Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

Juan Sasturain

Arena en los zapatos

© 1989. Juan Sasturain

Hace veinte años, este libro fue escrito

para Daniela, porque me sacó de perdedor.

PRÓLOGO DE ACADEMIA

“Se puede hacer una armadura con papel.

Pero no te pelees.”

FONTANARROSA, Aforismos de

Ernesto Esteban Etchenique

– No sirve -dijo el tercer amigo en una semana-. Setenta carillas y ningún muerto. Ni un tiro siquiera. No sirve…

– Pero tiene clima, insinuaciones, pasan cosas… Ya llegarán los cadáveres.

La uña crítica golpeó rítmica y sucesiva la pila de páginas mecanografiadas.

– No lo veo. Además, está el problema del ambiente. No se puede ubicar una historia policial en una playita, un balneario casi en el campo.

Argumenté que si escribía o intentaba reconstruir las aventuras del viejo jubilado Etchenique debía ser más o menos fiel a las crónicas de la época, a los recuerdos de sus casos. Y, para bien o para mal, las cosas habían sucedido en esa playa miserable y no en otro lugar. Embalado con mis argumentos, mencioné historias costeras y laguneras de Charles Williams, recordé los pueblitos, los caminos de tierra y las escopetas recortadas de las novelas de Jim Thompson.

El tercer amigo en una semana me miró burlón y sonrió sin comentarios.

De inmediato comprendí mi error y le agradecí mentalmente que no me humillara con comparaciones que yo no había buscado. Sólo quería salvar mi novela -mi pedazo de novela en marcha-, rescatarla de tanto escepticismo.

– Además -concluí-, le tengo que cumplir a Mojarrita Gómez.

Ahora se me rió francamente y además hizo comentarios:

– ¿Pero en realidad existe ese Mojarrita?

– Más o menos -quise intrigarlo-. Me está esperando a mí para decidirse.

Y ahí fue cuando mi amigo resopló, golpeó con la carpeta la baqueteada mesa del bar La Academia, llamó al mozo, pagó su café -sólo el suyo- y se fue. Era el tercer amigo en una semana que se iba. Y algunos se habían ido sin pagar.

Retomé las carillas y releí los primeros párrafos tratando de tomar distancia. No fue posible. Salteé y pasé a la primera escena en la pileta iluminada. Me detuve en Mojarrita. Y justo él me preguntaban si existía…

Recordé la tarde en que desafiando la lluvia desordenada de primavera y la ominosa hepatitis que me retenía bajo protesta en cama desde hacía varias y amarillas semanas, apareció por casa.

Yo no lo había visto jamás pero lo conocía tanto por el pintoresco relato del Negro Sayago que no dudé un instante: ese petiso de cuerpo esmirriado y soberbia apostura de compositor de música tropical en el exilio -o en la desgracia apenas- estaba hecho para ser inolvidable.

No sé cómo -me lo explicó y no le entendí; no me lo explicó tal vez-, había llegado a saber, sin haber leído Manual de perdedores, que yo estaba escribiendo sobre el impostado Etchenike, Tony García y sus alrededores aventureros. Y sabía más: que él era el protagonista o uno de los principales actores de la historia que estaba reconstruyendo. Y, lo que es peor, quería más: leer lo que había escrito hasta ese momento.

Lo desalenté con argumentos de enfermo. Con enfermas argumentaciones, mejor: que se dejara de joder, en síntesis. Que yo no hacía historia ni crónica periodística sino ficción, que los hechos reales sólo me interesaban para tergiversarlos, que los apellidos nada tenían que ver con gente real aunque algunos los usaran, que aspiraba a cualquier cosa menos a que me tomaran en serio, un riesgo que no estaba dispuesto a correr.

– No entiendo -dijo después de escucharme con los ojos bien abiertos-. Me tomo el trabajo de venir desde Asunción para verlo y prescinde de mi testimonio…

En ese momento, tres cosas me impresionaron en él: el desparpajo con que mentía sobre su paradero -como diría Gelman-, pues yo bien sabía que apenas sobrevivía trabajando de cuidador en un balneario de Punta Lara a cambio del uso de la casilla como vivienda; la utilización del verbo “prescindir”, que le vendría de su experiencia como empleado estatal acaso; y el criminal descuido con que había dejado su paraguas chorreando al pie de la cama.

Me detuve, desagradable, en ese último aspecto:

– Hágame el favor, Gómez: sáqueme el paraguas de ahí.

– Me voy con él -dijo repentinamente digno, ya de pie, y empuñándolo-. Buenas tardes.

Algo habrá tocado del elemental mecanismo made in Taiwan con su movimiento brusco, porque repentinamente el paraguas se abrió como un murciélago enloquecido y en el aletazo expulsó el agua a su alrededor: la cama, los libros apilados, mi hijo menor que abría la puerta en ese momento.

Hubo un silencio corto y después -no sé quién empezó- una carcajada. Cuando terminamos de reír, Mojarrita Gómez empezó a hablar. Vino al día siguiente y siguió hablando, volvió a venir el domingo y mil veces más.

Cuando me levanté de la cama sentí que me liberaba de la hepatitis y, simultáneamente, del acoso amistoso y verborrágico del minúsculo nadador. Claro que tenía, además, dos cuadernos de apuntes repletos y una promesa arrancada a traición, con el termómetro puesto, de que lo haría inmortal personaje y testigo de una aventura que es, finalmente, ésta.

La noche de diciembre había traído a un cuarto amigo a la mesa de La Academia y, fernet mediante, entre estampidos cortos y medidos de sifón, me prevenía:

– Cuidado con la efusiones sentimentales, los golpes bajos…

– Me dicen que no hay cadáveres suficientes al principio -le expliqué.

– El peligro no es ése sino Etchenike: ¿está solo o acompañado?

– Al principio, solo.

– No lo hagas pensar demasiado. Y no te pases con el color local.

– Trataré.

En ese instante sentí ganas de ir al baño pero la lejanía increíble del ámbito donde me esperaba el mingitorio más cercano me acobardaba. Vi en esa urgencia, en esa dificultad, una metáfora. Me decidí: en el camino hacia el baño ya tenía resuelto el primer crimen y al bajar el cierre había encontrado el tono justo.

Me engañaba, claro. Pero tuve que escribirlo para darme cuenta.

J.S.

Enero de 1989

PRIMERA

“Me acordé de aquel cuento del ciego que buscaba

en una habitación a oscuras un sombrero negro

que no estaba allí, y me sentí igual que el pobre tipo.”

HAMMETT, La maldición de los Dain

1. Un pendejo

Tal vez sea inevitable aclarar que por esos años, a fines de los setenta, Sergio Algañaraz era un periodista animoso, alegremente despiadado y con un módico porvenir. Demasiados adjetivos para una definición que podía ser más simple: Algañaraz era un pendejo. Sobre todo, eso.

No es raro, entonces, que la inexperta y porteña soberbia le haya puesto un gesto de asco a la posibilidad de clavarse un fin de semana en Playa Bonita, un caserío infame -le explicaron breve- poco más allá de Necochea, amontonado alrededor del fantasmal hotel que cierto ministro de principios de siglo le había regalado a la arena, la sal, los caballos y los yuyos de la ostensible pampa.

Ese hotel desmesurado y semivacío, olvidado como un transatlántico a la orilla del mar, era la nota. Así al menos lo creía su jefe de la revista dominical de “ La Nación ”: tres páginas color, texto central y testimonios para el martes. Él mismo sacaría las fotos, cuidaría la cámara de la arena y la humedad, trataría de salvar el aburrimiento levantándose alguna minita en banda.

Algañaraz llegó semidormido a medianoche, el bolso lleno de ropa innecesaria, la petaca de ginebra vacía y un sándwich de jamón y queso flotando en el estómago durante los últimos doscientos kilómetros. A la entrada del balneario encontró el motel Los Pinos que los viáticos sobraban con holgura, como las camisas de moda aquel año. Después de vomitar minuciosamente se durmió y soñó lo que no recordaría.

Desayunó temprano en su habitación, y es probable que se haya sentido bien y al menos satisfecho sentado en la cama, comiendo galletitas express con dulce de leche. El café era indefectiblemente malo pero el sol contra la ventana prometía tibiezas no habituales a mediados de marzo.

A las diez salió en short, remera y ojotas. Cámara en ristre y anteojos ahumados, desprolijo tostado ciudadano, enseguida Algañaraz confirmó que Playa Bonita era un nombre excesivo.

Entre casitas cuadradas, despachos de pan y algún chalet con el depósito de agua manchado de moho, fue bajando por el camino sinuoso que gambeteaba los médanos fijados por obstinados tamariscos, buscando el mar, el centro del pueblo.

Después de un recodo los encontró de golpe, junto con todo lo que habría para ver de ahí en más. Hacia un lado, el inevitable hotel interrumpía el horizonte tras el amarillo sucio de los últimos médanos, pegado al mar, solo, como si fuera un castillo de los de las aventuras de El Príncipe Valiente. La comparación era de él y pensaba usarla en la nota. Algañaraz no había llegado a Kafka todavía. Lo dicho: un pendejo.

El edificio estaba sobre la primera paralela a la playa, que a esa altura se diluía en un sendero de arena y pedregullo. Ocupaba el centro de una manzana en que no había ninguna otra construcción. Era una mole rectangular de dos plantas más antigua y desmejorada de lo previsible. Un rosa descascarado le borroneaba las paredes, las columnatas de la entrada; dos palmeras polvorientas compadreaban entre los yuyos de un hipotético jardín y las negras tejas de pizarra parecían sostenidas por alfileres. Sin embargo, pese a algunos vidrios rotos, los postigos maltratados por décadas de soles y vientos y las ruidosas canaletas de lata, la construcción se empinaba con una innegable dignidad, sólida e inútil como un jubilado prematuro. Esa metáfora le gustaba y también la usaría contra el cielo celeste apurado por nubes bajas y veloces.

Algañaraz pasó dos veces frente a los amplios ventanales de postigos cerrados y luego dio la vuelta, como si se tratara de una calesita clausurada. En los alambres del fondo había ropa colgada pero el candado que cerraba el portón de acceso principal lo desalentó. Las tablas que tapaban varias de las ventanas de la planta baja tenían los clavos oxidados, retorcidos o doblados por martillazos desprolijos, inútilmente apurados.

Cruzó la calle y se sentó en la punta de un médano, junto a un pinito verde y joven. Desde allí sacó una panorámica; luego, el detalle del frente, del jardín abandonado. Apenas se leía el nombre, Hotel Atlantic, con gastadas letras en relieve sobre la galería de columnas que cobijaba la doble puerta de entrada. En un momento le pareció que se movían las cortinas, pero aunque se acercó y dio algunos gritos que resonaron débiles bajo el sol y empujados por el viento que crecía del mar, nada se movió en el edificio.

Sacó un par de fotos más y luego bajó a la playa. El mar se veía bajo, lejos, verde, gris y celeste. Caminó hasta la orilla y comprobó que estaba solo. Hacia el sur, varias cuadras más lejos, se veía gente en la arena, alguna sombrilla, el balneario principal; hacia el norte, enfrente, apenas el escorado fantasma de un carguero encallado entre las rocas, el óxido y la sal; algún chalet sobre la arena y nada más: un faro lejano parecía flotar, después de un bosquecito, dentro del mar.

Sintió las pocas cosas del paisaje, la desolada belleza, y estuvo un rato indefinido quieto y en silencio, mirando el dibujo de la orilla.

En un momento dado giró para volver hacia el hotel y casi chocó con el otro. Dio un grito ahogado.

El hombre estaba parado ahí a un metro de él, y sonreía burlón quién sabe desde cuándo.

– Fuego -dijo el hombre.

– ¿Qué? -se turbó Algañaraz.

– Quiere fuego.

Y no era una pregunta.

2. De escribano

El hombre era petiso, con pocos cabellos largos y rubios dispersos en la cabeza enrojecida. Unos ojitos grises y entrecerrados disparaban contra Algañaraz bajo las cejas crespas. Sonreía temible con pocos dientes.

– No tengo fuego -se palpó el periodista, no quiso entender.

El petiso puso las manos sobre la faja negra que le calzaba la barriga, los pulgares gruesos apoyados en las caderas; inspiró hondo y se mandó para adentro la mitad del aire de ese sector atlántico. La camiseta agujereada fue impotente para retener la expansión del pecho.

– No. Quiere fuego -enfatizó, liberando el aire.

– ¿Qué quiere dec?… -se extrañó Algañaraz.

Pero el petiso no lo dejó terminar. Separó bruscamente las manos de la cintura y cuando vio el leve retroceso del periodista se rió una vez, corto y fuerte. Después giró y se fue caminando lentamente hacia los médanos, casi haciendo coincidir las pisadas con las huellas que había dejado al bajar. Iba descalzo, con el pantalón gris a la rodilla y se balanceaba al avanzar arena arriba. La culata del desmesurado revólver que llevaba sujeto a la cintura, como un facón, se recortaba contra la mitad de su espalda.

Algañaraz quedó inmóvil. Repentinamente levantó la cámara que tenía al cuello y buscó el ángulo para que la figura quedara con el fondo del médano y el hotel atrás. En ese momento, como despidiéndose, el petiso giró apenas la cabeza. Algañaraz soltó la cámara como si le quemara y comenzó a caminar rápido por la orilla.

Recién se dio vuelta al llegar a las primeras sombrillas y cuando estaba lo suficientemente lejos como para no ver nada. Sólo el hotel, que ya no se veía rosa desde allí. No precisamente.

Subió hacia la escuálida avenida costanera entre dos filas de carpas arremangadas y se sentó en la escalera de entrada al balneario a limpiarse innecesariamente los pies. El tiempo había desmejorado rápido. El cielo y el mar habían optado por el gris y un viento ya hinchapelotas levantaba arena y dispersaba pescadores sin fe, familias llenas de chicos mojados y gritones.

Recorrió la calle principal -tres cuadras de asfalto resquebrajado- buscando datos, entrando a inmobiliarias, comprando tarjetas cursis con improbables delfines recortados junto al perfil del hotel. La oficina de la Secretaría de Turismo estaba cerrada pero vio a través del vidrio algún folleto que, debidamente estirado, constituiría el cuerpo principal de la nota.

Se apartó del asfalto y anduvo un poco al azar por las trasversales, alejándose de la playa, volviendo, agotando las posibilidades de un juego simple, el ludo, las esquinitas.

De pronto comenzó a sonar una música estridente y vieja que no conocía. Era algo de Los Santos o Los Tres Sudamericanos, muy golpeado y prematura o justamente envejecido, que salía del parlante de una camioneta estacionada frente a la arcada del Club Atlético El Trinquete. Los pibes comenzaron a rodear el vehículo y cuando había cinco o seis que se distribuían entre los guardabarros y la caja, cesó la música. Un morocho sin camisa, engominado y picado de viruela, agarró el micrófono mientras apoyaba el papel en el volante, y después de algunos zumbidos comenzó:

– Esta noche, a las 21.30 horas, en el natatorio del Club Atlético El Trinquete, dará comienzo un evento deportivo de significación mundial. El famoso raidista y nadador de aguas abiertas argentino Eliseo “Mojarrita” Gómez, poseedor del récord sudamericano de permanencia en el agua, intentará superar la marca mundial en poder del alemán Karl Burger…

Y ahí el tipo dio una cifra desmesurada que Algañaraz jamás recordaría pero que lo hizo imaginar al tal Mojarrita saliendo del agua convertido en una triste y pálida pasa de uva.

Nuevos zumbidos y el morocho volvió a conectar a Los Santos o quienes fuesen, llenó el aire de volantes anaranjados y arrancó despacio, levantando nubecitas blancas mientras los pibes se disputaban los papeles a trompadas.

Algañaraz cruzó la calle y se arrimó al Club Atlético El Trinquete. Había un portón de hierro, dos agujeros laterales con barrotes que hacían de boleterías y un cartel amarillo con grandes letras negras. Arriba decía “Fiesta Acuática” con una bañista del año treinta a cada lado en posición de inminente zambullida. Después del nombre de la atracción principal había unos borroneados rectángulos -fotos, sin duda- en los que no se veía prácticamente nada sino bultos, algún brazo levantado. Algañaraz se inclinó y leyó el epígrafe bajo uno de los borrones: “El joven Eliseo Gómez con Antonio Abertondo y Alfredo Camarero”.

La falsa rubia que contaba billetes detrás de los barrotes levantó la mirada. Tenía cara de no haber contado muchos. Nunca, tal vez.

– Pase ahora, que es gratis.

Algañaraz la miró y empujó el portón entreabierto.

Cruzó la cancha de básquet de baldosas rojas en la que había dos arcos de papy fútbol y llegó hasta el trinquete. Extrañamente vacío a esa hora, recogía y resonaba entre las altas paredes los ruidos que hacía un viejo que juntaba aserrín húmedo con una palita de lata.

Al fondo, en un costado, había una pileta chica rodeada en tres de sus lados por gradas hechas con tablones, cajones de cerveza y tanques de kerosén de los que hacía años no veía. Junto al trampolín, una pequeña plataforma redonda y baja, pintada de colores brillantes y descascarados, como si fuera para los elefantes del circo, estaba apoyada casi sobre el borde de la pileta. Cables salpicados de lamparitas de colores iban de la cancha de paleta a los arcos de básquet y a los techos del club, por sobre el agua.

En ese momento se levantó un poco de viento y el papel que cubría una mesita ubicada a un costado de la pileta flameó levemente y una especie de reloj de cartón con una gran aguja detenida arriba, en el número cero, se tambaleó. La ráfaga se hizo más fuerte y Algañaraz pensó que todo podía irse literalmente al carajo. Dio vuelta a la pileta, agarró el reloj, lo alejó del agua, puso medio ladrillo sobre la mesita y apoyó un pizarrón escolar que estaba sobre dos sillas, en el suelo. Ahora la ventolera era intolerable, las lamparitas saltaban en el aire como si rebotaran y el agua se llenaba de olitas temblorosas. Algañaraz pensó que antes que ese Pescadito Pérez o Gómez o como mierda se llamara pusiera los huevos en remojo no quedaría nada alrededor de la pileta: ni mesa, ni tablones, ni gente. Ese viento se llevaba todo.

Cuando regresó hacia la salida, la rubia había dejado la boletería y conversaba en el portón con tres muchachos que se la comían con los ojos. Tenía un vestido floreado y estrecho que el viento le apretaba todavía más. En el culo cabían tantas margaritas como el resto del cuerpo. Algañaraz la rozó al pasar y ella se dio vuelta.

– ¿Y?… ¿Lo esperamos?

El periodista volvió la cabeza a la pileta, al cielo.

– Va a haber tormenta.

– Y bueno… Si llueve, igual va a estar mojado el Mojarrita.

Y la rubia se rió fuerte, con una especie de ladrido entrecortado. Los muchachos ladraron también, pero mal. Ella se puso teatralmente seria.

– Rajen ustedes, pendejos. Vamos, vamos.

Algañaraz vio cómo los despedía, con la presteza y autoridad de la dueña de un quilombo. Los machitos del coro se fueron cuesta abajo y viento a favor, la pijita entre las piernas. Los dos los miraron irse.

– Señor… doctor -dijo ella sin ladrar ni golpear las manos, con otra voz.

– No soy doctor.

– Me pareció… Qué lástima.

Ella miró un relojito de aparatosos brillos que le encarnaba más arriba de la muñeca.

– Hoy empezamos y no conseguimos un escribano todavía.

– Pero hay. En Playa Bonita tiene que haber.

– Claro, pero yo digo un amigo, alguien que haga de escribano… Total, es para firmar la planilla cada hora y quedarse ahí, en la silla.

Las flores de las tetas flamearon un poco más. La rubia metió los dedos entre el pelo de raíces oscuras y revoleó la melena para dar frente al viento.

– No creo que yo sirva para eso -dijo Algañaraz turbado, divertido-. Además, va a tener que suspender esta noche…

– Cagamos entonces. El club está alquilado desde hoy.

Ella lo miró con todos los ojos que tenía y volvió a pasarse la mano por el pelo. De pronto se dio vuelta y entró en la boletería. El periodista se quedó quieto en el lugar. Ya se iba cuando ella lo llamó.

– Venga, señor, mire.

Algañaraz se acercó a la ventanilla.

– A usted le parece, tanto esfuerzo… -y abría el cajón para que el otro viera la poca guita, se inclinaba y le mostraba las tetas.

El pibe sintió un cosquilleo leve pero prometedor allá abajo. No se decidió. La rubia lo semblanteó otra vez entre los barrotes.

– Venga, mire si le miento.

Fue. Ella no mentía. No cabía tampoco. Ni en la boletería, ni en el vestido repentinamente abierto en la espalda. Sin decir nada, los dos miraban el cajón en el que naufragaban tres o cuatro billetes arrugados.

Algañaraz desvió la mirada y puso bruscamente la mano sobre las flores, la dejó correr hacia abajo, apretó un poco. Ella se volvió sin levantar la cabeza, dijo no sé qué de la guita, se acomodó para que la mano de él se perdiera bajo el vestido buscándole la raíz de las margaritas, hacía como si nada.

Forcejearon un poco más, las caderas de ella cerraron violentamente el cajón, se apoyó en la pared. Algañaraz quedó frente a ella, sin tocarla.

– ¿Vas a ser el escribano?

– Seguro -y estiró la mano.

Ella se la puso en la teta, la fregó sin dejar de mirarlo. Después se la devolvió como un pañuelo usado.

– Chau, pibe. Nueve y media acá.

3. Un revólver así

Etchenike fue el último en bajar del micro. Mientras los demás bloqueaban la puerta, entorpecidos de chicos, ruidosos de colores, él levantó la valija por encima de la cabeza y pasó entre el grupo arrugando un poco más el traje castigado por nueve horas de viaje. Se pasó la mano por la frente húmeda y entró en la penumbra del Hotel Veraneo.

A la una de la tarde en el bar había tres o cuatro mesas ocupadas. Un mozo desganado y con la chaqueta blanca manchada repartía bebidas tibias bajo un lento ventilador de techo cagado por las moscas de los últimos veinte veranos. Hacía más calor que afuera.

Dejó la valija a sus pies y se acodó al mostrador. El chofer del micro se empinaba una cerveza del pico. Dos grandes lamparones oscuros le mojaban el uniforme pardo bajo los brazos.

– ¿Cuánto le queda todavía? -dijo Etchenike, apenas solidario.

– Casi tres horas más, hasta Tres Arroyos.

Le ofrecía el pico de la botella y él insinuó un gesto con el que agradecía y rehusaba al mismo tiempo.

El chofer volvió la cabeza. Era un pelirrojo crespo, corpulento, de ojitos perdidos como arvejas en una sopa de tomate. Y la sopa hervía.

Habían charlado mucho durante el viaje. Incluso tomaron café juntos en las dos primeras paradas. El chofer estaba solo esa noche y había necesitado compartir el suave hamaque de la ruta, el ruido del motor y la trasnoche de Radio Rivadavia. Etchenike también estaba solo, pero eso no era novedad. Por eso fumaron lento y alimentaron una conversación con el cuidado con que se trata un fueguito débil, evitando ramas verdes, golpes de viento. Hablaron del cigarrillo que es un compañero en el viaje, después del hermano del pelirrojo, que vivía en Córdoba, después -vagamente- de mujeres. En algún momento Etchenike se durmió y cuando abrió los ojos el sol estaba bastante alto ya y el chofer hablaba a los gritos con una morocha que se le apoyaba en el hombro mientras él esquivaba los pozos de la entrada al balneario.

– Usted se queda… -dijo ahora, sin soltar la botella.

– Sí. Unos días.

El colorado estiró la mano y tanteó la solapa áspera.

– ¿No le molesta ese traje?

– Un poco, pero no tengo otro.

El chofer lo miró un momento y desvió la atención hacia el sándwich que tenía delante.

El chico que atendía apenas sobresalía una cuarta por encima del mostrador. Tenía un birrete blanco ladeado y ojitos negros.

– ¿Va a almorzar, señor?

– Después -dijo el veterano-. Ahora traeme vino tinto y soda.

El pibe se agachó, sacó la botella y el sifón azul y los puso sobre el mármol. Trajo un vaso y lo secó con el trapo que colgaba de su hombro.

– ¿Se viene la tormenta, eh? -comentó Etchenike haciendo sonar el sifón.

El chofer dijo que sí con la boca llena, masticando hasta con las clavículas. Señaló la ventana.

– Y la arena que vuela. Fíjese cómo oscureció de golpe.

El veterano asintió.

– Hay poca gente -dijo el colorado-. Esto es lindo en diciembre y en enero. Ahora quedan los bacanes y los viejos chotos. ¿Usted tiene dónde parar?

– Voy a quedarme acá.

El chofer volvió al sándwich. Hubo un silencio largo.

– No parece turista…

Etchenike se sirvió otro vaso de vino y sonrió por primera vez:

– Usted tampoco.

El otro se rió también, con la boca llena. Después se empinó bruscamente la cerveza, lo palmeó en el hombro y se apartó del mostrador saludando con gestos amplios. En la puerta se cruzó con un chofer petiso de bigotitos y jopo imperturbable que acaba de llegar. Se tiraron manotazos amistosos y el petiso siguió de largo al baño, dejó flameando la puertita.

Etchenike pidió un bife a caballo y dos panes, agarró la botella, le puso el vaso en el pico y se instaló en una mesita junto a la ventana.

Desde allí, comiendo sin apuro, miró partir el ómnibus brillante bajo el sol, cabeceando semivacío, levantando tierra hasta que, al doblar tras el médano, dejó ver un pedacito de mar gris.

Sacó los cigarrillos y palpó infructuosamente el saco colgado en la silla.

– ¿Tiene fuego? -preguntó corto y preciso al muchacho de la mesa contigua.

Sergio Algañaraz se sobresaltó.

– No… No tengo -alcanzó a decir lentamente.

– Disculpe -dijo Etchenike como si lo hubiera pisado.

El muchacho sonrió apenas, luego plenamente.

– Perdone… Es que estaba…

Pero el veterano no lo oía. El chico le había traído el café, le encendía el cigarrillo.

– Necesito una pieza -dijo echando humo.

– Ya le digo al patrón.

El pibe se alejó hacia el mostrador.

– Qué chiquito es -comentó Algañaraz.

– Sí… ¿Usted para acá?

– No. En el motel Los Pinos, cerca de la entrada del pueblo. Llegué anoche.

– Yo, recién. ¿Anda de vacaciones?

Algañaraz señaló la cámara apoyada entre el pocillo y el cenicero.

– Laburando: soy periodista.

– Ah.

Etchenike no pudo evitar acordarse de Giangreco, el sobrino de Tony García. El destino o alguna bendición especial del Altísimo habían querido que no se le cruzara en las últimas dos semanas; aquel enrulado rompepelotas era el primer rostro que evocaba si le hablaban de periodistas. Tuvo el sentimiento inmediato, ante el muchacho escondido detrás de los aparatosos anteojos negros y una excesiva ginebra con hielo, que se trataba de una especie prolífica y de crías parejas, casi una plaga.

– ¿Dónde laburás? -y el tuteo salió redondo, paternal.

– En la revista de “ La Nación ”.

– Pero ¿qué puede pasar acá? ¿Algún personajón de vacaciones?

Algañaraz se sacó los ahumados, se dispuso para una confidencia que desde ya Etchenike deploró.

– No crea que no pasa nada. Vine a hacer una nota sobre el Hotel Atlantic, no sé si lo vio… -El veterano asintió sin pudor-. ¿Pero se fijó cómo me sobresalté recién?

– Me extrañó -mintió otra vez Etchenike.

– Le explico -y el periodista arrimó la silla, se acodó en sus propias rodillas enrojecidas-. Hoy me pasó una cosa increíble y no sé qué pensar.

Y ante la resignada pasividad del veterano, Sergio Algañaraz comenzó a contar, con excesos y pormenores, su peripecia matutina, el asedio al castillo.

– Y cuando el tipo se da vuelta -dijo para terminar- veo que tenía atravesado, en la cintura, sostenido por la faja, un revólver así…

El gesto de las dos palmas paralelas y separadas, agitándose de arriba a abajo perpendiculares a la mesa como cortando el aire hizo que la atención de todo el comedor se volviera hacia ellos.

– Las manos… Bajá las manos -dijo Etchenike sonriendo.

– En serio: así. Un revólver así.

– Te creo -concedió-. Es entretenido tu laburo.

– Y eso no es nada -se embaló Algañaraz, que ya se había mudado de mesa-. Después me meto a curiosear en su clubcito de mierda que hay a unas cuadras de acá y me levanto una mina de la forma más increíble. Me levantó ella, bah… Unas tetas así -se enfervorizó.

– Córtala con los ademanes, pibe -dijo Etchenike algo fastidiado.

– Usted no me va a creer: este pueblo es una cosa de locos.

El veterano no parecía interesado en los detalles ya próximos que amenazaban como las mismísimas nubes panzonas de la ventana. Sin embargo, el periodista desarrolló una crónica que no soslayaba el número de margaritas del vestido de la rubia y se detenía largamente en el único round, el cuerpo a cuerpo de la boletería.

– Guarda con eso, que… -se oyó decir Etchenike.

Se sintió viejo y boludo.

En ese momento el patrón se separó de la registradora y vino hacia la mesa. Era un hombre gordo, de abundante pelo negro y ordenado. La cintura marcada por el delantal le daba un cierto aire amariconado.

– ¿Es usted solo? -dijo apoyándose en la mesa.

– Yo solo -dijo Etchenike.

El gordo cruzó los dedos. Diez salchichitas. Pareció todavía un poco más blando. Casi un cura.

– Hay una cama. Tendría que compartir la pieza con otro muchacho. Trabaja de cafetero y no está nunca.

– De acuerdo -Etchenike se fue poniendo de pie-. Lléveme nomás.

El patrón vaciló como si faltara algo.

– Tiene baño -dijo.

Con la valija en la mano, el veterano se volvió hacia Algañaraz.

– Discúlpeme, escribano, pero me caigo de sueño… ¿A qué hora debuta esta noche?

– A la tarde voy a ver si avanzo con el laburo pero a las nueve y media voy a firmar la planilla -el periodista sonrió y metió el dedo índice en el aro que formó con la otra mano.

– Allí estaré: me interesan Mojarrita y las margaritas -dijo Etchenike.

Algañaraz lo acompañó con la mirada brillante mientras subía la escalera tras el patrón.

En el segundo piso se detuvieron ante la puerta 24. El gordo hablaba de horarios y tarifas.

– Tome -dijo Etchenike poniéndole el dinero de tres días en la mano.

– Bien. Le tomo los datos más tarde, cuando baje a buscar el recibo -los billetes desaparecieron en el bolsillo del delantal-. Su gracia es…

El veterano le dio una tarjeta.

El gordo la observó un momento:

– Hay un bolso para usted, señor Etche… -vaciló.

– Etchenike, Julio. Se pronuncia “Etchenaik”.

– Eso es: Etchenaik. Llegó esta mañana de Mar del Plata. Se lo llevo a la pieza.

– Bueno.

El patrón ya bajaba cuando se volvió:

– ¿Le gusta Playa Bonita?

– Se come bien.

4. Leer en la cama

Se despertó ahogado, la nariz tapada y la habitación convertida en una caja hermética y sofocante. El aire encerrado empujaba contra la ventana como un dique colmado de líquido espeso. Se levantó y abrió los postigos de dos tirones. La brisa con olor a mar de la tarde casi lo empujó, lo despejó en tres segundos.

Estaba a dos cuadras de la playa, sobre una perpendicular al mar, y su ventana daba a los fondos del hotel. Desde allí veía las calles de arena y tierra que subían y bajaban entre los chalets semienterrados. Tres pibes se revolcaban en el médano más cercano mientras nubes gordas y amenazantes seguían corriendo pegadas al horizonte como si fueran a alguna parte.

La otra cama estaba intacta. Sobre ella, el bolso que le había entregado el hotelero. El cafetero no había llegado todavía.

En la única silla estaba su propia ropa dispersa, tal como la había dejado antes de caer sobre la descolorida cretona floreada.

El baño era un cuartito húmedo con un inodoro sin tapa, lavatorio de una sola canilla y una ducha que escupió irregular, tibia, cuando se bañaba, y que goteó impasible, salpicándole los tobillos mientras se afeitaba y comprobaba que el espejo le permitía mirarse cómodamente el esternón.

Se quedó largamente fumando, tirado desnudo en la cama, leyendo relatos de William Irish en la vieja Serie Naranja de Hachette que había manoteado del estante ya con la valija en la mano, antes de salir para Constitución:

– Llamá en dos o tres días -había recomendado Tony García.

– ¿Llevás la malla? -lo había jodido el Negro Sayago, al que la larga convalecencia de un puntazo apenas impreciso había terminado depositando, aparentemente para siempre, en la oficina de Avenida de Mayo.

– Las patas de rana también -confirmó.

Ahora terminaba “Si muriera antes de despertar” mientras el calor comenzaba a amainar a su alrededor y comprobaba que leía, una vez más, para poner la cabeza en otra parte. Siempre en otra. Debía terminar con eso.

Se estiró perezosamente y arrastró el bolso sobre la cama, a su lado. Era de cuero negro, casi lujoso, nada tenía que ver con ese cuarto, con ese hotel, con esa Playa Bonita o con él mismo.

El cierre se deslizó sin un solo ruidito como quien esquía sobre nieve negra. Envuelta en una franela amarilla había una cámara fotográfica, una Konica último modelo y llena de accesorios que él prolijamente desconocía. Brillaba nueva y seductora como un arma en la penumbra. La sacó. Luego hizo lo mismo con lo que supuso el flash y el trípode plegado con japonesa precisión y descubrió en el fondo del bolso un sobre cuadrado, abultado y blanco, sin membrete ni inscripción alguna.

Mientras lo abría recordó la mañana en que un atildado Norberto Silguero golpeó a la puerta de la oficina de la Avenida de Mayo sin saber que lo estaban esperando, casi lo llamaban. Con él llegaba la posibilidad de ganar los primeros mangos después de la triste historia del cantor de tangos y de algunas casi adolescentes muertas o desaparecidas. Era importante que entrara guita y se fueran los recuerdos. Cuando el expeditivo empresario marplatense sacó su tarjeta de gerente de Romar, pidió absoluta reserva y puso el generoso adelanto sobre la mesa, las miradas del Negro y de Tony se cruzaron buscando explicaciones para tanta ventura, los Reyes Magos fuera de temporada. En la intersección de esas miradas de alivio y extrañeza, sonó la voz de Etchenike: “Yo voy”.

Y ahí estaba. Recibiendo instrucciones a distancia.

La carta estaba escrita a máquina en prolijo doble espacio:

“Estimado Etchenike:

De acuerdo con lo convenido, le adjunto a la presente los datos y la fotografía de la persona que fuera motivo de mi solicitud de pesquisa. La instantánea es reciente y creo que no va a tener ningún inconveniente en identificarlo.

Notará, tal vez con sorpresa, que le hago llegar también una cámara fotográfica para que usted haga uso de ella. Debo explicarle el porqué. Mis abogados, gente de mi entera confianza desde hace largos años, me aconsejan ‘matar dos pájaros de un tiro’ y, al mismo tiempo de verificar la deshonestidad de este sujeto, reunir pruebas en su contra. Es por eso que me atrevo a pedirle que vaya un poco más allá de la tarea pensada inicialmente y que, con la debida cautela, consiga testimonios gráficos que sirvan para probar lo que nos interesa: la presencia de este intruso en el interior del complejo Romar.

Dejo en sus manos los medios para mejor cumplir con esta tarea, pero le adjunto, en un diagrama de la construcción, la ubicación del departamento al que probablemente intente acceder el sujeto. Le será muy útil para que Ud. pueda hacer con tiempo los aprestos necesarios.

De más está decir que este trabajo extra tendrá su debida recompensa monetaria. Al respecto, le ruego que confíe en que quedará ampliamente satisfecho en sus expectativas, ya que ésta es una cuestión muy importante para mí, y su colaboración, invalorable.

Lo saluda con reiterada estima

Silguero”

La caligráfica firma al pie era la misma que había refrendado el contrato una semana atrás, en la oficina de la Avenida de Mayo. Etchenike resopló con disgusto, dejó a un lado la carta y se volvió hacia la fotografía.

Un rubio alto, sonriente, atlético, con el pelo corto y echado hacia atrás, estaba parado en la puerta del Casino. Con la mano derecha sostenía la pared de piedra como Harpo Marx en Una noche en Casablanca. Pero el rubio no se parecía ni a Harpo ni a Groucho. Más bien era el habitual galán bobo de esas películas de los Marx. Llevaba saco a cuadros, remera oscura, pantalones claros y treinta años; veinte de ellos, netos, pasados bajo el sol de Playa Grande. Una pareja que caminaba junto a él, de espaldas, permitía calcular uno ochenta y cinco largos de estatura. Los anteojos oscuros no impedían que uno apostara por ojos claros y ganara doble contra sencillo.

Plegado en cuatro, abultando excesivamente en el sobre, el plano del Complejo Romar indicaba claramente al probable objetivo de Etchenike. Un departamento de planta baja, cuatro ambientes con patio y doble entrada, estaba circundado por un trazo fuerte de marcador amarillo. Calculó que no sería difícil llegar hasta allí, pero la sola idea le desagradó.

Dejó todos los papeles a un lado, retomó la Konica y trató de mirar por algún visor, oprimir botón o palanquita. Comprobó que ni siquiera sabía manejar, cargar o descargar una máquina fotográfica y que no tenía ganas de aprender. Tampoco tenía ganas de otra cosa, en realidad. Ni siquiera de quedarse allí tirado.

Se vistió mirando por la ventana. Antes de salir se puso la cámara y los papeles en el bolsillo y guardó su valija y el bolso en un sector del ropero, bajo llave.

Eran las tres cuando bajó. El patrón -Salvador Fumetto y Cía., se enteró por el membrete- le tomó los datos en un libro gordo de tapas duras, le devolvió el documento y dijo “gracias señor Etchenike o Etchenaik” con una sonrisa que no tuvo respuesta. El veterano dobló en cuatro el recibo por los tres días y quiso saber dónde quedaba la calle Cinco.

El gordo cerró el libro y dibujó el aire con sus brazos cortos, a lo marinero:

– Ésta es la Ocho, las pares corren así, las impares así, crecen para allá desde la avenida Hutton. Los números suben desde el mar. No se puede perder.

– Claro que no -dijo Etchenike convencido.

5. Exactamente

En la esquina de Cinco y Doce había un cartel inmenso al que el viento del mar respetaba todavía: Complejo Urbanización Romar, decía. Había un dibujo de dos grandes edificios de pisos escalonados, con optimistas jardines y veredones nutridos de gente. El esqueleto de cemento de uno de esos dibujos sobresalía detrás del cartel. Al aproximarse, vio el otro edificio totalmente terminado en el extremo opuesto de la manzana. Los carteles de A ESTRENAR pendían de numerosas ventanas. En otros pocos se veía ropa colgada, alguna persiana levantada entre muchas señales de vacío y espera de habitantes por ahora improbables. Tres o cuatro niños se perseguían a cascotazos entre las pilas de escombros que alguna vez serían jardín, y un hombre lavaba su auto. La manguera salía de una canilla salvaje, entre yuyos.

Evidentemente todavía faltaban los canteros, las flores, los veredones, la gente y ese aire de felicidad insoportable que tienen los proyectos horizontales a cuatro colores y en mil mensualidades.

Sin embargo había un sendero de lajas desparejas que llevaba a la oficina de promoción y ventas, una prefabricada de madera y techo de fibrocemento con gran ventana al frente y puerta metálica lateral, adornada con hilos salpicados de banderitas de colores alguna vez firmes. Un hombre joven y de gorra estaba terminando de montar el precario decorado como quien prepara los modestos fastos de un carnaval sin agua ni serpentinas.

Etchenike tanteó instintivamente la carta que llevaba en el bolsillo.

– El señor Toledo, supongo… -dijo de espaldas al de la gorra.

El otro se volvió.

– Sí. ¿Qué quiere?

– Soy Etchenike. Silguero me dijo que me presentara a usted.

Algo cambió en la mirada opaca de Toledo. Sonrió. Terminó de enrollar una de las sogas en el antebrazo izquierdo y extendió la derecha.

– Lo esperaba el lunes -dijo.

– Silguero me llamó ayer a la mañana. Me pidió que adelantara el viaje: empiezo hoy -miró el reloj-. Ya empecé, exactamente.

– Exactamente -repitió Toledo sin pronunciar la “x” ni la “c”-. Espere un cachito que ya estoy.

Terminó de colocar las sogas restantes, las tensó con dos tirones vigorosos y las anudó a las estacas que emergían del suelo pedregoso.

– Venga, pase.

Entraron. Toledo colgó la gorra en un gancho junto a la puerta, se colocó detrás del escritorio y le indicó la silla de enfrente. Etchenike se sentó, y el otro lo miró durante unos segundos.

– ¿Qué pasa? -dijo el veterano.

– Nada. Me lo imaginaba distinto.

– ¿No tan jovato?

– No es eso -mintió Toledo, mostrando dientes sucios-. ¿Usted sabe cómo es el trabajo?

Y la pregunta suponía que no lo sabía, que algún error, equívoco o engaño andaba de por medio.

– Vigilancia. Dos semanas hasta fines de marzo -sintetizó con precisión Etchenike decidido a hacerse el boludo contratado-. Silguero me habló de cuidar la seguridad del complejo; que había robos, tipos que se metían en los departamentos. El riesgo son las ocupaciones clandestinas. Tengo entendido que hay problemas con gente que no tiene todavía la posesión pero que ya pretende ocupar…

– Exactamente. Pero lo suyo no tiene que ser muy evidente… -la voz de Toledo adquirió un tono que quiso ser confidencial pero sólo alcanzó a ser desagradable-. Usted se instala cada día acá, de quince a diecinueve treinta, y atiende como si fuera un simple empleado de Romar, como yo: si viene alguien interesado le da los folletos -indicó una pila de coloreados y brillantes papeles ilustrados; Etchenike tomó uno y lo desplegó-. Primero se lo estudia exactamente… También hay algunos departamentos que se pueden mostrar. Yo le voy a dejar las llaves, un juego de cada uno. Y cada hora más o menos se da una vuelta, vigila.

– ¿Cada hora?

– Digo…

– Está bien. ¿Y después?

– ¿A la noche? Una especie de ronda le diría… -Toledo movió los dedos como si hiciera olas, un temblor leve para indicar algo aproximado-. Una o dos vueltitas…

Etchenike lo miró con desaliento, exageró el suspiro.

– Voy a tener que volver a leer lo que firmé -dijo-. Me conviene traerme la cama acá.

– ¿Dónde para?

– En el Hotel Veraneo.

– No hable ahí. Fumetto es un chismoso.

– No voy a tener tiempo de hablar. ¿Usted se queda en el pueblo?

Un lejanísimo chispazo de orgullo se encendió en el fondo de los ojos de Toledo.

– No. Tengo que hacer unas gestiones y el lunes estar en Mar del Plata. El Lobo me necesita.

– ¿El Lobo?

– ¿Cómo? ¿No lo conoce al Lobo Romero? Esto es de él.

– Ah, no. No tengo idea. -Y no la tenía.

– Le dicen así porque es un lobo para los negocios. Y además, por la marca.

Toledo abrió el cajón superior del escritorio y sacó una caja de cartón con colores chillones. En el dibujo de la tapa, los dos lobos blancos símbolos de Mar del Plata se hamacaban inmóviles, más empedernidos que nunca, contra el cielo celeste rabioso, salpicados por improbables olas gigantescas y espumosas que perdonaban a las sonrientes bañistas cobijadas por una sombrilla roja y amarilla: Alfajores Los Lobos. Doce unidades. Surtidos.

Sólo quedaban tres en la caja. Etchenike eligió uno de papel dorado.

– Los de chocolate son los mejores. Al nivel de Havanna y mejor que Balcarce. La fórmula del chocolate es secreta -secreteó Toledo-. Lo inventó cuando estaba en el hotel, hace más de veinte años.

– ¿En el hotel? ¿Qué hotel?

– Claro, usted no sabe. No tiene por qué saber -dijo el otro casi sobrador, guardando la caja como una reliquia-. Romero fue durante muchos años el repostero del Atlantic. Bah… no sólo repostero. Le digo en la época en que esto estaba en su apogeo; siempre lleno de noviembre a Semana Santa, el hotel. Para conseguir ubicación había que reservar con dos o tres meses de anticipación En cambio, ahora…

– Me contaron que el Atlantic está abandonado.

– Sí, mal administrado… Pero al Lobo, cuando lo rajaron le hicieron un favor. Se fue a Mar del Plata y en quince años se paró. Fíjese: en un rubro como ése, en que hay monstruos, se hizo un lugar. Y ahora está en la construcción, invierte acá, tiene máquinas viales. Es un lobo, le digo.

Golpearon.

Era una pareja joven con niños prolijos. Venían de Necochea en un Peugeot que estaba allí, frente a la ventana, y querían saber de planes y condiciones de un departamento de tres ambientes: terminado y en construcción. Etchenike se hizo a un costado y observó el minucioso y casi apasionado trabajo de Toledo vendiendo pedazos de cielo, esqueletos de cemento con vista al porvenir. Estuvo también con él cuando hubo que mostrar los inmuebles y hasta lo acompañó a los confines del complejo un rato después.

– Usted vio: un trabajo simple. Mañana le traigo las llaves -dijo el hombre de la gorra mirando las nubes amenazantes-. Ahora, vaya nomás. En el armario tiene todo para tomar mate.

– Se viene el agua -dijo Etchenike, y goteaba.

– Nos vemos.

Volvió apurado por el camino de lajas. Las contó: cuarenta y tres exactamente, como diría Toledo.

6. Un viejo indecente

La lluvia sobre el techo de zinc lo arrulló durante el resto de la tarde.

Hacia las seis y media había escampado, el cielo gris ofrecía flancos débiles que un sol poco decidido no tenía más remedio que ocupar.

Sobre los restos de alfajores y a un costado del mate y la pava ya fríos Etchenike extendió el plano de la Urbanización Romar que le enviara Silguero y comprobó la ubicación del departamento donde se esperaba que el intruso Coria hiciera aparición. Sintió que la tarea implicaba una cierta traición al vehemente y leal Toledo pero debió reconocer que en todo el asunto y en la misma conducta escondedora de Silguero había algo oscuro: tal vez sus motivaciones no eran puramente empresariales; acaso había una cuestión privada que el hombre deseaba resolver y no tenía por qué compartir con Toledo o con cualquiera; ni siquiera con su patrón. No quería que todos supieran todo. Repartiendo información y confianza reducía los riesgos. Buena ecuación.

Desde la ventana alcanzaba a ver casi completa la silueta del Complejo. Con malhumor se dio cuenta de que no podría postergar mucho la inspección del lugar, inclusive realizar los preparativos para un eventual trabajo sucio.

El adelanto de su llegada podía ser un síntoma de urgencia. Era la tarde y la hora, se dijo desganado, poco dispuesto a llenar el resto de su tiempo de trabajo con tareas de alcahuete poco heroicas pero bien remuneradas.

Cuando fueron las siete recogió las banderitas, cerró la casilla y soslayando el camino de lajas dio toda la vuelta por detrás de las construcciones. Pasó primero tras el armazón de cemento, y luego se aproximó, sin apuro, al que sería su objetivo: el último departamento de la planta baja, el más lejano.

El edificio tenía entrada por el centro de la manzana, mirando hacia el mar, pero los fondos daban a la calle posterior. Por esa vereda recién terminada fue caminando Etchenike. Contó seis puertas de acceso a los respectivos patios traseros con sus respectivas entradas de auto y sin sus respectivos vehículos. Toda la planta baja estaba desocupada. Cuando llegó al último departamento, probó la puerta cerrada y, por encima del paredón que apenas le llegaba al hombro, vio una pileta de lavar, un espacio desolado de cal y escombros, dos ventanas, el camino de entrada para el auto que daba a un garaje de portón levadizo. Controló rápidamente si alguien lo veía y luego, en dos saltos, estuvo adentro.

Intentó primero con el portón del garaje pero estaba trabado. Después probó con la ventana mayor pero la persiana americana había caído con la contundencia de un párpado dispuesto a dormir y dormir. Con la otra, más chica y que se abría a la altura de su cintura, le fue mejor. Tenía postigos articulados de madera. Forcejeó, metió los dedos entre las tablitas y en un principio no consiguió nada. Pero encontró un pedazo de alambre grueso y retorcido junto a una pila de botellas, hizo un gancho, lo metió entre las dos tablas junto al cierre y tiró varias veces. El postigo no abrió pero su tirón partió la madera y dejó un agujero. Metió la mano por allí y después de un rato consiguió hacer girar la manija y abrir los postigos. La ventana no tenía cortinas y podía ver claramente el interior.

Había una cama doble con un colchón desnudo, una frazada plegada a los pies y una revista de historietas tirada junto a la cabecera. También había tierra por todas partes. En la pared opuesta, un gran placard empotrado y con las puertas sin barnizar. Junto a la cama, sobre una silla, un velador sin pantalla. La habitación daba a un pasillo a través del cual se veía la cocina, el calefón nuevo con las etiquetas pegadas.

Etchenike cerró los postigos, apenas giró la manija para que quedaran trabados y, mientras golpeaba la maderita rota y la fijaba en su lugar, se sintió repentinamente extraño: no había dudado un momento en realizar la inspección como un ladrón, clandestinamente. Algo andaba mal -o bien- con ese aspecto de su trabajo.

Dio una vuelta por el patio, se empinó sobre el paredón y al ver la calle vacía, en otros dos saltos estuvo afuera. Se arregló la ropa, caminó hacia la esquina, dobló y enfiló para la playa.

Trepó los médanos que estaban cubiertos de una delgada capa de arena frágil y oscura, una especie de escarcha opaca que se quebraba a su paso y le inundaba los zapatos. Desde la altura de la segunda duna vio el mar en todo su esplendor. El paisaje de Playa Bonita se animaba a arrastrar el campo casi hasta el borde del agua. El pasto y las pequeñas barrancas calizas que el mar mordía por la base se insinuaban entre los médanos.

Etchenike bajó a grandes trancos hasta la arena fina pero endurecida que se extendía una cuadra larga hasta la orilla. Ya más cerca del mar, el suelo se llenaba de conchillas, caracolitos partidos, algas verdes y violetas, pedazos de hueso blanquísimos, pelados y modelados por la sal del tiempo. Pero no había vasos de plástico ni botellas, ni siquiera puchos en la arena.

Se quitó los zapatos, el saco, la camisa, miró para el lado del pueblo y luego comenzó a caminar en dirección opuesta, hacia el faro, todavía lejano y blanco, erguido sobre una barranca que se confundía con el mar en el atardecer. Pronto dejó atrás las últimas y raleadas casas.

Subió hacia el borde del médano, hizo un bollo con el saco, la camisa y los zapatos, los puso de almohada y se estiró hacia atrás. Cerró los ojos.

Se despabiló con el alboroto de tres caballos que bajaban al galope por un costado de la barranca, se metían en el mar, corrían paralelos a las olas. Un muchacho de bombachas batarazas y camisa blanca bajaba tras ellos, les cortaba camino, los arriaba otra vez playa arriba revoleando la gorra, con gritos cortos, lidiando con ellos como con borrachos obstinados.

Cuando desaparecieron tras los médanos, Etchenike se arremangó las botamangas y caminó hasta la orilla sintiéndose un porteño torpe, casi gozoso. Luego de un momento se sacó los pantalones, los arrojó a un costado y entró en el mar.

Avanzó lentamente hasta tener el agua a la cintura y se quedó ahí quieto, sin acompañar siquiera el hamaque de la olas, con la arena ahuecándose bajo sus talones. Calculó que hacía veinte años que no se metía en el mar. Supo que era un viejo ridículo e indecente que se bañaba en calzoncillos.

Supo que no le importaba.

7. El pato criollo

A las nueve y media la tormenta había regresado y revolcaba la cortina de cintas que cubría la entrada al comedor del Hotel Veraneo. El agua mojaba las baldosas blancas y negras hasta cerca del mostrador. El patrón se levantó y fue a cerrar la puerta batiente. Etchenike metió el pan en el huevo frito.

– El que era impresionante cómo pateaba era Pelegrina -dijo el gordo volviendo-. Me acuerdo una vez, le hizo un gol a Vacca casi desde el córner. Le dobló las manos y la pelota entró picando.

– El insai izquierdo era Antonio, buen jugador -intercaló el veterano.

– Sí señor. Buen jugador, que terminó mucho después, en los años sesenta, en Gimnasia, en el equipo de los Bayo… Pero antes nunca salió de Estudiantes. En aquel tiempo los jugadores duraban más en los clubes, había otro amor a la camiseta.

– Mmmmm… -Etchenike se limpió la boca y se empinó el tinto.

Permanecieron un largo momento en silencio, mirando llover por la ventana. Estaban en el salón desde que había partido La Estrella de las 20.55 y Etchenike conocía dos tercios, por lo menos, de la vida del patrón. Pensó que estaba ocupando el lugar de infinitos pasajeros que todas las semanas, durante años, escuchaban pacientemente esa historia de negocios frustrados, estudios de veterinaria inconclusos en La Plata y los goles de Antonio Pelegrina, el artillero estudiantil. Cada uno recordaría después una cosa, un detalle, y lo llevaría consigo. La historia andaría desparramada en la memoria desatenta de gente que no tenía nada que ver.

– Supongo que no me voy a olvidar de los goles de Pelegrina -dijo.

– ¿Cómo? Etchenike sonrió.

– Nada, nada… Pavadas nomás.

Después comió queso y dulce, tomó un café batido con fervor y sin resultado, agotó lentamente el botellón de vino mientras la tormenta iba y venía sin irse del todo ni venir definitivamente. Pero llovía. Como los aplausos que provocan las innecesarias, histéricas salidas de los actores a saludar, la lluvia crecía cuando parecía morir, se alimentaba de sí misma para volver a subir, era un fuego de agua al que el viento manoseaba.

De pronto la puerta se abrió violentamente como si el aire la empujara. Pero no era el viento. Varios hombres jóvenes entraron casi corriendo en el comedor del Hotel Veraneo perseguidos por la lluvia, llevados por su propio impulso. Cerraron con estrépito detrás de sí, golpearon con los pies en el suelo escurriendo el agua, llenaron todo de gritos.

– ¡Qué temporal, Fumetto! -dijo un rubio corpulento que parecía encabezar el grupo.

– Hola, Willy.

El patrón le extendió la mano casi obsecuente por encima del mostrador. El rubio se la estrechó con vigor y displicencia mientras recorría con la mirada el comedor despoblado, las pocas botellas, los estantes, los edictos de policía, el ventilador quieto y ese hombre casi viejo que comía y bebía en la mesa junto a la ventana.

– ¿Qué tal el negocio? -dijo al final de su inspección.

– Como siempre. Algo se mueve…

Willy se volvió hacia el grupo de sus amigos que ya se había instalado alrededor de una mesa e invitó whisky con hielo.

– Este gordo sí que vive porque nosotros lo dejamos vivir… -dijo con una risotada-. Y encima venimos a consumir acá.

Fumetto sonrió tibiamente mientras agitaba la botella sobre los vasos culones.

– Pero no va a durar mucho esto -concluyó Willy-. El verano que viene todo volverá a ser como antes, Fumetto. Ya vas a ver. Y mejor para todos…

– Ojalá.

El patrón llevó los vasos a la mesa y dejó la botella ante un gesto de Willy, que lo retuvo cuando se iba:

– Hoy tenía que llegar alguien que estoy esperando desde ayer. Un muchacho joven tal vez… ¿No está parando acá?

– No. No ha habido movimiento estos días… Sólo el señor… -y señaló vagamente hacia Etchenike-. Tal vez esta noche, en La Estrella, caiga alguien.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Gracias.

Todos se miraron y bebieron en silencio.

– ¿Qué tal la ruta desde Mar del Plata? -dijo el patrón.

– Liviana -dijo uno de los jóvenes-. Pero la entrada está muy pesada.

– La cancha va a estar a la miseria mañana -dedujo Fumetto-. ¿Contra quién juegan?

– Contra Las Totoras -dijo otro de anorak rojo. Todos estaban dispuestos a irse ya.

El patrón se dirigió al único de los hombres que no había abierto la boca, un morocho de pelo muy corto y bigotes renegridos:

– ¿Usted no juega, no?

– Es el árbitro, Fumetto -dijo el rubio ya de pie, poniendo los billetes sobre la mesa-. Pero es como si jugara…

Y las risas se escucharon inclusive cuando ya estaban afuera, cuando Etchenike los vio subir al Mercedes 220 blanco que ahora aceleraba levantando agua y arena.

– ¿Quiénes son? -preguntó. Y el ruido de los virajes se había esfumado tragado por el rumor de la lluvia.

– El rubio es Willy Hutton, del Hotel Atlantic. Los otros eran Rodrigo y Juan Manuel, primos de él, y Julián Casado Sastre. El otro, no… Vienen de Mar del Plata porque mañana tienen partido. Juega La Julia.

– ¿Es un equipo de polo?

– No. De pato. Juegan en la estancia de los Hutton.

– Ah.

Se hizo un silencio largo. El patrón volvió a su lugar detrás del mostrador. Había quedado evidentemente pensativo.

– Parece que piensan reabrir el hotel… -insinuó el veterano.

El gesto de Fumetto no dejó dudas: no lo creía ni lo esperaba. Tal vez lo temía.

– Si yo le contara -terminó con un suspiro y sin ganas de contar.

Etchenike parecía dispuesto a insistir:

– Una lástima, semejante construcción destruyéndose así.

El relato flotaba como una amenaza arrullada por el ruido de la lluvia.

– ¿Willy Hutton es el dueño del hotel? -tanteó Etchenike.

– No… qué va a ser -y había algo de inevitable en la exclamación de Fumetto-. El hotel es de la provincia. Willy es el hijo menor, el único que le queda, en realidad, a Julia, la concesionaria: Ana Julia Pradere de Hutton, una vieja viejísima, la que vive en la estancia de la familia.

– La Julia.

– Eso es. Tiene su nombre. Y la historia es muy curiosa.

El patrón comenzó a secar mecánicamente una pila de vasos que iba colocando en el estante del aluminio. Etchenike se levantó de su mesa y se acodó frente a él del otro lado del mostrador.

– El hotel se construyó en los años veinte, durante el gobierno de Alvear. Imagínese lo que sería esto en esa época: nada. Fue la iniciativa de un ministro amigo del marido de la Julia, Arthur Hutton, un ingeniero inglés que había trabajado en el tendido de los ferrocarriles de la zona. Fue prácticamente el fundador del pueblo. Estos terrenos formaban parte de la estancia y fueron cedidos por él.

– ¿Pero para qué servía un hotel acá?

– Era un gran negociado: la idea era que Playa Bonita, que en ese momento la bautizaron así, porque antes era el Balneario La Julia a secas, fuera punta de riel, extensión de un ramal del ferrocarril que se iba a tender desde Mar del Plata. Con ese proyecto prácticamente aprobado, el ministro consiguió la partida millonaria para construir el hotel en el terreno cedido y convertir a este lugar en una playa exclusiva. Pero el negocio se frustró: aunque terminaron el hotel y le dieron la concesión para la explotación al inglés Hutton durante cincuenta años, el ramal nunca se construyó…

– ¿Qué pasó?

– Cuando subió Yrigoyen en el veintiocho, no quiso saber nada. El ministro fue investigado por coimas recibidas y Playa Bonita no se convirtió nunca más en otra Mar del Plata. Sin embargo esto tuvo sus años de esplendor precisamente cuando venía la oligarquía, buscando un lugar exclusivo, sin pobres ni cabecitas negras…

Etchenike recordó las palmeras polvorientas del frente, el aire de esplendoroso deterioro que rodeaba las absurdas columnas que no veían pasar a nadie. Aquello alguna vez había sido nuevo y brillante, las señoras se llenarían de ropa para caminar cien metros hasta la playa y tenderse sobre reposeras rodeadas de niños con gorritos y los mozos tal vez llegasen hasta allí con bebidas frescas, los diarios atrasados de la capital.

– ¿Y cuánto duró ese esplendor?

– Y… hasta que llegó Perón. Durante el primer gobierno nomás, cancelaron la concesión, intervinieron el hotel y lo convirtieron en un lugar de los que llamaba de turismo social: en diciembre venían los pibes, chicos del interior que nunca habían visto el mar: de Catamarca, de Santiago del Estero. En enero era para los jubilados y así… Se fue todo a la mierda.

– No me diga que rompían cosas o hacían fogatas con el parquet… -ironizó Etchenike.

Fumetto vaciló un momento.

– No -concedió-. No es eso. Es que empezaron las desgracias. Primero murió el inglés Hutton; después la hija mayor, en un accidente; y la nieta quedó medio paralítica en la epidemia de polio… Por eso, cuando después de la revolución del ‘55 les devolvieron la concesión, ya no fue lo mismo. Y fíjese ahora…

En realidad Etchenike no tenía nada en qué fijarse que le interesara. Lo curioso era la historia, ese testimonio de desencuentros, forcejeos políticos, sueños faraónicos, pequeñas miserias y sinos desgraciados. Pero además hizo cuentas, calculó al voleo:

– ¿Y cuándo vence la concesión?

– Venció en diciembre pasado pero Willy consiguió prórroga por un año más. Si quiere conservar el armatoste tiene que hacerlo funcionar y presentar un proyecto de explotación que convenza al gobierno de la provincia. Tiene la prioridad. Si no, se lo quitan… Y la provincia lo entrega al mejor postor.

– Tal vez esté especulando con eso: lo deja caer mientras no es de él, después lo compra regalado con un testaferro, lo levanta y lo vuelve a vender. Hay muchos negocios así… Y con estos milicos en el poder…

Fumetto no pareció dispuesto a avalar opiniones tan explícitas sobre el tema. Apenas si acomodó cuidadosamente la pila de vasos y suspiró:

– No creo que Willy pueda nada de eso: no tiene un peso guardado y para conseguirlo debería convencer a la vieja, que está muy resentida por cosas que pasaron. Lo van a perder…

– Pero él… Parecía optimista. Espera a alguien, dijo.

El patrón agitó la cabeza:

– Lo conozco de chico -en la voz de Fumetto asomó un tono sombrío, el del cronista que relata el siempre lamentable final de un imperio ancho y ajeno: el príncipe irresponsable, los jirones sin brillo ya-. Willy nunca supo valorar ni conservar lo que tenían. Nunca le interesó otra cosa que criar caballos, jugar al pato o dar fiestas en el chalet del barrio Peralta Ramos. Hace muchos años que vive en Mar del Plata. Y ha dejado a esa gente metida ahí, en el hotel…

Se hizo un silencio más o menos definitivo. El próximo comentario de Etchenike fue sobre el tiempo y luego el patrón le ofreció otro café que aceptó.

A las diez y veinte llegó la última Costera Criolla, la que venía de Necochea para Buenos Aires, y por diez minutos las mesas se llenaron de pasajeros que entraban corriendo y pedían café mientras bostezaban. Cuando se fueron había dejado de llover y Etchenike se acordó de Algañaraz, volvió a imaginar un vestido floreado, unas tetas, una pileta iluminada.

Pagó y se fue.

8. La lluvia en el zinc

Caminó calle abajo, hacia las luces y la música distante. El viento húmedo hamacaba los foquitos de las esquinas contra un cielo de nubes grises. Al doblar hacia el centro subió plena la música que venía del Club Atlético El Trinquete. Aunque fuera increíble, la voz de Billy Cafara cantaba “Un telegrama” a lo bestia y ahora parecería haberse detenido para siempre en “destinoooo, tu corazón”, “destinoooo, tu corazón”, “destinoooo…”

Estaba todo iluminado, el portón cerrado y la boletería vacía. El viento y la lluvia habían despegado el afiche de Fiesta Acuática. A través de los barrotes vio el pickup girando empecinado en medio del disco: “destinoooo, tu corazón”, “destinoooo…” Metió la mano y desconectó el aparato. El silencio fue ocupado por truenos cercanos y nuevas ráfagas le tiraron arena y algunas gotas ladinas y gordas como escupidas. Se refugió bajo el alero y puteó la lluvia, la arena voladora, el estúpido nombre de Playa Bonita, los periodistas jóvenes, su propia boludez.

Y entonces oyó los gritos a sus espaldas:

– Beba… Beba… ¿Qué mierda pasa con el disco? ¡Beba!

Lo vio venir desde el fondo de la cancha de básquet. Un hombrecito de malla negra con una gorra de goma ajustada al cráneo minúsculo se apuraba y carajeaba bajo la lluvia. Hubo una ráfaga un poco más fuerte y el hombre intentó un piquecito hasta la boletería.

Etchenike lo vio resbalar en el último charco sobre las baldosas rojas, irse de espaldas con una puteada inconclusa. El golpe de la cabeza contra el suelo mojado fue como la caída de una nuez desde el borde de la mesa, al piso. Quedó duro. Después estiró un brazo. Quedó quieto del todo.

Aferrado a la reja, teatral, Etchenike hizo fuerza para entrar y el portón se abrió. Corrió y se arrodilló junto al cuerpo levemente desparramado, un pajarito. Sintió las gotas otra vez contra la espalda. El hombrecito parecía no sentir nada, ni la lluvia ni el frío repentino que le afinaba la nariz y le hacía temblar los párpados casi transparentes. Respiraba agitado y con la boca abierta. Una gota certera le hizo mover la lengua.

– ¿Está bien? -dijo el veterano y no lo tocó.

– Bien jodido -dijo el otro sin abrir los ojos, como siguiendo la natural conversación de un sueño-. La puta madre que lo parió a la lluvia -precisó.

Agitó clásicamente la cabeza, separó la nuca del piso y miró a Etchenike sin sorpresa.

– ¿No hay nadie en la boletería?

– No. Yo pasaba y saqué el disco rayado.

El otro se apoyó en el codo, lo miró. Tenía una gotita en la punta de la nariz.

– ¿Y para qué mierda se mete?

Etchenike no dijo nada. Se paró y lo vio más chiquito todavía.

– Lo ayudo. Levántese.

Lo tomó por las axilas y al hacer fuerza se le fue para arriba como un muñequito de resorte. Lo sostuvo casi en el aire, lo apoyó con cuidado.

– ¿Puede?

– Puedo. No me hice nada. La gorra amortiguó… -y se palpaba la cabeza.

Lo acompañó hasta el vestuario, una puerta iluminada al fondo, detrás de la pileta. Sintió que no pesaría ni cincuenta kilos con esa mallita negra. Y no sólo era petiso. Era todo chiquito, un jockey.

El tipito se tendió en un largo banco de madera.

– Ya estoy bien -dijo y se sacó la gorra, la dejó caer bajo el banco con una mano muerta.

Etchenike se apoyó en el marco de la puerta, tiró el cigarrillo mojado que todavía tenía entre los labios y encendió otro. De nuevo la lluvia hacía un ruido escandaloso sobre el techo de zinc.

– ¿Qué hacía así vestido? -dijo casi divertido.

El otro se irguió cuanto pudo.

– Yo soy Mojarrita Gómez.

– Ah.

Etchenike volvió a sonreír, no pudo evitarlo.

– Las fotos del afiche son malas -dijo.

– Son buenas. El cliché es viejo… Las fotos las tengo ahí; todavía.

La mano señaló vagamente una valija de cartón que sobresalía detrás de un armario.

– Haga la última, jefe -dijo Mojarrita después de una pausa-. Parece que está parando. Vaya y cierre el portón sin traba y apague la luz de la boletería. Hágame la gauchada y venga, que le muestro las fotos.

– Ahora voy.

El veterano terminó su cigarrillo y salió sin decir nada. Cuando regresó lo encontró sentado en el banco, vistiéndose.

– ¿Se siente mejor?

– Sí. Gracias. Y disculpe por tanta…

– No entiendo -dijo el veterano sin darse por aludido-. ¿Qué le pasó con el intento? ¿Se suspendió?

– Postergamos la hora, por si paraba… Cuestión de salvar la noche. Pero esa yegua se fue, dejó todo…

Se había puesto una camisa llena de dibujos que le quedaba inmensa, pantalones celestes y mocasines blancos. Ahora se peinaba dolorosamente una onda frente al espejo que pendía de un clavo.

Cuando terminó de acomodarse el pelo, salió a la noche. Caminaba cautelosamente, cuidando a su cuerpo del dolor. Dio toda la vuelta a la pileta y llegó hasta la mesita. Levantó con dos dedos los papeles empapados.

– Ni las planillas -dijo-. Y esa puta…

Etchenike lo acompañaba ya sin ganas, un testigo aburrido.

De pronto Mojarrita cruzó la cancha corriendo y se metió en la boletería. Tiró del cajón; allí había unos pocos billetes húmedos. Los alisó y los metió en el bolsillo trasero.

– Yegua… -dijo como para sí-. Una yegua, eso es… Nada más que una yegua…

El veterano lo miraba hacer. La lluvia se había ido pero, como un mal recuerdo podía volver. Miró el reloj.

– Bueno, amigo… Me voy.

Cuando llegaba a la puerta lo detuvo un chistido corto, de lechuza.

– ¿Qué va a hacer?

– Me voy. Tengo sueño.

– Déjese de joder. Cómo se va a ir ahora… -por primera vez Mojarrita sonrió débilmente-. Acompáñeme. No comí más que dos o tres boludeces esta mañana, porque me iba a meter en el agua.

Etchenike vaciló.

– Tenemos queso, salame, podemos hacer huevos fritos… -Mojarrita estiró la mano y le puso la punta de los dedos en el hombro-. Le muestro las fotos… ¿Cómo era su nombre?

– Julio.

– Eso. Julio… Unos vinos, aunque sea. ¿Dónde carajo va a ir?

Y el veterano lo siguió con la docilidad con que pasan las cosas en los sueños.

La piecita debía ser el depósito del club. Todo amontonado en los rincones para dejar algo de espacio libre. En un costado, la cama estrecha, cubierta con una frazada de grandes cuadros marrones y verdes, y una mesa de hierro redonda y vacilante de las que pondrían en la cancha de paleta para los bailes de carnaval. Había una jabalina mocha, pelotas de fútbol desinfladas, una mesa de ping pong apoyada en la pared y media docena de paletas viejas. La red de voley era una gruesa y antigua telaraña arrinconada.

La cocina con la garrafa estaba debajo de la cama. Mojarrita la arrastró y ubicó a Etchenike con un gesto en una silla de paja. Arrimó la mesa y sacó dos vasos y una botella de una caja de cartón.

– Sirva, por favor -dijo agachándose otra vez junto a la cama.

El veterano llenó los dos vasos y probó apenas el vino tibio y dulzón.

– ¿Le gusta?

– Es rico. ¿De dónde es?

– Riojano. Me traje dos damajuanas cuando vinimos de allá. Un calor…

– ¿Cómo les fue?

Mojarrita levantó un cajón de manzanas donde había huevos, fideos, yerba, arroz, azúcar, café… Lo puso sobre la mesa y entresacó lo que necesitaba.

– Iba bien. Hacíamos distinto que acá, otra prueba. Una de permanencia bajo el agua sin respirar. Y había un muchacho que se nos juntó el año pasado que hacía acrobacia, saltos. Tenía una foca. Medio boluda, la foca; pero salvaba las papas cuando el espectáculo decaía.

– ¿Y qué le pasó?

– Le cuento lo de hoy porque en La Rioja fue parecido. Es una yegua…

Etchenike hizo un gesto y Mojarrita lo miró raro.

– ¿Usted dice que no, que no es una yegua?

El veterano terminó de empinarse el vaso.

– Es la palabra -dijo-. Creo que es la palabra lo que no me gusta.

– ¿Y ella?

– ¿Cómo “ella”?

– Sí, ella. ¿Le gusta ella?

Mojarrita se había quedado en la mitad del movimiento de romper un huevo, esperando, los ojitos entrecerrados.

– No entiendo -dijo Etchenike.

– La habrá visto en la boletería -cascó un huevo y miró a Etchenike que hizo un gesto estúpido, negativo, casi culpable-. Una rubia, buenas tetas…

El huevo cayó en la sartén y reventó el aire a su alrededor.

– No. No la vi. Llegué hoy a Playa Bonita -dijo el veterano contra ese ruido, contra el olor a aceite quemado-. Pasé y encontré todo así: las luces encendidas y el disco rayado…

Mojarrita se sacó la camisa y esgrimiendo la espumadera como un espadachín levantó el huevo intacto, lo depositó en el plato con el cuidado y la sutileza con que se trata a un animalito herido. Señaló el salame.

– Vaya cortando. ¿O en serio no va a comer?

– Ya comí. Sigo con el riojano.

Mojarrita metió el pan en el medio de la yema y después de un momento empezó a hablar con la boca llena y el vaso en la mano. Sin énfasis, como una canilla que goteara constante, que hiciera triviales las enormidades, que detallara sin necesidad años lisos como una pileta sin nadar.

9. Colores chillones

La damajuana presidía desde el piso, suministraba, daba el clima. Etchenike esperaba el relato sin expectativas, con los pies mojados y las manos entibiadas por el vaso de vidrio grueso. Composición, tema: Ella.

– Ella es la que atiende este negocio, Julio -comentó Mojarrita sin necesidad de poner nombre propio, sólo el pronombre que después rellenaría, se juntaría con la imagen de colores chillones que el veterano conservaba del otro relato, las sorpresas de Algañaraz-: vende las entradas, arregla los asuntos con los empresarios o los empleados, cuida la puerta, la propaganda. Yo no puedo estar en eso; yo soy un deportista.

– Claro.

– Pero ella no me vive, Julio -advirtió el narrador, en guardia contra una mirada simplista, alevosa-. Es otra cosa.

Hizo una pausa y volvió a llenarse la boca. Hablaba mejor así; le daba un tono ocasional, quitaba cualquier posibilidad de confesión o deschave equivalente:

– Hace mucho que está conmigo; demasiado tal vez. Hace una punta de años, yo hacia raídes desde Santa Fe por el Paraná. Unas veces llegaba hasta Rosario, después me fui tirando más lejos. A la Beba la conocí en San Nicolás, hace más de veinte años. Yo era medio profesional y la federación santafesina me conseguía los días en el ferrocarril, donde laburaba.

– La Beba ¿era de San Nicolás?

– No. Era de acá, del campo. Estaba en casa de un tío, ya va a ver.

– ¿Y esos raídes eran en serio?

– En serio, claro. Esa vez, me acuerdo, me tiré al agua un domingo. Era setiembre pero hacía un frío espantoso. De salida nomás empezaron los problemas. El río estaba como loco y no se sabía qué iba a hacer. El río, digo… Les grité a los muchachos: yo largo, me estoy cagando de frío y no hice ni diez kilómetros. Me acuerdo que para calentarme me quisieron dar algo de tomar y el chabón que iba en la lancha me empavonó un ojo con la manguerita.

Al final seguí, pero a la altura de San Lorenzo ya no daba más. En eso cambia el tiempo, se afirma la corriente y al pasar frente a Rosario me avisan que había un premio en San Nicolás: una tienda de allá me empilchaba entero si llegaba antes de la medianoche. Ahí me embalaron y seguí.

Llegué muerto, a las once y media, y sólo porque me arrastraron con un cabo un montón de kilómetros y me soltaron para que braceara los últimos dos mil metros. A la mañana siguiente fui a la municipalidad y me saqué una foto con el intendente. Después fui a la tienda y hasta zapatos y sombrero me dieron. El sobretodo todavía lo usa mi viejo, que es chiquito como yo y vive en el bajo de Santa Fe.

Bueno; a la noche hubo baile y nos quedamos. Pese a los calambres me puse la pilcha nueva y fui. Y ahí estaba ella. Había ido con la tía y unas primas. Tenía 18 años… Y así.

Mojarrita se inclinó y agarró la damajuana.

– Pero es muy puta, Julio… Muy puta -concluyó.

Era como un silogismo rengo, un razonamiento con zonas vacías que se desencadenaba en una conclusión brusca, arbitraria, verdadera…

– ¿Y después? -insinuó Etchenike y casi se arrepintió al momento.

– Hubo una buena época, éxitos… -y Mojarrita acaso hablaba de kilómetros en el agua, acaso de horas en estrechas y acogedoras camas de hotel-. No me quejo, Julio. Ha sido una mina seguidora, eso sí. Fíjese que en el sesenta y dos, cuando se corría la Miramar-Mar del Plata, yo tengo un accidente y me hago mierda contra Gancia en la llegada…

Mojarrita vio la mirada desorientada del veterano, la pregunta.

– Gancia es la escollera donde está la confitería, frente a la playa Popular. Ahora creo que no es más Gancia, hay un cartel de Postre Balcarce… Bueno; ahí me fui contra la escollera porque entre el quilombo de las lanchas y las antiparras empañadas no veía un carajo, y una ola me tiró de costado… Me lo contaron después, porque yo no me acuerdo de nada. Me di con la cabeza -se tocó la nuca, se dio un fuerte coscorrón que lo hizo asentir con fuerza-y me desmayé… Y era tanto el despelote y la gente que en un primer momento no se dieron cuenta y casi me ahogo. Me terminaron sacando unos tipos que estaban pescando y eran los únicos que se apiolaron de lo que pasaba. Me sacaron por la playa, pero ya parecía listo. Me hicieron respiración boca a boca ahí mismo y me exprimieron como un limón. Estaba lleno de agua… Tardé más de cinco minutos en reaccionar pero como el golpe había sido muy fuerte seguía inconsciente. Me llevaron de urgencia al hospital: tenía conmoción cerebral. Me desperté a las seis horas y a que no sabe qué es lo primero que veo…

– La cara de Beba…

Mojarrita Gómez sonrió con melancólica ironía, con irónica melancolía:

– La cana. La Beba también, pero con el hotelero detrás. Se había patinado la plata para el hotel en el Casino, y estaba esperando que yo me despertara para mangarme la guita del premio. No era mucho pero alcanzaba: tercero entre los federados y primero de la zona; porque ya en esa época yo representaba a Necochea…

– ¿Y usted qué hizo?

– Pagué y me quedé sin un peso. Cuando salí del hospital andaba medio boludo todavía, por el golpe, pero ella se quedó conmigo. Dormimos durante una semana en la playa, en Punta Mogotes. No sé qué arreglo había hecho con un bañero que nos dejaba… Por eso le digo: seguidora, sí; pero es muy puta, Julio…

De pronto Mojarrita se levantó y salió de la pieza.

– Venga -dijo después de un momento-. Venga y escuche.

El veterano se levantó con dificultad y miró el reloj. La una y media. Salió dispuesto a no volver.

– Oiga -dijo el nadador cuando estuvieron los dos bajo las estrellas de la noche ahora transparente.

– Los grillos -dijo Etchenike y se sintió estúpido.

– No, la música… ¿Oye?

El veterano puso cara de oír durante unos segundos.

– Ahora sí -mintió.

– ¿Vio? -Mojarrita tenía una expresión extraña-. Ella está ahí ahora. Me lo hace en la cara.

– La milonga, claro.

– No. Los machos -Mojarrita se largó a caminar junto a la pileta-. Pero no le duran. Los usa y los tira… Una o dos semanas y chau. Después vuelve otra vez y así hasta el siguiente.

Mientras hablaba, el nadador había llegado hasta el trampolín y ahora estaba sentado con los pies colgando sobre el agua. Se hizo un silencio largo.

Etchenike bostezó y dijo algo ininteligible.

– ¿Qué dice? -preguntó el otro.

– Que me voy. Gracias por el riojano y por la historia.

– Espere, compañero. -Mojarrita se paró en la tabla-. Mañana voy a necesitar un escribano. Bah, uno que firme cada tres horas la planilla.

– ¿Y de ahí? -Etchenike se sintió casi casi una basura.

– Es puro grupo… ¿Usted podría?

El veterano estaba lejos y se acercó unos pasos.

– ¿Y el que tenían para hoy? -y se sintió algo peor todavía.

Eliseo Gómez se empinó en el trampolín, repentinamente solemne, y señaló con un dedo extendido hacia la música débil.

– Seguro que es el guacho que está con ella ahora. Me dijo que había conseguido uno… Siempre me hace lo mismo. Mientras yo estoy en el agua y está lleno de gente, se van al buffet, se meten en el vestuario… Pero esta vez se acabó.

Y bajó el pulgar como un emperador que manejara discrecionalmente espadas, cárceles, leones.

– Gómez… yo creo que no vale la pena… -intentó borrarse Etchenike.

Pero no pudo seguir. A Mojarrita se le había marchitado el brazo rígido, que caía muerto a un costado. Miraba fijamente un punto a espaldas del veterano. Empezó a decir algo pero la otra voz lo tapó, como una ola:

– ¿Qué hacés ahí arriba? ¿Estás loco, vos?

Etchenike giró.

Era ella. Ella y Sergio. Tal vez una versión desdibujada, rota, de Algañaraz.

Pero ella era ella. La misma mujer que había descripto el periodista, que había puteado con fervor el Mojarrita: Beba. Otra ropa, sin margaritas, y toda ella como un retrato retocado sin gusto, enfatizadas las líneas, exageradas las curvas, los colores. La blusa blanca le caía en volados sobre el pecho amplio ofrecido en la bandeja de un escote bajo y antiguo. La boca era un borrón rojo; llevaba los grandes anteojos posados en la cara como un bicho de alas negras con bordes dorados.

Sergio, perturbado al ver a Etchenike, se apartó y se apoyó en la pared.

– Buenas -dijo el veterano y casi sonrió.

– Buenas noches -dijo el pibe repentinamente formal-. Con permiso…

– Vos te quedás, nene.

La Beba estiró el brazo y sonaron bruscamente las pulseras. El muchacho dio un tirón rápido y se separó. Ella ni siquiera se dio vuelta para verlo salir. Se sacó los anteojos y miró a Etchenike mientras envejecía rápidamente. No dijo nada.

– Mi amigo Julio va a ser testigo de esto -dijo Mojarrita repentinamente resuelto, bajando en dos saltos del trampolín.

La Beba lo miró hacer con fastidio, casi con piedad. Etchenike se movió y otra vez la mujer extendió el brazo, sonaron las pulseras.

– Usted quédese. Vale la pena.

Mojarrita ya salía del cuarto con la jabalina en ristre.

– ¡Te voy a matar, yegua!

– ¡Pare, Gómez! -gritó Etchenike yendo hacia él.

Lo detuvo casi sobre la mujer. Ella no se había movido y lo esperaba como quien aguarda un desenlace previsto, estúpido o deseado.

Forcejearon. Etchenike agarró la jabalina con las dos manos y la levantó sobre su cabeza. Mojarrita quedó semicolgado, ridículo, puteando.

– ¡Basta! -gritó el veterano y dio un sacudón violento.

Mojarrita se agitó como un banderín, pataleó, quiso argumentar lealtades, entrecortó una protesta hasta que cayó hacia atrás. El lomo contra el piso mojado hizo plaf y ella rió con ganas.

Etchenike quedó un momento con la jabalina en la mano y después, mientras ella reía y reía, la tiró al agua. La miró hundirse, volver a salir, flotar hasta el borde de la pileta.

Se dio vuelta y salió rápido, pisando los charcos, sin contar las baldosas, sin mirar para atrás mientras los gritos, los reproches volvían a crecer a sus espaldas.

10. Arreglos de Don Costa

Lo despertó el ruido del viento que hacía chicotear la cortina y cubría y descubría intermitentemente el cielo.

– Buen día -dijo el cafetero desde el otro lado de la cama. Etchenike se incorporó sobre los codos, perplejo.

– Buen día. Debe ser tarde.

– Las once.

El otro acababa de bañarse y se secaba vigorosamente de pie, junto a la ropa colgada de la silla. Era un muchachito, tendría veinte años, flaco y blanco, la espalda algo combada. Se puso la toalla a la cintura y le tendió la mano, sonriente.

– Rizzo, a sus órdenes.

– Etchenike.

Quedaron un momento cortados. El veterano se puso de pie y fue hasta la ventana acomodándose los huevos en el calzoncillo. La lluvia era una monótona conversación de sala de espera; había empezado una vez y nunca terminaría.

– Día jodido para tu laburo -dijo sin darse vuelta.

– Una sola pasada por la playa, temprano, y una recorrida por la principal. No vacié dos termos y me mojé hasta los huesos, arruiné las alpargatas. Por hoy, no laburo más; va a ser una tarde para meterse en el cine.

– ¿Hay cine en Playa Bonita? No lo vi.

– En el hotel. Solamente cuando llueve o el tiempo está muy feo y no se puede ir a la playa. O cuando se les canta. Hoy dan tres funciones.

– En el hotel… Pensé que el Atlantic estaba abandonado o clausurado.

Rizzo sonrió, casi se disculpó ante el forastero:

– Hay gente que vive. Además del Baba y la familia, está el Polaco, el que pasa las películas; debe tener como cincuenta o más. Todas viejas. Hoy dan Lawrence de Arabia en matinée; en vermouth, Piso de soltero, que es mala, y Veracruz otra vez, a la noche.

El veterano lo miró sorprendido. Hacía años que no oía hablar de matinée, vermouth y noche para nombrar los horarios del cine. Pero no era lo único que no entendía.

– ¿Pero de dónde sacan películas tan viejas? ¿Quién las distribuye?

– ¿Qué distribución? -el cafetero se echó a reír-. Son del Polaco. De él. Y pasa lo que quiere. Yo ya me las debo haber visto a todas en los años que vengo a Playa Bonita. Lawrence la vi tres veces.

– ¿Y vas a ir de nuevo?

– No, ya no -Rizzo sonrió francamente otra vez. Etchenike notó que le faltaba un diente-. ¿Vio esa parte cuando lo hacen prisionero los turcos? No se ve nada, pero… ¿Será cierto que se lo cogieron?

Etchenike, dueño de una supuesta autoridad, se encogió de hombros. Recordaba vagamente la película, a Peter O’Toole echado de panza en la punta de un médano rodeado de árabes siempre demasiado abrigados para ese sol.

El cafetero se había inmovilizado con gesto cómplice mientras se sacaba agua, jabón, cera y acaso restos de masa encefálica del interior de sus maltratadas orejas.

– Parece que a los turcos les gusta… -insinuó.

El veterano hizo un comentario que reafirmó la terrible fama de los otomanos en general y de los que viven en el desierto en particular:

– Son peligrosos como los marineros -concluyó-. Pero viven en un mar de arena.

La idea pareció gustarle a Rizzo porque arrancó con entusiasmo con un chiste de náufragos de larga abstinencia y lo remató sin demasiada eficacia. Etchenike lo conocía pero se rió lo mismo, acompañó.

– ¿Puedo usar el baño?

– Vaya nomás. Sequé el piso. ¿Necesita algo?

– No, gracias. Permiso.

Tomó su toalla, el jabón y la brocha, y se metió en el húmedo cuartito.

Cuando abrió la puerta, media hora después, afeitado y con el pelo húmedo y revuelto, Rizzo había dejado talco disperso por todas partes, como quien tira veneno para las cucarachas.

El mediodía en el comedor desierto del Hotel Veraneo estaba inundado por la música radial de un sabio Sinatra justo para la lluvia tras los cristales.

– ¿Y el patrón? ¿Fue a misa?

El pibe sonrió mientras desplegaba los ingredientes primarios: siete dados de mortadela, una docena de quesitos, un puñado de maníes, galletitas saladas inevitablemente húmedas, cuatro brillantes aceitunas fugitivas.

– Fue a Lobería, tiene el padre enfermo.

– Y vos quedaste a cargo.

– Más o menos. Está la señora.

El fernet recibió el chorro de soda con una espuma creciente. Etchenike tomó un sorbo, pinchó una mortadela.

– ¿Dónde hay una casa de fotografía por acá?

– En la esquina, pero hoy va a estar cerrada.

– ¿Y dónde puedo comprar un paraguas?

– Espere un cachito.

El chico desapareció por una puerta detrás del mostrador. Hubo un diálogo, una mujer de aspecto indefinible se asomó y el pequeño ayudante volvió con un paraguas negro, grande, con empuñadura de madera.

– Tome. Hay un montón, de gente que se olvida.

– Gracias. ¿Cómo te llamás?

– Gustavo.

– ¿Cuántos años tenés?

– Trece.

– Ah… Sos petiso, entonces.

El petiso asintió, serio. El gorrito ladeado le quedaba hermoso. Llevaba un buzo de gimnasia azul, vaqueros viejos y zapatillas húmedas de cordones desflecados. El delantal de lavacopas, de mozo, de laburante en general, le llegaba más allá de las rodillas.

– ¿Cómo hago para ir hasta el motel Los Pinos, Gustavo?

– ¿El de la ruta?

– Sí.

– Sigue por ésta hasta el monolito y después, a la derecha, por el camino de entrada. Cinco o seis cuadras, donde empieza el pueblo. Lo va a ver.

– Gracias. Cobrate.

Gustavo se llevó el dinero y cuando volvía con el cambio Etchenike lo espantó con un gesto. El petiso hizo desaparecer el vuelto bajo el delantal, sonrió.

Caía toda el agua del mundo. Etchenike abrió el paraguas. El ruido tapaba la voz de Paul Anka y los arreglos de Don Costa que lo despedían.

11. Cambio de pantalones

Ahora llovía con furia acumulada, un desahogo casi. Eran verdaderos golpes de agua, cachetazos contra Etchenike y su paraguas que parecían querer acabar con el verano, esa farsa ya demasiado prolongada.

Sin embargo, el veterano siguió adelante, chapaleando hasta los confines del pueblo, inventándose un apuro que no tenía.

El motel era una construcción estirada y chata a la orilla del camino, un Cabildo que extendía dos alas de puertas iguales con ventanas de aluminio bajo un alero de fibrocemento acanalado pintado de verde oscuro: casi un campamento, provisorio y horrible. Las paredes eran blancas como la pretendida carpeta de piedritas que cubría la arena en toda la explanada del frente, surcada ahora por riachos de agua turbia que venían a morir a los pies empapados de Etchenike.

Un bosquecito lateral cobijaba dos toboganes y media docena de hamacas sin niños; una estación de servicio hacía ruido en el otro extremo, junto al recodo de la ruta. En el centro de la construcción, un bloque de dos plantas y el cartel vertical indicaban el lugar de la administración.

Etchenike subió la leve cuesta pisando charcos.

Junto a la entrada había un kiosco con pocas revistas, cigarrillos, chocolatines, caramelos sueltos, artículos de viaje, patitos de tres colores desinflados. Etchenike se limpió los pies en el felpudo esponjoso, plegó el paraguas y entró. El hombre gordo que estaba tras el mostrador levantó la mirada de la revista de “Clarín”, lo observó por encima de los anteojos.

– Buenos días, busco al señor Algañaraz.

– El periodista.

– Sí.

El gordo hizo un gesto con la boca:

– No lo he visto hoy. Espere.

Giró para verificar en el tablero donde pendían las llaves con pesadas chapas numeradas.

– Debe estar en su habitación. Es la quince.

Etchenike comprobó que ese gancho estaba vacío en el tablero:

– Comuníqueme con él.

El gordo se inclinó sobre un pequeño conmutador, le alcanzó el tubo y volvió al diario. El veterano escuchó sonar la campanilla cinco, seis, siete veces.

– No está -dijo devolviendo el auricular.

El otro lo agarró como si no le creyera, verificó. Después colgó.

– Habrá salido a almorzar y se llevó la llave.

– ¿Dónde queda la habitación?

– Es la anteúltima -el gordo señaló a su derecha, dispuesto a seguir leyendo.

– Gracias.

La puerta de la habitación quince estaba cerrada como todas las demás.

Etchenike golpeó con firmeza y esperó. Golpeó otra vez y probó el picaporte.

– El pasajero no está. ¿Qué busca, señor?

La mucama, de uniforme celeste, estaba parada a sus espaldas con una pila de sábanas y frazadas apretadas contra el pecho. Era morocha, flaca y tenía el pelo recogido.

– ¿Salió temprano?

– No sé -la mujer comenzó a caminar hacia la administración y Etchenike la siguió-. Pero él tiene la llave y no pude entrar a limpiar.

– Por favor, cuando regrese, dígale que el señor Etchenike quería verlo -el veterano sopesó, dentro de su bolsillo, la moderna Konica-. Él sabe dónde encontrarme.

– El señor Etchenike… qué gracioso -y al reír ella desparramó dientes blancos como si tirara un puñado de dados.

– Sí. O simplemente Julio, nomás.

– ¡Cuidado!

La advertencia llegó tarde. El viraje rápido del auto levantó una salpicada larga y oscura que terminó en los sufridos pantalones de Etchenike.

Un Mercedes 220, blanco. Avanzó veinte metros más y se detuvo en el extremo del hotel.

Sergio Algañaraz golpeó la puerta al bajar y corrió a guarecerse. El rubio al volante lo saludó con ademán corto y sonrisa rígida, aceleró otra vez sin dejar de seguirlo con la mirada. Los tres que iban en el asiento posterior ni siquiera se dieron vuelta. Sergio agitó leve y mecánicamente el brazo.

– ¿Qué tal? -dijo Etchenike sacudiéndose las botamangas empapadas.

– Bien, bien…

Pero el periodista estaba distraído, miraba el auto que se iba.

– Mire cómo lo dejó -la mucama se ocupaba de Etchenike-. Va a tener que cambiarse.

– Un asco.

Recién entonces Sergio reparó en ese hombre sucio y maltratado por los elementos que estaba allí, probablemente por él.

– ¿Me estaba esperando?

Asintió.

– Venga, le presto un pantalón -dijo sonriente-. No nos pudimos ver anoche, la cosa no estaba para conversar…

El veterano enarcó las cejas y confirmó que no, claro que no. Entraron.

Mientras se sacaba los pantalones y los colgaba en el baño, Etchenike escuchó el detallado relato de la reiterada frustración de Sergio en sus intentos de “clavarse a la teñida”, según sus palabras.

– Esa mina está mal de la cabeza -sintetizó alcanzándole un vaquero descolorido que Etchenike miró con desconfianza.

Sergio había estado en El Trinquete a la hora convenida pero como la prueba había sido suspendida, la Beba le dijo que la acompañara, que iba a cobrar una guita que le debían y que después iría con él.

– Fuimos a un bar cerca de la playa y estuvimos franeleando. Quedamos en que iríamos a un alojamiento de la ruta pero ella primero quería cobrar esa plata. Todo era muy raro, Etchenike… -Sergio se sentó en el borde de la cama y extendió las manos-. En eso viene un tipo, la llama aparte y al volver ella me dice que ya no va a cobrar, que se siente mal y me termina mangando…

A partir de allí, el relato del periodista se complicaba. Beba lo había convencido de que le diera el dinero que tenía para pagar el alojamiento de la ruta; a cambio, ella conseguiría un buen lugar para pasar la noche que no les costaría un peso, en el centro del pueblo.

– Yo estaba muy caliente… Una hora al palo -hizo el gesto con el puño-. Sentí que no tenía mucho que perder. Le di la guita, me dejó sus cosas como prueba de que no me iba a dejar de seña y se fue: “Arreglo un asunto y estoy con vos”, me dijo… Tardó más de una hora. Cuando llegó yo ya tenía un pedo que no veía.

Beba se había disculpado diciendo que tuvo que esperar mucho pero que al final había llegado el Tano y estaba todo bien. Le había cambiado el ánimo, hablaba todo el tiempo y empezó a tomar ginebra y a contar su vida con Mojarrita. Terminó llorando en una mezcla de euforia y depresión.

– Yo a esa altura no entendía nada. Ya ni quería coger ni podía… Cuando salimos me di cuenta que era tardísimo y ella dijo que mejor fuéramos a El Trinquete porque al Mojarrita no le importaba nada, no iba a decir nada.

– Y ahí fue cuando aparecieron por el club… -completó Etchenike-. Al final, el Mojarrita casi la mata. Está muy loca esa gente, pibe.

– Sí… Todo el pueblo, en realidad -Sergio había terminado de afeitarse y se secaba frente al espejo del baño-. El mismo tipo del auto, el que me vino a buscar hoy temprano para mostrarme Playa Bonita… No sé si me quiere ayudar en el laburo o qué…

– Sé quién es, estuvo anoche en el Veraneo -y Etchenike calló el resto; no supo bien por qué calló-. ¿No lo conocías de antes?

– No. Hoy me despertaron golpeándome la puerta y a los gritos: “¡Conozca Playa Bonita bajo la lluvia!”, “¡El mar pasado por agua!”… Era él, Willy, y otros tres. Estuvieron muy amables en realidad: me llevaron a conocer el pueblo, desde el vivero y el barco hundido, hasta el faro y las Rocas Negras. Pero me tiraron la lengua para saber qué estaba buscando, como si fuera un conspirador. Noté que me gambeteaban el tema del hotel. Cuando les cuento lo que me había pasado con el rubio del revólver, el Baba, sonrieron. Pero no pude avanzar nada. ¿Y a qué no sabe con qué me sale al final?

– ¿Qué te dijo?

Sergio se arrimó por detrás de Etchenike y, poniéndole un brazo sobre el hombro, imitó a Willy:

– Mirá, pibe. Vos no busqués demasiado por ahí. Si querés saber sobre el hotel, sobre la historia y todo eso, me tenés a mí, que soy el dueño…

– Lo es. No exactamente el dueño, pero sí el administrador -dijo Etchenike palmeándole la mano sobre su hombro-. Y guarda con ese tipo.

– Venite esta tarde a la estancia -prosiguió parodiando Algañaraz-. Te pasamos a buscar… ¿Viste alguna vez un partido de pato? A las cuatro acá. ¿De acuerdo?

El pibe se levantó y fue hasta la ventana, miró la lluvia que se iba, que sólo se quedaba en el piso sucio pero que continuamente advertía que debían reparar en ella, tenerla en cuenta.

– Siempre llueve acá -concluyó.

– En el caso de los partidos de pato -dijo Etchenike extendiendo un brazo con la palma hacia arriba- el arbitro sale al campo de juego y si llueve mucho y ha estado lloviendo más todavía, hace entrar al pony más petiso del palenque y lo mide: si el agua le llega más arriba del garrón, el partido se juega con pato vivo, a la antigua, para que el animal nade… De lo contrario, se utiliza la tradicional y moderna pelota de manijas.

Pero Sergio no sonrió.

– Voy a ir. Creo que es la única manera de que pueda entrar al Atlantic. Ayer saqué buenas fotos de afuera, estuve en la Oficina de Turismo, tengo un folleto donde está toda la historia, pero no me alcanza.

– De paso te hacés unas fotos del partido… Es tan raro, el pato. Un deporte nacional que lo practica sólo un sector muy chico de la oligarquía vacuna. En cambio el fútbol, que es teóricamente importado, que lo trajeron los ingleses, es el verdadero deporte nacional y popular. Pasa como con el tango y el pericón o la media caña… Lo popular no es lo estrictamente tradicional.

Mientras divagaba, Etchenike se había sacado los zapatos y colgado las medias en el baño, junto a los pantalones. Parecía un náufrago en mangas de camisa y con los vaqueros prestados que le ajustaban en la cintura. Sergio lo miró con curiosa simpatía:

– ¿De qué habla? ¿Se miró lo que parece?

– No juzgues las apariencias, pibe. Trato de sacarte de tus perplejidades cotidianas con alguna reflexión un poco más honda… No todo es voltearse gordas histéricas y fotografiar ruinas -y ahí Etchenike pareció recordar algo-. Ah… a propósito…

Metió la mano en el bolsillo del saco que colgaba de una silla y extrajo la Konica y sus accesorios.

– Enseñame a usarla -dijo.

Sergio la examinó un instante, hizo un gesto de admiración.

– Es una máquina bárbara, modelo nuevo. Hay pocas de éstas. Permite sacar en interiores sin flash, con muy poca luz. Se usa con película muy sensible… ¿Tiene rollo?

Etchenike indicó que ni eso sabía. Sergio revisó con mayor atención y vio que sí. Le preguntó qué quería saber.

– Enseñame a sacar.

– Se enfoca, se gradúa el diafragma así -lo hizo- de acuerdo con la cantidad de luz, y se dispara de acá -señaló la palanquita-. Después se corre con esta otra para que no se superponga y listo… ¿Qué tiene que fotografiar? ¿Exterior o interior?

– De todo.

Algañaraz le indicó una posibilidad y la otra y cómo en cada caso.

– Sacame una -dijo el veterano poniéndose con las manos en la cintura en medio de la habitación-. Después te saco yo.

Sergio puso la cámara vertical y disparó. A Etchenike le costo más ubicar con precisión al muchacho tirado displicentemente en la cama, pero lo hizo. Tuvo la sensación de que se había movido todo.

– Quédese tranquilo que salen siempre. Mal, pero salen.

– Gracias.

Sonó el teléfono. Atendió Sergio.

– Sí, Algañaraz habla… -luego de escuchar un momento tapó el auricular: “Es de parte de ella” dijo con sonrisa cansada a Etchenike-. Puede ser… Pero un rato nomás, porque después tengo un compromiso… -le preguntó la hora a Etchenike con un gesto-. Son las tres. En media hora. Hecho.

Al colgar le había cambiado la cara:

– Hay que apurarse… ¿Me disculpa?

Cuando se separaron en el comienzo de la avenida, Etchenike se sintió ridículo pero seco con los vaqueros y las zapatillas Adidas. Sergio estaba simplemente apurado.

– Que se te haga, pibe. Mañana te alcanzo las pilchas.

– Lo llamo a la vuelta del partido… Si es que voy.

Le dio un manotazo en el hombro y después lo miró alejarse rápido, casi correr al llegar al médano cercano, subirlo, cortar camino.

12. Alcahueterías

A la nena le faltaban algunos dientes y le sobraba el paraguas que tenía abierto sobre la cabeza y bajo el alero de la casilla. Sonreía.

– Esto lo dejó mi papá para usted. Se tuvo que ir.

Etchenike tomó las llaves:

– Gracias. ¿Cómo te llamás?

– Analía Toledo.

– Ah.

Abrió. La cerrada humedad se hizo a un costado, gentil, lo dejó entrar. Era como si hubiera llovido adentro.

– ¿Cuándo vuelve tu papá? -dijo sin mirarla.

Analía meneó la cabeza, alargó el labio inferior y entró en la casilla con el paraguas milagrosamente abierto.

– Cerrá eso -dijo el veterano.

La nena cerró la puerta. Se sentó en la silla frente a él. El paraguas ahí.

– ¿No va a poner las banderitas?

– Ah, sí… Las banderitas.

– Yo lo ayudo a mi papá a ponerlas.

Etchenike las descolgó de atrás de la puerta y salieron juntos. Ella apoyó el paraguas en el suelo, sin cerrarlo, y le indicó cómo debía atarlas, cómo clavar las estacas.

– Hay viento… -observó Etchenike mirando flamear los jirones verdes, rojos y amarillos-. ¿Están bien así?

– Sí, muy bien. ¡Hasta mañana!

Y Analía salió corriendo detrás del paraguas que rodaba sendero abajo las cuarenta y tres lajas, exactamente.

Durante las dos horas siguientes, la pila de folletos que promovía las bondades del Complejo Romar -su extraordinaria vista al mar, los tantos lujosos ambientes, la cochera propia- permaneció intacta sobre el escritorio. Ningún turista o simple interesado se interesó en hacer turismo por allí esa tarde destemplada de domingo.

Etchenike compró facturas, tomó mate, bebió ginebra y boludeó mirando tras los cristales. Escuchó al principio el rumor lejano del mar hasta que dejó de oírlo y lo incorporó como una especie de capa transparente, un barniz de silencio. Mientras revisaba los cajones vacíos -“vaciados”, pensó- del escritorio y del armario metálico sin demasiadas esperanzas de encontrar algo que no sabía si buscaba, el veterano no dejó de pensar, de interrogar el cielo cambiante, el ambiguo panorama de esas pocas manzanas de casas dispersas entre las que se movía algo oscuro y poco confiable, como si fuera un jardín florido convertido secretamente en campo minado.

Sistemático, inútilmente riguroso, casi avergonzado, recorrió cada media hora el perímetro del Complejo como si fuera un antiguo guardián de plaza pública con gorra gris y silbato. Hizo los deberes, los mandados. Hasta tocó los picaportes de entrada, alguna traba de garaje. En la tercera recorrida, cuando pasó por el departamento señalado se empinó sobre el paredón y comprobó que estaba todo en orden. Precisamente, el Complejo Romar era el único lugar de Playa Bonita donde reinaba el orden, y Etchenike reparó en que el orden solía reinar, mientras que el desorden era mucho más anárquico o democrático porque habitualmente cundía, como el pánico o el desánimo.

En eso estaba cuando vio el auto. Lo difícil hubiera sido no verlo: una cupé Volkswagen roja, descapotada, de las antiguas, que mostraba en los cromados casi de museo que lo era. La vio venir lenta desde el fondo de la avenida, por el centro de la calle, parsimoniosa como una achatada barcaza que dispersara la espuma de la gente sin violencia, mostrando la línea noble, el perfil cuidadoso del galán de anteojos oscuros y rubia melena suelta que la manejaba como si fuera tan fácil estar sentado ahí. Poco antes de llegar al Complejo aceleró, la sacó un poco abierta en la curva y las gomas chillaron al pasar del pavimento roto a la arena. Pero enderezó sin esfuerzo, la puso en su lugar y la Volkswagen pasó frente a Etchenike antigua, sólida, segura.

El auto rojo dio la vuelta por detrás de los edificios, se ocultó por unos momentos, reapareció por el fondo del Complejo y estacionó frente a la última entrada.

Etchenike buscó el sobre y miró la fotografía. Ése era el hombre, el intruso. Coria. Estaba seguro de que era Coria.

Guardó la cámara y el teleobjetivo en el bolsillo, se empinó la petaca de ginebra, cerró la oficina y se fue caminando, bordeando el médano cercano, sin apartar la mirada del auto y los movimientos del hombre. La puerta de la planta baja estaba abierta y Coria entraba y salía con parsimonia, acarreando primero un bolso, luego otro.

Etchenike se instaló entre los tamariscos del médano de enfrente, de panza en la arena, y sacó una panorámica que abarcaba toda la casa y el auto estacionado. Luego, con el teleobjetivo, un detalle de la chapa del Volkswagen, la figura entera de Coria -ahora lo veía bien, con toda exactitud, hasta las rayas de la camisa fina- saliendo de la casa, entrando ahora, y en la ventana.

Cuando se cerró la puerta de calle, Etchenike bajó por el médano hacia la playa, dio toda la vuelta, desembocó en la calle trasera, saltó el paredón y se metió en el patio sin cuidarse demasiado del ruido. Fue directamente a la ventana y sacó la maderita. Una débil claridad iluminaba el dormitorio, los bolsos ya abiertos sobre la cama. Vio la sombra de Coria proyectada sobre el piso cuando entró al baño. Luego, inmediatamente apareció él y se llevó uno de los bolsos pero Etchenike no tuvo tiempo de disparar, ni siquiera de preparar la cámara, que se le resbaló de las manos y cayó haciendo un ruido que supuso infernal. Coria giró la cabeza y se dirigió a la ventana.

Cuando la abrió el veterano ya estaba hecho un ovillo contra la puerta del garaje, fuera de la línea de visión del rubio.

Esperó que la cerrara, pero no. Tuvo que quedarse allí, inmóvil, escuchándolo ir y venir del baño, cantar bajo la lluvia y ante la toalla. Cuando finalmente oyó el ruido de los postigos y volvió a encaramarse pegado a la ventana, se dio cuenta de que había perdido su oportunidad: Coria ya no volvería a la habitación.

Al rato, oyó el golpe de la puerta del auto y el arranque sabio y redondo de la cupé. Entonces puso la maderita en su lugar, se secó las manos que descubrió húmedas en el vaquero y miró la hora: las seis de la tarde. Por ser domingo, había trabajado demasiado.

Volvió a la playa como el día anterior, pero esta vez caminó en sentido contrario. Y anduvo mucho, como buscando cansarse, sin mirar para atrás ni a los costados. Sólo se detuvo cuando se sintió hambriento y con la cabeza vacía, demasiado agotado para darse cuenta de si se sentía, solo, aburrido o reconfortado.

Cuando empezó a regresar, atardecía. Estuvo tentado de intentar alguna foto con el fondo del barco encallado, pero le pareció excesivo. No sabía quién había dicho alguna vez que el atardecer era la única cursilería que se permitía la naturaleza. Y este cielo de colores frente al mar en una playa solitaria era demasiado, casi un poster para fijar con chinches en una agencia de viajes de barrio. Además estaba solo. Y en general la soledad no le servía para pensar -eso creía- y menos aún si se trataba de una soledad aparatosa, casi literaria como la de caminar frente al mar. Sin embargo sentía que en esos días había tocado algo indefinido que no era un recuerdo, ni siquiera una evidencia personal pero que tenía que ver, tal vez, con los muchos años pasados sin ver tanto horizonte o la sensación casi olvidada de usar ropa de otro…

13. Tarzán y Cía.

Tal vez por todo eso, cuando ya estaba entrando en la zona más poblada y encontró un bote semienterrado con el vientre abierto, se sentó a descansar como quien hace una pausa antes de regresar a una fiesta ruidosa, a un velorio.

Oscurecía pausadamente. Ya sentía un leve escalofrío en los antebrazos cuando el otro apareció de atrás, se sentó junto a él y empezó a hablar directamente, como si hubieran estado toda la tarde o la vida juntos:

– La voy a matar -dijo señalando la orilla, lejos, el mar.

– ¿Qué pasa? ¿Qué hace acá?

Mojarrita indicó un lugar móvil, las risotadas que llegaban como otras olas.

Pese al frío, la pareja correteaba en la orilla como si el sol de Tahití los dorara en un afiche de Panam.

– Esta vez se pasó. Ahí la tiene, mire.

Eliseo Gómez abrió su mano y dejó caer frente a la nariz de Etchenike un corpiño rojo.

– Es de ella, estaba en la orilla.

Etchenike agarró un puñado de arena y lo fue tirando sobre el bikini como si tratara de borrar una mancha de sangre.

– Déjela, Gómez. Es lo mejor -dijo sin convicción-. Déjela y listo.

– La voy a matar.

– No. Déjela.

Pasó un largo momento. Mojarrita tenía una gorra de visera metida hasta las cejas, las alpargatas en la mano.

– Eso es más difícil, mucho más difícil -dijo.

Etchenike argumentó algo previsible y tonto que no recordaría nunca después. Se interrumpió. Sacó la cámara del bolsillo.

– ¿Quiere que le saque una foto? -dijo tratando de distraerlo, sintiéndose inmediatamente estúpido.

Pero el nadador estaba en lo suyo:

– Creo que ahí vienen.

Mojarrita manoteó las alpargatas y empezó a caminar hacia los médanos, huyendo de qué:

– No me vio…Usted no me vio, Etchenike.

Primero llegó ella, corriendo con las rodillas juntas y los talones separados, abiertos, como corren las mujeres imbéciles o coquetas o las dos cosas. Lo hacía con la gracia de una bolsa de agua caliente semillena. Se detuvo junto al veterano, risueña y agitada, el pelo rubio pegoteado contra la cara y el cuello. La toalla rayada que sostenía con una mano le cubría mal las tetas.

– ¿No estaba Gómez con usted? -y sonreía y miraba para atrás-. Tuve un percance -y se quedaba en la palabra-. Me pareció verlo con algo mío…

Etchenike no contestó. Estiró el pie, enganchó con un dedo el corpiño semienterrado y lo levantó al alcance de su mano.

– ¿Es esto?

Ella se puso repentinamente seria y volvió la cabeza hacia el mar.

Etchenike lo vio venir. No era Sergio sino otra cosa mucho más contundente. Venía al trotecito, sobrando la situación y el frío con su slip imitación leopardo. Un grandote atarzanado al que tardó apenas unos segundos en reconocer.

– ¿Qué pasa? -dijo Tarzán.

– Me cancherea -sintetizó ella.

Etchenike todavía estaba con el pie levantado, el corpiño como bandera de remate y la mejor cara de boludo en el atardecer.

– Dale eso.

– ¿Vos no tenías que arbitrar un partido de pato hoy?

– Dale eso y no te pasés de vivo si no querés que te rompa la cara.

El veterano revoleó el pie y el bikini fue a parar a la cabeza del tipo como un barrilete enredado en un árbol.

Tarzán se sacó el corpiño de un manotón y se le vino encima.

Todo fue muy rápido. Mientras el tipo lo agarraba de los hombros para levantarlo, Etchenike se le afirmó de los pelos, dio un fuerte tirón hacia abajo y le aplastó la rodilla contra la nariz. El otro dio un alarido y cayó para atrás, retorciéndose. La mina lo puteó y con la calentura se le cayó la toalla. Se agachó, humillada, tratando de sostener al otro, cubriéndose como podía y sin dejar de putearlo.

Etchenike no dijo nada. Agarró las Adidas y empezó a caminar hacia los médanos.

Creyó que encontraría a Mojarrita por ahí, agazapado. Pero no.

Lo encontró tres horas después, cuando recién bañado y con dos cervezas heladas como antecedente inmediato, Etchenike cruzaba la calle mal iluminada rumbo al Hotel Atlantic dispuesto a disfrutar lo que suponía fragmentos escogidos de Veracruz, aquella aventura vertiginosa de Burt Lancaster y Gary Cooper entre los mejicanos de siempre.

Casi se chocaron en la puerta junto al cartel que anunciaba el programa como un menú con letras blancas sobre el pizarrón negro.

Mojarrita salía cabizbajo, rápido, malhumorado.

– ¿Adónde va? -lo detuvo el veterano para que no lo atropellara.

– Ah, usted…

– ¿Viene del cine? ¿Qué tal Jack Lemmon?

– ¿Qué Jack Lemmon?

Etchenike sonrió. No estaba dispuesto a explicar eso.

– Ah… -dijo Mojarrita como si recién entendiera-. No, nunca vengo a este cine de mierda. No es un cine tampoco.

Llevaba la camisa colorida, los mocasines blancos, el pantalón celeste. Amagó con seguir viaje.

– ¿Qué le pasa? ¿Está apurado por meterse en el agua?

– No me hable de eso.

– No le hablo. ¿Pero inaugura o no?

– No sé todavía. Ando buscando a la Beba.

El veterano estuvo a punto de decir algo irreparable. Dijo algo tonto:

– Y la vino a buscar al Hotel…

– Acá vive la hermana… Pero ésta no sabe nada; ni dónde está. Nada. Disculpe pero me voy -y comenzó a cruzar la calle. De pronto se volvió, le habló a Etchenike muy cerca de la cara-. Estuvo muy bien esta tarde en la playa. Gracias. Pero guarda con ese hijo de puta: es policía.

Y ahora sí se fue apurado, como el que enciende un petardo y corre. El veterano pareció no darse cuenta de semejante riesgo porque sólo atinó a tirar el pucho, apagarlo con un pisotón, girar y entrar en lo menos parecido a un cine.

14. Veracruz y el Polaco

Subió los escalones, atravesó el pórtico de columnas descascaradas y luego de la recepción vacía desembocó en un gran salón iluminado por una araña de muchos caireles y pocas lámparas. Sólo había algunos cuadros perdidos en las altas paredes empapeladas y oscuras, y fotos, muchas fotos con escenas de playa, algunas multitudinarias formaciones del personal, hombres uniformados de blanco a lo largo de un corredor, la dotación de la cocina posando como soldados junto a un tanque o pieza de artillería. Pero eran fotos tan viejas como el par de sillones de cuero ubicados en un extremo. Cortinados rojos, recogidos, custodiaban las arcadas: una enfrente y las otras dos, más estrechas, en las lejanas paredes laterales.

Etchenike vaciló. Un chistido lo hizo volverse:

– Por acá.

En un extremo del salón, junto a la arcada, había una boletería que no era tal. Un hombre viejo y descolorido, flaco, los ojos claros tras los cristales gruesos, estaba sentado en una mesa de bar con un talonario numerado. Preguntaba cuántas y cobraba. Había mayores y menores. Los precios estaban escritos a mano en un cartel adherido con chinches a la mesa. El dinero se acumulaba en una caja de zapatos, junto al viejo. Etchenike pagó y recibió el número diecinueve, celeste.

– ¿Ya empieza? -preguntó consciente de que se había retrasado charlando, de que sería el último.

– ¿Está apurado? -el hombre lo miraba por encima de los anteojos. Curiosamente, lo retaba-. Cómo se nota que es porteño. Pase.

El veterano pasó. Luego de un breve pasillo entró en lo que alguna vez había sido el lujoso comedor y salón de fiestas del Hotel Atlantic. Una veintena de personas se habían diseminado en el bloque de sillas dispuestas prolijamente en el centro de la inmensa habitación que sobraba por todos lados.

Las tres grandes puertas que se abrirían a supuestos balcones estaban cubiertas por espesos cortinados que habían sido púrpura. Del cielorraso pendían dos arañas similares a las del hall de entrada pero con menos bombitas encendidas. La pantalla era un lienzo blanco al que no le faltaban algunas arrugas, desplegado contra el fondo del escenario, un espacio amplio y semicircular cavado en la pared derecha y donde habrían sonado, en mejores y pobladas noches, bronces y violines con smokings de colores. En el otro extremo, sobre una tarima tras las sillas, estaba el proyector. Etchenike se instaló en la última fila y se entretuvo mirando alrededor.

El silencio era casi total; apenas cuchicheos en la semi-penumbra humedecida y vieja. Dos matrimonios de turistas con sus chicos, tres muchachos despatarrados en la primera fila, una pareja de novios a su derecha y el resto eran hombres solos. Uno de ellos leía con dificultad un diario de la mañana y el ruido que hacía al volver las páginas resonaba como el crepitar del fuego.

Se abrió la puerta del fondo y entró un hombre con chaqueta de mozo y una bandeja.

– Sánguches, bebidas… -dijo aproximándose.

La chaqueta no estaba del todo limpia y el mozo, rubio, bajo, de largos cabellos dispersos y barba sin afeitar, fue caminando lentamente al borde de las filas con la bandeja cargada.

– Salame, queso, mortadela… Sánguches. Coca y cerveza.

Lo llamaron por el nombre de Baba, vendió dos o tres cosas, completó la ronda y se detuvo detrás de Etchenike. El veterano se dio vuelta y pidió un sándwich.

– ¿Salame, queso o mortadela?

Ahí le vio los ojos y se dio cuenta: ése era el hombre que había asustado a Algañaraz en la playa.

– ¿Y? -insistió el Baba gozando con el efecto paralizante de su mirada.

– Salame -dijo bajito Etchenike, como si en esa elección se jugara la vida.

Mientras hacia crujir el pan entre sus dientes y adivinaba el escueto sabor del fiambre entre la miga, Etchenike siguió con la mirada al rubio amenazador, trató de adivinar el bulto de un revólver grande que le cruzara la espalda como un facón, bajo la chaqueta, lo acompañó hasta que salió por la puerta del fondo sin descubrir nada que no fuera la monotonía del pregón:

– Coca, sánguches, cerveza…

En ese momento entraban los últimos espectadores y tras ellos el viejo de la boletería. Cerró la puerta lentamente y cuando parecía que iba a seguir viaje se plantó ante el público:

– Señoras y señores -dijo entonado-. Esta noche el Cine Atlantic tiene una vez más el orgullo de presentar este verdadero capolavoro de uno de los directores más interesantes del Hollywood de la época de Oro: Robert Aldrich. Se trata, como ustedes saben, de un western: Veracruz, que data de 1954, y está protagonizado por Burt Lancaster y Gary Cooper. Éste, por aquellos años, luego del suceso de A la hora señalada, de Fred Zinnemann, supo convertirse en carta de triunfo de cuanta producción del Oeste se emprendiera. En cuanto a Lancaster, está en el apogeo de su carrera; es el momento de Su majestad de los Mares del Sud, de El pirata hidalgo y de tantos héroes aventureros, vitales y con cierta dosis de desfachatado desparpajo.

Y en ese tono entre didáctico y erudito siguió el viejo -el Polaco, sin duda, del que le había hablado Rizzo-, dio la ficha técnica de memoria, los estudios, la trayectoria de Aldrich, su manejo de los temas de acción, la presencia de la violencia, citó a Dios y a María Santísima ante un auditorio entre harto y asombrado.

– Cortala, Polaco… -lo interrumpió el que no había dejado de leer el diario.

Siguió sin embargo el presentador hasta terminar con una referencia al estado de la copia y a las características de la función:

– Como es habitual en nuestros programas, realizaremos un pequeño intervalo para el cambio de rollo a los cuarenta minutos de proyección. El estado de la copia es inmejorable -y ahí sonrió- en todos los sentidos de la palabra… Y espero que disfruten de este clásico del western aventurero.

Dicho esto hizo un gesto al Baba que tenía la mano en el interruptor y se dirigió al fondo de la sala. Hubo algunos zumbidos, se apagaron las luces, se iluminó la pantalla y a los cinco minutos Etchenike ya estaba metido hasta las orejas en una de las mejores historias de tiros y amistad que recordaba.

Para el intervalo se dio vuelta y lo encaró al Polaco que estaba a sus espaldas con el proyector:

– Lo felicito. ¿Cómo hace para conservar las copias en tan buen estado?

– No hay misterio. Una película no se gasta por los años que tiene sino por las veces que se proyecta. En un cine de Buenos Aires, a tres funciones diarias, en una semana se la pasa más veces que durante un año acá…

– Claro -admitió Etchenike, encantado por la simplicidad del razonamiento, volviéndose hacia la pantalla-. Y desde cuándo…

Pero se dio cuenta de que el Polaco no lo oía. No estaba ya. Se había apartado un poco, llamado por el rubio de la bandeja y ahora hablaban ostensiblemente de él con un tercero que daba espaldas a Etchenike. El Baba hizo un gesto señalándolo con el mentón y en el leve giro y la mirada de soslayo del otro, el veterano creyó reconocer el perfil emparchado de un Tarzán ahora de civil, la bruta bestia presumida del atardecer.

– ¡Polaco! ¿Para cuándo, Polaco? -gritaron adelante.

Hubo ruidos de botellas que rodaban, risotadas. El operador golpeó las manos y llamó al orden, al silencio. Algunos aislados alaridos acompañaron el apagado de las luces. Con la cerveza, el clima general y el ánimo de los espectadores habían cambiado. Por suerte, la calidad de Veracruz, no.

Cuando terminó la proyección Etchenike se desperezó de tensión, de fatiga y de gusto. Se volvió y Tarzán no estaba.

Preguntó por el baño y le indicaron la puerta del fondo. Salió a una galería rectangular que rodeaba el patio central del hotel. Tres palmeras se erguían en la oscuridad más allá de la altura del edificio. Al fondo, una puerta entreabierta dejaba ver azulejos con una guarda celeste.

Entró al baño, meó en el inodoro Pescadas, se miró en el espejo bajo la lamparita y la tulipa sucia, se lavó, se secó las manos con su pañuelo.

Al salir vio a una mujer que cruzaba la galería y entraba a una habitación junto a lo que supuso era la cocina.

– Beba -dijo en voz alta y ya estaba arrepentido.

Ella se volvió.

No. No era pero parecía. Un poco más alta, tal vez.

– Disculpe, la confundí.

La mujer se acercó y entró en la luz. También era más joven.

– Ella es mi hermana -explicó.

– Lo sabía.

Era una conversación estúpida. Ella la alimentó un poco más:

– ¿Cómo sabía?

– Por Gómez, por el Mojarrita.

– Ah.

El Baba salió de la cocina con un sándwich en una mano y una lata de cerveza en la otra. Se puso junto a la mujer.

– ¿Buscaba algo?

– Nada. Lo que buscaba lo encontré -y señaló el baño a sus espaldas.

El rubio se rascó el cuello con la mano que sostenía la lata.

– ¿Es porteño?

– No. ¿Y usted? -Etchenike lo miraba fijamente.

– No.

Siguió mirándolo a los ojos.

– Linda noche -dijo sin pestañear.

– Vamos a cerrar.

– Pero no me va a negar que la noche es linda.

– Es tarde.

– También es cierto -dijo Etchenike-. Buenas noches.

– Buenas -dijo ella.

El veterano recorrió la galería, abrió la puerta, atravesó toda la sala en penumbras, salió al pasillo, llegó al hall de entrada y recién junto a la puerta encontró al Polaco que lo esperaba para cerrar.

– ¿Le gustó?

– Sí. Y usted sabe mucho de cine. Demasiado para este lugar.

El otro no hizo caso:

– Tengo dos de Carol Reed, las que hizo con argumentos de Graham Greene: El ídolo caído y El tercer hombre… Hay un conflicto que…

– Pare ahí -Etchenike sentía que tenía demasiadas historias encima, adentro, alrededor-. No me cuente El tercer hombre, vendré a verla.

– Lo espero.

Y el Polaco fue entornando la puerta del hotel con la lentitud ceremonial del cura que cierra la iglesia, con el cuidado del que cierra una pajarera.

15. Acabar al fin

Pese a la obstinada indiferencia de algunos, era evidente que la noche estaba hermosa. Hermosa y amenazante. La brisa fresca del mar empujaba las grandes nubes grises y rápidas que velaban y desvelaban una luna perfecta.

La precaria iluminación de Playa Bonita convertía al paisaje en una masa de sombras interrumpidas por temblorosos conos, triángulos, manchones de luz. Caminando por el centro de la calle, con el cuello levantado y pateando piedritas, Etchenike decidió no doblar en la esquina que llevaba al Hotel Veraneo y a su cama. Siguió por la calle más iluminada y enfiló hacia las construcciones del Complejo Romar.

El descampado era un oscuro espacio rumoroso peinado por un viento húmedo que movía apenas los cables de los postes telefónicos, inclinaba los pastos altos. Las claras moles de los dos edificios se recortaban sucesivas. El esqueleto de cemento se agitó en rumores de murciélagos y pájaros nocturnos al paso silencioso de Etchenike por el sendero de lajas; pero al llegar al extremo más lejano, lo primero que vio, como la vez anterior, fue el auto rojo.

Estaba estacionado en el mismo lugar, frente a la entrada del segundo edificio, y la luz encendida del departamento de planta baja lo iluminaba de perfil, alargaba la sombra sobre el camino apenas insinuado entre la arena y las piedras.

Después del auto, escuchó las voces, las risas excesivas que le llegaban a través de las ventanas abiertas. Después lo vio al mismo Coria en la ventana que daba al frente; y después, finalmente, el andar irregular de la mujer rubia que iba a través del living hacia el interior del departamento.

Cuando se apagó la luz de la calle y cerraron con estrépito las persianas del living, Etchenike verificó mecánicamente el peso de la Konica en el bolsillo, y se deslizó en medio de la oscuridad hacia el patio trasero.

Los postigos de la ventana del dormitorio estaban cerrados. Sacó el pedazo de madera que le permitía ver el interior y se encontró con el mismo panorama de la tarde. Sólo que ahora estaba encendida la luz del techo y ellos no estaban allí.

Los oía hablar pero a través del vidrio no llegaba a entender lo que decían. Ella tenía una voz grave y entonada de bacana; él se reía demasiado, tiraba frases cortas y esperaba el efecto, dominante o gracioso pero en los límites de la representación. También resultaban casi prefabricadas las enfáticas negativas de ella, tan aparatosas y sonoras hasta el rumor final, el risueño gruñido que juntó las voces, preanunció la entrada en escena de la pareja.

Él la traía semidesnuda en brazos mientras ella hacia equilibrio ruidoso con dos copas, hielo y una botella larga, clara y fina. Cuando la depositó atravesada sobre la cama Etchenike gatilló por primera vez la cámara. La melena rubia, casi rojiza, se derramó sobre la almohada y desde su estrecho mirador pudo apreciar el rostro encendido, la boca abierta de labios anchos y dientes grandes, los ojos claros, la blusa entreabierta y el vientre plano, las piernas rígidas y extendidas, blanquísimas, contrastantes con la bombachita mínima que no llegaba a cubrir el vello rojizo.

Etchenike apretó el disparador mientras Coria metía la mano resuelta bajo la blusa, escandalizaba las hermosas tetas con el contacto helado de la botella, reía al sacarle el resto de la ropa a vigorosos tirones y se apartaba finalmente, salía del cuarto con una sonrisa prometedora.

Ella se corrió dificultosamente hacia el costado de la cama y se tendió, relajada, a esperar. Recogió una revista vieja del suelo mientras conversaba, contestaba en voz alta al hombre que hacía ruidos de agua en el baño cercano. La mujer comenzó a mordisquear un chocolate que había dejado sobre la mesa de luz mientras pasaba indolente las hojas de la revista.

Etchenike ya estaba semientumecido en su incómoda posición cuando reapareció él, sonriente y convencional, con una toalla fijada a la cintura y el pelo rubio y brillante pegado a las sienes. Se sentó en el borde de la cama junto a ella, que seguía leyendo indiferente -Etchenike apretó el disparador-, le apartó la revista con suavidad, y la mujer lo sorprendió metiéndole resueltamente las manos bajo la toalla, abriendo la boca para comérselo, tendiendo después los brazos alrededor de su cuello para colgarse y arrastrarlo a la cama contra ella. Etchenike disparó otra vez. La mujer tomó la cabeza de Coria y la apoyó contra sus pechos, le mordió las orejas, lo zamarreó riéndose a carcajadas hasta que él se le encaramó y Etchenike gatilló ahora dos veces seguidas. Apurado, fuerte, dominante pero con las firmes manos de ella apoyadas en sus caderas, empujando entre sus nalgas, Coria se sacudió un rato, forcejeó buscando los costados, la fricción entre esas piernas que apenas se abrían lo justo, pasivas, mientras la cabellera rubia se agitaba en espasmos y ofrecía el cuello para que el hombre se empinara. Etchenike volvió a gatillar y en ese momento el hombre usó sus manos, levantó ese cuerpo por las nalgas y se jugó en los golpes extremos, su cadera fue y vino entre los blandos muslos sostenidos en vilo hasta que Etchenike se cansó de gatillar.

Cuando ella fue finalmente arriba, luego de rodar de costado sin separarse de él, el veterano estaba demasiado excitado para quedarse allí, sintiendo cómo el vaivén y el temblor de la mujer le humedecían las manos, lo hacían apartarse de la ventana sin cuidado alguno, sin poner la maderita, lo hacían tropezar una vez más con las botellas, rasparse los zapatos al saltar apurado, puteando y por qué ahora, que estaba todo hecho por fin y terminado.

16. Miguitas

Perturbado todavía, sin poder apartar las imágenes de esos cuerpos mojados y brillantes, regalados el uno al otro entre gemidos y exclamaciones sordas, desatados, rítmicos, imantados casi, Etchenike entró en el comedor del Hotel Veraneo y pidió mecánicamente la llave de su cuarto.

– Lo llamaron por teléfono -dijo el patrón suspendiendo la número 24 en el aire, apartada de la mano del veterano como una sortija.

– ¿Cuándo?

– Tal vez una hora.

– ¿Quién era?

– El Mojarrita Gómez -y el patrón lo observó, le hizo sentir que no era normal ese tipo de llamados o llamados de un tipo como ése-. ¿Lo conoce?

– Sí, un poco… ¿Qué quería?

– Hablar con usted.

– Gracias -Etchenike tomó la llave y subió a su cuarto.

El patrón lo observó hasta que desapareció en la curva de la escalera en el primer piso.

Diez minutos después bajaba y dejaba la llave. El señor Fumetto repitió el seguimiento. No podía saber que algo había cambiado sutilmente: en el bolsillo derecho, en lugar de la moderna Konica alcahueta pesaba rutinariamente un revólver treinta y ocho.

Encontró la puerta de El Trinquete cerrada, las luces apagadas, la pileta sola. Ni siquiera había luz en la habitación del fondo. Sólo la cantina del club, un bar contiguo al portón, estaba abierto a las doce y media de la noche. Entró.

Con un vistazo a la media docena de mesas comprobó que el Mojarrita no estaba, que la Beba no estaba, que Sergio tampoco. Se dio cuenta que en realidad estaba buscando al pibe. Pensó en la deformación profesional.

En el mostrador pidió una Legui y un café. El cantinero era una versión actual, más gruesa y avejentada, del sonriente jugador de paleta que posaba en tres fotos enmarcadas, colgadas junto a otros tantos banderines, a un costado de la fila de botellas.

Era un presumible vasco de cincuenta años, ancho, sólido y sanguíneo, con todo el pelo canoso cortado al rape. La copita era una flor a punto de quebrarse entre sus dedos gruesos. La puso frente al veterano y vertió la caña que se derramó generosa, mojando el platito de metal.

– El Mojarrita no sirve más -dijo ante la consulta.

Hizo un gesto para que Etchenike se aproximara y luego lo hizo inclinar por encima del mostrador, le mostró a su derecha:

– Ahí lo tiene: un pedo de órdago.

El nadador dormía, desparramado y frágil, tendido sobre el largo banco de madera, junto a la puerta que daba a la cocina.

– ¿Cuánto hace que está ahí?

– No sé… Horas -el vasco se encogió de hombros-. Espero que lo vengan a buscar porque no voy a ser yo el que lo lleve a la pieza. ¿Usted es amigo?

– Tanto como amigo… -otra vez debía explicar eso-. Lo conocí ayer, estuvimos charlando. Pensé que esta noche podía debutar.

El vasco lo miró con ojos chiquitos bajo las cejas que fruncían. Se acodó. Acercó la cara.

– Es todo mentira, sabe usted. Un fraude. ¿Usted puede creer que con ese fisiquito de mierda pueda estar ni siquiera medio día en el agua? Se disuelve, hombre -golpeó fuerte con la palma en el mostrador y echó una carcajada-. ¡Se disuelve!

Etchenike contuvo el temblor del café, consiguió beber apenas.

– ¿Y ella, la Beba?

– Ve… Ahí está el asunto: esa mujer es una grandísima… y dibujó el insulto silenciosamente con los labios-. Hoy, como anoche, como otras veces, desapareció con el dinero y él ha salido a buscarla como loco. Ahí hay algo raro, señor… ¿Me puede decir por qué no la echa?

Las pobladísimas cejas eran el instrumento expresivo privilegiado del cantinero: las elevó al máximo, desguarneciendo unos ojillos negros y redondos.

– No, no se lo podría decir-dijo Etchenike, literal-. Pero creo que la ama.

Y los dos miraron al mismo tiempo hacia el hombrecito que se agitaba ahora ante quién sabe qué fantasmas.

– Permítame, voy a tratar de despertarlo y hablar con él.

– Si lo despierta, lléveselo -dijo el vasco expeditivo.

Etchenike dio la vuelta al mostrador y se inclinó sobre Mojarrita. Lo zamarreó un poco del brazo.

– Gómez… Gómez…

El nadador abrió los ojos enrojecidos.

– Hay que encender las luces y preparar las planillas -dijo con claridad.

– Gómez, soy Julio. Usted me llamó por teléfono.

– Sí, Julio… -parpadeó, se sacó posibles telarañas ante la cara-. Vaya prendiendo las luces, prepare las planillas que ya voy.

– Está muy en pedo, Gómez. Ahora tiene que ir a dormir a su pieza. Mañana hablamos.

– Me van a echar. Si no empiezo la prueba me van a echar. Me dijeron…

Etchenike se volvió hacia el veterano pelotari buscando confirmación:

– Sí, que se lo han dicho… Esto no es beneficencia -dijo el otro.

– Son unos hijos de puta -murmuró el nadador.

– Cállese -Etchenike le puso el brazo por detrás de los hombros y lo calzó bajo la axila-. Mañana le prometo que lo ayudo a empezar la prueba. Ahora vamos a su pieza.

– Un momento.

Solemne, obstinadamente formal, Mojarrita se plantó ante el vasco y poniendo la palma sobre el pecho de Etchenike dijo:

– Yo te dije cuando hablé por teléfono: tengo un amigo en este lugar de mierda… Este es Julio.

Manoteó la copita de caña que Etchenike había dejado sobre el mostrador pero el gesto rápido del veterano lo apartó:

– Basta ahora. Vamos a dormir.

Se empinó él mismo la Legui en dos tragos y dejó el dinero sobre el mostrador.

Mientras arrastraba a Mojarrita hacia la salida, Etchenike sintió que de algún modo no hacía sino dejar constantes huellas, marcas en la memoria de todos los que los miraban en silencio. Desde hacía algunos días preguntaba, hacía girar las cabezas hacia él como quien prepara una coartada, tira miguitas antes de entrar al laberinto o, peor que eso, habla en voz alta, gesticula ya en medio del bosque para confundir, ahuyentar al lobo.

Dejó a Mojarrita como quien devuelve a un pajarito desplumado al nido y antes de apagar la luz le pegó una revisada borgiana al cuarto, revolvió sin culpa ni pudor la ropa y los trastos. En eso estaba cuando oyó los ruidos del portón. Salió y vio las siluetas. Eran ellos. Beba y el otro, que no era Sergio ni era el Tarzán de la playa.

– Otra vez este hinchapelotas -sintetizó ella-. ¿Qué hace acá?

– Traje a Gómez. Está durmiendo.

La mirada de Etchenike se cruzó con la del tipo que la acompañaba, un inesperado potrillo flaco y negro de ojos francos, camisa abierta hasta la cintura, un golpe de pelo rígido en la frente y quince años menos que ella. Le parecía haberlo visto en la puerta del hotel o en algún negocio.

– Creo que yo me voy -dijo el potrillo.

Ella no le hizo caso y lo retuvo de las muñecas. Todo era igual.

– Quedate, Cacho.

Etchenike supo lo que le contestarían pero no pudo evitarlo:

– ¿Dónde está Sergio?

– ¿Qué Sergio? -Beba forcejeó con el morocho mientras miraba fijamente a Etchenike-. Yo estuve con éste…

El otro dio un tirón y se apartó.

– Fíjese… tiene miedo de que le pegue.

La risa de Beba resonó mientras ni siquiera se daba vuelta para ver salir al muchacho. Bruscamente dejó de reír.

Quedaron frente a frente. Los hombres cambiaban y ella estaba ahí, siempre ante él, como un viejo problema, una pregunta, un signo de qué.

– Mojarrita tiene que inaugurar; si no, lo echan -se oyó decir Etchenike.

– Mañana.

Ella pasó junto a él sin mirarlo y se dirigió a la puerta del cuartito.

– Pero no se meta. No lo quiero ver más.

– No entiendo.

– Es muy sencillo: váyase a la mierda.

– Eso sí -dijo el veterano imperturbable, como si no hubiera oído-. Lo que no entiendo es el manejo, el juego suyo. Gómez no se merece…

– Déjelo que se cuide solo -ella lo miró casi divertida-. Usted es un buen tipo pero tiene algo de viejo pajero.

Dio media vuelta y cerró la puerta.

17. Wagneriana

No es fácil. La madrugada ventosa con amenaza de lluvia y alguna calificación dura sobre el lomo no es fácil de sobrellevar. Pero no sólo por eso estaba conmovido, sombrío, con algo parecido al miedo detrás del esternón. Nada le impedía, sin embargo, la decisión de continuar la interminable ronda nocturna. Tenía testimonios, evidencias, palabras, rostros, sensaciones como para una vida bien tupida acumuladas en unas pocas horas densas, incomprensibles.

Pero no sólo por eso estaba como estaba.

Cuando subió la última curva que por encima del médano permitía ver la silueta del motel Los Pinos se sintió estúpido, inexplicablemente inquieto. Pero al ver luz en la habitación quince suspiró con un alivio que no hubiera podido describir sin contradecirse.

Subió la explanada y golpeó. Algañaraz no contestó. Volvió a golpear y luego de un momento probó la puerta. Cerrada. Se asomó a la ventana.

Las cortinas estaban exactamente igual que a la tarde y permitían ver en el interior: las dos camas deshechas, el bolso abierto y las cosas dispersas, como si el pibe hubiera estado eligiendo infructuosamente entre sus ropas. El velador estaba encendido y la luz del baño también.

Etchenike fue hasta la administración y a través de los vidrios vio a otro hombre en el mostrador. Ya no estaba el indiferente gordo matutino sino un morocho de campera con rulos cortos, apretados, que escuchaba la radio mientras leía una revista con una mina de poca ropa en la tapa. Los golpecitos de Etchenike se hicieron oír por encima de la música. El hombre se acercó bostezando. Era grandote, chueco. Entreabrió la puerta hasta el límite de la cadena de seguridad.

– Buenas noches. Busco al señor Algañaraz de la habitación quince.

– Es la una de la mañana -informó el morocho.

– ¿Y? -insistió Etchenike.

– Voy a ver. Fue, vio y volvió.

– No está la llave y tampoco contesta en la habitación. Habrá salido, no habrá vuelto -fue lo que escuchó el veterano, lo que sabía que le dirían.

– ¿No lo vio esta noche?

– No.

– ¿Y a la tarde?

– Tampoco -dijo el morocho después de un momento-. Hago turno de noche. Entro a las diez. Lo vi el viernes cuando llegó. Nunca más. ¿Es urgente?

Etchenike no contestó. No sabía qué contestar.

– Estuvo en algún momento durante el día, porque hay luz -dijo.

La mirada del otro cambió. Tal vez no le gustó que hubiera espiado, que preguntara tanto y tan tarde:

– Usted sabe más que yo.

El veterano vaciló. Sabía que sabía menos.

– Voy a dejarle un mensaje en la habitación -dijo.

– Déjemelo a mí.

– Él tiene la llave y no pasará por acá.

– Como quiera -dijo el morocho.

– Buenas noches.

Etchenike salió y recorrió sin darse vuelta toda la galería hasta la última habitación. Sacó una libreta del bolsillo, arrancó una hoja en blanco, la plegó en dos, y luego la deslizó por debajo de la puerta. Después volvió sobre sus pasos, fue bajando la explanada, cruzó ante la administración y retomó el camino alejándose. A las dos cuadras se desvió, trepó por la arena y volvió hacia el motel agazapado entre los tamariscos que cubrían los médanos a ambos lados del camino.

Apresurado, sudoroso, con las ramas raspándole las piernas y los brazos, se acercó hasta quedar tendido en la punta del médano, oculto apenas por las hojas, sintiendo la arena fría contra el pecho. Desde allí, protegido, solo en la oscuridad, veía al motel como en el cine. Una larguísima secuencia de cámara fija que duró minutos hasta que llegó un auto y estacionó en el otro extremo. Bajó una pareja que pasó por la administración y se metió en un cuarto. Un minuto después, la figura del morocho de los rulos se recortó contra los vidrios de la entrada. Miró a ambos lados y se dirigió a la derecha. Etchenike se acomodó para ver mejor. El hombre llegó hasta la habitación quince, miró por la ventana y luego abrió la puerta con su llave. El veterano lo vio agacharse para recoger el papel. Imaginó el gesto, el asombro. Era el momento de ponerse en movimiento. Se paró, tanteó el revólver y dio dos pasos cuesta abajo. Pero no llegaría a bajar.

Una luz poderosa se encendió frente a él y lo encegueció.

“La luz de un auto. Me estaban esperando”, alcanzó a pensar.

Algo o alguien se movió a su derecha. Cuando fue a girar oyó un grito y la patada simultánea, justa, le dio en un costado de la cabeza y se la sacó del cuello. Cayó hacia atrás y alguien dijo:

– Apagá eso.

La oscuridad fue otra vez total. No supo si tenía los ojos abiertos o cerrados. La cabeza se le iba hacia abajo, chupada por la arena fría.

Una sombra nueva se le vino encima entre jadeos. Intentó levantar los pies pero la trompada llegó antes, se le clavó en la boca del estómago y lo hizo retorcerse. Rodó. Dio una vuelta carnero hacia atrás, quedó trabado entre las ramas. De allí lo arrancó uno tomándolo del cuello, lo levantó, lo expuso para que alguien insistiera con su estómago, una, dos, tres veces. Se quebró en una arcada y cuando se iba boca abajo, caía hacia adelante, la última patada lo alcanzó detrás del oído, lo nubló, lo dejó tirado al borde del camino y nada más.

Lo despertaron las gotas. El agua contra la cara. En un principio no vio nada. Después escuchó el ruido de la lluvia que volvía, los truenos.

Un relámpago iluminó la escena y se vio caído con la cabeza en la orilla del sendero, los pies más altos, en el borde del médano. El frío en la espalda le indicó que no tenía ya el saco. Se sentó y comprobó que tampoco tenía el revólver. Lo buscó a tientas en la oscuridad, sin fe, sin resultado. Se dejó caer otra vez y ahí quedó un largo rato, la boca contra el pedregullo mojado. Cuando empezó a llover más fuerte se puso de rodillas y gateó unos metros, una cucaracha con las patas quebradas. Después se incorporó, cayó una vez, volvió a intentarlo y finalmente se puso en camino.

Tendría que hablar con el vasco de El Trinquete; no era cierto que en Playa Bonita no pasara nada. Ahí estaba él ahora, protagonizando un fin de semana inolvidable, chapoteando por el medio de la calle, lleno de arena, con la cabeza y los labios sangrantes y los relámpagos como un telón de fondo de ópera wagneriana, volviendo a casa.

18. Los dientes y el alma

– ¿Qué le pasó?

Semidormido, en pijama, Fumetto lo hizo pasar entre parpadeos.

– Me asaltaron. Me robaron todo, hasta los documentos.

– ¿Dónde?

– Por allá -y señaló vagamente un pedazo lejano de la noche y la lluvia.

– Está lastimado.

– Golpes, nada más.

El patrón encendió la luz fluorescente del comedor, que cayó como una ducha blanca y zumbante sobre la escena. El reloj de la pared marcaba las cuatro.

– ¿A qué hora es el primer micro a Necochea?

El otro no contestó. Lo miraba.

– ¿Fue a la policía?

Ahora fue Etchenike el que no contestó. Se arrimó al mostrador, se sirvió un vaso de caña que bajó de un trago. Dio un largo suspiro, casi un ronquido de su garganta.

– ¿A qué hora es el primer micro?

– Hay un local cada hora y media a partir de las ocho. El patrón se colocó detrás del mostrador como para rearmar la escena, volver a la normalidad. Sirvió otra caña sin consultarlo.

– ¿Se va?

Etchenike agradeció la Legui con un gesto y se la empinó otra vez. Se aferró a la botella, la retuvo mientras hablaba:

– No. Voy y vuelvo. Y quédese tranquilo: tengo dinero arriba.

– Qué mal tiene ese ojo. Espere.

El patrón se rascó el trasero mientras abría la heladera. Sacó un pedazo de hielo, lo rompió y se lo entregó dentro de una servilleta anudada.

– Póngase esto. Y tome unas curitas, agua oxigenada… Tendría que ir a la Asistencia Pública pero a esta hora ni siquiera hay guardia.

Fue dejando las cosas sobre el mostrador como si preparara la canasta para un picnic de la Cruz Roja. Etchenike agradeció con un gruñido y cuando ya estaba al pie de la escalera se volvió:

– Me llevo la botella. Le pagaré todo… Y despiérteme a las siete.

El otro apagó las luces y lo acompañó, solidario, con el brazo en la cintura, escaleras arriba. Al llegar frente a la puerta bebió él mismo un trago y dejó la botella en manos del veterano.

– ¿No necesita nada más?

Etchenike contestó palmeando la silueta de la caña, amagando una dolorosa sonrisa.

Rizzo dormía muy entregado. Acaso soñaba con Lawrence, con una playa o una arena nutrida de árabes o de clientes para su Sorocabana.

Etchenike tiró la ropa en un rincón y a tientas, desnudo, se metió en el baño. La ducha fría fue casi dolorosa. Tenía un corte en el párpado izquierdo, una mancha roja en el mentón, moretones bajo las costillas y un tajo detrás de la oreja, la marca de la última patada.

Lavó las heridas con agua oxigenada, se emparchó con tres curitas y cayó sobre la cama con el hielo en la cara y la botella. Estuvo fumando, empinándose la caña en la oscuridad hasta que de a poco una sucia claridad comenzó a dibujar el perfil de la cortina.

Tres o cuatro. No estaba seguro, pero sí sabía que habían sido más de dos los que le pegaron. Era la primera vez que le pateaban la cabeza. No dejaba de ser una novedad. Y el revólver. Eso también era nuevo: que le quitaran el arma. Quince, dieciséis años que calzaba ese treinta y ocho dócil, un poco aparatoso. Era extraño estar ahí, tirado, esperando el amanecer en el húmedo hotel de una playa de mala muerte, dolorido y roto, junto a los sueños de un muchacho extraño.

Se fue adormeciendo. Antes de borrarse del todo comprobó, con la lengua obstinada, endulzada por la bebida, que tenía dos dientes flojos. Supuso que el alma tampoco estaba demasiado firme en su lugar: algo se movía en su interior, de la cabeza al pecho, iba hasta allá abajo y se convertía, de regreso hacia arriba, en resoplidos, estertores casi.

SEGUNDA

“No tenemos miedo a meternos bien adentro,

allí donde no se hace pie. Pero sabemos que ya

tras el horizonte ha nacido una ola

que se va acercando a la playa.

Pronto nos alcanzará y de un solo saque

nos apagará las últimas brasas del alma.

Después ya no habrá olas para nosotros.”

DOLINA, El descanso de los Hombres Sensibles

19. La pampa húmeda

En la cara de Gustavo ya estaba el sueño. Ahora se sumó, se superpuso como una máscara transparente, el asombro miedoso al verlo así, tan vapuleado.

– Patrón, présteme el teléfono que tengo que hacer algunas llamadas -dijo Etchenike guiñando dolorosamente un ojo al pibe.

– Hable tranquilo.

En la mañana fresca y nublada, el otoño ensayaba su número, la rutina habitual al preestreno: la luz indecisa tras las ventanas, una leve brisa del mar que arqueaba los pastos en los canteros raleados de la avenida Hutton.

Acodado en un extremo del mostrador, Etchenike comió y bebió café con leche y medialunas mientras hablaba por teléfono con Gustavo frente a él, la mirada fija en las curitas que le censuraban la cara.

– Insista, es urgente -dijo ante el encargado del motel Los Pinos-. Sergio Algañaraz, en la habitación quince: tiene que estar.

Hubo ruidos renovados. Un zumbido lejano e infructuoso:

– No hay nadie, señor. No contesta nadie. ¿Quiere dejar algún mensaje?

– No, gracias. Colgó.

– Después me vas a hacer un par de favores, Gustavo.

El pibe asintió.

Etchenike llamó al número de Mar del Plata que tenía en la tarjeta, manuscrito por un hombre sereno y apurado hacía tres o cuatro días. Parecían años.

– Sí, Silguero habla -dijo una voz vacilante-. ¿Quién es?

– Le habla Etchenike desde Playa Bonita -hizo una pausa como para que el otro asimilara el dato, recordase de qué se trataba-. Disculpe la hora, pero quería avisarle que ya hice contacto con el hombre…

– Ah… Bien, bien…

– Tengo las… -no quiso usar la palabra tan botona-. Los testimonios… Son buenos.

– ¿Las fotos?

– Sí. Solo y acompañado.

– Muy bien. Es muy eficaz, lo felicito.

– Hay otra cosa.

– ¿Qué pasó?

Etchenike vaciló un instante, no sabía cómo decirlo ni si correspondía.

– Me la dieron anoche -dijo bajando la voz-. Me robaron el arma y los documentos.

Hubo una pausa.

– ¿Quiénes?

– No sé. ¿Usted sabe?

Silguero ni siquiera contestó a eso.

– ¿Y las fotos? Tenga cuidado con eso. Póngalas en lugar seguro.

– Seguro.

Hubo una pausa más grande aún.

– Mejor… Véngase ya: deje todo y traiga lo que consiguió. Listo.

– Mañana. Antes tengo que arreglar algunas cuestiones.

Después pidió comunicación con Buenos Aires. Tuvo que esperar. Aprovechó para explicarle a Gustavo qué quería de él. El pibe entendió todo rápido y de una sola vez.

– No lo hables con nadie -concluyó señalando vagamente a todos, particularmente a Fumetto.

Cuando lo comunicaron, el teléfono sonó largo rato antes de que escuchara la voz del negro Sayago:

– Investigaciones privadas -dijo muy profesional.

– Habla Julio. Tengo trabajo para vos.

Soportó medio minuto de cargadas y exclamaciones. Al final pudo decir:

– Ponete en movimiento ya. Averiguame si en “ La Nación ” trabaja un periodista llamado Sergio Algañaraz. Un pendejo.

– ¿Qué pasa?

Y le contó todo, le pidió reserva total. Después le nombró a Coria, a Silguero, al poderoso Lobo Romero.

– Conocés Mar del Plata. A ver qué averiguás…

Sayago asintió, dio seguridades:

– ¿Y vos cómo estás? Tenés la voz rara.

– Me duele la boca -admitió Etchenike-. Me cagaron a trompadas.

Sayago lo insultó, le ordenó regresar, le pidió detalles que no podía darle, volvió a insultarlo en términos más cariñosos.

– Te vuelvo a llamar esta noche, después de las ocho. Teneme el dato y sé discreto -lo cortó finalmente Etchenike.

– Discreto y veloz. ¿Te doy con Tony?

– No. Que me extrañe.

El colectivo local era un destartalado Bedford de los años sesenta que prometía el itinerario Playa Bonita-Necochea inscripto arriba del parabrisas junto al número uno. Etchenike dudó de que hubiera un número dos o que lo hubiera habido. Era el rezago de alguna línea porteña, fierro viejo pintado de amarillo y negro bajo el polvo: “Expreso La Julia ” decían los góticos firuletes laterales.

– ¿Cuánto tarda hasta Necochea?

– Cincuenta minutos al puente de Quequén. Y de ahí cinco más hasta la terminal.

El conductor era un jovencito lleno de granos de short rojo y piernas peludas, que ya metía los primeros carrasposos cambios de la mañana. Etchenike se instaló en un asiento doble, junto a la ventanilla.

En la docena de cuadras que recorrió hasta salir del pueblo, el colectivo se fue poblando y precisamente en la última parada subió Toledo. Trajeado y peinado a la gomina resultaba casi irreconocible.

Cuando enfiló hacia el fondo Etchenike lo retuvo al pasar:

– Buen día.

El otro separó el brazo, sobresaltado:

– ¿Qué? -y ahí recién lo reconoció-. ¿Qué hace? No esperaba que… ¿Se va?

– Siéntese, Toledo -lo tranquilizó Etchenike como si fuera su tarea explicar todo despacio, sembrar cordura-. No me voy. Hago unas compras en Necochea y vuelvo al mediodía.

– Ah.

El hombre se sentó en la punta del asiento. Parecía incómodo dentro del traje, la camisa, la corbata y el “Expreso La Julia ”. Apenas se atrevía a mirar de soslayo a Etchenike. Se animó:

– ¿Qué le…?

– Una patota -se adelantó el veterano, señalándose los estragos-. Todo para sacarme unos pocos pesos…

– ¿Cómo fue?

Le dio una versión breve que no incluía motel ni desmayo. Ni siquiera pérdida de documentos y revólver. Sólo la penumbra, la cobardía y el robo.

– Esto no está tan tranquilo como parece, Toledo… Tendría que haberme avisado.

– No serían del pueblo… ¿jóvenes?

– No los vi bien. Pero seguro que pendejos.

– Eso: pendejos.

El colectivo acertó con sus ruedas traseras en el cuarto pozo desde la salida. Éste era más grande que los anteriores y los hizo separar las nalgas del asiento. Todo se llenó de polvo. El traje de Toledo, su peinada, estaban ya definitivamente espolvoreados con la mejor tierra seca de la pampa húmeda. La lluvia de la noche no había sido tan contundente en esta zona. Ya no se veía el mar y estaban a pleno campo.

A un lado se inclinaban las cabezas de un cuadro de girasoles; al otro, la hilera de eucaliptus filtraba el sol que subía por el este.

– Si éste es el expreso cómo serán la certificada y la simple -ironizó Etchenike mientras el Bedford roncaba en una loma. Toledo no lo oyó, no entendió nada:

– ¿Cómo?

– Pavadas nomás. ¿Usted va a Necochea también?

– No.

– Ah… A Mar del Plata. Usted me había dicho que… Y su hija también.

– No. No ahora.

¿Cuánto más tendría que preguntar? Estaba dispuesto.

– Bajo acá nomás -dijo el otro señalando hacia adelante-. Diez minutos.

– No sabía que había otro pueblo.

– No. La estancia “ La Julia ” -y Toledo volvió a callar como si se hubiera ido de boca-. La estancia grande de los Hutton.

Hizo un gesto que abarcaba los dos lados del camino.

– ¿Todo esto? -quiso confirmar Etchenike.

– Todo. De aquel bosquecito al mar, y prácticamente desde la salida del pueblo hasta el arroyo Los Sapos, ya cerca de Quequén. Lo va a ver.

– Y el expreso se llama “ La Julia ”, también…

– Y el balneario, antes.

– Lo sabía, me contó Fumetto.

– Se va enterando… Con esas historias, con tantos personajes, por lo menos no se aburre. No hay mucho que hacer acá.

– Anoche fui al cine y conocí a varios: al Polaco y al rubio, el Baba, el que vende sánguches.

– Ese tipo es medio mogólico: no sé si notó la pinta de mono, los brazos largos… Es muy violento, además…

– ¿Quién lo puso ahí, Willy Hutton? ¿Hace mucho que está?

El labio inferior de Toledo se estiró, encogió los hombros. Quiso decir que no sabía y que muchos años.

– Me bajo acá -exclamó de pronto, como si le hubieran pellizcado el culo.

Se levantó y se arrimó a la salida. Giró desde la puerta:

– Que se mejore.

El expreso se detuvo ruidosamente en un cruce perpendicular de caminos con tranqueras a ambos costados. A la izquierda, para el lado del mar, una interminable doble fila de paraísos viejos y frondosos se perdía detrás de un portón alto, pintado de blanco y con el arco de hierro forjado que dibujaba el nombre de “ La Julia ”.

Bajaron varios. Algunos subieron a un sulki que esperaba. Etchenike vio a Toledo atravesar el portón, emprender a pie un camino demasiado largo y polvoriento para tanto traje marrón, tanta gomina.

20. Trámites

La terminal funcionaba en un bar lastimoso, a media cuadra de la avenida principal de Necochea. Etchenike tomó un café, compró el diario y preguntó tres direcciones: no tendría que alejarse más de dos cuadras para tener todo lo que necesitaba.

Encontró la casa de artículos para hombre en la avenida, frente al cine. Eligió un saco azul, liviano, y un pantalón celeste. Hizo envolver la ropa usada y se puso la nueva. Al salir sintió que el sol lo hacía brillar como una escarapela. Detestaba esa sensación y se metió los puños en los bolsillos del saco, flexionó los brazos y las piernas, quería arrugar rápidamente esa ropa, ponerla a tono con él, con su cara, con su ánimo más precisamente.

La armería estaba frente a la plaza. Entre la fila de escopetas, las cajas de cartuchos y algún riflecito de aire comprimido junto a una perdiz más apolillada que embalsamada, vio un treinta y ocho igual al que le habían arrebatado. Entró y lo pidió con precisión de calibre y marca.

La chica que atendía lo miró raro entre el miedo y el rechazo. Etchenike se observó en el espejo y le dio mentalmente la razón: las marcas, las curitas en la cara y la ropa nueva lo convertían en el sospechoso nato de un cuento de gangsters de William Burnett.

– ¿Necesita el permiso?

Ella indicó con la mano que le daba lo mismo, pero Etchenike sacó la autorización de portar armas expendida a su nombre y la chica llenó el formulario en amarillo.

– ¿Lo envuelvo? -dijo al final, con la cajita de balas inocentemente apoyada en el tambor del revólver.

– Lo llevo puesto.

Etchenike esbozó una sonrisa y metió todo en el bolsillo del saco.

Cruzó la plaza de palmeras, plátanos, tres palomas veloces, blancos bancos vacíos de cemento, y entró en la comisaría. Era un edificio antiguo y bajo con la bandera nacional y una excesiva garita blindada frente a la puerta.

– ¿Señor? -dijo el agente de guardia.

– Vengo a hacer una denuncia.

– ¿Qué tipo de denuncia?

– Robo de un arma.

El agente hizo un breve silencio. Lo miró. Todos lo miraban hoy.

– Al fondo, segunda puerta -dijo-. Pero… espere. ¿Qué lleva ahí?

Etchenike no se animó a echar mano al bolsillo. Podía quedar seco ahí mismo.

– Un treinta y ocho suplente y balas -explicó tratando de parecer, si no inocente, al menos natural-. Tengo permiso de portación.

Pero tampoco llegó a meter la mano en el bolsillo interior.

– ¡Quieto! ¡Contra la pared! -le gritaron con ruido de fierros simultáneos.

Obedeció. El poli le hizo abrir las piernas y él colocó las palmas altas y separadas contra el muro sin que se lo dijeran. Vino otro y lo palpó de nuca a tobillo, lo liberó de lastre, fierro y papeles mientras el guardia no dejaba de apuntarle con la metra.

El que lo había palpado metió todo en una bolsa y fue hacia el fondo. El de la guardia lo mantenía inmóvil, ridículamente expuesto de espaldas. Pensó que en cualquier momento le daban una patada en el culo. Pensó en el pantalón celeste y nuevo.

– Puede pasar -gritaron de adentro.

Le echó una mirada cansada al guardia y pasó. El otro le contestó con nuevos ruidos de cerrojos corridos o descorridos esta vez, y se metió en la garita.

Un oficial rubio y picado de viruela examinaba el contenido de la bolsa. No levantó la mirada cuando Etchenike dijo:

– Buen día. Vengo a hacer una denuncia.

– Un momento -dijo el rubio sin mirarlo.

Observaba los papeles con curiosidad. No exactamente: con fastidiosa atención, mejor.

– Et… Etchenique, Julio -dijo leyendo mal, pero a propósito.

– Soy yo.

– Parece todo en orden.

– Está en orden.

Recién ahí el otro le clavó los ojos fríos, azules. Sonrió, eligió un camino duro, tal vez equivocado:

– ¿Qué le pasó? ¿Se le cayó el revólver entre la mierda del gallinero y no se quiso ensuciar? ¿Lo sacaron a picotazos?

Pero Etchenike quería volver rápido a Playa Bonita, tenía mucho que hacer.

– ¿El comisario Laguna? -dijo como si no hubiera oído las palabras, el tono.

– Está de licencia.

Fue como si dijera “está muerto” o equivalente. Volvió al clima anterior.

– ¿Qué hacen los investigadores privados en Necochea? Nunca había visto uno.

– Uh, es raro, porque está lleno. Venimos a veranear. En este momento debe haber más de doscientos. Los psicoanalistas se toman febrero; nosotros, la primera quincena de marzo. Somos fáciles de reconocer, sobre todo en la playa: impermeable, shorts y el fierro en la sobaquera. Yo, en realidad, me olvidé de sacarme el treinta y ocho y a la tercera zambullida sentí que se me escapaba. Acá estoy.

– ¿Me está cargando?

– Estoy jodiendo un poco: me cagaron a palos, me afanaron el arma y encima cuando vengo a hacer la denuncia me cargan… ¿Es cierto que está de licencia Laguna? Fue compañero mío.

El color de los ojos azules se enturbió, apenas una nube interrogante.

– Sí, estuve en la Policía -confirmó el veterano-. Y anduve por acá hace más de veinte años.

Silenciosamente, el oficial aceleró el trámite de la denuncia. Etchenike dio detalles creíbles, circunstancias más o menos falsas, números auténticos del arma. Firmó al pie y reclamó sus cosas.

– Espere -dijo el otro reteniéndolo.

Abrió la puerta que estaba a sus espaldas y consultó algo en voz alta. Se volvió hacia el ex policía de ropa nueva y rostro viejo, machucado.

– Pase. El subcomisario Friedrich le quiere hablar.

Etchenike miró su reloj. Se le iba la mañana.

21. De náufragos

El veterano se fue acercando por la estrecha vereda que flanqueaba la calle de tierra. Enfrente, cien metros más abajo, al fondo de la pendiente arbolada, el río Quequén corría liso y brillante bajo el sol exacto de la mañana que subía. Atrás, el puente colgante, un Golden Gate de entrecasa que había atravesado al llegar. Más allá, el mar.

La casa era un chalecito antiguo con largo jardín delantero convertido en quinta, copado por hileras de tomates, almácigos de acelga, lechuga, un limonero en el rincón junto a la galería lateral. El hombre, un morocho todavía corpulento pese a los sesenta largos que le calculaba, estaba, de pantalones cortos azules y descoloridos y gorrito blanco, recogiendo limones subido a una escalera.

Etchenike golpeó las manos y el hombre giró la cabeza.

Se quitó los anteojos de aro metálico, bajó los peldaños y vino hacia él. Cuando lo tuvo enfrente, a dos metros, Etchenike dijo:

– Buen día, comisario Laguna. Soy Etchenique.

El otro lo semblanteó, trató de recordar. De pronto sonrió plenamente, se sacó el gorrito de un manotazo que reveló todo el pelo duro y tupido enteramente blanco.

– ¿Pero qué hace, Etchenique?… Tanto tiempo… -y extendió la mano.

La respuesta a esa pregunta y el recuerdo de lo vivido juntos se llevó la hora siguiente.

Sentados en la galería, el mate de por medio, con la mujer de Laguna yendo y viniendo y con los tantos gatos de cualquier color, pelo y marca que ocupaban todos los espacios, sobre las macetas, bajo la mesa, en los sillones, los dos hombres hablaron.

Etchenike se relajó en la silla de paja:

– Quién iba a decir que después de veinte años volvería a andar por acá, entreverado otra vez…

– Pero dígame -lo cortó Laguna-. ¿Cómo le quedan ganas de seguir en esto? Yo, que largo a fin de año, no veo la hora de venir a regar las plantas de una vez. Ahora estoy de licencia: me tomo vacaciones atrasadas para que la jubilación no me agarre con días pendientes. No quiero más lola, viejo. Y si sigo teniendo la reglamentaria a mano es porque uno ha metido mucha gente adentro y nunca se sabe si algún loquito, al salir de la sombra, no se le ocurre venir a ajustar cuentas… Pero usted compañero, al pedo nomás, volver a arremangarse… No entiendo.

El veterano no podía responder muy bien a eso. Había tomado distancia ya de su propia versión inicial y quijotesca, de las motivaciones justicieras, inclusive. Optó por la arqueología:

– Mi experiencia en la institución no fue como la suya, Laguna: yo me fui de asco, no soportaba lo que veía a mi alrededor… Es como si me hubiera quedado algo atravesado.

– Cuestión de estómago -lo cortó el otro.

Un gato blanco y negro saltó de la medianera al piso, se acercó cautelosamente, la mirada en las baldosas.

– O cuestión de hígado, mejor -reflexionó Laguna como para sí-. Fíjese: yo me bajo tres pavas diarias de mate, no le hago ascos a los huevos fritos, al guiso, chupo como en mis buenos tiempos…

La mirada de Laguna trepó hasta los ojos de Etchenike.

– Nunca he sido delicado y acá me ve -concluyó-. Pero no es eso a lo que usted se refería… Quiero decir: hay que ser fuerte.

La idea de fortaleza, la jactancia física tirada ahí, en medio de la charla evocativa, se deslizó como una mancha derramada a los pies de Etchenike, le mojaba los pies y la seguridad, le mentaba blandamente su flojera, la queja: los huevos fritos se mezclaban con los huevos a secas, amenazaban el hueso.

Pero Laguna tal vez se dio cuenta de que había ido muy lejos:

– Hay que estar. Hay que haber estado… -dijo y se golpeó las rodillas.

Borraba con el codo. Con énfasis amistoso le tiraba un cabo a ese hombre que había vuelto ahora porque alguna vez se había ido, que era duro porque había sido blando. Que era blando porque había sido duro y no se bancaba la dureza, la blandura.

– La gente nos putea y tiene razón. Pero no son mejores que nosotros -se atrevió Laguna-. Había un cabo en La Dulce, un pueblito de por acá donde yo empecé a prestar servicio, que decía que estar en la policía -él no decía “ser policía”- es como tener un hijo feo y darse cuenta. Pero que nadie lo diga; que uno lo sepa pero que nadie te lo diga. Que sea insoportable pero que esté ahí: la fealdad es una injusticia y contra eso no hay policía que valga, no hay orden… No sé si me entiende.

– No. Bah, creo que sí… -Etchenike recibía un paquete, una carta de pésame, una tarjeta de cumpleaños, qué era eso-. Usted me quiere hacer sentir que entiende.

– Tal vez. Quiero decir que está bien cualquier cosa que haga, Etchenique… Yo no soy quién para…

– Yo tampoco.

Hubo un silencio tan equívoco como toda la conversación y después se miraron, sonrieron. Laguna cebó otro mate, ya frío, lo extendió con la pregunta que cambiaba de frente:

– Basta de pajerías: ¿quién lo fajó así?

– Pendejos. Y uno es de los nuestros, según creo.

Y le explicó de Tarzán, del episodio de la playa, de la función de cine, de la desaparición aparente de Algañaraz, de tantas cosas.

– ¿Pero usted a qué vino a Playa Bonita?

– Una vigilancia por dos semanas. Empecé el sábado. Nada que ver con este asunto, según creo. Y en cuanto a ese oficial…

– Si es el que pienso, se llama Brunetti.

– Puede ser “El Tano” Brunetti.

– Sí, así le dicen. Es de acá, de la zona, pero cumple servicio en Mar del Plata. Debe estar de vacaciones. Siempre hay problemas con él.

– ¿Qué tipo de problemas?

– Abusos de autoridad, trata de blancas y drogas… Pero está muy bien agarrado, muy protegido. En la regional Mar del Plata es intocable prácticamente.

– ¿Un simple suboficial?

Laguna sonrió y se levantó con la pava y el mate en mano.

– Voy a hacer uno nuevo -dijo y desapareció dentro de la cocina.

Etchenike paseó la mirada por el huerto. Se estaba bien allí, a la sombra tupida del limonero, dejándose hamacar en la tarde como si el calor fuera un mar que se atraviesa lentamente en uno de esos mesurados barcos chinos de velas amarronadas que prodigan una sombra cuadrada y fresca pese a todo.

– No es una cuestión de cargo -dijo Laguna volviendo junto a él, silencioso y lento como un maestro oriental-. Es una cuestión de poder: que en estos últimos años, con los militares con jurisdicción directa sobre nosotros, se den muchos casos como ése. Son tipos que ocupan lugares, espacios clave, que no necesariamente han de ser muy importantes sino en tanto le sirvan al coronel, al general o a quien carajo esté en el asunto y lo necesite.

– ¿Y éste?

– Hace casi tres años que está en Estupefacientes. No asciende pero tampoco lo echan.

Etchenike suspendió el trayecto de la bombilla hacia su boca. Anudó ideas en el aire.

– ¿Qué tiene que hacer un tipo como ésos con los Hutton, los Casado Sastre, los cómo se llamen de la oligarquía de la pampa húmeda?

Laguna se turbó. Levemente, pero se turbó.

– Nada. Que yo sepa, con los Hutton, nada… ¿Por qué?

– Cuando anteanoche llegó Willy de Mar del Plata con los otros del equipo de pato, Brunetti estaba con ellos.

– Tal vez lo recogieron en Miramar cuando venían. Es muy frecuente. Además, es muy probable que se conozcan desde chicos… Acaso han ido a la escuela juntos.

El veterano se los imaginó en bancos contiguos pero con los mismos rostros actuales; se codeaban, tiraban tizas…

– Todo está tan mezclado -atinó a decir-. No entiendo cómo un tipo como Willy llegó a manejar semejante hotel, cómo se llegó a esto…

Y le contó lo que Fumetto le había revelado de la historia, los avatares que atravesaban décadas de la historia política argentina.

Laguna sabía más:

– Ahí hubo, después, un drama -dramatizó el comisario-. Cuando a fines de los cuarenta Perón les quita la concesión y dedica el hotel al turismo social, mandan de interventor a un abogado gremialista, asesor de sindicatos: Juan Ludueña, un peronista de Mar del Plata. Era un buen tipo, Ludueña. Pero se enamoró nada menos que de la hija del inglés, Virginia, una chica muy hermosa que prácticamente no había salido del campo sino para ir a Inglaterra a conocer a los abuelos o a Buenos Aires tres o cuatro veces al año. Inclusive estaba comprometida con un Pereyra Iraola. La cuestión es que ella también se enamoró y se casaron contra todos. Un escándalo. Usted se acuerda lo que era la rivalidad, el odio político en esos años, el rencor… Para colmo, al casarse se quedaron a vivir ahí mismo, en el hotel. Y después, lo que agotó la paciencia de la vieja Julia fue que cuando nació su nieta le pusieron María Eva, por Evita, que acababa de morir. No quiso ni siquiera verla.

La levísima sonrisa que dibujó la boca de Etchenike no alcanzó a desatarse en ironía.

– Ponerle Evita…

– Y eso no fue todo. Al poco tiempo, debe haber sido para el ‘53, cuando la epidemia de poliomielitis, la nena se enfermó. Algunos dicen que la abuela les había pedido que le mandaran a la chica para aislarla y Ludueña no quiso; otros dicen que fue al revés y que la vieja, resentida, no quiso aceptar a la nieta en su casa. La cuestión es que la piba quedó mal. Se recuperó mucho pero es el día de hoy que sigue usando el bastón y tiene una pierna con fierros, semimuerta… Una lástima: es una hermosa mujer.

– ¿Y qué fue de Ludueña y Virginia Hutton?

– Es la parte más trágica, si cabe.

Laguna no era un narrador consumado pero este relato le daba todos los materiales para el lucimiento: suspenso, golpes bajos, romanticismo y política. Ahora había hecho una pausa estratégica, tal vez demasiado prolongada.

– Cuando llega la Revolución Libertadora en el ‘55, Ludueña supo que lo iban a ir a buscar porque había algún envidioso alcahuete en el hotel, y decidió rajarse. Pero Virginia no quiso que se fuera solo. Una noche, le dejaron la nena a la abuela en la estancia y se escaparon en un auto a Mar del Plata. Iban varios en el coche, no se sabe cuántos. La cuestión es que los intercepta la Marina a la altura de Chapadmalal, hay una persecución y el auto se sale del camino en Barranca de los Lobos, da unos tumbos, cae y se incendia. No se salvó nadie. Aparecieron tres cadáveres completamente carbonizados: una mujer, Virginia, y dos hombres. A Ludueña lo reconocieron la gente del hotel, los empleados. Además, había documentos y papeles a su nombre en el baúl. Así terminó todo: un espanto. Durante un tiempo, se anduvo diciendo que Ludueña no había muerto, que se había salvado, que había “pasado a la clandestinidad” en la época de la Resistencia Peronista. Inclusive había una leyenda que lo ubicaba participando en la fuga de Ushuaia de Cámpora, Kelly y Cooke, un asunto muy sonado. Pero en realidad murió, está tan muerto como la pobre Virginia.

Etchenike creyó vislumbrar el mismo dejo de tristeza que había detectado en la voz de Fumetto al referir la decadencia familiar de los Hutton.

– ¿Y ahí fue cuando Willy se hizo cargo del hotel? -apuró, ganando etapas.

– No. Tenga en cuenta que Willy era mucho menor que Virginia; apenas si tendría diez años, era un chico sin ninguna aptitud legal. La Libertadora le devolvió la concesión a la sucesión de Arthur Hutton, y la abuela Julia, como titular, designó administrador a un tipo que trabajaba en el Atlantic desde hacía muchos años, un tipo leal, capaz y cumplidor. Probablemente, el que botoneó a Ludueña: Roberto Romero.

– El Lobo Romero.

– Ese mismo. Pero lo de Lobo vino después.

– En Mar del Plata.

El viraje de Laguna fue brusco, hizo tambalear la conversación:

– ¿Está trabajando para Romero?

– No sé exactamente: trabajo, trabajaba, en realidad, en el Complejo Romar -aunque lo semblanteó, Laguna no acusó señales de inquietud o turbación-. Arreglé con un tipo que se llama Silguero, de Mar del Plata, y trabajo con otro, Toledo, que hoy vino conmigo en el colectivo y se bajó en “ La Julia ”.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Es algo que quisiera saber: hay dos nombres en que se mezclan el trabajo con la historia del Atlantic. Uno es Toledo; el otro, el hijo de puta de Brunetti. Pero… -y pareció darse cuenta en ese momento-. El que realmente une las dos cuestiones es Romero, el Lobo.

– Bueno, pero ese Lobo no duró tanto en el hotel. Para la época en que usted anduvo conmigo por acá, por Quequén, a principios de los sesenta, Romero era el administrador del Atlantic, como le contaba. Y andaba bien, tuvo un cierto apogeo entre los sectores bacanes. Pero Willy le empezó a llenar la cabeza a la madre para que le dejara la administración a él cuando fuera mayor de edad. Por eso, cuando cumplió 22 años, lo rajaron a Romero y quedó Willy. Fue durante la época de Onganía, antes del setenta. Y desde entonces es un desastre: Willy se dedicó a patinar la guita, se fue de Playa Bonita a Mar del Plata. Al principio venía en temporada, después, ni siquiera. Y ha dejado a esa gente…

– ¿Al Polaco lo trajo él?

– No. Viene de antes. ¿Lo conoce a Gombrowicz? -el comisario sonrió-. Ése parece loco pero no lo está. Desde que yo me acuerdo que vive en el hotel: cuarenta años o más. Lo ha visto todo. Pero lo único que le interesa es el cine.

– Por algo será.

– Bien que lo sé.

Etchenike miró su reloj.

– Dicen que el Polaco en realidad es un náufrago… Era tripulante del carguero que encalló en el ‘40 -dijo Laguna con admiración-. El barco todavía está, lo habrá visto, cerca del balneario, a doscientos metros de la orilla. En las bajantes grandes se ha podido ir caminando hasta ahí. Pero eso también puede ser una leyenda…

– Tal vez, pero el mar ha dejado cualquier cosa en estas playas -dijo Etchenike poniéndose de pie.

22. El pato criollo II

Ni siquiera fue hasta la terminal de ómnibus. Tomó el colectivo a Playa Bonita en la subida del puente colgante. El comisario Laguna le hizo una pequeña venia arrimando las uñas de su mano derecha al gorrito blanco y él contestó desde atrás del sucio vidrio trasero con un toque a la curita que le cubría la ceja. La nube de polvo esfumó rápidamente el puente, el río, las recomendaciones finales de cautela. Apoyado plenamente en el último asiento individual de ese destartalado ómnibus, Etchenike volvía cansado pero dispuesto a dar batalla. El bulto del treinta y ocho flamante en el bolsillo del saco le recordaba que no había dormido bien la noche anterior. Sintió que probablemente no dormiría regularmente durante los próximos días y que debía aprovechar para hacerlo ahora.

Hubo épocas, cuando estaba de servicio, en que la posibilidad de dormirse en un colectivo le daba pánico. Un hombre dormido, como un hombre desnudo, está indefenso, expuesto; y un policía no podía darse ese lujo: el arma era su seguridad pero él era la seguridad para el arma. Se cuidaban recíprocamente. Pensó que en ese razonamiento había algo anormal, monstruoso. En realidad, el arma era algo monstruoso, irreal casi. Un objeto inventado para destruir, provocar heridas a distancia; creado para penetrar en la carne. El destino de la punta de una bala, la razón por la cual había sido diseñada, era penetrar en un cuerpo vivo, destruir tejidos, carne, vísceras, hacer saltar la sangre, matar. Y matar era interrumpir la vida: un pajarito estaba en una rama, una isoca iba por el borde de una hoja, una hormiga en el pasto, un hombre por la calle, un perro en la vereda. Y algo los golpeaba, los aplastaba, los lastimaba, rompía ese cuerpo vivo, complicado, con ojos, piel, zonas blandas, tibias o frías hasta que ese cuerpo vivo estaba muerto.

Después pensó en una mano: cada dedo era un ser vivo y se movía solo. Desde arriba llegaba una cuchilla, una cuchilla que amenazaba a esa mano que ahora estaba atada a una mesa de carnicero, a un escritorio gastado y lleno de marcas. Los dedos se movían como presos; amarrados a la mano, querían huir. Pero la cuchilla se elevaba y ya había optado por cortar al ras y de un golpe al meñique. Eso era un cuento que había leído hacía muchos años en “Leoplán”. De Jean Ray. De Robert Bloch. No, no era de Robert Bloch. Era de Roald Dahl. Hasta se acordaba de la ilustración: un hombrecito rubio, de bigotes…

El empujón involuntario de la mujer sentada a su lado lo despabiló. Tarde.

Alcanzó a ver la sombra oscura que se abalanzaba, irguiéndose delante del parabrisas un segundo antes de que pese al viraje y el chirriar de frenos tardíos, el colectivo golpeara de costado contra el último de los caballos de la tropilla que cruzaba desordenadamente el camino. El Bedford dio un tumbo brutal al pasar por encima del animal, casi volcó y terminó estrellándose contra una alcantarilla a la derecha del camino.

Etchenike sintió un dolor profundo en el hombro. La mujer ya no estaba a su lado sino tendida en medio del pasillo, cubierta por una nube de polvo. Había gritos, el estruendo de la caballada dispersa que se iba contra los alambrados. Un hombre vestido con boina y bombachas negras se asomó por la puerta y zamarreó al conductor. El muchacho permanecía inmóvil, aferrado al volante mirando hacia el frente a través del vidrio astillado del parabrisas.

Etchenike arrastró a la mujer fuera del colectivo ayudado por otro pasajero. Ya reaccionaba del desmayo y aparentemente no tenía nada roto. La depositó en el pasto y volvió al colectivo. No había nadie lastimado. Sólo el Bedford tenía heridas de las que no se recuperaría.

Una camioneta vino levantando tierra por el camino entre los paraísos y se detuvo en el lugar del accidente. El rubio que bajó también llevaba bombachas y botas altas. Etchenike reconoció a Willy Hutton y se dio cuenta al mismo tiempo de dos cosas: que estaba a menos de una cuadra de la entrada a “ La Julia ” y que el caballo atropellado era un pony, probablemente uno de la caballada del equipo de pato de la estancia.

– ¿Quién fue el pelotudo que trajo los caballos por la ruta? -dijo Willy mirando a su alrededor, al animal que pateaba sus convulsiones, levantaba la cabeza pero no se levantaría más.

– Los traía Lucio, patrón -dijo el paisano de la boina.

Y Lucio debía ser el jinete que trataba de arrear los animales dispersos a los gritos y entre los ladridos de los perros del otro lado de la ruta.

– Hay que sacrificarlo.

El paisano sacó el cuchillo de la cintura y se inclinó sobre el caballo.

– Así no, animal. Andá a buscarme el revólver.

– Permítame.

La voz de Etchenike sonó extrañamente firme, casi imperativa.

Antes de que nadie se diera cuenta de lo que pasaba, sin que él mismo encontrara buenas razones para hacerlo, sacó el treinta y ocho, se inclinó sobre la cabeza del animal y disparó una sola vez.

El caballo dio unas patadas más, meros reflejos, y quedó quieto, el ojo fijo y desorbitado.

– Ya está.

Todos los que estaban alrededor dieron un paso atrás. Willy se adelantó hacia él.

– Venga conmigo -dijo señalando el camino.

– Voy.

La camioneta retrocedió, giró casi en redondo en marcha atrás, se mantuvo un momento roncando en el lugar y luego salió arando, removiendo piedras. Willy Hutton metió la segunda casi de inmediato, dobló sin aminorar, levantando las ruedas en el acceso al camino interior y recién entonces miró a Etchenike con una sonrisa leve en la punta de los labios.

– En la casa se podrá lavar, arreglarse.

– Gracias. No quiero molestar.

– No molesta. Siempre hay gente en casa. Justo espero una visita. Quédese un rato.

– Le agradezco -y el veterano se revolvió en el asiento, hizo un gesto de fastidio más que de dolor.

– ¿Se golpeó?

– No. Apenas un toque en el hombro… No es nada.

– No -Willy sonrió-. Digo lo de la cara, los magullones. ¿Qué le pasó?

– Me robaron anoche.

– ¿Qué le robaron?

– Dinero.

– ¿Qué más?

Había aminorado sensiblemente la velocidad y ni siquiera miraba al camino sombreado que se extendía como un apacible túnel.

– ¿Qué más? -insistió.

Etchenike estuvo a punto de decir lo que supuso que el otro esperaba pero no lo dijo.

– Los documentos.

Willy echó mano a la guantera y sacó una billetera. La billetera de Etchenike.

– Tiene suerte -dijo extendiéndosela sin un dejo de ironía-. La encontré esta mañana a un costado de la ruta, junto con otras. Los ladrones se han deshecho de todo lo que pudiera comprometerlos… Cuando lo vi en el colectivo lo reconocí inmediatamente por haber estado mirando la foto del documento, señor Etchenique.

– Gracias. Soy Etchenike, en el laburo -lo corrigió.

– Etchenike. Suena bien.

Se hizo un silencio largo y denso. Era un espacio muy chico para quedarse callados.

– Ahora que recuerdo, Etchenike, tal vez por el apuro, quedó algo de dinero en ciertas billeteras -dijo Willy sin mirarlo-. En la suya, por ejemplo. Lo que sucede es que junté todo y se mezclaron los billetes, pero acaso se acuerde de cuánto había. O puede ser un cheque del banco que los ladrones no vieron, un cheque a la orden tal vez… o dólares.

– Trataré de hacer memoria -dijo Etchenike imperturbable-. Supongo que usted tendrá todo en la casa. Seguro que recordaré con precisión antes de…

– ¿Antes de qué?

– Antes de irme.

– Así que se va… A Buenos Aires.

No era ni una pregunta ni una reflexión ni una repetición. Quería ser una orden. Etchenike lo entendió así.

– Sí señor. Cumplo órdenes: termino el trabajo y me voy. Lo bueno es que aunque haya sido de casualidad voy a conocer un lugar de atractivo turístico como “ La Julia ”. Tengo amigos que me la recomendaron calurosamente: antes de irte de Playa Bonita, hacé como nosotros, date una vuelta por la estancia.

– ¿Qué amigos?

– Sergio Algañaraz iba a venir ayer a ver un partido de pato…

Willy Hutton se golpeó el muslo, soltó una exclamación:

– Nos divertimos a lo bestia. Sergio estuvo, claro, sacando fotos… -hizo una pausa mientras, al aproximarse al casco de la estancia, la camioneta entraba en un terreno más amplio de césped cortado al ras, parejo, enverdecido de riego-. Pero no tuvo suerte: ustedes se van a llevar una mala impresión del lugar, porque también a él le robaron. Le desapareció la cámara con el rollo que estaba usando para la nota de “ La Nación ”. Estaba desconsolado cuando se fue.

– ¿Se fue? ¿A qué hora se fue?

La mirada de Etchenike era dura, casi agresiva. Hutton se la sostuvo, demoró intencionalmente la respuesta:

– ¿Le interesa el dato? Venga conmigo.

23. Los ingleses no tiran nada

Custodiado por una irregular hilera de viejos paraísos, el casco de “ La Julia ” era una construcción vasta y extraña, con algo de híbrido en la superposición de elementos e intenciones. Sobre una estructura antigua, cuadrada y blanqueada a la cal, de dos plantas, se había adosado una amplia galería estilo inglés, funcional y utilitaria, que daba toda la vuelta a la construcción. La chapa acanalada, los desagües y las columnas redondas de fierro le daban el aire de esas viejas estaciones pueblerinas de ferrocarril, sobrias y sólidas como los sueños de un imperio en su tranquilo apogeo. Etchenike descubrió que el piso de la galería era de durmientes de quebracho, y que eran rieles los bordes de metal que la circundaban, la separaban de los macizos de flores milagrosamente frescas y vivas.

– No tiraban nada los ingleses…

– No. Juntaban, juntaban en todo el mundo.

Ahora Willy y el veterano caminaban por la galería a un costado de la casa.

– El casco original es el del siglo pasado. Ya estaba cuando mi padre compró el campo después de la guerra del catorce. Luego, con desechos del ferrocarril, hizo la galería.

– ¿Su padre hizo la guerra?

– Fue camillero, voluntario de la Cruz Roja.

– Como Hemingway.

Pero Hutton pareció no oírlo. Habían girado en ángulo y le señalaba al fondo, al amplio espacio que se abría frente a la entrada de la casa.

– Ésa es la cancha. Se usa para polo y pato.

– ¿Cómo salieron ayer?

– Empatamos.

– Con ayuda del referí o sin ayuda del referí.

Willy Hutton se volvió:

– No joda, Etchenike.

– ¿No era el referí el que entró al Hotel Veraneo con ustedes?

– No joda.

El rubio se adelantó unos pasos más hacia un grupo de mecedoras que estaban dispersas frente a la entrada, sobre el césped.

– ¿Y el visitante que esperaba? ¿Llegó? -dijo fuerte Etchenike para que lo escuchara.

Hutton se detuvo en seco. Se volvió:

– Pongamos orden en las preguntas. Usted quería saber lo de Algañaraz ayer -se dirigió hacia una mujer sentada de espaldas a ellos en la primera de las mecedoras-. ¿A qué hora lo llevaste al chico a Playa Bonita, querida?

La mujer dejó el libro que tenía entre manos en el regazo y miró por encima de los anteojos de sol, girando la cabeza.

– Un poco más de las ocho -dijo-. Estaba apurado por llegar a una cita.

Etchenike quedó inmóvil.

El pelo rubio casi rojizo, los labios carnosos, la piel, las tetas que apenas cubría la parte superior del bikini.

– Perdón -dijo Willy-. Mi sobrina María…

Ella se volvió completamente y extendió una mano blanda.

– Etchenike -dijo Etchenike y no pudo evitar la turbación al estrecharla-. No se moleste, por favor.

Pero ella no se molestaba ni por favor, no podía levantarse ya. La mirada de Etchenike estaba fija en el bastón ortopédico apoyado en la reposera, en los fierros que abrazaban la pierna derecha bajo la amplia pollera de tela cruda que cubría a esa mujer que él había visto temblar, vibrar bajo el amor y en el amor.

– ¿Qué le pasa?

Se recompuso, apoyó la mano en el respaldo de la silla que estaba frente a ella, trató de mirarla con más tranquilidad.

– El señor Hutton me preguntó qué me pasó; usted me pregunta qué me pasa ahora… Lo que yo me pregunto es qué pasará.

En ese momento, el ruido de un motor lejano antecedió a la aparición casi inmediata de un pequeño avión blanco de dos motores que asomó muy alto todavía por encima de un bosque de pinos.

– No va a pasar nada -dijo ella sonriente, señalándolo-. Los socios que consigue Willy son todos así: voladores, hacen mucho ruido al principio, después empiezan a dar vueltas y al final, ahí quedan.

Los dos permanecieron viendo cómo el avión hacía lo que ella dijo, como si lo manejara con un control remoto: el ruido, las vueltas, hasta quedar detenido a doscientos metros de allí. Willy salió presuroso en la camioneta hacia el lugar. Etchenike se preparó para pasar una larga tarde de campo.

– Y usted… ¿a qué vino? -dijo ella indicándole una reposera.

– Me trajeron. No vine. El colectivo que tomé en Necochea atropelló a uno de los ponies que estaba suelto en la ruta y se rompió.

– ¿El colectivo?

– Sí, el colectivo también. Entonces Willy me trajo, no sé muy bien por qué.

– Él sabrá. ¿Usted qué hizo?

– Disparé un arma -y Etchenike hizo el gesto con el índice y el pulgar de la mano derecha.

– Entonces es por eso: él no dispara pero sabe rodearse de los que lo hacen. Usted tiene porvenir.

– Ojalá. Me vendría muy bien porque me acabo de quedar sin trabajo. Hasta ayer estuve en el Complejo Romar de Playa Bonita, ¿lo conoce?

Etchenike tuvo la sensación de que ella iba a negarlo pero retuvo un poco más la respuesta y dijo:

– Sí, lo conozco. Es horrible, vulgar, incómodo.

– Me han dicho que los departamentos de planta baja son los mejores… Bah, más amplios.

– Tal vez.

Ella se había refugiado nuevamente tras los anteojos y parecía fríamente dispuesta a retomar la lectura del Bomarzo de Mujica Lainez.

Pero no podría por el momento.

Ya venían por el medio del jardín Willy y su visitante. El hombre, de su misma altura, cincuentón pero entero, canoso y con el cabello engominado y largo, estaría sin duda orgulloso de su barba recortada y en punta que le enmarcaba desagradablemente la cara oscura. El tostado casi enfático le hacía brillar la piel, pero los ojos tras los cristales de marco grueso parpadeaban a la defensiva de un sol que no daba para tanto. Caminaba visiblemente incómodo sobre el césped con su traje celeste y liviano de fibra, la camisa blanca y los mocasines combinados, algunos pasos detrás de Willy que lo llevaba en su estela vigorosa, confiado, seguro dueño de casa orgulloso que está dispuesto a mostrar un regalo caro, un amigo lejano o algo así o eso mismo.

– Señor Rojas -dijo deteniéndose ante la mecedora de ella-, quiero presentarle a mi sobrina María, que habitualmente vive en Mar del Plata pero que nos está acompañando en estos días.

– Leonel Rojas Fouilloux, para servirla -dijo el hombre extendiendo una mano reticente y tardía que ella apenas tocó, casi con asco.

– El señor Rojas es un empresario de la cadena latinoamericana de hoteles Survey. Es chileno, viene de Viña del Mar y está muy interesado en la explotación del Hotel Atlantic -dijo Willy mirándolo como un rematador-. Aprovechando su estadía en la Argentina para una convención, se ha molestado…

– No ha sido molestia, querido amigo -dijo el chileno con una sonrisa.

Etchenike se había hecho naturalmente a un costado y ocupaba un cómodo segundo plano junto al joven piloto del avión, el que sería el capataz y otros espectadores privilegiados del evento social. Willy reparó en él y pareció recordar que tenían un asunto pendiente. Pero el veterano se adelantó:

– ¿Conocía estas playas, señor Rojas Fouilloux? -dijo tratando de reproducir la suave pronunciación trasandina, la entonación y las “ll”.

– Sí, Mar del Plata, hace muchos años. A mediados de los cincuenta anduve por aquí. Usted, por ejemplo, no habría nacido, señorita…

– María.

– ¿Sólo María? -y la insistencia tenía algo de meloso y bajo, como si estuviera desarrollando una desagradable estrategia de aproximación.

– María Eva -ladró ella y Etchenike no pudo menos que sonreír.

– Ah… Muy bello -dijo el chileno e hizo un ademán con la mano libre.

Tal vez la reposera se desplazó, tal vez el visitante estaba mal parado, la cuestión es que hizo un movimiento brusco hacia atrás para conservar el equilibrio y metió el pie en el pequeño pozo lleno de agua y barro del que emergía la canilla para regar el jardín.

– Oh… diablos-dijo el chileno sacando el pie, el mocasín y la media correspondiente llenos de barro chirle y pegajoso.

Hubo risas. El visitante quedó un momento saltando en un pie. Se descalzó.

Etchenike dijo “permítame” y tomó el zapato encastrado, lo llevó hacia donde estaba la manguera; el señor Rojas Fouilloux se sentó, embarazado pero sonriente; María Eva lo miraba curiosa.

– Mi madre ya ha ordenado todo para el five o’clock tea -dijo Willy que regresaba del interior, y pronunció el inglés como quien camina eligiendo piedras resbaladizas para cruzar un torrente-. En unos minutos estará listo.

– Yo quisiera pasar un momento al cuarto de baño -dijo Rojas con el pie en el aire.

Etchenike le alcanzó el zapato húmedo pero limpio y el otro agradeció.

– Acompáñelo, Artemio -dijo Willy.

El capataz se llevó al señor Rojas hacia el interior de la casa y los Hutton y Etchenike ocuparon las reposeras.

– Creo que encontré lo suyo, Etchenike. Después me contesta -dijo Willy alcanzándole un sobre.

Etchenike lo entreabrió y revisó secretamente el contenido.

– Creo que está bien -dijo sonriendo-. Más o menos era esto. Gracias.

– Es mala educación -dijo ella.

– No son secretos, María… Acaba de hacerme un favor y los favores se pagan.

– Me imagino de qué tipo, hijo de puta.

Etchenike se desconcertó. Le cambiaban el libreto; no entendía los favores pero podía sospechar las puteadas.

– Qué te pasa… No hagas papelones como siempre -mordió su bronca Willy.

Ella le apuntó con el bastón que empuñaba tensa, como el comando de un avión que debía ser enderezado ya:

– A vos y a este otro hijo de puta -el bastón se desvió apenas para apuntar al pecho de Etchenike- se las voy a hacer pagar. Muy caro, sabés… Y no intentes nada contra mí, Willy, ni te metas porque te voy a reventar y vas a tener que meterte al chileno y al hotel en el culo.

Con un impulso violento de los brazos, que se tensaron en una curva musculosa que le hinchó los hombros y el cuello, María Eva Hutton se puso de pie y arrancó hacia la casa a desmañadas zancadas. El bastón hizo un ruido seco al golpear dos, tres veces en el piso de duro quebracho hasta que entró a la penumbra del amplio recibidor.

Willy Hutton aguardó unos instantes antes de volver a hablar, esperó que las aguas del aire se aplacaran.

– No está loca. Es muy jodida, eso sí -definió con una mirada que pronto fue perdonavidas-. No es fácil sobrellevar eso… Me agrede, siempre me agrede por cualquier motivo y ahora creyó que… Está paranoica.

La sensación de Etchenike fue que estaba tendido en la mesa de torturas, alguien entraba, distraía al verdugo que estaba sobre él y discutían. Al quedar solos, el verdugo le contaba amargamente sus penas, explicaba la incomprensión del otro y luego, en el mismo tono, volvía a comenzar con él.

– Pero vayamos a lo nuestro -dijo el rubio Hutton como si nada-. El dinero que tiene allí es mucho más de lo que podía esperar, aunque se haga el distraído. Ahora váyase, para qué se va a quedar… Arriesgarse… -miró su reloj-. Es temprano, tiene un micro a Buenos Aires a las 20.55. Si se apura…

El veterano lo miraba sin decir nada. El sobre daba vueltas en sus manos.

– No estoy tan loco ni le mentí a María: usted me hizo un favor, en serio -continuó Hutton-. Al atropellar a ese matungo me dio una excusa para cobrar el seguro. Tal vez lo necesite de testigo: decir que el micro se salió de camino y se fue contra los caballos, por ejemplo, que estaban lejos de la banquina… Yo sé cómo localizarlo, Etchenike. Tengo todo lo suyo -y sonrió.

Bruscamente se llevó la mano a la cintura y mirando para ambos costados sacó un revolver corto y brillante, y le apuntó sin aspavientos, con el brazo recogido, pegado al cuerpo.

– Me faltaba algo: déme el treinta y ocho matacaballos. Colecciono.

El veterano seguía silencioso y no se resistió. El arma cambió de mano. Willy la guardó en el amplio bolsillo de la bombacha.

– Señor Hutton, señor Hutton…

La voz no se atrevía a elevarse, llegaba tímidamente desde la galería.

Willy se volvió. La mucama que acompañaba a su madre y al sonriente chileno lo llamaba para el té.

Etchenike miró el reloj: cinco menos dos minutos. Después miró a la oscura dama vestida de claro que presidía bajo la galería como bajo el palio imperial. La mano de la mucama que aferraba su brazo transparente en el encaje antiguo era innecesaria. Esa mujer vieja y sumida se sostenía sola. Una dura estructura de alambre y cemento la mantenía rígida y seca, erguida y dando pocas y claras órdenes imperativas, como una antigua señal de ferrocarril que diera paso o lo quitara con la naturalidad y contundencia de un código explícito, simple, inmodificable.

Y ahora daba paso:

– Hijo -decía con la mano sarmentosa levemente alzada-. Es la hora y no debes hacer esperar al señor.

– Un momento nomás, mamá.

Willy sacó una libreta y escribió rápidamente con una leve sonrisa dibujada en la cara crispada. Firmó al pie de lo que había escrito, dobló el papel en cuatro y se lo extendió a Etchenike.

– Sólo es válido para mañana -dijo-. Ya sabe lo que tiene que hacer.

Etchenike guardó el papel en el bolsillo sin mirarlo; Hutton le echó una mirada larga que quiso ser elocuente y se dirigió a la casa.

Rojas Fouilloux se hizo gentilmente a un costado cuando Willy entró con ellos al comedor. El veterano quedó solo en el parque.

Era la hora de partir.

24. Preguntas y respuestas

El camino de paraísos era mucho más largo así. Pero no menos agradable. Nuevamente aligerado del peso muerto del revólver, con mil dólares en el bolsillo -si había orejeado bien los billetes verdes dentro del sobre que no se animaba a volver a revisar- y la sensación del deber no cumplido pero sabiamente esquivado, Etchenike caminaba liviano hacia la incierta ruta que lo llevaría quién sabe cómo de regreso a Playa Bonita, inmediatamente a Mar del Plata, como por un tubo a su lugar de origen.

Si a uno no lo asaltaba la melancolía, se podía caminar hacia el atardecer con pájaros sobre y en la cabeza o los oídos. Era posible también pensar en recoger a Sergio, consolarlo de la pérdida de una cámara periodísticamente peligrosa para alguien, mostrarle las curitas ejemplares de su rostro, el verde ejemplar en su billetera recobrada, sacarlo de circulación si es que no se había ido ya, explicarle que no fuera forro.

Él no lo sería, por lo menos.

Buscando los cigarrillos encontró el mensaje final de Willy Hutton doblado en cuatro. El papel decía: “Vale por dos revólveres 38 seminuevos. Válido hasta el día de mañana. Domicilio de entrega contra presentación de documentos, Alvarado 3289, Mar del Plata”. Su firma y la fecha.

No pudo dejar de sonreír. Hasta el cinismo podía llegar a ser simpático en ciertas circunstancias.

Bocinazos. No se apartó ni se dio vuelta. Bocinazos. Prácticamente se detuvo en medio del camino. Con la leve brisa le llegó la tierra que levantaba el auto impaciente a sus espaldas. Más bocinazos.

– Salga de ahí, alcahuete…

Ella. Desde el principio supo que era ella. Manejaba, hacía sonar la bocina o gritaba con el mismo vigor rencoroso con que hacía el amor o esgrimía el bastón. Todos sus gestos eran una forma más o menos larvada de la venganza contra qué.

La enfrentó, le hizo el gesto con el pulgar arriesgándose a que lo destrozara de un golpe de Renault.

– Hasta la ruta. Después me arreglaré -negoció.

– Suba.

No fue una concesión. Ella supo transformarlo en una orden. Cualidad de familia.

– Usted es saludablemente imprevisible -dijo Etchenike usando un adverbio y un adjetivo elegidos especialmente para ella, casi un regalo.

– Si quiere, lo bajo: será más lógico. Lo bajo y lo piso -dijo poniendo la primera.

– No. Lo lógico es que quiera saber. Por eso me insulta pero me lleva.

– Soy previsible, entonces.

– Digamos que sus gestos son raros pero anunciados.

– Es el problema que tenemos los rengos.

Y Etchenike sonrió.

El auto de María Eva Ludueña, sucio de barro y demasiado trajinado, tenía control manual, con comando ortopédico. Sin embargo nadie podía imaginarse, viéndola conducir en el límite, que detrás del volante había un cuerpo con músculos muertos, ciertos nervios de trapo bajo la cintura.

– ¿Qué quiere saber? -dijo ella cuando ya estaban en la ruta.

– Eso podría haberlo preguntado yo: si quiere empezamos al revés. Pero no me putee.

– Vamos una y una -dijo ella sonriendo-. Alternadas. El que no responde a dos preguntas seguidas o a tres alternadas, pierde.

– Hecho: Sergio Algañaraz.

– Estuvo ayer, vino con Willy en el auto. Se quedó a ver el partido, lo emborracharon, perdió la cámara y lo llevé yo de vuelta a Playa Bonita a las ocho de la noche más o menos. Ya lo sabía, perdió tiempo con esto.

– Lo dejó en el motel Los Pinos.

– No.

– ¿No, qué?

– No corresponde: ahora pregunto yo -se volvió como si las palabras tuvieran otro sentido si lo miraba a los ojos-. ¿Qué le pagó mi tío Willy? No le pregunto cuánto sino por qué.

– Me pagó para que desaparezca, para que me vaya. Por otra parte, porque le voy a servir de testigo si tiene problemas con el seguro de los ponies.

– ¿Y se va a ir?

– Sí. Ya no hay nada que hacer en este lugar para los jóvenes o veteranos cronistas, guardianes y reporteros gráficos. Esta noche me voy.

Ella iba a insistir pero ahora fue él quien la paró con un gesto.

– El otro visitante de la estancia: Toledo. María

Eva lanzó una carcajada:

– ¿El hombre del traje marrón? -volvió a reír-. Pretendía hablar directamente con la abuela… Ni siquiera fue necesario que saliera Willy. Lo mandó al capataz, a caballo y con el rebenque… Lo corrió, perdió los papeles en el camino. Un ridículo. ¿Ése es de los suyos?

– No sé cuáles son los míos.

– ¿A quién le toca?

– Le tocaba a usted pero ésa ya es una pregunta: ahora yo, de nuevo -Etchenike no la dejó reaccionar-. ¿Por qué lo puteó así a su tío?

– Todo lo que lo putee va a ser poco. Vigila mi vida. Dice que me mantiene pero es su manera de controlarme, de ser una especie de tutor ante la abuela… Y ya no soy una pendeja ni una lisiada. Por eso me vigila, me tiene controlada. Para la abuela sigo siendo una pobre jovencita que el tío debe proteger. Pero se va a acabar.

– Le hago otra pregunta pero vale por la suya: ¿cree que yo fui mandado por Willy?

Estaban llegando al punto en que la ruta se abría en un camino sinuoso hacia Playa Bonita o continuaba recta rumbo a Mar del Plata.

María Eva se zambulló hacia el balneario y aminoró inmediatamente la marcha hasta casi detenerse:

– Sé que no lo mandó mi tío -y no era una opinión-. No sé qué pasó después y eso me inquieta…

De golpe su rostro se transfiguró y la rigidez y seguridad dieron lugar a un ligero temblor:

– No sé para quién juega usted, Etchenike o como se llame… -continuó-. Todo este asunto del hotel me ha revuelto viejas cuestiones, usted no puede saber. Desde que mi padre…

El sollozo no llegó a conmoverla pero Etchenike estiró el brazo para ayudarla a sostener el volante. Ella puso el freno y estacionaron a un costado del camino.

– Suspendamos el torneo de preguntas y respuestas -la alivió él-. No espere que le pregunte nada sobre el pasado: en líneas generales, lo sé todo. Bah, lo que es público y sabido: cómo se quedó sola de chica, la enfermedad; no hablaré más, si no quiere…

Ella no lo miraba. Tenía la cabeza apoyada en el vidrio.

– Hay algo que me tiene totalmente perturbada desde hace una semana y que tal vez no tenga sentido que se lo diga a usted, que no sé quién es -quedó unos instantes en silencio.

– ¿Qué le pasa?

– Alguien me ha estado llamando por teléfono y dice que es… mi padre.

– Pero Juan Ludueña murió.

– Sí… -ella se volvió bruscamente-. ¿Y si no murió? Yo he oído alguna vez versiones sobre eso. Pero estuve siempre aislada, escondida.

– No tiene mucho sentido, María Eva -Etchenike deseaba en ese momento sólo aliviarla, ahuyentar el dolor que subía-. Alguien la quiere perturbar… En esta situación, además.

– ¿Usted me ayudaría?

– ¿A qué?

– A averiguar si es cierto.

– ¿Por qué yo?

– Usted se dedica a estas cosas: es un investigador privado, me dijo Willy.

Etchenike sintió que estaba todo mezclado: ahora, una cuestión nueva.

– No entiendo: hasta hace unos kilómetros yo era un hijo de puta sospechoso de alcahuetería y ahora soy alguien a quien puede confiarle algo tan privado.

– Yo le creo. Necesito creerle a alguien.

– Créale a él.

El dedo de Etchenike señaló hacia adelante, hacia el camino.

De frente, a toda velocidad en el sombreado sendero sinuoso, venía el Volkswagen rojo descapotado que los dos reconocieron al instante. El conductor tuvo tiempo de verlos al aminorar en la curva, pero aceleró al pasar junto a ellos. Coria ni se dio vuelta, ni giró la cabeza. Quedó el polvo suspendido.

María Eva estaba otra vez paralizada.

– ¿Vamos? -dijo Etchenike después de un momento.

– Vamos. Lo dejo en Playa Bonita y sigo viaje.

No hablaron más. Ella respiraba agitadamente y él tenía un torbellino en la cabeza. Entraron al pueblo y ella no preguntó. Se detuvo finalmente en la esquina del motel Los Pinos, sacó una tarjeta de la cartera y escribió una dirección y un teléfono de Mar del Plata.

– Véame -dijo extendiéndosela-. Y no deje que me hagan mal, por favor.

– Claro que no -dijo el veterano.

Se bajó en la explanada y la vio girar en redondo, volver por donde habían llegado. Manejaba como quien sabe a dónde va… Un Volkswagen rojo iba dejando una estela de polvo cada vez más oscura y lejana en la noche que se venía.

25. Nada que ver

Una vez más se arrimó sin demasiada fe a la habitación número 15. Golpeó y no había nadie pero las cortinas estaban corridas, prolijas, no se podía ver el interior. Sintió que una de sus actividades usuales durante estos días había sido mirar a través de ventanas cerradas, entreabrir cortinas, pegar la nariz contra el vidrio de intimidades sospechosas. Toda una miserable especialidad.

– Señor…

La mucama. La misma mucama. Salía de la habitación que Etchenike había visto ocuparse la noche anterior desde su puesto de observación. Pero hacía mucho tiempo de eso.

– Hola ¿se acuerda de mí? Vengo a buscar los pantalones -dijo señalando las cortinas cerradas.

– Ah, sí.

– ¿Ya arregló la habitación?

– Sí.

– ¿Tendió las camas?

– Sí.

– ¿Estaba seco mi pantalón?

– ¿Eh?

Ella estaba a punto de entrar en pánico. Nada tenía que ver su actitud con la trivialidad de la conversación. Tal vez sí con el ojo amoratado que recién en ese momento, al mirarla de cerca, Etchenike advirtió.

– ¿Qué le pasó?

Ahora fue ella quien lo señaló en silencio, le mostró los estragos que había en su propio rostro.

– A mí me la dieron. ¿A usted también? -dijo Etchenike.

– Váyase.

– ¿Dónde está el muchacho? ¿Lo vio hoy?

Ella empezó a caminar hacia la administración. Etchenike estiró el brazo y la retuvo.

– Me va a ayudar…

– No puedo. ¿Qué quiere que haga?

– Dígame si lo vio, quién estuvo, cuándo…

– Es policía.

– No. Soy amigo y tengo miedo por él. Le puede haber pasado algo.

Ella se sorprendió menos de lo esperado:

– Anduvieron revolviendo. Seguro que le robaron todo.

– Esos datos necesito: lo que vio.

– Tengo miedo. Váyase.

– ¡Amanda!

El grito la hizo volverse, revolear el pelo negro. El morocho enrulado del turno de la noche estaba en medio de la explanada, venía del centro y la encontraba charlando a esa hora y con la limpieza sin terminar.

– ¡Amanda! -y el tipo se aproximó.

– ¡Voy!

La mucama echó una mirada despavorida a Etchenike y caminó hacia el hombre, en el otro extremo del motel.

– Tranquila… -el veterano buscó las palabras, tardó un poco más-. No va a pasar nada…

Pero no estuvo seguro de que lo hubiese oído. Por el contrario, ella corrió más rápido, se alejó, pasó junto al morocho y entró en la administración.

El hombre se acercó lentamente pero no sereno. Tenso, como ante una presa.

– ¿Qué carajo quiere ahora? -dijo diplomático.

– Ando buscando un papel.

– ¿Un papel? -el morocho se arrimó aún más echando mano a la cintura, mostrando dientes; casi sonreía-. ¿Es para dejar otro mensaje?

– No. Es para limpiarme el culo -Etchenike hizo el gesto-. Porque te voy a cagar… a trompadas.

Y en la pausa entre las últimas palabras sacó un derechazo corto y rápido al estómago que el otro recibió con un quejido. Antes de que se fuera al piso lo había levantado con un golpe de rodilla en la boca y al enderezarlo lo recibió, ahora sí, con otra derecha plena que le reventó la mandíbula.

El morocho se desparramó, golpeó la cabeza contra el cemento y quedó quieto allí.

Etchenike lo dio vuelta, metió la mano bajo el saco y lo desarmó. Una pesada cuarenta y cinco reglamentaria cambió de dueño. Por fin le tocaba ganar a él. Se calzó la pistola, fue hasta la administración desierta y llamó dos o tres veces infructuosamente a Amanda. No estaba ya.

Mientras volvía hacia el centro de Playa Bonita se acariciaba los nudillos y silbaba Moritat. Mal, pero silbaba.

Los volantes amarillos se hamacaban antes de caer dispersos sobre la avenida. Etchenike recogió uno al vuelo mientras la camioneta, media cuadra más allá, anunciaba una vez más que Eliseo Mojarrita Gómez intentaría esa misma noche, “a partir de las veintiuna treinta horas en el natatorio del Club El Trinquete, batir el récord mundial de permanencia en el agua en posesión del alemán Karl Burger”, etcétera. El volante era el mismo del sábado pasado, sólo que una mano rápida y desprolija había cambiado la fecha de iniciación del intento que se realizaría “en el marco de una Gran Fiesta Acuática” que el veterano no llegaba a imaginarse demasiado.

Tampoco se imaginaba tomando el ómnibus de regreso. Tenía la sensación de que estaba en el comienzo de algo. Todo no había sido más que el estirado prólogo para lo que se venía. Y él se iría. O no se iría.

Todavía acariciándose la mano dolorida y como si llegara de muy lejos a una residencia extranjera, entró al comedor del Hotel Veraneo. Era temprano y no había gente cenando; ningún ómnibus entraba o salía en ese momento de Playa Bonita. Sólo Gustavo leía el “D’Artagnan” acodado al mostrador, las piernas cruzadas y apoyadas en el travesaño alto de su banco.

– Un café y el informe -dijo el veterano sacándole el birrete por sorpresa.

El pibe no dijo una palabra. Fue hasta la máquina y empezó a preparar el express.

– Fui tres veces… -dijo conteniendo la objeción de Etchenike-. Pero muy disimulado. Siempre igual, la habitación 15: cerrada y con las cortinas así.

Gustavo hizo un gesto de arrimar las dos palmas verticales por el canto.

– Un gordo podrido me echó, la tercera vez…

Etchenike sonrió; seguía masajeándose mecánicamente los nudillos.

– ¿Necesita lo que me…? -dijo el pibe poniendo el pocillo frente a él.

– No. Ya te voy a avisar.

– También lo llamaron por teléfono -miró en el papel donde tenía anotado-. El señor García y el señor Silguero. Dicen que los llame a los dos.

Etchenike le puso el birrete:

– Gracias, Gustavo.

– Después llamó uno para saber en qué habitación estaba… Hace un rato.

– ¿Te dijo quién era? -y el veterano ya estaba alerta.

– No. Le dije y colgó. ¿Hice mal?

No se tomó el trabajo de contestarle:

– ¿El hotel tiene alguna otra entrada?

– La del fondo, que da a la otra calle…

– Dame mi llave.

En el apuro dejó tambaleando el taburete y subió la escalera en cuatro saltos. Al llegar al rellano se detuvo. La luz estaba apagada. Tanteó la pared buscando el interruptor. Encendió.

Inmediatamente se retrajo, agazapado, y sacó la pistola. Desde allí podía ver la puerta de su habitación en el extremo del pasillo. Estaba entornada. Una mancha, un líquido oscuro se había deslizado por debajo de la puerta y brillaba en el piso de baldosas.

Etchenike comprobó el cargador de la cuarenta y cinco. Estaba completo. Junto con el ruido metálico que hizo la pistola al reponerla a su lugar sintió otro roce, a su lado. Gustavo había subido la escalera tras él.

– Andá para allá, mocoso… -susurró y le tiró una patada como quien espanta a un gato.

Se inclinó y corrió en puntas de pie hasta ponerse al lado de la puerta, pegado a la pared. La luz del pasillo se apagó. La única claridad, por algunos momentos, fue la que provenía del interior de su habitación a través de la ranura que se abría y se cerraba con el leve movimiento de la puerta, hamacada por la suave brisa que entraría por la ventana abierta. No se oía un solo ruido.

– No es sangre. Es café.

La vocecita de Gustavo asomó de la penumbra en el extremo de la escalera.

– Ya sé -mintió Etchenike con voz inaudible y extremo fastidio.

Tomó impulso y de una vigorosa patada hizo volar la puerta. Saltó y quedó adentro interrogando el aire desordenado con la punta de la pistola.

Nada se movía. Rizzo estaba tendido boca abajo entre el baño y la habitación, el torso desnudo y los pantalones bajos a la altura de las rodillas. Había una mancha de sangre junto a su cabeza y mucho olor a mierda y a café barato mezclados en el aire. Los dos termos del muchacho habían caído junto a la silla también derrumbada. Uno se había roto y el charco llegaba hasta el pasillo.

Etchenike se inclinó sobre el cafetero. Sólo estaba desmayado: tenía un duro golpe poco más arriba de la nuca. Un golpe profesional.

Gustavo apareció en la puerta de la habitación y Etchenike le pidió que lo ayudara con el herido. Entonces apretó el botón del inodoro, terminó de alzarle los pantalones y lo sentó, apoyado en la pared, bajo la ducha.

– Cuidalo un momento -dijo-. Va a reaccionar enseguida.

La habitación había sido revuelta minuciosamente. Como si un pequeño temblor se hubiese ensañado con ella: nada estaba en su lugar, nada quedaba por desacomodar. El contenido de los cajones de las dos mesas de luz había sido volcado sobre la cama y las puertas del ropero estaban violentadas. Allí fue directamente Etchenike.

Con un odio oscuro pero sin sorpresas, comprobó que lo único que faltaba era el elegante bolso negro con la Konica tan recomendada. Alguien en Playa Bonita había comenzado a dedicarse a la fotografía o a algo por el estilo. Pero no era precisamente el estilo lo que le gustaba del asunto.

– No lo vi. No sé.

Rizzo sacudió la cabeza y echó agua a su alrededor como un perro.

– Estaba en el baño cuando sentí ruido. Creí que era usted. Me asomé y no vi a nadie pero estaba la puerta abierta. Es lo último que recuerdo.

– ¿Le duele?

– No mucho -miró a Etchenike, lo vio tan vapuleado como él-. ¿Qué pasó? ¿Quiénes son, jefe? ¿Vinieron a afanar? ¿A mí?

– Se llevaron una cámara de fotos. Ahora voy a hacer la denuncia.

Rizzo estaba tendido sobre la colcha, Etchenike sentado a su lado y Gustavo a los pies de la cama. El señor Fumetto, en la puerta, contenía a otros huéspedes.

– Perdoná, pibe -dijo el veterano-. Vos no tenés nada qué ver.

Y mientras salía y pedía por favor que no tocaran nada pensó que él tampoco tenía nada que ver. O que ya no quería ver nada más.

26. Según Mc Coy

El teléfono sonó largamente. Era una campanilla aguda, como un viejo timbre de bicicleta que permitía imaginarse un aparato sólido, antiguo y pesado resonando en la amplitud del comedor largo y alto de la estancia, rodeado de muebles oscuros, tapices que lo asordinaran.

– Hola -dijo finalmente una voz que Etchenike reconoció.

– Hola, ¿Willy Hutton?

– Sí.

– Le habla Etchenike. Quería avisarle que perdí el ómnibus. No puedo irme ahora.

El otro rió con ganas.

– Pues tome el próximo.

– Lo voy a perder también. Y el otro, y el otro…

Se hizo un silencio en la línea.

– No juegue con esto. No es lo que acordamos.

– No me acuerdo del acuerdo. Y tengo problemas: no me gusta viajar solo. Estoy esperando que aparezca mi compañero de viaje.

– Debe haberse ido. No joda.

– No jodo: va en serio, Hutton -la mirada de Etchenike atravesó la calle, la agitación en el edificio de enfrente-. Acabo de cruzarme desde el destacamento policial para hablarle. Fui a hacer varias denuncias.

– ¿Qué denuncias?

– El robo de mi arma, la que tiene usted… -hizo una pausa-. El robo de dos cámaras fotográficas: la de Algarañaz y la mía.

– ¿La suya? -y la exclamación sonó sincera.

Etchenike no le hizo caso.

– Entraron a robar en mi habitación, golpearon a un muchacho -la ira del veterano apenas si se contenía-. ¿Usted qué haría? Me lo encontré sangrando en el suelo… ¿Tendría que haberlo sacrificado? Como el pony, digo…

Willy Hutton no contestó.

– ¿Leyó la novela de Horace Mc Coy? -se obstinó Etchenike.

– ¿De qué me está hablando?

– De nada, de nada… -frente a la oficina de Entel pasaba una vez más la camioneta anunciando a Mojarrita Gómez-. Sólo quería avisarle que no me voy. Tengo mucho que hacer, cumplir con los amigos y con los otros.

– Lo va a pagar caro.

– Cuánto, ¿mil dólares? Los tengo en el bolsillo, a su disposición. Contraentrega de las cámaras y de los revólveres. Pero acá, no en Mar del Plata ni en Buenos Aires.

– No se confunda conmigo, botón… -Willy pasaba de la aclaración a la amenaza-. No tengo nada que ver con muchas de las cosas que habla.

– Yo creía que tampoco. Pero ya ve…

Del otro lado sólo se oyó por un momento la respiración agitada de un hombre que pensaba aceleradamente.

– Buenas noches. Y venga por los verdes… -concluyó Etchenike.

Hutton no contestó.

El sonido hueco del auricular colgado dejó la línea vacía y tensa. El veterano también colgó y quedó un momento pensativo.

Tony y Silguero podían esperar. Ya había decidido quedarse y no tenía ganas de contestar preguntas sobre su salud ni de escuchar más reclamos o indicaciones sobre adónde debía dirigirse. Eso ya lo sabía, lo sentía claramente: el Mojarrita Gómez estaba esperando un escribano prestigioso que le avalara sus payasadas.

Miró su reloj. La pileta del Club Atlético El Trinquete y la historia del deporte nacional lo reclamaban.

27. Por el récord

No era precisamente la Beba quien estaba en la boletería.

– ¿Qué hace usted acá?

La pregunta a dos voces simultáneas se cruzó entre los hombres. Etchenike sonrió y se mostró a sí mismo por toda respuesta:

– Quiero ver si es cierto que se disuelve… -dijo.

El vasco hizo juego de cejas y sonrió indulgente consigo mismo, con Mojarrita:

– Digamos que es una coproducción… Hemos traído unas mesas, hay música, un bar. Hombre… No se puede quejar.

– ¿Y en qué estado está el atleta?

Confidencial, arrimando su cabezota del otro lado de la reja, el cantinero habló con voz baja y grave:

– En qué estado… En estado de sitio, está: no lo hemos dejado chupar ni esto.

– ¿Y va a flotar?

– Un rato. Eso espero, porque ha venido bastante gente.

Y era cierto. Etchenike pagó su módica entrada que lo autorizaba a permanecer en El Trinquete todo el tiempo que quisiera hasta que terminase el intento, y se encaminó hacia el fondo del club con la pileta iluminada y todos sus foquitos de colores. No menos de cien personas estaban diseminadas entre las precarias tribunas alrededor del agua y la docena de mesas dispuestas en círculo que rodeaban una pista de baile improvisada en la cancha de pelota a paleta.

No debes tener un auto

ni relojes de medio millón

pontificaba en forma de blues la voz rasposa de Javier Martínez desde la batería de Manal.

La música era gruesamente filtrada por dos parlantes antiguos con forma de bocina; uno sobre la pileta y el otro en un extremo de la pista.

En la habitación contigua al vestuario y al mostrador con bebidas frescas dispuesto contra la pared del fondo, el morocho picado de viruela que Etchenike había visto en la camioneta manipulaba el tocadiscos, elegía entre una pila de longplays no demasiado generosa.

El viejo cuidador del club trataba de pescar con una pequeña red las colillas que los risueños espectadores arrojaban al agua.

– Buenas noches -dijo Etchenike-. ¿Falta mucho para comenzar?

– Empezará a las diez, porque todavía no ha llegado el escribano…

– Ah, el escribano…

Toda la pobre escenografía estaba a punto: dos sillas junto a la mesa de control con las planillas y el reloj de gran cuadrante atrás, con una sola aguja de madera para ir marcando las horas cumplidas del intento y, ante la pileta, la plataforma con los colores de circo. Había inclusive un reloj de los utilizados habitualmente en el básquet para ir descontando tiempo con un timbre de alarma.

Cuando Etchenike golpeó la puerta del vestuario, el responsable de la música había arrancado con un samba brasileño bien carnavalero para encauzar las ansias de las tribunas: aplausos sostenidos e insistentes, chiflidos, tapitas de cerveza que volaban de un extremo al otro de la pileta.

– ¿Quién es? -dijo una voz agresiva desde adentro.

– Yo, Julio…

La puertita de hierro se abrió violentamente y la figura del nadador ya listo para la hazaña apareció frente a Etchenike, se le abrazó en un impulso:

– ¡Amigo! ¡No me podía fallar! ¡Llega justo para el comienzo!

Ante la mirada de los curiosos, Mojarrita cerró la puerta y sentó al veterano en el banco, lo miró sonriente, casi desencajado de excitación.

– Ahora le explico qué tiene que hacer -y le alcanzó dos carillas mecanografiadas-. Lo primero, leer esto antes de la prueba.

– ¿Qué es?

– El reglamento internacional, las condiciones que hay que cumplir para que el intento sea válido.

Etchenike miró los papeles con desconfianza y después reparó en la apariencia del desaforado deportista: estaba vestido sólo con su mallita negra, tenía una toalla blanca sobre los hombros y se ajustaba el cráneo con la misma gorra de goma de la noche que lo recogiera del piso semi desmayado. Pero el detalle grotesco, aparatosamente profesional, era que tenía toda la piel cubierta con una oscura grasa distribuida desparejamente. Parte de esa sustancia había ido a parar al saco del veterano en el momento del abrazo.

– ¿Para qué es eso? -dijo señalando con el dedo extendido las manchas que le pintarrajeaban la cara como si estuviera camuflado.

– Protección de la epidermis. Se forma una película protectora, aislante, que impide el paso del frío -dijo casi recitando. Sacó un par de minúsculas antiparras del bolsillito trasero de la malla-. Y éstas también son fundamentales: es tejido muy sensible…

Desde el exterior llegaba ahora el ritmo machacón, acompasado, de un chamamé que había puesto a las primeras parejas en la pista de baile.

– Faltan doce minutos para las diez -dijo Mojarrita consultando un cronómetro negro y repleto de agujas y minuteros que parecía vencerle la muñeca-. Léase eso, Julio, que cuando empiece la marcha tenemos que salir.

Y atropelladamente, entre flexiones, saltitos en el lugar y brazadas en el aire, le fue explicando en qué consistía su papel, es decir, todos los papeles menos meterse con él en la pileta: presentador, escribano, juez y parte, eventual defensor si se armaba la podrida.

– Eso es durante el día; de noche, se consigue alguien o arregla con el vasco que le haga la posta y duerme unas horitas. Yo le garantizo porcentaje, casa y comida mientras dure el intento… -concluyó Mojarrita-. Ah… Y contróleme la boletería de vez en cuando: el vasco es bueno, pero…

– ¿Y cuánto le calcula que durará la prueba? -concluyó Etchenike midiendo lo que se venía, la hipoteca de su porvenir justo en ese momento.

– Depende de la gente que haya -hubo picardía en la cara de Gómez-. He estado dos semanas enteras con esto…

La sonrisa del nadador contrastó con la mueca de Etchenike.

– ¿Y Beba? -dijo sin poder evitar el tono irónico-. ¿Se arregla sin ella?

– Desapareció. Se fue.

Pero no alcanzó a preguntarle si se había ido de Playa Bonita, del club, de su vida o de la vida a secas. Porque en ese momento comenzaron a resonar los acordes de la Marcha del Deporte y Mojarrita ya salía, al trote y saludando, hacia la noche, la pileta iluminada y la gloria.

Hubo una ovación.

A las dos de la mañana, cuando la alarma en la mesa de control sonó por cuarta vez, los aplausos fueron un poco más raleados. En las gradas sólo había un grupo de muchachos tomando cerveza y una pareja dedicada a sus menesteres amorosos.

El baile, en cambio, estaba en su apogeo. Cumbias con los Cinco del Ritmo era el son que movilizaba a los incansables bailarines:

A mover el esqueleto

muévelo de aquí pa’llá

que moviendo el esqueleto

las penas has de olvidar.

Etchenike firmó la planilla, corrió la aguja al número cuatro y se sirvió lo que quedaba de su tercera cerveza.

– ¿Cómo vamos? -dijo en voz alta.

Gómez contestó con un gesto de conformidad de su pulgar derecho. Hacía media hora por lo menos que hacía la plancha, casi inmóvil, en medio de la pileta. Ahora, cuando vio que los alcoholizados y eufóricos bailarines venían en fila india tomados de la cintura a sacudirse por el borde y celebrar con él, dio una vuelta de carnero y removió un poco el agua.

Hubo nuevos aplausos, alaridos y algún corcho de botella de sidra que voló hacia el nadador sin puntería. Los bailarines se fueron y las aguas se aplacaron.

– ¿Cuánto se recaudó?

Etchenike le dio las cifras de entradas y un aproximado del bar.

– Buena guita -concluyó.

– Es el primer día -acotó Mojarrita sin especificar qué significaba eso-. Ahí viene el vasco.

Venía el vasco. Cansado, por el medio de la pista, con el bolsillo derecho probablemente lleno de billetes arrugados. Traería el arqueo final de caja o se iría a dormir dejando a otro en la boletería.

Pero no era eso lo que hizo que Etchenike le prestara atención, se parara para mirar mejor: unos pasos atrás, pesado y fácilmente sudoroso, el saco al hombro y la renguera sutil -casi intimidatoria, la había sentido alguna vez- venía hacia él y desde lejos el sonriente e inesperado Negro Sayago.

28. Pegarle a alguien

Excesivo, antiguo, seguro de su efecto paralizador, duro y torpe, apoyado en su propio cuerpo como en una horma de hueso y grasa, como un farol de esquina de tango, ruidoso pero tímido al fin, cauto aunque sin red ni otra expectativa del tiempo o de la vida que esa noche bajo las frías estrellas, el Negro Sayago era casi su propia caricatura. Se figuraba a sí mismo de vacaciones: sombrerito tirolés de paja con ala angosta y cinta amarilla, remera a rayas horizontales verdes y blancas, livianos pantalones celestes y los mismos zapatos negros acordonados que acompañaban su traje gris en otoño, o el sobretodo universal. Eso, y un bolso de tela rojinegro pendiente de la derecha.

Agitó el brazo y saludó amplio. Etchenike, al responder, recordó el comienzo de Adiós, muñeca, se imaginó a Chandler describiendo al grandote Moose, se lo hizo vestido para ir a la playa de Malibú u otra costa californiana equivalente. Le pensó a Moose un obvio pasado de boxeador, alguna herida reciente no del todo curada por el apuro y los imperativos de la acción y la amistad. Lo pensó un poco más viejo, un poco menos ingenuo. Entonces sí lo tuvo, arquetípico, ocupando muy bien su lugar, con mucho espacio en esa historia a la que se sumaba de prepo y por el margen. Marginal de marginales, el Negro Sayago caía a esa noche como una carta esperada sobre el tapete.

– Mi comodín… ¡El Joker! -dijo Etchenike y se puso de pie.

Por toda respuesta el grandote echó una risotada y revoleó el bolso.

– ¿Qué hacés acá? -insistió el veterano.

El ex boxeador peso pesado, el ex guardaespaldas, el ex antagonista de Etchenike por las calles de Buenos Aires, terminó de dar toda la vuelta a la pileta para estrujarlo en un abrazo.

– ¿Qué pasa? -dijo el veterano desenredándose.

Por un momento Sayago postergó la respuesta. Le miró la cara, las curitas, tomó distancia de ese panorama desalentador. Se apartó.

– ¿A quien hay que pegarle? -dijo dando un paso atrás, mirando alrededor.

Era su saludo.

Etchenike paseó la mirada y no vio a nadie que hubiera que castigar.

Al menos por el momento.

– Él es Mojarrita Gómez -dijo en cambio, señalando a espaldas del Negro.

Sayago se volvió y tardó en localizarlo.

– En el agua… -dijo Etchenike.

Se saludaron, apenas cruzaron cautos buenas noches. Los presentó recíprocamente como sus amigos. Quedaron cortados.

– ¿No quiere salir? -invitó Sayago estirando la mano hacia el nadador.

– ¡No! ¡No! -gritó Mojarrita retrayéndose.

– ¿No qué?

– No me puede tocar -las manos salieron sobre la superficie del agua, se agitaron brevemente-. Explíquele el reglamento, Julio…

Etchenike dijo brevemente en qué consistía la prueba. Sayago sonreía, agitaba la cabeza, pensaba y decía por lo bajo que Mojarrita estaba loco.

– Cuando usted diga, lo saco. De un tirón así, lo saco del agua… -y amenazaba el tirón, como un remolcador, un forzudo de circo.

Gómez hizo una venia dificultosa. El Negro se volvió hacia Etchenike.

– ¿Éste es el que nadaba con Abertondo, Camarero y todos ésos?

– Lo conozco. De las eliminatorias para un Panamericano, en Rosario.

– Mejor no se lo digas. No tiene que hablar; se agita.

El Negro se sentó junto a Etchenike, levantó la botella vacía.

– Hace falta otra cerveza. Tengo mucho que contar.

– ¿Comiste?

– El pibe del hotel, el que dice que es amigo tuyo, me preparó algo. Me avisó que estabas acá.

Sayago dejó el bolso y el sombrerito junto a la mesa y fue a buscar la bebida. En el camino amagó unos pasos de cumbia ante una gorda que esperaba sentada desde hacía décadas en una mesa del baile.

– ¿Qué hace? ¿Quién es su amigo?

Era Mojarrita, a los gritos desde el agua.

– Me ayuda a mí. Fue boxeador: el Negro Sayago.

– Ah. Me parecía… -el nadador aspiró profundamente y agitó la cabeza como para alejar el sueño-. Lo conozco. Cuando vuelva le voy a preguntar: él fue compañero de delegación de Ludueña en los Panamericanos, un muchacho de Mar del Plata.

El apellido resonó en algún lugar.

– ¿Ludueña?

– Un mediano muy bueno como amateur. Sayago lo tiene que conocer bien.

Pero el Negro ya volvía con la cerveza y tres vasos. Sonaban en sus manos.

– Milonga y circo… ¿A quién se le ocurrió? -levantó la botella-. ¿Va a tomar, Gómez?

– No es circo -el nadador se dejó hundir como para probar algo; emergió, resopló-. Pero si el comisario deportivo autoriza…

Etchenike hizo un gesto de amplia autorización.

Bebieron. Dentro y fuera de la pileta, dentro y fuera de los reglamentos. Antes de que Etchenike pudiera enterarse de qué era todo lo que Sayago tenía para contarle de Sergio Algañaraz y de la conexión entre Silguero y Romero, que le adelantó como primicia, tuvo que asistir al balance de recuerdos y amigos comunes entre los dos viejos deportistas.

Apelando a quién sabe qué recurso reglamentario y al cómodo borde de la pileta, Mojarrita escuchaba la campaña zonal de Sayago, buscaban fechas y amigos comunes.

– Habré peleado cuatro veces en el Estadio Bristol -recordaba el boxeador-. Era la buena tanda de los medianos: Selpa, Sacco, Cuevas, Yanni… En esa época vos corriste la Miramar-Mar del Plata.

– ¿Quién era Ludueña? -y ahora fue Etchenike el que se cruzó.

– Ya le dije… -se fastidió Mojarrita.

– ¿Qué tiene que ver con el Ludueña que vino al Hotel Atlantic?

– Era hermano. El que se casó con la Virginia Hutton era Juan; el boxeador, Raúl.

– Lo cagaron -dijo el Negro y fue un juicio, casi el conteo del knock out-. Era peronista, como Juan, y lo agarró la revolución del ‘55 cuando iba a ir a Estados Unidos; lo llevaba la misma gente que había tenido a Alexis Miteff y al zurdo Lausse. Tenía nada más que tres o cuatro peleas pero era un crack. Lo echaron del laburo en la municipalidad, estuvo preso, después se mató el hermano y él desapareció del boxeo. No lo programaron nunca más.

– Pero vive en Mar del Plata -anotó Mojarrita-. Es entrenador en el Club Peñarol. Lo he visto ahí un montón de veces.

Etchenike estuvo a punto de seguir preguntando en esa dirección pero una ráfaga un poco más fuerte que las que habían empezado a rizar el agua y a hacer parpadear las lamparitas lo distrajo. La música también se conmovió, como hamacándose en el aire removido.

– ¿Por qué no la cortan con el baile, echamos a la gente y éste puede salir un rato? Total, todo el mundo sabe que esto es un curro y ya a esta hora no entra ni un mango.

La lógica de Sayago, sentado en el borde de la pileta, dolorido y cansado, contrastó con el énfasis casi místico que supo invocar el raidista:

– Vayan ustedes, si quieren… Una vez que estoy en esto, del agua no salgo. Me sacan.

– Te vemos en un rato, entonces -dijo Etchenike.

Actualizó la planilla, puso en hora el reloj y negoció con el vasco y el morocho de los discos el relevo a partir de las siete.

– Vamos, Negro -dijo-. Para algo habrás venido.

Y sentados en la última mesa del baile que ahora sí languidecía ante el último peligro de tormenta, Sayago y Etchenike se contaron los dos últimos días de su vida. Valían la pena. No sabían cuánto.

– ¿A quién hay que pegarle?

Ésa fue la primera, la reiterada cuestión fundadora. El motivo del viaje justiciero.

No resultó fácil conformar la decepción de Sayago cuando se fue enterando de que había que pegarle probablemente a muchos pero distintos, superpuestos, escurridizos y no intercambiables.

– Y en sólo tres días… -comentó al escuchar la crónica con la que Etchenike quiso resumir sus jornadas de piñas, pesquisas y alcahueterías entre cortinas y postigos.

Tampoco el mapa transitorio de bandos e intereses que había conseguido armar el veterano para llegar a entender algo de lo que pasaba lo satisfacía a él ni a nadie.

– No se entiende -fue el resumen, la introducción al suspiro de Etchenike.

– Creo que otra vez te metés en lo que no te importa, flaco boludo.

Sayago recurría a una definición acuñada la primera vez que se habían visto apenas meses atrás, en la oficina de Vicente Berardi en Avellaneda.

– Y sin embargo, para que te quedés tranquilo, te voy a contar todo lo que averiguamos sobre ese pendejo por el que no te pagan, ni nos pagan, nada.

– Todo tiene que ver, Negro. Estoy convencido de que es una sola cosa gorda, muy espesa: del Hotel Atlantic al Complejo Romar, de Toledo a Brunetti, de Coria a María Eva Ludueña, del Lobo Romero a Willy Hutton… El pibe…

– El pibe no es un pibe sino un periodista. Pendejo pero hecho y derecho. Tiene veintitrés años, trabaja en “ La Nación ”, como te dijo, y el jefe de redacción lo mandó a hacer una nota sobre el hotel. Todo tal cual.

– ¿No anda en nada raro?

– Nada. Ni minas, ni drogas, ni política. Y se casa a fin de año.

– ¿Y por ese lado?

– Familia normal, prolija. Está con el padre. Del trabajo a casa y de casa al trabajo: vive en Once, Alsina y Urquiza, se toma el 64 para llegar a la editorial. La novia es joven, no es linda, no estudia pero…

– Basta.

Sayago quedó un momento en silencio. Seguía con la mirada el ruidoso trabajo de apilar las sillas y mesas de lata contra la pared lateral del frontón. Etchenike se había quedado mirando las manchas que dejaban las primeras gotas sobre la baldosa roja.

– ¿Dónde está? -dijo el Negro sin mirarlo.

– No sé.

– ¿Boleta?

El gesto de Etchenike decía que no, que tal vez, que ojalá que no.

– ¿Te cuento de Silguero?

– Mejor.

– No tanto: este Silguero no existe. Es un fantoche, un testaferro, un empleado de lujo del Lobo Romero. Estuve en Mar del Plata esta tarde: Romar es apenas una de las empresas de Romero, y Silguero figura como gerente. Está también Rovial, la constructora que va a hacer el camino a Playa Bonita.

– ¿Hacen el camino?

– Están los carteles…

Etchenike corrió su silla y el Negro lo acompañó. Buscaban reparo ante una tormenta que ya sacudía la noche.

– En el caso de este laburo, con Tony veíamos dos posibilidades: que Silguero te haya contratado para un seguimiento privado, personal, enmascarándolo con una cuestión de trabajo, o que en realidad el contratista no sea Silguero y lo que esté en juego sea mucho más que la lealtad de un tipo como Coria.

Los dos sabían que era eso último, pero no lo dijeron.

– ¿Y ese Coria quién es? -preguntó el veterano.

– Nadie por ahora. No hubo tiempo de averiguar.

El Negro hubiera deseado poder decir otra cosa y dijo precisamente eso:

– Hubiera querido decirte más pero anduve toda la tarde en Mar del Plata, del centro al barrio Los Troncos, de la agencia de “ La Nación ” a las oficinas de Alfajores Los Lobos. No pude ocuparme de Coria.

– No importa.

A esa altura de la noche o la madrugada, todos se habían ido. Estaba cerrada la boletería, el kiosco, el morocho dormía apoyado en la pila de discos. Sólo ellos velaban, cuchicheaban como en un velorio pobre y ajeno en el que los dejaran para cuidar un muerto desconocido.

– Mañana voy yo para allá -dijo finalmente Etchenike-. Vos te quedás ayudándolo al Mojarrita que yo voy y vengo en el día de Mar del Plata. Cierro el laburo, cobro lo de Silguero, averiguo dos o tres cosas y me vengo. Después me acompañás a pegar un par de piñas.

– ¿A qué hora te vas?

Etchenike se puso de pie, caminó bajo la lluvia hacia lo que quedaría de Mojarrita.

– Ni bien aparezca el pibe -dijo.

29. El trabajo de los peces

Hacia las seis de la mañana, la tormenta se alejaba campo adentro como una discusión nocturna que se había prolongado demasiado, perdía sentido a la luz de la mañana. De buen humor, celebraron las ocho primeras horas del estólido Mojarrita con una vuelta de mate. El vasco, que volvía, trajo el termo y medias lunas calientes que circulaban alrededor de la pileta.

Mojarrita se alimentó, hizo leer en voz alta la parte del reglamento en letra más chica que lo autorizaba a aferrarse al borde durante media hora cada ocho. Luego tomó un trago de indudable glucosa diluida y dos saques de una botella que si no era de ginebra se le parecía demasiado. Se sintió mejor.

El sol había salido lo suficiente sobre el mar como para que Playa Bonita se diese por enterada. Etchenike y Sayago se levantaron juntos en un gesto casi definitivo que hizo conmover el agua alrededor de Mojarrita.

– ¿A dónde van?

– A dormir.

– Escribano… No me deje.

– Nadie es insustituible en este espectáculo -dijo Etchenike sonriendo-. Ni siquiera vos, Mojarrita.

Puso la mano en el hombro del Negro.

– Por unas horas el doctor Sayago me reemplazará. Tengo que viajar.

– Acá estaré -el nadador volvía a sonreír. Parecía más chiquito.

– No me extrañes -dijo Sayago.

– Traeré alfajores -dijo Etchenike.

– Cualquiera menos Los Lobos -dijo Gómez.

Convinieron en que era mejor que no se hospedaran juntos, que Sayago parara en el motel Los Pinos. Pero el Negro lo acompañó hasta la esquina y se separaron como las parejas de antes.

Al acercarse al hotel Etchenike notó enseguida que había algo raro en el aire, en el excesivo movimiento de la gente a esa hora.

El señor Fumetto conversaba a los gritos en medio de la vereda, protagonizaba algo. Explicaba y señalaba hacia la playa ante un auditorio cambiante que apenas se detenía para proseguir rumbo al mar.

– Hay un muerto en la playa -le dijo sin dejarlo entrar al hotel, casi forzándolo a que se sumara al coro de oyentes-. Un ahogado. Lo trajo la marea hace una hora… Todo el mundo está allá.

Etchenike pasó indiferente entre una mujer gorda y un par de adolescentes que lo miraron casi con rencor, y entró en el hotel. Gustavo no estaba todavía.

– ¿No va a ir? -dijo el patrón detrás de él.

– Tengo que darme un baño. Después…

– Es un muchacho joven.

Se volvió desde la escalera. Tal vez fuera inevitable, pero todavía se resistía.

– ¿Usted lo vio?

– Sí.

– ¿Lo conoce?

La expresión del señor Fumetto era de asco, de extrañeza:

– Los peces… -hizo un gesto de morder, con los dedos-. Vaya a ver.

Fue a ver. Sin apuro, como si no quisiera llegar. Hasta que en un momento se encontró caminando rápido, resoplando al subir un médano, al tranco largo por la arena de la orilla que ya se espejaba con la luz limpia de la mañana, yendo hacia la gente amontonada entre el mar y el acantilado.

Llegó transpirado, incómodo, la ropa pegada a la espalda. Sus zapatos y los borceguíes del agente de la policía de la provincia eran las únicas huellas pesadas y profundas alrededor del cadáver tendido. Los demás estaban descalzos y se abrieron naturalmente ante él, lo dejaron solo y de boca ante el cuerpo levemente torcido, un poco de lado, sucio de arena y de algas verdes y violetas.

– ¿Lo conoce?

El hotelero, como siempre en estos casos, había exagerado. Era cierto que los mordiscos de los peces le habían arrancado casi enteramente los párpados, que tenía las manos comidas, pero no había la más puta duda.

– ¿Lo conoce? -repitió el agente.

– Sí -dijo Etchenike mirando esos pies blancos, muy flacos, tan desolados-. Se llama Sergio Algañaraz. El mar deja cualquier cosa en esta playa.

TERCERA

“Nadie zafa de nada.

Sólo se puede elegir

de qué se sufre.”

MARROLLO, El Libro de Juanivar

30. Salvar la ropa

La pluma cucharita colmada de tinta azul descolorida rasgaba el papel poroso, incómodo, raspaba el aire opaco de la mañana que repartía arena tras los sucios cristales del destacamento. El cabo Castro escribía con dificultad, con esmero. Ni siquiera una birome para substituir la Remington golpeada y muda en el extremo del escritorio.

– Firme acá -dijo e hizo girar el papel-. Después hacemos una declaración definitiva a máquina.

Etchenike firmó al pie, sobre la línea de puntos.

En la versión carraspeada que recogían las dos carillas y media anteriores, él, Julio Argentino Etchenique, argentino, viudo, con residencia en la Capital Federal, retirado de la Policía Federal y jubilado municipal, atestiguaba que el occiso le había manifestado llamarse Sergio Algañaraz y ser periodista del diario “ La Nación ” de Buenos Aires, declaraba que su relación con el occiso era absolutamente ocasional y que sólo sabía de su residencia en el motel Los Pinos y que allí lo había buscado infructuosamente durante los dos días inmediatamente anteriores, que lo había visto por última vez a las 15 horas del día domingo. Declaraba también que ignoraba los motivos de la presencia del occiso en Playa Bonita y que no sabía si sabía nadar -el occiso, Algañaraz- y que no sabía si tenía dinero o enemigos, que no sabía eso ni tampoco lo otro ni lo otro.

Rubricó su firma con una raya imperfecta que trabó la pluma y terminó en una gota que quedó temblando y vaciló antes de expandirse estúpidamente en borrón, papel abajo.

– Puede retirarse. Si lo necesitamos, lo llamaremos.

Ya se levantaba cuando una mano en el hombro lo volvió a sentar de atrás y de prepo:

– Seguro que Etchenike… -y la voz subrayó la pronunciación- no sabe nada.

– ¿Quién es Etchenike? -preguntó el cabo mirando por encima del hombro de Etchenike al dueño de la mano.

– Este hijo de puta -simplificó el otro.

El veterano ni siquiera se dio vuelta pero supo que esa mano no lo tocaba por primera vez y que odiaba esa voz ya oída.

El cabo Castro buscó entre las líneas de tinta azul descolorida y verificó:

– Acá declaró Etchenique, Julio Argentino -dijo casi acusador.

– Está bien. ¿Y esto?

La pequeña y ajada cartulina voló por encima del declarante y cayó sobre el escritorio. Etchenike no necesitó arrimarse para reconocerla. Era la tarjeta de Etchenike Investigaciones Privadas que tal vez le habían arrebatado a trompadas dos noches atrás o acaso estaba en su pantalón que…

– Estaba en el motel, en la habitación 15, de Algañaraz, y ya sabemos de quién es… -dijo la voz que fue girando y dejó de sonar a sus espaldas para terminar la frase de cara al veterano.

El suboficial Brunetti estaba recién peinado, en vaquero, remera y ojotas. Una doble curita le tapaba mal un hematoma que deformaba su nariz, media cara roja quemada a los ponchazos por el sol de Playa Bonita.

Puso la tarjeta delante del hombre sentado que por ahora no se podría retirar:

– La encontramos con el agente Russo -señaló con el pulgar a sus espaldas a un canita rubio y joven que transpiraba el uniforme de invierno en marzo-. Y no sólo esto… Alcanzame la bolsa, pibe…

Brunetti recibió una bolsa de plástico y la vació ante Etchenike: el pantalón y los zapatos que sospechaba cayeron al suelo. Pero no los miró. Se quedó con la tarjeta, tiró la cabeza para atrás y parpadeó buscando foco:

– Sí, es mía esta tarjeta profesional -dijo luego de un momento-. Es cierto. Y estoy habilitado para trabajar en este rubro. De la ropa, habría que ver el talle.

– No te hagás el boludo. ¿Qué hacés en Playa Bonita? -lo apuró Brunetti.

– Basta.

– ¿Qué te pasa?

– Basta.

El veterano habló sin levantar la voz, sin levantar tampoco las manos, que se crispaban hasta blanquear los nudillos sobre el borde de la silla.

– Basta, oficial Brunetti. No abuse de mi paciencia porque no quiero que tenga problemas, menos aún con sus antecedentes y estando fuera de servicio… -lo midió con una mirada dura y soberana que sacaba autoridad quién sabe de dónde-. Acabo de regresar de Necochea; fui a denunciar el robo de mi arma. Ahora me acerco a colaborar en un reconocimiento y de golpe me encuentro con esta payasada… Es demasiado.

– Pero esto es suyo… -porfió Brunetti con una certeza inútil.

– Sí, es mi laburo, tal vez sea mi ropa. Y me la banco. ¿Usted se la banca, Brunetti? ¿Qué le pasó en la cara? El oficial apenas pudo murmurar:

– Hijo de puta…

– Además, ¿con qué permiso entró a requisar la habitación de Algañaraz? Necesita autorización del juez para tocar cualquier cosa. Si no lo sabe…

– Estaba abierto.

– Estaba cerrado.

– Abierto.

– Cerrado.

– Estaba abierto y fuimos a cerrarlo. Encontramos la tarjeta en el piso.

Interrogado con un golpe de mentón, Russo asintió. Etchenike se puso de pie y los miró a los tres, de a uno y en grupo:

– Acá hay algo contra mí -dijo luego de un momento-. Puede ser que esta muerte tenga que ver con la gente que me atacó anoche cuando fui a buscar a última hora al pibe. Son los que me robaron el arma. Creo haber reconocido a uno… Pero acá hay cosas raras… ¿Se sabe cómo murió Algañaraz?

– Estamos esperando -dijo el cabo-. Lo tenemos ahí hasta que venga el forense desde Necochea. En una hora, más o menos.

El veterano se imaginó al cadáver sentado, apoyado en la pared del cuarto contiguo, esperando.

– Murió ahogado -sentenció Brunetti.

– Tiene un golpe acá -dijo Etchenike señalándose detrás de la oreja, justo donde a él también le dolía.

– Sí -dijo el cabo.

– Pero murió ahogado.

El veterano volvió desde la puerta y dijo:

– Usted quiere decir que tiene los pulmones o el estómago o todo lleno de agua.

– ¿Y usted adónde cree que va?

Brunetti buscó apoyo. Toda la fuerza policial de Playa Bonita estaba allí, en cuatro metros cuadrados de oficina. No alcanzaban.

– Me voy a laburar. Yo no estoy de licencia.

Etchenike salió y no cerró la puerta, como invitando a que lo siguieran.

Pero nadie se movió.

31. Donde hay humo

Se fue derecho hacia el motel. Sayago estaba sentado en una silla en la puerta de su pieza, en mangas de camisa y leyendo el diario. Absurdo.

– ¿Qué hacés?

– Vigilo.

– ¿Supiste?

– Sí. Me lo dijo la mucama. Estaba llorando. ¿Cómo fue?

Le contó.

– Por eso no me puedo ir -concluyó-. A Mar del Plata vas a tener que ir vos.

– Ya lo veo. Igual, me va a correr el incendio.

Hacia el sur, por encima de los pinos y los últimos médanos, una columna de humo oscuro subía vertical, fácil y ominosa, sin que el viento la dispersase o lograra disolverle los contornos. Contra el cielo celeste, brillante del mediodía, era una pincelada negra trazada de abajo hacia arriba, ancha y desprolija.

– ¿Cuánto hace? -dijo Etchenike.

– Diez minutos. Y mirá lo que es ya.

– Puede ser un barco, un carguero.

– Es más cerca. Y en tierra.

El Negro seguía firme con el diario y el horizonte borroneado. Etchenike no:

– Tendrías que salir ya. ¿Tenés guita?

Y sin una palabra, resignado, el Negro Sayago entró en su casi intacta habitación 18 y comenzó a guardar, a manotazos, la ropa que había sacado del bolso apenas unas horas antes.

Etchenike fue hasta la puerta de la habitación 15. Una faja de papel con firmas ilegibles cubría la cerradura. No quiso mirar más.

Volvió a su hotel. En la habitación había todavía un indudable olor a café recalentado al que se había sumado la violencia ácida del desinfectante de ambientes. El veterano trató de llegar al baño sin hacer ruido para no despertar al castigado Rizzo, que yacía como un accidentado clásico de dibujo animado, con los ojos cerrados y la cabeza cubierta con un casco de vendas evidentemente excesivas. Sin embargo, no bien tocó el picaporte sintió el chistido del muchacho:

– Disculpe -dijo Rizzo en voz baja-. Hay algo que le quiero decir.

– Y yo también: es la primera vez que un cafetero me chista a mí.

Sonrieron.

– No voy a ofrecerle café. Se acabó.

– Lo sé, compañero.

Etchenike se acercó. Se sentía culpable, viejo, tonto. Podía seguir enumerando sentimientos afines.

– ¿Qué pasa? ¿Nos hicieron mal las camas? ¿Dejé la ducha abierta?

Pero Rizzo no gambeteaba las cuestiones:

– Me enteré de ese muchacho Algañaraz, amigo suyo.

– Tanto como vos.

Etchenike se dio cuenta que el otro no entendía:

– Era tan amigo mío como vos, pibe… Y es suficiente.

– Eso digo yo. Pero quería darle un dato que tal vez le sirva: yo lo vi el domingo a la noche.

– ¿Dónde?

– En la puerta del cine. Estaba con una mina, la rubia que a veces anda con Mojarrita Gómez.

– ¿Y vos qué hacías?

– Fui a ver qué daban: Piso de soltero, otra vez… Así que no entré. Pero ellos sí.

– ¿Qué hora sería?

– Cerca de las diez. Era tarde, y seguro que la película ya había empezado. Llovía bastante.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– ¿Cuál es la mejor escena de Piso de soltero?

– La de Jack Lemmon colando fideos con la raqueta de tenis.

– Correcto.

Etchenike le apoyó las manos sobre las vendas.

– ¿Duele?

Rizzo agitó la cabeza:

– Y recuerdo algo más sobre el afano: detalles… -dijo quedamente-. No era un muchacho y llevaba zapatos. Lo recuerdo como en un pantallazo, una imagen apenas.

– Gracias. De algún modo la ligaste por mi culpa -miró en torno, no vio nada sobre la silla ni en el perchero-. ¿Y los termos? ¿Quién te los paga?

– Me bancan. No hay problemas… Y Fumetto ya me dijo que no me cobra hasta que pueda volver a laburar.

Etchenike se puso de pie:

– Me voy a bañar, permiso.

– Creo que el tipo entró por la puerta de atrás -dijo Rizzo, que seguía en el tema-. Habría que preguntar entre la gente de servicio del hotel si vieron a alguien.

Su aporte era un pequeño detalle, un modo de hacerle sentir a Etchenike que lo ayudaba y oscuramente lo halagaba, o al menos eso creía.

– Sí, seguro que sí -concedió el veterano-. Vos, tranquilo.

Bañado, afeitado y con ropa limpia, poco después de mediodía Etchenike estaba otra vez en El Trinquete. Los últimos acontecimientos habían empequeñecido el interés que podía mover a la gente de Playa Bonita hacia una tibia pileta de agua dulce con un desolado raidista de cabotaje. No es fácil competir con un muerto y un incendio juntos, una misma mañana.

– Se quema “ La Julia ” -dijo el vasco.

– No -dijo Etchenike-. No creo, bah.

– Pero parece que sí…

El veterano no pudo imaginar un autobomba rojo colmado de bomberos de uniforme atravesando, sirena al viento, los polvorientos caminos.

– ¿Y qué hacen?

– Hay un cuerpo de emergencias… Y también vienen de Necochea.

– ¿Es el campo o la casa?

– Es el campo, pero cerca del casco. Depende del viento o de la lluvia.

Etchenike miró instintivamente al cielo. Cualquier cosa, como siempre, podía venir de arriba. En general, lo peor.

Se acercó a la pileta. Mojarrita andaba por las quince horas en el agua y por las doce personas en las gradas; ahora hacía la plancha cerca de uno de los extremos y le contestó al saludo con un gruñido. Etchenike firmó la planilla y se acuclilló junto a él.

– ¿Y Sayago? -dijo el nadador sorprendido de verlo solo, de verlo a él.

– Tuvo que ir a Mar del Plata. Yo me quedé por lo de Algañaraz. Sabés quién era…

– Sí -Mojarrita hizo un buche y arrojó agua fuerte, fuera de la pileta-. El pendejo que estaba con la Beba la otra noche.

– Buen pibe.

– Éste es un pueblo de mierda -dijo abruptamente Gómez-. No pasa nunca nada y de pronto, cuando yo me largo a hacer el récord, se destapan todos. Primero un muerto en la playa; después, un incendio.

– Es en “ La Julia ”.

– ¿Y la vieja está ahí?

– Supongo que sí. O la habrán sacado.

– Podrían usarla de combustible.

Y se rió.

Etchenike se dio cuenta de que no le conocía la risa. Era rara, casi desagradable. Se cortó tan bruscamente como había comenzado.

– ¿No tenés que ir al baño?

– Cuando complete un día, esta noche. Usted me autoriza, dentro de la hora en que se cumplen las 24, y yo voy.

– Te pongo una escupidera en el borde.

– Julio…

– Sí.

– ¿Por qué se queda acá? Por mí, vaya. Me imagino que tiene flor de quilombo.

– Es mi laburo, soy su empleado. Es mi razón para permanecer en Playa Bonita -iba a decir “mi coartada” pero sonó muy fuerte-. Y no hable tanto que según el reglamento no podría estar apoyado en la zona baja de la pileta ni aferrado al borde. Mire que le piso los dedos…

Hacia la media tarde, luego de una infructuosa vuelta al pueblo con la camioneta, el morocho vino con la noticia de que el incendio de “ La Julia ” continuaba y que ya había llegado la policía de Necochea.

Insensiblemente, desde ese momento Etchenike comenzó a esperar.

Cuando se levantó viento y Mojarrita entró en las 18 horas, ya sabían que una vez más la jornada había fracasado como negocio. Estaba colocándole la espantosa pomada en el lomo y tratando de persuadirlo de que no abandonara aún, de que el baile de esa noche traería más gente, cuando los vio venir.

– Suerte -dijo Mojarrita y se sumergió.

Uno detrás del otro, desde el fondo del club, sin el clásico uniforme pero con sendas camperas grises y los cortos cabellos al aire, venían los policías. Lo sorprendió, le gustó verlos juntos. Laguna saludó desde lejos y él le contestó. Se levantó y fue hasta el vestuario a esperarlos allí, el brazo apoyado en el marco de la puerta abierta.

Era toda una postura ante la Ley.

32. Lo sabía

– Buenas tardes.

Friedrich pasó de largo frente a su brazo y entró pisando fuerte, haciendo sonar el cemento con los zapatos reglamentarios.

– Qué me cuenta, Etchenique… -dijo Laguna y le exprimió el brazo en señal que supuso de afecto.

– Vinieron rápido. Los esperaba.

Era cierto. Se había quedado allí, varado durante toda la tarde como si nada hubiera pasado porque quería que lo encontraran quieto, en funciones, prolijo y abocado a lo suyo. No tenía coartadas. Buscaba imagen.

– ¿Qué es este quilombo? Explique algo.

Friedrich estaba en el otro extremo de la pequeña habitación y con un gesto amplio se peinaba a diez dedos el cabello desacomodado. El veterano notó que los dos habían venido con las manos y las cinturas vacías: ni un portafolios ni armas. Como si hubiesen hecho una excepción, y eso fuera una salida especial y al margen del procedimiento. Él los había esperado para eso.

– ¿Qué dice el forense?

– ¡Qué forense ni qué carajo! -saltó Friedrich-. ¿Usted sabe dónde está parado?

– Puedo explicar.

– Lo de “Etchenike”… ¿Qué es eso?

– Son viejos hábitos de trabajo -se cruzó Laguna-. Y le recuerdo que no hay delito, Friedrich. No consta que haya esgrimido documentos con nombre falso… Sólo es un apelativo, un nombre de batalla -sonrió, socarrón-. Y permítame, que voy a saludar a un amigo.

Laguna pasó entre Etchenike y el marco de la puerta metálica y se acercó a la pileta:

– ¿Cuál es tu coartada, Mojarra?… A ver, mostrame los huevos a ver si están como pasa de uva… A ver…

– ¿Qué hacés por acá? Andá a la playa, apagá el fuego… -dijo el nadador.

Friedrich cerró la puerta con fuerza.

– ¿Qué lo tiene tan mal? -preguntó Etchenike-. ¿Un ahogado y un incendio?

– Hay gente rara y pasan cosas raras en Playa Bonita: violencia física, robos… Usted ha estado atentando contra la propiedad privada…

El veterano sonrió.

– No se ría. Hay, además, acusaciones formales, por lesiones.

– ¿Quién me acusa?

– El sereno del motel Los Pinos: Rafael… -miró su libreta- Ingrao… Tiene los huevos acá y un hematoma hasta la sien.

Etchenike no se inmutó:

– ¿Quién más?

– Un suboficial de la Policía Federal: Brunetti.

– Ese no es un suboficial; es un hijo de puta. Y Laguna lo sabe.

Friedrich siguió derecho, hizo como si nada:

– Usted lo lastimó, lo golpeó en la playa el domingo a la tarde. Tiene testigos.

– No tiene vergüenza… Además, trata de implicarme con Algañaraz. La tarjeta de la agencia que yo llevaba encima me la quitaron él y los otros, junto con el arma y la guita, cuando me atacaron la otra noche. Precisamente fui a hacer la denuncia de eso ante usted… Ahora la han puesto en el cuarto de Algañaraz cuando entraron sin autorización. Eso es así.

Friedrich se apoyó en el banco y enfrentó a Etchenike con severidad:

– ¿Qué es “eso”?

– “Eso” es una cama -sintetizó Etchenike.

– No… “Eso” es una boludez. Lo único que hay acá es un muerto. Un muerto, ¿entiende?

Friedrich resopló y comenzó a dar una vuelta al cuarto. Se enredó con las sogas de la red de voley que separó de una patada y quedó de cara a la puerta entreabierta. Pero no miraba. Los ojos claros estaban ensombrecidos, opacos, semicerrados.

– Un muerto -repitió-. Eso es lo único que hay. En circunstancias sospechosas; para colmo, periodista. Y de “ La Nación ”. En menos de 24 horas tenemos esto lleno de hinchapelotas que sacan fotos, preguntan a cualquiera y largan versiones. Hay que tener algo armado para ese momento.

– Yo ya le conté un cuento. No le sirve para el periodismo pero sí para empezar: estos hijos de puta me atacan cuando yo me ocupo de buscar al pibe.

Friedrich resopló.

– ¿Y por qué no me lo contó todo ayer a la mañana?

– Porque todavía no sabía que lo habían matado.

– No lo mataron. Por ahora, murió.

– ¿Qué dice el forense? -insistió Etchenike.

– ¡Cómo jode con el forense!

– No puede decirse nada hasta que no se sepa cuándo y cómo murió.

– No me dé clases de procedimiento. Es nuestro laburo. El suyo va a ser tratar de zafar de la situación en que está: ¿a qué vino a Playa Bonita?

El veterano metió la mano en el bolsillo y sacó un folleto de Romar como quien vende o espera vender.

– Se lo dije en Necochea también -y mostró el arma entreabriéndose el saco-. Vigilancia del Complejo Romar.

– ¿Qué más? -dijo el otro sin levantar la vista.

– Sólo eso. Ahora, desde anoche, trabajo para Mojarrita Gómez tras el récord.

– No joda. Nadie va a buscar a un investigador privado a Buenos Aires para que le cuide durante quince días una obra en construcción, para que se siente como un pelotudo a mirar un tipo en el agua.

Etchenike sacó del bolsillo un papel plegado en cuatro y se lo extendió.

– El contrato de trabajo con todo especificado. Fíjese.

El subcomisario dejó el folleto y leyó detenidamente el papel con membrete de Etchenike Investigaciones Privadas.

– ¿Silguero es el gerente de Romar? -preguntó levantando la vista y las cejas.

– Sí, un hombre de Romero -dijo otra voz.

Laguna había entrado silenciosamente. Etchenike se sintió, de repente, fuera de la cuestión.

– ¿Por qué trató con Silguero y no directamente con Romero?

– No conozco a Romero.

La mirada de Laguna no le creía; la de Friedrich no estaba ahí; observaba a alguien que se acercaba.

– Ahí tiene al forense. Ahora se va a dejar de joder.

Venía por el sendero, impermeable y lentes negros. Las manos vacías, extraoficiales también. Caminaba rápido y cantando en voz baja, pues golpeteaba rítmicamente con el diario plegado contra el muslo. Llegó hasta la puerta, abrió y dijo:

– Treinta y cinco.

– ¿De máxima o de mínima?

– Treinta y cinco horas de máxima, pero con bastante precisión. La cuenta nos daría el domingo por la noche. Todos se miraron alternativamente.

– ¿Quién lo vio por última vez? -preguntó Etchenike.

Antes de que terminara la pregunta, Friedrich y Laguna le respondían con un dedo clásico, indudable, dirigido a su pecho.

– No. No puede ser que desde la tarde del domingo no haya habido nadie que…

– Comisario… -insinuó el forense.

– Un momento -lo paró Friedrich-. Ya aparecerá alguien, seguro. Pero no por ahora. Ni siquiera en el motel donde paraba. No hay certeza de que haya vuelto por allí después de que se fue con usted a las tres de la tarde.

– Sergio estuvo toda la tarde del domingo en “ La Julia ” viendo el partido de pato, haciendo fotos. Volvió, lo trajeron, a Playa Bonita al atardecer.

– ¿Cómo sabe eso?

– Estuve en “ La Julia ” ayer, de regreso de Necochea. Willy puede atestiguar lo que le digo.

El forense volvió a la carga:

– Comisario, discúlpeme; antes de venir para acá apareció el cabo Castro con la ropa de Algañaraz. La que se supone que tenía puesta antes de meterse en el mar. Estaba en la playa, en un hueco de los acantilados, bastante lejos del pueblo, en una zona de rocas.

– ¿Escondida?

El forense se encogió de hombros.

– No sé tanto. Como podría dejarla alguien que está solo y decide entrar a nadar. También había una petaca de whisky vacía y las llaves de la habitación.

Friedrich se mordisqueó la uña del pulgar:

– No suena tan mal. El muchacho regresó a Playa Bonita, se compró una petaca de whisky al atardecer, se alejó del centro y en un momento dado decidió darse un baño. Dejó todo bien escondido y se metió a nadar. Es buen nadador pero no está acostumbrado al mar. Entra demasiado y cuando quiere volver, media hora o más después, la corriente lo arrastra, la lleva mar adentro. No va a ser el primer caso.

– ¿Volvió a Playa Bonita y se quedó en la playa? Lo más probable sería que volviera o lo llevaran al motel… O sólo que tuviera algún motivo muy especial para ir a otra parte. Además, era temprano: ¿se ahogó bañándose a las ocho de la noche y nadie lo vio? Estaba feo para meterse en el mar picado. ¿Quién lo haría?

El mismo Etchenike se sorprendió de escucharse.

– Estaba borracho, no se olvide. No midió el peligro -dijo Friedrich.

– Tiene un golpe acá -Etchenike pronunció la sentencia mientras se golpeaba con el canto de la mano detrás de la oreja derecha-. Lo mataron.

– El médico forense soy yo -dijo el médico forense y se sacó los anteojos-. Y le digo que ese golpe no lo mató. Tal vez un raspón, un choque contra algo que flotara en el mar… Las rocas mismas que hay en la zona, bajo el agua… Pudo haberse desmayado. Pero ese golpe no lo mató. Murió ahogado, hace poco más o menos de treinta y seis horas.

El comisario Friedrich suspiró hondo, clavó los puños en los bolsillos de la campera y se dirigió a la puerta.

– Vamos a ver la ropa y los efectos de Algañaraz. Espero que no hayan tocado nada -se volvió hacia el veterano-. ¿Terminó el horario de trabajo?

Etchenike consultó su reloj.

– Me queda una hora todavía. Esta noche estaré en el Hotel Veraneo, si me necesitan.

– Nos vamos.

Los tres hombres abandonaron el vestuario en la ventosa agonía del atardecer. Laguna saludó amistosamente a Mojarrita al pasar. El veterano se quedó en la puerta, demasiado grande para el lugar, rígido, recortado en la luz pobre. De pronto, se fue tras ellos, que ya salían:

– ¿Quién encontró la ropa? -dijo tomando del brazo al forense.

– Una mujer -dijo el otro y de inmediato se arrepintió.

Friedrich lo miraba con severidad.

– Lo sabía -dijo Etchenike en voz baja.

Volvió lentamente, cabizbajo, hacia la pileta.

– ¿Saben algo más? -preguntó Mojarrita-. ¿Qué averiguaron?

– No. Nada nuevo…

Y se puso a encender las luces de colores para iluminar tribunas vacías.

33. Favores recibidos

Al doblar la esquina del hotel casi chocó con Gustavo que corría a buscarlo:

– Lo llamaron por teléfono. El señor Silguero y el señor García.

– ¿Qué dijo Silguero?

– Que lo llame a Mar del Plata o que vaya inmediatamente.

– Acompañame a Entel.

La mirada del pibe fue y vino a los dos lados. Algo temía:

– Dejé el mostrador para venir.

– Vení conmigo.

Etchenike lo agarró del brazo y lo llevó flameando, las zapatillas apenas rozando el piso.

– Contame otras novedades -dijo en tono formal mientras lo arrastraba.

– Estuvieron dos hombres, dos policías. Uno morocho y canoso, más viejo; el otro rubio y más joven. Venían de hablar con Castro y con Brunetti y preguntaron por usted. El patrón se asustó, se hizo un lío con los nombres: no sabía si era Etchenique o Etchenike, si era uno o dos… Los policías le preguntaban y él se ponía nervioso.

– ¿Entonces?

– Yo me metí y expliqué todo clarito. Se fueron conformes, al club.

– Muy bien, Gustavo. Ya estuve con ellos. ¿Y qué más?

– El patrón se enojó mucho cuando se fueron y me tiró un sopapo, bah, varios sopapos, por meterme. Pero yo le expliqué, mientras lo esquivaba, que usted le explicaría cuando volviese…

– Eso es.

– Pero uno me lo acertó.

El pibe se tocó la cara. Etchenike se detuvo, se agachó un poco para mirar la zona enrojecida junto a la oreja derecha.

– Te dolió.

– Más o menos.

– Me hiciste un favor a mí… -lo palmeó en el hombro-. Sos un tipo en el que se puede confiar.

– Sí -dijo Gustavo con naturalidad-. También lo estuvo buscando el Polaco.

– Será porque me olvidé el paraguas en el cine…

– No creo -dijo el pibe muy serio.

– Yo tampoco.

Entraron a la oficina de teléfonos. El veterano fue al mostrador e hizo el pedido a una operadora vieja y de delantal celeste. Casi de inmediato le indicaron que la comunicación estaba en línea.

– Ya salgo. Esperame que vamos juntos -le dijo a Gustavo metiéndose en la cabina.

Mientras aguardaba, observó tras el vidrio al chico que permanecía quieto, sentado allí en el largo banco de madera, con el delantal de trabajo aún puesto, las piernas extendidas y los muslos apoyados sobre las manos, esperando. Al descubrir que lo miraba, Gustavo le sonrió. Etchenike le guiñó un ojo. En ese momento atendieron.

– Hola, habla Julio.

– Por fin -dijo Tony-. La noticia de lo de Algañaraz llegó justo cuando yo estaba averiguando en “ La Nación ”. Ya te habrá contado el Negro: todo normal con ese pibe. Está todo el mundo muy impresionado. Ya salieron para allá el padre, la novia y un tipo del diario, el abogado, un tal Murguía… Nadie cree en otra cosa que no sea un accidente.

– Bien, gallego… Ahora necesitaría que me averigües dos cosas: qué tipo de enganches con sectores de poder en la provincia de Buenos Aires tienen los Hutton; con “hache” con dos “te”, como Watson Hutton, el de Alumni, o como Betty Hutton.

– Sí. ¿Qué más?

– ¿Seguís teniendo contactos con esos viejos peronistas de la época de la Resistencia? Esos veteranos que van a jugar al ajedrez a La Academia.

– Sí, más o menos.

– Entonces averiguame todo lo que puedas sobre Juan Ludueña.

Y le dio nombres, fechas, posibilidades. Tony asintió. Se sentía lejano, marginado; necesitaba participar y se comprometía a llamar mañana, esta noche si era necesario.

– De acuerdo, Julio… -concluyó.

Esperó el saludo final, las recomendaciones, pero se hizo silencio en la línea.

– Julio… ¿Pasa algo?

Etchenike había descubierto, al girar la cabeza, que Gustavo ya no estaba sentado en el banco. Lo buscó con la mirada un poco más lejos…

– Julio… ¿Qué pasa?

– Nada, gallego. ¿Anotaste todo?

– Sí. Hutton y Ludueña.

– Te agradezco. Ahora voy a cortar.

Dejó apresuradamente la cabina. Gustavo no estaba allí. Se asomó a la calle y no lo vio. Volvió al mostrador, pagó la comunicación.

– ¿Y la llamada a Mar del Plata?

– Cancélela. ¿No vio adónde fue el chico?

Ella negó con la cabeza. Tampoco le interesaba; calculaba las monedas.

Etchenike dejó el vuelto sobre el mostrador y salió corriendo.

Lo encontró en la esquina. Al borde de la vereda, charlaba con otro muchacho al volante de un viejo furgón de reparto, un Chevrolet de los cincuenta.

– Mi primo Cacho -dijo Gustavo-. Quiere contarle algo.

– Hola -dijo Etchenike agitado aún, aliviado ya.

Cuando le estrechó la mano, el de la camioneta lo miró con admiración y respeto:

– Buenas. Gustavo me habló de usted.

Allí también había un ligero temblor. Eso era miedo. El veterano imaginó la información múltiple y azarosa respecto de su persona y sus hábitos: usar nombres de guerra, portar armas, frecuentar a la policía y ser frecuentado por ella. Además, la cara golpeada.

– Pero nosotros ya nos vimos la otra noche -concluyó Cacho.

Ahí lo reconoció: el potrillo que acompañaba a Beba el domingo.

– Sí, me acuerdo bien. En El Trinquete.

– En El Trinquete -repitió el primo y se ensombreció-. ¡Qué quilombo se armó esa noche! Pero yo quería hablarle de otra cosa, si me promete que…

Pero Etchenike no pensaba dejarlo pasar así, prometer nada:

– ¿Te la apretaste a la Beba? ¿Qué pasó?

– Yo pensé que sí, que me la iba a apretar -dijo el muchacho contrariado, desviado de su interés-. Creí que iba al frente cuando me pidió que la acompañara al club. Se sabe que la Beba es muy putona. Pero enseguida vi que tenía miedo nomás, que no quería andar sola. Por eso cuando apareció usted me rajé.

– ¿Y a quién le tenía miedo? ¿A Mojarrita?

– No creo. Pero se sentía mal. “Me siento mal, pibe” me dijo. Y me llevó a la playa y después a El Trinquete; me hizo caminar como un pelotudo. Esa mina está muy loca…

Repentinamente el morocho perdió la paciencia:

– Escúcheme: yo quería hablarle de otra cosa.

– Esperá, carajo… ¿No te mencionó a Algañaraz? Es importante…

– ¿A quién?

– Un tal Sergio. El que apareció muerto. Alguien con quien se tenía que encontrar o con quien había estado…

– No. Hablaba mucho pero no se le entendía demasiado… Y volvía con lo del miedo. Cuando se le pasó un poco fuimos a El Trinquete y ahí ya sabe…

Etchenike notó que Gustavo se había quedado silencioso a un costado.

– ¿Qué hacés vos, ahora?

– Me voy. Es tarde y está por llegar El Cóndor de Mar del Plata.

Le puso la mano sobre la cabeza.

– Andá. Gracias por todo.

Pero el pibe sabía lo que quería:

– Déjelo que le cuente -dijo señalando a Cacho.

– Es cierto. ¿Qué pasa?

El de la camioneta dio una pitada larga, excesiva, de adolescente:

– Encontré un muerto en el camino -dijo todo ligerito.

34. Como Picasso

El furgón saltaba en los pozos del camino sinuoso y en cada salto se escuchaban ruidos cambiantes en la parte trasera, cosas que rodaban, deslizamientos acompañados con nubes de polvo.

– ¿Dónde trabajás, Cacho?

– En la panadería. Hago el reparto: con el furgón, para la zona; y con la bici en el pueblo.

– ¿Y cómo lo encontraste?

– ¿Al muerto?

Etchenike asintió. El muchacho manejaba vigorosamente; apurado como alguien que ha descubierto o intuido un tesoro y regresa angustiado a ratificar si es cierto, si no lo han robado, si no es un sueño.

El Chevrolet dio un salto mayor al pasar del camino de tierra a la ruta asfaltada que se extendía a la derecha.

– Es en el camino que va al faro, la primera bajada después del arroyo Los Sapos. Yo voy dos o tres veces por semana: llevo galleta, pan, algunas facturas -suspiró-. Espero que no lo haya visto nadie. Hace un par de horas, estaba.

Anduvieron unos minutos más por la ruta que parecía más serena y silenciosa que lo habitual en el atardecer. Luego de un puente de cemento excesivo para los húmedos pajonales del arroyo Los Sapos, algo que era poco más que una huella amarillenta entre alambradas cubiertas de arbustos los desvió otra vez hacia el mar.

– Está acá nomás, en una curva entre los árboles.

Y llegaron a la curva y a los árboles, y Cacho clavó los frenos más nervioso que asustado.

– Ahí lo tiene. Yo no bajo.

Primero reconoció el automóvil. Aunque semioculto por el ramaje, estacionado o empujado hacia una especie de garaje natural entre arbustos, el Volkswagen convertible rojo no era fácil de disimular. Ni de olvidar, tampoco. No ronroneaba ni derrapaba. Apenas destellaba rojo y frío al sol del atardecer. Tenía una de las puertas abiertas y la capota baja como la última vez que lo había visto, manejado por Coria, unas horas y unos kilómetros más atrás.

Precisamente Coria era el hombre caído junto a la puerta abierta, del lado del volante. Estaba tendido con el cuerpo ladeado, el rostro contra las piedras y los brazos sueltos a los costados, como si se hubiera ido de bruces, empujado. El empujón eran, en realidad, los dos o tres balazos que le habían agujereado primero el saco blanco, después la camisa estampada gris y rosa, y luego -inevitablemente- el tostado cuerpo atlético.

Uno de los vidrios de los anteojos negros se había roto al caer, aplastado entre la dureza del camino y la cara del hombre. Por eso tenía un corte bajo el ojo derecho que permanecía abierto, celeste y asombrado.

– ¿Lo conoce?

Cacho no había podido resistir la tentación y estaba junto a él.

– Sí, creo que sí. No toques nada que nos vamos enseguida.

Se acuclilló. Coria estaba frío. La sangre no manaba ya aunque el charco bajo el pecho era considerable.

Lo dio vuelta con cuidado, revisó los bolsillos. Examinó las tarjetas de una billetera con bastante dinero y se quedó con dos. La cédula de identidad con su innegable rostro estaba a nombre de Carlos Forlán.

Se la guardó. Copió otros datos en su libreta y dejó todo en el lugar.

Después fue al auto. Tomó el número que ya conocía, revisó la guantera y no encontró nada de interés excepto una pistola del veintidós con todo el cargador envuelta en una gamuza. La dejó allí.

El baúl estaba vacío. En el asiento trasero había un bolso de cuero con poca y buena ropa. Había quedado abierto y revuelto.

Etchenike cerró con cuidado, dejó todo como estaba y volvió junto al cadáver. La ropa y los mocasines eran nuevos y estaban impecables a no ser por la suciedad del revolcón final y algunas manchas oscuras en la botamanga del pantalón beige. Observó todo con detenimiento y hasta arrimó la cara, la nariz, como un perro.

– ¿Qué busca? -dijo Cacho impaciente ya.

– Yo no busco, encuentro -dijo Etchenike citando a Picasso sin saberlo.

Volvió al camino, observó las huellas, las marcas en el piso, algunas ramas rotas de los árboles cercanos y finalmente retornó junto al furgón.

Cacho estaba al volante y con el motor en marcha.

– ¿Estaba todo así cuando lo viste por primera vez? -dijo sentándose a su lado.

– Creo que sí.

– Entonces salteate esta visita conmigo y mañana temprano contale a la policía la primera. Les va a interesar.

– No pienso ir a la policía. Por eso se lo mostré a usted.

– Está bien. Yo tampoco hablaré. Tampoco te voy a contar nada… Cuanto menos sepas, mejor -y se volvió hacia la ventanilla para no ver la decepción en la cara del muchacho.

El furgón retomó la huella. Cuando llegaron al asfalto, antes de doblar hacia Playa Bonita, Etchenike lo hizo detenerse y miró para atrás. Una sutil nube de polvo marcaba el sendero que acababan de recorrer.

– Ya está -dijo-. Ahora imaginemos algo para explicar qué andábamos haciendo juntos. Cualquier cosa menos encontrar cadáveres.

35. Lo sabía II

En la oficina de destacamento, a las ocho y media de la noche, el agente Russo estaba solo. Hablaba por teléfono a los gritos bajo la mustia lamparita de cuarenta y decía sí señor, sí señor, se lo diré señor.

Etchenike esperó que colgara:

– ¿Dónde están?

– En el hotel. Se fueron todos.

– ¿En el Atlantic?

– Sí.

El veterano se asomó a la habitación contigua que estaba abierta. Miró bien. Volvió y se sentó frente a Russo.

– También se llevaron el cadáver -dijo.

– También. No había ambulancia para trasladarlo a Necochea hasta mañana. El juez ordenó no tocar nada hasta que venga él. Acaba de hablar por tercera vez…

– ¿Y por qué al hotel?

– Es la única heladera grande que hay en el pueblo. La única industrial. Tenía un olor…

Etchenike imaginó el mar. Vio el mar y a Sergio Algañaraz rodando por el fondo, enredado de algas, sucio de arena, con el pelo en movimiento, en olas. Lo volvió a ver muerto en la playa. Lo recordó en ese cuarto de al lado, tirado sobre las hojas de un diario zonal, mal cubierto. La imagen era cada vez peor, más sucia, más obscena.

– ¿Cómo lo llevaron? -insistía en detalles para qué.

– No había camilla. La de los bañeros está en la casilla de la playa, que está cerrada desde el primero de marzo. Así que sacaron la puerta para poder transportarlo sin manosear. Lo taparon con una lona.

El agente Russo señaló el itinerario del cadáver con un gesto que iba de la habitación que ahora Etchenike descubría sin puerta, hasta la calle, y luego las tres cuadras que imaginó en procesión hasta el Atlantic.

– Acá nada está donde debe -se oyó decir.

– ¿Cómo?

– La ambulancia, la heladera, la camilla, el juez, los bañeros, el forense, los bomberos… Todo está en otra parte.

– ¿En dónde?

Etchenike no contestó. Por un momento, el único sonido en el cuarto fue el zumbar de los bichos alrededor del foquito.

– Así que apareció la ropa… -dijo al cabo de un suspiro.

– Toda: la remera, el pantalón, las ojotas, hasta la llave del cuarto, la guita…

– ¿Quién es la mujer?

– ¿Qué mujer?

– La que encontró la ropa de Algañaraz.

– Yo.

Giró la cabeza y la Beba estaba allí, apoyada en la puerta de entrada.

Tenía el vestido floreado; el pelo recogido en una cola de caballo le hacía la cara más ancha; la sonrisa violenta ocupaba mucho espacio pero tenía poco sentido allí.

– Lo sabía -repitió Etchenike, sabio e inútil.

36. Maníes salados

Ella avanzó dos o tres pasos. Se sacó los anteojos. Estiró un brazo y lo apoyó en la pared. Su mirada brillaba. Pero no era cosa de llorar:

– ¿A ver qué más sabés?

– Que te sentís mal.

– Me siento muy bien -se recostó, hizo espaldas clásicamente, flexionó una rodilla-. ¿Y vos qué hacés acá? ¿Sos policía también? Está lleno de canas.

– Terminé mi trabajo y vine a presentarme a la autoridad -el veterano comenzó a ponerse de pie-. Pero la autoridad no estaba: la estoy buscando.

Ella echó una risotada.

– Yo también busco a alguien -hizo una pausa burlona, levantó el índice-. Pero no a cualquiera.

Era una caricatura. Era mentira. Etchenike sintió que podía derrumbarse en cualquier momento. No haría ruido; se deslizaría hasta quedar tirada allí.

– Te puedo ayudar.

– Ese laburo que tenés… Trabajás para Romero.

– Para Romar, antes. Ahora, para Mojarrita Gómez, no sé si sabés…

Beba hizo un gesto de escepticismo sobrador. Todo era obvio para ella.

Le hacía sentir que no sabía nada o que ella sabía todo lo que él creía saber o que ella desdeñaba cosas que él todavía no sabía. Manejaba ella. Pero no estaba en condiciones de manejar nada.

– Tendríamos que hablar -dijo Etchenike dando un paso-. Hay mucha ropa sucia…

– La ropa estaba limpita… -y se volvió a reír. Hizo un gesto con las manos, el mar fue y volvió.

Sonó el teléfono y el agente Russo atendió. Los otros dos quedaron mirándose como en una sala de espera de dentista, de médico de pueblo.

– Sí, subcomisario. Casualmente está acá, subcomisario. Ahora mismo, señor.

Russo colgó y miró al veterano.

– Friedrich lo está buscando. Vaya al hotel.

Etchenike se inclinó un poco ante el agente, miró hacia la dama:

– ¿Vamos?

Ella lo siguió y embocó la puerta con alguna dificultad. En la vereda de tierra el veterano se dio cuenta de que no podía contar con ella para un itinerario de dos cuadras en línea recta.

– ¿Tomaste mucho?

Beba meneó la cabeza. Ni si ni no.

– Pagame una ginebra -dijo adelantando el mentón.

– Vamos ahí -dijo Etchenike.

Cruzaron la calle y se sentaron frente a un destartalado kiosco de lata iluminado por dos faroles a kerosén. El olor y el humo de las hamburguesas y los chorizos que crepitaban en la parrilla lateral inundaba el aire. Las tres mesas eran postes clavados en el piso de tierra con tapas circulares de madera. Las patas metálicas de las sillas vacilaban en el suelo irregular. La mujer que atendía recogió el pedido desde atrás del mostrador y luego vino con la ginebra, la cerveza y los maníes. Se había levantado algo de viento y los faroles se bamboleaban, hacían oscilar los conos de luz. Una racha vigorosa levantó la tierra de la calle y les hizo entrecerrar los ojos. Etchenike le pidió un pañuelo. Ella revolvió su cartera y se lo alcanzó.

Brindaron casi espontáneamente, sin saber bien por qué. Tal vez porque la cerveza estaba helada y el hielo de la ginebra golpeaba prometedor contra el vidrio grueso y empañado.

– ¿Cómo fue? -dijo Etchenike estirándose, picando los maníes.

– ¿Por qué te tengo que contar a vos?

El veterano se encogió de hombros, lejano y relajado. La dejó a ella que se respondiera si quería.

– Estuviste bien la otra noche… -Beba hizo una pausa, se empinó rápidamente el resto de la bebida-. Bah… Tal vez el Mojarrita me hubiera ensartado. O tal vez no. Amenaza y amenaza…

– ¿Y en la playa cómo estuve?

– Ahí estuviste boludo.

– Boludo pero rápido.

– No tanto. El rodillazo te salió caro, me imagino. Mirá cómo te dejaron la cara… -y le señaló los estragos-. Yo sé todo.

– Contame todo entonces. O por lo menos lo que le contaste a la cana. El pibe no era mi amigo pero podría haberlo sido.

Ella se empinó infructuosamente el vaso, hizo sonar el hielo.

– Pagame otra -dijo.

– Hablá.

– Esa noche me vino a buscar a El Trinquete como habíamos quedado -dijo mirándolo fijo, intentándolo.

– Lo trajeron de la estancia. Pero vos estuviste antes con él. A la tarde alguien lo llamó, o vos o de parte tuya, y él fue. Antes de ir a “ La Julia ” estuvo con vos…

– De eso no me acuerdo… Tal vez estuvo con otra o con otros…

Etchenike indicó a la mujer que trajera la botella y el jarro de hielo.

– Seguí -dijo.

– El pibe iba a hacer de escribano pero llovía, vos viste. Entonces cerré la boletería y me fui con él a tomar algo.

– ¿A qué hora?

– Las nueve, las nueve y media. No me acuerdo bien.

– ¿Adónde fueron?

– Me quería llevar al motel pero llovía mucho.

– Al motel no iban a ir a tomar algo: iban a coger.

Ella fijó la mirada perdida y no respondió. Tomó la botella y se sirvió una ginebra desastrosa, como decía Expósito en “Fangal”.

Etchenike la vio que se venía en falsa escuadra, se venía, se venía…

La retuvo del hombro antes de que cayera.

– ¿Adónde fueron a coger?

– Llovía mucho. Fuimos al cine. A franelear al cine.

– ¿Qué daban?

Ella lo miró con asombro. Qué importaba eso.

– No sé. Una comedia: estaba empezada cuando llegamos y nos fuimos antes de que terminara. Era una boludez.

– ¿Por eso se fueron?

– ¿Para qué nos íbamos a quedar? Había parado de llover. Nos fuimos a la playa.

– Se hubieran ido al motel.

– Era lejos y él estaba muy borracho. Se había terminado la petaca de whisky él solo.

– ¿Y vos cómo estabas?

– Bien. No me gusta el whisky.

– No precisamente.

Ella sonrió, babeó un poco.

– Me gustaba el pibe. Era medio boludito y hablaba demasiado pero era un buen pibe.

– ¿Por qué lo mataron si era tan bueno? ¿Qué hizo?

La Beba se arrimó al vaso, acercó los labios otra vez a los cubitos solos, chocadores. Etchenike le bajó el brazo.

– ¿Por qué lo mataron?

– ¿Quién lo mató? Se ahogó -y forcejeaba para arrimar los labios-. Se hacía el canchero pero con el pedo que tenía ni se le paraba. Decía: vení guacha que te hago de goma… Pero lo único de goma era el firulo. Pobre pibe… Meterse en el agua con el pedo que tenía.

– ¿Cómo fue?

– Nos fuimos caminando para aquel lado -señaló-. Anduvimos un montón. Después nos tiramos y estuvimos rascando un rato. Pero de pronto le agarró la locura, se quiso bañar: se sacó la ropa y se metió en el agua. Yo le dije que me iba. Y me fui.

– ¿Y él qué hizo?

La Beba alzó los hombros, indicó con la mano vertical la marcha hacia adelante, lo hizo perderse mar adentro. Después desplegó las palmas, se disculpó, manoteó la botella y quiso insistir. Pero Etchenike no la dejó.

– Pará ahí: la ropa, dónde quedó.

– La dejó metida así -hizo el gesto- en una cueva del acantilado. En el hueco… La puso como si… Se detuvo.

– Como si pensara que iba a tardar mucho en volver -completó el veterano.

– Claro -pero repentinamente se rectificó-. No, si iba a volver enseguida.

– Él, con el pedo que tenía, puso la remera, el pantalón, las llaves y hasta la petaca vacía en el hueco -reconstruyó Etchenike-. Y después se metió en el mar.

Ella asintió con el mentón. No lo miraba.

– Raro. Lo más lógico era que dejase todo tirado en la arena… Era casi medianoche, estabas vos con él. Pensaba entrar y salir. Tal vez no te acordás bien y en realidad él dejó las cosas desparramadas y a vos te dio miedo de que se perdieran o que las robaran y entonces las pusiste vos allí. Después te fuiste.

– No me acuerdo.

– Sí que te acordás. Y vamos a anotar algunas cosas, así no me olvido yo tampoco -Etchenike se tanteó los bolsillos. Sacó una hoja de papel y siguió revisando-. Prestame tu birome.

Cuando tendió la mano hacia la cartera de ella, la Beba la apartó de un zarpazo.

– No toques mi cartera.

– No te voy a afanar nada, Beba. Prestame la birome que tenés ahí.

– No tengo.

– Sí tenés. Te la vi recién cuando abriste la cartera para darme el pañuelo.

Ella apretó el cierre con los dedos crispados, apretó los labios con los ojos encendidos. Era como si retuviera entre las manos a un bicho dispuesto a saltar.

– Esa birome no anda -balbuceó.

– No tiene tanque -especificó Etchenike.

– Se me rompió. No sirve.

– Sí que sirve. La llevás siempre encima y la usaste hace un rato, Beba.

Etchenike se inclinó sobre la mesa e hizo el gesto de esnifar con una fuerte aspiración.

– ¿Me equivoco?

Ella negó con la cabeza.

– ¿No? ¿No me equivoco?

Ella volvió a agitar la cabeza.

– Y después tenés que bajarla con ginebra. Se sabe…

Ella manoteó la botella que se tambaleó sobre la mesa. Esta vez Etchenike no se lo impidió. La ayudó a servirse un poco más. Pidió hielo. La dejó que tomara un sorbo largo.

– Te hace bien.

Ella asintió.

– Te podés llevar la botella si me decís quién te pasa la merca.

Por primera vez en un largo rato, la Beba levantó la mirada; sonrió burlona.

– Vos te creés que soy boluda. Querés que me amasijen.

– Como al pibe.

– Ese sí que era un boludo: se ahogó.

– Vos no. Vos sos piola-. Etchenike la agarró delicadamente del pelo y la obligó a levantar la cabeza-. ¿Sabés que vas a quedar pegada? ¿Sabés que no te puede creer nadie? Te enterraste sola: nadie lo vio vivo después que vos…

La soltó. Se puso de pie y fue hasta el mostrador. Pagó y volvió. Se empinó el resto de cerveza y agarró un puñado de maníes. Le fue tirando con ellos a la Beba, derrumbada sobre la mesa húmeda de ginebra. Le tiró cuatro, cinco, diez, como si fueran bolitas, mientras le hablaba:

– Estás cocinada. Si hablás la podés sacar más barata. Pero estás regalada, por puta y falopera.

Ella levantó la cabeza, protestó apenas.

– ¿Sabés lo que pienso? Que lo mataste vos, para afanarlo.

– Estás loco.

– Dejaste algo de guita para disimular, pero yo sé que el pibe estaba forrado y las drogonas como vos son capaces de cualquier cosa por un gramo de blanca. Fue fácil. Él estaba muy mamado y se quería bañar. Con el pretexto de acomodarle la ropa, le sacaste la guita, pero él no te dejaba ir. Entonces aceptaste meterte en el mar y ahí le diste con algo en la cabeza. Una piedra tal vez… El golpe está.

Ella negaba y sonreía.

– Yo no le hice nada al pibe.

– No querías, tal vez. Pero lo desmayaste… Y se ahogó.

– No, no, no.

– Sí. Rajaste con la guita a darte un saque. Estabas tan loca que te pasaste, te diste vuelta y te empezaste a sentir mal. Ahí fue cuando encontraste a Cacho y conseguiste que te acompañara.

– No lo metas al pibe ése.

– Lo llevaste por la playa primero. Tenías esperanzas de que se hubiera salvado…

La Beba se aferró a los bordes de la mesa y con la barbilla apoyada sobre la madera dijo lentamente:

– Estoy en pedo pero no soy tan gila. Yo no hice nada. No lo toqué al pibe. Nadie puede decir que lo maté yo.

– Yo lo voy a decir. Ahora mismo. Y lo voy a probar. Eso te pasa por drogona y por boluda: nadie te va a defender, te van a mandar al frente y los otros hijos de puta se la van a llevar de arriba.

Esperó un instante pero ella no dijo nada. Permaneció quieta, derrumbada, tal vez desmayada sobre la mesa. Apoyó una mano en su hombro y la zamarreó.

– Beba: me voy. Y voy a hablar.

Le contestó un gruñido.

Etchenike dio media vuelta y enfiló por el medio de la calle hacia las luces del Hotel Atlantic. Acaso esperaba, mientras se alejaba, que ella pegara un grito, que lo puteara o pidiera auxilio.

No pasó nada de eso.

37. Desconocidos

El Polaco cruzaba la calle apresurado, trotaba casi, desvencijado por el apuro mientras lo chistaba.

Etchenike se detuvo en la puerta del Atlantic, lo esperó.

– Disculpe -dijo el viejo, agitado-. Quería hablar con usted.

– No vengo al cine.

– Yo tampoco. No hay función.

– Pero parece que el espectáculo continúa -Etchenike suspiró y con un ademán amplio indicó un sector de tiempo y espacio contiguos-. En la calle… Y no se imagina cómo, señor Gombrowicz.

– Sabe mi nombre.

El veterano asintió:

– Y suena falluto -dijo en un impulso.

Ahora fue el Polaco el que sonrió.

– No… Pero tiene algo de razón. Con las sorpresas de la guerra, los apuros de la partida, las persecuciones, los desencuentros, las pérdidas, uno va dejando todo.

Etchenike sintió que el discurso del Polaco era una antología de lugares comunes, que estaba escuchando hablar al arquetipo del emigrante del centro de Europa, al loco de la guerra.

– Uno va dejando todo -proseguía el otro-. Algunos perdimos también, además de la historia personal, la familia o la memoria, los testimonios formales de la identidad, toda huella o registro legal. Por eso yo puedo decir que soy Gombrowicz… Desde hace cuarenta años, desde 1939, soy Gombrowicz. Si es un nombre que suena demasiado típico para polaco anclado, lo siento. Pero es un apellido…

– Pero no el suyo.

– Digamos que es el mío, sí. A algunos les ponen un nombre; éste me lo puse yo. Como Witold, el escritor que tal vez usted conoce de mentas. Él ha vuelto a Europa, hace unos años… Yo, no. Yo nunca tuve otra patria que no fuera el cine.

– Suena lindo eso, pero es mentira.

– No es mío. Es una variación de “la patria del escritor es el lenguaje”, que dijo alguien.

– Es mentira, también -se excedió Etchenike-. La traducción, en esa línea de razonamiento, sería una especie de exilio… Y nadie se va en barco del idioma o lo amenazan para que abandone el cine.

– No vine en ése -dijo el Polaco señalando repentinamente hacia el océano, aludiendo a los hierros oxidados mar adentro-. Eso sí es leyenda, o tal vez simple mentira. Pero por ese barco me iré -y volvió a señalar la lejana mole encallada-. Por ese barco me iré pero no me iré solo.

– ¿Qué quiere decir?

Ahí el Polaco se transfiguró y Etchenike sintió el dulce y temido vértigo de estar a punto se ser objeto de una confesión.

– Yo me hago el boludo, mi amigo -y el duro argentinismo sonó más duro en boca del viejo-. Yo me hago el loco, también. Pero no soy ni boludo ni loco.

– Claro que no: los locos no tienen su memoria, su capacidad de observación.

El otro lo miró raro:

– Me está cargando…

– Hablo de cine, Gombrowicz. Recuerda nombres, rostros, fechas… Me imagino que sería capaz de reconocer a cualquiera, vivo o muerto.

El Polaco asintió.

– ¿Cuántos años hace?

– Cuarenta, como Witold.

– ¿Y las películas? ¿Cómo consiguió eso?

– Ésa es otra historia para otro día. Cuando demos El tercer hombre.

– Me interesa El tercer hombre, Polaco. Sobre todo el personaje de Orson Welles, que apenas aparece pero define todo.

– Eso: desaparece y aparece.

Gombrowicz soltó la frase y quiso seguir viaje hacia adentro.

– Espere: usted me quería decir algo -insistió Etchenike.

El otro lo miró con asombro:

– Ya se lo dije.

Y entró. Casi chocó con el cabo Castro que salía en ese momento:

– ¿Qué hace acá? -le dijo a Etchenike.

– Hacía tiempo con el amigo, hablando de cine.

El policía se le arrimó.

– Hay novedades… -dijo y calló de pronto.

Los sollozos de una mujer joven de pelo rubio y largo pasaron junto a ellos bajo el amparo de un brazo maduro y protector que no temblaba.

El protector saludó muy bajo al pasar y Castro hizo la venia.

– La novia y el jefe del pibe -sintetizó mientras la pareja cruzaba la calle-. Lo reconocieron.

– Un muerto es siempre un desconocido -dijo Etchenike.

Dio media vuelta y entró al hotel. Castro lo siguió como una sombra.

38. Personas en la sala

Precisamente cuando el veterano abrió la puerta del comedor, el subcomisario Friedrich abría una gaseosa. Fue un ruidito pálido, fina escupida más o menos explosiva y breve, pero todos, en silencio, estaban pendientes de esa operación. Sin duda había realizado el gesto en medio de una explicación, era una pausa en su palabra, porque los que estaban allí siguieron con la mirada fija en él.

El inmenso y desolado comedor del Hotel Atlantic parecía un escenario montado para el final de una novela de Agatha Christie: los policías, los testigos, investigadores oficiales y oficiosos, algún sospechoso potencial y hasta la vigilancia discreta con que Russo custodiaba la puerta daban esa impresión.

Había uno que hablaba y el resto que callaba: estaban Laguna, el Polaco, el Baba, su mujer, los hombres del motel Los Pinos, los policías Russo y el cabo Castro, más dos o tres personas que Etchenike no conocía. No faltaba ni siquiera el cadáver, que el veterano adivinó tras los vidrios opacos de la Westinghouse de cuatro cuerpos.

Sobre el mostrador se acumulaban dos jamones, una caja de plástico con sachets de leche, botellas de vino, un pan de manteca, la caja del dulce de membrillo y la lata de dulce de batata, las botellas de coca cola, un cajón de cerveza… El cadáver de Sergio Algañaraz no quería compartir su morgue improvisada.

– Esas son las circunstancias que no debemos olvidar -concluyó el comisario luego de empinarse la botella. En ese momento reparó en el veterano-. Ah, Etchenique, siéntese, por favor. Acabo de explicar cuál es la situación en este caso desgraciado.

Se detuvo en esa palabra: la desgracia cayó sobre el grupo como una sombra.

Hubo suspiros. Etchenike descubrió a un hombre sentado en un extremo del salón; tenía los codos apoyados en las rodillas separadas y la cabeza caía hacia abajo, el pelo gris llovido.

– Se lo he dicho a la señorita y al señor periodista -continuó Friedrich, aludiendo a la rubia novia y al maduro jefe-: no podemos dejar que el accidente de Sergio deje de ser eso, un accidente, hasta que no estemos completamente seguros de que no lo es. Quiero decir: sólo la discreción nos garantiza el respeto por las personas y los sentimientos y la eficacia.

Ahí respiró. Se dirigió directamente a Etchenike:

– Tenemos algo o mucho: una testigo. Como usted sabrá, Etchenique, ha dejado de ser el último que vio con vida a Sergio. La declaración del señor Hutton cubre las horas de la tarde y el personal del motel Los Pinos certifica que no volvió por allí. Eso nos permite tener una visión más plausible de cómo sucedieron las cosas. Ya hay un informe del forense.

– ¿Dónde está Brunetti? -dijo Etchenike mirando a su alrededor.

– Debía reintegrarse hoy. Ya debe haber llegado a Mar del Plata. Avisó que se iba pero quedaba a disposición por cualquier cosa… -dijo Friedrich.

– Por cualquier cosa no, precisamente… -ironizó el veterano.

Pero no pudo proseguir.

La puerta vaivén se abrió violentamente y Willy Hutton entró al comedor embravecido, buscando algo rojo, algo móvil, algo:

– ¿Por qué mierda, acá? -gritó.

Caminó unos pasos y se enfrentó casi cara a cara con Friedrich que había quedado, por lo menos, sorprendido.

– ¿Por qué carajo tienen que meter esta gente en mi hotel, inclusive el cadáver de ese tipo en mi casa? ¿Quiénes se creen que son?

– Escuche Hutton… Usted está alterado por…

– ¡Yo sé por qué estoy como estoy! ¡Y mire cómo estoy!

Los pantalones manchados, la cara tiznada y los brazos llenos de marcas y magullones rojos y oscuros le daban un aire entre épico y ridículo. Pero era evidente que no quería ni podía evitar la teatralidad de la situación.

– ¡A mí se me quiere desprestigiar, la puta que los parió! -gritó a todos y a cada uno-. ¡Sáquenme inmediatamente este cadáver de mi hotel!… ¡Llévenselo! La gente de Playa Bonita no tiene nada que ver con todo esto.

Su mirada se fijó en Etchenike. Habló mirándolo a los ojos:

– Todo esto empezó con alguna gente extraña en la playa… ¿A qué vinieron?

– Yo le puedo contestar -le contestaron de un costado.

La voz, entrecortada pero firme, anunciaba mucho más que una respuesta.

El hombre de cabellos grises no había levantado la cabeza para hablar y silenciar mesuradamente a Willy Hutton. Le hablaba al piso, le contestaba al piso antiguo y dibujado que sin duda no veía:

– Yo he venido a reconocer el cadáver de mi hijo -hizo una pausa y ahora sí miró al rubio chamuscado y elocuente-. Es una buena y desgraciada razón, si le parece. Y le ruego, señor Hutton, que nos permita seguir con nuestra reunión, ya de por sí demasiado penosa…

Y entonces se dirigió al subcomisario Friedrich:

– ¿Quién es esa mujer que mencionó, señor Friedrich? Ya veo quién es el señor Hutton. Ahora quiero saber quién es esa señorita Beba Vargas…

– No fui anteriormente más explícito, señor Algañaraz, por la presencia de su futura nuera… -se excusó el subcomisario-. Pero lo seré.

Y desgranó la versión que -con variantes que no supo entonces si eran significativas- había desembuchado la Beba ante Etchenike, derramada sobre la ginebra derramada. En el detallado informe de Friedrich faltaban algunas palabras sobre el ir y venir de las mareas, sobraban párrafos respecto de la pericia policial y se omitían algunas líneas de cocaína.

Pero no iba a ser Etchenike el que tirara esa línea sobre la mesa. No por el momento. Pero algo podía sugerir:

– No quiero contradecir al subcomisario ni tengo pruebas que puedan servir para desarrollar una versión de los hechos que refute la idea de accidente -se oyó decir en un lenguaje preciso y afectado que lo sorprendió-. Pero puedo atestiguar que aquí han pasado cosas raras: de algún modo, Sergio fue amenazado; yo por otra parte, y sin otro motivo aparente que el preocuparme por su paradero, fui agredido y hostigado hasta esta misma tarde. Quiero decir: quedémonos con el accidente pero abramos los ojos.

El padre de Sergio los abrió, los mostró a Etchenike por primera vez en la noche. Tenía una mirada enturbiada por las lágrimas, clara y conmovida.

– Me doy cuenta de que estoy tratando de creer lo que me dicen. Tengo ganas de creer, necesidad de creer para quedarme tranquilo. No me gustaría enterarme de que han asesinado a mi hijo. Me da miedo y soy muy cobarde. Les pido que me ayuden. Tengo muchas ganas de escapar de aquí. Es asqueroso todo lo que pasa. Es asqueroso el tono con que hablan. Mi hijo está metido dentro de esta asquerosa heladera todo comido por los peces…

El hombre sollozó en una convulsión que terminó casi en grito:

– ¡Hijos de puuuuta! ¡Uno no quiere que le ensucien su hotel, otros están especulando con la imagen, se preocupan por cómo van a dar la información! ¡Y él está ahí, muerto! ¡Qué carajo saben de Sergio ustedes, hijos de puta!

Mientras los gritos subían, Etchenike notó que Willy Hutton se retraía, hablaba quedamente con el Baba en un ángulo del salón. En voz baja pero enfática, hubiera definido. Es que se había hecho un repentino y violento silencio.

Cuando Laguna se levantó de su lugar y caminó hacia el hombre que había dejado de gritar, ahogado en sus propias lágrimas, Etchenike creyó que lo iba a zamarrear, que le iba a dar un sopapo ahí nomás. Sin embargo el comisario se detuvo frente a él y se agachó buscándole la cara:

– Pare ahí… Cállese ya. No insulte más.

Etchenike se arrimó al mostrador, tomó un vaso y sirvió una ginebra generosa, la bebida adecuada para los desgraciados de esa noche. Se la entregó a Laguna, que le dio un sorbito antes de alcanzársela al hombre que volvía a llorar, descontrolado.

– No hay nada más que hacer por hoy -dijo Friedrich repentinamente apurado-. El juez va a estar aquí a las ocho de la mañana.

Antes de salir hizo un gesto a Russo que indicaba vagamente que se ocupara de la Westinghouse y su contenido. Se detuvo ante Etchenike:

– Quiero que atestigüe ante el juez. La indagatoria se hará sobre la base de sus declaraciones recogidas por el cabo Castro. No se vaya de Playa Bonita hasta haber declarado.

– No me voy hasta haber aclarado -rectificó.

– Oiga, subcomisario…

El viejo Algañaraz había reaccionado.

– Hay algo que debe saber -dijo con la ginebra ante los ojos-. Sergio no sabía nadar. Era incapaz de hacer un ancho en la pileta de la quinta. Era un cagón con el agua, además. Así, que…

Friedrich asintió reiteradamente, como si el dato le confirmara puntualmente sus deducciones.

– Perfecto. Más a favor: un calambre, un golpe ahí nomás, cerca de la orilla, que lo desmayó. En el lugar que señala la señorita Vargas hay muchas piedras. De noche, puede haber perdido pie, resbalar… El no saber nadar explica muchas cosas -aseveró.

– Pero no explica lo fundamental -se cruzó casi a su pesar Etchenike-. Si no sabía nadar, no se internó demasiado en el mar; si no se internó demasiado, el mar lo hubiera devuelto inmediatamente y no un día y medio después.

– ¿Cómo un día y medio?

El padre recién se daba cuenta de los tiempos. Rápidamente reconstruía la noche del domingo en que se reía mirando televisión mientras su hijo tragaba agua salada en la noche lluviosa de un mar lejano. Tal vez pensó en lo que es un día y medio entero -la noche con sus sueños, el desayuno, el almuerzo en que comió asado, la siesta en la quinta, el largo partido de truco, el libro de Sebreli que trataba de terminar de leer-, un pasado muerto, con su hijo arrastrado por la corriente, mordido por los peces, comido a pedacitos mientras él escuchaba una transmisión de fútbol.

– Es relativo -argumentó Friedrich sin convicción-. Tal vez son treinta horas. Además, las corrientes, las mareas que llevan y traen.

El forense iba a decir algo, Etchenike esperaba que lo dijera y el viejo Algañaraz no podía saber de qué se trataba pero algo intuyó:

– ¿Qué iba a decir usted?

– Tenemos un horario bastante preciso… -casi se disculpó el médico.

– Sí. El horario es mañana a las ocho, cuando llega el juez.

Friedrich dio un golpe de cabeza sobre su hombro derecho y trató de arrastrar las voluntades hacia la calle, hacia la noche y fuera de allí.

Willy se levantó del sillón en el que se había apoltronado y vio la oportunidad de poner el punto final:

– El subcomisario dice bien: esto se acabó. Por favor, desocupen el hotel. Y llévenselo, llévenselo a cualquier parte.

– Señor Hutton… Habría que esperar que…

En ese momento sonaron los disparos. Fueron dos, inconfundibles, cercanos.

39. Tirar el pan

Antes de darse cuenta del todo de lo que pasaba, Etchenike ya estaba corriendo, con la cuarenta y cinco en mano hacia la salida. Se cruzó con el Polaco que le gritó algo y desembocó en la calle. La gente ya se concentraba lenta, cautelosa, bajo el foco de la esquina. Si algo había sucedido, ya estaba hecho.

Rígida en medio de la vereda, una mujer gritaba con la mano maltapándole la boca; no se entendían sus gestos. De pronto hubo frenazos y dos, tres, cuatro autos se detuvieron allí. Etchenike guardó el arma y corrió hacia la luz, como un bicho atraído por el resplandor.

En medio del círculo de gente que ya se había formado, el cuerpo caído estaba quieto y sereno, la mirada fija en el cielo. Un hilo de sangre le fluía desde atrás de la cabeza. La rueda delantera de la bicicleta de reparto giraba todavía. La canasta había saltado de su soporte y estaba volcada unos metros más allá. Los panes dispersos habían rodado lejos, sobre los charcos hasta el medio de la calle.

El cabo Castro llegó corriendo y pateó uno de esos panes que fue a parar a donde estaba Etchenike, acuclillado con un hombre de gorra descolorida junto al cuerpo de Cacho.

– ¿Qué pasó?

– Le dispararon de allá -dijo el de la gorra señalando la oscuridad del baldío de la esquina, que se ahondaba en una calle trasversal.

– ¿Y quién fue?

– Apenas escuché los tiros -dijo el hombre.

– ¿Pero qué hace?… No toque nada.

El empujón de Castro hizo trastabillar al veterano inclinado sobre el cuerpo del caído. Pero ni siquiera le contestó. Apoyada la cabeza en el pecho, trataba de recoger algún sonido, algún rumor de vida.

Estuvo un largo momento así, ajeno al movimiento y a los gritos que lo rodeaban. Después se puso de pie, miró a Castro con asco y se abrió paso, salió a empellones del círculo cada vez más denso.

Ya llegaba Laguna, ya venía el mismísimo Friedrich trotando apenas. Le hablaron, le preguntaron tal vez. No les hizo caso.

Fue hasta la vereda de la esquina opuesta. La mujer del kiosco bajaba ruidosamente la persiana. No había visto nada. Los parroquianos tampoco. Todo había pasado allí, a menos de treinta metros hacía no más de cinco minutos y nada.

– Le dispararon de allá -confirmó apenas uno-. El segundo tiro fue el que lo bajó.

Pero en ese momento Etchenike vio que Gustavo venía corriendo por el centro de la calle. De dos zancadas se cruzó para detenerlo, lo atajó, extendió el brazo como quien trata, infructuosamente, de parar la carga veloz y decidida de los forwards.

– Paré, Gustavo -y consiguió sujetarlo un momento.

– Déjeme, déjeme…

El pibe se revolvió con bronca y consiguió zafar, seguir adelante hasta incrustarse entre la gente.

Etchenike no quiso ni ver ni oír. Dio media vuelta y se metió en el callejón oscuro. A los pocos pasos se le sumó Laguna.

– ¿Qué busca?

– Huellas, rastros, testigos. Cualquier cosa.

– ¿Tiene una linterna?

– No.

Había un hombre de pantalón corto y remera en la puerta del chalet lindero al baldío. Acababa de salir a la calle. Tampoco había visto nada.

Laguna intentó en la casa vecina. Después en la de al lado. En la otra. Etchenike anduvo un rato revolviendo en la oscuridad del baldío y se llenó de barro. Entonces volvió y empezó a buscar huellas por las veredas cercanas. Estaba tanteando las baldosas en cuatro patas cuando le dieron una vigorosa patada en el culo.

– Vamos, deje eso.

Era Friedrich.

– ¿Qué pasa? -dijo sin levantarse, parpadeando ante la linterna policial.

– Ya está: hay uno que lo vio todo.

Tal vez era demasiado para el veterano, para sus ganas de creer. “Tiene la sabia redondez de la mentira” pensó sin saber de dónde venía esa frase, la cita escéptica. Eligió la ingenuidad:

– Qué suerte…

– Vamos…

– ¿Para qué me necesita? -pero mejor no lo hubiera preguntado.

– Para nada -sentenció Friedrich-. Váyase a dormir y quédese quieto hasta que venga el juez.

El diálogo se desarrollaba entre un hombre semiarrodillado en el suelo con las manos llenas de barro y otro de pie, con una linterna y el poder.

– Es tarde, Etchenique -dijo el poder-. El comisario Laguna lo va a acompañar hasta el hotel. Sólo quiero un dato antes de que se vaya: ¿sabe adonde puede haber ido la mujer, Beba Vargas?

– Hace menos de una hora estaba en la esquina -dijo Etchenike poniéndose de pie, sacudiendo una mano contra la otra.

– Lo sé -dijo el subcomisario mirándolo a los ojos-. Estaba con usted. ¿Y después?

El veterano agitó la cabeza.

– ¿Por qué?

– Hay que encontrarla, ya.

– No me diga que…

Pero Friedrich no decía; se iba caminando hacia Willy Hutton que lo esperaba en la esquina, lo dejaba con Laguna a su lado.

Se miraron. Se encogieron de hombros.

– Quédese en el molde -dijo el comisario poniéndole la mano en el hombro. Y después agregó, como en el final de una película en que a uno se lo llevan detenido, derrotado o perdedor:

– Vamos.

Y fueron. El veterano pudo aceptar que mientras alguien se dedicaba a buscar o no a Beba, él era conducido amistosamente a sus aposentos; que mientras la gente se dispersaba prolijamente de la esquina y la mandaban secamente a la casa, el cadáver de Cacho era transportado a poblar la Westinghouse.

En el tapete de la noche de Playa Bonita se desparramaban las últimas fichas, los personajes en pose de combate se congelaban en el reposo luego de una jornada densa, increíble.

En un solo día la muerte había ido a poner sus huevos al calor de esa playa olvidada como una tortuga caprichosa e imbécil, fuera de rumbo, de latitud, un animal arbitrario que desesperara a los zoólogos.

Aturdido, cacheteado por el desaliento más que por dolor, y con una nube que iba y venía dentro de su cabeza sin atreverse a la tormenta pero que tapaba el sol o cualquier claridad, Etchenike sentía que había hablado demasiado, había andado demasiado; demasiada gente en tan poco pueblo, demasiadas cosas en tan pocas horas: los sentimientos y las sensaciones se atropellaban, se encimaban, no se daban tiempo y lugar para entrar o salir. Como en un vagón de subte en el que hay apuro adentro y afuera. Y esta historia proponía jornadas densas, con horarios excesivos, desaforadamente exigentes e inverosímiles. Era como si se negara a aceptar que pudieran pasar tantas cosas en un solo día.

– Laguna… ¿qué día es hoy?

El otro miró el reloj.

– Martes, todavía.

– Qué lo parió.

40. Limpio y bien iluminado

Al entrar nuevamente al comedor del Hotel Veraneo, la sensación de irrealidad se hizo intolerable: sólo hacía cuatro días que había llegado a Playa Bonita.

El patrón estaba de espaldas. El muchacho granujiento que suplantaba a Gustavo por la noche preparaba un café en la máquina para el único cliente acodado en un extremo de la barra.

Le pidieron dos sándwichs de salame y queso y medio litro de vino. Al reconocer las voces, el señor Fumetto giró dispuesto a decir algo.

– Bu-buenas noches -vaciló.

El esquivo Etchenike y el veterano policía que había venido a buscarlo aparecían sorpresivamente juntos. No pudo decir más; sólo los miró sentarse, más ofendido que confuso.

– Es como en las películas, Etchenique -dijo el comisario-. Usted vio que todo ocurre seguido y sin pausas intermedias. Y éste en que estamos metidos, no parece un caso común de asesinato o de doble asesinato, si quiere… Es como una serie de aventuras, uno de esos episodios que veíamos en el cine, de chicos.

Y Laguna reflexionaba casi divertido. Casi “deportivo”, lo sintió Etchenike. Pensó también, sorpresivamente, en el cadáver de un hombre que se hacía llamar Coria, muerto en un sendero cercano y secreto. Su aventura había terminado.

– Alguien definió a la aventura -dijo siguiendo su propio hilo- como la situación ideal en la que nunca hay que parar para ir a comer, ir a cagar o a trabajar para ganar ese dinero que le permite al héroe pagar siempre el taxi con la guita justa…

Laguna asintió. Bebieron. El comisario humedeció los labios:

– Por eso nosotros nunca tendremos aventuras sino casos: siempre es laburo.

– Hay que ver -dijo Etchenike enigmático.

En ese momento el patrón le avisó que tenía un llamado.

Fue al teléfono. Era Mojarrita. Antes que pudiera decir nada, el nadador le pidió silencio:

– No me nombre, no haga bandera -le rogó.

– Claro que no.

Trató de imaginar la escena del otro lado y no pudo: el aparato en el borde de la pileta como en una serie californiana. Miró el reloj: la diez.

– ¿Qué hizo? ¿Abandonó al cumplir las 24 horas?

– No es eso.

– ¿Tiene que ir al baño? Lo autorizo por teléfono. No creo que pueda irme de aquí por ahora -dijo el veterano mirando a Laguna, su discreta vigilancia.

– No abandoné, no abandonaré. El reglamento permite una emergencia por día. Ésta es una.

Etchenike recordó los infinitos incisos de la letra chica.

– Está bien. Use la emergencia.

– Eso no importa -Gómez hizo una pausa-. Pero tenemos que hablar urgente: sé todo lo que pasó, lo de Beba.

– Dígame.

– No ahora. Al amanecer, en la playa. Donde estuvimos la otra tarde.

– De acuerdo. Junto al bote -miró nuevamente hacia Laguna-. Trataré.

Cuando regresó a la mesa, el policía lo esperaba con la pregunta desenfundada:

– ¿Era ella?

– Ojalá.

Pero no dijo quién era.

Se hizo un silencio largo. Volvieron a beber.

– Hay algo que no entiendo o que no quiero entender, Laguna -dijo Etchenike de repente.

– Diga.

– ¿Por qué se borra en este caso? ¿Por qué lo deja a Friedrich que lleve adelante la investigación y se queda en segundo plano?

– Usted sabe: estoy de licencia… -se encogió de hombros-. Además, me voy a jubilar. No quiero lola, no quiero más lola…

– Pero podría terminar bien.

– O muy mal… -Laguna se empinó el vaso-. Piense que vine por usted.

– A cuidarme.

– A controlarlo también.

Etchenike prefirió no contestar a eso. Quedaron en silencio. El patrón trajo los sandwichs en persona pero también en silencio.

– En esa mesa de ahí -dijo Etchenike al rato-, charlé el sábado a la mañana con el pibe Algañaraz por primera vez. Me pareció un boludo, un pendejo, un porteñito engrupido, en realidad. Le gustaba hablar fuerte, jactarse de que tal vez esa noche se cogía a una veterana que ni siquiera había tenido que laburar para levantársela. Pero ahora ese pendejo está muerto, probablemente asesinado, y a mí me interesa mucho más que cuando estaba vivo. Quiero decir que en otro caso o en otras circunstancias no le hubiera dado pelota.

– No le interesa el pibe, Etchenique.

– No, en realidad. No como supongo que debería importarme.

– ¿Y el otro, el panadero?

La pregunta lo agarró con el especial de salame y queso a medio camino hacia el mordisco. Se detuvo un instante en el pan que tenía entre los dedos.

– Patrón… Este pan se lo trajo Cacho hoy…

– Como siempre. A la mañana, antes de las nueve.

Mordió con cuidado, como temiendo romper algo que ya estaba roto.

– ¿Y qué hacía en bicicleta con la canasta llena de pan a esa hora de la noche?

– Lo llevaría para su casa. Supongo que le daban el sobrante del día…

El patrón se vino acercando, no se atrevió a arrimar una silla pero se apoyó en la mesa más cercana.

– ¿Por qué están pasando estas cosas? -dijo al fin.

En ese momento, como quien busca en la noche dura e impiadosa un lugar limpio y bien iluminado, otros dos hombres viejos que probablemente habían leído también a Hemingway entraron en el comedor del Hotel Veraneo.

El Polaco y el padre de Sergio Algañaraz venían juntos pero no era seguro que hubiesen salido juntos de alguna parte. Los traía la noche. Saludaron y se sentaron casi naturalmente junto a Laguna y Etchenike como si fueran los integrantes de un elenco teatral varado en un pueblo de provincia hasta que pasara el próximo e improbable tren.

Pidieron café. El Polaco agregó una Legui y podía suponerse que no era la primera.

Como por un acuerdo secreto, luego de cambiar unas palabras se hizo un silencio casi artificial, compulsivo, de ceremonia. Nadie habló de lo que aparentemente no hubiera podido dejar de hablarse. Pero también era imposible irse a dormir o trivializar las circunstancias con la política, el fútbol, el tiempo o la tristeza:

Hasta que repentinamente Etchenike lo encaró al Polaco:

– Y usted, Gombrowicz, ¿de dónde sacó tantas películas viejas?

El viejo iba a excusarse pero miró a Laguna como pidiendo un permiso que le sería concedido:

– Tómenlo como un cuento -dijo-. Han pasado tantos años ya que no importa si las cosas fueron así o de otra manera. Pero créanme como si…

– ¿Qué pasó? Nadie te va a meter preso ahora, Polaco, si es lo que te preocupa tanto -dijo Laguna indulgente.

Pero el otro no vaciló, a pesar o gracias a la incipiente borrachera, en contar lo que quería:

– Fue en el sesenta, cuando todavía el Atlantic funcionaba y el cine también. La camioneta de la distribuidora pasaba los lunes y traía las películas para toda la semana. Venía del segundo o tercer circuito de Mar del Plata y después de pasar por Necochea y Miramar llegaba acá. Generalmente traía quince: dos para cada día de la semana y tres para el miércoles: que siempre fue día de aventuras. Fueron años con ese sistema y siempre venía la misma gente. Hasta que esa vez -era un jueves- no apareció la camioneta sino un camión con dos tipos desconocidos. Pero era un camión de la distribuidora. Enseguida me di cuenta de que había algo raro: querían hacer dinero con las películas pero no sabían cómo… Suponían que podían venderlas, que en cualquier cine les darían buen dinero por las copias. “Es buena mercadería”, decían, como si fueran alfombras o saldos de fábrica. Me hice el gil y fui al camión con ellos: lo que había ahí era increíble. Estaban prácticamente todos los estrenos de la Fox, la Warner y la Paramount, de los últimos cinco años, y un montón más. Eran ciento cincuenta películas… Habían robado el camión en la ruta pero cuando vieron lo que cargaba no supieron qué hacer. Se equivocaron…

– Se equivocaron al traerlo acá -dijo Laguna sonriente.

– Eso es -confirmó Etchenike.

– Tal vez el camión iba para Chile o al sur y creyeron que cargaba heladeras, estufas, qué sé yo…

– ¿Y qué hiciste?

– Les “alquilé” quince para esa semana, argumentando que no podía hacer más pero les di a entender que era peligroso para ellos andar con todo eso. Agarraron la guita, yo entré las películas y quedaron en volver a la semana. Todos sabíamos que mentíamos pero vi la posibilidad de mi vida. Cuando los tipos fueron a comer al bar que quedaba en la esquina de la avenida, le pinché dos gomas al camión y le avisé al cabo Bulnes, que ahora está jubilado, para que los jodiera un poco pidiéndoles los papeles cuando estuvieran por salir. Al ver a la cana mirando el camión y las gomas pinchadas los tipos se asustaron… Afanaron una Ford F 100 y rajaron. Nunca más se supo de ellos. La camioneta apareció en Bahía Blanca dos meses después.

– ¿Y el camión?

El Polaco tomó un sorbito de su Legui, parpadeó como para recordar mejor:

– Apareció también, semivolcado en la banquina a pocos kilómetros de acá, a la mañana siguiente… Vacío.

Y se quedó mirando a Laguna.

– No me acuerdo… -dijo el comisario.

– Eso se llama “mejicaneada” -dijo el padre de Sergio.

– “Polaquiada”, mejor-dijo Etchenike.

Pero al narrador le faltaba el final:

– Claro que vino la policía en averiguaciones a los dos o tres días. Yo reconocí que les había alquilado algunas películas bajo sospecha de que eran robadas y las entregué… Pero ellos buscaban el resto. No encontraron nada. Estaba muy bien escondido.

– ¿Dónde? -la voz de Laguna denotaba que había hecho muchas veces esa pregunta en circunstancias parecidas.

– Imagínense un lugar en Playa Bonita, seguro y aislado… De acceso difícil y sin embargo cercano…

Gombrowicz había conseguido la atención de todos. Sólo Fumetto lo escuchaba con desdeñosa paciencia. Pero nadie imaginó un lugar así, nadie pudo adivinar dónde había escondido el mejor cine norteamericano de la década del cincuenta.

– ¿Dónde? -insistió el comisario.

– ¡Allá!

Todas las miradas siguieron el itinerario, la dirección del brazo extendido del Polaco que apuntaba a la ventana, a la negrura de la noche sobre el mar.

– ¿Cómo “allá”? -ahora Etchenike lo miraba a él.

– En el barco.

– No puede ser -dijo Fumetto hastiado.

– En el barco, allá… -se apasionó el narrador-. Ahí dejé todo. En varios viajes. Un bote como el que tenemos puede ir en la noche hasta el barco cuantas veces quiera. Acondicionándolas bien, cualquier cosa se puede guardar ahí.

– Polaco… -y Etchenike le apuntó con el índice-, nadie puede creer eso.

– Precisamente: el poder del vampiro está en que nadie cree en él.

– No jodamos: qué tienen que ver los vampiros…

– Que se cuente Drácula, ahora… -dijo Fumetto casi resentido.

– Creo que… -quiso concluir el Polaco-. Creo que el cuento es bueno.

Sonrió ampliamente, miró a Etchenike con intensidad.

– Y creo que… las películas también. Por eso vale la pena.

– Tiene razón.

La afirmación del padre de Sergio cerró el relato y Etchenike quedó pensativo: el señor Algañaraz estaba ahí, en un hotel de una playa miserable oyendo historias absurdas de robos más absurdos e improbables mientras su hijo se pudría en las primeras horas de la muerte.

Y recordó una situación clásica de El halcón maltés, cuando sin que nada lo anticipe ni justifique, Spade le cuenta a Brigid, aparentemente sólo para matar el tiempo, la historia del hombre común que abandona todo y se va a vivir a Spokane el día que casi lo mata la caída de una viga.

– Traiga las cartas, patrón -dijo Laguna.

Un rato después, cuatro hombres grandes y tristes entretejían los sentimientos y derrochaban habilidades en la esgrima del truco. El juego los retenía, estiraba y acortaba la noche a voluntad. Ellos jugaban.

El primer partido lo ganaron Etchenike-Algañaraz por escándalo.

– Hay afano -dijo el Polaco, que recurría al lunfardo cuando se soltaba de lengua y de bebida, después de perder un vale cuatro con un caballo sobre una sota-. Ustedes tienen demasiada suerte… Un culo bárbaro, bah.

Cambiaron y Etchenike quedó con Laguna. Apostaron otra vuelta de bebidas para todos. Gombrowicz iba por la cuarta Legui y Algañaraz repetía las ginebras mientras Etchenike sumaba cautelosos cafés.

Y el Polaco tuvo razón. Luego de un desarrollo ruidoso y cambiante, el desenlace se precipitó con una falta envido que el veterano se atrevió a conceder con 32 de copas.

En el momento de cantar las suyas, el Polaco ni habló: se puso de pie sonriente, depositó la maraña de trece espadas sobre la humilde mesa y extendió la mano que estrechó a su compañero triunfante y melancólico.

– Señores, con permiso… -dijo.

Y se fue a mear.

Mientras la mesa se levantaba, Etchenike lo siguió.

El baño tenía dos mingitorios de pared enturbiados por la meada de centenares de miles de paseantes. La lamparita del techo iluminaba apenas los hombros, la luz se deshilachaba más abajo.

Etchenike notó que el Polaco apoyaba la cabeza en los azulejos sucios para mantener el equilibrio, sostener el cuerpo contra el viento del alcohol y el sueño.

– Polaco… -se atrevió, desabrochándose-. Me vas a tener que ayudar: yo sé que sabés más de los que decís.

– No tenían por qué dársela al pibe -dijo.

– Claro que no -lo alentó al veterano-. ¿A cuál pibe?

– A fotógrafo. Fueron ellos.

– ¿Quiénes? ¿Vos los viste?

– No.

– Pero si fue al cine el domingo, a ver Piso de soltero… Estuvo ahí.

El Polaco recobró una repentina lucidez:

– No estuvo -dijo.

– Lo declaró ella, la Beba. Llegaron tarde, con el pendejo.

– Yo no les abro la puerta, no los dejo entrar si empezó.

Pero esa puerta se abrió. Entró Laguna y fue al inodoro.

– Hablar en el baño es de putos -dijo entre chorro y chorro.

– Llegó El tercer hombre -dijo Etchenike.

– Cuando me abran la sala, le prometo que la doy -dijo el Polaco.

– Eso me interesa tanto como lo otro -dijo Etchenike.

Y con el ruido de la cadena salieron los tres.

Eran las dos cuando el patrón apagó la luz y Etchenike notó, sin sorpresa ya, que Laguna había decidido velar en el salón, sentado en un sillón junto a la escasa luz del mostrador.

– No me voy a acostar -dijo-. Puede haber novedades en cualquier momento y prefiero esperar acá, cerca del teléfono. En pocas horas llega el juez y va a haber que estar listos para todas las diligencias. Si andamos rápido, a mediodía podemos estar en Necochea de vuelta.

– Despiérteme a las siete -dijo Etchenike-. Y cuídeme la puerta, aunque ya queda poco por robar o por romper.

Como respuesta, Laguna se golpeó sonoramente el flanco donde abultaba la cuarenta y cinco.

41. El mar cambia

Cuando la franja de claridad gris fue tan ancha y nítida como para perfilar el contorno del cuerpo dormido de Rizzo, Etchenike, cuidadosamente, manejando sus propias piernas con las manos, separando el culo del colchón con inédita sutileza, se levantó.

No se había desvestido, no se había lavado. Tirado allí, alerta y sin poder dejar de pensar, había sentido pasar las horas hasta el amanecer como quien oye un desfile cercano, un rumor bajo la ventana, un río detrás de la puerta.

Salió al pasillo y desde allí vio, en el hueco de la escalera, el opaco resplandor de la lámpara que iluminaba el mostrador: Laguna todavía velaba.

Pero no fue a verificarlo. Caminó hacia el otro extremo del pasillo, abrió la última puerta y bajó, sin encender ninguna luz, a tientas, por la escalera de servicio. Llegó a la cocina, iluminada por la ventana del patio trasero, y encontró la puerta que daba al exterior cerrada pero con la llave puesta. La abrió y salió a la calle lateral. Corrió rápidamente médano arriba y luego lo bajó a zancadas, alejándose del hotel y de la avenida. Respiró hondo y se detuvo. Miró a su alrededor. Nada se movía en Playa Bonita que amanecía. Sólo los gorriones aturdían todos en un mismo árbol y algunas gaviotas se aventuraban algo más lejos de la costa. Corría una brisa leve que venía del mar. Aunque estaba en una playa y en las desoladas puertas de los chalets se apoyaban las sillas de lona de temporada, este amanecer crecido era ya casi casi el otoño.

No lo vio enseguida. Sólo cuando estuvo a diez metros del bote roto y varado en la arena lo descubrió casi hecho un ovillo, semioculto y tiritando.

– ¡Es tarde! Le dije al amanecer… -se quejó incorporándose.

Sobre la mallita negra se había puesto una vieja salida de baño a cuadros negros y blancos que le cubría los dedos, le tapaba las rodillas. Parecía la bata de Firpo antes de pelear con Dempsey. O no: después de pelear con Dempsey, mejor.

Mojarrita le hizo un gesto que indicaba lejos y adelante. Echó a andar.

– ¿Qué pasa? ¿Adonde vamos?

El nadador siguió su marcha y Etchenike caminó tras él.

Andando unos metros detrás, el veterano comparaba, sin querer, sus pesadas pisadas de zapatos grandes con las huellas casi de gaviota que iba dejando el nadador descalzo.

Notó que Mojarrita hablaba solo, se detenía repentinamente, miraba el mar, gesticulaba y seguía. En un momento dado clavó la mirada en la arena a sus pies y enseguida se volvió hacia Etchenike.

– ¿Era por acá?

– Sí. Creo que sí…

Recordaba el lugar. Ahí mismo había visto, desparramada y pálida, la pobre humanidad de Sergio Algañaraz hacía ya muchísimas olas.

– Preste atención y mire bien el lugar. Calcule las distancias…

– Sí, jefe.

Etchenike observó hacia atrás y adelante sin saber qué debía mirar. Era casi todo cielo. Supuso que debía atender al resto, sus confines.

Siguieron. Caminaron cuadras que al veterano le parecieron kilómetros y tal vez lo fueron. Al llegar a una zona de pequeños acantilados, Mojarrita se acercó dos o tres veces a las paredes arcillosas hasta que finalmente encontró lo que buscaba.

– Es acá.

Como ante una orden de desmontar, Etchenike se dejó caer sentado en la arena.

– Acá, en este hueco, así, dice Beba que dejó la ropa del pendejo…

Mojarrita había metido la mano, el brazo entero en la hendidura abierta por el mar a dos cuartas del suelo.

– ¿Cómo sabe que es exactamente acá?

– Me dijeron lo que declaró. Todo se sabe.

Etchenike se sintió repentinamente culpable.

– Yo se lo iba a decir: ella está muy comprometida, Gómez. Es muy difícil que pueda sostener lo que declara.

– Precisamente.

Mojarrita caminó hacia el mar. La bata se había abierto, descubría el pecho lampiño, flameaba a sus espaldas. Era un pequeño príncipe desafiando, desde un poder ilusorio, los elementos naturales.

– Claro que ella miente, Julio -dijo solemne-. Y yo le voy a explicar por qué.

Se sentó en la arena húmeda, agarró una pluma de gaviota mojada y marchita y dibujó el lugar esquemáticamente. Puso el cielo, el mar, la arena, los acantilados, el pueblo, el faro. Ubicó dos cruces.

– Si ellos estaban en este lugar y el pendejo entró al mar acá -y señalaba alternativamente el dibujo y la arena en la que estaba sentado-, ya resulta raro, por esas rocas -las dibujó-. Pero era de noche y se entiende… Así que supongamos que entró nadando hacia adentro, bien hacia adentro…

Señaló con una flecha perpendicular a la orilla del mar.

– Yo conozco bien las corrientes marinas, las correntadas de esta playa. Son muchos años… Y le digo que si se ahogó allá, bien al fondo, frente a nosotros -y señaló el horizonte-, el cadáver no hubiera aparecido jamás donde apareció. Porque la correntada corre hacia el norte, no hacia el sur.

La flecha que hizo sobre el mar indicaba cada vez más lejos de Playa Bonita.

– Fíjese los cambios de colores del mar: son las corrientes. ¿Ve?

– Veo.

El veterano se puso de pie, señaló un poco más allá de la rompiente.

– ¿Y si se hubiera ahogado más cerca y golpeado en las rocas, por ejemplo?…

– No hubiese tardado más de treinta horas en aparecer ni se lo hubieran comido los peces.

– Ah.

Etchenike observó el esquema y luego paseó la mirada por la costa, trató de ubicar el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Sergio.

– Quiere decir que para aparecer donde apareció, no entró al mar acá.

Mojarrita asintió.

– Para ser devuelto por el mar donde lo dejó, después de un día y medio de ahogado, tiene que haber entrado al agua o por lo menos debe haberse ahogado mucho más lejos y hacia el sur… No de este lado.

– Frente al pueblo, en el centro.

– Más lejos.

Contra el cielo se recortaba el perfil oscuro del Hotel Atlantic y frente a él pero más lejos, apoyado en las rocas más negras del mar, el barco encallado.

Gómez se puso de pie, borroneó lo que había dibujado, se cerró la bata y sin mirar a Etchenike comenzó a rehacer el camino.

– Hace veinte años atrás -dijo señalando hacia el sur- lo hacíamos nadando, íbamos hasta las rocas, trepábamos al barco, nos zambullíamos mar adentro y después nos dejábamos traer por la corriente. Salíamos por acá.

– Entiendo.

Ahora caminaban juntos. Los pies de Mojarrita se mojaban, los de Etchenike no.

– Como ve, la versión de Beba es falsa.

– Sí.

– Y hay más detalles, si quiere: la ropa, las cosas de Algañaraz que la marea no toca ni ensucia en treinta y pico de horas… Alguien las puso ahí después de aparecido el cadáver o cuando ya estaba muerto en el mar.

Etchenike entendía todo menos adónde quería llegar el nadador.

– Y hay una más -dijo él ahora, como quien cierra un juicio, un ataúd-: el padre de Sergio dijo que el pibe no sabía nadar.

Mojarrita levantó las cejas.

– Es todo muy burdo. Demasiado -afirmó.

– Usted piensa que nadie puede inventar algo tan débil… Pero que alguien debe haberla convencido de que lo haga para perjudicarla -dijo Etchenike adelantándose, mirándolo de frente.

– Eso es, Julio. A Beba le hicieron la cama.

El veterano pensó que le habían hecho la cama, la habían acostado y se la habían cogido bien cogida. Pero eso no era una novedad. Y no lo dijo.

– ¿Me trajo para esto? Está muy bien. Pero ella está enterrada en este asunto y creo que no se merece tanto esfuerzo suyo… Salir del agua… ¿Qué dice el reglamento en estos casos, Gómez?

Mojarrita sonrió tristemente:

– Con ella no hay reglas. Vale todo.

– Ya veo.

El nadador aceleró el paso.

– Apurémonos. No vaya a ser que algún alcahuete aparezca por el club a esta hora y me denuncie y tenga que abandonar. Dejé todo encendido…

Y al ver la silueta de Mojarrita con tanto cielo arriba, con semejante desolación alrededor, tan ridículo y extranjero fuera del agua, Etchenike no quiso caer en la inevitable imagen chapliniana.

No soportaba más golpes bajos sentimentales. Lo tenían hasta acá.

42. Hombre al agua

Cuando faltaban pocas cuadras para llegar, el nadador comenzó a hacer fuertes inspiraciones y pequeños trotes. Se preparaba para volver a la competencia.

– ¿La va a ayudar? -preguntó entre resoplidos.

– Lo voy a ayudar.

– No me entendió.

– Sí.

– Pero ahora sabe más.

– Claro. Quédese tranquilo, Gómez.

Mojarrita no se tranquilizó pero corrió un poco más rápido, se le adelantó. Estaban cerca.

Etchenike miró el reloj. Según su William Irish de cabecera, el plazo expiraba al amanecer. Según esta aventura desventurada, el plazo o lo que fuera expiraba o se abría a las ocho, con la amenazante llegada de la ley. Tenía poco más de una hora.

Trotó y se apareó a Mojarrita.

– Hay dos cosas, Gómez: va a ser fácil probar que Beba mintió, pero mucho más difícil demostrar que alguien le vendió esa versión, que la inventó para cubrir a otro o a otros. Sobre todo si ella no está presente para argumentar… ¿Usted no sabe dónde está? Éste es un lugar chico…

– Demasiado. Nadie puede esconderse solo en un lugar así.

– Eso: ¿con quién está?

Mojarrita no contestó a eso ni contestaría.

– ¿Se fue con Brunetti a Mar del Plata?

El puñetazo de Gómez pasó cerca de la oreja derecha de Etchenike, que apartó la cabeza un instante antes. Ninguno dijo nada más. Ninguno dejó de trotar hasta que llegaron a la puerta de El Trinquete.

El Negro Sayago estaba sentado en el umbral de la cantina, cansado como un perro junto a la puerta cerrada del club. Tenía el bolso rojinegro a su lado y comía galletitas dulces, infantiles, de un paquetito.

– Así no se cumplen los reglamentos -dijo al verlos llegar-. Después nos quejamos cuando no nos homologan los récords.

Mojarrita no contestó, malhumorado, y recibió con un resoplido la caja de burlones alfajores que el Negro le arrojó a las manos.

– Volviste rápido -dijo Etchenike y le hizo un gesto casi imperceptible de que no hablara, de que cualquier información vendría después-. ¿Todo bien?

– Sí, pero sin comer. Llego y en este pueblo de mierda no han abierto la panadería…

– Ya vas a saber por qué. Vení, nuestro amigo retoma el intento.

Mojarrita había sacado la traba al portón y se dirigía resueltamente a la pileta. En la luz despiadada de la mañana, todo parecía peor. Las lamparitas continuaban patéticamente encendidas.

– Sayago, por favor -dijo pasándole la salida a cuadros-. Fróteme con el ungüento. Y usted, Julio, actualíceme las planillas y el cuentahoras.

– ¿En serio va a seguir?-Sayago lo cargaba mientras desparramaba a manos llenas el extracto de petróleo por la espaldita, los brazos…-. Ya perdió.

– Termínela, viejo.

Mojarrita zafó del amistoso manoseo del Negro y se tiró otra vez a la pileta con gracia y sin salpicar.

– Las luces, Julio -dijo al emerger.

– Allá arriba andaba un tipo con los cables haciendo arreglos, hace un rato -dijo Sayago.

Etchenike estaba con la mano en el interruptor y levantó la mirada. Más allá de la hilera de foquitos, en el techo, alguien se movió, agazapado junto al cable que pendía sobre el agua.

– ¡Salí de ahí, Mojarra! -gritó mientras apagaba las luces.

– ¿Qué? -dijo el nadador sin entender. Pero Sayago había comprendido en un relámpago lo que pasaba. Inclinándose, manoteó el brazo de Mojarrita que se deslizó engrasado entre sus dedos, pero consiguió dar un tirón y levantarlo en vilo del agua, sacarlo violentamente luego de golpear con las piernas contra el borde.

En ese momento hubo un chasquido en el extremo de la fila de luces, en el techo, y el cable suspendido sobre la pileta cayó. Se produjo una humareda gris y las lamparitas estallaron sordamente en contacto con el agua fría.

– ¡Cuidado con el agua! -gritó Etchenike y salió corriendo con la cuarenta y cinco en la mano.

El Negro no atinaba a soltar a Mojarrita, y había quedado sentado, aturdido tras el humo gris y con el nadador desmayado o algo más a su lado, ya sin fuerzas ni récord a la vista.

– ¡Parate, hijo de puta! -gritaba Etchenike mientras corría hacia la puerta del club.

Desde el suelo, Sayago lo vio llegar a la vereda, volverse hacia la izquierda y gritar otra vez sin resultado. Entonces se agachó, estiró el arma hacia adelante con las dos manos, apuntó unos segundos y disparó una sola vez. Luego se incorporó lentamente y quedó observando.

– ¿Le diste? -gritó el Negro.

– Ya está -dijo el veterano sin volverse y caminó a buscar la presa.

Sayago lo perdió de vista.

Gómez reaccionaba. Mientras se escuchaban los primeros ruidos de ventanas, de postigos abiertos, de preguntas por esos mismos ruidos, el nadador recuperaba el color, el habla, la circulación bajo la presión de la manaza del Negro que le seguía reteniendo el brazo.

– Parecés el náufrago de un petrolero.

– ¿Quién era? -y el dedo engrasado señaló tembloroso hacia el techo ahora vacío.

– No sé. Creo que el viejo se la dio.

– ¿Lo mató?

– No. Ahí lo trae.

Lloroso, arrastrando una pierna sangrante y con la cabeza abatida sobre el pecho, el Baba era arreado a patadas y empujones por Etchenike.

– No te tirés al suelo porque te remato, hijo de puta… -le decía hurgándole con la pistola en los riñones-. Caminá.

Llegaron ante la pileta.

– Negro, al trampolín.

– Sí, señor.

Sayago se levantó diligente, tomó al Baba del pelo y de los fondillos de los pantalones y lo llevó casi en el aire.

– ¡Al agua no! -gritó el rubio.

– ¡Al agua, sí!

A empellones, lo puso de panza sobre la tabla y le apoyó el pie en el culo, como un Tarzán triunfante. Hamacó el pie, apretó.

– ¡No! -se desesperó el Baba.

– ¿Quién te mandó?

– Déjenme.

– ¿Quién te mandó? Mirá que te tiramos… Te vas a hervir ahí, hijo de puta.

– ¡No!

– ¿Quién? -Sayago lo pateó, lo hizo agarrarse del tablón.

– El Tano… Brunetti.

– ¿Y dónde está? -preguntó Etchenike desde lejos.

– En Mar del Plata.

– No es cierto.

– Sí.

Etchenike le apuntó a la cabeza desde el otro lado de la pileta.

– No es cierto -dijo bajito. Y disparó.

El balazo hizo saltar una astilla del borde del trampolín. La cabeza del Baba se agitó a un lado y a otro.

– ¡En el Flamingo! ¡Está en el Flamingo con la Beba! -dijo.

– ¿Y eso dónde queda? -el veterano amartillaba otra vez la cuarenta y cinco.

– Suelte esa arma. Está detenido.

El subcomisario Friedrich le apuntaba serenamente a sus espaldas. Willy Hutton estaba junto a él pero no precisamente sereno:

– ¡Asesino! -lo increpó-. ¿Qué iba a hacer?

– Hacía confesar a una rata…

Etchenike arrojó el arma lejos, como para no tentarse. Hutton corrió hacia el trampolín.

– ¿Qué le han hecho al Baba? ¡Suéltelo!

– ¡Deje a ese hombre! -gritó Friedrich.

Sayago sacó el pie y bajó los escalones con cuidado, retrocediendo sin dar la espalda.

– No se equivoque, Friedrich -dijo Etchenike-. Quiso matar al Mojarrita. Desprendió el cable sobre el agua: fíjese.

– ¡Tráigalo, Willy! Que no se escape -dijo el policía sin prestarle atención.

El Baba se aferraba al tablón, lloriqueaba, bajaba temblando.

– ¿Y dónde está Gómez? -dijo Friedrich.

Etchenike lo buscó con la mirada.

– Estaba ahí -se dio vuelta hacia la salida-. Puede ser que se haya…

Hubo un grito e inmediatamente el ruido de un cuerpo al agua. La pileta se conmovió por unos segundos. El Baba emergió un momento, abrió los ojos, sacó la lengua en un grito sordo y quedó quieto boca arriba. Muerto.

Se hizo un silencio espeso. Todas las miradas convergieron en Hutton.

– Quiso escapar, resbaló… -dijo Willy aún en el borde, a la defensiva.

– Lo empujó -dijo Sayago-. Lo dejó caer.

Etchenike dio un paso hacia él:

– Hijo de puta.

– Quieto -amenazó Friedrich-. No se mueva.

– Lo mataste… -y el veterano siguió avanzando.

El golpe justo del policía, exacto en la base del cráneo con el perfil del caño de la pistola, lo derrumbó hacia adelante, lo desmayó antes de que tocara el piso y quedase tirado como un trapo para secar tanta agua, un poco de sangre, suciedad acumulada.

33. The Flamingo affair

La claridad, el ruido que entró con la claridad y la mano que lo tocó segundos después lo despertaron junto con las palabras del entrevisto comisario Laguna:

– ¿Cómo está?

– Dolorido.

El policía fue a la ventana y corrió las cortinas. La luz llenó el cuarto. De pronto fue demasiado para Etchenike, que parpadeó.

– ¿Dónde estoy? -dijo.

– Retenido en una habitación del Atlantic.

– ¿Detenido?

– Retenido -Laguna sonrió, lo invitó a distenderse-. En un rato el juez lo va a llamar a declarar, como a todos. Le voy a traer un café y una aspirina.

Cuando quedó solo comprobó al tacto que tenía una gran inflamación en la nuca que casi le impedía volver la cabeza y que eran las nueve de la mañana. La habitación tenía olor a humedad y a arena seca a la sombra. El depósito de olores bien podía estar dentro de ese ropero desproporcionado con un espejo vertical en el que no quiso verse y ante el que pasó furtivo rumbo a la ventana. Desde allí vio las palmeras polvorientas, el cuadriculado blanco y negro de la galería.

Laguna regresó con una taza grande de café con leche con dos medias lunas y una aspirina en el platito.

– Coma.

Primero se tomó la aspirina, después mojó una medialuna.

– ¿Qué pasó con el Baba? -dijo.

El pulgar del policía señaló el piso.

– ¿Y Hutton?

Laguna chasqueó los dedos, lo hizo esfumarse en el aire, como un mago.

– ¿Friedrich lo dejó ir?

– Tenía que arreglar cuestiones del seguro en Mar del Plata, por el incendio del campo. Recién se fue.

– Al Baba lo mató él.

El gesto del policía dejó todas las posibilidades abiertas:

– Es lo que dice Sayago, pero Friedrich no vio eso.

– No vio nada, como yo.

– Y no hay más testigos.

– Mojarrita. Estaba ahí.

El comisario se echó a reír:

– No, ya no estaba. Eso lo sé muy bien. Me lo encontré en la vereda de El Trinquete. Yo iba medio dormido. Había escuchado el tiro y salí a la calle rumbeado por el movimiento de la gente, los gritos aislados. Ni siquiera me di cuenta de que me había madrugado por la puerta de atrás.

– Me hubiera quedado -dijo Etchenike con la boca llena.

– Si es por eso, se hubiera quedado en Buenos Aires, mejor -lo cortó el comisario-. O se hubiera quedado un tiempo más desmayado ahora… En fin… Ya está hecho.

Laguna encendió un cigarrillo. Etchenike no sabía adónde iba.

– ¿Se acuerda de lo que hablábamos anoche? Aquí pasan demasiadas cosas para tan poco tiempo y tan poco lugar -prosiguió el comisario-. “Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda”, decían en la serie de la tele. Pero eso está bien para Nueva York, no para Playa Bonita. Veinte historias para una docena de personas es demasiado: uno se duerme en un sillón o lo desmayan de un culatazo y cuando vuelve a abrir los ojos hay un par de muertos más.

– ¿Un par?

– Por ahora -Laguna saboreó la morosidad del relato que se venía-. Cuando me lo crucé, Mojarrita iba corriendo hacia la playa: “¿Qué pasa? ¿Adónde vas?”, le digo. Ni me contestó. Era tan cómico verlo así, corriendo descalzo, semidesnudo y con el cuerpo todo embadurnado, que apenas me di cuenta de que llevaba un arma.

– La mía -dijo Etchenike que había dejado a un lado la taza y el platito vacíos.

– Bah… Tampoco es suya, precisamente -y le apuntó con el índice-. Digamos que era el arma que usted usaba y que él recogió del suelo cuando Friedrich lo desarmó.

– La pistola movediza -pensó el veterano en voz alta y calculó las sucesivas manos que la habían empuñado.

– Preferí dejarlo ir y seguir hasta el club. Y ahí fue donde me los encontré a Friedrich, Sayago, Willy, a usted en el piso y al Baba flotando. Cuando pregunté adónde podía haber ido el Mojarrita, Sayago dijo que sin duda había escuchado la confesión del Baba y había ido a buscar a Brunetti y la Beba al Flamingo. Entonces salí, pero nadie sabía dónde quedaba el Flamingo y me guié por los gritos y los disparos. Me crucé con gente que lo había visto pasar y lo quiso parar, pero él se dio vuelta, los enfrentó y tiró al aire… Todos se desparramaron y lo siguieron de lejos, por la vereda de enfrente.

– ¿Dónde queda el Flamingo?

– Acá nomás. Serán seis cuadras. Tiene entrada por la calle Uno y del otro lado da directamente al mar. Figura como night club pero todo el mundo sabe que es un mueble. Por unos mangos, se los deja laburar. Tienen el local adelante y un anexo con media docena de bungalows.

– ¿Y había mucha gente?

– Ya va a ver. Tengo la versión directa de la mucama, que acababa de llegar, a las siete.

Repentinamente, Laguna comenzó a teatralizar:

– Mojarrita armó un desparramo -dijo abriendo los brazos-. Pasó del local vacío a esa hora a las piezas, y se fue puerta por puerta… Debe haber sido una escena bárbara, con todas las parejas sorprendidas en la cama por un tipo con un revólver, enloquecido.

El narrador hizo una pausa y se acercó a Etchenike, le puso la mano en el hombro:

– Hasta que los encontró.

– Y los cagó a tiros.

– Sí… Pero Brunetti, con tanto escándalo, ya estaba sobre aviso y ni bien se abrió la puerta disparó primero. Hay un balazo clavado en el pasillo… Después, Mojarrita los barrió.

– Los mató.

– Cuando la mucama entró a la pieza -prosiguió Laguna- la Beba todavía estaba abrazada a la almohada que agarró con la idea de parar los tiros, me imagino. Tenía sangre por todos lados y parecía muerta.

– Parecía.

– La llevaron a Necochea para internarla de urgencia. Tiene dos balas adentro. No se sabe qué pasará.

– ¿Y Brunetti?

– Según la mucama, ella encontró abierta la puerta que daba a la playa, y al Tano Brunetti tirado en la arena, en pelotas, con dos tiros en la espalda y el revólver del Baba, el trabuco pesado, todavía en la mano. Se ve que tiró una vez y se le trabó y trató de escapar por la playa… Pero Mojarrita lo había seguido y le acertó.

– Bien, el Mojarra -exclamó Etchenike-. ¿Se escapó?

– No, intentó suicidarse y está preso.

– Qué boludo.

Laguna no pudo menos que sonreír pese a todo.

– Se quiso matar ahí nomás, en la playa, después de cagarlo al otro. Se afirmó el revólver en la cabeza y disparó. Pero se debe haber asustado porque apartó el revólver un poco y apenas se lastimó la cabeza y se arrancó un poco de pelo. Lo agarraron unos pescadores que se acercaron ante tanto quilombo. Ni se resistió: lloraba y gatillaba en falso, lloraba y gatillaba en falso. Se había quedado sin balas. Me lo entregaron a mí.

– ¿Está detenido?

– Retenido… detenido… hasta suspendido por la Confederación Sudamericana de Natación, me imagino. Él se quedó sin récord y usted sin laburo, Etchenique. En última instancia, el que va a mantener el título, el único beneficiado es el alemán Karl Burger, campeón mundial que ni siquiera es seguro que exista…

– No sólo él se beneficia, Laguna.

– Cierto. Pero no me va a negar que ahora el partido se simplificó.

– ¿Qué quiere decir?

– Que es como en esos clásicos de fútbol muy complicados, duros, con mucha pierna fuerte y mala intención de los jugadores, juego brusco y tribunas enardecidas. Hasta que no se van tres o cuatro de la cancha, entre lesionados y expulsados, no se ve nada claro… Ahora, acá, se despejó el panorama.

Etchenike no estaba tan convencido.

– Muy caro, el precio -se sentó en la cama en la que había vuelto a recostarse para escuchar el relato del policía-. Hay pibes que no tenían nada que ver con esta mierda: Sergio, Cacho y Rizzo, que casi la liga también. Con el Baba y Brunetti muertos hay algo de justicia pero va a ser difícil reconstruir lo que pasó.

– No, va a ser fácil. Usted quiere decir que no va a ser cierto…

– Veremos -dijo el veterano extrañamente fortalecido.

– ¿Qué quiere decir?

– En principio, quisiera verlo a Sayago.

– No puede.

Etchenike dio un paso hacia la puerta.

– ¿Está acá en el hotel? Déjeme salir, Laguna.

– No puede.

Cuando el veterano dio otro paso, el policía sacó su pistola y le apuntó desganadamente debajo de la cintura.

– Le dije que no.

Etchenike sonrió:

– Usted no va a tirar, comisario.

– Tal vez sí, lamentablemente.

– Esto podría haberse evitado -pensó o dijo Etchenike pero ya era tarde.

Laguna levantó un poco más la pistola; el gesto seguía siendo laxo.

– Sólo quiero hablar con Sayago, ver al juez y después irme -insistió el veterano.

– Demasiado. Costo muy alto; o muy caro el precio, como dice…

– Podemos buscar la manera de que usted no quede muy en evidencia. Yo lo sorprendo y…

Laguna desvió la mirada hacia el espejo. Fueron unos segundos. Etchenike lo miraba mirarse.

– A ver, pruebe… -dijo el comisario volviéndose hacia la ventana.

Etchenike saltó sobre él, lo derribó y por un momento lucharon en silencio, el arma entre los dos. En el tira y afloje el veterano creyó notar que Laguna prefería hacerle sentir que se resistía pero no suficientemente, que cedía pero que eso también tendría un costo.

En un momento dado el comisario zafó del abrazo y metió un hook corto, un mazazo que conmovió la mandíbula del veterano. Etchenike respondió con un rodillazo ascendente y rodaron otra vez. Cuando se levantaron, sin una palabra, el arma había cambiado de mano.

– Ahora vamos, traidor -dijo Etchenike tocándose la barbilla.

Agarró el brazo del comisario y lo retorció hacia su espalda. Abrió la puerta y lo hizo caminar.

– Derecho al juez, Laguna. Le garantizo que no va a perder la jubilación. Tal vez lo asciendan, inclusive.

44. Martínez Dios

Recorrieron pasillos vacíos. El policía sentía el frío del hierro en la nuca. Etchenike el frío de la transpiración en todo el cuerpo.

– ¿Quién es el juez?

– El doctor Martínez Dios.

Etchenike no pudo evitar sonreír ante el nombre:

– ¿Y eso es bueno o malo?

– Es La Ley.

Doblaron, salieron al patio central. Se detuvieron allí.

– Primero tengo que ver a Sayago. ¿Dónde está?

– Debe estar declarando. Con custodia.

– No importa, vamos.

– Es en el comedor.

– Conozco.

El agente Russo estaba parado, en posición de descanso con las manos en la cintura, a un costado de la puerta dibujada y lujosa del comedor. No tuvo tiempo para reaccionar.

– El arma o mato al comisario -dijo Etchenike exagerando, yéndosele encima.

Cuando quiso manotear la pistola, el veterano le apuntó a él mientras retenía a Laguna por el cuello, lo hacía patalear.

– Vamos adentro -dijo.

Entraron. El juez era un hombre joven y menudo, un rubio sumido pero no frágil, vestido de remera amarilla y sandalias. De su presunto uniforme convencional sólo conservaba los anteojos y el portafolios. Era como si, al salir de una carpa playera, el doctor Martínez Dios hubiera tomado al pasar y de apuro los atributos mínimos de su investidura. Ahora hablaba con voz pausada y escuchaba selectivamente los borbotones apasionados de Sayago.

Curiosamente, ni él ni el Negro sentado del otro lado de la mesa improvisada como escritorio de juzgado los oyeron llegar. Sólo el secretario, que tecleaba la declaración levantó la mirada:

– Doctor Martínez Dios… -dijo como temiendo interrumpirlo.

El primer gesto del juez fue apenas de un módico fastidio:

– ¿Qué pasa?

– Señor juez… -dijo Laguna con el cuello estirado por la presión del arma-. El señor Etchenique tiene urgencia por declarar y desea que yo asista.

Martínez Dios pareció no entender las circunstancias:

– Tendrá que esperar, el señor Sayago está completando su declaración.

– Por mí no hay problemas -dijo el Negro poniéndose de pie y tomando el arma de Russo.

– Gracias.

Etchenike se sentó, entregó también su arma a Sayago y se dirigió formalmente al juez:

– Puedo contarle todo, señor. Es largo.

Martínez Dios hizo un gesto y el secretario puso papel en la máquina.

Casi una hora después, por la puerta lateral del Hotel Atlantic salían, en fila india, Sayago, el Dr. Martínez Dios, el médico forense y Etchenike. Muy juntos. Antes de subir al Falcon gris con chapa oficial, el veterano se dio vuelta y levantó dos dedos de su mano derecha. Friedrich y Castro, en el umbral, recibieron el mensaje, que no era la ve de una victoria improbable sino el recuerdo de las dos horas que había pedido Etchenike para devolver al juez sano, salvo e informado.

Ahora Sayago conducía con el Dr. Martínez Dios a su lado entre los vertiginosos pinos del camino de acceso al balneario.

– ¿Adónde vamos? -dijo el juez, más entusiasmado que temeroso.

– Le voy a mostrar el tercero -dijo Etchenike recostándose en el asiento trasero-. Es cerca y con vista a la ruta.

– El “tercer hombre” del que me habló…

– No. Esa es una historia que tiene que sonsacarle al Polaco, si es que consigue que hable…

El veterano había guardado el arma y estaba en la fase de las recomendaciones personales, las recetas a la justicia sobre los pasos a seguir.

– Vamos a ver el tercer cadáver -explicó-. La tercera víctima.

– Yo tengo cuatro -contó el juez mentalmente.

– Tiene cuatro muertos: dos víctimas y dos victimarios.

– Ah… ¿Y éste que vamos a ver, qué es? El que desempata…

– Un poco menos víctima de lo que parece.

– Creo que entiendo -dijo el juez.

– Creo que sí.

Acostumbrado a robos menores, alguna disputa con puñaladas en el puerto de Quequén o ciertos cajeros de bancos provinciales que se quedaban con los vueltos, el Dr. Martínez Dios estaba desbordado por tantos avatares, nombres falsos y verdaderos, apodos, calibres e intereses entretejidos.

– Pero hay algo que no entiendo -dijo eligiendo entre sus dudas-. Su golpe final al comisario Laguna me parece de una exquisita cobardía… El hombre estaba desarmado y no esperaba ni merecía eso.

– Es un amigo, juez. Recuerde eso -dijo Etchenike mirando el paisaje.

El forense, a su lado, hizo como que no oía, como que no sabía de qué hablaban. El veterano le tocó el hombro:

– Qué trabajo el suyo: tiene muchas más manos que armas para analizar.

– Los de balística pueden tardar un siglo pero ya hay algunas cosas: el revólver que disparó la bala clavada en el pasillo del Flamingo es el mismo que mató a Cacho, el panadero. No quiere decir que sea el mismo dedo el que apretó el gatillo, pero… Los balazos que tiene adentro Brunetti salieron del mismo caño que el que tiene el cadáver del Baba en la pierna.

– Y la pistola no es de ninguno de los dos que la gatillamos -dijo Etchenike divertido- Y ahora va a tener problemas nuevos, aunque ya se me ocurren algunas ideas al respecto. Sé que voy a tardar un poco en conseguir el arma que hizo lo que vamos a ver. Pero casi seguro que es un treinta y ocho.

Ante una indicación de Etchenike, Sayago se zambulló en el camino lateral y aceleró levantando arena y polvo. El veterano temió por un momento que algo hubiese cambiado, pero no. Ahí estaba, entre los árboles, el Volkswagen rojo, impecable. Coria había tenido menos suerte: habían comenzado a visitarlo las hormigas.

El juez y el forense hicieron su trabajo y preguntaron mucho más de lo que Etchenike contestó. Dijo que Cacho había descubierto el elegante cadáver pero insinuó que no eran ésas las razones de su muerte, que giraban, como el juez debía entenderlo, alrededor de la noche del domingo y de quiénes habían estado con Beba Vargas.

– Esa mina es la clave, doctor -dijo sentándose frente al volante y cerrando la puerta del convertible.

– ¿Qué hace? No puede llevárselo.

– Voy a devolverlo. Mañana o pasado hablamos. Suerte…

Puso la marcha atrás, enderezó, metió primera y los dejó en medio de una nube de polvo.

Sayago saludó con el brazo extendido, un copiloto feliz.

CUARTA

“Ésa es la diferencia entre el crimen y los negocios.

Para hacer negocios es necesario tener capital.

A veces pienso que es la única diferencia.”

CHANDLER, El largo adiós

45. Duchas

El escaso pelo gris al viento, la barba sin afeitar y desprolija, los peludos agujeros de la nariz expuestos al aire impiadoso del mediodía, la cabeza de Etchenike reposaba sin demasiado reposo y con los ojos cerrados, reclinada en el asiento delantero del convertible, entregada al sol y a un sueño inquieto.

El autito se deslizaba brillante y rápido entre curvas que ni siquiera lo parecían, corría por la ruta costanera de acceso a Mar del Plata como por el riel de un Scalectrix. Sayago lo llevaba con el gozo fácil y el cuidado del que desliza una plancha sobre una bandera de colores queridos.

En la bajada del faro, antes de la curva a la izquierda que descubría la amplia bahía de Punta Mogotes, la inercia zarandeó un poco más al veterano y lo despabiló:

– ¿Dónde estamos?

– Llegando -dijo el Negro.

– Estoy todo torcido -se quejó Etchenike. Tenía las piernas encogidas y había sumado una nueva contractura a los hombros y al cuello.

– Extrañás el Plymouth… -se burló Sayago.

– No. Pero el armatoste tiene otro andar. Vos sabés lo que estás pisando cuando apretás el acelerador.

Se reacomodó, trató de ubicar el cuerpo más erguido y extendió los brazos sobre el borde de la ventanilla y por encima de los hombros del Negro.

– Además -golpeó sus rodillas más cerca del esternón que del tablero-, en el Plymouth vas sentado, estás naturalmente sentado, como en una mesa de bar o en el cine… Acá, no: entrás calzado, puesto en el lugar para manejar o viajar con una sola posición posible…

Sayago lo miró sin hacer ningún comentario. Etchenike se calló. Sonrieron.

– Sí -dijo después de un rato-. Extraño todo. Hasta la oficina. Hace una semana que salí. Parece mucho más.

– Es cierto.

El tránsito se adensó al llegar al puerto y al subir por Juan B. Justo quedaron unos minutos trabados entre dos micros. El calor arreciaba. Un jeep con cuatro jóvenes de shorts, remera y tablas de surf quedó un rato atravesado frente a ellos en una bocacalle. Los muchachos los miraron largamente. Dos de ellos hacían comentarios y reían. Sayago se secaba el sudor con fastidio.

– No es auto para pasar inadvertidos -dijo.

– Parece que no.

Zafaron del embotellamiento y Sayago pudo volver a acelerar rumbo al centro.

– No es sólo el auto, Negro, somos nosotros. Un chorizo y una morcilla en una fuente de acrílico.

– ¿Qué es el acrílico?

– No te digo… -y sonrió, teatralmente desalentado-. Llegaste tarde al acrílico, al descapotable rojo…

– Así vamos a llegar tarde a todas partes.

– No son tantas.

– ¿Cuánto nos vamos a quedar en Mar del Plata?

– Unas horas: hacemos lo que hay que hacer y listo.

– ¿Qué hay que hacer?

Etchenike lo miró diciéndole que él ya sabía qué había que hacer:

– Ajustar cuentas con Silguero, cobrarle el laburo a Romero, hacer averiguaciones para la huérfana paralítica y cobrar un vale que tengo por dos revólveres perdidos… Ah: localizar al chileno.

– ¿Y a quién hay que pegarle?

– A varios.

– ¿Por dónde empezamos?

– Por bañarnos.

Sayago puso tercera y en la esquina siguiente dobló hacia el norte con buen sonido de gomas sobre el asfalto caliente:

– Vamos al gimnasio del Club Peñarol -dijo-. Vas a conocer a Raúl Ludueña y a aprender a compartir la toalla con boxeadores… Maricón.

Izquierda, derecha, pausa, izquierda, derecha, uno-dos, pausa, cintura para dejar pasar la bolsa, izquierda, derecha, pausa, izquierda, derecha, izquierda, cintura… Y la bolsa iba y venía como un péndulo.

Con una camisa fresca y oscura, pantalón claro y una campera liviana al hombro, las axilas y los pies entalcados como un cafishio y una exhaustiva afeitada, un Etchenike impecable miraba transpirar al Negro Sayago haciendo bolsa con pantalón largo, zapatos, musculosa, guantes prestados y veteranía propia.

Se apartó sin que el ex olímpico lo advirtiera y atravesó el gimnasio entre los rítmicos saltarines a la cuerda, un ceñudo castigador del punching y dos minimoscas forrados en cuero acolchado que hacían sonar los golpes como parches, a los guantazos en medio de un ring que parecía una cancha de fútbol para ellos.

El olor a resina y a aceite verde lo acompañó más allá de la puerta de vidrios opacos cuando entró en el bar contiguo del Club Peñarol.

Raúl Ludueña tomaba una cerveza en la barra y lo convidó con un gesto.

– ¿Y el Negro?

– Me voy solo. Está muy entusiasmado.

– Ése fue un campeón.

Etchenike asintió y levantó la copa.

– Soy otro. Me siento otro -dijo satisfecho, bañado, dispuesto a todo.

– ¿Eso es bueno?

Las arrugas y las pequeñas heridas cubrían la cara de Ludueña como una fina red. “La máscara del Hombre Araña”, pensó el veterano. Los ojos asomaban por dos ranuras altas, negros y vivísimos, ladinos como la sonrisa con dos o tres dientes menos. Sobre la frente le caía ese mechón de pelo duro y ya gris que usan los boxeadores para repartir gotitas de agua al recibir un cross exacto como los de Roberto Arlt.

Pero ahora el que había pegado con un jab de contención era él.

– Es necesario, a veces, ser otro -respondió Etchenike-. Cambiarse la ropa, la peinada, el domicilio, el nombre, la nariz…

El boxeador apoyó el índice sobre su propia nariz y la hundió.

– Un precio alto, el de ustedes… No es fácil poner la cara -dijo Etchenike.

– Otros ponen el culo… ¿Usted por dónde prefiere sangrar?

El veterano mostró su ceja rota como quien exhibe un diploma, una garantía quién sabe de qué. Pensó en los que ponían el cuerpo, todo el cuerpo, y sangraban.

– ¿Qué sabe de su hermano, Raúl?

El boxeador suspiró. No estaba seguro de lo que iba a decir ni de cómo decirlo:

– Hablé con Sayago el otro día. Es todo muy raro. Por un lado, estoy prácticamente convencido de que él no murió en el ‘55. No estuve en el reconocimiento del cadáver pero después tuve noticias de amigos que me aseguraron que se había escapado.

– La historia del penal de Ushuaia…

– Sí. Habría estado también en la Resistencia por esos años. Pero nunca tuve un contacto directo con él para confirmarlo, ni una carta ni una llamada.

– No hay mucho de qué agarrarse para creer, entonces.

Ludueña asintió pero dejó abierta otra posibilidad, pidió atención:

– Esta semana me llamaron por teléfono acá, al gimnasio. Y era él. Preguntó por mí y me dice: “Raúl, no te asustes: soy Juano, tu hermano”.Y me dijo “Juano”, que es el sobrenombre de pibe, de casa. “Estoy acá, en Mar del Plata. Volví porque hay algunas cosas que tengo que arreglar”. No me dijo qué cosas. No me dijo nada más. No quiso que nos encontráramos. Me avisó que iba a volver a llamar y llamó ayer. “Todo va bien, Raúl: ya te vas a enterar de mí, por los diarios. Pero no me busques que es peor. Termino de hacer dos cositas y nos vemos”. Eso fue todo.

– ¿Y era él? ¿La voz era la de él?

– Seguro.

– Son veinticinco años, no unos meses… La gente cambia, la voz cambia.

– Seguro -dijo Ludueña, seguro.

– ¿Y no le da miedo que haya aparecido así?

– No.

– Porque a María Eva, sí.

Ludueña sonrió:

– María Eva… Los ricos son diferentes.

– Eso decía Scott Fitzgerald.

– ¿Y ése con quién peleó? ¿Es de la época de Marciano?

Etchenike no supo si lo estaba cargando:

– Anterior -dijo-. Duró poco.

Terminó la cerveza y se apartó de la barra.

– Gracias por los datos. Dígale al Negro que me espere.

– ¿La va a ver?

– ¿A quién?

– A Evita.

Etchenike pensó en esa mujer lisiada que se llamaba María Eva Ludueña y le costó asociar todas las imágenes:

– ¿Cuánto hace que no la ve?

– Desde que era así.

Y “así” era muy poco, apenas unos centímetros sobre el mostrador.

– Sí, casi seguro que la voy a ver -hizo una pausa-. Pero es otra.

Raúl Ludueña tiró un gancho lento y anunciado, amistoso.

– ¿Eso es bueno?

– Es malo. Creo que es malo -dijo Etchenike trabando, mirando el reloj.

Era un edificio de cemento y vidrio de diez pisos que ocupaba veinte metros de Almirante Brown, a media cuadra de Plaza Colón. En la planta baja, tras las vidrieras hasta el piso, operarias vestidas de amarillo, marrón y naranja -“colores de alfajor”, pensó Etchenike- mostraban el proceso que convertía el cacao, la leche, el azúcar y todo lo demás en los inimitables productos Los Lobos. El desarrollo era tan exhaustivo, evidente y limpio que sólo faltaban una vaca, una gallina en su corral, y un cañaveral en el fondo del jardín circundante. Esa puesta en escena de la elaboración de los alfajores Los Lobos era una verdadera atracción turística. El público desfilaba frente a las vidrieras y confluía luego en la ventanilla del local de ventas.

Hacia ese lugar fue Etchenike. Compró uno de chocolate con coco y aprovechó para preguntar todo lo que quería saber: eran siete empresas en otros tantos pisos y los últimos tres reservados para el imperio de Los Lobos.

En el hall de entrada, tres grandotes ociosos pero vigilantes hablaban de fútbol, reían entre ellos.

Tiró el alfajor apenas mordido en un cenicero de madera y vidrio y se encaminó al ascensor. Un ropero de seguridad le salió al cruce:

– ¿Adónde va?

– A ver a Silguero, a Romar -aseguró.

Lo dejaron pasar.

Pero no fue a Romar. Se bajó en el séptimo y se presentó en las oficinas de Rovial S.A.

– El señor Forlán, por favor.

La secretaria no conocía a ningún Forlán en la empresa. Preguntó por Coria, entonces. Tampoco. Agradeció y bajó un piso por la escalera.

En Rotour S.A. tampoco trabajaban ni Forlán ni Coria; en el quinto piso, las oficinas de Rofin S.A. no los contaban entre sus empleados, pero la cortés recepcionista de Romotor S.A. dijo que sí, que al señor Coria no lo ubicaba pero que el señor Forlán estaba de vacaciones desde la semana pasada y que se reintegraba probablemente el lunes.

Agradeció, no dejó nombre ni pelo ni marca y bajó un piso más, por ascensor, hasta Romar S.A. Preguntó por el señor Silguero.

– ¿Quién lo busca?

– Et-che-ni-ke -deletreó.

La joven recepcionista parecía diseñada por el mismo optimista dibujante que había inventado las líneas escalonadas y los parques y veredones del Complejo que él sabía desolado pero que aquí brillaba a cuatro colores en un panel de pared a pared.

– No lo va a poder atender -dijo la niña pulsando el intercomunicador luego de escuchar un momento-. Dice el señor Silguero que lo llame más tarde al número que usted tiene.

– Déme un sobre, por favor -dijo Etchenike.

La recepcionista le alcanzó uno y no llegó a ver qué ponía el visitante en su interior. Etchenike lo mojó con la lengua, lo cerró y se lo devolvió.

– Déle esto. Ahora.

Ella lo tomó y se dirigió hacia una puerta lateral.

– ¿Espera? -dijo volviéndose.

– Espero.

Un par de minutos después la puerta se abrió.

– Adelante -dijo la secretaria y se hizo a un lado.

Norberto Silguero estaba parado tras su escritorio con los diez dedos apoyados sobre la tapa de vidrio. Estaba sereno y sonreía. Sin embargo, Etchenike notó las yemas blancas de los dedos; la presión de todo el cuerpo en tensión; Silguero podía permanecer de pie, sentarse o saltar como una pantera sobre él en los próximos segundos.

Pero no hizo nada. Se quedó quieto. Apenas le ofreció una silla, con el mentón estirado.

– No lo esperaba -dijo con voz amable que se quebraba en las vocales.

– No esperaba venir -dijo Etchenike cerca de él, sin sentarse-. Hubo emergencias.

Y puso la mirada en el sobre abierto del que asomaban la cédula de Forlán que había recogido en el Volkswagen descapotable y la foto original de Coria en el Casino.

– ¿Tiene las fotos que sacó? -dijo Silguero.

– Esas me interesan -dijo Etchenike señalando el sobre-. Explíqueme.

– No hay nada que explicar. No se meta. Le pagué para conseguir ciertas informaciones sobre un individuo. Si en el curso de la investigación el sujeto revela otra identidad o adquiere una nueva, es parte del trabajo suyo. No tiene por qué…

– Dos errores, Silguero -lo paró Etchenike-. Uno, que Coria era Forlán desde el principio. Acabo de averiguar que trabaja acá arriba, en Romotor. Eso usted lo sabía. ¿Por qué me lo señaló como Coria? ¿Por qué inventó el asunto del empleado desleal, de las ocupaciones ilegales? Ahí hay algo más. El otro error es decir que me pagó. No. Acá paga Romero, el patrón. Y quiero hablar con él, no con un forro…

– Está loco. No puede…

Etchenike manoteó el sobre con la foto y la cédula y volvió a guardárselo en el bolsillo.

– Déme eso -dijo Silguero extendiendo una mano hacia él mientras abría con la otra el cajón de su derecha-. Déme eso, va a ser mejor…

El veterano agarró la mano extendida y tiró hacia sí. El gerente de Romar golpeó contra el escritorio, y quedó allí echado boca bajo.

– ¿Qué tenés ahí? ¿Un revólver? -dijo Etchenike asomándose.

Una pequeña pistola del veintidós esperaba en el cajón abierto. Lo cerró de un golpe y sin soltar a Silguero le apoyó la punta del dorado abrecartas junto al nudo de la corbata carmesí.

– Ahora hablás con Romero y le decís que tenés que subir. Si me nombrás, te degüello. Silguero empezó a transpirar.

– ¿Qué quiere hacer?

– Quiero que me pague y me explique -empujó el abrecartas-. Hablá.

Los dedos húmedos del gerente de Romar picotearon el microteléfono.

Transpiraba más. Las gotas tocaban la punta filosa.

– Te vas a tener que ir a bañar… ¿Tenés dónde darte una ducha?

– Ha-hay un sauna…

Etchenike sonrió, movió el fino puñal.

– Si no, te recomendaba el gimnasio del Club Peñarol… Buen ambiente.

Alguien atendió el teléfono del otro lado.

– Habla Silguero -dijo Silguero-. Dí-dígale a Romero que subo.

46. Un lobo menos

Cuando salieron del ascensor, había tres personas que se disponían a bajar.

– Buenas tardes, Toledo -dijo Etchenike al último de ellos.

Usaba el mismo traje marrón, la misma peinada a la gomina, el mismo portafolios. Su rostro reflejó el mismo pánico que Etchenike conocía. Giró, salió disparado hacia una puerta a sus espaldas.

– Espere -intentó detenerlo Silguero.

El veterano apartó por un momento la mano con que rodeaba amorosamente la cintura del gerente de Romar y se adelantó, alcanzó a Toledo junto al portero eléctrico cuando se confesaba:

– Romero… Vino… Está aquí… -alcanzó a decir antes de que Etchenike lo desplazara, le pusiera el puñal en la nariz, como Polanski a Nicholson en Chinatowm.

Contra todas las expectativas, el mecanismo de la puerta emitió un zumbido. Etchenike tomó a Toledo de las solapas y lo empujó contra la puerta, que se abrió. En un instante estuvieron todos adentro.

El hombre que estaba en el otro extremo de la inmensa habitación, parado junto al cuarto tramo de una ventana que dejaba ver todo el Océano Atlántico y un probable esbozo de la costa africana en el horizonte, tuvo un gesto de extrañeza. Etchenike no pudo verle los ojos, que ocultaban anteojos negros de vidrios espejados. Tampoco expresó actitud alguna con el cuerpo o los brazos, que permanecieron rígidos dentro del traje blanco. Sólo el movimiento vacilante, casi imperceptible, del caño de la pistola que empuñaba, indicó que algo no era como él esperaba.

– ¿Quién es? -dijo centrando el movimiento del arma.

Por un instante el veterano pensó que ese hombre era ciego.

– Etchenike, señor Romero. El hombre que… -dijo Silguero en un segundo plano, casi responsable de todo.

– Ah… Sí, sí-y ahora la distensión fue evidente-. Pensé que se trataba de otra persona… Usted, Toledo, me hizo pensar, con su actitud…

El hombre del Complejo intentó disculparse por la alarma pero la presión de esa punta afilada entre las costillas lo contradecía.

– No exactamente -alcanzó a decir.

– Por favor, señores, déjennos solos -pidió Romero.

Silguero y Toledo obedecieron.

Mientras el mismo Etchenike cerraba la puerta a sus espaldas, el Lobo Romero se dirigió hacia otra zona de la vasta habitación. Primero pasó junto a un equipo de música que ocupaba un ángulo completo y luego por delante de un escritorio limpio de papeles sobre el que sólo había una máquina de escribir eléctrica y el teléfono. Bajo el grueso vidrio, una lámina gigantesca reproducía la tapa de una caja de Alfajores Los Lobos. Detrás del escritorio, la biblioteca empotrada en el muro blanco contenía algunos volúmenes de obras completas de clásicos sostenidas a ambos lados por lobos marinos dorados en posición Mar del Plata, clásica también.

Romero se detuvo finalmente en el rincón más lejano y desde allí invitó a Etchenike a sentarse en alguno de los tres sillones negros con detalles dorados que rodeaban una mesa ratona. Había botellas en un gabinete lateral.

– Venga, Etchenike, póngase cómodo.

El veterano se acercó y se midieron. Romero era corpulento, pero Etchenike, más flaco, superaba con mayor holgura el metro ochenta y cinco.

Romero depositó como un regalo la pistola -una igual a la de Silguero- sobre la mesita y Etchenike dejó al lado, cuidadosamente, el abrecartas.

– Ahora sí: buenas tardes -dijo el Lobo extendiendo la mano.

– Buenas tardes.

Y no hubo mano de Etchenike.

Tampoco aceptó el cigarrillo. Se sentó y dijo:

– Forlán está muerto.

Romero no dio tampoco ahora ninguna señal de alarma. Apenas si pitó un poco más fuerte del Chester y tiró el humo un poco más lejos. Sin embargó cuando con gesto estudiado pero histérico se sacó los anteojos, Etchenike le descubrió unos ojos irremediablemente húmedos y huidizos. Los mocasines grises con medias Dior, la camisa estampada abierta sobre el pecho velludo y que dejaba ver el pesado medallón, la piel tostada y el peinado duro y cosmético que le azulaba las canas, todo evocaba un aire de falsa modernidad decadente, todo lo hacía envejecer sin dignidad, como a esos afeminados empresarios californianos de serie televisiva.

– ¿Cómo fue? -dijo sirviendo whisky sin invitar.

– Ayer, en un camino vecinal a la salida de Playa Bonita, alguien lo baleó por la espalda junto al auto -Etchenike tiró la cédula sobre la mesa-. La traje como prueba de que estuve allí.

– ¿Cómo sé que es cierto?

– Llame a la policía de Necochea o compre el diario de mañana. Le conviene apurarse, ponerse a cubierto o ellos lo llamarán antes.

Romero evaluó o pareció evaluar ese consejo. Estuvo a punto de tomar el teléfono pero se contuvo.

– ¿Trajo las fotos de Forlán? -dijo en tono que quiso ser casual.

– No las tengo. Alguien me asaltó en el hotel y se llevó la cámara y el rollo… Golpearon a un muchacho que nada tenía que ver. Creo que son los mismos que mataron a Forlán.

– ¿Por qué dice eso?

– Es muy claro, Romero. Por eso estoy hablando acá con usted y no con el forro de Silguero.

Romero asintió, casi sonrió ante la calificación de su gerente de Romar.

– Siga.

– Aunque tardé en darme cuenta, todo este trabajo de vigilancia en el Complejo no fue más que una pantalla para cubrir un episodio, apenas uno más, una batalla, de la guerra entre usted y los Hutton por el Atlantic.

– Siga.

– Y creo que es muy burdo el intento: fotografiar a la renga en la cama para después extorsionar, supongo, a Willy, a la misma renga o a la vieja Julia, si es preciso, para que aflojen en la concesión del hotel.

– Muy burdo, es cierto. No sé a quién se le puede haber ocurrido algo así.

– No sé a quién -dijo Etchenike sin un dejo de ironía-. No creo que al boludo de Toledo, que apenas sirve, y mal, para intentar negociar en “ La Julia ” y convertirse en sospechoso por estupidez.

El Lobo lo interrumpió con una carcajada breve:

– Es muy bueno, eso… ¿Sabe que Willy sospecha de Toledo por el incendio?

– ¿Se lo dijo?

– Llamó hoy: dijo que puede probar que fue un atentado… Willy está muerto, definitivamente muerto. Se cae solo. No necesito apretarlo más.

Etchenike tuvo un repentino ataque de asco:

– Volvamos a nuestro sucio asunto, mejor: decía que pudo haber sido idea del mismo Silguero, que conocía la relación de Forlán con María Eva y se le ocurrió, cínicamente, hacer un servicio bien pagado a la empresa. Pero se me ocurre que no le da el ingenio para tanto, aunque quizá la obsecuencia haga maravillas e inspire a las personas.

– Yo lo llamaría lealtad. No hay empresa exitosa sin lealtad.

– No hay extorsión exitosa sin lealtad, diríamos en este caso.

– Diríamos.

El Lobo concedía con benevolencia, daba hilo, dejaba que el viento se llevara la cuestión bien lejos. Ya recogería, empezaría a tirar.

– Puede haber sido idea del mismo Forlán: se levantó a la renga y les ofreció el negocio a los patrones. Pero salió mal. A él, por lo menos: lo mataron y las fotos de la encamada las tienen ellos. Todo al pedo.

– ¿Las tiene Willy?

– Tal vez.

– Si quiere cobrar, recupérelas. Se ve que usted va y viene con soltura.

– No es tan simple. Usted no está en una posición como para plantear ningún tipo de condiciones.

Etchenike se puso de pie, las manos en la cintura:

– Tiene mucho que perder, Romero. Y lo sabe. Se hace el boludo pero acá ha habido varios muertos; yo he estado involucrado y si me aprietan voy a hablar: todo. Nunca he participado de una empresa exitosa, por eso no soy leal. Por lo menos con los empresarios…

– No amenace -el Lobo señaló la pistola, el teléfono y dijo con suavidad-: podría no salir vivo de acá.

– Eso no es cierto. Acá adentro no puede disparar. Si me lastima queda pegado con un quilombo tan grande que olvídese de sus aspiraciones de copar el Hotel Atlantic. Por algo trató de mantenerse al margen.

– Estoy al margen. Y no tengo enemigos. Ni me los voy a inventar.

Romero se puso de pie él también con una resolución inédita. Era como si finalmente se diera cuenta de algo evidente que no había sabido valorar y estaba ahí, tan claro.

– Simplifiquemos -dijo yendo hacia el escritorio, abriendo un cajón-. Necesito su ayuda, Etchenike, y lo reconozco. Voy a pagar esa ayuda, ese silencio eventual. Voy a pagar bien por esas fotos que usted, estoy seguro, me va a traer esta noche a casa, sin alharaca ni escándalos. Y voy a pagar bien por cerrar el desgraciado caso Forlán sin complicaciones. Usted se calla y cobra.

Sacó un fajo de billetes verdes y separó cinco mil dólares que puso frente a Etchenike.

El veterano los tomó sin un gesto, los guardó en el bolsillo trasero.

– Yo cobro y me callo -dijo-. Por ahora.

– Estoy más tranquilo.

– No tanto: sigue teniendo miedo.

– Willy está liquidado.

– No es por Willy… ¿Qué creyó ver hoy, cuando yo llegué?

Romero parpadeó, una ola de turbación le arrebató la sobria arrogancia que había podido armar a fuerza de palabras y una pila de papelitos con el rostro de Benjamin Franklin.

– Un fantasma -dijo-. Un fantasma del pasado.

– Ludueña.

– ¿Qué sabe usted de eso? -y se le quebró la voz.

– Nada. Un hombre que estaba muerto vuelve después de veinticinco años no se sabe por qué pero deja mensajes, amenazas, promesas difusas…

– ¿Qué piensa?

– Demasiadas huellas para ser cierto. Si realmente quisiera hacer algo no se anunciaría: alguien quiere que algunos crean que Ludueña está de vuelta. Y todos le temen: Willy y usted.

Romero no estaba convencido de los argumentos de Etchenike.

– Ayer llamó acá -y señaló el teléfono-. También la semana anterior… Y hoy vino -concluyó-. Un tipo de barba y con gorra se hizo anunciar en planta baja, esperó. Cuando la gente de seguridad pidió instrucciones para saber qué hacer ya se había ido.

– ¿Lo hizo seguir?

– Imposible.

– Puede ser un impostor, alguien que quiere sacar dinero.

– Todos quieren sacar dinero acá.

– No crea, Romero. Conocí en “ La Julia ”, hace dos días, a alguien decidido a ponerlo: un inversionista chileno del rubro hotelería que…

El Lobo rió por segunda vez en la tarde:

– Willy está loco si espera salvarse con el chileno ése -concedió-. El hombre está tanteando el negocio del Atlantic… Lo que Hutton no sabe es que estuvo primero aquí, conmigo, hace cuatro días, y que precisamente…

Romero consultó su reloj, paseó la mirada por el ventanal que daba al mundo y sus alrededores:

– Hoy viene a casa -completó.

– Nos veremos, entonces -dijo Etchenike poniéndose de pie.

– No. A usted le doy más tiempo… Pero aparezca con las fotos, mejor para usted.

El Lobo sacó una tarjeta y garabateó un teléfono sobre la dirección impresa. Se la alcanzó.

– Resumiendo, Etchenike: el asunto Forlán está cerrado con eso que le di. Yo creo que usted sabe cómo conseguir las fotos que dice que le quitaron. Tráigalas. Espero hasta medianoche.

– Puede esperar sentado, charlando con el chileno.

– No cancheree.

– No me amenace.

Romero meneó la cabeza sonriendo, señaló la pistola sobre la mesa:

– No me conoce, Etchenike. No estaba cargada.

El veterano la tomó y le apuntó al pecho. Romero inmovilizó la sonrisa.

Etchenike fue desviando el arma, dio un medio giro con el brazo siempre extendido y disparó.

El lobo marino dorado que sostenía los libros en el extremo derecho de la biblioteca estalló en pedazos. Los libros se derramaron.

– No se preocupe, hijo de puta -dijo arrojando el arma sobre el sillón-. Mi abrecartas tampoco tenía filo.

Al salir se topó con toda la gente que salía del ascensor, se agolpaba ante la puerta, llenaba el palier convocada por el ruido.

– ¿Qué pasó? -dijo uno que llegaba.

– Reventó un lobo -dijo Etchenike.

47. Vales

No lo esperaba. Etchenike bajó del taxi y verificó la dirección. Era, efectivamente, allí: dos cuadras arriba del Golf Club, en la loma de Playa Grande, un antiguo chalet de tres plantas rodeado de césped ocupaba una esquina con las paredes de piedra, los troncos y las tejas cuidadosamente enmohecidas por los años. Pero el garaje no era ya garaje. Había una tienda de antigüedades en el lugar: El Naufragio. Cosas Viejas, decían las letras góticas caladas en el cartel de madera que se balanceaba apenas con la brisa húmeda de la tarde.

Un ancla en la puerta y una vidriera que compartían, en sabio y polvoriento desorden, los libros viejos, un uniforme militar en un maniquí con sombrero de copa, un arcón lleno de monedas y caracoles, llaves viejas de todos los tamaños, un pingüino apolillado, un traje de buzo completo matizado con armas antiguas y modernas de todos los calibres.

Etchenike entró y al sonido de la campanilla apareció una viejita que bien podría haber salido de una de las vitrinas y no de la trastienda.

– Vengo a retirar esto -dijo extendiendo el vale que le firmara Willy Hutton.

La viejita lo examinó unos momentos como si fuera un documento antiguo o una carta de navegación de Alvar Núñez Cabeza de Vaca.

– ¿Es amigo de Willy?

El gesto de Etchenike hacía suponer que sí pero que bien podría no serlo.

– ¿Los dejó en consignación?

– En cierto modo… Digamos que me las quitaron en consignación…

– Porque está vencida la fecha para retirar… A ver, espere un momento. La viejita se fue.

No volvió ella. Apareció un jugador de pato, uno de los primos.

– Está vencido -dijo haciendo un bollito con el vale. Lo tiró a los pies de Etchenike-. Ya no le sirve más.

– ¿Dónde están? -dijo el veterano, imperturbable.

– Siguen en venta. Ahora son nuestros, claro. Pero son baratos… Comparados con un Remington de la Guerra del Desierto…

Etchenike fue hasta la vitrina y los vio, los dos 38 en una caja, como si fueran revólveres de un duelo. Intentó abrir. Estaba cerrado. Forcejeó y el mueble se tambaleó hasta que cayó un portarretrato que estaba encima.

El vidrio que cubría la imagen de una señora de sombrero estalló en cien pedazos con mucho estruendo.

– ¡Señor! ¿No ve que está cerrado? ¿Qué hizo? -la viejita recogía los pedazos del portarretrato.

– Son míos -dijo Etchenike confuso, empecinado.

– Deje, tía… Yo me encargo de él.

Era el otro jugador de pato.

De pronto salieron los dos juntos desde atrás del mostrador y Etchenike comenzó a retroceder tácticamente hacia la puerta. En el momento en que se le abalanzaban pudo empujar el buzo sobre el primo que venía por derecha y manotear el picaporte. Salió dando un portazo. La campanilla quedó temblando. Él también.

– ¿Adónde va tan apurado?

Willy Hutton estaba allí. Acababa de estacionar el Mercedes y se lo veía muy bien teniendo en cuenta que venía de soportar un incendio en los talones y estaba, en lo económico, clínicamente muerto según sus enemigos.

Etchenike giró y mostró la vidriera de El Naufragio. Tras los cristales, los primos gruñían satisfechos como dos perros guardianes.

– Ya veo. Llegó tarde con el vale. No tendría que haberse demorado tanto, Etchenike… -el estanciero hizo una pausa-. Pero espere un momento. Suba al auto, mientras tanto. Necesito hablar con usted.

Etchenike subió. Willy Hutton entró a la tienda y volvió en pocos minutos.

Traía la caja bajo el brazo. Se puso al volante y la depositó junto a Etchenike.

– Ahí tiene.

El veterano los sacó y empuñó una en cada mano. No llegó a hablar.

– Tome el vale por los gatillos -dijo el estanciero alcanzándole un nuevo papel con una sonrisa-. Tiene hasta el… Hasta el lunes, mejor dicho. El domicilio de entrega es en Buenos Aires. Espero que esta vez llegue a tiempo.

Puso primera y salió.

– ¿Me va a llevar usted a Buenos Aires? -dijo Etchenike.

– No. Sólo quiero que charlemos dos o tres cosas. Estoy de mucho mejor ánimo que ayer, con todos esos inconvenientes… -se volvió hacia el veterano-. Estuvo muy duro conmigo: yo no maté al Baba. Pregúntele a Friedrich.

– A Friedrich no se puede preguntarle ni la hora: él le va a dar otra que el resto de la gente. Y no me interesa. Es como hablar con usted. Los dos me dan asco, pero tal vez él un poco más, porque no sé qué defiende. Los tipos como Willy Hutton son mucho más transparentes.

Willy siguió marchando con la vista fija en el camino. Le sonreía al atardecer, al veredón que separaba la marcha del Mercedes de las rocas golpeadas por el mar ahí abajo. Le sonreía tal vez al mismísimo horizonte lejano y gris, a las ofensas próximas que no lo tocaban.

– Le voy a decir algo: puedo dejarlo hablar y es una suerte para usted. Y puedo porque hay dos cosas que me colocan muy lejos de toda esta mierda que quiere revolver: el subsecretario de Turismo de la Nación me acaba de confirmar y garantizar que la prórroga de la concesión es un hecho. Y hoy cerré, además, el preacuerdo con la gente de Hoteles Survey, de Chile.

– ¿Por qué cree en ese chileno?

– Creo en Chile. Es una economía más sólida, más confiable que la nuestra.

– “Sólida” y “confiable” son calificativos propios para las armas, para un tanque, para una ametralladora, para…

– La economía es un arma, también. Y en Chile es efectiva. Acá, no tanto.

Etchenike no estaba dispuesto a discutir esos matices:

– El chileno juega a dos puntas: habló con Romero también.

– ¿Cómo lo sabe?

– Estuve con él hace un rato.

El estanciero no se sorprendió. Ya había muchos sobreentendidos entre los dos. Demasiados, tal vez.

– Rojas le dio el dulce, lo tanteó, le hizo mostrar las cartas y después arregló conmigo… No es gil, el chileno. Sabe reconocer dónde está la seguridad de la inversión.

– Esta tarde Romero lo veía otra vez.

El dato cayó como una repentina cagada de paloma sobre el capot, sobre el impecable parabrisas del Mercedes que los paseaba por Playa Chica. Pero la serenidad de Hutton no mostró fisuras:

– Le dije que la continuidad de la concesión está garantizada… Así que es al pedo. Esas son cosas que ustedes -y ahí Etchenike se vio incluido en una categoría que no reconocía pero que podía suponer despreciable- no pueden llegar a entender… El subsecretario de Turismo, por ejemplo, el coronel Ramón Green, es sobrino nieto de un Pradere, pariente de mi vieja. Ha estado infinidad de veces en “ La Julia ”. No bien le expliqué la emergencia que estaba pasando con el incendio y con el apriete de este hijo de puta me dijo que me quedara tranquilo… ¿Entiende?

El veterano entendía. Era como leer un libro de mitología griega, con dioses, semidioses, titanes, héroes y reyes entreverados en conflictos tan lejanos y altos como el Olimpo. Los boludos, miraban.

– Entiendo -dijo repentinamente comprensivo-. Le tiran una soga. Pero está liquidado, Willy… Ya no es todo tan fácil como antes.

– En el fondo es siempre igual: mi viejo hizo lo que hizo cuando para hablar con un ministro de Alvear no necesitaba pedir audiencia. Entraba y listo. Y a mí me tuvieron sobre las rodillas los más importantes políticos de la Nación, los hombres más sólidos y poderosos, más allá de los gobiernos o los guachos que después quisieron quitarnos lo que habíamos hecho con el laburo de la tierra, que es lo único que dura y que vale en este país de mierda.

Y el discurso arquetípico de un vocero tardío y poco consecuente de la oligarquía terrateniente de la pampa húmeda sonaba tan hueco como sus sueños de cartón. Etchenike imaginó un Hotel Atlantic escenográfico, un simulacro de grandezas poblado de fantasmas, figuras del pasado o sacadas de una novela fantástica de Bioy Casares.

– Es la gente que hizo esto… -y el brazo fervoroso de Hutton abarcaba los brillos, los alevosos esplendores de la costa poblada de residencias, torres, dinero puesto en la orilla como ofrenda a quién sabe qué dios o monstruo que saldría del mar-. Todo vino de la tierra, del campo. Esa es la guita en serio que hizo todo. Después vinieron los arribistas, los tipos sin clase. Una basura como Romero…

– Hay quienes han cosechado una fortuna y hay quienes la han amasado -dijo Etchenike con la mirada equidistante de un umpire de tenis.

– Ésa es buena -y Hutton sonrió-. Han tenido que amasar…

– Pero ése que mete las manos en la masa, el alfajorero, dice que usted está muerto y yo creo que tiene razón: si él no lo entierra…

– ¡Qué va a enterrar ese maricón! Está acostumbrado a que se la entierren a él.

Willy esperó, sonriente como una asquerosa máscara china, el efecto de sus palabras:

– Es marica. Trolo. Un putazo… Lo conozco bien; no sabe cuánto -y echó una carcajada-. Fue entretenido cuando yo era pendejo. Si hasta se enamoró. Le sacaba lo que quería.

Etchenike lo miraba en silencio.

– ¿No me cree?

El veterano asintió.

– Tiene reacciones de mina, cosas típicas de puto… Nunca aceptó que él no era nadie en el hotel, que mi vieja lo nombró administrador hasta que un Hutton pudiera hacerse cargo. Y nos odia. Pero el que está liquidado es él. Lo tengo así…

Y la palma de la mano tendida hacia arriba se cerró en un puño que agarraba los imaginarios huevos del Lobo.

– No lo suelte.

– ¿Qué?

– No suelte el volante -dijo Etchenike indicándole el camino, la tarea de conducir-. Casi nos hacemos moco contra el colectivo… Pare ahí.

El auto blanco se detuvo cerca de la bifurcación de la costanera, a pocos metros de Cabo Corrientes.

– ¿Se quiere bajar?

– No. Ni siquiera hemos empezado a hablar, creo. Estaba alardeando con que podía destrozar a Romero…

– Puedo probar que el incendio fue intencional y que hubo gente de él en eso; le conozco andanzas de marica que le costarán muy caro y sobre todo puedo demandarlo por intento de extorsión.

– No entiendo.

– No se haga el boludo, Etchenike. Usted sabe que hay algo, una razón de importancia para que yo esté acá, perdiendo tiempo con usted. Le di una oportunidad y mil dólares para que se borrara a tiempo y no cumplió. Lo podría haber hecho matar como a un perro y lo dejo estar, le doy charla.

El fulgor de la mirada se hizo mayor, el brillo adquirió reflejos turbios, oscuridades nuevas, la voz bajó algunos tonos, se hizo grave:

– Quiero las fotos: o las tiene usted o usted sabe quién las tiene. Las quiero enseguida. Es lo único que me interesa.

El veterano manoteó el picaporte y amagó salir.

– ¿Qué hace? ¿Adónde se cree que va?

– No tengo esas fotos. Me las afanaron con la cámara y todo de la pieza del hotel. No sé quién las tiene.

– Se las vendió a Romero…

– Ése era un negocio en el que entré sin saber. Era el único pelotudo que no lo sabía… Si Romero me pasó y fue él mismo el que me madrugó antes de que otros me las quitaran o de que yo me tentara de hacer mi propio negocio, no lo sé. Él también dice que no las tiene, y las quiere, como usted, Hutton… Después de todo, ya se enterarán de dónde están cuando empiecen a llegar los anónimos…

– No joda más. Con las fotos o sin ellas siempre lo puedo acusar a usted por todo esto. Friedrich se muere de ganas de verlo adentro.

Etchenike sonrió.

– Así me gusta: una verdadera y cantante amenaza. Es lo que me faltaba. Pero no me calienta. Acá hay una red de amenazantes y amenazados y yo confío en las cartas que tengo.

Hutton mostró los dientes.

– No se cague de risa -prosiguió el veterano-. Antes de darle una noticia que le va a interesar, que le va a revelar tal vez lo que quiere saber sobre las fotos, es bueno que sepa que yo también lo quiero enterrar, Willy. Y voy a hacer lo posible.

– No sea imbécil.

– Lo voy a atacar, Hutton -dijo Etchenike imperturbable, como si ensayara una apertura de ajedrez-. Creo que no va a poder zafar de ésta. Fue demasiado lejos y eso, incluso en estos tiempos, sigue siendo malo.

– Si es por lo del Baba…

– Ese hijo de puta, en última instancia es un accidente… Él es un accidente, no su muerte, que fue un asesinato. Y se puede probar. Pero lo que me importa es lo otro: Sergio Algañaraz; Cacho, el panadero… Tardé en darme cuenta cómo se encadenaba todo. Me parecía demasiado monstruoso y desproporcionado. Sobre todo porque hay una constante, últimamente: siempre la pagan los pibes, los que en el fondo no tienen nada que ver.

– Hay una lógica…

– Es una lógica de mierda: que mataran a ese chico por el mero hecho de curiosear sobre el Hotel Atlantic, de fotografiar esas ruinas… Dar a publicidad eso, dejar testimonio del abandono, de la destrucción, en la revista de “ La Nación ” bastaba para entorpecer sus pretensiones de continuar con la concesión… ¿Voy bien?

– Es coherente… Pero excesivo.

– Es algo peor: es siniestro. Lo que no es extraño en estos tiempos -Etchenike se pasó la lengua por los labios; de adentro le subían vahos de arena y aire caliente con olor a asco-. Se equivocaron de objetivo. No era ése el que había que eliminar, asustar o lo que fuera.

Notó que la voz le temblaba pero no quiso dejarse llevar:

– De algún modo les llegó la noticia de que iba a caer por Playa Bonita alguien con una cámara y un pretexto cualquiera con la misión de perjudicarlos, sabotear el negocio. Inclusive supongo que sabían que lo mandaba Romero. Eran datos tal vez difusos pero alcanzaban: llega tan poca gente con esas características a Playa Bonita… Y usted debe haber dado la alarma a su gente desde Mar del Plata el viernes pasado: hay alguien que va para allá.

– ¿Qué quiere demostrar?

– Lo peor, Hutton. Usted me lo confirma cuando aparece el mismo sábado a la noche, apurado, desde Mar del Plata y con los otros monos. Vienen a jugar al pato pero también están esperando a alguien. Usted habló de un “amigo que venía de Buenos Aires”. El único que había allí era yo pero no podía ser… No daba el tipo. La confirmación de que ya estaba el espía o lo que fuera en Playa Bonita la dio el imbécil del Baba, que lo había visto a Sergio merodear por el Atlantic el sábado a la mañana y lo intimidó. Usted no tuvo dudas de que era ése. Entonces decidieron sondearlo por las buenas. El domingo lo fueron a buscar al motel, lo pasearon, le tiraron la lengua y no quedaron convencidos de qué buscaba. Entonces casi lo arrastraron a la tarde a la estancia, pero antes, con un llamado anterior, lo sacaron de la habitación y aprovecharon para revisarle todo… Para eso estaban arreglados con los tipos de Los Pinos, amigos del Baba, de Brunetti y suyos también.

Willy lo había estado escuchando con suma atención, sin que se le moviera un músculo. Todo parecía atravesar su semblante sin dejar huellas. Pero ahora saltó:

– No mezclemos… ¡No mezclemos! -gritó dando un golpe en el volante-. Yo nada tengo que ver con esa gente, lo que hace o lo que trama… Es cierta la sospecha. Inclusive es cierto lo que sigue: le sacamos la cámara al pendejo y le quitamos todos sus rollos también; el que llevaba y los que tenía en la pieza. Pero nada más. Yo lo puse en pedo, le tiré la lengua y cuando vi que no pasaba nada con él lo mandé de vuelta a Playa Bonita con una estampilla en el culo. No había problemas con él, no volví a verlo hasta que me lo metieron en la congeladora del hotel… Se ahogó. Listo.

– No se ahogó: lo mataron.

– No tengo nada que ver.

– Creo que sí; sus cómplices, sus ayudantes se asustaron cuando el pibe tocó algo, descubrió algo sin querer… ¿No se le ocurre nada?

– No.

– La droga, Willy. Saltó la droga.

– No sé de qué me habla.

Y parecía sincero el hijo de puta. Usaba el repertorio más convencional del asombro para salir del asunto, salvar la ropa, decir hasta ahí nomás.

– Sabe. Y con eso basta para ensuciarlo, por lo menos… Claro que se cree seguro: los directamente implicados, Brunetti y el Baba, están muertos. Uno, por una cuestión de minas; el otro, en un presunto accidente después de que precisamente usted, el asesino, apareció como su salvador. Se cree cubierto, Willy, pero hay muchas puntas sueltas todavía, y algunas alcanzan para atarlo a usted.

– Me extraña esa teoría de la droga… ¿Dónde está? ¿Quién la vio? ¿Me vio pinta de drogón a mí?

Etchenike asintió pero no se detuvo en eso. Le interesaba seguir adelante en su razonamiento, en la reconstrucción hasta llegar a un punto que estaba todavía lejano.

– Estas cadenas de complicidades siempre tienen eslabones más débiles, flacos: la gorda Beba fue el eslabón flaco. Ella fue la que hizo saltar todo, armó un despelote, mezcló lo que venía separado. Con la llegada del oficial Brunetti había cocaína en Playa Bonita y la gorda fue a buscar. Supongo que bancaba una mini distribución. Pero como siempre, no tenía un mango. Beba toma mucho y no hay guita que le alcance… De ese modo Brunetti, que se la cogía, la tenía agarrada; los vi en la playa el domingo y me impresionó ella: estaba totalmente dada vuelta, y cuando estaba así era capaz de cualquier cosa. Eso la perdió y los perdió a todos.

– Esto es mucho para mí. Ni siquiera conozco a esa mujer.

– Yo creo que tampoco. Al menos, no del todo… -Etchenike tuvo la imagen del Mojarrita disparándose apresuradamente en la sien-. Porque fue ella la que desencadenó el desastre el domingo a la noche. Llovía, se había suspendido la inauguración de Mojarrita. Algañaraz, que iba a ser el escribano, estaba ahí, porque lo había traído de vuelta María Eva desde la estancia y ni siquiera había pasado por el motel y estaba bastante en pedo… Entonces a Beba se le ocurrió, como otras veces, ir a coger al Atlantic. Seguramente pensó que Brunetti estaba en el Flamingo o en otro lado, si no, no se hubiera animado a meterlo allí sin avisar. Y al pibe le encantó la idea. Por algo Mojarrita la anduvo buscando. Sabía. Pero ya no estaban. Llegaron a eso de las diez… Después Beba diría que fueron al cine… No es cierto: el Polaco puede atestiguar que no entraron al cine: fueron al hotel, como solía ir Beba a veces, con la complicidad de su hermana, la mujer del Baba. Había piezas y droga de sobra ahí… Y al pibe, borracho, la idea le gustó: podía salvar la nota cuando creía que todo estaba perdido, inclusive su cámara…

– Espere.

– ¿Qué pasa?

Hutton puso en marcha el Mercedes parsimoniosamente. Pero no lo movió. Miró su reloj. Era casi un árbitro de fútbol en el momento de indicar los minutos de descuento, el alargue, el plazo último y definitivo que podía conceder:

– Ya es una novela, Etchenike… Nadie puede creer eso. No hay pruebas, todos los protagonistas están muertos y usted puede inventar lo que quiera. Pero ¿qué validez tiene? -resopló, en el límite de su paciencia-. Yo fui claro y breve con usted: quiero esas fotos. No me importa esta historia.

– Y precisamente esta parte que viene es la más floja -dijo el veterano, obstinado-. No sé exactamente cómo sigue -prosiguió-. Pero va a ver que es importante: quién sabe qué pasó esa noche en el Hotel Atlantic durante la proyección de Piso de soltero y la primera parte de Veracruz. Pero estoy seguro de que el pibe murió ahí. Tal vez abrió una puerta y vio algo, tal vez escuchó lo que no debía… Probablemente fue el Baba, tan animal. Un golpe en la cabeza y listo. Después tuvieron que deshacerse del cadáver. Le sacaron todas las cosas, lo llevaron en la noche mar adentro en el bote y lo tiraron por la borda. Tal vez esperaban que no apareciera, tal vez querían que apareciera como apareció… Recién entonces inventaron la versión que recitó la Beba y que me demostraron que es imposible.

Lo que vino después fue una locura mayor, propia de débiles mentales: a Cacho lo balea Brunetti, que andaba con el trabuco del Baba y se decía en Mar del Plata, cuando supo que había estado conmigo. Ellos sabían que Cacho había estado con Beba después del crimen y que su testimonio podía echar a perder todo. De paso, distraía la atención hacia algo que aparentemente no tenía nada que ver. Y el final es tragicómico: el Baba intenta silenciar al Mojarrita para que no deschave lo que sospecha que le quieren endilgar a la Beba. Pero ahí se nota la mano de Brunetti, el más capaz, que los manda al frente, primero a una y después al otro… Inclusive, con su complicidad, Hutton, consiguió un testigo que dijera que era Beba la que había disparado contra Cacho… Muerto el Mojarrita, sólo le quedaba entregar a la Beba. Era su palabra y su investidura contra el testimonio espontáneo y la casi autoconfesión de una mina que era puta y adicta, una piltrafa… Pero salió mal. Apareció un loco enamorado y como el león sordo del cuento del misionero y el violín, se acabó la diversión.

Había terminado.

Willy Hutton parecía tan aturdido como el que encara una lectura por un rato y el relato aventurero lo atrapa y no puede dejar de leer por horas hasta el final que lo encuentra cansado, dolorido, agotado y feliz como después de hacer el amor. Menos feliz, todos los adjetivos le cabían a Willy Hutton.

– Creo entender que terminó -dijo.

– Sí.

El alivio de Etchenike tenía algo de orgánico también. Pero no era equivalente al de Willy. Lo suyo era como si hubiera orinado largamente después de una continencia obligada. Y algo de eso había.

Willy deslizó el Mercedes en forma mucho más lenta que antes por la parte baja de la costanera, casi pegada a la rompiente que trataba de disolver el paredón a golpes de sol y de agua. Tal vez quería dar el tono de lo que suponía sería la conclusión de esa esgrima, ese extraño canje de amenazas.

– Sepa que todo esto ya lo sabe un juez: Martínez Dios -dijo Etchenike.

– ¿Martínez de Hoz? Esta costanera se llama Martínez de Hoz… Es una familia amiga, de la zona. No va a haber problema.

– Este es Dios -especificó el veterano-. Y lo va a castigar.

– Dios… No joda… -el estanciero no podía creer lo que oía-. Están todos muertos, Etchenike. Los muertos no van en cana, no declaran, no explican ni acusan.

– Beba puede hablar. Sobrevivirá… Está custodiada y espero que Friedrich no entorpezca eso también.

– ¿Qué va a decir? -Hutton soltó una carcajada-. No puede hablar porque no tiene la más puta idea de qué pasó esa noche. Ella estaba dada vuelta en una pieza cuando estos imbéciles se la dieron al pendejo. Inclusive le dijeron que se había ido, Etchenike… Que se había podrido de ella y se había ido por la playa.

Sin transición, sin pudor ni vergüenza, el estanciero pasaba de fingir el desconocimiento total de la cuestión a los más espantosos pormenores.

– Además, mucho hablar de droga… -sonrió-. No hay droga en Playa Bonita. Cuando encuentren una línea que me avisen…

– Ya le van a avisar, Willy… -sentenció el veterano-. Ni Beba se callará lo que sabe ni Sayago se olvidará de que lo vio asesinar al Baba, ni Martínez Dios dejará de investigar todo. Lo que Romero cree poder hacer y no puede, lo voy a hacer yo… -hizo una larga pausa-. Bah, si quiero.

– Diga.

Había llegado la hora de la negociación.

– Puedo quedarme en el molde. Tal vez no sea cierto que le dije todo esto a Martínez Dios -dijo el veterano-. Tal vez me conforme con algunos verdes más, aunque sea un vale, y la declaración suya de que supo, por confidencia del Baba, de que la señorita Beba Vargas fue objeto de un engaño, que no tiene nada que ver en el asunto. Le cargamos todo a Brunetti y el Baba y usted queda libre, nadie lo acusa… Por cinco mil y esa declaración, yo le doy la pista para conseguir las fotos y mañana nos encontramos en Playa Bonita.

El estanciero asintió, siguió esperando. El tono de Etchenike cambió:

– Si aparece antes del mediodía, yo no hablo, Sayago no habla… Nadie se dedica a buscar la droga en el benemérito Hotel Atlantic, el puto Romero se queda con las ganas… y su mamá no se entera de qué hace la nieta cuando se saca los fierros.

Willy Hutton aminoró la velocidad y dejó que el auto derivara junto al cordón en una breve cuesta abajo. Estaban cerca de Playa de los Ingleses, se veía el Torreón desde allí. Pero Hutton no veía nada, pensaba aceleradamente.

– De acuerdo -dijo-. Mañana antes de mediodía en el hotel: cinco mil dólares y la declaración. La entregamos juntos al juez. Pero eso, si la información que me da sirve para recuperar las fotos antes de esa hora.

– No lo dudo -Etchenike hizo una pausa teatral-. La noticia es que Forlán está muerto: lo asesinaron de dos balazos por la espalda, ayer, cuando pretendía irse de Playa Bonita… Más tarde iré a decírselo a su sobrina. Creo que ella merece saberlo también. Eso es todo: ¿le alcanza?

El estanciero lo miró como si hubiera tragado un pedazo de soga y tuviera que empezar a digerirlo:

– No me engañe, hijo de puta…

– Tengo todo para perder -dijo Etchenike-. Yo no puedo hacer nada con esa información, pero tal vez usted sí. No quiero meterme en eso. Espero que…

Como si fuera una sombra, el oscuro Falcon se adelantó por izquierda y se detuvo cerrando el paso ante la parsimonia del Mercedes. Los dos ocupantes saltaron casi inmediatamente de su interior.

– ¡Hasta mañana! -gritó Etchenike y salió del auto todavía en movimiento con los revólveres en la mano.

Willy Hutton clavó los frenos y cuando vio venir al hombre contra la ventanilla puso marcha atrás mientras el otro se colgaba del espejo lateral y se lo llevaba a la rastra.

Etchenike había saltado por encima del borde costanero y corría entre las grandes rocas con el otro individuo media cuadra a sus espaldas. Sintió un disparo, luego otro y se zambulló, raspándose las rodillas y los brazos, detrás de un grupo de piedras mayor que los demás. Se repuso y gritó, mostrando las armas, apenas asomado:

– ¡Grandote! ¡Parate ahí o te quemo!

El hombre, un sólido ropero que Etchenike había visto en la recepción del imperio del Lobo de los alfajores, se detuvo en seco, se escondió agazapado a menos de veinte metros del veterano.

– ¡Sé que te manda Romero! -volvió a gritar Etchenike como en una guerra de trincheras y de provocaciones-. Pero no vas a poder hacer nada, grandote… Tu patrón se equivocó: tengo dos fierros y más fuego que vos…

– Mi compañero te va a copar por atrás. Estás listo… -dijo el otro.

Hubo un silencio.

– Tengo un negocio para vos, grandote… -Etchenike inventaba sobre la marcha-. Seguro que el patrón les prometió los cinco mil verdes que me dio esta tarde. Los tengo acá, encima… Mirá.

Sacó un montón de billetes y los agitó en el aire. Los depositó sobre la parte superior de la roca, por encima de su cabeza.

– ¿Los ves? Dejame ir y te los dejo… Todos para vos, ahora, antes de que llegue tu compañero… ¿Qué decís?

Se levantó una leve brisa y algunos billetes de cien dólares empezaron a rodar.

– Se vuelan, grandote… -y se volaban, ya algunos planeaban sobre las olas-. Son todos tuyos… Decís que no me alcanzaste y listo. ¿De acuerdo?

El otro no contestó. Se levantó otra racha ventosa:

– Todo tuyo, grandote…

Etchenike le dio un golpecito desequilibrando la pila de billetes y salió hacia atrás, agazapado, alejándose del lugar.

Corrió sin darse vuelta, tropezó, siguió así, esperando en cualquier momento el disparo final, pero no. Recién al encaramarse sobre el borde del paredón volvió la cabeza, vio al grandote manotear el aire, correr entre las rocas castigadas por las olas, ganando y perdiendo con el viento y las gaviotas que parecían disputarle los verdes voladores.

Etchenike caminó rápido hacia el Torreón y recién ahí se dio cuenta de que llevaba los inútiles revólveres en la mano. Los guardó, ante la mirada asombrada de la gente, y ayudó a bajar casi a los tirones a una pareja que desocupaba un taxi. Se deslizó adentro y cerró la puerta de un golpe.

– Al Hotel Provincial -dijo-. Pero antes dé una vuelta, una larga vuelta, por favor.

El taxista lo miró extrañado por el espejo retrovisor pero obedeció. En la primera esquina se alejó de la costa, subió la loma, cruzó la Avenida Colón, descendió varias cuadras y entró en el barrio de la Terminal.

– ¿Sigo, señor?

– Siga -dijo Etchenike y recién entonces miró para atrás. Nadie.

Metió la mano en el bolsillo con la secreta esperanza de encontrar algún dólar olvidado pero lo único que sacó fue el vale por dos gatillos a cobrar en Arenales 1435, PB “C”, Buenos Aires.

Suspiró con odio. Era la segunda vez que esos dos primos de Hutton lo madrugaban. Porque no dudaba de que habían participado en la biaba frente al motel…

Se consoló oscuramente pensando que sólo había perdido los dos primeros chukkers o como carajo se llamasen los períodos de pato -¿o los chukkers eran en el polo?-; pero ya se cobraría.

Y no aceptaría vales. Sería al contado, piñas al contado.

48. Socios sucios

Hizo detener el taxi frente a una cabina telefónica y le indicó que esperara. Discó el número de María Eva Ludueña Hutton.

Ella no tardó en atender.

– Habla Etchenike -dijo sin prolegómenos-. Tengo que hablar con usted sobre el tema que me encargó y sobre otras cosas. Hay novedades.

– Él ha vuelto a llamar. Venga ya -dijo ella con cierta inquietud.

– No por ahora -miró el reloj-. Son las seis. A las nueve estaré allí. Tendré el tiempo justo para recuperar algo que a usted le interesa.

– Dígame.

– A las nueve.

Y colgó.

Después llamó al gimnasio del Club Peñarol. Sayago estaba impaciente.

– Negro, ahora voy al Provincial… No, no… Quedate ahí… ¿Me confirmás lo de las Jornadas Latinoamericanas de Hotelería?… Bien.

Sayago no podía soportar la postergación infinita del momento de la acción directa.

– Sí, va a haber que pegarle a alguien -confirmó-. Pero escuchame bien: a las nueve y cuarto en punto. Pongamos en hora exacta los relojes…

Los pusieron, coordinaron tareas y Etchenike se despidió sin contarle todo lo pasado, sin soltar más que la información mínima indispensable.

El hall central del Hotel Provincial era un desfile, un ir y venir armonioso de gente. Bajo la mirada indiferente de los cuatro vientos simbolizados en los monumentales murales que agotaban las altísimas paredes, los delegados a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería discurrían, se agrupaban, hablaban en voz alta, exhibían credenciales como un precio o una marca colgada en la solapa, se trataban de mister, de doctor, de licenciado.

Etchenike se dirigió a la oficina de acreditaciones y realizó una larga consulta a la joven azafata en tierra y sin despegue que atendía tras el mostrador. Luego se acercó a la recepción general del hotel:

– El señor Rojas Fouilloux, por favor -dijo-. Habitación 307.

– Lo comunicamos.

El chileno no tardó en contestar.

– Señor Rojas, buenas tardes… Usted no me conoce por mi nombre pero nos hemos visto; nos han presentado hace unos días en “ La Julia ”.

– Sí, sí… “ La Julia ”, recuerdo. ¿Usted es…?

– Etchenike. Estaba con el señor Hutton.

– Sí, mi amigo el señor Hutton…

– Bien: necesito hablar con usted. Creo que puedo suministrarle información valiosa en este momento, cuando usted está pensando en invertir en la Argentina. Debe saber con quién trata, señor Rojas.

Se hizo un breve silencio en la línea.

– ¿Me escucha? -insistió Etchenike.

– ¿Qué me propone usted, señor?

– Hablar unos minutos con usted. Sólo eso.

– De acuerdo -hubo otra pausa-. Bajo al tiro, como decimos en mi tierra.

– Lo espero en el bar.

A los diez minutos, el empresario chileno y el veterano investigador argentino estaban instalados frente a sendos vasos de whisky con hielo.

– ¿Me reconoce ahora?

– Claro que sí: en el jardín.

– Usted metió el pie en un pozo y yo limpié su zapato, ¿recuerda?

– Eso es, compadre… -y sonrió mientras brindaba-. Gracias y salud.

El chileno estaba tan impecable y ridículamente vestido como la primera vez. Más allá de la alevosía del reloj y la pulsera de oro, el único detalle de pudor indumentario era la reserva de su tarjeta de identificación al bolsillo superior de la guayabera blanca y bordada.

– Iré al grano, señor Rojas Fouilloux -dijo Etchenike-. Sé que está interesado en hacer inversiones de alto riesgo y monto en la Argentina y quería hablar con usted al respecto.

– Yo no soy Survey, señor Etchenike… Sólo un agente de la cadena.

– No importa. Vale lo mismo. No sé si es gracias a la estabilidad monetaria o a la estabilidad política o a la suma de las dos cosas, pero todos sentimos que el empresariado chileno y la empresa misma, en Chile y de Chile, son algo mucho más digno de confianza que sus similares argentinos.

– Eso es muy simple, señor Etchenike -y el hotelero pareció sentirse repentinamente cómodo, en su terreno-: los gobiernos van y vienen… y a veces se quedan… -sonrió con una inédita ironía-. Pero la economía tiene leyes y principios inmutables: hay que darles libertad a los agentes económicos y dejar actuar a la iniciativa privada, al capital extranjero, minimizar el papel de contralor del Estado… Paradójicamente, para debilitar al Estado se necesita un gobierno fuerte… Y nosotros lo tenemos -concluyó con la sonriente facilidad de un silogismo accesible a cualquier imbécil.

Etchenike asintió con la mejor cara de libre empresa que encontró en el mercado libre de ese hall con tanta oferta:

– Así debe ser -dijo.

– No lo dude… ¿Pero qué es lo que usted me quiere decir, compadre?

– Antes que nada, aclararle que no tengo ningún interés particular en esto, señor Rojas. Interés monetario, quiero decir… Sólo me guía el deseo de que usted tenga un conocimiento cabal de quiénes son los empresarios con los que va a tratar. Sobre todo, porque he sabido que ya ha llegado a algún preacuerdo con el señor Hutton y que hoy, en pocas horas, o menos tal vez, se va a entrevistar privadamente con el señor Romero.

– Es cierto eso… -y Rojas Fouilloux lo miró con recelo, como miraría un microbio sorprendido hacia el microscopio-. Pero me inquieta que usted esté tan al tanto de mis movimientos. Espero que no me haya estado siguiendo…

– Nada de eso, señor Rojas -se excusó Etchenike y puso su mano sobre el brazo desnudo del chileno, extrañamente húmedo y frío-. Usted no es mi objetivo: son ellos… Trabajo para alguien que no voy a mencionar, cuyos intereses entran en colisión con los de estos inescrupulosos. Usted puede creerme o no. Yo sólo quiero advertirle algunos hechos objetivos… Es como si usted, director técnico del Colo Colo, recibe un informe previo al partido contra la Universidad de Chile, sobre las probables artimañas de sus rivales, sus sucias estrategias… ¿Me entiende? ¿Le interesa o le gusta el fútbol, señor Rojas?

– Sí, claro… -hubo un extraño brillo en los ojos del chileno-. Yo lo escucho, señor Etchenike, pero tenga en cuenta de que yo haré como que esta entrevista no se ha realizado. Corre por cuenta y riesgo suyos. Yo a usted no lo conozco, no le creo ni dejo de creerle ni le pido ni le doy… Tomamos un whisky en la barra, fue un encuentro ocasional. ¿Entiende usted?

Etchenike entendía.

– Sobre el señor Guillermo Hutton, con el que usted estuvo negociando, y espero no haya llegado demasiado lejos, poco de bueno le puedo agregar a su conocida insolvencia económica: carece de medios legales reconocidos de vida, excepto el mal uso de la fortuna paterna, que malgasta. A eso se le suma el incendio de su estancia, precisamente después de su visita, señor Rojas. Hutton deposita todas sus esperanzas en continuar la concesión con el venal apoyo de las autoridades militares de la Subsecretaría de Turismo. No le creo: lo único concreto y firme es su apoyo, el de la cadena Survey.

El chileno asentía imperturbable.

– Respecto de Roberto Romero, el otro interesado en el Atlantic, usted sabe que es un hombre más sólido económicamente. Bien: carece en absoluto de escrúpulos. Tiene intereses viales y en la construcción, en Playa Bonita, y, llevado por un odio irracional hacia los Hutton, que lo desplazaron alguna vez del hotel, no vacilará en prometerle a usted lo imposible con tal de tenerlo de su lado. Puede hacer cualquier cosa…

– ¿Por ejemplo?

Etchenike vaciló. Daba la impresión de que estaba llegando demasiado lejos y prefería no pormenorizar.

– Déme precisiones, señor Etchenike -insistió el chileno.

– Bien: los dos están en guerra, a muerte. Literalmente a muerte. Y no me extrañaría que hubiera alguna novedad al respecto. El aire está, además, enrarecido por la aparición fantasmal de un personaje metido como una cuña entre los dos. No sé si les oyó mencionar a Juan Ludueña…

– No, creo que no…

– Es un “aparecido” en época de desaparecidos… -y Etchenike se arrepintió al momento de haber jugado con esa palabra en ese lugar y ante ese interlocutor-. Pero aunque ese hombre no existe, cualquiera puede utilizar su nombre y su figura para atribuirle la mayor atrocidad, cualquier acto violento. Sobre todo, Hutton…

El chileno entrecerró los ojos.

– No entiendo bien -dijo.

– Tampoco es necesario -improvisó Etchenike-. Es sólo para mostrarle el grado de violencia e irracionalidad que media entre ellos. A esto se llega cuando se traspasan las reglas de la sana competencia… A la amenaza, a la extorsión más despiadada…

– ¿Extorsión?

– Sí. Y precisamente de eso quería hablarle respecto de Romero, porque entra en el campo del delito grave: puedo asegurarle, y no me pregunte cómo lo sé, que el dueño de Los Lobos está dispuesto a extorsionar o está extorsionando a Hutton con fotos pornográficas de su sobrina paralítica, la joven María Eva que usted conoció en la estancia…

– ¿Qué dice?

– Tal cual. Ése es el grado de bajeza de los hombres con los cuales trata.

Repentinamente, el chileno había quedado tenso e inmóvil, con el vaso de whisky suspendido en el aire. Una inquietud que era tal vez sorda furia se asomaba a sus ojos. Pero fue un instante.

– Es muy grave lo que me dice, compadre -dijo lentamente, asintiendo con la cabeza-. ¿Puede probarlo?

– No -dijo Etchenike-. Usted pregunte, averigüe. Pero recuerde que a mí no me conoce, como bien me aclaró…

El veterano se empinó el whisky.

– Es todo. No lo molesto más.

Rojas Fouilloux lo disculpó con un gesto amistoso y miró su reloj. Etchenike se puso de pie:

– ¿Cuándo vuelve a Santiago?

– Mañana a las ocho salimos en un charter de Camet a Buenos Aires… No sé aún la combinación a Santiago. Ésta es mi última noche en Mar del Plata.

Estaban nuevamente en el hall. Atardecía detrás de los ventanales.

– ¿Le gusta la ciudad?

– Ha cambiado mucho -dijo el chileno-. Es otra ciudad de la que conocí.

– ¿Y eso es bueno o es malo?

– No sé qué quiere decir.

– Olvídelo.

Etchenike se despidió extendiéndole la mano.

– Pero lo otro que le dije no lo olvide…

El chileno lo miró sin decir nada y le estrechó la derecha.

Etchenike no supo si le estaba agradeciendo los datos. Tampoco se lo preguntó. Pero el señor Rojas Fouilloux había dejado de sonreír.

49. El bastón

El departamento de María Eva Ludueña Hutton era un piso entero, el séptimo y último de una soberana torre ubicada en la cresta de la loma desde la que se derramaba la avenida Colón como una monstruosa pista de ski. Enfrente, en la esquina opuesta, el perfil clásico del palacio Ortiz Basualdo era casi una reliquia, un remordimiento entre tantos metros cúbicos de vidrio y cemento.

Etchenike llegó exactamente a las nueve y se dejó preceder por una mucama que lo llevó, con uniformes pasos de uniforme, de pasillo en habitación, hasta el living que desplegaba sus dos surtidos niveles suavemente unidos por una rampa. El ambiente se extendía desde la antesala hasta el balcón corrido insinuado tras las cortinas que cubrían la noche y el ventanal que ocupaba toda la pared y el ángulo más lejano de la habitación.

María Eva estaba en una penumbra que no mellaba la única lámpara encendida a su derecha. Sentada; reclinada, mejor, con las piernas extendidas sobre un sillón doble, de perfil a Etchenike y de frente al televisor prendido. En la pantalla, los rostros de Linda Evans y John Forsythe se preocupaban por el destino de alguien, hablaban mal de Joan Collins que no estaba en pantalla pero que no tardaría en aparecer.

Quieto, callado, el veterano se dio cuenta al observarla que volvía a ver a esa mujer de perfil. Siempre el mismo, además. En la cama, en la estancia, en el auto… Supuso que no era una buena perspectiva para conocerla y en lugar de ir directamente hacia ella dio la vuelta por detrás del televisor y le habló desde allí, de frente:

– Buenas noches, María Eva.

– Buenas noches. Llegó puntual.

– Así es. Y me iré enseguida también.

– ¿Cómo?

La voz de Etchenike se superponía a la de John Forsythe.

– Digo que me iré enseguida -dijo más alto.

– ¿Enciendo la luz? -dijo la mucama desde la puerta.

– No. Déjela así. Y retírese, por favor.

El rostro congestionado de ella no tenía nada que ver con las módicas emociones que podían despertar los avatares de Dinastía. Estaba tensa y dolorida. Acaso había llorado un poco. Acaso la habían hecho llorar.

– ¿Qué le pasa? ¿Está asustada?

Ella hizo un gesto como quien espanta un mal sueño. Tomó un cigarrillo de la mesa contigua que Etchenike se apuró en encender.

– No estoy asustada pero quiero terminar con todo esto. Esos llamados me enloquecen…

– Otra vez el hombre que dice ser su padre…

– ¿Por qué está tan seguro de que no es él?

Etchenike desdeñó la pregunta y el reproche:

– ¿Qué le dijo esta vez?

– Fue hace menos de una hora. Dijo que estaba casi todo resuelto, que hoy terminaría lo que pensaba hacer… Esta noche se volverá a comunicar conmigo y me dirá cómo hacemos para vernos “definitivamente”. Así dijo. Me voy a volver loca -agitó la mano delante de los ojos, apartó el humo-. ¿Usted qué averiguó?

– Poco más que eso.

Le contó la información que le había dado Raúl Ludueña y el episodio con Romero:

– Se hizo anunciar por su nombre, con una barba aparatosa y gorra… Después desapareció… Es todo; alguien que se oculta, mostrándose.

– ¿Y qué supone?

– Algo hay. Simples sospechas, pero tómelas en cuenta si quiere. En primer lugar, si fuera su padre el que ha venido a saldar viejas cuentas, ¿por qué se muestra así, deja huellas indudables?

Ella lo miraba anhelante ahora.

– Y en segundo lugar: ¿Por qué no ha atacado o amenazado a Willy, el representante vivo, el exponente mayor de los Hutton, a los que sin duda odia? ¿No le resulta extraño?

– No entiendo -dijo ella sin querer entender.

– Es simple: alguien que quiere destruir a Romero -y Etchenike hizo un silencioso gesto de complicidad- inventa el regreso vengador de un enemigo histórico y deja huellas claras de su regreso y sus intenciones. Conoce el presente y también el pasado del amenazado y lo utiliza… Se crea así una expectativa que hace lógico pensar en un desenlace violento. Supongamos, en este contexto, que Romero aparece muerto… Dos preguntas: ¿A quién se buscaría? ¿Quién se beneficia con esa muerte? Yo creo que…

– ¡Cállese!

El gesto de espanto de María Eva no lo dejó seguir. Pero siguió.

– En esta batalla campal todo vale y usted lo sabe -dijo sin ironía-. Ésa es la pista o la intuición que tengo y que le puedo dar. Si le sirve… No le estoy cobrando nada por el trabajo.

– ¡Cállese, le digo!

Ella se había levantado, aferrada al bastón, y luego de mirar nerviosamente dos veces hacia la puerta de la habitación se había acercado a la ventana.

Observaba la noche y fumaba con el pecho agitado y la respiración desordenada.

Etchenike esperó que dijera algo pero no lo dijo.

– Bueno… -prosiguió en voz baja-. Hay otro tema que nos importa a los dos y soy yo el que está asustado: ya cobré mi trabajo y me comprometí, apretado, a entregar lo que no tengo, lo que me robaron… O al menos debo dar datos precisos sobre su paradero actual. Sabe de qué le hablo.

Ella seguía callada, miraba la noche.

– Hablo de las fotos, María Eva… Las fotos de Forlán con usted en el Complejo Romar. Las que yo saqué, sí. Las que usted sabía que yo saqué -hizo una pausa esperando una reacción, una respuesta. No hubo-. Ya en “ La Julia ” intuí que era eso lo que pasaba. Pero no estaba tan seguro.

Etchenike se puso de pie y caminó hacia la ventana, aunque lejos de ella. Él también miraba la noche.

– En los casos de extorsión -dijo hablando bajo, como dirigiéndose a la ciudad que se extendía, no a sus pies sino agazapada, ahí abajo-, todas las variantes son posibles entre víctimas y victimarios. Pero este episodio me ha mostrado aspectos que desconocía; es necesaria una lealtad muy firme para poder afrontar una extorsión exitosa. No hay éxito sin lealtad… Por eso, cuando descubrí el plan de extorsionar a alguien con las fotos de Forlán y usted, vi que era tan burdo que no se me ocurría quién podía “comprar” una idea tan descabellada, riesgosa y estúpida. Enseguida desdeñé a Romero, Silguero y Toledo; después llegué a Forlán y me quedé un instante con él… Ahora, ya no estoy tan seguro.

Etchenike se acercó a María Eva y la tomó sorpresivamente del brazo:

– Sólo estaba claro el medio de extorsión, Evita… -dijo burlón-; las fotos. ¿Quién iba a ser extorsionado? ¿Quiénes iban a ser los extorsionadores? Había varios superpuestos en cada rubro. Sólo una persona parecía libre de toda sospecha: el objeto de extorsión, usted, señorita…

La condujo serena y firmemente al sillón, la sentó, apartó el bastón de su brazo y se lo llevó él, de paseo por la habitación.

– Hasta que me di cuenta que usted podía tener buenos motivos, Evita.

– Hijo de puta -dijo ella desde el sillón, masticando el insulto en voz baja.

– Es largo pero simple: usted le dio la idea a Forlán, con quien ya intimaba, y Forlán se la vendió a Romero y compañía como propia… Pero para eso necesitaban que el que hiciera el trabajo sucio fuera alguien ajeno a ese guiso de intereses mezclados, y ahí aparezco yo, elegido de la guía telefónica por el subalterno Silguero. Pero era muy ingenuo pensar que el negocio se lo iban a regalar, usted y Forlán, a Romero y compañía a través de Silguero, sin decirles que usted misma estaba en el asunto…

Etchenike levantó el bastón y le apuntó mientras hablaba:

– Estaba prevista una clara operación: Forlán sabía quién era el alcahuete, es decir, yo; por Silguero. Y Forlán se lo dijo a usted. Es decir que tenían plena conciencia de lo que estaba pasando detrás de la ventana mientras cogían. Fue una verdadera y lenta puesta en escena para que yo entrara.

– Todavía está a tiempo de callarse -casi murmuró ella, rabiosa.

El veterano se acercó hasta sentarse en el otro extremo del sillón. Seguía jugando con el bastón.

– Está bien: no saldrá de aquí lo que diga. No me importa, además… Pero a lo que iba es a una variante imprevisible para mí y tal vez para usted: Willy llegó a saber algo del plan. Lo elemental: un fotógrafo iba a aparecer por Playa Bonita para fisgonear. Sólo usted le podría haber dado esa información. En un primer momento pensé en una infidencia de Toledo, pero es demasiado boludo para eso… Entonces quedaba usted. No sé cómo fue: tal vez él conocía la relación con Forlán y sospechó algo; tal vez oyó una conversación… No lo sé. Lo que sí sé es con qué frialdad manejó ese providencial equívoco con Sergio Algañaraz. Con tal de no quedar en evidencia y seguir su plan dejó que los Hutton creyeran que era Sergio el hombre… Y Sergio murió. Lo asesinaron, Evita.

– No me llame así… Así me nombra él.

– Sí, su padre la nombraba así. No se lo merece -dijo Etchenike con odio repentino-. Lo que sí se merecía es que se les complicara todo el plan que habían pensado tan bien con Forlán: dejarse fotografiar y después ustedes mismos apoderarse del rollo sin darse a conocer. Con las fotos en su poder, podrían presionar en los dos sentidos: a Willy y -falsamente- a usted misma a través de la vieja Julia, que no querría bancar a Willy si se enteraba que era así como “cuidaba” a su sobrinita… Y apretar también al Lobo, que había dejado pruebas evidentes de estar involucrado en el intento de extorsión… Pero algo anduvo mal.

Ella había quedado rígida, anonadada, aparentemente sin respuesta. Pero de pronto reaccionó:

– ¿Qué va a decir? ¿Qué va a inventar?

– Nada. Sólo lo que vi: las manchas de café en las botamangas de Forlán, caído junto al auto en el camino de tierra…

Creyó que iba a saltar sobre él pero no podía:

– ¡Basta! -gritó.

– Eso fue lo que me permitió descubrir el plan de ustedes y al mismo tiempo tener la evidencia de que algo había andado mal -prosiguió Etchenike-. Cuando usted me llevó a Playa Bonita nos cruzamos con Forlán que acababa de robar la cámara y los rollos y se iba. ¿Acá, a Mar del Plata? No lo sé. Pero no era lo convenido, porque usted me dejó y salió tras él. A partir de acá son hipótesis, todas desagradables. Me imagino que Forlán quiso esquivarla y en lugar de seguir por la ruta, ya que su Renault era más rápido, se metió en un camino lateral. Pero calculó mal. El polvo levantado y algún detalle como que el auto prácticamente se veía desde la ruta hicieron que lo encontrara enseguida. O tal vez habían acordado una cita allí, pero lo dudo…

Etchenike volvió a ponerse de pie y a enarbolar el bastón, golpear el piso con énfasis:

– Y ahí discutieron, Evita… Tal vez él quiso hacer el negocio solo. Tal vez usted no quiso tener más cómplices y asegurarse… La cuestión es que con un revólver de los míos, que Willy le dio para que los trajera a El Naufragio, lo baleó por la espalda…

– ¡No es cierto eso! ¡Hijo de puta, no puede probar eso!

– Después fue al auto, le arrebató mi cámara Konica y mis rollos y se los trajo…

– ¡No! ¡Yo no los tengo! ¡Los rollos no estaban ahí!

– Bien, lo acaba de decir… Eso es todo lo que quiero, Evita -concluyó Etchenike que no la oía pese a los gritos, pensaba no oírla-. Ya me han pagado por ellos y tengo un compromiso con su tío Willy… Yo sé que usted lo odia, pero en estas circunstancias…

– ¡No! ¡Willy, no!

– Sí, lamentablemente sí.

Otra voz. Una voz de hombre.

El mismísimo estanciero estaba allí. Había aparecido en el marco de la puerta abierta de repente, la misma que María Eva había mirado reiteradamente con desesperación. Y sin duda que hacía rato que estaba allí. Tal vez desde antes de la llegada de Etchenike; seguro que desde antes, cuando había hecho llorar a María Eva…

– ¡No lo creas, Willy! -se deshizo ella.

– No lo creo. Lo sé; ahora lo sé.

Willy Hutton avanzó con un arma liviana, el mismo revólver que había pedido al capataz para sacrificar al pony, pensó Etchenike, y se enfrentó con él:

– Lo felicito. Lo he estado escuchando… Supuse que iba a ser interesante desde el momento que ella me dijo que vendría por acá… Y es usted muy hábil: consiguió sacarla de sus casillas. Y consiguió esta tarde sacarle el cuerpo a las balas de la gente de Romero -sonrió, meneó la cabeza con admiración excesiva-. Si todo anda bien y aparecen esas fotos, nos vemos mañana, tal cual lo convenido.

– ¡No hay fotos, Willy! ¡No hay!

– Con permiso…

El estanciero se dio vuelta y dirigió su atención y su revólver hacia María Eva.

– Querida sobrina, te has revelado como una verdadera Hutton: cojones, sagacidad y sangre fría… Claro que hay otras cosas que te vienen también por sangre: mostraste la hilacha. Sos una hija de puta resentida como los Ludueña.

– ¡No toques a mi padre! -y ella se arrastraba por el sillón hasta el bastón, se incorporaba-. ¡Basta de usar a mi padre!

En ese momento sonó el timbre. Etchenike miró el reloj:

– Es Forlán -dijo fuerte y seguro.

Hutton no entendió enseguida. María Eva reaccionó lentamente:

– Forlán está muerto -dijo con un resto de voz.

– No. Usted se asustó después de haberlo baleado y lo creyó muerto. Pero no se acercó a verificarlo. No había huellas del bastón junto al cuerpo caído. Estaba malherido, inconsciente, cuando lo llevé a la policía.

Etchenike fue hasta el balcón, se acercó a la frágil baranda cubierta de plantas y señaló abajo:

– Ahí está. Fíjense.

Willy se abalanzó, se inclinó para mirar. Ella quedó unos pasos atrás, incrédula.

– Ahí está el Volkswagen -dijo Etchenike.

– Sí, ahí está… -dijo Willy y se volvió apuntándole a María Eva-. ¿Qué joda es ésta? ¡Dame las fotos, ya!

– No las tengo.

– ¡Dámelas!

– ¿Qué va a hacer? -Etchenike se acercó a Willy, puso la mano en su brazo-. Espere un momento…

Cuando Hutton se volvió hacia Etchenike, María Eva se afirmó con su brazo izquierdo en la pared y descargó con toda su fuerza el bastón, de arriba hacia abajo, en la frente de Willy. Saltó la sangre y el herido se volvió, intentó hacer fuego pero un nuevo golpe en la cabeza lo hizo perder pie. Vaciló, ya desvanecido, soltó el arma, y luego de un momento inacabable se fue de espaldas silenciosamente, aplastó las plantas, cayó al vacío.

María Eva y Etchenike quedaron por un instante inmóviles, expectantes, hasta que se oyó el ruido del cuerpo al golpear en la calle y ella dio un grito, cayó sentada.

– ¡No las tengo! -dijo-. ¡No tengo las fotos!

Etchenike se acercó y con un suave golpe de la punta de su zapato empujó el bastón sucio de sangre al vacío. Esperó oír el ruido que hacía al caer.

Después recogió el arma de Willy y se la guardó en el bolillo.

– No tengo las fotos… Yo no las tengo, Willy -decía María Eva por lo bajo.

– Ya lo sé -dijo Etchenike con voz opaca-. Siempre lo supe.

Salió por la escalera de servicio y al llegar a la puerta estaba lleno de gente. Todavía no había llegado la policía. Willy había golpeado sobre la capota de un Citroen, partido el travesaño de hierro y destrozado la lona; estaba quebrado como un títere. El bastón había rodado por la vereda, unos metros más allá.

– No toquen nada -oyó Etchenike que decía una voz conocida.

Mientras daba indicaciones a la gente, Sayago miraba alternativamente para arriba como si esperara más novedades.

– Vamos -dijo Etchenike a su lado-. Creo que ya no va a caer nada más por hoy.

50. Repostería

El chalet del Lobo Romero era una inmensa torta, un postre empalagoso con demasiados ingredientes que reposaba en medio del terreno cercado que le servia de apoyatura entre árboles comprados viejos. La media manzana de terreno en la zona más exclusiva del barrio Los Troncos estaba saturada de sombras. Tras el prolijo y tupido ligustro apenas se veían las luces encendidas en la planta baja y las de un par de faroles de hierro forjado que iluminaban el parque en la noche. El silencio era total. Sólo el rumor del viento en los pinos y una música suave, franelera, que provenía del ventanal abierto.

No había veredas en esa zona residencial, y el césped se estiraba hasta el pavimento que dibujaba las calles amplias, señalizadas por coquetos indicadores de madera con dos flechitas estudiadamente rústicas.

Etchenike y Sayago dejaron casi por rutina el vistoso Volkswagen en la esquina anterior a la del domicilio anotado y caminaron por el medio de la calle hacia la entrada del chalet.

A cada lado de la puerta de calle y del garaje contiguo se prolongaba un alto paredón de ladrillo a la vista barnizado. Entre ambas entradas, un farol de hierro como los del jardín iluminaba a pleno al ocasional visitante.

Etchenike se paró ante la luz y la puerta de madera lustrada y oprimió el timbre.

No hubo respuesta.

Volvió a tocar y a esperar en vano.

– Se fue, el hijo de puta…

– Ah, no… Este no se me escapa -dijo Sayago.

Desde que Etchenike le contara los pormenores de su encuentro con Romero en las oficinas de la calle Almirante Brown y los posteriores intentos de hacerlo terminar sus días en las rocas y sin whisky, Sayago no veía el momento de tenerlo a mano para poder pegarle, finalmente, a alguien.

Además, no podía apartar la imagen de una pila de billetes verdes deshojándose ante la indiferencia del Atlántico y los chillidos destemplados de las gaviotas.

Por eso no dudó, después del segundo timbrazo sin resultado, en sacudir el picaporte y empujar con el hombro.

No debió hacer mucha fuerza; la puerta cedió fácil. Estaba abierta. Sin embargo no abrió del todo. Algo, en el suelo, ofrecía resistencia.

Se miraron sin cambiar una palabra, sacaron las armas y empujaron otra vez. Ahora sí la puerta cedió. Había un cuerpo grande y pesado allí.

El hombre, joven y morocho, vestido con una campera liviana de jean y vaqueros -un custodio, sin duda- estaba caído de espaldas, mitad sobre el sendero de piedras que daba a la entrada del chalet, mitad sobre el césped. Sangraba de una herida en la sien derecha y tenía los ojos cerrados y serenos. No había llegado a empuñar el revólver que conservaba en la sobaquera, apenas insinuada entre la campera y la camisa clara.

Sayago se inclinó sobre él.

– No toques nada -se apresuró Etchenike.

– Respira -dijo el Negro-. Sólo está golpeado. Ni siquiera ha perdido mucha sangre.

– Dejalo ahora. Vamos adentro.

La puerta de entrada estaba cerrada pero no le habían echado llave. Antes de meterse en la casa, Etchenike hizo un gesto con el brazo y le indicó a Sayago que diera la vuelta por el otro lado. El Negro se agazapó, pasó por debajo del nivel de las ventanas de las que salía ahora la versión de Un extraño en el Paraíso por Ray Coniff, y se perdió tras el otro ángulo del chalet.

Cuando lo vio desaparecer, Etchenike entró.

Por un instante recordó la noche, pocos días atrás, en que llegó al Club El Trinquete también atraído por las luces y la música de un disco que como éste había quedado olvidado, sonando solo en la noche.

Pero este living inmenso que remataba en una soberana chimenea de piedra con una cabeza de lobo marino sobre el hogar, nada tenía que ver con el desolado panorama del club de Playa Bonita.

Pisando la inmensa piel, probablemente del mismo lobo, que hacía de alfombra, Etchenike se arrimó hasta el equipo de música que parpadeaba de verde en un rincón romántico y silenció a Ray Coniff, que a esa altura andaba ya por Dígalo con música.

Quedó un momento en suspenso pero nadie salió a reclamarle por la interrupción del concierto. Descubrió sobre la mesa dos vasos de whisky y un cenicero repleto de cigarrillos aplastados. Tocó el vidrio: los vasos estaban tibios y el líquido aguado. Hacía rato que alguien los había empinado por última vez.

Atravesó el pasillo que comunicaba con los cuartos interiores y desde ahí pudo ver el dormitorio con su cama de dos plazas ordenada y vacía. Siguió avanzando y al final del pasillo, tras los cristales de la ventana que daba a los fondos, al otro lado del parque, vio el rostro demudado del Negro Sayago.

Primero no entendió. Luego, sí: le señalaba, desde afuera, el piso de la cocina.

Caminó los cinco pasos con la seguridad de lo que iba a encontrar. Y no le gustó tener razón, confirmar la idea. Una vez más, todo consistía en llegar a un lugar, mirar en el suelo y descubrir lo que quedaba de un hombre.

Abrió la puerta de la cocina para que entrara Sayago y luego se animó a observar con más atención.

Roberto Romero estaba caído de costado, irremediablemente muerto, entre la mesa y la puerta abierta de la heladera. La luz blanca que salía del refrigerador lo iluminaba, le daba reflejos vivos a la patética cabellera que así se veía más violácea. Los ojos, desmesuradamente abiertos, mostraban un hermoso color gris que Etchenike no había podido ver antes, cuando sólo había registrado su humedad huidiza o la opacidad de los anteojos negros.

Estaba vestido con la misma ropa que a la tarde, sólo que algunas prendas habían cambiado de lugar. El cinturón había sido sacado de sus ojales y retenía fuertemente las muñecas de Romero, juntas, a sus espaldas. Los pantalones y el calzoncillo habían sido bajados hasta las rodillas y se veían los muslos tostados y velludos, la blancura del culo recortada en un triángulo preciso que le dividía las nalgas en diagonal.

Una sustancia blanda y espesa fluía de la negra raya, manchaba los pantalones y el piso.

– Eso es mierda… Se cagó -dijo el Negro dando un paso atrás.

– No -dijo Etchenike-. Es dulce de leche: le llenaron el culo de dulce de leche… Y mirá la boca.

El cadáver tenía la boca como si hubiera sido sorprendido en medio de una arcada brutal, un ahogo… La lengua salida y, sobre ella y adentro, una pasta semimasticada marrón y blancuzca.

– Lo atragantaron con alfajores -dijo Sayago. Etchenike se apartó, miró para otro lado:

– Espantale las moscas, Negro.

Revisaron el resto de la cocina. Había una caja semivacía de dos docenas de alfajores y muchos papeles de envoltorio tirados por el piso. Sobre la mesada, junto a la pileta de lavar, habían escrito sobre el acero inoxidable, con prolijas letras de imprenta en dulce de leche, que ya iban perdiendo su forma: POR TRAIDOR Y POR PUTO.

Junto a la inscripción había una manga de repostería semillena de dulce de leche con el pico dentado de latón que tenía, todavía, restos de sangre.

– Yo me voy -dijo Sayago.

– Sí, vamos.

El Negro le arrimó la manguera del jardín a la cara y enseguida el custodia golpeado reaccionó.

– Vamos, viejo… Despiértese, vamos…

El hombre los miró despavorido.

– Tranquilo. Lo desmayaron de un golpe para entrar -dijo Sayago-. ¿Se acuerda ahora?

– Sí, sí… ¿Qué pasó?

– Nada importante, por suerte -dijo Etchenike-. Robaron algo. ¿Cómo eran los que entraron?

– ¿Quiénes son ustedes?

– Policía -y Etchenike esbozó mostrar una credencial-. Vamos, que es importante no perder tiempo para localizar a los tipos…

– Era uno solo, de gorra, con una barba así -y se abultó la cara-. Yo estaba en la puerta con todo muy tranquilo y veo venir por el medio de la calle a un croto, un atorrante, un borracho en bicicleta. Venía haciendo eses, lleno de ropa, cantando un poco… Venía mal y se cayó. Rodó aquí enfrente, se desparramó. Creí que se levantaría pero no. Quedó ahí. Entonces crucé a ver qué le pasaba y el croto me madrugó.

– Lo madrugó…

– Sacó una pistola y me amenazó. Lo vi bien: no estaba borracho. Me puso la pistola acá y me dijo: “Llevame adentro”. Entramos y… no me acuerdo más.

– Gracias -dijo Sayago.

– ¿Y qué hora sería? -insistió Etchenike.

– Las ocho… Ocho y cuarto. Ya había anochecido.

– ¿No vio entrar a nadie antes?

El muchacho se recostó en el pilar, acomodó la espalda:

– Antes… Primero, temprano, llegó el Lobo con un tipo extranjero, en el auto de él. Serían las siete. Estaba claro todavía.

– Vino con el chileno.

– Sí, el chileno… Habrá estado media hora y se fue. Tal vez un poco más.

– ¿Había estado antes ese hombre? -dijo Etchenike.

– Sí, la semana pasada. Un tipo muy simpático. Saludaba.

– ¿Y esta vez saludó?

– Sí, como siempre. Había pedido un taxi por teléfono y salió no bien llegó. Desde la calle lo oí despedirse del Lobo -el hombre pareció recordar algo, quiso recuperar algo perdido-. ¿Dónde está el Lobo?

– Ya lo va a ver… Pero óigame: ¿por qué usted hacía la guardia en la calle y no adentro? -insistió Etchenike.

– Y… Me falló el grandote. Él tenía que estar ahí.

El veterano sonrió tristemente:

– ¿No lo vio a Romero después?

– No.

– Vaya a verlo -dijo Sayago poniéndose de pie-. Está en la cocina.

51. No le digo adiós

A las seis de la mañana del tercer jueves de marzo de 1979, la fila de autos de remise estacionados frente a la entrada principal del Hotel Provincial era más larga que de costumbre.

Un somnoliento Etchenike se apartó de uno de ellos y entró con los diarios del día recién comprados bajo el brazo al espacioso hall donde por última vez se concentraban los asistentes a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería.

Pidió un café bien oscuro en la barra del bar y repasó las noticias que esa mañana hacían ruido en la primera plana: la caída desde un séptimo piso del estanciero Guillermo Hutton en circunstancias confusas ocupaba un titular grueso a pie de página; pero el asesinato “ritual” del conocido empresario Roberto Romero en su chalet del barrio Los Troncos se llevaba el resto del espacio. Bajo el título de “Dulce muerte”, una fotografía espantosamente explícita del cadáver encabezaba la crónica grotesca. Daba más asco que haber estado allí, en la pulcra cocina profanada como un templo.

El veterano esperó largamente que Leonel Rojas Fouilloux apareciera en la puerta del ascensor. No llamó pues temía espantarlo. Finalmente, solo, de los últimos y con una escueta valija, el chileno apareció. Arregló sus cuentas en la administración, y ya se iba a la calle cuando Etchenike lo tomó del brazo amistosa y firmemente:

– Buen día.

Rojas se sobresaltó pero al reconocerlo esbozó una sonrisa:

– Señor Etchenike… Qué sorpresa.

– ¿Sí?

Ahora el que aparentaba sorpresa era el veterano.

– Anda con el tiempo justo para llegar al aeropuerto y están los remises esperando -prosiguió-. ¿Me permite que lo acompañe y de paso conversamos?

– Sí, cómo no…

– ¿Leyó los diarios?

– No.

– Fíjese.

Mientras el chileno observaba la tapa de “El Atlántico” con un primer plano del Lobo Romero en posición final, Etchenike se acercó a uno de los autos, lo invitó a subir.

– ¿Vio lo que le dije ayer? Esos hombres no eran de confiar, Rojas…

El delegado a las Jornadas, ya sin guayabera ni credencial, apenas enfundado en un traje liviano gris con finas rayitas amarillas, no veía ni decía nada. Leía, pasaba las páginas, miraba las fotos.

– No puede creerse esto… Tanta saña, tanto empecinamiento, tanto odio -murmuró sin separar la mirada de las imágenes-. No lo soporto.

Volvió a doblar los periódicos y los puso sobre el regazo de Etchenike.

– No. Quédeselos -dijo el veterano-. De recuerdo, de despedida… Ésta es una tierra hospitalaria, señor Rojas. Y Mar del Plata siempre ofrece novedades al viajero. ¿Sabía que a esta cloaca la llaman la Ciudad Feliz?

– La Ciudad Feliz… -repitió Rojas.

Quedaron en silencio.

El automóvil había llegado a Punta Iglesia y ahora subía hacia el oeste, alejándose de la costa. El aire estaba nuevo y fresco, vibraba sordamente por la estrecha abertura del vidrio, los despeinaba, desordenaba el pelo húmedo, recién amanecido. Y sin embargo todo era viejo en el asiento trasero del remise.

– Le voy a ser sincero, Rojas -dijo Etchenike sin preocuparse demasiado por serlo o parecerlo-. Yo no soy otra cosa en este asunto que un investigador privado. Me engañaron como a un principiante pese a ser un boludo grande, un viejo huevón, como dirían ustedes… Y quedé entre dos fuegos, entre dos hijos de puta que saludablemente acaban de morir. Sus socios…

– No llegaron a ser mis socios… -puntualizó el chileno.

– Pero llegaron a ser hijos de puta igual. Fue un poco duro.

– No me tome por cínico, estimado inversor… -dijo ahora, corrigiendo el tono y la puntería-. Eran dos hombres despreciables, como le adelanté ayer. Tan capaces de cualquier maldad que, le aseguro, ninguno de los dos es ajeno a la muerte violenta del otro.

Los ojos de Rojas Fouilloux se llenaron de inquietud:

– ¿Qué quiere decir?

– Creo, objetivamente, que Willy Hutton mató al Lobo Romero poco después de que usted dejara la casa del barrio Los Troncos. Y lo hizo haciéndose pasar por un personaje que no existe, un invento del que ayer le hablé: el presunto Juan Ludueña. ¿Lo recuerda?

El chileno asintió con la cabeza. Estaba perturbado, a la defensiva.

– En el fondo es muy simple… -comenzó Etchenike.

Y desarrolló la crónica de los últimos diez días, durante los cuales, Hutton, haciéndose pasar por Ludueña, había ido dejando huellas evidentes de sus propósitos y llamadas telefónicas a su hermano el boxeador y a su hija la bacana para crear una expectativa.

– ¿Y por qué usted supone que no es el verdadero Ludueña el que lo asesinó? -lo interrumpió el chileno repentinamente interesado.

Etchenike lanzó una carcajada:

– Yo no sólo leo los diarios, Rojas… No me entero por “El Atlántico”: estuve anoche allí después del asesinato y antes que la policía… -hizo una pausa con la sonrisa congelada-. Hablé con el custodio: el asesino, el presunto Ludueña, se cuidó muy bien de que le vieran la cara pero actuó con guantes… Es fácil de entender: Juan Ludueña desapareció; yo, en realidad creo que está muerto hace veinticinco años. Su rostro puede haber cambiado y cualquiera puede hacer creer que es él con una barba alevosamente postiza. Lo que no cambian son las huellas digitales que, sin duda, se conservan… Si el asesino era Ludueña y quería “firmar” el crimen, no hubiera tomado esa precaución: fue Hutton.

Rojas Fouilloux parecía haberse perdido en medio del razonamiento:

– Prosiga entonces -dijo sin embargo.

– Creo además, que se le fue la mano… Probablemente cuando se enteró del chantaje con su sobrina se volvió loco y fue a presionarlo para recuperar las pruebas, esas fotos que nadie sabe dónde están. Pero se excedió: el odio lo sobrepasó y en medio de la tortura, a Romero le falló el corazón.

– Es muy novelesco.

– Y no es todo -dijo el veterano que comenzaba a sentirse cansado de contar y contar una y otra vez aspectos de una misma historia-. El último acto es particularmente grotesco, mi querido socio frustrado: cometido el crimen, el acto de justicia, Hutton va a casa de su sobrina y tiene la evidencia, antes de decirle nada de lo que ha hecho, de que ella sabe que él ha fingido ser Ludueña. María Eva se lo reprocha, forcejean y él cae por el balcón.

La reacción de Rojas fue extraña:

– Eso es estúpido.

– ¿Quién es estúpido? No hay ningún estúpido en esta historia… ¿La realidad es estúpida? -se ensañó Etchenike.

– No, claro… -el chileno sonrió, confundido-. Tal vez yo…

– Tal vez usted pueda ayudar, Rojas Fouilloux.

– ¿Ayudar?

– Lógico. Usted puede ser, va a ser, un testigo importante. No bien la policía interrogue al custodio del chalet de Romero se enterará de que usted fue el último que vio al Lobo con vida, menos de una hora antes de que Hutton, el falso Ludueña, lo asesinara. No sería extraño que en este mismo momento la policía lo esté esperando en el aeropuerto de Camet para interrogarlo. Habrán llamado al Provincial y les habrán dicho que usted ya salió. El rostro de Rojas se transfiguró:

– Bueno… Yo no tendría ningún inconveniente, pero… -se volvió hacia la ventanilla-. ¿Adónde vamos?

El remise, luego de atravesar el centro de la ciudad de norte a sur y alejarse largamente hacia los barrios periféricos, había vuelto a doblar a la izquierda y ahora avanzaba velozmente por la avenida Juan B. Justo hacia el puerto, con el mar otra vez al fondo de la calle.

– No vamos a Camet, señor Rojas… Tal vez sería mejor que volviéramos a Playa Bonita, ¿no?

El auto se había detenido en un semáforo y repentinamente el chileno se arrojó sobre la puerta, tironeó las manijas. No se abrió. No pudo hacer nada y quedó mirando a Etchenike, que no se había movido de su posición.

– Están trabadas automáticamente desde acá -dijo Sayago dándose vuelta por primera vez, revelándose como chofer de remise-. Es muy seguro este auto.

– No tiene por qué escapar… -lo tranquilizó Etchenike-. Igualmente, usted puede no ir a Camet. Sé que ningún avión lo espera ahí. Sólo la policía.

Y el señor Leonel Rojas Fouilloux, delegado a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería, se derrumbó definitivamente en el asiento.

Etchenike sacó cigarrillos y convidó a Sayago y al apesadumbrado chileno.

– Seguí por la costa -indicó-. Yo te aviso.

El sol ya había subido algunos grados sobre el horizonte y el mar brillaba casi blanco, como celofán sobre terciopelo gris.

– No tiene pasaje en el charter. Me tomé el trabajo de averiguarlo. Tampoco pensó en viajar a Santiago ni en realidad jamás participó de las IV Jornadas… eso lo descubrió hace unos días mi amigo, aquí presente. Andaba con esa credencial en blanco que habrá robado, me imagino. Se hospedaba en el Provincial y se mimetizó con las delegaciones, pero no vino de Chile.

El hombre aparecía ahora repentinamente cansado, como si escuchara una historia que nada tenía que ver con él.

– Bah… Todo eso no me importa -concluyó Etchenike-. Si usted los quería cagar a éstos haciéndose pasar por hombre de Survey usando documentación vieja o fraguada, aunque yo no veía el negocio, no me interesaba. Hacía bien… En realidad, en esta historia todos son otro, nadie es quien es. Y a usted lo descubrí el día que lo conocí, cuando metió el pie en el pozo y se sacó ese mismo mocasín…

Etchenike se agachó y desnudó el pie de Rojas, que no se resistió. Le alcanzó el zapato a Sayago:

– Lee la plantilla.

– Calzados El Inca. San Martín y Suipacha, Berazategui. Buenos Aires.

Y los dos se rieron, se pasaron el zapato, se lo devolvieron al falso chileno.

– Y le diré más, compadre -parodió Etchenike-. La mayor evidencia la tuve porque usted era demasiado chileno: la “ll” casi “y” que pronunciaba, la tonada, las inflexiones y algunos modismos; el léxico. Sólo le faltaba gritar “Viva Chile, mierda”. Era excesivo. Y precisamente en el momento de elegir un nombre presuntamente chileno optó casi por la caricatura, se pasó de largo en las alusiones: Leonel Rojas Fouilloux tal vez no le diga nada a algunos, pero a los que tenemos años y memoria futbolera nos evoca inmediatamente al equipo de la Copa del Mundo del ‘62 en Santiago: Leonel es sólo Leonel Sánchez, el famoso wing izquierdo; Tito Fouilloux, un talentoso número diez; Eladio Rojas fue “el volante de América” en ese Mundial. Es como si alguien quiere hacerse pasar por argentino y se pone Gardel de apellido o firma Ángel Amadeo Sanfilippo, hace unos años, o Ubaldo Matildo Kempes ahora, después de nuestro Mundial…

Etchenike lo miró con una contenida piedad que no sabía su nombre.

– Usted es un hombre grande ya. Menos que yo, claro. Pero es grande. Y los recuerdos de aquellos años han sido muy fuertes… Yo sé por qué. Y recurrió casi inconscientemente a ellos. ¿No es así?

Abatido, sereno ya, el hombre asentía apenas. Casi estaba a punto de participar, completar el relato.

– Es acá, Negro… Estacioná sobre la barranca -dijo repentinamente Etchenike.

El auto salió de la ruta y avanzó casi una cuadra hasta detenerse a pocos metros del abismo, frente al mar.

El lugar era una desolada superficie de piedra caliza cortada a pique a varias decenas de metros sobre el mar. Abajo, en algunos lugares, las olas lamían la base de los acantilados dejando una playita minúscula; en otros, la costa irregular que entraba y salía del mar a lo largo de kilómetros, se encrespaba en rocas que chocaban violentamente con las olas y saltaba la espuma al sol, llegaba el rumor hasta el camino.

Sayago abrió la puerta y descendió:

– Esto es…

– Barranca de Los Lobos -dijo Etchenike.

– Ah… -dijo el Negro.

El hombre también había bajado en silencio del auto y en un momento dado comenzó a caminar lentamente a lo largo de la barranca. Avanzó unos pasos y se detuvo. Luego reanudó la marcha, se alejó.

– Se va a escapar -dijo Sayago.

– ¿Adónde va a ir?

– Se va a matar… Ahora se tira.

– No -dijo Etchenike-. Es de los que sobreviven.

Media hora después, del mismo modo, al mismo ritmo cansino, el hombre regresó. Etchenike estaba sentado en el paragolpes del auto; Sayago, al volante y con la puerta abierta.

– ¿Cómo supo que yo?… -dijo el hombre ya con otra voz sin inflexiones, relajado, vencido y dispuesto a oír lo inevitable.

– Hay dos cosas -dijo Etchenike entrecerrando los ojos ante el sol, ante el imaginado recuerdo que reconstruía-. Cuando me contaron la historia del Atlantic, me impresionó la cadena de odios, el entrelazamiento de pasiones, el amor, la política, los rencores arrastrados por décadas… La soberbia de la puta oligarquía, la estupidez, el prejuicio. Y después, la desgracia: creo que Juan Ludueña no se merecía verle así la cara a la desgracia. Fueron demasiadas culpas para un hombre solo: primero, la enfermedad de Evita; después, esa noche terrible de la huida y el accidente acá, ahí mismo tal vez… -y señaló delante de ellos, ese borde preciso-. Se sintió demasiado culpable con la muerte de Virginia. Culpable de sobrevivir. Y prefirió morir aquí, que lo dieran por muerto. No faltarían amigos en quienes confiar para que lo atestiguaran… Gombrowicz, por ejemplo.

– El Polaco… -murmuró el hombre como si rezara.

Etchenike metió la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo una foto vieja, algo amarillenta pero no ajada. Estaba montada sobre cartón y había estado encuadrada bajo un vidrio durante muchos años.

– Ésta fue la otra cosa que me convenció-dijo alcanzándosela.

El hombre la tomó en sus manos y necesitó ponerse los anteojos para poder reconocer los rostros que posaban enfilados, uniformados, sonrientes en la inauguración del Hotel Atlantic en el verano del ‘53. El Polaco era ése de la punta, con el pelo enrulado y cara de loco; había mozos que no recordaba el nombre, mucamas; el chico que estaba colado en la foto, arrodillado junto al perro también colado, era Willy sin duda. Y el del gorro blanco y rígido, copudo, con la cara tan lisa y blanda al sonreír, era Romero, y estaba el cocinero jefe al lado, y después aparecía Virginia con una solera que le dejaba los hombros desnudos y tenía a Evita en brazos, de meses y sana todavía. Y ahí estaba él, Juan Ludueña, casi en el centro de la foto, protegiendo a su mujer y a su hija con los brazos, protegiéndolos a todos desde la Intervención, sonriéndole al verano peronista de hacía veinticinco veranos.

– La robé del hotel… Y al verlo a usted no dudé quién era.

– ¿Puedo quedármela?

– No. Mejor no. La volveré a colgar en su lugar. El Polaco cuida eso… Alguien se tiene que ocupar de la memoria y no es usted, precisamente.

Se la quitó sin violencia, la guardó.

– No es casual que haya sido el Polaco el único que supo que había vuelto de algún modo, que me empezó a dar indicios de que había algo más, alguien más…

– Pero está loco, Etchenike… El Polaco está desconectado del mundo.

El veterano lo miró con repentino desprecio:

– ¿Desde dónde puede hablar así? -exclamó-. Usted, que ha hecho lo que ha hecho… Puedo reconstruir sus desgraciadas idas y vueltas. No creo que pueda estar orgulloso.

Comenzó a enumerar con los dedos:

– No pudo superar la culpa familiar pero siguió actuando. Es probable que haya estado en la Resistencia y todo hace coincidir su participación en la preparación de la huida de Ushuaia con su llegada a Chile. No sé cuánto se habrá quedado allá, tampoco sé qué hizo durante su vida en estos últimos veinte años, Ludueña. No sé si vive en Berazategui, si tiene otra familia, ni sé cómo carajo se llama ahora y desde cuándo… Supongo que volverá a ser ese mismo ahora, el que no debió dejar de ser hace quince días cuando decidió volver a hacer justicia disfrazado de empresario chileno devoto de Pinochet. Usted está loco, no tiene derecho a hablar del Polaco.

– Quise volver a… -buscó las palabras pero no estaban en ese cielo demasiado limpio; tampoco en las piedras del suelo-. A ajustar cuentas con esos tipos. Se cumplían los cincuenta años… Además, quise que ella me valorara, supiera… Quise reencontrarme con Evita.

– Evítela -jugó Etchenike.

– Usted no quiere entender que yo necesitaba volver alguna vez.

Etchenike sabía de esas tentaciones de regresar para emparchar el pasado.

– Fue demasiado tiempo, Ludueña. Todo es distinto. Usted es distinto, ella es distinta… Volver tarde y mal, como usted, es peor que no volver.

Y de pronto se le ocurrió un argumento:

– A usted le importaba ella. Bien: ella defendió su memoria. Porque para María Eva es como si usted no hubiera vuelto, usted no existe. Cree la versión que yo le di hace un rato, la de Hutton que se hace pasar por Juan Ludueña…

El hombre hizo un gesto de escepticismo.

– No es tan difícil de creer -replicó Etchenike-. A María Eva la tranquiliza… ¿O usted pensaba llamarla hoy para explicar qué había hecho?

– No… No sé.

– ¡No sea imbécil! -se desesperó el veterano-. Si quiere voy yo y le explico que usted, Juan Ludueña, planeó destruir a Willy y al Lobo, creó una red de celos entre ellos, se hizo indispensable y al final desencadenó la tragedia: incendió el campo de Willy, probablemente desde la misma avioneta al partir, que es lo más simple, y después vino a acosarlo a Romero. No sé si pensaba matarlo. Tal vez no. Él había sido botón. Pero cuando yo ayer a la tarde le dije lo de la extorsión a María Eva, vio todo rojo…

– Usted es un cínico. Usted sabía lo que hacía… Me empujó.

– Lo empujaría ahora -dijo Etchenike agarrándolo de las solapas, amagando hacia el abismo-. No sea hipócrita, Ludueña… Tenía todo planeado: matar como Rojas Fouilloux y echarle la culpa a un Ludueña que usted ya no era. Es genial, lo sé; anoche fue a ver a Romero, conversaron y tomaron whisky. Se hizo llevar a la cocina para conocer las virtudes culinarias y reposteriles del trolo y allí sacó el revólver, se puso los guantes, lo ató, lo vejó y torturó hasta que se le murió entre las manos.

El hombre que escuchaba esa descripción de lo que había hecho no podía soportarlo. Se alejó dos pasos, dio la espalda, pero no fue más lejos.

– Usted lo conocía bien, sabía sus miserias, como Willy las conocía… Y no pudo resistir a la tentación de decirle quién era, darse a conocer. Entonces no se pudo detener… ¿Qué quería? ¿Quería las putas fotos?

– Sí. Las pruebas de la extorsión.

– Y él no las tenía.

– Decía que no.

– Claro que no. El tampoco las tenía, Ludueña.

El veterano esperó que el otro lo mirara:

– No había fotos… Es mentira. Una infamia contra ella.

– Pero usted me dijo…

– Me engañaron… Y si no me cree, búsquelas: no existen, no hay.

El rostro de Ludueña se transfiguró. No era la paz pero parecía.

– A ella, entonces, no la… -como queriendo entender, queriendo creer.

– No. Nadie la ensució.

– Bueno…

– Nada bueno lo suyo, Ludueña -quiso concluir Etchenike-: una vez muerto el Lobo, llamó un taxi, fingió una despedida y salió tranquilo. Volvió al rato, con su disfraz de Ludueña sospechoso. Se mostró bien ante el guardia y después lo desmayó y se fue. Cualquiera, incluso la policía, va a creer que el crimen fue a las ocho de la noche y no a las siete y media. Ya puede desaparecer tranquilo, volver a ser quién es ahora.

Juan Ludueña, el falso chileno pateó algunas piedras y las empujó al vacío. Se quedó mirando el mar. Estuvo un rato largo así. Cuando escuchó el ruido del auto se dio vuelta bruscamente.

Se le venía encima.

El Negro Sayago clavó los frenos a diez centímetros de sus rodillas. Sonreía. Etchenike abrió la puerta y le arrojó la valija que cayó a sus pies.

Ludueña tardó en entender que acaso lo dejaban ir, que todo acababa ahí.

– Adiós -dijo, pero no se atrevía ni siquiera a levantar la mano ahí, como estaba, entre el abismo y el motor…

– No le digo adiós -improvisó Etchenike sacando la cabeza por la ventanilla-. Ya se lo dije cuando usted era un chileno delegado a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería… Ahora le digo, simplemente -hizo una pausa-: andá a la puta madre que te parió, Ludueña.

Sayago metió la marcha atrás y se alejaron del hombre que quedó inmóvil entre la polvareda.

Una vez en la ruta el Negro miró por el espejito.

– ¿No vas a pasar adelante?

– No. Llevame… Quiero saber qué se siente.

Etchenike se recostó y cerró los ojos.

– Julio -dijo Sayago al rato-. Eso que le dijiste al despedirte: “No le digo adiós… Ya se lo dije una vez”, ya creo que te lo oí antes. ¿Qué es? ¿De dónde lo sacaste?

– Es Chandler -dijo el veterano sin abrir los ojos-. Variaciones sobre un tema de Chandler. Pero las puteadas son mías.

52. De otra cosa

Joseph Cotten estaba parado, apoyado, mejor, a la izquierda; y ella, la tanita Alida Valli, venía por el sendero, impermeable y hojitas sueltas.

La última escena era en el cementerio de Viena, donde por fin enterraban al que no habían enterrado en su momento: Orson Welles, el genio malvadísimo de la cara blanda que se burlaba de la paz suiza, de los relojes cucú, que no tenía moral ni escrúpulos para la penicilina.

La cítara de Anton Karas bordoneaba un poco más alto ahora y ella pasaba de largo, no movía ni los ojos, ni el sombrerito pobre hacia Cotten, al que sólo le quedaba fumar, sacar buen perfil duro y volverse a casa a seguir escribiendo novelitas de tiros.

Hubo un The End muy dibujado al estilo posguerra y enseguida las rayas, los números, los golpes de claridad y el chicotazo final de la película que dejó el chorro de luz desnudo, la pantalla iluminada, el zumbido del equipo.

El Polaco apagó el proyector.

– Termina mal -dijo Etchenike en la oscuridad.

Gombrowicz caminó unos pasos y encendió la luz general:

– Un traidor es un traidor… Un botón es siempre un botón -sentenció.

– No es el final de Graham Greene… -dijo Etchenike parpadeando.

– Está bien: es una historia de amor y ésas son las reglas.

– Hace pocos días me dijeron algo así.

Estaban solos en la sala del Atlantic, con las sillas un poco desordenadas y una cerveza cada uno. Afuera, el sol se empeñaba contra las ventanas más cerradas que nunca.

– Gracias por El tercer hombre-dijo el veterano poniéndose de pie-. No me quería ir sin verla. Usted me había hablado mucho y con insistencia… Me sirvió, Polaco.

– ¿No va a ver El ídolo caído? -dijo el otro haciéndose el distraído, siempre en otra cosa-. La separé para que veamos las dos juntas.

– No. Tengo que ir hasta “ La Julia ”, hacer algunas cosas más y volverme esta misma noche en micro. No hay tiempo. Tal vez el verano que viene…

– El verano que viene… -iban por el pasillo hacia el hall de entrada-. No sé qué pasará con esto, en qué quedará todo. Nada bueno, seguro.

Etchenike se detuvo bruscamente y metió la mano en el bolsillo. Sacó un sobre:

– Polaco, esto es suyo -y señaló el hueco en la fila de fotos de la pared-. Hubo quien me la pidió, pero pienso que debe quedar acá. Nadie se la merece.

– Cuando vi que faltaba ésa me di cuenta de que usted andaba bien rumbeado… -dijo Gombrowicz sonriendo apenas-. Pero no se le ocurra contarme nada.

– Como quiera.

Salieron. La arena volaba en la Avenida Hutton. Era una tarde fea que podía mejorar a la caída del sol. El viento no era frío; venía, extrañamente, de la tierra hacia el mar. Pero era un viento cargado de polvo, seco y sin olores de verano.

– Si quiere, lo llevo hasta “ La Julia ” -dijo el Polaco señalando el carro con ruedas de goma y un caballo flaco con las crines largas y arremolinadas-. Vamos por la playa, que es mucho más rápido y entretenido.

– Vamos.

Subieron y hubo un largo tironeo para atravesar la zona de arena seca en que se disolvía la avenida al llegar a la playa.

– El hotel quedó más vacío que nunca -dijo Etchenike.

– Sí. Sólo la mujer del Baba… Y ni siquiera ella. Hoy temprano se fue a visitar a la Beba, su hermana.

– ¿Cómo está?

– Bien. Estuvo jodida pero se va recuperando… -Gombrowicz sacudió las riendas, trató de convencer al matungo de quién mandaba-. Va a ir en cana.

– Claro. ¿Y el Mojarrita?

El Polaco hizo un gesto de sonriente admiración:

– Al final, tuvo que salir del agua nomás… Sacrificó un récord por otro.

– ¿Cuál?

– Nunca lo sabremos, Etchenike… -dijo sentencioso-. Tengo la teoría de que cada hombre viene al mundo para cumplir un destino que no conoce, en forma de récord: hay algo que sólo él viene a hacer más o mejor que nadie. Cuando alcanza esa medida, ese récord desconocido incluso para él, muere…

Calló provocativamente, esperó una reacción de Etchenike que lo miraba sin un gesto.

– Por ejemplo -prosiguió-: existe alguien que es la persona más gorda del mundo en este momento: otro, la más alta… Pero también hay alguien, en quién sabe qué lugar, que es el hombre que más veces ha abierto una puerta o ha comido polenta o ha visto jugar más veces a José Manuel Moreno en River. Ese es su sentido en la vida y no lo sabe… Los filatelistas se creen que su vida es juntar estampillas y yo me puedo llegar a creer que seré el tipo que verá más veces Sed de uivir, de Vincent Minnelli, pero no sé realmente cuál es mi récord, el que me está esperando. Tal vez el de Mojarrita no sea el de permanecer más que nadie en el agua sino el de ser el hombre más engañado por una mujer en pueblos que dan al mar… ¿Me entiende, Etchenike?

– Sí. Es raro de pensar… Da un cierto consuelo o desconcierto o…

– Y Dios vendría a ser el titular de todos los récords -concluyó el Polaco.

– ¿Y el de Martínez Dios? ¿Cuál es el destino, el récord de Martínez Dios?

Gombrowicz giró la cabeza, estiró el brazo mar adentro, un poco en diagonal hacia atrás, precisamente donde se recortaba el perfil corroído del barco escorado y quieto.

– Su récord, tal vez, sea el de ser el juez instructor que tuvo más veces las pruebas a la vista y no las supo ver… -dijo con una risotada.

Etchenike también volvió la cabeza, la agitó como no pudiendo creer lo que confirmaba su idea, su sospecha:

– Cuando contó la historieta increíble del robo de las películas y habló del escondite sentí que algo raro había ahí… Usted estaba hablando de otra cosa.

– Siempre se habla de otra cosa, Etchenike… -generalizó Gombrowicz-. El mismo Jesús, que antes que predicador fue un gran contador de historias, un narrador, se la pasó hablando de otra cosa: lo que pasa, lo bueno que pasa, es que no sabemos de qué hablaba… El realismo, la pretensión del realismo es algo perverso y soberbio. Por mí se puede pudrir donde está.

– ¿El realismo?

– La droga -corrigió sin registrar la ironía-. Allá quedará, para las gaviotas… Hasta al pibe pensaban dejarlo allí, para que se secara al sol, pero se les cayó. Lo llevaron inconsciente, semimuerto…

El Polaco se paró en el carro y señaló con la mano el itinerario en picada diagonal:

– Se les vino así y chaff… Al agua… Y después, a esperar. Siempre es jodido esperar. Y esperar frente al mar, peor. Y esperar un cadáver frente al mar, peor.

– Y no esperar nada, peor -dijo Etchenike en el mismo tono.

– ¿De qué está hablando?

– De otra cosa, claro.

Gombrowicz le sonrió como reconociéndolo, lo nombró mentalmente su discípulo.

El sol ya declinaba cuando llegaron al lugar donde un chorrito de agua dulce que venía entre juncos y colas de zorro casi hasta la orilla hacía canaleta en la arena y se entreveraba con la espuma.

– Es ahí. El arroyo pasa por detrás del casco de la estancia -dijo el Polaco tirando de las riendas.

Etchenike le dio la mano en silencio y de un salto se bajó del carro.

– Vinimos rápido -dijo mirando su reloj-. Es temprano todavía.

– Tarde para el té -dijo Gombrowicz.

Hizo retroceder al caballo, giró el carro y se fue.

53. Damas y caballeros

Del lado del mar, no había una doble hilera de paraísos. Se llegaba a la casa bordeando el arroyo por un camino que nacía en la tranquera vencida que Etchenike debió arrastrar y dejó alevosamente abierta. Nada podía entrar ni salir ya de “ La Julia ”; y lo que iba y venía no necesitaba de la tranquera.

Aunque desde la loma se veían hectáreas y hectáreas de cuadrados negros, postes caídos, los hilos de la luz y del teléfono achicharrados, el fuego no se había llevado todo, ni siquiera la mayoría. El arroyo había parado el avance de las llamas y la casa estaba aparentemente a salvo frente a un bosquecito reducido a carbones. El césped del parque parecía reseco y al pisar la galería vio los agujeros del techo, las chapas retorcidas por el calor. Habrían volado las chispas y entrado por las ventanas, porque un fuerte olor a trapos quemados, a madera ardida y mojada, emanaba del interior de los cuartos y del que había intuido soberbio comedor.

No llegó a entrar.

La criada que había visto la primera vez salió a la galería con un farol que daba una luz amarilla, innecesaria fuera de la casa.

– ¿Qué busca? -dijo sin temor, sin esperanzas.

– Traigo un mensaje para la señora.

– Dígamelo a mí. Ella no está bien.

Tuvo la certeza de que las mujeres estaban solas en el lugar. Pensó en el Polaco y supuso que él vería allí una escena de Lo que el viento se llevó o cualquier película sobre la Guerra de Secesión y la derrota del sur: los cuartos sin luz, los muebles pesados en la oscuridad, los ritos que tratarían de seguir haciendo como si nada.

– Bueno… Dígale que trate de comunicarse con su nieta en Mar del Plata. O que intente ir para allá… Ya que acá no hay teléfono ni…

– ¿Y el señor Willy?

– Que se comunique con la nieta, mejor.

Etchenike sacó de su bolsillo los diarios del día y los puso sobre la baranda de la galería.

– Les dejo los diarios. No creo que los hayan visto. La mujer los tomó sin decir nada.

– ¿Quién es, Zulema?

Primero fue la voz y luego la vieja dama que apareció en la puerta del comedor como sacada de un cuento de Faulkner adaptado por Victoria Ocampo.

– El señor estuvo aquí el lunes. Trae un mensaje de María Eva.

– ¿Usted vino con el chileno el otro día?

– Estaba aquí casualmente. Pero no vine con él.

– Porque estamos esperándolo -prosiguió ella, y Etchenike se dio cuenta de que la señora Julia no lo oía, no quería oírlo-. Dígale que todo está bien aquí, que todo se arreglará y volverá a ser como antes, como siempre.

– Sólo vine a decirle que se comunique con su nieta.

– Espero que Willy no arruine las cosas. No es muy responsable… Siempre necesita que le estén encima. La gente necesita que la ordenen. Los chilenos tienen a ese general… Ellos saben cómo hacer, entienden… Dígale…

– Señora…

La criada tenía el diario desplegado, leía iluminada por el farol apoyado en la baranda.

– Y con mi nieta pasa lo mismo: no hay que dejarla sola.

– Señora… -insistió la criada.

Etchenike dio media vuelta y bajó los escalones de durmientes. Caminó sobre el césped sin darse vuelta y después siguió andando cuando el terreno se hizo menos blando, se llenó de piedritas, se convirtió en camino. Y tampoco se dio vuelta en todo el trayecto hasta llegar a la ruta.

Se sentó en un pilar bajo que remataba el guardaganado de la entrada a la estancia y allí esperó un rato largo que pasara el Expreso “ La Julia ” que venía de Necochea.

Cuando apareció, notó que sólo una de las luces delanteras funcionaba. La otra estaba rota todavía, desde el día del choque.

Acababa de llegar un ómnibus de El Cóndor con atraso y los pasajeros cansados y malhumorados ocupaban casi todas las mesas del comedor del Hotel Veraneo. El señor Fumetto no daba abasto en la caja y Etchenike alcanzó a ver a Gustavo prodigándose entre las mesas sin que él lo viera.

Saludó con naturalidad al patrón, que lo miraba con recelo, y esquivó sus preguntas, lo tranquilizó asegurándole que ya se iba y para siempre, por ahora.

Cuando el ambiente se aquietó, pidió un café y fue a tomarlo a la mesa del primer día. Hasta allí llegó Gustavo, casi temeroso, casi más viejo:

– ¿Cómo te va? -dijo el veterano esquivando el bulto.

– Bien… -y esperaba algo.

– Siento mucho lo que le pasó a tu primo.

El pibe asintió, miró al piso.

Etchenike deseó estar ya muy lejos de ahí. Pero todavía faltaba.

Gustavo lo ayudó una vez más; sus ojos se encendieron y dijo:

– ¿Ahora sí se va? -el veterano dijo que sí-. Entonces le traigo el paquete que me dejó…

– Sí, ahora sí.

Lo vio ir detrás del mostrador y esperar que el patrón pasara un momento a la trastienda para empinarse y bajar la lata de galletitas. Metió la mano, sacó algo y volvió a colocar la lata en su lugar.

– Acá está -dijo otra vez junto a Etchenike-. No lo supo nadie.

– Gustavo, ya te dije: sos una persona en la que se puede confiar. Un caballero.

Guardó el paquete y hurgando con la punta de los dedos en el fondo del bolsillo trasero sacó, como con una pinza, el billete doblado en cuatro que le había dado Willy Hutton en un jardín ya sin flores.

– Tomá. No es un regalo. Me pagaron con esto por algo que finalmente no hice. Vos, en cambio, cumpliste conmigo. Gracias.

El pibe no dijo nada. Ni siquiera desdobló el billete. Cerró la palma, sonrió y salió corriendo.

Eran casi las once cuando, desperezándose, se despidió del señor Fumetto, le tocó la cabeza a Gustavo y se dispuso a salir. Su micro ya estaba estacionado en la puerta del hotel. Justo se cruzó con Rizzo que volvía. El cafetero parecía cansado y contento. Era el mejor día de la temporada, le dijo: había vendido todo.

– Tome un café. Se lo regalo. Me cansé de vender en el campeonato de Papy Fútbol que empezó hoy en El Trinquete.

– Qué bien… -dijo Etchenike.

El muchacho se desembarazó de termos y vasitos, los apoyó en la pared, junto a la ventana.

– ¿Usted se va del todo?

– Sí. Terminé lo mío.

El veterano desvió la mirada del parche que cubría la coronilla de Rizzo.

– ¡Qué terrible lo que pasó! ¿No? -dijo el muchacho.

– Fue demasiado. Te pido disculpas por lo que te hice pasar…

– No diga boludeces… -Rizzo sonrió, confundido-. Quiero decir que no es nada.

– No es nada.

Sonó un bocinazo. El micro se iba.

Se despidieron duros, torpes y afectuosos. Finalmente Etchenike subió con el aire evasivo de un delincuente, un descuartizador con el bolso lleno de paquetes comprometedores.

Se sentó en el fondo y buscó el sueño sabiendo que no lo encontraría. Al rato vio que uno de los choferes se levantaba y avanzaba por el pasillo pidiendo los boletos. Lo reconoció enseguida al extenderle el pasaje. El colorado, el mismo chofer que lo había traído a Playa Bonita, hizo picar la maquinita. Hubo una pausa.

– ¿Qué tal? -dijo amistoso.

– Cansado.

– ¿Viste lo que pasó?

Etchenike no contestó inmediatamente ni le extrañó el tuteo. La oscuridad hacía todo irreal o más verdadero.

– Pasó de todo -dijo.

– Ni que hubiera caído una bomba en el pueblo… Tres o cuatro muertos…

– Para un balneario de viejos chotos, bastante movido -dijo Etchenike.

– ¿No sabés si la mina murió?

– Está mal. Pero dicen que no va a morir.

– Yo lo conozco bien al boludo ése, al Mojarrita -dijo-. Todo el mundo se la morfaba a la mina y viene a hacer la cagada justo con ese tipo. Cargarse un botón… ¿Vos lo junabas al Mojarrita?

– Más o menos.

– Y lo que tiene un olor a podrido bárbaro es lo de Hutton y la sobrina…

– Hummm.

– ¿Qué te pasa? ¿Te sentís mal?

Etchenike había vuelto la cabeza contra la ventanilla, intentaba abrirla.

– Debe ser el olor a podrido que vos decís… La puta que lo parió…

El otro lo miraba como la primera mañana en el Hotel Veraneo.

– ¿Chupaste mucho?

– Años.

– Cualquier cosa me avisás.

El colorado le guiñó un ojo y se fue por el pasillo.

Al rato Etchenike se durmió. Durante mucho tiempo recordaría ese sueño: Mojarrita nadaba en una pecera cuadrada que era, al mismo tiempo, una cárcel. Los canas, con Friedrich y otros, le pateaban el vidrio. En eso aparecía María Eva Ludueña, sin los fierros ni el bastón, desnuda, y le apoyaba las tetas del lado de afuera. Mojarrita se zambullía y manoteaba desde adentro de la pecera pero tenía que volver a salir para respirar. De repente era Etchenike, él mismo, el que estaba dentro de la pecera pero vestido, chapoteaba y se hundía. En eso despertó.

La oscuridad era completa. Apenas el resplandor allá adelante y el leve cabeceo del micro. Encendió la luz individual, que cayó como el rayo celestial de una estampita. A moverse sintió la dureza en el bolsillo. Sacó el paquete que le había dado Gustavo, rompió el papel, abrió el rollo de película que estaba allí desde la mañana que partió a Necochea después de la paliza. Contempló el carretel un momento y después lo fue desenrollando despacito, exponiéndolo lenta y serenamente ante la luz.

Cuando terminó la operación, abrió la ventanilla y tiró el rollo hacia la noche llena de viento. Lo imaginó rodando por el borde del camino hasta estacionarse junto a un charco o un yuyo en la oscuridad, donde quedaría quién sabe hasta cuándo.

En eso volvió el colorado, bostezando.

– Se hace largo, ¿eh?

– Sí -dijo Etchenike cerrando la ventanilla como un cajón lleno de secretos-. Pero ahora estoy mejor.

– Ah.

– Ahora estoy más cómodo -improvisó-. Tenía los zapatos llenos de arena. Hacía días que andaba así y no me había dado cuenta.

Y le mostró los pies desnudos, movedizos.

– Ah -repitió el otro sin entender de qué le hablaba.

FINAL

“-¿Y estos hombrecitos que aparecen en el fondo

de sus cuadros e ilustraciones, qué hacen, adónde van?

– ¡Qué sé yo adónde van! ¡Al carajo van!”

OSKI, Último reportaje

Tal como Tony y Sayago sospechaban, Etchenike volvió sin un peso a Buenos Aires y ni siquiera tuvo el pudor de inventar una excusa -que los dos estaban dispuestos a aceptar-, para explicar el destino final de los mil dólares de Hutton.

De los demás, se supo que finalmente Laguna se jubiló comisario, que Friedrich llegó a inspector, que el Hotel Atlantic terminó en manos de previsibles especuladores que el Polaco no pudo soportar y se fue con las películas a otra parte, no se sabe adónde.

Juan Ludueña aparentemente volvió a la oscuridad que no debería haber abandonado, su hija Evita terminó revoleándose por el mismo balcón, apretada entre las culpas y el bastón; y los alfajores Los Lobos siguen ahí; detrás de los Havanna y los Balcarce, con su dulce de leche característico.

Etchenike jamás volvió a Playa Bonita ni -por lo que se sabe- a Mar del Plata. Nunca intentó verificar lo que el Polaco sostenía respecto del carguero hundido. Ahí está todavía, con su secreto. Tampoco fue jamás a cobrar el vale por los dos gatillos de 38. Es probable que temiera volver a perder como las dos veces anteriores.

Al que volvió a encontrar fue a Mojarrita, en diciembre del mismo año, tomando mate en el balneario La Balandra bajo los sauces. Hubo abrazos espontáneos, exclamaciones y un relato atropellado y feliz en que un juez sensible, ex olímpico también, le encontró todos los atenuantes del estado emocional y la defensa propia.

– Como jamás apareció la droga -concluyó Mojarrita- ella también zafó.

Y Etchenike apenas contuvo el asombro al verla a ella allí, junto a él, como si nada; la malla entera que ocultaba las huellas de los infructuosos balazos, nuevas flores chillonas para vender una carne gastada.

Etchenike frunció las cejas, hubo un cruce de miradas, una leve sonrisa.

– ¿Y?

– Sigue muy puta, Etchenike… -dijo Mojarrita, confidencial, sacándose el pastito del short blanco-. Tengo que andar con los ojos así…

Y el veterano supo que, en algún lugar, alguna pieza cerraba el rompecabezas, lo justificaba.

Entonces le dio un empujón liviano, casi cariñoso. Lo sentó de culo y se fue.

Juan Sasturain

***