Clasificar dentro del género de la ciencia ficción sería restringir el alcance de esta extraordinaria novela. Junto a de Wells, de Orwell o de Huxley, es una de esas obras de imaginación en que las realidades y los problemas del hombre contemporáneo se analizan y sintetizan con emocionada lucidez. Su aparición en 1936 coronó la carrera literaria de Karel Čapek, quién, junto a Jaroslav Hašek, universalizó la lengua y la narrativa de su país, la Checoslovaquia democrática e independiente de la primera mitada de nuestro siglo, la patria de Masaryk.

Nacido en 1890 y muerto en 1938, poco después de ser propuesto para el premio Nobel, Čapek dejó una importante obra teatral, narrativa, ensayística, periodística y de viajes, de la que varios títulos han sido traducidos a nuestro idioma. Su humanismo concreto, su preocupación por la pérdida de valores o por el alejamiento de la naturaleza, su defensa de la tolerancia, el ccntraste y el respeto hacia los otros, confieren a su obra literaria, de muy diversos y ricos matices, innegable perdurabilidad y actualidad.

Karel Čapek

La guerra de las salamandras

Libro Primero

Andrias Scheuchzeri

CAPÍTULO PRIMERO

Las rarezas del capitán Van Toch

Si busca usted en el mapa la islita de Tana Masa, la encontrará exactamente en el Ecuador, un poco al oeste de Sumatra. Pero si pregunta al capitán J. van Toch, a bordo del Kandong Bandoeng, qué es esa Tana Masa ante la cual acaba de echar anclas, maldecirá un rato y, después, le dirá que es el agujero más sucio de toda esta zona de los Estrechos, aún más miserable que Tana Bala y al menos tan maldito como Pinos o Banka; que el único hombre, con perdón, que vive allí, —sin contar, desde luego, a los piojosos batacos—, es un agente comercial borracho, un mestizo de cubano y portuguesa, y más ladrón, pagano y guarro que el cubano y la blanca juntos; y que si en el mundo hay algo maldito, señores, es la maldita vida en esa maldita Tana Masa. Después de lo cual, probablemente, le preguntará usted por qué, entonces, echó en ese lugar las malditas anclas, como si pensara quedarse tres malditos días, y Van Toch refunfuñará irritado y murmurará algo parecido a esto: que «el Kandong Bandoeng no navegaría hasta aquí solamente por la maldita copra o por aceite de palma, eso es fácil de entender y, además, a ustedes no les importa y hagan el favor, señores, de ocuparse de sus propios asuntos». Y maldecirá con tanta fluidez y amplitud como corresponde a un viejo capitán de barco, bien conservado para su edad.

Pero si en vez de hacerle preguntas impertinentes, deja usted al capitán van Toch jurar y maldecir para sí, acabará enterándose de muchas más cosas. ¿Acaso no se le nota que necesita desahogarse? ¡Déjelo en paz! Su amargura acabará encontrando, por sí sola, una vía de escape.

—Fíjese usted, señor —exclama el capitán—, a aquella gente nuestra de Amsterdam, a aquellos malditos judíos de allá arriba, se les ocurre de pronto: «¡Perlas, hombre! Averigüe dónde puede haber perlas.» Te dicen que la gente anda loca por las perlas y ¡nada más!

Aquí el capitán escupe asqueado.

—Está claro, ¡quieren invertir su dinero en perlas! Eso ocurre porque ustedes, todo el mundo, están pensando siempre en alguna de esas guerras o lo que sea… ¡El miedo del dinero!, eso es todo. ¡Y a esto le llaman crisis, señor mío!

El capitán van Toch duda un momento si ponerse a hablar con usted sobre cuestiones de economía política, porque, hoy en día, no se habla de otra cosa. Sólo que aquí, en Tana Masa, hace demasiado calor y uno se siente perezoso. El capitán van Toch hace un gesto con la mano y gruñe:

—¡Perlas! Es fácil decirlo, señor mío. En Ceilán las agotaron hace ya cinco años, en Formosa se ha prohibido pescarlas… Pero ellos… «…trate Vd., capitán van Toch, de encontrar nuevos bancos. Vaya usted a aquellas malditas islas, quizás encuentre en ellas algún criadero completo»…

El capitán se suena con desprecio en su pañuelo azul.

—Aquellas ratas europeas se imaginan que aquí se puede encontrar todavía algo desconocido por todo el mundo. ¡Dios mío! ¿Serán estúpidos? Como no quieran que les suene las narices a esos batacos, a ver si echan perlas… ¿Nuevos bancos? En Padang hay un nuevo burdel, eso sí, pero ¿nuevos bancos de perlas? Señores, yo conozco estas islas mejor que mis propios pantalones, desde Ceilán hasta esa maldita isla de Cliperton… Si alguien piensa que aquí se puede encontrar aún algo que proporcione alguna ganancia, pues ¡feliz viaje, señor mío! Treinta años hace que navego por estos mares y ahora quieren esos idiotas que les descubra todavía algo…

El capitán van Toch casi se ahoga de rabia al pensar en tan ofensiva exigencia.

—¡Que manden aquí a algún novato y les descubrirá tantas cosas que se quedarán boquiabiertos! Pero pedirle eso a uno que conoce el lugar como el capitán van Toch… ¡Compréndalo, señor! En Europa podrían descubrirse quién sabe cuántas cosas, pero, ¿aquí? Aquí la gente viene solamente a husmear lo que se puede zampar y, ¡ni siquiera zampar! Lo que se puede comprar y vender. Señor mío, si en estos malditos trópicos quedara todavía algo que tuviese algún precio, habría ya tres agentes, gesticulando y haciendo señas con sus sucios pañuelos a los barcos de siete naciones para que se detuvieran. Así es la cosa, señor. Yo esto lo conozco mejor que los empleados del Ministerio de Colonias de S.M. la reina… con perdón.

El capitán van Toch hace esfuerzos por dominar su justa indignación, lo que consigue después de maldecir y jurar un rato.

—¿Ve usted a esos dos miserables holgazanes? Son pescadores de perlas de Ceilán, Dios me perdone, cingaleses como el Señor los creó (aunque, en realidad, no puedo comprender por qué lo hizo). A esos los llevo ahora conmigo, señores, y si alguna vez encuentro un trocito de costa en el que no esté escrito «Agencia», «B'ata» o «Aduanas», los tiro al agua para que busquen perlas. El más pequeño de esos granujas bucea hasta una profundidad de ochenta metros; hace poco, en las islas Príncipe, pescó a una profundidad de noventa metros la manivela de una cámara cinematográfica, señor mío, pero, ¿perlas? ¡Ni soñarlo! Son unos inútiles codiciosos, estos cingaleses. Ésta es la maldita tarea que yo tengo, señores míos; hacer como que compro aceite de palma y, mientras, buscar nuevos criaderos de perlas. A lo mejor algún día se les ocurre que descubra un continente virgen, ¿no? Ésta no es una tarea apropiada para un honrado capitán mercante; el señor J. van Toch no es ningún maldito aventurero, no, señor.

Y así continúa hablando… El mar es grande y el océano del tiempo no tiene límites. Escupa en el mar, hombre, y verá que ni se mueve; cuéntele su destino y no se conmoverá. Y así, después de muchas preparaciones y rodeos, llegamos al momento en que el capitán J. van Toch, del barco holandés Kandong Bandoeng, lamentándose y maldiciendo, sube a un bote para que le lleve al kampong en Tana Masa y tratar con el agente borracho, mestizo de cubano y portuguesa, algunos asuntos comerciales.

—Lo siento, capitán —dijo finalmente el mestizo—, pero aquí en Tana Masa no llega a crecer ningún molusco. Estos cochinos batacos —añadió con un gesto de asco—, se comen hasta las medusas, están más tiempo en el agua que en la tierra y las mujeres apestan a pescado. ¡No se lo puede usted imaginar…! ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Usted me preguntaba por mujeres.

—¿Y no hay por aquí un trocito de litoral —preguntó el capitán—, donde no se metan en el agua esos batacos?

El mestizo negó con la cabeza:

—No lo hay, señor, como no sea en la Bahía del Diablo… pero aquello no es para usted.

—¿Y por qué?

—Porque… allí no puede ir nadie. ¿Le sirvo más, capitán?

—Gracias. ¿Hay tiburones allí?

—Tiburones y… lo demás… —balbuceó el mestizo—. Un mal sitio, señor. A los batacos no les gustaría que nadie metiese las narices allí.

—Pero, ¿por qué?

—Allí hay diablos, señor. Diablos marinos.

—¿Qué es eso de «diablo marino»? ¿Algún pez?

—No, ningún pez —respondió evasivo el mestizo—. Sencillamente, diablos, señor. Diablos submarinos. Los batacos los llaman Tapas. Dicen que esos diablos tienen su ciudad en el fondo del mar. ¿Le sirvo más bebida?

—¿Y qué forma tienen esos diablos marinos?

El mestizo se encogió de hombros.

—Como diablos, señor, sencillamente, como diablos. Yo vi uno una vez… mejor dicho, solamente su cabeza. Volvía en un bote del Cabo Haarlem… de pronto, justo delante de mí, salió del agua una cabezota…

—Bueno, ¿y cómo era? ¿A qué se parecía?

—En fin, la cabezota era, más o menos, como la de un bataco, pero completamente calva, señor.

—¿Y no sería un bataco?

—No lo era, señor. ¡En aquel lugar no hay bataco que se meta en el agua! Además, me hacía guiños con los párpados inferiores, señor —el mestizo tembló de horror al recordarlo—. Con los párpados inferiores que le cubrían casi todo el ojo. Así son los Tapas.

El capitán J. van Toch hizo rodar entre sus gruesos dedos el vasito con vino de palma.

—Y… ¿no estaría usted borracho? ¿No estaría usted como una cuba?

—Lo estaba, señor. De no ser así, no habría remado por aquel lugar. A los batacos no les gusta que nadie moleste a esos diablos.

El capitán van Toch negó con la cabeza.

—Mire, hombre, diablos no existen y, caso de existir, se parecerían a los europeos. Quizás fuese algún pez o algo parecido.

—¿Un pez? —tartamudeó el mestizo—. Un pez no tiene manos, señor. Yo no soy ningún bataco, señor, he ido a la escuela en Bandjoeng. Quizás me acuerde todavía de los Diez Mandamientos y de otras enseñanzas científicas. Un hombre culto sabe distinguir perfectamente un diablo de un animal. Pregúnteselo usted a los batacos, señor.

—Ésas son supersticiones de negros, hombre —aclaró jovialmente el capitán con la superioridad de un hombre culto—. Científicamente es algo sin sentido, pues un diablo no puede vivir en el agua. ¿Qué haría allí? No debes hacer caso de los cuentos de los nativos, muchacho. Alguien dio a ese golfo el nombre de “Bahía del Diablo” y, desde entonces, los batacos le tienen miedo. Así es la cosa —añadió el capitán, golpeando con su gruesa palma la mesa—, allí no hay nada, muchacho, eso está científicamente claro.

—Lo está, señor —asintió el mestizo que había ido a la escuela en Bandjoeng—, pero ningún hombre con sus cinco sentidos tiene nada que buscar en la Bahía del Diablo.

El capitán van Toch enrojeció.

—¿Cómo? —gritó—. ¿Crees que me voy a asustar de tus diablos? ¡Ya lo veremos! —dijo levantando con gran dignidad su mole de cien kilos de peso—. No voy a perder mi tiempo contigo, cuando tengo que ocuparme de negocios. Pero, ¡recuérdalo bien!, en las colonias holandesas no existe ningún diablo; si los hubiera sería, en todo caso, en las francesas. Allí es posible. Y, ahora, llámame al jefe de este maldito kampong.

No fue preciso esperar mucho tiempo al referido mandatario. Estaba sentado en cuclillas junto a la tienda del mestizo, chupando una caña de azúcar. Era un señor de cierta edad, completamente desnudo, aunque muchísimo más delgado de lo que acostumbran a ser los alcaldes europeos. Tras él, un poco retirada para conservar la distancia apropiada, estaba sentada en cuclillas toda la aldea, incluidos mujeres y niños, esperando seguramente que los fueran a filmar.

—Escucha, viejo —le dijo el capitán van Toch en malayo (podía haberle hablado también en holandés o inglés, porque el muy honorable viejo bataco no sabía una palabra de malayo, y todo el discurso del capitán se lo tenía que traducir al bataco el mestizo; pero por alguna razón, el capitán consideraba el malayo la lengua más adecuada). Escucha, viejo, necesitaría algunos muchachos grandes, fuertes, valientes, para que viniesen conmigo a pescar, ¿comprendes?, a pescar.

El mestizo hizo la traducción y el alcalde movió la cabeza afirmativamente, para demostrar que comprendía. Luego se volvió hacia el amplio auditorio y tuvo con su gente una conversación, con evidente éxito.

—El jefe dice —tradujo el mestizo— que toda la aldea irá con el señor capitán a pescar donde quiera.

—¿Lo ves? Diles, pues, que vamos a ir a pescar perlas a la Bahía del Diablo.

A esto siguió un cuarto de hora de agitadas discusiones en las que participó toda la aldea, principalmente las viejas. Por fin el mestizo se volvió hacia el capitán:

—Dicen, señor, que a la Bahía del Diablo no se puede ir.

El capitán empezó a enrojecer.

—¿Y por qué no?

El mestizo se encogió de hombros.

—Porque dicen que allí hay Tapa-tapas. Diablos, señor.

El capitán empezó a ponerse morado.

—Bien, pues diles que si no vienen… ¡les sacaré los dientes, les arrancaré las orejas, los colgaré y le prenderé fuego a todo este piojoso kampongl ¿comprendes?

El mestizo lo tradujo escrupulosamente y de nuevo siguió una larga deliberación. Finalmente, se volvió hacia el capitán.

—Dicen, señor, que irán a presentar una denuncia a la policía de Padang, que usted los ha amenazado… Dicen que contra eso hay leyes… El alcalde asegura que no va a dejar las cosas así…

El rostro del capitán van Toch tomó un tinte azulado…

—Bien, pues dile —gritó— que es un…

Y habló sin parar durante once minutos.

El mestizo lo tradujo hasta donde le bastó su reserva de palabras y, después de una larga pero efectiva discusión con los batacos, tradujo a su vez al capitán:

—Dicen, señor, que estarían dispuestos a no llevar el asunto a las autoridades si el capitán paga una multa al jefe local. Dicen —titubeó un momento— que doscientas rupias, pero yo creo que es demasiado… Ofrézcales sólo cinco.

La tez del capitán van Toch empezó a llenarse de manchas oscuras. Primero ofreció asesinar a todos los batacos del mundo, después lo rebajó hasta trescientos puntapiés y, finalmente, se hubiera conformado con disecar al alcalde para el Museo Colonial de Amsterdam. Por otra parte los batacos fueron rebajando también, de doscientas rupias a una bomba de hierro con una rueda, acabando por conformarse con que el capitán, como castigo, diese al alcalde un encendedor de gasolina.

—Déselo, señor —trataba de convencerlo el mestizo—, yo tengo tres en el almacén, pero sin mecha.

Así fue restablecida la paz en Tana Masa, pero el capitán J. van Toch sabía que ahora estaba en juego el prestigio de la raza blanca.

Al atardecer salió del barco Kandong Bandoeng un bote en el que se encontraban el capitán J. van Toch, el sueco Jensen, el islandés Gudmundson, el finlandés Gillemainen y dos cingaleses pescadores de perlas. El bote se dirigió a la Bahía del Diablo.

A las tres, al culminar la marea baja, el capitán estaba en la playa, el bote cruzaba a unos cien metros de la costa para ahuyentar a los tiburones, y los dos buzos cingaleses esperaban, con los cuchillos preparados, la señal para sumergirse en el agua.

—Bien, ahora tú —dijo el capitán señalando al más alto de los hombres desnudos. El cingalés saltó al agua, dio unas cuantas brazadas y después se sumergió. El capitán miró su reloj.

A los cuatro minutos y veinte segundos apareció, a unos sesenta metros a la izquierda, una cabeza oscura; con un extraño, desesperado y, al mismo tiempo, rígido apresuramiento, el cingalés se aferraba a los pedruscos, en una mano el cuchillo, en la otra una madreperla.

El capitán se enfadó.

—¿Qué pasa? —dijo secamente.

El cingalés seguía resbalando por las piedras, dando gritos de horror.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó el capitán.

¡Sahib, Sahib…! —pudo articular por fin el cingalés, y cayó desplomado en la playa. Luego, con la respiración entrecortada dijo: —¡Sahib, Sahib!

—¿Tiburones?

¡Djinns! —sollozó el cingalés— ¡Diablos, señor, miles de diablos! —se tapaba los ojos con los puños—. ¡Nada más que diablos, señor!

—¡A ver esa madreperla! —dijo el capitán, y la abrió con un cuchillo. En ella había una perlita pequeña y limpia.

—¿Y no has encontrado nada más?

El cingalés sacó todavía otras tres madreperlas del saquito que llevaba colgado al cuello.

—Hay madreperlas, señor, pero los diablos las están guardando… Me observaban cuando yo trataba de despegarlas…

Sus rizados cabellos se erizaron de espanto.

¡Sahib, aquí no!

El capitán abrió las madreperlas. Dos estaban vacías, pero en la tercera había una perla como un guisante, redonda como una gota de mercurio. La mirada del capitán van Toch iba de la perla al cingalés desplomado en el suelo.

—Oye, tú —dijo dudando—, ¿no quieres sumergirte una vez más?

El cingalés negó con la cabeza, sin pronunciar palabra.

El capitán J. van Toch sintió en la lengua un gusto fuerte que lo incitaba a maldecir, pero con sorpresa advirtió que estaba hablando silenciosamente, casi con suavidad.

—¡No tengas miedo, muchacho! Y… ¿qué aspecto tienen esos… diablos?

—Parecen niños pequeños —tartajeó el cingalés—, tienen rabo, señor, y son así de altos —indicó un metro y unos veinte centímetros sobre el suelo—. Estaban a mi alrededor y miraban lo que hacía… formaban un círculo así… —el cingalés tembló—. \Sahib, sahib, aquí no!

El capitán van Toch reflexionó un momento.

—¿Y qué más?, ¿hacen guiños con los párpados inferiores, o cómo?

—No sé, señor —dijo con voz ronca el cingalés—. ¡Hay por lo menos diez mil!

El capitán miró al segundo cingalés. Estaba a unos ciento cincuenta metros de distancia y esperaba indiferente, con las manos cruzadas sobre los hombros. La verdad es que, cuando uno está desnudo, no tiene otro lugar en que poner las manos más que en sus propios hombros. El capitán le hizo una seña silenciosamente, y el pequeño cingalés saltó al agua. Al cabo de tres minutos y cincuenta segundos apareció agarrándose a los pedruscos con sus resbaladizas manos.

—¡Sal ya! —gritó el capitán, pero después lo miró con atención y empezó a saltar por las piedras en dirección a aquellas vacilantes manos. Uno nunca hubiese imaginado que un hombrón así pudiera saltar de esa manera. En el último momento agarró al cingalés por una mano y, ¡aupa!, lo sacó del agua. Luego lo colocó sobre las rocas y se secó el sudor. El muchacho yacía inerte; tenía una herida en la pantorrilla, probablemente causada con alguna piedra, pero, aparte de eso, estaba ileso. El capitán le levantó los párpados. Se veía solamente el blanco del ojo. No tenía ni madreperlas ni cuchillo.

En ese momento el bote con los marineros se acercó a la orilla.

—¡Señor! —gritó el sueco Jensen—, ¡hay algunos tiburones! ¿Van a seguir pescando?

—No —respondió el capitán—, vengan a recoger a estos dos.

Cuando regresaban al barco, Jensen llamó la atención del capitán van Toch.

—Mire usted, señor, qué poca profundidad hay en este lugar. Va desde aquí, directamente hasta la orilla —señalaba metiendo el remo en el agua—, como si hubiese algún dique bajo el agua.

Una vez en el barco, el pequeño cingalés recobró el conocimiento. Estaba sentado con la barbilla apoyada en las rodillas y le temblaba todo el cuerpo. El capitán despidió a la gente y se arrellanó en su asiento.

—Anda, desembucha —dijo—, ¿qué has visto?

—Diablos, djinns, sahib —tartajeó el pequeño cingalés—. Ahora empezaron a temblarle también los párpados y, por todo el cuerpo, se le puso la carne de gallina.

El capitán van Toch tosió un poco.

—Dime, ¿qué tipo tienen?

—Como… como…

El cingalés empezó a poner de nuevo los ojos en blanco. El capitán van Toch, con una agilidad inesperada, le dio unas bofetadas en ambas mejillas con el dorso de la mano, para hacerlo volver en sí.

—Gracias… sahib… —jadeó el pequeño cingalés, y en el blanco de sus ojos brillaron de nuevo las niñas.

—¿Ya estás bien?

—Sí, sahib.

El capitán van Toch continuó su interrogatorio con no poca paciencia y minuciosidad.

—Sí, allí hay demonios.

—¿Cuántos?

—Miles y miles. Son del tamaño de un niño de diez años, señor, casi negros. En el agua nadan, pero en el fondo andan sobre las patas traseras. En dos, como usted y yo, señor, pero, al mismo tiempo, van contoneándose, tin tan, tin tan, siempre tin tan… Sí, señor, también tienen manos como las personas. No, no son garras, más bien son parecidas a las manos de los niños. No, sahib, ni tienen cuernos ni son peludos. Sí, la cola un poco parecida a la de los peces, pero sin aletas. Y una cabezota redonda, como las de los batacos. No, no decían nada, señor, pero parecían masticar.

Cuando el cingalés despegaba las ostras a unos dieciséis metros de profundidad, sintió en la espalda el roce de unos dedos fríos. Se volvió y vio a su alrededor cientos y cientos de estos diablos, nadando y de pie en las rocas, todos mirando lo que hacía. Entonces tiró el cuchillo y las madreperlas y trató de salir a la superficie. En el camino tropezó con algunos que nadaban sobre él. De lo que ocurrió después, ya no sabía nada. El capitán van Toch contempló pensativo al tembloroso buzo. «Este muchacho ya nunca servirá para nada, —se dijo—, lo enviaré desde Padang a su tierra, Ceilán.» Refunfuñando y gruñendo se fue a su camarote. Una vez allí dejó caer sobre la mesa dos perlas, desde el cartuchito que las guardaba. Una era pequeñita como un grano de arena, y la segunda era como un guisante con brillo plateado, tirando a rosado. El capitán del barco holandés rezongó y sacó del armario su whisky irlandés.

A las seis se hizo llevar de nuevo en el bote a la aldea y, directamente, a aquel mestizo. «Toddy», dijo, y ésa fue la única palabra que pronunció. Sentado en la veranda, sostenía entre sus dedos rollizos el vaso de grueso vidrio, bebía y escupía, y miraba fijamente, bajo sus pobladas cejas, a las flacas y amarillentas gallinas que picoteaban Dios sabe qué en el sucio y pisoteado patio entre las palmeras. El mestizo se guardaba muy bien de hablar, limitándose a servirle vino de palma. Poco a poco, los ojos del capitán se pusieron sanguinolentos y sus dedos empezaron a moverse con dificultad. Anochecía ya cuando se levantó y se estiró los pantalones.

—¿Ya se va a dormir, capitán? —le preguntó cortésmente el mestizo de demonio y diablo.

El capitán alzó un dedo en el aire.

—¡Tendría gracia —dijo— que hubiese en el mundo diablos que yo no conociera! Oye, tú, ¿dónde está ese maldito noroeste?

—Por ahí —señaló el mestizo—. ¿A dónde va, capitán?

—¡Al infierno! —dijo con voz ronca el capitán J. van Toch—. Voy a echarle una mirada a la Bahía del Diablo.

Aquella noche comenzaron las rarezas del capitán J. van Toch. Volvió al kampong al amanecer y no pronunció ni una palabra. Se hizo llevar al barco, donde se encerró en su camarote hasta que anocheció. Esto todavía no extrañó a nadie, porque el Kandong Bandoeng tenía mucho que cargar en la bendita isla de Tana Masa (copra, pimienta, alcanfor, gutapercha, aceite de palma, tabaco y mano de obra). Pero cuando le anunciaron por la noche que la mercancía estaba ya embarcada, solamente rezongó y dijo:

—¡Un bote! ¡A la aldea!

Y volvió de nuevo al amanecer. El sueco Jensen, que lo ayudó a subir a cubierta, le preguntó solamente por cortesía:

—Entonces, ¿continuaremos hoy el viaje, capitán?

El capitán se volvió como si le hubiesen pinchado en el trasero.

—¿A ti qué te importa? ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!

Durante todo el día estuvo el Kandong Bandoeng con las anclas echadas, a un nudo de distancia de la costa de Tana Masa, sin hacer nada. Al anochecer salió el capitán de su camarote y ordenó: —¡Un bote! ¡A la aldea!

El pequeño griego Zapatis lo miró con un ojo ciego y el otro bizco.

—Muchachos —tartamudeó—, o nuestro viejo tiene allá una novia, o se ha vuelto completamente loco.

El sueco Jensen frunció el ceño.

—¿A ti qué te importa? ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!

Luego, con ayuda del islandés Gudmundson, bajó un bote pequeño y remaron en dirección a la Bahía del Diablo. Llegaron con el bote hasta los pedruscos y esperaron a ver qué iba a pasar. El capitán llegó a la Bahía; parecía que esperaba a alguien. Al cabo de un momento se paró y llamó: «Chiss, chiss, chiss…»

—¡Mira! —dijo Gudmundson señalando al mar, ahora rojo y dorado por la puesta de sol.

Jensen contó dos, tres, cuatro, seis aletas, afiladas como cuchillos, que se dirigían a la Bahía del Diablo.

—¡Caramba! —exclamó Jensen—. ¡Vaya cantidad de tiburones que hay por aquí!

A cada momento desaparecían un par de aletas, sobre el agua se agitaba una cola, formándose luego un remolino. Entonces el capitán van Toch empezaba a saltar furioso en la orilla, maldiciendo y amenazando a los tiburones con el puño. Después llegó el rápido crepúsculo tropical y la luna brilló sobre la isla. Jensen tomó los remos y acercó el bote hasta unos doscientos metros de la orilla. El capitán se había sentado sobre las piedras y hacía: «Chiss, chiss, chiss…»

Algo se movía a su alrededor, pero no se divisaba bien qué era.

—Parecen focas —pensó Jensen—, pero las focas se arrastran de otra manera.

Salían del agua por entre las piedras y se contoneaban como pingüinos. Jensen remó silenciosamente y se aproximó a unos cien metros del capitán. Sí, el capitán decía algo, pero ¡ el diablo podía entenderlo! Parecía malayo o tamules. Extendía las manos como si echase algo a aquellas focas («Pero no son focas» se decía Jensen) y, al mismo tiempo, les hablaba en chino o malayo.

En ese momento se le escapó a Jensen el remo de la mano y fue a parar al agua. El capitán alzó la cabeza, se levantó, dio unos treinta pasos hacia el agua, y de pronto empezó a brillar y estallar algo. El capitán disparaba su browning en dirección al bote. Casi simultáneamente se oyó en el golfo un ligero susurro y, después, un ruido como si miles de focas se zambullesen de pronto en el agua. Pero ya Jensen y Gudmundson habían cogido los remos y, como un rayo, alejaban el bote hasta que quedó escondido tras las rocas más cercanas. Cuando volvieron al barco no dijeron a nadie ni una palabra. Esos nórdicos, desde luego, saben callar cuando es preciso. Por la madrugada llegó el capitán. Su aspecto era malhumorado y cruel, pero no habló. Sólo cuando Jensen le ayudó a subir a bordo, se encontraron dos pares de ojos azules en una mirada fría e inquisitiva.

—Jensen —dijo el capitán.

—Sí, señor.

—Partimos hoy.

—Sí, señor.

—En Surabaya recibirá su libreta.

—Sí, señor.

Y eso fue todo. Ese día el Kandong Bandoeng salió hacia Padang. Desde allí envió el capitán J. van Toch a su sociedad de Amsterdam un paquetito asegurado en mil doscientas libras esterlinas y, al mismo tiempo, una petición cablegráfica de un año de vacaciones. Urgentes razones de salud, etc… Después deambuló por Padang hasta encontrar la persona que buscaba. Era un salvaje de Borneo, un dayak, por el que se interesaban de vez en cuando los viajeros ingleses como cazador de tiburones, solamente por el placer de ver cómo los mataba. Porque el dayak trabajaba todavía a la antigua, armado solamente con un enorme cuchillo. Era, seguramente, caníbal, pero tenía su precio fijo: cinco libras por tiburón, además de las comidas. Aparte de eso causaba una impresión terrible, porque en los brazos, pecho y piernas tenía la piel rasguñada por los tiburones, y las narices y oídos adornados con dientes de tiburón. Le llamaban Shark, o tiburón.

Y con este dayak se estableció el capitán J. van Toch en la isla de Tana Masa.

CAPÍTULO II

Los señores Golombek y Valenta

Era un verano demasiado caluroso para poder escribir algo, uno de esos veranos en los que no ocurre nada, pero absolutamente nada, en los que no se hace política y ni siquiera existe la «cuestión europea». Y, sin embargo, también en esa época los lectores de periódicos, tumbados en la agonía del aburrimiento a la orilla del agua o a la escasa sombra de los árboles, desmoralizados por el calor, la naturaleza, la tranquilidad campestre y, en resumen, por la vida sencilla y sana de las vacaciones, esperan cada día, para desilusionarse después, que los periódicos traigan algo nuevo, refrescante, algún crimen, una guerra o un terremoto. En fin, ¡ALGO! Y si no lo hay, tiran el diario amargados diciendo que «en los periódicos ya no hay nada, pero absolutamente nada que leer, y que no renovarán su suscripción».

Y mientras tanto, en la redacción están sentados cinco o seis individuos abandonados, porque los otros colegas se han ido también de vacaciones y estarán tirando con desprecio los periódicos, quejándose de que en todo el número no hay NADA, pero absolutamente NADA que valga la pena. Y de la linotipia sale el señor tipógrafo diciendo en tono de reproche: «¡Señores, señores, todavía no tenemos el artículo de fondo para mañana!»

—Bueno, pues ponga usted ese artículo sobre la situación económica en Bulgaria —sugiere uno de los abandonados.

El señor tipógrafo suspira ruidosamente.

—¿Pero quién va a leer eso, redactor? Otra vez no habrá en todo el periódico NADA que valga la pena.

Seis caballeros abandonados levantan sus ojos hacia el techo, como si en él pudieran descubrir ALGO que se pueda leer.

—Si de pronto pasara algo… —sugiere uno.

—O si tuviéramos algún reportaje interesante —añade otro.

—¿Sobre qué?

—¡Qué sé yo!

—O… si se inventara alguna nueva vitamina —refunfuña un tercero.

—¿Ahora en verano? —replica el cuarto—. Hombre, las vitaminas son cosas instructivas. Eso pegaría mejor en el otoño, cuando empiezan las clases.

—Dios mío, ¡qué calor! —dice bostezando el quinto—. Deberíamos escribir algo sobre las regiones polares.

—Pero, ¿qué?

—Bueno, algo como aquello del esquimal Welzl. Dedos helados, hielos perpetuos y cosas parecidas.

—Es fácil decirlo —interviene el sexto—, pero ¿de dónde sacarlo?

Un silencio sin esperanzas se extiende por la redacción.

—Yo estuve el domingo en Jevícko —dice dudando el señor tipógrafo.

—¿Y qué?

—Parece ser que está allí de vacaciones un tal capitán van Toch. Dicen que nació en Jevícko.

—¿Qué van Toch?

—Uno gordo. Dicen que es capitán de un barco, ese van Toch. Algunos aseguran que ha sido pescador de perlas.

Golombek miró al señor Valenta.

—¿Y dónde las pescaba?

—En Sumatra y en las Célebes… en fin, por aquellos parajes. Parece ser que vivió allí unos treinta años.

—Hombre, no es mala idea —dice el señor Valenta—. Podría hacerse un reportaje formidable. ¿Vamos, Golombek?

—Bueno, podemos probar —decide el señor Golombek bajando de la mesa en la que está sentado.

—Aquel señor es —dijo el posadero de Jevícko. En el jardín, junto a una mesa, se arrellanaba en su asiento un hombre gordo con una gorra blanca de marinero, bebiendo cerveza y garabateando con su dedo índice en el mantel. Los dos señores se dirigieron a él.

—Redactor Valenta.

—Redactor Golombek.

El señor grueso alzó la vista.

—Whatf ¿Qué?

—Soy el redactor Valenta.

—Y yo el redactor Golombek.

El señor grueso se levantó con dignidad.

—Capitán J. van Toch, servidor de ustedes. Very glad. Siéntense, muchachos, por favor.

Los dos señores se sentaron satisfechos.

—¿Qué beberán, muchachos?

—Un refresco de frambuesa —indicó el señor Valenta.

—¿De frambuesa? —repitió incrédulo el capitán—. ¿Por qué? ¡Posadero! Tráigales unas cervezas. Bien. ¿Y qué es lo que quieren? —dijo apoyando el codo sobre la mesa.

—¿Es cierto que nació usted aquí, señor van Toch?

—Sí. Aquí he nacido.

—Por favor, dígame, ¿cómo llegó usted al mar?

—Vía Hamburgo.

—¿Y cuánto tiempo ha sido usted capitán?

—Veinte años, muchachos. Y la documentación la tengo aquí —dijo golpeando enérgicamente el bolsillo de su chaqueta—, para enseñársela a quien la quiera ver.

El señor Golombek tenía grandes deseos de verla, pero se contuvo.

—En esos veinte años, capitán, habrá visto usted una buena parte del mundo, ¿no es así?

—Sí, un buen pedacito. Sí.

—¿Y dónde ha estado?

—En Java, Borneo, Filipinas, las islas Fidji, las Solomón, las Carolinas, Samoa, la maldita isla de Cliperton. Una serie de malditas islas, muchachos. ¿Por qué lo preguntan?

—Por nada, porque es interesante. Nos gustaría que nos contase muchas cosas, ¿sabe?

—¡Aja! Entonces ustedes preguntan sin ton ni son, ¿no?

El capitán fijó en ellos sus ojos azul pálido.

—¿No son ustedes de la pólice? Quiero decir, de la policía, ¿no?

—No, capitán. Somos periodistas.

—¡Ah, de los periódicos! Reporteros, ¿eh? Entonces pueden escribir: Capitán J. van Toch, capitán del barco Kandong Bandoeng.

—¿Cómo ha dicho?

Kandong Bandoeng, de puerto Surabaya. Objeto del viaje: vacances… ¿cómo se dice?

—Vacaciones.

—Ah, sí, vacaciones. Pongan entonces en el periódico quién llegó a puerto. Y ahora, guarden ya sus notas, jóvenes. ¡A su salud, muchachos!

—Señor van Toch, hemos venido para que usted nos cuente algo de su vida.

—¿Y por qué?

—Para escribirlo en nuestro periódico. Al público le interesará mucho leer algo sobre los países lejanos y lo que pasó y vivió en ellos su compatriota, un checo natural de Jevícko.

El capitán asintió con la cabeza.

—Es cierto, muchachos, soy el único capitán de Jevícko. Así es la cosa. Dicen que también hay aquí un capitán, pero será de alguna mecedora… Yo creo que no es un verdadero capitán —añadió confidencialmente—. Eso se mide según el tonelaje del barco, ¿saben ustedes?

—¿Y qué tonelaje tiene su barco, capitán?

—Mil doscientas toneladas, muchachos.

—Entonces, usted es un gran capitán.

—Sí, muy grande —dijo van Toch con dignidad—. Muchachos, ¿tienen dinero?

Los dos señores se miraron un poco confusos.

—Tenemos, pero poco. ¿Acaso necesita usted, capitán?

—Sí. Necesitaría.

—Ya lo ve. Si nos cuenta muchas cosas, lo escribiremos en los periódicos y usted recibirá dinero.

—¿Cuánto?

—Quizá… algunos miles —dijo magnánimo el señor Golombek.

—¿En libras esterlinas?

—No, en coronas checoslovacas.

El capitán J. van Toch movió la cabeza.

—Coronas no quiero, tengo bastantes, muchachos. —Sacó del bolsillo del pantalón un gran paquete de billetes y dijo—: ¿Ven?

Después apoyó el codo en la mesa y se inclinó hacia los dos señores.

—Señores, yo podría proporcionarles un big business. ¿Cómo se dice?

—Un gran negocio.

Yes, un gran negocio. Pero ustedes tendrían que poner quince… ¡esperen!, quince o dieciséis millones de coronas. ¿Qué les parece?

Los dos señores se miraron una vez más algo intranquilos. Los redactores, desde luego, tienen sus experiencias sobre las más extraordinarias clases de locos, estafadores e inventores.

—Esperen —dijo el capitán—, puedo mostrarles algo. —Buscó con sus gruesos dedos en el bolsillo del chaleco, sacó algo y lo puso sobre la mesa. Eran tres perlas rosadas del tamaño de huesos de cerezas. —¿Entienden ustedes de perlas?

—¿Qué valor pueden tener? —jadeó el señor Valenta.

Yes, lots ofmoney, muchachos. Éstas las llevo solamente como muestra. Bueno qué, ¿quieren asociarse conmigo? —dijo alargando a través de la mesa su amplia mano.

El señor Golombek suspiró.

—Señor van Toch, ¡tanto dinero!…

—¡Alto! —le interrumpió el capitán—. Ya sé… tú no me conoces, pero pregunta por el capitán van Toch en Surabaya, en Batavia, en Padang, ¡donde quieras! Ve y pregunta, y todos te dirán: «Yes, Captain van Toch, he is as good as his word.»

—Señor van Toch, no es que no le creamos —protestó el señor Golombek—, pero…

—¡Espera! —ordenó el capitán—. Ya sé, tú no quieres dar tu bonito dinero sólo porque sí. ¡Eso es elogiable, muchacho! Pero vas a invertir tu dinero en un barco, ¿comprendes? Tú compras el barco, te conviertes en naviero y podrás venir conmigo. Yes, puedes venir y verás cómo lo administro. Pero el dinero que se saque con él serífifty-fifty. Es un negocio honrado, ¿no?

—Pero, señor van Toch —pudo articular por fin el señor Golombek un poco agobiado—, ¡si no tenemos tanto dinero!

—¡Aja! Eso ya es otro cantar —dijo el capitán—. Sorry, señores, pero entonces no comprendo por qué han venido a verme.

—Para que nos cuente su vida, capitán. ¡Usted debe de haber vivido tantas experiencias!

—Eso sí, muchachos; ¡muchas experiencias tengo yo!

—¿Ha naufragado usted alguna vez?

—¿Qué quiere decir? Ship-wrecking? ¡Eso no! ¿Qué te has creído tú, hombre? Si me das un buen barco, no puede ocurrir-le nada. Si quieres informes sobre mí, pregunta en Amsterdam, pregunta.

—¿Y qué tal los nativos de aquellas islas? ¿Conoció usted a muchos nativos?

El capitán van Toch sacudió la cabeza.

—Eso no es tema para gente culta. Esas cosas se callan.

—Pues cuéntenos cualquier otra cosa.

Yes, contar —gruñó el capitán con desconfianza—. Y ustedes, después, van con el cuento a cualquier compañía y ella envía allí sus barcos. Te digo, my lad, que la gente es muy ladrona. Y los más ladrones son esos banqueros de Colombo.

—¿Ha estado muchas veces en Colombo?

Yes, muy a menudo. Y también en Bangkok y en Manila. ¡Jóvenes! —dijo de pronto—, yo sé de un barco muy útil a un precio muy barato, que está en Rotterdam. Vengan conmigo a verlo. Rotterdam está ahí al lado —y señaló con el índice por encima del hombro—. Ahora los barcos están muy baratos, a precio de chatarra. Éste es un barco de unos seis años, con motor diesel. ¿Quieren verlo, muchachos?

—No tenemos tiempo, señor van Toch.

—¡Qué gente tan rara son ustedes! —suspiró el capitán, y se sonó ruidosamente en el cielo azul de su inmenso pañuelo—. ¿Y no saben de alguien que quiera comprar un barco?

—¿Aquí, en Jevícko?

Yes, aquí o cerca de aquí. Yo quisiera que este gran negocio lo hiciese alguien de mi tierra.

—Es usted muy bondadoso, capitán.

Yes, porque los otros son demasiado ladrones y, además, no tienen dinero. Ustedes, como periodistas, deben conocer a los peces gordos de por aquí, banqueros, shipowners… ¿cómo se dice? ¿navegadores?

—Navieros. No, no conocemos a nadie, señor van Toch.

—¡Es lástima! —exclamó contrariado el capitán.

El señor Golombek trató de recordar.

—Quizá conozca usted al señor Bondy.

—¿Bondy?… ¿Bondy?… ¡Espera! Ese nombre me suena—el capitán reflexionó—. Bondy… Yes, en Londres hay una Bond Street en la que vive gente muy rica. ¿No tendrá ese tipo algún comercio en Bond Street, muchachos?

—No, señor, vive en Praga y creo que nació en Jevícko.

—¡Caramba! —exclamó alegremente el capitán—, tienes razón, muchacho. Aquél que tenía en la plaza una tienducha en la que vendía de todo. Yes, Bondy… ¿Cómo se llamaba?… Max, Max Bondy. ¿Así que, ahora, tiene un comercio en Praga?

—No, el que usted dice es el padre. Este Bondy se llama G.H., el presidente G.H. Bondy, capitán.

—G.H. —negó con la cabeza el capitán—, G.H. no había ninguno. Como no sea Gustl Bondy… pero él no era presidente ni mucho menos. Un judiíto pecoso… ¡No puede ser él!

—Sí que puede ser él, señor van Toch. ¡Hace muchos años que usted no lo ha visto!

—Tienes razón, ¡muchísimos años! Puede que ese Gustl ya sea mayor. ¿Y qué hace?

—Es presidente del Consejo de Administración de la M.E.A.T. ¿sabe?, esa fábrica grande que construye calderas y cosas parecidas. Y, además, presidente de unas veinte sociedades y trusts. Un gran señor, capitán van Toch. Lo llaman el capitán de nuestra industria.

—¿Capitán? —se extrañó van Toch—. Entonces, ¡no soy el único capitán de Jevícko! ¡Caramba! Así que Gustl es también capitán. Tendré que ir a verlo. Y, ¿tiene dinero?

—¡Ya lo creo! ¡Montones de dinero, señor van Toch! Ése tendrá sus buenos cientos de millones. Es el hombre más rico del país.

El capitán van Toch estaba pensativo.

—¡Y también capitán!… Muchas gracias, muchachos. Voy a buscar a ese Bondy; / know, yes, Gustl Bondy. Un judiíto pequeño era… Y ahora es el capitán G.H. Bondy. Yes, yes… ¡cómo vuela el tiempo! —dijo suspirando melancólicamente.

—Capitán, nosotros tenemos que irnos ya para no perder el tren de la noche.

—Les acompañaré hasta el puerto —dijo el capitán con la fuerza de la costumbre, y empezó a levar anclas.

—Me alegro de que hayan venido, señores. Conozco a un redactor en Surabaya, buen muchacho, yes, a good friend of mine. Un tremendo borracho, jovencitos. Si tienen interés, les puedo buscar un puesto en el periódico de Surabaya. ¿No quieren? ¡Está bien, muchachos!

Al ponerse en marcha el tren, el capitán J. van Toch les dijo adiós, despacio y con solemnidad, agitando su inmenso pañuelo azul. Al hacerlo, se le cayó al suelo una gran perla, de forma irregular. Perla que nunca encontró nadie.

CAPÍTULO III

G.H. Bondy y su paisano

Es cosa sabida que, cuanto más importante es una persona, menos tiene escrito en la placa de su puerta. Un señor como el viejo Max Bondy, de Jevícko, tenía carteles sobre su tienda, a los lados de las puertas y en las ventanas, que decían que allí estaba Max Bondy, comerciante en toda clase de artículos al detalle, ajuares para novias, batistas, toallas, servilletas, manteles y sábanas, holandas y algodones, paño de primera calidad, sedas, cortinas, visillos, pasamanería y todo lo necesario para coser. Casa fundada en el año 1885.

Su hijo G.H. Bondy, capitán de industria, presidente de la sociedad M.E.A.T., consejero de la Cámara de Comercio, consejero de la Bolsa, vicepresidente de la Sociedad de Industriales, Cónsul de la República del Ecuador, miembro de muchos consejos de administración, etc., etc., tenía en su puerta una sencilla placa de cristal negro con letras doradas, en la que decía simplemente:

Nada más. Solamente Bondy. Hay otros que escriben en sus puertas: «Julio Bondy, representante de la firma tal o cual», o «Dr. Ervin Bondy» o «S. Bondy y Compañía». Pero hay sólo un «Bondy» que es sencillamente «Bondy», sin ninguna indicación adicional. Según tengo entendido, el Papa tenía también escrito en su puerta solamente «PÍO», sin ningún título ni número. Y Dios no tiene puesta placa ni en la Tierra ni en el Cielo. Eso ya lo debes de saber tú, ¡hombre!, que Él vive allí. Pero esto no viene a cuento, y quede mencionado solamente, entre paréntesis.

Ante aquella placa de cristal se paró, un día de calor agobiante, un señor con una gorra blanca de capitán de marina, y se limpió el pescuezo con su pañuelo. «¡Maldita casa de nobles!» pensó, y un poco inseguro tiró del mango de latón de la campanilla.

En la puerta apareció el portero Povondra, midió con los ojos a aquel inmenso caballero, desde los pies hasta los galones de la gorra, y dijo con cierta reserva:

—¿Qué desea usted?

—Oye, muchacho —resonó la voz del inmenso caballero—, ¿vive aquí un tal señor Bondy?

—¿Desea usted?… —preguntó el señor Povondra con frialdad.

—Dígale que quisiera hablarle el capitán J. van Toch, de Surabaya… Yes —dijo recordando—, aquí está mi tarjeta. Y entregó una tarjeta de visita al señor Povondra, en la que, bajo un ancla, estaba impreso lo siguiente:

El señor Povondra inclinó la cabeza y vaciló un momento. «¿Debo decirle que el señor Bondy no está en casa? ¿O que lo siento, pero que el señor Bondy tiene una importante conferencia?» Hay visitas que se deben anunciar, y otras que un portero como es debido resuelve por sí mismo. El señor Povondra sintió una atormentadora ausencia de intuición, que era la que le había ayudado siempre en casos parecidos. Aquel grueso caballero no podía contarse entre la acostumbrada clase de visitas que no se anuncian. No parecía ni agente comercial, ni funcionario de alguna sociedad benéfica.

Mientras tanto, el capitán J. van Toch se limpiaba la frente con su pañuelo azul, y curioseaba el recibidor.

—¡Caramba! ¡qué bien puesta tiene la casa Gustl! Parece el salón de uno de esos barcos que navegan de Rotterdam a Batavia. ¡Qué dineral debe de costar todo esto! Y entonces era un judiíto lleno de pecas… —se extrañaba el capitán.

Mientras, G.H. Bondy miraba sorprendido la tarjeta del capitán.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó pensativo.

—No sé, señor —contestó respetuosamente el señor Povondra.

El señor Bondy tenía todavía en sus manos la tarjeta. Un ancla. Capitán J. van Toch, Surabaya. «¿Dónde está Surabaya? ¿No es por Java?» El señor Bondy sentía la impresión de algo extraño, lejano. «Kandong Bandoeng… eso suena a golpes de gong. Surabaya… Y hoy, precisamente, hace un tiempo verdaderamente tropical. Surabaya…»

—Bien, ¡hágalo pasar! —ordenó el señor Bondy.

En la puerta apareció un hombre inmenso, con una gorra de capitán de marina, que le saludaba.

G.H. Bondy salió a su encuentro.

Very glad to meet yon, captain. Please, come in.

—¡Hola, hola, señor Bondy! —exclamó jovialmente el capitán.

—Pero… ¿usted es checo? —dijo extrañado el señor Bondy.

Yes, checo. Nosotros, señor Bondy, nos conocemos de Jevícko. Tienda de granos van Toch. Do you remember?

—Cierto, cierto —se alegró ruidosamente Bondy, pero sintiendo como una especie de decepción. (¡Así que no es holandés!)

—Sí, la tienda de granos van Toch, en la plaza, ¿verdad? No ha cambiado usted mucho, señor van Toch. ¡Siempre el mismo viejo! Y, ¿qué?, ¿cómo le va la tienda?

—Gracias —contestó el capitán atentamente—. Papá hace tiempo que se fue… ¿cómo se dice?

—¿Murió? ¡Caramba, caramba! ¡Si es verdad! Usted debe de ser el hijo. —Los ojos del señor Bondy se animaron con los recuerdos—. ¡Hombre de Dios! ¿No es usted aquel van Toch con el que me pegaba yo en Jevícko cuando éramos pequeños?

Yes, yes, ése soy yo —confirmó el capitán seriamente—. Por ese motivo me mandaron mis padres a Moravská Ostrava.

—Peleábamos muy a menudo, pero usted era más fuerte que yo —reconocía sinceramente el señor Bondy.

—Sí, sí. Usted entonces era un judiíto flacucho, y aguantaba mucha leña en el trasero… ¡Muchísima!

—Es verdad, mucha leña —recordó G.H. Bondy conmovido.

—Bueno, siéntese, paisano. Es usted muy amable al haberse acordado de mí. Y, ¿de dónde sale, capitán?

El capitán van Toch se sentó dignamente en el sillón de cuero y colocó su gorra en el suelo.

—Estoy aquí de vacaciones, señor Bondy. Sí, así es. Eso mismito.

—¿Recuerda usted —dijo enfrascándose en los recuerdos el señor Bondy— cómo gritaba persiguiéndome: «Judío, judío, te llevará el demonio»?…

Yes —dijo el capitán, y trompeteó conmovido en su pañuelo azul—. ¡Ay, sí, qué tiempos más hermosos aquéllos, muchacho! ¡Qué se le va a hacer! El tiempo vuela. Ahora los dos somos capitanes y ambos de bastante edad.

—Es verdad, usted es capitán—, recordó el señor Bondy ¡Quién lo hubiera dicho! Captain of long distances… ¿se dice así?

Yes, sir. A bighseaer. East India and Pacific Lines, sir.

—¡Hermosa profesión! —suspiró el señor Bondy—. Me cambiaría ahora mismo con usted, capitán. Tiene que contarme muchas cosas.

—Eso es lo que quiero —se animó el capitán—. Yo quisiera contarle algo, señor Bondy. Una cosa muy interesante, joven-cito.

El capitán J. van Toch miró intranquilo a su alrededor.

—¿Busca usted algo, capitán?

Yes, ¿tú no bebes cerveza, señor Bondy? A mí me ha entrado una sed en mi viaje desde Surabaya…

El capitán empezó a buscar en los inmensos bolsillos de su pantalón y sacó un pañuelo azul, un saquito de tela con algo dentro, una bolsa de tabaco, una navaja, un compás y un fajo de billetes de banco.

—Quisiera enviar a alguien a por cerveza. Quizá ese stewart que me trajo a esta cabina…

El señor Bondy tocó el timbre.

—¡Déjelo, capitán! Encienda, mientras tanto, uno de estos cigarros.

El capitán tomó un puro con anillo negro y dorado y lo olfateó.

—Esto es tabaco de Lombok. Allí son grandes ladrones, a decir verdad.

Y luego, ante los ojos horrorizados del señor Bondy, aplastó el costoso puro en su potente palma y metió la picadura en su pipa.

—Sí, Lombok o Surabaya.

Mientras tanto, apareció en la puerta el señor Povondra.

—Traiga cerveza —ordenó el señor Bondy.

El señor Povondra alzó las cejas.

—¿Cerveza?… y… ¿cuánta?

—Un galón —gruñó el capitán, aplastando la cerilla encendida contra la alfombra—. En Aden hacía un calor terrible, muchacho. Yo tengo una novedad que contarte, señor Bondy. De las islas de la Sonda, ¿sabes? Allí se podría hacer un negocio formidable. A big business. Pero para eso, tendría que contarte toda… ¿cómo se dice?, the story, ¿no?

—La historia.

Yes. Es una magnífica historia, señor. Espere —el capitán clavó en el techo sus azules ojos color nomeolvides—. No sé por dónde empezar.

«Otro negocio» —pensó G.H. Bondy. «¡Señor, qué aburrimiento! Me va a decir que podría exportar máquinas de coser a Tasmania, o calderas de vapor e imperdibles a las Fidji. ¡Formidable negocio! ya sé… Para eso ha venido. ¡Al demonio! Yo no soy ningún tendero. Tengo fantasía, soy un poeta a mi manera. ¡Cuénteme, marinero, de las Sindibads o de Surabaya, o de las islas Fénix. ¿No te llevó a su nido un grifo? ¿No vuelves con un cargamento de perlas, canela y bezoar? ¡Venga hombre, empieza a mentir!»

—Bien, creo que empezaré por lo de aquellos animales — dijo el capitán.

—¿Por qué animales? —preguntó extrañado el financiero Bondy.

—Bueno, con esos… ¿cómo se dice? … lizards.

—¿Lagartos?

Yes, ¡caramba!, lagartos. Allí hay unos lagartos, señor Bondy…

—¿Dónde?

—En una de aquellas islitas. El nombre no se lo puedo decir, muchacho. Es un gran secreto, que vale muchos millones. —El capitán van Toch se secó la frente con su pañuelo—. Oye, ¿dónde está esa cerveza?

—En seguida la traen, capitán.

Yes. Está bien. Para que usted lo sepa, señor Bondy, son animales muy simpáticos y muy buenos, esos lagartos. Yo los conozco muy bien, muchacho —el capitán dio un puñetazo en la mesa—: y eso de que son diablos, es una gran mentira. A damned lie, sir. Más fácil es que usted o yo seamos diablos, ¡yo, el capitán van Toch, señor! Puede usted creerme.

G.H. Bondy empezó a inquietarse. «Delirium» se dijo. «¿Dónde estará ese maldito Povondra?»

—Allí hay unos cuantos miles de lagartos, pero los devoran esos… ¡caramba! ¿cómo se dice? Sharks.

—¿Tiburones?

Yes, tiburones. Por eso son tan escasos esos lagartos, señor Bondy, y solamente existen en un lugar de la costa que no le puedo decir.

—Entonces, ¿esos lagartos viven en el mar?

Yes, en el mar. Solamente cuando anochece salen a la orilla, pero a las pocas horas tienen que volver de nuevo al agua.

—¿Y qué aspecto tienen? —el señor Bondy se esforzaba por ganar tiempo hasta que volviese el maldito Povondra.

—Bueno… por el tamaño serían como focas, pero cuando caminan sobre las patas de atrás, entonces son así de altos —señalaba el capitán—. No se puede decir que sean bonitos, ¡eso no! No están cubiertos por esas laminillas…

—¿Escamas?

Yes, escamas. Están completamente pelados, señor, como las ranas y las salamandras, y sus patas delanteras son como las manitas de los niños, pero con cuatro dedos. ¡Son tan infelices! —añadió compasivo el capitán—, pero muy listos y muy simpáticos, señor Bondy. —El capitán se puso en cuclillas y en esa posición empezó a balancear su enorme cuerpo de un lado para el otro—. Así andan aquellos lagartos, señor Bondy.

El capitán van Toch se esforzaba por dar cierto ritmo ondulante a sus movimientos y, al mismo tiempo, levantaba las manos como un perrito pedigüeño, clavando en el señor Bondy sus ojos color nomeolvides, que parecían implorar simpatía.

G.H. Bondy estaba fuertemente impresionado y, podría decirse, «humanamente avergonzado». Y para colmo de sus males, apareció en la puerta el silencioso señor Povondra con la jarra de cerveza, y levantó sorprendido sus expresivas cejas al ver la posición poco digna del capitán.

—¡Deje aquí la cerveza y váyase! —exclamó apresuradamente el señor Bondy.

El capitán se levantó resollando.

—Así son esos animalitos, señor Bondy. ¡A su salud! — dijo, y bebió con ganas—. Tienes buena cerveza, muchacho, eso hay que reconocerlo. Una casa como la que tienes tú… —el capitán se secó los bigotes.

—¿Y cómo encontró usted esos lagartos, capitán?

—Eso es, precisamente lo que quiero contarle, señor Bondy. Pues ocurrió lo siguiente: Un día fui a pescar perlas a Tana Masa —el capitán se detuvo de pronto—, bueno, por allí. Era en otra isla, pero su nombre es mi secreto, jovencito. La gente es ladrona, muy ladrona, señor Bondy, y uno tiene que saber cerrar el pico. Y cuando aquellos dos malditos cingaleses arrancaban bajo el agua las sbells ésas de las perlas…

—¿Madreperlas?

Yes. Esas madreperlas están pegadas a las rocas, tan firmes como los judíos a su fe, y hay que arrancarlas con cuchillos. Pues bien, aquellos lagartos se pusieron a mirar lo que hacían los cingaleses, y esos malditos creyeron que eran diablos marinos. ¡Son gente poco culta, esos cingaleses y batacos! Se empeñaban en que en aquella bahía sólo había diablos. —El capitán trompeteó en su inmenso pañuelo—. ¿Sabes, muchacho? Yo empecé a darle vueltas y más vueltas al asunto ese de los diablos. Yo no sé si sólo nosotros los checos somos una nación tan curiosa, pero en cualquier lugar en que me he encontrado con un compatriota, siempre tenía que meter las narices en todas partes y enterarse de qué había detrás de cada cosa. Me parece que eso se debe a que los checos somos muy desconfiados, ¿no crees? Entonces se me metió en esta vieja y tonta cabeza que tenía que ver a esos diablos de cerca. Desde luego, estaba borracho, es verdad, pero todo era por culpa de esos diablos, que no me podía quitar de la imaginación. Es que allá abajo, en el Ecuador, todo es posible, hombre, así que me decidí a ir una noche a la Bahía del Diablo…

El señor Bondy trató de imaginarse una bahía tropical, rodeada de rocas y selvas vírgenes.

—¿Y bien?

—Me senté allí e hice: Chiss, chiss…, para ver si se acercaban aquellos diablos. Y, ¡oye!, de pronto vi salir del agua a uno de aquellos lagartos, que se alzó sobre sus patas posteriores y empezó a retorcer su cuerpo mientras me hacía también: Chiss, chiss, chiss… Si no hubiera estado borracho, quizá le hubiese disparado, pero, ¡compañero!, yo estaba tan borracho como una cuba, así que me acerqué a él y le dije: «Ven, ven aquí Tapa-boy, que no te haré nada malo».

—¿Y le hablaba usted en checo?

—No, en malayo. Allí lo que más se habla es malayo, muchacho. Y él no hacía más que balancearse de uno al otro pie, y se retorcía como un niñito avergonzado. Alrededor nuestro había cientos de lagartos, que sacaban del agua sus hociquitos y me miraban. Y yo, ¡le juro que estaba completamente borracho!, me puse en cuclillas y empecé a retorcerme lo mismo que el lagarto, para que me tomase confianza. Luego salió del agua otro lagarto, del tamaño de un chico de diez años, que comenzó también a moverse así: Tin tan, tin tan… Y en sus patitas delanteras tenía una de esas conchas en las que se crían perlas. —El capitán volvió a beber—. ¡A su salud, señor Bondy! La verdad, yo estaba más borracho que una cuba, así que me acerqué y le dije: ¿Qué?, sinvergüenza, ¿quieres que te abra esa madreperla? Pues acércate y te la abriré con mi cuchillo. Pero el lagarto me miraba y no se atrevía. Así que empecé de nuevo a retorcerme yo, como si fuera una niñita tímida, y él fue acercándose más y más, hasta que alargué la mano y le cogí la concha de entre sus patas. Miedo teníamos los dos, te lo puedes imaginar, señor Bondy, pero como yo estaba borracho, no me daba cuenta de lo que hacía. Así que cogí el cuchillo y le abrí el molusco, buscando con los dedos por si escondía alguna perla, ¡pero solamente estaba el bicho ese que vive dentro! «Toma», le dije, «chiss, chiss, chiss, trágatelo si quieres.» Y le eché la concha abierta. ¡Si hubieras visto, muchacho, cómo se relamía! Para esos lagartos, las ostras deben ser un formidable tit-bit…, ¿cómo se dice?

—Una golosina.

Yes, golosina. Sólo que, los pobrecitos, tienen las manos demasiado finas para poder abrir esas conchas. ¡Qué vida tan dura, yes\ —El capitán bebió—. Después, meditando sobre todo ello, me dije: Cuando esos lagartos vieron a los cingaleses arrancar las madreperlas, seguramente se dijeron: «¡Aja! ellos se las comen, y quisieron ver cómo las abrían los muchachos. Un cingalés es bastante parecido a un lagarto, pero estos lagartos son mucho más listos que cualquier cingalés o bataco. Y el bataco nunca aprende más que a robar» —añadió el capitán van Toch indignado.

—Pues bien, cuando yo les hacía chiss, chiss en la playa y me retorcía como un lagarto, seguramente pensaron que era una salamandra grandota. Por eso no se asustaron demasiado y vinieron a que les abriese aquella madreperla. ¡Así son de inteligentes y confiados esos animales!

El capitán van Toch se ruborizó y siguió contando:

—Cuando ya los conocía un poco mejor, señor Bondy, me desnudé un día completamente para parecerme más a ellos, para estar completamente libre de ropas. Pero los lagartos se extrañaban al ver mi pecho tan peludo y todas esas cosas… Yes. —El capitán se pasó el pañuelo por su bronceada nuca—. No sé si no le parecerá mi historia demasiado larga, señor Bondy.

G.H. Bondy le escuchaba maravillado:

—No, no, capitán. Siga, siga usted contando, por favor.

—Bueno, si no le canso… Cuando aquel lagarto relamía la ostra, los otros, que lo estaban mirando, salieron a la playa. Algunos tenían también ostras en sus patas delanteras. Es bastante extraño, muchacho, que supieran arrancarlas, con aquellas manitas como las de los niños, de los cliffs. Se pararon un momento, como si tuvieran vergüenza, y después se dejaron quitar las ostras de las patas. Bueno, no eran solamente madreperlas, lo que me entregaban para que se las abriese, sino toda clase de indecentes conchas. Entonces yo las tiraba al agua y les decía: eso no, pequeños, con mi cuchillo no les voy a abrir esas tonterías sin valor. Pero cuando era una madreperla, la abría y tanteaba para ver si había alguna perla escondida. Luego, les daba el molusco para que se lo comieran. A todo esto, ya había algunos cientos de lagartos a mi alrededor, mirando cómo abría yo las ostras. Y algunos trataban de imitarme, metiendo un pedacito de concha de las que había tiradas por la arena, y haciendo los mismos movimientos que hacía yo con mi cuchillo. Eso me extrañó mucho, muchacho, porque no hay ningún animal que sepa cómo manejar las herramientas. Dígase lo que se diga, el animal no es más que parte de la naturaleza. Cierto que en Buitenzorg vi una vez a un mono que abría con una navaja una de esas latas… de conserva, creo que se llaman. Pero un mono no es un animal cualquiera, señor mío, y aun así, me pareció muy raro.

El capitán bebió otra vez.

—Sólo aquella noche encontré en las madreperlas que me dieron a abrir ¡dieciocho perlas! Las había pequeñitas y más grandes, y tres de ellas eran como huesos de fruta, señor. ¡Así de grandes! —el capitán van Toch movió ceremonioso la cabeza—. Cuando a la mañana siguiente volví a mi barco, me dije: «Capitán van Toch, ¡lo habrás soñado todo! Estabas borracho, sir.» ¡Pero era inútil! En este bolsillo tenía las dieciocho perlas. Yes.

—Ésta es la mejor historia —suspiró el señor Bondy— que he oído en toda mi vida.

—¿Lo ves, muchacho? —exclamó el capitán van Toch complacido—. Durante el día calculé bien todo el asunto. Pensé: «Voy a… domesticar, ¿no?, a esos lagartos, y ellos me traerán shells con perlas. En esa Bahía del Diablo las debe de haber a montones.» Así pues, volví a ir al día siguiente, pero no tan tarde. Cuando empezaba a ponerse el sol, los lagartos sacaron sus cabezotas del agua, por aquí y por allá, hasta que se llenó la playa de ellos. Yo me senté en la playa y hacía: Chiss, chiss, chiss… De pronto miro, y veo que se acerca un tiburón. Solamente salían del agua sus aletas. Luego se oyó, ¡plas!, y desapareció un lagarto. Conté unos doce tiburones que a la caída del sol se dirigían hacia la Bahía del Diablo. Señor Bondy, en una sola tarde esas fieras se tragaron veinte de mis lagartos —rezongó el capitán, sonándose con rabia—. Yes, más de veinte. Es cosa natural, un lagarto con esas patas no puede defenderse. Uno lloraría al ver un caso así. ¡Si hubieras estado allí, muchacho!

El capitán se quedó un momento pensativo.

—Es que yo soy muy amante de los animalitos, hombre —dijo finalmente, levantando su mirada hacia G.H. Bondy—. No sé qué pensará de esto que le he contado, capitán Bondy.

El señor Bondy movió la cabeza para manifestar que estaba completamente de acuerdo.

—Entonces, me alegro —dijo contento van Toch—. Esos tapa-boys son muy buenos y sensatos. Cuando uno les habla, prestan atención como si estuviesen escuchando a su amo. Y, más que nada, esas manitas suyas… ¿sabes, muchacho? Yo soy un hombre viejo y no tengo familia… Yes, un hombre completamente solo en el mundo —gruñó el capitán, tratando de disimular su emoción—. Esos lagartos son tremendamente simpáticos, hay que reconocerlo. ¡Si no los devorasen los tiburones! Cuando yo empecé a tirarles piedras, quiero decir a esos sharks, ellos, los tapa-boys, empezaron a tirarles también. Es verdad que no alcanzaban muy lejos, porque tienen los brazos muy cortitos, pero, de todos modos, oye, es extraño. «Si son tan mañosos, muchachos», les dije, «traten de abrir una madreperla con mi navaja». Y dejé la navaja en el suelo. Al principio parecían tímidos, pero luego uno de ellos tomó la navaja y probó a meter la punta entre las dos conchas. «Hay que ir abriéndola poco a poco», le dije, «¿ves?, torciendo la navajita y ¡ya está!» El pobrecito probaba y probaba, hasta que al fin se oyó un crujido y el molusco se abrió. «¿Lo ves?», le dije, «¡si es muy sencillo! Si lo sabe hacer uno de esos paganos cingaleses o batacos, ¿cómo no iba a hacerlo un tapa-boy?» Yo, desde luego, no podía decirles a los lagartos que el que hubiesen abierto una concha era algo maravilloso y extraordinario. Pero ¡créame usted!, yo estaba… bueno, completamente thun-derstruck.»

—Como el que ve visiones —sugirió el señor Bondy.

Yes, eso es, como el que ve visiones. Todo esto me daba tantas vueltas en la cabeza que decidí quedarme con mi barco, en aquel lugar, todavía un día más. Y al atardecer, volví otra vez a la Bahía del Diablo y de nuevo contemplé cómo los tiburones mataban a mis indefensos lagartos. Aquella noche, muchacho, juré que no iba a dejar las cosas así. A todos ellos les di mi palabra de honor, señor Bondy. ¡Tapa-boys, Captain J. van Toch os promete, bajo estas estrellas, que os ayudará!

CAPÍTULO IV

La empresa del capitán van Toch

Al referir todo esto, al capitán van Toch se le erizaban los cabellos en la nuca de entusiasmo y emoción.

Yes, señor, eso fue lo que juré. Desde aquel día, muchacho, no he tenido un momento de tranquilidad. En Batang pedí vacaciones y les envié a aquellos judíos de Amsterdam ciento cincuenta perlas, todas las que me habían traído los ani-malitos. Después encontré a un hombre, era dayak y cazador de tiburones, de ésos que los matan bajo el agua. Un ladrón y asesino terrible. Y con él, después de vagar algún tiempo por los barcos, volví de nuevo a Tana Masa. «Ahora, fellow», le dije, «con tu cuchillo vas a matar a esos tiburones para que dejen tranquilos a mis lagartos». Pero aquel dayak era tan asesino y tan pagano que no se preocupaba de mis tapa-boys. Diablo o no diablo, a él le daba igual. Y yo, mientras tanto, observaba a aquellos lagartos y hacía experimentos con ellos. Ya verás, tengo un gran libro en el que escribía todos los días.

El capitán sacó del bolsillo de su chaqueta algunas notas que empezó a hojear.

—¿A qué estamos hoy? A 25 de junio, ¿verdad? Aquí: 25 de junio, desde luego, del año pasado. Yes. “El dayak mató un tiburón. Los lagartos demuestran gran interés por el bicho. Toby (era un lagarto más bien pequeño, pero muy listo —explicó el capitán—; tuve que ponerles toda clase de nombres, ¿sabes?, para poder escribir un libro sobre ellos); bien, continúo: Toby ha metido su dedo en uno de los agujeros hechos por el cuchillo. Por la noche, los lagartos me han traído ramas secas para el fuego.” Eso no es nada —gruñó el capitán—. Voy a buscar otro día. Quizá el 20 de junio, ¿no? “Los lagartos han construido un… un…” ¿Cómo se dice jetty

—Dique, ¿no?

Yes, un dique. Una especie de dam. Pues bien, construyeron ese nuevo dique en la parte noroeste, al fondo de la Bahía del Diablo. ¡Si lo hubieras visto, hombre! —explicaba el capitán—, era una obra formidable. Un verdadero breakwater.

—¿Rompeolas?

Yes. Ellos ponían sus huevos en aquel lugar y querían tener aguas en calma, ¿sabes? Ellos solos idearon el hacer una especie de dique; pero te digo que ningún empleado ni ingeniero del Waterstat de Amsterdam hubiera hecho un proyecto mejor para aquella especie de dique submarino. ¡Una obra formidable que demostraba su habilidad! Pero se lo llevó el agua. Los lagartos hacen cerca de la costa, bajo el agua, unos agujeros profundos en los que viven durante el día. Son animales tremendamente listos, señor, igual que los beavers.

—Castores.

Yes, esas ratas grandes que saben hacer diques en los ríos. Mis lagartos tenían hechos una gran cantidad de esos diques y diquecitos en aquella Bahía del Diablo, ¡unos dams tan hermosos!, completamente rectos. Aquello parecía una especie de ciudad submarina. Y antes de irme yo, querían hacer un dique que cruzase toda la Bahía del Diablo. Así es, amigo —continuó—. «Ya saben transportar las piedras de un lugar a otro, haciéndolas rodar. Alberto…» —era un tapa-boy— «se ha aplastado los dedos»… 21 de junio: «El dayak se ha comido a Alberto. Después se puso muy enfermo. 15 gotas de láudano. Prometió no hacerlo más. Ha llovido durante todo el día…» 30 de junio: «Los lagartos han construido un dique. Toby no quiere trabajar…» ¡Ése sí que era vivo, señor! —explicaba con admiración el capitán—. Esos vivos siempre estaban inventando algo para no hacer nada. ¡Había que ver a aquel Toby! ¿Qué se puede hacer? Hasta entre los lagartos hay grandes diferencias. 3 de julio: «Hoy le he entregado un cuchillo a Sergent». Era un lagarto grande y fuerte, aquel Sergent. Y muy hábil, señor mío… 7 de julio: «Sergent ha matado con su cuchillo un cuttle-fish.» Es un pez que tiene una especie de tinta color maroon, ¿sabe?

—¿Sepia?

Yes, eso sería. 20 de julio: «Sergent ha matado con su cuchillo a un gran jelly-fish». Es una especie de bicho como gelatina, que quema como las ortigas. ¡Un bicho repugnante! Y, ahora, atención, señor Bondy. 13 de julio —lo tengo subrayado—: «Sergent ha matado con su cuchillo un pequeño tiburón. Peso: 35 kilos.» Aquí lo tiene usted —declaró solemnemente el capitán—, aquí está escrito en negro sobre blanco. Fue un día glorioso, muchacho. Precisamente, el 13 de julio del año pasado.

El capitán cerró su cuaderno de notas.

»No me avergüenza decirlo, señor Bondy. Aquel día caí de rodillas en la Bahía del Diablo y lloré de pura alegría. Entonces comprendí que mis tapa-boys no me decepcionarían. Como premio, Sergent recibió un nuevo arpón. El arpón es lo mejor, muchacho, si quieres cazar tiburones. Y yo le dije: Be a man, Sergent, y muéstrales a esos tapa-boys que también ellos se pueden defender.

El capitán golpeó entusiasmado sobre la mesa y continuó:

—¡Hombre!, ¿sabes que tres días más tarde nadaba el cadáver de un inmenso tiburón lleno de…?

—¿Heridas?

Yes, lleno de heridas de arpón —el capitán bebió con avidez—. Ésta es la pura verdad, señor Bondy. Entonces fue cuando hice una especie de contrato con aquellos tapa-boys, es decir, les di mi palabra de honor de que, si me traían madreperlas, yo les daría arpones y knives, quiero decir, cuchillos para que pudieran defenderse, ¿comprende? Era un negocio justo, señor. ¿Qué remedio queda? Uno ha de ser honrado hasta con los animales. Y también les di alguna madera y dos wheelbarrows.

—Carretillas.

—Sí, unas carretillas para que pudiesen acarrear las piedras hasta su dique. Los pobrecitos tenían que llevarlas en las manos, ¿sabes? En fin, les di una gran cantidad de cosas, porque yo no quería estafarlos, eso no. Espera, muchacho, te voy a enseñar algo.

El capitán van Toch se sostuvo con una mano el enorme vientre y, con la otra, sacó una bolsita de tela del bolsillo del pantalón.

—Aquí las tengo —dijo, y vació el contenido sobre la mesa. Había más de mil perlas de todos los tamaños, pequeñitas como semillas, grandes, grandísimas como guisantes y, algunas, del tamaño de cerezas. Perlas perfectas como gotas de agua, perlas deformes, perlas plateadas, azuladas, color carne, amarillentas, de tonalidades oscuras y rosadas. G.H. Bondy estaba como extasiado, no podía evitarlo; necesitaba tocarlas, hacerlas rodar con las yemas de sus dedos, taparlas con sus dos manos…

—¡Qué maravilla, capitán! —exclamó—. ¡Parece un sueño!

Yes, sir —dijo el capitán sin alterarse lo más mínimo—. Son bonitas. Y en un año que estuve con ellos, mataron 30 tiburones. Aquí está escrito —dijo golpeándose el bolsillo de la chaqueta—. ¡Hay que ver la de cuchillos que ya les he dado! Y unos cinco arpones. Esos cuchillos me cuestan unos dos dólares americanos la unidad. Son muy buenos cuchillos, muchacho, de ese acero que no se…

—Inoxidable.

—Eso es. Porque son cuchillos para usarlos bajo el agua, quiero decir, en el mar. Y aquellos batacos también me costaron un dineral.

—¿Qué batacos?

—Me refiero a los naturales de aquella islita. Ellos creen que los tapa-boys son diablos, y les temen. Cuando vieron que yo hablaba con los «diablos» me quisieron matar sin más ni más. Noches enteras estuvieron tocando una especie de campana, para alejar a aquellos diablos de su aldea. Hacían un ruido terrible, señor. Y luego, por las mañanas, querían que yo les pagase por todo el jaleo que habían armado. Según decían, por el trabajo que les daban los demonios. ¿Qué podía hacer? Los batacos son unos grandísimos ladrones. Pero con esos tapa-boy s, sir, con esos lagartos, se podría hacer un magnífico negocio, y muy honrado. Así es, señor Bondy, ¡un buen negocio!

G.H. Bondy creía estar soñando.

—¿Comprarles perlas?

Yes. Pero es que en la Bahía del Diablo ya no queda ni una, y en las otras islas no hay tapa-boys. Y ahora entramos en el asunto, jovencito.

El capitán J. van Toch alzó su rostro triunfalmente.

—Ése es, precisamente, el negocio que tengo metido en la cabeza. Muchacho —dijo haciendo chasquear sus dedos en el aire—, ¡esos lagartos se han multiplicado enormemente desde que tienen medios para protegerse! Ahora pueden defenderse ellos solitos, ¿sabe usted? Y cada vez habrá más. ¿Qué le parece, señor Bondy? ¿No cree que sería un magnífico negocio?

—Acabo de comprender qué es lo que usted me propone —exclamó inseguro el señor Bondy.

—Llevar a los tapa-boys a otras islas donde haya perlas —exclamó finalmente el capitán—. He observado que esos lagartos no pueden atravesar sin ayuda las olas ni el mar profundo. Tienen que nadar un poco y andar otro rato por el fondo, pero en los lugares profundos hay demasiada corriente, ¿sabe?, y como son tan blandos… Pero si yo tuviera un barco en el que se pudiese hacer para ellos una especie de tanque, podría llevarlos donde quisiera, ¿me comprende? Ellos buscarían perlas, y yo viajaría y les llevaría cuchillos, arpones y todo lo que les hiciera falta. Esos pobrecitos de la Bahía del Diablo se dividieron… ¿cómo se dice?

—Multiplicaron.

Yes, eso es, se multiplicaron tanto que pronto no tendrán ni qué comer. Se tragan los pececitos pequeños y los moluscos, y todos esos bichitos marinos, pero también pueden comer patatas y galletas, todas esas cosas corrientes. Por eso no sería difícil alimentarlos en esa especie de tanques de los barcos. Y yo, en un sitio apropiado donde no hubiese mucha gente, los soltaría al agua de nuevo y haría allí una especie de… granjas para mis lagartos. Me gustaría que los pobres animalitos se pudiesen ganar la vida, porque, ¡son tan simpáticos y listos, señor Bondy! Pues bien, éste es el gran negocio que yo había imaginado.

G.H. Bondy estaba confuso.

—Lo siento muchísimo, capitán —comenzó a decir dudando—, pero yo… en realidad… no sé…

Los ojos del capitán van Toch se llenaron de lágrimas.

—Eso no me gusta, muchacho. Yo te dejaría aquí todas estas perlas como garantía por el barco, pero yo no puedo comprarlo solo. Sé de uno muy apropiado que hay en Rotterdam… con motor diesel.

—¿Por qué no le ofreció ese negocio a algún holandés?

El capitán movió la cabeza.

—Conozco a esa gente, muchacho. Con ellos no puede uno hablar de estas cosas. Yo podría, además, llevar en el barco toda clase de mercancías, señor, y las vendería por aquellas islas. Yes, eso podría hacerlo muy bien. Tengo allí muchísimos conocidos, señor Bondy. Y, al mismo tiempo, en esa especie de tanque transportaría a mis lagartos…

—Eso ya sería otra cosa —reflexionó el señor Bondy—. Precisamente… Sí, tenemos que buscar nuevos mercados para nuestra industria. Sobre este punto he hablado, últimamente, con algunas personas… Me gustaría comprar un par de barcos: uno para la América Latina y el otro para esos países orientales…

El capitán se animó.

—Harás muy bien, señor Bondy, sir. Los barcos están ahora baratísimos, puedes comprarte, por poco dinero, todo un puerto lleno si quieres…

El capitán van Toch comenzó a hacer una explicación técnica sobre dónde y a qué precios había barcos para la venta, boats y tank-steamers. G.H. Bondy no lo escuchaba; sólo lo contemplaba en silencio, porque G.H. Bondy sabía conocer a la gente. Ni por un momento tomó en serio los lagartos del capitán van Toch, pero él, como marino, valía la pena. Un hombre honrado a carta cabal, sí, y conocedor de las condiciones reinantes en aquellos parajes. Un loco, desde luego, pero terriblemente simpático. En el corazón de G.H. Bondy vibró una especie de cuerda fantástica. Un barco con perlas y café, un barco con especias y todos los aromas de Arabia. G.H. Bondy sentía cierta sensación, que experimentaba siempre antes de tomar alguna decisión afortunada, una sensación que no podía explicarse con palabras. «No sé por qué, pero seguramente emprenderé este negocio», se dijo. Mientras tanto, el capitán van Toch dibujaba en el aire, con sus inmensas mana-zas, barcos y awning-decks o quarter-decks, formidables barcos, muchacho…

—¿Sabe qué, capitán van Toch? —dijo de pronto G.H. Bondy— venga usted dentro de quince días. Volveremos a hablar sobre su barco, ¿le parece bien?

El capitán van Toch comprendió el tremendo significado que tenían aquellas pocas palabras. Se puso rojo de alegría y sólo pudo decir:

—Entonces, esos lagartos… ¿podré llevarlos también en su barco?

—¡Claro que sí! pero, desde luego, no hable de ellos a nadie, por favor, la gente creería que se ha vuelto loco… y yo también.

—¿Y puedo dejar aquí estas perlas?

—Puede.

Yes, pero tengo que elegir dos perlas de las más bonitas para enviarlas a alguien.

—¿A quién?

—A dos redactores, muchacho. Yo… ¡caramba!, espera…

—¿Qué pasa?

—¡Mecachis!, ¿cómo se llamaban? —el capitán van Toch guiñó pensativo los ojos—. ¡Tengo una cabeza! Figúrate que no me puedo acordar del nombre de aquellos dos boys.

CAPÍTULO V

El capitán J. van Toch y sus lagartos amaestrados

—¡Que me muera de repente si no eres Jensen! —dijo un hombre cierto día en Marsella.

El sueco Jensen levantó la vista.

—Espera —dijo—, y no hables hasta que adivine de dónde te conozco. —Se puso una mano sobre la frente—. Seagull, no. Empress of India… no. Pernambuco, no. ¡Ya lo tengo! Vancouver. Hace cinco años en Vancouver, Osake-Line, Fris-co. Y te llaman Dingle, sinvergüenza, y eres irlandés.

El hombre enseñó sus amarillentos dientes y afirmó:

Rigbt, Jensen. Y bebo toda clase de alcohol que se me presente. ¿De dónde sales?

Jensen señaló con la cabeza.

—Voy ahora en la línea Marsella-Saigón. ¿Y tú?

—Tengo vacaciones —presumió Dingle—, así que voy a casa, a ver en cuántos hijos me ha aumentado la familia mientras estaba fuera.

Jensen lo miró atentamente.

—¡Otra vez te han despedido!, ¿no es verdad? Por emborracharte en horas de trabajo y cosas parecidas… Si fueras a la YMCA[1] como yo, hombre…

Dingle exclamó con entusiasmo:

—¿Aquí hay YMCA?

—Sabes que hoy es sábado, ¿no? —gruñó Jensen—. ¿Y por qué mares has viajado?

—Una especie de vagabundeo —contestó Dingle evasivo—. Por todas las islas imaginables de allá abajo.

—¿Y de capitán?

—Un tal van Toch, holandés o algo parecido.

El sueco Jensen reflexionó un momento.

—El capitán J. van Toch. Con ése también navegué hace años, hermano. Barco: Kandong Bandoeng. Línea: del demonio al diablo. Gordo, calvo, y maldice hasta en malayo, para que surta más efecto. Lo conozco muy bien.

—¿Ya estaba entonces tan chalado?

El sueco Jensen negó con la cabeza.

—El viejo van Toch es all rigbt, hombre.

—¿Llevaba sus lagartos en el barco?

—No —Jensen dudó un momento—. Algo he oído hablar sobre eso, en Singapur. Un mentiroso decía no sé qué tonterías sobre eso.

El irlandés se sintió ofendido.

—No son tonterías, Jensen, es la pura verdad. Todo lo que te pueden haber contado sobre los lagartos es cierto.

—Aquél de Singapur también decía que era cierto —gruñó el sueco— y se ganó un golpe en la jeta —terminó victorioso.

—Deja que te cuente —se defendió Dingle— lo que hay de verdad en ese asunto, compañero. ¡He visto a esos bichos con mis propios ojos!

—Yo también —murmuró Jensen—. Casi negros, con un rabito, un metro sesenta de altura y andan sobre dos patas. Ya lo sé.

—Son repugnantes —se estremeció Dingle—, llenos de verrugas, oye. ¡Virgen santa! No los tocaría por nada del mundo. ¡Y deben de ser venenosos!

—¿Por qué, hombre? —respondió el sueco—. Yo he servido en muchos barcos que estaban llenitos de gente, en el over y lower dock. Hombres, mujeres y cosas parecidas, que bailaban y jugaban a las cartas. Y yo era allí fogonero… Y ahora dime tú, ¡estúpido!, ¿qué es más venenoso…?

Dingle escupió.

—Si fuesen caimanes, hombre, no diría nada. Yo también he llevado una vez serpientes a un parque zoológico, en Bandsermasin y ¡vaya si apestaban, señor mío! Pero estos lagartos, Jensen, son unos animales muy raros. Durante el día estaban en esos tanques de agua que les habían preparado, pero por las noches salían: chap, chap, chap… Todo el barco se llenaba de ellos. Andaban sobre sus patas traseras y volvían completamente la cabeza para mirarle a uno… —el irlandés se santiguó—. Además, nos llamaban como las putas de Hongkong: cbiss, chiss, chiss… Que Dios me perdone, pero yo creo que hay algo sucio en este asunto. Si no llega a ser por lo difícil que es encontrar trabajo, no hubiera durado allí ni una hora, Jensen, ¡ni una hora!

—Aja —dijo Jensen—, ¿por eso vuelves con tu mamaíta?

—En parte, sí. Uno tiene que beber como un condenado para poder soportar eso y, ya sabes, el capitán es un perro. ¡Hay que ver el escándalo que armó porque una vez le di un puntapié a un bicho de ésos! ¡Y con qué gusto, oye!, hasta le rompí el espinazo. Hubieras visto gritar al viejo… se puso azul, me agarró por el cuello y faltó poco para que me tirase al agua. Si no hubiera estado allí el compañero Gregorio, ¿lo conoces?

Jensen afirmó con la cabeza.

—«Ya tiene bastante», dijo Gregorio, y me tiró un cubo de agua a la cabeza. En Kotopo dejé el barco.

El señor Dingle escupió abundantemente.

—El viejo se interesaba más por esos bichos que por la gente. ¿Sabes que les enseñaba a hablar? ¡Te lo juro! Se encerraba con ellos y les hablaba durante horas y horas. Yo creo que los está amaestrando para el circo. Pero lo extraño es que después los suelta al agua. Se para en alguna maldita isla, va con un bote hasta la orilla y mide la profundidad, luego se mete en esos tanques, abre las esclusas y deja a esos bichos saltar al agua. ¡Muchacho! Saltan unos detrás de otros como focas amaestradas, siempre diez o doce de una vez. Y luego, por la noche, va el viejo Toch a la orilla con unas cajas. Lo que hay en ellas es un secreto. Luego continuamos el viaje. Ése es el caso del capitán van Toch, Jensen. Extraño, ¡muy extraño!

Los ojos del señor Dingle quedaron fijos un momento.

—¡Dios todopoderoso, Jensen! No sabes qué angustia sentía con todo eso. Bebía, oye, bebía como un loco… Y cuando por las noches andaban por todo el barco y hacían chiss, chiss… yo pensaba: «Muchacho, eso será la bebida». Ya me había ocurrido una vez en Frisco, tú lo sabes, Jensen. Entonces veía por todas partes arañas. De-li-rium, decían los doctores del Sailor Hospital. Así que no sabía qué pensar. Pero luego le pregunté a Big Bing si había visto también lagartos por las noches, y me dijo que sí. Decía que había visto con sus propios ojos cómo uno de los lagartos puso su pata delantera en el picaporte de la cabina del capitán, abrió la puerta y entró. No sé qué pensar, porque Joe también bebía terriblemente. ¿Crees que Joe también tendría delirium? ¿Qué te parece?

El sueco Jensen se encogió de hombros.

—Y Peter, el alemán, nos contó que en las islas Manihiki, cuando llevó al capitán a la orilla, se escondió tras las rocas y vio lo que hacía el viejo Toch. Decía que el viejo les dio un escoplo a los lagartos y éstos abrieron ellos solos las cajas. ¿Y sabes qué había en ellas? ¡Cuchillos, compañero! Unos cuchillos así de largos, arpones y cosas parecidas. Muchacho, yo a ese Peter no le creo mucho, porque lleva gafas en la nariz… Pero es extraño, ¿no te parece?

A Jensen se le marcaron las venas de la frente.

—Bueno —gruñó— sólo te digo una cosa, y es que ese alemán tuyo mete las narices donde no le importa. ¡Y yo te digo que no se lo aconsejo!

—Pues escríbeselo y en paz —sonrió el irlandés—. Y lo más seguro es dirigir la carta al infierno, creo que allí la recibiría antes o después. Lo más extraño es que el viejo van Toch va de vez en cuando a visitar a los lagartos en los sitios en que los desembarcó. ¡Te lo juro! Se hace llevar a tierra al anochecer y vuelve por la mañana. Dime tú, Jensen, qué irá a buscar allí. Y dime también qué es lo que envía en esos paquetes pequeños, que asegura a veces en mil libras esterlinas.

—¿Cómo lo sabes? —se enfureció Jensen.

—Uno sabe lo que sabe —añadió Dingle evasivo—. ¿Y sabes de dónde son esos lagartos? ¡De la Bahía del Diablo! Del golfo del demonio, Jensen. Yo tengo allí un conocido, un agente muy culto, y él me dijo: «Escucha, ésos no son lagartos amaestrados, ¡qué va! Eso de que son animalitos, ¡que se lo cuenten a los niños de teta! No te dejes engañar, muchacho.»

El señor Dingle guiñó intencionadamente los ojos.

—Así es la cosa, Jensen, para que sepas. ¡A mí me vas a decir que el capitán van Toch es all right!

—¡Atrévete a decirlo otra vez! —carraspeó amenazador el sueco.

—Si el viejo Toch fuera all right, no llevaría por el mundo diablos. Y no los dejaría por todas las islitas, como chinches en colchón. Durante el tiempo que he estado con él, Jensen, ha llevado unos cuantos miles. El viejo Toch ha vendido su alma, hombre, y yo sé bien qué le dan los diablos a cambio: rubíes, perlas y cosas parecidas. Ya te puedes figurar que gratis no lo haría, no seas inocente, Jensen.

Jensen se enfureció.

—¿Y qué te importa a ti? —gritó golpeando la mesa—. ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!

El pequeño Dingle saltó del susto.

—Pero, hombre —tartamudeó confuso—, ¿qué te ha pasado tan de repente? Yo sólo digo lo que he visto, y si te empeñas, pues lo he soñado y en paz. Por ser tú, Jensen, si quieres diré que es delirium. ¡No quiero que te molestes conmigo, Jensen. ¡Si ya sabes que me ocurrió una vez en Frisco! «Un caso difícil», decían los doctores del Sailor Hospital. Hombre, ¡te juro que fue un sueño eso de los lagartos, o diablos, o lo que sean! En el barco no había ninguno.

—Los había, Pat —dijo sombrío el sueco—. Yo también los he visto.

—No, Jensen —trataba de contradecirle el irlandés—. Tendrías también delirium. El viejo van Toch es all right, pero no debía llevar esos diablos por todo el mundo. ¿Sabes qué? Cuando llegue a casa, haré decir una misa por su alma. ¡Que me caiga muerto si no le mando a decir una misa, Jensen!

—En mi religión no se hacen esas misas —gruñó Jensen pensativo—. Qué crees tú, Pat, ¿ayudará el que digan una misa por alguien?

—¡Hombre! ¡No te lo puedes imaginar! —exclamó el irlandés—. Yo te podría contar miles de casos en los que una misa fue la salvación. Hasta en casos dificilísimos. Contra los diablos y cosas parecidas, es el mejor remedio.

—Pues yo también haré decir una misa católica —decidió Jensen—, por el alma del capitán van Toch. Pero la haré decir aquí, en Marsella. Yo creo que en esa iglesia grande la dirán más barata, como a precio de fábrica.

—Quizás, pero las misas irlandesas son las mejores. En mi tierra, oye, hay sotanas del diablo[2] que saben hasta embrujar. Igual que los faquires o los paganos.

—Mira, Pat —dijo el sueco—, yo te daría doce francos para esa misa, pero tú eres tan bandido, hermano, que te los beberías.

—Jensen, un pecado así no lo querría tener sobre mi conciencia. Pero, espera, para que me creas, te daré un recibo como que te debo esos doce francos, ¿te parece bien?

—No estaría mal —dijo el sueco, amante del orden.

El señor Dingle cogió un pedazo de papel y lápiz, y se arrellanó cómodamente en la mesa.

—Bueno, ¿qué debo escribir?

Jens Jensen lo miró por encima del hombro.

—Escribe arriba que ese papel es como un recibo. Y después Dingle, despacio y sacando la lengua a causa del esfuerzo, y chupando de vez en cuando el lápiz, escribió:

—¿Está bien así? —preguntó el señor Dingle inseguro—. ¿Y quién de los dos debe quedarse con el recibo?

—¡Desde luego que tú, burro! —dijo el sueco con naturalidad—. El recibo es para que uno no se olvide de que recibió dinero, hombre.

El señor Dingle se bebió los doce francos en El Havre y, además, en lugar de marchar a Irlanda se fue a Yibutí. En resumen: la misa no fue dicha y, por tanto, ningún poder supremo intervino en el curso normal de los acontecimientos.

CAPÍTULO VI

Un yate en la laguna

El señor Abe Loeb parpadeaba al contemplar la puesta de sol. Hubiera querido expresar de alguna forma lo hermoso que era todo, pero su Queridita Li, alias Miss Lily Valley, de verdadero nombre Lilian Nowak, en resumen, Cabellos de oro, la blanca Lily, esa larguirucha de Lilian y toda la serie de nombres que le decían hasta sus diecisiete años, dormía sobre la cálida arena envuelta en un suave albornoz y hecha un ovillo, como un perrito cuando duerme. Por eso el señor Abe no dijo nada sobre la belleza de la naturaleza y se limitó a suspirar, urgándose los dedos de sus pies descalzos, porque se le había metido arena entre ellos. Allá en el mar estaba anclado el yate Gloria Pickford, regalo de papá Loeb por el éxito de sus exámenes de ingreso en la Universidad. Papá Loeb era un hombre formidable. Jesse Loeb, magnate cinematográfico, etc. «Abe, convida a un par de amigos o amiguitas y ve a conocer un poco de mundo», le había dicho el viejo. ¡Qué tipo tan formidable es papá Loeb! Allá, en la superficie nacarada, se mece el Gloria Pickford, y aquí, en la caliente arena, duerme su Queridita Li. Abe suspiró feliz. «Duerme como un niño, pobrecita.» El señor Abe Loeb sintió un inmenso deseo de protegerla de alguna manera. «En realidad, debería casarme de verdad con ella», piensa el joven señor Loeb, sintiendo en su corazón una hermosa y atormentadora pulsión, compuesta de firme decisión y temor. Mamá Loeb, desde luego, no estaría de acuerdo, y papá Loeb alzaría los brazos al cielo y exclamaría: ¡Estás loco, Abe!

Sencillamente, los padres no pueden comprender, eso es todo. Y Mr. Abe, suspirando tiernamente, tapó con una punta del albornoz el blanco tobillo de su Queridita Li. «¡Qué fastidio —pensó confuso—, que yo tenga unas piernas tan terriblemente peludas!»

«¡Dios mío, qué hermoso es todo esto, qué hermoso! Lástima que Li no lo vea». Mr. Abe contempló la firme línea de su cadera y, por una especie de asociación, empezó a pensar en el arte. Su Queridita Li era una artista. Artista cinematográfica. Verdad es que todavía no había rodado ninguna película, pero estaba firmemente decidida a ser la mayor estrella cinematográfica de todos los siglos, y Li solía conseguir siempre lo que quería. «Eso es precisamente lo que mamá no comprende», pensó Abe. «Una artista es, sencillamente, artista, y no puede ser como las demás jovencitas. Y, además, hay jovencitas que tampoco son diferentes a mi Li», decidió Mr. Abe. «Por ejemplo, esa Judy del yate, ¡una muchacha tan adinerada!… y yo sé muy bien que Fred va a su camarote cada noche, mientras que Li y yo… En resumen, Li no es de ésas. Yo le deseo mucha suerte a Baseball Fred», pensó magnánimo el joven Abe, «es mi mejor amigo de la Universidad, pero, ¡cada noche! Una muchacha tan adinerada no debería hacer eso. Quiero decir, una muchacha de una familia como la de Judy. Y, además, Judy no es artista. ¿De qué hablarán a veces estas muchachas?, pensó Abe, y ¡cómo les brillaban los ojos! Fred y yo nunca hablamos de esas cosas.» El señor Abe siguió su meditación: «Li no debería beber tantos cócteles, después no sabe lo que dice. Como, por ejemplo, esta tarde… ¡Ha sido todo tan desagradable! Esa discusión que han tenido ella y Judy, sobre cuál de las dos tenía las piernas más bonitas… ¡Está claro que Li!, lo sé muy bien. Y a Fred no se le debía haber ocurrido que hiciésemos un concurso de belleza de piernas. Eso estaría bien en Palm Beach, pero no en la intimidad. Además, las muchachas no tenían ninguna necesidad de haberse levantado tanto las faldas. ¡Aquello ya no eran solamente piernas! Por lo menos, Li no debía haberlo hecho y, precisamente, delante de Fred. ¡Y una muchacha tan adinerada como Judy no está bien que haga esas cosas! Creo que yo tampoco hice bien en llamar al capitán para que juzgase qué par de piernas eran más bonitas. Hice una tontería. Y, ¡cómo enrojeció el capitán y se le erizaron los bigotes! Después dijo solamente: «Perdonen» y se marchó dando un portazo. Violento. Terriblemente violento. El capitán no necesitaba ser tan brusco. Después de todo, es mi yate, ¿no?… Es verdad que el capitán no tiene aquí ninguna amiguita. ¿Cómo puede, el pobre, mirar tranquilo estas cosas? Quiero decir, si tiene que estar solo. ¿Y por qué ha llorado Li cuando Fred ha dicho que Judy tenía mejores piernas? Luego me dijo Li que Fred era un grosero, y que le había estropeado todo el viaje… ¡Pobrecita Li!… Y ahora las chicas no se hablan, y cuando me he acercado a charlar con Fred, Judy lo ha llamado como si fuera su perro. ¡Después de todo, Fred es mi mejor amigo! Es natural; si es amante de Judy, ha de decir que ella tiene las piernas más bonitas. Pero, claro, no necesitaba afirmarlo tan rotundamente. Ha sido una falta de delicadeza… Li tiene razón cuando afirma que Fred es un chiquillo mal educado, prendado de sí mismo. ¡Un chiquillo terrible! En realidad, me había imaginado este viaje de otra manera… ¡Maldita la hora en que invité a Fred!»

Mr. Abe se dio cuenta de que ya no contemplaba embriagado el mar nacarado, sino que estaba realmente molesto, ¡muy molesto!, mientras jugaba con la arena y las conchas. Se sentía incómodo y destemplado. Papá Loeb le había dicho: «Anda a ver un poco de mundo». «¿Hemos visto acaso un poco de mundo?» Mr. Abe trató de recordar todo lo que había visto, pero a su memoria volvía la imagen de Judy y de su Queridita Li enseñando las piernas, y Fred, el corpulento Fred, en cuclillas ante ellas. Abe se enfurruñó todavía más. «¿Cómo se llama esta isla de coral? Taraiva, creo que dijo el capitán. Taraiva o Tahuara o, ¿quizá Taraiha-tuara-ta-huara? ¡Si al menos no hubiese llamado al capitán!», pensó enojado Mr. Abe. «He de hablar con Li para que no vuelva a hacer cosas parecidas. ¡Dios mío! ¿Cómo puedo quererla tan terriblemente? Cuando se despierte le hablaré. Le diré que nos podríamos casar…» Mr. Abe tenía los ojos llenos de lágrimas. «¡Dios mío!, ¿es amor o dolor?, ¿o es este dolor la causa de que la quiera tanto?»

Los párpados sombreados de azul de su queridita Li, parecidos a dos delicadas Conchitas, se movieron.

—Abe —dijo medio dormida—, ¿sabes qué pienso? Que en esta islita se podría hacer una película for-mi-da-ble.

Mr. Abe cubrió con arena sus piernas terriblemente peludas.

—Una idea magnífica, Queridita. Y… ¿qué clase de película?

Queridita Li abrió sus enormes ojos azules.

—Bueno… imagínate que yo fuera una Robinsona en esta isla. ¿Verdad que es una idea magnífica y original?

—Sí —contestó Mr. Abe, poco seguro—. ¿Y cómo habrías llegado hasta aquí?

—Magníficamente —respondió una dulce voz—. ¿Sabes?, nuestro yate naufragaría y todos vosotros os ahogaríais, Judy, el capitán, ¡todos!

—¿Y Fred también? Fred nada magníficamente.

La límpida frente se ensombreció.

—Bien, pues a Fred lo devoraría un tiburón. Sería un detalle formidable —dijo aplaudiendo Queridita—. Fred tiene un cuerpo terriblemente precioso para eso, ¿no te parece?

Mr. Abe lanzó un suspiro.

—¿Y qué más?

—Y a mí, que habría perdido el conocimiento, me arrastraría una ola hasta la orilla. Llevaría puesto ese pijama, el azul a rayas que tanto te gustó anteayer. —Entre los párpados entreabiertos navegó una profunda mirada, ejemplo de seducción femenina—. En realidad tendría que ser una película en colores, Abe. Todos dicen que el azul va muy bien con mi cabello.

—¿Y quién te encontraría aquí? —siguió preguntando Mr. Abe.

Queridita reflexionó un momento.

—Nadie. Si hubiese aquí gente ya no sería yo Robinsona —dijo Li con una lógica sorprendente—. Por eso sería tan formidable, Abe. Yo estaría aquí siempre sola. Imagínate, Lily Valley en el principal y único papel.

—¿Y qué harías durante toda la película?

Li se apoyó en un codo.

—Eso ya lo he pensado. Me bañaría y cantaría subida en las rocas.

—¿En pijama?

—Sin —dijo Queridita—. ¿No crees que tendría un éxito extraordinario?

—¡No querrás decir que irías desnuda en toda la película! —gruñó Abe con un vivo sentimiento de desaprobación.

—¿Por qué no? —se extrañó inocentemente Queridita—. ¿Qué tendría que ver?

Mr. Abe dijo algo incomprensible.

—Y después —siguió imaginando Li—… espera, ya está. Después me raptaría un gorila, ¿sabes? Un gorila terriblemente peludo, un gorila bien negro.

Mr. Abe se sonrojó, tratando de ocultar sus desgraciadas piernas, todavía más, entre la arena.

—Pero si aquí no hay gorilas —exclamó poco convencido.

—Hay. Aquí hay toda clase de animales imaginables. Debes ver las cosas desde el punto de vista artístico, Abe. A mi tez le sentaría un gorila oscuro magníficamente. ¿Te has fijado qué piernas tan peludas tiene Judy?

—No —respondió Abe, a quien no le agradaba el tema.

—Unas piernas terribles —continuó Queridita, mirándose sus pantorrillas—. Y cuando el gorila me llevara en sus brazos, saldría de la selva un joven y hermoso salvaje y me salvaría.

—¿Cómo iría vestido?

—Llevaría un arco —decidió sin vacilar Queridita —y una corona de flores silvestres en la cabeza. Y ese salvaje me llevaría prisionera a una tribu de caníbales.

—Aquí no existen caníbales —dijo Abe, tratando de defender la islita de Tahuara.

—¡Sí que los hay! Y esos caníbales me querrían sacrificar a sus dioses, y cantarían para celebrarlo canciones hawaianas, ¿sabes?, como ésas que cantan los negros en el Café Paraíso. Pero el caníbal joven se enamoraría de mí —suspiró Queridita, abriendo los ojos de par en par con entusiasmo— y todavía se enamoraría de mí otro salvaje, quizás el jefe de la tribu… y después, un blanco…

—¿Y de dónde saldría el blanco? —preguntó, para estar seguro, el señor Abe.

—Estaría también prisionero de la tribu. Podría ser algún famoso tenor que cayó en manos de los salvajes. Es para que pueda cantar en la película, ¿sabes?

—¿Y cómo iría vestido?

Queridita examinó el dedo pulgar de su pie.

—Iría vestido… sin nada, como van los caníbales.

Mr. Abe movió con desaprobación la cabeza.

—Queridita, eso es imposible. ¡Si todos los tenores famosos son terriblemente gordos!

—¡Qué lástima! —exclamó Queridita—. Entonces Fred podría interpretar el papel del blanco, y el tenor cantaría. ¿Sabes cómo se hace la sincronización en las películas?

—¡Pero si a Fred se lo había tragado un tiburón!

Queridita se enfadó.

—No seas tan terriblemente realista, Abe. Contigo es imposible hablar de arte. Y ese jefe de la tribu enlazaría mi cuerpo con un cordón de perlas…

—¿De dónde las iba a sacar?

—Aquí hay una barbaridad de perlas —aseguró Li—. Y Fred, lleno de celos, boxearía con ellos en las rocas, sobre el oleaje furioso del mar. Fred estaría formidable en silueta, teniendo como fondo el cielo, ¿no te parece? ¿Verdad que es una idea formidable? Durante la lucha, los dos caerían al mar —Queridita resplandeció—, y aquí podríamos poner ese detalle del tiburón. ¡Qué rabia le daría a Judy si Fred trabajara conmigo en una película! Y yo me casaría con aquel hermoso salvaje. —Cabellos de oro Li se puso en pie de un salto—. Estaríamos aquí, en esta orilla… contra la puesta del sol, completamente desnudos… Y la película acabaría lentamente… —Li se quitó el albornoz—. ¡Voy a bañarme!

—No te has puesto el bañador —advirtió Abe angustiado, volviéndose hacia donde estaba el yate para ver si alguien miraba. Pero su queridita Li ya bailaba por la arena en dirección a la laguna.

«En realidad, vestida está mejor», resonó en el joven una voz brutalmente fría y criticona. Abe quedó sorprendido de su tibieza de enamorado, sintiéndose casi culpable, pero… well, cuando Li llevaba traje y sandalias, estaba mucho más bonita.

«Quizás quieres decir más decente», trató de defenderse Abe contra aquella voz fría.

«Well, eso también. Y mucho más atractiva: ¿Por qué caminará de una forma tan rara? ¿Y por qué le tiembla la carne de los muslos al andar? ¿Por qué esto, y por qué lo otro…?»

«¡Para ya!», gritó Abe horrorizado. «Li es la muchacha más bonita que existe en el mundo. Yo la quiero terriblemente.»

«¿Hasta cuando estará desnuda?», dijo sin piedad la voz fría y criticona.

Abe apartó sus ojos de Li dirigiéndolos hacia el yate que se mecía en la laguna. «¡Qué hermosura! ¡Qué belleza de líneas!» Lástima que Fred no estuviera allí. Con él podría hablar sobre la belleza de su yate…

Mientras tanto, Queridita ya estaba metida en el agua hasta las rodillas. Alzó sus brazos hacia el sol poniente y cantó.

«¡Caramba! ¡que se bañe ya de una vez!», pensó Abe, molesto. «¡Pero qué bonita estaba antes, acostada en la arena, hecha un ovillito y envuelta en el albornoz de felpa! ¡Su Queridita Lü». Y Abe, lleno de emoción, suspiró y besó la manga de su albornoz. Sí, la quería terriblemente, tanto que sentía un dolor en su corazón.

De pronto se oyó un grito penetrante que llegaba del lago.

Abe se puso de rodillas para ver mejor. Su Queridita Li gritaba, agitaba los brazos y corría presurosa hacia la orilla saltando y salpicando a su alrededor… Abe se levantó y corrió hacia ella.

—¿Qué te pasa, Li?

«¡Mira qué manera tan rara de correr tiene!», le advertía la voz fría y criticona… «¡Levanta tan exageradamente las piernas! Y, además, ¿para qué agita tanto las manos a su alrededor? En resumen, el correr no le favorece mucho, que digamos… Y además, ¡hay que ver cómo cacarea, eso es, cacarea!»

—¿Qué te pasa, Li? —gritó Abe corriendo en su ayuda.

—¡Abe, Abe! —exclamó Li castañeteándole los dientes y, ¡zas!, se colgó de su cuello mojada y fría—. Abe, en el agua había un animal raro.

—No es nada —la consoló Abe—, seguramente algún pez.

—¡Si tenía una cabezota terrible! —gimió Queridita apretando su naricilla mojada contra el pecho de Abe.

Abe le hubiera querido dar unos golpecitos en la espalda para tranquilizarla, pero en un cuerpo mojado eso produce demasiado ruido.

—¡Ea, ea! —gruñó—. Mira, ya no hay nada.

Li miró desconfiada hacia la laguna.

—Ha sido algo tan terrible… —suspiró. Y, de pronto, empezó a gritar de nuevo—. ¡Allí… allí! ¿Lo ves?

Hacia la orilla se aproximaba lentamente una cabezota negra, cuyas fauces se abrían y cerraban. Queridita gritó histéricamente y empezó a correr como una desesperada playa adentro.

Abe estaba indeciso. ¿Debía seguir a Li para protegerla, o quedarse quieto, para demostrarle que no le tenía miedo a aquel bicho? Decidió, desde luego, lo segundo. Se acercó hacia la orilla hasta que el agua le mojó los tobillos, y con los puños cerrados miró al animal a los ojos. La cabeza negra se paró, se balanceó en forma rara y dijo: Chiss, chiss, chiss…

Abe sintió cierta angustia, pero la disimuló lo mejor que pudo.

—¿Qué hay? —dijo secamente dirigiéndose a la cabezota.

Cbiss, chiss, chiss —respondió el animal.

—¡Abe, Abe, Abe…! —gritó Queridita Li.

—¡Voy en seguida! —contestó Abe, y lentamente (para que no dijeran…), se acercó a la muchacha. Todavía se paró una vez más y miró hacia el mar.

En la orilla, donde el mar dibujaba en la arena su eterno y efímero encaje, estaba de pie sobre sus patas traseras una especie de animal oscuro con una cabezota redonda, que se retorcía como avergonzado. Abe quedó paralizado. Su corazón latía fuertemente.

Chiss… chiss… chiss… —hizo el animal.

—¡Abe! —gimoteó Queridita medio desmayada.

Abe retrocedía paso a paso, sin apartar sus ojos del animal. Éste no se movía, volviendo solamente hacia él su inmensa cabeza.

Finalmente, Abe llegó junto a su queridita que, tirada de cara al suelo, lloraba horrorizada.

—Es una especie de foca —exclamó Abe, algo inseguro—. Debemos volver al yate, Li.

Pero Li no hacía más que temblar.

—No es peligroso —afirmó Abe. Le hubiera gustado arrodillarse junto a Li, pero debía permanecer, como un valiente, entre ella y el extraño animal. «Si al menos estuviese vestido», pensaba, «o tuviera una navajita o algún bastón…»

Comenzaba a anochecer. El animal se acercó unos treinta pasos más y luego se quedó parado. Y tras él aparecieron en el agua otros siete u ocho animales iguales, que, inseguros y tambaleándose, fueron aproximándose al lugar en que Abe protegía a su Queridita Li.

—¡No mires, Li! —gritó Abe. Pero era innecesario, porque Li no se hubiera atrevido a mirar por nada del mundo.

Del mar surgieron nuevas sombras que se acercaron en semicírculo.

«Serán ya sesenta, por lo menos», contó Abe mentalmente.

«Aquello claro de allá es el albornoz de mi Queridita Li». Sí, el albornoz sobre el que dormía hacía un momento. Mientras tanto, los animales se acercaban hacia «aquello claro de allá», que estaba extendido en la arena.

Entonces Abe hizo algo natural y sin sentido, como aquel caballero de Schiller que entró en la jaula del león a recoger el guante de su dama. ¡Qué se puede hacer! ¡Hay tantas cosas naturales y sin sentido que los hombres harán mientras el mundo sea mundo! Sin pensarlo, con la cabeza erguida y los puños apretados, Abe Loeb se metió entre los animales para recuperar el albornoz de su Queridita Li.

Los animales retrocedieron un poco, pero no escaparon. Abe recogió el albornoz, se lo echó sobre el hombro, como un torero, y se quedó parado.

—Abe… —gemía una voz tras él.

Abe se sintió animado por una fuerza poderosa y un gran valor.

—Bueno, ¿qué hay? —les dijo a aquellos animales, y se les acercó un poco más—. ¿Qué diablos queréis?

Chiss, chiss, chiss… —hizo uno de los animales. Y después, con una especie de sonito gutural y desvencijado, se oyó—: ¡Naif!

Naif—resonó de nuevo un poco más lejos—. ¡Naif, naif!

—A-be…

—No tengas miedo, Li, parece que piden knives, cuchillos…

Li, Li, Li —ladraron los bichos—. A-be, A-be…

Abe creía estar soñando.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieren?

—¡Naif!

—A-be… —gimió Queridita—, ¡por favor, ven aquí!

—En seguida. ¿Queréis decir knife, cuchillo? Yo no tengo aquí ningún cuchillo, no voy a haceros daño. ¿Qué más queréis?

Chiss, chiss… —parecía que masticaban ruidosamente. Balanceándose, se acercaban a Abe.

Abe se enrolló el albornoz alrededor del brazo, pero no retrocedió ni un paso.

Chiss, chiss —repetían los extraños animales.

—¿Qué quieres? —preguntó Abe a un animal que se le acercaba. Parecía que le ofrecía su pata delantera, pero a Abe no le hacía demasiada gracia.

—¿Qué quieres? —dijo con cierta aspereza.

Naif—ladró el animal, y soltó de su pata algo blanco, como una gota de agua. Pero no era ninguna gota, porque rodó por la arena.

—Abe —sollozaba Li—, ¡no me dejes aquí!

Mr. Abe había perdido completamente el miedo.

—¡Quítate de mi camino! —dijo, y agitó el albornoz delante del animal. Los animales, sorprendidos, retrocedieron rápidamente con torpeza. Ahora ya podía Abe alejarse con honor, pero todavía se dijo: «¡Que vea Li lo valiente que soy!», y se agachó a recoger aquello blanco que el animal había dejado caer en su pata. Eran tres bolitas finas y muy brillantes. Mr. Abe las acercó a sus ojos, porque ya oscurecía.

—A-be —gemía la abandonada Li.

—Ya voy —respondió Mr. Abe—. Li, tengo un regalito para ti; Li, te traigo una cosa.

Haciendo girar el albornoz sobre su cabeza, Mr. Abe Loeb caminaba por la playa como un joven dios.

Li estaba en cuclillas, hecha un ovillo, y temblando.

—Abe… —sollozó— ¿cómo puedes…, cómo puedes…?

Abe se inclinó solemnemente ante ella.

—Lily Valley, los dioses marinos, o sea los tritones, vinieron a rendirte homenaje. He de comunicarte que, desde los tiempos en que Venus surgió de la espuma, ninguna artista había despertado tanta admiración como tú. Como prueba de ello, te envían los tritones… —Abe extendió su mano— estas tres perlas.

—No digas tonterías, Abe —refunfuñó Queridita Li.

—Hablo en serio, Li. Mira y verás que son verdaderas.

—¿A ver? —lloriqueó Li, y con sus trémulos dedos tocó las tres bolitas blancas—. Abe —suspiró—, ¡si son perlas! ¿Las has encontrado en la arena?

—Pero Li, queridita, las perlas no se crían en la arena.

—Sí que se crían —afirmó Queridita—. ¿Lo ves? Ya te decía yo que aquí había montones de perlas.

—Las perlas se crían en una especie de moluscos con una concha dura, que viven bajo el agua —dijo Abe casi con seguridad—. Te lo juro, Li, las perlas te las han traído esos tritones. Vieron cómo te bañabas y quisieron dártelas personalmente, pero como les tenías tanto miedo…

—¡Si son feísimos…! —suspiró Li—. Abe, son unas perlas magníficas. ¡A mí me gustan las perlas con locura!

«Ahora está muy bonita, hay que reconocerlo», dijo la voz fría y criticona. «Arrodillada ahí en el suelo, con las perlas en la mano… En fin, formidable, no se puede decir otra cosa.»

—Abe, ¿y me las han traído, de verdad, esos… animales?

—No son animales, Queridita, sino dioses marinos. Se llaman tritones.

Queridita no se sorprendió ni poco ni mucho.

—¡Qué simpáticos son!, ¿verdad? Son terriblemente agradables. ¿Qué te parece, Abe? ¿Crees que debo darles las gracias?

—¿Ya no les tienes miedo?

Queridita tembló.

—¡Sí que les tengo, Abe! Por favor, ¡vamonos pronto de aquí!

—Mira, es preciso que lleguemos al yate —dijo Abe—. Ven y no temas.

—¿Y si nos cierran el paso? —gimió Li—. Abe, ¿no prefieres ir tú solo? ¡Pero no puedes dejarme aquí sólita!

—Te llevaré en brazos —propuso heroicamente Abe.

—No estaría mal —aprobó Li.

—Pero tienes que ponerte el albornoz —gruñó Abe.

—En seguida. —La señorita Li se arregló con las dos manos su famoso cabello dorado.

—¿No estoy terriblemente despeinada? ¿No tienes un lápiz de labios?

Abe le echó el albornoz por los hombros.

—Vamos ya, Li.

—Tengo miedo —susurró Queridita—. Mr. Abe la levantó en brazos. Li se sentía ligera como una pluma. «¡Caramba!, es más pesada de lo que creías, ¿no?», dijo la voz de Abe, fría y criticona. «Y, ahora, tienes las dos manos ocupadas, ¡hombre! Si esos animales nos atacaran… ¿qué ocurriría?»

—¿No quieres correr un poco? —propuso Queridita.

—Sí —respondió Mr. Abe, que movía con dificultad las piernas.

Oscurecía rápidamente. Abe se iba aproximando a aquel amplio semicírculo de animales.

—¡Aprisa, Abe, corre, corre! —gemía Queridita pataleando histérica, mientras clavaba en el cuello de Abe sus uñas plateadas.

—¡Caramba, Li, déjame en paz! —gruñó Abe.

Naif—ladraban junto a él—. Chiss, chiss, chiss… Naif, Li, Naif, Li…

Ya habían cruzado el semicírculo, y Abe sentía que sus piernas se hundían en la arena húmeda.

—¡Déjame ya en tierra! —dijo Queridita, precisamente en el momento en que a Abe le abandonaban las fuerzas.

Abe respiró pesadamente, limpiándose con el brazo el sudor de la frente.

—¡Métete en el bote, rápido! —gritó a su Queridita Li.

El semicírculo de sombras negras se había vuelto hacia Li y se acercaba, poco a poco.

Chiss, chiss, chiss… Naif… Li…

Pero Li no gritó, Li no echó a correr. Levantó sus brazos al cielo y el albornoz cayó al suelo. Li, desnuda, movía sus brazos hacia las sombras y les lanzaba besos. En sus temblorosos labios apareció algo que todos hubieran calificado de «encantadora sonrisa».

—¡Son tan tiernos! —dijo con voz vacilante. Y sus blancos brazos se extendieron de nuevo hacia aquellas sombras tambaleantes.

—Li, ven a ayudarme —gruñó Abe con rudeza, empujando el bote hacia la laguna.

Queridita Li recogió su albornoz.

—¡Adiós, queriditos!

Vieron cómo aquellas sombras chapoteaban en el agua en dirección a ellos.

—¡Date prisa, Abe! ¡rápido, rápido! —gritó Li corriendo hacia el bote.

—¡Ya están otra vez aquí! —Abe Loeb trataba desesperadamente de meter el bote en el agua. La señorita Li saltó dentro agitando sus brazos como en un saludo.

—Ponte al otro lado, Abe, me estás tapando.

Naif, cbiss, chiss, Abe, Abe…

Naif, chiss, naif…

Chiss, chiss…

Por fin, el bote se balanceó sobre las aguas. Mr. Abe se agarró a él, apoyándose con todas sus fuerzas en los remos. Uno de ellos tropezó con algún cuerpo resbaladizo.

Queridita Li respiró aliviada.

—¿Verdad que son terriblemente simpáticos y que lo hice perfectamente?

Mr. Abe remaba con todas sus fuerzas hacia el yate.

—Ponte el albornoz, Li —dijo secamente.

—Yo creo que tuve un éxito grandioso —constató la señorita Li—. Y esas perlas, Abe, ¿qué valor pueden tener?

Mr. Abe dejó un momento de remar.

—Creo que no debías haberte exhibido de esa manera, Queridita —dijo disgustado.

La señorita Li se sintió ofendida.

—¿Qué tiene que ver? Se ve en seguida, Abe, que no eres artista. Por favor, rema más aprisa, que con este albornoz tengo frío.

CAPÍTULO VII

Un yate en la laguna (Continuación)

Aquella noche no hubo disputas personales en el yate Gloria Pickford. Solamente se emitían rotundas opiniones científicas. Fred, apoyado con lealtad por Abe, juzgaba que aquellos extraños animales debían de ser alguna especie de lagartos, mientras que el capitán opinaba que eran mamíferos. «En el mar no hay lagartos», afirmaba exaltado el capitán; pero los jóvenes señores universitarios no cedían, porque los lagartos eran algo más sensacional. Queridita Li se conformó con considerarlos tritones que eran, sencillamente, encantadores y, en resumen, como ella había tenido ¡un éxito terrible! estaba satisfecha, y, vestida con el pijama a rayas que tanto le gustaba a Abe, soñaba, brillantes los ojos, con las perlas de los dioses marinos. Judy estaba convencida de que todo eran embustes inventados por Li y Abe, y hacía señas furiosas a Fred para que se dejase de «aquellas tonterías». Abe pensaba que Li debía contar entusiasmada cómo él se había metido sin miedo entre los lagartos para recoger el albornoz que quedó olvidado en la arena, y para ver si se animaba, repitió tres veces que «Li hizo frente a los lagartos mientras él empujaba el bote hacia el agua». Ya estaba a punto de repetirlo por cuarta vez, aunque ni el capitán ni Fred le hacían el menor caso, enfrascados en su discusión sobre lagartos y mamíferos. «¡Como si tuviese tanta importancia!», pensó Abe. Finalmente, Judy bostezó y anunció que se iba a dormir, mirando intencionadamente a Fred. Pero éste acababa de recordar que antes del diluvio universal existía una clase de graciosos lagartos, ¿cómo diablos se llamaban?, diplosauros, bigosauros o algo parecido, y andaban sobre las patas traseras, señor mío. Fred lo había visto en una curiosa publicación, ¡un libro así de grueso!

—¡Lástima que usted no lo haya leído, capitán! —exclamó.

—Abe —dijo de pronto Queridita—, tengo una magnífica idea para una película.

—¿Cuál? —respondió Abe con cierta desconfianza.

—Algo extraordinariamente nuevo, ¿sabes? Nuestro yate se hundiría y sólo me salvaría yo, llegando a parar a esta isla. Y aquí viviría como una Robinsona.

—¿Y qué iba a hacer usted aquí sola? —preguntó el capitán algo escéptico.

—Me bañaría… y haría también otras cosas —dijo con sencillez Queridita—. Y entonces, se enamorarían de mí tres Tritones marinos que me traerían muchas perlas. ¿Ves? ¡Exactamente como ha ocurrido! Podría ser, al mismo tiempo, una película sobre la naturaleza y educativa, ¿no creen? Algo como Trader Horn.

—Li tiene razón —dijo de pronto Fred—. Mañana por la noche debemos filmar a esos lagartos.

—Dirá usted, a esos mamíferos —corrigió el capitán.

—O mejor dicho, a mí entre esos tritones —añadió Queridita.

—Pero con bañador —exigió Abe.

—Me pondré el bañador blanco —dijo Li—. Y Greta tendrá que hacerme un peinado apropiado. Hoy estaba, sencillamente, terrible.

—¿Y quién lo filmará?

—Abe. También ha de servir para algo. Y Judy tendrá que hacer de iluminadora porque, cuando salen, ya está demasiado oscuro para filmar.

—¿Y qué hará Fred?

—Fred tendrá un arco y una coronita en la cabeza y, si los tritones me quieren llevar, me defenderá, ¿no?

—Gracias de todo corazón —murmuró Fred— pero yo prefiero llevar un revólver. Y creo que debería venir también el capitán.

Al capitán se le erizaron los bigotes combativamente.

—No se preocupe usted. Yo haré lo que sea necesario.

—¿Y qué hará?

—Llevaré tres hombres de la tripulación. ¡Y bien armados!

Queridita Li demostró su entusiasmo en forma encantadora.

—¿Cree usted que serán tan peligrosos, capitán?

—No creo nada, niña —gruñó el capitán—, pero tengo órdenes del señor Jesse Loeb, por lo menos en lo que se refiere a Mr. Abe.

Los señores empezaron a preparar, llenos de entusiasmo, los detalles técnicos de la peligrosa empresa. Abe hizo un guiño a Queridita.

—¡Ya deberías estar en la cama! —le dijo, y otras cosas por el estilo.

Li se marchó obediente.

—¿Sabes, Abe? —dijo ya en su camarote—, yo creo que será una película fantástica.

—Será, Queridita —afirmó Abe, tratando de besarla.

—Hoy no, Abe —se defendió Queridita—, has de comprender que debo concentrarme terriblemente para mañana.

* * *

La señorita Li se estuvo «concentrando» todo el día. La pobre doncella Greta tuvo que preparar baños con sales y esencias importantísimas, lavado de cabellos con champú, masaje, maquillaje, pedicura, ondulación y peinado, planchado de vestidos, alguna pequeña reforma y aún muchas cosas más. Judy, arrastrada por el entusiasmo general, ayudaba a queridita Li con desinterés. Hay momentos en que las mujeres saben ser extraordinariamente leales entre sí, por ejemplo, cuando se trata de vestidos. Mientras que en el camarote de la señorita Li reinaba esta actividad febril, los hombres se habían reunido y, junto a los ceniceros y a las copas de licor, discutían su plan estratégico: dónde se situaría cada uno y de qué se ocuparían en caso de ocurrir algo desagradable. Durante dicha conferencia, el capitán fue ofendido varias veces en relación a las cuestiones de mando. Por la tarde, se llevó a la playa la cámara de filmar, una pequeña ametralladora, una cesta con cubiertos y comida, fusiles, gramófono y otros útiles necesarios en caso de guerra. Todo esto fue magníficamente camuflado entre hojas de palma. Antes de la caída del sol, tres hombres de la tripulación y el capitán en funciones de comandante ocuparon sus puestos. Después fue llevado a la orilla un enorme cesto con algunas pequeñeces de uso personal de la señorita Lily Valley; un poco más tarde, llegaron Fred y la señorita Judy y, finalmente, empezó a ponerse el sol en toda su magnificencia tropical.

Mientras tanto, el señor Abe golpeaba con sus nudillos, ¡ya por décima vez!, en la puerta del camarote de la señorita Li.

—Queridita, en serio, ya es hora de que bajemos.

—En seguida, en seguida —contestó la voz de Queridita—. Por favor, ¡no me pongas aún más nerviosa! Es preciso que me arregle un poquito, ¿no?

El capitán, en la playa, examinaba detenidamente la situación. Allá, sobre la superficie de las aguas, brillaba como una especie de cinturón, separando el oleaje del mar de las tranquilas olas de la laguna: «Como si hubiera bajo el agua alguna especie de dique o rompeolas», pensó el capitán. «Quizá sea arena o un banco de coral, pero más parece una obra artificial.» Un lugar extraño era aquél. En la tranquila superficie de la laguna aparecían ya, de vez en cuando, algunas cabezotas negras que se aproximaban a la orilla. El capitán frunció los labios y apretó intranquilo su pistola. «Mejor sería», pensó, «que esas chicas se quedaran en el barco.» Judy se puso a temblar, colgándose frenética del brazo de Fred. «¡Qué fuerte es, Dios mío», pensó, «y cómo le quiero!»

Por fin el último bote abandonó el yate. En él iba la señorita Lily Valley, con un bañador blanco y un dressing-gown transparente en el que, en apariencia, sería arrojada por las olas después de su naufragio. Con ella iban también la señorita Greta y Mr. Abe.

—¿Por qué remas tan despacio, Abe? —le echó en cara Queridita.

Mr. Abe miró las negruzcas cabezas que se acercaban a la orilla y no dijo nada.

Chiss, chiss…

Chiss.

Mr. Abe encalló el bote en la playa y ayudó a bajar de él a Li y a la señorita Greta.

—Ve corriendo y prepárate para filmar —le susurró al oído la artista—. Cuando te diga «¡ahora!» empieza en seguida.

—Si ya no se ve nada —objetó Abe.

—Pues tendrá que iluminarte Judy. ¡Greta!

Mientras que Mr. Abe ocupaba su puesto junto a la cámara, la artista se dejó caer en la arena como un cisne moribundo, y la señorita Greta le arregló los pliegues de su dressing-gown.

—Que se me vean un poco las piernas —susurró la náufraga—. ¿Ya está? Pues vete. Abe, ¡ahora!

Abe empezó a darle vueltas a la manivela.

—Judy, ¡luz!

Pero la luz no se encendió. Del mar salían sombras tambaleantes que se acercaban a Li. Greta tuvo que taparse la boca para no gritar.

—¡Li! —gritó Mr. Abe— ¡huye, Li!

Naif, chiss, chiss, chiss… Li, Li, Abe…

Alguien preparó el revólver.

—¡Diablo, no disparen! —murmuró el capitán.

—¡Li! —gritó Abe dejando de rodar—. ¡Judy enciende!

Li, lentamente, con movimientos graciosos, se levantó y empezó a alzar sus brazos al cielo. El ligero dressing-gown resbaló de sus hombros. La blanca Li apareció levantando sus encantadores brazos sobre la cabeza, como hacen los náufragos al volver en sí de su desmayo. Mr. Abe hizo girar furiosamente la manivela.

—¡Caramba, Judy, enciende ya!

Chiss, chiss, chiss…

Naif, naif…

—Naif…

—A-be…

Las sombras negras se balanceaban y cerraban el círculo alrededor de la blanca Li. ¡Alto, alto!, ¡aquello no era un juego! Li ya no levantaba los brazos sobre su encantadora cabecita, sino que trataba de apartar algo de su cuerpo, gritando:

—Abe, Abe, ¡me han tocado!

En aquel momento todo quedó iluminado por una luz cegadora. Abe movió rápidamente la manivela, Fred y el capitán, con los revólveres preparados, corrieron hacia Li, que estaba en cuclillas, sollozando aterrorizada. Al mismo tiempo se vio correr a decenas y cientos de aquellas largas y oscuras formas que, aterradas por la luz, se precipitaban en la laguna. Dos marineros tiraron una red sobre una de las sombras que huía, a la vez que Greta se desmayó, desplomándose como un saco. Se oyeron dos o tres disparos; el mar se agitó como si estuviera en ebullición. Los marineros que sostenían la red estaban echados sobre algo que se retorcía y forcejeaba. De pronto, la luz en manos de la señorita Judy se apagó.

El capitán encendió su linterna de bolsillo.

—Niña, ¿no le ha ocurrido nada?

—¡Un bicho de ésos me ha tocado una pierna! —gimió Queridita—. Fred ¡ha sido algo tan terrible!

Mr. Abe se acercó también con su linterna.

—¡Ha sido magnífico, Li!, pero Judy debía haber iluminado antes —dijo.

—¡Si no quería encenderse! —gritó Judy—. ¿Verdad que no quería encenderse, Fred?

—Judy tenía miedo —trató de disculparla Fred—. Les juro que no lo ha hecho adrede, ¿verdad Judy?

Judy se sintió ofendida. Mientras tanto, se habían acercado los dos marineros, llevando en la red algo que se agitaba como un enorme pez.

—¡Aquí lo tiene, capitán! ¡Y vivito!

—El muy granuja… Nos tiraba una especie de veneno. Tengo las manos llenas de ampollas, y queman como el infierno.

—¡A mí también me tocó! —gimió la señorita Li—. Abe, enciende. ¿No tengo aquí alguna ampolla?

—No, no tienes nada, Queridita —le aseguró Abe, que hubiera besado muy a gusto su rodilla. Pero Queridita, preocupada, seguía restregándose la pierna.

—Era algo tan frío y desagradable… —se quejó Queridita.

—Ha perdido usted una perla, señorita —dijo de pronto uno de los marinos, entregando a Li una bolita que acababa de recoger de la arena.

—¡Dios mío, Abe! ¡Si me han traído otra vez perlas! —gritó la señorita Li—. ¡Muchachos, vengan a ayudarme a buscar perlas! Por aquí debe de haber una barbaridad de perlas, esos pobrecitos me las han traído. Son simpatiquísimos, ¿verdad, Fred? ¡Otra perla! ¡Y aquí!

Tres linternas volvieron sus círculos luminosos hacia el suelo.

—¡He encontrado una tremenda!

—¡Es mía! —gritó la señorita Li.

—¡Fred! —sonó la fría voz de Judy.

—¡En seguida! —respondió Fred, que estaba de rodillas en la arena.

—Fred, quiero volver al yate.

—Alguien te puede llevar —aconsejó Fred muy ocupado—. ¡Caramba, qué divertido es esto!

Tres hombres y una señorita, Queridita Li, se movían por la arena como enormes luciérnagas.

—¡Aquí hay tres perlas! —anunció el capitán.

—¿A ver, a ver? —gritó Li entusiasmada arrastrándose de rodillas hacia el capitán.

En aquel momento brilló la luz de magnesio y se oyó la manivela de la cámara cinematográfica.

—Bien, ahora sí que los he filmado —declaró vengativa Judy—. Será una magnífica fotografía para los periódicos. «La Alta Sociedad Americana busca perlas.» «Lagartos marinos arrojan perlas a la gente.»

Fred se sentó de pronto.

—¡Caramba! Judy tiene razón. Eh, chicos, debemos publicar esto en los periódicos.

Li se puso de pie.

—Judy es un encanto. Judy, por favor, rueda algunas escenas más, esta vez de frente.

—Perderías mucho, queridita —aseguró Judy.

—Niños, haríamos mejor en seguir buscando. Empieza la marea alta.

En la oscuridad, a la orilla del lago, se agitó una sombra negra. Li dio un grito horrorizada.

—Allí, allí…

Tres linternas enfocaron su luz hacia aquel lado. Era Greta que, de rodillas, buscaba perlas.

Li tenía en su regazo la gorra del capitán, que contenía 21 perlas. Abe servía licores y Judy atendía al gramófono. La hermosura de una noche estrellada brillaba sobre el eterno susurro del mar.

—Bien, ¿qué título vamos a ponerle? —preguntó Fred.

—LA HIJA DE UN INDUSTRIAL DE MILWAUKEE FILMA A LOS REPTILES FÓSILES.

—LAGARTOS ANTEDILUVIANOS RINDEN HOMENAJE A LA BELLEZA Y A LA JUVENTUD —propuso Abe poéticamente.

—EL YATE GLORIA PICKFORD DESCUBRE SERES DESCONOCIDOS —aconsejó el capitán—. O quizás EL MISTERIO DE LA ISLA DE TAHUARA.

—Eso serviría solamente para el subtítulo. El título debe decir mucho más.

—Quizá: BASEBALL FRED LUCHA CONTRA LOS MONSTRUOS —exclamó Judy—. Fred estaba formidable cuando se lanzó contra ellos. Lo que hace falta es que salga bien en el film.

El capitán tosió:

—Es que yo llegué antes, señorita Judy, pero no hablemos de eso. Yo creo que el título debe ser científico. Ha de ser sucinto y… en resumen, científico. ANIMALES PREDILUVIANOS EN UNA ISLA DEL PACÍFICO.

—¿Prediluvianos? —corrigió Fred—. ¿Prediluvianos? ¡Caramba!, ¿cómo se dice? Antediluvianos… antidiluvianos… anteluvianos… No, eso no puede ser. Hay que poner un título más sencillo, para que todo el mundo pueda pronunciarlo. Judy es un hacha en eso.

—Antediluvianos —dijo Judy.

Fred negó con la cabeza.

—Demasiado largo, Judy. Más largo que esos bichos, con cola y todo. El título ha de ser conciso, pero Judy es fantástica ¿no? ¡Dígalo usted, capitán! ¿Verdad que es magnífica?

—Lo es —corroboró el capitán—. Una muchacha excelente.

—Es usted un buen muchacho, capitán —dijo agradecido el joven coloso—. Muchachos, el capitán es un tipo formidable. Pero prediluviano es una estupidez. ¡No es titular para un periódico! Mejor sería: LOS amantes DE LA ISLA DE las PERLAS, o algo así.

—LOS TRITONES LLENAN DE PERLAS A LA BLANCA LILY —gritó Abe—. HOMENAJE DEL IMPERIO DE POSEIDÓN. ¡NUEVA AFRODITA!

—Una idiotez —protestó Fred excitado—. Tritones no han existido nunca. Eso está comprobado científicamente, muchacho. Y tampoco ha habido ninguna Afrodita, ¿verdad que no, Judy? ¡CHOQUE DE SERES HUMANOS CONTRA LAGARTOS PREHISTÓRICOS! UN VALIENTE CAPITÁN ATACA A LOS MONSTRUOS ANTEDILUVIANOS. Hombre, un título así sería impresionante.

—Edición especial —gritó Abe—, UNA ARTISTA DE CINE ATACADA POR MONSTRUOS MARINOS. EL SEX-APPEAL DE LA MUJER MODERNA VENCE A LOS LAGARTOS PREHISTÓRICOS. ¡LOS REPTILES FÓSILES LAS PREFIEREN RUBIAS!

—Abe —se oyó la voz de Li—, tengo una idea.

—¿Cuál?

—Para una película. Sería algo formidable, Abe. Imagínate que me estaría bañando en la playa…

—Ese bañador te sienta formidablemente, Li —respondió apresuradamente Abe.

—¿Verdad? Y esos tritones se enamorarían de mí y me llevarían al fondo del mar para que fuese su reina.

—¿Al fondo del mar?

—Sí, bajo el agua. A su imperio secreto, ¿sabes? Ellos, desde luego, tendrán sus ciudades.

—¡Pero Queridita, te ahogarías!

—No te preocupes, sé nadar —dijo Queridita sin alterarse—. Una vez al día, saldría a la superficie para respirar. Li hizo una excelente exhibición de ejercicios respiratorios, acompañados por agitados movimientos de busto y acompasadas brazadas de nadadora. Algo así, ¿te parece? Y en la playa se enamoraría de mí… quizás un joven pescador. Y yo de él. ¡Locamente! —suspiró Queridita—. Él sería fuerte y hermoso. Los tritones tratarían de ahogarlo, pero yo lo salvaría y huiría con él a su cabaña. Los tritones nos cercarían y después… Bueno, después podríais llegar vosotros y salvarnos.

—Li —le dijo Fred seriamente—, eso es tan estúpido que, ¡por mi salud!, te juro que podría filmarse. Raro sería que el viejo Jesse no hiciese de eso una gran película.

* * *

Fred tenía razón. Con el tiempo, de «eso» se rodó una gran película, producción Jesse Loeb Pictures, con la señorita Lily Valley en el papel principal. Además, fueron empleados seiscientas nereidas, un Neptuno y doce mil extras vestidos de los más variados lagartos antediluvianos. Pero antes de ocurrir todo esto, corrió mucha agua por los ríos y ocurrieron diversos acontecimientos, entre otros:

1) El animal capturado, guardado en la bañera del camarote de queridita Li fue, durante dos días, el centro de la atención de todo el grupo. Al tercer día dejó de moverse, asegurando la señorita Li que «el pobrecito sentía nostalgia.» Al cuarto día empezó a apestar y tuvo que ser arrojado al mar, en avanzado estado de descomposición.

2) De las escenas filmadas en el lago, solamente dos estaban en buenas condiciones. En una de ellas Queridita Li, en cuclillas, se defendía aterrorizada de los animales erguidos que la rodeaban. Todos aseguraron que era una toma magnífica. En la segunda se veía a tres hombres y a una joven, arrodillados y con las narices rozando el suelo. Todos estaban de espaldas y parecía que adoraban a alguien. La toma fue rechazada por unanimidad.

3) En lo referente a los titulares para los periódicos, hay que decir que fueron aprovechados todos (sí, hasta aquellos de la fauna antediluviana), y que salieron publicados en cientos y cientos de diarios americanos y, en general, en periódicos, semanarios y revistas de todo el mundo. Bajo los titulares iba una relación de los acontecimientos, con toda una serie de detalles y fotografías como, por ejemplo: fotografía de Queridita Li entre los lagartos; fotografía del lagarto en el baño; fotografía de Li en traje de baño; fotografía de la señorita Judy, Mr. Abe, Baseball Fred, el capitán del yate, el yate Gloria Pickford, la isla de Tahuara y las perlas, colocadas sobre terciopelo negro. La carrera de Queridita Li estaba asegurada. Hasta rechazó los ofrecimientos que se le hacían para trabajar en varietés y declaró en una entrevista que pensaba dedicarse solamente al arte.

4) Desde luego, también hubo gente que, basándose en sus conocimientos científicos, aseguró que —según se podía juzgar por las fotografías— no se trataba de lagartos prehistóricos, sino de una especie de salamandras. Gente todavía más experta dijo, más tarde, que dicha clase de salamandras no estaba reconocida científicamente y que, por lo tanto, no existían. Hubo largos debates en la prensa con este motivo, que fueron cerrados por las declaraciones del profesor J. W. Hopkins (Universidad de Yale). La destacada autoridad dijo que había examinado detenidamente las fotografías y que las consideraba falsas o, mejor dicho, trucos cinematográficos; que los animales retratados recordaban, en cierto modo, a la Gran Salamandra (Cryptobranchus japónicas, Sieboldia máxima, Tritomegas Sieboldia o Megalobatrachus Sieboldia), pero no exactamente, sino que parecían una imitación torpe, hecha por personas que entienden poco del tema. Así quedó el asunto resuelto científicamente, por algún tiempo.

5) Finalmente, y en el momento oportuno, el señor Abe Loeb contrajo matrimonio con la señorita Judy. Baseball Fred, su mejor amigo, fue testigo de la boda, celebrada con gran solemnidad y con la asistencia de destacadas personalidades de los círculos políticos, artísticos y otros.

CAPÍTULO VIII

Andrias Scheuchzeri

La curiosidad humana es insaciable. La gente no se conformó con las declaraciones del profesor J. W. Hopkins (Universidad de Yale), la mayor autoridad en reptiles de la época, de que aquellos misteriosos animales eran una verdadera estafa anti-ciéntifica y pura fantasía. En la prensa especializada y en los demás periódicos empezaron a multiplicarse las noticias sobre la aparición de ciertos animales, hasta entonces desconocidos, parecidos a enormes salamandras, en los lugares más diversos del Océano Pacífico. Las noticias relativamente más convincentes eran que se habían encontrado algunas de estas salamandras en las islas Salomón, en la isla Schouten, en Campingama-rangi, Butaritari y Tapeteuea y, además, en todo el siguiente grupo de islas: Nukufeta, Funafuti, Nukomo y Pucapuca, luego hasta en Hiau, Uahuka, Uapu y Fukaofu. Se citaron leyendas sobre los diablos del capitán van Toch (principalmente, en la región de Melanesia), y sobre los tritones de la señorita Lily (más bien en la región de Polinesia). Los periódicos juzgaron que se trataba, seguramente, de alguna especie descendiente de los monstruos submarinos antediluvianos (especialmente porque había empezado la temporada de verano y no había de qué escribir). Los monstruos prehistóricos gozaban de gran éxito entre los lectores, en particular en los EE.UU., donde los tritones se pusieron de moda. En Nueva York se presentó, más de trescientas veces consecutivas, un show sobre Poseidón y trescientos hermosos tritones, nereidas y sirenas. En Miami y en las playas californianas, la juventud se bañaba con trajes «Tritón» y «Nereida», o sea, tres hileras de perlas, y nada más, mientras que en los Estados del centro y centro-oeste se fortaleció extraordinariamente el Movimiento para la Defensa de la Moral (MDM), y con este motivo se celebraron manifestaciones por las calles durante las cuales varios negros fueron en parte colgados y en parte quemados. Finalmente se publicó, en The National Geographic Magazine, un boletín de la Expedición Científica de la Universidad de Columbia (organizada a expensas de J.S. Tinsker, llamado el Rey de las conservas); las informaciones estaban firmadas por P.L. Smith, W. Kleinschmidt, Charles Kovar, Louis Forgeron y D. Herrero, es decir, autoridades de fama mundial, especialmente en la rama de parásitos de los peces, gusanos circulares, plantas y biología, embudos y pulgones. Del total de noticias publicamos un extracto:

…En la isla Rakahanga tropezó la expedición, por primera vez, con huellas de las patas posteriores de una salamandra desconocida hasta ahora. Dichas huellas tienen cinco dedos, cuya longitud oscila entre 3 y 4 cm. Por el número de huellas encontradas en las playas de Rakahanga, ha de haber en dicha isla un verdadero hormiguero de las citadas salamandras. Por no haberse encontrado huellas de las patas delanteras (a excepción de una huella de cuatro dedos, seguramente de alguna salamandra pequeña, dedujo la expedición que estas salamandras andan, con toda probabilidad, sobre sus extremidades inferiores.

Queremos subrayar que en la islita de Rakahanga no existe ningún río ni pantano; estas salamandras deben vivir, pues, en el mar, y son con toda seguridad las únicas de su especie que habitan un ambiente pelágico. Es, desde luego, conocido, que el ajolote mejicano (Amblisto-ma mexicanum), habita en lagos de agua salada, pero sobre las salamandras pelágicas (que habitan en los mares), no encontramos referencia alguna ni siquiera en la obra clásica de W. KORNGOLD, Anfibios (Urodelos), Berlín, 1913.

…Esperamos hasta la caída del sol para poder cazar o, por lo menos ver, un ejemplar vivo, pero todo fue inútil. Con sentimiento abandonamos la encantadora islita de Rakahanga, en la que D. HERRERO consiguió encontrar una hermosa y nueva clase de chinche…

En la islita de Tongarewa tuvimos mucha más suerte. Esperamos en la playa con los fusiles preparados. A la caída de la tarde surgió de las aguas una cabeza de salamandra, relativamente grande y un poco aplastada. Al cabo de unos momentos empezaron a salir salamandras del mar y caminaron hacia la playa, balanceándose, pero bastante firmes en sus patas posteriores. Sentadas tenían una altura, aproximadamente, de un metro. Se sentaron formando un círculo y empezaron, con ciertos movimientos especiales, a retorcer la parte superior de su cuerpo como si bailasen. W. KLEINSCHMIDT se levantó para ver mejor. Al ruido, las salamandras volvieron las cabezotas y, por un momento, quedaron paralizadas. Luego se acercaron a él a bastante velocidad, produciendo sonidos guturales como si ladrasen. Cuando estaban ya a unos pasos de distancia, disparamos nuestros fusiles. Las salamandras huyeron precipitadamente y se zambulleron en el mar. Aquella tarde ya no volvieron a salir. En la playa quedaron, solamente, dos salamandras muertas y una con el espinazo roto, que emitía unos sonidos especiales como «o god, o god, o god». Más tarde murió, al abrirle W. KLEINS la cavidad torácica… (Sigue un informe anatómico detallado, que nosotros, legos en la materia, difícilmente comprenderíamos; los lectores especialistas pueden consultar el citado boletín).

De los informes arriba mencionados se desprende que se trata de un típico miembro de la familia de los anfibios urodelos, a la que, como es de todos conocido, pertenece el grupo de las verdaderas salamandras (Salamándridos), que abarca el grupo de los tritones y gallipatos y todos los anfibios pisciformes (ictioideos), incluidos los batracios branquíferos y la salamandra gigante. La salamandra descubierta en la isla de Tongarewa parece ser el pariente más cercano de la salamandra anfibia y, por muchos otros detalles, entre ellos su tamaño, recuerda a la salamandra gigante japonesa (Criptobranchus japonicus) y a la americana llamada «diablo del barro», distinguiéndose de ellas por tener los sentidos más desarrollados y las extremidades más fuertes, lo que le permite moverse con bastante habilidad en el agua y en tierra. (Siguen informes detallados sobre anatomía comparada).

Cuando estudiamos los esqueletos de los animales que habíamos matado, descubrimos algo muy interesante, y es que el esqueleto de estas salamandras coincide exactamente con las huellas fósiles del esqueleto de salamandra encontrado en una losa de ónice por el Dr. JOHANNES JAKUB SCHEUCHZER, y que describió en sus escritos, publicados en 1726, como «Homo diluvii testis».

A los lectores menos expertos les recordaremos que el citado Dr. SCHEUCHZER consideraba dicho fósil como los restos del hombre antediluviano. «Según la figura que adjunto» —escribía— «presentada al mundo erudito en un magnífico grabado en madera, se puede comprobar, sin lugar a dudas, que se trata del retrato del hombre que fue testigo del diluvio universal. No hay ni una sola línea a la que una imaginación exuberante tuviese que buscarle parecido con el hombre, sino, por el contrario, existe una completa armonía con las diferentes partes del esqueleto humano, al mismo tiempo que una simetría perfecta. La fotografía del hombre fósil, presentada en las primeras páginas, es un monumento a la humanidad extinguida, más antiguo que todos los túmulos romanos y griegos, y hasta egipcios, y de todo el Oriente en general.» Más tarde CUVIER reconoció en las huellas fósiles del ónice el esqueleto de una salamandra fosilizada, a la que se llamó Andrias Scheuchzeri Tschudi, y que fue considerada de una especie desaparecida hacía ya mucho tiempo. Por medio de una comparación osteológica conseguimos identificar nuestra salamandra con el antiguo y presunto desaparecido Andrias Scheuchzeri. El misterioso lagarto prehistórico, como se le llama en los periódicos, no es otra cosa que la salamandra fósil Andrias Scheuchzeri o, si es necesario aplicarle un nombre nuevo, Criptobran-chur Tinckeri, o sea, la salamandra gigante de Polinesia.

…Continúa siendo un misterio por qué esta salamandra tan interesante escapó a la atención de la ciencia a pesar de que, por lo menos en las islas Rakahanga y Tongarewa, del archipiélago de Manihiki, aparecen en gran número. Ni siquiera fueron nombradas por RANDOLPH y MONTGOMERY en su libro Dos años en el archipiélago Manihiki (1885). Los nativos de esos lugares aseguran que estos animales —a los que consideran venenosos— empezaron a aparecer hace solamente unos siete u ocho años. Cuentan que los «diablos marinos» saben hablar (!) y construyen, en los golfos donde viven, toda una serie de defensas y diques al estilo de ciudades submarinas. Dicen que en los golfos en que habitan el agua está todo el año en calma, como la de un estanque, y que edifican bajo el agua metros de pasadizos en los que viven durante el día. Por la noche salen a robar a los campos patatas, batatas y otros tubérculos, llevándose, al mismo tiempo, las azadas, picos y otras herramientas de los campesinos. La gente no los quiere y hasta les teme, por lo que, en muchos casos, han preferido abandonar el lugar y trasladarse a otros parajes. Seguramente se trata tan sólo de leyendas primitivas, habiendo sido exaltada, quizá, la imaginación de los nativos por el aspecto repugnante de estas grandes salamandras, que caminan como seres humanos.

También hay que citar con reserva las noticias de los viajeros y exploradores, según los cuales dichas salamandras aparecen también en otras islas además de en las Manihiki. Por el contrario, no cabe la menor duda de que las huellas de las patas posteriores, aparecidas recientemente en una playa de la isla de Tongatabu, según publicó el Capitán CROISSET en La Nature, son huellas de Andrias Scheuchzeri. Este descubrimiento es especialmente importante, porque enlaza los hallazgos en las islas Manihiki con la región australiana y neozelandesa, que guarda tantos residuos de la evolución de la fauna prehistórica. Recordemos, principalmente, el lagarto antediluviano Tuataru que, aún hoy, vive en la isla de Stephen. En estas islitas aisladas, poco habitadas por lo general y alejadas de la civilización, es posible que se hayan conservado ejemplares de este tipo de fauna, desaparecida en otros lugares. Al lagarto fosilizado Hatterrii hay que añadir ahora, gracias al señor J. S. TINCKER, la salamandra antediluviana. El buen Dr. JOHANNES JA-KUB SCHEUCHZER hubiera podido ver ahora la resurrección de su hombre de ónice…

* * *

Este boletín tan instructivo hubiera bastado, seguramente, para aclarar científicamente la cuestión de los misteriosos monstruos marinos, que tantas discusiones habían suscitado. Por desgracia, se publicó al mismo tiempo el informe de un experto holandés llamado Van Hogenhouck, que clasificó esta salamandra gigante en el grupo de verdaderas salamandras o tritones, bajo el nombre de Megatriton moluccanus, e indicó su multiplicación en las islas holandesas del Sudán, Dzillo, Mo-rotai y Ceram. También influyó la opinión del científico francés Dr. Mignard, que las clasificó como salamandras típicas, dándoles como lugar de origen las islas francesas de Takaros, Rangiroa y Raroira y nombrándolas, sencillamente, Cripto-branquios salamandroides. Todavía citaremos el informe de W. Spence, que reconoció en ellas una nueva especie de pelágidos naturales de las islas Gilbert, y que estaba dispuesto a obtener un nuevo ser científico bajo el nombre: Pelagotriton Spence. El señor Spence consiguió transportar un ejemplar vivo hasta el Parque Zoológico de Londres, donde fue objeto de nuevas investigaciones bajo los nombres de Pelagobatracio Hooker, Salamandrops maritimus, Abranchus giganteas, Amphiuma gi-gas y muchos otros. Muchos expertos aseguraban que el Pelagotriton Spence era igual que el Criptobranquios Tinckeri, y que la salamandra de Mignard no era otra que Andrias Scheuch-zeri. Hubo muchas discusiones sobre prioridad y otras cuestiones puramente científicas, y finalmente ocurrió que la Historia Natural de cada país tuvo su propia salamandra, criticando cruelmente las salamandras de los otros países. Por eso, en este importante problema de las salamandras, no se logró nunca una clara explicación científica.

CAPÍTULO IX

Andrew Scheuchzer

Ocurrió un jueves, cuando el Parque Zoológico de Londres estaba cerrado al público. El señor Thomas Gregs, guarda del pabellón de los reptiles, limpiaba los estanques y terrenos de sus protegidos. Estaba solo en el departamento de las salamandras, con la salamandra gigante japonesa, el Helbendr americano, Andrias Scheuchzeri y toda una serie de pequeños lagartos, salamanquesas, ajolotes, etc. El señor Gregs se esmeraba con el trapo y la escoba, silbando Annie Laurie, cuando de pronto una voz cavernosa dijo a su espalda:

—Mira, mamá.

El señor Gregs se volvió y no vio a nadie. Solamente el «diablo del barro» americano masticaba y aquella salamandra negruzca y grande, Andrias Scheuchzeri, estaba apoyada con las patas delanteras en el borde del estanque y retorcía el torso.

—Lo habré soñado… —pensó el señor Gregs, y siguió barriendo el suelo hasta dejarlo reluciente.

—Mira, una salamandra —oyó de nuevo a su espalda.

El señor Gregs se volvió rápidamente. Aquella salamandra negra, aquel Andrias Scheuchzeri, le miraba haciéndole guiños con los párpados inferiores.

—¡Uy! ¡qué feo es! —dijo de pronto la salamandra—. Vámonos de aquí, querido.

El señor Gregs se quedó con la boca abierta.

—¿Qué?

—¿No muerde? —pareció graznar la salamandra.

—¿Tú… tú sabes hablar? —dijo admirado el señor Gregs.

La salamandra retorció su cuerpo.

—Me da miedo, mamá —exclamó la salamandra—. ¿Qué comerá?

—Di «buenos días» —dijo admirado el señor Gregs.

La salamandra se retorció como si le diese vergüenza.

—Buenos días —pronunció en una especie de ladrido—. Buenos días, buenos días. ¿Puede darme un pastel?

El señor Gregs buscó confuso en su bolsillo y sacó un pedazo de galleta.

—Toma —dijo.

La salamandra tomó la galleta con su pata y empezó a comérsela.

—Mira, una salamandra —dijo contenta—. Papá, ¿por qué es tan negra?

De pronto se zambulló en el agua y sacó la cabeza.

—¿Por qué está en el agua?, ¿por qué? ¡Uy, qué fea es!

El señor Gregs se rascaba la nuca sorprendido. «¡Aja!», pensó, «la salamandra repite lo que oye decir a la gente.»

—Di «Gregs» —probó.

—Di Gregs —repitió la salamandra.

—Señor Thomas Gregs.

—Señor Thomas Gregs.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, señor. Buenos días, señor. Buenos días, señor —parecía que la salamandra no podía saciar su ansia de hablar, pero el señor Gregs no sabía ya qué decirle. El señor Gregs no era hombre de muchas palabras.

—Bueno, cierra ya el hocico —dijo—. Cuando acabe el trabajo te enseñaré a hablar si quieres.

—Bueno, cierra ya el hocico —gruñó la salamandra. — Cuando acabe el trabajo te enseñaré a hablar. Buenos días, señor.

Pero la dirección del Zoo no veía con buenos ojos que los guardias enseñasen cosas a sus pupilos. Si hubiese sido a los elefantes, bien, pero los otros animales estaban allí para servir de enseñanza y no para hacer exhibiciones circenses. Por ello, el señor Gregs, cuando el Parque Zoológico quedaba desierto, entraba en el pabellón de las salamandras y pasaba allí horas y horas, más o menos en secreto. Como era viudo, a nadie le extrañaba su aislamiento, ¡allá cada uno con sus gustos y rarezas! Además, el pabellón de las salamandras era de los menos visitados. El cocodrilo, por ejemplo, gozaba de más popularidad, pero Andrias Scheuchzeri pasaba días y más días en una soledad completa.

Una vez, cuando oscurecía y se cerraban ya los pabellones, paseaba el director del Zoo, Sir Charles Wiggan, por algunas de las secciones, para cerciorarse de que todo estaba en orden. Al pasar por el pabellón de las salamandras se oyó un chapoteo en una de las piscinas y una voz cavernosa dijo:

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches —respondió el director sorprendido—. ¿Quién está ahí?

—Perdone, señor —dijo la voz cavernosa—, yo no soy el señor Gregs.

—¿Quién está ahí? —repitió el director.

—Andy, Andrew Scheuchzer.

Sir Charles se acercó más al estanque. En él había, solamente, una salamandra de pie e inmóvil.

—¿Quién habla ahí?

—Andy, señor —dijo la salamandra—. ¿Quién es usted?

—Wiggan —dijo maravillado Sir Charles.

—Mucho gusto —respondió Andrias respetuosamente—. ¿Cómo está usted?

—¡Al diablo! —gritó Sir Charles—. ¡Gregs! ¡Eh, Gregs!

La salamandra dio media vuelta y se escondió rápidamente en el agua.

En la puerta apareció el señor Gregs, jadeando e inquieto.

—¿Desea usted, señor?

—Gregs, ¿qué significa esto? —explotó Sir Charles.

—¿Ha ocurrido algo, señor? —tartajeó el señor Gregs inseguro.

—¡Este animal habla!

—Perdone, señor —dijo el señor Gregs confuso—. Eso no debe hacerse, Andy. Ya te he dicho mil veces que no debes molestar a la gente con tu conversación. Perdone usted, Sir Charles, no se volverá a repetir.

—¿Usted ha enseñado a hablar a esa salamandra?

—Ella empezó primero —trató de disculparse el señor Gregs.

—Espero que esto no volverá a repetirse, Gregs —dijo severamente Sir Charles—. De ahora en adelante, tendré mucho cuidado con usted, señor Gregs.

* * *

Algún tiempo después de este acontecimiento, estaba el director Sir Charles en animada conversación con el profesor Petrov sobre la, así llamada, inteligencia de los irracionales, los reflejos condicionados y la tendencia de la gente a exagerar el conocimiento de los animales. El profesor Petrov manifestó sus dudas sobre los caballos de Elberfelds que, según se decía, sabían no solamente contar, sino también extraer las raíces y elevar al cuadrado y al cubo. «Si eso no lo sabe ni un hombre con una cultura normal», pensaba el distinguido profesor. Sir Charles recordó a la salamandra habladora de Gregs.

—Yo tengo aquí una salamandra —comenzó indeciso—, la conocida Andrias Scheuchzeri, y ¿sabe usted que ha aprendido a hablar como un loro?

—¡Imposible! —dijo el erudito.

Y después de un momento, añadió:

—Las salamandras tienen la lengua pegada. —Venga usted a verla —dijo Sir Charles—. Hoy es día de limpieza, así que no habrá tanta gente.

Y fueron.

A la entrada del pabellón de las salamandras Sir Charles se detuvo. Dentro se oía el roce de la escoba contra el suelo y una voz monótona que silabeaba algo.

—Espere —cuchicheó Sir Charles Wiggan.

¿Hay gente en Marte? —silabeaba la voz monótona.

—¿Quiere que se lo lea?

—Léeme cualquier cosa, Andy —contestaba otra voz.

¿Quién ganará el Derby de este año, Pelharn-Beauty o Gobernador?

—Pelham-Beauty —contestó la otra voz—, pero sigue leyendo.

Sir Charles abrió silenciosamente la puerta. El señor Thomas Gregs barría el suelo con la escoba, y en el estanque con agua de mar estaba sentado Andrias Scheuchzeri que, despacio, con voz que parecía más bien un graznido, silabeaba ante un periódico vespertino que sostenía entre sus patas delanteras.

—¡Gregs! —llamó Sir Charles.

La salamandra se escondió inmediatamente bajo el agua.

El señor Gregs, asustado, dejó caer la escoba.

—¿Decía usted, señor?

—¿Qué significa esto?

—Le ruego que me disculpe, señor —tartamudeó el desgraciado Gregs—. Andy me lee mientras yo limpio, y cuando barre él, le leo yo.

—¿Y quién le ha enseñado?

—Ha aprendido él solo, señor. Yo… yo le doy el periódico para que no hable tanto. He pensado que más vale que aprenda a hablar como una persona culta.

—Andy —llamó Sir Charles Wiggan.

Del agua salió una cabezota negra.

—Diga usted, señor —graznó.

—Ha venido a verte el profesor Petrov.

—Mucho gusto, señor. Soy Andy Scheuchzeri.

—¿Y cómo sabes que te llamas Andrias Scheuchzeri?

—Está escrito aquí, señor. Andrias Scheuchzeri, Islas Gilbert.

—¿Y lees la prensa muy a menudo?

—Sí, señor. Cada día.

—¿Y qué te interesa más del periódico?

—La información de tribunales, las carreras de caballos y el fútbol.

—¿Has visto alguna vez jugar al fútbol?

—No, señor.

—¿O las carreras de caballos?

—Tampoco, señor.

—Entonces, ¿por qué lo lees?

—Porque está en el periódico, señor.

—¿No te interesa la política?

—No, señor. ¿HABRÁ GUERRA?

—Eso nadie lo sabe, Andy.

Alemania está construyendo un nuevo tipo de submarino —dijo Andy preocupado—. Los rayos de la muerte pueden convertir una fortaleza en un desierto.

—¿Eso lo has leído en el periódico también? —preguntó Sir Charles.

—Sí, señor. ¿ Ganará el Derby Pelham-Beauty o Gobernador?

—¿Qué te parece a ti, Andy?

Gobernador, señor. Pero el señor Gregs cree que ganará Pelham-Beauty. —Andy movió su cabezota.

Compre usted mercancía inglesa, señor. Los tirantes Sni-der, ¡los mejores! ¿Ha comprado usted ya un nuevo seis cilindros Tancred Júnior? ¡Rápido, económico, elegante!

—Gracias, Andy. Eso basta.

—¿Qué artistas cinematográficos son sus preferidos?

Al profesor Petrov se le erizaron los cabellos y el bigote.

—Perdone, Sir Charles —balbuceó— pero debo marcharme ya.

—Está bien, vamos. Andy, ¿te sabría mal que vinieran a visitarte unos cuantos hombres de ciencia? Creo que les interesaría hablar contigo.

—Tendré mucho gusto, señor —medio graznó la salamandra—. ¡Hasta la vista, Sir Charles! ¡Hasta la vista, profesor!

El profesor estaba nervioso y escapó dando resoplidos y hablando solo.

—Perdón, Sir Charles —dijo finalmente—. ¿Podría usted enseñarme algún animal que no lea periódicos?

* * *

Los hombres de ciencia que fueron a visitar a Andy eran: Sir Bertram Dash, Doctor en Medicina, el profesor Ebbigham, Sir Oliver Dodge, Julián Poxley y otros. Citaremos, solamente, parte del informe de sus experimentos con Andrias Scheuchzeri.

—¿Cómo se llama usted?

Respuesta: Andrew Scheuchzeri.

—¿Qué edad tiene?

Respuesta: Eso no lo sé. ¿Quiere parecer joven? Use corsets Libella.

—¿Qué día es hoy?

Respuesta: Lunes. Hace buen tiempo, señor. Este sábado correrá Gibraltar en Epsom.

—¿Cuánto es tres por cinco?

Respuesta: ¿Por qué?

—¿Sabe usted contar?

Respuesta: Sí, señor. ¿Cuánto es diez y siete por veintinueve?

—Déjenos preguntar a nosotros, Andrew. Nómbrenos algún río de Inglaterra.

Respuesta: El Támesis.

—¿Algún otro?

Respuesta: El Támesis.

—No sabe otros, ¿verdad? ¿Quién gobierna en Inglaterra?

Respuesta: El rey Jorge, ¡Dios lo bendiga!

—Está bien, Andy. ¿Cuál es el mejor escritor inglés?

Respuesta: Kipling.

—Muy bien. ¿Ha leído algo de él?

Respuesta: No. ¿Les gusta a ustedes Mae West?

—Preferimos ser nosotros los que hagamos las preguntas, Andy. ¿Qué sabe sobre la historia de Inglaterra?

Respuesta: Les puedo hablar sobre Enrique VIII.

—¿Y qué puede decirnos sobre él?

Respuesta: Que es la mejor película de la última temporada. Fastuosa presentación, extraordinario espectáculo.

—¿La ha visto usted?

Respuesta: No la he visto. ¿Quiere conocer Inglaterra? Cómprese un Ford Baby.

—¿Qué preferiría ver usted más que nada?

Respuesta: Las regatas Oxford-Cambridge, señor.

—¿Cuántas son las partes del mundo?

Respuesta: Cinco.

—Muy bien. Nómbrelas.

Respuesta: Inglaterra y las otras.

—¿Cuáles son las otras?

Respuesta: Los bolcheviques, los alemanes e Italia.

—¿Dónde están las Islas Gilbert?

Respuesta: En Inglaterra. Inglaterra no estará atada de pies y manos en su fortaleza. Inglaterra necesita diez mil aviones. Visiten las playas del Sur de Inglaterra.

—¿Nos permite que le miremos la lengua?

Respuesta: Sí, señor. Límpiese los dientes con pasta Flit. ¿Quiere tener aliento fresco? Use pasta Flit.

—Gracias, eso basta. Y, ahora, díganos, Andy…

Etcétera… El informe de la charla con Andrias Scheuchzeri ocupaba dieciséis páginas completas y fue publicado en The Natural Science. En las últimas páginas del informe estaban resumidos los resultados de los experimentos en la forma siguiente:

1. Andrias Scheuchzeri, salamandra criada en el Parque Zoológico de Londres, sabe hablar, aunque con un sonido cavernoso. Cuenta con un vocabulario de unas cuatrocientas palabras.

Dice, solamente, lo que ha oído o leído. No se puede, de ningún modo, hablar de que piense por sí sola. Su lengua es bastante movible y sus órganos vocales, debido a las circunstancias, no fue posible examinarlos de cerca.

2. La salamandra antes mencionada sabe leer, pero solamente periódicos vespertinos. Le interesan las mismas cosas que a un inglés de tipo corriente y reacciona a los acontecimientos de la misma forma, o sea, según las opiniones comunes establecidas. Su vida síquica —si es que se puede hablar de tal cosa— es la herencia, precisamente, de las ideas y opiniones propias de estos tiempos.

3. No es necesario dar demasiada importancia a su inteligencia, porque en ningún aspecto sobrepasa a la del hombre corriente de nuestros días.

A pesar de esta sensata opinión de los expertos, la salamandra parlante se convirtió en la sensación del Zoo londinense. El querido Andy fue rodeado por el público, que quería entablar con él conversación sobre los temas más variados, empezando por el tiempo y terminando por la crisis económica y política. Mientras tanto, recibía de sus visitantes tantos bombones y chocolate, que acabó por ponerse muy enfermo de una dolencia intestinal. El pabellón de las salamandras tuvo que ser cerrado, pero ya era tarde: Andrias Scheuchzeri, llamado Andy, murió a causa de su popularidad. Como ven ustedes, la fama corrompe hasta a las salamandras.

CAPÍTULO X

Las fiestas de Nové Strasecí

El señor Povondra, portero de la casa del señor Bondy, pasaba aquel año las vacaciones en su pueblo natal. Nos encontramos con él el día antes de comenzar las fiestas del pueblo. El señor Povondra salió de paseo llevando de la mano a su hijo Frantik, de ocho años de edad.

En toda Nové Strasecí se sentía un agradable olor a tortas y buñuelos, y por las calles cruzaban las mujeres y muchachas llevando bandejas llenas de tortas sin cocer, en dirección al horno. En la plaza principal ya habían levantado dos puestos los confiteros, un tendero con sus artículos de cristal y porcelana, y una alborotada mujer que vendía toda clase de mercancía. Y además, había una especie de tienda de lona, cubierta por todas partes con pedazos de toldo. Un hombre pequeñito, subido en una escalera, estaba precisamente colocando un letrero.

El señor Povondra se paró curioso a mirar qué decía.

El hombre pequeñito bajó de la escalera y miró satisfecho el cartel colgado. Y el señor Povondra leyó, con gran sorpresa, lo siguiente:

El señor Povondra recordó a aquel hombre grandote y fuerte con la gorra de marinero, el capitán al que una vez dejó pasar a entrevistarse con el señor Bondy. «¡Sí que le deben ir las cosas mal!», pensó el señor Povondra. «¡Capitán, y tiene ahora que recorrer el mundo con un circo tan miserable y en una tienducha así! ¡Si era un hombre con tan buen aspecto! Debería entrar a verlo», se dijo el señor Povondra compasivo.

Mientras tanto, el hombrecito había colgado, junto a la entrada de la tienda, otro cartel:

El señor Povondra dudó. Dos coronas por él y una por el niño era demasiado dinero. Pero Frantik estudiaba bien, y conocer los animales exóticos también es instructivo. El señor Povondra estaba dispuesto a sacrificar algo por la cultura y, decidido, se acercó al hombrecito pequeño y seco.

—Amigo —dijo—, quisiera hablar con el capitán J. van Toch.

El hombrecito infló el pecho bajo la camiseta a rayas.

—Servidor de usted, señor.

—¿Usted es el capitán van Toch? —se extrañó el señor Povondra.

—Sí, señor —respondió el hombrecito, señalando un ancla que llevaba tatuada en la muñeca.

El señor Povondra lo contempló pensativo. ¿Podría ser que el capitán se hubiera encogido de ese modo? ¡No era posible!

—Es que yo conozco al capitán van Toch personalmente, señor —dijo—. Yo soy Povondra.

—Ése es otro cantar —exclamó el hombrecito—. Pero las salamandras son verdaderamente del capitán van Toch, señor. Salamandras australianas garantizadas, señor. Haga usted el favor de pasar adelante. Precisamente, va a comenzar la gran representación —cacareó levantando la lona que hacía de puerta.

—Vamos, Frantik —dijo papá Povondra, y entraron.

Junto a una pequeña mesa se sentó, rápidamente, una mujer extraordinariamente gorda y alta. «¡Vaya una pareja!», pensó el señor Povondra pagando sus tres coronas. Dentro del barracón no había nada, más que un cierto olor desagradable que se desprendía de una especie de bañera de hojalata.

—¿Dónde están esas salamandras? —preguntó el señor Povondra.

—En la bañera —respondió sin interés la gigantesca dama.

—No tengas miedo, Frantik —dijo Povondra acercándose al baño. En el agua estaba echado algo negro e indolente, del tamaño de un inmenso pez; solamente la piel de su nuca se inflaba y desinflaba.

—Mira, éste es el lagarto antediluviano del que se habló en los periódicos —dijo en plan de instrucción papá Povondra, sin manifestar su desilusión. («¡Otra vez me he dejado engañar!» pensaba, «pero que no se dé cuenta el niño, ¡lástima de tres coronas!»

—¿Por qué está en el agua, papá? —preguntó Frantik.

—Porque las salamandras viven en el agua, ¿sabes?

—¿Y qué come, papá?

—Peces y cosas por el estilo —respondió papá Povondra—. ¡Algo ha de comer!

—¿Y por qué es tan horrenda? —añadió Frantik.

El señor Povondra no sabía qué decir pero, en aquel momento, entró en el barracón el hombrecito.

—Por favor, señoras y caballeros —dijo con voz ronca.

—¿Tiene usted solamente esa salamandra? —preguntó el señor Povondra acusador. (Si al menos hubiese dos, ya no resultaba tan caro.)

—La otra se ha muerto hace poco —dijo el hombrecito—. Pues sí —continuó— éste, señoras y caballeros, es el famoso Andrias, importante y venenosa salamandra de las islas de Australia. En su lugar de origen llega a alcanzar la altura de un hombre y anda sobre sus patas traseras. ¡Venga! —dijo hurgando con un palo a aquello negruzco e indolente que estaba inmóvil en el agua. Aquello negro se removió y, con dificultad, se levantó del agua. Frantik retrocedió un poco, pero papá Povondra le apretó la manita como diciéndole: «No temas, yo estoy aquí.»

El animal se alzó sobre sus patas traseras, sosteniéndose con las otras en el borde de la bañera. Las agallas de su pescuezo se movían convulsivamente y su negro hocico trataba de atrapar aire. Su piel, demasiado libre, estaba llena de verrugas y sus ojos, redondos como los de las ranas, se cubrían por momentos, como doloridos, con la membrana de sus párpados inferiores.

—Como ven ustedes, señoras y caballeros —continuaba el hombrecito—, este animal tiene agallas y pulmones, a fin de poder vivir en el agua y respirar cuando sale a tierra. En las patas traseras tiene cinco dedos, en las delanteras, cuatro. También sabe coger y sostener cosas con las manos. Toma —el animal tomó entre sus dedos la vara y la sostuvo ante sí como un cetro.

—Además, hace perfectamente un nudo en una cuerda —anunció el hombrecito. Y le dio una cuerda sucia. El animal la sostuvo algún tiempo entre sus dedos y luego hizo un magnífico nudo.

—Ahora tocará el tambor y bailará —cacareó el hombrecito, dándole al animal un tambor y unos palillos. El animal dio algunos golpes en el tambor y contoneó la parte superior de su cuerpo. Al hacerlo, se le cayó un palillo al agua.

—¡Aparta, estúpida! —exclamó el hombrecito recogiéndolo—. Y este animal —añadió aumentando la solemnidad de su voz— es tan inteligente y listo que sabe hablar como cualquier persona. —Al decir esto, batió palmas.

Guten Morgen —graznó el animal guiñando dolorosa-mente sus párpados—. Buenos días.

El señor Povondra casi se asustó, pero a Frantik no le causó la menor impresión.

—¿Qué se le dice al distinguido público? —le preguntó secamente el hombrecito.

—¡Bienvenidos! —dijo la salamandra inclinándose. Sus agallas se abrieron convulsivamente.

Wellcome, Benvenuti.

—¿Sabes contar?

—Sé.

—¿Cuánto son seis por siete?

—Cuarenta y dos —contestó con dificultad la salamandra.

—¿Lo ves, Frantik, qué bien sabe contar? —advirtió papá Povondra.

—Señoras y caballeros —cacareó nuevamente el hombrecito—, ustedes mismos pueden hacerle las preguntas que gusten.

—Anda, Frantik, ¡pregúntale algo! —le animó el señor Povondra.

Frantik empezó a contonearse sin saber qué hacer.

—¿Cuánto son ocho por nueve? —exclamó por fin. Seguramente, esto le parecía lo más difícil de saber.

La salamandra contestó lentamente.

—Setenta y dos.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Povondra.

—Sábado —fue la respuesta.

El señor Povondra movió la cabeza admirado.

—¡De verdad! ¡Lo mismo que un hombre! ¿Cómo se llama este pueblo?

La salamandra abrió el hocico y cerró los ojos.

—Ya está cansada —explicó el hombrecito—. ¿Cómo te despides de los señores?

La salamandra se inclinó.

—Mis respetos. Muchísimas gracias. Adiós. Hasta la vista —y, rápidamente, se escondió en el agua.

—Es un… es un animal verdaderamente extraordinario —dijo con admiración el señor Povondra. Pero como, a pesar de todo, tres coronas le parecía demasiado dinero, preguntó todavía al hombrecito—: ¿Y no tiene usted nada más por aquí que pudiera enseñar a este niño?

El hombrecito estiró el labio inferior con perplejidad.

—Eso es todo —dijo—. Antes tenía monas, pero con ellas siempre ocurre lo mismo —explicó poco preciso—. Como no quiera usted que le enseñe a mi mujer… Antes era la mujer más gorda del mundo. ¡Maruska, ven aquí!

Maruska se levantó con dificultad.

—¿Qué quieres?

—Ven a que te vea este señor.

La mujer más gorda del mundo inclinó la cabeza hacia un lado con coquetería, adelantó una pierna y se levantó la falda por encima de la rodilla. Apareció una media roja de lana y de ella se veía sobresalir algo así como un jamón.

—La circunferencia de la pierna, por arriba, es de 80 cm. —explicó el hombrecillo—, pero hoy, con tanta competencia, Maruska ya no es la mujer más gorda del mundo.

El señor Povondra se llevó rápidamente al maravillado Frantik.

—Beso a usted la mano —graznó aquello negruzco del baño—. Venga usted a vernos otra vez. Auf wiedersehen.

—Bien, Frantik, dime, ¿has aprendido algo? —preguntó papá Povondra a su hijito cuando salieron a la calle.

—He aprendido mucho, papá —respondió Frantik—. Papá, ¿por qué llevaba esa señora las medias rojas?

CAPÍTULO XI

Sobre los lagartos humanos

Sería exagerado decir que en aquella época no se hablaba ni se escribía de otra cosa que de las salamandras. También se comentaba y escribía sobre la futura guerra, sobre la crisis económica, los partidos de fútbol, las vitaminas y la moda. Pero las salamandras eran uno de los puntos preferidos y trataba sobre ellas toda clase de gente, a veces no muy experta. Por ello, el destacado erudito profesor Dr. Vladimir Uher (de la Universidad de Brno) escribió un artículo en el Lidoré Noviny en el que señalaba lo siguiente: «El hecho de que Andrias Scheuch-zeri pueda hablar articuladamente no es, ni más ni menos, que lo que estamos acostumbrados a considerar normal en los papagayos. Mucho más interesantes, desde el punto de vista científico, son otras cuestiones referentes a este anfibio. El misterio de Andrias Scheuchzeri es muy diferente; por ejemplo, de dónde ha salido y cuál es su lugar de origen, en el que ha vivido toda esta época geológica. Por qué fue desconocido durante tanto tiempo, cuando ahora anuncian haberlo visto en grandes cantidades en casi toda la línea ecuatorial del Océano Pacífico. Parece ser que, en los últimos tiempos, se multiplicaba de manera extraordinaria. ¿De dónde ha surgido esa vitalidad en este monstruo de la época terciaria que, hasta hace poco, estaba completamente escondido en regiones esporádicas y llevaba una existencia topográficamente aislada? ¿Cambiaron, quizá, las condiciones de vida de esta salamandra fósil, en un sentido biológicamente favorable, de forma tal que, para los descendientes de aquel extraordinario monstruo del mioceno, llegó una época de evolución? Si es así, no está descartado el que Andrias Scheuchzeri no sólo se multiplique rápidamente, sino que se desarrollen sus cualidades, y nuestra ciencia tendrá una ocasión única de asistir, por lo menos, en un ser viviente, a una segunda e inmensa mutación de la Historia «in actu». Eso de que Andrias Scheuchzeri grazne unas cuantas decenas de palabras y haya aprendido a hacer algunas cosas que a los profanos les parecen manifestaciones de inteligencia no es, desde el punto de vista científico, ningún milagro. Lo que considero un verdadero milagro es ese poderoso afán de multiplicarse que tan de repente y con tanto ímpetu revivió la apagada existencia de ese ser de evolución atrasada y ya casi desaparecido. Hay que advertir algunas circunstancias especiales: Andrias Scheuchzeri es la única salamandra que vive en el mar y —todavía más extraño— la única que se presenta en la región etiópico-australiana, en la mítica Lemuria. ¿No podríamos casi decir que la Naturaleza quiere ahora volcar su gracia sobre unos seres vivos a los que había olvidado casi por completo? Y además, sería extraño que en la región de los océanos, situada entre la Gran salamandra japonesa por una parte, y el «diablo del barro» por la otra, no hubiese ningún eslabón que los uniera. Si el Andrias no existiera, el lugar que habríamos fijado como el de su pasada existencia sería, precisamente, la región donde ha aparecido ahora. Parece como si, de repente, ocupase el lugar en el que, según los geógrafos y las condiciones de evolución, vivía en tiempos prehistóricos. Sea como sea, —concluía el erudito profesor—, en esta resurrección de la salamandra miocénica vemos con respeto y admiración que el Genio de la evolución en nuestro planeta todavía no ha terminado su obra creadora.»

Este artículo se publicó a pesar de las silenciosas pero enérgicas protestas de la redacción de que dichas disertaciones tan eruditas no correspondían en realidad a los periódicos. Por aquellos días el profesor Uher recibió una carta de uno de los lectores de su artículo. Decía lo siguiente:

Muy ilustre señor:

El año pasado compré una casa en la plaza de Cáslav. Al recorrer las diferentes habitaciones encontré, en una caja que había en el portal, viejos e interesantes documentos científicos, como, por ejemplo, dos años completos de la revista Hyllos, de 1821-22. Los mamíferos de Jan Svatopluk Presl, Fundamentos de la Naturaleza o la Física de Vojtech Sedlácek, diecinueve años completos de la revista Paso y trece años de la Revista del Museo Central Checo. En una traducción de Prelov de la obra de Cuvier Disertaciones sobre los cambios de la corteza terrestre (del año 1834), encontré como señal un recorte de algún periódico antiguo, en el que leí un informe sobre una especie rara de reptiles.

Al leer su extraordinario artículo sobre estas salamandras, recordé dicho recorte y se lo adjunto. Creo que para usted puede tener interés. Recíbalo, pues, de un entusiasta amigo de la Naturaleza y ardiente lector de usted.

Con todo respeto,

Y. V. NAJMAN

En el recorte del artículo incluido no había ni título ni año. Según la letra y ortografía parecía ser de la tercera década del pasado siglo. Estaba tan amarillento que difícilmente se podía leer. El profesor Uher iba ya a tirarlo al cesto de los papeles, pero estaba emocionado por la antigüedad de aquel impreso y empezó a leerlo. Al cabo de un momento respiró fuerte y dijo: «¡Caramba!», arreglándose las gafas muy excitado. En el recorte de periódico leyó lo siguiente:

SOBRE

LOS LAGARTOS

HUMANOS

En un diario extranjero hemos leído que cierto capitán de un barco de guerra inglés, volviendo de países lejanos, informó sobre unos reptiles que había encontrado en una pequeña isla del mar de Australia. En dicha islita existe un lago con agua salada, pero que no tiene ninguna comunicación con el mar, siendo también bastante impenetrable. Junto a ese lago estaban descansando el capitán y el médico del barco. De pronto salió del lago un animal parecido a un lagarto, pero caminando sobre dos extremidades como las personas; era del tamaño de un perro marino o de una foca y, al llegar a la orilla, empezó a contonearse como si bailara. El capitán y el médico dispararon y cazaron dos de estos animales. Dicen que tienen el cuerpo liso, sin vello o escamas, y son bastante parecidos a las salamandras. A causa del mal olor que despedían, los tuvieron que dejar en el lugar y ordenaron a los marinos que cazasen en aquel lago un par de monstruos y los llevasen vivos al barco. Los marinos llegaron al lago y aniquilaron a los lagartos, llevando solamente dos al barco. Decían que echaban un líquido venenoso que producía el mismo escozor que las ortigas. Los dos lagartos fueron metidos en un barril con agua de mar, a fin de que llegasen vivos a Inglaterra, pero ¡todo fue inútil! Al acercarse el barco a la isla de Sumatra desaparecieron. Según dicen, los lagartos prisioneros salieron de los barriles y, por una ventanilla, saltaron al mar. Según testimonio del capitán y otros testigos, es un animal muy raro, pero, sin embargo, no peligroso para el hombre. Podríamos llamarles, con derecho, Lagartos humanos.

Hasta aquí el recorte.

—¡Caramba! —repetía excitado el profesor Uher—. ¿Por qué no habrá algún dato o, por lo menos, el título del periódico que lo publicó? ¿Y qué periódico extranjero sería, cómo se llamaría aquel capitán, aquel capitán, cuál sería el nombre del barco inglés? ¿En qué islita del mar de Australia ocurriría el suceso? ¿No podría ser la gente más exacta y… ¡sí, desde luego!, más científica? ¡Si éste es un documento histórico de un valor incalculable!

Una islita en el mar de Australia, sí. Un lago con agua salada. Según eso, debía de ser una isla de coral con una laguna, difícil de descubrir. Precisamente, el lugar apropiado para que se pudiesen conservar esos fósiles, aislados del ambiente de evolución más progresiva y sin que nadie los molestase en su reserva natural. Desde luego, no podían multiplicarse mucho, porque en el lago no hubieran encontrado alimento necesario.

Eso está claro, se dijo el profesor. Animales parecidos a los lagartos pero sin escamas y caminando sobre dos extremidades como las personas; o sea, Andrias Scheuchzeri u otra salamandra muy parecida a ella. Supongamos que era nuestro Andrias; supongamos que esos malditos marineros exterminaron todas las salamandras que había en el lago, y que solamente una pareja llegó viva al barco y, al acercarse a Sumatra, se escapó al mar. O sea, directamente a la línea del Ecuador, en condiciones biológicas altamente favorables y en un ambiente que les suministraba alimentos en abundancia. ¿Era posible que ese cambio de ambiente hubiera dado a las salamandras del mioceno ese gran impulso de desarrollo? Es cierto que estaban acostumbradas al agua salada. Si imaginamos su nueva residencia en una bahía tranquila, cerrada, con grandes cantidades de alimentos, ¿qué hubiera podido ocurrir? La salamandra, trasladada a un ambiente propicio, empieza a multiplicarse con enorme energía. ¡Eso es! La salamandra empieza a desarrollarse con gran entusiasmo, se agarra a la vida con locura y se multiplica extraordinariamente, porque sus nuevos huevos y renacuajos no tienen en aquel ambiente ningún enemigo. Ocupa una isla tras otra (pero lo extraño es que parecen haber pasado por alto algunas islas). Por lo demás, es la emigración típica tras el alimento. Y ahora, una cuestión: ¿Por qué no se desarrollaron ya antes? ¿No está esto relacionado con el hecho de que en la región etiópico-australiana no existe, o hasta ahora no ha existido, ninguna salamandra? ¿No ocurrieron en esta región, quizá durante el mioceno, algunos cambios desfavorables en el sentido biológico para las salamandras? Solamente en una isla, en un pequeño lago cerrado, se conservó el lagarto miocénico; desde luego, al precio de la paralización de su desarrollo. Su marcha evolutiva se paralizó, como una cuerda metálica en tensión que no se pudiera enrollar. También pudiera ser que la Naturaleza tuviese grandes planes para esta salamandra, que debía desarrollarse más y más y alcanzar quién sabe qué altura… (El profesor Uher sintió un pequeño escalofrío al imaginárselas). ¡Quizá era, precisamente, Andrias Scheuchzeri la que tenía que convertirse en el hombre del mioceno!

Este animal, no desarrollado completamente, se encuentra de pronto en un nuevo y prometedor ambiente. La cuerda en tensión, cede. ¡Con cuánta ansia de vida, con qué vigor miocénico y avidez se precipita Andrias Scheuchzeri por el camino del desarrollo! ¡Con qué fiebre trata de alcanzar todo el tiempo perdido en aquellos cientos de miles y millones de años! ¿Se conformará con el desarrollo gradual que lleva hoy? ¿Estará satisfecha con su florecimiento actual, del que somos testigos? o ¿estamos en el umbral de su evolución y esto es, solamente, la preparación para llegar quién puede saber adonde?

Éstas fueron las consideraciones y puntos de vista que el profesor Dr. Vladimir Uher escribió mirando el recorte amarillento del viejo periódico, temblando con el entusiasmo intelectual de un descubridor.

—Lo publicaré en los periódicos —dijo—, porque las revistas científicas no las lee nadie. ¡Que sepa todo el mundo de qué gran acontecimiento de la Naturaleza somos testigos!

Y le pondré por título:

¿TIENEN ALGÚN

PORVENIR

LAS SALAMANDRAS?

Pero la redacción del Lidové Noviny leyó el artículo del profesor Uher y sacudió la cabeza. ¡Otra vez las salamandras! Nuestros lectores están cansados de esas historias. Ya sería hora de publicar otras cosas… Y, además, relatos tan científicos no son apropiados para los periódicos.

Como consecuencia, el artículo sobre el porvenir de las salamandras no llegó a publicarse.

CAPÍTULO XII

El sindicato de las salamandras

El presidente G.H. Bondy hizo sonar la campanilla y se puso de pie.

—Respetable asamblea —comenzó—, tengo el honor de abrir esta reunión general extraordinaria de la Sociedad Exportadora del Pacífico. Doy la bienvenida a todos los presentes y les agradezco su numerosa asistencia.

—Señores —continuó con voz conmovida—, me toca el penoso deber de comunicarles una dolorosa noticia. El capitán John van Toch ya no existe. Ha muerto nuestro, por así decirlo, fundador, padre de la feliz idea de entablar relaciones comerciales con miles de islas del lejano Pacífico, nuestro primer capitán y ferviente colaborador. Falleció a principios de este año a bordo de nuestro barco Sárka, no lejos de la isla de Fanning, a consecuencia de un ataque cerebral que le sobrevino durante el cumplimiento de su deber. («Vaya escándalo que debía de estar armando el viejo!» pensó Bondy). Les suplico que en honor a su memoria se pongan ustedes de pie.

Los señores se pusieron de pie, haciendo un terrible ruido con las sillas, y guardaron un silencio solemne dominado por la idea común de si aquella reunión general iba a durar demasiado. (¡Pobre camarada van Toch!) —pensaba verdaderamente emocionado G.H. Bondy. ¡Qué aspecto tendrá ahora! Seguramente lo arrojarían al mar, ¡habría que haber oído el chapoteo! Era un buen hombre y tenía unos ojos tan azules…).

—Muchas gracias, señores —añadió brevemente—, por haber recordado con tanta emoción al capitán van Toch, amigo personal mío. Suplico al Sr. director Volavka nos informe sobre los resultados económicos con que puede contar este año la S. E. P. Las cifras no son definitivas, pero les advierto que no esperen que puedan sufrir algún cambio considerable hasta fin de año. Así que, señor director, haga usted el favor.

—Muy honorable asamblea —comenzó en un susurro el señor director Volavka, y luego alzó la voz—. La situación del mercado de perlas es muy insatisfactoria. Después del año pasado, en que la producción de perlas se multiplicó casi por veinte en comparación con el ya favorable año 1925, comenzó a descender catastróficamente el precio de las perlas hasta en un sesenta y cinco por ciento. Por ello, el Consejo Central ha decidido no sacarlas este año al mercado, guardándolas para una época en que sea mayor la demanda. Por desgracia, en el otoño del año pasado las perlas dejaron de estar de moda, quizá por haberse abaratado tan considerablemente.

—En nuestra filial de Amsterdam están en almacén más de doscientas mil perlas que, por ahora, casi no tienen salida. Por el contrario, —siguió susurrando el director Volavka—, este año la producción de perlas está reduciéndose peligrosamente.

—Fue preciso abandonar muchos criaderos porque su rendimiento no compensaba los gastos del viaje hasta dichos lugares. Los bancos de perlas encontrados hace dos o tres años parecen estar, en mayor o menor medida, agotados. Por eso, el Consejo Central decidió dirigir su atención hacia otros productos de la profundidad de los mares, como son los corales, las conchas y las esponjas. Es cierto que hemos conseguido revivir el mercado de las joyas de coral y otros adornos, pero en esta coyuntura tienen más valor los corales de Italia que los del Pacífico. El Consejo Central está estudiando la posibilidad de dedicarse a la pesca intensiva en las profundidades del océano Pacífico, pero el problema está en cómo transportar dicho pescado a los mercados europeos y americanos. Los informes que tenemos hasta ahora no son muy alentadores.

—Sin embargo, por otra parte —leyó el director alzando un poco más la voz—, se nota un aumento en la venta de mercancías secundarias, como textiles de exportación, cacerolas esmaltadas, radios y guantes, a las islas del Pacífico. Este comercio tiene posibilidades de extenderse y profundizarse. Ya este año el déficit será, proporcionalmente, insignificante, pero desde luego, no hay la menor esperanza de que la S. E. P. pueda pagar esta vez cualquier clase de dividendos en sus acciones. Por eso, el Consejo Central ha preferido anunciárselo a ustedes anticipadamente.

A esta declaración siguió un silencio violento (¿Cómo serán esas islas Fanning?, pensó G.H. Bondy. El buenazo de van Toch murió como un verdadero marino. ¡Es una lástima! Era un hombre de verdad… ¡Si todavía no era tan viejo! No sería mayor que yo…) El Dr. Hubka pidió la palabra. A continuación citaremos el informe de la sesión extraordinaria de la Sociedad Exportadora del Pacífico:

El Dr. Hubka pregunta si es que se piensa liquidar la S. E. P.

G.H. Bondy contesta que el Consejo Central ha decidido esperar, sobre este punto, nuevas proposiciones.

M. Louis Bonenfant reprocha que la recogida de perlas en los bancos no fuera puesta bajo la vigilancia de representantes permanentes, con residencia en dichos lugares, capaces de controlar si la pesca se efectuaba con la suficiente intensidad y por expertos.

El director Volavka indica que esto se tuvo en cuenta, pero que se calculó que de esta forma disminuirían considerablemente los ingresos de la compañía. Serían necesarios, por lo menos, trescientos agentes con paga permanente. Además, tengan ustedes en cuenta, ¿cómo hubiéramos podido determinar si dichos agentes entregaban todas las perlas capturadas?

M.H. Brinkeler pregunta si se puede confiar en que las salamandras entregan todas las perlas que encuentran a la Sociedad, y no a personas extrañas.

G.H. Bondy contesta que, por primera vez, se ha nombrado aquí a las salamandras. Hasta ahora, fue regla general el no dar ningún detalle particular sobre la pesca de las perlas. Advierte que precisamente por eso se había elegido el sencillo título de Sociedad Exportadora del Pacífico.

M.H. Brinkeler pregunta si acaso está prohibido hablar en este lugar de cosas que interesan a la Sociedad y que, además, son conocidas desde hace tiempo por amplias capas del público.

G.H. Bondy contesta que no está prohibido, pero que es algo nuevo. Se alegra de que se pueda hablar sobre esta cuestión abiertamente. A la primera pregunta del señor Brinkeler puede contestar que, según tiene entendido, no procede dudar de la perfeta honradez y el trabajo desinteresado de las salamandras empleadas en la pesca de perlas y corales. Por otra parte, se puede contar con el hecho de que los bancos de perlas están, o estarán agotados en breve plazo. Por lo que se refiere a nuevos bancos, ha muerto nuestro inolvidable amigo y colaborador capitán van Toch, precisamente cuando navegaba hacia islas no explotadas todavía. Es imposible reemplazarlo, por ahora, por un hombre de su misma experiencia y de su honradez y que tenga un entusiasmo tan grande por dicho asunto.

El coronel D.W. Bright reconoce los méritos del capitán van Toch, recientemente fallecido; sin embargo, cree que el capitán, cuya pérdida todos lamentamos, mimaba demasiado a las referidas salamandras. (Aprobación.) No cree necesario entregar a las salamandras cuchillos y herramientas de primera calidad, como hacía el capitán van Toch, ni alimentarlas tan costosamente. Hubiera sido posible disminuir considerablemente los gastos de mantenimiento de las salamandras y aumentar así los ingresos de la Sociedad. (Vivos aplausos.)

El vicepresidente J. Gilbert está de acuerdo con el coronel Bright, pero señala que en vida del capitán van Toch fue imposible hacerlo. El capitán van Toch aseguraba que tenía compromisos personales con sus salamandras. Por diversos motivos, no era posible dejar de tener en cuenta los deseos del fallecido capitán, en este sentido.

Curt von Fritsch pregunta si las salamandras no podrían emplearse de forma que produjesen más que pescando perlas. Debemos tener en cuenta sus cualidades naturales, podría decirse, de castor, para construir diques y otras obras bajo el agua. Quizá sería posible aprovecharlas en la profundización de puertos, construcción de muelles y otras tareas técnicas en el agua y bajo el agua.

G.H. Bondy manifiesta que el Consejo Central estudia este punto intensamente. En dicha dirección se abren, desde luego, grandes posibilidades. Indica que la cantidad de salamandras pertenecientes a la Sociedad es, aproximadamente, de seis millones. Si tenemos en cuenta que una pareja de salamandras engendra anualmente, digamos, cien renacuajos, podemos disponer el próximo año de trescientos millones de salamandras. De aquí a diez años la cifra será astronómica.

G.H. Bondy pregunta qué piensa hacer la Sociedad con esta inmensa cantidad de salamandras que, ya hoy en día, han de ser alimentadas en las granjas superpobladas con copra, patatas, maíz, etc.

C. von Frisch pregunta si las salamandras son comestibles.

J. Gilbert. No señor. Tampoco su piel sirve para nada.

M. Bonenfant pregunta al Consejo Central qué piensa hacer.

G.H. Bondy (se levanta) «Respetables señores, hemos convocado esta sesión extraordinaria para llamarles la atención sobre las desfavorables perspectivas de nuestra Sociedad, que, permítanme recordarlo con orgullo, repartía en los pasados años un dividendo de un veinte o treinta por ciento, sobre buenas bases de reservas y contratos. Ahora estamos ante un dilema. Los métodos comerciales que fueron provechosos en los pasados años están, prácticamente, agotados. No nos queda otro remedio que buscar nuevos caminos». (Grandes aplausos.)

»Me atrevo a decir que quizá sea una indicación del destino el que, precisamente en estos momentos, haya muerto nuestro magnífico capitán y amigo J. van Toch. A su persona estaba unido ese romántico, hermoso y —lo diré francamente— en cierto modo insensato negocio con las perlas. Lo considero un capítulo terminado en la historia de nuestra Sociedad. Tenía, por así decirlo, su encanto exótico, pero no era apropiado para la época moderna. Respetables señores, las perlas no pueden ser nunca suficiente base para una arriesgada empresa en todas las direcciones: horizontal y vertical. Para mí, personalmente, todo este asunto de las perlas fue sólo una pequeña diversión. (Intranquilidad.) Sí, señores, una diversión que, lo mismo a ustedes que a mí, nos produjo una bonita suma. Además de esto, al comenzar nuestro negocio esas salamandras tenían, diría yo, el encanto de la novedad. Trescientos millones de salamandras carecerían ya de ese encanto…» (Sonrisas.)

»He dicho nuevos caminos. Mientras vivía mi buen amigo el capitán van Toch estaba descartado el dar a nuestra empresa otro carácter que el que podríamos llamar Vantochesco. (¿Por qué?) Porque tengo demasiado buen gusto, señores, para mezclar estilos. El estilo del capitán van Toch era, a mi parecer, estilo de novela de aventuras a lo Jack London, Joseph Conrad y otros. Un estilo antiguo, exótico, colonial, casi heroico. No niego que, hasta cierto punto, me fascinó. Pero después de la muerte del capitán van Toch no tenemos derecho a continuar esta aventura infantil. Ante nosotros se abre, no un nuevo capítulo, sino una nueva concepción, señores, tarea para una imaginación básicamente diferente. (¡Habla usted como si se tratase de una novela!) Sí, señores, tienen ustedes razón. El negocio me interesa a mí como artista. Sin cierto arte, señores, nunca se idearía nada nuevo. Hemos de ser poetas si queremos mantener el mundo en movimiento.» (Aplausos.)

G.H. Bondy (saluda). «Señores, con tristeza cierro este capítulo que he llamado Vantochesco; en él hemos alimentado lo que quedaba en nosotros de infantil y aventurero. Ya es hora de que terminemos este cuento de perlas y corales. Simbad ha muerto, señores. La cuestión es: ¿Ahora, qué? (¡Eso es lo que queremos saber!) Está bien, señores. Hagan el favor de tomar papel y lápiz. Seis millones. ¿Ya está? Multiplíquenlo por cincuenta. Son trescientos millones, ¿no? Multiplíquenlo otra vez por cincuenta. Eso es, quince mil millones, ¿no es cierto? Y ahora, por favor señores, tengan la amabilidad de decirme qué vamos a hacer de aquí a tres años con quince mil millones de salamandras. ¿En qué las vamos a emplear? ¿Cómo vamos a alimentarlas? (¡Pues déjenlas morir!) Sí, pero, ¿no es lástima, señores? ¿No creen que cada una de esas salamandras representa una especie de valor económico, una fuerza de trabajo que espera ser aprovechada? Señores, con seis millones de salamandras podemos, más o menos, saber qué hacer; con trescientos millones ya sería más difícil; pero quince mil millones de salamandras es ya más de lo que podemos administrar. Las salamandras se tragarán nuestra Sociedad. Así está el asunto.» (¡Usted será responsable de ello! ¡Usted empezó todo ese negocio de las salamandras!) G.H. Bondy (levanta la cabeza). «Acepto completamente esa responsabilidad, señores. El que lo desee puede deshacerse inmediatamente de las acciones de la Sociedad Exportadora del Pacífico. Estoy dispuesto a pagar por ellas… (¿Cuánto?) Su valor a la par, señor». (Gran nerviosismo. La presidencia anuncia un descanso de diez minutos.)

Al reanudarse la sesión pide la palabra el señor H. Brinkeler. Expresa su satisfacción por el hecho de que las salamandras se multipliquen de esa manera, con lo que aumentan los bienes de la Sociedad. «Pero, señores, sería desde luego una locura el criarlas solamente porque sí. Si nosotros no podemos emplearlas propongo, en nombre de un grupo de accionistas, que se vendan las salamandras como fuerza de trabajo a cualquiera que se proponga emprender obras en el agua o bajo el agua. (Aplausos.) La alimentación de las salamandras cuesta unos céntimos diariamente; si una pareja de salamandras se vendiese, digamos a cien francos, y si la fuerza de trabajo de una de ellas durase aunque fuese solamente un año, el dinero invertido se le amortizaría fácilmente al comprador. (Manifestaciones de aprobación.) J. Gilbert constata que las salamandras llegan a una edad bastante superior a un año. Todavía no tenemos suficiente experiencia para saber cuánto viven.

H. Brinkeler modifica su proposición en este sentido: que el precio de las salamandras sea fijado a trescientos francos por pareja, puesta en puerto.

S. Weissberger pregunta qué trabajos podrían, en realidad, efectuar las salamandras.

El director Volavka aclara que por su instinto natural y su extraordinaria técnica práctica, las salamandras sirven, sobre todo, para la construcción de diques, terraplenes y rompeolas, para la profundización de puertos y canales, para despejar los bancos de arena y los aluviones de fango y para abrir caminos acuáticos. Pueden asegurar y regular las márgenes del mar, ampliar los continentes, etc. En todos estos casos se trata de trabajo colectivo que precisa de cientos y miles como fuerza laboral; de un trabajo tan vasto al que la técnica moderna nunca se atrevería, de no tener a su disposición mano de obra tremendamente barata. (¡Así es! ¡Formidable!)

El Dr. Hubka objeta que, con la venta de las salamandras, que se podrían multiplicar en los nuevos lugares de residencia, la Sociedad pierde su monopolio sobre ellas. Propone que a los empresarios o contratistas de obras hidráulicas sólo se les alquilen las salamandras, debidamente entrenadas y calificadas, a condición de que sus posibles retoños pertenezcan a la Sociedad.

El director Volavka hace notar que no es posible vigilar en las aguas a millones y miles de millones de salamandras, menos aún, a sus retoños. Por desgracia, ya han sido robadas muchas salamandras para los parques zoológicos y casas de fieras.

El coronel D. W. Bright dice que deberían venderse o alquilarse solamente las salamandras machos, para que no pudieran multiplicarse fuera de las colonias propiedad de la Sociedad.

El director Volavka no puede asegurar que las granjas de salamandras sean propiedad de la Sociedad. No se puede tener o comprar un pedazo de fondo del mar. La cuestión legal de a quién pertenecen realmente las salamandras que viven en aguas territoriales, digamos por ejemplo, de Su Majestad la reina de Holanda, es muy insegura y podría llevar a una serie de disputas. (Intranquilidad.) En la mayoría de los casos, ni siquiera tenemos asegurado el derecho a la pesca; de hecho, señores, nuestras granjas de salamandras de las islitas del Océano Pacífico han sido organizadas de extranjís. (Creciente intranquilidad.)

J. Gilbert contesta al coronel Bright que, según las experiencias adquiridas hasta ahora, las salamandras machos aisladas pierden, al cabo de algún tiempo, su energía y capacidad de trabajo; se hacen perezosas, indolentes y, muchas veces, mueren de nostalgia.

Von Frisch pregunta si no sería posible castrar a las salamandras antes de venderlas.

J. Gilbert: Eso sería demasiado complicado. Sencillamente, no podemos evitar que las salamandras que vendamos se multipliquen.

S. Weissberger pide, como miembro de la Sociedad Protectora de Animales, que la futura venta de salamandras se verifique en forma que no ofenda los sentimientos humanos.

J. Gilbert agradece la advertencia. Se comprende que la caza y transporte de las salamandras será confiada, solamente, a personal especializado, que estará bajo cierto control. Pero, desde luego, no podemos responder sobre cómo tratarán a los animales sus compradores.

S. Weissberger declara que está satisfecho de las explicaciones del vicepresidente Gilbert. (Aplausos.)

G.H. Bondy: «Señores, tenemos que abandonar la idea de que, en el futuro, podamos mantener el monopolio de las salamandras. Por desgracia, según las leyes en vigor, no podemos patentarlas». (Risas.) «Nuestra posición privilegiada en este comercio de las salamandras, debemos y podemos asegurarla de otra forma. Desde luego, una condición necesaria para ello es que nuestro negocio continúe con otro estilo y con una amplitud mucho mayor que hasta ahora.» (¡Oigan!) «Aquí tengo, señores, todo un libro de acuerdos preliminares. El Consejo de Administración propone que sea creado un nuevo trust vertical, bajo el título de “Sindicato de las Salamandras”. Serían miembros del Sindicato de las Salamandras, además de los componentes de nuestra Sociedad, determinadas grandes empresas y fuertes grupos financieros. Por ejemplo: una determinada empresa produciría utensilios de acero, patentados, para las salamandras. (¿Quiere usted decir la M. E. A. T.?) Sí, señor, me refería a la M. E. A. T. Además determinada fábrica de productos químicos y alimenticios produciría alimentación patentada, muy barata, para las salamandras. Una sociedad de transporte hará patentar —haciendo uso de las experiencias adquiridas hasta la fecha— un tanque especialmente higiénico para el transporte de las salamandras; un trust de compañías de Seguros tomará a su cargo asegurar los animales comprados contra riesgos de heridas y muerte durante la duración del transporte hasta el lugar de trabajo. Además, están también interesadas en esta gran empresa destacadas industrias de exportación y hacienda que, por razones especiales, no nombraré ahora. Quizá sea suficiente si les digo, señores, que este Sindicato dispondría, para empezar, de cuatrocientos millones de libras esterlinas». (Emoción.) «Este legajo, señores, está compuesto de contratos que bastaría sólo firmar para que surgiese una de las mayores organizaciones económicas de nuestra época. El Consejo de Administración les pide, señores, que le concedan plenos poderes para fundar esta enorme empresa, cuya tarea será la reproducción racional y la explotación de las salamandras». (Aplausos y voces de protesta.)

«Señores, hagan el favor de considerar las ventajas de esta colaboración. El Sindicato de las Salamandras no proporcionará solamente salamandras, sino también todas las herramientas que ellas necesitan para su trabajo; además, los productos para su alimentación, o sea, maíz, fécula, sebo y azúcar para miles de millones de salamandras. Hay que añadir a esto el transporte, el seguro, la atención veterinaria, etc., a precios mucho más bajos, que nos proporcionarán, si no el monopolio, por lo menos una segura ventaja ante la competencia posible. ¡Que pruebe a competir alguien con nosotros, señores! ¡No sería por mucho tiempo!» (¡Bravo!) «Pero no sólo eso: el Sindicato de las Salamandras proporcionará toda clase de material para los trabajos en el agua y bajo el agua que ejecutarán las salamandras. Por lo tanto, nos respaldarán también la industria pesada, las fábricas de cemento, de madera para construcciones…» (¡Todavía no sabe usted cómo van a trabajar las salamandras!) «Señores, en estos momentos trabajan doce mil salamandras en el puerto de Saigón, en nuevas dársenas, estanques y muelles». (¡Eso no nos lo había dicho!) «No. Es la primera prueba en grande. Este ensayo, señores, se ha realizado con un resultado sumamente satisfactorio. Hoy, el porvenir de las salamandras ya no ofrece lugar a dudas». (Entusiastas aplausos.)

»Y no solamente eso, señores. Con lo dicho, las tareas del Sindicato de las Salamandras están lejos de verse agotadas. El Sindicato de las Salamandras se dedicará también a buscar en todo el mundo trabajo para millones de salamandras. Presentará planes e ideas para dominar el mar. Propagará la utopía y los sueños fantásticos. Presentará proyectos para nuevas costas y nuevos canales, para la construcción de diques que unan los continentes, para toda una cadena de islas artificiales al servicio de los vuelos transoceánicos, para nuevos continentes construidos en medio de los mares. ¡Allí está el porvenir de la humanidad! Señores, cuatro quintas partes de nuestro globo están cubiertas de agua; sin duda, es demasiado. La superficie de nuestro planeta, el mapa de los mares y las tierras debe rectificarse. Nosotros vamos a proporcionar al mundo los obreros del mar, señores. Esto ya no será el estilo del capitán van Toch. El cuento de aventuras sobre perlas y corales lo sustituiremos por un himno al trabajo. ¡O vamos a ser simples tenderos, o vamos a ser creadores! Pero si no pensamos en los continentes y en los océanos, no habremos estado a la altura de nuestras posibilidades. Aquí, señores míos, se ha hablado del precio al que se debe vender una pareja de salamandras. Me gustaría que pensáramos en los miles de millones de salamandras, en los millones y millones de unidades de fuerza de trabajo, en la transformación de la corteza terrestre, en nuevos génesis y nuevas épocas geológicas. Hoy ya podemos hablar de una nueva Atlántida, de viejos continentes que avanzarán más hacia el mundo marino, de Nuevos Mundos que se edificará la Humanidad por sí misma. Perdonen, señores, quizá les parezca utopía. Sí, entramos realmente en la UTOPÍA. ¡Ya estamos en ella, amigos! Debemos solucionar el futuro de las salamandras, solamente, en su aspecto técnico». (¡Y económico!)

»Sí. Hablemos de la parte económica. Señores, nuestra Sociedad es demasiado pequeña para poder explotar, ella sola, millones y millones de salamandras. No somos suficientes para ello ni económica ni políticamente. Si se ha de cambiar el mapa de la tierra y de los mares, se interesarán también en este asunto grandes potencias, señores. Pero de eso no hablaremos ahora ni nombraremos a las altas personalidades que demuestran, ya hoy, sus simpatías hacia nuestra Sociedad. Les ruego, sin embargo, señores, que no pierdan de vista el inmenso alcance de la cuestión sobre la que van a votar.» (Entusiastas y prolongados aplausos. Gritos de ¡Bravo! y ¡Formidable!)

No por ello fue menos necesario que, antes de sacarse a votación la formación del Sindicato de las Salamandras, tuviera que prometer la compañía que, por cada acción de la Sociedad Exportadora del Pacífico, se pagaría a fines de año, por lo menos, un dividendo de un 10%, a cuenta de las reservas existentes. A favor de esta proposición votaron un 87% de los accionistas y solamente un 13% en contra. Y, como consecuencia de ello, se aprobó por unanimidad el proyecto del Consejo de Administración. El Sindicato de las Salamandras entró en acción, de lo que se felicitó G. H. Bondy.

—Ha hablado usted magníficamente, señor Bondy —le dijo lisonjero el viejo Sigi Weissberger—. ¡Magníficamente! Y dígame usted, señor Bondy, ¿cómo se le ha ocurrido una idea así?

—¿Cómo? —respondió G.H. Bondy distraído—, a decir verdad, señor Weissberger, lo he hecho a causa del viejo van Toch. ¡Estaba tan encariñado con sus salamandras!… ¿Qué hubiera pensado el pobre si hubiésemos dejado matar o morir de hambre a sus tapa-boys?

—¿Qué tapa-boys?

—Esas malditas salamandras. Por lo menos, ahora las tratarán decentemente, ya que tendrán cierto precio. Y esos bichos no sirven para otra cosa, señor Weissberger, que para idear alguna utopía.

—Yo no entiendo un ápice de eso —explicó el señor Weissberger—. ¿Acaso sé yo lo que es una salamandra? ¿Ha visto usted alguna vez a esos bichos? Por favor, ¿qué aspecto tienen?

—Eso no se lo puedo decir, señor Weissberger. Yo, en realidad, no sé ni lo que son. Además, ¿para qué me interesa saberlo? ¿Cree que tengo tiempo de ocuparme de su aspecto? Lo que me preocupa y me alegra es que ya está decidido eso del Sindicato de las Salamandras, señor mío.

APÉNDICE al Libro Primero

SOBRE LA VIDA SEXUAL DE LAS SALAMANDRAS

Una de las actividades más populares del ingenio humano es imaginare cómo serán algún día, en un lejano futuro, el mundo y la humanidad; qué milagros técnicos se habrán realizado, qué cuestiones sociales habrán sido resueltas, hasta dónde llegarán los progresos de la ciencia y de la organización social, etc. La mayoría de estos utopistas no dejan, sin embargo, de interesarse vivamente por cómo acabará, en dicho mundo tan avanzado o, por lo menos, tan desarrollado técnicamente, una institución tan antigua pero siempre tan popular, como el matrimonio, la familia; o la vida sexual, la fecundación, el amor, la cuestión femenina, etc. Con referencia a este punto véase la literatura de Paul Adam, H.G. Wells, Aldous Huxley y muchos otros.

Teniendo en cuenta dichos ejemplos, considera el autor como su obligación, ya que ha echado una mirada al futuro de nuestro planeta, tratar también sobre cómo será, en ese mundo venidero, el orden sexual de las salamandras. Y esta obligación prefiere cumplirla inmediatamente, para no tener que volver después otra vez sobre este asunto. La vida sexual de Andrias Scheuchzeri concuerda, en sus rasgos fundamentales, con la reproducción de otros urodelos; no existe la copulación en el verdadero sentido de la palabra; la hembra pone los huevos en varias etapas, los huevos fecundados se convierten en larvas, etc. Eso podría leerse en cualquier Historia Natural. Por lo tanto, nos referiremos solamente a algunas particularidades que fueron advertidas en Andrias Scheuchzeri, con referencia a esta cuestión tan importante.

«A principios de abril», cuenta H. Nolte, «se aproximan los machos a las hembras; por lo general, en cada época sexual el macho está todo el tiempo junto a la misma hembra, y no se aleja de ella ni un paso durante varios días, en los cuales no toma alimento alguno, mientras que la hembra manifiesta gran voracidad. El macho la persigue por el agua y se esfuerza por colocar su cabeza pegada a la de ella. Cuando lo consigue, levanta su hocico y lo coloca sobre el de la hembra, seguramente para evitar que se escape. Así, teniendo en contacto sus cabezas, mientras que sus cuerpos forman un ángulo de unos treinta grados, flotan los dos animales sin moverse, uno junto al otro. Hay momentos en que el macho empieza a sacudirse tan violentamente que con su costado golpea a la hembra; luego queda de nuevo inmóvil, con las patas muy estiradas, tocando solamente con su hocico la cabeza de la compañera elegida, que, mientras tanto, indiferente a todo, traga lo que encuentra en su camino. Este beso, llamémosle así, dura unos cuantos días. Algunas veces, la hembra se escapa en busca de alimento; entonces el macho la persigue muy excitado, podríamos decir, furioso. Finalmente la hembra deja de oponer resistencia, no huye, y la pareja se deja llevar por el agua sin moverse, como si fueran dos maderos negruzcos atados entre sí. Entonces el cuerpo del macho es sacudido por movimientos espasmódicos durante los cuales suelta una masa fecundante bastante pegajosa. En seguida abandona a la hembra y se esconde entre las piedras completamente exhausto; en ese periodo se le puede cortar una pata o la cola sin que reaccione para defenderse.

Mientras tanto, la hembra se mantiene todavía inmóvil durante algún tiempo, sin cambiar de posición; después se agita con fuerza y empieza a poner huevos enlazados como en una cadena, cubiertos de una sustancia gelatinosa. A veces se ayuda con las patas traseras, lo mismo que los sapos. Los huevos, en número de cuarenta a cincuenta, cuelgan del cuerpo de la hembra como un mechón. Con ellos nada la hembra hacia un lugar resguardado, y los fija en las algas, hierbas, o simplemente en las piedras. Al cabo de diez días pone la hembra una nueva serie de huevos, sin haberse vuelto a encontrar con el macho, en número de veinte o treinta. Seguramente los huevos son fecundados directamente en un receptáculo de su aparato genital, donde conserva los espermatozoides. Normalmente efectúa una tercera puesta al cabo de siete u ocho días, ésta de 10 a 15 huevos cada vez, de los cuales, al cabo de unas tres semanas, salen los renacuajos con branquias externas para la respiración, que pierden después paulatinamente. Al cabo de un año dichos renacuajos se convierten ya en salamandras adultas capaces de reproducirse, etc.

Por otra parte, la señorita Blanche Kistemaeckers observó a un macho y dos hembras que tenía cautivos, y cuenta lo siguiente: Durante la época sexual, el macho se mantenía sólo junto a una hembra a la que perseguía con bastante brutalidad, pegándole fuertes golpes con la cola cuando trataba de escapársele. No le gustaba que tomase ningún alimento y trataba de apartarla de la comida; podía notarse claramente que la quería para sí solo y por eso la aterrorizaba. Cuando soltó la masa fecundante, se lanzó sobre la otra tratando de devorarla. Hubo que sacarlo del recipiente y colocarlo en otro. A pesar de todo, la segunda hembra puso también huevos fecundados, en número de sesenta y tres. La señorita Kistemaeckers advirtió, sin embargo, que los tres animales tenían en aquellos días muy inflamados los órganos expelentes. Parece ser, escribía la señorita, que en los Andrias Scheuchzeri la fecundación no se efectúa por copulación, ni por la masa fecundante, sino por algo que podríamos llamar milieu o “ambiente” sexual. Como se ve, no hace falta ni la unión parcial para conseguir la fecundación de los huevos. Esto incitó a la joven investigadora a hacer otros interesantes experimentos. Separó al macho de las hembras y, cuando llegó el momento oportuno, exprimió la masa fecundante del macho, poniéndola en el agua en que estaban las dos hembras. Éstas empezaron a poner huevos fecundados. En otro experimento filtró la señorita Blanche Kistemaeckers el esperma del macho, y el filtrado, libre de los cuerpos envolventes (era un líquido puro, un poco ácido), lo puso en el agua de las hembras. También en este caso las hembras empezaron a poner huevos, unos cincuenta cada una, de los que la mayoría estaban fecundados y produjeron renacuajos normales. Esto, precisamente, condujo a la señorita Blanche a una deducción muy importante sobre los medios sexuales, que crean un cambio independiente entre la partenogénesis y la multiplicación sexual. La fecundación de los huevos se produce, sencillamente, por un cambio químico del ambiente (cierta acidificación que, hasta ahora, no se ha conseguido producir artificialmente), cambio que, de alguna forma, tiene relación con las funciones sexuales del macho. Pero estas funciones, de por sí, no son necesarias. Eso de que el macho se mantenga pegado a la hembra es, seguramente, un residuo de la forma de multiplicarse en tiempos antiguos, cuando Andrias se reproducía igual que otras salamandras. Esa unión es, en realidad como dice acertadamente la señorita Kistemaeckers—, una especie de ilusión de paternidad; en realidad, el macho no es el padre de los renacuajos, sino que es una especie de medio químico básicamente impersonalel que produce la fecundación. Si tuviésemos en un recipiente cien parejas de Andrias Scheuchzeri unidas, pensaríamos que estábamos presenciando cien actos independientes de fecundación. Pero, en realidad, se efectuaría un solo acto, o sea, la sexualización colectiva del ambiente dado o, dicho más exactamente, la acidificación del agua en la que los huevos maduros de Andrias reaccionan automáticamente desarrollándose en renacuajos. Prodúzcase artificialmente ese ambiente ácido, y no se necesitarán machos. Así pues, la vida sexual del extraordinario Andrias se nos aparece como una Gran Ilusión. Su pasión erótica, su matrimonio y su tiranía sexual, su fidelidad temporal, su pesado y lento placer, todo son cosas inútiles, pasadas, casi simbólicas, que acompañan o, mejor dicho, adornan, el acto en realidad impersonal del macho, con el que se crea el ambiente fecundante. La misma indiferencia con que la hembra recibe ese frenético e inútil cortejo del macho, testimonia claramente que, en este noviazgo, ella siente instintivamente que se trata de una especie de ceremonia o introducción al acto de alianza, en el que los sexos producen el medio fecundante. Podríamos decir que la hembra Andrias comprende este estado de cosas más claramente y lo vive sin ilusiones eróticas.

(Los ensayos de la señorita Kistemaeckers han sido completados por un interesante experimento del erudito Abate Bontempelli. Dicho Abate secó y molió la masa fecundante del macho, añadiéndola al agua en que se encontraban las hembras. Éstas empezaron a poner huevos fecundados. El mismo resultado obtuvo cuando secó y molió el aparato genital del macho Andrias, o cuando hizo un extracto de dicho aparato con alcohol y lo derramó en el recipiente en que vivían las hembras. Y también se produjo el mismo efecto con extracto de sesos y hasta con extracto de las glándulas de la piel de Andrias exprimidas en la época del celo. En todos los casos citados, la hembra no reaccionaba al principio a dichos compuestos, pero al cabo de unos momentos empezaba a perder interés por la comida y quedaba inmóvil en el agua. Después de unas horas empezaba a poner huevos, envueltos en una sustancia gelatinosa, del tamaño de los excrementos de una cucaracha…)

En relación con esto, presentaremos también el extraño rito llamado “Danza de las salamandras”. (No nos referimos a la Salamander-dance, que se puso de moda hace unos años, particularmente entre la alta sociedad y que fue considerada por el obispo de Hiramo como “la danza más repugnante de que he oído hablar en mi vida”.) En las noches de plenilunio (menos en la época del celo), salían los Andrias, pero sólo los machos, a la orilla del mar y allí en la playa se sentaban en corro y empezaban a retorcer y contonear la parte superior de su cuerpo, con un movimiento ondulatorio. Este movimiento era característico de estas grandes salamandras también en otras circunstancias. Pero durante la llamada “danza” se entregaban a él salvaje y ferozmente y hasta el agotamiento, como derviches danzantes. Algunos expertos consideraban estos movimientos locos, este retorcerse y cambiar de un pie a otro, como un culto a la luna y, por lo tanto, como un rito religioso. Otros, por el contrario, veían en ello una danza erótica y la explicaban, precisamente, por las especiales reglas sexuales de que hemos hablado anteriormente. Hemos dicho que, en el Andrias, el elemento fecundador es, en realidad, un milieu sexual, un medio colectivo e impersonal entre los machos y las hembras. También se dijo que las hembras aceptan estas relaciones impersonales con mucha más naturalidad que los machos, quienes seguramente, con un sentido de la fatuidad y el aire de dominación masculinoquieren, por lo menos, conservar una especie de triunfo sexual y, por ello, juegan a cortejar y a la posesión matrimonial. Es una de las mayores ilusiones eróticas, curiosamente complementada por estas grandes fiestas de los machos, que no son más que un esfuerzo instintivo de convencerse a sí mismos de que son el Colectivo Masculino. Con esta danza en común vencen la atávica y absurda ilusión del individualismo sexual del macho; ese movimiento circular, embriagador y frenético, no es otra cosa que el Macho Colectivo, el Novio Común, el Gran Copulador, que ejecuta su solemne danza de alianza y se entrega a un gran rito nupcial, sin la participación, ¡cosa extraña!, de la hembra que, mientras tanto, está mordisqueando un pez o una sepia. El famoso Charles Powell, que llamó a estas fiestas de las salamandras “La danza del principio masculino”, escribe además: “¿Y no son acaso estos ritos comunes de las salamandras, la misma raíz y fuente de su extraordinario colectivismo? Tengamos en cuenta que el verdadero colectivismo lo encontramos solamente en aquellos animales en los que la vida y el desarrollo no están basados en una pareja sexual: abejas, hormigas y termitas. La asociación de las abejas se puede expresar por las palabras: Yo Colmena Materna. La de las salamandras se expresa en una forma completamente diferente: Nosotros Principio Masculino. Todos los machos que en un momento dado expelen en conjunto el medio sexual procreador, son ese Gran Macho que penetra en el seno de la hembra y la fecunda. Su paternidad es colectiva y, por ello, su naturaleza es colectiva y se manifiesta en actos comunes, mientras que las hembras, ocupadas en poner los huevos, llevan hasta la siguiente primavera una vida más o menos interesante y solitaria. Solamente los machos son la comunidad, solamente ellos ejecutan las tareas en común. En ninguna raza animal desempeñan las hembras un papel tan secundario como en los Andrias: están al margen de las actividades comunes y, desde luego, tampoco demuestran demasiado interés por ellas. Su momento empieza cuando el Principio Masculino expele en el agua en que viven ese ácido químico, casi imperceptible, pero lleno de vida, que hace efecto hasta en las más fuertes mareas, altas y bajas. Es como si el mismo océano se convirtiese en un macho, que fecunda en sus orillas millones de embriones.

A pesar del orgullo tradicional de los gallos prosigue Charles J. Powell—, la naturaleza concedió, en la mayoría de las especies vivientes, cierta ventaja vital a las hembras. Los machos están en el mundo solamente para disfrutar y matar. Son engreídos y grandes individualistas, mientras que la hembra representa a la raza con su fuerza y sus actividades fijas. En Andrias (y, muchas veces, también en el hombre), las relaciones son básicamente diversas. La creación de la asociación y solidaridad masculinas da al macho cierta ventaja biológica, ya que él fija el desarrollo de “otro ser” en mayor medida que la hembra. Quizá precisamente por esa interesante dirección masculina del desarrollo se hace tan valiosa en el Andrias la técnica, o sea, la típica disposición masculina. Andrias ha nacido técnico, con una inclinación hacia las grandes empresas colectivas. Este rasgo secundario del sexo masculino, o sea, su talento técnico y su sentido de organización, se desarrolla en él tan rápidamente y con tanto éxito que podríamos hablar de un fenómeno de la naturaleza si no supiéramos que sus poderosos motivos son los determinantes sexuales. Andrias Scheuchzeri es un animal que en nuestra época está superando técnicamente hasta al hombre mismo y esto sólo en virtud de factores naturales, por haber llegado a crear una colectividad masculina.

Libro Segundo

Tras las huellas de la civilización

CAPÍTULO PRIMERO

El señor Povondra lee el periódico

Hay personas que coleccionan sellos, otras libros antiguos. El señor Povondra, portero de la casa de G.H. Bondy, buscó durante largos años un complemento a su vida; vacilaba entre su interés por las tumbas prehistóricas y su pasión por la política extranjera, pero una tarde, cuando menos lo esperaba, se presentó en su vida lo que le faltaba para hacerla completa. Las grandes cosas, por lo general, ocurren de repente.

Aquella tarde estaba el señor Povondra leyendo el periódico, su esposa remendaba los calcetines de Frantik, y éste ponía una cara como si estuviese aprendiendo los afluentes de la ribera izquierda del Danubio. Reinaba un plácido silencio.

—Estaré loco… —gruñó el señor Povondra.

—¿Qué te pasa? —preguntó la señora Povondra pasando la aguja.

—Esas salamandras —exclamó el señor Povondra—. Aquí leo que en el último trimestre se han vendido setenta millones de ellas.

—Eso es mucho, ¿verdad? —exclamó la señora Povondra.

—¡Ya lo creo! Es una cifra inmensa, mamá. Imagínate, ¡setenta millones!

El señor Povondra movió la cabeza.

—En este negocio se debe de ganar una buena suma. Y, ¡hay que ver el trabajo que hacen! —añadió al cabo de un momento de meditación—. Leo aquí que en todas partes se construyen febrilmente nuevas tierras e islas. Te digo que la gente se puede construir ahora todos los continentes que quiera. Esto es algo monumental, mamá. Te digo que significa más progreso que el descubrimiento de América —el señor Povondra quedó pensativo—. Una nueva época en la historia de la humanidad, ¿sabes? ¡No hay vuelta que darle, mamá, vivimos en una gran época!

De nuevo reinó el amable silencio casero. De pronto, papá Povondra chupó con fuerza su pipa.

—¡Cuando pienso que si no llega a ser por mí, no hubiera ocurrido nada de esto!

—¿De qué?

—De todo ese negocio con las salamandras. Esa Nueva Época. Si se piensa bien, fui yo mismo el que comenzó todo esto.

La señora Povondra levantó la vista de los agujeros del calcetín.

—Dime, por favor, ¿cómo?

—Todo empezó aquel día en que dejé pasar al capitán a hablar con Bondy. Si no llega a ser por mí, aquel capitán no se hubiera encontrado nunca con el señor Bondy. Si no hubiera sido por mí, no hubiera ocurrido nada, absolutamente nada, de todo esto.

—Quizás el capitán hubiera encontrado algún otro socio… —objetó la señora Povondra.

Papá Povondra gruñó con desprecio.

—¡Qué entiendes tú de estas cosas! Un negocio así sabe hacerlo solamente G.H. Bondy. ¡Caramba!, ése ve más lejos que otro cualquiera. Los demás hubieran pensado que se trataba de una locura o de una estafa, pero el señor Bondy, ¡qué va! Ése tiene un olfato…

El señor Povondra recordó…

—Aquel capitán, ¿cómo se llamaba?, van Toch, no tenía un gran aspecto que digamos. Era un tipo gordo y grandote. Cualquier otro portero le hubiera dicho: «¿Adonde vas hombre?» o, «el señor no está en casa» o algo por el estilo. Pero yo sentí una especie de corazonada. Lo anunciaré, me dije, aunque me cueste una reprimenda. Yo siempre digo lo mismo: el portero ha de tener cierto olfato para conocer a la gente. A veces llega un señor que parece un barón, y resulta ser un agente de una casa de neveras. Otras, llega un tío gordo y, ¡mira lo que representa! Uno ha de saber conocer a la gente —reflexionó papá Povondra—. De esto se deduce, Frantik, que hasta en el empleo más humilde puede hacer uno grandes cosas. Toma esto como ejemplo y esfuérzate siempre por cumplir con tu obligación, como lo hago yo.

El señor Povondra movió la cabeza solemnemente, algo emocionado.

—Yo podía haber despedido a aquel capitán en la misma entrada, y me hubiera ahorrado el subir y bajar unos escalones. Otro portero, por darse importancia, le habría cerrado la puerta en las narices. Con ello hubiera aniquilado un progreso tan fantástico del mundo. Recuerda, Frantik, si cada uno cumpliera con su deber, el mundo sería un paraíso. ¡Y pon atención cuando te hablo!

—Sí, papá —refunfuñó el desgraciado Frantik.

Papá Povondra tosió.

—Préstame las tijeras, mamá. Voy a recortar todo lo que publican los periódicos sobre esas salamandras, para dejar cuando muera algún recuerdo mío.

Y así fue como el señor Povondra empezó a recoger los recortes que hablaban sobre las salamandras. A su afán de coleccionista debemos mucho material que, de otro modo, habría caído en el olvido. Recortaba y guardaba todo lo que decían los periódicos sobre las salamandras. No ocultaremos que, después de cierto nerviosismo sufrido en los primeros días, aprendió en su café preferido a recortar de los periódicos que allí tenían a disposición de la clientela todos los artículos que trataban sobre las salamandras, y eso, en las mismas narices del camarero, sin que éste se diese cuenta y con la habilidad de un prestidigitador. Como se sabe, todos los coleccionistas estarían dispuestos a robar o asesinar con tal de conseguir algo nuevo para su colección. Pero esto no rebaja, de ninguna manera, su carácter moral.

Ahora tenía ya un sentido su vida, porque era la vida de un coleccionista. Noche tras noche arreglaba y contaba sus recortes de periódicos, ante los ojos indulgentes de la señora Povondra, que sabía que todos los hombres son un poco locos, o un poco niños. Mejor era que jugase con los recortes de periódicos a que fuese a la taberna a beber o a jugar a las cartas. Hasta hizo sitio en el armario para las cajas que él mismo había hecho para guardar su colección. ¿Se puede pedir más de una mujer y ama de casa?

El mismo señor G.H. Bondy quedaba a veces sorprendido de los conocimientos enciclopédicos del señor Povondra en todo lo referente a las salamandras. El señor Povondra confesó, algo avergonzado, que archivaba todo lo que se publicaba sobre las salamandras, y mostró al señor Bondy sus cajitas. El señor Bondy alabó calurosamente la colección. ¿Qué podría él hacer? Solamente los grandes señores saben ser benévolos, y sólo los poderosos pueden hacer felices a otros sin que les cueste un céntimo. Los grandes señores tienen la suerte de quedar siempre bien. Por ejemplo, el señor Bondy ordenó sencillamente que del Sindicato de las Salamandras mandasen a Povondra los recortes sobre las salamandras que no era necesario archivar. El feliz y emocionado señor Povondra recibía diariamente infinidad de documentos en todas las lenguas del mundo, entre ellos, periódicos impresos en el alfabeto griego, en letras hebreas, chinas, bengalesas, en javanés, birmano, etc., lo que le infundía un gran respeto. «Cuando pienso» decía contemplándolos «que todo esto no hubiera ocurrido de no ser por mí»…

Como hemos dicho, la colección del señor Povondra contenía mucho material único sobre toda la historia de las salamandras. Con eso no queremos decir, sin embargo, que bastase para contentar a un historiador científico. Primero: el señor Povondra, que no había tenido una educación especializada sobre la forma de contribuir a la historia de la ciencia, ni sobre los métodos de archivo, no adjuntaba a sus recortes ninguna nota sobre la fuente de información o la fecha de su publicación, por lo que no se sabe cuándo ni dónde se publicaron la mayoría de los documentos archivados. Segundo: el señor Povondra guardaba con preferencia artículos largos, por considerarlos más importantes, mientras que las noticias cortas y despachos sencillos los tiraba al cesto de los papeles. Como consecuencia de ello, conservamos de aquella época poquísimas noticias y datos. Y tercero: en el asunto intervenía a menudo la mano de la señora Povondra. Cuando las cajas del señor Povondra se llenaban demasiado, sacaba silenciosamente y a escondidas algunos recortes y los quemaba, operación que repetía varias veces al año. Conservaba solamente aquellos que no aumentaban con tanta rapidez, o sea, los recortes impresos en malabar, tibetano o copto. Se podría decir que éstos estaban completos, pero por ciertas fallas de nuestra educación, no nos sirven para nada. El material que tenemos a nuestra disposición sobre la historia de las salamandras es, básicamente, para nosotros, como el Registro de la Propiedad del siglo VIII después de J. C, o como las poesías completas de Safo. Solamente por casualidad se conservaron fragmentos sobre éste o aquel acontecimiento de la historia del mundo que, a pesar de todos los vacíos, tratamos de presentarles a ustedes bajo el título: «Tras las huellas de la civilización».

CAPÍTULO II

Tras las huellas de la civilización (Historia de las salamandras[3])

En la época histórica que el señor G.H. Bondy anunció en la memorable asamblea general de la Sociedad Exportadora del Pacífico, con palabras proféticas, como el comienzo de la utopía[4], no se podían medir los acontecimientos históricos por siglos ni por décadas de siglo, como se había hecho, hasta entonces, en la historia del mundo, sino por trimestres, ya que trimestralmente se publicaban las estadísticas económicas.[5]

Podríamos decir que la historia se producía al por mayor y, por ello, el tiempo histórico se multiplicaba rápidamente (según cálculos, cinco veces más). Hoy no podemos esperar cientos de años para que en el mundo ocurra algo bueno o malo. Por ejemplo: el traslado de una nación de un lugar a otro, que antes duraba varias generaciones, se podría organizar, con el transporte actual, en unos tres años. De no ser así, no podría sacarse de ello ningún provecho. Lo mismo ocurrió con la liquidación del Imperio Romano, con la colonización de continentes, con el exterminio de indios, etc. Todas estas cosas pueden ser realizadas hoy con extraordinaria rapidez, si se confían a empresas con fuerte capital. En este sentido, el inmenso éxito alcanzado por el Sindicato de las Salamandras y su tremenda influencia en la historia del mundo muestran, sin lugar a dudas, el camino hacia el futuro. La historia de las Salamandras se distingue desde un principio por el hecho de que estaban bien y racionalmente organizadas. El primero, pero no el único mérito por ello, corresponde al Sindicato de las Salamandras; mas hay que reconocer que la la filantropía, la cultura, la prensa y muchas otras, participaron en no poca medida en el extraordinario desarrollo y progreso de las salamandras. También hay que tener en cuenta que fue el Sindicato de las Salamandras el que, día tras día, conquistó para sus protegidas nuevos continentes aun debiendo vencer muchos obstáculos que frenaban dicha expansión.[6] El boletín trimestral del Sindicato muestra cómo, gradualmente, son colonizados por las salamandras los puertos de la India y China. Refiere también cómo dicha colonización de salamandras inunda las costas africanas y saltan al continente americano, donde pronto surgen las más modernas obras ejecutadas por aquéllas, en el Golfo de México. Junto a esta amplia ola de colonización se envían, también, salamandras como pioneros, vanguardia de la futura exportación. Por ejemplo: a Holanda, que podríamos llamar Estado Acuático, le han sido obsequiados por el Sindicato de las Salamandras mil ejemplares de primera calidad. A la ciudad de Marsella, seiscientas salamandras para la limpieza del antiguo puerto, y así otros casos. Es decir, a diferencia de la colonización humana del mundo, la expansión de las salamandras se verifica planeada y desinteresadamente. Si este trabajo hubiera sido confiado a la naturaleza, se hubieran retrasado los acontecimientos cientos y miles de años. Es innegable que la naturaleza no es, ni ha sido nunca, tan emprendedora ni tan práctica como la producción y el comercio humanos. Parece ser que el aumento de la demanda ha influido también en la fecundidad de las salamandras; la descendencia de la freza de una hembra aumentó hasta ciento cincuenta renacuajos por año. También han sido paralizadas, casi en su totalidad, las habituales pérdidas de salamandras ocasionadas por los tiburones. Las salamandras han recibido pistolas submarinas con balas dum-dum para que se puedan defender contra los peces voraces.[7] La expansión de las salamandras no se realizó en todas partes tan fácilmente. A veces, los círculos conservadores criticaban duramente y se oponían a esta nueva fuerza de trabajo, viendo en ella una competencia turbia para el trabajo humano.[8] Otros expresaban su temor a que las salamandras, por alimentarse de pequeños animales marinos, amenazasen la pesca. Algunos aseguraban que con sus pasadizos y caminos minaban las costas y las islas. A decir verdad, hubo mucha gente que advirtió sobre el peligro que significaban las salamandras. Pero siempre ocurre lo mismo; cada novedad y cada progreso tropieza al principio con cierta repulsión y falta de confianza. Así ocurrió cuando se instalaron máquinas en las fábricas, y volvió a ocurrir con las salamandras. En otros lugares se produjeron desavenencias de diferente carácter[9], pero gracias a la desinteresada ayuda de la prensa mundial, que apreció debidamente no sólo las grandes posibilidades del comercio con las salamandras, sino también las productivas inversiones que a ellas van unidas, se instalaron salamandras en todas partes del mundo y fueron recibidas, en la mayoría de los lugares, con vivo interés y hasta con cierto entusiasmo[10].

El comercio de las salamandras estaba, en su mayor parte, en manos del Sindicato de las Salamandras, que las expedía en buques cisterna de su propiedad, construidos especialmente con este fin. El Centro comercial y, pudiéramos decir, una especie de Bolsa de las Salamandras, era el Salamander-Building de Singapur.

Publicamos una amplia y objetiva información, firmada con las iniciales E.W., 5 de octubre:

Noticias así pueden leerse diariamente en las secciones económicas de los periódicos, entre los telegramas que indican los precios del algodón, el estaño o el trigo. Pero, ¿saben ustedes qué significan esas misteriosas palabras acompañadas de ciertos números? ¡Claro que sí! El comercio de las salamandras, o sea, el S-Trade. Mas, sobre la forma de efectuarse dicho comercio, están la mayoría de los lectores poco informados. Quizá se imaginan en un gran mercado con miles y miles de salamandras, por el que se pasean los compradores con cascos tropicales y turbantes, observando la mercancía a la venta y, finalmente, señalan con el dedo a una joven salamandra sana, bien desarrollada, y dicen: ¡Véndame esa pieza, por favor! ¿Cuánto vale?

Pero, en realidad, el mercado de las salamandras es muy diferente. En el edificio de mármol del S-Trade en Singapur no verían ustedes ni una sola salamandra, sino empleados eficientes y elegantes vestidos de blanco, recibiendo los encargos por teléfono. «Sí, señor. Leading vale 63. ¿Cuánto? ¿Doscientas unidades? Sí, señor. Doce Heavy y ciento ochenta Team. Okey, comprendo. El barco saldrá de aquí a cinco semanas. Right? Thank you, sir.»

Por todo el palacio del S-Trade resuenan los timbres y las conversaciones telefónicas. Da más bien la impresión de un despacho o banco que de un mercado. Y, sin embargo, este noble y blanco edificio con esbeltos pilares en su fachada es un mercado, más conocido mundialmente que el bazar de Bagdad en tiempos de Harán Al-Raschid.

Pero volvamos a la noticia citada, sobre el mercado y su, podríamos decir, jerga comercial. LEADING se llama a las salamandras especialmente elegidas, inteligentes, por lo general de unos tres años de edad, especialmente preparadas para ser capataces y jefes en las colonias de trabajo de las salamandras. Se venden por unidades, sin tener en cuenta su peso, apreciándose solamente su inteligencia. El Leading de Singapur habla buen inglés y se considera de primera calidad y de completa confianza. También se ofrecen diferentes clases de salamandras-jefes, como las llamadas Capitán, Ingeniero, Jefe Malayo, Contramaestre y otras, pero los Leading son más apreciados. Hoy oscila su precio alrededor de los sesenta dólares por unidad.

HEAVY se llama a las salamandras fuertes, atléticas, por lo general de dos años de edad, cuyo peso oscila entre cincuenta y sesenta kilos. Se venden solamente en cuadrillas de seis (llamadas pelotones). Están entrenadas para los trabajos más pesados, como romper rocas, transportar bloques de piedra, etc. Si en la noticia arriba mencionada se dice: Heavy 317, eso significa que un pelotón de seis salamandras pesadas cuesta trescientos diecisiete dólares. Para cada pelotón de Heavy se destina, por lo general, un Leading como encargado y guardián.

TEAM son salamandras para trabajo ordinario, con un peso de 40 a 50 kilos, que se venden solamente en equipos (teams) de veinte piezas. Están destinadas al trabajo colectivo y se las emplea en desecación de terrenos, relleno de mares, construcción de diques, etc. A cada team de veinte salamandras corresponde un Leading.

ODD JOBS es una clase particular. Se trata de salamandras que, por diferentes motivos, no han completado su aprendizaje ni están especializadas en ningún trabajo, por ejemplo, por haber crecido fuera de las granjas establecidas para las salamandras. Son, podríamos decir, medio salvajes pero, en muchos casos, muy inteligentes. Se compran por unidades o docenas y se las emplea en diferentes trabajos o tareas pequeñas, para las que no valdría la pena enviar a todo un pelotón de salamandras o a un equipo. Si consideramos al Leading como la élite de las salamandras, podríamos decir que Odd Jobs son algo así como el pequeño proletariado. En los últimos tiempos se compran de preferencia como materia prima, siendo después educadas por particulares y convertidas en Leading, Heavy, Team o Trash.

TRASH o deshecho, son salamandras de menos valor, débiles o con algún defecto físico, que no se venden por separado ni en grupos, sino en montón y al peso, por lo general por decenas de toneladas. Un kilogramo vale hoy de siete a diez céntimos. No se sabe, en realidad, para qué se las compra, quizá para algún trabajo ligero bajo el agua. Para evitar malas interpretaciones, queremos recordar que la carne de las salamandras no es comestible. Este Trash lo compran, por lo general, los chinos, pero no se ha averiguado todavía a dónde lo llevan.

SPAWN es, sencillamente, el retoño de salamandra, mejor dicho, los renacuajos hasta el año. Se compran y venden por cientos y son muy solicitados, principalmente porque son baratos y porque su transporte es mucho más sencillo. Una vez trasladados al lugar fijado, se les cría hasta la época en que son aptos para trabajar. Se les traslada en barriles, ya que los renacuajos no necesitan salir del agua diariamente como las salamandras adultas. Puede suceder que de los renacuajos salgan individuos de una inteligencia extraordinaria, que se aproximen al tipo standard Leading. Por esto, el negocio de los renacuajos cobra todavía mayor interés. Las salamandras de gran inteligencia se venden también por piezas, alcanzando precios de algunos cientos de dólares la unidad. El millonario norteamericano Denicker pagó dos mil dólares por una salamandra que hablaba fluidamente nueve idiomas, y la hizo transportar a Miami en un barco especial. Dicho viaje costó veinte mil dólares. En los últimos tiempos se compran renacuajos para los llamados establos de salamandras, donde se seleccionan y entrenan salamandras deportivas rápidas. Éstas se enganchan después, en número de tres, en pequeñas embarcaciones en forma de concha. Las regatas de conchas tiradas por salamandras están muy de moda, siendo la diversión favorita de la juventud norteamericana en Palm Beach, Honolulú y Cuba. Se les llama Carreras de Tritones o Regatas de Venus. En conchas ligeras y adornadas, que resbalan por la superficie del mar, se alzan las competidoras vestidas con los más hermosos y diminutos trajes de baño, sosteniendo en sus manos las riendas de seda del terceto de salamandras. Se disputa el título de Venus. El señor J.S. Tincker, llamado el rey de las conservas, compró para su hija tres salamandras de carreras, Poseidón, Hengist y Rey Eduardo, en nada menos que treinta mil dólares. Pero todo esto ya queda fuera del marco de la S-Trade, que se limita a vender, a todo él mundo, solamente trabajadores en calidad de Leadings, Heavies y Teams.

Hemos mencionado antes las granjas de salamandras. Que no se imagine él lector grandes establos y campos cercados. Son sólo unos cuantos kilómetros de costa desnuda, en la que se elevan unas casitas con techos de pizarra. Una es para el veterinario, otra para el director, y, las demás, para el personal que guarda a las salamandras. Al llegar la marea baja es cuando se pueden ver, desde la costa hasta el mar, largos diques que dividen él litoral en varios estanques: uno para los renacuajos, otro para los Leading, etc. Cada categoría se entrena y alimenta por separado y ambas cosas se hacen al atardecer. A la puesta del sol las salamandras salen de sus agujeros y se acercan a la playa, reuniéndose alrededor de sus maestros que, por lo general, son militares retirados. Primero tienen una hora para aprender a hablar. El maestro dice una palabra, por ejemplo, cavar, y con él gesto indica a las salamandras su significado. Luego las forma en filas de cuatro y les enseña a marchar. A esto sigue media hora de gimnasia y, después, descanso en el agua. A continuación aprenden a usar las diferentes herramientas y armas, después de lo cual y bajo la vigilancia de sus maestros, hacen algún trabajo como práctica, construcciones acuáticas, etc. Terminado esto, las salamandras vuelven al agua y reciben su alimento, consistente en galletas especiales que contienen, principalmente, maíz y sebo. Las salamandras Leading y Heavy son alimentadas con carne. La pereza o la desobediencia se castigan retirándole a la culpable el alimento. No se aplican castigos físicos, porque la sensibilidad de las salamandras al dolor físico es mínima. Con la salida del sol reina en las granjas de salamandras una tranquilidad sepulcral. La gente se va a descansar y las salamandras desaparecen bajo la superficie de las aguas.

Esta rutina cambia solamente dos veces al año. Una, en la época de celo, en que se deja a las salamandras solas durante 15 días, y otra, cuando llega a la granja el barco-cisterna del Sindicato de las Salamandras, que entrega al director las órdenes sobre cuántas salamandras de cada clase han de ser embarcadas. La selección se hace por la noche. El oficial del barco, él director de la granja y el veterinario están sentados a una mesa iluminada por una lámpara, mientras que los guardianes y la tripulación del barco les cierran a las salamandras la salida al mar. Luego las salamandras se acercan, una a una, a la mesa y se las reconoce, apta o no apta. Las salamandras seleccionadas suben después a una barca que las conduce al buque-cisterna. La mayoría van voluntariamente, o sea, basta que se les dé una orden tajante. Algunas veces, sin embargo, es preciso usar un poco de fuerza como, por ejemplo, atarlas. Las larvas o renacuajos son, desde luego, recogidos en redes.

El transporte de las salamandras en los barcos-cisterna es humano e higiénico. Cada dos días se les cambia el agua de los recipientes y se les da alimento en abundancia. La mortalidad durante el transporte alcanza solamente un 10%. A petición de la Sociedad Protectora de Animales, en cada buque-cisterna hay un capellán que se preocupa de que se trate humanitariamente a las salamandras y que noche tras noche les hace una pequeña plática en la que, principalmente, les inculca él respeto a los hombres, la obediencia y el agradecimiento a sus futuros amos, que no desean más que ocuparse paternalmente de su bienestar. Desde luego, es bastante difícil explicar a las salamandras esa «preocupación paternal», ya que el sentimiento de la paternidad les es desconocido. Las salamandras más educadas decidieron llamar a dicho capellán Papá Salamandra. También han dado muy buen resultado las películas educativas que son proyectadas a las salamandras durante el transporte y que les enseñan, ya la técnica humana, ya su futuro trabajo y obligaciones. Hay gente que traduce la abreviatura S-Trade (Salamander TradeJ, como Slave Trade, o sea, comercio de esclavos. Como observadores imparciales, hemos de decir que si el antiguo negocio de esclavos hubiera estado tan bien organizado y hubiese sido tan higiénico como el actual de las salamandras, no podríamos menos que felicitar a los esclavos. Sobre todo con las salamandras más caras, se guardan una serie de atenciones y delicadezas, principalmente porque el capitán y la tripulación del barco responden con sus sueldos por la vida de las salamandras que les han sido confiadas. El que escribe este artículo fue testigo de cómo hasta los más duros marineros del buque-cisterna S.S.14 estaban profundamente impresionados cuando doscientas cuarenta formidables salamandras enfermaron de diarrea. Iban a mirarlas con lágrimas en los ojos y daban salida a sus sentimientos humanitarios con ásperas palabras tales como: «¡Qué falta nos hacían estos bichos del diablo!»

Al aumentar las ganancias por la explotación de las salamandras surgió, también, el comercio pirata; el Sindicato de las Salamandras no pudo controlar y administrar todas las líneas en las que el fallecido capitán van Toch había llevado salamandras, especialmente las que dejó en las islas de Micronesia, Melanesia y Polinesia, así que muchas bahías en las que vivían y se multiplicaban las mismas, quedaron abandonadas. Como resultado de esto se estableció, junto a la cría racional de salamandras, la caza de las salvajes, que recordaba, en muchos aspectos, las antiguas expediciones a la caza de focas. En cierto modo, esta caza era ilegal, pero como no existía ninguna ley para la protección de las salamandras salvajes, sólo se podía perseguir a los piratas por intromisión en las aguas territoriales de este o aquel país. Y como al multiplicarse tan extraordinariamente en aquellas islitas las salamandras causaban un sinfín de molestias a los naturales del lugar, amén de destrozos en sus huertos y campos, esta caza de salamandras se consideraba, aunque en silencio, como un modo de regular la población salamándrica. Citamos una auténtica investigación judicial:

PIRATAS DEL SIGLO XX

E.E.K.

Eran las once de la noche cuando el capitán de nuestro barco ordenó bajar la bandera de nuestro país y nos mandó arriar los botes. Hacía una clara noche de plenilunio. La islita hacia la que remábamos era, según creo, Gardner Island, del archipiélago Fénix. En las noches de plenilunio las salamandras salen a bailar a la playa. Uno puede acercarse a ellas sin que lo oigan, tan embebidas están en su silenciosa danza colectiva. Veinte de nosotros llegamos a la playa con los remos en la mano y, esparcidos en semicírculo, empezamos a acercarnos al oscuro rebaño que se agitaba en la playa, bajo la lechosa luz de la luna.

Es difícil expresar la impresión que produce la danza de las salamandras. Unos trescientos animales están sentados sobre sus patas traseras en un círculo exacto, con la cara mirando hacia el centro de dicho círculo, que permanece vacío. Las salamandras no se mueven, están como petrificadas, parecen una especie de empalizada ante algún altar secreto. Pero allí no hay altar ni dios alguno. De pronto, uno de los animales hace chasquear la lengua, «Chisss, chisss, chisss», y empieza a balancearse haciendo un movimiento circular con la parte superior de su cuerpo. Esta especie de balanceo se va transmitiendo de unas salamandras a otras y, al cabo de unos segundos, todas mueven circularmente la parte superior, sin moverse de su sitio, cada vez con mayor rapidez, sin sonido, como fanáticos en una furiosa y loca embriaguez. Al cabo de un cuarto de hora se debilita alguna salamandra, luego otra y otra, se balancean y, exhaustas, quedan paralizadas. De nuevo permanecen quietas, sentadas como estatuas, descansando algunos momentos. Después de unos segundos se oye de nuevo «Chisss, chisss, chisss»… y otra salamandra se empieza a mover, pasando su danza de unas a otras hasta que se balancea frenéticamente todo el círculo. Sé que, por esta descripción, les parecerá la danza un poco mecánica, pero añadan ustedes a ello la blanquecina luz de la luna y el susurro melodioso de las olas. Todo esto tiene en sí algo de embrujo, de magia. Me quedé parado con el corazón en la garganta, sintiendo algo así como horror y admiración. «¡Hombre, mueve los pies», me gritó el compañero más próximo, «vas a hacer un agujero en la arena!»

Cada vez cerrábamos más el cerco alrededor de los animales danzantes. Los hombres tenían preparados los remos y hablaban en susurros, no tanto porque las salamandras pudiesen oírlos, sino porque era de noche. «¡Hacia ellas, rápido!», gritó el oficial. Corrimos hacia aquel círculo hirviente; los remos, con un chasquido seco, chocaban contra los espinazos de las salamandras. De pronto éstas volvieron en sí, escapándose hacia el centro del círculo o tratando de pasar por entre los remos para llegar hasta el mar, pero los golpes que recibían las hacían retroceder, encogidas de dolor y de miedo. Se empujaban hasta el centro del círculo aplastándose, pisoteándose, cayendo unas sobre otras, formando ya varias capas. Diez hombres las levantaban y las metían tras un cerco de remos, y diez más hincaban y golpeaban a las que trataban de escabullirse o de escapar. Era una especie de ovillo negro que se movía y temblaba, una masa de carne croante sobre la que caían pesados golpes. Luego se abría algún espacio entre los remos, se escurría alguna salamandra y quedaba aturdida por un golpe de remo en la nuca. Tras ella, otra y otra más, hasta que yacían unas veinte. «¡Cerrad!», gritaba el capitán, y el espacio entre los remos se cerraba de nuevo. Bully Beach y Dingo cogían cada uno de una pata a una de las salamandras aturdidas y la llevaban arrastrando por la arena hasta el bote, como un saco sin vida. Algunas veces el cuerpo del animal se enganchaba en las piedras; los marineros, rabiosos, tiraban con fuerza quedándose con las patas en las manos. «No es nada», gruñía el viejo Mike que estaba a mi lado, «¡Ya les crecerán de nuevo!» Una vez que las salamandras, aturdidas, estaban en el bote, el oficial ordenaba secamente: «¡Preparen otras!» Y de nuevo llovían los golpes de remo sobre las salamandras. Aquel oficial Bellamy se llamabaera un hombre inteligente y silencioso, formidable jugador de ajedrez. Pero se trataba de una caza o, mejor dicho, de un negocio, así que ¿para qué andar con miramientos? De esta forma cazamos más de doscientas salamandras aturdidas, quedando unas setenta que seguramente estaban muertas y que ya no valía la pena llevar.

Una vez en el barco, las salamandras eran echadas a las cisternas. Nuestro barco era un antiguo buque-cisterna para el transporte de gasolina. Los tanques, poco limpios, apestaban a petróleo, y el agua que habíamos puesto en ellos estaba grasienta y con reflejos de arco-iris. Cuando tiraron en aquella agua a las salamandras, parecía algo espeso y repugnante, lo mismo que una sopa de fideos. En algunos lugares se movía débil y dolorosamente algo, pero durante todo el día no se hizo nada para que las salamandras pudieran recobrarse. Al día siguiente llegaron cuatro hombres con largos palos y empezaron a hurgar en aquella «sopa» (profesional-mente se dice soup,). Removían aquellos cuerpos espesos y observaban si alguno quedaba inmóvil o si se desprendía su carne. Entonces pinchaban al animal con un enorme gancho y lo sacaban, tirándolo al mar. «¿Está limpia la sopa?», «Sí, señor». Esta limpieza de la sopa se repetía diariamente y cada vez se arrojaba al mar la «mercancía averiada» como se la llamaba. Nuestro barco era acompañado por una fiel cabalgata de grandes y bien alimentados tiburones. Las cisternas apestaban terriblemente y, a pesar de ser cambiada a menudo, el agua tenía un color amarillento y el fondo estaba lleno de inmundicias y galletas deshechas; en ella chapoteaban, o yacían torpemente, cuerpos negros que respiraban con dificultad. «Pues aquí no están tan mal», aseguraba el viejo Mike. «Yo he visto un barco que las llevaba en barriles vacíos de gasolina: ¡Se les murieron todas!»

Al cabo de seis días volvimos a recoger nueva mercancía en la isla de Nanomea.

Así pues, este comercio con las salamandras es, en realidad, un comercio ilegal, rigurosamente hablando, piratería moderna que, se puede decir, brotó de la noche a la mañana. Se asegura que casi una cuarta parte de las salamandras vendidas y compradas son capturadas de esta forma. Hay salamandras que no justifican, según el Sindicato, mantener granjas permanentes, y en algunas islas del Pacífico se han multiplicado de tal manera que empiezan a ser verdaderamente molestas. Los indígenas no las quieren, y aseguran que con sus agujeros y pasadizos están barrenando todas las islas. Por ello, tanto los centros coloniales como el Sindicato de las Salamandras cierran los ojos a esas incursiones. Se cree que hay unos cuatrocientos barcos piratas que sólo se dedican al robo de salamandras. Junto a pequeñas empresas, practican esta bucanería moderna sociedades navieras completas, entre las cuales la mayor es la Pacific Trade Comp., con sede en Dublín; su presidente es el honorable señor Charles B. Harri-man. Hace un año las condiciones eran, relativamente, mucho peores. Entonces un bandido chino llamado Teng atacó directamente con tres barcos una granja del Sindicato, y no vaciló en asesinar al personal que trató de oponer resistencia. En el pasado mes de noviembre, Teng, con su pequeña escuadra, fue deshecho por el cañonero norteamericano Minnentonka, cerca de la isla de Midway. Desde esta fecha, la piratería contra las salamandras tiene un aspecto mucho menos feroz y goza de cierto auge, habiéndose fijado ciertas reglas que se respetan discretamente. Por ejemplo: al adentrarse en una costa extranjera deben ser retiradas las banderas de los mástiles; la piratería no será aprovechada para la importación y exportación de otras mercancías. Las salamandras no serán vendidas a precios de dumping y serán marcadas como de segunda calidad. En el comercio ilegal las salamandras se venden de veinte a veinticinco dólares la unidad. Se considera a dichas salamandras, aunque de una clase muy inferior, muy resistentes, debido a que han sobrevivido a las terribles condiciones existentes en los barcos piratas. Se calcula que en estos transportes mueren del 20 al 30% de las salamandras capturadas, pero las que quedan con vida son de una resistencia considerable. En la lengua comercial se las llama Maccarroni y, en los últimos tiempos, se las menciona en las noticias regulares del mercado.

Dos meses más tarde estaba yo jugando una partida de ajedrez con el señor Bellamy, en el hall del Hotel France de Saigón; desde luego, yo ya no estaba como marinero en su barco.

Oiga, Bellamy, le dije, usted es un hombre decente y, ¿cómo se dice?, un gentleman. ¿No siente a veces cierta sensación de que está sirviendo para algo que, en el fondo, es la más miserable forma de esclavitud?

Bellamy se encogió de hombros.

Las salamandras son salamandras gruñó desviando el tema.

Hace doscientos años también se decía que los negros eran sólo negros.

¿Y acaso no es verdad? dijo Bellamy—. ¡Jaque!

Perdí aquella partida. De pronto me pareció que cada jugada que se presentaba en el tablero ya se había hecho alguna vez. Quizá nuestra historia también había sido vivida ya alguna vez, y nosotros movemos las figuras con los mismos movimientos y alcanzando las mismas derrotas que en tiempos pasados. Quizá precisamente un hombre tan decente y silencioso como Bellamy había cazado alguna vez negros en la Costa de Marfil para llevarlos a Haití o Luisiana, dejándolos morir en las bodegas de los barcos. Entonces aquel Bellamy tampoco imaginaba que hacía nada malo. Los Bellamy nunca creen que hacen nada malo. Por eso son incorregibles.

Han perdido las negras dijo Bellamy satisfecho, y se levantó para desperezarse.

* * *

Junto a la buena organización del comercio de salamandras y la amplia propaganda de la prensa, contribuyó también al desarrollo de las salamandras una inmensa ola de idealismo técnico que en aquella época inundó al mundo. G.H. Bondy previo con justicia que el espíritu humano empezaría entonces a trabajar en nuevos continentes y nuevas Atlántidas. Durante toda la época de las salamandras reinó entre los técnicos una viva y fructífera contradicción sobre si se tenían que construir los pesados continentes y fortalezas con playas de hormigón o si debían hacerse de suave arena traída de los mares. Casi diariamente surgían nuevos proyectos gigantescos. Un ingeniero italiano proponía la construcción de una Gran Italia, que ocuparía casi todo el mar Mediterráneo, hasta Trípoli, las Baleares y el Dodecaneso, o la construcción de un nuevo continente al que se llamaría Lemuria, al este de la Somalia italiana, que llegaría a ocupar un día el Océano índico. En realidad se construyó, con el trabajo de todo un batallón de salamandras, una nueva isla frente al puerto de Mogdis, en Somalia, de una extensión de trece acres y medio. Japón proyectó, y en parte hizo, una nueva y gran isla en el lugar que ocupaba el archipiélago de las Marianas, preparando también la unión de las islas Carolinas con las Marshall, llamadas anticipadamente Nuevo Nipón. En cada una de ellas se tenía que construir una especie de volcán artificial, para que recordase a los futuros habitantes el sagrado Fujiyama. También se rumoreaba que ingenieros alemanes construían secretamente una fortaleza de hormigón en el mar de los Sargazos, que debía ser la futura Atlántida, y que amenazaría el África Occidental Francesa pero, según parece, sólo se llegaron a fijar los cimientos. En Holanda se inició la desecación de Zelandia; Francia unió Guadalupe, Grand Terre, Basse Terre y La Désirade, en una sola isla; Estados Unidos empezó a construir en el meridiano 37 la primera isla-aeropuerto (constaba de dos pisos, con inmensos hoteles y estadios deportivos, Lunapark y cine para cinco mil personas). En resumen: parecía que se habían derrumbado las últimas barreras que el mar oponía al florecimiento de la Humanidad. Comenzó una época feliz de extraordinarios planes técnicos; el hombre comprendía que era precisamente ahora cuando se convertía en el Amo del Mundo gracias a las salamandras, que habían entrado en el momento preciso en la historia de la Humanidad; hasta podría decirse «por fatalidad histórica». Probablemente las salamandras no se habrían desarrollado de esa manera si nuestra época técnica no hubiera preparado tantas tareas y un campo tan amplio de trabajo continuo. El porvenir de los obreros del mar parecía asegurado por cientos de años.

La ciencia tuvo parte muy importante en el favorable desarrollo de las salamandras, ya que pronto volcó su atención hacia la investigación de éstas, tanto en el aspecto físico como en el síquico.

Presentamos un informe sobre el Congreso Científico de París, descrito por un testigo ocular.

1er. CONGRESO DE URODELOS

Abreviando, se le llama Congreso de los Batracios Urodelos, aunque el titulo oficial es un poco más largo: Primer Congreso Internacional de Zoólogos para la Investigación Sicológica de los Anfibios Urodelos. Pero a los verdaderos parisinos no les agradan los títulos largos. Aquellos eruditos profesores que se reúnen en el anfiteatro de la Sorbona son para ellos, sencillamente, los señores urodelos, los señores anfibios urodelos y, basta. O todavía más resumido y menos respetuoso: «Ces Zoos-lá.» Fui pues a la reunión de «Ces Zoos-lá», más bien por curiosidad que por deber de informador. Por curiosidad, compréndanlo bien, no hacia aquellos señores universitarios, en su mayoría viejas autoridades con gafas, sino, precisamente, por aquellos… seres (¿por qué no quiere salir de la pluma la palabra animales?), de los que ya tanto se había dicho en los boletines científicos como en las canciones de bulevar; y que —según algunos— «son una estafa periodística», y, según otros, «más inteligentes que el mismo rey de la creación», como se llama aún hoy (quiero decir, todavía después de la guerra mundial y otras circunstancias históricas) al hombre. Pensaba que los sabios señores participantes en el Congreso para la investigación psíquica de los anfibios urodelos aclararían a los laicos en la materia, con una decisión final, el asunto de esta famosa racionalidad del Andrias Scheuchzeri. Que nos dirían: sí, es un ser comprensivo, tan apto para ser civilizado, por lo menos, como ustedes y yo, y por ello ha de contarse con él para el futuro con especies de razas humanas consideradas en otro tiempo como salvajes y primitivas… Pero el Congreso no adoptó ninguna de estas decisiones… La ciencia de hoy es demasiado… especializada para preocuparse de esos problemas. En fin, aprendamos, por lo menos, lo que científicamente se llama «la vida psíquica de los animales.» Ese señor de barba larga y ondulante que parece un mago, y que ahora precisamente grita en el estrado, es el famoso profesor Dubosque; parece ser que refuta alguna teoría derrotista de uno de sus respetables colegas, pero este punto de su disertación no lo hemos entendido claramente. Al cabo de unos minutos comprendemos que el apasionado mago habla de las reacciones de Andrias al color y de su capacidad para distinguir diferentes colores. No sé si comprendí bien, pero salí con la impresión de que Andrias Scheuchzeri es, hasta cierto punto, acromatópsico, y que el profesor Dubosque tiene que ser muy corto de vista por la forma en que se acercaba las notas a sus gruesas y brillantes gafas. A continuación habló el sonriente erudito japonés doctor Okagawa; dijo algo sobre las curvas de reacción y sobre los fenómenos que se producen al cortarse una especie de conducto sensitivo en el cerebro del Andrias; después describió la reacción del Andrias cuando se le tritura el laberinto del oído. Luego el profesor Rehmann explicó detalladamente cómo reacciona el Andrias a las sacudidas eléctricas. De pronto se produjo una especie de apasionada controversia entre él y el profesor Bruckner. Este profesor Bruckner es un tipo pequeño, rabioso y casi trágicamente vivaz. Entre otras cosas, aseguró que Andrias está tan mal equipado de sentidos como el hombre, y que se distingue por la misma pobreza de instintos. Tomado estrictamente en el aspecto biológico, es un animal tan decadente como el hombre y, lo mismo que éste, trata de suplir su poco valor con lo que se llama intelecto. Parece ser que los demás expertos no tomaron en serio al profesor Bruckner, seguramente porque no habló de ninguna clase de conductos sensitivos y no envió ninguna corriente eléctrica al cerebro de Andrias. Seguidamente tomó la palabra el profesor van Dieten que, despacio, y casi como si ejecutase un oficio divino, explicó las alteraciones que aparecen en Andrias cuando se le quita cierta parte del hueso craneano o del occipital. Después intervino el profesor americano Devrient… Perdonen, en realidad no sé lo que dijo, porque en aquel momento empezó a darme vueltas en la cabeza qué clase de alteraciones aparecerían en el profesor Devrient si le quitasen parte del hueso craneano y parte del occipital, cómo reaccionaría el sonriente Okagawa a las corrientes eléctricas y cómo se comportaría el profesor Rehmann si alguien le triturase el laberinto del oído. También sentí una especie de inseguridad sobre mi capacidad para distinguir los colores o sobre los factores que producen mis reacciones motoras. Me martirizaba la idea de si tenemos derecho a hablar de nuestra vida (quiero decir, la humana) psíquica mientras no nos hayamos abierto unos a otros las membranas que cubren el cerebro y destruido los conductos sensitivos. En realidad, deberíamos lanzarnos unos sobre otros, bisturí en mano, a fin de poder estudiar nuestra vida psíquica. Por lo que a mí se refiere, estaría dispuesto en nombre de la ciencia a romperle las gafas al profesor Dubosque o a aplicar corrientes eléctricas a la calva del profesor van Dieten y, después, publicaría un artículo sobre sus reacciones. A decir verdad, puedo imaginármelas maravillosamente. Me represento con menos viveza lo que ocurriría en el ánimo de Andrias Scheuchzeri durante esos experimentos, pero creo que es un ser muy paciente y bondadoso. Ninguna de las distinguidas autoridades ha hablado de que Andrias se hubiese enfurecido alguna vez.

No me cabe duda de que el Primer Congreso de los Anfibios Urodelos fue un destacado éxito científico. Pero, cuando tenga un día libre, pienso ir al Jardín des Plantes, directamente al estanque en que está Andrias Scheuchzeri, para decirle en voz baja: «Oye, salamandra, cuando llegue tu día… ¡no se te vaya a ocurrir investigar la vida psíquica del hombre!»

* * *

Gracias a estas disertaciones científicas la gente dejó de considerar a las salamandras como algo milagroso. A la sobria luz de la ciencia perdieron mucho de su primer nimbo extraordinario y excepcional. Al ser motivo de experimentos psicológicos demostraron cualidades mediocres y poco interesantes. Sus grandes disposiciones naturales, según lo había demostrado la ciencia, eran una fábula. La ciencia descubrió a la Salamandra Normal, que resultaba un ser aburrido y de inteligencia bastante limitada. Solamente los periódicos publicaban, de vez en cuando, alguna noticia sobre una Salamandra maravillosa que sabía hacer mentalmente multiplicaciones por cinco cifras; pero hasta esto dejó de interesar a los lectores, sobre todo cuando se demostró que, con un entrenamiento adecuado, también puede llegar a hacerlo un ser humano. La gente, sencillamente, empezó a considerar a las salamandras como algo tan natural como las máquinas calculadoras u otros aparatos automáticos. Ya no veían en ellas aquello secreto que surgió un día de quién sabe qué profundidades y Dios sabe por qué. Además, la humanidad no considera misterioso lo que le sirve y beneficia, sino lo que le perjudica o amenaza. Y como, según se demostró, las salamandras eran seres altamente provechosos en varios aspectos, fueron simplemente aceptadas como algo perteneciente al curso racional de los acontecimientos.

La utilidad de las salamandras fue investigada, particularmente, por el descubridor hamburgués Wuhrmann, de cuyo informe citaremos, por lo menos, un pequeño extracto:

«Los experimentos que he ejecutado en la Gran Salamandra del Pacífico (Andrias Scheuchzeri Tschudi) en mi laboratorio de Hamburgo estaban dirigidos hacia una cierta meta: probar la resistencia de Andrias a ciertos cambios de ambiente y a otras influencias exteriores, para demostrar así su aprovechamiento práctico en ciertas regiones geográficas y bajo ciertos cambios condicionados.

Con la primera serie de experimentos debía comprobar cuánto tiempo resiste la salamandra fuera del agua. Los animales con los que experimentaba fueron puestos en recipientes vacíos, a una temperatura de 40-50°. Al cabo de algunas horas, las salamandras dieron señales de cansancio, y al rociarlas con agua, se animaron de nuevo. Después de estar sin agua 24 horas, yacían exhaustas, moviendo solamente los párpados. El pulso se hizo lento y todas sus actividades corporales quedaron reducidas al mínimo. Se notaba que los animales sufrían, y cada movimiento les costaba un gran esfuerzo. Al cabo de tres días comenzó el estado de paralización cataléptica (xerosa); los animales no reaccionaron ni al serles aplicado electrocauterio. Al aumentar la humedad del ambiente empezaron de nuevo a dar señales de vida (cerrar los ojos ante una luz potente, etc.) Cuando las salamandras así conservadas fueron de nuevo metidas en agua al cabo de siete días, se reanimaron después de cierto tiempo. Al conservárseles por un periodo más largo fuera del agua, murieron todos los animales con los que se experimentaba. Si se colocan las salamandras directamente bajo los rayos del sol, mueren al cabo de unas horas.

A otras salamandras con las que experimentábamos se les obligó a dar vueltas a una rueda en un ambiente seco. Al cabo de tres horas, su capacidad de trabajo empezó a disminuir, pero subió de nuevo al ser rociadas en abundancia. Rociándolas con bastante frecuencia consiguieron las salamandras dar vueltas a la rueda durante diecisiete, veinte y, en un caso, hasta veintiséis horas consecutivas, mientras que un hombre, al cabo de cinco horas de trabajo mecánico, estaría considerablemente agotado. De estos experimentos debemos sacar la siguiente conclusión: las salamandras pueden ser bien aprovechadas para trabajos en tierra seca, bajo dos condiciones: que no estén directamente al sol y que, de vez en cuando, se las rocíe con agua fresca.

La segunda serie de experimentos se refería a la reacción ante el frío de las salamandras de origen tropical. Al enfriarles repentinamente el agua, murieron de catarro intestinal; pero por medio de una lenta aclimatación a un ambiente más frío, se acostumbraron a él fácilmente. Al cabo de ocho meses ya conservaban su vivacidad hasta una temperatura de 7° C, a condición de que se les aumentase la grasa en las comidas (de 150 a 200 gramos diarios). Si la temperatura bajaba a menos de 5° C, comenzaban a dar nuevamente señales de vida, y de 7 a 10° C empezaban a demostrar interés por los alimentos. De esto se deduce que las salamandras se pueden aclimatar en nuestro país o en las regiones frías de Noruega e Islandia. Para saber si soportarían las condiciones climáticas polares, habría que hacer nuevos experimentos.

Por el contrario, las salamandras son muy sensibles a las influencias químicas. Durante experimentos hechos con lejía muy diluida, residuos de las fábricas, productos usados en el curtido, etc., la piel se les caía a tiras y los animales experimentales morían a causa de cierta gangrena en las branquias. Para nuestros ríos son, pues, prácticamente inservibles las salamandras.

En otra serie de experimentos, conseguimos comprobar cuánto tiempo resisten las salamandras sin alimentos. Pueden ayunar tres semanas o más sin que se advierta en ellas otro síntoma que un ligero malestar. A una salamandra experimental la dejé hambrienta durante seis meses; durante los últimos tres meses dormía sin interrupción y sin moverse. Cuando después tiré en su barril unos pedazos de hígado, estaba tan débil que no reaccionó y tuvo que ser alimentada artificialmente. Al cabo de algunos días comía ya normalmente y estaba lista para nuevos experimentos.

La última serie de experimentos trataba de las posibilidades regeneradoras de las salamandras. Si a una salamandra se le corta el rabo, le crece uno nuevo a los catorce días. En una salamandra hemos repetido el experimento siete veces, con los mismos resultados. Igualmente les crecen, a los pocos días, las patas cortadas. A una salamandra le cortamos, para experimentar, las cuatro patas y el rabo. A los treinta días estaba completa de nuevo. Si a una salamandra se le rompe un hueso de la pierna o el brazo, se le cae todo el miembro y le crece otro. Lo mismo le vuelve a crecer un ojo vaciado o la lengua cortada. Es muy interesante que una salamandra a la que le cortamos la lengua, al salirle una nueva tuvo que aprender otra vez a hablar. Si a una salamandra se le amputa la cabeza, o si se corta su cuerpo entre el cuello y la pelvis, el animal muere. Por otra parte, puede quitársele el estómago, parte de los intestinos, dos terceras partes del hígado y otros órganos, sin que sus funciones físicas se interrumpan, así que se puede decir que una salamandra destripada puede tranquilamente seguir viviendo. Ningún otro animal es tan insensible a las heridas como la salamandra. Desde este punto de vista podría ser un animal de primera clase, invulnerable, para la guerra. Por desgracia, este animal es muy pacífico e indefenso por naturaleza.

Paralelamente a estos experimentos, mi asistente, doctor Walter Hinkel, experimentó el valor de las salamandras como materia prima. Comprobó que el cuerpo de las salamandras contiene un porcentaje elevado de yodo y fósforo; no está descartado que estas importantes materias primas pudieran extraerse y aprovecharse, en caso de necesidad, para la industria. La piel de la salamandra que, por sí sola, es de muy mala calidad, se puede moler y prensar a gran presión. La piel artificial así lograda es ligera, bastante resistente, y podría reemplazar al cuero de vacuno en la fabricación de calzado… La grasa de salamandra no se puede usar a causa de su sabor desagradable, pero sirve para usos técnicos porque se congela a temperaturas muy bajas. La carne de la salamandra había sido considerada impropia para el consumo, hasta venenosa. Si se come cruda produce fuertes dolores, vómitos y hasta alucinaciones. El Dr. Hinkel comprobó, después de muchos ensayos que hizo en sí mismo, que estos efectos perjudiciales desaparecen si la carne, cortada en pedazos, es escaldada con agua hirviendo (lo mismo que ocurre con algunas setas), y después de lavarla cuidadosamente, se coloca durante 24 horas en una solución de permanganato. Después se puede guisar o cocer normalmente, y tiene el mismo gusto que la carne de vaca de segunda. Así nos comimos a una salamandra a la que llamábamos Hans. Era un animal culto e inteligente, con especiales disposiciones para el trabajo científico. Trabajaba en el departamento con el Dr. Hinkel, como su ayudante, y se le podían confiar los análisis químicos más delicados. En las largas noches teníamos conversaciones interesantes con él, y nos distraía su insaciable afán de saber. Tuvimos que deshacernos con gran pesar de nuestro Hans, pues a causa de unos experimentos que hice en él sobre trepanación, quedó ciego. Su carne era oscura y esponjosa, pero no produjo en nosotros ninguna reacción desagradable. Es cosa segura que, en caso de guerra, la carne de salamandra sería bien recibida, como un económico sustituto de la carne de vacuno.»

Después de todo, es natural que las salamandras dejasen de ser una sensación al haber en el mundo millones de ellas. El interés que despertaban en la gente cuando todavía eran una especie de novedad, tuvo también eco, durante algún tiempo, en las películas cómicas («Sally y Anda, dos buenas salamandras»); y en los cabarets, las cantantes que tenían una voz especialmente mala se presentaban vestidas de salamandra, expresándose gramaticalmente mal y cantando como en una especie de graznido. En cuanto las salamandras se convirtieron en algo habitual cambió, por decirlo así, su problemática.[11] La verdad es que la gran sensación que despertaban, languideció, para hacerle sitio a otra cosa, hasta cierto punto mucho más sólida: El problema de las salamandras. Como ha ocurrido ya muchas veces en la Historia, la abanderada del problema de las salamandras fue la señora Louise Zimmerman, una mujer, directora de un pensionado femenino de Lausana, la que con extraordinaria energía e incansable entusiasmo propagaba por todo el mundo su noble lema: ¡Dad a las salamandras la debida educación escolar! Largo tiempo tropezó con la incomprensión del público, mientras llamaba la atención incansablemente sobre la natural disposición de las salamandras para aprender, y sobre el peligro que podría correr la civilización moral y razonable. «Tal como se extinguió la cultura romana bajo la invasión de los bárbaros, se extinguiría también nuestra cultura si hubiera una isla en el mar con seres a los que se hubiese impuesto un yugo espiritual que les impidiera su participación en los más altos ideales de la humanidad de nuestros días.» Estas palabras las pronunció proféticamente en las seis mil trescientas cincuenta conferencias que dio en clubes femeninos por toda Europa y América, lo mismo que en el Japón, China, Turquía y otros países. «Si queremos mantener la cultura, decía, ha de ser por medio de la instrucción de todos. No podemos disfrutar tranquilamente de los frutos de nuestra civilización y de nuestra cultura, mientras existan a nuestro alrededor millones y millones de seres desgraciados e inferiores, mantenidos artificialmente en estado de animalidad. Lo mismo que el lema del siglo diecinueve fue «la liberación de la mujer», la consigna de nuestra época ha de ser ¡DAD A LAS SALAMANDRAS LA DEBIDA EDUCACIÓN ESCOLAR!». Etcétera. Gracias a su elocuencia y tenacidad increíbles, movilizó Madame Louise Zimmerman a las mujeres de todo el mundo, consiguiendo la suficiente ayuda económica para crear en Beaulieu (cerca de Niza), el Primer Liceo para Salamandras, en el que los renacuajos de las salamandras que trabajaban en Marsella y Tolón aprendieron lengua y literatura francesas, retórica, urbanidad, matemáticas e historia de la cultura[12].

Menor éxito tuvo la Escuela para Salamandras de Mentón, en la que ciertos cursos, especialmente los de música, cocina dietética y trabajo manual delicado (en los que insistía madame Zimmerman por motivos pedagógicos), tropezaban con la falta de interés, por no decir la oposición, de las jóvenes salamandras del liceo. Por otra parte, el primer ensayo público con las jóvenes salamandras tuvo tanto éxito que inmediatamente después se organizó (financiada por la Sociedad Protectora de Animales), la «Politécnica Marina para Salamandras» en Cannes, y la «Universidad de las Salamandras» en Marsella. En ésta fue donde, más tarde, obtuvo la primera salamandra el grado de Doctor en Derecho.

La cuestión de la educación de las salamandras empezó entonces a extenderse rápidamente y por vías normales. A las ejemplares «Escuelas Zimmerman» opusieron, maestros más progresistas, toda una serie de importantes objeciones. Principalmente, se aseguraba que para la educación de las salamandras adolescentes no eran apropiados los métodos que la vieja escuela humanista aplicaba a la enseñanza de los jóvenes humanos. Se rechazaba decididamente la enseñanza de literatura e historia, recomendándose que el mayor espacio y tiempo fuese dedicado a asignaturas prácticas y modernas, como ciencias naturales, trabajo en talleres escolares, preparación técnica, gimnasia, etc. Ésta, así llamada, Escuela de Reforma, o sea, Escuela para la Vida Práctica, fue criticada apasionadamente por los representantes de la enseñanza clásica, que declararon que la salamandra puede aproximarse a la cultura humana solamente a base del latín, y que no basta que aprendan a hablar si no les enseñamos a recitar versos y a pronunciar discursos con la exacta pronunciación ciceroniana. Hubo largos y exaltados debates sobre este asunto, que se solucionó, finalmente, nacionalizando las escuelas para la juventud humana, de manera que se aproximasen, lo más posible, a los ideales de la Escuela de Reforma para Salamandras.

Era natural que también en otros Estados se alzasen voces pidiendo educación escolar para las salamandras, bajo control estatal. Esto ocurrió gradualmente en todos los Estados marítimos (a excepción, desde luego, de Gran Bretaña). Y como estas escuelas para salamandras no estaban trabadas por las viejas tradiciones clásicas de las escuelas para humanos y, por lo tanto, podían usar los métodos más modernos y psicotécnicos, educación técnica, instrucción premilitar y otras posibilidades pedagógicas, se convirtieron en las escuelas más modernas y científicas del mundo, lo que era motivo justificado de envidia de todos los pedagogos y escolares humanos.

Al mismo tiempo que el de la enseñanza de las salamandras, se presentó el problema del idioma. ¿Cuál de las lenguas mundiales debían aprender con preferencia las salamandras? Las originarias de las islas del Océano Pacífico se expresaban en pidgin-english, según lo habían aprendido de los indígenas y marineros; muchas hablaban malayo o algún dialecto del lugar. Las salamandras criadas para el mercado de Singapur eran inducidas a hablar el basic-english, ese inglés simplificado científicamente, que se expresa con unos cuantos cientos de palabras, sin los antiguos rodeos gramaticales. Por ello, este inglés estandarizado empezó a llamarse Sala-mander-english. En las ejemplares Escuelas Zimmerman se expresaban las salamandras en el idioma de Corneille, no por motivos nacionalistas, sino porque así corresponde a la cultura superior. Por el contrarío, en las Escuelas Reformadas se aprendía el esperanto, como lengua más comprensible. Además de esto, surgieron en aquella época unas cinco o seis nuevas lenguas «universales», que pretendían reemplazar la confusión babilónica de los idiomas humanos y dar una lengua materna única a los hombres y a las salamandras; hubo, sin embargo, muchas controversias sobre cuál de estas lenguas internacionales era más apropiada, más agradable al oído y más universal. Finalmente, se decidió que cada país propagase la lengua universal que más le convenía[13]. Con la nacionalización de las escuelas para salamandras todo el asunto quedó simplificado. Cada nación enseñó a sus salamandras en su idioma respectivo. Aunque Andrias aprendía las lenguas extranjeras con relativa facilidad y entusiasmo, su capacidad lingüística presentaba algunas imperfecciones debido, no solamente a la construcción de sus órganos vocales, sino más bien, a un motivo psíquico. Así, por ejemplo, pronunciaba con dificultad las palabras largas de muchas sílabas, y trataba de reducirlas a una sola, que pronunciaba corta y, en cierto modo, graznante. Decía «1» en vez de «r» y ceceaba un poco. Se comía los finales de palabra, nunca aprendió a distinguir entre «yo» y «nosotras» y no le importaba si una palabra era femenina o masculina (quizá esto era una manifestación de su frialdad sexual fuera de la época de apareamiento). En resumen, cada idioma quedaba característicamente reformado al hablarlo las salamandras, racionalizándolo en cierto modo, en una forma más sencilla y rudimentaria. Es digno de atención que sus neologismos, su pronunciación y su primitiva gramática empezaron a influir rápidamente, por una parte, en la gente de los puertos y, por otra, en la así llamada «buena sociedad». De allí se extendió esta manera de expresarse a los periódicos y, de pronto, se hizo popular. Hasta entre la gente pudiente empezaron a desaparecer los géneros gramaticales, se eliminaron las terminaciones y las declinaciones. Los jovencitos empezaron a pronunciar «1» en lugar de «r» y a cecear. Difícilmente se hubiera encontrado alguien, aun entre la gente culta, que supiese el significado de «indeterminismo» o de «trascendente», sencillamente porque estas palabras se habían convertido en demasiado largas e impronunciables. En resumen, mejor o peor, las salamandras sabían hablar en todas las lenguas del mundo, según la zona costera en que viviesen. Entonces se publicó en un periódico de nuestro país (creo que en El Diario Nacional), un artículo en el que con razón se preguntaba amargamente por qué las salamandras no aprendían también checo, ya que sabían portugués, holandés y otras lenguas de naciones pequeñas. «Por desgracia nuestro país no tiene costas», decía el citado artículo, «y por ello no existe aquí ni una sola salamandra marítima. Pero aunque no tenemos mar, no significa eso que no tengamos cierta parte —hasta mucho más importante que otras naciones cuyas lenguas hablan miles de salamandras— en la cultura mundial. Sería justo que las salamandras conociesen nuestra vida psíquica pero, ¿cómo van a enterarse si entre ellas no hay ni una sola que hable nuestro idioma? No esperemos a que alguien que reconozca esta deuda cultural cree la cátedra de checo y literatura checoslovaca en algún centro de enseñanza de las salamandras. Como dice el poeta, «no creamos a nadie en el amplio mundo, allá no tenemos ningún amigo. Preocupémonos nosotros mismos de remediarlo», pedía el artículo. «¡Todo lo que hemos conseguido en el mundo ha sido siempre por nuestras propias fuerzas! Es nuestro derecho y obligación el esforzarnos por conseguir amigos también entre las salamandras. Pero, según parece, nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores no demuestra mucho interés por la propagación de nuestro nombre y de nuestros productos entre las salamandras (aunque otras naciones más pequeñas dedican millones para abrirles los tesoros de su cultura) y, al mismo tiempo, despertar su interés por nuestra producción industrial.» El artículo despertó gran entusiasmo, sobre todo en la Federación industrial y, por lo menos, consiguió el siguiente resultado: se publicó un libro titulado Lengua checa para salamandras., con pasajes de la hermosa literatura checa. Parecerá increíble, pero de este libro se vendieron más de setecientos ejemplares. Fue pues, en conjunto, un éxito digno de interés[14].

Las cuestiones de educación e idioma eran, desde luego, solamente una parte del gran problema de las salamandras que, por decirlo así, crecía a ojos vista. Por ejemplo, de pronto se presentó la cuestión de cómo había que tratar a las salamandras desde el punto de vista, llamémosle así, social. En los primeros, casi prehistóricos días de la Era de las Salamandras, había sociedades protectoras de animales que se preocupaban febrilmente de que no se las tratara con crueldad o inhumanidad. Gracias a su constante intervención se consiguió que casi en todas partes, los centros competentes vigilaran para que se respetasen, con relación a las salamandras, las prescripciones policíacas y veterinarias válidas para cualquier otra clase de animales.

También los enemigos de la vivisección firmaron muchas protestas y peticiones para que se prohibieran los experimentos científicos con salamandras vivas, y en una serie de estados se promulgó, efectivamente, una ley en ese sentido[15].

Sin embargo, con la creciente cultura de las salamandras se sentía cada vez mayor perplejidad al tener que colocarlas bajo la ley llamada «Protectora de Animales.» Parecía algo impropio a causa de un motivo no claramente definido. Entonces fue cuando se creó la Liga Internacional Protectora de Salamandras (Salamander Protecting Leagué), bajo el patrocinio de la duquesa de Huddersfield. Esta liga, que contaba con más de doscientos mil socios, principalmente en Inglaterra, hizo un considerable y provechoso trabajo a favor de las salamandras; sobre todo consiguió que se construyesen, a lo largo de las costas, campos de juego especiales para las salamandras, donde éstas pudieran ejecutar, sin ser molestadas por los curiosos espectadores, sus «reuniones y fiestas deportivas», aunque, en realidad, se decía que era para que celebrasen sus secretas «Danzas del Plenilunio». Además logró que en todas las escuelas y centros de enseñanza (hasta en la misma Universidad de Oxford), se influyera en los alumnos para que dejasen de apedrear a las salamandras y para que, hasta cierto punto, se tuviese en cuenta el no recargar de trabajo escolar a los renacuajos. Finalmente obtuvo también que los lugares de trabajo y residencia de las salamandras fuesen rodeados de una especie de empalizada alta, para protegerlas contra posibles molestias y, principalmente, para separar su mundo del de los humanos[16].

Sin embargo, pronto se vio que este intento aislado, aunque loable, de solucionar en forma decorosa y humanitaria el problema de las relaciones entre la sociedad humana y las salamandras, no era suficiente. Había sido relativamente fácil incorporar a las salamandras al proceso de producción, pero agruparlas en alguna forma de orden social era mucho más complicado. La gente conservadora aseguraba que, en aquel caso, no se podía hablar de ningún problema legal o público. Las salamandras eran, sencillamente, propiedad de sus patronos, que respondían por ellas y consecuentemente, de los daños que pudiesen ocasionar. A pesar de su indudable inteligencia, las salamandras eran, solamente, un objeto legal, cosas o bienes, y cualquier ley especial sobre ellas sería una intervención nociva en el sagrado derecho de la propiedad individual. Otros, por el contrario, aseguraban que las salamandras, como seres inteligentes y, hasta cierto punto, responsables, podían infringir por los medios más diversos las leyes vigentes. ¿Por qué había de ser el dueño de las salamandras el que pagase los delitos cometidos por ellas? Un riesgo así acabaría, sin lugar a dudas, con la iniciativa privada en todo lo referente al trabajo de las salamandras. En el mar no hay barreras, se decía. No puede encerrarse a las salamandras para tenerlas bajo control. Por eso es necesario dominarlas por vía legal, haciendo que respeten las leyes humanas y se guíen por las órdenes promulgadas especialmente para ellas[17].

Según nuestros informes, las primeras leyes para las salamandras fueron promulgadas en Francia. La primera fijaba las obligaciones de las salamandras en caso de movilización y guerra; la segunda, llamada ley Deval, recordaba a las salamandras que podían establecerse solamente en las partes de litoral que les indicase su propietario o las autoridades departamentales; la tercera, indicaba que las salamandras debían obedecer incondicionalmente todas las disposiciones de la policía. Caso de que así no lo hiciesen, las autoridades policíacas tenían derecho a castigarlas encerrándolas en lugares secos y soleados o, finalmente, despidiéndolas del trabajo por algún tiempo. Los partidos de izquierda, por otra parte, presentaron una proposición al Parlamento a fin de que se elaborase una legislación social para las salamandras que ajustase sus obligaciones de trabajo e impusiera a los patronos ciertos compromisos hacia ellas (por ejemplo, vacaciones de catorce días durante la época de apareamiento en la primavera). La extrema izquierda exigía que fueran totalmente prohibidas las salamandras como enemigos de la clase obrera al servicio del capitalismo, por trabajar demasiado aprisa y casi gratuitamente, amenazando así el nivel de vida de los trabajadores. Para apoyar estas demandas se declaró una huelga en Brest y se hicieron grandes manifestaciones en París. Hubo muchos heridos y el Ministro Deval se vio obligado a presentar la dimisión. En Italia fueron sometidas las salamandras a una corporación especial, compuesta de patronos y autoridades; en Holanda se las colocó bajo el control del Ministerio de Construcciones Acuáticas; en resumen, cada Estado resolvió la cuestión de las salamandras a su manera, pero las disposiciones oficiales que indicaban los deberes públicos y restringían la libertad de las salamandras, fueron en todas partes casi las mismas.

Se comprende que con la promulgación de las primeras leyes para las salamandras surgió gente que, en nombre de la lógica y el derecho, aseguraba que la sociedad, al imponer obligaciones a las salamandras, tenía también que reconocerles algunos derechos. «El Estado que promulga leyes para las salamandras las reconoce ipso facto como seres responsables y libres, como sujetos jurídicos y, a fin de cuentas, hasta como sus ciudadanos.» «En este caso, es preciso solucionar de alguna forma sus relaciones de ciudadanos con respecto al Estado bajo cuya legislación viven. Desde luego, sería posible considerar a las salamandras como inmigración extranjera, pero entonces el Estado no podría imponerles ningún servicio determinado y la obligación de movilización en tiempos de guerra, como ocurre ahora (a excepción de Inglaterra), en todos los países civilizados. Seguramente queremos que las salamandras, en caso de guerra, defiendan nuestras costas, pero entonces no podremos negarles ciertos derechos de ciudadanía como, por ejemplo, el derecho al voto, el de reunión, el de representación en diferentes cuerpos, etc.[18]» Hasta llegó a proponerse que se diese a las salamandras como una especie de autonomía submarina. Pero éstas y otras consideraciones quedaron puramente en proyectos, no llegándose a ninguna solución práctica, principalmente porque las salamandras nunca solicitaron su derecho a la ciudadanía.

De la misma forma, sin interés directo o intervención de las salamandras, se trató otro problema que giraba alrededor de la conveniencia o no del bautizo de aquéllas. La Iglesia Católica, desde un principio, tomó la decisión de que era completamente innecesario porque, al no ser las salamandras descendientes de Adán, no habían heredado el Pecado Original y, por lo tanto, no necesitaban redimirse por medio del bautismo. La Santa Iglesia no quiso intervenir de ninguna forma en la cuestión de si las salamandras tenían o no un alma inmortal, o si participaban de la misericordia y gracias que concede el Creador a sus criaturas. Su buena voluntad hacia las salamandras la expresaba solamente acordándose de ellas en oraciones especiales, que eran leídas en días determinados junto a los ruegos por las almas del purgatorio y la intercesión por los paganos[19]. Mucho más complicada era esta cuestión para las iglesias protestantes. Reconocían que las salamandras tenían conocimiento y, por lo tanto, facilidad de comprender la enseñanza cristiana, pero dudaban en hacerlas miembros de la iglesia y, de esa forma, sus hermanos en Cristo. Por tanto, se conformaron en publicar un extracto de las Sagradas Escrituras para las salamandras en papel impermeable, editando millones de ejemplares. También se consideró el hacer para las salamandras, al estilo del basic-english, una especie de basic-Chñstian con las enseñanzas básicas bien simplificadas; pero los proyectos en este sentido levantaron tal número de protestas entre los teólogos que, finalmente, se desistió de ello[20]. Algunas sectas religiosas (sobre todo en Estados Unidos) no tuvieron tantos escrúpulos y enviaron a sus misioneros a predicar a las salamandras la Verdadera Fe, bautizándolas según las palabras de la Escritura: «Id por todo el mundo enseñando a todas las naciones.» Pero pocos misioneros consiguieron cruzar la valla que separaba las salamandras de la gente. Los propietarios les prohibían la entrada, para que con sus sermones no distrajeran inútilmente a las salamandras en su trabajo. Aquí y allá se veían predicadores asomados por las vallas de hormigón, entre los perros que ladraban furiosamente a sus enemigos del otro lado de la tapia. Sin embargo, a pesar de todos los inconvenientes, predicaban con gran fervor la Palabra de Dios.

Según se sabe, lo que se extendió más entre las salamandras fue el Monismo; algunas creían también en el materialismo, el patrón-oro y otras creencias científicas. Un popular filósofo llamado Georg Sequens compuso hasta una doctrina especial para las salamandras, cuyo mandamiento principal y más elevado era la fe en la Gran Salamandra. Es verdad que esta fe no encontró muchos adeptos entre las salamandras, pero en cambio obtuvo numerosos partidarios entre la gente, sobre todo en las grandes ciudades, donde surgieron, de la noche a la mañana, gran cantidad de templos para el Culto a las Salamandras[21]. En los últimos tiempos las salamandras habían aceptado, casi en su totalidad, otra religión que no se sabe cómo llegó hasta ellas. Era el culto a Moloch, al que se imaginaban como una inmensa salamandra con cabeza humana. Tenían tremendos ídolos submarinos fabricados en Armstrong o en Krupp, pero nunca se llegó a saber más detalles de sus ceremonias y ritos, según se decía, crueles y secretos, porque los celebraban bajo el agua. Parece ser que esta fe se extendió mucho entre ellas, porque el nombrado Moloch les recordaba su nombre científico (Molche) o el alemán Molch, que significa salamandra.

Como se ve claramente, la cuestión de las salamandras en su principio y durante largo tiempo, se refería solamente al siguiente punto: si las salamandras eran seres con conocimiento y suficientemente civilizados, capaces de disfrutar de ciertos derechos, aunque fuese solamente al margen de la sociedad y el orden humanos. En otras palabras, era una cuestión interior de los diferentes Estados, que se planteaba en el marco de los derechos civiles. Durante muchos años nadie imaginó que el Problema de las Salamandras pudiese tener algún día una gran importancia internacional, y que quizá fuese preciso negociar con ellas no sólo como con seres inteligentes, sino también como una colectividad o una nación. A decir verdad, el primer paso hacia esta concepción del problema de las salamandras lo dieron las sectas cristianas, hasta cierto punto excéntricas, que trataron de bautizarlas aplicando las palabras de la Escritura: «Id por todo el mundo enseñando a todas las naciones.» De esta forma se expresó, con palabras, por primera vez, el concepto de que las salamandras eran algo así como una nación[22].

Pero el primer reconocimiento internacional y básico de las salamandras como nación fue el contenido en la famosa proclama de la Internacional Comunista, firmada por el camarada Molokov y dirigida a «todas las salamandras oprimidas y revolucionarias del mundo[23]

Aunque parece ser que este manifiesto no hizo la menor mella en las salamandras, despertó gran eco en la prensa mundial y, como consecuencia de él, llovieron sobre las salamandras, por decirlo así, invitaciones de los más diferentes partidos para que se adhiriesen, como conjunto, a éste o aquel programa social o político de la sociedad humana[24].

Desde ese momento empezó a tratarse el Problema de las Salamandras hasta en la Oficina Internacional del Trabajo de Ginebra. Se enfrentaban allí dos opiniones: una reconocía a las salamandras como una nueva clase trabajadora y se esforzaba por que se extendiesen a ellas todas clase de leyes sociales referentes a jornadas de trabajo, vacaciones pagadas, seguro de invalidez, de vejez, etc.; la segunda opinión era que con las salamandras surgía una competencia peligrosa para las fuerzas trabajadoras humanas y que el trabajo de dichas salamandras debía prohibirse como algo antisocial. Contra esta opinión se pronunciaban no sólo los representantes de los patronos, sino también los delegados de la clase obrera, señalando que las salamandras no eran solamente una fuerza de trabajo, sino también grandes y cada vez más importantes clientes. Como lo demostraron con cifras, en los últimos tiempos había aumentado hasta un nivel nunca alcanzado el empleo de obreros en las industrias de herramientas de metal (utensilios de trabajo, máquinas e ídolos para salamandras), armamento y productos químicos (explosivos submarinos), producción de papel (libros de enseñanza para las salamandras), cemento, madera, productos alimenticios artificiales (Salamander-food), y en muchas otras ramas industriales. El tonelaje total de los barcos había aumentado, en comparación con la época pre-salamándrica, en un 27%, la producción de carbón en un 18.6%. Al aumentar el número de obreros empleados y el bienestar de la gente, se elevó también indirectamente la producción de otras ramas industriales. Más tarde, en los últimos tiempos, las salamandras incluso encargaban diferentes accesorios para máquinas de su propia construcción. Pagaban por dichos accesorios aumentando el rendimiento de su trabajo. Ya entonces, una quinta parte de toda la producción mundial de la industria pesada y mecánica ligera dependía de los pedidos de las salamandras. «Acabad con las salamandras y tendréis que cerrar inmediatamente una quinta parte de las fábricas. En lugar de la prosperidad de hoy, tendréis millones de desempleados.» La Oficina Internacional del Trabajo no podía, desde luego, pasar por alto estas objeciones. Finalmente, y después de muchas negociaciones, se consiguió, al menos, la solución siguiente:

que «los trabajadores del grupo “A” llamados anfibios pueden ser empleados sólo en trabajos bajo el agua o en el agua, y a diez metros desde la marca de la marea más alta, para ejecutar trabajos en los litorales. Que no deben extraer carbón o petróleo del fondo del mar; que no deben fabricar para clientes de tierra firme papel, textiles o piel artificial de algas marinas», etc. Estas limitaciones impuestas a la producción de las salamandras estaban contenidas en un código de diecinueve párrafos, que no publicamos detalladamente, sobre todo porque, desde luego, nadie los tuvo en cuenta. Pero como una prueba de magnanimidad de la solución internacional dada al Problema de las Salamandras desde el punto de vista económico y social, señalamos el que fuese publicado un código, obra imponente y meritoria.

Con menos rapidez fue tratada la cuestión del reconocimiento de las salamandras en otras ramas internacionales, concretamente, en lo referente a asuntos culturales. Cuando apareció en la prensa especializada de más circulación un artículo titulado «Composición geológica del fondo del mar en las Islas Bahamas», firmado por John Seaman, nadie sabía desde luego que se trataba del trabajo científico de una salamandra. Pero cuando a las direcciones de diferentes academias y centros de enseñanza comenzaron a llegar noticias y estudios de investigadores salamandras sobre oceanografía, geografía, hidrobiología, matemáticas superiores y otras ciencias exactas, reinó gran confusión, sí, hasta intranquilidad, que fue expresada por el gran doctor Martel con las palabras: «¿Esos bichos pretenden enseñarnos algo?» El científico japonés doctor Onoshito, que se atrevió a citar la opinión de una salamandra (era algo sobre el desarrollo de la vesícula biliar de los renacuajos en el fondo de los mares, Argiropelecus bemigymnus Coceo), fue boicoteado científicamente y se hizo el harakiri. Para la ciencia universitaria era cuestión de honor y de principios el no tomar en consideración ningún trabajo científico de las salamandras. Por eso mismo llamó aún más la atención (o, mejor dicho, empeoró las cosas), el gesto de la Universidad Central de Niza[25], digno de notar habló sobre la teoría de un segmento del cono en la geometría no euclidiana. En este acto estaba también presente, como delegada de la organización de Ginebra, la señora María Dimineau; esta magnífica y generosa dama estaba tan emocionada de la modestia y saber del doctor Mercier (Pauvre petit, il est tellement laid! —exclamó—, ¡Pobrecito, es tan feo!), que se impuso la tarea de que las salamandras fueran admitidas en la Sociedad de Naciones. Inútilmente explicaban los estadistas a la enérgica y obstinada señora que las salamandras no tienen en ningún lugar del mundo su propia soberanía estatal, ni siquiera su propia tierra y que, por lo tanto, no pueden ser miembros de la Sociedad de Naciones. Madame Dimineau empezó a propagar la idea, entonces, de que las salamandras deberían tener en algún lugar su país libre y su Estado submarino. Esta idea, sin embargo, no fue muy bien recibida, por no decir directamente rechazada. Finalmente se logró llegar a un acuerdo feliz, o sea, que en la Sociedad de Naciones sería creada una comisión para el estudio de la Cuestión de las Salamandras, a la que se invitaría también a dos delegados salamandras. Como uno de ellos fue nombrado, debido a la insistente presión de la señora Dimineau, el Dr. Charles Mercier, de Tolón, y el otro un tal Don Mario, gordo y sabio profesor de Cuba, trabajador científico en la rama de estudios pelágicos. Con esto consiguieron las salamandras el más alto reconocimiento internacional de su existencia.[26]

Vemos, pues, a las salamandras en un seguro y continuo avance. Su número se calcula ya en siete mil millones, aunque, al crecer su civilización, disminuye mucho la fuerza procreadora (cada hembra tiene anualmente de veinte a treinta renacuajos). Han ocupado ya más del setenta por ciento de todas las costas del mundo; todavía son inhabitables las costas de los polos, pero las salamandras canadienses empiezan ya a colonizar los litorales de Groenlandia, donde hasta hacen retroceder a los esquimales al interior del país y toman en sus manos el negocio de la pesca y del aceite de pescado. Al mismo ritmo que su expansión material continúa su progreso civil. Se incorporan a las filas de las naciones cultas con la asistencia obligatoria de todos sus miembros a la escuela, y pueden vanagloriarse de tener muchos cientos de periódicos submarinos propios, que se publican en millones de ejemplares, centros científicos modelo, etc. Se comprende que este adelanto cultural no se realizó fácilmente y sin resistencia interior. Es verdad, sabemos muy poco sobre los problemas internos de las salamandras, pero según algunos signos (por ejemplo, el hecho de haberse encontrado cadáveres de salamandras con las narices y la cabeza mordisqueadas), parece ser que durante largo tiempo reinó bajo la superficie de las aguas una lenta y apasionada lucha de ideas entre las Viejas salamandras y las Jóvenes salamandras. Las jóvenes eran partidarias del progreso, sin obstáculos ni restricciones, y declaraban que también bajo el agua se debía alcanzar la instrucción existente en los continentes. ¡Todo y en todos los aspectos!, ¡sin exceptuar el fútbol, el flirt, el fascismo y la inversión sexual! Frente a esto, las Viejas salamandras se aferraban, conservadoras, a la naturaleza salamandrina, y no querían abandonar las viejas y buenas costumbres animales e instintivas. Sin lugar a duda condenaban el afán de novedades y veían en él un fenómeno de decadencia y traición a los ideales salamandrinos heredados. Seguramente se opusieron también a las influencias extrañas a las que sucumbió ciegamente la juventud, y se preguntaban si el imitar a la gente era digno de salamandras orgullosas, seguras de sí mismas[27].

Podemos imaginar que, con este motivo, surgieron consignas como, por ejemplo, ¡Atrás hacia el mioceno!, ¡Fuera todos los que tratan de humanizarnos!, ¡A la lucha por la integridad salamandrina! y otras parecidas. Sin lugar a dudas, existían todos los fundamentos necesarios para un vivo conflicto de opiniones entre las diferentes generaciones, y para una profunda revolución espiritual en la evolución de las salamandras. Sentimos no poder dar informes más concretos sobre el particular, pero confiamos en que las salamandras hicieran en este problema todo lo que pudieron.

Ahora seguimos a las salamandras por el camino de su máximo florecimiento. Pero también el mundo de los hombres disfruta de una prosperidad desacostumbrada. Se construyen febrilmente nuevas costas en los continentes, en los viejos bancos de arena crece la tierra firme, en medio del océano se elevan islas artificiales para la aviación. Pero todo esto no es nada comparado con el gigantesco proyecto técnico de completa reconstrucción de nuestro planeta, que espera solamente que alguien lo financie para ser puesto en práctica. Las salamandras trabajan sin descanso en todos los mares y a la orilla de todos los continentes mientras dura la noche. Parece que están contentas y no piden nada más que tener trabajo y algún lugar donde poder hacer sus túneles y sus oscuras viviendas. Tienen ciudades submarinas y subterráneas, sus metrópolis de las profundidades, sus Essex y Birminghams, a profundidades de veinticinco a cincuenta metros. Cuentan con barrios industriales muy poblados, puertos, líneas de transporte y millones de aglomeraciones. En resumen: tienen su mundo, más o menos conocido, pero, según parece, muy adelantado técnicamente[28]. Desde luego, no cuentan con fundiciones o altos hornos, pero los hombres les proporcionan metales a cambio de su trabajo. No fabrican explosivos, pero también se los procuran los humanos. La energía la obtienen del movimiento del mar, con sus mareas alta y baja, con sus corrientes profundas y sus diferencias de temperatura. Es cierto; las turbinas se las dieron los hombres, pero las salamandras saben manejarlas. ¿Qué otra cosa es la civilización, sino la posibilidad de usar cosas inventadas por otros? Aunque las salamandras no tengan ideas propias, pueden muy bien tener su ciencia. Es verdad que no tienen música o literatura, pero pueden prescindir de ellas magníficamente, y la gente empieza a advertir que lo que hacen las salamandras es formidablemente moderno. Porque, ¡caramba!, la gente ya tiene muchas cosas que aprender de las salamandras… Y no es extraño, ¿acaso no tienen éstas un gran éxito? ¿Y de qué otra cosa tiene la gente que tomar ejemplo, sino de los éxitos? Nunca se había producido tanto en la historia de la humanidad, nunca se había construido y ganado como en esta gran época. No hay vueltas que darle. Con las salamandras llegó al mundo un gigantesco progreso y un ideal que se llama «Cantidad». «Nosotros, gente de la Era de las Salamandras», se dice con verdadero orgullo. ¿Cómo puede compararse a la anticuada época humana, con su lenta, fútil e inútil pompa, a la que se llamaba cultura, arte, ciencias exactas, o quién sabe cómo? La gente consciente y consecuente con la época de las salamandras ya no perderá su tiempo buscando la profundidad y el fundamento de las cosas. Tendrán bastante que hacer solamente con los cálculos de la producción global. El porvenir del mundo consiste, tan sólo, en que aumenten continuamente la producción y el consumo. Por lo tanto, ha de haber todavía muchas salamandras para que puedan producir y consumir más. Las salamandras son, sencillamente, multitud; su gran importancia es su grandísima cantidad. Solamente ahora puede la imaginación humana trabajar plenamente, ya que trabaja en grande, con una capacidad máxima y un rendimiento récord. En resumen: vivimos una gran época. ¿Qué es, pues, lo que falta para que con la satisfacción general y la prosperidad se haga realidad una época nueva y feliz? ¿Qué impide que nazca la anhelada utopía, en la que se cosecharían todos los triunfos técnicos y magníficas posibilidades, que se abren más y más lejos, hasta lo infinito, para la felicidad humana y las actividades de las salamandras? Realmente nada, porque ahora el comercio con las salamandras será coronado por la comprensión de los estadistas que, ante todo, se preocuparán de que no llegue a chirriar el eje de la rueda de la nueva época. En Londres se reúne la Conferencia de Estados Marítimos, en la que se prepara y se aprueba la Convención Internacional de las Salamandras. Los importantes participantes en dicha convención se comprometen entre ellos a no mandar sus salamandras a las aguas territoriales de los otros estados; afirman que no consentirán que sus salamandras interrumpan, en cualquier forma que sea, la integridad o la esfera de influencia reconocida de cualquier otro estado. De ninguna manera interferirán en los intereses de otras potencias marítimas; en caso de choques entre salamandras de dos o más estados, éstos se someterán al Tribunal de Conciliación de la Haya. Ningún estado equipará a las salamandras con ningún tipo de armamento cuyo calibre supere el de las pistolas submarinas contra tiburones (las llamadas Shark-gun o mata-tiburones); no permitirán que sus salamandras entablen cualesquiera clases de relacions íntimas con salamandras pertenecientes a otro Estado; no ayudarán a las salamandras a construir nuevos continentes o a ampliar sus territorios, sin la aprobación previa de la Comisión marítima permanente de Ginebra, etc. (Había treinta y siete párrafos.) Por otro lado, se rechazó la proposición francesa de que las salamandras fueran internacionalizadas y estuviesen sometidas a un Centro Internacional de las Salamandras para el arreglo de las aguas del mundo; la proposición alemana de que a cada estado marítimo le fuera permitido sólo un cierto número de salamandras, establecido relativamente; la proposición italiana de que a los estados con un número excesivo de salamandras se les concediesen nuevas costas para la colonización o parcelas en el fondo del mar; la proposición japonesa para que sobre las salamandras, oscuras por naturaleza, ejerciese un mandato, como representante de todos los países, el Japón, el estado más culto de las razas de color[29].

La mayoría de estas propuestas fueron aplazadas para someterlas a discusión en la próxima Conferencia de Potencias Marítimas, que, por diversos motivos, nunca llegó a celebrarse. «Con este acto internacional», escribió en Les Temps Jules Sauerstoff, «está asegurado el porvenir de las salamandras y la pacífica evolución de la humanidad, por algunas decenas de años. Felicitamos a la Conferencia de Londres por el feliz término de sus difíciles deliberaciones. Felicitamos también a las salamandras porque, por medio de esos Estatutos, quedan bajo la protección del Tribunal de La Haya. Ahora pueden, con confianza y tranquilidad, dedicarse a su trabajo y a su progreso submarino. Hay que subrayar que el hacer apolítico el problema de las salamandras, lo que se consiguió en la Convención de Londres, es una de las garantías más importantes de la paz mundial. Sobre todo, el desarme de las salamandras reduce la posibilidad de un conflicto submarino entre los diferentes Estados. El caso es que, aunque continúan numerosas disputas sobre las fronteras entre diferentes potencias de casi todos los continentes, la paz mundial no está amenazada por ningún peligro actual; por lo menos, en lo referente a los mares. Pero, también en tierra firme, parece estar ahora más asegurada que nunca. Los estados marítimos están muy ocupados con la construcción de nuevas costas, y pueden ampliar sus territorios hacia el mar mundial, en vez de intentar cambiar sus fronteras en tierra firme. Ya no será necesario luchar con armas y gases por cada palmo de terreno. Basta, sencillamente, con las palas y los picos de las salamandras, para que cada Estado se construya cuanto territorio necesite. Y este tranquilo trabajo de las salamandras, por la paz y felicidad de todas las naciones, lo asegura, precisamente, la Convención de Londres. Nunca había estado el mundo tan cerca de la paz duradera y de un florecimiento tranquilo, pero glorioso, como precisamente lo está ahora. En vez del Problema de las Salamandras, del que ya se ha hablado y escrito tanto, quizá se hable ahora, con toda razón, de la «Edad de Oro de las Salamandras.»

CAPÍTULO III

El señor Povondra vuelve a leer el periódico

En nada se nota tanto el correr del tiempo como en los niños. ¿Dónde está el pequeño Frantik, al que dejamos, no hace mucho, junto a los afluentes del lado izquierdo del Danubio?

—¿Dónde está otra vez ese Frantik? —gruñe el señor Povondra, abriendo el periódico de la tarde.

—Ya sabes… donde siempre —contesta la señora Povondra, inclinada sobre su labor.

—¡Así que ha ido otra vez a ver a la novia! —dice amenazador el señor Povondra—. ¡Caramba con el chico! Apenas tiene treinta años y no para ni una tarde en casa.

—¡Hay que ver los calcetines que rompe! —suspira la señora Povondra, metiendo una vez más en el calcetín destrozado el huevo de madera… ¿Qué voy a hacer con esto? —exclama contemplando el agujero del talón, de una forma parecida a la isla de Ceilán—. Mejor sería tirarlo —exclama críticamente, pero a pesar de ello, y después de largas consideraciones estratégicas, clava la aguja en la costa sur de Ceilán.

De nuevo reina el silencio familiar, que tanto le gusta a papá Povondra. Solamente lo interrumpen el crujido del papel, al que contesta el de la aguja con su rápido movimiento.

—¿Ya lo han cogido? —pregunta la señora Povondra.

—¿A quién?

—A ese asesino que mató a una mujer.

—¿Crees que me interesa ese asesino? —gruñe papá Povondra con cierta repugnancia—. Precisamente estoy leyendo aquí que reina cierta tirantez entre Japón y China. Eso es grave. Allí siempre es grave la cosa.

—Yo creo que ya no lo detendrán.

—¿A quién?

—A ese asesino. Cuando alguien mata a una mujer, casi nunca lo detienen.

—A los japoneses no les gusta que China esté regulando el río Amarillo. ¡Así es la política! Mientras el río Amarillo haga de las suyas, habrá cada año en China inundaciones y hambre, y eso debilita mucho a los chinos, ¿sabes? Préstame las tijeras, mamá, lo voy a recortar.

—¿Por qué?

—Estoy leyendo aquí que en ese río Amarillo trabajan dos millones de salamandras.

—Eso es mucho, ¿verdad?

—¡Ya lo creo! Pero, seguramente, Estados Unidos lo paga todo, ¡caramba! Por eso el Mikado quisiera meter allí sus propias salamandras. ¡Demonios!

—¿Qué ocurre?

—Aquí escribe Le Petit Parisién que Francia no va a dejar las cosas así.

—¿Y qué es lo que no va a dejar así?

—Que Italia quiere ensanchar la isla de Lampedusa. Es una posición estratégica muy importante, ¿sabes? Así Italia podría amenazar Túnez desde Lampedusa. Le Petit Parisién asegura que Italia pretende construir en esa Lampedusa una fortaleza marítima de primer orden. Dicen que tienen allí unas sesenta mil salamandras armadas. Eso es cosa seria. Sesenta mil salamandras son tres divisiones, mamá. Te digo que en el Mediterráneo va a ocurrir algo el día menos pensado. ¿A ver?, lo voy a recortar.

Mientras tanto, Ceilán había desaparecido bajo las hábiles manos de la señora Povondra, habiéndose reducido a una extensión menor que la isla de Rodas.

—Y también Inglaterra va a tener dificultades. En la Cámara de los Comunes se habló de que la Gran Bretaña está quedando por detrás de otros países en la construcción de obras acuáticas. Dicen que otras potencias coloniales construyen rápidamente nuevas costas y continentes, mientras que el Gobierno británico, en su desconfianza conservadora hacia las salamandras… Es verdad, mamá. Los ingleses son terriblemente conservadores. Yo conocía a un criado de la Embajada Británica, y a ése, aunque lo matases no le hacías comer nuestro embutido checo. Decía que en su país no se come, y que él no lo comía tampoco. No me extraña, pues, que otros Estados se les adelanten —el señor Povondra movió gravemente la cabeza—. Francia amplía sus costas en Calais y los periódicos ingleses arman un escándalo diciendo que Francia los va a cañonear a través del canal. La culpa la tienen ellos. Podían haber ampliado sus costas en Dover y disparar contra Francia.

—¿Y para qué iban a disparar? —preguntó la señora Povondra.

—Esas cosas tú no las comprendes. Hay motivos militares para ello. A mí no me extrañaría que ocurriese allí algo. Allí o en otro lugar. Se comprende que ahora, a causa de las salamandras, la situación internacional es completamente diferente, mamá, completamente diferente.

—¿Crees que puede haber guerra? —preguntó preocupada la señora Povondra—. Ya sabes, lo digo por nuestro Frantik, ¡si tuviera que ir a la guerra!

—¿Guerra? —opinó el señor Povondra—. Tendrá que haber una guerra mundial para que los Estados se puedan repartir el mar. Pero nosotros seremos neutrales. Siempre hay alguien que permanece neutral, para poder vender armas a los demás. Así es la cosa —decidió el señor Povondra—, pero las mujeres no comprenden eso.

La señora Povondra apretó los labios y con rápidas puntadas terminó de arreglar la isla de Ceilán en el calcetín del joven Frantik.

—¡Y cuando pienso —continuó el señor Povondra, con orgullo un poco amortiguado—, que esta situación amenazadora no existiría si no fuese por mí! Si aquella vez no hubiese dejado entrar a aquel capitán a hablar con el señor Bondy, la historia del mundo sería otra. Cualquier portero no lo hubiese dejado pasar, pero yo me dije: «Bajo mi responsabilidad, lo anunciaré al señor Bondy.» Y ahora, ¡fíjate qué inconvenientes tienen estados como Inglaterra y Francia! Y eso que ni siquiera sabemos lo que puede ocurrir un día… —el señor Povondra chupó su pipa excitado—. Así es la cosa, querida. Los periódicos no hablan más que de esas salamandras. Aquí tienes otra noticia… —papá Povondra dejó su pipa—. Aquí dice que en la ciudad de Kankesanturai, en Ceilán, las salamandras atacaron un pueblo. Se dice que los del pueblo habían apaleado antes a algunas de ellas. «Hubo que llamar a la policía y a una compañía de soldados del pueblo», leyó en voz alta el señor Povondra, «y llegó a entablarse un tiroteo entre las salamandras y la gente. Hubo varios heridos por parte de los soldados»… —El señor Povondra dejó el periódico—. Esto no me gusta, mamá.

—¿Por qué? —se extrañó la señora Povondra, golpeando satisfecha con las tijeras en la ex isla de Ceilán—. ¡Si eso no tiene nada que ver!

—No sé —gruñó el señor Povondra, paseando agitado de un lado a otro de la habitación—, esto no me gusta nada. No, no me agrada. No debía haber tiroteos entre la gente y las salamandras.

—Quizás las salamandras no hacían más que defenderse —trató de apaciguarlo la señora Povondra, dejando el calcetín.

—Precisamente por eso —gruñó el señor Povondra intranquilo—. En cuanto esos bichos empiecen una vez a defenderse, ¡ya estamos listos! Es la primera vez que lo hacen… ¡Cristo! Esto no me gusta ni un poquito —el señor Povondra se detuvo—. Yo no sé… pero quizás, después de todo, no debía haber dejado pasar a aquel capitán para que hablase con el señor Bondy.

Libro Tercero

La guerra de las salamandras

CAPÍTULO PRIMERO

Matanza en las islas Cocos

El señor Povondra estaba equivocado en una cosa: el tiroteo ocurrido en la ciudad de Kankesanturai no era el primer enfrentamiento entre salamandras y seres humanos. El primer conflicto históricamente conocido había ocurrido algunos años antes, en las Islas Cocos, todavía en la edad de oro de las expediciones piratas a la caza de salamandras. Pero tampoco fue el primer incidente de su clase. En los puertos del Océano índico se comentó bastante un suceso lamentable, en el que las salamandras opusieron resistencia hasta al S-Trade o tráfico comercial normal; desde luego que incidentes así no se registran en la Historia.

Lo ocurrido en las islas Cocos o de Keeling fue lo siguiente: llegó allí el barco Montrose, de la conocida compañía Harriman Pacific Trade, bajo el mando del capitán James Lindley, a la consabida caza de salamandras del tipo llamado Maccaroni. En las Islas Cocos era ya conocida, desde tiempos del capitán van Toch, una bahía en la que abundaban las salamandras, pero que había sido abandonada hacía tiempo por estar alejada de las rutas marítimas corrientes. No se puede acusar al capitán Lindley de no haber tomado las precauciones necesarias, ni tampoco de que la tripulación bajase a tierra desarmada. (Entonces la caza ilegal de las salamandras ya se había regularizado). La verdad es que antes los barcos piratas y su tripulación iban armados con ametralladoras y hasta con cañones ligeros, desde luego, no contra las salamandras, sino contra la turbia competencia de otros piratas. En la isla de Karakelong se enfrentó una vez la tripulación del barco de Harriman con los hombres de un barco danés, cuyo capitán consideraba Karakelong como su coto de caza. En aquella ocasión ambas tripulaciones ajustaron cuentas ya viejas, sobre todo con referencia al prestigio y a la incompatibilidad comercial, de tal manera que dejaron la caza de salamandras y empezaron a disparar unos contra otros con pistolas. Es verdad que en tierra ganaron los daneses, que hicieron un ataque a cuchillo, pero el barco de Harriman disparó más tarde sus cañones, con gran éxito, contra el barco danés, hundiéndolo con todo lo que contenía, incluido el capitán Niels. Éste, pues, es el llamado «incidente de Karakelong». Aquella vez intervinieron las autoridades y los gobiernos de los estados respectivos y se prohibió a los barcos piratas que, en lo sucesivo, usaran cañones, ametralladoras y granadas de mano. Además, las sociedades filibusteras se repartieron la así llamada caza libre de salamandras, de manera que cada localidad habitada por ellas era visitada solamente por ciertos barcos piratas. Este acuerdo de caballeros entre los grandes corsarios fue respetado y cumplido lealmente hasta por las pequeñas empresas piratas. Pero, volviendo al capitán Lindley, hay que decir que actuó en la forma corriente en estos negocios, y según las costumbres marineras, cuando mandó a sus hombres a cazar salamandras en las Islas Cocos armados solamente con palos y remos, y las autoridades que investigaron posteriormente este asunto dieron plenas satisfacciones al capitán muerto.

El teniente de a bordo, Eddie Mc Carth, hombre con experiencia en este tipo de caza, mandaba la gente que bajó en aquella noche de luna a las Islas Cocos. Es cierto que la manada de salamandras que encontró en la costa era extraordinariamente numerosa. Según calculó, había unos seiscientos o setecientos machos vigorosos, mientras que el teniente Me Carth llevaba solamente dieciséis hombres. Pero no se le puede acusar por no haber abandonado la caza, aunque sea por el hecho de que los tenientes y la tripulación de los barcos piratas cobraban un tanto por cada pieza cazada. En la investigación posterior del incidente se dijo que «el teniente Me Carth era, desde luego, responsable por el desgraciado incidente», pero que, «en dichas condiciones todos hubieran obrado de la misma manera.» Por el contrario, el desgraciado y joven teniente tuvo suficiente visión para ordenar que, en lugar de cercar a las salamandras, cosa que hubiera sido difícil de lograr por la diferencia de número, se hiciese un ataque frontal que debía aislarlas del mar, hacerlas retroceder hasta el interior de la isla y atontarlas luego a golpes de remo y porrazos. Por desgracia, el ataque frontal de los marinos fue roto, y unas doscientas salamandras se escaparon al agua. Mientras los hombres empezaban a atacar a las salamandras que se habían refugiado en la isla, estallaron a sus espaldas los secos disparos de las pistolas submarinas (shark-guns). Nadie había pensado que salamandras que vivían en la naturaleza en estado salvaje podían estar armadas con pistolas contra los tiburones. Nunca se pudo averiguar quién se las había proporcionado.

El marinero Michael Kelly, que sobrevivió a toda esta catástrofe, cuenta lo siguiente: «Cuando empezaron a sonar los disparos, creímos que nos tiraba la tripulación de algún otro barco, llegado también a aquel lugar en busca de salamandras. El teniente Mc Carth se volvió rápidamente y gritó: «¿Qué están haciendo, brutos? Ésta es la tripulación del Montrose.» En ese momento fue herido en la cadera, pero todavía sacó su revólver y comenzó a disparar. Después recibió una bala en el cuello y cayó. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que estaban disparando las salamandras y que trataban de aislarnos del mar. Long Steve levantó el remo y se lanzó contra ellas, gritando: “¡Montrose!, ¡Montrose!” También nosotros comenzamos a gritar “Montrose” y a golpear a aquellos bichos con los remos como podíamos. Unos cinco de los nuestros quedaron en el suelo y los demás pudieron huir hacia el mar. Long Steve saltó al agua y vadeó hasta el bote, pero se le colgaron unas cuantas salamandras que lo arrastraron hacia el fondo. También ahogaron a Charlie, que nos gritaba: “¡Muchachos, por Cristo, no me abandonen!” Pero no podíamos hacer nada. Aquellas puercas nos disparaban por la espalda. Bodkin se volvió y recibió un balazo en el vientre. Solamente dijo: “¡Pero no!”, y cayó sin vida. Entonces tratamos de volver hacia el interior de la isla. Ya habíamos roto sobre aquellas bestias nuestros palos y remos, y sólo podíamos correr como liebres para escapar de ellas. De los dieciséis hombres sólo quedábamos en pie cuatro. Teníamos miedo de alejarnos demasiado de la orilla y no poder luego llegar hasta el barco. Nos escondimos detrás de unos arbustos y unas piedras y tuvimos que contemplar cómo eran exterminados nuestros compañeros por las salamandras, que los ahogaban en el agua como a gatitos, y cuando alguno de ellos todavía nadaba, le daban con una porra en la cabeza. Yo me di cuenta de que tenía dislocado un tobillo y que no podía seguir caminando.»

Parece ser que, mientras tanto, el capitán James Lindley, que se había quedado en el Montrose, oyó los disparos. Quizás pensó que se habían encontrado sus hombres con los indígenas o con otro grupo de traficantes de salamandras, el caso es que llamó al cocinero y a dos maquinistas que se habían quedado en el barco, hizo cargar en el bote que quedaba el fusil automático que llevaba en secreto el barco, a pesar de la prohibición, y navegó en ayuda de sus hombres. Tuvo la precaución de no desembarcar en la orilla; sólo se acercó en el bote, en que estaba preparada la ametralladora, y se puso de pie, con los brazos cruzados. Dejemos que el marinero Kelly nos siga refiriendo la historia:

«No queríamos avisar al capitán para que no nos encontrasen las salamandras. El señor Lindley estaba de pie en el bote, con los brazos cruzados y gritaba: “¿Pero qué pasa aquí?” Entonces las salamandras se dirigieron a él. En la orilla había unas doscientas, y del agua surgían continuamente otras, que se acercaban al bote rodeándolo. “¿Qué pasa aquí?”, dijo el capitán, y entonces una salamandra enorme se acercó más y le ordenó: “¡Vuelva al barco!” El capitán la miró extrañado, estuvo un momento silencioso y luego le preguntó: “¿Usted es una salamandra?” “Sí, somos salamandras”, le contestó ésta. “¡Vuelva al barco, señor!” “Quiero saber qué han hecho de mi gente”, le respondió el capitán. “No debían habernos atacado”, respondió la salamandra. “¡Vuelva a su barco, señor!”

»El capitán volvió a guardar silencio unos momentos, y después, completamente tranquilo ordenó:

“Bueno Jenkins, está bien, ¡dispare!”

»El maquinista Jenkins empezó a disparar con su ametralladora contra las salamandras. (En las investigaciones ulteriores sobre todo este caso, declararon las autoridades marítimas, al pie de la letra: “En este sentido, el capitán James Lindley se portó como corresponde a un marino británico”.)

»Había cientos de salamandras (continúa el testigo Kelly) y caían al fondo como trigo segado. Algunas dispararon todavía sus pistolas contra el señor Lindley, pero éste continuó con los brazos cruzados y ni siquiera se movió. En aquel momento surgió del agua, detrás mismo del bote, una salamandra negra que tenía en la mano algo así como una lata de conservas. Quitó algo con la otra mano y lo tiró al agua, debajo mismito del bote. Antes de que pudiese contar hasta cinco, surgió de aquel lugar una columna de agua y se oyó una amortiguada pero fuerte explosión, que hizo temblar hasta la tierra bajo nuestros pies».

(Según el relato de Kelly, la comisión investigadora juzgó que se trataba del explosivo W3, que se entregaba a las salamandras que trabajaban en las fortificaciones de Singapur para volar las rocas existentes bajo el agua. Pero siguió siendo un misterio cómo llegaron estos explosivos a manos de las salamandras de las Islas Cocos. Según decían unos, debían haber sido llevados allí por hombres; según otros, las salamandras debían tener, ya entonces, algunas comunicaciones de larga distancia entre sí. La opinión pública pidió entonces que se prohibiese confiar a las salamandras explosivos tan peligrosos. Sin embargo, las autoridades respectivas declararon que, por el momento, no era posible reemplazar el W3, altamente explosivo y relativamente seguro, por ningún otro. Y no hubo quien los sacase de ahí.)

»E1 bote voló por los aires hecho pedazos (continúa la declaración de Kelly.) Las salamandras que todavía habían quedado vivas se acercaron al lugar del suceso. No podíamos ver bien si el señor Lindley estaba o no vivo, pero mis tres compañeros —Donovan, Burke y Kennedy— saltaron y fueron en su ayuda para que no cayese en poder de aquellas bestias. Yo también habría ido, pero el tobillo dislocado me dolía terriblemente, y trataba de volver a colocarlo en su sitio. Así pues, no sé lo que ocurrió en aquel momento, pero cuando alcé la vista de nuevo, Kennedy estaba tirado de bruces en la arena, y de Donovan y Burke no quedaba ni rastro. Bajo el agua, continuaban las explosiones.»

El marino Kelly huyó después hacia el interior de la isla y encontró un pueblo indígena, pero la gente se portó de manera extraña y no quiso proporcionarle albergue. Quizá tenían miedo a las salamandras. Solamente después de siete semanas, un barco de pesca encontró al Montrose, destrozado y abandonado, anclado junto a las Islas Cocos. Ellos fueron también los que salvaron a Kelly.

Algunas semanas más tarde navegó hacia las Islas Cocos el cañonero de S.M. Británica, Fireball y, después de anclar, esperó la llegada de la noche. Era de nuevo una blanca noche de luna llena. Las salamandras salieron del agua, se sentaron en la arena formando círculo y empezaron sus solemnes danzas. Entonces disparó el barco la primera bomba en medio del círculo. Las salamandras que no resultaron deshechas se quedaron tiesas un momento y después se sumergieron rápidamente en el agua. En aquel momento resonaron los terribles disparos de seis cañones, y sólo algunas de las salamandras chapotearon todavía en el agua. Después se oyó la segunda, la tercera salva…

Entonces el buque de S.M. Británica, Fireball, se alejó a media milla y empezó a disparar bajo el agua, navegando lentamente a lo largo de la costa. Este bombardeo marítimo duró seis horas y en su transcurso se dispararon unos ochocientos cañonazos. Después, el barco Fireball abandonó el lugar. Todavía dos días más tarde la superficie del mar, cerca de las Islas Cocos, estaba cubierta con los cuerpos destrozados de miles y miles de salamandras.

La misma noche de este acontecimiento, el barco de guerra holandés Van Dijck disparó tres cañonazos contra una multitud de salamandras en el islote de Goenong Api; el crucero japonés Kakadote lanzó tres granadas a la isla de Ailinglab; el cañonero francés Becbamel interrumpió la danza de las salamandras de la isla Rawaiwai. Fue una advertencia a las salamandras, y no en vano. No volvió a repetirse un caso parecido a la matanza de Keeling y el comercio legal e ilegal con las salamandras continuó sin interrupción y floreciente.

CAPÍTULO II

Choque en Normandía

El choque ocurrido un poco más tarde en Normandía tuvo un carácter completamente diferente. Allí, las salamandras que trabajaban en las costas de Cherburgo y que vivían en los litorales de los alrededores, sentían gran predilección por las manzanas. Pero como sus contratistas no querían añadirlas a la dieta acostumbrada, alegando que aumentaban considerablemente el presupuesto establecido, organizaban ellas solas expediciones a los huertos de fruta cercanos y las robaban. Los campesinos fueron a quejarse a la prefectura, y las salamandras recibieron orden de no salir de la llamada «zona de las salamandras», cosa que no les hizo la menor impresión. La fruta siguió desapareciendo de los huertos, y, con ella, hasta los huevos de los corrales, y cada vez más a menudo aparecían los perros guardianes muertos a palos. Entonces los campesinos se decidieron a vigilar sus huertos ellos mismos, armados de viejas escopetas, y dispararon contra las salamandras ladronas. El asunto hubiera quedado como un incidente local, pero los campesinos estaban amargados, más que nada porque les habían aumentado los impuestos y se había elevado el precio de las municiones, así que todo unido hizo nacer en ellos un odio mortal hacia las salamandras y organizaron contra ellas expediciones punitivas en grupos armados. Cuando la multitud atacó y disparó sobre las salamandras en sus lugares de trabajo, fueron a quejarse al prefecto los empresarios de las construcciones acuáticas, y la referida autoridad ordenó que se les confiscasen a los campesinos sus oxidadas armas. Los campesinos, desde luego, trataron de oponerse, llegando a desagradables conflictos con los gendarmes. Los testarudos normandos empezaron a disparar, no solamente contra las salamandras, sino también contra los gendarmes. Entonces llegaron refuerzos y se registró el pueblo casa por casa.

Precisamente por la misma época ocurrió, al margen de éste, otro incidente desagradable. En los alrededores de Coutance unos muchachos del pueblo atacaron a una salamandra que, de manera sospechosa, se había metido en un gallinero. Los chiquillos la rodearon, haciéndole apoyarse en la pared, y empezaron a apedrearla con ladrillos. La salamandra herida abrió la mano y tiró al suelo algo parecido a un huevo. Se oyó una explosión y la salamandra quedó hecha pedazos, lo mismo que los tres muchachos, Pierre Cajus, de once años, Marcel Bernard, de dieciséis, y Louis Kermadec, de quince. Además fueron heridos, de mayor o menor gravedad, otros cinco. La noticia se extendió rápidamente por toda la región. Unas seiscientas personas llegaron en autobuses de todas partes y atacaron a la colonia de salamandras en la Bahía de Coutance, armados de escopetas, horcas y hoces. Veinte salamandras fueron asesinadas antes de que pudiera intervenir la policía y rechazar irritada a la multitud. Los zapadores de Cherburgo llegaron a toda prisa y construyeron una valla protectora alrededor de la Bahía de Coutance, con alambre de púas. Pero al llegar la noche, salieron las salamandras, destrozaron con granadas de mano las alambradas y se dispusieron a atacar al pueblo. Camiones militares trajeron inmediatamente compañías de infantería con ametralladoras, y un cordón de soldados se esforzó por separar a las salamandras de la gente. Mientras tanto, los campesinos atacaron las oficinas de recaudación de impuestos y colgaron a uno de los inspectores de un farol, con el siguiente letrero: «¡Fuera las salamandras!» La prensa, principalmente los periódicos alemanes, hablaron con grandes titulares de una revolución en Normandía. El Gobierno de París, sin embargo, desmintió enérgicamente la noticia.

Mientras los choques sangrientos entre las salamandras y los campesinos se extendían por la costa de Calvados, Picardía y el Paso de Calais, salió de Cherburgo el viejo crucero francés Jules Flambeau en dirección a la costa de Normandía. Se trataba, como se aseguró más tarde, de que su presencia tranquilizase los ánimos, tanto de los habitantes del lugar, como de las salamandras. El Jules Flambeau se detuvo a milla y media de la Bahía de Basse Coutance. Cuando llegó la noche, ordenó el comandante del barco, para aumentar el efecto, que fueran disparados unos fuegos artificiales. Mucha gente contempló el hermoso espectáculo desde la costa. De pronto se oyó un zumbido silbante y en la proa del crucero surgió una monumental columna de agua; el barco se inclinó, y en ese momento sonó un ruido atronador. El crucero se hundía. En un cuarto de hora ya estaban en el lugar del suceso las lanchas a motor para ayudar al salvamento, pero no fue necesario. Aparte de tres hombres que murieron a consecuencia de la explosión, se salvó toda la tripulación. El Jules Flambeau se hundió en cinco minutos, después de abandonar su comandante el puente con las memorables palabras: «¡No hay nada que hacer!»

La noticia oficial publicada aquella misma noche decía que «el viejo acorazado Jules Flambeau, que ya estaba destinado a ser retirado del servicio, había encallado durante un viaje nocturno en las rocas y se había hundido al explotar sus calderas», pero los periódicos no se dejaron apaciguar tan fácilmente; mientras que la prensa semigubernamental dijo que el barco había chocado contra una mina alemana de fabricación reciente, los diarios de oposición y la prensa extranjera publicaban en grandes titulares:

¡¡UN ACORAZADO FRANCÉS TORPEDEADO POR LAS SALAMANDRAS!!

MISTERIOSO ACONTECIMIENTO EN LA COSTA DE NORMANDlA

¡¡¡LA REBELIÓN DE LAS SALAMANDRAS!!!

«Pedimos responsabilidades», escribía exaltadamente en su periódico el diputado Barthelemy, «a aquéllos que armaron a los animales contra las personas, a aquéllos que pusieron bombas en manos de las salamandras para que matasen a campesinos franceses y a niños inocentes, a aquéllos que dieron a los monstruos marinos los más modernos torpedos para que pudiesen hundir los barcos franceses cuando les diera la gana. Les exigimos responsabilidades con todo el derecho. ¡ Que sean acusados de alta traición! ¡Que se averigüe cuánto recibieron de las fábricas de armamento por suministrar armas a la canalla marina en contra de la marina civilizada!», etcétera. En resumen, reinaba intranquilidad general, la gente formaba grupos en las calles y hasta se comenzaron a levantar barricadas. En los bulevares de París se veían tiradores senegaleses con sus fusiles colocados en pirámide, y en los suburbios de la ciudad esperaban los tanques y los coches blindados. En esos momentos estaba en el Parlamento el Ministro de Marina, Francois Ponceau, pálido pero decidido, declarando: «El Gobierno acepta la responsabilidad de haber armado a las salamandras de las costas francesas con fusiles y ametralladoras submarinas, torpedos y baterías submarinas completas. Pero mientras que las salamandras francesas tienen solamente cañones ligeros de poco calibre, las alemanas están armadas con cañones de 32 cms.; mientras que en las costas francesas existe un almacén submarino de granadas de mano, torpedos y explosivos, cada 24 kilómetros, como promedio, en las profundidades de las costas italianas existen depósitos de material de guerra cada veinte kilómetros, y en las aguas territoriales alemanas cada dieciocho kilómetros. Francia no puede dejar, y no dejará, sus costas indefensas. Francia no puede dejar de armar a sus salamandras. El Ministerio hará investigaciones y castigará severamente al culpable de la trágica confusión ocurrida en las costas de Normandía. Parece ser que las salamandras consideraron las señales rojas como una orden a las tropas para que las atacasen y, como es natural, trataron de defenderse. Hasta ahora han sido relevados de sus funciones tanto el comandante del Jules Flambeau, como el prefecto de Cherburgo. Una comisión especial averiguará también cómo se portan los contratistas de obras hidráulicas con las salamandras. En lo sucesivo se ejercerá una firme vigilancia en este sentido. El Gobierno lamenta profundamente las pérdidas de vidas humanas. Los tres jóvenes héroes nacionales, Pierre Cajus, Marcel Bernard y Louis Kermadec, serán condecorados y enterrados por cuenta del Gobierno, y sus familiares recibirán una pensión honorífica. En las más altas esferas de la marina francesa se producirán cambios de importancia. El Gobierno pedirá al Parlamento un voto de confianza en cuanto pueda dar noticias más concretas.» Después de esto, el Gabinete anunció que se reunía en sesión permanente.

Mientras tanto, los periódicos —según su color político— proponían expediciones de castigo, sometimiento por hambre, colonización o una cruzada contra las salamandras, una huelga general, la dimisión del Gobierno, la detención de todos los contratistas que empleaban salamandras, la detención de los dirigentes y agitadores comunistas y muchas otras medidas de seguridad. Ante la perspectiva de que fuesen cerradas las costas y puertos, empezaron las gentes a pertrecharse febrilmente de productos alimenticios y, con ello, los precios de toda clase de mercancías aumentaron a una velocidad vertiginosa. En las ciudades industriales estalló una tormenta contra el aumento de precios. La Bolsa se cerró durante tres días. Era, sencillamente, la situación más tensa y terrible de los últimos tres o cuatro meses. En aquellos momentos intervino en el asunto, cambiando completamente la situación, el Ministro del Interior, M. Monti. Ordenó que en las costas francesas fueran arrojados al mar, dos veces por semana, tantos y cuantos vagones de manzanas para las salamandras, desde luego por cuenta del Estado. Esta medida contentó extraordinariamente a las salamandras y tranquilizó a los hortelanos de Normandía y de otros lugares. Pero Monsieur Monti fue aún más lejos en este sentido. Como ya hacía tiempo que había problemas en las regiones vinícolas, a causa de la falta de consumo, ordenó el Ministro que, a cargo del Estado, se entregase diariamente a cada salamandra medio litro de vino blanco. Al principio las salamandras no sabían qué hacer con él, porque al beberlo sufrían fuertes diarreas, así que lo tiraban al mar. Pero con el correr del tiempo se acostumbraron a él y se advirtió que, desde entonces, las salamandras se apareaban con más entusiasmo, aunque con menor fecundidad que antes. Así fueron resueltas, de golpe, la cuestión agraria y la de las salamandras. La terrible tensión cedió, y cuando, al cabo de algún tiempo, se produjo una nueva crisis a causa del escándalo financiero de Madame Tóppler, el ingenioso y capacitado señor Monti se convirtió en el nuevo Ministro de Marina.

CAPÍTULO III

Incidente en el Canal de la Mancha

Algún tiempo después navegaba el barco de pasajeros Oudembaurgh, de nacionalidad belga, desde Ostende hacia Ramsgate. Cuando estaban en mitad del Paso de Calais observó el oficial de servicio que, media milla al sur del curso normal, «algo ocurría.» Como no podía distinguir si se estaba ahogando alguien, ordenó navegar hacia aquel lugar tan fuertemente agitado. Unos doscientos pasajeros contemplaron desde cubierta un extraordinario espectáculo. Aquí y allá saltaba de pronto el agua como un surtidor, aquí y allá surgía de ella algo como un cuerpo negruzco. Al mismo tiempo, la superficie del agua, en una extensión aproximada de trescientos metros, se agitaba locamente, hervía y se oía subir de las profundidades un fuerte ruido. «Parecía que, bajo el agua, hervía un pequeño volcán.» Cuando el Oudembourgh se estaba acercando hacia el lugar, surgió de pronto, a unos diez metros de él, una enorme ola seguida de una terrible explosión. Todo el barco se levantó bruscamente, en el puente cayó una lluvia de agua hirviente y, junto con ella, un cuerpo negruzco que se retorcía y emitía alaridos terribles. Era una salamandra completamente quemada y destrozada. El oficial de mando ordenó inmediatamente dar marcha atrás, para que el barco no penetrase directamente en el centro de aquel infierno explosivo. Pero, mientras tanto, se produjeron estallidos en todas direcciones y la superficie del mar se vio cubierta de pedazos de salamandras destrozadas. Finalmente consiguió el barco virar y, a todo vapor, escapó hacia el norte. Entonces se escuchó una explosión angustiosa unos seiscientos metros a sus espaldas, y del mar surgió una columna de más de cien metros de agua y vapor. El Oudembourgh se dirigió hacia Harwich y envió en todas direcciones una advertencia por telegrafía sin hilos: «¡Atención! ¡Atención! ¡Atención! En la línea marítima Ostende-Ramsgate hay gran peligro de explosiones submarinas. No sabemos cuál es su origen. Aconsejamos a todos los barcos que se desvíen de esa ruta.» Mientras tanto, continuaban las explosiones y los ruidos, casi igual que cuando se ejecutan maniobras militares. Pero la visibilidad era nula a causa del humo y el vapor. Ya para entonces, de Dover y Calais salían a toda marcha torpederos y destructores, así como flotillas de aviación militar, hacia el lugar del suceso. Pero al llegar allí encontraron solamente las aguas turbias, como una especie de barro amarillento en su superficie, cubierta de peces muertos y pedazos de salamandras.

En los primeros momentos se habló de la explosión de alguna mina en el canal, pero cuando a ambos lados del Estrecho de Calais las costas fueron cerradas por cordones de soldados, y cuando el Primer Ministro inglés, por cuarta vez en los anales de la Historia mundial, interrumpió el sábado por la tarde su week-end regresando apresuradamente a Londres, se empezó a sospechar que se trataba de un acontecimiento de alcance internacional. Los periódicos publicaban las más alarmantes noticias, pero, ¡cosa extraña!, aún estaban muy lejos de referir la verdad. Nadie sospechaba que durante varios días críticos Europa, y con ella todo el mundo, estuvo a un paso de una conflagración bélica. Sólo al cabo de varios años, cuando sir Thomas Mulberry, entonces miembro del Gobierno británico, perdió su puesto en el Parlamento y como consecuencia de ello publicó sus memorias políticas, fue posible enterarse de lo que ocurrió en aquellos días aunque, en realidad, ya entonces a nadie le interesaba.

El caso fue, en resumen, el siguiente: Tanto Francia como Inglaterra empezaron a construir, por medio de las salamandras, fortalezas submarinas en el Canal de la Mancha que permitirían, en caso de guerra, el cierre de dicho Canal. Después, como es natural, las dos potencias se acusaron de que empezó «la otra.» Pero parece ser que las dos comenzaron al mismo tiempo, temiendo que el otro estado, su vecino y amigo, pudiese comenzar antes. En resumen: bajo las aguas del Canal de la Mancha empezaron a crecer, una frente a otra, dos enormes fortalezas de hormigón, armadas con artillería pesada, lanzatorpedos, amplias zonas minadas y, en resumen, todas las modernas posibilidades inventadas hasta la época por el progreso humano para el «arte» de la guerra. En la costa inglesa fue ocupada esta terrible fortaleza de las profundidades por dos divisiones de salamandras pesadas y unas treinta mil salamandras trabajadoras, y en la parte francesa por tres divisiones de salamandras guerreras de primera clase.

Parece ser que en aquel día crítico se encontraron, en medio del Canal y en sus profundidades, una colonia de salamandras trabajadoras inglesas con las salamandras francesas y, entre ellas, se produjo una especie de confusión. En la parte francesa se afirmaba que sus pacíficas salamandras habían sido atacadas por las británicas, que las querían echar del lugar. Las salamandras británicas armadas trataron de detener a unas cuantas de las francesas que, desde luego, opusieron resistencia. Después las salamandras militares británicas empezaron a disparar contra las salamandras obreras con granadas de mano y lanza-minas, de manera que las pobres salamandras francesas no tuvieron más remedio que defenderse usando armas parecidas. El Gobierno francés se vio obligado a pedir al Gobierno británico plena satisfacción, y la evacuación del terreno submarino causante del problema, más la promesa de que casos así no volverían a repetirse.

Por otra parte, el Gobierno de S.M. Británica anunció, en una nota especial dirigida al Gobierno de la República Francesa, que las salamandras francesas militarizadas habían penetrado en la mitad inglesa del Canal y se disponían a colocar minas en ellas. Las salamandras británicas les advirtieron que penetraban en el lugar de trabajo británico. A esto las salamandras francesas, armadas hasta los dientes, contestaron arrojando granadas de mano que mataron a algunas salamandras-obreras británicas. El Gobierno de S.M. se sentía obligado a exigir al Gobierno de la República Francesa plena satisfacción y la garantía de que, en adelante, las salamandras militares francesas no penetrarían en la parte británica del Canal de la Mancha.

A esto contestó el Gobierno francés «que no podía consentir que el Estado vecino construyese fortificaciones submarinas en las cercanías inmediatas de la costa francesa. En lo que se refiere a la confusión ocurrida en el Canal, el Gobierno de la República proponía que, según el sentido de la Convención de Londres, el desagradable incidente fuese presentado ante el Tribunal de Conciliación de la Haya.»

El Gobierno de S.M. Británica contestó que no podía y no estaba dispuesto a someter la protección de las costas británicas a ninguna decisión externa. Como país atacado pedía de nuevo, y enérgicamente, que se le presentasen excusas, se le indemnizase por las pérdidas sufridas y se le asegurase la integridad de su territorio para el futuro. Al mismo tiempo, la marina inglesa del Mar Mediterráneo, con base en Malta, navegó a todo vapor en dirección oeste. La flota del Atlántico recibió órdenes de concentrare en Portsmouth y Yarmouth.

El Gobierno francés ordenó la movilización de cinco reservas de marinos.

Parecía que ninguno de los dos Estados podía ya retroceder. Después de todo, se veía claramente que no se trataba más que de lograr la supremacía en el Canal. En este momento crítico presentó Sir Thomas Mulberry un factor sorprendente: que en la parte inglesa no existía ningún obrero-salamandra ni salamandras militares (por lo menos, de jure), ya que en las Islas Británicas todavía estaba vigente la orden dada cierta vez por Sir Manuel Mandeville, por la cual ninguna salamandra podía ser empleada en las costas o en aguas territoriales de las Islas Británicas. Según esto, el Gobierno Británico declaraba oficialmente que las salamandras francesas no podían haber atacado a las inglesas, y todo el problema quedó reducido a la siguiente cuestión: si las salamandras francesas, por equivocación o deliberadamente, habían entrado en aguas territoriales británicas. Las autoridades de la República Francesa prometieron investigar el caso, y el Gobierno inglés ni siquiera propuso que fuera presentado al Tribunal Internacional de la Haya. Después los almirantazgos inglés y francés decidieron que en el Canal de la Mancha quedara una extensión neutral de cinco kilómetros de anchura, entre las fortalezas submarinas de ambos países, con lo que se reforzó considerablemente la amistad entre ambos estados.

CAPÍTULO IV

Der Nordmolch

No muchos años después del establecimiento de las primeras colonias de salamandras en los mares Báltico y del Norte, un investigador y científico alemán llamado Hans Thüring comprobó que las salamandras del Báltico mostraban —seguramente por influencia del medio ambiente— algunas diferencias particulares en su constitución: eran un poco más claras, caminaban más rectas y la dimensión de su cabeza demostraba que tenían el cráneo más largo y más estrecho que las demás salamandras. Esta variedad recibió los nombres de Der Nordmolch (salamandra del Norte), de Der Edelmolcb (salamandra noble), de Andrias Scheuchzeri y de nobilis erecta Thüring.

A partir de aquello la prensa alemana empezó a ocuparse febrilmente de las salamandras del Báltico. Se dio una importancia especial al hecho de que, influenciada favorablemente por el ambiente alemán, esta salamandra se había transformado en un tipo de raza superior, sin duda alguna mejor que cualquier otra clase de salamandra; se escribió con desprecio sobre las degeneradas salamandras mediterráneas, poco desarrolladas moral y físicamente, sobre las salvajes salamandras tropicales y, en resumen, sobre las bárbaras, ruines y bestiales salamandras de otras naciones. «De la Salamandra Gigante hasta la Supersalamandra Alemana» era la frase de moda en aquella época. ¿Acaso no era la tierra alemana el lugar de origen de todas las salamandras de la nueva época? ¿No era su cuna Oe-ningen, donde el sabio alemán Dr. Johannes Jakub Scheuchzer encontró las formidables huellas de su esqueleto, ya en el mioceno, sobre una piedra de ónice? No cabía pues la más mínima duda de que el primitivo Andrias Scheuchzeri había nacido antes de las épocas geológicas en tierras germanas, había cruzado después hacia otros mares y había pagado esto con su degeneración y el atraso en su desarrollo. Pero en cuanto Andrias se establece de nuevo en la tierra que fue su patria de origen, empieza otra vez a ser lo que era antes: la noble salamandra del Norte, Scheuchzeri, más clara, más erguida y con un cráneo mayor. Así pues, solamente en tierra germana pueden las salamandras volver a su tipo normal y más puro, como el encontrado por el gran Johannes Jakub Scheuchzer en las huellas dejadas en la piedra de ónice. Como consecuencia de todo esto, Alemania necesitaba nuevas y más extensas costas, necesitaba colonias, necesitaba mares mundiales para que en todas partes, y en aguas territoriales alemanas, pudieran desarrollarse las nuevas generaciones de salamandras de origen germánico de pura raza. «Necesitamos nuevas tierras para nuestras salamandras», escribían los periódicos alemanes. Y para que esta realidad estuviese siempre presente ante los ojos de la nación alemana, fue erigido un magnífico monumento a Johannes Jakub Scheuchzer. El gran doctor estaba representado con un gran libro en la mano, y a sus pies había sentada una hermosa y noble salamandra nórdica, que miraba a lo lejos, a las costas invisibles de los océanos mundiales.

Durante la inauguración de este monumento se pronunciaron, desde luego, solemnes discursos que despertaron extraordinariamente la atención de la prensa mundial. Alemania amenaza de nuevo, constataban, particularmente, los diarios ingleses: «Estamos ya acostumbrados a ese tono, pero con motivo de ese acto oficial se habló de que Alemania necesitaba, en un plazo de tres años, cinco mil kilómetros de nuevas costas marítimas. Nos vemos obligados a advertir claramente: ¡Está bien, intentadlo! En las costas británicas os romperéis los dientes. Estamos preparados y lo estaremos todavía mejor de aquí a tres años. Inglaterra debe tener y tendrá tantos barcos de guerra como las dos mayores potencias continentales juntas. Esta relación de fuerzas es, de una vez para siempre, indiscutible. Si quieren desatar locas carreras en el armamento marítimo, ¡que lo hagan! Ningún británico consentirá que su patria quede rezagada ni un solo palmo.»

«Aceptamos el reto alemán», declaró en el Parlamento el primer Lord del Almirantazgo, Sir Francis Drake, en nombre del Gobierno. «El que extienda su mano hacia cualquier mar que sea, se encontrará con nuestros acorazados. Gran Bretaña es lo bastante fuerte como para rechazar cualquier ataque contra su isla y las costas de sus dominios y colonias. Para evitar un ataque así, estudiaremos la construcción de nuevas fortalezas y bases aéreas en cada mar cuyas olas bañen los retazos más mínimos de costas británicas. Que sirva esto como la última advertencia a cualquiera que intentase rectificar las costas marítimas, aunque solamente fuese en una yarda.» Después de esto, el Parlamento aprobó la construcción de nuevos buques de guerra con un presupuesto preliminar de quinientos millones de libras esterlinas. Era, en realidad, una respuesta desmesurada a la construcción del monumento a Johannes Jakub Scheuchzer en Berlín, pues dicho monumento había costado, solamente, doce mil marcos.

A este discurso contestó el magnífico publicista francés Marqués de Sade, generalmente muy bien informado, de la siguiente forma: «El primer Lord del Almirantazgo británico ha declarado que Gran Bretaña está preparada para cualquier eventualidad. Bien, ¿está, sin embargo, informado ese distinguido lord de que Alemania tiene en sus salamandras del Báltico un terrible ejército permanente armado? ¿Que cuenta hoy en día con unos cinco millones de salamandras militares profesionales, a las que puede poner inmediatamente en pie de guerra tanto en las costas como en el agua? A esto, sumen ustedes unos diecisiete millones de salamandras para servicios técnicos y de intendencia, preparadas para servir en cualquier momento como fuerzas de ocupación o de reserva. La salamandra del Báltico es hoy el mejor soldado del mundo, preparado a la perfección psicológicamente, y ve en la guerra su verdadera y más elevada misión. Irá a luchar con el entusiasmo de los fanáticos, con una fría y calculada técnica y con la terrible disciplina de una verdadera salamandra prusiana.»

»¿Sabe también el primer Lord del Almirantazgo Británico que Alemania construye febrilmente barcos de pasajeros que pueden llevar brigadas enteras de salamandras de guerra de una sola vez? ¿Sabe que están construyendo cientos y más cientos de pequeños submarinos con un radio de acción de tres a cinco mil kilómetros, cuya tripulación estará formada por esas mismas salamandras del Báltico? ¿Sabe ya que está estableciendo enormes depósitos de combustible en diferentes partes del Océano? Así pues, preguntamos una vez más: ¿Tiene el ciudadano británico la completa seguridad de que su gran país está verdaderamente bien preparado para toda eventualidad?»

»No es difícil imaginar (continuaba el Marqués de Sade) lo que significarán las salamandras en una próxima guerra, armadas con cañones submarinos tipo Berta, con lanza-minas y torpedos para el bloqueo de las costas. A fe mía que, por primera vez en la historia del mundo, no puede nadie envidiar a Inglaterra su magnífica posición insular. Pero, ya que hablamos de esto… ¿sabe el Almirantazgo Británico que las salamandras del Báltico están equipadas con unas máquinas —por otra parte muy útiles para la paz— que se llaman taladradoras-neumáticas, y que estas modernas taladradoras atraviesan en una hora una profundidad de diez metros de la mejor tierra sueca existente, y de cincuenta a sesenta metros de la inglesa? (Esto fue probado en una perforación secreta, efectuada por una expedición técnica alemana durante las noches de los días 11, 12 y 13 del mes pasado en la costa inglesa entre Hythe y Folkestone, o sea, directamente bajo las narices de la fortaleza de Dover.) Aconsejamos a nuestros amigos del otro lado del Canal que calculen ellos mismos en cuántas semanas pueden ser taladrados Kent o Essex por debajo del agua, hasta quedar con agujeros iguales a una bola de queso. Hasta ahora, el ciudadano británico contemplaba siempre el firmamento como la única parte de donde podía llegarle el peligro y la destrucción de sus florecientes ciudades, su Bank of England, sus pequeñas y acogedoras casitas rodeadas de jardines. Mejor harán en pegar su oído a la tierra en que juegan sus hijos para advertir, hoy o mañana, si se oyen los chirridos de las incansables y terribles taladradoras de las salamandras, abriéndose camino, paso a paso, para colocar explosivos de un poder hasta ahora desconocido. Ya no será la guerra en el aire, sino la guerra bajo el agua y bajo tierra, que es la última de nuestra era. Hemos oído discursos llenos de confianza desde el puente de mando de la Orgullosa Albión. Sí, hasta ahora, es una poderosa nave que se balancea sobre las olas y las domina. Pero puede llegar un día en que esas olas se cierren sobre la nave destruida, que se hundirá en las profundidades del mar. ¿No sería mejor tratar de evitar ese peligro ahora} ¡De aquí a tres años sería ya demasiado tarde!»

Esta advertencia del brillante publicista francés despertó gran excitación en Inglaterra. A pesar de haber sido desmentida la noticia, los ingleses oían el ruido de los taladros de las salamandras en diferentes regiones de Gran Bretaña. Los círculos oficiales alemanes desmintieron, desde luego, el citado artículo, declarando que era, desde el principio hasta el final, una provocación sin sentido y propaganda hostil. Sin embargo, por aquellos días se realizaron en el Báltico maniobras combinadas de la marina alemana, las fuerzas subterráneas y las salamandras guerreras. En su transcurso, las unidades de salamandras-zapadoras hicieron volar, ante la vista de los observadores militares extranjeros, un pedazo de terreno taladrado cerca de Rügenwalde, de una extensión de seis kilómetros cuadrados. Según decían, fue un espectáculo inmenso: la tierra se levantó con una terrible explosión, igual que si fuera un iceberg al partirse, y después voló como una inmensa pared de humo, arena y piedra. De pronto todo se oscureció como si fuera de noche, la arena levantada fue a caer en un radio de unos cien kilómetros y, al cabo de unos días, llovió arena sobre Varsovia. Después de este experimento, quedó tanta arena flotante y polvo en la atmósfera que, hasta fin de año, las puestas de sol de Europa eran extraordinariamente hermosas, de un rojo purpúreo e incandescente, como nunca se habían visto hasta entonces.

El mar que ocupó el pedazo de costa destrozada recibió, más tarde, el nombre de Mar de Scheuchzer, y era punto de peregrinación de muchas excursiones escolares y giras de los niños alemanes, que cantaban el popular himno:

Solche Erfolche Erreichen
Nur Deutsche Molche
Gloria a nuestras Salamandras
De pura raza Germana.

CAPÍTULO V

Wolf Meynert escribe su obra

Quizá fueron, precisamente, las magníficas puestas de sol las que inspiraron al solitario filósofo Wolf Meynert para escribir su monumental obra Untergang der Menschheit (El ocaso de la humanidad). Podemos imaginárnoslo paseando vivamente por la costa, con la cabeza descubierta y el abrigo desabrochado ondeando al viento, atravesando con sus ojos arrebatados aquella inundación de fuego y sangre que ocupaba más de la mitad del firmamento. «Sí, ya es tiempo de que escriba un epílogo a la historia de la Humanidad», se dijo. Y lo escribió.

«Termina la tragedia de la especie humana», comenzó Wolf Meynert. «No nos dejemos engañar por su febril afán emprendedor y su felicidad técnica; eso es, solamente, lo que las manchas rosadas en el rostro del organismo marcado por la tuberculosis, por la muerte. Nunca pasó la Humanidad por una coyuntura tan alta como ahora, pero, ¡encuéntrenme una clase social que esté satisfecha o una nación que no se sienta amenazada en su ser! En medio de todos los regalos de la Naturaleza, de las riquezas de Creso espirituales y materiales de tantos Estados, se apodera cada vez más de nosotros cierto sentimiento de inseguridad, angustioso e incómodo.» Y Wolf Meynert, inexorablemente, analizaba el estado psíquico del mundo de nuestros días, esa mezcla de odio y miedo, desconfianza y megalomanía, cinismo y mala fe. En una palabra: desesperación, terminaba Wolf Meynert. Los típicos espectros del fin. La agonía moral.

«La cuestión es: ¿Hay o hubo alguna vez un hombre capaz de ser feliz? El hombre, como cada ser viviente, sí; pero la Humanidad, nunca. Toda la desgracia del hombre consiste en que fue obligado a convertirse en Humanidad, o quizá en que se convirtió en Humanidad demasiado tarde, cuando ya había una diferencia incorregible de naciones, razas, fes, estados y clases, cuando ya había pobres y ricos, cultos e incultos, gobernantes y gobernados. Poned en un solo rebaño caballos, lobos, ovejas y gatos, zorras y ciervos, osos y cabras; encerradlos en un corral y obligadles a vivir en esta confusión a la que se llama «leyes sociales», y a respetar ciertas reglas necesarias para la vida. Será un rebaño desgraciado, poco satisfecho, fatalmente indiferente, en el que ni una sola de las criaturas de Dios se sentirá en su casa. Éste es un cuadro exacto del gran rebaño heterogéneo y sin esperanzas al que se llama Humanidad. Naciones, razas, clases, no pueden vivir continuamente juntas sin fastidiarse y agobiarse mutuamente, hasta llegar a la intolerancia. Pueden vivir eternamente separadas —lo que sería posible si el mundo fuese lo bastante grande para ello—, o unas contra otras, en una lucha de vida o muerte. Para los grupos biológicos humanos como la raza, la nación o la clase, hay solamente un camino hacia la homogeneidad y la felicidad, y es hacerse sitio para sí y aniquilar a los demás. Y esto es, precisamente, lo que el género humano olvidó hace mucho. Hoy ya es tarde para ello. Nos hemos agenciado demasiadas doctrinas y compromisos con los que defendemos “a los otros”, en lugar de sacudírnoslos de encima. Inventamos reglamentos sobre moral, derechos humanos, compromisos, leyes, igualdad, humanidad y muchas otras cosas. Creamos una Humanidad de ficción que nos precipita, a nosotros y “a los otros”, en una especie de unidad superior. ¡Qué fatal equivocación! Hemos puesto la ley moral sobre la ley biológica. Hemos alterado las grandes bases naturales de toda la sociedad, que dicen que solamente una sociedad homogénea puede ser feliz en común. Esta felicidad alcanzable la hemos sacrificado a un sueño grande, pero inalcanzable. Crear una Humanidad y un solo orden con todos los hombres, las naciones, las clases sociales y los niveles de vida. Fue una formidable tontería, podríamos decir, el único esfuerzo del hombre por elevarse sobre sí mismo, digno de respeto. Y por este su magnánimo idealismo, paga hoy el género humano con su inevitable destrucción».

«El proceso por el que el hombre trata de organizarse de alguna manera en Humanidad es tan viejo como la misma civilización, como las primeras leyes y los primeros pueblos. Si al cabo de tantos miles de años sólo se ha llegado —como hoy podemos verlo— a hacer mucho más profundo ese abismo entre las razas, naciones, clases y opiniones mundiales, entonces ya no podemos cerrar los ojos ante el hecho de que el desgraciado intento histórico de hacer de todos los hombres, sin más ni más, una Humanidad, ha fracasado definitiva y trágicamente. Después de todo, ya empezamos a darnos cuenta —y de ahí esos intentos y planes de unificar al género humano de otra manera, haciendo sitio solamente para una nación, una clase, una religión. Mas ¿quién puede decir hasta qué punto estamos infectados de esa enfermedad incurable llamada diferenciación? Más tarde o más temprano, cada presunto “todo” homogéneo se desmoronará irremediablemente en grupos sin coordinación, con diferentes intereses, partidos, posiciones, etc., que, o bien se destrozarán entre sí, o sufrirán de nuevo los tormentos de la vida en común. No hay salida posible, nos movemos en un círculo vicioso, pero la evolución no puede moverse continuamente en circunferencia. Por eso la naturaleza se ocupó por sí misma del asunto, haciendo sitio en el mundo a las salamandras».

«No es por casualidad (profundizaba Wolf Meynert) el que las salamandras hayan aparecido en la vida precisamente en la época en que la enfermedad crónica de la Humanidad, este gran organismo mal desarrollado y que se desmorona continuamente, está en la agonía. Salvo algunas pequeñas excepciones sin importancia, las salamandras se presentan como el único todo homogéneo y formidable. No han creado, hasta ahora, una profunda diferenciación de raza, lengua, nación, religión, clase o casta; entre ellas no hay amos y esclavos, libres y oprimidos, ricos y pobres. Desde luego, existen diferencias impuestas por las distintas clases de trabajo que ejecutan, pero, en sí, son de la misma raza, unidas, como si dijésemos de la misma carne, igualmente primitivas biológicamente en todas sus partes, igualmente mal dotadas por la naturaleza, igualmente esclavas y viviendo en iguales y bajas condiciones. El último negro o esquimal del mundo vive en mejores condiciones que ellas, no sólo materiales sino también culturales. Y, sin embargo, las salamandras no dan muestras de sufrir con ello. Por el contrario, vemos que no necesitan nada de aquello en lo que el hombre busca consuelo y alivio de los horrores metafísicos y de la angustia vital. Pueden prescindir de la filosofía, de la vida eterna y del aire. No saben lo que es fantasía, humor, misticismo, juego o sueño. Son completamente realistas. Están tan lejos de nosotros, los humanos, como las hormigas o los arenques. Solamente se diferencian de ellos en que se organizan en otro ambiente vital, o sea, en la civilización humana. Se asentaron en ella como se asientan los perros en los residuos que dejan los hombres. Sin ellos no pueden vivir, pero no por ello dejarán de ser lo que son: animales muy primitivos y que se diferencian muy poco entre sí. Les basta con vivir y multiplicarse, y hasta pueden ser felices, porque no les inquieta ningún sentido de desigualdad entre ellos. Son, sencillamente, homogéneos. Por eso pueden cualquier día, sí, cualquier día, realizar sin obstáculos lo que no pudo hacer la Humanidad: su unidad de clases en todo el mundo, su sociedad mundial, en una palabra, el Universo de las salamandras (Salamandrismo universal). Ese día terminará la agonía de miles de años del género humano. En nuestro planeta no habrá lugar suficiente para dos tendencias, que se esforzarán por gobernar todo el mundo. Una tendrá que dejar libre el paso. ¡Ya sabemos, ahora, cuál de las dos será!»

«Hoy viven en nuestro planeta unos veinte mil millones de salamandras civilizadas, o sea, unas diez veces el número total de la Humanidad. De esto se desprende, por la necesidad biológica y la lógica de la historia, que las salamandras esclavizadas tendrán que liberarse; que, siendo homogéneas, tendrán que unirse, y que convirtiéndose así en el mayor poder que ha visto nunca el mundo, tendrán que tomar la dirección de él. ¿Creéis que son tan locas como para respetar después al hombre? ¿Creéis que repetirán la histórica equivocación que cometió siempre el que sometió a las naciones y clases vencidas en vez de aniquilarlas? ¿De los que, por orgullo, establecían nuevas diferencias entre la gente para después, por magnanimidad o idealismo, esforzarse en revocarlas? No, este disparate de la historia no lo repetirán las salamandras (exclama Wolf Meynert) aunque sólo sea porque seguirán los consejos y advertencias de mi libro. Serán herederas de toda la civilización humana; caerá en su regazo todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos intentado para llegar a dominar el mundo; pero irían contra sí mismas si, con esta herencia, quisieran también quedarse con nosotros. Tienen que prescindir de los seres humanos si quieren conservar su homogeneidad racial. Si así no lo hiciesen, propagaríamos entre ellas, antes o después, nuestras dos inclinaciones destructivas: crear diferencias y sufrirlas. Pero no nos atrevamos a esto. Hoy, cualquier ser que continúe la historia del hombre, ya no repetirá las locuras suicidas de la Humanidad».

«No hay duda de que el mundo de las salamandras será más feliz de lo que fue el del género humano. Será unido, homogéneo y estará dominado por el mismo espíritu. Las salamandras no se distinguirán unas de otras por la lengua, opiniones, religión ni exigencias vitales. No habrá entre ellas diferencias culturales ni de clase, sino la diferencia del trabajo. Nadie será señor o esclavo, porque todos servirán al Gran Conjunto de las Salamandras, que será su Dios, su Gobierno, su patrono y director espiritual. Formarán una sola nación con un solo nivel, un mundo mejor y más perfecto que el nuestro. Serán un poderoso y feliz Mundo Nuevo. ¡Hagámosle, pues, sitio!

La Humanidad, que se apaga, ya no puede hacer otra cosa que apresurar su propio fin, en una trágica belleza, siempre que no sea ya demasiado tarde.»

En lo que cabe, hemos expuesto aquí las opiniones de Wolf Meynert, en forma comprensible. Sabemos que, con ello, pierden mucho del efecto y profundidad con que en otro tiempo fascinaron a toda Europa y, sobre todo, a la juventud, que recibió con entusiasmo la noticia de la caída y el fin de la Humanidad. El Gobierno del Reich, desde luego, prohibió las enseñanzas del Gran Pesimista, a causa de ciertas consecuencias políticas que se produjeron, y Wolf Meynert tuvo que asilarse en Suiza. A pesar de esto, todo el mundo culto se apropió con satisfacción de la Teoría de Meynert sobre la extinción de la Humanidad. Su libro, de 632 páginas, se publicó en todas las lenguas del mundo y fue difundido, en muchos millones de ejemplares, también entre las salamandras.

CAPÍTULO VI

X advierte

Quizás fue también consecuencia del libro profético de Meynert el que los vanguardistas literarios y artísticos de los centros culturales proclamaran: «¡Por nosotros, que vengan las salamandras! El porvenir pertenece a las salamandras. Las salamandras significan la revolución cultural. ¿Qué importa que no tengan su arte? Por lo menos, no estarán cargadas de ideales estúpidos, tradiciones muertas y todo ese torturante, aburrido y pedante desperdicio que se llama poesía, música, arquitectura, filosofía y, en general, cultura —palabra senil, al oír la cual se nos revuelve el estómago. Es mejor que no hayan caído, hasta ahora, en el amaneramiento del arte humano: nosotros les haremos un arte nuevo; nosotros, la juventud, allanaremos el camino para el futuro de las salamandras. ¡Queremos ser las primeras salamandras, las salamandras del futuro!» Y así nació la sociedad de jóvenes poetas salamandrinos, surgió la música tritónica y la pintura pelágica, que se inspiraba en las formas del mundo de las medusas, algas marinas y corales. Además de esto, se descubrió que las obras de regularización de las salamandras eran nuevas fuentes de belleza y de monumentalidad. «¡Ya estamos hartos de naturaleza! —gritaban—. ¡Que vengan las costas lisas de hormigón en lugar de las viejas rocas. El romanticismo está muerto. Los futuros continentes estarán bordeados de líneas rectas y serán rehechos en triángulos y rombos. El viejo mundo geológico será reemplazado por el geométrico». En resumen: había otra vez algo nuevo y prometedor de que ocuparse, nuevas sensaciones psíquicas y nuevas manifestaciones culturales, y aquéllos que no supieron seguir a tiempo el camino del futuro salamandrismo sentían amargamente que habían perdido su gran ocasión, y se vengaban declarándose partidarios de la Humanidad, de la vuelta al hombre y a la naturaleza, y otras consignas reaccionarias. En Viena se silbó un concierto de música tritónica, en el Salón de los Independientes de París, un criminal desconocido rasgó un cuadro pelágico titulado: «Capricho en azul». En resumen: el salamandrismo iba por el camino de la victoria, sin que nada ni nadie pudiese detenerlo.

Desde luego, no faltaban voces retrógradas que se alzaban contra «la manía salamándrica», como se la llamaba. Pero lo más enérgico en este sentido fue un folleto inglés anónimo, que se publicó bajo el título de X advierte. Este folleto fue muy leído, pero nunca se llegó a averiguar la identidad de su autor, aunque muchos creían que se trataba de una alta personalidad eclesiástica, juzgando por el hecho de que, en griego, la «X» es una abreviatura de Cristo.

En el primer artículo, el autor trataba de hacer estadísticas sobre las salamandras existentes, disculpándose, al mismo tiempo, por la poca exactitud de las cifras publicadas. Así calculaba que el número de todas las salamandras existentes era ya de siete a veinte veces mayor que el del género humano.

«Igualmente imprecisos son nuestros conocimientos sobre cuántas fábricas, pozos de petróleo, plantaciones de algas, criaderos de anguilas, aprovechamiento de la fuerza hidráulica y otras fuentes naturales, tienen las salamandras bajo el agua. No tenemos ni la menor idea de su capacidad industrial y, menos todavía, de cuál es la situación respecto a su armamento. Sabemos, sin embargo, que las salamandras dependen del hombre en lo que concierne a los metales, en los componentes para construir máquinas, materias explosivas y muchos otros productos químicos. Pero, por otra parte, cada Estado guarda el mayor secreto sobre cuántas armas y otras clases de productos entrega a sus salamandras, y también sabemos muy poco sobre lo que producen en el fondo del mar con las materias primas y los productos semielaborados que adquieren del hombre. Lo que sí es seguro es que las salamandras no tienen ningún interés en que lo sepamos, y en los últimos años han muerto ahogados o estrangulados tantos buzos en el fondo de los mares que ya no se puede atribuir solamente a la casualidad. Esto es un síntoma muy alarmante, “lo mismo en el aspecto industrial que en el militar”.»

«Es, sin embargo, difícil imaginar (continuaba Míster X, en otro de los párrafos) qué pueden querer las salamandras de la gente. No pueden vivir en tierra firme, y nosotros no podemos molestarlas en el agua. Nuestro ambiente vital y el suyo están completamente diferenciados y para muchos siglos. Es verdad que exigimos de ellas cierto trabajo, pero les damos a cambio comida, materias primas y productos que, sin nuestra ayuda, nunca llegarían a tener; por ejemplo, metales. Pero, aunque prácticamente no hay ningún motivo para antagonismos entre nosotros y las salamandras, existe, diría yo, la antipatía metafísica: contra los seres de la tierra están los de las profundidades; los seres del día contra los de la noche; los oscuros estanques de agua contra la tierra clara y seca. La frontera entre el agua y la tierra es, en cierta forma, más aguda de lo que era. Nuestra tierra toca su agua. Podríamos vivir por los siglos de los siglos perfectamente al margen unos de otros, intercambiando sólo pequeños servicios y productos; pero es difícil quitarse de encima la angustiosa sensación de que no podrá ser así. El porqué no puedo explicarlo claramente, pero tengo la impresión, algo así como un presentimiento, de que una vez el agua se volverá contra la tierra para resolver la cuestión de “¿quién de las dos?”»

«Confieso que siento una opresión, hasta cierto punto irracional (continúa diciendo el señor X), pero me sentiría muy aliviado si las salamandras se enfrentasen a la gente pidiendo alguna reivindicación, exigiendo algo. Entonces se podría tratar con ellas, se podrían hacer diferentes concesiones, contratos o compromisos. Pero su silencio es terrible. Me asusta su incomprensible demora. Podrían, por ejemplo, pedir ciertas ventajas políticas. Hablando francamente, las leyes para las salamandras son, en todos los Estados, bastante anticuadas e impropias de seres civilizados y tan poderosos numéricamente. Deberían modificarse los nuevos derechos y deberes de las salamandras de manera más ventajosa para ellas. Deberían considerarse algunas medidas de autonomía para las salamandras, sería justo mejorar sus condiciones de trabajo y recompensarlo regularmente. En muchos aspectos, hasta sería posible mejorar su suerte 5/, por lo menos, lo pidiesen. Después podríamos concederles varias cosas y comprometernos en acuerdos de compensación o, por lo menos, se ganaría tiempo para algunos años. Pero las salamandras no piden nada más que aumentar su rendimiento y sus encargos. Hoy ya podemos preguntar a dónde irá a parar todo esto. Se ha hablado a veces del peligro amarillo, negro o rojo; pero en aquellos casos, se trataba de hombres, y de los hombres podemos, más o menos, imaginarnos lo que pueden querer. Pero, aunque no tengo idea de cómo y contra qué estará la Humanidad obligada a defenderse, una cosa sé por lo menos con seguridad: que si a un lado están las salamandras… al otro estará toda la Humanidad».

«¡Los hombres contra las salamandras! Ya es hora de que las cosas se digan así. Sí, hablando con franqueza, el hombre normal odia instintivamente a las salamandras, le dan asco… y les teme. Sobre todos los hombres ha caído como una especie de sombra horrenda. ¿Qué otra cosa es esa frenética ansia de disfrutar, esa sed insaciable de diversión y placer, esas orgías locas que vive la gente de hoy? Una caída tan baja de la moral no había ocurrido desde los tiempos en que el Imperio Romano estaba ya a punto de perecer en la barbarie. Estos no son los frutos de una felicidad material desacostumbrada, sino el desesperado y sordo miedo a la destrucción, la angustia de la extinción. ¡Que traigan la última copa antes de que termine nuestra vida! ¡Qué vergüenza, qué atolondramiento! Parece ser que Dios, en su terrible misericordia, deja debilitar a las naciones y clases que se precipitan en la perdición. ¿Queremos que aparezca el Mane Thecel Phares de fuego escrito sobre el festín de la Humanidad? ¡Mirad los anuncios luminosos que brillan durante la noche en los muros de las disipadas y corrompidas ciudades! En ese aspecto nos aproximamos, nosotros los humanos, a las salamandras: vivimos más de noche que de día».

«Si, por lo menos, esas salamandras no fuesen tan terriblemente mediocres… (exclama como oprimido Míster X). Sí, son más o menos educadas, pero a causa de ello tienen una inteligencia aún más limitada, porque han aprendido de la civilización humana sólo lo que tiene ésta de corriente y útil, de mecánico y repetible. Están al lado de Fausto; aprenden de los mismos libros que los Faustos humanos, con la única diferencia de que a ellas les basta, ya que no les roe ninguna duda. Lo más terrible es que han multiplicado ese tipo práctico, tonto y suficiente de la mediocridad civilizada, en grande, en millones y miles de millones de piezas iguales. O, no; creo que me equivoco. Lo más terrible es que tengan tanto éxito. Aprendieron a usar las máquinas y los números y se ha demostrado que esto les basta para convertirse en amos de su mundo. Han prescindido de la civilización humana, de todo lo que tenía de inservible, juguetón, fantástico o anticuado. Así pues, despreciaron lo que había en la civilización de humano y tomaron solamente su parte práctica, técnica y útil. Y esta triste caricatura de la civilización humana está llena de vida. Construye prodigios técnicos, renueva nuestro viejo planeta y, finalmente, empieza a fascinar a la misma Humanidad. Junto a su alumno y criado aprenderá Fausto el secreto del éxito y la mediocridad. O la Humanidad se enfrenta con las salamandras, en una conflagración histórica de vida o muerte, o se “salamandriza” sin remedio. Por lo que a mí se refiere, he de decir que vería más a gusto lo primero».

«En fin, X os advierte (continuaba el escritor desconocido).

Todavía es posible sacudir ese frío y pegajoso círculo que nos aprisiona. Debemos librarnos de las salamandras. ¡Ya hay demasiadas! Están armadas y pueden volver contra nosotros un potencial de guerra de cuya magnitud sabemos bien poco. Pero el peligro más terrible no reside en su número o su fuerza; es, para nosotros los hombres, su triunfante inferioridad. No sé qué tenemos que temer más, si su civilización humana o su tenebrosa y fría crueldad animal. Pero estas dos cosas unidas dan algo indescriptiblemente aterrador, casi diabólico. En nombre de la cultura, en nombre de la cristiandad y de la Humanidad, debemos liberarnos de las salamandras.» Y aquí exclamaba el apóstol anónimo:

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¡¡LOCOS, LOCOS,

DEJAD POR FIN

DE ALIMENTAR

A LAS SALAMANDRAS!!

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«Dejad de emplearlas, renunciad a sus servicios, dejadlas que se vayan a algún lugar donde puedan alimentarse por sí solas, como otros seres acuáticos. La misma naturaleza ya sabrá qué hacer con las que sobren. Lo que se necesita es que los hombres, la civilización humana y la historia de la Humanidad no sigan trabajando para las salamandras».

«Y no deis más armas a las salamandras, ¡detened las entregas de metales y explosivos, no les enviéis máquinas y fábricas humanas! No vais a encender fuego bajo los volcanes, ni a cavar diques bajo el agua. ¡Que se prohíba la entrega de armas y toda clase de mercancía a las salamandras de todos los mares! ¡Que sean puestas fuera de la ley las salamandras! ¡Malditas seáis, salamandras! ¡Que os arrojen de nuestro mundo!»

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¡QUE SE CREE LA LIGA

DE LAS NACIONES

CONTRA LAS SALAMANDRAS!

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«Toda la Humanidad debe estar preparada para defender su existencia con las armas en la mano. Que sea convocada, por iniciativa de la Sociedad de Naciones, del Rey de Suecia o del Papa de Roma, una conferencia mundial de todos los Estados civilizados, para crear una Unión Mundial o, por lo menos, una Sociedad de Naciones Cristianas contra las salamandras. Estamos en el momento crítico en que, bajo la terrible presión del peligro salamándrico y la responsabilidad humana, puede lograrse lo que no se logró con la guerra mundial, a pesar de sus innumerables víctimas: organizar la Unión de los Estados del Mundo. ¡Dios lo quiera! Si esto se lograse, entonces las salamandras no habrían llegado al mundo en vano, y serían el instrumento empleado por Dios.»

* * *

Este patético folleto despertó gran sensación entre las más amplias capas del público. Las señoras de edad estaban de acuerdo, sobre todo, en que había comenzado una decadencia moral sin precedentes; por otra parte, en las columnas de economía de los periódicos se señalaba principalmente que era imposible dejar de suministrar las entregas a las salamandras, porque se produciría una gran caída en la producción y una fuerte crisis en varias ramas industriales. Lo mismo ocurriría en la agricultura, que producía grandes cantidades de maíz, patatas y otros productos agrícolas para alimento de las salamandras. «Si disminuye el número de salamandras, descenderán desastrosamente los precios de los productos alimenticios y los campesinos se encontrarán al borde de la ruina.» La Unión Sindical de Obreros consideraba al señor X un reaccionario y declaraba que no permitiría que fuese frenada la entrega de ningún tipo de mercancía a las salamandras. «Justamente cuando la clase obrera acaba de obtener el empleo completo y primas por el trabajo, quiere el señor X quitarle el pan de las manos. Los obreros se solidarizan con las salamandras y rechazarán cualquier intento de rebajar su nivel de vida y de entregarlas, arruinadas e indefensas, en manos del capitalismo.» En lo que se refiere a la creación de una Liga de las Naciones contra las salamandras, se opusieron a ello todos los centros políticos de importancia. «Ya tenemos», decían, «por una parte, la Sociedad de Naciones y, por otra, la Convención de Londres, en que los estados marítimos se comprometieron a no armar a sus salamandras con armas pesadas. No es cosa fácil pedir ese desarme a un estado que no tiene la completa seguridad de que otra potencia cualquiera marítima no siga armando a sus salamandras, aumentando así su poder a costa de su vecino. Por lo tanto, ningún estado o continente puede obligar a sus salamandras a que emigren a otro lugar, sencillamente porque con ello aumentarían, por una parte, las ventas industriales y agrícolas y, por otra, la fuerza de defensa y ataque de otros estados o continentes.» Y de estas objeciones, que cada hombre con un poco de sentido tenía que comprender, se presentaron muchas.

A pesar de todo, el folleto X advierte no dejó de causar un profundo efecto. En casi todos los países se extendió la Unión Popular contra las salamandras y se fundaron sociedades para la persecución de las salamandras, clubes antisalamándricos, comités para la salvación del género humano y muchas otras organizaciones de esta clase. Las salamandras delegados de Ginebra fueron insultadas cuando se dirigían a una de las reuniones de la Comisión para el estudio del Problema de las Salamandras. En las cercas de madera de las costas marítimas aparecieron letreros amenazadores como «Muerte a las salamandras», «Fuera las salamandras», etc. Muchas salamandras fueron apedreadas y ninguna se atrevía a sacar la cabeza fuera del agua hasta que llegaba la noche. Sin embargo, por su parte, ellas no hicieron ninguna demostración de protesta o actos de represalia. Eran, sencillamente, invisibles, por lo menos durante el día, y la gente que miraba a través de las vallas protectoras veía solamente el mar infinito y agitado. «¡Miren esos bichos!», decía la gente con odio, «¡ni siquiera se dejan ver!»

Y en medio de este silencio agobiante, resonó de pronto el llamado

CAPÍTULO VII

El terremoto de Luisiana

Aquel día —11 de noviembre a la una de la madrugada— se sintió en Nueva Orleans un brusco movimiento de tierra. Algunas casuchas del distrito de los negros se derrumbaron y la gente, presa de pánico, se lanzó a las calles. Pero la sacudida no se repitió. Solamente se oyó como un zumbido y un choque furioso, seguido de un corto ciclón que rompió las ventanas y barrió los techos de las callejuelas de los negros. Perecieron algunas decenas de personas. Después de esto, comenzó a caer una lluvia de fango.

Mientras que los bomberos de Nueva Orleans acudían en ayuda de las calles más perjudicadas, llegaron telegramas de Morgan City, Plaquemine, Báton-Rouge y Lafayette: «¡S.O.S.! ¡Envíen inmediatamente columnas de salvamento! Hemos sido medio barridos por el terremoto y el ciclón; el dique del Mississipi a punto de ceder; preparen inmediatamente zapadores, ambulancias y todos los hombres capaces de realizar cualquier trabajo de ayuda.» De Fort Livingston llegó solamente una lacónica noticia: «Haló, ¿también les han hecho algún regali-to?» Después llegó el mensaje de Lafayette: «¡Atención! ¡Atención! La parte más afectada por el terremoto y el ciclón es Nueva Iberia. Las comunicaciones entre Nueva Iberia y Morgan City deben de estar cortadas. ¡Envíen socorros hacia allí!» Inmediatamente después se recibió una conferencia telefónica de Morgan City: «No conseguimos ponernos en contacto con Nueva Iberia. Están destruidas todas las carreteras y líneas férreas. Envíen barcos y aviones a la Bahía de Vermillion. Nosotros ya no necesitamos nada. Tenemos unos treinta muertos y cien heridos.» Más tarde llegó un telegrama de Baton-Rouge: «Tenemos noticias de Nueva Iberia. Ocúpense principalmente de Nueva Iberia. Aquí envíen solamente obreros, pero ¡rápidamente!, hay peligro de que se rompan los diques. Hacemos todo lo que está en nuestras manos.» Después: «Haló, haló, Shreveport, Natchitoches, Alejandría, envíen trenes de ayuda a Nueva Iberia. Haló, haló, Memphis, Winona, Jackson, envíen trenes vía Nueva Orleans. Todos los automóviles llevan gente en dirección a la presa de Báton-Rouge.» «Haló, haló, aquí Pascagoula. Aquí ha habido unos cuantos muertos. ¿Necesitan ayuda?»

Mientras tanto, ya habían salido vehículos de bomberos, ambulancias y trenes de ayuda en dirección a Morgan City, Patterson y Franklin. Después de las cuatro de la mañana llegó la primera noticia, algo más concreta: «El camino entre Franklin y Nueva Iberia, siete kilómetros al oeste de Franklin, está cortado por el agua; parece ser que, a causa del terremoto, se abrió allí una brecha profunda que llega a la Bahía de Vermi-llion y que está inundada por el mar. Según se ha podido comprobar hasta ahora, dicha grieta avanza desde la Bahía de Vermillion en dirección noroeste-oeste, y cerca de Franklin se desvía hacia el norte, hacia la boca del Lago Grande. Después sigue de nuevo hacia el norte, por la línea Plaquemine-Lafayette, donde termina en una vieja laguna. El segundo ramal de la brecha une Lago Grande, por el este, con el lago de Napoleonville. La longitud total de la hendidura es de unos ochenta kilómetros, y la anchura de dos a once kilómetros. Parece ser que aquí estuvo el centro del terremoto. Se puede decir que ha sido una extraordinaria casualidad el que esta brecha se desviase de todos los pueblos mayores. Sin embargo, el número de víctimas es bastante elevado. En Franklin ha llovido 60 cm de fango, en Patterson 45 cm. La gente de la Bahía de Atchafalaya cuenta que durante la sacudida se retiró el mar, de pronto, unos tres kilómetros, volviendo luego en forma de una ola de treinta metros de altura. Se teme que haya perecido mucha gente en las costas. Todavía no hay comunicación con Nueva Iberia.»

Mientras tanto, había llegado a Nueva Iberia, desde el este, un tren de Natchitoches; las primeras noticias enviadas por las líneas de Lafayette y Báton-Rouge eran terribles. Ya algunos kilómetros antes de llegar a Nueva Iberia el tren tuvo que detenerse porque el camino estaba inundado de fango. Nueva Iberia había desaparecido, al parecer, bajo la avalancha de fango. Era imposible avanzar a oscuras y bajo una lluvia continua. Todavía no se había logrado establecer comunicación con Nueva Iberia.

Al mismo tiempo llegaron noticias de Báton-Rouge: «En las márgenes del Mississipi ya trabajan unos cuantos miles de hombres stop si por lo menos dejara de llover stop necesitamos picos y palas envían gente stop mandamos ayuda a Plaquemine están muy apurados esos desgraciados.»

MENSAJE DE FORT JACKSON

A LA UNA Y MEDIA DE LA MAÑANA NOS ARREBATÓ UNA OLA MARINA TREINTA CASAS NO SABEMOS QUÉ OCURRIÓ UNAS TREINTA PERSONAS FUERON ARRASTRADAS PRECISAMENTE AHORA ACABO DE ARREGLAR EL APARATO EL EDIFICIO DE CORREOS FUE TAMBIÉN ARRASTRADO HALÓ COMUNIQUEN A MINNY LACOST QUE NO ME HA OCURRIDO NADA SOLAMENTE ME HE ROTO UNA MANO Y ME HE QUEDADO SIN TRAJE TELEGRAFÍEN POR FAVOR QUÉ ES LO QUE HA OCURRIDO PERO LO PRINCIPAL ES QUE EL TRANSMISOR ESTÁ OKEY FRED

DE PORT EADS LLEGARON LAS NOTICIAS MÁS BREVES

BURYWOOD HA SIDO ARRASTRADO COMPLETAMENTE HACIA EL MAR TENEMOS GRAN CANTIDAD DE VÍCTIMAS

Mientras tanto —esto era alrededor de las ocho de la mañana— volvieron los primeros enviados a los lugares afectados por los terremotos y ciclones. Toda la costa desde Port Arthur (Texas) hasta más allá de Mobile (Alabama), había sido inundada por una inmensa ola; por todas partes se veían casas destruidas o dañadas. «Al suroeste de Luisiana (desde la carretera de Lago Charles, Alejandría-Natchez y sur del Mississipi hasta la línea Jackson-Hattiesburgo-Pascagoula) todo está cubierto completamente de fango. En la Bahía de Vermillion se ha producido un cambio en el litoral; el mar penetra en la tierra formando una nueva ensenada de una anchura de tres a diez kilómetros. Esta penetración, más bien en forma de fiordo, llega casi hasta Plaquemine. Parece ser que Nueva Iberia está destruida, pero se puede ver a mucha gente quitando el fango de casas y caminos. Nos fue imposible aterrizar. El mayor número de víctimas será, seguramente, en las costas marítimas. Frente a Point au Fer se está hundiendo un barco, según parece, mexicano. Junto a las Islas Chandeleur el mar está cubierto de ruinas. La lluvia en toda la región continúa. Hay buena visibilidad.»

La primera edición especial de los periódicos de Nueva Or-leans salió, como es natural, después de las cuatro de la mañana. Durante el día aumentaron las nuevas publicaciones y los detalles, y hacia las ocho se publicaron ya fotografías de las zonas afectadas y mapas de los nuevos golfos y ensenadas. A las ocho y media salió en los periódicos la entrevista con el destacado sismólogo de la Universidad de Memphis, Dr. Wilbur R. Brownell, en la que explicaba los motivos del terremoto en Luisiana. «Por ahora no podemos extraer conclusiones definitivas», declaró el distinguido sabio, «pero parece que estas sacudidas no tienen nada en común con las actividades volcánicas, tan intensas, hasta ahora, en la región volcánica del centro de México, que está, precisamente, frente a la zona afectada. Los terremotos de hoy parecen ser más bien de origen tectónico, o sea, producidos por la presión de las moles montañosas: por una parte, Sierra Madre y las Montañas Rocosas, por la otra, la cordillera de los Apalaches en la vasta depresión del Golfo de México, cuya continuación es la amplia hondonada junto a la baja corriente del Mississipi. La brecha que viene ahora desde la Bahía de Vermillion es sólo un nuevo y casi imperceptible fragmento, un pequeño episodio en los hundimientos geológicos de los que surgieron el Golfo de México y el Mar Caribe, con su corona de las Antillas mayores y menores. No hay duda de que los asentamientos de las capas geológicas continuarán, y producirán nuevos terremotos, rupturas y brechas. No sabemos si la brecha de Vermillion es, solamente, una nueva “obertura” para revivir el proceso tectónico, cuyo centro está, precisamente, en el Golfo de México. En este caso, quizá seamos testigos de una gigantesca catástrofe a consecuencia de la cual una quinta parte de los Estados Unidos podría convertirse en fondo marino. En cambio, caso de producirse esto, podemos contar con que empezaría a elevarse el fondo del mar alrededor de las Antillas o todavía más al este, en el lugar en que los antiguos mitos señalaban a la sumergida Atlántida.»

«Por otra parte», continuaba la distinguida autoridad científica, en tono consolador, «no es necesario temer que en los lugares afectados aparezcan manifestaciones volcánicas. Los supuestos cráteres expulsores de fango no son más que la erupción de gases legamosos que se produjeron, seguramente, en la grieta de Vermillion. No sería extraño que en la cuenca del Mississipi se encontrasen inmensas burbujas de gas que, al ponerse en contacto con el aire, pueden explotar y arrastrar consigo cientos de miles de toneladas de agua y fango. Pero «para poder dar una explicación definitiva», continuaba el Dr. F. Brownell, «será preciso estudiar otras experiencias.»

Mientras las impresiones de Brownell se imprimían en los rodillos de las imprentas, recibió el Gobernador del Estado de Luisiana el siguiente telegrama de Fort Jackson:

SENTIMOS PÉRDIDAS DE VIDAS HUMANAS STOP HEMOS TRATADO DE DESVIARNOS VUESTRAS CIUDADES PERO NO HABÍAMOS CONTADO CON EXPANSIÓN Y CHOQUE AGUAS MARINAS DURANTE EXPLOSIÓN STOP HEMOS ENCONTRADO TRESCIENTAS CUARENTA Y SEIS VÍCTIMAS EN TODA LA COSTA STOP EXPRESAMOS NUESTRO MÁS SENTIDO PÉSAME STOP CHIEF SALAMANDER STOP HALÓ HALÓ AQUÍ FRED DALTON CENTRAL CORREOS FORT JACKSON EN ESTE MOMENTO ACABAN SALIR DE AQUÍ TRES SALAMANDRAS QUE PUSIERON HACE DIEZ MINUTOS TELEGRAMA EN CORREOS Y ME APUNTARON CON SUS PISTOLAS PERO YA SE HAN MARCHADO ESAS HORRIBLES BESTIAS PAGARON Y CORRIERON AL AGUA PERSEGUIDAS SÓLO POR PERRO DEL FARMACÉUTICO NO DEBERÍAN ANDAR POR LA CIUDAD APARTE ESTO NO HAY NOVEDAD RECUERDOS A MINNY LACOST BESOS DEL TELEGRAFISTA FRED DALTON

El Gobernador del Estado de Luisiana estuvo largo rato inclinado sobre este telegrama, moviendo dudoso la cabeza. «Este Fred Dalton debe de ser algún bromista», se dijo, «mejor será que no lo entregue a los periódicos.» Y guardó el telegrama.

CAPÍTULO VIII

Chief Salamander impone condiciones

Tres días después del terremoto de Luisiana se tuvo la noticia de otra catástrofe geológica, esta vez en China. Tras un gigantesco y atronador terremoto se abrió una brecha en las costas marítimas de la provincia de Kiangsu, al norte de Nanking, aproximadamente entre la desembocadura del Yang-tse y el viejo cauce del Hwan-ho. Esta brecha fue inundada por el mar y se unió con los grandes lagos de Pan-yun y Huns-tsu, entre las ciudades de Hwaingan y Fugyang.

Parece ser que, a consecuencia del terremoto, el Yang-tse se salió de su cauce y corría en dirección al lago Tai y hacia Hang-chou. De momento no era posible calcular las víctimas. Cientos de miles de personas huían hacia las provincias del norte y del sur. Los barcos de guerra japoneses recibieron orden de navegar hacia las costas afectadas por el terremoto.

Aunque los terremotos de Kiangsu superaron en mucho, por su extensión, a la catástrofe de Luisiana, se les dedicó mucha menos atención, porque la gente ya está acostumbrada a los desastres en China y allí, al parecer, no le daban importancia a unos millones de vidas más o menos. Además de esto, se comprobó científicamente que se trataba tan sólo de un terremoto tectónico, en conexión con las profundas fosas marinas cercanas a las islas Riukiu y a las Filipinas. Sin embargo, tres días después marcaron los sismógrafos europeos nuevas sacudidas de tierra, cuyo centro parecía estar en algún lugar del archipiélago de Cabo Verde. Noticias más detalladas aseguraban que habían sido azotadas por fuertes terremotos las costas de Senegambia, al sur de San Luis. Entre las localidades de Lampul y Mboro surgió una profunda hendidura inundada por el mar, que avanzó hacia Merinaghen y Dimarske. Según testigos oculares brotó de la tierra, acompañada de un ruido atronador, una gran columna de fuego y vapor que esparció arena y piedras en una gran circunferencia. Seguidamente se oyó el ruido tempestuoso del mar que avanzaba por las grietas abiertas. El número de víctimas era desconocido de momento.

Este tercer terremoto despertó una especie de pánico. «¿Reviven acaso las actividades volcánicas de la tierra?», preguntaban los periódicos. LA CORTEZA TERRESTRE EMPIEZA A RESQUEBRAJARSE, anunciaban los diarios de la tarde. Los expertos expresaron su opinión de que «la brecha senegambesa surgió quizá a causa de la erupción de vetas volcánicas conectadas con el volcán de Pico, en la Isla de Fogo, que existían en el archipiélago de Cabo Verde. Este volcán estaba en erupción todavía en el año 1847 y, desde entonces, se le consideraba extinguido. El terremoto del África Occidental no tenía, pues, nada que ver con los movimientos sismológicos de Luisiana y Kiangsu, que eran seguramente de origen tectónico». Pero, según parece, a la gente le daba lo mismo que la tierra se resquebrajase por motivos tectónicos que volcánicos. La realidad es que, ese día, estaban todas las iglesias llenas de creyentes que oraban. En muchas regiones hubo necesidad de dejarlas abiertas durante toda la noche.

A la una de la mañana (era el 20 de noviembre), captaron los radioaficionados en sus aparatos fuertes interferencias en la mayor parte de Europa, como si transmitiera una nueva y potente emisora. La encontraron en la longitud doscientos tres. Se oía como el ruido de máquinas o de olas marinas; en medio de esta especie de susurro interminable se oyó de pronto una voz terrible y cavernosa (todos la describían de la misma manera: hueca, graznante, como si fuese una voz artificial y, además, aumentada considerablemente por el megáfono); y esta voz de rana clamaba excitada: «¡Haló, haló, haló! Chief Salaman-der speaking. Stop broadcasting, you men! Stop your broadcas-ting! Haló, Chief Salamander speaking!» Después otra voz, extrañamente hueca, preguntó: «Readyf Ready.» En esto se oyó un sonido como cuando se conecta algo y de nuevo una voz extraña dijo: «¡Atención! ¡Atención! ¡Atención! ¡Haló! ¡Ahora!»

Entonces se escuchó una voz ronca, cansada, pero que, sin embargo, resonaba majestuosamente en medio del silencio de la noche: «¡Haló, hombres! Luisiana, Kingsu, Senegambia, sentimos mucho las pérdidas de vidas humanas. No queremos ocasionar víctimas innecesarias. Queremos solamente que evacuéis las costas en los lugares que os señalaremos de antemano. Si lo hacéis así, se evitarán sensibles desgracias. La próxima vez os advertiremos, por lo menos con 14 días de anticipación, en qué lugares vamos a ampliar nuestros mares. Hasta ahora hemos efectuado solamente ensayos técnicos. Vuestros explosivos han dado un resultado magnífico. Muchas gracias».

«¡Haló, hombres! Conservad la calma. No tenemos propósitos hostiles contra vosotros. Pero necesitamos más agua, más bancos de arena. Somos demasiadas. Vuestras costas ya no nos bastan. Por eso tenemos que destruir vuestros continentes. Haremos de ellos bahías e islas. Así podremos multiplicar por cinco la longitud de las costas del mundo. Vamos a construir nuevos bancos de arena. No podemos vivir en las profundidades de los mares. Vamos a necesitar vuestros continentes como material para rellenar el fondo de los mares. No nos guía el interés de perjudicaros, pero somos demasiadas. Por ahora os aconsejamos que os trasladéis a las ciudades del interior. Podéis vivir en las montañas, porque es lo último que derrumbaremos».

«Vosotros nos habéis buscado, nos habéis repartido por todo el mundo. ¡Pues ya nos tenéis! Queremos vivir en buenas relaciones con vosotros. Nos proporcionaréis acero para construir nuestros taladros, picos y palas. Nos suministraréis torpedos. ¡Trabajaréis para nosotros! Sin vuestra ayuda no podríamos acabar con los viejos continentes. ¡Haló, hombres! Chief Salamander, en nombre de todas las salamandras del mundo, os ofrece la colaboración. Trabajaréis con nosotros en la destrucción de vuestro mundo. Muchas gracias.»

La cansada y graznante voz enmudeció, y se oyó solamente el ruido de alguna máquina o del mar. «¡Haló, haló, —se oyó de nuevo a la cavernosa voz—, ahora vamos a retransmitir música ligera de vuestros discos fonográficos. Tocaremos “La marcha de los Tritones”, de la película “Poseidón”.»

* * *

Los periódicos calificaron esta emisión nocturna de una «burda broma» de alguna emisora clandestina, pero a pesar de ello millones de personas esperaban al día siguiente, junto a sus radiorreceptores, a que hablase de nuevo aquella terrible, nerviosa y cavernosa voz. Se la oyó nuevamente a la una, acompañada de fuertes y ruidosos zumbidos. «Good evening, you people», graznó alegre. «Primeramente vamos a ofrecer “La Danza de las Salamandras”, de su opereta “Galatea”.» Cuando acabó de sonar la cortante e indecorosa musiquilla, se alzó de nuevo la terrible voz con un cierto deje de alegría. «¡Haló, hombres! Acaba de ser hundido por un torpedo el cañonero británico Erebus, que trataba de destrozar nuestra emisora en el Océano Atlántico. La tripulación se ha hundido con el buque. Haló, ¡llamamos la atención del Gobierno británico! El barco Amenhotep, de Port Said, se ha negado a desembarcar en nuestro puerto de Makallahu un pedido de explosivos. Según dice, ha recibido órdenes de suprimir la entrega de explosivos. Desde luego, dicho barco ha sido torpedeado. Aconsejamos al Gobierno británico que retire esta orden, antes de mañana a mediodía, radiográficamente; de lo contrario, serán torpedeados y hundidos los barcos Winnipeng, Manitoba, Ontario y Quebec, que llevan cargamentos de trigo del Canadá a Liverpool. Haló, llamamos la atención del Gobierno francés.

Llamen a los cruceros que navegan hacia Senegambia. Necesitamos ampliar allí, todavía más, la nueva ensenada recientemente construida. Chief Salamander ha ordenado que transmita a los dos Gobiernos su voluntad inquebrantable de establecer con ellos relaciones amistosas. Aquí terminan las noticias. Ahora retransmitiremos vuestra canción “Salamandra”, vals erótico.»

Al día siguiente por la tarde fueron hundidos, al suroeste de Mizen Head, los barcos Winnipeg, Manitoba, Ontario y Quebec. Por el mundo se extendió una ola de angustia. Por la noche transmitió la BBC una nota diciendo que el Gobierno de S.M. Británica había prohibido la entrega de cualquier clase de productos alimenticios, químicos, maquinarias, armas y metal a las salamandras. Por la noche, a la una en punto, graznó en la radio una voz excitada: «Haló, haló, Chief Salamander speaking! Haló, Chief Salamander is going to speak!» Y de pronto se escuchó una voz cansada y colérica: «¡Haló, hombres! ¡Haló, hombres! ¿Creéis que nos vamos a dejar matar de hambre? ¡Acabad ya con vuestras tonterías! ¡Todo lo que intentéis se volverá contra vosotros! En nombre de todas las salamandras del mundo, llamo a la Gran Bretaña. Le declaramos, desde ahora, un bloqueo sin cuartel. A todas las Islas Británicas, a excepción del Estado libre de Irlanda. Vamos a cerrar el Canal de la Mancha. Vamos a cerrar el Canal de Suez. Vamos a cerrar el Estrecho de Gibraltar. ¡Para todos los barcos! Todos los puertos ingleses están ya bloqueados. Todos los barcos ingleses, encuéntrense donde se encuentren, serán torpedeados. Haló, Alemania. Aumentad el suministro de explosivos para nosotros en diez veces. Entregadlos inmediatamente en el depósito principal de Skagerak. Haló, Francia. Entregad inmediatamente el pedido de torpedos submarinos al fuerte C 3, BFF y Oeste 5. ¡Haló, hombres! Os advierto de nuevo. Si nos reducís la entrega de provisiones, las tomaremos nosotras mismas de vuestros barcos. ¡Lo advierto por última vez!» La voz fatigada bajó hasta ser solamente un graznido casi incomprensible.

«¡Haló, Italia! Prepárense para la evacuación de las zonas de Venecia, Padua y Udina. ¡Lo advierto por última vez, hombres! Ya habéis hecho bastantes tonterías.» Siguió una larga pausa en la que se oía el susurro de un mar como negro y frío. Y de nuevo habló la voz cavernosa, pero alegre: «Ahora vamos a tocar, de sus grabaciones musicales, el último éxito: “Tritontrott”.»

CAPÍTULO IX

La conferencia de Vaduz

Era una extraña guerra, si se la podía llamar así, porque no existía ningún Estado de las Salamandras ni estaba reconocido ningún gobierno salamándrico que pudiera oficialmente declararse enemigo. El primer Estado que se encontró en guerra con las salamandras fue Gran Bretaña. En seguida, en las primeras horas, hundieron las salamandras casi todos sus barcos anclados en los puertos. Esto no podía solucionarse de ninguna manera. Muchos barcos que estaban en aquellos momentos en alta mar, disfrutaban de cierta seguridad transitoria, particularmente, mientras permanecieran lejos de las costas. Así se salvó parte de la marina inglesa, que rompió al bloqueo de las salamandras en Malta y se concentró en las profundas aguas del Mar Jónico. Pero también estas unidades, perseguidas por pequeños submarinos de las salamandras, fueron hundidas una tras otra. En seis semanas perdió Gran Bretaña cuatro quintas partes de sus barcos, fuera cual fuese su tonelaje.

John Bull tuvo ocasión de demostrar, una vez más en la historia, su famosa terquedad. El Gobierno de S.M. no trataba con las salamandras y no retiraba la orden de supresión de entrega de mercancías. «Los gentlemen ingleses», declaró el Primer Ministro inglés a toda la nación, «protegen a los animales, pero no negocian con ellos.» En pocas semanas se empezó a notar en las Islas Británicas la falta de alimentos. Solamente los niños recibían una rebanada de pan y algunas cucharaditas de té o leche diariamente. La nación británica lo soportaba todo con estoicismo ejemplar, aunque llegaron al extremo de tener que matar hasta a sus caballos de carrera. El Príncipe de Gales aró los primeros surcos en el campo del Royal Golf Club para que fuesen cultivadas zanahorias para los orfelinatos ingleses. En los campos de tenis de Wimbledon se sembraron patatas; en los terrenos de Ascot, donde antes se celebraban las famosas carreras, se cultivaron cereales. «Sufriremos hasta los mayores sacrificios», aseguró el jefe del Partido Conservador en el Parlamento, «pero no perderemos el honor británico».

Como el bloqueo de las costas británicas era completo, no le quedó más camino a Inglaterra para el suministro y relaciones con el exterior, que el del aire. «Hemos de tener cien mil aviones», declaró el ministro de aviación, y todo lo que tenía manos y piernas empezó a trabajar al servicio de esta consigna. Se hicieron preparaciones febriles para que se pudiesen construir diariamente mil aviones. Pero entonces intervinieron los gobiernos de las demás potencias europeas, protestando enérgicamente contra aquella violación del equilibrio aéreo. El Gobierno británico tuvo que abandonar su programa aéreo y comprometerse a no construir más de veinte mil aviones, y aun eso, en cinco años. No quedó más remedio que seguir pasando hambre o pagar precios elevadísimos por los alimentos, que eran suministrados por aviones de otros Estados. Una libra de pan costaba diez chelines, un par de ratas una guinea, una cajita de caviar veinticinco libras esterlinas. En resumen: era una época de oro para el comercio industrial y agrícola del continente. Como la marina de guerra había sido destruida completamente desde el principio, las operaciones militares contra las salamandras se efectuaban, solamente, en tierra firme o desde el aire. El ejército de tierra disparaba con sus cañones y fusiles al agua, sin que, por lo visto, causara a las salamandras ninguna pérdida de importancia. Algo más de éxito tenían las bombas aéreas arrojadas al mar. Las salamandras respondieron con salvas de sus cañones submarinos contra los puertos británicos, a los que convirtieron en montones de ruinas. Desde la desembocadura del Támesis bombardearon también Londres. Entonces los jefes del ejército intentaron envenenar a las salamandras con bacterias, petróleo y corrosivos, arrojados al Támesis y en algunas bahías. A esto respondieron las salamandras soltando una nube de gases contra las costas británicas, en una extensión de ciento veinte kilómetros. Era solamente una prueba, pero bastó. El Gobierno británico se vio obligado, por primera vez en la historia, a pedir a las otras potencias que tomasen medidas, apelando a la prohibición de la guerra de gases.

Una noche después de esto, se oyó en la radio la voz cavernosa, furiosa y pesada, del Chief Salamander: «¡Haló, hombres! ¡Que Inglaterra deje de hacer tonterías! Si nos envenenan el agua, nosotras les envenenaremos el aire. Usamos solamente vuestras propias armas. No somos bárbaros, no queremos luchar contra los hombres. Solamente deseamos vivir en paz. Os brindamos la paz. Vosotros nos procuraréis vuestros productos y nos venderéis vuestros continentes. Estamos dispuestos a pagaros bien. Os ofrecemos algo más que paz: el comercio. Os ofrecemos oro por vuestra tierra. Haló, me dirijo al Gobierno de la Gran Bretaña. Indíquenme el precio que desean por la parte sur de Linconshire, junto a la Bahía de Wash. Les doy tres días para decidirse. Hasta entonces, suspendo todos los actos hostiles a excepción del bloqueo.»

En el mismo momento cesó el ruido de los cañones submarinos en las costas británicas. También los cañones de tierra enmudecieron. Era un silencio extraño, casi horroroso. El Gobierno inglés declaró en el Parlamento que no estaba dispuesto a negociar con las salamandras. Los habitantes de la Bahía de Wash y Lynn Deep fueron advertidos de que, probablemente, las salamandras iban a lanzar un ataque y que sería mejor que se trasladasen al interior del país. Sin embargo, los autobuses, trenes y automóviles preparados, llevaron solamente a los niños y a algunas mujeres. La mayoría de los hombres se quedó en sus puestos. No podían comprender, por más que se esforzasen, que los ingleses pudiesen perder su tierra. Un minuto después de terminada la tregua de tres días, se oyó el primer disparo. Era la bala de un cañón inglés disparada por el Roy al North Lancashire Regiment, mientras tocaba la marcha del regimiento, «La rosa encarnada.» Seguidamente se oyó una indescriptible explosión. La desembocadura del río Nen se hundió hasta Wisbeck y fue inundada por el mar de la Bahía de Wash. Entre otras cosas se derrumbaron en las aguas la famosa Abadía de Wisbeck, el castillo de Holland, la taberna San Jorge y el Dragón y otros recuerdos históricos.

Al siguiente día declaró el Gobierno de S.M. Británica en el Parlamento, contestando a las apelaciones de los diputados, que, militarmente, se había hecho todo lo posible para la defensa de las costas británicas; que no estaban descartados otros y más amplios ataques a territorio inglés; que, sin embargo, el Gobierno de S.M. no podía tratar con un enemigo que no respetaba ni a la población civil, ni siquiera a las mujeres. (Aprobación.)

«Hoy no se trata solamente del destino de Inglaterra, sino del de todo el mundo civilizado. Gran Bretaña está dispuesta a considerar garantías internacionales que mitiguen estos terribles y bárbaros ataques que amenazan a la misma Humanidad.»

Una semana más tarde se reunió la Conferencia Mundial de los Estados, en Vaduz.

* * *

Se celebró en Vaduz, en los Altos Alpes, porque allí no había peligro de que llegasen las salamandras y porque ya se habían refugiado en aquella zona la mayoría de la gente pudiente y los más destacados personajes de los países marítimos. La Conferencia, de común acuerdo, pasó de inmediato a tratar de todas las cuestiones mundiales de actualidad. Primeramente, todas las naciones (a excepción de Suiza, Abisinia, Afganistán, Bolivia y otros estados sin mar), rechazaron en principio el reconocer a las salamandras como una potencia guerrera independiente, principalmente porque en ese caso las salamandras de cada país podrían considerarse como pertenecientes al Estado Salamándrico. No sería imposible que el reconocimiento de las salamandras como estado trajera como consecuencia el que éstas exigiesen derechos sobre todas las aguas y costas que habitaban. Por dicha razón era legal y prácticamente imposible declarar la guerra a las salamandras o ejercer sobre ellas cualquier otra clase de presión internacional. Cada estado tenía derecho a tomar medidas solamente con respecto a las salamandras de su propiedad, siendo esto cuestión puramente interior. Por lo tanto, no se podía hablar de medidas colectivas, ya fueran diplomáticas o militares, contra las salamandras. A los estados atacados por las salamandras se les podía prestar ayuda internacional solamente concediéndoles préstamos extranjeros para su defensa.

Seguidamente Inglaterra presentó una proposición para que todos los estados se comprometiesen, por lo menos, a dejar de vender armas y explosivos a las salamandras. Después de ser considerada detenidamente, la proposición fue rechazada, principalmente, porque «un compromiso así ya está acordado en el Convenio de Londres; segundo, no se puede prohibir a ningún estado que dé a sus salamandras equipos técnicos y armas para la defensa de sus costas, mientras lo considere necesario; tercero, a los estados marítimos les importa, naturalmente, conservar las buenas relaciones con los habitantes del mar, y, por ello, consideran conveniente no tomar por el momento medida alguna que pudiera ser considerada por las salamandras como represalia.» Por otra parte, todos los estados estaban de acuerdo en vender también armas y explosivos a los países que fueran atacados por las salamandras.

En una sesión secreta se aceptó la proposición colombiana de que se entablasen, por lo menos, negociaciones no oficiales con las salamandras. Chief Salamander sería invitado a enviar a la Conferencia dos apoderados. Los representantes de Gran Bretaña se opusieron terminantemente a ello, declarando que no se reunirían con ninguna salamandra. Finalmente se conformaron con que, mientras tanto, se irían «por cuestiones de salud» a pasar unos días a Engadina. Aquella noche fue enviada, en la clave estatal de todas las potencias marítimas, una invitación a Su Excelencia Chief Salamander para que nombrase dos delegados a la Conferencia de Vaduz. La respuesta fue ronca. «Sí, por esta vez todavía vamos a su encuentro; la próxima vendrán ustedes a hablar conmigo, bajo las aguas del mar.» A continuación siguió el anuncio oficial: «Los representantes de las salamandras llegarán pasado mañana por la noche, en el Orient-Express, a la estación de Buchs.»

Fueron acomodados los baños más lujosos de Vaduz, y un tren especial trajo, en cisternas, agua del mar para los delegados salamandras. Por la noche, en la estación de Buchs, tenía que celebrarse el recibimiento oficial. Estaban allí los secretarios de las delegaciones, representantes de las autoridades locales y unos doscientos periodistas, fotógrafos y camarógrafos.

Exactamente a las 6 y 25 minutos entró en la estación el Orient-Express. Del tren-salón salieron y descendieron por las alfombras rojas tres señores altos, elegantes y, detrás de ellos, unos cuantos secretarios perfectamente normales, con pesadas carteras. «¿Y dónde están las salamandras?», preguntó alguien en voz velada. Dos o tres personalidades oficiales se adelantaron inseguras al encuentro de aquellos tres señores. Pero ya el primero de ellos dijo rápida y claramente:

—Somos los delegados de las salamandras. Soy el profesor doctor Van Dott, de La Haya, Maítre Rosso Castelli, abogado de París. El doctor Manoel Carvalho, abogado de Lisboa.

Los señores se inclinaron y se presentaron. —¿Así que no son ustedes salamandras? —respiró el secretario francés.

—Desde luego que no —dijo el Dr. Rosso Castelli—. Nosotros somos sus abogados. Perdón, seguramente estos señores querrán filmarnos.

Seguidamente, la sonriente delegación de las salamandras fue fotografiada y filmada. También los secretarios presentes mostraban su satisfacción. Era un acto de decencia de las salamandras el haber enviado, como sus representantes, a seres humanos. Con los hombres es más fácil entenderse. Y, sobre todo, no se presentarían situaciones sociales desagradables.

Aquella misma noche se celebró la primera reunión con la delegación de las salamandras. En el programa estaba la cuestión de cómo sería posible renovar la paz entre las salamandras y Gran Bretaña. El profesor Van Dott pidió la palabra.

—No cabe duda de que las salamandras fueron atacadas por Gran Bretaña. El cañonero inglés Erebus atacó en alta mar al barco-emisora de las salamandras; el Almirantazgo inglés interrumpió las pacíficas relaciones comerciales con ellas, al prohibir al barco Amenhotep desembarcar la carga de explosivos ordenada; con su prohibición de todo tipo de comercio con las salamandras, provocó el bloqueo de sus mares y costas por éstas. Las salamandras no pudieron denunciar estos hechos ni en La Haya, porque el Convenio de Londres no les daba ni siquiera el derecho de presentar sus quejas en Ginebra, ya que no se las ha reconocido como miembros de la Sociedad de Naciones. Así, pues, no les quedó más remedio que defenderse por sí solas. A pesar de todo esto, Chief Salamander está dispuesto a suspender todos los actos bélicos, desde luego bajo ciertas condiciones:

1.° Gran Bretaña presentará disculpas a las salamandras por los hechos arriba mencionados;

Retirará todas sus órdenes relativas a la prohibición de entregas a las salamandras;

3.° Como parte perjudicada, las salamandras entrarán, sin ninguna indemnización, en la zona de la desembocadura de Pandzabu, para poder construir allí nuevas costas y bahías.

A continuación, el presidente de la conferencia declaró que comunicaría estas condiciones a su distinguido amigo, el delegado de Gran Bretaña, que no se encontraba presente. No ocultó su temor de que estas condiciones no serían fácilmente aceptadas. Tampoco se podía esperar que de ellas se desprendiese un motivo para nuevas negociaciones.

Después seguían en el orden del día las protestas de Francia a causa de la voladura de las costas de Senegambia por las salamandras, con lo cual habían entrado éstas en territorio colonial francés. El delegado de las salamandras, el famoso abogado parisiense Dr. Julien Rosso Castelli, pidió la palabra.

—Demuéstrenlo ustedes —dijo—. Las eminencias mundiales en sismología confirmaron que los temblores de tierra de Senegambia fueron de origen volcánico, y que se relacionan con las antiguas actividades del volcán Pico, de la isla de Fogo. Aquí —exclamó el Dr. Rosso, golpeando con la mano su cartera— están sus confirmaciones científicas. Si tienen ustedes pruebas de que el terremoto de Senegambia se produjo a consecuencia de las actividades de mis clientes, preséntenlas, las esperamos.

El delegado belga Creux:

—¡Su Chief Salamander declaró él mismo que todo había sido obra de las salamandras!

Profesor Van Dott:

—Su discurso no fue oficial.

Maitre Rosso Castelli:

—Estamos autorizados a desmentir su discurso. Pido que sean escuchados los expertos técnicos, y que manifiesten si es posible provocar en la corteza terrestre, de manera artificial, brechas de sesenta y siete kilómetros. Les propongo que ejecuten un experimento en la misma extensión. Mientras no existan esas pruebas, señores, seguiremos hablando de «actividades volcánicas». De todas formas, Chief Salamander está dispuesto a comprar al Gobierno francés los golfos marítimos que se formaron a consecuencia del terremoto en Senegambia, y que pueden servir para nuevas residencias de las salamandras. Tenemos plenos poderes para tratar del precio con el Gobierno francés.

El delegado francés, ministro Deval:

—Si esto equivale a una especie de indemnización por los daños causados, estamos dispuestos a considerarlo.

Maitre Rosso Castelli:

—Muy bien. El Gobierno de las salamandras pide que en el contrato de venta sea incluido el territorio de las Landas, desde la desembocadura del Gironda hasta Bayona, con una extensión de seis mil setecientos veinte kilómetros cuadrados. En otras palabras: el gobierno de las salamandras está dispuesto a comprar a Francia esta parte de su territorio sur.

Ministro Deval:

(Nacido en Bayona y diputado por dicha región.)

—¿Para que vuestras salamandras conviertan en mar el suelo de Francia? ¡Nunca! ¡Nunca!

Maitre Rosso Castelli:

—Francia se arrepentirá de esas palabras, señor. Hoy se ha hablado todavía de precio de venta.

Después de esto, se suspendió la sesión.

El tema principal de la segunda reunión fue un gran ofrecimiento internacional a las salamandras para que, en lugar de destrozar los antiguos continentes tan densamente poblados, se construyesen ellas mismas nuevas costas e islas, para lo que se les garantizaría un sustancioso crédito. Los nuevos continentes e islas así construidos serían después considerados como territorios independientes bajo la soberanía de las salamandras.

Dr. Manuel Carvalho: (Gran abogado de Lisboa.)

Da las gracias por este ofrecimiento que transmitirá al Gobierno de las salamandras. Añade que hasta un niño puede comprender que es un trabajo mucho más largo y complicado construir nuevos continentes que destruir los antiguos.

—Nuestros clientes necesitan nuevas costas y bahías a corto plazo —continuó—. Para ellos es cuestión de ser o no ser. Sería mejor para la Humanidad aceptar los generosos ofrecimientos de Chief Salamander, que hoy está todavía dispuesto a comprar el Mundo a los humanos en vez de tomarlo por la fuerza. Nuestros clientes han encontrado la forma de obtener el oro contenido en el agua del mar. A consecuencia de esto, dominan espacios casi inconmensurables. Pueden pagar el Mundo de ustedes muy bien, sí; magníficamente. Cuenten ustedes con que, para ellos, el precio del Mundo bajará cada vez más con el correr del tiempo, sobre todo si se producen, como es de suponer, otras catástrofes tectónicas o volcánicas, mucho más extensas que aquéllas de las que hemos sido testigos hasta ahora, que reducirían considerablemente la extensión actual de los continentes. Cuando sobre la superficie de los mares queden solamente los picos de las montañas, no les dará nadie por ellas ni un pepino. Estoy aquí, desde luego, como representante y consejero legal de las salamandras —continuó el señor Carvalho—, y debo defender sus intereses; pero soy también un hombre, señores, y el bienestar de la Humanidad me interesa tanto como a ustedes. Por eso les aconsejo, ¡no!, les suplico, que vendan los continentes cuando todavía están a tiempo. Pueden venderlos en conjunto o divididos según países. Chief Salamander, cuya magnanimidad e ideas modernas son conocidas por todos, se compromete a evitar en lo posible las víctimas humanas en los futuros y necesarios cambios del mundo. La inundación de los continentes se hará gradualmente y de forma que no produzca pánico ni catástrofes innecesarias.

Tenemos poderes para comenzar las negociaciones, ya sea en una solemne conferencia de todas las naciones, o con los diferentes países en particular. La presencia de abogados tan destacados como el profesor Van Dott, o Maitre Julien Rosso Cas-telli, deben servirles de garantía de que, junto a los intereses de nuestros clientes, iremos mano a mano con ustedes para defender lo más querido por todos nosotros: la cultura humana, el bienestar de toda la Humanidad.

En medio de una gran tensión se pasó a la siguiente proposición. Se ofreció a las salamandras poner a su disposición la China central para inundarla; a cambio de ello las salamandras se comprometerían a asegurar para siempre las costas de los Estados europeos y sus colonias.

Dr. Rosso Castelli:

—Para siempre es quizás demasiado. Digamos mejor por doce años.

Profesor Van Dott:

—La China central es demasiado poco. Digamos las provincias de Nganhuei, Honan, Kiangsu, Chi-li y Fung-tien.

El delegado japonés protestó contra la entrega de la provincia de Fung-tien, situada en zona de influencia japonesa. El delegado chino hizo uso de la palabra pero, por desgracia, no se le pudo entender. En el salón de sesiones reinaba gran intranquilidad. Era ya la una de la madrugada.

En aquel momento entró en la sala el secretario de la delegación italiana y murmuró algo al oído del delegado italiano, Conde de Tosti. El Conde empalideció, se levantó y, sin tener en cuenta que el delegado de China, Dr. Ti, estaba todavía hablando, exclamó con voz ronca:

—Señor presidente, pido la palabra. Precisamente acaban de comunicarme que las salamandras acaban de inundar parte de nuestra provincia de Venecia, en dirección a Portogruaro.

A esto siguió un silencio impresionante. Solamente el delegado de China continuaba hablando.

—Chief Salamander se lo advirtió hace ya tiempo —gruñó el Dr. Carvalho.

El profesor Van Dott se movió algo inquieto y alzó la mano.

—Señor presidente, quizá deberíamos volver al asunto que se estaba tratando. En el programa está la cuestión de la provincia de Fung-tien. Estamos autorizados a ofrecer a las autoridades japonesas una remuneración en oro. La cuestión es, qué dan los Estados interesados a nuestros clientes por acabar con China.

En aquel momento los radioaficionados nocturnos estaban escuchando de nuevo la emisora de las salamandras.

«Acaban ustedes de oír en grabación, la Barcarola de los Cuentos de Hoffmann», graznó el locutor. «Haló, haló, ahora conectamos con la Venecia italiana.»

Y después se oyó solamente algo como el ruido oscuro e inmenso de las aguas que avanzaban.

CAPÍTULO X

El señor Povondra se echa la culpa

¡Quién diría que han pasado tantos años y tanta agua por el río! ¡Si ni siquiera nuestro señor Povondra es ya portero de la casa de G.H. Bondy! Ahora es, por decirlo así, un respetable anciano, que puede recoger con tranquilidad el fruto de su larga y esforzada vida, en forma de una pequeña pensión. Pero, ¿cómo van a bastar unos cuantos cientos de coronas, con los exagerados precios de guerra? Menos mal que, de vez en cuando, le da por picar a algún pez. Sentado en el barquito, con la caña de pescar en la mano, piensa cuánta agua corre durante el día y de dónde puede salir tanta. Algunas veces pesca un barbo, otras una perca. Ahora abundan mucho más los peces, seguramente porque los ríos son más cortos. Una perca tampoco viene mal; es verdad que tiene muchas espinas, pero su carne es sabrosa, un poco parecida a las almendras. Y mamá Povondra las sabe preparar tan bien… El señor Povondra ignora que mamá enciende el fuego para guisar sus percas, por lo general, con los recortes que en otro tiempo coleccionaba y seleccionaba. Es cierto; el señor Povondra abandonó su afán coleccionista al ser jubilado. En cambio, se procuró un acuario donde, junto a truchas doradas, tenía pequeños tritones y salamandras. Durante horas enteras las contemplaba, inmóviles en el agua, o tratando de trepar por el margen que les había hecho con piedrecitas. Después movía la cabeza y decía: «¡Quién lo hubiera dicho de ellas!» Pero el hombre no se contentaba tan sólo con mirar, y, por ello, el señor Povondra se dedicó a la pesca. «¡Qué se puede hacer!», pensaba indulgente mamá Povondra. «Los hombres siempre han de tener sus manías. Más vale eso y no que se vaya al café o se meta en política.»

Es cierto. Ha corrido mucha, muchísima agua. Nuestro Frantik ya no es ni el colegial que estudiaba geografía, ni el joven que rompía calcetines corriendo tras las vanidades del mundo. Aquel Frantik es ahora un señor mayor. Gracias a Dios, es empleado de correos. Para algo sirvió, después de todo, que aprendiese con tanto entusiasmo la geografía. «También empieza ya a tener conocimiento», piensa el señor Povondra, dejando deslizar su botecito corriente abajo, hacia el puente de la Legión. «Hoy vendrá a buscarme. Es domingo y no tiene que trabajar. Lo haré subir en el bote e iremos hacia arriba, a la punta de la Islita de los Tiradores. Allí pican más los peces. Y Frantik me contará lo que dicen los periódicos. Después iremos a nuestra casita, en Vysehrad, y mi nuera traerá a los dos nietecitos…» El señor Povondra se entrega por unos momentos a las delicias de ser abuelo. «Dentro de un año ya irá Marenka a la escuela, está muy ilusionada. Y el pequeño Frantik, mi nietecito, ya pesa ¡treinta kilos!» El señor Povondra siente la sensación de que todo está en el más perfecto orden.

Su hijo ya le espera junto al río y le saluda con la mano. El señor Povondra se acerca a la orilla.

—¡Ya era hora de que llegaras! —le dice en son de reproche—, y ten cuidado, no vayas a caerte al agua.

—¿Pican? —pregunta el hijo.

—Poco —responde al anciano—. Vamos hacia arriba, ¿no?

Es una hermosa tarde dominguera. Todavía no es hora de que esos locos y holgazanes vuelvan del fútbol y otras tonterías por el estilo. Praga está vacía y silenciosa. Las pocas personas que pasean por la orilla del río o por los puentes no tienen prisa. Caminan decentemente y con dignidad. Son gente mejor y más comprensiva, que no se reúne en grupitos para burlarse de los pescadores del Vltava. Papá Povondra vuelve a sentir esa fuerte sensación de que todo está en perfecto orden.

—¿Qué dicen los periódicos? —pregunta con brusquedad paternal.

—En total, nada, papá —responde su hijo—. Aquí leo que esas salamandras ya han llegado hasta Dresde.

—Entonces, Alemania está perdida —contesta el anciano—. ¿Sabes, Frantik? Los alemanes son un país muy raro. Cultos, pero raros. Yo conocía a un alemán, era chófer en una fábrica, un hombre muy brusco. Pero el coche lo tenía en orden, eso hay que reconocerlo. Así, pues, Alemania ha desaparecido del mapa mundial —reflexiona el señor Povondra—. ¡Y cuánto jaleo armaban antes! Era algo terrible, nada más que soldados y más soldados… ¡No hay nada que hacer! Contra las salamandras no pueden ni los alemanes. ¿Sabes? Yo conozco a esas salamandras muy bien… ¿Recuerdas cómo te llevé un día a verlas cuando eras pequeño?

—¡Atención, papá! Ha picado un pez.

—Ése no vale la pena —gruñe el anciano apartando la caña—. ¡Caramba! También Alemania… Uno ya no se extraña de nada. ¡Hay que ver la que armaban antes, cuando esas salamandras inundaban algún país! Aunque fuera solamente Mesopotamia o China, los periódicos estaban repletos de informaciones. Hoy se toma todo como cosa natural —exclama el señor Povondra, contemplando la caña de pescar—. Uno acaba acostumbrándose a todo. ¿Qué se puede hacer? Lo principal es que no las tenemos aquí. ¡Si las cosas no estuvieran tan caras! Por ejemplo, lo que piden hoy por el café… Es cierto, Brasil ha desaparecido también bajo las aguas. Se siente comer-cialmente que la mitad del mundo está inundada.

La barquita del señor Povondra danza sobre las suaves olas. «¡Hay que ver la tierra que han inundado ya las salamandras!», piensa el anciano. «Egipto, India, China… ¡hasta con Rusia se han atrevido! ¡Cuando pienso que, ahora, el Mar Negro llega hasta el círculo Polar! ¡Qué cantidad de agua! A decir verdad, ¡cuántos continentes nos han arrebatado! Menos mal que avanzan poco a poco…»

—¿Así que dicen que las salamandras ya están en Dresde?

—A dieciséis kilómetros de Dresde. Ya estará bajo el agua toda Sajonia.

—Una vez estuve yo allí con el señor Bondy —exclama papá Povondra—. Era una tierra inmensamente rica, Frantik, pero no te puedo decir que se comiera muy bien. Aparte de eso, la gente era muy agradable, mejor que los prusianos. ¡Te digo que no se puede ni comparar!

—Prusia también ha desaparecido.

—No me extraña —dice el señor Povondra—. Yo no les tengo cariño a los prusianos. Pero los franceses estarán contentos de que Alemania esté al caer. Por lo menos, ya podrán respirar tranquilos.

—Mucho, no, papá —contesta Frantik—. El otro día leí en los periódicos que por lo menos una tercera perte de Francia está también inundada.

—¡Ay! —suspira el señor Povondra—. En mi casa, quiero decir, en casa del señor Bondy, había un criado francés, Jean se llamaba. Y perseguía tanto a las mujeres que era una verdadera vergüenza. ¿Sabes?, esas frivolidades acaban pagándose antes o después.

—Pero dicen que las salamandras han sido derrotadas a diez kilómetros de París —continúa Frantik—. Habían hecho una especie de trincheras, y las volaron. Deshicieron dos cuerpos de ejército de salamandras completos.

—Los franceses son buenos soldados —opina el señor Povondra, como conocedor del asunto—. Yo no sé de dónde lo sacan. Aquel Jean olía a perfumería, pero cuando había que pelear, luchaba como los buenos. Aunque dos cuerpos de ejército de salamandras es muy poco. Cuando reflexiono sobre todo esto. —continúa el anciano—, veo que los hombres saben luchar mucho mejor contra los hombres y, además, las guerras antes no duraban tanto tiempo. Con las salamandras empezó todo hace doce años y, hasta ahora, los hombres siempre se retiran a posiciones «estratégicas». ¡En mi juventud sí que había batallas! Tres millones de hombres aquí y tres allá —señalaba el anciano, haciendo balancear la barquita—, y de pronto, ¡Cristo!, se lanzaban unos contra otros. Esta guerra no vale la pena —dice con desprecio papá Povondra—. No hacen más que fabricar paredes de hormigón, pero, ¿ataques a la bayoneta? ¡Ni pensarlo!

—Pero si las salamandras y las personas no pueden luchar cuerpo a cuerpo, papá —dice Frantik, tratando de defender la nueva manera de guerrear—. Es imposible hacer un ataque a la bayoneta dentro del agua…

—Eso es —gruñe despectivo el señor Povondra—. No pueden ni acercarse unos a otros como es debido. Pero echa a hombres contra hombres, y verás de lo que son capaces… ¡¡Qué sabéis ahora lo que es la guerra!!

—Lo que hace falta es que no llegue hasta aquí —dice Frantik un poco inquieto—. ¿Sabes, papá? Cuando uno tiene hijos…

—¿Qué quieres decir con «aquí»? —dice al anciano un poco excitado—. ¿Quieres decir, «aquí», a Praga?

—A Bohemia, a Checoslovaquia en general —contesta el joven Povondra preocupado—. Pienso que si las salamandras han llegado hasta Dresde…

—¡Qué listo eres, chico! —le regaña el señor Povondra—. ¿Cómo iban a llegar hasta aquí? ¿cruzando las montañas?

—Quizás por el Elba y, después, continuando por el Vltava.

El señor Povondra grita escandalizado.

—¡No me hagas reír! ¡Por el Elba! Quizás podrían llegar hasta Podmokel, pero nada más. Allí hay solamente montañas rocosas; he estado allí una vez. No te preocupes, aquí no llegarán las salamandras. En ese aspecto, estamos muy seguros. Y Suiza también tiene la misma suerte. Ésa es la ventaja de no tener costas marítimas, ¿sabes? El que tiene hoy mar, está perdido.

—Pero si ahora llega el mar hasta Dresde…

—Allí hay alemanes —declara el anciano protestando—. Eso es asunto suyo. Pero hasta aquí no pueden llegar las salamandras, eso se comprende. Primero tendrían que darles la vuelta a las montañas, ¿te puedes imaginar el trabajo que significaría?

—El trabajo es lo de menos —objeta el joven Povondra—, las salamandras saben trabajar bien. Ya sabes que en Guatemala consiguieron sumergir hasta las montañas.

—Eso es otra cosa —contesta con decisión el señor Povondra—. No hables tonterías, Frantik. Eso ha ocurrido en Guatemala y no aquí. En nuestro país existen otras condiciones.

El joven Povondra suspira.

—Como quieras, papá, pero cuando uno piensa que esos bichos han inundado ya una quinta parte del total de los continentes…

—En los países con mar, tonto, pero no en los demás. Tú no comprendes su política. Esos estados tienen costas marítimas, están en guerra con las salamandras, pero nosotros no. Somos neutrales; por lo tanto, no nos pueden atacar. Así está el asunto. ¡Y no hables tanto o no pescaré nada!

Sobre el agua reinaba el silencio. Los árboles de la Islita de los Tiradores daban ya sombra a la superficie del Vltava. En el puente se veían pasar los tranvías y las criadas paseaban con los cochecitos de los bebés, entre la gente vestida de domingo…

—Papá —exclamó el joven Povondra casi con angustia.

—¿Qué pasa?

—¿No es aquello un siluro?

—¿En dónde?

Del Vltava, precisamente delante del Teatro Nacional, salía una enorme cabezota negra, que adelantaba lentamente contra la corriente.

—¿Es un siluro? —repitió Povondra júnior.

La negra cabezota desapareció bajo el agua.

—No era un siluro, Frantik —exclamó el señor Povondra con una voz extraña—. Vamos a casa, hijo. ¡Todo ha terminado!

—¿Pero qué ha terminado, papá?

—Era una salamandra. Ya están aquí. Vamos a casa —repetía recogiendo con sus nerviosas manos sus avíos de pesca—. ¡Ahora sí que ha terminado todo!

—Estás temblando —se asustó Frantik—. ¿Qué te pasa?

—Vamos a casa —exclamó el anciano excitado, y su barbilla temblaba nerviosamente—. Tengo frío, hijo. ¡Esto nos faltaba! ¿Sabes? ¡Es el fin, Frantik, el fin! Ya están aquí… ¡Caramba, qué frío hace! Quisiera llegar a casa.

El joven Povondra, que lo miraba fijamente, tomó los remos.

—Yo remaré, papá —dijo con voz insegura, y de una fuerte sacudida separó la barquita de la isla—. Déjalo, yo amarraré el bote.

—¿Por qué hará tanto frío? —se extrañó el anciano castañeteando los dientes.

—Yo te sostendré, papá, vamos ya —dijo el joven Povondra tomándolo por el brazo—. Creo que te has enfriado en el agua. Aquello era solamente un pedazo de madera, no te preocupes.

El anciano tembló como una hoja.

—Sí… ¡un pedazo de madera! ¡A mí me vas tú a contar ese cuento…! Yo sé, mejor que nadie, lo que son las salamandras. ¡Déjame!

El joven Povondra hizo algo que no había hecho hasta entonces en su vida: llamó a un taxi.

—A Vysehrad —ordenó, y metió a su padre en el automóvil—. Yo te acompaño, papá, es demasiado tarde.

—Sí, ¡ya es demasiado tarde! —murmuró el viejo Povondra—. Demasiado tarde, hijo. ¡Esto es el principio del fin! ¡No era un pedazo de madera, Frantik! ¡Son ellas!

El joven Povondra casi tuvo que subir en brazos a su padre por las escaleras.

—Prepárale la cama, mamá —susurró al llegar a la puerta—. Hay que acostar inmediatamente a papá. Está enfermo.

Pues bien; ahora papá Povondra está acostado entre edredones, su nariz se destaca extrañamente en su rostro y sus labios murmuran algo incomprensible. ¡Qué viejecito parece! Ahora se ha tranquilizado un poco…

—¿Estás mejor, papá?

A los pies de la cama llora, con la cara escondida en el delantal, mamá Povondra. La nuera está encendiendo la estufa y los niños, Marenka y Frantik, abren extraordinariamente sus inocentes ojos para contemplar a su abuelo, como si no pudieran reconocerlo.

—¿No quieres que llame al médico, papá?

Papá Povondra miró a sus nietecitos y murmuró algo. De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Quieres algo, papá?

—¡He sido yo! ¡He sido yo! —sollozó el anciano—. Quiero que lo sepas, ¡yo he tenido la culpa de todo! Si aquella vez no hubiera dejado pasar al capitán a hablar con G.H. Bondy, todo esto no hubiese ocurrido…

—¡Si no ha ocurrido nada, papá! —trató de tranquilizarlo el joven Povondra.

—Tú no lo comprendes —respondió el anciano—. Esto es el principio del fin, ¿sabes? ¡El fin del mundo! Ahora llegará el mar hasta aquí. ¡Si ya están en Praga las salamandras, Dios mío! Todo es culpa mía… No debí dejar entrar a aquel capitán… ¡Que el mundo sepa algún día quién tuvo la culpa de todo!

—Eso es absurdo —exclamó el hijo con aspereza—. No te calientes la cabeza, papá. Eso lo ha hecho el mundo entero. Eso lo hicieron los estados, lo hizo el capital… Todos querían tener el mayor número posible de salamandras. Todos querían ganar a costa de ellas. Nosotros mismos, también les hemos enviado armas y Dios sabe qué… ¡Todos tenemos la culpa!

Papá Povondra se movió intranquilo.

—Antiguamente, el mar ocupaba todo el mundo, y ahora, lo volverá a ocupar de nuevo… ¡Es el fin del mundo! Una vez me contó un señor que en Praga había antes mar… Yo creo que también entonces sería obra de las salamandras. ¿Sabes?

Yo no debí anunciar a aquel capitán. Oía un voz que me decía: «¡No lo hagas!», pero luego pensé: «Quizás este capitán me dé una propina.» ¿Y sabes? ¡No me la dio! Uno destruye tan inútilmente el mundo… —el anciano tragó unas lágrimas—. Yo lo sé… sé muy bien que estamos perdidos y sé también que yo tengo la culpa de todo…

—Abuelito, ¿no quiere un poco de té? —preguntó conmovida la joven señora Povondra.

—Solamente quisiera —suspiró el anciano— solamente quisiera que estos niños me perdonaran.

CAPÍTULO XI

El autor habla consigo mismo

—¿Y tú vas a dejar las cosas así? —interrumpió en este punto la voz interior del autor.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó el escritor un poco inseguro.

—¿Dejarás que el señor Povondra muera de esa manera?

—¿Qué remedio queda? —se defendió el autor—, no creas que lo hago a gusto, pero… después de todo, el señor Povondra tiene ya sus años; digamos que tiene ya… muchos más de setenta.

—¿Y tú dejas que sufra moralmente? ¿Ni siquiera le dices: «Abuelito, ¡si las cosas no están tan mal! El mundo no será destruido por las salamandras, la Humanidad se salvará, espere usted y verá?» Por favor, ¿no puedes hacer nada por salvarlo?

—Bueno, mandaré al médico —propuso el autor—. El anciano tiene, seguramente, una fiebre nerviosa. Claro que a su edad no está descartado que pueda contraer una congestión pulmonar. Pero quizás, con la ayuda de Dios, lo resistirá todo. Quizás columpiará todavía a la pequeña Marenka en sus rodillas, y le preguntará qué ha aprendido en la escuela… Las alegrías de la vejez, Dios mío. ¡Que tenga todavía el pobre anciano las alegrías de la vejez…!

—¡Vaya unas alegrías! —se burló la voz interior—. Apretará contra su corazón a sus nietecitos, con el temor de que un día tengan ellos también que escapar de las aguas, que inundarán el mundo sin remedio… Alzará desesperado sus erizadas normal! También esto es una especie de consuelo: que todo lo que ocurre, cumple su necesidad y su ley.

—¿No se podría detener a esas salamandras de alguna forma?

—Imposible. Hay demasiadas y se les tiene que hacer sitio.

—¿Y no podrían morirse de repente? Quizá a causa de una epidemia o por degeneración.

—Eso es demasiado barato, hermanito. ¿Es que la Naturaleza tiene que arreglar siempre lo que perjudica a los hombres? Así que tú también estás convencido de que los hombres, por sí solos, no podrán salir de este desastre. Ya lo ves, ya lo ves… al final quisieran que alguien los salvara… Te voy a confiar un secreto: ¿Sabes quién, todavía ahora, entrega explosivos, torpedos y taladros a las salamandras, cuando la quinta parte de Europa está ya inundada? ¿Sabes quién trabaja febrilmente en los laboratorios, a fin de encontrar materias y maquinarias más eficaces para barrer el mundo? ¿Sabes quién les presta a las salamandras dinero, sabes quién financia este Fin del Mundo, todo este Diluvio?

—Lo sé. Todas las fábricas, todos los bancos, todos los estados.

—Ya lo ves… Si fueran, solamente, las salamandras contra la Humanidad, quizás no sería tan difícil hacer algo. Pero hombres contra hombres, eso no hay quien lo detenga…

—¡Espera! ¡Hombres contra hombres…! Se me ha ocurrido algo. Quizás podrían luchar salamandras contra salamandras.

—¿Salamandras contra salamandras? ¿Qué quieres decir?

—Por ejemplo… Si ahora hay demasiadas salamandras podrían luchar entre sí por algún pedazo de litoral, por un golfo o lo que sea. Después seguirían luchando por poseer cada vez más y más costas y, finalmente, se pelearían por las costas de todo el mundo, ¿no? Salamandras contra salamandras. ¿Qué te parece? ¿No crees que esto sería lo más lógico?

—…No, eso no puede ser. Las salamandras no pueden luchar entre sí. Eso sería contra la Naturaleza. Las salamandras son, después de todo, de una misma especie.

—Los hombres también son todos de una misma especie, hombre, y, ¿lo ves?, no les importa mucho. Una misma especie, ¡y hay que ver por cuántas cosas luchan! Ni siquiera por el espacio vital, sino por el poder, por el prestigio, por la influencia, por la gloria, por los mercados y ¡qué sé yo por cuántas cosas más! ¿Por qué no iban a luchar las salamandras entre sí, también, por el prestigio?

—¿Para qué iban a hacerlo? Dime, por favor, ¿qué ganarían con eso?

—Nada. Como no sea que unas tendrían, temporalmente, más costas y más poder que las otras. Y al cabo de algún tiempo, cambiarían las cosas de nuevo.

—¿Y para qué quieren tener unas más poder que las otras? Si todas son idénticas, todas son salamandras, todas tienen los mismos esqueletos, todas son iguales de feas y todas tienen el mismo nivel, ¿para qué iban a martirizarse mutuamente? Por favor, ¿en nombre de qué iban a luchar entre sí?

—¡Déjalas! Ya se encontrará algún motivo. Mira, unas viven en las costas occidentales, y otras en las orientales. Se despedazarían, sobre todo, en nombre del «occidente contra el oriente». Aquí tienes las salamandras europeas, y allá abajo, las africanas. ¡El diablo me lleve si, finalmente, no quisieran ser las unas más que las otras! Hombre, podían ir unas a darles «una lección» a las otras, en nombre de la civilización, la expansión o qué sé yo. Siempre se puede encontrar algún motivo político o de ideas, por el que las salamandras de una costa querrán golpear a las de las otras. Las salamandras están tan civilizadas como nosotros, los hombres. No escasearán los argumentos de poder, económicos, legales, culturales o cualesquiera otros.

—Y tienen armas. No olvides que están formidablemente armadas.

—Sí, tienen una inmensa cantidad de armas. Ya lo ves. ¡Tendría gracia que no hubiesen aprendido de los hombres cómo se hace la historia!

—¡Espera, espera un momento! (el autor se levantó de un salto, y empezó a pasear de arriba a abajo.) La verdad es… ¡que el diablo me lleve si ellas no pueden conseguirlo! Ya lo veo claro. Basta con mirar el mapa del mundo. ¡Caramba! ¿Dónde habrá un mapa del mundo?

—Yo me lo imagino muy bien.

—Conforme. Aquí tienes el Océano Altántico, con los mares Mediterráneo y del Norte. Aquí está Europa y esto es América… Bien; esto es la cuna de la cultura y de la moderna civilización. Por este lugar está sumergida la antigua Atlántida…

—Y ahora, las salamandras, sumergen la Nueva Atlántida. Es verdad. Y aquí tienes los océanos Pacífico e índico. El lejano y misterioso Oriente, la cuna de la Humanidad, como suele decirse. Por aquí, al este de África, está hundida la mítica Le-muria. Aquí está Sumatra, y un poco más al oeste de Sumatra…

—…la islita de Tana Masa. La cuna de las salamandras.

—Sí. Y allí gobierna el Rey Salamandra, la cabeza espiritual de su raza. En Tana Masa viven todavía los Tapa-boys del capitán van Toch, originalmente, salamandras medio salvajes del Pacífico. En resumen, aquello es su Oriente, ¿sabes? Toda esta región se llama ahora Lemuria, mientras que la otra zona, civilizada, europeizada, americanizada y muy adelantada técnicamente, es Atlántida. El dictador de Atlántida es Chief Salaman-der, gran conquistador, técnico y militar, comandante de las salamandras y destructor de continentes. Una enorme personalidad, vaya.

(…Dime tú, ¿es Chief Salamander una salamandra de verdad?)

(…No. Chief Salamander es un hombre. Se llama, en realidad, Andreas Schultze, y, cuando la primera guerra mundial, era sargento en alguna parte.)

(¡Ya lo decía yo!)

(¡Claro, hombre! Así son las cosas…) Bueno, aquí están Atlántida y Lemuria. Esta división se debe a motivos geográficos, administrativos, culturales…

—… y nacionales. No te olvides de los motivos nacionales. Las salamandras de Lemuria hablan pidgin-english, mientras que las de la Atlántida se expresan en basic-english.

—Está bien. Al correr del tiempo, las salamandras de la Atlántida penetrarán por el llamado antiguamente Canal de Suez, hacia el océano Índico…

—Es natural. El camino clásico hacia el Este.

—Cierto. Por otra parte, las salamandras de Lemuria adelantarán por el cabo de Buena Esperanza hacia la costa de lo que antes era África. Asegurarán que a Lemuria le pertenece toda África.

—Es natural.

—La consigna será: Lemuria para los lemuros, ¡fuera los extranjeros!, etc. Entre la Atlántida y Lemuria se profundizará el abismo de la desconfianza y la enemistad de siglos… Enemistad a vida o muerte.

—O sea, se convertirán en verdaderas naciones.

—Sí. Las de la Atlántida desprecian a las salamandras de Lemuria y las llaman «sucios salvajes.» Las salamandras de Lemuria odian fanáticamente a las de la Atlántida y ven en ellas a imperialistas, diablos del oeste y violadores del antiguo, limpio y original salamandrismo. Chief Salamander obtendrá concesiones en las costas de Lemuria, según dirá, en interés de la exportación y la civilización. Su distinguida majestad el Rey Salamandra, quieras o no, tendrá que ceder, porque está menos armado. En la bahía de Tigris, no lejos de la actual Bagdad, estallará el conflicto. Los naturales de Lemuria atacarán una concesión atlántida y matarán a dos oficiales atlántidos, según dirán, por una ofensa a su nación. Como resultado de esto…

—… se declarará la guerra. Cosa natural.

—Y así llegaremos a una guerra mundial de salamandras contra salamandras.

—En nombre de la cultura y el derecho, no lo olvides.

—Y en nombre de la verdadera salamandra. En nombre de la Gloria y la Grandeza Nacional. La consigna será: ¡Nosotras o ellas! Las de Lemuria, armadas con krises malayos y dagas de Yoghu, destrozarán sin compasión a los invasores de la Atlántida. Entonces, las progresistas y educadas salamandras de la Atlántida echarán en los mares de Lemuria venenos químicos y bacterias cultivadas de efectos desastrosos, con una rapidez tan belicosa que inundarán con ellas todos los océanos del mundo. £1 mar quedará infectado con pestes artificialmente cultivadas, que afectarán a las agallas. Y eso significa el fin, amigo. Las salamandras desaparecerán.

—¿Todas?

—Todas, hasta la última. Se terminará su especie. De ellas sólo se conservará aquella vieja piedra de ónice con las huellas del esqueleto de Andrias Scheuchzeri.

—¿Y qué harán los hombres?

—¿Los hombres? ¡Ah, es verdad! Los hombres… Bueno, empezarán a volver, poco a poco, de las montañas a las costas, a lo que quede de los continentes. Pero los océanos apestarán, todavía mucho tiempo, con los residuos de las salamandras. Los continentes comenzarán de nuevo a crecer con los aluviones de los ríos. El mar se retirará paso a paso y todo volverá a ser casi como antes. Surgirá una nueva leyenda sobre la inundación del mundo, enviada por Dios a causa de los pecados de la Humanidad. Se hablará también de las ruinas de naciones míticas sumergidas, que se dirá fueron cuna de la civilización y de la cultura humana. Se contarán leyendas sobre una tal Inglaterra, o Francia, o Alemania…

—¿Y después?

—… La continuación sí que no la sé.

Asociación cristiana de jóvenes que acoge en albergues económicos a transeúntes necesitados.
Se refiere, al
Véanse los escritos de:
Véase La Guerra de las Salamandras,
Próximamente se iniciará la
A la
Usaban
(Havas) El jefe de las Trade-Unions australianas Harry Mac Ñamara ha anunciado la huelga general de los obreros
En cambio, los naturales del lugar están indignados de que se haya
Og di limbw, og di bwtat na Salaam Ander Kchri
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Cuando a
Por otra
«No sé», le dije,
Sobre todo en Alemania se
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Las autoridades marítimas de A. tenían em
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Véase la encíclica del Santo Padre,
Sobre este tema se
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También el documento católico, al que nos referimos con anterioridad, definía a las salamandras como
Firmado: MOLOKOV
Es
(Falta el final)
En lo referente a la Comisión de Ginebra
El señor Povondra guardó en su colección también dos o tres artículos de Política Nacional que se referían «a la juventud de hoy.» Probablemente se debió a un descuido el que los incluyese entre los de la é
—«Es que tienen bajo el agua una fábrica o algo así», gruñó el barquero. «Aquí nunca se baña nadie, señor. A las salamandras no les gusta.»
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