Peculiar novela de iniciación, Hermana muerte es también el relato de una obsesión destructora, el descubrimiento del mundo por parte de dos personajes centrales: un adolescente y su hermana enfrentados a la memoria fantasmal del padre muerto. En la revelación de la vida estará también la clave del final de un ámbito definido con inteligente frialdad por su joven dominador, por ese narrador protagonista que, implacable, desmonta una a una las piezas de un universo incapaz de luchar contra su propia ruina. En esta su segunda novela, Justo Navarro, conocido también como poeta de muy soberbio ejercicio de precisión constructiva sostenido en un clima de inquietante -y aleccionadora- perversidad.

Justo Navarro

Hermana muerte

© 1990, Justo Navarro

Esta novela obtuvo por unanimidad

el Premio «Navarra» de novela 1989,

convocado por la Caja de Ahorros

Municipal de Pamplona. El Jurado

estuvo formado por José Manuel Caballero

Bonald, Antonio Muñoz Molina y Luis Suñén.

1

Mi padre no dormía. Esperaba la muerte con calma, como si aguardara una llamada telefónica en la que le confiarían una palabra clave, la consigna para cruzar una frontera. Esperaba echado en el sofá -no en la cama: ni de noche buscaba la cama-, mirando a través de las cortinas lo que pasaba en el exterior. Pocas veces exigía que le prestáramos atención: parecía un agradable animal doméstico que permite que sus amos lo olviden. A veces tosía de un modo especial, y a mi hermana se le acercaba, y él le hablaba de cartas que no habían sido contestadas y que nunca serían contestadas. Aunque estaba a punto de morirse -ya le habían retirado todas las medicinas, salvo los inyectables que calmaban horribles dolores-, mi padre se comportaba con pura lucidez, habitante de una tranquila sobremesa sin fin, escuchando, con una manta escocesa sobre las piernas, música clásica en la radio.

Pero la serenidad del hombre envuelto en la manta de cuadros escoceses, cuidadosamente vestido de excursionista con camisa de franela y amplios pantalones ásperos y arrugados de tela de gabardina, provocaba en mí una repulsión tan liviana que no me atrevería, ahora que los años han pasado, a llamarla asco: era, más bien, la prevención que se siente ante un gato enfermo, arrinconado, perdiendo pelo, en una cesta entre cojines. Mi hermana rompía la ampolla transparente, cargaba la jeringuilla desechable, ataba la cinta de goma alrededor del brazo de nuestro padre, pinchaba la vena: la sangre manchaba la droga translúcida y yo apartaba la vista. Ahora me acuerdo de un hilillo de saliva uniendo los labios entreabiertos del hombre drogado mientras mi hermana frota con un algodón empapado en alcohol el hueco del brazo donde se dibuja la encrucijada de las venas. Entonces mi padre extiende una mano y acaricia los labios de mi hermana.

A mi padre no lo visitaba ningún amigo: su único entretenimiento consistía en observar a través de la persiana medio echada la demolición de las casas que rodeaban la nuestra: el trabajo de las excavadoras y las grúas le producía un raro consuelo. Quizá se sintiera partícipe en aquel cuidadoso afán de aniquilamiento, del que, si nuestra casa se había salvado gracias a su obstinación frente a tratantes y constructores, su organismo se convertía en emblema viviente: el cáncer lo destruía sin remedio, y yo, cuando me acercaba a él cada mañana y lo veía bien afeitado -tenía una rasuradora eléctrica que usaba además como pisapapeles-, temía enfrentarme a una arborescencia que le saliera por una oreja o un ojo o por la nariz o la boca: «El cáncer crece como una planta», había oído un día en el supermercado.

Pero he mentido: durante meses colegas y antiguos vecinos visitaron a mi padre enfermo, tanto en la casa como en el sanatorio. Las visitas cesaron cuando mi padre, absolutamente desahuciado, volvió del hospital: todos huyeron como si temieran el contagio de la muerte. Todos huían ante la muerte que rondaba nuestra casa. Mis compañeros de colegio -los del barrio habían desaparecido con la llegada de las inmobiliarias- dejaron de venir a bañarse en la piscina, y la piscina empezó a cubrirse de hojas y papeles y bolsas de plástico, y ponían al principio pretextos absurdos y, por fin, decían que no, que cómo me atrevía a bañarme y a salpicar y a chillar saltando desde el trampolín mientras mi padre resistía enfermo y moribundo. Mi hermana se acercaba a mi padre y le ponía una mano sobre la amplia frente, en la que el pelo retrocedía como si se debilitara a la par que el desahuciado, y movía la cabeza al ritmo de la música, y mi padre simulaba dormir o, por lo menos, cerraba los ojos.

Un individuo, sin embargo, continuó visitando a mi padre con la fidelidad de la mala suerte. Llegaba a la casa envuelto en abrigo y bufanda, cubierto a veces por una lona impermeable y un sombrero y un paraguas que siempre conservó aspecto de recién comprado. No me gustaba: le estrechaba riguroso la mano a mi hermana, me hacía un guiño cuyo significado no adiviné jamás, se sentaba frente a mi padre sonriendo. «Esto va bien, va bien», fueron todas las palabras que, a lo largo de tardes y tardes, salieron de su boca balbuceante. Usaba, estoy seguro, dentadura postiza. Sobre la nariz le quedaba la huella del puente de unas gafas metálicas desaparecidas: miraba con el gesto mal encajado y los ojos perdidos del que, con la costumbre de los cristales graduados, pierde en un tropiezo sus lentes y ha de amoldar la mirada a la nueva distorsión de las cosas. Aunque era un ser blando y mezquino y atemorizado, yo lo juzgaba un héroe: se sentaba a pocos centímetros de mi padre, lo tocaba incluso. Y de repente dejó también de visitarnos.

Entonces le dije a mi hermana: «Papá está a punto de morirse; hasta ese hombre repelente lo ha abandonado.» Mi hermana me respondió: «Ese hombre murió hace una semana.» Así que no se trataba de ningún héroe: sólo era un moribundo que se reunía de vez en cuando con otro moribundo sin miedo a contaminaciones, un pájaro que frecuentara los nidos de los pájaros de su especie. Me lo imagino recorriendo los domicilios de los agonizantes, mensajero de una sociedad secreta cuyos miembros no se conocen entre sí, se ignoran, y sólo se mantienen en contacto a través de un fantasma que los frecuenta a todos. Si tal sociedad existía, no consideró necesario relevar a su emisario: mi padre tenía los días contados. Había dejado de hablar, pero seguía vistiéndose, lavándose y afeitándose solo y oyendo la radio. Un día, cuando fui a despedirme para ir al colegio, lo encontré sin afeitar. «¿Hoy no te afeitas?», le pregunté para darle ánimos: mi hermana y yo queríamos que nos sintiera naturales y casi deportivos, acostumbrados a la muerte. Se limitó a parpadear dos veces. Entonces mi hermana apareció, sacó la rasuradora eléctrica de entre los libros -hacía tiempo que mi padre no leía una página, pero usaba los libros para esconder, quién sabe por qué, la máquina de afeitar-, la enchufó y empezó a afeitar a mi padre.

Esa noche me desperté con una pesadilla: soñé que mi hermana me afeitaba -yo no necesitaba afeitarme- y me hacía daño. La máquina me levantaba la piel, me dejaba la cara en carne viva, me escocía y dolía el contacto del aire. Salté de la cama a oscuras, avancé como un ciego por el corredor: en el espejo del fondo del pasillo me esperaba un espectro con una cara tenebrosa que era la mía. Entré temblando en el cuarto de mi hermana. La ventana estaba entreabierta y en la habitación se filtraba la luz de los focos de las obras de la inmobiliaria. Dormía boca arriba, tensa, como si fingiera el sueño y esperara a un enemigo. Con cuidado la destapé y me acosté a su lado, sin tocarla. «Vuelve a tu cama», dijo sin abrir los ojos, como una médium. Entonces me tumbé en el suelo, junto a la cama, sobre la alfombra. A unos centímetros de mi mano estaban los zapatos de mi hermana, levemente tronchados los tacones bajos, muy usados y brillantes de limpios, viejos. Entonces me echó encima un cobertor.

En aquel tiempo mi hermana y yo empezamos a llevar a mi padre al lavabo y a bañarlo y a vestirlo. El médico le daba tres semanas de vida. Dibujé en un papel una escalera de veinte peldaños que terminaba en una puerta blanca, y cada día que pasaba tachaba un escalón. Pasaron las tres semanas y tres semanas más y otras tres semanas y mi lápiz continuaba detenido ante la puerta rectangular y vacía. Cumplido el plazo, cada mañana, antes de salir hacia el colegio, mientras mi hermana fregaba la cocina me acercaba a mi padre mudo y ciego, desvalido en el pijama que mi hermana le había comprado para sustituir las ropas que ya no podría ponerse nunca, y comprobaba si seguía respirando. Registraba el bolso de mi hermana -y al abrirlo me gustaba oler a cosméticos y a tabaco-, cogía la polvera plateada, acercaba el espejito a la boca de mi padre: una nube ligerísima de vaho lo empañaba. Entonces guardaba la polvera. Jamás toqué aquel débil vapor casi imperceptible. A veces mi padre roncaba brutalmente, y mi hermana le inyectaba, y ya no tenía que usar la cinta de goma para abultar y buscar la vena.

Un día los de la constructora levantaron una nueva grúa. Poco le importaba a mi padre el estrépito de las taladradoras y las hormigoneras y las voces de los capataces: sólo se preocupaba de que la ventana permaneciera cerrada, lo que no impedía que penetrara el tumulto de las obras de demolición de las casas que rodeaban a la nuestra: no quería que el polvo cubriera los muebles, su ropa, la carne inmóvil. Alguna vez abría los ojos: estoy seguro de que, con la ventana abierta, el peso del polvo filtrado le hubiera impedido levantar los párpados. No decía nada, no se quejaba, no le temblaba un dedo, pero mi hermana lo entendía: mi hermana cuidaba de que la ventana estuviera firmemente cerrada y, cuando mi padre lo necesitaba, le pasaba por encima una toalla húmeda color de albaricoque.

Pero el día en que montaron la gran grúa amarilla, mi padre perdió la paralítica y silenciosa presencia de ánimo como un ciego que vacila porque han introducido una cómoda nueva en su habitáculo o le han cambiado la posición de las sillas. Yo había vuelto del colegio, mi hermana había salido a comprar provisiones: yo leía en voz alta el fascículo de una enciclopedia sobre la vida en las profundidades oceánicas. Aunque sabía perfectamente que mi padre no me escuchaba, había aprendido que se les debe leer a los enfermos. Me demoraba en las costumbres de un monstruoso pez sin ojos cuando mi padre giró la cabeza hacia el cristal de la ventana: ¿por qué lanzó aquel rugido terrible si no fue por la visión de la inesperada grúa? Cerré el fascículo, me acerqué a mi padre. Ahora tenía los ojos y la boca bien abiertos, y vi los empastes negros y la saliva escasa y blanca y seca.

2

Supe entonces de inmediato lo que tenía que hacer: tomé la mano derecha de mi padre y le quité del dedo anular la alianza. No me costó trabajo: en el dedo enflaquecido el anillo bailaba, y la carne era áspera como la de una cartera olvidada en un trastero. No estaba demasiado fría, aunque pareciera, desde luego, la carne de un hombre aterido. Yo temía que más tarde, cuando mi padre adquiriera la rigidez de los cadáveres, costara recuperar la alianza, y me constaba que a mi hermana le iba a gustar conservarla. En el plato que sostenía el vaso de agua dejé con cuidado el anillo: no quería oír ningún tintineo ni mirar la cara de mi padre, temeroso de que el mínimo ruido lo hubiese soliviantado y resucitado. Sólo vi una línea oscura en el cuello del pijama: era jueves, y los jueves le tocaba cambiarse de ropa.

Busqué en mi carpeta el cuaderno en el que había dibujado los escalones que subían hasta la puerta vacía y marqué una amplia aspa sobre el espacio en blanco. «Ya está», pensé. Cerré y guardé el cuaderno, volví a la butaca, proseguí la lectura de la enciclopedia marítima. Alguna vez alcé los ojos del libro y me aseguré de que mi padre continuaba impasible y estático. ¿Por qué continué leyéndole, si no ignoraba que estaba muerto? Suponía que un cambio en el clima de la habitación podía hacerlo reaccionar: hay gente que en el cine se despierta cuando acaba la película, alarmada por la interrupción de la banda sonora y el regreso de las luces. Mi padre debía haber muerto hacía más de un mes y, ahora que por fin había conseguido cumplir con retraso los vaticinios de los especialistas médicos, yo no quería quebrantar el orden que, coronando meses revueltos y sombríos, había caído sobre la habitación como un apacible resplandor de media tarde. Incluso el estruendo de las excavadoras y los taladros de los albañiles que sitiaban la casa resultaba de pronto tan propicio como la chillería y el rumor de botas y armas y pertrechos de un ejército deseado que llega para la liberación de una ciudad.

Entonces introdujeron la llave en la cerradura. Allí estaba mi hermana. Rara vez nos dirigíamos la palabra, de modo que no dejé de leer: el monstruo marino avanzaba por las profundidades abisales emitiendo un fulgor propio y maravilloso. Mi hermana se fue diligente a la cocina, cargada con dos bolsas gigantes. Yo sentía verdadera curiosidad por ver qué tal le sentaba descubrir a nuestro padre muerto, y me esforzaba para que no me traicionara la voz, como cuando aguantamos la risa en la tiniebla de un armario jugando al escondite. Desde mi sitio miré por encima de las páginas: la sombra de mi hermana a la luz de la nevera abierta se proyectaba en las baldosas grises del pasillo. ¿Cuánto tiempo tardaría en colocar pescados y filetes y verduras en el congelador y el refrigerador? El corazón me latía con fuerza. Cuando mi hermana apareció frente a mí, noté que mi voz vacilaba como el pulso de quien no se atreve a hincar una aguja en un brazo ajeno. Ella percibía el ambiente enrarecido del cuarto. Se acercó a mi padre -la radio sonaba y yo leía el párrafo que se refería a la reproducción de los monstruos anfibios-, se inclinó sobre la boca desencajada, se atrevió incluso a tomarle las pulsaciones al muerto. Tenía un estricto control de sus nervios: «Vete arriba», me dijo. «Quiero leerle a papá», le dije yo. «Vete, vete», sollozó, no dolorida sino fría e irritada.

Yo preferí encerrarme en el lavabo del piso bajo. El muro del espejo era el muro de la sala de estar, y me figuraba que podría ver a través del espejo lo que ocurría en la habitación vecina. Pero sólo miraba mi propia cara cubierta de acné, la piel, porosa e infectada, de un fenómeno inclasificable, los ojos que habían mirado a mi padre muerto. Mientras oía un lloriqueo, los pasos de mi hermana, la puerta abriéndose y cerrándose, el ruido renqueante del motor del Opel, el regreso del coche -por el tiempo empleado en el viaje relámpago adiviné que mi hermana había usado el teléfono de la gasolinera-, descubrí en el fondo de mis ojos celestes la cara de mi padre y recordé la cara muerta que acababa de contemplar hacía apenas una hora. La cara del muerto no era la cara de mi padre, no era la cara de las fotos que guardábamos en la lata de cacao instantáneo; era la cara del espectro que había invadido el cuerpo de mi padre, y nos había hipnotizado y forzado a que lo alimentáramos y transportáramos por la casa, aprovechándose sin duda, a través de los contactos físicos, de nuestra propia sangre. Había una foto en la que mi padre me sostenía sobre sus hombros junto a la ducha de la piscina: ¿qué relación guardaba el ser consumido y resquebrajado y sucio que había muero en el sofá con el atleta que aguantaba mi peso? Entonces la ventana del lavabo se iluminó intermitentemente con una fosforescencia anaranjada: una ambulancia silenciosa se había detenido ante la casa, frente a la gran grúa amarilla. No entendí lo que decían los enfermeros y los médicos, ni oí más a mi hermana: la vi salir detrás de la camilla cubierta por la manta azul asegurada con correajes, temerosos los porteadores de que el muerto escapara, volviera al sofá, juzgara invivible el hospital de muertos en el que con toda seguridad querrían recluirlo.

Nadie había apagado la radio en el cuarto de estar, pero sí habían doblado meticulosamente la manta escocesa con la que el muerto se abrigaba. En el sofá permanecía el hueco ligerísimo que el cuerpo había dejado: el impostor que había usurpado el sitio de mi padre sólo había conseguido alcanzar un tamaño y un peso ostensiblemente inferiores al de su modelo y víctima. En el hueco del sofá yo mismo podría acomodarme. Y así lo hice, y sentí que una delgada capa de ceniza u hollín me protegía, que mis piernas eran sustituidas al ritmo de la música de radio por piernas artificiales de hierro, que mis brazos desaparecían suplantados por un espejismo de brazos. A través de los intersticios de la persiana podía espiar a las cuadrillas de obreros edificando con cascos rojos, bajo la luz de los focos nocturnos, los muros del bloque de pisos, dando pasos de baile silenciosos y geométricos. Salté del sofá: si hubiera permanecido un segundo más en aquella tumba, mi cuerpo habría sido tomado por un monstruo hermano gemelo del monstruo que había penetrado en mi pobre padre como una mano en un guante.

Entonces desconecté la radio: no sólo giré el interruptor, sino que, además, desenchufé el aparato. Aquella radio formaba parte de la maldición. Subí a los dormitorios, cogí la lata de las fotografías, busqué en el ropero donde mi hermana colocaba las camisas del muerto: planchadas, olían a detergente y suavizante, pero, en una capa más profunda, el olfato sensible detectaba el hedor de las medicinas y de la enfermedad. Comprobé las etiquetas de las prendas más antiguas, las que vestía mi padre en las fotos. En la foto junto al columpio llevaba una camisa blanca con rayas oscuras. Localicé esa camisa: era dos tallas mayor que la camisa a cuadros que mi hermana compró para que se la regaláramos en el que iba a ser su último cumpleaños. ¿No debería la gente saber cuál es su cumpleaños final? No digo que lo sepa desde siempre: lo podría saber en el momento de apagar las velas de la tarta.

Ya no me cabía ninguna duda: el individuo empequeñecido y ridículo de la cabeza tronchada como una planta seca, como dormido mientras esperaba que lo enjabonaran para el afeitado, entreabierta la boca con un hilo de saliva de labio a labio, nada tenía que ver con mi padre; había venido con las excavadoras, las taladradoras, los barrenos, las hormigoneras y las grúas: había sido una pieza más, ahora inservible y desechada, de la destrucción y el derrumbe. Ni siquiera su dedo se ajustaba al anillo de mi padre. ¿Había desaparecido el anillo? Corrí escaleras abajo: el vaso de agua reposaba sobre un plato en el que alguien había apagado un resto de cigarro. No estaba la alianza. Y entonces sonó el timbre de la puerta. Si era mi padre, mi verdadero padre que regresaba, yo no podría devolverle su anillo.

3

A través de la ventana aparecían mis tíos, tía Esperanza y tío Adolfo, sombras ennegrecidas alargadas hacia la cancela por los focos blancos de las obras; mis tíos: tía Esperanza, la hermana de mi padre, que de tan buen grado se plegó a los deseos del enfermo de no ver a nadie ni ser visto por nadie durante los meses de la agonía; tío Adolfo, el cómplice de tía Esperanza, que, las manos en los bolsillos como buscando un salvoconducto para entrar en la casa o un justificante o tan sólo una explicación, miraba a la reducida alfombra de caucho, mientras su mujer alzaba los ojos hacia la mirilla de la puerta, plena de confianza en sí misma o en su maldad. Yo sé que una vez ahogó o mandó ahogar o permitió que cerca de ella ahogaran a seis gatos que luego fueron tirados en una bolsa transparente a un contenedor de basuras. Mantenía los ojos fijos en la mirilla, acechando que mi ojo surgiera, empañado por las lágrimas, tras el vidrio minúsculo.

Nunca me ha gustado defraudar las esperanzas que los mayores y los superiores depositan en mí; así que esperé que pulsaran otra vez el timbre. Entretanto me restregaba los ojos con fuerza, y en los grifos de la cocina me mojaba las manos y me las pasaba por los ojos, aspiraba agua por la nariz y dejaba que me goteara de un modo repugnante e impúdico. Corté un puñado de papel higiénico, lancé un par de hipidos y suspiros que a mí mismo me conmovieron, y me encaré decidido a los intrusos. Cuando abrí la puerta y se enfrentaron al ser desvalido y chorreante en el que me había convertido, tía Esperanza y tío Adolfo hallaron la oportunidad de desplegar toda la teatrería y palabrería para la que se habían venido preparando desde que mi hermana les dio aviso del final del agonizante. Yo había tenido la amabilidad de prepararles el decorado que necesitaban, y me lo pagaban con el viril apretón en los hombros con el que mi tío consiguió que se me saltaran de verdad las lágrimas; con los abrazos y besos de mi tía, que me causaron -lucía unos pendientes aterradores- varios arañazos en un pómulo. El espeso aroma del perfume, el maquillaje y las pomadas me provocaron una convulsión espasmódica que certificó el deplorable estado en el que me había postrado la muerte repentina de mi padre.

En volandas me llevaron a la cama, me ayudaron a desnudarme; incluso me arroparon. Me hablaba mi tío de que los hombres continúan viviendo en sus hijos, y yo temblaba ante la idea insoportable de que, durante la noche, penetrara por mi boca o por mi nariz o por una de mis orejas el individuo consumido y babeante y tenebroso que los mismos camilleros, habituados a calamidades, habían tenido que cubrir con una manta para no verle la cara: penetrara dentro de mí y se quedara dentro de mí para siempre. Entonces llegó mi tía con la leche caliente. Odio que se ahogue a los pequeños animales, pero mucho más odio, desde muy niño, la leche caliente con azúcar. Y, para colmo, en aquel momento se me revelaba una íntima e inquietante correspondencia entre el acto de calentar leche y el de ahogar gatos. Pero no ofrecí resistencia: me bebí hasta la última gota. El hedor y el sabor a tela arrugada, húmeda y jabonosa; la cenefa de espuma adherida a las paredes del vaso me dieron la sensación de que me envolvían la cabeza en un paño mojado sin otro fin que causarme, por asfixia, una muerte dolorosísima. «No soy uno de tus gatos», me vi obligado a proclamar en medio de lágrimas verdaderas y torrenciales. «Mi querido niño», dijo ella restregando su cara embadurnada de cremas y polvos contra la mía: estuvo a punto de clavarme uno de sus heridores pendientes en el ojo, y yo le dejé el maquillaje corrido por la banda blanca de leche que se me había quedado pegada a los labios. Nos detestábamos y los dos lo sabíamos.

En cuanto me dejaron solo me limpié la cara con la colcha, donde dejé una mancha rosácea que parecía un antifaz. Me coloqué inmediatamente una imaginaria máscara de buzo, y me zambullí y sumergí entre las sábanas, bajo la presión claustrofóbica de los cobertores. Oía, buceando, mi propia respiración, las inhalaciones transformadas en un collar de burbujas que atravesaba la luz opaca de las profundidades. La mirada se acostumbraba a la oscuridad del bosque de algas y aguas hondas: en la negrura distinguía los restos del transatlántico naufragado. Había perdido la sensación de mí mismo, fijos los ojos en el hueco de la lóbrega chimenea inmensa, carcomida por el óxido y cubierta de lapas. ¿Habían sacado a los marineros muertos? ¿Habían enviado hombres rana para que rescataran los cadáveres entre el metal retorcido, o seguían las víctimas dentro del casco, descarnadas, flotando?

Entonces sentí que algo ajeno se introducía en el cuarto: un insecto, acaso un moscardón aleteante o una mirada acechadora y peligrosa. Sí, me acordé del espejo que había en mi dormitorio, y recobré peso y volumen y carnalidad y el tacto almidonado de las sábanas limpias. Salté de la cama: que yo no hubiera podido atisbar lo que ocurría en la sala de estar desde el espejo del baño cuando los camilleros cargaban con el muerto no significaba que el espejo de mi habitación no fuera un cristal transparente, camuflado, a través del que el moribundo extraño que simulaba ser mi padre me hubiera estado espiando noche tras noche. Posiblemente tía Esperanza se apostaba ahora en el ropero que colindaba con el dormitorio, atenta a cada una de mis maniobras. Iba a descubrirla; la vergüenza la obligaría a abandonar inmediatamente la casa tras los pasos de aquel moribundo impostor que ni siquiera era un moribundo: la blanda postración en la que fingía vivir el hombre abyecto que suplantaba a mi padre sólo sería el estado de disponibilidad de un agente secreto confinado e incomunicado en un hotel a la espera de recibir la llamada telefónica que le señalará una misión y lo pondrá en movimiento. ¿Los de la ambulancia de anaranjada alarma giratoria eran enemigos o cómplices que acudían por fin en su auxilio?

Busqué mi linterna en el primer cajón de la cómoda, la encendí, la puse de pie sobre el mueble y el haz de luz se estrelló contra el techo como una gran moneda amarilla o un astro manchado y habitado por las sombras de mis brazos, que se esforzaban en descolgar el fingido espejo transparente. Cuando lo consiguieron, me sorprendió que la luna sólo cubriera un trozo descolorido de pared. Toqué la pared, la golpeé y me pareció demasiado sólida, tan sólida como el silencio que envolvía la casa multiplicado por el rumor perpetuo de las hormigoneras nocturnas. Con la ayuda de la linterna exploré el interior del armario hasta dar con mi stick de hockey sobre patines: iba a adivinar si aquella pared era una pared verdadera o un simulacro. El primer martillazo desprendió un puñado de yeso, el segundo tocó el ladrillo, el tercero debió despertar la atención de tío Adolfo, cuya carrera peldaño a peldaño oí perfectamente a pesar de la dedicación y afán que estaba poniendo en mi empresa investigadora. ¿No es raro que mi tía, la hermana de mi padre, no lo acompañara? ¿Estaba agazapada al otro lado de la pared, temblando ante la perspectiva de ser atrapada con el ojo en la cerradura, innoble, miserable e indiscreta?

No tuvieron más remedio que recurrir a las drogas: el agua me ayudó a ingerir la minúscula cápsula celeste. Y he de confesarlo: me la tragué seguro de que me envenenaban, pero ávido de dormirme y alcanzar un final confortable. Me empujó tío Adolfo a la cama, me tapó con amabilidad, devolvió el espejo a su sitio. Sólo la linterna y el stick de hockey, sobre la cómoda, entre cascotes y yeso, daban testimonio de que un ojo mezquino y terrorífico me había estado observando impune. Fue entonces cuando me percaté del extraordinario parecido entre mi tío y mi padre: es verdad que mi padre es más alto y airoso, pero había algo en las cejas de tío Adolfo que pertenecía a las cejas de mí padre. Averigüé de pronto que no recibiría ningún mal de aquel hombre. «Tío Adolfo», le dije, «te pareces tanto a papá». «Pero, hijo, es tía Esperanza la que era su hermana», me respondió.

Aquel indicio de estupidez por su parte no me desalentó. Al contrario: también mi padre sabía ser un estúpido fuera de lo común cuando se lo proponía. Jamás olvidaré el día en que, preocupado por mi falta de amistades, llegó a la casa con el sobrino de un socio y, viendo el mutismo con que, junto a la piscina, rehusábamos mirarnos el uno al otro -ahora me doy cuenta de que aquel niño insignificante y yo éramos, en realidad, dos almas gemelas, y que evitamos mirarnos como quien, vergonzosa y repugnantemente feo, rehúye una malévola foto fidedigna o un espejo sincero y poco piadoso-, advirtiendo nuestra incapacidad para dirigirnos no ya la palabra, sino una simple ojeada, se presentó con una baraja de cartas francesas, obstinado en distraernos con juegos de manos. Mezcló los naipes, nos hizo elegir a cada uno una carta oculta, nos pidió que introdujéramos nuestras cartas otra vez en el mazo. Barajó. «Decid un número entre el 1 y el 52», ordenó. Me estaba poniendo nervioso, olía a sudor y marcas de humedad le empapaban la camisa. Elegimos nuestros números. Entonces empezó a levantar cartas sobre la blanca mesa de terraza, sentado en el filo de la hamaca, contándolas, y vi pasar la carta que me había tocado sin que mi padre la descubriera, mientras el extraño que me acompañaba, silencioso e incómodo, se movía incesante y permaneciendo siempre sobre el mismo palmo de terreno.

«Me queréis despistar», dijo mi padre. «Los números que me habéis dicho no coinciden con vuestras cartas ocultas. Pero yo las adivinaré». Y pronunció unas palabras cabalísticas que obligaron a nuestro forzado visitante a cerrar los ojos, apurado y casi tembloroso. «Ésta es tu carta, ¿verdad?», le dijo. Y él respondió: «Sí.» «Y ésta es la tuya.» «No», aseguré categórico. Entonces mi semejante echó a correr y se encerró en el Opel de mi padre. «¿Qué pasa», se preguntó confundido mi padre, a la vez que emprendía el camino hacia el coche. Hablaba con el niño por la ventanilla del automóvil. «He mentido, he mentido», exclamaba el niño lloriqueando. Y no oí más. Mi padre, al parecer, no pudo convencerlo para que continuara en la casa. Se quitó la corbata que todavía llevaba puesta, la dejó colgada de la rama del níspero del jardín. Abrió la cancela de par en par, regresó al coche y ocupó el asiento del conductor. Arrancó. El pobre infeliz que debería haberse convertido en mi amigo abandonó la casa mirándome por fin a través del cristal del Opel. No nos hicimos ni un guiño: jamás volvió a la casa y jamás volvimos a vernos.

4

No era la luz difusa que colmaba el cuarto sino el ruido de las obras alrededor de la casa lo que me dio conciencia de que se había hecho de día y yo me despertaba y mi padre había muerto. ¿Había vuelto mi hermana mientras yo dormía? Salí descalzo del dormitorio -había incómodas partículas de yeso por el suelo del cuarto- y me encontré vacía la habitación de mi hermana. Pero había en la casa un latido de cuerpos, y yo lo percibía, como cuando por la calle notaba que alguien cerca de mí, a mis espaldas, estaba mirándome, y me daba la vuelta y me enfrentaba a los ojos de una desconocida: alguien, me imaginaba, que había sufrido el rapto de su primogénito años atrás, y creía identificar en mí al hijo perdido gracias al lunar que tengo en la mejilla izquierda, y se disponía a asaltarme y a llevarme por la fuerza a un apartamento estrecho y arruinado.

Desde la balaustrada de la planta alta descubrí a tía Esperanza y tío Adolfo y recuperé la memoria de la noche anterior: con un paño mi tía desempolvaba los anaqueles de la biblioteca, afanosa como si, responsable de un asesinato, se preocupara de borrar posibles huellas, mientras mi tío mantenía la vista en un punto aéreo y fijo, apacible como quien espera en una estación de autobuses, seguro de que la impaciencia no cambiará la hora de partida o llegada de los vehículos, conforme y desesperanzado. Sí, tenía un parecido notable con mi padre, antes, claro, de que a mi padre lo invadiera el ser carcomido con el que habían cargado los camilleros. Alzó los ojos y me miró, pero no dijo nada: era como si estuviéramos a oscuras y los ojos de mi tío tuvieran que acostumbrarse a la tiniebla para distinguirme y reconocerme. Al cabo exclamó: «¡Buenos días!» y mi tía me sonrió, y la dentadura amarillenta como nata de dos días funcionó como un recordatorio: un lazo de lana anudado en un dedo para que nos acordemos de una cita. Nadie iba a convencerme de que mi padre estaba muerto.

Parecía evidente e indiscutible, sin embargo, que lo estaba, e incluso yo asistí a su entierro, del que me ha quedado una sucesión de imágenes veloces y débiles, las imágenes de la pantalla de un cine en el que han abierto una puerta y una cortina, y penetra la luminosidad del exterior diluyendo a los actores, los escenarios y los paisajes. Mi hermana vestida de negro y enmascarada tras unas gafas de cristales ahumados, llevaba una curiosa bolsa de papel marrón en las manos enrojecidas. Pensé: «La pobre ha llorado mucho», pero inmediatamente caí en la cuenta de que el llanto no le habría irritado las manos. ¿Había tenido que lavar el cadáver, la habían obligado a cavar una fosa? Los enterradores se movían sin emoción, profesionales, y tanta diligencia dedicada a un perfecto extraño consiguió conmoverme. No tuve, pues, que fingirme afligido por la muerte de un individuo que era un suplantador, si es que se enterraba a alguien: el féretro, en cuanto lo sacaron del largo coche gris perla, me pareció extremadamente ligero a pesar de que lo cubrían flores y coronas con cintas negras y doradas. Además, ¿tienen igual presencia un recipiente vacío y uno lleno? Aquella caja de negra madera lacada tenía aspecto de estar absolutamente vacía, y, suponiendo que mi perspicacia me engañara, ¿qué me importaba que sepultaran a un falsificador y a un impostor? Yo había recogido pruebas de sobra de que el hombre que babeaba en el sofá, frente a la ventana, absorto en las grúas y las excavadoras y la radio, no era mi padre.

Entonces vi que mi hermana lucía una cadena de oro sobre el vestido de luto, una cadena de la que pendía el anillo de mi padre. El ataúd ascendía en un elevador hacia el nicho con la lentitud de un príncipe camino de la coronación. ¿Debía ordenar que pararan la ceremonia, abrieran el ataúd y comprobaran que, de haber alguien dentro, no le pertenecía al cadáver el anillo que conservaba mi hermana? Un individuo con muletas me observaba atónito desde la cima de un promontorio. ¿Me hacía señales? Por desgracia me distrajo un avión que, en ese instante confuso, atravesó atronador el cielo claro y frío, y luego, cuando el avión se alejaba, advertí que el inválido había desaparecido y que cambiaba el ruido del elevador: el ataúd se desplazaba ahora sobre rieles hacia las profundidades del nicho. Mientras tapiaban el hueco en el que yacería para toda la eternidad un impostor que quizá fuera nadie, reinó un silencio helado apenas interrumpido por tímidas toses contenidas y pisadas pastosas sobre la tierra húmeda y blanda. Vivíamos en una ampolla de vidrio: si alguien nos hubiera agitado, habría empezado a nevar. Yo evitaba leer los nombres inscritos en las lápidas, porque temía tropezarme con mi propio nombre.

Colmaban y aseguraban los bordes de la tumba con inyectores de silicona: la desaparición del difunto se consumaba. La lápida que cerraba el nicho quedó, sin embargo, en blanco: ¿se me daba una nueva prueba de que no era mi padre el ocupante de la fosa? Y, conforme el elevador descendía, en una transición imperceptible, se desataron las conversaciones, emprendimos la marcha hacia la puerta del cementerio. Mi hermana apoyó la mano derecha en mi brazo, manteniendo bien apretada la bolsa de papel marrón en la izquierda. «¿Qué llevas en la bolsa?», quise preguntarle, pero, en lugar de palabras, emití un misterioso gruñido que provocó el terror entre la multitud: se produjo, por lo menos, un impenetrable y admirado y respetuoso silencio, como si un alto mando hubiera irrumpido en la algarabía de una sala de oficiales poco disciplinados.

En la casa se alargó la reunión: cuantos le habían demostrado a mi padre devoción y estima acatando sus deseos de aislamiento y tranquilidad a la hora huraña de la muerte, allí estaban dando buena cuenta de las bandejas de emparedados, pasteles y bebidas que tío Adolfo, cumpliendo una última voluntad del difunto olvidada sin duda en los días finales, había encargado en la confitería Argentina. Aunque el tiempo era frío, abrieron las ventanas -alguien juzgó la habitación poco ventilada- y el aire se llenó en un segundo del polvo que arrancaban barrenos, taladradoras y excavadoras. Me senté frente al sofá del que mi padre había desaparecido: ahora lo ocupaban un hombre pálido y un hombre moreno que tenían la misma cara, vestían la misma ropa y hablaban a voces, desacostumbrados al trato humano en las condiciones de aquella casa cercada y aislada en mitad de impresionantes obras de albañilería. Me miré un hombro y lo encontré cubierto de polvo; las cabezas de los invitados se iban tornando grises: la estancia era una fabulosa cámara de envejecimiento acelerado. Mi hermana se esfumó; sobre la consola había olvidado la bolsa de papel marrón de la que no se había desprendido durante el entierro. Habían abierto la puerta y la gente se desparramaba por el jardín: al día siguiente habría vasos entre la hierba amarilla y las hojas secas, al pie de los sillones y las hamacas, junto al columpio. Abrí la bolsa, me asomé al interior: allí estaban dobladas la blusa estampada de mi hermana, la falda azul, unas medias. Olían a viva claridad cerrada.

Un hombre se acercó al teléfono: le hubiera avisado que no tenía línea, que mi padre, con unas tijeras, había cortado el cable hacía mucho, no alterado ni impaciente por el exceso de llamadas, sino cansado de la angustia de esperar una llamada que nunca se producía. Así se lo explicó a mi hermana pausadamente, como se explica el uso de una máquina, y yo lo oí. Pero el hombre tecleaba desasosegado en el teléfono, persiguiendo la línea perdida, hasta que reparó en el cable cortado. Los asistentes al entierro despoblaban la casa en medio de la calma empañada por la polvareda de las obras: por la puerta y por las ventanas entraba ya la luz de los reflectores que iluminaban los andamios y los esqueletos de los futuros edificios. El hombre que utilizaba el teléfono tomó el cable inútil entre los dedos y se echó a reír. Los visitantes abandonaban la casa bajo el peso del polvo como turistas que salieran de una mina o damnificados que huyeran serenos de una vivienda agitada por un terremoto. El frío se adueñaba de la sala de estar como la fiebre se adueña de un enfermo, y no me sentía aliviado porque se fueran los extraños: el frío crecía con la desolación de la casa. El que telefoneaba todavía empuñaba el auricular, pasaba las páginas de la libreta forrada de cuero negro en la que se anotaban las direcciones y los números telefónicos. «Aquí está mi número», dijo de pronto y, al decirlo, adquirió una consistencia nueva, llenos de plomo los bolsillos.

Todo sentimiento se había diluido entre cordialidad y desnuda alegría: los que se iban cargaban con la tranquilidad sabia de la muerte. Y entonces el hombre del teléfono cortado cogió la foto enmarcada en la que mi hermana había posado junto a mi padre, cerca de la piscina, antes de la última estancia en el hospital: era desconcertante la diferencia entre el cadáver y el caballero de la foto. «Es mi padre», le señalé al hombre. «Bien que lo sé», me dijo. «Y ésta es tu madre», aseveró. «Se equivoca», respondí; «es mi hermana». Mi padre me devolvía la mirada desde la fotografía, me miraba directamente a los ojos. Subí las escaleras, me detuve ante el dormitorio de mi hermana, rocé la puerta con los nudillos. Me abrió tía Esperanza. Tío Adolfo abrazaba a mi hermana, que se sonaba la nariz con un pañuelo de celulosa. La espalda de tío Adolfo era la espalda de mi padre.

5

Luego se sucedieron días raros y fríos en los que nunca subía la temperatura: los colores se aclaraban, llegaban a borrarse, imágenes de una televisión que recibiera mal la emisión de onda. Me sentaba, fiel a mis costumbres, frente al sofá que había junto al ventanal, ponía la radio y leía en voz alta los fascículos de la enciclopedia marítima. Introduje, sin embargo, un ligero cambio en mi conducta: dejé de ir al colegio. Estaba seguro de que mi padre se presentaría en la casa a cualquier hora de la mañana o de la tarde menos pensadas, y quería encontrarme allí para recibirlo. A mi hermana le importaba poco lo que yo hiciera, con tal de que no armara ruido: ella dormía durante la jornada entera. Como un hada maléfica había convertido todo el tiempo en noche. Se movía sonámbula por la casa, se preparaba un café con tostadas, comía y volvía a encerrarse en su dormitorio. Tío Adolfo era nuestra única visita: traía periódicos y provisiones, se interesaba por nuestra existencia. Sí llegaba a horas de colegio, yo me escapaba por la puerta de la despensa y me escondía en el cobertizo de la depuradora de la piscina, al acecho, hasta oír el cierre de la cancela que anunciaba su marcha.

Sonó un día el timbre con una energía inhabitual; no se trataba, desde luego, de mi tío, siempre tan modoso y levemente congelado por su respetuosa distancia. ¿Sería el telegrama o la carta urgente que mi padre se quedó esperando? No vacilé en abrir la puerta, sin tomar por una vez, la precaución de asomarme a la mirilla. «¿Quién es?», preguntaba mi hermana, alarmada, desde la planta de los dormitorios. No le respondí: sabía que en unos segundos se habría dormido de nuevo, y nunca más pensaría en el timbrazo ni en la visita inoportuna. Era Adela, la profesora-tutora de mi curso. «Me alegro de verte», me saludó. Siempre se comportaba con una alegre elasticidad atlética, pero siempre resbalaba y tropezaba y más de una vez yo la había visto caerse por los corredores inhóspitos y resonantes del colegio. «Cuánto me anima que haya usted venido», le contesté, con lo que quería darle exacta idea de que me encontraba profundamente afectado por los acontecimientos recientes y que más le valía despedirse de inmediato. Pero mis palabras surtieron el efecto que yo menos me pretendía: aquella mujer se atrevió a ponerme una mano en el hombro y a explicarme la necesidad que tenemos de los compañeros, lo bien que me vendría el regreso a clase. Me fijé en sus labios pintados: tenía un diente manchado de carmín. Me la imaginaba arreglándose para venir a verme, oía el clic de la tapa del pintalabios al cerrarse, el chasquido de la polvera. «Estoy esperando», le dije. «¿Estás esperando? ¿Qué estás esperando?», preguntó. ¿Cómo iba a decirle que estaba esperando a mi padre? «Estoy esperando sentirme mejor.» Se quitó los guantes de lana amarilla, me cogió las manos con las manos gélidas, como en un juego. «Ven mañana a clase, por favor. ¿No puedo hablar con tu hermana?» «No», le respondí; «es mecanógrafa». «¿Es mecanógrafa? ¿Qué quieres decir? ¿Trabaja ahora tu hermana? ¿No puedes bajar la radio?»

Poco a poco había ido elevando la voz: sólo las personas muy sensibles superan la presión del estrépito de las grúas y las hormigoneras y las taladradoras y las cuadrillas de albañiles de la constructora, y son capaces de conservar un tono normal. Yo cerré los ojos, pero resultó inútil: seguía viendo la carne ocre y brillante de pomadas de la maestra, vi incluso un tarro de crema con sus huellas dactilares impresas, una taza con el filo manchado de rojo grasiento. «No he dicho que mi hermana trabaje, sino que es mecanógrafa.» Entonces la maestra se desenmascaró: «Si mañana no estás en clase, daré cuenta a la dirección; por tu conveniencia.» «Le prometo», le dije sinceramente, «que no tendrá oportunidad de ir a la dirección».

Salió y se dejó los guantes amarillos. Me asomé a la ventana: andaba decidida, esquivando socavones y escombros y maquinarias, hacia la marquesina de los autobuses, según deduje por el rumbo que tomaban sus zancadas de encargada de fábrica. Olfateé los guantes: olían a lana mojada en colonia. Entonces, los guantes empuñados, salí a toda velocidad de la casa: era la primera vez que la abandonaba desde el día del entierro y el aire libre y limpio me obnubiló; me tambaleaba como el pasajero que, tras meses de travesía, desciende de un barco o de un globo. Corría y corría con la respiración entrecortada. Quería llegar antes que la señorita Adela al edificio Finlandia, estar en un piso alto cuando ella pasara. Entre los edificios Francia e Italia la alcancé: la vi, al otro lado de los bloques en construcción, dirigiéndose con firmeza hacia la parada de autobuses. ¿Pensaba en lo que me había dicho y en lo que me habría podido decir y en lo que podría no haber dicho? Si no corría mucho más, no llegaría antes que ella al edificio Finlandia, más si contaba con los ocho o nueve pisos que yo tendría que subir. Entre los edificios Noruega y Dinamarca la perdí de vista.

Me adentré en el solitario bloque Finlandia, casi construido, todavía sin los tabiques que separarían apartamentos y habitaciones, sin las solerías, sin el recubrimiento de las escaleras. Me faltaba el aire cuando alcanzaba la sexta planta. Me detuve. Me asomé al hueco de lo que sería una terraza o un balcón: Adela pasaba justamente por debajo de donde yo estaba, se alejaba. Me sentí desesperado. Entonces caí en la cuenta de que ahora debería torcer la esquina si quería llegar a la marquesina del autobús. Agarré de un montón, manteniendo los guantes amarillos bien apretados en una mano, tres pesadas baldosas de mármol; me dirigí sin aliento a los balcones de la otra fachada del bloque. Adela acababa de torcer la esquina. Hice mis cálculos: siempre he destacado en física y matemáticas. En el momento justo arrojé las baldosas. ¿Dieron en el blanco? No miré: no soporto ni la violencia ni la sangre.

Cuando llegué a la casa, me encontraba bastante tranquilo. La caminata me había sentado bien; el clima frío, con una luz industrial y blanca, me había transmitido una feliz consistencia: hasta me atreví a saludar, agitando un brazo, al conductor de la gran grúa amarilla. El conductor se cubría con una gorra azul. Entonces me acordé de que guardaba los guantes de Adela en el bolsillo. Me los puse, y sentí que mis manos eran las manos de otro. Me agaché y cogí un fragmento de pared derruida, el resto de alguna de las casas semejantes a la nuestra que, en unos meses, habían arrasado las máquinas: así sentí lo que siente la mano de otro cuando carga una cosa, mientras la miramos. Crucé la cancela, dejé caer la pieza de ladrillo y cemento y yeso, me paré junto al Renault de mi tío: tío Adolfo estaba en la casa como casi todas las tardes. Me fui hacia la piscina: me gustaba mirar la maraña de hojas y papeles y plásticos que cubría la superficie, los claros en los que surgía el agua verde. Parecía el mapa físico -con marrones de distintos matices y verdes y azules y amarillos y naranjas- de un continente ignorado. Desde el columpio, lancé a la piscina la tapadera de una lata de pintura: flotó sobre las hojas; lancé una piedrecita, y se quedó sobre una bolsa de plástico hinchada y combada, un fardo sobre una balsa.

No vi a mi tío salir de la vivienda: oí sus pasos, vi su sombra; vi, por fin, su espalda que era la espalda de mi padre. Pisó algo que sonó como una rama al partirse. Las portezuelas chasquearon metálicas, el coche arrancó: se alejaba. ¿No me vio tío Adolfo por los retrovisores? La casa tenía el aspecto de una vivienda abandonada súbita y apresuradamente por sus habitantes: la radio sonaba, mi butaca había quedado separada con desenfadado descuido de la mesa -la señorita Adela parecía no haber estado en la casa: se había preocupado de ordenar su asiento milimétricamente-, la enciclopedia de los seres marítimos continuaba abierta por la página dedicada a los animales microscópicos. Entré en la cocina, envolví los guantes en papel de aluminio y los metí en el horno encendido. Luego subí al cuarto de mi hermana: hacía mucho que no la veía, más de tres horas por lo menos. Estaba sobre la cama, destapada, sólo con las bragas. «¿No puedes llamar a la puerta?» Le hacía falta cepillarse el pelo, así que cogí el cepillo y se lo alargué. Ella mordió la empuñadura, pensando. Saltó de la cama, cogió del armario prendas de vestir, se fue al cuarto de baño que había frente a los dormitorios. Las sábanas de la cama estaban desordenadas y arrugadas como si sobre ellas acabara de celebrarse un combate, una pelea sucia. Las olí, de rodillas sobre los cobertores que habían caído al suelo. Tenían un olor especial: a plantas estrujadas y maceradas que empiezan a pudrirse. ¿Cuánto tiempo estuve husmeando en las sábanas? Mi hermana reapareció reluciente, al cuello la cadena de oro con el anillo de mi padre, como un fantasma que surgiera de un cuadro para asistir a una fiesta. «Voy a salir», dijo. «¿Vas a salir? ¿A dónde?», pregunté. «Adonde me dé la gana. Y mañana vuelves al colegio. Se acabó el luto. ¿Has encendido algo en la cocina? Apágalo. Huele a quemado.»

Desde la ventana de la cocina llena de humo, mientras deshacía en una tartera con un tenedor, un cuchillo y unas tenazas lo que quedaba de los guantes amarillos, observé cómo mi hermana sacaba del garaje el Opel, cruzaba la cancela, se detenía, bajaba del coche, cerraba la cancela con llave, volvía al coche y se alejaba. Me saludó con un brazo que sacó por la ventanilla. Tiraba de la cisterna del wáter para que el agua arrastrara las cenizas de los guantes, el papel de aluminio quemado, y maldecía a mi hermana. Se hacía de noche y yo temía dormirme y morir.

6

Milagrosamente seguía con vida a la mañana siguiente. Descorrí la cortina, enrollé la persiana: una niebla sin densidad se disolvía y el sol se apoderaba de las cosas; una banda de trabajadores con taladradoras y palas mecánicas destruía con frío afán rutinario lo que quedaba de Villa Maravillas; un Mercedes Benz que yo no había visto nunca estaba aparcado en nuestro jardín, junto al Opel. No sentí curiosidad ni extrañeza ni alarma: sentí desolación. Desde que mi padre se había ido vivíamos en el reino de la provisionalidad y la duda, y aquel desmesurado coche blanco irrumpía sin aviso en la casa, inquietante como una cicatriz que, durante la noche y el sueño, se me hubiera grabado en la frente.

Me puse el albornoz, me calcé sin calcetines las botas, bajé silencioso las escaleras. Se me paró el corazón una milésima de segundo: sobre el sofá estaba el gabán de mi padre, arrojado y abandonado como si mi padre hubiera vuelto cansado y muy tarde y no se hubiera preocupado de colgarlo en la percha. Palpé aquel abrigo que pertenecía a un espectro: era sólido como un ser vivo pero distante, una especie de contable municipal o de oficinista. Y entonces oí la tos, no una vez, sino dos veces seguidas: la tos de un individuo sano e intrépido que quisiera atraerse la atención de un despistado. Me volví y me enfrenté a Schuffenecker. Claro está que yo no sabía aún que se apellidara Schuffenecker, pero lo aprendí muy pronto. Mi hermana siempre lo llamó Schuffenecker; decía que un apellido así no podía ser desaprovechado jamás. ¿Qué era el nombre de pila que le hubieran dado a Schuffenecker, si es que le habían dado un nombre, al lado de aquel desmesurado apellido? Estaba perfectamente trajeado, apoyado en la balaustrada como para seguir un espectáculo, ante la puerta del cuarto de mi hermana. Mirarlo era como beber un jarabe agridulce y espeso: era pálido y parsimonioso, aunque, de pronto, parpadeaba tres, cuatro veces vertiginosamente. ¿Tenía cara? Si tenía, yo no puedo recordarla ahora: era una cara vacía, una fábrica desierta. Pero me gustaba: Schuffenecker tenía la edad y el tamaño exacto de mi padre, a pesar de que el contraste feroz entre la carne descolorida y la chaqueta azul le diera un aspecto desasosegado de vaharada a punto de esfumarse.

«¿Te gusta mi gabán? Espera a que te enseñe el equipo de música del coche.» Estuve a punto de sufrir un desmayo al recibir la voz metalizada, como salida de una radio o de un gramófono: sonaba igual que la voz de mi padre, emitida desde el lugar secreto donde se ocultara o lo ocultaran sus raptores. «Hijo mío», continuaba la voz, «podríamos tomar un poco de café? ¿No tenéis televisión?» ¿Se trataba de un vendedor de electrodomésticos a domicilio que, desde la carretera, había descubierto, bajo el cobertizo de los desechos, la caja de cartón medio disuelta por las lluvias donde guardábamos el televisor inservible? Pero olía a mi hermana: lo olí en cuanto pasó, rozándome, camino de la cocina. Había bajado las escaleras con la seguridad de quien tiene en la casa una habitación y una cama reservadas y una percha esperando su ropa. Flexionaba las largas piernas delgadas como si imitara a un bailarín, y lo único que resaltaba de sus facciones era un perpetuo gesto de expectación, atento siempre a conseguir la aprobación del auditorio. «Baja usted muy bien las escaleras», le dije. «Pues ya me verás cuando coja la taza.»

Y era verdad: levantaba la taza como un cazador y coleccionista de mariposas manejaría al ejemplar más valioso antes de pincharlo en un alfiler. Se bebía el café a sorbos muy pequeños que paladeaba y tragaba con delectación. Era distinguido y debían de gustarle las cosas antiguas: el café llevaba hecho una semana y no había sido recalentado una vez, sino muchas. Yo lo miraba con la mezcla de asombro y familiaridad que se dedica a las conversaciones sobre los muertos. Entonces, por la ventana, vi que las farolas del jardín -que no encendíamos desde hacía meses- resplandecían en mitad de la mañana clara como invitados que están de sobra y en los que no repara nadie. Mi hermana y el hombre elegante habrían merodeado de madrugada por el jardín y la piscina. Salí al exterior sin mediar palabra, apagué tiritando las luces casi invisibles en la plenitud del día: pensaba en los cristales incandescentes que protegían las bombillas y me acercaba al Mercedes blanco. Dentro del Mercedes, en el asiento trasero, había unas raquetas de tenis, tres latas de pelotas. Percibí el reflejo combado y deforme de Schuffenecker en la carrocería y en los cristales del automóvil: se había acercado sigiloso como un gusano de seda.

Pero ahora agitaba las llaves del Mercedes Benz, incitador. «¿Te subes?» Me subí: nunca había estado dentro de un Mercedes, así que me pregunté si todos los Mercedes del mundo apestaban, a pesar de los ambientadores derrochados en la cabina del coche de Schuffenecker, a pescadería. ¿Era Schuffenecker propietario o empleado de una pescadería? Se sentó a mi lado, las manos en el volante. Conectó un aparato y el coche se llenó de música de baile. «¿Qué te parece?», me dijo. Me acerqué a Schuffenecker: subterráneo, bajo el aroma hospitalario de mi hermana, capté un olor a lubricantes y neumáticos y llantas. ¿Había robado el coche? ¿Había transportado una caja de pescado fresco? «¿Para qué sirven los mandos y los interruptores?», le pregunté. Me gustaba oírlo hablar: me parecía que mi padre me telefoneaba desde un aeropuerto o desde el teléfono público de un supermercado.

Cuando se iba Schuffenecker, la grúa amarilla giró 180 grados y una barrena voló una saqueada Villa La Vega. El Mercedes se perdió entre una nube de polvo. ¿Volvería a oír la voz helada de mi padre? Fui en busca de mi hermana: entré sin un ruido en el cuarto, me quedé a los pies de la cama evitando pisar el vestido tirado en el suelo, aprovechando para mirarla entre sombras las líneas aceradas y relucientes de la zona más alta de la persiana. Estaba dormida. En la almohada, junto a la boca, había una mancha de saliva reciente. Alcé un segundo la sábana y los cobertores: mi hermana estaba desnuda. Me senté sobre la alfombra, en la semioscuridad, deseoso de oír su respiración. Cerré los ojos, vi fogonazos blancos y una linterna que caía desde una torre; me concentré en el silencio: no oí nada. Abrí los ojos: mi hermana dormía plácida y feliz.

Cogí los libros y salí de la casa: una capa muy fina de yeso y cemento se había posado sobre el césped destruido, se había mezclado con la gravilla. En la piscina la hojarasca era gris y granulosa, un dominio de nieve sucia. Me llevé una hamaca al cuarto de la depuradora, dejé la puerta metálica entreabierta, me tumbé como un convaleciente aburrido y tenso. Me comportaba como quien se oculta de todos, harto de que todos se oculten de él, lo esquiven o le concedan citas falsas. El tiempo pasaba imperceptible como el movimiento de un astro. Abandoné la hamaca: me había dejado las manos y el albornoz llenos de polvo. Dos nuevas barrenas estallaron no demasiado lejos. En el cristal del ventanuco había una cara que no se me parecía: huyendo de mis perseguidores había recurrido a la cirugía estética, un cirujano había transfigurado meticulosamente mis facciones y me había convertido, para despiste de mis enemigos, en un niño feo de piel avaselinada e infectada de impurezas y poros profundos y negros como pozos ciegos. El cirujano había hecho una verdadera obra de arte: me acababan de retirar las vendas y, ante el espejo, en albornoz, me admiraba de los resultados deslumbrantes de la operación. Vi entonces, a través de la suciedad del vidrio y del rostro monstruoso que el médico diabólico me había construido, el Renault de tío Adolfo, que aparcaba junto al Opel. Saltó mi tío del coche y, durante un segundo, dirigió la vista hacia mi puesto de observación. Cerré, en una reacción automática, los ojos apretadamente, como si tal gesto me dotara de una invisibilidad amiga: de nuevo me sorprendió, en el túnel de los ojos cerrados, la linterna que caía de la torre, pero se disolvió súbita en un fulgor incoloro. Abrí los ojos: tío Adolfo había desaparecido, aunque el Renault continuaba junto al Opel.

Habrían pasado horas cuando mi tío salió de la casa. Iba con el pelo mojado y aplastado, como si acabara de visitar unos baños o una barbería en la que se hubiera quedado dormido: mostraba el curioso aplomo inquieto del que ha disputado y ganado una difícil partida de ajedrez; hablaba solo, murmuraba o cantaba entre dientes, y pisaba el césped roído como si le perteneciera. Su espalda era como la de mi padre: era, como mi padre, un hombre que sabía darte la espalda, una espalda acomodada en sí misma y, sin embargo, erguida. Una vez vi a mi padre alejarse hacia un avión entre la masa de futuros compañeros de vuelo: advertí entonces, entre espaldas inconscientes y abandonadas e inseguras, la serenidad magnánima de la espalda de mi padre. Y ahora mi tío Adolfo cargaba dignamente, sin esfuerzo ostensible, con aquella espalda especial. Desde la ventana de su dormitorio mi hermana, envuelta en una de las camisas de mi padre, vigilaba la partida del Renault. El Renault se perdió de vista; las nubes se movieron y mutaron el color del día translúcido en el que flotaba, suspendida, la polvareda de las obras, y volvieron a moverse y hubo una luz química y lívida de cabellera albina, y mi hermana surgió como una alucinación cerca del Opel, con un lazo violeta y brillante en el pelo y los labios rojos. No sé por qué se me saltaron las lágrimas mientras arrancaba, una a una, las páginas del libro de ciencias naturales.

7

Entré en la casa, a la habitación de mi hermana: al estrépito de la maquinaria de los constructores se sumaba el motor de la lavadora, pero, ante la puerta del dormitorio, se amontonaban, como una carpa de circo hundida, las sábanas celestes. Mi hermana había mudado su cama pasado el mediodía, pues solía, antes de acostarse otra vez, cargar y poner en marcha la lavadora a primeras horas de la mañana. Me acerqué a las sábanas, las toqué: todavía guardaban calor de cuerpo. Me eché y acurruqué sobre las sábanas sucias: despedían un olor desacostumbrado, que me inquietaba como si, en un cuarto a oscuras, notara o, mejor, presintiera la presencia de un sombrío bulto nuevo. ¿Era el olor de mi padre? Entonces vi las manchas viscosas, manchas que parecían nubes con forma de felinos o felinos deshechos con forma de nubes: los animales que me sorprendían en el viaje de hacía dos veranos en las carreteras, en medio del asfalto o en la cuneta, destripados y sanguinolentos o una mera plasta de grasa que ni afectaba al sistema de suspensión del coche.

Me gustaba oír la lavadora, las hormigoneras, las excavadoras, los taladros, la voz repentina de un capataz. Tenía sueño, me sentía exhausto, como si hubiera perdido sangre: todos los mecanismos que funcionaban en torno mío movían los émbolos de un aspirador de sangre que actuaba sobre mí por control remoto. Me estaba convirtiendo, seco, desangrado, en un ser de piedra: empezaba a dejar de oír el ruido de las obras, la lavadora se evaporaba, las sábanas palidecían, dejaban de despedir el olor de la malicia o de la enfermedad. Contaría hasta diez, al alcanzar el diez me levantaría, me ducharía, me vestiría, saldría al exterior a mirar las grúas. Pronuncié la palabra diez, me puse de pie, entré en el baño, abrí el botiquín, encontré las cápsulas celestes con las que tío Adolfo me había dormido. Me tomé, bebiendo directamente del grifo del lavabo, cinco cápsulas. Volví al montón de sábanas sucias, me tumbé y me dormí.

Pero me desperté en mi cama: era muy de noche y, por las ventanas, llegaba la luz de los reflectores nocturnos que iluminaban los trabajos de las cuadrillas. Me asomé al jardín: al lado del Opel -desde que lo sacó del garaje el día en que averigüé que el moribundo del sofá era un impostor, mi hermana lo dejaba al aire libre- había un coche viejo y grande cuya marca yo ignoraba. Luego me enteraría de que se trataba de un Peugeot pasado de moda. Así que mi hermana seguía buscando a mi verdadero padre: ya tenía las cejas y la espalda de tío Adolfo, la voz de Schuffenecker. ¿Qué habría encontrado ahora? Me deslicé silenciosamente hasta la puerta de su dormitorio, pegué la oreja: la puerta era fría y áspera como un filete que lleva días en el frigorífico. Eso sentí: que me aplicaba a la oreja un trozo gigante de carne mientras percibía un roce de paños húmedos, la respiración inaudible de dos ardillas en una jaula, un reloj sobre un plato, la voz amordazada de un desconocido que en plena madrugada tararea una rumba, una risa contenida. En mi habitación, acostado, apagada la lámpara, clavé los ojos en las sombras que los reflectores proyectaban sobre el techo blanco. No me dormiría: observaría a la persona que estaba con mi hermana en el dormitorio, comprobaría qué fragmento de mi padre había encontrado mi hermana ahora.

Me dormí. Cuando desperté eran las tres y veinte de la tarde y el coche desconocido no estaba en el jardín, ni el Opel. Me puse una camisa y unos pantalones encima del pijama, las botas, una pelliza. Me bebí un litro de leche y cogí un puñado de dinero de la caja de tabaco habano en que mi hermana lo guardaba. En un autobús me fui a la plaza Alférez Brizzola, donde terminaba la línea. Otro autobús me condujo a la calle Reinoso. Subía a los autobuses, cerraba los ojos y esperaba el aviso de última parada, de fin de trayecto. Iba de pie agarrado con fuerza a la barra, cara a la ventanilla: quería ver cómo mi cara permanecía inalterable en el cristal mientras los exteriores se sucedían, pero me daba pánico ser siempre lo mismo y cerraba otra vez los ojos. En la Alameda, desde el autobús, descubrí, en el instante en que me tocaban el hombro para que abandonara el vehículo, el Mercedes de Schuffenecker. Lo identifiqué por la matrícula: tengo una memoria excelente para los números y soy capaz, sin contarlos, de adivinar cuántos libros hay en un mueble. A través del parabrisas me di cuenta de que Azores, un portugués, amenazó con una escopeta de caza al dueño de Villa Margarita porque las hojas de los árboles de Villa Margarita caían en el patio de Villa Azores. El chasquido levísimo de la puerta al abrirse y cerrarse me alteró los nervios, como si el portugués hubiera disparado su arma. La espalda apesadumbrada de mi padre avanzaba hacia el Renault de tío Adolfo. Tío Adolfo conservaba entre las manos blandas el paquete de papel negro y plata. Pero, cuando Schuffenecker salió de la casa dos horas más tarde, el vendedor de coches usados tenía también la espalda de tío Adolfo, y el pelo aplastado que el día anterior le había visto a tío Adolfo, y las cejas seguras de tío Adolfo. «Adiós», dijo con la voz de mi padre. Mi hermana lo despedía tras la ventana cerrada de su dormitorio.

8

Tres días después se presentaron en la casa la nariz, la boca y las manos de mi padre. Era sábado, y yo podía leerle al sofá la enciclopedia de los animales oceánicos y oír la música clásica de la radio y ver la televisión sin voz -me gustaba el zumbido que salía de la televisión cuando se la dejaba sin voz-, libre de la digna malevolencia de mi hermana, preocupada sinceramente por mi vida escolar: los sábados me salvaban de los autobuses, del cuartucho de la depuradora y del callejeo sin fin entre individuos que miraban como si estuvieran dispuestos a atacarme o como si temieran ser atacados por mí, un niño indefenso e inseguro. Alcé un instante la vista del párrafo que me hablaba de los grandes peces sin ojos de las más profundas profundidades, vi en la televisión las banderas tensas y ondeantes al viento, me pregunté una vez más por la identidad del misterioso propietario del Peugeot.

De madrugada me había despertado, me había asomado a la ventana y había descubierto al Peugeot que salía del jardín, se detenía más allá de la cancela, bajaba un hombre envuelto en un chubasquero, la cara semioculta por una capucha. Los focos de las obras revelaban una lluvia silenciosa y tan persistente como la noche misma. Cerró el hombre la cancela de la casa, volvió al Peugeot y encendió entonces los faros: dos columnas de luz se alargaron hacia una montaña de cascotes; los pilotos rojos resplandecían como peces en un acuario iluminado. Cuando el automóvil arrancó, los obreros interrumpieron sus faenas, el brazo de la grúa se inmovilizó, como si saludaran, despidiéndolo, a un príncipe o a un magnate. La parálisis afectaba a todo, salvo al coche que se alejaba. Salí al pasillo; a través de la ventana del fondo llegaba el resplandor de los focos, y me alarmó -la costumbre no impedía mi prevención asustada- la trama de sombras que se dibujaba en el techo y en las paredes. La puerta entreabierta del dormitorio de mi hermana me atrajo misteriosa. Me asomé, sigiloso y secreto, al cuarto oscuro: mi hermana miraba por la ventana, desnuda. La estuve contemplando no sé cuanto tiempo, hasta que advirtió mi proximidad, la de un ser callado y concentrado en una oración. Sin volverse hacia mí dijo: «Acuéstate.»

Ahora bajaba del dormitorio -se levantaba de la cama bien pasada la hora de la comida: perder el almuerzo, según ella, le servía para conservar la línea estilizada-, rutilante en un primaveral vestido de piqué rosa con una rebeca celeste: parecía una empleada encantadora de una pastelería-heladería moderna. Desde hacía días utilizaba cosméticos caros, cosméticos que, aplicados, no se percibían pero provocaban efectos admirables. Las listas de sus jerseys hacían juego con las listas de sus calcetines. Desayunaba piña mojada en zumo de naranja, y no renunciaba al café con tostadas. La tarde anterior había despedido con pretextos a tío Adolfo y a Schuffenecker y había salido con un coronel cuya nuca, bajo la gorra reglamentaria, me recordó inmediatamente a la nuca de mi padre: era impresionante observar la nuca del coronel, mientras mi tío hablaba frente a mí, aconsejándole a mi hermana que fuera con él a visitar a tía Esperanza; era como ver una nuca que coronara el pecho de un hombre, no la espalda. Rogaba Schuffenecker que mi hermana le concediera una nueva entrevista de trabajo, y yo conseguí llevar al coronel junto a mi tío, hombro con hombro: me resultó un consuelo unir aquella nuca y aquella espalda paternas, mientras resonaba la voz que Schuffenecker le había robado a mi padre.

Se sentó mi hermana a mi lado, me tomó de la mano, me dijo: «Me gusta oírte leer.» Y entonces llamaron a la puerta. Dejé el fascículo de la enciclopedia, miré por la ventana: un taxi se iba sin ruido en medio del ruido de las taladradoras; un caballero esperaba sobre la alfombrilla de caucho con una caja de tarta en las manos: reconocí aquellas manos. Eran las manos de mi padre. Y la boca y la nariz, bajo la mirada levemente estrábica y azul, pertenecían también al rostro de mi padre. Mantenía las manos sobre las piernas cruzadas con elegancia anglosajona, hablaba pausadamente acerca de una antigua relación profesional con nuestro padre, dijo que se encontraba muy interesado en las actividades de mi hermana. La alusión a las actividades de mi hermana me pareció muy enigmática. Pero me gustaba seguir los movimientos de una boca que me era familiar, y de la que salía la voz lenta, casi retardada, como si el hombre no fuera real, sino una imagen de película en la que hubieran sincronizado mal la banda sonora. Y resultaba confortable que el habitual estruendo de las máquinas no repercutiera en el tono de su voz: parecía que toda su vida hubiera vivido en la casa, sometido al fragor de los barrenos, acostumbrado al yeso y al cemento que flotaba en el ambiente: la nariz aguantaba impertérrita, sin un estornudo. La caja de la tarta vibraba casi imperceptiblemente sobre la televisión. Un médico conversaba, en la pantalla muda, con una agonizante conectada por las venas a tubos, bombonas y aparatos. La agonizante mostraba un ánimo y un color excelentes.

Yo deseaba que aparecieran tío Adolfo, Schuffenecker, el coronel de la nuca vigorosa, y coincidieron con la boca y la nariz y las manos del recién llegado: vería a mi padre materializarse ante mis ojos, aquí la nariz y allí la nuca y más allá las cejas y la espalda, y la voz sonando como salida de un magnetófono, como pruebas mandadas por los secuestradores a los familiares de su víctima, testimonios de que sigue con vida. «¿Me permiten que fume?», preguntó el caballero. «Haga lo que quiera», respondió mi hermana. «Estoy dispuesto», dijo el hombre dijo el hombre con la amplia sonrisa que pertenecía a mi padre. ¡Hacía tanto tiempo que mi padre no fumaba! Los fuertes dedos afilados de uñas pulidas acercaron con suelta exactitud el cigarrillo a la boca. Callábamos y oíamos, sepultado bajo el ruido de las obras, el crujir de los muebles en las habitaciones, la inhalación del humo del tabaco. «¿Volverá usted?», preguntó entonces mi hermana con tono de despedida, aunque Devoto -así se llamaba la encarnación de las manos de mi padre- aparentaba sentirse muy cómodo. «Lo estoy deseando», contestó Devoto poniéndose de pie como un autómata. «Lo espero, señor Devoto; hoy me debo a otras obligaciones», dijo mi hermana. ¿Otras obligaciones? La entendí cuando, sucesivamente, irrumpieron en el jardín el Renault de tío Alfonso, un Rover magnífico conducido por Schuffenecker, el Ford del coronel.

La vida intrigante de mi hermana crecía en proporción directa al aluvión de propaganda de hoteles que surgía por sorpresa en mi casa: no era difícil encontrar sobre el televisor o la radio, en vasos, rincones nunca limpiados, en el hueco de un zapato sucio, un cenicero del motel Monterrey, fósforos con publicidad impresa, una toalla en el paragüero con el monograma del hotel California. «¿Puedo pedir un taxi?», interrogó la boca que era de mi padre. «No tenemos teléfono», le dijo mi hermana a Devoto, sosteniendo entre los dedos el cable cortado del aparato que destellaba sobre el velador. Vi alejarse a Devoto entre la polvareda y las explosiones de las obras, encogido, a pesar de la prestancia fingida, como una pupila que recibiera de golpe un alud de luz, el choque de un foco de interrogatorios. Buscaba un taxi como otros buscan, a medianoche, una farmacia o un bar.

Convencí a Schuffenecker para que me diera una vuelta en el Rover y le pedí a mi tío Adolfo que nos acompañara: unas miradas imperiosas de mi hermana que hablaban, explícitas y compasivas, de mi desvalimiento de huérfano, forzaron a los visitantes a satisfacer mi deseo. El Rover puso a prueba sus amortiguadores entre montañas de restos de inmuebles derruidos, sorteando hormigoneras, apisonadoras y excavadoras, mientras yo, en el asiento trasero, clavaba los ojos en la espalda de mi padre y oía su voz: Schuffenecker, al volante, explicaba pormenorizadamente a tío Adolfo las ventajas del espléndido coche en el que viajábamos. «Sin embargo», dijo Schuffenecker, «no son los automóviles mi pasión, sino los libros». Decidí intervenir en la conversación para ganar tiempo: quería beneficiar al coronel; una nuca como la suya sería difícil de recuperar si la perdíamos. «Yo quiero ser novelista», dije. «¿Novelista?», preguntó extrañado tío Adolfo, que sabía perfectamente que mi vocación era la de explorador submarino. «Sí», aseguré mientras me preguntaba cuántos minutos necesitaría mi hermana para escaparse con la nuca de mi padre; «me he inventado ya treinta novelas». «¿Treinta novelas?», fingió interesarse la voz de mi padre. «Una tratará de un hombre, otra de una mujer joven, otra de una mujer vieja que conoce a una mujer joven, otra de un hombre que conoce a una mujer joven que era amiga de una mujer vieja.» «¿No deberíamos volver a la casa?», me interrumpió mi tío, en el momento en que vimos derrumbarse lo que quedaba de Villa Rosa. «Otra novela trata de mi hermana: es una novela histórica», añadí. Schuffenecker oprimía un pulsador para que chorros de agua regaran el cristal cubierto de polvo del Rover, ponía en marcha los limpiaparabrisas. Parecía que avanzáramos por un territorio en guerra, entre demoliciones, bombardeos y excavadores de trincheras. Atravesamos la cancela de la casa con el consuelo de quien encuentra por fin asilo en la legación diplomática de un país neutral.

Del jardín había desaparecido el Ford del coronel y la casa estaba desierta, aunque la radio sonaba y en la televisión en silencio se veía pedalear a un grupo de ciclistas. Schuffenecker y tío Adolfo se miraban con la desolación de dos estafados que coinciden en la sala de espera de una comisaría, dispuestos a denunciar a un mismo estafador. Entonces, con disimulo, le pasé a Schuffenecker una caja de fósforos con propaganda del hotel Niza: el vendedor de coches usados creyó descubrir en mi cara el gesto cenagoso y torcido de los confidentes policiales. Lo único que se plasmaba en la cara era la inseguridad inevitable del mentiroso que no confía en los resultados de sus embustes. Pero mi estratagema funcionó: Schuffenecker pretextó una nadería y salió disparado a bordo del Rover descomunal hacia el hotel Niza. Me quedé con mi tío, que se ofreció a invitarme al cine. Odio el cine: me parece terrible encerrarme a oscuras con una multitud de extraños. Yo le dije que esperáramos a mi hermana.

Estábamos tan callados oyendo la radio y el ruido de las obras que sentimos el frenazo del coche, las pisadas en el césped y en la gravilla del jardín, la llave entrando en la cerradura y girando, el chasquear de los mecanismos de la cerradura. Apareció mi hermana, pálida como si la hubieran desgastado el clima y el roce con los objetos, lívidos los labios de niña enferma y caprichosa. «Me siento mal», saludó, y ordenó enseguida: «Llévame a la cama.» Iba a acatar su orden -sus órdenes siempre han sido para mí deseos- cuando me dijo: «Tú, no». Y me tendió un billete. «Vete al cine.» Ella no ignoraba mi odio hacia los cines grandes y tenebrosos. «No quiero», le dije, los ojos fijos en los dorados zapatos planos que estrenaba, devolviéndole el billete. «Trágatelo, y lárgate.» «Se encuentra mal», se justificó tío Adolfo, el pie en el primer peldaño de las escaleras que subían a los dormitorios. Fui a la cocina, llené un vaso de agua, hice una bola con el billete y me lo tragué. Pero me quedé en la casa.

9

A través de la rendija de la puerta vi la espalda desnuda de tío Adolfo como la espalda desnuda de mi padre, no la blanca espalda en la que resaltaba algo de vello cerca de los hombros y que mi hermana enjabonaba con una esponja amarilla y frotaba con la toalla color albaricoque los días anteriores a la noche en que aparecieron los hombres de la ambulancia para cargar con el cadáver del enfermo, sino la espalda que se bronceaba al borde de la piscina las mañanas de sol. Incluso en los largos domingos invernales era capaz mi padre de ponerse el bañador y zambullirse en el agua helada -un jardinero limpiaba entonces la piscina-, y luego se tendía sobre las losas como un atleta agotado por el esfuerzo de los entrenamientos. ¿Volvería mi padre? Me bastaba la presencia escindida de su boca y sus manos, de una nuca, del simulacro de su voz en la voz de Schuffenecker, de la espalda de tío Adolfo, de sus cejas. Me fijé en la ceja izquierda de tío Adolfo, la ceja de mi padre, dormido de perfil, el pecho aplastando las sábanas celestes, en la cama de mi hermana, junto a mi hermana. ¿No aparecería en el futuro alguien que tuviera las piernas y los brazos de mi padre, la frente de mi padre, sus facciones enteras, su energía? Entonces mi hermana tomó entre las manos la cabeza de tío Adolfo y la volvió hacia la pared, como si le molestara que la cara permaneciera girada hacía ella. Luego se irguió unos centímetros y me vio.

Nos miramos sin un gesto ni un signo, como quienes se encuentran por casualidad en un lugar abyecto en el que no quisieran estar o en el que, al menos, no quisieran ser sorprendidos: nos mirábamos con complicidad y rechazo, con maldad y piedad, rebosantes de vergüenza y ansia de olvido. Pero muy pronto mi hermana recobró su permanente expresión de fastidio, rodeada de indeseables -y yo era el principal indeseable de los indeseables- que empañaban la bella conducta a la que la destinaban sus cualidades, desterrada -no por sus culpas, sino por las culpas de los indeseables- de la normalidad resplandeciente que debería ser su vida. Sin una palabra alcanzamos el acuerdo tácito de que jamás hablaríamos de aquel veloz instante anquilosado, el instante en el que dos guerreros descubren el fondo de los ojos enemigos antes de asestarse mutuamente un hachazo o una puñalada.

Me escondí, con la tarta que el señor Devoto nos había regalado, en el cobertizo de la depuradora: era una tarta blanca en la que habían incrustado un círculo de fresas. Un impulso llevaba mis dedos a las fresas, otro impulso los retiraba. No tocaría las fresas, no tocaría la tarta. Comía poco y la sola idea de comer me resultaba repugnante: estaba seguro de que, si aguantaba en ayunas, alimentándome de agua y leche y naranjas, en el plazo de un mes me elevaría del suelo, podría caminar sobre la hojarasca de la piscina sin hundirme. Decidí hacer una prueba: cogí la tarta y el largo mango de la redecilla metálica que, en otro tiempo, se utilizó para cazar las hojas caídas a la piscina. Salí del cuarto de la depuradora y, empleando la red -una especie de raqueta de tenis de larga empuñadura-, coloqué con el cuidado con que se levanta un castillo de naipes la tarta de fresas en el centro de la costra de hojas y desechos que cubría el agua de la piscina: la tarta se sostuvo sobre las aguas quietas.

Se había hecho de noche, y me tumbé en la hamaca tiritando de frío a la luz blanquecina y clínica, de vacío estadio nublado, de los reflectores de las obras. Miraba con fijeza la tarta: ¿Se había hundido unos milímetros como una catedral que, de año en año, cediera a la inconsistencia del terreno sobre el que la habían construido? Cerré los ojos, los abrí: me pareció que se había hundido algo más. Y entonces alguien salió a la puerta de la casa. No lo vi, pero pude oírlo. Y apareció mi tío con el pelo mojado y aplastado y la espalda erguida y airosa, y alcanzó su coche y arrancó y se fue sin detenerse a echarle el cerrojo a la cancela. Una hora después, cuando el agua mojaba la nata de la tarta, lo siguió mi hermana: se había puesto un lazo de tafetán azul en el pelo, el traje sastre azul claro. El golpetazo de la portezuela del Opel me sobresaltó de un modo inexplicable. Volví a mirar la tarta y no estaba. Me pregunté si se habría volatizado a causa del halo de violencia que despedía mi hermana o se habría hundido.

Me figuré que iba en busca del hombre del Peugeot anticuado, así que me dispuse a esperarla. No quería que me supiera al acecho: me recluí en mi cuarto, de pie junto a la ventana bien apestillada, con la determinación de no ceder al sueño pegajoso. La polvareda que levantaban las cuadrillas de obreros se arremolinaba al viento, iluminada por los reflectores: en un relámpago me sorprendieron los caballos de la máquina giratoria que había salido en la televisión, los violentos cascos metálicos de los caballos sonrientes que subían y bajaban enloquecidos. ¿Estaba dormido de pie? ¿Sufría una pesadilla? Me había aislado en un coche detenido en un garaje con los cristales herméticamente cerrados; sentía una presencia física que, sin embargo, no veía: unas manos enguantadas de cuero negro o sosteniendo una tela alquitranada se preparaban para asfixiarme. Me desperté boca abajo, la cara contra la almohada: un coche arrancaba fuera. Me lancé a la ventana. El Peugeot ya había dejado atrás la cancela, se iba. «¡Espera, espera!», grité. Desde el exterior me verían -si alguien me veía- como una de las figuras que se agitaban en la pantalla del televisor sin sonido.

«¿Quién es? ¿Es papá, que ha vuelto?», le pregunté muy cerca de la oreja sin pendiente -ni siquiera tenía la marca del agujero-, y se despertó. Mi hermana estaba feliz, como si saliera de un buen sueño. «Es Martín, Martín, Martín.» ¿Martín? ¿Se había vuelto loca? Y metió la mano bajo la almohada y sacó la fotografía: mi hermana y un imberbe que me superaría en pocos años posaban del brazo ante un tiovivo parado, y los caballos sonreían con los cascos al aire, atravesados por rutilantes tubos niquelados. «Es Martín», repitió arrebatada por una obsesión. Y del cuello de Martín colgaba la cadena con el anillo de mi padre. «¿Qué harás con papá? ¿Qué pasa con tío Adolfo y Schuffenecker y el hombre que tiene la nuca como papá y el hombre de las manos como papá? ¿No los mandaba papá?» Mi hermana me dijo: «Te has vuelto loco.» Me abrazaba y, más allá de su cabeza, vi la pared oscura y la tiniebla reflejada en el espejo y las cosas casi invisibles y obstinadamente mudas, y en el techo la sombra de la grúa, y los cuerpos negros que parecían sombras pero no eran sombras sino los cuerpos mismos en el espejo. Pensé que debía responderle, y a la vez me tapaba la boca una rígida obligación de callar. Me caían las lágrimas de mi hermana sobre el hombro: me calaban la camisa y eran cálidas como la orina de un animalillo.

Nos dormimos juntos. Había un ser frío que se acostaba conmigo por las noches y me tocaba y no me dejaba dormir de espanto, pero entonces me dormí sin darme cuenta y tuve un sueño: soñé que el Peugeot salía de la casa y que yo iba al cuarto de mi hermana y le preguntaba por el dueño del Peugeot, y mi hermana me enseñaba la foto de Martín, y me abrazaba y lloraba, y nos dormíamos juntos. Soñé con exactitud lo que había pasado y lo que estaba pasando: por primera vez en mi vida pude ver la cara que tengo mientras duermo.

10

Los domingos interrumpían las obras y nos despertaba la desacostumbrada ausencia de ruidos. Antes de abrir los ojos recordé que me encontraba en el dormitorio de mi hermana, en la cama de mi hermana, y adiviné que mi hermana ya no estaba en el cuarto. Yo ocupaba el hueco que otro cuerpo había excavado en las sábanas, y me acordé entonces de la noche en que me había tumbado en el sofá que el moribundo acababa de dejar vacío: pero ahora mi madriguera no era una fosa, sino una trampa camuflada y amable, un lugar en el que se me enredaba con comodidades mientras se planeaba mi perdición. Abandoné la cama caliente, me puse el albornoz amarillo de mi hermana, bajé a la sala. Mi hermana -tenía el pelo mojado y los dedos extendidos, recién lacados con el invisible esmalte de uñas, y se había puesto el vestido rosa de piqué- veía la televisión insonora, un paseo de sigilosas aves zancudas por las aguas lisas de un lago. «Te has puesto mi albornoz», dijo, aunque ni siquiera me había mirado. «El amarillo te hace más blanco.» Y me descubrí pálido en el espejo, como si hubiera sufrido una hemorragia mientras dormía.

Entonces empezó a oírse el motor del coche: sé que mi hermana lo oía tan bien como yo, a kilómetros todavía de distancia, pero permanecíamos callados, los ojos en la callada televisión, hipnotizados por las largas patas y los largos picos de los pájaros. Tenía mi hermana la arrogancia de quien ha tomado una fría determinación, se ha sometido a un proyecto; pero en los labios -entre los labios relampagueaban de pronto los fuertes dientes blancos- le quedaba un resto de vulnerabilidad, el temor de poder ser herida. El coche avanzaba hacia la casa, se detenía frente a la cancela. Nada decíamos mi hermana y yo, dos cómplices cercados que perciben sin una palabra, entendiéndose telepáticamente, la llegada de los comisarios. Sonó el claxon tres veces y tres veces más. Mi hermana me hizo una señal con la mano para que no me moviera. Se levantó de la butaca -una lima de manicura apareció en la butaca cuando se levantó mi hermana-, salió de la casa. De rodillas en el sofá del muerto espié, a través de un cristal que mi respiración empañaba poco a poco, lo que sucedía en el jardín.

Mi hermana no había abierto la cancela. Schuffenecker se apeaba de un Autobianchi diminuto: la portezuela metálica, al ser cerrada, resonó como un gong que alguien agarrara para que no pudiera vibrar. Oí de lejos la voz de mi padre: «¿Qué pasa? ¿No me abres?», pero no oí las explicaciones de mi hermana, que, con el pelo mojado, parecía aguantar una lluvia invisible y mágica que sólo caía sobre su cabeza. Schuffenecker, la voz de mi padre, proclamaba su mala suerte, contaba la visita a un astrólogo, las noticias nada tranquilizadoras que el astrólogo anunciaba. Mi hermana cruzaba los brazos, los dedos siempre extendidos y separados, como si se acurrucara a sí misma con una cierta rigidez; yo la veía de espaldas, separada de Schuffenecker por la cancela, y las puntas de sus dedos sobresalían como si quisieran transmitirme un mensaje impreso en las huellas dactilares. «No, no, nunca», oí nítida la voz de mi hermana. «Me duelen las piernas», casi chilló Schuffenecker.

Frente al edificio Inglaterra, encapuchado por inmensas lonas azules, naranja y amarillas, se detuvo un taxi: un individuo con un paquete blanco en las manos descendió del vehículo. El hombre del traje color de madera que se acercaba a nuestra casa mientras Schuffenecker exigía su derecho a sentarse unos minutos en una silla cómoda resultó ser el comedido señor Devoto. «Dios mío», dijo mi hermana, y oí caer los cerrojos y cadenas de la cancela. Me retiré sin prisas del ventanal, volví a mi butaca, simulé que la única cosa que encontraba interesante en el mundo era la imagen del caracol que, en la pantalla del televisor, escalaba un esbelto tallo verde. Las piernas de bailarín de Schuffenecker cojeaban, en efecto, ostensiblemente, víctimas de los malos augurios del astrólogo. Tras Schuffenecker surgió el señor Devoto, con la actitud de la araña que, en la esquina de un sótano desordenado y cochambroso, teje elegante y limpia su tela geométrica. El caracol acababa de alcanzar una hoja por la que se arrastraba trazando una línea de baba. Mi hermana cogió el televisor -no se molestó en desenchufarlo y una pálida luz verde, azul y amarilla le tintaba la cara y el pecho como si abrazara una lámpara o una gran linterna- y dijo: «Aquí tienes, Schuffenecker.» La voz de mi padre sonó irritada y desfallecida: «No es justo, no.» La boca de mi padre permaneció, sin embargo, inmóvil en la cara hierática del señor Devoto.

Tomó Schuffenecker el televisor conectado y salió cojeando de la casa: ante la puerta abierta de par en par se paró. El cable tenso del televisor no daba más de sí. Entonces depositó con sumo cuidado el televisor sobre la alfombrilla de goma: el caracol, en una imagen aclarada por la luz plena del mediodía, me miraba fijamente desde el suelo del porche. En silencio oímos la partida de Schuffenecker: jamás volvería a recibir el regalo de la voz de mi padre. El hirsuto señor Devoto sólo parecía prestarle su atención estrábica al telefilm divulgativo sobre la vida de los caracoles. Cerró mi hermana con un portazo, fue a la cocina, regresó con la caja de la tarta de fresas en la mano. Puso la caja blanca y rosa encima de la mesa. ¿No había notado que estaba vacía? Devoto colocó, junto a la caja de la tarta, una caja envuelta en papel de confitería que debería estar llena de dulces. Pensé en la tarta de fresas deshaciéndose en el fondo limoso de la piscina encapotada por la hojarasca; en la oscuridad de los pasteles dentro de la caja, rozándose unos con otros, nata con merengue y crema con guindas, agriándose poco a poco con el secreto silencioso con que las personas envejecen en la soledad de las habitaciones aburridas y maduran y se pudren los frutos en la rama o en las fuentes de la despensa.

Los ojos azules y desviados del señor Devoto se humedecían sobre la nariz y la boca de mi padre. «Me temo que ha habido un malentendido, señor Devoto», dijo mi hermana. «Le agradecería que se llevara su tarta.» Devoto protestó con el amortiguado tono monótono de quien está habituado a soportar una fría disciplina: parecía que hablara consigo mismo mientras unía las manos de mi padre, las separaba, formaba un cuenco con los dedos, juntaba el índice y el pulgar de la alzada mano derecha como si se tratara de unas pinzas hervidas. Concluyó: «No me extraña que me juzgue usted aburrido y que no admita mi amistad.» Cerró el puño como si estrujara un vaso de papel y se levantó hastiado de la silla, un poderoso que, en el momento conveniente, acierta a disfrazarse de subordinado. Entonces mi hermana dijo: «Se equivoca, señor Devoto; siento admiración por los hombres que saben ser aburridos.» Durante un segundo Devoto aparentó estar muerto o petrificado; luego cogió la caja de la tarta: advertiría por su liviandad que no guardaba nada dentro pero, modelo de educación, no dijo al respecto una palabra. «Gracias», fue su saludo definitivo, una despedida que rebosaba estilo y urbanidad.

Cuando mi hermana le abrió la puerta, en la pantalla del televisor encendido sobre la alfombra de caucho atrajo mi atención la escena de un hombre que, con una caja blanca y rosa en las manos, franqueaba una puerta. Evitó Devoto tropezar con el televisor, cruzaba parsimoniosamente el jardín. Lo llamé; volvió la cara, y pude ver por última vez la boca y la nariz de mi padre: mi padre se deshacía sin remedio. «¿Qué quieres, hijo mío?» Las lágrimas me corrían por las mejillas: la sombra de Devoto seguía andando aunque Devoto estuviera quieto. Ululaban sirenas. No contesté y Devoto alcanzó a su sombra. Una columna de humo se elevaba hacia el cielo en la zona de los edificios Noruega, Dinamarca y Finlandia. Corrí hacia la cancela y adelanté a Devoto. Mi hermana permanecía impasible junto a la televisión. «No afrontes riesgos innecesarios», dijo misteriosamente Devoto al pasar junto a mí. Los vehículos de los bomberos eran instantáneos arañazos rojos, fogonazos de alarmas amarillas y azules sobre las lonas que protegían el edificio Inglaterra. Devoto se alejaba hacia el teléfono público de la gasolinera, alicaído como el expulsado del país donde buscaba asilo. Pero, andando en dirección a las llamas, no parecía sentir autocompasión alguna, sino una cierta ligereza, la agilidad de quien ignora las leyes de los intercambios entre seres humanos. ¿Habría incendiado Schuffenecker, ciego de despecho, la Urbanización Continental?

Entré en la casa. Mi hermana, abierta la puerta, miraba absorta, en la televisión, una larga calle de hileras ininterrumpidas de casas de ladrillos, un muelle al fondo, un fragmento de transatlántico. Devoraba mi hermana un pastel, destapada la caja que Devoto había traído como obsequio. Hacía frío y era agradable oír las sirenas de los bomberos y los vehículos policiales. Cargué con el televisor y lo puse en la mesa: cuando lo tenía en brazos escuché, saliendo muy débil de los altavoces del aparato, el motor de un coche y el consejo de una mujer que decía: «Hazlo, hazlo». Cerré la puerta y las sirenas se alejaron, como si el simple movimiento de cerrar la puerta hubiera trasladado la casa de sitio, a diez kilómetros de la humareda. Escogí un pastel de chocolate. Mi hermana tenía una pizca de nata en la punta de la nariz y empezaba a mordisquear un dulce de nueces.

11

Me gustaba la forma que tomaba el pie para introducirse en la media hecha un ovillo: el pie se estrechaba y alargaba mientras la media -que los dedos tocaban con cuidado- subía por la pantorrilla, doblaba la rodilla flexionada, cubría el muslo. Bien estiradas las medias, mi hermana se miró en el espejo: no estaba conforme con las bragas que acababa de ponerse. Rebuscó en un cajón, sacó unas bragas blancas -mi hermana sólo usa bragas blancas-, se quitó las que tenía puestas. Aunque sólo las había tenido puestas unos minutos, el elástico le había dejado una marca suave. «¿Qué miras?», me preguntó mi hermana. «Las bragas te han dejado una marca», le dije. «Espérame abajo», fue su respuesta.

Mi hermana conducía con una mezcla inquietante de precaución, inseguridad y desenfado: el Opel traqueteaba sobre el asfalto destruido por las taladradoras, saltaba; tenía que agarrarme al asiento para que no golpeara mi cabeza contra el techo del automóvil o contra el parabrisas. Se había nublado, pero la niebla era poco densa y únicamente se hacía visible ante los faros del coche, mezclada con el polvo que levantaban los neumáticos. No sabía hacia dónde me llevaban, y el anochecer y la niebla y unos faros que se nos acercaban, velados como sol a través de un toldo, me daban sensación de viaje de madrugada, medio dormido, aunque estaba perfectamente despierto.

Nos cruzamos con el coche que venía en dirección contraria. En el retrovisor vi cómo el coche frenaba en seco: los pilotos rojos brillaban como señalizadores de un agujero en mitad de la carretera que se hubiera abierto a nuestro paso. Y de pronto el coche nos perseguía marcha atrás. «Maldita sea», dijo mi hermana. El coche nos alcanzó, nos rozó, frenó de nuevo: el claxon no dejaba de sonar. Mi hermana se detuvo: cogía el volante con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos: el blanco resaltaba en la cabina oscura del Opel. Por el retrovisor comprobé que el coche que se había obstinado en seguirnos era el Renault de tío Adolfo. Tío Adolfo hablaba al otro lado de la ventanilla, pero mi hermana no bajaba el cristal y mantenía los ojos clavados en el parabrisas: no miraba el esqueleto del edificio Hungría, sino el propio parabrisas, del que ahora raspaba con una uña una mínima mota blanca. Tío Adolfo era una imagen de la pantalla silenciosa del televisor de Schuffenecker. Arqueaba con suma elegancia las cejas de mi padre. Entonces mi hermana movió la manivela y el cristal de la ventanilla empezó a bajar y la voz de mi tío irrumpió en el coche, sobre el ruido de los motores, tangible como una corriente de aire. «¿Qué hacéis? ¿No me habías reconocido?», repetía. «Vuelve con la hermana de mi padre», dijo mi hermana. «No vengas más solo.» Y arrancó despidiendo una polvareda. En el retrovisor mi tío, entre la polvareda y el humo del tubo de escape y la niebla, era una aparición, un fantasma a punto de esfumarse.

«Ha dado la vuelta, lo tenemos detrás, maldita sea», dijo mi hermana acelerando y reduciendo enseguida para curvar hacia la gasolinera. Me pegué contra el parabrisas en la frente: fue como cuando, en una habitación apagada, chocas con una columna. Tenía los ojos irritados y veía las luces de la gasolinera corridas y danzantes, linternas sobre el agua, faros en una calle regada o inundada. Se concretaban los neones y los anuncios luminosos de la estación de servicio cuando el Renault nos acometió sin demasiada fuerza, como si quisiera advertirnos que existía y que nos había seguido. Mi hermana -tenía los labios entreabiertos y le rechinaban los dientes- aceleró, detuvo el coche, cogió el bolso de piel negra, salió al frío de la noche nublada. Dentro del Opel, solo, mientras miraba cómo mi tío alcanzaba a mi hermana muy cerca del teléfono público, sentí que me quedaba helado.

Hablaban y hablaban. Mi tío rozó una mano que mi hermana, inaccesible, apartó. La espalda de mi padre se hundía bajo el peso de un fardo excesivo. En el surtidor de gasoil las cifras de los contadores pasaban volando: así había visto pasar hojas de almanaque en una película de la televisión de Schuffenecker. Entonces mi hermana cogió el auricular, lo sostuvo entre el hombro y la cara, rebuscó unas monedas en el bolso, las puso en la ranura. Me pareció emocionante el modo con que mi tío se pasó la mano por el mentón y, luego, por el pelo: le colgó el teléfono a mi hermana, dio media vuelta y se encaminó hacia el Renault. «¿A quién ibas a llamar?», le pregunté a mi hermana en el momento en que entrábamos en la avenida Embajadores y comenzaba a llover. «A la mujer de ese cerdo», contestó, y puso en marcha los limpiaparabrisas.

Nos detuvimos frente a las naves del mercado de mayoristas. Mi hermana se aseguró de que yo cerraba la puerta del coche y echó a andar bajo el aguacero, sin prisa, hacia los almacenes de carne. Todo estaba callado: sonaban las suelas de nuestros zapatos chasqueando, al pegarse y despegarse, en la acera mojada. Paró ante una verja alta y negra, sacó un llavín del bolso. No me dirigía la palabra. Cruzamos un patio estrecho y gris, un corredor inacabable; nos detuvimos frente a una puerta metálica sobre la que resplandecía una luz roja. Utilizó otra llave. Atravesamos una sala frigorífica en la que la respiración se convertía en humo y en la que guardaban, pendientes de agudos ganchos, decenas de animales degollados y abiertos en canal. ¿Proyectaba mi hermana deshacerse también de mí? Temía congelarme cuando llegamos a la salida. En el patio interior en el que ahora esperábamos a que mi hermana lograra abrir una nueva puerta la lluvia seguía cayendo lenta e irreal, pero yo no notaba que me mojara, como si el agua cayera en otro sitio o en otro tiempo. Y allí estaba aparcado el Peugeot que me había despertado por las noches.

Subíamos unas escaleras de caracol, giraba mi hermana el pomo de otra puerta, recorríamos habitaciones vacías, sin muebles, en las que mi hermana, al entrar, encendía pálidas bombillas sucias. Vi la franja de luz en la base de la puerta que mi hermana abrió de inmediato: era un cuarto de baño envuelto en vapor, donde alguien se duchaba detrás de una mampara transparente. «¿Martín? Aquí estoy», dijo mi hermana. «Ya salgo, ya salgo». Ahora estábamos en una especie de oficina en que las mesas y las paredes estaban repletas de hojas y hojas de árboles oprimidas entre planchas de cristal. Había hojas sobre las que habían vertido cruelmente líquidos especiales, hasta volverlas translúcidas para que mostraran mejor las nerviaciones: los nervios se desplegaban como las barbas de una pluma de pájaro o como los dedos de una mano extendida, como una red de venas. Todo parecía pulcro: las cosas se endurecían mientras yo tomaba conciencia de que estaba empapado y aterido. Entonces mi hermana me dio la toalla de color de albaricoque y descubrí, secándome el pelo, la mondadura y el trozo de manzana oxidada en el plato, entre papeles y cuadernos, y el jersey de lana basta sobre el sillón de mimbre como un animal derribado.

Martín me llamó por mi nombre: él también se secaba el pelo, como si duplicara mi imagen. Pero, explicándole que los nombres de las personas -he aborrecido siempre mi nombre- no resumen ni simbolizan forzosamente sus caracteres, manías, taras y virtudes, observé que era muy alto, de piel atezada y limpia, casi rubio. Desde las ventanas de mi casa le había calculado menor estatura. Sobre la camiseta blanca en cuya pechera había dibujado un velero con la leyenda Viva la Costa Martín se puso una camisa azul claro, y la cara le cambió ligerísimamente: la cara le cambiaba sin cesar; no era una cara que durara fija ni un segundo, así que, para no marearme, evitaba mirarlo. Ni siquiera vi cuando encendió el cigarrillo: vi cómo se lo pasaba a mi hermana, que imprimió en la boquilla una mancha rosa, y cómo Martín ponía los labios en la mancha rosa. Buscando el paquete de tabaco del que había sacado el cigarro, detuve los ojos en el flexo, en el filamento incandescente de la lámpara. Cerré los ojos; veía, en la negrura de los ojos cerrados, la cara de Martín. Pero, al abrir de nuevo los ojos, la cara que yo había visto no era ya la cara de Martín.

«Vamos a ser amigos», decía. Yo acababa de identificar una de las hojas que Martín había encerrado entre vidrios: pertenecía al níspero de nuestro jardín. «Desde luego», contesté. Martín y mi hermana hablaban ahora de las nervaduras de las hojas -quise entender que Martín dedicaba su interés y su vida a las hojas de los árboles- y, si miraban hacia mi sitio, lo hacían con un gesto que me obligaba a pensar que o no me veían o yo me había volatilizado y ya no estaba allí. Me aproveché de mi invisibilidad: un mínimo insecto avanzaba sobre un folio inmaculado bajo la luz de la lámpara; alargué el dedo índice de la mano derecha y lo aplasté. Sentía con horror su volumen imperceptible contra la yema de mi dedo. No soporto que me toquen ni tocar a nadie, excepto si se trata de mi hermana, pero me había atrevido a tocar a aquel pobre bicho. Yo estaba temblando de repulsión y de piedad, mi dedo sobre el animal reventado. «¿Tienes frío?», me preguntó Martín. Nunca ha entendido Martín nada. Dije que no con la cabeza, examiné la mancha marrón que me había quedado en la yema del dedo y la comparé con la mancha que había quedado en la hoja de papel. «Ahora tendré mucho más tiempo para nosotros», estaba diciendo mi hermana, que tenía unas tijeras en la mano. «¿Tienes un sobre?», añadió, y Martín le ofreció un sobre. Mi hermana se cortó un mechón de pelo, lo metió en el sobre, pasó la punta de la lengua por el engomado del sobre, cerró el sobre y se lo dio a Martín.

12

Entonces cambió nuestra vida. Martín empezó a quedarse a dormir en la casa, y yo me despertaba de noche y oía el ruido de una respiración que no conocía. Iba al cuarto de mi hermana, quería abrir la puerta, la encontraba cerrada con llave; pero la respiración intrusa e invasora estaba al otro lado de la puerta: una pistola cargada dentro de una caja fuerte. Nuestra vida había cambiado: era más natural. Martín me despertaba, me preparaba el desayuno, dejaba que yo exprimiera las naranjas, me llevaba al colegio en aquel Peugeot tan anticuado que me daba vergüenza. «¿Quién te trae al colegio?», me preguntó el nuevo profesor. «Mi hermano», le respondí. «¿Tu hermano?», se extrañó. ¿Había leído mi ficha, en la que constaba que sólo tenía una hermana? «Es un hermano secreto; mi padre no quiere que se sepa que tenemos un hermano, pero yo no puedo mentir», le expliqué al profesor, mirando de reojo hacia la clase. En la clase nadie me quería: ¿quién querría a quien trata con fantasmas? Mis antiguos amigos no olvidaban al espectro del sofá, al espectro de la hamaca en el jardín, que vivía en la casa entre las ruinas de sus casas, casas que ya ni eran ruinas, voladas, derrumbadas, suplantadas por los edificios gigantes; no olvidaban al espectro que era mi padre.

No tenía escapatoria: cada mañana Martín me subía al Peugeot, me llevaba al colegio, esperaba a verme entrar en el pabellón de las aulas. Cuando salía de mi dormitorio, me asustaba encontrármelo por el pasillo o en el cuarto de baño o en la cocina calentando café: era un ser movedizo y cambiante, del que, de noche, no podía recordar la cara. Si en una comisaría hubiera tenido que reconstruir su retrato robot, no habría sido capaz de hacerlo. «Usa una muñequera de piel negra», les diría a los policías. Me aterraba más, sin embargo, verlo lavar los platos, colocarlos en el escurridor, introducir el brazo -su vello era rubio- en el fregadero, en el agua opaca y sin espuma, para quitarle el tapón. Era Martín un maniático de la limpieza: un día se le ocurrió sanear y vaciar la piscina.

Fue el día en que oí la voz de mi padre. Estábamos viendo la televisión entre explosiones de barrenos y estrépito de taladradoras: ahora Martín nos obligaba a ver la televisión con el volumen subido. Mi hermana lo soportaba porque se arreglaba las uñas mientras hablaban los actores o pasaba las hojas de una revista o tocaba a Martín; pero yo, que en tiempos más favorables leía en voz alta la enciclopedia marítima, permanecía en forzoso silencio. Cerraba los ojos y me imaginaba la cara del que hablaba en la televisión: cuando los abría, la cara que yo había inventado resultaba ser la que en ese instante tenía Martín. Lo maldecía mientras mi hermana le rascaba la nuca, sentados los dos cómplices en el sofá del moribundo. Oí entonces el ruido del coche que penetraba en el jardín de la casa; Martín y mi hermana, almibarados y ausentes, no lo oyeron o fingieron no oírlo; se alarmaron cuando sonó el timbre de la puerta.

Quitó Martín los cerrojos y se enfrentó a la voz de mi padre. «Buenas tardes», decía, alzando la voz sobre el ruido de las obras, «buenas tardes; ¿no le interesaría comprar un Volkswagen?» Una ola de polvo entraba desde el exterior. Mi hermana estaba pálida e impasible como un ser de temple que espera un veredicto fatal. «Es Schuffenecker», le dije. Ella me hizo un gesto para que callara. «Por favor, deja que entre», le rogué. «Tengo coche», decía Martín. Dio Martín un portazo, arrancó el nuevo coche de Schuffenecker. Corrí a la ventana y vi que era un Volkswagen moderno. «Mañana limpiaremos la piscina», dijo de pronto Martín. «Sería estupendo», añadió mi hermana. Me di cuenta de que yo no echaba de menos a mi padre: sólo me parecía conveniente que estuviera en su sofá, al que no tenían derecho ni Martín ni mi hermana. Martín subió el volumen de la televisión de Schuffenecker: «No puedo aguantar el ruido de las obras; deberías hablar con tu madre para vender esto», le dijo a mi hermana. Hubo entonces una explosión: acababan de volar otra casa que había sido como la nuestra.

Al mediodía siguiente Martín nos puso a mi hermana y a mí ante la piscina, frente a una mesa sobre la que había colocado una caja de cartón en cuya superficie instaló una cámara de fotos. Era sábado y las obras multiplicaban su ritmo: las taladradoras levantaban lo que había sido el pasaje Miami. Llevaba Martín gafas de sol doradas con los cristales de color verde claro: eran unas gafas idóneas para la limpieza de piscinas que también utilizaba para conducir. A veces tuve la tentación de pedírselas prestadas para saber cómo se veían las cosas a través del vidrio verde, pero la apariencia compacta, en el asiento de atrás del Peugeot, de la cartera de cuero negro con hebillas plateadas, de los montones de hojas transparentes y encerradas entre cristales, me quitaban las ganas de pedirle nada a Martín. Pero ahora había dejado las gafas junto a la máquina de fotos, iba a la casa a buscar algo que se le había olvidado. Me separé de mi hermana, fui y me puse las gafas: estaban graduadas. Las cosas se veían empequeñecidas, inclinadas y distantes.

Regresó Martín con un dispositivo que acopló a la cámara. Yo terminaba de quitarme las gafas y de dejarlas junto a la funda de la máquina de fotos. Me dijo Martín: «Colócate a la izquierda de tu hermana.» Obedecí. Del brazo de la grúa amarilla pendían cuatro vigas de hierro. ¿Cómo sonaría el golpe contra el suelo de las vigas si se desprendieran del cable que las unía al brazo de la grúa? Mi hermana sonreía a la cámara o a Martín o ensimismada, como cuando nos acordamos de una frase que, hace mucho, nos divirtió. Martín apretó el disparador de la cámara fotográfica, se dirigió a paso rápido hacia mi hermana, paró a su derecha. Entre los estallidos de las obras distinguí un crujido menudo y prolongado, el arañar de una uña en la espiral de alambre fino de un cuaderno: Martín empleaba un automático para sacarnos una fotografía. Antes de que sonara el disparo de la máquina de fotos, pensé en el tiempo que tardaría un cuerpo en estrellarse contra el suelo si se lanzara desde el extremo del brazo de la grúa amarilla: hice mentalmente el recorrido desde el brazo de la grúa hasta el suelo. En el momento en que oí el clic de la máquina de fotos el cuerpo que había imaginado chocó contra el techo del cobertizo de la depuradora.

Entonces empezamos a retirar hojas y hojas y plásticos y papeles y cartones de la piscina. En un principio pensé que a Martín lo movía el interés por conseguir los miles de hojas que se acumulaban sobre el agua quieta. Pero todas las hojas fueron amontonadas para que se las llevara la basura. Estábamos recogiendo hojas y Martín encendió la radio del coche e improvisó unos pasos de baile y le restregó a mi hermana los labios por el cuello; y bailaron mientras yo seguía amontonando hojas y hojas y nunca veía el agua parda o verduzca. ¿De qué color sería? Arrancábamos papel pintado de una pared que ha sido empapelada una decena de veces. Ahora Martín y mi hermana bailaban sobre el trampolín: resultaba romántico. Una excavadora abría un agujero frente a la cancela de nuestra casa.

Cuando apareció el agua nos animamos y aceleramos el trabajo. Martín dijo que nadie comería antes de que pudieran abrirse las compuertas de desagüe de la piscina. La montaña de hojas había crecido, y la escalé y le pedí a Martín que me fotografiara. Me dijo que no, que cuando acabáramos la limpieza. Las hojas húmedas se me metían en los zapatos de lona, manchaban la lona blanca: cada hoja pesaba como una piña, embadurnada del polvo de las obras. No quedó ni una hoja sobre el agua y Martín se empeñó entonces en hacernos una nueva foto. Otra vez nos alineó ante la piscina, preparó el automático, repetía gesto por gesto: los movimientos de hacía una hora, y yo sentí entonces que toda mi vida era una repetición, pero cada vez que repetía un movimiento lo hacía peor, en medio de mayor oscuridad y más aburrido. Mis zapatos de lona blanca estaban llenos de lodo, pero, en cuanto saltó el disparador de la cámara fotográfica, corrí al montón de hojas y lo volví a escalar. «Sácame la foto, Martín», le dije al hombre que abrazaba a mi hermana. «Después de comer», me dijo.

Comíamos y se vaciaba el agua de la piscina. Veíamos la televisión y seguía vaciándose. La tarde se había ido oscureciendo, pero Martín conservaba puestas las gafas de cristales verdes. Conectaron los reflectores de las obras y una luminosidad nueva invadió la habitación. Me asomé a la ventana: la piscina estaba casi vacía; dentro de la casa, sin embargo, nada cambiaba, salvo las imágenes que se sucedían en la pantalla del televisor y que yo veía reflejadas en la ventana. «Ven, ven», dijo Martín quitándose las gafas, que quedaron sobre el sofá. Mi hermana y él subían al piso de los dormitorios. Entonces me arrodillé sobre el sofá, sobre las gafas de Martín, y el cristal se rompió y me hizo daño en la rodilla. Me levanté del sofá, le bajé el volumen a la televisión hasta dejarla muda, localicé en la radio música clásica, cogí el fascículo de la enciclopedia marítima y leí en voz alta el capítulo dedicado a los animales que emiten luces propias.

13

Soñé con mi hermano, aunque nunca he tenido un hermano, y me desperté a medianoche temblando de miedo a la desaparición y a mi propia fealdad: tenía mi hermano mi misma cara y yo no podía salir en el sueño, porque no éramos gemelos y mi cara ya la estaba utilizando otro. Alguien acechaba en el jardín, cerca de la cancela: la presencia secreta se notaba en el aire y me había despertado. El dormitorio se oscurecía la noche de los sábados, cuando apagaban la mayoría de los reflectores que iluminaban las obras. Pulsé el interruptor de la lámpara; sentí el alfilerazo de la bombilla en los ojos, apagué otra vez la lámpara: si un extraño o un enemigo espiaba o merodeaba en el jardín no quería alarmarlo, sino sorprenderlo. No me había engañado: un coche con las luces de posición encendidas paraba frente a la casa. Un hombre apoyaba la cabeza en el techo claro del automóvil: bajo el resplandor de un foco lejano la sombra era larga y negra, casi invisible en el negror de la noche. Por la espalda reconocí a mi tío Adolfo: parecía derrotado, la cabeza contra el techo del Renault. Puede que advirtiera que lo miraban: se volvió hacia la casa. La cara era un agujero negro, como escondida bajo una capucha de verdugo. Moví la mano, despidiendo a los pasajeros de un tren o de un transatlántico. ¿Me vio mi tío? Se subió al coche, puso el motor en marcha, se fue con los faros apagados.

Pensé en bajar a toda carrera, alcanzarlo, pedirle que me llevara con él, y me cambiara el nombre y me enseñara a hablar con una voz nueva, como se enseña a los niños que se crían entre lobos en la soledad de los bosques. Pero me arrepentí enseguida de semejantes ideas y volví a la cama. Las sábanas se habían enfriado. Aunque no quería dormirme, me dormí, y otra vez mi hermano me robó la cara, y cuando me desperté era mediodía. El silencio de las obras suspendidas me inquietaba: como el callar de los ocupantes de una habitación alborozada que han visto que llegábamos nosotros. Mi hermana y Martín, con botas de goma roja, manejaban cepillos dentro de la piscina vacía, barriendo el cieno y los objetos hundidos. «Desayuna y ponte las botas que te he dejado en el baño», me dijo Martín. «¿Me rompiste anoche las gafas?», añadió. «Esas gafas de buzo no son mías, ni yo las rompí», contesté. Mi hermana arrastraba unas gafas de bucear con el cristal roto. En el fondo de la piscina, sin que nadie se hubiera atrevido a rozarla, estaba, misteriosamente intacta, la tarta de fresas. «Digo», especificó Martín, «mis gafas de sol». Martín estaba irritado. «¿Tus gafas de sol? ¿Qué gafas?», contesté. Y me fui a buscar las botas: tenían impreso el sello violeta de las carnicerías y eran tan grandes que me las podía poner encima de los zapatos. Me gustó beber leche caliente mientras me contemplaba los pies protegidos por la goma roja de las botas.

Había en el fondo de la piscina vacía un cubo de zinc, unas gafas de buzo, una tarta de fresas, una maleta de piel desvencijada. Con el cepillo empujé la tarta hasta el rincón de cieno, en la zona más honda. Martín se había sentado en la escalerilla niquelada, las piernas al aire como si chapotearan en agua: del cuello le colgaba la cadena con el anillo de mi padre. «¿Qué hay en la maleta?», preguntaba. Miré la maleta, a un metro del fango, a mis pies. Una noche yo había visto salir a mi padre de la casa con una maleta, moribundo y tambaleándose, y pensé que huía y nos abandonaba o volvía al hospital, y luego lo vi lanzar la maleta a la piscina cubierta de hojas. A la mañana siguiente pensé que había tenido una pesadilla, y ahora, meses después, la pesadilla continuaba. «¿Qué hay dentro?», preguntó Martín. «Prefiero que no la abras», dijo mi hermana acariciándole una oreja.

Entonces Martín saltó a la piscina, dio dos o tres traspiés, llegó hasta la maleta, se apoyó en ella para frenar y la derribó. «No la abras», repitió mi hermana, pero las manos amoratadas de Martín hurgaban ya en los cierres metálicos oxidados. Saltaron los cierres. En el fondo de la piscina, sobre las losas húmedas, se movían las sombras de las ramas de los árboles, caminos trazados en un mapa irreal y poco fiable que cambiara sin interrupción. Martín revolvía el contenido de la maleta: ceniceros con el monograma de hoteles y bares, billeteras jamás estrenadas, un sujetador con la etiqueta todavía puesta, cucharas y tenedores con iniciales de restaurantes, cuatro pitilleras iguales, estilográficas y bolígrafos, un libro con cuadros de Cézanne, piezas de vajilla rotas. «¿De quién es este tesoro? ¿Hay un cleptómano en la casa?», preguntaba Martín sin dejar de examinar lo que encontraba en la maleta. Mi hermana se encaminó hacia la casa. Martín cerró la maleta, se enderezó, le pegó una patada a la tarta del señor Devoto. «También robó una tarta», dijo. Las fresas volaban como trozos de carne cruda.

«Deberías hablar con tu madre para vender la casa», dijo Martín durante la comida. Mi hermana acababa de ducharse y despedía nitidez: su piel no reflejaba la luz, sino que emitía una luz propia. «¿Te pasa algo?», le preguntó Martín. «No», se encogió de hombros, fuertes y erguidos bajo el albornoz: miraba el apio y la lechuga de la fuente, le quedaba en el labio un resto de zumo de zanahoria. Levantó los ojos y observó a Martín como si hubiera compartido con él la niñez bajo el mismo techo, y luego le hubiera perdido el rastro durante la juventud, y ahora lo reencontrara y no pudiera evitar la sospecha de que él había dedicado los últimos años a las más depravadas tropelías. «¿Por qué no damos esta misma tarde una fiesta para celebrar la limpieza de la piscina?», preguntó Martín. Tenía los labios relucientes de aceite. «Sería estupendo», dijo mi hermana. «¿Hay tiempo para llamar a gente?» «Desde luego», le respondió Martín.

Estábamos frente a la televisión cuando mi hermana dijo que se iba. Le pedí que me llevara con ella. «¿Hablarás con tu madre?», preguntó Martín. Se había puesto las gafas para ver la televisión y tapaba con una mano el hueco del cristal roto. «Con un solo ojo se ven las cosas sin relieve», me dijo mirándome. Me imaginé cómo sería yo sin relieve y sentí una confusa sensación de mareo: así me ocurre cuando me imagino muerto. «¿Con qué madre vas a hablar?», le pregunté a mi hermana. La voz de la televisión me impedía que entendiera bien las cosas que se decían, y el silencio que llegaba del exterior, paradas las obras, me producía un vacío en la cabeza: hubiera agradecido la explosión de un barreno o la puesta en marcha de las hormigoneras. No me contestó mi hermana. Salió muy ceremoniosa con un traje de chaqueta gris, como si fuera a una entrevista de negocios o a un funeral. Me alivió oír el motor del Opel rugiendo a través del gastado tubo de escape.

Por primera vez en mi vida me quedaba solo con Martín en la casa. No me preocupaba eso: me preocupaba que era la primera vez que Martín se quedaba solo conmigo. Podía prever mis reacciones, pero no las reacciones de un extraño. «Voy a ver la piscina vacía», le dije. «Te acompaño», me dijo él. Empecé a subir las escaleras hacia mi habitación. «¿No ibas a la piscina?», me preguntó. «Quiero coger mi gorra», contesté. Pero en cuanto llegué a la planta de los dormitorios, me encerré en el cuarto de baño. Olía al jabón de mi hermana. Desde el ventanuco vi la piscina vacía, la destrozada tarta del señor Devoto, el cubo de zinc, la máscara de buzo, las sombras diluidas de las ramas de los árboles en las losas celestes y manchadas del fondo. Cerré los ojos, aguanté la respiración, bajo el agua. Sabía que si aguantaba hasta contar noventa me cambiaría la cara o se me borraría. Tuve que abrir los ojos al alcanzar el número 57, respirar para no asfixiarme. Martín golpeaba la puerta. «¿Vamos a la piscina o no?» Comprobé en el espejo que mis facciones no habían cambiado.

No pasamos por la piscina. Fuimos en el Peugeot al teléfono público de la gasolinera. Martín quería empezar a llamar a la gente para que se presentara en mi casa con botellas y cintas de música. Pensaba ya en un alud de desconocidos recorriendo las habitaciones para atropellarme. «¿Quiénes vendrán?», me atreví a preguntar. «Estudiantes y compañeros del laboratorio de botánica», dijo Martín. La palabra laboratorio me sonó en los oídos como el choque de los cristales que se impregnan de sangre para los análisis clínicos. «Muy bien», dije. Hablaba Martín por teléfono, marcaba una y otra vez. Notaba ya el agobio de decenas de individuos repartidos por el jardín, la casa, el cobertizo de la depuradora, el garaje. «Ha estado aquí tu hermana.» Al otro lado del cristal estaba el mecánico de la gasolinera: ¿Sabía quién era yo, quién era mi hermana? Apoyaba las manos con restos de grasa en el borde del cristal a medio bajar. Las manos olían a gasolina. El hombre se había afeitado después de días sin hacerlo y le quedaban islas de barba mal cortada. Entonces me acordé de la mujer que viajaba al lado de mi padre y decía: «No te has afeitado bien.» No me acordaba de la mujer sino del peinado de la mujer y de la frase «no te has afeitado bien». No me acordaba tampoco de la voz de la mujer, pero supe que mi hermana estaba ahora con ella en una cafetería del centro -yo había estado en esa cafetería, localizaba la cafetería en la memoria, aunque fuera incapaz de recordar el nombre-, que hablaban de desmantelar la casa y venderla. Ahora mismo estarían hablando o habrían acabado de hablar y la mujer se estaría guardando en el bolso las cucharillas y el recipiente de servilletas de papel.

14

Frente a la persiana metálica de la cochera Martín encendió los faros del Peugeot: la persiana era sucia y vieja, y las luces, al estrellarse contra el metal gris y negro de grasa parecían arrancar una oleada de astillas y polvo. La luz rebotaba en la persiana y nos forzaba a entrecerrar los ojos como si estuviéramos al sol. Pero se había hecho tarde y las farolas funcionaban en la avenida Embajadores, y yo me había perdido después de salir de la avenida, aunque sabía que estábamos cerca del mercado de mayoristas y de las carnicerías, cerca de la casa de habitaciones sin muebles que Martín usaba como vivienda. «Espera», dijo Martín. Bajaba del Peugeot, y yo tuve miedo de que echara a andar y se alejara y me dejara en el coche en marcha y oscuro; pero sólo iba a quitar un candado y levantar la persiana. Conforme la persiana subía, descubrí el recinto que habíamos cruzado mi hermana y yo, tras salir de las neveras de la carne, para llegar a la escalera de caracol que conducía al cuarto de Martín.

Volvió Martín al coche y, sin cerrar la portezuela, lo introdujo en el patio interior. «Vamos», ordenó. Lo seguí por la escalera. Subía los peldaños de tres en tres, y yo corría para no quedarme rezagado y solo en la espesa luz amarilla. Las sombras eran más pesadas que los cuerpos, se movían con mayor torpeza, y entonces me vi subiendo por primera vez la escalera de caracol con mi hermana: entonces la escalera era más ancha: o yo había crecido o las naves de las carnicerías habían menguado. «Si no nos damos prisa, llegaremos tarde a la fiesta», dijo Martín. Atravesábamos las habitaciones desoladas, y Martín se quitaba la cazadora y la camisa. Pulsaba interruptores que encendían tubos fluorescentes: en la luz blanca Martín se dilataba, parecía más seguro. Enchufó el flexo de su estudio: las hojas translúcidas seguían mostrando sus nerviaciones desnudas sobre los anaqueles, cuerpos helados sobre mesas de depósito de cadáveres.

«Me voy a duchar», gritó Martín desde el baño. Me senté en una silla. «Sesenta y dos», dije en voz baja. Conté las hojas encristaladas que había en la habitación: había sesenta y siete. Me asomé al cuarto de baño medio abierto: vi en el vidrio esmerilado de la mampara que protegía la bañera la silueta de Martín, una vaporosa sombra color salmón. Hacía mucho había jugado con mi hermana a las sombras chinas: adivinábamos a quién imitaba nuestra sombra sobre la sábana blanca. Mi hermana siempre me imitaba a mí y yo siempre imitaba a mi hermana, pero yo nunca adiviné a quién imitaba mi hermana: ella me lo revelaba, y no creo que me engañara nunca. Martín imitaba al mecánico de la gasolinera y mentía. «¿Imitabas al mecánico de la gasolinera?», le pregunté cuando entró secándose en el cuarto. Me dijo que no muy divertido.

«Ahora mismo está empezando la fiesta», dijo. Imaginé que sus amigos andaban por el jardín, bailaban al son de la música salida de la radio de un coche, partían las ramas de los árboles, pisaban la hierba maltrecha y descuidada, escupían en la piscina. ¿Habría vuelto mi hermana? Veía vasos y botellas al pie de las hamacas y las mesas, en el trampolín, todos los farolillos encendidos en un gasto innecesario de corriente eléctrica. Y aún llegaban más coches, y los chóferes protestaban, antes de empezar a bailar, por el estado de la calzada y por la polvareda de las obras. Martín se ajustaba una corbata azul y celeste sobre una camisa celeste. «¿Cómo has despintado las hojas?», le pregunté. Pero fingió no oírme. Me contestó: «Alárgame la chaqueta.» Tomé de encima de la mesa un bolígrafo y se lo di. Lo miró extrañado, como si le hubiera pasado un pájaro muerto. «Te he dicho la chaqueta», dijo con el bolígrafo entre los dientes. Cogió entonces una chaqueta azul del perchero y se la puso.

Íbamos a subir al Peugeot cuando me pidió que lo esperara. «Hay que buscar hielo.» Se perdió tras la puerta hermética de la sala frigorífica: una fría fosforescencia salía del local mal cerrado. Quise pensar en Martín y en la sombra de Martín a través del bosque de animales desangrados hincados en garfios, pero sólo conseguí pensar en un salón de billares y máquinas recreativas. Entonces desinflé la rueda trasera derecha del Peugeot: no sé por qué lo hice, pero de pronto me encontré desenroscando el tapón de la válvula y oprimiendo la válvula para que escapara el aire. De la sala frigorífica salía una nube pálida y ligera como un gas, y me gustaba unir el ruido del escape de aire de la rueda a aquel vapor helado; era juntar dos piezas complementarias: el blanco de una ficha de dominó con el blanco de otra ficha. Oí las pisadas de Martín. Retiré el dedo de la válvula, me guardé el tapón en el bolsillo. Martín volvía con una caja de cartón llena de bolsas de cubos de hielo.

Cargó el hielo en el maletero del coche, se frotó los brazos, se sopló en las manos. «Muy bien, vamos a la fiesta; ah, tengo dos botellas», dijo, y sus zancadas sonaron por la escalera de caracol mientras yo seguía desinflando la rueda y ocurría algo inexplicable: me estaba dando cuenta de que el Peugeot era exactamente el Peugeot que había visto en las madrugadas como un misterio. Aunque, desde luego, ya lo sabía, en el momento de desinflar la rueda lo sabía mucho más y me parecía maravilloso, un prodigio. Miraba mi cara en el cristal de la ventanilla y me veía dentro del Peugeot, un fantasma, y me tocaba con la mano que no desinflaba la rueda y comprobaba que continuaba fuera del coche. Y, al oír de nuevo el galope de Martín, ahora escaleras abajo, enrosqué el tapón protector de la válvula.

Martín traía un cigarrillo encendido entre los labios, y en las manos una botella verde y otra transparente. «Ten», me dijo, y cogí las botellas y las encontré pesadas y frías. Subimos al coche, puso la llave de contacto, abrió la ventanilla para que saliera el humo del tabaco. En la etiqueta amarilla de la botella transparente había un zorro o un animal que era como un zorro y clavaba los ojos en los míos. «Maldita sea», dijo Martín, «una rueda está pinchada». Volvimos a salir del coche. Entonces reparé en que la tapicería era color cereza: le sentaba bien al traje de Martín y al pelo de Martín. Entrechocaban las herramientas, rechinaban en el silencio del patio interior. Se oía la respiración de Martín: ¿oía Martín su respiración? Se despojaba de la chaqueta, hablaba consigo mismo en voz muy baja, dejó la chaqueta en el techo del coche. Sacó la rueda de repuesto, aflojó los grandes tornillos que sujetaban la rueda pinchada, levantó el coche con el gato. Traté de que rodara la rueda de repuesto: no podía sostenerla, cayó con ruido de metal y goma. «Estate quieto», gritó Martín.

¿Para qué se había tendido ahora con la cabeza bajo el coche? ¿Buscaba uno de los tornillos? ¿Revisaba un engranaje? ¿Pensaba en el hielo que se derretía silencioso? Tomaba una herramienta y la dejaba en el suelo de cemento sin consideración. Yo lo observaba desde la puerta del conductor, quieto, obedeciendo sus instrucciones. Miré en el interior del coche y vi el llavero con un puñal dorado, pendiendo de la llave plateada. No sé por qué giré la llave: hubo un ruido de motor, el coche se movió y se desplomó sobre el pecho de Martín. Martín no dijo nada, pero emitió una especie de ronquido. El llavero oscilaba, sujeto a la llave de contacto, como un péndulo de poco peso.

Me puse de rodillas: el suelo estaba sucio y arañaba. Miré debajo del Peugeot: Martín me miraba con los ojos atónitos, ladeada la cabeza como si lo hubieran llamado desde el almacén-frigorífico. Tenía sangre en la camisa y en la boca: era del color de la tapicería del coche. Lo que quedaba del cigarrillo le había caído en un hombro y le estaba haciendo una quemadura. «¿Martín, Martín?», le dije. Me parece que movió los labios, aunque no oí nada. Sabía que le colgaba del cuello la alianza de mi padre; no me atreví, sin embargo, a quitársela. Cogí la chaqueta: el bolsillo era caliente como una cama abandonada hace poco. En la billetera encontré dinero para el autobús. Cargué con la caja de hielo: no quería fastidiarles a los invitados la fiesta.

15

La caja de hielo me azulaba las manos mientras mi sombra me perseguía por los callejones que rodean las naves de las carnicerías. Unos pasos venían en mi busca: eran -advertía cuando estaban a punto de alcanzarme- mis propios pasos. Tenía gana de encontrar la parada del autobús, de alejarme de los almacenes y llegar a la fiesta. ¿Bailarían ya en el jardín? La noche se espesaba como una disolución de la que poco a poco se evapora el líquido. Descubrí la señal de la parada de autobuses y hubo un crujido en la caja de hielo: el hielo se derretía, unos cubos caían sobre otros; de alguna bolsa de plástico rota goteaba agua helada. Apoyé la caja en la plataforma del autobús para sacar el dinero y pagar el ticket, y quedó en el suelo de metal y goma una marca rectangular de humedad. «¿No tienes cambio?», me preguntó el chófer. No tenía cambio, y se lo dije. «Muy bien, baja», me ordenó. Le pedí que se quedara con el billete, pero que me acercara a mi casa. «Pasa y guárdate el dinero, pero no manches el vehículo con ese cajón repugnante.»

Así que, durante el trayecto, aguanté con las manos congeladas y azules la caja de hielo. Me dolían tanto las manos que apretaba los dientes y cerraba los ojos: era un molusco, pero me atravesaba un filamento encendido, una línea blanca en el fondo de cada ojo. En el autobús sólo viajaba una pareja de chinos vestidos con gabardinas negras; me senté en la penúltima fila de asientos y, sosteniendo siempre la caja con una mano, fui sacando bolsa tras bolsa de hielo, y las puse en mis pies, y las pisé y rompí, y cuando el agua anegaba el espacio que rodeaba a mi asiento y fluía en la bajada de las cuestas hacia el conductor, avisté la última parada de la avenida Embajadores, deposité el billete de Martín en el sitio en el que me había sentado y salté del autobús, abrazando la caja, en cuanto empezó a detenerse.

Andaba rápido hacia la urbanización, y mis pasos me provocaban una maligna inquietud, como si me sorprendiera de repente en un espejo inesperado. Durante un tiempo, hacía mucho, tuve deseos de perderme y me iba por calles y calles al acecho del instante en el que la memoria me traicionara y fuera incapaz de volver a mi casa. Había siempre una esquina con carteles de cine, un cine, una farmacia, un hombre parado que me señalaban la salida del laberinto. La única vez que conseguí olvidarme de dónde estaba y cómo había llegado hasta allí, y, apoyado en la tela metálica que protegía una vivienda, me preparaba para gritar pidiendo ayuda, descubrí, a través de los setos y los árboles, que me encontraba en la parte trasera de una casa que era muy parecida a mi propia casa: veía las sombrillas, el columpio, el cobertizo de la depuradora, y me parecía estar mirando mi casa, aunque había caminado durante más de una hora huyendo de ella. Cuando chillé, acudieron mi hermana, mi padre, una mujer que me consolaba rogándome que diera la vuelta y entrara en la vivienda. Obedecí. Durante meses pensé que me tenían prisionero unos seres que eran exactamente iguales a los miembros de mi familia y vivían en una casa igual a nuestra casa.

Antes de llegar a la gasolinera me crucé con una mujer que llevaba guantes de goma y con un hombre que llevaba guantes negros. Me crucé con mucha más gente, incluso una mujer me miró con fijeza a los ojos como si quisiera hipnotizarme; pero no recuerdo con precisión ninguna cara ni ninguna cicatriz: sólo me acuerdo del peso doloroso de mis pies, que trataban, en vano, de pisar la cabeza de mi sombra; de cómo no se calentaba jamás la caja de cartón entre mis manos frías; de los guantes de goma naranja y de los guantes negros. Dejé atrás la gasolinera, arrojé la caja en el contenedor de basura e inicié el descenso hacia la casa. Frente al edificio Dinamarca me adelantó una gran moto negra y dorada: el motorista tocó la bocina con estridencia al pasar junto a mí; me pareció que quien lo acompañaba se reía. «Ojalá se cayeran», pensé. Y la moto derrapó en la curva de los edificios Noruega y Finlandia, y se salió de la calzada reventada por las taladradoras.

Pero en el momento en que comencé a oír la música, la moto me adelantó otra vez: sus tripulantes eran invitados a la fiesta. Los coches rodeaban la casa y algunos tenían los faros encendidos. La cancela estaba abierta y había más coches en el jardín, cerca del Opel. La música salía potente del magnetofón acoplado a la radio de un Fiat. Estaban conectadas las lámparas del jardín, y las sombras de los bailarines se alargaban sobre los muros de la casa, como manos ante el cono de luz de un proyector de cine, entrelazados los dedos para formar figuras extrañas. Junto a la esterilla de caucho había un zapato de tacón caído; en el sofá de la sala de estar encontré sentados a los dos chinos de gabardinas negras con los que había viajado en el autobús: veían la televisión, a la que habían quitado la voz. «No entendemos idioma, no idioma», repetían, señalando a la orquesta que tocaba en la pantalla muda; «mejor sin voz», añadieron. Se levantaron ceremoniosos y me saludaron con una inclinación de cabeza.

Subí al dormitorio de mi hermana: mi hermana se pintaba los labios frente al espejo. «¿Eres tú, Martín?», preguntó sin unir prácticamente los labios, y la voz surgió extraña como la de una impostora que, ante un cómplice, dejara de imitar la voz del individuo cuya personalidad usurpa. «Soy yo», le dije. Se volvió hacia mí: me miraba como si le costara reconocerme. «¿Y Martín?», me interrogaba. «Vendrá», dije, «cuando cambie la rueda pinchada del coche». Del perchero descolgué la máquina de fotos guardada en su funda de cuero. «¿Qué haces?», dijo mi hermana. No le contesté: sabía que no iba a moverse, manejando, como estaba, el pincel para los ojos. Regresé a la sala de estar: los dos chinos continuaban mirando la televisión silenciosa. Sobre el televisor coloqué la cámara de fotos, acoplé el automático, pulsé el disparador, corrí para sentarme junto a la pareja oriental. Los chinos se levantaron al unísono para cederme el asiento en el instante en que se abría el obturador de la cámara.

Al aire libre me sentí mejor: disfrutaba viendo a los que bailaban, y el ritmo de las canciones hacía que me olvidara de mí mismo y de mi peso, y me arrastraba de un lado a otro como una corriente de agua. Pasé ante un hombre que encendía un cigarrillo: la llama del fósforo le iluminaba la cara; con el fósforo todavía prendido me observó a través de la primera bocanada de humo, y luego los ojos me traspasaron, me dejaron atrás, enfocaron la figura de alguien cuyas pisadas aplastaban la gravilla de la pendiente que llevaba al garaje. «Hola», saludó el fumador. Quise contestarle, pero no conseguí emitir un solo sonido. ¿Me había evaporado? Me miré las manos: allí estaban, sucias y entintadas por los letreros corridos y borrados de la caja de hielo. ¿Seguían también los pies dentro de los zapatos? ¿Habían desaparecido? Me quité el zapato derecho y el calcetín: el pie derecho tampoco se había disuelto en la atmósfera fresca de la noche.

Me aburría la moto y los coches con los faros encendidos y la música y las voces demasiado altas para imponerse sobre los instrumentos modernos, y, cuando se callaba el magnetofón, el rumor mutilado e impúdico de las frases desnudas, sorprendidas en el apagamiento repentino de la música, admiradas de sí mismas: era el momento que aprovechaban, en el mutismo insoportable, para romper vasos y copas y aplastar los cascotes con botas de motorista. El tumulto de los que bailaban en el fondo de la piscina vacía era más divertido: los bailarines giraban, gesticulaban y saltaban con soltura como hábiles buzos en aguas muy claras. Los faroles y las luces de los coches multiplicaban las sombras: las paredes celestes y blancas eran sábanas tensas e iluminadas tras las que se proyectaban las siluetas oscuras de una banda de muchachos sin sueño. ¿De quién era la sombra quieta que se extendía, como una marca fronteriza, hasta la escalerilla metálica? Levanté un brazo y comprobé que era mi sombra.

Entonces vi que las luces rojas y blancas de un avión se aproximaban a la luz roja que resplandecía en la cúspide de la grúa. Si el avión chocara contra la grúa, ¿caerían pedazos ardiendo sobre nuestro jardín? El motorista vestido de cuero revolvía con un trozo de tubería de plomo en el montón de hojarasca podrida: tenía puesta una careta antigás. Bajé al fondo de la piscina. Los bailarines se acercaban a la maleta que había abierto Martín y dejaban sobre las toallas, las billeteras, los cubiertos, los ceniceros, las servilletas robadas una prenda: un pendiente, una cinta, un jersey, una sandalia. La maleta que mi padre arrojara una noche a las aguas corruptas rebosaba ahora con los regalos de los visitantes. Una mujer que andaba de puntillas me empujó hacia los brazos de otra mujer que me empujó hacia los brazos de un sujeto tambaleante bajo un sombrero sin ala que, aunque sonreía alardeando de unos dientes destruidos, estaba triste como un perro enfermo. Todavía me esperaban los brazos de la mujer que empuñaba la cartera de plástico transparente: me pasaban de uno a otro como una pelota, y yo simulaba reír a carcajadas. Cuando entró en el juego el joven caballero gordo y deforme de camisa planchada y corbata de nudo ajustado y perfecto, con tres bolígrafos de distintos colores en el bolsillo superior, no aguanté más: corrí hacia la escalera niquelada perseguido por las muecas y el jolgorio de nuestros invitados. Les deseé a todos, mudo como quien reza, que se murieran, y, una vez a salvo, frente a la depuradora, me sentí feliz: estaba seguro de que mis deseos se cumplirían antes o después.

En la puerta de la casa, bajo el porche, mi hermana había entablado conversación con los chinos de las gabardinas negras: los tres sostenían vasos de papel con la finura del que alza una copa del cristal más pulido. Me consoló que mi hermana se distrajera en la fiesta. Entre frase y frase lanzaba una mirada a la cancela, y los chinos la imitaban cortésmente, sigilosos, respetando el fruncimiento de cejas, las preocupaciones de mi hermana. Me acerqué a mi hermana: a pesar de que se llevaba el vaso a los labios, el vaso estaba vacío, y vacíos estaban los vasos de los chinos. La música sonaba ahora al volumen más elevado, y me guiñó la mujer elegante que, sentada entre dos coches en una silla de terraza, un tacón quitado y otro puesto, bebía directamente de una botella. «¿Todo muy bien?», decían los chinos. «Todo muy bien», decía mi hermana. Mi hermana esperaba cerca de la puerta, y yo esperaba cerca de mi hermana.

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