Cuando Tara se vio obligada a pedir la ayuda de un desconocido, no imaginó el lío en el que se metía.

Por el bien de su agencia de empleos, decidió tolerar todos los insultos de Adam Blackmore al ponerse a su servicio.

Fue sólo hasta que él insistió en llevarla a Bahrein cuando empezó a preocuparse por la calidad de su relación…

Liz Fielding

El Beso de un Extraño

El Beso de un Extraño (Un Beso Inesperado)

Título Original: A Stranger’s Kiss (1994)

Capítulo 1

¡NO puedo creerlo! ¿De dónde salió? Tara Lambert corrió hacia la puerta, pero las luces traseras del coche de su socia ya se perdían en la oscuridad de la noche, llevándose cualquier posibilidad de ayuda proveniente de ella.

La joven volvió la vista hacia el hombre que esperaba al otro lado de la calle. El también observaba el auto de Beth, quizá preguntándose si Tara se habría marchado con su socia. Bueno, ya era tarde para lamentarse el no haber aceptado el ofrecimiento de Beth de llevarla en su auto, mas si actuaba rápido, tal vez pudiera escapar.

Subiéndose el cuello de la gabardina hasta las orejas, abrió el paraguas y salió a la lluvia.

Apenas había recorrido unos doscientos metros cuando oyó que la llamaba. Su intento de escapar sin ser detectada había fracasado, pensó. Con desolación miró a su alrededor. Las tiendas ya estaban cerradas y no tenia dónde esconderse. Hasta la estación de taxis estaba desierta.

Prosiguió la marcha de prisa, rogando al cielo que los semáforos permanecieran en verde para que el tránsito avanzara, mas en ese instante se encendió el amarillo.

Tara se detuvo, maldiciéndose por ser tan tonta. Debió quedarse en la oficina y desde allí pedir un taxi, se dijo. Quizá no estaría mal emprender una retirada estratégica, decidió en seguida.

– ¡Tara! -el llamado, esta vez desde más cerca, la sorprendió, por lo que se volvió antes de poder contenerse. El hombre se abría paso entre los autos que se habían detenido, cerrándole esa vía de escape.

Un haz de luz brilló de repente junto a ella sobre la acera y una pareja de enamorados apareció, riendo, tomados por la cintura, y corrieron por la acera. Habían salido de un bar recién inaugurado. En alguna ocasión Tara vio su lista de precios y eran demasiado elevados para su presupuesto, como todo lo que estaba cerca de Victoria House. Pero eso era lo último en su mente en ese momento.

El sonido de los pasos que se acercaban la impulsó a entrar en el bar antes de pensar lo que haría una vez que estuviera dentro.

Todavía no daban la siete y la concurrencia era numerosa, mas no reconoció a nadie. Dejó el paraguas y colgó la gabardina en el vestíbulo. Al menos estaría rodeada de gente, y ya que se encontraba allí comería algo, decidió. Había tenido un día difícil y el aroma a buena comida la hizo recordar lo hambrienta que estaba. Pero se concretaría en pedir lo más económico del menú. Al mirar a su alrededor, en busca de una mesa desocupada, la puerta de la entrada se abrió a su espalda.

– ¡Tara!

Con un movimiento instintivo, la joven se sentó en una silla cercana, ocultándose detrás de unas plantas, junto a un hombre que estudiaba atento un documento sobre la mesa.

– ¡Por favor finja que estoy con usted! -murmuró ella apresurada. Pero por el gesto de disgusto del hombre, Tara supo al instante que cualquier intento de seguridad era una ilusión. A pesar de los hilos de plata que adornaban un mechón rizado que caía sobre su frente bronceada, él era más joven de lo que pensó Tara al principio. No tendría más de treinta y cinco años y no era atractivo; de hecho, sus facciones eran toscas. Unas espesas cejas oscuras cubrían los ojos verde mar que parecían perforarla hasta el alma, en busca de sus más íntimos secretos. La nariz tenia la huella inconfundible de un golpe, tal vez de un puño; los labios formaban una línea tensa sobre el duro mentón. Era el rostro de un depredador, de un pirata del siglo veinte. Y sus reacciones iban de acuerdo con su apariencia.

Después de una mirada breve sobre el hombro de Tara, sin vacilación, la tomó por la cintura sorpresivamente y la atrajo contra su pecho. Ella abrió los labios y percibió un aroma a limpio, a cuero, a algo más.

Los dedos del hombre le rozaron la mejilla al acomodarle un mechón de cabello negro que se soltó del broche. Demasiado sorprendida, Tara permaneció sin poder hacer algo para oponerse. Mientras trataba de recuperar el control, él le atrapó el mentón para levantárselo.

– Llegas tarde, querida -murmuró con tono sedoso. Estupefacta por la respuesta a su petición de ayuda, la joven trató de protestar, pero las palabras se ahogaron cuando él agregó-: Pero te perdono.

Mentía. No había ninguna clemencia en el beso que reclamó como pago por su protección. Al instante Tara supo que no era un eso fingido para engañar a su perseguidor. Fuera quien fuera, el hombre no hacía las cosas a medias.

Tensa, ella permaneció inmóvil, pero el asalto de la boca experta no podía ser ignorado. Con ternura y gran pericia, él la hizo entreabrir los labios, exigiendo una respuesta. Fue una chispa que en un instante se convirtió en deseo y Tara respondió al inesperado abrazo con un calor que la asombró y llenó de felicidad.

– ¡Tara!

La petulante voz a su espalda se había tornado insistente, haciéndola recordar quién era y dónde estaba. No quería volver al mundo de la realidad, ansiaba unos segundos más en el sitio al que la llevó el beso. Despacio, abrió los párpados, que hubiera preferido conservar cerrados. Por un instante, el hombre la perforó con la mirada, manteniéndola cautiva con el brazo que la sujetaba por la cintura.

Luego su boca se curvó en una sonrisa maliciosa que provocó un jadeo de parte de Tara y que apartara la vista. Había disfrutado cada instante del beso y él lo sabía. Lo empujo por el pecho sin resultado positivo. Pasó una eternidad antes que él se compadeciera de ella y volviera su atención al hombre que estaba a su lado.

– Tara va a cenar conmigo. Si quiere hablar con ella, tendrá que hacer una cita para otra ocasión -declaró con calma. Era evidente que se trataba de alguien acostumbrado a ser obedecido sin discusiones. El perseguidor de la joven parpadeó y los miró como si acabara de descubrir la presencia del hombre con cara de pirata. Tan concentrado estaba en atrapar su presa.

– ¿Por qué no regresas, Tara? Sabes cuánto te necesito -la figura alta y esbelta parecía patética con la gabardina húmeda, y ella experimentó cierto remordimiento al verlo darse la vuelta para alejarse-. No creas que me daré por vencido -agregó él, con desafío inesperado, sobresaltándola antes de salir.

Con renuencia y avergonzada por su impetuosidad, que la arrojó a los brazos de un desconocido, Tara se volvió hacia el hombre que la tenía aún en sus brazos.

– ¿Por qué hizo eso? -preguntó con voz temblorosa.

– No estaba seguro de qué se esperaba de mi y decidí que debía ser convincente -él arqueó una ceja con gesto interrogante-. ¿Lo fui?

– Su presencia habría sido suficiente -respondió ella.

– ¿Ah sí? -se burló él-. Debió decírmelo.

– No me dio la oportunidad -señaló la joven al recobrar el control de sus cuerdas vocales, aunque aún no de su pulso alterado.

– Lamento no haber estado a la altura de su… caballero perfecto. No es un papel en el que tenga mucha experiencia.

– Usted no es un caballero -le espetó Tara y de inmediato se ruborizó por sus malos modales-. Lo siento, no debí decir eso. Le agradezco mucho su ayuda.

Sabía que debía darle una explicación por su proceder y emprender una retirada rápida. El agradecimiento apenas era necesario. El ya había cobrado su recompensa y, por la expresión de sus ojos, era obvio que encontró muy divertida la experiencia.

Pero la retirada, descubrió ella, no sería tan simple. Trató de apartarse con tanta dignidad como le era posible, pero el hombre todavía la sujetaba por la cintura con firmeza. Con una sonrisa débil, Tara lo intentó de nuevo:

– Muchas gracias por… su ayuda. Lamento molestarlo. Fue…

– No hay necesidad de explicaciones -le aseguró él-. Fue un placer.

– Sí -asintió ella y volvió a ruborizarse al comprender el comentario-. No me refiero…

– ¿No? -la risa suave del hombre fue como una caricia-. Si insinúa que el placer fue sólo mío, creo que no es muy sincera.

Tara apartó la vista de la mirada que la hechizaba. Era evidente que había saltado de la sartén al fuego. Y esta vez tendría que rescatarse por sí misma. Bajó la mirada al papel que él leía y se aferró de la oportunidad para recobrar su libertad.

– Estaba trabajando y yo lo perturbé -comentó en un intento por distraerlo.

– Profundamente -él no le quitaba la vista de encima-. Pero no puedo quejarme.

– Debo irme -manifestó Tara, segura de que se burlaba de ella.

– No, Tara. Si te vas, me dejarás como un mentiroso -protesto él-. Eso no sería muy correcto. Además, tu… amigo podría estar esperando afuera. Parecía muy decidido.

– Estoy segura de que ya se marchó. Ya estableció su posición.

– ¿Ocurre con frecuencia? ¿Es tu esposo? -indagó él, sin esperar respuesta a la primera pregunta.

– No -negó la joven, palideciendo. Daba gracias al cielo de no haber aceptado nunca las propuestas matrimoniales de Jim Matthews-. No, no es mi esposo.

– Un pobre enamorado -por un momento, la compasión pareció nublar la mirada del hombre. Pero sólo por un momento-. En ese caso, ahora que lo he alejado, puedes quedarle y cenar conmigo. Te recomiendo el filete a la pimienta.

Ignoró el brusco jadeo de la joven ante la presuntuosa suposición de que aceptaría su sugerencia. Una mirada bastó para atraer a una camarera y ordenó filetes y ensalada antes que Tara pudiera protestar.

– Ya puedes traer el vino -le indicó a la empleada antes que ésta se marchara. Luego se volvió hacia Tara, retiró el brazo de su cintura y te tendió la mano-. Será mejor que nos presentemos. Soy Adam Blackmore. ¿Cómo estás?

Sus manos eran grandes, con dedos largos. Tara estaba segura de que tenían tanta experiencia en dar placer como su boca.

Molesta consigo misma, trató de frenar el ímpetu de sus pensamientos Ya libre, sabía que lo prudente era levantarse y despedirse. Y ella era conocida por su sentido común. Pero la velada ya la había llevado más allá del sentido común. El beso la hizo olvidarlo, lo mismo que a Jim Matthews. Alargó su mano procurando ignorar la aceleración de su pulso cuando él la estrecho con firmeza.

– ¿Cómo estás? -repitió ella sin aliento-. Soy Tara Lambert -luego su natural rebeldía la hizo agregar con malicia-: Pero creo que debo informarte que soy vegetariana.

Adam le apretó la mano con más fuerza y la estudió.

– No, Tara Lambert, no lo creo.

– De acuerdo -aceptó ella sin poder contener una sonrisa-. No pude resistir la tentación.

– Deberías intentarlo de vez en cuando, Tara Lambert -la mirada de Blackmore se dirigió hacia la entrada-. Así no te meterías en situaciones peligrosas.

– El no… -empezó Tara, pero Adam la interrumpió.

– ¿No? -su mirada era analítica-. ¿Quién dijo que me refería a él?

En ese momento les llevaron el vino y Adam llenó dos copas.

– Pruébalo, me interesa tu opinión.

Tara sabía que era ridículo molestarse porque no la escucharía. Era cierto que, impulsiva, prácticamente se arrojó en sus brazos, aunque nunca esperó que su caballero andante fuera tan habilidoso. En esas circunstancias, no podía culparlo de que pensara lo peor. Que así fuera, decidió. Que pensara lo que quisiera; en realidad no importaba. Ese era uno de tantos momentos aislados en el tiempo, como la charla con un compañero de asiento en el tren. Al llegar a su destino, la relación termina. El sólo trataba de divertirse y no había por qué la diversión debía ser en un solo sentido.

Tara agitó un poco su copa y la sostuvo un momento frente a ella para que cesara el movimiento del vino. Luego la acercó a su nariz aspirando el bouquet. Estaba tentada a sorber el líquido ruidosamente, pero se concretó a dejar que su sabor le llenara la boca.

– ¿Y bien? -pregunto él, sin dejar de observarla.

– Mmm -modesta, Tara bajó las largas pestañas-. Me gusta.

– ¡Te gusta! -exclamó Adam-. Después de tu actuación, esperaba un comentario más amplio.

– ¿Ah, sí? -preguntó ella con fingida sorpresa y alzó los hombros un poco-. ¿Esperabas que te dijera que es un Cháteau Brane Cantenac, de la región Margaux, cosecha 1963, embotellado de origen?

– Debí imaginarlo -Adam soltó una carcajada, mostrando sus blancos dientes.

– Tal vez -comentó ella, complacida de que el hombre tuviera sentido del humor y aceptara reírse de sí mismo-, o quizá debiste suponer que podría leer la etiqueta de la botella. Aunque conozco lo suficiente para apreciar que no es el común vino de la casa.

– No, Tara, ciertamente no lo es.

Una rubia espigada les llevó los filetes.

– Tal como te gusta, Adam -manifestó y se volvió para estudiar a Tara-. ¿Puedo traerles algo más?

– Quizá más tarde -respondió él con una sonrisa.

– ¿Comes aquí con frecuencia? -inquirió Tara cuando la camarera regresó a la cocina.

– De vez en cuando. La comida es buena. No te había visto aquí antes.

– No, sólo entré para evadir… -se interrumpió-. Pero pensaba quedarme y comer algo -miró su filete con aprensión. En sus planes no estaba pedir un plato tan costoso. Su negocio no iba bien y el dinero no sobraba. Pero si iba a pagarlo, más le valía disfrutarlo.

– ¿Trabajas cerca de aquí? -le preguntó Adam.

– Calle abajo. ¿Y tú?

– En un sitio conveniente -hubo algo en su voz que hizo que Tara levantara la vista, pero el rostro de Adam era inexpresivo, y no ahondó en el tema-, ¿A qué te dedicas?

Ella analizó la pregunta. Cuando dos personas operan una pequeña agencia de empleos, lo hacen todo, incluyendo repartir folletos en que describen sus servicios secretariales y de computación en todos los edificios de oficinas del área los fines de semana, pero no era eso a lo que Adam se refería.

– Soy secretaria -manifestó.

– Espero que mejor que quien mecanografió esto -cometo él, apuntando con desdén al documento que leía cuando ella lo interrumpió.

– Es probable -respondió Tara con tono indiferente, pero no dejaría escapar la oportunidad-. Si necesitas la ayuda de una secretaría, podría encontrar alguien para ti.

– ¿Tú? -preguntó él, inmovilizándose, y la joven decidió que ese no era el momento de presionar.

– No, no yo. Yo tengo empleo. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

– Nada excitante. Paso el día detrás de un escritorio, moliendo cifras de aquí para allá.

De soslayo, Tara volvió a estudiarlo. A pesar de estar sentado, era evidente que Adam Blackmore tenía un cuerpo atlético. Tal vez pasaba el día detrás de un escritorio, pero, ¿qué hacía por la noche?

La joven se sonrojó de nuevo por el rumbo que tomaban sus pensamientos y el color de sus mejillas subió más al percatarse de que él la observaba divertido.

– ¿Y bien? -le preguntó él.

– Es el vino -comentó Tara, tocándose las mejillas-. No acostumbro beber con frecuencia.

– Ya veo -dijo Adam y ella tuvo la impresión de que veía de más-. ¿Conducirás esta noche?

– No, no vivo lejos -ese era el motivo por el cual huyó de Jim Matthews. Si éste hubiera logrado seguirla hasta su casa, la sitiaría allí tanto como en la oficina y ella no volvería a tener la paz.

– En ese caso, un poco más de vino no te hará daño -expresó Adam al rellenarle la copa, a pesar de las protestas de ella-. El color de tus mejillas es por demás atractivo.

– Es excelente -comentó Tara al beber otro sorbo de vino.

– Sí, traje varías cajas al regreso de mi último viaje a Burdeos.

– ¿Y lo guardas aquí? -preguntó ella, sorprendida.

– Este es un lugar público. Tiene unos sótanos magníficos bajo la misma calle. El propietario me permite guardar mis vinos en sus cavas.

– Cierto -asintió Tara-. Son conocidas como Queen's Head. Recuerdo que los sótanos fueron descubiertos durante las excavaciones, pero creía que habían sido cerrados por los constructores.

– No seas sacrílega, Tara Lambert. Las buenas cavas son difíciles de encontrar.

– No es un tema que se encuentre en mi línea de negocios. Pero debes conocer bien al propietario para confiarle tus vinos -observó ella-. En especial si son tan buenos como este.

– Podríamos decir que somos muy buenos amigos -Adam sonrió-. ¿Quieres postre o café? -agregó cuando la camarera retiraba los platos.

– No, muchas gracias. Estuvo delicioso, pero ya comí demasiado y tengo que irme.

Adam firmó la cuenta, rechazando la insistencia de ella en el sentido de pagar su parte, y se puso de pie. Sentado era imponente. De pie, la superaba en estatura al menos por quince centímetros.

La ayudó a ponerse el abrigo y al tocarle el hombro, provocó un calorcillo inesperado en ella, que la asombró y perturbó. Tara se apartó para buscar el paraguas y disimular su agitación. Al volverse, Adam le sostenía la puerta abierta.

– Muchas gracias por todo, Adam.

– ¿Por todo? ¿Estás segura? -él rió al ver su confusión. Tomó la mano que la joven le ofrecía y se la puso bajo el brazo-. Te acompañaré hasta tu casa por si tu admirador ha decidido esperarte -agregó antes que ella pudiera protestar.

– No es necesario -aseguró ella, aprensiva-. El no es peligroso -añadió.

– No. Sólo molesto -la voz de Adam era fría-. Yo no lo seré. ¿Por dónde nos vamos?

– Pero no llevas tu abrigo -para ser marzo, no hacía mucho frío, mas era necesario un abrigo ligero. Adam sólo aguardó la respuesta a su pregunta, ignorando la objeción-. Por aquí -indicó ella, finalmente- Al menos ha dejado de llover.

– Así es y el aire fresco es agradable.

¿Fresco? Tara se preguntó si él se daba duchas frías sólo por diversión, pero no lo expresó. La imagen de Adam Blackmore en la ducha era demasiado perturbadora. Se obligó a controlarse.

– ¿Después de un día detrás del escritorio? -Tara se sintió satisfecha del tono ligero que logró darle a su voz.

– Después de un día detrás del escritorio -confirmó Adam con una sonrisa que le indicaba que el cambio de actitud no lo había engañado ni por un instante.

– Es por aquí.

Se adentraron en una calle lateral hasta llegar al patio central, que tiempo atrás estuvo rodeado de establos y cocheras, ahora derruidos o convertidos en pequeños apartamentos. El de Tara en el primer piso era su hogar y refugio desde hacía seis años. Al subir por la escalera, se preguntó, no por primera vez, si no había sido una locura arriesgarlo todo en un negocio cuando podía tener la seguridad económica de trabajar para alguien más. Alguien como Jim. Reprimió un estremecimiento al pensar en eso.

– No esperaba esto -comentó Adam, mirando a su alrededor-. Creía que todo lo antiguo había desaparecido hacía tiempo en Maybridge.

– Los constructores han hecho su mejor esfuerzo, pero de alguna manera se olvidaron de este rincón en su empeño por modernizar. Y, afortunadamente, el lugar no tiene las dimensiones necesarias para un estacionamiento para autos -agregó Tara con tono irónico.

Adam extendió una mano en espera de que ella le entregara la llave y, con cierta renuencia, ella lo hizo. Adam la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. En el quicio, la joven se volvió dudosa hacia él.

– ¿Quieres una taza de café?

– Ya estás a salvo en casa, Tara. Ya has corrido los riesgos suficientes para un día -sus pestañas velaban la expresión de sus ojos, pero sonreía divertido-. Buenas noches.

Se dio la vuelta y bajó por los escalones con paso ágil. Tara lo oyó cruzar el patio empedrado antes de alcanzar la acera. Entonces cerró la puerta despacio, sin estar segura de alegrarse de que él la hubiera dejado sola.

Fue el insistente timbre del teléfono lo que la despertó. -Hola. Habla Tara Lambert -murmuró adormilada al contestar.

– ¿Tara, estás enferma? -preguntó Beth Lawrence.

– ¿Enferma? -Tara miró el reloj-. Beth, lo siento, me quedé dormida. Estaré contigo dentro de veinte minutos.

– Me alegro de que estés bien, pero no vengas a la oficina. Hemos recibido respuesta de una compañía en la que dejaste un folleto el pasado fin de semana. Tienes una cita a las diez y media con una tal Jenny Harmon en Victoria House -le dio los detalles y le deseó suerte.

Tara se metió en la ducha para acabar de despertar. Después se recogió el cabello, que le llegaba hasta los hombros, en un discreto moño y se vistió con un traje sastre que resaltaba su figura esbelta. Luego revisó su portafolio para asegurarse de llevar consigo todo lo necesario y con un último examen ante el espejo, partió rumbo a su cita.

Tenía a su servicio sólo las mejores secretarias disponibles para trabajos temporales y una empresa que podía darse el lujo de tener oficinas en Victoria House sería un impulso excelente para su negocio En los doce meses que ella y Beth tenían de manejar la agencia, se vieron en grandes dificultades para salir adelante. Esa posibilidad de conseguir nuevos clientes era justo lo que necesitaban, y no la dejaría escapar.

A uno de los costados del edificio estaba el restaurante-bar en el que se había refugiado la noche anterior, y recordar la experiencia con Adam Blackmore la hizo ruborizarse y lamentar que el encuentro hubiera sido en esas circunstancias. Había pasado una noche inquieta, perturbada por la idea de que él creyera que acostumbraba proceder así ante desconocidos con la esperanza de conseguir una invitación a cenar. Se detuvo de pronto. Quizá incluso pensaría que siempre los invitaba a su apartamento para… tomar café.

De pronto tas brillantes luces de los escaparates de las tiendas que rodeaban el edificio parecieron girar a su alrededor, por lo que hizo una aspiración profunda para controlarse y apartar a Adam de su mente. Si eso era lo que él pensaba, nada podía hacer para remediarlo. Debería alegrarse de que no volvería a verlo.

Tomó la escalera eléctrica para subir al mezzanine. Una recepcionista registró su nombre, verificó su cita y le pidió que subiera al piso veinte por el ascensor.

Mientras subía, Tara repasó en su mente los argumentos que emplearía para convencer a la señora Harmon de que le convenía contratar sus servicios. El ascensor se detuvo al fin y sus puertas se abrieron.

La figura humana que estaba en la entrada recibía una inconveniente iluminación posterior, pero al moverse, ella pudo ver sus facciones duras.

– ¡Adam! -exclamó, asombrada, y al oír su nombre, él se volvió por completo y se inmovilizó. La sonrisa confiada que Tara esbozaba para Jenny Harmon desapareció al ver en el rostro varonil una expresión tan amenazante como el Atlántico en un día de tormenta.

Luego las puertas del ascensor empezaron a cerrarse y eso provocó que los dos se pusieran en movimiento, Tara en un intento por escapar antes que se cerraran por completo, y Adam para evitarlo. Luego se apartó para permitirle el paso.

– Tara -pronunció su nombre como si fuera una palabra desagradable, no un encuentro inesperado.

– Hola, Adam. No esperaba encontrarte aquí-manifestó ella con un tono que ni a ella misma convencía-. Dijiste que tu oficina estaba en un sitio conveniente, pero no imaginé…

– ¿No? ¿Quieres decir que esto no es más que una coincidencia? -sin esperar respuesta, él la tomó del brazo y la condujo por el pasillo.

– ¡Adam! -protestó la joven-. Tengo una cita… -volvió la cabeza con la esperanza de que Jenny Harmon apareciera y aclarara la situación, mas no vio a nadie. Necesitaba controlarse, tranquilizar inmediatamente la agitación que el encuentro inesperado había provocado. Pero él no le dio la oportunidad. Abrió una puerta, la llevó con firmeza hasta una silla y la sentó en ella.

Tara tuvo la impresión de estar en la cima del mundo, rodeada por bosques distantes y el río, que podía ver a través de una serie de ventanas en forma de arco que llenaban de luz la habitación. Cuando él la soltó, ella se puso de pie de inmediato. No se encontraba allí para admirar el panorama.

– Tengo una cita con la señora Harmon -declaró molesta cuando al fin controló sus cuerdas vocales-. ¿Te molestaría indicarme cuál es su oficina?

– Siéntate Tara -Adam se acomodó en la esquina de un escritorio despejado y, sin quitarle la vista de encima, se inclinó para oprimir un botón de un intercomunicador-. ¡Siéntate! -repitió. La joven volvió a instalarse en la silla, sabiendo que de lo contrarío él la obligaría a hacerlo sin miramientos. Pero se sentó en el borde con una expresión desafiante que indicaba que no se quedaría allí un momento más del que fuera necesario.

– ¿Jenny, esperas a una tal Tara Lambert esta mañana? -preguntó él por el aparato.

– Si, Adam, es de la agencia de empleados de oficina temporales de la que te hablaba. Entiendo que ya llegó, pero debe de haberse extraviado en algún lugar del edificio.

– Dudo mucho que esté extraviada -los labios de Adam se torcieron en una sonrisa que a Tara no le agradó-. De hecho, creo qué se encuentra en el sitio en el que ella quiere estar. Deja el asunto en mis manos-. Guardó silencio durante unos momentos, estudiando a Tara con irritación evidente. Luego, como si hubiera tomado una decisión, se levantó y fue a sentarse en una silla frente a ella. Apoyó los codos sobre el escritorio, tocándose el mentón suavemente con la punta de los dedos al observarla, pensativo.

– Una vez, Tara, podría considerarse una coincidencia, hasta un encuentro de apariencia accidental como el que dispusiste anoche -con un movimiento de cabeza rechazó la airada protesta de la joven-, pero, ¿dos veces? La señora Harmon está en el piso veinte. Este es el veintiuno. Mis aposentos privados.

– Entonces debí de oprimir el botón equivocado -ella se puso de pie-. Un simple error, fácilmente remediable. No tienes por qué molestarte más.

– ¡Quédate donde estás!

– ¿Para qué? ¿Para que sigas insultándome? No, muchas gracias -no se sentó, pero permaneció inmóvil. Sería imposible que hiciera negocios con esa empresa, pero le debía a Beth y a un banquero nervioso el esfuerzo de obtener lo que pudiera del enredo-. Lamento haberte interrumpido, Adam. Vine aquí por invitación de la señora Harmon para hablar con ella de los servicios de mi agencia. Me gustaría hacerlo ahora, si me lo permites.

– No. Hablarás conmigo. Convénceme de que tienes algo que ofrecer que me convenga -su gesto era duro-. No te será tan fácil con la ropa puesta, pero inténtalo.

– ¿Perdón? -cuestionó ella, atónita.

– Eso es lo que querías, ¿o no? Anoche te arrojaste en mis brazos y después me invitaste a pasar a tu apartamento "a tomar café". Lamentablemente para ti, no mordí el anzuelo, así que ahora estás aquí. Siéntate, Tara, haz tu oferta. ¿Quién sabe? Tal vez todavía me interese.

Capítulo 2

¿POR quién me tomas? -explotó Tara. -Tienes diez minutos para tu demostración. El método lo dejo en tus manos -Adam la observaba de pies a cabeza con mirada fría.

Tara se sentó. Ya había abandonado cualquier intento de explicar su presencia allí. El se exasperaría más y la oportunidad se perdería para siempre. Si Adam Blackmore era la cabeza de esa empresa, más valía que hiciera "su venta" como él sugirió sin pérdida de tiempo. De inmediato se lanzó a hacer una presentación de los servicios ofrecidos por su agencia antes que él cambiara de opinión y la expulsara de allí.

Si Adam se sorprendió de que Tara no hiciera un acto de striptease, no lo demostró. La joven no sabía siquiera si la escuchaba, pero cuando se detuvo ante su aparente falta de interés, los ojos de él brillaron, obligándola a seguir.

– Eres demasiado cara -fue su único comentario cuando ella terminó.

– Pero somos los mejores -respondió ella con alivio. Era más fácil hacer frente a cuestiones de negocios que a insinuaciones sexuales.

– Sólo según tu opinión. Y tus métodos para establecer citas no son muy tranquilizadores.

Tara se negó a dejarse llevar de nuevo por ese camino. Pensara lo que él pensara, ella no había hecho algo de lo que tuviera que avergonzarse.

– Puedo darte referencias. Las empresas para las que trabajamos con regularidad… aquellas con directores con la inteligencia suficiente para comprender que reciben lo justo por lo que pagan… -agregó sin resistir la pulla.

– Es difícil que menciones a alguien que no haya quedado satisfecho. Prefiero hacer mis propias indagaciones.

– Me parece bien. Ponnos a prueba.

– Te pondré a prueba a ti, Tara -repuso él después de una pausa.

– Me temo que yo no estoy a la venta, Adam -manifestó ante la oportunidad de rebatir a ese odioso hombre.

– Qué lástima -Adam se levantó y rodeó el escritorio-, Quizá, cuando tengas… -arqueó una ceja con expresión burlona-la astucia suficiente para comprender la oportunidad que te ofrezco, podamos volver a hablar -la ayudó a ponerse de pie y la encaminó hacia la puerta.

Sorprendida, Tara no ofreció resistencia, hasta comprender lo que sucedía. La despachaba.

– No… no puedo, tengo un negocio que debo administrar -protestó-. No me ocupo de vacantes temporales desde… -su voz se perdió al ver la mirada desafiante de Adam.

– ¿Tal vez temes ponerle en la línea de fuego? -sugirió él con voz suave y abrió la puerta. Un momento más y sería demasiado tarde.

– ¡Claro que no! -por la mente de Tara pasaba la oportunidad que se presentaba y quizá no fuera tan mala idea. Nadie estaba mejor capacitada que ella para demostrar la calidad de su agencia. Medía a todas las chicas conforme a su propia capacidad. Beth tendría que administrar sola la oficina una semana o dos y ella podría realizar por las noches las labores que le correspondían- Adam aguardaba y ella lo miró a los ojos.

– Muy bien, Adam. Muchas gracias por la oportunidad. ¿Puedo suponer que si lleno tus requisitos le darás a mi empresa la primera oportunidad de llenar tus vacantes temporales en los términos que te he planteado?

– De acuerdo -la sonrisa de Adam era un desafío-. Pero te lo advierto: mis niveles de exigencia son muy elevados.

– También los míos -respondió Tara, levantando el mentón-. ¿Cuándo empiezo y para quién voy a trabajar?

– En este momento, Tara. Y trabajarás para mí.

Tara pensó que debió imaginarlo. Adam la observaba con rostro inexpresivo, en espera de su protesta. Pero ella no le daría esa satisfacción. Había promocionado a sus chicas como lo supremo en servicios de oficina. Ese era el momento de demostrar la eficiencia de su personal.

– De acuerdo. ¿Puedo llamar a mi socia para avisarle?

Adam ocultó de inmediato la molestia que brilló en sus ojos, pero Tara la notó y se llenó de satisfacción.

– Por supuesto. Te llevaré a tu oficina -la condujo a un moderno despacho junto al suyo-. Aquí encontrarás todo lo necesario. Tienes cinco minutos para que hagas tu llamada y te instales; luego ven a verme con una libreta de notas -volvió a examinarla de pies a cabeza y se dispuso a salir, mas desde la puerta se volvió con una sonrisa en los labios-. Te has esforzado mucho en representar tu papel, pero, ¿sabes tomar dictado en taquigrafía?

– ¿Taquigrafía? -repitió ella como si jamás hubiera escuchado la palabra. Se tocó el broche que llevaba prendido al cuello-. Supongo que podré arreglármelas.

– Me temo que tendrá que ser mejor que eso, o no pasarás la primera prueba -señaló él con satisfacción.

Tara llamó a Beth para explicarle la situación y acordó verse con ella esa noche para ultimar detalles. Después buscó una libreta de taquigrafía, varios lápices y después de llamar a la puerta, entró en la oficina de Adam.

– ¿Lista? -sin esperar respuesta, él empezó a darle indicaciones, apenas permitiéndole sentarse-. Quiero que esto se mecanografíe de nuevo -Tara reconoció el documento que él leía la noche anterior-. Espero que esta vez quede sin errores -agregó él.

– Haré mi mejor esfuerzo, Adam -le aseguró Tara con un tono humilde que le valió una mirada dura de él antes que tomara una pila de cartas.

– Dile a esta gente que no. No. Pide más detalles -y así siguió hasta que terminó. Entonces se reclinó en su silla y enlazó las manos atrás de su cabeza-. Ahora, tengo un informe que necesito mecanografiado tan pronto como te sea posible. ¿Podrás terminarlo hoy mismo? -preguntó con tono burlón.

– Tal vez -respondió ella, ganándose otra mirada reprobatoria.

Adam empezó a dictarle a una velocidad increíble, sin pausas y sin indicarle signos de puntuación. Parecía hablar sin siquiera detenerse a respirar sólo por hacerla pedir clemencia. Los dedos de Tara volaban sobre hoja tras hoja hasta que él terminó.

– ¿Eso es todo? -preguntó Tara, en espera de la siguiente andanada.

– Por el momento. Quiero un borrador de eso antes que hagas lo demás. Eso te mantendrá ocupada el resto de la mañana.

– Ya son las doce y media y según la agenda de tu secretaria, tienes una cita a la una, con Jane.

– Así es -asintió él y Tara se levantó para retirarse-. Oh, algo más, Tara -le indicó él-. No quiero a ninguno de tus admiradores, desesperados o no, en mi oficina. ¿Te asegurarás de que se enteren?

La joven estaba en grave peligro de perder el control y golpear a Adam Blackmore, aunque eso significara perder la oportunidad de trabajar para su empresa. Se obligó a sonreír.

– Prepararé un boletín para que lo transmitan en los noticiarios de la una. Solo para asegurarme -comentó con una ligereza que distaba mucho de sentir.

– ¿Tantos son? -una chispa de enojo brilló en la profundidad de los ojos de Adam-. Dejo en tus manos el método de difusión, Tara, pero asegúrate de que sea en tu tiempo libre, no el de la compañía.

– Sí, señor-respondió ella, muy quedo.

Tara no consideró la posibilidad de tomarse una hora para salir a almorzar. Ni siquiera media hora. Era demasiado lo que estaba en juego. Dedicó el tiempo a familiarizarse con el sistema de cómputo antes de elaborar el borrador del informe.

Encontró el archivo de la versión inicial del documento que había que corregir y lo revisó antes que el apetito la hiciera salir en busca de un emparedado. Apenas estuvo fuera quince minutos, pero al regresar encontró a un Adam furioso, en su oficina.

– ¿En dónde diablos estabas? -le exigió él antes que ella pudiera siquiera quitarse el abrigo.

– Salí a almorzar.

– ¡A almorzar! -Adam miró su reloj de pulso-. ¿Este es el tiempo que se toman tus supuestas insuperables secretarías para almorzar?

– Más o menos -aceptó ella-. Si buscas el informe, dejé el borrador sobre tu escritorio.

Adam se dio media vuelta y salió sin decir palabra.

– Gracias, Tara. Eres un encanto -murmuró la joven para sí antes de empezar a mecanografiar la correspondencia que Adam le había encargado. A pesar de una incesante cadena de interrupciones, terminó justo a las cinco.

– Puedes irte cuando termines con esto -le indicó él al dejar caer sobre su escritorio la correspondencia firmada.

¿Irse? Por un abrumador momento Tara pensó que Adam creía que un día era suficiente, que estaba descalificada, mas antes de poder responder, él explicó:

– Sí. Quiero que estés lista para las seis y media. Tengo una cita con los fabricantes para los que se preparó el informe y quiero que estés presente para tomar notas.

– Ya veo -hasta allí todo iba bien-. ¿Se celebrará la reunión en la sala de juntas o aquí arriba?

– No, la cita es en Hammersmith. Pasaré por ti a tu casa -se detuvo ante la puerta que separaba sus oficinas-. No es un inconveniente para ti, ¿verdad, Tara?

– ¿Y si lo fuera?

– Mala suerte -Adam esbozó una sonrisa insolente y no esperó la respuesta de Tara, lo que quizá era mejor. Ella llamó a Beth para cancelar su cita, guardo las cartas en sus sobres, pegó las estampillas y se puso el abrigo. Entonces salió y se dirigió al ascensor.

– ¿Todavía estás aquí?

La joven se volvió para descubrir a Adam con una bata de baño corta y el cabello húmedo por la ducha. Una puerta frente a su oficina estaba entreabierta, revelando el interior. De pronto ella comprendió por qué él se había referido a sus "aposentos privados".

– ¿Vives aquí? -preguntó, a pesar de saber la respuesta. "Con razón Adam pensó que lo perseguía", reflexionó.

– Muy bien, Tara -comentó él con la parodia de una sonrisa-. ¿Alguna vez consideraste la posibilidad de actuar en un escenario? Te enseñaré todo algún día cuando tengamos tiempo. Quizá hasta podríamos tomar ese "café" que tanto te interesaba. Ahora sabemos exactamente cuál es nuestra posición -se reclinó contra el muro-. Te dije hace media hora que te fueras. ¿Por qué estás todavía aquí? -nada ocultaba el tono acerado de su voz bajo la aparente suavidad.

– Tuve necesidad de hacer cambios en mis planes para esta noche -manifestó ella con dificultad.

– Estoy seguro de que él podrá esperar. Eres digna de espera, ¿no es así, Tara?

– Nunca lo sabrás.

– Usa el ascensor privado. Te llevará a la entrada lateral eh el vestíbulo principal -abrió la puerta y le ofreció la llave-. Prefiero mantenerla cerrada para evitar que personas extrañas se metan aquí -su sonrisa era inquietante al tomarle la mano y depositar en ella la llave antes de cerrarle los dedos-. Será mejor que te vayas, o me harás esperarte, Tara Lambert, y esa seria una mala marca en tu contra -la impulsó hacia el pequeño ascensor, dándole una palmada en el trasero-. A las seis y media. Ni un minuto después.

Tara todavía estaba furiosa al meterse en la ducha. ¿Quién diablos se creía él? ¿Cómo podía alguien trabajar para un hombre como ese? No obstante, la ordenada pila de libretas de taquigrafía en un anaquel le indicaba que su secretaria regular llevaba tiempo a su lado.

El agua la ayudó a borrar la tensión de los músculos del cuello. Adam la ponía a prueba, eso era todo. Trataba de comprobar que ella era lo que él afirmaba. Y si pensaba que ella usaba su cuerpo para asegurar un trabajo, pronto descubrirla lo equivocado que estaba.

Una sonrisa ligera apareció en las comisuras de los labios de la joven. Había sobrevivido el primer día. Había salido bien librada de las trampas que Adam le tendió. Sintiéndose más confiada, tomó una toalla y comenzó a secarse con energía.

Decidió usar un sencillo vestido negro tejido de manga larga y escote discreto. Se puso un pequeño broche de oro al hombro, trazándolo con un dedo. Era la versión taquigráfica de su nombre. Sería un recordatorio, un talismán para defenderse del agresivo atractivo de Adam Blackmore.

Un llamado firme a su puerta la hizo sacudir, viendo su reloj. Las seis y media en punto. Nunca lo dudó. Tomó su abrigo y fue a abrir.

– Muy apropiado -comentó él al apreciar su apariencia-. Vamos -Tara no comentó nada. Se vestía bien para trabajar. Sabía que en muchas oficinas el personal femenino vestía con mayor informalidad, hasta usaban jeans, pero ella tenía motivos muy personales para vestir tan formal como pudiera.

Adam la precedió por la escalera y la guió hasta un elegante Jaguar negro. Tara se permitió una sonrisa al ajustarse el cinturón de seguridad. Era justo el auto que ella imaginaba que un caballero del siglo XX conduciría. Un caballero negro. Reprimió una risita.

– ¿Qué encuentras tan divertido? -preguntó él.

– Nada -ella movió la cabeza en sentido negativo.

Adam la observó un momento como si viera a una loca antes de poner el motor en marcha.

Durante el trayecto a Londres le explicó las causas y objetivos de reunión y qué notas quería que tomara.

Más tarde cuando regresaron, Adam condujo en silencio, inmerso en sus pensamientos, y directo a Victoria House, habiendo olvidado, pero sólo en apariencia, que Tara lo acompañaba. Ante la mirada interrogante de la joven, declaró:

– Necesito las notas que tomaste esta misma noche, Tara. ¿Cuánto demorarás en transcribirlas? -no se molestó en preguntar si podía quedarse. Lo daba por hecho.

– ¿Acostumbras hacer trabajar a tu secretaria hasta estas horas?

– ¿Ya fue demasiado para ti, Tara? ¿Después de todo te falta la madera necesaria?

– ¿Qué le pasa -insistió Tara, haciendo caso omiso a su pregunta-. A tu secretaria regular? -aclaró ante la expresión interrogante de Adam-. Jenny me dijo que está con licencia por enfermedad.

– Así que ya conociste a Jenny.

– Subió a verme. Tuvo la ocurrencia extraña de ir a darme la bienvenida, explicarme dónde está todo e indicarme algunos nombres que debo recordar -también se molestó en explicarle que Adam pocas veces intervenía en la conducción de los negocios de sus diversas empresas, dejando que los directores hicieran frente a los problemas diarios. Sólo participaba cuando lo estimaba necesario. Básicamente se ocupaba del desarrollo de nuevos proyectos.

– Ah, sí-Adam no se dejó amedrentar por la crítica implícita en el comentario de Tara-. Jane está… -se interrumpió y una sonrisa hizo brillar sus dientes blancos-. No debes preocuparte. Jane no sufre de un padecimiento contagioso -le aseguró al llevarla al ascensor.

Así que su cita para almorzar había sido con su secretaria. Evidentemente no estaba tan enferma.

– Tu comentario no es reconfortante, Adam. La desnutrición tampoco es contagiosa.

– El sarcasmo no te llevará a ninguna parte conmigo, Tara. Estoy consciente de que no has tenido tiempo para cenar y me encargaré de que nos suban algo. Podrás cenar cuando termines.

– Muchas gracias.

El ascensor privado los llevó al penthouse y Tara fue directamente a su oficina para empezar a trabajar. Estaba cansada, al igual que hambrienta y a punto de estallar en lágrimas. Eso no era frecuente en ella. Pero el día había estado lleno de tensiones, y si se permitía pensar demasiado en ello, se derrumbaría.

– ¿Cuánto más demorarás?

Mientras ella trabajaba, Adam se había quitado el traje y ahora usaba un deslavado pantalón de mezclilla que se ajustaba a sus piernas y caderas como una segunda piel.

– Un par de minutos -respondió Tara al mirar la impresora.

– Entonces, deja que la maquina termine sola -la tomó del brazo para levantarla y llevarla a sus aposentos, a otro mundo.

La sala era muy amplia. El suelo de madera pulida parecía extenderse por todas partes, interrumpido aquí y allá por tapetes persas y muebles que habrían podido exhibirse en una galería de arte moderno. Las ventanas en forma de arco en uno de los muros permitían contemplar las luces del valle del Támesis. Frente a ellos había una chimenea, en la que ardía un tronco enorme, flanqueada por dos óleos de Mark Rothko.

Tara se detuvo en la puerta, embebida por tanta belleza.

– ¿Y bien?

– Yo… -no podía hacer un comentario que sonara banal, por lo que sólo le brindó una sonrisa débil-. Sólo estaba preguntándome si me pedirás que pula los suelos en mis momentos libres.

– No tendrás un momento libre, Tara -los ojos de Adam brillaban revelando malicia.

– ¿Oh? -la sonrisa de la joven fue forzada-. No olvides que cobro por hora.

– Y a tarifa doble después de las seis de la tarde, a no dudar. Te garantizo que se te pagará y desquitarás hasta el último céntimo -le indicó Adam. Sus ojos bucaneros reflejaban la luz del fuego de la chimenea. O tal vez ella lo imaginó por la falta de alimento.

Como si le leyera la mente, Adam la llevó a una mesa dispuesta para dos y le retiró la silla.

– Sírvete, Tara -le indicó. Mientras ella llenaba dos platos, él sirvió el vino.

La joven comió despacio, saboreando cada bocado, hasta que, satisfecha, dejó escapar un suspiro.

– ¿Te sientes mejor? -inquirió Adam con tono divertido.

– Mucho -concedió ella. Con el estómago lleno, podía ser generosa.

– Transmitiré tus felicitaciones al chef.

– ¿No cocinaste tú? -preguntó ella con sorpresa fingida. Apoyó un codo sobre la mesa y el mentón en la mano, mirándolo con falsa inocencia-. Claro que no, qué tonta soy. ¿Para qué molestarte en cocinar si es evidente que eres el propietario del restaurante-bar?

– ¿Por qué, realmente? -Adam se levantó-. Ven a sentarte conmigo.

– No puedo. Hay que lavar los platos y desquitar cada céntimo, ¿te acuerdas? -ella recogió los platos en una bandeja y los llevó a la cocina. Adam la alcanzó y le quitó la bandeja de las manos.

– Deja eso, Tara -su sonrisa era provocativa-. El tiempo para comer estoy dispuesto a pagarlo, pero el de lavar tos platos, es cosa tuya -la tomó del brazo y con mano firme la llevó hasta la chimenea.

– ¡Es real! -exclamó ella, feliz, con alivio por e! pretexto de soltarse de los dedos de Adam y extender las manos hacia el fuego-. Pensaba que era uno de esos artefactos de gas.

– No me interesan las imitaciones, Tara -él esperó a que ella se instalara en un mullido sillón con forro de piel antes de entregarle un brandy y ocupar un sillón frente a ella-. De cualquier especie.

Tara tomó la copa con las dos manos y contempló el líquido ambarino un momento. Durante la cena, la velada había dejado de ser una reunión de negocios, reconoció. Ya no estaban en la oficina. Se encontraban en el penthouse de un atractivo… no, el término era demasiado suave para describirlo. No era experta en la materia, pero Adam Blackmore era el hombre más deseable y peligroso que hubiera conocido.

La velada sufrió un cambio gradual al alejarse de los negocios y ahora estaban sentados bebiendo brandy de una manera que insinuaba una peligrosa intimidad.

Tara dejó la copa y se levantó. Tal vez era una práctica regular entre él y su secretaria permanente, pero para ella había un límite hasta el que llegaría como sustituta de Jane. Era su secretaria temporal y no estaba dispuesta a asumir el papel de su amante.

– Iré a asegurarme de que la impresora no se ha trabado.

Adam la atrapó de una mano y con un movimiento rápido la sentó en su regazo. Sus ojos la mantuvieron cautiva bajo su poder.

– La impresora puede cuidarse sola -murmuró contra su piel, causando una vibración que recorrió todo su cuerpo, y Tara supo que si lo permitía, él se apoderaría de todo lo que ella estuviera dispuesta a darle y más.

Pero hubo algo demasiado calculador en la expresión de los ojos de Adam antes que los cerrara y ella se estremeció.

– Yo también, Adam, pero preferiría levantarme sin luchar.

El alzó la cabeza y Tara contuvo un jadeo al ver el deseo que brillaba en sus ojos a la luz del fuego.

Hacía mucho que no ansiaba abandonarse en los brazos de un hombre. Habían pasado casi siete años desde el fallecimiento de Nigel y durante todo ese tiempo nadie logró romper la concha que colocó para proteger su corazón.

Casi con pánico, trató de moverse, pero él la sostuvo con firmeza y a pesar de sus palabras valientes, ella supo que si él decidía mantenerla cautiva, no podría liberarse sin recurrir a extremos. También admitía la innegable verdad de que si él insistía en besarla, tal vez ella caería bajo su poder irremediablemente.

Adam la desafío con la mirada a que lo rechazara, a que ignorara el calor de su cuerpo contra ella, la forma en que su boca mostraba una insolencia sensual, invitándola a hacer el primer movimiento y arriesgarse al creciente deseo que había aparecido en el restaurante.

Qué difícil era para la joven ignorar el clamor que corría impaciente por sus venas y hacía vibrar su piel, rogando que la acariciaran los largos dedos, incluyendo al pulgar que ya estaba demasiado cerca del pezón que, traicionero, se insinuaba contra la tela del vestido.

Un momento más habría sido definitivo, pero sin advertencia previa, él se puso de pie, levantándola consigo, con lo que provocó una exclamación de sorpresa de parte de Tara. Con una sonrisa, Adam la depositó en el suelo suavemente.

– Tienes razón, Tara. Más vale revisar la impresora. Luego te llevaré a tu casa.

Las manos de la joven temblaban al tratar de poner los papeles en orden. Logró meterlos en una carpeta, que luego sostuvo como un escudo para defenderse de Adam cuando éste entró en la oficina.

– Vamos, se hace tarde -le indicó él, quitándole la carpeta para dejarla sobre el escritorio. La ayudó a ponerse el abrigo y sonrió al verla mantenerse alejada mientras se lo abotonaba con rapidez. Entonces solicitó el ascensor y cuando éste llegó, le sostuvo la puerta abierta para que pasara-. No te mostré todo el apartamento -expresó, manteniendo la puerta abierta.

– Creo que vi lo suficiente -murmuró Tara, sin atreverse a mirarlo a los ojos.

– Al menos por esta noche -confirmó él.

Caminaron en silencio por la calle desierta hasta el apartamento de la joven.

– Hasta mañana, Tara -se despidió él mientras le apartaba de la frente el mechón rebelde que nunca quería quedarse en su sitio.

Al sentir su roce, ella estuvo a punto de perder el control y lanzarse en sus brazos.

– ¿A qué hora me esperas mañana? -preguntó, apartándose.

– A la hora que llegues, cariño, encontrarás que ya estoy trabajando -manifestó él con tono insolente, consciente del efecto que provocaba en ella.

– ¿Esperas que te crea? -Tara se atrevió a lanzarle una sonrisa desafiante-. Estaré allí a las nueve. Un día de catorce horas es lo máximo que puedes esperar de mí.

– Ya veremos. Buenas noches, Tara -con un saludo militar, él se alejó y la joven cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, todavía sintiendo el calor de los dedos varoniles en la piel. Se regañó, molesta consigo misma. Adam Blackmore era un tirano que nada sabia de ella. Sólo la consideraba una sustituta de su secretaria en todos los sentidos. Pobre mujer. Bueno, ese no era su problema, se dijo, furiosa. Por atractivo y deseable que él fuera.

Se alejó de la puerta. Si quería dormir, necesitaba una bebida caliente. Y cada fibra de su ser necesitaba todo el sueño que pudiera obtener. Cada una de sus terminaciones nerviosas estaba alterada por el día pasado en presencia de Adam. Hizo una mueca al recordar los momentos que estuvo en el regazo de él luchando contra los impulsos que la hacían querer rodearle el cuello con los brazos y que la llevara a dar el anunciado recorrido por todo el apartamento.

– Vaya ayuda que resultaste -murmuró al tocarse el broche. Tomó una foto enmarcada de la cornisa de la chimenea y la miró con dureza. El rostro que le sonreía era demasiado joven, de otro mundo, cuando ella tenía dieciocho años y la vida era muy simple-. ¿Por qué tenía que ser él? -preguntó, pero la foto no respondió y la dejó en su sitio con un suspiro.

La luz indicadora de mensajes parpadeaba en el contestador automático, pero la ignoró. Podía esperar hasta que se preparara un chocolate, pensó. Puso la leche a hervir y fue a vestirse con el pijama.

Al dejar la taza de chocolate en la mesa, se dirigió al fin al aparato. Tal vez no era nada importante y podría esperar hasta la mañana, pero oprimió el botón de cualquier forma.

De repente, alguien llamó a su puerta con firmeza.

– Maldito hombre -protestó entre dientes al ir a abrir-. Adam, esto no es gracioso,… -se detuvo-. Jim.

– Tengo que hablar contigo -comentó él y entró en el apartamento antes que ella pudiera impedírselo.

La reproducción de la máquina contestadora empezó y se escuchó la voz de Beth

– Tara, Jim Matthews estuvo de nuevo en la oficina. El maldito me ofreció dinero para que le dijera dónde vives -se rió un poco-. Si no fuera tan miserable, tal vez habría aceptado. Olvidé mencionarlo cuando llamaste, pero considero que debes saber que no se ha dado por vencido -la máquina se apagó y empezó a rebobinar la cinta.

– ¿Tienes idea de qué hora es? -inquirió Tara, volviéndose hacia el hombre.

– Llevo toda la noche esperándote.

– ¿En dónde? No estabas frente a mi puerta cuando llegué -lo cual quizá era mejor. Adam no estaría complacido de tener que despacharlo dos días seguidos.

– Caminando de aquí para allá. He tenido tiempo de pensar en el tema para un libro. ¿Sabes lo inquietantes que son los ojos de los gatos cuando te miran en los callejones? Si fueran reales… ¿Tienes una libreta? Tengo que hacer algunas notas…

– ¡No! -Tara se estremeció-. Y no quiero saber nada de los horribles ojos de tus gatos. Ya es tiempo de que te des por vencido, Jim, y aceptes que no voy a regresar. Tendrás que encontrar a alguien más. No soy la única… -se detuvo cuando otra idea surgió en su mente-: ¿Cómo averiguaste dónde vivo? Estoy segura de que Beth no aceptó tu dinero, por mucho que le hayas ofrecido.

– Fue muy grosera, Tara. Me asombró oír un lenguaje como el suyo en una mujer -Jim fue a sentarse en el sofá.

– ¿Y bien? -le exigió ella.

– Siempre hay manera de averiguar las cosas. Solo tienes que usar el intelecto -encogió los hombros-. Sabes que escribí novelas de detectives durante un tiempo. Bueno, pues me dije que esto era el argumento de una novela. ¿Cómo averiguaría el detective dónde vive la heroína? ¿Es eso chocolate? -se levantó, fue hacia la mesa y bebió de la taza a pesar de las protestas de la joven-. ¡Maravilloso! Estoy congelado.

– No me sorprende. No tienes puesto tu abrigo -Tara puso los brazos en jarras-. No has contestado a mi pregunta.

– No fue difícil. Sólo acudí a la biblioteca y consulté los listados electorales.

– ¡Santo Dios! -realmente el hombre era insistente- ¿Cuánto tiempo te tomó?

– Wmm. No mucho. Sabía que no vivías lejos de aquí pues te vi caminar, aun bajo la lluvia. Pero debo reconocer que soy muy afortunado de que vivas en Albert Mews y no en Washington Lañe.

– Pues tu suerte se acabó, Jim Matthews. Si no te vas en este momento, tendrás que prepararte para… -un violento golpe a la puerta la interrumpió. Pensó que tal vez fuera su vecina con una emergencia-. ¿Qué diablos…?

Pero se trataba de Adam Blackmore, quien entró como tromba cuando ella abrió.

– Tara, ¿estás bien? -la tomó de los brazos y la miró con detenimiento-. Cuando llegué a casa, recordé el informe que preparaste y fui por él a la oficina -hizo una pausa para recobrar el aliento, ya que era evidente que había llegado corriendo-. Entonces vi al hombre que te molestaba anoche. Venia para acá. Sé que dijiste que no es de peligro, pero quise asegurarme…

Se interrumpió al notar un movimiento detrás de la chica, comprendiendo que no estaba sola. Dio un paso al frente para protegerla y se detuvo al ver la actitud despreocupada de Jim, quien estaba cómodamente instalado en el sofá, con los pies sobre la mesa para el café y la taza de chocolate en las manos.

Con los labios apretados, Adam recorrió la habitación con la mirada, apreciando cada detalle. Al fin la posó en Tara… el cabello negro suelto a los hombros, descalza, vestida para la cama…

– Estaba preocupado -sus ojos tan fríos como un glaciar se encontraron con los de ella-. Pero veo que no debí hacerlo -esbozó una sonrisa que no le llegaba a los ojos-. Te dije que él esperaría.

– Adam…

– Mis disculpas por la interrupción -murmuró él, mirando a Jim-. Te veré por la mañana, Tara -no había ninguna seguridad en sus palabras, ni en la forma en que cerró la puerta al salir.

Tara se volvió hacia el intruso, que, parecía tan inofensivo, tan insignificante, tan inconsciente del caos que había causado y el dolor que la invadía.

– Ciertamente, Jim Matthews -declaró con enojo-, eres el hombre más molesto que he tenido la mala fortuna de conocer -pero sus palabras no surtieron efecto. Jim Matthews poseía ese supremo egoísmo que no le permitía satisfacer más que sus propios deseos.

Y el daño estaba hecho. Molestarse con él jamás lo cambiaría. Pero cuando Jim repitió que debería casarse con él, ella estalló.

– ¿Es que no sabes escuchar? ¡No, no y no!

Algo en su expresión al fin pareció alcanzarlo, pues no discutió, cuando Tara insistió en que debía marcharse. Quizá debió hacerlo prometer que no volvería, pero estaba demasiado cansada y tal vez de nada serviría.

Capítulo 3

EL agotamiento le facilitó conciliar del sueño. Sin embargo, Tara tuvo que obligarse a abordar el ascensor privado de Adam Blackmore para que la llevara, demasiado rápido, al piso veintiuno a la mañana siguiente.

Hizo una aspiración profunda y alzó el mentón. Era inútil demorar el momento. Había hecho su mejor esfuerzo, pero hay ocasiones en las que las cosas jamás podrán resultar. Llamó a la puerta de la oficina de Adam y entró. Estaba vacía, lo que fue una gran decepción.

Molesta, fue a su propia oficina para encontrar en su escritorio una pila de correspondencia y una nota autoadherible fijada al monitor de su computadora. "Adelante, Tara. Te veré más tarde", era el mensaje escueto. Revisó la agenda de Adam, pero no halló alguna anotación que le indicara dónde podría estar él.

Con el abrecartas, atacó la correspondencia, clasificándola. Parte de la misma ella podría contestarla, por su cuenta; para el resto, Adam tendría que darle instrucciones. Le llamó la atención especialmente un recibo de una clínica privada de Londres por haber atendido a la señora Jane Townsend. Esto, más que todo, necesitaría la atención personal de Adam, se dijo.

El teléfono sonó varias veces, sobresaltándola en cada ocasión pues creía que era Adam. Tomó mensajes, contestó preguntas cuando le fue posible y en caso de no poder hacerlo, averiguó quién podía atender el asunto. Poco a poco se daba cuenta de la magnitud del grupo empresarial controlado por Adam.

Estaba inmersa en la lectura del informe financiero anual del grupo cuando algo la hizo levantar la mirada.

Le fue imposible saber cuánto tiempo llevaba Adam observándola desde el marco de la puerta que comunicaba sus oficinas, pero su actitud le indicaba que ya tenía allí un rato.

– ¿Un poco de lectura durante tu hora del almuerzo? -preguntó él con tono burlón.

– ¿Ya es hora del almuerzo? -sorprendida, Tara miró su reloj-. No me di cuenta de que era tan tarde. La mañana ha pasado muy rápido.

– ¿De veras? Me alegro de que no te hayas aburrido. Trae tu libreta, me aseguraré de mantenerte ocupada el resto del día.

Tara le entregó la correspondencia y le dio los mensajes.

– ¿Esto es todo?

– Me hice cargo de la correspondencia de rutina. En la carpeta encontrarás copia de lo que ya contesté.

– Asumes demasiadas responsabilidades -comentó Adam al revisar la documentación.

– Me indicaste que siguiera adelante. Si quieres una simple mecanógrafa, la tendrás aquí en una hora.

– No lo dudo -murmuró Adam sin dejar de revisar la correspondencia-. Pero, por el momento seguiremos como estamos. Un día no es suficiente para saber sí llenas todos los requisitos, ¿no te parece?

Tara apretó los labios. ¿Qué era lo que el hombre quería? ¿Sangre?

– ¿Podrías darme una idea del tiempo que se requiere? Tengo un negocio que atender, recuérdalo.

Adam la contempló un largo momento, como si pudiera leer hasta el fondo de su alma. Luego regresó la vista a sus papeles.

– Hasta que Jane regrese.

Ella sintió que el calor invadía sus mejillas y bajó la vista a su libreta. La hora siguiente la pasaron en firme concentración hasta que fueron interrumpidos por una llamada en el teléfono privado de Adam, quien escuchó un momento e hizo una señal para que Tara se retirara.

– Eso es todo por el momento -le indicó.

Con un suspiro de alivio, la joven regresó a su escritorio.

– Tara -el llamado unos minutos después la sobresaltó-. Haz reservaciones para dos personas en un vuelo a Bahrein para el martes de la semana próxima.

– ¿En dónde quieres alojarte? -buscó libreta y lápiz.

– Nuestros anfitriones se encargarán de eso. Sólo ocúpate de los vuelos.

– De acuerdo. ¿Quién te acompañará?

– Tú, querida.

Por la excesiva presión, Tara rompió la punta del lápiz sobre el papel.

– ¿Sucede algo?

– No -Tara pasó saliva con dificultad-. Claro que no.

– No creí que fuera un problema -Adam sonrió. Tu deseo de trabajar para mí debe de ser muy fuerte. Me preguntó cuánto estás dispuesta a soportar.

– Supongo que hasta el viaje a Bahrein -le espetó ella, cortante-. Pensaba que Jane estaría de regreso la semana próxima.

– Me conmueve tu actitud -manifestó él con ironía-. Pero no tienes por qué preocuparte. Lo de Jane no es grave, aparte de su presión que está un tanto elevada. No está enferma, Tara. Está embarazada.

– ¡Embarazada! Creía… -la joven se interrumpió. Lo que creía era tan absurdo, que ni siquiera encontraba la palabra para describirlo. El alivio la hizo sonreír-. Esa es una buena noticia. ¿Estás seguro?

– Lo estoy, Tara, ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada en especial. Sólo que trabajando para ti… bueno, no imagino cuándo encontró el tiempo.

– ¿No? -la sonrisa de Adam era malévola-. Me ofrecería a hacerte una demostración en este momento, pera me temo que tengo una reunión a la que no puedo faltar.

– Estoy aquí como tu secretaria temporal -le recordó ella, ruborizada-. No tengo que probar si reúno "requisitos" en otros ámbitos, aun cuando caigan en el rubro de "tiempo extra" -antes que terminara de hablar, Tara supo que cometió un error.

Molesto, Adam se acercó a su escritorio y le levantó el mentón.

– Estás muy equivocada en ese sentido, Tara. En este puesto, el sexo cae en la misma categoría que lavar la ropa. Lo harás en tu tiempo libre -sus labios se posaron sobre los de ella con brutal determinación. La joven luchó un instante, mas estaba atrapada por su propia silla y la traicionera disposición de sus labios a corresponder a la caricia. Pero cuando comenzaron a abrirse, él se separó con la furia reflejada en sus verdes ojos y caminó de prisa hacía la puerta, donde se detuvo con la respiración agitada, como si acabara de subir los veintiún pisos corriendo por la escalera.

– Recuérdame deducir eso de tu factura.

Tara permaneció inmóvil en su asiento por lo que le pareció una eternidad. Alargó una mano hacia el auricular y luego la retiró despacio. Ya bastantes preocupaciones tenía Beth sin que su socia la usara como paño de lágrimas. El viaje a Bahrein seria por negocios. Adam no pudo indicárselo con mayor claridad. Y hasta que tuviera asegurado el contrato, ella tendría que mantener fría la cabeza y la lengua sujeta. Ya no habría más cenas en el penthouse. No haría más comentarios tontos que dieran a Adam la oportunidad de probar sus afirmaciones como acababa de hacerlo. Se tocó los labios, que todavía vibraban por el asalto que acababan de sufrir. Sería fácil: Sólo tenía que pensar en Jane.

"Embarazada". Recordó la convicción con la que Adam había pronunciado la palabra. Estaba absolutamente seguro. Era probable que Jenny Harmon lo supiera, pero no le comentó nada a ella, únicamente dijo que la secretaria permanente estaba ausente por enfermedad. Solo había un motivo por el cual guardar el secreto, por el cual Adam pagaba una clínica privada. Un largo suspiro escapó de sus labios y se obligó a moverse. No era de su incumbencia. Jane no era la primera secretaria que tenía relaciones con su jefe, aun cuando no muchos esposos están dispuestos a guardar las apariencias cuando hay un bebé de por medio. A menos que el esposo de la mujer ya no fuera parte de la ecuación y sólo aguardaban el divorcio para que Jane se convirtiera en la señora de Adam Blackmore.

– No es de mi incumbencia -se repitió en voz alta. Tendría que olvidar que él la besó. Que eso despertó en su interior anhelos largamente adormecidos. El beso no significó nada para él, se dijo, furiosa. El hecho de que Adam fuera capaz de provocar una respuesta tan ávida de su parte sólo era debido a su experiencia. Quizá practicaba en todos sus momentos libres. Con Jane.

Primero tenía que encargarse de los billetes de avión, se recordó. Contempló sus manos, que apretaba con fuerza sobre su regazo. Al abrir los dedos doloridos, se preguntó cuánto tiempo llevaría sentada allí. Demasiado. Tenía un trabajo que hacer y debía sacarlo adelante.

Al tomar el teléfono, otra idea acudió a su mente. Adam le había dicho que tendría que quedarse allí hasta que Jane regresara.

– ¡Santo Dios! -gimió. Podrían pasar meses enteros. La situación empeoraba por momentos y a menos que abandonara la oficina, no había otra solución.

– ¿Cómo es él? -Beth estaba arrellanada en el sofá, sosteniendo un tarro de café en las manos para calentarse los dedos. Tara se sentó en un sillón frente a su amiga y aprovechó el momento para ordenar sus pensamientos y responder con cuidado.

– Es… difícil.

– Eso es interesante -Beth frunció el entrecejo-. Yo habría pensado que el hombre al que no puedas domar con tu eficiencia aún no había nacido.

– Te olvidas de Jim Matthews. Tal vez ya estoy perdiendo habilidad.

– Jim no cuenta.

– Tal vez no. No deja de ser original, después de todo. Pero Adam Blackmore también es original.

– ¿Tan original como para no estar casado?

– Oh -Beth rió-. ¿Tienes planes al respecto?

– No seas ridícula -protestó Tara y alzó de su taza para ocultar su expresión.

– Solo era una broma -insistió Beth entre risas antes de ponerse seria-. No fue mi intención entrometerme.

Tara comprendió lo cerca que estuvo de delatarse.

– Al menos no hay señales de una señora Blackmore en el penthouse -señaló antes de sonrojarse por la expresión de Beth-. Trabajé hasta tarde anoche y él me dio de cenar.

– Qué amable de su parte -comentó Beth con tono seco, pero se compadeció de su socia y cambió de tema-: ¿Cuánto tiempo estarás trabajando para él?

– No lo sé -respondió Tara con alivio-. Al menos durante dos semanas. Iremos a Bahrein la semana próxima. ¿Podrás hacerte cargo sola de la oficina?

– Tendré que hacerlo, cariño. El gerente del banco me citó para una de sus breves charlas esta tarde. Está inquieto por el sobregiro. Afortunadamente logré calmarlo con nuestros brillantes proyectos futuros -al notar la preocupación de Tara, agregó-; ¿Todo saldrá bien?

– Claro que todo saldrá bien. Sólo estoy cansada. Jim se apareció por aquí anoche y me costó trabajo despacharlo -no ahondó en el tema. No cansaría a Beth con el relato de cómo apareció Adam para defenderla, decidió. Su comentario hiriente de esa tarde aún hacía que le ardieran las orejas.

El no había hecho referencia al principio a su inesperada llegada al apartamento la noche anterior. Parecía haber decidido que las habilidades como secretaria eran más importantes que la urgencia de despacharla con cajas destempladas. Durante un rato ella abrigó la esperanza de que él decidiera olvidar el incidente, pero fue en vano.

Ella hizo todo lo que le pidió sin objeciones: revisó un informe financiero tantas veces, que los números ya se encimaban ante sus ojos; fue por su ropa a la tintorería; preparó cientos de tazas de café y en general fue tratada como una secretaria inexperta. A las seis y media, todo parecía estar a satisfacción de Adam, si bien jamás se molestó en siquiera darle las gracias.

– No hay nada pendiente, Adam. Me retiro.

El la hizo esperar un minuto antes de levantar la vista. Tara aceptó ese último insulto sin decir palabra hasta que él se dignó a mirarla e hizo un movimiento con la mano para despacharla.

– Así es, Tara. Creo que no hay nada que necesite de ti. Corre a tu nidito de amor -el gesto y las palabras llevaban toda la intención de lastimarla.

La joven se aterrorizó del daño que le hicieron. Se creía inmune a las insinuaciones sexuales de él. Conocía la reacción de hombres como él que tomaban el sereno y eficiente aspecto de ella como un desafío a su virilidad. Pero Adam la sorprendió con la guardia baja y, sin clemencia, aprovechó la situación. Y, desde entonces, seguía haciéndolo.

– ¿Tara?

– Lo lamento, Beth. ¿Qué decías?

– Sólo que creía haberte librado de él anoche. -¿De él? -Tara necesitó un momento para comprender a quién se refería Beth-, Oh, de Jim. Por desgracia no fue así. Pero me interesaría saber qué fue lo que le dijiste. Confesó estar asombrado por el lenguaje que usaste con él.

– Es evidente que no fue suficiente -comentó Beth con acidez-. Pero le dije que si volvía a aparecerse en la oficina, llamaría a la policía.

– ¡Imposible! -exclamó Tara, alarmada-. Prométeme que no lo harás. Piensa en la mala publicidad que eso nos redituaría.

– Tal vez tengas razón -concedió Beth antes de reír-. Al menos ahora podré decirle que has salido del país. Eso hará que se aleje.

– Sólo si no le dices a dónde he ido. De otro modo, es capaz de seguirme.

– Quisiera poder inspirar en alguien una devoción como esa.

– No es cierto -"si supieras lo cerca que nos puso Jim de perder el contrato con Adam", pensó Tara. Se está convirtiendo en una molestia.

– ¿Qué? -Beth la estudiaba con atención.

– Nada. Yo… -no podía comentarle a Beth sus temores-. Quisiera no tener que hacer ese viaje, eso es todo.

– No seas tonta. Me las arreglaré sola… Oh, ya veo, no se trata de eso. ¿Ha tratado el asombroso señor Blackmore de propasarse contigo?

– ¿Cómo sabes que es asombroso? Nunca mencioné…

– El Financial Times publicó una artículo sobre él hace unas semanas. La fotografía no era muy buena, pero cumplía su cometido. No evadas mi pregunta, ¿Lo ha hecho?

– No. Bueno… sí -Tara alzó los hombros-. Para ser sincera, no estoy segura.

– Sé que estás un tanto fuera de práctica, cariño, mas no es tan difícil decirlo.

– Era como si estuviera poniéndome a prueba, pero… -movió la cabeza. De ser así, ¿por qué había ido a rescatarla? Se obligó a sonreír, confiada-. No volverá a hacerlo.

– De acuerdo, entonces.

– Sí, será sólo por negocios -aseguró Tara, sabiendo que su socia se burlaba de ella.

– Por supuesto.

– ¿Quieres dejar de hacer eso?

– ¿Qué, Tara?

– Lo sabes bien. ¿Crees que debí alentarlo?

– No soy yo quien debe decirlo -Beth apretó los labios.

– Entonces, ¿por qué tengo la impresión de que vas a hacerlo de todas maneras?

– No tengo idea. A los veinticinco años, tienes la edad suficiente para decidir si debes enamorarte o no.

– No seas ridícula.

– Nada ridículo hay en enamorarse. Duele. Quieres que se detenga, pero eso no ocurrió. Escucha la voz de la experiencia.

– Sé todo lo referente a enamorarse, Beth. Lo que Adam Blackmore quiere, nada tiene que ver con el amor. Al menos no del amor "hasta que la muerte los separe"-y ese era el único amor que a ella le interesaba.

La mirada de Beth fue a la foto sobre la chimenea.

– Te refieres a que no es un adolescente sino un adulto y no se; conformará con tomarte de las manos y mirarte a los ojos, por hermosos que sean – Beth encogió los hombros-. Entonces, toma las" precauciones debidas y diviértete. Cuando te rompa el corazón, al menos sabrás que estás viva -concluyó. Tara palideció y Beth se levantó para ir a tomar a su amiga de las manos-. Lo lamento, mi boca habla antes de conectarse con la mente. Una vez más -Tara sólo movía la cabeza sin poder hablar-. Será mejor que me vaya -Beth pensó en agregar algo más, pero decidió en contra-. No te preocupes por la oficina. Todo está bajo control.

Tara también estaba bajo control. Se mantuvo demasiado ocupada para preocuparse de los motivos de Adam durante los días siguientes. Al menos él había dejado de tratarla como a una secretaria inexperta y la carga de trabajo previa al viaje fue tal, que ninguno de los dos tuvo tiempo para enfrentamientos verbales. Ella tampoco se quejaba de las horas adicionales de labores. Por el contrario, se alegraba de poder mostrarle a Adam de lo que era capaz.

Ya era tarde el lunes cuando llevó la carpeta que contenía las propuestas a la oficina de Adam. Este apartó la vista de su terminal de computadora y se volvió con el entrecejo fruncido.

– ¿Qué haces aquí? Creí que te habías ido hace varias horas.

– Dijiste que querías los documentos esta misma noche. Acabo de terminar de ordenarlos.

– Muy bonitos, pero mañana habría estado bien -comentó él con tono indolente, sonriendo al ver los labios apretados de Tara, única muestra visible de su enojo. Los dos sabían que su avión despegaba antes de las diez-. ¿Ya cenaste?

– ¿Cenar? -la pregunta era como si Tara no conociera el significado de la palabra.

– Parece que no -comentó él con tono seco-. Me alegro. Lo harás conmigo.

Tara se retrajo, furiosa por haberse delatado con una sola palabra, revelando el efecto que Adam provocaba en ella.

– En realidad no creo que deba hacerlo. Tengo que ir a casa a preparar mi maleta.

Adam pareció no oírla, o fingió no hacerlo. Apagó la computadora y rodeó el escritorio, sin dar muestras de verla dar un paso atrás.

– Me alegro de que todavía estés aquí. Quiero revisar los últimos detalles del viaje, así que puedes llamarla una cena de trabajo. Estoy seguro de que tu novio comprenderá. Tendrá que cocinar su propia cena.

– Si te refieres a Jim, te aseguro que él cocina su propia cena todas las noches.

Después de hacerla retroceder hasta el muro, Adam tomó el abrigo de ella del perchero, la envolvió en él y fue a solicitar el ascensor.

– Entonces, ¿no vive contigo?

– ¡No, no vive conmigo!

– En ese caso, me aseguraré de que nuestra gente de seguridad vigile tu apartamento en tu ausencia.

– No hay necesidad.

– Yo seré quien determine eso.

– Gracias -ella estaba demasiado cansada para discutir. Llevaba tres días trabajando a toda su capacidad y lo único que quería era irse a dormir.

El ascensor los dejó en el vestíbulo del edificio y por la escalera eléctrica bajaron al nivel de la calle para entrar en el restaurante-bar. La camarera rubia espigada tomó sus órdenes y desapareció.

– ¿Alguna vez has estado en el Medio Oriente, Tara? Es interesante -agregó Adam ante la negativa de ella-. La gente es muy amistosa, en especial los hombres. Te vendrá bien. Tal vez hasta consigas… algunos clientes.

– ¿Cómo le rompiste la nariz, Adam? -preguntó ella después de mirarlo airada.

– No fue un marido enfurecido, si eso es lo que estás pensando -él se frotó la nariz.

– No, más bien esperaba que fuera una secretaria enfurecida -ella se puso de pie-. Todavía puede ocurrir. Me temo que esta noche tendrás que comer los dos filetes, Adam. De pronto perdí el apetito.

Salió del restaurante apresuradamente y una vez en la calle empezó a correr, desesperada por llegar a casa, apenas consciente de las lágrimas que amenazaban con escapar de sus párpados.

– ¡Maldito, maldito, maldito! -se apoyó contra la puerta de su apartamento. ¿Por qué diablos tenía que tratarla como si fuera una cualquiera? Nada había hecho ella para merecerlo. Nada, excepto responder a su beso esa primera fatídica noche.

Con un sollozo buscó la llave en su bolsillo. No la encontró. Desolada, gimió. Estaba en su bolso de mano y éste se encontraba sobre su escritorio en la oficina. Bajó la escalera y fue a llamar a la puerta de su vecina. No obtuvo respuesta. Con seguridad la susodicha regresaría tarde. Bravo por su decisión de dejarle un juego de llaves a la vecina para una emergencia.

– ¡Esta es una emergencia! -gritó, golpeando la puerta con violencia. Necesitaba desahogar su frustración.

Con renuencia, se obligó a regresar al restaurante y se sentó frente a Adam.

– ¿Cambiaste de opinión? -preguntó él con una sonrisa burlona.

– No, no lo hice. Dejé mi bolso en la oficina. No es gracioso -protestó ante la risa de Adam.

– Sí lo es. Es un alivio que la perfecta… la infalible señorita Lambert sea capaz de olvidar algo.

– Si no me hubieras sacado tan rápido de la oficina…

– No importa -la interrumpió él-. La caminata debe de haberte despertado el apetito.

– Sólo quiero mi bolso, Adam.

– Entonces, tendrás que sentarte a verme cenar. Me parece una lástima dejar esto -los alimentos llegaron en ese momento, demostrando que Adam no se molestó en cancelar la cena de Tara, seguro de que regresarla.

– ¿Vas a mantenerme aquí contra mi voluntad? -inquirió la joven.

– Por supuesto que no. Estás en libertad de hacer lo que quieras -Adam tomó el tenedor con una sonrisa socarrona-. Te llevaré tu bolso cuando termine.

– No tienes que dejar tu cena. Sólo préstame tu llave del ascensor.

– Vaya, vaya. Este sí que es un cambio. Por norma, no te cansas de estar a mi lado.

– Eres insufrible, Adam Blackmore -siseó Tara.

– Lo sé -respondió él con una sonrisa cínica-. Y no tienes idea de la alegría que me produce verte sufrir. Lo tolerabas tan bien, con tanta nobleza, que estaba a punto de perdonarte. Es una lástima que lo arruinaras todo con este arranque temperamental. Ahora tendrás que empezar de nuevo.

– ¡No he hecho algo de lo que debas perdonarme!

– ¿No? Pues en ese caso considéralo una grave caso de envidia. Yo tuve que esforzarme mucho para iniciar mi negocio, Tara. No tenía unos ojos castaños y una boca que enloqueciera a cualquiera para ganarme un sitio en el consejo directivo -creyendo haberla hecho callar por fin, continuó-: Te daré tu oportunidad. Te la habría dado si hubieras llamado a mi puerta y hablado conmigo. Todo el mundo merece eso. Pero tú trataste de usar un camino corto y ahora tendrás que esforzarte al doble para demostrar tu rabia.

Tara parpadeó. Ya creía estar haciéndolo. Sabía que era demasiado tarde para explicarle lo de Jim. Demasiado tarde para explicar cualquier cosa. Sólo empeoraría la situación, si es que eso era posible. Pero ella se había metido en el lío y la única forma de salir era con su trabajo, y a eso nunca le tuvo miedo.

– Trato hecho, Adam Blackmore -tomó el tenedor y el cuchillo, y al cortar el primer trozo del filete, descubrió que estaba muerta de hambre. Lo que Adam Blackmore hiciera con Jane, no era de su incumbencia, se dijo. Siempre que él aceptara que su relación no era más que por negocios, podría salir adelante. Las lamentaciones eran inútiles, así que durante la cena se concretó al hablar del inminente viaje.

– ¿Por qué Bahrein? -preguntó, permitiendo que Adam rellenara su copa-. Me parece un camino demasiado largo para encontrar financiamiento para una planta manufacturera al norte de Gales.

– Al contrario. Muchos de los bancos se establecieron allí cuando Beirut fue destruida. Hay mucho dinero proveniente del petróleo que busca caer en buenas manos.

– Yo había creído que estaría feliz en algún banco suizo -comentó Tara.

– ¿Qué sabes de cuentas bancarias en Suiza? -preguntó Adam, divertido.

– Nada. Bastantes dificultades tengo para mantener tranquilo a un simple gerente de sucursal aquí en casa.

– No deberías decirme cosas como esas -le reprochó Adam con el entrecejo fruncido-. Esa no es la manera de hacer negocios. Si supiera que estás desesperada por conseguir trabajo, podría decidir presionarte para que bajes tus tarifas.

– Podrías intentarlo -lo retó Tara, impetuosa. Dos copas de clarete coadyuvaban a relajarla.

Adam se reclinó en su silla y la sometió a un minucioso examen. Ella le sostuvo la mirada sin titubear, aunque debió hacer un gran esfuerzo.

– No hace mucho que estableciste tu negocio -comentó él. Ella misma se lo había dicho-. La recesión actual debe de haberte afectado y los bancos pequeños siempre son muy miedosos cuando las cosas se ponen difíciles -lo que decía era verdad y Tara logró controlar su lengua. Ya había hablado de más-. Me pregunto qué tan difícil será para ti. No me costaría trabajo averiguarlo y hacerte bajar tus tarifas al mínimo -sonreía de modo malévolo-. Pero seré generoso -se inclinó al frente y de pronto Tara ya no pensó en cuestiones de trabajo, sino en las facciones de él-. Puedes firmar ya el contrato conmigo, Tara, para que regreses a tu seguro pequeño mundo…

– ¿Sí? -Tara aguardaba el coup de gráce.

– Si reduces tus tarifas en un diez por ciento.

Fue como si le hubieran arrojado un cubo de agua helada en la cabeza. Adam no tenía por qué envidiar sus ojos castaños. Poseía el atractivo suficiente para cautivar a cualquiera que tomara desprevenido. Pero ese era un juego y ella debía sonreír. Y entre risas, rechazar una oferta que una semana atrás tal vez habría aceptado, antes que empezara a trabajar para él. Ahora lo haría pagar todo lo que la había hecho pasar. Hasta el último céntimo.

Colocó un codo sobre la mesa y apoyó el mentón en la mano, negándose a esquivar la mirada penetrante de Adam.

– Muy generoso de tu parte. ¿Y qué estás dispuesto a ceder a cambio de la reducción? ¿Diez por ciento menos en eficiencia, o en la jornada de trabajo?

– ¿Se trata de una negociación, entonces? -Adam rió-. ¿Tan confiada estás?

– Tengo motivos para estarlo y tú nada tienes que perder, Adam -pero ella sí. Su paz mental, una cierta tranquilidad que si bien no era tan atractiva como antes, tenía que ser más segura que el viaje en la montaña rusa emocional en la que se montaba cuando él se proponía conquistarla con su atractivo-. Pero creo que debemos poner un límite de tiempo a este período de prueba. No sería bueno para tu negocio el mantenerme indefinidamente como tu rehén, ¿no te parece?

Adam correspondió a su sonrisa.

– ¿Vamos por tu bolso? Dijiste que querías volver a casa para preparar tu maleta.

– En efecto -el cambio de tema no la preocupaba. No esperaba una respuesta inmediata, pero ella había establecido su posición. Adam le retiró la silla y la llevó á la puerta del restaurante.

– A propósito, necesitarás llevar un vestido de gala. Debí decírtelo antes, pero estoy seguro de que tendrás algo clásico y conveniente en tu guardarropa para cubrir cualquier eventualidad.

La descripción perfecta de su guardarropa la irritó. Claro que ella mantenía un vestuario sobrio. Nadie quiere una secretaria deslumbrante, pero él lo hacía parecer un defecto- Como si no tuviera imaginación.

Rescató su bolso da la oficina y se aseguró de tener la llave a la mano.

– Te veré por la mañana, Adam. Gracias por la cena.

– Ya es tarde. Te acompañaré a tu casa.

– ¿Acostumbras llevar a Jane a su casa? -preguntó ella, impulsiva.

– No hay necesidad… -el timbre del teléfono empezó a sonar en ese momento-. Espérame -le pidió al levantar el auricular-. Adam Blackmore -una sonrisa cálida iluminó sus facciones-. ¡Jane! ¿Lo hiciste? Bajé a cenar algo con tu sustituía al restaurante -volvió la mirada a Tara-. No tienes competencia, princesa. Usa las faldas demasiado largas -rió por algo que Jane comentó y de pronto adoptó una actitud seria-. ¿Qué te dijo el galeno? -se sentó en la orilla del escritorio y Tara se volvió para dirigirse apresurada hacia el ascensor. Las puertas se abrieron de inmediato y a pesar de oír que Adam la llamaba, no volvió la vista atrás y oprimió el botón para bajar al vestíbulo del edificio.

Por segunda ocasión esa noche, corrió y no paró hasta que la puerta de su apartamento estuvo debidamente asegurada.

Sabía qué tipo de hombre era Adam Blackmore. Un individuo inclemente de mente estrecha que la usaría y descartarla cuando, mejor le conviniera. Era una tonta por pensar en él, se reprendió. Pero la feroz punzada de dolor que la perforó cuando le dijo que Jane no necesitaba ser acompañada para regresar a casa era intensa. Golpeó el muro con la mano y reprimió las humillantes lágrimas. ¿Cómo pudo ser tan estúpida al mencionarlo? Jane era la secretaria perfecta. Una que nunca volvía a casa.

El teléfono empezó a sonar de pronto y ella supo que era él. Nadie más la llamaría a esa hora. Por un momento pensó en dejar que la contestadora se hiciera cargo, pero levantó el auricular a tiempo. Si él creía que aún no había negado a casa, iría a buscarla y ella no tenía intenciones de enfrentarse a él en ese momento.

– Tara Lambert -no obtuvo respuesta-. ¿Hola?

– Eso ya parece más amistoso. Sólo quería asegurarme de que hubieras llegado a salvo. ¿Por qué no me esperaste para que te acompañara?

– No era necesario. Todas las noches regreso sola a casa.

– ¿A las once de la noche?

– Bueno, no -concedió ella-. Pero tampoco soy esclavizante como tú eres. Y sé cuidarme sola -agregó ante el silencio al otro extremo de la línea.

– ¿Ah sí? -la voz de Adam la hizo vibrar-. Deberé recordar eso. Pero más te vale que tengas a alguien a la mano la próxima ocasión que necesites un caballero andante. -¡Vaya caballero andante! -jadeó la chica.

– Mejor que el que imaginas, señorita Tara Lambert. Mejor que el que mereces.

– ¿Cómo te atreves a juzgar lo que merezco? No sabes nada de mí. ¡Nada! Y quisiera que dejaras de llamarme señorita Lambert con ese tono condescendiente.

– No estoy…

– Si vas a usar ese tono condescendiente, al menos úsalo correctamente -su voz se rompió en un sollozo-. Es "señora Tara Lambert" -colocó el auricular en su sitio y dejó escapar un suspiro estremecedor. Estúpida. ¿Por qué había hecho eso? ¿Sólo por anotarse un punto a su favor? Un punto insignificante. El teléfono volvió a sonar, pero lo ignoró. Cuando la máquina contestadora se activó, quien llamaba cortó la comunicación. Tara se preguntó si Adam iría a derribar su puerta, pero era poco probable.

Se volvió a ver la foto sobre la repisa de la chimenea. -Lo siento, Nigel -murmuró, aun cuando no sabía por qué se disculpaba.

Se metió en la tina y no salió del agua hasta que ésta se enfrió. Luego vio la maleta vacía sobre la cama. Tendría que viajar con él si todavía la aceptaba. Ya era demasiado tarde para entrenar a alguien más. Ella era una profesional y se enorgullecía de su trabajo. Eso era lo único que le quedaba: su orgullo.

Guardó su ropa apropiada para la oficina, y luego la ropa interior, no tan modesta. Tomó el traje de baño en las manos y encogió los hombros. No sabía si tendría tiempo para nadar, pero había lugar en la maleta. Luego examinó sus vestidos de gala. Tenía dos buenos, uno negro, elegante, clásico, aburrido; el otro era de seda brillante, color escarlata, como una amapola oriental. Metió éste en la maleta.

Capítulo 4

EL anuncio de abordar el avión para el vuelo a Bahrein apareció en el monitor y con un suspiro de alivio, Tara se dirigió hacia la puerta indicada.

Adam apenas si había cruzado palabra con ella desde que fue a recogerla esa mañana. Como de costumbre, ella vestía con la mayor discreción con el cabello recogido en el moño de rigor. Discreta hasta la invisibilidad.

Adam vestía ropa apropiada para el viaje, lo cual ella habría hecho de no necesitar la armadura que le brindaba su ropa de trabajo. Sin decir palabra, él estudió sus facciones con tanta intensidad, que la sonriente fachada de Tara casi se derrumba.

El silencio se prolongó tanto, que cuando Adam habló, la sobresaltó.

– ¿Vendrá, entonces? ¿No se opondrá el señor Lambert? -se asomó por encima del hombro de ella, desafiándolo a que hiciera acto de presencia.

– El señor Lambert no está en posición de oponerse -le indicó ella en voz baja.

– Entonces, será mejor que partamos -sin más, Adam tomó la maleta y bajó hasta el auto con chofer que los llevaría al aeropuerto.

Tara lo siguió y se acomodó en el asiento posterior con la esperanza de que él ocupara el asiento junto al chofer. Esperanza inútil. Adam fue a sentarse a su lado, extendió las piernas y cerró los ojos.

Alguien debía hacer el esfuerzo por establecer una relación normal, o el viaje sería una pesadilla, reflexionó la joven, así que comentó:

– El vuelo saldrá a tiempo, ya lo comprobé.

– Eficiente como siempre, señora Lambert.

– Por favor, no…

– ¿Por qué no? -preguntó él con tono hiriente y tan helado como sus ojos-. Sólo respondo a su petición.

Tara no replicó y aparentemente satisfecho, Adam volvió a cerrar los ojos. Hicieron el trayecto al aeropuerto en silencio absoluto y cumplieron con los trámites de aduana sin complicaciones.

Adam titubeó un instante al entregarle su pasaporte, poniendo atención al espacio donde aparecía el "Señora Tara Lambert" escrito con excelente caligrafía en el espacio adecuado. Observó un instante su rostro pálido. El exabrupto de ella de la noche anterior al menos la libró de la situación embarazosa que se habría producido si él se hubiera enterado allí en público. Pero si ella le explicaba en ese momento que era viuda, sólo provocaría su lástima y eso era lo último que quería de él, se dijo con tristeza. El desagrado que manifestaba por ella era mil veces mejor.

– ¿Quiere un café?

El amable ofrecimiento la sorprendió.

– No, gracias -Tara se encaminó hacia un exhibidor de libros y revistas-. Sólo compraré algo para leer -suponía que jamás podría concentrarse en la lectura, pero un libro haría más tolerable el silencio del largo viaje.

Su mirada se detuvo ante una portada llamativa y Adam arqueó una ceja y tomó el libro.

– Nunca hubiera imaginado que este es su tipo de lecturas, señora Lambert. ¿Quiere este libro?

– Ya lo leí, muchas gracias. De pasta a pasta al menos veinte veces.

– ¿En serio? Adam mantuvo el ejemplar en la mano-. Tengo que leerlo. Con seguridad me dará algunas pistas.

– Dije que lo leí, no que me gustara.

– Todavía más interesante -él le dio vuelta al libro y leyó la contraportada con el entrecejo fruncido; luego señaló el exhibidor-. ¿Encontró algo que le agrade?

– No, gracias, creo que llevaré una revista -tomó dos revistas casi sin fijarse en las portadas y fue a reunirse con Adam, quien ya la esperaba en la caja. Ella se las entregó, esperando en cualquier momento el comentario hiriente acostumbrado, pero él ni siquiera prestó atención a lo que ella eligió. El anuncio de su vuelo por los altavoces fue una interrupción oportuna que los obligó a dirigirse a la puerta de abordaje.

La azafata los instaló en sus asientos. Era la primera ocasión que Tara volaría en primera clase y la amplitud de los asientos la sorprendió. Cuando despegaron, la joven miró a su alrededor con interés.

– ¿Es la primera vez que vuela? -preguntó Adam, observándola.

– No, pero esto es muy diferente a unas vacaciones en paquete a Grecia.

– ¿Allí fue a donde la llevó el señor Lambert en su luna de miel? -inquirió él en un tono tan casual, que Tara creyó no haberlo oído bien.

– ¿Perdón?

– El viaje a Grecia. ¿Fue allí donde…?

– No -con deliberación, Tara abrió una de las revistas y contempló sin ver la página frente a ella.

– ¿En dónde estaba él esta mañana? ¿Convenientemente fuera de vista? -como ella no contestó, él le tomó la mano izquierda y, a pesar de los esfuerzos de Tara por retirarla, la extendió sobre la suya-. No pude dejar de notar que no usa sortija.

– Es… demasiado grande y se me cae -había sido más rolliza. Perdió peso al enterarse del fallecimiento de Nigel y jamás lo recobró-. Tenía miedo de perderla -manifestó, mirándolo a la cara.

– Podía haberla mandado recortar. Es muy útil para aclarar cuál es su posición.

– ¿Para quién? -Tara se percató de que su mano todavía estaba sobre la de Adam y la retiró con un movimiento brusco-, ¿A ti en qué te afecta? Yo sé que estoy casada.

– Tiene una forma muy extraña de manifestado, señora Lambert y las mentiras me molestan.

– Nunca te he mentido.

– ¿No? Pregunté si ese pobre tonto enamorado era su esposo.

– Y dije que no lo era. Esa es la verdad.

Adam apretó los labios con desagrado y dio la vuelta al libro que compró en el aeropuerto. Horrorizada, Tara vio que en la contraportada aparecía la foto de Jim Matthews.

– Así que este es sólo el amante. Me pregunto si habrá el equivalente masculino de un harem -comentó él con tono indolente.

– No tengo idea -ella estaba furiosa. El no tenía ningún derecho para juzgarla-. Pero considerando que uso las faldas demasiado largas, no lo hago tan mal, ¿no te parece?

– Mal… -Adam se contuvo y casi sonrió-. Nada mal. Tal vez deba alegrarme de la armadura con la cual se viste. Si se lo propusiera, tendría a la mitad de la población masculina rendida a sus pies -se apoderó del eterno rizo rebelde de Tara y lo enredó alrededor de su dedo-. En una ceñida seda color rosa con esta nube de cabello negro rodeando su cara, ¿quién podría resistirse? -zafó el dedo con violencia y el tirón produjo que las lágrimas brotaran de los ojos de ella. Entonces le arrojó el libro, abierto en la página con la dedicatoria: "Para Tara… mi inspiración"-. Me pregunto qué hizo para ganarse eso, señora Lambert. Quizá la lectura del texto me ayude a averiguarlo..

La joven palideció. Encontraría demasiadas claves como las que buscaba. Ese fue el motivo por el cual ella se negó a volver a trabajar para el malvado escritor, a pesar de sus súplicas.

– La única inspiración que recibió de mí fue el no frenarlo cuando se exaltaba. Tuve que tomar en taquigrafía cada una de sus horribles palabras.

Adam le sostuvo la mirada y por un momento Tara pensó que le creía. Luego, él encogió los hombros.

– Creo que de todos modos lo leeré.

La azafata les ofreció bebidas, pero siguiendo el ejemplo de Adam, Tara sólo ordenó agua mineral, Y rechazó el almuerzo. El apenas probó el suyo y se dedicó a la lectura del libro, aparentemente fascinado por los horrorosos relatos. Ella dejó de fingir que leía y se dedicó a contemplar las nubes por la ventana.

Miró su reloj. Aterrizarían en una hora, calculó. Quería refrescarse antes de eso, pero la expresión de Adam era tan amenazadora, que no se atrevió a interrumpir su concentración en la lectura. No obstante, leyéndole la mente, Adam recogió las piernas.

– Gracias.

– Sólo tenía que pedirlo, señora Lambert.

Tara se tomó su tiempo en arreglarse el peinado y el maquillaje para darse un descanso lejos de él. Una vez que estuvieran en tierra, sabía que el trabajo ocuparía todo su tiempo. Reuniones de trabajo por las mañanas, eventos sociales por las noches. Por las tardes tendría que dedicarse a transcribir sus notas. Pero aún tendría que hacer frente a la siguiente hora. Reunió sus objetos personales y emprendió el camino de regreso a su asiento.

– Por favor regrese rápido a su lugar y abróchese el cinturón -le recomendó una azafata-. Encontraremos cierta turbulencia frente a nosotros.

En ese momento se encendieron los avisos de cinturones y el capitán confirmó las palabras de la azafata por los altavoces. Tara esperaba que Adam la dejara pasar, pero él sólo se concretó a mirarla.

– ¿Puedo volver a mi asiento? -le pidió ella, obligada a seguirte el juego.

– Por supuesto -él sonrió, pero antes que pudiera moverse, el avión sufrió una sacudida, provocando que Tara perdiera el equilibrio. Habría caído, mas Adam la atrapó a tiempo y la sentó en sus piernas.

– Lo lamento -manifestó ella en un intento inútil de ignorar el calor del duro pecho bajo sus manos y la cercanía del rostro varonil.

– No se disculpe, señora Lambert. Es mi culpa que no haya estado a salvo en su asiento -los labios de él se torcieron en una sonrisa malévola-. Si se hubiera lastimado, ya no me serviría de nada.

Tara se tensó, provocando la risa de Adam.

– Va a resultar un viaje desesperante si seguimos así, señora Lambert. ¿Qué le parece un cese de hostilidades?

Tara lo contempló. Quería soltarse y él no la sujetaba con tanta fuerza, mas una rara languidez la invadía, impidiéndole moverse. No era justo, pensó desesperada. Era injusto que un hombre, el hombre equivocado, tuviera en ella un efecto tan desastroso.

– Y bien, ¿qué dice?

– ¿Paz? -inquirió ella sin atreverse a mirarlo a los ojos.

Con gentileza, Adam le sujeto el mentón causando que ella no pudiera dejar de mirarlo y durante un largo momento estudió su rostro. Luego la tomó por la nuca para rozarle los labios con los propios.

– Paz -murmuró, y antes que ella se diera cuenta de lo que pasaba, se encontró a salvo en su propio asiento.

Estaba temblando. Contempló su propia mano en el descansabrazos del asiento, preguntándose si Adam sabría lo que le había provocado. Pero él había vuelto su atención al libro. Tal vez no era más que una cuestión interna y ella logró no traicionarse por completo.

Por fin, el capitán informó por el altavoz que estaban por aterrizar y las condiciones climatológicas y de temperatura.

El bullicio del descenso cubrió el remanente del nerviosismo de la joven y para cuando salieron de la aduana, Adam la presentó a un hombre sonriente como la señora Lambert, haciendo énfasis en "señora".

– Tara, él es Hanna Rashid. El hombre llevó la mano de ella a sus labios. -Hablamos ayer por teléfono, ¿no es así, madama Lambert? Tiene una voz muy hermosa -a pesar del acento francés y su ropa europea, su tez era morena y portaba un espeso mostacho. Con la mirada parecía indicarle que estaba dispuesto a convertirse en su esclavo. Los llevó hasta su auto-. ¿Cómo está la adorable Jane? -le preguntó a Adam cuando Tara se adelantó unos pasos-. Es una lástima que no haya podido acompañarte en este viaje -había bajado el tono de voz, pero no lo suficiente para que Tara no lo escuchara. Ella no oyó la respuesta de Adam, sólo la risita que Rashid dejó escapar.

Las maletas fueron guardadas en el portaequipajes de un Mercedes blanco y Hanna los alejó del calor húmedo desagradable que los envolvió tan pronto salieron del edificio del aeropuerto tomando una carretera en medio del desierto.

Tara se preguntó a dónde se dirigían, pero los hombres estaban enfrascados en animada charla y no se atrevió a interrumpirlos. Entraron en la ciudad y al fin Hanna introdujo el auto hasta el patio de una casa enorme.

– Estará cómoda aquí, madame.

– No sabía que nos recibiría en su casa, señor Rashid -comentó Tara con una sonrisa-. Pensé que nos llevaría a un hotel.

– Por supuesto que no. Estará mejor aquí en la villa -abrió la puerta del coche para ayudarla a bajar. Un sirviente apareció entonces para hacerse cargo del equipaje. En la entrada de la casa, Rashid le tendió la mano para despedirse-. Nos veremos para la cena, una vez que hayan descansado.

– No comprendo… -Tara frunció el entrecejo, pero algo en la expresión de Adam la hizo detenerse.

– Hay un coche en el garaje, Adam. Nos veremos. ¿Te parece a las diez?

– Gracias, Hanna -Adam tomó a Tara por la cintura y la hizo entrar en la casa. Cuando la puerta se cerró, ella se volvió hacia él.

– Esta es la casa de verano de Hanna. Aun en el invierno, sus invitados británicos encuentran a Manama un tanto húmedo.

– Pero no puedo quedarme a solas aquí contigo.

– ¿No? -él la llevó a una sala con mobiliario exquisito-. Estarás a salvo aquí, Tara. No me agrada compartir -se sirvió una bebida y le ofreció una a ella. La joven negó con la cabeza-. ¿Quieres que te muestre tu habitación?

– No, gracias. Estoy segura de poder encontrarla por mi cuenta.

– No vayas a extraviarte -Adam encogió los hombros.

La advertencia resultó innecesaria. El sirviente de edad avanzada que les llevó sus maletas la aguardaba para guiarla a su habitación. La villa era enorme y si hubiera estado sola, con seguridad habría perdido el rumbo. La construcción era de dos pisos y rodeaba un patio ajardinado en cuyo centro, una fuente saltaba seductora. Las habitaciones superiores daban a una terraza cubierta con vista al patio interior.

Tara vació su maleta y se dio un largo baño perfumado en la tina para borrar la tensión y el cansancio del largo viaje en avión. Cenarían en un centro nocturno de Manama y no sabiendo qué tan lujoso era, la joven optó por el sencillo vestido negro. Con seguridad Adam se burlaría de ella, pero no le importaba. Con la eficiencia acostumbrada, se recogió el cabello en un mono. Cualquier cambio en su apariencia provocaría que Adam la acusara de estar coqueteando, se dijo. Sólo se excedió en cuanto al maquillaje, poniéndose un poco más que el que llevaba a la oficina.

Se quitó la bata de algodón y contempló su imagen ante el espejo. Nunca pudo resistir el usar ropa interior bonita. El fino satén, el encaje y las medias negras la hicieron sonreír. Luego se cubrió con el vestido negro que la llevó adelante en tantas reuniones de negocios para empresas, de las cuales, había perdido el número. Una de las alegrías de trabajar como secretaria temporal.

Revisó la hora. Apenas eran un poco después de las nueve, descubrió. No tenía ganas de reunirse con Adam abajo y verse sometida a sus comentarios cáusticos, pero tampoco quería permanecer encerrada en su habitación. Había visto una escalera que conducía al jardín, así que decidió salir a explorar un poco.

La noche era fresca, pero nada desagradable, comparada con el invierno británico. Se percibía un aroma en el ambiente y Tara se dedicó a buscar la flor que lo producía. Cuando llegó a la pequeña fuente, se sentó en la orilla, apreciando su alegre rumor.

– Precioso, ¿no te parece? Un jardín cercado para ocultar a las mujeres de las miradas de hombres lujuriosos -la voz salida de entre las sombras la sobresaltó-. Rashid es un hombre encantador, pero a pesar de sus modales afrancesados, no deja de ser un árabe. Tienen costumbres diferentes. Sus mujeres son protegidas de encuentros casuales, pero los hombres suelen aprovecharse de las costumbres más liberadas de las mujeres europeas. Harás bien en recordar eso.

Tara abrió mucho los ojos, sorprendida. ¿Sugería Adam que ese lugar era…? Claro que no. Con seguridad bromeaba. -No sé a qué te refieres.

– Creo que lo sabes -él se sentó a su lado, muy elegante en traje de etiqueta negro-, pero si quieres que te lo diga con todas sus palabras, lo haré, mi querida señora. Sólo para evitar malentendidos -le acarició una mejilla con una mano gentil. Tara permaneció inmóvil, sabiendo por instinto que no era un gesto amenazador, que por el momento estaba a salvo. Adam la hizo mirarlo a la cara-. Mientras Hanna Rashid crea que te encuentras aquí para mi placer, estarás a salvo de sus atenciones, Tara.

– ¿Eso fue lo que le dijiste a Jane? -de pronto sentía la mano de Adam como un hierro ardiente en su mejilla.

– En su caso no era necesario -él apretó los labios y se puso de pie con un movimiento brusco-. Ya es hora de que partamos.

Ella fue por su bolso y una estola y para cuando encontró su camino a la entrada principal, el auto ya esperaba. Adam le abrió la puerta y en el trayecto al centro de la ciudad le recordó a las personas que se reunirían con ellos: un banquero norteamericano y su esposa, un par de hombres de negocios de la localidad y Hanna Bashid. Ella apenas le prestaba atención. Había memorizado sus nombres antes de partir de Inglaterra, así que se dedicó a meditar las palabras que él pronunció en el jardín acerca de que Rashid consideraba que ella estaba allí para el placer de Adam.

Era probable que algunos hombres de negocios acostumbraran llevar a sus secretarias en sus viajes "por placer". Adam aclaró sin lugar a dudas que Jane era feliz en su posición. Pero ella no era una chica de esas y no estaba dispuesta a permitir que alguien lo creyera.

Hanna los esperaba ante la puerta del restaurante y les dio la bienvenida. Al inclinarse para besar la mano de Tara, ésta advirtió inmediatamente la expresión cínica de Adam, quien los observaba, y cuando el árabe se enderezó, ella le brindó una sonrisa radiante, permitiéndole que la tomara del brazo para escoltarla y presentarla con sus otros invitados.

De alguna manera poco después se encontró sentada a la cabeza de la larga mesa, Adam estaba en el otro extremo. Pero Hanna la mantuvo entretenida, preguntándole acerca de su vida personal, y en el breve lapso de unas horas ella reveló más de su existencia de lo que en realidad quería. Mas cuando el espectáculo terminó y se abrió la pista para que la concurrencia bailara, fue Adam el que apareció de inmediato a su lado antes que Hanna pudiera reaccionar.

– ¿Tara?

Ella estuvo a punto de negarse, pero una mirada al rostro de él bastó para hacerla cambiar de opinión.

– Gracias, Adam.

– ¿De qué tanto hablaban tú y Hanna? -murmuró él entre dientes al tomarla entre sus brazos y empezar a bailar.

– De nada en especial. Es un hombre muy agradable.

– También muy astuto. Espero que no hayan estado hablando de negocios.

– No soy tan tonta. Sé reconocer cuando alguien trata de sacarme información confidencial -le aseguró ella, apartándose un poco.

– Eso esperó -Adam volvió a acercarla-. ¿De qué hablaban?

– De la vida, del amor, de la poesía -bromeó ella.

– Una hogaza de pan… una botella de vino… y…

– Algo así -aceptó ella, despreocupada.

– Pues no te quejes de que no te lo advertí -la música terminó y Adam la regresó al lado de Hanna, quien de inmediato reclamó la pieza siguiente. Pero no fue igual. El árabe era un bailarín excelente, era agradable y divertido, pero no era Adam. Este bailaba con la mujer norteamericana, haciéndola reír y charlando con ella. Tara dejó escapar un suspiro y al instante Hanna se mostró preocupado.

– ¿Estás cansada, cherie? Ha sido un largo día para ti. Permíteme llevarte a casa.

– No, gracias -respondió ella al percibir una campanada de alarma-. Será mejor que espere a Adam.

– Con seguridad estas ya no son horas de trabajo. Y Adam parece querer estar aquí un rato más -comentó Hanna un tanto molesto. Al mirar a su alrededor, Tara se percató de que Adam y la norteamericana habían desaparecido y un escalofrío la recorrió.

– En realidad estoy muy cansada. Te agradezco mucho tu ofrecimiento -se despidió del resto del grupo y permitió que el árabe la llevara al ascensor. Se tensó cuando el la tomó de la mano, pero no intentó más y poco a poco ella se relajó.

El la acomodó en el asiento delantero de su lujoso Mercedes y condujo despacio a través de la noche del desierto, señalándole las constelaciones que allí parecían más cercanas que en Inglaterra.

– Mañana por la tarde te llevaré al desierto para que sepas cómo es en realidad, hermosa Tara. Pero esta noche necesitas descansar -habían llegado a la villa y la ayudó a bajar como sí fuera una delicada pieza de porcelana. Luego le dio un beso gentil en la mano y se marchó.

Tara se quitó los broches y se soltó el cabello. La advertencia de Adam había sido inútil. Sonrió al bajarse la cremallera del vestido, el cual se quitó despacio. Lo puso en un gancho y estaba por guardarlo cuando escuchó un fuerte llamado a la puerta y la voz de Adam:

– ¡Tara! ¡Tara! ¿Estás allí?

La joven se cubrió con la bata y fue a abrir.

– ¿Sí? ¿Qué pasa?

– Veo que ya estás aquí -la cara de Adam era una máscara de ira-. ¿Estás sola?

– ¡Por supuesto! -pero eso no convenció a Adam, quien abrió la puerta por completo.

– ¿Qué diablos te hizo partir…? -las palabras de él se perdieron ante la visión que tenía enfrente. La pieza de satén y encaje y el cabello que le enmarcaba el pálido rostro revelaban más que lo que ocultaban de los senos y cadera plena, Tara dio un paso atrás, sólo para mostrar las largas piernas enfundadas en seda negra.

– ¡Fuera de aquí! -exclamó, tratando de cubrirse con la bata.

Adam no hizo movimiento alguno para salir; por el contrario, le quitó la bata de los dedos temblorosos y la estudió a placer hasta que al fin volvió a fijarse en el rostro ruborizado.

– Hace bien en cubrirse detrás de su armadura, señora Lambert. El señor Lambert es un hombre afortunado. Déle mi mensaje, por favor.

Dicho esto, se dio media vuelta y salió de la habitación. Tara fue a cerrar la puerta y se apoyó en ella como si así pudiera mantenerlo fuera si intentaba entrar por la fuerza.

– ¡Tonta! -se dijo muy quedo. Si hubiera extendido la mano, ahora lo tendría a sus pies. Pero no tenía experiencia en el arte de la seducción, a pesar de lo que él pensaba de ella. Y tal vez así era mejor. Había que pensar en Jane y su bebé.

A la mañana siguiente se vistió de manera que apagara cualquier sentimiento lujurioso. Se recogió el cabello en un moño más apretado que nunca y se puso un austero vestido azul marino. Adam llegó detrás de ella al comedor y fue a servirse un café.

– Este es un desayuno árabe. Si quieres huevos, tendrás que pedírselos a la cocinera.

– Esto está bien, gracias -Tara se sirvió yogurt, pan de centeno y café, sin animarse a probar los tomates con queso de cabra.

– ¿Dormiste bien? -le preguntó Adam con helada cortesía.

– Sí -mintió ella-. ¿Y tú?

El levantó la vista. La joven supo que no observaba el vestido, sino lo que sabía que había debajo.

– ¿Tú qué crees? -aparentemente no esperaba respuesta, ya que de inmediato se lanzó a analizar el programa de actividades del día-. Tenemos una reunión en el banco. Terminará alrededor de las doce e iremos a almorzar; después trabajaremos aquí por la tarde. Esta noche hay un cocktail en la embajada británica y luego un cambio de planes. Hemos sido invitados a cenar con el secretario de comercio y su esposa.

– ¿Cuando acordaste eso? -le preguntó Tara al anotarlo en su agenda.

– Vi a Mark en el restaurante anoche cuando se marchaba y lo acompañó hasta su auto. Estuve ausente cinco minutos, tiempo suficiente para que tú te dejaras convencer por Hanna de que te mostrara el desierto de noche. Pero hasta un ciego puede ver que no necesitas mucho convencimiento.

– Pero él dijo… -Tara se interrumpió para no traicionarse. Si admitía que partió porque Hanna le dijo que él estaba ocupado en otros menesteres, Adam sabría lo vulnerable que era.

– ¿Decías? -insistió Adam.

– Fue todo un caballero.

– Una gran decepción para ti. Pero él no te ha visto en ropa interior. Todavía. Te garantizo que no tiene el mismo control que yo.

– Si Hanna Rashid me ve en ropa interior, Adam, será a invitación mía.

– Estás jugando con fuego, Tara -él se levantó sin terminar su desayuno-. Pero eres una mujer adulta y no mi responsabilidad.

– Y me necesitas demasiado para despacharme, por mucho que quisieras hacerlo.

La mirada de Adam era una advertencia de que estaba al borde de la insolencia, pero Tara sabía que hacia mucho que habían cruzado el límite que debía regir una relación profesional. Y no dudaba que de no ser por Jane, ella misma habría seguido la recomendación de Beth de que se divirtiera. Adam Blackmore estaba a punto de romperle el corazón y el dolor sin placer resultaba injusto.

El día resultó como estaba planeado. Hanna Rashid estuvo presente, pero manteniéndose a la expectativa, y Adam se sentó al lado de Tara, ignorando al otro hombre durante el almuerzo.

La villa contaba con una oficina bien acondicionada y Tara pasó la tarde mecanografiando sus notas y haciéndose cargo de la correspondencia, mientras Adam hablaba por teléfono. Hanna Rashid llegó a las cuatro, para la evidente molestia de Adam.

– Le prometí a la hermosa madame Lambert que le mostraría el desierto al atardecer.

– Tendrá que ser en otra ocasión Hanna. Vino aquí a trabajar y no tiene tiempo para paseos en el desierto, o cualquier otra cosa interesante que quieras mostrarle.

– Será en otra ocasión -acordó el árabe, mirando a Tara. Con los ojos le decía que sería pronto. Tara sonrió sólo por molestar a Adam.

Lo cual le costó que le dieran una carga de trabajo tal que se sentía agotada al bañarse antes de salir a la larga velada que los esperaba.

Se puso un traje rojo oscuro de falda un poco más corta que las que acostumbraba, el cual no era parte de su atuendo para el trabajo, y fue premiada con una sonrisa de parte de Adam al recibirla al pie de la escalera que daba a la sala.

– Hanna no estará allí esta noche, Tara -le recordó-. ¿No te parece un desperdicio?

– Si se supone que es un cumplido de tu parte, muchas gracias.

– De nada. ¿Quieres un trago?

– Ginebra con agua quinada, por favor. ¿Alguna instrucción especial de tu parte para esta noche? -agregó al recibir la bebida.

– Sólo que te diviertas.

– ¿Esos son tus planes también?

Adam brindó con una sonrisa, haciéndola ruborizarse, y luego le quitó con delicadeza la bebida de la mano.

– No deberían permitirte salir, mi hermosa Tara. Vamonos.

El cóctel resultó como docenas a las que Tara había asistido. Ni mejor, ni peor. Pero Mark Stringer, el secretario de comercio y su esposa Angela resultaron anfitriones agradables.

– ¿Qué planes tienen para el viernes? -preguntó Angela.

– Ninguno hasta ahora -expresó Adam-. Para ser sincero, esperaba poder salir de aquí antes del viernes, pero Hanna lleva las cosas con una lentitud pasmosa. Le gusta el estira y afloja y no quiere apresurarse -entonces miró a Tara y agregó-: Al menos espero que ese sea el motivo del retraso.

– Nosotros iremos a las carreras a Awali -le comentó Angela a Tara-. Distan mucho de ser como en Ascot, pero son divertidas. Caballos y camellos. ¿Por qué no van con nosotros?

Tara no contestó, no le correspondía aceptar invitaciones como esa.

– ¿Por qué no?-comentó Adam, alzando los hombros.

Concretaron la cita y Adam regresó con Tara a la villa. Cuando llegaron, un mensaje los esperaba.

– ¡ Maldición!

– ¿Qué sucede?

– El gobernante celebrará un majlis mañana por la mañana y me ha convocado.

– ¿Un majlis? -repitió Tara-. ¿Qué es eso?

– Es una especie de "casa abierta". Cualquiera puede asistir a un majlis del gobernante… su corte, supongo… y pedir sus favores, ayuda, o simplemente para presentarle sus respetos. En ocasiones celebra reuniones en las que se limita a saludar de mano a los presentes. Es una especie de fiesta en los jardines del palacio, con la salvedad de que no se permite la presencia de las mujeres. Yo tendré que ir a estrechar su mano.

– ¡Cielos, estoy impresionada!

– Me tomará toda la mañana -Adam hizo una mueca-. Te aburrirás a muerte aquí sola. Llamaré a Angela para que te lleve al souk de compras, si quieres. Las orfebrerías son dignas de visitar.

– No es necesario.

– No es problema -Adam entrecerró los ojos-. Angela lo disfrutará.

Pero media hora antes que Angela pasara por ella, le llamó por teléfono.

– ¿Tara? Tengo un problema. Mi hijo menor tiene una erupción y tengo que llevarlo al doctor. Lo siento muchísimo.

– No te preocupes, Angela. Aquí estoy bien. Espero que lo de tu hijo no sea nada grave.

– Me temo que puede ser sarampión. De ser así, tendré que entrar en cuarentena durante una o dos semanas. Aunque quizá resulte una bendición. Al menos no tendré que recibir al club de bridge esta semana. No obstante, lamentaré no poder verte de nuevo.

Tara deambuló por la casa durante un rato. Arregló la oficina, hojeó una revista y se preguntaba si haría el calor suficiente para ponerse el traje de baño y salir a tomar un baño de sol en el jardín, cuando oyó que un auto llegaba y el sirviente anunció a Hanna Rashid.

– Tara, querida -manifestó él al acercarse con las manos extendidas para tomar la suya-. ¿Adam te dejó aquí sola?

– Tuvo que asistir al majlis del gobernante.

– Claro. Lo oí mencionarlo cuando nos reunimos ayer -todavía le sujetaba la mano y Tara tuvo que retirarla con cierta fuerza-. Tengo que atender algunos asuntos con mi personal, pero después tendré el inmenso placer de enseñarte algo de la isla.

– No creo…

– ¿Sabías que Bahrein es conocido como el sitio del legendario Dilmun, el perdido Jardín del Edén?

Sorprendida y sin poder relacionar lo que había visto del lugar con el Edén, Tara cuestionó su declaración.

– Ciertamente -afirmó él-. Hay lugares antiguos. Los visitaremos, pero para hacerlo, deberás ponerte algo más cómodo -la rodeaba con el brazo por los hombros y la guiaba hacia la escalera.

– Creo que no -Tara se dio la vuelta con brusquedad y se libró del brazo que la sujetaba-. Muchas gracias por tu ofrecimiento, pero debo quedarme aquí.

– Eres demasiado responsable. Adam no te merece. Lo menos que puede hacer es organizar alguna actividad para ti mientras él está fuera.

– Lo hizo -apuntó Tara y le explicó el problema de Angela.

– Cuánto lo siento, pero no hay motivo por el que no debas aceptar mi ofrecimiento. Es evidente que Adam no tenía intenciones de dejarte aquí sola y tal vez no se presente la oportunidad de que conozcas algo de la isla.

Era cierto y a pesar de las advertencias de Adam, Hanna se había comportado como todo un caballero la noche que la llevó a casa. Mucho más que Adam, reflexionó con resentimiento.

Miró su reloj. Todavía era temprano y sería maravilloso salir una o dos horas.

– De acuerdo, pero debo estar de regreso antes de la una.

– Como tú ordenes -convino Hanna.

Tara fue a cambiarse. Se puso un pantalón estilo marinero y una camiseta tejida de un tono rosa brillante. Luego se calzó unas alpargatas y tomó una pañoleta.

En el último momento decidió dejarle un mensaje a Adam. Libreta de notas en mano, meditó en qué le diría hasta que una sonrisa maliciosa apareció en sus labios. "Fui a descubrir el Jardín del Edén con Hanna. Estaré de regreso a la una. Tara", escribió. Fijó la nota a la puerta del dormitorio de Adam al salir.

Capítulo 5

TARA quedó encantada con la isla. Algunas partes eran desérticas, otras, lujuriosos oasis. Primero, Hanna la llevó a ver un pozo petrolero en operación.

– No es lo que esperaba. Es muy pequeño, nada impresionante.

– Estás pensando en las grandes torres, chirrié. Cuestan dinero. ¡Este lo hace!

Le mostró el palacio donde Adam visitaba al rey.

– ¿Eres de aquí, de Bahrein? -le preguntó Tara-. No usas la ropa tradicional.

– Bahrein es mi hogar adoptivo. Soy libanés -una sombra apareció en la mirada de Hanna-. Tal vez regrese algún día.

– Lo lamento.

– No tienes por qué hacerlo. Ven a ver la playa. No hace el calor suficiente para nadar, pero es bonita -él detuvo el auto y la llevó entre las palmeras a una playa pequeña, tomándola por la cintura-. Bahrein significa "dos mares". Aquí tienes el agua salada del Golfo, pero más allá, hay manantiales de agua dulce que surgen de la plataforma submarina. Es posible bucear y sacar agua dulce del fondo.

– ¿Entonces el mar salado está sobre un mar de agua dulce?

– Es parte de la leyenda de Dilmun -comentó él, complacido.

– Dijiste que había lugares antiguos. ¿En verdad es el Jardín del Edén?

– Eso debes juzgarlo tú misma -la sonrisa de Hanna era enigmática-. Ven, he dispuesto un sencillo almuerzo -señaló un pequeño pabellón entre las palmeras y campanas de alarma empezaron a sonar en la cabeza de Tara.

– ¿Almuerzo? -Tara vio la hora en su reloj-. Dios mío, es casi la una. Tengo que regresar.

– Cariño -Hanna rió con suavidad-, debes permitirte un poco de relajamiento -sujetándola por la cintura la impulsaba hacia el pabellón.

– Me temo que eso es imposible, Hanna -la joven se paró con firmeza-. Adam se preocupará si no regreso.

– Pero él supone que fuiste al mercado con Angela y pensará que te quedaste a almorzar con ella.

– Lo habría hecho -concedió Tara-. Pero le dejé una nota diciéndole que saldría contigo.

– No lo sabía -si Hanna se molestó, no lo manifestó-. No te vi entrar en la oficina.

Y si lo hubiera hecho, ¿habría desaparecido la nota? Tara rechazó la idea como injusta.

– La dejé arriba.

– Ah, entonces debo llevarte cuanto antes. No sería conveniente que nos encontrara aquí sotos. Puede ser tan… -esbozó una sonrisa-, tan puritano.

– ¿Vendría a buscarme? -preguntó Tara con bien disimulada sorpresa.

– Sí, Tara, me temo que lo haría.

– En ese caso, debemos darnos prisa. Muchas gracias por el paseo, Hanna -se dio la vuelta y se libró de la mano que la sujetaba, apresurando el paso-. Ha sido muy interesante.

Ya en el auto, se abrochó el cinturón de seguridad con rapidez por si él decidía ayudarla. "Adam tenia razón", pensó y le dio gracias a su ángel de la guarda por haberte inspirado que dejara una nota. No estaba segura de que Hanna le creyera, pero, evidentemente, no estaba dispuesto a correr riesgos. Y algo que estuvo en el fondo de su mente al fin cayó en su sitio. Hanna comentó que Adam le había hablado de la cita en el palacio, mas eso era imposible ya que Adam no supo de ella sino hasta la noche. Miró de soslayo a su guía. No podía creer que fuera una sorpresa total para el astuto señor Rashid. Adam esperaba en la entrada de la villa cuando llegaron. Los ánimos de Tara decayeron un poco, ya que abrigaba la esperanza de que todavía estuviera en el palacio, pero para como ocurrían las cosas, era inevitable que él regresara antes.

– ¿Se divirtieron? -preguntó Adam con aparente tranquilidad y Tara se relajó un poco-. ¿Encontraste lo que buscabas? -le preguntó a ella, mirándola a los ojos.

– ¿El Jardín del Edén? No lo creo -era probable que él tuviera razón en cuanto a Hanna, mas no le daría la satisfacción de aceptarlo-, pero fue muy interesante -con deliberación se volvió hacia el árabe y le tendió la mano-. Muchas gracias por tu esfuerzo por divertirme.

– No fue nada -le aseguró Hanna, haciendo una breve reverencia-. En otra ocasión exploraremos la isla con más calma, cherie -su mirada indicaba que tenía algo más que eso en mente.

– Lo espero ansiosa -respondió ella con imprudencia.

– Hay algunos telex que requieren atención si tienes un momento -comentó Adam, cortante-. Hanna, ¿puedo ofrecerte una bebida?

Pero, Hanna no aceptó la hospitalidad de Adam, y éste apareció en la oficina a los pocos minutos.

– ¿Cómo lograste librarte de Angela? -le preguntó a Tara.

– No fue necesario -ella levantó la vista del aparato de telex-. Ella canceló nuestra cita.

– ¡Mientes! Desde anoche me percató de que no te interesaba la visita al souk. Ahora veo por qué. Hanna se encargó de mi "invitación" al majlis ya que tenían organizada su expedición. ¿A dónde te llevó, a su pequeño pabellón en la playa?

– Me llevó a recorrer la isla, Adam -la mano de Tara temblaba un poco al oprimir un botón del aparato-. Te dije que era un caballero y así se comportó -tal vez ella imaginó sus intenciones con lo del almuerzo en la playa, pero las palabras de Adam lo confirmaban.

– Me inclino a creerte. Me pregunto por qué.

– Tal vez porque te digo la verdad -le indicó ella, molesta.

– No. Me pregunto por qué Hanna se toma tanto tiempo para seducirte-agregó él, ignorando la furia de la joven-. Normalmente basta una mirada suya para que las mujeres estén comiendo de su mano. Cuando descubrí que la otra noche partiste con él, estaba seguro…

– ¿De que él me traería aquí para exhibir su poder de seducción en tus propias narices? -terminó ella, asombrada.

– Es natural que él suponga que tengo derechos sobre ti. Le divertiría derrotarme en ese terreno.

– ¡Ah, ya veo! Es sólo un juego de niños tontos. Debiste explicármelo. Seré un poco más amable con él en el futuro -agregó. La dulzura de su voz no ocultaba la ira en su mirada-. Si me disculpas, iré a darme una ducha antes del almuerzo.

– ¿Tara?

Ella se volvió para encontrarlo frunciendo el entrecejo.

– No, nada.

El almuerzo transcurrió en calma. Adam habló poco, pero al levantar la vista, Tara lo sorprendió estudiándola con mirada especulativa. Ella apartó la mirada, pero sabía que él seguía observándola como si quisiera encontrar una respuesta.

Adam pasó la tarde haciendo llamadas telefónicas y le sugirió a Tara que descansara antes que anocheciera.

– Esta noche tenemos una reunión formal, Tara. ¿Trajiste un vestido largo?

– Sí, lo traje -respondió ella con cierta satisfacción. Se alegraba de que su vestido negro convencional estuviera a miles de kilómetros, así que no estaría tentada a usarlo.

Pero al ver su imagen ante el espejo más tarde, experimentó una sensación muy diferente. Se había maquillado para hacer resaltar sus ojos oscuros y se pintó los labios de color escarlata para hacer juego con el vestido. Su cabello negro caía como una cortina sobre sus hombros desnudos, y se puso unos pendientes alargados de oro, dejándose el cuello sin adornos. Bastaba la piel tersa e impecable de cuello, hombros y brazos.

El vestido era en extremo simple: un corpiño diminuto que se ceñía a su cuerpo, resaltando su cintura esbelta; la falda amplia le llegaba a los tobillos. Lo había encontrado en oferta en una barata en enero y lo compró con un dinero que su madrina le había enviado para Navidad con instrucciones de que se comprara algo "impráctico”. Era la primera ocasión que lo usaría. Extraordinario. Lo sabía y la atemorizaba, pero era demasiado tarde para lamentaciones. Un llamado a su puerta la sacó de su contemplación.

– ¿Estás lista, Tara? -la voz de Adam la sobresaltó. Por un instante, pensó en fingir una jaqueca, enfermedad, hasta un ataque de locura, pero respondió con voz bien modulada:

– Bajo en un momento -tomó su pequeño bolso de mano, una capa negra y con una última mirada al espejo, salió de la seguridad de su habitación.

Impaciente, Adam miraba su reloj cuando el movimiento en la escalera atrajo su atención.

Al levantar la vista, Tara advirtió por un instante la chispa de deseo que ardió en los ojos verdes y su sangre se aceleró en respuesta urgente. Pero la expresión desapareció pronto y ella llegó a pensar que sólo fue producto de su imaginación, porque los labios de él se apretaron en una línea dura y la frialdad resurgió en sus ojos. El se volvió y le abrió la puerta.

– Creo que la prefiero en su armadura, señora Lambert. Es más fácil controlarla.

Tara ardió de furia, y todavía se sentía molesta cuando Harina los recibió a la entrada de su lujosa mansión. Al menos él sabía cómo halagar a una dama y no perdió tiempo en hacerlo. La tomó de las manos y se las besó.

– Estás preciosa esta noche, Tara.

– Muchas gracias, Hanna -ella le brindó su mejor sonrisa y se alegró de que Adam se tensara a su lado. Se dejó guiar al interior de la cesa, aceptó una copa de champaña y brindó con Hanna, sabiendo que Adam escuchaba cada una de sus palabras-. A tu salud.

– Está en tus manos, hermosa señora. Tienes en ellas mi corazón.

Tara lo miró con rapidez, preguntándose si estaría burlándose de ella, pero parecía muy serio. Nerviosa, bebió un sorbo del champaña.

– ¿Me presentas con tus amistades?

– Por supuesto -Hanna se convirtió en el anfitrión perfecto y aun cuando había reclamado la primera pieza de baile, se la cedió de buen grado a Mark Stringer.

– ¿Cómo está el niño?-preguntó ella, sintiéndose más segura.

– Sarampión confirmado -le indicó Mark-. Acabo de explicarle a Adam que Angela está en cuarentena con él.

– Cuánto lo siento. Dale mis condolencias.

En apariencia, Adam ignoraba su presencia. Cuando Tara volvía la vista hacia él, lo encontraba en animada conversación con un banquero, o prestando atención exagerada a alguna de las muchas damas hermosas que estaban presentes. Sólo en una ocasión sus miradas se encontraron desde extremos opuestos del salón antes que alguien se interpusiera entre ellos, y cuando se apartó, Adam había desaparecido.

Ella misma no carecía de atención. Tuvo acompañantes en abundancia y Hanna reapareció después a su lado para escoltarla a la mesa llena de platillos extraños y familiares. Pero después de un rato, la velada se volvió monótona para la joven. Extrañaba los comentarios agrios de Adam, mas él estaba ocupado con una rubia. Las atenciones excesivas de Hanna y el champaña la tenían mareada, y cuando el árabe fue distraído por alguien, aprovechó la oportunidad para escapar al jardín.

Altas ventanas francesas daban a una terraza y una serie de escalones bajos conducían a un sendero. El sonido de agua que caía la atrajo a la parte central del jardín hasta encontrar una fuente con iluminación interna, en cuyo centro un delfín lanzaba un chorro de agua hacia arriba. Por un momento, Tara contempló embelesada el juego de luces en el agua. La noche era más fresca de lo que esperaba y un pequeño estremecimiento la sorprendió, haciéndole desear haber llevado la capa consigo. Más no quería regresar a la casa y a las atenciones de Hanna. Ya estaba cansada de flirteos. Si con ellos esperaba atraer la atención de Adam, se llevó una decepción.

Lo que quizá era mejor.

Empezó a caminar por el jardín y momentos después llegó a una pequeña casa de verano medio oculta entre buganvillas y hierbas aromáticas. Tenía un sofá enorme con cojines mullidos. Tara se sentó en él, alegrándose de alejarse del bullicio de la fiesta.

El primer indicio que tuvo de que no estaba sola fue el de una botella de champaña que era descorchada.

– Un bonito refugio del mundo exterior, ¿no te parece? -entorpecida en sus movimientos por la falda larga y los cojines suaves, Tara trató de enderezarse, más Hanna le entregó una copa de champaña-. Esto le revivirá.

– ¿En serio? -Tara rió nerviosa.

– Te lo prometo -él se inclinó para besarle un hombro y antes que ella se percatara de lo que hacía, estaba sentado a su lado a corta distancia. A Tara le pareció infantil protestar. El hombre era un adulador consumado y no dejaría escapar la oportunidad. No obstante, ella no lo alentaría.

Buscó dónde dejar la copa y Hanna la retiró de su mano.

– Tara, querida, qué inteligente de tu parte encontrar mi pequeño pabellón -le besó las manos y de pronto sus labios le recorrieron el brazo. Ella trató de levantarse, pero lo mullido del sofá no la ayudó y Hanna ya estaba reclinado sobre ella, sujetándola con su propio peso.

– Hanna -protestó ella con urgencia.

– Sí, querida, aquí estoy -su boca estaba contra el cuello de ella y una de sus manos ya se había apoderado del suave montículo de un seno. Tara empezó a forcejear pero fue inútil. Se hundía en los cojines, y Hanna colocó una pierna sobre ella.

La joven sabía que tendría que gritar pidiendo ayuda, pero la vergüenza que sufriría sería enorme. Jamás podría soportar el desdén de Adam Blackmore. El se lo había advertido. En más de una ocasión.

Sus protestas fueron ignoradas y habiendo bebido demasiado, Hanna Rashid tiró de la cremallera del vestido y te descubrió tos senos. Tara estaba aterrorizada y le arañó la cara con desesperación. El maldijo, pero no la soltó. Los esfuerzos de ella sólo servían para excitarlo más. La joven abrió la boca. Ya no le importaba pasar vergüenzas:

– ¡Adam! -gritó con un gemido-. ¡Adam…!

– Dieu, Tara… -Hanna le cubrió la boca con la mano, pero nunca terminó la frase. De pronto su peso desapareció y Tara se quedó jadeante, reclinada en los cojines.

Ella escuchó el sonido de un cuerpo que caía en el agua e instantes después, Adam estaba a su lado, echando chispas por los ojos.

– Cúbrete -le ordenó. Tara estaba demasiado afectada por los acontecimientos y no podía moverse-. ¡Ahora!

La chica luchó contra los cojines y con una exclamación de furia, Adam tiró de ella, levantándola y cubriéndola. Le subió el cierre del vestido con tanta violencia, que le lastimó la piel. Tara hizo una mueca de dolor, pero guardó silencio. Adam no reaccionaría a ningún dolor que ella sufriera.

– Lo siento, Adam -ella temblaba, pero a él no parecía importarle.

– No, tanto como lo lamentarás -le lanzó una mirada salvaje a Hanna, quien salía de la fuente, y sin agregar palabra, la llevó a rastras hasta los escalones que conducían a la terraza. Antes que entraran, se detuvo de pronto, causando que sus cuerpos chocaran, y la hizo volverse.

– Ahora, señora Lambert, por una vez en su vida haga lo que se le dice y coopere -antes que ella pudiera preguntarle a qué se refería, él la besaba con la aparente sinceridad de un hombre enamorado. Pero ella sabía que fingía; ya había experimentado como era ser besada por él cuando se lo proponía.

Al fin terminó de humillarla y la soltó.

– ¿Cómo te atreves? -exclamó ella, furiosa.

– Por favor no creas que me causó placer, pero es mejor, mi querida señora, que los invitados crean que fuiste manoseada por alguien a quien conoces y no por un desconocido con quien decidiste coquetear a pesar de las recomendaciones -todavía tenía la respiración agitada-. Así nadie se sorprenderá de que nos retiremos temprano.

Tara era consciente de las miradas curiosas y divertidas que los seguían al dirigirse hacia la entrada. Adam parecía decidido a despedirse de todos los que conocía. Ella lo soportó con la mayor valentía de que fue capaz. Después de todo, ¿qué era un poco de vergüenza comparada con un intento de violación?

Al fin él la soltó, depositándola sin ceremonias en el asiento del auto antes de sentarse ante el volante.

– ¿Qué diablos fue lo que te poseyó? -le exigió entonces.

– Sólo salí a respirar un poco de aire fresco. El me tomó por asalto.

– ¿Y acaso no lo alentaste? -preguntó Adam al poner el motor en marcha-. Dios mío, si así fue como atormentaste al pobre tonto de Victoria Road, lamento no haberte dejado a su merced. Necesitas una lección de modales sexuales.

Tara no intentó responder. Estaba demasiado avergonzada para tratar de justificarse. Había coqueteado con Hanna Rashid sólo por molestar a Adam. Pero no podía decirle eso. Suspiró.

– Lo siento, Adam. ¿He arruinado tus posibilidades de hacer negocios?

– No te halagues. El dinero significa más para Rashid que una mujer.

– Pero será difícil. Lo arrojaste a la fuente.

– Fue la forma más fácil de calmar sus instintos ardientes -él fruncía el entrecejo-. Mucho más digno que darle una golpiza.

– Pero…

– No te preocupes, Tara. Ya se habrá dado una ducha, cambiado de ropa, y estará coqueteando con otra mujer en este momento.

– ¿Eso crees? -ella se mordía un labio.

– Es incorregible. Al menos cuando su esposa no está presente.

Esa fue la gota que derramó el vaso.

– El nunca me habló de su esposa, Adam. Yo…

– Por favor no finjas que eso te molesta. Supongo que tú tampoco le hablaste de tu esposo -introdujo el auto en la villa y Tara trató de alejarse de él cuanto antes y despojarse del odioso vestido escarlata cuando entraron en la casa.

– No te vayas. Tara -algo en la voz varonil le decía que si se alejaba, pagaría las consecuencias-. No sé tú, pero yo necesito un trago. ¿Quieres un brandy? -no esperó su respuesta y sirvió dos copas, entregándole una a ella. Tara no quería la bebida, pero sostuvo la copa en las manos en espera de la reprimenda.

En lugar de eso Adam se concretó a quitarse la chaqueta, y luego se soltó la corbata y se arrellanó en el sofá.

– Ven a sentarte -palmeó el lugar junto a él.

– No creo…

– Yo no soy Hanna Rashid, mi lady. Prefiero que mis mujeres participen en su seducción. Tara se sentó con nerviosismo en la orilla del sofá.

– Para ser justo con Hanna, le faltó tiempo. Tenía que actuar rápido cuando le presentaste la oportunidad.

– Yo no…

– Ese sofá es único.

Tara palideció. Era evidente que él presenció todo el incidente.

– Traté de gritar.

– En efecto. Eso me dio la oportunidad de intervenir. Te prometo que no lo habría hecho si hubiera pensado que disfrutabas la ocasión.

– ¿Es… estuviste observándonos?

– Es difícil ser un caballero andante, en especial cuando la dama afirma que puede cuidarse sola -Adam vació de un trago su copa-. Me alegro de no haberte creído. Aunque es cierto que hace mucho que conozco a Hanna, me sorprendió que no perdiera mucho tiempo en preliminares.

– No te he dado las gracias por salvarme -murmuró ella, ruborizada.

– No, no lo has hecho -Adam la observaba, aguardando.

– Gracias -ella hizo el intento de levantarse, pero él la detuvo, le quitó la copa de la mano y la dejó en una mesa lateral.

– Eso no es suficiente, Tara -tenía la mirada velada, pero su tensión corporal no auguraba más que problemas.

Las emociones de Tara estaban a flor de piel y el aroma de Adam actuaba en ella como una droga, haciéndola vibrar y acelerándole el pulso. Quería huir, mas sabía que las piernas no la sostendrían.

– Adam… -murmuró en un tono apenas audible.

– ¿Sí, Tara? -sin dejar de verla a los ojos le tomó su mano y se la besó. Pero ella no podía hablar, hechizada por la cabeza inclinada frente a ella y los labios que reptaban por su brazo hasta el hueco del hombro. Había un profundo anhelo dentro de ella. El contacto era diferente de cualquiera que ella hubiera conocido antes; él no necesitaba sujetarla contra el sofá. Ella se abrió a él como una flor, ofreciéndote el cuello, los labios, todo su cuerpo.

Adam le delineó los labios con la punta de la lengua y la boca de Tara se abrió agradecida, bebiendo el beso como alguien que muere de sed en el desierto.

Eran las únicas personas sobrevivientes en el mundo. Ella estaba perdida para todo, menos para él y le pasó los brazos aL cuello.

– Ámame, Adam -le rogó.

El levantó la cabeza y la miró un largo momento. Luego, como si lo lamentara, negó con la cabeza.

– No, creo que no.

– ¿Qué…?

El se levantó con un movimiento brusco, fue a servirse otro brandy y lo bebió de un trago. El asombro mantuvo a Tara inmovilizada en el sofá hasta que él se volvió hacia ella.

– Eso es todo. La lección terminó. Puedes irte, pero la próxima vez que quieras iniciar un juego, recuerda cómo te sientes ahora y ten un poco de compasión por tu víctima.

Pasó un momento antes que ella pudiera moverse. Luego empezó a correr. Trastabilló por la escalera, pero logró mantenerse en movimiento. Su mano tembló tanto sobre la perilla de la puerta que llegó a creer que estaba cerrada con llave. Pero se abrió de pronto y ella estuvo a punto de caer al interior. La cerró con fuerza, deslizó el pestillo y corrió al baño.

Se arrancó la ropa sin importarle lo que le ocurriera y se metió bajo la ducha, frotándose con energía hasta irritarse la piel. Pero eso no le borraba la sensación de los labios sobre la epidermis, ni el dolor que le producía.

Después de secarse, se puso un pijama color de rosa. Siempre le pareció infantil, pero recordó que Adam le había dicho que era irresistible en esa prenda. Se preguntó qué haría él si ella fuera a su habitación en ese momento. Rechazarla con firmeza, seguramente. Parecía que le era fácil.

Sintiéndose mal, se metió en la cama, pero no pudo conciliar el sueño. Todavía trataba de decidir qué haría para salir del tío en que se había metido cuando el lamento del muezzin de una mezquita distante llamando a los fieles a la oración anunció el amanecer. El cielo se iluminó al este y ella pudo levantarse para vestirse y enfrentarse al día, por doloroso que le resultara.

Se enfundó en un pantalón y un suéter ligero y bajó. Le habría gustado salir a correr, a caminar rápido, nadar o lo que fuera que la ayudara a quemar la nerviosa energía que la atormentó la noche entera. Todo lo que podía hacer era caminar en el jardín donde se sentía enjaulada, encerrada.

El sirviente le llevó una bandeja con el té y la infusión la hizo sentirse un poco mejor. Luego se dirigió a la oficina. Varios télex habían llegado durante la noche. Los clasificó y dejó sobre el escritorio de Adam para que los viera. Luego revisó la agenda. Tareas innecesarias, pero no había señales de Adam y lejos del ambiente normal de la oficina, ella no sabía qué más hacer.

Desayunó sola, lo que debió ser un alivio, mas no resultó así. Entonces consideró la posibilidad de subir a ver si Adam estaba bien. No era de los que se quedan en la cama hasta tarde. Al menos, no solo, pensó y deseó no haberlo hecho.

El repentino timbre del teléfono la sobresaltó, pero al menos era algo que hacer.

– Oficina de Adam Blackmore -contestó con un tono jovial que distaba mucho de sentir.

– ¿Tara? -era la voz amable de una mujer joven.

– Habla Tara Lambert -confirmó ella.

– Me alegro tanto de hablar contigo. Soy Jane Townsend, la…

– Si -la interrumpió Tara-, me temo que Adam no está aquí por él momento.

– Viernes por la mañana. Debí imaginarlo -la risa era indulgente-. Siempre se excede en las fiestas de Hanna.

– ¿Ah, sí? -¿Eran celos ese dolor que sentía? ¿Podría estar celosa de esa mujer por conocer el comportamiento de Adam en las tiestas? Cerró los ojos, avergonzada, segura de que Jane lo había detectado en su voz.

– Cuídate de ese hombre, Tara. Es una amenaza. Pero supongo que Adam ya te lo habrá advertido.

Había tanta afabilidad en la voz de la mujer, que Tara no pudo dejar de responder, a pesar de su deseo de odiarla.

– Sí, me lo advirtió -no podía negarlo. Era culpa suya no haberlo escuchado-. ¿Puedo darle algún mensaje tuyo a Adam? -inquirió, titubeante.

– Sí. Dile que espero que sufra la peor de las resacas -se rió-. Y que en la clínica han decidido que el niño nazca el lunes mediante cesárea.

– Lo lamento -expresó Tara, con sinceridad-. ¿Hay algún problema?

– Han encontrado que la placenta está en un mal lugar. He estado entrando y saliendo del hospital durante las últimas semanas. Y no se me permite bajar los pies de la cama. Es horrible. Ya pronto terminará, pero me gustaría un poco de apoyo moral, si él logra regresar a tiempo.

– No te preocupes -le indicó Tara, molesta de que Jane tuviera que pedir eso-, lo haré regresar a tiempo, así tenga que hacerlo nadando.

– ¡Eres invaluable! -Jane se rió feliz-. Creo que al fin encontró la horma de su zapato. Estoy ansiosa por conocerte.

Tara colgó el auricular después de despedirse y al volverse descubrió a Adam en el marco de la puerta vestido con una bata de baño. Tenía un aspecto terrible, sin afeitar y definitivamente sufriendo una gran resaca. Eso debería hacerla feliz. Al menos se sentía peor que ella en el plano físico.

– ¿Quién llamó?

– Era Jane -Tara le dio el mensaje y Adam maldijo entre dientes.

– El ser oportuna nunca fue su punto fuerte. Será mejor que abordemos el primer avión que salga de aquí.

Tara se apartó. ¿Cómo era él capaz de ser tan insensible?

– ¿Y qué hay de las citas para mañana? ¿Las cancelo?

– No. Deja eso en mis manos. Comunícame con Rashid por teléfono. Y no aceptaré un no por respuesta -Adam apretó la boca-. Una ventaja del pequeño fiasco de anoche, es que ahora aceptará casi cualquier cosa. Lo único que debo hacer es mencionar el nombre de su esposa.

– No te atreverás… -Tara abrió los ojos, horrorizada.

– Ponme a prueba -él frunció el entrecejo al ver su desconcierto-. No le debes ningún favor, Tara.

– Soy… -ella se miró las manos, nerviosa-, soy culpable en parte, Adam. Me lo advertiste.

– En efecto. Pero te negaste. Eso no le agradó; sin embargo, considerando la forma en que lo alentaste toda la noche, no dejo de tener cierta lástima por él.

– Pero, chantajearlo…

Adam hizo el intento de acercarse a ella, al ver su gesto de alarma, se detuvo.

– No te preocupes, Tara. Lo único que quiero hacer es acelerar las cosas. No seré descortés con él, sólo le robaré el placer de regatear hasta el último centavo -esbozó una sonrisa burlona-. Será más doloroso para él que ser arrojado en una fuente y no le costará nada -se frotó la frente con los dedos-. Bueno, no mucho. Llama a Rashid, haz los arreglos del viaje y sube con tu libreta. Quiero tener el acuerdo en mis manos listo para ser firmado en el momento en que llegue -y, desde la puerta, agregó con tono cáustico-: Y me gustaría un poco de café si no es mucha molestia.

– ¿No quieres algo para el dolor de cabeza? -le espetó Tara.

– Muchas gracias, mi lady-él inclinó la cabeza en reconocimiento de que el último comentario había dado en el blanco-. Te lo agradecería mucho.

Tara localizó a Rashid y pasó la llamada a la habitación de Adam. Estaba nerviosa por tener que hablar con el árabe, pero lo ocurrido la noche anterior podría no haber pasado. La llamada fue breve y ella pudo encargarse de los arreglos de viaje cuando terminaron. Luego agregó su libreta y lápices a la bandeja con el servicio de café y subió.

La puerta estaba entreabierta, de todas maneras llamó.

– Pasa, Tara -le indicó él y ella lo hizo, encontrando la habitación vacía-. Estoy en el baño -dijo él.

– ¡Oh!

– No seas tan puritana, niña. Ven acá.

Lo encontró hundido en la tina con él agua hasta el cuello, rodeado de espuma y con los ojos cerrados.

– No te demores. Dame las aspirinas.

Tara le entregó las pastillas y un vaso con agua y él se las tomó de inmediato.

Si el baño de la habitación de ella era hermoso, ese era digno de un palacio. La tina tenía espacio suficiente para dos personas. Tal vez la había compartido con Jane en su último viaje allí.

– ¿Por qué estás ruborizada, Tara?

– Lo lamento, nunca he tomado dictado de un hombre mientras él se baña.

– ¿Prefieres que salga de la tina? -preguntó él, levantándose un poco.

– ¡No! -con rapidez, ella fue a sentarse en una silla de mimbre y fijó la vista en su libreta.

Adam le dictó un poco más despacio que de costumbre, le pidió que repitiera lo que había dicho en más de una ocasión, hizo varios cambios y al fin quedó satisfecho.

– Creo que es suficiente. Transcríbelo tan rápido como puedas, Tara. Y pásame esa toalla, ¿quieres? -se levantó y Tara le arrojó la toalla y huyó, seguida de la risa de Adam. Realmente se había recuperado muy pronto.

La joven mecanografió el documento tan rápido como pudo, pero cometió errores nada característicos en ella pues seguía viendo la imagen del torso desnudo de Adam al salir de la bañera en la pantalla de la computadora. Tuvo que imprimirlo tres veces antes de quedar satisfecha. Poco después, Adam apareció en la oficina, vestido con ropa informal apropiada para el viaje, y lo revisó.

– Me parece bien -comentó y vio la hora-. Yo imprimiré las copias adicionales. Será mejor que vayas a guardar tus cosas.

– ¿Quieres que prepare tu maleta?

– Sí, por favor -asintió él después de estudiarla un momento.

Tara subía por la escalera cuando oyó que Hanna llegaba y saludaba a Adam con tono alegre. Al instante ella comprendió todo. Adam había adivinado cuánto aborrecería ella ver a Hanna en persona y la quitó de en medio. Era más de lo que ella merecía. Se le formó un nudo en la garganta y advirtió que estaba al borde de las lágrimas.

– ¡Tonta! -se reprochó en voz alta. Parpadeó con fuerza, pero era demasiado tarde y al doblar su ropa para guardarla en la maleta, gruesas gotas cayeron sobre las prendas con dolorosa frecuencia. Al fin todo estuvo en la maleta, salvo el vestido escarlata. Ella lo sacudió. Le parecía inútil guardarlo. Jamás volvería a ponérselo, pero no sabía qué hacer con él y no debía dejarlo en el guardarropa. Al fin, con un suspiro, lo dobló y lo metió en la maleta antes de cerrarla.

Adam ya había empezado a guardar sus cosas. Tara terminó de vaciar cajones, tratando de no dejar que sus dedos permanecieran demasiado tiempo sobre tas prendas. Sólo la chaqueta que él usó la noche anterior presentó problemas. Al levantarla, su aroma le llegó con toda su fuerza, tan evocativo, tan doloroso que casi la deja caer.

Enamorarse dolía, le había dicho Beth. Le gustaría que se detuviera, pero eso no ocurría. Ella creía haber amado a Nigel. Pero, ¿qué sabía entonces del amor? Nunca sintió ese dolor interno, el anheló de tocarlo, de acariciarlo, el dolor de saber que nunca debería hacerlo.

Ella y Nigel eran unos niños. Besarse, tomarse de las manos, ni siquiera… Y luego fue demasiado tarde. Con desesperación, trató de conjurar su imagen. Tocó el pequeño broche que él elaboró para ella y que siempre usaba para honrar su memoria, como si así pudiera revivir el frágil pasado. Pero el único rostro que apareció para atormentarla fue el de Adam Blackmore. Y Beth tenía razón. Dolía.

Capítulo 6

DESCENDIERON al aeropuerto de Heathrow entre un banco de nubes, tan grises como el humor de Tara. Al menos no permanecieron en hosco silencio durante el vuelo. Adam trabajó como desesperado en el nuevo proyecto, desdeñando los alimentos que les ofrecieron sin siquiera preguntar si ella tenía apetito. En realidad no importó. Cualquier bocado habría sido insípido.

El le dictó tanto que ella se mantendría ocupada el día entero el lunes mientras él estaba en la clínica. Le serviría.

El sueño se encargó de ella la mayor parte del sábado. Despertó por la tarde, preguntándose si tendría algo que comer en el congelador. Más no encontró ni leche ni pan. Dado que originalmente esperaba estar fuera todo el fin de semana, no le encargó a su vecina que recibiera leche para ella. Tuvo que correr bajo la lluvia hasta una tienda cercana.

Cargada con leche, pan y huevos regresó a su apartamento y, haciendo malabarismos con las compras, logró abrir la puerta sin dejar caer nada. Apenas dejaba las bolsas sobre la mesa en la cocina cuando llamaron a su puerta. Frunció el entrecejo. Nadie sabía que estaba de regreso, así que no podía ser Beth. Además, su socia no haría tanto escándalo.

Temerosa, puso la cadena de seguridad antes de abrir y dejó escapar un grito de sorpresa al ver por la rendija una figura imponente con casco y macana dispuesta a atacar.

– Salga, señorita. Es inútil que trate de escapar -la feroz criatura tenía una voz tan amenazadora como su apariencia, pero su expresión era velada por la visera del casco. Tara abrió la boca, mas no pudo emitir sonido. El tipo se acercó más a la puerta.

– ¿Quién es usted? -preguntó ella, volviendo a cerrar la puerta.

– Pertenezco a Maybridge Securities, señorita -le informó el hombre con voz firme-. La ocupante de este apartamento está de viaje, así que sea una chica buena y entréguese. Nos ahorrará muchas molestias.

Tara se desplomó contra la puerta. Adam le había dicho que haría vigilar su casa, recordó. Retiró la cadena y volvió a abrir.

– Lo lamento, pero me dio un susto tremendo. Soy Tara Lambert -informó, pero el individuo no reaccionó-. Este es mi apartamento. Regresamos antes de lo previsto. El señor Blackmore… -no tenía por qué darle explicaciones a ese sujeto-. Puede comprobarlo directamente con el. Debe estar en su casa -a menos que estuviera en el hospital con Jane, pensó.

– ¿Puede identificarse? -el guardia no parecía impresionado.

– No tengo que identificarme. Vivo aquí. Yo… -Tara suspiró. El hombre sólo hacía su trabajo, por desagradable que fuera-. Espere un momento -le indicó al cerrar la puerta de nuevo.

¿Qué había sido de la vida ordenada y tranquila que llevaba antes de conocer a Adam Blackmore?

El guardia volvió a llamar. Tara se tardaba, lo que lo hacía sospechar. La joven tomó de prisa su pasaporte de la mesa de noche.

– ¡Tara!

La voz de Adam al otro lado de la puerta fue la gota que derramó el vaso. Ella abrió la puerta y le entregó el pasaporte al guardia. Adam se lo quitó de las manos.

– Está bien, Frank. Yo me encargo.

– Lo lamento, señor Blackmore, Me pareció que la señorita trataba de forzar la chapa y…

– No te preocupes, sólo cumplías con tu deber. Bien hecho.

– Correcto, señor Blackmore. Me marcho. ¿Debo continuar con la vigilancia ahora que la dama ha regresado?

– No -objetó Tara de inmediato-. Muchas gracias.

Frank se retiró y Adam entró en el apartamento antes que la joven se diera cuenta. Ella lo siguió y le arrebató su pasaporte.

– ¿Sigues empeñado en tu función de caballero andante? -preguntó, molesta-. Al menos deberías cambiar ese monstruo vestido de negro por uno de armadura blanca.

– En cualquier momento, madame -él hizo una reverencia irónica-. Caballeros Andantes Ilimitados. Y ya conoces mi tarifa -se burló-. Un beso a ser cobrado cuando mejor me parezca.

Tara palideció y al instante él manifestó preocupación.

– Cielos, lo siento. Sin duda fue un incidente desagradable. Debí avisarles que ya estabas de regreso, pero debo confesar que en cuanto llegué a casa, el agotamiento me derribó.

– Será mejor que te sientes -el tono de Tara se suavizó.

– Me gusta -comentó Adam al examinar el apartamento-. ¿Llevas aquí mucho tiempo?

– Casi siete años. Me mudé cuando terminaron de remodelarlo -Adam ignoró su invitación de que se sentara y estudió las vigas del techo.

– Son auténticas, Cuando las vi la otra noche, me pareció que eran imitaciones.

– Como tú, Adam, no tengo tiempo para imitaciones -Tara deseaba que se fuera, pero él no daba muestras de querer hacerlo-. ¿Quieres una taza de…,? -intencionalmente, dejó inconclusa la frase

– Me gustaría una taza de café -él la siguió a la cocina y al ver los huevos sobre la mesa, comentó-: Frank interrumpió tu cena.

– Nada especial. Iba a prepararme unos huevos revueltos. ¿Quieres? -añadió después de una pausa.

– Creí que nunca me lo preguntarías -comentó Adam con una sonrisa.

Minutos después, estaban frente a frente devorando la comida. Tara estaba muy callada, teniendo cuidado de no hacer o decir algo insensato. No quería que él la acusara de provocarlo.

– ¿Te sientes bien, Tara? -preguntó Adam, preocupado.

– Estoy bien.

– Frank sólo hacía su trabajo. Pudo ser cualquiera.

– Lo sé. En verdad estoy bien.

– No, no lo estás. Estás tan nerviosa como un gatito -colocó una mano sobre la suya y Tara dio un salto hacia atrás. El de inmediato retiró la mano-. Ah, ya veo, no es por Frank, sino por mí. ¿Quieres que me vaya?

Tara levantó la vista con expresión suplicante. Quería que él se fuera y a la vez que se quedara. Lo quería a él, pero pertenecía a alguien más, era insoportable. Pero él la interpretó mal.

– Estás esperando a alguien. Debí comprenderlo -se puso de pie-. ¿Tal vez al señor Lambert? Aunque parece que no pasa mucho tiempo aquí.

Vio la foto en la repisa de la chimenea y la tomó para estudiarla.

– La foto de su boda -comentó-. De acuerdo a las tradiciones, el novio no vestía para la ocasión -sonrió un poco-. Su noche de bodas debió de ser… interesante.

– Se había roto una pierna -le informó Tara, sonrojada-. Se cayó de la motocicleta al ir al ensayo para la boda.

– ¿Se casaron en el hospital? ¿Fue una boda apresurada?

– Había circunstancias…

– Es difícil notarlo entre tantos aparatos -Adam examinaba la foto con atención-, pero no pareces…

– No lo estaba -explotó ella al fin. arrebatándole la foto y contempló los rostros felices-. Creo que será mejor que te vayas, Adam.

– Los dos eran muy jóvenes -observó él sin inmutarse-. ¿Qué edad tenían? ¿Dieciocho, diecinueve?

– Dieciocho -murmuró ella.

– Demasiado jóvenes. ¿Cuánto duró?

– No mucho -nada, de hecho. Tara volvió a dejar la fotografía en su sitio con todo cuidado-. Murió la noche en que esta foto fue tomada.

– ¿Murió? ¿El día que se casaron? -Adam miraba la foto, tratando de comprender-. Lo lamento, Tara. Suponía que estaban separados, pero esto… -fue hacia ella como si quisiera darle apoyo, pero la joven sabía que si la tocaba, no podría contenerse. Dio un paso atrás y caminó hacia la puerta.

– Quiero que te vayas, Adam -por un momento le pareció que él no prestaría atención a su súplica, pero al fin tomó su chaqueta de cuero de un sillón y se la echó al hombro.

– Siete años son muchos para estar sola, Tara -le indicó al volverse desde la puerta. A él no le habría gustado, supuso ella.

– Así lo prefiero -al menos así era hasta que Adam la besó.

– No, Tara, eres una mujer hecha para el amor. Los dos lo sabemos. Hanna lo supo también.

– Por favor, Adam… -le rogó ella.

– ¿Es un sentimiento de culpa? ¿Por eso es que te enciendes y apagas con tanta facilidad? -de pronto estaba muy molesto-. Vivir no es un pecado, Tara. Amar tampoco.

Ella lo sabía. No obstante, ¿no era pecado desear a un hombre que pertenecía a alguien más?

– ¡Por favor, sólo vete! -cerró los párpados para bloquear su imagen y cuando volvió a abrirlos, Adam había desaparecido.

El domingo amaneció gris. Tara llamó a Beth para avisarle que ya estaba de regreso, pero rechazó su invitación de almorzar con ella. Bastaría con que la viera para que su amiga supiera lo que pasaba. Necesitaba un poco de tiempo para volver a colocarse la máscara antes de tener que enfrentarse al mundo.

Salió a dar un largo paseo por la orilla del río. Algunos botones de flores hacían un valiente intento por alegrar el día. Hasta la temperatura habría sido agradable si no hubiera pasado los últimos días en un clima más cálido.

No obstante, el viento logró que cierto color apareciera en sus mejillas y el ejercicio la hizo volver a la vida. Era feliz hasta que conoció a Adam Blackmore reflexionó, y, se dijo que podría volver a serlo. Le tomaría algún tiempo. Pero tenía de sobra.

Sin embargo, primero tendría que sobrevivir al lunes. Despertó con la cabeza pesada y, por vez primera, sin ánimos de trabajar. Una ducha ayudó y al colocarse su armadura de trabajo, se sintió fortalecida. Contempló su imagen en el espejo.

Estaba más pálida que de costumbre, con marcadas ojeras, pero aparte de eso, nada había en su apariencia que revelara el hecho de que la concha tras la que se protegió tantos años se había resquebrajado, causándole tanto dolor. Se llevó la mano al pecho. Su corazón seguía latiendo. La vida continuaba. Era una lección que había aprendido una vez y que volvería a asimilar con el tiempo.

El trabajo era la respuesta. Si estaba comprometida a colaborar con Adam durante unas semanas, lo aceptaría. Tendría que hacerlo.

Al menos el sol brillaba cuando salió a la calle con paso firme y el mentón levantado, inconsciente de las miradas de admiración que su fría belleza despertaba en los hombres con los que se cruzaba.

Ya en el edificio abordó el ascensor principal. De alguna manera consideraba que el privado era demasiado personal y quería que su relación con Adam fuera estrictamente laboral.

Le sorprendió la amabilidad con que la recibieron algunas empleadas que encontró en el ascensor. Ya la consideraban parte del grupo. Pero no era así. Ella era una intrusa, una secretaria temporal. Así fue como ella siempre lo quiso. Hasta que conoció a Adam Blackmore.

El último tramo en el ascensor lo hizo sola. La oficina de Adam estaba vacía, y su escritorio tan impecable como siempre. Ella no esperaba encontrarlo allí. Quizás él se hallaba en el hospital, mientras Jane estaba en el quirófano, infirió y se dirigió a su propia oficina.

En marcado contraste con el de su jefe, su escritorio estaba atestado de correspondencia y mensajes. Se quitó el abrigo, puso la cafetera a funcionar y se dedicó al trabajo, atendiendo lo más importante. Luego se ocupó en transcribir lo que Adam le dictó en el avión cuando regresaban de Bahrein.

Era tarde cuando terminó de imprimir el último memorándum y limpiaba su escritorio para marcharse cuando oyó que la puerta del ascensor se abría.

Rogó al cielo que Adam fuera directamente a su apartamento, o hasta su oficina, y le diera la oportunidad de escapar sin tener que hablar con él, pero fue en vano.

– ¿Todavía estás aquí? Pensé que ya te habías marchado.

Parecía cansado y Tara se compadeció de él. Quería aflojarle la corbata, borrarle las arrugas de la frente con los dedos y la tensión con sus besos.

– Quise terminar con todo esto.

– Por supuesto -comentó él con sequedad-. La señorita perfecta.

– ¿Cómo está Jane? -preguntó ella, molesta consigo misma. ¿Tenía que seguir hurgando en la herida, recordándose que lo que sentía por ese hombre era una tontería?

– ¿Jane? -él se frotó la cara-. Está bien. También lo está Charles Adam Townsend, gracias a Dios.

– Felicidades -agregó ella con una voz que le pareció normal mientras seguía ordenando su escritorio.

– ¿Qué? Ah, sí. Las haré llegar a quien corresponde. Si ya terminaste, será mejor que te vayas a casa.

– De acuerdo. Te dejé una lista de mensajes sobre tu escritorio, pero te pondré al tanto mañana -no era difícil lidiar con él si se mantenían en temas seguros.

– Ni mañana, ni nunca.

Tara se volvió asombrada para ver un rostro inexpresivo.

– No quiero volver a verte aquí, Tara.

¿Por qué estaba ella tan sorprendida? No se comportó como la secretaria perfecta durante los últimos días. Adam llegó a su lado en un instante.

– No me mires de esa forma, maldita sea. Mantendré nuestro acuerdo. Si tus secretarias son la mitad de lo eficiente que tú eres, saldré ganando -Adam dio un paso atrás, lamentando el impulso que lo llevó a centímetros de distancia de ella-. Ya he alterado demasiado tus actividades normales. Sólo te pido que tengas aquí mañana a alguien que sepa mecanografiar.

– ¿Hasta que Jane regrese?

– Jane no regresará.

Claro que no. Jane no podía dejar al hijo del jefe en la guardería del quinto piso todas las mañanas. Tara había sido consciente del dolor que le oprimía el pecho durante todo el día, pero en ese momento se sintió explotar. Se estrujó las manos. "Mantente en el negocio. Sólo piensa en el negocio y todo saldrá bien, se ordenó.

– ¿Quieres que me encargue de encontrarte una secretaria? -preguntó con calma fingida. Completamente controlada. Eso lo enfurecía.

– Sí. Sólo asegúrate de que sea de edad madura, nada atractiva y que use ropa interior de franela.

– Tendré esos requisitos en mente -prometió ella, ruborizada-. Pero francamente, prefiero basar mi opinión en su habilidad y personalidad.

– ¿Ah, sí? Pues para ser sincero, ni siquiera me importa si sabe mecanografiar, ¡sólo que se quede callada!

Las lágrimas se agolpaban en los párpados de Tara y se escaparían si no salía de allí de inmediato. A ciegas, buscó su bolso y su abrigo.

– Vendré con alguien por la mañana para darle instrucciones de dónde está todo.

– No. Si tú pudiste hacerlo sola, ella también lo logrará. No te quiero aquí -la tomó del brazo y la hizo volverse hacia él-. ¿Está claro?

– ¡Suéltame!

Adam bajó la vista, preguntándose cómo fue que su mano llegó a tocarla. Luego la miró a la cara, furioso.

– Te soltaré cuando me convenga.

– ¡Adam!

– Antes que te vayas, tendrás que cumplir tus obligaciones pendientes.

– No tengo ninguna obligación contigo…

– La cuenta pendiente por servicios prestados.

– ¿Qué…?

Adam la acercó a él, con lentitud. Ella agitaba la cabeza en su desesperación por escapar. Pero no tenía escapatoria. Con la mirada, él la mantenía inmóvil como un alfiler a una mariposa. Ella apenas se dio cuenta de que él la había soltado, pero seguía sin poder moverse.

Adam le quitó el bolso y el abrigo de las manos, y luego la tomó por la cintura y la estrechó. Su boca estaba más cerca, descendiendo lentamente como si no quisiera que el momento pasara. Despacio, como sí quisiera grabar cada rasgo de la joven por última vez. Sus labios le tocaron la frente, las cejas, y con gentileza le acariciaron los párpados.

Tara gimió de pena, pero la boca de Adam era inclemente en su seducción. La caricia de sus labios era tanto un alivio como una amenaza. En su interior, ella sabía bien que debía resistir para sobrevivir. Existía un motivo por el cual tenía que luchar contra ese placer seductor. Pero su cuerpo no obedecía sus órdenes.

Con suavidad, los labios de Adam se movieron sobre los de ella, tentadores, haciéndola emitir pequeños gemidos de placer de los que ella no era consciente. La lengua de él jugueteó con sus labios y éstos se abrieron gustosos. Ese era el beso que esperó toda su vida y nada la había preparado para esa sensación… el glorioso poder que surgía en su interior. Nigel nunca la hizo sentir así. Nigel…

Se liberó con brusquedad y chocó contra el escritorio. ¿Qué estaba haciendo? Unos minutos antes ese hombre le había dicho que no quería volver a verla. Sólo le exigía un pago por una buena obra imaginaria.

– ¡Tara! -Adam trató de ayudarla a enderezarse, pero ella lo rechazó.

– ¡Basta! -exclamó, irguiéndose cuan alta era. No lo suficiente pero surtió efecto. El dio un paso atrás-. Me temo que tendrás que considerar el adeudo saldado en su totalidad, Adam -buscó en su bolso-. Aquí está la llave de tu ascensor privado. Ya no la necesitaré -la arrojó sobre el escritorio, se dio la vuelta y salió corriendo.

En el pasillo, oprimió el botón para llamar el ascensor principal, pero escuchó que una puerta se abría a su espalda y corrió hacia la escalera, para bajar por los escalones de dos en dos. Tenía que escapar a como diera lugar.

Llegó a la planta baja jadeante, a punto de vomitar. Y sin embargo, no logró escapar. Allí estaba él, esperándola. Maldijo en voz baja al tomarla en sus brazos y llevarla a su auto. Tara no podía hablar. No podía gritarle que quería que la dejara en paz. Además, la expresión decidida de Adam le decía que no la escucharía por ningún motivo

Llegaron a su apartamento en unos minutos y de nuevo él iba a su lado antes que ella pudiera protestar. El dolor en su pecho empezaba a ceder, pero carecía de la fuerza suficiente para apartarlo cuando la sacó del auto y la subió en brazos por la escalera.

– Abre la puerta, Tara -le ordenó.

Ella buscó en su bolso y encontró el llavero, luchando contra la cerradura hasta que logró introducir la llave correcta en ella y la puerta se abrió. Sin decir palabra, Adam fue a depositarla en el sofá y un minuto después le entregó un vaso con agua.

– Bebe esto.

Tara obedeció y lo vio sentarse en el sillón frente a ella sin decir nada, los brazos sobre las rodillas, la cabeza inclinada, hasta que ella se recobró lo suficiente para enderezarse. Entonces él se levantó y se fue, cerrando la puerta al salir.

Tara oyó que el motor del auto se ponía en marcha, que se alejaba y después, sólo silencio.

Beth dejó escapar una exclamación de alegría al llegar a la oficina a la mañana siguiente y descubrir que Tara ya estaba allí, trabajando.

– ¡Hola, pájaro madrugador! Eres un placer para unos ojos cansados. El trabajo me tiene agobiada -siguió parloteando sobre un súbito crecimiento del negocio al poner la cafetera en funcionamiento-. No sé qué hiciste por el maravilloso señor Blackmore, pero hemos colocado dos secretarias ejecutivas en Victoria House y tengo un pedido para una secretaria permanente. ¿Sabes de alguien? -pero continuó sin esperar respuesta-: Y tengo cita con Jenny el jueves para hablar de la colocación de personal con conocimientos de computación en su empresa.

– Sólo asegúrate de que todas bajen del ascensor en el piso correcto -comentó Tara con tono enigmático sin levantar la vista de sus papeles-. Hay un par de chicas a quienes entrevisté no hace mucho que podrían servir. Y acabo de enviar a Mary Ogden para que trabaje para Adam hasta que encuentre una secretaria permanente para él.

– ¿A Mary? -repitió Beth, pensativa-, Es muy buena, por supuesto, pero no diría que es de su estilo.

– Al contrario, aunque no creo que llene todos los requisitos estrictos que él estableció, considero que le servirá -comentó Tara al pensar en la estirada mujer de cincuenta años.

– Tú sabes qué haces -Beth se concretó a alzar los hombros-. Ya has trabajado para el hombre. Cuéntame, ¿cómo fue el viaje?

Tara levantó al fin la vista y Beth dejó escapar un jadeo al ver las marcadas ojeras de su amiga. Empezó a decir algo, pero cambió de idea y se obligó a reír.

– Tal vez Mary no sea tan mala idea, después de todo -se concentró en su correspondencia y las labores del día comenzaron.

Si Beth notó que Tara estaba tan tensa como un resorte y que saltaba cada vez que sonaba el teléfono, no lo comentó. No obstante, conforme la mañana transcurría y se sumergía en las actividades propias para colocar a sus chicas, Tara empezó a relajarse. En una o dos ocasiones advirtió que Beth la miraba con compasión, lo cual surtía un efecto positivo. La hacía erguirse, recordándose que debía mantener la sonrisa en los labios.

– Voy a buscar unos emparedados para el almuerzo -anunció Beth, cerca de las doce.

– De acuerdo, tráeme… -Tara no levantó la vista del directorio telefónico sino hasta que oyó que la puerta se cerraba con fuerza antes que terminara de hablar con Beth y dejó escapar un jadeo al ver a Adam.

– Creo que eso es lo que se conoce como una huida estratégica -Adam corrió el pestillo de la puerta.

– ¿Qué quieres, Adam?

– ¿Esa es la forma de recibir a alguien que te trae regalos?

– No quiero regalos de ti, Adam.

Sin inmutarse por el tono agrio, él fue a sentarse en la orilla del escritorio de Tara.

– No soy yo quien te manda esto -sacó un pequeño estuche y un sobre del bolsillo de su chaqueta-. Llegó por correo esta mañana. Desde Bahrein.

– ¿Qué es esto? -preguntó Tara al recibir el estuche y la carta.

– Ábrelo y ve -ahora fue el turno de Adam de hablar con tono cortante.

Tara soltó el broche y adentro, sobre un cojín de terciopelo descubrió un par de exquisitos pendientes de perlas.

– ¡Qué hermosos!

Adam le quitó el estuche de las manos para estudiarlos.

– Sí, dos perlas idénticas en tamaño y color. De los bancos de perlas de Bahrein, por supuesto -comentó con tono gélido-. Hanna tiene un gusto excelente. Te verás preciosa con ellos -se los regresó-. Pruébatelos.

– ¿Hanna me los envió?

– El sobre está cerrado, pero, ¿quién más puede ser?

– ¿No tuviste que abrirlo para asegurarte de que es de él? -molesta, Tara cerró el estuche-. No quiero su carta, ni quiero sus perlas. Regrésaselas.

– No hay por qué ser tan dramática -Adam esbozó una sonrisa-. Es su manera de disculparse.

– No necesito sus disculpas. Como tú mismo te esforzaste en señalar, sólo yo soy la culpable de lo que pasó. Représaselas -repitió con terquedad.

– No puedo hacerlo, Tara. Si lo hago, él pensará que no te las di.

– ¿Y eso en qué te afecta?

– Puede ser que como persona no me simpatice, pero debo reconocer que es un excelente intermediario financiero. Por el momento estamos ligados en este proyecto.

– Me temo que ese es tu problema. Yo no quiero los pendientes.

– Podrías venderlos. Te ayudarían a resolver tus problemas monetarios.

– ¿Tú qué sabes de eso?

– No sabía nada. Mas tu reacción me dice mucho.

– ¡Adam! -exclamó la joven cuando él se irguió para marcharse-. No puedes dejarme esto aquí. Pero él ya abría la puerta.

– Considéralo un bono adicional, Tara. Es evidente que te lo ganaste en la visita al pabellón en la playa. Lamento haber interpretado mal la escena en la casa de verano. Si no los hubiera interrumpido, con seguridad también estarías recibiendo un collar que hiciera juego.

Tara le arrojó la engrapadora a la cabeza, pero fue demasiado tarde. Adam había desaparecido. El objeto golpeó la pared y cayó al suelo sin lastimar a nadie.

Beth se agachó a recogerlo cuando regresó, dejándola sobre el escritorio sin comentario.

– Te traje uno de queso crema y salmón ahumado. Creo que te mereces algo especial.

– Las adulaciones no te llevarán a ninguna parte, Beth Lawrence. ¿Cómo te atreviste a huir y dejarme sola con él?

– Lo siento -se disculpó Beth, sonrojada-, pero no tenía cara de que le agradaría tener público.

– Supongo que no -aceptó Tara con un suspiro al abrir el sobre. Contenía el certificado de autenticidad de las perlas y una nota breve: "Perdóname, hermosa Tara. No comprendí. Hanna".

En una tarjeta, ella escribió un escueto "Perdonado. Tara", la metió en el estuche, llamó a un servicio de mensajería internacional y envió de regreso los pendientes.

Una pálida y airada Mary Ogden hizo acto de presencia en la oficina a las tres de la tarde del día siguiente. -Lo siento, Tara, hice mi mejor esfuerzo, pero es imposible trabajar con ese hombre.

– ¿Dejaste al señor Blackmore? -preguntó la joven con desaliento

– Mi capacidad jamás ha sido puesta a prueba.

– Lo siento, Mary. Sé que no es el hombre más fácil del mundo para el cual trabajar… y entiendo que ha estado bajo una tensión terrible estos días. Pero en realidad esperaba que pudieras salir avante.

– Claro que habría podido hacerlo. Sólo le pedí que fuera un poco más despacio cuando me dictaba -asumió un aire indignado-. ¡Me dijo que su secretaria anterior podía seguirle el paso! -lanzó un bufido mientras mascullaba que nadie podía tomar dictado a esa velocidad-. Mi taquigrafía nada deja que desear y se lo dije.,

– ¿Fue cuando te pidió que te marcharas?

– No en esas palabras -Mary apretó los labios-. Simplemente, – me dijo que si no podía tomar su dictado, buscara un trabajo menos exigente. Le dije que he trabajado…

– Sí, Mary -Tara suspiró-. Nadie cuestiona tu experiencia. Siéntate y toma una taza de café -trató de calmar a la mujer, ofreciéndole colocarla en otra parte tan rápido como le fuera posible, y al fin la vio partir con alivio.

– ¿Crees que él esté tratando de enviarte un mensaje? -le preguntó Beth entre risas.

– ¿Qué? -exclamó Tara.

– Lo lamento -Beth levantó los brazos-, no es de mi incumbencia. ¿Qué vas a hacer ahora?

– No estoy segura, pero más me vale hacer algo -tomó el teléfono para buscar a alguien que reemplazara a Mary.

– ¿No crees que debiste ponerla sobre aviso? -preguntó Beth cuando Tara terminó la llamada.

– No. Eso sólo la pondría nerviosa -comentó Tara al volver a marcar y esperar impaciente que Adam contestara.

– Adam Blackmore -ladró él por la línea y Tara guardó silencio-. ¿Hola? -con voz más amistosa, pensó ella molesta, pero no lo suficiente. Después de una pausa escuchó una risa suave que la hizo estremecerse-. Hola, mi lady. Me preguntaba cuánto más tardarías en llamarme.

Capítulo 7

BUENAS tardes, Adam -a Tara le dolía la mano de tanto apretar el teléfono-. Tengo entendido que necesitas otra secretaría.

– Así es. ¿Sería demasiado pedirte que me envíes a una que sea capaz de tomar algunas notas sin que se ponga histérica?

– Mary nunca ha sufrido de histeria en su vida -le indicó ella con frialdad-. No comprendo tu problema, Adam. Es justo lo que pediste, incluyendo la ropa interior -agregó con los dedos cruzados-, con el bono adicional de que sabe mecanografiar.

Beth hacía gestos con las cejas en el otro extremo de la oficina, pero Tara la ignoró intencionalmente, recriminándose haber dicho algo tan estúpido. El sentido común del que siempre se preció la había abandonado. Se preguntó si Adam se lo habría robado al igual que el corazón.

– ¿Lo recuerdas? -preguntó Adam en voz baja.

Tara pasó saliva con dificultad. Claro que lo recordaba. Nunca olvidaría la forma en que la abrazó, el beso que la dejó aturdida. Sólo él había llenado su mente hasta que una fuerte sacudida la hizo volver a la realidad.

– ¿Tara? -insistió él.

– Claro que lo recuerdo -reconoció ella con calma aparente-. Tendrás una secretaria ejecutiva en tu oficina mañana a las ocho -ante el silencio de Adam, añadió con rapidez-: Es nuestra mejor taquígrafa. Generalmente no trabaja durante las vacaciones escolares, pero hará una excepción.

– Me alegra que tengas buena memoria -comentó Adam, ignorando lo que ella acababa de decir-. Té ayudará a guardar el calor las noches de invierno -hablaba sin emoción en la voz, pero cuando cortó la comunicación, Tara se estremeció.

Soltó el auricular como si la quemara y adoptó su mejor actitud profesional, pero él seguía atormentándola. ¿Por qué? Fue él quien dijo que no quería volver a verla. ¿Por qué no la dejaba seguir con su vida?

¿Qué vida?, inquirió una vocecita interna. Antes de conocer a Adam tenía su trabajo, un nuevo negocio que debía levantar con Beth, una agradable vida social y una adorable madrina en la región de los lagos que ahora sólo aparecía para bodas y entierros, pero la quería mucho.

Cierto, conservaba todo eso, pero ahora le parecía poco importante. Tal vez si tuviera familia, hermanos y hermanas, sería diferente. Pero ella nunca conoció a sus padres. Los señores Lambert la adoptaron al quedar huérfana, muy pequeña. La atendieron y amaron como si fuera su propia hija y ella nunca pensó en el pequeño Nigel más que como un hermano mayor hasta que él se fue a la universidad a estudiar diseño.

Lo extrañaba más de lo que imaginaba. Otras chicas reñían eternamente con sus hermanos, pero Nigel siempre estaba allí para ella, protegiéndola, siendo su mejor amigo. Cuando él le pidió que se casaran, a ella le pareció lo más normal, lo correcto.

Suspiró. Nunca hubo la pasión ardiente que Adam despertaba con su presencia o el sonido de su voz por el teléfono. Nigel no le convertía los huesos en gelatina, la sangre en fuego. Fue una relación cómoda y simple. Habrían sido felices si hubieran tenido la oportunidad. Pero una pequeña duda la molestaba. Si hubiera conocido a alguien como Adam, ¿habría sido suficiente? Tal vez eso había sido el matrimonio de Jane. Cómodo hasta que Adam Blackmore se metió bajo su piel como una espina.

La tarde se arrastró interminable. A pesar del trabajo que tenía sobre su escritorio, Tara se levantó a las cinco y media en punto y se puso el abrigo.

– ¿Qué prisa tienes? -le preguntó Beth, sorprendida.

– Ya estoy harta. Necesito un baño caliente, un tazón de pasta y una enorme barra de chocolate. El orden no importa.

– Conozco tos síntomas -comentó su socia, compadecida-. Ve a consentirte. Mañana te sentirás tan culpable que no tendrás tiempo para acordarte de tu corazón roto.

Tara estuvo a punto de negarlo, pero comprendió a tiempo que sería inútil. Beth era una romántica incurable, cada tercer día se enamoraba.

– ¿Dura esto mucho?

– Depende, cariño. ¿Cómo fue cuando Nigel murió?

– No fue igual, Beth -reveló la joven, tratando de recordar-. Lloré mucho. Lo amaba. Lo amé toda mi vida -negó con la cabeza-. Pero nunca fue como esto.

– Si quieres tomarte un descanso… unas vacaciones te vendrían bien…

– Tal vez un poco más adelante.

– Escucha. Olvida lo del baño por ahora. Ven a cenar espagueti a Alberto's conmigo. Pediremos una rebanada de ese maravilloso pastel de chocolate que él prepara y una botella de Chianti. El mejor cemento para reparar o remendar un corazón roto, te lo aseguro -comentó con una sonrisa- Confía en mí. Después podrás ahogarte en la bañera.

– Tienes razón -Tara rió-. Vamos. Estoy impaciente.

– Perfecto -aprobó Beth-. Serás una paciente excelente.

Beth la hizo reír durante toda la cena, hablándole de los múltiples novios que tuvo desde la adolescencia.

– No puedo creerlo -dijo Tara al fin-. Es demasiado.

– Bueno -Beth encogió los hombros-. Siempre he dicho que no hay por qué hacer una historia aburrida, ciñéndote siempre a la verdad.

Cuando se despidieron en Victoria Road para ir cada quien a su casa, Tara se sentía mejor. La risa la había ayudado. Sabía que no duraría, pero esa noche se daría un baño largo y podría dormir.

– Buenas noches, señora Lambert -la saludó el guardia al pasar y los ánimos de ella decayeron.

Al entrar en su apartamento miró furiosa hacía el teléfono. Debería llamarlo y pedirle que retirara su perro guardián en ese momento, pensó, pero tendría que esperar hasta la mañana siguiente. Y no lo llamaría. Tendría que mantenerse alejada de Adam si deseaba recobrar el equilibrio emocional algún día. Se concretaría a enviarle una nota cortés.

La luz que indicaba recados de la contestadora parpadeaba. Tara escuchó mensajes de amistades a quienes hacía tiempo no veía y uno más de Jim, desesperado, pidiéndole que lo llamara. El último mensaje era de una voz conocida pero que no pudo identificar de inmediato.

– ¿Tara? Espero que este sea el número correcto, lo tomé del directorio telefónico. Me pregunto si querrías venir a verme a la clínica, si tienes tiempo. ¿Te parece el sábado a las cuatro? Lo lamento… habla Jane Townsend. Debí decirlo desde el principio. Estos aparatos siempre me ponen nerviosa. Estoy preocupada por Adam y creo que es el momento de que hablemos.

Sí, era Jane. Ese acento afectuoso era inconfundible. Y quería hablar con ella acerca de Adam. Tal vez advertirla. En esas circunstancias, ella se sentiría igual, concluyó. Molesta, abrió los grifos de la tina. Su buen humor había desaparecido por completo y se preguntó qué voz amistosa en Victoria House se había tomado la molestia de advertirle que debía cuidarse las espaldas.

De acuerdo. Iría. Al menos eso le debía a la mujer. Le aseguraría a Jane que no tenía intenciones de irrumpir en su vida doméstica con Adam y para su propia tranquilidad mental, esperaba no tener que hablar con el hombre otra vez.

Por si fuera poco, Jim volvía a las andadas. Ya era tiempo de que le pusiera fin a eso de una vez por todas, decidió. Marcó el número de él, pero no obtuvo respuesta. Luego, con un grito de pánico, corrió al baño, llegando a tiempo para impedir una inundación.

Logró dormir y despertó al otro día con los párpados y las extremidades pesadas. Apenas sabía qué día era. Permaneció quieta un momento, poniendo en orden sus pensamientos. Sí, era jueves. La semana nunca terminaría. Debía levantarse. Los jueves siempre eran días atareados.

Se puso de píe, se dirigió al buzón y recogió el periódico y las facturas que había dejado el cartero. Puso todo sobre la mesa de la cocina y se metió en la ducha para acabar de despertar.

Después de vestirse, revisó su agenda. Le esperaban varias citas y ella y Beth tendrían que preparar los cheques para pagarles a las secretarias el viernes. Además debían revisar el periódico en busca de puestos vacantes y ofrecer sus servicios.

Se tomó un té, recogió la correspondencia y el periódico y partió para la oficina. Apenas eran las ocho cuando llegó, pero Beth entró detrás de ella, con la misma idea de empezar temprano con la rutina.

Pronto se hicieron cargo de los periódicos y para las nueve y media, Beth había colocado a dos secretarias y estaba lista para ir a su cita con Jenny Harmon.

– Estoy impaciente por ver el interior de Victoria House. Entiendo que sus tiendas son increíbles, que cada una es diferente.

Tara sonrió. Tal vez lo eran, pero formaban parte de una cadena nacional de tiendas, todas del imperio de Adam Blackmore.

– El edificio entero es asombroso. Cómo me gustaría alquilar un local allí. La gente nos tomaría más en serio si vieran que nuestro domicilio social se encuentra en Victoria House.

– Escucha -la atajó Beth con tono severo-. Ya empiezan a tomarnos en serio. El negocio mejora a pesar de que todavía no empieza la temporada de vacaciones.

– Tienes razón -concedió Tara. Además, contarían con el bono adicional devengado por los días que ella trabajó con Adam. Al menos en el aspecto financiero, la situación mejoraba-. La semana próxima sólo veremos sonrisas en el banco.

– Las hemos recibido desde esta semana, cariño. Ayer que fui, hasta el gerente se detuvo a charlar del clima conmigo.

– Las maravillas nunca dejarán de suceder. Aquí vamos -agregó Tara cuando empezó el desfile de las secretarias que acudían a presentar sus informes de horas trabajadas.

– Te traeré un emparedado -ofreció Beth.

Cuando ésta regresó con una sonrisa triunfal más tarde, Tara aprovechó el momento para ir a dar un paseo por la ribera del río con el fin de respirar aire fresco. La temperatura de abril ya era más primaveral y los botones de las flores se abrían por doquier. La joven se sentó en una banca para contemplar la corriente. Las embarcaciones de placer empezaban a ser botadas en anticipación al verano y había una gran actividad.

Sin embargo, Tara no lograba concentrarse en el espectáculo que siempre apreciaba. Con un suspiro, abrió el periódico y de inmediato su vista fue a la foto de una chica de cabello oscuro que sostenía a un bebé en los brazos. Un hombre sonriente tocaba los pequeños dedos, Adam. El periódico cayó de sus manos sin fuerzas.

Lo sabía y no obstante, se enamoró de él. No creía que esas cosas ocurrieran. Siempre imaginó que las personas controlaban sus propios destinos. Si eran tontas e irresponsables, resultaban lastimadas. Pero ella no quería enamorarse. Estaba satisfecha con su existencia; no era excitante, pero tenía amigos, su trabajo y el reto que significaba su nueva empresa. Su vida seguiría adelante, suponía. En el exterior, habría poco cambio. Más sabía que aquella satisfacción había salido por la puerta la noche que se arrojó, de manera inconsciente, en los brazos de Adam Blackmore.

Al fin se movió y se percató del frío que tenía. Al ver el reloj se dio cuenta de que llevaba dos horas allí. Regresó apresurada a la oficina, coincidiendo su llegada con la de Lisa Martin, quien de inmediato la atacó.

– Lo lamento, Tara, tendrás que encontrar a alguien más para el señor Blackmore.

– Dios mío, ¿se trata de los niños? -preguntó Tara, esperanzada-. Hay una guardería en Victoria House. Podríamos arreglar algo.

– Nada tiene que ver con los niños. Se trata de él.

Beth levantó los ojos al techo con un gesto expresivo y fue a sentar a la mujer antes de servirle una taza de café.

– Háblame de él -le pidió-. Eres la tercera secretaria que se le envía esta semana y ya empieza a intrigarme. ¿Qué hizo? ¿Se quejó de tu taquigrafía?

– Dicta muy rápido -Tara le lanzó una mirada de advertencia a Beth.

– Tu declaración se queda corta. No sé quién habrá sido su última secretaria, pero le sugerí que la recobre, le cueste lo que le cueste. Es extraño, pero me dijo que no era cuestión de dinero, y yo le indiqué que tampoco era mi problema, que no estaba dispuesta a trabajar para él a ningún precio.

– De acuerdo, Lisa. Te pagaremos por hoy y mañana -prometió Tara-. Esto es malintencionado, ¿no te parece? -le preguntó a Beth cuando Lisa se retiró-. ¿O es que me estoy volviendo loca?

– Lisa tiene razón. Quiere que vuelvas. El que él lo sepa, es una señal esperanzadora.

– El… -la voz de Tara se quebró y se aclaró la garganta-. Tonterías. Además, no podrá tenerme. Si sigue así, no tendrá a nadie.

– ¿No vas a llamarte? -preguntó Beth.

– No lo creo. Si quiere a alguien más, que nos llame.

– ¿Harás que te ruegue? -Beth fingía inocencia.

Tara negó con la cabeza. El que Adam rogara por algún motivo, era inimaginable.

Dedicaron la tarde a elaborar la nómina y el teléfono sonó tantas veces, que Tara dejó de sobresaltarse al escucharlo, por lo que se sorprendió al reconocer la voz de Adam por el auricular.

– Tara, he estado esperando tu llamada -declaró él sin preámbulos-. Ya debes de saber que necesito otra secretaria.

– Lisa pasó por aquí camino a su casa. Me temo que tendré que facturarte dos días completos para ella.

– Encuéntrame una secretaria decente -ordenó Adam, con tono cortante-. Entonces hablaremos -agregó antes de cortar la comunicación.

– ¿Alguna idea? -le preguntó Tara a Beth con un suspiro al dejar el teléfono.

– Ya sabes lo que pienso.

– Estás equivocada, Beth. El mismo me pidió que me marchara, que no quería volver a verme.

– ¿Lo hizo? -Beth analizó la situación-. Pues si no te importa que te lo diga, él ataca el problema de una manera muy extraña. ¿Por qué no te compadeces del pobre hombre?

Tara bajó las pestañas oscuras para ocultar el brillo súbito de sus ojos.

– Beth, su última secretaria regular acaba de tener un bebé. Es de ella de quien me compadezco.

– Oh, Dios. Lo siento mucho.

– Por favor no… -pero era demasiado tarde. Las lágrimas corrieron por las mejillas de Tara.

Beth se ocupó del archivo de tarjetas.

– ¿Qué te parece Mo? Su taquigrafía es buena.

– No se merece esto. Ninguna se lo merece.

– ¡La tengo! ¡Janice es nuestra chica!

– Tenía entendido que estaba trabajando con los contadores.

– Llamó el lunes para decirme que está disponible. Es firme como una roca. Toma en taquigrafía ciento cincuenta palabras por minuto sin inmutarse y no teme expresar su opinión -Beth rió-. Es lo más parecido que tenemos a ti. Excepto por la edad.

– Me pregunto qué tipo de ropa interior usa.

– ¿Perdón? -Beth la miraba extrañada.

– Lo lamento. Pensaba en voz alta.

– Eso pensé. Bueno, deja a Janice en mis manos. Creo que debes irte a casa. Estás a punto de desplomarte.

– Dices las cosas más amables.

– ¿Crees que sea conveniente llamar al hombre y decirle a quién debe esperar por la mañana? -No -Tara negó con la cabeza-. Déjalo que sufra un poco.

El sábado amaneció despejado y brillante. Era el primer día verdaderamente primaveral. No obstante, Tara apenas le prestó atención. Se dedicó a limpiar su apartamento a fondo, pero eso no alivió su corazón. Ese día tendría que enfrentar a Jane y asegurarle que ella no sería competencia y se esforzaba por no pensar en eso.

Después del almuerzo, que apenas probó, fue a cambiarse. Se vistió con modestia y se aplicó sólo un poco de maquillaje. Luego, se examinó ante el espejo. Así, Jane nunca la consideraría como una rival. Le sonrió a su imagen, recordándose que debería hacerlo durante la visita al hospital.

Al llegar a la escalinata de entrada de la clínica estuvo a punto de perder el valor. Podría escribirle… hablar por teléfono… pero no eso.

– ¿Es su primera visita? -le preguntó un portero amablemente-. ¿A dónde quiere ir?

– A maternidad -respondió ella con voz ronca. El hombre le dio indicaciones y con la ayuda de una enfermera, Tara al fin dio con el cuarto de Jane y llamó a la puerta.

– Adelante -le indicó una voz conocida. Ya no podía dar marcha atrás. Jane Townsend la miró con curiosidad-. ¿Eres Tara Lambert? -preguntó con expresión sorprendida y luego sonrió-. Eres muy amable por haber venido.

– Yo… -titubeante, Tara le entregó las flores que llevaba. La mujer en la cama era mayor de lo que esperaba. Al menos tendría unos treinta años y mostraba hilos de plata en su cabello negro recogido. Por extraño que fuera, su rostro le parecía conocido. Entonces recordó la foto del periódico.

– Ven a conocer al hijo y heredero.

Como autómata, la joven rodeó la cama. El bebé dormía en una pequeña cuna al lado de su madre con los puños apretados junto a las mejillas.

– ¡Es rubio!-exclamó Tara, sorprendida. Temía tanto que fuera de cabello oscuro como el de Adam y que tuviera los ojos verdes. "Tonta, todos los bebés tienen ojos azules", se dijo cuando el pequeño abrió los ojos y pareció sonreírle.

– Es maravilloso -la madre le acarició los rizos-. Más adelante se le oscurecerá, pero me encanta.

– Es precioso.

– Tómalo en brazos, si quieres.

Tara alzó al pequeño, arrullándolo, acariciándole los dedos y permitiéndole que él asiera uno de los suyos. Al aspirar su aroma, un profundo anhelo la invadió. Jane la observaba interesada.

– Te has recobrado muy rápido -comentó la joven.

– Así es. Casi no tengo molestias, excepto cuando toso. Entonces sí que me duele la herida.

Tara había pensado que le sería fácil odiar a Jane Townsend, pero no era así. Era tan sencilla y natural.

– Háblame de Bahrein. ¿Te divertiste? ¿Cómo está Hanna?

– Es un hombre agradable -respondió Tara, con tacto.

– Te besó las manos y te hizo sentir la mujer más bella del mundo -comentó Jane entre risas.

– Me besó mucho las manos -aceptó Tara. Pero no la hizo sentir hermosa porque sabía que era fingido-. Creo que lo hacía sólo por molestar a Adam.

– ¿Y lo logró? -la pregunta fue tan rápida, que de inmediato Tara comprendió su error.

– Claro que no -se obligó a sonreír, consciente de que Jane la observaba-. ¿Por qué habría de hacerlo?

– Perdóname por meterme en algo personal, Tara, pero, ¿siempre vistes así?

– No siempre -admitió la joven al ver su austera ropa gris. Recordó el vestido rojo.

– Es extraño. Adam me comentó que eres viuda, pero esperaba algo mas alegre.

Sorprendida, Tara se obligó a sonreír de nuevo.

– También me dijo que eres hermosa -continuó Jane-, pero no con la hermosura que siempre es perseguida por hombres lujuriosos.

– No lo soy -respondió Tara con tono más fuerte del que se proponía. Era evidente que él la había hecho parecer una Jezabel. Volvió a colgarse la sonrisa de los labios-. Sólo se trata de que siempre me atrapa en mis peores momentos. Ha asumido el papel de Sir Galahad -¿con eso entendería Jane que quería presentarlo como un tipo de intenciones puras?

– Es cierto. Es el tipo de hombre en el que cualquier dama en peligro podría confiar su vida -Jane miró a Tara con astucia-. Y cualquier otra cosa, si quisiera confiar en él, por supuesto.

El comentario fue tan inesperado, que Tara se obligó a volver su atención al bebé en sus brazos.

– ¿Es un niño bueno? Entiendo que lo has llamado Charles Adam.

– Sí, en honor de su padre y de su tío -la puerta se abrió en ese instante y levantó la vista-. Hablando del rey de Roma… Hola, cariño.

– ¿Tara? -Adam se sorprendió al verla abrazando al niño.

– Yo le pedí que viniera -explicó Jane, un tanto desafiante-. Quería conocerla. Espero que hayas traído uvas suficientes para tres.

– No-dijo Tara, dejando al bebé en su cuna-. Tengo que irme.

– Tonterías -replicó Jane-. Siéntate, Tara. Adam no se quedará mucho tiempo y te llevará a casa si se lo pido de buen modo, ¿no es así, cariño?

– Por supuesto -respondió él, cortante y haciéndole una mueca.

Como en agonía, Tara se sentó, viéndolo inclinarse para besar la frente de la mujer en la cama.

– ¿Cómo estás? -le preguntó con tono más suave.

– Desesperada por irme a casa. Odio este lugar.

– La semana próxima -le indicó él con firmeza-. ¿Como está el pequeño llorón? -se inclinó más para acariciar la mejilla del bebé-. Hola, Charlie.

– ¡No lo llames así. Su nombre es Charles -el rostro de Jane se descompuso-. Lo siento, Adam. Sólo quisiera…

– Tranquila, pasará pronto -Adam se sentó en la cama y la abrazó para consolarla-. No tardará mucho. Te lo prometo.

Tara murmuró una disculpa y salió corriendo de la habitación. Adam la alcanzó a cien metros del hospital.

– ¿A dónde crees que vas? -le exigió, haciéndola regresar hacia el estacionamiento del edificio-. Dije que te llevaría a tu casa.

– No es necesario. Necesito aire fresco. Los hospitales me alteran -al menos ese la alteraba.

– ¿En serio? -él la miraba con dureza-. ¿O sólo huiste para que viniera tras de ti?

– ¿Por qué habría de querer eso?

– No tengo idea -Adam le abrió la puerta de su auto y Tara subió antes que él pudiera tocarla-. Como tampoco tengo idea de qué haces aquí.

– Jane me llamó y me pidió que viniera a verla.

– ¿Por qué? -insistió él, inclemente.

– Será mejor que se lo preguntes a ella.

Pero se había equivocado en cuanto a los motivos de Jane. No la había llamado para pedirle que se mantuviera alejada de su hombre, sino sólo para demostrarle que no tendría oportunidad alguna. Quiso que Tara sostuviera en sus brazos al hijo que ella y Adam procrearon, que lo tocara, que viera lo ligado que Adam estaba a ella. Debió de saber que él la visitaría esa tarde y por eso le pidió a Tara que fuera también a esa hora y cuando el escenario estuvo listo y los actores en escena, abrió el grifo de las lágrimas para que Adam la abrazara y consolara. La humillación final fue pedirle a él que llevara a Tara a casa. Y Adam acusaba a la joven de ser buena actriz.

Capítulo 8

JANE se disculpa por las lágrimas -le indicó Adam, volviéndose hacia ella mientras esperaban la oportunidad para incorporarse al tránsito-. Según entiendo, es normal. Las hormonas se alteran.

– ¡Y tú eres un experto! -Tara habló con voz chillona y se odió por ello. Si había perdido el corazón, al menos debía conservar el respeto de sí misma. Adam nunca debería saber cuánto sufría.

– No me precio de serlo -comentó él al evitar con habilidad a un taxi que se les acercó demasiado.

Guardaron silencio durante un rato, perdidos cada quien en sus pensamientos. La joven cerró los ojos en un esfuerzo por ignorar la presencia del hombre al que amaba, dudando de su control. Pero el aroma del ambiente que la rodeaba le alteraba los nervios hasta que abandonó la inútil lucha y se volvió hacía él.

Cuando lo reconoció, le pareció un hombre inclemente. Y era cierto. Tenía un dinamismo que lo llevó a una posición de poder e influencia que disfrutaba sin remordimientos. Pero tenía mucho más. Tara pensó en él como un caballero de armadura negra; eso no era correcto. Tenía muchos defectos, era cierto, pero pertenecía al bando de los ángeles. Quizá incluso ya lamentaba su aventura con Jane. La forma en que la besó aquella noche en su oficina no había sido sólo por lujuria. La deseaba tanto como ella a él y sólo el último hito de cordura que le quedaba a Tara impidió que cometiera el más terrible de los errores. Pero él era consciente de sus responsabilidades hacia Jane y el bebé y jamás los abandonaría. Eso era correcto y ella lo aceptaba.

– Devolviste las perlas -comentó Adam de pronto. Era algo tan ajeno a los pensamientos de Tara, que ésta se sobresalto-, ¿Por qué?

– ¿Qué esperabas? -inquirió ella-. Te negaste a hacerlo por mí.

– Me parecía que exagerabas en tu nobleza. Hanna tiene lo suficiente para ser generoso.

– Ese no es el punto.

– Has sacudido hasta los cimientos la creencia de Hanna en la avaricia de las mujeres.

– ¿Hablaste con él?

– Me llamó muy alarmado, queriendo saber qué pretendes de él y cuánto le costará comprar tu silencio. Consideró el que le devolvieras los pendientes una especie de chantaje de tu parte, una insinuación de que no le resulta suficiente.

– ¡No, Adam! -exclamó ella de prisa. Tenía que creerle.

– Logré convencerlo de que si le decías que estaba perdonado, podía olvidarse del incidente. Es un hombre derrotado, Tara. No está acostumbrado a recibir perdón sin tener que pagar por sus pecados. Su mujer le extrae joyas como dientes un dentista. Y sin anestesia -agregó con una sonrisa.

– Nunca habría podido usarlos -Tara se miraba las manos, nerviosa. No soportaba esa sonrisa de Adam.

– Pues no habrías sufrido daño alguno. Es un tipo acaudalado y lo consideraba una deuda de honor.

– Una frase muy inapropiada, si se me permite decirlo.

– ¿Qué? Ah, sí. Supongo que lo es -estaban detenidos por el tránsito y él tamborileaba impaciente con los dedos sobre el volante.

Tara sentía que se resquebrajaba. Había sido un día terrible para ella y verse obligada a estar junto a Adam era una tortura. Al volverse a mirar por su ventana, se percató de que pasaban frente a una estación del tren subterráneo.

– Adam, lamento que te hayan obligado a traerme -dijo-. Déjame aquí y regresaré a casa en el "metro" -hizo el intento de soltarse el cinturón de seguridad.

– Quédate donde estás. El tránsito está por empezar a avanzar de nuevo.

– ¿No podrías acercarte a la acera y dejarme aquí?

– ¿Tanto aborreces mi compartía? -preguntó él, molesto. El tránsito volvió a fluir y en cuestión de segundos una orquesta de bocinas empezó a sonar detrás de ellos.

– ¡Adam!

– ¡Contéstame!

– Dijiste que no querías volver a verme -le recordó ella sin poder mentir.

– Lo cual demuestra lo poco que sé -manifestó Adam con amargura. Mirando por el espejo retrovisor, levantó una mano pidiendo calma antes de poner el auto en movimiento.

– Por favor, Adam -imploró Tara.

Pero él la ignoró, aceleró y la estación pronto quedó atrás.

– ¿Es demasiado pedirte que me soportes unos kilómetros más? No tienes que hablarme si eso es problema para ti.

Tara no contestó. Era inútil. Interpretando su silencio como una respuesta positiva, Adam insertó una cinta en la reproductora y los acordes del concierto para violín de Tchaikovsky inundaron el interior del coche, poniendo fin al intercambio verbal.

La joven cerró los ojos, dejándose llevar por la música. Ni siquiera los abrió cuando el auto se detuvo, pues supuso que sólo lo hacían por un semáforo, hasta que él apagó el motor y el silencio los envolvió, lo cual la obligó a abrir los ojos. Adam se había detenido junto al río.

– ¿En dónde estamos?

– En algún punto de Buckinghamshire -respondió él con tono enigmático-. ¿Importa? Me dieron ganas de caminar un poco. Apenas he visto la luz del día esta semana y me gustaría librarme de las telarañas.

– ¿No está por oscurecer? -protestó ella.

– No antes de una hora. Sólo caminaremos por la ribera. Nada agotador -le ofreció el brazo. Tara dudó un instante, pero recordó que él había sido obligado por Jane a llevarla y sería inútil de su parte que insistiera en que la dejara en su casa en ese momento. A decir verdad, a ella también le agradaría el aire fresco.

El la tomó del brazo y ella se dejó guiar hasta la orilla del agua, donde deambularon unos minutos. La tarde primaveral había alentado a varías personas a salir a pasear, pero al caer el sol, empezaban a encaminarse en una sola dirección y Adam y Tara las siguieron hasta una posada antigua. El se agachó para pasar bajo una viga a poca altura y fue al bar.

– ¿Qué quieres tomar? -le preguntó a Tara, volviéndose. Lo extraño era la normalidad con que se desenvolvían. El parecía ignorar la tensión. Quizá era mejor así, seguir fingiendo normalidad.

– Un jerez seco, por favor.

Adam ordenó el jerez y un jugo de tomate para él y se abrió camino hasta una mesa pequeña al fondo del salón. Se mantuvo en silencio durante un largo momento, observándola pensativo, como si fuera a tomar una decisión.

– ¿Qué te pareció Jane? ¿Te agradó? -sus preguntas tenían un tono extraño, como si la respuesta fuera muy importante para él. No era probable que alguna vez se convirtieran en amigas. Tara esperaba no volver a ver a la mujer.

– Nuestro encuentro fue muy breve -comentó al llevarse la copa a los labios-. La charla versó básicamente sobre el bebé.

Adam apretó los labios de repente.

– Te veías muy hermosa con el bebé en los brazos, Tara.

– No estoy en busca de bebés, Adam -le indicó ella, ruborizada-. Tengo mi carrera.

Sin que Tara pudiera evitarlo Adam se apoderó de su mano.

– ¿Estás tan obstinada en eso? ¿Una vida solitaria en compañía de un perro mimado que te acompañe en tu vejez? Tu marido murió, Tara, pero el mundo no se acabó con él. Pasó hace mucho tiempo y ya es hora de que empieces a vivir de nuevo. Debes ser amada, consentida. Déjame…

¿No era el final del mundo? El nunca sabría lo cercano que estaba. El haberlo juzgado tan mal… la voz de Tara sonó ronca, pero el significado de sus palabras tan claro como el cristal:

– No puedo ayudarte, Adam.

– Entonces es cierto -él se reclinó hacia atrás-. Sigues enamorada de él.

– Siempre lo amaré. ¿Te parece extraño? -"no de la manera en que te amo a ti", pensó. Pero al menos Nigel nunca la lastimó.

– ¿Aun cuando me pediste que te amara?

El impulso de contraatacar, de lastimarlo tanto como él la lastimaba a ella era abrumador.

– Todos tenemos necesidades, Adam. Simplemente reemplazabas a mi compañero esa noche. Y fuiste tú quien se negó.

– ¡Maldita!

– ¿Qué te sucede, Adam? -nada la detenía, ya nada importaba-. ¿Crees que sólo los hombres pueden satisfacerse en la cama sin un compromiso emocional?

– No, Tara -un nervio saltaba en la sien de Adam-, pero fui tan tonto como para esperar… -su sonrisa era mortal-. No importa -se levantó y, tomándola del brazo, la hizo salir para volver a la ribera del río. Al llegar junto a un viejo y frondoso sauce, se volvió y la atrajo a sus brazos.

– Si se trata de divertirse, Tara, soy tan bueno como el mejor.

– ¡No! -Tara lo apartó con violencia, empujándolo por el pecho, pero él se mantuvo firme y la acercó más, ajustando las curvas de sus cuerpos y haciéndola sentir su excitación. Tara empezó a temblar. Lo había provocado más allá del límite y ahora iba a tomarla allí, pensó en el frío y húmedo pasto, en la oscuridad junto al río… Después de todo, ocurriría allí, en un arranque de ira-. Por favor, no -su voz se quebró en un sollozo.

– ¿Lágrimas? -Adam levantó la mano y tocó la humedad de su mejilla antes de maldecir y apartarse de ella con brusquedad-. Dios mío, Tara, estás llevándome al borde de la locura. Te deseo tanto que en ocasiones creo que te odio -jadeaba con fuerza-. ¿No sientes esta… electricidad? -la tomó de los brazos y la sacudió, como para arrancarle una respuesta, pero al verla estremecerse dio un paso atrás y levantó tos brazos para tranquilizarse-. ¿Por qué lo niegas?

– Necesito algo más que electricidad para encenderme, Adam. Necesito a alguien que me ame todo el tiempo, ¡no sólo en los momentos entre tus visitas a Jane y su hijo! -¿Jane? ¿Qué diablos tiene ella que ver con nosotros?

– Todo. Por eso es que quería verme hoy. Necesitaba esa seguridad.

– ¿Acerca de qué exactamente? -él estaba furioso, y nada podía ella hacer al respecto. Jane tendría que hacerse cargo de ese aspecto en persona. Parecía muy capaz de ello.

– Tú eres el experto en hormonas, Adam. Ella acaba de tener un bebé. Se siente vulnerable. Quería asegurarse de que yo no seré una amenaza para ella. Hice mi mejor esfuerzo por tranquilizarla y el cielo sabe que es más de lo que te mereces.

La risa brusca de Adam fue como un puñal para ella.

– ¿Por eso te vestiste como tía solterona? -preguntó, pero Tara no respondió-. No funciona, mi lady. ¿No sabes que hasta vestida con un saco de harina llamarías la atención? -levantó una mano y le soltó el cabello. Sus dedos encendían un deseo peligroso que corría por sus venas como el más fino champaña.

– ¡No! -exclamó ella, se volvió y corrió de regreso a la posada, ignorando tos gritos de Adam, que le pedía que se detuviera.

Al ver su expresión, la posadera la llevó de inmediato al teléfono a petición de Tara. La pasó a su sala para que llamara un taxi y luego la dejó sola con discreción para que reparara su maquillaje dañado por las lágrimas y se arreglara el cabello.

Poco después, la joven se acomodó en el asiento posterior del taxi, tratando de no pensar. Pero su mente trabajaba a marcha forzadas y únicamente pensaba en Adam Blackmore. Las imágenes aparecían en eterna procesión: su mirada inclemente mientras atendía una reunión de negocios, sus ojos devorándola con deseo, sus manos asiendo con fuerza el volante, sus dedos acariciando la mejilla del bebé, su cuerpo contra el de ella.

– ¿Este es el lugar, señorita?

La voz del taxista la hizo volver a la realidad.

– Ah, sí. ¿Cuánto le debo?

– El caballero pagó, señorita.

– ¿El caballero? ¿Cómo supo él…? -se interrumpió al ver la expresión interesada del hombre. Con seguridad fue obvio que lo haría. O tal vez la posadera se lo dijo-. ¿Puede decirme cuánto es para poder reembolsarlo?

Al entrar en su apartamento, oyó a Frank reportando por radio que todo estaba en orden al tiempo que agitaba una mano para saludarla. Tara lo ignoró. Era evidente que Adam no había prestado atención a su nota cortés en la que le exigió que retirara al vigilante.

Bueno, con seguridad no se preocuparía más por su seguridad después de las cosas horribles que le dijo esa noche. Las mejillas le ardían al recordarlo. Se comportó como la cazafortunas que él la consideraba. Vaya cazafortunas que lloraba porque el hombre que amaba la deseaba. Se llevó una mano a la boca y corrió al baño.

No le tomó mucho tiempo hacer maletas. Su madrina siempre estaba demasiado ocupada en sus propios asuntos para ocuparse de los de los demás, pensó. Una semana con ella le despejaría la mente, le daría un poco de tiempo y espacio para recobrar el control.

Había llamado a Beth, quien, adivinando el sufrimiento de su socia, pero guardándose la curiosidad, le ofreció su auto para el viaje.

– Te tomaría una eternidad hacerlo por tren. Y no te preocupes por la oficina -le indica-. Si es necesario, llamaré a alguien para que me ayude. Supongo que no quieres que le dé tu dirección a nadie, aunque la pida -agregó después de una pausa.

– Nadie te la pedirá -le aseguró Tara. Se detuvo a pasar la noche en un hotel y llamó a Lally para avisarle de su inminente llegada. La respuesta desinteresada de su madrina era justo lo que Tara necesitaba. Sería un alivio pasar unos días en la compañía de alguien que no sabía de la existencia de Adam Blackmore.

Pasó los días caminando, leyendo, escuchando música y viendo a Rally pintando las acuarelas con las cuales ilustraba sus libros sobre la flora de diversas regiones. Había sido amiga de la madre de Tara desde sus días escolares, y era el único punto de contacto que ésta tenía con los rostros jóvenes y desconocidos de viejos álbumes de fotografías. Cuando estaba de buenas y platicadora, también era una fuente inagotable de historias.

Lally se encontraba en la India cuando ocurrió el accidente que les costó la vida a los padres de Tara. De inmediato regresó a Inglaterra para asumir las responsabilidades que le correspondieran, pero la huérfana siempre sospechó que Lally se alegró al ver que su ahijada ya estaba instalada con los amables vecinos, quienes se hicieron cargo de ella desde que sus padres salieron ese fatídico fin de semana.

Pero se responsabilizó del aspecto económico de su crianza e invirtió la pequeña herencia de los difuntos para que Tara nunca fuera una carga para los Lambert. Suficiente para el pago inicial de la pequeña casa en la que Nigel y ella vivirían.

Más Lally siempre mantuvo un ojo avizor a la distancia. Siempre recordaba las fechas importantes. Y siempre estuvo allí cuando era necesitada con desesperación. Fue ella quien la ayudó a sobreponerse al dolor por la muerte de Nigel.

La semana de vacaciones pasó demasiado rápido. Tara regresó a la casa de Beth el domingo a la hora del almuerzo y su socia se puso feliz al verla.

– Te ves mejor.

– Me recupero, Beth. Es evidente que un corazón roto no es un asunto mortal necesariamente.

– Gracias a Dios por eso -dijo Beth con convicción-. Pero es como una enfermedad. Vive un día a la vez. Un día despertarás y te darás cuenta de que el dolor ya no es intolerable.

– Tomaré tu palabra por buena -le indicó Tara-. No en vano has pasado por esto en varias ocasiones -esto hizo brillar los ojos de Beth-. ¡No puedo creerlo! ¿Otra vez?

– Esta vez es la buena, lo juro.

Tara movió la cabeza, asombrada por la energía de su amiga. Una vez había sido suficiente para ella.

– Y estabas equivocada en cuanto a que nadie preguntaría por ti.

La mano de Tara tembló y dejó la taza de café sobre la mesa, temerosa de derramarlo.

– ¿Llamó por teléfono?

– Fue a la oficina -Beth apretó los labios-. Sé que no piensas nada bueno de él, pero francamente, tu señor Blackmore me impresionó.

– No es mío -a Tara le zumbaban los oídos-. ¿Qué le dijiste?

– Simplemente que habías salido y que no tenía la autorización para decirle dónde estabas.

– ¿Y se quedó tan tranquilo? -¿por qué preguntó eso? ¿Por qué quería que la respuesta fuera negativa? Cerró los ojos. No debería importarle tanto. Su recuperación todavía no terminaba.

– No trató de sacarme tu dirección a la fuerza, si a eso te refieres.

– Bueno, gracias -Tara se sonrojó.

– Podrías ser más efusiva. ¿Esperabas que cayera rendida ante sus encantos? Parecía dispuesto a ir a buscarte.

– Claro que no -respondió la joven de inmediato.

– ¿Quieres comer algo? -preguntó Beth, sin parecer convencida.

– No si puedo pedirte que me lleves a casa previa escala en la tienda de los italianos para comprar pan y leche.

Tenían que pasar frente a Victoria House para llegar al apartamento de Tara. Esta mantenía la vista fija al frente, temerosa de que Adam pudiera asomarse por la ventana y verla. Beth no dijo nada, sólo esbozó una sonrisa.

– Sé que no puede verme. Ni siquiera conoce tu auto, pero me siento… vulnerable -confesó la joven.

Ya en el interior de su apartamento, se creyó más segura. Pasó ya más tranquila por encima de la correspondencia y periódicos acumulados en la entrada. Era su hogar. Representaba seguridad. Revisó los cuartos. Todo estaba tal como ella lo dejó, aparte del polvo acumulado de una semana. Hizo la limpieza rápidamente y se preparó un emparedado.

Se obligó a masticar y después lavó los platos, vació su maleta, lavó su ropa, cambió la cama y limpió la alfombra con la aspiradora. Luego abrió la correspondencia y la clasificó para encargarse de ella el lunes en la oficina. Eran labores tediosas que mantenían su mente distraída. Pero apenas eran las cinco de la tarde.

La desesperación la obligaba a mantenerse ocupada. Hornearía un pastel para Beth como muestra de agradecimiento por haberle prestado el coche, decidió. Encendió el aparato de radio, buscó una estación de música alegre y se dedicó a la tarea. Batía los ingredientes cuando escuchó un sonido insistente. Apagó la batidora. Alguien llamaba a su puerta.

Su primera intención fue la de ignorar al inoportuno. No quería ver a nadie y si llamaban a la casa de la vecina, siempre se podría decir: que no había escuchado.

Con un suspiro, apagó el radio. Nunca le gustó fingir. La única mentira intencional que pronunció y que alguien le creyó fue la que le dijo a Adam acerca de que deseaba a Hanna Rashid.

Una vez que decidió que abriría, lo hizo casi corriendo. No sabía cuánto más la esperada quien llamaba.

Pero al instante deseó haber seguido su intención inicial. Su visitante era la última persona a la que quería ver.

– Hola, Tara.

La joven dio un involuntario paso atrás. Al interpretar el gesto como una invitación a pasar, Jane Townsend cruzó el umbral.

– Me alegro de encontrarte en casa. Estaba a punto de retirarme. ¿Puedo usar tu baño? Me temo que Charlie requiere un urgente cambio de pañales.

Capítulo 9

POR asombrada que estuviera debido a la inesperada visita, Tara no pudo más que llevar a su indeseada visitante a su habitación y al baño anexo.

– Muy bonito apartamento -comentó Jane con aprecio-. Adam me lo describió -le lanzó una mirada de soslayo a Tara-. Menos el dormitorio, por supuesto.

– Claro que no -respondió Tara, molesta consigo misma por sonrojarse-. No lo ha visto.

– Eso fue lo que él me dijo -comentó Jane entre risas-, pero no le creí -al ver la expresión de Tara, enmendó-: Lo siento, no debo hacer bromas. De hecho, por el estado en que se encuentra, tiene que ser la verdad -le tendió al bebé-, ¿Puedes cuidarlo un momento mientras voy por su bolsa al auto?

Tara tomó en sus brazos al pequeño Charles Adam, quien la miraba con intensidad. En nada se parecía a Adam, de hecho, tampoco a Jane. Tal vez era por el cabello rubio que ya se empezaba a rizar. Lo tocó y el niño le atrapó el meñique para llevárselo a la boca.

Pasó un momento antes que Tara se diera cuenta de que no estaban solos. Levantó la vista y sorprendió a Jane observándolos. Se sintió expuesta de manera muy íntima.

– Le gustas. Nunca permite que lo tomen así.

– Todo un halago -Tara intentó sonreír.

– ¿Te sientes mejor, mi rey? -preguntó Jane cuando terminó de cambiar al pequeño y le dio un beso.

– Charles ha crecido mucho -comentó Tara al llevar a sus visitas a la sala. Se sintió una tonta por señalar lo obvio. Empezaba a comprender por qué las madres no dejan de parlotear acerca de sus hijos. Charles dominaba la habitación con su diminuta presencia. Pero su madre tenía algo más en mente.

– ¿Cómo estás, Tara? He estado tratando de llamarte la semana entera. Ya no tuvimos la oportunidad de hablar aquella vez que Adam se presentó de manera inesperada.

– Estuve fuera unos días. Hemos tenido mucho trabajo en la oficina y estaba agotada.

– Adam me pidió que viniera a verte tan pronto como regresaras para asegurarme de que estás bien. El tuvo que ir a Gales a arreglar un asunto de la nueva fábrica, según entiendo, y dado que no sabía cuándo regresarías, no tenía objeto prolongarlo más. Beth no quiso decirle a dónde fuiste -agregó, mirándola a los ojos.

– Le pedí que no lo hiciera -una jaqueca empezaba a molestarla y deseó que Jane se fuera. Durante unos momentos, sólo se escucharon los sonidos del bebé al chuparse un dedo.

– Está en condiciones terribles -comentó Jane y Tara guardó silencio. Se dijo que no le importaba por qué él estuviera mal, pero sus ojos la traicionaron y Jane continuó- Creo que nunca se había enamorado y a sus treinta y tres años, la primera vez debe de ser difícil para él. Si no estuviera sufriendo tanto, lo encontraría divertido -trató de sonreír-, ¿No podrías ser un poco más amable con él?

– ¿Amable? -Tara se abrazó como si así pudiera mitigar el dolor que le atenazaba del pecho-. No te comprendo, Jane, ¿acaso no lo amas?

– ¿A Adam? -Jane fruncía el entrecejo-. Claro que lo amo, aunque en este momento dudo que él me quiera mucho. El muy malvado dice que le salgo tan cara y le quito tanto tiempo como una esposa, sin gozar de los privilegios del matrimonio.

– Eso es horrible.

– Pero no deja de tener razón -comentó Jane, despreocupada-. Debo confesar que lo he explotado con toda desfachatez -Charlie gruñó reclamando atención y Jane se lo colocó contra un hombro, palmeándole la espalda, lo que lo hizo vomitar un poco-. ¡Pobrecito! Tengo que llevarte a casa -gimió al moverse con la blusa empapada. Tara fue en busca de una toalla y se la limpió lo mejor que pudo-. Lo siento -se disculpó Jane-. Tal vez un día podamos hablar más de cinco minutos sin interrupciones -se levantó y fue a recoger sus cosas-. Tengo que regresar a casa para cambiar a Charlie… y a mí misma.

Tara la ayudó en la escalera con la bolsa del niño y la acompañó hasta un Mercedes plateado antes de correr a refugiarse en su apartamento. Las emociones que la invadían no eran agradables. Estaba molesta consigo misma y con él. Furiosa con el destino por conspirar para mostrarle el amor, sólo para arrebatárselo en seguida. Ira contra una vida que parecía decidida a mantenerla siempre sola.

No. No sola. Fue por el periódico en busca de la columna de mascotas en la sección de anuncios clasificados. Nada, ni siquiera un perro faldero. Solo aves y peces tropicales. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

Más tarde, se dio un baño largo y se pintó las uñas de manos y pies de un rojo brillante, sólo para quitarse el barniz casi de inmediato. Encendió el televisor y durante media hora fingió prestarle atención, hasta que al fin la apagó. Se preguntó cómo pasaba el tiempo antes de conocer a Adam. El tiempo entonces parecía no bastarle; ahora cada minuto le parecía una semana.

Despacio se preparó para dormir. Se puso lo primero que encontró: un viejo camisón blanco con florecitas rosadas y encaje en el cuello y los puños. Luego se cepilló el cabello hasta dejarlo como una nube de ébano alrededor de su cara y hombros. En ese momento decidió cortárselo más a la moda. Haría cita con el peinador por la mañana.

La decisión la impulsó a dar un nuevo giro a su vida. Abrió el guardarropa y empezó a sacar la ropa austera y aburrida que solía usar para el trabajo. Después la llevó a la cocina y la metió en una bolsa de plástico. Por la mañana la llevaría a una institución de beneficencia. Nunca se volvería a vestir de gris.

Cansada, revisó que puertas y ventanas estuvieran aseguradas y diez minutos después, estaba profundamente dormida.

Alguien aporreaba una estaca con un martillo y Tara ansió que dejaran de hacerlo. Provenía de lejos, pero el ruido la regresó sin clemencia al mundo real. Por un momento, le pareció que era un sueño, pero de pronto se enderezó en la cama. Alguien llamaba a su puerta con fuerza.

Encendió una lámpara y vio la hora. Casi las dos de la mañana. Tal vez alguien necesitaba ayuda. Bajó de la cama, se puso una bata y corrió a la entrada. El instinto de autoconservación la hizo poner la cadena en la puerta antes de abrirla una fracción.

– ¡Tara, déjame entrar!

– Vete, Adam. No quiero verte -Tara dio un paso atrás.

Sin responder, él se apoyó contra la puerta haciendo que los tornillos que sujetaban la cadena cedieran en la desigual lucha. La puerta se golpeó ruidosamente contra la pared y Adam apareció en el umbral, furioso, amenazador, con la barba crecida. Al entrar, llenó el pequeño vestíbulo con su presencia y cerró la puerta de un puntapié, sin dejar de mirarla.

– ¿En dónde diablos has estado? -le exigió.

Tara quería correr, pero las piernas no le obedecían. Una actitud desafiante era el único recurso que le quedaba, de modo que levantó el mentón.

– No es de tu incumbencia.

– Estás equivocada, Tara, lo estoy haciendo de mi incumbencia -avanzó unos pasos, haciéndola retroceder hasta chocar contra el sofá-. ¿Con quién estabas?

– Basta, Adam -él cerró los ojos para alejar la furia verde que la devoraba-. Por todos los cielos, basta -suplicó-. ¿No me has hecho sufrir bastante?

– ¿Sufrir? ¿Tú, mi lady! No creo que conozcas el significado de la palabra. Estás hecha de hielo. Sin embargo, me propongo hacerte sufrir la agonía que me has hecho pasar esta semana.

– No puedes…

– Créeme. Te lo garantizo. Te gusta jugar, Tara, llevar a un hombre con un aro en la nariz con esos ojos que prometen tanto, hasta hacerlo enloquecer…

– No sabes lo que estás diciendo.

Adam la tomó por los hombros, acercándola a él hasta hacerla sentir el calor de su cuerpo.

– Créeme, Tara, lo sé.

– ¡Basta! -ella se cubrió las orejas con las manos-, ¡Basta! ¿Me escuchas? No tienes derecho a decirme eso…

– Entonces, confiesa. ¿Con quién estabas? -lanzaba chispas por los ojos-. ¡La verdad! -la sacudió con fuerza-. Te juro que de cualquier forma me enteraré si mientes.

Tara tenía la boca seca. Sabía que Adam estaba a punto de explotar y que lo haría si lo provocaba más. No tenía intenciones de mentirle.

– Estuve con mi madrina en Kendal toda la semana.

– ¿Con tu madrina? -eso era lo último que Adam esperaba escuchar. La soltó y dio un paso atrás. Ella trastabilló, estando a punto de caer.

– Tenía que alejarme. Necesitaba espacio, tiempo…

– Tiempo… -Adam rió con amargura-. Yo también lo intenté. De nada sirve, ¿verdad?

– No, me temo que no -Tara negó con la cabeza-, Pero nada hay que podamos hacer.

– Si, sí lo hay -Adam gimió y la atrajo con fuerza contra él-. Sólo existe una solución. Cásate conmigo y pongamos fin a esta tortura.

– ¿Cómo puedes pedirme eso? -inquirió Tara, atónita.

– Simplemente cedo ante lo inevitable. Te pido que hagas lo mismo. Sé que tus sentimientos todavía son muy fuertes por ese joven que murió, pero no puedes vivir en el pasado, Tara.

– ¿Y Jane? -preguntó ella con frialdad-. ¿Ella también debe quedar relegada al pasado?

– ¿Jane? -Adam la contempló sin entender-. ¿Qué tiene ella que ver con esto?

– Ella te necesita, Adam. Su hijo te necesita.

– Por Dios santo, Tara, ¿no he hecho suficiente? No puedo olvidarme de mí mismo sólo porque su marido pasa la mitad del tiempo en una selva remota…

– ¿En la selva? -lo interrumpió Tara.

– Por eso es que vino a trabajar conmigo, porque no toleraba estar sola en su casa todo el día.

– ¿Y por las noches? -le exigió la joven.

– ¿Por tas noches? ¿De qué hablas? -Adam la apartó sin soltarla-. Por Dios, ¿no te lo dijo? Prometió que lo haría.

Así que por eso había ido Jane a visitarla. Por complacer a Adam.

– No te preocupes. Cumplió su palabra. Me pidió que fuera más… amable contigo.

– Pero nunca te dijo…

– ¿Decirme qué, Adam? ¿Qué es tan importante?

– No puedo creer que sea tan tonta. Su hijo le ha convertido el cerebro en aserrín. Jane me llamó a Gales para informarme que habías vuelto. Le dije que regresaría en seguida y le pedí que viniera a aclarar contigo cualquier malentendido antes que yo llegara.

– ¿Qué malentendido puede haber, Adam? Todo parece tan simple.

– No, mi lady, el único simple aquí soy yo por permitir que mi hermana me metiera en una situación en la que estuve en peligro de perder a la única mujer sin la que me es imposible vivir.

– ¿Tu hermana? -repitió Tara al empezar a entender bajo la mirada observadora de Adam.

– Jane es mi hermana -confirmó él con cuidado, asegurándose de que ella lo entendiera-. Está casada con Charles Townsend.

Tara todavía trataba de entender lo que Adam le decía.

– ¿Charles Townsend, el explorador? -había visto fotografías de él en alguna revista. Un gigante vikingo rubio.

– Sí -afirmó con alivio evidente al ver que ella empezaba a comprender-. Cuando Jane descubrió que estaba embarazada, era demasiado tarde para que Charles regresara de su última expedición. Pero me alegra decirte que el pequeño Charles no es más que hijo de ellos.

– Pero tú pagaste sus facturas de la clínica. Regresaste de Bahrein de inmediato… -Tara se interrumpió cuando una ligera esperanza empezó a crecer en su interior. No debía hacerla crecer demasiado, pero tampoco dejarla morir-. ¿Es cierto lo que dices?

– Charles se encuentra en el centro de la selva amazónica, Tara, no al otro extremo de una línea telefónica. Necesitaba a alguien que cuidara a Jane mientras él está de viaje, así que tuve que encargarme de todos los detalles. Suponía que lo sabías. No sé por qué, pero eso creía.

– Pero, ¿por qué trabajaba ella para ti?

– Nunca soportó quedarse sola en casa mientras Charles está lejos. Funcionaba muy bien -Adam sonrió-. Si yo decidía ponerme insoportable, ella estaba en libertad de gritarme también -la acercó y la abrazó-. ¿Nos sentamos? El sofá me parece cómodo y hay varías cosas que todavía debemos aclarar -le levantó el mentón y la besó con gentileza-. Puede tomar cierto tiempo -agregó y se sintió ridículamente tímida cuando él la tomó por la cintura y la sentó en el sofá a su lado, tan cerca que le era difícil respirar-. Bien, ¿por dónde empezamos?

Tara se volvió en sus brazos y le acarició el rostro, titubeante. Adam permanecía inmóvil, sin apresurarla, sabiendo que debía permitirle acostumbrarse a la idea de que era todo suyo.

Contuvo el aliento cuando ella lo besó, apenas como la caricia de una mariposa. Luego lo hizo con más urgencia hasta que los anhelos de las últimas semanas explotaron y le rodeó el cuello con los brazos, acercándolo, ofreciéndose en rendición total.

Cuando al fin lo soltó, Adam sonrió despacio y sus feroces ojos verdes se suavizaron.

– Estos no eran los detalles que tenía en mente, cariño, pero supongo que los otros pueden esperar.

Tara rió feliz al verlo quitarse la chaqueta de ante, mas cuando los ojos de él brillaron con deseo, la risa desapareció. Gimió con suavidad cuando Adam volvió a besarla y al sentirlo estremecerse en su esfuerzo por controlarse. La punta de la lengua de él la invitaba a abrir la boca, y la atormentó hasta casi hacerla gritar.

– Despacio, cariño -murmuró Adam, comprendiendo el deseo que la dominaba-. La espera valdrá la pena -alzó una mano al cuello de Tara, le levantó el mentón y le apartó el cabello de la cara. Entonces la besó con renovado fervor que seguía sin ser suficiente. El fuego que la invadía la consumía con demandas que sólo Adam podría satisfacer.

Tara metió las manos bajo la camisa de él y dejó que sus manos se deslizaran sobre la piel de la espalda, deleitándose en el placer que le producían los músculos que vibraban bajo ella. Alentada por su respuesta, se volvió más atrevida y le acarició el vientre y el pecho

– Bruja de cabello oscuro -murmuró él-. Me enloqueces.

Tara se reclinó en el sofá, levantando los brazos, ofreciéndoselo.

– ¿Qué eres, Tara? -gimió él al apartarle la bata-. Te comportas como una bruja y pareces una virgen.

– ¿Por qué no lo averiguas tú mismo? -sugirió ella. Adam no necesitó otra invitación. La tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio.

Eras las dos cosas -murmuró Adam mucho más tarde, incrédulo. Se apartó un poco para cubrir sus cuerpos y Tara se acurrucó contra él-. No me quejo, por supuesto, pero no esperaba…

– ¿A una virgen? Nunca dormí con Nigel. No me parecía correcto hacerlo en casa. Habría muerto de vergüenza si la tía Jenny nos hubiera descubierto.

– ¿En casa? No comprendo.

Entre sus brazos, Tara trató de decidir cómo explicarle su pasado a Adam. Se le había dicho que cuando nació su madre sufrió una fuerte depresión. Jenny Lambert era una amiga vecina y le sugirió al padre de Tara que salieran un fin de semana para distraerse. Ella cuidaría a la niña.

Nunca regresaron y la niña se quedó en la casa de los Lambert. Ya fuera por sentirse culpable, o sólo por su buen corazón, Jenny asumió la obligación de educar a la niña con su propio hijo.

– ¿Ella te adoptó? -le preguntó Adam.

– No, siempre fue sólo la tía Jenny.

– Entonces, ¿por qué llevas su apellido?

– Ella tenía a un hijo llamado Nigel. Crecimos juntos. Siempre lo amé, como a un hermano mayor. Pero era más que eso. El siempre me protegió. Siempre fue amable conmigo, no como los hermanos verdaderos -el recuerdo era agradable; ya no le producía dolor-. Cuando él cumplió dieciocho años, ingresó a la escuela de arte. Cada vez que se iba era más difícil para mí. Lo extrañaba muchísimo. En una ocasión me llamó para invitarme a un baile de su escuela. Entonces pensé que lo hacía por no tener a quién más invitar, pero no me importó. Me sentía sentada en los cuernos de la luna. Era mi sueño convertido en realidad. Aparentemente también era el de él. Tan pronto como volvió a casa, me pidió que me casara con él.

– ¿No les pareció extraño a los demás?

– ¿Por qué? Todos sabían que no éramos hermanos. La tía Jenny se puso feliz. En ese momento Nigel se especializaba en diseño de joyería y me elaboró un broche como regalo de bodas…

– ¿El que siempre usas? ¿Como una V inclinada?

– Sí, es mi nombre en taquigrafía -le explicó ella-. Siempre firmaba así las cartas que le enviaba. Sé que es una tontería, pero…

– No, no es una tontería -Adam la calló, poniéndole un dedo sobre los labios.

– Elaborarlo le tomó más tiempo del que esperaba. Le costó mucho trabajo conseguir los diamantes pequeños para las vocales. Quería que fuera perfecto -Tara titubeó sin saber si debía continuar. Adam no la presionó. Esperó con paciencia hasta que ella recobró el control, acariciándola, dándole valor-. Tía Jenny quería que todo saliera perfecto el día de la boda y Nigel conducía su motocicleta demasiado rápido el día del ensayo porque se le había hecho tarde. Por desgracia, sufrió un accidente y se rompió una pierna.

– ¿Porqué no cancelaron la boda?

– Tía Jenny y Lamby estaban por partir a un viaje a Nueva Zelanda. Ya habían pospuesto el viaje para estar presentes en la ceremonia.

– Eso explica la extraña foto de tu boda.

– Fue divertido. Descorchamos una botella de champaña y las enfermeras la compartieron con nosotros. Después los padres de Nigel se fueron al aeropuerto y yo regresé a casa esa noche -desde entonces no soportaba que el teléfono sonara por las noches. Hacía que la pesadilla reviviera para atormentarla-. Nigel sufrió un colapso esa noche. Trataron de revivirlo, pero se trataba de una trombosis. Nadie la esperaba. Era joven… estaba en buenas condiciones físicas…

– Dios mío, lo siento tanto.

– Regresé al hospital…

– No te atormentes. No tienes que seguir.

– Tengo que terminar. Debo decírtelo todo -Tara parpadeó para reprimirlas lágrimas-. Llevaba consigo una tarjeta de donador de órganos y querían que yo estuviera de acuerdo…

– ¿Estabas sola? ¿No había alguien contigo? -Adam se mostró furioso-. ¿Cómo pudieron hacerte eso?

– No creo que haya sido fácil para ellos tampoco -el horror de esa noche nunca la abandonaría-: Me pareció una forma de mantenerlo con vida. Pero tía Jenny se negó a hablar conmigo cuando regresaron para el funeral. Parecía que me odiaba -sollozó. Adam le secaba las lágrimas que ya fluían libremente, tratando de consolarla-. Ellos regresaron a Nueva Zelanda y no hemos vuelto a comunicarnos.

Capítulo 10

ADAM la dejó llorar, abrazándola, arrullándola y pasó mucho tiempo antes que le hablara.

– ¿Trataste de ponerte en contacto con los Lambert?

– Les escribí en cuatro o cinco ocasiones. Mis cartas siempre fueron devueltas sin abrir.

– No comprendo su crueldad -él la abrazó con fuerza-. Apenas eras una niña.

– No tanto. Tenía dieciocho años, y Nigel veintiuno. No debes culparlos, Adam. Perdieron a su hijo.

– Y rechazaron a una hija. Pobre Tara, ¿cómo lograste salir adelante?

– Lo ignoro. El trabajo fuerte ayudó. Vendí la casa donde íbamos a vivir y compré este apartamento. Me tomó tiempo decorarlo hasta dejarlo justo como yo quería.

– ¿Y nunca hubo alguien más?

– Muchos estaban interesados en consolar a la viuda -confesó Tara-. Pero ninguno parecía buscar algo permanente -fue entonces cuando se puso su armadura, la ropa seria y muy formal y, una mirada fría que mantenía a los donjuanes de oficina al margen, hasta que el decir no se convirtió en hábito.

– Me es difícil creerlo.

– Bueno, estuvo Jim Matthews -habiéndose librado de la carga, Tara logró sonreír-. El quería casarse conmigo.

– ¿Ah, si? -el tono de Adam se volvió feroz-. ¿Estuviste tentada a aceptarlo?

– Nunca, pero me fue difícil convencerlo. A él le parecía maravilloso tener una secretaria a mano las veinticuatro horas. No podía aceptar mi rechazo. Una vez que se le mete algo en la cabeza, nada puede hacerlo desistir.

– Siento cierta compasión por el hombre, porque pienso casarme contigo -la besó para demostrarle cuan en serio hablaba-. Pero descubrirás que él tiene algo más en mente estos días.

– ¿Por qué? ¿Qué has hecho? -preguntó Tara con sospecha.

– Tengo un conocido en Estados Unidos que publica historias de horror. Jim está allá en busca de un contrato para escribir doce libros.

– Por eso es que no he podido hablar con él -Tara rió.

– ¿Para qué? -insistió Adam-. Creía que querías librarte de él.

– Quería hacer un último intento para convencerlo de que me deje en paz. Sin embargo, parece que tú lo has hecho ya por mí. ¿Hay algo de lo que no te aproveches para sacar dinero?

– En este caso, no hay dinero involucrado. Sólo me pareció una buena forma de librarme de un rival.

– Nunca fue un rival.

– Tal vez quieras demostrármelo.

Un sonido extraño despertó a Tara. Frunció el ceño y al volverse vio a su hombre al otro lado de la puerta abierta del baño. Durante un momento se dedicó a saborear el ver y escuchar que Adam se afeitaba. Luego el sonido cesó y él se presentó frente a ella con una toalla rodeándole la cadera y una sonrisa en los labios. -Buenos días, dormilona.

Tara pensó que se avergonzaría, mas no fue así. Le tendió los brazos cuando Adam se acercó para besarla, lo rodeó por el cuello y se insinuó, atrevida. No obstante, él se retiró con renuencia.

– Lamento interrumpir este momento tan placentero, querida, pero son las nueve y media y los dos deberíamos estar en otra parte.

– Qué lástima que tengas una voluntad tan firme -murmuro ella, estirándose con lujuria.

– ¡Tara!

– Sólo quería averiguar si tu fuerza de voluntad es tanta -bromeó ella.

Tara se duchó, se puso un traje de dos piezas color de rosa y se dejó el cabello suelto. Adam arqueó una ceja, sorprendido, cuando ella se presentó en la cocina en busca de un café.

– ¿Siempre sales tan bien preparado cuando visitas a una dama por las noches? -preguntó la joven en broma, admirando su traje impecable.

– Tenía la maleta en el auto, pero me temo que he escandalizado a algunos de tus vecinos. Estoy seguro de que todos salieron a comprar leche para poder verme mejor. -No me extraña, después del escándalo que hiciste anoche.

– Quizá -Adam sonrió-. ¿Tendré que ir a disculparme con ellos?

– Cre… creo que no. Pero podrías pedirle a Janice que envíe e alguien a arreglar mi puerta. ¿Todavía está ella contigo?

– Me ha costado más trabajo librarme de Janice que de las dos primeras, pero ahora su puesto está seguro. No quiero verte en la oficina. Tengo otros planes para ti.

– Oh.

– Más vale que te preocupes, mi lady. Anoche no venía tan preparado como supones, así que tendremos que casarnos cuanto antes.

– ¿Me pediste que me casara contigo? No lo recuerdo.

– Qué extraño. Estoy seguro de haberlo mencionado en dos ocasiones -dijo él. Tara seguía dando sorbos a su café-. Ah, ya veo. Quieres el trámite completo. ¿También rodilla en tierra?

Tara mantenía la vista apartada de él, así que se sorprendió cuando Adam puso una rodilla en el suelo frente a ella y le tomó una mano.

– ¿Te casarás conmigo, mi lady? Te amaré y adoraré…

– Levántate, Adam -le pidió ella entre risas-. Nunca pensé que lo hicieras.

– Sólo esta vez, Tara -le indicó él, tajante-. Así que será mejor que respondas rápido, o te abandonaré a una vida de horror en compañía de Jim Matthews -sus ojos brillaban con malicia-. Tal vez prefieras sus monstruos verdes de mañana, tarde y noche.

– ¡No! -exclamó Tara con un estremecimiento.

– En ese caso… -del bolsillo de la chaqueta, Adam sacó un pequeño estuche-, tal vez esto te ayude a decidirte -lo abrió y un diamante solitario reflejó los rayos del sol que entraban por la ventana. El lo deslizó en el anular de Tara y le besó la mano.

– Está precioso, Adam.

– ¿Debo interpretar eso como un sí?

– Lo sabes.

Adam la tomó entre sus brazos y durante un rato largo ninguno de los dos habló hasta que el insistente timbre del teléfono los separó.

– Con seguridad es Beth para preguntar si voy a ir a la oficina.

– ¿Quieres que yo conteste?

– ¡No! -Tara cruzó la habitación de prisa y fue a tomar el auricular.

Adam se agachó para levantar del suelo un listón rojo.

– Todo caballero tiene derecho a llevar los colores de su dama, mi lady-le indicó Adam al ver su expresión de extrañeza-. Y los tuyos son definitivamente rojos -le acarició las mejillas encendidas.

– ¿Tara? ¿Estás allí? -gritaba la voz de Beth al otro extremo de la línea. Pero Tara no contestó. Dejó el auricular en su sitio y se arrojó a los brazos de su amado.

Beth no dijo nada cuando Tara llegó a la oficina después del medio día. La vio llegar en el auto de Adam y se mostró satisfecha como si todo hubiera sido idea suya. Una mirada al rostro encendido y feliz de su socia la convenció de que todo iba bien en el mundo. Entonces vio la sortija y el resto del día lo pasó hablando de la inminente boda.

Camino a sus respectivas oficinas, Tara y Adam se habían detenido en la oficina del registro civil en busca de la licencia correspondiente; podrían casarse el miércoles si así lo deseaban.

La joven no demostró su decepción cuando Adam le indicó que necesitaría más tiempo para poder ultimar detalles. Cuando él propuso que se casaran el siguiente viernes, a Tara le pareció que la prisa de la que habló antes no era tanta, después de todo.

Y él parecía preocupado cuando se presentó en la oficina de ella esa tarde. Presintiendo problemas, Beth pretextó una visita al banco para retirarse y dejarlos solos.

– Tengo que hacer un viaje -le indicó Adam, acomodándose el cabello-. No sé cuándo regrese, pero estaré aquí para nuestra boda.

Un temor frío invadió a la joven. No quería perderlo de vista, temerosa de que algo sucediera, que el destino volviera a arrebatarle la felicidad.

– ¿A dónde irás?

Adam se inclinó sobre el escritorio y la besó en la boca. Con eso, Tara supo que no le diría nada.

– Janice se hará cargo de todo. Flores, autos, recepción. Te veré el viernes de la próxima semana.

– Estaré esperándote -Tara permanecía muy quieta, con las manos cruzadas al frente con una serenidad que distaba mucho de sentir.

La sonrisa de Adam era superficial. Ella lo había visto usarla durante las reuniones de negocios cuando mil ideas más pasaban por su mente. Algo había ocurrido de lo cual no quería que ella se enterara, infirió Tara.

– ¿Me llamarás por teléfono? -le preguntó cuando él ya estaba en la puerta.

– Lo intentaré, cariño. Ahora, debo partir o perderé mi vuelo -regresó a su lado y la besó con rapidez, haciéndola levantarse-. Te amo, Tara. Siempre te amaré.

Más no lo suficiente para confiar en ella.

Si ella hubiese tenido que hacerse cargo de los arreglos, la situación habría sido diferente. Eso la habría mantenido con la mente ocupada. Pero Janice se hacía cargo de todo y la recepción se celebraría en casa de Jane.

Tara ya había estado allí, conocido al barbado explorador, pero ninguno de los Townsend aportó indicio alguno de dónde estaba Adam. Y la joven no se atrevió a preguntarlo. Pero un misterio sí se aclaró. La foto que había visto en el periódico ilustraba un artículo que anunciaba el nacimiento del pequeño Charles en tanto su padre estaba en las selvas del Amazonas. Si lo hubiera leído, se habría enterado entonces.

Adam la llamó en una ocasión. Parecía preocupado y la transmisión era tan mala que apenas si podían entenderse. Las palabras de amor fueron absorbidas por la estática. O tal vez él jamás las pronunció.

Estás preciosa, Tara -Jane hizo un último ajuste al velo que caía del ala del sombrero-. Perfecto.

– Gracias -a insistencia de Jane, ella había pasado la última noche de su soltería en la casa de su futura cuñada, al igual que Lally. Ahora llegaba el momento de partir para la boda. Se volvió y vio su imagen ante el espejo. Estaba pálida.

Una vez en el auto, guardó silencio, haciendo girar la sortija con el diamante en su dedo. Estaba segura de que Adam la llamaría la noche anterior, mas no fue así. Ni siquiera sabía si ya estaba de regreso del viaje. Temía que algo hubiera ocurrido y los nervios la destrozaban.

Su arribo a la oficina del registro civil confirmó sus temores. Era extraño que la novia llegara antes que el novio a la ceremonia.

Todos trataban de bromear por la circunstancia. Jane se mostraba tranquila, pero en ese momento lo único que ocupaba su mente era el bienestar de su marido y su hijo.

– ¿El señor Blackmore y la señora Lambert? -llamaron de la oficina.

– Tenemos una pequeña demora -explicó Charles-. ¿Podríamos esperar…?

En ese momento, todos se volvieron al escuchar pasos apresurados.

– Hola, ¿llego tarde? -Adam se inclinó para besar la mejilla y la mano de la novia-. ¿Estabas preocupada? El tránsito desde Heathrow está terrible.

Ante su presencia, todos los temores de Tara desaparecieron.

– No podíamos pedir más puntualidad -comentó Charles.

Pero la mirada de la joven fue de Adam a dos personas que esperaban detrás de él.

Le parecieron mayores, de menor estatura que como los recordaba, pero eran tan conocidos. Dio un paso tentativo hacia ellos.

– ¿Tía Jenny? -un paso más y de pronto estaba entre los brazos de la mujer mayor, abrazándola. Luego a Lamby-. No puedo creerlo -susurró con lágrimas en los ojos-. No puedo creerlo.

– Adam fue por nosotros, Tara.

– ¿Lo hiciste? ¿Por mí? -la joven se volvió hacia él.

– Mi regalo de bodas -le indicó él con una sonrisa.

– Aunque si este caballero no se da prisa, tendrán que esperar unos días más -advirtió el oficial del registro civil.

El grupo empezó a moverse, pero Adam detuvo a Tara.

– Lo lamento. No podía decirte cuáles eran mis planes. No quería hacerte abrigar falsas esperanzas. No sabía si aceptarían venir.

– ¿Quién puede resistirse a tus deseos? -ella movía la cabeza con admiración-. ¿Cómo fue que al principio te consideré un pirata moderno?

– Estoy seguro de que te di motivos de sobra, mi amor.

– No, siempre has sido mi verdadero caballero andante. Siempre estuviste allí cuando te necesitaba.

– Siempre lo seré, cariño -Adam levantó el velo y le dio un beso-. Te lo prometo.

Liz Fielding

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