En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.

La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

John Twelve Hawks

El Río Oscuro

Para mis hijos

Nota del autor

El río oscuro es una obra de ficción inspirada en el mundo real.

Cualquier lector aventurero puede tocar el reloj de sol oculto bajo las calles de Roma, viajar a Etiopía y plantarse ante el santuario sagrado de Axum o caminar por la estación Grand Central de Nueva York y contemplar el misterio del techo de su sala principal.

Los aspectos de la Gran Máquina descritos en esta novela son reales o se hallan en fase de desarrollo. En un futuro próximo, los sistemas de información, tanto gubernamentales como privados, controlarán todos los aspectos de nuestra vida. Un ordenador central memorizará dónde vamos y qué compramos, los correos electrónicos que mandamos y los libros que leemos.

Los ataques a nuestra vida privada se justifican por la cultura generalizada del miedo que parece rodearnos y hacerse más insidiosa cada día. Las últimas consecuencias de ese miedo quedan expresadas en mi visión del Primer Dominio. Su oscuridad existirá eternamente, y a ella se le enfrentarán -también eternamente-la compasión, el coraje y el amor.

John Twelve Hawks

Dramatis personae

En El Viajero, John Twelve Hawks introdujo a los lectores en el antiquísimo conflicto que se desarrolla bajo la superficie de nuestro mundo cotidiano. En dicho conflicto intervienen tres grupos de personas: la Hermandad, los Viajeros y los Arlequines.

Kennard Nash es el líder de la Hermandad, un grupo de individuos poderosos que se oponen a cualquier cambio en la estructura social establecida. Nathan Boone es el jefe de seguridad de dicha organización secreta. La Hermandad también es llamada la Tabula por sus enemigos, pues sus miembros consideran que la humanidad y la conciencia humana son como una tabula rasa, una pizarra en blanco donde pueden dejar grabado su mensaje de miedo e intolerancia. En el siglo XVIII, el filósofo inglés Jeremy Bentham ideó el Panopticón, un modelo de prisión donde un observador podía controlar a cientos de reclusos sin ser visto. Tanto Nash como Boone creen que el sistema de vigilancia informatizada que se está imponiendo en el mundo industrializado les permitirá poner en funcionamiento un Panopticón virtual.

Durante siglos, la Hermandad ha intentado exterminar a los Viajeros, hombres y mujeres con el don de proyectar su energía hacia cualquiera de los Seis Dominios. Los dominios son universos paralelos que han sido descritos por místicos y visionarios de todas las religiones y creencias. Los Viajeros regresan a este mundo con nuevas revelaciones c ideas que desafían el orden establecido, y por esa razón la Hermandad los considera la principal fuente de inestabilidad social. Uno de los últimos Viajeros que sobrevivió fue Matthew Corrigan, pero desapareció la noche en que los mercenarios de la Hermandad atacaron su casa. Sus dos hijos supervivientes, Michael y Gabriel Corrigan, vivieron alejados de la Red hasta que descubrieron que también ellos tenían el don de convertirse en Viajeros.

Los Viajeros habrían sido exterminados hace siglos de no haber existido un pequeño grupo de luchadores totalmente entregados a protegerlos: los Arlequines. En su momento, Matthew Corrigan contó con la protección de un Arlequín de origen alemán llamado Thorn que murió en Praga a manos de Nathan Boone. Antes de morir, Thorn envió a su hija, Maya, a Estados Unidos con la misión de encontrar a los dos hermanos Corrigan. Maya recibe ayuda de un Arlequín francés llamado Linden y piensa a menudo en la legendaria Arlequín Madre Bendita, desaparecida. En Los Ángeles, Maya encontró dos aliados: un maestro de artes marciales llamado Hollis Wilson y la joven Vicki Fraser.

Entretanto, la historia continúa, Michael Corrigan se ha unido a la Hermandad, mientras que su hermano menor, Gabriel, se ha ocultado con Maya, Hollis y Vicki. En New Harmony, la comunidad de Arizona fundada años atrás por Matthew Corrigan, nubes de tormenta se arremolinan en el cielo, y la nieve empieza a caer…

Preludio

Los copos de nieve empezaron a caer del encapotado cielo mientras los miembros de New Harmony regresaban a casa para la cena. Los adultos que estaban trabajando en un muro de contención, cerca del centro de la comunidad, se soplaban las manos para calentarlas y charlaban sobre el frente de la tormenta; los niños echaban la cabeza hacia atrás, con la boca muy abierta, y daban vueltas en el intento de atrapar los cristales de hielo con la lengua.

Alice Chen era una muchacha menuda y seria; vestía vaqueros, botas con suela de goma y un chaquetón acolchado de nailon azul. Acababa de cumplir once años, pero sus mejores amigas, Helen y Melissa, estaban más cerca de los trece años que de los doce. Últimamente, ambas habían tenido largas conversaciones acerca de lo estúpidos e inmaduros que eran los chicos de New Harmony.

A pesar de que Alice quería saborear los copos de nieve, decidió que ponerse a dar vueltas con la lengua fuera, como una cría de primaria, sería una muestra de inmadurez, de modo que se encasquetó el gorro de lana y siguió a sus amigas por uno de los caminos que serpenteaban por el cañón. Comportarse como una adulta era difícil. Se sintió aliviada cuando Melissa dio un empellón a Helen y le gritó:

– ¿A que no nos pillas?

Las tres amigas echaron a correr por el cañón, riendo y persiguiéndose. El aire nocturno era frío y olía a pino, a tierra húmeda y a la leña que ardía en los hogares. Cuando pasaron por un claro, los copos de nieve dejaron de caer durante un instante y se arremolinaron en el aire, como si una familia de fantasmas se hubiera entretenido a jugar fuera de la protección de los árboles.

Se oyó un distante retumbar, un ruido que iba en aumento, y las muchachas dejaron de correr. Segundos después, un helicóptero con los distintivos del Servicio Forestal de Arizona pasó rugiendo sobre ellas y siguió cañón arriba. Ya habían visto antes helicópteros como ese, pero siempre en verano. Era raro ver uno en febrero.

– Seguramente estarán buscando a alguien -dijo Melissa-. Apuesto a que algún turista se ha perdido buscando antiguas ruinas indias.

– Y está oscureciendo -intervino Alice; pensó que debía de ser terrible saberse solo, cansado y asustado, en la nieve.

Helen se le acercó y le dio un manotazo.

– ¿A que no me pillas tú ahora? -exclamó.

Y las tres echaron a correr.

En la panza del helicóptero había un dispositivo de visión nocturna y un sensor térmico. El visor nocturno captaba la luz visible y también la franja más baja del espectro infrarrojo, mientras que el sensor térmico detectaba el calor que emitían los distintos objetos. Los dos aparatos enviaban sus datos a un ordenador, que los combinaba y creaba una única imagen de vídeo.

A veintisiete kilómetros de New Harmony, Nathan Boone se hallaba sentado en la parte de atrás de una furgoneta para el reparto de pan convertida en vehículo de vigilancia. Dio un sorbo a su café, sin leche ni azúcar, y observó la imagen en blanco y negro de New Harmony que aparecía en la pantalla.

El jefe de seguridad de la Hermandad era un hombre de pelo corto y gris, iba pulcramente vestido y llevaba gafas de montura de acero. Había algo severo, casi crítico en sus maneras. Los agentes de policía y de la frontera decían «Sí, señor» cuando lo veían por primera vez, y los civiles solían bajar la mirada cuando los interrogaba.

Boone había utilizado dispositivos de visión nocturna cuando estaba en el ejército, pero aquella nueva cámara combinada representaba un importante adelanto. Gracias a ella podía divisar objetivos que se hallaran dentro o fuera de una casa: a una persona que estuviera paseando por el bosque y a otra que estuviera lavando los platos en la cocina. Y aún de mayor ayuda era el ordenador, capaz de evaluar las distintas fuentes de luz y hacer estimaciones sobre si el objeto en cuestión era humano o una sartén puesta al fuego. Para Boone, aquellos dispositivos eran la prueba de que la tecnología -de hecho, el futuro en sí-estaba de su parte.

George Cossette, la otra persona que estaba sentada en la furgoneta, era un experto en vigilancia que había llegado de Ginebra en avión. Era un joven pálido, alérgico a un montón de alimentos. Durante los ocho días que llevaban vigilando, había utilizado de vez en cuando la conexión a internet del ordenador para pujar por muñecos de plástico de sus héroes de cómic favoritos.

– Haz un recuento -ordenó Boone sin apartar la vista de las imágenes que llegaban en directo del helicóptero.

Concentrado en la pantalla, Cossette empezó a teclear una serie de instrucciones.

– ¿Todas las fuentes de calor o solo las de los hermanos?

– Solo las de los hermanos.

Los dedos de Cossette se movieron por el teclado. Clic, clic, clic. Segundos más tarde, las sesenta y ocho personas que vivían en New Harmony aparecieron perfiladas en la pantalla.

– ¿Cuál es el nivel de fiabilidad?

– De un noventa y ocho a un noventa y nueve por ciento. Cabe la posibilidad de que no hayamos captado a alguien que se encuentre en el límite de la zona de escaneo.

Boone se quitó las gafas, las limpió con una gamuza y observó el vídeo por segunda vez. A lo largo de los años, los Viajeros y sus maestros, los Rastreadores, habían predicado sobre una presunta Luz que, según ellos, existía en el interior de todas las personas. Pero había sido la luz real, no la espiritual, la que se había convertido en un nuevo método de detección. Era imposible ocultarse, incluso en la oscuridad.

Los copos de nieve cubrían el pelo de Alice cuando entró en la cocina, pero se derritieron antes de que tuviera tiempo de quitarse el chaquetón. La casa de su familia seguía el estilo del sudoeste: tejado plano, ventanas pequeñas y escasa decoración exterior. Al igual que los otros edificios que había en el cañón, estaba hecha de paja: balas de paja apiladas, atravesadas con varillas de acero y recubiertas con yeso impermeabilizante, formaban las paredes. La planta baja era un gran espacio que servía de cocina y sala de estar; una escalera conducía a los dormitorios de la planta superior. Una puerta lateral daba acceso a la habitación de Alice, a un despachito y al cuarto de baño. Como los muros eran tan anchos, todas las ventanas tenían alféizar. En el de la cocina había un cesto lleno de aguacates maduros y algunos huesos secos encontrados en el desierto.

De la cazuela que hervía en el hornillo eléctrico salía una nube de vapor que empañaba el cristal de la ventana. En las noches frías como aquella, Alice tenía la impresión de vivir en una especie de cápsula espacial posada en el fondo de una laguna tropical. Si limpiaba el cristal, seguramente vería un pez de colores nadando entre el coral.

Como de costumbre, su madre había dejado la cocina en desorden: cuencos y cucharas sucios, restos de albahaca y un tarro de harina abierto esperando a los ratones. La negra trenza de Alice oscilaba de un lado a otro mientras se movía por la cocina guardando los alimentos y recogiendo las sobras. Fregó los cacharros y las cucharas y las colocó sobre un paño limpio, como si fuera instrumental quirúrgico. Cuando se disponía a devolver el tarro de la harina a su sitio, su madre bajó del dormitorio cargada con un montón de revistas de medicina.

La doctora Joan Chen era una mujer menuda, de pelo negro y corto. Era médico, y se había trasladado a New Harmony con su hija después de que su marido muriera en un accidente de coche. Todas las noches, antes de cenar, Joan se cambiaba los vaqueros y la camisa de lana por una falda larga y una blusa de seda.

– Gracias, cariño, pero no tenías por qué limpiarlo. Podría haberlo hecho yo… -Joan se sentó en una rústica silla de madera, delante del fuego, y depositó las revistas en su regazo.

– ¿Quién viene a cenar? -preguntó Alice.

La gente de New Harmony compartía con frecuencia la cena con sus vecinos.

– Martin y Antonio. El comité de presupuestos tiene que tomar algunas decisiones.

– ¿Has comprado pan?

– Pues claro -repuso Joan. Luego hizo un gesto con la mano, como si buscase en su memoria-. Bueno, creo que sí.

Alice rebuscó por la cocina y encontró una hogaza que parecía tener más de tres días. Encendió el horno, cortó la hogaza por la mitad, la frotó por ambos lados con un poco de ajo y la roció con un chorro de aceite de oliva. Mientras el pan se tostaba en el horno, puso la mesa y sacó una bandeja para servir la pasta. (Cuando hubo terminado, estaba decidida a acercarse a su madre para protestar por todo el trabajo que tenía que hacer, pero, en cuanto se dio la vuelta, Joan le cogió la mano y se la acarició.

– Gracias, cariño. Soy afortunada de tener una hija tan maravillosa como tú.

Los observadores ya estaban en sus posiciones en el perímetro de New Harmony, y el resto de los mercenarios acababan de salir de un motel de San Lucas. Boone envió un correo electrónico a Kennard Nash, el máximo responsable de la Hermandad. Unos minutos más tarde, le llegó la respuesta: «La acción de la que hemos hablado queda confirmada».

Boone llamó al chófer del todoterreno que llevaba al primer equipo.

– Procedan al Punto Delta. El personal debería tomarse ahora las píldoras PTS.

Cada mercenario llevaba una bolsa de plástico que contenía dos píldoras para el tratamiento del estrés postraumático. El personal a las órdenes de Boone las llamaba «las píldoras de la depre», y al hecho de tomárselas antes de entrar en acción, «prepararse para el bajón». Aquella medicación inmunizaba temporalmente contra posibles sentimientos de culpa o remordimiento a cualquiera que se viera inmerso en una situación de violencia.

Las primeras investigaciones sobre las PTS se habían realizado en la Universidad de Harvard, cuando los neurólogos descubrieron que en las víctimas de accidente que habían tomado un medicamento para el corazón llamado Propanolol el trauma psicológico era menor. Los científicos que trabajaban para la Hermandad en la Fundación Evergreen comprendieron enseguida el alcance del descubrimiento, y consiguieron que el Ministerio de Defensa les permitiera estudiar el efecto del compuesto en los soldados que entraban en combate. La medicación PTS inhibía las reacciones hormonales del cerebro al shock, al miedo y al rechazo. Y eso reducía notablemente la formación de recuerdos traumáticos.

Nathan Bone nunca se había tomado una píldora PTS ni ninguna otra medicación anti traumática. Cuando uno creía firmemente en lo que hacía, cuando uno estaba convencido de que hacía lo correcto, no había sentimiento de culpa.

Alice se quedó en su habitación hasta que los miembros del comité presupuestario llegaron para la cena. Martin Greenwald fue el primero: llamó suavemente a la puerta y esperó a que Joan abriera. Martin era un tipo de mediana edad, paticorto y con gafas gruesas. Había sido un hombre de negocios de éxito en Houston hasta que un día el coche se le estropeó en plena autopista y un hombre llamado Matthew Corrigan se detuvo para ayudarlo. Corrigan resultó ser un Viajero, un maestro espiritual dotado del poder de abandonar el cuerpo y viajar a otros dominios de la realidad. Pasó varias semanas charlando con la familia Greenwald y sus amigos; luego, los abrazó a todos y se marchó. New Harmony era el reflejo de las ideas de aquel Viajero, un intento de crear un nuevo estilo de vida alejado de la Gran Máquina.

Alice había oído hablar de los Viajeros a los otros chicos, pero no estaba segura de cómo funcionaba el asunto. Sabía que existían seis mundos diferentes llamados «dominios». Aquel mundo, con su pan recién horneado y sus platos sucios, era el Cuarto Dominio. El Tercer Dominio era un bosque lleno de animales mansos, y eso sonaba estupendamente; pero también había un dominio de fantasmas hambrientos, y otro donde la gente estaba siempre peleando.

El hijo de Matthew, Gabriel, tenía veintitantos años y era también un Viajero. En octubre pasó una noche en New Harmony acompañado de su guardaespaldas, una Arlequín llamada Maya. A principios de febrero, los mayores todavía hablaban de Gabriel, y los chicos seguían discutiendo sobre la Arlequín. Ricky Cutler decía que Maya seguramente había matado a docenas de personas y que conocía la variante del zarpazo del tigre: un golpe en el corazón del adversario, y caía fulminado. Alice había decidido que la Variante del Zarpazo del Tigre no era más que un cuento que circulaba por internet. Maya era sin duda una persona real, de carne y hueso, una joven de pelo negro y misteriosos ojos azules que llevaba al hombro una espada enfundada en un tubo de metal.

Unos minutos después de la llegada de Martin, Antonio Cárdenas llamó a la puerta y entró sin esperar a que le abrieran. Antonio era un hombre apuesto y de porte atlético que había sido contratista en Houston. Cuando el primer grupo se instaló en el cañón, él construyó los tres molinos de viento que suministraban electricidad a New Harmony. Todos los miembros de la comunidad lo apreciaban, y algunos de los chicos incluso llevaban el cinto de las herramientas ladeado, como él.

Los dos hombres sonrieron a Alice y le preguntaron cómo le iban las clases de violonchelo. Luego, se sentaron todos a la mesa de roble, que como la mayoría de los muebles provenía de México. Sirvieron la pasta, y los adultos empezaron a plantear los asuntos ante el comité de presupuestos. New Harmony había ahorrado el dinero suficiente para comprar un sofisticado sistema de acumuladores para almacenar energía eléctrica. Con el sistema que tenían, cada familia disponía de una estufa, una nevera y dos hornillos. Más acumuladores de energía significarían más aparatos eléctricos; quizá no fuera buena idea.

– Creo que es mejor que sigamos teniendo las lavadoras en el centro comunal -dijo Martin-. Y no creo que necesitemos máquinas de café y hornos microondas.

– No estoy de acuerdo -intervino Joan-. De hecho los microondas consumen menos electricidad.

Antonio asintió.

– Es cierto, y a mí me gustaría tomarme un cappuccino por las mañanas.

Mientras recogía los platos sucios de la mesa, Alice echó una mirada al reloj que había encima del fregadero. En Arizona era miércoles por la noche, eso significaba que en Australia era martes al mediodía. Su clase de violonchelo empezaría dentro de diez minutos. Los mayores no le prestaron atención cuando se puso su largo abrigo, cogió el instrumento y salió.

Seguía nevando. Las suelas de goma de sus botas crujían sobre la nieve mientras caminaba hacia la puerta exterior. Un muro de adobe de casi dos metros rodeaba la casa y el jardín que hacía las veces de huerto. Servía para mantener a distancia a los ciervos y otros animales. El año anterior, Antonio les había instala-do un portón de madera en el que había tallado escenas del jardín del Edén. Si uno se acercaba lo suficiente a la oscura madera de roble podía ver a Adán y a Eva, un árbol y una serpiente.

Alice abrió el portón y pasó bajo la arcada. El sendero que recorría el cañón hasta el centro comunal estaba cubierto de nieve, pero eso no la molestaba. La linterna de queroseno con la que se iluminaba oscilaba de un lado a otro mientras caían los copos de nieve. Un blanco manto cubría los pinos y la parda montaña, y había convertido un simple montón de leña en lo que parecía un oso dormitando.

El centro comunal se componía de cuatro grandes edificios en torno a un patio central. Uno de ellos era el colegio superior, para los estudiantes de más edad, con ocho aulas diseñadas para la enseñanza on line. En el almacén había un router conectado por cable a una antena parabólica situada en lo alto de la meseta. New Harmony carecía de línea telefónica, y los móviles no tenían cobertura en el cañón. La gente utilizaba internet o el teléfono vía satélite que había en el centro comunal.

Alice conectó el ordenador, sacó el violonchelo del estuche y se sentó en una silla de respaldo recto frente a la web-cam. Se conectó a internet y, al cabo de un instante, su profesora de música apareció en la gran pantalla. La señorita Harwick era una mujer mayor que antaño había tocado en la orquesta de la Opera de Sidney.

– ¿Has practicado, Alice?

– Sí, señora.

– Hoy empezaremos con Greensleeves.

Alice deslizó el arco sobre las cuerdas y la profunda vibración del instrumento la envolvió. Tocar el violonchelo hacía que se sintiese más grande, más importante, y era capaz de conservar esa sensación durante unas cuantas horas después de haber dejado de tocar.

– Muy bien -dijo la señorita Harwick-. Repasemos la segunda sección. Esta vez concéntrate en el tercer…

El monitor se apagó bruscamente. Al principio, Alice pensó que había pasado algo con el generador, pero las luces seguían encendidas y oía el ronroneo del ventilador del ordenador.

Mientras comprobaba los cables de conexión, la puerta se entreabrió con un chirrido y Brian Bates entró en la sala. Brian tenía quince años, ojos castaños y el pelo rubio le llegaba hasta los hombros. A Helen y a Melissa les parecía guapo, pero a Alice no le gustaba hablar de esas cosas. Ella y Brian eran amigos de las clases de música: él tocaba la trompeta y trabajaba con profesores de Londres y Nueva Orleans.

– Hola, Cheloísima, no sabía que esta noche vendrías a practicar.

– Se suponía que tenía clase, pero el ordenador se ha apagado de golpe.

– ¿No has tocado nada?

– Claro que no. Me he conectado a internet y estaba con la señorita Harwick. Todo iba bien hasta hace un momento.

– No te preocupes. Lo arreglaré. Dentro de cuarenta minutos tengo clase con mi nuevo profesor de Londres. Toca con la Jazz Tribe.

Brian dejó el estuche en el que llevaba la trompeta y se quitó el chaquetón acolchado.

– ¿Qué tal van las clases, Cheloísima? El jueves pasado te oí tocar. Sonaba de maravilla.

– Yo también debería ponerte un apodo -repuso Alice-. ¿Qué te parece Brianísima?

Brian se sentó ante el ordenador.

– «Isima» es femenino. Tendrás que pensar un poco más.

Alice se puso el abrigo; decidió que dejaría el violonchelo en el centro comunal y volvería a casa. Una puerta de la sala de ensayo daba a un cuarto trastero. Entró, pasó junto a un torno de alfarero, y dejó el instrumento apoyado en un rincón, protegido por dos sacos de plástico llenos de arcilla para hacer cerámica. Fue entonces cuando oyó una voz de hombre que provenía de la sala de ensayos.

Volvió hasta la puerta entreabierta, se asomó y lo que vio le cortó la respiración. Un hombre corpulento y barbudo apuntaba a Brian con un fusil. El desconocido vestía ropa de camuflaje, como los cazadores de ciervos que Alice había visto en la carretera de San Lucas. Llevaba la cara pintada de color verde oscuro y unas gafas especiales sujetas con una tira de goma. Se había alzado las gafas sobre la frente y las lentes le daban el aspecto de un monstruo con cuernos.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó el hombre a Brian. Su tono era inexpresivo y neutro.

Brian no contestó. Apartó la silla lentamente y se levantó.

– Te he hecho una pregunta, colega.

– Soy Brian Bates.

– ¿Hay alguien más en este edificio?

– No. Solo yo.

– ¿Y qué estás haciendo?

– Intentar conectarme a internet.

El barbudo rió por lo bajo.

– Pierdes el tiempo. Acabamos de cortar el cable que conecta con la meseta.

– ¿Quién es usted?

– Yo no me preocuparía por eso, colega. Si lo que quieres es hacerte mayor, echar un polvo, comprarte un coche y cosas como esas, lo mejor que puedes hacer es contestar a mis preguntas. ¿Dónde está el Viajero?

– ¿Qué viajero? Nadie ha venido por aquí desde la última nevada.

El hombre le apuntó con el fusil.

– No te hagas el listo. Ya sabes a quién me refiero. Un Viajero pasó por aquí acompañado de una Arlequín llamada Maya. ¿Adonde fueron?

Brian cambió levemente el peso de pierna, como si se dispusiera a salir corriendo hacia la puerta.

– Estoy esperando a que me contestes, colega.

– Váyase a la mierda…

Brian saltó hacia delante, y el hombre barbudo disparó. El ruido fue tal que Alice dio un brinco y corrió a alejarse de la puerta. Permaneció unos minutos en la penumbra, con aquel ruido resonándole todavía en los oídos, y luego regresó a la luz. El hombre del fusil había desaparecido. Brian yacía de costado, como dormido, ovillado sobre un brillante charco de sangre.

El cuerpo de Alice era el mismo, pero ella -la muchacha que reía con sus amigas y tocaba el violonchelo-se sintió de repente mucho más pequeña. Era como si contemplara el mundo exterior desde el interior de una estatua hueca.

Voces. Corrió a refugiarse en las sombras justo cuando el asesino de Brian regresaba acompañado de otros seis hombres. Todos llevaban la misma ropa de camuflaje y auriculares con un pequeño micrófono cerca de la boca. Cada hombre portaba un tipo diferente de fusil, pero todos llevaban un visor de rayos láser incorporado al cañón. El jefe del grupo -un tipo mayor, con el pelo corto y gafas de montura de acero-hablaba en voz baja por el micro. Asintió y desconectó el transmisor que llevaba sujeto al cinto.

– De acuerdo. Summerfield y Gleason están en posición con los sensores térmicos. Detendrán a todo aquel que intente escapar, pero no quiero llegar a eso.

Unos cuantos hombres asintieron. Uno de ellos estaba comprobando su mira láser, y un punto rojo bailó en la blanca pared.

– Recuerden -añadió el jefe-. Cada una de las armas que les han dado ha sido registrada a nombre de uno de los habitantes de esta comunidad. Si por alguna razón tienen que utilizar un arma no registrada, por favor, tomen nota del objetivo, de la trayectoria y del número de disparos efectuados. -Esperó a que todos asintieran-. Bien, ya saben lo que tienen que hacer. Adelante.

Los seis hombres se colocaron las gafas de visión nocturna sobre los ojos y salieron, pero el jefe permaneció en la sala. Caminaba de un lado a otro y de vez en cuando hablaba por el micro. «Sí.» «Confirmado.» «Pasen al siguiente objetivo.» No prestó la menor atención al cadáver de Brian; parecía que ni siquiera lo había visto, pero cuando un hilillo de sangre corrió por el suelo, se apartó ágilmente y siguió caminando.

Alice se sentó en un rincón del cuarto trastero, se abrazó las rodillas y cerró los ojos. Tenía que hacer algo -avisar a su madre, advertir a los demás-, pero su cuerpo se negaba a moverse. Su cerebro seguía produciendo ideas, pero ella las contemplaba pasivamente, como imágenes borrosas de un televisor. Alguien lloró y gritó, y la voz le resultó familiar.

– ¿Dónde están mis hijos? Quiero ver a mis hijos…

Regresó con sigilo hasta la puerta y vio que el jefe había ordenado que llevaran a Janet Wilkins a la sala. Los Wilkins procedían de Inglaterra; hacía solo unos meses que se habían unido a la comunidad de New Harmony. La señora Wilkins era una mujer nerviosa y regordeta que parecía asustarse por cualquier cosa: las serpientes de cascabel, los desprendimientos de rocas o los rayos.

El hombre le aferraba un brazo con fuerza. La llevó hasta la silla de respaldo recto y la obligó a sentarse.

– Ya está, Janet. Póngase cómoda. ¿Quiere un vaso de agua?

– No. No hace falta. -La señora Wilkins vio el cuerpo de Brian y apartó la vista-. Quiero… quiero ver a mis hijos.

– No se preocupe, Janet. Están a salvo. Haré que vengan dentro de un momento, pero antes hay una cosa que quiero que haga. -Se metió la mano en el bolsillo, sacó un papel y se lo entregó-. Aquí tiene. Lea esto.

Alguien había puesto una cámara de vídeo sobre un trípode. El jefe del grupo la situó a un metro de la señora Wilkins y enfocó el visor.

– De acuerdo -dijo-. Ya puede empezar.

Las manos de la mujer temblaban cuando comenzó a leer:

– «En las últimas semanas, los miembros de New Harmony hemos recibido mensajes de Dios. No podemos dudar de su autenticidad. Sabemos que son ciertos…» -Se detuvo y meneó la cabeza. «No. No puedo hacer esto», se dijo.

Incorporándose desde detrás de la cámara, el jefe sacó una pistola de la sobaquera.

– «Pero entre nosotros hay quienes no creen» -continuó la señora Wilkins-. «Gente que ha seguido las enseñanzas del Maligno. Es importante que llevemos a cabo un acto de purificación para que todos podamos alcanzar el Reino de los Cielos.»El hombre bajó la pistola y desconectó la cámara.

– Gracias, Janet. Ha sido un primer paso, pero no basta. Usted sabe por qué estamos aquí y lo que andamos buscando. Quiero información sobre el Viajero.

La señora Wilkins se echó a llorar; su rostro reflejaba miedo y desesperación.

– No sé nada. Se lo juro…

– Todo el mundo sabe algo.

– Ese joven ya no está con nosotros. Se marchó. Sin embargo, mi marido me dijo que Martin Greenwald recibió hace unas semanas una carta de un Viajero.

– ¿Y dónde está esa carta?

– Seguramente en casa de Martin. Tiene un pequeño despacho en su casa.

El jefe habló por el intercomunicador:

– Que alguien vaya a la casa de Martin Greenwald. Está en el sector cinco. Busquen en su despacho una carta del Viajero. Prioridad uno. -Apagó la radio y se acercó a la señora Wilkins-. ¿Hay algo más que pueda decirme?

– Yo no apoyo a los Viajeros ni a los Arlequines. No estoy del lado de nadie. Solo quiero que me devuelvan a mis hijos.

– Claro. Lo entiendo. -La voz del hombre era suave y reconfortante-. ¿Por qué no se reúne con ellos?

Levantó la pistola y disparó. La señora Wilkins salió despedida hacia atrás y cayó en el suelo con violencia. El jefe del grupo miró el cuerpo inerte como si fuera un montón de basura. Luego, enfundó la pistola y salió de la sala.

A Alice le pareció que el tiempo se había detenido y había vuelto a ponerse en marcha a trompicones. Creyó que tardaba mucho en llegar hasta la puerta del trastero, abrirla y cruzar la sala de ensayo. Pero cuando llegó al pasillo el tiempo volaba tan de-prisa que solo era consciente de unas pocas cosas: las paredes, la puerta abierta, el hombre con gafas de montura de acero que se hallaba al final del corredor y que alzó su pistola mientras le gritaba.

Alice corrió en la dirección opuesta, abrió una puerta y se zambulló en la noche. Seguía nevando y hacía mucho frío, pero la oscuridad la envolvió como un manto mágico. Cuando salió de la protección de los árboles y se acercó a su casa, tenía las manos y el rostro ardiendo. Dentro, las luces seguían encendidas, lo cual era sin duda buena señal. Cuando pasó bajo la arcada, acarició el árbol que Antonio había tallado en el portón.

La puerta principal estaba abierta. Alice entró en la casa y vio que los platos de la cena seguían en la mesa.

– Hola… -dijo en voz baja.

Nadie respondió.

Moviéndose con tanto sigilo como pudo, inspeccionó la cocina y la sala de estar. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Dónde se habían escondido los adultos?

Se quedó quieta intentando oír alguna voz, cualquier cosa que le indicara lo que tenía que hacer. El viento empujaba los copos de nieve contra los cristales mientras la estufa zumbaba suavemente. Dio un paso al frente y oyó un goteo, como si el grifo de la cocina perdiera agua. Volvió a oírlo, un poco más claro. Rodeó el sofá y vio un charco de sangre. Una gota cayó del techo y salpicó el suelo.

Lentamente el cuerpo de Alice se puso en marcha y empezó a subir la escalera. Solo había catorce peldaños, pero le pareció el viaje más largo de su vida. Un paso. Otro paso. Quería detenerse, pero sus piernas parecían dotadas de voluntad propia.

– Por favor, mamá -susurró como si suplicara algo muy especial-. Por favor…

Y de repente, allí estaba, en el piso de arriba, junto al cuerpo de su madre.

La puerta de la casa se abrió con estrépito. Alice se agachó en la penumbra, a escasos centímetros de la cama. Un hombre acababa de irrumpir en la vivienda y hablaba en voz alta por el intercomunicador.

– Sí, señor. Estoy de nuevo en el sector nueve…

Se oyó el ruido de un líquido al caer. Alice asomó la cabeza por la puerta. Un hombre con ropa de camuflaje derramaba algo sobre los muebles. El aire se llenó del olor acre de la gasolina.

– Por aquí no hay niños. Raymond cazó dos objetivos que corrían hacia los árboles, pero eran adultos. Afirmativo. Llevamos los cuerpos dentro.

El hombre arrojó la lata vacía al suelo, volvió a la entrada y encendió una cerilla. La sostuvo unos segundos ante sus ojos. Alice no vio en ellos ni crueldad ni odio, solo simple obediencia. Arrojó la cerilla, y la gasolina prendió en el acto. Satisfecho, salió y cerró la puerta.

El humo se adueñaba de la casa mientras Alice bajaba la escalera a trompicones. En el lado norte solo había una ventana, y estaba a unos dos metros del suelo. Alice empujó el escritorio de su madre contra la pared, abrió el pestillo, trepó al ventanuco y cayó en la nieve.

Lo único que deseaba era esconderse como un animal se refugia en una madriguera. Tosiendo y llorando por culpa del humo, cruzó por última vez bajo el arco de la entrada. Un olor a productos químicos impregnaba el ambiente: olía como un vertedero en llamas. Avanzó junto al muro de adobe hasta que llegó a un claro y empezó a subir la pendiente de roca que llevaba a la cima del cañón. A medida que ascendía vio que todas las casas estaban ardiendo; las llamas formaban un río de luz. La cuesta se hizo más empinada, y tuvo que agarrarse a ramas y raíces para poder subir.

Cuando se hallaba a punto de alcanzar la cima, oyó un estallido: una bala se estrelló en la nieve que cubría el suelo, justo delante de ella. Se lanzó a un lado y, cubriéndose el rostro con las manos, rodó pendiente abajo. Cayó unos nueve metros, hasta que unos matorrales la frenaron. Mientras se incorporaba, recordó lo que aquel hombre había dicho en el centro comunal. «Summerfield y Gleason están en posición.» «Sensores térmicos.» ¿Y qué significaba «térmicos»? Calor. El tirador podía verla por el calor de su cuerpo.

Se sentó y, con las manos desnudas, empezó a echarse nieve por encima. Primero se cubrió las piernas; luego se tumbó de espaldas y se echó nieve sobre el torso. Por último, enterró el brazo izquierdo y, con la mano derecha, se cubrió la cara y el cuello con nieve; solo dejó una pequeña abertura alrededor de la boca. La piel le ardía, pero permaneció tras el matorral e intentó no moverse. Mientras el frío penetraba su cuerpo, la última partícula de la antigua Alice tremoló y se extinguió.

Capítulo 1

Michael Corrigan estaba sentado en una sala sin ventanas del Centro de Investigación de la Fundación Evergreen, al norte de Nueva York. Observaba a una joven francesa que se paseaba por los grandes almacenes Printemps de París. Las cámaras de vigilancia del establecimiento lo reducían todo a blanco y negro, pero pudo ver que era una joven morena, alta y atractiva. Le gustó su minifalda, la chaqueta de cuero y, sobre todo, los zapatos de tacón anudados al tobillo.

La sala de escaneo parecía un cine privado. Disponía de una gran pantalla de vídeo y altavoces empotrados en las paredes, pero solo había un sitio donde sentarse: una cómoda butaca de cuero marrón con un ordenador instalado sobre un soporte pivotante en el brazo. Quien se hallara en aquella sala podía dar órdenes al sistema o colocarse un auricular con micrófono y hablar con el personal del nuevo centro informático de Berlín. La primera vez que Michael se sentó allí tuvieron que enseñarle cómo funcionaban los programas de escaneo y cómo acceder por la puerta de atrás a los canales de los sistemas de vigilancia. Ya sabía realizar sencillas operaciones de seguimiento sin ayuda.

La joven morena estaba en la sección de artículos de belleza. Michael había echado un vistazo al establecimiento unos días antes y confiaba en que su objetivo subiera por la escalera mecánica hasta la sección La Mode de Printemps. Aunque en los probadores las cámaras de seguridad no estaban permitidas, había una discretamente situada en el vestíbulo. De vez en cuando, alguna mujer, vestida solo con la lencería que se estaba probando, salía del probador para verse en el gran espejo del fondo.

La presencia de Michael en la sala de escaneo era otra prueba de su creciente influencia en el seno de la Hermandad. Al igual que su padre, Matthew, y su hermano pequeño, Gabriel, era un Viajero. En el pasado, a los Viajeros se los consideraba profetas o místicos, locos o liberadores. Tenían el poder de liberarse de sus cuerpos y enviar su energía consciente -su Luz-a otras realidades. Cuando regresaban, lo hacían con visiones e ideas que cambiaban el mundo.

Los Viajeros siempre se habían topado con la resistencia de las autoridades. Pero en la era moderna un grupo de individuos llamado la Hermandad empezó a identificarlos y a asesinarlos antes de que pudieran alterar el orden establecido. Inspirada en las ideas de Jeremy Bentham, un filósofo inglés del siglo XVIII, la Hermandad se propuso crear un Panopticón Virtual, una cárcel invisible que abarcara a todos los habitantes del mundo industrializado. Creían que cuando la gente comprendiera que estaba siendo observada en todo momento, obedecería automáticamente las normas.

El verdadero símbolo de aquella época era una cámara de vigilancia de circuito cerrado. Los sistemas de información informatizada habían dado origen a la Gran Máquina, capaz de relacionar imágenes e información para controlar vastas poblaciones. Durante cientos de años, quienes estaban en el poder habían intentado asegurar la permanencia de un sistema propio. Por fin, el control de la sociedad había pasado de ser un sueño a una posibilidad real.

La Hermandad había irrumpido en la vida de Michael y de Gabriel cuando crecían en una granja de Dakota del Sur. Un grupo de mercenarios que buscaban a su padre atacaron la casa y le prendieron fuego. Los dos hermanos lograron sobrevivir, pero su padre desapareció. Años más tarde, después de haber sido educados por su madre fuera de la Red, los Corrigan acabaron en Los Ángeles. Nathan Boone y sus hombres capturaron primero a Michael y después a Gabriel, y los llevaron al Centro de Investigación de la Fundación Evergreen.

Los científicos de la Hermandad habían construido un potente ordenador cuántico, y las partículas subatómicas del núcleo de la máquina habían hecho posible comunicarse con los otros dominios que solo los Viajeros eran capaces de explorar. Se suponía que el nuevo ordenador cuántico iba a rastrear el paso de los Viajeros a través de las cuatro barreras a los otros mundos, pero una joven Arlequín llamada Maya lo destruyó cuando rescató a Gabriel.

Cada vez que Michael consideraba su nuevo estatus, no tenía más remedio que reconocer que el ataque de Maya contra el Centro de Investigación había sido el momento decisivo de su transformación personal. Había demostrado su lealtad no a su hermano sino a la Hermandad. Cuando se repararon los daños y se estableció un nuevo perímetro de seguridad, Michael regresó al centro. Seguía siendo un prisionero, pero, tarde o temprano, todo el mundo acabaría formando parte de una inmensa prisión. La diferencia estaba en el nivel de percepción. El mundo caminaba hacia un nuevo equilibrio de poder, y su intención era hallarse en el bando vencedor.

Habían bastado unas pocas sesiones en aquella sala para que Michael cayera bajo la seducción del poder de la Gran Máquina. Había algo en el hecho de sentarse en esa butaca que hacía que uno se sintiera como Dios observando el mundo desde el cielo. En esos momentos la joven de la chaqueta de cuero acababa de pararse en el mostrador de maquillaje y charlaba con una vendedora. Michael se puso el auricular con el micro y apretó un botón. Se había conectado con el nuevo centro de informática que la Hermandad tenía en Berlín.

– Soy Michael. Quiero hablar con Lars.

– Un momento, por favor -dijo una mujer con acento alemán.

Unos segundos más tarde, Lars respondió. Siempre se mostraba deseoso de ayudar y nunca hacía preguntas impertinentes.

– Estoy en los grandes almacenes Printemps de París -dijo Michael-. Mi objetivo se encuentra en el mostrador de maquillaje. ¿Cómo consigo sus datos personales?

– Deje que eche un vistazo -repuso Lars.

En la esquina inferior derecha de la pantalla apareció una pequeña luz roja. Eso significaba que Lars tenía acceso a la imagen. Con frecuencia, varios técnicos se conectaban simultáneamente al sistema de vigilancia o uno de ellos se dedicaba a fisgar a algún guardia de seguridad aburrido de alguna sala de control en alguna parte. Esos guardias, que se suponía eran la primera línea de defensa contra terroristas y criminales, pasaban buena parte del tiempo siguiendo a las mujeres en los centros comerciales y en los aparcamientos. Si conectabas el sonido, podías oírlos cuchichear entre ellos y reír cuando una mujer con minifalda entraba en un coche deportivo.

– Podríamos reducir su cara a un algoritmo y compararla con los rostros de la base de datos de pasaportes de Francia -explicó Lars-, pero es mucho más fácil piratear el número de su tarjeta de crédito. Conecte la opción de telecomunicaciones especializadas en su monitor personal. Luego, introduzca tanta información como pueda: fecha, hora, situación… El programa Carnivore rastreará el número tan pronto como sea transmitido.

La dependienta de los grandes almacenes pasó la tarjeta de crédito de la joven por el lector magnético, y en la pantalla aparecieron unos números.

– Ahí está -dijo Lars, como si fuera un prestidigitador que acabara de enseñarle un truco a un aprendiz-. Ahora haga doble clic en…

– Sé lo que tengo que hacer.

Michael movió el cursor hasta el botón de información cruzada y al instante empezaron a aparecer datos complementarios. El nombre de la joven era Clarisse Marie du Portail. Veintitrés años. Sin problemas crediticios. Su número de teléfono. Su dirección. El programa tradujo del francés al inglés las cosas que había comprado con la tarjeta de crédito durante los últimos tres meses.

– Mire eso -dijo Lars. Una ventana en la esquina superior derecha de la pantalla mostraba una imagen granulosa de una cámara de vigilancia en una calle-. ¿Ve ese edificio? Ahí es donde vive. Tercer piso.

– Gracias, Lars. Puedo ocuparme del resto.

– Si repasa el extracto de la tarjeta de crédito, verá que ha pagado una visita a una clínica de belleza. ¿Quiere que averigüe si toma píldoras anticonceptivas o si ha tenido un aborto?

– Gracias, pero no será necesario.

La pequeña luz roja desapareció de la pantalla, y Michael volvió a quedarse a solas con Clarisse, que llevaba en la mano una pequeña bolsa con el maquillaje. Siguió recorriendo los grandes almacenes y tomó la escalera mecánica. Michael tecleó nuevos datos y cambió de cámara. Un mechón de cabello oscuro caía sobre la frente de Clarisse; casi le tocaba los ojos. Se lo apartó con la mano y miró los productos expuestos a su alrededor. Michael se preguntó si estaría buscando un vestido para una ocasión especial. Con un poco más de ayuda por parte de Lars, podría acceder a su correo electrónico.

La puerta controlada electrónicamente se abrió y entró Kennard Nash. Había sido general del ejército y consejero de seguridad nacional, y en esos momentos era el presidente del comité ejecutivo de la Hermandad. A Michael, su recia complexión y sus bruscas maneras le hacían pensar en un entrenador de fútbol.

Michael cambió la imagen a otra cámara de vigilancia -adiós, Clarisse-, pero al general le había dado tiempo de ver a la joven. Sonrió como el tío tolerante que sorprende a su sobrino hojeando una revista para hombres.

– ¿Cuál es la ubicación? -preguntó.

– París.

– ¿Es guapa?

– Mucho.

Mientras Nash se acercaba a Michael, su tono se hizo más serio.

– Tengo algunas noticias que pueden interesarle, Michael. El señor Boone y su gente acaban de terminar con éxito una investigación de campo en la comunidad de New Harmony, en Arizona. Según parece, su hermano y la Arlequín estuvieron por allí hace unos meses.

– ¿Y dónde están ahora?

– No lo sabemos exactamente, pero nos estamos acercando. Un análisis de los mensajes de correo electrónico almacenados en un ordenador portátil nos ha revelado que es posible que Gabriel se encuentre a pocos kilómetros de aquí, en Nueva York. Todavía no disponemos de la capacidad informática necesaria para escanear el mundo entero, pero ahora podemos centrarnos en esa ubicación.

Michael, al ser un Viajero, poseía ciertas habilidades que lo ayudaban a sobrevivir. Si se relajaba de una manera concreta, si no pensaba y se limitaba a observar, era capaz de ver los cambios que se operaban en un microsegundo en la expresión facial de la gente. Podía saber si alguien mentía, y podía detectar los pensamientos y las emociones que la gente ocultaba en su vida diaria.

– ¿Cuánto tiempo llevará localizar a mi hermano? -preguntó.

– No sabría decirlo, pero hemos dado un paso importante. Hasta ahora lo buscábamos en Canadá y México. Nunca se me ocurrió que se dirigirían a Nueva York. -Nash soltó una risa por lo bajo-. Esa Arlequín está loca.

En ese momento, en la mente de Michael el mundo empezó a ralentizarse. Vio una ligera vacilación en la sonrisa de Nash, una rápida mirada hacia la izquierda y el atisbo de una mueca burlona. Quizá el general no estuviera mintiendo, pero no había duda de que ocultaba algo que le hacía sentirse superior.

– Dejemos que algún otro acabe el trabajo en Arizona -dijo Michael-. Creo que el señor Boone debería tomar el primer avión a Nueva York.

Nash sonrió de nuevo como si tuviera un as en la manga.

– El señor Boone se quedará allí unos días más para evaluar cierta información adicional. Su equipo encontró una carta mientras registraba el lugar. -Nash hizo una pausa y dejó que el silencio subrayara sus palabras.

Michael observó los ojos del general.

– ¿Y por qué es eso tan importante?

– La carta es de su padre. Ha estado ocultándose de nosotros durante mucho tiempo, pero al parecer sigue con vida.

– ¿Qué? ¿Está seguro? -Michael saltó de la butaca y corrió hacia Nash. ¿Estaba diciéndole el general la verdad o aquello era solo otro test de lealtad? Examinó el rostro de Nash y los movimientos de sus ojos. Su actitud era de superioridad y orgullo; parecía estar disfrutando de aquella demostración de autoridad-. Bueno, ¿dónde está? ¿Cómo podemos localizarlo?

– No lo sé todavía. Ignoramos cuándo escribió la carta. Boone no ha encontrado el sobre con el matasellos o la dirección del remitente.

– Pero ¿qué dice la carta?

– Su padre inspiró la fundación de New Harmony. Quería dar ánimos a sus amigos y advertirles sobre la Hermandad. -Nash observó a Michael pasear arriba y abajo por la sala-. No parece que la noticia le haga especialmente feliz.

– Después de que los mercenarios de la Hermandad incendiaran nuestra casa, Gabe y yo seguimos alimentando la fantasía de que nuestro padre seguía con vida. Nos convencimos de que había sobrevivido y que nos buscaba mientras nosotros íbamos de una punta a la otra del país. Cuando me hice mayor, comprendí que nuestro padre no me ayudaría y que debía salir adelante solo.

– Entonces decidió que había muerto, ¿no?

– No sé adónde se fue, pero no volvió. Para mí era como si hubiera muerto.

– Quién sabe, tal vez podamos organizar una reunión familiar.

A Michael le dieron ganas de agarrar a Nash por las solapas, estrellarlo contra la pared y borrar aquella sonrisa de su cara, pero se limitó a apartarse y a recobrar la compostura. Seguía siendo un prisionero, pero eso podía cambiar. Debía reafirmar su posición y dirigir a la Hermandad en una dirección determinada.

– Supongo que han matado a todos los habitantes de New Harmony. ¿Me equivoco?

A Nash pareció disgustarle el crudo lenguaje de Michael.

– El equipo de Boone cumplió todos sus objetivos.

– ¿Y la policía está al tanto de lo ocurrido? ¿Ha aparecido en las noticias?

– ¿Por qué le preocupa eso, Michael?

– Le estoy diciendo cómo encontrar a Gabriel. Si los medios de comunicación no saben qué ha pasado, Boone debería encargarse de que se enteraran.

Nash asintió.

– Eso forma parte del plan.

– Conozco a mi hermano. Gabriel visitó New Harmony y se reunió con la gente que vivía allí. Las noticias de lo ocurrido le afectarán. Reaccionará, hará algo obedeciendo a un impulso. Tenemos que estar preparados.

Capítulo 2

Gabriel y sus amigos estaban viviendo en Nueva York. Un sacerdote de la congregación de Vicki llamado Óscar Hernández lo había dispuesto todo para que pudieran instalarse en un loft industrial de Chinatown. La tienda de comestibles de la planta baja aceptaba apuestas de deportes, de modo que tenía cinco líneas telefónicas -todas registradas a nombres distintos-, además de fax, escáner y cinco conexiones a internet de alta velocidad. A cambio de una modesta cantidad, el tendero les había permitido utilizar aquellos recursos electrónicos para completar sus nuevas identidades. Chinatown era un buen lugar para ese tipo de transacciones porque todos los comerciantes preferían que les pagaran en efectivo en vez de con tarjetas de crédito, que eran monitorizadas por la Gran Máquina.

El resto del edificio estaba ocupado por diferentes negocios que utilizaban a inmigrantes ilegales como mano de obra. En el primer piso había un taller de confección clandestino, y el tipo del segundo pirateaba DVD. Durante el día entraban y salían desconocidos del edificio constantemente pero por la noche estaba desierto.

El loft del cuarto piso era un espacio largo y estrecho, tenía el suelo de madera pulida y ventanas a ambos extremos. Anteriormente había sido utilizado por un fabricante de falsos bolsos de diseño, y cerca del baño seguía habiendo una máquina de coser industrial atornillada al suelo. Unos días después de su llegada, Vicki colgó unas lonas de unos cables y creó dos dormitorios, uno para Hollis y Gabriel, y el otro para ella y Maya.

Maya había resultado herida durante el ataque al Centro de Investigación de la Fundación Evergreen, y su recuperación fue una serie de pequeñas victorias. Gabriel todavía recordaba la primera noche que Maya fue capaz de levantarse y caminar hasta una silla para cenar, lo mismo que el primer día que pudo ducharse sin la ayuda de Vicki. Dos meses después de su llegada, ya podía salir del edificio con los demás y avanzar cojeando por Mosco Street hasta la Hong Kong Cake Company, donde permanecía de pie -vacilante pero sin ayuda-y esperaba a que la anciana china preparara galletas parecidas a los creps en una parilla de hierro negra.

El dinero no era un problema. Habían recibido dos envíos de billetes de cien dólares que les había mandado Linden, un Arlequín que vivía en París. Siguiendo instrucciones de Maya, se fabricaron nuevas identidades que incluían certificados de nacimiento, pasaportes, permisos de conducir y tarjetas de crédito. Vicki y Hollis encontraron un apartamento de apoyo en Brooklyn y alquilaron apartados postales. Cuando todos los miembros del grupo tuvieran los documentos necesarios para acreditar dos identidades falsas, se marcharían de Nueva York y buscarían una casa segura en Canadá o en Europa.

A veces, Hollis se echaba a reír y decía que eran Los cuatro fugitivos, y entonces Gabriel pensaba que se habían hecho amigos. Algunas noches, cada uno cocinaba un plato, organizaban una comilona y después jugaban a las cartas y bromeaban sobre a quién le tocaría lavar los platos. Incluso Maya sonreía de vez en cuando y se convertía en parte del grupo. En esos momentos, Gabriel podía olvidarse de sí mismo, olvidar que era un Viajero y Maya una Arlequín y de que su vida anterior había desaparecido para siempre.

Todo cambió un miércoles por la noche. El grupo había pasado un par de horas en un club de jazz del West Village. Mientras caminaban de regreso a Chinatown, un camión de reparto de prensa arrojó sobre la acera un paquete de diarios sensacionalistas. Gabriel paseó la mirada por los titulares y se detuvo en seco.

¡MATARON A SUS HIJOS! 67 personas mueren en un suicidio ritual en Arizona.

El artículo de la primera página trataba de lo ocurrido en New Harmony, adonde Gabriel había ido solo unos meses antes en busca de una Rastreadora llamada Sophia Briggs. Compraron tres diarios distintos y volvieron a toda prisa al loft. Según la policía de Arizona, la razón de la tragedia era el fanatismo religioso. La prensa había entrevistado a los antiguos vecinos de las familias fallecidas. Todos coincidían: los que vivían en New Harmony tenían que estar locos, pues habían abandonado un buen trabajo y una casa bonita para irse a vivir al desierto.

Hollis releyó la información del New York Times.

– Aquí dice que las armas estaban a nombre de los habitantes de New Harmony.

– Eso no demuestra nada -contestó Maya.

– La policía encontró un vídeo de una mujer inglesa -continuó Hollis-. Por lo visto es una especie de discurso sobre la necesidad de acabar con el diablo.

– Martin Greenwald me envió un correo electrónico hace unas semanas -comentó Maya-. No había ningún indicio de que tuvieran problemas.

– No sabía que habías tenido noticias de Martin -dijo Gabriel, sorprendido. Vio que el rostro de Maya cambiaba y supo que les ocultaba algo importante.

– Pues sí.

Se levantó para evitar la mirada de Gabriel y fue hasta la cocina.

– ¿Y qué te decía en ese mensaje?

– Mira, tomé una decisión. Pensé que era mejor…

Gabriel se levantó y fue hacia ella.

– ¡Dime qué te decía!

Maya estaba cerca de la puerta que daba a la escalera. Gabriel se preguntó si escaparía corriendo antes que responder a sus preguntas.

– Martin recibió una carta de tu padre -dijo Maya-. Le preguntaba por la gente de New Harmony.

Durante unos instantes, Gabriel tuvo la sensación de que el loft, el edificio, la ciudad entera se habían desvanecido y él volvía a ser un chiquillo; de pie en la nieve, miraba a un búho volar en círculos por encima de las humeantes ruinas de lo que había sido su hogar. Su padre se había marchado, había desaparecido para siempre.

Luego, parpadeó y volvió a la realidad. Hollis estaba furioso, Vicki parecía triste, y Maya se mostraba desafiante acerca de su decisión.

– ¿Mi padre está vivo?

– Sí.

– ¿Y qué ha ocurrido? ¿Dónde está?

– No lo sé -contestó Maya-. Martin fue lo bastante prudente para no enviar esa información por internet.

– Pero ¿por qué no me dijiste…?

Maya lo interrumpió bruscamente. Las palabras le salían a borbotones.

– ¡Porque sabía que querrías volver a New Harmony, y eso era peligroso! Había planeado regresar a Arizona yo sola cuando nos hubiéramos marchado de Nueva York y tú estuvieras en una casa segura.

– Pensaba que estábamos juntos en esta historia -dijo Hollis-. Sin secretos. Todos en el mismo equipo.

Como de costumbre, Vicki terció en su papel conciliador.

– Estoy segura de que Maya se da cuenta de que se equivocó.

– ¿Y crees que va a disculparse? -preguntó Hollis-. Mira, nosotros no somos Arlequines, y eso para ella significa que no estamos a su nivel. Nos trata como si fuéramos críos.

– ¡No fue un error! -exclamó Maya-. Toda la gente de New Harmony ha muerto. Si Gabriel hubiera estado allí, también lo habrían matado.

– Creo que tengo derecho a tomar mis propias decisiones -dijo Gabriel-. Ahora Martin está muerto y no tenemos ninguna información.

– Pero tú sigues vivo, Gabriel. De un modo u otro, te he protegido. Esa es mi obligación como Arlequín. Mi única obligación.

Maya se dio la vuelta, descorrió el pestillo, salió del apartamento hecha una furia y cerró con un portazo.

Capítulo 3

La palabra «zombi» flotaba en la mente de Nathan Boone como un susurro. Boone parecía fuera de lugar en la acogedora sala de espera de la terminal privada del aeropuerto cercano a Phoenix, Arizona. La sala estaba decorada con tonos pastel y fotografías de bailarines hopi. Una simpática joven llamada Cheryl acababa de preparar galletas de chocolate y café para un pequeño grupo de pasajeros de empresa.

Boone tomó asiento en una de las zonas de trabajo y conectó su ordenador portátil. Fuera, el día era ventoso y el cielo estaba cargado de nubes. La manga de viento de la pista de aterrizaje se agitaba en todas direcciones. Sus hombres ya habían cargado los contenedores con las armas y los chalecos antibalas en el avión alquilado. Cuando el personal de tierra acabara de llenar los depósitos del avión, él y su equipo volarían hacia el este.

Había resultado sumamente fácil orientar la percepción de la policía y los medios de comunicación sobre lo ocurrido en New Harmony. Los técnicos de la Hermandad habían entrado en los ordenadores del gobierno y habían registrado una lista de armas de fuego a nombre de Martin Greenwald y de los demás habitantes de la comunidad. Las pruebas balísticas y el vídeo de Janet Wilkins sobre los mensajes de Dios habían bastado para convencer a las autoridades de que los miembros de New Harmony formaban una secta que se había destruido a sí misma. La tragedia parecía hecha a medida de los telediarios de la noche, y ningún periodista tuvo el menor interés en investigar por su cuenta. La historia había terminado.

Un informe de uno de los mercenarios refería que una niña había salido corriendo del perímetro de contención, y Boone se preguntó si se trataría de la misma niña asiática que él había visto en el centro comunal. Aquello podría haber sido un problema, pero la policía no había encontrado a nadie con vida. Si la niña había escapado al ataque inicial, o habría muerto de frío en el desierto o se habría escondido en alguna de las casas que habían ardido hasta los cimientos.

Activó el sistema de códigos, se conectó a internet y comprobó su correo electrónico. Tenía noticias prometedoras sobre la búsqueda de Gabriel Corrigan en Nueva York, y Boone respondió al instante. Mientras repasaba los otros mensajes, vio tres de Michael preguntándole por la búsqueda de su padre: «Por favor, envíe un informe de sus progresos», había escrito Michael. «La Hermandad desea que se emprenda acción inmediata en este asunto.»-Impaciente hijo de puta -murmuró Boone, y miró por encima del hombro para verificar que nadie lo había oído.

Al jefe de seguridad de la Hermandad le irritaba que un Viajero le diera órdenes. En esos momentos Michael estaba de su parte, pero, en lo que respectaba a Boone, seguía siendo el enemigo.

Los únicos datos biométricos disponibles sobre el padre eran los que proporcionaba la foto del permiso de conducir tomada veintiséis años antes y la huella dactilar junto a la firma autentificada. Eso significaba que buscar en las bases de datos del gobierno era una pérdida de tiempo. Los programas de búsqueda de la Hermandad tendrían que monitorizar llamadas telefónicas y correos electrónicos que mencionaran a Matthew Corrigan o a los Viajeros.

En los últimos meses, la Hermandad había terminado de construir su centro de informática en Berlín, pero Boone no tenía autorización para utilizarlo en sus operaciones de seguridad. El general Nash se había mostrado muy reservado acerca de los planes que tenía el comité ejecutivo respecto al centro de informática de Berlín, pero estaba claro que constituía un gran adelanto para los objetivos de la Hermandad. Según parecía, estaba probando lo que llamaban Programa Sombra, que iba a ser el primer paso en la puesta en marcha del Panopticón Virtual. Cuando Boone se quejó de lo limitado de sus recursos, el personal de Berlín le dio una solución temporal: en lugar de utilizar el centro de informática, le proporcionarían zombis que lo ayudarían en su búsqueda.

Llamaban zombi a cualquier ordenador infectado por un virus o un troyano que permitiera que la máquina fuera controlada en secreto por un usuario exterior. Los responsables de los zombis dirigían la actividad de miles de ordenadores repartidos por todo el mundo y los utilizaban para enviar spam o extorsionar webs vulnerables. Si los propietarios de las webs se negaban a pagar, sus servidores quedaban bloqueados por un alud de peticiones enviadas al mismo tiempo.

En el mercado negro de internet se podían vender, robar o intercambiar redes de zombis, llamadas bot nets. Durante el último año, el personal técnico de la Hermandad había comprado bot nets a distintos grupos criminales y había desarrollado un nuevo software que obligaba a los ordenadores cautivos a realizar tareas más elaboradas. Aunque ese sistema no era lo bastante potente para monitorizar todos los ordenadores del mundo, sí podía buscar un objetivo concreto.

Boone empezó a teclear una orden para el centro de informática de Berlín: «Si el sistema auxiliar está operativo, comiencen la búsqueda de Matthew Corrigan».

– Disculpe, señor Boone…

Boone dio un respingo y levantó la vista de la pantalla. El piloto del vuelo chárter, un joven de aspecto pulcro con uniforme azul oscuro, estaba a una distancia prudencial de la mesa de trabajo.

– ¿Cuál es el problema?

– Ninguno, señor. Han terminado de llenar los depósitos. Estamos listos para partir.

– Acabo de recibir una nueva información -dijo Boone-. Cambiamos de destino: vamos al aeropuerto del condado de Westchester. Póngase en contacto con los de transportes y dígales que necesito vehículos suficientes para trasladar a mis hombres a Nueva York.

– Sí, señor. Los llamaré ahora mismo.

Boone esperó a que el piloto se marchara y luego siguió tecleando. «Deja que los ordenadores persigan a ese fantasma», pensó. «Yo encontraré a Gabriel en un par de días.»Un minuto después, terminó de escribir el mensaje y lo envió a Berlín. Cuando embarcaba en el avión, los programas ocultos en los ordenadores cautivos de todo el mundo se despertaron. Fragmentos de conciencia informática empezaron a agruparse como un ejército de zombis sentados en silencio en una habitación enorme. Aguardaron sin ofrecer resistencia, sin noción del tiempo, hasta que una orden los obligó a iniciar la búsqueda.

En un barrio periférico de Madrid, un joven de catorce años mataba el tiempo disputando una partida on-line de su videojuego favorito. En Toronto, un contratista jubilado mandó a un foro de debate un mensaje con comentarios sobre su equipo de hockey preferido. Unos segundos después, sus ordenadores empezaron a trabajar un poco más despacio, pero ni el chico ni el jubilado notaron la diferencia. En la superficie, todo seguía igual, pero en esos momentos los esclavos electrónicos obedecían a un nuevo amo con una nueva orden:

Encontrad al Viajero.

Capítulo 4

Gabriel apretó una tecla de su móvil y comprobó la hora. Era la una de la madrugada, pero de la calle seguían llegando todo tipo de ruidos. Oyó los bocinazos de un coche y una sirena de la policía en la distancia. Un vehículo con la música a tope pasó por delante del edificio y los martilleantes bajos de una canción rap resonaron como los latidos de un corazón.

El Viajero abrió la cremallera del saco de dormir y se sentó. La luz de las farolas de la calle se filtraba a través de los blanqueados cristales, y pudo ver a Hollis Wilson durmiendo en su camarote plegable a dos metros de él. El antiguo instructor de artes marciales respiraba profundamente, y Gabriel dedujo que estaba dormido.

Habían transcurrido veinticuatro horas desde que se habían enterado de que los habitantes de New Harmony habían muerto y de que su padre seguía vivo. Gabriel se preguntó cómo se suponía que iba a localizar a alguien que había desaparecido de su vida quince años atrás. ¿Se hallaba su padre en este mundo o había cruzado a algún otro dominio? Volvió a tumbarse y alzó una mano. A aquellas horas de la noche se sentía receptivo a las atracciones -y peligros-de su nuevo poder.

Durante unos minutos se concentró en la Luz del interior de su cuerpo. Entonces llegó el momento más difícil: sin dejar de concentrarse en la Luz, intentó mover la mano sin pensar en ello conscientemente. A veces, parecía imposible. ¿Cómo podía uno decidir mover una parte del cuerpo y al mismo tiempo hacer caso omiso de esa decisión? Respiró profundamente y los dedos de su mano se agitaron. Pequeños puntos de Luz -como estrellas de una constelación-flotaban en la oscuridad mientras su mano física se mantenía inerte.

Movió el brazo, y la Luz fue absorbida por su cuerpo. Gabriel tiritaba y jadeaba. Se incorporó, sacó las piernas del saco y apoyó los pies en el suelo de madera. «Te estás comportando como un idiota», se dijo. «Esto no es un truco de magia. O cruzas o te quedas en este mundo.»Vestido con una camiseta y un pantalón corto de algodón, apartó la lona y salió al espacio principal del loft. Fue al baño y después a la cocina para beber agua. Maya estaba sentada en el sofá, cerca de lo que se había convertido en la habitación de las chicas. Ahora que ya podía caminar por la ciudad, se la veía llena de energía.

– ¿Va todo bien? -susurró.

– Sí. Solo tengo sed.

Abrió el grifo y bebió directamente del caño. Una de las cosas que le gustaba de Nueva York era el agua. Cuando vivía en Los Ángeles, con Michael, le parecía que el agua del grifo sabía a productos químicos.

Cruzó el loft y se sentó junto a Maya. A pesar de haber discutido con ella respecto a la noticia de su padre, le seguía gustando mirarla. Maya tenía el pelo negro sij de su madre y los marcados rasgos germánicos de su padre. Sus ojos eran de un azul muy claro, como dos puntos de acuarela flotando en un fondo blanco. Cuando salía a la calle, ocultaba sus ojos tras unas gafas de sol y se cubría el pelo con una peluca; sin embargo, la Arlequín no podía disimular su manera tan especial de moverse. Cuando entraba en un comercio o permanecía de pie en un vagón del metro, mantenía la ágil postura del luchador capaz de recibir un puñetazo y ni siquiera tambalearse.

Cuando se vieron por primera vez en Los Ángeles, Gabriel pensó que Maya era la persona más rara que había conocido en su vida. La Arlequín era una joven moderna en muchos sentidos, una experta en todo lo relacionado con la tecnología de la vigilancia. Pero al mismo tiempo cargaba con el peso de una tradición de siglos. Thorn, el padre de Maya, le había enseñado que los Arlequines estaban «Condenados por la carne. Salvados por la sangre», y ella parecía creer que era culpable de alguna especie de error fundamental que solo podía corregir poniendo en juego su vida.

Maya veía el mundo con fría claridad; cualquier frivolidad o torpeza en su percepción había sido eliminada tiempo atrás. Gabriel sabía que ella nunca quebrantaría las normas y se enamoraría de un Viajero. Y en esos momentos, su propio futuro se le antojaba tan incierto que cambiar la relación que los unía también a él le parecía una irresponsabilidad.

Maya y él tenían asignados sus papeles de Viajero y Arlequín; no obstante, se sentía atraído físicamente por ella. Durante el tiempo en que Maya estuvo recuperándose de su herida de bala, la había cogido en brazos y llevado del camastro al sofá, consciente del peso de su cuerpo y del olor de su piel y de su pelo. En alguna ocasión, la lona se había quedado ligeramente descorrida, y la había visto charlando con Vicki mientras se vestía. Entre ellos dos no había nada, pero lo había todo. Incluso en el simple hecho de sentarse junto a ella en el sofá había algo agradable y al mismo tiempo incómodo.

– Deberías dormir un poco -le dijo en voz baja.

– Soy incapaz de cerrar los ojos. -Cuando Maya estaba cansada, su acento británico se hacía más marcado-. No dejo de darle vueltas a la cabeza.

– Lo entiendo. A veces yo también me siento como si tuviera demasiados pensamientos y poco sitio donde ponerlos.

Se produjo un nuevo silencio, y Gabriel escuchó la respiración de Maya. Recordó que le había mentido acerca de su padre. ¿Había otros secretos? ¿Algo más que él debería saber? La Arlequín se apartó unos centímetros de Gabriel; no quería estar tan cerca de él. El cuerpo de Maya se tensó, y él la oyó respirar profundamente, como si estuviera a punto de hacer algo peligroso.

– Yo también he estado pensando en la discusión de la otra noche.

– Tendrías que haberme contado lo de mi padre -dijo Gabriel.

– Intentaba protegerte. ¿No me crees?

– Sigo sin estar satisfecho. -Gabriel se inclinó hacia ella-. A ver, mi padre envió una carta a la gente de New Harmony. ¿Estás segura de que no sabes desde dónde mandó la carta?

– Ya te hablé del programa Carnivore. El gobierno monito-riza los correos electrónicos. Martin nunca habría enviado una información crucial a través de internet.

– ¿Cómo puedo saber que me estás diciendo la verdad?

– Eres un Viajero, Gabriel. Puedes mirar mi rostro y ver que no estoy mintiendo.

– No creí que necesitara llegar a eso. No contigo.

Gabriel se levantó del sofá y regresó a su camastro. Se acostó, pero le resultó difícil conciliar el sueño. Sabía que Maya se preocupaba por él, pero no parecía comprender lo mucho que deseaba encontrar a su padre. Solo su padre podría decirle lo que se suponía que tenía que hacer ahora que era un Viajero. Era consciente de que estaba cambiando, convirtiéndose en una persona diferente; lo que no sabía era el porqué.

Cerró los ojos y soñó que su padre caminaba por las calles de Nueva York. Lo llamó y corrió tras él, pero su padre estaba demasiado lejos para que pudiera oírlo. Matthew Corrigan dobló una esquina y, cuando Gabriel llegó allí, su padre se había esfumado.

Dentro del sueño, se vio de pie bajo una farola; el negro pavimento de la calle centelleaba con la lluvia. Miró alrededor y vio una cámara de vigilancia en lo alto de un edificio. Había otra cámara en la farola y media docena más repartidas en distintos puntos de la calle. Fue entonces cuando supo que Michael también estaba buscando. Pero su hermano contaba con las cámaras, los escáneres y todos los artilugios de la Gran Máquina. Era como una carrera, una terrible competición entre ellos dos. Y no había manera de que él pudiera ganarla.

Capítulo 5

Aunque a veces los Arlequines se veían a sí mismos como los últimos defensores de la historia, sus conocimientos históricos se basaban más en la tradición que en los hechos descritos en los libros de texto. Maya, que se había criado en Londres, había memorizado los puntos de la ciudad donde habían tenido lugar las ejecuciones. Su padre le había mostrado todos esos lugares durante las clases diarias de lucha callejera y entrenamiento con armas. Tyburn era para los felones; la Torre de Londres, para los traidores; los cadáveres descuartizados de los piratas colgaban durante años de los muelles de Wapping. En distintos momentos de la historia, las autoridades habían ejecutado a católicos, a judíos y a una larga lista de disidentes que adoraban un dios diferente o predicaban una visión distinta del mundo. Cierto lugar de West Smithfield se reservaba para la ejecución de los herejes, las brujas, las mujeres que habían matado a sus maridos, así como de los anónimos Arlequines que habían dado su vida protegiendo a los Viajeros.

En el momento en que entró en el edificio de los tribunales de lo penal de Lower Manhattan, Maya sintió la misma sensación de sordidez acumulada. Nada más cruzar la entrada principal, se detuvo y levantó la vista hacia el reloj que colgaba del techo, a una altura de dos pisos. Los muros de mármol blanco, los apliques de iluminación estilo art déco y la ornamentada barandilla de la escalera reflejaban la sensibilidad de una época anterior. Luego, bajó los ojos y estudió el mundo que la rodeaba: la policía y los criminales, los alguaciles y los abogados, las víctimas y los testigos, todos avanzando apresuradamente hacia el arco detector de metales de la entrada.

Dimitri Aronov era un hombre mayor y gordo, con tres mechones de pelo grasiento pegados a la calva. El antiguo inmigrante ruso llevaba en la mano un ajado maletín de cuero. Cuando pasaba bajo el arco, se detuvo un instante y lanzó una breve mirada a Maya por encima del hombro.

– ¿Qué le pasa? -preguntó el guardia-. Siga caminando.

– Desde luego, agente. Desde luego.

Aronov atravesó el arco. Luego, se detuvo de nuevo, suspiró, alzó los ojos como si acabara de recordar que se había dejado unos papeles importantes en el coche, y salió del control siguiendo a Maya hacia la puerta giratoria de la entrada. Durante unos instantes permanecieron en lo alto de la escalinata exterior contemplando la línea del horizonte de Lower Manhattan. Eran las cuatro de la tarde. Grandes nubarrones flotaban sobre la ciudad; el sol no era más que una mancha de luz en el oeste.

– Bueno, ¿qué opina, señorita Strand?

– Prefiero no opinar… todavía.

– Acaba de verlo con sus propios ojos. Ni alarmas, ni arresto.

– Echemos un vistazo al producto.

Descendieron por la escalinata, zigzaguearon entre los coches atascados que abarrotaban Centre Street y caminaron hasta un pequeño parque en el centro de la plaza. Antaño, el parque de Collect Pond era una gran laguna a la que iban a parar las aguas fecales. Seguía siendo un lugar oscuro, rodeado de altos edificios que lo sumían en sombras. Aunque varios carteles advertían de la prohibición de dar de comer a las palomas, los pájaros volaban en bandada de un lado a otro y picoteaban el suelo.

Aronov y Maya se sentaron en un banco, fuera del alcance de las dos cámaras de seguridad del parque. El hombre depositó el maletín en el banco e hizo un ademán de invitación.

– Por favor, inspeccione la mercancía.

Maya lo abrió. Dentro había una pistola; parecía una automática de 9 mm. El arma tenía dos cañones superpuestos y una empuñadura antideslizante. Cuando la cogió, descubrió que era muy ligera, casi como una pistola de juguete.

Aronov empezó a hablar con la cadencia de un vendedor.

– El chasis, la empuñadura y el gatillo son de plástico de alta densidad. Los dos cañones, los cerrojos y el gatillo están hechos de cerámica ultra dura, tan resistente como el acero. Como ha podido ver, puede pasar por cualquier detector de metales. Los aeropuertos no son cosa fácil. La mayoría de ellos disponen de escáneres y aparatos de onda milimétrica. Pero puede desmontar el arma en dos o tres partes y esconderlas en el interior de un ordenador portátil.

– ¿Qué dispara?

– Las balas han sido siempre el problema. La CIA ha diseñado el mismo tipo de arma utilizando un sistema sin casquillo. Curioso, ¿verdad? Se supone que combaten el terrorismo, así que han creado el arma perfecta para el terrorismo. Sin embargo, mis amigos de Moscú han optado por una solución menos sofisticada. ¿Me permite?

Aronov metió la mano en el maletín. Tiró del cerrojo de la pistola y dejó a la vista lo que parecía un pequeño cigarro marrón con la punta negra.

– Esto es un cartucho de papel con una bala de cerámica. Imagínese una versión moderna del sistema empleado en los antiguos mosquetes de avancarga. El propelente arde en dos fases y lanza la bala por el cañón. Recargarlo es lento, de modo que… -Aronov armó el segundo cerrojo con la mano izquierda-solo podrá hacer dos disparos seguidos. De todas maneras, no necesitará más. Este proyectil atravesará el objetivo como un fragmento de metralla.

Maya se apartó del maletín y miró alrededor por si alguien los estaba observando. La fachada gris del edificio de los tribunales se alzaba tras ellos. En la calle, estacionados en doble fila, había numerosos coches de policía y los autobuses blancos y azules destinados al traslado de los presos. Oyó el tráfico que rodeaba el pequeño parque y percibió el aroma de la colonia de Aronov mezclado con el de las hojas húmedas.

– Impresionante, ¿verdad?

– ¿Cuánto?

– Doce mil dólares. En metálico.

– ¿Por una pistola? Eso es absurdo.

– Mi querida señorita Strand… -el ruso sonrió y meneó la cabeza-, le será muy difícil, por no decir imposible, encontrar a otra persona que le venda un arma como esta. Además, usted y yo ya hemos hecho negocios, y sabe que mi mercancía es de la mejor calidad.

– Ni siquiera sé si esta pistola dispara de verdad.

Aronov cerró el maletín y lo dejó en el suelo, junto a sus pies.

– Si lo desea, puedo llevarla hasta el garaje de un amigo mío, en New Jersey. No hay vecinos, y las paredes son gruesas. Las balas son caras, pero permitiré que dispare un par antes de que me dé el dinero.

– Tengo que pensarlo.

– Esta tarde, a las siete, pasaré en coche por delante de la entrada del Lincoln Center. Si está usted allí, le haré una oferta especial solo para esta noche: diez mil dólares y seis balas.

– Una oferta especial son ocho mil.

– Nueve.

Maya asintió.

– Se los pagaré si todo resulta como ha prometido.

Mientras salía del parque y cruzaba Centre Street, Maya llamó a Hollis por el móvil. Él contestó en el acto, pero no habló.

– ¿Dónde estás? -preguntó ella.

– Columbus Park.

– Estaré allí en cinco minutos.

Guardó el teléfono en el bolso que llevaba al hombro y cogió su generador de números aleatorios, un artilugio electrónico del tamaño de una caja de cerillas que llevaba colgado al cuello.

Maya y los demás Arlequines llamaban a sus enemigos la Tabula porque para esa gente la conciencia era una tabla rasa donde ellos podían grabar sus mensajes de miedo y odio. Mientras que la Tabula creía que todo podía ser controlado, los Arlequines cultivaban la filosofía del azar. A veces tomaban sus decisiones lanzando un dado o con la ayuda de un generador de números aleatorios.

«Un número impar significa a la izquierda», se dijo Maya, «par, a la derecha». Apretó el botón del aparato y, cuando en la pantalla apareció «365», torció a la izquierda por Hogan Place.

Tardó diez minutos en llegar a Columbus Park, un parche de asfalto rectangular con algunos árboles de aspecto lamentable a unas cuantas manzanas al este de Chinatown. A Gabriel le gustaba pasear por allí al atardecer, cuando el parque se llenaba de ancianos chinos, hombres y mujeres, que establecían complejas alianzas en función de si provenían o no de la misma aldea o provincia. Cuchicheaban mientras daban cuenta de los tentempiés que llevaban en bolsas de plástico y jugaban al mah-jong o al ajedrez.

Hollis Wilson estaba sentado en uno de los bancos. Llevaba una cazadora negra de cuero que le servía para ocultar la automática del calibre 45 que le había vendido Dimitri Aronov. Cuando Maya lo conoció en Los Ángeles, Hollis llevaba el pelo largo y vestía a la moda. En Nueva York, Vicki le cortó el pelo, y él aprendió una de las normas básicas de los Arlequines en cuanto a ocultación: viste o lleva siempre algo que sugiera una identidad falsa. Aquella tarde, se había puesto un par de chapas en la cazadora en las que se leía: ¿quieres perder peso? ¡Prueba la dieta de la hierba! Tan pronto como los neoyorquinos veían aquellas chapas, apartaban la vista.

Mientras vigilaba a Gabriel, Hollis estudiaba una fotocopia de El camino de la espada, las meditaciones sobre el combate escritas por Sparrow, el legendario Arlequín japonés. Maya había crecido con aquel libro, y su padre no había dejado de repetirle la famosa frase de Sparrow de que los Arlequines debían cultivar la imprevisibilidad. A Maya la irritaba que Hollis intentara apropiarse de aquella parte fundamental de su entrenamiento.

– ¿Cuánto tiempo lleváis aquí? -le preguntó.

– Unas dos horas.

Miraron hacia el otro lado del parque, donde Gabriel jugaba al ajedrez con un anciano chino. También el Viajero había cambiado su aspecto desde su llegada a Nueva York. Vicki le había cortado el pelo muy corto, y Gabriel solía llevar gafas de sol y una gorra de lana. Cuando se conocieron en Los Ángeles, Gabriel llevaba el pelo largo y tenía ese estilo deportivo de los chicos que se dedican a esquiar en invierno y a practicar el surf en verano. En los últimos meses había adelgazado, y en ese momento tenía el aspecto alicaído de alguien que acaba de recuperarse de una larga enfermedad.

Hollis había elegido una buena posición defensiva, con líneas de tiro despejadas hacia cualquier rincón del parque, y Maya se permitió relajarse un rato y disfrutar del hecho de que siguieran con vida. Cuando era pequeña, solía llamar a esos momentos sus «joyas». Las joyas eran aquellas raras ocasiones en que se sentía lo bastante segura para poder disfrutar de algo agradable o hermoso, como una puesta de sol o las noches en que su madre cocinaba un plato especial, como cordero al estilo rogan josh.

– ¿Ha pasado algo durante la tarde? -preguntó a Hollis.

– Gabe se quedó leyendo un libro en la habitación. Luego estuvimos charlando de su padre.

– ¿Y qué dijo?

– Quiere encontrarlo. Comprendo cómo se siente.

Maya observó atentamente a tres mujeres de edad avanzada que se acercaban a Gabriel. Eran las pitonisas que solían sentarse a la entrada del parque y ofrecían leer el futuro a los transeúntes a cambio de diez dólares.

Siempre que Gabriel pasaba frente a ellas, las mujeres alzaban la mano con la palma ahuecada, como mendigas pidiendo limosna; pero esa tarde simplemente estaban mostrándole su admiración. Una de ellas le dejó una taza de papel con té en la mesa donde jugaba.

– No te preocupes -dijo Hollis-. Lo han hecho otras veces.

– Dará que hablar a la gente.

– ¿Y qué? Nadie sabe quién es. Esas pitonisas solo perciben que se trata de alguien con un poder especial.

El Viajero les agradeció el té. Ellas hicieron una ligera reverencia y volvieron a su lugar habitual en la entrada del parque. Gabriel regresó a su partida de ajedrez.

– ¿Acudió Aronov a la cita? -preguntó Hollis-. En su mensaje decía que tenía material nuevo.

– Sí. Intentó venderme una pistola de cerámica que puede burlar los detectores de metales. Seguramente es un invento de alguna agencia rusa de seguridad.

– ¿Y qué le dijiste?

– No lo he decidido. Se supone que tengo que reunirme con él esta tarde a las siete. Iremos a New Jersey para que pueda disparar unas cuantas veces.

– Un arma así podría sernos útil. ¿Cuánto pide?

– Nueve mil.

Hollis se echó a reír.

– Supongo que no nos hará descuento por buenos clientes…

– ¿Crees que deberíamos comprarla?

– Nueve mil dólares en efectivo es mucho dinero. Tendrías que hablar con Vicki. Ella sabe cuánto tenemos y lo que estamos gastando.

– ¿Está en el loft?

– Sí. Está preparando la cena. Volveremos cuando Gabriel haya terminado la partida.

Maya se levantó y avanzó sobre la rala hierba hacia donde estaba Gabriel. Cuando no controlaba sus emociones, se sorprendía deseando estar cerca de él. No eran amigos -eso era imposible-, pero tenía la sensación de que Gabriel podía leer en su corazón y verla con claridad.

Gabriel alzó la vista y le sonrió. Fue un instante, pero hizo que se sintieran contentos y disgustados al mismo tiempo. «No seas tonta. Recuerda siempre que estás aquí para cuidar de él, no para interesarte por él», se dijo Maya.

Cruzó Chatham Square, y enfiló hacia East Broadway. Las aceras estaban llenas de turistas y de chinos que compraban alimentos para la cena. Patos asados y pollos colgaban de ganchos al otro lado de los cristales, y Maya estuvo a punto de chocar con un joven oriental que llevaba un lechón envuelto en plástico transparente. Cuando nadie la miraba, abrió la puerta del edificio de Catherine Street y entró. Más llaves, más cerraduras y por fin entró en el loft.

– Vicki…

– Estoy aquí.

Maya apartó una de las lonas y encontró a Victory From Sin Fraser sentada en un camastro contando divisas. En Los Ángeles, Vicki era una chica que vestía con modestia y pertenecía a la Divina Iglesia de Isaac T. Jones. Pero en ese momento llevaba lo que ella llamaba su «disfraz de artista»: vaqueros bordados, una camiseta negra y un collar balines. Llevaba el pelo anudado en trencitas y una cuenta al final de cada una.

Levantó la vista y sonrió.

– Ha llegado otro envío al apartamento de Brooklyn y quería saber cuánto tenemos en total.

La ropa de las jóvenes estaba guardada en cajas o colgada de unos percheros que Hollis había comprado en la Séptima Avenida. Maya se quitó el abrigo y lo colgó de una percha.

– ¿Qué tal con el ruso? -preguntó Vicki-. Hollis me dijo que quería venderte otra pistola.

– Sí, me ofreció un arma muy especial, pero es muy cara.

Maya se sentó en el camastro y le describió la pistola de cerámica.

– La semilla se convierte en retoño -dijo Vicki al tiempo que anudaba un fajo de billetes con una goma elástica.

Maya ya estaba familiarizada con las frases que Vicki extraía de los textos de Isaac T. Jones. «La semilla se convierte en retoño, y el retoño, en árbol» significaba que uno siempre tenía que considerar las posibles consecuencias de sus acciones.

– Tenemos dinero suficiente, pero es un arma peligrosa -prosiguió Vicki-. Si cayera en manos de criminales, podrían utilizarla contra gente inocente.

– Eso ocurre con todas las armas.

– ¿Me prometes que la destruirás cuando por fin estemos en un lugar seguro?

«Harlekine versprechen nichts», pensó Maya en alemán. «Los Arlequines no hacen promesas.» Le parecía estar escuchando a su padre.

– Lo pensaré -contestó-. Es todo cuanto puedo decirte.

Mientras Vicki seguía contando el dinero, Maya se cambió de ropa. Si iba a reunirse con Aronov en el Lincoln Center, su aspecto tenía que ser el de alguien que se dispone acudir a una reunión social. Eso significaba botines, pantalón negro de vestir, un suéter azul y un abrigo. Dada la cantidad de dinero que llevaría encima, decidió coger un arma, un revólver Magnum 357 de cañón corto. El pantalón era lo bastante ancho para disimular la funda tobillera.

En el brazo derecho, sujeto con una tira elástica, llevaba un cuchillo de lanzamiento. En el izquierdo, a la altura de la muñeca, llevaba otro cuchillo de afilada hoja triangular y mango en forma de T. Había que sujetarlo con el puño, con la punta sobresaliendo entre los dedos, y golpear a la víctima con todas tus fuerzas.

Vicki dejó de contar el dinero y miró a Maya con expresión vacilante.

– Maya… Tengo un problema. Pensaba que quizá podría hablarlo contigo.

– Adelante…

– Hollis me gusta… y no sé qué hacer. Él ha tenido un montón de novias, y yo no tengo demasiada experiencia. -Meneó la cabeza-. La verdad es que no tengo ninguna.

Maya ya había notado la creciente atracción entre Hollis y Vicki. Era la primera vez que asistía a la evolución del enamoramiento de dos personas. Al principio, se seguían con la mirada cuando uno de los dos se levantaba de la mesa. Luego, se inclinaban hacia delante cuando el otro hablaba. Y cuando uno de los dos no estaba presente, el otro hablaba de él de manera alegre y tonta. Aquella experiencia le había llevado a comprender que sus padres no habían estado enamorados. Se respetaban y se entregaron de lleno a la alianza del matrimonio. Pero eso no era amor. A los Arlequines no les interesaba esa emoción.

Maya deslizó el revólver en la funda tobillera, se aseguró de que la tira de velero estuviera bien sujeta y se bajó la pernera.

– Estás hablando con la persona equivocada -dijo a Vicki-. No puedo darte ningún consejo.

La Arlequín cogió nueve mil dólares del camastro y se encaminó hacia la puerta. En aquellos momentos volvía a sentirse fuerte y dispuesta para la lucha, pero el familiar entorno del loft le recordó las atenciones que Vicki le había prodigado durante su lenta recuperación: la había alimentado, le había cambiado las vendas y hecho compañía cuando el dolor la atormentaba. Era su amiga.

«Malditos amigos», pensó Maya. Los Arlequines aceptaban ciertas ataduras, pero la amistad con los ciudadanos se consideraba una pérdida de tiempo. Durante el breve tiempo en el que intentó llevar una vida normal en Londres, salió con hombres y trabó relación con las mujeres que trabajaban en el mismo gabinete de diseño que ella; pero ninguna de esas personas fue su amiga porque nunca pudieron comprender su peculiar manera de ver el mundo ni que se sintiera perseguida y estuviera siempre preparada para el ataque.

Su mano se posó en el picaporte de la puerta, pero no la abrió. «Mira los hechos», se dijo. «Abre tu corazón y examina tus sentimientos: estás celosa de Vicki, celosa de la felicidad de otra persona. Eso es todo.»Dio media vuelta y regresó a la habitación.

– Lamento lo que he dicho, Vicki. Lo que ocurre es que en estos momentos hay muchas cosas en marcha.

– Lo sé. Ha sido un error por mi parte sacar el tema.

– Te respeto, y también a Hollis. Me gustaría que fuerais felices. ¿Por qué no hablamos de ello cuando vuelva, esta noche?

– De acuerdo. -Vicki se relajó y sonrió-. Eso haremos.

Maya se sintió mejor cuando por fin salió del edificio. Su hora favorita se aproximaba: la transición entre el día y la noche. Antes de que se encendieran las luces de las calles, el aire parecía llenarse de pequeños puntos de oscuridad. Las sombras perdían sus definidos contornos y se difuminaban. Como la hoja de un cuchillo, limpia y afilada, se abrió paso entre el gentío y atravesó la ciudad.

Capítulo 6

Maya caminó hacia el norte, desde las callejuelas de Chinatown hasta las amplias avenidas del centro de Manhattan. Esa era la ciudad visible, donde la Gran Máquina ejercía su control; pero Maya sabía que bajo el pavimento existía un intrincado mundo, un laberinto de líneas de metro, vías de tren, pasadizos olvidados y túneles de mantenimiento marcados por cables eléctricos. La mitad de Nueva York quedaba oculta a la vista, enterrada en el lecho rocoso que sostenía tanto los cochambrosos edificios de Spanish Harlem como los majestuosos rascacielos de cristal y acero de Park Avenue. Y había también un mundo paralelo de personas igualmente oculto, distintos grupos de herejes y auténticos creyentes, inmigrantes ilegales con papeles falsos y respetables ciudadanos con vidas secretas.

Una hora más tarde se encontraba en la escalera de mármol que conducía al Lincoln Center for the Performing Arts. El teatro y la sala de conciertos formaban una plaza en cuyo centro había una fuente iluminada. La mayoría de las actuaciones todavía no habían empezado, pero numerosos músicos cargados con sus instrumentos y vestidos de etiqueta se dirigían a paso ligero hacia las distintas salas. Maya se guardó el dinero en un bolsillo con cremallera y miró por encima del hombro; Vio dos cámaras de vigilancia, pero estaban orientadas hacia la multitud próxima a la fuente.

Un taxi se detuvo ante la plaza. Aronov iba sentado en el asiento de atrás. Cuando le hizo un gesto con la mano, Maya bajó la escalinata y se sentó junto al ruso.

– Buenas noches, señorita Strand. Me alegra mucho volver a verla.

– O la pistola funciona, o no hay trato.

– Por supuesto.

Aronov dio una dirección al conductor, un joven con el pelo en punta, y el taxi se incorporó al tráfico. Al cabo de unas pocas manzanas enfilaron por la Novena Avenida, en dirección sur.

– ¿Ha traído el dinero? -preguntó el ruso.

– Solo la cantidad que acordamos.

– Es usted muy precavida, señorita Strand. Quizá debería contratarla como ayudante.

Mientras cruzaban la calle Cuarenta y dos, Aronov sacó del bolsillo un bolígrafo y una agenda de tapas de cuero, como si se dispusiera a escribir algo. El ruso empezó a hablar de su club favorito en Staten Island y de la bailarina exótica que trabajaba allí, que había formado parte del Ballet de Moscú. Era la típica charla intrascendente de un vendedor que intenta ser agradable con un cliente. Maya se preguntó si la pistola de cerámica sería un fraude y si Aronov pensaba robar el dinero. Tal vez no. «Sabe que llevo una pistola. Me la vendió él», pensó.

El taxista giró por la calle Treinta y ocho y siguió las señales hacia el túnel Lincoln. El tráfico convergía hacia la entrada y allí se distribuía en los distintos carriles. Tres túneles separados, cada uno de dos carriles, corrían bajo el río en dirección a New Jersey. La circulación era intensa, y los coches no pasaban de los cincuenta kilómetros por hora. Maya miró por la ventanilla y vio una gruesa conducción eléctrica que corría pegada a la alicatada pared del túnel.

Se dio la vuelta cuando el ruso, sentado junto a ella, cambió de posición. El hombre había apretado la punta superior del bolígrafo, y una aguja hipodérmica asomaba por el otro extremo. En ese instante, Maya lo vio todo con claridad. Su mano apresó la muñeca de Aronov; pero, en lugar de frenar su ataque, acompaño su impulso, la llevó hacia abajo y de pronto se la torció hacia la izquierda.

Aronov se pinchó en la pierna y gritó. Maya hizo acopio entonces de todas sus fuerzas y le dio un puñetazo en la cara mientras con la otra mano mantenía clavada la aguja. El ruso jadeó como un hombre que se está ahogando, luego se relajó y se derrumbó contra la puerta del taxi. Maya le palpó una vena en el cuello. Seguía con vida. Fuera lo que fuese el compuesto químico que contenía el falso bolígrafo, no era más que un tranquilizante. Metió la mano en el bolsillo exterior de la gabardina de Aronov, sacó la pistola de cerámica y se la guardó en el bolso.

Una plancha de metacrilato separaba el asiento de atrás del conductor, y Maya vio que el hombre hablaba a través de un intercomunicador. Las dos puertas estaban cerradas. Intentó bajar las ventanillas, pero también estaban bloqueadas. Entonces, mirando por encima del hombro, vio que un todoterreno de color oscuro seguía al taxi de cerca. Había dos hombres sentados delante, y el que ocupaba el asiento del pasajero estaba hablando por un intercomunicador.

Maya sacó el revólver y dio un golpe en el metacrilato.

– ¡Abra las puertas! ¡Rápido!

El conductor vio la pistola pero no obedeció. En la mente de Maya se abrió entonces un espacio de fría calma, como si alguien hubiera trazado un círculo con tiza en el suelo, y ella se mantuviera dentro de él. El metacrilato debía de ser a prueba de balas. Podía reventar la ventanilla de la puerta, pero sería difícil escapar por una abertura tan pequeña. La puerta cerrada era la salida más segura.

Se guardó su revólver en el cinturón, sacó el cuchillo de lanzar y metió la punta entre el marco de la puerta y la guarnición interior de plástico. Esta solo se movió unos pocos centímetros, de modo que cogió el cuchillo corto e hizo palanca con ambas hojas hasta que la arrancó y dejó al descubierto una plancha de hierro. Parecía lo bastante gruesa para resistir las balas, pero los remaches que la mantenían fija no.

Maya se arrodilló en el suelo del taxi, apuntó a uno de los remaches y disparó. El estruendo fue enorme. Los oídos le pitaban mientras arrancaba la plancha de hierro y dejaba a la vista el mecanismo de cierre de la puerta: el pestillo, un pasador de acero y el accionador eléctrico. No sería difícil. Metió el cuchillo donde se unían el pasador y el accionador eléctrico y empujó hacia arriba. El seguro saltó.

Había superado el primer obstáculo, pero todavía no estaba libre. El taxi corría demasiado para que pudiera saltar. Respiró hondo e intentó expulsar el miedo a través de los pulmones. Se hallaban a unos treinta metros de la salida del túnel. Cuando salieran, los coches aminorarían la marcha para cambiar de carril. Calculó que dispondría de dos o tres segundos para salir antes de que el taxi cobrara nuevamente velocidad.

El conductor se había dado cuenta de que la puerta estaba abierta. Miró por el retrovisor y dijo algo por el micrófono. En el momento en que el coche salió del túnel, Maya se agarró a la puerta y saltó. La puerta giró hacia fuera. Maya se aferró con fuerza, el taxi pasó por un bache y Maya se golpeó contra el marco de la puerta. Los otros coches frenaron y se desviaron bruscamente mientras el taxi cruzaba de un carril a otro. El conductor se volvió un segundo para mirarla, y el taxi se empotró contra el costado de un autobús azul. Maya salió disparada y aterrizó en la carretera.

Se puso rápidamente en pie y miró alrededor. La entrada del túnel por el lado de New Jersey tenía la apariencia de un cañón excavado por la mano del hombre. A su derecha había un alto muro de hormigón; más arriba, en la pendiente, había casas. A la izquierda estaban las cabinas de peaje para los vehículos que entraban. El todoterreno se había detenido a unos diez metros del taxi; un hombre con chaqueta y corbata salió del vehículo y se quedó mirándola. No sacó ningún arma; había demasiados testigos y tres coches de policía aparcados cerca de las cabinas de peaje. Maya echó a correr hacia la rampa de salida.

Cinco minutos más tarde se hallaba en Weehawken, un miserable barrio de la periferia, de calles sucias y casuchas de contrachapado. En cuanto tuvo la certeza de que nadie la observaba, saltó el muro del patio trasero de una iglesia desierta y conectó el móvil. El teléfono de Hollis sonó cinco o seis veces antes de que contestara.

– ¡Salida alta! ¡Los niños más puros!

Durante los tres meses anteriores había organizado tres planes de fuga diferentes. «Salida alta» significaba para quien estuviera en el loft que debía utilizar la salida de incendios para subir a la azotea. «Los niños más puros» quería decir que el punto de reunión sería el Tompkins Square Park, en el Lower East Side.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Hollis.

– ¡Haced lo que os digo! ¡Salid de ahí!

– No podemos, Maya.

– ¿ Qué estás di…?

– Tenemos visita. Ven tan pronto como puedas.

Maya encontró un taxi y regresó a toda prisa a Manhattan. Hundida en el asiento trasero, pidió al conductor que pasara lentamente por Catherine Street. Unos cuantos adolescentes jugaban al baloncesto en un solar público; no parecía que nadie estuviera vigilando el edificio del loft. Salió del taxi, cruzó corriendo la calle y abrió la puerta de la casa.

Nada más pisar el rellano desenfundó la pistola. Oyó el ruido de los coches que pasaban por la calle y un débil crujido cuando empezó a subir la escalera de madera. Al llegar al loft, llamó una sola vez mientras sujetaba el revólver, preparada para disparar.

Vicki le abrió la puerta; parecía asustada. Maya entró rápidamente. Hollis estaba allí mismo, escopeta en mano.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

– Era una trampa -respondió Maya-. La Tabula sabe que estamos en Nueva York. ¿Cómo es que seguís aquí todavía?

– Como te dije, tenemos visita.

Hollis se hizo a un lado. Alguien había apartado las lonas que delimitaban la habitación de los hombres. Óscar Hernández, el clérigo de la congregación Jonesie que les había alquilado el loft, se hallaba sentado en el camastro en compañía de un joven hispano vestido con una sudadera roja.

– ¡Maya! ¡Gracias a Dios que estás bien! -Hernández se levantó y sonrió. Era un conductor de autobuses urbanos que se ponía el alzacuello cuando se ocupaba de los asuntos de su congregación-. Bienvenida. Empezábamos a preocuparnos por ti.

Del dormitorio de las mujeres llegó una voz femenina. Maya se acercó rápidamente y apartó una de las lonas. Sophia Briggs, la Rastreadora que vivía en el silo de misiles abandonado cerca de New Harmony y que había enseñado a Gabriel a utilizar su don para cruzar a otros dominios, estaba sentada en uno de los camastros charlando con su antiguo alumno.

– ¡Vaya, la Arlequín ha vuelto! -Sophia estudió a Maya como si fuera un raro reptil-. Buenas noches, querida. No esperaba volver a verte.

Algo se movió en las sombras, cerca del radiador. ¿Un perro? ¿Acaso Sophia había ido allí con una mascota? No. Era una chiquilla. Estaba sentada en el suelo con las rodillas abrazadas. Cuando Maya se acercó a ella, alzó el rostro, un rostro pequeño que no reflejaba emoción alguna. Era la niña asiática de New Harmony. Alguien había conseguido sobrevivir.

Capítulo 7

Gabriel observó los ojos de Maya mientras ella contemplaba a la muchacha asiática y después se volvía hacia Sophia.

– Tenía entendido que todos habían muerto.

– Todos salvo Alice Chen, la hija de Joan -dijo Sophia-. La encontré en el silo, protegida por mis maravillosas serpientes. Los mercenarios de la Tabula nos buscaron, pero solo exploraron el primer nivel.

– ¿Cómo han conseguido llegar a Nueva York?

– La doctora Briggs fue en coche hasta Austin -explicó Oscar Hernández-. Allí se puso en contacto con un miembro de nuestra congregación. Algunos de nosotros todavía creemos en la Deuda No Pagada y estamos dispuestos a proteger a los Viajeros, a los Arlequines y sus amigos.

– Sí, pero ¿por qué están aquí?

– Tanto Alice como yo somos testigos -dijo Sophia-. Fuimos de iglesia en iglesia hasta que alguien se puso en contacto con el reverendo Hernández.

– Bueno, pues han venido al lugar equivocado. No pienso hacerme cargo de esta niña ni de usted. -Maya se acercó a Alice y le preguntó-: ¿Tienes abuelos? ¿Un tío o una tía?

– Alice ha dejado de hablar -intervino Sophia-. Está claro que ha pasado por una experiencia traumática.

– La oí hablar cuando estuve en New Harmony. -Maya la miró y le habló muy despacio-: Dame un nombre. Necesito que me des el nombre de alguien que pueda hacerse cargo de ti.

– Déjala en paz, Maya. -Gabriel se levantó del camastro y se agachó junto a la niña-. Alice… -le susurró, y entonces percibió el aura de dolor que la rodeaba. El sentimiento fue tan intenso y siniestro que estuvo a punto de caer de rodillas. Por un momento deseó no haberse convertido en Viajero. ¿Cómo había podido su padre soportar tanto dolor de los demás? Se incorporó y se encaró con Maya-. Se queda con nosotros.

– Esta gente nos retrasará. Tenemos que salir de aquí ya.

– Se queda con nosotros -repitió Gabriel-. De lo contrario no pienso salir de este loft.

– No tendremos que ocuparnos de ellas durante mucho tiempo -aclaró Vicki-. El reverendo Hernández tiene unos amigos que viven en una granja de Vermont.

– Sí -confirmó Hernández-. Viven completamente fuera de la Red. Ni teléfono, ni tarjetas de crédito, ni ataduras de ningún tipo.

– ¿Y cómo se supone que iremos hasta allí -preguntó Maya.

– Coged el metro hasta la estación de Grand Central. Allí sale un tren de la línea de Harlem a las once y veintidós. Os bajáis en un pueblo llamado Ten Mile River y esperáis en el andén. Un miembro de nuestra congregación irá a buscaros en coche para llevaros hacia el norte.

Maya negó con la cabeza.

– Ahora que la Tabula sabe que estamos en Nueva York, todo ha cambiado. Lo tendrán todo vigilado. Será muy peligroso. Hay cámaras de vigilancia en todas las calles y estaciones de metro. Los ordenadores buscarán nuestras imágenes para escanearlas y determinar nuestra situación exacta.

– Ya sé lo de las cámaras -repuso Hernández-. Por eso he traído un guía.

Hizo una señal con la mano, y el joven hispano se levantó y se situó en el centro de la habitación. Llevaba una gorra de béisbol y vestía anchas prendas deportivas con los nombres de distintos equipos. Aunque intentaba parecer seguro, se le veía nervioso y con ganas de complacer.

– Es mi sobrino, Nazaren Romero. Trabaja en la sección de mantenimiento de la New York Transit Authority.

Nazaren se ajustó los anchos pantalones como si eso formara parte de la presentación.

– Hola. Todos me llaman Naz.

– Encantado de conocerte, Naz. Yo soy Hollis. Bueno, ¿cómo piensas llevarnos hasta Grand Central?

– Vayamos por orden -dijo Naz-. Yo no formo parte de la congregación de mi tío. Os sacaré de la ciudad, pero tendréis que pagarme. Mil para mí y otros mil para mi amigo Devon.

– ¿Solo por llevarnos a una estación de tren?

– Nadie os vigilará. -Naz levantó la mano derecha, como si prestara juramento-. Os lo garantizo.

– Eso es imposible -terció Maya.

– Iremos a una estación en la que no hay cámaras y viajaremos en un tren sin pasajeros. Todo lo que tenéis que hacer es seguir mis instrucciones y pagarme cuando hayamos terminado.

Hollis se acercó al muchacho. Aunque seguía sosteniendo la escopeta en la mano izquierda, no necesitaba el arma para resultar intimidante.

– Ya no soy miembro de la congregación, pero todavía me acuerdo de un montón de sermones. En su Tercera Carta desde Mississippi, Isaac Jones dice que aquellos que toman el mal camino deberán cruzar un río oscuro hasta una ciudad de eterna oscuridad. Supongo que no es la clase de sitio donde te gustaría pasar la eternidad…

– No voy a delatar a nadie, tío. Solo seré vuestro guía.

Todos se volvieron hacia Maya y esperaron a que tomara una decisión.

– Las llevaremos a usted y a la niña hasta esa granja de Vermont -dijo al fin, mirando a Sophia-. A partir de ahí, tendrán que arreglárselas por su cuenta.

– Como desees.

– Nos vamos dentro de cinco minutos -dijo Maya-. Que cada uno coja una mochila o una bolsa ligera para el equipaje. Vicki, distribuye el dinero para que no tengas que llevarlo todo.

Alice no se movió del suelo y no dijo palabra, pero observó cómo todos reunían rápidamente sus pertenencias. Gabriel metió en su mochila un par de mudas y unas camisetas junto con su nuevo pasaporte y un fajo de billetes de cien dólares. No sabía qué hacer con la espada japonesa que Thorn había regalado a su padre, pero Maya cogió el arma y la guardó con cuidado en el tubo negro de metal que utilizaba para llevar su propia espada de Arlequín.

Mientras los demás acababan de prepararse, Gabriel llevó una taza de té a Sophia Briggs. La Rastreadora era una mujer mayor pero curtida que había pasado sola casi toda su vida. En esos momentos parecía agotada tras su azaroso viaje hasta Nueva York.

– Gracias. -Sophia tocó la mano de Gabriel, y este sintió como si volvieran a estar en el silo de misiles abandonado de Arizona y estuviera enseñándole cómo liberar la Luz de su cuerpo-. He pensado muchas veces en ti durante los últimos meses, Gabriel. ¿Cómo te ha ido aquí, en Nueva York?

– Estoy bien. Al menos eso creo… -Gabriel bajó la voz-. Usted me enseñó a cruzar las barreras, pero todavía no sé cómo ser un Viajero. Veo el mundo con otros ojos, pero ignoro de qué modo he de cambiar las cosas.

– ¿Has hecho más exploraciones? ¿Has alcanzado otros dominios?

– Me encontré con mi hermano en el Dominio de los fantasmas hambrientos.

– ¿Fue peligroso?

– Se lo contaré más tarde, Sophia. En estos momentos lo que más deseo es saber de mi padre. Envió una carta a New Harmony.

– Es cierto. Martin me la enseñó cuando fui a cenar a su casa una noche. Tu padre quería saber cómo le iba la comunidad.

– ¿Había una dirección de remite? ¿Cómo esperaba que Martin se pusiera en contacto con él?

– En el sobre había una dirección, pero Martin tenía intención de destruirlo. Todo lo que ponía era: «Tyburn Covent. Londres».

Gabriel tuvo la sensación de que el sombrío loft se llenaba de luz. «Tyburn Covent. Londres.» Probablemente, su padre viviría allí. Tenían que viajar al Reino Unido y encontrarlo.

– ¿Lo habéis oído? -dijo en voz alta volviéndose hacia los otros-. Mi padre está en Londres. Escribió una carta desde un lugar llamado Tyburn Covent.

Maya entregó la automática del 45 a Hollis y cogió unas cuantas balas para su revólver. Luego, miró a Gabriel y meneó ligeramente la cabeza.

– Primero vayamos a un lugar seguro. Ya tendremos ocasión de hablar del futuro. ¿Está todo el mundo preparado?

El reverendo Hernández convino en quedarse en el loft una hora más con la estufa y las luces encendidas, como si siguieran en la casa. El resto del grupo salió por la ventana hasta la escalera de incendios y subió a la azotea. Era como si estuvieran en lo alto de una plataforma, por encima de la ciudad. Las nubes corrían sobre Manhattan, y la luna parecía un borrón de luz en el cielo.

Saltaron varios muretes hasta que llegaron a la azotea de otro edificio en la misma calle. La puerta de seguridad tenía un candado, pero Maya no lo consideró un obstáculo. La Arlequín sacó una ganzúa y un fino fleje de acero, introdujo el fleje en la cerradura y a continuación la ganzúa, con la que fue desplazando los pasadores de la cerradura. Cuando el último encajó en su sitio, Maya abrió la puerta y guió a todos escalera abajo, hasta un almacén situado en la planta baja. Hollis abrió la puerta, y salieron a un callejón que desembocaba en Oliver Street.

Eran aproximadamente las diez de la noche. Las estrechas calles estaban llenas de jóvenes que habían salido a cenar pato laqueado y rollitos de huevo antes de pasar la noche bailando en alguna discoteca. La gente examinaba los menús a la entrada de los restaurantes. Aunque el grupo se ocultó entre el gentío, Gabriel tenía la impresión de que todas las cámaras de vigilancia de la ciudad controlaban sus movimientos.

La sensación se hizo más intensa cuando se metieron por Worth Street hasta Broadway. Naz marcaba el camino, con Hollis a su lado. Los seguía Vicki, y luego Sophia y Alice. Gabriel oía a Naz que contaba que estaban convirtiendo el metro en un sistema de trenes dirigidos por un ordenador central. En algunas líneas el maquinista se limitaba a mirar unos controles que funcionaban sin que él tuviera que intervenir.

– El ordenador de Brooklyn es el que se encarga de arrancar y detener el tren -decía Naz-. Lo único que el maquinista tiene que hacer es apretar de vez en cuando un botón cada pocas paradas para demostrar que no se ha quedado dormido.

Gabriel miró por encima del hombro y vio que Maya lo seguía a unos dos metros de distancia. Las cintas de su mochila y del tubo de la espada se le cruzaban en el pecho, y sus ojos se movían de un lado a otro como una cámara que rastreara una zona peligrosa.

Torcieron a la izquierda, se metieron por Broadway y llegaron a un parque triangular. El ayuntamiento se hallaba a escasas manzanas de distancia: un gran edificio blanco con una escalinata que terminaba ante unas grandes columnas de estilo corintio. Aquel falso templo griego estaba cerca del edificio Woolworth, una catedral gótica del comercio rematada con una espira que se alzaba en la noche.

– Puede que las cámaras nos hayan seguido el rastro -dijo Naz en voz baja-, pero no importa. La siguiente cámara está al final de la calle, en la farola, junto al semáforo. ¿La veis? Quizá nos hayan localizado caminando por Broadway, pero ahora desapareceremos.

Naz los guió a través del parque vacío. Algunas luces de seguridad iluminaban débilmente los caminos asfaltados, pero el pequeño grupo se mantuvo entre las sombras.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Gabriel.

– Justo debajo de nosotros hay una estación de metro abandonada. La construyeron hace casi cien años y la cerraron después de la Segunda Guerra Mundial. No hay cámaras ni policías.

– ¿Y cómo llegaremos a la terminal de Grand Central?

– No os preocupéis por eso. Mi amigo aparecerá en unos minutos.

Pasaron junto a un grupo de pelados pinos y se acercaron a un edificio de ladrillo destinado a labores de mantenimiento. Una rejilla de ventilación se abría en uno de sus costados, y a Maya le llegó el olor característico del metro. Naz les hizo rodear el edificio hasta una puerta de acero y, haciendo caso omiso del cartel de ¡peligro! ¡Solo personal autorizado!, sacó un llavero de su mochila.

– ¿Dónde has conseguido eso? -preguntó Hollis.

– En la taquilla de mi supervisor. Cogí las llaves hace unas semanas y me hice una copia.

Naz abrió la puerta y los condujo al interior. Se hallaban sobre un suelo de hierro, rodeados de cajas de fusibles y cables eléctricos. La puerta se cerró tras ellos, y el golpe resonó en el reducido espacio. Alice dio un par de pasos rápidos antes de conseguir controlar su miedo. Parecía un animal salvaje recién enjaulado.

Una escalera de caracol descendía como un gigantesco sacacorchos hasta un rellano donde una solitaria bombilla brillaba sobre una puerta de seguridad. Mascullando para sí, Naz rebuscó entre sus llaves robadas hasta que encontró la que correspondía a la cerradura. La introdujo, pero la puerta no se movió.

– Déjame a mí -dijo Hollis.

Alzó el pie izquierdo y asestó una patada a la cerradura. La puerta se abrió.

Uno tras otro fueron entrando en la abandonada estación del ayuntamiento. Los apliques de iluminación originales estaban vacíos, pero alguien había conectado un cable eléctrico a la pared y colgado de él varias bombillas desnudas. En el centro del vestíbulo de entrada había una cabina de taquilla cubierta con una bóveda de cobre propia de aquellos viejos cines con acomodadores y cortinajes de terciopelo rojo. Tras ella se veían unos viejos torniquetes de madera, el andén y las vías.

Una capa de polvo grisáceo cubría el suelo y el aire olía a aceite de maquinaria. Gabriel tuvo la sensación de estar encerrado en una tumba hasta que levantó la vista hacia el abovedado techo, cuyos arcos se alzaban desde el suelo para unirse en lo alto. Le recordaron el interior de una iglesia medieval. El propio túnel estaba formado por una serie de arcos iluminados por candelabros de bronce que sostenían grandes globos de vidrio mate. No había carteles publicitarios ni cámaras de vigilancia. Las paredes y los techos estaban decorados con azulejos blancos, rojos y verde oscuro que formaban intrincados dibujos geométricos. Aquella estación subterránea parecía un santuario, un lugar donde refugiarse del desorden que reinaba.

Gabriel notó la caricia de una brisa cálida y oyó un tremor distante que iba en aumento. Segundos más tarde, un tren apareció en la curva y pasó por la estación a toda velocidad, sin detenerse.

– Es el número seis local -dijo Naz-. Pasa por aquí y vuelve a la zona alta.

– ¿Así es como vamos a llegar a Grand Central? -preguntó Sophia.

– No. No subiremos al seis. Lleva a demasiada gente. -Naz echó un vistazo a su reloj-. Tendréis un tren privado para vosotros solos, nadie os verá. Solo hay que esperar. Devon llegará en unos minutos.

Naz paseó arriba y abajo ante la taquilla y pareció aliviado cuando un par de luces aparecieron en el túnel.

– Ahí está. Necesito los otros mil ahora mismo.

Vicki le entregó un fajo de billetes de cien dólares, y Naz pasó entre los torniquetes y avanzó hacia el andén agitando los brazos. Un único vagón que arrastraba una plataforma de carga llena de contenedores de basura entró en la estación. Un hombre negro, delgado y de casi dos metros de altura, manejaba los controles en la cabina delantera. El conductor detuvo el vagón y abrió las puertas dobles. Naz le estrechó la mano, intercambió unas palabras con él y le entregó el dinero.

– ¡Rápido! -gritó-. ¡Dentro de un minuto vendrá otro tren!

Maya guió al grupo hasta el interior del vagón y les ordenó que se sentaran en los extremos, lejos de las ventanillas. Todos obedecieron sin rechistar, también Alice. La muchacha parecía comprender lo que sucedía a su alrededor, pero no mostraba expresión alguna.

Devon salió de la cabina.

– Bienvenidos al tren de la basura. Tendremos que hacer algunos cambios de vías, pero llegaremos a Grand Central en unos quince minutos. Nos detendremos en un andén de mantenimiento en el que no hay cámaras de vigilancia.

Naz sonreía, como si acabara de realizar un truco de magia.

– ¿Lo veis? ¿Qué os había dicho?

Devon empujó la palanca de control y el tren arrancó; cobraba velocidad a medida que se alejaba de la estación. El vagón se bamboleaba a derecha e izquierda mientras corría hacia el norte, bajo las calles de Manhattan. Devon se detuvo en la estación de Spring Street pero no abrió las puertas. Esperó a que se encendiera la luz verde del túnel y entonces volvió a empujar la palanca.

Gabriel se levantó y fue a sentarse junto a Maya. La ventanilla de la puerta estaba bajada unos centímetros, y entraba aire caliente en el vagón. Cuando el tren cambió de vía, tuvieron la sensación de estar viajando por un sector secreto de la ciudad. En la distancia apareció una luz que se reflejó en los raíles. Se oyó un traqueteo, y cruzaron lentamente la estación de Bleecker Street. Gabriel había viajado anteriormente por la línea del East Side, pero aquella experiencia era distinta. Se hallaban a salvo en una zona de sombras, un paso más allá de la capacidad de rastreo de la Gran Máquina.

Astor Place… Union Square… Entonces se abrió la puerta de la cabina de control. El tren seguía moviéndose, pero Devon no tocaba los mandos.

– Algo pasa -anunció.

– ¿Qué problema hay? -preguntó Maya

– Este es un tren de mantenimiento -dijo Devon-. Se supone que soy yo quien lo controla. Pero el ordenador tomó el mando cuando salimos de la última estación. He intentado contactar con el centro de operaciones, pero la radio no funciona.

Naz se levantó de un salto y alzó las manos como si tratara de interrumpir una discusión.

– Seguro que no es nada. Debe de haber otro tren en la vía.

– Entonces nos habrían parado en Bleecker.

Devon volvió a los mandos y movió la palanca una vez más. El tren hizo caso omiso de sus esfuerzos y pasó por la estación de la calle Veintitrés a la misma moderada velocidad.

Maya cogió la pistola de cerámica de Aronov. Sostuvo el arma apuntando al suelo.

– Quiero que este tren pare en la próxima estación.

– Devon no puede hacer nada -dijo Naz-. El ordenador es el que lo controla.

Todos se habían puesto en pie, incluso Sophia Briggs y Alice. Se sujetaban a las barras del techo mientras las luces parpadeaban a través de las ventanillas y las ruedas marcaban el ritmo del traqueteo.

– ¿Hay un freno de emergencia? -preguntó Maya a Devon.

– Sí, pero no sé si funcionará. El ordenador no quiere que el tren se detenga.

– ¿Puedes abrir las puertas?

– Solo si el tren está parado. Pero si libero el cierre automático, podéis intentar abrirlas manualmente.

– Bien. Hazlo ya.

Todo el mundo miró por la ventana cuando pasaron por la estación de la calle Veintiocho. Los escasos neoyorquinos que estaban en el andén parecían como petrificados en aquel instante de tiempo.

Maya se volvió hacia Hollis.

– Abre las puertas. Cuando lleguemos a la calle Cuarenta y Dos saltaremos.

– Yo me quedo en el tren -protestó Naz.

– Tú vienes con nosotros -dijo Hollis.

– Olvídalo. No necesito vuestro dinero.

– Yo que tú no me preocuparía por el dinero en estos momentos. -Maya alzó la pistola y apuntó a la rodilla de Naz-. Quiero mantenerme alejada de las cámaras de vigilancia y quiero que bajemos de este tren en la terminal de Gran Central.

Devon desbloqueó el cierre automático después de pasar por la estación de la calle Treinta y tres, y Hollis forzó las puertas y las mantuvo abiertas. Cada pocos metros pasaban bajo un arco de hierro. Tenían la sensación de estar viajando por un pasadizo interminable y sin salida.

– ¡De acuerdo! -gritó Devon-. ¡Preparaos!

En la cabina de control había un mando en forma de T. Devon lo agarró y tiró con fuerza. Se oyó un chirrido de metal rozando contra metal, el vagón se estremeció, pero las ruedas siguieron girando. Mientras se acercaban a la estación de la calle Cuarenta y dos, las personas que había en el andén empezaron a apartarse de las vías.

Alice y Sophia fueron las primeras en saltar, seguidas de Vicki, Hollis y Gabriel. El tren había aminorado lo suficiente para que Gabriel cayera de pie. Levantó la vista y vio a Maya empujar a Naz fuera del tren y saltar. Las ruedas del vagón siguieron chirriando mientras se internaba en el túnel.

La gente del andén parecía asustada. Un hombre sacó su móvil y marcó un número.

– ¡Vamos! -gritó Maya, y todos echaron a correr.

Capítulo 8

La furgoneta rodeó la barrera de seguridad de cemento y se detuvo en la entrada de la terminal de Grand Central por el lado de la avenida Vanderbilt. El soldado de la Guardia Nacional que vigilaba la estación se acercó, y Nathan Boone hizo un gesto a uno de sus mercenarios, un detective de la policía de Nueva York llamado Ray Mitchell. Mitchell bajó la ventanilla del pasajero y mostró su placa al soldado.

– Acaban de llamarnos -le explicó-. Según parece hay unos traficantes de drogas haciendo de las suyas en la terminal. Alguien ha dicho que llevan con ellos a una niña china. ¿Puede creerlo? Por Dios, si venden crack, que por lo menos se paguen una canguro…

El soldado bajó el arma y sonrió.

– Llevo una semana aquí -dijo-, y me parece que todo el mundo está un poco loco.

El conductor, un mercenario sudafricano llamado Vanderpoul, se quedó al volante mientras Boone se apeaba del vehículo con Mitchell y el compañero de este, el detective Krause.

Ray Mitchell era un hombre pequeño y hablador, al que le gustaban los trajes de marca. Krause era todo lo contrario: un policía corpulento y rubicundo que parecía permanentemente malhumorado.

Boone pagaba una cantidad extra a ambos todos los meses y les daba alguna que otra bonificación por el trabajo extra.

– Y ahora ¿qué? -preguntó Krause-. ¿Adónde irán después de haber saltado de ese vagón?

– Un momento -repuso Boone. Su intercomunicador le enviaba constantemente información de sus otros equipos de mercenarios, así como del centro de informática que la Hermandad tenía en Berlín. Sus técnicos habían pirateado la red de vigilancia de tráfico de Nueva York y estaban utilizando sus programas de escaneo para buscar a los fugitivos-. Siguen en la estación del metro, a nivel de tránsito -dijo al cabo de unos segundos-. Las cámaras los están grabando en tiempo real mientras se dirigen hacia el tren lanzadera.

– Entonces ¿qué? ¿Vamos al tren lanzadera?

– Todavía no. Maya sabe que la estamos siguiendo, y eso influirá en su comportamiento. Lo primero que hará será alejarse de las cámaras.

Mitchell sonrió y se volvió hacia su compañero.

– Y por eso la vamos a coger.

Boone alargó la mano y sacó de la parte de atrás de la furgoneta un maletín de aluminio que contenía el equipo de rastreo por radio y tres visores infrarrojos.

– Entremos. Voy a ponerme en contacto con el equipo de respuesta aparcado en la Quinta Avenida.

Los tres hombres entraron en la terminal y bajaron por una de las amplias escaleras de mármol diseñadas siguiendo el estilo de la Ópera de París. Mitchell alcanzó a Boone cuando este llegó al vestíbulo principal.

– Quiero dejar las cosas claras -dijo-. Nosotros lo acompañaremos por toda la ciudad y le allanaremos el camino, pero no quitaremos de en medio a nadie.

– No les pido que lo hagan. Solo pretendo que se ocupen de las autoridades.

– No hay problema. Me pondré en contacto con la policía de tránsito y les diré que estamos en la terminal.

Mitchell se colgó la placa del bolsillo superior de la chaqueta y se internó a toda prisa por uno de los corredores. Krause permaneció junto a Boone, como un gigantesco guardaespaldas, mientras se acercaban al mostrador central de información con un reloj de cuatro caras montado en el techo. El tamaño del vestíbulo principal, sus ventanas arqueadas, sus suelos de mármol blanco y sus paredes de piedra, todo confirmaba el convencimiento de Boone de que su bando era el que iba a salir vencedor de aquella guerra secreta. Millones de personas pasaban por aquella terminal todos los años, pero solo unas pocas sabían que el edificio en sí mismo constituía una sutil demostración del poder de la Hermandad.

Uno de los más fervientes partidarios de la Hermandad en Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, fue William K. Vanderbilt, el magnate de los ferrocarriles que encargó la construcción de la terminal de Grand Central. Vanderbilt ordenó que la bóveda del gran vestíbulo principal, a una altura de cinco pisos, fuera decorada con las constelaciones del zodíaco. Se suponía que la disposición de las estrellas era la misma que la del cielo mediterráneo en la época de Cristo. Sin embargo, nadie, ni siquiera los astrólogos egipcios del siglo i, había visto nunca semejante disposición, pues el zodíaco de la bóveda estaba completamente al revés.

A Boone le divertía leer las distintas teorías que intentaban explicar por qué las estrellas aparecían de ese modo. La más popular decía que el pintor había copiado un dibujo hallado en un manuscrito medieval y que las estrellas se mostraban desde el punto de observación de alguien situado fuera del sistema solar. Nadie había explicado nunca por qué los arquitectos de Vanderbilt permitieron que apareciera esa extraña configuración en una obra tan importante.

Pero la Hermandad sabía que el diseño del cielo de la bóveda no tenía nada que ver con ninguna ilustración medieval. Las constelaciones se hallaban correctamente situadas para alguien que estuviera oculto dentro de la bóveda y que mirara a los viajeros que se dirigían a tomar el tren. La mayoría de las estrellas eran bombillas parpadeantes sobre un fondo azul, pero también había una docena de agujeros por los que espiar. En el pasado, la policía y los guardias de seguridad de los ferrocarriles utilizaban prismáticos para seguir los movimientos de los sospechosos. En esos momentos, todos los ciudadanos eran rastreados con escáneres y otros dispositivos electrónicos. El zodíaco invertido significaba que solo los observadores de las alturas veían el universo correctamente. Todos los demás daban por hecho que las estrellas estaban en la posición que les correspondía.

Una llamada sonó en el teléfono por satélite, y un antiguo soldado inglés llamado Summerfield susurró al oído de Boone. El equipo de respuesta había llegado a la entrada de Vanderbilt y había aparcado detrás de la furgoneta. Boone contaba para aquella operación básicamente con los mismos hombres con los que trabajó en Arizona. La operación de New Harmony había sido buena para la moral: la violencia había servido para unir a un grupo de mercenarios de distintas nacionalidades y antecedentes.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Summerfield.

– Divídanse en dos grupos y entren por lugares distintos. -Boone contempló el panel de horarios-. Nos encontraremos cerca de la vía treinta, la del tren que va a Stamford.

– Creía que se dirigían al tren lanzadera.

– Lo único que Maya quiere es proteger al Viajero. Se ocultará lo más rápidamente posible. Eso significa bajar a un túnel o encontrar una zona de mantenimiento.

– ¿El objetivo sigue siendo el mismo?

– Todos, salvo Gabriel, se hallan en la categoría de exterminio inmediato.

Summerfield desconectó el teléfono, y Boone recibió otra llamada de su equipo de internet. Maya y los otros fugitivos habían llegado al sector del tren lanzadera y estaban esperando en el andén. Boone había matado a Thorn, el padre de Maya, en Praga, el año anterior, y sentía una extraña vinculación personal con la joven. No era tan dura como su padre, y eso podía deberse a que se había resistido a convertirse en Arlequín. Pero Maya ya había cometido un error, y la siguiente decisión que tomara sería su perdición.

Capítulo 9

Naz había guiado a Maya y al resto del grupo a través de un laberinto de escaleras y pasadizos hacia la lanzadera de Times Square. El andén era una zona con intensa iluminación; el tren podía partir de cualquiera de las tres vías paralelas. El suelo, de hormigón gris, estaba salpicado de restos ennegrecidos de chicle que formaban un desordenado mosaico. A unos metros de distancia, un grupo de indígenas con instrumentos de percusión metálicos tocaban un calipso.

Por el momento habían logrado esquivar a los mercenarios, pero a Maya no le cabía duda de que los vigilaban por el sistema subterráneo de seguridad. Una vez habían descubierto que estaban en Nueva York, sabía que la Tabula utilizaría todos sus recursos para localizarlos. Según Naz, lo único que tenían que hacer era meterse por el túnel y seguir una escalera hasta el nivel inferior de Grand Central. Por desgracia, un policía patrullaba los alrededores y, aun suponiendo que desapareciera, cualquiera podía alertar a las autoridades de que un grupo de personas había saltado a las vías.

La única ruta segura de acceso al túnel pasaba por una puerta cerrada con llave con unas deslucidas letras doradas en las que se leía knickerbocker. En una época anterior y más amable, un pasadizo había conducido directamente desde el andén del metro hasta el bar del hotel Knickerbocker. Aunque el hotel había sido reconvertido en un bloque de apartamentos, la puerta seguía en su sitio, inadvertida para los miles de viajeros que pasaban ante ella diariamente.

Maya permaneció en el andén. Le parecía que su presencia allí, mientras la gente se apresuraba a subir al tren, llamaba la atención. Cuando la lanzadera salió de la estación, Hollis se le acercó y le habló en voz baja.

– ¿Sigues con la idea de coger el tren a Ten Mile River?

– Evaluaremos la situación cuando lleguemos al andén. Naz dice que allí no hay cámaras.

Hollis asintió.

– Seguramente los escáneres de la Tabula nos localizaron cuando salimos del loft y cruzamos Chinatown. Entonces alguien debió de imaginar que nos habíamos metido en la vieja estación de ferrocarril y pirateó el ordenador de tránsito.

– Puede haber otra explicación. -Maya lanzó una mirada a Naz.

– Sí. Yo también lo he pensado, pero estuve observándolo en el vagón y parecía realmente asustado.

– No lo pierdas de vista, Hollis. Si echa a correr, detenlo.

Llegó un nuevo tren lanzadera, los pasajeros embarcaron, y partió hacia el oeste y la Octava Avenida. Empezó a invadirles la sensación de que iban a quedarse allí para siempre. Al fin, el policía recibió una llamada por el intercomunicador y se alejó a toda prisa. Naz echó a correr hacia la puerta del Knickerbocker y probó varias llaves. Cuando dio con la correcta, sonrió y abrió la puerta.

– Los que se hayan apuntado a la excursión especial por el metro, que pasen por aquí -anunció, y unos cuantos viajeros los observaron desaparecer por la salida.

Naz cerró la puerta y todos permanecieron juntos durante unos segundos en un corto y oscuro corredor. A continuación los llevó más allá de una tapa de registro y bajaron cuatro peldaños hasta el túnel del metro.

El grupo se detuvo entre las vías. Naz señaló una tercera vía cargada con electricidad.

– Tened cuidado con la cubierta de madera que la cubre -les advirtió-. Si se rompe y tocáis el raíl, no viviréis para contarlo.

El túnel estaba ennegrecido por el hollín y olía a cloaca. La humedad se filtraba por las paredes, que relucían como el aceite. Mientras que la estación del ayuntamiento estaba polvorienta pero limpia, en aquel túnel que conducía a Times Square había un montón de basura. Y ratas por todas partes, enormes y grises. Aquel era su mundo; en vez de asustarse por la presencia de humanos, siguieron rebuscando en la basura, chillándose unas a otras y trepando por las paredes.

– No son peligrosas -dijo Naz-, pero tened cuidado dónde ponéis el pie. Si os caéis, se os echarán encima.

Hollis se mantenía cerca del guía.

– ¿Dónde está esa puerta de la que nos has hablado?

– Muy cerca. Lo juro por Dios. Buscad una luz amarilla.

Oyeron el sonido como de un trueno en la distancia y vieron las luces del tren lanzadera que se acercaba.

– ¡Pasad a la siguiente vía! ¡Pasad a la siguiente vía! -gritó Naz, que sin esperar a los demás saltó hacia la tercera vía.

Todos lo siguieron salvo Sophia Briggs. La anciana parecía agotada y desorientada. Al ver que las luces del convoy se aproximaban, se arriesgó y subió a las tablas que cubrían el raíl de la vía contigua. La madera aguantó su peso. Un momento después, cuando de nuevo los envolvía la oscuridad, se reunió con el resto del grupo.

Naz se adelantó unos metros y regresó a toda prisa; parecía nervioso.

– De acuerdo. Creo que he encontrado la puerta que da a la escalera. Seguidme y…

El tren lanzadera que pasó por la otra vía ahogó sus palabras. Maya vio a algunos pasajeros en el rápido destello de las ventanas -un anciano con un gorro de lana, una mujer con trenzas-y los vagones desaparecieron. El envoltorio de un caramelo flotó en el aire y cayó al suelo como una hoja muerta.

Siguieron caminando hasta un cruce de vías que partían en distintas direcciones. Naz siguió por la derecha y los llevó hasta una puerta abierta, iluminada por una bombilla. Subió tres escalones y se metió por un corredor de mantenimiento seguido por Alice y Vicki. Hollis subió también; luego, se volvió e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Un momento -dijo-. Tenemos que ir más despacio. Sophia está agotada.

– Encontrad un refugio seguro y esperadnos -ordenó Maya-. Gabriel y yo la llevaremos.

La Arlequín sabía perfectamente que, en su lugar, su padre habría abandonado al grupo con tal de salvar al Viajero; pero no podía volverse atrás. Gabriel no estaría dispuesto a dejar a nadie en los túneles, y menos aún a la mujer que había sido su Rastreadora. Miró por el pasadizo y vio que Gabriel se había hecho cargo de la mochila de Sophia. Cuando él le ofreció el brazo, la anciana negó vigorosamente con la cabeza, como diciendo: «No necesito que nadie me ayude». Sophia dio unos pasos más y, entonces, un rayo láser rojo perforó la penumbra.

– ¡Al suelo! -gritó Maya-. ¡Al sue…!

Se oyó un restallido seco, y una bala alcanzó a Sophia en la espalda. La Rastreadora cayó de bruces, intentó incorporarse y se desplomó. Maya desenfundó el revólver y disparó a través del túnel mientras Gabriel alzaba a Sophia del suelo y corría hacia los peldaños. Maya los siguió, se detuvo ante los peldaños para disparar una vez más. El rayo láser desapareció en el momento en que cuatro figuras negras se refugiaron en las sombras.

Maya abrió el revólver y vació el tambor. Lo estaba recargando cuando entró en el corredor de mantenimiento, cuyas paredes eran de ladrillo, y encontró a Gabriel arrodillado y abrazando el cuerpo inerte de Sophia. Tenía la cazadora manchada de sangre.

– ¿Respira? -le preguntó.

– Ha muerto -respondió Gabriel-. La estaba sosteniendo cuando murió y noté cómo su Luz abandonaba su cuerpo.

– Gabriel…

– Sentí cómo moría -repitió Gabriel-. Fue como agua fluyendo entre los dedos. No pude hacer nada para evitarlo… No pude detenerlo… -Se estremeció.

– La Tabula nos pisa los talones -dijo Maya-. No podemos quedarnos aquí. Vas a tener que dejarla.

Le puso la mano en el hombro y observó cómo él depositaba con delicadeza el cuerpo de Sofía en el suelo. Unos segundos después, corrían por el pasillo hacia una escalera donde los aguardaban los demás. Vicki dio un respingo al ver la sangre de la cazadora de Gabriel, y la expresión de Alice era la de quien está a punto de huir de allí corriendo. Maya percibió que la niña se preguntaba quién iba a protegerla a partir de ese momento.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Vicki-. ¿Dónde está Sophia?

– Los de la Tabula la han matado. Nos pisan los talones.

Vicki se tapó la boca con ambas manos. Naz parecía deseoso de escapar como fuera.

– Hasta aquí hemos llegado -dijo bruscamente-. Yo no formo parte de esto. Me largo.

– No tienes elección -le espetó Maya-. Para la Tabula, tú eres solo un objetivo más. Estamos justo debajo de la estación de tren. Tienes que sacarnos de aquí y llevarnos a la calle. -Se volvió y miró a los demás-. Esto se va a poner feo, pero tenemos que permanecer unidos. Si nos separamos, nos encontraremos mañana en Los niños más puros, a las siete de la mañana.

Naz, sin duda asustado, condujo al grupo escalera abajo, hasta un túnel cuyo techo estaba lleno de cables eléctricos. Parecía como si el peso de la terminal los empujara cada vez más profundamente en la tierra. Apareció otra escalera, en esta ocasión muy estrecha, y Naz la siguió. El aire se tornó húmedo y cálido. Dos tuberías blancas, cada una de más de medio metro de diámetro, corrían a lo largo de la pared.

– Cañerías de vapor -advirtió Naz-. No las toquéis.

Siguiendo las tuberías, cruzaron unas puertas de seguridad de hierro y entraron en una sala de mantenimiento con un techo de diez metros. Allí se unían cuatro grandes tuberías provenientes de distintas zonas del subsuelo. La presión del vapor se controlaba mediante indicadores de acero inoxidable y se distribuía por válvulas de regulación. De una grieta del techo goteaba agua. Reinaba ese olor viciado y a moho propio de un invernadero de plantas tropicales.

Maya cerró la puerta de seguridad y miró alrededor. Su padre habría dicho que aquello era un callejón sin salida, un lugar al que se puede entrar pero del que no se puede salir.

– Bueno, y ahora ¿qué? -preguntó.

– No lo sé -contestó Naz-. Estoy intentando encontrar una salida.

– Eso es mentira -repuso Maya-. Tú nos ha metido aquí.

Sacó el cuchillo corto con el mango en forma de T y, antes de que Naz pudiera reaccionar, lo agarró por las solapas, lo empujó contra la pared y apoyó la punta del cuchillo bajo su nuez.

– ¿Cuánto te han pagado?

– ¡Nada! ¡Nadie me ha pagado nada!

– En estos túneles no hay cámaras de vigilancia. Aun así, nos han seguido. Y ahora tú vas y nos metes en otra trampa.

Gabriel avanzó hasta la Arlequín.

– Suéltalo, Maya.

– Todo esto forma parte de un plan -dijo ella-. La Tabula no quería asaltar un edificio en pleno Chinatown. Habría llamado demasiado la atención, y en esa zona hay mucha policía. Pero aquí abajo pueden hacer lo que quieran.

Una gota de agua cayó en una de las cañerías de vapor y se oyó un ruido siseante. Gabriel se acercó y escrutó el rostro de Naz con suma concentración.

– ¿Trabajas para la Tabula, Naz?

– ¡No! ¡Lo juro por Dios! ¡Solo quería ganarme un dinero!

– Puede que hayan seguido nuestro rastro de algún otro modo -intervino Vicki-. ¿Os acordáis de lo que pasó en Los Ángeles? Pusieron un rastreador en uno de mis zapatos.

Un rastreador era como un pequeño aparato de radio que emitía la localización de un objetivo. Maya había examinado todo lo que habían llevado al loft durante los últimos meses. Había inspeccionado los muebles y la ropa con la suspicacia de un agente de aduanas. Mientras se concentraba en el cuchillo, le sobrevino un sentimiento de duda y vacilación, como si un fantasma se hubiera apoderado de su cuerpo. Había un objeto que no había examinado: una manzana dorada que habían arrojado en su camino, tan irresistible y tentadora que la Tabula sabía que la cogería.

Se apartó de Naz, enfundó el cuchillo y sacó la pistola de cerámica de su mochila. Rememoró su forcejeo con Aronov y repasó cada movimiento. ¿Por qué no la había matado al entrar en el taxi o cuando consiguió salir de él? Porque todo estaba planeado. Porque sabían que los conduciría hasta Gabriel.

Nadie habló mientras examinaba el arma de cerámica. El cañón y el chasis no eran lo bastante grandes para albergar un rastreador, pero el mango de plástico era perfecto. Metió la culata entre las tuberías de vapor, agarró la pistola por el cañón e hizo palanca hacia abajo, hasta que se oyó un fuerte chasquido y la culata se partió. Un rastreador parecido a una perla gris cayó al suelo. Cuando lo recogió, lo notó caliente, como un ascua recién sacada del fuego.

– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Naz-. ¿Qué está pasando?

– Así es como nos han seguido por todos estos túneles -explicó Hollis-. Han estado siguiendo la señal de este radiotransmisor.

Maya depositó el rastreador en el reborde de la pared y lo aplastó con la culata del revólver. Se sentía como si su padre se encontrara en aquella sala y la mirara con desprecio. De haber sido así, le habría hablado en alemán, con palabras rudas y tajantes. Cuando ella era pequeña, él había intentado enseñarle cómo los Arlequines contemplaban el mundo: siempre en guardia, siempre desconfiados. Pero Maya se había resistido. Y por culpa de su precipitado impulso de conseguir aquella arma, había causado la muerte de Sophia y metido a Gabriel en una trampa.

Examinó la sala en busca de una salida. Una escalerilla de acero clavada en la pared ascendía paralelamente a una tubería de vapor. Esta se internaba en un agujero del techo; el espacio que quedaba parecía lo suficientemente ancho para meterse por ahí.

– Subid por esa escalera y llegad al nivel superior -ordenó a los otros-. Encontraremos la forma de salir de esta estación.

Naz se apresuró a trepar y pasó por el hueco. Le siguió Gabriel, y luego Hollis y Vicki.

Desde que habían salido de Chinatown, Alice Chen, en su intento de escapar a la Tabula, había permanecido en cabeza. Pero cuando empezó a subir la escalera vaciló. Maya la observó mientras la muchacha decidía dónde encontraría mejor protección.

– Date prisa -la apremió Maya-. Síguelos.

Maya oyó el pesado golpe de una puerta al cerrarse. Los hombres que habían matado a Sophia estaban en el túnel, cada vez más cerca. Alice bajó de la escalera y se refugió detrás de una de las tuberías de vapor. Maya comprendió que sería inútil intentar convencerla de lo contrario: la muchacha estaba decidida a permanecer escondida hasta que los mercenarios de la Tabula hubieran abandonado la zona.

De pie, en medio de la sala de mantenimiento, Maya repasó sus opciones con la implacable claridad de un Arlequín. Los hombres de la Tabula se movían con presteza y seguramente no esperarían un contraataque. Hasta ese momento había fracasado en su deber de proteger a Gabriel, pero había una manera de compensar sus errores: los Arlequines estaban condenados por sus acciones, pero su sacrificio los redimía.

Se quitó la mochila y la dejó en el suelo. Utilizando los indicadores y las válvulas de regulación como apoyo, trepó hasta una de las tuberías de vapor y subió hasta la que había encima. Se hallaba a cuatro metros del suelo, justo enfrente de la entrada a la sala. El aire era tan caliente que le costaba respirar. Desenfundó el revólver y aguardó. Las piernas le temblaban por el esfuerzo y tenía el rostro empapado por el sudor.

La puerta se abrió bruscamente y un hombre corpulento y con barba se agachó en el umbral. El mercenario sostenía una pistola con una mira láser montada bajo el cañón. Miró rápidamente a un lado y a otro y dio un par de pasos. Maya saltó y disparó mientras caía. Una de la balas acertó al mercenario en el cuello, y el hombre se desplomó.

Maya aterrizó en el suelo, rodó hacia delante y se puso en pie de un salto. Vio que el cuerpo del mercenario muerto bloqueaba la puerta y la mantenía abierta. Varios láser rojos bailaron en la penumbra del corredor. Maya corrió a cubrirse. Un proyectil rebotó en las paredes y se estrelló contra uno de los indicadores, que escupió un chorro de vapor. Estirada en el suelo, se preguntaba dónde podría esconderse cuando la mano de Alice surgió de entre las tuberías.

Cuando otra bala se estrelló contra la pared, Maya se arrastró hasta situarse detrás de la conducción. Estaba justo detrás de Alice, y la muchacha que le devolvió la mirada no parecía asustada o enfadada, más bien la estudiaba como el animal enjaulado que contempla a un nuevo compañero de cautiverio. Maya sujetó el revólver con ambas manos y se preparó para incorporarse y abrir fuego.

– Maya… -La voz de un hombre le llegó de alguna parte del oscuro túnel. Tenía acento estadounidense. Era una voz tranquila, en absoluto asustada-. Maya, soy Nathan Boone, jefe de seguridad de la Fundación Evergreen.

La Arlequín sabía quién era Boone: el mercenario de la Tabula que había asesinado a su padre en Praga. Se preguntó por qué se dirigía a ella. Quizá intentaba enfurecerla para que se decidiera a lanzarse a cara descubierta.

– Estoy seguro de que está ahí, Maya -dijo Boone-. Acaba de matar a uno de mis mejores hombres.

Según una de las normas de los Arlequines, solo debías hablar con el enemigo cuando hacerlo pudiera proporcionarte algún tipo tic ventaja. Su intención era permanecer en silencio, pero entonces se acordó de Gabriel. Si conseguía entretener a Boone, el Viajero tendría más tiempo para escapar.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Si no lo deja salir de ese cuarto, Gabriel morirá. Le prometo no herirlo, ni a él ni a Vicki, y tampoco al guía.

Maya se preguntó si Boone sabía que Alice estaba allí. Si se enteraba de que la muchacha había sobrevivido a la matanza de New Harmony, sin duda la asesinaría.

– ¿Y qué hay de Hollis?

– Tanto él como usted decidieron enfrentarse a la Hermandad. Ahora tendrán que afrontar las consecuencias.

– ¿Y por qué debería confiar en su palabra? Al fin y al cabo, usted asesinó a mi padre.

– Él eligió su muerte. -Boone parecía molesto-. Le ofrecí una alternativa, pero era demasiado testarudo y no la aceptó.

– Tenemos que hablarlo. Denos unos minutos.

– No hay tiempo. No hay alternativa. No caben negociaciones. Si es usted una verdadera Arlequín, querrá salvar al Viajero. Dígales que salgan al túnel; de lo contrario, los que están en ese cuarto morirán. Tenemos ventaja técnica.

«¿A qué se refiere? ¿De qué ventaja técnica habla?», pensó Maya. Alice Chen seguía mirándola. La muchacha tocó con la palma de la mano la tubería caliente que había por encima de ella y extendió los dedos, mostrándoselos, como si quisiera comunicarle un mensaje.

– ¿Qué intentas decirme? -le preguntó Maya en un susurro.

– ¿Qué has decidido? -gritó Boone desde el otro lado del corredor.

Silencio.

Una bala impactó en uno de los fluorescentes que colgaba del techo. Le siguió una ráfaga, y la iluminación voló en pedazos que rebotaron contra las tuberías y cayeron al suelo.

Cuando la sala quedó a oscuras, Maya comprendió lo que Alice había querido decirle: Boone y sus mercenarios disponían de visores nocturnos. Sin luz en la habitación, podrían ver a sus objetivos, mientras que ella estaría ciega. El único modo de escapar a los visores infrarrojos era enfriar el cuerpo o arrimarse aun objeto caliente. Alice lo sabía, por eso había preferido quedarse con ella y ocultarse tras las ardientes tuberías.

El tiroteo empezó de nuevo. Dos rayos láser apuntaron al segundo fluorescente. Alice se apartó de la tubería y miró el cuerpo sin vida del mercenario que yacía en el umbral.

– ¡No te muevas! -le gritó Maya.

Pero la muchacha corrió hacia el cadáver. Al llegar a él, se agachó, haciéndose lo más pequeña posible, y le quitó un artefacto que llevaba colgando del cinturón. Cuando se levantó, Maya vio que había cogido unas gafas de visión nocturna con sus baterías correspondientes y el arnés para sujetarlas a la cabeza. Se las entregó y regresó a su escondite tras la tubería.

Una bala acertó a la lámpara y la sala quedó sumida en la oscuridad. Era como estar en una caverna enterrada en las profundidades de la tierra. Maya se puso las gafas de visión nocturna, conectó el iluminador, y la habitación se transformó de inmediato en distintos tonos de verde. Cualquier cosa que estuviera caliente -las tuberías de vapor, los indicadores, las válvulas de regulación, su mano-brillaba con un llamativo color esmeralda, como si fueran radiactivos. El color verde claro de las paredes y el suelo de hormigón le recordó el de las hojas recién brotadas.

Maya se asomó por encima de la tubería y vio que una forma brillante se acercaba por el corredor hasta la puerta. La figura, que llevaba una escopeta de cañones recortados, pasó con cuidado por encima del muerto.

Maya se ocultó tras la tubería y apoyó la espalda contra el caliente metal. Le resultaba imposible predecir la posición del mercenario mientras se desplazaba por la sala. Lo único que podía hacer era planear su propio ataque. Maya notó cómo la energía fluía por sus hombros y sus brazos, hasta la pistola que sostenía en sus manos. Respiró profundamente, contuvo la respiración y rodeó la tubería.

Un tercer mercenario armado con un subfusil estaba en la entrada. La Arlequín le disparó tres veces al pecho. Se produjo un estallido de luz mientras la fuerza de los proyectiles lo arrojaba hacia atrás. Antes incluso de que el mercenario se desplomara, Maya ya se había dado la vuelta y acabado con el de la escopeta de cañones recortados.

Silencio. El olor de la cordita se mezcló con el olor a moho y descomposición del cuarto de mantenimiento. A su alrededor, las tuberías brillaban con un verde intenso.

Maya se quitó las gafas de visión nocturna, las guardó en la mochila, localizó a Alice y la cogió de la mano.

– Sube -susurró-. Simplemente sube.

Treparon por la escalerilla, pasaron por el agujero y llegaron a una zona situada justo debajo de una tapa de inspección abierta. Maya se detuvo unos segundos y por fin se decidió: era demasiado peligroso entrar en la zona de las vías. Cogió a la muchacha de la mano y la condujo por un túnel que se alejaba de la estación.

Capítulo 10

Sujetándose con la mano izquierda a los barrotes de la escalerilla, Naz utilizó la derecha para empujar la tapa de registro. Tras mucho gruñir y maldecir, consiguió levantarla lo suficiente y apartarla. Gabriel siguió a Naz a través de la abertura hasta el nivel inferior de la terminal de Grand Central. Se hallaban entre una pared cubierta de hollín y una de las vías del tren.

Naz parecía a punto de echar a correr en cualquier dirección.

– ¿Qué está pasando? -preguntó-. ¿Dónde están Vicki y Hollis?

Gabriel se asomó al conducto de registro y vio la cabeza de Vicki. Se hallaba a unos seis metros por debajo de él y ascendía lenta y cautelosamente por la escalerilla.

– Vienen justo detrás de mí. Puede que tarden un minuto en llegar.

– ¡No tenemos un minuto! -Naz oyó un distante traqueteo, dio media vuelta y divisó las luces de un tren que se acercaba-. ¡Tenemos que salir de aquí!

– Esperemos a los demás.

– Ya se reunirán con nosotros en la terminal. Si el maquinista ve gente en las vías dará aviso a la policía de tránsito.

Gabriel y Naz corrieron entre las vías, hacia el andén de pasajeros y las luces. Gabriel se quitó rápidamente la cazadora, llena de manchas, y le dio la vuelta. El vestíbulo inferior de la estancia estaba lleno de puestos de comida rápida. En esos momentos solo había abierta una cafetería, donde una docena de viajeros mataban el tiempo a la espera de que saliese su tren nocturno. Gabriel y Naz se instalaron en una mesa y aguardaron a que llegaran sus compañeros.

– ¿Qué habrá pasado? -preguntó Naz, inquieto-. Tú los viste, ¿no?

– Sí. Vicki subía por la escalerilla, y Hollis la seguía de cerca.

Naz se levantó y empezó a pasear de un lado a otro.

– No podemos quedarnos aquí-dijo.

– Siéntate. Apenas han pasado unos minutos. Tenemos que esperar un poco más.

– Buena suerte, tío. Yo me largo.

Naz echó a correr hacia las escaleras mecánicas y desapareció en el nivel superior.

Gabriel intentó imaginar qué les había pasado a los demás. ¿Se habrían quedado atrapados abajo? ¿Los habría capturado la Tabula? El hecho de que hubiera un rastreador escondido en la pistola de cerámica lo había cambiado todo. Se preguntó si Maya se había arriesgado innecesariamente para castigarse por lo ocurrido.

Gabriel salió de la zona de restaurantes y se quedó ante el umbral del corredor que conducía a las vías. Había una cámara de vigilancia orientada hacia el andén, y había visto otras cuatro en el techo del vestíbulo. Probablemente la Tabula había pirateado el sistema de seguridad de la terminal y sus ordenadores estaban escaneando las imágenes captadas en directo en busca de su rostro. «Tenemos que permanecer unidos.» Eso era lo que Maya les había dicho, pero también les había dado un plan alternativo: si había problemas, se reunirían a la mañana siguiente en el Lower East Side de Manhattan.

Gabriel regresó a la zona de restaurantes y se ocultó detrás de una columna de hormigón. Unos segundos más tarde, cuatro individuos de aspecto rudo, todos con intercomunicadores, bajaron corriendo por las escaleras mecánicas y se dirigieron a la zona de las vías. Tan pronto como Gabriel los perdió de vista, tomó la dirección opuesta, subió al vestíbulo principal y salió a la calle. El gélido aire hizo que le lagrimearan los ojos y le ardiera el rostro. El Viajero agachó la cabeza y se zambulló en la noche.

Durante el tiempo que habían pasado en Nueva York, Maya había insistido en que todos memorizaran una serie de rutas seguras a través de la ciudad y una lista de hoteles que estaban fuera de la Red. Uno de ellos era el Efficiency Hotel, de la Décima Avenida de Manhattan. Por veinte dólares en efectivo podías disponer durante doce horas de un nicho de fibra de vidrio de dos metros y medio de ancho y uno y medio de alto, desprovisto de ventanas. Los cuarenta y ocho nichos situados a ambos lados de un pasillo conferían al hotel el aspecto de un mausoleo.

Antes de entrar, Gabriel se quitó la cazadora de cuero y la dobló para que no se vieran las manchas de sangre. El recepcionista era un chino viejo; sentado tras un cristal antibalas, esperaba a que los clientes depositaran los veinte dólares en una ranura. Gabriel le dio cinco más por un cojín de espuma y una sábana de algodón.

Recibió su llave y avanzó por el pasillo hasta el aseo comunitario. Dos cocineros de origen hispano, desnudos de cintura para arriba, charlaban en español mientras se limpiaban los restos de grasa y aceite de las manos y la cara. Gabriel se metió en uno de los reservados hasta que se hubieron marchado. Luego, salió y lavó la cazadora. Cuando terminó, trepó por una escalerilla hasta su cubículo y se arrastró dentro. En cada nicho había una luz fluorescente y un ventilador para que circulara el aire. Colgó su cazadora en una percha; el cuero no tardó en gotear lentamente, como si todavía estuviera empapado en sangre.

Mientras descansaba en el cojín de espuma, pensó en Sophia Briggs. Había notado la Luz de la anciana agitarse y moverse como una poderosa ola que se le había escapado entre los dedos. A través de las delgadas paredes oyó voces apagadas y tuvo la sensación de que flotaba en las sombras, rodeado de fantasmas.

Maya había enseñado a Gabriel que la Red no era total, que existían resquicios y zonas de sombra que uno podía utilizar para moverse a salvo por la ciudad. A la mañana siguiente, tardó casi una hora en evitar los sistemas de vigilancia y en llegar al parque de Tompkins Square. En el distrito de las finanzas y en la zona de Midtown, el lecho de roca de Manhattan estaba cerca de la superficie y proporcionaba una base firme para los cimientos de los rascacielos que dominaban la ciudad. En el Lower East Side la roca se hallaba a decenas de metros de profundidad, por eso los edificios que bordeaban las calles no tenían más de cuatro o cinco pisos de altura.

El parque de Tompkins Square había sido durante más de cien años un lugar donde la gente se reunía para hacer sus reivindicaciones políticas. En la generación anterior, un grupo de mendigos montó allí un campamento hasta que la policía rodeó el parque con un cinturón policial. Los agentes estrecharon el círculo y golpearon y destrozaron las tiendas de los que se resistían a marcharse. Grandes olmos daban sombra al parque en verano, y las zonas verdes estaban delimitadas por verjas de hierro. Solo había dos cámaras de vigilancia y ambas enfocaban la zona de juegos de los niños, por lo que resultaban fáciles de evitar.

Gabriel se adentró con cautela y fue hasta el pequeño edificio de ladrillo destinado para el personal de jardinería. Cruzó algunas cancelas y se detuvo ante una losa de mármol blanco en cuyo centro la escultura de una cabeza de león hacía de fuente. En la blanca piedra estaban grabados, apenas visibles, el perfil de unos rostros infantiles y las palabras: «Eran los niños más puros del mundo, jóvenes y sanos». Era el monumento conmemorativo de una catástrofe ocurrida un domingo del año 1904, cuando el ferry General Slocum partió de Nueva York llevando a un grupo de inmigrantes alemanes a una merienda escolar. El barco se incendió y se hundió; no llevaba salvavidas. Murieron un centenar de mujeres y niños.

Maya utilizaba el monumento como uno de los tablones de comunicación que tenía repartidos por Manhattan. Esos tablones brindaban a su pequeño grupo una alternativa a los móviles, fácilmente rastreables. En la parte trasera de la losa, cerca de la base, Gabriel encontró una inscripción que Maya había dejado dos semanas antes. Era un símbolo de los Arlequines: un óvalo con tres líneas que simbolizaba un laúd. Miró alrededor, hacia la pista de baloncesto y el pequeño jardín. Eran las siete de la mañana, y no había nadie. Todas las posibilidades negativas que había apartado de su mente desde que se había levantado volvieron con una fuerza terrible. Sus amigos habían muerto. Y él, en cierto modo, había sido la causa.

Se arrodilló como quien se dispone a rezar. Sacó un rotulador del bolsillo y escribió en la losa: G aquí, ¿tú dónde?

A continuación, salió del parque y cruzó la avenida A hasta una cafetería llena de viejas mesas y sillas desvencijadas. Pidió una taza de café y se instaló en la parte de atrás con los ojos clavados en la puerta. La sensación de desamparo que lo invadía resultaba prácticamente insoportable. Habían asesinado a Sophia y a la gente de New Harmony. Y cabía la posibilidad de que la Tabula hubiera matado también a Maya y a sus amigos.

Contempló la mesa llena de rasgones e intentó acallar la furiosa voz de su cerebro. ¿Por qué era un Viajero? ¿Por qué había causado tanto daño? Solo su padre podía contestar esas preguntas. Y, al parecer, Matthew Corrigan estaba viviendo en Londres. Gabriel era consciente de que en esa ciudad había más cámaras de vigilancia que en cualquier otra del mundo. Era un lugar peligroso, pero su padre tenía que haber ido allí por alguna razón importante.

Nadie prestó atención cuando Gabriel abrió su mochila y contó el dinero que Vicki le había entregado la noche anterior. Parecía haber suficiente para pagar un billete de avión a Gran Bretaña. Gabriel había pasado toda su vida fuera de la Red, y los datos biométricos del chip de su pasaporte no podían compararse con ninguna otra identidad previa. Maya parecía segura de que no tendría problemas para viajar al extranjero. Para las autoridades, él era un ciudadano llamado Tim Bentley que trabajaba de agente inmobiliario en Tucson, Arizona.

Terminó el café y regresó al monumento del parque. Cogió un trozo de papel de periódico, borró con él el mensaje anterior y escribió: G A Londres. Se sentía como el superviviente de un naufragio que acaba de grabar unas palabras en un pedazo de madera. Si sus amigos seguían con vida, sabrían lo que había ocurrido, lo seguirían hasta Londres y lo encontrarían en Tyburn Convent. Si estaban muertos, sería un mensaje sin destinatario.

Salió del parque sin mirar atrás y avanzó hacia el sur por la avenida B. El aire de la mañana seguía siendo frío, pero el cielo estaba despejado, de un azul intenso. Estaba en camino.

Capítulo 11

Michael apuró su segunda taza de café, se levantó de la mesa de roble y se acercó a las ventanas góticas de uno de los extremos del salón de día. El emplomado de los vidrios imponía una negra rejilla sobre el mundo exterior. Se encontraba al oeste de Montreal, en una isla del río San Lorenzo. No había dejado de llover en toda la noche, y una gruesa capa de nubes cubría el cielo.

Se suponía que la reunión del comité ejecutivo de la Hermandad iba a empezar a las once, pero el barco que transportaba a los miembros del comité todavía no había llegado. El trayecto desde la bahía de Chippewa hasta Dark Island duraba unos cuarenta minutos, y si el mar estaba agitado la gente solía salir al puente para sobrellevar mejor el mareo. Viajar en helicóptero desde cualquier ciudad del estado de Nueva York habría resultado mucho más práctico, pero Kennard Nash había rechazado la propuesta de construir una pista para helicópteros cerca del embarcadero.

«El viaje por el río es una buena experiencia para la Hermandad», había dicho Nash. «Te sientes como si te alejaras del mundo cotidiano. Creo que eso promueve cierto tipo de respeto hacia la exclusiva naturaleza de nuestra organización.»En ese punto Michael estaba de acuerdo con Nash. Dark Island era un lugar especial. El castillo que dominaba la isla había sido construido a principios del siglo XX por un rico industrial que tenía una fábrica de máquinas de coser. Con los bloques de granito arrastrados por el hielo invernal habían levantado una torre de cuatro pisos, el castillo y el embarcadero. El edificio estaba lleno de torreones, y sus chimeneas eran lo bastante grandes para asar en ellas un novillo entero.

En esos días Dark Island era propiedad de unos cuantos alemanes ricos. Los turistas podían visitarla durante los meses de otoño, pero la Hermandad utilizaba el castillo el resto del año. Michael y el general Nash habían llegado hacía tres días, acompañados por el personal técnico de la Fundación Evergreen, que había procedido a instalar los micrófonos y las cámaras de televisión para que los miembros del comité repartidos por todo el mundo pudieran participar en la reunión.

En su primer día en la isla, a Michael se le permitió salir del castillo y pasear por los acantilados. Dark Island recibía su nombre de los grandes abetos que extendían sus ramas por los caminos, tamizando la luz y formando sombreadas bóvedas de verde. Michael encontró un banco de mármol al borde de un acantilado y pasó allí varias horas, oliendo la fragancia de los árboles y contemplando las vistas sobre el río.

Esa noche cenó con el general Nash y bebió un whisky con él en la sala de estar, cuyas paredes estaban paneladas de roble. Todo en el castillo era grande, desde los muebles tallados a mano hasta los cuadros y las vitrinas para los licores. De las paredes colgaban cabezas disecadas de animales, y Michael tuvo la sensación de que un alce muerto no le quitaba ojo de encima.

Nash y el resto de la Hermandad consideraban a Michael su fuente de información más importante acerca de los distintos dominios. Él era consciente de que su posición seguía siendo delicada. Por lo general, la Hermandad asesinaba a los Viajeros, pero él había sobrevivido y había intentado hacerse tan indispensable como le era posible sin mostrar el verdadero alcance de su ambición. Si el mundo estaba destinado a convertirse en una cárcel invisible, alguien tendría que controlar a los guardias y a los prisioneros. Y esa persona, ¿por qué no podía ser un Viajero?

Al principio, la Hermandad lo había conectado a su ordenador cuántico en el intento de que contactase civilizaciones más avanzadas en otros dominios. A pesar de que el ordenador había sido destruido, Michael había asegurado al general Nash que era capaz de conseguir cualquier información que pudieran necesitar, aunque fue lo bastante prudente para no mencionar sus propios objetivos. Si encontrara a su padre y alcanzara algún tipo de conocimiento especial, la utilizaría en su propio beneficio. Se sentía como si acabara de burlar a un pelotón de ejecución.

A lo largo del último mes había abandonado su cuerpo en dos ocasiones, pero siempre había ocurrido lo mismo: al principio unas chispas de Luz surgían de su cuerpo; luego toda su energía parecía fluir hacia una fría oscuridad. Para encontrar el camino a cualquiera de los dominios, debía cruzar primero las cuatro barreras: un cielo azul, una llanura desértica, una ciudad en llamas y un mar infinito. Al principio le habían parecido obstáculos infranqueables, pero en esos momentos, tras haber descubierto unos estrechos y oscuros pasillos que lo llevaban de barrera en barrera, era capaz de atravesarlas casi instantáneamente.

Michael abrió los ojos y se vio en una plaza de una ciudad con árboles y bancos y un quiosco de música. Era temprano, y hombres y mujeres vestidos con trajes y abrigos de color negro entraban en las tiendas brillantemente iluminadas y volvían a salir con las manos vacías.

Había estado allí antes. Era el Segundo Dominio de los fantasmas hambrientos. Parecía un mundo normal, pero todo en él era una falsa promesa para aquellos que nunca estarían satisfechos. Todos los envases de las tiendas de comestibles estaban vacíos, las manzanas de la frutería de la esquina y la carne de la carnicería eran solo trozos de yeso o madera pintados; también los libros encuadernados en piel de la biblioteca pública parecían reales, pero cuando Michael quiso leerlos descubrió que sus páginas estaban en blanco.

Permanecer allí era peligroso. Michael era el único ser vivo en un mundo de fantasmas. Los que vivían en aquel dominio, parecían percibir que él era diferente y querían hablarle, tocarlo, notar cómo sus músculos y su cálida sangre se movían bajo su piel. Michael había intentado ocultarse entre las sombras mientras se asomaba a las ventanas y vigilaba los callejones en busca de su padre. Por fin encontró el pasadizo que conducía de nuevo a su mundo. Cuando volvió a cruzar, unos días más tarde, llegó a la misma plaza, como si su Luz se negara a moverse en ninguna otra dirección.

El reloj de pared del salón de día marcó la hora y Michael regresó a la ventana. Un barco de motor acababa de llegar de la bahía de Chippewa; los miembros del comité ejecutivo de la Hermandad estaban desembarcando. El día era frío y nublado, pero el general Nash permanecía en el muelle, muy digno, mientras saludaba uno tras otro a los recién llegados.

– ¿Ha llegado ya el barco? -preguntó una voz de mujer.

Michael se dio la vuelta y vio a la señorita Brewster; era miembro del comité y había llegado la noche anterior.

– Sí. He contado ocho personas.

– Bien, eso quiere decir que el vuelo del doctor Jensen no ha sufrido retraso.

La señorita Brewster se acercó al aparador y se sirvió una taza de té. Rondaba los cincuenta años y era una inglesa vivaz que vestía una falda de tweed, un suéter y calzaba la clase de zapatos cómodos de suela gruesa con los que uno saldría a pasear por el campo. Aunque la señorita Brewster no parecía tener un cargo concreto, los demás miembros del comité se plegaban ante la fuerza de su personalidad y nadie la llamaba por su nombre de pila. Se comportaba como si el mundo fuera una caótica escuela, y ella, la nueva e inflexible directora. Todo necesitaba una reorganización. Las chapuzas y las malas costumbres no serían toleradas. Fueran cuales fuesen las consecuencias, ella impondría orden.

La señorita Brewster echó unas gotas de crema en su té y sonrió con amabilidad.

– ¿Ansioso por que se celebre la reunión, Michael?

– Sí, señora. Estoy convencido de que será muy interesante.

– En eso tiene razón. ¿Le ha dicho ya el general Nash lo que vamos a proponer?

– La verdad es que no.

– El responsable del centro de informática de Berlín va a presentar un nuevo descubrimiento que permitirá la puesta en marcha del Panopticón. Para seguir adelante con el proyecto será necesario el apoyo unánime del comité.

– Estoy seguro de que lo conseguirán.

La señorita Brewster tomó un sorbo de té y dejó la taza de fina porcelana en el plato.

– El comité tiene sus peculiaridades. Lo normal es que sus miembros voten favorablemente en una reunión y pongan inconvenientes en la segunda. Por eso está usted aquí, Michael. ¿Le han dicho que su participación fue idea mía?

– Pensaba que era cosa del general.

– Lo he leído todo sobre los Viajeros -dijo la señorita Brewster-. Al parecer, son capaces de observar el rostro de una persona y averiguar lo que piensa. ¿Tiene usted ese don?

Reacio a revelar demasiado sobre sus habilidades, Michael hizo un gesto de indiferencia.

– Sé si una persona está mintiendo.

– Bien. Eso es exactamente lo que quiero que haga en esta reunión. Nos sería de gran ayuda si pudiera decirnos quién vota que sí pero piensa lo contrario.

Michael siguió a la señorita Brewster hasta la sala de reuniones, donde el general Nash pronunció unas palabras de bienvenida a Dark Island. En un extremo de la sala se habían dispuesto tres pantallas de vídeo frente a unas butacas de piel colocadas en semicírculo. La pantalla del centro estaba en blanco, pero una retícula de casillas aparecía en los monitores de los lados.

Los miembros de la Hermandad repartidos por todo el mundo se sentaron ante sus ordenadores y se unieron al encuentro. Algunos disponían de cámaras propias, de manera que sus rostros aparecían en la pantalla; pero por lo general cada casilla describía solamente su ubicación geográfica: Barcelona, Ciudad de México, Dubai…

– ¡Ah, aquí está! -exclamó el general cuando Michael entró en la sala-. Señoras y señores, les presento a Michael Corrigan.

Apoyando su mano derecha en el hombro de Michael, le fue presentando a los allí reunidos.

Michael se sentía como un adolescente rebelde al que se le permite por fin asistir a una reunión de adultos.

Cuando todo el mundo hubo ocupado su lugar, Lars Reichhardt, el director del centro de informática de Berlín, se acercó a la tarima. Era un hombre corpulento y pelirrojo, de mejillas sonrosadas y una voz grave que llenaba toda la sala.

– Es un honor dirigirme a ustedes -dijo Reichhardt-. Como saben, nuestro ordenador cuántico resultó dañado durante el ataque que sufrió el centro de investigación de Nueva York el año pasado. En estos momentos sigue sin estar operativo. El nuevo centro de informática de Berlín utiliza tecnología convencional, pero aun así es bastante potente. También hemos desarrollado bot nets de ordenadores repartidos por todo el mundo que obedecen nuestras órdenes sin que su propietario tenga conocimiento de ello.

Una serie de códigos de ordenador apareció en el monitor del centro, situado tras la tarima. Mientras Reichhardt hablaba, las líneas fueron condensándose y haciéndose cada vez más pequeñas, hasta que quedaron concentradas en un cuadrado diminuto.

– También estamos ampliando el uso de inmunología informática -siguió explicando el alemán-. Hemos creado programas que se autorreplican y se autoabastecen y que se mueven por internet igual que los glóbulos blancos dentro del cuerpo humano. En lugar de buscar virus e infecciones, esos programas buscan ideas infecciosas que podrían retrasar la puesta en marcha del Panopticón.

En la pantalla, el diminuto cuadrado se introdujo en un ordenador, se reprodujo y fue transmitido a un segundo ordenador. Enseguida empezó a adueñarse de todo el sistema.

– Al principio utilizamos la inmunología informática para descubrir a nuestros enemigos. Tras los problemas con el ordenador cuántico, convertimos los ciberleucocitos en virus activos que estropean los ordenadores que contienen información considerada antisocial. El programa no requiere mantenimiento alguno una vez se introduce en el sistema.

»Ahora pasaré al Hauptgerich, el plato principal de nuestro festín. Lo hemos llamado Programa Sombra. -El monitor se oscureció hasta que apareció la imagen de una sala de estar creada por ordenador. Una figura parecida a los maniquís utilizados en las pruebas de seguridad de los automóviles estaba sentada en una silla de respaldo recto. Su cuerpo y sus extremidades eran formas geométricas, pero el rostro era claramente humano, el de un hombre-. El uso de la vigilancia electrónica y la monitorización han alcanzado un punto crucial de fusión. Utilizando fuentes gubernamentales e institucionales, disponemos de la información necesaria para rastrear a un individuo durante una jornada completa. Sencillamente hemos combinado ambas cosas en un único sistema: el Programa Sombra, el cual crea una ciberrealidad paralela que cambia constantemente para reflejar las acciones de cada objetivo.

»Para aquellos miembros de la Hermandad que deseen más información, debo decirles que el Programa Sombra es… -Reichhardt hizo una pausa buscando la palabra adecuada-. Yo diría que es verfürhrerisch.

– Lo que significa «atractivo» -tradujo la señorita Brewster-, seductor.

– Seductor. Esa es la palabra. Para mostrarles lo que el Programa Sombra es capaz de hacer, he escogido a un miembro de la Hermandad como objetivo. Sin su conocimiento, he introducido una copia de su persona en nuestro sistema. Las fotografías de las bases de datos del pasaporte y el carnet de conducir se han convertido en una imagen tridimensional. Recurriendo a los archivos médicos y otros datos personales, hemos determinado el peso y la altura.

Michael había hablado brevemente con el doctor Anders Jensen antes de que empezara la reunión. Era un hombre delgado, de ralo cabello rubio, que tenía un cargo de importancia en el gobierno danés. Jensen pareció sorprenderse cuando su rostro apareció en la figura creada por ordenador. Los datos médicos entraron en la pantalla y dieron nuevas formas al cuerpo. La información obtenida del ordenador de una tienda de ropa creó un traje gris y una corbata azul. Una vez vestida la figura, se levantó de la silla y saludó con la mano.

– ¡Y aquí lo tenemos! -anunció Reichhardt-. Doctor Jensen, salude a su doble.

Michael y el resto de los presentes aplaudieron la hazaña, mientras que Jensen forzó una sonrisa. El danés no parecía contento de que su imagen formara parte del sistema.

– Partiendo de los archivos del registro municipal -prosiguió el alemán-, podemos recrear el apartamento que el doctor Jansen tiene en la calle Vogel. A partir de la información de su tarjeta de crédito, en especial de las empresas de servicio de venta por correo, podemos incluso colocar algunos muebles en las distintas habitaciones.

Mientras el Jensen generado por ordenador paseaba arriba y abajo, en la sala de estar fueron apareciendo un sofá, una butaca y una mesa auxiliar. Michael miró a los reunidos y vio que la señorita Brewster asentía con la cabeza y le sonreía con complicidad.

– La imagen no es exacta -dijo Jensen-. El sofá está situado contra la pared.

– Le pido disculpas, profesor -repuso Reichhardt antes de hablar brevemente por su intercomunicador. Al instante, el sofá se esfumó y reapareció en el lugar adecuado-. Ahora me gustaría mostrarles el montaje de la versión condensada de unas cuantas horas en la vida del profesor Jensen. El Programa Sombra lo observó hace nueve días, durante el período de pruebas del sistema, debo decir que con éxito. El profesor tiene instalado en su casa un sistema de seguridad, por lo que sabemos exactamente cuándo sale de su apartamento. Su móvil y el GPS de su coche nos permiten seguirle hasta su zona habitual de compras. En el aparcamiento hay dos cámaras de vigilancia. El profesor es fotografiado, y el correspondiente algoritmo facial nos confirma su identidad. En la tarjeta de compras que el profesor lleva en la cartera hay un chip RFID que informa al ordenador cuando ha entrado en una tienda determinada. Aquí aparece un comercio que vende libros, películas y juegos de ordenador…

En la pantalla, el doble de Anders Jensen empezó a caminar entre las estanterías mientras otras figuras pasaban por su lado.

– Por favor, comprendan que lo que están presenciando no es una ficción hipotética -prosiguió Reichhardt-, sino que corresponde a la experiencia vivida por el profesor. Sabemos qué aspecto tiene la tienda porque los comercios más modernos han sido transformados en entornos electrónicos para monitorizar el comportamiento de los clientes. Y sabemos qué aspecto tienen los demás clientes porque hemos escaneado sus tarjetas de identidad y hallado imágenes de sus caras en distintas bases de datos.

»En la actualidad, la mayoría de los productos tienen chips RFID que los protegen contra el robo, pero además permiten que las tiendas controlen los envíos de mercancía. Los comercios de Francia, Alemania y Dinamarca tienen sensores de chips en las estanterías para saber si los clientes se sienten atraídos por las ofertas y el empaquetado. Esta práctica será la norma en los próximos años. Ahora observen: el profesor Jensen se dirige a esa estantería en concreto y…

– Ya basta -masculló Jensen.

– Coge un producto y lo devuelve a su sitio. Vacila y al final decide comprar un DVD llamado Pecado Tropical III.

El general Nash soltó una carcajada, y el resto de los reunidos se le unieron. Algunos de los rostros que aparecían en el monitor también reían.

Jensen bajó la cabeza con aire abatido y murmuró:

– Lo… lo compré para un amigo.

– Profesor, le pido disculpas si la situación le resulta embarazosa -dijo Reichhardt.

– Pero aquí todos conocemos las reglas -intervino la señorita Brewster-. Todos somos iguales ante el Panopticón.

– Exacto -aseveró el alemán-. Dado lo limitado de nuestros recursos, en estos momentos solo disponemos de capacidad suficiente para poner en marcha el Programa Sombra en una ciudad: Berlín. Estará plenamente operativo en quince días. Una vez tengamos el sistema en funcionamiento, las autoridades se enfrentarán con…

– Un ataque terrorista -dijo Nash.

– O algo parecido. En ese momento, la Fundación Evergreen ofrecerá el Programa Sombra a nuestros amigos del gobierno alemán. Cuando se ponga en funcionamiento, nuestros aliados políticos se asegurarán de que se convierta en un sistema mundial. No se trata únicamente de una herramienta contra el crimen y el terrorismo. A las empresas les atraerá la idea de contar con un sistema que puede determinar dónde se halla un empleado determinado y qué está haciendo. ¿Acaso bebe durante el almuerzo? ¿Va por la noche a la biblioteca y saca libros poco recomendables? De todas maneras, el Programa Sombra permitirá que salgan al mercado cierto número de libros y películas controvertidos, pues la reacción de los consumidores ante esos productos nos proporcionará más información con la que crear nuestra realidad duplicada.

Se produjo un breve silencio, y Michael aprovechó la oportunidad.

– Me gustaría decir algo.

El general Nash pareció sorprendido.

– Este no es el momento ni el lugar, Michael. Podrás comunicarme tus comentarios después de la reunión.

– No estoy de acuerdo -intervino la señorita Brewster-. Me gustaría conocer el punto de vista de nuestro Viajero.

Jensen asintió. Estaba impaciente por pasar a cualquier otro asunto que no tuviera que ver con el profesor duplicado de la pantalla.

– A veces es bueno contar con una perspectiva diferente -dijo.

Michael se levantó y contempló a la Hermandad. Todos los que estaban sentados ante él portaban una máscara que era el resultado de años de mentira y engaño, el rostro adulto que ocultaba las emociones que el niño manifestó en su día. Mientras el Viajero los escrutaba, las máscaras se disolvieron en pequeños fragmentos de realidad.

– El Programa Sombra representa un gran logro -dijo Michael-. Una vez se haya demostrado su éxito en Berlín, será fácil extenderlo a otros países. Pero existe una amenaza que puede destruir todo el sistema. -Hizo una pausa y miró alrededor-. Un Viajero anda suelto por ahí, una persona que puede oponer resistencia a sus planes.

– Su hermano no es un problema significativo -repuso Nash-. Es un fugitivo que no cuenta con ningún apoyo.

– No me refiero a Gabriel. Estoy hablando de mi padre.

Michael vio sorpresa en el rostro de los presentes y furia en el de Nash. El general no les había hablado de Matthew Corrigan. Quizá no quería que su posición pareciera débil y poco preparada.

– Disculpe… -La señorita Brewster sonaba como si acabara de encontrar un error en la cuenta de un restaurante-. ¿Su padre no desapareció hace varios años?

– Sigue con vida. En estos momentos podría hallarse en cualquier rincón del planeta, organizando la resistencia contra el Panopticón.

– Estamos ocupándonos de ese asunto -intervino Nash-. El señor Boone está siguiendo el caso y me ha informado de que…

Michael lo interrumpió:

– El Programa Sombra y todos los programas que pongan en marcha fracasarán a menos que encuentren a mi padre. Ustedes saben que fundó la comunidad de New Harmony en Arizona.

¿Quién sabe qué otros centros de resistencia puede haber organizado o estar organizando ahora mismo?

Un tenso silencio se apoderó de la sala. Escrutando los rostros de los miembros de la Hermandad, Michael comprendió que había logrado manipular su miedo.

– ¿Y qué se supone que debemos hacer? -preguntó Jensen-. ¿Tiene usted alguna idea que proponernos?

Michael inclinó la cabeza como un humilde servidor.

– Solo un Viajero puede encontrar a otro Viajero. Déjenme que les ayude.

Capítulo 12

En Flatbush Avenue, en Brooklyn, Gabriel vio el escaparate de una agencia de viajes donde se exhibía una polvorienta colección de juguetes para la playa. La señorita García, una vieja dominicana que pesaba como mínimo ciento cincuenta kilos, dirigía la agencia. Se deslizaba por el establecimiento empujando con los pies una silla de despacho con ruedas giratorias mientras parloteaba en una mezcla de español e inglés. Cuando Gabriel le dijo que quería comprar un billete de avión de ida a Londres y pagar en efectivo, la señorita García se detuvo y estudió a su nuevo cliente.

– ¿Tiene usted pasaporte?

Gabriel dejó su nuevo pasaporte en la mesa. La señorita García lo examinó con la atención de un agente de inmigración y decidió que era aceptable.

– Un billete solo de ida suele despertar preguntas de la policía y de inmigración. Y puede que las preguntas no sean oportunas. ¿Verdad?

Gabriel recordó lo que Maya le había explicado de los viajes en avión. Los pasajeros a los que acababan registrando eran las abuelas que llevaban tijeritas para la manicura y aquellos que violaban las normas más sencillas. Mientras la señorita García comprobaba los vuelos, Gabriel contó el dinero de que disponía. Si compraba un billete de ida y vuelta, le quedarían unos ciento cincuenta dólares.

– De acuerdo -le dijo-. Deme un billete de ida y vuelta en el primer vuelo que salga.

La señorita García utilizó su propia tarjeta de crédito para comprar el billete on-line y luego dio a Gabriel la dirección de un hotel de Londres.

– No se aloje aquí. Esto es solo porque en el aeropuerto le pedirán una dirección y un número de teléfono.

Cuando Gabriel le confesó que no tenía más equipaje que la mochila que llevaba al hombro, la mujer le vendió una maleta de lona por veinte dólares y se la llenó de ropa vieja.

– Ahora es usted un turista de verdad -dijo-. ¿Qué quiere ver en Inglaterra? Es posible que le hagan esa pregunta.

«Tyburn Convent», pensó Gabriel. «Ahí es donde está mi padre.» Pero se encogió de hombros y miró el gastado linóleo del suelo.

– No sé, el puente de Londres, el palacio de Buckingham…

– Bien, señor Bentley, salude de mi parte a la reina.

Gabriel nunca había volado al extranjero, pero conocía la experiencia por los anuncios de la televisión y las películas. En ellas, gente elegantemente vestida se acomodaba en cómodos asientos y mantenía agradables conversaciones con otros pasajeros igualmente atractivos. Sin embargo, la experiencia de verdad le recordó al verano que él y Michael habían pasado en una granja de ganado cerca de Dallas, Texas. Las vacas tenían etiquetas grapadas en las orejas, y ellos pasaron la mayor parte del tiempo apartando novillos, inspeccionándolos, pesándolos, metiéndolos en rediles, conduciéndolos por estrechas empalizadas y obligándolos a entrar en los camiones.

Once horas más tarde se hallaba haciendo cola ante el servicio de inmigración del aeropuerto de Heathrow. Cuando le llegó el turno, se acercó al agente, un sij de larga barba. El hombre cogió el pasaporte y lo examinó unos instantes.

– ¿Ha visitado anteriormente el Reino Unido?

Gabriel le obsequió con la más relajada de sus sonrisas.

– No, esta es la primera vez.

El agente pasó el documento por un escáner y estudió la pantalla que tenía delante. La información biométrica del chip RFID se correspondía con la fotografía y con la información que ya figuraba en el sistema. Como la mayoría de los ciudadanos que tienen un trabajo aburrido, el hombre se fiaba más de la máquina que de su instinto.

– Bienvenido a Gran Bretaña -le dijo, y Gabriel se encontró de pronto en un nuevo país.

Eran casi las once de la noche cuando cambió el dinero que le quedaba, salió de la terminal, y cogió el tren a Londres. Se apeó en la estación de King's Cross y deambuló por la zona hasta que encontró un hotel. La habitación tenía el tamaño de un cuarto trastero y vidrios mates en las ventanas. No se desvistió, se limitó a envolverse en una fina sábana e intentó conciliar el sueño.

Cumplió veintisiete años pocos meses antes de salir de Los Ángeles, y habían pasado quince años desde la última vez que vio a su padre. Sus recuerdos más intensos se remontaban a la época en que vivía con su familia en una granja de Dakota del Sur, sin electricidad ni teléfono. Todavía recordaba a su padre enseñándole cómo cambiar el aceite de la camioneta y la noche en que sus padres bailaron abrazados frente a la chimenea de la sala de estar. Recordaba que una noche bajó por la escalera, cuando se suponía que debía estar en la cama, espió desde el pasillo y vio a su padre sentado solo a la mesa de la cocina. Matthew Corrigan parecía triste y pensativo, como si cargara con un enorme peso sobre sus hombros.

Pero por encima de todo recordaba un día en concreto, cuando él tenía doce años y Michael dieciséis. Durante una tormenta de nieve, los mercenarios de la Tabula asaltaron la granja. Los dos muchachos y su madre se refugiaron en el sótano del cobertizo mientras el viento aullaba en el exterior. A la mañana siguiente, él y su hermano encontraron cuatro cuerpos en la nieve, pero su padre se había esfumado, había desaparecido de sus vidas.

Gabriel se sintió como si alguien le hubiera metido algo en el pecho y le arrancara una parte de su ser. Esa sensación de vacío no había desaparecido del todo.

Cuando se levantó, preguntó al recepcionista unas cuantas direcciones y empezó a caminar hacia el sur, hacia la zona de Hyde Park. Se sentía nervioso y fuera de lugar en aquella ciudad desconocida. En los cruces, alguien había escrito mirar a la derecha o mirar a la izquierda, como si los negros taxis o las blancas camionetas de reparto estuvieran a punto de atropellar a cualquiera de los turistas que abarrotaban Londres. Michael intentó caminar en línea recta, pero se perdía constantemente por las estrechas calles adoquinadas que formaban ángulos inverosímiles. En Estados Unidos llevaba dólares en la cartera, pero en Londres tenía los bolsillos llenos de monedas.

En Nueva York, Maya le había hablado de la visión de Londres que había aprendido de su padre. Al parecer, existía una zona cerca de Goswell Road donde los cuerpos de las miles de personas que habían muerto víctimas de una epidemia habían sido arrojados a una fosa. Tal vez todavía quedaran algunos huesos, unas pocas monedas, la cruz que una mujer habría llevado colgada del cuello… pero aquel camposanto se había convertido en un aparcamiento lleno de carteles de publicidad. Había lugares parecidos por toda la ciudad, lugares de muerte y de vida, de grandes riquezas y de pobreza aún mayor.

Los fantasmas seguían ahí, pero un cambio fundamental estaba teniendo lugar. Había cámaras de vigilancia portadas partes: en los cruces de las calles y dentro de los comercios; había escáneres faciales, lectores de vehículos, sensores en las puertas para los carnets de identidad de radiofrecuencia que llevaba la mayoría de los adultos. Los londinenses salían en masa de las estaciones de tren y caminaban hacia el trabajo a toda prisa mientras la Gran Máquina absorbía sus imágenes digitales.

Gabriel había imaginado que Tyburn Convent sería una vieja iglesia de piedra cubierta de hiedra. Lo que encontró, sin embargo, fue un par de casas pareadas del siglo XIX, con ventanas emplomadas y techos de pizarra. El convento propiamente dicho se hallaba en Bayswater Road, justo enfrente de Hyde Park. El tráfico se apelotonaba hacia Marble Arch.

Una corta escalera de metal conducía a una puerta de roble con aldaba de bronce. Gabriel llamó al timbre. Una anciana monja benedictina vestida con un hábito impolutamente blanco le abrió.

– Llega demasiado pronto -le dijo con un marcado acento irlandés.

– ¿Demasiado pronto para qué?

– ¡Ah! ¿Es usted estadounidense? -La nacionalidad de Gabriel parecía ser explicación suficiente-. Las visitas a la cripta empiezan a las diez, pero no importa, solo faltan unos minutos.

Lo condujo a una antesala que parecía una jaula pequeña. Una puerta daba acceso a una escalera que bajaba al sótano, mientras que otra conducía a la capilla del convento y a las dependencias de las monjas.

– Soy la hermana Ann. -La monja llevaba unas gafas de montura dorada pasadas de moda. Su rostro, enmarcado por el griñón, era liso y firme, casi intemporal-. Tengo parientes en Chicago. No será usted de allí…

– No. Lo siento. -Gabriel tocó los barrotes de hierro que los rodeaban.

– Somos monjas de clausura -explicó la hermana Ann-. Eso significa que dedicamos nuestro tiempo a la oración y a la meditación. Dos hermanas se encargan del trato con el público. Yo soy la permanente. La otra cambia todos los meses.

Gabriel asintió educadamente, como si aquella fuera una información relevante, y se preguntó cómo iba a preguntarle acerca de su padre.

– Lo acompañaría a la cripta, pero tengo que cuadrar los libros. -La hermana Ann sacó un llavero de gran tamaño de un bolsillo y abrió una de las puertas-. Espere aquí mientras voy a buscar a la hermana Bridget.

La monja desapareció por un pasillo y Gabriel se quedó solo. En una pared había un expositor lleno de folletos religiosos y un llamamiento a la limosna en el tablón de anuncios. Al parecer, algún burócrata del ayuntamiento había decidido que las monjas tenían que gastarse trescientas mil libras para que el convento fuera accesible para las sillas de los minusválidos.

Gabriel oyó el susurro de unas telas y vio a la hermana Bridget avanzar por el pasillo como si flotara. Era mucho más joven que la hermana Ann. El hábito benedictino le tapaba todo el cuerpo salvo sus ojos castaño oscuro y sus sonrosadas mejillas.

– Es usted estadounidense. -Tenía una manera de hablar ligera, casi jadeante-. Vienen muchos por aquí, y suelen hacer espléndidas donaciones.

La hermana Bridget entró en la antesala y abrió la segunda puerta. Mientras Gabriel seguía a la monja por la escalera de caracol de hierro, se enteró de que cientos de católicos habían sido ahorcados o decapitados en las mazmorras de Tyburn, situadas calle arriba. Durante el período isabelino había habido incluso algún tipo de inmunidad diplomática, pues el embajador español tenía permiso para asistir a las ejecuciones y llevarse mechones de pelo de los reos. En tiempos recientes, cuando se excavó en la zona de las mazmorras para construir una rotonda, aparecieron más reliquias.

La cripta parecía un gran sótano de un edificio industrial. El suelo era de cemento negro, y el techo, blanco y abovedado. Había varias vitrinas de cristal donde se exponían trozos de huesos y prendas ensangrentadas. Había incluso una carta enmarcada, escrita por alguno de los mártires.

– ¿Eran todos católicos? -preguntó Gabriel mientras contemplaba un fémur amarillento y dos costillas.

– Sí. Católicos.

Gabriel miró a la monja a la cara y supo que estaba mintiendo. Inquieta por el pecado cometido, luchó unos instantes con su conciencia y al fin añadió con cautela:

– Católicos y otros.

– ¿Viajeros?

Ella pareció sobresaltarse.

– No sé de qué me está hablando.

– Estoy buscando a mi padre.

La monja le obsequió con una sonrisa compasiva.

– ¿Está en Londres?

– Mi padre es Matthew Corrigan. Creo que envió una carta desde este lugar.

La hermana Bridget se llevó la mano al pecho como si pretendiera protegerse de un golpe.

– En este convento no se permite la presencia de hombres.

– Mi padre se esconde de cierta gente que quiere hacerle daño.

La ansiedad de la monja se convirtió en pánico. Retrocedió hacia la escalera y tropezó.

– Matthew nos dijo que dejaría una señal aquí, en la cripta. Es todo cuanto puedo decirle.

– Tengo que encontrarlo. Por favor, dígame dónde está.

– Lo siento, no puedo decirle más -susurró la religiosa. Luego, echó a correr y sus gruesos zapatos resonaron en la escalera de hierro.

Gabriel recorrió la cripta cual un hombre atrapado en un edificio a punto de derrumbarse. Huesos. Santos. Una camisa manchada de sangre. ¿Cómo iba a conducirlo todo eso hasta el paradero de su padre?

Sonaron pasos en la escalera. Creyó que se trataría de la hermana Bridget, pero era la hermana Ann. La monja irlandesa parecía enfadada. La luz se reflejaba en los cristales de sus gafas.

– ¿Puedo ayudarlo, joven?

– Sí. Estoy buscando a mi padre, Matthew Corrigan. La otra monja, la hermana Bridget, me ha dicho que…

– Es suficiente. Tiene que marcharse.

– Me ha dicho que mi padre dejó una señal…

– Váyase inmediatamente o llamaré a la policía.

La expresión de la anciana no dejaba posibilidad de réplica. Las llaves que llevaba en un aro de hierro tintineaban mientras seguía a Gabriel escalera arriba y hasta la puerta del convento. Gabriel salió al frío de la mañana, y ella se dispuso a cerrar.

– Hermana, por favor, tiene que entenderlo…

– Sabemos lo que ha ocurrido en su país. Leí en los periódicos cómo mataron a todas esas personas. También a los niños. No respetaron ni a los más pequeños. ¡Eso no pasará aquí!

Cerró con un portazo, y Gabriel oyó el chasquido de los candados. Tuvo ganas de gritar y golpear la puerta, pero solo habría conseguido que apareciera la policía. Sin saber qué hacer, el Viajero contempló el tráfico y los desnudos árboles de Hyde Park. Estaba en una ciudad desconocida, sin dinero ni amigos, y nadie iba a protegerlo de la Tabula. Estaba solo, verdaderamente solo, dentro de una prisión invisible.

Capítulo 13

Después de deambular sin rumbo durante varias horas, Gabriel se metió en un cibercafé de Goodge Street, cerca de la Universidad de Londres. Un grupo de simpáticos coreanos que apenas hablaban unas pocas palabras de inglés regentaba el establecimiento. Gabriel compró una tarjeta de pago y fue hasta la hilera de ordenadores. Había gente que miraba pornografía y otros que compraban billetes de avión de bajo coste. El adolescente rubio que estaba sentado a su lado jugaba a un juego on-line en el que debía ocultarse en un edificio y matar a cualquier extraño que apareciera solo.

Gabriel se instaló frente al ordenador y entró en diferentes chats para intentar localizar a Linden, el Arlequín francés que les había enviado dinero a Nueva York. Tras dos horas de fracasos, dejó un mensaje en una web dedicada al coleccionismo de espadas antiguas: «G. en Londres. Necesita dinero». A continuación, pagó a los coreanos por el tiempo que había pasado al ordenador y pasó el resto del día en la sala de lectura de la biblioteca de la universidad. Cuando esta cerró, a las siete de la tarde, regresó al cibercafé y comprobó que nadie había respondido a su mensaje. De nuevo en la calle, el aire era tan frío que el aliento formaba nubecillas de vapor. Un grupo de estudiantes pasó entre risas junio a él. Le quedaban menos de diez libras en el bolsillo.

Hacía demasiado frío para dormir a la intemperie, y en el metro había cámaras de vigilancia. Mientras vagaba por Tottenham Court Road, con sus tiendas de ordenadores y electrónica brillantemente iluminadas, se acordó de que Maya le había hablado de un lugar de West Smithfield donde los herejes, los rebeldes y los Arlequines habían sido ejecutados por las autoridades. En aquella ocasión, Maya utilizó la lengua de su padre para referirse a la zona, la llamó Blutacker. En su origen, la palabra en alemán hacía referencia a un cementerio cercano a Jerusalén comprado con las monedas de plata entregadas a Judas, pero posteriormente había adquirido un significado más general: designaba cualquier zona maldita, cualquier terreno manchado de sangre. Si aquel era realmente un lugar Arlequín, quizá encontrara un tablón de mensajes o alguna indicación que pudiera servirle de ayuda.

Guiándose por las indicaciones de gente que parecía borracha o extraviada, se dirigió hacia East London. Finalmente, pasado el hospital Saint Bartholomew, llegó a Giltspur Street y encontró dos monumentos conmemorativos separados por unos pocos metros. El primero recordaba al rebelde escocés William Wallace, mientras que la segunda placa estaba situada cerca de donde la Corona había quemado a los católicos en la hoguera. «Blutacker», se dijo Gabriel, pero no vio indicios de Arlequines por ninguna parte.

Dio la espalda a las placas conmemorativas y se acercó a Saint Bartholomew the Great, una pequeña iglesia normanda. Los muros de piedra estaban mellados y ennegrecidos por el paso del tiempo, y el camino de ladrillo estaba sucio de barro. Pasó bajo un arco y se encontró en un camposanto. Justo enfrente había una pesada puerta de madera con grandes bisagras de hierro que daba a la iglesia. Había algo garabateado en el borde inferior. Se acercó y vio cuatro palabras escritas con rotulador negro: esperanza PARA UN VIAJERO.

¿Era acaso la iglesia un lugar de refugio? Gabriel llamó, primero suavemente y después con los puños, pero nadie respondió. Puede que la gente aguardara esperanzada a un Viajero, pero él tenía frío, estaba cansado y necesitaba ayuda. De pie en aquel cementerio sintió la urgente tentación de liberarse de su cuerpo y abandonar ese mundo para siempre. Su hermano Michael tenía razón. La batalla había terminado, y la Tabula había vencido.

Cuando dio media vuelta, se acordó de cómo Maya utilizaba los tablones de comunicación que tenía distribuidos por Nueva York. Lo que escribía en ellos parecían simples grafitis, pero todas las letras y símbolos contenían información relevante. Se arrodilló ante la puerta y vio que esperanza estaba subrayado. Quizá fuera algo irrelevante, pero el trazo tenía una punta, casi como una flecha.

Cuando Gabriel volvió sobre sus pasos y cruzó la arcada hacia la salida, vio que la flecha -suponiendo que fuera una flecha-apuntaba hacia el mercado de Smithfield. Un hombre corpulento que llevaba un delantal de carnicero y una bolsa llena de latas de cerveza se acercaba por la calle.

– Disculpe -dijo Gabriel-, ¿dónde está esperanza? ¿Sabe si es un lugar?

El carnicero no se echó a reír ni lo tomó por loco, simplemente señaló con la cabeza en dirección al mercado.

– Un poco más arriba, amigo, por esta misma calle. No está lejos.

Gabriel cruzó Long Lañe y se acercó al mercado de carne de Smithfield. Durante siglos, ese barrio había sido uno de los peores de Londres. Mendigos, prostitutas y carteristas se mezclaban con la multitud mientras el ganado era llevado a golpe de látigo por las estrechas callejuelas hasta el matadero. La sangre caliente fluía por las alcantarillas y un leve vapor se elevaba en el aire invernal. Bandadas de cuervos volaban en círculo y se lanzaban desde lo alto para disputarse los pedazos de carne.

Esos tiempos habían quedado atrás, y en esos momentos la plaza central estaba llena de restaurantes y librerías. Sin embargo, por la noche, cuando todo el mundo se había ido a casa, el espíritu del viejo Smithfield regresaba. Era un lugar oscuro, un lugar sombrío, dedicado a la muerte.

La plaza principal, entre Long Lañe y Charterhouse Street, estaba dominada por el edificio de dos plantas utilizado para la distribución de carne en Londres. Aquel mercado ocupaba varias manzanas y estaba dividido en secciones por cuatro calles. En todo su perímetro, una moderna marquesina de metacrilato ofrecía protección a los camioneros cuando cargaban y descargaban sus mercancías bajo la lluvia, pero el mercado en sí mismo era un renovado ejemplo de la confianza victoriana. En sus paredes, de ladrillo rojo, se abrían arcos de piedra, y en ambos extremos había grandes verjas de hierro pintadas de color púrpura y verde.

Gabriel rodeó dos veces el edificio en busca de alguna inscripción. Le parecía absurdo buscar esperanza en un lugar como ese. ¿Por qué le habría dicho aquel carnicero que siguiera calle arriba? Agotado, se sentó en un banco de piedra de la plaza, frente al mercado. Ahuecó las manos e intentó calentárselas con el aliento; luego, observó la plaza. Se encontraba en la esquina de Cowcross Street con Saint John, y el único establecimiento que seguía abierto era un pub con la fachada de madera situado a unos siete metros de distancia.

Leyó entonces el nombre del establecimiento y se rió por primera vez en muchos días. Esperanza. Era el Pub Esperanza. Se levantó, se acercó a las cálidas luces que brillaban a través de los cristales biselados y observó el cartel que colgaba sobre la entrada. Era una tosca pintura que mostraba a dos marineros naufragados que se aferraban a un bote salvavidas en medio de un agitado mar. Un velero había aparecido en la distancia, y los dos hombres le hacían señas desesperadamente. Un cartel más pequeño indicaba que en el piso de arriba estaba el restaurante The Sirloin, pero hacía una hora que ya no servía comidas.

Entró en el local casi esperando un gran recibimiento: «Has resuelto el rompecabezas, Gabriel. Bienvenido a casa». Pero lo único que vio fue al dueño, que se rascaba mientras una malhumorada camarera limpiaba la barra con un trapo. Cerca de la entrada había varias mesitas negras, y bancos al fondo. Una caja de cristal mostraba unos faisanes disecados en un anaquel, junto a cuatro polvorientas botellas de champán.

Solo había tres clientes: un matrimonio de mediana edad que discutía en voz baja, y un anciano que miraba fijamente su vaso vacío. Gabriel pagó una pinta de cerveza con las últimas monedas que le quedaban y se instaló en uno de los reservados, con un banco tapizado y la pared forrada de madera. Su estómago absorbió el alcohol y mitigó la sensación de hambre. Cerró los ojos. «Solo un instante, eso es todo», se dijo. Pero no tardó en ceder a la fatiga y quedarse dormido.

Fue su cuerpo el que notó el cambio. Una hora antes, el local estaba frío y sin vida. En esos momentos rebosaba energía. Mientras Gabriel despertaba, oyó voces y risas y notó una fría corriente de aire con el vaivén de la puerta al abrirse y cerrarse.

Abrió los ojos.

El bar estaba lleno de hombres y mujeres de aproximadamente su misma edad que se saludaban como si llevaran mucho tiempo sin verse. Algunos discutían alegremente y, a continuación, entregaban cierta cantidad de dinero a un sujeto alto con grandes gafas de sol.

¿Eran fans de algún equipo de fútbol?, se preguntó. Sabía que los ingleses sentían pasión por ese deporte. Los hombres del pub vestían vaqueros y sudaderas con capucha. Algunos llevaban tatuajes, complejos dibujos que asomaban bajo las camisetas y se les enroscaban alrededor del cuello. Ninguna de las mujeres llevaba falda o vestido; todas llevaban el pelo muy corto o sujeto en la nuca como si fueran guerreras amazonas.

Estudió a varios de los reunidos cerca de la barra y se dio cuenta de que solo tenían en común una cosa: el calzado. Sus zapatillas de deporte no eran las típicas para jugar al baloncesto o correr por el parque. Eran de colores brillantes, con elaborados cordones y suelas de tacos; las que uno se pondría para una carrera a campo traviesa.

Entró una nueva corriente de aire y con ella otro cliente. Era más ruidoso, simpático y claramente más gordo que cualquiera de los allí reunidos. Llevaba el pelo, negro y grasiento, parcialmente cubierto por un gorro de lana coronado con un ridículo pompón. Su cazadora de nailon, abierta, dejaba a la vista una barriga considerable y una camiseta con un dibujo donde aparecía una cámara de vigilancia dentro de una señal de «Prohibido».

El recién llegado pidió una pinta e hizo un rápido recorrido por el bar repartiendo saludos y palmadas en la espalda como si fuera un político recabando votos. Gabriel lo observó atentamente y pudo distinguir un rastro de tensión en sus ojos. Una vez finalizada su ronda, el hombre se instaló en el mismo reservado que Gabriel y marcó un número en su móvil. Viendo que el destinatario de la llamada no contestaba, dejó un mensaje.

– Dogsboy, soy Jugger. Estamos en el Esperanza. Todas las pandas han llegado. ¿Dónde estás, tío? Llámame.

A continuación, cerró el móvil y reparó en Gabriel, sentado a su lado.

– ¿Vienes de Manchester? -preguntó.

Gabriel negó con la cabeza.

– Entonces ¿con qué panda estás?

– ¿Qué es una «panda»?

– ¡Ah, eres estadounidense! Yo soy Jugger. ¿Cómo te llamas?

– Gabriel.

Jugger señaló a los demás con un gesto.

– Toda esta gente son free runners. Esta noche hay tres pandas de Londres y otra que ha venido de Manchester.

– ¿Y qué son los free runners?

– ¿Qué pregunta es esa? Sé que en Estados Unidos también hay. Empezó en Francia con un grupo de amigos que se divertían saltando por las azoteas. Es una forma de ver la ciudad como una gran pista de obstáculos. Trepas por paredes y saltas de casa en casa. Sin frenos. Se trata de eso, de avanzar sin frenos. ¿Lo entiendes?

– O sea que es un deporte.

– Para algunos, sí. Pero las pandas que han venido esta noche son iconoclastas de verdad. Eso significa que corremos por donde queremos. No hay reglas. No hay límites. -Jugger miró subrepticiamente a derecha e izquierda, como si fuera a contar un secreto-. ¿Has oído hablar de la Gran Máquina?

Gabriel resistió el impulso de asentir.

– ¿Qué es eso?

– Es el sistema informático que nos controla con programas de escaneo y cámaras de vigilancia. Los free runners se niegan a formar parte de la Gran Máquina. Corremos por encima de todo eso.

Gabriel miró hacia la puerta cuando otro grupo de free runners entró en el pub.

– Entonces ¿esto es como una especie de reunión semanal?

– De reunión nada, tío. Estamos aquí para correr. Dogsboy es nuestro hombre, pero todavía no ha aparecido.

Jugger no se movió de su asiento cuando su panda empezó a reunirse en el reservado. Ice era una muchacha de unos quince o dieciséis años, menuda y de aire adusto, cuyas cejas pintadas le daban un aire de geisha. Roland era un tipo de Yorkshire que hablaba despacio, y Sebastian, un universitario a tiempo parcial que llevaba los bolsillos de su arrugado impermeable llenos de libros baratos.

Gabriel nunca había estado en Inglaterra y tuvo dificultades para entender todo lo que decían. En algún momento de su vida, Jugger había conducido un «juggernaut», que era un tipo de camión, solo que allí un «camión» era un «cargo». Las «patatas chips» eran «patatas crisp», y una «cerveza» era una «birra». Jugger era el líder no oficial de la panda, y no dejaban de gastarle bromas sobre su gorro y lo gordo que estaba.

Aparte de las palabras en inglés británico, los free runners tenían un vocabulario especial. Los miembros de la panda charlaban tranquilamente de «saltos de mono», «brincos de gato» y de «carreras de pared». No trepaban simplemente por un edificio, «lo liquidaban» o «se lo zampaban».

Todos hablaban de su mejor corredor, Dogsboy, que seguía sin aparecer. Por fin sonó el móvil de Jugger, y este hizo un gesto para que guardaran silencio.

– ¿Dónde te has metido? -preguntó. A medida que avanzaba la conversación, empezó a parecer molesto y después enfadado-. Tío, lo prometiste. Esta es tu panda. Los estás dejando colgados… Joder esto por un jueguecito de soldados… No puedes… ¡Maldita sea!

Cerró el móvil y soltó una sarta de juramentos. Gabriel apenas entendió qué había dicho.

– Supongo que Dogsboy no va a venir -dijo Sebastian.

– El cabrón dice que tiene una pierna mal. Me apostaría cualquier cosa a que está en cama con cualquier tontería.

El resto de la panda empezó a quejarse del plante de su compañero, pero todos se callaron cuando el tipo de las grandes gafas de sol se les acercó.

– Ese es Mash -susurró Roland a Gabriel-. Es el que se encarga de las apuestas esta noche.

– ¿Dónde está vuestro corredor? -preguntó Mash.

– Acabo de hablar con él -dijo Jugger-. Está… está intentando encontrar un taxi.

Mash soltó un bufido burlón, como si supiera la verdad.

– Si no aparece dentro de diez minutos, perderéis el dinero apostado más las cien libras de depósito.

– Es que tiene una pierna mal… Bueno, en fin…, eso me ha dicho.

– Ya conocéis las normas. Si no hay corredor, adiós al depósito.

– Cabrón hijoputa… -masculló Jugger. Cuando Mash se hubo alejado, se volvió hacia su gente-. Bueno, a ver, ¿quién va a ser el corredor? ¿Algún voluntario?

– Yo soy especialista en técnicas, no en líneas rectas -dijo Ice-. Ya lo sabes.

– Yo estoy resfriado -se excusó Roland.

– ¡Sí, desde hace tres años!

– Vale, entonces, ¿por qué no corres tú, Jugger?

De pequeño, a Gabriel siempre le había gustado trepar a los árboles y correr por las vigas del granero de la granja de sus padres.

Ya de mayor, había buscado emociones fuertes montando en moto y lanzándose en paracaídas. Sin embargo, su fuerza y destreza habían alcanzado nuevas cotas en Nueva York, mientras Maya se recuperaba de sus heridas. Por las noches, los dos practicaban kendo, pero en lugar de hacerlo con las cañas de bambú habituales, Maya utilizaba su espada Arlequín, y él manejaba su espada talismán. Eran las únicas ocasiones en que los dos habían contemplado sus cuerpos abiertamente. Su intensa relación parecía hallar su mejor forma de expresión en un combate incesante. Al final de las sesiones de kendo, los dos quedaban jadeantes y bañados en sudor.

Gabriel se inclinó hacia Jugger y le hizo un gesto de asentimiento.

– Yo lo haré -le dijo-. Yo seré vuestro corredor.

– ¿Y quién diablos eres tú, si se puede saber? -preguntó Ice.

– Es Gabriel -se apresuró a aclarar Jugger-. Es un free runner estadounidense. Máximo nivel.

– Si no presentáis un corredor perderéis cien libras -intervino Gabriel-. Pagadme a mí ese dinero. En cualquier caso será lo mismo, con la diferencia de que conmigo puede que ganéis las apuestas.

– ¿Sabes qué tienes que hacer? -preguntó Sebastian.

Gabriel asintió.

– Correr. Trepar por algunas paredes.

– Vas a tener que trepar hasta la azotea del mercado de Smithfield, cruzar hacia el viejo matadero, bajar a la calle y llegar al patio de la iglesia de Saint Sepulchre-without-Newgate -dijo Ice-. Si te caes, hay veinte metros de altura hasta la calle.

Aquella era la hora de la verdad. Todavía estaba a tiempo de cambiar de opinión. Pero Gabriel se sentía como si hubiera estado ahogándose en un río y de repente hubiera aparecido una barca. Solo disponía de unos pocos segundos para aferrarse al salvavidas.

– ¿Cuándo empezamos?

Tan pronto como hubo tomado su decisión, Gabriel se vio rodeado de un grupo de nuevos amigos. Cuando reconoció que tenía hambre, Sebastian corrió a la barra y volvió con una tableta de chocolate y varias bolsas de patatas fritas. Gabriel se lo comió a toda prisa y notó una inyección de energía. En cuanto al alcohol, decidió dejarlo para después, aunque Jugger se ofreció a invitarlo a una pinta de cerveza.

Jugger parecía haber recobrado su confianza ahora que su panda contaba con un corredor. Dio una segunda vuelta por el bar, y Gabriel oyó su tono chulesco alzarse por encima del barullo. Unos minutos después, la mitad de los reunidos creía que Gabriel era un experimentado free runner de Estados Unidos que había decidido volar hasta Londres debido a la amistad que lo unía con la panda de Jugger.

Gabriel se comió otra tableta de chocolate y fue al baño a refrescarse. Cuando salió, Jugger lo esperaba. Abrió una puerta y acompañó a Gabriel a un jardín trasero que el pub utilizaba como terraza en verano.

– Ahora estamos tú y yo solos -dijo. Toda su fanfarronería parecía haberse evaporado; se comportaba con timidez e inseguridad-. Habla claro, Gabriel. ¿Has hecho esto antes?

– No.

– Mira, esto no lo hace cualquiera. En realidad es una forma rápida de matarse. Si quieres, podemos escabullimos por detrás y…

– No pienso largarme -repuso Gabriel-. Puedo hacerlo.

La puerta se abrió de golpe. Sebastian y otros tres free runners aparecieron en el jardín.

– ¡Está aquí! -gritó alguien-. ¡Date prisa! ¡Está a punto de empezar!

Al salir del pub, Jugger fue absorbido por la multitud, pero Ice no se apartó de Gabriel y, sujetándole el brazo, le dijo en voz baja:

– Mira dónde pones los pies, pero no mires abajo.

– Vale.

– Si trepas un muro, no te pegues a él. Es mejor apartarse un poco, porque eso ayuda al centro de gravedad.

– ¿Algo más?

– Si te asustas, no sigas. Párate, y nosotros te bajaremos de la azotea. Cuando la gente tiene miedo es cuando se cae.

En la calle no había nadie más aparte de los free runners, y algunos de ellos demostraban ya sus habilidades, saltando y haciendo cabriolas. Iluminado por las luces de seguridad, el mercado de Smithfield parecía un enorme templo de piedra y ladrillo erigido en el centro de Londres. Las puertas metálicas que cerraban los muelles de carga y descarga estaban cubiertas por cortinas de plástico que se agitaban con la brisa nocturna.

Mash los guió alrededor del mercado y les explicó el trayecto de la carrera en línea recta. Una vez hubieran llegado a la azotea, recorrerían el edificio en toda su longitud y utilizarían una marquesina metálica para saltar hasta el matadero abandonado. Desde allí bajarían como pudieran hasta la calle y correrían por Snow Hill hasta Saint Sepulchre-without-Newgate. El primer corredor que llegara a la iglesia sería el vencedor.

Mientras una multitud se reunía en la calle, Ice indicó a Gabriel cuáles eran los otros dos hombres que se habían presentado voluntarios para la carrera. Cutter era un conocido líder de una panda de Manchester. Llevaba zapatillas de deporte caras y un mono rojo hecho de una tela elástica que brillaba bajo las luces. Ganji era uno de los free runner de Londres, un inmigrante persa de unos veinte años, de complexión ágil y atlética. Malloy, el cuarto corredor, era bajo y recio, y tenía la nariz partida. Según Ice, trabajaba a tiempo parcial sirviendo copas en una de las discotecas de baile de las afueras de Londres.

Llegaron al extremo norte del mercado y se situaron al otro lado de la calle, cerca de una carnicería especializada en despojos. Gabriel ya no tenía hambre; se sentía plenamente en forma para el reto que lo aguardaba. Oía las risas y el parloteo de la gente y le llegó un ligero olor a ajo de un restaurante tailandés que había en el extremo de la calle. Los adoquines estaban mojados y relucían como fragmentos de obsidiana.

– No tienes miedo… No tienes miedo… -repitió Ice cual un encantamiento.

El edificio del mercado se alzaba frente a los free runners como una pared impresionante. Gabriel comprendió que tendría que trepar por la puerta de hierro forjado para llegar hasta la marquesina de metacrilato, a diez metros del suelo. Unas escuadras de hierro que sobresalían de la pared en un ángulo de cuarenta y cinco grados sostenían la marquesina. Tendría que sortear esas barras para poder llegar a la azotea.

De repente se hizo el silencio; todos observaban a los cuatro corredores. Jugger fue hacia Gabriel y le entregó un par de mitones de trepar.

– Póntelos -dijo-. Por la noche el hierro resbala y está jodidamente frío.

– Cuando termine, querré el dinero.

– No te preocupes, tío. Te lo prometo. -Le dio una palmada en la espalda-. Desde luego, ¡eres un tío con un par!

El mono rojo de Cutter brillaba bajo las luces de seguridad. Se acercó a Gabriel y lo saludó con la cabeza.

– Así que eres estadounidense…

– Pues sí.

– ¿Y sabes lo que es un «plaf»?

Jugger parecía molesto.

– Déjalo en paz, tío. Estamos a punto de empezar.

– Solo quiero echarle una mano. Enseñarle a nuestro primo estadounidense -se volvió hacia Gabriel-que un «plaf» es cuando no sabes lo que estás haciendo y te caes desde lo alto de una azotea.

Gabriel lo miró fijamente a los ojos.

– Siempre existe la posibilidad de caerse. La cuestión es: ¿piensas en ello? ¿O eres capaz de apartarlo de tu mente?

Cutter torció el gesto, pero controló su miedo y escupió en el suelo.

– ¡Se acabaron las apuestas! -dijo una voz-. ¡Se acabaron las apuestas!

La multitud se apartó, y Mash apareció ante los corredores.

– Esto está pasando porque Manchester lanzó un desafío a las pandas de Londres. Que gane el mejor corredor y toda esa mierda que suele decirse. Pero recordad que lo que hacemos es algo más que correr. La mayoría de vosotros sabéis que ni verjas ni muros nos detendrán. La Gran Máquina no puede detectarnos. Nosotros trazamos nuestro propio mapa de esta ciudad.

Mash alzó el brazo.

– Uno, dos…

Cutter cruzó la calle a toda velocidad, y los demás lo siguieron. Las puertas de hierro forjado tenían un diseño de flores y parras, y Gabriel trepó por ellas utilizando los huecos como asideros y escalones.

Cuando llegaron a lo alto de la puerta, el ágil Ganji se deslizó entre la marquesina y el muro. Cutter lo imitó, seguido de Gabriel y Malloy. Las zapatillas golpearon sonoramente el plástico transparente, y la marquesina tembló. Gabriel se agarró a uno de los barrotes que sobresalían de la pared. Era delgado como una cuerda y difícil de aferrar.

Mano sobre mano, con el cuerpo colgando del barrote de hierro, Gabriel trepó. Cuando llegó al final del barrote, halló un espacio de apenas un metro entre la escuadra y lo alto del pretil de piedra que coronaba la fachada.

«¿Cómo se supone que voy a subir?», se dijo. «Es imposible.»Miró a su izquierda y vio a los otros tres corredores intentando culminar el difícil paso hasta el tejado. Malloy era el que tenía los brazos más fuertes. Se balanceó para situarse en lo alto del barrote, mirando hacia abajo. Luego, sujetándose con fuerza, cambió el peso a la parte inferior del cuerpo. Cuando sus pies estuvieron en la posición adecuada, soltó el barrote e intentó agarrarse a lo alto de la fachada, pero falló. Cayó sobre la marquesina y rodó, pero logró asirse al borde y se detuvo. Vivo todavía.

Gabriel se olvidó de los demás y se concentró en sus propios movimientos. Imitando la estrategia de Malloy, se balanceó hasta que consiguió poner los pies en el inclinado barrote, con las manos un poco más arriba. A continuación, se encorvó como si estuviera encerrado en un espacio muy estrecho, apoyó todo el peso del cuerpo en los pies y se lanzó hacia arriba. Se agarró al borde de la piedra blanca de la fachada, un pequeño murete que recorría el perímetro de la azotea. Utilizando toda la fuerza de sus brazos, consiguió izarse y pasar por encima.

El tejado de pizarra del mercado de Smithfield se extendía ante él como un camino oscuro y gris. El cielo nocturno estaba despejado; las estrellas eran precisos puntos de luz azulada. La mente de Gabriel empezó a deslizarse hacia la conciencia del Viajero, y observó la realidad que lo rodeaba como si fuera una imagen en una pantalla.

Cutter y Ganji pasaron corriendo junto a él, y Gabriel volvió al instante presente. Las tejas sueltas de pizarra chasqueaban mientras seguía a sus oponentes. Unos segundos más tarde llegó al primer cruce: un vacío de diez metros abierto por la calle que dividía el edificio. Arcos de cemento cubiertos por planchas de fibra de vidrio comunicaban los dos edificios, pero la fibra de vidrio parecía demasiado delgada para soportar su peso. Avanzando como un funambulista, atravesó paso a paso el arco y llegó al otro lado. Cutter y Ganji le estaban sacando ventaja. Gabriel observó las estrellas, a lo lejos, y sintió como si estuvieran corriendo hacia el negro abismo del espacio.

En la segunda calle, las planchas de fibra habían sido arrancadas; los tejados solo estaban unidos por los arcos de cemento. Gabriel recordó lo que Ice le había dicho y se concentró en sus pies; se esforzó por no mirar más allá, hacia la calle, donde un grupo de free runners observaba cómo cruzaba.

Gabriel se sentía relajado y se movía con facilidad, pero estaba perdiendo la carrera. Tuvo que detenerse y atravesar un tercer conjunto de arcos. Más adelante, observó cómo Cutter y Ganji saltaban sobre una inclinada plataforma de metal que sobrevolaba Long Lañe a modo de marquesina hasta casi tocar la fachada de ladrillo del edificio que en su día había sido el matadero del mercado.

Cutter había cruzado todo el tejado a la carrera. De pronto se mostró cauteloso y pasó a la plataforma caminando lentamente. Ganji, que iba unos cuatro metros por detrás, decidió ganarse la delantera: saltó sobre la parte izquierda de la plataforma, corrió tres pasos y perdió pie. Rodó cuesta abajo y gritó cuando sus piernas colgaron en el vacío, pero logró aferrarse al canalón.

Ganji quedó colgando en el vacío. Abajo su panda le gritaba que aguantara, que subirían y lo salvarían. Pero Ganji no necesitaba su ayuda. Consiguió auparse lo suficiente para pasar primero una pierna por encima del canalón hasta la resbaladiza plataforma y después el resto del cuerpo. Cuando Gabriel llegó hasta allí, el free runner estaba tumbado boca abajo. Empujándose con la punta de los pies y reptando con las manos, Ganji logró ponerse a salvo.

– ¿Estás bien? -gritó Gabriel.

– ¡No te preocupes por mí! ¡Sigue adelante! ¡Orgullo londinense!

Cutter iba por delante de Gabriel, pero su ventaja se esfumó en la plana terraza del matadero. Corrió de un lado a otro buscando una salida de incendios o una escalerilla de seguridad que pudiera llevarlo hasta la calle. En la esquina sudoeste, saltó un murete, se agarró a una cañería de desagüe y se quedó colgando en el aire. Gabriel corrió hasta la esquina y se asomó. Cutter estaba deslizándose por el tubo centímetro a centímetro, controlando el descenso con el canto de la suelas de sus zapatillas. Cuando vio a Gabriel, se detuvo un segundo.

– Siento lo que te dije antes de la salida. Solo pretendía ponerte nervioso.

– Lo entiendo.

– A Ganji le ha ido de un pelo. ¿Está bien?

– Sí. Está bien.

– Londres lo ha hecho bien, colega, pero esta vez ganará Manchester.

Gabriel imitó a Cutter y empezó a bajar por la cañería. Cutter ya estaba apartando con los brazos las ramas de unos arbustos, hasta que por fin consiguió llegar a tierra.

En cuanto su adversario puso un pie en la calle, Gabriel decidió correr un riesgo: se empujó lejos de la pared, soltó la tubería y se lanzó a una caída de seis metros sobre los arbustos. Las ramas crujieron y se partieron, pero lo frenaron y él aprovechó la inercia para rodar de lado y ponerse en pie de un salto.

Unos cuantos corredores habían aparecido por la zona como grupos de curiosos que observaran un maratón urbano. Cutter estaba haciendo alarde de sus habilidades corriendo a lo largo de una hilera de coches aparcados. Subía de un salto al capó de un coche, dos pasos más y saltaba al techo del otro, caía en el maletero de otro y brincaba hasta el siguiente. Las alarmas de los vehículos empezaron a saltar y sus aullidos resonaron en la calle. Cutter gritó: «¡Viva Manchester!» y alzó los brazos en señal de triunfo.

Entretanto, Gabriel corría en silencio por los adoquines. Cutter no vio que su adversario estaba acortando la distancia entre ellos. Se encontraban al principio de Snow Hill, la estrecha calle que conducía a la iglesia de Saint Sepulchre-without-Newgate, tras la que se alzaba la ominosa silueta del Old Bayley, el viejo tribunal penal. Cutter dio una voltereta por encima de un coche y vio a Gabriel. Sorprendido, echó a correr calle arriba. Cuando ambos se hallaban a unos ciento ochenta metros de la iglesia, Cutter fue incapaz de controlar su miedo. Empezó a mirar por encima del hombro y se olvidó de todo menos de su adversario.

Un taxi de Londres negro salió de las sombras y dobló la esquina. El conductor vio el mono rojo y clavó los frenos. Cutter dio una voltereta en el aire para esquivarlo, pero sus piernas chocaron contra el parabrisas del coche, y el impacto lo arrojó al suelo y rodó como un monigote.

El taxi se detuvo entre chirridos, y la panda de Manchester llegó corriendo, pero Gabriel siguió calle arriba y saltó la valla que daba al desierto jardín de la iglesia. Se detuvo y apoyó las manos en las rodillas e intentó recobrar el aliento. Un free runner en la ciudad.

Capítulo 14

Maya caminó por East Tremont y giró en Puritan Avenue. Justo al otro lado de la calle se hallaba su escondite: el Tabernáculo del Bronx de la Divina Iglesia de Isaac T. Jones. Vicki Fraser se había puesto en contacto con el párroco, y este había permitido que los fugitivos permanecieran en la iglesia hasta que idearan un nuevo plan.

A pesar de que Maya habría preferido salir de Nueva York, la zona de East Tremont del Bronx era mucho más segura que Manhattan. Era un barrio obrero bastante dejado, con las típicas calles donde no hay tiendas importantes y solo unos pocos bancos. En East Tremont también había cámaras de vigilancia, pero era difícil esquivarlas. Las cámaras del gobierno vigilaban parques y escuelas; las privadas estaban en el interior de las tiendas de vinos y licores, enfocadas claramente hacia la caja.

Hacía tres días que Maya y Alice habían escapado del mundo subterráneo de la terminal de Grand Central. De haber sido por la mañana, quizá se habrían tropezado con equipos de trabajadores, pero era de madrugada, y los túneles estaban oscuros, fríos y desiertos. Las cerraduras y los candados de las puertas eran modelos estándar y no fueron rival para Maya y su pequeña colección de ganzúas. Contaba además con el generador de números aleatorios que llevaba colgado al cuello. Cuando llegaba a un desvío, apretaba el botón del artilugio y escogía una dirección en función del número que aparecía en la pantalla.

Pasaron bajo las calles de Midtown y siguieron los túneles del metro que se dirigían hacia el oeste de Manhattan. Cuando emergieron a la superficie, era un nuevo día. Alice no había comido, ni bebido, ni dormido desde que salieron del loft, pero la muchacha había permanecido a su lado. Maya paró un taxi y pidió al taxista que las llevara al parque de Tompkins Square.

Antes de acercarse al monumento de los Niños más puros, se aseguró de que nadie las estaba esperando. Una sensación desagradable -algo parecido al miedo-la invadió. ¿Y si Gabriel había muerto? ¿Y si la Tabula lo había capturado? Se arrodilló en el frío pavimento y leyó el mensaje: G A Londres. Sabía que Gabriel necesitaba encontrar a su padre, pero en ese momento su decisión le pareció casi una traición. Thorn tenía razón: un Arlequín nunca debía vincularse emocionalmente con un Viajero.

Cuando salió del parque, vio que Alice, de pie junto al taxi, le hacía señas frenéticamente con la mano. Aquel acto de desobediencia por parte de la muchacha le molestó, hasta que se dio cuenta de que Hollis y Vicki acababan de llegar en otro taxi.

Preguntaron dónde estaba Gabriel y explicaron que ellos le habían perdido la pista y que, cuando por fin salieron del metro, se refugiaron en un hotel fuera de la Red, en Harlem. Ninguno de los dos dijo nada de lo que había ocurrido en el hotel, pero Maya intuyó que el guerrero y la virgen se habían convertido finalmente en amantes. La timidez de Vicki ante Hollis había desaparecido por completo. Sus contactos en el loft de Chinatown habían sido siempre fugaces, pero en esos momentos ella lo cogía de la mano o del brazo, como reafirmando el vínculo que los unía.

El Tabernáculo del Bronx de la Divina Iglesia de Isaac T. Jones era un nombre muy rimbombante para un par de habitaciones alquiladas encima del Happy Chicken Restaurant. Maya cruzó la calle, se acercó a las empañadas ventanas del establecimiento y vio a dos aburridos cocineros montando guardia ante los fogones. La noche anterior había comprado allí la cena en aquel local de comida para llevar y había descubierto que la carne no estaba solo cocinada, sino que la habían congelado, descongelado, cortado, golpeado con mazos y frito hasta cubrirla con una costra crujiente.

A pocos metros del restaurante había una puerta que conducía al tabernáculo. Maya la abrió y subió por la empinada escalera. Una fotografía enmarcada del profeta Isaac T. Jones colgaba sobre la entrada, y Maya utilizó otra llave para entrar en una estancia llena de bancos dispuestos en hileras. El púlpito para el orador y el estrado de los músicos de la iglesia se hallaban al fondo de la sala. Justo detrás del pulpito había unas ventanas que daban a la calle.

Hollis había empujado algunos bancos contra la pared, y sus desnudos pies hacían crujir el suelo de madera mientras ejercitaba una serie de movimientos que constituían la base de las artes marciales. Mientras tanto, Vicki estaba sentada en uno de los bancos con un ejemplar de Las cartas escogidas de Isaac T. Jones. Hacía ver que leía, pero con el rabillo del ojo lo observaba lanzar patadas y puñetazos al aire.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Vicki-. ¿Encontraste el cibercafé?

– He acabado en una heladería Tasti D-Lite de Arthur Avenue. Tenían cuatro ordenadores con acceso a internet.

– ¿Has podido contactar con Linden? -preguntó Hollis.

Maya miró alrededor.

– ¿Dónde está Alice?

– En el cuarto de los niños -contestó Vicki.

– ¿Qué está haciendo?

– No lo sé. Hace un rato le preparé un sándwich con crema de cacahuete y mermelada.

Los servicios religiosos de la iglesia duraban casi toda la mañana del domingo, de modo que el tabernáculo disponía de una habitación contigua con juguetes para los más pequeños. Maya se acercó y miró por la ventana. Alice había desplegado una bandera de la iglesia sobre una mesa y la había rodeado de todos los muebles que había en la habitación. La Arlequín supuso que la muchacha estaría sentada en el oscuro centro de su improvisado fortín. Si la Tabula irrumpía en la iglesia, tardarían un poco más en localizarla.

– Parece que ha estado ocupada.

– Intenta protegerse -dijo Vicki.

Maya regresó al centro del tabernáculo.

– Si Gabriel tomó un avión hacia Londres el sábado, significa que lleva allí setenta y dos horas. Estoy segura de que fue directamente a Tyburn Convent para preguntar por su padre. Linden me ha dicho que los Arlequines nunca han tratado con esas monjas y que no tiene ni idea de si Matthew Corrigan está o ha estado allí.

– Entonces ¿cuál debe ser nuestro próximo movimiento?

– Linden opina que deberíamos ir a Inglaterra y ayudarlo a encontrar a Gabriel, pero hay dos problemas relacionados con la identificación. Dado que Gabriel creció fuera de la Red, el pasaporte falso que le proporcionamos se corresponde con los datos que introdujimos en la Gran Máquina. Eso significa que su pasaporte es el más limpio de todos, es el que más probabilidades tiene de ser aceptado por las autoridades.

Vicki asintió lentamente.

– Pero la Tabula seguro que tiene información biométrica de Hollis y de mí.

– Y también de Maya -intervino Hollis-. No olvidemos que pasó unos años viviendo en Londres, dentro de la Red.

– Linden y yo tenemos recursos para conseguir una identificación limpia que no puede ser rastreada cuando estemos en Europa, pero es demasiado arriesgado para cualquiera de nosotros utilizar nuestros pasaportes actuales en un viaje en avión. La Tabula cuenta con apoyo en las distintas agencias gubernamentales de segundad. Si descubren nuestras identidades falsas, lanzarán una alerta antiterrorista con nuestro perfil.

Hollis menó la cabeza.

– ¿Y cuál es el segundo problema?

– Que Alice Chen no tiene pasaporte. No hay forma de que podamos llevárnosla en un avión a Europa.

– Bueno, ¿qué se supone que debemos hacer? -preguntó Hollis-. ¿Dejarla aquí?

– No. No vamos a implicar a esta congregación. Lo más sencillo sería reservar una habitación en un hotel, esperar a que se duerma y marcharnos.

Vicki parecía escandalizada, y Hollis estaba indignado. «Nunca lo comprenderán», pensó Maya. Eso mismo le había dicho Thorn cientos de veces. Un ciudadano normal no era capaz de comprender la forma en que un Arlequín veía el mundo.

– ¿Te has vuelto loca? -exclamó Hollis-. Alice es la única testigo de lo que ocurrió en New Harmony. Si la Tabula se entera de que sigue viva, la matará.

– Existe un plan alternativo. Pero deberéis aceptar el hecho de que, a partir de este momento, las decisiones las tomaremos Linden o yo.

Maya había empleado deliberadamente un tono áspero e inflexible, pero Hollis no parecía intimidado. Miró a Vicki y sonrió.

– Me parece que vamos a escuchar la solución a nuestros problemas.

– Linden lo ha dispuesto todo para que podamos marcharnos en un barco mercante que partirá con destino a Gran Bretaña -dijo Maya-. Cruzar el Atlántico nos llevará una semana, pero al menos nos permitirá entrar en el país sin pasaporte. Estoy dispuesta a proteger a Alice de la Tabula en Nueva York, pero no podemos ocuparnos de ella eternamente. Cuando lleguemos a Londres, le proporcionaremos una nueva documentación y la dejaremos en un entorno seguro.

– De acuerdo, Maya. Ya has dejado claro tu punto de vista-dijo Hollis-. Los Arlequines quieren estar al mando. Ahora, danos un minuto para que lo consideremos.

Mientras Hollis y Vicki se sentaban aparte en un banco, Maya se acercó a una ventana y contempló el cementerio de Saint Raymond, al otro lado de la calle. El lugar estaba tan abarrotado y era tan gris como la ciudad misma. Las lápidas, las tumbas y las tristes estatuas se amontonaban sin orden.

El hecho de que Vicki y Hollis estuvieran enamorados lo cambiaba todo; significaba una vida juntos. «Si son listos», se dijo Maya, «intentarán evitar tanto a la Tabula como a los Arlequines. No hay futuro en esta guerra interminable».

– Hemos tomado una decisión -anunció Vicki. Maya regresó al centro de la sala y reparó en que los dos amantes estaban sentados a cierta distancia el uno del otro-. Yo te acompañaré con Alice en el barco a Inglaterra.

– Y yo me quedaré unas semanas en Nueva York y haré creer a la Tabula que Gabriel sigue aquí -dijo Hollis-. Cuando haya terminado, tendrán que pensar en cómo sacarme del país.

Maya dio su aprobación con un gesto de asentimiento. Hollis no era un Arlequín, pero estaba empezando a pensar como si lo fuera.

– Es una buena idea -dijo-, pero ten cuidado.

Hollis miró fijamente a Vicki.

– Claro que tendré cuidado. Lo prometo.

Capítulo 15

Sentado en la parte de atrás del Mercedes, Michael contemplaba la campiña alemana por la ventanilla. Aquella mañana había desayunado en Hamburgo, y en esos momentos viajaba por la autopista en compañía de la señorita Brewster para visitar el nuevo centro de informática de Berlín. Un guardaespaldas vestido con un traje negro iba en el asiento del pasajero, junto al chófer turco. Se suponía que debía vigilar al Viajero y evitar que se escapara, pero eso no iba a ocurrir. Michael no tenía el más mínimo deseo de volver al mundo normal.

Al entrar en el coche, vio que entre los asientos había una caja de madera con pequeños cajones, y supuso que contenía documentación ultrasecreta acerca de la Hermandad; sin embargo, lo que había dentro era un dedal de plata, un par de tijeras e hilo de seda de distintos colores para una labor de punto de cruz.

La señorita Brewster conectó su teléfono a un micrófono con auriculares, sacó un malla con el dibujo impreso de una rosa y, a continuación, empezó a hacer llamadas mientras sus fuertes dedos seguían el dibujo con la aguja y el hilo. La palabra que más repetía era «brillante», pero Michael no tardó en descubrir los distintos usos que le daba. Algunos miembros de la Hermandad eran dignos de elogio, pero si pronunciaba la palabra lentamente o en un tono más monótono, estaba claro que alguien iba a ser castigado por su ineptitud.

Michael había aprendido muchas cosas sobre la Hermandad durante la conferencia en Dark Island. Todos sus miembros estaban impacientes por poner en marcha el Panopticón Virtual, pero dentro de la Hermandad había distintos grupos creados a partir de las nacionalidades y las relaciones personales. Aunque Kennard Nash era el presidente del comité ejecutivo y estaba al frente de la Fundación Evergreen, algunos miembros lo consideraban «demasiado estadounidense». La señorita Brewster se había convertido en la representante de la facción europea.

En Dark Island, Michael le había hecho saber su evaluación sobre cada miembro del comité ejecutivo. Cuando la conferencia terminó, la señorita Brewster anunció que deseaba que Michael la acompañara en su tarea de evaluar los progresos del Programa Sombra. Al general Nash pareció molestarle semejante petición, así como el hecho de que Michael hubiera mencionado a su padre durante la reunión.

– Adelante, lléveselo -dijo a la señorita Brewster-. Pero no lo pierda de vista.

Al día siguiente embarcaron en Toronto en un jet privado con destino a Alemania. Viajar con la señorita Brewster resultó una lección condensada de lo que significa el poder. Michael empezó a darse cuenta de que los políticos que pronunciaban discursos y proponían nuevas leyes no eran más que simples actores en una compleja representación. Aunque eran líderes que parecían hallarse en la cúspide del poder, estaban obligados a ceñirse a un guión escrito por otros. Mientras los medios de comunicación se entretenían con las celebridades, la Hermandad evitaba toda publicidad, pero era la propietaria del teatro, la que vendía las entradas y la que decidía qué escenas convenía representar ante el público.

– Por favor, pasen a la segunda etapa y ténganme informada de cualquier cambio -dijo la señorita Brewster a alguien en Singapur. A continuación se quitó el intercomunicador, dejó la labor y apretó un botón del reposabrazos. Una mampara de vidrio blindado se alzó detrás de los asientos delanteros. A partir de ese momento, ni el chófer ni el guardaespaldas podrían escuchar su conversación-. ¿Le apetece un poco de té, Michael?

– Sí, gracias.

Ante ellos había un pequeño armario, de donde la señorita Brewster sacó un par de tazas, platos, cucharas, azúcar, leche y un termo con té caliente.

– ¿Un terrón o dos?

– Sin azúcar, por favor. Solo leche.

– Vaya, qué curioso. Habría jurado que era goloso.

La señorita Brewster le sirvió una taza de té y se echó dos terrones en la suya.

La porcelana tintineaba cada vez que pasaban por un bache, pero estar ahí bebiendo té creaba un raro ambiente hogareño. Aunque la señorita Brewster no tenía hijos, disfrutaba comportándose como la típica tía rica que disfruta malcriando a su sobrino favorito. Durante los últimos días, Michael la había visto adular y encandilar a hombres de una docena de países distintos. Los hombres hablaban demasiado en presencia de la señorita Brewster, y esa era una de sus fuentes de poder. Michael estaba decidido a no cometer el mismo error.

– Bueno, Michael, ¿lo está pasando bien?

– Yo diría que sí. Nunca había estado en Europa.

– ¿Cuál es su evaluación de nuestros tres amigos de Hamburgo?

– Albrecht y Stoltz están de su lado. Gunther Hoffman se muestra escéptico.

– No sé cómo puede haber llegado a esa conclusión. El doctor Hoffman no dijo más de cuatro palabras durante toda la reunión.

– Las pupilas de sus ojos se contraían ligeramente cada vez que usted se refería al Programa Sombra. Hoffman es científico, ¿verdad? Tal vez no comprenda las implicaciones sociales y políticas del proyecto.

– Vamos, Michael, tiene que ser más benévolo con los científicos. -La señorita Brewster reanudó su punto de cruz-. Yo me licencié en física en Cambridge; la ciencia es una carrera.

– ¿Qué le pasó?

– Durante mi último año de universidad empecé a leer sobre algo llamado la Teoría del Caos, el estudio del comportamiento errático en sistemas dinámicos no lineales. Los charlatanes se han apropiado del término y lo utilizan con total ignorancia para justificar su romántico anarquismo. Sin embargo, los científicos saben que incluso el caos matemático es determinista. En otras palabras, que lo que sucede en el futuro tiene su causa en una secuencia de acontecimientos anteriores.

– Y usted quería influir en dichos acontecimientos…

La señorita Brewster levantó la vista de la labor.

– Es usted un joven muy listo, Michael. Digamos simplemente que me di cuenta de que la naturaleza prefiere la estructura. El mundo seguirá teniendo que enfrentarse a huracanes, accidentes de avión y otros desastres imprevisibles, pero si ponemos en marcha el Panopticón Virtual, la sociedad humana evolucionará en la dirección correcta.

Pasaron ante un cartel en el que se leía berlín, y el coche aceleró ligeramente. No había límite de velocidad en la autopista.

– Quizá podría usted llamar a Nathan Boone después de la reunión en el centro de informática -propuso Michael-. Me gustaría saber si ha averiguado algo de mi padre.

– Desde luego. -La señorita Brewster lo anotó en su ordenador-. Supongamos que el señor Boone ha tenido éxito en sus pesquisas y descubrimos dónde está su padre. ¿Qué le diría?

– Que el mundo se halla en una era de importantes cambios tecnológicos. El Panopticón es inevitable. Tiene que aceptar esa realidad y colaborar con la Hermandad en la consecución de sus objetivos.

– Brillante, eso es brillante. -Levantó la vista del ordenador-. No necesitamos ideas nuevas de los Viajeros. Solo seguir las normas.

Cuando Michael acabó su segunda taza de té, ya habían llegado a Berlín y circulaban por la arbolada avenida Unter den Linden. Los escasos grupos de turistas parecían impresionados por los edificios barrocos y neoclásicos. La señorita Brewster señaló una pila de libros gigantescos con el nombre de distintos autores alemanes grabados en el lomo. El monumento se alzaba en Bebelplatz, donde los nazis habían llevado los libros de las librerías que habían asaltado y los habían quemado en 1933.

– En Tokio o Nueva York vive mucha más gente -comentó-. Berlín siempre me da la impresión de ser una ciudad demasiado grande para el número de habitantes que tiene.

– Supongo que durante la Segunda Guerra Mundial muchos edificios fueron demolidos.

– Es cierto, y los rusos volaron buena parte de lo que quedó en pie. Pero ese triste capítulo ha quedado atrás.

El Mercedes giró a la izquierda en la Puerta de Brandemburgo y siguió bordeando un parque hasta Potsdamer Platz. El muro que en su día había dividido la ciudad ya no estaba, pero su presencia todavía se sentía en la zona. Cuando se derribó el muro, el espacio que dejó libre abrió nuevas posibilidades urbanísticas. La que había sido una zona letal era en esos momentos una franja ocupada por anodinos rascacielos.

Una larga avenida llamada Voss Strasse, sede de la Cancillería del Reich durante la Segunda Guerra Mundial, estaba vallada en casi todo su recorrido y en fase de construcción. El chófer se detuvo delante de un enorme edificio de cinco plantas que parecía de una época anterior.

– Estas eran las oficinas de los ferrocarriles del Reich -explicó la señorita Brewster-. Cuando derribaron el muro, la Hermandad se hizo con el control de la propiedad.

Se apearon del vehículo y se acercaron al centro de informática. Los muros estaban sucios de grafitis, y en la mayoría de las ventanas había rejillas de seguridad, pero Michael pudo apreciarlos vestigios de una gran fachada del siglo XIX: volutas en las cornisas y rostros de deidades griegas esculpidos sobre las ventanas que daban a la calle. Visto desde fuera, el edificio era como una lujosa limusina que hubiera sido saqueada y arrojada a un barranco.

– Hay dos secciones -explicó la señorita Brewster-. Primero pasaremos por la zona pública, de modo que debemos ser discretos.

Fue hasta una puerta de hierro vigilada por una cámara de seguridad. A un lado había un pequeño cartel de plástico que indicaba que el edificio era la sede de una empresa llamada Personal Customer.

– ¿Esta es una compañía inglesa? -preguntó Michael.

– No. Es totalmente alemana. -La señorita Brewster apretó un timbre-. Lars aconsejó que le pusiéramos un nombre inglés. Así el personal cree que está implicado en un proyecto moderno e internacional.

La puerta se abrió con un chasquido, y entraron en un vestíbulo de recepción brillantemente iluminado. Una joven de unos veinte años, con aros en las orejas, los labios y la nariz, levantó la vista y les sonrió.

– Bienvenidos a Personal Customer. ¿En qué puedo ayudarlos?

– Soy la señorita Brewster, y él es el señor Corrigan. Somos asesores técnicos y hemos venido a ver el ordenador. El señor Reichhardt está al corriente de nuestra visita.

– Sí. Por supuesto. -La joven entregó un sobre sellado a la señorita Brewster-. Vaya hacia la…

– Lo sé, querida. He estado aquí otras veces.

Se dirigieron hasta un ascensor, cerca de una sala de reuniones con paredes de cristal. Varios empleados -la mayoría de ellos de unos treinta años-almorzaban y charlaban alrededor de una gran mesa.

La señorita Brewster rasgó el sobre, extrajo una tarjeta de plástico y la agitó frente al sensor del ascensor. Las puertas se abrieron, ambos entraron y la señorita Brewster volvió a agitar la tarjeta.

– Nos dirigimos al sótano. Es la única entrada a la torre.

– ¿Puedo preguntar algo?

– Sí. Estamos fuera de la zona pública.

– Los empleados ¿qué creen que están haciendo?

– Oh, todo está perfectamente dentro de la legalidad. Les han dicho que Personal Customer es una empresa de vanguardia en el campo de la mercadotecnia que se dedica a reunir datos demográficos. Está claro que la publicidad dirigida a los grupos de población ha quedado completamente obsoleta. En el futuro, toda la publicidad se dirigirá a cada consumidor en particular. Cuando vea un anuncio publicitario en la calle, este leerá el chip RFID que usted llevará encima y visualizará su nombre. Los jóvenes entusiastas que acaba de ver están muy ocupados buscando cualquier posible fuente de información sobre los berlineses e introduciéndola en el ordenador.

Las puertas del ascensor se abrieron, y entraron en un gran sótano lleno de maquinaria y equipos de comunicaciones. A Michael aquella enorme sala le hizo pensar en una fábrica sin trabajadores.

– Ese es el generador de apoyo -dijo la señorita Brewster señalando a la izquierda-, y eso de ahí es el sistema para filtrar y depurar el aire; según parece, a nuestro ordenador no le gusta el aire contaminado.

En el suelo había pintada una línea blanca, y la siguieron hasta el otro extremo del sótano. Aunque la maquinaria era impresionante, Michael seguía sintiendo curiosidad por la gente que había visto en la sala de arriba.

– Entonces, los empleados de la empresa no saben que están colaborando en la puesta en marcha del Programa Sombra…

– Por supuesto que no. Cuando llegue el momento, Lars les explicará que la información reunida está destinada a derrotar al terrorismo. Luego vendrán los ascensos y las subidas de sueldo. Estoy segura de que estarán encantados.

La línea blanca terminaba ante un segundo mostrador de recepción, este atendido por un corpulento agente de seguridad, vestido con chaqueta y corbata, que los había seguido a través de un monitor de televisión. Al ver que se acercaban, el hombre levantó la vista.

– Buenas tardes, señorita Brewster. La están esperando.

Tras el mostrador había unas puertas sin tiradores ni cerraduras, y el guardia no hizo ademán de buscar un interruptor en el mostrador. La señorita Brewster se acercó a una pequeña caja de hierro con una abertura, fija sobre un soporte junto a la puerta.

– ¿Qué es eso? -preguntó Michael.

– Un escáner de las venas de la palma de la mano. Hay que meter la mano, y una cámara toma una foto en infrarrojos. La hemoglobina de la sangre absorbe la luz, de manera que las venas aparecerán en negro en una fotografía digital. Esa foto se comparará con la que se halla en la base de datos del ordenador.

Introdujo la mano en la abertura, una luz destelló, y se oyó el clic de la cerradura. Acto seguido, la señorita Brewster empujó la puerta, y Michael la siguió a la segunda ala del edificio. Le sorprendió ver que las vigas y los ladrillos de las paredes estaban a la vista. Dentro de aquella concha sin ventanas, había una gran torre de cristal sostenida por un armazón de acero. La torre albergaba tres niveles de dispositivos de almacenamiento, ordenadores y servidores apilados en armarios. Se accedía al sistema a través de una escalera metálica y por galerías elevadas.

Había dos hombres sentados en un rincón de la sala, ante un panel de control. Parecían separados del estanco entorno de la torre, como dos acólitos a los que no se les permitía entrar en la capilla. Un gran monitor de pantalla plana colgaba frente a ellos y mostraba cuatro figuras creadas por ordenador; estaban sentadas dentro de un coche que circulaba por un arbolado bulevar.

Lars Reichhardt se levantó.

– ¡Bienvenidos a Berlín! -exclamó-. Como pueden ver, el Programa Sombra los ha estado siguiendo desde que llegaron a Alemania.

Michael contempló la pantalla y vio que, en efecto, el coche de la pantalla era un Mercedes y que, en su interior, había cuatro figuras creadas por ordenador que se parecían mucho a la señorita Brewster, a él mismo, al guardaespaldas y al chófer.

– Sigan mirando -dijo Reichhardt-, y se verán hace unos diez minutos, cuando recorrían Unter den Linden.

– Todo esto es realmente impresionante -dijo la señorita Brewster-, pero al comité ejecutivo le gustaría saber cuándo el sistema estará definitivamente operativo.

Reichhardt miró brevemente al técnico sentado ante el panel de control. El hombre tecleó una secuencia y las imágenes desaparecieron de la pantalla.

– Dentro de diez días.

– ¿Es eso una promesa, herr Reichhardt?

– Ya conoce mi dedicación al trabajo -repuso el alemán en tono conciliador-. Haré todo lo que esté en mi mano para lograrlo.

– El Programa Sombra tiene que funcionar perfectamente antes de que nos pongamos en contacto con nuestros amigos del gobierno alemán -dijo la señorita Brewster-. Tal como hablamos en Dark Island, necesitamos algunos consejos para lanzar una campaña parecida a la que hemos desarrollado en Gran Bretaña. El pueblo alemán debe estar plenamente convencido de que el Programa Sombra es necesario para su protección.

– Desde luego. Ya hemos adelantado algo de trabajo en ese sentido. -Reichhardt se volvió hacia su ayudante-. Eric, muéstreles el prototipo.

Eric tecleó algunas instrucciones y en la pantalla apareció un televisor. Un caballero medieval vistiendo una blanca túnica adornada con una cruz negra montaba guardia mientras jóvenes y alegres alemanes viajaban en autobús, trabajaban en sus oficinas o jugaban al fútbol en el parque.

– Nos pareció buena idea revivir la leyenda de los caballeros teutónicos. «Allí donde vaya, el Programa Sombra le protegerá de cualquier peligro.»La señorita Brewster no pareció impresionada.

– Entiendo lo que pretende, Lars, pero…

– No funcionará -declaró Michael-. Tiene que presentar una imagen más emotiva.

– Aquí no se trata de emociones -replicó Lars-, sino de seguridad.

– ¿Puede crear imágenes con el ordenador? -preguntó Michael al técnico-. Bien, pues muéstreme a un padre y a una madre contemplando a sus dos hijos mientras duermen.

Ligeramente confundido por el brusco cambio de jerarquía, Eric miró a su jefe. Reichhardt asintió, y el joven empezó a teclear. Al principio solo aparecieron figuras sin rostro, pero no tardaron en metamorfosearse en un padre con un periódico en una mano y su esposa cogiéndole de la otra. Ambos estaban de pie en un dormitorio lleno de juguetes mientras dos niñas dormían en camas gemelas.

– Bien -dijo Michael-. Empiezan con esta imagen, una imagen emotiva, y dicen algo como: «Proteged a los niños».

Erik siguió tecleando y las palabras Beschuetzen Sie die Kinder aparecieron en la pantalla.

– Ellos protegen a sus hijos y…

– Y nosotros los protegemos a ellos -lo interrumpió la señorita Brewster-. Sí, es emotivo y reconfortante. ¿Qué opina usted herr Reichhardt?

El jefe del centro de informática contempló la pantalla mientras la imagen se completaba con pequeños detalles: la expresión amorosa de la madre, la lámpara de la mesilla de noche, un libro de cuentos… Una de las niñas abrazaba un cordero de peluche.

Los delgados labios de Reichhardt sonrieron.

– El señor Corrigan entiende perfectamente nuestro proyecto.

Capítulo 16

El Prince William of Orange era un carguero propiedad de un grupo de inversores chinos que vivían en Canadá, enviaban a sus hijos a colegios ingleses y guardaban su dinero en Suiza. La tripulación provenía de Surinam, pero los tres oficiales eran holandeses que habían hecho sus prácticas con la marina mercante de aquel país.

Durante el trayecto desde Estados Unidos hasta Gran Bretaña, ni Maya ni Vicki averiguaron qué había dentro de los contenedores sellados que llenaban la bodega. Comían y cenaban con los oficiales, y una noche Vicki cedió a la curiosidad.

– ¿Qué cargamento lleva este barco? -preguntó al capitán Vandergau-. ¿Se trata de algo peligroso?

Vandergau era un hombre corpulento y taciturno de pelo rubio. Dejó el tenedor y sonrió amistosamente.

– El cargamento… -dijo, y pensó en aquella pregunta como si nadie nunca se la hubiera planteado.

El primer oficial, un hombre más joven y de bigote engominado, estaba sentado al otro extremo de la mesa.

– Coles -apuntó.

– Sí. Eso es -confirmó el capitán Vandergau-. Llevamos coles verdes, coles rojas, col en vinagre y col en lata. El Prince Villiam of Orange lleva coles a un mundo hambriento.

Estaban a principios de primavera, les acompañaba el viento y la lluvia. El barco era de color gris acero, casi como el del cielo. Las olas, de un verde oscuro, subían para lamer la proa en una interminable serie de pequeños enfrentamientos. En aquel tedioso entorno, Maya se dio cuenta de que pensaba demasiado en Gabriel. Linden estaba en Londres buscando al Viajero, y ella no podía hacer nada para ayudarlo. Tras varias noches de sueño inquieto, encontró un par de latas de pintura que alguien había rellenado con cemento. Cogiendo una lata en cada mano, hizo ejercicios con ellas hasta que los músculos le dolieron y acabó empapada de sudor.

Vicki pasaba la mayor parte del tiempo en la cámara de los oficiales, bebiendo té y llenando un diario con sus pensamientos. De vez en cuando, una expresión de dicha le iluminaba el rostro, y Maya comprendía que estaba pensando en Hollis. Le hubiera gustado largarle uno de los sermones de su padre acerca del amor -que te hacía débil-, pero sabía que Vicki no escucharía ni una palabra. El amor parecía haber hecho de ella una persona más fuerte y confiada.

En cuanto a Alice, tan pronto como comprendió que estaba a salvo, pasaba todas las horas de luz deambulando por el barco, y se convirtió en una presencia silenciosa en el puente y en la sala de máquinas. La mayor parte de los miembros de la tripulación tenían familia e hijos, de modo que la trataban con amabilidad, le fabricaban juguetes y le preparaban platos especiales para cenar.

Al amanecer del octavo día, el barco dejó atrás los diques del Támesis y empezó a remontar el río lentamente. Maya, cerca de la proa, contemplaba las luces de las poblaciones ribereñas. Aquel no era su hogar -de hecho, no tenía hogar-, pero al fin había regresado a Inglaterra.

El viento arreció, hizo tintinear la jarcia y silbar los cables de los botes salvavidas. Las gaviotas chillaban y revoloteaban sobre las agitadas aguas. El capitán Vandergau caminaba por cubierta mientras hablaba por un teléfono vía satélite. Según parecía, era importante que su cargamento llegara a cierto muelle de East London, donde trabajaba un inspector de aduanas llamado Charlie. Vandergau maldijo en inglés, holandés y en otro idioma que Maya no reconoció, pero Charlie siguió sin responder a sus llamadas.

– Nuestro problema no es la corrupción -explicó el capitán a Maya-, sino la perezosa e ineficaz corrupción británica.

Por fin logró hablar con la novia de Charlie y consiguió la información que necesitaba.

– A las catorce horas. Entendido.

Vandergau dio una serie de órdenes a la sala de máquinas, y las hélices gemelas empezaron a girar. Cuando Maya fue bajo cubierta, una débil vibración sacudió el casco de la embarcación. Era como un golpeteo constante y sordo, como si un gigantesco corazón latiera en lo más profundo del buque.

Alrededor de la una de la tarde, el primer oficial llamó a la puerta del camarote de las mujeres, les dijo que prepararan sus cosas y subieran a la cámara de los oficiales para recibir instrucciones. Poco después, Maya, Vicki y Alice se sentaban a la estrecha mesa mientras los platos y los vasos tintineaban en las estanterías. El barco giraba en mitad del río para acercarse a un muelle.

– ¿Qué haremos ahora? -preguntó Vicki.

– Cuando la inspección termine, desembarcaremos y nos reuniremos con Linden -respondió Maya.

– ¿Y qué hay de las cámaras de vigilancia? ¿Tendremos que disfrazarnos?

– No sé qué va a ocurrir, Vicki. Normalmente, cuando uno quiere evitar que lo descubran, tiene dos alternativas: recurrir a algo pasado de moda, algo tan primitivo que no pueda ser detectado, o utilizar una tecnología mucho más avanzada que la estándar. En ambos casos, a la Gran Máquina le resultará difícil procesar la información.

El primer oficial regresó a la cámara de oficiales e hizo un gesto grandilocuente con el brazo.

– El capitán Vandergau les envía sus saludos y les pide que me sigan hasta unas dependencias más seguras.

Maya, Vicki y Alice obedecieron y entraron en el cuarto que se utilizaba como despensa. Con ayuda del cocinero javanés, el primer oficial escondió a las tres polizones tras una pila de cajas de cartón. Luego, cerró la puerta de hierro y las dejó solas.

El tubo fluorescente del techo arrojaba una luz áspera y metálica. Maya llevaba su revólver en la funda tobillera, y en una repisa, junto a ella, había dejado su espada Arlequín y la espada japonesa de Gabriel. Los pasos de alguien que caminaba rápidamente por la cubierta superior resonaron en el techo. Alice Chen se acercó a Maya, y se quedó muy quieta, a escasos centímetros de su pierna.

«¿Qué quiere?», se preguntó Maya. «Soy la última persona en el mundo que podría demostrarle afecto.» Entonces recordó una ocasión en que Thorn le había contado un viaje que había hecho por el sur de Sudán. Su padre había pasado un tiempo en compañía de los misioneros de un campo de refugiados, y un niño pequeño, un huérfano de guerra, lo había seguido todo el día como un perro extraviado. «El instinto de la supervivencia está presente en todos los seres vivos», le había explicado su padre. «Si un niño ha perdido a su familia, buscará a la persona más fuerte, a la más poderosa para que lo proteja.»La puerta de la despensa se abrió, y Maya oyó la voz del primer oficial.

– Esta es la despensa.

Un hombre con acento de Londres dijo «Vale». Fue solo una palabra, pero la forma de pronunciarla recordó a Maya ciertos aspectos de Inglaterra: los jardines de los patios traseros con sus enanos de cerámica; los Fish & Chips… Casi al instante, la puerta volvió a cerrarse y eso fue todo. Fin de la inspección.

Esperaron un poco más, hasta que el capitán Vandergau en tro en el cuarto y desmontó la pared de cajas.

– Ha sido un placer conocerlas, señoras; pero ha llegado la hora de que se marchen. Por favor, síganme. Hay un bote esperándolas.

Una espesa niebla se había apoderado del barco mientras estaban ocultas en la despensa. La cubierta estaba mojada, y del pasamanos colgaban gotas de agua. El Prince William of Orange estaba amarrado en los muelles de East London por babor, pero el capitán las acompañó hasta estribor. Un estrecho bote, amarrado con dos cabos de nailon, las esperaba en el agua. La embarcación tenía unos doce metros de largo y había sido construida para navegar en aguas someras. Tenía una gran cabina central con ojos de buey y la cubierta de popa abierta. Maya había visto otras embarcaciones como aquella en Londres cuando cruzaba los canales. Alguna gente vivía en ellas o las utilizaba en vacaciones.

De pie en la popa, un hombre barbudo y abrigado con un Mackintosh negro aferraba el timón. La capucha que le cubría la cabeza le daba el aire de un cura de la Inquisición. Les dijo por gestos que bajaran, y Maya vio una escalerilla de cuerda que colgaba por la borda del carguero.

Maya y Alice apenas tardaron unos segundos en descender y subir a bordo de la estrecha embarcación. Vicki tuvo mucho más cuidado, bajó muy despacio, sin dejar de mirar el bote que subía y bajaba al compás de las olas. Por fin, sus pies tocaron la cubierta y se soltó. El hombre barbudo y encapuchado -que para Maya era ya el señor Mackintosh-puso el motor en marcha.

– ¿Adónde vamos? -preguntó la Arlequín.

– Canal arriba hasta Camden Town -repuso el encapuchado con un fuerte acento del este de Londres.

– ¿Tenemos que quedarnos dentro de la cabina?

– Si lo que quiere es estar calentita, sí. No se preocupe por las cámaras. Donde vamos no hay ninguna.

Vicki se refugió en la cabina, donde un fuego de carbón ardía en una estufa de hierro. Entretanto, Alice entraba y salía mientras inspeccionaba la cocina, el techo y los paneles de madera.

Maya se instaló cerca del timón mientras Mackintosh hacía virar la embarcación y remontaba el río. Una tormenta había descargado sobre la ciudad y el sistema de drenaje había dejado el agua del río de un color verde oscuro. La densa niebla impedía ver más allá de una distancia de cuatro metros, pero el timonel parecía capaz de orientarse sin referencias visibles. Pasaron junto a una boya en medio del río, y Mackintosh asintió.

– Esa suena como la campana de una vieja iglesia en un día de mucho frío.

La niebla los envolvía y su fría humedad hizo tiritar a Maya. Las olas se calmaron; pasaron junto a unos amarres donde descansaban veleros y otros yates de recreo. En la distancia, Maya oyó la bocina de un coche.

– Estamos en Limehouse Basin -explicó Mackintosh-. Antes solían descargar todo aquí y llevarlo en barcazas. Hielo y madera, carbón de Northumberland. Esto era como la boca de Londres, se lo tragaba todo, y los canales eran el resto del cuerpo.

La bruma se había levantado ligeramente cuando la estrecha embarcación entró en el canal de hormigón que conducía hasta la primera esclusa. Mackintosh subió a tierra por una escalera y cerró un par de compuertas de madera tras el bote. Luego, accionó una palanca de color blanco. El agua entró en la esclusa, y la barca ascendió hasta que los niveles se igualaron.

A la izquierda del canal había cañizo y maleza, mientras que a la derecha se veía un camino de losas y un edificio de ladrillo con las ventanas tapiadas. Tenían la impresión de haber entrado en un Londres de una época anterior, un lugar lleno de carruajes, donde el hollín de las chimeneas flotaba en el aire. Pasaron bajo un puente de ferrocarril y siguieron remontando el canal. Había poca profundidad, y en un par de ocasiones la quilla de la embarcación rozó el fondo de arena y gravilla. Cada veinte minutos se detenían para cruzar esclusas y equilibrar los niveles de agua. El cañizo rozaba la proa de la lenta embarcación.

Alrededor de las seis de la mañana cruzaron la última esclusa y se acercaron a Camden Town. Lo que en su día había sido un barrio dejado de la mano de Dios, se había convertido en un lugar con pequeños restaurantes, galerías de arte y un mercadillo semanal. Mackintosh amarró a un lado del canal y descargo las bolsas de lona de las mujeres y la niña. Vicki había comprado un poco de ropa para Alice en Nueva York y la había metido en una mochila de color rosa con el dibujo de un unicornio.

– Sigan por esa calle y busquen a un tipo africano llamado Winston-les dijo Mackintosh-. El las llevará a donde quieren ir.

Maya guió a Vicki y a Alice por la calle que atravesaba Camden. En la acera alguien había grabado un pequeño laúd con una flecha que apuntaba hacia el norte.

Unos cien metros más adelante llegaron a una furgoneta blanca que tenía pintado en el costado una figura de diamante con entrelazos. Un joven nigeriano de rostro gordinflón se apeó y abrió la puerta lateral del vehículo.

– Buenos días, señoras. Soy Winston Abosa, su guía y chófer. Es un placer darles la bienvenida a Gran Bretaña.

Subieron a la parte trasera de la furgoneta y se sentaron en unos bancos metálicos soldados al chasis. Una reja metálica separaba la zona de carga de los asientos delanteros. Winston se internó por las estrechas calles de Camden. La furgoneta se detuvo, y la puerta lateral se abrió bruscamente. Un hombre corpulento, con la cabeza rasurada y de nariz prominente se asomó.

Linden.

El Arlequín francés llevaba un largo sobretodo y vestía ropa de color oscuro. El estuche donde guardaba su espada le colgaba del hombro. A Maya siempre le había recordado a un soldado de la legión extranjera, aquellos que reservaban su lealtad exclusivamente para sus compañeros y la lucha.

– Bonsoir, Maya. Veo que sigues con vida. -Sonrió como si en aquello hubiera una sutil ironía-. Es un placer volver a verte.

– ¿Has encontrado a Gabriel?

– Todavía no. Pero tampoco creo que la Tabula la haya encontrado. -Linden se sentó en el banco más próximo al conductor y le pasó un papel doblado a través de la rejilla-. Buenos días, señor Abosa. Por favor, llévenos a esta dirección.

Winston se puso en marcha y se dirigió hacia el norte atravesando Londres. Linden apoyó sus fuertes manos en las rodillas y examinó a los demás pasajeros.

– Supongo que usted será mademoiselle Fraser.

– Así es. -Vicki parecía intimidada.

Linden contempló a Alice Chen como si fuera una bolsa de basura que hubieran descargado del bote.

– Y ella debe de ser la niña de New Harmony…

– ¿Adónde vamos? -preguntó Maya.

– Como solía decirme tu padre: «Ocúpate primero de lo primero». En la actualidad los orfanatos no abundan, pero uno de nuestros amigos sijs ha encontrado un hogar de acogida en Clapton; se trata de una mujer que se hace cargo de algunos niños.

– ¿Recibirá una nueva identidad?

– Le he conseguido un certificado de nacimiento y un pasaporte. Su nuevo nombre es Jessica Moi. Sus padres murieron en un accidente de avión.

Winston avanzó despacio entre el tráfico y cuarenta minutos más tarde se detuvo junto a una acera.

– Hemos llegado, señor -anunció en voz baja.

Linden abrió la puerta corredera y todos bajaron. Se encontraban en Clapton, cerca de Hackney, en el norte de Londres. Aquella era una calle residencial flanqueada por casas de ladrillo de dos plantas, jardín delantero y un porche de entrada. Durante años aquel barrio había presentado un aspecto respetable, pero ya no estaba para apariencias. Charcos de agua sucia llenaban los baches de la acera y la calzada, mientras que en los jardines crecían las malas hierbas y se amontonaban las bolsas de basura. Un papel clavado en un árbol pedía ayuda para encontrar un perro extraviado; la lluvia había convertido cada letra en ondulantes líneas negras.

Linden observó un lado y otro de la calle. No apreció ningún peligro evidente. Miró a Vicki.

– Coge a la niña de la mano -le ordenó.

– Se llama Alice. -La expresión de Vicki era de firmeza-. Debería llamarla por su nombre, señor… Linden.

– Su nombre no es importante, mademoiselle. Dentro de cinco minutos tendrá uno nuevo.

Vicki tomó a Alice de la mano. Los ojos de la muchacha reflejaban su miedo y sus preguntas: «¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué me estáis haciendo esto?».

Maya le dio la espalda. El pequeño grupo caminó por la acera hasta la casa número diecisiete, y Linden llamó a la puerta.

La lluvia se había filtrado entre la pared y el marco y había hinchado la madera. La puerta estaba trabada; oyeron a una mujer maldecir mientras forcejeaba con el picaporte. Por fin, se abrió de un empujón, y Maya vio a una mujer de unos sesenta años de pie en el recibidor. Tenía piernas fuertes, anchos hombros y el pelo teñido de rubio y con mechas grises. «No es ninguna idiota», pensó Maya. «Una falsa sonrisa en una cara astuta.»-Bienvenidos, queridos míos. Soy Janice Stillwell. -Se fijó en Linden-. Usted debe de ser el señor Carr. Lo estábamos esperando. Nuestro amigo, el señor Singh, me dijo que están buscando un hogar de acogida.

– Así es. -Linden la miraba como el policía que acaba de encontrar un nuevo sospechoso-. ¿Podemos pasar?

– Naturalmente. Disculpen mis modales. Hace un día de lo más desapacible. Es hora de una taza de té.

La casa olía a orines y a tabaco. Un niño pelirrojo y flacucho, vestido únicamente con una camiseta de hombre, los miraba sentado en la escalera. Se escabulló al primer piso cuando la señora Stillwell acompañó al grupo hasta el salón, cuyas ventanas daban a la calle. En un lado de la sala había un gran televisor que emitía un programa de dibujos animados de robots. No tenía sonido, pero un niño pakistaní y una niña negra contemplaban los desagradables dibujos sentados en un sofá.

– Estos son algunos de los niños -explicó la mujer-. En estos momentos tenemos seis a nuestro cargo. Con la que traen ustedes serán siete. El número de la suerte. Gloria, aquí presente, la tenemos por orden judicial; Ahmed viene de un acuerdo privado. -Dio un par de palmadas con aire irritado-. ¡Ya está bien, chicos! ¿No veis que tenemos invitados?

Los dos niños se miraron y salieron del salón. La señora Stillwell acompañó a Vicki y a Alice hasta el sofá, pero Maya y Linden permanecieron de pie.

– ¿Alguien quiere una taza de té? -preguntó la señora Stillwell. Algo en ella le decía que los dos Arlequines eran peligrosos-. ¿Les apetece una taza? -Tenía el rostro arrebolado y no dejaba de mirar las manos de Linden, sus robustos dedos y sus nudillos llenos de cicatrices.

Una sombra apareció en el umbral de la sala y un hombre mayor entró fumando un cigarrillo. Tenía el rostro abotagado propio de un alcohólico. Vestía un pantalón arrugado y un jersey lleno de manchas.

– ¿Esta es la nueva? -preguntó mirando a Alice.

– Mi marido, el señor Stillwell.

– Bueno, ya tenemos dos negros, dos blancos y a Ahmed y a Gerald, que son mestizos. Ella será nuestra primera china. -Soltó una risita ahogada-. Esto va parecer las jodidas Naciones Unidas.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó la señora Stillwell a Alice, que permanecía sentada en el borde del sofá, con ambos pies firmemente apoyados en el suelo.

Maya se desplazó hacia el umbral por si la niña pretendía huir.

– ¿No será sorda o quizá retrasada? -preguntó el señor Stillwell.

– A lo mejor solamente habla chino. -La señora Stillwell se inclinó hacia la niña-. ¿Hablas algo de inglés? Esta va a ser tu nueva casa.

– Alice no habla -les aclaró Vicki-. Necesita seguir tratamiento especial.

– Aquí no damos tratamientos especiales, querida. Aquí solo proporcionamos comida e higiene.

– Les han ofrecido quinientas libras al mes -intervino Linden-. Se las aumento a mil si se la quedan ahora mismo. Dentro de tres meses el señor Singh vendrá a comprobar cómo va todo. Si hay algún problema, se la llevará.

Los Stillwell intercambiaron una mirada y asintieron.

– Mil libras está bien -dijo el señor Stillwell-. Yo no puedo trabajar por culpa de mi espalda y…

Alice saltó del sofá y corrió hacia la puerta, pero, en lugar de intentar escapar, se aferró a Maya.

Vicki lloraba.

– No permitas que le hagan esto -le suplicó.

Maya notó el cuerpo de la niña pegado a sus piernas. Sus delgados brazos la sujetaban con fuerza. Nadie la había tocado nunca de aquel modo. «Sálvame.»-Suéltame, Alice. -El tono de Maya fue deliberadamente duro-. Suéltame ahora mismo.

La niña suspiró y se apartó. Por alguna razón, aquel acto de obediencia no hizo más que empeorar las cosas para Maya. Si Alice se hubiera resistido violentamente o hubiera intentado huir por la fuerza, Maya le habría retorcido el brazo y tirado al suelo; pero Alice había obedecido igual que ella había hecho con Thorn, años atrás. Y esos recuerdos afluyeron a su memoria con inusitada fuerza: las bofetadas, los gritos, la traición de aquel día en el metro, cuando su padre la obligó a luchar contra tres hombres hechos y derechos. No había duda de que los Arlequines defendían a los Viajeros, pero tampoco de que protegían su arrogante orgullo.

Haciendo caso omiso de los demás, Maya se encaró con Linden.

– Alice no se va a quedar en esta casa. Vendrá conmigo.

– Eso es imposible, Maya. Ya he tomado una decisión.

Linden acarició el estuche de la espada, pero retiró la mano. Maya fue la única de los presentes que comprendió el significado de aquel gesto. Los Arlequines nunca amenazaban en vano. Si peleaban, él intentaría matarla.

– ¿Crees que puedes asustarme? Soy hija de Thorn. Condenada por la carne, salvada por la sangre.

– ¿Qué diablos está pasando aquí? -preguntó el señor Stillwell.

– Cállese -le espetó Linden.

– ¡No pienso callarme! Acaba de prometernos mil libras al mes. Puede que no hayamos firmado un contrato, ¡pero conozco mis derechos de ciudadano!

Sin previo aviso, Linden cruzó la sala, agarró a Stillwell por la garganta con una sola mano y empezó a apretar. Su mujer no se movió para ayudarlo, sino que se quedó muy quieta, mientras boqueaba como si buscara aire.

– Por favor… -murmuró-. Por favor… Por favor…

– En ciertas ocasiones permito que los miserables como usted me dirijan la palabra -dijo Linden-. Ese permiso queda revocado. ¿Lo ha entendido? ¡Demuestre que me ha entendido!

El rostro del viejo estaba amoratado, pero se las arregló para asentir brevemente. Linden lo soltó, y Stillwell se derrumbó en el suelo.

– Conoces cuál es nuestra obligación -dijo Linden volviéndose hacia Maya-. Y no habrá modo de que puedas cumplirla si te llevas a esta niña contigo.

– Alice me salvó cuando estábamos en Nueva York. Estuve en peligro, y ella arriesgó su vida para conseguirme unas gafas de visión nocturna. También tengo una obligación hacia ella.

El rostro de Linden parecía petrificado. Todo su cuerpo estaba en tensión. Sus dedos acariciaron la espada por segunda vez. Justo detrás del Arlequín, el televisor mostraba imágenes de unos niños felices desayunando cereales.

– Yo me ocuparé de Alice -dijo Vicki-. Lo prometo.

Linden sacó la cartera, cogió unos cuantos billetes de cincuenta libras y los arrojó al suelo como si fueran basura.

– No tienen ustedes idea de lo que es el dolor, el verdadero dolor -dijo a los Stillwell-. Pero si mencionan lo ocurrido, lo sabrán.

– Sí, señor… -balbució la mujer-. Lo hemos comprendido, señor…

Linden salió de la sala. Los Stillwell seguían a cuatro patas, recogiendo afanosamente los billetes del suelo, cuando el grupo se marchó.

Capítulo 17

Sujetando una navaja de afeitar, Jugger puso cara de furia, cortó el aire ante los ojos de Gabriel y exclamó:

– ¡El Destripador ha regresado a Londres y está sediento de sangre!

Sebastian, sentado en una silla plegable, junto a un calefactor portátil, levantó la mirada de su copia barata de El infierno de Dante y frunció el entrecejo.

– Deja de hacer tonterías, Jugger, y acaba el trabajo.

– Estoy terminando, y la verdad es que está siendo uno de mis mejores trabajos.

Jugger se puso un poco de crema de afeitar en la punta de los dedos, la aplicó cerca de las orejas de Gabriel y acabó de afeitarle las patillas. Cuando terminó, limpió los restos de la hoja en la manga de su camisa y sonrió.

– Ya está, colega. Eres un hombre nuevo.

Gabriel se levantó del taburete y se acercó al espejo que colgaba en la pared, cerca de la puerta. El vidrio roto le devolvió una imagen partida de su cuerpo, pero pudo ver que Jugger acababa de hacerle un corte de pelo muy militar. Su nuevo aspecto no estaba al nivel de las lentes de contacto y las fundas dactilares de Maya, pero era mejor que nada.

– ¿No se supone que Roland debería estar de vuelta? -preguntó.

Jugger miró la hora en su teléfono móvil.

– Esta noche le toca a él preparar la cena, así que ha ido a comprar comida. ¿Le ayudarás a cocinar?

– No lo creo. Ya quemé la salsa de los espaguetis la otra noche. Lo pregunto porque le pedí que hiciera una cosa por mí. Eso es todo.

– Se ocupará. No te preocupes. Roland es bueno en las tareas sencillas.

– ¡Increíble! ¡Dante se ha vuelto a desmayar! -Disgustado, Sebastian arrojó el libro al suelo-. Virgilio tendría que haber hecho cruzar el infierno a un free runner.

Gabriel salió de lo que había sido un salón con vistas a la calle y subió por una escalera hacia su cuarto. La escarcha manchaba la parte superior de las paredes, y su aliento formaba nubecillas de vapor. Desde hacía diez días vivía con Jugger, Sebastian y Roland en una casa okupa llamada Vine House, cerca de la orilla sur del Támesis. Antaño, el edificio de tres pisos había sido una granja en medio de los huertos y viñedos que suministraban sus productos a la ciudad.

Gabriel había aprendido una cosa de los habitantes de la Inglaterra del siglo XVIII: eran más bajos que los londinenses de esos momentos. Cuando llegó a lo alto de la escalera se agachó para cruzar el umbral y entrar en el desván. Era un cuarto pequeño y vacío, con el techo inclinado y paredes de yeso. La madera del suelo crujió cuando lo atravesó y se asomó a la claraboya.

Su cama era un colchón dispuesto sobre cuatro palets, y su escasa ropa estaba guardada en una caja de cartón. La única decoración de la estancia consistía en la foto enmarcada de una joven de Nueva Zelanda llamada «Nuestra Trudy», que aparecía con un cinturón de herramientas y un martillo en la mano mientras sonreía pícaramente a la cámara.

Una generación antes, Trudy y un pequeño ejército de okupas se habían hecho con las casas abandonadas de los alrededores de Bonnington Square. El tiempo había pasado y el ayuntamiento de Lambeth había dado cédula de habitabilidad a la mayoría de los edificios. Pero Trudy todavía sonreía en la fotografía y Vine House seguía en pie, ilegal, ruinosa y libre.

Cuando Jugger y su panda se reunieron con Gabriel tras la carrera en el mercado de Smithfield, le ofrecieron inmediatamente alimento, amistad y un nuevo nombre.

– ¿Cómo lo has hecho? -le preguntó Jugger mientras caminaban rumbo al sur, en dirección al río.

– Me la jugué y salté de la cañería.

– Pero ¿habías hecho alguna vez algo parecido? -preguntó Jugger-. Se necesita mucha confianza para hacer algo así.

Gabriel le habló de los saltos en paracaídas HALO que había practicado en California. Entonces había tenido que saltar desde gran altura y dejarse caer sin abrir el paracaídas durante más de un minuto.

Jugger asintió como si esa experiencia lo explicara todo.

– Escuchad -les dijo a los otros-. Tenemos un nuevo miembro de nuestra panda. Bienvenido a los free runners, Halo.

A la mañana siguiente Gabriel se despertó en Vine House y regresó de inmediato a Tyburn Convent. No se le ocurría otra manera de localizar a su padre; tenía que bajar la escalera de hierro hasta la cripta y descubrir cuáles eran los signos que su padre había dejado entre los huesos y las cruces oxidadas.

Durante tres horas permaneció sentado en un banco, al otro lado de la calle, observando quién abría la puerta del convento a los escasos visitantes. Esa mañana, los turistas fueron recibidos por la hermana Ann, la monja mayor que se negó a responder a sus preguntas, o por la hermana Bridget, la que se asustó cuando mencionó a Matthew Corrigan. Gabriel regresó al convento otras dos veces, pero siempre estaban las mismas religiosas a la puerta. Su única posibilidad consistía en esperar a que otra monja que no lo reconociera sustituyera a la hermana Bridget. Cuando no se dedicaba a vigilar el convento, Gabriel pasaba las tardes buscando infructuosamente a su padre por los suburbios del extrarradio de Londres. En la ciudad había cientos de cámaras de vigilancia, pero minimizaba el riesgo evitando el transporte público y las abarrotadas calles al norte del río.

Convertirse en un Viajero había ido cambiando gradualmente su forma de percibir el mundo. Podía observar a alguien y notar los más sutiles cambios en sus emociones. Se sentía como si su cerebro estuviera siendo reprogramado y no pudiera controlar del todo el proceso. Una tarde, mientras caminaba por Clapham Common, su visión se ensanchó hasta abarcar una panorámica de ciento ochenta grados y fue capaz de contemplar todo lo que tenía ante él al mismo tiempo: la belleza de un diente de león, la suave curva de una vía, y los rostros, tantos y tantos rostros. La gente salía de los comercios y caminaba por las calles con ojos que delataban fatiga, tristeza y ocasionales destellos de alegría. Aquella nueva forma de contemplar el mundo era abrumadora, pero al cabo de una hora la visión panorámica se disolvió poco a poco.

A medida que fueron pasando los días, se vio inmerso en los preparativos de una gran fiesta en Vine House. Las reuniones sociales nunca le habían hecho mucha gracia, pero la vida era distinta siendo Halo, el free runner estadounidense sin pasado ni futuro. Resultaba más fácil hacer caso omiso de sus poderes y salir con Jugger a comprar más cerveza.

El día de la fiesta fue frío pero soleado. Los primeros invitados empezaron a llegar alrededor de la una de la tarde, y no tardaron en aparecer más. Las pequeñas habitaciones de Vine House se llenaron de gente que compartía comida y alcohol. Los niños corrían por los pasillos y un recién nacido dormía en el arnés que su padre llevaba colgado al cuello. En el jardín, experimentados free runners mostraban nuevas y ágiles maneras de saltar por encima de un cubo de basura.

Mientras paseaba por la casa, a Gabriel le sorprendió cuánta gente estaba al corriente de la carrera en el mercado de Smithfield. Los free runners de la fiesta eran un grupo de amigos más o menos organizado que intentaban vivir alejados de la Red. Aquel era un movimiento social en el que nunca se fijarían los bustos parlantes de la televisión por la sencilla razón de que se resistía a ser visto. En esos momentos, la rebelión en los países industrializados no se inspiraba en obsoletas teorías político-filosóficas: la verdadera rebeldía venía determinada por la relación de cada uno con la Gran Máquina.

Sebastian iba de vez en cuando a la universidad, y Ice seguía viviendo con sus padres; pero la mayoría de los free runners tenían empleos en la economía sumergida. Algunos trabajaban en discotecas y otros servían copas en los pubs los días que había partido de fútbol; arreglaban motocicletas, hacían mudanzas y vendían recuerdos a los turistas. Jugger tenía un amigo que recogía perros muertos por cuenta del ayuntamiento de Lambeth.

Los free runners compraban la ropa en los mercadillos callejeros y la comida directamente a los granjeros. Se desplazaban por la ciudad a pie o en extrañas bicicletas llenas de remiendos. Todos tenían móvil, pero usaban números de prepago que resultaban difíciles de rastrear. Pasaban horas conectados a internet, pero nunca contrataban un proveedor de servicios. Roland montaba antenas con latas de café vacías que permitían captar distintas redes WiFi. Llamaban a eso «pescar», y los free runners se pasaban listas de cafeterías, oficinas y vestíbulos de hotel donde las redes eran accesibles.

A las nueve de la noche, todos los que tenían intención de emborracharse habían logrado su objetivo. Malloy, el barman ocasional que había estado en la carrera, hacía un discurso sobre el proyecto del gobierno de tomar las huellas dactilares de todos los niños menores de dieciséis años que solicitaran pasaporte. Esas huellas y demás información biométrica serían almacenadas en una base de datos secreta.

– El Home Office asegura que tomar las huellas a una niña de once años ayudará a derrotar al terrorismo -dijo Malloy-. ¿Cómo no se da cuenta la gente de que todo esto no es más que para tenernos controlados?

– Lo que deberías controlar en realidad es cuánto bebes -repuso Jugger.

– ¡Ya estamos presos! -exclamó Malloy-. ¡Y ahora se disponen a tirar la llave! ¿Dónde está el Viajero? Eso es lo que quiero saber. La gente sigue diciéndome: «Ten esperanza en el Viajero», pero yo no lo he visto por ninguna parte.

Gabriel tuvo la sensación de que, de repente, todos los allí reunidos habían comprendido quién era realmente. Contempló el abarrotado salón, casi esperando a que Roland o Sebastian lo señalaran con el dedo. «Ese es el viajero. Ahí está el jodido cabrón. Lo tenéis ante vuestros ojos.»La mayoría de los free runners no tenía ni idea de qué hablaba Malloy, pero unos cuantos estaban impacientes por sacarlo a que le diera el aire. Dos miembros de su panda lo llevaron fuera, y nadie prestó demasiada atención cuando la fiesta recuperó su ritmo normal. Más cerveza y patatas fritas.

Gabriel interceptó a Jugger en el pasillo de abajo.

– ¿De qué hablaba Malloy?

– Es una especie de secreto, tío.

– Vamos, Jugger. Sabes que puedes confiar en mí.

Jugger vaciló unos instantes, pero acabó asintiendo con la cabeza.

– Sí. Supongo que sí. Ven. -Llevó a Gabriel a la cocina y allí empezó a meter restos en una bolsa de basura-. ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos en el pub y te hablé de la Gran Máquina? Bueno, pues algunos free runners aseguran que un grupo llamado la Tabula es el que está detrás de toda esta vigilancia y control. Están intentando convertir Gran Bretaña en una prisión sin barrotes.

– Pero Malloy ha hablado de alguien llamado el Viajero.

Jugger arrojó la bolsa de basura a un rincón y abrió una lata de cerveza.

– Bueno, ahí es donde la historia pierde un poco el norte. Corren rumores de que los llamados Viajeros son los únicos que pueden evitar que nos convirtamos en prisioneros. Por eso la gente escribe «Esperanza para el Viajero» en los muros de Londres. Yo mismo lo he hecho más de una vez.

Gabriel intentó que su tono sonara tranquilo y natural.

– ¿Y cómo se supone que ese Viajero cambiará las cosas?

– ¡Y yo qué sé! A veces creo que todas estas historias sobre los Viajeros no son más que un cuento de hadas. Lo que sí es real es que cada vez que salgo a pasear por Londres veo que han instalado más cámaras de vigilancia, y eso me desespera. Nuestra libertad se está esfumando de mil maneras distintas, y a nadie le importa un carajo.

La fiesta terminó alrededor de la una de la madrugada, y Gabriel ayudó a fregar los suelos y a recoger la basura. Ya era lunes, y esperaba que Roland regresara de Tyburn Convent. Una hora después de su corte de pelo, oyó el repiqueteo de unas botas contra el suelo de la escalera. Sonó un leve golpe en la puerta, y Roland entró en la buhardilla. El free runner de Yorkshire tenía siempre un aire solemne y un poco triste. En una ocasión, Sebastian había dicho de él que era como un pastor que se hubiera quedado sin ovejas.

– He hecho lo que querías, Halo. He ido al convento. -Roland meneó la cabeza-. Nunca antes había estado en un convento. Mi familia era presbiteriana.

– ¿Y qué ha pasado?

– Las dos monjas de las que me hablaste, la hermana Ann y la hermana Bridget, se han marchado. Hay una nueva, la hermana Teresa. Me ha dicho que esta semana ella es la «monja pública». Qué cosa más rara, ¿no?

– Quiere decir que puede hablar con desconocidos.

– Bueno, pues sí, habló conmigo. Una chica agradable. Si yo tuviera dos dedos de frente le pediría que se viniera a tomar una cerveza conmigo, pero supongo que las monjas no hacen esas cosas.

– Seguramente no.

De pie en el umbral, Roland observó cómo Gabriel se ponía la cazadora de cuero.

– ¿Estás bien, Halo? ¿Quieres que te acompañe a Tyburn?

– No. Hay algo que tengo que hacer, y debo hacerlo solo. No te preocupes, volveré. ¿Qué hay para cenar?

– Puerros -contestó lentamente Ronald-. Puerros, puré y salchichas.

Todas las bicicletas de Vine House tenían nombre y se guardaban en el cobertizo del jardín. Gabriel tomó prestada una llamada Blue Monster y se dirigió hacia el norte del río. La Blue Monster tenía un manillar de moto, un retrovisor de camión y un oxidado chasis pintado de color azul. Su rueda trasera chirriaba constantemente mientras Gabriel pedaleaba por Westminster Bridge y corría entre el tráfico hacia Tyburn Convent. Cuando llegó, una monja de ojos castaños y piel oscura le abrió la puerta.

– He venido a ver la cripta -le dijo Gabriel.

– Imposible -contestó la religiosa-. Estamos a punto de cerrar.

– Mañana tengo que regresar a Estados Unidos. Tenía muchas ganas de verla. ¿No podría dejarme pasar para que diese un vistazo rápido?

– Bueno, en ese caso… -La mujer abrió la puerta y le permitió entrar en la celda que daba acceso a la cripta-. Pero recuerde que solo puede quedarse unos minutos.

Sacó una llave del bolsillo y abrió la verja. Gabriel le hizo unas cuantas preguntas y averiguó que había nacido en España y que había ingresado en la orden a los catorce años. Bajó a la cripta por la escalera de caracol. La monja encendió las luces, y él contempló los huesos, las ropas ensangrentadas y las demás reliquias de los mártires ingleses. Sabía que haber vuelto allí era peligroso. Aquella era su única oportunidad para dar con la pista que lo conduciría hasta su padre.

La hermana Teresa hizo un pequeño discurso sobre el embajador español y las mazmorras de Tyburn. Gabriel asentía con la cabeza, como si escuchara atentamente, mientras se paseaba entre las diferentes vitrinas y expositores. Fragmentos de huesos, un retal de puntilla manchado de sangre, más huesos. No tardó en comprender que no sabía casi nada de la Iglesia católica ni de la historia de Inglaterra. Se sintió como si estuviera en el instituto, a punto de pasar un examen importante sin haber estudiado nada.

– Cuando se inició la Restauración, algunas de las fosas comunes de Tyburn fueron abiertas y…

Los exhibidores de madera de la cripta se habían ido oscureciendo por el paso del tiempo y el contacto de los fieles. Si allí había alguna pista relacionada con su padre, tenía que estar oculta en algo reciente. Mientras daba una vuelta por la sala reparó en una foto con un marco de madera de pino colgada en la pared. En la base del marco había una placa de latón que reflejaba la luz.

Se acercó y examinó la imagen en blanco y negro. Era una pequeña isla rocosa que se había creado al emerger dos montañas del mar. Vio un grupo de edificios de piedra gris, todos con forma de conos invertidos. Desde la distancia parecían enormes hormigueros. En la placa de latón, grabada en letra gótica, figuraba la siguiente inscripción: skellig columba, Irlanda.

– ¿Qué es esta foto? -preguntó.

Sorprendida, la hermana Teresa interrumpió sus explicaciones.

– Skellig Columba, una isla en la costa oeste de Irlanda. Hay un convento de clarisas.

– ¿Es la orden a la que usted pertenece?

– No. Nosotras somos benedictinas.

– Tenía entendido que todo lo que había en esta cripta estaba relacionado únicamente con su orden o con los mártires ingleses…

La hermana Teresa bajó la mirada y frunció los labios.

– A Dios no le importan los países, solo las almas.

– No lo pongo en duda, hermana, es solo que me parece curioso que haya una foto de un convento irlandés en esta cripta.

– Supongo que tiene razón. No encaja.

– Tal vez la dejó aquí alguien de fuera del convento… -apuntó Gabriel.

La religiosa se metió la mano en el bolsillo y sacó el pesado aro con las llaves.

– Lo siento, señor, pero es hora de que se marche.

Gabriel intentó disimular su nerviosismo mientras seguía a la monja escalera arriba. Segundos más tarde volvía a estar en la calle. El sol se había ocultado tras los árboles de Hyde Park y empezaba a hacer frío. Quitó el candado a la bicicleta y pedaleó por Bayswater Road, hacia la rotonda.

Cuando miró por el retrovisor soldado al manillar, vio a un motorista con una cazadora negra que lo seguía a unos cien metros de distancia. El motorista podría haber acelerado, adelantarlo y perderse en la ciudad, pero prefería ir despacio y pegado a la acera. La visera ahumada del casco le ocultaba el rostro. Gabriel pensó en los mercenarios de la Tabula que lo habían perseguido por Los Angeles hacía tres meses.

Al llegar a Edgware Road, dio un brusco giro y miró el retrovisor. El motorista seguía detrás. La calle estaba congestionada por el tráfico de la hora punta. Los autobuses y los taxis se mantenían muy juntos en su avance hacia el este. Se metió por Blomfield Road, subió a la acera y zigzagueó entre los transeúntes que salían de las oficinas y se dirigían apresuradamente al metro. Una mujer mayor se detuvo y lo reprendió:

– ¡Por la calzada, joven!

Pero Gabriel hizo caso omiso de su enfado y siguió hacia la esquina de Warwick Avenue. Una carnicería. Una farmacia. Un restaurante kurdo. Se detuvo, las ruedas derraparon, y escondió rápidamente la Blue Monster tras unas cajas de cartón vacías. Luego echó a correr y cruzó las puertas eléctricas de un supermercado.

Un dependiente lo miró mientras cogía un cesto y se adentraba entre las estanterías. ¿Debía regresar a Vine House? No. La Tabula podía estar esperándolo y mataría a sus nuevos amigos con la misma fría eficiencia con la que habían asesinado a las familias de New Harmony.

Llegó al final del pasillo, giró en la esquina y se topó con el motorista. Era un tipo de aspecto duro, de fuertes brazos y anchos hombros. Llevaba la cabeza rasurada y tenía el rostro surcado de arrugas. Sostenía el casco de oscura visera en una mano y un teléfono vía satélite en la otra.

– No corra, monsieur Corrigan. Tenga, coja esto. -El motorista le tendió el teléfono-. Hable con su amiga -le dijo-, pero no olvide que no debe mencionar ningún nombre.

Gabriel se llevó el teléfono al oído y escuchó el débil crepitar de la estática.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Estoy en Londres con uno de tus amigos -contestó Maya-. El hombre que te ha dado el teléfono es mi socio.

El motorista sonrió ligeramente y Gabriel comprendió que la persona que lo había seguido era Linden, el Arlequín francés.

– ¿Puedes oírme? -preguntó Maya-. ¿Estás bien?

– Sí. Estoy bien -respondió Gabriel-. Me alegro de oír tu voz. He averiguado dónde vive mi padre. Tenemos que ir a buscarlo.

Capítulo 18

Hollis desayunó en una cafetería y después caminó por Columbus Avenue hasta el Upper West Side. Habían pasado cuatro días desde que Vicki y las demás habían salido rumbo a Londres. Durante ese tiempo, se había trasladado a un hotel barato y había encontrado empleo entre el personal de seguridad de una discoteca del centro. Cuando no estaba trabajando, se dedicaba a ofrecer fragmentos de información a los programas de vigilancia que estaban conectados con la Gran Máquina. Su intención era convencer a la Tabula de que Gabriel seguía en la ciudad. Maya le había explicado que en el argot de los Arlequines había una palabra que definía lo que él estaba haciendo: «alimentar», un término que los pescadores utilizaban cuando arrojaban carnaza al mar para atraer a los tiburones.

El Upper West Side estaba lleno de restaurantes, salones de manicura y Starbucks. Hollis nunca había entendido que hubiera tanta gente dispuesta a pasar el día en aquella cadena de establecimientos bebiendo batidos mientras observaban su ordenador. La mayoría de los clientes parecían demasiado mayores para ser estudiantes y demasiado jóvenes para estar jubilados. Alguna vez había echado un vistazo por encima del hombro de alguno de ellos para ver a qué se dedicaban con tanto ahínco. Empezaba a creer que todos los habitantes de Manhattan escribían el mismo guión cinematográfico sobre los problemas sentimentales de la clase media.

En el Starbucks de la Ochenta y seis con Columbus encontró a Kevin el pescador sentado a una mesa con su portátil. Kevin era un joven flaco y muy pálido que comía, dormía y de vez en cuando se lavaba las axilas en los distintos Starbucks de la ciudad. Su hogar era Starbucks y no conocía otra realidad fuera de esas cafeterías y sus zonas WiFi. Cuando Kevin no estaba echando una cabezada o empujando su carro de la compra hacia un nuevo Starbucks, es que estaba conectado a internet.

Hollis cogió una silla y la acercó a la mesa. El Pescador alzó la mano izquierda y agitó los dedos para indicar que había captado la presencia de otro ser humano. Sus ojos siguieron clavados en la pantalla mientras tecleaba con la mano derecha. Kevin acababa de piratear los archivos de una agencia de casting y estaba descargando fotografías de actores de Nueva York, todos guapos pero desconocidos. A partir de esas fotos, Kevin creaba perfiles en las páginas web para solteros. En ellas, los actores se convertían en médicos, abogados y banqueros deseosos de dar largos paseos por la playa y casarse. Miles de mujeres de todo el mundo enviaban sus mensajes intentando captar la atención de Kevin.

– ¿Qué tienes, Kevin?

– Una ricachona de Dallas -contestó con su voz aguda y nasal-. Quiere que vuele a París y nos encontremos por primera vez bajo la torre Eiffel.

– Suena romántico.

– La verdad es que es la octava mujer que conozco por internet que quiere que nos conozcamos en París o en la Toscana. Todas deben de ver las mismas películas. Échame una mano. Dime un buen signo del zodíaco.

– Sagitario.

– Bien. Perfecto. -Kevin tecleó otro mensaje y apretó el botón para enviar-. ¿Tienes otro trabajo para mí?

La Gran Máquina les había obligado a crear un sistema para enviar comunicaciones a través de internet sin que pudieran ser rastreadas. Cada vez que alguien utilizaba un ordenador para enviar correos electrónicos o para buscar información, la señal era identificada por la dirección IP exclusiva de cada aparato. Y todas las direcciones IP que llegaban a manos del gobierno o de las grandes corporaciones quedaban registradas para siempre. Una vez que la Tabula disponía de una dirección IP, contaba con un poderoso instrumento para rastrear la actividad en internet.

Para mantener el anonimato en su actividad cotidiana, los Arlequines podían acudir a los cibercafés o a las bibliotecas públicas; sin embargo, los pescadores como Kevin proporcionaban otro nivel de seguridad. Los tres ordenadores que tenía Kevin los había adquirido mediante intercambio, y eso los hacía difíciles de rastrear; además, el Pescador utilizaba unos programas especiales que rebotaban los correos electrónicos de los routers de todo el mundo. De vez en cuando, a Kevin lo contrataban gánsteres rusos afincados en Staten Island, pero la mayoría de sus clientes eran hombres casados que tenían alguna aventura y que deseaban descargar pornografía especializada.

– ¿Te gustaría ganar doscientos dólares?

– Doscientos dólares no están mal. ¿Quieres que envíe más información sobre Gabriel?

– Métete en algunos chats y deja comentarios en los blogs. Di que te has enterado de que Gabriel hizo un discurso en contra de la Hermandad.

– ¿Qué es la Hermandad?

– No necesitas saberlo. -Hollis sacó un bolígrafo y escribió algo en una servilleta de papel-. Haz correr la voz de que Gabriel va a reunirse esta noche con sus seguidores en una discoteca llamada Mask, en el centro de la ciudad. En el piso de arriba hay una sala privada en la que dará una conferencia a la una de la madrugada.

– No hay problema. Me pondré manos a la obra de inmediato.

Hollis le entregó los doscientos dólares y se levantó.

– Haz un buen trabajo y tendrás una propina. Quién sabe, quizá consigas lo suficiente para volar a París.

– ¿Y por qué querría hacer algo así?

– Para reunirte con esa mujer en la torre Eiffel.

– Eso no tiene gracia. -Kevin volvió a su ordenador-. Los seres de carne y hueso dan demasiados problemas.

Hollis salió del Starbucks y cogió un taxi. Durante el trayecto hasta el South Ferry estudió su ejemplar del El camino de la espada. El libro de meditación de Sparrow estaba dividido en tres partes: Preparación, Combate y Tras la batalla. En el capítulo seis, el arlequín japonés analizaba dos hechos que parecían contradictorios: un guerrero experimentado siempre planeaba una estrategia antes de un ataque; no obstante, en el fragor de la lucha solía hacer algo diferente. Sparrow opinaba que los planes eran útiles, pero que su verdadero poder residía en que sosegaban el espíritu y lo preparaban para la lucha. Hacia el final del capítulo, Sparrow había escrito: «Planea saltar a la derecha, aunque lo más probable sea que acabes haciéndolo a la izquierda».

Hollis sintió que llamaba la atención durante el trayecto en ferry a uno de los lugares más vigilados de Estados Unidos: la Estatua de la Libertad. El barco iba lleno de grupos de escolares, familias, turistas jubilados. En cambio, él era un negro solitario con una mochila al hombro. Cuando el barco llegó a Liberty Island, Hollis intentó mezclarse entre la multitud que avanzaba hacia la gran estructura erigida temporalmente al pie de la estatua.

Hizo cola durante veinte minutos, y cuando le llegó el turno le dijeron que pasara por una máquina que le recordó a un enorme escáner como los utilizados en las resonancias magnéticas. Una voz pregrabada le indicó que se situase sobre dos grandes huellas de pies de color verde, y entonces sintió un repentino golpe de aire. Estaba en un olfateador, una máquina capaz de detectar las emisiones químicas que desprendían los explosivos y las municiones.

Cuando se encendió una luz verde, lo dirigieron hacia una gran sala llena de taquillas. No se permitían bolsas ni mochilas cerca de la estatua, había que dejarlas en un cesto de alambre. Al introducir un dólar en la ranura de pago, otra voz pregrabada le indicó que pusiera el pulgar sobre el escáner. Encima de las taquillas había un cartel en el que se leía:

SU HUELLA DACTILAR ES SU LLAVE. USE SU HUELLA DACTILAR PARA ABRIR SU TAQUILLA CUANDO SALGA.

Oculta en la mochila llevaba un molde de la mano derecha de Gabriel. Unas semanas antes, Maya había derretido plástico de modelar en una cazuela, y Gabriel había metido una mano en la pegajosa sustancia. El resultado fue una mano artificial,una reproducción física de información biométrica que podía utilizarse para despistar a la Tabula. Hollis se había guardado la falsa mano en el bolsillo interior de la chaqueta; la cogió y presionó el pulgar de goma contra el escáner. En menos de un segundo, la huella de Gabriel se convirtió en un paquete de información digital que fue enviado a los ordenadores de la Gran Máquina.

– ¡Por aquí para Liberty! ¡Por aquí para Liberty! -llamaba un guardia en tono aburrido.

Hollis dejó la mochila en la taquilla y siguió al resto de los visitantes hacia el interior de la base de piedra de la enorme estatua. Todos salvo Hollis parecían contentos: estaban en la Tierra de la Libertad.

Hollis regresó al hotel a última hora de la tarde y pudo dormir unas cuantas horas. Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue la tira con cuatro fotografías en blanco y negro que él y Vicki se habían hecho en un fotomatón. Una enorme cucaracha se acercó a su altar privado y movió las antenas. Hollis la arrojó al suelo de un papirotazo.

Cogió las fotos, las puso bajo la luz y se fijó en la última. En ella, Vicki se había dado la vuelta para mirarlo, y su expresión reflejaba amor y comprensión. Ella lo conocía de verdad, sabía que la violencia y el egoísmo habían guiado su pasado, y aun así lo había aceptado. El amor de Vicki hacía que se sintiera deseoso de salir al mundo a matar monstruos; habría hecho lo que fuera para ser digno de la fe de aquella mujer.

Alrededor de las ocho de la noche, se vistió y cogió un taxi hasta el distrito de Meatpacking, veinte manzanas de bloques industriales al oeste de Greenwich Village. Mask, la discoteca, ocupaba lo que había sido una antigua fábrica procesadora de pollos de la calle Trece. El negocio llevaba tres años funcionando, y eso era mucho en aquel peculiar mundillo.

La gran nave central estaba dividida en dos espacios. La mayor parte del edificio estaba ocupada por una zona de baile, dos barras y un apartado para cócteles. Al final de la sala, una escalera conducía a un área VIP desde donde se veía la pista de baile. Solo se permitía subir a la gente guapa o la que tenía el dinero suficiente para que la consideraran guapa. La planta baja era para los clientes que habían llegado a Manhattan en coche o en tren. Los propietarios del negocio estaban obsesionados con la proporción entre esos dos grupos. Aunque el segundo era el que les hacía ganar dinero, acudían al local atraídos por los actores y modelos que bebían gratis en el piso de arriba.

Sin las luces y la música atronadora, no sería difícil de convertir de nuevo aquel lugar en una fábrica procesadora de pollos. Hollis se dirigió al pequeño vestidor del personal y se puso una camisa negra y una chaqueta sport. Un letrero escrito a mano y pegado encima del espejo advertía que cualquier empleado que vendiera droga a los clientes sería despedido de inmediato. Sin embargo, Hollis ya había descubierto que a los propietarios les daba igual que los empleados se vendieran drogas entre ellos, por lo general estimulantes para aguantar despiertos hasta altas horas de la madrugada.

Se conectó el intercomunicador que lo mantenía en contacto con los otros matones de la discoteca y subió al piso de arriba. El personal de Mask consideraba el local como una complicada maquinaria para sacarles dinero a los clientes. Uno de los trabajos más lucrativos era vigilar la zona VIP, y el puesto lo ocupaba un tipo apodado Boodah. Boodah era de padre africano y madre china, y tenía una barriga enorme que parecía protegerlo de la locura de Nueva York.

El matón estaba disponiendo las mesas y las sillas de la zona de cóctel cuando Hollis subió.

– ¿Qué pasa? -preguntó Boodah-. Pareces cansado.

– Estoy bien.

– Recuerda, si alguien quiere cruzar el cordón, antes tiene que pasar por mí.

– No hay problema. Conozco las normas.

Boodah vigilaba la entrada principal de la zona VIP, mientras que Hollis se ocupaba de la salida, situada en la otra punta. Aquella salida solo la utilizaba la gente guapa que quería ir a los aseos de la planta baja o que le apetecía mezclarse con la sudorosa multitud. El trabajo de Hollis consistía en mantener alejados a todos los demás. Ser segurata de una discoteca significaba pasarte toda la noche diciendo que no, a menos que te pagaran lo suficiente para que dijeras que sí.

Desde el principio, Hollis había desempeñado su tarea como un obediente autómata; pero aquella noche intuía que las cosas podían ir de otro modo. Una pasarela protegida por un pasamanos llevaba desde la zona VIP hasta una sala privada donde había sofás de cuero, mesas de cóctel y un intercomunicador para pedir los combinados al bar. Una ventana con un cristal de espejo daba a la pista de baile, abajo. Aquella noche, la sala privada iba a estar ocupada por unos cuantos macarras de Brooklyn a los que les gustaba consumir drogas en las discotecas. Si la Tabula irrumpía en el reservado buscando a Gabriel, se llevaría una desagradable sorpresa.

Se apoyó en el pasamanos, estiró los músculos de las piernas, y regresó a su puesto cuando Ricky Toisón, el ayudante del gerente, subió por la escalera de atrás. Ricky era pariente lejano de los propietarios del negocio. Se aseguraba de que hubiera papel higiénico en los aseos y se pasaba la mayor parte del tiempo intentando ligarse a las mujeres que habían bebido demasiado.

– ¿Qué tal estás, hermano? -preguntó.

Hollis se hallaba lo bastante abajo en la jerarquía de la discoteca para no tener nombre. «No soy tu hermano», pensó, pero sonrió amistosamente.

– La sala privada está reservada, ¿verdad? He oído que Mario y sus amigos van a venir.

Ricky puso cara de fastidio.

– No. Han llamado para cancelar la reserva.

Media hora después, el DJ empezó la noche con un canto sufí y luego pasó lentamente a los ritmos trepidantes de la música house. Los clientes del piso de abajo fueron los primeros en llegar y hacerse con las pocas mesas que había cerca del bar. Desde su posición privilegiada sobre la pista de baile, Hollis observó a las jóvenes con minifalda y zapatos baratos correr al baño para retocarse el maquillaje y el peinado mientras sus parejas se paseaban por el local y entregaban billetes de veinte dólares al barman.

Las voces de los otros seguratas susurraban en su oído a través del intercomunicador. Se informaban constantemente sobre qué tipo parecía el más problemático o qué chica llevaba el vestido más provocativo. Mientras las horas pasaban, Hollis no le quitó ojo al reservado. Seguía vacío. Al final tal vez no pasaría nada aquella noche.

Alrededor de medianoche acompañó a dos modelos hasta un aseo que requería una llave especial. Cuando regresó a su puesto vio que Ricky y una chica con un ajustado vestido verde se dirigían por la pasarela hacia el reservado. Se acercó a Boodah y por encima del estruendo de la música le preguntó:

– ¿Para qué va Ricky a la sala privada?

El hombretón hizo un gesto de indiferencia, como si la pregunta no mereciera respuesta.

– Para montárselo con una jovencita. Él le dará un poco de coca y ella le corresponderá con lo de costumbre.

Hollis miró la pista de baile y vio que habían entrado dos hombres con cazadora. En lugar de echar un vistazo a las chicas o pedir una copa en la barra, los dos miraron hacia el reservado.

Uno de los mercenarios era bajo y musculoso, y el pantalón le quedaba demasiado largo. El otro era alto y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo.

Los dos hombres subieron hacia la zona VIP y deslizaron unos cuantos billetes en la mano de Boodah, dinero suficiente para ganarse su respeto inmediato y el paso libre más allá del grueso cordón de terciopelo. Unos segundos después se sentaron a una mesa y fijaron la vista en la pasarela que conducía al reservado, donde Ricky seguía encerrado con su amiguita. Hollis maldijo por lo bajo y recordó el consejo de Sparrow: «Planea saltar a la derecha, aunque lo más probable sea que acabes haciéndolo a la izquierda».

Una mujer borracha empezó a gritar a su pareja, y Boodah se apresuró a bajar para resolver el problema. Tan pronto como salió de la zona VIP, los dos mercenarios se levantaron y se dirigieron hacia el reservado. El más alto avanzó despacio por la pasarela, mientras el otro permanecía en guardia. Las luces de la pista se hicieron más intensas y destellaron al ritmo de la música. El mercenario más alto se volvió, y la hoja del cuchillo que sostenía en la mano lanzó un siniestro reflejo.

Hollis no creía que tuvieran ninguna fotografía de Gabriel. Seguramente les habían ordenado que mataran a todos los que estuvieran en el reservado. Si bien Hollis había empezado a pensar que podía actuar como Maya y los demás Arlequines, sabía que no era como ellos: ningún Arlequín se habría preocupado por Ricky y la joven. Hollis, por el contrario, no podía quedarse cruzado de brazos. «A la mierda», se dijo. «Si ese par de capullos mueren, su sangre manchará mis manos.»Con una sonrisa cortés, se acercó al mercenario más bajo.

– Lo siento, señor. La sala privada está ocupada.

– Sí, por un amigo nuestro, de modo que esfúmate.

Hollis levantó los brazos como si fuera a abrazar al intruso, pero sus manos se convirtieron en puños y le golpearon a la vez en ambos lados de la cabeza. La fuerza del impacto dejó aturdido al hombre y al momento cayó de espaldas. Las luces y la música eran tan abrumadoras que nadie se percató de lo ocurrido. Hollis pasó por encima del cuerpo y siguió adelante.

El mercenario alto ya tenía la mano en el tirador de la puerta, pero reaccionó inmediatamente cuando vio a Hollis. Este sabía que cualquiera que empuñara un cuchillo se concentraba en exceso en el arma; toda la maldad y la muerte se acumulaban en la punta de la hoja.

Extendió la mano, como si pretendiera agarrar la mano del mercenario y, cuando el hombre le lanzó una cuchillada, retrocedió de un salto y le asestó una patada en el estómago. El mercenario se dobló por el dolor, Hollis le golpeó de abajo arriba, y el hombre salió disparado por encima de la barandilla.

Abajo, la gente gritó, pero la música no se interrumpió. Hollis bajó corriendo y se abrió paso entre la multitud. Al llegar a la escalera de atrás, vio que otros tres mercenarios se acercaban. Uno de ellos era mayor que los demás y llevaba unas gafas de montura de acero. ¿Sería Nathan Boone, el asesino del padre de Maya? La Arlequín habría atacado de inmediato, pero Hollis siguió avanzando.

La multitud corrió de un lado a otro como un rebaño aterrorizado por el olor de la muerte. Hollis se adentró en la pista de baile y, apartando a la gente de su camino, siguió adelante. Llegó al pasillo trasero que conducía a la cocina y los lavabos. Unas cuantas jóvenes reían de algo; las luces se reflejaban en los espejos. Hollis pasó junto a ellas y cruzó una puerta antiincendios.

Dos mercenarios con intercomunicadores lo esperaban en el pasillo. Alguien los había advertido. El más veterano sacó un pulverizador y le roció los ojos con algún producto químico.

El dolor fue increíble, como si tuviera los ojos en llamas. No podía ver y fue incapaz de defenderse cuando un puño le golpeó la nariz y se la partió. Como un borracho, se lanzó hacia delante, agarró al mercenario y le asestó un cabezazo en la cara con todas sus fuerzas.

El hombre se desplomó, pero su compañero rodeó el cuello de Hollis por detrás con el brazo y empezó a estrangularlo. Hollis, cegado, le mordió la mano. Cuando lo oyó gritar, le agarró el brazo, tiró de él y se lo retorció hasta romperlo.

Ciego. Estaba ciego. Palpando el muro de ladrillo, echó a correr a través de la oscuridad.

Capítulo 19

Alrededor de las diez de la mañana, Maya y los demás cruzaron la ciudad de Limerick. Gabriel conducía despacio por el centro comercial, intentando no infringir ninguna norma de circulación. Cuando salieron a la campiña su prudencia desapareció y apretó el acelerador. El pequeño utilitario azul se lanzó por las serpenteantes carreteras de dos carriles hacia la costa oeste y la isla de Skellig Columba.

En otra situación, Maya se habría sentado junto a Gabriel a fin de tener mejor visión de la carretera y poder anticiparse a cualquier problema, pero no quería que Gabriel la mirara constantemente para intentar interpretar las diferentes expresiones que pasaban por su rostro. Durante el breve tiempo en que había tratado de llevar una vida normal en Londres, había oído con frecuencia a sus compañeras de trabajo quejarse de que sus parejas nunca se daban cuenta de sus cambios de humor. En cambio, ella se veía enfrentada a un hombre que era capaz precisamente de eso, y su poder la empujaba a ser prudente.

Durante aquel viaje por Irlanda, Vicki iba en el asiento del pasajero, y Alice y Maya en el de atrás, separadas por una gran bolsa llena de galletas y botellas de agua. La bolsa constituía una barrera necesaria. Desde que habían llegado a Irlanda, Alice había querido sentarse junto a Maya. En una ocasión incluso había extendido la mano y acariciado el cuchillo de lanzamiento que Maya llevaba bajo el suéter. Aquello era demasiado íntimo, demasiado cercano, y Maya prefería mantener cierto distanciamiento.

Linden había alquilado el coche con la tarjeta de crédito de una de las empresas tapadera que tenía en Luxemburgo. También había comprado una cámara digital sencilla y varias bolsas de viaje de plástico con el rótulo: MONARCH TOURS -NOSOTROS VEMOS EL MUNDO. Se trataba de que parecieran turistas. Aun así, Vicki se lo pasaba en grande con la cámara y no dejaba de repetir «A Hollis le encantaría» mientras bajaba la ventanilla para tomar otra foto.

Tras parar a repostar en Adare, dejaron atrás los verdes pastos y las tierras de labranza y se adentraron por una estrecha carretera de montaña. El pelado paisaje de brezo, rocas y matorrales recordó a Maya las Highlands de Escocia.

Al coronar una loma divisaron el mar en la distancia.

– Está allí -susurró Gabriel-. Sé que está allí.

Nadie se atrevió a contradecirlo.

Maya llevaba varios días protegiendo a Gabriel, pero ambos habían evitado tener cualquier conversación íntima. A ella le sorprendió el corte de pelo que se había hecho en Londres. Su cabeza rapada le daba un aire intenso, casi severo, y se preguntó si sus poderes como Viajero habrían aumentado. Desde el primer momento, Gabriel pareció obsesionado con la fotografía que había visto en la cripta de Tyburn Convent. Insistió en partir de inmediato hacia Skelling Columba, y Linden a duras penas consiguió controlar su enfado. El Arlequín francés miraba a Maya como a una madre que hubiera educado a un hijo obstinado y rebelde.

Tan pronto como empezaron a preparar el viaje a Irlanda, Gabriel pidió algo más. Había pasado las dos últimas semanas viviendo con unos free runners del South Bank y quería despedirse de sus nuevos amigos.

– Maya puede entrar conmigo, pero usted es mejor que se mantenga a distancia -le dijo a Linden-. Tiene todo el aspecto de estar a punto de matar a alguien.

– Solo si es necesario -repuso Linden, pero cuando llegaron a Bonnington Square se quedó en la furgoneta.

La vieja casa olía a beicon frito y patatas hervidas. Tres jóvenes y una quinceañera de aspecto duro y con el pelo muy corto cenaban en el salón. Gabriel les presentó a Maya, y ella saludó a Jugger, Sebastian, Roland y Ice con un gesto de la cabeza. Les dijo que Maya era una amiga y que se marcharían de la ciudad esa misma noche.

– ¿Estás bien? -preguntó Jugger-. ¿Podemos ayudarte en algo?

– Si viene alguien haciendo preguntas sobre mí, decidle que he conocido a una chica y que me he ido al sur de Francia.

– Vale. Eso está hecho. Recuerda que siempre tendrás amigos aquí.

Cargando con una caja en la que llevaba sus pertenencias, Gabriel siguió a Maya de regreso a la furgoneta. Pasaron dos días en una casa segura cerca de Stradford mientras Linden buscaba información sobre Skellig Columba. Todo lo que averiguó a través de internet fue que en la isla había un monasterio fundado en el siglo VI por san Columba. Ese santo irlandés, también conocido como Collum Cille, había llevado la palabra de Dios a las tribus paganas de Escocia. A principios de 1900, el edificio en ruinas había sido restaurado por monjas de la orden de las clarisas descalzas. No había conexión por ferry con la isla, y las monjas no admitían visitantes.

Descendieron de las montañas hasta una carretera costera que serpenteaba entre un acantilado y el mar. Poco a poco, el paisaje se fue convirtiendo en una zona de marismas. A lo lejos, varios hombres extraían bloques de turba, residuos vegetales acumulados desde la Era Glacial.

Por todas partes había lagos y marismas, y durante un rato la carretera bordeó un río que desembocaba en una pequeña bahía. Las montañas la cerraban por el norte, pero ellos giraron en dirección opuesta, hacia Portmagee, una aldea de pescadores frente a un muelle y un dique. Un par de docenas de casas se erguían al otro lado de la calle. Viendo sus fachadas Maya pensó en el dibujo que un niño haría de una cara: tejas de pizarra gris en lugar de pelo, dos ventanas en vez de ojos, una puerta colorada donde debería ir la nariz, y dos ventanas bajas con macetas llenas de flores blancas a modo de sonrisa dentada.

Entraron en un pub, y el propietario les dijo que un tal Thomas Foley era la única persona que iba a Skellig Columba. El capitán Foley rara vez contestaba al teléfono, pero por las tardes solía estar en casa. Vicki se quedó para reservar habitaciones en el pub, mientras Maya y Gabriel se dirigían calle abajo. Era la primera vez que estaban los dos solos desde que se encontraron en Londres. A Maya le parecía natural estar con él de nuevo y recordó cómo fueron las cosas cuando se conocieron en Los Ángeles. Entonces, los dos se mostraron sumamente prudentes e inseguros respecto a sus responsabilidades como Arlequín y Viajero.

Cerca de las afueras del pueblo encontraron un tosco letrero en el que se leía: CAPITÁN T. FOLEY. EXCURSIONES EN BARCA. Siguieron por un camino embarrado y llegaron a una casa encalada. Maya llamó a la puerta.

– ¡Entre o deje de llamar! -gritó un hombre.

Pasaron a un pequeño vestíbulo y vieron un salón lleno de salvavidas de plástico, muebles de jardín y un bote de remos de aluminio encima de un caballete para serrar. Aquella casa parecía el vertedero del oeste de Irlanda. Maya siguió a Gabriel por el pasillo, abarrotado de montones de diarios viejos y bolsas llenas de latas de aluminio. Las paredes se curvaban hacia arriba cuando llegaron a una segunda puerta.

– ¡Si eres tú, James Kelly, ya puedes largarte con viento fresco! -gritó la misma voz.

Maya se adelantó, empujó la puerta, y entraron en una cocina: en un rincón había una estufa eléctrica; el fregadero rebosaba de platos sucios. Sentado en el centro de la estancia, un anciano remendaba una red de pescar. El hombre levantó la vista y sonrió; tenía los dientes de un color amarillo oscuro, fruto de toda una vida fumando y bebiendo té negro.

– ¿Quiénes son ustedes?

– Me llamo Judith Strand, y él es mi amigo Richard. Estamos buscando al capitán Foley.

– Pues lo han encontrado. ¿Se puede saber para qué lo buscan?

– Nos gustaría alquilar una barca para cuatro pasajeros.

– Eso es fácil. -El capitán Foley examinó a Maya con la mirada, como si calculara la cantidad que pensaba cobrarle-. Una excursión de medio día a lo largo de la costa son trescientos euros; un día entero, quinientos. El maldito almuerzo corre de su cuenta.

– He visto fotos de una isla llamada Skelling Columba -intervino Gabriel-. ¿Cree que podríamos ir hasta allí?

– Yo llevo provisiones a las monjas cada quince días. -Foley rebuscó entre los trastos de la mesa hasta que encontró una pipa-. Pero ustedes no pueden desembarcar en esa isla.

– ¿Qué problema hay? -preguntó Gabriel.

– No hay ningún problema. -El marino cogió una abollada lata de azúcar llena de tabaco, sacó un pellizco y llenó con él la pipa-. Solo que no admiten turistas. La isla es propiedad del Estado, que se la arrienda a la Iglesia, que a su vez la tiene cedida a la orden de las clarisas descalzas. Y un punto en el que todos están de acuerdo, gobierno, Iglesia y monjas, es que no quieren a nadie rondando por la isla. Se trata de una reserva natural para aves marinas. Las clarisas no las molestan porque se pasan el día rezando.

– Bueno, quizá yo podría hablar con ellas y pedirles permiso para…

– Nadie puede poner el pie en la isla sin una autorización por escrito del obispo, y no veo que lleve usted una. -Foley encendió la pipa y lanzó unas cuantas bocanadas de humo dulzón-. Y fin de la historia.

– Voy a proponerte otra historia, capitán -dijo Maya-. Le pagaremos mil euros para que nos lleve a la isla y podamos hablar con las monjas.

Foley lo meditó.

– Quizá podría…

Maya cogió a Gabriel de la mano y tiró de él hacia la puerta.

– Creo que será mejor que busquemos en otra parte -dijo.

Foley reaccionó inmediatamente.

– Por supuesto que podría. Mañana, a las diez, en el muelle.

Maya y Gabriel salieron y volvieron hacia la aldea. La Arlequín se sentía como atrapada en una madriguera. Empezaba a oscurecer; las sombras se confundían con los arbustos y se extendían bajo los árboles.

Los habitantes de la aldea estaban a salvo en sus casas, mirando la televisión y preparando la cena. Las luces brillaban tras las cortinas de encaje, y de varias chimeneas salía humo. Gabriel llevó a Maya hasta un oxidado banco que miraba hacia la bahía. La marea había bajado y había dejado a la vista una franja de oscura arena llena de algas y restos. Maya se sentó. Gabriel caminó hasta la orilla y contempló el horizonte. El sol, una brumosa bola de fuego que flotaba a lo lejos, rozaba el mar.

– Mi padre está en esa isla -dijo Gabriel-. Sé que está allí. Casi puedo oírle hablar conmigo.

– Puede que sea cierto, pero todavía no sabemos por qué vino a Irlanda. Tiene que haber una razón.

Gabriel se volvió, se alejó del agua y se sentó junto a Maya. Estaban solos en la penumbra, tan cerca el uno del otro que ella notaba su respiración.

– Está oscureciendo -dijo Gabriel-. ¿Por qué llevas todavía las gafas de sol?

– Simple costumbre.

– Una vez me dijiste que los Arlequines están contra las costumbres y los actos predecibles. -Se acercó, le quitó las gafas, y las dejó junto a la pierna de Maya.

De repente, Maya se sintió desnuda y vulnerable, como si le hubieran quitado todas sus armas.

– No quiero que me mires, Gabriel. Me siento incómoda.

– Pero nos gustamos… Somos amigos.

– Eso no es verdad. Nunca seremos amigos. Yo estoy aquí para protegerte, para morir por ti si es necesario.

Gabriel desvió la vista hacia el mar.

– No quiero que nadie muera por mí.

– Todos los Arlequines conocemos el riesgo.

– Puede ser, pero me siento vinculado con lo ocurrido. Cuando nos conocimos en Los Ángeles y me revelaste que quizá fuera un Viajero, no comprendí que eso fuera a cambiar las vidas de la gente que conocía. Tengo tantas preguntas que hacerle a mi padre… -Calló y meneó la cabeza-. Nunca acepté la idea de que hubiera desaparecido para siempre. Cuando era pequeño, solía quedarme en la cama, despierto, y mantenía conversaciones imaginarias con él. Pensaba que eso pasaría a medida que fuera haciéndome mayor, pero la verdad es que han ido a más.

– Gabriel, puede que tu padre no esté en esa isla…

– Entonces seguiré buscándolo.

– Si la Tabula sabe que buscas a tu padre, tendrá poder sobre ti y te pondrá pistas falsas, como el cebo de un anzuelo.

– Me arriesgaré, pero eso no significa que tengas que acompañarme. Si te ocurriera algo no podría soportarlo, Maya. No podría vivir con algo así.

Maya se sintió como si Thorn estuviera a su lado susurrándole sus amenazas y advertencias: «Nunca confíes en nadie», «Nunca te enamores». Su padre se mostraba siempre tan fuerte, tan seguro de sí mismo… Había sido la persona más importante de su vida. «Pero, maldita sea, me robó la voz y ahora no puedo hablar», pensó.

– Gabriel -susurró-. Gabriel… -Su voz era muy baja, como la de un niño perdido que ya no tiene ninguna esperanza de ser encontrado.

– Todo está bien. -Él buscó su mano y la tomó, solo una franja de sol permanecía en el horizonte. La piel de Gabriel era cálida al tacto, y Maya sintió como si pudiera darle calor (calor de Arlequín) para el resto de su vicia.

– Seguiré a tu lado pase lo que pase, Gabriel. Te lo juro.

Él se inclinó para besarla, pero cuando Maya volvió la cabeza vio oscuras sombras que se les acercaban.

– ¡Maya! -llamó Vicki-. ¿Eres tú? Alice está preocupada. Quería encontraros…

Llovió toda la noche. Por la mañana, un grueso manto de niebla cubría el mar más allá de la bahía. Maya se vistió con parte de la ropa que había comprado en Londres, un pantalón de lana, un jersey de cachemira y un abrigo de cuero negro forrado. Tras desayunar en el pub, fueron al muelle, donde encontraron al capitán Foley cargando cajas de provisiones y sacos de turba en su barca de pesca de diez metros. Foley les explicó que la turba era para las estufas del convento, y que las cajas contenían alimentos y ropa limpia. La única agua disponible en Skellig Columba era la que provenía de la lluvia y se almacenaba en los depósitos excavados en las rocas. Era agua suficiente para que las monjas pudieran beber y lavarse, pero no para hacer la colada.

La cubierta, a popa, estaba despejada para tirar de las redes de pesca; cerca de proa una cabina ofrecía protección contra los elementos. Alice parecía muy emocionada de pisar de nuevo una embarcación, y la inspeccionó de arriba abajo mientras salían de puerto. El capitán Foley dio un par de caladas a su pipa.

– El mundo conocido -dijo, y señaló con el pulgar las verdes colinas que se alzaban a oriente-. Y este… -Hizo un gesto hacia poniente.

– El fin del mundo -terció Gabriel.

– Tiene razón, joven. Cuando san Columba y sus monjes llegaron por primera vez a esta isla, se dirigían al lugar más al oeste que figuraba en los mapas de Europa de la época. La última parada del tranvía.

En cuanto abandonaron la protección de la bahía, la niebla los envolvió. Era como hallarse dentro de una enorme nube. La cubierta brillaba, y de la jarcia y la antena colgaban gotas de humedad. La barca de pesca se abrió paso entre las olas, cortándolas con la proa entre blancos rociones. Alice, que se aferraba a la barandilla de popa, corrió hacia Maya. Emocionada, le señaló una foca que nadaba cerca de la embarcación. La foca los miró como un perro observaría a unos desconocidos que entraran en su jardín.

Poco a poco, la niebla se fue disipando y empezaron a ver el cielo. Había aves marinas por todas partes: petreles, gaviotas, alcatraces y pelícanos. Tras navegar durante casi una hora, pasaron ante una isla llamada Little Skellig que era una reserva para la cría de alcatraces. Los excrementos de las aves cubrían de blanco las rocas, y miles de pájaros revoloteaban en lo alto.

Tardaron otra hora en llegar a Skellig Columba. La isla era como la que Michael había visto en la fotografía de Tyburn Convent: dos picos de una montaña emergiendo del mar. Estaba cubierta de brezo y matojos, pero Maya no vio el convento ni ninguna otra construcción.

– ¿Dónde desembarcaremos? -preguntó al capitán Foley.

– Paciencia, señorita. Nos estamos acercando por el este. Al sur de la isla existe una especie de cala.

Manteniéndose a una distancia prudencial de las rocas, Foley atracó junto a un embarcadero de unos seis metros de largo construido sobre pilares de hierro. El embarcadero conducía hasta una plataforma de hormigón por la que se accedía a un camino escalonado que serpenteaba pendiente arriba; estaba cerrado por una valla de alambre y una verja. Un rótulo con letras rojas y negras anunciaba que la isla era una zona ecológica protegida cuyo acceso estaba vedado a cualquiera que no tuviera un permiso escrito de la diócesis de Kerry.

El capitán Foley detuvo el motor y dejó que el oleaje empujara suavemente la embarcación hacia el muelle; luego lo amarró a uno de los pilones. Maya, Vicki y Alice saltaron a tierra y se dirigieron hacia la plataforma mientras Gabriel ayudaba a Foley a descargar las cajas y los sacos de turba. Vicki se acercó a la verja y miró el candado que la bloqueaba.

– Y ahora ¿qué? -preguntó.

– No hay nadie -dijo Maya-. Supongo que deberíamos saltar la valla y subir hacia el convento.

– No creo que al capitán Foley le guste la idea.

– Foley nos ha traído hasta aquí. Solo le he dado la mitad del dinero que le prometí, y Gabriel no se marchará de esta isla hasta que sepa qué ha sido de su padre.

De repente, Alice cruzó la plataforma y señaló hacia la pendiente. Maya retrocedió unos pasos y vio a cuatro monjas que descendían por el camino escalonado que conducía al embarcadero. Las clarisas descalzas vestían hábitos negros y se cubrían con tocas blancas. Los cinturones de cuerda que llevaban alrededor de la cintura estaban inspirados en los orígenes franciscanos de su orden. Las cuatro se envolvían con chales de lana negro que les cubrían la parte superior del cuerpo. El viento agitaba sus ropas, pero ellas siguieron avanzando hasta que divisaron al grupo de desconocidos que acababa de desembarcar en su isla. Se detuvieron. Tres de ellas permanecieron juntas; la más alta se quedó unos pasos por detrás.

El capitán Foley descargó un par de sacos de turba y los dejó cerca de la verja.

– Esto no tiene buena pinta -comentó-. La más alta es la abadesa, la que dirige el cotarro.

Una de las religiosas se acercó a la abadesa, recibió una orden y se apresuró a descender hasta la verja.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gabriel.

– Que se acabó, joven -respondió Foley-. No los quieren aquí.

El capitán se quitó la gorra con la que se cubría la calva y se acercó a la verja. Hizo una leve inclinación y habló brevemente y en voz baja con la religiosa. Al cabo de un instante, se volvió hacia Maya con aire sorprendido.

– Discúlpeme, señorita. Lamento lo que le he dicho. La abadesa requiere su presencia en la capilla.

La abadesa había desaparecido, pero las otras tres monjas cargaron cada una con un saco de turba y empezaron a subir por la escalera. Maya, Gabriel, Vicki y Alice las siguieron; el capitán Foley se quedó esperando en el embarcadero.

En el siglo vi, los monjes guiados por san Columba construyeron una escalera que conducía desde el mar hasta lo alto de la isla. La piedra caliza estaba veteada de pizarra y llena de líquenes. Mientras seguían a las monjas, el rumor de las olas desapareció y fue sustituido por el del viento que corría entre las construcciones cónicas de piedra, agitando la hierba, el cardo y la acedera. Skellig Columba recordaba las ruinas de algún antiguo castillo con torres caídas y arcos en ruinas. Las aves marinas habían sido sustituidas por cuervos, que volaban en círculos por encima de ellos y se graznaban unos a otros.

Llegaron a lo alto de un risco y empezaron a descender por el lado norte de la isla. Justo bajo ellos se extendían tres terrazas de unos quince metros de ancho. La primera estaba ocupada por un pequeño jardín y dos depósitos que recogían el agua de lluvia que caía por la pared de roca. En la segunda había cuatro construcciones de piedra sin mortero; parecían enormes colmenas con puertas de madera y ventanas redondas. En la tercera terraza había una capilla; tenía unos veinte metros de longitud y la forma de una barca vuelta boca abajo.

Alice y Vicki se quedaron con las monjas mientras Gabriel y Maya bajaban la escalera que conducía a la capilla. En el interior, el suelo era de roble; el altar estaba en un extremo de la capilla: tres ventanas detrás de una sencilla cruz de oro. Vestida con su hábito, la abadesa los esperaba de pie junto al altar, de espaldas a ellos y con las manos entrelazadas, rezando. La puerta se cerró y todo cuanto oyeron fue el ulular del viento a través de los muros de piedra.

Gabriel se adelantó unos pasos.

– Disculpe, madre. Acabamos de llegar a la isla y necesitamos hablar con usted.

La religiosa desentrelazó las manos y bajó lentamente los brazos. Había algo en sus gestos que era al mismo tiempo grácil e inquietante. Maya cogió al acto el cuchillo que llevaba oculto en la bocamanga. «¡No!», quiso gritar, «¡No!»La religiosa se volvió hacia ellos al tiempo que les arrojaba un negro cuchillo que fue a clavarse en uno de los paneles de madera que recubrían las paredes de piedra, a escasos centímetros por encima de la cabeza del Viajero.

Maya se situó ante Gabriel; tenía el cuchillo de lanzamiento en la mano. Se disponía a arrojarlo cuando reconoció aquel rostro familiar. Una mujer irlandesa de unos cincuenta años. Ojos verdes salvajes, casi locos. Un mechón pelirrojo asomaba por debajo del almidonado griñón. Una boca que sonreía con absoluto desdén.

– Está claro que no estás muy alerta ni preparada -dijo la mujer a Maya-. Unos centímetros más abajo, y tu ciudadano estaría muerto.

– Es Gabriel Corrigan -repuso Maya-. Es un Viajero, como su padre, y tú has estado a punto de matarlo.

– Nunca mato a nadie accidentalmente.

Gabriel miró el cuchillo.

– ¿Y quién demonios es usted?

– Es Madre Bendita -explicó Maya-. Una de las últimas Arlequines que quedan con vida.

– Una Arlequín…, claro… -dijo Gabriel en tono despectivo.

– Conozco a Maya desde que era una niña -aclaró madre Bendita-. Yo fui una de las personas que le enseñó cómo entrar en un edificio. Siempre quiso parecerse a mí, pero por lo que he visto le queda mucho que aprender.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Maya-. Linden te cree muerta.

– Eso es lo que pretendía. -Madre Bendita se quitó el negro chal y lo dobló hasta formar un pequeño cuadrado-. Después de que Thorn cayera en la emboscada de Pakistán, comprendí que había un traidor entre nosotros, pero tu padre no me creyó. ¿Quién fue, Maya? ¿Lo sabes?

– Shepherd. Yo lo maté.

– Bien. Espero que sufriera lo suyo. Llegué a esta isla hará unos catorce meses. Cuando la abadesa murió, las monjas me eligieron temporalmente como líder. -Resopló burlonamente-. Las clarisas descalzas llevamos una vida sencilla y piadosa.

– O sea que es una cobarde -intervino Gabriel-y vino aquí para esconderse.

– Qué joven tan imprudente… No me impresionas. Tal vez deberías cruzar las barreras unas cuantas veces más. -Madre Bendita atravesó la capilla, arrancó el cuchillo de la madera y se lo guardó en la funda que ocultaba bajo la ropa-. ¿Ves el altar que hay cerca de la ventana? Contiene un manuscrito miniado escrito supuestamente por san Columba. Mi Viajero deseaba leer ese libro, de modo que tuve que seguirlo hasta este pedazo de roca solitaria.

Gabriel, nervioso, avanzó unos pasos.

– Y ese Viajero es…

– Tu padre, claro. Está aquí. Lo he estado protegiendo.

Capítulo 20

Gabriel sintió que se le hacía un nudo en el estómago y recorrió la capilla con la vista.

– ¿Dónde está?

– No te preocupes. Te llevaré hasta él. -Madre Bendita se quitó unas cuantas horquillas, la toca, y luego agitó la cabeza para liberar la enredada melena pelirroja.

– ¿Por qué no le dijo a Maya que mi padre estaba en esta isla?

– Hace mucho que no estoy en contacto con otros Arlequines.

– Mi padre debería haberle dicho que me localizara.

– Pues no lo hizo. -Madre Bendita dejó la toca en una mesa auxiliar, cogió la espada enfundada en su negra vaina y se la colgó del hombro-. ¿Acaso Maya no te lo ha explicado? Los Arlequines solo protegemos a los Viajeros. No intentamos comprenderlos.

Si añadir más, condujo a Maya y a Gabriel fuera de la capilla. Una de las monjas, una irlandesa muy menuda, esperaba sentada en uno de los bancos exteriores mientras sujetaba un rosario y recitaba en silencio sus oraciones.

– ¿El capitán Foley sigue en el embarcadero?

– Sí, madre.

– Dile que sus pasajeros se quedarán en la isla hasta que me ponga en contacto con él. Las dos mujeres y la niña dormirán en el cobertizo del almacén. Di a la hermana Joan que prepare cena para el doble de gente.

La religiosa asintió y se alejó a toda prisa sin soltar el rosario.

– Estas mujeres saben obedecer -comentó Madre Bendita-, pero tantos cánticos y oraciones acaban siendo una pesadez. Para tratarse de una orden contemplativa, hablan un montón.

Maya y Gabriel la siguieron por una breve escalera hasta la terraza intermedia del monasterio. Se trataba de una zona de terreno llano donde los monjes de la antigüedad habían construido cuatro grandes cabanas de piedra con forma de colmena y la altura de un autobús londinense de dos pisos. El viento en la isla era constante, y todas las construcciones tenían pesadas puertas de roble y pequeños ventanucos redondos.

No vieron a Vicki ni a Alice por ninguna parte, pero Madre Bendita les dijo que se encontraban en la cabaña donde cocinaban. De una de las construcciones de piedra surgía un hilo de humo que era arrastrado rápidamente por el viento. Siguieron por un camino de tierra y pasaron junto a las dependencias de las monjas y lo que Madre Bendita dijo había sido la celda del santo. La última cabaña, en el extremo de la terraza, era el almacén. La Arlequín se detuvo y contempló a Gabriel como si fuera un animal en un zoo.

– Está dentro.

– Gracias por proteger a mi padre.

Madre Bendita se apartó un mechón de pelo de los ojos.

– Tu gratitud es una emoción innecesaria. Tomé una decisión y acepté mis obligaciones.

Abrió la pesada puerta y los guió hasta el interior del refugio. El suelo era de madera y una estrecha escalera subía a un nivel superior. La única iluminación provenía de los tres ventanucos redondos abiertos en los muros de piedra. Por todas partes había estanterías llenas de latas de comida, y también un generador portátil. Alguien había dejado unas velas en una caja de primeros auxilios. La Arlequín irlandesa cogió una caja de cerillas de madera y la lanzó a Maya.

– Enciende unas cuantas velas -ordenó. A continuación se arrodilló, pasó la mano por la suave superficie de madera hasta que localizó una tabla ligeramente descolorida y la empujó. Un tirador de cuerda quedó al descubierto-. Cuidado, apartaos.

Tiró de la cuerda y abrió una trampilla. Una escalera de piedra se zambullía en la oscuridad.

– ¿Qué es esto? -preguntó Gabriel-. ¿Acaso mi padre está prisionero ahí abajo?

– Claro que no. Coge una vela y compruébalo tú mismo.

Gabriel tomó la vela que Maya le ofrecía y bajó por la escalera hasta lo que parecía una bodega con paredes de ladrillo y suelo de tierra. Allí no había nada salvo un montón de cubos de plástico con el mango de acero. Gabriel se preguntó si las monjas los utilizaban para regar el huerto en verano.

– Hola… -llamó. Nadie contestó.

Solo podía continuar en una dirección: a través de otra puerta de roble. Sosteniendo la vela con la mano izquierda, Gabriel la abrió y entró en una estancia mucho más pequeña. Se sentía como si estuviera en un depósito de cadáveres a punto de identificar a un ser querido. Sobre una losa de piedra yacía un cuerpo cubierto por una sábana de algodón. Permaneció inmóvil junto al cuerpo durante unos segundos, luego alargó la mano y retiró la sábana. Era su padre.

Los goznes de la puerta chirriaron cuando Maya y Madre Bendita entraron en la habitación. Las dos Arlequines llevaban velas que proyectaban extrañas sombras en la pared.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Gabriel-. ¿Cuándo murió?

Madre Bendita alzó los ojos al cielo, como si no diera crédito a tanta ignorancia.

– No está muerto. Si apoyas la cabeza en su pecho, oirás que su corazón late cada diez minutos aproximadamente.

– Gabriel no había visto nunca a otro Viajero -explicó Maya.

– Bueno, pues ya lo ha hecho. Ese es el aspecto que tienes cuando viajas a otro dominio. Tu padre lleva meses en este estado. Algo debió de ocurrir. O le gustó lo que encontró y se quedó, o está atrapado y no puede regresar a nuestro mundo.

– ¿Cuánto tiempo puede permanecer así?

– Si muere en otro dominio, su cuerpo acabará descomponiéndose. Si sobrevive pero no regresa a este mundo, su cuerpo morirá de viejo. No sería mala cosa que muriera en otro dominio… -Hizo una pausa-. Al menos así podría largarme de esta maldita isla.

Gabriel dio media vuelta y se encaró con Madre Bendita.

– Puede marcharse de esta vida ahora mismo. Váyase al infierno.

– He protegido a tu padre, Gabriel. Habría dado mi vida por él. Pero no esperes que me comporte como si fuera su amiga. Mi responsabilidad exige que sea fría y completamente racional. -Madre Bendita fulminó a Maya con la mirada y salió con grandes zancadas de la habitación.

Gabriel no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba en aquel sótano contemplando a su padre. Haber viajado desde tan lejos para encontrar un cuerpo vacío resultaba tan perturbador que su mente se negaba a aceptarlo. Sintió la infantil tentación de repetir todos sus movimientos: entrar en el refugio de piedra, tirar de la trampilla, bajar por la escalera y encontrar algo distinto.

Al cabo de un rato, Maya cogió el extremo de la sábana y cubrió el cuerpo de Matthew Corrigan.

– Está anocheciendo -dijo con suavidad-. Deberíamos reunimos con las demás.

Gabriel permaneció al lado de su padre.

– Michael y yo siempre soñábamos con el momento en que lo volveríamos a ver. Era nuestro tema de conversación antes de irnos a dormir.

– No te preocupes. Volverá.

Maya tomó a Gabriel del brazo y tiró de él con delicadeza. Fuera, el sol se ponía y hacía frío. Recorrieron juntos el camino de tierra y entraron en la cabaña donde se encontraba la cocina. Era un lugar cálido y acogedor, como el hogar de un amigo. Una rechoncha monja irlandesa llamada Joan acababa de hornear panecillos; los colocó en una bandeja junto con distintas clases de mermeladas caseras. Entretanto, la hermana Ruth, una mujer mayor que llevaba unas lentes muy gruesas, se afanaba en guardar las provisiones que habían descargado de la barca. Abrió la estufa de hierro y echó al fuego varios trozos de turba. El combustible empezó a consumirse con un resplandor anaranjado.

Vicki bajó corriendo del piso de arriba.

– ¿Qué ha pasado, Gabriel?

– Hablaremos de eso más tarde -dijo Maya-. Ahora lo que nos gustaría es beber un poco de té.

Gabriel se desabrochó la cazadora y se sentó en un banco junto a la pared. Las dos monjas lo miraron fijamente.

– ¿Matthew Corrigan es su padre? -preguntó la hermana Ruth.

– Así es.

– Fue un honor conocerlo.

– Es un gran hombre -añadió la hermana Joan-. Un gran…

– Té, por favor -interrumpió Maya.

Al cabo de un momento, Gabriel sostenía una taza de humeante té. Se produjo un tenso silencio hasta que otras dos monjas entraron con más cajas de provisiones. La hermana Maura era la monja menuda que había permanecido rezando fuera de la capilla, mientras que la hermana Paulina era originaria de Polonia y tenía un acento muy marcado. Mientras vaciaban el contenido de las cajas e inspeccionaban el correo, se olvidaron de la presencia de Gabriel y charlaron animadamente.

Las clarisas descalzas no tenían más posesión que la cruz que llevaban al cuello. Vivían sin agua corriente, instalaciones sanitarias ni electricidad; no obstante, parecían hallar gran alegría en los pequeños placeres de la vida. Por el camino de regreso del embarcadero, la hermana Faustina había recogido flores de brezo, y en ese momento las colocó al borde de cada plato, como una pincelada de color, junto con un panecillo caliente y un trozo de mantequilla irlandesa. Todo estaba perfectamente dispuesto, como en el mejor de los restaurantes, y sin embargo sus gestos habían sido completamente naturales. Para las clarisas descalzas el mundo era hermoso, y negar ese hecho equivalía a negar a Dios.

Alice Chen bajó del dormitorio y devoró tres panecillos colmados de mermelada de fresa. Vicki y Maya, sentadas en un rincón, charlaban en voz baja y miraban de vez en cuando a Gabriel. Las monjas bebían té mientras conversaban acerca del correo que acababa de llegar con el capitán Foley. En sus oraciones, pedían por docenas de personas repartidas por todo el mundo, y hablaban de ellas -de la mujer con leucemia, del hombre con la pierna destrozada-como si fueran amigos íntimos. Las malas noticias eran recibidas con solemnidad, mientras que las buenas eran motivo de risas y celebración, como si fuera el cumpleaños de alguien.

Gabriel no dejaba de pensar en el cuerpo de su padre y en la sábana blanca que lo cubría, como las telarañas de un antiguo sepulcro. ¿Por qué permanecía su padre en otro dominio? No había forma de hallar respuesta a eso, pero entonces recordó que Madre Bendita les había hablado de la razón que había llevado a su padre hasta tan remoto lugar.

– Disculpen -dijo Gabriel-. Me gustaría entender por qué mi padre decidió venir aquí. Madre Bendita dijo algo de un manuscrito escrito por san Columba…

– Ese manuscrito está en la capilla -dijo la hermana Ruth-. Antes estaba en Escocia, pero fue devuelto a esta isla hace unos cincuenta años.

– ¿Y sobre qué escribió el santo?

– Se trata de un relato de fe, una confesión. En él, san Columba hace una descripción detallada de su viaje al infierno.

– El Primer Dominio.

– Nosotras no creemos en ese esquema. Y desde luego no creemos que Jesucristo fuera un Viajero.

– Jesucristo es el Hijo de Dios -intervino la hermana Joan.

La hermana Ruth asintió.

– Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de la Virgen María. Fue crucificado, murió, fue sepultado y resucitó de entre los muertos. -Miró a las otras monjas-. Estos son los fundamentos de nuestra fe, pero no contradicen la idea de que Dios haya podido conceder a algunos el don de ser Viajeros ni que esos Viajeros se conviertan en visionarios, profetas o incluso santos.

– Así pues, ¿Columba fue un Viajero?

– No conozco la respuesta a esa pregunta. De todas maneras, su espíritu viajó hasta un lugar de condenación y regresó para escribir sobre él. Su padre pasó mucho tiempo traduciendo ese manuscrito. Y cuando no estaba en la capilla…

– Paseaba por la isla -intervino la hermana Faustina con fuerte acento polaco-. Subía a lo alto de la montaña y contemplaba el mar.

– ¿Podría ir a la capilla? -preguntó Gabriel-. Me gustaría ver ese manuscrito.

– No tenemos electricidad -señaló la hermana Ruth-. Tendrá que alumbrarse con velas.

– Solo quiero ver qué traducía mi padre.

Las religiosas se miraron unas a otras y parecieron llegar a un acuerdo. La hermana Maura se levantó y fue hasta una cómoda.

– En el altar hay velas suficientes, pero necesitará cerillas. Mantenga la puerta cerrada o el viento apagará las velas.

Gabriel se abrochó la cazadora y salió de la cocina. La única luz provenía de las estrellas y la luna creciente. Por la noche, las cabañas de piedra y la capilla parecían oscuros túmulos de tierra y roca, tumbas de los reyes de la Edad del Bronce. Intentando no tropezar por el irregular camino, pasó junto al dormitorio de las monjas y el refugio que había sido la celda del santo, donde en esos momentos vivía Madre Bendita. Una débil luz azulada brillaba en el piso de arriba, y Gabriel se preguntó si la Arlequín irlandesa tendría un ordenador portátil dotado de conexión vía satélite.

Bajó los peldaños hasta la terraza inferior y empujó la puerta de la capilla. Le costó ver algo hasta que logró encender tres grandes velas que ardieron con una llama amarilla.

El altar era una estructura rectangular del tamaño de una cómoda. Tenía una cruz de madera, y los lados estaban decorados con bajorrelieves donde se veían sirenas, monstruos marinos y un hombre al que le salía hiedra de la boca. Gabriel se arrodilló frente al altar y distinguió el contorno de un cajón central, pero no había ni tirador ni cerradura. Palpó y presionó todas las figuras esculpidas, pero ninguno de esos adornos paganos abrió el cajón. Estaba a punto de abandonar y volver a la cocina para pedir instrucciones cuando se le ocurrió desplazar la cruz hacia delante. Al momento, se oyó el sonido de un pestillo y el cajón central se abrió.

Dentro había un voluminoso objeto envuelto en terciopelo negro, una libreta de tapas duras y dos libros. Gabriel desenvolvió el objeto y halló un manuscrito con tapas de grueso cuero y páginas de papel vitela. En la primera había una ilustración en la que se veía a san Columba a la orilla de un río. A pesar de lo antiguo del códice, los colores seguían siendo vivos. En la página siguiente comenzaba la confesión del santo, escrita en latín.

Gabriel dejó el manuscrito a un lado y examinó los otros dos libros. Uno era un gastado diccionario de latín-inglés; el otro, un viejo libro de texto para estudiantes de primer año de latín. A continuación abrió la libreta y descubrió la traducción de su padre. La meticulosa caligrafía le recordó las listas de la compra que su padre solía colgar en el tablón de corcho de la cocina de la granja. El y Michael la leían todos los días para saber si sus padres habían decidido comprar caramelos o algo especial para la cena.

Sosteniendo la libreta junto a la vela, Gabriel empezó a leer las experiencias del santo en el Primer Dominio.

«Cuatro días después de nuestra celebración de la ascensión de la Virgen a los Cielos, mi alma abandonó mi cuerpo y descendió a ese lugar de condenación.»Gabriel pasó la hoja y siguió leyendo con avidez.

«Son demonios con apariencia de hombres y viven en una isla, en medio de un río oscuro. La luz proviene de un fuego…»Su padre había tachado aquella última palabra y anotado otras alternativas.

«La luz proviene de unas llamas, y el sol está oculto.»En la última página de la libreta, Matthew había subrayado varios pasajes.

«No hay fe. No hay camino revelado. Pero, por la gracia de Dios, hallé la puerta negra, y mi alma regresó a la capilla.»Gabriel cogió el manuscrito y pasó las páginas de papel vitela para ver las ilustraciones. Columba aparecía vestido con una túnica; una aureola dorada indicaba que se trataba de un santo. Pero no aparecían demonios en aquella versión del infierno, solo hombres vestidos a la usanza medieval, con espadas y lanzas. Mientras el santo observaba tras una torre derruida, los habitantes del infierno se mataban y torturaban con suma crueldad.

Oyó que la puerta crujía y se apartó del altar. Una silueta cruzó las sombras y entró en el reducido círculo de luz: Maya. Se había envuelto y cubierto la cabeza con uno de los negros chales de las religiosas, y, siguiendo el ejemplo de Madre Bendita, había prescindido del estuche de metal y llevaba su espada Arlequín a la vista de todos. La cincha de la funda le cruzaba el pecho, y la empuñadura de la hoja sobresalía tras su hombro izquierdo.

– ¿Has encontrado el libro? -preguntó.

– Sí, pero hay algo más. Mi padre no sabía latín, pero se empeñó en traducirlo y lo apuntó todo en una libreta. Trata de cuando san Columba cruzó al Primer Dominio. Imagino que mi padre quería saber lo máximo posible de ese lugar antes de ir.

Una sombra de tristeza cruzó el rostro de Maya. Como de costumbre, parecía saber de antemano lo que Gabriel planeaba.

– Tu padre podría estar en cualquier parte, Gabriel.

– No. Está en el Primer Dominio.

– No es necesario que cruces hasta allí. El cuerpo de tu padre sigue en este mundo. Estoy segura de que tarde o temprano regresará.

Gabriel sonrió.

– Dudo que nadie tenga muchas ganas de regresar a la protección de Madre Bendita.

Maya meneó la cabeza y empezó a caminar arriba y abajo.

– La conozco desde que yo era una cría. Se ha vuelto tan negativa… Está llena de desprecio hacia todos.

– ¿Siempre ha sido tan vehemente?

– Yo admiraba su valor y su belleza. Todavía recuerdo un viaje que hicimos juntas en tren a Glasgow. Fue un viaje repentino, no tuvimos tiempo de preparar nada, y ella no llevaba ni disfraz, ni peluca. Me acuerdo de cómo la miraban los hombres. Se sentían atraídos por ella, pero al mismo tiempo intuían el peligro.

– ¿Y tú admirabas eso?

– Fue hace mucho tiempo, Gabriel. Ahora estoy intentando hallar mi propio camino. No soy una ciudadana ni un zángano, pero tampoco soy una Arlequín pura.

– ¿Y qué clase de persona deseas ser?

Maya se detuvo ante él y no se esforzó por disimular sus emociones.

– No quiero estar sola, Gabriel. Los Arlequines pueden tener esposa, hijos o familia, pero en realidad nunca están verdaderamente unidos a ellos. En una ocasión, mi padre cogió mi espada y me dijo: «Ella es tu familia, tus amigos y tu amante».

Gabriel se acercó y le puso las manos en los hombros.

– ¿Recuerdas cuando ayer nos sentamos en el banco, frente al mar, y me dijiste que estarías a mi lado pasara lo que pasase? Eso significó mucho para mí.

Estaban conversando -las palabras flotaban en el frío aire-, pero de repente, casi como por encantamiento, se produjo una transformación: la isla y la capilla se desvanecieron, y el mundo se convirtió solamente en ellos dos. Gabriel no vio disimulo en los ojos de Maya, no vio falsedad. Estaban conectados el uno con el otro de un modo profundo que iba más allá de sus respectivos papeles como Viajero y Arlequín.

El viento intentaba entrar en la capilla y arremetió con fuerza contra la puerta, como si pusiera a prueba su resistencia. Gabriel se inclinó hacia Maya y la besó largamente, hasta que ella se apartó. Habían acabado con una poderosa tradición como se arroja un papel al fuego. El deseo que Gabriel había sentido durante tantos meses apartó cualquier otro pensamiento de su mente. Cuando la miró, supo que no existían barreras entre ellos.

Suavemente, le quitó la espada del hombro y la dejó en un banco de madera. Gabriel regresó a ella, le apartó el cabello de la cara y volvieron a besarse. Maya se apartó, pero esta vez muy lentamente, y le susurró al oído:

– Quédate, Gabriel. Por favor, quédate…

Capítulo 21

Una hora más tarde, Gabriel y Maya yacían abrazados en el suelo, envueltos en el chal negro de lana. En la capilla hacía frío, y estaban medio desnudos. Gabriel había dejado su camisa en uno de los bancos, y Maya notaba en sus pechos el contacto de su cálida piel. Deseaba quedarse así para siempre. Gabriel la rodeaba con los brazos; por primera vez en su vida sentía que alguien la protegía.

Era una mujer que yacía junto a su amante, pero su parte Arlequín había estado aguardando como un fantasma en una casa oscura. De repente, se apartó de Gabriel y se sentó.

– Abre los ojos, Gabriel.

– ¿Por qué?

– Tienes que salir de aquí.

El le sonrió, medio adormilado.

– No va a pasar nada…

– Vístete y vuelve a la cabaña que utilizan como almacén. Los Arlequines no pueden liarse con los Viajeros.

– Quizá podría hablar con Madre Bendita.

– Ni se te ocurra. No le digas nada y no te comportes de forma distinta. No me toques cuando ella esté cerca y no me mires a lo ojos. Hablaremos de esto más tarde, te lo prometo. Pero ahora tienes que vestiste y marcharte.

– Todo esto no tiene sentido, Maya. Eres adulta. Madre Bendita no es quién para decirte cómo debes vivir.

– No te das cuenta de lo peligrosa que es.

– Lo único que sé es que pasea por esta isla dando órdenes e insultando a todo el mundo.

– Hazlo por mí. Por favor…

Gabriel suspiró, pero obedeció. Despacio, se puso el pantalón, la camisa, las botas y la cazadora.

– Esto volverá a ocurrir -dijo.

– No. No volverá a ocurrir.

– Los dos lo deseamos, y lo sabes.

Gabriel la besó en los labios y salió de la capilla. Cuando la puerta se cerró, Maya empezó a relajarse. Esperaría a que le diera tiempo de llegar al almacén. Luego se vestiría. Se envolvió en el chal de lana y se tumbó en el suelo. Si se ovillaba todavía podía notar el calor del cuerpo de Gabriel en contacto con el suyo, aquel momento de intimidad y exaltación. El recuerdo de un deseo que pidió en un puente de Praga se abrió paso en su mente: «Que alguien me ame y yo sea capaz de devolverle ese amor».

Se deslizaba hacia un agradable sopor cuando la puerta se abrió y alguien entró en la capilla. Experimentó un instante de placer al pensar que Gabriel había regresado para volver a verla. Luego oyó que alguien avanzaba con paso decidido por el suelo de madera.

Unos fuertes dedos la agarraron por el pelo y la obligaron a ponerse en pie. Una mano surgió de la oscuridad y la abofeteó varias veces.

Maya abrió los ojos y vio a Madre Bendita. La Arlequín irlandesa había cambiado el hábito por un pantalón negro y un suéter.

– Vístete -ordenó. Recogió la ropa de Maya y se la arrojó.

Maya se quitó el chal y se puso la falda, a duras penas podía abrocharse los botones. Todavía iba descalza; los zapatos y los calcetines estaban desperdigados por el suelo.

– Si me mientes, te mataré aquí mismo, ante este altar. ¿Me has entendido?

– Sí.

Maya acabó de ponerse la falda y se levantó. Su espada estaba a unos pasos de distancia, en uno de los bancos.

– ¿Eres la amante de Gabriel?

– Sí.

– ¿Cuándo empezó todo?

– Esta noche.

– ¡Te he dicho que no me mientas!

– Te juro que es cierto.

Madre Bendita se acercó a Maya, le alzó el mentón con la mano derecha y escrutó el rostro de la joven en busca de alguna señal de engaño o vacilación. Luego la empujó.

– Tuve mis diferencias con tu padre, pero siempre lo respeté. Era un verdadero Arlequín, digno de la tradición. En cambio tú no eres nada. Nos has traicionado.

– Eso no es cierto. -Maya intentó que su voz sonara fuerte y decidida-. Encontré a Gabriel en Los Ángeles y lo protegí de la Tabula.

– ¿Acaso tu padre no te enseñó? ¿O es que te negaste a escucharlo? Los Arlequines protegemos a los Viajeros, pero no nos liamos con ellos. Y tú te has entregado al sentimentalismo y la debilidad.

Los desnudos pies de Maya apenas rozaron el suelo de madera cuando fue hacia el banco y cogió su espada. Se pasó la cincha por la cabeza y el arma quedó a su espalda.

– Me conoces desde que era pequeña -dijo-. Ayudaste a mi padre a que me destrozara la vida. Se supone que los Arlequines creen en la imprevisibilidad. Pues bien, ¡el azar no tuvo nada que ver con mi niñez! Me obligasteis a cumplir todo tipo de órdenes. Tú y todos los Arlequines que pasaron por Londres me abofeteasteis y me pegasteis. Me entrenasteis para que matara sin la menor duda o vacilación. Cuando tenía dieciséis años me cargué a aquellos tipos de París…

Madre Bendita reía en silencio, se burlaba de ella.

– Pobre niña. Cuánto lo siento… ¿Es eso lo que quieres oír? ¿Esperas que te compadezca? ¿Yo? ¿Crees que las cosas eran distintas cuando yo era una cría? ¡Maté a mi primer mercenario de la Tabula con una escopeta de cañones recortados cuando solo tenía doce años! ¿Y sabes cómo iba vestida? ¡Con el vestido blanco de la comunión! Mi madre me lo puso para que me resultara más fácil llegar al altar y apretar el gatillo.

Durante unos segundos, Maya vio una sombra de dolor en los ojos de la mujer. Imaginó a una niña con el vestido de la comunión, de pie en medio de una gran catedral, salpicada de sangre. El instante pasó, y la furia de Madre Bendita pareció aumentar.

– Soy una Arlequín, igual que tú -dijo Maya-. Y eso significa que no puedes ir por ahí dándome órdenes.

Madre Bendita desenfundó la espada, la blandió en el aire con las dos manos, hizo una finta espectacular y la apuntó al suelo.

– Harás lo que yo te diga. Tu relación con Gabriel ha terminado. No volverás a verlo.

Maya levantó la mano derecha lentamente para demostrar que no se disponía a atacar. A continuación sacó su espada de la funda y la sostuvo con la punta hacia arriba y la hoja, plana, contra su pecho.

– Llama mañana al capitán Foley, y él nos sacará de esta isla. Yo seguiré protegiendo a Gabriel; y tú, a su padre.

– Este asunto no admite discusión ni componendas. Te someterás a mi autoridad.

– No.

– Te has acostado con un Viajero y estás enamorada de él. Esc tipo de emociones lo pone en peligro. -Madre Bendita alzó la espada-. He vencido a mi propio miedo, por eso puedo despertar el miedo en los demás. Puesto que mi vida no me importa, son mis enemigos los que mueren. Tu padre intentó enseñarte todo esto, pero tú eras demasiado rebelde. Quizá yo consiga que me escuches.

Madre Bendita extendió la pierna izquierda. Fue un movimiento grácil y elegante, como el comienzo de una danza. Entonces, la Arlequín irlandesa se lanzó hacia delante y atacó con rápidos movimientos de manos y muñecas. Golpeó y lanzó os-tocadas sin piedad mientras Maya intentaba defenderse. Las llamas de las velas titilaron, y el ruido de las espadas rasgó el silencio de la capilla.

A pocos metros del altar, Maya se arrojó hacia el otro extremo de la sala como un nadador se zambulliría en una piscina, dio una voltereta, se levantó de un salto y alzó la espada de nuevo.

Madre Bendita reanudó su ataque y empujó a Maya poco a poco contra la pared. La Arlequín irlandesa lanzó una estocada hacia la derecha, desvió el golpe en el último momento, cruzó su espada con la de Maya y se la arrancó. El arma salió volando por los aires y cayó en el otro extremo de la estancia.

– Te someterás a mi autoridad -dijo Madre Bendita-. Te someterás o asumirás las consecuencias.

Maya se resistió a hablar.

Sin previo aviso, Madre Bendita le hizo tres rápidos cortes, en el torso, en el brazo y en la mano izquierda. Para Maya fue como si le hubiera quemado la piel. Miró a los ojos de la Arlequín y comprendió que el siguiente movimiento de su espada acabaría con su vida. Permaneció en silencio hasta que un pensamiento poderoso barrió su orgullo.

– Déjame ver a Gabriel una última vez.

– No.

– Te obedeceré, pero necesito decirle adiós.

Capítulo 22

La Fundación Evergreen ocupaba un bloque de oficinas en la esquina de la calle Cuarenta y cuatro con Madison Avenue, en Manhattan. La mayoría de los empleados creían que trabajaban para una organización sin ánimo de lucro que concedía becas para la investigación y administraba el talento. Solo un pequeño equipo de personas con despacho en los ocho pisos superiores estaban al cargo de las actividades públicas de Brethren.

Nathan Boone cruzó la puerta giratoria y entró en el vestíbulo de recepción. Echó una mirada a la fuente decorativa y al bosquecillo de píceas artificiales situado cerca de las ventanas. Los arquitectos habían insistido en poner plantas vivas, pero todas las que habían plantado habían muerto, dejando una fea alfombra de agujas marchitas. La solución consistió en instalar unos cuantos árboles artificiales dotados de un complejo sistema que desprendía un leve aroma a pino. Parecían más reales que los que crecían en los bosques.

Boone se acercó al mostrador de seguridad, se situó en un pequeño cuadrado amarillo y dejó que el vigilante le escaneara los ojos. Una vez verificada su identidad, el hombre comprobó la pantalla del ordenador.

– Buenas tardes, señor Boone. Está usted autorizado para subir a la decimoctava planta.

– ¿Alguna otra información?

– No, señor. Es todo cuanto pone aquí. El señor Raymond, aquí presente, lo acompañará hasta el ascensor.

Boone siguió a un guardia hasta el ascensor del fondo. Entraron, el hombre pasó una tarjeta de identidad ante un sensor y salió justo antes de que las puertas se cerraran. Mientras la cabina subía, la cámara de vigilancia del interior le escaneó el rostro y contrastó el resultado con los datos biométricos de la base de datos de la Fundación Evergreen.

Aquella mañana, Boone había recibido un correo electrónico que le pedía que se reuniera con los miembros del comité ejecutivo de la Hermandad, lo cual era muy infrecuente. En los dos últimos años, Boone solo se había reunido con el comité cuando Nash estaba al frente de la reunión. Por lo que sabía, el general seguía en Dark Island, en la bahía de San Lorenzo.

Las puertas del ascensor se abrieron y Boone salió a una sala de espera desierta. No había nadie en la mesa de la recepcionista, pero sí un pequeño altavoz en el mostrador.

– Buenos días, señor Boone. -La voz provenía de un ordenador, pero sonaba como la de una persona de carne y hueso, la de una joven emprendedora y eficiente.

– Buenos días -contestó.

– Por favor, espere aquí. Le avisaremos cuando empiece la reunión.

Boone se acomodó en un sofá de ante, cerca de una mesa auxiliar. Nunca había estado en el piso dieciocho y desconocía qué clase de equipo estaba monitorizando sus acciones. Micrófonos de alta sensibilidad podían estar registrando los latidos de su corazón al tiempo que una cámara de infrarrojos controlaba los cambios de la temperatura de su piel. La gente que estaba enfadada o asustada tenía la piel más irrigada y un ritmo cardíaco más elevado. Un ordenador podía evaluar todos esos datos y predecir la posibilidad de una reacción violenta.

Se oyó un leve clic, y en el mostrador de recepción se abrió un cajón.

– Nuestros sensores nos han informado de que lleva usted una pistola -dijo la voz del ordenador-. Por favor, deposítela en el cajón. Le será devuelta tras la reunión.

Boone se acercó al mostrador y contempló el cajón vacío. Aunque hacía casi ocho años que trabajaba para la Hermandad, nunca le habían pedido que entregara su arma. Siempre había sido un empleado leal, en el que se podía confiar. ¿Acaso empezaban a dudar de él?

– Este es nuestro segundo aviso -dijo la voz-. Cualquier negativa a entregar el arma será considerada una violación de las normas de seguridad.

– El responsable de la seguridad soy yo -contestó Boone, que al acto recordó que estaba hablando con una máquina.

Se demoró unos segundos, con la única intención de reafirmar su independencia, y sacó la pistola de la sobaquera. Cuando la depositó en el cajón, tres haces de luz la cubrieron formando un triángulo. El cajón se cerró, y él regresó al sofá. No le importaba que la máquina lo hubiera escaneado, pero le molestaba que lo trataran como a un delincuente. Obviamente, el programa no había sido ajustado para mostrar distintos niveles de respeto.

Contempló la gran pintura que colgaba en la pared de delante. Eran unas manchas de colores pastel con una especie de apéndices que recordaban vagamente las patas de una araña. En un extremo de la sala había tres puertas, cada una de un color diferente. La única salida era el ascensor, y el ordenador también lo controlaba.

– La reunión está a punto de empezar -anunció la voz-. Por favor, diríjase a la puerta azul y siga hasta el final del pasillo.

Boone se puso en pie lentamente, intentando no mostrar su irritación.

– Que tengas un buen día -dijo a la máquina.

Tan pronto como los sensores de la pared detectaron su presencia, la puerta azul se deslizó suavemente y se internó en la pared. Boone avanzó hasta que llegó a una puerta de acero sin tirador ni picaporte. Cuando esta se abrió, entró en una sala de reuniones con grandes ventanales que ofrecían una magnífica vista sobre Manhattan. Dos miembros del comité ejecutivo de la Hermandad estaban sentados a una larga mesa negra: el doctor Anders Jensen y la señorita Brewster, la mujer inglesa encargada de poner en marcha el Programa Sombra en Berlín.

– Buenas tardes, Nathan. -La señorita Brewster se comportaba como si Boone fuera uno de los sirvientes de su piso de South Kensington-. Supongo que ya conoce al doctor Jensen, de Dinamarca.

Boone miró a Jensen e hizo un gesto de asentimiento.

– Nos conocimos el año pasado, en Europa.

Una tercera persona se hallaba de pie, junto a las ventanas, observando la ciudad. Era Michael Corrigan. Hacía solo unos meses que Boone lo había capturado en Los Ángeles y llevado a la costa Este. Entonces era un joven asustado y confundido. Pero se había producido una transformación: el Viajero parecía irradiar confianza y seguridad.

– He sido yo quien ha pedido que se celebrara esta reunión -dijo Michael-. Gracias por venir tan rápidamente.

– Michael se ha convertido en uno de los nuestros -anunció la señorita Brewster-. Comprende y comparte plenamente nuestros nuevos objetivos.

«Pero si es un Viajero», pensó Boone. «Llevamos cientos de años matando a los tipos como él.» Le entraron ganas de agarrar y zarandear a la señorita Brewster como si acabara de prender fuego a su propia casa. «Cómo se le ocurre hacer algo así? ¿Es que no ve el peligro?»

– ¿Y cuáles son nuestros nuevos objetivos? -preguntó Boone-. La Hermandad ha hecho todo lo posible por poner en marcha el Panopticón. ¿Acaso ese objetivo ha cambiado en las últimas semanas?

– El objetivo es el mismo -dijo Michael-. Lo que ha cambiado es que ahora es posible. Si el Programa Sombra funciona con éxito en Berlín, podremos extenderlo por Europa y Estados Unidos.

– Eso depende del centro de informática de Berlín -repu-so Boone-. Mi trabajo consiste en proteger a la Hermandad de los ataques de sus enemigos.

– Y no se puede decir que lo haya hecho demasiado bien -intervino el doctor Jensen-. Nuestro centro de investigación de Westchester sufrió una infiltración y quedó casi destruido. La finalización del ordenador cuántico ha tenido que ser aplazada, y anoche Hollis Wilson neutralizó a varios de sus hombres en una discoteca de Manhattan.

– Contamos con la posibilidad de sufrir bajas entre nuestros empleados -dijo la señorita Brewster-. Lo que nos molesta, señor Boone, es que Hollis Wilson lograra escapar.

– Necesito más personal.

– Gabriel y sus amigos no son el problema más urgente -afirmó Michael-. A partir de ahora tiene que concentrarse en hallar a mi padre.

Boone vaciló y midió sus palabras.

– Últimamente estoy recibiendo instrucciones diferentes de distintas fuentes.

– Mi hermano nunca ha sido capaz de organizar nada. Cuando sus mercenarios nos localizaron, él solo era un mensajero que recorría Los Ángeles en moto. Mi padre ha sido toda su vida un Viajero y ha inspirado la fundación de comunidades alternativas. Matthew Corrigan es un peligro, por eso ha de ser nuestro principal objetivo. Esas son sus órdenes, señor Boone.

La señorita Brewster asintió para afirmar su conformidad, y Boone tuvo la sensación de que el gran ventanal se había hecho añicos y que había cristales rotos por todas partes. Un Viajero, uno de sus enemigos, le daba órdenes en nombre de la Hermandad.

– Si eso es lo que quieren…

Michael cruzó la sala lentamente. Miraba a Boone como si hubiera oído sus desleales pensamientos.

– Sí, señor Boone. Soy el responsable de que encontremos a mi padre, y eso es lo que quiero.

Capítulo 23

Gabriel oyó que la puerta del almacén se abría y que alguien subía por la escalera. Tapado con una gruesa colcha, se dio la vuelta y abrió los ojos. La hermana Faustina, la monja polaca, sostenía una bandeja de madera. Depositó el desayuno en el suelo y se lo quedó mirando con las manos en las caderas.

– ¿Duerme?

– Ya no.

– Sus amigos se han levantado. Cuando haya desayunado, vaya por favor a la capilla.

– Gracias, hermana Faustina. Lo haré.

La corpulenta mujer se quedó unos segundos cerca de la escalera. Miraba a Gabriel como si fuera una nueva especie de mamífero marino que las olas hubieran arrojado a la isla.

– Nosotras hablamos con su padre. Es un hombre de fe. -La hermana Faustina seguía mirándolo con fijeza. Se sorbió los mocos ruidosamente y Gabriel tuvo la impresión de que no había superado el examen-. Rezamos por su padre todas las noches. Quizá esté en algún lugar oscuro. Quizá no sepa encontrar el camino a casa…

– Gracias, hermana.

La religiosa asintió y volvió a bajar por la escalera. El refugio carecía de calefacción, de modo que Gabriel se vistió tan deprisa como pudo. La monja le había dejado una tetera, una rebanada de pan integral, mantequilla, mermelada de albaricoque y un buen pedazo de queso Cheddar. Gabriel tenía hambre, y dio cuenta de todo rápidamente; solo hizo una pausa para servirse una segunda taza de té.

¿Realmente había hecho el amor con Maya la noche anterior? En el frío refugio, con la luz del sol entrando a raudales por el ventanuco, los momentos de intimidad vividos en la capilla le parecieron un lejano sueño. Recordó el primer y largo beso, las velas titilando mientras sus cuerpos se unían y se separaban. Por primera vez desde que se habían conocido, había notado que las defensas de Maya se desvanecían y había podido verla con toda claridad. Ella lo amaba y se preocupaba por él, y él le correspondía. Ambos, la Arlequín y el Viajero, eran seres aparte del mundo cotidiano, pero de alguna manera aquellas dos piezas del puzle habían entrado en contacto y se habían unido.

Se puso la cazadora, salió de la cabaña de piedra y siguió el sendero que conducía a los otros edificios. El cielo estaba limpio, pero el día era frío; el viento del noroeste barría las ralas hierbas y los matojos de brezo. Una columna de humo de turba salía por la chimenea de la cocina, pero Gabriel eludió la comodidad de su interior y siguió hacia la capilla.

Maya estaba sentada en un banco. Su espada, dentro de la funda, descansaba sobre sus rodillas. Madre Bendita, vestida con un suéter negro de cuello alto y un pantalón del mismo color, caminaba arriba y abajo frente al altar. La conversación entre las dos Arlequines cesó nada más entrar él.

– La hermana Faustina me ha dicho que viniera.

– Así es -dijo Madre Bendita-. Maya tiene algo que decirte.

Maya lo miró, y Gabriel sintió como si le hubieran asestado una puñalada. La agresiva confianza de la joven Arlequín había desaparecido; parecía triste y derrotada. Gabriel comprendió que Madre Bendita sabía lo que había ocurrido entre ellos.

– Es peligroso tener a dos Viajeros en el mismo lugar -dijo Maya. Su tono era inexpresivo, carente de emoción-. Nos hemos puesto en contacto con el capitán Foley a través del teléfono vía satélite. Te marcharás esta mañana con Madre Bendita. Ella te llevará a una casa segura en algún lugar de Irlanda. Yo me quedaré y cuidaré de tu padre.

– Si debo marcharme, quiero que vengas conmigo.

– Esa decisión ya está tomada -intervino Madre Bendita-. No tienes elección. He protegido a tu padre durante seis meses. Esa obligación recae ahora sobre Maya.

– No veo por qué Maya y yo no podemos seguir juntos.

– Nosotras sabemos qué es lo mejor para tu supervivencia.

Maya sujetaba la funda de su espada como si el arma pudiera salvarla de aquella conversación. En su rostro se leía la desesperación y la súplica, pero seguía con la mirada clavada en el suelo.

– Es la decisión más lógica, Gabriel. Y esa es precisamente la tarea de los Arlequines: tomar decisiones lógicas en todo lo que se refiere a la protección de los Viajeros. Madre Bendita tiene mucha más experiencia que yo. Puede conseguir armas y tiene contactos con mercenarios en los que se puede confiar.

– Y no te olvides de Vicki Fraser y Alice -añadió Madre Bendita-. Estarán a salvo en la isla. No es fácil viajar con una niña.

– No nos ha ido tan mal.

– Habéis tenido suerte.

Madre Bendita se acercó a una de las ventanas de detrás del altar, desde donde se divisaba el mar. Gabriel quería discutir con ella, pero había algo en aquella irlandesa de mediana edad que resultaba muy intimidante. Con los años, Gabriel había presenciado más de una pelea en los bares y en la calle, cuando dos borrachos se insultaban y se iban calentando hasta llegar a las manos. Pero hacía muchos años que Madre Bendita había cruzado esa línea. Si la desafiabas, atacaba de inmediato y sin compasión.

– ¿Cuándo volveré a verte? -preguntó Gabriel a Maya.

– Tal vez dentro de un año, más o menos, pueda abandonar la isla -contestó Madre Bendita-. Quizá antes, si tu padre regresa a este mundo.

– ¿Un año? Eso es una locura.

– La barca llegará dentro de veinte minutos, Gabriel. Será mejor que te prepares.

La conversación había terminado. Perplejo, Gabriel dejó a las dos mujeres y salió de la capilla. Vio entonces que Vicki y Alice estaban en lo alto del risco. Subió por los peldaños de piedra hasta la siguiente terraza, rodeó el huerto y los depósitos para la recogida de agua, y siguió por el sendero hasta el punto más alto de la isla.

Sentada en un peñasco, Vicki contemplaba el océano azul que los rodeaba. En aquella isla, Gabriel tenía la impresión de que no existía nada más, de que estaban solos en el centro del mundo. A unos metros de distancia, Alice correteaba entre las rocas y se detenía de vez en cuando para azotar la maleza con un palo.

Cuando Gabriel se acercó, Vicki sonrió e hizo un gesto hacia la niña.

– Creo que juega a ser una Arlequín.

– No estoy seguro de que eso sea algo bueno -repuso Gabriel al tiempo que se sentaba junto a Vicki. Por encima de ellos, el cielo estaba salpicado de alcatraces y cormoranes. Las aves ascendían con las invisibles corrientes de aire y volvían a descender-. Me marcho de la isla -dijo.

Mientras Gabriel le relataba la conversación que habían tenido en la capilla, se dio cuenta de que la decisión de Madre Bendita cobraba peso y sustancia, como cuando una ciudad distante se perfila entre la niebla. El viento arreció y las aves empezaron a graznar con un sonido que aumentó su sensación de soledad.

– No te preocupes por tu padre, Gabriel. Maya y yo cuidaremos de él.

– ¿Y si regresa a este mundo y yo no estoy aquí?

Vicki le cogió la mano y se la apretó.

– Entonces le diremos que tiene un hijo que le es leal y que ha hecho todo lo posible por encontrarlo.

Gabriel regresó al almacén, encendió una vela y bajó al sótano. El cuerpo de su padre seguía tendido en la losa de piedra, cubierto por la sábana de algodón. La sombra de Gabriel bailó en la pared cuando apartó el cobertor. Matthew Corrigan tenía el pelo gris y largo y profundas arrugas en la frente y en la comisura de los labios. Cuando Gabriel era pequeño, todos decían que se parecía a su padre, pero hasta ese momento no había visto la semblanza. Tenía la impresión de estar mirándose a sí mismo tras toda una vida asomándose al corazón de los demás.

Se arrodilló al lado de su padre y apoyó la cabeza en su pecho. Esperó varios minutos y se sobresaltó cuando escuchó un débil latido. Sintió que su padre estaba allí, con él, llamándolo desde las sombras. Se levantó, lo besó en la frente y subió al piso de arriba. Cuando estaba cerrando la trampilla, Maya entró en la cabaña.

– ¿Tu padre está bien?

– No hay cambios.

Gabriel fue hacia ella y la abrazó. Durante un breve instante, Maya se entregó a sus emociones y se aferró a él mientras Gabriel le acariciaba el pelo.

– La barca de Foley acaba de llegar -dijo-. Madre Bendita ya se ha ido al embarcadero. Se supone que debes seguirla sin tardanza.

– Sabe lo de anoche, ¿verdad?

– Claro que lo sabe. -El viento empujó la puerta y Maya la cerró de un portazo-. Cometimos un error, y yo no hice honor a mis obligaciones.

– Deja de hablar como una Arlequín.

– Soy una Arlequín, Gabriel. Y no puedo protegerte a menos que me comporte como Madre Bendita, fría y racionalmente.

– No te creo.

– Soy una Arlequín, y tú eres un Viajero. Es hora de que empieces a actuar como tal.

– ¿De qué estás hablando?

– Tu padre ha cruzado y es posible que no regrese. Tu hermano se ha unido a la Tabula. Y tú te has convertido en la persona a la que todos esperan. Sé que tienes el poder, Gabriel. Ahora debes utilizarlo.

– Yo no lo pedí.

– Y yo tampoco pedí tener esta vida, pero eso fue lo que me dieron. Anoche los dos intentamos huir de nuestras obligaciones. Madre Bendita tiene razón: el amor te hace débil y estúpido.

Gabriel dio un paso adelante e intentó abrazarla.

– Maya…

– Yo acepto lo que soy. Ha llegado el momento de que asumas tus responsabilidades.

– ¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Guiar a los free runners?

– Podrías hablar con ellos. Sería un comienzo. Te admiran, Gabriel. Lo vi en sus ojos cuando estuve en Vine House.

– De acuerdo, hablaré con ellos. Pero te quiero a mi lado.

Maya se volvió para ocultarle el rostro.

– Cuídate -dijo con voz ahogada. Luego salió a toda prisa del refugio y corrió por la rocosa pendiente. El viento azotaba su negro pelo.

Gabriel cogió su mochila y bajó por la escalera de roca hasta el embarcadero. El capitán Foley trabajaba en el motor de su barca de pesca mientras Madre Bendita caminaba arriba y abajo por la plataforma de hormigón.

– Maya me ha dado las llaves del coche que dejasteis en Portmagee -dijo a Gabriel-. Iremos hacia el norte, a una casa segura del condado de Cavan. Allí llamaré a mis contactos y veremos si…

– Usted puede hacer lo que quiera -la interrumpió Gabriel-. Yo me vuelvo a Londres.

Madre Bendita se aseguró de que Foley no los oía.

– Has aceptado mi protección, Gabriel. Eso significa que soy yo quien toma las decisiones.

– Tengo algunos amigos en Londres, free runners, y quiero hablar con ellos.

– ¿Y qué pasa si no estoy de acuerdo?

– ¿Tiene miedo de la Tabula, Madre Bendita? ¿Es ese el problema?

La Arlequín irlandesa frunció el entrecejo y acarició la empuñadura de la espada que llevaba a la espalda. Parecía una reina pagana que hubiera sido insultada por uno de sus siervos.

– Está claro que son ellos los que tienen miedo de mí.

– Me alegro, porque yo vuelvo a Londres. Y si lo que quiere es protegerme, tendrá que seguirme a donde vaya.

Capítulo 24

Sentado junto a una ventana del segundo piso de Vine House, Gabriel contempló el pequeño parque público que había en el centro de Bonnington Square. Eran casi las nueve de la noche. Con la oscuridad, una fría niebla había subido desde el río e invadido las calles de South London. Las farolas de la plaza brillaban con una luz apagada, como las ascuas de un fuego vencidas por un frío penetrante. No había nadie en el parque, pero cada pocos minutos un nuevo grupo de jóvenes se acercaba a la casa y llamaba a la puerta.

Gabriel llevaba tres días en la ciudad; se había instalado en la tienda de instrumentos de percusión que Winston Abosa tenía en el mercado de Camden. Había pedido ayuda a Jugger y sus amigos, y todos habían respondido de inmediato. Había corrido la voz, y free runners de todos los rincones del país estaban llegando a Vine House.

Jugger llamó dos veces a la puerta antes de asomarse. El free runner parecía animado y un poco nervioso. Gabriel oyó la multitud reunida en la planta de abajo.

– Ha llegado un montón de gente -anunció Jugger-. Tenemos pandas de Liverpool y Glasgow. Incluso tu viejo amigo Cutter ha venido de Manchester con su gente. No sé cómo se han enterado.

– ¿Habrá espacio suficiente?

– Ice está haciendo de monitora en un campamento de verano y repartiendo a la gente en los asientos. Roland y Sebastian han tirado cable por los pasillos y hay altavoces en toda la casa.

– Gracias, Jugger.

El free runner se ajustó el gorro de lana y lanzó una sonrisa de apuro a Gabriel.

– Escucha, colega. Somos amigos, ¿no? Podemos hablar de cualquier cosa, ¿verdad?

– ¿Cuál es el problema?

– Tu guardaespaldas irlandesa. La puerta principal estaba abarrotada de gente, de manera que Roland fue por la parte de atrás y saltó la tapia del jardín. Lo hacemos constantemente para poder entrar por la cocina. Bueno, pues de repente esa tía lo tenía encañonado con una pistola automática.

– ¿Le ha hecho daño?

– No. Pero Roland se meó en los pantalones. Te lo juro, Gabriel. Quizá podría quedarse fuera mientras tú hablas. No me gustaría que se cargara a nadie esta noche.

– No te preocupes, nos largaremos en cuanto termine de hablar.

– Y entonces ¿qué?

– Voy a pedir un poco de ayuda y veremos qué pasa. Quiero que hagas de intermediario entre la gente de abajo y yo.

– No hay problema. Puedo ocuparme de eso.

– Me alojo en el mercado de Camden, en una zona medio clandestina que llaman «las catacumbas». Allí hay una tienda de instrumentos de percusión. Su propietario es un tal Winston. Él sabrá cómo encontrarme.

– Suena como si tuvieras un plan, tío. -Jugger asintió con solemnidad-. Todo el mundo está esperando para oírte. De todas maneras, dame unos minutos para distribuir un poco a la gente.

El free runner salió de la buhardilla y bajó por la estrecha escalera. Gabriel se quedó sentado, contemplando el jardincillo en el centro de la plaza. Según Sebastian, antes allí había un edificio que fue bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial y después un erial de desguace de coches viejos. Poco a poco el barrio empezó a limpiar el terreno y a plantar especies autóctonas y algunos árboles exóticos. En esos momentos palmeras y bananos crecían junto a los típicos rosales ingleses. Sebastian estaba convencido de que Bonnington Square era una zona ecológica con un microclima propio.

Los free runners tenían un huerto en la parte de atrás de Vine House, y en las azoteas de los edificios circundantes crecían árboles y arbustos. Aunque había miles de cámaras de vigilancia repartidas por todo Londres, el deseo de tener un jardín demostraba que el ciudadano medio quería un refugio ajeno a la Gran Máquina. Con amigos, comida y una botella de vino, incluso un modesto patio trasero parecía versallesco.

Unos minutos más tarde, Jugger volvió a llamar dos veces y abrió la puerta.

– ¿Estás listo? -preguntó.

Había varios free runners sentados en la escalera, y otros apretujados en el vestíbulo. Madre Bendita se encontraba en el salón, cerca de una mesa en la que había un micrófono en el centro. Uno de sus mercenarios irlandeses, un tipo con una cicatriz en la nuca y de aspecto temible, permanecía en el exterior de la casa.

Gabriel cogió el micrófono y lo encendió. Un cable lo conectaba a un amplificador que repartía la señal por los diferentes altavoces. Respiró hondo y oyó el sonido que llegaba del vestíbulo. Empezó.

– Cuando iba al colegio, el primer día de clase nos dieron un grueso libro de texto de historia. Recuerdo lo que me costaba meterlo en la mochila antes de volver a casa por las tardes. Las distintas eras históricas estaban identificadas por un código de color, y el profesor nos hacía creer que, llegada cierta fecha, la gente había dejado la Edad Media y había decidido que se hallaban en el Renacimiento.

«Naturalmente, la historia real no es esa. Diferentes cosmovisiones y tecnologías pueden coexistir. Cuando surge una verdadera innovación, la mayor parte de la gente ignora su poder o lo que supone para su vida.

»Una manera de entender la historia es verla como una lucha continua, un conflicto permanente entre individuos con nuevas ideas y aquellos que desean controlar la sociedad. Algunos de vosotros habéis oído hablar de un grupo llamado la Tabula. Desde tiempo inmemorial, la Tabula ha guiado a reyes y gobiernos hacia la filosofía del control. Quiere convertir el mundo en una gran prisión donde el prisionero acepte el hecho de que está siendo observado permanentemente. Al final todos los prisioneros acabarán aceptando su condición como una realidad.

»Hay gente que no se da cuenta de lo que está pasando. Otros prefieren no darse por enterados. Pero aquí todos somos free runners. Los edificios que nos rodean no nos asustan. Trepamos por los muros y saltamos al vacío.

Gabriel vio que Cutter, el líder de los free runners de Manchester, estaba sentado, apoyado contra la pared, y tenía un brazo enyesado.

– Os respeto a todos -prosiguió-, y especialmente a ese hombre, a Cutter. Un taxi londinense lo arrolló hace unas semanas mientras competíamos. Ahora está aquí, con sus amigos. Un verdadero free runner no acepta las limitaciones convencionales. No se trata de un deporte ni de una manera de salir en la televisión. Es una forma de vivir que hemos elegido, una manera de expresar lo que llevamos en nuestro corazón.

»Aunque algunos de nosotros hemos rechazado ciertos aspectos de la tecnología moderna, todos somos conscientes de hasta qué punto los ordenadores han cambiado el mundo. Estamos en una nueva era: la Edad de la Gran Máquina. Hay cámaras de vigilancia y escáneres por todas partes. La posibilidad de tener una vida privada no tardará en desaparecer. Todos estos cambios se justifican en nombre de una cultura del miedo generalizada. Los medios de comunicación no dejan de vociferar las nuevas amenazas que nos acechan, y los líderes políticos alimentan este miedo y restringen nuestras libertades.

»Pero los free runners no tenemos miedo. Algunos intentamos vivir fuera de la Red. Otros realizan pequeños gestos. Esta noche he venido a hablaros de un compromiso más serio. Tengo razones para creer que la Tabula está dando pasos decisivos encaminados a poner en marcha su cárcel electrónica. No estoy hablando de más cámaras de vigilancia o de la modificación de los programas de escaneo. Se trata de la culminación definitiva de su proyecto.

»¿Y cuál es ese proyecto? Esa es la cuestión. He venido a pediros que prestéis oído a los rumores y separéis el grano de la paja. Necesito gente que pueda hablar con sus amigos, buscar en internet y escuchar las voces que arrastra el viento. -Gabriel señaló a Sebastian-. El ha diseñado la primera de varias webs clandestinas. Enviad allí vuestra información, y empezaremos a organizar la resistencia.

»Recordad que todos podéis elegir. No tenéis por qué aceptar que os impongan un sistema basado en el control y el miedo. Tenemos el poder de decir "no". Tenemos derecho a ser libres. Gracias.

No hubo aplausos ni ovaciones, pero todos parecían apoyar al Viajero cuando salió, y algunos tocaron su mano al pasar.

En la calle hacía frío. Madre Bendita hizo un gesto a Brian, el mercenario irlandés, que esperaba en la acera.

– Ha acabado. Vámonos.

Gabriel y la Arlequín subieron a la parte de atrás de una furgoneta, mientras Brian se sentaba al volante. Unos segundos más tarde, el vehículo atravesaba lentamente la niebla que cubría Langley Lañe.

Madre Bendita se volvió y miró fijamente a Gabriel. Por primera vez desde que había conocido al Viajero no lo trató con manifiesto desprecio.

– ¿Vas a hacer más discursos?

«Lo que voy a hacer es buscar a mi padre», se dijo Gabriel, pero se guardó para sí sus pensamientos.

– Puede. No lo sé.

– Me recuerdas a tu padre. Antes de que fuéramos a Irlanda, lo escuché hablar ante algunos grupos en España y Portugal.

– ¿Mencionó alguna vez a su familia?

– Me contó que tú y tu hermano conocisteis a Thorn cuando erais pequeños.

– ¿Nada más? Protegiste a mi padre durante todos esos meses ¿y eso fue lo único que te contó?

Madre Bendita miró por la ventana cuando pasaron por un puente y cruzaron el río.

– Me dijo que tanto los Arlequines como los Viajeros tenían por delante un largo camino, y que a veces no era fácil ver la luz al final del túnel.

El mercado de Camden era el lugar donde Maya, Vicki y Alice desembarcaron cuando entraron en Londres tras remontar el canal. En la época victoriana se había utilizado como punto de descarga para el carbón y la madera que se transportaban en barcazas. Los viejos almacenes y los astilleros habían sido reconvertidos en un amplio mercado lleno de pequeñas tiendas de ropa y puestos de comida. Era el lugar ideal para comprar cerámica y pasteles, joyas antiguas y uniformes sobrantes del ejército.

Brian los dejó en Chalk Farm Road, y Madre Bendita guió a Gabriel por el mercado. Los emigrantes que regentaban los puestos de comida estaban recogiendo las sillas y tirando las sobras de pollo al curry a los cubos de basura. Unas cuantas luces de colores, un recuerdo de las Navidades, oscilaban adelante y atrás en lo alto. Aparte de eso, reinaba la oscuridad y las ratas correteaban entre las sombras.

Madre Bendita conocía la situación de todas las cámaras de vigilancia de la zona, pero de vez en cuando se detenía y utilizaba un detector de cámaras, un dispositivo del tamaño de un teléfono móvil. Los potentes diodos del aparato emitían luz infrarroja invisible para el ojo humano, pero la lente de las cámaras de vigilancia la captaba y la reflejaba, y en el visor del aparato aparecían pequeñas lunas llenas en miniatura. A Gabriel le impresionó con qué rapidez Madre Bendita era capaz de detectar una cámara oculta y situarse fuera de su alcance.

En el extremo este del mercado había muchos edificios de ladrillo que antiguamente habían servido de caballerizas para los animales que tiraban de los tranvías de Londres. Había más cuadras en unos túneles que la gente llamaba «las catacumbas». Madre Bendita hizo pasar a Gabriel bajo un arco de ladrillo y se internaron en las catacumbas, apresurándose por dejar atrás los cerrados comercios y los estudios de los artistas. A lo largo de nueve metros, el túnel estaba pintado de color rosa. En otra zona, las paredes estaban cubiertas de papel de aluminio. Por fin llegaron a la tienda de Winston Abosa. Sentado en el suelo, el africano cosía una piel de animal a la caja de un tambor de madera.

Winston se puso en pie y saludó a sus huéspedes con un gesto de la cabeza.

– Bienvenidos. Espero que el discurso haya sido un éxito.

– ¿Algún cliente? -preguntó Madre Bendita.

– No, señora. Ha sido una tarde muy tranquila.

Avanzaron entre tambores africanos y tallas de ébano de dioses tribales y mujeres encinta. Winston apartó una bandera, que hacía las veces de cortina y en la que se anunciaba un festival de percusión en Stonehenge, y dejó al descubierto una puerta empotrada de acero reforzado. La abrió y los tres entraron en un apartamento de cuatro habitaciones que daban al vestíbulo. En la primera había un camastro plegable y dos televisores que mostraban imágenes de la tienda y de la entrada a las catacumbas. Gabriel atravesó el vestíbulo, pasó ante una pequeña cocina y un cuarto de baño y llegó a un dormitorio sin ventanas donde había una cama de hierro, una silla y un escritorio. Ese había sido su hogar durante los últimos tres días.

Madre Bendita abrió la alacena de la cocina y sacó una botella de whisky irlandés mientras Winston seguía a Gabriel hasta el dormitorio.

– ¿Tiene hambre, Gabriel? -le preguntó.

– Ahora no, Winston. Más tarde me prepararé un té y una tostada.

– Los restaurantes todavía están abiertos. Podría traer algo para la cena.

– Gracias. Tráete lo que te apetezca. Yo voy a descansar un rato.

Winston salió y cerró la puerta. Gabriel lo oyó conversar con Madre Bendita. Se tumbó en la cama y se quedó mirando la solitaria bombilla que colgaba de un cable en medio del techo. Hacía frío y la humedad se filtraba por una grieta de la pared.

La energía que lo había invadido durante el discurso parecía haberse desvanecido. Se dio cuenta de que en esos momentos era igual que su padre: un cuerpo encerrado en una habitación y vigilado por una Arlequín. Sin embargo, un Viajero no tenía por qué aceptar esas limitaciones. La Luz podía buscar la Luz en un mundo paralelo. Si cruzaba, intentaría encontrar a su padre en el Primer Dominio.

Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, con las manos en el regazo y los pies en el suelo de cemento. «Relájate», se dijo. En la primera fase, cruzar era como entregarse a la oración o a la meditación. Cerró los ojos y visualizó un cuerpo de Luz dentro de su propio cuerpo. Notó su energía y recorrió la silueta que se desplegaba dentro de sus hombros, brazos y muñecas.

«Inspira. Espira.» De repente, la mano izquierda se le cayó del regazo y quedó inerte en el colchón. Cuando abrió los ojos vio que un brazo y una mano fantasmas habían salido de su cuerpo. El brazo no era más que un vacío negro con pequeños puntos de luz, como una constelación en el cielo nocturno. Concentrándose en esa otra realidad, alzó la mano fantasma un poco más, y más, hasta que al fin toda la luz salió de su cuerpo como una crisálida de su capullo.

Capítulo 25

Desde el porche de su casa de madera, Rosaleen Magan observó cómo el capitán Foley avanzaba tambaleándose por una estrecha calle de Portmagee. Su padre se había bebido cinco botellas de Guinness durante la cena, pero Rosaleen no se había quejado de su afición. El capitán había ayudado a criar a seis hijos, había salido a pescar hiciera el tiempo que hiciese y nunca había iniciado una pelea en el pub del pueblo. «Si quiere beberse otra cerveza, que se la beba», pensó ella. «Eso le ayudará a olvidar su artritis.»Entró en la cocina y conectó el ordenador que tenía en un cuartito, junto a la despensa. Su marido estaba en Limerick, en unas clases de formación, y su hijo en Estados Unidos, trabajando de ebanista. En verano, la casa se llenaba de turistas, pero en los fríos meses del invierno hasta los ornitólogos dejaban de ir por allí. Rosaleen prefería aquella estación, más tranquila, a pesar de que nunca ocurría nada. Su hermana mayor trabajaba en una oficina de correos, en Dublín, y siempre estaba presumiendo de la última película que había visto o del estreno de la obra de teatro al que había asistido en el Abbey Theatre. En una ocasión fue lo bastante desconsiderada para decirle que Portmagee era una «aldea moribunda».

Pero aquella noche Rosaleen tenía novedades suficientes para escribir un correo electrónico de lo más jugoso. En Skellig Columba se habían producido misteriosos acontecimientos, y su padre era la única fuente de información fiable de lo que ocurría en la isla.

Rosaleen intentó refrescar la memoria de su hermana recordándole que el año anterior un hombre de cierta edad, llamado Matthew, había viajado a la isla acompañado de una irlandesa pelirroja, y que esta se convirtió de repente en la jefa espiritual de las clarisas descalzas. Lo curioso era que, hacía pocos días, un grupo aún más pintoresco llegó a Portmagee: una niña china, una mujer negra, una joven con acento inglés y un estadounidense. Al día siguiente de haberlos llevado a la isla, llamaron a su padre para que fuera a recoger a la supuesta abadesa y al joven estadounidense. «Sea lo que sea lo que está ocurriendo», tecleó Rosaleen, «es muy extraño. Puede que esto no sea Dublín, pero en Portmagee también tenemos nuestros misterios».

Oculto en el interior del ordenador, el gusano espía que había infectado a millones de ordenadores de todo el mundo aguardaba como una serpiente tropical en el fondo de un oscuro lago. Cuando el programa detectó ciertas palabras clave, copió la información y se introdujo sigilosamente en internet para llevársela a su amo.

A Vicki Fraser le gustaba despertarse en el dormitorio que había en la cabaña de piedra destinada a la cocina. Su cara siempre estaba fría, pero un edredón de pluma abrigaba el resto de su cuerpo. Alice dormía en un rincón, y Maya, muy cerca de ella, con la espada Arlequín al alcance de la mano.

Por la mañana reinaba el silencio en la cabaña. Cuando el sol caía en determinado ángulo, un blanco chorro de luz penetraba por el ventanuco y avanzaba lentamente por el suelo. Vicki pensó en Hollis y se lo imaginó tumbado junto a ella. Él tenía el cuerpo lleno de las cicatrices que le habían dejado cientos de peleas y enfrentamientos, pero cuando ella lo miraba fijamente a los ojos, veía en ellos bondad. Desde que se encontraban a salvo en la isla, Vicki había tenido tiempo de pensar en él. Hollis era un luchador muy bueno, pero a Vicki le preocupaba que la confianza que tenía en sí mismo pudiera meterle en problemas.

Alrededor de las seis de la mañana, la hermana Joan entró en la cocina y empezó a trastear con cazos y ollas para preparar el té. Las otras tres religiosas llegaron media hora más tarde. Desayunaron todas juntas. Encima de la mesa había una gran jarra de miel, y Alice disfrutaba cogiéndola con ambas manos y dibujando formas encima de su plato de gachas.

La niña seguía sin hablar, pero parecía disfrutar de su estancia en la isla. Ayudaba a las monjas en las tareas cotidianas, recogía flores y las guardaba en botes de mermelada vacíos, y exploraba la isla armada con un palo, su espada Arlequín. Un día llevó a Vicki por un estrecho sendero excavado en la ladera de un acantilado que descendía cien metros en línea recta, casi hasta donde las olas batían contra las rocas. Al final del sendero se abría una pequeña cueva en la que había un pequeño altar con una cruz celta, ambos de piedra. «Esto parece la cueva de un ermitaño», había dicho Vicki, y a Alice pareció gustarle la idea. Luego las dos se sentaron en la estrecha entrada mientras la niña arrojaba piedras hacia el horizonte.

Alice trataba a Vicki como si ella fuera su hermana mayor. Adoraba a las monjas, que le leían libros de aventuras y le preparaban bollos para la hora del té. Una noche incluso se tumbó en un banco de la capilla y descansó la cabeza en el regazo de la hermana Joan. Para la muchacha, Maya se hallaba en otra categoría. No era ni su madre ni su hermana ni su amiga. A veces, Vicki las había sorprendido intercambiando una mirada de extraña complicidad. Las dos parecían compartir el mismo sentimiento de soledad; no importaba cuánta gente estuviera con ellas en la misma habitación.

Maya bajaba dos veces al día al refugio del sótano para ver el cuerpo de Matthew Corrigan. El resto del tiempo lo dedicaba a sí misma: bajaba por la escalera de roca hasta el embarcadero y una vez allí contemplaba las olas. Vicki no se atrevía a preguntarle qué había ocurrido, pero resultaba obvio que Maya había hecho algo que había dado una excusa a Madre Bendita para llevarse a Gabriel de Skellig Columba.

En su octavo día en la isla, Vicki se despertó de madrugada y vio a la Arlequín arrodillada junto a ella.

– Ven abajo -le susurró Maya-. Tengo que hablar contigo.

Tras abrigarse con un chal negro, Vicki bajó a la zona en la que comían, donde había una mesa y dos bancos. Maya había encendido un fuego de turba en la estufa y se notaba un poco de calor. Vicki tomó asiento en uno de los bancos y apoyó la espalda contra la pared. Una gran vela ardía en el centro de la mesa; las sombras danzaban en el rostro de la Arlequín mientras caminaba por la estancia.

– ¿Te acuerdas de cuando llegamos a Portmagee y Gabriel y yo fuimos en busca del capitán Foley? Cuando salimos de su casa, nos sentamos en un banco frente al mar y yo le juré que nunca lo abandonaría, que siempre estaría a su lado, pasara lo que pasase.

Vicki asintió.

– Eso tuvo que resultarte difícil -dijo en voz baja-. En una ocasión me dijiste que a los Arlequines no les gustaba hacer promesas.

– No fue nada difícil. Deseaba pronunciar aquellas palabras, lo deseaba más que cualquier otra cosa. -Maya se acercó a la vela y miró la llama fijamente-. Hice una promesa a Gabriel y tengo intención de cumplirla.

– ¿Qué quieres decir?

– Me voy a Londres, a encontrar a Gabriel. Nadie puede protegerlo mejor que yo.

– ¿Y qué pasa con Madre Bendita?

– Me atacó en la capilla, pero lo hizo solo para llamar mi atención. No pienso tolerar que vuelva a intimidarme. -Maya reanudó su deambular con un destello de cólera en los ojos-. Lucharé contra ella, contra Linden y contra cualquiera que intente apartarme de Gabriel. Llevo recibiendo órdenes de los Arlequines desde que era niña. Pero eso se ha terminado.

«Madre Bendita te matará», pensó Vicki, pero no lo dijo. El rostro de Maya parecía irradiar una fiera energía.

– Si esa promesa es tan importante para ti, vuelve a Londres. No te preocupes por Matthew Corrigan. Yo estaré aquí si cruza y regresa a este mundo.

– La verdad es que me preocupa abandonar mis obligaciones, Vicki. Dije que me quedaría y lo protegería.

– En esta isla está a salvo -repuso Vicki-. Hasta Madre Bendita lo reconoció. Ella estuvo aquí casi seis meses y ni siquiera vio a un ornitólogo.

– Pero ¿y si pasa algo?

– Entonces yo me ocuparé de resolver el problema. Empiezo a parecerme a ti, Maya. Ya no soy una niña.

La Arlequín se detuvo y sonrió levemente.

– Sí. Tú también has cambiado.

– Foley llegará mañana con las provisiones y podrás irte con él, pero ¿cómo encontrarás a Gabriel en Londres?

– Seguramente se ha puesto en contacto con los free runners. Estuve en la casa que tienen en South Banks. Iré allí para hablar con ellos.

– Coge todo el dinero que hay en mi mochila. En esta isla no nos sirve para nada.

– Maya… -dijo una vocecita.

Vicki se sorprendió al ver a Alice en la escalera. Era la primera vez que la niña hablaba desde que se había cruzado en sus vidas. Su boca se movía en silencio, como si no pudiera creer que esos sonidos hubieran surgido de su garganta. Luego, volvió a hablar.

– Por favor, Maya, no te vayas. Me gusta que estés aquí.

El rostro de Maya se convirtió en la habitual máscara Arlequín, pero enseguida se permitió experimentar una emoción distinta a la ira. Vicki había visto a Maya hacer gala de coraje en muchas ocasiones a lo largo de los últimos meses; pero ese fue el momento en que desplegó mayor valentía: cuando cruzó la habitación y abrazó a la niña.

Uno de los mercenarios que había llegado a Irlanda en avión acompañando a Boone descorrió la puerta de carga del helicóptero. Boone, sentado en un banco metálico, trabajaba con su ordenador portátil.

– Disculpe, señor, me ordenó que lo avisara cuando llegara el señor Harkness.

– Así es. Gracias.

Boone se puso la chaqueta y salió del helicóptero. Los dos mercenarios y el piloto estaban de pie en la pista de despegue, fumando un cigarrillo y charlando sobre una oferta que habían recibido de Moscú. Habían pasado las últimas tres horas esperando en un aeródromo en las afueras de Killarney. Atardecía; los pilotos aficionados que habían estado practicando maniobras de aterrizaje con viento cruzado ya habían aparcado sus aparatos y se habían marchado a casa. El aeródromo se hallaba en medio de la campiña irlandesa, rodeado de campos de labranza. Un rebaño de ovejas pastaba en el lado norte; las vacas ocupaban el lado sur. En el aire flotaba el agradable olor de la hierba recién cortada.

Una pequeña ranchera, con una capota metálica encima de la plataforma de carga, se hallaba aparcada a unos doscientos metros, al otro lado de la verja de entrada. De ella se apeó el señor Harkness mientras Boone caminaba en su dirección. Boone había conocido al zoólogo retirado en Praga, cuando capturaron, interrogaron y asesinaron al padre de Maya. El anciano tenía los dientes podridos y la piel muy pálida y vestía una americana de tweed y una corbata llena de manchas.

Boone había entrevistado y contratado a gran cantidad de mercenarios, pero algo en Harkness hacía que se sintiera incómodo. Aquel individuo parecía disfrutar ocupándose de los segmentados; pero, claro, era su trabajo. Harkness se emocionaba cuando hablaba de aquellas aberraciones genéticas creadas por los científicos de la Hermandad. Era un hombre sin poder que en esos momentos controlaba algo sumamente peligroso. Boone tenía la sensación de hallarse ante una especie de mendigo que se dedicaba a jugar con una granada de mano.

– Buenas noches, señor Boone. Es un placer volver a verlo -saludó Harkness respetuosamente con una inclinación de cabeza.

– ¿Algún problema en el aeropuerto de Dublín?

– No, señor. Todos los papeles fueron debidamente sellados por nuestros amigos del zoo de Dublín. Los de aduanas ni siquiera se molestaron en echar un vistazo a las jaulas.

– ¿Alguna herida durante el transporte?

– Todos los especímenes parecen gozar de buena salud. ¿Quiere comprobarlo usted mismo?

Boone permaneció en silencio mientras Harkness abría la plataforma de carga. En el interior había cuatro jaulas como las que se usan para el transporte en avión de perros y animales domésticos. Todos los orificios de los contenedores estaban protegidos por una gruesa tela metálica. Apestaba a orines y descomposición.

– Les di de comer cuando llegamos al aeropuerto, pero eso ha sido todo. Es mejor que estén hambrientos para la tarea que les espera.

Harkness dio una palmada en la tapa de un contenedor. Una especie de ronco ladrido salió del interior. Los otros tres segmentados respondieron. A lo lejos, las ovejas balaron y echaron a correr en la dirección opuesta.

– Son malos bichos. -La sonrisa de Harkness dejó a la vista sus dientes podridos.

– ¿Nunca se pelean?

– Pocas veces. Estos animales han sido manipulados genéticamente para atacar, pero aparte de eso tienen los instintos propios de su especie. El del contenedor verde es el jefe del grupo, y los otros tres son sus inferiores. A ninguno se le ocurrirá atacar al líder a menos que esté seguro de que puede matarlo.

Boone miró a Harkness a los ojos.

– ¿Podrá controlarlos?

– Sí, señor. En la furgoneta tengo un pincho eléctrico para ganado. No serán un problema.

– ¿Y qué ocurrirá cuando los hayamos soltado?

– Bueno, señor Boone… -Harkness miró hacia otro lado-. Una escopeta recortada será lo más eficaz una vez hayan hecho su trabajo.

Los dos hombres callaron cuando un segundo helicóptero se acercó por el este. El aparato describió un círculo sobre el aeródromo y se posó en la hierba. Boone dejó al zoólogo y fue a recibir al recién llegado. La puerta lateral se abrió, un mercenario desplegó una escalerilla y Michael Corrigan apareció en la puerta.

– ¡Buenas tardes! -saludó.

Boone no había decidido todavía si debía llamar al Viajero señor Corrigan o Michael. Inclinó la cabeza educadamente.

– ¿Qué tal ha ido el vuelo?

– Ningún problema. ¿Están ustedes listos para ponerse en marcha, señor Boone?

Sí, lo estaban, pero a Boone le molestaba que alguien que no fuera el general Nash le hiciera semejante pregunta.

– Creo que será mejor que esperemos a que oscurezca -dijo-. Resulta más fácil localizar al objetivo cuando está dentro de un edificio.

Tras una cena ligera de sopa de lentejas y galletas saladas, las clarisas descalzas abandonaron el calor de la cocina y fueron a la capilla. Alice las siguió. Desde que Maya se había marchado de la isla, la niña había regresado a su autoimpuesto mutismo. Aun así, parecía disfrutar escuchando las oraciones en latín. A veces sus labios se movían como si cantara mentalmente con las religiosas. «Kyrie eleison. Kyrie eleison. Que el señor se apiade de nosotros.»Vicki se quedó en la cocina fregando los platos. Al cabo de un rato de que se hubieran marchado, vio que Alice se había dejado la chaqueta bajo el banco, cerca de la puerta. El viento soplaba con fuerza del este, y en la capilla haría frío. Dejó los platos en la pila de piedra, cogió la chaqueta de la niña y salió.

La isla era un universo cerrado. Cuando uno la había recorrido unas cuantas veces, comprendía que la única manera de liberarse de esa particular realidad era alzar los ojos al cielo. En Los Ángeles, una capa de contaminación ocultaba las estrellas, pero en la isla el aire era limpio y cristalino. De pie junto al refugio de piedra, contempló brevemente la luna nueva y la mancha luminosa de la Vía Láctea. Podía oír los graznidos de las aves marinas en la distancia.

Cuatro luces rojas aparecieron por el este. Eran como faros gemelos flotando en la negrura. «Aviones», pensó. «No. Son dos helicópteros.» Y en cuestión de segundos comprendió lo que iba a ocurrir. Ella estaba en el recinto de la iglesia, al noroeste de Los Ángeles, cuando la Tabula atacó de la misma manera.

Intentando no tropezar con las piedras del sendero, bajó corriendo hasta la última terraza y entró en la capilla con forma de barca invertida. Los cánticos se interrumpieron de golpe cuando abrió violentamente la recia puerta de roble. Alice se levantó y, nerviosa, recorrió con la vista la estrecha estancia.

– ¡ La Tabula se acerca en dos helicópteros! -anunció Vicki-. ¡Tienen que salir de aquí y esconderse!

La hermana Maura parecía aterrorizada.

– ¿Dónde? ¿En el almacén, con Matthew?

– Llévalas a la cueva del ermitaño, Alice. ¿Crees que podrás encontrar el camino en la oscuridad?

La niña asintió, cogió a la hermana Joan de la mano y empujó a la cocinera hacia la puerta.

– ¿Y usted, Vicki?

– Me reuniré con ustedes en la cueva, pero antes debo asegurarme de que el Viajero está a salvo.

Alice la miró unos segundos y luego se marchó, se adentró con las religiosas en la oscuridad. Vicki regresó a la terraza intermedia y vio que los helicópteros estaban mucho más cerca. Sus luces de navegación sobrevolaban la isla como espíritus malignos, y oyó el rítmico latido de sus rotores azotando el aire.

Entró en el almacén, encendió una vela y abrió la trampilla. Estaba casi convencida de que Matthew Corrigan era capaz de percibir el peligro que se acercaba; quizá la Luz había regresado a su cuerpo y ella lo encontraría consciente y sentado en su refugio. Solo tardó unos segundos en bajar y comprobar que el Viajero seguía inmóvil bajo su sábana de algodón.

Volvió a subir rápidamente, cerró la trampilla, la cubrió con un viejo plástico, puso encima un viejo motor fuera borda y dejó tiradas por el suelo unas cuantas herramientas, como si alguien hubiera estado reparándolo.

«Protege a tu siervo Matthew», rezó. «Sálvalo de la destrucción.»No podía hacer más. Había llegado el momento de reunirse con las demás en la cueva. Pero cuando salió al exterior vio los haces de las linternas barrer la cumbre de la isla y las negras siluetas de los mercenarios de la Tabula perfiladas contra las estrellas. Volvió a entrar en el almacén, cerró la puerta y la bloqueó con la barra de hierro. Había dicho a Maya que protegería al Viajero. Era una promesa. Una obligación. El significado que esa palabra tenía para los Arlequines la abrumó con una fuerza poderosa mientras empujaba un pesado contenedor contra la puerta.

Más de cien años antes, un Arlequín llamado León del Templo había sido capturado, torturado y asesinado junto con el profeta Isaac T. Jones. Vicki y algunos miembros de su congregación creían que ese sacrificio nunca había sido recompensado. ¿Por qué Dios había hecho que Maya y Gabriel se cruzaran en su vida? ¿Por qué había acabado en aquella isla, protegiendo a un Viajero? «La deuda no pagada», pensó. «La deuda no pagada.»Tres de las cabañas estaban vacías, pero la cuarta estaba atrancada y los mercenarios no fueron capaces de forzar la entrada. Antes de llegar a Skellig Columba, Boone había leído toda la información que había podido recopilar acerca de la isla, y sabía que aquellas construcciones milenarias tenían paredes de gruesa piedra que dificultaba el uso de los escáneres infrarrojos, por eso su equipo había llevado un backscatter portátil.

Cuando los dos helicópteros aterrizaron en la isla, los hombres saltaron empujados por el deseo de capturar o destruir, pero ese agresivo impulso había menguado. Los mercenarios hablaban en susurros mientras los haces de sus linternas rasgaban la oscuridad del rocoso paisaje. Dos hombres bajaron por la pendiente con el equipo que acababan de descargar del helicóptero. Una parte del backscatter parecía un telescopio de refracción montado sobre un trípode. El aparato disparaba rayos X hacia su objetivo, y una pequeña antena parabólica capturaba los fotones resultantes.

Las máquinas de rayos X de los hospitales se basaban en el principio de que los cuerpos de mayor densidad absorbían más cantidad de rayos X que los de menor densidad. El backscatter funcionaba porque los fotones de los rayos X se desplazaban de manera distinta a través de los distintos tipos de materiales. Sustancias con números atómicos bajos, como la carne humana, proporcionaban imágenes diferentes que las que daban el plástico o el acero. Los ciudadanos que vivían dentro de la Gran Máquina ignoraban que había backscatters escondidos en la mayoría de los aeropuertos importantes de todo el mundo y que el personal de seguridad se entretenía mirando bajo la ropa de los pasajeros.

Michael Corrigan volvió de la capilla acompañado por dos mercenarios. Llevaba una cazadora con gorro y zapatillas para correr, como si fuera a hacer jogging por la isla.

– En la capilla no hay nadie, Boone. ¿Qué pasa con esa cabaña?

– Estamos a punto de averiguarlo.

Boone conectó el receptor del backscatter a su portátil, encendió el aparato y se sentó en una piedra. Michael y otros hombres se situaron tras él. La grisácea imagen creada por el artefacto tardó unos minutos en formarse del todo: dentro del refugio de piedra, una mujer apilaba cajas contra la puerta. «Esa no es una de las clarisas descalzas», pensó Boone, «de lo contrario, este trasto mostraría la sombra del hábito».

– Eche un vistazo -le dijo a Michael-. Solo hay una persona ahí dentro. Una mujer. Está bloqueando la puerta.

Michael parecía disgustado.

– ¿Y mi padre? Usted me dijo que mi padre o Gabriel estarían en esta isla.

– Esa fue la información que recibí -repuso Boone mientras hacía girar la imagen para tener una visión desde distintos ángulos-. Podría tratarse de Maya, la Arlequín que protegía a su hermano en Nueva York y…

– Sé quién es Maya -espetó Michael-. La vi la noche en que atacó el centro de investigación.

– Quizá podríamos interrogarla.

– Matará a sus hombres y se matará ella a menos que podamos obligarla a salir. Diga a Harkness que venga con sus segmentados.

Boone intentó disimular su disgusto.

– Todavía no es necesario.

– Yo decidiré lo que es necesario y lo que no, Boone. Antes de que la señorita Brewster y yo decidiéramos lanzar esta operación, investigué un poco por mi cuenta. Estos viejos edificios tienen unos muros sumamente gruesos. Esa es la razón por la que quería que Harkness formara parte del equipo.

Cuando los monjes de la antigüedad apilaron las piedras con las que levantaron las cabañas, dejaron unas aberturas en la parte alta de los muros para dejar salir el humo. Años más tarde, los agujeros de ventilación de la cabaña que se utilizaba como almacén se convirtieron en las ventanas del piso superior. Solo tenían entre veinte y treinta centímetros de diámetro. Aunque los mercenarios rompieran los cristales, no podrían entrar.

De pie en la penumbra, Vicki oyó que movían el picaporte y golpeaban la puerta con los puños. Luego, se hizo el silencio, y a continuación se oyó el poderoso impacto de una herramienta. La pesada puerta de roble se estremeció y golpeó la barra de hierro que la mantenía atrancada, pero aguantó. Vicki recordó haber oído hablar a las monjas de las incursiones vikingas en los monasterios irlandeses durante el siglo xn. Cuando los monjes no podían huir a campo traviesa, se encerraban en una torre de piedra, con sus cruces de oro y sus lujosos relicarios, y rezaban y confiaban en que los hombres del norte no pudieran entrar.

Vicki apiló más contenedores contra la puerta. Los golpes se interrumpieron. Fue hasta el pie de la escalera y vio el haz de una linterna atravesar una de las ventanas del piso de arriba.

En una de sus cartas desde Meridian, en Mississippi, Isaac T. Jones decía a sus fieles: «Mirad en vuestro interior y encontraréis un pozo que no se ha de secar. Nuestros corazones rebosan valentía y amor…».

Solo habían pasado unos meses desde que Vicki fue al aeropuerto de Los Ángeles, siendo una joven piadosa, tímida y asustada, para recibir a una Arlequín. Desde entonces, la habían puesto a prueba en numerosas ocasiones y nunca había desfallecido. Isaac T. Jones estaba en lo cierto: el coraje había estado siempre en su interior.

En el piso de arriba sonó un ruido seco. Alguien había roto el cristal de una de las ventanas. Una lluvia de pedazos de vidrio cayó al suelo. «¿Podrán entrar?», se preguntó Vicki. No. Solo un niño podría pasar por un agujero tan pequeño. Esperó a oír disparos o una explosión, pero lo único que escuchó fue un ronco graznido, como el que haría un pájaro al ser estrangulado.

– Dios mío, sálvame. Por favor sálvame -rezó entre susurros.

Miró por la estancia en busca de un arma y vio dos cañas de pescar, un saco de cemento y una lata de gasolina vacía. Apartó todo aquello frenéticamente y descubrió unos cuantos útiles de jardín apoyados contra la pared. Entre ellos, una pala manchada de barro.

Oyó una especie de gruñido y se refugió en un rincón. En la escalera apareció una extraña figura: un enano en cuclillas, de prominente barriga y anchos hombros. El enano bajó hasta la mitad de la escalera y se volvió hacia Vicki. Fue entonces cuando ella comprendió que no era un hombre, sino un animal con el negro hocico de un perro.

La bestia soltó un chillido espeluznante, brincó por encima del pasamanos y corrió hacia ella. Vicki levantó la pala a la altura de los hombros y, cuando el animal se le echó encima, saltando desde lo alto de una caja, lo golpeó con todas sus fuerzas en pleno abdomen. El animal cayó hacia atrás, pero se levantó inmediatamente y le agarró una pierna con una de sus extremidades de cinco dedos.

Vicki le aporreó frenéticamente el cuello con la pala. Los gritos de la criatura resonaron en el refugio cuando empezó a utilizar la pala como si fuera un hacha, golpeándolo una y otra vez. El animal rodó sobre sí mismo y le mostró los dientes. Le manaba sangre de la boca y agitaba las patas espasmódicamente. Intentó incorporarse, pero Vicki volvió a golpearlo hasta que quedó inmóvil. Muerto.

Dos de las velas se habían apagado. Vicki cogió la única que quedaba encendida y examinó a su atacante. Le sorprendió ver que era un pequeño babuino con el pelaje amarillento. El simio tenía bolsas en las mejillas, un largo hocico sin pelo y fuertes brazos y piernas. Sus ojos seguían abiertos; parecía como si aquella criatura muerta todavía la mirara con furia.

Vicki recordó que Hollis le había hablado de los animales que lo atacaron en su casa de Los Ángeles. Aquel parecía de la misma especie. Hollis los había llamado «segmentados». Los cromosomas de aquel babuino habían sido manipulados, cortados en segmentos por los científicos de la Tabula, que habían creado una aberración genética que solo deseaba atacar y matar.

Los hombres de fuera rompieron una segunda ventana. Vicki sujetó la pala con ambas manos y se desplazó sigilosamente por el cuarto. La pierna izquierda le sangraba. La sangre goteaba sobre el zapato, y este iba dejando rojas huellas en el suelo. Durante unos instantes no ocurrió nada; luego la llama de la vela titiló: tres segmentados bajaban por la escalera. Se detuvieron, olfatearon el aire, y su líder lanzó un ronco ladrido.

Eran demasiados y demasiado fuertes. Vicki comprendió que iba a morir. Por su mente pasaron imágenes como fotografías de un viejo álbum: su madre, el colegio, los amigos. Las cosas que en un tiempo parecían tan importantes se desvanecieron. Sus recuerdos más vivos fueron de Hollis, y sintió que la embargaba una profunda tristeza al saber que nunca más volvería a verlo. «Te quiero. No lo olvides nunca. Nunca destruirán mi amor», le dijo mentalmente.

Los segmentados olieron la sangre. Saltaron de la escalera y corrieron hacia Vicki con furiosa velocidad. Sus aullidos llenaron la habitación. Sus afilados colmillos le recordaron a los de los lobos. «Se acabó», pensó. «No tengo la más mínima oportunidad.» No obstante, aferró la pala y se preparó para hacer frente al ataque.

Capítulo 26

Sophia Briggs había explicado a Gabriel que todos los seres vivos poseían una energía eterna e indestructible llamada Luz. Cuando las personas morían, su luz regresaba a la energía que estaba presente en todo el universo. Solo los Viajeros eran capaces de enviar su Luz a distintos dominios y regresar después a sus cuerpos físicos.

Los seis dominios, según le explicó Sophia, eran mundos paralelos separados por una serie de barreras compuestas de agua tierra, fuego y aire. Gabriel descubrió los distintos caminos para ir de una barrera a otra cuando aprendió a cruzar.

En esos momentos, mientras su cuerpo permanecía en el cuarto trasero de una tienda de instrumentos de percusión del mercado de Camden, notó como si flotara en el espacio, rodeado por una oscuridad infinita. Entonces pensó en su padre y notó que salía propulsado hacia lo desconocido, guiado por la fuerza de su deseo de hallarlo.

La sensación de flotar desapareció; sintió bajo sus manos el contacto de la tierra húmeda. Abrió los ojos y vio que yacía, boca arriba, a unos metros de un gran río.

Se puso en pie rápidamente y miró alrededor en busca de algún indicio de peligro. Se hallaba en una pendiente embarrada llena de restos de automóviles desguazados y de maquinaria oxidada. A varios metros por encima de su cabeza, al borde de lo que parecía una ribera, vio las ennegrecidas ruinas de varios edificios. No estaba seguro de si era de noche o de día porque el cielo estaba cubierto por una capa de nubes amarillentas que de vez en cuando se abrían y dejaban entrever un fondo de tono ceniciento. Había visto nubes como aquellas en Los Ángeles, cuando el humo de algún incendio se mezclaba con la polución ambiental y ocultaba la luz del sol.

A medio kilómetro río arriba vio la estructura de un puente derruido. Parecía como si lo hubieran volado con explosivos o bombardeado desde el cielo. Solo quedaban unos pilares de ladrillo y dos arcos sobre los que se veían los restos retorcidos de unas vigas y lo que quedaba de una carretera.

Avanzó con cautela hacia el río e intentó recordar lo que Hollis le había dicho a Naz, su guía en los túneles del metro, cuando estaban en Nueva York. Hollis y Vicki citaban constantemente extractos de las cartas de Isaac T. Jones, y Gabriel no había prestado demasiada atención. Era algo sobre que el mal camino conducía a un río oscuro.

«Pues Isaac Jones estaba en lo cierto con respecto a este lugar», pensó. Ese río era negro como la tinta, salvo por los montones de sucia espuma blanca de poliuretano que flotaban en la superficie, y desprendía un olor acre y penetrante, como si estuviera contaminado por productos químicos. Se arrodilló y cogió un poco de agua con la mano, pero la arrojó cuando la piel empezó arderle.

Se levantó y miró alrededor para asegurarse de que estaba a salvo. Por un momento deseó haber llevado consigo la espada talismán que su padre le había dado, pero la había dejado en poder de Maya. «No necesitas un arma», se dijo. «No has venido aquí a matar a nadie.» Se movería con cuidado e intentaría no dejarse ver. Quizá encontrara a su padre mientras buscaba la puerta de regreso a su mundo.

Estaba bastante seguro de que había llegado al Primer Dominio. En otras culturas se conocía con los nombres de Hades, el Inframundo, Sheol: el infierno. La historia de Orfeo y Eurídice era un mito griego que se enseñaba en la escuela, pero estaba también la experiencia de un Viajero desarmado que había llegado hasta ese lugar. Era importante no tomar ningún alimento, ni siquiera si te lo ofrecía alguien importante. Y cuando por fin encontrabas el camino de vuelta, nunca debías mirar atrás.

En la confesión de san Columba que su padre había traducido, el santo irlandés describía el infierno como una ciudad con habitantes humanos. Los habitantes del infierno habían hablado a Columba sobre otras ciudades que conocían por rumores o por haberlas visto en la distancia. Gabriel sabía que en ese lugar podía acabar muerto o prisionero, de modo que decidió permanecer cerca del río y alejarse del puente en ruinas. Si se topaba con algún obstáculo o con algo que le pareciera peligroso, daría media vuelta y seguiría por el río hasta su punto de partida.

La pendiente era empinada y resbaladiza; tardó varios minutos en llegar a los restos de un edificio de ladrillo. De su interior surgía una luz parpadeante, y Gabriel se preguntó si todavía estaría ardiendo. Se asomó con cautela a una de las ventanas. En vez de fuego, vio una llama anaranjada que brotaba de lo que parecía una tubería de gas rota. Aquella estancia había sido una cocina, pero el hornillo y el fregadero estaban cubiertos de hollín, y el único mueble que quedaba era una mesa tumbada del revés y con una sola pata.

Oyó pasos y, antes de que pudiera reaccionar, un brazo le rodeó el cuello por detrás y le puso un cuchillo en la garganta.

– Deme su comida -susurró un hombre. La voz era jadeante y vacilaba, como si quien hablaba no diera crédito a sus propias palabras-. Deme toda su comida y no morirá.

– De acuerdo -dijo Gabriel al tiempo que empezaba a darse la vuelta.

– ¡No se mueva! ¡No me mire!

– No pretendo mirarlo -contestó Gabriel-. He dejado mi comida en el puente, escondida en un lugar secreto.

– Nadie tiene secretos para mí. -Había algo más de confianza en esa voz-. Lléveme hasta donde está la comida. ¡Deprisa!

Con el cuchillo todavía en la garganta, Gabriel se alejó despacio del edificio. Cuando llegó al borde del talud que descendía hacia la orilla, bajó un par de pasos por la pendiente para situarse ligeramente por debajo de su enemigo. Entonces le agarró la muñeca, tiró de ella hacia abajo y se la retorció. El hombre aulló de dolor, soltó el cuchillo y cayó por la pendiente. Gabriel recogió rápidamente el arma. Era un tosco cuchillo hecho con un trozo de metal afilado con una piedra.

Gabriel se plantó ante su adversario, un tipo sumamente delgado que yacía hecho un ovillo en el suelo. Tenía la barba sucia y el pelo grasiento. Iba vestido con un pantalón hecho jirones, una astrosa chaqueta de tweed y una absurda corbata verde llena de manchas. El hombre pasaba una y otra vez sus huesudos dedos por la corbata, como si su vida dependiera de aquella absurda prenda.

– ¡Lo siento! -balbució-. ¡No debería haberlo hecho! -Hundió la cabeza entre los flacos brazos-. ¡Las cucarachas no deben comportarse como lobos!

Gabriel blandió el cuchillo.

– Quiero que responda a mis preguntas. ¿Me ha entendido? No me obligue a utilizar esto.

– Lo entiendo, señor. ¡Mire! -El hombre se incorporó con las manos en alto y se quedó muy quieto-. No me muevo.

– ¿Cómo se llama?

– ¿Que cómo me llamo, señor? Pickering. Eso es, Pickering. También tenía un nombre de pila, pero lo he olvidado. Debería haberlo anotado. -Rió nerviosamente-. Creo que era Thomas o Theodore, algo que empezaba por T. Pero de lo de Pickering no hay duda. Toda mi vida ha sido «Haz esto, Pickering», «Ven aquí, Pickering». Y yo sé obedecer, señor. Pregunte a quien quiera.

– De acuerdo, Pickering. ¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este lugar?

El hombre pareció sorprenderse de que alguien le hiciera semejante pregunta. Sus ojos miraron nerviosos a derecha e izquierda.

– Estamos en la Isla. Así es como llamamos a este sitio. La Isla.

Gabriel contempló el río y el puente en ruinas. Por alguna razón había dado por hecho que podría salir de aquella zona y encontrar un lugar seguro donde esconderse. Si aquel era el único puente -o si todos los demás también habían sido destruidos-, estaría atrapado en aquella isla hasta que encontrara un camino de salida. ¿Era eso lo que le había ocurrido a su padre? ¿Estaría deambulando por aquel mundo de sombras buscando el camino a casa?

– Usted debe de ser un visitante -dijo Pickering, que enseguida añadió en tono apresurado y siseante-: Perdone, señor, no pretendo decir que no sea un lobo. ¡Ni mucho menos! No hay duda de que es un lobo. No es usted una cucaracha. En absoluto.

– No sé a qué se refiere. Soy un visitante y estoy buscando a otro visitante como yo, a una persona mayor.

– Quizá yo podría ayudarlo -dijo Pickering-. Sí, claro. Soy el más indicado para ayudarlo. -Se puso en pie y se alisó con los dedos la sucia corbata-. He recorrido toda la Isla. Lo he visto todo.

Gabriel se guardó el tosco cuchillo en el cinturón.

– Si me ayuda, yo lo protegeré y seré su amigo.

Los labios de Pickering temblaron mientras susurraba para sí:

– Un amigo… Sí, claro, un amigo… -Sonaba como si pronunciara aquella palabra por primera vez.

Algo explotó en la devastada ciudad con un ruido sordo, y Pickering trepó a cuatro patas por el talud tan rápidamente como pudo.

– Con el debido respeto, señor, no podemos quedarnos aquí. Se acerca una patrulla. Algo muy poco agradable. Por favor, sígame.

Pickering, que había hablado de sí mismo como de una cucaracha, se movió con la rapidez de un insecto descubierto a plena luz. Entró en uno de los derruidos edificios y pasó por un laberinto de habitaciones llenas de cascotes y de mobiliario destrozado. En cierto momento, Gabriel vio que había pisado restos de huesos humanos, pero no había tiempo para preguntas.

– Mire donde pisa, señor -le advirtió Pickering-, pero no se detenga. No podemos detenernos.

Gabriel lo siguió y cruzó una puerta que daba a una calle.

Se sorprendió por la intensidad de la luz que emanaba de una enorme llama que surgía de una grieta en el pavimento y se retorcía en el aire como un espíritu maléfico. El humo había cubierto con un residuo pegajoso las paredes de los edificios circundantes y los restos de un taxi destrozado.

Gabriel se detuvo en medio de la calle. Pickering había llegado al otro lado y le hacía señas frenéticamente con las manos, como una madre que insta a su hijo pequeño a que camine.

– ¡Más deprisa, amigo! Por favor. Viene una patrulla. Tenemos que escondernos.

– ¿Qué patrulla? -preguntó Gabriel, pero Pickering ya había desaparecido.

El Viajero echó a correr para alcanzar a su astroso guía y lo siguió por otras habitaciones desiertas hasta que salieron a otra calle. Gabriel intentó imaginar qué aspecto tenía aquella ciudad antes de su destrucción. Los blancos edificios tenían tres o cuatro pisos, azoteas planas y numerosos balcones. Una retorcida marquesina cubría las destrozadas mesas de lo que algún día fue la terraza de un café. Había visto ciudades parecidas en el cine y en las revistas. Pensó en la capital de provincia de algún país tropical, la clase de sitio donde la gente va a la playa durante el día y cena bien entrada la noche.

Pero en esos momentos, todas las ventanas estaban destrozadas, y casi todas las puertas habían sido arrancadas de sus goznes. Sostenido por unos pocos pernos, un recargado balcón de hierro colgaba de una fachada como una criatura que intentara evitar caer a la calle. Todas las paredes estaban llenas de pintadas. Gabriel vio números, nombres y palabras escritas en grandes caracteres. Unas flechas toscamente dibujadas señalaban una determinada dirección.

Pickering se agachó para entrar en otro edificio y avanzó con cautela. Se detuvo unas cuantas veces para escuchar, y no siguió adelante hasta que estuvo seguro de que se hallaban solos. Gabriel lo siguió. Subieron por una escalera de mármol y continuaron por un pasillo hasta una habitación en la que había un colchón medio quemado apoyado contra la pared. Pickering lo apartó y dejó al descubierto la entrada a una habitación con dos ventanas tapiadas con tablones; la única luz provenía de una llama que surgía de una cañería de gas arrancada de la pared.

Mientras Pickering recolocaba el colchón para ocultar la entrada, Gabriel miró alrededor. El cuarto estaba lleno de la basura y los cachivaches que Pickering había recogido en sus incursiones por la ciudad. Había botellas de agua vacías, un montón de mantas mohosas, una butaca con solo dos patas y varios espejos rotos. Al principio, Gabriel creyó que el papel de la pared se estaba despegando, pero no tardó en comprender que eran páginas de un catálogo de ropa femenina que Pickering había clavado. Las mujeres de los dibujos llevaban faldas que les llegaban hasta el suelo y blusas de cuello alto, una indumentaria propia de cien años atrás.

– ¿Aquí es donde vive? -preguntó.

Pickering contempló las ilustraciones de las paredes y contestó muy serio:

– Espero que le parezca confortable, señor. Es mi hogar dulce hogar.

– ¿Ha vivido siempre aquí? ¿Nació en esta casa?

– ¿Podría decirme cómo se llama, amigo? Los amigos deberían llamarse por su nombre.

– Gabriel.

– Siéntese, Gabriel. Es usted mi invitado. Póngase cómodo.

Gabriel se instaló en la butaca. La verde tapicería desprendía un fuerte olor a rancio. Pickering parecía nervioso y al mismo tiempo complacido por tener compañía. Iba diligentemente de un lado a otro recogiendo desperdicios y ordenándolos como una buena ama de casa.

– En la Isla no ha nacido nadie. Simplemente, una mañana nos despertamos aquí. Teníamos un apartamento, ropa y comida en la nevera. Si apretábamos un interruptor, las luces se encendían; si abríamos un grifo, salía agua corriente. También teníamos un trabajo. En la cómoda de mi dormitorio yo guardaba las llaves de un comercio que estaba a pocas manzanas de aquí. -Pickering sonrió beatíficamente, llevado por los recuerdos-. Era el señor Pickering, modisto de señoras. En el taller guardaba telas exquisitas. Desde luego, no era un modisto cualquiera.

– Pero ¿no se preguntó usted por qué estaba aquí?

– La primera mañana fue un momento mágico. Durante unas horas todos creímos que nos hallábamos en un lugar especial. La gente exploró la isla, examinó los edificios y el destrozado puente. -Por primera vez, Gabriel apreció un destello de sensibilidad e inteligencia tras el miedo que se leía en los ojos de su anfitrión-. ¡Fue un día tan feliz…! No se hace idea de lo felices que éramos. Creíamos que estábamos en un lugar maravilloso. Hubo incluso quien dijo que habíamos sido transportados al cielo.

– Pero ¿usted no recordaba a sus padres ni su infancia?

– Nuestros únicos recuerdos eran los del primer día. Unos pocos sueños. Nada más. Todos los que estábamos aquí sabíamos leer, escribir y realizar operaciones matemáticas. Sabíamos usar herramientas y conducir coches. Pero nadie recuerda que nos enseñaran tales habilidades.

– Entonces, la ciudad no fue destruida el primer día…

– Claro que no. -Pickering recogió unas cuantas botellas de vino vacías y las dejó junto a la pared-. Había electricidad. Todos los coches tenían gasolina. Por la tarde, la gente se reunió y habló de organizar un comité de gobierno y reconstruir el puente. Si subías a cualquiera de las azoteas, podías ver que la Isla estaba en medio de un río enorme y que a lo lejos se divisaba la otra orilla.

– ¿Y qué ocurrió?

– Los combates empezaron aquella noche. Algunos hombres se peleaban, se golpeaban, mientras los demás contemplábamos la escena como niños que aprenden un nuevo juego. Al amanecer del día siguiente, empezaron los asesinatos. Yo llegué a matar con unas tijeras a un tipo que quería irrumpir en mi tienda -explicó con un atisbo de orgullo en la voz.

– Pero ¿por qué la gente destruyó sus propias casas?

– La ciudad estaba dividida en zonas controladas por distintos señores de la guerra. Había puntos de control, fronteras y zonas de tierra de nadie. Durante bastante tiempo esto fue el Sector Verde. Nuestro señor de la guerra era un tal Vinnick, hasta que su lugarteniente se lo cargó.

– ¿Y cuánto tiempo duró la lucha?

– En la Isla no hay calendarios, y todos los relojes han sido destruidos. La gente solía contar los días, pero entonces surgieron distintos grupos con diferentes números y, como era de esperar, lucharon para ver quién tenía razón. Durante un tiempo, el Sector Verde mantuvo una alianza con el Sector Rojo, pero firmamos un acuerdo secreto y lo traicionamos con el Sector Azul. Al principio había fusiles y municiones, pero se agotaron, y entonces la gente tuvo que improvisar y fabricarse sus propias armas. Al final, los señores de la guerra murieron asesinados y sus ejércitos se disolvieron. En la actualidad hay una especie de comisionado que envía patrullas.

– Pero ¿cómo es que la gente no llegaba a algún tipo de acuerdo?

Pickering soltó una carcajada y enseguida pareció arrepentido.

– No pretendía ofenderle, señor, amigo Gabriel. No se enfade. Es solo que su pregunta ha sido un tanto… inesperada.

– No estoy enfadado.

– En la época de los señores de la guerra, la gente empezó a comentar que los combates durarían hasta que quedaran determinado número de supervivientes. ¿Tenían que ser noventa y nueve o treinta o tres? Nadie lo sabe, pero creemos que esos supervivientes hallarán el camino para salir de aquí y que los demás renacerán para sufrir de nuevo la misma experiencia.

– ¿Y cuánta gente queda?

– Puede que un diez por ciento de la población original. Algunos de nosotros somos cucarachas. Nos escondemos tras las paredes y bajo el suelo y sobrevivimos. Los que no se esconden son lobos. Deambulan por la ciudad en patrullas y matan al primero que Ven.

– ¿Y por eso se esconde?

– Sí. -Pickering parecía confiado-. De corazón le digo que las cucarachas sobrevivirán a los lobos.

– Mire, no tengo nada que ver con esta guerra y no quiero ponerme de parte de ningún bando. Estoy buscando a otro visitante. Eso es todo.

– Lo entiendo, Gabriel. -Pickering recogió un lavamanos resquebrajado y lo colocó en un rincón-. Por favor, acepte mi hospitalidad. Quédese aquí mientras busco a su visitante. No se arriesgue, amigo mío. Si una patrulla lo encuentra, los lobos lo matarán en plena calle.

Antes de que Gabriel pudiera reaccionar, Pickering había apartado el colchón, se había escabullido por el agujero y vuelto a taparlo. Gabriel se quedó en la butaca reflexionando sobre todo lo que había visto y oído desde que se había despertado a la orilla del río. Las almas violentas de ese dominio quedaban atrapadas para siempre en un ciclo de muerte y destrucción. De todas maneras, no había nada nuevo en aquel infierno: su mundo había dado muestras de su propia furia.

La llama de gas que ardía en la boca de la cañería parecía consumir todo el oxígeno de la habitación. Gabriel sudaba y tenía la boca seca. Sabía que no debía ingerir los alimentos de aquel lugar, pero no le quedaba más remedio que encontrar agua.

Se levantó, apartó el colchón y salió del escondrijo de Pickering. A medida que exploraba el edificio comprendió que antes había sido un bloque dividido en oficinas. Sillas y escritorios, archivadores y viejas máquinas de escribir yacían abandonados por doquier, cubiertos por una capa de polvo. ¿Quién había trabajado allí? ¿Habían salido de sus casas la primera mañana e ido al trabajo con la vaga sensación de que aquello no era más que una prolongación de sus sueños?

Mientras seguía buscando agua, vio unas ventanas hechas añicos y se asomó a la calle. Dos automóviles aplastados exhibían sus carrocerías abolladas como cajas de cartón. Vio a Pickering doblar una esquina, y Gabriel se retiró entre las sombras. El flacucho individuo se detuvo y miró por encima del hombro, como si estuviera esperando a alguien.

Unos segundos más tarde, aparecieron cinco hombres. Si Pickering se había definido como cucaracha, aquellos tipos eran sin duda los lobos. Iban vestidos con prendas de lo más variadas. Un tipo rubio, con el pelo recogido en trenzas, llevaba un pantalón corto de explorador y una chaqueta de esmoquin con las solapas de raso. A su lado caminaba un hombre negro vestido con una bata blanca de laboratorio. Todos llevaban armas caseras: palos, espadas, hachas y cuchillos.

Gabriel salió inmediatamente de la habitación, se equivocó de dirección y atravesó varios despachos desiertos. Cuando llegó a la escalera de mármol, oyó la voz jadeante de Pickering en la planta baja.

– Seguidme. Es por aquí.

Gabriel subió hasta el segundo piso. Miró por el hueco de la escalera y vio un resplandor anaranjado. Uno de los lobos había improvisado una antorcha con un trozo de madera y unos retales y la había encendido.

– No os he mentido -decía Pickering-. Estaba aquí. Mirad, ha subido por la escalera. ¿Lo veis?

Gabriel comprendió que había dejado sus huellas en la capa de polvo que cubría los peldaños. El pasillo que tenía a su espalda también estaba lleno de polvo. Pisara donde pisase, los lobos podrían seguirlo.

«No puedo quedarme aquí», se dijo, y continuó subiendo. La escalera finalizaba en el cuarto piso. Cruzó una puerta de hierro antiincendios que colgaba de una bisagra y salió a la azotea. Las amarillentas nubes que encapotaban el cielo se habían hecho más oscuras y arremolinadas, como si estuvieran a punto de descargar una lluvia siniestra. En la distancia se divisaba la silueta del puente y el río.

Caminó hasta el murete que rodeaba la azotea y vio que entre ese edificio y el siguiente se abría un vacío de unos cinco metros. Si fallaba, nunca más volvería a su mundo. ¿Vería Maya su cuerpo sin vida? ¿Apoyaría la cabeza contra su pecho y se daría cuenta de que su corazón había dejado de latir definitivamente? Dio dos vueltas por la azotea y regresó al punto de partida. El murete de seguridad le impedía tomar impulso corriendo y saltar.

Alguien arrancó la puerta de hierro de su única bisagra y la arrojó escalera abajo. Pickering y la patrulla de lobos salieron a la azotea.

– ¿Lo veis? ¡Ya os lo dije! -dijo Pickering.

Gabriel se subió al murete y contempló el edificio contiguo.

«Está muy lejos», pensó. «Demasiado lejos.»Lo lobos blandieron sus armas y corrieron hacia él.

Capítulo 27

Dos de los mercenarios de la Tabula subieron por la pendiente hasta los helicópteros y regresaron con un generador eléctrico portátil. Lo colocaron cerca del almacén y lo conectaron a una lámpara de sodio. Michael alzó la vista. Las miles de estrellas que se veían en el cielo parecían trocitos de hielo. Hacía mucho frío, y el aliento de los hombres formaba en el aire leves nubecillas de vapor.

Michael se sentía contrariado porque ni su padre ni Gabriel estuvieran en la isla, pero la operación no había sido un completo fracaso. Quizá su equipo hallara documentación o información almacenada en un ordenador que pudiera conducirlos a un nuevo y más prometedor objetivo. En cualquier caso, a la señorita Brewster le llegarían voces de que él había sido el responsable de llevar a los segmentados y el que había exigido una táctica de acercamiento agresiva. A la Hermandad le gustaba la gente con iniciativa.

Se sentó en una roca y observó a Boone impartir órdenes a sus hombres. Cuando el backscatter les indicó que la persona del interior del refugio había sido neutralizada, un hombre con un hacha la emprendió a golpes con la pesada puerta de roble. Boone indicó al mercenario que se detuviera cuando hubiera abierto un agujero de unos sesenta centímetros cuadrados. Un momento después, uno de los babuinos se asomó por él como un perro curioso, y Boone le voló la cabeza de un disparo.

Los dos segmentados que quedaban dentro de la cabaña chillaron. Eran lo bastante listos para intuir el peligro y mantenerse alejados de la puerta. El mercenario del hacha reanudó la tarea. Quince minutos después había echado abajo la puerta. Los hombres de Boone entraron con cautela, apartando cajas y barriendo la oscuridad con sus escopetas. Michael escuchó más chillidos y luego disparos.

Uno de los mercenarios había encendido el fuego en el refugio de la cocina y repartió tazas de té entre los hombres. Michael se calentó las manos con la taza mientras esperaba noticias. Diez minutos más tarde, Boone salió por la destrozada puerta. Sonreía y parecía confiado, como si hubiera reafirmado su antigua posición. Aceptó una taza de té y se acercó a Michael.

– ¿ La Arlequín ha muerto? -preguntó este.

– Maya no estaba ahí dentro. Era una joven negra de Los Ángeles llamada Victoria del Pecado Fraser. -Boone rió por lo bajo-. Es un nombre que siempre me ha hecho gracia.

– ¿Y no había nadie más en la cabaña?

– Oh, sí, había alguien más. En la bodega. -Boone dudó unos segundos, disfrutando de la tensión que reflejaba el rostro de Michael-. Acabamos de encontrar a su padre. Es decir, el cuerpo de su padre.

Michael cogió una linterna de mano de uno de los mercenarios y siguió a Boone a la cabaña. Las paredes y el suelo estaban salpicados de sangre, todavía fresca y roja. Un plástico cubría los cadáveres de los cuatro segmentados. Otro, el cuerpo sin vida de Vicki, pero Michael vio sus zapatillas, rotas y ensangrentadas.

Bajaron por una trampilla hasta un sótano con el suelo de tierra que daba a una sala contigua. Matthew Corrigan yacía sobre una losa de piedra cubierto por una sábana blanca. Mientras Michael lo contemplaba, las imágenes de su infancia lo abrumaron con una fuerza inusitada. Vio a su padre arrancando las malas hierbas del jardín trasero de la granja, conduciendo la baqueteada camioneta familiar y afilando el cuchillo de trinchar antes de servir el pavo en Navidad. Recordó a su padre cortando leña un día de invierno, la nieve que se adhería a su largo pelo mientras alzaba el hacha contra el azul del cielo. Aquellos días de la infancia habían quedado atrás. Se habían ido para siempre. Pero los recuerdos aún eran capaces de conmoverlo, y aquello lo enfureció.

– No está muerto -explicó Boone-. Lo hemos examinado con el equipo médico y hemos detectado que su corazón late. Este debe de ser el aspecto que uno tiene cuando cruza a otros dominios.

A Michael no le gustó la sonrisa chulesca de Boone y su tono de voz.

– Muy bien, lo ha encontrado -dijo-. Ahora salga de aquí.

– ¿Por qué razón?

– No tengo por qué darle una razón. Si quiere conservar su empleo, le recomiendo que muestre algo más de respeto hacia el representante del comité ejecutivo de la Hermandad. Vaya arriba y déjeme solo.

Los labios de Boone se tensaron en una delgada línea, pero asintió y salió. Michael oyó a los demás mercenarios apartar las cajas contra la pared. Sosteniendo la linterna en la mano izquierda, contempló a Matthew Corrigan. Cuando era niño, todos decían que Gabriel era como su padre. Aunque Matthew tenía el pelo gris y el rostro surcado de arrugas, Michael vio el parecido. Se preguntó si habría algo de cierto en el rumor captado por los ordenadores de la Tabula. ¿Había estado Gabriel en esa isla y descubierto el cuerpo de su padre?

– ¿Puedes oírme? -preguntó-. ¿Puedes… oírme?

No hubo respuesta. Rodeó la garganta de su padre con la mano y apretó con fuerza. Por un momento, creyó notar una débil pulsación. Si dejaba la linterna, podría apretarle la garganta con ambas manos. Aunque la Luz de un Viajero estuviera viajando por otros dominios, su cuerpo podía morir en este mundo. Nadie iba a impedirle que matara a Matthew Corrigan. Nadie criticaría su decisión. La señorita Brewster vería en ese acto una nueva demostración de lealtad a la causa.

Dejó la linterna en un hueco de la pared y se acercó más al cuerpo. Su aliento aparecía y se desvanecía en el frío aire. Nunca en toda su vida había estado tan concentrado. «Hazlo», pensó. «Hace quince años que huyó. Ahora puede desaparecer para siempre.»Extendió la mano y levantó los párpados de su padre. Un ojo, azul, le devolvió una mirada sin vida. Fue como contemplar un cadáver. Y ese era el problema. En ese mundo o en otro, deseaba enfrentarse a él y obligarlo a reconocer que había abandonado a su familia. Destruir aquel cascarón hueco no significaría nada. No le proporcionaría ninguna satisfacción.

En su mente brotó el recuerdo de una pelea en el colegio de Dakota del Sur, cuando era un adolescente. Michael propinó un puñetazo a su oponente, y el muchacho se cayó al suelo y se tapó la cara con las manos. Pero eso no fue suficiente. No era lo que él deseaba. Él quería la rendición total. Miedo.

Recogió la linterna y subió al ensangrentado almacén, donde Boone y dos mercenarios lo esperaban.

– Que carguen el cuerpo en el helicóptero -ordenó-. Nos lo llevamos de esta isla.

Capítulo 28

Los lobos esperaron a que Gabriel bajara del murete y entonces lo agarraron. Le ataron las manos a la espalda con un trozo de cable eléctrico y le vendaron los ojos con un viejo retal de camisa. Cuando lo tuvieron inmovilizado, uno de ellos le asestó un puñetazo en la garganta. Gabriel se desplomó en el suelo de la azotea e intentó hacerse un ovillo mientras los lobos le golpeaban en el pecho y el estómago. Estaba ciego y desesperado, apenas podía respirar.

Alguien le atizó en la espalda con un palo, y una oleada de dolor le recorrió todo el cuerpo. Oyó voces que hablaban de una escuela. Alguien dijo: «Levadlo al colegio». Unas fuertes manos lo obligaron a ponerse en pie y lo arrastraron escalera abajo. Una vez en la calle, caminó tropezando entre cascotes y ruinas mientras intentaba recordar qué dirección tomaban. Giro a la izquierda. Giro a la derecha. Alto. Pero el dolor le nublaba los pensamientos. Al final lo llevaron por otra escalera hasta una estancia con el suelo de terrazo. Le quitaron el cable eléctrico de las muñecas y le colocaron unas esposas. Le pusieron un grillete alrededor del cuello y sujetaron el extremo de la cadena a una anilla de acero fija en el suelo.

Gabriel tenía el cuerpo entumecido y notaba restos de sangre seca en las manos y la cara. En su mente se agolpaban imágenes del río, de los edificios derruidos y de las llamas de las cañerías del gas. Al cabo de un rato cayó en un inquieto sueño; se despertó con un sobresalto cuando oyó el golpe metálico de la puerta al abrirse. Una manos le quitaron la venda de los ojos y se encontró ante el hombre negro vestido con la bata blanca y el tipo rubio con el pelo trenzado.

– No puedes salir de este edificio -le dijo el rubio-. Y no tienes vida a menos que nosotros te la devolvamos.

Mientras los lobos le quitaban el grillete, Gabriel miró a su alrededor y vio un escritorio de profesor y una antigua pizarra. En una de las paredes había un alfabeto de cartulina recortada; varias letras descoloridas colgaban de cualquier manera de las pocas chinchetas que quedaban.

– Ahora vendrás con nosotros -dijo el negro-. El comisionado quiere verte.

Sujetándolo por los brazos, los dos lobos lo arrastraron por el pasillo. El edificio tenía paredes de ladrillo y pequeñas ventanas cerradas con postigos. En algún momento de los interminables combates, los lobos habían convertido el edificio en una mezcla de fortín, dormitorio, almacén y prisión. Gabriel se preguntó quién sería el comisionado. Tenía que ser necesariamente más corpulento, más fuerte y más cruel que los hombres que en esos momentos lo arrastraban con porras y cuchillos metidos en los cinturones.

Doblaron una esquina, cruzaron unas puertas batientes y entraron en una espaciosa sala que antaño había sido el auditorio del colegio. Había hileras de sillas de madera plegables ante un estrado. Una tubería corría por el techo y suministraba gas a una especie de estufa con forma de L en la que ardía una brillante llama. Había dos bancos contra la pared del fondo; los lobos, sentados en ellos, parecían siervos a la espera de ser recibidos por el rey.

En el centro del estrado había una gran mesa en la que se amontonaban carpetas, expedientes y libros de contabilidad. El hombre sentado tras ella vestía un traje azul, camisa blanca y corbata roja. Era delgado y calvo, y su rostro irradiaba autosuficiencia. Incluso desde aquella distancia, Gabriel intuyó que aquel hombre conocía todas las normas y estaba decidido a aplicarlas por las buenas o por las malas. Con él no habría negociaciones ni concesiones: todos eran culpables y todos serían castigados como correspondía.

Los guardas de Gabriel se detuvieron en mitad del pasillo y esperaron a que el comisionado concluyera su entrevista con un tipo corpulento que sostenía un saco de yute empapado en sangre. Uno de los ayudantes del comisionado contó los objetos que había en el interior del saco y susurró una cifra.

– Muy bien. -La voz del comisionado era potente y decidida-. Recibirás tu ración de comida.

El tipo del saco abandonó el estrado mientras el comisionado anotaba la cifra en el libro de cuentas. Haciendo caso omiso de los que esperaban, los dos lobos que flanqueaban a Gabriel lo subieron a la tarima por una rampa y lo obligaron a sentarse en un taburete frente a la mesa. El comisionado cerró su libro de cuentas y contempló aquel nuevo problema.

– Bien, he aquí nuestro visitante de no se sabe dónde. Me han dicho que te llamas Gabriel. ¿Es así?

Gabriel permaneció en silencio hasta que el tipo rubio le golpeó la espalda con la porra.

– Así es. ¿Quién es usted?

– Mis predecesores eran partidarios de los títulos carentes de significado y rimbombantes, como capitán general o jefe de Estado Mayor. Uno de ellos llegó a declararse presidente de por vida. Naturalmente, solo duró una semana. Tras pensarlo detenidamente, he elegido un título más sencillo: soy el comisionado de las patrullas de este sector de la ciudad.

Gabriel asintió pero no dijo nada. La llama de gas que ardía detrás de él emitía un sonido siseante.

– Por aquí ya han pasado otros visitantes del exterior, pero tú eres el primero al que veo. Dime: ¿quién eres y cómo has llegado hasta aquí?

– Soy como cualquier otro -dijo Gabriel-. De repente, abrí los ojos y vi que estaba al lado del río.

– No me lo creo.

El comisionado de las patrullas se levantó. Gabriel vio que llevaba una pistola al cinto. Chasqueó los dedos, y uno de los ayudantes se apresuró a acercarle otro taburete. El comisionado se sentó junto a Gabriel y le habló en voz baja.

– Algún día, los poderes divinos rescatarán al último grupo de supervivientes. Como es natural, me interesa alimentar este tipo de fantasías. Por mi parte, estoy convencido de que hemos sido condenados a masacrarnos unos a otros hasta el final de los tiempos. Eso significa que voy a quedarme aquí para siempre a menos que encuentre una forma de salir.

– ¿Esta es la única ciudad de este mundo?

– Claro que no. Antes de que el cielo se oscureciera podían verse otras más abajo, siguiendo el río. Pero yo creo que solo son otros infiernos, tal vez con habitantes de otras culturas o de distintas épocas. En cualquier caso, las islas son todas iguales: un lugar donde las almas se ven condenadas a repetir este ciclo una y otra vez.

– Si me deja explorar la Isla, podría buscar un camino de salida.

– Sí. Eso te gustaría, ¿verdad? -El comisionado se puso en pie y volvió chasquear los dedos-. Traed la silla especial.

Uno de los ayudantes salió corriendo y regresó con una silla de ruedas, hecha de madera y mimbre. Le quitaron las esposas, lo sentaron en la silla y le ataron las muñecas a los reposabrazos y los pies al armazón con cable eléctrico. El comisionado supervisó la tarea; de vez en cuando indicaba que añadieran un nudo aquí y otro allá.

– Si usted es el jefe de todo esto -dijo Gabriel-, ¿por qué no puede detener las matanzas?

– No puedo suprimir el odio y la ira. Solo puedo canalizarlos en distintas direcciones. He sobrevivido porque soy capaz de identificar a nuestros enemigos, las degeneradas formas de vida que deben ser exterminadas. En estos momentos estamos dando caza a las cucarachas que se esconden en la oscuridad.

El comisionado bajó por la rampa, seguido del hombre rubio que empujaba a Gabriel en la silla. Recorrieron nuevamente los pasillos de la planta baja del colegio. Los lobos que deambulaban por allí inclinaban la cabeza al paso del comisionado. Si este viera el menor atisbo de deslealtad en sus ojos, los señalaría de inmediato como enemigos.

Al final de uno de los pasillos, sacó una llave y abrió una puerta negra.

– Quédate aquí-ordenó al tipo rubio. Luego empujó la silla de Gabriel y cruzaron la puerta.

Entraron en una amplia estancia llena de archivos de color verde. Algunos cajones estaban abiertos y su contenido yacía esparcido por el suelo. Gabriel vio currículos, expedientes, pruebas y comentarios de profesores. Algunas fichas estaban manchadas de sangre.

– Todos estos archivos contienen expedientes académicos -explicó el comisionado-. En la Isla no hay niños, pero cuando nos despertamos la primera mañana esto era un colegio de verdad, con tiza para las pizarras y comida en la cafetería. Pequeños detalles para aumentar el grado de crueldad: no destruimos una ciudad de cartón piedra, sino un sitio de verdad, con sus semáforos y sus puestos de helados.

– ¿Para qué me ha traído aquí? -preguntó Gabriel.

El comisionado de patrullas empujó a Gabriel más allá de las hileras de archivados. Dos pequeñas llamas ardían en dos tuberías de gas que asomaban de la pared, pero las sombras de la sala eran más poderosas que su luz.

– Hay una razón por la que escogí este colegio como cuartel general. Todas las historias sobre visitantes están relacionadas con esta habitación. Hay algo especial en este lugar en concreto, pero todavía no he sido capaz de descubrir el secreto.

Llegaron a una zona de trabajo con mesas y sillas de metal. Gabriel estaba prisionero en su silla de ruedas, pero miró a un lado y a otro en busca del espacio de infinita oscuridad que le indicaría el camino de regreso al Cuarto Dominio.

– Si los visitantes pueden llegar a este mundo -continuó el comisionado-, tiene que haber un sitio por donde salir. ¿Dónde está, Gabriel? Tienes que decírmelo.

– No lo sé.

– Esa no es una respuesta aceptable. Tienes que prestar más atención a lo que digo. Llegados a este punto, solo veo dos posibilidades: o eres mi única esperanza de salir de aquí, o eres una amenaza para mi supervivencia. Y no tengo tiempo ni ganas de averiguar cuál de ambas opciones es la correcta. -El comisionado sacó su revólver y apuntó a la cabeza de Gabriel-. Esta pistola tiene tres balas, seguramente las últimas tres balas que quedan en esta isla. No me obligues a malgastar una matándote.

Capítulo 29

Maya seguía llevando el revólver de cañón corto que había comprado en Nueva York. El arma determinó la elección del transporte. Evitó los aeropuertos y se decidió por una combinación de autobús rural, ferry y tren para viajar de Irlanda a Londres. Llegó a la Estación Victoria en plena noche y sin una idea exacta de cómo localizar a Gabriel. Antes de que él se marchara de Skellig Columba, le había dicho que se pondría en contacto con los free runners. Así que Maya optó por acercarse a la casa de Vine House, en South Bank. Quizá Jugger y sus amigos sabían si Gabriel seguía en la ciudad.

Cruzó el Támesis y caminó por Langley Road hacia Bonning-ton Square. A esas horas de la noche las calles estaban desiertas, pero podían ver el resplandor de los televisores en las oscuras habitaciones. Pasó ante varias casas con jardín restauradas y frente a una escuela de ladrillo rojo edificada en la época victoriana y reconvertida en un bloque de apartamentos de lujo. En aquel entorno, Vine House parecía un viejo mugriento rodeado de elegantes hombres de negocios y abogados.

Cuando llegó al muro de piedra de dos metros de altura que rodeaba el jardín de Vine House, percibió un olor acre que le recordó el de la basura quemándose. Se asomó a una esquina. No vio a nadie en la acera ni sentado en el jardincillo de la plaza. La zona parecía tranquila, hasta que se fijó en dos hombres senta-dos en la cabina de una furgoneta de una floristería aparcada al final de la manzana. Maya dudó de que alguien hubiera encargado una docena de rosas a la una de la madrugada.

No había una entrada por la que pudiera accederse al jardín trasero desde Langley Lañe, de modo que se aupó al borde del muro, trepó a lo alto y saltó al otro lado. El olor a quemado se hizo más intenso, pero no vio fuego por ninguna parte. La única luz la proporcionaban la luna y las farolas de las calles. Atravesó el jardín tan sigilosamente como pudo, llegó a la puerta trasera, la encontró abierta, y entró.

El humo brotó del interior y la envolvió como una ola de agua sucia. Maya trastabilló hacia atrás, tosiendo y apartando el humo con las manos. Vine House estaba ardiendo, y las viejas vigas y las tablas del suelo desprendían tanto humo como un fuego de carbón en el fondo de una mina.

¿Dónde estaban los free runners ¿Habían huido de la casa o habían muerto? Maya entró a gatas en la casa. Una puerta, a la izquierda, conducía a la cocina, donde no había nadie. Otra, a la derecha, se abría a un dormitorio donde una solitaria lámpara dibujaba un débil círculo de luz en la oscuridad.

Un hombre yacía en el centro del cuarto, la mitad del cuerpo en el suelo, la mitad encima de la cama, como si el cansancio no le hubiera permitido llegar hasta la cama. Lo cogió por las piernas y lo arrastró fuera del cuarto, hasta el jardín. Tosía y tenía los ojos llenos de lágrimas, pero vio que era Jugger, el amigo de Gabriel. Lo puso boca arriba, se sentó sobre él a horcajadas y lo abofeteó repetidamente en la cara, hasta que Jugger parpadeó y tosió.

– ¡Escúchame! -lo apremió Maya-. ¿Hay alguien más en la casa?

– Roland… Sebastian… -Jugger volvió a toser.

– ¿Qué ha pasado? ¿Están muertos?

– Llegaron dos tipos en una furgoneta. Sacaron sus armas y nos obligaron a tumbarnos en el suelo. Luego nos pusieron una inyección o algo así…

Maya regresó a la casa, respiró hondo y entró. Reptando como un animal, avanzó por el pasillo hacia la estrecha escalera. Una parte de su mente se mantenía lúcida mientras sus pulmones luchaban por respirar. Matar a los free runners con pistolas o cuchillos habría atraído en exceso la atención de las autoridades. Así pues, los mercenarios de la Tabula habían drogado a los tres hombres y prendido fuego a la ruinosa casa. En esos momentos montaban guardia en el exterior para asegurarse de que nadie salía con vida. Al día siguiente, los bomberos encontrarían lo que quedara de los cuerpos entre los restos humeantes del incendio. El ayuntamiento vendería el terreno a uno de tantos especuladores, y los diarios publicarían la noticia en la última página de sucesos: «Tres okupas muertos en el incendio de su vivienda ilegal».

Encontró a Sebastian en el dormitorio del piso de arriba, lo agarró por los brazos y lo arrastró escalera abajo, hasta el jardín. Cuando entró por tercera vez, vio las llamas brillando en la oscuridad, quemando el suelo del salón, trepando por las paredes y lamiendo las vigas del techo. En lo alto de la escalera estaba lleno de humo, y apenas podía ver nada cuando entró en la buhardilla y encontró el cuerpo de Roland. De nuevo tuvo que arrastrar y arrastrar. Las imágenes y los sonidos se difuminaron a su alrededor y se convirtió en un pequeño fragmento de conciencia que atravesaba la infernal humareda.

Salió por la puerta a trompicones, soltó a Roland y se desplomó en el embarrado suelo del jardín.

Tras varios minutos tosiendo y boqueando en busca de aire, se sentó y se frotó los ojos. Jugger seguía consciente y hablaba de las inyecciones sin que le pudiera entender nada. Maya comprobó la respiración de los otros dos free runners. Estaban vivos.

Tenía la pistola, pero utilizarla allí podía resultar peligroso. En una ocasión, Hollis le había comentado que en Los Ángeles había tantas pistolas que las fiestas de Nochevieja parecían un tiroteo en una zona de guerra. En Londres, en cambio, oír un disparo no era algo habitual. Si disparaba su revólver, medio vecindario lo oiría y llamaría inmediatamente a la policía.

La casa seguía ardiendo. Vio un destello anaranjado cuando prendieron las cortinas de la habitación de Jugger. Maya se puso en pie, se acercó a la puerta de atrás y notó la corriente de aire caliente abrirse paso en el frío de la noche. A medida que su respiración recobraba la normalidad, recordó una conversación acerca de los silenciadores para armas de fuego que había oído a su padre y a Madre Bendita. En Europa los silenciadores eran ilegales, además de difíciles de encontrar e incómodos de llevar. A veces resultaba más fácil improvisar un sustituto.

Buscó por el jardín trasero y encontró varios cubos rebosantes de basura. Removió en su interior hasta que localizó una botella de plástico de dos litros y un viejo cojín de espuma. Llenó la botella con trozos de espuma e introdujo el cañón de la pistola por el cuello del envase. Cerca de la puerta vio un viejo rollo de cinta adhesiva, y la utilizó para sujetar la botella al cañón. Jugger se había levantado y la miraba desde el otro extremo del jardín.

– ¿Qué… qué estás haciendo?

– Despierta a tus amigos. Nos vamos de aquí.

Empuñando su improvisada arma, saltó la tapia que daba a la calle, se metió por un callejón y se acercó a la furgoneta por detrás. Una de las ventanillas estaba medio bajada, y por la abertura salía el humo de un cigarrillo. Oyó que los dos hombres hablaban.

– ¿Cuánto rato más vamos a tener que esperar? -preguntó el conductor-. Me está entrando hambre.

El otro rió.

– Pues vuelve a la casa. Ahí se está asando una carne que…

Maya se situó ante la ventanilla, levantó la pistola y disparó. La primera bala reventó el fondo de la botella y atravesó el cristal del vehículo. Fue como el sonido de un batir de palmas… dos rápidos disparos. Luego, silencio.

Capítulo 30

Una hora antes de que su vuelo aterrizara en el aeropuerto de Heathrow, Hollis se metió en uno de los aseos del avión y se cambió de ropa en el reducido espacio. Cuando regresó a su asiento, creyó que llamaría la atención con sus pantalones azul marino y la camisa a juego, pero era de noche, la gente estaba grogui y nadie pareció fijarse en él. Había metido la ropa que llevaba antes en una bolsa que olvidaría en el avión. Todo lo que necesitaba para entrar en Gran Bretaña sin que lo detectaran se encontraba en el grueso sobre que llevaba bajo el brazo.

Durante los últimos días que había pasado en Nueva York, había recibido un correo electrónico de Linden explicándole que su misión allí había terminado y que había llegado el momento de que viajara a Inglaterra. El Arlequín francés no había podido localizar ningún barco dispuesto a llevarlo clandestinamente a Europa. Por otra parte, cabía la posibilidad de que la Tabula hubiera insertado sus datos biométricos en los bancos de datos de seguridad a los que tenían acceso los funcionarios de inmigración de todo el mundo. Cabía la posibilidad de que cuando llegara a Heathrow, las alarmas saltaran y lo detuvieran. Linden le había dicho que había una manera de entrar en Gran Bretaña burlando a la Red, pero para eso tendría que realizar algunas astutas maniobras en la terminal de llegada.

El vuelo de American Airlines aterrizó puntualmente en Heathrow, y los pasajeros se apresuraron a conectar sus móviles. Los guardias de seguridad observaron detenidamente a los pasajeros cuando bajaron a la pista y subieron a los autobuses que debían llevarlos a la Terminal Cuatro. Hollis no iba enlazar con ningún otro vuelo, así que debía tomar otro autobús que lo llevara a través del gigantesco aeropuerto hasta la Terminal Uno, donde estaba el control de pasaportes. Se metió en los aseos de caballeros y se quedó allí unos minutos. Luego salió y se mezcló con los pasajeros que llegaban de distintos vuelos. Poco a poco fue comprendiendo la astuta simplicidad del plan de Linden. Las personas que lo rodeaban no sabían que acababa de llegar en el avión de Nueva York. Los pasajeros estaban cansados y ansiosos por salir de la terminal.

Subió al autobús de enlace que se dirigía a la Terminal Uno y esperó a que se llenara de gente. Entonces sacó del sobre un chaleco reflectante de seguridad y se lo puso. Con el pantalón azul, la camisa a juego y el chaleco parecía un trabajador de la terminal. La tarjeta de identificación que llevaba al cuello era falsa, los zánganos del aeropuerto solo se fijaban en lo superficial, buscaban rápidas pistas para clasificar a los desconocidos.

Cuando el autobús llegó a la Terminal Uno, los pasajeros salieron y se apresuraron a cruzar las puertas eléctricas. Hollis fingió hablar por el móvil en la estrecha acera de la zona de descarga. Luego saludó con la cabeza al aburrido vigilante que estaba sentado dentro, dio media vuelta y se alejó. Durante unos segundos temió oír las sirenas de alarma y a la policía corriendo tras él, pero nadie lo detuvo. Había burlado el sistema de seguridad de alta tecnología del aeropuerto gracias a un chaleco reflectante comprado por ocho dólares en una tienda de bicicletas de Brooklyn.

Veinte minutos más tarde, Hollis estaba sentado en una furgoneta de reparto junto a Winston Abosa, un rollizo nigeriano de voz potente y trato agradable. Hollis miró por la ventanilla mientras atravesaban Londres. Había viajado por México y otros países de América Latina, pero era la primera vez que estaba en Europa. En las carreteras inglesas había muchas rotondas y pasos de cebra. La mayoría de las casas de ladrillo contaban con un pequeño jardín trasero. Por todas partes había cámaras de vigilancia enfocadas a las matrículas de los vehículos que circulaban.

El nuevo paisaje le recordó un fragmento del libro de Sparrow, El camino de la espada. Según el Arlequín japonés, un guerrero contaba con gran ventaja si conocía el terreno o la ciudad que iba a convertirse en su campo de batalla. Luchar inesperadamente en un lugar desconocido era como despertarte una mañana y ver que esa no es la habitación en la que te habías acostado.

– ¿Conoce a Vicki? -le preguntó Hollis.

– Pues claro. -Winston conducía con cuidado, con ambas manos en el volante-. Conozco a todos sus amigos.

– ¿Están en Inglaterra? No han contestado a ninguno de mis correos electrónicos.

– La señorita Fraser, la señorita Maya y la niña están en Irlanda. El señor Gabriel está… -Winston vaciló-. El señor Gabriel está en Londres.

– ¿Qué pasó? ¿Cómo es que ya no están juntos?

– Yo solo soy un empleado, señor. El señor Linden y la señora me pagan bien, y yo procuro no hacer preguntas sobre lo que deciden.

– ¿A quién se refiere? ¿Quién es la señora?

Winston aparcó la furgoneta cerca de Regent's Canal y condujo a Hollis por una serie de callejas hasta las abarrotadas arcadas del mercado de Camden. Avanzando en zigzag para evitar las cámaras de vigilancia llegaron a la entrada de las catacumbas, bajo la vía elevada del tren. Una mujer mayor con el pelo teñido de color rosa estaba sentada bajo un cartel que anunciaba sus servicios como echadora de cartas. Al pasar, Winston le dejó en la bandeja un billete de diez libras. Cuando la mujer se inclinó para cogerlo, Hollis vio que ocultaba en la mano un pequeño aparato de radio. Aquella anciana era la primera línea de defensa contra los visitantes indeseados.

Caminaron por el túnel y entraron en la tienda llena de instrumentos de percusión y de estatuas africanas. Winston apartó una bandera que colgaba de la pared y abrió una puerta de acero que daba a un apartamento oculto.

– Diga al señor Linden que estoy en la tienda -pidió Winston-. En cuanto a usted, si necesita algo, hágamelo saber.

Hollis se encontró en un vestíbulo que daba a cuatro habitaciones. En la primera no había nadie, pero encontró a Linden sentado en la cocina, tomando café y leyendo el periódico. Hollis hizo una rápida evaluación del Arlequín francés. Algunos de los gigantones contra los que había luchado en Brasil eran bestias deseosas de utilizar sus puños contra oponentes inferiores. Linden pesaba al menos ciento veinte kilos, pero no había bravuconería en su porte. Era un tipo tranquilo cuyos ojos parecían no perder detalle.

– Buenos días, monsieur Hollis. Supongo que todo ha ido bien en el aeropuerto.

Hollis se encogió de hombros.

– Me costó un poco encontrar la salida de los empleados. Después de eso, fue fácil. Winston me esperaba en la furgoneta en la calle.

– ¿Le apetece un té o un café?

– Me gustaría ver a Vicki. Winston me ha dicho que está en Irlanda.

– Por favor, siéntese. -Linden señaló una silla-. En los últimos diez días han ocurrido muchas cosas.

Hollis dejó el sobre donde había guardado el chaleco que le había servido de disfraz y tomó asiento. Linden se levantó, enchufó el hervidor y vertió dos medidas de café en una prensa francesa. Miraba a Hollis como un boxeador evaluaría a su adversario, sentado al otro lado del ring.

– ¿Está cansado por el vuelo, monsieur Wilson?

– Estoy bien. Este país no es más que «una habitación distinta». Eso es todo. Tengo que adaptarme a los cambios.

Linden pareció sorprendido.

– ¿Ha leído el libro de Sparrow?

– Claro. ¿Acaso va en contra de las normas de los Arlequines?

– En absoluto. Fui yo quien lo tradujo al francés y lo publicó en una pequeña editorial de París. El padre de Maya conoció a Sparrow en Tokio, y yo conocí a su hijo poco antes de que la Tabula lo matara.

– Sí, ya sé. Hablaremos de eso más tarde. ¿Cuándo veré a Vicki, Maya y Gabriel? En su correo me decía que respondería a mis preguntas cuando nos encontráramos aquí.

– Vicki y Maya están en una isla de la costa oeste de Irlanda. Maya está protegiendo a Matthew Corrigan.

Hollis meneó la cabeza y rió.

– Vaya, esto sí que es una sorpresa… Después de tantos años escondiéndose, por fin lo han encontrado…

– Lo que hemos encontrado es su cascarón… su cuerpo vacío. Matthew cruzó al Primer Dominio y algo debió de ocurrirle. No ha regresado.

– ¿Qué es el Primer Dominio? No conozco ese capítulo.

– L'Enfer. -Linden se dio cuenta de que Hollis no entendía el francés y añadió-: El inframundo. El infierno.

– Pero ¿Vicki está bien?

– Supongo que sí. Madre Bendita, una Arlequín irlandesa, entregó a Maya un teléfono vía satélite antes de marcharse. Llevamos varios días llamando y llamando, pero nadie contesta. Madre Bendita estaba muy preocupada. En estos momentos está viajando hacia allí.

– Maya me habló de Madre Bendita. Creí que había muerto.

Linden vertió el agua hirviendo en la prensa francesa.

– Le aseguro que está viva y coleando.

– ¿Y Gabriel? ¿Puedo verlo? Winston me ha dicho que está en Londres.

– Madre Bendita acompañó a Gabriel a Londres, pero luego lo perdimos.

Hollis se volvió para mirar a Linden.

– ¿De qué está hablando?

– Nuestro Viajero fue a buscar a su padre al Primer Dominio. Está vivo, pero tampoco ha regresado.

– ¿Y dónde está su cuerpo?

– ¿Por qué no se toma antes el café?

– ¡No quiero ningún maldito café! ¿Dónde está Gabriel? Es mi amigo.

Linden encogió sus anchos hombros.

– Vaya a la habitación del fondo.

Hollis salió de la cocina y caminó por el pasillo hasta que llegó a una sencilla habitación; Gabriel estaba tumbado en la cama. El cuerpo del Viajero parecía inerte, insensible, como sumido en el más profundo de los sueños. Se sentó en el borde de la cama y le tocó una mano. Aunque sabía que Gabriel probablemente no podría oírlo, le habló.

– Hola, Gabe. Soy tu amigo Hollis. No te preocupes. Yo te protegeré.

– Perfecto. Eso es precisamente lo que queremos.

Hollis se dio la vuelta y vio a Linden en el umbral.

– Le pagaremos quinientas libras a la semana -añadió el Arlequín.

– No soy un mercenario y no me gusta que me traten como si lo fuera. Protegeré a Gabriel porque es mi amigo, pero antes quiero asegurarme de que Vicki está bien. ¿Lo ha entendido?

Hollis era partidario de una aproximación agresiva cuando alguien se empeñaba en darle órdenes, pero en esos momentos no estaba tan seguro. Linden se acercó y sacó una pistola automática de la sobaquera. Al ver el arma y la fría expresión del francés, Hollis se vio al borde de la muerte. «Este cabrón va a matarme…»Linden sujetó la pistola por el cañón y se la ofreció.

– ¿Sabe cómo usar esto, monsieur Wilson?

– Por supuesto. -Cogió el arma y se la metió en el cinturón.

– Madre Bendita llegará a la isla mañana. Allí verá a la señorita Fraser y ella le dirá si quiere volver a Londres. Estoy seguro de que usted podrá reunirse con ella en cuestión de días.

– Gracias.

– Nunca dé las gracias a un Arlequín. No hago esto porque usted me caiga simpático. Necesitamos otro guerrero, y usted ha llegado en el momento oportuno.

Hollis y Winston salieron a dar una vuelta por Chalk Farm Road. La mayoría de las tiendas de aquella calle vendían algo relacionado con la rebeldía: cazadoras y pantalones de cuero negro de motorista, vestidos de vampiresa gótica o camisetas con mensajes obscenos. Punks con el pelo de punta y teñido de verde deambulaban en grupos disfrutando de las miradas de los paseantes.

Compraron queso, leche, pan y café. Luego, Winston condujo a Hollis hasta una puerta, situada entre un salón de tatuajes y una tienda que vendía disfraces de hada. En el piso de arriba había una habitación con una cama y un televisor. El baño y la cocina estaban fuera, al final del pasillo.

– Esta va a ser su casa -le dijo Winston-. Si necesita algo, estaré todo el día en la tienda.

Cuando Winston se hubo marchado, Hollis se sentó en la cama y comió un poco de pan con queso. Olía a curry. Oyó el sonido de las bocinas de los coches. En Nueva York podría haber encontrado una forma de escapar, pero allí se sentía rodeado por la Gran Máquina. Todo habría sido distinto si Vicki hubiera estado con él, si pudiera oír su voz. El amor de aquella mujer hacía que se sintiera más fuerte. El amor te elevaba. Te conectaba con la luz.

Antes de ir al baño a darse una ducha, pegó un trozo de chicle entre la puerta y el marco, cerca del suelo. El plato de la ducha estaba mohoso, y el agua salía tibia. Cuando se vistió y regresó al cuarto, vio que el chicle estaba despegado.

Dejó la toalla y la pastilla de jabón en el suelo y sacó la automática. Nunca había matado a nadie, pero iba a hacerlo. Estaba seguro de que la Tabula lo esperaba. Lo atacarían en cuanto atravesara la puerta.

Sosteniendo la pistola en la mano derecha, introdujo la lleve con el mayor sigilo posible. «Uno», contó. «Dos y… ¡tres!» Giró el picaporte, aferró la pistola y entró de un salto.

Maya estaba junto a la ventana.

Capítulo 31

A primera hora de la mañana del día siguiente, Maya trepó al tejado del antiguo hospital para caballos, en el centro del mercado de Camden. Los caballos y el matadero habían desaparecido a finales de la era victoriana, y el edificio de dos plantas estaba ocupado por tiendas que vendían jabón natural y alfombras tibetanas. Nadie se fijó en ella mientras permaneció de pie junto a la veleta con la silueta de un caballo a galope.

Desde allí observó a Hollis cruzar el mercado y entrar en el túnel de ladrillo que conducía a las catacumbas. Linden había pasado la noche en la tienda de instrumentos de percusión, y Hollis tenía que avisarla cuando el Arlequín francés saliera del apartamento secreto.

Había pasado las últimas veinticuatro horas yendo de un lado a otro de Londres. Cuando el incendio en Vine House, ayudó a Jugger y a sus amigos a salir del jardín trasero. Luego, los cuatro tomaron un taxi cerca de Vauxhall Bridge que los llevó hasta un apartamento vacío en Chiswick, propiedad del hermano de Roland. Los free runners estaban acostumbrados a vivir fuera de la Red, y los tres prometieron a Maya que permanecerían ocultos hasta que las autoridades dejaran de investigar la muerte de los dos cadáveres de la furgoneta de la floristería.

Gabriel había dicho a Jugger que se alojaba en una tienda de instrumentos de percusión del mercado de Camden, de modo que Maya supuso que Linden y Madre Bendita lo estaban protegiendo. Pasó el resto del día vigilando la entrada de las catacumbas, hasta que Hollis llegó a la tienda. Madre Bendita la habría matado por aquel acto de desobediencia, pero Hollis era un amigo. El podría organizar las cosas para que Maya pudiera ver a Gabriel sin correr peligro.

Estaba de pie en el tejado cuando Linden salió del túnel de ladrillo. El Arlequín, con la espada en el estuche metálico colgada al hombro, fue a desayunar a un café con vistas al canal. Diez minutos más tarde, Hollis salió del túnel e hizo una seña a Maya. Despejado.

Hollis la guió entre los instrumentos y las tallas de madera hasta la pequeña y lóbrega habitación en la que yacía el cuerpo del Viajero. Maya se arrodilló junto a la cama y tomó la mano de Gabriel. Sabía que estaba vivo, pero eso no le impedía sentirse como una viuda que acariciara a su marido muerto. En la isla había visto el libro de san Columba y estudiado sus ilustraciones del infierno. No le cabía la menor duda de que Gabriel había ido allí en busca de su padre.

Ninguna de las habilidades que Thorn y el resto de los Arlequines le habían enseñado, le servían en ese momento. No había nadie contra quien luchar, ningún castillo con murallas y puertas de hierro. Habría hecho cualquier sacrificio con tal de salvar a Gabriel, pero no podía hacer nada.

La puerta de acero del apartamento rechinó al abrirse. Hollis parecía sorprendido.

– ¿Eres tú, Winston? -preguntó.

Maya se alejó de la cama y desenfundó su pistola. Silencio. Linden apareció entonces en el umbral. El hombretón tenía las manos en los bolsillos y sonreía.

– ¿Vas a dispararme, Maya? Recuerda siempre que hay que apuntar un poco hacia abajo. Cuando uno está nervioso, tiende a disparar demasiado alto.

– No sabíamos quién había entrado. -Maya guardó el revólver.

– Pensé que tal vez vendrías. Madre Bendita me contó que tienes un attachement sentimental con Gabriel Corrigan. Cuando desconectaste el teléfono vía satélite, comprendí que probablemente te habías marchado de la isla.

– ¿Se lo has dicho a Madre Bendita?

– No. Ya se enfadará bastante cuando llegue a Skellig Columba y vea que a Matthew Corrigan solo lo protegen una joven estadounidense y unas cuantas monjas.

– Tenía que ver a Gabriel.

– ¿Y ha valido la pena? -Linden se sentó a horcajadas en la única silla que había en el cuarto-. Está tan perdido como su padre. Aquí no hay nada salvo un cascarón vacío.

– Estoy decidida a salvar a Gabriel -dijo Maya-. Solo necesito hallar la forma de hacerlo.

– Eso es imposible. Se ha marchado, ha desaparecido.

Maya reflexionó un instante antes de hablar.

– Tengo que hablar con alguien que sepa todo lo que se puede saber acerca de los distintos dominios. ¿Conoces a alguien así en este país?

– Eso no nos concierne, Maya. Nuestras leyes dicen que los Arlequines solo protegemos a los Viajeros en este mundo.

– Nuestras leyes me importan un bledo. «Cultiva la imprevisibilidad.» ¿No es eso lo que escribió Sparrow? Quizá haya llegado el momento de hacer algo diferente. Nuestra estrategia no está funcionando.

– Maya tiene razón, Linden -intervino Hollis por primera vez-. En estos momentos, Michael Corrigan es el único Viajero que está en el mundo, y se ha puesto al servicio de la Tabula.

– Ayúdame, Linden, por favor -rogó Maya-. Lo único que necesito es un nombre.

El Arlequín francés se levantó y se dispuso a marcharse. Cuando llegó a la puerta, se detuvo y vaciló, como un hombre que intenta encontrar el camino en la oscuridad.

– En Europa hay varios expertos en el tema de los dominios, pero solo hay una persona en la que podamos confiar. Era amigo de tu padre y, por lo que sé, sigue viviendo en Roma.

– Mi padre nunca tuvo amigos, lo sabes tan bien como yo.

– Tal vez, pero esa fue la palabra que Thorn utilizó -dijo Linden-. Deberías viajar a Roma y comprobarlo por ti misma.

Capítulo 32

Hollis estaba preparando café en el apartamento cuando Linden entró desde la tienda. Llevaba en la mano un teléfono vía satélite.

– Acabo de tener noticias de Madre Bendita. Está en Skellig Columba.

– Apuesto a que no le gustó descubrir que Maya se había marchado.

– La conversación ha sido muy breve. Le he explicado que acababas de llegar a Londres y ha dicho que debes ir a la isla.

– ¿Quiere que me encargue de proteger el cuerpo de Matthew Corrigan?

Linden asintió.

– Parece la conclusión más lógica.

– ¿Qué hay de Vicki?

– No mencionó a mademoiselle Fraser.

Hollis sirvió una taza de café para el Arlequín y la dejó encima de la mesa.

– Tendrás que explicarme cómo puedo viajar a Irlanda y conseguir que alguien me lleve en barco hasta la isla.

– Madame me dijo que quería que llegaras lo antes posible. Así que… esta vez he organizado las cosas de otro modo.

Hollis no tardó en descubrir que organizar las cosas «de otro modo» significaba volar en helicóptero hasta la isla. Dos horas más tarde, Winston Abosa lo llevó hasta White Waltham, un aeródromo con una pista de hierba cerca de Maidenhead, en Berkshire. Hollis llevaba un sobre lleno de dinero; se encontró con el piloto, un hombre de unos sesenta años, en el aparcamiento. Algo en su aspecto -el pelo corto, su postura erguida-apuntaba a una formación militar.

– ¿Usted es el que quiere ir a Irlanda?

– Sí, soy…

– No quiero saber quién es. Quiero ver el dinero.

Hollis tuvo la impresión de que el piloto habría sido capaz de llevar a Jack el Destripador a las puertas de un internado femenino si en el sobre hubiera habido dinero suficiente. Diez minutos más tarde, el helicóptero estaba en el aire, rumbo al oeste. El piloto no abrió la boca salvo para hablar brevemente con los controladores aéreos. Su personalidad se reflejaba en su agresiva manera de volar entre valles y colinas, donde los campos estaban delimitados por muros de piedra. En determinado momento dijo: «Puede llamarme Richard», pero no preguntó a Hollis cómo se llamaba.

Empujados por el viento de levante, cruzaron el mar de Irlanda y repostaron en un pequeño aeropuerto cerca de Dublín. Mientras sobrevolaban la campiña irlandesa, Hollis vio almiares, pequeños grupos de casas y estrechas carreteras que raras veces discurrían en línea recta. Cuando llegaron a la costa oeste, el piloto se quitó las gafas y empezó a controlar el GPS del panel de instrumentos. Llevaba el helicóptero lo bastante bajo para pasar cerca de una bandada de pelícanos que volaban en formación. Bajo las aves, las olas del mar se alzaban y volvían a caer con rociones de espuma blanca.

Las afiladas siluetas de las Skellig aparecieron por fin en la distancia. Richard describió varios círculos sobre la isla, hasta que vio un trozo de tela blanca ondear en lo alto de un palo. Sobrevoló unos instantes aquella manga de viento improvisada, y luego aterrizó en una plataforma rocosa. Cuando los rotores dejaron de moverse, Hollis oyó el viento silbar a través de la ranura de la toma de aire.

– En esta isla vive un grupo de monjas -dijo-. Seguro que estarán encantadas de ofrecerle una taza de té.

– Tengo instrucciones de no moverme del helicóptero -repuso Richard-. Y me han pagado de sobra para que las siga al pie de la letra.

– Como quiera. Quizá le apetezca darse un vuelo por aquí. Hay una mujer irlandesa que probablemente quiera volver a Londres.

Hollis salió del aparato y contempló las ruinas del convento, al final de la pedregosa ladera. «¿Dónde está Vicki», se dijo. «¿No le han dicho que venía?»En lugar de a Vicki, a quien vio fue a Alice. Corría hacia el helicóptero seguida por una de las monjas y, un poco más atrás, por una mujer de abundante melena pelirroja. Alice fue la primera en alcanzarlo; se subió a una piedra para ponerse a su altura. Tenía el pelo enredado y las botas manchadas de barro.

– ¿Dónde está Maya? -preguntó.

Era la primera vez que Hollis oía su voz.

– Maya está en Londres. Está bien. No tienes de qué preocuparte.

Alice saltó al suelo y siguió corriendo, seguida por la religiosa. La mujer lo saludó con la cabeza al pasar, y Hollis creyó leer tristeza en sus ojos. De repente se encontró ante Madre Bendita.

La Arlequín irlandesa iba vestida con un pantalón negro de lana y una cazadora de cuero. Era más pequeña de lo que él había imaginado y su rostro mostraba una expresión altiva y enérgica.

– Bienvenido a Skellig Columba, señor Wilson.

– Gracias por el viaje en helicóptero.

– ¿Le ha dicho algo la hermana Joan?

– No. ¿Se supone que debía hacerlo? -Hollis miró alrededor-. ¿Dónde está Vicki? Es a ella a quien en realidad he venido a ver.

– Sí. Venga conmigo.

Hollis siguió a la Arlequín por un sendero hasta las cabañas de la segunda terraza. Se sentía como si hubiera habido un accidente de coche y se dispusieran a mostrarte el estropicio.

– ¿Alguna vez lo han golpeado con mucha fuerza, señor Wilson?

– Desde luego. Durante un tiempo me dediqué a la lucha profesional en Brasil.

– ¿Y cómo sobrevivió a eso?

– Cuando no puedes evitar el puño de alguien, lo mejor es moverte con él. Si te quedas quieto, acabas en el suelo.

– Es un buen consejo -dijo Madre Bendita. Se detuvo ante una de las cabañas-. Hace dos días, la Tabula aterrizó en la isla con sus helicópteros. Las monjas se refugiaron en una cueva con la niña, pero la señorita Fraser se quedó para proteger al Viajero.

– Bueno, ¿dónde está? ¿Qué ocurrió?

– Esto no le va a resultar fácil, señor Wilson. Pero puede entrar y verlo… si quiere.

Madre Bendita abrió la puerta de la cabaña pero dejó que él pasara primero. Hollis entró en una fría estancia de piedra llena de cajas apiladas y estanterías apoyadas contra la pared. El suelo y los muros estaban manchados de algo. Tardó unos segundos en comprender que era sangre seca.

Madre Bendita se quedó tras él.

– Los de la Tabula trajeron segmentados para que pudieran entrar por las ventanas. -Su voz era tranquila, no revelaba emoción alguna, como si estuviera hablando del tiempo-. Estoy segura de que después mataron a los animales y arrojaron sus cuerpos al mar.

Señaló un bulto cubierto por un plástico, y Hollis supo al instante que se trataba de Vicki. Caminando como un sonámbulo, llegó hasta el cuerpo y apartó el plástico. Vicki estaba irreconocible, pero las marcas de los brazos y las piernas demostraban que había sido víctima del ataque de un animal.

Hollis se quedó ante el mutilado cuerpo sintiéndose como si también a él lo hubieran aniquilado. La mano izquierda de Vicki era un amasijo de carne desgarrada y huesos astillados; sin embargo, la derecha estaba intacta y en su palma descansaba un medallón de plata con forma de corazón que Hollis reconoció en el acto. La mayoría de las mujeres de la congregación llevaban uno parecido. Si lo abrías, descubrías una fotografía en blanco y negro de Isaac T. Jones.

– Le quité el medallón del cuello -dijo Madre Bendita-. Pensé que usted querría ver lo que hay dentro.

Hollis cogió el medallón y metió la uña en la parte superior del pequeño corazón de plata. Se abrió con un clic. La familiar cara del profeta había desparecido, en su lugar había un diminuto pedazo de papel doblado varias veces. Lentamente, lo desplegó y lo extendió en la palma de su mano. Con una vieja estilográfica, intentando que cada letra le saliera perfecta, Vicki había escrito ocho palabras: «Hollis Wilson está en mi corazón. Para siempre».

El dolor dejó paso a una ira tan extrema que habría querido aullar. Pasara lo que pasase, daría caza a los hombres que habían asesinado a Vicki y los mataría uno a uno. No se concedería tregua ni descanso. Nunca.

– ¿Ha visto suficiente? -preguntó Madre Bendita-. Creo que ha llegado el momento de cavar una tumba.

Al ver que Hollis no contestaba, avanzó y cubrió el cadáver con el plástico.

Capítulo 33

Maya salió de la tienda de instrumentos de percusión y se dirigió a un cibercafé de Chalk Farm Road. Linden le había dicho que solo confiaba en un experto en los seis dominios, un italiano llamado Simón Lumbroso. Una rápida búsqueda por internet le reveló que Lumbroso era tasador de arte en Roma. Anotó la dirección de su despacho y su número de teléfono, pero no lo llamó. Decidió que iría a Roma para conocer a la persona que supuestamente había sido amigo de su padre.

Tras reservar un billete de avión, cogió un taxi y se dirigió al pequeño cuarto trastero que tenía alquilado en Londres, donde cogió nueva documentación falsa. Para el viaje a Roma se decidió por la opción más segura: uno de sus OR-IF, es decir, «origen real – identidad falsa». Esos pasaportes habían sido emitidos por el gobierno y los datos que contenían se hallaban en la Gran Máquina.

Se tardó varios años en preparar la identificación OR-IF de Maya. Cuando ella tenía nueve años, Thorn consiguió los certificados de nacimiento de varias niñas muertas. A partir de ahí, cultivaron sus «vidas» como árboles frutales que de vez en cuando había que regar y podar. Sobre el papel, aquellas chicas habían obtenido el certificado de estudios y el permiso de conducir, tenían un empleo y habían solicitado tarjetas de crédito. Maya había actualizado aquellos documentos incluso mientras había intentado llevar una vida como una ciudadana normal dentro de la Red.

Cuando el gobierno del Reino Unido introdujera los documentos de identidad biométricos, los datos físicos incorporados a los pasaportes electrónicos tendrían que ser calcados a los de cada identidad falsa. Maya se había comprado lentes de contacto especiales que le permitirían burlar los escáneres del iris del aeropuerto, además de las delicadas fundas con las que se cubriría el dedo índice de las dos manos. La fotografía de algunos pasaportes se había hecho después de que las drogas faciales cambiaran su aspecto.

Con el paso del tiempo, se acostumbró a contemplar cada pasaporte como un aspecto diferente de su personalidad. El pasaporte en el que aparecía como Judith Strand la hacía sentirse una profesional ambiciosa. A Italia decidió llevarse el de una niña nacida en Brighton y llamada Rebecca Green. En la imaginación de Maya era una joven con inclinaciones artísticas y aficionada a la música electrónica.

Llevar una pistola en el avión, aunque fuera facturada con el equipaje, resultaba demasiado peligroso, de modo que Maya la dejó en la taquilla del trastero. En su lugar cogió la espada talismán de Gabriel, un estilete y el cuchillo de lanzamiento, y lo escondió todo en el interior de los tubos del cochecito de bebé que había construido uno de los contactos españoles de su padre.

En el aeropuerto Leonardo Da Vinci cogió un taxi que la llevó a la ciudad. El corazón de Roma podía situarse dentro de un triángulo en cuya base estaban los famosos centros turísticos del Foro y el Coliseo. Cogió una habitación en un hotel situado en el extremo norte de dicho triángulo, cerca de la piazza del Popolo, se colocó los cuchillos en los antebrazos, bajo las mangas, y salió rumbo al sur, más allá del mausoleo del emperador Augusto, por las adoquinadas calles de la ciudad vieja.

La planta baja de los antiguos edificios estaban ocupadas por restaurantes para turistas y tiendas de lujo. Aburridas dependientas, vestidas con ajustadas faldas, mataban el tiempo charlando con sus amigos por el móvil. Maya evitó las cámaras de vigilancia de los alrededores del edificio del Parlamento y entró en la plaza donde estaba el Panteón. La enorme construcción de ladrillo y mármol, erigida por el emperador Adriano para que fuera el templo de todos los dioses, llevaba dos mil años ocupando el centro de Roma.

Maya pasó bajo la columnata del pórtico. La nerviosa energía que embargaba a los grupos de turistas y a sus guías parecía disiparse en aquel abovedado espacio. Todos bajaban la voz y hablaban en susurros mientras cruzaban el suelo de mármol para admirar la tumba de Rafael. En medio de aquel gran templo, Maya intentó idear un plan. ¿Qué le diría a Lumbroso? ¿Realmente conocería el modo de rescatar a Gabriel?

Algo cruzó por el aire. Maya levantó la vista hacia el oculus, la redonda abertura que coronaba la bóveda. Una paloma había quedado atrapada en el interior del templo e intentaba salir. El pájaro ascendía en una amplia espiral batiendo frenéticamente las alas, pero el oculus estaba demasiado alto y no conseguía alcanzarlo. Maya vio que la paloma estaba agotada y que perdía altura con cada intento. El pájaro estaba tan asustado y desesperado que lo único que podía hacer era seguir volando, como si permanecer en el aire fuera a brindarle una solución.

La seguridad que Maya había sentido en Londres parecía haberse desvanecido. Sintiéndose débil y estúpida, salió del templo y corrió hacia el gentío que esperaba el autobús cerca del Teatro Argentino. Luego, rodeó las ruinas del centro de la plaza y se adentró en el laberinto de callejuelas que antaño habían constituido el antiguo barrio judío.

Anteriormente ese barrio se parecía al East London de la era victoriana: un lugar donde los maleantes podían encontrar refugio y aliados. Los judíos habían vivido en Roma desde el siglo II a.C., pero a partir del siglo XVI se vieron obligados a vivir dentro del sector amurallado, cerca del viejo mercado de pescado. Solo los médicos que trataban a los miembros de la aristocracia estaban autorizados a salir durante el día. Y los domingos los niños judíos tenían que acudir a la iglesia de San Angelo in Pescheria, donde el párroco les decía que estaban condenados para toda la eternidad. La iglesia seguía en pie, junto con la blanca sinagoga, que parecía un museo de la belle apoque trasplantado directamente de París.

Simón Lumbroso vivía en una casa de dos plantas cerca de las ruinas del Pórtico de Octavia. Su nombre aparecía en una placa de latón clavada en la puerta, y en ella ofrecía sus servicios en italiano, alemán, francés, hebreo e inglés: SIMÓN LUMBROSO, EXPERTO EN ARTE, SE EMITEN CERTIFICADOS.

Maya apretó el timbre, pero nadie respondió. Cuando lo volvió a intentar, una voz surgió del interfono.

– Buon giorno…

– Buenas tardes -dijo Maya-. Busco al señor Lumbroso.

– ¿Y para qué? -El tono, antes cálido y amistoso, parecía suspicaz.

– Estoy considerando la compra de cierto objeto y deseo saber su verdadera antigüedad.

– La estoy observando por el vídeo y no veo que lleve una estatua o un cuadro.

– Se trata de una joya. Un broche de oro.

– Claro. Una joya para una bella donna.

La cerradura se abrió con un zumbido, y Maya entró en el edificio. La planta baja consistía en dos estancias comunicadas que daban a un patio interior. Parecía como si un camión cargado con el contenido de un laboratorio científico y de una galería de arte hubiera volcado su carga allí dentro. Maya vio un espectroscopio, una centrifugadora y un microscopio repartidos en varias mesas, entre estatuas de bronce y antiguos cuadros. Pasó entre unos cuantos muebles antiguos y entró en la estancia del fondo, donde un hombre barbudo de unos setenta años examinaba un viejo pergamino miniado. El anciano iba vestido con un pantalón negro, una camisa blanca y un solideo negro. La puntilla del tallit katan, la prenda de hilo que llevan tantos judíos ortodoxos, asomaba por debajo de su camisa.

El hombre le mostró lo que estaba examinando.

– Este papiro es antiguo, seguramente lo arrancaron de una Biblia, pero la inscripción es moderna. En lugar de tinta, los monjes medievales utilizaban hollín, moluscos prensados o su propia sangre. No podían coger el coche e irse a la tienda a comprar los productos de la industria química.

– ¿Es usted Simón Lumbroso?

– No suena usted muy convencida, joven. Por alguna parte tengo mis tarjetas, pero siempre acabo perdiéndolas. -Lumbroso se puso unas gafas de gruesas lentes que agrandaron sus oscuros ojos-. Hoy en día los nombres son frágiles. La gente se cambia de nombre con la misma facilidad con que cambia de zapatos. ¿Cuál es el suyo, signorina?

– Me llamo Rebecca Green y soy de Londres. He dejado el broche en mi hotel, pero podría dibujarle un boceto para que se haga una idea de cómo es.

Lumbroso sonrió y meneó la cabeza.

– Me temo que necesito ver el objeto. Si tiene una piedra, puedo desmontarla y examinar la pátina de debajo.

– Deme papel y lápiz. Puede que reconozca el diseño.

Lumbroso parecía escéptico, pero le entregó un rotulador y un bloc.

– Como usted quiera, signorina.

Rápidamente, Maya dibujó el símbolo de los Arlequines. Luego, arrancó la página y la dejó encima de la mesa. Lumbroso contempló el óvalo atravesado por tres líneas y la miró a los ojos. Maya se sintió como una obra de arte en plena tasación.

– Sí, por supuesto. Conozco ese diseño. Si me lo permite, quizá podría darle alguna información más.

Se dirigió a una caja fuerte que había en un rincón y giró el dial.

– Me ha dicho que es usted de Londres. ¿Sus padres nacieron también en el Reino Unido?

– Mi madre provenía de una familia sij que vivía en Manchester.

– ¿Y su padre?

– Era alemán.

Lumbroso abrió la caja fuerte y extrajo una vieja caja de cartón llena de correspondencia ordenada cronológicamente. La depositó en la mesa y empezó a rebuscar en ella.

– No puedo decirle gran cosa del broche. En realidad, no creo que exista. En cambio, sí sé algo sobre su lugar de origen, el de usted.

Abrió un sobre, sacó una fotografía en blanco y negro y la dejó en la mesa.

– Creo que es usted la hija de Dietrich Schóller. Al menos ese era su nombre antes de que se convirtiera en un Arlequín llamado Thorn.

Maya examinó la fotografía y se sorprendió al verse a la edad de nueve años sentada junto a su padre en un banco de Saint James Park. Alguien, tal vez su madre, había tomado la foto.

– ¿De dónde ha sacado esto?

– Su padre y yo nos carteamos durante más de veinte años. Tengo una foto de usted recién nacida. Si quiere verla…

– Los Arlequines nunca hacen fotos, salvo para falsificar un pasaporte o un documento de identidad. Cuando en el colegio hacían la foto anual de la clase, yo me quedaba en casa.

– Bueno, pues su padre le hizo unas cuantas fotos y las dejó a mi custodia. Dígame, Maya, ¿dónde está? Hace tiempo que le envío mis cartas a una dirección de Praga, pero siempre me las devuelven.

– Murió. La Tabula lo mató.

Los ojos de Lumbroso se llenaron de lágrimas por el padre. Lloraba por su padre, su violento y arrogante padre. Se sorbió los mocos, buscó un pañuelo de papel y se sonó la nariz.

– La noticia no me sorprende. Dietrich llevaba una vida peligrosa. Aun así, su muerte me entristece enormemente. Era mi amigo más íntimo.

– No creo que usted lo conociera de verdad. Mi padre no tuvo un amigo en toda su vida. Nunca amó a nadie, ni siquiera a mi madre.

Lumbroso pareció sorprendido; luego, entristecido. Meneó la cabeza.

– ¿Cómo puede decir eso? Su padre sentía un enorme respeto hacia su esposa. Cuando ella murió, estuvo deprimido durante mucho tiempo.

– No sé nada de eso, pero sí sé lo que ocurrió cuando yo era pequeña: mi padre me entrenó para matar.

– Sí, la convirtió en Arlequín. No seré yo quien defienda esa decisión. -Lumbroso se levantó, fue hasta un perchero y cogió un largo abrigo negro-. Venga conmigo, Maya. Vamos a comer algo. Como dicen los romanos: «No hay historia que quepa en un estómago vacío».

Envuelto en su abrigo y con su sombrero de ala ancha, Simón Lumbroso guió a Maya a través del barrio judío. El sol se había escondido tras los tejados, pero algunos vecinos habían sacado sillas de cocina a la calle y charlaban mientras los niños jugaban a la pelota. Todo el mundo parecía conocer a Lumbroso, y este saludaba a sus vecinos tocando con dos dedos el ala del sombrero.

– Hace cuarenta años ofrecía excursiones guiadas para los extranjeros. Así fue como conocí a su padre. Fue la única persona que se presentó una tarde ante la sinagoga. Su padre era un gentil, desde luego, pero sabía mucho de la historia hebrea. Me hizo preguntas inteligentes y pasamos un rato estupendo debatiendo distintas teorías. Al final, le dije que me lo había pasado muy bien poniendo al día mi alemán y que no iba a cobrarle nada.

– Para él eso significó contraer una obligación.

Lumbroso sonrió.

– En efecto. Así es como lo vería un Arlequín. Pero yo no lo comprendí. En aquella época, unos cuantos jóvenes romanos de familia bien habían formado un grupo fascista, y por la noche solían pasear por el gueto para dar palizas a los judíos. Un día me pillaron a orillas del Tíber, no lejos de aquí. Cinco contra uno. Entonces, de repente, apareció su padre y…

– Y acabó con ellos.

– Sí. Pero lo que me sorprendió fue cómo lo hizo. Durante la pelea no mostró la menor emoción, solo una agresividad fría y calculada, además de una completa falta de miedo. Dejó a los cinco brutos inconscientes, y los habría arrojado al río si yo no se lo hubiera impedido.

– Eso sí que suena a mi padre.

– A partir de entonces empezamos a vernos con regularidad para explorar la ciudad y cenar juntos. Poco a poco, Dietrich me contó su vida. Mire, Maya, aunque su padre provenía de una familia Arlequín, nunca creyó que ese fuera su destino. Si no recuerdo mal, estudió historia en la Free University de Berlín y después decidió convertirse en pintor, por eso vino a Roma. Algunos jóvenes optan por experimentar con las drogas o con el sexo. Para su padre, tener un amigo era algo igualmente prohibido. Nunca había tenido amigos, ni siquiera en la adolescencia en el Oberschule.

Rodearon la sinagoga de Lungotevere y cruzaron el puente Fabricio, que conducía a una pequeña isla en medio del río. Lumbroso se detuvo a medio camino, y Maya contempló las verdosas aguas que atravesaban Roma.

– Cuando yo era pequeña, mi padre solía repetirme que los amigos nos hacen débiles.

– La amistad es tan necesaria como el agua o la comida. Nos llevó algún tiempo, pero al final nos hicimos amigos, no teníamos secretos entre nosotros. No me sorprendió saber de la existencia de los Viajeros. Existe una rama mística del judaísmo, inspirada en la Cábala, que describe ese tipo de revelaciones. En cuanto a la Tabula, basta con leer diariamente los periódicos para darse cuenta de que existe.

– No puedo creer que mi padre no deseara ser un Arlequín.

– ¿Qué resulta tan sorprendente? ¿Que fuera humano, como todos nosotros? Llegué a creer que se había liberado de su familia y que iba a quedarse en Roma para convertirse en pintor, cuando un día un Arlequín español se presentó en busca de ayuda. Y Dietrich cedió. Cuando regresó a Italia, ocho meses después, había adoptado su nombre Arlequín. Todo cambió. Fue el fin de su vida normal, pero su amor por Roma permaneció. Nos seguimos viendo esporádicamente y me enviaba un par de cartas al año. A veces, las cartas iban acompañadas de alguna foto de usted. La vi crecer y convertirse en una señorita.

– Me adiestró para convertirme en Arlequín -dijo Maya-. ¿Sabe lo que eso significa?

Lumbroso le puso la mano en el hombro.

– Solo usted puede perdonar a su padre. Lo único que yo puedo decirle es que la quería.

Perdidos ambos en sus pensamientos, cruzaron el puente y entraron en el barrio del Trastevere, al otro lado del río. Las casas estaban pintadas en tonos pastel y una densa hiedra trepaba por las fachadas.

Lumbroso llevó a Maya por una calle que desembocaba en una plaza adoquinada llamada piazza Mercanti. El lugar estaba desierto salvo por un par de gaviotas que luchaban por los restos de un par de cubos de basura esparcidos por el suelo. Los pájaros se graznaban como si fueran seguidores de equipos de fútbol rivales.

– Solo los turistas y los enfermos cenan a una hora tan temprana -dijo Lumbroso-, pero es una hora estupenda para una conversación privada.

Entraron en una trattoria que todavía no tenía clientela y un camarero con un imponente mostacho los acompañó a una mesa del fondo. Lumbroso pidió una botella de Pinot Grigio y un primer plato de bacalao frito.

Maya tomó un sorbo de vino pero no probó la comida. La visión que Lumbroso tenía de su padre era totalmente distinta de la suya. ¿Realmente Thorn se había interesado por ella? ¿Era posible que no hubiera querido convertirse en Arlequín? Las implicaciones de aquellas preguntas resultaban tan desconcertantes que decidió apartarlas de su mente y concentrarse en el motivo que la había llevado a Roma.

– No he venido aquí para hablar de mi padre -dijo-. Un Arlequín llamado Linden me dijo que es usted experto en los seis dominios.

Lumbroso sonrió mientras cortaba el pescado en pequeños bocados.

– Los únicos realmente expertos son los Viajeros, pero algo sé. Conocer a su padre me cambió la vida. Yo me gradué en arte, pero mi verdadera pasión era investigar esos otros mundos. He intentado hacerme con todos los libros, diarios y cartas que los describen.

Sin levantar la voz, Maya le explicó cómo había encontrado a Gabriel en Los Ángeles y por qué habían acabado en Europa. Lumbroso dejó los cubiertos y escuchó atentamente cuando Maya le contó lo que habían descubierto en Skellig Columba.

– Creo que Gabriel ha cruzado al Primer Dominio para ir en busca de su padre. Si se hubiera quedado atrapado allí, ¿hay algún modo de que yo pueda traerlo de regreso?

– No -respondió Lumbroso-. No si no va usted misma hasta allí.

Los dos guardaron silencio cuando el camarero sirvió el plato de pasta, bolas de sémola llamadas gnocchi alla romana. Maya seguía sin probar bocado, pero Lumbroso le sirvió otra copa de vino.

– ¿Qué quiere decir? ¿Eso es posible?

– Debe entender que para los griegos clásicos y los romanos no existía una separación tan rígida entre este mundo y las otras realidades. Durante esa época hubo Viajeros, pero los antiguos también creían que existían ciertas «puertas» que permitían a cualquiera cruzar a esos otros dominios.

– ¿Como caminos de paso?

– Yo los llamaría puntos de acceso al alcance de quienes los buscan. Una analogía moderna sería lo que la física teórica llama agujeros de gusano, atajos a través del espacio y el tiempo que permiten que una persona viaje de un punto a otro del universo sin lapso de tiempo. En la actualidad hay muchos físicos que te hacen pensar en el oráculo de Delfos… pero ellos se expresan con ecuaciones. -Lumbroso cogió la servilleta y se limpió un resto de salsa de tomate de la barbilla-. Leyendo los textos antiguos, parece claro que muchos de los lugares que se consideraban sagrados en la antigüedad, como por ejemplo Stonehenge, fueron construidos originariamente alrededor de un objeto que constituía un punto de acceso a otros dominios. Por lo que sé, ninguno de esos puntos existe en la actualidad. Sin embargo, los antiguos romanos nos dejaron una guía que nos enseñará dónde podemos encontrar uno.

Maya dejó la copa de vino.

– ¿Un mapa?

– Es algo mucho mejor que un mapa. Los mapas pueden perderse o destruirse. Esta guía en particular se halla oculta bajo las calles de Roma. Es el Horologium Augusti, el reloj de sol construido por orden del emperador Augusto.

Cuando el camarero se les acercó, Lumbroso discutió con él las distintas opciones del siguiente plato y al final se decidió por ternera con salsa de salvia. Una vez solos de nuevo, escanció más vino y prosiguió:

– El Horologium no era un pequeño reloj de sol que uno pudiera encontrar en cualquier jardín. Estaba en el centro mismo de Roma y era un enorme círculo de travertino con letras y líneas de bronce incrustados. Si ha caminado más allá del edificio del Parlamento, en la piazza di Montecitorio, habrá visto el obelisco egipcio que creaba la sombra.

– Pero ¿ahora ese reloj de sol está bajo tierra?

– La mayor parte de la Roma antigua lo está. Se podría decir que todas las ciudades tienen una ciudad fantasma oculta a la vista. Una pequeña parte del reloj de sol fue excavado en la década de 1970 por arqueólogos alemanes, algunos de los cuales eran amigos míos; sin embargo, tras un año de trabajos lo dejaron. Bajo las calles de Roma sigue habiendo manantiales naturales, y una corriente fluye sobre la cara del reloj de sol. Además, hubo problemas de seguridad. Los carabinieri no querían que los arqueólogos excavaran un camino que conducía directamente al edificio del Parlamento.

– Pero ¿qué tiene que ver esto con hallar un punto de acceso a otros dominios?

– El reloj de sol era algo más que un reloj y un calendario. También servía como centro del universo romano. En el anillo exterior había flechas que señalaban a África o la Galia, y también direcciones a portales espirituales que conducían a otros mundos. Como he dicho, los antiguos no tenían nuestra limitada visión de la realidad. Para ellos, el Primer Dominio habría sido como una distante provincia situada en el extremo del universo conocido.

»Cuando los arqueólogos alemanes pusieron punto final a su proyecto, la mayor parte del reloj de sol estaba cubierto de polvo y cascotes. Pero de eso hace treinta años, y desde entonces Roma ha sufrido varias inundaciones. Recuerde que una corriente subterránea fluye por toda la zona. Yo he inspeccionado el lugar y estoy convencido de que ahora está expuesta a la vista una parte del reloj mucho mayor.

– ¿Y por qué no lo ha comprobado personalmente? -preguntó Maya.

– Quien se decida a entrar ahí tiene que ser ágil, atlético y… -Lumbroso se acarició la voluminosa panza-mucho menos corpulento que yo. Tendrá que utilizar botellas de oxígeno y gafas de bucear para poder sumergirse. Y tendrá que ser valiente. Toda la zona es sumamente inestable.

Los dos permanecieron en silencio unos instantes. Maya tomó un sorbo de vino.

– ¿Y si compro el equipo necesario?

– El equipo no es problema. Es usted la hija de mi mejor amigo, lo cual significa que estoy encantado de ayudarla, pero nadie ha explorado esa área después de las inundaciones. Quiero que me prometa que si advierte algún peligro lo dejará estar y dará media vuelta.

La primera reacción de Maya fue pensar: «Los Arlequines no hacen promesas», pero recordó que ya había violado la norma con Gabriel.

– Intentaré tener cuidado, Simón. Es cuanto puedo decir. Lumbroso dobló su servilleta y la dejó en la mesa.

– A mi estómago no le gusta la idea, y eso es mala señal.

– Pues yo estoy hambrienta -dijo Maya-. ¿Dónde está el camarero?

Capítulo 34

A la tarde siguiente, Maya se reunió con Lumbroso frente al Panteón. Había pasado el día comprando el equipo de inmersión en una tienda de las afueras y lo había metido todo en un par de bolsas de lona. Lumbroso, que también había ido de tiendas y había comprado una linterna grande, como las que usan los mineros en las galerías, observaba a los turistas devorar helados en la plaza. Sonrió cuando la vio llegar.

– El gran filósofo Diógenes paseaba por Atenas con un candil buscando un hombre honrado. Nosotros vamos en busca de algo igualmente difícil de hallar, Maya. Basta con que tome una fotografía, con una será suficiente, de la dirección que nos conducirá a otro mundo. -Sonrió-. ¿Está usted lista?

Maya asintió.

Lumbroso la llevó hacia Campo Marzio, una calle lateral cercana al edificio del Parlamento. A media manzana, se detuvo ante una puerta entre un salón de té y una perfumería.

– ¿Tiene una llave maestra? -preguntó Maya.

Lumbroso metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un fajo de euros.

– En Roma, esta es la mejor llave maestra.

Llamó a la puerta con los nudillos, y un anciano calvo y calzado con botas de goma abrió. Lumbroso lo saludó cortésmente, le estrechó la mano y deslizó en ella los billetes. Tuvo la elegancia de no mencionar la cantidad. El hombre calvo los dejó pasar, dijo algo en italiano y se marchó.

– ¿Qué le ha dicho, Simón? -quiso saber Maya.

– Que no sea idiota y no me olvide de cerrar cuando nos vayamos.

Caminaron por el pasillo hasta un patio interior lleno de andamios desmontados, tablones de madera y latas de pintura vacías. El edificio había estado habitado durante siglos, pero en esos momentos estaba vacío, y en las paredes de estuco se veían las huellas de las inundaciones. Todos los cristales de las ventanas estaban rotos, pero las rejas de hierro seguían ajustadas a los marcos. Los oxidados barrotes conferían al edificio el aspecto de una prisión abandonada.

Lumbroso abrió otra puerta y bajaron por una escalera cubierta de polvo de yeso. Cuando llegaron a lo que parecía el sótano, Lumbroso encendió la linterna y abrió una puerta donde se leía en grandes letras rojas: PERICOLO. NO ENTRI.

– A partir de este punto no hay luz eléctrica, de modo que tendremos que utilizar la linterna -explicó Lumbroso-. Tenga mucho cuidado de dónde pisa.

Manteniendo la linterna baja, se adentró por un corredor de ladrillo. El suelo estaba formado por tablones de madera colocados sobre vigas de cemento. Unos metros más adelante, Lumbroso se detuvo y se arrodilló ante un espacio entre las planchas. Maya, situada tras él, se asomó por encima de su hombro y vio el Horologium Augusti.

La parte excavada del reloj solar del emperador se había convertido en el suelo de un sótano de paredes de piedra de unos dos metros y medio de ancho por seis de largo. A pesar de que la esfera se hallaba bajo el agua, Maya distinguió su superficie de travertino y unas cuantas letras y trazos de bronce incrustados en la piedra. Los arqueólogos alemanes habían retirado todos los escombros, y el lugar parecía un antiguo sepulcro que hubiera sido saqueado. El único objeto moderno era una escalera de hierro que descendía desde la abertura entre las tablas hasta el suelo del sótano, tres metros más abajo.

– Usted bajará primero, Maya -indicó Lumbroso-. Yo le pasaré el equipo y después la seguiré con la linterna.

Maya depositó las bolsas de lona encima de una tabla de madera, se quitó la chaqueta, los zapatos y los calcetines, y descendió peldaño a peldaño hasta el suelo. El agua estaba fría y tenía más o menos un metro de profundidad. Lumbroso le pasó las bolsas, y ella colgó una a cada lado de la escalera.

Mientras Simón se quitaba el sombrero, el abrigo y los zapatos, Maya inspeccionó el sótano, levantando ondas que erizaban la superficie del agua y chocaban contra las paredes. Con el paso del tiempo, los minerales del agua habían convertido el blanco travertino del reloj, en losas de piedra grisácea fracturadas y agrietadas en varios sitios. En su día, las líneas de bronce y los símbolos griegos incrustados en la roca habían brillado con un dorado resplandor bajo el sol romano, pero el metal se había oxidado por completo y tenía un color verde oscuro.

– No me gustan las escaleras de mano -dijo Lumbroso.

Apoyó un pie en el primer barrote, como si quisiera comprobar su resistencia, y a continuación bajó lentamente con la linterna.

Maya se acercó a un rincón y localizó un agujero de drenaje en uno de los muros. El desagüe tenía unos sesenta centímetros de lado y su borde inferior estaba a la altura del suelo del sótano.

– ¿El agua sale por aquí? -preguntó.

– Así es. Por ahí es por donde usted tiene que meterse -replicó Lumbroso. Vestido con su pantalón negro arremangado y su camisa blanca, se mantenía de pie con cierta formalidad-. Si le parece difícil moverse, dé la vuelta de inmediato.

Maya volvió a la escalera de mano y sacó el equipo de buceo de las bolsas de lona. Había un cinturón con plomos, un regulador bifásico, unas gafas de bucear y una bombona de aire de treinta centímetros de alto por doce de ancho. También había comprado una linterna y una cámara de fotos sumergibles, las cosas que los turistas llevaban cuando iban a bucear a las Bahamas.

– Esa bombona parece muy pequeña -comentó Lumbroso.

– Es una bombona poni. Usted me dijo que no había mucho espacio en el túnel de desagüe.

Maya se colocó el cinturón de plomos, conectó el regulador a la bombona y se colgó al cuello la cámara de fotos. El túnel era tan estrecho que tendría que llevar la bombona en el brazo, apretada contra el cuerpo.

– Bueno ¿y qué debo buscar?

– Fotografíe todas las frases en latín o griego que vea en el anillo exterior de la esfera. Algunas de esas frases describen ciudades del mundo antiguo, mientras que otras hablan de ubicaciones espirituales, de puntos de acceso.

– ¿Y si están cubiertos de escombros?

– Procure apartarlos, pero no toque los muros.

Maya se colocó las gafas de bucear. Mordió la boquilla, abrió el regulador y empezó a respirar.

– Buena suerte -le dijo Lumbroso-. Y, por favor…, tenga cuidado.

Maya se deslizó hacia el túnel de desagüe. Oía su propia respiración, las burbujas que salían del regulador y el roce de la bombona contra el suelo.

Cuando llegó a la boca del desagüe, encendió la linterna y alumbró la oscuridad. Con el transcurrir de los siglos, la corriente de agua había abierto un túnel subterráneo a través de los escombros de eras pasadas. Las paredes del pasadizo eran una acumulación de piedras, ladrillos romanos y fragmentos de blanco mármol. Todo aquello parecía frágil, como si estuviera a punto de derrumbarse, pero el verdadero peligro lo constituía algo mucho más reciente: para afianzar los débiles cimientos del edificio, habían clavado en el suelo gruesas barras de hierro. Los extremos de las barras sobresalían del suelo del túnel como oxidadas puntas de lanza.

Maya se deslizó por el pasadizo impulsándose con los pies. Cuando avanzaba entre los escombros y las barras de hierro, sentía como si todo el peso de Roma gravitara sobre su cabeza. Avanzó hacia el suelo de mármol del reloj de sol, aunque no podía identificar los grupos de palabras de bronce.

El regulador de buceo rozó el suelo. Burbujas de color rosa pasaron ante su rostro. Centímetro a centímetro, reptó hasta que todo su cuerpo estuvo dentro del túnel. El espacio era tan angosto que resultaba imposible girarse y dar media vuelta. Para regresar al sótano tendría que empujarse hacia atrás con las manos.

«Olvídate de tu miedo», le había repetido una y otra vez su padre. «Concéntrate en tu espada.» Su padre nunca había parecido vacilar ante nada. Sin embargo, había pasado dos años en Roma intentando huir de su destino. Maya apartó de su mente cualquier cosa que no fuera el túnel y siguió avanzando.

Había recorrido cuatro o cinco metros cuando el pasadizo giró a la derecha. Pasó junto a una de las barras de hierro y entró en una zona más ancha que parecía una caverna subterránea. Allí, la superficie del reloj de sol parecía más oscura, pero al acercarse más vio que estaba lleno de inscripciones en latín y griego incrustadas en la piedra.

Sosteniendo la linterna con la mano izquierda, cogió la cámara con la derecha y empezó a hacer fotos. Cada vez que se movía, las sombras cambiaban de forma o desaparecían.

Siguió arrastrándose, y la bombona rozó la pared del túnel. Unos cuantos escombros se desprendieron de la pared y cayeron sobre la esfera del reloj. En realidad no fue nada, solo unos pocos guijarros, pero Maya sintió una punzada de miedo.

Más rocas y polvo cayeron de la pared. Una piedra de respetable tamaño se desprendió del techo y rodó hacia ella. Se apresuró a tomar unas cuantas fotos más e intentó retroceder, pero de repente toda una sección del techo se desplomó ante ella.

El agua se oscureció por los escombros. Maya intentó escapar, pero algo la retenía. Luchando contra el pánico, apoyó las manos en el suelo de mármol y empujó. Se produjo una explosión de burbujas y la boca se le llenó de agua.

Acababa de seccionar el conducto del regulador con uno de los afilados barrotes de hierro. No tenía aire para respirar ni modo de salir de allí. Había perdido la linterna y le rodeaba la oscuridad. Apretó la boquilla con los dientes, palpó a su alrededor y localizó el trozo del conducto que salía de la bombona. El trozo conectado con la boquilla estaba lleno de agua, pero del otro surgían burbujas. Juntó ambos y los aferró con el puño. Una mezcla de aire y agua le llenó la boca. Tragó el líquido y dejó que el aire le llenara los pulmones.

Mientras sujetaba ambos tubos con la mano derecha, se empujó hacia atrás con la izquierda; notaba los escombros en los dedos de los pies. Como si fuera el testigo presencial de un accidente, su mente desconectó de la situación salvo para observar con calma y sacar conclusiones. No veía absolutamente nada, y en cuestión de segundos se le acabaría el aire de la bombona. Su única oportunidad era encontrar el túnel que conducía al sótano.

Cuando sus pies rozaron las paredes del pasadizo, se detuvo, deslizó el cuerpo de lado y se empujó hacia atrás. Procurando no provocar otro desprendimiento, fue retrocediendo centímetro a centímetro. El regulador produjo un repentino gorgoteo, y Maya notó un gusto a cenizas en la boca. Intentó inhalar, pero nada llenó sus pulmones. La bombona se había vaciado por el conducto roto.

La soltó y empujó con ambos brazos hasta que notó que sus pies llegaban al recodo. Siguió arrastrándose hacia atrás mientras rezaba para no engancharse con uno de los barrotes. Le pareció que su cerebro reaccionaba lentamente y se preguntó si estaría a punto de perder el conocimiento.

Unos segundos más tarde, notó que unas manos la sujetaban por los tobillos. Con un rápido tirón, Lumbroso la sacó del túnel.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó-. Han salido escombros por el conducto. ¿Se encuentra bien? ¿Está herida?

Maya se arrancó las gafas de la cara, escupió la boquilla y jadeó en busca de aire. Los pulmones le ardían y se sentía como si acabaran de asestarle un puñetazo en el estómago. Lumbroso no dejaba de hablar, pero ella era incapaz de responder. No podía articular palabra, y en su mente solo se repetía un pensamiento: «Estoy viva».

Seguía llevando al cuello la cámara acuática. Se la quitó y se la ofreció a Lumbroso como si fuera una preciada joya.

Alrededor de las ocho de la mañana del día siguiente, Maya estaba sentada como una dienta más en la terraza de un café de la piazza San Lorenzo in Lucina. El lugar se hallaba a menos de cien metros del edificio abandonado donde estaba el Horologium. Justo pocos metros bajo sus pies corrían ríos secretos que se perdían en la oscuridad.

Si cerraba los ojos volvía a verse atrapada en túnel, pero no tenía ganas de revivir aquellos momentos. Estaba sana y salva, y todo lo que la rodeaba le parecía normal y maravilloso. Acarició el mármol de la mesa mientras el camarero le servía un cappuccino y un trozo de tarta de melocotón decorado con una hoja de menta. El hojaldre del pastel era fino y crujiente, y ella saboreó despacio la dulce fruta del relleno. A pesar de que su espada descansaba en el respaldo de hierro de la silla, sintió el loco impulso de dejarla allí y pasear por la plaza como una mujer cualquiera, entrar en las tiendas, oler los perfumes y probarse pañuelos de seda.

Lumbroso llegó cuando ella estaba terminando el pastel. Iba vestido con su habitual traje negro y llevaba una cartera bajo el brazo.

– Buon giorno, Maya. Come sta? Es un placer verla esta mañana. -Se sentó y pidió un cappuccino-. El otro día vi a un turista pedir un cappuccino a las cinco de la tarde. ¡Esto es Roma, no un Starbucks! Hasta el camarero se molestó. En los cafés debería haber un cartel donde pusiera: «Está prohibido pedir un cappuccino después de las diez de la mañana».

Maya sonrió.

– ¿Y un espresso?

– No. Un espresso está bien. -Lumbroso abrió la cartera y sacó un sobre de papel de manila lleno de fotografías-. Anoche las descargué y las imprimí en papel fotográfico. Hizo usted un gran trabajo, Maya. He podido leerlo todo con claridad.

– ¿Se menciona algún punto de acceso?

– El reloj de sol combinaba ubicaciones que nuestra sensibilidad actual considera reales y otras relacionadas con otro mundo. Mire esta imagen. -Le puso delante una foto-. Está escrito en latín: Aegiptus, el nombre romano de Egipto. Tras la muerte de Cleopatra, Egipto pasó a formar parte del Imperio romano. Vea que a la derecha de esta inscripción latina figuran palabras en griego.

Lumbroso le entregó otra foto y tomó un sorbo de su cappuccino. Maya estudió la imagen donde aparecían símbolos griegos y latinos.

– En la inscripción hay una palabra que significa «portal» o «entrada». -Lumbroso cogió la foto y empezó a traducir-. «El portal de Dios fue llevado desde Ludaea a Ta Netjer, la Tierra de Dios.»-En otras palabras, no sabemos dónde está ese portal -dijo Maya.

– No estoy de acuerdo. Las direcciones son tan claras como las que aparecen en las guías de Roma que los turistas llevan en el bolsillo. Ludaea es el nombre romano de la provincia donde estaba Jerusalén. Ta Netjer, la Tierra de Dios, también era llamada Punt, que se cree que se halla en el norte de Etiopía.

Maya hizo un gesto de incredulidad.

– No lo entiendo, Simón. ¿Cómo es posible que un portal, un punto de acceso, sea móvil?

– Solo existe un objeto famoso que haya sido trasladado desde Jerusalén a Etiopía: el portal que conocemos con el nombre de Arca de la Alianza.

– El Arca es solo una leyenda -repuso Maya-. Como la Atlántida o el rey Arturo.

Lumbroso se inclinó hacia delante y habló en voz baja.

– No he estudiado los libros sobre el rey Arturo, pero sé bastante del Arca de la Alianza. Se trata de un cofre de madera de acacia recubierto de oro y con una tapa de oro macizo llamada kapporet. La Biblia incluso nos proporciona las medidas exactas de tan sagrado objeto: un metro treinta y un centímetros de largo por setenta y ocho de ancho y alto.

»El Arca fue construida por los judíos del pueblo de Israel durante su exilio en el desierto, y ocupó un lugar de honor en el primer templo de Salomón. La creencia popular dice que el Arca contenía los Diez Mandamientos, pero me parece más lógico que fuera algún tipo de punto de acceso. El Arca se guardaba en el sanctasanctórum, el lugar más profundo del templo.

– Pero ¿no fue destruida por los asirios?

– Querrá decir los babilonios. -Lumbroso sonrió-. El único hecho que todas las fuentes parecen aceptar es que el Arca no se hallaba en el templo cuando Nabucodonosor saqueó Jerusalén. Los babilonios hicieron un recuento exacto de todo lo que se llevaron, y en él no figura el Arca. El famoso Rollo de Cobre, uno de los rollos del mar Muerto hallados en 1947, declara explícitamente que el Mishkan, el templete portátil del Arca, fue retirado del templo antes de la invasión.

»Hay quienes creen que Josías escondió el Arca en algún lugar de Israel, pero la inscripción del reloj de sol se refiere a la leyenda que dice que fue llevado a Etiopía por Menelik I, el hijo de Salomón y de la reina de Saba. Los romanos lo sabían cuando hicieron la inscripción.

– ¿Quiere decir eso que el Arca se encuentra en África?

– En realidad no es ningún secreto, Maya. Puede navegar por internet o leer una docena de libros sobre el tema. En la actualidad el Arca se halla guardada en la iglesia de Santa María de Sión, en la ciudad de Axum, en el norte de Etiopía. Allí la custodia un grupo de sacerdotes ortodoxos, de los cuales solo uno está autorizado a verla.

– En esa teoría hay algo que no cuadra -dijo Maya-. Si el Arca se encuentra en Etiopía, ¿cómo es que Israel no ha hecho nada para reclamar su devolución o para protegerla?

– ¡Ah! Pero es que sí lo ha hecho. En 1972, un grupo de arqueólogos del Museo de Israel fue a Etiopía. Allí recibieron permiso del emperador Haile Selassie para examinar algunos objetos antiguos. Por aquella época, una gran sequía asolaba la región, y el emperador necesitaba desesperadamente ayuda internacional.

»Aquellos arqueólogos viajaron hasta los monasterios del lago Tana y a la ciudad de Axum. Pero, curiosamente, no hicieron declaraciones públicas ni presentaron informes escritos. A las dos semanas de su regreso a Jerusalén, el gobierno de Israel empezó a enviar ayuda militar y humanitaria a Etiopía. Esa ayuda continuó después de la muerte del emperador, en 1975, y se mantiene hasta hoy. -Lumbroso sonrió y acabó su cappuccino-. Los israelíes no hacen publicidad de dicha ayuda, y tampoco los etíopes. Y es que, claro, no hay razones políticas que la justifiquen… a menos que uno crea en el Arca.

Maya meneó la cabeza.

– Puede que los historiadores hayan elaborado esta teoría y que unos cuantos sacerdotes etíopes quieran creérsela, pero ¿cómo es que los israelíes no han cogido el Arca y se la han llevado a su país?

– Porque el Arca pertenece a un templo que ya no existe. En su lugar se levanta la Cúpula de la Roca, el lugar donde el profeta Mahoma ascendió al paraíso. Si el Arca regresara a Jerusalén, los grupos fundamentalistas, tanto cristianos como judíos, querrían destruir la Cúpula de la Roca para volver a levantar el templo, y sería el comienzo de una nueva guerra que dejaría en pañales a todas las anteriores.

»Los hombres y las mujeres que gobiernan el estado de Israel son gente devota, pero también pragmática. Su objetivo es garantizar la continuidad y la supervivencia del pueblo y del estado de Israel, no empezar la Tercera Guerra Mundial. Es mejor para todos que el Arca permanezca en Etiopía y que la gente crea que fue destruida hace siglos.

– ¿Y qué pasaría si yo fuera a Etiopía? -preguntó Maya-. Supongo que no podría presentarme en esa iglesia y pedir que me dejaran ver el Arca.

– No, claro que no. Por eso tengo que acompañarla. Durante los últimos años he comprado objetos antiguos a un judío etíope llamado Petros Semo. Le pediré que se reúna con nosotros en Addis Abeba y que nos ayude a hablar con los monjes.

– ¿Y el Arca es realmente el punto de acceso que me llevará al Primer Dominio?

– Puede que la lleve a cualquiera de los dominios. Los textos no se ponen de acuerdo en ese punto. La teoría más aceptada es que primero hay que enviar el espíritu y, después, seguirlo. Creo que eso significa que es necesario desear con todo el corazón ir allí. A partir de este punto, la historia y la ciencia no cuentan. Si cruza usted esa puerta de acceso, abandonará esta realidad.

– ¿Y encontraré a Gabriel?

– No lo sé.

– ¿Y qué pasará si no logro encontrarlo? ¿Podré regresar a este mundo?

– Eso tampoco lo sé, Maya. Los mitos clásicos sobre el inframundo solo se ponen de acuerdo en una cosa: uno tiene que volver por donde ha venido.

Maya contempló la piazza y la belleza que la había cautivado unos minutos antes. Había prometido a Gabriel que siempre estaría a su lado. Si no hacía honor a su palabra, el momento que habían compartido perdería su significado.

– Bien ¿y cómo vamos a Etiopía?

Lumbroso volvió a meter las fotografías en el sobre.

– Primero pediremos otro cappuccino. -Llamó al camarero y le señaló las dos tazas vacías.

Capítulo 35

En el sur de Inglaterra era principios de primavera. Michael salió al balcón del segundo piso de Wellspring Manor y vio las primeras hojas verde pálido que brotaban en las hayas que cubrían las colinas circundantes. Justo debajo de él, los invitados a la fiesta de la tarde salían de la casa para pasear entre los rosales. Un séquito de camareros vestidos con americana blanca servían vino espumoso y canapés mientras un cuarteto de músicos interpretaba Las cuatro estaciones. Aunque la tarde anterior había llovido, aquel domingo era tan cálido y luminoso que el azul del cielo parecía vagamente artificial, como un entoldado de seda destinado a amparar a los invitados. Wellspring era otra de las fincas propiedad de la Hermandad. La planta baja y el primer piso estaban destinados a las actividades públicas, mientras que el segundo era una suite privada vigilada por el personal de seguridad. Michael llevaba ocho días viviendo allí. Durante ese tiempo, la señorita Brewster había explicado a fondo los objetivos públicos y privados del programa Young World Leaders. Los coroneles del ejército y los funcionarios de policía, que en esos momentos devoraban canapés de cangrejo en el jardín, habían viajado a Inglaterra para que les explicaran cómo debían derrotar al terrorismo. A lo largo de tres días de seminarios habían aprendido todo lo que había que saber sobre monitorización a través de internet, cámaras de vigilancia, chips RFID y sistemas de información global.

La fiesta en el jardín constituía la culminación del proceso de aprendizaje: los líderes conocerían a representantes corporativos deseosos de implantar aquella nueva tecnología en los países subdesarrollados. Cada líder había recibido una carpeta especial para ordenar las tarjetas comerciales que les darían al final de la fiesta.

Inclinado sobre la barandilla, Michael observó a la señorita Brewster moviéndose entre la multitud. Su falda azul turquesa y su chaqueta a juego destacaban entre los sobrios grises y verde oliva de los trajes y los uniformes. De lejos parecía una molécula de catalizador que hubiera caído en un matraz lleno de distintos productos químicos. A medida que charlaba con unos y otros y se despedía con un beso, creaba nuevas conexiones entre los jóvenes líderes y aquellos que deseaban servirlos.

Salió del balcón, cruzó unas puertas de cristal y entró en lo que en su día había sido el dormitorio principal. Su padre yacía en una mesa de operaciones situada en el centro de la estancia; pequeños cupidos de yeso lo observaban desde las esquinas del techo. Le habían afeitado la cabeza e introducido sensores en el cerebro. Su temperatura corporal y su ritmo cardíaco eran monitorizados constantemente. Uno de los neurólogos había declarado que el Viajero estaba «tan muerto como se puede estar y seguir todavía con vida».

A Michael le molestaba entrar continuamente en el dormitorio para contemplar aquel cuerpo inmóvil. Se sentía como un boxeador que hubiera acorralado a su adversario contra un rincón. La pelea había terminado, pero le parecía que su padre había conseguido escapar de algún modo.

– Conque este es el famoso Matthew Corrigan… -dijo una voz familiar.

Michael dio media vuelta y vio a Kennard Nash de pie en el umbral. Vestía un traje azul oscuro y en la solapa llevaba un alfiler con el emblema de la Fundación Evergreen.

– Hola, general. Lo creía todavía en Dark Island.

– Anoche estaba en Nueva York, pero siempre asisto a la ceremonia de clausura del programa Young World Leaders.

Además, quería ver con mis propios ojos la nueva captura del señor Boone.

Nash se acercó a la mesa y contempló a Matthew Corrigan.

– ¿De verdad que este es su padre?

– Sí.

El general alargó un dedo y tocó la mejilla del Viajero.

– Debo reconocer que me siento un tanto defraudado. Pensaba que sería un hombre físicamente más impresionante.

– Si siguiera en activo, podría haber supuesto un serio inconveniente para la implantación del Programa Sombra en Berlín.

– Pero eso no va a ocurrir, ¿verdad? -Nash sonrió con soberbia, no hizo el menor esfuerzo por disimular su desprecio-. Me doy cuenta, Michael, de que usted ha manipulado al consejo ejecutivo y ha conseguido que tenga miedo de un cuerpo inerte que yace tumbado en una mesa. En lo que a mí se refiere, los Viajeros han dejado de ser un factor relevante. Y eso lo incluye a usted y a su hermano.

– Debería hablar con la señorita Brewster, general. Yo diría que estoy colaborando con la Hermandad para que alcance sus objetivos.

– Ya he oído hablar de sus consejos, y no me impresionan. La señorita Brewster ha sido siempre una fiel partidaria de nuestra causa, pero opino que nos ha ocasionado un grave perjuicio al traerlo a usted a Europa para que soltara un montón de tonterías.

– Fue usted, general, quien me presentó al comité ejecutivo.

– Sí, y ese es un error que pronto quedará subsanado. Es hora de que regrese al centro de investigación, Michael. O quizá podría reunirse con su padre en otro dominio. Eso es precisamente lo que los Viajeros se sienten empujados a hacer, ¿verdad? Ustedes no son más que aberraciones genéticas. Igual que nuestros segmentados.

Los ventanales estaban abiertos, y Michael oyó que el cuarteto finalizaba su interpretación. Unos segundos más tarde se oyó un ligero ruido de acoplamiento de micrófono, y la voz de la señorita Brewster resonó en los altavoces exteriores.

– Bien-venidos. -Pronunció el saludo como dos palabras separadas-. Este magnífico día supone el mejor de los colofones para el simposio del programa Young World Leaders. Debo decir que me siento inspirada… No, no solo inspirada, me siento sinceramente emocionada por los comentarios que he escuchado esta tarde en el jardín…

– Parece que la señorita Brewster ha empezado su discursito. -Nash hundió las manos en los bolsillos y fue hacia la puerta-. ¿Viene usted, Michael?

– Creo que no es necesario.

– No, claro que no. En el fondo no es usted uno de los nuestros, ¿verdad?

El general Nash se marchó y Michael se quedó junto a su padre. La amenaza de Nash era real, pero en ese momento Michael se sentía confiado. No tenía intención de volver al cuarto vigilado del centro de investigación ni de cruzar a otro dominio. Todavía disponía de tiempo para maniobrar. De hecho, ya había formado una alianza con la señorita Brewster. Lo siguiente sería conseguir que otros miembros de la Hermandad se pusieran de su parte. Últimamente le resultaba muy fácil hablar con la gente: desde que había aprendido a captar los leves cambios de expresión de sus rostros, no le costaba escoger las palabras adecuadas para llevarlos por la dirección que le interesaba.

– ¿Por qué no hiciste tú lo mismo? -preguntó en voz alta a su padre-. Conseguir un poco de dinero. Conseguir un poco de poder. Conseguir algo. ¿Por qué elegiste esconderte?

Aguardó una respuesta, pero su padre permaneció en silencio. Se apartó de la mesa y volvió a salir al balcón. La señorita Brewster seguía con su discurso.

– Todos ustedes son verdaderos idealistas -decía-, y yo alabo su fortaleza y sabiduría. Han rechazado ustedes las disparatadas palabras de quienes abogan por las supuestas virtudes de la libertad. ¿Libertad para quién? ¿Para los asesinos y los terroristas? La gente decente y trabajadora de este mundo desea orden, no retórica. Ansia desesperadamente un liderazgo fuerte.

Doy gracias a Dios de que ustedes hayan decidido responder a ese desafío. A lo largo del próximo año, un país europeo dará el primer paso hacia un control metódico de su población. El éxito de ese programa será una inspiración para otros gobiernos. -Alzó la copa de vino-. Brindo por la paz y la estabilidad.

Se oyó un respetuoso murmullo de aprobación entre la multitud y más copas destellaron al sol.

Capítulo 36

Hollis y Madre Bendita regresaron a Londres. Alice se quedó en la isla, con las monjas. Hollis solo había pasado veinticuatro horas en la ciudad, pero ya había ideado un plan de acción. Uno de los free runners, el joven Sebastian, se había refugiado en la casa de sus padres, en el sur de Inglaterra, pero ni Jugger ni Roland estaban dispuestos a marcharse. Jugger se pasó una hora caminando arriba y abajo por el apartamento de dos habitaciones de Chiswick mientras despotricaba contra la Tabula. Roland permanecía sentado en una silla, con los codos apoyados en las rodillas. Cuando Hollis le preguntó en qué pensaba, el de Yorkshire contestó en tono amenazador: «Pagarán por lo que han hecho».

A las seis, Hollis volvió a la tienda de instrumentos de percusión para vigilar a Gabriel. Jugger se presentó cuatro horas más tarde y se paseó por el abarrotado comercio mirando las tallas de madera y tamborileando en los tambores.

– Este sitio es algo serio -comentó-. Es como un maldito viaje al Congo.

A medida que se acercaba la medianoche, el free runner empezó a ponerse nervioso. Comía una barra de chocolate detrás de otra y se sobresaltaba cada vez que oía un ruido.

– ¿Saben que iba a venir? -preguntó.

– No -dijo Hollis.

– ¿Y por qué no?

– Escucha, no hay motivo para estar asustado. Simplemente diles lo mismo que me has dicho a mí.

– No estoy asustado. -Jugger se irguió y metió la barriga-. Pero no me gusta esa mujer irlandesa. Da la impresión de que es capaz de matarte por un quítame allá esas pajas.

El pestillo se abrió lentamente, y Madre Bendita y Linden entraron en la tienda. A ninguno de los dos Arlequines pareció gustarles la presencia de Jugger. Instintivamente, Madre Bendita cruzó la tienda y se plantó ante la puerta oculta tras la que yacía Gabriel.

– Al parecer ha hecho usted nuevas amistades en Londres -dijo mirando a Hollis-. No recuerdo que nos hayan presentado.

– Maya salvó a Jugger y a sus amigos cuando regresó a Londres, y me dijo dónde se escondían. Como usted sabe, Gabriel pronunció un discurso ante dos free runners. Les pidió ayuda para descubrir lo que la Tabula estaba planeando.

– Y por eso intentaron matarnos -intervino Jugger-. Supongo que alguien debió de irse de la lengua con el móvil o dejó pistas en internet. Pero antes de que quemaran la casa conseguimos una información crucial.

Madre Bendita no parecía muy convencida.

– Dudo de que ustedes hayan sido capaces de averiguar algo crucial.

– La Tabula tiene una fachada con la que aparece ante el público. Se llama Fundación Evergreen -explicó Jugger-. Esa organización se dedica a la investigación genética y a traer policías de otros países a Gran Bretaña para enseñarles cómo rastrear a la gente a través de internet.

– Sabemos todo lo que hay que saber sobre el programa Young World Leaders -contestó Madre Bendita-. Lleva funcionando desde hace años.

Jugger dio un paso adelante y se situó entre un tambor de piel de cebra y una talla de la diosa de la lluvia.

– Nuestros amigos de Berlín nos han dicho que la Fundación Evergreen ha estado probando la versión beta de un programa de ordenador llamado Sombra. El sistema utiliza datos de los chips RFID y cámaras de vigilancia para rastrear a todos los habitantes de una ciudad. Si funciona con éxito en Berlín, lo extenderán al resto de Alemania y después por toda Europa.

Linden intercambió una mirada con Madre Bendita.

– Berlín es un buen sitio para ellos. Ahí es donde tienen el centro de informática.

– Y sabemos dónde está -añadió Jugger-. Un free runner llamado Tristán ha localizado el edificio. Se encuentra en una zona que era tierra de nadie debido al Muro de Berlín.

Hollis se adelantó.

– Gracias, Jugger, eso es todo lo que necesitamos saber por el momento. -Lo acompañó hasta la puerta de la tienda-. Estaremos en contacto.

– Ya sabes dónde encontrarme. -El free runner se detuvo en el umbral-. Solo hay una cosa que me gustaría saber: ¿Gabriel está bien?

– No te preocupes -contestó Linden-. Está debidamente protegido.

– No lo dudo. Solo quería que supiera que los free runners siguen hablando de él. Sus palabras nos dieron algo de esperanza.

Jugger salió de la tienda, y Hollis y los dos Arlequines se quedaron solos. Madre Bendita se cambió la espada de hombro y cruzó la estancia.

– Es posible que ese joven hable a sus amigos de este lugar. Eso significa que debemos trasladar al Viajero a otro sitio.

– ¿Eso es todo lo que tiene que decir? -preguntó Hollis-. ¿No vamos a hacer nada con esa información?

– Lo que ocurra en Berlín no nos concierne.

– ¿Y qué pasará si el Programa Sombra funciona y todos los gobiernos del mundo acaban utilizándolo?

– Esa tecnología es inevitable -dijo Madre Bendita.

Hollis recordó el colgante de plata que llevaba al cuello y una ira glacial se apoderó de su voz.

– Ustedes pueden hacer lo que quieran. Sigan recorriendo el mundo con sus malditas espadas… Yo no voy a permitir que la Tabula se salga con la suya.

– Lo que exijo de usted, señor Wilson, es obediencia, no iniciativa. Una obediencia ciega y un valor irracional.

– ¿Por eso me hizo volar a esa maldita isla y me enseñó el cuerpo de Vicki? -preguntó Hollis-. ¿Quería convertirme en el perfecto soldadito?

Madre Bendita sonrió sin ganas.

– Me parece que no ha funcionado.

– Quiero acabar con la gente que mató a Vicki, pero tengo mi propia manera de hacer las cosas.

– Usted no conoce la historia de la Tabula y de los Arlequines. Esta es una lucha que dura desde hace siglos.

– Pues mire lo que está ocurriendo. Ustedes, los Arlequines, están tan obsesionados con el pasado y con sus insignificantes tradiciones que están perdiendo la guerra.

Linden se sentó en un banco.

– No creo que nos hayan derrotado, pero es verdad que nos hallamos ante un punto de inflexión. Es hora de que hagamos algo.

Madre Bendita se volvió y se encaró con el Arlequín. Aunque su rostro era una máscara inexpresiva, sus ojos llameaban furia.

– Entonces ¿está usted de parte del señor Hollis?

– No estoy de parte de nadie, pero ha llegado el momento de hacer frente al enemigo. La Tabula ya no nos teme, señora mía. Llevamos escondiéndonos demasiado tiempo.

Madre bendita se llevó la mano a la funda de la espada mientras se desplazaba por la estancia. Hollis tuvo la impresión de que estaba deseosa de matar a alguien solo para demostrar que seguía viva.

– ¿Tiene alguna propuesta, señor Hollis? -preguntó.

– Quiero ir a Berlín, ponerme en contacto con los free run-ners de allí y destruir el Programa Sombra.

– ¿Y piensa hacerlo solo?

– Eso parece.

– Fracasará miserablemente a menos que lo acompañe un Arlequín. Cualquier plan deberá contar con mi participación.

– ¿Y si no quiero que me acompañe?

– No tiene elección, señor Wilson. Usted no quiere ser un mercenario, sino un aliado. De acuerdo, aceptaré ese cambio de condición. Pero hasta los mejores aliados necesitan que los supervisen.

Hollis dejó que transcurrieran unos segundos. Luego, asintió.

Madre Bendita se relajó ligeramente y sonrió a Linden.

– No imagino por qué razón el señor Hollis no quiere que lo acompañe a Berlín. No soy más que una agradable irlandesa de mediana edad.

– Oui, madame. Une femme irlandaise… con una espada muy afilada.

Capítulo 37

En los momentos más inesperados, el hombre de las trenzas rubias y el tipo de la bata blanca sacaban a Gabriel de su celda y lo llevaban escalera abajo, hasta el gimnasio del colegio. En una de las paredes había espalderas, y líneas de colores que delimitaban las canchas de baloncesto y de bádminton recorrían el suelo de madera. Pero en vez de hacer deporte, allí se torturaba.

En el infierno no había nuevas formas de tormento. Todas las técnicas para infligir dolor, miedo y humillación se utilizaban también en el mundo de Gabriel. Sin embargo, los lobos habían aprendido algo de las barreras que separaban su dominio de los otros, y su sistema de tortura se correspondía con las barreras de aire, fuego, agua y tierra.

En los interrogatorios que se inspiraban en el principio de aire, ataban a Gabriel con las manos a la espalda; luego, sus verdugos pasaban la cuerda por el aro de baloncesto y lo dejaban colgando a unos cuantos centímetros del suelo. «¿Qué tal eso de volar?», le preguntaban. «¿Por qué no vuelas un poco?» Entonces lo empujaban y él se balanceaba adelante y atrás y sentía que sus brazos estaban a punto de separarse del resto de su cuerpo.

Para la tortura con fuego, calentaban trozos de hierro en las llamas de gas y se los aplicaban en la piel. Para la de agua, le sumergían la cabeza en una bañera hasta que el agua le entraba en los pulmones.

El interrogatorio de tierra resultaba especialmente desagradable. Un día le vendaron los ojos y lo llevaron a un terreno situado detrás del colegio. En el suelo había un agujero y, dentro, una silla. Lo ataron a la silla y lentamente sus interrogadores empezaron a enterrarlo vivo. Primero la tierra le cubrió los pies; luego las piernas y el torso. Entretanto, sus verdugos le iban preguntando: «¿Dónde está el portal?». «¿Cómo podemos encontrarlo?» «¿Cómo se sale de este lugar?» Al final, la tierra le cubrió la cabeza y se le metió por los oídos y la nariz. Luego lo sacaron de allí.

Durante aquellas sesiones de tormento, Gabriel no dejaba de preguntarse si su padre también habría sido capturado. Quizá otro grupo de la isla lo tuviera prisionero, o tal vez habría encontrado por fin el modo de regresar. Gabriel intentó imaginar qué había aprendido su padre de aquel lugar. No le sorprendió descubrir que la ira y el odio tenían un persistente poder, pero en su corazón seguía latiendo la compasión.

Gabriel se negó a comer los escasos restos de comida que le dejaban en la celda, y los hambrientos carceleros acababan devorándolos. Poco a poco se fue debilitando, pero sus recuerdos de Maya persistieron. Revivía la elegancia de sus movimientos cuando practicaban juntos en el loft de Nueva York, y recordaba la tristeza de sus ojos y el contacto de su piel cuando hicieron el amor en la capilla de la isla. Aquellos momentos habían quedado atrás, perdidos para siempre, pero a veces le parecían más reales que todo lo que lo rodeaba.

El tipo rubio se hacía llamar señor Dewitt, mientras que el negro era el señor Lewis. Se sentían sumamente orgullosos de sus nombres, como si tenerlos denotara un pasado y la posibilidad de un futuro. Debido quizá a su bata blanca, el señor Lewis adoptaba una actitud seria y callada. Dewitt, en cambio, era como un chiquillo jugando en el patio. A veces, mientras llevaban a rastras a su prisionero por los pasillos, Dewitt hacía algún comentario chistoso y se reía. Aun así, los dos lobos tenían muchísimo miedo del comisionado de patrullas, que decidía sobre la vida y la muerte en aquella parte de la ciudad.

El tiempo pasó, y Gabriel fue llevado una vez más al gimnasio, donde le esperaba una nueva sesión de bañera. Cuando los dos lobos lo maniataron, él los miró inesperadamente a los ojos.

– ¿Creéis que está bien hacer esto?

Parecían perplejos, como si nunca antes hubieran oído esa pregunta. Se miraron el uno al otro y luego Lewis meneó la cabeza.

– En esta isla no existe el bien ni el mal -dijo.

– ¿Qué os enseñaron vuestros padres cuando erais niños?

– Nadie se ha criado aquí -gruñó Dewitt.

– ¿No había libros en la biblioteca de la escuela? ¿No había libros de filosofía ni de religión, no había ninguna Biblia?

Ambos hombres intercambiaron una mirada de complicidad, como si participaran de algún secreto. Entonces, Lewis metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó una libreta de colegio llena de hojas manchadas.

– Esto es lo que nosotros llamamos la Biblia -explicó-. Cuando empezaron las luchas, alguna gente comprendió que la iban a matar y, antes de morir, escribieron libros en los que describían dónde se guardaban las armas y la manera de destruir a los enemigos.

– Es como una especie de libro de texto que explica cómo ser poderoso en la siguiente oportunidad -añadió Dewitt-. La gente escondió esas Biblias en distintos puntos de la ciudad para poder encontrarlas cuando el segundo ciclo diera comienzo. ¿No has visto los números y las letras pintadas en las paredes? La mayoría de los números son pistas para encontrar las Biblias y los escondites de las armas.

– De todas maneras, algunos tipos realmente listos se dedicaron a escribir Biblias falsas con información deliberadamente errónea. -Lewis ofreció el libro a Gabriel con ademán cauteloso-. Quizá tú puedas decirnos si esta es una Biblia falsa.

Gabriel cogió el cuaderno, lo abrió y lo hojeó. Todas las páginas estaban garabateadas con instrucciones sobre cómo encontrar armas y dónde establecer posiciones defensivas. En algunas había complicadas disquisiciones sobre el porqué de la existencia del infierno y quién se suponía que debía estar allí.

Gabriel devolvió el cuaderno a Lewis.

– No sabría decir si es verdadera o no.

– Ya -masculló Dewitt-, nadie sabe nada.

– Aquí -terció Lewis-, solo funciona una regla: «Haz lo que más te convenga».

– Deberíais replantearos vuestra estrategia-dijo Gabriel-. Al final, el comisionado de patrullas mandará que os ejecuten. Su intención es asegurarse de que es la última persona que queda con vida.

Dewitt torció el gesto como un niño pequeño.

– Vale, puede que eso sea verdad, pero no podemos hacer nada para evitarlo.

– Podríamos ayudarnos mutuamente. Si yo descubriera el camino para salir de aquí, vosotros podríais venir conmigo.

– ¿Puedes hacer algo así? -preguntó Lewis.

– Solo tengo que encontrar el portal. El comisionado dijo que la mayoría de las leyendas sobre el tema están relacionadas con la sala donde guardan los archivos del colegio.

Los dos lobos se miraron. Su ansia por escapar era casi tan grande como su miedo al comisionado.

– Quizá… quizá podríamos llevarte a esa sala para que echaras un vistazo rápido -dijo Dewitt.

– Si vas a marcharte de esta isla, yo también -declaró Lewis-. Hagámoslo ahora. En el edificio no hay nadie, todo el mundo ha salido a cazar cucarachas.

Desataron las manos de Gabriel y lo ayudaron a ponerse en pie. Luego, lo sujetaron con fuerza por los brazos y lo llevaron por los pasillos hasta la sala de archivos. Los lobos parecían asustados y se mostraron cautelosos cuando abrieron la puerta y empujaron a Gabriel dentro.

El lugar no había cambiado desde su última visita. La única luz provenía de las pequeñas llamas que brotaban de las destrozadas tuberías del gas. Aunque dolorido, Gabriel estaba alerta. Había algo en aquella sala. Una salida. Miró por encima del hombro y vio que Dewitt y Lewis lo observaban como si fuera un mago a punto de realizar un truco espectacular.

Gabriel caminó lentamente a lo largo de los archivos metálicos. Cuando él y Michael eran pequeños, en los días de lluvia solían jugar con su madre: ella escondía un objeto pequeño en algún lugar de la casa y los iba guiando hacia él con las palabras «frío» o «caliente», hasta que lo encontraban. Se adentró en un corredor, salió por otro… Había algo cerca de la zona de trabajo, en el centro de la sala. «Caliente», pensó. «Muy caliente…» «No, ahora vas mal…»De repente, la puerta de la sala de archivos se abrió bruscamente. Antes de que Lewis y Dewitt pudieran reaccionar, un grupo de hombres armados corrió entre las hileras de archivos.

– ¡Quitadles las armas! -ordenó una voz-. ¡Que no escapen!

Los hombres se abalanzaron sobre los dos traidores, y el comisionado apareció pistola en mano.

Capítulo 38

Hollis miró por la ventanilla mientras el tren Eurostar aceleraba por la pendiente y entraba en el túnel que atravesaba el canal de la Mancha. Los vagones de primera clase se parecían a la cabina de un avión. Una azafata francesa empujaba un carrito por el pasillo y servía el desayuno: cruasanes, zumo de naranja y champán.

Madre Bendita estaba sentada a su lado. Vestía un traje chaqueta gris y llevaba gafas. Se había recogido la rebelde melena pelirroja en un moño y, mientras leía en el ordenador portátil su correo electrónico, tenía todo el aspecto de una especialista de las altas finanzas rumbo a una reunión con algún cliente de París.

A Hollis le había impresionado la eficiencia con la que la Arlequín había organizado el viaje a Berlín. Cuarenta y ocho horas después de haberse presentado en la tienda de Winston Abosa, le habían proporcionado un traje, un pasaporte falso y los documentos que acreditaban que era un ejecutivo de una empresa de distribución cinematográfica con sede en Londres.

El tren salió del túnel y enfiló hacia el este, ya en Francia. Madre Bendita desconectó el ordenador y pidió una copa de champán a la azafata. Había algo en su imperiosa manera de comportarse que hacía que la gente inclinara la cabeza cuando la atendía.

– ¿Desea algo más, señora? -preguntó la azafata en tono solícito-. Veo que no ha probado el desayuno…

– Ha hecho usted bien su trabajo -contestó Madre Bendita-. No necesitamos nada más.

La joven se retiró con la botella envuelta en una servilleta.

Por primera vez desde que salieron de Londres, Madre Bendita se volvió hacia Hollis y dio muestras de que sabía que otro ser humano estaba sentado a su lado. Unas semanas atrás, Hollis quizá habría intentado sonreír y agradar a aquella difícil mujer, pero todo había cambiado. La furia que había despertado en él la muerte de Vicki era tan abrumadora que a veces tenía la impresión de que un espíritu maligno se había apoderado de su cuerpo.

La Arlequín se quitó una cadena de oro que llevaba al cuello y de la que colgaba un objeto de plástico del tamaño de una pequeña estilográfica.

– Coja esto, señor Wilson. Es una unidad de disco. Si conseguimos llegar hasta el centro de informática de la Tabula, usted será el encargado de enchufar esto en un puerto USB. Ni siquiera tendrá que apretar una tecla. El disco está programado para descargarse automáticamente.

– ¿Qué tiene?

– ¿Sabe lo que es una banshee? Es una criatura de Irlanda que anuncia con sus aullidos la muerte de un familiar. Pues bien, aquí dentro hay un virus banshee. Destruirá no solo los datos del sistema informático, sino también el ordenador.

– ¿Cómo lo ha conseguido? ¿Algún hacker?-A las autoridades les gusta echar la culpa de los virus informáticos a ciertos adolescentes, pero saben bien que los virus más peligrosos provienen de los centros de investigación gubernamentales o de los grupos criminales. Este virus en concreto lo conseguí de unos antiguos miembros del IRA que viven en Londres y que se han especializado en extorsionar las páginas web dedicadas a las apuestas.

Hollis se colgó la cadena del cuello y se metió el dispositivo bajo la camisa, junto con el medallón de Vicki.

– ¿Y qué pasa si este virus entra en internet?

– No es probable que suceda. Ha sido diseñado para operar en un sistema cerrado.

– Pero ¿podría ocurrir?

– En este mundo pueden ocurrir muchas cosas desagradables que no son de mi incumbencia.

– ¿Todos los Arlequines son tan egoístas como usted?

Madre Bendita se quitó las gafas y fulminó a Hollis con la mirada.

– No soy egoísta, señor Wilson. Simplemente me concentro en determinados objetivos y descarto todo lo demás.

– ¿Siempre se ha comportado igual?

– No tengo por qué darle explicaciones.

– Solo intento entender por qué alguien decide convertirse en Arlequín.

– Supongo que podría haberlo dejado y huir, pero esta vida me gusta. Los Arlequines nos hemos liberado de las mezquindades de la vida cotidiana. No nos preocupamos por la basura que se acumula en el sótano ni por la hipoteca de fin de mes. No tenemos una esposa o un marido que nos importune porque llegamos tarde a casa ni amigos que se sientan ofendidos porque no les devolvemos las llamadas. Aparte de con nuestras espadas, no tenemos ataduras con nada ni nadie. Ni siquiera nuestros nombres son importantes. A medida que envejezco me cuesta más acordarme del nombre que figura en mi pasaporte.

– ¿Y eso la hace feliz?

– La palabra «feliz» se ha usado con tanto exceso que ha perdido su significado. La felicidad existe, por supuesto, pero es un momento que pasa. Si acepta la idea de que la mayoría de los Viajeros traen cambios positivos a este mundo, entonces la vida de un Arlequín tiene significado. Defendemos el derecho de la humanidad a evolucionar y crecer.

– ¿Defienden el futuro?

– Sí. Es una buena manera de expresarlo. -Madre Bendita apuró el champán y dejó la copa en la mesita. Estudió a Hollis y llegó a la conclusión de que, tras su aspereza, había una mente perspicaz-. ¿Le interesa este tipo de vida, señor Hollis? Lo normal es que los Arlequines provengan de determinadas familias, pero a veces aceptamos a gente venida de fuera.

– Los Arlequines me importan un bledo. Lo único que quiero es hacer sufrir a la Tabula por lo que hicieron a Vicki.

– Como quiera, señor Wilson. Pero le advierto una cosa por propia experiencia: ciertos anhelos nunca pueden ser saciados.

Llegaron a la Gare du Nord a las diez de la mañana y en la estación tomaron un taxi hasta el barrio de Clichy-sous-Bois. En aquella zona abundaban los bloques de viviendas sociales, edificios grises y anónimos que se alzaban sobre las tiendas de electrónica y las carnicerías que llenaban las calles. Por todas partes se veían restos de coches incendiados. La única nota de color la ponían las pocas prendas infantiles que colgaban de los tendederos. El taxista cerró los pestillos de las puertas mientras pasaban junto a mujeres vestidas con chador y grupos de jóvenes con sudaderas con capucha.

Madre Bendita ordenó al taxista que los dejara en una parada de autobús. Se apearon, y Madre Bendita condujo a Hollis por una calle adoquinada hasta una tienda de libros árabes. El propietario aceptó un sobre con dinero sin decir una palabra y entregó una llave a Madre Bendita. Salieron, se dirigieron a la parte de atrás del establecimiento, y la Arlequín usó la llave para abrir la puerta de un garaje. En su interior había un Mercedes-Benz último modelo. El depósito estaba lleno, había botellas de agua en sus respectivos encajes y la llave de contacto estaba puesta.

– ¿Qué hay de los papeles del coche?

– Es propiedad de una empresa tapadera domiciliada en Zurich.

– ¿Y las armas?

– Deberían estar en el maletero.

Madre Bendita lo abrió y sacó un embalaje de cartón que contenía su espada Arlequín y una bolsa de lona negra en laque guardó su ordenador. Hollis vio entonces que en su interior había cizallas, ganzúas y un recipiente con nitrógeno líquido para desactivar detectores de movimiento infrarrojos. En el maletero había asimismo dos maletas de aluminio que contenían un subfusil de fabricación belga y dos automáticas de nueve milímetros con sus respectivas pistoleras.

– ¿Cómo ha conseguido todo esto? -preguntó Hollis.

– Las armas siempre están disponibles. Es como una subasta de ganado en Kerry. Encuentras al vendedor y regateas el precio.

Madre Bendita fue al baño y regresó vestida con un suéter y un pantalón negros. Abrió la bolsa del equipo y sacó un destornillador eléctrico.

– Voy a inutilizar la caja negra del vehículo que está conectada al airbag.

– ¿Por qué? ¿No se supone que es lo que registra los datos si se produce un accidente?

– Sí, esa era la intención original. – La Arlequín abrió la puerta del conductor y se inclinó sobre el asiento para destornillar un panel bajo el volante-. Luego las compañías de alquiler de vehículos empezaron a utilizarlos para averiguar qué clientes corrían demasiado. En la actualidad, todos los vehículos tienen conectada la caja negra a un dispositivo GPS. No solo saben dónde está el coche, también saben si el conductor acelera, frena o lleva puesto el cinturón.

– ¿Y cómo lo han conseguido?

Madre Bendita retiró el panel y dejó al descubierto el mecanismo del airbag.

– Si la intimidad tuviera una lápida, en ella se podría leer: «Fue por tu propio bien».

Entraron en la autopista A2 y cruzaron la frontera con Bélgica. Mientras Madre Bendita se concentraba en la carretera, Hollis conectó un teléfono vía satélite al ordenador y se puso en con-tacto con Jugger, en Londres. Este había recibido otro mensaje de los free runners de Berlín. Cuando él y Madre Bendita llegaran a la capital tenían que reunirse con ellos en un edificio de Auguststrasse.

– ¿Te ha dado algún nombre? -preguntó la Arlequín.

– Sí. Uno se llama Tristan y el otro Króte.

Madre Bendita sonrió.

– En alemán Króte significa «sapo».

– Debe de ser un apodo. Como Madre Bendita.

– No lo elegí yo. Crecí en una familia de seis hermanos. Mi tío era Arlequín, y la familia me escogió a mí para que siguiera la tradición. Mis hermanos y hermanas se convirtieron en ciudadanos con trabajos normales mientras yo aprendía cómo se mata a la gente.

– ¿Y no está furiosa por ello?

– A veces, señor Wilson, habla usted como un psicólogo. ¿Es ese un rasgo estadounidense? Yo que usted no perdería el tiempo interesándome por mi infancia. Vivimos el presente y caminamos hacia el futuro.

Cuando entraron en Alemania, Hollis se sentó al volante. Le sorprendió saber que en las autopistas de aquel país no había limitación de velocidad. El Mercedes circulaba a ciento sesenta, pero otros coches los adelantaban. Varías horas después, aparecieron los carteles de Dortmund, Bielefeld, Magdeburgo y, por fin, Berlín. Hollis cogió la salida seis de Kaiserdamm y unos minutos más tarde cruzaban Sophie-Charlotten-Strasse. Era casi medianoche. El vidrio y el acero de los rascacielos brillaban con las luces. Había muy poca gente por la calle.

Aparcaron en una calle lateral, sacaron las armas del maletero y se escondieron las pistolas bajo la ropa. Madre Bendita metió su espada en un tubo metálico con una cincha y se la colgó al hombro mientras Hollis sacaba el subfusil de la maleta y lo metía en la bolsa de lona.

Se preguntó si moriría aquella noche. Se sentía vacío, ajeno a su propia vida. Tal vez eso era lo que Madre Bendita había visto en él: era lo bastante frío para convertirse en Arlequín. Era una oportunidad de defender el futuro, pero a los Arlequines nunca dejarían de perseguirlos. Nada de amigos. Nada de amantes. No era extraño que en los ojos de Maya se leyera tanto dolor y soledad.

La dirección de Auguststrasse resultó ser un ruinoso edificio de cinco plantas. En la planta baja estaba Ballhaus Mitte, una sala de baile para clases populares reconvertida en restaurante y discoteca. Una cola de jóvenes esperaban ante la puerta mientras fumaban cigarrillos y contemplaban cómo una pareja se besaba apasionadamente. Cuando la puerta se abrió, los envolvió una oleada de música electrónica a todo volumen.

– Vamos al 4B -dijo Madre Bendita.

Hollis miró el reloj.

– Llegamos una hora antes de lo previsto.

– Siempre es mejor llegar con antelación. Cuando uno no conoce a su contacto, no debe presentarse a la hora convenida.

Hollis la siguió al interior del edificio y por la escalera. Al parecer estaban cambiando el sistema eléctrico de la casa, porque las paredes estaban reventadas en muchos lugares y el suelo se veía cubierto de polvo de yeso. La música que llegaba de la discoteca se fue apagando a medida que subían, hasta que desapareció totalmente.

Cuando llegaron al cuarto piso, Madre Bendita le hizo un gesto con la mano. «Silencio. Esté preparado.» Hollis puso la mano en el picaporte del apartamento 4B y comprobó que la puerta no estaba cerrada. Miró hacia atrás y vio que Madre Bendita había desenfundado la pistola y la mantenía junto al pecho. Cuando abrió la puerta, la Arlequín entró en tromba en una estancia vacía.

El apartamento estaba lleno de muebles viejos. Había un sofá sin patas, dos ajados colchones y unas cuantas mesas y sillas diferentes. En todas las paredes había fotografías de free runners realizando cabriolas, saltando de un edificio a otro y dando volteretas. Parecía como si a aquellas figuras no les afectaran las leyes de la gravedad.

– Y ahora ¿qué? -preguntó Hollis.

– Ahora esperamos. -Madre Bendita enfundó la pistola y se sentó en una silla de cocina.

Exactamente a la una de la madrugada, alguien descendió por la fachada del Ballhaus. Hollis vio dos piernas balancearse fuera de la ventana. Los pies localizaron una cornisa, y una figura apareció en el alféizar de la ventana, la abrió y saltó al interior del apartamento. El escalador debía de tener unos diecisiete años. Vestía vaqueros y una sudadera con capucha y llevaba el pelo, negro y largo, anudado en trenzas. En el dorso de las manos tenía tatuados unos dibujos geométricos.

Unos segundos más tarde otro par de piernas se descolgó por la ventana. El segundo free runner era un muchacho de once o doce años. Tenía una melena enmarañada que le daba el aspecto de un niño medio salvaje. Llevaba un reproductor digital colgado del cinturón y auriculares en los oídos.

Cuando el muchacho hubo entrado, el mayor hizo una reverencia ante Madre Bendita y Hollis. Sus movimientos eran exagerados, como un actor consciente de su público.

– Guten Abend. Bienvenidos a Berlín.

– No me impresionan vuestras hazañas como escaladores -dijo Madre Bendita-. La próxima vez utilizad la escalera.

– Pensé que sería la mejor manera de mostrar nuestras… ¿Cómo se dice en inglés…? Nuestras credenciales. Somos de los free runners de Spandau. Yo me llamo Tristán, y él es mi primo Króte.

El chaval del pelo enmarañado meneaba la cabeza al ritmo de la música de sus auriculares. De repente, se dio cuenta de que todos lo miraban y retrocedió hacia la ventana con súbita timidez. Hollis se preguntó si Króte no intentaría escapar por donde había entrado.

– ¿Tu primo habla inglés? -preguntó.

– Solo unas pocas palabras. -Tristán se volvió hacia Króte-. Di algo en inglés.

– Multidimensional -susurró el muchacho.

– Sehr gut! -Tristán sonreía con orgullo-. Lo ha aprendido en internet.

– ¿Así fue como os enterasteis del Programa Sombra?

– No. Fue a través de la comunidad de free runners. Tenemos una amiga, Ingrid, que trabajaba para una empresa llamada Personal Customer. Supongo que era buena en lo que hacía, porque un tipo llamado Lars Reichhardt le pidió que trabajara para su división. A cada miembro del equipo se le asignó una pequeña tarea y se le dijo que no compartiera la información con sus colegas. Dos semanas más tarde, Ingrid tuvo acceso a otra parte del sistema y se enteró del Programa Sombra. Fue entonces cuando recibimos el correo electrónico de los free runners ingleses.

– Hollis y yo tenemos que llegar al centro de informática -dijo Madre Bendita-. ¿Podéis ayudarnos?

– ¡Claro que sí! -Tristán extendió las manos como si les estuviera ofreciendo un regalo-. Los llevaremos hasta allí.

– ¿Tendremos que escalar muros? -preguntó la Arlequín -. No he traído cuerdas…

– No harán falta cuerdas. Iremos por debajo de las calles. Durante la Segunda Guerra Mundial cayeron cantidad de bombas sobre Berlín, pero Hitler estaba a salvo en su bunker. La mayoría de los bunkers y los túneles siguen ahí abajo. Króte lleva explorándolos desde los nueve años.

– Diría que a vosotros no se os ve mucho por la escuela… -dijo Hollis.

– A veces vamos. Hay chicas, y me gusta jugar al fútbol.

Pocos minutos después los cuatro abandonaron el Ballhaus y cruzaron el río. Króte llevaba a la espalda una mochila con su equipo para bajar al subsuelo. Correteaba por delante de su primo como un boy scout salvaje.

Tras caminar por una ancha avenida que bordeaba el Tiergarten, llegaron a un monumento dedicado a los judíos asesinados en Europa. El memorial al Holocausto estaba formado por una gran plataforma inclinada cubierta por losas de cemento de diversos tamaños. A Hollis le parecieron cientos de ataúdes grises. Tristán les explicó que la pintura antigrafiti que protegía el monumento la fabricaba una empresa filial de la que había suministrado el gas Zyklon-B que se había utilizado en las cámaras de gas.

– Durante la guerra, fabricaron gas venenoso; en la paz, luchan contra los grafiteros. Todo forma parte de la Gran Máquina.

Al otro lado de la calle había una hilera de bares y tiendas de souvenirs que ocupaban una estructura de madera y cristal. Króte corrió hasta un Dunkin' Donuts y dobló la esquina. Los demás lo siguieron y lo encontraron abriendo el candado de lo que parecía una tapa de hierro encajada en el pavimento.

– ¿Dónde habéis conseguido esa llave? -preguntó Madre Bendita.

– El año pasado rompimos el candado del ayuntamiento y lo sustituimos por uno de los nuestros.

Krote abrió la mochila y sacó tres linternas. Él se puso un frontal con una bombilla de gran intensidad.

Abrieron la trampilla y bajaron a toda prisa por los peldaños de hierro clavados en la pared. Hollis se agarraba con una sola mano y sostenía la bolsa con el equipo en la otra. Llegaron a un túnel de mantenimiento lleno de cables eléctricos, y Króte abrió una puerta de hierro sin rotular.

– ¿Cómo es que nadie se ha dado cuenta de que habéis cambiado las cerraduras? -preguntó Hollis.

– Nadie, salvo los exploradores como nosotros, quiere entrar aquí. Aquí abajo está oscuro y da miedo. Es el altes Deutchland, el pasado.

Uno tras otro fueron entrando en un pasillo con el suelo de cemento. En esos momentos se encontraban justo debajo del memorial, en el bunker donde se refugiaba Joseph Goebbels y su personal durante los bombardeos. Hollis había esperado algo más impresionante, muebles de oficina cubiertos de polvo y banderas nazis colgadas de las paredes; sin embargo, lo que sus linternas iluminaban eran paredes de bloques de cemento cubiertas de una pintura grisácea y con las palabras: RAUCHEN VERBOTEN. Prohibido fumar.

– La pintura es fluorescente. Después de todos estos años sigue funcionando.

Króte avanzó por el túnel lentamente, iluminando la pared con su lámpara de espeleólogo.

– Licht -dijo en voz baja, y Tristán se volvió hacia Hollis y Madre Bendita para indicarles que apagaran sus linternas.

En la oscuridad vieron que los movimientos de la lámpara de Króte habían dibujado una línea verde en la pared que brilló unos segundos y se desvaneció. Volvieron a encender las linternas y siguieron avanzando por el bunker. En un cuarto vieron un viejo somier desprovisto de colchón. Otro parecía un pequeño hospital, con su mesa de exploraciones y una vitrina de cristal vacía.

– Los rusos violaron a casi todas las mujeres de Berlín y saquearon la ciudad a fondo -explicó Tristán-. Pero hay un lugar en este bunker donde no se metieron. Puede que fueran demasiado perezosos o resultara demasiado horrible de ver.

– ¿De qué hablas? -preguntó Madre Bendita.

– Miles de alemanes se quitaron la vida cuando llegaron los rusos. ¿Y dónde lo hicieron? En el lavabo. Era uno de los pocos sitios donde uno podía estar solo.

Króte se hallaba junto a una puerta abierta. En la pared se leía la palabra waschraum. Dos flechas señalaban en direcciones opuestas mánner y frauen.

– Los esqueletos siguen dentro de los reservados -dijo Tris-tan-. Si no les da miedo pueden verlos.

– Sería una pérdida de tiempo. -Madre Bendita negó con la cabeza.

Pero Hollis no pudo evitar seguir al muchacho y entrar en el aseo de señoras. Las dos linternas revelaron una hilera de reservados de madera. Todas las puertas estaban cerradas, y Hollis intuyó que ocultaban los restos de más de un suicidio. Króte se adelantó unos pasos y señaló algo. Cerca del fondo, una de las puertas estaba ligeramente entreabierta. Una mano momificada, como una negra garra, sobresalía por la abertura. Hollis tuvo la sensación de que acababan de llevarlo al mundo de los muertos. Un escalofrío lo estremeció de la cabeza a los pies, y se apresuró a regresar al pasillo principal.

– ¿Ha visto la mano?

– Sí, la he visto.

– Todo Berlín está construido encima de esto -comentó Tristan-. Encima de los muertos.

– Me importa un rábano -terció Madre Bendita-. Sigamos.

Al final del pasillo había otra puerta de hierro, pero esta no estaba cerrada con llave. Tristán la empujó.

– Ahora entraremos en el antiguo sistema de alcantarillado. Dado que esta zona estaba cerca del Muro de Berlín, tanto los de la Alemania del Este como los occidentales lo dejaron tal cual.

Se metieron en una tubería de drenaje de unos dos metros y medio de diámetro. El agua corría por el suelo de la cañería, y la luz de las linternas hacía brillar sus paredes. Del techo colgaban estalactitas de sal que parecían cuerdas blancas. Había también extraños hongos blancos con aspecto de bolas de grasa. Chapoteando en el agua, Króte los guió hasta una bifurcación y se volvió para esperarlos. La luz de su frontal se movió como una luciérnaga.

Al final, llegaron a una tubería mucho más pequeña que desembocaba en la grande. Króte empezó a hablar en alemán con su primo mientras señalaba la tubería y gesticulaba.

– Ya hemos llegado. Solo tienen que avanzar unos diez metros más y forzar la entrada -dijo Tristán.

– Ni hablar. -Madre Bendita lo fulminó con la mirada-. Prometiste llevarnos hasta el final.

– Nosotros no vamos a meternos en el centro de informática de la Tabula -dijo Tristán-. Es demasiado peligroso.

– El verdadero peligro lo tienes delante, jovencito. No me gusta la gente que no cumple sus promesas.

– ¡Pero os estamos haciendo un favor!

– Esa es tu interpretación, no la mía. Lo único que sé es que te comprometiste a algo.

La frialdad del tono y la mirada de la Arlequín resultaban intimidantes. Tristán se quedó inmóvil, y Króte miró a su primo con aire asustado. Hollis decidió intervenir.

– Deje que vaya yo primero -dijo a Madre Bendita-. Comprobaré que todo esté en orden.

– Esperaré diez minutos, señor Wilson. Si no ha vuelto, habrá consecuencias.

Capítulo 39

Hollis se adentró a gatas por la tubería hacia una luz distante. El conducto era estrecho, y sus manos tocaron un líquido viscoso que parecía una mezcla de aceite lubricante y agua. No tardó en llegar a una rejilla de desagüe encajada en la parte superior de la tubería; la luz que entraba de la habitación de arriba se dividía en pequeños cuadrados por efecto de la rejilla. Hollis se situó justo debajo.

Inclinó la cabeza hasta tocarse el pecho con el mentón y, apoyando la espalda en la rejilla, se incorporó lentamente. La pieza de hierro tenía cinco centímetros de grosor y parecía muy pesada, pero él era fuerte y la pieza no estaba atornillada. Siguió empujando hasta que la rejilla se salió de su encaje. La desplazó lateralmente unos pocos centímetros. Cuando hubo conseguido una abertura suficiente para meter las manos, la apartó del todo deslizándola por el suelo. Sin perder un segundo, desenfundó su pistola y salió a un corredor de mantenimiento lleno de cañerías y cables eléctricos. Cuando estuvo seguro de que no se oía ninguna señal de peligro, volvió a meterse en la tubería y regresó junto a Madre Bendita y los dos free runners.

– Esta tubería conduce a un túnel de mantenimiento que parece un punto de entrada seguro. No se ve a nadie.

Tristán parecía aliviado.

– ¿Lo ven? -dijo mirando a Madre Bendita-. Todo ha salido a la perfección.

– Lo dudo. -Madre Bendita entregó a Hollis la bolsa con el equipo.

– ¿Podemos marcharnos? -preguntó el free runner.

– Sí, gracias -repuso Hollis-. Tened cuidado.

Tristán, que había recobrado algo de su confianza, hizo una pomposa reverencia mientras Króte sonreía a Hollis.

– ¡Los free runners de Spandau les desean buena suerte!

Hollis arrastró la bolsa con el equipo por la tubería. Madre Bendita lo seguía. Cuando ambos llegaron al túnel de mantenimiento, la Arlequín le susurró al oído:

– Hable bajo. Puede que haya detectores de voz.

Avanzaron con sigilo hasta una pesada puerta de hierro con una cerradura magnética para tarjetas de seguridad. Madre Bendita dejó la bolsa en el suelo y abrió la cremallera. Sacó el subfusil y algo que parecía una tarjeta de crédito unida a un fino cable eléctrico. La Arlequín conectó el cable al ordenador portátil, tecleó una serie de parámetros e introdujo la tarjeta en el lector de la cerradura.

En la pantalla del ordenador se dibujaron seis casillas. Un minuto después un número de tres dígitos apareció en la primera casilla, luego el proceso fue rápido. Casi cuatro minutos más tarde las seis casillas estaban completas y la puerta se abrió con un chasquido.

– ¿Entramos? -susurró Hollis.

– Todavía no. -Madre Bendita cogió de la bolsa un aparato que parecía una pequeña cámara de vídeo y se la entregó-. No podemos evitar las cámaras de vigilancia, de modo que tendremos que usar escudos. Póngase esto en el hombro. Cuando yo abra la puerta, apriete el botón cromado.

Mientras Madre Bendita devolvía el equipo a la bolsa, Hollis se colocó el artefacto en el hombro y lo apuntó hacia delante.

– ¿Preparado?

Empuñando el subfusil, Madre Bendita abrió lentamente la puerta. Hollis entró en el siguiente corredor, vio una cámara de vigilancia y puso en marcha el dispositivo de escudo. El aparato lanzó un rayo infrarrojo que dio en la superficie reflectante de la lente de la cámara de vigilancia y rebotó a su fuente. Una vez determinada con exactitud la posición de la cámara, un rayo láser de color verde apuntó automáticamente al objetivo.

– No se quede ahí -dijo Madre Bendita-. Muévase.

– ¿Y qué pasa con la cámara de vigilancia.

– El láser se encarga de eso. El guardia de seguridad que esté mirando el monitor solo verá un destello de luz en la pantalla.

Avanzaron por el corredor y doblaron una esquina. Una vez más, el escudo detectó otra cámara de vigilancia y el rayó láser cegó la lente. Al fondo, una segunda puerta conducía a una escalera de emergencia. Subieron hasta llegar a un rellano y se detuvieron.

– ¿Qué tal? -preguntó la Arlequín.

– Sigamos -contestó Hollis asintiendo con la cabeza.

– Me he pasado demasiados meses cruzada de brazos en aquella maldita isla -dijo Madre Bendita-. Esto es mucho más emocionante.

Abrió la puerta, y entraron en un sótano lleno de maquinaria y equipo de comunicaciones. Una línea blanca pintada en el suelo conducía hasta un mostrador de recepción donde un vigilante comía un sándwich envuelto en papel de aluminio.

– Quédese aquí -dijo Madre Bendita a Hollis al tiempo que le entregaba el subfusil. A continuación salió de las sombras y caminó con paso decidido hacia el mostrador-. ¡No se preocupe! ¡No hay ningún problema! ¿No ha recibido la llamada?

El vigilante, con el sándwich aún en la mano, parecía perplejo.

– ¿Qué llamada?

La Arlequín sacó la automática y disparó a quemarropa. El proyectil lo alcanzó en el pecho y lo arrojó de espaldas. Sin detenerse, Madre Bendita enfundó la pistola, rodeó el mostrador y se acercó a la puerta de acero que había detrás.

Hollis corrió hasta ella.

– No hay cerradura ni tirador -dijo.

– Se activa electrónicamente. -Madre Bendita examinó una caja metálica adosada a la pared-. Esto es un escáner de las venas de la palma de la mano; funciona con infrarrojos. Aunque hubiéramos sabido que nos encontraríamos con esto, habría sido muy difícil crear una huella falsa. La mayoría de las venas no son visibles bajo la piel.

– ¿Y qué vamos a hacer?

– Cuando uno tiene que superar barreras de seguridad, puede optar entre recurrir a la alta tecnología o a la más primitiva. -Madre Bendita cogió el subfusil de manos de Hollis, sacó un cargador de repuesto de la bolsa, se lo metió en el cinturón, indicó a Hollis que se apartara y apuntó a la puerta-. Prepárese. Vamos a lo primitivo.

Fragmentos de metal y madera salían disparados mientras los proyectiles abrían un agujero en el borde izquierdo de la puerta. La Arlequín recargó el arma y Hollis metió la mano por el hueco y tiró con todas sus fuerzas. Se oyó el chirrido del metal contra el cemento, y la puerta se abrió.

Hollis entró y se encontró ante una estructura de cristal con forma de torre de unos tres pisos de altura. En su interior se apilaban incontables ordenadores cuyas parpadeantes luces se reflejaban en las paredes de vidrio como diminutos fuegos artificiales. El conjunto, además de bonito, tenía un aire misterioso; parecía una nave espacial que se hubiera materializado de repente dentro del edificio.

Colgada de una pared, a unos cinco metros de la torre, una gran pantalla plana mostraba una imagen de algún lugar de Berlín: un mundo duplicado informáticamente donde pequeñas figuras creadas por ordenador caminaban por una plaza. Dos técnicos con el miedo pintado en el rostro se hallaban ante un panel de control justo debajo de la pantalla. Durante unos segundos permanecieron inmóviles, luego el más joven apretó un botón del panel y salió corriendo.

Madre Bendita sacó la pistola, se detuvo apenas un segundo y disparó una bala a la pierna del fugitivo. El joven cayó de bruces en el suelo mientras una voz salía de un altavoz de la pared.

«Verlassen Sie das Gebäuder. Verlassen Sie…»Con cara de fastidio, la Arlequín silenció el altavoz de un disparo.

– No queremos abandonar el edificio -dijo-. Nos lo estamos pasando estupendamente.

El herido yacía de costado, se sujetaba la pierna y gemía. Madre Bendita se le acercó.

– Cállese y alégrese de seguir con vida. No me gustan los tipos que hacen saltar las alarmas.

El técnico gritó pidiendo auxilio mientras no dejaba de moverse.

– Le he pedido que se estuviera callado -dijo Madre Bendita-. Es una petición muy simple.

Esperó unos segundos a que el herido obedeciera. El tipo siguió gritando, y la Arlequín le disparó un tiro en la cabeza. Luego, dio media vuelta y se dirigió hacia el panel de control. El otro técnico tenía unos treinta años, rostro huesudo y pelo negro y corto. Jadeaba tanto que Hollis creyó que se desmayaría en cualquier momento.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó Madre Bendita.

– Gunther Lindemann.

– Buenas noches, señor Lindemann. Queremos acceder a un puerto USB.

– Aquí no… no hay ninguno -respondió Lindemann-. Pero hay tres dentro de la torre.

– Muy bien. Echemos un vistazo.

Lindemann los condujo hasta una puerta deslizante situada en un lado de la torre. Hollis vio que las paredes de vidrio tenían veinte centímetros de grosor y que un armazón exterior de acero sostenía los paneles. Junto a la puerta había otro escáner de la palma de la mano. Lindemann introdujo una mano, y la puerta se abrió.

Una fría brisa los envolvió cuando entraron en aquel entorno esterilizado. Rápidamente, Hollis se encaminó hacia una terminal con un monitor y un teclado. Se quitó del cuello la unidad de disco y lo conectó al puerto de entrada.

En la pantalla apareció un mensaje de aviso en cuatro idiomas: detectado virus desconocido, riesgo alto. La pantalla quejó a oscuras un momento, se llenó con un gran cuadrado rojo que contenía noventa cuadrados más pequeños, de los cuales solo uno estaba lleno de color y destellaba como si una solitaria célula cancerígena se hubiera introducido en un cuerpo sano.

Madre Bendita se volvió hacia Lindemann.

– ¿Cuántos guardias hay en el edificio? -preguntó.

– Por favor… no me…

– Limítese a responder -lo atajó.

– Hay un vigilante en el mostrador de fuera y dos más arriba. Los vigilantes que no están de turno viven en unos apartamentos al otro lado de la calle. Se presentarán en cualquier momento.

– Entonces, lo mejor es que me prepare para darles la bienvenida. -Se volvió hacia Hollis-. Avíseme cuando haya terminado.

Madre Bendita salió por la puerta detrás de Lindemann mientras Hollis permanecía ante la terminal. Un segundo cuadrado empezó a destellar, y Hollis se preguntó qué clase de batalla estaría teniendo lugar en el interior de la máquina. Mientras esperaba, pensó en Vicki. ¿Qué le diría ella si estuviera a su lado en esos momentos? Sin duda, la muerte del vigilante y del técnico la habrían afectado profundamente. «La semilla se convierte en retoño.» Siempre decía esa frase: todo lo que se hacía con odio podía crecer y obstruir la Luz.

Echó un vistazo a la pantalla. Los dos cuadrados brillaban con un rojo intenso. De repente, el virus comenzó a multiplicarse por dos cada diez segundos. Las luces de las otras terminales parpadearon y una sirena se disparó en alguna parte de la torre. En menos de un minuto, el virus había derrotado a la máquina. Elmonitor de la terminal no era más que una única mancha roja. Al cabo de un instante, la pantalla quedó a oscuras.

Hollis salió corriendo de la torre y halló a Lindemann tumbado boca abajo en el suelo. Madre Bendita, a tres metros del técnico, apuntaba hacia la entrada con el subfusil.

– Ya está, vámonos.

Ella se volvió hacia Lindemann y lo miró con ojos fríos e inexpresivos.

– No pierda el tiempo matándolo -dijo Hollis-. Salgamos de aquí.

– Como quiera -contestó Madre Bendita como si hubiera salvado la vida de un insecto-. Así podrá contarles a los de la Tabula que ya no me escondo en una isla.

Regresaron al sótano y, cuando volvían sobre sus pasos, la estancia se llenó con una repentina explosión de fuego cruzado. Hollis y Madre Bendita se arrojaron al suelo, tras un generador de emergencia, mientras las balas impactaban en los conductos y los cables que había por encima de su cabeza.

Los disparos cesaron. Hollis oyó el ruido metálico de los cargadores al ser introducidos en los rifles de asalto. Alguien gritó algo en alemán, y las luces del sótano se apagaron.

Hollis y Madre Bendita se hallaban en el suelo, el uno junto al otro. La claridad de los interruptores del generador los iluminaba débilmente. Hollis vio la silueta de la Arlequín cuando esta se sentó y cogió la bolsa con el equipo.

– La escalera se encuentra a unos treinta metros de distancia -susurró Hollis-. Corramos hacia ella.

– Han apagado las luces -dijo Madre Bendita-. Eso significa que seguramente tienen gafas de visión nocturna. Ellos nos ven y nosotros estamos ciegos.

– ¿Y qué vamos a hacer? -preguntó Hollis-. ¿Quedarnos aquí y luchar?

– Enfríeme -dijo la Arlequín al tiempo que le daba un recipiente metálico que contenía nitrógeno líquido para anular los detectores de movimiento.

– ¿Quiere que la rocíe con esto?

– La piel no. Solo la ropa y el pelo. Así estaré demasiado fría para que puedan verme.

Hollis encendió la linterna y la sujetó con la mano de manera que la luz surgiera de las aberturas entre los dedos. Madre Bendita se tumbó boca abajo, y él le roció la cazadora, los pantalones y las botas con nitrógeno líquido. Luego se puso boca arriba y Hollis tuvo cuidado en no derramárselo en la cara y las manos. Cuando el recipiente se vació, se oyó un borboteo.

La Arlequín se sentó. Le temblaban los labios. Hollis le tocó el antebrazo y lo notó frío como el hielo.

– ¿Quiere el subfusil? -preguntó.

– No, el destello de los disparos me delataría. Me llevaré la espada.

– Pero ¿cómo los va a localizar?

– Utilizando los sentidos, señor Wilson. Estarán asustados, de modo que respirarán agitadamente y dispararán a las sombras. La mayor parte de las veces, el enemigo se derrota a sí mismo.

– ¿Qué puedo hacer yo?

– Deme cinco segundos. Luego, dispare hacia la derecha.

Madre Bendita se escabulló por la izquierda y desapareció entre las sombras. Hollis contó hasta cinco, se levantó y abrió fuego con el subfusil hasta vaciar el cargador. Los mercenarios respondieron desde tres puntos del lado izquierdo de la sala. Un instante después, oyó gritar a uno de ellos y más disparos.

Hollis desenfundó la automática y metió una bala en la recámara. Oyó que alguien recargaba un arma y corrió hacia el sonido. Una débil claridad surgía del montacargas del fondo, y eso le permitió disparar hacia la oscura silueta que se acurrucaba tras la maquinaria.

Otra ráfaga de disparos. Luego, silencio. Hollis encendió la linterna e iluminó el cadáver del mercenario que yacía frente a él, a menos de tres metros de distancia. Siguió avanzando con sigilo y estuvo a punto de tropezar con otro cadáver que yacía junto al aparato del aire acondicionado; tenía el brazo derecho arrancado.

Hollis barrió el sótano con la linterna; vio un tercer cuerpo cerca de la pared del fondo y el cuarto y último junto al montacargas. No lejos de allí, una figura yacía medio apoyada contra unas cajas. Era Madre Bendita. La Arlequín había recibido un balazo en el pecho y tenía el suéter empapado en sangre. Aun así, seguía aferrando la espada como si su vida dependiera de ella.

– Ese tuvo suerte -dijo con voz apagada al ver a Hollis-. Un tiro al azar. Que la muerte llegue por azar me parece bien.

– Usted no va a morir -afirmó Hollis-. Voy a sacarla de aquí.

Madre Bendita lo miró con ojos vidriosos.

– No sea estúpido. Coja esto. -Le tendió la espada y lo obligó a aceptarla-. Procure escoger un buen nombre Arlequín, señor Wilson. Mi madre eligió el mío. Siempre lo he odiado.

Hollis dejó la espada en el suelo y se dispuso a coger en brazos a la Arlequín, pero ella lo apartó.

– Yo era una niña preciosa. Todo el mundo lo decía. -Sus palabras se hicieron ininteligibles cuando un chorro de sangre le goteó de los labios-. Una niña preciosa…

Capítulo 40

Cuando Maya tenía dieciocho años, la enviaron a Nigeria para que recogiera el contenido de una caja de seguridad de un banco de Lagos. Un Arlequín inglés llamado Greenman había dejado allí un paquete con diamantes, y Thorn necesitaba el dinero.

El aeropuerto de la capital nigeriana había sufrido una avería eléctrica, y las cintas de la recogida de equipajes no funcionaban. Mientras Maya esperaba su maleta, empezó a llover. De los agujeros del techo caía agua sucia. Tras sobornar a cuantos vio de uniforme, Maya logró salir al vestíbulo del aeropuerto, donde se vio de inmediato rodeada por una multitud de nigerianos. Los taxistas se pelearon por llevarle la maleta, gritaban y gesticulaban. Mientras se abría paso hacia la salida, notó que alguien le tiraba del bolso: un niño de apenas ocho años intentaba cortar la correa. Maya no tuvo más remedio que sacar el cuchillo que llevaba oculto en la manga.

Llegar al aeropuerto internacional Bole, en Etiopía, fue una experiencia muy diferente. Maya y Lumbroso aterrizaron una hora antes de que amaneciera. La terminal estaba silenciosa y limpia, y los funcionarios de inmigración no dejaban de repetir «Tenas-tëllën», que en amárico significaba «Ve con salud».

– Etiopía es un país conservador -le explicó Lumbroso-.

No levante la voz y muéstrese siempre cortés. Los etíopes suelen tratarse por el nombre de pila. Cuando se dirija a un hombre, añada «ato», que significa «señor». A usted, como es soltera, la llamarán «weyzerit» Maya.

– ¿Cómo tratan aquí a las mujeres?

– Votan, dirigen empresas y van a la universidad. Usted es una faranji, una extranjera, y eso la sitúa en una categoría especial. -Lumbroso observó el atuendo de viaje de Maya e hizo un gesto de aprobación. Llevaba un pantalón ancho de lino y una blusa blanca de manga larga-. Viste usted con discreción, y eso está bien. Aquí se considera vulgar que una mujer enseñe los hombros o las rodillas.

Pasaron la aduana y llegaron a la zona de recepción, donde los esperaba Petros Semo. El etíope era un hombre menudo y delicado, de ojos oscuros. Lumbroso parecía muy alto a su lado. Se estrecharon las manos durante casi un minuto mientras se saludaban y hablaban en hebreo entre ellos.

– Bienvenida a mi país -dijo Petros a Maya-. He alquilado un Land Rover para nuestro viaje a Axum.

– ¿Se ha puesto en contacto con las autoridades religiosas? -preguntó Lumbroso.

– Por supuesto, ato Simón. Los sacerdotes me conocen bastante bien.

– ¿Significa eso que podré ver el Arca? -preguntó Maya.

– No puedo prometérselo. En Etiopía solemos decir «Egzia-bher Kale», «si Dios quiere».

Salieron de la terminal y subieron a un Land Rover blanco que todavía tenía el emblema de una ONG noruega. Maya subió al asiento del pasajero, junto a Petros, mientras que Lumbroso se instaló atrás. Antes de salir de Roma, Maya había enviado la espada japonesa de Gabriel a Addis Abeba. El arma seguía en su embalaje, y Petros se la entregó a Maya como si fuera una bomba a punto de explotar.

– Perdone que se lo pregunte, weyzerit Maya, pero ¿esta es su arma?

– Es una espada talismán forjada en el siglo XIII en Japón. Se dice que cuando los Viajeros cruzan a otros dominios pueden llevar consigo objetos talismán, pero no sé si es el caso con el resto de nosotros.

– Creo que es usted la primera Tekelakai que aparece por Etiopía desde hace muchos años. Un Tekelakai es un defensor de un profeta. Antes había muchos de ellos en el país, pero los persiguieron y los asesinaron durante los disturbios políticos.

Para poder enlazar con la carretera del norte, tuvieron que cruzar la capital. Era primera hora de la mañana, pero las calles ya estaban abarrotadas de taxis blancos y azules, camionetas y autobuses amarillos cubiertos de polvo. En el centro de Addis Abeba había modernos edificios gubernamentales y hoteles de lujo rodeados por miles de humildes viviendas con el techo de plancha ondulada.

Las calles principales eran como ríos alimentados por carreteras de tierra y caminos embarrados. A lo largo de las aceras, había tenderetes donde se vendía de todo, desde carne hasta películas de vídeo pirateadas. La mayor parte de los hombres vestían al estilo occidental y llevaban un paraguas o un bastón corto llamado dula. Las mujeres calzaban sandalias, llevaban falda larga y se envolvían con un chai blanco de cintura para arriba.

Al salir de la ciudad, el Land Rover tuvo que abrirse paso entre varios rebaños de cabras que llevaban al matadero. Las cabras solo fueron un anticipo de futuros tropiezos con otros animales: pollos, ovejas y lentos rebaños de vacas. Cada vez que el Land Rover aminoraba la marcha, los niños que había a ambos lados de la carretera veían que en su interior viajaban dos extranjeros y echaban a correr junto al vehículo. Muchachos con la cabeza rapada y de piernas flacuchas seguían al coche durante más de un kilómetro, riendo, agitando los brazos y gritando «You! You!» en inglés.

Simón Lumbroso se recostó en el asiento de atrás y sonrió.

– Creo que podemos decir que estamos a salvo de la Gran Máquina.

Tras dejar atrás unas colinas cubiertas de eucaliptos, siguieron por una carretera de tierra hacia el norte y se adentraron en un paisaje montañoso y rocoso. Las lluvias estacionales habían caído unos meses antes, pero la hierba seguía teniendo un color verde amarillento con manchas púrpura y blancas de las flores locales. A unos sesenta kilómetros de la capital pasaron frente a una casa rodeada de mujeres vestidas de blanco. Un profundo gemido salía del interior, y Petros explicó que la Muerte se hallaba dentro de la casa. Tres pueblos más adelante, la Muerte volvió a hacer acto de presencia: el Land Rover tomó una curva y estuvo a punto de chocar con un cortejo fúnebre. Envueltos en chales, hombres y mujeres portaban un féretro negro que parecía flotar sobre ellos como una embarcación sobre un blanco mar.

Los clérigos etíopes de los pueblos vestían largas togas de algodón llamadas shammas y grandes gorros de algodón; Maya pensó en los gorros de piel que eran tan comunes en Moscú. Un sacerdote que sostenía una sombrilla con un ribete dorado se hallaba de pie junto a la carretera que se adentraba en la garganta del Nilo Azul. Petros se detuvo a su lado y le dio un poco de dinero; el anciano rezaría para que tuvieran un viaje sin incidentes.

Se metieron en la garganta del río y la carretera se estrechó; apenas había unos centímetros entre el borde y las ruedas del coche. Maya se asomó por la ventanilla y solo vio el cielo y una nube de polvo; le pareció que avanzaban con dos ruedas en el aire y las otras dos en el camino.

– ¿Cuánto le ha dado a ese cura? -preguntó Lumbroso.

– No mucho. Cincuenta birr.

– La próxima vez, dele cien -masculló Lumbroso mientras Petros tomaba otra curva cerrada.

Cruzaron un puente de hierro que atravesaba el Nilo y salieron de la garganta. Los cactus y la vegetación del desierto dominaban el paisaje. Los rebaños de cabras seguían bloqueando la carretera, pero también se cruzaron con una hilera de camellos con armazones de madera para llevar la carga. Lumbroso se quedó dormido con la cabeza apoyada en el cristal y el sombrero de ala ancha medio aplastado contra la ventanilla. Durmió a pesar de los baches y las piedras, de los buitres que se perfilaban contra el azul del cielo y de los gemidos de los camiones que ascendían colina arriba.

Maya bajó su ventanilla para que entrara un poco de aire fresco.

– Llevo euros y dólares -dijo a Petros-. ¿Qué tal si hago una donación a los sacerdotes? ¿Cree que eso podría ayudar?

– El dinero puede resolver muchos problemas -respondió él-, pero aquí estamos hablando del Arca de la Alianza. El Arca es muy importante para el pueblo etíope. Los sacerdotes no permitirían que un soborno influyera en su decisión.

– ¿Usted qué opina? ¿Cree que el Arca es real?

– Tiene poder. Es todo cuando puedo decirle.

– ¿Y el gobierno israelí cree que es real?

– La mayoría de los judíos etíopes viven en Israel. El gobierno israelí no saca nada ayudando a Etiopía, pero la ayuda sigue llegando. -Petros sonrió ligeramente-. Es un hecho curioso que no hay que pasar por alto.

– Según la leyenda, el Arca fue llevada a África por el hijo del rey Salomón y de la reina de Saba.

Petros asintió.

– Hay otra teoría que dice que la sacaron de Israel cuando el rey Manasseh llevó un ídolo al templo de Salomón. Algunos eruditos aseguran que el Arca fue conducida primero a un asentamiento judío que había en la isla Elefantina, en el Alto Nilo. Cientos de años después, cuando los egipcios atacaron ese asentamiento, fue trasladada a una isla que hay en medio del lago Tana.

– ¿Y ahora se encuentra en Axum?

– Si. La tienen en un santuario especial. Solo un sacerdote está autorizado a acercarse al Arca, y solo una vez al año.

– Entonces ¿por qué iban a permitirme entrar?

– Como le dije en el aeropuerto, en Etiopía tenemos una larga tradición de guerreros que han defendido a Viajeros. Los sacer-dotes comprenden esta idea, pero usted presenta un problema especialmente difícil.

– ¿Porque soy extranjera?

Petros parecía incómodo.

– Porque es mujer. No ha habido una mujer Tekelakai desde hace trescientos o cuatrocientos años.

Cuando cruzaron las montañas del norte de Etiopía empezó a llover. La carretera se adentró en un árido paisaje desprovisto de vegetación, salvo algunos cultivos en terrazas y unos pocos eucaliptos plantados a modo de cortavientos. Las casas, las escuelas, y los puestos de policía estaban construidos con grandes bloques de piedra amarilla. Encima de los tejados de plancha ondulada había piedras apiladas, y muros también de piedra recorrían las laderas de las colinas en un vano intento de detener la erosión.

Maya apoyó la espada en su regazo y miró por la ventana. En aquella zona, lo único interesante eran los otros seres humanos. Cruzaron un pueblo donde todos los hombres llevaban botas para la lluvia. En otro vieron a una niña de unos tres años sentada en la cuneta sosteniendo un huevo entre el índice y el pulgar. Era viernes, y los campesinos se dirigían al mercado. Sus paraguas oscilaban arriba y abajo como un ejército de hongos de diferentes colores caminando colina arriba.

Era ya de noche cuando llegaron a la antigua ciudad de Axum. Había dejado de llover, pero en el ambiente persistía una leve bruma. Petros parecía tenso y preocupado. No dejaba de lanzar miradas a Maya y a Lumbroso.

– Prepárense. Los sacerdotes están avisados de su llegada.

– ¿Qué va a pasar? -preguntó Lumbroso.

– Yo hablaré primero. Será mejor que Maya lleve su espada para demostrar que es una Tekelakai, pero podrían matarla si la desenvaina. Recuérdenlo: estos sacerdotes están dispuestos a morir para proteger el Arca. Es imposible entrar a la fuerza en el santuario.

El recinto de la iglesia, situado en el centro de la ciudad, mezclaba una fea arquitectura moderna con la piedra gris de los muros exteriores de la iglesia de Santa María de Sión. Petros condujo el Land Rover hasta un patio central y todos se apearon. Permanecieron allí, envueltos en la niebla, a la espera de que algo ocurriera mientras las nubes de tormenta pasaban por encima de su cabeza.

– Allí… -susurró Petros-. El Arca está allí.

Maya miró hacia la izquierda y vio un edificio de hormigón en forma de cubo con una cruz etíope en el techo. Las ventanas estaban protegidas por barrotes de hierro; una tela encerada de color rojo cubría la puerta.

De repente, los sacerdotes etíopes empezaron a salir de los distintos edificios. Llevaban túnicas de diferentes colores sobre los blancos hábitos y se cubrían la cabeza con variados tocados. En su mayoría eran ancianos muy delgados, pero también había tres jóvenes que, empuñando fusiles de asalto, se colocaron alrededor del Land Rover como los tres vértices de un triángulo.

Cuando ya habían salido una docena de religiosos, se abrió una puerta lateral de la iglesia de Santa María de Sión y salió un anciano ataviado con una resplandeciente túnica blanca y un solideo igualmente impoluto. Sus sandalias sonaban con un ruido apagado cuando se acercó por el camino de losas.

– Ese es el Tebaki -explicó Petros-. El Guardián del Arca. La única persona autorizada para entrar en el santuario.

Cuando el guardián se hallaba a escasos metros del vehículo, se detuvo e hizo un gesto con la mano. Petros fue hasta el anciano, se inclinó tres veces y se lanzó a un apasionado discurso en amárico. De vez en cuando señalaba a Maya como si estuviera haciendo una larga lista de sus virtudes. Cuando hubo acabado, el pequeño etíope tenía el rostro cubierto de sudor. Los sacerdotes aguardaron las palabras del guardián. El anciano meneó la cabeza pensativamente, como si sopesara la situación. A continuación habló brevemente en amárico.

Petros volvió corriendo hacia Maya.

– Esto va bien -le dijo-. La cosa promete. Según parece, un viejo sacerdote del lago Tana ha anunciado la llegada a Etiopía de un poderoso Tekelakai.

– ¿Un hombre o una mujer? -preguntó Maya.

– Puede que un hombre, pero hay ciertas discrepancias. El guardián considerará su petición. Quiere que usted diga algo.

– Dígame qué debo hacer, Petros.

– Explíquele por qué deben dejarla entrar en el santuario.

«¿Y qué voy a decirle?», se preguntó Maya. «Lo más probable es que ofenda alguna de sus tradiciones y me peguen un tiro.» Manteniendo las manos lejos de la espada, se acercó al anciano. Mientras se inclinaba ante el guardián, se acordó de la frase que Petros había dicho cuando los recibió en el aeropuerto.

– Egziabher Kale -dijo en amárico, «Si Dios quiere». A continuación hizo una nueva reverencia y volvió junto al Land Rover.

Los hombros de Petros parecieron relajarse, como si acabara de evitarse un desastre. Simón Lumbroso, que se encontraba justo detrás de Maya, le susurró al oído: «Brava!».

El guardián permaneció inmóvil unos instantes, reflexionando sobre aquellas palabras; luego dijo algo a Petros. Aferrando el bastón en el que se apoyaba para caminar, dio media vuelta y regresó arrastrando los pies al edificio principal. Los demás sacerdotes lo siguieron. Los tres clérigos jóvenes armados con fusiles de asalto no se movieron.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Maya.

– No van a matarnos -anunció Petros.

– A esto se le llama hacer progresos… -dijo Lumbroso.

– Estamos en Etiopía, de modo que ahora debatirán largamente -explicó Petros-. El guardián decidirá, pero antes debe oír las opiniones de todos.

– Y mientras tanto ¿qué hacemos?

– Vayamos a cenar algo y a descansar. Volveremos más tarde y averiguaremos si la dejarán entrar.

Maya no quería cenar en ningún hotel donde pudieran encontrarse con turistas, así que Petros los llevó a un restaurante de las afueras. Después de la cena, el establecimiento empezó a llenarse de gente, y dos músicos subieron a un pequeño escenario. Uno de los hombres tocaba un tambor, mientras que el otro llevaba un masinko, un instrumento de una sola cuerda que se tocaba con un arco, como un violín. Interpretaron algunas canciones sin que nadie les prestara atención hasta que un muchacho acompañó a una mujer ciega al escenario.

La mujer era corpulenta, tenía el pelo largo y vestía una falda larga y una blusa adornada con lentejuelas de cobre. Se sentó en una silla en el centro del estrado y separó ligeramente las piernas, como para afirmar su anclaje en el suelo. A continuación cogió un micrófono y empezó a cantar con una voz poderosa que llegó a todos los rincones del establecimiento.

– Es una cantante de loas -explicó Petros-. Es muy famosa en esta parte del país. Si alguien del público le paga, ella canta algo agradable sobre esa persona.

El percusionista se paseó entre los parroquianos sin dejar de tocar el tambor, se detuvo frente a un hombre que le dio algo de dinero y le susurró unas palabras al oído, y volvió junto a la cantante ciega para susurrarle la información. Esta comenzó a cantar al instante una canción dedicada a aquel hombre, que hizo que sus amigos rieran y aplaudieran.

Al cabo de una hora de espectáculo, los músicos se tomaron un descanso y el percusionista se acercó a Petros.

– ¿No le gustaría que cantásemos una canción para sus amigos? -preguntó.

– No hace falta, gracias.

– Espere, por favor -intervino Maya cuando el músico ya se alejaba. La Arlequín había llevado una vida clandestina bajo una serie de nombres distintos. Si moría, ningún memorial señalaría su paso por el mundo-. Me llamo Maya -dijo al músico al tiem-po que le entregaba unos birr-. Quizá su amiga podría dedicarme una canción.

El hombre fue a hablar con la ciega y al poco regresó a la mesa de Maya.

– Lo siento, le pido disculpas, pero ella quiere hablar con usted.

Mientras los clientes pedían más copas y las chicas del bar se paseaban en busca de los que no tenían compañía, Maya subió al escenario y se sentó en una silla plegable. El percusionista se instaló entre ellas y fue traduciendo mientras la cantante frotaba el pulgar sobre la muñeca de Maya como un médico que la buscara el pulso.

– ¿Estás casada? -preguntó.

– No.

– ¿Y dónde está tu amado?

– Lo estoy buscando.

– ¿Es un viaje difícil?

– Sí. Muy difícil.

– Sé una cosa, puedo sentirla: debes cruzar el río oscuro. -La cantante le rozó los párpados, los labios y las orejas-. Maya, que los santos te protejan de lo que oirás, probarás y verás.

La mujer empezó entonces a cantar sin micrófono mientras Maya regresaba a su mesa. Sorprendido, el hombre que tocaba el masinko volvió corriendo al escenario. La canción de Maya fue completamente distinta de los cantos de loa que habían sonado previamente. Las palabras sonaron tristes, pesarosas y graves. Las chicas del bar ya no reían, los clientes dejaron sus vasos, hasta los camareros se quedaron inmóviles, con el dinero de las consumiciones aún en la mano.

Y tan bruscamente como había empezado, la canción acabó y todo volvió a ser como antes. Petros tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se dio la vuelta para que Maya no pudiera verlo. Dejó unos billetes encima de la mesa y dijo con brusquedad:

– Vamos, es hora de que nos marchemos.

Maya no le pidió que le tradujera la letra. Por primera vez en su vida tenía su propia canción. Eso era suficiente.

Era casi la una de la madrugada cuando regresaron al recinto de la iglesia y aparcaron en el patio. La mayor parte de la zona estaba en sombras, de modo que se quedaron bajo la única luz que había. Con el traje negro y la corbata, Simón Lumbroso tenía un aspecto tétrico mientras escudriñaba el santuario. Petros parecía nervioso; no tenía la mirada puesta en el santuario sino en la iglesia.

Esa vez todo ocurrió mucho más deprisa. Primero aparecieron los jóvenes monjes armados con fusiles; a continuación se abrieron las puertas de la iglesia y el guardián salió, seguido de varios sacerdotes. Todos tenían un aire muy solemne, era imposible adivinar la decisión del anciano.

El guardián se detuvo en el sendero y alzó la cabeza cuando Petros se le acercó. Maya esperaba una ceremonia especial, algo así como una proclamación; pero el guardián se limitó a golpear unas cuantas veces el suelo con el bastón y a pronunciar algunas palabras en amárico. Petros hizo una reverencia y regresó corriendo al Land Rover.

– Los santos nos han sonreído. El guardián ha decidido que usted es una Tekelakai. Tiene permiso para entrar en el santuario.

Maya se echó la espada talismán al hombro y siguió al guardián camino del santuario. Un sacerdote que portaba una lámpara de queroseno abrió la verja exterior, y entraron en la zona reservada. El rostro del guardián era una máscara inexpresiva, pero resultaba evidente que cada movimiento le causaba dolor. Subió un escalón ante la puerta del santuario, se arregló el blanco hábito y dio un paso adelante.

– En el santuario solo entrarán la weyzerit Maya y el Tebaki-dijo Petros-. Los demás nos quedaremos aquí.

– Gracias por su ayuda, Petros -dijo Maya.

– Ha sido un honor conocerla. Buena suerte en su búsqueda.

Maya iba a tender la mano a Simón Lumbroso, pero el judío se adelantó y le dio un abrazo. Aquel fue el momento más difícil. Una parte de ella deseaba no salir de aquel círculo de afecto y seguridad.

– Gracias, Simón.

– Es usted tan valiente como su padre. Sé que se habría sentido orgulloso.

Un sacerdote levantó la tela roja que ocultaba la puerta, y el guardián abrió la cerradura; luego, el anciano se guardó la llave y tomó la lámpara de queroseno que le tendían. Masculló unas palabras en amárico e hizo un gesto a Maya para que lo siguiera.

Abrió la puerta muy lentamente, hasta dejar un resquicio de unos cuarenta centímetros. El guardián y Maya entraron en el santuario, y los sacerdotes cerraron rápidamente. Maya se encontró en una antesala de unos cuatro metros cuadrados. La única luz provenía de la linterna de queroseno, que oscilaba adelante y atrás mientras el guardián caminaba con dificultad hacia una segunda puerta. Maya miró alrededor y vio la historia del Arca pintada en las paredes: israelitas siguiendo el Arca durante su largo viaje a través del Sinaí, el Arca siendo llevada a la batalla contra los filisteos y guardada en el templo de Salomón…

El guardián abrió otra puerta y la Arlequín lo siguió hasta otra estancia mucho más amplia. En el centro se hallaba el Arca, cubierta con una tela ricamente bordada. La rodeaban doce vasijas de barro con las bocas selladas con cera. Maya recordó que Petros le había contado que una vez al año retiraban aquella agua y la entregaban a las mujeres que no podían concebir.

El sacerdote observaba a Maya como si temiera que la Arlequín hiciera algo violento. Dejó la lámpara en el suelo, se acercó al Arca y retiró la tela. El Arca era un cofre de madera cubierta con láminas de oro. Le llegaba a la altura de las rodillas y medía aproximadamente un metro veinte de largo. A cada lado había una larga percha metida en dos anillas, y sobre la tapa, arrodillados, querubines de oro con cuerpo de hombre y alas y cabeza de águila. Sus alas brillaban intensamente a la luz de la llama de queroseno.

Maya se acercó y se arrodilló frente al Arca. Agarró los dos querubines, levantó la tapa y la dejó en el suelo, encima de la tela bordada. «Ten cuidado», se dijo, «no hay razón para actuar con brusquedad». Se inclinó hacia delante y miró en el interior del cofre. Estaba vacío. «No hay nada», pensó. «El arca es un fraude.» No existía ningún punto de acceso a otros dominios, solo una vieja caja de madera protegida por las supersticiones.

Decepcionada y enfadada, lanzó una mirada al guardián. El anciano se apoyó en el bastón y sonrió por la ingenuidad de la Arlequín. Maya volvió mirar el interior del Arca y, en el fondo, vio un punto negro cerca de un rincón. «¿Es la marca de una quemadura? ¿Una imperfección de la madera?», se preguntó. Mientras observaba, el punto negro aumentó hasta adquirir el tamaño de una moneda y empezó a flotar en el fondo del Arca.

El punto parecía inmensamente profundo, un vacío sin límites. Cuando alcanzó el tamaño de un plato, Maya metió la mano y tocó aquella oscuridad. La punta de sus dedos desapareció. Sorprendida, retiró la mano de golpe. Seguía en este mundo. Seguía viva.

Cuando el punto de acceso dejó de moverse, Maya apartó de su mente al guardián y a los otros sacerdotes, olvidó a todos menos a Gabriel. ¿Lo encontraría si se lanzaba?

Se armó de valor y se obligó a meter el brazo derecho en la oscuridad. Esa vez sí notó algo: un helor doloroso que le causó una sensación de hormigueo. Introdujo el otro brazo, y el dolor la sorprendió. De repente sintió como si una enorme ola la golpeara y una corriente poderosa la arrastrara al mar. Su cuerpo se estremeció y se precipitó en el vacío de la nada. Quiso pronunciar el nombre de Gabriel, pero le resultó imposible. Se hallaba rodeada de oscuridad, y ningún sonido salía de su boca.

Capítulo 41

Llovía con fuerza cuando Boone llegó a Chippewa Bay, en el río San Lorenzo. De pie en el borde del muelle, apenas divisaba el castillo de Dark Island. Solo había estado allí unas pocas veces. Recientemente, el castillo había sido el lugar donde Nash había presentado el Programa Sombra ante el comité ejecutivo. En esos momentos Boone tendría que haber estado en Berlín, buscando a los criminales que habían destruido el centro de informática, pero el comité había insistido en que acudiera a la isla. Le esperaba un trago desagradable, pero tenía que obedecer.

Cuando por fin llegaron los dos mercenarios, Boone ordenó al capitán que cruzara el río. Sentado en la cabina de la embarcación, intentó evaluar a los hombres que iban a ayudarlo a matar a alguien. Ambos mercenarios habían emigrado recientemente de Rumania y eran parientes. Tenían nombres muy largos y con demasiadas vocales, y no se molestó en aprender a pronunciarlos correctamente. Decidió que el más bajo se llamaba Able, y el otro, Baker. Ambos estaban sentados frente a él, con los pies bien apoyados en el suelo de la cabina. Able no dejaba de parlotear nerviosamente en rumano mientras Baker asentía cada pocos segundos para demostrar que lo escuchaba.

Las olas del río se estrellaban contra la proa de la barca y salpicaba con fuerza el techo de fibra de vidrio de la cabina; el sonido recordó a Boone el que harían unos dedos tamborileando en una madera. El capitán canadiense ajustaba la radio a medida que los pilotos de los barcos contenedores que navegaban por el río anunciaban su posición.

– Estamos a media milla por estribor -repitió una voz-. ¿Pueden vernos? Cambio.

Boone se palpó la pechera de su chaquetón y notó los duros bultos escondidos bajo el tejido impermeable. El recipiente de toxinas CS se hallaba en el bolsillo izquierdo de la camisa. En el derecho estaba el estuche de plástico negro que contenía la jeringa. Boone odiaba tocar a la gente, especialmente cuando estaban muñéndose, pero la jeringa exigía cierto contacto físico.

Cuando llegaron a Dark Island, el capitán paró los motores y dejó que la embarcación se deslizara hasta el muelle. El jefe de seguridad de la isla, un ex agente de policía llamado Farrington, salió a darles la bienvenida. Cogió la amarra y la ató a un noray mientras Boone saltaba a tierra.

– ¿Dónde está el resto del personal? -preguntó Boone.

– Almorzando en la cocina.

– ¿Qué hay del señor Nash y sus invitados?

– El general Nash, el señor Corrigan y la señorita Brewster se encuentran arriba, en el salón de día.

– Que el personal permanezca en la cocina durante los próximos veinte minutos. Tengo que presentar unos informes muy importantes y no quiero que nadie entre en la sala y pueda oír algo.

– Entendido, señor.

Caminaron a paso vivo por el túnel que llevaba desde el embarcadero hasta la planta baja del castillo. Boone pasó la jeringa y el recipiente con la toxina a los bolsillos de su pantalón mientras los dos mercenarios rumanos se quitaban sus empapados abrigos. Ambos hombres vestían traje negro y corbata, como si se dispusieran a asistir a un funeral en su tierra natal. Las suelas de sus zapatos de cuero crujieron cuando subieron por la escalera principal.

La puerta de roble estaba cerrada, y Boone vaciló un segundo. Oía a los rumanos respirar pesadamente y rascarse. Seguramente se preguntaban por qué se había detenido. Boone se alisó el mojado cabello, se ajustó el nudo de la corbata y entró en el salón de día con sus hombres.

El general Nash, Michael y la señorita Brewster se hallaban sentados al extremo de una larga mesa. Habían dado cuenta de sus platos de sopa de tomate, y Nash sostenía un plato con sándwiches.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó el general.

– He recibido órdenes del comité ejecutivo -repuso Boone.

– Yo soy el presidente del comité y no he ordenado nada.

La señorita Brewster cogió el plato de las manos de Nash y lo dejó encima de la mesa.

– He convocado una nueva videoconferencia, Kennard.

Nash pareció sorprendido.

– ¿ Cuándo?

– Esta mañana, temprano, cuando usted todavía dormía. A la Hermandad no le ha gustado que se niegue a dimitir.

– ¿Y por qué debería dimitir? Lo que ocurrió ayer en Berlín no tiene nada que ver conmigo. Fue culpa de los alemanes o de Boone. El es el jefe de seguridad.

– Y usted es la cabeza de la organización, pero no está dispuesto a aceptar ninguna responsabilidad -intervino Michael-. No se olvide del ataque que sufrimos hace unos meses, cuando perdimos el ordenador cuántico.

– ¿Qué quiere decir con «perdimos»? Usted no es miembro del comité ejecutivo.

– Ahora lo es -terció la señorita Brewster.

El general Nash fulminó a Boone con la mirada.

– No olvide quién lo contrató, señor Boone. Estoy al frente de esta organización y le estoy dando una orden directa. Quiero que escolte a estos dos hasta el sótano y los encierre. Convocaré una reunión de la Hermandad lo antes posible.

– No me está escuchando, Kennard. -La señorita Brewster parecía una maestra que hubiera perdido la paciencia con un alumno testarudo-. El Comité se ha reunido esta mañana y ha votado. Por unanimidad. Desde hoy mismo ha dejado de ser el director ejecutivo. No es un asunto negociable. Acepte un cargo simbólico y tendrá un sueldo y puede que hasta un despacho en alguna parte.

– ¿Se da cuenta de con quién está hablando? -preguntó Nash-. Puedo hacer que el presidente del país se ponga al teléfono con solo pedirlo, el presidente de Estados Unidos y tres primeros ministros.

– Y eso es precisamente lo que no deseamos -replicó la señorita Brewster-. Esto es una cuestión interna, no algo que debamos tratar con nuestros distintos aliados.

Si Nash hubiera permanecido sentado, Boone quizá le habría permitido seguir hablando, pero el general echó la silla hacia atrás como si se dispusiera a salir corriendo para llamar a la Casa Blanca. Michael lanzó una mirada al jefe de seguridad. Había llegado el momento de obedecer las órdenes recibidas.

Boone hizo un gesto a los dos mercenarios y estos clavaron a Nash en su asiento.

– ¿Se han vuelto locos? ¡Suéltenme!

– Quiero dejar clara una cosa -dijo la señorita Brewster-. Siempre le hemos considerado un amigo, Kennard. Pero recuerde que todos los que estamos aquí respondemos ante una causa superior.

Boone se situó detrás de Nash, abrió el estuche de plástico y sacó la jeringa. La toxina se hallaba en un recipiente del tamaño de un tubo de comprimidos. Boone atravesó la goma del tapón de seguridad con la aguja y llenó la jeringa con un líquido transparente.

Nash miró por encima del hombro y vio lo que estaba a punto de suceder. Lanzando todo tipo de obscenidades, intentó incorporarse. Los platos y las copas volaron y se hicieron añicos.

– Tranquilícese -le susurró Boone-. Tenga un poco de dignidad.

Le clavó la aguja en el cuello, justo encima de la columna, e inyectó el veneno. Nash se desplomó en el acto. Su cabeza golpeó contra la mesa y un hilo de baba se le escapó por la comisura de los labios.

Boone alzó la vista y miró a sus nuevos jefes.

– Hace efecto en un par de segundos. Está muerto.

– Un repentino ataque al corazón -dijo la señorita Brewster-. Es una pena. El general Kennard Nash ha sido un fiel servidor de esta nación. Sus amigos lo echarán de menos.

Los dos mercenarios rumanos seguían sujetando a Nash por los brazos, como si fuera volver a la vida de golpe y saltar por la ventana.

– Vuelvan a la embarcación y esperen -les ordenó Boone-. Aquí ya no son necesarios.

– Sí, señor. -Able se ajustó la cortaba y salió junto con su compañero.

– ¿Cuándo llamará a la policía? -preguntó Michael.

– Dentro de cinco o diez minutos.

– ¿Y cuánto tardarán en llegar a la isla?

– Un par de horas. No quedará ni rastro del veneno.

– Túmbelo en el suelo y desgárrele la camisa -ordenó Michael-. Que parezca que intentamos salvarlo.

– Sí, señor.

– Creo que me apetece un trago de whisky -dijo la señorita Brewster. Ella y Michael se levantaron y caminaron hasta la puerta lateral que conducía a la biblioteca-. Ah, señor Boone, una cosa más…

– Usted dirá, señora.

– Necesitamos mayor nivel de eficiencia en nuestras misiones. El general Nash no lo entendió. Espero que usted sí.

– Lo entiendo -repuso Boone.

Cuando se quedó a solas con el cadáver, apartó la silla, empujó el cuerpo hacia un lado, y este cayó al suelo con un golpe sordo. Se puso de rodillas y abrió de un tirón la camisa azul del general. Un botón de nácar salió volando.

Primero llamaría a la policía y luego se lavaría las manos. Quería agua caliente, jabón fuerte y toallas de papel. Se acercó a la ventana y contempló la bahía de San Lorenzo, más allá de los árboles. La tormenta y las nubes teñían el agua de un color gris oscuro. Las olas agitaban la superficie del río que corría hacia el mar.

Capítulo 42

Maya atravesó una oscuridad tan absoluta que tuvo la impresión de que su cuerpo desaparecía. El tiempo siguió fluyendo, pero ella carecía de un punto de referencia y no tenía manera de calcular si aquel instante duraba solo unos segundos o varios años. Ella existía como una chispa de conciencia, una sucesión de pensamientos unidos por el deseo de encontrar a Gabriel.

Abrió la boca y se le llenó de agua. No tenía idea de dónde se encontraba, pero se hallaba rodeada de agua y no parecía haber un camino hacia la superficie. Agitó los brazos y las piernas desesperadamente al tiempo que intentaba controlar el pánico. Mientras su cuerpo reclamaba oxígeno, dejó que el aire de sus pulmones la llevara hacia arriba. Cuando estuvo segura de que ascendía, nadó con todas sus fuerzas hasta que emergió entre las olas. Tomó una bocanada de aire y flotó de espaldas mientras contemplaba un cielo de un color gris amarillento. El agua que la rodeaba era negra, estaba salpicada de manchas de espuma y olía al ácido de las baterías. La piel y los ojos empezaron a picarle. Vio que se hallaba en medio de un río y que la corriente la empujaba hacia un lado. Estiró el cuello todo lo que pudo y distinguió la orilla. En la distancia se divisaban edificios y puntos de luz anaranjados que parecían llamas.

Cerró los ojos y nadó hacia la orilla. La correa de la funda de la espada le colgaba del cuello. Se detuvo para asustársela y que no se moviera y se dio cuenta de que estaba más lejos que antes de la orilla. La corriente era demasiado fuerte. Maya giraba como una barca a la deriva. Miró hacia donde se dirigía la corriente y vio a lo lejos un puente derruido. En lugar de luchar contra los elementos nadó hacia los arcos de piedra que emergían del agua. Sus movimientos y la fuerza del río la empujaron rápidamente contra uno de los pilares de piedra. Se agarró a él y permaneció allí un instante; luego, nadó hasta el siguiente. En aquel punto la corriente era menos fuerte, había poca profundidad y pudo caminar hasta la orilla. «No puedo quedarme aquí», se dijo, «estoy demasiado expuesta». Trepó hasta un bosquecillo de árboles muertos. Las hojas muertas crujieron bajo sus zapatos. Había varios árboles caídos, pero el resto se apoyaban unos en otros como silenciosos supervivientes.

A unos cien metros del río, se agachó e intentó adaptarse al nuevo entorno. El oscuro bosquecillo no era una fantasía ni un sueño. Podía extender la mano y tocar la hierba marchita, podía percibir el olor a quemado y escuchar un distante tronido. Todo su cuerpo intuía peligro. Pero había algo más: aquel era un mundo dominado por la furia y el deseo de destruir.

Se levantó y se movió con cautela entre los árboles. Encontró un sendero de gravilla y lo siguió hasta un banco de mármol blanco y una fuente de parque cubiertos de hojas muertas. Parecían tan fuera de lugar en medio de aquel bosque marchito que se preguntó si los habrían colocado allí para burlarse de quien los encontrara. La fuente hacía pensar en un agradable parque de cualquier ciudad europea, con ancianos leyendo el periódico y niñeras empujando cochecitos de bebé.

El sendero acababa en un edificio de ladrillo rojo con las ventanas hechas añicos y las puertas arrancadas de sus goznes. Maya se recolocó la espada para tenerla lista para el combate. Entró en el edificio, atravesó varias estancias vacías y se asomó a una ventana. Había cuatro hombres en la calle que discurría más allá de un parque abandonado. Iban calzados con botas y zapatos desparejados y vestían ropa de lo más variada. Todos llevaban armas de fabricación casera: cuchillos, palos y lanzas.

Cuando los hombres llegaron al otro extremo del parque, apareció un segundo grupo. Maya creyó que se enfrentarían, pero los dos grupos se saludaron y partieron en la misma dirección, alejándose del río. Maya decidió seguirlos. En vez de avanzar por las calles, atravesaba las casas en ruinas y se detenía de vez en cuando para asomarse por las destrozadas ventanas. La oscuridad ocultaba sus movimientos, y ella se mantenía alejada de las llamas que surgían de las tuberías de gas rotas. En su mayoría no eran más que pequeñas lenguas de fuego chisporroteantes, pero había algunas muy grandes que se retorcían como columnas llameantes. El fuego había ennegrecido las paredes. Olía a goma quemada.

Al final acabó perdiéndose en un semidestruido edificio de oficinas. Cuando consiguió hallar la salida a un callejón, vio que había un grupo de hombres al final de la calle, cerca de una llama de gas. Confiando en que nadie la viera, cruzó corriendo hasta un complejo de apartamentos; un agua grasienta corría por el suelo de cemento de los pasillos. Subió por la escalera hasta el segundo piso y se asomó por un boquete de la pared.

Unos doscientos hombres armados se habían reunido en el patio central de un edificio en forma de U en cuya fachada se veían grabados varios nombres, Platón. Aristóteles, Dante. Shakespeare. Maya se preguntó si aquello habría sido en su día un colegio, pero le resultaba difícil creer que en aquel lugar hubiera habido alguna vez un niño.

Un tipo rubio con el pelo trenzado y un hombre negro vestido con una bata blanca medio rota se hallaban de pie en unos taburetes, bajo una estructura de madera con forma de horca. Tenían las manos atadas a la espalda y una soga al cuello. La multitud se arremolinaba alrededor de los dos prisioneros, se reían de ellos y los pinchaban con sus cuchillos. De repente, alguien gritó una orden y otro grupo salió de la escuela. Lo encabezaba un hombre vestido con un traje azul. Tras él, un guardaespaldas empujaba una vieja silla de ruedas con un hombre joven atado la estructura. Gabriel. Había encontrado a su Viajero.

El hombre del traje azul trepó al techo de un automóvil abandonado y se irguió. Mantenía la mano izquierda en el bolsillo y resaltaba cada palabra que salía de su boca con gestos de la derecha.

– Como comisionado de patrullas os he guiado y he defendido vuestras libertades. Bajo mi liderazgo hemos dado caza a las cucarachas que prenden incendios y nos roban la comida. Cuando este sector quede por fin limpio de esos parásitos, marcharemos contra otros sectores y nos apoderaremos de la Isla.

La turba prorrumpió en ovaciones y alzó sus armas. Maya observó a Gabriel; intentaba averiguar si estaba consciente. Un hilillo de sangre seca le caía desde la nariz por el cuello, y tenía los ojos cerrados. El hombre del traje azul prosiguió.

– Como sabéis, hemos capturado a un visitante llegado del exterior. Tras un riguroso interrogatorio, mis conocimientos sobre nuestra situación han aumentado. Mi objetivo es hallar la forma de que todos podamos salir de esta isla juntos. Por desgracia, unos espías traidores han saboteado mis planes. Estos dos prisioneros concertaron en secreto una alianza con el visitante. Os han traicionado, intentaron escapar solos. ¿Deberíamos permitirlo? ¿Deberíamos dejar que escaparan mientras nosotros quedamos prisioneros en esta isla?

– ¡No! -gritó la turba.

– Como comisionado de patrullas he sentenciado a estos traidores a…

– ¡A muerte! ¡A muerte!

El comisionado movió los dedos como si apartara un insecto molesto, y uno de los guardaespaldas dio una patada a los taburetes. Los dos prisioneros quedaron colgando del cuello; mientras se retorcían y agitaban las piernas, la multitud reía. Cuando dejaron de moverse, el comisionado alzó la mano para acallar el griterío.

– Estad alerta, lobos. Observad a quienes os rodean. ¡Todavía no hemos descubierto ni destruido a todos los traidores!

Aunque se suponía que el hombre del traje tenía a los lobos bajo control, no dejaba de mirar nerviosamente a un lado y a otro, como si temiera una agresión en cualquier momento. Saltó del coche y regresó a toda prisa al interior del colegio, seguido de sus guardaespaldas y de Gabriel.

Maya permaneció en su escondite mientras el gentío se dispersaba en distintas direcciones. Las patrullas habían estado unidas durante la ejecución, pero en esos momentos los lobos se miraban unos a otros con desconfianza. Los dos condenados quedaron colgando de las sogas, y la última patrulla que se marchó se quedó el tiempo suficiente para robarles los zapatos.

Cuando todo el mundo hubo desaparecido, Maya cruzó la calle y entró en el edificio contiguo a la escuela. En su interior debía de haber explotado una bomba, pues la escalera había quedado reducida a un armazón de hierro con unos cuantos travesaños. Maya trepó a cuatro patas hasta la azotea y desde allí saltó al techo de la escuela.

Cuando entró en el pasillo del segundo piso, encontró a un hombre delgado y con barba encadenado a un radiador. Llevaba una sucia corbata verde con el nudo tan apretado que parecía estrangularlo.

El hombre parecía inconsciente, pero Maya se arrodilló junto a él y lo zarandeó. El tipo abrió los ojos y sonrió.

– ¿Es usted una mujer? Lo parece, sin duda. Yo soy Pickering, el modisto de señoras.

– Estoy buscando al hombre de la silla de ruedas. ¿Dónde lo…?

– Es Gabriel. Todo el mundo quiere hablar con el visitante.

– ¿Y dónde puedo encontrarlo?

– Abajo, en el viejo auditorio.

– ¿Cuántos guardias hay?

– En el edificio habrá unos doce o más, pero solo unos pocos estarán en el auditorio. El comisionado de patrullas no se fía de sus lobos.

– ¿Puede mostrarme el camino?

El hombre negó con la cabeza.

– Lo siento, mis piernas no responden.

Maya asintió y se alejó.

– ¡Recuerde mi nombre! -gritó el hombre-. ¡Soy el señor Pickering, el amigo de Gabriel!

Cuando Maya llegó a la escalera, respiró hondo y se preparó para una larga lucha. Su padre y Madre Bendita siempre habían diferenciado entre observar y percibir a un enemigo. La mayoría de las personas se pasaban la vida observando pasivamente lo que sucedía a su alrededor, pero cuando uno entraba en combate tenía que utilizar todos los sentidos y concentrarse en el adversario para anticiparse a sus movimientos.

Bajó el primer tramo de la escalera lentamente, como una alumna reacia a entrar en clase. Entonces oyó que alguien se movía un poco más abajo y saltó los peldaños de dos en dos. Uno de los hombres del comisionado subía por la escalera pesadamente. Maya lo pilló por sorpresa y le atravesó las costillas con la espada. Unos segundos más tarde, llegó al rellano de la planta baja y se lanzó contra otros dos lobos. Al primero le asestó un tajo en la garganta, se agachó para esquivar el palo del segundo y le clavó la hoja en la barriga.

Aferrando la espada corrió hacia el auditorio. Uno de los lobos se hallaba cerca de la entrada. Lo liquidó de una estocada y corrió hacia el estrado justo cuando el comisionado se levantaba con un revólver en la mano. Antes de que el hombre pudiera apuntar, Maya le amputó la mano de un tajo. El comisionado aulló, pero ella alzó la espada y lo silenció para siempre.

Se dio la vuelta y… allí estaba Gabriel, en la silla de ruedas. Cortó las ligaduras de sus brazos y él abrió los ojos.

– ¿Estás bien? -preguntó Maya-. ¿Puedes levantarte?

Cuando Gabriel abrió la boca para contestar, se oyó un ruido en el fondo del auditorio y entraron cuatro hombres armados, a los que siguieron otros más. Maya se enfrentaba a seis lobos. A siete. A ocho. A nueve.

Capítulo 43

Gabriel se levantó de la silla y dio unos cuantos pasos vacilantes hacia los hombres.

– ¿Qué vais a hacer con la comida? -les preguntó-. Ahora que el comisionado ha muerto, podéis tener toda la que queráis. El almacén está al otro lado del patio.

Los lobos se miraron. Maya creyó que atacarían, pero el que estaba más cerca de la salida se escabulló corriendo del auditorio. Los demás bajaron las armas y salieron tras él.

Gabriel tendió la mano, tocó el brazo de Maya y sonrió como si estuvieran de nuevo en el loft de Chinatown.

– ¿Estás de verdad aquí, Maya, estoy soñando otra vez?

– No sueñas. Estoy aquí. Te he encontrado.

Cuando envainó la espada y lo abrazó, se dio cuenta de que estaba mucho más delgado. Su cuerpo era frágil y débil.

– No podemos quedarnos aquí-dijo Gabriel-. Cuando terminen de repartirse la comida vendrán por nosotros.

– O sea que son como los seres de nuestro mundo… tienen sed y hambre.

– Y mueren.

Maya asintió.

– He visto la ejecución del patio.

– Esta gente no recuerda su pasado -explicó Gabriel-. No tienen recuerdos de amor, de esperanza o de felicidad.

Gabriel le rodeó los hombros con el brazo y Maya le ayudó a salir del auditorio. En el pasillo se tropezaron con los cadáveres de los tipos que ella acababa de matar.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? Tú no eres una Viajera.

– Utilicé un punto de acceso.

– ¿Y qué es eso?

Maya le contó la historia del reloj de sol enterrado en el subsuelo de Roma y su viaje a Etiopía con Simón Lumbroso, pero prefirió no mencionar que la Tabula había asaltado Vine House y había estado a punto de asesinar a sus amigos free runner. Ya habría tiempo para esas revelaciones, ese no era el momento. Tenían que escapar.

Gabriel abrió una puerta que daba a una sala llena de archivos verdes dispuestos en hileras. Olía a moho, y Maya pensó en un montón de libros viejos pudriéndose en un sótano. La única luz provenía de dos llamas de gas que ardían de unas cañerías arrancadas de la pared.

– Este lugar no parece seguro -dijo-. Deberíamos salir del edificio.

– En esta isla no hay donde esconderse. Tenemos que encontrar el camino de vuelta a nuestro mundo.

– Pero eso podría estar en cualquier sitio.

– El comisionado me comentó que todas las leyendas sobre Viajeros estaban relacionadas con esta sala. La salida está aquí. Puedo sentirla.

Gabriel cogió una mesa metálica y la empujó contra la puerta. Parecía recobrar fuerzas a medida que levantaba cajas y sillas y las apilaba encima de la mesa. Maya había fantaseado durante días con aquel instante, cuando ella y Gabriel se reencontraran en aquel extraño mundo. Pero ¿qué iba a ocurrir? Cuando Lumbroso le habló de los puntos de acceso hizo hincapié en que tenía que regresar por donde había llegado. Maya no había considerado la posibilidad de que su camino de regreso se hallara perdido en el río oscuro. ¿Podría salir con Gabriel o se quedaría atrapada para siempre en aquel infierno?

Cuando Gabriel acabó de bloquear la puerta, corrió entre los archivos hasta una mesa de trabajo situada en el centro de la sala. Se detuvo de golpe y miró fijamente una estantería de la pared.

– ¿Ves esa línea negra? Podría ser algo.

Sacó un montón de libros de contabilidad de la estantería y los dejó en la mesa. A continuación descolgó el estante y dejó la pared al descubierto. El Viajero sonrió a Maya como un colegial que acaba de resolver un problema especialmente difícil.

– Nuestro camino a casa… -dijo.

– ¿Qué quieres decir, Gabriel?

– Justo ahí. Esa es la salida. -Resiguió el contorno con el dedo-. ¿No lo ves?

Maya se acercó, pero no vio nada salvo el yeso resquebrajado. Entonces lo supo, supo sin palabras que iba a perder a Gabriel. Rápidamente dio unos pasos atrás, hacia las sombras, para que él no pudiera verle el rostro.

– Sí -mintió-. Veo algo.

Oyeron golpes en la entrada. Los lobos se estaban lanzando contra la puerta y habían conseguido desplazar la barricada.

Gabriel cogió a Maya de la mano y la sujetó con fuerza.

– No tengas miedo, Maya. Vamos a cruzar juntos.

– Temo que algo salga mal. Podríamos perdernos el uno al otro.

– Siempre estaremos conectados -dijo Gabriel-. Te prometo que, pase lo que pase, estaremos juntos.

Dio unos pasos hacia delante, y Maya vio que el cuerpo de Gabriel atravesaba la pared como si fuera una cascada de agua tras la que hubiera una cueva. Él le tiró de la mano: «Ven conmigo, amor mío». Pero la mano de Maya golpeó contra la dura superficie de la pared y los dedos de Gabriel se le escaparon.

Con un último empujón, los lobos consiguieron echar abajo la barricada y la puerta se abrió. Maya se apartó rápidamente de la mesa de trabajo y se escondió entre dos filas de archivos. Oyó voces que susurraban y pesadas respiraciones. Un verdadero guerrero habría elegido un terreno de combate que le resultara familiar, pero aquellos habían permitido que la furia nublara su juicio.

Contó hasta cinco y se asomó al pasillo contiguo. A unos siete metros de distancia vio a un hombre que blandía un palo con un cuchillo atado en el extremo. La Arlequín se escondió nuevamente y vio que por su pasillo avanzaba otro sujeto armado con una lanza.

Sin pensarlo siquiera, se lanzó contra él con la espada apuntándole a los ojos, entonces hizo un quiebro con las muñecas y arrojó la lanza del hombre. Pisó el arma, levantó la espada y abrió en canal el pecho del lobo.

Antes de que el hombre se desplomara, Maya ya lo había apartado de sus pensamientos. Sacó dos cajones de los archivos y los utilizó como peldaños para subirse encima de los armarios y encajarse en los escasos noventa centímetros de espacio que había entre ellos y el techo. Desde allí observó al otro lobo avanzar con cautela a lo largo del pasillo. El tiempo pareció ralentizarse. Maya tuvo la sensación de estar contemplando la escena a través de los agujeros de una máscara. Cuando el hombre llegó hasta el cadáver de su compañero, ella saltó tras él y le asestó una estocada que le partió la columna. El cuerpo cayó encima del otro, y la sala quedó sumida en el silencio.

Maya salió del colegio y caminó hasta una señal de Stop retorcida. A unos cien metros de allí, una enorme llamarada de gas temblaba cerca de una ventana. Maya giró sobre sí misma y examinó su nuevo mundo. Dirigirse hacia la derecha o hacia la izquierda había dejado de tener importancia. Los lobos merodeaban por toda la isla. De vez en cuando encontraría un lugar donde esconderse, pero no sería más que una breve pausa en una interminable batalla.

Dos hombres armados con porras y cuchillos aparecieron al final de la calle.

– ¡Por aquí! -gritaron-. ¡La hemos encontrado!

Segundos más tarde, se les unieron otros tres hombres que rodearon la lengua de fuego y se plantaron ante la luz.

Allí, sola, Maya comprendió el verdadero significado de su elección. Quedaría atrapada en aquel dominio de odio y violencia hasta que acabaran con ella. «Condenada por la carne.» Sí, eso era verdad. Pero ¿también se había salvado?

Recordó lo que Gabriel le había dicho acerca de aquellos hombres: no guardaban ningún recuerdo del pasado. Sin embargo, ella sí recordaba su vida en el Cuarto Dominio. Era un mundo de gran belleza, pero también un lugar lleno de distracciones y falsos dioses. ¿Qué era lo real? ¿Qué daba sentido a la vida? En el instante de la muerte, todo se perdía salvo el amor. Solo el amor te sostenía, te curaba, te convertía en un todo.

Los cinco hombres hablaban entre ellos, organizaban un plan de ataque. Maya desenvainó la espada y la sostuvo con la hoja en alto de manera que reflejara el resplandor de la llama.

– ¡Venid! -gritó-. ¡Estoy preparada para recibiros!

Los hombres no se movieron. Maya se irguió, aferró el arma con ambas manos y concentró toda su energía en las piernas. «Salvada por la sangre», pensó.

Respiró profundamente y corrió hacia los lobos mientras su sombra atravesaba la ruinosa superficie de la calle.

John Twelve Hawks

***