamó Jesse.

– Pero es la mía -dijo Tate con calma.

Honey pasó un brazo por la cintura de su marido.

– Vamos a casa, Jesse.

– Me voy -dijo Jesse-. Pero volveré con Faron y Garth -abrió la puerta, dejó que su mujer pasara delante de él y luego cerró de un portazo.

Tate sintió que el estómago se le caía a los pies. Le había sorprendido ver a Adam enfrentándose a su hermano; de hecho, le había alegrado. Pero si se presentaban allí los tres Whitelaw, no podría hacer nada frente a ellos. Se la llevarían de vuelta a casa antes de que tuviera tiempo de decir nada.

– Ya puedes ir despidiéndote de mí -dijo Tate sombríamente-. Cuando Faron y Garth averigüen dónde estoy vendrán a por mí.

– Nadie, incluido tus hermanos, va sacarte del Lazy S si no quieres irte -dijo Adam con firmeza.

– ¿Significa eso que quieres que me quede?

Adam asintió secamente.

Tate no quería preguntar, pero tuvo que hacerlo.

– ¿Es cierto lo que ha dicho mi hermano? ¿Querías a Honey?

Adam volvió a asentir.

Tate sintió que el pecho se le encogía.

– Te habrías casado con ella si no hubiera aparecido Jesse?

Adam se pasó una mano por el pelo, inquieto.

– No lo sé. Quería casarme con ella. Pero no estoy seguro de que ella quisiera casarse conmigo. Se lo pregunté. Nunca dijo sí.

Eso era poco consuelo para Tate, que aún estaba aturdida tras averiguar lo cerca que había estado Adam de casarse con la actual esposa de su hermano.

– ¿Es ese el motivo por el que no puedes amarme? -preguntó-. ¿Porque sigues enamorado de ella?

La torturada expresión de Adam hizo creer a Tate que había dado en el clavo. Pero no se desesperó por ello. De hecho, sintió que sus esperanzas renacían. Adam sabía que ya nunca podría tener a Honey Whitelaw. El tiempo era el mejor sanador para las heridas del corazón. Y el tiempo estaba de su lado.

Con mucho tacto, no sacó a relucir la acusación de Jesse de que Adam le había hecho el amor para vengarse de él. Sabía en el fondo de su corazón que Adam nunca la habría utilizado para eso. Tal vez no fuera capaz de amarla, todavía, pero estaba segura de que algún día la amaría.

– Necesito un abrazo -susurró.

Adam abrió los brazos y Tate se refugió entre ellos. Se acurrucó contra él, dejando que el amor que sentía fluyera entre ellos. Pero el cuerpo de Adam permaneció rígido e impenetrable.

– Adam, estoy… -la palabra «embarazada» no lograba salir de los labios de Tate.

– ¿Qué quieres decirme?

La voz de Adam sonó áspera en los oídos de Tate. Tal vez sería mejor esperar un poco antes de decirle que llevaba dentro un hijo suyo.

– Estoy contenta de que quieras que me quede -dijo finalmente.

Adam la estrechó con más fuerza, hasta que su abrazo resultó casi doloroso. Tate sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Culpó de ello a la emoción que le había producido la noticia de su embarazo.

Pero en el fondo tuvo que admitir que empezaba a dudar que todo fuera a salir tan bien como deseaba.

Capítulo 9

Tate pasó la noche en brazos de Adam. Pero, por primera vez desde que dormían juntos, no hicieron el amor.

Cuando fueron a desayunar a la mañana siguiente, ambos sintieron una incomodidad que no había existido en el pasado.

– Debe comer más, señorita -dijo María-. No va a poder pasar la mañana con tan poco.

– No tengo hambre -dijo Tate. Lo cierto era que ya había estado antes en la cocina para comer algo y aliviar los primeros síntomas de mareo matutino. Bajo la atenta mirada se María, se obligó a acabar los cereales.

Estaba tan concentrada en sus propios pensamientos que no prestó atención a la conversación que mantuvieron a continuación María y Adam en español.

– La señorita ha estado llorando -dijo María.

Adam miró los ojos enrojecidos de Tate.

– Ayer vino a verla su hermano mayor, al que no veía desde que era una niña.

– ¿Ese hermano le hizo llorar?

– Quería que se fuese con él.

– Ah. Pero usted no le dejó irse.

– Ella eligió quedarse -corrigió Adam.

– ¿Entonces por qué ha llorado?

La mandíbula de Adam se tensó. Tras un momento, contestó:

– Porque teme que yo no la quiera.

– ¡Hombre estúpido! ¿Por qué no se lo dice para que vuelva a recuperar la sonrisa?

Adam suspiró.

– Creo que ahora no me creería si se lo dijera. María movió la cabeza.

– Voy al supermercado a hacer unas compras. Tardaré dos o tres horas en venir. Dígale que la quiere.

Los labios se Adam se curvaron irónicamente.

– De acuerdo, María. Lo intentaré.

Tate sólo había logrado comer dos o tres cucharadas de cereales cuando María le quitó el cuenco de delante.

– Tengo que dejar la mesa recogida antes de irme de compras -dijo mientras rellenaba la taza de Tate-. Quédese aquí y disfrute de otro café.

También rellenó la taza de Adam, dirigiéndole una significativa mirada.

– Usted haga compañía a la señorita.

María se quitó el delantal, tomó su bolso y unos momentos después salió por la puerta de la cocina.

El silencio se volvió opresivo en la cocina. Finalmente, Adam dijo:

– ¿Qué piensas hacer hoy?

– Supongo que trabajar con el ordenador. ¿Y tú?

– Voy a trasladar ganado de un pasto a otro.

– Tu trabajo parece más divertido que el mío. ¿Puedo acompañarte?

– No creo que sea buena idea.

– Oh.

Adam vio la expresión de Tate y comprendió que pensaba que la estaba rechazando… una vez más. Maldijo entre dientes.

– Escucha, Tate, creo que será mejor que hablemos.

Tate se levantó bruscamente. Ahora era cuando Adam le iba a decir que lo había pensado mejor y que quería que se fuera del Lazy S. Pero no pensaba darle la oportunidad de decírselo.

– Será mejor que me vaya. Tengo…

Adam la agarró por el brazo antes de que hubiera dado dos pasos. Apoyó las manos en sus hombros, haciéndole darse la vuelta para tenerla de frente. Tate mantuvo la mirada en el suelo, negándose a mirarlo.

– Tate -dijo Adam, con una voz cargada de ternura por el amor que sentía por ella-. Mírame.

Los avellanados ojos de Tate eran más verdes que dorados. Adam no soportaba ver la tristeza que había en ellos. Pasó una mano tras la nuca de Tate y la atrajo hacia sí para besarla.

Fue un beso hambriento, cargado de anhelo y pasión, de ternura y amor.

Adam quería estar más cerca. Tiró de la camiseta de Tate y se la sacó por encima de la cabeza; luego se desabrochó la blusa y la sacó del pantalón. Suspiró satisfecho mientras rodeaba a Tate con sus brazos y presionaba sus senos desnudos contra su pecho.

– Dulzura mía. Es un placer abrazarte -susurró, abarcando con una mano el trasero de Tate y alzándola hacia sí para frotarse lentamente contra ella.

Su boca buscó un punto especialmente sensible bajo la oreja de Tate y lo succionó con la fuerza suficiente para hacerla gemir de placer.

De pronto, Adam se quedó petrificado. Alguien acababa de abrir la puerta de la cocina. Se volvió para enfrentarse a lo que fuera, sujetando protectoramente a Tate contra su pecho.

Tate sintió que el cuerpo de Adam se tensaba. Supo quién había entrado en la cocina; supo quién tenía que ser. Volvió la cabeza. En el umbral de la puerta estaban sus tres hermanos, Faron, Jesse y Garth. Garth sostenía una escopeta en las manos.

Tate sintió que se ruborizaba hasta las raíces del pelo. Estaba desnuda de cintura para arriba, y no podía haber dudas respecto a lo que había estado haciendo con Adam. Y, por sus expresiones, tampoco había duda de lo que sus hermanos pensaban al respecto. Cerró los ojos y se aferró a Adam, sabiendo que sus hermanos pensaban separarlos.

– ¡Vístete! -ordenó Garth.

Tate alargó una mano hacia la silla en que Adam había dejado su camiseta y, volviéndose de espaldas, se la puso. Cuando se dio la vuelta, Adam le pasó una mano por la cintura y la atrajo hacia su cadera.

Los tres hermanos entraron en la cocina. Pronto quedó claro que no habían ido solos. Un hombre mayor con un cuello se sacerdote y una Biblia en la mano los siguió al interior.

– Tienes dos opciones -le dijo Garth a Adam-. O te mato, o haces una mujer honrada de mi hermana.

Adam alzó una ceja.

– Eso sería asesinato.

Garth sonrió peligrosamente.

– Sería un disparo accidental, por supuesto.

– Por supuesto -dijo Adam, curvando los labios cínicamente-. ¿Y si Tate y yo no estamos preparados para casarnos?

– Un hombre está preparado para casarse cuando deja a una mujer embarazada -gruñó Jesse-. Ayer fui a ver a la doctora Kowalski y le dije que Tate era mi hermana. ¡Me felicitó porque pronto iba a ser tío!

Adam se quedó helado. Se volvió a mirar a Tate, pero ella bajó la vista.

– ¿Estás embarazada, Tate?

Ella asintió.

La mandíbula de Adam se tensó visiblemente. Tomó a Tate por la barbilla y le hizo alzar el rostro.

– ¿De quién es el niño? ¿De Buck?

– ¡Es tuyo! -exclamó Tate, moviendo la cabeza para librarse de la mano de Adam.

– No puede ser mío -dijo él con calma-. Soy estéril.

Sin apartar la vista de la pétrea expresión de Adam, Tate se dejó caer en una de las sillas de la cocina.

Entre tanto, sus hermanos estaban en un dilema.

– No podemos obligarlo a casarse con Tate si el hijo no es suyo -dijo Faron.

– ¡Pero tiene que ser suyo! -dijo Jesse-. ¡Mira cómo los hemos encontrado hoy!

Garth entregó la escopeta a Faron y fue a sentarse frente a Tate. Tomó la mano de su hermana entre las suyas y la acarició suavemente un momento.

– Quiero que seas sincera conmigo, Tate. ¿Has estado con otro hombre además de Adam?

– ¡No! ¡Lo crea o no, el hijo que llevo dentro es suyo!

– Adam afirma que es estéril -insistió Garth.

– No me importa lo que afirme -dijo Tate entre dientes-. Estoy diciendo la verdad.

Garth y Faron intercambiaron una significativa mirada. Garth se levantó y confrontó a Adam.

– ¿Niegas haberle hecho el amor a mi hermana?

– No, no lo niego.

– En ese caso, mi oferta inicial sigue en pie -dijo Garth.

– En ese caso, supongo que no tengo opción -concedió Adam irónicamente.

– ¿Y yo? -preguntó Tate-. ¿Acaso no tengo posibilidad de elección?

– Harás lo que te digamos -el tono de Garth era inflexible-. O de lo contrario…

– ¿O de lo contrario, qué?

– Volverás con nosotros a Hawk’s Way.

Tate se estremeció. No parecía haber escape al ultimátum que Garth le había dado. Si se casaba, al menos conservaría su libertad.

– De acuerdo. Adelante.

– Padre Wheeler, puede proceder -Garth condujo al cura a la cabecera de la mesa, situó a Tate y a Adam a un lado y él se colocó en el otro junto a Faron y Jesse-. He tenido que seguir algunos atajos, pero también he conseguido la licencia. Cuando quiera, reverendo.

Si el reverendo Wheeler no hubiera bautizado y confirmado a Tate, tal vez habría tenido algún reparo respecto a lo que iba a hacer. Nunca había tenido ante sí una pareja con aspecto más triste. Pero creía firmemente en la santidad del hogar y la familia. Y Garth le había prometido un generoso donativo para construir la nueva ala de la escuela dominical.

El reverendo abrió la Biblia que llevaba consigo y empezó a leer.

Tate oyó, pero no escuchó lo que se decía; habló cuando tuvo que hacerlo, pero no fue consciente de las respuestas que daba. Había caído en un profundo pozo de desesperación.

Nunca había pensado en tener una gran boda, pero una camiseta blanca y unos vaqueros eran un pobre sustituto para un traje de novia. Pero no le habría importado renunciar a ello si el hombre que estaba a su lado hubiera deseado ser su marido.

Y Adam no lo deseaba.

¿Qué había sucedido? Tate nunca había tenido intención de atrapar a Adam. Era evidente que éste creía que ella se había acostado con Buck, y que el bebé no era suyo. Tate sabía que un matrimonio sin confianza estaba destinado al fracaso. Si Adam creía que le había mentido sobre la paternidad de su hijo, ¿no esperaría que mintiera sobre otras cosas? ¿Reaccionaría como Buck cada vez que otro hombre se atreviera a mirarla? Aunque Buck se ponía celoso porque amaba a Velma. Pero Tate no estaba segura de los sentimientos de Adam. No le había dicho ni una vez que la amaba.

Habría dado cualquier cosa por haberle contado lo de su embarazo la noche anterior. Así habrían tenido la posibilidad de aclarar las cosas; por ejemplo, por qué un hombre que se consideraba estéril era capaz de concebir un hijo.

– ¿Tate?

– ¿Qué?

– Alarga la mano para que Adam pueda ponerte el anillo -dijo Garth.

¿«Qué anillo? «, se preguntó Tate.

– Con este anillo te desposo -dijo Adam deslizando el pequeño anillo que normalmente llevaba en el meñique en el anular de Tate.

Tate se sentía perdida. ¿Qué había pasado con el resto de la ceremonia? ¿Había dicho ya el «sí, quiero»?

El reverendo Wheeler dijo:

– Os declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.

Al ver que ninguno de los dos se movía, Faron dijo:

– Ahora tienes que besar a tu esposa, Adam.

Adam quería negarse. Todo aquello era una farsa. Pero cuando Tate volvió el rostro hacia él parecía tan desconcertada que sintió la necesidad de tomarla en sus brazos y protegerla.

Garth se aclaró la garganta ante el retraso.

La mandíbula de Adam se tensó. Tate ya tenía tres guardianes muy eficientes. A él no lo necesitaba para nada. Pero fue incapaz de resistir la tentación de sus labios, aún ligeramente hinchados por los recientes besos. Se inclinó hacia ella y la besó con gran suavidad.

Si aquello hubiera sido una auténtica boda, le habría gustado conservar aquel recuerdo para siempre. Pero los sonidos del otro lado de la mesa le recordaron que la boda era muy real, de manera que tomó lo que quiso de Tate, apoderándose por completo de su boca, dejándole sentir su furia y frustración por lo que sus hermanos les habían robado insistiendo en celebrar aquel matrimonio forzoso.

En cuanto alzó la cabeza, Adam vio que Garth rodeaba la mesa hacia ellos. En lugar del puñetazo que esperaba recibir en la nariz, Adam vio que alargaba la mano hacia él para que se la estrechara. Y además, sonreía.

– Bienvenido a la familia -dijo Garth. Abrazó tiernamente a Tate y susurró junto a su oído-: ¡Sé feliz!

Faron fue el siguiente en estrechar la mano de Adam.

– ¿Qué os parece si bebemos algo para celebrarlo? -preguntó-. Tengo champán en una cubitera en la camioneta.

– Supongo que no es mala idea -dijo Adam, aún aturdido por el repentino cambio de actitud de los hermanos de Tate.

Faron salió mientras Jesse se dirigía a Adam. Los dos hombres se miraron con cautela.

Finalmente, Jesse alargó una mano hacia él.

– ¿Hacemos una tregua? -al ver que Adam dudaba, añadió-: Honey me matará si no hacemos las paces. Por ella y por Tate.

Finalmente, Adam estrechó la mano del hermano de Tate. Nunca serían buenos amigos. Pero eran vecinos, y ahora cuñados. Debían tolerarse por sus respectivas esposas.

La celebración de la boda fue muy animada. Ahora que Adam había hecho lo correcto con Tate, sus hermanos estaban más que dispuestos a tratarlo como a uno más de la familia.

Según transcurrió la mañana, y tras varias copas de champán y algunos whiskys, Adam empezó a pensar que, a fin de cuentas, las cosas no habían salido tan mal.

Ahora que Tate y él estaban casados, no había motivo para que no trataran de que las cosas fueran lo mejor posible. No podía lamentar lo del bebé, aunque ello significara que Tate le hubiera mentido diciendo que no se había acostado con Buck. El siempre había querido tener hijos, y sabía que querría a aquél como si fuera suyo.

Después de hacer el amor con su esposa, Adam le diría que la amaba. Podrían olvidar lo sucedido en el pasado. Sus vidas empezarían de cero.

Los hermanos de Tate podrían haberse quedado más rato, pero Honey llamó para asegurarse de que todo había ido bien. Cuando Jesse colgó, dijo:

– Sé que no os apetecerá que os lo recuerde, pero tengo bastante trabajo aguardándome en el rancho.

Faron rió y dijo:

– Di la verdad. Lo que de verdad quieres es volver a casa con tu esposa.

Los tres hermanos se golpearon en broma mientras se dirigían a la puerta. Una vez que se hubieron ido junto con el reverendo, Tate cerró la puerta y apoyó la frente contra el fresco marco de madera.

– Lo siento, Adam.

El se acercó y la rodeó con los brazos por la cintura desde detrás.

– No importa, Tate. No ha sido culpa tuya.

– Son mis hermanos.

– Sólo han hecho lo que piensan que es mejor para ti -a pesar de que él también había sido víctima de aquella manipulación, Adam comprendía a los hermanos de Tate. Si Melanie no hubiera sido asesinada… si la hubiera encontrado en las mismas circunstancias… tal vez él habría hecho lo mismo, esperando que fuera lo mejor para ella.

Besó a Tate en la nuca y sintió que se estremecía entre sus brazos.

– Ven a la cama, Tate. Es nuestro día de bodas.

Tate mantuvo el rostro contra la puerta. Estaba demasiado decidida a devolverle a Adam su libertad como para percibir el mensaje de amor que había en sus palabras y caricias.

– No puedo soportar saber que te has visto obligado a casarte conmigo -al sentir que Adam se ponía rígido, añadió-: Prometo concederte el divorcio. En cuanto nazca el bebé, yo…

Adam la tomó por el brazo y le hizo darse la vuelta.

– ¿Es ese el motivo por el que has aceptado casarte conmigo? ¿Para poder darle un apellido a tu bastardo?

– Por favor, Adam…

– No ruegues, Tate. No es tu estilo.

Tate lo abofeteó antes de darse cuenta de que había alzado la mano. Al ver la marca que había dejado en el rostro de Adam, se quedó sin aliento.

Adam la agarró por la muñeca. Tate sintió cómo temblaba de rabia. Esperó a ver cómo reaccionaba.

– De acuerdo -dijo Adam con aspereza-. Te daré lo que quieres. Tu bebé tendrá mi apellido y me concederás el divorcio. Pero quiero algo a cambio, Tate.

– ¿Qué?

– A ti. Te quiero en mi cama cada noche. Cariñosa y dispuesta. ¿Queda claro?

Estaba muy claro. Tate le había ofrecido el divorcio esperando que se negara. Pero el ultimátum de Adam dejaba en evidencia lo que había querido de ella desde el principio. ¡Pues muy bien! ¡Ella se encargaría de hacerle ver con toda claridad a qué estaba renunciando!

– Créeme, Adam; vas a obtener lo que quieres -dijo con voz sedosa.

¡Y mucho más!

Adam la condujo hasta su habitación sin soltarle la muñeca. Una vez dentro, la soltó y dijo:

– Desvístete -se cruzó de brazos y permaneció de pie frente a ella, mirándola.

Tate se irguió orgullosamente. Antes o después, Adam iba a darse cuenta de la verdad. El hijo que llevaba dentro era suyo. Entretanto, obtendría todo lo que le había exigido… y tal vez más.

Tate nunca se había desnudado para tentar a un hombre. Pero ahora lo hizo.

Lo primero que se quitó fue la camiseta. Lentamente. La sostuvo colgada de un dedo un momento antes de dejarla caer. Miró sus senos y vio que las aureolas estaban rosadas y llenas. Se acarició los pezones con las puntas de los dedos hasta lograr que sus rosados capullos se pusieran erectos.

Adam respiró pesadamente.

Tate no se atrevió a mirarlo, temiendo perder el valor para continuar. En lugar de ello, deslizó las manos por su vientre hasta llevarlas al cruce de sus muslos, separando las piernas para apoyar la mano en el calor que había entre ellas. Luego volvió a deslizar la mano hacia arriba, sintiendo las texturas de su piel, notando como su carne respondía a la conciencia de que Adam observaba cada uno de sus movimientos.

Llevó las manos hasta su nuca, entrelazando los dedos en su cabello, sabiendo que el movimiento de sus brazos haría que sus senos se alzaran. Arqueó la espalda en una sensual curva que empujó sus senos y vientre hacia Adam.

Le oyó tragar. Luego cometió la equivocación de mirarlo… y vio su pecho desnudo. Sus pezones estaban tan erectos como los de ella. Mientras relajaba su cuerpo a una postura más natural, vio sus azules ojos oscurecidos por una intensa pasión.

El cuerpo de Adam parecía tenso como un arco a punto de disparar una flecha. Tenía los puños apretados a ambos lados del cuerpo. Su hombría resaltaba de forma totalmente evidente contra su pantalón. Cuando sacó la lengua para lamer el sudor de su labio superior, Tate sintió que su entrepierna se tensaba en placentera respuesta.

Se sentía exultante. Poderosa. Y tan femenina… Animada por su éxito, bajó las manos hasta el botón de sus vaqueros. Todo el cuerpo de Adam se estremeció al ver cómo lo soltaba. El sonido de la cremallera al bajar acompañó el de la respiración de Adam, cada vez más acelerada.

Tate volvió lentamente cada lado del pantalón, creando una V a través de la que se veían sus braguitas. Entonces abrió las piernas, metió los pulgares en ellas y deslizó los dedos en el interior de los vaqueros, tirando de su ropa interior hacia abajo y exponiendo la piel de su vientre.

Adam maldijo entre dientes. Pero no se movió un milímetro.

Tate se bajó los pantalones y las braguitas hasta las caderas, revelando éstas y una mata de oscuros rizos en lo alto de sus muslos. Llevó las manos atrás y frotó sus nalgas, bajando un poco más sus vaqueros con cada movimiento circular.

Volvió a meter los pulgares en la parte delantera del vaquero y miró a Adam antes de deslizar los dedos por su pelvis. Las sienes de Adam palpitaron. Su mandíbula se tensó. Pero no se movió de donde estaba.

Tate sonrió, satisfecha. Dio un último tirón y sus vaqueros y braguitas se deslizaron hasta sus tobillos. Después salió de su ropa y sus mocasines en un solo movimiento.

Finalmente, se mostró totalmente desnuda ante Adam. Sentía su cuerpo más lánguido y atractivo que nunca. Lo supo por la mirada de adoración que le dirigió Adam, porque se notaba que la deseaba con su propio cuerpo. No hizo ningún movimiento para tratar de ocultarse de él.

Adam no se movió hasta que ella dio un paso hacia él.

Entonces avanzó como un tigre a punto de saltar. Tate sintió la energía sexual que irradiaba de él incluso antes de que sus cuerpos se encontraran. Su beso fue fiero, ardiente. Las manos de Adam parecían estar en todas partes, acariciándola, exigiendo una respuesta. Tate se arqueó contra él, sintiendo el inflamado calor y la excitación bajo sus vaqueros.

Adam no se molestó en llevarla a la cama. La apoyó de espaldas contra la pared, se desabrochó los vaqueros para liberarse, luego alzó las piernas de Tate en torno a su cintura y la penetró.

Tate se aferró al cuello de Adam con los brazos y a su cintura con las piernas. Sus bocas se encontraron y Adam penetró en la de ella con su lengua al mismo ritmo que su cuerpo. Deslizó la mano entres sus cuerpos y buscó el delicado centro en el que se originaba el placer de Tate. La acarició con el pulgar hasta que sintió oleadas de placer tensando sus músculos interiores en torno a él. Adam echó la cabeza hacia atrás cuando el intenso placer le hizo temblar en el cálido y palpitante interior de Tate.

Luego dejó caer la cabeza contra su hombro mientras trataba de recuperar el aliento. Finalmente, soltó las piernas de Tate para que pudiera mantenerse en pie, pero tuvo que sujetarla para evitar que se cayera, pues tenía las rodillas como de goma. La alzó en brazos y la llevó a la cama, donde se tumbó junto a ella.

Unos segundos después sintió que apenas podía mantener los ojos abiertos. Pero había algo que quería decirle a Tate antes de quedarse dormido.

– ¿Tate? ¿Estás despierta?

– Mmm. Supongo que sí -murmuró ella contra la garganta de Adam.

– Puedes admitir la verdad respecto a lo de haberte acostado con Buck. No va a suponer ninguna diferencia respecto a lo que siento por ti -«o respecto al bebé», añadió Adam para sí.

Tate se irguió en la cama. La sábana que la cubría cayó hasta su cintura.

– Cuando digo que no me he acostado con Buck, estoy diciendo la verdad, Adam. ¿Por qué no me crees?

Adam se irguió a medias apoyando un codo sobre el colchón.

– Porque tengo las pruebas médicas que demuestran lo contrario.

– ¡Entonces tus pruebas están equivocadas! -replicó Tate, apoyando la espalda contra la cabecera de la cama y cubriéndose con las sábanas hasta el cuello.

Tate nunca le había parecido más hermosa. Adam tuvo que tumbarse y colocar las manos tras su cabeza para evitar alargarlas hacia ella. Las tres horas de plazo que María le había prometido estaban a punto de pasar, y Adam sabía que en cuanto llegara iría a buscarlo para saber si le había dicho a Tate que la quería.

Ahora se alegraba de no haberlo hecho. Al menos se había librado de la humillante experiencia de confesarle su amor a una mujer que sólo se había casado con él para poder darle un apellido a su hijo. Permaneció tumbado, tratando de imaginar por qué insistía Tate en mentir sobre el bebé.

– ¿Sabe Buck que estás embarazada? -preguntó.

– Lo adivinó -admitió Tate. Buck había sabido por su expresión que sucedía algo especial y se lo preguntó. Ella le contó la verdad.

– Supongo que se negó a casarse contigo porque sigue enamorado de Velma -dijo Adam.

Tate salió de la cama bruscamente y fue a donde su ropa estaba apilada en el suelo. Empezó a vestirse de espaldas a Adam.

– ¿A dónde vas? -preguntó él.

– A cualquier sitio donde pueda estar lejos de ti -replicó ella.

– Mientras también te mantengas alejada de Buck, no me importa.

Tate se volvió y dijo:

– Buck es mi amigo. Lo veré cuando y donde quiera.

Adam apartó las sábanas de la cama y se puso los vaqueros.

– No estoy dispuesto a permitir que rompas los votos que acabas de hacer -dijo.

– Eres tonto, Adam. No eres capaz de ver lo que tienes delante de las narices.

– Pero sé reconocer a una zorra cuando la veo.

Adam se arrepintió al instante de sus palabras. Habría dado cualquier cosa por retirarlas. Estaba celoso y dolido por la aparente devoción de Tate hacia Buck. Había dicho lo primero que se le había venido a la mente para hacerle daño.

Y lo sentía de verdad.

– Tate, yo…

– No digas nada, Adam. Sólo aléjate de mí. Tal vez algún día pueda perdonarte por esto.

Adam recogió su camisa y sus botas y salió de la habitación, cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas.

Tate se sentó en la cama, tratando de contener los sollozos que se agolpaban en su pecho. Aquello era peor que cualquier cosa que hubiera imaginado. Ya había comprobado con Buck lo irracional que podía volverse un hombre debido a la suspicacia y a la desconfianza. Pero nunca había esperado ver a Adam comportándose como un bruto celoso.

¿Qué iba a hacer ahora?

Capítulo 10

Adam tuvo mucho tiempo a lo largo del día y de la noche para lamentar su reacción. Tate pasó el resto del día en el despacho y luego se retiró a su propia habitación para dormir. Adam decidió que sería mejor que volvieran a verse durante el desayuno para tratar de hacer las paces, con María como intermediaria.

Pero el malestar del embarazo volvió a llevar a Tate temprano a la cocina. En lugar de esperar a tomar el café con Adam, salió de la casa para dar un paseo, esperando que así se asentara su estómago. Buck la saludó con la mano desde lo alto del establo, donde estaba amontonando heno. Tras echar una mirada a la casa, Tate se encaminó al establo a hablar con él; convenía que le advirtiera que Adam estaba en pie de guerra.

El humor de Adam no mejoró al ver que Tate no acudía a desayunar. Contestó a María de mala manera cuando ésta le empezó a hacer preguntas sobre Tate y ahora ella tampoco le hablaba. Se puso el sombrero y se encaminó al establo para tratar de quitarse el malhumor limpiando algunas casillas.

Apenas acababan de ajustarse sus ojos a las sombras cuando vio a Tate junto a la escalera que daba al pajar. Su corazón dio un salto gigante y luego empezó a palpitar con adrenalina al darse cuenta de que Buck estaba junto a ella. Y aquel descarado vaquero tenía una mano sobres sus hombros.

Adam se acercó a Buck y ordenó:

– Aparta tus manos de mi esposa. Buck sonrió.

– ¿Estás celoso? No hay razón para…

Adam pensó que tenía muy buenas razones para estarlo. Después de todo, su mujer llevaba dentro un hijo de Buck. Su puño salió disparado con fuerza, estrellándose contra la nariz del vaquero.

Buck cayó hacia atrás como una piedra, echando sangre por la nariz. Tate se arrodilló rápidamente junto a él y sacó un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón para contener la hemorragia.

– ¡Idiota! -exclamó, mirando a Adam-. ¡Vete a meter la cabeza el un cubo de agua fría para calmarte!

Adam quería apartar a Tate de Buck, pero estaba claro que tendrían una pelea silo intentaba. Y su orgullo no le permitía pedirle amablemente que se fuera con él.

– Haz lo que quieras -gruñó-. Siempre lo has hecho.

A continuación, se volvió y salió del granero. Un instante después oyeron su camioneta alejándose.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Buck, sujetando cuidadosamente el pañuelo contra su nariz.

– ¿Te ha gustado cómo te ha tratado? -preguntó Tate.

– No me ha gustado nada -replicó Buck.

– Pues piensa en ello la próxima vez que veas a Velma con otro hombre y decidas golpearlo. Porque ése es el aspecto de un irrazonable y desconfiado paranoico en acción.

Buck hizo una mueca de desagrado.

– ¿Estáis diciendo que así es como me comporto cuando estoy con Velma?

– Bingo.

Buck palpó su nariz para comprobar si estaba rota.

– A fin de cuentas, puede que este puñetazo en la nariz no me haya venido tan mal.

– ¿Oh?

– Puede que Adam me haya hecho entrar en razón. Sé muy bien que no tiene motivos para estar celoso, aunque él crea que sí. Debería haber confiado en ti -Buck se puso en pie-. Creo que voy a volver a ver a Velma.

– ¿Hay alguna probabilidad de que quiera volver a hablarte?

– Si se ha sentido tan desgraciada como yo durante las pasadas semanas, lo hará -dijo Buck con determinación.

– Te deseo suerte.

– No creo que vaya a necesitar suerte. Creo que tengo algo mejor.

– ¿A qué te refieres?

– Creo que acabo de obtener una buena dosis de confianza.

Tate dio un abrazo a Buck, del que éste escapó rápidamente con la excusa de frotarse la paja de los pantalones.

– Puede que me haya vuelto un alma confiada -dijo-, pero Adam sigue por ahí loco como una cabra. No se sabe cuándo aparecerá para buscarte. Creo que me sentiré más seguro si vuelves a casa.

Tate hizo lo que le pedía. Esperaba que la experiencia que acababa de tener Buck con Adam le enseñara de una vez por todas que era una estupidez mostrarse inútilmente celoso. Porque si Buck podía aprender a confiar en Velma, aún había alguna esperanza de que Adam llegara a confiar en ella algún día.

Entretanto, Adam había conducido hacia el norte, hacia Fredericksburg, y ya se encontraba casi en lo alto de la colina cuando se calmó lo suficiente como para mirar a su alrededor y ver dónde estaba. Giró en medio de la autopista y condujo de vuelta al rancho.

Celos. Hasta entonces, Adam no había tenido que enfrentarse nunca a aquel sentimiento, y de momento, no lo estaba haciendo precisamente bien. Podía malgastar el poco tiempo que le quedaba con Tate antes de que ésta le pidiera el divorcio condenándolo por algo sucedido en el pasado. O podía disfrutar de la maravillosa compañía de la encantadora mujer a la que había llegado a conocer y a amar. Entre aquellas dos opciones, la segunda parecía la más razonable.

Cuando llegó al rancho, primero fue al establo a buscar a Tate. Encontró a Buck dentro, trabajando.

El delgado vaquero se apoyó en la valla y dijo:

– ¿Has recuperado ya la razón?

Adam sonrió, arrepentido.

– Sí. Respecto al puñetazo…

– Olvídalo -Buck había estado pensando cómo utilizar su nariz hinchada para que Velma se apiadara de él. Después le explicaría la lección que había aprendido-. Créeme, entiendo cómo debes haberte sentido al verme con Tate.

– ¿Por Velma? -Adam recordó lo destrozado que se sintió Buck al descubrir que su esposa lo estaba engañando.

– Sí.

– Has visto a Tate? -preguntó Adam.

– Ha vuelto a casa. Escucha, Adam, no…

– No tienes por qué darme explicaciones, Buck. No importa -Adam se encaminó hacia la casa. Encontró a Tate en el despacho, trabajando con su ordenador.

– ¿Ocupada?

Tate dio un salto al oír la voz de Adam. Miró por encima del hombro y lo vio apoyado contra el marco de la puerta, jugueteando nerviosamente con el ala de su sombrero.

– No demasiado para hablar -Tate hizo girar la silla, apoyó los tobillos sobre el escritorio y colocó las manos tras su cabeza, tratando de aparentar una despreocupación que estaba muy lejos de sentir.

En su juventud, Adam había participado en algunos rodeos domando potros salvajes. En aquellos momentos sentía el estómago como si se hallara sobre uno y estuvieran a punto de abrir la puerta de la casilla para que saltara a la arena.

– Lo siento -dijo-. Reconozco que ayer me pasé diciendo lo que te dije, y hoy también pegando a Buck. No te estoy pidiendo que me perdones. Sólo me gustaría tener la oportunidad de empezar de nuevo.

Tate se quedó anonadada. ¿Adam disculpándose? Nunca había pensado que vería ese día.

– ¿Significa esto que estas rescindiendo el acuerdo al que llegamos?

Adam tragó con esfuerzo.

– No.

De manera que aún la deseaba, a pesar de que estaba convencido de que el bebé era de Buck. Y estaba dispuesto a mantener la boca cerrada sobre la supuesta «indiscreción» de Tate y a darle su apellido al bebé a cambio de favores en la cama.

Una mujer tenía que estar loca para aceptar un acuerdo como aquél.

– De acuerdo -dijo Tate-. Acepto tu disculpa. Y sigue pareciéndome bien el acuerdo al que llegamos ayer.

Adam notó que no lo había perdonado. Pero el tampoco le había pedido perdón.

Tate pensó que debía ser una eterna optimista, porque interpretó la presencia de Adam en la puerta del despacho como un buen presagio. Aún rió había renunciado a convencerlo de la verdad sobre el bebé, ni a la posibilidad de llevar una vida feliz junto a él. Tal vez nunca llegara a suceder, pero al menos ahora vivirían amistosamente mientras trataban de resolver lo demás.

– Hace un día precioso -dijo Adam-. ¿Te gustaría tomarte un descanso y venir a ayudarme? Aún tengo que mover ese ganado de un pasto a otro -aquel trabajo había quedado pospuesto el día anterior debido a la repentina boda.

Una amplia sonrisa apareció en el rostro de Tate.

– Me encantaría. Déjame guardar lo último que he hecho en el ordenador.

Se volvió hacia la pantalla para pulsar unas teclas, pero se interrumpió al oír que Adam se aclaraba la garganta.

– Uh… No se me había ocurrido preguntar. ¿Te dijo la doctora Kowalski si todo iba bien con el bebé? ¿Hay algún motivo por el que no debas hacer ejercicio físico?

Tate se volvió y le dedicó una beatífica sonrisa.

– Estoy perfectamente. Al bebé le encantará montar a caballo.

A pesar de todo, Adam no le quitó ojo todo el día. Cuando vio que los párpados de Tate empezaban a cerrarse a última hora de la tarde, sugirió que echaran una siesta. La llevó hasta un roble gigante que se hallaba junto al riachuelo que cruzaba el rancho. Allí extendió una manta que tomó de su silla de montar y sacó la comida que llevaba en las alforjas.

Tate se quitó las botas y se tumbó en la manta con las manos tras la cabeza, contemplando el balanceo de las ramas del árbol, suavemente mecidas por la brisa.

– ¡Esto es maravilloso! ¡Un picnic! No sabía que tenías planeado algo así cuando me has sugerido venir.

De hecho, la responsable del picnic era María. Adam había pensado en la manta. Poco después de terminar los sándwiches y el té que María había preparado en un termo, Tate bostezó.

– No puedo creer lo cansada que me siento últimamente.

– Tu cuerpo está experimentando muchos cambios.

– ¿Es esa una opinión médica, doctor? -preguntó Tate, mirándolo a través de los párpados semi cerrados. Pero no escuchó su respuesta. En el instante en que cerró del todo los ojos, se quedó completamente dormida.

Adam recogió las cosas del picnic y se tumbó junto a ella para verla dormir. Nunca se había fijado en lo largas y oscuras que eran sus pestañas. Tenía un pequeño lunar junto a la oreja que no había detectado hasta entonces. Y unas oscuras ojeras en las que tampoco se había fijado.

Como médico, sabía la carga que suponía un embarazo para el cuerpo y las emociones de una mujer. Se prometió a sí mismo cuidar de Tate, asegurarse de que aquellas ojeras desaparecieran y de que la sonrisa permaneciera en su rostro.

Aunque estaba seguro de que ella se enfadaría si pensaba que había adoptado el papel de protector. Después de todo, había huido de sus hermanos porque estos la habían protegido excesivamente. Tendría que ser muy sutil para lograr hacerle descansar todo lo necesario. Como ese mismo día con el picnic. Estaba seguro de que Tate no sabía que estaba siendo manipulada por su propio bien.

Cuando Tate despertó, se estiró lánguidamente, sin recordar que tenía una apreciativa audiencia. Cuando abrió los ojos, comprobó que estaba a punto de anochecer. Se sentó abruptamente, marcándose un poco al hacerlo.

Adam se acercó a ella al instante, rodeándola con el brazo por los hombros.

– ¿Te encuentras bien?

– Sólo un poco mareada. Supongo que me he sentado demasiado deprisa. ¿Por qué me has dejado dormir tanto rato?

– Estabas cansada.

Tate apoyó la cabeza en su hombro.

– Supongo que sí. ¿No será mejor que volvamos?

Adam le acarició el cuello, buscando el lunar junto a su oreja.

– No tenía nada planeado para esta tarde, ¿y tú?

Tate rió son suavidad.

– No, yo tampoco.

Adam volvió a tumbarla lentamente sobre la manta y la besó. Mientras el sol se ponía, Adam hizo dulcemente el amor con su esposa. Volvieron cabalgando a casa bajo la luz de la luna y en cuanto llegaron al rancho, Adam se aseguró de que Tate se fuera directamente a la cama. A la suya.

– Haré que María traslade tus cosas aquí mañana -susurró junto a su oído-. Será lo más conveniente, ya que vas a dormir aquí.

Tate abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. Después de todo, quería que aquel matrimonio funcionara. Y cuanto más tiempo pasara en la cama con Adam, más posibilidades tendría de lograr que sucediera. Tenía intención de llegar a ser totalmente irreemplazable en su vida.

Pero mientras los días se convertían en semanas, y las semanas en meses, la invisible pared de desconfianza que se alzaba entre ellos no terminaba de caer. Aunque hacían el amor cada noche, las palabras «te amo» se atragantaban en la garganta de Tate cada vez que trataba de decirlas. Era demasiado doloroso exponer su necesidad ante él. Sobre todo porque no quería que él se sintiera obligado a decírselo también a ella. Cosa que temía que no haría.

Adam era igualmente consciente de cuánto había ganado con el traslado de Tate a su habitación, y de lo poco que habían cambiado las cosas entre ellos. Trató de sentirse tan encantado como ella con cada avance del embarazo. Casi lo consiguió.

Pero a veces, mientras la observaba, no podía evitar preguntarse si pensaría en Buck de vez en cuando. Últimamente, el vaquero no había parado en el rancho ni un momento durante su tiempo libre. Pero Adam había estado vigilante. Lo que significaba que aún no se fiaba del todo de Tate.

Entretanto, había esperado que Tate volviera a decirle que lo amaba. Pero no lo hizo. Y él sentía que necesitaba oír aquellas palabras.

Tate estaba en la cama con Adam cuando sintió que el bebé se movió por primera vez. Tomó su mano y la colocó sobre su vientre.

– ¿Puedes sentirlo? Ha sido como una especie de revoloteo.

– No -Adam trató de apartar la mano.

– Espera. Puede que vuelva a suceder.

– Apoya la tuya aquí -dijo Adam, colocando la mano de Tate sobre su excitación-. Creo que yo también tengo un revoloteo.

Tate no pudo evitar reír al sentir el cuerpo de Adam palpitando bajo su mano.

– Tienes una mente de ideas fijas, doctor.

– Sí, pero es una idea encantadora -murmuró él, deslizándose hacia abajo por el cuerpo de Tate. Tenía la cabeza apoyada en su vientre cuando sintió un ligero movimiento contra su mejilla. Se irguió como un gato escaldado.

– ¡Lo he sentido! ¡Lo he sentido! He sentido cómo se movía el bebé!

Tate sonrió triunfalmente.

– ¡Te lo había dicho!

Adam se sintió repentinamente incómodo. Como médico, había descrito el proceso del embarazo a sus pacientes cientos de veces. Sin embargo, se sentía apabullado ante la realidad misma. Aquel leve toque contra su mejilla había sido de un ser humano. Creciendo en el interior de Tate. Un bebé que llevaría su nombre. Un bebé que Tate pensaba llevarse cuando se divorciara de él.

Adam recordó porqué no debía dejarse llevar por la emoción respecto a Tate o al bebé. Ya iba a ser bastante malo que Tate se fuera. Sería terrible sentirse también apegado al bebé.

Adam no dijo nada sobre lo que estaba pensando, pero, a partir de esa noche, Tate notó una diferencia en su actitud cada vez que mencionaba al bebé. Adam parecía indiferente. Nada de lo que dijera lo excitaba o le hacía sonreír. Era como si el bebé se hubiera convertido en una carga demasiado pesada de soportar.

Tate había olvidado convenientemente que le había prometido el divorcio en cuanto el bebé naciera. De manera que la única explicación para la actitud de Adam era que seguía creyendo que el bebé no era suyo. Decidió tratar de convencerlo una vez más de que era el padre del bebé.

Eligió bien el momento. Ella y Adam acababan de hacer el amor y estaban abrazados en la cama. El bebé estaba activo en aquellos momentos y Tate presionó su vientre contra Adam, sabiendo que así no podía evitar sentir sus movimientos.

– ¿Adam?

– Hmm.

– El bebé está dando muchas patadas esta noche.

– Hmm.

– Creo que va a parecerse mucho a su padre.

Tate sintió que Adam se puso rígido en cuanto le escuchó decir aquello.

– A ti, Adam. Se va a parecer mucho a ti.

Adam habló en tono cauteloso.

– No tienes por qué hacer esto, Tate. No tienes por qué tratar de hacerme creer que el bebé es mío. Me… -«me encantaría». Se mordió el labio antes de admitir aquello. No tenía sentido revelarle el dolor que le causaría llevándose al bebé.

– Pero este bebé es tuyo, Adam.

– Tate, ya hemos hablado antes de esto. Me hice pruebas…

– ¿Y tu ex-esposa? ¿Ella también se hizo pruebas? Tal vez era problema suyo, no tuyo.

– Anne se hizo todo tipo de pruebas. Ella no tenía ningún problema.

– Puede que los resultados de las tuyas se mezclaran con los de algún otro -insistió Tate-. Tú eres doctor. Sabes que esas cosas pasan. ¿Viste personalmente los resultados?

– Anne me llamó desde la consulta del médico.

– ¿Quieres decir que no estabas allí?

– Tuve que acudir a una urgencia. Yo…

– ¡Entonces ella pudo mentirte! -dijo Tate.

– ¿Por qué? Deseaba tener hijos tanto como yo. ¿Por qué iba mentirme?

– No lo sé -dijo Tate-. ¡Todo lo que sé es que un bebé está creciendo dentro de mí y que el único hombre que ha puesto su semilla en mi interior eres tú!

Por un instante, Adam se sintió esperanzado. Tal vez hubo alguna equivocación. Aunque Anne no le hubiera mentido, tal vez hubiera habido alguna clase de error. No podía creer que ella le hubiera mentido respecto a algo así. El había visto las pruebas de Anne. El problema no era de ella. De manera que él tenía que ser la causa de que se hubieran pasado ocho años sin lograr tener hijos.

Sintió que la esperanza moría en su interior con tanta rapidez como había nacido.

– Ojalá fuera cierto todo lo que estás diciendo, Tate -dijo, suspirando-. Ese bebé no es mío. Soy estéril.

Tate podría haber gritado de frustración.

– ¿Es por eso por lo que te niegas a verte implicado en nada relacionado con el bebé? ¿Porque piensas que no es tuyo?

– ¿Has olvidado que prometiste divorciarte de mí en cuanto el bebé naciera? -preguntó Adam.

– ¿Y si te dijera que no quiero divorciarme? ¿Te sentirías distinto respecto al bebé? -insistió Tate.

– ¿Qué quieres que diga, Tate? ¿Que seré como un padre para tu hijo? Lo seré. ¿Qué más quieres de mí? -las palabras de Adam parecían arrancadas con gran esfuerzo de algún profundo lugar en su interior.

Tate sintió un intenso frío en su corazón. Era evidente que Adam nunca llegaría a aceptar que el bebé era suyo. Y ella no estaba dispuesta a someter al niño a una vida de rechazo por parte de su padre, la persona que debía amarlo y protegerlo por encima de todos los demás. Desafortunadamente, lo mejor que podía hacer en aquellas circunstancias era irse.

Tate no dijo una palabra más. Simplemente dejó que Adam la abrazara por última vez. Cuando finalmente se quedó dormido, se apartó cuidadosamente de él. Luego se volvió y lo miró una vez más antes de salir de su habitación, y de su vida, para siempre.

Capítulo 11

Garth y Faron se sorprendieron mucho cuando Tate se presentó en la puerta del Hawk’s Way.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Garth-. ¿Qué te ha hecho ese desgraciado?

– Tienes un aspecto terrible, Tate -dijo Faron, pasando un brazo por el hombro se su hermana y haciéndola pasar.

– Si ese hombre te ha hecho daño voy a…

– No, Garth! -rogó Tate-. Déjalo. Adam y yo estaremos mejor así.

– ¿Quieres hablar de ello?

– Sólo quiero acostarme y dormir una semana entera -dijo Tate.

Faron y Garth intercambiaron una seria mirada. Había unas profundas ojeras bajo los ojos de su hermana. No parecía precisamente feliz.

– Pagará por cómo te ha tratado -dijo Garth.

– ¡No! ¡Escúchame! -dijo Tate con voz tensa por la fatiga y la ansiedad-. Tienes que confiar en mí. Este matrimonio ha sido una terrible equivocación. Voy a solicitar el divorcio.

– No te precipites -dijo Faron.

– No tienes idea de lo que estás diciendo -añadió Garth.

– ¡Basta ya! ¡Los dos! ¡Soy una mujer, no una niña! -Tate rió histéricamente-. ¿No os dais cuenta? ¡Voy a ser madre! Creo que ya va siendo hora de que admitáis que puedo hacerme cargo de mi propia vida. Tenéis que quererme lo suficiente como para comprenderlo.

Tate no esperó a comprobar si sus hermanos estaban dispuestos a ceder a sus deseos. Estaba demasiado disgustada como para seguir hablando con ellos. Subió corriendo las escaleras y entró en su habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.

– Ha cambiado -dijo Faron.

– Y no para mejor -añadió Garth.

Faron frunció el ceño.

– No estoy seguro de eso. Ha madurado, Garth. Ya no es una niña. Hace seis meses no se habría enfrentado a ti así. Creo que debía estar sufriendo bastante para irse de aquí, y mucho más aún para volver. Puede que seamos responsables en parte.

– La culpa la tiene el miserable que la dejó embarazada -dijo Garth.

– Nada de esto habría sucedido si no hubiera huido de casa. Y no habría huido de casa si no le hubiéramos sujetado las riendas con tanta firmeza.

– Era por su propio bien.

– Pero parece que no ha sido ese el resultado -dijo Faron-. Creo que nuestra hermanita ha crecido a pesar de nosotros. Y yo no pienso volver a interferir en su vida.

Adam no había dejado de fruncir el ceño desde que había descubierto que Tate se había ido. Lo primero que hizo fue ir a buscar a Buck. Sintió una furia incontrolable cuando no encontró al vaquero en ningún sitio. Finalmente, otro de los vaqueros del rancho le dijo que Buck estaba pasando las noches con su ex-esposa.

Aquella noticia confundió a Adam. Condujo hasta casa de Velma y llamó a su puerta a primeras horas de la mañana. Buck abrió vestido con un pantalón de pijama y rascándose la cabeza.

– ¡Adam! ¿Qué haces aquí a estás horas de la mañana?

– ¿Dónde está Tate?

– ¿Cómo diablos voy a saberlo? -replicó Buck. Velma se unió a ellos con una bata y el pelo totalmente revuelto.

– ¿Qué sucede, Adam?

Era evidente que Tate no estaba allí. Pero Adam no sabía dónde más buscar.

– ¿Os importa si paso?

– Adelante. Prepararé un café -dijo Velma-. Entretanto, puedes contarle a Buck qué haces a estas horas de la mañana correteando por ahí como un polio sin cabeza.

Mientras Velma estaba en la cocina preparando el café, Adam apoyó los codos en la mesa y se frotó la frente con cansancio. Buck esperó pacientemente a que hablara.

– Tate se ha ido. Ha escapado -dijo Adam finalmente.

Buck lanzó un silbido.

– Estaba convencido de que te quería demasiado como para dejarte.

Adam alzó la cabeza repentinamente.

– ¿Qué?

– Tate no dejaba de hablar de ti y de tu bebé.

– ¿Mi bebé?

– Desde luego, no era mío -dijo Buck.

Adam entrecerró los ojos.

– Pasó casi toda la noche contigo. Dos veces.

Buck rió abiertamente.

– La primera noche estábamos aquí, en casa de Velma. Y la segunda vez nos quedamos dormidos junto al río en Frio después de que Velma y yo discutiéramos. Sólo hay una mujer para mí, y es mi esposa.

– Quieres decir tu ex-esposa.

Buck sonrió y alzó su mano izquierda, en la que llevaba un anillo de oro.

– Me refiero a mi esposa. Velma y yo volvimos a casarnos el pasado domingo.

– Felicidades. Supongo -dijo Adam, confundido-. Pero si tú no eres el padre del bebé, ¿quién lo es?

Buck movió la cabeza.

– Creo que eso es evidente.

– Pero yo… -Adam tragó y admitió-: No puedo tener hijos.

– Quien sea que haya dicho eso, ha mentido -dijo Buck.

– Pero… -Adam se interrumpió antes de protestar. ¿Sería posible? ¿Le habría mentido Anne? Era la única respuesta que podía explicarlo todo.

Se levantó justo cuando Velma entraba con la cafetera.

– ¿No te quedas? -preguntó Velma.

– Tengo que ponerme en contacto con alguien en San Antonio -Adam iba a ver el doctor que le había hecho los análisis de fertilidad para averiguar la verdad por sí mismo.

– Cuando estés preparado para ir a por Tate, puedo sugerirte un lugar en donde buscar -dijo Buck.

– ¿Dónde?

– Supongo que habrá ido a casa de sus hermanos. Lo más seguro es que la encuentres en Hawk’s Way.

– Vaya idea.

Buck rió.

– Me gustaría ser una mosca en la pared cuando trates de llevártela de allí.

Adam no fue capaz de pensar en aquello. En esos momentos sólo le interesaba su visita a San Antonio.

A primera hora de la tarde, Adam salía de un edificio acristalado de la ciudad sintiéndose como un hombre al que acabaran de desnucar.

– Tu porcentaje de esperma era muy bajo -le había dicho el doctor-, pero no tanto como para que no pudieras ser padre.

– ¿Y por qué no logramos concebir un hijo Anne y yo durante ocho años?

El doctor se encogió de hombros

– No es habitual, pero a veces suceden esas cosas en las parejas.

Anne le había mentido. Fuera cuál fuera el motivo, lo cierto era que su ex-esposa le había mentido.

«¡Voy a ser padre!», pensó Adam, anonadado. «¡El hijo que Tate lleva dentro es mío!»

Se sentía como flotando en el aire. Siempre había tenido intención de querer al bebé porque era de Tate, pero saber que también era suyo le hizo sentirse exultante de alegría.

Sólo había un problema. Tate estaba en Hawk’s Way. Y él iba a tener que enfrentarse a sus hermanos para recuperarla.

Una hora después estaba en la camioneta viajando hacia el norte.

Adam no debería haberse sorprendido al ver lo enorme que era Hawk’s Way, pero se sorprendió. Los riscos y cañones del noroeste de Tejas eran un llamativo contraste con las inmensas praderas en las que se hallaba el Lazy S.

Mientras se acercaba a la gran casa de dos plantas en la que supuso que vivían los Whitelaw, Adam se alegró al ver que el granero y los demás edificios del rancho estaban a bastante distancia de ésta. Esperaba encontrar a Tate a solas para hablar con ella antes de tener que enfrentarse a sus hermanos. Rodeó la casa hasta la puerta de la cocina, llamó suavemente con los nudillos y pasó al interior.

Tate estaba de pie junto al fregadero, pelando patatas. Llevaba un delantal puesto, y el sudor provocado por el calor que hacía en la cocina había humedecido su cabello en la nuca.

– Hola, Tate.

Sorprendida, Tate dejó caer la patata y el pelador en el fregadero y se volvió para mirar a Adam. Tras secarse las manos, las mantuvo ocultas tras el delantal para que Adam no viera lo mucho que le temblaban.

– Hola, Adam -dijo finalmente-. Estaba pelando unas patatas para el asado de esta noche.

– Pareces cansada -dijo él.

– No he dormido mucho los dos últimos días

– Tate tragó a pesar del nudo que sentía en la garganta y preguntó-: ¿Qué haces aquí, Adam?

– He venido a por ti. Sube y recoge tus cosas. Voy a llevarte a casa conmigo.

– Estoy en casa.

– Este es el lugar en que creciste, Tate. Ya no es tu hogar. Tu hogar está conmigo y con nuestro bebé.

Tate sintió que su corazón se aceleraba, esperanzado. Las palabras de Adam eran muy distintas a las que había escuchado hacía sólo cuarenta y ocho horas. Al parecer, quería ser un auténtico padre para el bebé.

Antes de que Adam pudiera decir más, la puerta de la cocina se abrió y Tate recordó que les había dicho a sus hermanos que fueran a comer temprano porque quería echar una larga siesta. Temió la confrontación que se avecinaba.

– ¿Qué diablos haces aquí? -preguntó Garth.

– He venido a por mi esposa.

– Tate no va a ningún lugar.

Adam no estaba dispuesto a aceptar órdenes. Tomó a Tate por la muñeca.

– Olvida tus cosas -dijo-. Podemos recogerlas más tarde -avanzó con ella dos pasos, pero tuvo que detenerse.

Faron y Garth se interpusieron en su camino.

– Haced el favor de apartaros -dijo Adam.

– Escucha, Adam -empezó Faron en tono razonable-. Si tú…

Pero Adam no estaba de humor para ser razonable. Echó el brazo atrás para apartar a Tate del camino y luego lanzó el puño hacia delante. Faron cayó debido al poderoso golpe, que le había pillado totalmente desprevenido.

Adam permaneció de pie, con las piernas separadas, mirando al hermano mayor de Tate.

– Aparta de mi camino -dijo entre dientes.

– Puedes irte cuando quieras -contestó Garth-. Pero Tate se queda.

– Voy a llevármela conmigo.

– Eso habrá que verlo.

Tate conocía la fuerza de su hermano. Garth medía varios centímetros más que Adam, y también pesaba varios kilos más.

– Garth, por favor, no…

– Cállate, Tate -ordenó Adam-. Puedo manejar esta situación por mi cuenta -estaba luchando por su vida, por el derecho a cuidar a su mujer y a criar a su hijo; y no tenía intención de perder.

La lucha que siguió fue intensa, pero corta. Cuando terminó, Adam seguía en pie, pero por poco. Tomó a Tate por la muñeca y la ayudó a pasar por encima del cuerpo de Garth antes de salir por la puerta.

Los dos hermanos, aún tumbados donde los había dejado Adam, tuvieron dificultad para mirarse a la cara. Dos contra uno y eran ellos los que habían mordido el polvo.

Garth se levantó y se apoyó contra el fregadero, colocando una mano contra sus costillas. Tiró de su camisa y presionó la tela contra un corte en su mejilla. Faron estiró las piernas frente a sí mientras se apoyaba de espaldas contra la nevera. Se frotó la dolorida mandíbula y se movió para comprobar si tenía algún hueso roto.

– Parece que, después de todo, nuestra hermanita está casada con un hombre que la quiere -dijo.

– Y que tiene una buena derecha -asintió Garth.

Los dos hermanos se miraron y sonrieron.

– A éste no hemos logrado asustarlo -dijo Faron.

– Siempre supe que Tate sabría reconocer al hombre adecuado cuando apareciera.

– Al parecer, eras tú el que necesitaba que lo convencieran -dijo Faron, mirando el rostro golpeado de su hermano.

Garth soltó una risotada y enseguida gimió cuando su cabeza protestó.

– Por cierto, ¿quién crees que va ser el padrino del bebé?

– Yo -dijo Faron, levantándose-. Tu serás padrino del hijo de Jesse.

– Jesse es el siguiente. Debería ser él.

– Jesse y Adam no se llevan bien. Yo soy la mejor elección.

Los dos hermanos salieron en dirección al granero sin dejar de discutir. Ninguno de los dos mencionó que habían sido relegados a un nuevo papel en la vida de Tate. Su hermanita había encontrado un nuevo protector.

Entretanto, Tate era consciente de cada movimiento de Adam, de cada palabra que decía. Le hizo detenerse en la primera gasolinera por la que pasaron con la excusa de que tenía que ir al servicio. Utilizó la oportunidad para limpiarle la sangre del rostro y comprar algunas tiritas para ponérselas en los cortes de la mejilla y la barbilla.

Una vez de vuelta en el coche, dijo:

– Has estado maravilloso, Adam. Creo que hasta ahora nadie había ganado a mi hermano Garth en una pelea.

– Yo me estaba jugando más que él -murmuró Adam con su labio partido.

Tate se sintió aún más tranquilizada ante aquella evidencia de que la actitud de Adam hacia ella y el bebé había cambiado.

Fue un largo viaje hasta el Lazy S, frecuentemente interrumpido por paradas para que Tate utilizara los servicios.

– Es el bebé -explicó.

– Lo sé. Entiendo de estas cosas -replicó Adam, sonriendo comprensivamente-. Soy médico, ¿recuerdas?

Ya había oscurecido cuando llegaron al rancho. María los recibió en la puerta con un fuerte abrazo.

– ¡Me alegro tanto de tenerla de vuelta donde pertenece, señora! -volviéndose hacía Adam, María añadió en español-: Veo que ha conseguido que vuelva a sonreír. Ahora le dirá que la ama, ¿no?

– Cuando llegue el momento -dijo Adam.

María frunció el ceño.

– El momento ya ha llegado.

Adam se negó a dejarse presionar. Se excusó y condujo a Tate hasta su habitación. Antes de cruzar el umbral la tomó en brazos.

– Nuestro matrimonio empieza ahora -dijo, mirándola a los ojos-. El pasado queda atrás.

Tate apenas podía creer que aquello estuviera sucediendo.

– Te quiero, Adam.

Esperó las palabras que sabía que Adam iba a decirle. Pero no llegaron.

No había ninguna dificultad en decir aquellas dos palabras, pero Adam se sentía demasiado vulnerable en aquellos momentos como para admitir la profundidad de sus sentimientos por Tate. Lo cierto era que no le había dado la opción de volver con él o quedarse. Le parecía más adecuado demostrarle que la amaba, más que decírselo en palabras.

Le hizo el amor como si fuera el ser más maravilloso del universo. La besó con suavidad, sin preocuparse por su labio herido, saboreándola como si no lo hubiera hecho nunca. El suave gemido de placer de Tate resonó por todo su cuerpo, tensándolo de deseo.

Deslizó la mano hacia su redondeado vientre.

– Mi hijo -susurró junto al oído de Tate-. Nuestro hijo.

– Sí, sí, nuestro hijo -asintió Tate, feliz al ver que Adam estaba dispuesto a admitir que el hijo era suyo.

– Ahora sé que es mío -dijo Adam.

Tate sintió que su euforia se esfumaba bruscamente.

– ¿Qué? -se volvió para mirarlo-. ¿Qué has dicho?

Adam deslizó el pulgar sobre el vientre de Tate mientras la miraba a los ojos.

– Fui a ver al doctor de San Antonio que me hizo las pruebas de fertilidad. No soy estéril, Tate. Anne me mintió.

Tate se sintió horrorizada al comprender lo que aquello significaba. No era de extrañar que Adam no le hubiera dicho que la amaba. No había ido a Hawk’s Way a por ella. No había luchado con Garth para recuperarla. ¡Lo había hecho para recuperar a su hijo!

Capítulo 12

Tate alegó fatiga debido a su embarazo para no hacer el amor con Adam y éste se mostró totalmente comprensivo. ¡Naturalmente, quería asegurarse de que ella se cuidara para que «su» hijo naciera saludable!

Pero a la mañana siguiente, cuando Adam se interpuso en su camino hacia el despacho, alegando que no debería trabajar en su delicada condición, Tate estalló.

– ¡Soy tan capaz de trabajar con «tu» bebé creciendo en mi interior como cuando sólo era «mi» bebé! -espetó.

– Pero…

– ¡Nada de peros! Comeré bien, descansaré lo suficiente y superaré este embarazo sin problemas. ¡Aunque el bebé sea en parte tuyo y no sólo mío!

Adam no estaba seguro de qué había hecho mal, pero era evidente que Tate estaba molesta por algo.

– ¿Qué es todo ese asunto de «tu» bebé y «mi» bebé? ¿Qué pasa con «nuestro» bebé?

– Eso era antes de que descubrieras que puedes ser padre de tantos niños como quieras. ¡Muy bien, si quieres puedes dedicarte a ser padre de los hijos de otra mujer! ¡Pero este bebé es mío!!

A continuación, Tate entró en el despacho y cerró la puerta en las narices de Adam.

Adam la oyó llorar al otro lado. Trató de abrir la puerta y comprobó que el pestillo estaba echado. Golpeó la puerta.

– ¡Tate, déjame entrar!

– ¡No quiero hablar contigo! ¡Vete! Adam volvió a llamar.

– Si no abres, tiraré la puerta abajo -amenazó.

Estaba a punto de abalanzarse contra la puerta cuando ésta se abrió.

– Así está mejor -dijo, pasando al interior del despacho-. Creo que debemos hablar sobre esta… diferencia de opinión. Lo que importa…

– No soy ninguna cría que necesite ser mimada. Soy muy capaz de cuidar de mí misma. Debes confiar en mí; de lo contrario, ¿qué sentido tiene? -dijo Tate, alzando las manos, enfadada-. La confianza nunca ha formado parte de nuestra relación en el pasado. Supongo que el hecho de que hayas descubierto que no te mentí sobre el bebé no va a cambiar nada entre nosotros.

– ¿Qué tiene que ver la confianza con esto?

– ¡Todo! -Tate estaba tan disgustada que temblaba-. Buck y Velma…

– ¡Un momento! ¿Qué tienen que ver Buck y Velma en todo esto? -Adam se sentía más confundido cada minuto que pasaba.

– No tiene importancia -dijo Tate.

Adam la tomó por los hombros.

– Evidentemente la tiene. ¡Quiero una explicación y la quiero ahora!

– ¿Estás seguro? ¡Te advierto que a algunos tipos les produce indigestión pensar!

Adam hizo que Tate se sentara en la silla giratoria y él se apoyó contra el escritorio.

– Siéntate. Esta clase de agitación no es buena para el bebé…

Tate saltó de la silla y apoyó un dedo en el pecho de Adam.

– ¡El bebé! ¡El bebé! -se burló-. Eso es lo único que te importa, ¿verdad? Yo no soy más que un recipiente para tu semilla. ¡Te daría lo mismo que fuera un tubo de ensayo! Pero voy a dejarte algo muy claro: quiero algo más que un padre para mi hijo, quiero un marido que me ame y me abrace y me… -Tate contuvo un sollozo.

– Tate, yo te…

– ¡No lo digas! Si de verdad me amaras, ya me lo habrías dicho en varias ocasiones. Si lo dices ahora sabré que sólo es para tranquilizarme en beneficio del bebé.

– ¡Estoy diciendo la verdad!

– ¡Y yo! Y también decía la verdad hace meses, cuando te dije que este bebé era tuyo y mío, ¡nuestro! Pero no confiaste en mí. ¡Y yo no te creo ahora! Como Buck y Velma…

– ¿Ya estamos otra vez con eso?

– ¡Sí! Porque Buck y Velma son un ejemplo perfecto de lo que sucede cuando no hay confianza en una relación. La pareja se hace daño mutuamente y se sienten tristes e infelices juntos. Si amas a alguien tienes que confiar en ese alguien lo suficiente como para ser sincero y como para no sospechar que te haría daño a propósito. Por ejemplo, mintiéndote. O acostándose con otra persona. Sin confianza, el amor muere -Tate se tragó otro sollozo y añadió-. Como sucedió con Buck y Velma.

– ¿Has terminado ya? -preguntó Adam.

Tate sorbió por la nariz y se la frotó con el borde de la camiseta.

– Ya he terminado.

– En primer lugar, creo que deberías saber que Buck y Velma volvieron a casarse el domingo.

Tate abrió los ojos de par en par.

– ¿En serio?

– En segundo lugar, lo creas o no, te quiero. Hace mucho que te quiero. Nunca dije nada porque…

– Porque no confiabas en mí -susurró Tate.

Adam no podía negarlo, porque era cierto.

– Supongo que ha llegado mi turno de mencionar a Buck y a Velma -dijo en tono arrepentido.

– ¿Por qué?

– ¿No son ellos la prueba de que las personas pueden cambiar? ¿De que las equivocaciones pueden enmendarse a veces?

Tate frunció el ceño.

– Supongo.

– Entonces, ¿querrás darme la oportunidad de probar lo que siento? ¿De probar que te amo lo suficiente como para confiar en ti con todo mi corazón?

Tate sintió que la garganta se le cerraba de emoción.

– Supongo que sí.

– Ven aquí -Adam abrió los brazos y Tate acudió a él. Le hizo alzar el rostro tomándola por la barbilla y la miró a los ojos-. Empezaremos desde aquí. Nuestro bebé, nuestro matrimonio…

– Nuestra confianza mutua -concluyó Tate.

Compartieron un beso lleno de ternura para sellar el trato. Pero el beso se transformó en algo mucho más intenso, O así habría sido si María no los hubiera interrumpido.

– Señor Adam, hay un hombre aquí con el nuevo toro de rodeo que dice que debe firmar un papel.

– Voy enseguida, María.

Adam le dio a Tate un rápido beso.

– Hasta la noche.

– Hasta la noche.

Tate logró sonreír antes de que Adam se volviera para irse. Le había dado mucho en qué pensar. Pero era mejor hacer frente a aquellos asuntos ahora, antes de que llegara el bebé. Garth siempre había dicho, «Si tienes que escalar una montaña, esperar no la hará más pequeña».

Como Adam comprobó a lo largo de las siguientes semanas, una cosa era creer merecer la confianza de alguien y otra muy distinta ganarse la confianza de otra persona.

Hizo el amor con Tate cada noche, reveenciándola con palabras y gestos. Pero nunca le dijo que la amaba. Era evidente por la cautela con que lo miraba ella que aún no estaba lista para escuchar aquellas palabras… y creerlas.

María vio con disgusto los remilgos con que se andaban el uno con el otro. Insistió en español una y otra vez para que Adam le dijera a su esposa que la amaba.

– Si lo dice a menudo, acabará creyéndolo.

– ¿Eso crees? -preguntó Adam-. ¿Aunque piense que estoy mintiendo?

– ¡Pero no estaría mintiendo! -protestó María-. Ella lo leerá en sus ojos y lo creerá.

Adam deseaba sinceramente que fuera tan sencillo. Empezaba a desesperar de llegar a convencer alguna vez a Tate de que realmente la quería como esposa además de como madre de su hijo.

Y la situación podría haber seguido así indefinidamente si María no hubiera decidir tomar cartas en el asunto.

Para ella, era evidente que Adam y Tate se amaban. El problema era conseguir que lo reconocieran frente a frente.

Un día, después de comer, María envío al señor Adam al supermercado a comprar unas especias que necesitaba para la cena. Tras media hora de espera fue corriendo al despacho, en el que estaba trabajando Tate.

– ¡Venga rápido, señora! ¡Ha habido un accidente! El señor Adam…

Tate se levantó en cuanto oyó el nombre de Adam en labios de María. Agarrándose a su manga, preguntó:

– ¿Qué ha pasado? ¿Está malherido? ¿Dónde está?

– Ha sido el toro Brahma, el que está encerrado en el último pasto -dijo María-. No estaba lo suficientemente atento y…

– ¿El toro lo ha embestido? ¡Dios mío! ¿Cómo lo has sabido María? ¡Ni siquiera he oído sonar el teléfono! ¿Ha pedido alguien una ambulancia? ¡Tenemos que localizar un doctor!

– El señor Buck ya ha llamado al médico. El está ahora con el señor Adam -María sonrió interiormente. Ni siquiera había tenido que inventarse una herida para el señor Adam. Tate lo había hecho por sí misma-. El señor Buck…

– ¡Gracias a Dios que Buck está con él! -Tate fue a la cocina para recoger las llaves de la camioneta del gancho en el que normalmente estaban colgadas. Pero no las encontró allí.

– ¿Dónde están mis llaves? ¿Las has visto, María?

María cerró la mano en torno a las llaves que guardaba en el bolsillo.

– No, señora. Pero su caballo ya está listo para el paseo que quería dar esta tarde.

– Probablemente eso sea lo más rápido. Así podré atajar camino. ¡Gracias, María!

Hacía apenas diez minutos que se había ido Tate cuando Adam detuvo su camioneta en la parte trasera de la casa. María olió la cebolla que tenía preparada para ese momento y fue corriendo a recibirlo con los ojos anegados en llanto.

– ¡Señor Adam! ¡Señor Adam! ¡Deprisa! -María ocultó el rostro en el delantal y simuló llorar.

– ¿Qué sucede, María? ¿Le ha pasado algo a Tate? ¿Se encuentra bien? -sin esperar respuesta, Adam subió corriendo las escaleras del porche.

– ¡No está dentro! -dijo María.

Adam se puso pálido.

– ¿Se ha ido? ¿Me ha dejado?

– ¡Oh, no! Pero ha ido cabalgando hasta el pasto en el que tiene ese gran toro. El caballo que montaba debió asustarse. El señor Buck la ha encontrado caída en el suelo.

– ¿Está herida? ¿La han llevado al médico?

– Aún se encuentra allí. Buck está con ella…

Adam no esperó a oír más. Volvió a entrar en la camioneta y salió disparado en dirección al pasto.

María se frotó los ojos con el delantal. Pronto vería los resultados de su treta. Si salía como esperaba, en el futuro habría más sonrisas y risas animando la casa. Y cuando el bebé llegara, tía María le contaría la historia del día que papá rescató a mamá del gran toro y cómo desde entonces vivieron felices para siempre.

Tate logró pasar la verja que llevaba al pasto en el que se encontraba el nuevo toro sin desmontar la yegua, pero se impacientó por el rato que tuvo que perder abriendo y cerrándola.

Una vez en el pasto se mantuvo ojo avizor por si aparecía Brahma. No estaba segura de lo que habría hecho con él Buck después de que embistiera a Adam. La posibilidad de que aún anduviera por ahí suelto le produjo un escalofrío.

No había ido muy lejos cuando oyó el sonido de un vehículo sobre la gravilla del sendero que llevaba al pasto. No se oía ninguna sirena, pero supuso que sería la ambulancia. Tal vez el conductor sabría exactamente dónde encontrar a Adam. Volvió la yegua hacia la verja y se dirigió hacia ésta al galope.

Estaba a punto de llegar cuando se dio cuenta de que el gran Brahma estaba ante ella, aparentemente atraído por el sonido del motor del vehículo, que normalmente indicaba que le llevaban el pienso.

Cuando el toro oyó al caballo a sus espaldas, se volvió para enfrentarse al extraño que había osado penetrar en su territorio. Tate se encontró atrapada, sin salida. Detuvo a la yegua, manteniéndola totalmente quieta, sabiendo que cualquier movimiento haría que el toro embistiera.

Adam maldijo en voz alta al darse cuenta de la situación en que se encontraba Tate. Pisó el freno, agarró la cuerda que se hallaba en la parte trasera de la camioneta y salió corriendo en dirección a la verja.

– ¡No te muevas! -gritó-. ¡Enseguida llego!

– ¡Espera! -gritó Tate-. ¡No entres aquí! ¡Es demasiado peligroso!

Adam no se molestó en abrir la verja, limitándose a saltana. El sonido de la verja al moverse hizo que el toro se volviera, convencido de que la cena estaba servida. Se detuvo, confundido al ver al hombre de pie en el interior del pasto. Agachó la cabeza y miró en dirección a Tate y luego hacia el hombre, sin saber exactamente hacia dónde ir.

Adam agitó el lazo y buscó algún lugar en el que poder atarlo. A poca distancia vio un roble de tamaño medio.

No dudó. Caminó lentamente hacia Brahma, que empezó a resoplar. La atención del toro estaba definitivamente en Adam, no en Tate.

– No te acerques más, por favor -rogó ella.

– No te preocupes. Lo tengo todo pensado -si no acertaba con el lazo, correría como loco hacia la valla, esperando que Brahma no lo atrapara.

Pero el lazo cayó limpiamente en torno a los cuernos del toro. Adam sujetó la cuerda por el extremo mientras corría hacia el roble. Rodeó éste varias veces, asegurándose de que la cuerda sujetara al toro cuando éste arrancara y la tensara.

Para entonces, Tate ya se había dado cuenta de lo que estaba haciendo Adam. Corrió con la yegua hacia el roble, sacó el pie del estribo para que Adam pudiera montar rápidamente tras ella y luego hizo que la yegua saliera galopando en dirección contraria.

Entonces, Brahma cargó contra ellos, pero vio repentinamente frustrada su embestida cuando la cuerda se tensó. Tate condujo la yegua de vuelta a la verja y Adam la abrió. Una vez al otro lado, Adam alargó los brazos para bajarla de su montura.

Se abrazaron casi con fiereza, conscientes del terrible peligro al que acababan de enfrentarse. En cuanto pasaron los primeros instantes de alivio, empezaron a hablar al mismo tiempo, asombrados ante el hecho de haberse encontrado mutuamente sanos y salvos.

– ¡María me ha dicho que el toro te había embestido!

– ¡Ya mí que tú te habías caído del caballo!

– ¡Yo no me he caído!

– ¡Ya mí no me ha embestido el toro!

De pronto comprendieron que ambos habían sido manipulados para que acudieran allí y se encontraran.

– ¡La mataré! -dijo Adam.

– Creo que deberías subirle el sueldo -dijo Tate, riendo.

– ¿Por qué? ¡Casi logra que nos mate el toro!

– Porque me ha hecho comprender que he sido una tonta por no creer lo que en el fondo de mi corazón sé que es cierto.

– Te quiero, Tate -dijo Adam, abrazándola-. Te quiero con todo mi corazón.

– Lo sé. Y yo también te quiero. Al pensar que podías estar muriendo he comprendido cuánto.

– Yo he sentido lo mismo al saber que te había sucedido algo -dijo Adam-. Debería haberte repetido todos los días que te quiero. Te quiero, Tate. Te quiero. Te quiero.

Adam puntuó cada afirmación con un beso. Tate empezaba a tener problemas para respirar. Finalmente, logró decir:

– Adam, tenemos que hacer algo con ese toro.

– Déjale que encuentre su propia vaca -murmuró Adam contra la garganta de su esposa. Tate rió.

– No podemos dejarlo atado así como así.

– Haré que Buck y los demás vaqueros vengan a ocuparse de él y a recoger tu yegua. Nosotros tenemos cosas más importantes que hacer esta tarde.

– ¿Como qué?

– Como planear qué vamos a hacer para devolvérsela a María.

Mientras conducían de vuelta a casa, Adam y Tate planearon imaginativos castigos para María por haberles mentido. No fue tarea fácil, sobre todo teniendo en cuenta los buenos resultados de su maniobra.

– Creo que lo mejor que podemos hacer es tener cinco hijos -dijo Adam.

Tate tragó.

– ¿Cinco?

– Sí. Eso le servirá de escarmiento a María. ¡Tendrá diablillos sentados en su regazo y tirando de su falda durante mucho tiempo!

– !Me parece una buena idea! -asintió Tate, sonriendo.

Adam detuvo la camioneta frente a la casa, tomó a Tate de la mano y entraron juntos en busca de María.

– !María! -gritó Adam-. ¿Dónde estás? -se encaminó a la cocina, arrastrando a Tate consigo.

– Hay una nota en la nevera -dijo Tate.

– ¿Qué dice?

Tate se la alcanzó.

Querido señor Adam,

Dígale que la quiere. Estaré fuera dos… no, tres horas.

Besos, María

Adam rió y tomó a Tate entre sus brazos, sintiendo de inmediato cómo el pequeño de los diablillos de María daba una patada a su padre en el estómago.

Joan Johnston

***