Esta novela ganó el premio Gouncourt des Lycéens 2002 y el Prix des Libraires en 2003. Como su propio nombre indica, dos premisos franceses, claro que el autor es de por allí y también como su propio nombre indica, el primero es por votación de los estudiantes de secundaria, el segundo por la de los libreros, lo que no deja de ser una garantía, dada la ausencia de críticos en el proceso. Yo, que no he leído el resto de títulos publicados por esas fechas en el país vecino, no puedo opinar sobre el merecimiento de dichos galardones pero sí decir que esta novela es buena y original y entretenida, y recomendable para todo aquel que guste de la fantasía y de una brisa de aire fresco de vez en cuando.

Es una novela corta. Está ambientada en un continente que puede ser África y narra los hechos que desencadena la cercana muerte del rey Tsongor, infatigable guerrero y conquistador en su juventud y cansado y arrepentido de muchos de sus actos en la sensata vejez. Dos caballeros, iguales en derecho, se enfrentan por la mano de su hija y para evitar una guerra de proporciones épicas el rey, decide quitarse la vida.

Con este desencadenante, mezclando mitos griegos con africanos, dibujando personajes cercanos a la tragedia y a los héroes clásicos y con un ritmo de cuento, Gaudé narra una magnífica historia que nos habla del honor, la fidelidad a la palabra dada, la inutilidad de la violencia y la necesidad de decidir. En definitiva, de las pasiones que mueven los corazones humanos.

Laurent Gaudé

El Legado del Rey Tsongor

Capitulo 1: La gran noche en blanco del rey Tsongor.

Por lo general, el primero que se levantaba en palacio era Katabolonga. Recorría los pasillos desiertos mientras fuera la noche aún gravitaba con todo su peso sobre las colinas. Ni un solo ruido acompañaba sus pasos; iba de su habitación a la sala del taburete de oro sin cruzarse con nadie. Su silueta era la de un ser vaporoso que se deslizaba a lo largo de las paredes; así era, acababa su tarea en silencio antes de que se levantara el sol.

Pero esa mañana no estaba solo. Esa mañana, en los pasillos reinaba una agitación febril. Decenas y decenas de obreros y porteadores iban y venían con precaución, hablando en voz baja para no despertar a nadie. El palacio era como un gran barco de contrabandistas que descargan sus mercancías al amparo de la noche. Todo el mundo se afanaba en silencio; en el palacio de Massaba no había habido noche, el trabajo no había cesado.

Desde hacía varias semanas, Massaba se había convertido en el palpitante corazón de una actividad de hormiguero, pues el rey Tsongor iba a casar a su hija con el príncipe de las tierras de la sal. De las regiones más remotas llegaban largas caravanas que acarreaban especias, telas y ganado. Los arquitectos se afanaban en ensanchar la gran plaza que se extendía ante la puerta del palacio. Se habían adornado todas las fuentes, y largas columnas de porteadores acudían con innumerables cestos de flores. Massaba vivía a un ritmo que no había conocido hasta entonces y su población había ido aumentando con el correr de los días. En ese momento, miles de tiendas apiñadas al pie de las murallas dibujaban inmensos y multicolores barrios de tela, en los que los mugidos del ganado se mezclaban con los chillidos de los niños que jugaban en la arena. Los nómadas habían llegado de muy lejos para estar presentes ese día, llegaban de todas partes e iban a ver Massaba, iban a asistir a la boda de Samilia, la hija del rey Tsongor.

Durante semanas, cada habitante de Massaba y cada nómada había depositado un presente para la futura esposa en la plaza principal. Era un mar de flores, amuletos, sacos de cereales y tinajas de vino, una montaña de telas y estatuas sagradas; todos querían ofrecer una prenda de admiración y un voto de felicidad a la hija del rey Tsongor.

Pero esa noche los servidores de palacio tenían orden de retirar todas aquellas ofrendas de la plaza, no debía quedar nada. El viejo rey de Massaba quería que la explanada estuviera adornada y resplandeciente, que todo el suelo estuviera cubierto de rosas y que su guardia de honor formara en uniforme de gala. El príncipe Kuame iba a enviar a sus embajadores a depositar a los pies del rey los presentes que ofrecía. Era el principio de la ceremonia nupcial, el día de los presentes, y todo debía estar preparado.

En toda la noche, los servidores no habían parado de ir y venir de la montaña de regalos de la plaza a las salas del palacio. Trasladaban al interior los centenares de sacos, flores y joyas, y distribuían los amuletos, las estatuas y los tapices por las estancias del palacio lo más silenciosa y armoniosamente que podían. La gran plaza tenía que quedar vacía, y el palacio, lleno de aquellas muestras del afecto del pueblo. La princesa Samilia tenía que despertarse en un palacio de mil perfumes y colores. En eso se afanaban, sigilosamente, las largas columnas de porteadores; tenían que acabar antes de que la princesa y las mujeres de su séquito se despertaran. El tiempo apremiaba, porque se habían cruzado con Katabolonga y, al menos algunos, lo habían reconocido. Sabían que si Katabolonga estaba en pie, el sol no tardaría en salir, y el rey Tsongor con él. Así que, a medida que Katabolonga avanzaba por los corredores de palacio, a medida que se acercaba a la sala del taburete de oro, la agitación crecía y los servidores trabajaban con más rapidez y nerviosismo.

Katabolonga, en cambio, no sentía ninguna ansiedad, caminaba tan despacio como de costumbre, al ritmo pausado que era propio en él. Sabía que tenía tiempo, que el sol no saldría de inmediato. Sabía – como todos los días desde hacía años – que estaría preparado, sentado a la cabecera de la cama del rey cuando éste abriera los ojos. Pensaba, simplemente, que era la primera vez, y desde luego sería la última, que se cruzaba con tantos hombres durante su marcha nocturna y que tantos murmullos acompañaban el ruido de sus pasos. Pero, apenas entró en la sala del taburete de oro, se detuvo bruscamente; el aire que le acariciaba el rostro le murmuraba algo que no acababa de comprender. Por un instante, al abrir la puerta, tuvo el presentimiento de que todo estaba a punto de acabar, mas consiguió serenarse. Atravesó la sala para coger el taburete de oro, pero, apenas levantó la reliquia, tuvo que volver a dejarla. El temblor que le recorrió los brazos volvió a decirle que todo estaba a punto de acabar, y esa vez prestó oídos a la sensación que empezaba a crecer en su interior. Escuchó, y la inquietud se apoderó de él, escuchó y supo que ese día, efectivamente, todo iba a acabar. Supo que ese día mataría al rey Tsongor, que ese día era el día del que había creído poder escapar. Comprendió que era el último día en que el rey se levantaría, el último en que él, Katabo – longa el salvaje, lo seguiría de sala en sala, caminando siempre sobre sus pasos, vigilando el menor de sus desfallecimientos, escuchando sus suspiros y cumpliendo la más honrosa de las tareas. El último día en que sería el portador del taburete de oro.

Se irguió intentando acallar la inquietud que había nacido en su interior, cogió el taburete y volvió a recorrer los pasillos del palacio, con las mandíbulas apretadas y la oscura convicción de que ese día era el día en que mataría a su amigo, el rey Tsongor.

Cuando Tsongor se levantó, tuvo la inmediata sensación de que ese día sería demasiado corto para hacer todo lo que tenía que hacer. Respiró hondo, pues sabía que no volvería a tener tranquilidad hasta la noche. Saludó a Katabolonga, que estaba a su lado, y su rostro hizo que se sintiera mejor. Saludó a Katabolonga, pero el viejo servidor, en lugar de devolverle el saludo y ofrecerle el collar real, como hacía todas las mañanas, le susurró al oído:

– Tsongor, quiero hablar contigo.

– Te escucho – respondió el rey.

– Es hoy, amigo mío – dijo Katabolonga.

La voz del portador del taburete sonaba extraña, pero Tsongor no le dio importancia.

– Lo sé – se limitó a decir.

Y el día empezó.

Lo cierto es que Tsongor no había comprendido lo que Katabolonga quería decir, o más bien había creído que le recordaba lo que ya sabía, lo que no dejaba de darle vueltas en la cabeza ni un solo minuto desde hacía meses: que su hija se casaba y que las ceremonias empezaban ese día. Había respondido mecánicamente, sin reflexionar. Si hubiera prestado atención a las facciones de su viejo servidor, habría descubierto en ellas una profunda tristeza, algo así como un suspiro del rostro, que tal vez le habría hecho comprender que Katabolonga no hablaba de la boda, que se refería a otra cosa: a la vieja historia que unía a los dos hombres desde hacía tanto tiempo.

Ocurrió cuando el rey Tsongor era joven. Acababa de abandonar el reino de su padre sin mirar atrás, dejando al anciano rey moribundo sobre su viejo trono. Tsongor se marchó, sabía que su padre no quería legarle nada y se negaba a sufrir esa humillación; se marchó escupiendo sobre el rostro de aquel viejo que no quería ceder nada. Había decidido que no pediría nada, que no suplicaría, había decidido construir un imperio más vasto que el que le negaban. Sus manos eran inquietas y afanosas, sus piernas lo arrastraban tras de sí, quería recorrer nuevas tierras, medir sus armas, emprender conquistas en los confines de las tierras conocidas. Tenía hambre, y pronunciaba el nombre de las regiones que ambicionaba someter hasta en sueños, quería que su rostro fuera el de la conquista. Reunió un ejército mientras el cuerpo de su padre aún estaba caliente en la tumba y partió hacia el sur con la intención de no retroceder jamás, de recorrer la tierra hasta que no le quedara aliento y de plantar las enseñas de sus antepasados allí donde fuera.

Las campañas del rey Tsongor duraron veinte años. Veinte años de campamentos, de combates y de avances; veinte años durante los cuales no durmió más que en lechos improvisados; veinte años consultando mapas, elaborando estrategias y asestando golpes. Era invencible. Tras cada nueva victoria, atraía a los enemigos a sus filas ofreciéndoles los mismos privilegios que a sus propios soldados, de tal modo que su ejército, a pesar de las bajas, a pesar de los cuerpos mutilados y las hambrunas, no dejó de crecer. El rey Tsongor envejeció a caballo, espada en mano, tomó mujer a caballo durante una de sus campañas, y la inmensa muchedumbre de sus hombres aclamó el nacimiento de cada uno de sus hijos sudando aún con el ardor de los campos de batalla. Veinte años de lucha y de expansión hasta el día en que llegó al país de los rampantes. Eran las últimas tierras inexploradas del continente, en los confines del mundo; más allá no había otra cosa que el océano y las tinieblas. Los rampantes eran un pueblo de salvajes que vivían dispersos en minúsculas chozas de barro. No tenían ni jefe ni ejército, su país era una sucesión de aldeas y en cada una vivía un hombre con sus mujeres, en la ignorancia del mundo que lo rodeaba. Eran hombres altos y delgados, esqueléticos en algunos casos. Los llamaban los rampantes porque, a pesar de su talla, sus chozas no llegaban a la altura de un caballo. Nadie sabía por qué no construían viviendas adecuadas a su talla; vivir así, en chozas minúsculas, hacía que todos tuvieran el cuerpo encorvado. Un pueblo de gigantes que nunca se erguían, un pueblo de hombres altos y delgados que, por la noche, caminaban por los polvorientos senderos con la espalda encorvada, como si el cielo los aplastara bajo su peso. En combate singular eran adversarios temibles, rápidos e implacables; se erguían cuan largos eran y se arrojaban sobre el contrincante como leopardos famélicos. Eran peligrosos incluso desarmados, y resultaba imposible hacerlos prisioneros porque, mientras les quedaba un soplo de fuerza, se arrojaban sobre el primer hombre que veían e intentaban despedazarlo. No era raro ver a rampantes encadenados lanzarse sobre sus guardianes y matarlos a dentelladas; mordían, arañaban, aullaban y bailaban sobre el cuerpo de su adversario hasta dejarlo convertido en un amasijo de carne. Eran temibles, pero apenas ofrecieron resistencia al rey Tsongor, pues jamás consiguieron organizarse, jamás llegaron a oponer una línea de frente a su avance. El rey penetró en las tierras rampantes sin temblar una sola vez, quemó los poblados uno tras otro, lo redujo todo a cenizas, y el país no tardó en convertirse en una tierra seca y vacía en la que, por las noches, se oía el grito de los rampantes, que aullaban su pena e insultaban al cielo por la maldición que les había enviado.

Katabolonga era uno de ellos, probablemente uno de los últimos que seguían con vida cuando el rey estaba a punto de acabar sus conquistas. Su choza había sido arrasada, como tantas otras; sus mujeres, violadas y asesinadas. Lo había perdido todo, pero, por algún motivo que nadie se explicó jamás, no reaccionó como sus hermanos, no se arrojó sobre el primer soldado que le salió al paso para intentar arrancarle la nariz a bocado limpio y bañarse las manos en la sangre de la venganza. No. Esperó mucho tiempo, esperó a que todo el país estuviera sometido, a que el rey Tsongor estableciera su último campamento en aquel gran país vencido, y sólo entonces salió del bosque en el que permanecía escondido.

Era un día espléndido, luminoso y tranquilo; ya no luchaba ningún soldado, ya no se combatía en ningún sitio, ya no había ninguna choza en pie. El ejército entero descansaba y festejaba la victoria en aquel campamento inmenso. Unos limpiaban sus armas, otros se curaban los pies y otros discutían intercambiando trofeos.

Katabolonga se presentó a la entrada del campamento desnudo, desarmado, con la cabeza alta y sin temblar. A los soldados que le cerraron el paso y le preguntaron qué quería, les respondió que iba a ver al rey, y su voz tenía tal autoridad, tal calma, que lo llevaron ante Tsongor. Atravesó todo el campamento; fue una marcha de varias horas, porque el ejército de todos los pueblos asimilados, unidos en aquella empresa de sangre y conquista, era enorme. Avanzó bajo el sol con la cabeza erguida, y resultaba tan extraño ver a un rampante caminar de ese modo, tranquilo, decidido, altivo, había algo tan hermoso en aquel espectáculo, que los soldados lo siguieron formando un cortejo; querían ver qué deseaba el rampante, querían ver qué pasaba. El rey Tsongor vio una nube de polvo a lo lejos y distinguió una figura esbelta que destacaba entre una muchedumbre de soldados regocijados y curiosos. Dejó de comer y se levantó, y cuando el salvaje se detuvo ante él, lo contempló largo rato en silencio.

– ¿Quién eres? – le preguntó a aquel hombre que podía lanzarse sobre él en cualquier momento e intentar despedazarlo a dentellada limpia.

– Me llamo Katabolonga.

En el ejército que se arremolinaba en torno a la tienda del rey se produjo un silencio inmenso. Los hombres estaban asombrados ante la belleza de la voz del salvaje, ante la fluidez con que las palabras brotaban de sus labios. Estaba desnudo, tenía el pelo revuelto y los ojos enrojecidos por el sol; frente a él, el rey Tsongor parecía un niño desmedrado.

– ¿Qué quieres? – le preguntó el soberano.

Katabolonga no respondió, como si no hubiera oído la pregunta. Durante unos instantes interminables los dos hombres no se quitaron ojo; luego, el salvaje rompió el silencio:

– Soy Katabolonga y no respondo a tus preguntas, hablo cuando quiero. He venido a verte y a decirte, ante todos los tuyos, lo que debe decirse: has arrasado mi casa, has matado a mis mujeres, has pisoteado mis tierras con los cascos de tu caballo, tus hombres han respirado mi aire y han convertido a los míos en animales asustados que disputan el alimento a los monos, has venido de muy lejos para quemar lo que poseía. Soy Katabolonga y nadie quema lo que es mío sin perder la vida. Estoy aquí ante ti, estoy aquí en medio de todos tus hombres, y quiero decirte esto: soy Katabolonga y te mataré, porque, por mi choza quemada, por mis mujeres asesinadas, por mi país asolado, tu muerte me pertenece.

En el campamento ya no se oía nada, ni el ruido de un arma, ni la voz de un soldado murmurando algo. Todos estaban pendientes de lo que decidiría el rey, todos estaban listos para saltar sobre el salvaje y matarlo al menor gesto del soberano, pero Tsongor no se movía. Todo el pasado volvía a su mente: veinte años sintiendo asco de sí mismo, acumulados uno sobre otro, veinte años de guerras y matanzas que lo obsesionaban. Miraba al hombre que tenía delante con atención, con respeto, casi con afecto.

– Soy el rey Tsongor – dijo al fin -. Mis tierras no tienen límites. Comparado con mi reino, el reino de mis padres era un grano de arena. Soy el rey Tsongor y me he hecho viejo a caballo luchando. Llevo veinte años luchando, veinte años sometiendo a pueblos que ni siquiera conocían mi nombre. He recorrido la tierra entera y la he convertido en mi jardín. Tú eres el último enemigo del último país. Podría matarte y poner tu cabeza en lo alto de una pica para que todo el mundo sepa que ahora reino sobre todo un continente, pero no voy a hacerlo. El tiempo de las batallas ha acabado, no quiero seguir siendo un rey de sangre. Ahora tengo que reinar sobre el reino que he construido y voy a empezar por ti, Katabolonga. Tú eres el último enemigo del último país, y te pido que accedas a permanecer a mi lado de ahora en adelante. Soy el rey Tsongor y te propongo que me acompañes portando mi taburete de oro allí donde vaya.

Esa vez, un rumor inmenso se extendió por las filas del ejército. Los hombres repetían las palabras del rey a quienes no las habían oído, pero, mientras trataban de comprenderlas, el salvaje volvió a hablar:

– Soy Katabolonga y no me desdigo, no retiro mis palabras. Ya te lo he dicho, te mataré.

El rey se mordió un labio. No temía al salvaje, pero tenía la sensación de estar a punto de fracasar y, sin saber por qué, presentía que debía convencer a aquel hombre esquelético a toda costa, que su paz de espíritu dependía de ello.

– No te pido que retires lo que has dicho – respondió Tsongor -. Ante todo mi ejército, Katabolonga, te propongo lo siguiente: mi muerte te pertenece, lo digo aquí, mi muerte es tuya. Te propongo que seas el portador de mi taburete de oro en los años venideros. Me acompañarás allí donde vaya, permanecerás a mi lado y velarás por mí. El día en que desees tomar lo que es tuyo, el día en que quieras vengarte, no me resistiré; podrás matarme cuando quieras, Katabolonga, mañana, dentro de un año, el último día de tu vida, cuando seas viejo y estés cansado. No me defenderé y nadie podrá ponerte la mano encima, nadie podrá decir que eres un asesino, porque mi muerte te pertenece y no habrás hecho otra cosa que tomar lo que hoy te doy.

Los soldados estaban desconcertados; nadie quería creer lo que acababa de oír, nadie podía creer que el más extenso de los reinos estaba en esos momentos en manos de aquel salvaje desnudo y desarmado que permanecía impasible en medio de un bosque de armaduras y lanzas. Katabolonga avanzó hacia el rey lentamente hasta estar muy cerca de él; le sacaba varias cabezas, no movía un músculo.

– Acepto, Tsongor, te serviré con respeto, seré tu sombra, el portador de tu taburete, el guardián de tus secretos. Te acompañaré a todas partes, seré el más humilde de los hombres y luego te mataré, en recuerdo de mi país y de lo que has quemado en mi interior.

A partir de ese día, Katabolonga se convirtió en el portador del taburete de oro del rey y lo siguió a todas partes. Pasaron los años. Tsongor abandonó la vida de guerrero, construyó ciudades, crió a sus hijos, ordenó excavar canales, administró sus tierras y su reino prosperó. Siguieron pasando los años. Su cuerpo iba encorvándose poco a poco, su cabeza encaneció, y reinaba sobre un reino inmenso que recorría constantemente para velar por los suyos, con Katabolonga siempre a su lado, con Katabolonga siguiéndole los pasos como la sombra del remordimiento. Era el encorvado recuerdo de sus años de guerras; rodeándolo con su presencia, le recordaba sin cesar sus crímenes y el dolor que había causado, de tal modo que Tsongor nunca podía olvidar lo que había hecho durante aquellos veinte años de su juventud. La guerra estaba allí, en aquel cuerpo alto y delgado que caminaba junto a él sin decir nada, y que podía cortarle el cuello en cualquier momento.

Los dos hombres envejecieron juntos. Con el paso de los años, se convirtieron en algo así como dos hermanos; el pacto de antaño parecía olvidado, estaban unidos por una amistad profunda y silenciosa.

«Lo sé», había dicho Tsongor. No lo había entendido, y Katabolonga no se sintió con fuerzas para decirle nada más; puede que no hubiera llegado el momento. El rey Tsongor acababa de responderle: «Lo sé.» Katabolonga bajó los ojos y se apartó silenciosamente, como todos los días, para dejar paso al monarca. Estaba triste, pero no dijo nada más, y el palacio entero se levantó al paso del rey. Todo bullía con una actividad febril, había tanto que hacer… tantos detalles que ultimar… El rey casaba a su hija Samilia. Era el día de las primeras ceremonias, y las mujeres del séquito corrían de aquí para allá buscando las últimas joyas que limpiar y las últimas telas que bordar.

La ciudad aguardaba la llegada de los embajadores del novio. Se hablaba de columnas enteras de hombres y caballos que se sucederían para depositar montañas de oro, telas y piedras preciosas en el patio de palacio, se hablaba de objetos fabulosos cuya utilidad nadie conocía, pero que dejaban sin habla a quien los veía. Samilia no tenía precio, eso era lo que Tsongor le había dicho a Kuame, el rey de las tierras de la sal, y Kua – me había decidido ir a depositar todo lo que poseía a los pies de Samilia. Se lo ofrecía todo, su reino y su nombre. Se presentaría ante ella tan pobre como un esclavo, consciente de que la inmensidad de sus riquezas no compraba nada, consciente de que, ante aquella mujer, estaba solo y desnudo. Se hablaba de que todo un reino acudiría a derramarse por las calles de la ciudad, de las riquezas de todo un pueblo amontonadas en el patio de palacio, ante el rostro impasible del rey Tsongor.

Era el día de los presentes y las calles de la ciudad estaban impolutas. A lo largo de todo el recorrido que seguiría el cortejo, el suelo estaba tapizado de rosas, y de las ventanas pendían colgaduras bordadas de oro. Todos aguardaban la aparición del primer jinete de la interminable comitiva del reino de la sal, los ojos de toda la ciudad espiaban el polvo de la llanura meridional. Todos querían ser los primeros en avistar la lejana silueta de los caballeros del cortejo.

Nadie vio a los hombres que habían tomado posiciones en las colinas del norte, a los hombres que habían asentado su campamento en ellas y que daban descanso a sus monturas. Nadie vio a los hombres que, inmóviles, observaban desde allí la ciudad y sus últimos preparativos. Estaban allí, en las colinas del norte, inmóviles como la desgracia.

El día terminaba apaciblemente. Los resplandores del sol se volvían ocres; en el cielo, las golondrinas trazaban grandes arcos y se abatían incansablemente sobre las plazas y las fuentes. Todo el mundo permanecía en silencio; la gran arteria aguardaba, desierta, a que los cascos extranjeros acudieran a hollarla.

Fue a esa hora cuando los centinelas de la ciudad vieron incendiarse las colinas del norte de Massaba. De improviso, al mismo tiempo, las cimas se iluminaron y los habitantes de la ciudad se quedaron estupefactos, pues no habían percibido ninguna actividad durante el día. Nadie había visto erigir las piras, ya que todos tenían los ojos clavados en el camino, y, contra todo pronóstico, lo que se iluminaba con altas llamas de fiesta eran las colinas. El rey Tsongor y todos los suyos se instalaron en la azotea del palacio para disfrutar del espectáculo, pero no hubo nada más, nada aparte de las golondrinas, que seguían girando en el cielo, y la ceniza de las colinas, que flotaba en el cálido aire del atardecer; nada, hasta que resonaron los ladridos de los perros del guardián de la puerta de poniente. El silencio de la ciudad era tal que todos pudieron oírlos, desde la azotea del palacio hasta las callejas más apartadas. Los perros de la puerta occidental estaban ladrando, y eso significaba que algún extranjero se había presentado ante ella. En cada puerta de la ciudad había un hombre cargado de amuletos, con cascabeles en las muñecas y los tobillos, una cola de buey en la mano izquierda y una cadena que sujetaba una trailla de doce perros en la derecha. Eran los guardianes de las jaurías y su misión consistía en ahuyentar a los malos espíritus y a los vagabundos. La jauría de la puerta oeste estaba ladrando, y el rey, la princesa, la corte, todos los habitantes de Massaba, se preguntaron por qué entraban los embajadores por allí, si la puerta preparada para recibirlos era la del sur. Era un contratiempo absurdo, y el rey Tsongor, nervioso, se levantó de su asiento; estaba irritado e impaciente. Su azotea dominaba toda la ciudad; la gran arteria estaba a sus pies, y sus ojos no se apartaban de la avenida esperando ver acercarse el cortejo de los presentes, pero lo que distinguió no fue un cortejo. Un hombre avanzaba solo por el centro de la avenida al paso lento y regular de un gran camello adornado con jaeces de mil colores. El animal y su jinete cabeceaban al ritmo de un navío que hiende las olas, se acercaban con la plácida y digna parsimonia de las caravanas del desierto. En vez de un cortejo, un hombre solo entraba en las calles de Massaba. El rey esperaba y empezaba, a su pesar, a sentir un vago temor, pues las cosas no iban como debían. El jinete llegó ante las puertas de palacio y pidió audiencia con el rey Tsongor, y sólo con el rey. Eso volvió a sorprender a todo el mundo, pues la costumbre era ofrecer los presentes a los ojos de todos, ante la futura esposa y su familia. Pero, una vez más, el rey se plegó a tan insólita exigencia, y sin más compañía que Katabolonga se instaló en el salón del trono.

El hombre que se presentó ante él era alto, vestía telas ricas pero de colores oscuros y llevaba más amuletos que joyas; en sus dedos no había anillos y, en vez de collar, varios cofrecitos de caoba que contenían talismanes pendían de su cuello. Iba cubierto con un velo, pero apenas entró en la sala hincó una rodilla con deferencia y, bajando la cabeza en señal de respeto, se lo quitó para no seguir ocultando el rostro por más tiempo. Al ver las facciones del viajero, el rey Tsongor tuvo una sensación extraña, pues había en ellas algo que le resultaba familiar. El desconocido alzó los ojos hacia Tsongor, y sonrió con la sonrisa afectuosa de un amigo. Permaneció en silencio unos instantes más, como para permitir a su interlocutor que se acostumbrara a su presencia, y luego dijo:

– Rey Tsongor, que tus antepasados sean bendecidos y que tu frente conozca el dulce beso de los dioses. Veo que no me reconoces, y no me sorprende. El tiempo ha hecho su trabajo sobre mi rostro, ha surcado de arrugas mis mejillas. Permíteme que te diga quién soy y que me acerque a besarte la mano. Soy Sango Kerim. Espero que el tiempo no haya conseguido que olvides mi nombre.

El rey Tsongor se levantó de un salto, no podía creerlo, tenía ante sí a Sango Kerim. La alegría brotó en su interior y lo invadió por completo. Se precipitó sobre su huésped y lo estrechó entre sus brazos. Sango Kerim… ¿Cómo era posible que no lo hubiera reconocido? Se había marchado siendo un niño y en ese momento tenía ante sí a un hombre. Sango Kerim… Siempre lo había tratado como si fuera su quinto hijo. El compañero de juegos de los cuatro de su misma sangre, con los que se había criado hasta los quince años; a esa edad, Sango le había pedido que lo dejara partir, pues quería recorrer el mundo, llegar a ser quien debía ser. Bien que a su pesar, el rey Tsongor le permitió hacer su voluntad. Luego fueron pasando los años, y como no volvía, lo olvidaron. Sango Kerim… Lo tenía allí, ante sí, elegante, orgulloso, un auténtico príncipe nómada.

– ¡Qué alegría para mí, Sango, verte en el día de hoy! – exclamó el rey Tsongor -. Deja que te contemple y te estreche contra mi pecho, tienes un aspecto magnífico, qué alegría. ¿Sabes que Samilia se casa mañana?

– Lo sé, Tsongor – respondió el nómada.

– Y por eso has vuelto precisamente hoy, ¿verdad? Para estar con nosotros.

– He vuelto por Samilia, sí.

Sango Kerim había respondido secamente; a continuación, retrocedió un paso y se quedó muy rígido mirando al rey Tsongor a los ojos, reencontrándose con el rostro de aquel anciano al que amaba. Lo embargaba la emoción, pero intentaba dominarse, pues tenía que mantenerse firme y decir lo que había ido a decir. El rey Tsongor comprendió que algo no marchaba bien y, una vez más, sintió que aquel día sería largo y se estremeció.

– Me gustaría, Tsongor, disponer de tiempo para abandonarme a la alegría de estar de nuevo en tu palacio. Me gustaría disponer de tiempo para redescubrir con gozo todos los rostros de antaño, los rostros de quienes me criaron, de aquellos con quienes jugué. El tiempo ha dejado su huella sobre nosotros, y me gustaría poder redescubrirlos uno a uno con las yemas de los dedos, comer con vosotros, como hacíamos antaño, y recorrer la ciudad, porque también ha cambiado, pero no he venido a eso. Me alegro de que te acuerdes de mí y lo hagas con alegría. Sí, he vuelto por Samilia, del mismo modo que me marché por ella. Quería conocer mundo, acumular riquezas y sabiduría, quería ser digno de tu hija. Hoy vuelvo porque mis vagabundeos han acabado, vuelvo porque ella me pertenece.

El rey Tsongor no daba crédito a sus oídos, no sabía si echarse a reír.

– Pero Sango…, no lo has entendido… Samilia… se casa mañana…, ya has visto las calles de la ciudad…, ya has visto… todo a tu alrededor… Es el día de los presentes. Mañana será la mujer de Kuame, el rey de las tierras de la sal. Lo siento, Sango, no lo sabía, no sabía que tú…, en fin, me refiero a que ignoraba tus sentimientos… Así que… yo… tú sabes que te quiero como a un hijo…, pero eso… no… es imposible…

Sango Kerim se había marchado. Los fuegos de las colinas del norte seguían ardiendo, como si no quisieran apagarse jamás; eran como inmensas antorchas que bailaban en la suave luz del atardecer. El rey Tsongor las observaba con rostro inescrutable. Al principio había creído que eran los embajadores de Kuame, que habían acampado en las colinas antes de entrar en la ciudad. Luego, cuando Sango Kerim se presentó ante él, se dijo, con placer, que también él había acudido a ofrecer espléndidos presentes a su hija. Ya sabía lo que significaban aquellas antorchas, sabía que un ejército había plantado sus tiendas sobre cada una de aquellas colinas y esperaba su respuesta. Y aquellas altas llamas que danzaban a lo lejos en el cálido aire del crepúsculo le hablaban de la desgracia que se disponía a abatirse sobre él y sobre Massaba. «Mira cómo ascendemos en el cielo, Tsongor – le decían -. Mira cómo devoramos las cimas de las colinas de tu reino y piensa que también podemos devorar tu ciudad y tu alegría. No olvides el fuego de las colinas, no olvides que tu reino puede arder como un insignificante trozo de madera.»

Cuando se presentó ante él, Samilia no necesitó preguntarle por qué la había llamado; al ver las arrugas que surcaban su vieja frente, la joven supo de inmediato que acababa de ocurrir algo grave. Lo observó, y como él seguía contemplando el vuelo de las golondrinas y las altas llamas que danzaban en el horizonte, le dijo con voz grave:

– Te escucho, padre.

El rey Tsongor se volvió y contempló a su hija. Todo lo que había emprendido en los últimos meses lo había hecho por su boda, aquel día se había convertido en su obsesión de padre y de rey. Que todo estuviera listo, que la fiesta fuera la más hermosa que el imperio hubiera celebrado jamás…, no había trabajado para otra cosa. Quería darle un marido a su hija y unir su imperio a otro por un medio distinto de la guerra y la conquista por primera vez. Había estudiado cada detalle de la fiesta personalmente, había pasado noches enteras en vela; por fin había llegado el día, y un hecho imprevisible amenazaba con arruinarlo todo. Contempló a su hija. Le habría gustado no tener que decir lo que tenía que decir, le habría gustado no tener que pedir lo que tenía que pedir, pero las llamas ardían y no podía sustraerse a su apetito.

– He recibido la visita de Sango Kerim – dijo al fin.

– Me lo han contado las mujeres de mi séquito, padre.

Samilia observaba a su padre y leía en su rostro una angustia que no comprendía. Tsongor había elegido a Kuame y ella lo había aceptado, le había hablado con dulzura y simpatía del joven príncipe de las tierras de la sal, y ella había accedido a aquella unión con alegría. No comprendía lo que, a esas alturas, podía ensombrecer el rostro de su padre de aquel modo. Todo estaba dispuesto, no quedaba más que celebrar la boda y disfrutar de la fiesta.

– Su llegada debería haberme colmado de alegría, Samilia… – empezó a decir Tsongor.

Pero no acabó la frase. Se produjo un largo silencio, y el rey volvió a abismarse en la contemplación de los garabatos que las golondrinas dibujaban en el cielo. Luego, de repente, reaccionó; sus ojos volvieron a posarse en los de su hija y, con voz ronca, le preguntó:

– ¿Es cierto, Samilia, que en la época en que Sango Kerim y tú erais amigos os hicisteis una promesa? – Samilia no respondió, buscaba en su memoria algo que pudiera parecerse a lo que le preguntaba su padre -. ¿Es cierto – insistió Tsongor – que le diste tu palabra, como él te dio la suya, de que un día os casaríais? ¿Pusisteis por escrito esas promesas de niños y las guardasteis en un amuleto?

Samilia reflexionó unos instantes.

«Sí, me acuerdo – pensó la princesa -. Me acuerdo de Sango Kerim y de nuestros días de infancia, de nuestros secretos compartidos, de nuestras promesas. ¿De eso es de lo que quiere que hablemos? ¿Por qué me mira así? Me acuerdo, sí, no soy culpable de nada. ¿Por qué me mira así? Las promesas del pasado las entierro hoy, y el mismo Sango Kerim vendrá a darme su bendición. Me acuerdo, no he olvidado nada, no me avergüenzo de nada. ¿Qué tiene que ver todo eso con la mujer que soy hoy? Me entrego a Kuame llena de recuerdos, sí, de bellos recuerdos de niña, y no me avergüenzo de nada.»

Samilia pensaba en todo eso, pero sólo respondió:

– Sí, padre, es verdad.

Esperaba que le pidiera más precisiones, poder explicarse, pero el rostro de Tsongor se volvió inescrutable y no le hizo más preguntas. En ese momento, un toque largo y quejumbroso resonó a lo lejos, el sonido de cientos de cuernos de cebú se alzó de la llanura; era la inmensa comitiva de los embajadores de Kuame, que anunciaba su llegada. Doscientos cincuenta caballeros vestidos con trajes de oro hacían sonar el cuerno para que la puerta de Massaba se abriera y permitiera la entrada de la larga columna de los presentes.

El rey Tsongor no añadió palabra. Dejó a Samilia, ordenó que abrieran la puerta y se apresuró a bajar para recibir a los embajadores.

La lenta procesión de los caballeros de Kuame se internó por las calles de Massaba y duró varias horas, pues en cada plaza, en cada encrucijada, los caballeros se detenían y entonaban un nuevo himno en honor de la ciudad y sus habitantes, en honor de la novia, de su padre y de sus antepasados. El rey Tsongor, sus cuatro hijos, Samilia, su séquito de mujeres y la totalidad de la corte esperaban en la vasta sala de los embajadores. No veían nada, pero oían el sonido de los cuernos de cebú, amortiguado aunque cada vez más cercano; nadie se movía. El rey estaba sentado en el trono mirando al frente; parecía una estatua, inmóvil a pesar del calor, a pesar de las moscas que giraban a su alrededor; inmóvil, prisionero de sus pensamientos. Bajo los velos, con las mandíbulas apretadas, Samilia pensaba en la conversación que acababa de mantener con su padre.

La ceremonia de los presentes duró más de cuatro horas, cuatro horas durante las cuales los embajadores abrieron cofres, depositaron joyas a los pies del clan real, desplegaron telas, presentaron armas, ofrecieron enseñas con los colores de las tierras concedidas a la novia, cuatro horas de monedas de oro, de perfumes raros, de animales exóticos. Para el rey Tsongor fue un suplicio, quería pedir a los embajadores que se marcharan, que abandonaran la ciudad, que se llevaran sus cofres y sus arcones y esperaran a que tomara una decisión al otro lado de las murallas. Pero no podía hacer nada, era demasiado tarde, no podía hacer otra cosa que contemplar los tesoros que derramaban a sus pies y mover la cabeza, sin alegría ni sorpresa. Tenía todas sus fuerzas concentradas en los músculos del rostro para sonreír de vez en cuando, pero rara vez lo conseguía, aquello se le estaba haciendo eterno. A los cuatro hermanos de Samilia les hubiera gustado manifestar su alegría y su asombro ante determinados objetos raros, levantarse de sus asientos, tocar las telas, jugar con los monos amaestrados, contar las perlas de los cofres y pasar la mano por los sacos de especias, reír y acoger con alegría aquel tesoro, pero veían a su padre impasible en el trono y comprendían que debían mostrar la misma impasibilidad; puede que, en el fondo, aquellos tesoros fueran insuficientes, puede que dar muestras de alegría al recibirlos fuera indigno. Y los incansables embajadores continuaron su presentación ante el silencio imperturbable del clan Tsongor.

Al cabo, tras cuatro horas de ceremonia, abrieron el último cofre. Contenía un collar de lapislázulis, azul como los muros del palacio del rey Kuame, azul como los ojos de todos los de su linaje, y azul, según decían, como la sangre que corría por sus venas. Los diez embajadores hincaron la rodilla, y el más viejo de ellos declaró:

– Rey Tsongor, estos tesoros son tuyos, pero nuestro rey, el príncipe Kuame, consciente de su insignificancia ante la belleza de tu hija, te ofrece además su reino y su sangre.

Y, dicho aquello, el anciano derramó sobre las grandes losas de la sala de los embajadores un poco de tierra del reino de la sal y un poco de sangre de Kuame contenida en un pomo de oro, que cayó lentamente al suelo con un suave rumor de fuente.

El rey Tsongor se levantó y, contrariamente a lo que exigía la costumbre, no dijo nada. Saludó respetuosamente a los embajadores con un movimiento de la cabeza, los invitó a levantarse y desapareció. No se dijo nada más; el rey Tsongor se asfixiaba en su túnica de seda y oro.

Entonces empezó la larga noche en blanco del rey Tsongor, que se retiró a sus habitaciones y ordenó que nadie lo molestara. Sólo estaba allí Katabolonga, a su lado, sin decir nada; sentado en un rincón, no apartaba los ojos de su señor. No había nadie más que Katabolonga, y su presencia confortaba al viejo rey.

– Dondequiera que miro – le dijo Tsongor a su amigo -, no veo más que guerra, Katabolonga. Este día debía ser el de la alegría compartida, no debía sentir más amargura que la de ver partir a mi hija, pero esta noche siento el violento hálito de la muerte en mi espalda. Está ahí, sí, siento que se precipita hacia mí y no sé hallar el modo de ahuyentarla. Si entrego a mi hija a Sango Kerim, la cólera de Kuame será inmensa, y tendrá razón, pues lo habré insultado dándole a otro lo que le había prometido a él. ¿Quién podría soportar semejante ofensa? Venir aquí con todas sus riquezas, ofrecer su sangre y su tierra, y ver que le escupen en la cara. Alzará su reino contra el mío y no descansará hasta destruirme. Si entrego mi hija a Kuame sin preocuparme de Sango Kerim, ¿quién sabe lo que ocurrirá? Conozco a Sango Kerim. No es rey de ningún país, pero, si se ha presentado ante mí, si se ha atrevido a reclamar a mi hija como se reclama una deuda, es porque tiene detrás suficientes hombres y aliados como para hacer temblar las torres de Massaba. Dondequiera que miro, Katabolonga, no veo más que guerra; elija lo que elija, faltaré a una promesa; sea quien sea el ofendido, su rabia estará justificada, y eso lo hará más poderoso e infatigable.

»Debo reflexionar, tiene que haber una solución. Soy Tsongor, la encontraré. Qué pena… Iba a casar a mi hija, era lo último que me quedaba por hacer: confiar mi hija a la vida y dejar que el resto de mis días escapara de mí apaciblemente. Soy viejo, Katabolonga, tan viejo como tú. Sobreviví a las batallas, a las marchas forzadas, a las campañas más duras, al hambre y la fatiga, y nada de eso pudo conmigo. Soy Tsongor, y supe enterrar la guerra, tú lo recuerdas, aquel día estabas desnudo en medio de mi ejército, estabas allí, no decías nada. Habría podido reírme en tus narices u ordenar que te mataran de inmediato, pero oía tu voz, oía el inmenso canto de los muertos, que me murmuraban al oído: "¿Qué has hecho, Tsongor? ¿Qué has hecho hasta ahora?" Me lo preguntaban los millares de cadáveres de mis campañas, abandonados a los carroñeros en caminos borrados por la arena, me lo preguntaba la boca informe de mis enemigos amontonados en los campos de batalla. "¿Qué has hecho, Tsongor?" Te escuchaba y sólo oía eso. Estaba avergonzado, habría sido capaz de arrodillarme ante ti, pero tú no decías nada, seguías allí, mirándome fijamente. Te oí. Al tenderte la mano, enterré la guerra y me dije adiós con alegría y alivio. Tú eras el hombre al que estaba esperando, Katabolonga. Ese día enterré a Tsongor y sus conquistas, enterré mis tesoros de rapiña y mis recuerdos de batalla. El rey guerrero se quedó allí, en aquel inmenso campamento del fin del mundo, y jamás me he vuelto hacia él, siempre he hecho oídos sordos a su voz. Tenía una vida que construir con tu atenta presencia a mi lado. No tengo fuerzas para más combates, no desenterraré al rey guerrero de antaño, que siga donde lo dejé y que se pudra en el escenario de sus últimas victorias. No tengo miedo, Katabolonga. ¿Quién puede pensar lo contrario? Si quisiera, podría vencer a Kuame y Sango Kerim juntos; si pusiera en ello todo mi saber y mi voluntad, podría hacerlo. No tengo miedo, no, pero no quiero.

– Lo sé, Tsongor.

– ¿Qué debo hacer, Katabolonga? – Es hoy, amigo mío.

– ¿Hoy? *

– Sí.

– Me lo has dicho esta mañana.

– Te lo he dicho en cuanto lo he sentido.

– Esta mañana ya… Sí, lo recuerdo. No he comprendido tus palabras, creía… Sí, creía que hablabas de la boda de Samilia, pero no era eso, no, tenías la mirada triste, ya lo sabías. Sí, era eso, sabías todo esto mucho antes que yo. Es hoy, dices. Sí, tienes razón, no se puede hacer otra cosa. Está bien, ni la guerra, ni las batallas de antaño. Sólo esta noche inmensa sobre mí, y el nervioso vuelo de los murciélagos, nada más. Tu mano abatiéndose sobre mí para echar la gran sábana de la vida sobre mis ojos. Sí, te comprendo, Katabolonga, te comprendo, amigo mío, velas por mí. Benditos sean tus labios, tus labios que dicen lo que será.

En mitad de la noche, el rey Tsongor salió a la azotea y, una vez más, Katabolonga lo siguió, como una sombra discreta y peligrosa. Tsongor observó el cielo y las siete colinas de Massaba; las hogueras de Sango Kerim seguían ardiendo a lo lejos. Aspiró el cálido aire de la noche estival. Permaneció allí una hora, sin decir palabra al portador del taburete de oro; luego le pidió que llamara a su hijo menor, Suba.

Katabolonga sacó de la cama a Suba, que lo siguió sin hacer ninguna pregunta y encontró a su padre en la azotea con el rostro alterado y las facciones tensas; los tres hombres estaban solos en la profunda noche de Massaba.

– No hagas ninguna pregunta, hijo mío – le ordenó el viejo Tsongor -, limítate a escuchar lo que digo y a acceder a lo que te pido, pues no es momento de explicar nada. Soy el rey Tsongor y tengo tantos años en las mejillas y en los huecos de las manos como tú cabellos. La vida me pesa enormemente y pronto llegará el día en que mi cuerpo será demasiado viejo para soportarla. Me doblaré, me arrodillaré y la dejaré en el suelo ante mí sin amargura, porque ha sido generosa conmigo. No hables, no digas nada, sé lo que piensas. Digo que ese día llegará. Escúchame. Sólo te pido una cosa, hijo mío. Cuando llegue, habrá empezado tu misión. No llores con las plañideras, no participes en las discusiones que dividirán a tus hermanos sobre el reparto del reino, no escuches los rumores de palacio ni las habladurías de Massaba. Simplemente, recuerda mis palabras, recuerda esta noche en la azotea y haz lo que debes. Córtate el pelo, ponte una larga túnica negra y quítate las joyas que llevas en ambos brazos. Te pido que te marches, que abandones la ciudad y a nuestra familia, te pido que cumplas tu misión, aunque tengas que dedicarle veinte o treinta años de tu vida. Construye siete tumbas por todo el mundo, en lugares apartados a los que nadie pueda llegar, haz que las construyan los mejores arquitectos del reino, siete tumbas secretas y suntuosas. Que cada una de ellas sea un monumento a lo que fui para ti. Pon en ellas toda tu energía, todo tu ingenio; elige bien las tierras donde las construyas, en mitad de un desierto, a orillas de un río, bajo tierra si puedes… haz lo que quieras. Siete mausoleos reales, más fastuosos que el palacio de Massaba; no escatimes ni tus esfuerzos ni mis tesoros. Cuando hayas acabado esa obra, habrán pasado los años, y puede que seas más viejo que yo en estos momentos. Que eso no te detenga, que nada te haga olvidar tu promesa, la promesa a un padre muerto, la promesa a un rey que se arrodilla ante ti. No escuches a nadie, acalla la voz de la rebeldía en tu interior y acaba lo que debes acabar. Cuando las siete tumbas estén construidas, vuelve a Massaba, ordena que abran el sepulcro real y llévate mi cuerpo contigo. En tu ausencia, tus hermanos me habrán embalsamado, tendré el rostro hundido de las momias que sonríen en el espanto; seguiré aquí, te esperaré aquí, en Massaba. Llévame contigo, que carguen mi sarcófago a lomos de un animal y parte en comitiva para realizar el último viaje de tu promesa. Elige una de las siete tumbas y deposita en ella mi cuerpo; tú serás el único que sabrá dónde reposa, el único. Siete tumbas, y una sola en la que habitaré en la eternidad de mi noche. Cuando hayas hecho eso, y antes de marcharte y vivir la vida que debes vivir, inclínate hacia mi oído de muerto y murmúrame estas palabras: «Soy yo, padre, soy Suba. Estoy vivo y estoy junto a ti. Descansa en paz, pues todo ha acabado.» Sólo entonces habrás cumplido tu promesa, sólo entonces podrá decirse que Tsongor está enterrado. Te habré esperado todos esos años para morir, y solamente entonces podrás quitarte la túnica de luto, volver a ponerte las joyas y abrazar de nuevo la vida.

La noche era oscura. Katabolonga y Suba permanecían inmóviles. El joven príncipe estaba estupefacto, miraba a su padre sin comprender, incapaz de responder, totalmente concentrado en escuchar aquella voz.

– Me escuchas – siguió diciendo el rey Tsongor -. Lo veo. No respondes, muy bien, recuerda cada una de mis palabras. Y ahora, Suba, júrame que harás lo que te pido. Júralo ante Katabolonga y que la noche envuelva nuestro secreto. Jura y no reveles una sola palabra de esto a nadie, jamás.

– Lo juro, padre.

– Dilo otra vez. Que el sueño de Massaba te oiga, que la tierra de tus antepasados lo escuche, que los murciélagos lo sepan. Jura y no te retractes.

– Lo juro. Lo juro ante ti.

El rey Tsongor hizo que su hijo se levantara y lo tomó en sus brazos. Las lágrimas le resbalaban por el rostro.

– Gracias, hijo mío. Y, ahora, vete.

Suba desapareció, y los dos ancianos volvieron a quedarse solos en la infinita azotea de aquella noche de verano.

– ¿Debo llamar a Samilia? – preguntó Katabolonga.

El rey reflexionó durante unos instantes, al cabo de los cuales miró al viejo portador y negó con la cabeza, pues no se sentía con fuerzas para mantener otra conversación; la noche acabaría pronto, y quería reservarse aquellos últimos instantes.

– Haber construido todo esto y tener que abandonarlo todo sin haberlo disfrutado… – murmuró -. En el momento de cerrar los ojos, ¿podré decir que he sido feliz, a pesar de todo lo que me han quitado? ¿Y qué pensarán de mí aquellos a quienes dejo detrás? Puede que mañana Samilia me maldiga. Sus gritos resonarán por todo el palacio y escupirá sobre mi nombre, escupirá sobre su dote. No le quedará más que un puñado de tierra que apretar entre las manos, pues los presentes habrán desaparecido, no quedará nada. Sus joyas, su ropa, sus velos de novia, podrá quemarlos sobre mi tumba. Me maldecirá, sí, a no ser que consiga lo que se me ha negado en vida. Sé cuándo se avecina una guerra, eso sí lo aprendí; está ahí, a mi alrededor, tú también la sientes, ¿verdad, Katabolonga?

– Sí, Tsongor, está ahí, esperando a que amanezca para arrojarse sobre Massaba desde lo alto de las colinas. Está ahí, no te quepa duda.

– Escúchame bien, Katabolonga – siguió diciendo el rey, tan absorto que parecía no haber oído la voz de su amigo -. Mañana estaré muerto, y sé lo que ocurrirá. Se decretará el luto, se detendrá todo, un velo de espeso silencio caerá sobre mi ciudad y aquellos a quienes amo cambiarán de rostro y se reunirán en torno a mi tumba; mis hijos, mis compañeros, mis leales, los hombres y las mujeres de Massaba; una muchedumbre enlutada se amontonará a las puertas de palacio, las plañideras se arañarán el rostro. Sé que ocurrirá todo eso. Todos estarán ahí Kuame y Sango Kerim también acudirán. El príncipe Kuame vendrá a dar el pésame a Samilia, pero, sobre todo, vendrá para ver su rostro. Y Sango Kerim también estará allí, porque mi muerte lo habrá apenado y porque no querrá ceder el terreno a su rival. Sé que ocurrirá todo eso. Estarán allí, a los pies de mi cadáver, llorando, lamentándose de mi muerte y vigilándose mutuamente, es como si ya los estuviera viendo. Lo sé, no se lo reprocho. Yo en su lugar probablemente haría lo mismo, yo también iría a llorar al padre para quedarme con la hija. Por eso quiero que hables con ellos, Katabolonga, eres el único que puede hacerlo.

– ¿Qué debo decirles, Tsongor? – le preguntó su siervo.

– Diles que he muerto porque no he querido elegir entre ellos. Diles que esta boda está maldita porque ha hecho correr mi sangre, y que deben renunciar a ella. Que Samilia siga virgen durante un tiempo y que después se case con otro hombre, un hombre humilde de Massaba, alguien que no esté al frente de ningún ejército. Diles que me habría gustado que las cosas ocurrieran de otro modo, pero nada de lo que previmos se ha cumplido. Díselo con buenas palabras, pues yo no ofendo a nadie, es la vida la que se ha burlado de nosotros. Hay que renunciar; que los dos vuelvan al lugar del que vinieron y elijan otra vida.

– Se lo diré, Tsongor – respondió Katabolonga -, y me esforzaré en encontrar las palabras adecuadas. Les diré que fueron las tuyas. – Katabolonga calló y dejó que el silencio volviera a apoderarse de la noche. No quería añadir lo que debía añadir, pero aun así lo hizo, en voz baja y triste -. Se lo diré, Tsongor – repitió -, pero no será suficiente.

– Lo sé, Katabolonga, pero hay que intentarlo. – De nuevo se produjo un largo silencio. Luego, el rey Tsongor volvió a hablar -: Hay una cosa más. Toma esto, Katabolonga.

En la oscura noche de Massaba, el rey tendió un pequeño objeto al viejo servidor, que lo recogió con cuidado en el hueco de la mano. Era una vieja moneda de cobre roñoso, con los dibujos gastados por el uso; apenas se distinguían las inscripciones grabadas en ella.

– He llevado encima esta vieja moneda toda mi vida. Es lo único que me queda del imperio de mi padre, lo único que me llevé cuando recluté mi primer ejército. Esta es la única moneda que puede pagar mi peaje al más allá como es debido, no quiero otra. Esta es la moneda que me introducirás en la boca y que apretaré entre mis dientes de muerto cuando me presente ante los dioses inferiores.

– Ellos te dejarán pasar con respeto, Tsongor. Al ver que el rey del mayor imperio se presenta ante ellos con esta única moneda, comprenderán quién fuiste.

– Escúchame bien, Katabolonga – siguió diciendo Tsongor -, escúchame bien, porque aún no he acabado. Es costumbre entregar esta moneda al muerto en el momento en que empiezan los funerales, para que llegue al más allá cuanto antes. Yo no quiero eso. Espera, guárdala y asegúrate de que ninguno de mis hijos la sustituye con otra. Mañana estaré muerto; tú tienes la única moneda que puede pagar mi peaje, y te pido que la guardes.

– ¿Por qué? – le preguntó Katabolonga, que no entendía qué deseaba el rey.

– La conservarás hasta el regreso de Suba. Sólo entonces, cuando mi hijo vuelva a Massaba, podrás entregar el precio del peaje a mi cadáver.

– ¿Sabes lo que eso significa, Tsongor?

– Lo sé – respondió simplemente el rey.

– Errarás durante años, sin descanso – repuso Katabolonga -. Años enteros condenado al tormento.

– Lo sé – repitió Tsongor -. Mañana estaré muerto, pero quiero esperar hasta el regreso de Suba para morir del todo. Hasta entonces, seré una sombra sin paz, seguiré oyendo los rumores del mundo de los hombres, seré un espíritu sin tumba. Es lo que quiero. Sólo tú tendrás la moneda capaz de apaciguarme. Esperaré el tiempo que haga falta; hasta que haya acabado todo, no debe haber descanso para Tsongor.

– Cumpliré tu voluntad – dijo Katabolonga.

– Júralo – le pidió el rey.

– Te lo juro, Tsongor, por las decenas de años que nos unen a ti y a mí.

Transcurrieron unos instantes eternos; ninguno de los dos hombres quería continuar hablando. La noche los envolvía. Al cabo, el rey Tsongor tomó la palabra como a su pesar.

– Vamos, Katabolonga, ya ha pasado el momento de hablar. El sol está a punto de salir, hay que acabar. Ven, acércate. Que no te tiemble la mano, coge lo que es tuyo.

Katabolonga se acercó al viejo rey Tsongor. Se había erguido cuan alto era, y su viejo y descarnado cuerpo parecía una araña mortífera. Había desenvainado un puñal, que sujetaba con fuerza. Se acercó al rey Tsongor hasta casi tocarlo; ambos sentían sobre la piel el aliento del otro. El soberano esperaba, pero no ocurrió nada; Katabolonga había dejado caer la mano, lloraba como un niño y hablaba en voz muy baja.

– No puedo, Tsongor, por más que lo intento, no puedo.

El rey contempló el rostro de su amigo. Jamás lo había creído capaz de llorar.

– Recuerda nuestra promesa, amigo mío – dijo el viejo Tsongor -. No haces más que cobrarte lo que te debo. Acuérdate de tu mujer, de tus hermanos, de las tierras que quemé y ensucié con mis pies. No merezco tu llanto. Sopla sobre tu cólera de antaño, está ahí, ha llegado el momento de que vuelva a abrasarte. Acuérdate de lo que robé, de lo que destruí. Estamos en medio de un inmenso campamento de arrogantes soldados, estoy ahí, ante ti, pequeño y feo como un rey criminal, me río de tus palabras, me río de tu pueblo exterminado y de tus poblados arrasados. Tienes un puñal en la mano, eres Katabolonga, nadie puede reírse de ti sin perder la vida. Tienes tu venganza al alcance de la mano, delante de todo mi ejército. Vamos, Katabolonga, ha llegado la hora de hacer sonreír a tus muertos y de lavar las ofensas de antaño.

Katabolonga dominaba al rey con toda su estatura, pero, con el rostro impasible y las mandíbulas apretadas, lloraba.

– Ya no me acuerdo de mis muertos, Tsongor – dijo el anciano servidor1 -. Por más que me remonto al pasado, sólo me acuerdo de ti, de las decenas de años que llevo a tu servicio, de las miles de comidas que he tomado detrás de ti. El Katabolonga de la venganza está enterrado, se quedó allí, con el rey guerrero que eras entonces, en aquella tierra quemada que no tiene nombre. Están frente a frente, a dos pasos uno de otro. Ya no soy aquel hombre. Te miro. Soy tu viejo portador del taburete, nada más. No me pidas esto, no puedo hacerlo.

Katabolonga dejó caer el puñal a sus pies y se quedó inmóvil, con los brazos caídos, incapaz de hacer nada. Al rey Tsongor le habría gustado abrazar a su viejo amigo, pero no lo hizo. Rápidamente, se agachó, cogió el cuchillo y, antes de que Katabolonga comprendiera lo que iba a hacer, se cortó las venas con dos tajos secos. De las muñecas del rey empezó a brotar una sangre oscura que se mezclaba con la noche. La voz del rey Tsongor resonó de nuevo, tranquila y suave.

– Ya está, me muero, ya lo ves. Tardará un poco, la sangre irá escapándoseme de las venas, me quedaré aquí hasta el final. Me muero, tú no has hecho nada. Ahora te pido un favor. – Mientras hablaba, su sangre seguía manando; a sus pies había empezado a formarse un charco -. El sol está a punto de salir, mira, no tardará, iluminará la cima de las colinas antes de que haya muerto, porque la sangre tardará un rato en escapárseme de las venas. Acudirá gente, se arremolinarán a mi alrededor. Mientras agonizo, oiré los gritos de los míos y el lejano rumor de los impacientes ejércitos. No quiero que ocurra eso. La noche se acaba, y no quiero sobrevivir a ella. Pero la sangre mana lentamente. Tú eres el único, Katabolonga, el único que puede hacerlo. Ya no se trata de matarme, yo lo he hecho por ti, se trata de ahorrarme este nuevo día que nace y del que no quiero saber nada. Ayúdame.

Katabolonga seguía llorando. No comprendía, ya no le daba tiempo a pensar, las ideas se atrepellaban en su mente. Sentía la sangre del rey bañándole los pies, oía su voz fluyendo dulcemente en su interior, oía a un hombre al que amaba suplicándole que lo ayudara. Cogió el puñal de las manos del rey con delicadeza. La luna lanzaba sus últimos rayos. Con un rápido movimiento, clavó el puñal en el vientre del anciano, luego retiró el arma y asestó otro golpe. El rey Tsongor se estremeció y relajó el cuerpo; en ese momento la sangre también brotaba de su vientre. Estaba tumbado en medio de un charco negro que inundaba la azotea. Katabolonga se arrodilló y apoyó la cabeza del soberano en sus rodillas. En un último instante de lucidez, el rey Tsongor contempló el rostro de su amigo, pero no le dio tiempo a decirle «gracias», pues la muerte le apagó la mirada de golpe. Sus músculos se contrajeron por última vez y se quedó así, con la cabeza echada hacia atrás, como si quisiera beberse la inmensidad del cielo. El rey Tsongor había muerto. En la turbación de su espíritu, Katabolonga oyó voces lejanas que reían en su interior, eran las vengativas voces de la vida de antaño. En su lengua materna, le murmuraban que había vengado a sus muertos y que podía sentirse orgulloso. El cuerpo del rey descansaba sobre sus rodillas con la rigidez de la muerte. Entonces, en los últimos minutos de aquella larga noche de Massa – ba, Katabolonga aulló, y su queja de animal hizo temblar las siete colinas de Massaba; su llanto despertó al palacio y a toda la ciudad, su llanto hizo vacilar las hogueras de Sango Kerim. La noche acababa a los estremecedores sones de los aullidos de Katabolonga. Y cuando cerró los ojos del rey deslizando la mano sobre ellos suavemente, lo que cerraba era toda una época, lo que enterraba era su propia vida. Y como un hombre al que han enterrado vivo, siguió aullando hasta que el sol se alzó sobre aquel primer día en que estaría solo, solo para siempre y presa del terror.

Capitulo 2: El velo de Suba.

El luto envolvió Massaba de golpe. La noticia de la muerte del rey Tsongor se extendió por todas las calles, por todos los barrios, por todos los arrabales; saltó las murallas y corrió hasta las colinas del norte, donde llegó a oídos de Sango Kerim; tomó el gran camino empedrado del sur y salió al encuentro del cortejo de Kuame. De pronto, todo cesó. El día cambió de rostro: los vestidos y los adornos de boda desaparecieron para ceder el sitio a las túnicas de luto y las muecas de dolor.

Samilia estaba destrozada, su mente zozobró. No lo comprendía, su padre había muerto y los vestidos, las joyas y las sonrisas habían desaparecido. Una maldición le había destrozado la vida. Lloraba de rabia por la felicidad que le habían arrebatado. Le habría gustado maldecir a su padre por haberse quitado la vida el día de su boda, pero, en cuanto pensaba en él, le fallaban las piernas y, abrumada por el dolor, lloraba como una niña.

Los sacerdotes se llevaron el cuerpo del rey Tsongor, lo lavaron, lo vistieron y le aplicaron un ungüento que devolvió a sus facciones una vaga sonrisa de muerto. Luego colocaron el cadáver sobre un catafalco en la sala más grande del palacio, quemaron incienso y cubrieron las altas ventanas con grandes postigos de madera para impedir que entrara el calor y el cuerpo se descompusiera. Y, en la penumbra, tenuemente iluminada por un puñado de antorchas, comenzó el velatorio del rey. Sus hijos estaban sentados a un lado del cadáver por orden de nacimiento. Primero, los dos mayores, los gemelos Sako y Danga; Sako ocupaba el lugar del heredero, porque había salido el primero del vientre de su madre, y Danga, cabizbajo, estaba sentado junto a él; a continuación, el tercer hijo de Tsongor, Liboko, que tenía a su hermana Samilia cogida de la mano, y por último, en el asiento del extremo, estaba Suba, el menor, con rostro inexpresivo. No dejaba de pensar en la última conversación que había mantenido con su padre, intentaba comprender las razones de aquella muerte, pero no lo conseguía, y continuaba allí, con la mirada perdida, incapaz de explicarse cómo un día de alegría se había convertido en velatorio tan rápido.

Los hijos del rey Tsongor no se movían; todo el reino desfilaba lentamente ante ellos en la penumbra y el silencio. Los primeros en acudir fueron Gonomor, la mayor autoridad espiritual del reino, jefe de los hombres – helecho, y Tramón, que dirigía la guardia personal del rey; a continuación llegaron el intendente de palacio en representación de la corte; los dignatarios de Massaba; los antiguos compañeros de armas del rey, que, como él, habían pasado veinte años de su vida a caballo; los embajadores, los amigos y, por último, algunos hombres y mujeres de la ciudad, que consiguieron burlar los controles del palacio y se presentaron para dar el último adiós a su soberano.

Katabolonga estaba allí, sentado a los pies del cadáver, y a nadie se le ocurrió preguntarle nada. Lo habían encontrado en la azotea con el rey, con un cuchillo manchado de sangre en la mano; lo habían encontrado como se encuentra a un asesino, envolviendo aún el arma con el puño. Pero a nadie se le ocurrió culparlo, porque los cortes de las muñecas del rey decían bien a las claras que se había dado muerte él mismo y porque todo el mundo recordaba el pacto que unía a los dos hombres. Algunos visitantes, después de dar el pésame a la familia, incluso se acercaron a él y le murmuraron unas palabras al oído con dulzura. Katabolonga estaba sentado a los pies del rey al que había apuñalado y recibía, llorando, aquellas palabras de consuelo.

En el momento en que los últimos embajadores abandonaban la sala, anunciaron a Kuame, el príncipe de las tierras de la sal, que entró escoltado por sus compañeros más fieles: Barnak, el jefe de los mascadores de qat, y Tolorus, que comandaba las tropas del príncipe.

Al verlo, Sako pidió al resto de los visitantes que salieran para que la familia pudiera quedarse a solas con el príncipe y sus acompañantes. Kuame era un hombre hermoso, de ojos azul oscuro, noble porte y mirada franca. Era alto y fuerte, y su presencia emanaba calma y afabilidad. En primer lugar, se acercó al cuerpo de Tsongor y permaneció junto a él largo rato sin decir nada, con – í templando el cadáver con un rictus de dolor en el rostro; luego empezó a hablar, en voz alta para que todos lo oyeran:

– No era así, rey Tsongor – dijo en la penumbra con una mano posada en el catafalco -, como esperaba verte por primera vez. Me había hecho a la alegría de conocerte, a la alegría de tomar por esposa a tu hija y llamar hermanos a tus hijos. Creía que con el paso de los años me sería dado llegar a conocerte, como se llega a conocer una larga historia; quería estar a tu lado, como uno más de tus hijos, para velar por tu vejez. No era así, rey Tsongor, como debíamos conocernos, y no era la muerte quien debía invitarme a entrar en este palacio, sino tu vieja mano paternal, que me habría enseñado cada estancia, cada rincón, que me habría presentado uno por uno a todos los tuyos. Pero, en lugar de eso, tu mano muerta permanece inmóvil sobre tu pecho y no ves las lágrimas que vierto por ese encuentro que la vida nos ha negado.

Cuando acabó de hablar, Kuame besó la mano del difunto, se acercó a los hijos y les dio el pésame en voz baja uno por uno. Samilia esperaba su turno con la cabeza baja; se repetía sin cesar que no debía levantarla, que hacerlo sería impúdico, pero una extraña excitación iba apoderándose de la princesa. Cuando Kuame se arrodilló ante ella, Samilia alzó el rostro instintivamente, y la proximidad del príncipe la sobresaltó. Estaba allí, ante ella, y era hermoso, tenía los labios bien dibujados. No oyó lo que dijo, pero vio que sus ojos la miraban con fiebre, y gracias a esa mirada comprendió que Kuame aún la quería, a pesar del luto. Comprendió que había ido hasta allí para eso, para decirles a todos que, a pesar de aquella muerte, le habían prometido a Samilia y esperaría lo que fuera necesario para hacerla suya. Y ella se sintió agradecida; aún era posible un poco de vida, se lo decía aquel rostro, a pesar del dolor y del luto, a pesar de todo, se le ofrecía un poco de vida, puede que no todo estuviera perdido. No podía apartar los ojos de aquel hombre, que le decía que no todo había acabado ese día.

Sako se levantó para acompañar a Kuame y agradecerle su presencia, pero, en ese momento, la puerta de la sala se abrió bruscamente y, sin dar tiempo a que lo anunciaran, Sango Kerim entró acompañado por Rassamilagh, un hombre alto y delgado, vestido con ropa negra y azul. Durante unos instantes, todos permanecieron inmóviles y se observaron tratando de reconocerse.

Samilia contemplaba al hombre que acababa de entrar. Estaba estupefacta; era él, sí, Sango Kerim. El pasado resurgió ante ella de golpe; contempló a aquel hombre y, durante unos segundos, tuvo la sensación de haber vuelto a la época en que vivía con ellos, a la época en que su padre aún vivía, y eso la reconfortó. En su vida había algo inmutable, algo sólido, que no cambiaba; Sango Kerim volvía a rodearla con su presencia, como antaño. Samilia lo miraba con avidez, estaba allí, ante ella; en la desgracia, todavía podía contar con eso: la inmutable fidelidad de Sango Kerim. No había olvidado la presencia de Kuame, e intuía toda la violencia oculta en la confrontación de los dos pretendientes; sobre todo, sentía que en su interior crecía la tortura de la duda, pero, sencillamente, el rostro de Sango Kerim la reconfortaba. Era como si una voz lejana volviera a cantarle al oído las canciones de su infancia para tranquilizarla.

Ya todos lo habían reconocido, pero nadie se movía. Todos estaban al tanto de su regreso, todos sabían que el día anterior había visto a su padre y todos habían constatado con sorpresa hasta qué punto ese reencuentro había sido incapaz de suscitar la alegría del viejo Tsongor, hasta qué punto, por el contrario, lo había sumido en un profundo abatimiento. Pero ninguno se había atrevido a hacer indagaciones, y los preparativos de la boda, la ceremonia de los presentes y, en una palabra, la agitación general habían barrido todas las preguntas. Sin embargo, en ese momento volvieron a imponerse en las mentes de todos: ¿qué hacía allí?, ¿qué quería?, ¿qué le había dicho a su padre? A Danga y los demás les habría gustado hacerle aquellas preguntas, pero Sango Kerim permanecía inmóvil en mitad de la sala, con el rostro crispado; estaba pálido e intentaba disimular el temblor de sus manos, pero en vano. Desde que había entrado no dejaba de mirar a Kuame sin decir nada. Todo el mundo esperaba en silencio. Al fin, Sango Kerim, en quien convergían todas las miradas, tomó la palabra y se dirigió a Kuame, que lo escuchó sin comprender quién era aquel hombre, qué hacía allí y por qué se dirigía a él, que nunca lo había visto.

– Has venido… Sí, por supuesto… Has venido enseguida… sin aguardar ni siquiera un día. No, un día habría sido demasiado tiempo. Sí…

– ¿Quién eres? – le preguntó tranquilamente Kuame, que no comprendía qué sucedía.

Pero Sango Kerim no escuchaba.

– Has venido… – siguió diciendo -. Ni siquiera lo conocías…, pero aquí estás. Sí… Yo lo quería como a un padre. Cuando era niño, me pasaba las horas muertas mirándolo…, me acurrucaba en un rincón y lo observaba, porque quería aprender sus gestos, sus palabras… Como a un padre, sí, yo lo conocía. Has venido… para coger lo que deseas… a los mismos pies del muerto.

Kuame seguía sin comprender qué quería aquel hombre, pero la situación era cada vez más embarazosa, y, con tanta autoridad como rudeza, le espetó:

– Cállate.

Fue como una bofetada en el rostro de Sango Kerim, que guardó silencio y se puso aún más pálido; durante unos instantes, no dijo nada más, contempló el cuerpo del viejo Tsongor. Luego, sus ojos volvieron a posarse en Kuame, se deslizaron sobre él con desprecio, y se dirigió a Saleo con frialdad.

– He venido a buscar a Samilia.

Los hijos del rey Tsongor se levantaron como un solo hombre; Sako estaba blanco de cólera.

– Sango – dijo el primogénito del rey -, sería mejor que abandonaras la sala porque estás desvariando, y esto es indigno.

– He venido a buscar a Samilia – repitió Sango Kerim.

Esa vez, Kuame no pudo aguantar.

– ¿Cómo te atreves? – gritó.

Sango Kerim lo miró tranquilamente y respondió:

– Hago lo mismo que tú: como tú, vengo en un día de luto para pedir lo que es mío; como tú, sí, con el mismo impudor. Soy Sango Kerim, me crié aquí, con el rey Tsongor, crecí con Sako, Danga, Liboko y Suba, y pasé días enteros en compañía de Samilia; ella me prometió que sería mía. Al enterarme de que se casaba, vine para recordarle a Tsongor la promesa de su hija. Me prometió una respuesta, pero no ha cumplido su palabra, ha preferido morir. Sea. Hoy he vuelto y te digo que me llevo a Samilia. Eso es todo.

– Tú eres Sango Kerim y yo no te conozco – le respondió Kuame presa de la cólera -. No conozco ni a tu madre ni a tu padre, si es que los tienes. Jamás he oído tu nombre ni el de tus antepasados, no eres nadie, podría barrerte de un revés porque nos has insultado a todos, aquí, ante los restos del rey Tsongor. Ofendes el luto de una familia y me insultas.

– No tengo más que un pariente, en efecto – dijo Sango Kerim -, y a ése al menos lo conoces. Es el hombre que yace ahí, es el único que me crió.

– Es tu único pariente, dices, y ayer viniste a matarlo – replicó Kuame.

Sango Kerim se habría arrojado sobre su interlocutor para molerlo a palos, para hacerle pagar lo que acababa de decir, si, de pronto, la vieja y cascada voz de Katabolonga, que seguía sentado a los pies del muerto, no hubiera resonado en la sala.

– Nadie más que yo puede pretender haber matado a Tsongor. – El servidor se había puesto en pie, majestuoso, imponiendo a todos un profundo silencio -. Lo hice porque me lo pidió; del mismo modo, me levanto ante vosotros y digo lo que él quería que oyerais: la desgracia se ha abatido sobre Massaba, Tsongor os pide que enterréis vuestros planes de boda con su cadáver. Volved al lugar del que habéis venido y dejad a Samilia con su dolor. Tsongor no intenta ofenderos, desde el fondo de su muerte, os suplica que renunciéis. La vida no ha querido que Samilia se case.

Situados a uno y otro lado de Katabolonga, los dos hombres se miraban. Al principio lo habían escuchado con respeto, pero habían acabado impacientándose; en ese instante temblaban de rabia. Kuame fue el primero en hablar.

– En ningún momento he pensado en casarme con Samilia hoy, en este día de luto; esperar no es ninguna ofensa, seré paciente. Que el rey, en su muerte, no se inquiete. Si es necesario, esperaré meses, y cuando hayáis acabado de celebrar los funerales, sellaré con vosotros la unión de nuestras dos familias y de nuestros dos imperios. ¿Por qué iba a renunciar? No pido nada. Lo único que hago es ofrecer mi sangre, mi nombre y mi reino.

– Tú esperarás – dijo secamente Sango Kerim, fuera de sí -, sí, por supuesto, y entre tanto consolidarás tus posiciones. Te prepararás para la guerra, para que, llegado el día, no me quede ninguna posibilidad de tomar posesión de lo que me corresponde por derecho. De modo que lo digo aquí, ante todos vosotros: yo no espero.

Sako, pálido, se volvió hacia Sango Kerim y le gritó:

– ¡Insultas la memoria de nuestro padre!

– No, no espero – repitió Sango Kerim, tranquilo y altivo -. No obedezco a Tsongor, aunque lo quería como a un padre. Los muertos no dan órdenes a los vivos.

Katabolonga miraba a los dos rivales de hito en hito; intentaba comprenderlos, calibrar el odio que sentían el uno por el otro, pero no lo conseguía.

– Tsongor se mató por mis manos – dijo el viejo servidor -, porque sentía que la guerra se acercaba y no veía otro modo de evitarla. Se mató pensando que al menos su cadáver detendría vuestra carga, pero a pesar de todo corréis a arrojaros el uno sobre el otro, pisoteando sus palabras y su cadáver.

– ¿Quién pisotea el honor de quién? – preguntó Kuame con frialdad -. Yo he venido a casarme, me lo pidió el mismo Tsongor; he atravesado mi imperio y el suyo para venir aquí, y, en lugar de acogerme con alegría, mi anfitrión me invita a su funeral.

Una algarabía demencial invadió la estancia: todo el mundo hablaba a la vez, todos gritaban, todos gesticulaban, ya nadie se preocupaba del muerto, hasta que una voz firme y llena de autoridad impuso silencio.

– Por hoy, al menos, aún me debo a mi padre. Salid de aquí y dejadnos llorar.

Samilia se había puesto en pie y su voz había acallado el tumulto. Todos se quedaron inmóviles; luego, los hombres, avergonzados de que los llamaran al orden de aquel modo, obedecieron, pero antes de abandonar la sala Sango Kerim se volvió y declaró:

– Mañana al alba me presentaré ante las puertas de la ciudad. Si tus hermanos no te llevan ante mí, declararé la guerra a Massaba.

Sango Kerim salió y dejó atrás el viejo cuerpo del rey Tsongor, cuya seca y nudosa mano pendía sobre el suelo. Las antorchas iluminaban la sala. El clan Tsongor seguía allí, reunido en torno al padre por última vez, envuelto en un intenso olor a incienso. Lloraban la muerte del anciano, lloraban la vida de antaño, lloraban las batallas por venir.

Cuando los hijos del rey Tsongor volvieron a quedarse solos, Suba se volvió hacia su hermana y sus hermanos y les dijo:

– Hermana, hermanos, tengo que comunicaros algo y voy a hacerlo aquí, en presencia de nuestro padre. Lo vi ayer por la noche, me llamó a su lado. No puedo repetiros lo que me dijo porque me hizo jurar que no se lo diría a nadie, pero os digo esto: mañana me iré. No enterréis a Tsongor, embalsamad su cuerpo y ponedlo al abrigo, en los subterráneos de palacio, que repose allí hasta mi regreso. Mañana me iré y no sé cuándo volveré. Nuestro padre quería que hiciera lo que os digo. No me llevaré nada, sólo un traje de luto y un caballo. Estaré fuera mucho tiempo, años, toda una vida, quizá; olvidadme. No intentéis retenerme ni, más tarde, encontrarme. Lo que os pido es la voluntad de Tsongor. No quiero nada para mí, repartios el reino entre vosotros, haced como si yo hubiera muerto porque, a partir de mañana y hasta el día en que haya concluido la tarea que me encomendó Tsongor, abandono la vida.

Samilia, Sango, Danga y Liboko escuchaban y a duras penas podían contener las lágrimas. Suba era el menor, aún no había hecho nada, su vida era virgen; Suba era el menor, y era la primera vez que lo oían hablar así, con seguridad y firmeza. Les decía que renunciaba a la vida, que estaría muerto durante años; Suba hablaba y parecía haber envejecido de golpe. Sus hermanos se preguntaban por qué lo habría elegido Tsongor para llevar a cabo la tarea que necesitaba confiar a uno de sus hijos. ¿Por qué él, el más joven? Era un castigo que no merecía, renunciar a todo… de la noche a la mañana, y marcharse, a su edad, sin más equipaje que una túnica de luto.

Samilia lloraba. Sólo tenía dos años más que su hermano, se habían criado juntos, los lazos que los unían habían sido trenzados por las manos de la nodriza que les había dado el pecho, habían jugado a los mismos juegos en los pasillos del palacio. Samilia había velado por su hermano pequeño con la solicitud maternal de una niña. Ella era quien lo peinaba, quien lo cogía de la mano cuando tenía miedo, y ahora lo veía tomar la palabra y no reconocía su voz.

– Hermanos míos – dijo Samilia -, nos queda una última noche para estar juntos. Presiento que mañana empezarán para nosotros pruebas que nos dejarán desamparados y exangües. Nos crió el mismo padre, la sangre que corre por mis venas es la vuestra; hasta hoy éramos el clan Tsongor, los hijos del rey, su orgullo, su fuerza. El ha muerto y nosotros hemos dejado de ser sus hijos; a partir de hoy no tenemos padre. Vosotros sois hombres, mañana cada uno elegirá su camino. Presiento, como debéis de presentirlo vosotros, que ya nunca estaremos tan unidos como lo estamos hoy. No nos lamentemos, es así. A partir de mañana, cada cual trazará el camino de su vida, es natural, es necesario. Pero aprovechemos esta última noche que pasamos juntos. Que el clan Tsongor exista hasta el alba. Aprovechemos este tiempo, el tiempo de vivir y compartir. Que nos traigan de comer y de beber, que nos canten las tristes canciones de nuestro país. Digámonos adiós así, pasando juntos estas horas, porque tenemos que decirnos adiós, lo sé. Adiós a ti, Suba, a quien quiero como una madre quiere a su hijo; quién sabe qué encontrarás cuando vuelvas a nuestro lado…, quién sabe quién seguirá aquí para recibirte, lavarte los pies y ofrecerte la fruta y el agua de la hospitalidad…, quién sabe quién seguirá aquí para oír el relato de la vida que vivirás lejos de nosotros… Adiós también a vosotros, Sako y Danga, mis queridos hermanos gemelos, y adiós a ti, Liboko, que siempre fuiste mi consejero. Mañana empieza otra vida, y no sé si en ella aún seréis mis hermanos. Dejad que os estreche contra mi pecho uno a uno y perdonadme si lloro, es porque os quiero y porque es la última vez…

Samilia no acabó la frase, pues Suba la abrazaba ya con todas sus fuerzas. Las lágrimas resbalaban por sus rostros, y, como un río crecido desborda sus márgenes y va apropiándose de los arroyos cercanos, así las lágrimas fluyeron de los ojos del clan Tsongor, de Samilia a Suba, de Suba a Sako, de Sako a Liboko. Todos lloraban, pero al mismo tiempo sonreían, se miraban unos a otros como si quisieran grabar en su alma para siempre los rostros de aquellos a quienes amaban.

Cayó la noche. Pidieron de comer y llamaron a músicos y cantores, que cantaron a la tierra natal y el dolor de la partida, que cantaron los recuerdos del pasado y el tiempo que todo lo entierra. Los Tsongor estaban sentados muy juntos, se miraban, se abrazaban, se murmuraban miles de insignificancias que no hablaban de otra cosa que del amor que sentían los unos por los otros. Así pasaron aquella última noche en el palacio de Massaba, al son de las cítaras y del vino, que llenaba las copas con un dulce rumor de cascada melosa.

Los ecos de aquella última cena en común llegaron hasta la sala del catafalco como las indistintas notas de una dulce música y envolvieron el cuerpo del viejo Tsongor. Este oía aquellos sonidos gozosos desde el fondo de su muerte, se incorporó y ordenó a Katabolonga, que entendía el lenguaje de los muertos, que lo llevara allí.

Dos figuras avanzaron juntas por los desiertos pasillos del palacio en luto, procurando no dejarse ver; iban hacia la música, buscando por el dédalo del palacio la sala en la que todos estaban reunidos. Cuando al fin la encontraron, el viejo Tsongor se acurrucó en un rincón y contempló a sus hijos, reunidos por última vez. Los veía sentados muy juntos, con los brazos y las piernas entrelazados, con las cabezas juntas y los cabellos mezclados… como una carnada de perritos agolpados contra la barriga de su madre. Allí estaban sus hijos, reían, lloraban, se tocaban continuamente; corría el vino y la música llenaba los corazones de una melancolía voluptuosa.

El viejo rey muerto contempló a sus hijos en secreto y se dejó envolver, también él, por la dulce luz que bañaba la sala, por los olores y las voces. Estaban todos allí, sus hijos, ante él, felices. Entonces, como para agradecerles aquella noche compartida, murmuró para sí mismo:

– Está bien.

Y regresó a la marmórea gelidez de su catafalco.

El sueño acabó venciendo a los hijos de Tsongor, que se separaron, se retiraron a sus habitaciones y se durmieron a su pesar. El único que no se acostó fue Suba, que durante un rato vagó por los silenciosos pasillos del viejo palacio; quería despedirse por última vez, volver a ver las salas en las que había crecido, acariciar la piedra de las paredes y la madera de los muebles familiares. Anduvo como una sombra, impregnándose por última vez de aquel lugar; luego, descendió la gran escalinata del palacio y penetró en los establos. El cálido olor de los anímales y el forraje lo despejó, y Suba recorrió la calle central buscando una montura adecuada a su exilio, un pura sangre rápido, nervioso, un animal noble que lo llevara de un extremo a otro del reino con celeridad. Pero, mientras lo buscaba, comprendió que en todos aquellos caballos de raza, espléndidos y bien cepillados, había algo impropio del luto, y siguió avanzando hasta llegar al fondo de las cuadras reales, donde descansaban los caballos de tiro y las mulas. Se quedó inmóvil; eso era lo que necesitaba, una mula, sí, una mula de paso lento y obstinado, una montura humilde que no se rindiera ni a la fatiga ni al sol; una mula, sí, porque quería cabalgar despacio, obstinadamente, llevando la noticia de la muerte de su padre allí donde fuera.

Abandonó Massaba a lomos de la mula, que aún estaba entumecida de fatiga, abandonó su ciudad natal y a todos los suyos, los abandonó a la noche; para ellos empezaba una nueva vida, de la que él no sabría nada.

Tras una hora de marcha, cuando hacía mucho rato que había perdido de vista la última colina de Massaba, llegó a la orilla de un riachuelo que conocía bien porque de pequeño había jugado allí a menudo con sus hermanos. Echó pie a tierra, dejó beber a la mula y él se refrescó la cara con un poco de agua. Hasta que volvió a montar no advirtió que en la misma orilla en que se encontraba había un grupo de mujeres; eran unas ocho y lo miraban sin decir nada, procurando no hacer ruido, muy juntas. Eran mujeres de Massaba que habían ido al riachuelo en plena noche para lavar la ropa, pues sabían que la guerra era inminente y que pronto tal vez no podrían salir de la ciudad, y que en caso de sitio racionarían el agua, así que habían aprovechado aquella última noche de libertad para ir allí con sus sábanas, sus alfombras y su ropa, y sumergir sus manos en las frías aguas del arroyo. La llegada de Suba las había asustado, pero una de ellas lo reconoció y, al instante, todas, como una sola mujer, suspiraron aliviadas. Estaban allí, inmóviles y silenciosas. Suba las saludó afablemente con la cabeza, y ellas respondieron a su saludo con respeto; luego picó espuelas y se alejó, pensando en aquellas mujeres, pensando que eran las únicas que lo habían visto marchar, las únicas que habían compartido algo de aquella extraña noche con él. Iba pensando en todo eso cuando, de pronto, notó que lo seguían; se volvió y allí estaban, a unos centenares de metros. Se detuvieron al mismo tiempo que él, pues no querían alcanzarlo. Suba sonrió de nuevo y les dijo adiós con una mano, y ellas respondieron bajando la cabeza humildemente. A continuación espoleó a la mula y se lanzó al galope, pero, al cabo de otra hora de marcha, volvió a sentir su presencia a sus espaldas, se giró y las lavanderas seguían allí. Habían caminado siguiendo pacientemente sus huellas hasta dar con él, dejando atrás la ciudad, la colada y el riachuelo. Suba no lo comprendía, de modo que volvió grupas y, cuando tuvo a las mujeres al alcance de la voz, les preguntó:

– Mujeres de Massaba, ¿por qué me seguís? – Ellas bajaron la cabeza y no respondieron -. La suerte ha querido que nos encontremos en esta noche que para mí es la del exilio – continuó Suba -. Me alegro, la imagen de vuestros sonrientes y humildes rostros me acompañará durante mucho tiempo. Pero no os entretengáis más, el sol está a punto de salir, volved a la ciudad.

Al oír aquello, la lavandera mayor avanzó un paso y, sin alzar los ojos del suelo, respondió:

– Te hemos reconocido cuando la noche te ha puesto en nuestro camino, Suba, te hemos reconocido porque para nosotras eres el rostro de niño de la felicidad. No sabemos adonde vas ni por qué abandonas Massaba, pero te hemos visto y te escoltaremos. Eres de nuestra ciudad, no sería justo que vagaras así, solo, por los caminos del reino. Que no se diga que las mujeres de Massaba han abandonado a su dolor al hijo del rey Tsongor. No temas, no te pediremos nada, no nos acercaremos, nos limitaremos a seguirte adonde vayas, para que la ciudad esté siempre contigo.

Suba se quedó sin habla; contempló a aquellas mujeres y las lágrimas asomaron a sus ojos, pero consiguió contenerlas. Le habría gustado abrazar a cada una de ellas en señal de agradecimiento. Estaban inmóviles otra vez, esperando a que reanudara la marcha para seguir sus huellas. Suba se acercó un poco más y les dijo:

– Mujeres de Massaba, beso vuestras frentes por esas palabras que jamás olvidaré, pero no puede ser como decís. Escuchadme, Tsongor, mi padre, me confió una misión antes de morir, una misión que debo cumplir solo. No puedo ni deseo llevar escolta, me basta con vuestras palabras, las llevaré conmigo. Volved a vuestra vida, es la voluntad de Tsongor; desandad el camino, os lo pido humildemente.

Las mujeres permanecieron calladas largo rato; luego, la más anciana volvió a tomar la palabra:

– Sea como quieres, Suba. No nos opondremos ni a tu voluntad ni a la del rey Tsongor. Te dejamos aquí con tu destino, pero acepta nuestras ofrendas sin protestar.

Suba asintió. Entonces, lentamente, las mujeres empezaron a cortarse el cabello una tras otra; se cortaron j largos mechones mutuamente, hasta que cada una pudo j hacer una larga trenza; luego, se acercaron a Suba con i respeto y ataron a la silla de su mula las ocho trenzas, como otros tantos trofeos sagrados. Por último, desplegaron una gran tela negra y la ataron a un palo que sujetaron a la espalda de Suba. – Este velo negro – le dijeron – será el de tu luto y anunciará la desgracia que se ha abatido sobre Massaba allí donde vayas.

Tras lo cual, se prosternaron en tierra, saludaron a Suba y se fueron.

El día estaba a punto de nacer, la luz disipaba la bruma. Suba siguió su camino. El viento se alzó e hinchó el velo negro que las mujeres le habían colocado en la espalda; de lejos, parecía un navio que se deslizaba por los caminos del país, un jinete solitario que avanzaba al capricho del viento con el velo de las lavanderas flotando a sus espaldas como la larga cola de un vestido de luto, anunciando a todo el mundo la muerte del rey Tsongor y la desgracia que se había abatido sobre su ciudad.

Capitulo 3: La guerra.

Al alba, Sango Kerim bajó de las colinas a caballo y sin escolta en dirección a Massaba, llegó ante la puerta principal y la encontró cerrada. Constató que Samilia no estaba allí y que ninguno de los hijos de Tsongor había salido a recibirlo; constató que los guardias de la puerta estaban armados y que las murallas de la ciudad bullían con una actividad frenética; constató que la bandera de las tierras de la sal ondeaba junto a la de Massaba en las torres de la ciudad. Luego vio un perro viejo que merodeaba junto a las murallas, con la angustia de verse encerrado en el exterior de la ciudad, y desde lo alto de su caballo Sango Kerim se dirigió a él con estas palabras:

– Sea. Ahora es la guerra.

Y fue la guerra.

En el palacio, Sako, en tanto que primogénito, había ocupado el lugar de su padre. Liboko, jefe de las tropas de la ciudad, se encargaba del enlace con el campamento de Kuame, y éste, por su parte, se había instalado con su gente y su ejército en la colina más meridional. Los emisarios iban entre Massaba y el campamento para prevenir al príncipe de las tierras de la sal de los últimos movimientos de Sango Kerim y comprobar que no carecía de nada: agua, víveres, vino o heno para los animales.

Samilia se había instalado en la azotea, en el mismo lugar en el que su padre había pasado la última noche. Desde allí lo veía todo: las cuatro colinas del norte, que ocupaba Sango Kerim; las tres colinas del sur, donde estaba el campamento de Kuame, su futuro marido, y la gran llanura de Massaba, al otro lado de las murallas. Pensaba en los acontecimientos de la víspera, en el regreso de Sango, en la muerte de su padre, en la discusión que había tenido lugar en torno al catafalco y en los dos hombres que iban a luchar por ella.

«Yo no quería nada – pensaba -, me limité a aceptar lo que me ofrecían. Mi padre me hablaba de Kuame y me enamoré de él antes de verlo. Hoy mis hermanos se preparan para una batalla, y nadie me pregunta nada. Estoy aquí, inmóvil, contemplo las colinas. Pero soy una Tsongor, ha llegado el momento de querer, yo también libraré batalla. Dos hombres me reclaman como suya, pero yo no soy de nadie. Ha llegado el momento de querer con todas mis fuerzas. Y que aquel que se oponga a mi elección sea mi enemigo; es la guerra. El pasado ha vuelto en mi busca, di mi palabra a Sango Kerim. ¿Es que la palabra de Samilia no vale nada? Sango Kerim no tiene más que eso, mi palabra, a la que se ha aferrado durante todos estos años; no ha pensado en otra cosa. Es el único que cree en Samilia, y lo tratan como a un enemigo. Sí, ha llegado el momento de querer; la guerra está ahí, y no espera.»

Mientras en la azotea de palacio Samilia seguía sumida en esos pensamientos, los ejércitos de Sango Kerim descendieron de las colinas para tomar posiciones en la gran llanura de Massaba. Eran largas columnas de hombres que marchaban en orden de batalla; eran innumerables, parecían una riada humana deslizándose por las laderas de las colinas. Cuando estuvieron en mitad de la llanura, se detuvieron y se alinearon por clanes para esperar al enemigo.

Allí estaba el ejército de las sombras blancas, que mandaba Bandiagara. Los llamaban así porque antes de entrar en batalla se pintaban el rostro con arcilla blanca y se dibujaban arabescos en el torso, la espalda y los brazos. Parecían serpientes de piel calcárea.

A la izquierda de Bandiagara estaban los cráneos rojos, acaudillados por Karavanath' el Cruel. Llevaban el cráneo rapado y pintado de rojo, para indicar que tenían la sangre de sus enemigos metida en la cabeza, y el cuello adornado con collares, porque para ellos los días de guerra eran días de fiesta.

A la derecha de Bandiagara estaban Rassamilagh y su ejército. Era una muchedumbre inmensa y abigarrada, montada sobre camellos, que procedía de siete regiones diferentes; todos ostentaban sus colores, armas y amuletos particulares. El viento agitaba la tela de sus túnicas. Rassamilagh había sido elegido comandante de las tropas por los demás jefes. Su ejército parecía cabecear sobre los grandes y calmosos animales, un ejército al que sólo se le veían los ojos, clavados con dureza sobre Massaba.

Ante aquellos tres ejércitos reunidos estaba Sango Kerim con su guardia personal, un centenar de hombres que lo seguían a todas partes.

Así fue como se presentó el ejército de los nómadas de Sango Kerim, un ejército compuesto por tribus desconocidas en Massaba, un ejército heterogéneo, llegado de muy lejos, que, bajo un sol de justicia, lanzaba extrañas maldiciones hacia las murallas.

El ejército de Kuame, por su parte, tomó posiciones ante las puertas de Massaba. Kuame había pedido permiso a Sako para librar la primera batalla sólo con sus hombres para lavar la afrenta que le habían hecho la víspera y mostrar una vez más su lealtad hacia Massaba.

Los guerreros de las tierras de la sal llegaron a los estentóreos sones de las caracolas que soplaban los jinetes de la guardia de Kuame.

A Kuame lo seguían tres jefes. El primero era el viejo Barnak, que mandaba a los mascadores de qat. Sus hombres llevaban el pelo largo y enmarañado y espesa barba; por efecto del qat tenían los ojos inyectados en sangre y hablaban solos, inmersos en las visiones de la droga que mascaban. De aquella turba polvorienta y sucia brotaba una algarabía demencial, parecía un ejército de mendigos delirantes. Su impavidez los convertía en adversarios temibles, pues el qat los preservaba del miedo y el dolor; se decía que, incapaces de sentir su propia carne, seguían luchando incluso heridos o con un miembro amputado. Murmuraban como un ejército de sacerdotes que entonara una oración sanguinaria.

El segundo era Tolorus, que conducía al combate a los surmas. Sus hombres iban con el torso desnudo, desafiando el miedo y los golpes; sólo se cubrían el rostro, que llevaban envuelto en tiras de tela. No temían morir en combate, sino que los desfiguraran, pues una vieja creencia de su país aseguraba que los hombres con el rostro desfigurado estaban condenados a errar para siempre y perdían sus bienes y su nombre.

El último era Arkalas, el soberano de las perras de la guerra. Eran hombres altos y fuertes que, sin embargo, entraban en combate acicalados como mujeres: se pintaban los ojos, se ponían carmín en los labios y se colgaban pendientes, brazaletes y collares de todo tipo. Era su forma de insultar al adversario en lo más vivo. Cuando herían de muerte a un enemigo, le decían al oído: «¡Mira, cobarde, te ha matado una mujer!» Las risas nerviosas de aquellos travestidos con espada, que se relamían pensando en la sangre que pronto iban a derramar, llegaban hasta las murallas de Massaba.

Los ejércitos estaban en posición uno frente al otro. Y, en lo alto de las murallas, todo Massaba se apretujaba para contar a los hombres de cada campo, para admirar las armas y los atuendos de aquellos extraños guerreros llegados de muy lejos; todo Massaba se aplastaba para presenciar el brutal encontronazo de los ejércitos. Las caracolas de Kuame dejaron de sonar, todo el mundo estaba preparado, el viento silbaba en las armaduras y hacía ondear las telas.

Entonces Kuame avanzó hacia la llanura, derecho hacia Sango Kerim; cuando estaba a diez metros de él, detuvo su montura y declaró:

– Vete, Sango Kerim, me apiado de ti, vuelve al lugar del que has venido. Todavía no es tarde para que vivas, pero, si te obstinas, de esta llanura sólo conocerás el polvo de la derrota.

Sango Kerim se irguió sobre su caballo y respondió:

– Declaro que no he escuchado tus palabras más que con un oído, Kuame, y sólo te respondo esto.

Y escupió al suelo.

– Tu madre llorará cuando le hablen de las heridas que voy a infligirte – dijo Kuame.

– Yo no tengo madre – replicó Sango Kerim -, pero pronto tendré mujer, mientras que tú no tendrás más compañera que la hiena que lamerá tu cadáver.

Kuame le dio la espalda violentamente y masculló entre dientes:

– Entonces, muere.

Luego volvió con sus tropas. Rojo de cólera, se irguió sobre los estribos cuan alto era y arengó a sus hombres. Gritó que lo habían ofendido y que los perros que estaban enfrente de ellos debían morir, gritó que quería casarse con la sangre aún caliente del enemigo sobre el pecho, y a sus gritos contestó el inmenso clamor de los guerreros de las tierras de la sal. Luego dio la señal. Los dos ejércitos se pusieron en movimiento al mismo tiempo y se precipitaron el uno hacia el otro. El choque fue brutal; del amasijo de hombres, caballos, lanzas, camellos y ropas se elevaban los relinchos de las monturas y las risas de los travestidos de Arkalas. Todo se confundía, los rojos cráneos de los hombres de Rassamilagh y las heridas abiertas de los primeros muertos; el polvo de la batalla se pegaba a los sudorosos rostros de los guerreros.

Samilia seguía en la azotea del palacio y contemplaba en silencio la inextricable masa de los guerreros, con el rostro tenso. A sus pies morían hombres, no podía entenderlo; que Kuame y Sango Kerim se batieran era explicable, puesto que ambos la deseaban, pero ¿los demás, todos los demás? Recordó lo que había dicho Katabolonga ante el ataúd de Tsongor. Samilia había reconocido las palabras de su padre conforme brotaban de los labios del viejo servidor, y no comprendía por qué ella misma no había dicho nada, pues le habría bastado con proclamar que acataba la voluntad de su padre, que rechazaba a ambos pretendientes y que todo había acabado. Pero no había dicho nada, y, al pie de las murallas, habían empezado a morir hombres. Samilia no sabía por qué había permanecido callada. ¿Por qué sus hermanos tampoco habían dicho nada?, ¿es que todo el mundo deseaba aquella guerra? Samilia contemplaba el campo de batalla, aterrada ante lo que había provocado. La guerra estaba a sus pies y llevaba su nombre, aquel sangriento amasijo tenía su rostro. Samilia se insultó entre dientes, se insultó por no haber hecho nada contra todo aquello.

El sol empezaba a calentar las piedras del camino. Suba seguía adentrándose en las tierras del reino, alejándose de Massaba y su rumor, alejándose de la guerra que se iniciaba a sus espaldas. Suba avanzaba sin saber adonde iba.

El paisaje se había transformado insensiblemente, las colinas habían desaparecido y una larga llanura cubierta de hierbajos y heléchos se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pero, cuanto más avanzaba, más a menudo descubría la dulce huella de la mano del hombre a ambos lados del camino. Primero fueron unas tapias; luego, los campos de cultivo; y, por fin, las primeras siluetas en aquel paisaje infinito. Suba las veía, con el cuerpo doblado, trabajando la tierra, concentradas en sus tareas. De pronto oyó un grito, un grito agudo, de mujer; una campesina acababa de levantar la cabeza y había visto la mula y a su jinete, había visto el velo de luto y lanzado su grito de plañidera. Suba se estremeció; de todas partes surgían asombrados rostros de labriegos que se erguían a su paso. Durante unos instantes, el silencio fue absoluto, sólo se oía el ruido seco de las herraduras contra las piedras del camino. Hombres y mujeres dejaron sus herramientas en el suelo, se acercaron y se alinearon al borde del camino para ver pasar al enlutado jinete. Entonces Suba alzó la mano y esbozó el gesto sagrado de los reyes, el gesto que hacía Tsongor para saludar a la multitud, el gesto que sólo los miembros de su familia tenían derecho a hacer: un lento y solemne dibujo de los dedos en el aire. De inmediato, un concierto de gritos respondió al saludo. Las mujeres se pusieron a llorar, a golpearse el rostro con las palmas de las manos y a retorcerse los dedos; los hombres bajaron la cabeza y musitaron la oración por los muertos. Lo habían comprendido, aquel sencillo gesto les había hecho comprender que el mensajero procedía de Massaba, del palacio de Tsongor, y que anunciaba la muerte del soberano. Suba continuó su camino, y los campesinos empezaron a seguirlo, lo escoltaban. Suba no se volvió, pero los oía a sus espaldas y sonrió, sí, a pesar del dolor que lo embargaba, sonrió; satisfecho de aquella escena, por extraño que pudiera parecer, satisfecho de hacer surgir los gritos del pueblo por todas partes. Era necesario que la tierra misma se echara a gritar, que nadie pudiera seguir ignorando que Tsongor había muerto, que el imperio entero se paralizara. Sí, quería comunicar su dolor al corazón de todos los hombres con los que se cruzaba, el mismo dolor que lo desgarraba a él. No debía haber más trabajo, no debía haber más hambre ni más campos que cultivar, no debía haber más que un velo negro a caballo y la necesidad de llorar. A su espalda, la columna continuaba creciendo, y Suba sonreía con el orgullo del hombre enlutado, sonreía, atravesando los pueblos. Pronto lloraría todo el imperio. A partir de ese momento la noticia lo precedería, se extendería, crecería sin cesar, y pronto se oiría el inmenso llanto de todo un continente. Suba sonreía, el velo negro restallaba a su espalda y las plañideras gemían. Había que llorar a su padre, y lo lloraban. De un extremo del reino al otro. Que abran paso al mensajero. De un extremo del reino al otro. Que le abran paso y compartan su dolor.

En Massaba la batalla duró todo el día. Diez horas ininterrumpidas de lucha, diez horas de golpes asestados y vidas segadas. Tanto Kuame como Sango Kerim confiaban en obtener una victoria rápida, romper las primeras líneas, poner en fuga al enemigo y perseguirlo hasta que se rindiera, pero, conforme transcurrían las horas, la fuerza del adversario los había obligado a instalarse en la batalla, a alternar las Líneas de frente para dar descanso a los guerreros, retirar a los heridos y volver al ataque con los músculos tensos por el esfuerzo y la boca rebosante de espuma. Sin embargo, la victoria seguía en el aire. Los dos ejércitos continuaban haciéndose frente, como dos carneros demasiado cansados para embestirse, pero demasiado bravos para ceder ni un palmo de tierra.

Cuando al fin se puso el sol y el combate cesó, los dos ejércitos estaban en el mismo sitio que al empezar la batalla. Ninguno había avanzado ni retrocedido, pero los muertos se habían amontonado al pie de las murallas de Massaba, donde formaban un inmenso campo de cuerpos indistintos en el que se mezclaban los colores de las vestiduras y las armas rotas. Tolorus, el viejo compañero de Kuame, había muerto; había luchado con rabia, pisoteando enemigos, haciendo temblar con sus gritos a quienes se le enfrentaban, adentrándose con furia en el bosque de lanzas que le oponían los cráneos rojos de Karavanath', avanzando como un demonio, sembrando el pánico a su alrededor, hasta que Rassamilagh lo distinguió en mitad de los combatientes y picó espuelas al camello. La carga del animal fue brutal. Pisoteando cuerpos a su paso, Rassamilagh llegó al fin junto a Tolorus, alzó su espada y de un golpe seco lo decapitó. La asombrada cabeza de Tolorus fue rodando hasta los pies de los suyos, y, por un instante, lloró la vida que acababan de arrebatarle.

Karavanath', por su parte, quería hundir su lanza en el pecho de Kuame a toda costa. Avanzaba derecho hacia él, exhortando a los suyos al combate, hablándoles de la gloria que alcanzarían si mataban al rey de las tierras de la sal. Pero no fue a Kuame a quien encontró; en su camino estaba Arkalas, el jefe de las perras de la guerra. A Karavanath' apenas le dio tiempo a ver a su enemigo, sólo oyó un tintineo de joyas y gritos de júbilo a su alrededor. Luego sintió que un cuerpo saltaba sobre él, unas manos lo atenazaban y unos dientes se le clavaban en la garganta. Así fue como Arkalas le quitó la vida a Karavanath', le cortó la yugular, y la muerte se abatió sobre los ojos de su enemigo. Este se estremeció una y otra vez, y vivió lo suficiente para oír la voz de su verdugo, que murmuraba: «Soy hermosa y te mato.»

A todos aquellos cuerpos de valientes abandonados por la vida se unían, en pútrido amasijo, los cadáveres de los caballos y los innumerables perros de guerra que se habían despedazado mutuamente y yacían rígidos, con las patas al aire. Cuando el combate cesó y los dos ejércitos regresaron a las colinas derrotados, agotados, tintos en sangre y empapados en sudor, parecía que hubieran parido un tercer ejército en la gran llanura, un ejército inmóvil, tumbado boca abajo. El ejército de los muertos, nacido tras diez horas de sangrientas contracciones, el ejército de todos los que permanecerían para siempre sobre el polvo de la llanura, a las puertas de Massaba.

Apenas abandonó el campo de batalla, con el cuerpo aún humeante por el esfuerzo del combate, Kuame se hizo anunciar en palacio. Quería entrevistarse con los hijos de Tsongor y discutir una estrategia para vencer a Sango Kerim al día siguiente, pero en los pasillos del palacio se encontró con Samilia, que le rogó que la siguiera. Kuame supuso que quería ofrecerle una colación, un baño, mil cosas para que olvidara las fatigas del combate, y la siguió. Para su sorpresa, la joven lo llevó a una pequeña sala en la que no había nada, ni bañera ni mesa preparada; nada, tampoco, para lavarse las manos y la cara. De pronto, Samilia se volvió hacia él, y su mirada lo sobresaltó; Kuame comprendió que las pruebas de aquel día no habían acabado.

– Tengo que hablar contigo, Kuame – dijo Samilia. El príncipe de las tierras de la sal se limitó a asentir -. ¿Me conoces, Kuame? – le preguntó Samilia. El guardó silencio -. ¿Me conoces, Kuame? – repitió la joven.

– No – respondió él.

Le habría gustado añadir que no necesitaba conocerla para amarla, pero no dijo nada.

– Y, aun así, luchas por mí – replicó Samilia.

– ¿Adonde quieres ir a parar? – le preguntó Kuame, y Samilia percibió la impaciencia en su voz.

– Voy a decírtelo – contestó mirándolo con calma. En ese momento Kuame supo con certeza que lo que oiría a continuación no iba a gustarle, pero no le quedaba más remedio que esperar y escuchar -. Cuando mi padre me habló de ti por primera vez, Kuame – continuó Samilia -, lo escuché con grandes ojos de niña que se bebían sus palabras. Me contó quién eras, la historia de tu linaje. Enumeró los esplendores que se atribuyen a tu reino, y confieso que el retrato que me hizo de ti me conquistó al instante. La boda quedó fijada, y yo tenía prisa por conocerte, una prisa sincera que ni el dolor de verme obligada a abandonar a los míos conseguía moderar. Pero la víspera de tu llegada mi padre me anunció el regreso de Sango Kerim y el motivo de ese regreso. No te ofenderé hablándote en estos momentos de un hombre contra el que has luchado y al que debes de odiar con todas tus fuerzas, sólo quiero que sepas que lo que ha dicho es cierto. Nos criamos juntos, y tengo de él mil recuerdos de juegos y secretos compartidos, lo recuerdo aquí, a mi lado, desde que tengo memoria. El día que nos dejó, fui la única a quien explicó el motivo de su partida. No tenía nada, por eso se marchó, para recorrer el mundo, para conquistar lo que no tenía: la gloria, tierras, un reino, relaciones, y, a continuación, regresar a Massaba, regresar junto a mi padre y pedirle a su hija como esposa. Nos lo habíamos jurado. Veo que sonríes, Kuame, y con razón. Eran juramentos infantiles, como los que todos hemos hecho alguna vez, juramentos que mueven a risa porque se hacen para olvidarlos. Pero, créeme, esos juramentos se vuelven aterradores cuando resurgen en tu vida repentinamente, con la autoridad del pasado. El juramento de Sango y Samilia. Yo también sonreiría como acabas de sonreír tú si hoy Sango Kerim no hubiera estado ahí, al pie de las murallas de Massaba. – Kuame fue a decir algo, pero Samilia le pidió que guardara silencio con un gesto de la mano y continuó -. Sé lo que ibas a decir: que el pasado que resurge así, con esa brutalidad, para reclamar una deuda, es una pesadilla, y que hay pesadillas que podemos destruir, y que eso es lo que intentas hacer con tu ejército, echar a Sango Kerim para que la vida retome su curso. Lo sé, lo sé, yo también lo he pensado. Pero ahora escúchame y pregúntate esto: ¿soy fiel si soy tuya? Sango Kerim pertenece a mi vida; si me quedo contigo, falto a mi palabra y traiciono mi pasado. Trata de comprenderme, Kuame, Sango Kerim sabe quién soy, conocía a mi padre, conoce secretos de mis hermanos que yo ignoro. Si me entrego a ti, Kuame, me convertiré en una extraña en mi propia vida.

Kuame estaba desconcertado. Oía hablar a aquella mujer y descubría con estupor que amaba su voz, que amaba su forma de expresarse, su salvaje determinación. Sólo fue capaz de murmurar:

– ¿Y qué me dices de la fidelidad a lo que deseaba tu padre?

Pero comprendió la debilidad de aquellas palabras al instante de pronunciarlas.

– He pensado en eso, por supuesto, y acataría su voluntad si la hubiera expresado, pero prefirió morir antes que elegir, me dejó esa dolorosa tarea. He tomado una decisión: me iré esta noche. Eres el único que conoce mis intenciones. No dirás nada, no me retendrás, lo sé, te lo pido. Iré a reunirme con Sango Kerim, y mañana todo puede haber acabado. Reúne a tu ejército y regresa a tu reino. Nadie debe sentirse ofendido, la vida se ha burlado de nosotros, eso es todo. Contra eso no se puede entablar batalla.

A medida que hablaba, Samilia s_e mostraba más suave y tranquila, y, a medida que escuchaba, Kuame sentía crecer la ira en su interior. Cuando Samilia calló, Kuame explotó:

– Es demasiado tarde para eso, Samilia, hoy ha corrido la sangre, hoy ha muerto mi amigo Tolorus. Yo mismo he recogido entre mis manos agotadas su cabeza cercenada y pisoteada por los caballos. Hoy me han insultado. No, no me iré; no, no te dejaré con tu pasado. Tú y yo estamos unidos, Samilia. Al juramento de antaño opongo tu promesa de casarte conmigo. Estamos unidos y nunca te dejaré en paz.

– Me voy esta noche – repitió Samilia -. Para ti es como si ya estuviera muerta. Míralo así.

Samilia retrocedió y se dirigió hacia la puerta de la sala. Pero Kuame, rabioso, gritó:

– ¡Desengáñate! A partir de ahora estarás allí, sea. Así que ahora hay una guerra que ganar. Iré a buscarte, romperé las filas de ese perro, decapitaré a sus amigos y arrastraré su cuerpo detrás de mí para que comprendas que te he ganado. Ahora hay una guerra, y la llevaré hasta el final.

Samilia se volvió por última vez y, en voz baja, como si escupiera al suelo, dijo:

– Si eso es lo que quieres, que así sea.

Y, apretando los puños con fuerza, desapareció. Kuame jamás le había parecido tan hermoso, jamás había sentido tantos deseos de ser suya. Creía sinceramente en lo que había dicho. Había preparado su discurso, había sopesado hasta el último argumento, quería ser fiel, creía en ello. Pero, mientras hablaba, había sentido crecer en su interior un sentimiento que no podía sofocar y que desmentía cada una de sus palabras. Vio a Kuame de nuevo como lo había imaginado la primera vez, como una promesa de vida. Había dicho todo lo que tenía que decir sin desfallecer, había resistido, pero ya no podía dudar de que lo amaba.

Desapareció jurándose que lo olvidaría, pero presentía que cuanto más se alejara de él más la obsesionaría.

En la sala del trono acababa de estallar una violenta discusión entre Sako y Danga. Desde la muerte del viejo Tsongor, Sako se comportaba como el rey, lo que irritaba a Danga, y la guerra no había hecho más que agravar las tensiones entre los gemelos. Danga estaba profundamente unido a Sango Kerim y lo sublevaba que su hermano tomara partido por un extranjero contra su amigo de la infancia.

También él había pasado el día en lo alto de las murallas, pendiente de la batalla; luego, en cuanto cesó la lucha, se dirigió a la sala del trono. Su hermano estaba allí, tranquilo, vestido con las ropas del soberano, lo que no hizo más que aumentar su rabia.

– No podemos seguir apoyando a Kuame, Sako – dijo.

– ¿Qué dices? – le preguntó Sako, aunque lo había oído perfectamente.

– Digo – repitió Danga – que porque tú quieres estamos apoyando a Kuame, y que eso no es justo. Sango Kerim es nuestro amigo, es a él a quien debemos lealtad.

– Puede que Sango Kerim sea nuestro amigo – replicó Sako, profundamente irritado por la conversación -, pero nos ha ofendido viniendo a perturbar la boda de nuestra hermana.

– Si no quieres apoyar a Sango Kerim – repuso Danga -, dejemos que arreglen este asunto entre ellos; que se enfrenten en duelo y que la obtenga el mejor.

– Eso sería una deshonra – respondió Sako con desprecio -. Debemos ayuda y hospitalidad a Kuame.

– No tomaré las armas contra Sango Kerim – aseguró Danga.

Sako se quedó mudo, estaba pálido y parecía ofendido en lo más vivo. Miraba a su hermano de hito en hito.

– Te agradezco la advertencia, Danga – dijo al fin con un hilo de voz -. Puedes hacer lo que te plazca.

Presa de la cólera, Danga empezó a gritar:

– ¿Quién te autoriza a darte esos aires de rey? Todavía no se ha hecho el reparto del reino. Arrastras contigo a todo Massaba. ¿Qué derecho tienes a hacerlo?

Una vez más, Sako se tomó su tiempo antes de responder y observó con frialdad el tenso rostro de su hermano.

– Nací dos horas antes que tú, eso basta para que sea rey.

Danga explotó, gritó que nada autorizaba a Sako a arrogarse el poder de aquel modo. Los hermanos se arrojaron el uno sobre el otro, rodaron por el suelo como dos perros rabiosos y, cuando al fin consiguieron separarlos, Danga, con el pelo revuelto y la túnica desgarrada, abandonó la sala limpiándose la sangre que le manaba de la boca.

Volvió a sus habitaciones y ordenó que prepararan sus cosas y que su guardia personal estuviera lista para partir en el más absoluto secreto. Una vez tomadas sus disposiciones, buscó a su hermana para despedirse; la encontró en el preciso instante en que dejaba a Kuame. Danga le anunció su intención de marcharse. Samilia estaba tan sombría como él.

– Me voy contigo – se limitó a decir.

Era noche cerrada cuando Danga y su escolta de cinco mil hombres abandonaron la ciudad. La guardia de las murallas pensó que se trataba de una maniobra nocturna, les deseó buena suerte y les abrió las puertas. Había empezado la sangría del clan Tsongor, y, en su solitaria tumba, el viejo rey exhaló desde las entrañas un largo gemido que sólo las columnas de los subterráneos pudieron oír.

En lo alto de las colinas, en el campamento del ejército nómada, la llegada de las tropas de Danga produjo estupor. En un primer momento, los centinelas creyeron que los atacaban, pero Danga pidió que lo llevaran ante Sango Kerim y, una vez le hubo explicado las razones de su presencia allí, un inmenso grito de júbilo sacudió todo el campamento. Ése fue el momento en que Samilia bajó del caballo y avanzó hacia Sango Kerim. Sango palideció, no podía creer que ella estuviera allí, ante él.

– Que tu alma no sonría, Sango Kerim – le dijo Samilia -, pues lo que se presenta ante ti es la desgracia. Si me ofreces la hospitalidad de tu campamento, ya no habrá tregua. La guerra será feroz, y, como un jabalí furioso, Kuame no cejará hasta abrirte el vientre y devorarte las entrañas. Me lo ha dicho él mismo, y hay que creerlo. Me presento ante ti y te pido hospitalidad, pero no seré tu mujer, no hasta que haya acabado esta guerra. Estaré aquí, compartiré esos instantes contigo, cuidaré de ti, pero no podrás gozar de mí hasta que todo esto haya acabado. Ya lo ves, Sango Kerim, lo que se presenta ante ti y te pide hospitalidad es la desgracia. Puedes echarme, no sería ninguna deshonra; muy al contrario, sería el gesto de un gran rey, puesto que con él salvarías la vida de miles de hombres.

Sango Kerim se arrodilló y besó la tierra que los separaba; luego, mirándola con el deseo acumulado durante todos aquellos años, le dijo:

– Este campamento es tuyo. Reinarás en él como tu padre reinaba en Massaba. Te ofrezco mi ejército, te ofrezco mi cuerpo y hasta el último de mis pensamientos, y, si eres la desgracia, quiero abrazar la desgracia con todas mis fuerzas y no sustentarme de otra cosa.

En el inmenso campamento del ejército nómada, los hombres se empujaban para ver a aquella por cuya causa había estallado la guerra. Sango Kerim la llevó ante Rassamilagh y Bandiagara y luego la condujo a una enorme tienda, en la que las mujeres tuareg de Rassamilagh, envueltas en sus velos, le prepararon la comida y le acariciaron el cuerpo con sus perfumadas manos para que el sueño se apoderara de ella con voluptuosidad.

Los hombres del campamento, animados por aquel refuerzo inesperado, se pusieron a cantar canciones de su lejano país. Llevados por el cálido viento nocturno, los retazos de sus cánticos alcanzaron las murallas de Massaba; los centinelas levantaron la cabeza y escucharon aquella música, que les parecía muy hermosa. Fue entonces cuando la noticia llegó a palacio. Tramón, jefe de la guardia especial, irrumpió jadeando en pleno consejo; Sako, Liboko y Kuame, enfrascados en la conversación, alzaron la cabeza como un solo hombre.

– Danga se ha unido a ellos – dijo Tramón intentando recobrar el aliento -. Con cinco mil hombres; y con Samilia.

Todos esperaban que Sako montara en cólera, que rompiera la mesa a puñetazos, pero, para sorpresa general, permaneció impertérrito. Simplemente, dijo:

– Esta vez podemos estar seguros, moriremos todos. Nosotros, ellos, no quedará nadie.

Luego pidió los planos de la ciudad para estudiar la eventualidad de un sitio. Sin embargo, cuando tuvo ante sí el trazado de Massaba, se quedó en suspenso, porque presentía que la ciudad que había construido su padre, la ciudad en la que él había nacido y a la que amaba, empezaría a arder. Su padre había levantado los planos y supervisado los trabajos, la había construido y administrado, y Sako comprendía oscuramente que la tarea que le estaba reservada a él sería luchar en vano contra su destrucción.

En la sala del catafalco, el cadáver de Tsongor empezó a agitarse. Katabolonga sabíalo que eso significaba: el viejo rey estaba allí y quería hablar. Cogió la mano del cadáver, se inclinó sobre él y escuchó lo que la muerte tenía que decir.

– Dímelo, Katabolonga – le pidió el difunto rey -, dime que no es verdad. Estoy en el país sin luz y vago como un perro asustado sin atreverme a acercarme a la barca del río, porque sé que no tengo nada para pagar el viaje. A lo lejos veo la orilla en la que las sombras dejan de sufrir. Dímelo, Katabolonga, dime que no es verdad.

– Habla, Tsongor – murmuró el viejo criado con voz suave y serena -. Habla y yo te responderé.

– Hoy he visto desfilar ante mis ojos una multitud inmensa – siguió diciendo el cadáver -. Salían de entre las sombras y se dirigían lentamente hacia la barca del río. Eran guerreros desquiciados, me he fijado en sus distintivos, o en lo que quedaba de ellos. He escrutado sus rostros, pero no he reconocido a ninguno. Dime, Katabolonga, que se trata de un ejército de saqueadores que las tropas de Massaba han interceptado en algún lugar del reino, o de guerreros desconocidos que han venido a morir al pie de nuestras murallas sin que nadie sepa por qué. Dímelo, Katabolonga, dime que no es verdad.

– No, Tsongor – respondió Katabolonga -. No es ni una horda de saqueadores ni un ejército de moribundos que se ha arrastrado hasta nuestras tierras para expirar. Son los muertos de la primera batalla de Massaba. Has visto pasar ante ti a las primeras bajas de Kuame y Sango Kerim, mezcladas unas con otras en una lamentable procesión de sombras.

– De modo que no he conseguido impedir nada y la guerra está ahí – dijo Tsongor -. Mi muerte no ha servido para nada, salvo para impedirme luchar. Mis hijos y los habitantes de Massaba deben de considerarme un cobarde.

– Les dije lo que me pediste – replicó Katabolonga -, pero no he podido impedir nada, es la guerra.

– Sí – afirmó el rey -, la he visto. Aquí, en los ojos de esas sombras que avanzaban hacia el río, podía sentirla en ellos. A pesar de sus heridas, a pesar de su muerte, deseaban seguir luchando. He visto a todas esas sombras, que avanzaban al mismo paso, desafiarse con la mirada. Eran como caballos cubiertos de espuma que sólo quieren morderse. Sí, la guerra estaba en ellos, y en los míos también, seguro.

– Sí, Tsongor, en los tuyos también.

– En los ojos de mis hijos, en los de mis amigos, y en los de todo mi pueblo. Las ganas de morder.

– Sí, Tsongor, en los ojos de todos y cada uno, está ahí.

– No he conseguido nada, Katabolonga. Es mi castigo, que llega ahora. Todos los días, todos los días veré venir hacia mí a los guerreros caídos en el campo de batalla. Escrutaré sus rostros tratando de reconocerlos, los contaré, ése será mi castigo. Todos desfilarán por aquí, y yo estaré ahí, aterrado ante las muchedumbres que día tras día vendrán a poblar el país de los muertos.

– Día tras día, tu ciudad se vaciará. Nosotros también contaremos los muertos todos los días, para ver cuál de nuestros amigos falta y por quién hay que llorar.

– Es la guerra – dijo Tsongor.

– Sí, la guerra, que brilla en los ojos de los ejércitos – respondió Katabolonga.

– Y no he conseguido impedir nada – añadió Tsongor.

– Nada, Tsongor, a pesar de haber sacrificado tu vida.

Capitulo 4: El sitio de Massaba.

La mañana del segundo día, la guerra se reanudó, y con ella las quejas que emanaban de la tierra saqueada. Los hombres de Sango Kerim estaban listos para combatir desde el alba, pues sentían que la suerte estaba de su lado, lo sentían en el viento que les acariciaba la piel. Nada podía detenerlos, eran el desastrado ejército de los extranjeros llegados de los cuatro rincones del continente para derribar las altas torres de la ciudad.

Del lado de Massaba, Sako y Liboko se habían aliado al joven Kuame. Los dos ejércitos avanzaban juntos, el de las tierras de la sal, con Barnak, Arkalas y Kuame, y el de Massaba. Tramón dirigía la guardia especial, Liboko iba al frente de los soldados rojiblancos y Gonomor mandaba a los hombres – helécho, apenas un centenar de guerreros cubiertos con hojas de plátano de la cabeza a los pies, adornados con collares hechos de pesadas conchas y armados de enormes mazas que sólo ellos podían levantar y que destrozaban el cráneo de sus enemigos con un espantoso crujido de majador.

Los dos ejércitos estaban frente a frente en la llanura de Massaba. Antes de que dieran la señal de cargar, Bandiagara se bajó del caballo. Descendía de un linaje en el que cada hombre era el depositario de un maleficio, de uno solo, transmitido de padres a hijos, y sentía que había llegado el momento de convocar a los espíritus de sus antepasados y lanzar su maldición contra el ejército enemigo. Hincó una rodilla en tierra y vertió en ella un poco de licor de baobab, se untó la mano de barro y se embadurnó el rostro mientras repetía:

– Somos los hijos del baobab, a los que nadie puede corromper porque nos criamos con las ácidas raíces de nuestros antepasados; somos los hijos del baobab, a los que nadie puede corromper…

Luego pegó la oreja al suelo y escuchó a sus antepasados con todo su ser. Ellos le revelaron la palabra impronunciable que debía escribir en el aire para que su maleficio surtiera efecto. Finalizado el ritual, volvió a montar a caballo, y Sango Kerim dio la señal de ataque.

El ejército nómada cargó contra las líneas enemigas como un enjambre carnívoro. Los ejércitos de Kuame y de Sako esperaban inmóviles con los pies bien afirmados en el suelo, esperaban con los escudos embrazados, listos para parar los golpes. A la vista de aquel bosque de lanzas y espadas que se abalanzaba sobre ellos, encomendaron su alma a la tierra. El choque fue espantoso. La carga de los animales destrozó los escudos y derribó a los hombres, que quedaron atrapados bajo los cascos; como una ola incontenible, los atacantes los pisoteaban y seguían avanzando. Fueron muchos los que murieron así, aplastados por el peso del enemigo, asfixiados bajo los cuerpos, triturados por carros que se lanzaban contra las líneas a galope tendido. Aquella carga brutal golpeó a los ejércitos de Massaba como un mazazo en plena cabeza, y retrocedieron ante el enorme empuje del enemigo. Entonces empezó el repulsivo cuerpo a cuerpo de los combatientes que se degüellan. Los hombres de Kuame y Sako perecían por decenas; tenían miedo. La contemplación de aquella carga que los había pulverizado había sembrado el terror en sus filas. Se mostraban menos seguros en el combate, sus cuerpos dudaban, buscaban ayuda con la mirada mientras frente a ellos el ejército nómada seguía avanzando impulsado por una furia prodigiosa. Sólo los mascadores de qat se batían con bravura, pues las drogas los hacían inmunes al miedo; su única preocupación era repartir golpes.

Las perras de la guerra de Arkalas combatían con rabia, pero las aguardaba un destino espantoso. Bandiagara abarcó con la mirada a aquellos miles de travestidos, de los que abominaba, y dibujó en el aire la palabra secreta que le habían revelado sus antepasados. De pronto, las mentes de los hombres de Arkalas se oscurecieron; miraban a sus hermanos y veían enemigos a quienes exterminar. Al instante, se arrojaron unos sobre otros y, persuadidos de que continuaban el combate, dieron la espalda a sus verdaderos adversarios. Y el espectáculo de aquel ejército despedazándose a sí mismo fue terrible. Las perras de Arkalas, tan peinadas y pintadas, se abalanzaban unas sobre otras y se arrancaban la carne a mordiscos hasta matarse, y lo hacían riendo como dementes. Hubo quien bailó sobre el cadáver de un amigo de la infancia. El mismo Arkalas, como un ogro enloquecido, buscaba con la mirada a alguien de su clan para abrirlo en canal y beberse su sangre. Cuando el resto del ejército comprendió que los hombres de Arkalas no sólo habían dejado de luchar contra el enemigo, sino que además se estaban despedazando entre sí, el pánico se extendió rápidamente de uno a otro extremo del frente. Todos echaron a correr para escapar de la muerte, y los desaforados gritos de Kuame no consiguieron detener a nadie, pues ya nadie pensaba en otra cosa que en salvar la vida. La caballería volvió grupas y picó espuelas, los infantes arrojaron al suelo los escudos y las armas para poder huir más deprisa, todos corrían hacia las puertas de Massaba para ponerse a cubierto. Tramón pereció, detenido en su carrera por Sango Kerim, que le clavó su larga y puntiaguda lanza en mitad de la espalda. La vida escapó de su cuerpo y Tramón cayó de bruces al suelo, con la pica enhiesta entre los hombros.

El ejército huía en desbandada hostigado por el enemigo, que le pisaba los talones y segaba la vida de los que eran demasiado lentos. Sólo Arkalas, combatiente tan temible como ridículo, seguía luchando. Abatió al último de sus hombres de un golpe de maza que le trituró las cervicales. En ese momento se disipó el maleficio de Bandiagara, y Arkalas recobró el juicio; vio a sus pies decenas de hombres a los que conocía. Estaba en lo alto de una montaña de cadáveres, y la sangre que le cubría el rostro tenía el sabor familiar de los suyos. Habría seguido allí, paralizado por el terror, moviendo la cabeza y llorando como un niño, si Gonomor, escoltado por los hombres – helécho, no se lo hubiera llevado consigo para ponerlo a salvo tras las murallas de Massaba.

Cuando el último fugitivo entró en la ciudad y las enormes hojas de la puerta se cerraron tras él, un inmenso clamor de alegría resonó en la llanura; la mitad de los hombres de Massaba habían perecido. En el interior de la ciudad nadie hablaba. Los guerreros recuperaban el aliento y, cuando al fin lo conseguían, rompían a llorar en silencio, y las manos, las piernas y la cabeza les temblaban como tiembla el cuerpo de los vencidos.

En el pánico de la retirada, los hombres de Kuame habían abandonado su campamento de las colinas del sur de Massaba, y en ese momento, desde lo alto de las murallas, veían consternados a los caballeros de Ras – samilagh, que, tras rodear la ciudad, se habían apoderado de sus tiendas, sus víveres y sus animales. Todo estaba perdido, ya no había nada que hacer. Los gritos de alegría que les llegaban de allá arriba acabaron de sumirlos en la desesperación. El más digno de lástima era Arícalas, que vagaba por las murallas murmurando los nombres de los suyos, aullaba de dolor y se arañaba el rostro maldiciendo al cielo. Cada vez que pensaba en lo que había hecho, tenía que abalanzarse a las almenas para vomitar, y se daba cabezazos contra la muralla gritando:

– ¡Prepárate para sufrir, Bandiagara! ¡Cuando caigas en mis manos, rezarás para morir, Bandiagara! ¡Que el cielo me conceda ser el peor de los azotes para mis enemigos! ¡Que me conceda ser el que no teme a los golpes y no retrocede jamás!

Un profundo abatimiento aplastaba Massaba. El peso de la desgracia oprimía las mentes, los hombres ya no querían nada, ya no les quedaban fuerzas. Se habrían dejado llevar por la pasividad de la desf speración si Bar – nak, el viejo mascador de qat, no hubiera reaccionado y los hubiera sacado de su estupor. Les habló de todo lo que aún había que hacer, les dijo que el tiempo apremiaba y era necesario organizarse para la batalla del día siguiente, y así, estimulada por el desgreñado viejo, que miraba a todas partes con ojos de drogado, la ciudad de Massaba despertó y se preparó para el sitio. Todos los habitantes arrimaron el hombro, largas hileras de hombres y mujeres trabajaron durante toda la noche. Reforzaron las puertas, taparon las brechas de las murallas, organizaron el racionamiento, almacenaron víveres en los inmensos subterráneos del palacio, trigo, cebada, tinajas de aceite, harina… Las bodegas de las casas se acondicionaron como depósitos de agua, y la ciudad entera adquirió el aspecto de una plaza fuerte. El entrechocar de las armas y el ruido de los cascos de los caballos llenaban todas las calles. Massaba se preparaba para un largo sitio que demacraría a sus habitantes y agrietaría sus murallas con un cerco de hambre.

Esa noche, tras la incursión de Rassamilagh en las colinas meridionales, se celebró un consejo en el campamento de los nómadas y se procedió a repartir el botín. Luego, mientras Sango Kerim, Danga y Bandiagara bebían el dulce licor de mirto del desierto, Rassamilagh se puso en pie y tomó la palabra.

– Sango Kerim, el dulce licor que bebes es el de la victoria, y yo bendigo este día que ha visto a nuestro ejército romper las líneas enemigas. Es el momento de decidir qué haremos mañana. Yo, por mi parte, hablaré sin rodeos. Lo he pensado con detenimiento. Levantemos el campo, abandonemos esta tierra. Hemos conseguido lo que queríamos, hemos humillado al adversario en el campo de batalla. Tú has conseguido a la mujer que habías venido a buscar. No podemos esperar nada más de esta guerra.

Bandiagara se levantó de su asiento de un salto para responder a Rassamilagh:

– ¿Cómo puedes decir algo así? ¿Qué clase de guerrero eres tú, que está dispuesto a renunciar al botín después de obtener la victoria? Massaba está ahí, es nuestra, el premio a nuestra lucha nos aguarda. Por lo que a mí respecta, y lo digo aquí, espero el día de recibir lo que me corresponde, y recibirlo de la mano de Sango Kerim. Y haré lo que pueda para que ese día sea mañana.

– Bandiagara tiene razón – opinó Danga -. Lo peor ha pasado. No nos queda más que tomar Massaba. Yo os abriré la ciudad con mis propias manos.

– Yo no lucho por el botín – replicó Rassamilagh -, lucho porque me lo pidió Sango Kerim. Vino aquí en busca de una mujer que le habían prometido, y ahora esa mujer está entre nosotros. Yo no he venido a hacer caer una ciudad. Lo que empieza hoy es otra guerra y no sé lo que podemos esperar de ella.

– El poder – dijo Danga con frialdad.

Rassamilagh se quedó mirando a Danga, sin odio pero con desconfianza.

– Yo no te conozco, Danga – repuso al fin -. Sólo somos aliados debido a la amistad que nos une a ambos a Sango Kerim; pero yo no lucho por ti. ¿Qué me importa a mí que seas tú o sea tu hermano quien reine en Massaba? No lo olvides, Danga, yo no hago nada por ti.

Fue entonces cuando Sango Kerim tomó la palabra.

– ¿Qué opinión se tendría de mí, Rassamilagh, si me marchara esta noche llevándome como un ladrón a la mujer que vine a buscar? Samilia es la hija del rey Tsongor, y no quiero ofrecerle como dote los senderos de los nómadas del desierto, sino su ciudad reconquistada. Ella no sabría vivir en otro sitio. Su padre me maldeciría entre sus dientes de muerto si supiera que he convertido a su heredera en una vagabunda. Massaba es nuestra; si no conseguimos tomarla, no hay victoria que valga.

– He dicho lo que tenía que decir y no lamento haber hablado – respondió Rassamilagh -. Ninguno de vuestros argumentos me convence. Lo que oigo en vuestras bocas es el sabor de la victoria, lo reconozco, pero veo que soy el único que piensa en la partida. No temáis, me quedaré con vosotros, Rassamilagh no es un cobarde. Pero acordaos de esta noche en la que habría podido acabar todo y rezad para que nunca tengamos que lamentar su dulzura de mirto.

Así pues, la guerra continuó, y a la mañana siguiente el ejército nómada volvió a presentarse ante las murallas de Massaba. Los hombres de la ciudad corrieron a las almenas; habían pasado la noche preparando calderos de aceite y amontonando gruesas piedras para rechazar los asaltos del enemigo.

Sango Kerim iba a dar la señal de ataque cuando se oyó un grito procedente de la muchedumbre de los guerreros:

– ¡Los cenicientos! ¡Los cenicientos!

Todo el mundo se volvió. En efecto, una tropa de hombres se acercaba a la colina más lejana. Era Orios, a la cabeza de los cenicientos, un pueblo salvaje que vivía en las altas montañas de Krassos. Habían prometido su ayuda a Sango Kerim, pero no habían aparecido. Era un temible ejército de dos mil hombres; Sango Kerim sonrió y se irguió sobre los estribos para saludar a Orios. Los jinetes cenicientos habían llegado, en efecto, pero a medida que se acercaban un murmullo de estupefacción se extendió por las filas del ejército. Lo que tenían delante no era el gran ejército de Orios, sino un puñado de hombres cubiertos de polvo, apenas un centenar, una pequeña tropa de jinetes aturdidos. Cuando llegó ante Sango Kerim, Orios se detuvo y dijo:

– Te saludo, Sango Kerim. No me mires así, ya sé que lo que esperabas no era este puñado de hombres. Si lo deseas y los dioses me conceden vida, te contaré las pruebas que hemos soportado para llegar hasta ti. Ahora basta con que sepas que abandoné los montes Krassos a la cabeza de todo mi ejército, que hoy se reduce a esto. Pero los hombres que ves han librado tantos combates, han soportado tantas privaciones y desgracias para venir aquí que ya nada podrá detenerlos. Cada uno de ellos vale por cien de los tuyos, créeme.

– Te saludo, Orios, a ti y a cada uno de tus guerreros. Escucharé con avidez el relato de vuestras desventuras cuando hayamos entrado a saco en Massaba. Por ahora, id al campamento y descansad. Dad de comer a vuestros caballos y esperad a que el sol se ponga y volvamos del combate. Entonces beberemos juntos el vino de los hermanos y yo mismo lavaré tus pies maltratados por las tierras que has atravesado para agradecerte tu lealtad.

– No he cruzado todo un continente para venir a acostarme mientras vosotros combatís – respondió Orios -. Como ya te he dicho, estos cien hombres se han transformado en fieras salvajes a las que ya nada cansa. Muéstranos la muralla que debemos derribar y que suene para nosotros la hora del combate.

Sango Kerim asintió e hizo que la tropa de los cenicientos se situara junto a él. Luego, estimulado por el refuerzo, avanzó hacia la ciudad arrastrando tras de sí a miles de hombres que ocultaban la tierra bajo sus pies.

El grueso del ejército se abalanzó hacia la puerta principal con la esperanza de hacerla ceder. Entre tanto, Danga, que conocía la ciudad mejor que nadie, intentó penetrar en ella por la vieja puerta de la torre. La fortuna parecía sonreír a los ejércitos nómadas: mientras los defensores de la ciudad corrían hacia el este para tratar de contener la ola de los asaltantes, Danga y su guardia personal derribaron sin dificultad la carcomida madera de la puerta de la torre y no tardaron en entablar combate en las calles de Massaba. La noticia llegó a oídos de Sako y Kuame de inmediato, la puerta de la torre había cedido y Danga había penetrado en la ciudad. Apenas contaban con hombres para afrontar ese ataque, ya que desguarnecer las murallas era arriesgarse a verse barridos por el enemigo. En consecuencia, le ordenaron al viejo Barnak y a sus guerreros drogados que se enfrentasen a Danga solos. A los mas – cadores de qat se les unió Arkalas, que, tras la reanudación de la lucha, parecía haberse convertido en un demonio rabioso.

La batalla fue terrible y duró todo el día. Al vigoroso empuje de Danga, Arkalas y Barnak oponían una resistencia tenaz, el muro que formaban se antojaba infranqueable. Danga estaba rabioso. El palacio estaba allí mismo, a poco más de quinientos metros, lo tenía a la vista; le bastaba con barrer a aquel puñado de hombres para arrebatar la ciudad a su hermano, pero no había manera. Arkalas se batía como un demente: se burlaba de sus enemigos, los provocaba e iba a buscarlos cuando tardaban en atacar. El viejo Barnak, embriagado por la droga, parecía bailar entre los cadáveres, y ninguna lanza, ninguna flecha conseguía alcanzarlo. Paraba todos los golpes, y sus compañeros se mostraban animados por un vigor de bailarines en trance. Danga retrocedía poco a poco; al cabo, furioso por no haber conseguido penetrar en Massaba, ordenó a los suyos que dispararan flechas incendiarias contra las casas cercanas. Prendió fuego a todo lo que pudo, y las llamas se propagaron de tejado en tejado como la gangrena y lo llenaron todo de una inmensa humareda. Los aterrorizados habitantes corrían de un incendio a otro con las pequeñas vasijas de que disponían. Arkalas y Barnak habían rechazado a Danga y asegurado la puerta, pero en ese instante el fuego devoraba la ciudad.

Sango Kerim y sus hombres no advirtieron que la ciudad ardía hasta el anochecer, una vez regresaron a las colinas, cuando vieron a miles de hombres intentando luchar contra llamas más altas que las torres. Las densas nubes de humo que se elevaban desde Massaba les llevaban el fúnebre olor de las casas devoradas por el fuego. La noche caía y Massaba aullaba como un hombre con el rostro quemado.

Cuando al fin llegó Danga, satisfecho, a pesar de todo, de haber sembrado el terror en la ciudad, Samilia estaba esperándolo inmóvil, con los ojos clavados en él, y, cuando bajó del caballo, lo abofeteó delante de todos sus hombres y ante los jefes del ejército.

– ¿Éstas son las honras fúnebres que rindes a tu padre? Escupo sobre tu cabeza, que ha pensado semejante estupidez.

Apesadumbrado por el espectáculo de las llamas que devoraban la ciudad de su infancia, Sango Kerim prometió a Samilia que no volvería a lanzarse al ataque hasta que los habitantes de Massaba hubieran sofocado el incendio, pero nada podía hacer desaparecer la máscara de dolor que había caído sobre el rostro de Samilia.

Katabolonga había bajado a la cámara mortuoria del palacio y estaba junto al cadáver del rey. Aplicaba paños húmedos al cuerpo del difunto para evitar que le salieran ampollas y acabara ardiendo, y el rey Tsongor no pudo menos de preguntarse qué quería Katabolonga de su viejo cuerpo muerto.

– ¿De qué sirve lo que estás haciendo, Katabolonga? – le preguntó -. ¿Acaricias mi cadáver?, ¿lo cubres de aceite? Yo no siento nada, y tú no tienes necesidad de ocuparte de mí de este modo, a no ser que el tiempo haya pasado más deprisa de lo que creo y mi cuerpo esté empezando a descomponerse, a pesar de los bálsamos y los ungüentos. ¿Qué haces, Katabolonga, y por qué no me respondes?

Katabolonga oía la voz del viejo Tsongor, pero no podía responder, le temblaban los labios. Mantuvo la cabeza baja y siguió humedeciendo el cadáver. Hacía calor y el sudor le goteaba de la frente. Las gotas se mezclaban con las lágrimas, que no podía contener, caían sobre el cuerpo del viejo rey y refrescaban los despojos del soberano. El silencio volvió a inquietar a Tsongor.

– ¿Por qué no me hablas, Katabolonga? ¿Qué está ocurriendo en Massaba?

Katabolonga no pudo seguir callando.

– Si tu piel pudiera sentir el calor y el frío, no preguntarías nada, Tsongor. Si pudieras oler el aire de esta cámara, no necesitarías que te explicara nada.

– Ya no tengo olfato, Katabolonga. Habla, di.

– Todo arde, Tsongor. Massaba está en llamas, y el calor del incendio me asfixia incluso aquí, por eso me afano a tu alrededor. Tú no sientes nada, pero tu piel está ardiendo, como la piedra de esta cámara. Si no hago lo que debo, no tardarás en cubrirte de ampollas y arder. Te envuelvo el cuerpo con paños húmedos y te rocío con agua para que no ardas.

El rey se quedó mudo. En las profundidades de su noche, cerró los ojos; entonces creyó percibir el olor del incendio, y dejó que lo invadiera por completo. Sí, en ese momento estaba en medio de una espesa humareda, rodeado de altas y cegadoras llamas, envuelto en el olor a quemado. Al cabo de un instante, volvió a hablar en voz muy baja, como un sonámbulo asustado por el sueño que atraviesa.

– Sí, lo veo, todo arde. Las llamas eran pequeñas, pero se ha levantado viento y ahora saltan de tejado en tejado y devoran la ciudad barrio a barrio. Atacan mi palacio; el fuego lame los muros y prende en los tapices, que van cayendo al suelo en medio de una lluvia de pavesas. Sí, lo veo, desde la azotea del palacio veo un inmenso brasero extendido a mis pies. Las casas ceden con grandes suspiros de madera, y en los barrios populares ya apenas queda nada. Allí el fuego se ha propagado más deprisa que en ningún otro sitio; allí apenas se levantaban muros de piedra, no había más que casuchas de madera, tabucos y tiendas apiñados. Ahora no queda nada. Sí, lo veo, hombres que corren y luchan contra murallas de fuego. Todo arde y todo gime. Mi ciudad, mi pobre ciudad. La construí yo año tras año, yo mismo dibujé los planos, supervisé los trabajos y recorrí sus calles hasta conocer cada rincón. Ella era mi rostro de piedra. Si arde, Katabolonga, será mi vida lo que se lleve el humo. Quise construir un imperio sin límites, levantar una capital que relegara a mi padre y su pequeño reino a una prehistoria remota. Si Massaba arde, seré tan pequeño como él, seré como él, el tirano de una tierra fea e insignificante. Si arde, no habré legado nada a los míos.

– Lo hiciste, Tsongor – respondió Katabolonga -, pero queman tu legado.

El rey Tsongor volvió a quedarse callado. Katabolonga había terminado su trabajo, por fin el cuerpo del difunto rey estaba húmedo y no corría peligro. En ese momento, Katabolonga oyó de nuevo la voz de Tsongor, pero sonaba muy lejana, y tuvo que inclinarse sobre el rostro del muerto para entender lo que decía.

– Ya está – dijo Tsongor -. Ya está, ya los veo. Los primeros quemados de Massaba. Mujeres, niños, familias enteras con los rostros calcinados. Son los míos, los reconozco. Los ha matado el fuego, tienen la piel quemada y la mirada apagada. Soy el rey de un pueblo calcinado, Katabolonga. ¿Los ves, los ves tú también? Te has equivocado, Katabolonga, no soy yo quien necesita que le apliquen paños húmedos, no es mi piel la que necesitaba que la refrescasen, es la de los quemados de Massaba, es a ellos a quienes debes acariciar. ¿Los ves?, no tengo nada. ¿Lo veis?, no tengo nada que ofreceros, pero lloro por vosotros, los quemados de Massaba, y deposito delicadamente cada una de mis lágrimas sobre vuestros cuerpos torturados, con la esperanza de que consigan aliviaros.

La voz de Tsongor se apagó. Katabolonga se irguió y, al hacerlo, vio que el cadáver del rey lloraba gruesas gotas de agua para aliviar la piel de los quemados. Mientras, fuera, la ciudad seguía retorciéndose entre las llamas.

Las casas ardieron durante una semana, y durante una semana la guerra se interrumpió. Los sitiados luchaban día y noche contra las llamas, y el ejército nómada contemplaba sobrecogido el espectáculo de aquel esplendor de piedra que se deshacía en humo. Por fin, el séptimo día, el incendio remitió. Una negra máscara de humo cubría el rostro de todos los habitantes de Massaba; tenían el pelo chamuscado, la piel reseca y la ropa cubierta de sebo, y estaban exhaustos. Había calles enteras cubiertas de brasas, las casas se habían derrumbado y las siluetas de las vigas carbonizadas destacaban entre los montones de cascotes. Buena parte de las reservas se había perdido. Ya no quedaba nada, sólo el recuerdo aterrador de aquellas llamas gigantescas, que muchos días después aún seguían bailando en la mente de los extenuados vecinos.

Suba continuaba su viaje, ajeno al incendio de Massaba. Se acercaba a Saramina, la ciudad colgante, ya veía sus altas murallas blancas. Saramina era, tras Massaba, la segunda perla del reino; una ciudad elegante, construida con una piedra clara a la que el sol del atardecer arrancaba reflejos rosados; una ciudad erigida sobre un gran acantilado que dominaba el mar.

Al viejo Tsongor le gustaba aquella ciudad, que visitaba a menudo, sin que jamás dispusiera ningún cambio. Durante toda su vida se había mantenido escrupulosamente al margen de la gestión de la ciudadela para que nada en ella llevara su marca; no quería apropiársela. A su modo de ver, la ciudadela de Saramina era hermosa porque no se le parecía, por eso le gustaba visitarla. En ella era como un extranjero, deslumhrado por cada edificio, encandilado por la arquitectura, la luz y aquella extraña elegancia, por la que velaba pero en la que no había puesto nada. Había regalado aquella ciudad a uno de sus camaradas más antiguos: Manongo, pero, tras reinar sobre ella durante unos años, murió víctima de la fiebre. Según la costumbre, Tsongor debía haber nombrado a otro jefe guerrero para gobernarla, otro compañero del lejano pasado en premio a su lealtad y para mostrar a todos de qué regalos cubría Tsongor a quienes le servían bien. Pero no lo hizo. Con su bondad, Manongo se había ganado el afecto de los habitantes de Saramina, que lo veneraban ciegamente, pues había administrado la ciudad con inteligencia y generosidad. Tsongor asistió a sus funerales en persona, lloró con el pueblo de Saramina y recorrió en silencio las calles de la ciudadela bajo un sol de justicia. En medio de una muchedumbre deshecha en llanto, comprendió hasta qué punto querían a su viejo cámara – da en la ciudad y decidió entregar el poder a Shalamar, la viuda de Manongo. Tsongor la conocía bien, ella también había estado a su lado desde el primer momento, siguiendo a su marido a todas partes, en campaña, en palacio, compartiendo el miedo de los años de guerra y el fasto de los años de reinado; nunca había pedido nada. Fue la primera y única mujer del reino que alcanzó tan alto rango. Los habitantes de Saramina aceptaron la decisión con júbilo. Pasaron los años, y Shalamar continuó encargándose de su ciudad con amor. Cuando Tsongor visitaba Saramina, lo hacía con humildad, comportándose como un invitado y no como un rey. Era lo que siempre había querido, que Saramina prosperara en apacible libertad.

Cuando Suba penetró en la ciudadela colgante, la noticia de la muerte de su padre lo precedía. Era como si la ciudad estuviera esperándolo; en la calle principal, en las plazas, en las esquinas de las callejas, la muchedumbre aguardaba para verlo pasar. Todas las actividades se habían paralizado, nadie alzaba la voz.

La reina recibió a su huésped en la azotea del palacio, que dominaba el mar desde lo alto de un precipicio escalofriante en el que planeaban las aves marinas. Shalamar iba vestida de negro, y cuando vio a Suba, se levantó del trono y se arrodilló ante él. Ese gesto sorprendió al hijo del rey; sabía, por su padre, que Shalamar era una gran reina, pero descubrió a una mujer muy anciana, encorvada por los años, una mujer altiva que, sin embargo, se arrodillaba ante él. Comprendió que se prosternaba ante la sombra de Tsongor y, con suavidad y respeto, la ayudó a levantarse y sentarse en el trono. Shalamar le presentó las condolencias de su pueblo; luego, ante el silencio de Suba, llamó a una cantora, que entonó un cántico fúnebre. Sobre aquella azotea que dominaba el mundo, oyendo el fragor del mar, que batía las rocas al pie del acantilado, Suba se dejó invadir por la canción y el dolor, y lloró. Fue como si ese día su padre hubiera muerto por segunda vez. El tiempo transcurrido desde su partida de Massaba no había curado nada, el dolor seguía allí, asfixiante, y Suba tenía la sensación de que nunca conseguiría amansarlo. Shalamar lo dejó llorar, esperó pacientemente recordando, ella también, todos los momentos de su vida ligados a Tsongor; luego, al cabo de un rato, le pidió que se acercara un poco más, le cogió las manos como se las habría cogido a un niño y, con voz dulce y maternal, le preguntó qué podía hacer por él. Podía pedirle lo que quisiera, en nombre de su padre, en nombre de su recuerdo, Saramina haría lo que fuera. Suba pidió que se decretaran once días de luto en la ciudad, que se hicieran sacrificios, pidió que Saramina compartiera el dolor de Massaba, su hermana de piedra; luego, volvió a guardar silencio. Esperaba que Shalamar diera las órdenes pertinentes de inmediato, pero no lo hizo. La anciana miraba las siluetas de las torres y las azoteas, que se recortaban sobre el azul del cielo, mezclado con el del mar; al cabo de unos instantes, se giró hacia Suba. Su rostro había cambiado, ya no era el de una anciana apesadumbrada, sus facciones dejaban traslucir algo más duro y altivo; fue entonces cuando empezó a hablar con una voz cavernosa que arrastraba toda una vida de penas y dulzuras.

– Escúchame, Suba, escucha bien lo que voy a decirte, escúchame como un hijo a su madre. Haré lo que me pidas en nombre de Tsongor, pero no me pidas eso; no tienes necesidad de ordenar nada para que el dolor se abata sobre Saramina. Tsongor ha muerto y para mí es como si toda una parte de mi vida acabara de hundirse lentamente en el mar. Lo lloraremos, y nuestro luto durará más de once días. Déjanos eso a nosotros, déjanos organizar las ceremonias fúnebres como nos parezca, y comprobarás que se llora a tu padre como es debido. Escúchame, Suba, escucha a Shalamar. Yo conocía a Tsongor, y si te envió a recorrer los caminos del reino, no fue para convertirte en el mensajero de su muerte; tu presencia no es necesaria para que todo el reino se eche a llorar. Yo conocía a Tsongor, y no podía creer que se necesitara la vigilancia de uno de sus hijos para que Saramina llorara; lo que esperaba de ti era otra cosa. Déjanos el luto a nosotros, Suba, sabremos cumplirlo; abandónalo aquí, en Saramina, tu padre no te educó para que lloraras, ya es hora de que te deshagas del luto. Que mis palabras no te irriten, yo también he conocido el dolor de la pérdida en más de una ocasión, conozco el voluptuoso vértigo que procura. Tienes que sobreponerte y dejar la máscara del llanto a tus pies. No cedas al orgullo de quien lo ha perdido todo; hoy Tsongor necesita un hijo, no una plañidera.

Shalamar calló. A Suba le daba vueltas la cabeza; había estado a punto de interrumpir a la anciana varias veces, pues se sentía ofendido, pero la había escuchado hasta el final porque en su voz había una autoridad natural y penetrante que le decía que la anciana tenía razón. Se había quedado mudo; aquella anciana de arrugadas manos, aquella vieja reina acababa de abofetearlo con su ronca voz.

– Tienes razón, Shalamar – respondió al fin -, tus palabras han logrado que mis mejillas ardan, pero comprendo que la verdad habla por tu boca. Sí, Shalamar, dejo el luto y las plañideras a tu cuidado, haced lo que queráis, que Saramina haga lo que le parezca, como siempre ha hecho. Tienes razón, Tsongor no me envió aquí a llorar, me pidió que construyera siete tumbas por todo el reino, siete tumbas que dijeran quién fue. Y aquí es donde quiero construir la primera, en esta ciudad que tanto amaba. Sí, aquí es donde empieza mi enorme obra. Tienes razón, Shalamar, la piedra me llama, dejo el llanto para vosotros.

Lentamente, Suba plegó el largo velo negro que le habían entregado las mujeres de Massaba y lo depositó en las manos de la vieja reina. Shalamar había recuperado su rostro de madre y sonreía a aquel muchacho que había tenido la fuerza de escucharla; cogió el velo, indicó a Suba que se acercara y, besándolo en la frente, le murmuró:

– No temas, Suba, haz lo que debes. Yo lloraré por toda Saramina llorará por ti. Puedes irte tranquilo y Enfrentarte a la piedra.

El sitio de Massaba continuaba. Día tras día, mientras en las murallas los guerreros de Kuame y Sako se esforzaban en rechazar al enemigo, los habitantes de la ciudad retiraban escombros, limpiaban las calles y recuperaban de las ruinas aún calientes lo poco que las llamas habían respetado. Las espuertas de cascotes, ceniza y basura se utilizaban para rechazar al enemigo, se arrojaban sobre los asaltantes; Massaba vomitaba largos chorros de polvo y ceniza desde lo alto de sus murallas.

En el interior, la vida se había organizado. Todo se supeditaba a la economía de guerra, y los jefes daban ejemplo. Kuame, Sako y Liboko vivían con frugalidad: comían poco, compartían sus raciones con sus hombres y colaboraban en todos los trabajos de acondicionamiento. No había escapatoria, la ciudad estaba rodeada y las provisiones se agotaban, pero todo el mundo fingía ignorarlo y creer que la victoria aún era posible. Las semanas pasaban, los rostros se demacraban y la victoria no llegaba. Todos los días los guerreros de Massaba lograban rechazar a los asaltantes merced a un esfuerzo constantemente renovado; tras la incursión de Danga, nadie había conseguido echar una puerta abajo o tomar un trozo de muralla.

En el campo de los nómadas, los hombres empezaban a perder la paciencia. Bandiagara y Orios, sobre todo, maldecían aquellos muros que se negaban a caer y presionaban a Sango Kerim para que pusiera en práctica la estrategia que tan buenos resultados le había dado a Danga. Las fuerzas de Massaba eran demasiado reducidas para sostener ataques sobre un frente extenso, bastaría con atacar en dos o tres puntos a la vez. Sango Kerim aceptó y se preparó todo para el enésimo asalto a Massaba. Bandiagara dirigiría el primer ataque; Danga, el segundo, y Orios y Sango Kerim debían golpear una zona abandonada de la muralla.

Se reanudó la batalla, y con ella los gritos de los heridos, las voces de ánimo, las peticiones de ayuda, los insultos y el entrechocar de armas. Una vez más, el sudor parló las frentes, el aceite chorreó sobre los cuerpos y los cadáveres escaldados se amontonaron al pie de las murallas.

Los cenicientos se lanzaron contra la puerta de la Lechuza como lobos sedientos de sangre. Eran cincuenta, pero parecía que nada podría detenerlos. Arrollaron a los defensores de la puerta claveteada y aplastaron a la guardia, sorprendida de verse frente a aquellos gigantes. Por segunda vez, los nómadas penetraron en Massaba y por segunda vez el pánico se apoderó de sus calles. La noticia corrió de casa en casa: los cenicientos avanzaban matando a todo aquel que hallaban a su paso. Cuando llegó a sus oídos, el joven Liboko corrió al encuentro de los enemigos, y un puñado de hombres de la guardia especial de Tsongor lo siguió; la rabia iluminaba el rostro de Liboko. Cayeron sobre la tropa de los cenicientos en el momento en que irrumpían en la plaza de la Luna – una plazuela en la que antaño se reunían los echadores de cartas y que en las noches de estío se llenaba con el dulce murmullo de una fuente -. Liboko se abalanzó sobre el enemigo como un demonio, perforó vientres y seccionó miembros, atravesó pechos y desfiguró rostros. Luchaba sobre su terreno, para defender su ciudad, y parecía que el ardor que lo animaba no lo abandonaría jamás. Golpeaba sin descanso, causaba bajas en las filas enemigas con una furia inaudita, arrollaba a los adversarios con un ímpetu irresistible. De pronto, su brazo se inmovilizó en el aire; tenía un hombre a sus pies, allí, a su merced, podía destrozarle el cráneo, pero no lo hizo. Se quedó así, con el brazo en alto, durante unos instantes interminables. Había reconocido a su adversario, era Sango Kerim. Sus miradas se encontraron. Liboko tenía los ojos clavados en el rostro de aquel hombre que había sido su amigo durante tanto tiempo, y no se decidía a golpear; sonrió con suavidad, y ése fue el instante que aprovechó Orios. Había presenciado toda la escena, comprendía que Sango Kerim podía morir en cualquier momento, así que no lo dudó: destrozó el rostro de Liboko con todo el peso de su maza. El cuerpo del joven se derrumbó, la vida ya lo había abandonado. El pecho de Orios emitió un poderoso gruñido de satisfacción. Sango Kerim, consternado, se dejó caer al suelo, soltó las armas, se quitó el casco y tomó en sus brazos el cuerpo del hombre que no había querido matarlo. El rostro de Liboko era un cráter de carne, y en vano buscó en él Sango Kerim la mirada que se había cruzado con la suya segundos antes. Lloró por Liboko mientras la lucha seguía haciendo estragos a su alrededor; presas de una furia ciega tras presenciar lo ocurrido, los hombres de la guardia especial rechazaron a los cenicientos con todas sus fuerzas. Querían recuperar el cuerpo de su jefe, no podían abandonarlo al enemigo, querían enterrarlo con sus armas al lado de su padre; y ante su violento empuje, Orios tuvo que retroceder. Los cenicientos abandonaron el cuerpo, abandonaron la plaza de la Luna llevándose a Sango Kerim, que se había quedado sin energía, y salieron del recinto amurallado huyendo de los hombres de la guardia especial, que los perseguían gritando como posesos.

La noticia de la muerte de Liboko se abatió al mismo tiempo sobre Massaba y sobre el campo de los nómadas. Sango Kerim ordenó el repliegue de sus tropas; para él ese día estaba maldito, y no debía asestarse ni un solo golpe más. Volvieron al campamento lentamente, en silencio, con la cabeza gacha, como un ejército derrotado, mientras en Massaba empezaba a resonar el agudo grito de las plañideras; el llanto se elevaba en todas partes, la ciudad lloraba a uno de sus hijos. Sango Kerim envió a Rassamilagh para comunicar a Sako que podía enterrar a su hermano en paz. Los guerreros nómadas se quedaron en las colinas, se decretaron diez días de luto y la guerra volvió a interrumpirse. Una vez lavado y vestido, el cuerpo de Liboko fue sepultado con sus armas en la cripta de palacio, y durante diez días las plañideras se turnaron sobre su tumba para apagar la sed del muerto con las lágrimas de los vivos.

En la sala del catafalco, el rey Tsongor se había puesto en pie. Su descarnado cuerpo de viejo muerto estaba tan flaco que en algunos sitios parecía transparente. Katabolonga miraba petrificado a su señor, pues creyó que Tsongor había regresado de entre los muertos; luego vio el rostro del rey y comprendió que era el dolor, un dolor insoportable, lo que lo había obligado a levantarse. Tsongor se quedó inmóvil y abrió la boca, pero de sus labios no brotó ningún sonido; hizo un gesto con la mano, como para dibujar algo que no podía nombrar. Katabolonga bajó los ojos.

– ¿Qué quieres de mí, Tsongor? – El rey no respondió, pero se acercó un poco más a su amigo. Su inex – presividad de muerto daba a sus rasgos un aspecto insostenible. Katabolonga volvió a hablar -: Lo has visto, ¿verdad? ¿Has visto pasar ante ti a tu hijo? Te has arrojado a sus pies, pero no has podido abrazar nada. ¿O simplemente te has quedado paralizado? Sin poder dar un paso. Has visto la dulce sonrisa de Liboko. ¿Es eso, verdad? Sí, lo sé. ¿Qué quieres de mí, Tsongor?

El silencio volvió a llenar la cripta. Katabolonga observaba los ojos desorbitados de su amigo, los labios de Tsongor temblaban levemente. Katabolonga aguzó el oído, le llegó un sonido lejano y se concentró. El rey Tsongor hablaba en voz muy baja, era un canto monótono que se repetía sin cesar. Katabolonga escuchó; sí, era eso, de los labios del muerto salía una sola palabra pronunciada cada vez con más fuerza, hasta el infinito, hasta llenar toda la cámara, una sola palabra que el cadáver no se cansaba de repetir con los ojos clavados en Katabolonga. t

– Devuélvemela… Devuélvemela… Devuélveme^ la…

Katabolonga no lo entendió, creyó que Tsongor hablaba de Liboko y se sintió embargado por el dolor, le habría gustado llorar.

– Sabes que si pudiera te devolvería a tu hijo – murmuró -, pero yo mismo he oído el roce de la mortaja sobre su cuerpo, no puedo hacer nada.

Tsongor lo interrumpió; en ese momento su voz era más fuerte y más firme.

– La moneda…, devuélvemela… – dijo, hablando como antaño, pero ya no era el dulce murmullo de una voz que se recrea siguiendo los meandros de una conversación, era una voz ronca que da órdenes -. La moneda que te di, Katabolonga, devuélvemela; abandono, se acabó. Lo he visto, sí, con la sonrisa en los labios, con medio rostro destrozado. Nuestras miradas se han encontrado, pero no se ha parado, su sonrisa ha resbalado sobre mí. La moneda que te di, Katabolonga, ya es hora de que me la devuelvas; pónmela entre los dientes y junta bien mis mandíbulas de muerto para que no se caiga. Me voy, no quiero seguir viendo esto, no; todos pasarán por aquí, uno tras otro, todos, con el tiempo; Liboko es el primero. Voy a ser el espectador de la lenta sangría de mi familia. Devuélvemela para que pueda descansar en paz.

Katabolonga estaba sentado con la cabeza agachada ante su soberano. Cuando Tsongor calló, se levantó lentamente y desplegó toda su estatura de vivo. Volvían a estar frente a frente, como el lejano día en que el ram – pante había desafiado al conquistador. Katabolonga no temblaba, miraba al rey a los ojos sin pestañear.

– No te daré nada, Tsongor. Tú deseaste los sufrimientos a los que te has condenado. No te daré nada, me lo hiciste jurar y sabes que Katabolonga no retira lo que dice.

Se quedaron así, frente a frente, largo rato. El dolor dibujaba horribles muecas en el rostro de Tsongor, su boca parecía querer tragarse todo el aire de la cripta; luego, una vez más, aquel murmullo inaudible surgió de las profundidades de su cuerpo. Dio la espalda a Katabolonga, regresó a su tumba y volvió a adoptar su inmovilidad de muerto. De su cuerpo descarnado sólo ascendía aquella leve súplica:

– Devuélvemela… Devuélvemela…

Durante tres días con sus noches, Tsongor siguió murmurando en el profundo silencio de la cripta. Katabolonga le apretaba la mano con todas sus fuerzas para que sintiera su presencia incluso en la muerte, para que no dudara de su lealtad, pero no le devolvió la vieja moneda roñosa. Abrumado por el dolor, esperó a que la canción se apagara y el muerto volviera al silencio.

Samilia permaneció diez días en la cima de la colina contemplando su ciudad, dejando que le llegaran los rumores de la llorosa muchedumbre y la lenta música de las ceremonias. Ya no hablaba con nadie; desde el día en que había insultado a Danga, vivía refugiada en su tienda. Por fin tenía la confirmación de lo que siempre había sabido: la desgracia estaba sobre ella y ya no la soltaría.

Era lo que, poco a poco, también empezaba a comprender Sango Kerim, que confió a su amigo Rassamilagh.

– Mañana se reanudarán los combates, y te lo digo a ti, Rassamilagh: un extraño miedo ha nacido en mi interior. No a morir o ser vencido, no, ese miedo lo conocemos todos; el miedo a volver a entrar en Massaba, porque, cada vez que nuestras tropas han penetrado en la ciudad, no he sentido otra cosa que dolor y consternación. Primero el incendio, durante el que vi desaparecer las torres de mi infancia, y luego la muerte de Liboko.

Rassamilagh lo escuchó y respondió:

– Entiendo tu miedo, Sango Kerim, es un miedo justo; no hay victoria posible.

Y tenía razón, Sango Kerim lo comprendió. Contempló la ciudad, que, extendida a sus pies, se preparaba para el combate del día siguiente, y supo que el sitio de Massaba era una locura. Al correr de los días, de los meses, de los años, ya no conocería más que el ritmo alternativo de las victorias y los lutos, y, aun así, cada victoria tendría un amargo sabor a herida, porque la obtendría sobre un pueblo y una ciudad que amaba.

En Saramina, Suba empezó las obras de la primera tumba de Tsongor. Shalamar le abrió las puertas de su palacio, le ofreció su oro, sus mejores arquitectos y sus maestros albañiles, y la ciudad no tardó en vibrar con la incesante actividad de los obreros.

Suba había decidido construir la tumba en los jardines colgantes de Saramina, el punto más elevado de la ciudadela. Los jardines se extendían a lo largo de una lujuriante sucesión de terrazas y escalinatas; los árboles frutales daban sombra a las fuentes, y la vista abarcaba toda la ciudad, la esbelta silueta de las torres y la extensión inmóvil del mar. Suba ordenó acondicionar la terraza más amplia para poder erigir en ella un palacio, quería que fuera de la misma piedra blanca del país. La silueta de la tumba surgió tras meses enteros de trabajo encarnizado. El exterior era inmaculado y deslumbrante, y en las salas, altas estatuas reinaban impasibles sobre el mármol de las losas.

Cuando la obra estuvo acabada, Suba invitó a Shalamar a visitar la tumba antes de que sellaran la puerta. La recorrieron en silencio, deambulando por las vastas salas, admirando los detalles de los mosaicos que cubrían el suelo y asomándose a los balcones para contemplar las espléndidas vistas. Shalamar era una figura menuda y maravillada que acariciaba la piedra de las columnas constantemente; al salir, se volvió hacia Suba y le dijo:

– Lo que has construido aquí, Suba, es la tumba de Tsongor el glorioso. Te doy las gracias por haber regalado a Saramina un palacio a la altura de tu padre; a partir de hoy será el silencioso corazón de la ciudad, al que nadie va pero todos veneran.

Fue entonces cuando Suba lo comprendió, comprendió que lo que debía hacer era el retrato de su padre, siete tumbas como los siete rostros de Tsongor. El de Saramina era el rostro del rey aureolado de gloria, del hombre con un destino de excepción que había tuteado a la luz durante toda su vida. No tenía más que desgranar los rostros de Tsongor, una tumba por cada uno de ellos, en los cuatro rincones del reino, y las siete tumbas juntas dirían quién era Tsongor. Ésa era la tarea que tenía por delante, hallar el sitio y la forma que correspondían a los otros rostros.

Suba compartió por última vez la noche marina de Saramina con Shalamar y, a la mañana siguiente, se despidió y volvió a montar en su mula. Había dejado el velo negro de las lavanderas de Massaba en el palacio de la anciana reina, que lo había colgado en la torre más alta de la ciudadela. Le quedaba todo un continente por recorrer. Todo el reino sabía ya que Suba vagaba buscando por todas partes un lugar en el que construir un palacio funerario, y era un honor que todas las regiones y todas las ciudades esperaban conseguir.

A lomos de su obstinada mula, Suba recorrió el reino en calidad de arquitecto. En el bosque de los baobabs chillones ordenó que se erigiera una alta pirámide, una tumba para Tsongor el constructor en mitad del espeso humus y los gritos de pájaros de plumaje rojizo. Luego fue hasta los confines del reino, al archipiélago de los mangos; eran las últimas tierras antes de la nada, las últimas tierras donde el nombre de Tsongor hacía arrodillarse a los hombres. En ellas construyó una isla cementerio para Tsongor el descubridor, el que había ensanchado los límites de la tierra, el que había llegado más lejos que el más ambicioso de los hombres. Para Tsongor el guerrero, el jefe del ejército, el estratega militar, excavó inmensas salas rupestres en las altas mesetas rocosas de las Tierras del Centro; allí, a varios metros de profundidad, encargó a los artesanos miles de estatuas de guerreros, grandes muñecos de arcilla, todos diferentes; luego, los repartió por las oscuras galerías del subterráneo. Un inmenso ejército de soldados de piedra ocultaba el suelo, como un pueblo de guerreros petrificados, capaces de cobrar vida en cualquier momento, esperando pacientemente el regreso de su rey para ponerse en movimiento. Una vez terminada la tumba del guerrero, Suba buscó un lugar para construir la tumba de Tsongor el padre, el que había criado a cinco hijos con amor y generosidad. En el desierto de las higueras solitarias, en medio de las dunas, el viento y los lagartos, hizo erigir una esbelta torre de piedra ocre que se veía a varios días de marcha de distancia, y en su cima colocó una roca de los pantanos, un grueso bloque traslúcido que durante la noche irradiaba toda la luz acumulada a lo largo del día. La roca se alimentaba del sol del desierto e iluminaba la oscuridad como un faro para las caravanas.

Poco a poco, el rostro eterno de Tsongor iba tomando forma merced al sudor y la abnegación de Suba, totalmente absorbido por su tarea. Las tumbas iban surgiendo, y cada vez que terminaba una, cada vez que sellaba la puerta de aquellas silenciosas moradas y abandonaba el lugar, a Suba le parecía oír a sus espaldas algo muy parecido a un lejano suspiro. Sabía lo que significaba, Tsongor estaba allí, a su lado, en sus noches de sueños y sus días de trabajos; Tsongor estaba allí, y el suspiro que oía Suba al acabar cada tumba le decía siempre lo mismo: que había cumplido su tarea y Tsongor se lo agradecía. Sí, al acabar cada tumba, Tsongor le daba las gracias, pero aquel suspiro también le decía que aún no era eso y que no había encontrado el sitio. Entonces, el incansable Suba volvía a ponerse en marcha, volvía a buscar un lugar conveniente para poder oír al fin a sus espaldas el suspiro de alivio de su padre.

Capitulo 5: La olvidada.

Massaba seguía resistiendo, pero su aspecto había cambiado. Lo que en ese momento dominaba la llanura era una ciudad exangüe: las murallas parecían estar a punto de desmoronarse, las reservas de agua y víveres estaban prácticamente agotadas, y hordas de aves carroñeras trazaban círculos sobre las murallas y se abatían sobre los cadáveres que no habían sido incinerados. La ciudad estaba sucia, y sus habitantes, exhaustos. Los guerreros tenían el rostro demacrado de los caballos que a veces se pierden en el desierto y avanzan obstinadamente hacia el horizonte hasta que las fuerzas los abandonan y se derrumban de golpe sobre la ardiente arena de la muerte. Ya nadie hablaba, todos esperaban con resignación que la vida cesara.

En el palacio de Tsongor todo se había degradado. El incendio había destruido toda un ala, que nadie había tenido ni el tiempo ni la energía necesarios para reconstruir; era una masa de alfombras quemadas, techos desplomados y muros ennegrecidos; habitaciones enteras, antaño salas de recepción, eran entonces dormitorios en los que se amontonaban cuerpos fatigados. La gran azotea del palacio se había convertido en hospital, y quienes cuidaban a los heridos lo hacían contemplando a la vez los combates de las murallas. Todo estaba pendiente de un hilo, todo podía ceder en cualquier momento. Las calles ya no eran más que senderos de tierra, pues los adoquines se habían utilizado como armas arrojadizas contra el enemigo, y los jardines, para dar de pastar a los animales. Luego, cuando el hambre empezó a acuciar, los animales sirvieron de alimento a los hombres.

Tras la muerte de su hermano, Sako se había transformado; había adelgazado tanto que los largos collares que le colgaban sobre el pecho le golpeaban las costillas con un ruido seco, y se había dejado crecer una larga y enmarañada barba que hacía que se pareciera a su padre por momentos. Los guerreros de Massaba habían sido diezmados, de las fuerzas de antaño no quedaban más que la guardia especial y los hombres – helécho de Gonomor. En cuanto a Kuame, ya sólo contaba con Arkalas, Bar – nak y sus mascadores de qat, nada más, y no había que olvidar que aquellos hombres estaban agotados por meses de lucha ininterrumpida.

Kuame presentía que la derrota era inminente, que caería allí, con Massaba, en medio de los gritos de júbilo de los asaltantes, así que una noche, sin decir nada a nadie, se quitó la armadura, se puso una larga túnica negra y salió de la ciudad. La noche era oscura y no se oía nada. Atravesó como una sombra la gran llanura que había sido escenario de tantos combates y subió a las colinas. Una vez allí, se deslizó por el campamento sin más armas que un puñal, avanzó entre hombres y animales con paso decidido, y era tal su parecido con los hombres velados de Rassamilagh que a nadie se le ocurrió detenerlo. Esperó un rato más, hasta que el campamento se durmió, y luego, lentamente y sin hacer ruido, penetró en la tienda de Samilia.

Encontró a la hija de Tsongor tumbada en el lecho, quitándose pacientemente las decenas de horquillas que le sujetaban los cabellos.

– ¿Quién eres? – le preguntó ella sobresaltada.

– Kuame, el príncipe de las tierras de la sal – respondió él.

– ¿Kuame?

Samilia se había puesto en pie, tenía los ojos desorbitados y le temblaba la voz. Kuame dio un paso más hacia el interior de la tienda para evitar que lo vieran desde el exterior y se quitó los velos que le cubrían el rostro.

– No me sorprende que no me reconozcas, Samilia, porque ya no soy el hombre de antaño. – Se produjo un silencio. Kuame esperaba que Samilia le preguntara algo, pero no lo hizo; no podía, estaba petrificada -. No tiembles, Samilia, estoy a tu merced – dijo al fin Kuame -. Te basta un grito para entregarme a los tuyos. Haz lo que quieras, poco me importa, mañana estaré muerto.

Samilia no gritó. Contemplaba a aquel individuo que gesticulaba ante ella sin conseguir reconocer al hombre que había conocido; el rostro redondo, lleno y confiado de antaño estaba demacrado y cubierto de arrugas. Era una cara macilenta y angulosa que parecía afectada por la fiebre. Sólo la mirada era la misma, sí, la misma mirada que se había encontrado con la suya a los pies del cadáver de Tsongor; una mirada que la desnudaba.

– Lo sabes, ¿no? – le preguntó él -. Han tenido que decírtelo. En Massaba agonizamos poco a poco. Seguramente mañana todo habrá acabado y verás desfilar la larga columna de nuestras cabezas en lo alto de picas, por eso estoy aquí, por eso, sí.

– ¿Qué quieres? – inquirió Samilia.

– Lo sabes bien, Samilia. Mírame, lo sabes, ¿verdad?

Lo supo, en efecto, en el instante en que sus ojos volvieron a cruzarse con los de Kuame. Estaba allí por ella, se había deslizado hasta allí entre las tiendas enemigas para poseerla. Lo supo, y le pareció evidente que debía ser así. Sí, había ido hasta ella la víspera de su muerte, y ella supo que le daría lo que quería. El deseo no la había abandonado jamás; desde el día en que lo había visto por primera vez, y a pesar de su decisión de reunirse con Sango Kerim, algo la incitaba a ceder ante Kuame. Había elegido a Sango Kerim por deber, por fidelidad a su pasado, pero, cuando veía a Kuame, sabía que le pertenecía; a su pesar, a pesar de la guerra, que nunca permitiría su unión. Era así. Samilia no se movía, fue él quien se le acercó, podía sentir su aliento en el pecho.

– Mañana moriré, pero poco me importa si me llevo conmigo tu sabor.

Samilia cerró los ojos y sintió que la mano de Kuame le quitaba la ropa. Cayeron sobre el lecho y él la poseyó allí, entre el sudor de aquella noche sin brisa, en medio de las voces del campamento enemigo, de las idas y venidas de los soldados y el crepitar de los fuegos de guardia. Kuame la poseyó y ella se deshizo de placer por primera vez. Se abrió de par en par, y tuvo que morder las almohadas para no gritar. Largos y húmedos temblores le recorrían los muslos y acudían a saciar la sed de Kuame, quien, inclinado sobre ella, hundía la cabeza en su pelo. El lavó su alma de las heridas del combate, se embriagó, por última vez, con el olor de la vida. La tienda fue Uenándose del denso perfume de sus cuerpos, y cada vez que intentaba levantarse ella lo llamaba de nuevo a su lado y lo atraía hacia la intimidad de su cuerpo, en la que Kuame volvía a entregarse al dulce vértigo del placer.

Antes de que saliera el sol, Kuame abandonó el lecho de Samilia para deslizarse por el campamento enemigo y volver a la ciudad. Samilia le acarició el rostro, y él se lo permitió; esa mano que resbalaba por su mejilla le estaba diciendo adiós, le decía: «Ve. Ha llegado la hora de morir.»

Cuando Kuame desapareció, Samilia se quedó inmóvil largo rato. Desde que se había trasladado al campo de Sango Kerim, algo había muerto en su interior. Estaba allí, en medio de aquellos hombres que luchaban por ella; estaba allí, sin pasión, esperando, simplemente, el final de la guerra, para que no hubiera más sufrimiento y la vida regresara a su curso. La visita de Kuame lo había trastocado todo.

«No supe elegir – se dijo Samilia -, o me equivoqué. Escogí el pasado y la obediencia, acallé el deseo que alentaba en mi interior y me uní a Sango Kerim por lealtad, pero la vida exigía a Kuame. No, no es eso, si hubiera elegido a Kuame, ahora estaría llorando por Sango

Kerim. No es eso, no hay elección posible, pertenezco a dos hombres. Sí, soy de los dos, es mi castigo, para mí no hay felicidad posible. Soy de los dos, en la fiebre y el desgarro, eso es, no soy más que eso. Una mujer de la guerra, a mi pesar, que sólo engendra odio y lucha.»

Cuando se presentó ante Samilia, Kuame había aceptado la muerte. Los combates de los últimos meses habían agotado sus fuerzas, la derrota parecía irremediable, a su alrededor no veía otra cosa que cansancio y resignación. Había ido en busca de Samilia como el condenado a muerte pide un último deseo, gozar de aquella mujer era el único modo de abandonar la vida sin pesar. Quería acariciarla antes de que lo mataran, conocer su olor, impregnarse de él y seguir oliendo a ella cuando doblara la rodilla. Creía que, una vez hubiera poseído a Samilia, nada podría afectarlo, pero fue todo lo contrario; desde que había vuelto a Massaba, una cólera negra bullía en su interior, y, extenuado y consumido como estaba, su cuerpo se movía con gestos bruscos y nerviosos. Hablaba solo y se insultaba sin cesar.

– Ayer estaba dispuesto a morir. Estaba tranquilo, podían venir cuando quisieran, ya no me daba miedo nada. Habría muerto dignamente sin malgastar una mirada con mis enemigos. Y ahora…, ahora moriré, sí, pero con pesar. Ella me cubrió de besos, me tuvo apretado entre sus muslos, su vientre era suave…, y yo debo volver a ocupar mi puesto en la muralla. No, ahora sé lo que pierdo, y más valdría que no lo supiera.

Era el único hombre inquieto de las murallas, todos los demás permanecían inmóviles, rendidos por la fatiga, como niños a los que despiertan en mitad de la noche y se quedan donde los dejan, atontados. Estaban preparados para morir, y ya no deseaban más que aquella muerte que los liberaría del cansancio. Kuame escupía, vociferaba y golpeaba la muralla con los puños gritando:

– ¡Que vengan, que vengan, y acabemos de una vez!

Y no apartaba los ojos de las colinas y del campamento, en el que, cuando el ejército de los nómadas se puso en marcha, creyó ver un puntito inmóvil que lo miraba. «Samilia – se dijo -. Se ha acercado a ver si morimos dignamente.»

Un día más, los guerreros se lanzaron con furia contra las murallas, pero, cuando los primeros llegaron ante ellas, se oyó un clamor lejano. De la colina más meridional bajaba un ejército que aún era imposible identificar. «Esta vez, se acabó – pensó Kuame -. Esos hijos de perra vuelven a recibir refuerzos.» Desde lo alto de las murallas, observaban la gran nube de polvo que levantaba aquel ejército desconocido con la resignada curiosidad del condenado a muerte que mira la capucha del verdugo; querían saber quién iba a aniquilarlos. Pero, de pronto, vieron que el ejército nómada retrocedía y se preparaba para defenderse, y cuanto más miraban más claramente veían que los refuerzos cargaban contra sus enemigos. En ese momento las siluetas empezaban a precisarse.

– Pero… si son mujeres… – murmuró Sako boquiabierto.

– Mujeres… – confirmó el viejo Barnak.

– Macebú – musitó al fin Kuame, y siguió pronunciando aquella palabra, cada vez más fuerte -: Macebú, Macebú…

Y todos los hombres de la muralla memorizaron aquellas tres sílabas y las repitieron sin saber lo que significaban, como si fueran un grito de guerra, un grito de alivio para dar las gracias a los dioses. Macebú, Macebú. Y para cada uno de ellos aquella extraña palabra quería decir: «Puede que no muramos hoy.»

– Pero ¿quién es? – le preguntó Sako a Kuame.

Y el príncipe de las tierras de la sal respondió: – Mi madre.

Quien descendía la cuesta a la cabeza de aquel ejército era, en efecto, la emperatriz Macebú. Se la conocía por ese nombre porque era la madre de su pueblo y ella y sus amazonas cabalgaban sobre cebúes de largos, rectos y puntiagudos cuernos. Era una mujer enorme cubierta de diamantes, y la mente política más brillante del reino; en las intrigas cortesanas y las negociaciones comerciales no tenía par. Además, cada vez que su reino declaraba la guerra, se ponía a la cabeza de su ejército y se transformaba en una fiera sanguinaria: profería injurias soeces contra sus enemigos, y durante la lucha no conocía ni la tregua ni la compasión. En su ejército sólo tenían cabida amazonas que habían aprendido el arte de combatir al galope; disparaban el arco sin dejar de cabalgar y, para mayor comodidad, todas tenían el seno derecho cortado.

El ejército nómada se quedó estupefacto; estaban tan acostumbrados a la rutina diaria de sus ataques contra la ciudad, tan seguros de que Massaba no tardaría en caer, que, ante la inesperada carga de un ejército que no conocían, sencillamente no sabían qué hacer. Sorprendidos de aquel modo, en mitad de la llanura y aislados de su campamento, se sintieron infinitamente vulnerables. Cuando pudieron distinguir a las amazonas de Macebú, cuando vieron a ese ejército de mujeres pintadas cabalgando a lomos de cebúes, creyeron que les gastaban una especie de broma macabra. No tardaron en llegar a sus oídos los soeces insultos de Macebú. La emperatriz gritaba a voz en cuello sin dejar de espolear a su montura:

– ¡Venid a que os aplaste la nariz y os haga morder el polvo! ¡Venid aquí, bastardos! Se os ha acabado la suerte. ¡Venid! Macebú está aquí para castigaros…

Un cielo de flechas se desplomó sobre las primeras líneas de guerreros nómadas. Las amazonas disparaban y se acercaban cada vez más, y cuanto más cerca estaban más potentes y certeros eran sus disparos. Cuando se produjo el choque entre los dos ejércitos, los cebúes ensartaron a innumerables guerreros con sus largos y puntiagudos cuernos; Sango Kerim comprendió que las amazonas de Macebú diezmarían su ejército si permanecía en la llanura. Cuando ordenó el repliegue hacia el campamento, la desbandada fue general. Las amazonas no se lanzaron en su persecución, se alinearon y, con calma y concentración, desencadenaron una lluvia de flechas que produjo abundantes bajas entre los nómadas. Los hombres caían de golpe, con la vida segada en plena carrera, y se quedaban tumbados boca abajo. Los arcos de las amazonas, hechos de flexible madera de secuoya, tenían más alcance que ningún otro conocido, y los nómadas debieron atravesar toda la llanura para ponerse a cubierto.

Por primera vez desde hacía meses, Massaba no tuvo que combatir en sus murallas; por primera vez desde hacía meses, las fuerzas de Massaba pudieron salir de la ciudad y recuperar sus posiciones sobre tres de las siete colinas. El sitio de Massaba había acabado, y toda la ciudad repetía con veneración aquel extraño nombre que oía por primera vez: Macebú.

Durante el atardecer y buena parte de la noche, la ciudad siguió desplegando una actividad frenética. Los habitantes sacaron a los muertos de las piras que habían improvisado en todas las plazas; excavaron fosas extramuros y los enterraron para evitar epidemias; recorrieron la llanura para recuperar las armas, los cascos y las armaduras de los nómadas abatidos por las amazonas; salieron a buscar hierba y trigo para alimentar a los animales y los hombres, y trasladaron el improvisado hospital a los subterráneos del palacio, más frescos y protegidos, y de más fácil acceso. Por último, cuando la luna ya estaba alta en el cielo, organizaron un enorme banquete en la azotea del palacio, y fue como si la ciudad entera exhalara un gran suspiro de alivio. Macebú ocupaba el lugar de honor en medio de los guerreros y las amazonas; quería saber el nombre de todo el mundo y se interesaba hasta por las heridas más leves. Luego, cuando al fin se quedó sola con Kuame durante unos instantes, la emperatriz le cogió la mano, lo contempló largo rato y le dijo:

– Has adelgazado, hijo mío.

– Hacía meses que estábamos sitiados, madre – - respondió él.

– Lo que veo en tu rostro es la marca de Samilia. Te miro y es como si acabara de conocerla. Te ha cubierto de arrugas, está bien.

No añadió nada más. Invitó a su hijo a beber y celebrar juntos aquel día que no había visto la caída de Massaba.

Suba proseguía su viaje a través del reino y aprendía a amar cada vez más aquellos momentos de vagabundeo que al principio le daban miedo. Ya no tenía prisa por llegar a una ciudad o encontrar el emplazamiento de la siguiente tumba, recorría los caminos e iba de un sitio a otro indiferente al mundo, y esa indiferencia le sentaba bien. Ya no tenía ni nombre ni pasado, vivía en silencio; para aquellos con quienes se cruzaba sólo era un viajero. Nuevas tierras desfilaban ante él, se dejaba mecer por el lento paso de su mula, feliz de no tener otra cosa que hacer en esos instantes que contemplar el mundo e imbuirse de su luz.

Poco a poco se acercaba a Solanos, la ciudad del río Ta – nak. El Tanak atravesaba un gran desierto de piedra, pero, cuando por fin desembocaba en el mar, la naturaleza cambiaba súbitamente. Las márgenes se cubrían de palmeras datileras, como un oasis en mitad de las rocas. Allí era donde la mano del hombre había levantado Solanos. Suba sólo la conocía de nombre, pues había sido el escenario de una de las batallas más famosas de su padre. Se contaba que el ejército del rey Tsongor atravesó el desierto para sorprender a los habitantes de Solanos, que esperaban ver llegar a los conquistadores por el río. Sufrieron las quemaduras de un sol implacable que agrietaba las rocas y, rendidos de fatiga, llegaron a comerse sus caballos. Algunos se volvieron locos, otros se quedaron ciegos. La columna de Tsongor menguaba con el paso de los días. Divisaron Solanos exánimes. La leyenda decía que Solanos conoció entonces la cólera de Tsongor, pero eso no era exacto; no fue la cólera lo que hizo que los hombres del rey se lanzaran contra la ciudad con una rabia furiosa, fueron el embrutecimiento, la desesperación y la locura. Los días de desierto les habían nublado el juicio, y se abalanzaron sobre Solanos como salvajes; pronto no quedó piedra sobre piedra.

Suba quería llegar allí para ver aquellas murallas, de las que tanto había oído hablar de niño. Siguió las lentas y espesas aguas del río, y cuando llegó a Solanos y se presentó ante los ancianos de la ciudad, notó que en todas partes reinaba la agitación, una agitación cuya causa no era él; había ocurrido algo que hacía murmurar hasta a los adoquines del pavimento. Se presentó, y lo recibieron con todos los honores debidos a su rango, le dieron alojamiento y comida, pero, a pesar de sus atenciones, Suba seguía teniendo la sensación de que algo había eclipsado su llegada. Aquello despertó su curiosidad y lo decidió a interrogar a su anfitrión.

– ¿Qué ocurre? – le preguntó -. ¿Por qué tiembla toda la ciudad con semejante agitación?

– Ha vuelto – respondió el hombre, atemorizado.

– ¿Quién?

– Galash, el caballero del río, ha vuelto. Hacía décadas que nadie lo veía, lo creíamos muerto, pero esta mañana estaba allí, como llovido del cielo; estaba otra vez allí, como antes.

Suba escuchaba, quería saber más. Invitó a su anfitrión a sentarse tranquilamente a su lado, acompañarlo a beber y explicarle quién era ese caballero cuyo regreso había causado tanta conmoción. El hombre aceptó la invitación y le contó lo que sabía.

Todo ocurrió en la época del sitio de Solanos. Se decía que la misma noche de la victoria un soldado abandonó la formación y pidió hablar con el rey Tsongor. Tsongor celebraba la destrucción de la ciudad rodeado por su guardia y envuelto en el olor a quemado, que se mezclaba con el azucarado perfume de las datileras. El soldado se presentó, se llamaba Galash, y nadie lo conocía. Tenía ojos de loco, pero Tsongor no se alarmó. Tras la travesía del desierto y los furiosos combates posteriores, todos sus hombres tenían los ojos desorbitados, todo su ejército era presa de una misma locura, todos habían paladeado la alegría de destruir. El soldado se presentó ante el rey y, al principio, Tsongor creyó que iba a pedirle algún favor, pero no era eso.

– He pedido verte, Tsongor, porque quiero decirte a la cara lo que tengo que decir. He creído en ti durante mucho tiempo, en tu fuerza, en tu genio militar, en tu aura de jefe. Te he seguido desde el primer día sin pedir nada, ni ascensos ni favores, era uno de tus soldados y eso me bastaba. Uno de tantos. Pero hoy, Tsongor, hoy me presento ante ti para maldecirte; escupo sobre tu nombre, tu trono y tu poder. He atravesado el desierto contigo, he visto a mis amigos caer de bruces sobre la arena uno tras otro, sin que te dignaras volver la cabeza por ninguno de ellos. Yo he aguantado, pensando que nos recompensarías por nuestra lealtad y nuestros sacrificios. Nos has regalado una ciudad, sí; una matanza, ése ha sido tu regalo, Tsongor, y yo escupo encima. Nos has soltado sobre Solanos como a una jauría de perros enloquecidos. Sabías que estábamos exhaustos, borrachos y fuera de nosotros, era lo que querías; nos has soltado sobre Solanos, y hemos destrozado la ciudad como animales. Lo sabes, estabas entre nosotros. Eso es lo que nos has regalado; animales que siempre tendrán en las manos el pegajoso olor de la sangre. Te maldigo, Tsongor, por lo que has hecho de mí. A partir de ahora, diré lo que acabo de decir en todos los lugares del reino a los que vaya, a todos los que se crucen en mi camino. Te abandono, Tsongor, ahora sé quién eres.

Así habló el soldado Galash. Y ya iba a marcharse cuando Tsongor ordenó que lo detuvieran y lo obligaran a arrodillarse ante él. Los labios del rey temblaban de cólera, se había levantado del trono.

– No irás a ninguna parte, soldado – le dijo -, a ninguna parte, porque todo lo que hay a tu alrededor es mío. Estás en mis tierras, y podría matarte por haber dicho lo que has dicho, podría arrancarte la lengua por haberme insultado delante de mis hombres, pero no voy a hacerlo. En consideración a tu lealtad durante todos estos años de combates, no haré eso. Estás equivocado, yo sé recompensar a mis hombres; conservarás la vida, pero no vuelvas a pisar una tierra que me pertenezca. Si permaneces en mi reino, ordenaré que te despedacen. Te queda el mundo inexplorado, las tierras salvajes en las que no vive nadie; cruza el río Tanak y vive los años que te quedan en la otra orilla.

Se cumplió la voluntad de Tsongor. Esa misma noche, el soldado Galash cruzó el gran río y desapareció en la oscuridad, pero reapareció a la mañana siguiente, allí, en la otra orilla; su silueta se distinguíaperfectamente sobre su sudoroso caballo. Gritaba hacia el otro lado del río, gritaba con todas sus fuerzas para decirle a todo el mundo lo que tenía que decir sobre Tsongor, para que lo oyeran los soldados y los habitantes de la ciudad. Maldecía al rey a pleno pulmón, pero el ruido de la corriente ahogaba su voz, y lo único que se oía era el monótono murmullo del agua. Siguió así durante meses, regresando todos los días, tratando de gritar más fuerte que el río; todos los días, con la misma cólera, como un caballero loco que arengase a los espíritus. Luego, un día cualquiera, desapareció y nadie volvió a verlo. Transcurrieron los años, todos lo daban por muerto.

El día que Suba llegó a Solanos, Galash reapareció por primera vez desde hacía muchos años, como surgido del pasado. Era él, otra vez, a lomos del mismo caballo. Estaba muy envejecido, pero la cólera que lo animaba parecía intacta. El caballero del río había vuelto el mismo día en que el hijo del rey Tsongor había pisado las tierras de Solanos.

Suba escuchó la historia con interés. Era la primera vez que oía hablar de aquel hombre, y sin saber por qué sintió que debía ir en su busca, intuía que Galash no hacía otra cosa que llamarlo.

Con las primeras luces del alba, Suba montó en su mula y se dirigió al río. Vio a Galash tal como se lo habían descrito: una sombra a caballo. Iba y venía por la otra orilla, y gesticulaba como un demente. Suba espoleó a la mula y penetró en las aguas del río. A medida que avanzaba, veía que la figura del caballero mudo se agrandaba; en ese momento lo distinguía perfectamente, pero seguía sin oír nada. Siguió avanzando, y, al fin, la mula puso pie en la orilla. Galash estaba allí, y Suba se quedó estupefacto: el hombre que tenía ante sí era un viejo famélico; desnudo de cintura para arriba y con el cuerpo y el rostro ajados por los años, parecía un demonio. Estaba esquelético, encorvado, y miraba a todas partes con ojos de loco. Suba lo observó largo rato, contempló a aquel hombre quebrantado por los años, pero lo que más lo desconcertaba era no oír nada. Galash seguía haciendo grandes aspavientos imprecatorios, lanzaba severas miradas a diestro y siniestro, pero de su boca no salía ningún grito; se llenaba de aire los pulmones, Suba veía que se le hinchaban las venas del cuello, pero apenas oía un hilillo de voz rota. Lo que ahogaba sus palabras no era el ruido del río: durante todos aquellos años había seguido gritando con todas sus fuerzas hasta romperse las cuerdas vocales; había pasado décadas desgañitándose de rabia, y ya no emitía más que sonidos guturales y lejanos. Pero, poco a poco, Suba olvidó sus extraños gruñidos y escrutó el rostro del caballero, y lo que no podía entender por la voz lo leyó en las facciones del proscrito; sus profundas arrugas lo contaban todo sobre aquellos interminables años de exilio. Su modo de torcer los labios, las expresiones que se sucedían sobre su rostro, todo, en fin, traslucía las penalidades y los miedos, el desamparo y la soledad. Galash lloraba, se retorcía las manos, gesticulaba violentamente, emitía ásperos sonidos y se mordía los antebrazos.

Permanecieron así largo rato, frente a frente, familiarizándose el uno con el otro; luego, Galash invitó a Suba a seguirlo con un gesto de la cabeza. Picó espuelas a su caballo y tomó un camino que se alejaba de la orilla del río. El hijo de Tsongor no vaciló. Los dos hombres iniciaron una silenciosa marcha por los senderos de las tierras inexploradas. Los animales avanzaban al paso por un camino pedregoso, ascendían la falda de una colina; al fin, tras varias horas de marcha, el caballero detuvo su montura; habían llegado a lo alto de una loma y a sus pies se extendía una ensenada en semicírculo. Un olor pútrido ascendió hasta Suba. A sus pies, a lo largo de centenares de metros, se representaba un espectáculo horrible: miles de tortugas gigantes yacían sobre una arena nauseabunda, algunas estaban muertas, otras agonizaban y el resto seguía intentando escapar. La playa era una alfombra de caparazones vacíos y carne putrefacta, y un hedor intolerable saturaba el aire. Los pájaros carroñeros iban y venían y atravesaban los caparazones con sus puntiagudos picos; el espectáculo era insoportable. Las tortugas llegaban a la bahía empujadas por las corrientes subterráneas y varaban en la arena, en aquella mortífera playa que no ofrecía ni abrigo ni alimento; varaban allí, sin fuerzas para volver a enfrentarse a la corriente y escapar, y los pájaros, voraces, se abatían sobre ellas. Era un inmenso cementerio animal, una trampa de la naturaleza, contra la que los grandes quelonios no podían hacer nada. Llegaban constantemente, y era tal su número que la arena había desaparecido bajo las osamentas y los caparazones resecos. Suba se llevó una mano a la nariz para no seguir respirando el olor a muerte que ascendía hasta él. Galash ya no intentaba hablar, había dejado de gruñir, parecía haberse tranquilizado.

Suba observaba el movimiento de las olas, lento y regular, y los vanos esfuerzos de las tortugas gigantes por escapar de la corriente. Los pájaros giraban en el aire, implacables, y Suba contempló el lento flujo y reflujo del mar, el vaivén de la muerte. Aquel espectáculo tenía algo de absurdo e indignante, como una enorme e inútil matanza. Galash lo había llevado allí, y Suba comprendió por qué: allí había que construir una tumba, en aquel lugar pútrido al que llegaban a morir desde tiempo inmemorial aquellos grandes quelonios prisioneros de las aguas. Una tumba para Tsongor el asesino, el Tsongor que había llevado a la muerte a tantos hombres, que había arrasado ciudades y asolado países enteros; una tumba para Tsongor el salvaje, que no se asustaba de la sangre; una tumba que sería su rostro de guerra. Allí era donde había que construir la sexta tumba; para que el retrato de Tsongor estuviera completo, hacía falta una mueca de horror, una tumba maldita, rodeada de osamentas y pájaros ahitos de carne.

Con la llegada de Macebú, la guerra se reavivó; la llanura de Massaba volvió a empaparse de sangre, y las idas y venidas de los guerreros marcaban el ritmo de los días y los meses. Las posiciones se tomaban, se perdían y se recuperaban, miles de pasos dibujaron caminos de sufrimiento sobre el polvo de la llanura. Las tropas avanzaban, retrocedían, morían; los cadáveres se pudrían al sol, se transformaban en esqueletos; luego, los huesos blanqueados por el tiempo acababan deshaciéndose, y otros guerreros iban a morir sobre aquellos montones de polvo humano. Era la mayor carnicería que había conocido el continente. Los hombres envejecían, adelgazaban, y la guerra les daba a todos un tinte terroso de estatuas de mármol. Pero, a pesar de los golpes y la fatiga, su vigor no disminuía, y seguían arrojándose los unos sobre los otros con la misma rabia, como dos perros famélicos, enloquecidos a la vista de la sangre, que ya sólo piensan en morder, sin sentir que mueren poco a poco.

Una noche, Macebú convocó a su hijo a la azotea del palacio de Massaba. Hacía calor. La reina de las amazonas lo esperaba en pie, con el cuerpo erguido y la decisión pintada en el rostro, y le habló con autoridad.

– Escúchame, Kuame, y no me interrumpas. Llevo aquí mucho tiempo, mucho tiempo librando batalla a tu lado, conociendo la cólera y las privaciones a diario. Cuando llegué, salvé a Massaba rechazando a ese perro de Sango Kerim, pero desde entonces todos mis ataques han sido vanos. Te he hecho venir para decirte esto, Kuame: hoy abandono, mañana emprenderé el regreso al reino de la sal, pues no es bueno dejar el país durante tanto tiempo sin un jefe que lo dirija. No temas, me iré sola, te dejo a mis amazonas, no quiero que Massaba caiga porque yo me retiro. Pero escucha esto, Kuame, escucha lo que te dice tu madre: has querido tener a esa mujer y has luchado por ella, pero lo que no has podido obtener hasta el presente no te lo concederá el futuro. Si Samilia no es tuya ya, no lo será nunca. Puede que los dioses hayan decidido privaros de ella a los dos. Sois iguales en fuerza y astucia, os agotáis mutuamente, mientras que la guerra se fortalece día a día. Abandona, Kuame, eso no es ningún deshonor; entierra a tus muertos y escupe sobre esta ciudad que tan cara te ha costado, escupe sobre el rostro de ceniza de Samilia. Aquí la vida no hace más que escaparse lentamente de ti, malgastas tus años en las murallas de Massaba. Tengo tantas otras cosas que ofrecerte… Déjale esa mujer a Sango Kerim o a quien la quiera, de ella sólo se pueden esperar gritos y sangre en las sábanas. Veo cómo me miras y sé lo que piensas; no, no me asusta Sango Kerim; no, no huyo de la lucha. Vine aquí para tratar de lavar la ofensa que te habían infligido, y quien hace eso no es ningún cobarde, pero no hay ninguna gloria en llevar a los tuyos a la muerte. Resígnate, Kuame, ven conmigo; ofreceremos a Sako y los suyos la hospitalidad de nuestro reino para que no los degüellen aquí en cuanto nos vayamos. Abandonaremos Massaba todos, de noche, sin decir nada, y por la mañana lo que tomarán esos perros será una ciudad muerta, y no oirás ningún grito de alegría a tus espaldas, créeme. Porque, en el mismo instante en que penetren en las lúgubres calles sin vida de Massaba, comprenderán que no hay victoria, comprenderán también, apretando los dientes con rabia, que hemos abandonado la guerra para abrazar la vida y que los dejamos ahí, envueltos en el polvo de las batallas, rodeados de muerte y de quimeras.

Así habló Macebú. Kuame la escuchó con el rostro tenso, pero sin interrumpirla ni apartar los ojos de ella. Cuando su madre acabó de hablar, se limitó a responder:

– Me has dado la vida dos veces, madre, el día que me pariste y el día en que viniste a salvar Massaba. No tienes nada de que avergonzarte, la gloria te precede; vuelve en paz a nuestro reino, pero no me pidas que te siga, aún tengo una mujer a la que tomar y un hombre al que matar.

La emperatriz Macebú abandonó Massaba de noche en su cebú real, escoltada por una decena de amazonas. Dejó tras de sí a su hijo, que soñaba con bodas de sangre; dejó las siete colinas, sumidas en una muerte lenta. La guerra continuó, pero la victoria seguía sin elegir bando. Los dos ejércitos estaban más andrajosos y exhaustos cada día, y no se veía otra cosa que figuras descarnadas y lastimosas, cuerpos secos y consumidos por la desgracia y los años.

Desde hacía varias noches, el cadáver de Tsongor parecía atormentado, se estremecía constantemente, como un niño con fiebre. En su sueño de muerto, las muecas se sucedían sobre su rostro. A menudo, Katabolonga lo veía taparse los oídos con sus dos manos de esqueleto. El rampante no sabía qué hacer, allí estaba ocurriendo algo que se le escapaba, y no podía hacer nada aparte de contemplar la progresión de la ansiedad en el cuerpo del viejo soberano. Al fin, una noche, Tsongor, al límite de sus fuerzas, abrió los ojos y empezó a hablar. Su voz había cambiado, era la voz de un hombre vencido.

– La risa de mi padre ha vuelto – dijo el cadáver de su señor. Katabolonga no sabía nada del padre de Tsongor, el rey nunca le había hablado de él; siempre había tenido la sensación de que Tsongor había nacido de la unión de un caballo y una ciudad. No dijo nada, y Tsongor siguió hablando -: La risa de mi padre. No dejo de oírla resonar en mi cabeza, con el mismo tono que el último día que lo vi. Estaba en su cama, me habían llamado diciéndome que ya no tardaría en morir, y se echó a reír en cuanto me vio, con una horrible risa de desprecio que agitaba todo su viejo y fatigado cuerpo. Reía con odio, reía para insultarme. No me quedé, no volví a verlo jamás. Fue entonces cuando decidí no esperar nada de él, pues su risa me decía que no cedería nada, se reía de mis esperanzas de heredar, pero se equivocaba. Si me hubiera legado su pequeño y miserable reino, no lo habría aceptado, quería más, quería construir un imperio que hiciera olvidar el suyo, para borrar su risa. Todo lo que hice desde entonces, las campañas, las marchas forzadas, las conquistas, las ciudades construidas, todo, lo hice para mantenerme alejado de la risa de mi padre. Pero hoy ha vuelto, la oigo en mi noche como la oía antaño, igual de salvaje. ¿Sabes lo que me dice esa risa, Katabolonga? Me dice que no he transmitido nada a los míos. Yo construí esta ciudad, tú lo sabes mejor que nadie, estabas conmigo, la hice para que permaneciese. ¿Qué queda de ella ahora? Es la maldición de los Tsongor, Katabolonga, de padre a hijo, sólo polvo y desprecio. He fracasado, quería tener un imperio que legar para que mis hijos siguieran engrandeciéndolo, pero mi padre ha vuelto. Se ríe, y con razón; se ríe de la muerte de Liboko, se ríe del incendio de Massaba, se ríe. Todo se derrumba y todo muere a mi alrededor. Fui un presuntuoso. Ahora sé lo que debería haber hecho: para transmitir a mis hijos lo que yo era, debía haberles transmitido la risa de mi padre, convocarlos a todos la víspera de mi muerte y ordenar que incendiaran Massaba ante sus ojos para que no quedara nada, eso es lo que debía haber hecho, y reír durante el incendio, como rió mi padre aquel día. Tras mi muerte, no habrían recibido otra herencia que un puñado de cenizas y un apetito feroz, habrían tenido que reconstruirlo todo para recuperar la felicidad de la vida de antaño. Les habría transmitido el deseo de hacerlo mejor que yo, sólo ese apetito, que les habría estrujado el estómago. Puede que me odiaran, como yo odié la risa de aquel viejo que me insultaba en su lecho de muerte, pero el odio a nuestros padres nos habría acercado; habrían sido mis hijos. ¿Hoy qué son? La risa tiene razón, debía haberlo destruido todo.

Katabolonga callaba, no sabía qué decir. Massaba estaba destruida, Liboko, muerto; puede que Tsongor tuviera razón, puede que no hubiera conseguido transmitir a los suyos otra cosa que la salvaje violencia del caballo de guerra, el gusto por las llamas y la sangre. Tsongor lo tenía, y Katabolonga lo sabía mejor que nadie.

– Estás en lo cierto, Tsongor – respondió el viejo servidor con suavidad -, has fracasado. Tus hijos devoran tu imperio y no conservarán nada de ti, pero yo sigo aquí y me has legado a Suba.

Al principio, Tsongor no lo comprendió, no le cabía en la cabeza que Katabolonga pudiera pensar que lo había dejado a su hijo en herencia, pero poco a poco, sin saber por qué, empezó a parecerle que era así. Lo destruirían todo, todo, no quedaría más que Katabolonga, impasible en medio de las ruinas, resumiendo en sí mismo toda la herencia de Tsongor. La fidelidad de Katabolonga, que esperaba a Suba, con su obstinada e inquebrantable paciencia. Puede que le hubiera transmitido eso a su hijo, sí, sin que el propio Suba lo supiera, la tranquila fidelidad de Katabolonga. Cerró los ojos. Sí, su amigo debía de tener razón, porque la risa de su padre había dejado de resonarle en el cráneo.

No, la victoria no llegaba. Macebú había dejado Massaba y Kuame empezaba a pensar que había hecho bien, jamás vencería. No se decidía a partir, como le había aconsejado su madre, pero no por miedo a que lo llamaran cobarde, eso no le importaba en absoluto: la idea de dejar a Sango Kerim gozando de Samilia lo horrorizaba, imaginar sus futuras cópulas bastaba para provocarle arcadas. Sin embargo, las ganas de luchar lo habían abandonado, se le había agotado el ingenio, se lanzaba al ataque con menos rabia. Una noche, al regreso del combate, que una vez más había sido una espantosa carnicería de la que nadie había salido victorioso, Kuame contempló a sus compañeros. Con los años, el viejo Bar – nak se había encorvado, andaba con la espalda doblada y se le veían los omoplatos bajo la piel; hablaba solo y ya nada conseguía arrancarlo de las visiones del qat. En cuanto a Arkalas, ya nunca se quitaba los arreos de guerra; por la noche, en su tienda, reía con los fantasmas que lo rodeaban. Sako aún conservaba el vigor, pero la barba que se había dejado crecer durante todos aquellos años le daba aspecto de viejo ermitaño guerrero. El único que tal vez no había cambiado era Gonomor; era el sacerdote de los dioses, y el tiempo usaba con él garras más ligeras. Kuame contempló el ejército de sus amigos, que regresaban del campo de batalla arrastrando las armas, los pies y los pensamientos por el polvo, observó aquella andrajosa tropa de hombres que habían dejado de vivir, de hablar, de reír, hacía tanto tiempo. Los abarcó con la mirada y murmuró:

– No puede ser, esto tiene que acabar.

Por la mañana, ordenó que todo el mundo se preparara para salir a la gran llanura de Massaba. Envió a un mensajero para comunicar a Sango Kerim que lo esperaba, le pedía que acudiera con Samilia y le daba su palabra de que ese día no intentaría ninguna argucia.

Los dos ejércitos se aprestaron como tantas otras veces, pero, en el momento de enfundarse la armadura de cuero o ensillar el caballo, todos presintieron que ese día ocurriría algo que alteraría el curso regular de la matanza.

Los dos ejércitos bajaron a la llanura al ritmo lento de los caballos, los cascos aplastaban a su paso cráneos y osamentas. Cuando las dos huestes estuvieron frente a frente a unas decenas de metros, ambas se detuvieron. Todos estaban allí: del lado de los nómadas, Rassami – lagh, Bandiagara, Orios, Dangay Sango Kerim; frente a ellos, silenciosos, Sako, Kuame, Gonomor, Barnak y Arkalas. Samilia estaba junto a Sango Kerim, montaba un caballo negro azabache, tenía el rostro cubierto con un velo y estaba rígida e impasible en su vestido de luto.

Al cabo de unos instantes, Kuame avanzó; cuando estuvo a unos pasos de Sango Kerim y Samilia, habló alzando la voz para que todos pudieran oír lo que tenía que decir.

– Me resulta extraño encontrarme de nuevo frente a ti, Sango Kerim, no lo niego. Durante mucho tiempo he creído que tu madre había parido un cadáver y que me bastaría con empujarte para ver rodar tus huesos por el polvo, pero no hemos dejado de luchar y ninguno de mis golpes ha conseguido derribarte. Me encuentro de nuevo ante ti, te tengo casi al alcance de la mano, y siento deseos de arrojarme sobre ti porque me parece que estás muy cerca y eres muy fácil de matar; y lo haría si no supiera que los dioses nos separarían una vez más sin que hubiera podido mojarme los labios con tu sangre. Te odio, Sango Kerim, puedes estar seguro, pero para mí no hay victoria, lo sé.

– Dices bien, Kuame – respondió Sango Kerim -. Jamás habría creído que podría estar tan cerca de ti sin hacer todo lo posible por cortarte el cuello, pero a mí también me han murmurado los dioses que jamás me darán esa alegría.

– Miro tu ejército, Sango Kerim – siguió diciendo Kuame -, y compruebo con placer que se encuentra en el mismo estado que el mío. Son dos muchedumbres muertas de cansancio que se agarran a las lanzas para mantenerse en pie. Hemos de admitir, Sango Kerim, que estamos sin aliento y que en esta llanura lo único que sigue creciendo es la muerte.

– Dices bien, Kuame – repitió Sango Kerim -. Vamos al combate como sonámbulos.

– Esto es lo que he pensado, Sango Kerim – dijo Kuame tras una pausa -. Ninguno de los dos aceptará renunciar a Samilia después de tantos combates, capitular ahora sería demasiado deshonroso; no hay más que una solución.

– Te escucho – respondió Sango Kerim.

– Que Samilia haga lo que su padre hizo antes que ella, que se dé muerte para sellar la paz – dijo Kuame.

Un formidable rumor se elevó de ambos ejércitos. Era un guirigay de arneses que entrechocaban y frases que pasaban de boca en boca. Sango Kerim se quedó pálido y boquiabierto, y sólo pudo preguntar:

– ¿Qué dices?

– No será de nadie – respondió Kuame -, lo sabes tan bien como yo, moriremos todos sin obtenerla. Samilia es el rostro de la desgracia, que corte ella misma el cuello sobre el que nadie pondrá la mano nunca. No creas que me resulta fácil condenarla a morir, nunca he deseado hacerla mía tanto como hoy, pero, con la muerte de Samilia, nuestros dos ejércitos dejarán de luchar y evitarán la muerte.

Kuame había hablado con apasionamiento y tenía el rostro congestionado. Era evidente que lo que acababa de decir le quemaba por dentro, no dejaba de moverse sobre el caballo.

– ¿Cómo te atreves a hablar así? – replicó Sango Kerim -. Por un instante me has parecido sensato, pero veo que todos estos años de guerra te han hecho perder la cabeza.

Kuame estaba exultante, no por lo que acababa de decir Sango Kerim, pues apenas le había prestado atención, sino por la rabia que bullía en su interior. Lo que había dicho lo había dicho a su pesar. Veía a Samilia, impasible frente a él, y la condenaba a muerte, cuando lo que deseaba era estrecharla entre sus brazos. Pero había hablado con pasión, y tenía que llegar hasta el final para no enloquecer de dolor.

– No adoptes esa actitud de ofendido, Sango Kerim – dijo al fin -. Defiendes a esta mujer, eso te honra, pero lo que debo decirte te hará cambiar de opinión. La mujer a la que tanto amas se entregó a mí; a pesar de haber elegido tu campo, me entregó su cuerpo una noche, en tu propio campamento. No te miento, ella está aquí y puede confirmarlo. ¿Es verdad, Samilia?

Se produjo un silencio pétreo. Hasta los buitres dejaron de arrancar jirones de carne de los cadáveres y volvieron la cabeza hacia la muchedumbre de los guerreros. Samilia no se inmutó; con el rostro aún cubierto por el velo, respondió:

– Es verdad.

– ¿Y acaso te violé? – le preguntó Kuame, frenético.

– Nadie me ha violado ni me violará jamás – contestó Samilia.

El rostro de Sango Kerim se había transfigurado, una rabia fría lo paralizaba y no podía ni moverse ni hablar. Kuame, cada vez más exaltado, siguió hablando:

– ¿Lo entiendes ahora, Sango Kerim? Nunca será de ninguno de los dos, y seguiremos matándonos. No hay otra posibilidad, que se mate, que haga lo que hizo su padre.

Por toda respuesta, Sango Kerim giró el caballo hacia Samilia y se dirigió a ella ante la petrificada muchedumbre de sus guerreros.

– Durante todos estos años he luchado por ti – le dijo -, para mantenerme fiel al juramento de antaño, para ofrecerte mi nombre, mi lecho y la ciudad de Massaba. Por ti reuní un ejército de nómadas que aceptaron venir a morir aquí por amistad hacia mí, y hoy me entero de que te has entregado a Kuame, de que ha gozado de ti. De modo que, sí, me pongo de su lado y, como él, pido tu muerte. Mira a todos estos hombres, mira estos dos ejércitos mezclados, y piensa que un gesto de tu mano puede salvarles la vida. A pesar de tu infamia, no estoy dispuesto a cederte a Kuame, porque entonces mi humillación sería doble, pero si te matas ya no serás de nadie, y en el instante en que tu mente se nuble y la sangre empape tus cabellos, oirás los vítores de todos estos guerreros, a los que habrás salvado la vida.

Las palabras de Sango Kerim hacían sonreír a Kuame como un demente. Recorría las filas de su ejército preguntando a todos sus hombres:

– ¿Queréis que muera? ¿Queréis que muera?

Y, en ambos campos, cada vez se elevaban más voces para gritar:

– ¡Sí! ¡Que muera!

Fueron decenas de voces, luego centenas y por último el ejército entero. De repente, los hombres parecían haber recuperado la esperanza, contemplaban aquel cuerpo menudo, enlutado e inmóvil, y comprendían que bastaba que desapareciera para que todo acabara. De modo que sí, todos gritaban cada vez más fuerte, todos gritaban con alegría, con furia; sí, Samilia tenía que morir para que todo acabara.

Sango Kerim impuso silencio con un gesto de la mano, y todos se volvieron hacia aquella mujer, que permanecía muda. Samilia se quitó el velo lentamente y todos los guerreros pudieron ver el rostro de aquella por cuya causa morían desde hacía tanto tiempo. Era hermosa. Tomó la palabra, y la arena de la llanura aún recuerda lo que dijo:

– Queréis mi muerte. Ante vuestros hombres reunidos, queréis poner fin a la guerra. Sea, cortadme el cuello y firmad la paz. Y si ninguno de los dos tiene valor para hacerlo, que se presente uno de. vuestros hombres y haga lo que su jefe no se atreve a hacer. Estoy sola, rodeada de miles de hombres; no huiré, y si me resisto, no tardaréis en reducirme. Vamos, aquí me tenéis, que uno de vosotros se acerque y que todo acabe. Pero no, no os movéis, no decís nada, no es eso lo que queréis. Queréis que me mate yo misma y os atrevéis a pedírmelo cara a cara. Jamás, ¿me oís?, yo no pedí nada, fuisteis vosotros los que os presentasteis ante mi padre, primero con regalos, luego con ejércitos. Estalló la guerra. ¿Qué he ganado yo? Noches de llanto, arrugas y un puñado de polvo. No, jamás lo haré, no quiero abandonar la vida. No me ha regalado nada, era rica, y mi ciudad ha sido destruida, era feliz, y mi padre y mi hermano están enterrados. Me entregué a Kuame, sí, la víspera del día que, de no ser por la llegada de Macebú, habría visto la caída de Massaba, y si lo hice fue porque el hombre que se presentó ante mí esa noche ya estaba muerto. Le hice el amor como se acarician las sienes de un muerto, para que, mientras avanza en las tinieblas, huela durante el mayor tiempo posible el olor de la vida. Tú vienes aquí, Kuame, y revelas eso ante todo el ejército, pero no fue a ti a quien me entregué, fue a tu sombra vencida. Os maldigo a los dos por atreveros a desear que me mate, y vosotros, hermanos, no decís nada…, no habéis despegado los labios para oponeros a estos dos cobardes. Lo veo en vuestras miradas: consentís mi muerte, la esperáis. Que el rey Tsongor, vuestro padre, os maldiga también a vosotros. Oíd bien lo que os dice Samilia: jamás alzaré la mano contra mí misma; si queréis verme muerta, matadme vosotros mismos y manchaos las manos. Os digo más, a partir de este día, no soy de nadie; escupo sobre ti, Sango Kerim, y sobre nuestros recuerdos de infancia; escupo sobre ti, Kuame, y sobre la madre que te trajo al mundo; escupo sobre vosotros, mis hermanos, que os destruís mutuamente con el odio de vuestras entrañas. Os ofrezco otra solución para acabar con la guerra: ya no seré de nadie, no conseguiréis meterme en vuestro lecho ni arrastrándome del cabello. Ya nada os obliga a luchar, porque a partir de este día ya no lucháis por mí.

En absoluto silencio, sin dedicar una sola mirada a sus hermanos, Samilia dio la espalda a los dos ejércitos y se marchó. Estaba sola, sin nada; dejaba atrás su vida. Kuame y Sango Kerim se disponían a detenerla, pero se lo impidió un extraño grito, un grito que se elevó de las filas del ejército de Kuame, potente y ronco, una voz que parecía proceder de siglos lejanos.

– ¡Al fin te encuentro, hijo de perra! ¡Que tu nombre sea el de un linaje de cadáveres para siempre!

Todo el mundo trataba de averiguar de dónde procedía el grito y a quién iba dirigido. Los hombres miraban a todas partes, pero, antes de que comprendieran quién se había expresado de aquel modo, se oyó un estentóreo grito de guerra y Arkalas salió de entre los hombres como una flecha. Era él, el guerrero loco, quien había proferido los insultos, era él, pero llevaba tanto tiempo sin hablar que nadie había reconocido su voz. Bandiagara estaba junto a Sango Kerim, y Arkalas había tardado en reconocerlo. Había pasado mucho tiempo desde el sangriento día en que, bajo los efectos del maleficio de Bandiagara, Arkalas había acabado metódicamente con todos los suyos. De pronto, había vuelto a verlo todo en su perturbada mente, y se había puesto a gritar. En un segundo estaba sobre su enemigo, y antes de que nadie pudiera impedirlo saltó del caballo, se lanzó sobre el rostro de Bandiagara como un murciélago voraz y empezó a devorárselo con la furia de una hiena, arrancándole pedazos de carne a dentellada limpia, la nariz, las mejillas, todo.

El pánico se apoderó de los hombres. El ejemplo de Arkalas cundió en ambos ejércitos y se reanudó la lucha. Kuame y Sango Kerim no pudieron lanzarse en persecución de Samilia, pues en un instante decenas de hombres se arremolinaron a su alrededor, y tuvieron que librar batalla, atacados de nuevo por todas partes, incapaces de sustraerse a las fauces de la guerra. Y, poco a poco, Samilia desapareció detrás de la última colina.

La batalla duró todo el día, y cuando los dos ejércitos se separaron, Sango Kerim y Kuame estaban muertos de cansancio y cubiertos de sangre. Esa noche nadie pudo conciliar el sueño, ni en la ciudad ni en las tiendas de los nómadas. Unos gritos terribles desgarraban la oscuridad ininterrumpidamente, eran los ininteligibles alaridos de Bandiagara. Seguía allí, en mitad de la llanura, agarrándose a la vida; Arkalas estaba inclinado sobre él. Lo había apartado del combate para consagrarse por entero a torturarlo, y una vez que la llanura se quedó desierta volvió, como un perro que vuelve a desenterrar un hueso. No se les veía, pero se oían los desgarradores gritos de Bandiagara mezclados con las risas de su encarnizado verdugo; Arkalas seguía despedazándolo jirón a jirón. El cuerpo de Bandiagara era una masa informe que rezumaba lágrimas. Mil veces suplicó a su torturador que lo rematara, y mil veces estalló éste en carcajadas y hundió los dientes en su cuerpo.

Bandiagara murió al fin con las primeras luces del día. Era un amasijo irreconocible de carne desgarrada que Arkalas abandonó a los insectos; el rojo de la sangre jamás desapareció de los dientes de Arkalas, en recuerdo de su salvaje venganza.

La obra de la tumba de las tortugas fue la más larga y la más penosa de todas. El hedor hacía interminables las jornadas y los obreros trabajaban sin entusiasmo; construían algo feo, y eso les pesaba.

Cuando la tumba estuvo acabada, Suba abandonó la región y siguió vagando por los caminos del reino. Ya no sabía adonde ir, la tumba de las tortugas lo había obligado a replanteárselo todo. Hacer el retrato de su padre era imposible, a fin de cuentas, ¿qué sabía él del hombre que había sido Tsongor? Cuanto más recorría el reino menos capaz se sentía de responder a esa pregunta. Veía ciudades inmensas rodeadas de imponentes murallas, caminos pavimentados que unían unas regiones con otras; veía puentes y acueductos, y sabía que eran obra de Tsongor, pero a medida que descubría la inmensidad del reino iba percatándose de que para imponer semejante poder había sido necesaria una fuerza salvaje e implacable. Le habían contado las conquistas de Tsongor como si fueran las leyendas de un héroe, pero entonces veía que la de su padre había sido una vida de rabia y sudor. Someter regiones enteras, sitiar ciudades opulentas hasta hacerlas morir de asfixia, exterminar a los rebeldes, decapitar a los reyes. Suba recorría el reino e iba dándose cuenta de que no sabía nada del viejo Tsongor, de lo que había hecho, de lo que por su culpa habían sufrido otros y de lo que había sufrido él. Trataba de imaginarse al hombre que, durante todos esos años de conquistas, había llevado a su ejército más allá de la extenuación, pero a ese Tsongor sólo lo había conocido Katabolonga.

Necesitaba un sitio que lo dijera todo a la vez, un lugar que hablara del rey, del conquistador, del padre y del asesino, un lugar que contara los secretos más íntimos de Tsongor, sus miedos, sus deseos y sus crímenes, pero en el reino, ciertamente, no existía tal lugar.

Suba se sentía abrumado por la amplitud de su tarea. Por primera vez, tenía la sensación de que podía pasarse la vida entera buscando y morirse sin haber encontrado lo que buscaba.

Fue entonces cuando llegó a las colinas de los dos soles. Caía la tarde, y la región parecía impregnada de luz; el sol se ponía lentamente y lustraba el verde de las colinas, y los pueblos, escasos, parecían flotar en la luz. Suba se detuvo a contemplar la belleza del paisaje. Estaba en lo alto de una colina. Aún hacía calor, el voluptuoso calor del final de la tarde. A unos metros de donde se encontraba se alzaba inmóvil un alto y solitario ciprés. Suba tampoco se movía, quería abandonarse a aquel instante. «Es aquí – pensó -. Aquí, al pie del ciprés, simplemente, no hace falta nada más, una tumba de hombre, que se deje atravesar por la luz. Aquí, sí, sin tocar nada.» Suba no se movía, tenía la sensación de estar en casa, todo le resultaba familiar. Reflexionó largo rato, pero una idea empezó a tomar forma en su mente y acabó atormentándolo. No, aquello no era adecuado para Tsongor, aquella humildad, aquel recogimiento no eran propios del rey. A quien había que enterrar allí no era a Tsongor, sino a él, Suba, el hijo de vida errante. Sí, ya estaba seguro, allí era donde debían sepultarlo el día de su muerte, todo se lo decía.

Suba bajó de la mula lentamente y se acercó al ciprés, se arrodilló y besó el suelo. Luego, cogió un puñado de tierra y la guardó en uno de los amuletos que llevaba al cuello; quería oler a la tierra de los dos soles, que un día le ofrecería la última hospitalidad. Se levantó y, dirigiéndose a las colinas y la luz, murmuró:

– Aquí es donde quiero que me entierren. No sé cuándo moriré, pero hoy he encontrado el lugar de mi muerte. Es aquí, no lo olvidaré, volveré el último de mis días.

Después, cuando el sol se ocultó por completo, Suba volvió a montar en la mula y desapareció. Ya sabía lo que tenía que hacer, había encontrado el lugar de su muerte. Cada hombre debía de tener el suyo, una tierra que lo esperaba, una tierra de adopción con la que fundirse, y Tsongor también debía de tenerla. En alguna parte había un sitio que se le parecía, bastaba con seguir viajando, acabaría encontrándolo. Construir tumbas no servía de nada, jamás conseguiría pintar el retrato auténtico y completo de su padre, tenía que seguir viajando, el lugar existía. Suba apretaba el amuleto con la mano. Había encontrado la tierra que lo cubriría, ahora tenía que encontrar la tierra de Tsongor. Sería una revelación, lo presentía, una revelación, y habría cumplido su tarea.

Capitulo 6: La última morada.

Mientras la mula seguía avanzando, sobre la silla de montar Suba se miró las manos; la correa de cuero de las riendas pendía entre sus dedos, y mil arrugas diminutas le cubrían las falanges. Había pasado el tiempo, y sus manos lo mostraban, su propia soledad acabó hipnotizándolo. Siguió así sobre la silla, con la cabeza baja, todo un día, sin acordarse de parar, sin acordarse de comer, obsesionado por la idea de que, si seguía solo, la vida se le escaparía sobre aquella silla antes de que hubiera acabado su misión. El reino era inmenso, no sabía dónde buscar. Había oído hablar del oráculo de las tierras sulfurosas y decidió ir en su busca.

Al día siguiente emprendió el camino hacia aquellas tierras, y no tardó en verse en medio de una región de abruptas rocas. El azufre daba a la tierra su color amarillo y las rocas exhalaban columnas de vapor; parecía un terreno volcánico a punto de abrirse y dejar escapar altos chorros de lava. El oráculo vivía allí, en medio de aquel árido paisaje. Era una mujer, estaba sentada en el suelo y tenía el rostro oculto bajo una máscara de madera que no representaba nada. Sus pechos se movían bajo gruesos collares de gastadas cuentas.

Suba se sentó frente a ella. Iba a presentarse y hacer la pregunta que lo había llevado allí, pero la mujer le ordenó que guardara silencio con un gesto de la mano; luego le tendió un cuenco, y Suba apuró el brebaje que contenía. El oráculo sacó unos huesecillos y unas raíces quemadas y los frotó entre sí; a continuación invitó a Suba a cubrirse el rostro y las manos de grasa. Entonces éste intuyó que ya podía formular su pregunta.

– Me llamo Suba, soy hijo del rey Tsongor y recorro la inmensidad de su reino buscando un lugar para enterrarlo, un lugar cuya tierra está esperándolo. Lo busco y no lo encuentro.

La anciana no dijo nada. Bebió del mismo cuenco del que había bebido Suba y escupió un chorro de líquido, que se evaporó en el aire. Sólo entonces se dignó hablar, con una voz aguda y áspera que hizo temblar el suelo alrededor de Suba.

– No encontrarás lo que buscas – dijo la mujer – hasta que tú mismo seas un Tsongor, hasta que te aver – güences de ti. – La anciana lo miraba fijamente. Luego se echó a reír y repitió -: Hasta que te avergüences, sí, yo te ayudaré a conseguirlo. Conocerás la vergüenza, créeme.

La mujer no paraba de reír. Suba se quedó boquiabierto y sintió que la cólera se apoderaba de él. La vieja no había respondido a su pregunta, su risa, sus dientes amarillos, todo aquello era un insulto, estaba burlándose de él. Su padre era el rey Tsongor, no había ninguna vergüenza que conocer, lo que los Tsongor se transmitían de padres a hijos no era la vergüenza. Todo aquello era absurdo e insultante, una vieja loca que se burlaba de él. Estuvo a punto de levantarse y desaparecer, pero quería formular otra pregunta. Se tragó el orgullo y volvió a hablar. Quería noticias de su ciudad. Por supuesto, había oído hablar de Massaba, pero siempre era la misma frase: «Aún siguen luchando.» Los rumores no decían nada más, ya no le llegaba ningún detalle, ya no había nadie que supiera quién había lanzado el último ataque y quién lo había rechazado. La guerra continuaba y no sabía nada más. Pidió noticias de los suyos al oráculo, y, una vez más, la anciana escupió al cielo un chorro de líquido azul que se evaporó al instante; luego le gritó al rostro:

– ¡Muertos! ¡Están todos muertos! Tu hermano Liboko fue el primero, murió como una rata, y los otros lo seguirán. Todos morirán, a su debido tiempo, como ratas, uno tras otro.

Y la risa volvió a deformarle el rostro. Suba estaba conmocionado, se tapó los oídos para no seguir oyendo, pero la roca parecía reírse debajo de él. No conseguía sustraerse a las risotadas de la vieja, imaginaba a su hermano Liboko tirado en el polvo. De pronto la cólera se apoderó de él, se puso en pie de un salto, cogió un palo grueso y nudoso y lo descargó sobre la anciana con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido seco, le había dado en plena cabeza. La risa cesó y el cuerpo cayó al suelo como un peso muerto, inerte. Suba ya no oía nada, ya no veía nada, continuaba aferrando el palo. La cólera seguía allí, Liboko, sus hermanos; volvió a golpear. Golpeó una y otra vez; al fin, sudoroso y sin aliento, soltó el palo y recobró el juicio. A sus pies había un bulto de carne sin vida; salió huyendo, presa del terror.

Picó espuelas a la mula sin saber adonde ir. No podía quitarse el rostro de la anciana de la cabeza. La había matado por nada, por reírse, por cólera; la había matado; la risa, la voz, aquella fuerza sorda que gruñía en su interior, que lo había sumergido como una ola; había matado, lo llevaba dentro, suficiente rabia para matar. Llevaba el asesinato en la sangre, era un Tsongor, capaz de eso, él también.

Durante varios días se dejó llevar por la mula e, incapaz de elegir una dirección, vagó al azar de los senderos. Le temblaban las manos. Había dejado el palo junto al cuerpo y ya no hablaba, sentía un cansancio infinito. La violencia estaba allí, la había sentido, era la violencia salvaje de los Tsongor, la misma que corría por las venas de sus hermanos. Sí, se había entregado al voluptuoso placer de la cólera. Había matado al oráculo. Ya lo sabía: no era mejor que sus hermanos. El también era capaz de matar por Massaba. La orden de su padre era lo único que lo mantenía alejado de la carnicería y la fiebre del combate.

Vagaba por los caminos, sin comer ni detenerse, abrumado por el cansancio y el horror, vagaba cabizbajo huyendo instintivamente de todo ser vivo. Quería estar solo, ser invisible. Creía que llevaba su crimen escrito en las manos. A veces, lloraba y murmuraba:

– Soy un Tsongor, soy un Tsongor, alejaos de mí.

196

Samilia había abandonado Massaba como una cautiva que huye, sin llevarse nada. Los primeros días pensó que tendría que librar batalla y se preparó para hacerlo. Sango Kerim y Kuame no tardarían en darle alcance, y tendría que volver a gritarles que la dejaran. Estaba decidida, no quería ceder nada más, pero el tiempo pasaba y ni Sango Kerim ni Kuame se presentaban. Era evidente que nadie la perseguía, no se había equivocado, ya no era nada. Habían empezado la guerra por ella, pero, después del primer muerto, después del primer hombre que vengar, había dejado de ser el motivo de la lucha. La sangre llamaba a la sangre, y los pretendientes habían acabado olvidándola. Nadie la perseguía, salvo el viento de las colinas.

A partir de ese momento, la vida no fue para ella más que un vagabundeo nómada. Iba de pueblo en pueblo y vivía de la caridad de las gentes; por los caminos del reino, los campesinos dejaban de cavar la tierra para ver pasar a aquella extraña amazona y contemplaban a aqueÚa mujer de negro que avanzaba con la cabeza baja; nadie se le acercaba. Atravesaba regiones enteras sin despegar los labios, sin pedir otra cosa a la vida que fuerzas para continuar. Envejeció en los caminos, yendo siempre hacia delante. Acabó llegando a los confines del reino, y sin darse cuenta siquiera, sin dignarse mirar el continente que abandonaba, cruzó aquella última frontera y penetró en tierras inexploradas, yendo aún más lejos que el rey Tsongor en sus años mozos, dejando que a sus espaldas desaparecieran las tierras natales del reino y su antiguo sabor. Fue entonces cuando realmente ya no fue nada, ya no tenía ni nombre ni pasado; para quienes se cruzaban con ella no era más que una extraña figura con la que apenas se osa hablar y a la que se ve pasar con la vaga sensación de que en ella hay algo violento que es mejor evitar. La gente rezaba para que no se detuviera, y Sami – lia nunca se detenía. Avanzaba testarudamente por caminos y senderos, hasta no ser más que un punto que se pierde en la distancia.

Kuame y Sango Kerim se habían convertido en las secas sombras de dos cuerpos extenuados. La partida de Sami – lia les había oscurecido la mente, ya no pensaban, ya no deseaban, sólo querían morder y hacer sangrar a la tierra. En eso acababan tantos años de guerra, tanto matar, tanto esperar, para que a fin de cuentas ya no les quedara otra cosa que llorar que sus recuerdos de batalla; hasta los perros parecían reírse a su paso. La locura que hasta entonces había consumido sus carnes los envolvió por completo.

De Massaba ya no quedaba nada, era una ciudad destruida desde el interior. Las casas se habían caído, las habían desmontado piedra a piedra para tapar los agujeros de las murallas. Ya nada tenía forma, sólo se mantenía en pie un perímetro de muros que protegía un montón de ruinas de los asaltos exteriores. El polvo había reemplazado a los adoquines y los árboles frutales habían sido cortados y quemados. Samilia se había ido, y, al final del combate, la batalla estaba perdida para todos.

Así las cosas, Kuame y Sango Kerim reunieron a sus ejércitos en la llanura por última vez, y, por última vez, se dirigieron la palabra.

– Es el fin – dijo Sango Kerim -, lo sabes tan bien como yo, Kuame, sólo nos queda acabar lo que empezamos. Aún hay hombres que deben morir y todavía no han caído. Ninguno de los dos puede sustraerse a esta última batalla, pero quiero proclamar aquí la regla del último día, tras lo cual callaré y no conoceré otra cosa que la muerte y la furia. Ante nuestros dos ejércitos reunidos, digo esto: que quienes quieran irse lo hagan hoy. Todos os habéis batido dignamente. La guerra acaba hoy, lo que empieza a partir de ahora es la venganza. Quienes tengan un sitio al que volver, que vuelvan a él; quienes tengan una mujer con la que regresar, que partan de inmediato, y quienes no tengan la muerte de algún ser querido que vengar, que arrojen sus armas al suelo. Para ellos hoy se ha acabado todo; no habrán obtenido ninguna de las riquezas que esperaban ganar aquí, pero se van con vida, que la conserven celosamente. En cuanto a los demás, que se preparen para librar la última batalla; no habrá tregua, combatiremos día y noche, combatiremos olvidando Massaba y sus tesoros, combatiremos para vengarnos.

– Lo que dices es justo, Sango Kerim – respondió Kuame -, la guerra no pasará de hoy. Lo que nacerá a continuación será la carnicería de los rabiosos; los que aún pueden, que se vayan sin vergüenza y vuelvan al lugar del que vinieron para contar quiénes fuimos.

En las filas de los guerreros el silencio fue prolongado e inquieto. Todos se miraban, pero nadie se atrevía a moverse, nadie quería ser el primero en marcharse. Fue entonces cuando Rassamilagh tomó la palabra.

– Me voy, Sango Kerim. Hace mucho tiempo que perdimos esta guerra, hace mucho tiempo que me levanto como un vencido día tras día. Recuerdo con dolor la noche en que bebimos el licor de mirto del desierto y todo podría haber acabado. Te he seguido a todas partes, he soportado todo lo que tú has soportado, pero hoy me acojo a la paz. Si alguno de los presentes tiene que vengarse de mí, si alguien quiere hacerme pagar la muerte de un hermano o un amigo, me enfrentaré a él, pero si nadie se presenta, me marcho y entierro la guerra de Massaba en la arena de mi pasado.

Nadie se movió. Rassamilagh abandonó las filas lentamente, y eso fue el comienzo de una gran desbandada. En cada campo, en cada tribu, eran muchos los hombres que se decidían; los jóvenes porque aún tenían muchos años por delante y querían volver con sus familias, los viejos porque los dominaba un tozudo deseo de ser enterrados en su tierra. Por todas partes se veían guerreros abrazándose. Los que se marchaban se despedían de los que se quedaban, los abrazaban y los encomendaban a la tierra, les ofrecían sus armas, sus cascos y sus monturas, pero los que se quedaban no querían nada; eran ellos, por el contrario, quienes debían dar, decían que para ellos se acercaba el fin y que pronto no necesitarían otra cosa que la moneda que se desliza entre los dientes de los muertos. Confiaban a los que partían sus bienes, sus amuletos y mensajes para los suyos. Eran como un gran cuerpo que se divide lentamente; las filas iban clareando en uno y otro campo.

Los que iban a marcharse no tardaron en estar listos, y abandonaron la llanura ese mismo día. Era mejor que no estuvieran allí cuando empezara la batalla; de lo contrario, el espectáculo de sus compañeros atrapados en la tormenta volvería a llamarlos a las armas.

En la llanura sólo quedó un puñado de hombres: eran los locos de la guerra, impacientes por abrazar la venganza. Todos querían vengar a un hermano o un amigo y miraban con el odio salvaje del perro al hombre sobre el que se arrojarían.

El viejo Barnak era uno de ellos. Aquellos de sus compañeros que habían decidido marcharse habían depositado a sus pies su reserva de qat; había un auténtico montículo de hierba seca. Barnak se agachó lentamente, cogió un buen puñado y se lo metió en la boca; mascaba, escupía, volvía a agacharse y cogía otro puñado. Cuando acabó de escupir, a su alrededor no quedaban más que pedazos de raíces mordisqueadas.

– A partir de ahora jamás volveré a dormir – murmuró para sí.

Ningún hombre había consumido nunca tal cantidad de droga. Barnak se estremecía de los pies a la cabeza. Sus músculos, fatigados por los años, volvían a tener el vigor de las serpientes, y las visiones que lo asaltaban le hacían poner los ojos en blanco y le llenaban la boca de espumarajos. Estaba listo.

Se dio la señal y empezó la lucha, una última batalla de enajenados. Ya no había estrategia ni fraternidad que valieran, cada uno luchaba por su cuenta, no para conservar su vida, sino para arrancársela al enemigo que había elegido. Era como una pelea de jabalíes. Las cabezas reventaban, los chorros de sangre inundaban los rostros, las armaduras cedían. Un horrible clamor de estertores guerreros hacía temblar los viejos e inmóviles muros de Massaba.

Sango Kerim y Kuame fueron los primeros en arrojarse uno sobre otro. En el centro de la refriega, trataron de atravesarse el costado por todos los medios, pero, una vez más, ni el uno ni el otro conseguían vencer. El sudor les perlaba la frente, se agotaban en vano; de pronto apareció Barnak, quien, con un rápido movimiento del brazo, decapitó a Sango Kerim. Su cabeza rodó tristemente por el polvo, y al caudillo nómada ni siquiera le dio tiempo de decir adiós a la ciudad que lo había visto nacer, pues la vida ya había escapado de su cuerpo. Kuame bajó la espada, no podía creerlo, su enemigo yacía ante él, a sus pies. Pero no le dio tiempo de alegrarse por la victoria: el viejo Barnak se había vuelto hacia él y lo miraba con ojos de loco. Ya no conocía a nadie, a su alrededor no veía otra cosa que cuerpos que atravesar. Hundió la espada hasta la empuñadura en el cuello de Kuame, que lo miró con ojos desorbitados por el asombro y se desplomó sin vida, ejecutado por su amigo a los pies de su enemigo decapitado.

En un abrir y cerrar de ojos, Barnak se vio atacado por decenas de guerreros de ambos bandos. Lo rodearon como cazadores que acorralan a una bestia salvaje y la matan a palos. Así murió, traspasado por decenas de lanzas, pisoteado y lapidado por los dos ejércitos.

Los guerreros perecían por todas partes, los golpes se amontonaban sobre los golpes; lentamente, todo se extinguía, ya no quedaban más que hombres con horribles heridas que se arrastraban con los codos intentando escapar al festín de las hienas, que ya infestaban la llanura. El último en morir fue Sako. Su hermano Danga le abrió el vientre, y sus entrañas se esparcieron por el suelo. En un esfuerzo supremo, consiguió herir a su hermano en un pie. Danga reía mientras la sangre le manaba del tendón seccionado, había ganado.

– Te mueres, Sako, y la victoria es mía, y míos son Massaba y el reino de mi padre. Te mueres, he acabado contigo.

Dejó el cadáver de su hermano a sus espaldas y quiso correr hacia Massaba para abrir las puertas de la ciudad como amo y señor, para gozar de lo que era suyo, pero la sangre seguía brotando de su herida. Ya no podía andar y cada vez se sentía más débil; de pronto, la ciudad le pareció infinitamente lejana. Empezó a arrastrarse sin dejar de reír, no comprendía que se estaba cumpliendo la predicción. Él, gemelo de Sako, que había nacido dos horas más tarde que su hermano, moría dos horas después de él. Sus vidas habían durado lo mismo, Sako lo había precedido en la muerte y lo esperaba, impaciente; Dango se vació de sangre lentamente. Y así como al nacer había caído de bruces sobre la sábana tinta en la sangre de su hermano, en ese momento agonizaba sobre el polvo enrojecido por la matanza. Todo se había consumado, la muerte del uno significaba el término de la vida del otro.

Cuando Danga expiró sin haber podido alcanzar las puertas de Massaba, un silencio inmenso se abatió sobre la ciudad, ya no quedaba nadie; era la hora de los carro – ñeros y del lento vuelo de los pájaros carniceros.

– ¿No lloras, Tsongor? – La voz de Katabolonga resonó en la inmensa cámara funeraria. El cadáver no respondió -. ¿No lloras, Tsongor? – repitió Katabolonga. Tsongor oía la lejana voz de su amigo, pero no respondía; no, no lloraba, aunque veía pasar a todos sus hijos, a todos los guerreros de Massaba, a los últimos combatientes. Estaban allí, ante sus ojos, con el rostro destrozado, con la mirada apagada por los años de guerra; estaban allí, avanzando con paso lento, como un cortejo moribundo. Veía a Kuame y a Sango Kerim, veía a sus dos hijos, Sako y Danga, que seguían enzarzados en la lucha; estaban todos allí. Tsongor no lloraba, no, tenía la sensación de estar viendo pasar una columna de locos sedientos de sangre; estaba inmóvil, ni siquiera intentaba llamarlos. Sólo desprecio, sólo sentía desprecio por aquellos combatientes que se habían matado del primero al último. No, no lloraba; al pasar junto a él, los muertos percibieron su presencia y bajaron la cabeza. Tsongor estaba allí, juzgándolos con su mirada de antepasado, Tsongor los dejaba pasar sin pronunciar palabra, sin intentar abrazarlos y besarlos en la sien por última vez. Fue entonces cuando los invadió la vergüenza y siguieron avanzando hacia la orilla, sin esperar nada más. Tsongor los miraba mientras se alejaban; estaban todos allí, no pasó por alto ningún cuerpo, ningún rostro. Estaba seguro de que Samilia no se encontraba entre ellos. Su cólera no hizo más que aumentar y, dirigiéndose a los condenados, habló al fin con voz pétrea, con la ira del padre ofendido.

– No teníais derecho – les dijo -, ningún derecho a morir. Samilia está viva, la habéis dejado sola. Debíais luchar por ella, pero os habéis destrozado del primero al último y la habéis olvidado. Ya no queda nadie para velar por ella. Os maldigo, no teníais derecho.

La tropa desapareció lentamente, nadie se atrevió a volverse. Tsongor se quedó allí, era la única sombra que no podía pasar al otro lado. Una voz lejana lo llamaba al mundo de los vivos. Tsongor la conocía, era la voz de Katabolonga.

– ¿No lloras, Tsongor?

No, no lloraba; apretaba los puños con cólera, maldiciendo a los condenados.

Suba seguía recorriendo los caminos, pero su comportamiento había cambiado. Era como una sombra miedosa, evitaba las ciudades, se mantenía alejado de los hombres. El asesinato del oráculo seguía torturándolo, la vergüenza no le daba tregua. Pensaba en su padre, en sus conquistas, en sus crímenes, y ahora creía comprenderlo. No paraba de reflexionar sobre las palabras del oráculo; sí, la anciana tenía razón, sólo se inspiraba asco. Ya no pensaba en las tumbas, y la idea de tener que dirigir otra obra lo horrorizaba; no, no construiría la última tumba, quería huir, desaparecer del mundo. Era un peligro para los hombres, sus manos podían matar. Lentamente, como un viejo decrépito, avanzaba hacia los grandes desfiladeros del norte, aquellas altas y escarpadas montañas, salvajes y abandonadas por el hombre. Sólo podía esconderse allí, allí, donde nadie iría a buscarlo. Quería desaparecer, y los grandes desfiladeros le parecían el abismo ideal para perderse.

Cuando llegó, el prodigioso espectáculo de las montañas lo dejó sobrecogido. Era un macizo muy accidentado, surcado por largos desfiladeros semejantes a angostos caminos de piedra, pasillos en los que apenas cabía un hombre; allí nada tenía medida humana. A veces, después de haber recorrido un desfiladero, llegaba al borde de un precipicio, y era como estar en una terraza: hasta donde alcanzaba la vista, no había otra cosa que el inmenso silencio de las montañas. Por primera vez desde el asesinato del oráculo, se sentía en paz; de vez en cuando, un halcón solitario rasgaba el cielo, estaba solo en un mundo salvaje. Suba se dejó llevar por su mula.

Durante tres días vagó por aquel laberinto de piedra, plegándose a los caprichos de su montura, sin comer ni beber, como una sombra que muere lentamente empujada por el viento. Al cuarto día, cuando las fuerzas lo habían abandonado por completo, se vio de pronto ante la entrada de un palacio excavado en la roca. Al principio creyó que tenía alucinaciones; pero la entrada estaba allí, austera y suntuosa. Era allí, sí, allí era donde había que enterrar a Tsongor, lo supo de golpe. Bajó de la mula y se arrodilló ante el palacio. Era allí. Tal vez fuera el mismo Tsongor quien había construido aquel palacio, sí, tal vez hubiera llegado allí y hubiera sentido por aquel lugar lo mismo que él ante el ciprés de las tierras soleadas; o tal vez aquel palacio silencioso e ignorado por todos hubiera existido siempre, olvidado por los hombres. Sí, allí era donde había que enterrar a Tsongor, un lugar suntuoso pero escondido, una tumba regia y majestuosa que ningún hombre encontraría jamás. Allí era donde debía reposar Tsongor, las montañas tenían su misma grandeza. Allí podría esconder su vergüenza, ya no le cabía duda, una tierra que no tenía la medida del hombre, infinitamente más bella y más salvaje, un lugar fuera del mundo; lo había encontrado.

Volvió a montar con la certeza de que su viaje había acabado. Ya no le quedaba más que volver a Massaba. Había construido seis tumbas repartidas por todo el reino y había encontrado la séptima, la última morada de Tsongor. Ya sólo quedaba enterrarlo para que pudiera descansar en paz.

Ningún rumor, ningún ruido de batalla perturbaba ya el profundo sueño del rey. Tsongor y Katabolonga habían dejado de hablar, no había nada más que decir; sin embargo, el viejo rey seguía removiéndose en su tumba. Katabolonga creía que se debía una vez más a la moneda roñosa, que el deseo de pasar a la orilla de los muertos volvía a torturar a Tsongor, pero un día el difunto rey habló al fin, y hacía tanto tiempo que Katabolonga no oía su voz que dio un respingo, como un mono asustado.

– Legué mi imperio a mis hijos – dijo Tsongor -. Lo devoraron a bocado limpio y se mataron unos a otros sobre un montón de ruinas. No lloro por ellos, pero ¿qué le di a Samilia? Ni el marido que le había prometido ni la vida a la que tenía derecho. ¿Qué habrá sido de ella? De Samilia no sé nada, era mi única hija y no recibió nada de mí. A Suba tal vez le transmitiera lo que soy, pero Samilia es la parte que se me escapó. Sin embargo, fue para ella para quien más preparé mi legado. Quería darle un hombre, tierras; quería que mi vida sirviera para eso, para ponerla a cubierto, para que nada pudiera dañarla jamás; quería que mi sombra de padre velara por ella y sus descendientes. Pero no le dejé otra cosa que el luto, el luto por su padre y luego el luto por sus hermanos, uno tras otro, la muerte de sus pretendientes, el saqueo de la ciudad. ¿Qué recibió de mí? Promesas de fiestas y la ceniza de las casas saqueadas. Samilia es la parte sacrificada. Yo no quería eso, nadie lo quería, pero todos la olvidaron.

Tsongor calló y Katabolonga no respondió, no tenía nada que decir. Él también pensaba a menudo en Samilia. A veces se preguntaba si no era su deber buscarla para escoltarla allí donde fuera, para velar por ella, pero no había hecho nada. A pesar de la compasión que le inspiraba, sentía que su sitio no era ése. Su fidelidad consistía en esperar a Suba, no debía haber otra cosa, así que había dejado desaparecer a Samilia, como todos los demás. Y, como todos los demás, tenía remordimientos, porque sentía que aquella mujer era sagrada, sagrada por todo lo que había sufrido, sagrada porque todos, uno tras otro, sin ni siquiera darse cuenta, la habían sacrificado.

Suba tomó el camino de regreso. Cabalgó durante semanas, impaciente por volver a ver su tierra natal y preocupado por lo que encontraría en ella. Su mula había envejecido, avanzaba más despacio y se había quedado casi ciega, pero seguía llevándolo por los caminos del reino sin dudar nunca. De su silla aún pendían las ocho trenzas de las mujeres de Massaba, que el tiempo había encanecido, eran el reloj de arena de Suba. Había transcurrido toda una vida. Llegó a la cima de la más alta de las siete colinas al alba, Massaba estaba a sus pies. De golpe parecía haberse convertido en un pequeño e insignificante montón de piedras, sólo las murallas conservaban su imponente silueta. La llanura estaba desierta y los poblados de tiendas que antaño se apretujaban al pie de las murallas habían desaparecido. Ya ni siquiera se distinguía el trazado de los caminos que en otro tiempo llenaban muchedumbres de afanosos mercaderes, ya no quedaba nada. Lentamente, Suba bajó a la llanura y entró en Massaba.

Era una ciudad desierta, no se oía el menor ruido, no se percibía un solo movimiento en torno a aquellas piedras impasibles, todo se había desintegrado. Los habitantes que habían sobrevivido a la larga guerra habían acabado huyendo de aquel lugar maldito, lo habían dejado todo tal cual, las plazas, las casas en ruinas… El tiempo y la vegetación se habían apoderado de todo. En ese momento las fachadas estaban cubiertas de verde musgo y las malas hierbas prosperaban en los patios, en las azoteas, entre las tejas y en las grietas de los muros. Era como si la vegetación se hubiera tragado la ciudad poco a poco. La hiedra envolvía las casas que aún seguían en pie y el viento zarandeaba las puertas y formaba densos remolinos de polvo. Suba recorrió las calles de la ciudad con las mandíbulas apretadas. Massaba no había caído, no, se había podrido lentamente; los vestigios de los combates de antaño alfombraban las calles, fragmentos de cascos, astillas de cristal, trozos de máquinas de guerra calcinadas. Todo iba acudiéndole a la mente: los rostros de los que había dejado atrás, la presencia de sus hermanos, la última noche que habían pasado juntos, la víspera de su partida, las canciones, los licores que habían bebido. Recordaba la mano de su hermana acariciándole el brazo, recordaba las lágrimas que había vertido; era el único que sabía que todo aquello había existido. Su mula avanzaba en medio de la desolación, y él se sentía tan viejo como si tuviera varios siglos. Volvía a ver un mundo desaparecido, recorría calles devoradas por el pasado; era como un estúpido superviviente que ve morir a toda una generación de hombres y se queda solo, estupefacto, en medio de un mundo sin nombre.

Cuando entró en el viejo palacio del rey Tsongor, un fuerte olor le abofeteó el rostro. Una colonia de monos había trasladado su domicilio a las inmensas salas del edificio, se contaban por centenares, por miles, y las alfombras estaban cubiertas de excrementos. Saltaban de habitación en habitación agarrándose a las lámparas, y Suba tuvo que abrirse paso entre ellos apartándolos a puntapiés. Eran monos aulladores y sus agudos chillidos eran lo único que se oía en la ciudad, quejas de animal inarticuladas. A veces se pasaban la noche entera chillando de ese modo, dando desgarradoras serenatas que hacían temblar las paredes del palacio.

Suba bajó a la gran cámara donde reposaba su padre. Estaba a oscuras, avanzó despacio, a tientas, y tropezó varias veces. De pronto, en mitad de la sala, se oyó un brusco chasquido al que siguió un resplandor que lo deslumhró, alguien acababa de encender una antorcha.

Suba se quedó pegado a la pared durante unos instantes, estupefacto; poco a poco, distinguió el sepulcro sobre el que reposaba su padre. Junto a él había alguien, con el rostro iluminado por el resplandor de la antorcha.

– Tsongor te esperaba, Suba.

Reconoció aquella voz al instante, era como si se hubiera marchado el día anterior. El hombre al que tenía ante sí era Katabolonga, el portador del taburete de oro de su padre. Estaba allí, tan descarnado como una vaca sagrada, con las mejillas hundidas y una larguísima barba que se le comía el rostro. Estaba sucio, pero se mantenía bien erguido. Durante todos aquellos años se había alimentado de los monos que se aventuraban a bajar allí sin moverse jamás, permaneciendo siempre junto a la cabecera del muerto. Suba se sintió invadido por una alegría inmensa, quedaba un hombre, un hombre que conocía el mundo en el que él había nacido, que recordaba el rostro de sus hermanos, sabía lo hermosa que era Samilia y lo que habían sido las fuentes de Massaba. Quedaba eso; allí, en medio de los huesos de mono roídos y la oscuridad, quedaba un hombre que lo había esperado y podía pronunciar su nombre.

Juntos cumplieron la promesa que le habían hecho a Tsongor: cogieron el cadáver del rey con precaución y lo sacaron al exterior, allí construyeron una especie de camilla de madera que engancharon a la vieja mula, y Suba se puso en camino una vez más.

Abandonaron para siempre la soberbia ciudad de antaño al liquen y los monos. Caminaban a ambos lados de la mula sin hablar, los dos velaban por el cuerpo del rey muerto. De pronto, en el instante en que llegaron a la cima de la colina, oyeron el gran coro quejumbroso de los monos aulladores. Era como el último adiós de la ciudad o como la risa burlona del destino, que elevaba su grito de victoria en un país de silencio.

Suba llevó el cadáver de su padre a las montañas púrpura del norte. Durante el viaje, Katabolonga le contó lo que había ocurrido en Massaba: la muerte de Libo – ko, la desaparición de Samilia y la inexorable destrucción de la ciudad. Suba no le hacía ninguna pregunta, ya no le quedaban fuerzas, sólo lloraba. El rampante interrumpía su relato y, más tarde, cuando las lágrimas se secaban, lo reanudaba, así que Suba vivió la agonía de Massaba y de los suyos por boca del viejo servidor de Tsongor.

Llegaron a las montañas púrpura y se internaron en los estrechos desfiladeros. Katabolonga miraba aquel laberinto rocoso, aquellos escarpados pasillos en los que el sol a duras penas conseguía penetrar, como habría mirado un lugar santo. La alta silueta de las rocas tenía algo de eternidad suspendida. Allí no había más seres vivos que algunas cabras monteses y grandes lagartos que se deslizaban de piedra en piedra.

Llegaron a la tumba tras una hora de marcha. Ante ellos se alzaba, la suntuosa fachada del palacio, excavada en la piedra ocre, parecía la silenciosa puerta que llevaba al corazón de las montañas.

Depositaron el noble cadáver de Tsongor en la última sala del palacio. Suba le puso la túnica real con la amorosa delicadeza de un hijo; luego, posó la mano en el pecho de su padre y se recogió durante unos momentos. Llamaba a su espíritu. Cuando sintió que el rey Tsongor volvía a estar allí, rodeándolo con su presencia, pronunció al oído del cadáver la frase que había conservado en la memoria durante tantos años:

– Soy yo, padre, soy Suba. Estoy junto a ti, escucha mi voz, estoy vivo. Descansa en paz, pues todo se ha cumplido.

Y besó la frente del rey Tsongor. De improviso, el cadáver sonrió con dulzura; oía la voz de su hijo y comprendía por su tono, más maduro, más grave que antaño, que habían pasado los años, que, a pesar de las guerras y las matanzas, al menos una cosa había ocurrido como había previsto. Suba estaba vivo y había cumplido su palabra. Había llegado el momento de desaparecer. Katabolonga se acercó lentamente, de una de las cajitas de caoba que llevaba colgadas del cuello, sacó la vieja moneda de Tsongor y delicadamente, sin decir palabra, la deslizó entre los dientes del muerto. Todo había acabado. Al término de su vida, Tsongor moría sin otro tesoro que la moneda que se había llevado consigo al iniciar su vida de conquistas. Así dio fin la lenta agonía del rey Tsongor. Sonrió con tristeza, como un ajusticiado, sonrió contemplando los rostros de su hijo y de su viejo amigo y murió por segunda vez.

Suba permaneció largo rato junto a la cabecera del cadáver. Conservaba en su mente la última expresión de su padre, aquella sonrisa triste y lejana que no le había visto esbozar en vida. Comprendía que para Tsongor no podía haber alivio; a pesar del regreso de su hijo y de la moneda de Katabolonga, el viejo rey había muerto pensando en Samilia, y ese recuerdo lo atormentaría incluso en la muerte.

Suba colocó la pesada losa de mármol y selló la tumba; todo había acabado, había cumplido con su deber. En ese momento, Katabolonga se volvió hacia él y le habló con suavidad.

– Ahora ve, Suba, y vive la vida que debes vivir sin temer nada. Yo me quedo con Tsongor, estaré aquí, no me moveré.

Y antes de que Suba pudiera decir nada, el gran rampante de arrugado rostro lo apretó contra su pecho y le indicó que se marchara. No había nada más que decir, Suba lo comprendió. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de la tumba. Katabolonga se quedó mirando la silueta de su espalda y murmuró una plegaria para encomendarlo a la vida; sentía que la muerte crecía en su interior.

«Ya está – se dijo -, ahora me toca a mí. Ya no iré más lejos. Soy el último del viejo mundo. El tiempo del rey Tsongor y de Massaba ha concluido, el tiempo de mi vida, también. No iré más lejos.»

Se acurrucó a los pies de la tumba, como un centinela, listo para saltar, con una mano en el pomo del puñal y la otra sobre el sagrado taburete de oro, y murió. Su cuerpo se inmovilizó como la piedra y permaneció así por toda la eternidad, como una estatua vigilante que prohibe el acceso a un lugar sagrado a los extraños. Katabolonga estaba allí, para siempre, con la cabeza orgu – llosamente erguida, con los ojos clavados en la puerta de la tumba y en Suba, que se alejaba lentamente.

El hijo del rey Tsongor abandonó las vastas salas excavadas en la roca, volvió a salir a la luz del sol y montó en su eterna mula. Rehízo el camino entre las altas rocas, que lo observaban en silencio. Durante todas las noches de aquel viaje no había dejado de hacerse la misma pregunta: ¿por qué le había confiado aquella tarea su padre?, ¿por qué lo había condenado al exilio y la soledad?, a permanecer lejos de los suyos, a ignorar la suerte de Massaba. ¿Por qué lo había elegido a él, Suba, el menor de sus hijos? A él, que soñaba con una vida completamente distinta, que tantas veces había estado a punto de abandonar para acudir en ayuda de Massaba. Eran preguntas que lo inquietaban a menudo, pero a las que nunca había hallado respuesta. Había envejecido y había acabado considerando aquella tarea como una maldición que lo excluía del mundo y de la vida, pero en aquel momento comprendió de pronto que, durante su gran noche en blanco en la azotea de Massaba, su padre lo había intuido todo; había visto la aterradora guerra que se avecinaba, había visto el sangriento sitio de Massaba y las infinitas matanzas que cubrirían de sangre la llanura, había presentido que el mundo iba a vacilar, que todo desaparecería, que no quedaría nada y que ni él ni nadie podría oponerse a aquel viento salvaje que se lo llevaría todo. Así que había llamado a Suba y lo había condenado a años de vagabundeo y trabajos para que, durante todo ese tiempo, se mantuviera alejado de la desgracia que todo lo devora, para que, cuando todo acabara, quedara al menos un hombre. Y había acertado, quedaba uno, el último superviviente del clan Tsongor.

Suba había cumplido su promesa, pero la triste sonrisa de Tsongor lo obsesionaba. Quedaba Samilia, olvidada por todos y maltratada por la vida. Al principio pensó en lanzarse en su busca, pero conocía la inmensidad del reino y sabía que jamás la encontraría, sería una búsqueda vana. Reflexionó largo rato sobre su mula hasta llegar al último desfiladero de las montañas púrpura, allí levantó la cabeza y contempló el paisaje que lo rodeaba. Las montañas estaban a su espalda, la inmensidad del reino, ante él. Era el último hombre de un mundo extinguido, un hombre maduro que no había empezado a vivir; le quedaba vivir. Sonrió, ya sabía lo que tenía que hacer, construiría un palacio. Hasta ese día había obedecido a su padre y erigido las tumbas, una tras otra; a partir de entonces debía pensar en Samilia. Construiría un palacio, el palacio de Samilia, un edificio austero y suntuoso que sería el coronamiento de sus trabajos. Trataría de igualar la belleza de su hermana, lo haría de tal modo que el palacio hablara al mismo tiempo del fasto de su vida y del fracaso de una existencia devorada por la desgracia. Sí, eso era lo que le quedaba por hacer. En las tumbas de Tsongor nadie entraría jamás, las había sellado todas, una tras otra, para que en su interior sólo reinaran el silencio y la muerte. El palacio de Samilia estaría abierto, como un albergue regio para los viajeros; los hombres acudirían de todas partes para descansar en él, las mujeres dejarían ofrendas para honrar el recuerdo de la hija del rey Tsongor. Un palacio abierto a los vientos del mundo, como un caravasar resonante de voces y ruidos. Construiría aquel palacio, y quizá un día Samilia oyera hablar de aquel lugar que llevaba su nombre. Era la única esperanza que le quedaba, que su hermana oyera hablar del palacio y volviera junto a él. Construiría un palacio para llamar a su hermana, y si Samilia estaba ya demasiado lejos, si jamás volvía, no todo se habría perdido: el palacio estaría allí para contar a todos la locura de los Tsongor, para honrar el recuerdo de Samilia y ofrecer eterna hospitalidad a sus hermanas errantes.