El sexto caso de Sano Ichiro, el «muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas»

Por primera vez desde que trabajan juntos en la resolución de los crímenes más variopintos, la singular pareja formada por Sano Ichiro y su combativa esposa Reiko se ve abocada a dos casos independientes. En efecto, una oleada de muertes inexplicables se abate sobre los más altos funcionarios imperiales y, cuando le toca el turno a Ejima Senzaemon, jefe del servicio de espionaje del sogún -asesinado misteriosamente durante una carrera de caballos en el castillo de Edo-, Sano recibe la orden de hacerse cargo. Entretanto, a petición de su padre, el juez Ueda, Reiko ha de investigar una turbia trama secreta con el fin de demostrar la inocencia de Yugao, una hermosa joven que se ha declarado culpable de cometer un espantoso crimen. Cuando en el transcurso de sus respectivas pesquisas Sano y Reiko descubren estupefactos que el hombre que él intenta atrapar y la mujer que ella intenta salvar están relacionados de algún modo, y que detrás de todo ello puede haber un movimiento clandestino para derrocar al sogún, enseguida comprenden que no sólo hay en juego vidas inocentes, sino la estabilidad del país. Ahora, todo dependerá de su acierto en desentrañar un laberíntico caso de ramificaciones y consecuencias imprevisibles.

Laura Joh Rowland

La Marca del Asesino

Sano Ichiro – #6

Prologo

Edo

Periodo Genroku año 8, mes 4

(Tokio, mayo de 1695)

Un disparo resonó en el interior del castillo de Edo y su eco alcanzó la ciudad que se extendía en las faldas de la colina.

En el hipódromo del castillo, cinco caballos partieron a todo galope desde la línea de salida. Los montaban jinetes samuráis, vestidos con yelmos de metal y cotas de armadura, encogidos en las sillas. Fustigaban a los animales; sus gritos exigían más velocidad. Los cascos levantaban nubes de polvo.

Alrededor del largo circuito oval, en gradas de madera protegidas del sol por toldos a rayas, los funcionarios que formaban el público animaban a los jinetes. Los soldados que patrullaban por los muros de piedra y los apostados en las atalayas por encima de éstos miraban y vitoreaban. Los caballos galoparon en paralelo hasta llegar a la primera curva, y entonces se apiñaron mientras los jinetes luchaban por ganar la posición en el carril interior de la pista. Lanzaban golpes a las monturas y los cuerpos de sus rivales; sus fustas restallaban contra los caballos y resonaban con estruendo en las armaduras. Los animales relinchaban entre choques. Cuando completaron la curva, un jinete a lomos de un semental zaino se destacó del pelotón.

Lo espoleaban las sensaciones del poder y la velocidad. El pulso se le aceleraba al ritmo de los cascos tronantes de su caballo, que resonaban en su yelmo. A través de la visera veía pasar los espectadores, sus manos ondeantes, sus vestiduras de colores y sus rostros ávidos fundidos en un borrón al viento. Lanzó un grito, embriagado por una osadía temeraria. Ese nuevo caballo valía hasta la última pieza de oro que había pagado por él. Recuperaría su precio en cuanto hubiera cobrado las apuestas y le enseñaría a todo el mundo quién era el mejor jinete de la capital.

Lanzado por la pista, sacó un cuerpo de ventaja a los demás. Al mirar por encima del hombro, vio que dos rivales se le echaban encima, uno a cada lado. Se inclinaron hacia delante y lo hostigaron con sus fustas. Los impactos resbalaban en la armadura. Un jinete agarró sus riendas y otro lo asió de la cota en un intento por frenarlo. Implacable en su ansia de ganar, el jinete propinó fustazos a sus yelmos. Los dejó atrás y el público rugió. Él aulló de júbilo al tomar la siguiente curva. El pelotón lo seguía en estampida, pero él arrancó más velocidad a su caballo, hasta aumentar su ventaja mientras se acercaba a la meta.

De repente en su cabeza surgió la imagen de un jinete que se le acercaba, de tamaño monstruoso, negro como la noche. Sobresaltado, echó un vistazo atrás, pero sólo vio los caballos y rivales conocidos que avanzaban a través del polvo de su estela. Espoleó y fustigó más la montura, imprimiéndole un acelerón que aumentó la brecha que lo separaba de sus perseguidores. Por delante, a unos cien pasos de distancia, se encontraba la línea de meta. Allí lo esperaban dos funcionarios samuráis, con banderas rojas, listos para señalar al ganador.

Sin embargo, en ese momento el jinete monstruoso cobró tamaño en su percepción, echándosele encima a tal punto que sentía su sombra en la nuca. Notó un dolor intenso y atroz tras el ojo derecho, como si le hubieran clavado un cuchillo en el cráneo, y soltó un grito. El dolor empezó a palpitar, hundiéndole su filo cada vez más hondo, cada vez más fuerte y más rápido. Gimió de sufrimiento y confusión.

¿Qué le estaba pasando?

La luz solar adquirió una intensidad abrasadora. La pista, los hombres de la meta y los espectadores se disolvieron en una reverberación cegadora, como si el mundo se hubiera incendiado. Su corazón marcaba un sonoro y frenético contrapunto a los latidos de dolor. Los sonidos exteriores se confundieron en un zumbido apagado y un cosquilleo se le extendió por brazos y piernas. No sentía el caballo debajo de él. Su cabeza parecía muy alejada del cuerpo. Supo entonces que algo espantoso le estaba ocurriendo. Trató de pedir ayuda, pero de su boca sólo surgieron unos graznidos incoherentes.

Aun así, no sentía miedo. La emoción y el pensamiento se le escaparon como hojas arrastradas por el viento. Notó debilidad en las manos y aflojó las riendas. Su cuerpo era un peso muerto e insensible que se desplomaba en la silla. La luz brillante y temblorosa se contrajo en un punto al tiempo que el jinete negro lo alcanzaba y la oscuridad se apoderaba de su visión.

El punto de luz se apagó con un parpadeo. El mundo desapareció en un silencio negro. La conciencia murió.

Al cruzar la línea de meta, cayó de su montura en la trayectoria de los caballos que lo perseguían.

Capítulo 1

Por encima del hipódromo, más allá de las lomas boscosas surcadas por pasajes de paredes de piedra que rodeaban y remontaban la colina, se erguía un complejo separado de las mansiones donde vivían los altos funcionarios del régimen Tokugawa. Lo protegían unos altos muros rematados por pinchos metálicos; sus tejados asomaban entre pinos. A su entrada formaban cola funcionarios samuráis, ataviados con las vestiduras formales de seda y las dos espadas, con la coronilla rapada y los moños propios de su clase. Escoltados por los guardias, entraban por la doble puerta, cruzaban el patio y pasaban a la mansión, que se multiplicaba en un laberinto de alas conectadas por pasillos cubiertos. Luego se congregaban en una antesala, donde esperaban para ver al chambelán Sano Ichiro, segundo del sogún y primer administrador del bakufu, el gobierno militar que regía los destinos de Japón. Entretenían la espera con chismes políticos, produciendo un rumor constante y creciente con sus voces. En las habitaciones contiguas reinaba un torbellino de actividad: los asesores del chambelán se insultaban entre ellos; los oficinistas registraban los negocios realizados por el régimen, recopilaban informes y los archivaban; los mensajeros iban y venían a toda prisa.

Encerrado en su despacho privado interior, el chambelán Sano se hallaba reunido con el general Isogai, comandante supremo del Ejército, para ponerse al día de los asuntos militares. A su alrededor, coloridos mapas de Japón colgaban de los gruesos tabiques de madera que amortiguaban el bullicio exterior. Las estanterías y los cofres de hierro a prueba de incendios estaban llenos de libros de registros. La ventana abierta ofrecía una vista del jardín, donde resplandecía a la luz vespertina la arena rastrillada en líneas paralelas alrededor de unas rocas musgosas.

– Hay buenas y malas noticias -dijo el general Isogai. Era un hombre bulboso con una cabeza achaparrada que parecía brotarle directamente de los hombros. Sus ojos centelleaban de inteligencia y jovialidad. Hablaba con una voz sonora acostumbrada a impartir órdenes-. La buena noticia es que las cosas se han calmado en los últimos seis meses.

Seis meses atrás, la capital se había visto envuelta en una contienda política.

– Demos gracias de que se haya reinstaurado el orden y evitado la guerra civil -dijo Sano, que recordaba la sangrienta batalla en que se habían enfrentado las tropas de dos facciones rivales a las afueras de Edo, saldada con 346 soldados muertos.

– Podemos agradecer a los dioses que el caballero Matsudaira tenga el poder y haya desaparecido Yanagisawa -añadió el general.

El caballero Matsudaira -primo del sogún- y el ex chambelán Yanagisawa habían competido con encono por hacerse con el poder. Su lucha había dividido el bakufu, hasta que Matsudaira había logrado ganarse más aliados, derrotar al ejército de su rival y desalojar a Yanagisawa. En ese momento controlaba al sogún y, por ende, la dictadura.

– La mala noticia es que no han acabado los problemas -prosiguió Isogai-. Se han producido más incidentes desafortunados. Dos de mis soldados fueron emboscados y asesinados en la carretera, y otros cuatro mientras patrullaban por la ciudad. Ayer pusieron una bomba en la guarnición militar de Hodogaya; cuatro soldados resultaron muertos, ocho heridos.

Sano arrugó la frente, consternado.

– ¿Han atrapado a los responsables?

– Todavía no -respondió Isogai con expresión agria-. Pero por supuesto sabemos quiénes son.

Tras el derrocamiento de Yanagisawa, docenas de soldados de su ejército se las habían ingeniado para frustrar los denodados esfuerzos del caballero Matsudaira por capturarlos. Edo, hogar de un millón de personas e incontables casas, tiendas, templos y santuarios, ofrecía muchos escondrijos a los fugitivos. Decididos a vengar la derrota de su señor, libraban la guerra contra el caballero Matsudaira en forma de atentados y sabotajes. Así pues, Yanagisawa todavía proyectaba una sombra, aunque en ese momento viviera exiliado en la isla de Hachijo, en medio del océano.

– He oído informes de combates entre el Ejército y los rebeldes en las provincias -dijo Sano. Los rebeldes estaban fomentando la insurrección en las zonas donde los Tokugawa tenían menos presencia militar-. ¿Sabéis ya quién dirige los ataques?

– He interrogado a los fugitivos capturados y les he sonsacado algunos nombres. Todos son altos mandos del ejército de Yanagisawa pasados a la clandestinidad.

– ¿Podrían estar recibiendo órdenes de alguien nada clandestino?

– ¿Del interior del bakufu, queréis decir? -Isogai se encogió de hombros-. Quizá. Aunque el caballero Matsudaira se ha desembarazado de la mayor parte de la oposición, no puede eliminarlos a todos.

Matsudaira había purgado el gobierno de muchos funcionarios que habían apoyado a su rival. Los destierros, degradaciones y ejecuciones probablemente se prolongarían una temporada. Sin embargo, todavía había en el bakufu restos de la facción de Yanagisawa. Se trataba de hombres demasiado poderosos para que Matsudaira pudiera defenestrarlos. Suponían un desafío modesto pero creciente para él. -Con el tiempo aplastaremos a los rebeldes -dijo el general-. Sólo nos cabe rogar que un ejército extranjero no invada Japón mientras andamos enfrascados en ello.

Terminada su reunión, ambos se levantaron e intercambiaron reverencias.

– Mantenedme informado -pidió Sano. El general lo observó un momento.

– Estos tiempos han sido desastrosos para muchas personas -comentó-, pero beneficiosos para otras. -Su sonrisa cómplice y traviesa era un guiño para Sano-. Si Yanagisawa y el caballero Matsudaira no se hubieran enfrentado, cierto antiguo detective jamás se habría elevado a cotas muy por encima de sus expectativas… ¿no es así, honorable chambelán?

Recalcó el título de Sano, concedido seis meses atrás a resultas de una investigación de asesinato que había precipitado la caída de Yanagisawa. Sano, que en un tiempo fuera sosakan-sama del sogún -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, había sido elegido como sustituto del anterior chambelán.

Isogai soltó una risita.

– Jamás pensé que respondería ante un antiguo ronin. -Antes de incorporarse al gobierno, Sano había sido un samurái sin señor que malvivía como tutor e instructor de artes marciales-. Aposté con varios de mis oficiales que no duraríais ni un mes.

– Gracias por vuestro voto de confianza -repuso Sano con una sonrisa irónica, al recordar lo que le había costado aprender cómo funcionaba el gobierno, mantener bien engrasada su enorme y esotérica burocracia y entablar una buena relación con los subalternos que le echaban en cara su ascenso por encima de ellos.

En cuanto hubo partido el general, el torbellino exterior al despacho de Sano irrumpió por la puerta. Los asesores se le echaron encima, luchando a voces por su atención:

– ¡Aquí están los últimos informes sobre rentas públicas!

– ¡Aquí están vuestros memorandos para que los firméis!

– ¡Los consejeros judiciales esperan para veros!

Los asesores apilaron una montaña de documentos sobre el escritorio y desenrollaron pergaminos ante él. Impartió órdenes mientras repasaba los papeles y los estampaba con el sello de su firma. Esa había sido su rutina cotidiana desde que lo nombraran chambelán. Para mantenerse al día de todo lo que pasaba en la nación, leía y escuchaba un sinfín de informes y celebraba una reunión tras otra. Su vida se había convertido en un frenesí incesante. Reflexionó sobre que el régimen Tokugawa, fundado por el acero de la espada, marchaba a esas alturas sobre el papel y la charla. Lamentaba la costumbre que había instaurado al asumir su nuevo cargo.

En su afán por tomar las riendas, había querido entrevistarse con todo el mundo y oír todas las noticias y problemas sin el filtro de quienes pudieran ocultarle la verdad. Había pretendido tomar las decisiones por su cuenta, en lugar de confiarlas a los doscientos hombres que formaban su personal. Como no quería acabar manipulado y en la ignorancia, Sano había abierto sus puertas a un enjambre de funcionarios. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que se había excedido. Los asuntos de poca monta y la gente ansiosa por ganarse su favor le consumían demasiado tiempo. A menudo se sentía como si flotara precariamente en constante peligro de ahogarse. Había cometido muchos errores y herido muchas susceptibilidades.

Con independencia de sus dificultades, Sano se enorgullecía de sus logros. Había mantenido de una pieza el régimen Tokugawa a pesar de su inexperiencia. Había alcanzado la cumbre de la carrera de un samurái, el más alto honor. Con todo, a menudo se sentía aprisionado en su despacho. Su espíritu de guerrero se impacientaba; ni siquiera tenía tiempo para practicar las artes marciales. Sentarse, hablar y manosear papel mientras la espada criaba herrumbre no era trabajo para un samurái. No podía evitar la añoranza de sus días de detective, el desafío intelectual de resolver crímenes y la emoción de cazar malhechores. Deseaba usar su nuevo poder para hacer el bien, mas no parecía haber muchas ocasiones para ello.

Un mensajero del castillo de Edo esperaba indeciso a su lado.

– Disculpad, honorable chambelán -dijo-, pero el sogún desea veros en palacio ahora mismo.

Además de todo, Sano estaba a las órdenes del sogún día y noche. Su deber más importante era mantener contento a su señor. No podía rehusar un llamamiento, por frivolos que solieran demostrarse los motivos.

Salió de sus aposentos acompañado por sus dos vasallos, Marume y Fukida. Los dos habían pertenecido a su cuerpo de detectives cuando era sosakan-sama, en ese momento le servían en calidad de guardaespaldas y ayudantes. Atravesaron con paso ligero la antesala, donde los funcionarios ansiosos por verlo revolotearon a su alrededor suplicando un instante de su atención. Sano se disculpó y se apartó mentalmente de todo el trabajo que tenía pendiente, mientras Marume y Fukida lo sacaban por la puerta.

Dentro del palacio, Sano y sus escoltas avanzaron por la larga sala de audiencias, por delante de los guardias apostados contra las paredes. El sogún estaba sentado en la tarima del fondo. Llevaba el gorro negro cilíndrico que indicaba su rango y unas lujosas vestiduras de seda cuyas tonalidades verdes y doradas casaban con el paisaje mural que tenía detrás. El caballero Matsudaira estaba de rodillas en la posición de honor, por debajo del sogún y a su derecha. Sano se arrodilló en su habitual lugar a la izquierda del dictador; sus hombres se colocaron cerca de él. Mientras hacían reverencias a sus superiores, Sano pensó en qué parecidos eran de aspecto los dos primos, y a la vez qué diferentes.

Tenían en común las facciones aristocráticas de los Tokugawa pero, mientras las del sogún parecían marchitas y pusilánimes, las del caballero Matsudaira estaban reforzadas por una salud robusta y un espíritu aguerrido. Los dos tenían cincuenta años y la misma altura aproximada, pero el sogún parecía mucho más viejo y menudo por su pose encorvada. Matsudaira, más corpulento que su primo, erguía la espalda con orgullo. Aunque llevaba ropajes de un tono discreto, dominaba la sala.

– He solicitado esta reunión para anunciar una mala noticia -dijo el caballero. Mantenía la farsa superficial de que su primo tenía el poder y fingía someterse a su dictado, aunque no engañaba a nadie salvo al sogún. Aunque en ese momento controlaba el gobierno, todavía cortejaba el favor de su primo porque, en caso contrario, otros lo harían y él se expondría a perder su influencia-. Ejima Senzaemon acaba de morir.

Sano experimentó sorpresa y consternación. El sogún adoptó una expresión intranquila y confusa.

– ¿Quién has dicho? -La voz le temblaba con su miedo constante a parecer estúpido.

– Ejima Senzaemon -repitió Matsudaira.

– Aah. -El sogún arrugó la frente, más perplejo que aclarado-. ¿Lo conozco?

– Por supuesto -repuso el caballero, apenas ocultando su impaciencia ante las pocas luces de su primo. Sano casi lo oía pensar que él, y no Tokugawa Tsunayoshi, debería haber nacido para gobernar el régimen.

– Ejima era el jefe de la metsuke -murmuró Sano para echarle una mano. La metsuke era el servicio secreto que empleaba espías para reunir información en todo Japón a fin de mantener vigilados a los alborotadores y defender el poder del régimen.

– ¿De verdad? -preguntó el sogún-. ¿Cuándo asumió el cargo?

– Hace unos seis meses -respondió Sano. A Ejima lo había nombrado el caballero Matsudaira tras la purga de su antecesor, un aliado del chambelán Yanagisawa.

El sogún emitió un suspiro cansado.

– Hay tanta gente nueva en el, aah, gobierno de un tiempo a esta parte… No me aclaro con ellos. -Esbozó una mueca de irritación-. Me sería más fácil si los mismos hombres se quedaran en los mismos puestos. No sé por qué no puede ser.

Nadie ofreció una explicación. El sogún no estaba enterado de la guerra entre el caballero Matsudaira y el chambelán Yanagisawa ni de la victoria del primero y la consiguiente purga; nadie se lo había contado y, dado que rara vez abandonaba el palacio, veía poco de lo que pasaba a su alrededor. Sabía que habían exiliado a Yanagisawa, pero no tenía claro por qué. Ni el ex chambelán ni el caballero habían querido que supiera que aspiraban a controlar el régimen, por miedo a que los condenara a muerte por traición. Llegado ese momento, su primo prefería mantener al sogún ajeno al hecho de que había asumido el poder y en la práctica gobernaba Japón. Nadie osaba desobedecer sus órdenes que prohibían informar al sogún. Una conspiración de silencio imperaba en el castillo de Edo.

– ¿Cómo ha muerto Ejima? -preguntó Sano.

– Se ha caído del caballo durante una carrera en el hipódromo del castillo de Edo -explicó Matsudaira.

– Oh, cielos -dijo el sogún-. Las carreras de caballos son un deporte muy peligroso, a lo mejor habría que, aah, prohibirlas.

– Recuerdo haber oído que Ejima era un jinete especialmente temerario -comentó Sano- y que había sufrido accidentes antes.

– No creo que esto haya sido un accidente -replicó el caballero con tono cortante-. Me huelo que hay gato encerrado, -¿Eh? -Sano vio su sorpresa reflejada en el rostro de sus hombres-. ¿Por qué?

– No es la única muerte reciente y repentina de un alto funcionario -observó Matsudaira-. Primero fue Ono Shinnosuke, el supervisor de ceremonias de la corte, el día de Año Nuevo. En primavera murió Sasamura Tomota, comisario de carreteras. Y apenas el mes pasado, el ministro del Tesoro Moriwaki.

– Pero Ono y Sasamura murieron mientras dormían, en casa y en su cama -dijo Sano-. El ministro del Tesoro se cayó en la bañera y golpeó en la cabeza. Sus muertes no parecen guardar relación con la Ejima.

– ¿No veis un patrón? -El tono de Matsudaira estaba preñado de ominosa insinuación.

– Todos eran, aah, nuevos en sus cargos, ¿no es así? -terció el sogún con timidez. Tenía el aire de un niño que jugara a las adivinanzas y esperase haber dado con la respuesta correcta-. ¿Y murieron al poco de asumir el puesto?

– Precisamente -contestó su primo, sorprendido de que el sogún los recordase, por no hablar ya de que supiera cualquier cosa sobre ellos.

Eran todos compinches de confianza de Matsudaira, instalados después de su asalto al poder, podría haber añadido Sano, pero no lo hizo.

– Es posible que esas muertes no hayan sido tan naturales como aparentan -dijo Matsudaira-. Tal vez formen parte de un complot para socavar el régimen eliminando funcionarios clave.

Si bien los enemigos de Matsudaira dentro y fuera del bakufu tramaban su caída a todas horas, Sano no sabía qué pensar sobre una conspiración interna para debilitar el régimen que éste había establecido. Durante los últimos seis meses lo había visto transformarse de confiado cabeza de una destacada rama del clan Tokugawa en hombre nervioso y receloso inseguro en su nueva posición. Los frecuentes sabotajes y atentados violentos contra su ejército por parte de los forajidos de Yanagisawa espoleaban su inquietud. Podían robarle al ladrón el poder robado, suponía Sano.

– ¿Un complot contra el régimen? -graznó el sogún, siempre susceptible a las advertencias de peligro. Miró alrededor como si lo atacaran a él, y no a su primo-. ¡Tienes que hacer algo! -le espetó.

– Y bien que lo haré -dijo éste-. Chambelán Sano, os ordeno que investiguéis las muertes. -Aunque Sano era el segundo del sogún, respondía ante el caballero Matsudaira, como todos los miembros del gobierno. En sus prisas por protegerse, el primo del sogún había olvidado manipularlo para que diera él la orden-. En caso de que se demostraran ser asesinatos, identificaréis y prenderéis al asesino antes de que pueda cometer un nuevo crimen.

A Sano lo asaltó un escalofrío de emoción y alegría. Aunque las muertes resultaran naturales o accidentales, allí se le presentaba un bienvenido descanso del papeleo.

– Como deseéis, mi señor.

– No tan rápido -dijo el sogún, con los ojos entrecerrados por la contrariedad de que Matsudaira se hubiera saltado su autoridad-. Me parece recordar que Sano-san ya no es detective. Investigar crímenes ya no es su trabajo. No puedes pedirle que, aah, se ensucie las manos investigando esas muertes.

El caballero se apresuró a enmendar su error.

– Sano-san está obligado a hacer lo que deseéis, con independencia de su posición. Y vos deseáis que proteja vuestros intereses, ¿no es así?

Al sogún se le marcó la débil mandíbula por la obstinación.

– Pero el chambelán Sano está demasiado ocupado.

– No me importa el trabajo extra, excelencia. -Ahora que tenía esa oportunidad para la acción, Sano no pensaba dejarla escapar. Su energía espiritual se encrespaba ante la perspectiva de una misión en pos de la verdad y la justicia, que eran fundamentales para su código de honor personal-. Estoy ansioso por ser de utilidad.

– Muchas gracias -dijo el sogún con una mirada mohína al caballero Matsudaira además de a Sano-, pero ayudarme a dirigir el país exige toda tu atención.

En ese momento Sano recordó el millón de tareas que lo esperaban. No podía dejar su puesto durante mucho tiempo y arriesgarse a perder su precario control sobre los asuntos de la nación.

– Tal vez su excelencia tenga razón -reconoció a regañadientes-. A lo mejor esta investigación es competencia de la policía. Por lo general son ellos los responsables de resolver los casos de muertes misteriosas.

– Buena idea -dijo el sogún, y preguntó a su primo con beligerante desdén-: ¿Por qué no has pensado en la policía? Que se encarguen ellos.

– No. Debo aconsejaros encarecidamente no meter en esto a la policía -se apresuró a advertir Matsudaira.

Sano se preguntó por qué. El comisario Hoshina mantenía buenas relaciones con el caballero, y Sano hubiera esperado que éste le confiara la investigación. Algo debía de haber pasado recientemente entre ellos, y la noticia aún no había corrido.

– El chambelán Sano es el único en quien se puede confiar para que llegue al fondo de este asunto -sentenció Matsudaira.

Era cierto que durante la guerra entre facciones Sano se había mantenido neutral, soportando muchas presiones para que tomara partido por el bando de Yanagisawa o el de Matsudaira. Después, había servido con lealtad a este último con el fin de restaurar la paz. Además, mucho antes de que empezaran los problemas se había labrado la reputación de ser independiente de miras y de buscar la verdad incluso en detrimento propio.

– A menos que se atrape al asesino, irá matando a los funcionarios del régimen hasta que no quede ninguno -le advirtió Matsudaira al sogún-. Os quedaréis solo. -Adoptó un tono amenazante-. Y eso no os gustaría, ¿o sí?

Su primo se encogió en la tarima.

– Oh, no, para nada. -Lanzó una mirada aterrorizada en derredor, como si viera desaparecer a sus acompañantes ante sus ojos.

Si el caballero Matsudaira consentía los ataques a su régimen, perdería prestigio además de poder, y Sano sabía que eso era peor que la muerte para un hombre orgulloso como él.

– Entonces debéis ordenarle al chambelán Sano que lo deje todo, investigue los asesinatos y os salve.

– Sí. Tienes razón. -La resistencia del sogún se vino abajo-. Sano-san, haz todo lo que sugiera mi primo.

– Una sabia decisión, excelencia -dijo el caballero. Asomó a su boca un atisbo de sonrisa, una expresión de desprecio por el sogún y orgullo ante lo fácil que era meterlo en vereda. Se dirigió a Sano-. He enviado hombres a que aseguren el hipódromo y vigilen el cadáver. Tienen órdenes de no dejar entrar o salir a nadie hasta que hayáis examinado el escenario de los hechos. Pero será mejor que vayáis de inmediato. El público se estará impacientando.

Sano y sus hombres de despidieron con reverencias. Sano salió de la sala con paso ligero, sin pensar en las calamidades que podían abatirse durante su ausencia del timón del gobierno. Le daba igual la cantidad de trabajo que se le acumulase mientras investigaba la muerte del jefe Ejima; se sentía como un prisionero excarcelado. Ahí tenía su oportunidad de aplicar todo el poder y los recursos de su nuevo cargo en la causa de la justicia.

Capítulo 2

Los centinelas de la entrada principal del castillo de Edo abrieron los enormes portales remachados en hierro. Por ellos salió una comitiva de samuráis a caballo escoltando un palanquín a hombros de fornidos porteadores. Lo ocupaba, visible por su ventanilla, la dama Reiko, esposa del chambelán Sano. Su delicado y bello rostro juvenil reflejaba ansiosa expectación.

Esa mañana había recibido un mensaje de su padre que rezaba: «Te ruego vengas hoy al Tribunal de Justicia a la hora de la oveja. Hay un juicio que me gustaría que presenciases.»

A Reiko la alegraba la perspectiva de algo que animara su existencia. Desde que Sano se había convertido en chambelán tenía poco que hacer, aparte de cuidar de su hijo Masahiro. Antes, cuando Sano era sosakan-sama, lo ayudaba a resolver sus casos, buscando pistas en lugares vedados para él, utilizando sus contactos en el mundo de las mujeres. Sin embargo, no podía ayudarlo a manejar el gobierno, y él andaba tan ocupado que rara vez lo veía, salvo cuando llegaba a casa agotado por las noches. Reiko echaba de menos los viejos tiempos, aunque estaba orgullosa del importante cargo de su marido. Afrontar el peligro y la muerte se le antojaba preferible a ir dejando que se le fuera la vida como al resto de las mujeres de su clase. No mejoraba las cosas el hecho de que lo peligroso de los tiempos la hubiese mantenido encerrada en el castillo de Edo durante la mayor parte de los últimos seis meses.

Su comitiva atravesó el distrito administrativo de Hibiya, donde vivían y trabajaban los altos funcionarios del régimen en señoriales mansiones rodeadas de elevados muros. Por las calles patrullaban más soldados de lo normal, a la búsqueda de fugitivos de la facción de Yanagisawa. Reiko divisó una mansión que había ardido; solo quedaba una montaña de cascotes. El incendio era el arma favorita de los forajidos.

Un vendedor de noticias pregonaba sus gacetas paseando entre los funcionarios, oficinistas y criados que abarrotaban el distrito.

– ¡Los forajidos asaltaron ayer a un rico mercader y su familia que viajaban por la carretera del mar del Este! -gritaba-. ¡Lo mataron y violaron a su mujer!

Los fugitivos estaban desesperados por conseguir dinero para su subsistencia y su causa, y a menudo cometían atrocidades contra los ciudadanos que tenían la mala suerte de toparse con ellos. Reiko llevaba una daga bajo la manga, presta para defenderse si era necesario.

La comitiva se detuvo ante la mansión del magistrado Ueda, que albergaba el Tribunal de Justicia. Los guardias de la puerta salieron presurosos.

– Declarad vuestros nombres -ordenaron-. Mostrad vuestras credenciales.

Mientras los escoltas lo hacían, otros guardias se asomaron con aire receloso al palanquín. Hacía poco un forajido había entrado en una mansión disfrazado de porteador, y con una daga que llevaba en la caja que transportaba había matado a cinco personas antes de que lo redujeran. La seguridad se había reforzado en todas partes. En ese momento el guardia reconoció a Reiko y dejó que la comitiva pasara por la puerta. En el patio se apeó del palanquín. Más policías de lo normal vigilaban a más prisioneros de lo normal a la espera de juicio. Los reos eran mayormente samuráis que parecían soldados del ejército de Yanagisawa. Cargados de pesadas cadenas, se los veía desastrados y manchados de sangre, como si hubieran luchado con uñas y dientes para resistirse a su captura. Auque Yanagisawa había sido un señor cruel y malvado, el bushido -el código de honor de los samuráis- les exigía una lealtad inquebrantable a él. Los guardaespaldas de Reiko la acompañaron por delante de ellos y otros prisioneros, plebeyos malcarados. La delincuencia proliferaba en la ciudad; muchos se aprovechaban del desorden generalizado y la sobrecarga de trabajo de la policía.

En la mansión baja con entramado de madera, Reiko entró en la sala del tribunal y se encontró con el juicio a punto de empezar. Sobre la tarima del fondo de la larga sala distinguió a su padre, el magistrado Ueda, corpulento y digno con sus vestiduras negras ceremoniales, uno de los dos magistrados que mantenían la ley y el orden y resolvían las disputas en Edo. A cado lado tenía un secretario, equipado con una mesita y recado de escribir. Aparte de los guardias, sólo había presentes dos personas más. Una era un doshin, un agente de calle de la policía. Vestido con quimono corto y calzas de algodón, estaba de rodillas cerca de la tarima. A la cintura llevaba una sola espada corta y un jitte: una vara de acero con dos puntas curvadas por encima de la empuñadura que se usaba para detener y atrapar la hoja de la espada de un atacante. La otra era la acusada, una mujer vestida con un sayo de arpillera. Estaba de rodillas ante el magistrado sobre una esterilla de paja situada en el shirasu, un tramo del suelo cubierto de arena blanca, símbolo de la verdad. Llevaba las manos encadenadas a la espalda; su larga cabellera negra le caía desgreñada por debajo de los hombros.

El magistrado reconoció la presencia de su hija con un leve asentimiento de la cabeza. Le hizo una seña a uno de sus secretarios, que anunció:

– La acusada es Yugao, del distrito de Kanda.

Reiko se arrodilló en un lado de la sala, desde donde veía la cara de la mujer. Poseía una belleza severa, frente y pómulos altos, nariz larga y elegante y labios marcados. Yugao parecía tener un par de años menos que los veinticinco de Reiko. Tenía la cabeza gacha y la mirada fija en la arena blanca. Su esbelto cuerpo se adivinaba rígido bajo los pliegues del sayo.

– Yugao está acusada de los asesinatos de su padre, su madre y su hermana -dijo el secretario.

Reiko se quedó boquiabierta. Asesinar a la propia familia era un crimen abyecto que repudiaba la moral de la sociedad. ¿Podía haberlo cometido en realidad esa joven? Se preguntó por qué su padre había querido que presenciara ese juicio.

– Oiré las pruebas en contra de Yugao -dijo el magistrado Ueda.

El doshin se adelantó. Era un hombre bajito de treinta y tantos años, de facciones toscas y ajadas.

– Encontramos a las víctimas muertas en su casa -explicó-. Todas habían sido apuñaladas numerosas veces. Hallamos a Yugao sentada cerca de los cuerpos, con el cuchillo en las manos y cubierta de sangre.

¡Que una hija cometiera semejante atrocidad contra sus padres, a los que debía el máximo respeto y afecto! ¡Que una hermana matara a otra! Reiko había visto y oído muchas cosas terribles, pero aquello lo superaba todo. Yugao no se movió ni cambió de expresión en ningún momento; no daba muestra alguna de culpabilidad o inocencia. Parecía no importarle que la acusaran de un crimen cuyo castigo era la muerte y que la mayoría de los juicios terminaran en un veredicto de culpabilidad.

– ¿Dijo algo Yugao cuando la arrestaron? -preguntó el magistrado.

– Dijo: «He sido yo» -respondió el doshin.

– ¿Hay alguna prueba de lo contrario? -preguntó el magistrado.

– Ninguna que yo haya visto.

– ¿Tienes algún testigo en condiciones de demostrar que Yugao en efecto cometió el crimen?

– No, honorable magistrado.

– ¿Has buscado o identificado a algún otro sospechoso?

– No, honorable magistrado.

Reiko empezó a notar una extraña sensación sobre ese juicio: algo no cuadraba.

– La ley permite que las personas acusadas hablen en su propia defensa -le dijo a Yugao el magistrado-. ¿Qué tienes que decir en tu favor?

La mujer respondió con voz inexpresiva y apenas audible:

– Yo los maté.

– ¿Hay algo más que quieras decir?

La chica sacudió la cabeza, en apariencia indiferente al hecho de que era su última oportunidad de salvar la vida. El doshin parecía aburrido, a la espera de que el magistrado declarara culpable a Yugao y la mandara al campo de ejecución.

Un ceño ensombreció las facciones de Ueda. Contempló a la acusada durante un momento y luego dijo:

– Pospongo mi veredicto. Guardias, llevaos a Yugao a una sala de audiencias. -Se volvió hacia sus secretarios-. Habrá un aplazamiento antes de la sentencia. Se levanta la sesión.

Entonces Reiko supo que ocurría algo inusual. Su padre era un hombre resuelto, tan rápido en la administración de justicia como exigía la ley. Había presenciado muchos de sus juicios y jamás lo había visto aplazar un veredicto. También era una novedad para los secretarios y el doshin, que lo miraron sorprendidos. Yugao alzó la cabeza de golpe. Por vez primera Reiko pudo verle bien los ojos. Eran de un negro de pedernal, bajo párpados lisos. Pestañeaban confusos. Cuando los guardias acudieron a sacarla del tribunal, los acompañó con docilidad. Los secretarios se marcharon; el magistrado bajó de la tarima. Reiko se puso en pie, rebosante de curiosidad, y fue a su encuentro.

– Gracias por venir, hija -dijo él con una sonrisa afectuosa. Siempre habían tenido una relación más estrecha que la mayoría de los padres e hijas, y no sólo porque Reiko fuera su única descendencia. Su madre había muerto cuando ella era sólo un bebé, y el magistrado la quería como lo único que quedaba de la mujer a la que había adorado. Ya cuando era muy joven había reparado en su inteligencia y le había concedido una educación que por lo general se reservaba a los hijos varones. Había contratado tutores para que le enseñaran lectura, caligrafía, historia, matemáticas, filosofía y los clásicos chinos. Había empleado incluso a maestros de artes marciales para que la instruyeran en esgrima y combate sin armas. Ahora compartían el interés por el crimen.

– ¿Qué te ha parecido el juicio?

– Desde luego ha sido diferente de la mayoría -respondió su hija.

El magistrado asintió.

– ¿En qué sentido?

– Para empezar, Yugao ha confesado sin vacilar -dijo Reiko-. Muchos acusados se declaran inocentes aunque no lo sean, para eludir el castigo. Yugao ni siquiera ha hablado en su defensa. A lo mejor es demasiado tímida o estaba demasiado asustada, como pasa a veces con las mujeres, pero no lo he notado. Daba muy pocas muestras de emoción. -La mayoría de los acusados eran pasto de los remordimientos, la histeria o cualquier otro tipo de alteración-. No parecía sentir nada en absoluto, hasta que has pospuesto la sentencia. Me ha dado la sensación de que no agradecía exactamente el aplazamiento, lo que también es extraño.

– Sigue -dijo el magistrado Ueda, complacido por las sagaces observaciones de Reiko.

– Yugao no ha explicado en ningún momento por qué mató a su familia, si es que en realidad lo hizo. Los criminales confesos suelen argüir excusas para justificar lo que han hecho. Es el primer juicio que veo en el que no se presenta ningún móvil para el crimen. La policía no parece haberlo buscado. -Perpleja e inquieta, sacudió la cabeza-. Parecen haber arrestado a Yugao porque era la sospechosa evidente, a pesar de que los indicios contra ella no sean prueba de su culpabilidad. En realidad, da la impresión de que no han realizado investigación alguna. ¿Tan negligentes se han vuelto de un tiempo a esta parte?

– Es un caso especial. Yugao es una hinin.

– Ah. -Reiko entendió muchas cosas de golpe.

Los hinin eran «no humanos»: ciudadanos degradados a una casta proscrita en lo más bajo del orden social como castigo por delitos graves pero no lo bastante para acarrear la pena de muerte. Entre ellos se contaban el robo y diversas transgresiones morales. Los hinin tenían prohibido el trato con el resto de los ciudadanos; los pocos millares que había en Edo vivían en poblados en las afueras de la ciudad. Los únicos peor considerados eran los eta, parias hereditarios a causa de su relación con ocupaciones relacionadas con la muerte, como la carnicería, que los volvían espiritualmente impuros. Una gran distinción separaba a los hinin de los eta: los primeros podían cumplir sus sentencias o ser indultados, obtener la amnistía y recobrar su condición anterior, mientras que los eta eran proscritos de por vida. De todas formas, ambas clases eran rehuidas por los estratos superiores de la sociedad.

– Supongo que la policía no pierde su tiempo investigando crímenes entre los hinin -dijo Reiko.

Su padre asintió.

– No cuando un caso parece tan evidente como éste. Sobre todo en los tiempos que corren, cuando la policía anda ocupada haciendo batidas contra renegados y sofocando disturbios. -La preocupación le acentuó las arrugas de la cara-. Mis veredictos dependen de la información que me aportan. Cuando me ofrecen tan poca, me resulta difícil llegar a una decisión justa.

– Y no tienes más elementos que yo para decidir si Yugao es culpable o inocente a partir de su testimonio en el juicio -dedujo Reiko.

– Correcto. Tampoco me ayuda lo que he podido descubrir de antemano. Al enterarme del caso, supe que la policía no habría efectuado una investigación concienzuda, de modo que me impuse interrogar a Yugao en persona. Lo único que le sonsaqué fue que había matado a sus padres y su hermana. Se negó a explicarse. Su comportamiento fue el mismo que has visto. -Resopló de frustración-. No puedo dejar que una asesina confesa quede en libertad sólo porque no me convencen las pruebas en su contra. Mis superiores no lo aprobarían.

Y su posición dependía de la buena voluntad de esos superiores, como bien sabía Reiko. Si lo tomaban por indulgente con los delincuentes, lo cesarían de su cargo, una deshonra calamitosa.

– Aun así, no puedo declarar culpable a una joven y condenarla a muerte en base a una información tan incompleta -concluyó.

Reiko sabía que su padre tenía debilidad por las mujeres jóvenes, en las que suponía que la veía a ella. Además, a diferencia de muchos funcionarios, le importaba hacer justicia aun cuando hubiese una paria de por medio.

– Eso me lleva al motivo por el que te he invitado al juicio -prosiguió el magistrado-. Presiento que en este caso hay más de lo que se ve a simple vista. Quiero saber la verdad sobre esos asesinatos, pero no estoy en condiciones de buscarla por mi cuenta. Tengo el calendario repleto de juicios y mi personal no da abasto. En consecuencia, debo pedirte un favor: ¿investigarás el crimen y determinarás si Yugao lo cometió?

Reiko sintió un fogonazo de júbilo y emoción.

– ¡Sí! -exclamó-. ¡Me encantaría!

Ahí tenía una nueva oportunidad sin precedentes: todo un misterio para que lo resolviera ella sola, y no una mera parte en un caso de Sano.

El magistrado sonrió ante su entusiasmo.

– Gracias, hija. Sé que últimamente andas sobrada de tiempo, y decidí que eras la persona adecuada para la tarea.

– Gracias, padre -dijo Reiko, ilusionada por el respeto que implicaban sus palabras. En un tiempo el magistrado había menospreciado sus habilidades como detective y había creído que su lugar estaba en casa cuidando de los asuntos domésticos; en aquel entonces no le hubiese permitido acometer un trabajo reservado por lo común a los hombres. Ningún funcionario normal le pediría algo así a su hija. nadie salvo su padre, que comprendía su necesidad de aventuras y de probar su valía, esperaría semejante favor de la esposa del chambelán-. Empezaré de inmediato -añadió-. Primero me gustaría hablar con Yugao. A lo mejor consigo que a mí me cuente lo que pasó de verdad la noche de los asesinatos.

Quizá Reiko también se llevaría la satisfacción de demostrar la inocencia y salvar la vida de una joven.

Capítulo 3

Sano y los investigadores Marume y Fukida recorrieron con paso veloz los pasadizos de piedra que descendían colina abajo desde el palacio, atravesando puestos de control con centinelas. Encontraron a dos soldados del caballero Matsudaira vigilando la entrada del hipódromo. Los hombres los dejaron pasar. Cuando las puertas se cerraron a sus espaldas, examinaron lo que los rodeaba.

Una muchedumbre de hombres, que parecían espectadores de la carrera, esperaban en corrillos o sentados en las gradas. Sus ropajes chillones los convertían en puntos de color sobre el telón de fondo de pinos verde oscuro que bordeaba el recinto. Los soldados de Matsudaira deambulaban de un lado para otro, vigilando a todo el mundo. Un grupito de ellos formaba un círculo en un extremo de la pista de tierra, ovalada y sin adornos. Sano supuso que vigilaban el cadáver. En los establos, dispuestos a lo largo de una pared relinchaban los caballos. En el cielo había luz todavía, pero el sol había bajado y la colina que dominaba el complejo proyectaba su sombra sobre el circuito. El calor de la tarde había empezado a ceder paso al fresco del anochecer. En ese momento los espectadores repararon en Sano y se abalanzaron hacia él. Reconoció a unos cuantos como burócratas de poca monta, de los que ejercían cometidos vagos y disponían del tiempo libre suficiente para ver carreras de caballos. Experimentó el arrebato de emoción con que iniciaba toda nueva investigación cuando era sosakan-sama. Sin embargo, también sintió tristeza porque echaba de menos a Hirata, su vasallo mayor, que antaño prestara su experta y leal asistencia a las investigaciones de Sano. En la actualidad Hirata tenía otros deberes aparte de estar a mano cuando Sano lo necesitara.

Un hombre se adelantó de la muchedumbre.

– Saludos, honorable chambelán. -Se trataba de un fornido samurái de unos cuarenta años, con la cara morena y franca y una actitud deferente pero respetuosa. Sano lo reconoció como el dueño del hipódromo-. ¿Puedo preguntar por qué nos retienen aquí? -Unos murmullos airados de los espectadores se hicieron eco de su pregunta-. ¿Qué sucede?

– Saludos, Oyama-san -dijo Sano, y explicó-: Estoy aquí para investigar la muerte del jefe Ejima. El caballero Matsudaira cree que se trata de un asesinato.

– ¿Asesinato? -Oyama arrugó la frente de sorpresa a incredulidad. Entre los espectadores surgieron exclamaciones ahogadas-. Con el debido respeto al caballero Matsudaira, eso no puede ser. Ejima se cayó del caballo durante la carrera. Yo lo vi. Me encontraba en la línea de meta, a menos de cinco pasos de él cuando sucedió.

– Pareció desmayarse en la silla justo antes de caer -dijo un espectador-. Se diría que le falló de repente el corazón.

Sano vio varios asentimientos de cabeza y oyó murmullos de corroboración. Lo asaltaron sensaciones encontradas. Si los testigos estaban en lo cierto, aquella muerte no era un asesinato, las otras tres probablemente tampoco y su investigación sería corta. Presintió que se llevaría un fiasco. Luego pensó que por lo menos eso significaría que el régimen estaba a salvo y que se alegraría de aplacar los temores de Matsudaira. Sin embargo, por el momento debía permanecer abierto a todo.

– Mi investigación determinará si Ejima fue víctima de juego sucio o no -dijo-. Hasta que haya terminado, se trata de un caso de muerte sospechosa. El hipódromo recibirá trato de escenario del crimen y vosotros sois todos testigos. Debo pediros que declaréis sobre lo que habéis visto.

Detectó irritación en los rostros. Notó que pensaban que el caballero Matsudaira se daba demasiada prisa en ver malignas conspiraciones por todas partes y que estaba perdiendo su propio tiempo además del de ellos. Sin embargo, nadie osaba llevarle la contraria al brazo derecho del sogún. Sano pensó que su nueva condición tenía sus ventajas.

– Fukida-san, empieza a tomar declaración a los testigos. Marume-san, acompáñame-dijo a sus hombres.

El detective delgado, serio y con aspecto de estudioso empezó a ordenar a la muchedumbre en una fila. El jovial y musculoso acompañó a Sano mientras cruzaba la pista con paso resuelto. El dueño del hipódromo los siguió. Cuando se acercaron al cuerpo, los soldados que lo rodeaban se hicieron a un lado. Sano y sus acompañantes se detuvieron y contemplaron el cadáver.

Ejima yacía tumbado de espaldas, con los brazos y las piernas torcidos, sobre una raya negra ancha y difuminada pintada en la pista. Su yelmo de hierro le cubría la cabeza y la cara. Sano le veía los ojos, apagados y perdidos en la nada, por la visera abierta. Su cota de armadura metálica presentaba abolladuras. Tenía manchas de sangre y suciedad en el quimono de seda azul, los pantalones, los calcetines blancos y las sandalias de paja. -Parece que le hayan pegado una paliza -comentó Marume.

– Los caballos lo pisotearon -explicó Oyama-. Se cayó justo delante de sus cascos. Fue todo muy rápido, y los demás jinetes lo seguían muy de cerca, no hubo tiempo para que ninguno se apartara. -Por lo menos ganó su última carrera -dijo Marume.

– ¿Lo han notificado a la familia? -le peguntó Sano a Oyama.

– Sí. Mi ayudante se ha ocupado.

– ¿Lo ha tocado alguien después de que se cayera?

– Yo le di la vuelta para ver lo malherido que estaba y tratar de ayudarlo. Pero ya no había nada que hacer.

– ¿Han limpiado la pista desde su muerte?

– No, honorable chambelán. Cuando he mandado informar al caballero Matsudaira, sus hombres han venido con órdenes de que no se alterase nada.

Sano se sentía cohibido por los soldados, que aguardaban demasiado cerca para ver qué hacía.

– Esperad allí -les ordenó a ellos y a Oyama, señalando otro punto de la pista.

Cuando se hubieron alejado, le dijo a Marume:

– Suponiendo que Ejima no haya muerto de un ataque el corazón, podría haberlo matado la caída. Pero entonces la pregunta es: ¿qué provocó la caída?

– A lo mejor alguien le lanzó una piedra desde las gradas, le dio en la cabeza y lo dejó inconsciente. Todos los demás estarían demasiado enfrascados en la carrera para darse cuenta. -Marume dio unos pasos alrededor del cadáver pateando unas piedras diseminadas por la tierra-. Una de éstas podría ser el arma homicida.

Sano escuchó los esporádicos disparos que surgían del lejano campo de entrenamiento de artes marciales. Giró sobre los talones para mirar más allá de la pista. Los soldados lo observaban desde sus ventanas en los pasillos cubiertos que remataban los muros y las atalayas que rodeaban el recinto y se elevaban desde puntos más altos de la ladera de la colina.

– Alguien pudo dispararle desde allí arriba.

– ¿Quién se hubiera fijado en un disparo más? -corroboró Marume.

– No le veo ninguna herida de bala, pero podrían haberle dado en el casco y aturdido. -Sano se acuclilló y examinó el yelmo de Ejima. Estaba cubierto de arañazos y abolladuras.

– Haré que registren la zona en busca de una bala -dijo Marume.

– En cualquier caso, los testigos no se limitan a las personas que se encontraban dentro del recinto cuando murió Ejima -dijo Sano-. Tendremos que reunir a todos los soldados que se hallaban de servicio en cualquier punto desde el que se vea el hipódromo. Sin embargo, antes quiero interrogar a los testigos que estaban más cerca de Ejima.

Él y Marume se acercaron al dueño del hipódromo.

– ¿Habéis terminado de inspeccionar el cuerpo? -preguntó Oyama-. ¿Puedo hacer que se lo lleven? -Sonaba ansioso por liberar su recinto de la contaminación física y espiritual que extendía la muerte.

– Todavía no -dijo Sano, porque necesitaba un examen más concienzudo del cadáver y no quería que se lo llevaran a toda prisa para el funeral y la cremación-. Yo me encargaré de su retirada. Ahora quiero hablar con los jinetes que competían en la carrera con Ejima. ¿Dónde están?

– En los establos -contestó Oyama.

Dentro de los largos cobertizos de madera con techumbre de juncos los mozos lavaban y secaban a los caballos, les peinaban las crines y les vendaban las patas heridas. El aire olía a estiércol y heno. Los cinco jinetes charlaban en voz baja acuclillados en un rincón. Se habían quitado la armadura, que colgaba de unos soportes que también contenían sus arreos de montar. Cuando Sano se acercó, se apresuraron a arrodillarse y a hacer reverencias.

– Levantaos -dijo Sano-. Quiero haceros unas preguntas sobre la muerte del jefe Ejima. -Observó que los jinetes eran todos robustos samuráis con edades comprendidas entre los veinticinco y los treinta y cinco años. Todavía estaban sucios de la carrera y apestaban a sudor. Cuando se pusieron en pie, les dijo-: Primero identificaos.

Entre ellos había un capitán y un teniente del Ejército, un administrador del palacio y dos primos lejanos del sogún. Cuando Sano les pidió que describieran lo que habían visto durante la carrera, el capitán habló en representación de todos:

– Ejima se desplomó en su silla y luego cayó al suelo. Nuestros caballos lo arrollaron. Cuando paramos y desmontamos, ya estaba muerto.

Eso encajaba con la versión de los espectadores.

– ¿Habéis visto si lo golpeaba algo antes de desplomarse? -preguntó Sano-. ¿Como una piedra o una bala?

Los jinetes sacudieron la cabeza.

– ¿Habéis tocado a Ejima?

Vacilaron, mirándose de refilón con expresión de inquietud. Sano les dijo:

– Vamos, ya sé que las carreras de caballos son un deporte duro. -Se acercó al soporte y pasó el dedo por una fusta, formada por un corto y recio látigo de cuero con mango de hierro-. También sé que los caballos no son los únicos en probar esto. Ahora hablad.

– De acuerdo. Yo le di -confesó el capitán a regañadientes. -Yo también -admitió el teniente-. Pero sólo intentábamos frenarlo.

– No le pegamos tan fuerte. Yo salí bastante peor parado de sus golpes que él de los míos. -El capitán se tocó con cuidado la cara, hinchada alrededor de la mandíbula.

– No nos andamos con chiquitas, pero nunca hacemos daño aposta a un rival -aclaró el teniente-. Es el código de honor del hipódromo. -El resto de los hombres asintieron, unidos contra la acusación implícita de Sano-. Además, era un amigo. No teníamos ningún motivo para matarlo.

– Aunque apuesto a que muchos otros sí -dijo el capitán. Sano les dio las gracias por su ayuda y salió con Marume de los establos. -Yo creo que dicen la verdad -comentó éste-. ¿Los creéis?

– De momento -respondió Sano, que se reservaba el juicio hasta que los indicios apuntaran otra cosa-. El capitán está en lo cierto al sugerir que Ejima era un buen candidato a ser asesinado.

– ¿Porque era uno de los altos cargos del caballero Matsudaira?

– No sólo eso -dijo Sano-. Su cargo lo convertía en blanco. Encabezaba una organización que espía a la gente.

Nadie estaba a salvo de la metsuke, sobre todo en aquel turbulento clima político, en el que las palabras o los actos más inocuos de un hombre podían tergiversarse hasta volverse pruebas de deslealtad al caballero Matsudaira y motivo de destierro o ejecución.

– Si Ejima ha sido asesinado -prosiguió Sano-, el culpable tal vez tenga relación con alguien afectado por una investigación de la metsuke. -Y Sano recordaba que Ejima había disfrutado con su sucio trabajo. El regodeo con que acometía la ruina de una persona podría haber enfurecido a sus parientes y amigos.

– Era lo que se dice un hombre con un montón de enemigos -dijo Marume.

– Pero un móvil no significa necesariamente un asesinato -observó Sano como recordatorio para los dos-. No cuando hay tan pocas pruebas. -Se resistía a dejarse llevar por su corazonada de que, había gato encerrado: hasta el instinto samurái era susceptible a la influencia de las preferencias personales-. Antes de seguir adelante, deberíamos interrogar a todos los testigos. -Miró al otro lado de la pista, donde el detective Fukida seguía manos a la obra con los espectadores, y luego alzó la vista hacia los soldados de los muros y torretas-. Más importante aún, tenemos que determinar la causa exacta de la muerte de Ejima.

Eso era algo que Sano, pese a toda su experiencia y su flamante autoridad, no podía hacer por sí mismo. Y el alcance de la investigación se extendía mucho más allá del hipódromo y los hombres presentes en el escenario de los hechos, para incluir a los adversarios de Ejima además de los del caballero Matsudaira. Eso podía suponer centenares de sospechosos potenciales. Sano necesitaba más ayuda de la que podían ofrecer Marume y Fukida, de alguien en quien tuviera absoluta confianza.

– Manda llamar a Hirata-san -ordenó a Marume-. Dile que venga a verme aquí enseguida.

Capítulo 4

Hirata estaba sentado al escritorio de la oficina que en un tiempo había pertenecido a Sano, en la mansión de la que en ese momento él era señor. En la habitación entraron diez miembros de los cien del cuerpo de detectives que antes supervisara para Sano y en la actualidad comandaba en persona.

– Buenas tardes, sosakan-sama -dijeron los hombres a coro mientras se arrodillaban y le hacían una reverencia.

– ¿Qué informes me traéis? -preguntó Hirata.

Los hombres describieron sus progresos en los diversos casos que les había asignado: un robo de armas del arsenal del castillo de Edo, la búsqueda de una banda de rebeldes sospechosos de conspirar para el derrocamiento del caballero Matsudaira… El clima político había engendrado una multitud de delitos para tener ocupado al nuevo muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas del sogún. Mientras los escuchaba, Hirata intentó no hacer caso del dolor de la herida profunda y apenas sanada de su muslo izquierdo. Intentaba que su expresión jamás delatara lo que sufría. Sin embargo, no podía ocultar que había perdido mucho peso y músculo tras la lesión que había estado a punto de matarlo. Todos los honores que le había procurado su valor en el cumplimiento del deber los había pagado a un precio terrible.

Seis meses atrás había frustrado un ataque contra Sano y le había salvado la vida. El tajo de la espada del agresor, destinado a su señor, le había causado tal corte en la pierna que había dado su muerte por segura. Mientras perdía la conciencia y la sangre a borbotones, había creído realizar el acto definitivo de lealtad samurái: sacrificarse por su señor.

A los tres días había despertado para descubrir que el caballero Matsudaira había derrotado a Yanagisawa, Sano era el nuevo chambelán y él mismo era un héroe. El sogún había declarado que, si Hirata vivía, lo ascendería al antiguo puesto de Sano. Se había sentido entusiasmado por el honor y asombrado de que él -antaño policía de patrulla- hubiese ascendido a tan alta condición. Sin embargo, durante dos largos meses, el dolor había sido tan intenso que los médicos le administraron fuertes dosis de opio, y vivía en un estado de soñoliento estupor. La fiebre lo mareaba y debilitaba. Antes robusto y activo, fue un inválido hasta Año Nuevo, cuando el espíritu maligno de la enfermedad por fin lo abandonó, y empezó a restablecerse. Todo el mundo decía que su cura había sido un milagro, pero Hirata no estaba tan seguro.

En ese momento sus hombres terminaron con sus partes. Hirata impartió órdenes:

– Descubrid si alguna de las armas desaparecidas ha llegado al mercado. Poned un equipo secreto de vigilancia en el salón de té donde los rebeldes tienen amigos.

Los investigadores partieron tras una reverencia. Hirata apretó los dientes para combatir el dolor. Ese día hubiera cambiado de mil amores su nuevo puesto por la salud que en un tiempo diera por descontada. Sentía vergüenza porque hacía poco más que escuchar informes y dar órdenes. Sano había hecho mucho más. Hirata sabía que lo que ordenaba a sus hombres con toda probabilidad se les hubiera ocurrido a ellos solos, aunque siempre fingían necesitar su guía. Amigos leales, nunca evidenciaban que eran conscientes de que él los necesitaba para todo; actuaban como si él estuviera al mando. Se encargaban de las investigaciones que su jefe había realizado en un tiempo… porque él ya no podía.

Caminar o montar a caballo le resultaba tan molesto que Hirata rara vez salía de la mansión. Una breve práctica de artes marciales todos los días lo agotaba. Hasta estar sentado muchas horas ponía a prueba sus energías. A sus veintiocho años era tan endeble como un anciano.

Su esposa Midori entró en la sala. Joven, regordeta y guapa, le sonrió, pero en su cara vio la expresión preocupada que no la abandonaba desde su herida.

– Taeko quiere a su papá. ¿Puedes venir a verla?

– Por supuesto.

Hirata se puso en pie trabajosamente. Se apoyó en su mujer mientras recorrían el pasillo. Era la única persona a la que permitía ver su debilidad. Lo quería demasiado para que eso lo afeara a sus ojos. El la amaba por su atención leal y tierna. Que su herida los hubiera acercado era lo único que realmente lo alegraba. No lamentaba haberse lisiado para salvar a Sano; volvería a hacerlo si hiciera falta. Sin embargo, por mucho que apreciara el honor y las alabanzas, a veces se preguntaba si no hubiera sido mejor dejar la vida en el intento. La muerte le hubiese procurado toda la gloria y nada del sufrimiento.

En el cuarto de la niña, vio a su hija Taeko sentada en el suelo, vestida con un quimono rojo, rodeada de juguetes y atendida por una niñera. Con sus once meses, tenía unos ojos negros redondos y brillantes y el pelo negro y aterciopelado. Dio vocecitas y saltitos al ver a Hirata, que sintió elevarse su ánimo.

– Ven con papá -le dijo mientras se arrodillaba para abrazarla.

Taeko se lanzó a sus brazos y aterrizó de lleno sobre su muslo malo. Hirata aulló de dolor y la apartó de un empujón. Confusa y dolida, la niña rompió a llorar. Hirata salió renqueando y se tendió boqueando en el suelo. Oyó cómo Midori y la niñera calmaban a Taeko. Cuando se hubo tranquilizado, Midori salió a verlo.

– ¿Estás bien? -le preguntó con inquietud.

– ¡No! ¡No estoy bien! ¿Qué clase de hombre no puede siquiera abrazar a su hija? -le espetó con la frustración y autocompasión que por lo general intentaba no dejar traslucir-. Si Taeko puede hacerme tanto daño, ¿qué pasaría si tuviera que luchar con un criminal? ¡Me partiría en dos como una brizna de hierba!

Midori se arrodilló a su lado.

– Por favor, no te sulfures -le dijo-. No pienses en luchar todavía.

La voz le temblaba de miedo porque había estado a punto de perderlo una vez y no quería verlo en peligro de nuevo. Lo cogió de la mano.

– Debes de estar cansado. Ven a la cama y duerme un poco. Te llevaré tu poción para dormir.

– No -dijo Hirata, aunque ansiaba el opio que le traía el bendito alivio del dolor. Se resistía a usar la droga porque le embotaba el entendimiento, la única parte de él que seguía ilesa.

– Ha pasado muy poco tiempo desde que te hirieron -dijo Midori-. Cada día estás más fuerte…

– No lo bastante -replicó Hirata con amargura.

– Pronto podrás luchar tan bien como siempre -insistió su esposa.

– ¿Podré? -Hirata se sentía presa de la desesperación.

Midori agachó la cabeza; no podía prometerle que algún día volvería a ser el mismo. Los médicos les habían dicho que debería conformarse con estar vivo. Sin embargo, dijo con tono sensato:

– No tienes necesidad de luchar, en cualquier caso.

El resopló. Si no era capaz de luchar, ¿cómo podía llamarse samurái?

– Los detectives pueden encargarse de lo que tenga que hacerse -dijo Midori-, hasta que…

– Hasta que surja algo importante que no puedan manejar por su cuenta y yo no consiga ni salir de casa -atajó Hirata-. ¿Y entonces qué?

Oyó que alguien lo llamaba. Se sentó derecho a tiempo de ver que el detective Arai, su vasallo mayor, se le acercaba por el pasillo.

– Ha llegado un mensaje del chambelán -dijo éste-. Requiere vuestra presencia para un asunto urgente. Quiere que os encontréis con él en el hipódromo del castillo de Edo de inmediato.

El honor, el deber y la amistad impulsaron a Hirata hasta el hipódromo. No quedaba lejos de su mansión, pero para cuando llegó con dos detectives y desmontaron dentro de la entrada, la pierna herida le dolía más incluso de lo habitual. Miró hacia el otro lado del recinto y avistó a Sano al fondo, hablando con un grupo de funcionarios. Respiró hondo. Su dolencia decuplicaba la distancia que lo separaba de Sano. Hizo acopio de fuerzas.

– Vamos -le dijo a los detectives Arai e Inoue.

Cuando emprendieron la larga caminata Arai comentó con voz queda, como quien no quiere la cosa:

– Podríamos ir a caballo.

Sus hombres siempre intentaban facilitarle las cosas.

– No -respondió Hirata.

Se trataba de una de sus infrecuentes apariciones en público. La mayoría de sus colegas no lo habían visto desde la herida, y tenía que demostrar que se había recobrado por completo. Exhibir cualquier debilidad sería un menoscabo de su posición. Mientras avanzaba con esfuerzo en dirección a Sano, los funcionarios diseminados por el circuito le hacían reverencias, a las que correspondía con un gesto de la cabeza. Temía que todos notaran cuánto le costaba no cojear. Sano, Marume y Fukida salieron rápidamente al paso de Hirata y sus hombres.

– Honorable chambelán -dijo Hirata, tratando de no jadear para recobrar el aliento.

– Sosakan-sama -saludó Sano.

Intercambiaron reverencias; sus hombres, en un tiempo cámaradas del cuerpo de detectives, se saludaron asimismo. Hirata se alegraba de ver a Sano porque era algo que rara vez sucedía; había pasado tal vez un mes desde su último encuentro. Aunque técnicamente seguía siendo el vasallo mayor de su señor, sus nuevos deberes los mantenían separados. Una rígida formalidad había sustituido la camaradería que en un tiempo compartieran. Las relaciones entre ellos habían sido poco naturales desde la lesión de Hirata.

Sano indicó por señas a sus hombres que se apartaran para concederles algo de intimidad.

– Espero que todo te vaya bien -dijo Sano. La mirada que dedicó a Hirata estaba templada por la preocupación. Que su vasallo le hubiera salvado la vida debería haberlos acercado pero en realidad había obrado el efecto contrario. Que Hirata se hubiera limitado a hacer lo que un samurái debía a su señor no eximía a Sano de remordimientos por estar él entero y su salvador, quebrado. La gratitud y culpabilidad de Sano, y la pérdida de Hirata, abrían una grieta entre ellos.

– Todo me va muy bien. -Hirata se mantenía todo lo derecho que podía; esperaba que Sano no le leyera el dolor grabado en la cara No quería que se sintiera peor; ver sufrir a Sano lo entristecía profundamente-.¿Y vos?

– Nunca he estado mejor -respondió Sano. Hirata reparó en que había perdido el aire ansioso y agobiado que lo distinguía en sus primeros días como chambelán. En verdad, parecía el mismo de los viejos tiempos, cuando los dos empezaban a trabajar juntos. Sin embargo, Hirata no quería pensar en aquella época. -¿Qué ha pasado? -preguntó con un gesto que abarcaba el circuito.

– Ejima Senzaemon, jefe de la metsuke, ha muerto durante una carrera -explicó Sano-. El caballero Matsudaira sospecha que ha habido juego sucio y me ha pedido que lo investigue. -Describió su encuentro con el primo del sogún y las indagaciones preliminares.

– De momento no parece que la muerte de Ejima haya sido un asesinato -comentó Hirata, interesado pero escéptico-. ¿Puede formar parte de verdad, junto con las muertes previas, de una trama contra el caballero Matsudaira, o se está imaginando un complot en un conjunto de coincidencias?

– Eso es lo que pretendo averiguar -dijo Sano-. Te he hecho venir porque necesito tu ayuda.

A la vez que experimentó un ardiente deseo de trabajar con Sano en un caso tan importante, a Hirata le preocupó que exigiera más energías de las que tenía en ese momento. Vio que Sano evaluaba su macilenta figura y cayó en la cuenta de que se temía que estuviera físicamente incapacitado. Se sintió enfermo de angustia. No podía dejar que Sano lo creyera débil e inútil.

– Será un honor serviros -dijo. Ayudaría a Sano o moriría en el intento-. ¿Por dónde queréis que empiece?

– Puedes empezar por llevarte el cuerpo de Ejima al depósito de cadáveres -dijo Sano en voz baja para que no lo oyeran los testigos y soldados-. Pídele al doctor Ito que lo examine.

Otrora un médico próspero y respetado, Ito había sido condenado a la custodia a perpetuidad del depósito de cadáveres de Edo por realizar experimentos científicos de origen extranjero, un delito que la ley Tokugawa prohibía expresamente. Había ayudado a Sano en pasadas investigaciones.

– Que encuentre la causa exacta de la muerte -aclaró Sano-. Eso es clave para dictaminar si se ha tratado de asesinato.

– Partiré de inmediato -dijo Hirata.

Parecía tan ansioso como siempre por cumplir los deseos de Sano, pero su señor notó el dolor y la preocupación que trataba de ocultar y sus dudas sobre si podría aguantar el trayecto hasta el depósito de cadáveres, situado justo en la otra punta de la ciudad. Sano, que llevaba una temporada sin ver a Hirata, se había quedado horrorizado al constatar lo frágil que seguía. No quería que se jugara la salud o volviera a hacerse daño por él, pero, aunque le habría gustado ir a la morgue en persona, era un riesgo demasiado grande: si sorprendían al chambelán de Japón participando en la ciencia extranjera de examinar un cadáver, su caída sería mucho más dura que la de Ito. Tampoco podía retirar su petición y avergonzar a Hirata. Lo necesitaba tanto como en apariencia él necesitaba demostrarse capaz de cumplir el deber que exigía el lazo entre samurái y señor.

– Tráeme los resultados del examen del doctor en cuanto sea posible -dijo-. Si para entonces he terminado de interrogar a los testigos, estaré en mi mansión. -No podía dejar que el gobierno se hundiera mientras él investigaba una muerte que quizá no fuera un asesinato-. Luego informaremos al caballero Matsudaira. No me cabe duda de que esperará ansioso nuestras noticias.

Capítulo 5

En un ala del Tribunal de Justicia había habitaciones donde el magistrado y su personal atendían a los ciudadanos que buscaban resolver disputas relacionadas con dinero, propiedades u obligaciones sociales. Allí había mandado a Yugao el magistrado Ueda. Al recorrer el pasillo, Reiko oyó carcajadas masculinas por una puerta abierta. Se asomó al interior.

La habitación era una celda cerrada por tabiques correderos de papel y celosía, acondicionada con un suelo de colchoneta y una mesita baja. Yugao se encontraba entre los dos guardias del séquito de su padre que peor le caían a Reiko. Uno, un hombre fornido de ojos estrábicos, tenía su zarpa en la mejilla de la presa. El otro, atlético y arrogante, la manoseaba por debajo de las faldas de su basto quimono. Yugao se zafó de ellos, pero volvieron a agarrarla. Le tironearon de la ropa y le pellizcaron las nalgas y los pechos. Ella daba tirones de los grilletes que le inmovilizaban las manos mientras les lanzaba patadas con sus pies desnudos. No logró sino que se rieran más fuerte. La chica tenía la cara tensa de ira impotente.

– ¡Basta! -exclamó Reiko. Irrumpió por la puerta y ordenó-: ¡Dejadla en paz!

Ellos se detuvieron, molestos por la interrupción, pero se les demudaron las facciones al reconocer a la hija de su señor.

– Al magistrado no le complacerá enterarse de que os habéis aprovechado de una mujer desvalida en su casa -dijo Reiko con voz cortante-. ¡Marchaos!

Los guardias se fueron con el rabo entre las piernas. Reiko cerró la puerta y se volvió hacia Yugao, que estaba hecha un ovillo, con la cara oculta tras el pelo alborotado y el sayo desprendido del hombro. Reiko la compadeció.

– Venga, deja que te arregle la ropa -dijo.

Al tocar a Yugao, la chica se encogió. Se retiró el pelo de la cara y la miró fijamente.

– ¿Quién sois?

Reiko había esperado que le agradeciera haberla protegido de los guardias, pero en cambio la notó recelosa y hostil. Al verla de cerca por primera vez, reparó en que tenía la tez cenicienta de cansancio y desnutrición, con ojeras bajo los ojos y los labios cortados. Sin duda, el trato abusivo de los carceleros le había enseñado a desconfiar de todo el mundo. Pese a ser sospechosa y tal vez culpable de un grave crimen, Reiko sintió aumentar la simpatía que le inspiraba.

– Soy la hija del magistrado -le dijo-. Me llamo Reiko. Se dedicaron una mirada de mutua curiosidad. Reiko la vio evaluar su quimono de seda naranja con estampado de sauces, su peinado recogido hacia arriba, su cuidado maquillaje blanco y el carmín de los labios, sus dientes ennegrecidos como dictaba la costumbre de moda para las casadas de su clase. Entretanto, Reiko notó el hedor carcelario a orina, pelo grasiento y cuerpo sin lavar de Yugao, y vio en sus ojos rencor y envidia. Se miraron como separadas por un mar, la dama de noble cuna en una orilla, la paria en la otra,.

– ¿Qué queréis? -preguntó ésta.

A Reiko la sorprendieron sus malos modos. A lo mejor nadie le había enseñado educación. Se preguntó de qué estrato social procedía y qué habría hecho para acabar de hinin, pero no parecía buen momento para indagarlo.

– Quiero hablar contigo, si es posible -dijo.

A Yugao se le enturbió la mirada de suspicacia.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el asesinato de tu familia.

– ¿Por qué?

– Al magistrado le cuesta decidirse sobre si debe declararte culpable. Por eso ha aplazado el veredicto. Me ha pedido que investigue los crímenes y descubra si eres culpable o inocente. Yugao arrugó la frente, desconcertada.

– Ya he dicho que fui yo. ¿Acaso no basta con eso?

– Él no lo cree así; y yo tampoco.

– ¿Por qué no?

La conversación recordaba a Reiko la ocasión en que Masahiro había pisado un cardo y ella había tenido que arrancarle las espinas del pie descalzo.

– Necesitamos saber por qué fueron asesinados tus padres y tu hermana -explicó Reiko-. Y tú no lo has explicado.

– Pero… -sacudió la cabeza, presa de la confusión- pero si me arrestaron.

La mujer suponía que su arresto debería haber garantizado un veredicto de culpabilidad, como habría sucedido en circunstancias normales.

– El mero hecho de que te sorprendieran en el escenario del crimen no demuestra que lo cometieras tú -explicó Reiko.

– ¿Y qué? -La pregunta de Yugao estaba teñida de ira.

– Ese es otro motivo por el que mi padre quiere que investigue el crimen. -Reiko estaba cada vez más perpleja por la actitud de aquella mujer-. ¿Por qué estabas tan ansiosa por confesar? ¿Por qué quieres que creamos que mataste a tu familia?

– Porque lo hice -contestó ella, dando a entender que Reiko debía de ser estúpida para no entenderlo.

La hija del magistrado reprimió un suspiro de frustración y una incipiente antipatía hacia la maleducada reclusa.

– De acuerdo -dijo-, supongamos por el momento que apuñalaste a tus padres y tu hermana. ¿Por qué lo hiciste?

Un súbito miedo cruzó los ojos de Yugao; apartó la mirada de Reiko.

– No quiero hablar de eso.

Reiko dedujo que, hubiera matado o no a su familia, el móvil de los asesinatos se hallaba en la raíz de su extraño comportamiento.

– ¿Por qué no? Dado que ya has confesado, ¿qué puede tener de malo explicarte?

– No es asunto vuestro -repuso Yugao, con el perfil pétreo e inflexible.

– ¿Había problemas entre tu padre, tu madre, tu hermana y tú? -insistió Reiko.

Yugao no respondió. Reiko esperó, sabedora de que las personas hablan en ocasiones porque no pueden aguantar el silencio. Sin embargo, Yugao se mantuvo callada, con la boca apretada como para evitar que se le escapara alguna palabra.

– ¿Te peleaste con tu familia esa noche? ¿Te hicieron daño de algún modo?

Más silencio. Reiko se preguntó si Yugao tendría algo raro además de una mala actitud. Parecía lúcida e inteligente, pero a lo mejor sufría alguna deficiencia mental.

– Tal vez no comprendes tu situación. Deja que te lo explique -probó-. El asesinato es un delito grave. Si te declaran culpable, te condenarán a muerte. El verdugo te cortará la cabeza. Ése será tu fin.

Yugao la miró con el rabillo del ojo, deplorando que Reiko la tratara como a una imbécil.

– Ya lo sé. Todo el mundo lo sabe.

– Pero a veces hay circunstancias que justifican matar a alguien -dijo Reiko, aunque le costaba imaginarlas en ese caso-. Si eso es cierto en tu caso, deberías decírmelo. Entonces yo se lo contaré al magistrado y él te perdonará la vida. Te conviene cooperar conmigo.

Yugao profirió una carcajada sardónica.

– Ya he oído eso antes -dijo mientras se volvía de cara a Reiko-. He pasado nueve días en la cárcel de Edo. He escuchado a los carceleros torturar a otros presos. Siempre decían: «Dinos lo que queremos saber y te dejaremos libre.» Algunos pobres infelices se lo creían y desembuchaban. Luego yo oía reírse a los carceleros mientras comentaban cómo lo habían ejecutado. -Sacudió la cabeza y rozó a Reiko con los largos y sucios mechones de sus cabellos-. Pues bien, no pienso tragarme vuestras mentiras. Sé que me ejecutarán diga lo que diga.

– No miento -se obstinó Reiko-. Si tenías un buen motivo para matar a tu familia, o me ayudas a determinar que no fuiste tú, quedarás en libertad. Te lo prometo.

El gesto desdeñoso de Yugao expresó cuan poco valoraba una promesa de Reiko. La cárcel debía de haberle enseñado por las bravas unas lecciones que no olvidaría con buenas palabras. Aun así, Reiko insistió:

– ¿Qué tienes que perder si confías en mí? Yugao se limitó a cerrar la boca con fuerza y endurecer su terca mirada. Reiko a menudo se había jactado de su habilidad para extraer información a la gente, pero Yugao llevaba la resistencia como una tortuga su concha, con sus secretos atesorados debajo. Reiko sentía rabia a la par que curiosidad. Optó por cambiar de táctica.

– La noche de los asesinatos, ¿estabas sola en la casa con tu familia?

Yugao no ofreció respuesta alguna, tan sólo un ceño mientras trataba de averiguar adonde quería ir a parar Reiko.

– ¿O había alguien más? -prosiguió ésta-. ¿Apareció alguien más y mató a tu familia a puñaladas?

– Estoy harta de tantas preguntas -musitó Yugao.

– ¿Intentas proteger a alguien cargando con las culpas? ¿Qué pasó de verdad esa noche?

– ¿Qué más da? ¿Por qué no dejáis de incordiarme?

Reiko empezó a explicarse de nuevo, por si no habían quedado claras sus intenciones.

– El magistrado…

– Ya -interrumpió Yugao con un bufido sarcástico-. El magistrado os ha azuzado contra mí. Y claro, vos habéis cumplido, porque sois una buena hijita que siempre hace lo que le dice su papá.

Su tono insultante parecía una reacción desmesurada a lo que sólo eran unas preguntas sencillas.

– Sólo quiero descubrir la verdad sobre un crimen espantoso -dijo Reiko, controlando su genio-. Quiero asegurarme de que no se castiga a la persona equivocada.

– Oh, ya veo -replicó Yugao con ironía-. Sois una dama rica mimada que se aburre en su mansión. Os entretenéis fisgoneando en los asuntos ajenos.

– No es cierto -dijo Reiko, zaherida por la acusación, no en menor medida porque contenía una pizca de verdad-. Intento asegurarme de que se haga justicia.

– Qué noble -se mofó Yugao-. Supongo que os divierte jugar con una hinin. ¿No tenéis nada mejor que hacer, so gansa boba y despreciable?

– ¡No me hables en ese tono! ¡Muestra algo de respeto! -ordenó Reiko, ya enfurecida. ¡Que una paria osara insultarla a ella, la esposa del chambelán!-. Estoy intentando ayudarte.

– ¿Ayudarme? -Yugao alzó la voz con incredulidad-. No me hagáis reír. Lo que de verdad queréis es que os diga algo que me haga parecer culpable. Así el magistrado podrá dormir tranquilo después de condenarme a muerte. -Una mueca insidiosa le torció los labios-. Pues bien, lo siento por él. Me niego a seguiros el juego.

A Reiko el honor la obligaba a seguir su investigación con independencia del derrotero por el que la llevara, y cualquier información que incriminara a Yugao sería utilizada en su contra. En ese caso, su padre la condenaría con la conciencia tranquila. La chica tal vez estuviera perturbada, pero su lógica era sólida.

– Me creas o no, soy tu última oportunidad de salvar la vida -dijo-. Si eres tan lista como te crees, me hablarás de la noche en que asesinaron a tu familia.

– Bah, dejad de molestarme -le espetó Yugao-. Marchaos.

– No hasta que hayas respondido a mis preguntas. -Reiko dio un paso hacia ella-. ¿Qué sucedió en realidad?

Yugao retrocedió unos pasos.

– ¿Por qué no os vais a casa a escribir poesía o colocar flores como las demás de vuestra calaña?

– ¿Por qué murieron tus padres y tu hermana?

Acorraló a Yugao contra la pared. Se miraron a los ojos mientras su antagonismo caldeaba la celda. Yugao hizo unos movimientos con la boca mientras los ojos le centelleaban de salvaje malicia. Escupió a Reiko directamente a la cara.

La esposa de Sano soltó un grito cuando el salivazo la alcanzó en la mejilla. Se apartó dando tumbos hacia atrás y se secó con la mano la baba tibia que le bajaba por la piel tenía tanto de mancilla como de insulto. Sintió tal arrebato de estupor, indignación y asco que sólo acertó a tartamudear y boquear. Yugao soltó una carcajada burlona.

– Eso os enseñará a no incordiarme -le dijo. Reiko tuvo el impulso de sacar la daga de la manga y enseñarle a Yugao una lección de su propia cosecha. Temerosa de matarla si permanecian juntas un momento más, salió por la puerta hecha una furia.

La voz provocadora de la detenida la siguió por el pasillo:

– ¡Eso, salid corriendo! ¡No volváis a acercaros a mí jamás!

El sol se puso sobre las boscosas colinas del oeste de Edo. Su luz menguante doraba los tejados que se extendían por la llanura debajo del castillo, el río que describía una curva alrededor de la ciudad y las pagodas del distrito de los templos. De varios puntos diseminados se elevaban penachos de humo negro. En el barrio de mercaderes de Nihonbashi, brigadas de bomberos formadas por hombres con capas y cascos de cuero y equipados con hachas corrían por las callejuelas serpenteantes de camino a combatir los incendios provocados por los forajidos, además de los causados por accidentes comunes. Los tenderos andaban ocupados recogiendo de la calle las muestras de género para guardarlas en sus establecimientos. Cerraban y aseguraban las persianas que cubrían sus tiendas. Las amas de casa se asomaban a los balcones y llamaban a sus niños. Jornaleros y artesanos regresaban a casa con paso ligero. Centinelas armados de porras y lanzas montaban guardia ante las puertas que separaban los barrios. En su resaca de los disturbios políticos, la ciudad se recogía temprano, en previsión de los problemas que a menudo traía la noche.

Tres samuráis, vestidos con prendas sencillas y discretas y tocados por sombreros de mimbre, atravesaban a caballo el barrio, que se vaciaba a ojos vista. Por detrás de ellos y a cierta distancia, un campesino empujaba un carro de madera empleado para acarrear los residuos nocturnos de la ciudad a los campos. Otros dos samuráis montados lo seguían. Desde su posición entre los detectives Arai e Inoue en el grupo de cabeza, Hirata volvió la vista para asegurarse de que el carro seguía a la vista. Transportaba el cuerpo del jefe Ejima, que había sacado a escondidas del castillo de Edo, oculto bajo un doble fondo cubierto por un cargamento de heces y orina de las letrinas de palacio. Los guardias de los controles no habían registrado el carro maloliente en busca de tesoros robados. Tampoco habían reconocido al detective Ogata, que impulsaba el vehículo disfrazado de basurero. Los dos samuráis de la cola también eran detectives de Hirata, con la misión de asegurarse de que ningún espía los siguiera. Habían salido del castillo todos por separado y luego se habían reunido en la ciudad. Tales eran las precauciones necesarias para un viaje clandestino al depósito de cadáveres.

Hirata se removió en la silla de montar, tratando en vano de encontrar una postura cómoda, mientras cada paso de su caballo lo atormentaba. Una parte de su mente le susurraba que no debería haber aceptado esa investigación. Sujetó con más fuerza las riendas e intentó concentrarse en su deber hacia Sano, pero lo agobiaban otros problemas aparte del dolor. Apenas seis meses atrás se movía por el mundo con osadía, pero el mundo era un lugar peligroso para un tullido.

En ese momento él y su grupo entraron en Kodemmacho, el suburbio que albergaba la cárcel de Edo y, dentro de ella, el depósito de cadáveres. Unas casuchas destartaladas bordeaban las calles desiertas salvo por un puñado de mendigos y huérfanos ambulantes. Hirata oía broncas en el interior de las chabolas; decaían al paso de su comitiva y luego resurgían. Desde los umbrales lo observaban rostros asustados. El anochecer parecía allí más oscuro, el crepúsculo más rápido. El olor a pozo negro, pescado frito grasiento y basura contaminaba el aire.

Un repentino cosquilleo de sus instintos le advirtió de una amenaza. Calle arriba, un grupo de seis samuráis dobló la esquina; su ropa sucia y ajada y sus rostros sin afeitar los señalaban como ronin. Caminaban con sigilosa premeditación, como una manada de lobos de caza. Al avistar el grupo de Hirata, apretaron el paso hasta correr hacia él. Se oyó un raspar de acero cuando desenvainaron sus espadas. Hirata se dio cuenta de que eran soldados fugitivos del ejército de Yanagisawa. Se le echaron encima con tanta celeridad que apenas tuvo tiempo de desenfundar su arma antes de que uno lo agarrara del tobillo.

– ¡Baja del caballo! -gritó el forajido.

Dos de sus camaradas asaltaron a los detectives Inoue y Arai, para desmontarlos por la fuerza. Hirata sabía que los caballos eran un bien preciado para los bandidos, muchos de los cuales habían perdido el suyo durante la batalla. Podían usarlos como medio de transporte o venderlos por dinero para comprar comida y cobijo. Blandió la espada hacia su atacante, que le dio un brusco tirón del tobillo. Un punzante dolor le surcó la pierna y le arrancó un aullido. Perdió el equilibrio y resbaló del caballo. Soltó la espada y tendió las manos para amortiguar la caída.

Aterrizó sobre la tierra con un golpe seco. Sintió otra sacudida de dolor; gimió y se agarró la pierna mientras un espasmo le agarrotaba los músculos. El bandido soltó una risotada desdeñosa. Asió las riendas del caballo de Hirata, que dio un respingo y relinchó. Hirata buscó como pudo su espada caída y se levantó con esfuerzo. Inoue y Arai seguían a lomos de sus monturas, luchando con los demás bandidos, que lanzaban estocadas, se retiraban y volvían a acometer. Resonaba el entrechocar del acero. Hirata lanzó un débil golpe contra el forajido que intentaba subirse a su caballo. El otro lo paró con facilidad y su contragolpe dio con Hirata en el suelo de nuevo. Arai e Inoue desmontaron de un salto y corrieron a ayudarlo, pero el resto de los forajidos los rodearon y se enzarzaron en duro combate. Hirata blandió de nuevo su acero contra su agresor, que paró el golpe y rió, sin soltar las riendas del caballo. Superado, Hirata se tendió en el suelo y rodó de un lado a otro intentando frenéticamente esquivar la espada de su atacante, que zumbaba y silbaba a su alrededor.

El detective Ogata, que había abandonado el carro de inmundicias, acudió a la carrera en su rescate, daga en mano. Sus dos hombres de la retaguardia se acercaban asimismo al galope, con las espadas en alto. Los bandidos vieron que tenían más oposición de lo que preveían y huyeron calle abajo, dispersándose por los callejones. Los detectives se reunieron alrededor de Hirata.

– ¿Estáis bien? -preguntó Inoue con desasosiego.

Sin aliento y agotado, con el corazón desbocado por lo cerca que había estado de morir, Hirata se incorporó apoyándose en los brazos.

– Sí -respondió con tono brusco-. Gracias.

Lo humillaba no haber podido defenderse ni capturar aquellos bribones como hubiera sido su deber. Inoue y Arai le tendieron la mano para ayudarlo a levantarse, pero él rehusó y se puso en pie con esfuerzo. Evitó las miradas de sus hombres, para no ver compasión en ellas. Enfundó la espada y se subió al caballo.

– Vamos. Tenemos trabajo que hacer. -Y añadió-: No le mencionéis esto al chambelán Sano.

Mientras retomaban la marcha, se preguntó cómo sacaría adelante aquella investigación, o el resto de su vida.

Capítulo 6

– ¿Cómo te ha ido con Yugao? -preguntó el magistrado Ueda.

Estaban sentados en su despacho privado, un aposento lleno de estanterías y armarios con actas de los tribunales. Una doncella les sirvió un cuenco de té y luego se retiró.

– Debo decir que no la he visto bien dispuesta -respondió Reiko compungida.

Se pasó la servilleta de tela por la cara. Aunque se había lavado la saliva de Yugao, todavía sentía el rastro de baba en la piel, como si la hinin la hubiera contaminado de por vida.

– A decir verdad, ha hecho todo lo posible por ganarse mi mala opinión y disuadirme de hacer nada en su favor.

Le ofreció a su padre una versión censurada de su conversación con Yugao. Le contó que la chica había sido grosera con ella, pero no repitió los insultos; tampoco mencionó que le había escupido. Se sentía frustrada porque tendría que haber manejado mejor la situación, aunque no se le ocurría qué podría haber hecho. Y no quería que su padre se sintiera ofendido a través de ella y castigara a Yugao. A pesar de su comportamiento, todavía le inspiraba compasión, porque debía de haber sufrido muchas humillaciones en su vida como paria, fuera una asesina o no. Hasta una hinin merecía justicia.

– Por el momento mandaré a Yugao de vuelta a la cárcel. ¿Qué impresión te has llevado de su carácter? -preguntó el magistrado entre sorbos de té humeante.

– Es una persona bastante desagradable, con muy mal genio.

– ¿La consideras capaz de asesinar?

Reiko reflexionó un momento.

– Sí. Pero no pondría mucha fe en una opinión personal basada en un único encuentro breve. -Ahora que se le habían calmado los ánimos, su sentido del honor le exigía dejar a un lado las emociones y realizar una indagación justa y concienzuda. Y era demasiado orgullosa para fracasar-. Necesito investigar más para aclarar la verdad. -Quedaban demasiadas preguntas sin respuesta-. Y como ella no quiere ayudarme, tendré que buscar en otra parte.

– Muy bien. -Su padre echó un vistazo a la ventana. El sol, que decaía con la proximidad del ocaso, brillaba dorado a través de las hojas de papel. Dejó su cuenco de té en la mesa y se levantó-. Debo regresar al tribunal. Hoy tengo tres juicios más.

– Y yo debería irme a casa. -Reiko también se puso en pie.

Atravesar la ciudad tras la puesta del sol era más peligroso de lo normal. Por la noche merodeaban los bandidos, y los ciudadanos prudentes se quedaban en casa. Se preguntó cuándo vería a Sano; esperaba que no llegara a casa muy tarde, porque estaba ansiosa por informarlo de su nueva investigación.

– Mañana a lo mejor encuentro indicios de que Yugao no asesinó a su familia-dijo. Sin embargo, por el momento no le importaría demostrar que la mujer era tan culpable como afirmaba.

Aunque Hirata había sido visitante habitual de la cárcel de Edo durante sus tiempos de policía, llevaba una temporada sin ver la prisión de los Tokugawa. En ese momento, mientras se acercaba con sus detectives, constató que no había mejorado. La estructura con aire de fortaleza seguía cerniéndose sobre un canal que olía a alcantarilla; el agua reflejaba turbiamente los rayos naranjas del sol poniente. Los altos muros de piedra todavía lucían su capa de musgo. Los mismos guardias huraños vigilaban desde las atalayas. La misma aura de desespero pendía sobre los tejados a dos aguas del interior. Hirata y sus hombres, con el carro que llevaba el cadáver de Ejima, cruzaron el puente que conducía a la puerta con remaches de hierro. Allí, a la luz de las linternas, dos centinelas montaban guardia en una garita.

– Queremos ver al doctor Ito en el depósito de cadáveres -les dijo Hirata.

Abrieron la puerta con presteza. Hirata sabía que Sano les pagaba un salario generoso por dejar paso a los visitantes del doctor Ito, desentenderse de sus asuntos en la morgue y mantener la boca cerrada. Condujo a sus hombres al interior del recinto, por delante de barracones destartalados y el edificio de la oficina del alcalde que rodeaba las celdas. Sabía dónde estaba el depósito, pero nunca había entrado; la mayoría lo rehuía por miedo a la contaminación física y espiritual. Al llegar a un patio cercado por una valla de bambú, encontró un edificio bajo con las paredes de yeso descascarillado y una maltrecha techumbre de juncos. Cuando él y sus hombres hubieron desmontado, se asomó a las ventanas con barrotes.

El interior estaba amueblado con armaritos y mesas. Tres eta varones -los parias que formaban el personal de la cárcel- lavaban cuerpos desnudos en unas artesas de piedra. Un hombre salió por la puerta. Era alto, casi octogenario, de pelo blanco, huesos faciales prominentes y expresión sagaz; llevaba una bata larga azul oscuro, el uniforme tradicional de los médicos.

– ¿El doctor Ito? -preguntó Hirata.

– Sí -respondió el médico-. ¿Con quién tengo el placer de hablar? -Cuando Hirata se identificó y presentó a sus hombres, Ito se relajó y sonrió-. Es un honor conoceros, Hirata-san -dijo con una cortés reverencia-. Vuestro señor me ha hablado muy bien de vos.

– Lo mismo digo -replicó Hirata.

– ¿Se encuentra bien? -Tras cerciorarse de que era así, Ito dijo-: Me alegro de oírlo. Hace más de seis meses que no nos vemos.

Hirata detectó un dejo de nostalgia en su voz. Como chambelán, Sano tenía tantas miradas pendientes de él que no se atrevía a relacionarse con un convicto. Hirata sabía que echaba de menos a su amigo y en ese momento comprobó que el sentimiento era mutuo.

– ¿En qué puedo ayudaros? -preguntó el doctor.

– El chambelán Sano envía un cuerpo que le gustaría que examinarais. -Le puso en antecedentes de la muerte del jefe Ejima.

– Será un placer. ¿Dónde está?

El detective Ogama retiró la tapa del carro de los residuos. Apartó el cubo de hediondas heces y dejó a la vista a Ejima, todavía vestido con sus ropajes, su armadura y su casco, encajonado en el compartimento secreto. Ito llamó a dos eta para que vaciaran el cubo de residuos. Y a un tercero le ordenó que entrara el cuerpo.

– Éste es mi asistente especial. Se llama Mura -lo presentó.

Mura era de pelo canoso y cara adusta. Hirata recordaba que Sano le había contado que Ito había trabado amistad con él a pesar de que era un paria, y Mura se encargaba de todo el trabajo físico relacionado con los exámenes del médico. En ese momento depositó el cuerpo de Ejima sobre una mesa y colocó linternas en un soporte cerca de ella. Cuando Hirata, Ito y los detectives se reunieron en torno a la mesa, las llamas titilantes iluminaron sus caras y el cadáver. Hirata pensó que debían de parecer congregados para algún estrambótico ritual religioso. Le dolía la pierna, pero esperó ser capaz de aguantar de pie el tiempo que hiciera falta.

– Desviste el cuerpo, Mura-san -dijo Ito.

El eta retiró el casco de Ejima. La cara que apareció era casi infantil, de piel tersa y sin arrugas, aunque Hirata sabía que el difunto pasaba de los cuarenta años. En vida su expresión habitual había sido de una astucia que proclamaba conocimientos secretos; en la muerte su semblante era puro hieratismo.

– ¿Podéis averiguar cómo murió sin cortarlo? -preguntó Hirata-. Tengo que devolverlo al castillo de Edo. No convendría que la gente notara que lo han examinado.

– Lo intentaré.

Mientras todos miraban, Mura retiró la armadura y las vestiduras del cuerpo. Por el momento el examen no parecía revestido de ninguna truculencia. Mura manejaba el cadáver con gentil y respetuoso cuidado. Al poco Ejima estuvo desnudo, con el torso surcado de huellas sanguinolentas de cascos y roturas allá donde los caballos lo habían pisoteado. Ito se puso unos guantes blancos para protegerse de las excreciones corporales y la contaminación espiritual. Inspeccionó la cabeza de Ejima, volviéndola de un lado y de otro. Luego le pasó las manos, palpando y tanteando, por el torso.

– Noto costillas rotas y órganos internos destrozados -le dijo a Hirata-.Pero ¿me ha parecido entender que decíais que los testigos lo vieron derrumbarse en la silla de montar?

– Sí -confirmó Hirata.

– Entonces es probable que estuviera muerto antes de caer y que no hayan sido estas heridas la causa de la muerte -dijo el doctor Ito-. Mura-san, dale la vuelta.

Mura volteó el cadáver sobre su estómago. Una mancha oscura se le había extendido por la espalda.

– La sangre se ha encharcado -explicó el doctor, y luego examinó con atención el cuero cabelludo de Ejima-. Aquí no hay heridas. El casco le protegió la cabeza. -Inspeccionó el cuerpo dando una vuelta a la mesa; le dijo a Mura que volviera a ponerlo boca arriba y prosiguió con su escrutinio. Sacudió la cabeza y arrugó la frente.

– ¿No podéis distinguir lo que causó la muerte? -Hirata no quería regresar a Sano con las manos vacías.

De repente Ito se detuvo cerca del lado derecho de la cabeza de Ejima. Se inclinó con la mirada muy atenta. Le asomó a la cara una expresión de sorpresa e interés.

– ¿De qué se trata? -preguntó Hirata.

– Observad esta marca. -Ito señaló un hueco en los huesos faciales entre el ojo y la oreja.

Hirata se acercó. Detectó un puntito oval y azulado, apenas visible, en la piel de Ejima.

– Parece un cardenal.

– Correcto. Pero no procede de las lesiones de la pista. Este moraron tiene más de un día.

– Entonces no guarda relación con su muerte -se lamentó Hirata-. Además, un golpecito de nada como ése nunca ha matado a nadie.

Sin embargo, el doctor no le hizo caso.

– Mura-san, tráeme una lupa.

El eta se dirigió a un armario y regresó con un trozo de cristal plano y redondo montado en un marco negro de esmalte con mango. Ito examinó el cardenal con atención a través de él y luego dejó que Hirata echara un vistazo. Ampliada, la contusión mostraba un complejo dibujo de volutas y líneas paralelas. El detective arrugó la frente sin dar crédito a lo que veía.

– Es una huella dactilar -dijo-. Alguien debió de apretarle la piel lo bastante fuerte para amoratarla. Pero nunca he visto tanto detalle en un cardenal. ¿Qué nos indica?

Ito contempló la extraña contusión con ojos llenos de asombro.

– En mis treinta años de ejercicio nunca he visto nada parecido, pero el fenómeno está descrito en los textos médicos. Aparece en ocasiones en las víctimas del dim-mak.

– ¿El toque de la muerte? -Hirata vio su propio asombro reflejado en los rostros de sus hombres. La habitación pareció enfriarse y oscurecerse.

– Sí -dijo el doctor-. La antigua técnica de artes marciales consistente en dar un único golpecito tan leve que es posible que la víctima ni siquiera se entere, pero aun así resulta fatal. La inventaron hace unos cuatro siglos.

– La fuerza del toque determina cuándo se produce la muerte -recordó Hirata del saber samurái.

– Un golpecito más fuerte mata a la víctima en el acto -aclaró Ito-. Uno más suave puede aplazar la muerte hasta dos días. Puede parecer que goza de perfecta salud, hasta que de improviso cae fulminada. Y no habrá indicio de su causa, salvo por una nítida huella allá donde la haya tocado el asesino.

– Pero el dim-mak es extrañísimo -dijo el detective Arai-. Jamás he oído de nadie que lo usara, o muriera por él.

– Ni yo -añadió el detective Inoue-. No sé de nadie de Edo que sea capaz.

– Recordad que cualquiera que lo sea se guardará de darlo a conocer -señaló Ito-. Los antiguos maestros que desarrollaron el arte del dim-mak temían que lo usaran en su contra o con cualquier otro fin perverso. En consecuencia, transmitieron su conocimiento sólo a unos pocos estudiantes selectos de confianza. La técnica ha sido un secreto guardado con celo, reservado a un puñado de hombres cuya identidad nadie conoce.

– ¿Hace falta ser un experto en artes marciales para dominar la técnica? -preguntó Hirata.

– Más que eso -respondió Ito-. El practicante exitoso del dim-mak no sólo debe aprender a concentrar su energía mental y espiritual y canalizarla a través de la mano hacia la víctima; también hacen falta unos conocimientos exhaustivos de anatomía para localizar los puntos vulnerables del cuerpo. Suelen ser los mismos que usan los médicos para la acupuntura. Los canales de energía que transmiten los impulsos curativos por el cuerpo también pueden transportar fuerzas destructivas.

Tocó la contusión con su mano enguantada.

– Este cardenal está situado en el cruce de un canal que conecta órganos vitales -explicó-. La necesidad de conocimientos anatómicos explica por qué los practicantes estudian medicina además de las artes marciales místicas.

– ¿De verdad creéis que Ejima murió por dim-mak? -preguntó Hirata, escéptico aunque intrigado.

– A falta de otro síntoma aparte de la contusión, por donde la energía del asesino pudo penetrar en el cuerpo, es probable -concluyó el doctor.

Hirata resopló, sobrecogido por las implicaciones del hallazgo.

– Al chambelán Sano le interesará saberlo.

– No deberíamos precipitarnos al informarle -advirtió Ito-. La contusión no constituye una prueba definitiva. Si mi teoría es errónea, podría descarrilar las indagaciones del chambelán. Antes de dictaminar la causa de la muerte, habría que confirmarla.

– Muy bien -dijo Hirata-. ¿Cómo lo hacemos?

Ito adoptó una expresión grave.

– Tengo que abrir la cabeza y mirar dentro.

Hirata se enfrentaba a un peliagudo dilema. Necesitaba contarle a Sano cómo había muerto Ejima y determinar más allá de toda duda que había sido resultado de un acto premeditado, pero mutilar el cuerpo suponía un gran riesgo. Tanto Hirata como Sano tenían enemigos que esperaban ansiosos a que cometieran un fallo. Si alguien reparaba en indicios de una autopsia ilegal en el cadáver de un caso investigado por ellos, sus enemigos tal vez se enterarían. Aun así, no podía renunciar a su deber hacia Sano. Tras devanarse los sesos en busca de una solución, halló una que le pareció factible.

– Adelante -le dijo al doctor-. Yo asumiré la responsabilidad. Pero procurad hacer el mínimo daño posible.

Ito asintió y dijo:

– Empieza, Mura-san.

Mura cogió una navaja, un cuchillo fino y afilado y una sierra de acero. Cortó y afeitó el cabello de Ejima en una estrecha franja de oreja a oreja por la parte posterior de la cabeza, y luego practicó una incisión a lo largo de toda la circunferencia justo por encima de las cejas. Retiró la carne hasta dejar a la vista el cráneo húmedo y sanguinolento y empezó a serrar el hueso. El raspar del instrumento pareció ensordecedor en el silencio que se apoderó de los presentes. Hirata lo observaba, entre fascinado y horrorizado.

En su vida había presenciado toda clase de espectáculos macabros: caras partidas por la mitad, estómagos abiertos en canal durante combates a espada, cabezas cercenadas por el verdugo, sangre y entrañas derramadas. Aun así, aquel descuartizamiento metódico lo perturbaba. Transformaba a un humano en un pedazo de carne. Parecía el ultraje definitivo contra la vida. Empezó a entender por qué estaba proscrita la ciencia extranjera, para proteger la sociedad y sus valores, al precio de renunciar a un conocimiento más avanzado.

En ese momento Mura terminó de cortar el cráneo en todo su perímetro y a través del hueso. Agarró la cabeza de Ejima y aflojó la parte superior, como si quitara la tapa bien cerrada de un frasco. Insertó la hoja del cuchillo en el cráneo y rasgó el tejido que lo sujetaba. Hirata lo observó levantar la tapa. Salió sangre, roja y viscosa, espesada de coágulos. Bañaba la masa grisácea y ensortijada del cerebro, resplandecía húmeda a la luz de las linternas y manchaba la mesa.

– He aquí nuestra prueba -dijo Ito con satisfacción señalando la sangre-. Cuando se asesta un toque de la muerte, su energía recorre el canal interno que conecta el punto de contacto con un órgano vital. El asesino de Ejima tomó por blanco su cerebro. El toque en la cabeza causó una pequeña ruptura en un vaso sanguíneo de su cerebro, que poco a poco fue perdiendo sangre y ensanchándose hasta que reventó y lo mató.

– Y no presentaba ninguna otra herida que pueda explicar la hemorragia -dijo Hirata.

– Correcto -corroboró Ito-. El dim-mak fue la causa de la muerte.

Hirata asintió, pero haberse enterado de la verdad le causaba tanta aprensión como alivio.

– Volveremos al castillo para comunicarle la noticia al chambelán -dijo a sus detectives.

– ¿Qué hacemos con el cuerpo? -preguntó Inoue. Echó un vistazo al cadáver que yacía con el cerebro a la vista y la tapa de los sesos a un lado sobre la mesa ensangrentada.

– Se viene con nosotros. -Hirata se volvió hacia Ito-. Por favor, haced que vuestro asistente recomponga la cabeza, la envuelva con una venda, lo lave y lo vista.

Era solo el principio del esfuerzo por disimular el clandestino examen.

Capítulo 7

Cuando Sano acabó de inspeccionar el hipódromo e interrogar a los testigos presentes, él, Marume y Fukida hablaron con los centinelas y patrullas que se hallaban en las inmediaciones en el momento de la muerte de Ejima. Para cuando regresaron a su mansión, se había hecho de noche. Sano se alegró de ver que había desaparecido la muchedumbre de sus puertas y su antesala: habían desesperado de verlo ese día. Sin embargo, cuando pasó por su despacho para enterarse de lo sucedido en su ausencia, sus asesores lo asediaron con preguntas y problemas urgentes. Se vio engullido de nuevo por el remolino de su cargo, hasta que un criado le llevó dos mensajes: el caballero Matsudaira exigía saber qué lo entretenía tanto, e Hirata había llegado.

Se dirigió a su sala de audiencias y encontró a Hirata de rodillas en el suelo. Lo espantó ver lo enfermo que parecía. Lo asaetearon renovados remordimientos.

– ¿Te apetece un refrigerio? -preguntó. Lamentaba que la habitual cortesía debida a cualquier invitado fuera lo único que pudiera ofrecerle; una disculpa o muestra de compasión sólo hubiera herido su orgullo.

– No, gracias, ya he comido. -Hirata negó tácitamente su evidente malestar al recitar la fórmula de cortesía.

– Bueno, yo no, e insisto en que me hagas compañía -dijo Sano, aunque andaban mal de tiempo. Mandó llamar a una doncella y le dijo-: Tráenos de cenar, y echa unas hierbas medicinales en el té. Me duele la cabeza. -No era verdad, pero a lo mejor la infusión lograba que Hirata se sintiera mejor. La muchacha se marchó-. ¿Qué ha descubierto Ito?

Cuando Hirata se lo contó, se quedó anonadado.

– Asesinado con el dim-mak -se asombró-. ¿Está seguro el doctor?

Hirata describió la contusión en forma de huella, la disección y la sangre del cerebro.

– Bueno, supongo que para todo hay una primera vez -comentó Sano-. Y las novedades de Ito cuadran con lo que he descubierto yo. Todos los testigos dicen que Ejima cayó muerto sin motivo aparente. Los guardias que miraban con sus catalejos durante la carrera no vieron que nada lo golpeara. Nadie disparó un arma cerca del circuito y no se ha encontrado ninguna bala. A Ejima no lo mataron por medios convencionales. -Sano sentía temor a la par que emoción-. Ahora sabemos que lo asesinaron, y cómo. Pero esto complica seriamente el caso.

Hirata asintió.

– Significa que el hipódromo no es necesariamente el escenario del crimen. Podría haber recibido el toque de la muerte horas o días antes de que surtiera efecto.

– Y los sospechosos ya no se limitan a quienes se hallaban cerca de la pista cuando Ejima cayó fulminado -añadió Sano.

Guardaron silencio, escuchando las campanadas de los templos y los ladridos de los perros en la noche, el viento que cobraba fuerza y el zumbido de los insectos en el jardín.

– El asesino anda suelto -dijo Sano. Anticipaba la emoción de la caza, pero también un desafío sin precedentes, un adversario mucho más ducho en artes marciales que él mismo-. Y no tenemos ni idea de quién puede ser.

La doncella sirvió una cena de bolas de arroz, sashimi y verduras encurtidas. Sano reparó en que Hirata apenas probaba bocado, pero dio unos tragos de té y pareció revivir un poco.

– Tenemos dos problemas más apremiantes que atrapar al asesino -le dijo-. Primero, ¿cómo vamos a ocultar que han diseccionado el cuerpo de Ejima?

– Ya me he ocupado de eso -respondió Hirata-. Hice que el asistente del doctor le vendara la cabeza. Luego lo llevé a casa para que mis criados lo vistieran con una túnica de seda blanca y lo tendieran en un ataúd lleno de incienso. Al dejarlo en casa de su familia, les dije que ya estaba preparado para el funeral, para ahorrarles la visión de sus espantosas heridas, y que yo mismo pagaría un funeral por todo lo alto. Dejé que vieran el cuerpo un minuto y luego sellé el ataúd. Se sentían tan agradecidos que no creo que lo abran para examinarlo mejor.

– Bien hecho -dijo Sano, impresionado por el ingenio de Hirata-. Pero yo pagaré el funeral. -Se trataba de un precio pequeño por mantener en secreto la autopsia.

– ¿Cuál es el segundo problema? ¿Cómo contarle al caballero Matsudaira que a Ejima lo asesinaron mediante el dim-mak sin revelarle cómo lo hemos descubierto? -preguntó Hirata.

Sano asintió mientras dejaba a un lado los palillos.

– Tengo una solución. Te la contaré de camino a palacio.

Una luna en cuarto creciente adornaba el cielo añil sobre los picudos tejados del palacio. Las llamas resplandecían en las linternas de piedra repartidas por el complejo de edificios de entramado de madera y los senderos de grava blanca que cruzaban sus lozanos y apacibles jardines. Las ranas croaban en los estanques mientras resonaban los disparos de las prácticas de tiro nocturnas en el campo de entrenamiento de artes marciales. Los guardias de patrulla llevaban el emblema del caballero Matsudaira, reafirmando su posición en el corazón del régimen Tokugawa.

Cuando llegaron Sano, Hirata y los detectives Marume y Fukida preguntando por Matsudaira, los centinelas de las puertas de palacio los dirigieron a las dependencias privadas del sogún. Allí se encontraron en medio de una fiesta. Bellos muchachos vestidos con vistosos ropajes de seda tocaban el samisén, la flauta y los tambores; otros bailaban. El sogún estaba apoltronado entre cojines mientras más mozalbetes parloteaban a su alrededor y lo mantenían servido de vino. Su querencia por los varones jóvenes era del dominio público. El que los prefiriera a su esposa y sus concubinas explicaba por qué no había logrado engendrar un heredero directo. Cerca del sogún se encontraban Matsudaira y dos miembros del Consejo de Ancianos, que incluía a los principales asesores del sogún y era el máximo órgano de gobierno del régimen. Matsudaira estaba de rodillas con los brazos cruzados y expresión torva: desaprobaba esos entretenimientos tan frívolos. Los ancianos tomaban vino y meneaban la cabeza al compás de la música.

– ¿Y bien? -dijo mientras Sano y sus acompañantes se acercaban, se arrodillaban y hacían una reverencia-. ¿Ha sido asesinato?

– Lo ha sido -asintió Sano.

Los viejos arrugaron la frente en señal de preocupación. El sogún desvió su atención de los bailarines y contempló a Sano con cara de alelado; tenía las mejillas coloradas por el vino; con la mano toqueteaba la rodilla del chico sentado a su lado.

Se trataba de Yoritomo, su favorito del momento. Era asombrosamente bello, la viva imagen en joven de su padre, el antiguo chambelán. Aunque el caballero Matsudaira había desterrado a Yanagisawa y su familia, Yoritomo permanecía en Edo porque el sogún había insistido en quedárselo. Corría por sus venas sangre Tokugawa -de parte de la madre, una pariente del sogún- y las malas lenguas decían que era el heredero designado por la dictadura. El encaprichamiento del sogún protegía a Yoritomo de Matsudaira, que quería eliminar a todo aquél relacionado con su rival. Yoritomo sonrió con timidez; sus grandes ojos, de un negro líquido, tan parecidos a los de su padre, se iluminaron de alegría al ver a Sano.

– De modo que yo tenía razón. -Matsudaira se hinchó de satisfacción-. Lo sabía.

– ¿De quién estáis hablando? -preguntó el sogún.

– De Ejima, el jefe de la metsuke. -El caballero apenas contenía su impaciencia-. Ha muerto esta mañana.

– Aah, sí -dijo el sogún con aspecto de recordarlo vagamente.

– Pensaba que Ejima se había caído corriendo en el hipódromo -dijo uno de los ancianos. Era Kato Kinhide, que tenía una cara ancha y curtida, con ranuras por ojos y boca. El otro era Ihara Eigoro. Se habían opuesto a Matsudaira y apoyado a Yanagisawa durante la guerra de las facciones. Ellos y algunos de sus aliados habían sobrevivido a la purga pegándose a Yoritomo, que estaba solo en la corte y dependía de la protección que le ofrecieran los amigos de su padre. Sin embargo, Sano sabía que la protección funcionaba en los dos sentidos: la influencia de Yoritomo ante el sogún escudaba a Kato, Ihara y su camarilla del caballero Matsudaira. Él era su asidero al régimen, la promesa de otra oportunidad de hacerse con su control.

– A Ejima no lo ha matado la caída -explicó Sano.

– Entonces ¿qué ha sido? -preguntó Ihara. Bajo y jorobado, tenía una apariencia algo simiesca. Él y Kato guardaban rencor a Sano porque se había negado a ponerse de su parte durante la guerra de las facciones, y en ese momento trabajaba codo con codo con Matsudaira. Lo envidiaban por haber llegado más alto que ellos en el escalafón.

– Ejima ha sido víctima de un dim-mak -contestó Sano.

– ¿El toque de la muerte? -El caballero lo observó con asombro, al igual que los ancianos y Yoritomo. El sogún pareció confuso sin más. La música y la danza proseguían mientras los mozos bromeaban y reían.

– Cuesta creerlo -dijo Kato, siempre dispuesto a ridiculizar a Sano y despertar dudas sobre su juicio-. El dim-mak es un arte perdida.

– ¿De qué pruebas disponéis? -inquirió Ihara.

– Cuando preparaban a Ejima para el funeral, han reparado en un cardenal que tenía en la cabeza. Presentaba la forma y las marcas de una huella dactilar. -Era la historia que Sano había pergeñado para encubrir la disección ilegal-. De acuerdo con la literatura de las artes marciales, se trata de la señal inconfundible del toque de la muerte.

– Los libros no pueden considerarse una confirmación adecuada -se mofó Kato.

– En ellos siempre puede encontrarse algo que respalde el argumento más inverosímil-añadió Ihara, en apoyo de su compañero.

Sano entendía por qué estaban tan deseosos de refutar que la muerte de Ejima fuera un asesinato.

– Pese a todo, me reafirmo en mi opinión. Pero dejemos que sea su excelencia quien decida la cuestión.

El sogún pareció complacido de que se le consultara, pero arredrado. Se volvió hacia el caballero Matsudaira.

– El chambelán Sano es el experto en crímenes -dijo éste-. Si él dice que ha sido dim-mak, debería bastar con eso.

Sano también comprendía que Matsudaira estaba tan ansioso por confirmar que a Ejima lo habían asesinado que aceptaría un método inusual, creyera en él o no.

– Bueno, entonces, aah, así sea -dijo el sogún, a todas luces contento de que su primo le hubiera ahorrado la necesidad de pensar-. La, aah, causa oficial de la muerte es lo que dice el chambelán Sano.

Matsudaira asintió en señal de aprobación. Kato e Ihara trataron de disimular su contrariedad, y Sano su alivio al ver que el ardid había funcionado y la autopsia permanecía en secreto. Se preguntó cuánto le duraría la suerte.

Yoritomo le dedicó una fugaz sonrisa de felicitación. A lo largo de los últimos seis meses se habían hecho amigos, a pesar de que Sano en un tiempo había sido el rival de su padre. El chico le inspiraba lástima y había descubierto que era un joven decente y considerado que se merecía algo mejor que una vida como juguete sexual del sogún y peón de los compinches de su padre, sobre todo cuando su condición de heredero del régimen distaba mucho de ser segura. A Sano lo maravillaba que de Yanagisawa hubiera salido un niño tan cabal, y se había cargado sobre las espaldas otra responsabilidad más: la de mentor del hijo de su antiguo enemigo.

– ¿Qué hay de las otras tres muertes recientes? -preguntó Matsudaira-. ¿También fueron causadas por dim-mak?

Kato interrumpió:

– ¿Os referís al supervisor de ceremonias de la corte, el comisario de carreteras y el ministro del Tesoro?

– Así es.

– Es imposible que todas esas muertes sean asesinatos -protestó Ihara.

Sano observó que el rumbo de la conversación ponía nerviosos a los dos ancianos.

– Eso ya lo veremos -dijo el caballero en tono ominoso-. ¿Chambelán Sano?

– Si el supervisor Ono, el comisario Sasamura o el ministro del Tesoro Moriwaki fueron asesinados está todavía por esclarecer. -Sano se ganó un gruñido de decepción de Matsudaira y miradas de alivio de los demás.

– Investigaré sus muertes mañana -terció Hirata.

– Por lo menos alguien reconoce la necesidad de investigar antes de llegar a conclusiones precipitadas -dijo Kato a media voz.

El caballero se dirigió a Sano:

– ¿Tenéis alguna idea de quién ha matado a Ejima?

– Aún no. Mañana empezaré a buscar sospechosos.

– A lo mejor no tenéis que buscar muy lejos. -Matsudaira clavó una mirada de insinuación en los ancianos.

Ellos trataron de ocultar su consternación.

– Aunque creáis que alguien, en esta época nuestra, ha dominado la técnica del dim-mak, no pensaréis que pueda tratarse de alguien del régimen -dijo Ihara. Sano sabía que él y Kato habían temido en todo momento que Matsudaira los acusara de matar a sus funcionarios para debilitar su posición.

– Cualquiera que no tenga habilidad o agallas suficientes para cometer un asesinato podría haber contratado a un asesino a quien no le falten -señaló el caballero.

– Lo mismo vale para cualquiera que acuse a otros -replicó Kato-. Hay quien no hace ascos a cometer un crimen con tal de perjudicar a sus enemigos.

Matsudaira adoptó una expresión recelosa porque Kato le había devuelto la acusación.

– A lo mejor deberíamos plantearnos el motivo del propio chambelán Sano para designar las muertes como asesinatos y llevar a cabo una investigación. -Ihara miró de soslayo al objeto de su comentario.

El sogún arrugó la frente, desconcertado y molesto, mientras repartía la atención entre la música, el baile y la conversación. Yoritomo parecía triste porque estaban atacando a Sano. El chambelán sabía que Kato e Ihara temían su amistad con Yoritomo, que socavaba su influencia sobre el joven. Sin Yoritomo y su conexión con el sogún, serían blancos fáciles para Matsudaira. Les convenía más atacar a Sano aunque él hubiera intentado hacer las paces con ellos.

– Mi única meta es descubrir la verdad -afirmó.

– La verdad que os convenga a vos y al caballero Matsudaira -dijo Kato con una mueca de desdén, para luego dirigirse al sogún-. Excelencia, los asesinatos, si asesinatos son, deberían ser investigados por alguien que no tenga un interés personal en el resultado y pueda ser objetivo. Me propongo para presidir un comité que investigue la auténtica verdad del asunto.

– Vos os jugáis tanto como cualquier otro -replicó Matsudaira con desprecio.

– Un comité es una buena idea -dijo Ihara-. Yo formaré parte.

Sano se preguntó si querían tomar las riendas de la investigación porque temían que los destapara como asesinos o que los incriminara si no eran culpables. No podía dejarlos barrer un crimen, y posiblemente cuatro, debajo del tatami, o inculpar al caballero Matsudaira y acabar con él por el camino. Había llegado el momento de hacer valer su rango.

– Me alegra ver que estáis tan dispuestos a investigar el asesinato del jefe Ejima -les dijo a Kato e Ihara-. Siempre es un placer ver tanta dedicación en mis subordinados. -Los ancianos técnicamente eran sus subalternos, aunque su edad y veteranía les concedieran una posición especial-. Si necesito vuestra ayuda, os la pediré. Hasta entonces limitaréis vuestra participación a asesorar a su excelencia dentro del normal cumplimiento de vuestras funciones.

A los ancianos se les tensaron las mandíbulas ante el desaire, pero no podían oponerse en público a una orden directa.

– Siempre os habéis declarado satisfecho con el servicio del chambelán Sano -le dijo el caballero Matsudaira al sogún-. Es el hombre mejor cualificado para investigar. Que siga.

– Bueno, aah, eso parece buena idea -dijo el sogún. Las desavenencias lo irritaban, y habló con un apocado deseo de ver aquélla zanjada.

– El mero hecho de que Sano haya tenido éxito en el pasado no garantiza que no os vaya a fallar ahora, excelencia -objetó Kato con una urgencia nacida del pánico.

– Este caso es demasiado grave para que lo lleve a solas, por mucha experiencia que tenga -añadió Ihara.

Sano los notaba razonar que si Matsudaira se salía con la suya y acababan implicados en la muerte de cuatro altos funcionarios de los Tokugawa, los ejecutarían por traición. Ni siquiera el amparo de Yoritomo los salvaría.

– ¡Basta de tantos consejos! -exclamó de repente el sogún. A lo mejor se barruntaba el contenido entre líneas de la conversación, pensó Sano; quizá sentía necesidad de reafirmar su autoridad-. Yo decidiré quién investiga el asesinato de, aah… -Agitó las manos en ademán de confusión-. Quienquiera que fuera esa gente. ¡Ahora callaos todos y dejadme pensar!

Los músicos dejaron de tocar; los bailarines se detuvieron en mitad del paso; la chachara de los jovenzuelos quedó en el aire. Un silencio incómodo se impuso en la habitación. Matsudaira adoptó una expresión de contrariedad al perder el control de la situación. Los ancianos estaban tan inmóviles como si se hallaran entregados a una profunda meditación para inclinar telepáticamente al sogún en su favor. El dictador se consumía entre su propia inseguridad y su pavor a cometer un error. Sano vio que su destino pendía del capricho de su señor. La investigación del asesinato conllevaba ya mucho más que la búsqueda de un homicida. Estaba en peligro la propia supervivencia de Sano.

Yoritomo se inclinó hacia el sogún y le susurró al oído. Sano arrugó la frente, tan sobresaltado como lo parecían Matsudaira, los ancianos, Hirata y los detectives. El sogún alzó las cejas mientras escuchaba a su joven protegido; asintió.

– He tomado una decisión -dijo al cabo, ya confiado-. Permitiré que el chambelán Sano investigue el asesinato y capture al culpable.

Sano sintió alivio, pero también recelos. Hirata y los detectives le hicieron señas de aprobación con la cabeza. El rostro de Matsudaira expresó una mezcla de satisfacción por haberse salido con la suya y rabia por constatar la influencia que el hijo de su antiguo rival tenía sobre el sogún. Los ancianos intentaron disimular su descontento. Yoritomo miró a Sano con expresión radiante.

– Basta de hablar de, aah, cosas serias -añadió el sogún-. Podéis iros todos. Mantenme informado de los, aah, avances de la investigación. -Hizo una seña a los músicos, bailarines y demás muchachería-. Que siga la fiesta.

En el pasillo, delante de las dependencias privadas del sogún, Matsudaira y los ancianos desfilaron ante Sano.

– Confío en que resolveréis el caso a mi entera satisfacción -dijo el primo del sogún. Su tono, aunque de camaradería, apuntaba a funestas consecuencias para Sano en caso de incumplimiento.

Los ancianos le hicieron una reverencia. Su gesto decía que temían que los incriminara; la hostilidad de sus ojos aclaraba que no sería la última vez que le plantaran cara mientras siguiera aliado con el caballero Matsudaira.

– Haréis bien en recordar cómo llegasteis a donde estáis -dijo Kato. Sano había sido nombrado chambelán porque su espíritu independiente lo había convertido en el único hombre sobre el que podían ponerse de acuerdo Matsudaira y los restos de la facción de Yanagisawa. Kato le estaba diciendo que habían contribuido a elevarlo al poder y que podían derribarlo si les causaba problemas.

Apareció Yoritomo por la puerta. Ihara le dijo:

– ¿Venís con nosotros?

– No. Os veré más tarde. -El joven se detuvo al lado de Sano.

A los ancianos se les agrió la cara.

– No olvidéis quiénes son vuestros amigos de verdad -dijo Ihara.

Los ancianos partieron enfurruñados. Sano y Yoritomo avanzaron juntos por el pasillo. Hirata y los detectives los siguieron a cierta distancia.

– Debo daros las gracias por interceder a mi favor ante el sogún -le dijo Sano.

Yoritomo se ruborizó ante la gratitud de Sano.

– Después de todo lo que habéis hecho por mí, era lo mínimo -dijo.

Parecía tan contento, tan deseoso de aprobación, que a Sano no le gustó tener que decir:

– Pero no deberíais haber metido baza. No podéis permitiros contrariar a Kato o Ihara por mí. Ha sido una imprudencia. No volváis a hacerlo.

– Os ruego me perdonéis. Supongo que he actuado impulsivamente. -Yoritomo agachó la cabeza, mortificado por la crítica-. Sólo pretendía ayudaros.

– Ayudarme no es vuestro deber -repuso Sano con amabilidad y firmeza. ¡Pensar que el padre en su momento había hecho todo lo posible por arruinarlo, y ahora el hijo ponía en peligro su propia seguridad para protegerlo!-. Y deberíais manteneros al margen de la política. Puede ser mortífera.

– Sí… Entiendo lo que queréis decir.

El tono escarmentado del joven dejaba claro que había captado la alusión de Sano a su padre desterrado. Sano sabía que, aunque Yoritomo adoraba y echaba de menos a su padre, no había estado ciego a los fallos de Yanagisawa. Cuando pararon ante la puerta de salida del palacio, contempló a Sano con vehemencia.

– Pero si alguna vez necesitáis que haga algo por vos… -le brillaban los ojos con el amor y la idolatría que había transferido de su padre ausente a Sano- sólo tenéis que pedírmelo.

Su devoción incomodaba a Sano al tiempo que lo conmovía. Lo único que había hecho para ganársela era pasar algún rato charlando con el chico o paseando por el castillo de vez en cuando. Sin embargo, eso era más amabilidad de la que jamás le había ofrecido nadie sin esperar algo a cambio.

– Bueno, confiemos en que no sea necesario.

Yoritomo regresó a la fiesta del sogún. Sano y su comitiva atravesaron los pasadizos oscuros y serpenteantes del castillo en dirección a su complejo. Ardía en deseos de comentar con Reiko su nuevo caso, y sintió una aguda nostalgia por los tiempos en los que investigaban crímenes juntos. Esto no sería igual. Todo había cambiado.

Capítulo 8

– ¡Mira, mamá, mira!

Masahiro daba brincos por el pasillo de las dependencias privadas del complejo del chambelán. El suelo emitía sonoros chirridos al paso de sus piececitos. Reiko caminaba detrás de él, encogida por el ruido. Uno de los pasatiempos favoritos de su hijo era jugar con el suelo ruiseñor, diseñado para servir de advertencia si un intruso entraba en la casa. Cuando Sano y Reiko se habían mudado a la antigua residencia de Yanagisawa, la habían descubierto plagada de suelos ruiseñor. Y en breve Masahiro se había aprendido de memoria todos los sitios donde chirriaban.

– ¡Mira, mamá! -exclamó. Deshizo su camino por el pasillo sin que el suelo emitiera un solo ruido.

– Muy bien. -Reiko sonrió, orgullosa de que hubiera memorizado también los puntos por donde podía pasarse en silencio. Le parecía muy listo para no haber cumplido los tres años-. Ahora toca prepararse para ir a la cama.

Después de bañarse juntos, cuando lo estaba arropando en la cama, Sano llegó y se unió a ellos.

– Llegas temprano -dijo Reiko-. Me alegro de verte.

Sano parecía cansado pero despabilado.

– Yo también.

Masahiro se arrojó a los brazos paternos de un salto. Sano lo lanzó por los aires. Rieron y jugaron al corre que te pillo por la habitación.

– No lo excites, por favor -dijo Reiko-. No habrá manera de que se vaya a dormir.

– Pero es que casi no lo veo nunca -adujo Sano con pesar mientras sostenía a su hijo, que parloteaba alegremente, en el regazo-. Quiero ser un buen padre, pero se me pasan los días sin darme oportunidad. Quiero enseñar a Masahiro sobre la vida, las artes marciales y el Camino del Guerrero, como hizo mi padre conmigo. -Su padre había dirigido una escuela de artes marciales en la que Sano había pasado la mayor parte de su infancia-. Y ahora voy a ir incluso más justo de tiempo.

Tras mucho jaleo, por fin consiguieron meter a Masahiro en su cama. Se fueron a su habitación, donde Reiko sirvió sake para los dos.

– El jefe de la metsuke ha sido asesinado y el caballero Matsudaira me ha ordenado que lo investigue -le contó Sano.

Mientras le explicaba los pormenores del crimen, los peligros que conllevaba y las consecuencias de no resolverlo, Reiko sintió tanta emoción como alarma.

– Este caso de asesinato podría avivar las llamas del conflicto político hasta provocar otra guerra -concluyó Sano-. Matsudaira es vulnerable porque sus funcionarios están siendo atacados. Vuelvo a estar atrapado entre las dos facciones.

Tenía más que perder en esa ocasión, pero Reiko sabía que no había dejado ningún caso sin resolver en el pasado, y una investigación de asesinato era algo que podían compartir, a diferencia del trabajo administrativo que lo ocupaba por lo general.

– Parece un caso de lo más fascinante -dijo-. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar? -Trabajar en ese caso además de en el de ella la mantendría muy ocupada, pero era mejor tener demasiado entre manos que no lo suficiente.

– A lo mejor más adelante. -Sano se bebió su sake y añadió-: ¿Qué has hecho tú hoy?

Ella observó lo rápido que había cambiado de tema; notó la distancia que había crecido entre ellos. ¿Por qué no quería comentar más el caso? Se diría casi que no quería que participase. Sin embargo, habían sido compañeros de pesquisas durante casi cuatro años de matrimonio. Decidió tomarse las palabras de Sano al pie de la letra y suponer que le dejaría ayudarlo si podía.

– Yo tengo mi propio caso -anunció.

Cuando le habló de Yugao, el juicio y la petición de su padre, Sano adoptó una expresión entre el interés y la preocupación.

– ¿Esa tal Yugao es una hinin?

– Sí. Por eso la policía no investigó en serio el asesinato de su familia y no ha tenido un juicio justo.

– ¿Y tú vas a buscar indicios que puedan demostrar su inocencia aunque ella ha confesado?

A Reiko la desconcertó la nota de desaprobación que oyó en su voz.

– Pues sí.

Con la barbilla apoyada en la mano, Sano dijo:

– No sé si es muy buena idea.

– ¿Por qué no? -repuso Reiko, sorprendida. Había creído que su esposo se alegraría de que le hubieran encargado algo tan digno como defender a un miembro oprimido de la sociedad.

Él se explicó con desgana.

– Nuestra situación ha cambiado desde que era sosakan-sama. Estoy mucho más vigilado que entonces, y lo mismo sucede con mi familia. Hoy en día se examina nuestro comportamiento con una vara de medir más estricta. Cosas que antes hacíamos dejarán de pasar desapercibidas. Las consecuencias de relacionarse con la gente equivocada son las mismas, pero el riesgo es mucho mayor.

– ¿Me estás diciendo que no debería relacionarme con Yugao porque es una paria y eso te dejaría en mal lugar? -Reiko apenas podía dar crédito a lo que oía.

– Que te hagas amiga de ella y le ofrezcas ayuda va contra el tabú que prohíbe el contacto entre los hinin y los ciudadanos normales -dijo Sano-. Y si mi esposa se salta esa prohibición dará la impresión de que no respeto las costumbres que gobiernan la sociedad. Pero eso es sólo parte del problema.

Reiko lo contempló boquiabierta. ¿Ese que hablaba era su marido? A Sano nunca le había importado tanto la opinión pública y desde luego no la habría antepuesto a la justicia. Empezó a entender por qué no la quería ver en su investigación.

– El principal problema es que tu padre te ha pedido que interfieras en el sistema judicial -prosiguió Sano-. Yo le tengo mucho respeto, pero excede los límites de su autoridad al desoír las pruebas contra Yugao, además de su confesión, y pedirle a su hija que investigue esos asesinatos.

– Supongo que no lo había pensado desde esa perspectiva. -Reiko se había centrado en ayudar a su padre, en evitar una posible injusticia y en su propio deseo de trabajo detectivesco. Aunque Sano tenía parte de razón, protestó-. Pero habría que investigar los asesinatos. No hay nadie más dispuesto a hacerlo, y tengo experiencia con asuntos de esa índole.

– Sé que la tienes. -Sano sonó apaciguador, razonable-. Pero careces de autoridad oficial. Y a pesar de eso, está claro que el magistrado pretende que los resultados de tu investigación invaliden los de la policía. -Sacudió la cabeza-. Eso es adulterar la ley. No puedo aprobarlo. No puedo permitirme aparentar que favorezco a los parias y dejo libres a criminales confesos.

– ¿Me estás diciendo que debo dejar mi investigación? -Reiko estaba horrorizada, pero no sólo por haber comprendido que la posición de su marido era lo bastante insegura como para que el comportamiento de su mujer pudiera perjudicarlo.

– Espero que entiendas por qué deberías dejarla por tu propia voluntad -matizó Sano.

Reiko trató de ordenar sus pensamientos.

– Entiendo que tus enemigos andan en busca de cualquier arma para destruirte. Entiendo que esa arma podría ser yo… -En la arena política, hasta una falta tan leve como una esposa que desoyera la tradición constituía un serio contratiempo para un funcionario. No quería poner en peligro la posición de Sano y arriesgarse a deshonrarlo a él y a su familia, pero tampoco deseaba renunciar a su investigación. Además, la inquietaba el cambio obrado en Sano, que en un tiempo podría haber hecho suya de buena gana la causa de Yugao-. Pero está en juego la vida de una mujer, y existen suficientes preguntas sin respuesta para despertar dudas sobre su culpabilidad. ¿No crees que es importante descubrir lo que sucedió la noche en que asesinaron a esa familia? ¿Ya no te importa asegurarte de que se castigue al auténtico culpable?

– Por supuesto que sí -respondió él, molesto e impaciente.

La búsqueda de la verdad y el cumplimiento de la justicia eran piedras angulares de su honor, en su opinión tan consustanciales al bushido como el valor, el deber para con su señor y la pericia en las artes marciales. Desde luego, observaba esos principios en el caso que tenía entre manos. Con todo, las palabras de Reiko le dieron que pensar. ¿Seis meses de chambelán habían hecho que le preocuparan más la política y la posición que el honor? ¿Seguía su travesía por el Camino del Guerrero sólo cuando las órdenes de arriba le daban permiso? La idea lo consternó.

– ¿Entonces crees que Yugao debería morir por un crimen que tal vez no haya cometido, porque es una hinin y en consecuencia no se merece un trato justo? -insistió Reiko.

– Su condición social no tiene nada que ver con mis dudas sobre la prudencia de tu intervención. Por lo que a mí respecta, tiene tanto derecho a obtener justicia como cualquier ciudadano. -Aun así Sano notó que se ponía a la defensiva; se preguntó si esa creencia personal que se atribuía seguía siendo cierta. ¿Acaso su ascenso social había provocado que los situados muy por debajo de él no le parecieran merecedores de causarle ninguna molestia?-. Pero no tengo tanto margen para actuar fuera de la ley como en otros tiempos.

– Tienes mucho más poder que antes -le recordó Reiko-. ¿No deberías usarlo para hacer el bien?

– Por supuesto. -Sano no había olvidado que ésa era su meta como chambelán-. Pero es discutible si ofrecer a Yugao una segunda oportunidad equivale a hacer el bien. A mí me parece culpable y, si lo es, una investigación no haría sino retrasar la justicia. Y lo problemático del poder es que puede corromper a quienes creen que hacen lo correcto, además de a quienes intentan obrar el mal.

El espectro de Yanagisawa rondaba por la mansión en la que una vez viviera y que ahora ocupaban ellos. En ese momento Sano tenía la misma posición influyente que él y afrontaba idénticas tentaciones.

– El poder hace que los hombres se crean por encima de la ley libres de actuar como les plazca -dijo-. Podría hacer cosas que parecieran buenas en su momento, pero luego tener imprevistas consecuencias negativas. Al final, podría haber hecho más mal que bien. Habré abusado de mi poder y mancillado mi honor… Y me convertiría en un nuevo Yanagisawa, que conspiró, malversó, calumnió y asesinó para satisfacer sus intereses particulares. Luego, un día, me mandarían a la misma isla de exilio.

Reiko adoptó una expresión de contrita comprensión.

– Pero tú nunca llegarías a eso. Y el caso de Yugao no es más que una nimiedad. Es imposible que pudiera arruinar tu carrera política, o tu honor. Creo que lo estás sacando de quicio.

Quizá tuviera razón, pero a Sano no le gustaba equivocarse; tampoco quería ceder. Se sentía irritado con Reiko por llevarle la contraria y sacar a colación incómodos interrogantes sobre él mismo. Siguió el impulso de pasar a la ofensiva.

– Ahora que hemos comentado mis motivos para no querer que te mezcles con Yugao, me gustaría saber por qué estás tan ansiosa por hacerlo -dijo-. ¿Te ha condicionado la simpatía que te inspira? En ese caso, tampoco sería la primera vez.

Reiko abrió los ojos. Su marido se refería al caso del templo del Loto Negro, cuando había intentado ayudar a otra joven acusada de asesinato. Rara vez lo comentaban porque había estado a punto de destruir su matrimonio, y todavía era un tema sensible.

– No siento ninguna simpatía en particular por Yugao. Si hubieras visto lo hostil que ha sido conmigo, sabrías que me sobran motivos para querer demostrarla culpable.

Sano asintió, aunque con escasa convicción.

– Pues debo pedirte que te replantees aceptar el caso.

Reiko se quedó callada, con la expresión indecisa. Sano notaba lo mucho que deseaba ocuparse de esa investigación, y también que no quería enfadarlo. Al final dijo:

– Si me lo prohíbes, acataré tus deseos.

Así pues, Sano se encontró con un dilema. Si cedía porque amaba a Reiko, quería verla feliz y era fiel a sus principios, pondría en peligro su posición, y pobres de ellos si algo salía mal. No se había quitado de encima la amenaza de la muerte desde que se uniera al bakufu, pero en ese momento tenía cosas que temer incluso peores. Dirigió la vista hacia la habitación donde dormía Masahiro. A medida que su hijo crecía, Sano iba cobrando mayor conciencia de su papel como padre y de lo mucho que el destino del niño dependía de él. Al hijo de un funcionario deshonrado lo esperaba un futuro poco halagüeño.

Aun así, si le prohibía a Reiko seguir adelante, estaría dando la espalda a su honor y demostrándose un cobarde. Atrapado entre la espada y la pared, prefirió errar por el lado del honor, como siempre había hecho.

– No te lo prohibiré -dijo-. Sigue con ello si te empeñas. Pero ten cuidado. Intenta no llamar la atención ni hacer nada que pueda perjudicarnos.

Reiko sonrió.

– Eso haré. Te prometo ser discreta. Gracias.

Sano la vio alegrarse de obtener su permiso, que no su bendición; también constató que su decisión no la había sorprendido. De algún modo lo había arrastrado a una posición en que le era imposible prohibírselo sin salir malparado. Sintió una renuente pero cariñosa admiración por su inteligencia. Desde luego Reiko sabía manejarlo mejor que él a ella. Sin embargo, la conversación le había demostrado que necesitaba a alguien que lo ayudara a mantenerse fiel a sus ideales, y se alegraba de contar con Reiko.

– ¿Por dónde te propones empezar? -preguntó.

– He pensado examinar el lugar de los crímenes y luego hablar con la gente que conocía a la familia. A lo mejor encuentro alguna prueba que demuestre que es inocente o culpable.

– Parece una buena manera de abordarlo. -Sano esperaba no llegar a lamentar su decisión.

– ¿Cuál será el siguiente paso de tu investigación? -Reiko centelleaba de animación, como siempre que tenía en perspectiva una aventura.

– Necesito reconstruir el asesinato del jefe Ejima. Tu investigación lleva ventaja a la mía. Por lo menos tú tienes una sospechosa principal y sabes dónde ocurrió el asesinato. Mi primera tarea es encontrar el auténtico escenario del crimen, donde Ejima recibió el toque de la muerte. A lo mejor entonces puedo descubrir quién lo hizo.

Capítulo 9

Sano se levantó a la mañana siguiente antes de que el sol remontara las colinas del este y los guardias nocturnos acabaran su turno en el castillo. Tomó un rápido desayuno en su despacho mientras su personal le resumía las novedades de los despachos de las provincias. La antesala estaba ya abarrotada de funcionarios, pero ese día no podía permitir que la rutina cotidiana le robara todo su tiempo; no podía remover papeles cuando un asesino andaba suelto y el equilibrio del poder dependía de él.

Mandó retirarse a su personal y le dijo a su principal asesor:

– Salgo.

– Hay gente esperando para veros, honorable chambelán -le recordó su subalterno. Era un hombre inteligente, capaz y honesto llamado Kozawa, de aspecto erudito y trato deferente-. Y aquí tenéis más correo para leer y responder. -Señaló un cofre abierto lleno de pergaminos que se había materializado junto al escritorio de Sano.

No habría mejor momento que ése para empezar de cero. Sano respiró hondo y dijo:

– Ordénalo todo y a todos. Reserva los asuntos importantes para mí. Encárgate tú de los secundarios.

– Sí, honorable chambelán -respondió Kozawa, aceptando las instrucciones con total naturalidad.

– Quiero que se me informe, directamente y en el acto, de cualquier caso de muerte repentina entre los funcionarios del bakufu -añadió Sano. Si se producía otro asesinato como parte de un complot contra el caballero Matsudaira, quería enterarse lo antes posible-. Que nadie toque el cuerpo. Que nadie entre o salga del lugar de la muerte antes de que llegue yo.

– Como deseéis, honorable chambelán. ¿Dónde puedo localizaros si surge la necesidad?

– Estaré un rato en la mansión del jefe Ejima. Después de eso, no lo sé.

Cuando salió de su despacho, los detectives Marume y Fukida y el resto de sus ayudantes lo siguieron. Combatió la sensación de que acababa de soltar las riendas y se avecinaba un desastre, resolviera o no el caso.

La residencia del jefe Ejima en el distrito administrativo de Hibiya era grande e imponente, como correspondía a su elevado rango. Una mansión de dos pisos rodeada por un alto muro eclipsaba las casas colindantes; la entrada tenía un doble portalón y dos niveles de tejado. Cuando Sano llegó con su comitiva, un extraño vacío rodeaba la casa. Funcionarios, oficinistas y soldados atestaban las calles del barrio, pero las de delante de la residencia de Ejima estaban desiertas, como si todos rehuyeran el lugar donde el señor yacía muerto hacía poco, para evitar la contaminación y los malos espíritus. Sano y sus hombres hicieron alto ante la puerta, que los criados estaban adornando con colgaduras de luto. Las telas negras ondeaban con la brisa; el humo del incienso funerario mancillaba el radiante día primaveral.

El detective Marume se dirigió a los dos guardias de la garita:

– El honorable chambelán desea hablar con la familia de vuestro señor. Llevadnos ante ella.

Una ventaja que Sano disfrutaba como chambelán era que su cargo inspiraba un respeto inmediato y una obediencia ciega. Los guardias llamaron a unos criados que acompañaron a Sano, Marume, Fukida y el resto al interior de la casa. Dejaron los zapatos y las espadas en el recibidor y luego atravesaron un pasillo, que olía al humo del incienso que surgía de la sala de recepciones. Al acercarse a ella, Sano oyó voces dentro. A través de un tabique de celosía y papel distinguió el resplandor de las linternas y las sombras borrosas de dos figuras humanas.

– No tienes ningún derecho sobre su casa -dijo una voz de hombre, alzada por la ira.

– Vaya si lo tengo -replicó una estridente voz femenina en tono desafiante-. Era su mujer.

– ¡Su mujer! -La voz del hombre rezumó desdén-. No eres más que una puta que se aprovechó de un hombre solo.

La mujer soltó una chillona carcajada.

– No soy la única que se aprovechó de mi marido. Tú no eres sino un pariente pobre al que adoptó como hijo. No lo habría hecho nunca si no le hubieses dado coba para echarle mano a su dinero.

– Sea por lo que sea, soy su hijo y heredero legal. Ahora yo controlo su fortuna.

– Pero me prometió una parte a mí -replicó la mujer, con su furia teñida ya de desesperación.

– Qué pena que nunca escribiera su promesa en el testamento. No tengo que darte ni una mísera moneda de cobre. Es todo mío -dijo el hombre en tono triunfal.

– ¡Bastardo asqueroso!

El criado que había escoltado a Sano llamó al marco de la puerta y anunció con tono cortés:

– Disculpad, pero tenéis visita.

El hombre soltó un reniego entre dientes. Su sombra se acercó al tabique. Corrió la puerta y se reveló como un joven samurái corpulento de casi treinta años. Se quedó mirando a Sano con la boca abierta.

– Honorable chambelán -dijo-. ¿Qué…? ¿Por qué…?

El hijo adoptivo del jefe Ejima tenía cejas pobladas y una frente estrecha y maciza que le confería una apariencia primitiva a pesar de los negros ropajes ceremoniales que llevaba. Saltaba a la vista que lo turbaba que Sano hubiera oído la discusión.

– Disculpadme por la intromisión -dijo éste-, pero debo hablar con vosotros sobre la muerte de vuestro padre.

Apareció la mujer al lado del hijo. Tenía la edad aproximada del joven… y tal vez dos décadas menos que su difunto marido. El cabello negro y lustroso le colgaba en una trenza por encima del hombro. Tenía unas facciones hermosas afiladas por la astucia. Llevaba un quimono gris de satén recatado pero caro.

– Por supuesto. Mil disculpas por mis malos modales -dijo el hijo, mientras le hacía una reverencia-. Me llamo Ejima Jozan.

La dama Ejima hizo otra reverencia. Observaba a Sano con ojos negros chispeantes de recelo.

– Pasad, por favor. -Perplejo en apariencia por esa visita del brazo derecho del sogún, Jozan retrocedió al interior de la habitación para dejar paso a Sano y sus hombres.

Las persianas de la sala estaban cerradas. El ataúd de madera oblongo y sellado descansaba sobre una tarima. Los incensarios humeantes decoraban una mesa que también contenía un jarrón de ramas de anís chino, ofrendas de comida y una espada para ahuyentar a los malos espíritus. Jozan y la dama Ejima habían estado riñendo por la mansión del difunto mientras velaban su cadáver, como aves carroñeras disputándose la comida.

– Mis condolencias por vuestra pérdida -dijo Sano.

Jozan le dio las gracias. Habló la dama Ejima:

– ¿Puedo ofreceros un refrigerio?

Su trato era más llano de lo normal para una mujer de alto rango. Sano recordaba haber oído que Ejima se había casado con una cortesana del barrio del placer de Yoshiwara. Tras rechazar el ofrecimiento con educación, dijo:

– ¿Hay algún miembro más de la familia en casa aparte de vosotros dos?

– No -respondió Jozan-. Los demás viven lejos de Edo.

– Lamento decir que traigo malas noticias -anunció Sano-. La muerte de Ejima-san fue un asesinato.

La dama Ejima emitió un gritito de sorpresa.

– Pero yo pensaba que había muerto en un accidente durante una carrera de caballos.

Jozan sacudió la cabeza, aturdido.

– ¿Qué pasó?

– Lo mataron con un toque de la muerte. Al parecer alguien ha usado contra vuestro padre esa antigua técnica de artes marciales. -Sano observó a la viuda y el hijo adoptado. El bello rostro de la dama adquirió una expresión fija e inescrutable. Jozan parpadeaba. Se preguntó si estaban alterados o pensaban en cómo los afectaría el asesinato.

– ¿Quién fue? -preguntó Jozan-. ¿Quién mató a mi padre?

– Eso todavía está por esclarecer. Estoy investigando el asesinato de Ejima-san y necesito vuestra cooperación.

– Estoy a vuestra disposición. -Jozan hizo un aspaviento, como si se alegrara de ofrecer a Sano todo lo que pidiera.

– También yo haré lo que esté en mi mano para ayudar a encontrar al asesino de mi marido -dijo la dama.

Al hijo se le demudaron las facciones. Apartó la cara y la escondió detrás de la manga.

– Disculpadme, por favor -dijo con la voz ahogada por un sollozo-. La muerte de mi pobre padre ya ha sido todo un golpe, ¡pero ahora esto! Es una tragedia espantosa.

Su madrastra le agarró el brazo y se lo apartó de la cara de un tirón.

– ¡Serás hipócrita! ¿Qué más te da a ti cómo muriera, mientras heredes su dinero?

– ¡Cállate! ¡No me toques! -Jozan la apartó de un empujón y se volvió hacia Sano, horrorizado de que el chambelán de Japón oyera semejante acusación-. Os ruego que no le hagáis caso. Está histérica.

Sano observó que los ojos de Jozan estaban limpios de lágrimas y negros de ira contra la dama Ejima.

– ¡Mi amado, mi queridísimo marido, que ya no volverá! -aulló ella-. Cuánto lo quería. ¿Cómo voy a vivir sin él?

Jozan la miró con aborrecimiento.

– Tú eres la hipócrita. Fingías amar a mi padre, pero sólo te casaste con él por su rango y su riqueza.

– ¡Eso no es verdad! -gritó la dama Ejima-. Siempre tuviste celos porque me interpuse entre él y tú. ¡Ahora intentas calumniarme!

Sano reflexionó sobre que muchas veces el culpable de un asesinato se encontraba dentro de la familia de la víctima. Parecía inverosímil que Jozan o la dama Ejima conocieran la técnica del dim-mak, pero un caso anterior -un asesinato en la capital imperial- le había enseñado que la destreza en artes marciales no siempre se presentaba en personas de aspecto previsible.

– Ya me he hartado de ti -dijo Jozan, perdida la paciencia-. Sal de la habitación.

– Aquí tú no das las órdenes -bufó la dama Ejima-. Me quedo. Cualquier asunto relacionado con mi marido me incumbe.

– A decir verdad, quiero que os quedéis los dos -terció Sano.

La dama Ejima dedicó a Jozan una sonrisa de suficiencia. Él resopló en un siseo, le lanzó una mirada que prometía que se arrepentiría más tarde y se volvió, abochornado, hacia Sano.

– Mil disculpas por nuestro deshonroso comportamiento -se excusó-. No pretendíamos ofenderos. ¿Cómo podemos ayudaros?

– Necesito saber quién habló con Ejima y todos los lugares en que estuvo durante los dos últimos días. ¿Podéis reconstruir sus movimientos para mí?

– Sí -respondió Jozan-. Yo le hacía de secretario. Le organizaba los compromisos.

– Empecemos por las horas previas a la carrera de caballos.

– Mi padre y yo desayunamos juntos y luego trabajamos con informes y correspondencia en su despacho, aquí en casa.

– ¿Cómo pasó la noche anterior?

Respondió la dama Ejima:

– Estuvo conmigo. En nuestro dormitorio.

– ¿Toda la noche?

– Bueno, no. Llegó a casa muy tarde.

– Asistió a un banquete en la residencia del primer consejero judicial -aclaró Jozan.

Sano vio que el panorama de la investigación se ampliaba más allá de la familia de Ejima y el público de la carrera de caballos.

– ¿Y antes de eso?

– Pasamos el día en el cuartel general de la metsuke. -Se trataba de un complejo de oficinas en el palacio-. Mi padre tuvo reuniones con subordinados y citas con visitantes.

Las subsiguientes preguntas revelaron que Ejima había pasado la noche previa con su esposa y la velada en otro banquete.

– Por la tarde bajamos a la ciudad para que mi padre pudiera encontrarse con algunos informadores -prosiguió Jozan-. Sería impropio que acudieran aquí o al cuartel general.

Sano entendía por qué deseaban mantener en secreto su labor de informadores: se trataba de subalternos del bakufu contratados para delatar a sus superiores, quienes los castigarían con dureza por espiar.

– ¿Dónde tuvieron lugar esos encuentros?

– En seis salones de té de Nihonbashi.

El asunto crecía ya para abarcar más territorio todavía y un sinfín de potenciales sospechosos.

– Necesito las señas de esos salones de té. También los nombres de todo aquel con el que se vio Ejima.

– Desde luego.

Jozan fue por su libro de registro. Sano echó un vistazo superficial a los pulcros caracteres de las entradas. Jozan había recogido los nombres de los quince invitados del banquete, los veinte que habían tenido reuniones o citas con su padre y el de sus informadores.

– ¿Visteis si alguna de estas personas tocaba a vuestro padre aquí? -Sano se dio un golpecito con el dedo en el punto de la cabeza donde le había salido el cardenal a Ejima.

– No. Pero no lo estuve mirando todo el rato. Supongo que podrían haberlo hecho. Además, esas citas fueron privadas. -Jozan señaló los nombres de tres personas que Ejima había visto en el cuartel general de la metsuke y los de todos los informadores-. Habló con ellos a solas, mientras yo esperaba fuera del despacho y los salones de té.

– ¿Quién más, aparte de los que constan en este libro, estuvo cerca de vuestro padre en los últimos dos días? -preguntó Sano.

A Jozan lo arredraba ostensiblemente la idea de intentar hacer memoria.

– Su personal. Criados y guardias, aquí y en palacio. La gente de los salones de té.

“Y la muchedumbre de las calles de la ciudad”, pensó Sano.

– Poned por escrito todos los que podáis recordar. Mandadme la lista.

– Desde luego -dijo Jozan, descorazonado pero solícito.

Sano se dirigió a la dama Ejima:

– ¿Se os ocurre alguien más que pudiera haber tocado a vuestro marido? -Ella sacudió la cabeza. A Sano no se le escapaba que la viuda y Jozan habían pasado tiempo a solas con Ejima y disfrutado de las mejores oportunidades para tocarlo. Dirigió la siguiente pregunta a los dos-. ¿Alguna de las personas con las que se vio Ejima tenía algún motivo para quererlo muerto?

Jozan adoptó una expresión vacilante; era evidente que no quería acusar a destacados funcionarios.

– No que yo sepa.

– Quiero los informes de la metsuke sobre cualquiera que haya sido ejecutado, degradado, desterrado o perjudicado de cualquier otro modo a resultas de indagaciones de Ejima desde que lo nombraron jefe. Deseo verlos en mi oficina hoy.

Jozan titubeó; la metsuke aborrecía entregar documentos confidenciales, compartir secretos y menoscabar su poder único. Sin embargo, no podía rechazar una orden del segundo del sogún.

– Muy bien.

Además, Sano lo consideraba lo bastante listo para saber que él era un sospechoso y le convenía sembrar sospechas en otras partes. Preveía mucho trabajo tedioso investigando a las personas que habían tenido algún contacto con Ejima o un motivo de queja contra él. Por suerte, gran parte podía delegarlo.

– Debo llevarme prestado vuestros registros -le dijo a Jozan, que asintió. Al echarle un segundo vistazo, reconoció muchos nombres. Uno le llamó la atención: el capitán Nakai, un soldado del Ejército Tokugawa. Nakai había combatido por el caballero Matsudaira durante la guerra de las facciones. Sano recordaba que era una estrella de las artes marciales que se había distinguido al matar a cuarenta y ocho soldados enemigos. Y había tenido una cita privada con Ejima.

En la calle, después de dar las gracias a Jozan y la dama Ejima por su cooperación, Sano dio instrucciones a sus detectives:

– Los funcionarios presentes en el banquete viven todos aquí en Hibiya o dentro del castillo. Me pasaré a verlos y luego iré a la sede de la metsuke para hablar con los subordinados de Ejima. Marume-san y Fukida-san, vosotros vendréis conmigo. Entretanto… -Le pasó el libro de registro a otro ayudante, un joven samurái llamado Tachibana, también ex detective-. Tú y los demás reunid a todos estos que tuvieron citas privadas con Ejima y mandadlos a mi residencia. -Otra ventaja de ser chambelán era que casi todo el mundo estaba obligado a acudir de inmediato a su llamado. Se guardaría a los informadores para más tarde-. Dad prioridad al capitán Nakai.

– Sí, honorable chambelán -dijo Tachibana, ansioso por demostrar su valía.

Al partir a caballo con Marume y Fukida, Sano se sintió entusiasmado de comprobar que la investigación avanzaba. A lo mejor podría resolver el caso y aplacar al caballero Matsudaira y la oposición antes de que estallara la guerra. Sin embargo, se preguntó con resquemor si Hirata aguantaría lo bastante para investigar los asesinatos anteriores.

También se preguntó qué estaría haciendo Reiko.

Capítulo 10

El poblado hinin donde habían vivido Yugao y su familia era un suburbio que infestaba la orilla del río Kanda, al noroeste del castillo de Edo. Tiendas de campaña hechas de telas raídas y postes de bambú, habitadas por los recién llegados, rodeaban una aldea de casuchas construidas con sobras de madera. Un yermo ocupado por un enorme vertedero separaba el poblado de un barrio de tiendas y casas venidas a menos situado en la periferia de Edo. Una comitiva formada por cuatro samuráis, un palanquín y sus porteadores se detuvo cerca del vertedero.

Reiko bajó de la silla de manos. Mientras echaba un vistazo alrededor arrugó la nariz ante el hedor de los montones de basura, donde zumbaban enjambres de moscas y rebuscaban niños, ratas y perros callejeros. Con todo, sentía un hormigueo de curiosidad. Había visto poblados de hinin pero nunca había estado en uno; las buenas costumbres mantenían a las damas de su clase alejadas de ellos con el mismo rigor con que la ley separaba a los parias del resto de la sociedad. Ansiosa por explorar el lugar y descubrir en él todo lo posible sobre Yugao y los asesinatos, arrancó a caminar por el descampado embarrado y cubierto de malas hierbas en dirección al poblado. Se envolvió con su sencilla capa de algodón gris. Llevaba sandalias de paja en lugar de los habituales zuecos de madera laqueada. Se había recogido el pelo en un sencillo moño sin ornamentos y había reducido su maquillaje a un mínimo de polvos y carmín. Sus guardias llevaban espada y cota de armadura, pero ningún emblema que identificara quién era su señor. Reiko pretendía que su misión fuera todo lo encubierta posible, para mantener la promesa hecha a Sano.

A medida que se acercaba al poblado le llegaron de las tiendas estentóreas carcajadas y discusiones. Varios parias, en su mayoría hombres, ganduleaban alrededor de las hogueras donde pescados medio podridos chisporroteaban en grasa rancia. Cinco de ellos se apresuraron a salir al paso del grupo. Llevaban raídos quimonos cortos y calzas, con mazas y puñales al cinto. Tenían el pelo desgreñado, la piel incrustada de mugre y cara de pocos amigos.

– ¿Qué queréis? -preguntó uno a los guardias de Reiko. Tenía los brazos cubiertos de tatuajes, la marca de los mafiosos. El y sus compañeros bloqueaban el camino.

– Saludos -dijo con educación el jefe de la escolta. Era el teniente Asukai, un curtido joven samurái que de ordinario hubiera ordenado a aquellos rufianes que se hicieran a un lado y los hubiera dispersado por la fuerza en caso de necesidad. Pero Reiko les había ordenado a él y los demás que fueran discretos-. La mujer de mi señor desea hablar con unas personas de aquí.

El tatuado lo miró con mala cara.

– Claro, y yo soy su excelencia el sogún. Vosotros los samuráis venís aquí para cebaros en nosotros los hinin. Creéis que podéis matarnos sólo porque la ley no lo prohíbe. -Reiko pensó que aquello debía de ser un problema habitual para los parias-. Pues bien, hoy no toca. -Él y sus hombres desenfundaron sus puñales. De las tiendas salieron otros descastados blandiendo porras y lanzas-. Largaos.

– Esperad. -El capitán Asukai alzó las manos en ademán tranquilizador mientras sus hombres se apiñaban en torno a Reiko para protegerla-. No buscamos problemas. Sólo queremos hablar. -Su tono era calmo; aunque él y sus camaradas eran guerreros adiestrados y expertos y los parias sólo matones sin formación, éstos los superaban en número.

Reiko sintió una punzada de temor. Se había visto envuelta en combates con anterioridad, y no quería repetir la experiencia.

– He dicho que os larguéis. -El cabecilla tatuado hablaba con el descaro de quien está enfadado con el mundo y no tiene gran cosa que perder-. Marchaos, o moriréis.

Los demás parias se hicieron eco de esas palabras con rugidos de entusiasmo. No esperaron a ver si Reiko y sus guardias partían, sino que los rodearon en el acto. Los filos apuntaron hacia Reiko; las mazas se elevaron prestas para golpear; unas caras ávidas de pelea contemplaron a los guardias. Se oyó un chirrido metálico cuando los escoltas desenvainaron sus espadas. Acudió gente corriendo del vertedero y el poblado para mirar. Reiko estaba consternada; apenas había empezado su investigación y ya se había metido en líos.

De repente tronó una autoritaria voz masculina:

– ¿Qué pasa aquí?

Los parias se volvieron hacia el poblado. Abrieron un poco su círculo y Reiko vio que un hombre avanzaba hacia ellos con paso firme, seguido por otros dos. De unos cuarenta años de edad, tenía las facciones hoscas pero bellas, ensombrecidas por una barba incipiente; llevaba una lanza en alto. Su quimono, pantalones y sobreveste presentaban el mismo aspecto astroso que la ropa de los demás descastados, pero eran de seda. Llevaba el pelo peinado en un pulcro moño sobre la coronilla. Tenía el porte noble de un samurái, aunque no iba tonsurado ni llevaba espadas. Sus hombres se parecían al resto de los parias; eran plebeyos a todas luces. Se detuvo y paseó su mirada oscura por la multitud.

– Sólo intentamos librarnos de estos intrusos antes de que hagan daño a alguien -explicó el rufián tatuado.

El hombre inspeccionó a la comitiva de Reiko con recelo.

– Soy Kanai Juzaemon, el jefe de esta aldea. -Toda la sociedad estaba reglamentada y cada vecindario tenía su representante designado, y la colonia hinin no iba a ser menos. Sus dos nombres identificaban a Kanai como miembro de la clase guerrera-. ¿Quiénes sois vosotros?

El teniente Asukai musitó a Reiko:

– A lo mejor nos convendría más decir la verdad.

Reiko no veía muchas alternativas.

– Soy la hija del magistrado -dijo. Al menos podía ocultar su relación con el chambelán Sano-. Me llamo Reiko. Estamos aquí porque mi padre me ha pedido que investigue la muerte de la familia de una mujer llamada Yugao.

El jefe del poblado la miró como si lo sorprendiera el hecho de que hubiera hablado en persona, además de sus palabras. Indicó a los parias que bajaran las armas; ellos obedecieron. Mientras Reiko se preguntaba cómo se habría convertido un samurái en su cabecilla, él preguntó:

– ¿No será vuestro padre el magistrado Ueda?

– Sí -respondió Reiko, con cautela porque le había notado desconfianza en la voz.

– El magistrado Ueda me degradó a la condición de hinin. Hizo lo mismo con muchos de los que se encuentran aquí.

Un hostil eco de confirmación recorrió a los presentes. Reiko lamentó haber mencionado a su padre, cuyo nombre tenía pocos visos de granjearle simpatías entre los parias. Sus guardias se aprestaron para recibir un ataque.

– Pero la palabra del magistrado es la ley -añadió Kanai con pesadumbre fatalista-. Supongo que eso significa que tenemos que satisfacer los deseos de su hija. -Hizo una seña con su lanza a la muchedumbre-. Id a ocuparos de vuestros asuntos.

Los rufianes y los curiosos se dispersaron enfurruñados. Reiko sintió alivio y sus guardias respiraron mientras envainaban las espadas.

– ¿Qué quiere exactamente? -preguntó Kanai al teniente Asukai, en referencia a Reiko.

– Tendrás que preguntárselo a ella.

Kanai parecía cada vez más anonadado por la inusual circunstancia de que la hija de un magistrado investigara un crimen. Volvió su mirada intrigada hacia ella.

– En primer lugar me gustaría ver el lugar donde se perpetraron los asesinatos -dijo ésta.

– Como gustéis. -El jefe se encogió de hombros, perplejo pero resignado-. Pero será mejor que os acompañe. Supongo que os ha quedado claro que aquí no sois especialmente bien recibida.

Abrió la marcha hacia el interior de la colonia. Dos guardias precedían a Reiko y los demás; los camaradas del jefe cubrían la retaguardia. Mientras serpenteaban entre las tiendas, sus ocupantes los contemplaban con hosca curiosidad. Algunos seguían a la comitiva, que al poco contaba con un largo séquito. Ahí quedaba la investigación discreta; sólo le cabía esperar que no llegaran noticias de sus andanzas a nadie en posición de perjudicar a Sano.

El suelo estaba duro y allanado a pisotones, con la superficie enfangada y resbaladiza por el agua derramada por las mujeres que lavaban la ropa o limpiaban pescado. El infecto hedor a residuos y aguas fecales estancadas la mareaba. Era evidente que allí nadie recogía las inmundicias por la noche. Las hogueras quemaban la basura que no había llegado al vertedero; tampoco había basureros en la aldea. Reiko notó que la mugre le humedecía los calcetines y el vuelo de la capa. ¿Cómo podía soportar aquella gente vivir en esa miseria?

Llegaron a las casuchas. Cada minúscula estructura era una mezcla de tablones saqueados de edificios incendiados y obras de construcción, apenas lo bastante alto para que un hombre cupiera dentro de pie. Las ventanas eran agujeros cubiertos de papel sucio; los tejados, apaños de juncos o tejas agrietadas y rotas. Se oían broncas; un bebé berreaba. Reiko se agachó para evitar las prendas raídas que colgaban de los hilos tendidos entre chozas. Ella y sus escoltas tuvieron que apretujarse para sortear a los hombres que jugaban a las cartas en los angostos pasajes. Pasaron por encima de un borracho que yacía inconsciente. En una casucha, un hombre soltaba monedas una a una en la mano de una mujer desaliñada.

Allí florecían los vicios.

El humo enturbiaba el ambiente como un perpetuo crepúsculo. El hedor estaba concentrado, como si el aire exterior no corriese. El hecho de que su padre hubiera condenado a personas a esa vida la hacía sentir incómoda, aunque se merecieran el castigo.

– Aquí es -dijo Kanai, deteniéndose ante una choza. Dos rasgos la distinguían de las demás: un cobertizo adosado a un lado y unos puñados de sal esparcidos en el umbral, para purificar el lugar donde se había producido una muerte-. No hay mucho que ver, pero mirad tanto como deseéis. -Retiró la ajada tela añil colgada sobre la entrada.

Bajo la atenta mirada de los parias, Reiko pasó al interior. Las dos ventanas dejaban pasar una luz nebulosa. El olor dulzón y repulsivo a sangre y carne en descomposición contaminaba el aire. A Reiko se le cerró la garganta y la náusea le atenazó el estómago. Vio manchas en el suelo donde habían fregado la sangre y las visceras, no antes de que calaran en la tierra batida. La casita tenía una sola habitación, más el hueco formado por el cobertizo; el espacio entero era más pequeño que el dormitorio de Reiko. A duras penas podía creer que allí hubieran vivido cuatro personas. Estaba vacío salvo por un hogar de cerámica en una esquina.

Kanai habló desde la puerta:

– Los vecinos saquearon todo lo que no era demasiado pesado: platos, ropa, sábanas… La gente de aquí es tan pobre que no le importa robar a los muertos.

Reiko vio que allí no encontraría ninguna prueba. Sin embargo, aunque notaba que empezaba a impregnarla la contaminación de la muerte y estaba ansiosa por respirar aire puro, se quedó con la esperanza de descubrir alguna pista sobre el crimen. En una pared había muescas irregulares hendidas con un cuchillo. Contó treinta y ocho, tal vez puntuaciones de partidas de cartas. Sintió el rastro de las emociones: ira, terror, desesperación.

– Disculpad mi curiosidad -dijo Kanai-, pero ¿por qué os ha enviado a vos el magistrado para investigar los crímenes?

– Poseo experiencia en estos menesteres. -Reiko evitó mencionar su trabajo para Sano.

El jefe del poblado arrugó la frente en gesto de incredulidad; de ordinario las mujeres no investigaban crímenes. Luego se encogió de hombros y no insistió en ese punto.

– ¿Pero no está resuelto ya el caso? Yugao ha sido arrestada.

– Tanto el magistrado como yo tenemos dudas sobre si fue ella la que mató a su familia.

– Bueno, pues yo no -afirmó Kanai-. Yugao es culpable.

– ¿Por qué lo dices?

– Yo estuve aquí esa noche. Yo descubrí los asesinatos. Yo atrapé a Yugao.

Reiko pensaba buscar a la primera persona que había llegado al escenario del crimen; la suerte le había ahorrado el trabajo.

– Cuéntame lo que pasó.

La expresión de Kanai dejó claro que no entendía por qué no se limitaba a aceptar su palabra y dejaba de husmear en los asuntos de los hinin, pero una vez más se encogió de hombros.

– Mis ayudantes y yo estábamos de ronda por el poblado. Una vigilancia constante es el único modo de mantener el orden. -Reiko apreció su dicción de clase alta-. Oímos gritos procedentes de esta zona.

Reiko los imaginó a él y sus hombres cruzando la colonia con antorchas en la mano, mientras ardían las hogueras y los residentes reñían en la noche; oyó gritos de mujeres.

– Para cuando llegamos a esta casa, los gritos habían cesado. El hombre estaba tirado aquí. -Señaló una mancha de sangre en el suelo-. Creo que murió el primero. Estaba en la cama. Su mujer yacía allí, y su hija pequeña allí. -Reiko siguió su dedo indicador hasta dos puntos más, al otro lado de la habitación, donde el suelo presentaba manchas moradas-. Las habían perseguido. Podéis ver las huellas ensangrentadas.

Reiko vio también salpicaduras de sangre en las paredes de tablones y tuvo la visión de dos mujeres aterrorizadas corriendo mientras las acosaban a cuchilladas.

– Todas las víctimas presentaban numerosas puñaladas por todo el cuerpo. Tenían cortes en las manos porque intentaron defenderse. -Kanai se colocó en el centro de la choza-. Yugao estaba sentada aquí, rodeada por los cadáveres. Tenía la cara manchada de sangre y la ropa empapada. Sostenía un cuchillo ensangrentado. -Sacudió la cabeza-. He visto asesinatos antes, aquí no es que sean una rareza, pero éste me afectó. Le dije: «Dioses misericordiosos, ¿qué ha pasado?» -La emoción animó su tono desapasionado-. Ella alzó la vista hacia mí, perfectamente tranquila, y me dijo: «Los he matado.» En fin, la cosa parecía obvia, de modo que la entregué a la policía.

Había confirmado lo dicho por el doshin en el juicio de Yugao. Su descripción de la noche hizo que cobrara vida para Reiko, que se sintió inclinada a creer que Yugao era tan culpable como afirmaba. Aun así, no podía concluir su investigación basándose en la palabra de un testigo no presencial de los asesinatos.

– Cuando llegaste esa noche, ¿viste a alguien por aquí además de Yugao? -preguntó.

– Sólo a algunos vecinos que habían salido de sus casas para ver qué era aquel jaleo.

Más adelante Reiko debería determinar si esos vecinos habían reparado en alguien cerca de la casa antes de los crímenes o huyendo de ella después.

– ¿Conocías bien a la familia?

– Bastante. Llevaban aquí más de dos años. Les quedaban unos seis meses de condena.

– ¿Qué puedes contarme de ellos?

– El hombre se llamaba Taruya. Había sido dueño de una feria de espectáculos en Riogoku. Era un mercader rico e importante pero, cuando se volvió hinin, consiguió un empleo de verdugo en la cárcel de Edo. -Era una de las ocupaciones asignadas a los parias-. Su mujer Oaki y Yugao se ganaban un dinero cosiendo. La hija más pequena, Umeko, vendía su cuerpo a los hombres. -Señaló el reservado formado por el cobertizo-. Allí era donde los recibía.

– Necesito saber por qué Yugao mató a su familia, si es que fue ella -dijo Reiko.

– No me lo dijo, pero no se llevaba especialmente bien con ellos. Se peleaban mucho. Los vecinos siempre andaban quejándose del ruido. Claro que eso no es raro por aquí. Si hay algo que he aprendido en mis siete años en este infierno, es que cuando la gente está en la miseria y hacinada, es inevitable que estallen peleas. Es probable que alguna tontería fuera la gota que colmó el vaso de Yugao.

Reiko vio la oportunidad de responder por lo menos a una pregunta.

– ¿Por qué se convirtieron en parias Yugao y su familia?

– El padre cometió incesto con Yugao.

Reiko sabía que el incesto con una familiar de sexo femenino era uno de los delitos por los que podía degradarse a un hombre a la condición de hinin, pero aun así se quedó anonadada. Había oído rumores sobre hombres que satisfacían su lujuria con sus hijas, pero no concebía cómo un padre era capaz de hacer algo tan pervertido y repugnante.

– Si el padre de Yugao era el condenado, ¿qué hacían aquí la chica, su madre y su hermana?

– Eran tres mujeres desvalidas sin ningún dinero a su nombre. Dependían de que Taruya las mantuviera. Era mudarse aquí con él o morirse de hambre.

Lo que significaba que la familia entera, incluida Yugao, había compartido su condena. Parecía injusto, pero la ley Tokugawa con frecuencia castigaba a la familia de un criminal por el delito de éste. A Reiko se le aceleró el pulso al detectar un posible móvil para al menos uno de los asesinatos. ¿Se había sentido Yugao tan mancillada por el incesto que había llegado a odiar al padre que la tradición le mandaba respetar y amar? ¿Había prendido esa noche su mal carácter en una furia homicida?

Reiko paseó la mirada por la choza. Su imaginación pobló la habitación con un hombre y tres mujeres sentados a la cena. Los rostros del padre, la madre y la hermana eran indefinidos; sólo los rasgos de Yugao aparecían nítidos. Les oyó alzar la voz en una riña alimentada por la vida en condiciones de hacinamiento, la falta de comida y la deshonra compartida. Los vio lanzarse golpes, platos y maldiciones. Y tal vez el delito que los había condenado a su sino no se había interrumpido. Reiko se imaginó la casucha en la oscuridad de aquella noche. Vio dos figuras confusas, Yugao y su padre, en una cama superpuesta a la mancha de sangre más grande del suelo.

El la tiene sujeta, con la mano sobre la cara para ahogar sus gritos mientras la obliga a fornicar. Cerca, su madre y su hermana duermen en sus camas. Finalizada la ilícita cópula, el padre se aparta de Yugao y cae dormido, mientras ella se retuerce de ira. La indignidad de esa noche ha sido demasiado. Yugao ya está harta.

Se levanta, coge un cuchillo y lo hunde en el pecho de su padre. El se despierta aullando de dolor y sorpresa. Intenta arrebatarle el cuchillo, pero Yugao le hace cortes en las manos y lo apuñala una y otra vez. Los gritos del padre despiertan a la madre y la hermana. Horrorizadas, agarran a Yugao y la apartan de su padre, pero demasiado tarde: está muerto. Yugao está tan fuera de sí que pierde la cabeza. Vuelve el cuchillo hacia su madre y su hermana. Las persigue, lanzando tajos y puñaladas, mientras ellas gritan de terror. Sus pies dejan huellas ensangrentadas en el suelo, hasta que caen inertes.

Yugao contempla su obra. Su sed de venganza está saciada; su frenesí da paso a una serenidad enfermiza. Se sienta con el cuchillo en las manos y espera a lo que sea que ha de venir.

La voz del jefe interrumpió los pensamientos de Reiko.

– ¿Habéis visto suficiente?

La visión se esfumó; Reiko parpadeó. Tenía ya una teoría de por qué y cómo se habían producido los asesinatos, pero necesitaba más pruebas que las sustentaran antes de contarle a su padre que Yugao era culpable y debía condenarla a muerte.

– He visto suficiente -dijo-. Ahora debo hablar con los vecinos de la familia. -A lo mejor ellos habían visto algo que Kanai desconocía. ¿Había entrado alguien más en la choza y cometido los asesinatos? ¿Tenía que haber sido Yugao una de las víctimas? Eso dejaría en el aire preguntas sobre por qué había sobrevivido y confesado, pero Reiko todavía presentía que el crimen tenía aspectos que aún no había descubierto-. ¿Me guiarás por el poblado y me presentarás?

Kanai la miró, armado de paciencia.

– Como deseéis, pero creo que estáis perdiendo el tiempo.

La curiosidad de Reiko sobre los hinin se hacía extensiva a ese hombre que se había convertido en su ayudante voluntario, aunque escéptico.

– ¿Puedo preguntarte por qué acabaste como hinin?

La emoción le ensombreció las facciones; apartó la mirada de ella.

– Cuando era joven, me enamoré. Ella era camarera de un salón de té. -Hablaba como si cada palabra fuera un latigazo en sus carnes-. Yo era un samurái de una familia de orgullosa y arraigada estirpe. -Con todo, un atisbo de sonrisa decía que se regodeaba hiriéndose a sí mismo-. Queríamos casarnos, pero pertenecíamos a mundos diferentes. Decidimos que si no podíamos vivir juntos, moriríamos juntos. Una noche fuimos al puente de Riogoku. Nos atamos el uno al otro con una cuerda. Nos juramos amor eterno y saltamos.

Era una vieja historia, motivo de muchas obras de kabuki. Los pactos suicidas eran populares entre los amantes ilícitos. Reiko dijo:

– Pero tú estás…

– Vivo -finalizó Kanai-. Cuando caímos al río, ella se ahogó casi de inmediato. Renunció a su vida con facilidad. Pero yo… -Tomó un aliento tembloroso-. Fue como si mi cuerpo tuviera voluntad propia y no quisiera morir. Mientras nos arrastraba la corriente, me debatí hasta que las cuerdas que me ataban a ella se aflojaron. Nadé hasta un muelle. Un policía me encontró allí. Su cuerpo apareció río abajo al día siguiente. Y me convirtieron en paria.

Era el castigo usual para los supervivientes de un pacto de suicidio. Al escrutar su expresión sombría, Reiko se dio cuenta de que Kanai todavía lloraba a su amada.

– Lo siento. A lo mejor, si le hablo bien de ti a mi padre, te indultará.

– Gracias, pero no os molestéis -dijo Kanai, mirándola de nuevo con aire taciturno-. Mi condena fue de un año. Puedo irme en cuanto quiera. Sigo aquí por decisión propia.

– ¿Por qué? -Reiko no podía creerse que nadie viviera allí voluntariamente.

– Fui demasiado cobarde para morir. ¿En qué clase de samurái de pacotilla me convierte eso? -Su tono era cáustico-. Ella está muerta. Yo sigo vivo. Quedarme aquí es mi castigo. -Con manifiesto esfuerzo se revistió una vez más de su indiferencia habitual-. Pero no habéis venido para escuchar mi lamentable historia. Acompañadme; os presentaré a los vecinos de Yugao. -Mientras salían, añadió-: Hay una lección que podéis aprender de mi ejemplo y que os convendría tener presente mientras investiguéis estos asesinatos: algunas personas acusadas de delitos al final sí son culpables.

Capítulo 11

Cañonazos y disparos estallaban en torno a Hirata. Se encontraba solo en un campo de batalla, con el cuerpo protegido por su armadura y empuñando la espada. Entre nubes de humo y niebla, unas figuras entrevistas se medían en encarnizado combate. Sus gritos resonaban por encima del clamor de las caracolas y el retronar de los tambores de guerra. Un jinete cruzó la niebla al galope, con la lanza apuntada a Hirata. Éste la esquivó y le lanzó un mandoble. El soldado recibió un corte en el estómago y cayó de su montura, chorreando sangre. Un espadachín cargó contra él por la espalda. Hirata giró sobre los talones y le rebanó la garganta con su acero. Lo atacaron más soldados y él le dio muerte con fluida habilidad. Su espada parecía una extensión de su voluntad de salir victorioso. Se sentía eufórico.

De repente los sonidos de la batalla fueron apagándose; los ejércitos se disolvieron en la niebla. Hirata despertó para encontrarse tumbado en la cama, atormentado de dolor por la herida de su pierna. Los gritos de guerra se convirtieron en el parloteo de los criados de la mansión; los disparos surgían del campo de tiro del castillo de Edo. El sol matutino que entraba por las ventanas le destrozaba los ojos. Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto: secuelas de su poción somnífera. Todas las noches soñaba que estaba en plena forma; todas las mañanas despertaba a la pesadilla de su auténtica existencia. Aun así, se alzó estoicamente de la cama. Tenía trabajo que hacer, y ya había dormido demasiado.

– ¡Midori! -llamó.

Después de que ella lo ayudara a vestirse y lo convenciera de comer unas gachas de arroz y pescado, pasó a su despacho y mandó llamar a sus detectives. Asignó hombres a las diversas investigaciones en curso, les dio permiso para partir y le dijo a Arai e Inoue que se quedaran.

– Hoy investigaremos las muertes anteriores que el caballero Matsudaira considera asesinatos -dijo.

– ¿Hablamos de Ono Shinnosuke, supervisor de ceremonias de la corte, el comisario de carreteras Sasamura Tomota y el ministro del Tesoro Moriwaki? -preguntó Arai.

Hirata asintió.

– Intentaremos descubrir si fueron víctimas de dim-mak. Si es así, buscaremos sospechosos.

– ¿Por dónde empezamos? -inquirió Inoue.

– Por sus casas. Allí es donde murieron Ono y Sasamura.

Los tres fallecidos habían vivido en mansiones del distrito administrativo de Hibiya. Hirata esperaba no tener que viajar mucho más lejos. El dolor era especialmente agudo esa mañana, por culpa de los esfuerzos del día anterior. A lo mejor podía relacionar las muertes anteriores con las del jefe Ejima y desvelar algunas pistas antes de que le fallaran las fuerzas. Se guardó una ampolla de opio bajo la faja, por si necesitaba alivio.

Dos horas más tarde, él y los detectives abandonaban la residencia del ministro Moriwaki. Montaron a lomos de sus caballos mientras les pasaba por delante un caudal de oficinistas, funcionarios en palanquín y soldados de infantería.

– Otro callejón sin salida -se lamentó Inoue.

– Es una lástima que nadie de aquí ni de las mansiones del supervisor de la corte y el comisario de carreteras reparase en ningún cardenal en forma de huella digital -dijo Arai.

Hirata había interrogado a las familias, vasallos y criados de los fallecidos, sin resultado. Dado que los cuerpos habían sido incinerados, era imposible examinarlos.

– La mujer de Moriwaki al menos nos ha revelado varios datos interesantes sobre lo que pasó después de su muerte -señaló.

– Pero no hemos descubierto nada que demuestre que Ono y Sasamura no tuvieron una muerte natural mientras dormían -dijo Inoue.

– A lo mejor el asesinato de Ejima ha sido un incidente aislado y no existe ninguna conspiración contra el caballero Matsudaira -conjeturó Arai.

– En cuyo caso, esta lista de personas que los dos difuntos vieron durante los dos días previos a su muerte no nos servirá de gran cosa porque no hay motivo para que el nombre del asesino de Ejima vaya a aparecer en ella. -Hirata guardó el pergamino en su alforja. Se sentía enfermo y débil, además de frustrado.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Inoue.

Hirata no quería rendirse y volver a Sano con las manos vacías.

– El caso del ministro Moriwaki es distinto de los otros dos. A él no lo encontraron muerto en su cama. Y nuestra lista de contactos y lugares a los que fue está incompleta. -El que fuera secretario de Moriwaki les había explicado que el ministro del Tesoro era un hombre excéntrico y reservado al que le gustaba organizar sus propias citas y desplazarse solo-. A lo mejor si encontramos el rastro de sus movimientos destaparemos algún indicio de que lo asesinaron y alguna pista sobre quién lo mató, a él y al jefe Ejima.

Aunque se le había aliviado un tanto la rigidez de la pierna, Hirata añadió con tanta renuencia a emprender otro viaje como esperanza de éxito:

– El único lugar que estamos seguros de que Moriwaki visitó es la casa de baños donde murió. Vayamos allí.

La travesía los llevó al distrito mercante de Nihonbashi. Los canales que atravesaban el barrio rebosaban de lluvia primaveral. En ellos bañaban sus copas los sauces como chicas lavándose el pelo. Los ciruelos florecían en los tiestos situados en puertas y balcones. Hirata y sus hombres se cruzaron con un cortejo fúnebre: portadores de linternas, sacerdotes tocando campanas y tambores y entonando cánticos, y deudos vestidos de blanco que acompañaban a un ataúd decorado con flores. Los funerales eran una visión preocupantemente habitual desde la guerra.

La casa de baños estaba situada en un edificio de madera de tejado reluciente. Ocupaba una manzana entera en un vecindario compuesto por casas señoriales cercanas a tiendas que vendían costosos objetos de arte. Sobre la entrada pendían unos limpios cortinajes de color añil que llevaban estampado en blanco el símbolo de «agua caliente». Ante ella unas bellas doncellas vestidas con pulcros quimonos daban la bienvenida a los clientes. Cuando Hirata y sus detectives desmontaron delante, unos criados salieron corriendo para encargarse de sus caballos. Dedujo que el establecimiento atendía a clientes lo bastante ricos para tener baños en casa pero que acudían allí por otros motivos ajenos a la higiene.

Un samurái salió a grandes zancadas por la puerta. Era alto, de constitución musculosa y porte arrogante; llevaba unas opulentas vestiduras de seda, una elegante cota de armadura y dos trabajadas espadas. Dos ayudantes samuráis lo seguían. Al reconocer a Hirata, su rostro bello y anguloso esbozó una sonrisa desdeñosa.

– Bueno, bueno, pero si es el sosakan-sama -dijo.

A Hirata lo sacaba de sus casillas su tono insultante.

– Saludos, comisario de policía Hoshina.

El comisario había sido amante de Yanagisawa y un aliado incondicional de su facción, hasta que una hiriente disputa los había separado. Hoshina se había vengado uniéndose al caballero Matsudaira y conservando así su cargo de jefe del cuerpo de policía. Era enemigo jurado de Sano, y su inquina se hacía extensiva a Hirata.

– Me sorprende veros. Lo último que oí es que os encontrabais en vuestro lecho de muerte. -Escrutó a Hirata de arriba a abajo con su mirada insolente-. Me parece que os habéis levantado un poco pronto.

A Hirata se le hacía humillante encontrarse consumido y endeble ante su fuerte y sano adversario.

– Igual de sorprendido estoy yo -replicó-. Lo último que oí es que vos y el caballero Matsudaira erais uña y carne. -Levantó dos dedos cruzados-. ¿Por qué no estáis con él? ¿Habéis perdido su favor?

Hoshina tensó la mandíbula, y a Hirata le complació haber dado en el clavo.

– ¿Qué hacéis aquí? -preguntó Hoshina, y levantó las palmas-. No me lo digáis: venís a investigar la muerte del ministro del Tesoro Moriwaki. El chambelán Sano es demasiado importante para hacerlo en persona, de modo que ha enviado a su cancerbero fiel.

– Supongo que habéis venido por el mismo motivo. -Hirata controló su genio con apuros. Al ver que Hoshina asentía, recordó los hechos que le había contado la esposa del ministro del Tesoro-. ¿Pero no investigasteis ya su muerte? ¿No arrestasteis a alguien que fue ejecutado por asesinarlo?

Un mohíno silencio fue la réplica de Hoshina. Sus ayudantes daban muestras de vergüenza ajena.

– Luego murió el jefe Ejima -prosiguió Hirata-. Ahora parece que puede haberlo asesinado la misma persona que mató al ministro del Tesoro y que vos cometisteis un error.

– ¿Y qué si lo cometí? -repuso Hoshina, aturullado y a la defensiva-. Cualquier otro hubiese hecho lo mismo.

– Pero vos fuisteis el desafortunado. Por eso habéis caído en desgracia ante el caballero Matsudaira. En cuanto se enteró de la muerte de Ejima y cayó en la cuenta de que acababa de perder otro alto funcionario, supo que habíais hecho una chapuza con la investigación y os expulsó de su círculo íntimo. Mis condolencias. -Hirata no lo compadecía en absoluto-. Y ahora, si me disculpáis, voy a realizar una investigación como debe ser sobre la muerte del ministro Moriwaki.

El y sus detectives avanzaron hacia la puerta de la casa de baños, pero Hoshina les cerró el paso.

– Perdéis el tiempo -dijo el policía-. Ya he examinado el lugar.

– ¿Qué, vais a intentar enmendar vuestro error volviendo a recorrer el mismo terreno en el que patinasteis? -replicó Hirata.

Hoshina lo fulminó con la mirada.

– Ahí dentro no hay nada que ver -insistió, lo que convenció a Hirata de que la casa de baños contenía pistas importantes.

El y sus hombres entraron. Hoshina los siguió al interior del local. En el vestíbulo, una mujer vestida con un quimono floreado gris y blanco esperaba de rodillas sobre una tarima. Los soportes de las paredes contenían toallas y bolsas de paño con jabón de salvado de arroz.

– Buenos días, mis señores -dijo mientras hacía una reverencia a Hirata y los detectives. Aparentaba poco más de cincuenta años, encorvada y menuda, con el pelo teñido de negro y la cara muy maquillada con polvo de arroz y carmín. Sin embargo, aún tenía los ojos brillantes y las facciones hermosas. Al ver a Hoshina, su sonrisa se evaporó-. ¿Otra vez aquí, tan pronto? ¿No habéis causado ya bastantes problemas?

Era de esas mujeres mayores que hablaban sin pelos en la lengua, incluso a superiores varones, que probablemente se dejaban intimidar porque les recordaba a sus estrictas madres o niñeras de la infancia.

Mientras Hoshina la miraba con cara de pocos amigos, la mujer se dirigió a Hirata:

– Bienvenidos a mi establecimiento. Vos y vuestros hombres podéis desvestiros ahí dentro. -Señaló una habitación adyacente tras una cortina, donde había batas colgadas de ganchos, prendas dobladas en compartimentos de la pared y un zapatero medio lleno.

– Gracias, pero no queremos un baño. -Hirata se presentó y luego dijo-: Estamos aquí para investigar la muerte de uno de tus clientes: el ministro del Tesoro Moriwaki.

La propietaria pasó su sagaz mirada de Hirata a Hoshina.

– Me alegro de que se encargue otra persona. ¿Cómo puedo ayudaros?

– Puedes mostrarme dónde murió.

– Venid por aquí. -Bajó de la tarima, sonrió a Hirata y pasó por delante de Hoshina como si no existiera.

Hirata y sus hombres la siguieron por una entrada cubierta con una cortina y luego un pasillo. De las estancias divididas por tabiques de celosía y papel salía un aire cargado de vapor y ruidos de chapoteo. Cada una contenía una gran bañera hundida y rodeada por un suelo elevado de listones de madera. Los hombres desnudos se remojaban en las bañeras o esperaban a un lado en cuclillas. Las camareras les frotaban la espalda, les vertían cubos de agua encima o se sentaban desnudas a su vera dentro de las bañeras. Varias puertas estaban cerradas; tras ellas se oían gemidos y risitas. Hirata sabía que la prostitución en casas de baños era ilegal pero común, y a buen seguro la propietaria debía de pagar a la policía para que le dejaran ofrecer esos servicios al margen de la ley.

La mujer corrió un panel.

– Aquí. -La bañera estaba vacía y el suelo seco. La dueña entró y abrió las persianas de bambú. Las motas de polvo centellearon a la luz del sol-. No hemos usado esta sala desde que murió Moriwaki-san. Ninguna chica quiere trabajar aquí. Dicen que su fantasma ronda por aquí.

– ¿Te encontrabas en el local cuando murió? -preguntó Hirata.

– Sí. Ya le conté a ése lo que pasó. -La propietaria lanzó una mirada funesta a Hoshina-. Pero no me hizo caso.

Hoshina se apoyó en la pared, con las manos encajadas en las axilas y cara de circunstancias. Sin embargo, Hirata sabía que se quedaría por ahí para ver si él descubría algo que se le hubiera escapado y que pudiera aprovechar para congraciarse con Matsudaira. Era la clase de hombre que prefiere colgarse los laureles del trabajo ajeno que tomarse la molestia de cumplir su deber de buen principio.

– Yo te escucharé -dijo Hirata-. Cuenta.

– Estaba en la entrada cuando llegó Moriwaki para darse su baño -explicó la mujer-. Era un cliente habitual; venía casi todos los días. Llamé a Yuki para que lo atendiera; era su chica favorita. Ella lo trajo aquí. Al cabo de un rato oí un golpetazo y Yuki gritó. Vine corriendo y me encontré a Moriwaki-san aquí tirado, desnudo. -Señaló el suelo al lado de la bañera-. Yuki me dijo que se había caído. Tenía sangre en la cabeza, donde se había dado contra el suelo. -Se mordisqueó los labios-. Es la primera vez que muere un cliente aquí. Muy malo para el negocio. Pero fue un accidente.

Hirata observó que era un caso muy parecido al del jefe Ejima; caer muerto de improviso sin motivo aparente. ¿Había sido otra víctima del dim-mak?

– Mandé un mensaje a la familia de Moriwaki. Sus vasallos vinieron y le dijeron a Yuki que no se preocupara; no nos culpaban. Se llevaron a casa su cuerpo. Sin embargo, al día siguiente se presentó ése. -Lanzó una mirada iracunda a Hoshina-. Se llevó a Yuki a una sala y le preguntó qué le había pasado a Moriwaki. Ella intentó contarle que no había hecho nada malo, pero él la llamó mentirosa. Oí como le pegaba. La oí llorar.

– Basta ya -interrumpió Hoshina, enfurecido.

– Sigue -dijo Hirata.

La mujer miró a Hoshina con una sonrisita de revancha.

– El pensaba que Yuki había empujado a Moriwaki. La obligó a decirlo. La arrestó y se la llevó a la cárcel, aunque le dije que era buena chica, incapaz de matar una mosca. Al día siguiente le cortaron la cabeza.

Hirata miró con ceño al comisario de policía.

– Eso sí que fue un trabajo detectivesco rápido y de calidad.

Picado, Hoshina se apresuró a justificarse.

– Fue el procedimiento de rutina. -La tortura de los sospechosos era legal y una práctica habitual para obtener confesiones. La desventaja era que solía producir tantas confesiones falsas como verdaderas.

– Y hoy vuelve a presentarse -dijo la mujer-. Es evidente que ha descubierto que Yuki no mató al ministro del Tesoro, porque anda husmeando de nuevo, en busca de otra persona inocente a la que culpar.

– ¡Cállate, vieja! -exclamó Hoshina-. Te cerraré los baños, o…

Apretó los puños y dio un par de pasos hacia ella. Los detectives lo apartaron a empujones. Hirata dijo:

– Esta mujer es un testigo importante, y si le hacéis algún daño os buscaréis más problemas de los que ya tenéis.

Hoshina se calmó, impotente pero lleno de ira. Para Hirata era todo un placer hacerle pagar por haberlo insultado ese día y haber saboteado a Sano en el pasado. Se dirigió a la mujer:

– Pienso encargarme de que se atrape al auténtico asesino. Necesito hacerte unas preguntas sobre el ministro Moriwaki.

Petulante bajo su protección, la mujer dijo:

– No hay problema.

– ¿Le viste a Moriwaki alguna marca inusual?

– Pues la verdad es que sí.

Hoshina masculló:

– Te he ordenado que guardaras silencio sobre todo lo relativo a esta investigación.

– No puedo negarme a hablar con el detective del sogún, ¿o sí? -La mujer fingió desvalida inocencia. Luego siguió con Hirata-. Tenía un cardenal justo aquí. -Se señaló un punto cercano a la sien.

Hirata sintió una repentina emoción.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era azul. Ovalado. Parecido a una huella dactilar.

Por fin Hirata disponía de indicios concluyentes que relacionaban uno de los asesinatos previos con el de Ejima. Hoshina parecía contrariado; saltaba a la vista que su intención había sido atesorar ese dato importante para su propio uso.

– ¿Cuándo viste el moratón? -preguntó Hirata.

– Justo después de que muriera Moriwaki. Le lavé la sangre antes de que sus vasallos se lo llevaran a casa. -Y añadió-: Siempre que lo bañaba, me chupaba los pechos mientras estábamos en la bañera. A algunos hombres de su edad les gusta eso, no sé si lo sabíais. Pasaba tanto tiempo mirándole la cabeza desde arriba que no pude por menos que fijarme en que la marca no estaba allí antes.

Eran más detalles de los que Hirata necesitaba, pero aportaban veracidad a su declaración.

– Me has dicho que el ministro era un cliente habitual. ¿Vino durante los dos días anteriores a su muerte?

Hoshina hizo unos gestos furiosos para acallarla. La mujer lo ignoró.

– Ahora que lo decís, vino justo el día antes.

Hirata ya podía recomponer parte del tiempo que Moriwaki había pasado fuera del castillo de Edo.

– ¿Viste a alguien con él ese día?

– Eso ya se lo he preguntado -interrumpió Hoshina-. No sabe nada. Se está inventando mentiras para complaceros.

La mujer puso los brazos enjarras mientras sus ojos lanzaban furiosas chispas a Hoshina.

– No soy ninguna mentirosa. Y si creéis que lo soy, ¿por qué os habéis emocionado tanto cuando os conté con quién había visto a Moriwaki?

Hoshina escupió un suspiro de frustración.

Hirata, que se estaba divirtiendo, dijo:

– Cuéntame lo que le has dicho al honorable comisario de policía.

– Un samurái vino con Moriwaki. Suplicaba hablar con él. Moriwaki le dijo que estaba ocupado, pero el samurái lo siguió hasta el vestidor. Empezaron a discutir. No me fijé en lo que decían, pero me parece que el samurái quería un favor. Moriwaki le dijo que se fuera, y el otro se fue.

Hirata notó que estaba a punto de descubrir algo crucial.

– ¿Sabes quién era ese samurái?

– Sí. Se lo pregunté a Moriwaki. «¿Quién era ese tipo tan grosero?», le dije, y él me contó que era el capitán Nakai, del Ejército Tokugawa. -Miró a Hoshina con una sonrisa triunfal.

El policía salió de la estancia hecho una furia, deshaciéndose en maldiciones. Hirata ya entendía por qué había querido mantener en secreto la información de la dueña. El capitán Nakai era un sospechoso excelente, que había demostrado su dominio de las artes marciales durante la guerra de las facciones. Relacionarlo con el ministro Moriwaki era un golpe de suerte, porque no había aparecido en las listas de personas que habían estado en contacto con ninguna de las víctimas anteriores.

– ¿Estuvo a solas el capitán Nakai con el ministro del Tesoro? -preguntó.

– Sí. Mientras Moriwaki se desvestía.

– ¿Tocó a Moriwaki?

– No lo sé. La cortina estaba echada.

Aun así, Hirata no cabía en sí de gozo. Cuando él y sus detectives salieron de la casa de baños, se encontró con que Hoshina lo esperaba en la calle, todavía hecho un basilisco.

– Sólo quería deciros que no os saldréis con la vuestra; no me haréis quedar como un idiota -dijo nada más verlos-. Y si creéis que vos y el chambelán Sano vais a resolver este caso y cubriros de honores a mi costa, estáis muy equivocado. Pienso arruinaros a los dos.

Empujó a Hirata con un dedo en el pecho. Éste perdió el equilibrio y su pierna herida cedió. Cayó sobre un montón de estiércol de caballo. Soltó un grito de indignación ante aquella humillación pública. Hoshina y sus ayudantes se rieron.

– Ese es vuestro sitio -dijo el policía mientras los detectives de Hirata lo ayudaban a ponerse en pie y le sacudían los excrementos-. La próxima vez que os encuentre, no os levantaréis.

Hoshina y sus hombres montaron y se alejaron al trote. El detective Inoue dijo:

– No hagáis caso de ese fracasado, Hiratasan. Es un don nadie.

Sin embargo, Hirata sabía que Hoshina era peligroso, y además estaba ansioso por recuperar su posición en la corte. Su encontronazo no era más que el primer asalto de lo que se prometía una encarnizada guerra política. Fue cojeando hacia su caballo.

– Vamos, tenemos que regresar al castillo. Quiero informar al chambelán Sano sobre el capitán Nakai.

Y más le valía advertirle también que esperase problemas de su viejo enemigo.

Capítulo 12

El día se puso cálido y bochornoso mientras Reiko y sus escoltas recorrían el poblado hinin. Una película de humo y sudor le cubría la piel; las cenizas le irritaban los ojos y le secaban la garganta; se sentía como si estuviera absorbiendo la contaminación de los parias. Sus visitas a las casas vecinas a la de Yugao no le habían procurado sospechosos ni testigos.

– Si queréis encontrar a la asesina, no tenéis más que buscar en la cárcel de Edo -dijo el jefe mientras sorteaban un montón de basura en un callejón.

Reiko empezaba a pensar que Kanai tenía razón. El aumento de la temperatura exacerbaba el hedor; estaba más que tentada de rendirse. La insolente Yugao a duras penas le parecía merecedora de ese esfuerzo. Con todo, dijo:

– Todavía no he terminado.

Avanzaron por las callejuelas, sorteando el agua que rebosaba de las alcantarillas alimentada por el goteo de las astrosas prendas puestas a tender, hasta la casucha situada detrás de la de Yugao. Un patio lleno de tinas, herramientas rotas y otros trastos separaba las dos viviendas. El paria que vivía en la choza era un anciano que estaba sentado a su entrada fabricando unas sandalias con paja y cordel. Cuando Reiko le preguntó si había visto a alguien en casa de Yugao aparte de su familia la noche del asesinato, él respondió:

– Estaba el alcaide.

– ¿El de la cárcel de Edo? -inquirió Reiko.

El viejo zapatero asintió; alisó la paja con manos nudosas y expertas y añadió:

– Era el jefe de Taruya.

– Es un antiguo mañoso -explicó el jefe del poblado-. Lo degradaron por extorsionar a los comerciantes del mercado de verduras y darles palizas cuando no pagaban.

– ¿Cuándo lo viste? -preguntó Reiko, emocionada por haber descubierto un nuevo sospechoso, y además propenso a la violencia.

– No lo vi -aclaró el zapatero-, pero oí su voz. Estaba discutiendo con Taruya. Fue justo al ponerse el sol.

– ¿Cuándo se fue?

– Los gritos pararon un poco más tarde. Debía de haberse ido.

Reiko se llevó un leve chasco, porque el momento de la visita no coincidía con el crimen. Aun así, quizá el alcaide había regresado más tarde para ajustar cuentas.

– ¿Dónde puedo encontrar al alcaide? -preguntó.

– Por donde al final acaban pasando todos los de aquí. -La expresión de Kanai indicaba que estaba perdiendo la paciencia con ella, pero dijo-: Acompañadme; os llevaré.

Reemprendieron la marcha por el poblado. Reiko abordó a los transeúntes y los habitantes de las casuchas que se iba encontrando, sin resultados. Sus escoltas parecían aburridos y cabizbajos. Apareció un aguador, cargado de cubos suspendidos de una gruesa vara que llevaba sobre los hombros; Reiko tenía sed, pero no soportaba la idea de beber agua de ese lugar inmundo. Se secó la cara con la manga y alzó la vista bizqueando hacia el sol que lucía alto y brillante a través del humo. Contra el cielo se recortaba la esquelética estructura de madera de una torre de incendios. Sobre la plataforma, debajo de la campana que colgaba de la punta, había un muchacho.

Reiko lo llamó.

– Eh, chico, ¿estabas de servicio la noche en que asesinaron a la familia Taruya?

El muchacho bajo la vista hacia ella y asintió.

– ¿Puedes bajar un momento?

El muchacho se deslizó escalerilla abajo, ágil como un mono. Tenía unos doce años, cara de muñeco y cuerpo huesudo. Reiko pidió que le describiera lo que recordara de esa noche.

– Oí gritos -explicó él-. Vi salir corriendo a Ihei de la casa.

– ¿Quién es Ihei? -preguntó Reiko. El interés reavivó sus energías.

– Vive cerca del río. Solía visitar a Umeko.

– Fue ladrón en su existencia previa -explicó Kanai-. Ahora es barrendero.

Reiko alzó la vista hacia la atalaya, calculó la distancia hasta la casa de Yugao e imaginó el aspecto que debía de tener el poblado a medianoche.

– ¿Cómo lo reconociste? -le preguntó al niño-. ¿No estaba oscuro?

– Había rayos. Además, Ihei camina así. -Encorvó la espalda y arrastró los pies.

Reiko no sabía si alegrarse o lamentar que ya tenía dos sospechosos situados en el escenario del crimen además de Yugao. Le dio las gracias al muchacho, que le hizo una reverencia y salió disparado entre los guardias.

Kanai gritó:

– ¡Espera un momento! -Salió corriendo en pos del chico y lo agarró del cuello de la camisa-. Devuélvelo.

El muchacho se sacó a regañadientes del bolsillo una bolsita de cuero cerrada a cordón. Era de las que usaban los hombres para llevar dinero, medicinas, artículos religiosos y otros pequeños objetos valiosos.

– Oye, eso es mío -dijo el teniente Asukai, palpando el vacío donde antes le había colgado la bolsa de la faja. Se la arrebató al chico.

– Tenéis que ir con cuidado cerca de él, sus padres, sus hermanos y sus hermanas -dijo Kanai-. Son rateros expertos, todos y cada uno de ellos. -Soltó al chico y le dio un azote en el trasero-. Pórtate bien, o haré que añadan otro año a vuestras condenas.

Al poco, Reiko y sus acompañantes llegaron a su destino: un salón de té instalado en una cabana grande, cerrada por un techo de juncos y paredes de tablones, a la orilla del río. Tenía las puertas de delante y detrás abiertas para que la corriente refrescara a los hombres repantigados en el suelo elevado. El dueño servía licor de toscas jarras de cerámica. El local parecía el centro social del mundo de los parias. Río abajo había embarcaciones que albergaban burdeles y teterías para ciudadanos ordinarios; unos puentes cruzaban hacia los barrios de la orilla opuesta.

El jefe llamó a uno de los parroquianos:

– ¿Qué haces aquí tan temprano, alcaide? ¿Han cerrado la cárcel de Edo, o es que te has tomado el día libre?

– ¿Y a ti que más te da si me lo he tomado? -repuso el alcaide. Era un hombre bajo y musculoso, de unos cuarenta años. Llevaba la cabeza rapada y ceñida por una sucia cinta de algodón blanco. Tenía las cejas pobladas y morenas, sombra de barba y la tez maltratada por marcas, poros hinchados y viejas cicatrices. Llevaba los brazos cubiertos de tatuajes.

El jefe de la aldea hizo caso omiso de sus malos modos.

– Esta dama es la hija del magistrado Ueda. La ha mandado a investigar el asesinato de Taruya y su familia. Quiere hablar contigo.

El alcaide miró hacia Reiko sin parpadear. Los puntitos de luz reflejados en ellos parecían anormalmente brillantes.

– Sé quién es vuestro padre. -Su sonrisilla mostró unos dientes medio podridos-. No es que hayamos coincidido nunca, pero trabajo para él.

Reiko se fijó en las manchas de su quimono azul y sus sandalias de paja y en la mugre que tenía bajo las uñas. ¿Sería sangre de los criminales a los que había torturado en la prisión? La recorrió un escalofrío. Esa investigación le estaba mostrando el lado oscuro del trabajo de su padre, además de los bajos fondos de Edo.

– ¿Fuiste a visitar a Taruya esa noche? -preguntó.

– ¿Y qué si fui?

– ¿Para qué?

– Tenía negocios con él. -El alcaide repasó a Reiko con la mirada y se relamió.

– ¿Qué clase de negocios? -preguntó ella, tratando de no encogerse.

– Taruya había puesto en marcha una red de juego en la cárcel. Estafaba a los que trabajaban allí. -La ira de su voz dejaba claro que él mismo había sido una víctima de Taruya-. Fui a ordenarle que devolviera el dinero que había robado. Me dijo que lo había ganado honradamente y que ya se lo había gastado. Nos enzarzamos en una pelea. Lo molí a palos hasta que su mujer empezó a pegarme con una sartén de hierro y me echó a empujones.

Esbozó una mueca de asco y luego se sonrió.

– Pero ahora Taruya está muerto. Ya no timará a nadie más. Su hija le hizo un favor al mundo cuando lo acuchilló.

Su hija no era la única persona con motivos para matarlo, pensó Reiko.

– ¿Dónde fuiste al salir de la casa?

– A ver a mi amiga.

– Es una fulana -aclaró el jefe.

Los puntitos brillantes de los ojos del alcaide se encogieron de lascivia.

– Si por casualidad el magistrado Ueda está pensando en endosarme los asesinatos en lugar de a Yugao, decidle que yo no fui. No hubiese podido. Pasé toda la noche con mi señorita. Ella puede jurarlo.

Aun así, Reiko sabía que un hombre que había extorsionado y apaleado a mercaderes por dinero no tendría reparos en asesinar, y le parecía capaz de intimidar a una mujer para que mintiera por él.

– ¿Hay más preguntas? -Su sonrisa era de mofa y su mirada se paseaba por el cuerpo de Reiko.

– De momento no -respondió ella. A menos que pudiera encontrar indicios en su contra.

– Entonces, si me disculpáis… -El alcaide se dirigió a la puerta de atrás con andares chulescos, se metió la mano bajo el quimono y se sacó el miembro del taparrabos. Después de ofrecer a Reiko una buena panorámica de él, orinó en una escupidera que había junto a la puerta-. Dadle recuerdos al magistrado Ueda.

Reiko ardía de ultraje y vergüenza. El jefe le dijo:

– Mis disculpas por sus malos modales. -Echó un vistazo calle abajo-. Si queréis otra oportunidad de salvar a Yugao, por ahí se acerca.

Un joven caminaba hacia el salón de té, con los hombros encorvados y arrastrando los pies. Llevaba ropa descolorida y raída; un sombrero de mimbre le sombreaba la cara, arrugada en un ceño que parecía permanente. Llevaba una escoba, una pala y una cesta de basura.

– Ése es Ihei -dijo Nakai.

El barrendero alzó la vista cuando Reiko y sus guardias avanzaron hacia él. Alarmado, dio media vuelta y echó a correr.

– ¡Detenedlo! -ordenó Reiko a sus guardias.

Los hombres se lanzaron detrás del joven. Este soltó sus herramientas y apretó el paso, pero cojeaba y los guardias lo atraparon con facilidad. Lo llevaron a empujones ante Reiko.

– ¡Soltadme! -gritaba él, revolviéndose-. ¡No he hecho nada malo! -Tenía voz débil y aguda, y la mugrienta cara tensa de pánico.

– Si no has hecho nada malo, ¿por qué huías? -preguntó Reiko.

Se le marcó más aun el ceño de sorpresa al ver a una dama de su clase en el poblado. Echó un vistazo a sus guardias.

– Yo… tenía miedo de que me hicieran daño.

– Unos matones samuráis le dieron una paliza -explicó Kanai-. Le rompieron varios huesos. Por eso está deformado.

A Reiko la consternó esa nueva muestra de la cruel existencia de los hinin.

– Nadie va a hacerte daño. Sólo quiero hablar. Si prometes no salir corriendo te soltarán.

Su expresión decía que no confiaba en ella, pero asintió. Los guardias lo soltaron y quedaron prestos a agarrarlo otra vez si era necesario.

– ¿Hablar de qué?

– De la noche en que asesinaron a Umeko y sus padres -respondió Reiko.

A los ojos de Ihei asomó un destello de pánico. Dio un paso atrás. Kanai exclamó:

– ¡Quieto!

Los guardias aferraron a Ihei, que gritó:

– ¡No sé nada sobre eso!

– Te vieron alejarte corriendo de la casa -dijo Reiko.

Al muchacho se le demudaron las facciones.

– Yo no tuve nada que ver. -Se le tiñó la voz de bravuconería culpable-. ¡Lo… lo juro!

– Entonces ¿qué hacías allí?

– Fui a ver a Umeko.

– ¿Para qué? -Cabía la posibilidad de que la víctima buscada hubiera sido Umeko, a pesar de las pruebas que indicaban que a su padre lo habían matado primero. Recordó que la hermana de Yugao era prostituta. Al ver que Ihei vacilaba, dijo-: ¿Eras uno de sus clientes?

– ¡No! -exclamó Ihei, ofendido.

– Sí que lo eras -dijo Kanai-. No mientas o te meterás en un buen lío.

Ihei suspiró con resignación.

– De acuerdo: era cliente de Umeko. Pero era algo más que lo normal. Yo la amaba. -Le tembló la voz y las lágrimas trazaron surcos en la mugre de sus mejillas-. ¡Y ahora se ha ido!

Su dolor parecía genuino, pero a veces los asesinos lloraban de verdad la pérdida de los seres queridos que habían matado. Reiko los había visto sollozar durante sus juicios en el tribunal de su padre.

– ¿Por qué fuiste a verla?

– Esa mañana le había pedido que se casara conmigo. Me dijo que no y se burló de mí. -Los ojos de Ihei ardían de humillación-. Me dijo que jamás se rebajaría a casarse con un paria jiboso. Yo le dije que ya sabía que por nacimiento era más noble que yo, pero que ahora los dos éramos hinin. El destino nos había juntado aquí. Le dije que la quería mucho, que la haría feliz. Gano dinero suficiente para que hubiera podido mudarse a mi cabana y dejar de vender su cuerpo. Pero entonces se enfadó.

Su tono reflejaba el dolor y la sorpresa que debió de sentir.

– Me dijo que no iba a vivir aquí para siempre. Estaba furiosa conmigo por sugerirlo. Me dijo que iba a esperar a que su padre cumpliera su condena y recuperase su negocio y su casa, y entonces se casaría con algún rico. Y que la dejara en paz, que no quería volver a verme.

La chica parecía lo bastante insensible y brusca para provocar un asesinato.

– Pero tú no la dejaste en paz-dedujo Reiko-. Volviste esa noche. ¿Qué pasó?

– Tenía que verla. Creía que podría hacerla cambiar de opinión. Esa noche fui a su casa y llamé al marco de la puerta. Cuando me respondió, traté de razonar con ella. Me dijo que me callara, que su familia dormía. Y añadió que podía entrar, por el precio de costumbre. Lo único que quería de mí era dinero. -El barrendero agachó la cabeza, desconsolado-. La deseaba tanto que accedí. Me llevó a su cuarto e hice el amor con ella.

Reiko se los imaginó en el cobertizo de la casa. Mientras Umeko lo atendía, ¿el despecho por su rechazo había avivado la pasión de él? ¿Su amor se había convertido en odio?

– Cuando acabamos, nos quedamos dormidos. No sé cuánto tiempo. Me despertaron unos gritos y ruidos. Su madre chilló: «¿Qué haces?» y luego «¡Para!». Estaba llorando. Se oían golpes y fragor como de pelea en la otra habitación. -Ihei pareció confundido al recordarlo-. Umeko se levantó de un salto y fue a ver qué pasaba. La oí decir: «¿Qué ocurre?» Luego empezó a gritar «¡No!» y pedirme ayuda a voces. Aparté la cortina y vi que alguien perseguía a Umeko, dándole puñaladas. -Alzó el puño e imitó los frenéticos cuchillazos hacia abajo-. Umeko cayó a mis pies y los gritos cesaron. Olía a sangre.

Ihei contuvo una arcada; los ojos le brillaban de miedo recordado.

– Lo único que se oía era el sonido de alguien jadeando. Entonces, de repente, una sombra se abalanzó sobre mí. Vi el resplandor del cuchillo en su mano. -Retrocedió un paso, imitando su reacción-. Di media vuelta y salí corriendo por la puerta. No paré de correr hasta llegar a casa.

Le tembló el cuerpo quebrantado; se tapó la cara con las manos y sollozó.

– Umeko está muerta. ¡Ojalá hubiera podido salvarla! Pero lo único que hice fue correr como un cobarde.

Reiko se imaginó la escena; vio su terror al darse cuenta de que su amada había sido asesinada con su familia y que él sería el siguiente en morir a menos que huyera. También se imaginó una escena muy distinta. Después de yacer con Umeko, tal vez había vuelto a proponerle matrimonio y ella lo había rechazado de nuevo. Tal vez habían discutido y él se había enfadado tanto que la había apuñalado; y cuando sus padres intentaron intervenir, él volvió el cuchillo contra ellos.

– ¿Reconociste a quien la apuñaló? -preguntó Reiko.

– No. -Dejó caer las manos y alzó hacia ella unos ojos enrojecidos por el llanto-. Estaba oscuro; no veía casi nada. En ese momento pensé que un loco había entrado en la casa mientras yo dormía. Pero debió de ser Yugao. Vamos, la arrestaron a ella, ¿no?

– Así es -dijo Reiko. Si ella era la asesina, eso explicaría que fuera la única superviviente de la familia, e ilesa. Los asesinatos podrían haber sucedido como los había descrito el barrendero; a lo mejor había sorprendido a Yugao con las manos en la masa. Sin embargo, Ihei no era lo que se dice un testigo fiable: tenía causa sobrada y la oportunidad perfecta para haber cometido los asesinatos.

– Os lo he contado todo -dijo-. ¿Puedo irme ya?

Reiko vaciló. Era tan buen sospechoso como Yugao; había suficientes indicios para condenarlo en un tribunal. Se sintió tentada de hacerlo conducir a la cárcel, pero recordó lo que Sano había dicho sobre interferir con la ley. No era competencia suya arrestar sospechosos. Además, no estaba especialmente ansiosa por exonerar a Yugao, ya que todavía no había llegado a una conclusión acerca de la inocencia o culpabilidad de la muchacha.

– Puedes irte -dijo-, siempre que te quedes en Edo. Es posible que te necesite para hacerte más preguntas.

– No os preocupéis -respondió el jefe-. No irá a ninguna parte. No tiene adonde ir.

El barrendero se alejó con su paso desigual, tras recoger escoba, cesta y pala. Reiko se dirigió a Kanai:

– ¿Sigues convencido de que Yugao mató a su familia?

Él arrugó la nariz y se rascó la cabeza.

– Ya no estoy tan seguro. Habéis perforado dos vías de agua en mi confianza. Ahora es evidente que esa noche se cocían más cosas de las que yo suponía. -Reflexionó un momento-. Pero supongamos que Ihei, el alcaide o algún otro mató a esas personas. Entonces, ¿por qué confesó Yugao?

– Buena pregunta -repuso Reiko.

Yugao era un misterio que debía resolver si quería solucionar el crimen. A lo mejor los secretos de aquella mujer se escondían en la vida que había llevado antes de llegar al poblado hinin.

– ¿Cómo pensáis responderla? -preguntó Kanai.

– Creo que emprenderé un viaje al pasado -contestó Reiko.

Capítulo 13

Las campanas de los templos resonaron por todo Edo en una música disonante que anunciaba el mediodía. Unas vistosas cometas salpicaban el cielo soleado por encima de los tejados. Por la calle, los niños jugaban con las lanzas rotas de los guerreros caídos durante una escaramuza entre rebeldes y el ejército. Dentro del castillo de Edo, Sano entrevistaba en su despacho a las personas que habían estado con el jefe Ejima en los dos días previos a su muerte. Ya había hablado con los invitados del banquete y con los subordinados de Ejima en el cuartel general de la metsuke. En ese momento despedía al último de los que habían tenido citas privadas con él. Se volvió hacia los detectives Marume y Fukida, que estaban de rodillas junto a su escritorio.

– Bueno, no cabe duda de que hemos sacado bastantes sospechosos potenciales -comentó.

Fukida consultó las notas que había tomado durante las entrevistas.

– Tenemos subordinados que estaban enfadados con Ejima porque lo habían ascendido antes que a ellos. Tenemos al nuevo jefe de la metsuke, que se ha beneficiado de su muerte. Tenemos nombres de personas degradadas o ejecutadas por indicios poco consistentes que él presentó contra ellos, que dejaron hijos y vasallos sedientos de venganza.

– Tenía muchos enemigos -constató Marume-, aunque ninguno reconocerá conocer el dim-mak. Cualquiera podría haberse acercado a escondidas a Ejima y tocarlo.

– Todos afirman ser inocentes, como era de prever -dijo Fukida-. Casi todos han dejado caer pistas que incriminaban a algún otro. La guerra ha dejado tantas cuentas por saldar que no me sorprende oír a la gente acusarse mutuamente.

Sano estaba inquieto, porque el asesinato ya estaba avivando un enfrentamiento político susceptible de conducir a otra guerra, y no había avanzado nada en la resolución del caso.

– Tener muchos sospechosos es tan malo como tener muy pocos. Y no sabemos nada del capitán Nakai, nuestro mejor candidato.

– Me pregunto por qué está costando tanto localizarlo -dijo Fukida-. Debería estar de servicio en su puesto del destacamento principal de guardia en el castillo.

– ¿Empezamos a buscar la pista de los informadores de Ejima? -preguntó Marume.

El asesor principal de Sano se asomó por la puerta.

– Disculpad, honorable chambelán. Ha venido a veros el sosakan-sama.

Cuando Hirata entró en el despacho, Sano volvió a angustiarse al ver lo enfermo que parecía. Detectó compasión, rápidamente disimulada, en las caras de Marume y Fukida, mientras el recién llegado se arrodillaba con torpeza y hacía una reverencia. Sin embargo, lo máximo que podían hacer todos era simular que Hirata no tenía ningún problema.

– ¿Qué información traes? -preguntó Sano.

– Buenas noticias -dijo Hirata, cansado pero satisfecho-. He investigado las muertes del supervisor de la corte Ono, el comisario de carreteras Sasamura Tomoya y el ministro del Tesoro Moriwaki. Y tengo un sospechoso. -Relató su visita a la casa de baños donde había muerto Moriwaki.

Sano se inclinó hacia delante, encantado.

– Ahora sabemos que al menos uno de esos hombres murió víctima del dim-mak.

– No es muy descabellado creer que lo mismo sucedió con los demás -observó Fukida.

– Y el nombre del capitán Nakai ha salido a relucir otra vez -Sano le contó a Hirata que el soldado había tenido una cita privada con Ejima-. Ahora sabemos que tuvo contacto con dos víctimas.

– También podría haberse acercado a los demás por la calle. -Hirata parecía orgulloso de haber conectado los casos y revelado indicios contra el sospechoso primario.

A Sano lo conmovía y apenaba ver lo mucho que Hirata anhelaba todavía su aprobación, después de todo lo que había sufrido por el bien del chambelán.

– Debemos encontrar al capitán Nakai.

– Ha surgido otro asunto que he de mencionar -anunció Hirata-. El comisario de policía Hoshina quiere vuestra sangre.

Sano arrugó la frente.

– ¿Otra vez?

Hirata contó su encuentro con él en la casa de baños.

– Gracias por la advertencia -dijo Sano.

– ¿Qué hacemos con ese sinvergüenza? -preguntó Marume.

– Si fuera como mi predecesor, haría que le cortaran la cabeza. Pero no lo soy, de modo que no hay gran cosa que hacer hasta que él mueva ficha, pero debemos resolver este caso rápidamente. En caso contrario, Hoshina dispondrá de más munición contra mí.

El joven detective Tachibana irrumpió en la habitación.

– Disculpad, honorable chambelán. He descubierto dónde está el capitán Nakai. Hoy no se ha presentado en su puesto, de modo que he ido a su casa. Su esposa dice que fue al torneo de sumo. ¿Voy a buscarlo?

– Buen trabajo. Pero iré en persona. -Sano se puso en pie, estirando los músculos entumecidos de estar sentado-. Ahorraremos tiempo.

Hirata, Marume y Fukida se pusieron en pie para acompañarlo. Sano reparó en la rigidez de movimientos de Hirata.

– Si tienes otros asuntos importantes, estás excusado -dijo, para concederle una salida elegante de una cabalgata larga e incómoda.

– No tengo nada tan importante como esto -replicó el incondicional Hirata-. Y quiero ver lo que tiene que decir el capitán Nakai.

Aunque se alegraba de contar con su compañía, Sano experimentó un renacer de los remordimientos.

– Muy bien.

Los torneos de sumo se celebraban en el templo de Ekoin en el distrito de Honjo, al otro lado del río Sumida. Sano e Hirata cabalgaban con los detectives Marume, Fukida, Arai, Inoue y Tachibana a lo largo de los canales que surcaban Honjo como venas. Pasaron por delante de mercados de verduras, residencias de funcionarios samuráis de segunda fila, un puñado de almacenes Tokugawa y las villas de los daimio, los señores feudales. El calor de los hornos donde se cocían las tejas enrarecía el aire cargado de humo. Por las calles desfilaban hombres tocando un enorme tambor para anunciar el torneo de sumo. Sano oyó un redoble más sonoro y grave procedente de un elevado andamio enfrente del templo. Una muchedumbre avanzaba en tropel hacia sus altas puertas.

El templo de Ekoin había sido construido treinta y ocho años atrás, después del Gran Incendio de Meireki, en memoria de las cien mil personas muertas en el desastre. Sus terrenos constituían el recinto oficial de la ciudad para las competiciones de lucha. El sumo había evolucionado hasta convertirse en un entretenimiento popular a partir de un rito sintoísta de fertilidad. Desde los inicios del régimen Tokugawa, hacía casi un siglo, habían surgido periódicos edictos que lo prohibían porque era violento, sangriento y a menudo mortal. Sin embargo, las autoridades se habían dado cuenta de que el sumo tenía su utilidad. Concedía a los ronin un sitio en la sociedad, y los torneos con su sanción oficial y su estricto reglamento, ofrecían a la sociedad una vía de desahogo para las pasiones. Sano observó que el público parecía más nutrido de lo normal después de la guerra.

El y sus hombres dejaron los caballos en un establo y entraron en el estadio, un enorme recinto al aire Ubre, rodeado por gradas dobles de palcos cubiertos por toldos de bambú. Las filas de abajo ya estaban llenas de gente; los recién llegados subían a los niveles superiores por unas escalerillas. En el centro estaba el círculo, definido por cuatro pilastras unidas por cordones. Había miles de espectadores sentados en el suelo, apiñados hacia el centro. Lo habían rodeado con bolsas de paja llenas de arcilla para mantener despejada la zona de lucha. Los arbitros y jueces esperaban de rodillas en el borde. Los vendedores de golosinas se abrían paso entre la multitud.

– ¿Cómo vamos a encontrar al capitán Nakai aquí dentro? -preguntó Hirata mientras él y Sano ojeaban el bullicioso y caótico estadio.

– A lo mejor tenemos suerte -dijo Sano.

El redoble de tambor se aceleró. Los luchadores salieron desfilando hacia el círculo. Sus pechos y extremidades desnudos eran masas de músculo y grasa. Llevaban cuerdas ceremoniales de seda con flecos alrededor de la cintura, y unos delantales de brocado que lucían los emblemas familiares de los señores de Kishu, Izumo, Sanuki, Awa, Karima, Sendai o Nambu. Esos señores reclutaban luchadores para sus escuderías privadas. Sano se fijó en que los equipos eran más nutridos de lo normal: la guerra había creado más ronin, que a su vez habían incrementado las filas de los luchadores de sumo.

El público vitoreó cuando éstos esparcieron sal para purificar su campo de batalla sagrado. Dieron pisotones y palmadas para hacer alarde de su fuerza y ahuyentar los malos espíritus. Un arbitro sostuvo en alto un cartel con sus nombres. Al alzar la vista hacia los palcos, Sano reparó en que las filas superiores estaban abarrotadas salvo por un hueco directamente enfrente del círculo. En su centro se sentaba un samurái solitario.

– Allí está -dijo, señalando.

Él y sus hombres se abrieron paso a codazos entre la multitud y subieron por una escalerilla. Mientras se acercaban por el borde del palco, un grupo de plebeyos se sentó en el espacio vacío que rodeaba al capitán Nakai.

– Estáis demasiado cerca -dijo él-. Moveos. -Tenía la voz beligerante, amenazadora. Los plebeyos levantaron el campamento a toda prisa.

Sano sólo había visto a Nakai una vez -en una ceremonia después de la guerra, cuando el ejército victorioso había desfilado ante el caballero Matsudaira, exhibiendo las cabezas cortadas de los soldados enemigos derrotados-, pero el capitán le había causado una impresión duradera. Con su talle alto y atlético y sus nobles modales, era la raza guerrera personificada.

Aunque Nakai pasaba de los treinta años y ya no estaba en la flor de la vida, a Sano no le había costado imaginarlo matando en batalla a cuarenta y ocho hombres con sus propias manos. Sin embargo ese día estaba ocioso, vestido con ropajes de seda marrón, pantalones y sobreveste en lugar de armadura; repantigado en lugar de sentado con la espalda recta y orgullosa. El descontento ensombrecía sus facciones marcadas y fuertes mientras contemplaba a los luchadores.

– ¿Capitán Nakai? -dijo Sano.

El samurái se volvió. Al reconocer a Sano e Hirata se le despejó el malhumor de la cara.

– Honorable chambelán. Sosakan-sama. -Hizo una reverencia, atento y animado-. Sentaos, por favor. -Con una sonrisa que reveló unos dientes anchos y blancos, les ofreció el espacio que había mantenido libre.

– Muchas gracias -dijo Sano. El grupo se sentó.

– ¿Sois aficionado al sumo? -preguntó Nakai.

– Sí -respondió Sano-, pero no estamos aquí por eso. Hemos venido a hablar con vos.

– ¿Conmigo? -Nakai pareció desconcertado. Al verlo de cerca, Sano reparó en un defecto en su perfección: sus ojos. A su expresión le faltaba algo… quizá no tanto inteligencia como serenidad-. Pero ¿por qué? ¿Cómo sabíais que me encontraríais aquí?

Cuando Sano se lo dijo, se ruborizó.

– Bueno, sé que debería estar en mi puesto, pero no es que allí me necesiten de verdad. Además, preparar turnos de servicio e inspeccionar tropas es un trabajo aburrido comparado con librar una batalla.

Sano sabía que a muchos militares les costaba adaptarse a la vida ordinaria después de la guerra; estaban inquietos, propensos a pelear entre ellos y beber demasiado. Sin embargo, no veía con buenos ojos la actitud de Nakai. Hirata y los detectives lo miraron con recelo: en teoría, los samuráis acataban las órdenes sin quejarse.

– Después de todo lo que he hecho por el caballero Matsudaira, me merezco más. -Era obvio que Nakai pensaba que sus logros lo hacían merecedor de una recompensa, aunque su señor no le debiera nada por cumplir con su deber-. Han ascendido a muchos hombres que mataron a menos soldados enemigos, pero a mí no. -Su tono se tiñó de amargura-. Mi familia tiene primos lejanos que lucharon por, el bando de Yanagisawa. Estoy contaminado por la mala sangre, aunque no sea culpa mía.

A Sano le parecía posible, pues los lazos políticos importaban. Sin embargo, era más probable que los superiores de Nakai lo hubieran pasado por alto en favor de otros hombres menos diestros en el combate pero con más tacto social, hombres que tuvieran la prudencia de no ponerse en evidencia delante del brazo derecho del sogún.

– He sido un fiel servidor del caballero Matsudaira. Lo único que quiero es que lo reconozca. No busco un mayor estipendio. -Nakai adoptó un noble aire de mártir-. Lo único que pido es una oportunidad de servir al caballero Matsudaira con mayor responsabilidad, donde pueda hacer más por él incluso de lo que ya he hecho.

Sano aprovechó la pausa en su diatriba.

– Ahora es la vuestra. El caballero Matsudaira me ha ordenado que investigue la muerte del jefe Ejima. Agradecería vuestra ayuda.

– Por supuesto -dijo Nakai, sorprendido; era evidente que no había esperado ver cumplido su deseo de ese modo-. ¿Qué puedo hacer por vos?

Por debajo del palco, al otro lado del público que cubría el suelo, los luchadores terminaron su ritual y abandonaron el círculo en fila. El presentador anunció a gritos los nombres de los que se enfrentarían en el primer encuentro. Los tambores atronaron. Dos enormes luchadores, vestidos sólo con el taparrabos, se acuclillaron uno en cada extremo del círculo. El público se estremeció de expectación.

– Estoy interrogando a todos los que tuvieron contacto con Ejima poco antes de que muriera -empezó Sano-. Los registros muestran que tuvisteis una cita privada con él.

Nakai frunció el entrecejo como si intentara deducir el objeto de la conversación.

– Sí, le pedí a Ejima que me ayudara a conseguir un ascenso. Tenía una relación estrecha con el caballero Matsudaira, y pensé que podía hablarle bien de mí.

– ¿Qué sucedió?

A Nakai le destellaron los ojos de ira.

– Ejima me dijo que no. Era sólo un pequeño favor y podría habérmelo hecho sin que le supusiera ninguna molestia. La gente usa continuamente su influencia a favor de otras personas: así es como se abre uno camino en el bakufu. Pero Ejima me dijo que no me conocía lo bastante bien para recomendarme al caballero Matsudaira. Y que si quería llegar más alto en el mundo, tenía mucho que aprender. Luego me echó.

Sano había conocido a muchos hombres como Nakai, buenos en su trabajo pero estancados en los escalafones inferiores por su ineptitud para la política. No entendían las sutiles técnicas del cortejo de amistades y la prestación de favores. Debían aprender que si uno quería favores de extraños, más le valía tener algo que recordarles.

– Ejima me dijo lo mismo que el resto -explicó Nakai con rencor-. ¡Todos me trataron como si fuera un perro que les meara en los zapatos!

Hirata preguntó:

– Fue uno de ellos el ministro Moriwaki?

– Sí, hablé con él, en efecto.

– Eh.

– ¿En la casa de baños?

Nakai asintió con cara de pocos amigos.

– Ni quiso concederme una cita. Tuve que seguirlo hasta pillarlo desprevenido.

– ¿Qué pasó? -preguntó Hirata.

– Dijo que no podía ayudarme; ascenderme era decisión de mi oficial superior. -Nakai perdió los nervios y dio un fuerte golpe en el palco-. ¡Qué desfachatez la de esos viejos arribistas! Todos consíguieron sus nuevos cargos de campanillas después de que el caballero Matsudaira derrotara a Yanagisawa. Ninguno estaría donde está si no fuera por hombres como yo. -Se dio una palmada en el pecho-. Yo combatí en la batalla mientras ellos se escondían en sus casas. ¡Y ahora ni siquiera quieren tirarme una migaja de su banquete!

Sano admitía que Nakai tenía motivos para quejarse. Centenares de soldados habían muerto, y los beneficios los habían cosechado hombres que jamás habían manchado sus espadas. Sano pensó en más hombres aparte de Ejima y Moriwaki -y él mismo- que encajaban con esa descripción.

– ¿Pedisteis ayuda al supervisor de la corte Ono y el comisario de carreteras Sasamura?

Nakai soltó un bufido.

– Para lo que me sirvió…

– ¿Cuándo fue?

– No lo recuerdo exactamente. No mucho antes de que murieran.

Nakai seguramente sabía que un hombre en particular era quien más se había beneficiado de sus esfuerzos y además disponía de autoridad para conceder recompensas.

– ¿Le habéis pedido un ascenso al caballero Matsudaira?

Nakai sacudió la cabeza, rebosando resentimiento.

– Lo haría si pudiera. He solicitado audiencia con él. Me jugué la vida para que alcanzara el poder, ¡y ni siquiera me concede el detalle de una respuesta!

Sano e Hirata intercambiaron una mirada; el rencor de Nakai incluía al caballero Matsudaira además de a las víctimas con que había tenido contacto. Poseía motivos sobrados para atacar el nuevo régimen de Matsudaira. Sano siguió con las preguntas:

– ¿Qué hicisteis cuando Ono, Sasamura, Moriwaki y Ejima os negaron su ayuda?

Nakai hizo una mueca.

– Me fui cabizbajo. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

– ¿No os vengasteis de ellos? -preguntó Hirata.

El recelo asomó a los ojos de Nakai.

– ¿De qué estáis hablando?

De repente los luchadores del círculo cargaron. Sus voluminosos cuerpos temblaron con el impacto. El público prorrumpió en vítores. Los luchadores se atizaron sin compasión, entre agarrones y empujones para intentar sacar al otro del círculo.

– Sois uno de los mejores guerreros del país -dijo Hirata-. ¿Conocéis el dim-mak?

– Qué va. Nadie lo conoce. Es sólo una leyenda. ¿Qué…? -El desconcierto de Nakai dio paso a una asombrada comprensión-. Creéis que a esos hombres los mataron con el toque de la muerte. Y me estáis preguntando si lo hice yo.

– ¿Lo hicisteis? -inquirió Sano.

Nakai soltó una carcajada que no ocultaba su consternación.

– Jamás les puse la mano encima.

– Bastó con un dedo -señaló Hirata, dándose un toquecito con el índice en la cabeza-. Y adiós a cuatro hombres que no sólo os habían negado lo que queríais, sino que además habían insultado vuestro orgullo.

Nakai lo miró indignado.

– Soy un soldado, no un asesino. Las únicas personas a las que he matado en mi vida eran enemigos en el campo de batalla. -Una furiosa intuición le iluminó los ojos-. Ah, ya veo lo que pasa. Necesitáis a un culpable. Y habéis pensado: «¿Qué hay de ese desgraciado de Nakai? Con lo ansioso que estaba por sacrificarse por el caballero Matsudaira. Tomémoslo de chivo expiatorio y nos libraremos de él.» -Se le puso la voz ronca de animosidad-. Pues bien, no pienso quedarme de brazos cruzados. -Cuadró los hombros y desenvainó la espada con un movimiento brusco.

Todos se apartaron instintivamente de un salto y desenvainaron sus armas. Los espectadores que los rodeaban chillaron y se alejaron gateando, no queriendo verse atrapados en una pelea. Sin embargo, Nakai volvió su espada hacia sí mismo, con la empuñadura agarrada con las dos manos y la punta apretada contra el abdomen.

– Me haré el seppuku antes de permitiros deshonrar mi nombre. -En sus ojos centelleaba una seria determinación.

Sano soltó un suspiro de alivio al ver que no tendría que luchar contra Nakai. Matar a su principal sospechoso no beneficiaría a su investigación, y no podía evitar compadecer a ese hombre.

– Guardad la espada, capitán -dijo.

Nakai lo fulminó con la mirada, pero envainó su acero: era la orden directa de un superior. Sano no supo discernir si se alegraba o apenaba de que hubieran impedido su harakiri. A lo mejor ni el propio Nakai lo sabía. En el círculo, los luchadores se separaron y luego cargaron de nuevo. Se tambalearon juntos. Uno perdió el equilibrio, y el otro lo agarró del taparrabos y de un tirón lo mandó dando tumbos al otro lado del círculo, donde tropezó con las balas del borde y cayó entre el público, que aplaudía, vitoreaba y abucheaba. Los espectadores de los palcos lanzaron monedas y prendas caras de ropa al ganador, que se pavoneaba y alzaba los puños.

– No estoy buscando un chivo expiatorio -dijo Sano a Nakai-. Si sois tan inocente como afirmáis, no tenéis nada que temer de mí… Pero será mejor que permanezcáis vivo y en la ciudad hasta que haya concluido mi investigación.

Con un gesto indicó a sus acompañantes que de momento habían acabado con Nakai. Salieron del palco y bajaron por la escalerilla. Cuando se reunieron abajo, Sano echó un vistazo hacia arriba. El capitan estaba de pie en el palco, mirándolos con expresión tan agraviada como hostil.

– ¿Creéis que ha sido un farol? -preguntó Hirata.

– Si lo era, lo ha representado muy bien -dijo Sano.

El detective inquirió:

– ¿Creéis que es culpable?

– Sigue siendo nuestro mejor sospechoso. -Sano se volvió hacia Tachibana-. Sigúelo. No dejes que te vea, pero no lo pierdas de vista. Quiero saber a qué sitios va, con qué gente se relaciona y todo lo que hace.

– ¿Qué hago si intenta tocar a alguien? -preguntó el joven detective.

– Impídeselo -dijo Sano-, si puedes. Si es el asesino, es posible que no podamos impedir otro crimen, pero al menos lo pillaremos con las manos en la masa.

– Sí, honorable chambelán. -El joven se alejó y se perdió entre la multitud.

– Entretanto, volvamos a mi residencia -le dijo Sano a Hirata y los demás-. A lo mejor han llevado a los informadores de Ejima y encontramos más sospechosos entre ellos. -Además, tenía un país que gobernar.

Mientras cruzaban entre el público y en el círculo empezaba otra pelea, se preguntó si a Reiko le iría mejor con su investigación. Esperaba que se hubiera limitado al poblado hinin y acabara pronto.

Capítulo 14

Riogoku Hirokoji era el principal distrito del ocio en Edo, situado a la orilla del río Sumida. Había crecido en un espacio abierto creado a modo de cortafuegos tras el Gran Incendio de Meireki, en el que millares de personas quedaron atrapadas y murieron pasto de las llamas porque había demasiadas para cruzar los puentes que llevaban a la seguridad. Atravesando Riogoku Hirokoji en su palanquín, Reiko miraba por la ventanilla con curiosidad. Los vistosos carteles de los puestos que bordeaban la amplia avenida anunciaban atracciones inéditas en el distrito de los teatros autorizados, tales como artistas de sexo femenino. Admiró las maquetas de galeones holandeses de un puesto, primorosamente detalladas; otros exponían loros vivos, gigantes humanos y duendes hechos de conchas y tallos de enredadera Sacerdotes y monjas pedían limosna a los transeúntes.

Reiko había oído hablar del lugar a sus criadas, pero nunca lo había visitado porque se trataba de un destino más propio de las clases bajas. Sus guardias cabalgaban pegados al palanquín, dispuestos a protegerla de ladrones y demás malhechores que se confundían entre la multitud o acechaban en los callejones. Sin embargo, el ambiente perdulario de la zona la emocionaba.

Una joven monja, vestida con una ancha y basta túnica, con la cabeza rapada, se acercó al palanquín y metió su cuenco de las limosnas por la ventanilla.

– ¡Una caridad para los pobres!

Reiko le dijo:

– Había una feria propiedad de un hombre llamado Taruya. ¿Sabes dónde estaba?

La monja señaló calle abajo.

– Por esa puerta roja.

– Gracias.

Después de que Reiko soltara una moneda en el cuenco de la monja, sus guardias la llevaron hacia los dos postes de madera roja y coronados por una cubierta de tejas. Pensaba que se encontraría la feria cerrada, ya que el padre de Yugao había muerto, pero la gente formaba cola ante la taquilla. Al otro lado de la puerta se extendían los tenderetes interconectados de un Teatro de los Cien Días: un espectáculo de variedades. Mientras bajaba del palanquín y sus escoltas compraban entradas, tuvo el inquietante presentimiento de que a Sano no lo complacería descubrir que sus pesquisas la habían llevado más allá del poblado hinin. Sin embargo, debía servir a la justicia, y ya había viajado hasta allí.

Ella y sus escoltas atravesaron la puerta y se adentraron en otro mundo. Ante ella se extendían centenares de tenderetes. Sus tejados sobresalían por encima de un laberinto de callejuelas y bloqueaban el sol. Las linternas rojas colgadas de los techos proyectaban un resplandor estridente sobre los rostros ansiosos del gentío que se abría paso a codazos a su alrededor. Resonaban las charlas, las risas y la música; el olor a sudor y orina era penetrante. Buhoneros apostados ante las cortinas que vestían las entradas de las carpas hacían señas y llamamientos a los potenciales clientes. Algunos de esos cortinajes estaban abiertos para revelar garitos de juego donde los hombres tiraban flechas a blancos de paja o colaban pelotas por aros, y otros en los que algún narrador de historias recitaba para un público embelesado. En otros puestos las cortinas estaban echadas. Bandadas de hombres acudían a ellos y desembolsaban monedas. Uno de los anunciantes abrió una cortina para dar paso a un cliente y Reiko captó un atisbo de chicas con los pechos al aire bailando en un escenario. Mientras la muchedumbre la arrastraba a ella y sus acompañantes por un pasaje, vio alzarse otra cortina que reveló a dos hombres y una mujer, todos desnudos. La mujer estaba a cuatro patas mientras un hombre la penetraba por detrás y ella chupaba el órgano erecto del otro. Surgían gemidos de los hombres sentados debajo del escenario. Reiko estaba pasmada.

El teniente Asukai le gritó por encima del ruido:

– ¿Qué hacemos?

– Quiero hablar con quienquiera que sea el propietario -respondió Reiko a voces-. Encuéntralo.

Mientras el resto de los guardias se situaban alrededor de Reiko para escudarla de la chusma, Asukai se abrió paso entre el gentío y habló con el buhonero más cercano. Este respondió y señaló pasaje abajo. Reiko miró en la dirección indicada. Una joven se acercaba corriendo. Llevaba los pies descalzos y los ojos desorbitados de miedo. Se ceñía contra el cuerpo una túnica de algodón. A su espalda ondeaba una larga cabellera. Jadeaba mientras trataba de atravesar la muchedumbre. Dos samuráis la perseguían, y tras ellos avanzaba un hombre de mediana edad, bajito y regordete.

– ¡No dejéis que se escape, idiotas!- gritaba.

El teniente Asukai regresó a Reiko y dijo:

– Ese gordo es el propietario. Se llama Mizutani.

Reiko y sus guardias se sumaron a la persecución. El gentío los entorpecía, entre exclamaciones sobresaltadas. Recorrieron con esfuerzo las serpenteantes callejuelas, en pos del dueño de la feria. Los samuráis atraparon a la mujer en el mismo instante en que llegaba a la salida. Gritó. Mizutani le arrancó la ropa de un tirón y dejó a la vista sus pechos generosos y el pubis rasurado. Sacó una bolsita de tela de la túnica y luego le dio un bofetón en la cara.

– ¿Cómo te atreves a robarme mi dinero, putilla? -gritó. Luego se dirigió a los samuráis-. Dadle una lección.

Los aludidos empezaron a pegar a la mujer. Mientras ella chillaba, sollozaba y levantaba los brazos en un vano intento de protegerse, los espectadores lanzaban vítores y carcajadas. Reiko gritó a sus guardias:

– ¡Detenedlos!

Los escoltas se acercaron y agarraron a los samuráis, que parecían ronin contratados para encargarse del trabajo sucio de la feria.

– ¡Ya basta! -ordenó el teniente Asukai. Él y sus camaradas apartaron a los ronin de la mujer-. Dejadla en paz.

La chica salió corriendo por la puerta, deshecha en llanto. Mizutani soltó una exclamación indignada.

– ¡Eh, eh, ¿qué hacéis?! -A Reiko le recordaba a una tortuga: tenía cuello corto y nariz ganchuda; sus ojos poseían una mirada fija fría, de reptil-. ¿Quiénes os creéis que sois para inmiscuiros en mis negocios? -Se volvió hacia los ronin-. ¡Echadlos!

Los matones desenvainaron sus espadas. A Reiko la perturbaba haber creado sin querer otra escena problemática y peligrosa.

El teniente Asukai se apresuró a decir:

– Somos hombres del magistrado Ueda.

La actitud del dueño pasó bruscamente de una encendida indignación a una consternación asombrada: se las veía con agentes de la ley.

– Ah, bueno, en ese caso… -Agitó la mano en dirección a los ronin. Estos envainaron sus armas mientras él se aprestaba a defenderse-. Esa bailarina se estaba quedando las propinas de los clientes en lugar de entregármelas. No puedo dejar que mis empleados me estafen y se vayan de rositas, ¿o sí?

– Eso da igual -dijo Asukai-. El magistrado manda a su hija con una misión. -Señaló a Reiko-. Quiere hablar contigo.

Los fríos ojos del propietario parpadearon de perplejidad al volverse en su dirección.

– ¿Desde cuándo la hija del magistrado se ocupa de sus asuntos?

– Desde ahora -dijo Asukai.

Reiko se alegró de contar con su respaldo, aunque habría preferido tener autoridad propia.

– ¿Conocías a Taruya? -le preguntó al gordo.

Este se envaró, ofendido por verse interrogado con tanto atrevimiento por una mujer. El teniente Asukai terció:

– Más te vale responder, a menos que quieras que el magistrado Ueda realice una inspección de tu feria.

Amilanado por la amenaza, Mizutani cedió.

– Taruya era mi socio.

– ¿La feria era propiedad de los dos? -preguntó Reiko.

– Sí. Empezamos hace dieciocho años, con un tenderete. Fuimos ampliándolo hasta llegar a esto. -Su gesto orgulloso abarcó su extenso y bullicioso imperio.

– Y ahora la feria es toda tuya -comentó Reiko, perspicaz-. ¿Cómo llegó a suceder eso?

– Taruya se metió en líos. Se acostaba con su hija. Alguien lo denunció a la policía. Lo degradaron a hinin y le prohibieron hacer negocios con el público, de modo que yo tomé las riendas.

Reiko echó un vistazo a los buhoneros que cobraban a los clientes que acudían en tropel a los puestos. La desgracia de Taruya había sido lucrativa para el que fuera su socio.

– ¿Compraste la parte de Taruya?

– No. -Mizutani se relamió; su lengua parecía gris y escamosa. Se lo notaba incómodo, aunque a Reiko no le parecía el tipo de hombre que siente remordimientos por aprovecharse de los problemas de un socio-. Hicimos un trato antes de que Taruya partiera al poblado hinin. Yo le enviaría dinero todos los meses y dirigiría el espectáculo hasta que terminara su condena. Luego, cuando regresara, volveríamos a ser socios.

– Muy generoso de tu parte -comentó Reiko-. Pero no va a regresar. ¿Sabías que lo asesinaron?

– Sí, me enteré. Una tragedia. -El tono compungido de Mizutani sonó a falso; sus ojos no revelaban emoción alguna, sólo el deseo de averiguar el objeto de la visita de Reiko-. Se rumorea que su hija Yugao lo apuñaló, a él y a su madre y su hermana.

– Hay alguna duda sobre eso. ¿Tú crees que lo hizo ella?

Mizutani se encogió de hombros.

– ¿Cómo voy a saberlo? No he visto a ninguno de ellos desde que se mudaron a la colonia. Pero no me sorprendió oír que habían arrestado a Yugao. Esa chica era rara.

– ¿Rara en qué sentido?

– Pues no lo sé. -La pregunta desconcertó a Mizutani-. Tenía algo torcido, algo que no funcionaba. Pero nunca le presté mucha atención. -Soltó una risita-. Lo más probable es que se hartara de tener a Taruya en la cama.

– Pero a lo mejor no era la única persona en quererlo desaparecido -observó Reiko-. ¿Esos pagos mensuales eran una carga para ti?

– Por supuesto que no -repuso Mizutani como si la sugerencia lo insultara-. Era mi amigo. Me alegraba de echarle una mano.

De repente se oyeron gritos calle abajo: había estallado una pelea. Mientras los hombres se lanzaban puñetazos y los espectadores los espoleaban, Mizutani corrió hacia allí; sus ronin lo siguieron.

– ¡Eh! ¡Nada de peleas aquí! -gritó-. ¡Basta!

Los ronin se metieron en la refriega y separaron a los contendientes, mientras él iba y venía supervisando.

– ¿Queréis que lo traiga? -preguntó a Reiko el teniente Asukai.

Una mancha de color en la calle delante de la feria le llamó la atención. A través de la muchedumbre de paso vio a la mujer que Mizutano había golpeado, inclinada sobre un abrevadero de caballos, lavándose la cara.

– No -dijo-. Tengo una idea mejor.

Condujo a su comitiva fuera de la feria. La mujer se volvió cuando se acercaban. Tenía la boca hinchada donde Mizutani la había alcanzado; del labio le manaba un hilillo de sangre. Reiko se sacó un pañuelo y se lo tendió.

– Toma -le dijo.

La mujer parecía recelosa de la solicitud de una desconocida, pero aceptó el pañuelo y se secó la cara.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Reiko.

– Azucena. -Era mayor de lo que Reiko había pensado en un principio; pasaba de los treinta. Los sinsabores le habían estragado la voz, además de las facciones-. ¿Quién sois vos?

Cuando Reiko se presentó, un destello de temor cruzó los ojos de la bailarina.

– Sólo le he quitado unas pocas monedas de cobre. Él no las necesita y yo sí; me paga tan poco… -Dio un paso atrás con una mirada inquieta a los guardias de Reiko-. Os he visto hablar con él. ¿Quiere que me arrestéis? -Las lágrimas le quebraron la voz; unió las manos en ademán de súplica-. ¡No lo hagáis, por favor! Tengo un hijo pequeño. Bastante malo es haber perdido mi trabajo, pero si encima voy a la cárcel, ¡no habrá nadie que cuide de él!

– No te preocupes; nadie va a arrestarte -aseguró Reiko. Compadecía a la mujer y detestaba a Mizutani. La investigación no paraba de recordarle que muchas personas vivían al borde de la supervivencia, a merced de la limosna-. Sólo quiero hablar.

Azucena se relajó con cautela.

– ¿De qué?

– De tu ex jefe.

– ¿Está metido en algún berenjenal? -La esperanza le animó la cara.

– Es posible -dijo Reiko-. ¿Trabajabas en la feria cuando su socio Taruya la dirigía con él?

– Sí. Llevo catorce años trabajando aquí. -Una expresión amarga le acudió al rostro amoratado-. ¡Catorce años, y me echa por coger un dinero que me había ganado con el sudor de mi frente!

– ¿Qué tal se llevaban?

– Siempre andaban discutiendo por dinero.

Y la discusión se había resuelto a favor de Mizutani. Reiko prosiguió:

– Qué oportuno para Mizutani que alguien denunciara a Taruya por mantener relaciones incestuosas con su hija.

– ¿Es eso lo que os ha contado ese gordo, que alguien denunció a Taruya? -Su voz se tiñó de malicia-. Fue él. Lo denunció él.

Eso ponía el asunto bajo otra luz.

– ¿Cómo lo sabes?

– Cuando Mizutani celebraba fiestas en su casa, yo solía atender a los invitados. Oía de lo que hablaban. Una noche sus invitados fueron dos doshin. Les dijo que había sorprendido a Taruya y su hija Yugao juntos en la cama.

Una idea inquietante asaltó a Reiko.

– ¿Decía la verdad al contar que había presenciado el incesto?

– No lo sé, pero yo nunca oí que pasara nada raro entre Taruya y Yugao. Tampoco nadie más de la feria. Nos quedamos todos boquiabiertos.

Reiko se preguntó si Mizutani se habría inventado el episodio. Sin el incesto, Yugao se quedaba sin móvil aparente para el asesinato

Azucena adoptó una expresión ansiosa.

– ¿Puede meterse en líos Mizutani si mintió?

– Si mintió será castigado -dijo Reiko. Su padre aborrecía las falsas acusaciones y no toleraría una que había convertido en parias a una familia entera.

– Oí que Yugao había matado a su padre. ¿Lo hizo de verdad, o podría haber sido Mizutani? -A la bailarina se le hacía agua la boca ante la perspectiva de ver a su ex jefe condenado y ejecutado.

– Eso es lo que trato de averiguar. -En ese momento Reiko recordó algo que había dicho el jefe de los parias, y se le ocurrió otra idea-. La sentencia de Taruya habría finalizado en seis meses si no lo hubieran matado. ¿Qué pensaba Mizutani de eso?

– No se moría de ganas de que Taruya saliera del poblado hinin. No era ningún secreto -dijo Azucena con una risa irónica-. La feria lo pasó mal durante la guerra. Mizutani perdió dinero. Ha contraído grandes deudas, y los prestamistas amenazan con partirle las piernas si no paga. Le he oído decir que lo último que necesitaba era que Taraya volviese y reclamara su mitad del negocio. Y no es lo único que dijo.

Hizo una pausa, y Reiko la animó:

– ¿Y bien?

– No puedo hablar más. Tengo que encontrar otro empleo, o mi niñito se morirá de hambre. -Clavó en Reiko una mirada nerviosa e implorante-. Si os ayudo, deberíais ayudarme.

A Reiko la horrorizó imaginarse que ella y Masahiro perdiesen su medio de vida y tuvieran que abrirse paso solos. Además, presentía que la mujer tenía indicios importantes que revelar.

– Te pagaré.

Azucena asintió, agradecida y satisfecha con su propia astucia.

– El mes pasado vi a Mizutani y dos de sus ronin hablando en la sala de baile. Me quedé fuera y escuché. Nunca se sabe si una va a enterarse de algo interesante. -Una picara sonrisa asomó a sus labios hinchados-. Mizutani dijo: «Hoy he visto a Taruya. Está ansioso por recuperar su parte de la feria. Le he dicho que no es justo, yo la he dirigido todo este tiempo. Pero dice que un trato es un trato.» Uno de sus ronin comentó que Taruya todavía tenía amigos allí, y que eran mañosos que podrían crearle problemas si se echaba atrás. Mizutani dijo: «Hay un modo de acabar con ese trato. ¿Qué pasaría si muriera?»

A Reiko le hormigueó un escalofrío de emoción.

– ¿Qué más dijeron?

– No lo sé. Mizutani me vio curioseando y me echó. No oí el resto.

Una nueva visión del crimen cobró forma en la mente de Reiko:

El ronin entra de escondidas en el poblado esa noche. Llega a hurtadillas a casa de Yugaoy apuñala al padre en su cama. Cuando la madre y la hermana se despiertan e intentan detenerlo, las mata. Tiene la intención de eliminar a Yugao, pero el barrendero Ihei sale del cobertizo y lo sorprende. El barrendero huye aterrorizado. El ronin no quiere dejar testigos, pero oye gente que sale a la calle. Se escabulle de la casucha. Se esconde en el patio de atrás mientras llega el jefe de la aldea, hasta que detienen a Yugao, y luego desaparece en la noche. Por la mañana, en la feria, le cuenta a su señor que lo que había que hacer está hecho.

– ¿Y bien? -preguntó Azucena-. ¿Estáis satisfecha?

– Una cosa más -dijo Reiko. Yugao seguía siendo un misterio. Si era inocente, su confesión resultaba aún más desconcertante-. ¿Conocías a Yugao?

– No mucho. Taruya mantenía a sus hijas alejadas de la gente que trabajaba para él. -Soltó un bufido desdeñoso-. Le parecían demasiado buenas para mezclarse con nosotros.

– ¿Hay alguien que sí la conociera?

– Había una chica amiga suya. Siempre iban juntas. -Azucena arrugó la frente para hacer memoria-. Se llamaba Tama. Su padre tenía un salón de té por aquí. -Se impacientó-. ¿Me he ganado mi recompensa?

Reiko le pagó de la bolsita en que llevaba dinero para comprar información. Azucena se marchó con un aspecto mucho más alegre que antes.

– Se está haciendo tarde -advirtió Asukai. Reiko, absorta en su investigación, no había reparado en que el ocaso empezaba a oscurecer el cielo. El distrito del ocio había ganado en bullicio; las mujeres y los niños habían partido; jóvenes bravucones y soldados de permiso engrosaban el gentío-. Deberíamos llevaros a casa.

– Sólo un poco más -dijo Reiko-. Tengo que descubrir dónde estaban Mizutani y sus ronin la noche de los asesinatos. Y quiero buscar a Tama, la amiga de Yugao.

Capítulo 15

Cuando Sano llegó a casa esa noche, Reiko y Masahiro fueron a verlo a sus dependencias privadas.

– Masahiro tiene algo que enseñarte -dijo ella.

Estaba demasiado jovial, algo que despertó recelos en Sano.

– Veámoslo -dijo.

Masahiro los condujo a un ala desocupada de la mansión. De las vigas de una sala vacía que olía a polvo colgaban telarañas.

– Mira, papá -dijo el niño, señalando un cuchillo clavado en la pared-. He encontrado trampa.

Demostró cómo había activado el cuchillo dando un golpe en cierto punto del suelo con un palo. Uno de sus juegos favoritos era buscar las trampas que Yanagisawa había instalado por todo el complejo. El día en que Sano y Reiko se habían mudado, Masahiro había caído por una trampilla del almacén a un pozo diseñado para atrapar ladrones. Al principio se había llevado un susto, pero pronto le entró fascinación por las trampas. Le encantaba recorrer la mansión de puntillas, armado con un palo con el que golpeaba paredes y suelos. La verdad era que había encontrado más de una trampa que a los criados les había pasado por alto en sus registros. Vivir allí era una diversión para él.

– Está muy bien, Masahiro. -Sano dio gracias a los dioses en silencio porque el cuchillo le hubiera pasado por encima a su hijo. De haber sido tan alto como un adulto, lo habría matado-. Algún día serás un buen detective.

– Lo lleva en la sangre -observó Reiko.

A Sano se le henchía el corazón de orgullo y afecto hacia Masahiro. Daba la impresión de que su hijo se hacía mayor con cada día que pasaba. Sano albergaba sueños de que al crecer se convertiría en un honorable samurái, se labraría un nombre y tendría sus propios hijos. Se dirigió a Reiko en voz baja:

– No quiero aguarte la fiesta, pero será mejor que encargue a mis hombres realizar otra inspección de la casa mañana. -La seguridad de su precioso hijo era lo primero.

Él y Reiko siguieron al niño al jardín, donde los grillos cantaban en el oscuro paisaje de árboles, rocas, estanque y linternas de piedra. El pequeño se alejó correteando en pos de las luciérnagas que centelleaban por encima de la hierba. La fragancia de los jazmines aromaba el aire.

– Qué agradable y pacífico es esto, comparado con otros lugares del mundo. Somos muy afortunados de vivir aquí -musitó Reiko, antes de preguntarle-: ¿Cómo ha ido tu investigación?

Él le contó que había interrogado a la familia y los subordinados del jefe Ejima, y a otras personas que tuvieron contacto con él.

– Acabo de hablar con sus informadores. Como todos los demás, tuvieron la oportunidad de matarlo. Como todos los demás, niegan que lo hicieran. Y tengo motivos para creerlos.

– ¿Carecían de móvil o de medios?

– Las dos cosas. -Reiko se le antojaba demasiado interesada en un caso en el que ella no participaba-. Los informadores son funcionarios de poca monta que estaban descontentos y pretendían arruinara a sus superiores contándole historias sobre ellos a Ejima. Él estaba de su parte. También les pagaba con generosidad. Además, no me han parecido expertos en artes marciales. Son del tipo de samuráis que llevan las espadas como un adorno y nunca pelean.

– Ese capitán Nakai parece el culpable más plausible -comentó Reiko.

Sano asintió.

– Estoy esperando a oír los resultados del seguimiento del detective Tachibana. -Sacudió la cabeza-. Casi desearía poder poner a todos los sospechosos bajo vigilancia.

– Puedes poner a tu disposición tantos hombres como necesites -le recordó Reiko.

– No hay suficientes para hacer un buen trabajo. No hay suficientes que me parezcan de confianza y punto. -Sano estaba aprendiendo las limitaciones de su poder-. Además, es posible que a Ejima y el resto de las víctimas las matara alguien cuyo nombre todavía no ha salido a la superficie.

Masahiro corrió hacia el estanque. Reiko le advirtió:

– ¡No te caigas al agua!

– ¿Cómo ha ido tu investigación? -preguntó Sano.

Ella se tensó; su jovial animación se desvaneció.

– Bueno… He ido al escenario del crimen. Me temo que han surgido pequeños contratiempos. -Le contó a regañadientes cómo los habían asaltado unos bandidos.

Sano se dio cuenta de que había temido contárselo. Lo inquietó constatar que no había sido tan discreta en sus indagaciones como él hubiera querido.

– Lo siento -dijo Reiko, contrita-. Te ruego me perdones.

– No es culpa tuya -aseveró Sano con sinceridad-. Y me preocupa más tu seguridad que mi posición. Será mejor que no vuelvas al poblado hinin. Si lo haces, es posible que el jefe no se presente para rescatarte otra vez.

Reiko asintió.

– Creo que allí ya he descubierto todo lo que podía. -Vaciló, antes de confesar-: Después he ido al Teatro de los Cien Días del que fue propietario el padre de Yugao.

Mientras le describía lo que había averiguado, Sano se horrorizó aún más al descubrir que sus pesquisas habían crecido a lo ancho en geografía y a lo alto en el escalafón social. ¿Seguirían en secreto mucho más? Aun así, no podía criticarla por hacer lo mismo que habría hecho él en su lugar.

– Ahora que tienes sospechosos alternativos además de indicios contra Yugao -dijo-, ¿qué piensas hacer?

– He descubierto que el ex socio de su padre y sus dos ronin se encontraban en una timba de cartas la noche de los asesinatos. Eso puede exculparlos o no. No he podido encontrar a la amiga de Yugao. Pero antes de probar otra vez, voy a hacerle otra visita a Yugao. A lo mejor, cuando vea lo que he descubierto, accede a contarme la verdad.

A lo mejor eso ponía punto final a la investigación. Sano dijo:

– Espero que logres llevar al asesino ante la justicia, con independencia de quién sea.

Reiko sonrió, aliviada al ver que no estaba enfadado. -¿Qué hay de tu investigación?

– Voy a poner a prueba una nueva teoría. He estado examinando la vida de las víctimas en busca de sospechosos que pudieran conocer el dim-mak. Pero ¿y si las víctimas no conocían a su asesino? Podría haber sido un extraño al que se encontraron por la calle. En ese caso, su nombre no constaría en sus registros de citas.

Y podría tratarse de alguien muy alejado del castillo de Edo y el distrito administrativo.

– Será muy trabajoso reconstruir todos los movimientos que hicieron esos hombres e identificar a todo el mundo que los tuvo al alcance de la mano. Sin embargo, a menos que tengamos un golpe de suerte muy pronto, más nos vale poner manos a la obra. Y buscaré específicamente a hombres que conozcan el dim-mak.

Masahiro se acercó corriendo a Reiko y le tiró de la mano.

– Yo hambre. ¡Comer!

– ¿Cenarás con nosotros? -preguntó Reiko a Sano.

Este no se hallaba en condiciones de perder ese tiempo, pero hacía una eternidad que no comía con su familia.

– Sí, pero más tarde. Tengo algo que hacer en mi despacho.

Tenía que enterarse de lo sucedido en su ausencia y ocuparse de cualquier asunto urgente. También esperaba que Matsudaira lo llamara para pedir cuentas de los avances de su investigación. Su carga de trabajo se había centuplicado desde que empezara. El presente caso lo había rejuvenecido, pero empezaban a flaquearle las fuerzas.

Mientras los tres entraban en la mansión, Sano miró hacia atrás. Las estrellas del cielo negro centelleaban, tan luminosas como las luciérnagas, por encima de los tejados. La noche ocultaba a sus ojos el palacio de la cima de la colina. Todo estaba en calma, pero le pareció oír el eco de los tambores de guerra. El olor a pólvora se mezclaba con los aromas florales.

– Por lo menos no ha habido un nuevo asesinato -dijo.

Con el avance de la noche, la luna fue creciendo, blanca, redonda y luminosa. Los vigilantes nocturnos montaban guardia delante de los almacenes, mientras jinetes de caballería patrullaban las calles, que se vaciaban con rapidez. En las casas, una fuerte ráfaga de viento que recorrió la ciudad apagó las linternas de golpe. Los centinelas atrancaron las puertas de todos los barrios; el aullido de los perros callejeros resonaba en el silencio creciente. La ciudad dormitaba. La oscuridad se extendía por los montes y arrozales de las afueras.

Sin embargo, río arriba, el distrito del templo de Asakusa estaba encendido de luces. Coloridas linternas pendían de los aleros de los templos, los santuarios y los tejados de los puestos del mercado. Una gran muchedumbre se congregaba para celebrar el Sanja Matsuri, la festividad que honraba la fundación del templo hacía mil años. Un caudal de gente entraba en el pabellón principal a rezar por una buena cosecha, mientras fuera otros ejecutaban antiguas danzas sagradas. Los ancianos del distrito desfilaban a través del gentío bullicioso y borracho que abarrotaba el recinto. Otros impulsaban carros que transportaban enormes tambores y gongs, a los que golpeaban para producir un ensordecedor y retumbante sonido. Los sacerdotes encabezaban altares ambulantes, cada uno decorado con repicantes campanas de metal, ornamentos dorados y cordones de seda púrpura, y rematado por un fénix de oro. Cada santuario iba sobre unos recios travesaños de madera que cargaban a hombros unos cien jóvenes ataviados con taparrabos y cintas en la cabeza. Los costaleros cantaban con voces sonoras y roncas mientras avanzaban trabajosamente bajo el peso de su voluminosa carga. El tronco desnudo les brillaba de sudor. Una muchedumbre entusiasmada envolvía y seguía los altares móviles. Los mendigos deambulaban con sus cuencos en la mano, implorando a los ricos, conmovidos hasta la generosidad por el ambiente festivo.

Un solo mendigo entre aquella legión no hacía esfuerzo alguno por conseguir limosna. Su cuenco estaba vacío, su garganta callada. Ataviado con un quimono hecho jirones y un sombrero de mimbre que le ocultaba la cara, se desentendía de los festejantes. Sus pies, calzados en sandalias de paja deshilacliadas, trazaban un rumbo recto a través de la multitud, en pos de un grupo de samuráis que avanzaban diez pasos por delante.

El grupo hizo un alto ante el tenderete de un vendedor de vino. El mendigo se detuvo a cierta distancia. Su intensa mirada se centraba en el samurái del centro del grupo, un hombre corpulento de rostro rollizo ya colorado por el licor. Llevaba lujosas vestiduras de seda y espadas decoradas. Los demás iban vestidos con sencillez; sus ayudantes. Él y sus hombres compraron copas de vino, brindaron los unos por los otros, bebieron y prorrumpieron en carcajadas. Un estallido de ira se apoderó del mendigo mientras los contemplaba. El samurái, un alto funcionario del bakufu, era uno de los enemigos que habían pisoteado su honor por el fango. Su espíritu se soliviantó con el ansia abrasadora y sanguinaria de venganza que había inspirado su cruzada particular.

Los tambores retumbaban y los gongs restallaban a un ritmo cada vez más rápido y estruendoso. Dos altares coincidieron en un punto. Los portadores se arrancaron a gritar y aceleraron el paso y la cadencia de sus cánticos. Las estructuras se balancearon e inclinaron precariamente por encima de los espectadores que vitoreaban. Cargaron al frente en un duelo ritual. El funcionario y sus ayudantes se acercaron para presenciarlo. El mendigo los siguió, inadvertido por ellos, apenas otro hombre insignificante entre millares. La venganza sería suya esa noche si lograba acercarse lo suficiente para tocar a su adversario.

Mientras caminaba dejó caer su cuenco de limosnas. Respiró con alientos profundos, lentos y regulares. Su mente se calmó, como la superficie plana y sin ondas de un lago. Se desprendió de emociones y pensamientos. Sus fuerzas internas se alinearon, y entró en un trance que había aprendido a alcanzar mediante años de meditación y práctica. Su visión se amplió y estrechó a la vez. Vio el panorama entero, enorme y centelleante, del distrito del templo de Asakusa, con su enemigo moviéndose en el centro. Sus sentidos se aguzaron tanto que oyó el pulso de su presa por encima de los cánticos, el repicar de las campanas y el bullicio general.

El funcionario y sus ayudantes aflojaron el ritmo, obstaculizados por la multitud apiñada y forcejeante. Sin embargo, el mendigo la atravesaba como agua fluyendo entre rocas. La gente le echaba un vistazo y luego le abría paso, como si la repeliera un aura amenazadora que él emanase. Inclinó la espalda, adelantó los hombros y hundió el pecho en una postura ritual que extraía energía de su interior más profundo y primitivo. Notaba las extremidades relajadas y sueltas, pero las recorría un hormigueo de atención. La energía le palpitaba en la sangre. La luna y las estrellas parecieron frenar su recorrido por los cielos; el mundo pareció ponerse a sus órdenes. Fijó la vista en su enemigo y captó la distancia que los separaba mientras su energía interior irradiaba hacia fuera. Sus intenciones manipulaban la realidad. Personas se movían como si fueran títeres bajo su control, topando con el hombre al que perseguía. Lo separaron de sus ayudantes y lo arrastraron en su marea. El miró hacia atrás, a sus hombres, que intentaban en vano alcanzarlo, pero la multitud se lo impedía. El mendigo lo siguió sin dificultad.

Los altares se cernían sobre sus cabezas, entre los empujones, contorsiones y gritos de los porteadores. En ese momento el mendigo se situó exactamente detrás de su enemigo, a cuatro pasos de distancia. Como el vapor de un volcán, el poder subió por su columna vertebral. Su cuerpo era el vehículo de aquel poder dominado por su mente. La imagen de la espalda del enemigo creció hasta llenar su visión; el entorno se desvaneció. Su mirada penetró las prendas que llevaba su blanco. Vio piel desnuda y bajo ella la musculatura, el esqueleto, los órganos y vasos sanguíneos. Las vías nerviosas constituían una red resplandeciente y plateada que unía y animaba el conjunto. Formaban encrucijadas por todo el cuerpo. Su ojo tomó por blanco uno de esos nodos, situado entre dos vértebras de la columna de su enemigo. Aceleró el paso hasta tener a su presa al alcance del brazo. Inspiró tan hondo que las costillas cedieron. El poder espiritual y físico atronaba en su interior, acumulándose en una fuerza letal.

El tiempo se detuvo.

Su presa y todos salvo él mismo se quedaron inmóviles.

Los sonidos externos se desvanecieron en un silencio abrupto y sobrenatural.

Exhaló en el mismo momento en que el poder tomaba el control de su cuerpo. Su brazo salió disparado a tal velocidad que se hizo borroso, impulsando su puño, que se abrió un instante antes de llegar a su blanco.

La punta de su índice derecho tocó el nodo de la columna vertebral de su enemigo con una presión tan ligera como la de una pluma impulsada por la brisa. La energía explotó desde su interior. La fuerza de su liberación le alzó los pies del suelo por un momento. Su visión se resquebrajó en fragmentos de luz. El cuerpo se le estremeció con violencia y perdió el sentido mientras un embeleso parecido al climax sexual se apoderaba de él.

El mundo revivió. Los altares retomaron su duelo; los porteadores cantaban, los gongs resonaban, los tambores retumbaban y las campanas repicaban; la muchedumbre aplaudía y arremetía. El mendigo boqueó, agotado por el esfuerzo. Vio que su adversario se volvía hacia él.

El funcionario tenía una expresión de recelosa perplejidad: había presentido, si no notado, el contacto contra su espalda y la presencia del peligro. No le había causado dolor; ni siquiera se había estremecido. El mendigo dejó que la muchedumbre se interpusiera entre ellos y se lo llevara. Desde cierta distancia vio que el funcionario avistaba a sus ayudantes y se abría paso con ellos por la refriega. Parecía tan rubicundo, vigoroso y animado como siempre. Sin embargo, el mendigo visualizó cómo la energía de su ataque recorría las vías nerviosas y le perforaba una vena del cerebro. Tuvo la visión de la sangre que empezaba a filtrarse, el lento goteo de la fuerza vital. Se sentía eufórico de triunfo.

Su enemigo era un cadáver andante, otra víctima de su cruzada.

Capítulo 16

El amanecer encontró a Sano sentado ante su escritorio, leyendo documentos a la luz de una linterna que había ardido toda la noche. Mientras estampaba el sello con su firma en un papel, reparó en que los grillos habían dejado de cantar en el jardín y que los pájaros piaban. Oyó el parloteo y estrépito de los criados mientras su casa despertaba a la vida. Los detectives Marume y Fukida entraron en su despacho, seguidos por Hirata y los detectives Inoue y Arai.

– ¿Olvidasteis acostaros anoche? -preguntó Marume.

Sano bostezó, estiró sus músculos agarrotados y se frotó los ojos empañados.

– Tenía trabajo que poner al día.

Apenas había hecho una muesca en la correspondencia y los informes que habían llenado su despacho en su ausencia, aunque su principal asesor Kozawa hubiese resuelto muchos asuntos. Además, la noche anterior, tras escuchar los progresos de su investigación, Matsudaira le había ordenado que siguiera concediéndole máxima prioridad. Sano habría querido desdoblarse en dos, o que el día tuviera más horas.

Apareció Kozawa, y Sano le dio instrucciones que incluían aplazar todas sus reuniones. Dio permiso para partir a su ayudante con el encargo de ocuparse de los asuntos de poca importancia. Después explicó a Hirata y los detectives su plan para las indagaciones de la jornada.

– Nos centraremos en identificar a personas con las que las víctimas tuvieran contacto pero fueran desconocidas para ellas, y en encontrar a expertos en artes marciales que puedan conocer el dim-mak. -Repasó las notas de todos-. Hemos establecido que todas las víctimas pasaron tiempo fuera del castillo y el distrito administrativo durante los dos días previos a su muerte. Hirata-san, tú y tus hombres iréis a donde fueron y averiguaréis quién, además de sus amigos, familiares y asociados, se acercó lo bastante para tocarlos, si es que alguien lo hizo.

Tenía la angustiosa premonición de que el asesino golpearía de nuevo a menos que trabajaran rápido.

– Marume, Fukida y yo iremos a la caza de expertos en artes marciales. Conozco un buen sitio por donde empezar.

Sano y los detectives atravesaron a caballo las puertas de un vecindario situado en el extremo del distrito comercial de Nihonbashi. El centinela los saludó por su nombre. El distrito estaba poblado por fámilias de sangre samurái que habían perdido su condición por culpa de la guerra u otras desgracias, se habían mezclado con plebeyos y se habían pasado al comercio. Sano abrió la marcha por el familiar trayecto que cruzaba el puente de un canal jalonado de sauces. Siempre que pasaba por allí le parecía haber recorrido una gran distancia. Por la calle de tiendas modestas, casas y puestos de comida la gente le sonreía y hacía reverencias. Recibir esas muestras de respeto allí siempre le hacía sentir como un impostor. Varios de los mayores del lugar lo habían reñido de pequeño por hacer travesuras. Pasó por delante de niños que jugaban y reían. ¿De verdad habían pasado treinta años desde que él fuera uno de ellos?

Desmontó en una estrecha calle. Las vallas cerraban los patios de atrás de los negocios y las dependencias privadas de los propietarios. Se abrió una puerta por la que salieron dos mujeres cargadas con cestas. Una rondaba los cincuenta años, era canosa y llevaba un sencillo quimono gris; la otra era mayor y tenía el pelo blanco. Sano se les acercó mientras sus hombres esperaban. -Hola, madre -dijo.

La mujer del quimono gris alzó la vista hacia él, sorprendida. -¡Ichiro! -Una afectuosa sonrisa le animó el rostro arrugado. Sano saludó a la doncella y compañera de su madre, que llevaba trabajando para su familia desde antes de que naciera él: -Hola, Hana-san.

Acababan de salir de la casa en que Sano había crecido. Su padre se había convertido en ronin cuando el tercer sogún Tokugawa había confiscado las tierras de su señor, el caballero Kii, cuarenta años atrás y echado al clan de Sano y los demás vasallos para que se buscaran la vida por su cuenta. Antes de su muerte, hacía seis años, el padre de Sano había abordado a un contacto de la familia, reclamado un favor y obtenido para su hijo único un puesto de comandante de policía. Una extraordinaria concatenación de acontecimientos había conducido a Sano de allí a su presente situación.

– Me alegro de verte -dijo su madre-. Hace más de dos meses que no pasas por casa.

– Lo sé -reconoció Sano, sintiéndose culpable por haber desatendido su deber de hijo.

Al convertirse en sosakan-sama del sogún tras una breve temporada en el cuerpo de policía, se había mudado al castillo de Edo y se la había llevado consigo. Sin embargo, el cambio de aires la había alterado tanto que Sano se había visto obligado a trasladarla de vuelta a la casa donde había pasado casi toda su vida. Desde entonces vivía satisfecha allí, de la generosa pensión que él le hacía llegar.

– ¿Cómo están mi nieto y mi honorable nuera? -Su madre adoraba a Masahiro, pero Reiko la intimidaba y se mostraba tímida ante ella. Cuando Sano le aseguró que estaban bien, explicó-: Hana y yo íbamos de camino al mercado, pero podemos ir más tarde. Entra y come algo. -Gracias, pero no puedo quedarme.

Ella reparó en los hombres que esperaban a grupas de sus caballos calle abajo.

– Ah. Estás ocupado. No quiero entretenerte.

Se despidieron y Sano caminó hasta la esquina. Allí se alzaba la Academia de Artes Marciales Sano, que ocupaba un edificio de madera largo y bajo, con la cubierta de tejas marrones y ventanas con barrotes. Como muchos ronin, el padre de Sano se había quedado sin oficio ni beneficio, sólo con su habilidad en las artes marciales, había fundado la academia y había ganado a trancas y barrancas sustento para él y su familia. Durante la juventud de Sano, el local había carecido del prestigio suficiente para atraer a samuráis de los escalafones superiores. Sin embargo, en ese momento vio que entraba por la puerta un grupo de muchachos y jóvenes que llevaban los emblemas de los Tokugawa y los grandes clanes de daimios. Su nombre, su elevada posición y el hecho de que hubiera adquirido allí su afamada pericia en el combate habían consolidado la reputación de la escuela. Era ya uno de los lugares más solicitados para adiestrarse en Edo.

Sano entró en el local. Dentro de la sala de prácticas, los estudiantes vestidos con amplios pantalones y chaquetas de algodón se entrenaban unos con otros. Entre una cacofonía de entrechocar de espadas de madera, pisotones y gritos de batalla, los maestros gritaban sus instrucciones. El sensei, Aoki Koemon, se dirigió presuroso hacia Sano.

– Saludos -dijo con una sonrisa de bienvenida.

Era un samurái bajo, fornido y jovial, cercano a los treinta y seis años de Sano. Se habían criado juntos, y en su momento Koemon había sido aprendiz del padre de Sano, que le había dejado la escuela. Sano en ocasiones envidiaba a su amigo y compañero de juegos de la infancia la sencilla vida que hubiera sido suya de no haber sido por las ambiciones que su padre tuvo para él.

Koemon retiró de un armero de la pared dos espadas de madera.

– Hace una eternidad que no os presentáis para una sesión de práctica. ¿Venís a compensar el tiempo perdido?

– La verdad es que vengo buscando a alguien -dijo Sano.

La escuela era un centro de chismorreos del mundo de las artes marciales, y una fuente de noticias que con frecuencia había sondeado. Sin embargo, cuando Koemon le lanzó una espada, la agarró. Se colocaron frente a frente, con las espadas derechas. Hacía más de un mes que Sano no libraba un combate, y la sensación de empuñar la espada resultaba placentera.

– ¿De quién se trata? -preguntó Koemon mientras se movían en círculo y la clase proseguía a su lado.

– Un experto en artes marciales que sabe aplicar el toque de la muerte.

Koemon acometió trazando una rápida curva con su espada. Sano esquivó y evitó por los pelos un golpetazo en la cadera.

– Con el debido respeto, vuestros reflejos son más lentos de lo que eran -observó Koemon-. No conozco a nadie que practique el dim-mak.

Retomaron su andar en círculos.

– Bueno, pues existe. -Sano lanzó una serie de mandobles que Koemon detuvo con facilidad, mientras le explicaba los asesinatos-. Y está en Edo.

– Es asombroso -dijo Koemon, y atacó a Sano con una lluvia de golpes rápidos y feroces que lo acorralaron contra la pared.

Ya sin aliento por el esfuerzo, Sano contraatacó, ganó espacio para maniobrar y rodeó a Koemon con un movimiento rápido. Cuando volvieron a encararse le caían gotas de sudor por la frente. De repente la espada se le antojaba pesada en las manos, que le dolían allá donde sus callos se habían ablandado.

– ¿Has oído hablar de algún maestro de artes marciales recién llegado a la ciudad? -A lo mejor el asesino se contaba entre los ronin que vagaban por Japón, librando duelos, dando lecciones y reuniendo discípulos. Habían surgido legiones de ellos tras la batalla de Sekigahara, hacía casi un siglo, en la que el primer sogún Tokugawa Ieyasu, había derrotado a los señores de la guerra rivales cuyos ejércitos después se habían desbandado, pero su número había ido menguando con el paso de las décadas.

– No últimamente -contestó Koemon.

– Podría tratarse de alguien que haya estado aquí toda la vida. -Sano se inclinaba por esa teoría-. A lo mejor el asesino es un enemigo de las víctimas, o del caballero Matsudaira, que ha ocultado hasta ahora su conocimiento secreto del dim-mak. -Sano cargó y lanzó un tajo.

Koemon se apartó de un salto, pero la espada le rozó la manga.

– Bien, estáis entrando en calor -dijo. Una idea le alteró la expresión-. Acabo de recordar una cosa. ¿Conocéis al sacerdote Ozuno?

– El nombre no me suena -dijo Sano mientras lidiaban-. ¿Quién es?

– Un samurái de los de antes. Cuando perdió a su señor, tomó votos religiosos. Entró en el monasterio del templo de Enriaku, en el monte Hiei.

El monte Hiei era el pico sagrado cercano a la capital imperial. El templo de Enriaku había sido un poderoso bastión budista de monjes guerreros hasta hacía unos cien años, cuando su influencia política y poderío militar supuso una amenaza para el señor de la guerra Oda Nobunaga, que lo arrasó. Más adelante el templo había sido reconstruido, y las tradiciones no morían de la noche a la mañana.

– Los sacerdotes enseñaron a Ozuno sus antiguos secretos. -La espada de Koemon castigó a la de Sano-. Cuando bajó de la montaña, era un experto en las artes marciales místicas, muy solicitado como maestro.

– Esa historia la han usado infinidad de samuráis que intentan hinchar su reputación o atraer alumnos -replicó Sano-. Si es cierta en el caso de Ozuno, ¿por qué no se ha hecho famoso?

– Es un solitario y odia la publicidad. Y es muy selecto con quien decide adiestrar. Toma un solo discípulo cada vez y lo adiestra durante años. Hace que todos juren no revelar que han estudiado con él ni explicar las técnicas que les enseña.

Ese aura de secretismo cuadraba con lo que Sano sabía sobre el dim-mak y sus practicantes. Cansado de defenderse, se agachó para esquivar la espada de Koemon, que le pasó silbando por encima de la cabeza.

– ¿Dónde puedo encontrar a Ozuno?

– Cuando está en la ciudad, vive en un templo u otro -respondio Koemon-. Tiene amigos que le ofrecen un lugar donde alojarse. No sé si sigue enseñando. Debe de tener noventa años, pero todavía vagabundea por el país cuando le entra la comezón de recorrer mundo.

Mientras Sano reflexionaba sobre la prometedora pista, su atención se alejó de la pelea. La espada de Koemon lo alcanzó de lleno en el estómago. Sano se dobló por la mitad, encogido por el golpe y humillado por la abrupta derrota.

– Mis disculpas -dijo Koemon, arrepentido.

– No hacen falta -respondió Sano-. Ha sido una victoria justa.

Se hicieron sendas reverencias, dejaron las espadas en su sitio y echaron un trago de agua de una vasija de cerámica. Sano le dio las gracias por la información y el ejercicio.

– De nada -dijo Koemon-. Haré correr la voz de que buscáis a Ozuno y os haré llegar cualquier noticia que oiga.

Cuando Sano salió de la escuela, se encontró a sus detectives en un puesto de comidas, tomando té y fideos. Se unió a ellos y, mientras comía, les habló del misterioso sacerdote.

Marume, interesado pero escéptico, se atiborraba la boca de fidéos con sus palillos.

– Aunque el tipo siga en buena forma a los noventa años, no me parece que vaya a tener ninguna conexión con el jefe Ejima y los demás.

– O el caballero Matsudaira -añadió Fukida.

– A lo mejor uno de sus discípulos secretos sí. En cualquier caso, creo que valdrá la pena hablar con él. -Sano se acabó la comida y dejó a un lado el cuenco vacío-. Volveremos al castillo y organizaremos una búsqueda de Ozuno. Y a lo mejor llega alguna nueva de Hirata y el detective Tachibana.

Capítulo 17

Reiko daba vueltas por la habitación de la residencia de su padre donde había interrogado a Yugao dos días antes. Al llegar esa mañana le había pedido al magistrado Ueda que le dejara hablar con la acusada otra vez, y él había mandado unos hombres a la cárcel para recogerla. Era casi mediodía cuando se abrió la puerta. Dos guardias entraron a Yugao. Llevaba grilletes en las manos y la misma ropa sucia. Pareció sorprendida y molesta de encontrarse con Reiko.

– Vos otra vez -masculló-. ¿Qué queréis ahora?

Los guardias la arrodillaron por la fuerza ante la hija del magistrado y luego salieron, cerrando la puerta tras de sí.

– Quiero hablar un poco más -respondió Reiko.

Yugao sacudió la cabeza, obstinada.

– Ya he dicho todo lo que tengo que decir.

La noche en la cárcel de Edo no le había sentado bien. Tenía el cuello comido de picaduras de pulga y los ojos legañosos e hinchados. A Reiko le inspiró tanto animadversión como lástima.

– Tenemos nuevos asuntos que comentar.

Yugao levantó las manos para rascarse las picaduras de pulga y esperó en receloso silencio.

– Ayer hice una visita a tu casa.

Yugao parpadeó asombrada.

– ¿Fuisteis al poblado hinin? -Enderezó la espalda y miró a Reiko fijamente-. ¿Para qué?

– No quisiste contarme lo que pasó la noche en que tu familia fue asesinada -explicó Reiko-, de modo que tuve que descubrirlo por mi cuenta. Hablé con el jefe y con tus vecinos.

Yugao sacudió la cabeza, presa de una ostensible confusión. Se frotó las manos y juntó las rodillas de manera espasmódica. Reiko pensó que a lo mejor se había convencido de que su voluntad de ayudar era sincera. Tal vez Yugao empezaba a otorgarle el margen de confianza necesario para hablar.

– El jefe me contó por qué tu padre era hinin.

Un repentino arranque de ira afeó las facciones de Yugao.

– ¡Metisteis las narices en mis asuntos! Vosotros los samuráis hacéis lo que os viene en gana sin que os importe la intimidad de nadie. ¡Os odio a todos!

El estallido desilusionó a Reiko, porque la conversación no iba por donde ella quería. Sin embargo, continuó:

– Que un hombre cometa incesto con su hija es no sólo un crimen, sino también una traición al amor que ella le tiene. ¿Te lo hizo tu padre esa noche?

– No pienso hablar de mi padre -respondió Yugao con amarga indignación.

– Entonces hablemos de tu madre y tu hermana. ¿Ellas también te hicieron daño de alguna manera? -Una nueva teoría cobró forma en la cabeza de Reiko-. ¿Fueron crueles contigo porque te culpaban de tener que vivir como parias?

– Tampoco pienso hablar de ellas.

Mientras Reiko controlaba su exasperación, vio un posible motivo por el que Yugao se negaba a hablar. Quizá se avergonzaba tanto de su sórdida vida que prefería morir a revelarla. Quizá se culpaba y quería que la castigaran aunque no hubiera matado a su familia. Como la ley trataba a las personas como culpables de las transgresiones de sus parientes y asociados, era lógico que ellas creyeran que en realidad lo eran.

– Deberías recapacitar -le aconsejó-. Si apuñalaste a tu padre mientras él te violaba, es diferente de un asesinato. Si tu madre y tu hermana te agredieron porque te estabas protegiendo, tenías derecho a defenderte de ellas. Matar en defensa propia no es un delito. No te castigarán. El magistrado te pondrá en libertad.

Cualquier otro acusado de un crimen habría aprovechado sin vacilar esa explicación como una oportunidad de salvar la vida. Sin embargo, Yugao apartó la cara y dijo con voz fría y recalcitrante:

– Eso no es lo que pasó.

– Entonces cuéntame qué fue.

– Apuñalé a mi padre hasta matarlo. Luego apuñalé a mi madre y mi hermana. Los asesiné. No estoy obligada a decir por qué.

Reiko visualizó de nuevo la escena de los asesinatos. Vio a Yugao blandiendo el cuchillo, oyó los gritos, olió la sangre. Sin embargo, su imaginación sumada a la confesión de Yugao no equivalía necesariamente a la verdad.

– Escucha, Yugao -le dijo-. Mi padre forzó la ley al aplazar el veredicto en tu juicio. Me he ganado muchos quebraderos de cabeza por ayudarte. -Hasta se había arriesgado a poner a Sano en peligro-. Eso te obliga a contarme la verdad.

Un despreció burlón abrió los labios de la acusada.

– Nunca os pedí que me salvarais. Estoy dispuesta a aceptar mi castigo. Así que marchaos antes de que os escupa otra vez.

Reiko dio unas zancadas por la habitación para desahogar su impaciencia. Empezaba a apreciar los beneficios de la tortura. Un poco de cobre fundido vertido sobre Yugao desde luego habría mejorado sus modales además de romper su silencio.

– No pienso marcharme hasta que me convenzas de que eres culpable -le dijo mientras daba vueltas a su alrededor-. Y si de verdad es eso lo que quieres, tendrás que esforzarte más, sobre todo a la luz de lo demás que descubrí ayer.

– ¿Y ahora de qué parloteáis? -El tono de Yugao era insolente, pero Reiko detectó un matiz de miedo.

– Tú y tu familia no erais los únicos presentes en tu casa la noche de los asesinatos. El amigo de tu hermana Ihei ha reconocido que estuvo allí, durmiendo con ella en el cobertizo. El chico que estaba de guardia para los incendios lo vio alejarse corriendo tras los asesínatos.

Yugao soltó un bufido desdeñoso.

– Ihei es un torpe y un alfeñique. Si intentara apuñalar a alguien se cortaría.

– ¿Qué me dices del alcaide de la cárcel? -preguntó Reiko. Estuvo en tu casa la tarde antes. Él y tu padre se pelearon. Nadie puede llamarlo alfeñique a él.

– ¿Creéis de verdad que Ihei o el alcaide lo hicieron? -inquirió Yugao. Su mirada ardía de hostilidad-. ¿Los han arrestado? -Leyó la respuesta en la cara de su interlocutora y soltó una carcajada-. No tenéis nada contra ellos, sólo lo que acabáis de decir. Si vuestro padre nos sometiera a los tres a juicio, tendría que condenarme antes que a ellos. Me sorprendieron en la casa, con el cuchillo.

Nada en la experiencia de Reiko con el delito y los criminales la había preparado para entender a esa mujer tan decidida a morir por aquellos asesinatos. Probó una estrategia distinta.

– Hagamos un trato. Le diré a mi padre que eres culpable si me cuentas por qué mataste a tu familia.

En respuesta al estrambótico regateo, Yugao se limitó a reír de nuevo.

– Pensaba que ya lo teníais todo claro. Mi padre cometió incesto conmigo. Mi madre y mi hermana me atacaron.

– Eso es sólo una teoría. He empezado a dudar de que haya habido incesto alguna vez. En realidad, me pregunto si tu padre fue condenado injustamente a ser un paria.

Yugao frunció el entrecejo, recelosa de un truco.

– Fui al Teatro de los Cien Días y conocí a su antiguo socio. ¿Sabías que fue Mizutani quien denunció el supuesto incesto entre tú y tu padre? -Reiko esperó a que Yugao hablara, pero ella se mantuvo callada e impertérrita-. A lo mejor se lo inventó todo. A lo mejor contrató a alguien para que matara a tu padre. Así no podría regresar a la feria a reclamar su parte. Y al resto de tu familia la mató para no dejar testigos.

– No-dijo Yugao tajante.

– ¿No acusó en falso a tu padre? ¿Quieres decir que tu padre era culpable de incesto?

Yugao habló con odiosa vehemencia:

– Quiero decir que podéis coger vuestro trato y metéroslo por ese trasero tan fino. Ya estoy harta de vos. Por lo que a mí respecta, esta conversación ha acabado. -Unió las manos en el regazo, apretó la boca y clavó la mirada en la pared.

Desesperada, Reiko dio voz a la teoría que más sentido tenía para ella.

– ¿Estás cargando con las culpas por el bien de otro? ¿Intentas proteger a alguien?

Yugao permaneció tercamente muda. Reiko esperó. Pasó el tiempo. Cambió el ángulo y la intensidad del sol que entraba por la ventana; la gente iba y venía por los pasillos de fuera de la habitación. Sin embargo, Yugao parecía dispuesta a esperar hasta que ambas murieran de vejez y sus esqueletos se convirtieran en polvo. Al final Reiko suspiró.

– Tú ganas -dijo-. Pero voy a descubrir la verdad, te guste o no, sea sobre ti o sobre quien sea.

La expresión de Yugao desdeñó las palabras como un farol.

– ¿Puedo volver ya a la cárcel?

– Por el momento, mientras encuentro a tu vieja amiga Tama.

– ¿Tama? -farfulló Yugao con súbita aprensión. Cuando sus miradas se encontraron, ésta vio derretirse la pose desafiante de acusada.

– Sí, Tama. -Satisfecha de haber hallado un punto débil, Reiko explotó su ventaja-. Te acuerdas de ella, ¿no es así? ¿Qué crees que podrá contarme sobre ti?

La tez carcelaria de Yugao palideció más cuando replicó entre dientes:

– No os acerquéis a Tama.

– ¿Por qué?

– ¡Dejadla en paz y punto! -gritó Yugao.

– ¿Tienes miedo de lo que pueda decir?

– ¡Dejad de incordiarme! -Yugao se puso en pie con dificultades y cruzó a trompicones la habitación. Golpeó la puerta con sus manos encadenadas, mientras chillaba-: ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme! -Luego se puso a soltar gritos y maldiciones.

Se abrió la puerta. En el umbral apareció el magistrado Ueda, flanqueado por dos guardias. Tenía una expresión severa, reprobatoria.

– Condenadme a muerte -le suplicó Yugao-. ¡Haced que me deje en paz!

El magistrado se dirigió a los guardias:

– Vigiladla mientras hablo con mi hija.

Le indicó a Reiko con los ojos que lo siguiera. Fueron hasta un patio rodeado de almacenes, cuyas gruesas paredes enyesadas y tejados y puertas de hierro protegían de los incendios valiosos documentos. El sol desteñía los muros y el pavimento. Reiko oía gritar a Yugao dentro del edificio.

– ¿Hago bien en suponer que Yugao no se ha mostrado más propicia hoy que otras veces? -dijo su padre.

– Supones bien. -El fracaso descorazonaba a Reiko.

– ¿Has decidido si es culpable?

Ella repasó todos sus hallazgos y dijo:

– A veces la respuesta más obvia es la correcta. Creo que Yugao en efecto asesinó a su familia.

– Si tú lo crees, bastará con eso. Confío en tu juicio y confirma el mío. Además, hemos hecho un esfuerzo de buena fe por descubrir la verdad.

– Pero sigo sin entender por qué lo hizo.

– A lo mejor está perturbada.

Reiko sacudió la cabeza.

– Desde luego se comporta como si lo estuviera, pero me parece que está tan cuerda como cualquiera. Creo que tiene motivos lógicos para hacer lo que hace; ojalá pudiera descubrirlos.

– La ley no exige que se determine el móvil de un delito como condición previa a la condena de un acusado -le recordó el magistrado.

– Lo sé, pero es posible que me esté acercando al móvil de Yugao. Se alteró mucho cuando mencioné a su amiga Tama. Me interesa descubrir qué sabe Tama que Yugao no quiere que me cuente. Sospecho que tiene que ver con los asesinatos.

– ¿Todavía no has hablado con esa Tama? -Cuando Reiko le describió su búsqueda infructuosa de la amiga de Yugao, el magistrado arrugó el entrecejo-. No puedo aplazar más el veredicto. Tres personas han sido brutalmente asesinadas, y Yugao parece la culpable más allá de toda duda razonable. Mientras no la condene a muerte, estaré rehuyendo mi deber de administrar justicia y me haré merecedor de censuras justificadas. Además, no es justo que se haga una excepción con una criminal entre millares, sobre todo cuando lo agradece tan poco.

Reiko asintió; los argumentos de su padre eran irrebatibles. Sin embargo, la reconcomía la sensación de dejar cabos sueltos. Aunque hubiera reunido indicios convincentes contra Yugao, no quería cejar en sus indagaciones. Trató de explicarse.

– Creo que el motivo por el que Yugao mató a su familia es más importante incluso que el hecho de que sea la asesina. Si no descubrimos de qué se trata, la amenaza para la ley, el orden y el bien público será mayor que si la dejas en libertad.

– ¿En qué fundamentas esa opinión?

– En mi intuición.

El magistrado elevó los ojos al cielo. En su infancia, Reiko solía hacer afirmaciones que, según ella insistía, eran ciertas porque así lo dictaban sus sentimientos. Antes de que él pudiera aducir, como había hecho aquellas veces, que las emociones no eran hechos y que las mujeres eran criaturas veleidosas e irracionales, ella añadió:

– Mi intuición se ha demostrado acertada en el pasado.

– Hum. -Su padre se mostró renuente.

Durante la investigación de los asesinatos en el templo del Loto Negro, las sospechas infundadas de Reiko habían resultado ciertas.

– Creo que lo que sea que esté ocultando Yugao es demasiado peligroso para permitir que se lo lleve a la tumba -insistió-. Si lo hace, lo lamentaremos. Te ruego me concedas un poco más de tiempo para encontrar a Tama. Y que esperes por lo menos a que oiga lo que ella tiene que decir antes de condenar a Yugao.

El magistrado sonrió.

– Nunca he encontrado fácil decirte que no, hija. Bien, dispones de un día más para investigar. A esta hora de mañana, reabriré el juicio a Yugao. A menos que presentes pruebas que la exculpen, o justifiquen una prolongación de la investigación, la mandaré al campo ejecución. Es mi deber.

Un día no parecía tiempo suficiente para resolver aquel misterio en que la justicia y la vida de una joven mujer pendían de un hilo. Sin embargo, Reiko sabía que había presionado a su padre hasta hacerlo excederse en su autoridad y que Sano estaría más contrariado si cabe que cuando le había hablado por primera vez de la investigación.

– Gracias, padre -dijo-. Tendré las respuestas listas mañana.

Capítulo 18

El sol de la tarde caía sobre una cola de soldados, funcionarios y criados que atestaban el paseo delante del castillo y avanzaba hasta sus puertas. Los centinelas examinaban las credenciales de cada persona, que consistían en un pergamino con su nombre, cargo y el sello con la firma del sogún, antes de dejarla pasar. Cacheaban y registraban a todos los visitantes en busca de mensajes o explosivos ocultos. En la sala del guardia que remataba los enormes portales remachados de hierro, más centinelas, armados con arcabuces, supervisaban a través de los barrotes el tráfico de la calle. En los pasadizos cubiertos que coronaban los muros de piedra que rodeaban los edificios del castillo y serpenteaban ladera arriba hasta el palacio, otros guardias ojeaban la ciudad con sus catalejos. El caballero Matsudaira, espoleado por su miedo a un atentado, había aumentado las precauciones habituales de seguridad y convertido el castillo de Edo en el lugar más seguro de Japón.

Sano cabalgó con sus detectives hasta la cabeza de la cola. Los hombres que la conformaban le hicieron reverencias y le cedieron el puesto con educación. Oyó que alguien lo llamaba por su nombre y se volvió. Era Hirata, que galopaba hacia él, acompañado por Inoue y Arai. Sano indicó a sus hombres que esperaran. Hirata y los detectives se les unieron.

– Traemos noticias -dijo el recién llegado. A las puertas, los centinelas reconocieron a Sano y sus acompañantes y los dejaron pasar sin inspeccionar sus documentos. Pasaron por delante de los soldados que cacheaban a todo el mundo y abrían cofres y alforjas en la garita y cabalgaron colina arriba por los pasajes.

– Hemos reconstruido los movimientos de todas las víctimas salvo el ministro Moriwaki -explicó Hirata-. Su hábito de andar a solas lo ha hecho imposible. En cuanto al supervisor Ono, los vasallos que lo acompañaron fuera del castillo no vieron que nadie lo tocara ni a ningún desconocido que se comportara de forma sospechosa cerca de él.

– ¿Qué hay del comisario de carreteras Sasamura y el jefe Ejima? -preguntó Sano.

– Ahí hemos tenido suerte. Ejima fue a una tienda de incienso dos días antes de morir. Uno de sus guardaespaldas dice que un sacerdote que pasaba por ahí tropezó con Ejima y le hizo caer el paquete de incienso de las manos. Ejima se agachó para recogerlo. El sacerdote podría haberlo tocado en ese momento.

– ¿El guardaespaldas no se fijó?

– El trajín de la calle le impidió verlo.

– ¿Has conseguido una descripción del sacerdote? -preguntó Sano.

– Llevaba una túnica color azafrán, sombrero de mimbre y un cuenco para pedir limosna. -Hirata sacudió la cabeza con pesadumbre-. Igual que cualquier sacerdote de Japón. En un momento estaba allí y al siguiente había desaparecido.

– ¿Tuvo también el comisario un encontronazo con un sacerdote poco antes de su muerte?

– No, pero sí con otra persona, en el local de un prestamista. -Aunque los funcionarios del grado de Sasamura cobraban abultados estipendios, muchos los derrochaban en un estilo de vida lujoso y acababan endeudados con los mercaderes banqueros-. Un guardia apostado delante del establecimiento vio que un aguador deambulaba por las inmediaciones mientras Sasamura estaba dentro. Eso no hubiera tenido nada de raro, si no fuera porque el guardia reparó en que los cubos de agua estaban vacíos. Pensó que se trataba de un bandido disfrazado que pretendía atracar a quienes sacaran dinero prestado de local. Lo ahuyentó de la zona.

– A lo mejor el aguador y el sacerdote eran el asesino disfrazado, que acechaba a Ejima y Sasamura para matarlos -reflexionó Sano-. Y esos encuentros «casuales» fueron deliberados.

– Yo creo lo mismo -corroboró Hirata-.Por desgracia, el guardia ha sido incapaz de describir al aguador, salvo para decir que parecía como todos los demás.

– Me gustaría saber dónde estaba el capitán Nakai cuando Ejima fue a la tienda de incienso y Sasamura visitó al prestamista. Por cierto, tenemos una nueva línea potencial de investigación. -Y le habló a Hirata del sacerdote Ozuno.

Sonó un rápido ruido de cascos sobre el pavimento a sus espaldas. Una voz gritó:

– ¡Honorable chambelán!

Sano y su grupo se volvieron para ver acercarse dos hombres a caballo. Uno era un guardia del castillo, el otro un samurái adolescente, vestido con un recargado quimono de satén negro con estampado de ramas de sauce verde y olas plateadas, como si fuera a algún fasto. Los dos detuvieron sus monturas e hicieron reverencias a Sano. El guardia tomó la palabra:

– Disculpad la interrupción, pero éste es Daikichi, paje del coronel Ibe del Ejército. Trae un mensaje importante para vos.

El paje habló atropelladamente, casi sin aliento:

– Vengo con motivo de vuestra orden de informaros directamente de cualquier muerte repentina.

– ¿Se ha producido otra? -preguntó Sano, intercambiando una mirada de alarma con Hirata.

– Sí. -Al paje le tembló la voz, y sus nítidos y jóvenes ojos se humedecieron-. Mi señor acaba de morir.

Sano sintió una oleada de consternación.

– ¿Dónde?

– En Yoshiwara.

El famoso barrio del placer de Edo se encontraba en la periferia septentrional de la ciudad. Muchos hombres encaminados a Yoshiwara, único lugar de la capital donde era legal la prostitución, viajaban allí por trasbordador remontando el río Sumida, pero Sano, Hirata y los detectives tomaron el camino más rápido por tierra, a caballo. Más allá del dique de Japón, el largo paso elevado por el que cabalgaban, se extendían los arrozales inundados, verdes y lozanos. Por ellos andaban medio sumergidos los campesinos, arrancando malas hierbas y pescando anguilas con redes. Lirios y azucenas florecían en el canal Sanya, bordeado de sauces, donde las garzas se posaban en aguas crecidas por las lluvias de primavera. Las gaviotas planeaban y graznaban – en el límpido cielo turquesa. Sin embargo, Sano observó que la lucha política había contaminado hasta ese entorno bucólico.

Escuadrones de jinetes armados escoltaban a funcionarios samuráis. Los mercaderes que viajaban en palanquín iban protegidos por guardaespaldas ronin a sueldo. Al pasar por delante de los salones de té que jalonaban el acceso a las puertas de Yoshiwara, Sano vio deambulando entre ellos a soldados con el emblema de los Matsudaira, en busca de rebeldes fugitivos. Yoshiwara era un lugar de mucha elegancia, lujoso entretenimiento y sofisticación, pero Sano sabía que no estaba exento de violencia. Hacía dos inviernos había investigado un homicidio en la zona; seis años atrás había frustrado un intento de asesinato. Ahora era el escenario de otra muerte en circunstancias sospechosas.

Dejaron los caballos en un establo cercano al foso que rodeaba Yoshiwara y cruzaron el puente. Unos centinelas civiles los dejaron pasar por la puerta roja y con tejado abierta en el alto muro que impedía que las cortesanas salieran. Dentro, pasaron por delante de las casas de placer que bordeaban Nakanocho, la calle principal. De los salones de té abarrotados de hombres surgían estallidos de risas; la música de samisén flotaba en el aire. Los clientes paseaban y miraban alelados a las mujeres expuestas en los escaparates con barrotes de todos los burdeles salvo uno, el Mitsuba. Estaba situado en el extremo más alejado y menos prestigioso de la calle, y estaba especializado en clientes que buscaban mujeres de precio más asequible o entretenimientos más agitados que los ofrecidos en los mejores locales. Allí, según su paje, había muerto el coronel Ibe. Unas persianas de bambú tapaban las ventanas. Un vacío fúnebre amortajaba el edificio.

El detective Marume levantó la cortina de la entrada y llamó:

– ¡Hola! ¿Hay alguien?

Salió un samurái. Era un hombre canoso de rasgos finos y definidos, con un aire de dignidad puesto en entredicho por el rubor de sus mejillas, resultado de un exceso de bebida. Saludó a Sano con cortesía y dijo:

– Soy el teniente Oda, asesor principal del coronel Ibe. Debéis de haber recibido el mensaje que os envié.

– Sí -confirmó Sano-. Gracias por avisarme con tanta prontitud. -El y sus camaradas entraron en el vestíbulo, donde esperaba el vigilante. Se oían murmullos dentro del edificio-. ¿Dónde está el coronel Ibe?

– Os lo enseñaré.

El teniente los condujo por un pasillo. A la izquierda había dos habitaciones. En una había un grupo de samuráis; en la otra, un grupo de mujeres, vestidas con vistosos quimonos y maquilladas con carmín y polvo blanco de arroz, formaba corro con un puñado de hombres y mujeres mayores, seguramente el dueño y las criadas del burdel. Sano detectó resignación e impaciencia en algunas caras, temor en otras.

– He retenido a todo aquel que se encontraba en la casa cuando ha muerto el coronel Ibe y no he dejado entrar a nadie más -explicó el teniente Oda.

– Agradezco vuestra cooperación -dijo Sano. Oda descorrió una puerta del otro lado del pasillo. Sano entró en un salón. El suelo estaba cubierto de cojines, instrumentos musicales, decantadores de sake y vasos. Bandejas laqueadas contenían platos a medio comer que sugerían un banquete interrumpido. El coronel Ibe estaba de rodillas, con la parte superior del cuerpo caída sobre una bandeja. Sano, Hirata y sus detectives contemplaron el cuerpo. El coronel Ibe pasaba de los cincuenta años, como revelaba su moño veteado de gris. Sano lo había conocido unos meses atrás, en una reunión, pero en ese momento le resultó casi irreconocible. Tenía el cuello torcido de lado y los ojos abiertos pero vidriosos; en su cara de luna había una congelada expresión de sorpresa. Se le veía comida masticada en la boca abierta. Su cuerpo recio estaba desnudo a excepción de una bata a rayas rojas y doradas que llevaba ceñida a la cintura, con el torso a la vista.

– Menuda juerga. -El detective Marume recogió del suelo un taparrabos de hombre y el quimono interior blanco de una mujer. Había más ropa desperdigada.

– Lo que es una suerte para nosotros -dijo Sano, consciente de que Oda los escuchaba desde la puerta y satisfecho de que sus hombres no tuvieran que examinar el cadáver quebrantando la ley-. Aquí mismo tenemos la marca del dim-mak. Señaló la espalda del coronel. Se apreciaba un leve cardenal con forma de huella dactilar, entre dos vértebras. El teniente Oda se acercó y contempló desolado la contusión. -¿Entonces lo han matado del mismo modo que al jefe de la metsuke?

– Por desgracia, sí -respondió Sano.

– Luego es verdad. Existe alguien que posee el poder de matar con un simple roce. -Asombrado, el teniente echó un vistazo alrededor, como si temiera por su propia seguridad-. ¿Quién puede ser?

– Eso es lo que debo averiguar -dijo Sano. Después de cinco asesinatos, su misión era más urgente que nunca: otro hombre había muerto porque él no había atrapado al asesino. Hundido por la sensación de responsabilidad fallida, ocultó sus emociones tras una expresión impasible. El olor de la muerte se entremezclaba con el aroma del vino y la comida rancia. Sano sintió la presencia del mal, aunque el asesino se hallara muy lejos en el espacio y el tiempo. Fue a la puerta exterior y la abrió de par en par, para que entrara el aire fresco del jardín, y luego se volvió hacia Oda-. Necesito vuestra ayuda.

– Por supuesto. -Daba la impresión de que el impacto había devuelto la sobriedad de golpe al teniente; el rubor de sus mejillas había palidecido.

– Decidme quién ha tenido contacto con el coronel Ibe en estos últimos dos días.

– Sé de algunas personas, pero no todas… Yo no lo acompañaba a todas partes -dijo Oda-, pero sus guardaespaldas sí. Están en la habitación del otro lado del pasillo. ¿Los llamo?

Sano asintió y el teniente hizo pasar a dos jóvenes samuráis al salón. Recitaron una larga lista de parientes, colegas y subordinados que se habían cruzado con el coronel Ibe durante ese periodo. Cuando terminaron, Sano e Hirata sacudieron la cabeza: por lo que recordaban, ninguna de las personas mencionadas coincidía con las que habían tenido contacto con las anteriores víctimas.

Sano se dirigió a los guardaespaldas:

– ¿Perdisteis de vista en algún momento al coronel Ibe?

Los hombres se miraron, avergonzados de haber descuidado la vigilancia y de que ese descuido pudiera haber propiciado la muerte de su señor. Uno farfulló:

– Fue sólo un momento.

– Anoche, en el Sanja Matsuri -aclaró el otro-. Lo perdimos entre la multitud.

Sano les dio las gracias a ellos y al teniente Oda por su información, les autorizó a llevarse a casa el cuerpo de su señor y les dijo que permitieran que el burdel reabriera sus puertas. Él, Hirata y sus hombres avanzaron por la calle hacia la entrada del barrio.

– Ese festival convierte el templo de Asakusa en una olla de grillos -dijo Hirata-. Parece el sitio ideal para que el asesino haya acechado al coronel Ibe hasta asestarle el toque de la muerte.

– Sin que nadie se enterara -añadió Sano.

Hizo un alto ante la puerta, se volvió y miró calle abajo por Nakanocho. Vio a los guardaespaldas transportando el cadáver amortajado del coronel Ibe en una camilla. Mientras la gente se congregaba para curiosear, oyó el zumbido de las conversaciones emocionadas y vio que el gentío de la calle se agrupaba en corros, para comentar la noticia. Las cortesanas apretaban la cara contra los barrotes de sus escaparates y los juerguistas salían en tropel de los salones de té, ansiosos por enterarse del motivo de la conmoción.

– ¿Creéis que fue el capitán Nakai? -preguntó Hirata.

– Tenemos que descubrir dónde estuvo anoche. Y más nos vale regresar al castillo e informar de este último asesinato al caballero Matsudaira. -Sintió un repentino temor al imaginarse cómo reaccionaría el primo del sogún.

Capítulo 19

Aquel salón de té era el decimocuarto que visitaba Reiko desde que saliera del Tribunal de Justicia.

Ya había buscado a la antigua amiga de Yugao en los demás establecimientos cercanos al Teatro de los Cien Días, pero ninguno de los clientes, propietarios o criados conocía a Tama. Tras extender su búsqueda a los barrios colindantes, Reiko bajó de su palanquín delante de ese salón de té, ubicado en una calle de casas de vecindad sobre tiendas de verduras y fruta en conserva. Era casi idéntico a todos los que había visto. Una cortina colgaba de los aleros hasta media altura de la fachada abierta. Una camarera se recostaba, mirando al suelo y aburrida, contra un pilar al borde del suelo elevado de tablones. La sala que tenía detrás estaba vacía a excepción del propietario, un hombre de mediana edad acuclillado junto a su vasija de sake, sus jarras y vasos. La mujer avistó a los guardias de Reiko y se le iluminaron las facciones.

– Hola -saludó al teniente Asukai. Ya no era joven, pero tenía formas voluptuosas. Sus ojos refulgieron ante la perspectiva de compañía masculina y generosas propinas-. ¿Puedo serviros algo de beber a vos y vuestros amigos?

– Gracias -dijo Asukai-. Por cierto, mi señora tiene unas preguntas que hacer.

Curiosa pero desconfiada, la camarera miró a Reiko.

– Como deseéis.

El propietario sirvió sake y Reiko le dijo a la doncella:

– Busco a una mujer llamada Tama. Trabaja en un salón de té de por aquí. ¿La conoces?

– Oh, sí -respondió la camarera-. Antes trabajábamos juntas, aquí. Su padre era el dueño de este local. Reiko se animó.

– ¿Sabes dónde puedo encontrarla? La mujer sacudió la cabeza.

– Lo siento. Hace, a ver… dos años que no la veo. Ella y su familia se fueron del barrio. No sé dónde se mudaron. Su padre vendió el salón de té. -Le hizo una seña con la mano al propietario, que estaba sentado con los guardias de Reiko, dándoles educada conversación-. Oye, ¿qué fue de Tama?

Él sacudió la cabeza para indicar que no lo sabía. Decepcionada, Reiko siguió probando.

– ¿Conociste a una chica llamada Yugao? Era amiga de Tama.

– No… -La camarera recapacitó-. Ah, sí, había una chica que venía a veces de visita. -Sin embargo, cuando Reiko le preguntó por el carácter y la familia de Yugao, no supo darle ninguna información-. Y bien, ¿a qué tantas preguntas? ¿Tama ha hecho algo malo?

– No que yo sepa -dijo Reiko-, pero tengo que encontrarla. -Tama parecía su única oportunidad de revelar hechos que arrojasen luz sobre los asesinatos-. ¿Dónde vivía?

La camarera le dio las señas de una casa situada a cierta distancia, y luego dijo:

– A lo mejor puedo enterarme de qué ha sido de ella. Puedo preguntar por ahí, si lo deseáis. -Hizo tintinear el dinero que llevaba en a bolsita bajo la faja, insinuando que una propina nunca estaba más. Reiko le entregó una moneda de plata.

– Si encuentras a Tama, manda recado a la dama Reiko en el Tribunal de Justicia del magistrado Ueda, y te pagaré el doble.

Subió al palanquín y pidió a los porteadores que la llevaran a la casa donde había vivido Tama. El tiempo disponible hasta la hora límite de su padre volaba, y Reiko tenía la acuciante sensación de que debía descubrir la verdad sobre los crímenes antes de que ejecutaran a Yugao o habría terribles consecuencias.

Un pasillo tan oscuro y húmedo como un túnel subterráneo comunicaba las celdas de la cárcel de Edo. Por él avanzaba penosamente un carcelero con una torre de bandejas de madera con comida. Se paraba para deslizar una por el hueco debajo de cada puerta cerrada. Los cautivos celebraban la llegada del rancho con gritos escandalosos.

Dentro de una celda, ocho mujeres se abalanzaron sobre la comida como gatas hambrientas. Lucharon entre empujones, arañazos y chillidos por el arroz, las verduras en vinagre y el pescado seco. Yugao se las ingenió para agarrar una bola de arroz. Huyó a comer en un rincón de la celda, que sólo contaba con diez pasos de lado y la luz que entraba por un pequeño ventanuco con barrotes cerca del techo. El resto de mujeres se arrodillaron para engullir su comida. El pelo les colgaba desgreñado por encima de la cara; se chupaban los dedos y se los limpiaban con sus sayos de arpillera. Yugao mascó el arroz apelmazado y duro. Maldijo que unos pocos días en la cárcel la hubieran reducido, junto a las demás reclusas, a la condición de animales salvajes. Sin embargo, se recordó que ella había elegido ese destino. Formaba parte de su plan. Debía aguantar y aguantaría.

Cuando acabó de comer, estiró el brazo hacia la jarra de agua, pero Sachiko, una ladrona a la espera de juicio, se le adelantó. Era una adolescente fea y dura que se había criado en las calles de Edo y había vivido con una pandilla de hampones antes de su arresto. Bebió de la jarra y luego clavó una mirada beligerante en Yugao.

– ¿Qué pasa? -dijo-. ¿Tienes sed?

– Dámela. -Yugao trató de aferrar la jarra.

Sachiko la apartó fuera de su alcance y sonrió.

– Si lo pides por favor, a lo mejor te doy un poco.

El resto de las mujeres observaban expectantes. Todas le daban coba a Sachiko porque le tenían miedo. Yugao las despreciaba por su debilidad y odiaba a la matona. No pensaba doblar la cerviz ante ella.

– No me incordies -dijo con tono pausado y amenazante-. Soy una asesina. He matado a tres personas. Dame el agua o te mataré a ti también.

Un repentino temor borró la sonrisa arrogante de Sachiko. Yugao sabía que su crimen, el más grave de todos, le confería un estatus especial en la cárcel. Las otras la tenían por loca y, en consecuencia, peligrosa. Desde que la habían encerrado con ellas, Sachiko andaba buscando pelea, y si quería conservar su posición como cabecilla de esa celda no podía consentir que Yugao la intimidara.

– Te debes de creer mejor que las demás -dijo Sachiko-. He oído decir a los guardias que el magistrado aplazó tu sentencia y que te sacaron ayer porque quería hablar contigo otra vez. ¿Para qué? ¿Hizo que se la chuparas?

Hizo una pantomima de felación y rompió a reír; las otras mujeres la imitaron obedientes.

– No debiste de hacerlo lo bastante bien, o te hubiera soltado en vez de mandarte de vuelta.

Yugao ardía de rabia, pero sabía que Sachiko le tenía envidia, y con motivo. Ella, a diferencia de esas otras criaturas lamentables, tenía una oportunidad de evitar el castigo. Le bastaría con inventarse una historia de que algún otro había asesinado a su familia. Aquella mema de la dama Reiko la creería y le diría al magistrado que la soltase. Sin embargo, Yugao no pensaba rectificar su confesión y negociar por su vida. La tuvieran por culpable o no, ella quería que le atribuyeran el crimen. Era su regalo a la persona que más le importaba en el mundo. ¡Cómo los odiaba por intentar embaucarla para que hablase de más y lo traicionara! Los odiaba por retrasar su condena a muerte y prolongar su estancia en ese infierno. El rencor hacia ellos avivó su furia hacia Sachiko.

– Cierra tu bocaza -le espetó- o te la cerraré yo. Ahora dame el agua.

– Si tanto la quieres, toma -replicó Sachiko con desdén.

Le lanzó a Yugao el contenido de la jarra. El agua le salpicó la cara y le empapó la ropa. Sintió una cólera homicida. Se abalanzó sobre Sachiko y ambas cayeron al suelo. Yugao le propinó puñetazos y le lanzó arañazos a los ojos. Sachiko le daba golpes en la cabeza y le tiraba del pelo. Todas las presas gritaban:

– ¡Dale, Sachiko! ¡Enséñale quién manda!

Sachiko era más grande que Yugao y sabía pelear. No tardó en estar encima de su rival. Contra el suelo, Yugao se revolvió y lanzó golpes a ciegas, pero Sachiko le cerró las manos en torno a la garganta. Yugao tosió y jadeó mientras el apretón le iba cortando la respiración. Sin embargo, sintió un abrumador impulso de no morir allí, en una estúpida pelea carcelaria, sino mantenerse con vida y recibir su condena a muerte en el campo de ejecución. Encontró a tientas la pesada jarra de cerámica. La agarró y la estrelló contra la cara de Sachiko, que aulló y cayó hacia atrás con la nariz ensangrentada. Yugao se le echó encima y empezó a golpearla en la cabeza con la jarra.

– ¡Para! -gritó Sachiko, sollozando de dolor y terror-. ¡Ya basta! ¡Tú ganas!

Sin embargo, Yugao se sentía poseída por una desenfrenada violencia. Siguió golpeando a Sachiko sin piedad.

– ¡Quitádmela de encima! -chilló la ladrona.

En lugar de eso, las otras mujeres aporrearon la puerta y gritaron:

– ¡Socorro! ¡Socorro!

Arrastrada por su locura, Yugao apenas oyó cómo el carcelero abría la puerta y gritaba:

– ¡¿Qué pasa aquí?!

De repente la celda estaba llena de hombres. La apartaron bruscamente de Sachiko, mientras ella gritaba y se revolvía. La ladrona se quedó tendida gimiendo y las demás mujeres se acurrucaron en un rincón. Los guardias sacaron a rastras de la celda a Yugao.

– Te enseñaremos a comportarte -le espetó el carcelero.

Él y los guardias la pusieron a cuatro patas en el pasillo a base de empujones. Yugao se debatió, pero la tenían bien sujeta. Le subieron el sayo y un hombre se arrodilló detrás de ella, que dio una sacudida cuando notó su miembro erecto tanteándole entre las nalgas. El guardia la penetró de golpe. Ella cerró los ojos y apretó los dientes para aguantar la agonía. Uno tras otro, los hombres fueron violándola. Con las mejillas anegadas en lágrimas, Yugao se dijo que aquello no era nada comparado con la deshonra y los padecimientos que él había sufrido. Tenía que soportarlo por él, igual que, llegado el momento, moriría por él.

El remoto repicar de una campana se coló en su conciencia. Oyó que uno de los guardias exclamaba:

– ¡Es la alarma de incendios!

El hombre que la estaba violando se retiró y los demás la soltaron. Yugao se derrumbó en el suelo, boqueando. Los guardias salieron disparados por el pasillo. Desatrancaron y abrieron las puertas, gritando:

– ¡Fuego! ¡Todo el mundo fuera!

Entre gritos de miedo y emoción, los presos salieron en estampida de sus celdas y corrieron por el pasillo sorteando a Yugao. Ella olió el humo de algo que se quemaba por allí cerca. Un guardia le dio una patada en las costillas mientras seguía a los reclusos hacia el exterior de la cárcel.

– Levántate y corre si no quieres morir achicharrada -le dijo.

La ley ordenaba que se liberara a los presos cuando un incendio amenazaba la cárcel. Era un ejemplo de misericordia en un sistema legal por lo demás cruel. Yugao, asombrada, cayó en la cuenta de que todo acababa de cambiar. Antes pensaba que su muerte por ejecución era lo único que podía ofrecerle a él y que volverían a encontrarse en el paraíso que existía al otro lado de la muerte. Ahora el destino había intervenido.

Se puso en pie llena de júbilo. Trastabillando de dolor y haciendo caso omiso del reguero de sangre que le bajaba por las piernas, salió con el resto de los prisioneros a un patio donde el sol la deslumhró por un instante. Se estaban formando nubes de humo acre por encima de los tejados en un barrio contiguo a los muros de la cárcel, pero el aire era más fresco que en su celda. Yugao respiró con agradecimiento. Un torrente de prisioneros surgía del resto de alas de la prisión. Los guardias los dirigían a toda prisa hacia la puerta principal.

– ¡No olvidéis volver en cuanto apaguen el incendio! -advirtieron a gritos a la horda que se alejaba.

Cuando Yugao superó el puente sobre el canal, la ciudad se extendió ante ella, luminosa, bella y acogedora. ¡Qué milagroso golpe de suerte! Podía vivir, por él y con él. Ebria de libertad y esperanza, se adelantó corriendo a los otros prisioneros y desapareció en los callejones de los suburbios que rodeaban la cárcel de Edo sin mirar atrás.

Capítulo 20

– Os dije que un asesino rondaba los cargos recién nombrados -dijo el caballero Matsudaira cuando Sano informó de la muerte del coronel Ibe. Paseó una mirada de triunfo por el sogún y Yoritomo, sentados en la tarima por encima de él, y los dos ancianos que se hallaban de rodillas a un lado-. ¿Me creéis ahora?

– Sí. Teníais razón -reconoció Ihara. El descontento arrugaba sus rasgos simiescos.

Kato asintió con una renuencia que la máscara de su rostro no acertaba a disimular. Sano, sentado junto a Hirata en el suelo, cerca de la derecha del sogún, observó la mirada consternada que intercambiaron ambos ancianos: estaban preocupados porque el último asesinato daba más peso a la teoría de Matsudaira de que existía una conspiración contra su régimen.

El primo del sogún lanzó una mirada furibunda a Sano.

– Se suponía que debíais atrapar al asesino. -Sus ojos se desplazaron hacia los ancianos, insinuando que debería haberlos implicado en el complot-. En cambio, me decís que el asesino ha vuelto a golpear. ¿Cómo osáis fallarme después de que yo depositara mi confianza en vos?

– Mil perdones, mi señor. -Sano estaba abochornado, pero aceptó el reproche con el estoicismo propio de un samurái-. No hay excusa.

Los ancianos parecían complacidos por su deshonra y satisfechos de que fuera él, y no ellos, el blanco de las iras del caballero. Hirata y Yoritomo parecían preocupados.

– Lamento, aah, discrepar -dijo el sogún, rebelándose contra su primo como en otras ocasiones-. Sano-san ciertamente cuenta con una, aah, excusa legítima. Fue sólo, aah, anteayer cuando empezó a investigar los asesinatos. No deberías ser tan impaciente, primo.

Sano pensó en lo irónico que resultaba que el sogún, que siempre había esperado de él resultados inmediatos, lo defendiera en ese punto. Saltaba a la vista que lo soliviantaba el control que ejercía sobre él Matsudaira, y aprovechaba cualquier oportunidad de plantarle cara. A lo mejor Yoritomo lo había inducido a que abogara por Sano.

– Su excelencia tiene razón -dijo Matsudaira, disimulando el descontento y fingiendo contrición-. Disculpadme, chambelán Sano. Este último asesinato no es culpa vuestra. -Su torva mirada a los ancianos proclamaba dónde colocaba él la culpa-. Contadnos qué avances habéis realizado en la captura del asesino.

– He identificado a un sospechoso. El caballero se inclinó hacia delante.

– ¿Quién es?

Sano observó que Kato e Ihara se preparaban para una acusación contra su camarilla.

– El capitán Nakai.

La sorpresa afloró a los rostros de Matsudaira, los ancianos y Yoritomo. El sogún arrugó la frente como si tratara de recordar quién era el aludido.

– Pero el capitán Nakai… -empezó Ihara, y se calló. «Luchó en el bando del caballero Matsudaira en la guerra de las facciones. ¿Cómo puede ser él quien trata de socavar el nuevo régimen?» Las palabras no pronunciadas resonaron en la sala.

– ¿Por qué sospecháis del capitán Nakai? -preguntó el primo del sogún.

Sano explicó que Nakai había tenido contacto con el jefe Ejima y el ministro Moriwaki durante los días previos a sus muertes.

– Y está contrariado porque no lo han compensado por sus recientes méritos.

Matsudaira entrecerró los ojos y se acarició la barbilla mientras asimilaba lo que Sano estaba dando a entender. Los ancianos eran incapaces de ocultar del todo su alivio al ver que el incriminado era uno de los hombres de su rival, en lugar de ellos.

– Oigamos lo que tiene que decir el capitán en su defensa -dijo Matsudaira-. ¿Dónde está?

Sano hubiese preferido interrogar a Nakai en privado, pero su posición ya era lo bastante débil.

– Debería estar de servicio en el puesto de mando de la guardia del castillo.

– Traedlo -ordenó el caballero a un sirviente.

Al cabo de poco, el capitán Nakai entraba con paso firme en la sala de audiencias. Resplandecía de orgullo cuando se postró e hizo las reverencias de rigor.

– Excelencia; caballero Matsudaira; es un honor. -Sano intuyó que creía que iba a recibir, después de tanto tiempo, la recompensa que anhelaba. Pero al ver la expresión sombría del primo del sogún y reparar en Sano, el capitán se cargó de aprensión-. ¿Puedo preguntar por qué se me ha convocado?

– El coronel Ibe ha sido asesinado. ¿Has sido tú? -inquirió Matsudaira, saltándose las formalidades para ir directo al grano.

– ¿Qué? -El capitán se quedó boquiabierto de un asombro que a Sano le pareció genuino.

– ¿Mataste también al jefe de la metsuke Ejima, el ministro del Tesoro Moriwaki, el inspector de la corte Ono y el comisario de carreteras Sasamura? -preguntó el caballero.

– ¡No! -El capitán Nakai miró a Sano y su desconcierto dio paso al ultraje-. Os dije que era inocente. Juro que lo soy. -Una horrorizada comprensión le demudó las facciones-. Le habéis dicho a su excelencia y al caballero Matsudaira que soy culpable.

– ¿Y bien? -La intensa mirada del primo del sogún desafió a Sano-. ¿Es o no es el culpable?

– Sólo hay un modo de resolver la cuestión. Debo rogaros que esperéis un momento. -Y susurró al detective Marume-: Si el detective Tachibana está haciendo su trabajo, debería andar por aquí cerca. Ve a buscarlo y tráelo aquí.

Marume salió. Pasó un breve lapso de tiempo, durante el cual el caballero y los ancianos esperaron en malcarado silencio. Yoritomo le explicó con un murmullo al sogún lo que había pasado. El capitán Nakai miraba de uno a otro, como si buscara que lo rescatasen. Abrió la boca para hablar y luego se mordió el labio. Meneaba las manos y tensaba los músculos. Toda la fuerza física que había hecho de él un héroe en el campo de batalla no iba a servirle de nada allí. Su miedo a la ruina y la muerte impregnaba el aire como un hedor. Sano sintió que la tensión de la sala se acumulaba hasta un punto intolerable. En el último momento llegaron los detectives Marume y Tachibana.

– Lo más probable es que el asesino tocara al coronel Ibe ayer, en el festival del templo de Asakusa -explicó Sano, y se dirigió al capitán Nakai-: ¿Dónde estuvisteis anoche?

Algo parecido al alivio, combinado con el desafío, surcó la expresión de Nakai.

– En casa.

Sano se volvió hacia el detective Tachibana.

– ¿Es eso cierto?

– Sí, honorable chambelán -contestó su hombre, nervioso en presencia de sus superiores, pero seguro de su respuesta-. Pasó allí toda la noche. No se movió de su casa en ningún momento.

– Puse al capitán Nakai bajo vigilancia -explicó Sano a los presentes-. La declaración de mi detective confirma su coartada.

– ¿Hicisteis que un hombre me siguiera? -Nakai miró a Sano con indignación y asombro redoblados.

– Deberíais darle las gracias -observó Kato-. Os ha exculpado.

– Ciertamente. -Matsudaira lanzó a Sano una mirada especulativa y reprobatoria.

Yoritomo susurró al oído del sogún, que asintió y dijo:

– Capitán Nakai, aah, parece que no eres el asesino que buscamos. Regresa a tu puesto.

Estupefacto, el aludido no movió un músculo.

– ¿Eso es todo? -preguntó a Sano-. ¿Me acusáis delante de todos, arrastráis mi honor por el fango y luego se me despacha como si no hubiera pasado nada? -Tenía la cara roja de ira-. ¿Cómo se supone que debo mantener la cabeza alta en público?

Sano lamentaba haber dañado la reputación de un inocente, También tenía motivos para sentir que Nakai no fuera el asesino.

– Os ruego que aceptéis mis disculpas. Me encargaré de que todo el mundo sepa que vuestro honor está intacto y de que os compensen cualquier molestia que hayáis sufrido.

Nakai, ciego de ira, estalló contra el caballero Matsudaira:

– Después de todo lo que he hecho por vos, ¿consentís que me deshonren cuando deberíais recompensarme?

– Sugiero que obedezcáis la orden de su excelencia y salgáis antes de que vuestra lengua os meta en problemas -repuso el primo del sogún con frialdad.

El capitán se puso en pie, bufando de orgullo herido.

– Nunca habéis olvidado que tengo conexiones con el clan de vuestro enemigo. ¡Siempre me lo habéis echado en cara aunque no sea culpa mía! -Y salió de la sala hecho una furia.

Los reunidos esperaron un instante en silencio a que se despejara el ambiente emponzoñado. Sano sabía que se avecinaban más problemas. Detectó un temor similar al suyo en los rostros impasibles que lo rodeaban. Sólo el sogún estaba tranquilo en su ignorancia.

– Debo decir que no me sorprende que el capitán Nakai sea inocente -comentó Matsudaira. Tampoco parecía contrariado-. Nakai ha sido bendecido por la buena suerte. Otros no son tan afortunados. -Su mirada, preñada de acusación, atravesó a los dos ancianos.

Kato e Ihara intentaron disimular su desazón al ver las sospechas apuntadas de nuevo hacia su facción. El sogún le pidió con un codazo a Yoritomo una explicación de lo que acababa de suceder, pero los ojos luminosos y asustados del muchacho estaban fijos en Sano.

– Vos también tenéis un problema, honorable chambelán -prosiguió el caballero Matsudaira con el mismo tono amenazante-. Ahora que vuestro principal sospechoso ha quedado libre de culpa, la investigación se encuentra de vuelta donde empezó: sin ninguna idea de quién es el asesino.

Aunque el revés lo angustiaba, Sano no podía permitirse que Matsudaira creyera que la situación era tan aciaga como parecía.

– Hay varias líneas de investigación más -empezó.

El caballero lo atajó con un gesto de impaciencia.

– No me hagáis perder el tiempo hasta que se demuestren más válidas que lo que habéis descubierto hasta ahora. -Miró a los dos ancianos y luego a Sano, con un claro sentido: más valía que cualquier nueva vía que explorase apuntara a sus enemigos-. Si el asesino golpea de nuevo, habrá algunos cambios en el escalafón superior del régimen. ¿No os parece que la isla de Hachijo tiene sitio para más de un chambelán exiliado?

– Sí, mi señor. -Sano mantuvo la serenidad de tono y expresión. Por alto que hubiera llegado en el bakufu, nada había cambiado en realidad; su rango no lo eximía del Camino del Guerrero. Aún debía aceptar los abusos, por inmerecidos que fueran. Un cruel regodeo centelleó en los ojos de Matsudaira al percibir la lucha interior de Sano.

– Pero no temáis que la isla de Hachijo sea un lugar solitario. Tendréis compañía de sobra. -Atravesó con la mirada a Hirata, que dio un respingo involuntario-. Donde va el señor, va el vasallo.

La cara de Hirata adquirió la expresión del ciervo que ha visto apuntar al cazador una flecha directa hacia él. Matsudaira se volvió hacia el sogún.

– Creo que podemos levantar esta sesión, honorable primo.

El sogún asintió, demasiado confuso para objetar. Mientras él, sus hombres y los ancianos se levantaban y hacían una reverencia, Sano sintió la perdición en el aire como una tormenta en ciernes. El caballero Matsudaira dijo:

– Confío en que mañana sea un día más satisfactorio.

Fuera del palacio, Sano cruzó los jardines con Hirata. El ocaso pintaba una triste franja carmesí en el cielo por encima de las colinas de poniente; nubes como un muro de humo ocultaban la luna y las estrellas. Crecían las sombras y los insectos chirriaban bajo unos árboles que condensaban la noche en su follaje. En las linternas de piedra ardían las llamas; las antorchas de las patrullas de guardias destellaban en el paisaje oscurecido.

– Lamento no haber sido capaz de identificar al asesino -dijo Hirata, que parecía dispuesto a asumir toda la culpa.

– Yo lamento haberte metido en esta investigación. -Si le causaba a Hirata más perjuicios de los que ya había padecido, Sano nunca se lo perdonaría-. Pero no desesperemos todavía. Tenemos suerte de que el caballero Matsudaira nos haya concedido otra oportunidad. Es posible que las otras pistas nos conduzcan al asesino. Y el último crimen tal vez nos proporcione nuevos indicios.

– ¿Cuáles son vuestras órdenes para mañana? -preguntó Hirata.

Sano deseó una vez más poder excusar a su vasallo. Sin embargo, tanto el destino de Hirata como el suyo dependían del resultado, y no podía negarle la oportunidad de salvar su honor y su posición.

– Localiza al sacerdote que chocó con el jefe Ejima y al aguador que merodeaba cerca del comisario de carreteras Sasamura.

Hirata asintió, aceptando sin inmutarse la agotadora tarea de perseguir testigos por toda la ciudad.

– También me enteraré de si alguien vio al asesino acechando al coronel Ibe.

– Un incidente cualquiera podría proporcionar el empujón crítico que necesitamos -dijo Sano, si bien con más esperanza de la que sentía. Indicó a los detectives Marume y Fukida que se unieran a ellos-. En cuanto lleguemos a casa, organizad una búsqueda del sacerdote Ozuno. Tomad prestadas tropas del Ejército. Quiero todos los templos registrados. Si lo encontráis, retenedlo en algún sitio del que no pueda escapar y notificádnoslo a mí o a Hirata-san de inmediato.

Cruzaron la puerta que daba a los terrenos del palacio. Después de desearse las buenas noches, Hirata enfiló con Arai e Inoue el pasaje que llevaba al barrio administrativo. Sano se dirigió con Marume y Fukida a su complejo. Allí debía cribar la información sobre los contactos de las víctimas, buscar nuevos sospechosos y confiar en que tuvieran relaciones con los enemigos de Matsudaira. La sola idea lo agotaba. Probablemente se pasaría la noche en vela otra vez.

Cuando llegó a la mansión, se encontró el camino vacío salvo por sus guardias, que holgazaneaban ante la puerta. La visión era tan extraordinaria que él, Marume y Fukida se pararon en seco. Aunque Sano había cancelado todas sus citas, todavía era lo bastante temprano para que hubiera funcionarios prestos a enredarlo en cuanto apareciera. Dentro del patio, sus pasos resonaron en el fantasmagórico silencio.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó Fukida.

– Es una buena pregunta. -Sano tuvo la inquietante sensación de que algo andaba mal. Se encontraron a su asesor rondando por la entrada a la residencia, y Sano le preguntó-: ¿Qué sucede?

– No lo sé. -Kozawa parecía tan desconcertado como ellos.

– ¿Ha sido así todo el día?

– No, honorable chambelán. A primera hora de la mañana había el gentío de costumbre. Pero hacia mediodía ha empezado a decaer. No ha habido visitas desde entrada la tarde… hasta ahora mismo.

El instinto agudizó el desasosiego de Sano.

– ¿Quién es?

– El comisario de policía Hoshina. El y dos de sus comandantes esperan en la antesala.

Sano vio cómo un día malo de repente giraba a peor.

– ¿Queréis que lo eche? -se ofreció Marume.

Aunque estaba tentado, Sano recordó la advertencia de Hirata. Le convenía enterarse de qué nueva jugarreta tramaba Hoshina contra él.

– No -dijo, y se dirigió a Kozawa-. Veré al comisario en mi despacho.

Sus detectives lo escoltaron hasta allí. Les ordenó que no perdieran de vista a los hombres de Hoshina y se sentó ante su escritorio, respirando hondo y tratando de sacudirse la tensión de su encuentro con Matsudaira. Al poco Kozawa abrió la puerta, y entró Hoshina.

– Saludos, honorable chambelán -dijo con una sonrisita insolente. Se había quitado las espadas, como mandaba la norma para los visitantes, pero aun así se movía con orgullo fanfarrón.

– Bienvenido. -Sano adoptó un tono lacónico para indicar que la visita sería corta-. ¿Qué os trae por aquí?

Hoshina le dedicó una superficial reverencia. Al arrodillarse ante Sano, paseó la mirada por la habitación. Una amarga nostalgia le tiñó la expresión y Sano supo que recordaba los tiempos en que había sido amante y vasallo mayor de su anterior ocupante.

– Bah, se me ha ocurrido pasarme a ver qué tal os iba todo.

– No creo que hayáis venido por el placer de una charla intrascendente -repuso Sano.

Hoshina se sonrió e hizo caso omiso de la invitación de Sano a que declarara el motivo de su visita.

– Qué tranquilo está todo. ¿No es asombroso que cuatro palabras dejadas caer en una charla informal puedan tener un efecto tan drástico?

Sano sintió un vuelco en el estómago al percibir una conexión entre su oficina desierta y Hoshina.

– ¿De qué estáis hablando? -Hoy he topado por casualidad con varios conocidos mutuos. -Hoshina arrastraba las palabras, recreándose, disfrutando de la turbación de Sano-. Les he mencionado que os está costando resolver este caso, y que la muerte del coronel Ibe no ha ayudado. Les ha interesado descubrir que el caballero Matsudaira está sumamente insatisfecho con vos y que eso ha puesto en peligro la consideración en que os tiene. -Hoshina sacudió la cabeza con falsa compasión; los ojos le centelleaban de malicia-. Las ratas siempre abandonan el barco que se hunde.

Sano se dio cuenta de lo sucedido. Hoshina, que tenía espías por todas partes, había estado siguiendo su investigación, advirtiendo a la gente que era probable que no lograra resolver el caso y que más le valía limitar su contacto con él o compartirían su castigo. Si la estratagema de Hoshina daba resultado, Sano perdería su influencia ante los altos funcionarios Tokugawa y los señores feudales. Su miedo a quedar aislado y perder el control del gobierno y la nación asumió una nueva y angustiosa realidad. Debería haber previsto que su enemigo lo atacaría con malas artes cuando más vulnerable era. Lanzó una mirada furibunda a Hoshina, que esperaba sonriente su reacción.

– No puedo decir que me sorprendan vuestras noticias -dijo con disciplinada calma-. Vuestro comportamiento en el pasado ha demostrado que nunca dejaréis de intentar destruirme, por mucho que me esfuerce en hacer las paces entre nosotros. Lo que sí me sorprende es el método que habéis elegido esta vez.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Hoshina, orgulloso de su ingenio.

– Interferir en mis asuntos saboteará el funcionamiento del nuevo régimen del caballero Matsudaira. Vuestro juego podría ser más peligroso para vos que para mí. Y hablarme de él me concede la ocasión de contraatacar.

Hoshina rió.

– Correré el riesgo. -Sano supuso que tenía tanta confianza en sí mismo que se había arriesgado a ponerlo sobre aviso sólo para ver su reacción. Hoshina no era el hombre más listo del bakufu, pero desde luego se contaba entre los más temerarios, y preferiría morir antes que renunciar a la esperanza de llegar a lo más alto por cualquier medio. Se levantó y empezó a pasearse por la habitación-. Siempre me ha gustado este despacho -dijo mientras apreciaba sus generosas proporciones, su alto techo artesonado, las paredes cubiertas de libros y mapas, las elaboradas lámparas de metal-. Cuando lo desalojéis, el sogún necesitará un nuevo chambelán. Y yo estaré preparado. -Miró a Sano con regodeo-. Debería mencionar que muchos funcionarios y daimios han prometido apoyarme ante el caballero Matsudaira a cambio de favores cuando vuestro puesto sea mío.

Sano notó que el comisario tenía otros motivos, más personales que la mera ambición, para organizar ese golpe contra él. Desparecido Yanagisawa, Hoshina necesitaba un objetivo para su ira contra el que fuera su amante. Atacando a Sano y ganando el puesto que había pertenecido a Yanagisawa, podía satisfacer su sed de venganza.

– Ahora que os habéis explayado, escuchadme un momento -dijo Sano-. Si creéis que saldréis victorioso en vuestro empeño, cometéis un triste error. -Lo satisfizo ver que la expresión de su adversario vacilaba-. En cuanto a este despacho, podéis iros olvidando de heredarlo en el futuro inmediato.

Miró con intención hacia la puerta. Hoshina captó la indirecta, pero antes de marcharse:

– Disfrutadlo ahora que todavía es vuestro. -E hizo una reverencia con exagerada cortesía. Una chispa de astucia alumbró sus ojos-. Ah, por cierto, me ha llegado una noticia interesante. Sobre la dama Reiko.

– ¿Mi mujer? -Sano sintió una punzada de sorpresa.

– La misma. Ha sido vista por el poblado hinin y el distrito del ocio de Riogoku Hirokoji. Mis fuentes en el tribunal cuentan que está investigando a una paria acusada de asesinato. Dicen que anda rebuscando indicios para absolverla, aunque resulta obvio que es culpable. La dama Reiko no sólo está interfiriendo con la justicia, sino que además lo está haciendo por orden vuestra porque creéis que la ley debería ser más blanda con los criminales.

Sano a duras penas logró disimular su consternación. ¡Que las andanzas de Reiko hubieran llegado a oídos de su enemigo! Sin embargo, habló con tono contenido:

– Deberías tener cuidado al elegir vuestras fuentes. No creáis todo lo que oís.

Con una mirada, Hoshina se mofó de sus palabras.

– El humo es un indicio cierto del fuego, como han dicho mis nuevos amigos al mencionarles las dudosas actividades de la dama Reiko. También se han mostrado de acuerdo en que un chambelán que adultera la ley a su antojo y manda a su mujer a hacerle el trabajo sucio no se merece su puesto. Eso los ha convencido de cortar sus relaciones con vos. -Y antes de que Sano diera con una respuesta, añadió-: La dama Reiko me ha hecho un favor. Os ruego que le transmitáis mi agradecimiento… y mis mejores deseos para vuestro hijo.

Y abandonó el despacho soltando una carcajada sardónica.

Capítulo 21

Sano se quedó inmóvil hasta que oyó a Hoshina hablar con sus hombres y a Kozawa, que los acompañaba a la salida. Luego apoyó los codos en el escritorio y se cogió la cabeza entre las manos. Se diría que nada podía empeorar más.

Una puerta camuflada por un mural pintado se abrió deslizándose con un sonido leve y furtivo. Sano alzó la vista y vio a Reiko plantada en el pasadizo que conducía a sus dependencias privadas. Con expresión solemne, se acercó a su marido con paso cauto.

– He oído al comisario Hoshina. -Al llegar ante Sano, juntó las manos en gesto de penitencia-. Lamento haberte causado tantos problemas.

Sano no podía evitar arrepentirse de haberle consentido ir al poblado hinin, pero no podía culparla por haber hecho el caldo gordo a Hoshina sin querer. Parecía tan hundida que no tenía coraje para enfadarse con ella. Además, él le había dado pleno consentimiento para su investigación.

– No importa. -Se puso en pie y le cogió las manos-. No es culpa tuya.

– Pero me avisaste de que lo que hiciera podía dejarte en mal lugar -objetó Reiko, todavía alterada-. Yo no te creí, y debería haberlo hecho. Ojalá nunca hubiera oído hablar de Yugao.

Lo mismo pensaba Sano, pero dijo:

– Tu comportamiento ha sido sólo un factor más en mis problemas. Sin ti, Hoshina habría encontrado otra arma que usar contra mí.

– Ha mencionado a Masahiro. Sonaba como una amenaza. ¿De verdad haría daño a nuestro hijo? -Reiko era la viva imagen del miedo.

– No mientras yo viva -la tranquilizó Sano.

No le dijo lo que podía pasar si lo desterraban. La familia de un samurái derrotado se consideraba un peligro para el vencedor. Reiko probablemente sobreviviría porque Hoshina no vería como un peligro a una mujer; pero un hijo podía crecer para vengar las injusticias cometidas contra su padre. Hoshina jamás dejaría que Masahiro viviera tanto. Aun así, la muerte no era el único destino que Sano temía para Masahiro. Los hombres poderosos utilizaban y maltrataban, sexualmente y de otras maneras, a los niños sin protector. El hijo de Yanagisawa, Yoritomo, había tenido suerte al convertirse en propiedad exclusiva del sogún tras la pérdida de su padre. Sano no soportaba pensar, y mucho menos contarle a Reiko, los padecimientos que Hoshina causaría a Masahiro. Sólo podía hacer cuanto estuviera en su mano por salir vencedor y confiar en que ella no proporcionara a Hoshina más munición.

– ¿Cómo ha ido hoy tu investigación? -preguntó-. ¿Está casi terminada?

Reiko oyó en la voz de Sano la esperanza de que su investigación terminase antes de poder causar más daños. Sabía que su marido temía por la seguridad de ella, Masahiro, sus familias, sus amigos y los vasallos que dependían de ellos. Todos sufrirían si Sano era exiliado, al igual que los ciudadanos de Japón, si el egoísta, corrupto y temerario Hoshina se convertía en el brazo derecho del sogún. Reiko seguía horrorizada por las consecuencias de su afán por descubrir la verdad y servir a la justicia, y estaba ansiosa por tranquilizar a Sano.

– He descubierto lo suficiente para convencerme de que Yugao es culpable -explicó-. Mi padre la declarará culpable y la condenará mañana. No tengo previsto indagar más por la ciudad.

– Me alegro de oírlo -dijo Sano.

Parecía tan aliviado que Reiko no pudo decirle que opinaba que descubrir el móvil de Yugao era lo bastante importante para justificar la prolongación de sus pesquisas. El no confiaría en su intuición, no en un momento como ése. Y no estaba segura de que dejar sin resolver los secretos de Yugao fuera mayor peligro que el que suponía Hoshina. En adelante tenía que erigirse en un modelo impecable de comportamiento. Si quería descubrir la verdad sobre Yugao, debía esperar a que los problemas de Sano amainasen.

– Bueno -dijo su marido, soltándole las manos-, he de volver al trabajo.

Un bostezo involuntario le abrió tanto la boca que le crujió la mandíbula. Reiko observó con inquietud que tenía los ojos vidriosos de cansancio.

– Ven a descansar un poco primero.

– No tengo tiempo. Además de empezar de cero mi investigación, tengo que idear un modo de desbaratar el complot de Hoshina.

– Pero anoche no dormiste nada. Tienes que conservar las fuerzas. Por lo menos echa una cabezadita -le instó Reiko-. Después podrás pensar más claro.

Sano, vaciló antes de responder:

– A lo mejor tienes razón.

Luego permitió que lo llevara al dormitorio.

Sano abrió los ojos de golpe al despertar de un profundo sueño a una conciencia instantánea. Yacía de lado en la cama. La habitación estaba a oscuras salvo por el leve resplandor de la luna a través de la ventana. En el silencio de la casa oyó el canto de los grillos y el croar de las ranas en el jardín. Apenas distinguía a Reiko durmiendo bajo la colcha a su lado. Su respiración rítmica y pausada siseaba quedamente. Se dio cuenta de que su cabezadita había durado mucho más de lo previsto. La casa entera se había acostado; debía de ser cerca de medianoche. Sin embargo, en pleno abatimiento por las horas perdidas para el trabajo, un extraño hormigueo lo dejó helado. Sus instintos samuráis emitían una advertencia.

Había alguien en la habitación.

Se quedó completamente inmóvil, fingiendo dormir, temeroso de moverse. Detectó un leve olor humano desconocido y oyó un aliento que no procedía de él o su esposa. Notó en la piel unas corrientes de aire apenas perceptibles. Se arremolinaban en torno a una forma sólida que acechaba a su espalda. De ella emanaba un calor viviente. Visualizó a un hombre inclinado sobre él. Y supo que el intruso tenía malas intenciones.

Esos pensamientos y sensaciones ocuparon un mero instante. En un solo movimiento veloz, se volvió, agarró la espada que guardaba al lado de la cama y lanzó un mandoble. El intruso se apartó de un salto justo a tiempo de evitar el filo. Sano oyó un golpetazo cuando el desconocido cayó al suelo, y luego un frenético arrastrarse a través del dormitorio. Reiko se incorporó de súbito a su lado.

– ¿Qué es ese ruido? -exclamó.

Sano ya salía disparado de la cama, con la espada en alto y el camisón enredándosele en las piernas.

– ¡Hay un intruso! -gritó-. ¡Llama a los guardias!

Sano bloqueó la puerta. El intruso cargó contra el panel corredero que formaba una pared de la habitación. Lo atravesó limpiamente, rasgando el papel y astillando la celosía. Salió dando tumbos al pasillo. Sano oyó que Reiko pedía ayuda a voces mientras saltaba por el agujero irregular perforado por el intruso. Habían dejado abiertas las puertas exteriores del otro lado del pasillo para que entrara aire fresco. Sano salió precipitadamente a la galería que daba al jardín. La oscuridad era tan densa bajo sus muchos árboles que no distinguió nada. Sin embargo, oyó un crujido de pasos veloces en los senderos de grava y un roce entre los arbustos.

Dos guardias con linternas aparecieron a su lado. Señaló en la dirección del sonido.

– ¡Por ahí!

Los guardias se abalanzaron por los escalones con Sano pegado a sus talones. Barrieron el jardín con sus linternas. Más allá de las rocas y los arriates de flores, Sano divisó un movimiento en la oscuridad próxima a un ala lejana de la mansión.

– ¡Allí!

Él y sus hombres salieron corriendo, pero perdieron de vista al intruso. Entonces Sano oyó un rumor que ascendía por encima del nivel del suelo. Alzó la vista sin dejar de correr y vio formarse un bulto oscuro sobre el alero inclinado del edificio.

– ¡Está en el tejado! -gritó.

El bulto se convirtió en una forma humana que desapareció con celeridad mientras Sano llegaba al edifico. Los guardias soltaron las linternas, se encaramaron al pasamanos de la galería, treparon por los pilares y subieron al tejado. Sano se guardó la espada en la faja y los siguió. El enorme techo se extendía ante él como un mar de tejas que conectaba las diversas alas de la casa, con las redondeadas crestas de sus olas congeladas y relucientes al claro de luna. Vio deslizarse al intruso, rápido y con paso seguro, por encima de los aleros y caballetes. Los guardias, en su persecución, resbalaban, tropezaban y se caían. Sano avanzaba en pos de ellos pesadamente. Los cantos rugosos de las tejas se le clavaban en los pies. El intruso coronó un tejado en la distancia.

Por delante de Sano se elevaba una atalaya del muro que rodeaba el complejo. Los centinelas se asomaron por las ventanas con las linternas en alto para ver a qué se debía el escándalo. Sano señaló y gritó:

– ¡Hay un intruso en el tejado! ¡Atrapadlo!

Los centinelas dispararon flechas por las ventanas. La noche se llenó del silbido de los proyectiles y su tableteo al estrellarse contra las tejas. Sano oteó frenéticamente los tejados, pero no vio señal del intruso. Los guardias se unieron a él, jadeantes y sin aliento.

– Ha huido -dijo uno.

– Debe de haber salido del complejo saltando el muro -añadió el otro.

– Por lo menos no le ha hecho daño a nadie, ¿o sí? -preguntó el primero, que era el capitán de la patrulla nocturna de Sano.

Una idea petrificó a Sano cuando recordó su despertar en la oscuridad con el intruso cerca. Un pavor frío le invadió el corazón.

– Quiero a ese intruso. Llamad al oficial al mando de la defensa del castillo. Decidle que quiero a todos los guardias despiertos y buscando, ahora mismo.

– Lo atraparemos -le aseguró el capitán de la patrulla nocturna mientras salía disparado a cumplir las órdenes-. No podrá salir del castillo.

Sin embargo, una noche entera de búsqueda, a cargo de cientos de soldados que exploraron hasta el último rincón del castillo, fue incapaz de dar con el intruso. Sano, que había esperado en el cuartel de la guardia, volvió a su casa con paso cansino al amanecer. Reiko lo esperaba a la puerta de la mansión. Su expresión de animada anticipación desapareció al leer el rostro de Sano.

– ¿Ha escapado? -preguntó.

– Como por arte de magia. -El pavor que se había multiplicado dentro de Sano durante la larga noche lo poseía como un espíritu maligno. Si hablaba de ello, el autocontrol que había mantenido delante de sus hombres se resquebrajaría y perdería la compostura. Pasó por delante de Reiko a toda prisa y entró en la casa-. No sé cómo lo ha hecho, pero a estas alturas podría estar en cualquier parte de la ciudad.

– ¿Quién crees que es? -dijo Reiko, siguiéndolo.

– No puedo ponerle nombre -respondió Sano mientras cruzaba a zancadas el pasillo que llevaba a sus aposentos privados-, pero ¿quién iba a acercarse a escondidas y atacar a un alto cargo del nuevo régimen del caballero Matsudaira?

– ¿El asesino que mató al jefe de la metsuke y esos otros hombres? -dijo Reiko, sin aliento por la sorpresa además de por el esfuerzo de seguir el paso de Sano-. ¿Crees que pretendía matarte?

– Lo sé. -Aun en ese momento sentía la mortífera determinación del asesino como un veneno en la sangre. Rogó que el recuerdo fuera lo único que le había dejado el criminal.

– ¿Significa que es alguien de dentro del régimen?

– Tal vez. Eso explicaría cómo ha entrado en el castillo.

– ¿Por qué caminas tan rápido? -preguntó Reiko mientras se cruzaban a toda prisa con los criados que pululaban por el pasillo.

Sano irrumpió en su dormitorio.

– Enciende todas las linternas -le dijo a Reiko.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa? -preguntó ella, desconcertada.

– ¡Por una vez en tu vida, haz lo que te digo sin discutir! -se impacientó Sano.

Reiko se quedó boquiabierta, pero obedeció. Las linternas inundaron la habitación de luz cálida y humeante. Sano abrió de par en par el armario, sacó un espejo y se miró la cara tensa y angustiada. Dejó el espejo y se desnudó. Extendió los brazos, girándolos mientras escudriñaba hasta el último detalle de su piel, de los hombros a los dedos. Luego se examinó el torso, las piernas y los pies.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Reiko.

Sano se puso de espaldas a ella e inquirió:

– ¿Me ves alguna marca?

– ¿Una marca? -Le pasó las manos por la piel-. No -respondió, más perpleja todavía-. ¿Qué…?

Pero claro, era demasiado pronto para que la señal se viera. Al volverse hacia Reiko, Sano vio la comprensión horrorizada en sus ojos. Su mujer se llevó la mano a la garganta.

– Dioses misericordiosos -susurró-. ¿Te ha tocado?

Se miraron a los ojos, paralizados por el terror a que se convirtiera en la sexta víctima del dim-mak.

– No lo sé, pero creo que sí. Creo que eso es lo que me despertó.

– ¡No! -Reiko lo agarró de las manos, desesperada-. Tienes que estar equivocado. No sientes nada raro, ¿verdad?

Sano sacudió la cabeza.

– Pero no creo que los demás lo sintieran, tampoco. -Visualizó al intruso inclinado sobre él mientras dormía, estirando una mano sigilosa hacia él. Sentía en todo el cuerpo el hormigueo de la sensación del toque fatal. ¿Era su imaginación o la realidad?-. No sabían que les pasaba nada malo, hasta que…

Con la voz entrecortada, Reiko dijo:

– ¡Voy a llamar a un médico!

– No serviría de nada. Si he recibido un toque de la muerte, el daño ya está hecho. Ningún tratamiento podría salvarme.

Los ojos de Reiko se poblaron de lágrimas.

– ¿Qué vamos a hacer?

Que el destino pudiera empeorar tan de repente, en un simple instante, resultaba incomprensible. Si el asesino lo había tocado, podía ser su fin aun antes de que Matsudaira lo castigara por no atrapar al asesino o Hoshina acabara con él. La idea de ver su vida segada de cuajo, de dejar a su amada esposa e hijo, lo destrozaba. Tenía poco consuelo que ofrecer a Reiko.

– No hay nada que podamos hacer ahora -dijo-, salvo esperar dos días y ver qué pasa.

Capítulo 22

Una espesa niebla matutina envolvía Edo y desdibujaba la distinción entre la tierra y el cielo. Barcos invisibles flotaban en los ríos y canales. Las voces de quienes cruzaban los puentes eran eslabones de cadenas de sonido que sorteaban el agua.

En el suburbio colindante con la cárcel, cuatro manzanas cuadradas estaban en ruinas. Todavía se alzaban volutas de humo de las vigas de madera, las tejas chamuscadas y caídas y los montones de cenizas lo que antes fueran muchas casas. Los residentes desolados rebuscaban entre los restos, tratando de rescatar sus posesiones. Sin embargo, la prisión se erguía intacta por encima de la desolación. A través del puente y sus puertas desfilaban los presos a los que habían soltado al declararse el incendio el día anterior. Regresaban voluntariamente para acabar de cumplir sus condenas o esperar su juicio. Dos carceleros, apostados a la entrada con los guardias, contaban cabezas y tachaban nombres de una lista.

Cuando el último recluso hubo entrado, uno de ellos dijo: -Vaya. Normalmente vuelven todos. Esta vez nos falta uno.

Reiko miró por la ventanilla de su palanquín mientras salía del castillo, pero apenas reparó en lo que veía u oía. El miedo a que su marido muriera habitaba su pensamiento como una presencia maligna y dejaba sin sitio al mundo que la rodeaba. El sollozo atrapado en su garganta crecía por momentos. La idea de perder a Sano, de vivir sin él, era más que insoportable.

Cuando él le expuso la posibilidad de que el asesino le hubiera asestado el toque de la muerte, Reiko había querido agarrarlo con fuerza, anclarlo a ella y a la vida. Se había alarmado al oírle decir que debía salir.

– ¿Adonde? -había preguntado ella-. ¿Por qué?

– Para seguir con mi búsqueda del asesino -había sido su respuesta.

– ¿Ahora?

Un tranquilo distanciamiento había reemplazado el terror de Sano.

– En cuanto me haya aseado, vestido y desayunado. -Se dirigió hacia el cuarto de baño.

– ¿Es preciso? -dijo Reiko, apresurándose a seguirlo. No quería perderlo de vista.

– Todavía tengo un trabajo que hacer.

– Pero si sólo te quedan dos días de vida, deberíamos pasarlos juntos -protestó Reiko.

En el baño, Sano se vertió un cubo de agua sobre el cuerpo y empezó a frotarse.

– El caballero Matsudaira y el sogún no aceptarán esa excusa. Me han dado órdenes de atrapar al asesino, y debo obedecer.

Reiko experimentó un súbito odio recalcitrante hacia el bushido, que concedía a sus superiores el derecho a tratarlo como un esclavo. Nunca le había parecido más cruel el código de honor samurái.

– Si existe un momento para desobedecer las órdenes, es éste. Dile al caballero Matsudaira y al sogún que ya has sacrificado tu vida por ellos, que vayan ellos a atrapar al asesino. -Fuera de sí, Reiko suplicó-: Quédate en casa, conmigo y con Masahiro.

– Ojalá pudiera. -Sano se metió en la bañera, se aclaró, salió y se secó con la toalla que le pasó Reiko-. Pero tengo más motivos que antes para llevar al asesino ante la justicia. -Soltó una risita-. No toda víctima de asesinato dispone de la ocasión de vengarse de su verdugo antes de morir. Esto que se me presenta es una oportunidad única.

– ¿Cómo puedes reírte en un momento así?

– Es reír o llorar. Y recuerda que es posible que el asesino no me tocara. Si ése es el caso, los dos nos estaremos riendo de esto muy pronto. Nos dará vergüenza haber armado tanto jaleo.

Sin embargo, Reiko vio que Sano no lo creía, como tampoco ella.

– Por favor, no te vayas -insistió mientras lo seguía al dormitorio.

Él se puso la ropa.

– No tengo mucho tiempo para atrapar al asesino y evitar más muertes. Y lo conseguiré, aunque sea lo último que haga.

Ninguno de los dos verbalizó su temor a que en efecto lo fuera. Sano se volvió hacia su esposa y la abrazó.

– Además, si no voy, no haré más que preocuparme y sufrir. No querrás que pase así los dos últimos días de mi vida, ¿verdad? -dijo con dulzura-. Volveré pronto, lo prometo.

Reiko lo había dejado partir, porque, aunque la hería que no se quedara con ella, no quería negarle la oportunidad de pasar su precioso tiempo como prefiriese. Había decidido que era mejor para ella atender a sus asuntos que angustiarse por un destino que no podía cambiar.

En ese momento su comitiva se detuvo entre la niebla ante la mansión del magistrado Ueda. Se bajó del palanquín y con paso rápido cruzó la puerta y el patio, vacío dado lo temprano de la hora. Entró en la residencia, donde encontró a su padre sentado al escritorio de su despacho. Había un mensajero de rodillas ante él. El magistrado leía un pergamino que el correo en apariencia le acababa de entregar. Arrugó la frente, redactó una nota breve y se la pasó al mensajero, que hizo una reverencia y partió. El magistrado alzó la vista hacia Reiko.

– Llegas temprano, hija -dijo. El ceño se le relajó en una sonrisa que se desvaneció al ver la cara de Reiko-. ¿Qué pasa?

– El asesino se coló anoche en nuestra casa, y mientras mi marido dormía…

No pudo seguir porque un sollozo le ahogó la voz. Vio comprensión y horror en la mirada de su padre, que empezó a levantarse, con los brazos extendidos para atraerla hacia ellos. Reiko alzó una mano para detenerlo, porque cualquier gesto de consuelo sería su ruina.

– No estamos seguros de que pasara nada -explicó, con la voz tensa para dominarse-. Sano se encuentra bien. -Se obligó a reír-. Es probable que nos estemos preocupando por nada.

– Seguramente así es. -La expresión del magistrado era grave a pesar de su tono tranquilizador.

– Pero no he venido por eso -dijo Reiko, deseosa de cambiar de tema-. Vengo a decirte que he concluido mi investigación. -Por lo menos Sano no tendría que preocuparse de que le causara más quebraderos de cabeza-. No hace falta que pospongas la condena de Yugao.

El magistrado soltó el aire y sacudió la cabeza.

– Me temo que tendré que hacerlo de todas formas.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– El mensajero que acaba de marcharse me traía una noticia inquietante. Ayer hubo un incendio al lado de la cárcel. Soltaron a los presos. Han vuelto todos esta mañana, menos Yugao.

Reiko se llevó una impresión tan fuerte que estuvo a punto de olvidar sus problemas.

– ¿Yugao ha desaparecido?

Su padre asintió.

– Aprovechó el incendio y escapó.

Horrorizada, Reiko cayó de rodillas. Yugao era violenta y estaba perturbada, era muy posible que volviera a matar.

– Supongo que no debería sorprenderme que haya huido. Es un milagro que no se fuguen todos los prisioneros cuando los sueltan por un incendio -comentó.

– Quizá no. La mayoría de los condenados a muerte tienen el espíritu tan quebrantado que aceptan su destino con docilidad. Y saben que si huyen, les darán caza y los torturarán. Además, todos los presos son conscientes de que no pueden regresar al lugar de donde vienen; los encargados de sus barrios o los informadores de la policía los delatarían. Los delincuentes de poca monta prefieren afrontar su castigo. La vida del fugitivo es dura. Tienen que recurrir a la mendicidad o la prostitución si no quieren morir de hambre.

– Esto es culpa mía-dijo Reiko-. Si no hubiera estado tan encaprichada en saber por qué Yugao mató a su familia, si no hubiera insistido en tomarme el tiempo necesario para descubrirlo, la habrían ejecutado antes de ese incendio.

– No te culpes. Fue decisión mía que investigases los asesinatos, y nadie podría haber previsto ese incendio. En retrospectiva, tendría que haber aceptado la confesión de Yugao y haberla condenado a muerte en el acto. La responsabilidad de su fuga es mía. Aun así, Reiko se sentía enferma de remordimientos. -¿Qué vamos a hacer? -He dado órdenes a la policía de que la busquen.

– Pero ¿cómo van a encontrar a una sola persona en esta ciudad enorme? -preguntó Reiko, presa del desespero-. Edo tiene muchos rincones para que un fugitivo se esconda. Y la policía anda tan ocupada buscando rebeldes forajidos que no se desvivirá por encontrarla.

– Cierto, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

Reiko se puso en pie.

– Voy a buscar a Yugao por mi cuenta.

El magistrado la miró con comprensión pero sin mucha fe.

– A ti te resultará más difícil aún que a la policía. Ellos al menos disponen de muchos agentes, ayudantes civiles y representantes de barrio, mientras que tú eres una mujer sola.

– Sí, pero al menos estaré activa en lugar de esperando a que la encuentren. Y es posible que la gente que la haya visto esté más dispuesta a hablar conmigo que con la policía.

– Si insistes en buscarla, te deseo suerte. Debo reconocer que si la encuentras, me prestarás un valioso servicio. Que ande suelta una asesina porque yo pospuse su ejecución es una mancha negra en mi historial. Si no la capturan, podría perder el puesto.

Reiko no quería perjudicar a Sano, sobre todo ahora que su propia vida estaba amenazada; tampoco deseaba dañar su matrimonio. Aun así, no podía permitir que su padre sufriera, como tampoco que una asesina quedara libre. Su intuición le decía que averiguar el móvil del crimen de Yugao era más importante que nunca. Y buscar a la prófuga la distraería del miedo a que Sano muriera.

– La encontraré, padre -dijo-. Lo prometo.

La primera parada de Sano fue el distrito administrativo del castillo. El y los detectives Marume y Fukida desmontaron ante la puerta de Hirata, donde los saludaron los centinelas. La niebla era opresiva, como lo era el extraño vacío de las calles salvo por un puñado de criados y soldados de patrulla. Al atravesar el patio en dirección a la mansión donde antaño viviera, Sano sintió una punzada de nostalgia.

Recordó las ocasiones en que había llegado a esa casa agotado, desanimado y temeroso por su vida y su honor. En todas ellas lo había sustentado la fuerza física de su cuerpo. Aun cuando lo habían herido, sabía que se recuperaría. Había dado por descontada su buena salud y nunca había creído del todo que pudiera morir, aunque a menudo se encontrara cara a cara con la muerte. Ahora aquellas ocasiones se le antojaban idílicas. En ese momento lo acosaba la mortalidad. Se imaginaba una explosión en su cabeza al rasgarse un vaso sanguíneo, y su vida extinguida como una llama de vela. Si en verdad el asesino lo había tocado, toda su sabiduría, poder político y riqueza serían incapaces de salvarlo. Sintió el impulso de echar a correr en un vano intento de escapar a la fuerza mortífera insertada en su propio cuerpo. Debía concentrarse en atrapar al asesino. Debía salvar otras vidas aunque él estuviera señalado para la muerte.

Hirata lo recibió delante de la mansión. La noche anterior Sano le había mandado un mensaje para informarle del ataque del asesino, y parecía destrozado por la noticia.

– Sano-san, yo… -La emoción ahogó sus palabras. Se hincó de rodillas ante Sano y agachó la cabeza.

A Sano lo conmovía que Hirata pudiera sentirse apesadumbrado por él, que había sido la causa de su atroz herida. Se dirigió a él con un tono falsamente animado:

– Levanta, Hirata-san. Todavía no estoy muerto. Ahorra tus lamentos para mi funeral. Tenemos trabajo que hacer.

Hirata se levantó, confortado por la actitud de Sano.

– ¿Todavía queréis que localice al sacerdote, al aguador y quien sea que haya acechado al coronel Ibe?

– Sí. Y seguiremos adelante con el resto de los planes que trazamos ayer.

– Marume y yo ya hemos organizado la búsqueda del sacerdote Ozuno -terció Fukida.

– Haré todo lo que esté en mi poder por atrapar al asesino -declaró Hirata-. Ahora se trata de algo personal.

– Si vengas el asesinato de tu señor antes de que éste muera, te ganarás un lugar en la historia -dijo Sano.

Hirata y los detectives rieron de la broma. Sano acusaba la tensión de tener que mantenerlos animados a ellos además de a sí mismo.

– Tomémoslo por el lado bueno. Toda desdicha trae beneficios inesperados. Lo que pasó anoche ha aportado nuevas pistas que me dispongo a seguir ahora mismo.

El cuartel general del Ejército Tokugawa estaba situado en el interior del castillo de Edo, en una torrecilla que brotaba de un muro ubicado en las alturas de la colina. Se trataba de una estructura elevada y cuadrada revestida de yeso blanco. Por encima de cada uno de sus tres pisos sobresalía un tejado. El general Isogai, comandante supremo de las fuerzas militares, tenía un despacho en la parte más alta. Sano y los detectives Marume y Fukida llegaron a la torre por un pasillo cubierto que corría paralelo al muro. Mientras lo recorrían echaron un vistazo entre los barrotes de las ventanas hacia los pasajes que quedaban por debajo. A Sano le sorprendió ver tan sólo a los guardias de patrulla y los centinelas de los puestos de control. Los funcionarios que por lo general abarrotaban los caminos estaban ausentes.

– El lugar está tan desierto como vuestro complejo -observó Marume.

– Por algún motivo no puedo creer que el comisario Hoshina sea también responsable de esto -dijo Fukida.

Tampoco Sano, que tenía un mal presentimiento al respecto. Entraron en la torre y subieron por las escaleras, donde se cruzaron con varios soldados que les hicieron reverencias. Sano se plantó en el umbral del despacho de Isogai, donde el general presidía una reunión de oficiales. El humo de sus pipas enturbiaba el ambiente y escapaba por las ventanas hacia la niebla. El general reparó en Sano, lo saludó con un gesto de la cabeza y despidió a sus hombres.

– Saludos, honorable chambelán. Entrad, por favor.

Sano le dijo a Marume y Fukida que esperaran fuera y entró. Espadas, lanzas y arcabuces colgaban de soportes en la pared, al lado de mapas de Japón que mostraban las guarniciones militares.

– ¿Puedo seros de utilidad? -preguntó el general Isogai.

– Podéis, pero, antes, os ruego que aceptéis mis condolencias por la muerte del coronel Ibe.

La expresión jovial del general devino sombría.

– Ibe era un buen soldado. Un buen amigo, también. Ascendió desde abajo conmigo. Lo echaré de menos. -Profirió una carcajada sin humor-. ¿Recordáis nuestro último encuentro? Estábamos muy satisfechos porque teníamos las cosas bajo control. Ahora han asesinado a uno de mis hombres más importantes y vos tenéis de malas al caballero Matsudaira porque no lográis atrapar al culpable.

Se acercó a la ventana.

– ¿Veis lo vacío que está el castillo? -Sano asintió-. Todo el mundo se ha enterado de que el asesino os tuvo a tiro anoche. Aquí, en el único lugar que todos creíamos seguro. La gente tiene miedo de salir. No quieren ser los próximos en morir. Están escondidos en sus casas, rodeados de guardaespaldas. El bakufu entero se ha parado en seco.

Sano se imaginó cortada la comunicación entre Edo y el resto de Japón y al régimen Tokugawa perdiendo su control de las provincias. La anarquía engendraría rebeliones. No sólo aprovecharían los restos de la facción de Yanagisawa la oportunidad de recobrar el poder, sino que los daimios quizá se alzaran contra el dominio Tokugawa.

– Esto podría ser desastroso. Asignad soldados para escoltar y proteger a los funcionarios mientras cumplen con sus cometidos -dijo Sano.

El general frunció el entrecejo, poco convencido. -El Ejército ya anda metido en demasiadas cosas a la vez.

– Pues tomad prestadas tropas a los daimios. Traed a más de las provincias.

– Como deseéis -dijo el general, aunque todavía a regañadientes-. Por cierto, ¿os habéis enterado de que el asesino tiene mote? La gente lo llama «el Fantasma», porque acecha a sus víctimas y las mata sin que nadie lo vea. -Hizo un gesto hacia la ventana-. Dadme un enemigo al que pueda ver, y mandaré todos mis arcabuceros, arqueros y espadachines contra él. Pero mi ejército no puede combatir a un fantasma. -Se volvió hacia Sano-. Vos sois el detective. ¿Cómo lo encontramos y atrapamos?

– Con la misma estrategia que usaríais para derrotar a cualquier enemigo. Analizamos la información de la que disponemos. Luego vamos por él. Isogai parecía escéptico.

– ¿Qué sabemos de él salvo que tiene que ser un loco? -Su ataque contra mí me ha enseñado dos cosas -explicó Sano-. Primero, su motivación es destruir el régimen del caballero Matsudaira matando a sus funcionarios clave.

– ¿No lo sospechabais ya desde que el jefe de la metsuke murió en la carreras de caballos?

– Sí, pero ahora es una certeza. No conocía bien a ninguna de las víctimas; no compartíamos amigos, asociados, lazos familiares ni enemigos personales. No teníamos nada en común salvo nuestros nombramientos para el nuevo régimen del caballero Matsudaira.

El general asintió.

– Entonces el asesino debe de ser un recalcitrante de la oposición. Pero no creeréis que está conchabado con los ancianos Kato e Ihara y su pandilla, ¿verdad? Juegan fuerte en política, pero no puedo creer que se atreviesen a algo tan arriesgado como un asesinato múltiple.

– Kato e Ihara todavía no están libres de sospecha -dijo Sano-, pero tengo otra teoría, a la que llegaré en un momento. Lo segundo que he aprendido sobre el asesino es que es un experto no sólo en las artes marciales místicas, sino además en el sigilo.

– Tuvo que serlo, para entrar a escondidas en vuestro complejo y llegar a vuestro lado mismo -corroboró Isogai.

– Si pudo conseguir eso, pudo entrar en el castillo desde fuera -prosiguió Sano-. No haría falta que se tratase de alguien de dentro.

El general torció el gesto, poco satisfecho con la idea de que las poderosas defensas del castillo pudieran fallar, pero dijo:

– Supongo que es posible.

– ¿De modo que es un experto en sigilo y pertenece a la oposición? Me viene a la cabeza en particular el escuadrón de soldados de élite de Yanagisawa.

Aquellos hombres habían sido maestros del sigilo y las artes marciales, muy bien adiestrados, contratados por Yanagisawa para mantenerse en el poder. Habían sido sospechosos de pasados asesinatos políticos de enemigos del ex chambelán, pero nunca atrapados: cubrían su rastro demasiado bien.

El general alzó las cejas en señal de sorpresa.

– Sabía que eran una panda peligrosa, pero nunca oí que pudieran matar con un roce.

– De haber podido, lo hubieran mantenido en secreto. -A Sano lo asaltó una idea perturbadora-. Me pregunto cuántas muertes se han producido a lo largo de los años que han parecido naturales pero en realidad fueron asesinatos ordenados por Yanagisawa. -Sin embargo, no podía hacer gran cosa al respecto en ese momento-. El motivo de mi visita es preguntaros qué fue del escuadrón de élite tras la caída de Yanagisawa.

– Habéis venido al lugar indicado.

El general se acercó a una tabla, pegada a la pared, que mostraba una lista de treinta nombres. Dieciocho estaban tachados con rayas rojas; había anotaciones en los márgenes. Sano no reconoció ninguno de los nombres.

– Trataban de pasar desapercibidos -explicó el general-. Usaban alias cuando viajaban de un lado a otro. Era difícil seguir el rastro de sus movimientos. -Señaló los nombres tachados de rojo-. Estos hombres murieron en la batalla cuando asaltamos la casa de Yanagisawa. Mis hombres mataron a la mitad. Los demás prefirieron suicidarse a que los tomáramos prisioneros. Sin embargo, los otros doce no se hallaban en el recinto en ese momento, y escaparon. Capturarlos ha sido una prioridad porque creemos que son cabecillas del movimiento clandestino y responsables de ataques contra el Ejército.

Sano se alegró de tener nuevos sospechosos, pero la perspectiva de localizar a doce implicaba un trabajo muy arduo.

– ¿Habéis atrapado a alguno?

– Estos cinco. -Isogai dio unos golpecitos con el dedo en los nombres-. El invierno pasado tuvimos un golpe de suerte. Pescamos a uno de sus secuaces y lo torturamos hasta que nos reveló dónde encontrarlos. Cercamos su escondrijo, los prendimos y los ejecutamos.

– Eso reduce las posibilidades -dijo Sano, aliviado. Si sólo disponía de dos días para atrapar al asesino antes de morir, tendría que trabajar rápido-. ¿Tenéis alguna pista sobre los demás?

– Estos últimos siete son los más listos. Es como si fueran fantasmas de verdad. Nos acercamos a ellos y… -El general agarró el aire y luego abrió la mano vacía-. Lo único que tenemos últimamente es un puñado de posibles avistamientos, de informadores no demasiado fiables.

Abrió un libro de su escritorio y pasó el dedo por una columna de caracteres.

– Todos fueron vistos en salones de té de la ciudad. Varios eran lugares donde los hombres de Yanagisawa solían beber antes de la guerra. Os haré una copia de los nombres y las localizaciones, junto con los nombres de los siete soldados de élite que siguen dados a la fuga. -Mojó en tinta un pincel y escribió en una hoja, que secó antes de entregar a Sano.

– Muchas gracias -dijo éste, confiando en tener el nombre del asesino y la clave de su paradero.

– Si el Fantasma es un miembro del escuadrón de Yanagisawa, os deseo más suerte para atraparlo de la que hemos tenido nosotros -dijo el general.

Intercambiaron reverencias y, cuando Sano daba la vuelta para partir, Isogai dijo:

– Por cierto, si vos y vuestros hombres os enfrentáis con esos demonios, tened cuidado. Durante el asalto a la casa de Yanagisawa, los dieciocho mataron a treinta y seis de mis soldados antes de ser derrotados. Son peligrosos.

En los ojos del general centelleó una sardónica comicidad.

– Pero a lo mejor eso ya lo sabéis por experiencia propia.

Capítulo 23

Pasaba del mediodía, y el sol había evaporado la niebla, cuando Reiko salió del poblado hinin tras buscar a Yugao. Nadie había visto allí a la mujer desde su detención. Desanimada pero resuelta, fue al distrito del ocio de Riogoku Hirokoji.

Escoltada por el teniente Asukai y sus demás guardias, avanzó por la bulliciosa y abarrotada avenida. Pensó en el comisario Hoshina y miró hacia atrás para ver si alguien la seguía. Mientras dudaba a quién preguntar primero por Yugao, el viento sacudió las linternas de los tenderetes. Las borlas desprendidas de una armadura durante una pelea trazaban remolinos por el suelo con el polvo. Una masa de nubes de tormenta se extendió por el cielo como tinta sobre papel mojado. Una lluvia cálida se abatió sobre Reiko. Ella, sus escoltas y los centenares de transeúntes corrieron a cobijarse bajo los aleros de los puestos. El viento barría la lluvia en láminas que empaparon la avenida vacía; se formaron charcos. El puesto en el que se habían resguardado Reiko y sus guardias ofrecía juguetes baratos como premio por lanzar bolas por una rampa y colarlas en agujeros. Sólo una persona más había hallado cobijo allí: un hombre, y el mono que llevaba atado con una correa.

El mono lanzó un grito a Reiko. Llevaba armadura, casco y espadas en miniatura. Los guardias rieron. El mono la sorprendió tanto que apenas reparó en el amo hasta que éste dijo:

– Disculpad los malos modales de mi amigo.

En ese momento Reiko vio que era tan llamativo como su acompañante. No era más alto que ella, con una mata de pelo crespo y enmarañado, así como un profuso vello corporal. Unos ojos como cuentas devolvieron la mirada estupefacta de Reiko; unos dientes afilados sonrieron por debajo de su bigote. Para mayor asombro, lo reconoció.

– ¿Eres el Rata? -preguntó.

– El mismo. A vuestro servicio, bella dama.

– Tenemos un conocido mutuo -dijo Reiko-. Se llama Hirata, y es el sosakan-sama del sogún. -Hirata le había contado que el Rata procedía de la norteña isla de Hokkaido, famosa por el hirsuto vello corporal de sus nativos. Mercadeaba con la información que recogía en sus viajes a lo largo y ancho de Japón en busca de nuevos monstruos para su espectáculo en el distrito del ocio del otro lado del río, y era confidente de Hirata.

– Ah, sí -dijo el Rata. Hablaba con un extraño y rústico acento bronco-. Oí que habían herido a Hirata-san en una pelea. ¿Cómo está?

– Mejor -respondió Reiko.

Sus guardias intentaron acariciar al mono, pero este desenvainó su minúscula espada y los atacó. Retrocedieron entre carcajadas. El Rata examinó a Reiko con curiosidad.

– ¿Quién sois? -Ella recordó que debía ser discreta, pero antes de que acertara a inventarse una identidad falsa, él la señaló con un dedo peludo-. No me lo digáis. Tenéis que ser la dama Reiko, la mujer del chambelán.

– ¿Cómo lo has sabido?

– El Rata conoce gente -repuso él con una mirada sagaz.

– Por favor, no le cuentes a nadie que me has visto aquí.

El Rata le guiñó un ojo y se llevó un dedo a los labios.

– Yo no cuento nada sobre mis amigos, y cualquier amigo de Hirata-san es amigo mío. ¿Qué hace una distinguida dama como vos por aquí?

Reiko se animó.

– Estoy buscando a alguien. A lo mejor puedes ayudarme.

– Me encantaría; y, por ser vos, renunciaré a mis habituales honorarios. ¿De quién se trata?

– De una mujer llamada Yugao. Escapó ayer de la cárcel de Edo. -Reiko la describió-. ¿La has visto?

El Rata sacudió la cabeza.

– Lo siento. Pero mantendré los ojos abiertos. -El mono chilló y blandió su espada hacia los guardias de Reiko, que habían desenvainado las suyas y libraban contra él una batalla de mentirijillas-. ¡Eh, no le hagáis daño! -dijo el Rata, y le preguntó a Reiko-: ¿Por qué encarcelaron a Yugao?

– Mató a su familia. Los apuñaló.

La expresión del hombre se animó de interés.

– Me sorprende no haber oído nada. ¿Dónde pasó?

– En el poblado hinin.

– Ah. -El interés del Rata se esfumó, como si los crímenes entre hinin fueran rutinarios e irrelevantes-. ¿Por qué busca la esposa del chambelán a una paria fugada?

Antes que explicarle la triste historia, Reiko prefirió decir:

– Mi padre me ha pedido que la encontrara. Es el magistrado que la juzgó por los asesinatos.

El Rata enarcó sus pobladas cejas, insinuando que quería más explicaciones. Reiko no añadió nada. El mono atizó al teniente Asukai en la pierna con su espada. El agredido lanzó un grito de dolor y sus camaradas se deshicieron en carcajadas.

– Os lo merecéis, por incordiar a un pobre animalito -gruñó el Rata; luego dijo-: La ley se mueve por caminos extraños, ¿y quién soy yo para cuestionarla? Pero, ya que tengo el privilegio de hablar con la hija del magistrado, tal vez sabréis decirme si esos otros asesinatos llegaron a esclarecerse.

– ¿Qué otros asesinatos? -preguntó Reiko, impaciente porque dejara de llover para continuar con su búsqueda. Su pensamiento derivó hacia Sano, y el miedo la atenazó. ¿Haría efecto el toque de la muerte antes de que pasaran dos días?

– Los que se produjeron aquí, hará unos seis años. Apuñalaron a tres hombres en cuestión de unos meses.

La atención de Reiko volvió de golpe a su interlocutor.

– ¿Qué? ¿Quiénes eran?

– Soldados Tokugawa. Muchos vienen aquí a divertirse cuando están de permiso.

– ¿Cómo sucedió?

– Al parecer, se emborracharon en salones de té y salieron a los callejones a hacer pis. Los encontraron muertos en un charco de sangre.

Una inquietante sensación recorrió a Reiko. Los asesinatos se habían producido cuando Yugao vivía en el distrito, y las víctimas también habían sido apuñaladas.

– ¿Nunca atraparon al asesino?

– No que yo sepa. Lo último que oí fue que la policía decidió que los había matado un bandido errante. En los cuerpos no hallaron sus bolsas de dinero.

Debía de ser una coincidencia que Yugao y los apuñalamientos se ubicaran en la misma zona durante el mismo período. Los bandidos a menudo mataban para robar. Además, ¿cómo podía una joven asesinar a samuráis fuertes y armados? Con todo, Reiko no se fiaba de las coincidencias.

La lluvia amainó, pero el cielo siguió encapotado. La gente salió en tropel de los puestos a la avenida mojada.

– Ha sido un placer hablar con vos -dijo el Rata-. Si me llega alguna noticia de vuestra prisionera fugada, mandaré un mensaje. -Tiró de la correa de su mono y dijo a los guardias-: Se acabó la diversión.

Reiko pasó una hora interrogando a gente en el distrito del ocio, pero nadie había visto a Yugao. Al parecer era demasiado lista para ir a un sitio donde era probable que la policía la buscara. Aun así, podría haberlo hecho por no tener otro lugar adonde ir. Reiko amplió su búsqueda a los barrios vecinos y al final se encontró en una familiar calle de casas de vecindad y comercios. Vio un salón de té que reconoció. La camarera con la que había hablado el día anterior estaba apoyada en el mismo pilar.

– Vaya, mira quién ha vuelto -dijo la moza, y tendió la mano con la palma hacia arriba-. Me debéis dinero. He descubierto dónde está la tal Tama.

Los porteadores de Reiko posaron su palanquín en un enclave del distrito comercial de Nihonbashi. Lloviznaba sobre unas mansiones de dos pisos; pinos y arces rojos crecían en los espaciosos jardines ocultos tras cercas de bambú. Las calles estaban tranquilas y despobladas, alejadas del ajetreo del comercio presente a dos manzanas de distancia.

– Resulta que vino un antiguo cliente y contó que el padre de Tama se había matado con la bebida y que la hija se quedó sin una moneda para comer -le había contado a Reiko la camarera del salón de té-. Fue a trabajar de criada a casa de un prestamista rico.

Las señas que le había dado la camarera habían conducido a Reiko hasta allí. A lo mejor Tama la ayudaba a localizar a Yugao además de arrojar luz sobre los asesinatos. Miró por la ventanilla del palanquín mientras el teniente Asukai desmontaba, se acercaba a la mansión más grande de la calle y llamaba a la puerta. La abrió un criado.

– Quiero ver a Tama -dijo el teniente Asukai-. Hazla salir.

Al poco apareció una mujer. Tama era tan menuda que parecía una niña, aunque Reiko sabía que debía de tener la edad aproximada de Yugao, más de veinte. Llevaba un sencillo quimono añil, y el pelo recogido bajo un pañuelo de tela blanca. Tenía una cara suave y rechoncha, como de muñeca. Al contemplar a Asukai y los demás guardias, el miedo ensanchó sus ojos inocentes. El soldado la condujo hasta el palanquín de Reiko.

– Hola, Tama-san. Me llamo Reiko. Soy hija del magistrado Ueda, y me gustaría hablar contigo. -Abrió la puerta-. Entra y no te mojarás. -Sintió un impulso de proteger a Tama, que parecía demasiado dulce e indefensa para sobrevivir en el mundo.

La chica obedeció dócilmente. Dentro del palanquín, miró alrededor como si se hallara en otro planeta. Reiko pensó que probablemente nunca había subido a uno: las criadas iban a pie. Se arrodilló a un lado de Reiko y escondió las manos en las mangas.

– No tengas miedo -dijo Reiko-. No voy a hacerte daño.

Avergonzada, Tama evitó su mirada.

– Tengo que hacerte algunas preguntas sobre tu amiga Yugao.

Tama se puso rígida. Miró la puerta de reojo, como si quisiera saltar pero no se atreviera.

– No… no conozco a ninguna Yugao -respondió con un susurro apenas audible. Su cara, sincera y transparente, desmentía sus palabras.

– Sé que tú y Yugao erais amigas -dijo Reiko con amabilidad-. ¿La has visto?

Tama sacudió la cabeza y suplicó con los ojos que la dejara en paz. Susurró:

– No. No desde hace tres años, cuando se…

– ¿Mudó al poblado hinin? -Tama asintió y Reiko se preguntó si estaría mintiendo de nuevo. El nerviosismo de la chica hacía difícil dilucidar si ése era el caso, o si tan sólo era tímida con los desconocidos o tenía miedo de que su conexión con una asesina la metiera en problemas-. No te preocupes, no te pasará nada malo -la tranquilizó- . Sólo necesito encontrar a Yugao. Ayer se escapó de la cárcel, y es peligrosa. ¿Tienes idea de adónde puede haber ido?

– ¿La cárcel? -preguntó Tama boquiabierta. Sus ojos se llenaron de asombro y horror-. ¿Yugao estaba en la cárcel?

– Sí. Asesinó a sus padres y su hermana. ¿No lo sabías?

Tama se la quedó mirando con atónito espanto: era evidente que no lo sabía. Reiko supuso que los crímenes en el poblado hinin no recibían publicidad. Tama ocultó la cara entre las manos y rompió a sollozar.

– ¡Oh, no, oh, no, oh, no!

Reiko le apartó las manos con suavidad. Tama tenía los ojos y la cara anegados en lágrimas. Miró a Reiko con desconsuelo.

– No sé dónde está Yugao -exclamó-. ¡Creedme, os lo ruego!

– ¿Se te ocurre dónde puede haber ido? ¿Hay algún lugar al que fuerais las dos de pequeñas?

– ¡No! -Tama arrancó sus manos de las de Reiko y se secó las lágrimas con la manga.

– Intenta hacer memoria. Es posible que Yugao haga daño a alguien más si no la atrapan. -Tama se limitó a llorar y sacudir la cabeza. Reiko la agarró por los hombros-. Si sabes cualquier cosa que pueda ayudarme a encontrarla, tienes que decírmela.

– No sé nada-gimoteó la chica-. Soltadme. Me hacéis daño.

Avergonzada por intimidar a aquella chica inocente e indefensa, Reiko la soltó.

– De acuerdo. Lo siento -dijo. Sin embargo, aunque no pudiera descubrir dónde se hallaba Yugao, a lo mejor todavía podía conseguir que su búsqueda de Tama hubiera valido la pena-. Tengo que preguntarte otra cosa -dijo-. ¿Por qué querría matar Yugao a su familia?

La chica se encogió en una esquina del palanquín, quieta y callada como un pajarillo que espera que el gato se aburra y se vaya si aguarda lo suficiente.

– Dímelo -insistió Reiko, amable pero firme.

La voluntad de Tama cedió y al fin susurró:

– Creo… creo que él la empujó a ello.

– ¿Quién? ¿Te refieres a su padre?

Tama asintió.

– Él… cuando éramos pequeñas… se metía en su cama por las noches.

Reiko sintió una punzada de satisfacción ante esa prueba de su teoría sobre el móvil de Yugao.

– ¿Es lo que te dijo Yugao?

– No. No hizo falta. Lo vi.

– ¿Cómo? ¿Qué sucedió?

Con constantes incitaciones de Reiko, la chica explicó:

– Pasé una noche en casa de Yugao. Teníamos diez años. Cuando nos acostamos, su padre vino a la cama y se metió a su lado.

Reiko se imaginó a la madre, el padre, la hermana, Yugao y Tama tumbados en colchones en la misma habitación, como hacían las familias que ocupaban viviendas pequeñas. Vio al hombre levantarse y cruzar de puntillas la oscuridad hacia Yugao. La asombró enterarse de que cometía incesto incluso en presencia de una amiga y toda su familia. El hombre se merecía ser un paria y no había sido acusado en falso por su socio.

– El creyó que yo dormía -prosiguió Tama-. Cerré los ojos y me quedé quieta. Pero los noté moverse en la cama a mi lado y el temblor cuando se tumbó encima de ella. Y la oí llorar mientras él…

Tama no podía estar equivocada. Las niñas de su clase a menudo ven copular a sus padres, y debió de reconocer que el padre de Yugao había estado haciendo con su hija lo que sólo debiera hacer con su esposa.

– Yugao debía de odiar a su padre por eso -pensó Reiko en voz alta-. Debió de odiarlo todos estos años.

– Pero no lo odiaba. A la mañana siguiente, le dije a Yugao que sabía lo que su padre había hecho. Le dije que lo sentía por ella. Pero ella contestó que no le importaba. -Reiko se quedó desconcertada-. Me dijo que si él la deseaba, no pasaba nada porque ella lo quería y era su deber hacerlo feliz. Y es cierto que parecía amarlo. Lo seguía a todas partes. Se subía a su regazo y lo abrazaba.

«Como si fueran amantes en vez de padre e hija», pensó Reiko con un estremecimiento de repugnancia.

– Y él la quería -prosiguió Tama-. Le hacía muchos regalos: muñecas, caramelos, ropa bonita…

Con ellos había pagado la colaboración, el sufrimiento y el silencio de Yugao.

– Si había alguien a quien odiara Yugao, era a su madre -añadió Tama.

– ¿Por qué?

– Se quejaba de que siempre la reñía. No le parecía bien nada que hiciera Yugao. Una vez la vi pegarle tan fuerte que le hizo sangrar la nariz. No sé por qué era tan mala.

Reiko dedujo que la madre sentía celos de su hija por robarle el afecto de su marido. Al no poder castigar al hombre del que dependía para subsistir, la había tomado con Yugao.

– ¿Cuánto tiempo duró eso?

– Hasta que tuvimos quince años. Entonces creo que el padre paró.

Eso sería tres años antes de que la familia se mudara al poblado hinin. Reiko se preguntó si Yugao habría contenido su furia durante tanto tiempo.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo contó ella?

Tama sacudió la cabeza.

– Un día fui a verla. Estaba llorando. Le pregunté qué pasaba y no quiso decírmelo, pero me fijé en que su hermana pequeña Umeko tenía una muñeca nueva. Y estaba sentada en el regazo de su padre y lo abrazaba como antes hacía Yugao. Él no le hacía ni caso.

Reiko se quedó atónita. El hombre había cometido incesto con sus dos hijas, no sólo con una. Al parecer se había cansado de Yugao y Umeko la había reemplazado como niñita mimada y víctima de su lujuria.

– Yugao cambió -explicó Tama-. Casi nunca hablaba. Estaba enfadada todo el tiempo. Ya no era divertida.

Aunque su padre había dejado de violarla, su abandono debió de llenarla de rabia y pesadumbre. Reiko preguntó:

– ¿Qué pasó después?

– Ella pasaba todo el rato en mi casa. Cuando trabajaba en el salón de té de mi padre, me ayudaba.

Reiko imaginó que Yugao había querido evitar su casa, donde vería al padre que la había rechazado, la madre que la castigaba injustamente y la hermana que debía de inspirarle unos celos insoportables. Tama había sido su refugio. Sin embargo, cuando Yugao y su familia se trasladaron al poblado hinin, había tenido que hacinarse con ellos y había perdido a su amiga; no tenía adonde ir. Las tensiones familiares habían estallado en forma de asesinato.

– A los clientes del salón de té les gustaba -suspiró Tama-. Salía fuera con ellos y…

Su pausa conjuró visiones de Yugao copulando con hombres en un callejón oscuro. Reiko sospechó que la chica buscaba en ellos el amor que ya no recibía de su padre.

– Algunos se enamoraron -dijo Tama-. Querían casarse con ella, pero ella era mala con ellos. Los llamaba idiotas y les decía que la dejaran en paz. Se iba fuera con otros delante de sus narices.

A lo mejor también anhelaba vengarse de su padre, ansia que satisfacía hiriendo a sus pretendientes, pensó Reiko.

– Pero más adelante hubo un hombre. Un samurái… -Tama tomó aliento entre dientes.

– ¿Qué pasa? -preguntó Reiko.

– Daba miedo.

– ¿En qué sentido?

Tama arrugó la frente e hizo memoria.

– Eran sus ojos, tan negros y… hostiles. Cuando me miraba daba la impresión de que pensaba en matarme. Y su voz. No hablaba mucho pero, cuando lo hacía, sonaba como el bufido de un gato.

Tama se estremeció, pese a su perplejidad.

– No sé por qué Yugao quiso tener nada que ver con él. Sabíamos que era peligroso. Un día, otro cliente chocó con él. Él lo tiró al suelo y le puso la espada en el cuello. Nunca he visto a nadie moverse tan rápido. -El estupor y el temor le velaban los ojos-. El hombre suplicó piedad, y el samurái lo soltó. Pero podría haberlo matado.

– A lo mejor Yugao buscaba otro hombre que le hiciera daño -caviló Reiko en voz alta.

– El se comportaba casi como si no la viera. Se sentaba y bebía, y ella se sentaba a su lado y le hablaba, y él nunca respondía; sólo miraba al vacío. Pero se enamoró de él. Esperaba todos los días delante del salón de té a que llegara. Cuando se iba, salía corriendo detrás de él. A veces me pasaba días sin verla, porque andaba con él por alguna parte.

Reiko comprendió que Yugao había transferido su amor no correspondido por su padre al misterioso samurái. Conjeturó que la chica se había mantenido en contacto con él tras su traslado al poblado hinin. En ese caso, tal vez hubiera acudido a él al fugarse de la cárcel.

La recorrió un hormigueo de esperanza al preguntar:

– ¿Quién es ese hombre?

– Se hacía llamar Jin. Es todo lo que sé.

Sin un nombre de clan, sería difícil seguirle el rastro.

– ¿Quién es su señor?

– No lo sé.

Reiko combatió el desengaño. El samurái misterioso era su única pista sobre el paradero de Yugao.

– ¿Qué aspecto tenía?

Tama arrugó la frente en un esfuerzo por recordar.

– Era guapo, supongo.

Tras muchos intentos de sonsacarle una mejor descripción, Reiko se rindió.

– ¿Sabes adonde iban él y Yugao al dejar el salón de té?

La chica sacudió la cabeza y luego reflexionó.

– Yo trabajé en una posada antes de venir aquí. A veces, cuando había una habitación libre, los dejaba pasar para que pudieran estar juntos.

Si Yugao y su amante se habían reunido, a lo mejor habían regresado al lugar que les era familiar.

– ¿Cómo se llama esa posada? ¿Dónde está?

Tama le dio las señas.

– Se llama El Pabellón de Jade. -Se desplazó hacia la puerta-. ¿Puedo irme ya? -preguntó con timidez-. Si paso demasiado tiempo fuera, mi señora se enfadará.

Reiko vaciló y luego asintió.

– Gracias por tu ayuda.

Mientras veía a Tama entrar en la casa, se preguntó si habría oído todo lo que la chica sabía sobre Yugao. Tenía la sensación de que la dócil y dulce Tama se las había ingeniado para mantenerle oculto algo.

El teniente Asukai metió la cabeza por la ventanilla del palanquín.

– He oído lo que os ha contado la chica -dijo-. ¿Queréis que vayamos al Pabellón de Jade?

Esa había sido la primera idea de Reiko pero, si Yugao se encontraba con su misterioso samurái y él era tan peligroso como decía Tama, más le valía prepararse para encontrar problemas. Sus guardias eran buenos para protegerla de bandidos y el ocasional soldado rebelde suelto, pero no quería enfrentarlos a una asesina y una incógnita total.

– Antes reuniremos refuerzos -dijo.

Capítulo 24

En una cochambrosa calle del distrito maderero de Honjo, Sano y los detectives Marume y Fukida montaron a lomos de sus caballos delante de un salón de té. Las linternas rojas colgadas de sus aleros resplandecían en el neblinoso crepúsculo; sus reflejos en los charcos de lluvia parecían sangre derramada. Sano vio cómo sus guardias hacían salir al anciano propietario, dos camareras y tres clientes borrachos. Todos parecían confusos y asustados porque los había interrogado y arrestado, cosa que ya había hecho con todo aquel al que había encontrado en cinco lugares más de la lista que le había dado el general Isogai.

– No puedo creer que alguna de estas personas sea el Fantasma -comentó el detective Marume.

– Yo tampoco -dijo Fukida-. No son la clase de gente que conocería los secretos del dim-mak o integraría el escuadrón de élite de Yanagisawa.

Sano estaba de acuerdo. La frustración lo reconcomía porque había dedicado el día a esa búsqueda, y las personas que había atrapado en las otras redadas tenían tan pocos visos de ser el asesino como ésas. Con todo, dijo:

– Imaginemos que el Fantasma se mueve disfrazado. No voy a correr el riesgo de atraparlo y soltarlo. -Se dirigió a los guardias-. Metedlos en la cárcel con la gente que hemos detenido antes.

– ¿Probamos el siguiente sitio de la lista?

Sano echó un vistazo al cielo encapotado, que oscurecía con rapidez. A ese ritmo jamás lograría atrapar al asesino antes de la noche del día siguiente. Podía morir antes de poner freno al reinado del terror del Fantasma y cumplir su deber. Tenía los nervios a flor de piel y un impulso constante y obsesivo de buscar en su cuerpo la contusión con forma de huella, el heraldo de la muerte. No podía permitirse perder un momento. Aun así, si le quedaba poco más de un día por vivir, no quería pasarlo cazando a un espectro por calles mojadas y desoladas cuando ni siquiera podía estar seguro de que el Fantasma era uno de los siete soldados de élite fugitivos de Yanagisawa. Experimentó un anhelo abrumador de ver a Reiko y Masahiro. Las horas previas al día siguiente podían ser las últimas que pasara con ellos.

– Antes pasaremos por casa -dijo.

Cuando llegaron al castillo, la noche había caído sobre la ciudad. Las antorchas de la puerta destellaban y humeaban en la niebla. De vez en cuando el humo de una hoguera pasaba flotando sobre el paseo desierto. Sano y sus hombres recorrieron los pasajes vacíos, salvo por los centinelas de los controles. El castillo era una fortificación bajo asedio de un enemigo invisible, en que la mayoría de sus ocupantes se agazapaban tras puertas cerradas a cal y canto y legiones de guardaespaldas. En su complejo, Sano dejó a los detectives en sus dependencias y fue derecho a sus aposentos privados.

Masahiro se le acercó corriendo por el pasillo, con los brazos tendidos, gritando:

– ¡Papá, papá!

Sano lo levantó y lo abrazó. Apoyó la cara en su pelo suave e inspiró su aroma fresco y dulce. ¿Sería la última vez? El corazón le dolió al decir:

– ¿Dónde está mamá?

– Mama fuera.

– ¿Ah, sí? -Lo inquietó saber que Reiko andaba fuera a esas horas y en los tiempos que corrían, y lo sorprendió que, tras el ataque contra él de la noche anterior, ella hubiera seguido pendiente de sus asuntos como si nada. ¿No debería estar allí esperándolo?

Oyó unos pasos rápidos y ligeros en el pasillo, y apareció Reiko. Llevaba una capa de tono apagado sobre unos ropajes sencillos. Parecía cansada y triste, pero se animó al verlo con Masahiro.

– Cómo me alegro de encontrarte en casa -dijo. Masahiro se estiró hacia ella, que lo tomó de brazos de Sano-. Tenía miedo de que no volvieras.

– ¿Dónde has estado?

La sonrisa de Reiko se desvaneció ante el tono cortante.

– He ido a decirle a mi padre que he terminado con la investigación.

A Sano lo asombró y molestó. ¿Tan importante era esa tarea para dejar la casa? Podría no haber llegado a verla antes de retomar su caza del asesino. Debería haber mandado un mensajero.

– ¿Y has esperado hasta estas horas de la noche?

– Bueno, no. -Reiko vaciló, y añadió con tiento-: He ido esta mañana. Pero entonces mi padre me contó que había habido un incendio en la cárcel y Yugao se había fugado. Pensé que valía más que la buscara. Eso es lo que he estado haciendo todo el día.

– Espera. ¿Quieres decir que te has enredado todavía más en ese asunto de esa paria asesina? ¿Después de decirme que habías acabado con el asunto?

– Sí, te lo dije. Pero tenía que buscarla -repuso Reiko a la defensiva-. Es culpa mía que se escapara. No podía quedarme de brazos cruzados.

Aunque su explicación era razonable, el dolor de Sano estalló en cólera porque se había desentendido de sus deseos.

– Ya sabes lo difícil que es la posición en que me encuentro -gritó-. ¡No puedo creer que seas tan egoísta y testaruda!

Los ojos de Reiko destellaron.

– No me grites. Eres tú el egoísta y testarudo. Preferirías que dejara suelta a una asesina en lugar de hacer lo posible por atraparla, sólo porque tienes miedo del comisario Hoshina. ¿Dónde está tu valor de samurái? ¡Empiezo a pensar que lo perdiste al hacerte chambelán!

Sus palabras contenían suficiente verdad para clavársele a Sano en el corazón.

– ¿Cómo te atreves a insultarme? -dijo, levantando aun más la voz-. Durante cuatro años no me has dado más que problemas. ¡Ojalá nunca me hubiera casado contigo!

Reiko se lo quedó mirando, petrificada por el estupor, como si le hubiera pegado. Luego se le demudaron las facciones y le resbalaron lágrimas por las mejillas. Abrazó a Masahiro, que berreaba, alterado por la riña. La cólera de Sano se disolvió en horror ante la crueldad con que había hablado.

– Lo siento -musitó avergonzado. La actividad constante, la falta de sueño, el miedo y la desesperación lo habían llevado a explotar con Reiko-. No hablaba en serio.

Ella meció a Masahiro para calmarlo mientras se secaba torpemente las lágrimas con la manga.

– Yo tampoco -dijo con un susurro ahogado-. Perdóname, por favor.

Sano la estrechó entre los brazos y ella se apretó contra él, que sintió cómo se le estremecía el cuerpo con el llanto.

– Te perdono si tú me perdonas.

– No tendría que haberte dicho esa barbaridad -gimoteó Reiko-. Estoy asustada, alterada y preocupada, pero eso no es excusa.

– Yo me he pasado todo el día corriendo de un lado para otro intentando atrapar al asesino y fracasando, pero eso tampoco es excusa. Digamos que estamos iguales.

Si tan sólo le quedaba un día de vida, no quería que lo perdieran tirándose los trastos a la cabeza. Reiko asintió; sus ojos rebosaban amor, remordimiento y aprensión. Juntos acostaron a Masahiro y luego fueron a su dormitorio. Sano se derrumbó en la cama preparada por los sirvientes. Le dolían el cuerpo y la mente de fatiga. Intentó no pensar en la larga noche de trabajo que lo esperaba ni imaginarse qué sentiría si la muerte lo fulminaba al día siguiente o qué sería de su familia.

Reiko se arrodilló a su lado.

– Dejaré de buscar a Yugao. Será un problema menos del que tengas que preocuparte.

– No. -Sano no podía aceptar su ofrecimiento-. He cambiado de idea. Creo que debes seguir buscando. -Necesitaba algo que la distrajera de sus preocupaciones-. Es lo correcto. -Toda situación aciaga tenía su lado bueno, pensó Sano. Si moría al día siguiente, las tretas de Hoshina no podrían hacerle daño.

– ¿Estás seguro?

Oyó esperanza en la voz de Reiko y vio incredulidad en sus ojos.

– Sí. -Aunque tenía trabajo de sobra con su propia investigación para interesarse por la de Reiko, quería reparar el daño que le había hecho-. ¿Cómo ha ido tu búsqueda hoy? -preguntó, aparentando interés.

Ella sonrió, agradecida.

– He encontrado a la amiga de la infancia de Yugao, Tama. -Mientras le refería lo que ésta había explicado sobre aquella siniestra historia familiar que según Reiko había empujado a Yugao al asesinato, Sano intentó prestar atención, pero el cansancio lo superó; se adormiló-. Tama me ha hablado de un lugar al que podría haber acudido Yugao. Se trata de una posada llamada El Pabellón de Jade.

Una remota campanilla resonó en el recuerdo de Sano. Se despabiló de golpe. ¿De qué le sonaba ese nombre?

– He venido a casa a ver si podía llevarme algunos de tus soldados para que me acompañen y me ayuden a capturar a Yugao, si es que está allí -prosiguió Reiko.

Sano se incorporó de sopetón porque ya sabía dónde había visto mencionado El Pabellón de Jade. Hurgó por debajo de su faja y sacó la lista que le había dado el general Isogai.

– ¿Pasa algo? -preguntó Reiko, intrigada-. ¿Qué haces?

Sano sintió un arrebato de emoción mientras recorría con el dedo los caracteres del papel.

– Creo que el asesino es uno de los soldados de élite de Yanagisawa. Siete todavía andan sueltos. -Las palabras «Pabellón de Jade» le saltaron a los ojos-. Ésta es una lista de sitios que han frecuentado en el pasado. Y ésta es la posada donde crees que se encuentra Yugao.

Contemplaron la lista y luego se miraron, maravillados de que sus respectivas investigaciones de repente hubieran convergido. A Reiko se le agudizaron las facciones.

– Yugao tenía un amante. Era un samurái. Solían encontrarse en esa posada. ¿Tú crees…?

– No. No puede ser el Fantasma -dijo Sano, aunque el corazón se le aceleró. Que Reiko hubiera topado con una pista ya era demasiado pedir.

– ¿Por qué no? -Los ojos se le iluminaron de emoción-. Tama lo describió como un hombre peligroso. Vio cómo casi mataba a un hombre que lo empujó sin intención. ¿No te parece propio del tipo de persona que podría ser tu asesino?

Sano se previno contra los excesos de optimismo.

– Esa descripción se ajustaría a centenares de samuráis. No hay motivo para creer que él y Yugao estén relacionados. ¿Cómo iban a convertirse en amantes una mujer hinin y un oficial del escuadrón de élite de Yanagisawa? ¿Cómo iban siquiera a conocerse?

– Yugao no siempre fue una paria. Conoció a su hombre en un salón de té cercano a Riogoku Hirokoji, donde su padre era antes propietario de una feria. -Reiko estudió la lista-. Aquí no consta el salón de té, pero el Ejército no lo sabe todo. Podría haber sido un local frecuentado por las tropas de Yanagisawa.

– Podría -dijo Sano, permitiendo que ella lo convenciera a pesar de la falta de pruebas-. ¿Qué más has descubierto sobre ese hombre misterioso? ¿Su nombre?

– Se hacía llamar «Jin». Hablaba en susurros y sonaba como el bufido de un gato -añadió Reiko-. Yugao tuvo relaciones con muchos hombres. El Fantasma podría haber sido aquel del que Tama dice que se enamoró.

– En cualquier caso, vale la pena echar un vistazo en El Pabellón de Jade. -Sano se levantó de la cama-. Podría ser el próximo sitio en el que busque al Fantasma.

Reiko lo acompañó a la puerta.

– Estaba convencida de que había un motivo para seguir con mi investigación -dijo, radiante de excitación-. Si te conduce al Fantasma, espero que eso compense los problemas que te he causado.

– Si lo capturo en El Pabellón de Jade, jamás volveré a interponerme en nada que quieras hacer.

Una parte de él esperaba que Reiko pidiera permiso para acompañarlo, pero no lo hizo. Debía de saber que, si el Fantasma estaba allí, le diría que era demasiado peligroso para ella y que sería una molestia; y no quería otra discusión por mucho que hubiera desvelado lo que parecía ser la pista crucial. Se limitó a decir:

– ¡Ardo en deseos de ver qué pasa!

– Serás la primera en saberlo.

Se abrazaron en una ardorosa despedida. Reiko dijo:

– Si Yugao está allí…

– La capturaremos para ti -dijo Sano mientras salía con paso firme en busca de los detectives Marume, Fukida y un pelotón de soldados. Se sentía vigorizado por la esperanza; su cansancio se evaporó en la niebla. Hasta podía creer que viviría más allá del día siguiente.

Capítulo 25

Una llama oscilante ardía en la lámpara de una habitación cuyas ventanas estaban cerradas a cal y canto. Retumbaban los truenos; la lluvia repicaba sobre el tejado. En un colchón tendido en el suelo, Yugao y su amante yacían juntos desnudos. Él estaba boca arriba, con su cuerpo esbelto y musculoso. Ella lo abrazaba, con los pechos apretados contra su costado, una pierna cruzada sobre las suyas y el pelo extendido en abanico por encima de los dos. Los cuerpos desnudos brillaban dorados a la luz del candil. Yugao le acariciaba la cara con ternura. El corazón se le desbordaba de adoración mientras seguía con el dedo el contorno de su pronunciada frente, sus mejillas y su mentón. Le acarició la boca, tan firme y adusta. Era el hombre más guapo que hubiera visto en su vida, su héroe samurái.

Durante sus días en la cárcel y los años en el poblado hinin, había rezado por volver a verlo. Su recuerdo la había sostenido a lo largo de todas las penalidades. En ese momento lo miró con arrobo a los ojos. Su oscuridad y hondura la mareaban, como si cayera por ellos. Sin embargo, miraban a través de ella, más allá de ella. Se sentía alejada de él aunque lo estuviera tocando, pues él mantenía su espíritu oculto en algún lugar remoto. Apenas parecía consciente de que ella estaba allí.

La embargó una tristeza familiar. Ansiosa por suscitar alguna respuesta en él, algún indicio de que le importaba, llevó la boca a las cicatrices que le surcaban el pecho, recordatorios de incontables combates a espada. Jugueteó con sus pezones con la lengua y los notó endurecerse. Cuando desplazó la boca hacia abajo, él se movió. Acarició su virilidad, que se hinchó y curvó hacia arriba; le oyó un suspiro de placer. El deseo fue apoderándose de Yugao, coloreando su piel, cosquilleándole en los pechos, invadiendo sus entrañas de calor. Sin embargo, cuando lo tomó en su boca, él la apartó con malos modos. Se incorporó y agarró la espada corta que tenía junto a la cama. Sostuvo el filo derecho delante de la cara de Yugao.

– Hazle el amor -ordenó.

Su voz era un siseo que a Yugao le recordaba el crepitar del hielo sobre el fuego, una serpiente presta a atacar. Le habían herido la garganta en combate y por eso era incapaz de hablar salvo en susurros. Yugao había oído la historia de labios de sus camaradas, en el salón de té donde se reunían; él nunca le contaba nada personal sobre sí mismo. En ese momento su intensa mirada la conminaba a acatar sus deseos. La hoja de acero llameaba con los reflejos del fuego de la lámpara, como si estuviera viva. Yugao conocía el ritual, que habían representado muchas veces. A él no le gustaba que lo tocara, y evitaba tocarla en la medida de lo posible. Siempre prefería que dedicara sus atenciones a su arma en lugar de a su cuerpo durante el sexo. Le daba miedo preguntarle por qué pues podría enfadarse, pero debía obedecerlo, como siempre había hecho.

Se arrodilló y deslizó los dedos arriba y abajo por la hoja fría y lisa. Su cara, lastimera en su necesidad de aprobación, se reflejaba en el acero brillante. En los ojos de él prendió un fuego lento de excitación. El pecho se le hinchó a medida que su respiración se volvía más rápida y superficial. El deseo de Yugao la abrasaba como un incendio en su interior. Agachó la cabeza, extendió la lengua y lamió lentamente la hoja de abajo a arriba, por el lado plano. Luego lamió en dirección descendente el filo aguzado como una cuchilla. Tembló de miedo a cortarse, pero vio que la virilidad de él se erguía erecta. El placer de él era el de ella. Gimió por la excitación que le provocaba.

Fuera restalló un trueno que sacudió el suelo y desequilibró a Yugao del susto. La lengua le patinó. Dio un grito ahogado cuando el filo le hizo un minúsculo corte; notó el sabor salado de la sangre. Se echó atrás sobre los talones y se llevó la mano a la boca. Verla herida y dolorida lo excitó hasta el paroxismo. La tumbó en la cama de un empujón. Con la espada atravesada sobre su garganta, se encajó entre sus piernas.

Yugao gritó de placer y terror mientras él la embestía y el filo le presionaba la piel. Él sabía que no necesitaba forzarla; ella le permitiría hacerle cualquier cosa que quisiera. Sin embargo, él necesitaba violencia para obtener satisfacción. La cortaría si así lo deseaba, ya lo había hecho en el pasado. A la vez que lo apretaba hacia sí y arqueaba el cuerpo para recibir sus acometidas, Yugao chillaba y se encogía para alejarse de la espada. Con la cara tensa y contorsionada, él fue aumentando la fuerza y velocidad de sus movimientos. Fijó la mirada en la de ella.

Yugao se perdió en el remolino oscuro de sus ojos. Destellos de la memoria iluminaron la oscuridad. Era una niña en la casa de su familia. Su padre yacía encima de ella; le tapaba la boca con la mano para ahogar sus gritos mientras copulaban. Por la mañana había sangre en su cama. Su madre la maldecía y golpeaba.

Sin embargo, aquellos tiempos y aquella gente que le había hecho daño se habían ido para no volver. Se agarró con fuerza a su amante. Él echó atrás la cabeza, gimió y la penetró a fondo mientras se dejaba ir. El correspondiente climax de Yugao la estremeció en paroxismos de éxtasis. Prorrumpió en gritos incoherentes mientras sentía su espíritu tocar por fin el de él.

Demasiado pronto, antes aun de que sus sensaciones remitieran, él se retiró de ella. Se arrodilló en el suelo al otro lado de la habitación, de espaldas a Yugao, mientras ella temblaba empapada de sudor en el súbito helor de su ausencia. Se le acercó reptando y le puso una mano cautelosa en el hombro. Él miraba el vacío, sin hacerle caso.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó ella.

Pasó un largo intervalo antes de su respuesta.

– Venir aquí ha sido un error.

El tono de reproche de su susurro hirió a Yugao.

– ¿Por qué? És tranquilo, cómodo e íntimo. Tenemos todo lo que necesitamos. -Señaló con un gesto la cama, los mullidos cojines del suelo, el brasero lleno de carbón, el paquete de comida y las jarras de agua y vino.

– No es seguro. Y estaría mejor sin ti. -Se zafó de su mano con un encogimiento del hombro.

A Yugao la asaltó el repentino recuerdo de su padre acariciando a su hermana Umeko sobre el regazo mientras ella los miraba, celosa y abandonada.

– Pero si estamos hechos para estar juntos -le dijo, herida por su actitud-. El destino nos ha reunido.

Él se rió, un sonido como de metales raspándose.

– Esa clase de destino nos matará a los dos. Tú eres una criminal buscada. La policía te andará persiguiendo. Traerás a mis enemigos derechos a mí.

– ¡No es verdad! -A Yugao la horrorizaba que la tuviera por semejante carga mientras ella lo amaba más que a nada en el mundo-. He ido con cuidado. Aquí nunca nos encontrarán. Yo jamás te pondría en peligro. Te quiero. Haría cualquier cosa por protegerte.

Lo escondería, le daría de comer y se entregaría a él por mal que la tratara. Era su esclava a pesar de todo lo que sabía sobre él.

Nada más verlo en el salón de té, se había jurado ganarse su amor. Era diferente del resto de hombres. La mayoría eran más amables que él, pero a ella la dejaban indiferente. Podía seducirlos con una sonrisa, una mirada seductora. ¡Necios débiles y estúpidos! El, sin embargo, se desentendía de sus esfuerzos por atraerlo. Eso hizo que Yugao lo anhelara como no había anhelado nunca a ningún hombre. Por primera vez en su vida sintió deseo físico. Se consagró en cuerpo y alma a tenerlo. Siempre que iba al salón de té, coqueteaba con él como si le fuera la vida en ello. A veces se llevaba a otro hombre al callejón con la esperanza de ponerlo celoso. Nada funcionó.

Él por lo general iba a pie en lugar de a caballo como la mayoría de samuráis de su rango; en una ocasión, cuando se fue del salón de té, salió corriendo detrás de él. El se detuvo, se volvió hacia ella y le dijo:

– Piérdete. Déjame en paz.

Sin embargo, eso no había sino exacerbado el deseo de Yugao. La siguiente vez que lo siguió, tomó precauciones para que no la avistara entre el gentío de las calles. Pasó días siguiéndolo por todo Edo. Desde una distancia segura lo vio encontrarse y charlar furtivamente con hombres extraños. Tenía curiosidad por saber a qué se dedicaba, y una noche lo descubrió.

Era una fría y húmeda velada de otoño. Yugao lo siguió a través de la niebla que pendía sobre la ciudad, por caminos casi desiertos, hasta un barrio cercano al río. Se paró una manzana más abajo de un salón de té brillantemente iluminado y se ocultó en el umbral de una tienda cerrada para la noche. Ella se escondió doblando la esquina. Temblorosa en la gélida humedad, lo vio vigilar el salón de té. Clientes entraban y salían. Pasaron horas; luego salieron dos samuráis del establecimiento y caminaron calle abajo hasta pasar por delante de Yugao. Él salió del umbral con paso sigiloso en pos de ellos.

A Yugao se le aceleró el pulso porque sabía que estaba a punto de suceder algo emocionante. La niebla era tan espesa que a duras penas veía lo suficiente para seguirlos a él y los samuráis. Eran sombras que se disolvían aunque no le llevaran más de veinte pasos de ventaja. Sus voces le llegaban flotando. No distinguía lo que decían, pero el tono era apremiante, temeroso. Apretaron el paso hasta romper a correr. Yugao se lanzó en su persecución, pero no tardó en perderlos. Luego oyó un grito apagado proveniente de un callejón entre dos almacenes. Se asomó.

Un golpe de brisa que soplaba desde el río despejó la niebla. Un cuerpo yacía en el suelo hecho un ovillo. Más adentro, dos figuras se golpeaban en un violento abrazo. Oyó un grito de dolor. Una figura cayó con un ruido sordo. La otra se quedó inmóvil. Yugao ahogó un grito de asombro. ¡Él había estado al acecho de esos samuráis, y acababa de matarlos a los dos!

En ese momento la vio.

– ¿Qué haces aquí? -exigió saber.

Yugao se dio cuenta de que iba a matarla: no quería testigos. Sin embargo, no huyó. Su fuerza y atrevimiento la sobrecogieron. Su deseo de él floreció en un hambre desenfrenada. Privada casi de pensamiento consciente, avanzó hacia él y se abrió las vestiduras para enseñarle su cuerpo desnudo.

Él dejó caer la espada. La agarró y la tomó contra la pared del almacén, mientras sus víctimas yacían muertas allí al lado. La brutalidad de los asesinatos y el peligro de que los sorprendieran los excitó a los dos hasta una pasión salvaje. Por vez primera Yugao experimentó placer con un hombre. No le importaba que fuera un asesino. Cuando llegaron al climax, soltó un grito de triunfo porque por fin se lo había ganado.

Al día siguiente, le preguntó por qué había matado a esos hombres.

– Eran el enemigo -fue lo único que le sacó.

Más adelante se informó sobre los asesinatos gracias a los cotilleos del salón de té. Los dos samuráis eran vasallos del caballero Matsudaira, que había dictado la orden de que cualquiera que tuviese información sobre los crímenes debía comunicarla. A Yugao no le importaba que buscaran a su amante por un delito tan grave. Si acaso lo admiraba más por atreverse con un enemigo tan poderoso como el caballero Matsudaira. No le importaba el motivo. Le gustaba que combatiera a la gente que lo había agraviado. Se enorgullecía de tener a un hombre tan valiente.

Sin embargo, pronto quedó claro que no lo tenía. Después de aquella noche se encontraron muchas veces, siempre en posadas baratas, y él le enseñó los rituales sexuales que le gustaban, pero fuera del dormitorio le hacía el mismo caso omiso de antes. Nunca le daba muestras de afecto. Desesperada por su amor, Yugao había adoptado medidas extremas.

Pero su actitud lo había enfurecido, en lugar de complacerlo. Entonces él se había marchado sin más. Yugao quedó destrozada. Y después llegaron más calamidades. Su padre fue degradado a hinin y la familia se mudó al mísero poblado. Ella lo había buscado a menudo en vano.

La guerra había cambiado su suerte.

Un mes después de que terminara la batalla, Yugao despertó en mitad de la noche para oír una voz al otro lado de la ventana, siseando su nombre. Era la voz que había anhelado oír. Saltó de la cama y corrió afuera. Lo encontró tumbado en el suelo, sangrando de heridas gravés, medio muerto. Yugao nunca supo qué le había pasado ni cómo la había encontrado; él no se lo contó. Lo que importaba era que había regresado a ella. Lo metió dentro y lo acostó en el cobertizo donde su hermana Umeko entretenía a los hombres. Umeko no estaba nada contenta.

– Esa es mi habitación -dijo-. ¡Saca de ahí a ese matón enfermo y mugriento!

Su padre se puso de parte de Umeko; siempre lo hacía.

– Si nos pillan escondiendo a un fugitivo, tendremos problemas -le dijo a Yugao-. Voy a denunciarlo a la policía.

– Si lo haces, les diré que no has parado de cometer incesto -contraatacó Yugao-. Te alargarán la condena.

Su amenaza mantuvo callados a su padre y a Umeko. Durante todo ese invierno había escondido a su amante y lo había cuidado hasta devolverle la salud. Cuando estuvo bien, empezó a salir por las noches. Nunca explicó para qué, pero Yugao sabía que había retomado su guerra contra el caballero Matsudaira. A veces regresaba a la mañana siguiente; a veces desaparecía durante días. Yugao esperaba, temerosa de que no regresara. La aterrorizaba que lo hubieran matado. La última vez, cuando llevaba un mes fuera, se puso a buscarlo en los lugares donde antes se citaban. Al final lo encontró, pero él se mostró más enfadado que contento de verla. Aunque su frialdad la había hecho llorar, él la había rechazado:

– Tengo trabajo. Serías una molestia. Si te vuelvo a necesitar, acudiré a ti.

– Por favor, deja que me quede contigo -había suplicado ella-, por lo menos un rato.

Se había desvestido para intentar seducirlo. El desenvainó su espada y le rebanó el pezón izquierdo. Sin parar mientes a sus chillidos de horror ante la sangrienta herida, le gritó:

– ¡Vete y no vuelvas, o la próxima vez te mataré!

Por fin había insuflado en Yugao auténtico miedo. Con el corazón roto, ella lo había obedecido, pensando que su relación había terminado para siempre. Regresó a la choza, donde no había hallado comprensión en su familia.

– Que se vaya con viento fresco -dijo su padre.

– Eres demasiado fea para conservar a un hombre -se mofó Umeko.

Su madre se había reído de su dolor:

– Te lo tienes bien merecido.

– ¡Algún día pagaréis por el modo en que me tratáis! -les había gritado Yugao en un arrebato de furia.

Ya no podían hacer daño a nadie. El incendio que la había liberado le había ofrecido una nueva esperanza de pasar la vida con él. Sin embargo, en ese momento, después de haber dado por fin con su amante, se le escapaba una vez más de las manos. Lo vio ponerse la ropa, mientras decía:

– No tendría que haber dejado que me trajeras aquí. La policía registrará los sitios e interrogará a las personas que tuvieran alguna relación contigo. No puedo arriesgarme a que te encuentren y de paso me atrapen.

Mientras él miraba por las rendijas de las persianas para ver si alguien rondaba por el exterior, Yugao sintió un brote de pánico.

– Si no te gusta este sitio, nos iremos a otra parte -dijo, aunque odiaba la idea de dejar ese lugar. Empezó a vestirse deprisa, una prenda interior y un quimono baratos que había robado de una tienda.

El desprecio de su mirada la cortó como un cuchillo.

– No nos vamos juntos. No pienso pasear de un lado a otro un peso muerto peligroso. Va siendo hora de que nos separemos.

– ¡No! -Horrorizada, Yugao se aferró a él-. ¡No permitiré que me dejes! -Él se la quitó de encima con una exclamación exasperada y le dio la espalda, pero ella se apretó contra su cuerpo-. ¡No después de lo que he hecho por ti!

Él giró sobre los talones y la miró. El aire que los separaba vibraba con todas las cosas que Yugao había hecho para ganarse su amor, además de cuidarlo y cobijarlo. Casi olía a sangre acre.

– Nunca te pedí que lo hicieras -dijo él con los ojos encendidos de cólera.

– ¿Pero no te alegras? Eran el enemigo.

– Fuiste descuidada y podrían haberte atrapado. Había gente capaz de relacionarte conmigo. La policía nos habría arrestado a los dos por conspiración aunque actuaras por tu cuenta.

– Pero no lo hicieron. El destino está de nuestra parte. Nos protegió.

El sacudió la cabeza, y una risa incrédula surgió de su boca en un siseo.

– ¡Dioses misericordiosos, estás loca! ¡Cuanto antes me libre de ti, mejor!

Se ciñó las espadas a la cintura y llenó un morral con sus mudas de ropa y algunas posesiones más.

– ¡Espera! -exclamó Yugao, frenética. Dado que su amor y lo que le debía no iban a detenerlo, a lo mejor las razones prácticas lo hacían-. Has dicho que el chambelán y sus tropas te buscan. Y ya han hecho redadas en escondrijos que has usado. ¿Adonde vas a ir?

– Eso es asunto mío. -Sin embargo, sus manos vacilaron mientras hacía el nudo del hato.

Yugao explotó su ventaja.

– Tendrías que permanecer oculto una temporada. El chambelán pensará que has huido de la ciudad. Dejará de buscarte en Edo. Hasta entonces, éste es el lugar más seguro que tienes.

Un ceño ensombreció las facciones del hombre. Yugao lo notó luchar contra la lógica, resistirse a sus argumentos. Insistió:

– A lo mejor encuentras alguna cueva donde esconderte, pero ¿quién te llevará comida? Tus camaradas están muertos o desperdigados por todo el país. ¿Quién más tienes para ayudarte si no yo?

Con un repentino estallido de ira, él lanzó su fardo a la otra punta de la habitación. Se hincó de rodillas con una expresión que helaba la sangre. A Yugao no le importaba que odiara depender de ella para sobrevivir. Tras arrodillarse a su lado, lo abrazó y apoyó la mejilla en la suya, aunque él se mantuvo rígido entre sus brazos.

– Todo saldrá bien -lo consoló-. Juntos destruiremos a nuestros enemigos. Entonces seremos felices, como marca nuestro destino. Confía en mí.

Capítulo 26

El Pabellón de Jade no merecía ese elegante nombre. Era una posada destartalada, sobre el muro de contención del río Nihonbashi, que atendía a los viajeros escasos de recursos y a los jornaleros que trabajaban en las barcazas. Tenía cuatro alas construidas con tablones, cubiertas por una raída techumbre de juncos y unidas por pasadízos techados.

Unos escalones de piedra bajaban del terraplén hasta el río, cuyas negras aguas se agitaban en la noche. A lo largo de la ribera había ancladas casas flotantes. Con la proximidad de la medianoche, la niebla se fue aclarando, hasta dejar a la vista la luna atrapada como una boya de cristal en una red de pesca rasgada.

Sano, Hirata, los detectives Marume, Fukida, Inoue y Arai y seis guardias se acercaron a la entrada del Pabellón de Jade, situada en una callejuela bordeada de puestos de comida y comercios de artículos náuticos, todos oscuros y desiertos. Los veinte soldados que Sano había traído rodeaban la posada. Sobre la entrada ardía una linterna, pero la puerta estaba cerrada. Sano llamó. Un posadero calvo y rechoncho asomó la cabeza.

– Si buscáis habitación, lo lamento, señores -dijo-. Las mías están todas ocupadas.

– Buscamos a un fugitivo -dijo Sano-. Ábrenos. Y no hagas ruido.

Él y sus hombres cruzaron la puerta y un pasadizo que llevaba a un jardín de matas y arbustos mojados y descuidados. El olor a letrina, pescado y basura contaminaba el aire. Todos los edificios que alojaban a los huéspedes tenían delante una galería. Sano y sus hombres desenvainaron sus espadas y avanzaron por ellas. Empezaron a abrir puertas de sopetón, gritando:

– ¡Esto es una redada! ¡Todo el mundo fuera!

Se oyeron gritos y revuelo en las habitaciones. Salieron dando tumbos hombres vestidos en camisón o desnudos por completo, parpadeando de sueño y miedo. Hirata y los detectives los alinearon en las galerías. El resto de los soldados irrumpió en el jardín, llevando a rastras a los que habían tratado de escapar por las ventanas.

– Decid vuestros nombres en alto -ordenaron Hirata y los detectives. Los clientes obedecieron, con las voces mezcladas en una cacofonía de pánico.

De una habitación no había salido nadie. Sano se asomó a una oscuridad que se antojaba vacía. El posadero aguardaba en el jardín, sosteniendo una lámpara. Sano lo llamó.

– Pensaba que habías dicho que todas las habitaciones estaban ocupadas.

– Lo estaban, mi señor.

Sano le arrebató la lámpara y entró en la habitación. Un hedor a enfermedad y descomposición le asaltó el olfato. En el suelo había un colchón cubierto por una colcha sucia y arrugada. Las moscas zumbaban alrededor de un orinal lleno y una bandeja con una vianda de arroz, té y sopa, todo frío y rancio. Sano se agachó y tocó el colchón.

Hirata apareció en la puerta.

– Los hombres que hemos atrapado son tripulantes de las barcazas del río. Si el Fantasma está aquí, esta habitación tiene que ser la suya. -Echó un vistazo al cuarto vacío y su cara reflejó la misma decepción de Sano-. ¿Se ha ido?

– Estaba aquí hace un momento. La cama todavía está caliente. -Sano sintió una demoledora frustración por haber estado tan cerca y aun así haber perdido a su presa.

– Pero ¿cómo puede haberse escapado? -Hirata escudriñó la habitación-. Sólo hay una puerta; si hubiera salido por ella, lo habríamos visto. Y las persianas están cerradas por dentro. No puede haber…

Sano alzó la mano para interrumpirlo al oír un leve sonido.

– ¿Qué es eso?

Se quedaron los dos inmóviles, escuchando. Sano lo oyó de nuevo, un resuello que acababa en gemido. Miró a Hirata, que asintió.

Esperaron. El jaleo de fuera remitió y Marume y Fukida se asomaron a la puerta. Sano les advirtió con un dedo en los labios. De nuevo oyeron el resuello y el gemido. Sano señaló el armario empotrado en la pared. Marume y Fukida cruzaron la habitación de puntillas. Se plantaron uno a cada lado del armario, empuñando las espadas. Sano casi oía el pulso de sus compañeros acelerándose al compás del suyo, los notaba contener el aliento. Fukida abrió la puerta corredera del armario.

Estaba vacío. Los estantes contenían velas, ropa de cama, prendas dobladas y otros artículos normales. En ese momento se oyó de nuevo la trabajosa respiración, esa vez más nítida. Sano inspeccionó el suelo del armario. Un tablón estaba torcido. Marume lo alzó y lo tiró a un lado. Debajo había un agujero de unos cinco pasos de lado y cuatro de profundidad. Al inclinarse sobre él, los abofeteó una vaharada de hedor a orina, sudor y podredumbre. Sano iluminó el agujero con la lámpara.

Un rostro demacrado les devolvió la mirada con ojos temerosos. Pertenecía a un hombre que yacía aovillado sobre un costado, vestido con ropajes oscuros. Inhalaba resuellos y exhalaba gemidos. En la mano temblorosa sostenía una espada, que blandió hacia los hombres.

– Suelta el arma -dijo Sano, mientras apuntaban al hombre con sus armas-. Sal de ahí.

El hombre tuvo una convulsión. Se estremeció y sus extremidades dieron sacudidas. Cerró los ojos con fuerza, apretó los dientes y profirió un gritito agónico.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Fukida.

El hombre no respondió. Sus espasmos remitieron; se le quedó el cuerpo inerte y soltó la espada. Se desplomó boqueando.

– Parece muy enfermo -dijo Sano-. No creo que suponga ningún peligro para nosotros. Sacadlo.

Marume y Fukida tiraron del cuerpo con cautela por el borde del agujero. Cuando lo agarraron y empezaron a levantarlo, el hombre chilló:

– ¡No! ¡No me toquéis! ¡Duele!

Estaba consumido, todo huesos y carne marchita. Un vendaje de algodón blanco le envolvía la pierna derecha desde los dedos hasta la rodilla. Estaba manchado de sangre y pus de una herida que Sano identificó como fuente tanto del olor infecto como de la agonía de aquel desdichado. Los detectives lo depositaron sobre la cama, donde quedó postrado, impotente y sollozando.

– ¿Este es el Fantasma? -preguntó Hirata, escéptico.

Sano no podía creer que aquel inválido fuera el asesino que había aterrorizado al régimen. Acuclillado junto a la cama, dejó la lámpara en el suelo y lo examinó más de cerca. Su largo pelo sucio y greñudo estaba despejado en la coronilla, otrora tonsurada: era un samurái. Fukida sostuvo en alto la espada que había sacado del agujero. Era de costosa factura, con la empuñadura envuelta en seda negra y decorada con incrustaciones de oro, un indicio de elevada condición social.

– ¿Quién eres? -le preguntó.

Sus ojos hundidos, subrayados por sombras oscuras y húmedos de lágrimas de dolor, ardieron de hostilidad hacia su captor.

– Sé quién sois -susurró entre jadeos y gemidos-. Sois el chambelán Sano, perro amaestrado del caballero Matsudaira. Adelante, matadme. No os diré nada.

Por lo menos se había identificado como miembro de la oposición, pensó Sano. Entonces el prisionero sucumbió a otra convulsión.

– ¡Ayudadme! -gritó-. ¡Haced que pare! ¡Por favor!

Hirata se acuclilló junto a Sano y mostró al prisionero un frasco negro laqueado.

– Esto es opio. Alivia el dolor. Responded a las preguntas del chambelán Sano, y os lo daré.

El hombre miró con furia y anhelo el vial. La pálida piel se le empapó de sudor a medida que remitían los espasmos. Asintió débilmente.

– ¿Quién eres? -repitió Sano.

– Iwakura Sanjuro.

Ese nombre aparecía en la lista del general Isogai.

– Es del escuadrón de élite de Yanagisawa -explicó Sano a sus hombres, antes de seguir preguntando-. ¿Cómo te hirieron?

– Un disparo -respondió él con voz entrecortada-. Durante nuestro último ataque contra las tropas del caballero Matsudaira.

La herida se había infectado y le había extendido el veneno por la sangre, dedujo Sano; en ese momento padecía la fiebre que provocaba convulsiones, consunción y la muerte.

– ¿Cuándo fue eso?

– En el tercer mes de este año.

Hacía un mes.

– ¿Cuánto tiempo llevas enfermo?

– No me acuerdo. -Iwakura hizo un gesto de dolor y gimió-. Una eternidad.

Sano miró a Hirata y dijo:

– No es el Fantasma.

– Está demasiado débil para haber seguido y matado al jefe Ejima o el coronel Ibe -corroboró Hirata-. Y desde luego no podría haber allanado vuestro complejo y escapado anoche.

Con todo, pese al desánimo que invadía a Sano, su cautivo no era necesariamente un callejón sin salida. Le preguntó por el paradero del resto de los soldados fugitivos de Yanagisawa, citando a cada uno por su nombre. Iwakura dijo que uno estaba muerto; cuatro más se habían escondido en las provincias el invierno anterior y no los veía desde entonces.

– ¿Qué hay de Kobori Banzan? -preguntó Sano.

Iwakura gimió y la garganta se le contrajo.

– Aquí.

– ¿Aquí? -repitió Sano, extrañado-. ¿En El Pabellón de Jade -Intercambió miradas con Hirata y los detectives, preguntándose si alguno de los hombres a los que habían retenido era el último de los siete fugitivos, y por fuerza el Fantasma.

– No ahora -aclaró Iwakura-. Nos escondíamos en esta habitación, pero él se fue.

– ¿Cuándo?

– Ayer. O anteayer. -El delirio nublaba los ojos de Iwakura-. No me acuerdo.

Sano rogó que Kobori fuera el Fantasma: de lo contrario, no sabía quién podría ser el asesino ni dónde buscarlo.

– ¿Conoce Kobori la técnica del dim-mak?

Transcurrieron unos instantes en los que Iwakura cerró los ojos con fuerza y libró una silenciosa batalla contra el dolor. Sano le dijo a Hirata:

– Dale un poco de opio.

Hirata vertió unas gotas de la poción en la boca del cautivo. Al poco Iwakura se relajó y el dolor cesó. Sano repitió su pregunta. Iwakura respiró hondo.

– No lo sé -contestó a la pregunta de Sano-. Lo mantenía en secreto. Pero ayer… o cuando fuera… -Se le nubló la vista mientras su mente divagaba-. Antes de irse, le pedí que me matara. Me muero, no sirvo para nada. Quería que me degollara y acabara con mi sufrimiento. Me dijo que no podía hacer eso, que supondría problemas.

Una muerte así hubiese parecido un asesinato, lo que habría despertado las sospechas de la policía en aquella habitación, algo que no interesaba a Kobori.

– Pero dijo que podía ayudarme. Me tocó la cabeza y luego dijo que moriría pronto y que parecería natural.

Sano le acercó la lámpara a la cabeza. Allí, en la piel delgada y cerosa cercana a la sien, empezaba a distinguirse una moradura en forma de huella dactilar. Sano maldijo para sus adentros su mala suerte. ¡El asesino se le había escapado por muy poco!

– ¿Adonde ha ido Kobori? -preguntó.

– No lo sé. Una mujer vino a verlo y se fue con ella.

Sano arrugó el entrecejo.

– ¿Qué mujer?

Iwakura tembló y gruñó, presa de otra convulsión.

– Creo que la llamó Yugao.

Esa era la confirmación de que Yugao y el Fantasma estaban juntos, tal como Reiko había sugerido. Exhaló un rápido silbido, maravillado de que la investigación de su mujer hubiera supuesto un vuelco para la suya. Aun así, cuando presionó a Iwakura para que recordara si la pareja había dicho algo que indicara adonde pensaban ir, el hombre respondió con un rechinar de dientes:

– Os he dicho todo lo que sabía. ¡Dadme más opio!

Sano asintió en dirección a Hirata, pero de repente Iwakura experimentó una nueva sacudida. Se puso rígido, se le cerraron los ojos y la vida lo abandonó. El toque de la muerte había hecho efecto. Contemplando el cadáver, Sano pensó: «Pronto podría pasarme esto mismo.»

– Con que sólo hubiéramos llegado un día antes… -se lamentó Hirata.

– Pero al menos sabemos quién es el Fantasma -dijo Sano, con el ánimo alto a pesar de la decepción-. Es una gran ventaja. Y sabemos que él y Yugao están juntos. Una pareja es más fácil de encontrar que un hombre solo.

Capítulo 27

Era más de mediodía cuando Sano y Hirata regresaran al castillo. Mientras recorrían a caballo los pasajes, el sol brillaba pero volvían a acumularse nubes más allá de las distantes colinas. El tufo estancado del río enrarecía la brisa. El castillo no estaba tan desierto como el día anterior; los funcionarios iban escoltados por soldados mientras atendían a sus asuntos. Sin embargo, se los notaba apagados cuando hacían sus reverencias a Sano al cruzarse con él: el miedo al toque de la muerte seguía presente en el castillo. Avistó al capitán Nakai cerca de un puesto de control. Sus miradas se encontraron y Nakai pareció disponerse a hablar, pero Sano apartó la mirada de su sospechoso original, embarazoso recordatorio del enfoque erróneo que había adoptado su investigación al principio. Cuando él y sus hombres llegaron al complejo, Reiko salió de la mansión a recibirlos.

– ¿Qué ha pasado? -Tenía la cara radiante de alegría al ver a Sano con vida-. ¿Los has encontrado?

Sano vio esfumarse su expresión expectante ante el desánimo de sus caras.

– Tenías razón sobre Yugao y el Fantasma. Pero llegamos demasiado tarde.

Le contó lo sucedido en El Pabellón de Jade.

– ¿Has pasado toda la noche buscándolos?

– Sí. Interrogamos al resto de los clientes de la posada, pero Kobori no habló con nadie el tiempo que estuvo allí y nadie supo decirnos adonde podrían haber ido él y Yugao.

– Los centinelas de tres puertas de barrio cercanas al Pabellón de Jade vieron pasar ayer a una pareja que encajaba con su descripción -añadió Hirata-. Pero no hemos encontrado ningún otro testigo que los recuerde.

– Deben de haberse dado cuenta de que llamaban la atención y ahora van por separado -dijo Sano-. Mis hombres están registrando todos los barrios, empezando a partir del Pabellón de Jade, y advirtiendo a todo jefe de vecindario y centinela de puerta que estén ojo avizor. -Sintió una oleada de agotamiento y lo invadió el desánimo. Esa búsqueda de vastas proporciones era como pretender encontrar dos granos malos de arroz en un millar de sacos-. Hemos venido a casa para sacar más hombres a la calle.

– Bueno -dijo Reiko-, me alegra que hayáis pasado por casa, porque han llegado unos cuantos mensajes urgentes para ti. El caballero Matsudaira ha enviado a sus recaderos tres veces esta mañana. Quiere verte, y se está impacientando.

El ánimo de Sano descendió en picado. Sabía muy bien cómo reaccionaría Matsudaira al enterarse del episodio de esa noche.

– ¿Algo más?

– Ha llegado uno de tus detectives, Hirata-san -dijo Reiko-. Ha encontrado a ese sacerdote que andabais buscando.

Sano estaba tan cansado que tuvo que pararse a pensar antes de recordar el sacerdote al que se refería.

– Ozuno -dijo-. El santón errante que tal vez conozca la técnica secreta del dim-mak.

– ¿Dónde está? -preguntó Hirata a Reiko.

– En el templo de Chion, del distrito de Inaricho.

Dos días atrás, cuando Sano había oído hablar por primera vez del sacerdote, Ozuno se le había antojado crucial para la investigación, pero a esas alturas había perdido importancia.

– Ahora que sabemos quién es el Fantasma, no necesitamos que nos lo diga.

– Todavía podría ser útil -dijo Hirata-. Dos expertos en artes marciales que comparten el secreto del dim-mak, ambos en Edo, por fuerza tienen que conocerse. Ese sacerdote puede ayudarnos a encontrar al Fantasma.

– Tienes razón. Ve al templo de Chion y habla con Ozuno. Yo ampliaré la búsqueda de Yugao y Kobori y luego me las veré con el caballero Matsudaira. -Sano se preparó para lo peor. A lo mejor, si tenía suerte, caía muerto antes de que el primo del sogún pudiera castigarlo.

– Yo todavía pienso que la amiga de Yugao, Tama, sabe más de lo que me contó ayer -comentó Reiko-. Le haré otra visita.

El sector conocido como Inaricho colindaba con el distrito del tempío de Asakusa. Hirata y sus detectives atravesaron calles atestadas de peregrinos religiosos. Las tiendas ofrecían altares budistas, rosarios, palmatorias, estatuas, jarros de flores de loto de metal dorado y tabletas con nombres para funerales. Resonaban los gongs en los modestos templos que habían proliferado en Inaricho. El acento rústico de los peregrinos, las voces de los vendedores ambulantes y el humo de los crematorios coloreaban la luminosa tarde.

– El templo de Chion está por aquí cerca -dijo Hirata.

Pasaban por delante de uno de los muchos cementerios del distrito cuando una visión inusual llamó la atención de Hirata: un anciano avanzaba por la calle cojeando de la pierna derecha y ayudado por un cayado de madera. Tenía el pelo largo, gris y enmarañado, y un rostro adusto muy arrugado y bronceado. Llevaba un gorro negro y redondo, un quimono corto y astroso, pantalones anchos con estampado de símbolos arcanos y calzas de tela. De su cinto pendía una espada corta. En los pies calzaba unas raídas sandalias de paja. A la espalda llevaba un cofre de madera colgado del hombro por un arnés decorado con borlas naranjas.

– Es un yamabushi -dijo Hirata, al reconocer al anciano como un sacerdote de la reducida y exclusiva secta Shugendo que practicaba una arcana mezcla de budismo y sintoísmo con toques de hechicería china. Todos se detuvieron para observar al sacerdote.

– Los templos de su secta están en las montañas de Yoshino. Me pregunto qué hace tan lejos de allí -dijo el detective Arai.

– Debe de estar de peregrinaje -supuso el detective Inoue. Los yamabushi eran conocidos por realizar largos y arduos viajes a antiguos lugares sagrados, donde efectuaban extraños rituales que pasaban por sentarse bajo cascadas frías como el hielo en un intento de alcanzar la iluminación divina. Corría el rumor de que eran espías de los enemigos de los Tokugawa o trasgos disfrazados de humanos.

– ¿Es cierto que los yamabushi tienen poderes místicos? -preguntó Arai mientras el sacerdote se acercaba renqueando-. ¿De verdad pueden expulsar a los demonios, hablar con los animales y apagar fuegos con la pura concentración mental?

Hirata rió.

– Bah, no son más que viejas leyendas. -Aquel yamabushi no era sino un tullido como él, pensó con pesadumbre.

Cinco samuráis salieron pavoneándose de un salón de té delante del cementerio. Llevaban los emblemas de distintos clanes de daimios, e Hirata los reconoció como el tipo de jóvenes disolutos que se escaqueaban de sus deberes para deambular en pandillas por la ciudad buscando jaleo. En sus tiempos de agente de policía había arrestado a muchos como ellos por pelearse en las calles. En ese momento la pandilla avistó al yamabushi. Se abrieron paso entre la multitud de transeúntes y se arremolinaron en torno a él.

– Oye, viejo -le dijo uno.

Otro le cerró el paso.

– ¿Adonde crees que vas?

El yamabushi se detuvo con expresión impasible.

– Dejadme pasar -dijo con voz ronca y extrañamente resonante.

– No nos digas lo que tenemos que hacer -le espetó el primer samurái.

Él y su panda empezaron a zarandear al sacerdote y a burlarse de él. Le arrancaron el arnés del hombro y el cofre cayó al suelo. Los samuráis lo levantaron y lo lanzaron al cementerio. El yamabushi permaneció impertérrito, apoyado en su bastón.

– Marchaos -dijo con calma-. Dejadme en paz.

Su aparente falta de miedo enfureció a la pandilla. Desenvainaron sus espadas. Hirata decidió que ya se habían divertido bastante. En otro tiempo hubiera rescatado al sacerdote y ahuyentado a los gamberros por su cuenta, pero en ese momento le dijo a los detectives:

– Poned paz.

Arai e Inoue desmontaron de un salto, pero antes de llegar a los bravucones, uno de ellos lanzó una estocada al sacerdote. Hirata se encogió al anticipar el sonido del acero cortando carne y hueso, el chorro de sangre. Sin embargo, la espada del matón se estrelló contra el cayado de madera, que el sacerdote alzó con un movimiento tan rápido que Hirata ni siquiera lo distinguió. El matón lanzó un grito de sorpresa, pues el impacto lo mandó dando tumbos hacia atrás. Cayó cerrando el paso a Inoue y Arai, que corrían en ayuda del sacerdote. Hirata se quedó boquiabierto.

– ¡Matadlo! -chillaron los demás gallitos.

Furiosos, atacaron al yamabushi con sus espadas. El bastón del anciano detuvo hasta el último golpe con una precisión que Hirata rara vez había visto, ni siquiera entre los mejores guerreros samuráis. Un torbellino de cuerpos en brusco movimiento y espadazos rodeó al sacerdote mientras los atacantes trataban de derribarlo. El giraba en el centro, con su brazo y su cayado convertidos en un borrón de movimiento, sus rasgos adustos atentos pero distendidos. Sus oponentes intentaron lanzarse contra el bastón. Uno cayó inconsciente de un golpe en la cabeza. Otro salió despedido hacia el cementerio, donde se estrelló contra una lápida y quedó tumbado entre gemidos. Los otros tres decidieron que aquello era demasiado para ellos y huyeron aterrorizados, magullados y ensangrentados.

Hirata, Inoue y Arai contemplaron la escena estupefactos. De los espectadores congregados para presenciar la pelea surgían murmullos de asombro. Elyamabus entró renqueando en el cementerio para recuperar sus posesiones. Hirata bajó trabajosamente de su montura.

– Llevad a esos samuráis heridos a la puerta de vecindario más cercana. Ordenad a los centinelas que llamen a la policía para que los arresten -le dijo a los detectives. Luego se dirigió hacia el sacerdote-. ¿Cómo has hecho eso?

– ¿El qué? -preguntó el anciano mientras se pasaba el arnés por el hombro y se echaba el cofre a la espalda. Ni siquiera tenía la respiración agitada por la pelea. Parecía más molesto por la intromisión de Hirata que por el ataque recibido.

– ¿Cómo has podido derrotar a cinco samuráis en buena forma? -dijo Hirata.

– No los he derrotado yo. -El sacerdote le lanzó un vistazo rápido con el que pareció calibrarlo, grabarlo en su memoria y luego desentenderse de él-. Se han derrotado solos.

Hirata no comprendió la críptica respuesta, pero reparó en que acababa de presenciar la prueba de que ese yamabushi en verdad poseía los poderes místicos de los que se había reído hacía un momento. También cayó en la cuenta de que tal vez fuera el hombre que andaba buscando.

– ¿Eres Ozuno?

El sacerdote se limitó a asentir.

– ¿Y tú eres?

– Soy el sosakan-sama del sogún -respondió Hirata, y dio su nombre-. Te estaba buscando.

Ozuno no parecía sorprendido, ni siquiera interesado. Daba la misma impresión que otros monjes solitarios y distantes.

– Si no vas a hacer otra cosa que mirarme, proseguiré mi camino.

– Estoy investigando un crimen -dijo Hirata por fin-. Tu nombre salió a colación como alguien que tal vez pudiera ayudarnos. ¿Conoces a Kobori Banzan?

Una emoción se agitó tras la imperturbable mirada de Ozuno.

– Ya no.

– ¿Pero lo conociste?

– Fue mi discípulo.

– ¿Tú le enseñaste el arte del dim-mak?

Ozuno sonrió con desdén.

– Le enseñé a luchar con la espada. El dim-mak es sólo un mito.

– Eso creía yo. Pero recientemente cinco hombres han sido asesinados por el toque de la muerte. -Seis, si Sano era la próxima víctima, pensó Hirata-. He visto pruebas. Tu secreto ha sido desvelado.

El desdén desapareció del rostro de Ozuno, que adoptó la expresión del samurái herido en la batalla que mantiene la compostura a fuerza de voluntad.

– ¿Crees que Kobori es el asesino?

– Sé que lo es.

Ozuno se hincó de rodillas ante una lápida. Por primera vez parecía tan frágil como cualquier anciano. Con todo, pese a su visible agitación, no aparentaba sorpresa ni desconcierto, como si una predicción se hubiera cumplido.

– Tengo que atrapar a Kobori -dijo Hirata-. ¿Sabes dónde está?

– No lo he visto en once años.

– ¿No habéis tenido ningún contacto desde entonces? -Hirata le sintió decepcionado, pero pensó que encontrar a Ozuno había sido un golpe de suerte, aunque no fuera para la investigación.

– Ninguno. Repudié a Kobori hace mucho tiempo.

El nexo entre maestro y discípulo era casi sagrado, e Hirata sabía que el repudio era un acto extremo de censura por parte del maestro y una tremenda deshonra para el pupilo.

– ¿Por qué?

Ozuno se levantó y miró a lo lejos.

– Corren muchas ideas falsas sobre el dim-mak. Una es que se trata de una única técnica. Sin embargo, pertenece a un amplio abanico de artes marciales místicas que incluyen el combate con armas y el lanzamiento de hechizos. -Su estupor al enterarse de que su antiguo discípulo era un criminal buscado había disipado su reserva. Hirata comprendió que le estaba revelando cosas que muy pocos mortales habían oído-. Otra idea falsa es que el dim-mak es una magia maligna inventada para que la usaran asesinos. Esa no era la intención de los antiguos que la desarrollaron. Pretendían que el toque de la muerte se usara de forma honorable, en defensa propia y en la batalla.

– Tenían que haber supuesto que podría usarse para matar con fines ilícitos -objetó Hirata.

– Ciertamente. Por eso sus herederos han conservado el secreto de su conocimiento con tanto celo. Formamos una sociedad secreta cuyo objetivo es preservarlo y transmitirlo a la siguiente generación. Hacemos un voto de silencio que nos prohibe usarlo salvo en casos de extrema emergencia o revelarlo salvo a nuestros discípulos cuidadosamente seleccionados.

– ¿Cómo los seleccionáis? -preguntó Hirata.

– Observamos a los jóvenes samuráis entre los vasallos de los Tokugawa, los séquitos de los daimios y los ronin. Deben poseer un carácter firme además de talento natural para el combate.

– ¿Pero a veces se cometen errores? -dedujo Hirata.

Ozuno asintió apesadumbrado.

– Encontré a Kobori en una escuela de artes marciales de la provincia de Mino. Era el hijo de un clan respetable pero empobrecido. Poseía una habilidad superior para las artes marciales y una déterminación fuera de lo común. Nuestro adiestramiento es extremadamente riguroso, pero Kobori parecía la reencarnación de un antiguo maestro.

– ¿Qué salió mal?

– Yo no era el único que se había fijado en su talento para el combate. Llegó a conocimiento del chambelán Yanagisawa, que también buscaba buenos guerreros entre la clase samurái. Mientras Kobori se estaba entrenando conmigo, le ofrecieron un puesto en el escuadrón de élite de Yanagisawa. Al cabo de poco llegó el incidente que provocó la ruptura entre nosotros.

Un doloroso recuerdo cruzó las facciones de Ozuno.

– Es de sobras conocido que esos soldados de élite eran asesinos que mantenían a Yanagisawa en el poder. ¿Habéis oído hablar de rivales que fueron oportunamente asaltados y asesinados por salteadores de caminos?

– Esa fue siempre la historia oficial -dijo Hirata-, pero todo el mundo sabe que esas muertes fueron asesinatos ordenados por Yanagisawa. Sus soldados de élite eran demasiado listos para dejarse atrapar y nunca cometieron un descuido que los incriminara a ellos o al chambelán.

– Kobori también era listo, y experto en el arte del sigilo. Un día oí que un enemigo de Yanagisawa había caído fulminado sin motivo aparente. Se supuso que había muerto de un ataque repentino. Pero yo tenía otras sospechas. Le pregunté a Kobori si había administrado a aquel hombre el toque de la muerte. El no negó que hubiera usado nuestro arte secreto para cometer un asesinato a sangre fría. En realidad, se jactó de ello. -La expresión de Ozuno se ensombreció de desaprobación-. Me dijo que había aprovechado su saber para un fin práctico y bueno. Le dije que su deber era aprender las técnicas y enseñárselas algún día a un discípulo, nada más. Pero él contestó que eso no tenía sentido. La verdad era que se había dejado seducir por la emoción de matar y el prestigio que le aportaba trabajar para Yanagisawa. Le dije que no podía seguir estudiando conmigo y sirviendo a Yanagisawa al mismo tiempo.

– ¿Y él escogió a Yanagisawa?

Ozuno asintió.

– Dijo que ya no le interesaba nuestra sociedad, ni yo. Ese día lo repudié y lo expulsé de la sociedad secreta.

– ¿Y aquélla fue la última vez que lo viste?

– No. Lo vi una vez más. Nuestra sociedad tiene un método para tratar con los descarriados. Para impedir que hagan mal uso de nuestro saber secreto, o lo difundan, los eliminamos.

– ¿Los matáis, quieres decir?

– Los muertos no cometen maldades ni cuentan secretos -explicó Ozuno-. Al faltar a su voto, Kobori se condenó a muerte él solo. Se lo hice saber a todos. Todos éramos responsables de desembarazarnos de Kobori, pero la principal responsabilidad era mía porque había sido mi pupilo.

– Entonces, ¿por qué sigue vivo?

Ozuno parecía disgustado.

– Le enseñé demasiado bien. Cuando fui por él, luchamos. Me hirió y escapó. -Con un vistazo a su pierna coja, Ozuno prosiguió-. Los demás miembros de la sociedad secreta jamás han conseguido acercársele lo suficiente para matarlo. -Su disgusto se ahondó en mortificación-. Ahora soy responsable de esos nuevos asesinatos que ha cometido. Es un pecado que me perseguirá durante un millar de vidas.

– A lo mejor puedes expiarlo en ésta. -Hirata empezaba a ver una solución a sus propios problemas, que en ese momento encajaba con su caza del asesino-. ¿Puedes explicarme cómo abordar la captura de Kobori una vez lo encontremos?

– Debes llevar contigo a tantos soldados como puedas -dijo Ozuno-. Y prepárate para que muchos de ellos mueran mientras él se resiste al arresto.

Esa solución obvia no satisfacía a Hirata.

– ¿Qué hay de luchar en un duelo contra él?

– Todo el mundo tiene un punto débil. Yo nunca pude encontrar el de Kobori, pero es tu única esperanza de derrotarlo en un combate directo. Sugiero que no lo intentes.

– ¿Me enseñarías alguna de tus técnicas secretas para usarla contra él?

Ozuno lo observó con ceño.

– Imposible. Mi voto me lo impide.

– Se perderán más vidas a menos que me proporciones recursos para protegerme, a mí y a mis tropas. -Hirata quería aprender los secretos que permitían a un hombre cojo y endeble derrotar a cinco samuráis fornidos.

– De acuerdo -cedió Ozuno a regañadientes-. Te mostraré varios puntos vulnerables donde golpear a Kobori si te acercas lo suficiente.

Tomó la manó de Hirata y tocó dos puntos del hueso de su muñeca.

– Aplica una fuerte presión aquí para sacarle el aliento de los pulmones y debilitarlo. -Arremangó a Hirata y le dio un leve pellizco en el antebrazo, entre dos músculos-. Agárralo por aquí y obstruirás su flujo de energía. Eso lo derribará. Entonces podrás asestarle el golpe mortal.

Tocó a Hirata en el lado derecho de la garganta, justo por debajo de la barbilla.

– Un golpe fuerte aquí le detendrá el riego sanguíneo. -Situó el dedo sobre un punto del pecho de Hirata, y luego otro-. Pégale aquí y le pararás el corazón. -Después le abrió las vestiduras y señaló un punto cerca del ombligo-. Una patada fuerte en el núcleo de su espíritu lo matará al instante.

Fascinado, Hirata escuchó con atención. Sin embargo, recordó el ataque de aquellos bandidos cuando se dirigía al depósito de cadáveres y las incontables batallas a espada que había librado. Unas técnicas de combate cuerpo a cuerpo no lo ayudarían en situaciones parecidas.

– ¿Puedes enseñarme algún movimiento con la espada, como los que has empleado contra esos bravucones que te han atacado? -pidió.

– Oh, por supuesto. En unos instantes te transmitiré las habilidades que lleva años dominar -dijo Ozuno, retomando su anterior actitud desabrida. Clavó en Hirata su intensa mirada-. Sospecho que tu ansiedad por aprender mis secretos surge de algún propósito que va más allá de tu búsqueda de Kobori.

– Tienes razón -reconoció Hirata, avergonzado de que Ozuno hubiera leído con tanta facilidad sus intenciones. Se hincó de rodillas entre las tumbas e inclinó la cabeza-. Ozuno-san, me gustaría mucho estudiar artes marciales con vos. ¿Me aceptaríais como pupilo, por favor?

Ozuno emitió un sonido burlón.

– No aceptamos al primero que nos lo pide, así sin más. Ya te he hablado de nuestro sistema para escoger discípulos.

Hirata insistió:

– Vuestro sistema falló cuando escogiste a Kobori. Yo soy un mejor candidato.

– Eso dices tú -replicó Ozuno-. Eres un completo desconocido. No sé nada de ti salvo lo que veo, y lo que veo es que eres brusco e impertinente.

– Tengo buen carácter -dijo Hirata, ansioso por convencer-. El chambelán y el sogún responderán de mí.

– El que alardees de tus méritos es señal de una naturaleza vanidosa-refunfuñó Ozuno-. Además, eres demasiado viejo. Tu personalidad está formada. Siempre escogemos muchachos que podemos moldear de acuerdo con nuestro estilo de vida.

– Pero yo poseo una habilidad y experiencia en el combate que los niños no tienen. Parto con ventaja.

– Más probable es que hayas aprendido tantos errores que haría falta años para reeducarte.

Pero Hirata no cejó: aquélla era su gran oportunidad y no pensaba dejarla pasar.

– Por favor -suplicó, poniéndose en pie con dificultad y agarrando a Ozuno por el brazo-, necesito que me adiestréis. Sois mi única esperanza de poder volver a luchar. A menos que aprenda vuestros secretos, siempre estaré indefenso, seré un blanco fácil para los ataques, el objeto de todas las burlas. -Abrió los brazos para que Ozuno viera mejor la ruina lisiada de su cuerpo. Al borde de las lágrimas, avergonzado por suplicar, añadió-: En estas condiciones no podré cumplir mi deber hacia mi señor y mi sogún. Si no me ayudáis, ¡perderé mi honor además de mi medio de vida!

Ozuno lo contempló con implacable desprecio.

– Quieres conocimiento por los motivos erróneos. Quieres aprender unas técnicas, ganar peleas, satisfacer tu orgullo y obtener recompensas materiales, en vez de honrar y preservar nuestras venerables tradiciones. Tus necesidades no son asunto mío. Desde luego no te cualifican para entrar en nuestra sociedad. -Hizo un gesto de impaciencia con la mano-. Pero esta conversación carece de sentido. Aunque fueras el candidato ideal, no te adiestraría. Juré abandonar la enseñanza cuando Kobori se torció. Nunca volveré a arriesgarme a crear otro asesino amoral.

Aunque el tono del sacerdote daba a entender que su decisión no tenía vuelta atrás, Hirata estaba demasiado desesperado para rendirse.

– Pero el destino me ha traído hasta vos -exclamó-. Estáis hecho para ser mi maestro. ¡Es nuestro destino!

– ¿Destino, eh? -Ozuno se rió con sarcasmo-. En fin, si lo es, supongo que no puedo rehuirlo. Te ofrezco un trato: si nos encontramos otra vez, empezaremos nuestras lecciones.

– De acuerdo -dijo Hirata. Edo era lo bastante pequeño para saber que volvería a ver al sacerdote.

Ozuno sonrió con sorna al adivinarle el pensamiento.

– Pero no si yo te veo primero -dijo, y sin más salió cojeando del cementerio. En la calle, se mezcló con un grupo de peregrinos y desapareció.

Capítulo 28

Reiko llamó a la puerta de la mansión donde trabajaba Tama, la amiga de Yugao. Abrió una mujer de pelo gris y cara de pocos amigos.

– ¿Qué queréis?

– Quiero ver a Tama -dijo Reiko, con tanta premura que le tembló la voz.

– ¿Os referís a la doncella de la cocina? -La curiosidad agudizó la mirada de la mujer-. ¿Quién sois? -Después de que Reiko se presentara, se mostró más cortés y dijo-: Lo siento, Tama no está.

Reiko sintió una terrible decepción. Si Sano estaba condenado a morir pronto, encontrar a Yugao tal vez fuera lo último que pudiera hacer por él.

– ¿Dónde está?

– La cocinera la ha mandado al mercado del pescado. Yo soy la gobernanta. ¿Puedo ayudaros?

– No lo creo. ¿Cuándo volverá Tama? -Jamás lograría encontrar a la chica en el enorme y abarrotado mercado, así que trató de no perder la calma. Viniéndose abajo no ayudaría a Sano.

– Oh, lo más probable es que tarde horas -dijo la gobernanta mientras estudiaba a Reiko con ávido interés-. ¿Por qué tenéis tanta necesidad de verla? ¿Qué ha hecho?

– Puede que nada -dijo Reiko. Su corazonada de que Tama le había escamoteado información importante tal vez fuera una mera ilusión. Aun así, no podía rendirse; Tama era su única vía hacia Yugao-. Bien pensado, es posible que puedas ayudarme. ¿Has notado algo raro en Tama últimamente?

La gobernanta arrugó la frente en gesto meditabundo y luego respondió:

– A decir verdad, sí. Anteayer salió de la casa sin permiso. La señora la riñó y le pegó. Eso es impropio de Tama. Por lo general es una criatura dócil y obediente, que nunca se salta ninguna norma.

Reiko se obligó a no lanzar las campanas al vuelo.

– ¿Sabe por qué motivo salió Tama?

– Fue por esa chica que vino a verla.

– ¿Qué chica? -Contuvo el aliento mientras sus esperanzas se desbocaban y el corazón se aceleraba.

– Dijo que se llamaba Yugao.

Reiko sintió tal alivio que el aliento se le escapó en una sola bocanada; se agarró a la jamba para no caer.

– Cuéntame todo lo que pasó cuando vino Yugao. ¡Es muy importante!

– Bueno, se presentó en la puerta de atrás -dijo la gobernanta, complacida por la atención de Reiko-. Preguntó por Tama. Sólo me dijo su nombre y que era una vieja amiga de Tama. Se supone que los criados no deben tener visitas, pero me dio pena por Tama, porque está sola en el mundo. Pensé que no haría daño a nadie dejarle ver a una amiga por una vez. De modo que fui a buscarla. Al principio se alegró mucho de ver a Yugao. La abrazó, lloró y dijo lo mucho que la había echado de menos. Pero luego empezaron a hablar y a Tama se le fue poniendo cara de preocupación.

– ¿Qué dijeron? -Reiko se hincó las uñas en las palmas.

– Yugao hablaba en susurros y no oí lo que decía. Tama dijo: «No, no puedo. Si lo hago me meteré en líos.»

Por fin Reiko comprendía por qué se había mostrado tan alterada cuando le contó que su amiga de la infancia era una asesina fugitiva. Yugao debía de haberse inventado alguna historia para explicar por qué se presentaba necesitada de su ayuda.

– Pero Yugao siguió hablando -continuó la gobernanta- y al final la convenció, porque dijo: «Vale. Ven conmigo.» Salieron corriendo juntas.

– ¿Las acompañaba un hombre? -preguntó Reiko con ansia.

– No, que yo viera.

Aun así, Reiko estaba segura de que el Fantasma había acechado en algún lugar de las inmediaciones. Al partir del Pabellón de Jade, él y Yugao necesitaban otro lugar donde esconderse. La chica debió de pensar en Tama, la única persona a la que podía pedirle un favor.

La gobernanta se acercó más y susurró:

– No le conté a la señora que Tama robó una cesta de comida de la despensa antes de que se fueran.

– ¿Sabes adonde iban? -preguntó Reiko.

– No. Cuando Tama llegó a casa se lo pregunté, pero no quiso contármelo.

– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

– Dejadme pensar. -La gobernanta se dio unos golpecitos con el dedo en la mejilla marchita-. Se fue al atardecer y al volver le faltó muy poco para encontrarse cerradas las puertas del barrio.

Las esperanzas de Reiko se hundieron; Tama podría haber recorrido una distancia considerable, aun a pie y cargada de provisiones, entre el atardecer y esa avanzada hora de la noche. El lapso de tiempo dejaba una zona frustrantemente amplia para buscar el lugar donde había escondido a Yugao y el Fantasma.

– Gracias por tu ayuda -dijo Reiko, mientras se daba la vuelta para partir.

– ¿Le digo a Tama que habéis venido? -Preguntó la gobernanta-. ¿Le digo que volveréis?

De la necesidad brotó la inspiración. Reiko pensó en la comida que Tama había robado y una nueva estrategia avivó sus esperanzas.

– No -respondió mientras se apresuraba hacia el palanquín y sus guardias-, por favor, no le digas nada a Tama.

Sin embargo, volvería. Y entonces descubriría dónde se escondían Yugao y el Fantasma.

Sano paró en el cuartel general de la metsuke para recoger la ficha de Kobori; incluía su estatura y peso aproximados y un dibujo muy rudimentario de su cara. Tras una visita al general Isogai, al que reclamó tropas del Ejército para implementar la búsqueda, se encaminó a toda velocidad hacia el palacio.

En cuanto entró en la cámara de audiencias supo que afrontaría más problemas de los que había previsto. El caballero Matsudaira, sentado en su lugar de costumbre, lucía un ceño tan iracundo que parecía el relieve de un demonio de un templo. Por encima de él, en la tarima, se encogía el sogún, asustado y perplejo. Yoritomo, sentado a su lado, dirigió una mirada de advertencia a Sano. Los guardias apostados a lo largo de las paredes estaban perfectamente inmóviles, con la mirada fija al frente, como si les diera miedo moverse. Los ancianos no estaban. En su lugar, sobre el suelo elevado, se encontraba el comisario de policía Hoshina, que observó a Sano con serena y medio sonriente compostura.

A Sano lo descolocó encontrarse allí a su enemigo. Mientras se arrodillaba en la tarima a la izquierda del sogún y hacía una reverencia, Matsudaira preguntó con aire autoritario:

– ¿Por qué demonios habéis tardado tanto?

– Tenía asuntos urgentes que atender -respondió Sano, aunque sabía que eso no era excusa suficiente para el caballero. ¿Qué había pasado en menos de dos días para hundirlo en la estima del primo del sogún y elevar a Hoshina? Dudaba que el único motivo fuera que Matsudaira estaba al corriente de su fracaso en capturar al Fantasma la noche anterior; al fin y al cabo, Hoshina no tenía nada mejor que ofrecer-. Mil disculpas.

– Hará falta más que eso -dijo el caballero con ira creciente-. ¿Hago bien al entender que asignasteis centenares de soldados del Ejército a misiones de escolta?

– Sí -reconoció Sano. Con el rabillo del ojo vio que Hoshina disfrutaba con su apuro-. Con un asesino suelto y los funcionarios con miedo de salir de casa, parecía el único modo de mantener en marcha el gobierno.

El sogún asintió en tímida conformidad, pero su primo no le hizo caso y dijo:

– Bueno, es evidente que no previsteis que la seguridad se veria drásticamente reducida cuando retiraseis a esos hombres de sus puestos habituales. Mientras ellos hacían de niñeras de un hatajo de cobardes, ¿quién se suponía que iba a mantener el orden en la ciudad? -Tenía la tez tan amoratada de ira que parecía a punto de reventársele una vena-. ¿Creéis que tenemos una reserva ilimitada de tropas?

– He mandado traer más de las provincias -dijo Sano en un fútil intento de defenderse. Yoritomo se retorció las manos-. He ordenado que los daimios nos presten a sus vasallos para patrullar las calles.

– Oh, caramba, ¿eso habéis hecho? ¿Y sabéis qué ha pasado entretanto? -El caballero se levantó bruscamente, incapaz de contener su genio-. Cuando atravesaba la ciudad esta mañana, me ha tendido una emboscada una banda de bandidos rebeldes. Superaban en número a mis guardaespaldas y no había ni un soldado a la vista.

Sano se lo quedó mirando, mudo de alarma al ver que había puesto en peligro sin pretenderlo al caballero Matsudaira.

– Por suerte, el comisario Hoshina y sus hombres pasaban por allí, y han rechazado a los rebeldes -prosiguió el primo del sogún-. De otra manera, ahora mismo estaría muerto.

Sano dirigió una mirada de pasmo a Hoshina, que le mostró una sonrisita triunfal.

– Qué oportuno -dijo Sano. No le sorprendería que el propio Hoshina hubiera organizado el ataque para luego rescatar a Matsudaira y, así, inspirarle tanta gratitud que estuviera dispuesto a olvidar sus errores anteriores.

– Sí, ha sido oportuno. -Los ojos de Hoshina centelleaban de maliciosa diversión-. Todos los bandidos resultaron muertos, por si os lo estabais preguntando.

O sea que no podrían revelar si Hoshina los había contratado, dedujo Sano. El comisario estaba a salvo. Se había aprovechado de todos los infortunios que Sano había padecido durante la investigación.

– He oído que esta mañana habéis tomado el mando de más tropas, chambelán Sano -dijo Matsudaira, sin prestar atención al intercambio entre el chambelán y el comisario-. ¿Para qué demonios las necesitáis? ¿Por qué agravar vuestro estúpido y peligroso error?

– Las necesito para buscar al asesino que me ordenasteis capturar. -Cada vez más enfurecido por aquel trato vejatorio, Sano captó el deje hostil de su propia voz. ¿De qué otro modo podría haber protegido a los funcionarios?-. Sabemos quién es. Se llama Kobori y pertenecía al escuadrón de élite de mi predecesor en el cargo. Para localizarlo, necesito más efectivos además de mis tropas personales.

La noticia de que Sano había identificado al Fantasma acalló a Matsudaira y le borró el ceño. Yoritomo dedicó a Sano una sonrisa aliviada y jubilosa.

– Con que has, aah, resuelto el misterio. -El sogún lo miró encantado antes de volverse con expresión de suficiencia hacia su primo, claramente complacido de que Sano se hubiera anotado un tanto, aunque no entendiera lo que se traían entre manos aquellos dos-. Mis felicitaciones.

– No lo creáis, excelencia -terció Hoshina-. Quizá no sea cierto que el tal Kobori es el asesino. Recordad que el chambelán Sano pensaba que había sido el capitán Nakai, que luego se demostró inocente. Podría equivocarse de nuevo. -Apeló a Matsudaira-: Yo creo que está tan desesperado por complaceros que intenta endilgar los asesinatos a alguien que probablemente esté muerto.

– Kobori está vivo -contraatacó Sano-. He logrado situarlo en Edo hace dos días. Anoche hice una redada en la posada donde se ocultaba. Se me escapó por un día.

– ¿Qué pruebas tenéis de que sea el asesino? -Matsudaira parecía desgarrado entre el escepticismo y sus ganas de creer que la captura del Fantasma era inminente.

Sano describió los sucesos del Pabellón de Jade.

– Bueno, aunque Kobori sea el asesino, lo dejasteis escapar -dijo Hoshina, ansioso por desacreditar a Sano-. A estas alturas podría haber abandonado Edo. Honorable caballero Matsudaira, ¿para qué mandar tropas a registrar el establo cuando el caballo ya ha salido? Las necesitamos para mantener la seguridad y dar caza a los bandidos rebeldes.

– No podemos dar por sentado que Kobori se ha ido sólo porque queráis creerlo -dijo Sano-. Y es un objetivo más importante que el resto de los rebeldes.

Hoshina rió con desprecio.

– Ellos han matado a muchas más personas que él.

– Pero él apunta al escalafón más alto del régimen -repuso Sano-. Permitid que os recuerde que ya ha asesinado a cinco altos cargos. A menos que nos concentremos en atraparlo, nos irá desgastando hasta que la moral decaiga tanto que el régimen se venga abajo. Tenemos que capturarlo antes de que mate otra vez.

Sintió la marca de la muerte sobre sí mismo. Unos temblores involuntarios le recorrieron el cuerpo, como si le brotaran reveladoras moraduras por toda la piel. La incertidumbre y la espera eran tan difíciles de soportar que casi deseaba confirmar que Kobori lo había tocado. Sin embargo, si moría al día siguiente, ¿quién protegería al régimen de hombres como Hoshina, tan cegados por sus ambiciones personales que permitirían a una fuerza mortífera como Kobori quedar en libertad?

– Alguien de esta sala podría ser su próxima víctima. -Apeló al interés personal del sogún y su primo-. Dejadme utilizar las tropas dos días más. Eso debería bastar para atrapar a Kobori.

– Me parece que eso es un, aah, compromiso razonable -dijo el sogún, ansioso por poner fin a la riña.

Matsudaira sopesó los argumentos de Sano sólo un instante antes de decir:

– El chambelán Sano tiene toda la razón al decir que atrapar al Fantasma debería recibir la máxima prioridad. -A Hoshina se le demudaron las facciones-. Pero el comisario Hoshina también está en lo cierto al recordarnos que no podemos permitir que la seguridad se relaje sólo por atrapar un único criminal. Retirad las tropas de la búsqueda y mandadlas de vuelta a sus deberes ordinarios, honorable chambelán. Haced todo lo posible sin ellas. Y recordad que cuento con vos.

Hoshina se sonrió, consciente de que esa decisión prometía un fracaso de Sano y más ventajas para él. Sano vio que no serviría de nada seguir discutiendo con Matsudaira. Sólo una persona podía anular su decisión.

– Excelencia -dijo-, el asunto es tan importante que tal vez preferiríais zanjarlo en lugar de dejarlo en nuestras manos. Habéis dicho que os parecía buena idea que las tropas buscaran al Fantasma. Si ésa es vuestra opinión, podéis convertirla en una orden, y será cumplida.

El sogún parecía alarmado por verse en un aprieto, pero gratificado por la idea de su propio poder. Matsudaira y Hoshina fulminaron a Sano con la mirada. Yoritomo se inclinó hacia el sogún para susurrarle al oído.

– Sería mejor que cierta persona permaneciera al margen de esto -anunció el caballero en un tono calmo rebosante de amenaza-, o cierta otra persona podría sufrir un fatal accidente en cierta isla remota.

Yoritomo volvió a su puesto y agachó la cabeza ante aquella amenaza a su padre exiliado.

– ¿Y bien? ¿Qué decís? -Preguntó Matsudaira a su primo-. ¿Seguiréis el consejo del chambelán Sano o el mío?

Despojado del apoyo que necesitaba para ser fiel a su opinión, el sogún se encogió.

– El tuyo, primo -murmuró, evitando la mirada de Sano.

Sano encajó la derrota con una frustración que a duras penas pudo disimular. Hoshina se relajó. El caballero dijo:

– Antes de que os vayáis, honorable chambelán, tengo otro problema que comentar con vos. Dicen que habéis estado ausente de vuestra oficina estos últimos días. Bastantes funcionarios me han comentado que nunca estáis disponible para recibirlos, que no respondéis a vuestra correspondencia y que estáis dejando en manos de vuestro personal asuntos que no están cualificados para manejar.

Sano se volvió hacia Hoshina. El comisario debía de haber encargado a sus nuevos amigos que informaran a Matsudaira. Hoshina se encogió de hombros y sonrió.

– Parecéis pensar que los deberes del segundo de la nación pueden esperar-le dijo el caballero-. A menos que cambiéis de actitud, es posible que su excelencia se vea obligado a sustituiros, como más de uno de sus funcionarios le ha recomendado. ¿Queda claro?

Sano aplacó su ira.

– Perfectamente, caballero Matsudaira. -Lanzó una mirada envenenada a Hoshina, que escuchaba encantado y ansioso por heredar su puesto. Si sobrevivía, pensó Sano, encontraría una manera de desembarazarse de ese enemigo, por poco que le gustara la guerra política.

– Va siendo hora de levantar esta sesión -anunció el caballero Matsudaira.

– Se levanta la sesión -dijo el sogún.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Marume a Sano mientras atravesaban el jardín del palacio.

– Movilizamos al Ejército y salimos a cazar al Fantasma -dijo Sano.

Daba igual que Matsudaira le hubiese prohibido usar las tropas para la búsqueda; Sano sabía que estaba perdido hiciese lo que hiciese. Si descuidaba su trabajo, desobedecía órdenes o no lograba atrapar al Fantasma, el resultado sería el mismo: perdería su puesto, fuese a favor de Hoshina o de algún otro. Lo desterrarían o ejecutarían, y Reiko y Masahiro quedarían en grave peligro. Puestos a elegir, finalizaría la investigación. Sobre todo a la vista de que podía ser la última.

Enfilaron el pasaje que llevaba a su residencia, para recoger los caballos. Si debía morir al día siguiente, por lo menos dedicaría ése al trabajo para el que había nacido: servir al honor todo lo bien que estuviera en su mano. Llevaría a Kobori ante la justicia aunque fuese lo último que hiciera.

– ¡Honorable chambelán Sano!

Se volvió y vio al capitán Nakai corriendo hacia él. Gimió para sus adentros. Aunque la última persona a la que le apetecía ver en ese momento era el capitán Nakai, decidió ser cortés, visto todo lo que le había hecho pasar.

– Saludos -dijo Nakai en cuanto llegó a su lado. Siguieron caminando juntos. Con su casco y armadura metálicos resplandecientes a la luz del sol, parecía la viva imagen del perfecto samurái-. Confío en que todo os vaya bien.

– Bastante. ¿Y a vos?

– No va mal -respondió Nakai.

A Sano se le ocurrió que, cuando un hombre esperaba morir pronto, debía quedar en paz con la gente a la que había herido. Aceleró el paso para alejarse con Nakai de los detectives y así hablar en privado.

– Capitán Nakai, quiero disculparme por sospechar de vos. Siento que fuerais acusado y humillado delante del sogún y el caballero Matsudaira. Os ruego me perdonéis.

– Bah, no pasa nada -dijo Nakai-. Es agua pasada. Sin rencores. -Sonrió y le dio una palmadita en el hombro-. Además, he empezado a pensar que fue una bendición disfrazada. Al fin y al cabo, me concedió el privilegio de conoceros.

Sano vio que el capitán había pasado a considerarlo una persona capaz de favorecer sus ambiciones de reconocimiento y recompensa.

– Es posible que conocerme no sea una bendición tan grande como pensáis -dijo Sano. Tal vez no durara allí lo suficiente para otorgar ningún ascenso, aunque siguiera vivo más allá del día siguiente.

Nakai se rió al pensar que Sano estaba de broma.

– Sois demasiado modesto, honorable chambelán. -Era evidente que no conocía la precaria posición de Sano-. Por cierto, ¿cómo va vuestra investigación? ¿Habéis descubierto quién es el Fantasma?

– Sí -respondió Sano, tolerando la charla pero apretando el paso para terminarla antes-. Se llama Kobori. En un tiempo estuvo al servicio del anterior chambelán. Ahora mismo lo estamos buscando por toda la ciudad.

– ¿Kobori? -Nakai se paró en seco con expresión estupefacta-. Era él -musitó para sí. Sus vigorosas facciones se habían relajado de asombro.

– ¿Qué sucede? -Sano estaba desconcertado por su extraña reacción.

– ¿Decís que Kobori es el Fantasma? ¿Y estáis intentando encontrarlo? -Nakai parecía ansioso por verificar que había oído bien. Cuando Sano asintió, susurró-: Dioses misericordiosos. Lo he visto.

– ¿Lo habéis visto? -Sano se quedó pasmado. Miró boquiabierto a Nakai; lo mismo hicieron los detectives Marume y Fukida, que habían llegado a su altura-. ¿Cuándo? ¿Dónde?

– Esta mañana -dijo Nakai-. Por la calle, en la ciudad.

Nakai podía estar inventando una historia para granjearse el favor del chambelán, pero sus palabras tenían un timbre de sinceridad.

– ¿Cómo habéis reconocido a Kobori? -preguntó Sano, de pronto esperanzado en poder cerrar el caso.

– Lo conocía. ¿Recordáis que os conté que tengo lazos familiares con Yanagisawa? Mi primo era su maestro armero. Lo mataron en la batalla. Yo solía ir a verlo al complejo de Yanagisawa. Pensaba que podía ayudarme con mi carrera, visto que ocupaba un puesto de confianza para el chambelán. A veces me presentaba a las personas que pasaban por ahí. Una de ellas fue Kobori. -El capitán sonrió con el aire de quien acaba de resolver un intrincado enigma-. Cuando vi a Kobori esta mañana, no pude recordar quién era ni dónde lo había visto antes. Sólo coincidimos una vez, hace años. Pero cuando habéis pronunciado su nombre, de repente he caído.

No sonaba irrazonable, aunque a Sano le costaba creer que Kobori, objeto de una búsqueda tan exhaustiva, estuviera paseando tranquilamente por la ciudad, donde un conocido había topado con él por casualidad.

– ¿Cómo habéis reparado en él?

– Yo iba de paso, pensando en mis cosas -explicó Nakai-. Sabía que el caballero Matsudaira planeaba bajar a la ciudad esta mañana, y se me ocurrió que sería una buena oportunidad para hablar con él. Veréis, está claro que en la reunión del otro día le causé mala impresión, así que quería mostrarme bajo una luz más favorable. De modo que seguí su comitiva.

Sano se imaginó a Nakai tras la estela de Matsudaira, ansioso por un ascenso y más imprudente que nunca. Un pesar momentáneo nubló el rostro del capitán.

– En fin, sus guardias me dijeron que me largara o me pegarían una paliza. De modo que di media vuelta para regresar al castillo, y entonces vi a Kobori, bueno, en ese momento no recordé quién era pero me sonó conocido. Estaba a un lado de la calle, entre la multitud que esperaba ver al caballero Matsudaira.

Sano se horrorizó al darse cuenta de que el Fantasma había acechado al caballero Matsudaira mientras él peinaba las calles colindantes al Pabellón de Jade en su busca.

– ¿Dónde lo visteis exactamente?

– En la avenida principal.

– ¿Hablasteis con él?

– No. Lo saludé, pero él no me vio. Luego se alejó.

– Supongo que no visteis adonde iba -preguntó Sano. Un simple avistamiento no lo acercaba en nada a la captura del Fantasma. Kobori podría haber llegado a cualquier parte de la ciudad en el medio día transcurrido desde que Nakai lo viera.

El capitán alzó un dedo, radiante.

– Pues sí que lo sé. Quería recordar de dónde lo conocía, y pensé que un vistazo más de cerca tal vez me refrescara la memoria. De modo que lo seguí. Fue a una casa, y lo recibió una chica.

Sano se llevó una nueva impresión al asimilar lo que Nakai había visto: el Fantasma escondiéndose en su guarida, y sin duda la chica tenía que ser Yugao. El vagabundeo sin rumbo de un hombre descontento por la ciudad había cosechado mejores resultados que muchas pesquisas concentradas y diligentes. Sacudió la cabeza, maravillado por las misteriosas permutaciones del destino. ¡Su principal sospechoso original le proporcionaba la pista que lo conduciría al asesino! Increíble.

– ¿Dónde está esa casa? -preguntó, desbordante de emoción ante la perspectiva de capturar a Kobori.

Nakai empezó a responder, pero se interrumpió. Los ojos le centellearon de astucia al comprender que poseía una información vital para Sano.

– Si os lo digo, tendréis que ofrecerme algo a cambio. Quiero un ascenso al grado de coronel y un estipendio que duplique el actual. -Se le hinchó el pecho con impetuosa y codiciosa exuberancia-. Y quiero un puesto a vuestro servicio.

Marume y Fukida estallaron en risas incrédulas y desdeñosas.

– Tenéis mucha desfachatez -dijo Marume.

– Debería avergonzaros pretender favores del chambelán -añadio Fukida.

A Sano también lo molestó la falta de tacto de Nakai, pero necesitaba la información desesperadamente y además le debía un favor. Aunque el capitán tuviera sus fallos de carácter, Sano no le negaría un puesto de vasallo. Había cosas mucho peores que un hombre capaz de matar a cuarenta y ocho enemigos en una batalla.

– Muy bien -dijo-. Te conseguiré ese ascenso y te aumentaré el estipendio cuando tenga tiempo. Sin embargo, desde este preciso instante quedas a mis órdenes, y te ordeno que me digas dónde está esa casa.

– Gracias, honorable chambelán. -Jadeante y extasiado, Nakaí hizo una reverencia. No reparó en las miradas torvas que le dedicaron Marume y Fukida. Miró a Sano con una combinación de afán posesivo, reverencia y anhelo de complacer-. Puedo hacer algo mejor que deciros dónde se esconde el Fantasma. Os llevaré en persona.

Capítulo 29

Una anciana, ataviada con un sucio y raído quimono y un maltrecho sombrero de mimbre, barría el callejón que separaba dos hileras de mansiones en el distrito comercial de Nihonbashi. Con el cuerpo encorvado bajo el peso de décadas de trabajo agotador, avanzaba pasito a pasito. Su escoba recogía las mondas de verdura caídas de los contenedores de basura y los residuos depositados por el viento. Arrastraba sus sandalias de paja por los charcos formados por el goteo de la ropa tendida en los hilos colgados de balcón a balcón y los escapes de aguas residuales. Los criados entraban y salian por la puerta de atrás de las mansiones, pero no le prestaban atención. Los barrenderos eran poco menos que invisibles para quienes ocupaban un peldaño superior de la escala social.

Reiko echó un vistazo desde debajo del sombrero que le ocultaba la cara, por si veía a Tama. Llevaba dos horas limpiando ese callejón, de un lado para otro, barriendo la misma suciedad que luego volvía a esparcir con la pala, pero Tama todavía no había regresado del mercado. El cielo perdía el color y el callejón se inundaba de sombras con la proximidad del crepúsculo.

Tras la entrevista con la gobernanta, estaba convencida no sólo de que Tama escondía a la pareja, sino también de que la chica tarde o temprano tendría que llevarles más comida. Sin duda, Yugao no había querido que ella hablase con Tama por miedo a que ésta revelase su relación con Kobori. Había apostado varios guardias cerca de la mansión, para luego camuflarse como una barrendera y regresar a pie al callejón, donde sus restantes escoltas la vigilaban a cierta distancia. Los guardias fingían no conocerla, pero de vez en cuando sacudían con disimulo la cabeza para indicarle que Tama todavía no se había presentado.

Ya le dolía la espalda de estar encorvada. Estaba cansada de olores inmundos y conocía de memoria hasta la última peladura de rábano y miga que había recogido. Un perro vagabundo entró en el callejón, olisqueó los contenedores de basura, bajó el trasero y defecó. Reiko arrugó la nariz ante el hedor mientras pasaba renqueando a su lado y rogó que Tama apareciera pronto. En el callejón se oía a las doncellas preparando la cena y parloteando entre ellas. La sobrevoló un humo impregnado de sabroso aroma a ajo y salsa de soja. El hambre le hizo crujir el estómago. Había llegado a un extremo del callejón y se daba la vuelta para iniciar otra monótona pasada, cuando vio a Tama caminando hacia ella desde la otra punta, seguida por un porteador cargado con un balde de madera tapado. Reiko se animó de inmediato. Cuando Tama y el porteador pasaron por su lado, matuvo la cabeza gacha, barriendo con denuedo, y pensó que quizá le quedara aún una larga espera hasta que Tama la condujera hasta los fugitivos.

Sin embargo, la puerta no tardó en abrirse y la chica salió furtivamente. Llevaba puesta una capa y sostenía un fardo atado por las esquinas. Se apresuró callejón abajo, tras echar una rápida mirada a la casa que acababa de abandonar. Pasó por delante de Reiko sin fijarse en ella.

Reiko se echó la escoba al hombro, recogió la pala y siguió a la muchacha. Fuera del callejón, el distrito estaba lleno de vecinos que se apresuraban a volver a casa antes de que oscureciera del todo. Los mercaderes cerraban las puertas correderas de sus establecimientos. Por las calles pasaban patrullas nocturnas de soldados. Reiko se abrió paso a toda prisa entre la muchedumbre, afanándose por no perder de vista la rápida y menuda figura de Tama. Echó un vistazo alrededor en busca de sus escoltas.

– Estamos aquí detrás -murmuró el teniente Asukai.

Siguieron los pasos de Tama a través del mercado. Los vendedores regateaban con los últimos clientes o recogían las hortalizas no vendidas. Cuando Reiko dejaba atrás los últimos puestos, oyó una voz masculina:

– ¡Oye, tú, barrendera!

Una mano la agarró del brazo. Pertenecía a un vendedor enorme y fornido.

– Limpia este desastre -le ordenó, señalando unos restos de coles marchitas en el suelo.

– ¡Suéltame! -Reiko le lanzó un escobazo.

El hombre se agachó, la soltó y bufó.

– ¡Serás…! ¿Quién te crees que eres?

Se abalanzó hacia ella, pero en ese momento el teniente Asukai lo agarró y lo empotró contra un puesto que vendía frascos de rábanos en vinagre. El vendedor se cayó y arrastró con él medio tenderete. Reiko soltó la escoba y la pala y salió corriendo. El teniente la alcanzó.

– ¿Por dónde ha ido? -gritó Reiko, presa del pánico.

Al otro lado del mercado, otro de sus guardias le hizo un gesto y señaló. Reiko vio a Tama avanzando rápidamente por un pasillo entre puestos. Ella y sus escoltas retomaron la persecución. Los condujo fuera de Nihonbashi, hasta los lindes septentrionales de la ciudad. Allí las casas estaban más separadas, intercaladas con árboles y pequeñas granjas. Un ocaso teñido de oro se aposentaba con suavidad sobre el apacible paisaje. El tráfico viario consistía en soldados que patrullaban entre campesinos cargados de leña o empujando carretas. Reiko agrandó la distancia que la separaba de Tama, por miedo a que la chica los viera a ella o sus escoltas.

Aun así, Tama no volvió la vista ni una vez; parecía más decidida a llegar a su destino que temerosa de que la siguieran. Avanzaba a paso ligero por el camino, que ascendía por la gradual pendiente del terreno. Las granjas dieron paso a un bosque. Los pájaros trinaban en los árboles que tendían sus copas sobre el camino, creando profundos tramos de oscuridad que la menguante luz del sol no penetraba. La figura de Tama era tan imprecisa como una sombra que se desplazara con rapidez por delante de Reiko. El camino estaba desierto. El aire se enfrió con el aumento de la altitud y la cercanía de la noche. Reiko sintió que el calor del esfuerzo abandonaba su cuerpo; se estremeció bajo la fina ropa. Oyó los resoplidos y trompicones de Tama en su ascenso, y amortiguó el sonido de su trabajosa respiración y sus pasos inseguros. El ocasional chasquido de una ramita o el roce de una hoja le confirmaban que sus escoltas la seguían, aunque al mirar por encima del hombro apenas eran visibles en la penumbra. Por encima, entre el bosque, sobresalían de la colina algunas casas muy separadas, pero Reiko ni vio ni oyó señal alguna de vida humana. Por debajo, en la ciudad, retumbó un gong. Unos perros o lobos aullaron en algún lugar cercano.

De repente Tama desapareció. Reiko corrió, temiendo haberla perdido. Entonces vio un sendero que se apartaba del camino, cortaba por el bosque y serpenteaba colina arriba. Oyó a Tama jadear y tropezar en la distancia. El teniente Asukai y los cuatro guardias tomaron con ella el sendero. Se iba empinando y, aunque el paso del hombre lo había alisado, las ramas caídas los entorpecían. Allí la oscuridad era casi completa, y avanzaron con cautela, pero Tama hacía tanto ruido; que Reiko dudaba que pudiera oírlos. Salieron del bosque a un espacio abierto iluminado por el tenue resplandor del cielo. Reiko vio que la senda bordeaba un valle. Unas pendientes cubiertas de arbustos descendían abruptamente hacia el fondo, donde un arroyo borboteaba sobre las rocas. Reiko y sus guardias vieron a Tama apresurándose por el sendero, que seguía el arco que el valle hendía a través del terreno. En ese momento avistaron el destino de la chica.

Se trataba de una mansión de tres niveles, sobre un terreno despejado de árboles. El primer nivel tenía una galería que recorría toda la fachada y sobresalía por encima del valle y el arroyo. Los tejados de juncos se elevaban en múltiples picos irregulares. La mansión no era enorme, pero debía de haber sido difícil y cara de construir. De día proporcionaría una vista maravillosa de Edo desde los balcones de los niveles superiores de atrás. La luz de una ventana iluminaba la galería, Tama se afanó por una escalera que remontaba la pendiente hacia la mansión. Sus pisadas sobre las tablas resonaron quedamente.

– ¿Qué hacemos? -le susurró el teniente Asukai.

– Acerquémonos más. Tenemos que descubrir si Yugao y el Fantasma están dentro. -Reiko tenía que asegurarse antes de avisar a Sano.

Ella y los guardias siguieron con prisa los pasos de Tama, manteniéndose pegados a los árboles que bordeaban la senda. Se escondieron en la maleza al pie de la escalera. Tama cruzó la galería, soltó su hato y llamó a la puerta con los nudillos. Alguien la entreabrió. Desde su posición Reiko veía la galería en toda su extensión y distinguía a Tama sin problemas, pero como la fachada de la casa era paralela a su línea de visión, no podía divisar la figura del umbral.

– Ya iba siendo hora de que llegaras -dijo la voz de Yugao-. Me muero de hambre. ¿Qué me has traído para comer?

Reiko sintió un estallido de júbilo. Elevó una muda oración de agradecimiento.

Yugao asomó por la puerta. Tama retrocedió ante ella. La luz de la casa iluminaba con claridad a las dos mujeres.

– ¿Está dentro? -preguntó Tama con tono fatigado y nervioso.

– ¿Quién? -Yugao se acuclilló y empezó a desatar el paquete.

– Ese samurái. Jin.

Yugao se detuvo, con el perfil afilado como una espada. Pasó un momento antes de que se levantara y le dijera a Tama a la cara:

– Sí. Está dentro. ¿Y qué?

Reiko contuvo un suspiro de euforia. Había encontrado al Fantasma.

– ¿Por qué no me dijiste que estaba contigo? -exclamó Tama, al parecer sintiéndose herida y traicionada.

– No me pareció importante -dijo Yugao, pero una nota de cautela asomó a su voz-. ¿Qué importancia tiene?

– Ya sabes que se supone que no debo dejar que nadie entre en esta casa. Te dije que si mis señores se enteraban me pegarían una paliza. Accedí a que te quedaras aquí tú sola, y eso ya es bastante peligroso. Pero que metas a escondidas a ese hombre espantoso en… -Un sollozo interrumpió sus palabras-. Perderé mi trabajo. ¡Me echarán a la calle sin ningún sitio a donde ir!

– No te preocupes -dijo Yugao-. Nadie lo sabrá. Dijiste que tus señores nunca vienen a esta casa hasta el verano. Nos habremos ido mucho antes. Necesito que nos ayudes sólo un poco más.

Tendió la mano hacia Tama en gesto de súplica, pero ésta retrocedió.

– Él no es tu único engaño. Me dijiste que habías escapado de tu casa y necesitabas un sitio donde vivir. ¡No me contaste que habías huido de la cárcel!

La mano de Yugao se paralizó. La bajó poco a poco.

– Me pareció mejor no decírtelo. Así, si la policía me sorprendía contigo, no te culparían por ayudar a una presa fugada porque no sabías que eso es lo que soy.

Mentía, Reiko estaba segura, a pesar de su tono razonable. Para protegerse ella y a su amante, se había aprovechado deliberada y desvergonzadamente de Tama y le había mentido.

Tama lloraba, al borde de la histeria; Reiko vio que ella tampoco creía a Yugao.

– ¿Y también por eso no me contaste que habías asesinado a tus padres y tu hermana? -gimió.

– Yo no los maté -respondió Yugao con firmeza-. Me acusaron falsamente.

Una súbita punzada de revelación recorrió a Reiko. De nuevo supo que Yugao mentía. Por fin estaba segura de que la chica había cometido los crímenes.

Tama miró a su amiga con lloroso desconcierto.

– Pero te arrestaron. Y si no los mataste tú, entonces ¿quién fue?

– El alcaide de la cárcel -dijo Yugao-. Entró en casa mientras dormíamos. Apuñaló a mi padre, luego a mi madre y a Umeko. Yo lo vi. Entonces oyó ruidos fuera y tuvo que salir corriendo para que no lo atraparan, de lo contrario me habría matado también a mí.

A Reiko la fascinaba cómo las falsedades de Yugao mostraban la verdad con mayor claridad que sus confesiones. Tal vez nunca descubriera el móvil de los crímenes, pero sabía que era la asesina que había afirmado ser en todo momento.

– Me arrestaron porque estaba allí -prosiguió-. La policía no se molestó en investigar porque soy una hinin. Les iba bien colgarme los crímenes. Pero soy inocente. -En ese momento adoptó un tono implorante; se llevó la mano al corazón y luego la tendió hacia Tama-. Me conoces desde que éramos pequeñas. Sabes que nunca haría una cosa así. No pude decírtelo antes porque estaba demasiado alterada. Eres mi mejor amiga. ¿No me crees?

Reiko se reía en silencio del numerito que estaba montando Yugao, pero Tama la estrechó entre los brazos y lloró.

– Pues claro que sí. ¡Oh, Yugao, cuánto siento todo lo que has tenido que pasar! -Se abrazaron. Tama estaba de espaldas a Reiko. La chica no podía verle la cara a Yugao, pero Reiko distinguió su expresión maliciosa y suficiente-. Siento haber sido tan desconfiada -farfulló Tama-. Tendría que haber sabido que tú nunca harías daño a tus padres o tu hermana, por mal que te trataran. Cuando la hija del magistrado me dijo que los habías matado, no tendría que haberla creído.

– ¿La hija del magistrado? -repuso Yugao con sorpresa y consternación. Se apartó de Tama-. ¿Fue la dama Reiko la que te contó lo de los asesinatos?

– Sí. Vino a verme ayer. Me preguntó si sabía dónde estabas.

– ¿Le contaste que me habías visto? -inquirió Yugao alzando la voz.

– No. -Tama, de nuevo asustada y nerviosa, añadió-: Le dije que hacía años que no nos veíamos.

Yugao dio un paso más hacia Tama, que al retroceder topó con el pasamanos de la galería.

– ¿Qué más le contaste?

– Nada. -Pero a Tama le temblaba la voz. Era una pésima mentirosa.

Yugao la agarró por los antebrazos, miró hacia abajo, hacia el valle, y Reiko percibió sus pensamientos con tanta nitidez como si los hubiera enunciado. Tama era demasiado débil e impresionable para aguantar cualquier interrogatorio sobre Yugao. En consecuencia, suponía un peligro para ellos, por mucho que la necesitaran para proporcionarles comida y cobijo. Un empujón por encima del pasamanos y Tama jamás podría conducir hasta ellos a sus enemigos.

«¡Huye! -tuvo ganas de gritarle Reiko-. ¡Te va a matar!» Mas avisar a Tama descubriría su presencia. No podía permitir que Yugao supiera que había descubierto su escondrijo y concederles así una oportunidad de escapar.

Yugao vaciló, pero al final soltó a su amiga. Una vez más Reiko supo lo que pensaba: la caída podría no matarla, tal vez los arbustos de la pendiente la salvarían. Y en ese caso Tama saldría corriendo, quizá hasta la denunciase a la policía. Y entonces, ¿adónde irían Yugao y Kobori? Reiko suspiró de alivio.

– Será mejor que entres -dijo la prófuga.

Una boqueada de alarma se tragó el suspiro inicial de Reiko. Tama dijo:

– No puedo. Tengo que regresar a casa.

– Sólo un momento -insistió Yugao.

Un momento en el que podría acallar a Tama para siempre. «¡Corre! -la exhortó Reiko en silencio-. ¡Si entras ahí no saldrás viva!»

– Si mi señora descubre que he salido sin permiso me castigará -argüyó Tama mientras retrocedía hacia los peldaños. Reiko notó que tenía miedo del amante de Yugao, y tal vez también de su propia amiga.

Yugao la cogió de la mano.

– Quédate, por favor. Necesito un poco de compañía. Por lo menos siéntate a descansar antes de la caminata de vuelta a la ciudad.

– De acuerdo -cedió Tama a regañadientes.

Dejó que Yugao la condujera a la puerta. La prófuga recogió el hato de comida y luego entraron en la casa. Reiko oyó cerrarse la puerta.

El valle quedó en silencio salvo por el menguante coro de trinos y el viento que agitaba las ramas. El cielo había cobrado ya un tono cobalto oscuro, tachonado de estrellas y adornado por la luna como una perla con cicatrices. Reiko se sentía enferma por haber puesto en peligro a la dulce y crédula Tama. Se volvió hacia sus escoltas.

– Tenemos que volver a la ciudad -dijo. Cinco soldados inexpertos y ella no eran bastantes para capturar a Yugao y el Fantasma-. Debemos traer a mi marido y sus tropas.

Rehicieron a toda prisa la senda a lo largo del valle y se lanzaron colina abajo por el bosque, ya tan oscuro que no distinguían el terreno accidentado que pisaban. Sin embargo, al salir al camino, Reiko vio un resplandor subiendo en su dirección. Oyó unos pasos sigilosos.

– Alguien viene -susurró.

Capítulo 30

Unas formas humanas brotaron de la oscuridad y rodearon a Reiko y sus escoltas. Ella se vio apresada por unas manos fuertes que le inmovilizaron los brazos a la espalda con cruel firmeza. Se retorció, gritó y lanzó patadas. Alrededor se produjo una violenta refriega mientras sus escoltas se defendían.

– ¡Lo tengo! -gritó una voz masculina emocionada.

El hombre que sujetaba a Reiko dijo:

– Lo mío es una mujer. Parece que hemos capturado a Kobori y su amorcito.

Para su sorpresa, Reiko reconoció la voz, aunque no podía situarla. Otra voz familiar preguntó:

– Si tú tienes a Kobori, ¿a quién he pillado yo?

Hubo un coro de voces confusas. Prendieron unas linternas que deslumhraron a Reiko por un instante. Eran soldados, al parecer decenas, un pequeño ejército que abarrotaba la carretera, rodeando a Reiko. Algunos llevaban arcos y flechas además de espadas. En el suelo, cerca de ella, el detective Fukida estaba sentado sobre el teniente Asukai. El resto de los guardias de Reiko se debatían con otros soldados. Reiko volvió la cabeza y vio que el hombre que la sujetaba era el detective Marume. Se miraron un momento en mutuo y anonadado reconocimiento.

– Lo siento -dijo Marume, abochornado. La soltó y dijo a sus camaradas-: Son la esposa del chambelán Sano y sus escoltas. Soltadlos.

El teniente Asukai y los demás guardias se levantaron y se sacudieron el polvo. Reiko vio que Sano avanzaba a zancadas a través de las tropas, que se apartaban para abrirle paso. Hirata lo seguía cojeando. Los dos llevaban casco y armadura, como preparados para la batalla. Sus caras evidenciaban el mismo asombro que sentía Reiko.

Hablaron los dos a la vez:

– ¿Qué haces aquí?

– He seguido a la amiga de Yugao, Tama -explicó Reiko-. Están en una casa a la que se llega por ahí. -Mientras señalaba el sendero, sintió una gran alegría por haberse encontrado, con Sano. Seguía vivo. No sólo la había encontrado, sino que además había traído las tropas necesarias para capturar a los fugitivos. Se habría lanzado a sus brazos si hubieran estado a solas-. Yugao y Kobori están allí.

– Lo sé -dijo Sano-. Venimos a prenderlos.

Se miraron los dos, pasmados de que sus respectivas indagaciones los hubieran llevado al mismo destino.

– Pero ¿cómo lo has sabido tú? -preguntó Reiko, estupefacta por su milagrosa llegada.

– Me lo dijo el capitán Nakai. -Sano hizo un gesto hacia un samurái grande y apuesto que estaba allí cerca.

– ¿El capitán Nakai? -preguntó Reiko, perpleja-. ¿No fue ése tu primer sospechoso?

– Lo fue. Ahora es mi flamante vasallo. Pero ya te lo explico luego. Ahora tenemos que allanar esa casa.

Sano impartió órdenes a sus hombres. Tomaron el sendero, encabezados por el capitán Nakai y desplazándose casi en absoluto silencio. Sólo las linternas, que parpadeaban entre los árboles, delataban su presencia.

– Esperad -exclamó Reiko, alarmada-. Yugao y el Fantasma no están solos. Tama se encuentra con ellos.

A Sano le cambió la cara.

– ¿Estás segura?

– Sí. La he visto entrar en la casa. -Y añadió-: Creo que Yugao pretende matarla. ¡Tenemos quo salvarla!

– Lo intentaré. Pero no puedo prometerlo. Mi misión es capturar al Fantasma.

Reiko estaba transida de pavor, pero asintió. Las órdenes del sogún y el caballero Matsudaira tenían precedencia sobre todo lo demás, incluida la seguridad de los civiles. Si Tama se convertía en otra víctima de Yugao o caía durante la redada, Reiko debería aceptarlo como su destino. Aun así, deseaba hacer algo que pudiese salvar a Tama, ¡que no estaría en peligro de no ser por ella!

– Ahora quiero que regreses a casa -le dijo Sano, y se volvió hacia el teniente Asukai-. Asegúrate de que llega a salvo.

– Deja que me quede, por favor -exclamó Reiko-. Quiero ver lo que pasa. ¡Y no puedo dejarte!

– De acuerdo -concedió Sano, en parte porque no quería perder más tiempo discutiendo, pero también porque él tampoco tenía ninguna gana de separarse de ella. Esa noche quizá fuera la última que pasaran juntos, aunque la dedicase a cazar a un asesino mientras ella observaba a distancia-. Pero tienes que prometerme que no interferirás.

– Lo prometo -dijo ella con vehemente sinceridad.

Los recuerdos de su pasado en común despertaban en Sano serias dudas. Tan sólo esperaba que cumpliera su promesa esta vez y no se acercara ni de lejos al Fantasma. Lo último que necesitaba era tener que preocuparse por su seguridad.

– Entonces, vamos.

Siguieron al ejército por el sendero. Los soldados apagaron sus linternas antes de llegar al linde del bosque. La luna les alumbró el camino mientras bordeaban el valle en fila y en silencio. Sano percibió latidos de emoción en él y en sus hombres, como si compartieran un solo corazón volcado en la batalla. Recordó lo que el sacerdote Ozuno había dicho a Hirata sobre el Fantasma: «Lo mejor es llevar tantos soldados como puedas. Y prepárate para que muchos mueran mientras él se resista al arresto.»

Aun así, Sano tenía confianza en sus hombres y en sí mismo; era imposible que un solo hombre los derrotase a todos. Puede que él ya estuviera condenado, pero esa noche ganaría la batalla. Sintió el roce de la mano de Reiko en la suya al caminar, y reprimió el pensamiento de que ése podía ser su último viaje juntos. En ese momento avistó la casa y la ventana iluminada, pero ninguna otra señal de que estuviera ocupada. Se unió a los soldados entre los árboles, a unos cincuenta pasos de la escalera. El, Hirata y los detectives contemplaron los tres niveles de la casa.

– Es un edificio complicado -comentó Hirata en voz baja.

– Ofrece demasiados sitios donde esconderse -dijo Fukida-. ¿Cómo vamos a encontrarlo ahí dentro?

– Podríamos darle un grito para que saliera y, cuando lo haga, lo arrestamos; fácil -bromeó Marume.

– Tiene infinitas vías para escapar sin que lo veamos -dijo Hirata, estudiando los numerosos balcones y ventanas.

– Eso obra en nuestro favor además del suyo. Usaremos esas vías para caer sobre él sin que se dé cuenta. -Sano dividió sus fuerzas en grupos de tres-. Primero rodearemos la casa para que, aunque Kobori escape del edificio, no pueda salir del terreno. Luego entraremos. -Asignó las diferentes posiciones y cometidos-. Recordad que Kobori es más peligroso que cualquier guerrero que hayáis conocido. No os separéis de vuestro equipo. No peleéis con él a solas.

Mientras un grupo mantenía vigilado el frente de la casa, los demás partieron colina arriba y se confundieron con la oscuridad. Sano dijo:

– Marume-san y Fukida-san, estáis en mi grupo. Hirata-san, tú quédate aquí.

– No, yo os acompaño -replicó Hirata, consternado por la perspectiva de que lo dejaran atrás.

Sano reconocía cuánto se había esforzado Hirata para mantener el ritmo de la investigación y lo mucho que le molestaría perderse el desenlace, pero los dos sabían que no estaba en condiciones de trepar por un terreno abrupto y a oscuras, por no hablar ya de enfrentarse con un asesino implacable. Si los acompañaba, frenaría al resto de los hombres o los pondría en peligro. Sano se aferró a la única excusa capaz de salvar el orgullo de Hirata.

– Cuento con que supervises a estos hombres y protejas a mi esposa -dijo.

Los ojos de Hirata destellaron de humillación a la vez que asentía. Estaba claro que sabía que esos hombres podían supervisarse solos y que los guardias de Reiko la protegerían mejor que él.

– ¿Recordáis las técnicas del viejo sacerdote que os enseñé para combatir a Kobori? -les preguntó a Sano, Marume y Fukida.

Ellos asintieron. Hirata les había dado una breve lección antes de que partieran de Edo. Sano tenía dudas sobre la utilidad de aquello, pero al menos Hirata sentiría que había contribuido en algo a la misión.

– Bueno, pues, buena suerte -dijo Hirata.

Marume le puso una mano en el hombro.

– Cuando acabemos con esto, iremos todos a emborracharnos.

El y Fukida avanzaron hasta el linde del bosque. Sano se volvió hacia Reiko. La luz de la luna le plateaba las facciones. Las siguió con la mirada, guardándolas en la memoria aunque ya tuviera su imagen grabada en el espíritu. Ella le dedicó una trémula sonrisa.

– Ten cuidado -le dijo.

La belleza de Reiko y su propio miedo a que pronto se separasen para siempre lo llenaron de dolor.

– Te quiero -susurró.

– No -dijo ella, con la voz quebrada y apenas audible.

Él sabía que no se refería a que rechazara su amor. Reiko sabía que él lo había dicho por si no sobrevivía a la misión o no tenía tiempo suficiente para decírselo después. Aquellas palabras equivalían a una despedida que ella no quería oír. Sano le tocó la mejilla. Intercambiaron una sentida mirada que los sostuviera hasta su regreso… o hasta que se reunieran en la muerte. Luego Sano dio media vuelta y partió hacia la noche con Marume y Fukida para vengarse del hombre que tal vez lo había asesinado.

Reiko se quedó sentada junto a Hirata en el bosque; sus guardias y los soldados vigilaban en cuclillas allí cerca. Nadie hablaba. Todos estaban absortos contemplando la mansión por entre los árboles y aguzando el oído por si algún sonido les revelaba qué estaba sucediendo. Reiko proyectó su mente hacia Sano a través de la distancia. Poseían una conexión espiritual única que les permitía detectar la presencia, los pensamientos y las sensaciones del otro aunque estuvieran separados. Estaba segura de que se enteraría si él estaba en peligro, herido… o muerto. Sin embargo, esa noche no sentía nada salvo su creciente temor por él. Una terrible soledad se abatió sobre su corazón. Cerró los ojos para escuchar mejor.

La noche tejía un tapiz de sonidos que apagaban los de Sano y sus hombres. Los lobos aullaban y el viento gemía entre los árboles. Reiko oyó el chillido de las aves de presa y el borboteo del arroyo en el valle. Las campanas de los templos tocaron a medianoche. Cuando abrió los ojos, vio la mansión, tan quieta como siempre. La ventana iluminada titiló, como si la linterna de dentro se estuviera quedando sin aceite. La luna alcanzó su cénit y las estrellas giraron en la rueda del firmamento mientras Reiko se preguntaba qué estaría haciendo Sano. El aire se volvió invernal, pero ella no se dio cuenta de que temblaba de frío hasta que Hirata le cubrió los hombros con su capa. Pasó el tiempo, lento como el agua que erosiona la piedra, y la espera se tiñó de tensa incertidumbre.

De repente una voz lejana gritó:

– ¿Quién anda ahí?

Reiko se puso rígida y el pulso se le desbocó. Hirata, sus escoltas y los soldados se pusieron en guardia.

– ¡Responded! -ordenó la voz.

El pánico la hacía estridente, y procedía de la casa.

– Esa es Yugao -dijo Reiko con aprensión-. ¿Qué estará sucediendo?

– Debe de haber oído llegar a nuestros hombres -respondió Hirata con el corazón en un puño-. Ella y el Fantasma saben que están bajo asedio.

– ¡Marchaos! -chilló Yugao, cuya voz sonaba más cercana y nítida-. ¡Dejadnos en paz!

Entonces Reiko oyó el sonido de la puerta al abrirse. Yugao salió a la galería. Tenía la espalda encorvada y semejaba una bestia salvaje acorralada. Se paseó por detrás del pasamanos y gritó:

– ¡Escuchadme, quienquiera que seáis!

Incluso a distancia y con la poca luz disponible, Reiko vio que la chica tenía la cara desencajada de odio y terror. Escrutaba frenética la oscuridad, en busca de enemigos.

– No permitiremos que nos atrapéis. ¡Marchaos o lo lamentaréis!

– Las órdenes del chambelán Sano son que llevemos a los fugitivos vivos o muertos -dijo Hirata-. Aquí tenemos a tiro a uno de ellos. -Los soldados ya habían preparado sus arcos y apuntaban hacia Yugao-. Disparad en cuanto tengáis buen ángulo.

Por más que Reiko supiera que Yugao era una asesina que merecía la muerte, se encogió ante la perspectiva de derramar la sangre de una joven. Además, si Yugao moría, se llevaría sus secretos a la tumba.

La chica se detuvo. Se oyó el susurro de tres arcos. Tres flechas surcaron la oscuridad con un silbido. Se clavaron contra el pasamanos de la galería y la pared de madera de la mansión. Yugao soltó un chillido. Se llevó las manos a la cabeza para protegerse mientras se agachaba y miraba a un lado y otro para ver quién la atacaba. Los arqueros dispararon más flechas. Yugao aulló y cayó de bruces. Reiko pensó que la habían alcanzado, pero luego la vio reptar rápidamente hacia la puerta. Entró arrastrándose y la puerta se cerró tras ella, acribillada por otra descarga de flechas.

Los arqueros bajaron sus armas y farfullaron maldiciones. Hirata sacudió la cabeza. Reiko oscilaba entre la decepción porque Yugao hubiera escapado y el alivio de no ver segada otra vida por la violencia.

Yugao gritó a través de la puerta:

– ¡No podéis matarme! Si lo intentáis siquiera… -salió un paso fuera con Tama agarrada por delante, apretada contra su cuerpo como un escudo- ¡ella morirá!

Tama estaba rígida, con su cara de muñeca convertida en una máscara de terror. Agarraba con las manos el brazo con que Yugao la sujetaba por el pecho. Reiko se horrorizó al ver que ésta blandía un cuchillo cuya hoja centelleó a la luz de la linterna. Los arqueros apuntaron.

– ¡No! -susurró Reiko. El pánico la hizo levantarse.

Los soldados miraron a Hirata en busca de órdenes. Uno dijo:

– Si disparamos a Yugao, alcanzaremos a la otra chica, seguro.

Pasó un instante antes de que Hirata hablase:

– No disparéis. Hablaré con ella.

Mientras Reiko respiraba aliviada, Hirata salió de los árboles. Cojeó por el sendero que llevaba a la mansión.

– ¡Yugao! -llamó.

La chica se volvió precipitadamente en la dirección de la voz, desplazando a Tama con ella. Su mirada hostil recorrió la oscuridad, y gritó:

– ¿Quién eres?

– Soy el sosakan-sama del sogún.

– No des ni un paso más. ¡O ésta muere!

Yugao llevó el cuchillo al cuello de Tama con un movimiento brusco. Tama chilló. Reiko ahogó un grito y se tocó su propia garganta. Hirata se paró en seco sobre la senda, a medio camino de las escaleras.

– De acuerdo -dijo con tono calmo-. Me quedaré aquí… si tú sueltas a Tama y vienes conmigo pacíficamente.

– ¡No! -La voz alarmada de Yugao sonó más estridente-. ¡Vete o le rebano la garganta, te lo juro!

– Matarla no te servirá de nada -dijo Hirata-. La casa está rodeada de soldados.

– ¡Retíralos!

– No puedo. Rendirte es tu única oportunidad de vivir.

– ¡Nunca me rendiré! ¡Nunca!

– Entonces suelta a Tama -insistió Hirata. Reiko notó que se le acababa la paciencia-. Si me haces caso no te haremos daño, te lo prometo.

– ¡Mentiroso! ¡No te creo! -chilló Yugao.

Ansiosa por ayudar, Reiko le dijo a Hirata en voz baja:

– Dile que Tama es su amiga. Tama no se merece morir.

Hirata repitió las palabras en alto para Yugao. Ella respondió a gritos:

– Tama ya no es mi amiga. Se ha chivado a la policía y me ha traicionado. -Tenía la voz amarga de ira y rencor-. Tiene la culpa de que estéis aquí.

– No es verdad -gimoteó Tama, sollozando mientras intentaba alejarse del cuchillo-. ¡Tienes que creerme!

– Sí que es verdad. -Yugao la agarró con más fuerza. La crueldad le retorcía las facciones-. Eres una traidora. ¡Te mereces un castigo!

Reiko perdió toda esperanza de que Hirata pudiera hacerla entrar en razón o salvar a Tama. Yugao estaba desquiciada. Aunque le había prometido a Sano que no interferiría, no podía quedarse de brazos cruzados. Salió corriendo del bosque y remontó el sendero hasta situarse delante de Hirata.

– ¡Yugao! -llamó, a la vez que lamentaba faltar a la palabra dada a Sano.

– ¿Qué hacéis? -dijo Hirata, consternado-. ¡Volved atrás! -Y le dio un tirón del brazo.

Ella se lo sacudió de encima.

– Por favor, deja que lo intente. -Su mirada se encontró con la de Yugao a través de la penumbra.

– Bueno, bueno, pero si es la dama Reiko -dijo Yugao-. ¿Habéis venido a presenciar la diversión? ¿No tenéis nada mejor que hacer?

– Tama no ha traído el ejército hasta ti -dijo Reiko-. No la culpes. He sido yo, que la seguí hasta aquí.

– Vos. -La palabra brotó como un saco de veneno reventado de la boca de Yugao-. Tendría que haberlo imaginado. Todo el rato que fingíais querer ayudarme estabais tramando cómo acabar conmigo.

– Sí quería ayudarte -dijo Reiko con su tono más sincero y persuasivo. Yugao nunca se había fiado de ella, pero la vida de Tama dependía de que en ese momento se ganara su confianza-. Y todavía quiero.

Yugao sacudió la cabeza con desdeñosa incredulidad.

– Entonces, demostradlo. Sacad a esos soldados de aquí.

– De acuerdo -dijo Reiko, aunque no pudiera hacer semejante cosa-. Pero antes tendrás que soltar a Tama. -Avanzó hasta el pie de las escaleras. Hirata y sus guardias la siguieron. Le tendió una mano a Yugao.

– ¡Quieta! -Yugao cerró el brazo con más fuerza en torno a Tama, que chillaba y lloraba-. Debéis de creer que soy tonta de remate. -Soltó un bufido de asco-. Pues bien, sé que, en cuanto suelte a Tama, subirán aquí y me matarán. Ella es mi única protección.

Reiko sabía que tenía razón, pero dijo:

– No te matarán. No si colaboras. Suelta a Tama.

– ¡Callaos! ¡Largaos o la rajo ahora mismo!

Pasó el filo por la garganta de su rehén. Apareció un hilillo de sangre. Tama chilló más alto, con los ojos cerrados, mientras arañaba el brazo de Yugao. Reiko estaba desesperada.

– No servirá de nada -dijo Hirata-. No va a rendirse. Y no puedo permitirle que nos obligue a retroceder. Voy a ordenar que suban por ella.

– Espera -rogó Reiko, aunque sabía que la decisión de Hirata estaba justificada. Tama era una simple plebeya cuya muerte quizá fuera un precio pequeño por la captura de una asesina y un magnicida; aun así, Reiko era incapaz de desentenderse de la dulce e inocente chica. La información de Tama había llevado a Sano hasta la identidad del Fantasma. Reiko le debía algo más que sacrificarla en aras de cazar a Kobori-. Dame otra oportunidad.

– Sólo una más -concedió Hirata a regañadientes.

Reiko se dirigió a Yugao:

– No creo que seas tonta. Sé que eres lo bastante lista para entender que tener a Tama de rehén no protegerá a tu amante. Mi marido está aquí y su deber es atrapar a Kobori. Sacrificaría gustoso a Tama con tal de capturarlo. Con que suéltala. -Respiró hondo y pronunció las únicas palabras capaces de salvar a la chica-. Tómame a mí en su lugar.

– ¿Qué? -exclamó Hirata. Miró a Reiko.

El recelo unió las cejas de Yugao en un ceño.

– ¿Para qué iba a quereros a vos?

– Porque si me tienes de rehén, los soldados no te tocarán. Soy la esposa de su señor. Si me matan mientras intentan arrestaros a ti o a tu amante, se meterán en un buen lío.

Yugao sopesó la propuesta un mero instante, antes de decir:

– Vale. -Al parecer creía en la lógica de Reiko aunque no se fiara de ella-. Subid aquí y soltaré a Tama.

Mientras Reiko se adelantaba, Hirata le dijo en un furioso susurro:

– ¡No podéis hacerlo!

– Debo hacerlo. -Reiko se volvió hacia él. En voz baja para que la fugitiva no la oyera, añadió-: Capturar a Yugao es mi responsabilidad. Si vuelve a matar, la sangre me manchará las manos.

– ¡Será vuestra propia sangre! -Hirata la miró como si se hubiera vuelto loca-. ¡Os matará!

– No, no lo hará. Puedo manejarla. -Se las había visto con asesinos sanguinarios en el pasado y había sobrevivido. La confianza la sostuvo firme contra el pavor que corría, frío y descorazonador, por sus venas. La daga que llevaba sujeta al brazo le dio valor mientras empezaba a subir las escaleras.

– ¡Alto! -dijo Yugao-. Alzaos la falda y luego levantad los brazos. Y daos la vuelta. Quiero asegurarme de que no lleváis ninguna arma.

Reiko había subestimado la inteligencia de Yugao. Tras un momento de vacilación, obedeció a la vez que agarraba el puño de sus mangas para intentar esconder la daga.

– Abrid las manos -ordenó Yugao-. Arremangaos. -Cuando Reiko lo hizo, añadió-: Tirad ese cuchillo.

Mientras Reiko desataba a regañadientes la daga, Hirata le dijo:

– El chambelán Sano me ha ordenado que os proteja. No os lo permitiré. -Reiko lanzó la daga. El la agarró del brazo-. Os detendré por la fuerza si hace falta. Es mi deber.

Sin embargo, su mirada de súplica le decía a Reiko que hablaba de farol; jamás podría recurrir a la fuerza con ella. Reiko se soltó con dulzura.

– Si me niego a dejarme proteger, mi marido no te culpará. No te preocupes.

– Ahora podéis subir -dijo Yugao.

– ¿Qué hay de vuestro deber hacia vuestro marido? ¿No os parece que deberíais respetar sus deseos? -inquirió Hirata. Reiko sabía que, en otras circunstancias, jamás se hubiera atrevido a dirigirse a ella con tanto descaro, y mucho menos para hacerle reproches. Pero el pobre estaba desesperado-. ¡Manteneos al margen de esto!

– Es mi deber ayudar a mi marido, y yendo allí lo ayudaré mejor que quedándome aquí abajo. -Reiko lo creía aunque supiera que Sano no estaría de acuerdo-. Si logro mantener ocupada a Yugao, será un problema menos para él.

– ¿Y vuestro hijo? Si os sucede algo malo, ¿quién lo criará?

En la cabeza de Reiko se formó una imagen de Masahiro, tan real que casi podía sentir su piel suave y fragante y oír su risa. Su determinación vaciló, pero sólo un momento. La paternidad no excusaba a un guerrero de la batalla ni a Reiko de entregar a Yugao a la justicia. Cualquier previsión de fracaso no haría sino entorpecerla.

– No me pasará nada -dijo-. Estáte preparado para enviar tus hombres si pido ayuda.

– ¿Por qué tardáis tanto? -preguntó Yugao-. Si no os dais prisa, a lo mejor cambio de idea.

Reiko dio la espalda a Hirata. Al emprender la subida de los escalones, notó que él le daba un tironcillo de la faja. Pensó que intentaba retenerla, pero luego notó el contorno corto, duro y aguzado de un cuchillo que le había escondido bajo la ropa, pegado a la columna, donde Yugao no pudiera verlo.

– Que los dioses os protejan -susurró Hirata-. ¡Y que Sano-san no me mate por dejaros marchar en este empeño descabellado!

Con cada escalón que ascendía, el corazón de Reiko latía más rápido. Yugao y Tama la observaban en silencio. La mirada firme y amenazadora de la fugitiva tiraba de ella hacia arriba. Los ojos de Tama rebosaban de lágrimas y esperanza de salvación al verla acercarse. Reiko avanzó hasta situarse al alcance del brazo de Yugao. De repente la chica sonrió y, sin otra advertencia, cercenó la garganta de Tama.

– ¡¡No!! -gritó Reiko.

Tama emitió un espantoso aullido borboteante. Un borbotón de sangre surgió como una fuente roja y caliente y empapó a Reiko, que lanzó una exclamación de horrorizada incredulidad. Yugao empujó a Tama hacia ella. La joven se derrumbó sobre el suelo, donde se retorció una vez, gimió y murió ante los ojos de Reiko. Su sangre formó un charco alrededor de ellas. Reiko oyó que Hirata y sus escoltas lanzaban un grito y subían corriendo por las escaleras.

– ¡Quietos! -les ordenó Yugao. Agarró a Reiko por el brazo y sostuvo el cuchillo contra su cuello-. ¡Un movimiento más y también me la cargo a ella!

Reiko sintió el frío acero sobre la piel. Vio que los hombres se detenían impotentes en las escaleras. Sin aliento, al borde del desmayo por la impresión y goteando sangre, apenas logró hacer acopio de la serenidad suficiente para retorcer el cuerpo y ocultarle el cuchillo a Yugao.

La chica la arrastró por delante del cadáver de Tama y a través de la puerta. Habló con tono de vengativa satisfacción:

– Ahora pagaréis por todos los problemas que me habéis causado.

Capítulo 31

– Creo que nos hemos pasado de largo de la casa -dijo el detective Marume mientras él, Fukida y Sano triscaban por la boscosa ladera en mitad de la noche-. Me siento como si estuviera a medio camino del cielo.

Sano tropezó con una roca y se le quedó el pie enganchado.

– Debemos de habernos desviado. -Oyó los roces furtivos de sus hombres bastante a la derecha de donde se encontraban-. Vamos hacia allá.

Cruzaron en zigzag por la pendiente, apartando a tientas las ramas que les obstaculizaban el avance. Pronto los árboles empezaron a clarear. Un pálido claro de luna inundaba un espacio despejado. Sano y sus hombres se detuvieron en el linde de los terrenos de la mansión. Unos jardines descendían en tres bancales hacia la casa; los estanques resplandecían a la luz de la luna entre árboles ornamentales, arriates de flores, arbustos y pequeños edificios decorativos. Los insectos cantaban y chirriaban. La niebla flotaba en un tenue vapor blancuzco por encima de la hierba alta. Sano oyó movimientos sigilosos en la espesa oscuridad verdeante de los jardines y avistó destellos de luz: el reflejo de la luna en los cascos y espadas de sus soldados.

Les hizo una seña a sus acompañantes y emprendió el descenso por el bancal superior. Las sombras de los árboles les ofrecían cobertura. El frío rocío de la hierba le empapaba las sandalias y los calcetines. Captó las figuras agazapadas de sus tropas avanzando hacia el siguiente bancal. La noche estaba en calma salvo por el viento, el canto de los insectos, los aullidos de los lobos, el susurro de la hierba y el follaje y el crujir de ramitas y hojas secas bajo algún pie. Sin embargo, cuando Sano, Marume y Fukida bordeaban un pabellón elevado cubierto con un tejado sostenido sobre postes, un grito ronco resquebrajó el silencio.

Se acuclillaron instintivamente al lado del pabellón.

– ¿Qué ha sido eso? -susurró Marume.

Un segundo grito vibró con una horrenda agonía que erizó los nervios de Sano. Otro grito, y otro más, lo siguieron en rápida sucesión. Se desató el caos. Los hombres cargaron en todas direcciones, olvidada la cautela, a plena vista. Un sinfín de gritos más alarmaron a Sano. El, Marume y Fukida derraparon por la pendiente que bajaba a la terraza inferior, donde se oían escaramuzas entre el follaje y seguían los gritos. Cerca de un estanque, un hombre yacía inerte gimiendo. Sano se acuclilló a su lado y examinó el rostro.

Era el capitán Nakai. Tenía los ojos y la boca abiertos, redondos de terror. Su tez presentaba un blanco espectral.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Sano.

– Me ha agarrado por detrás sin que lo oyera -jadeó Nakai-. Creo que me ha roto la espalda.

Sano sintió un acceso de horror mientras se volvía hacia Marume y Fukida, agazapados junto a él.

– Hemos sacado a Kobori de la madriguera. Está acechando y atacando a nuestros soldados. -Oyó nuevos gritos que se interrumpían de golpe como cortados por la mitad y supo que, a diferencia de Nakai, varios de sus hombres no habían sobrevivido a su encuentro con el Fantasma.

Nakai meneó la cabeza débilmente, pero el resto de su cuerpo permaneció inmóvil.

– ¡No puedo moverme! -farfulló-. ¡Estoy paralizado!

Sano sintió una desconsolada compasión por Nakai, el guerrero que había abatido a cuarenta y ocho enemigos en su anterior batalla, derrotado al cabo de meros instantes en ésta. Le perdonó su grosería y exceso de ambición. Nakai ya le había servido mejor de lo que la mayoría de los samuráis jamás servían a sus señores. Lo había conducido al Fantasma y se había sacrificado por su causa.

A su alrededor, los soldados aullaban:

– ¡Está aquí! ¡Cogedlo!

Corrían de un lado para otro. Las espadas tintineaban. Los cuerpos chocaban. Los gritos resonaban con frecuencia atroz y creciente.

Sano se dio cuenta de que, aunque por fin tenía al Fantasma a su alcance, se hallaba en serios problemas. Se obligó a apartarse de Nakai, se puso en pie y gritó:

– ¡Dejad de correr como locos! ¡Retroceded y reagrupaos!

Sabía lo que Kobori estaba haciendo: dispersar a sus hombres para luego atraerlos uno por uno a las sombras y liquidarlos.

– ¡Rodead la zona! -ordenó-. ¡Atrapad a Kobori!

La habitación estaba desnuda, con sus muebles y colchonetas almacenados hasta el verano. Una capa de polvo cubría el suelo de tablones. En la hornacina vacía colgaba una telaraña adornada con insectos muertos. Reiko estaba de rodillas en un rincón, temblorosa y destrozada por la muerte de Tama. La sangre de la chica, ya fría y pegajosa, le había calado en la ropa y le humedecía la piel. Con cada aliento inhalaba su olor crudo y metálico; contuvo las náuseas. Los reproches la torturaban.

Yugao estaba de pie por encima de ella, con el brazo del cuchillo extendido hasta casi tocarle los labios con la punta. Tenía el cuchillo, las manos y la ropa empapados de sangre, y los ojos desorbitados. La luz de la linterna le titilaba en las facciones, animándolas como si tuviera tics nerviosos.

El miedo se acumulaba en Reiko como una charca de ácido que le corroyera el espíritu. Yugao ya había matado cuatro veces y no vacilaría en hacerlo una quinta. Completamente a merced de aquella posesa, de poco le serviría el cuchillo que Hirata le había dado. Presentía los pensamientos homicidas que se agitaban en la cabeza de Yugao, veía el atisbo de una sonrisa maliciosa curvarle la boca, notaba lo rápidos que eran sus reflejos. Si Reiko se llevaba la mano a la espalda y sacaba el cuchillo, la chica la mataría antes de que pudiera defenderse.

– No tienes por qué hacer esto -probó a convencerla-. Podemos salir caminando tranquilamente de aquí. -Su supervivencia dependía de que la manipulara-. Estarás segura.

– No digáis idioteces -replicó Yugao-. Me entregaréis a vuestro padre, y él hará que me ejecuten.

No parecía el momento oportuno para recordarle que ella había exigido con anterioridad que el magistrado Ueda la ejecutara. Yugao había cambiado de parecer y no parecía dispuesta a volver a su opinión anterior.

– Eso no pasará. Le he dicho a mi padre que creo que eres inocente, que no asesinaste a tu familia. Él me creyó. Si no hubieras huido te habrían absuelto -mintió Reiko.

Yugao la miró con aire burlón.

– No le dijisteis nada de eso. Me considerasteis culpable desde el primer momento.

– No, no es verdad. He intentado ayudarte todo el tiempo. -Reiko tenía el cuchillo tan cerca de la cara que notaba el olor a hierro; la piel le hormigueaba al imaginar el tajo, el dolor y la hemorragia-. Deja que te ayude ahora.

– ¡Oh, claro, cuando vuestro padre sepa que he matado a Tama seguro que me pone en libertad!

– Le diré que no querías matarla; ha sido un accidente -improvisó Reiko-. Lo único malo que has hecho ha sido escapar de la cárcel y asociarte con un criminal. Tú vuelve conmigo a Edo y todo se arreglará.

– ¿Por qué querría hacer eso? -replicó Yugao con desdén-. Allí no me espera nada.

– Mi padre te indultará. Podrás empezar una nueva vida y dejarás de ser una paria. -Reiko tendió la mano con cautela-. Dame el cuchillo.

Una súbita furia prendió en los ojos de Yugao.

– ¿Tanto queréis el cuchillo? ¡Pues bien, os lo daré!

Le asestó un corte en la mano. Reiko gritó cuando la hoja le rajó la palma. Manó sangre de una profunda brecha.

– Eso debería enseñaros a no intentar engañarme -dijo Yugao con malévola satisfacción-. Y ahora mantened la boca cerrada mientras decido qué hacer.

Sano ordenó a sus hombres que se agruparan y cerraran a Kobori cualquier vía de escape. Sin embargo, reinaba la anarquía, como si el Fantasma hubiera lanzado un hechizo que enloquecía a las tropas. Sano notaba crecer la histeria de sus soldados con cada grito que señalaba otra muerte a manos de Kobori. Se sobrepuso a su propio deseo de echar a correr como un poseso. Había cadáveres desperdigados entre los árboles y matorrales. En ese momento, tres soldados huyeron de los jardines y desaparecieron en el bosque. Los siguió una estampida general.

– Los muy cobardes están desertando -farfulló Marume, alarmado a la par que asqueado-. ¡Eh! -gritó-. ¡Volved aquí! -Y salió disparado en pos de los desertores.

– ¡No! ¡No vayas! -dijo Sano, pero demasiado tarde para detenerlo.

Una esbelta figura vestida de negro surgió de un macizo de arbustos en el bancal de arriba. Se erguía alerta pero relajada, como un tigre tras una caza provechosa, viendo huir a los soldados. Luego se volvió y clavó la mirada en Sano y Fukida. Sus ojos resplandecieron y sus dientes destellaron en una línea blanca curvada. A Sano le dio un vuelco el corazón.

Era Kobori.

– ¡Allí está! -exclamó Fukida.

Con la espada desenvainada, cargó cuesta arriba, impulsado por la locura que se había adueñado de los soldados. Sano se precipitó tras él, gritando:

– ¡Debemos permanecer juntos!

No debían cometer el mismo error que los soldados. Juntos tendrían una oportunidad contra Kobori. Solos, se arriesgaban a correr la suerte de sus camaradas.

Las pocas tropas restantes se reagruparon, convergiendo sobre Kobori desde todas las direcciones. El Fantasma esperó hasta que Fukida hubo coronado el bancal y sus perseguidores llegaron a unos diez pasos de distancia. Entonces se desvaneció entre los arbustos. Cuando Sano llegó allí, sus hombres correteaban de un lado a otro, dando voces.

– ¿Adonde ha ido?

Alguien chocó con él. Una espada pasó silbando por el aire cerca de su cara.

– ¡Cuidado! -gritó.

– ¡Se ha metido en el bosque! -anunció Fukida.

La horda salió en tropel en pos del Fantasma, pisoteando y arrancando matorrales y follaje. Sano soltó un reniego frustrado. Jamás lo encontrarían allí dentro. Podían darlo por desaparecido. Mientras el ruido de sus hombres peleándose con la maleza se perdía en la distancia, envainó su espada y se dobló, apoyando las manos en las rodillas, superado por el cansancio y el desespero.

– Chambelán Sano -susurró una voz. Era queda, pero aun así poseía un poder latente que la hacía audible por encima de los otros ruidos.

«Como el bufido de un gato», tal cual la había descrito Tama a Reiko.

A Sano se le puso piel de gallina. El Fantasma estaba allí. Debía de haber despistado a sus tropas para luego regresar.

Un terror visceral y primitivo lo paralizó. Sólo movía los ojos, tratando de localizar a Kobori entre las sombras circundantes. El corazón le martilleaba al ritmo del pavor. Sin embargo, aunque detectaba la presencia de Kobori como una podredumbre maligna que se criara en los jardines, no veía al Fantasma.

– Vuestros hombres están ocupados persiguiéndose unos a otros en el bosque -dijo Kobori-. Los que no he matado o espantado, se entiende. -Su tono era jocoso pero feroz, coloquial pero amenazador-. Estamos solos vos y yo.

Reiko se sentó en su rincón, con la mano herida envuelta en la manga y todavía sangrando. Yugao permanecía inmóvil frente a ella, cuchillo en mano. Escuchaban los gritos y carreras alrededor de la mansión. La mirada de Yugao divagaba, como si quisiera ver lo que pasaba pero no se atreviera a dejar a Reiko. La mano le temblaba y el cuchillo se estremecía con la tensión que Reiko notaba crecer en su interior. La linterna perdió potencia, un sol moribundo que emitía una luz ocre enfermiza y un humo rancio. El olor a sangre y la transpiración febril de Yugao espesaban el ambiente. Reiko sabía que tarde o temprano la chica estallaría. O arriesgaba la vida tratando de convencerla de que se rindiera, o se callaba y moría de todas formas.

– ¿Oyes el barullo? -dijo-. ¿Quieres saber lo que es?

– Callaos -ordenó Yugao-, u os volveré a cortar.

– Mi marido y sus tropas han tomado los alrededores de la casa -dijo Reiko-. Muy pronto estarán aquí dentro.

– No es cierto. -Y añadió con absoluta confianza-: Jamás lograrán superarlo.

Reiko entendió que se refería a Kobori, el Fantasma.

– Es un solo hombre. Ellos son centenares. No puede luchar contra todos.

– ¿Eso creéis? -Yugao adoptó una expresión maliciosa y despectiva-. Bueno, no lo conocéis.

Se oyó un chillido de dolor tan estridente que pareció atravesar las paredes. Reiko dio un respingo.

– ¿Habéis oído eso? -dijo Yugao-. ¿Queréis saber lo que es? -Su tono hacía escarnio de Reiko-. Está matando a los hombres de vuestro marido. ¡Escuchad! -Brotaron más chillidos-. Podéis contarlos a medida que mueren. ¡Es el mejor guerrero que ha existido nunca!

Rebosaba de admiración por Kobori, y una excitación que era casi sexual. De repente Reiko temió que las prodigiosas habilidades marciales del Fantasma de verdad pudieran derrotar a un ejército entero. Había contado con que Sano la salvaría, pero quizá él ya estaba muerto. Pensó en Hirata, que esperaba fuera. Si lo llamaba a gritos, Yugao la mataría antes de que él pudiese rescatarla. Tenía que salir de ese brete ella sola.

– Por bueno que sea Kobori, no podrá contra tantos soldados -dijo-. Al final lo matarán. Y sólo quedarás tú para cargar con sus culpas.

Yugao rió.

– Os noto no muy segura de lo que decís. ¿Por qué iba a creeros?

– Digo la verdad -insistió Reiko, tratando de sonar confiada-. Te convendría más desentenderte de Kobori. Es a él a quien busca mi marido, no a ti. No es demasiado tarde para que te salves, si nos vamos ahora. -Se levantó con cautela, deslizando la espalda por la esquina, sin perder de vista a Yugao.

– ¡Sentaos! -Hizo un gesto con el cuchillo hacia Reiko, que rápidamente se dejó caer de nuevo-. ¡Nunca lo dejaré! ¡Y no pienso escucharos más!

Reiko cambió de táctica:

– Supongamos que Kobori gana. Entonces será un fugitivo para siempre. El caballero Matsudaira nunca dejará de perseguirlo. ¿Qué clase de vida piensas que llevarás con él?

– Por lo menos estaremos juntos. Lo amo. No importa nada más.

– Pues debería importarte -replicó Reiko-. Kobori ha asesinado al menos a cinco funcionarios Tokugawa. Pero a lo mejor no lo sabías.

– Por supuesto que lo sé. Lo sé todo sobre él. Hasta lo vi hacerlo una vez. Pero a lo mejor eso no lo sabíais -se burló-. Y me da igual lo que los demás piensen de él. Yo creo que es maravilloso. -La cara le resplandeció de adoración-. ¡Es el mayor héroe que haya pisado la Tierra!

Reiko pensó en cómo el pasado de Yugao le había conformado el carácter. Su amado padre la había obligado a cometer incesto. Después de rechazarla, ella había transferido su devoción a otro tirano, Kobori.

– Tiene las manos manchadas de sangre de víctimas inocentes -dijo-. ¿Cómo puedes soportar que te toque?

– Es parte de la emoción de hacer el amor con él. -Yugao se relamió y se tocó los pechos. El recuerdo de las caricias de Kobori la henchía de lascivia-. Además, esos hombres no eran inocentes. Eran sus enemigos. Merecían morir.

La venganza indirecta era otro placer que había obtenido de su amante, observó Reiko. Puesto que Yugao debía de querer tomarse la revancha contra los padres y la hermana que le habían hecho daño, cómo debía de haberse recreado al enterarse de las hazañas de Kobori.

– No es un héroe -dijo Reiko-. Estás dando cobijo a un criminal.

– He hecho más que eso por él -declaró Yugao con orgullo.

Un ominoso cosquilleo recorrió los nervios de Reiko.

– ¿De qué estás hablando?

– Cuando vivía en el distrito del ocio de Riogoku Hirokoji, los soldados del caballero Matsudaira iban por allí a beber y recoger mujeres. Era fácil llevarlos a un callejón. No tenían ni idea de que tuviera malas intenciones.

– Fuiste tú quien mató a esos soldados. -Reiko recordó la historía de la Rata sobre los tres asesinatos y los cadáveres ensangrentados descubiertos en los callejones de detrás de los salones de té. Sus sospechas se habían demostrado ciertas.

Yugao estaba radiante, como un mago ambulante que acabara de sacarse un pájaro de la manga.

– Los atravesé con mi cuchillo. Ninguno lo vio venir.

El horror de Reiko aumentó al comprender por qué a Yugao no le importaba que estuviera al corriente de sus crímenes contra el caballero Matsudaira. No pretendía que viviera lo suficiente para denunciarlos ante él.

– Ya le he ayudado antes a destruir a sus enemigos -prosiguió Yugao-. Y esta noche destruiré a la que ha traído al Ejército hasta nosotros.

Con un movimiento brusco y convulso, volvió el cuchillo de canto contra la garganta de Reiko.

– Estoy aquí, chambelán Sano.

El susurro de Kobori parecía surgir de todas partes y de ninguna. Sano cayó en la cuenta de que poseía la capacidad de proyectar la voz, como los grandes guerreros de leyenda que dispersaban ejércitos sembrando el miedo entre ellos y nublándoles el entendimiento. El Fantasma irradiaba una fuerza espiritual más vasta, más terrorífica que cualquier cosa que Sano hubiera experimentado en su vida.

Desenvainó su espada. Trazó un círculo y forzó la vista en busca del Fantasma.

– Aquí -susurró Kobori.

Sano giró sobre los talones y lanzó una tajo a una forma que se cernía en la oscuridad. Su hoja partió un arbusto.

– Lo siento, habéis fallado.

Sano golpeó de nuevo, pero su acero hendió sombras vacías.

Kobori rió, un sonido como de metal fundido y caliente derramado sobre agua.

– ¿No me veis? Yo os veo. Estoy detrás mismo de vos.

Su siseo sopló un aliento caliente al oído de Sano. Este soltó un alarido, se revolvió y lanzó un espadazo. Pero Kobori no estaba allí. O se había acercado y alejado con velocidad sobrehumana, o su presencia había sido una ilusión conjurada por él. Su carcajada surgía flotando del bancal más cercano a la mansión.

– Aquí abajo, honorable chambelán -susurró.

El miedo cobró forma como un tumor monstruoso en Sano, porque sabía que Kobori ya podría haberlo matado. Sintió un abrumador impulso de huir corriendo tal como habían hecho sus hombres. Sin embargo, lo enfurecía que Kobori jugase con él. Además, era el único que quedaba para plantarle cara al Fantasma. Abandonando la cautela, espada en mano, bajó a trompicones por la pendiente.

El bancal de abajo estaba decorado con pinos que emitían un intenso aroma, y un estanque cuyas aguas reflejaban el puente que lo sorteaba trazando un arco. Sano se detuvo junto al estanque. Alzó la espada en señal de desafío.

– Te reto a salir y luchar conmigo.

– Oh, pero eso echaría a perder el juego.

Cada palabra pronunciada por Kobori parecía originarse en un punto distinto. Su voz rebotaba de los árboles al estanque y hacia el cielo. Sano giraba y ladeaba la cabeza en un vano intento de rastrearla. Le corría un sudor frío por debajo de la armadura.

– Estoy aquí -siseó Kobori.

En esta ocasión su voz parecía provenir de la casa. La galería estaba vacía bajo el saliente de los aleros. Las persianas sellaban las ventanas. Sin embargo, la puerta estaba abierta, un rectángulo de espacio negro que llamaba a Sano. De él surgía la voz de Kobori:

– Entrad y atrapadme si podéis.

Sano se quedó inmóvil, presa de impulsos contradictorios. Su raciocinio le desaconsejaba entrar en la casa. Kobori pretendía arrinconarlo, atormentarlo y luego acabar con él. Por severo que fuera el castigo de Matsudaira por abandonar su misión, en ese momento era preferible a meterse en una trampa mortal. El instinto de supervivencia lo sujetaba.

Sin embargo, un samurái honorable no se acobardaba ante un duelo por estúpido o insensato que pareciera. Si lo hacía, jamás podría volver a llevar la cabeza alta en público, aunque nadie más se enterara de su cobardía. Pensó en Reiko, en Masahiro. Si perdía ese duelo, nunca volvería a verlos. Si lo rehusaba, su deshonra sería tan atroz que jamás podría volver a mirarlos a la cara.

Ieyasu, el primer sogún Tokugawa, había dicho que sólo había dos formas de volver de una batalla: con la cabeza del enemigo, o sin la propia.

Además, había en juego algo más que el orgullo de samurái de Sano. Esa tal vez fuera la mejor oportunidad que nadie tendría de atrapar al Fantasma y evitar que siguiera cobrándose víctimas. Y si ya le había asestado el toque de la muerte, por el mismo precio bien podía enfrentarse a él. Morir esa noche en lugar de al día siguiente no supondría una gran diferencia. Por lo menos pondría fin a su vida con el honor intacto.

Así pues, Sano recorrió con paso firme y la osadía de los condenados el sendero que llevaba a la casa. Subió la escalera de la galería y se detuvo en el umbral, concentrado en la oscuridad del interior. Su vista era incapaz de penetrarla; su oído no detectaba ningún sonido humano. Sin embargo, percibía la presencia de Kobori, expectante y preparado.

El coro de insectos creció hasta una estridente cacofonía.

Los lobos aullaron.

Un viento gélido agitó el estanque.

Sano traspuso la puerta.

Capítulo 32

– No puedes matarme -dijo Reiko al tiempo que se apartaba del contacto de la hoja contra su cuello y veía la intención asesina en los ojos de Yugao-. Me necesitas para protegerte. -Aunque la muchacha estaba lo bastante loca para matarla de todas formas, intentaba disuadirla-. Los soldados llegarán en cualquier momento. Sin mí viva, estás muerta.

Yugao rió, temeraria y eufórica.

– Yo no los oigo llegar, ¿y vos? Él acabará con todos ellos. No os necesitamos.

Reiko oyó carreras que se alejaban corriendo de la casa: los soldados desertaban. ¿Y Sano? Aunque no estuviera muerto, aunque Hirata le contara que ella estaba allí dentro, ¿podría derrotar al Fantasma y rescatarla? La desesperanza la abrumaba.

– Me necesitas para salir de Edo. Se ha montado un gran dispositivo para impedir vuestra huida. Si voy contigo, mi marido y mi padre querrán salvarme. Podrás negociar con ellos: tu libertad a cambio de mi vida.

Yugao sacudió la cabeza.

– El puede moverse como el viento. Cuando vamos juntos es como si fuéramos invisibles. -Su mirada se desvió para atender a la acción del exterior. Los temblores nerviosos de su cuerpo sacudían el cuchillo contra la piel de Reiko-. Nos escurriremos entre los dedos mismos de vuestro ejército. No seríais más que un lastre.

Reiko veía acercarse la muerte inexorablemente. El cuello se le tensaba bajo el cuchillo. Con todo, al menos tal vez lograría atar un cabo suelto de su investigación.

– Si voy a morir, antes respóndeme a una pregunta. ¿Por qué mataste a tu familia?

Vio admiración mezclada con sorna en los ojos de Yugao.

– No os rendís nunca, ¿verdad?

– Después de todo el trabajo que he hecho por ti, lo mínimo que puedes ofrecer a cambio es satisfacer mi curiosidad. -Además, cuanto más tiempo hablaran, más oportunidades tendría Reiko de salvarse.

Yugao reflexionó y luego se encogió de hombros.

– De acuerdo. -Reiko notó que anhelaba la satisfacción de mostrar lo errada que había estado acerca de sus motivos-. Supongo que ahora no importa que os lo cuente.

La luz de la luna se colaba en el interior de la casa apenas lo suficiente para mostrarle a Sano un pasadizo que se extendía hacia un vacío negro. Pegó la espalda a una pared, tanteando por delante con la mano izquierda mientras la derecha aferraba la espada. Engullido por la penumbra, la vista lo abandonó, pero el resto de sus sentidos se agudizaron. Oía hasta el menor crujido del suelo bajo su peso; sus pies notaban las estrechas rendijas entre tablones. Sus dedos seguían el dibujo de un panel de celosía. Captó un dejo de sudor masculino en el olor mohoso del espacio cerrado y viciado.

Kobori había pasado por allí hacía muy poco. Había dejado su rastro.

Sano proyectó su mente hacia fuera, en busca de su enemigo, mientras avanzaba palmo a palmo. Percibió habitaciones vacías tras el panel y al otro lado del pasillo, sintió que el Fantasma lo esperaba no muy lejos. Si podía oler a Kobori, Kobori podía olerlo a él. Su corazón latía con tanta fuerza que debía de oírlo. Y era probable que Kobori hubiera memorizado tan bien hasta el último rincón de la casa que pudiese orientarse en la más completa oscuridad. A Sano se le tensaban los músculos en anticipación de un ataque repentino. Aún podía desistir y escapar de aquella trampa, pero el valor se imponía al sentido común. Siguió avanzando.

Echó un vistazo hacia atrás, hacia el vago y borroso contorno de la entrada iluminada por la luna. Parecía a un mundo de distancia aunque sólo hubiera recorrido treinta pasos. Al deslizar el pie hacia delante, el suelo desapareció bajo él. Tanteó con el dedo gordo, que tocó la contrahuella y el siguiente peldaño de una escalera que descendía hacia el nivel inferior de la casa. Se agarró a la barandilla mientras bajaba, poco a poco y con cautela. Al llegar abajo siguió adelante por otro pasillo. La absoluta oscuridad era como un tejido viviente que le insuflara bocanadas de moho y polvo en los pulmones. Tenía la espeluznante sensación de que la frontera entre él y el espacio que lo rodeaba se estaba disolviendo. Sintió el impulso de tocarse el cuerpo para asegurarse de que todavía existía.

– Adelante, honorable chambelán -susurró el Fantasma-. Ya casi estáis.

La mano de Sano notó que la pared terminaba. Había llegado a una esquina. La dobló centímetro a centímetro. Varios pasos más allá se encontró con una entrada, tras la cual se adivinaba una habitación. El pasillo lo llevó por delante de más habitaciones, alrededor de más recodos. Se imaginó vagando por un laberinto en cuyo centro esperaba Kobori, presto a abalanzarse. Su percepción aguzada rozaba lo sobrenatural. El olor del rastro del Fantasma era tan fuerte que podía saborearlo. Notó un desplazamiento de peso en algún punto del suelo: Kobori se hallaba en el mismo nivel de la casa.

El suelo chirrió una vez, luego dos más.

Sano se quedó inmóvil, escuchando la subrepticia aproximación de los pasos del Fantasma, tratando de dilucidar desde qué dirección.

– Aquí vengo -susurró Kobori.

Sano se volvió hacia la voz y sostuvo la espada en alto con las dos manos. Mientras esperaba, se sintió a la vez invisible y expuesto, aterrorizado por la confrontación a la par que sediento de ella.

Los pasos se acercaban desde todas las direcciones, como si el Fantasma se hubiese multiplicado en un ejército. ¿Había creado Kobori esa ilusión, o eran imaginaciones de Sano? Nunca se había sentido tan solo, confundido o vulnerable. Ni su alto rango ni su legión de subordinados podían protegerlo. Allí no importaba que tuviera poder sobre la práctica totalidad de los ciudadanos de Japón. El Fantasma lo había reducido a la condición del samurái sin señor, luchando por sobrevivir con sus propios medios, que en otro tiempo había sido. Su mujer, su hijo y sus logros se antojaban tan remotos como si los hubiera soñado. Lo único que tenía en ese momento, como entonces, eran sus espadas.

Su enemigo pretendía que se sintiera así para quebrantar su confianza, y la sensación de vulnerabilidad y aislamiento de Sano se intensificó contra su voluntad. Los pasos del Fantasma aceleraron a medida que se acercaban. Con ciego apresuramiento, Sano atravesó a trompicones una puerta. De repente los pasos cesaron. Sintió un aire cálido a sus espaldas.

Era el calor corporal del Fantasma.

El pánico se apoderó de él. Antes de que acertara a reaccionar, sintió un golpecito en la espalda, por debajo de su hombro derecho. Soltó la espada, que cayó al suelo. Mientras se doblaba con los dientes apretados por el dolor, lo agarraron por detrás. Le manosearon el cuerpo. Lanzó un golpe con el brazo izquierdo, pero sólo encontró vacío. El brazo derecho le colgaba inútil y dolorido. Sintió un tirón en la cintura y luego oyó unos pasos rápidos que se alejaban.

Kobori había atacado y ahora retrocedía, como una serpiente.

Solo en la oscuridad, Sano cayó de rodillas, trastornado y jadeante a causa del repentino y violento ataque. El dolor del brazo se perdió en una pesada insensibilidad, como si le hubieran cortado la circulación. Kobori había alcanzado algún punto vital que le había incapacitado el brazo. Buscó a tientas por el suelo, desesperado por encontrar su espada, pero sus manos barrieron una superficie vacía. Se palpó la cintura en busca de su espada corta, pero ésta también había desaparecido. Kobori le había arrebatado sus dos armas. Oyó sus carcajadas, que crepitaron como ñamas.

– Veamos lo bien que podéis combatirme sin vuestras espadas -susurró Kobori.

– Mi padre era verdugo -dijo Yugao.

Relajó la presión del cuchillo sobre la garganta de Reiko, que respiró con cautela y destensó los músculos.

– Llegaba a casa y se ponía a hablar de cuánta gente había matado y lo que habían hecho para merecer ese final -prosiguió Yugao-. Nos contaba cómo se comportaban cuando los llevaban al campo de ejecución. Nos describía cómo era cortarles la cabeza.

Reiko concentró su mirada en su cara, con la esperanza de retener la atención de Yugao.

– Después de la guerra, ejecutaron a muchos samuráis del ejército de Yanagisawa. Eran sus camaradas. -La furia en nombre de su amante le centelleaba en los ojos-. Mi padre mató a muchos. Se jactaba de ello porque habían sido hombres importantes y él era un hinin, pero ellos estaban muertos y él vivo. Cada vez que mataba a uno, hacía una muesca en la pared.

Reiko recordó las marcas que había visto en la chabola. Desplazó poco a poco su brazo derecho hacia el costado, buscando el cuchillo que llevaba a la espalda.

– No podía permitirle que siguiera matándolos -dijo Yugao-. Aquella noche me harté de oírlo fanfarronear. No lo soportaba. O sea que lo apuñalé. Era lo menos que podía hacer por mi amado.

Por fin Reiko entendía que hubiera mantenido en secreto el móvil: para evitar mencionar a Kobori y revelar sus crímenes. Sin embargo, también intuía que las afrentas del pasado y el presente se habían combinado para colmar el vaso de Yugao. Hacía tiempo que la chica albergaba un odio enconado hacia su padre por violarla y luego rechazarla. Podría haberlo soportado por siempre o haberlo apuñalado en otro momento, pero sus ofensas contra los camaradas de Kobori habían supuesto el motivo que necesitaba su mente inestable para asesinar a su padre.

– ¿Por qué mataste a tu madre y tu hermana? -preguntó Reiko.

Una desdeñosa sonrisa torció los labios de Yugao.

– Mientras lo estaba apuñalando, se limitaron a acurrucarse en un rincón y llorar. -Arrugó el entrecejo-. Podrían haberme detenido. Si él les hubiera importado, lo habrían hecho. Esas miserables cobardes merecían morir.

A lo mejor Yugao había querido que la detuviesen, especuló Reiko. A lo mejor todavía amaba a su padre a pesar de todo. En ese caso, las había castigado por su incapacidad para salvarlo de ella, además de por las pasadas injusticias que le habían infligido. Sólo quedaba una cuestión por dilucidar.

– ¿Por qué confesaste? -preguntó.

– Lo hice por él. Y quería que él lo supiera. No esperaba volver a verlo, pero se enteraría de lo que yo había hecho. El entendería por qué. Sabría que había muerto por él y estaría agradecido.

Reiko estaba anonadada por la magnitud de su enajenación.

– Entonces ¿por qué huiste de la cárcel? -Reiko tenía el brazo doblado tras el cuerpo, los dedos en la empuñadura del cuchillo.

– El incendio fue una señal. Decía que mi destino era reunirme con él en lugar de morir por él. -Arrugó la frente, súbitamente suspicaz-. ¿Qué hacéis?

– Sólo me rasco la espalda-mintió Reiko.

– Poned las manos donde pueda verlas.

Reiko obedeció, renunciando a toda esperanza de atacar a Yugao por sorpresa. Ideó una nueva táctica.

– Mataste por Kobori. Estabas dispuesta a sacrificar tu vida por él. ¿Qué ha hecho él por ti?

Yugao la miró como si fuese la pregunta más estúpida del mundo.

– Él me ama.

– ¿Te lo ha dicho?

– No hace falta. Lo sé.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me hace el amor.

– Quieres decir que obtiene de ti su placer. Eso no quiere decir que signifiques nada para él más allá de lo físico.

– Acudió a mí después de la guerra. No le importó que fuera una hinin. -Por primera vez Yugao sonaba ansiosa por demostrar que ella significaba tanto para él como él para ella-. Quería estar conmigo.

Reiko pensó en el varapalo que había recibido la facción de Yanagisawa durante la guerra, y habló siguiendo una corazonada:

– ¿Estaba herido?

– Sí.

– De modo que estaba herido y no tenía adónde ir. Y apuesto a que, en cuanto estuvo recuperado, se fue. ¿No es así?

La expresión angustiada de Yugao reveló que Reiko había acertado.

– Tuvo que irse. Tenía cosas importantes que hacer.

– Más importantes que tú. Dime, cuando escapaste de la cárcel, ¿se alegró de verte?

– Tiene problemas que lo preocupan -espetó Yugao.

– Y tú te convertiste en uno de ellos -dedujo Reiko-. Sabía que podías ser su ruina. Y tenía razón. Has traído la ley hasta él. Te dejará tirada en cuanto pueda.

– No me importa -replicó Yugao, pero sus ojos resplandecían de lágrimas y tristeza; se le quebró la voz a medida que la abandonaba su arrogancia-. El es todo lo que tengo.

Por fin Reiko penetraba en Yugao, hasta el espíritu oculto tras su duro caparazón, La pérdida y las privaciones habían trazado el camino de su vida. Había perdido su inocencia, además del amor de su madre, por culpa de la depravación de su padre. Había perdido su hogar, su vida acomodada como hija de mercader y su lugar en la sociedad. Había perdido el afecto de su padre por culpa de su hermana. Tras asesinar a su familia, había perdido su parentela y su libertad. Ahora se aferraba desesperadamente a lo único que no había perdido todavía.

– ¡No consentiré que me alejéis de él! -gritó.

Reiko la compadeció al verla contener las lágrimas con un parpadeo. Su habitual escudo de hostilidad endureció sus facciones.

– Estoy harta de escucharos. -Tenía la voz ronca pero firme. En sus ojos ardía un odio que había empeorado porque Reiko la había obligado a abrirse-. Va siendo hora de acallaros para siempre.

Desarmado, ciego e indefenso, Sano se dio cuenta de que si las cosas seguían así, no tenía ninguna posibilidad. Debía hacerse con el control de la situación. Lo primero era salir de la trampa del Fantasma. Gateó por el suelo hasta encontrar una pared de paneles de madera. La palpó de un lado a otro y hacia arriba hasta que su mano topó con una hendidura. Metió los dedos y tiró. El panel se deslizó hacia un lado.

– ¿Qué estáis haciendo? -Kobori sabía que Sano intentaba tomar la iniciativa, y eso no le gustaba nada.

Tras el panel había otro, hecho de papel enmarcado por parteluces. Lo recorrían unas vetas de luz, suficientes para que Sano distinguiera que se encontraba solo en una habitación sin muebles. Descorrió el panel. Al otro lado había toscos tablones clavados en una puerta. La luna entraba por las rendijas que los separaban. Habían cegado la casa para protegerla de los ladrones. Sano tiró de los tablones con la mano izquierda; la derecha, junto con todo el brazo, seguía enturneada e inútil. Al ver que los tablones no cedían, empezó a aporrearlos.

– No podéis escapar de mí -susurró Kobori.

Su voz se acercaba, acompañada por pasos resonantes. Desesperado, Sano miró en derredor y distinguió una endeble escalera hecha con listones y postes de madera que se elevaba desde un rincón. Se abalanzó hacia ella.

– ¿Adonde vais? -La voz de Kobori sonó seca y áspera.

Sano llegó al final de la escalera, que terminaba en una plataforma de madera contra el techo. Hizo fuerza hacia arriba y se abrió una trampilla. Kobori había olvidado sellar esa salida o había pensado que Sano no la encontraría. Metió la cabeza por la abertura y la sacó a la brisa nocturna, fresca y pura.

– ¡Quieto! -ordenó Kobori con rudeza, elevando la voz-. ¡Regresad!

Con un esfuerzo torpe que casi le desgarra los músculos, Sano se izó al tejado. Se plantó en su desigual e inclinada superficie de juncos y se frotó el brazo y la mano derechos para reanimarlos. El tejado tenía unos doscientos pasos de largo y la mitad de ancho, con jorobas sobre sus hastiales. Por encima se cernía el nivel superior de la casa, su balcón y la elevada ladera cubierta de bosque. Por debajo se extendía la techumbre del nivel inferior, el valle y las colinas que descendían hacia las escasas y tenues luces de Edo. La luna estaba baja, pero al menos allí vería venir al Fantasma.

– Anoche intentaste matarme en mi propia casa -dijo Sano por el hueco de la trampilla-. Si todavía quieres hacerlo, sube aquí.

– Si queréis atraparme, volved dentro -replicó Kobori.

Aquel punto muerto aminoró el paso del tiempo hasta casi detenerlo. Sano flexionó el brazo y la mano. Sintió un cosquilleo a medida que desaparecía el entumecimiento. Entonces cayó en la cuenta de por qué el Fantasma mataba encubiertamente. No era sólo porque conociera los secretos del dim-mak.

– ¿Qué pasa, tienes miedo de enfrentarte conmigo cara a cara? -gritó.

Ningún samurái podía soportar que se pusiera en entredicho su coraje. Kobori respondió:

– No temo a nada, y mucho menos a vos. Sois vos quien tiene miedo de mí. -Su voz surgía por la trampilla como un humo ponzoñoso-. Os escondéis tras las murallas de vuestro castillo y vuestros soldados. Sin ellos, os encogéis como una mujer aterrorizada por un ratón.

– Eres tú el que se esconde en la oscuridad porque tiene terror de mostrarse -replicó Sano-. Te acercas a hurtadillas a tus víctimas para que no puedan defenderse. ¡Eres un cobarde!

Se produjo un silencio; aun así, Sano casi podía sentir calentarse el tejado bajo sus pies, como encendido por la ira de Kobori. Ningún samurái podía tolerar un insulto semejante. Kobori tenía que salir y defender su coraje y honor. Sin embargo, Sano no era tan iluso para creer que el Fantasma se asomaría por la trampilla para que él lo atrapara. Oteó el tejado en derredor, escudriñando los caballetes, a la espera de un ataque por sorpresa. Echó un vistazo al tejado de debajo. Su instinto de supervivencia le decía que corriese cuando todavía tenía otra oportunidad. Sin embargo, estaban en juego su propio coraje y honor.

Al volverse para mirar hacia arriba, una sombra se desprendió del balcón superior y se abalanzó sobre él. No tuvo tiempo de esquivarla. Kobori aterrizó sobre él y los dos cayeron con estrépito. Kobori no era un hombre muy grande, pero parecía duro y pesado como el acero, todo hueso y tendones. Inmovilizó a Sano con una llave implacable. Rodaron tejado abajo. Mientras lo hacían, Sano vio la cara de Kobori, los dientes expuestos en una sonrisa salvaje y los ojos centelleantes. Trató de clavar los talones en algún punto para evitar la caída por la pendiente, pero no pudo contrarrestar la inercia. Ambos se precipitaron por el borde del tejado.

Cayeron al vacío, pero la cubierta de un balcón interrumpió su caída. Chocaron con una fuerza que sacudió a Sano y luego volvieron a caer hacia el tejado del nivel inferior.

Sujetando el cuchillo con las dos manos, Yugao inhaló hondo. Blandió la hoja de un lado a otro por encima de Reiko. Tenía las facciones desencajadas en un rictus salvaje. Aterrada, Reiko se encogió y levantó los brazos para protegerse.

Se oyó un golpe pesado y estruendoso en el tejado, por encima de ellas. Del techo se desprendió una lluvia de polvo y trozos de yeso. Yugao vaciló, con el cuchillo todavía en alto y la expresión feroz fija en la cara. Más golpes, acompañados de ruido de pelea, sacudieron la casa. Yugao miró hacia el techo, distraída por lo que parecía un combate en el tejado.

En ese momento Reiko se lanzó hacia los muslos de Yugao y le dio un violento empujón. La chica salió despedida hacia atrás a trompicones, desconcertada. Trastabilló con su falda, perdió el equilibrio y cayó de lado.

– ¡Zorra traicionera! -bramó.

Reiko se incorporó en su rincón a la vez que sacaba el puñal de la espalda con un rápido movimiento. Yugao se puso en pie ayudándose con las manos. Aullando de furia, arremetió contra Reiko, que renunció a la esperanza de capturarla. Bastante tendría con salir viva de esa casa. Corrió hacia la puerta, pero Yugao le cortó el paso de un brinco y empezó a lanzarle furiosas cuchilladas. Reiko las esquivó, saltando a un lado y agachando la cabeza, mientras el puñal hendía surcos enloquecidos en el aire y la rasguñaba, destrozándole la ropa. Los jirones de tela silbaban con las maniobras de la propia Reiko con el cuchillo, para parar los golpes de Yugao. La chica se movía tan rápido que alrededor de Reiko parecían zumbar cien puñales.

– ¡Podrías haberlo impedido! -chilló Yugao. Atacaba con una energía tan frenética que cada choque de sus hojas estaba a punto de arrancarle a Reiko la suya de la mano-. Pero fingiste que no lo veías. Le dejaste hacerlo. ¡Me trataste como si fuera culpa mía!

Con un corte atravesó la manga de Reiko, que sintió un latigazo de dolor en el antebrazo. Se tambaleó. Yugao era un tornado de brazos, cabello y groseras maldiciones. Su cuchillo le pasó silbando junto a la oreja y Reiko notó que un hilo de sangre caliente le bajaba por el cuello.

– ¡Era mío! -aulló Yugao-. ¡Tú me lo robaste!

Enloquecida, persiguió a su enemiga por la habitación. En su cabeza Reiko vio las imágenes ensangrentadas de la choza. Yugao revivía la noche de los asesinatos. Creía que Reiko era su madre y su hermana.

– Me dejasteis matarlo. ¡Ahora vais a morir!

Capítulo 33

En el tejado inferior, Sano se revolvía y daba manotazos intentando sacudirse a Kobori. Éste aguantó sin dejar de golpear con las manos, hincar dedos y hundir rodillas y codos en puntos sensibles del sistema nervioso de su rival. Su energía se disparaba como fuegos artificiales que estallaran en todo el cuerpo de Sano, que aullaba de agonía entre convulsiones. Se las ingenió para encajar una rodilla entre su cuerpo y el de Kobori. Empujó con todas sus fuerzas.

Kobori salió impulsado hacia atrás. Cayó, dio una voltereta haciendo el pino y se irguió en toda su estatura como si tuviera un resorte. Sano se levantó trabajosamente. Le dolía todo. Se tambaleaba como un espantajo al viento, mientras Kobori aguardaba presto a atacar de nuevo.

– ¿De modo que creéis que podéis conmigo? ¿A qué estáis esperando? -lo azuzó.

A Sano cada aliento le desgarraba los pulmones. El combate cuerpo a cuerpo nunca había sido su fuerte, y seis meses sentado en su despacho no habían ayudado. Recordó lo oxidado que se había sentido al practicar con su amigo Koemon. Combatiendo el pánico, se propuso distraer a Kobori y evitar que concentrara la energía de su cuerpo y su mente en un toque de la muerte.

– ¿Aún no te has dado cuenta de que tu cruzada es inútil? -Le espetó. A lo mejor también podía desmoralizarlo y debilitarlo-. La guerra ha terminado.

– No habrá terminado mientras yo esté vivo -replicó Kobori-. Vos seréis mi mayor victoria.

Se acercaron, Sano cojeando por el dolor, Kobori con paso seguro y parsimonioso. Sano levantó las manos, aprestándose a atacar o defenderse como mejor pudiera. Kobori arqueó la espalda. Se movió con un brazo en alto y el otro suelto, los codos doblados. Sus ojos adoptaron un brillo extraño. La energía irradiaba de él como un zumbido frenético y vibrante. Sano le veía la cara y las manos con nitidez, como si emitieran luz propia, en contraste con sus ropas negras. Sólo los separaban unos pasos cuando Kobori se impulsó y lanzó una pierna en horizontal hacia Sano. La patada lo alcanzó en la barbilla, justo por debajo del labio inferior.

A Sano le entrechocaron las mandíbulas y su cabeza salió despedida hacia atrás. Se tambaleó y cayó de rodillas. Se le nubló la visión como si el impacto, ligero pero poderoso, le hubiera aflojado los ojos. Kobori seguía de pie en el mismo punto que antes. Había golpeado y se había retirado con tanta rapidez que parecía no haberse movido en absoluto, sólo proyectado su imagen y su fuerza contra Sano. Su energía reverberaba; su sonrisa destellaba.

– Os toca -dijo-. ¿O acaso os rendís?

Por desesperada que fuera la situación, Sano se negaba a someterse. Lanzó un golpe contra Kobori, que lo esquivó con un rápido movimiento. Sano probó otra vez, y otra. Kobori parecía saber lo que iba a hacer antes que él mismo. Nunca estaba donde Sano dirigía sus golpes. Desaparecía y luego reaparecía en otra parte, como si discontinuara su existencia a fogonazos. Frenético, Sano le lanzó un puñetazo a las costillas. Kobori paró el golpe y le hundió los nudillos en la muñeca.

Sano perdió el aliento completamente y se le hundió el pecho. Dio un traspiés, doblado sobre sí, boqueando como un pez, asombrado de que el golpe le afectara una zona del cuerpo tan lejos del punto de impacto. Kobori debía de haber canalizado su energía por los nervios que iban de la muñeca a los pulmones. Mientras luchaba por respirar, Kobori le hincó los dedos al lado del ojo derecho. Sano se sintió aturdido por un momento, como si acabara de despertar en un lugar desconocido sin la menor idea de cómo había llegado allí.

Kobori había atacado unos nervios que le ofuscaban el pensamiento.

Sintió un acceso de terror profundo. Cada ataque que lanzaba le era devuelto. Las únicas veces que entraba en contacto con Kobori eran cuando éste paraba sus golpes y a la vez le asestaba otros. Trastabilló mientras recibía patadas en las piernas y puñetazos en la espalda y los hombros. Con cada golpe el asesino exhalaba un aliento explosivo, como un tronco en llamas rociado con queroseno. La náusea y el vértigo se sumaban al dolor que lo asolaba. Arremetió contra Kobori y perdió el equilibrio. Mientras resbalaba tejado abajo, Kobori aferró su muñeca. Le dio media vuelta de un tirón y lo golpeó por debajo del ombligo.

El pulso de Sano se aceleró hasta convertirse en un martilleo frenético. Sintió una intensa presión en la cabeza, como si fuera a estallarle. Gritó por encima del borboteo de la sangre en sus oídos.

Yugao arremetió con su cuchillo. Reiko giraba sobre los talones, saltaba y contraatacaba, pero, pese a haber ganado muchas peleas, nunca había luchado contra alguien así. Comparada con sus anteriores oponentes, Yugao era una aficionada, sin posibilidades ante el adiestramiento y la experiencia de Reiko. Sin embargo, lo que le faltaba en pericia lo compensaba con temeridad y resolución. Reiko le hizo cortes en los brazos y la cara, pero la chica parecía inmune al dolor, ajena a su sangre, que salpicaba el suelo mientras luchaban.

Los golpes y sacudidas contra el techo hacían de contrapunto a sus gritos. Reiko estaba empapada en sudor, jadeante del esfuerzo de agacharse y acometer, girar y lanzar reveses. Yugao la atacó con fuerza maníaca y Reiko pisó un jirón de tela que le colgaba de una manga desgarrada. Se le enganchó el pie, tropezó y cayó de espaldas cuan larga era. Yugao se precipitó hacia ella, con el cuchillo en alto. La cara le brillaba de triunfo salvaje. Se lanzó sobre Reiko mientras el cuchillo hendía un arco descendente apuntado a su cara. Reiko aferró con fuerza su propia arma y acometió hacia arriba para salirle al paso.

Yugao, lanzada, se ensartó en el cuchillo de Reiko, que notó cómo le atravesaba el pecho. La chica emitió un chillido terrible, estridente, agónico. Se le pusieron los ojos como platos; sus manos soltaron el cuchillo y se agitaron frenéticamente. Luego cayó sobre Reiko.

Su peso la aplastó contra el suelo y la hoja se hundió hasta la empuñadura. Reiko soltó una exclamación al notar las manos apretadas contra el cuerpo de su rival, la espantosa sensación de la sangre caliente.

Yugao tendió los brazos para amortiguar su caída. Por un momentó su cara quedó pegada a la de Reiko. La chica la miró fijamente con la expresión transida de estupor, dolor y rabia. Se apartó haciendo fuerza con las manos y se sentó, con las piernas estiradas. Reiko se puso en pie, con el corazón desbocado, dispuesta a correr o luchar otra vez si hacía falta. Recogió del suelo con un gesto rápido el cuchillo que Yugao había soltado.

Al principio la chica no se movió. Contemplaba con la boca abierta el puñal incrustado en su abdomen y su ropa ensangrentada. Agarró la empuñadura. Le temblaban las manos y su respiración era rápida y superficial. Con un ronco gemido, extrajo el cuchillo de un tirón. Brotó un nuevo borbotón de sangre. Yugao alzó la cabeza y cruzó la mirada con Reiko. Su tez había adquirido una palidez mortal y le goteaba sangre de los labios, pero la ira persistía en sus ojos. Con el cuchillo en la mano, se arrastró por el suelo hacia Reiko hasta que, jadeando, se derrumbó. Lanzó el cuchillo hacia Reiko con las pocas fuerzas que le quedaban. El arma aterrizó lejos de su blanco y Yugao se aovilló en torno a su herida.

– ¡Kobori-san! -exclamó. Los sollozos le sacudían el cuerpo.

Más golpes retumbaron en el techo. Reiko sacudió la cabeza, demasiado abrumada para saber con exactitud lo que sentía o pensaba. Bajo su alivio borboteaba una lava de emociones. Oyó un estrépito de pasos que se acercaban por el pasillo. Los detectives Marume y Fukida irrumpieron en la habitación, acompañados por el teniente Asukai y sus demás escoltas. Hirata los seguía a cierta distancia.

– ¡Dama Reiko! -exclamó Marume.

El y los demás miraron boquiabiertos a Yugao, que yacía sollozando en el suelo, llamando a su amante. Contemplaron a Reiko, que cayó en la cuenta de que iba vestida con jirones y estaba cubierta de sangre de su enemiga, de Tama y de los muchos cortes que había recibido, leves pero dolorosos.

– ¿Estáis bien? -preguntó Fukida con ansiedad.

– Sí -respondió Reiko.

– ¿Dónde está el chambelán Sano? -inquirió Hirata con apremio.

– Está en el tejado, luchando con Kobori. -Las palabras salieron de su boca sin reflexión previa. En cuanto las hubo pronunciado, supo que eran ciertas. Su instinto le indicaba que aquellos ruidos procedían de su marido y el Fantasma enzarzados en combate, y que Sano se hallaba en peligro de muerte. Gritó-: ¡Tenemos que ayudarlo!

Los hombres salieron corriendo de la habitación. Ella siguió su estampida por el pasillo.

Mareado de dolor, Sano lanzó puñetazos desesperados y salvajes hacia Kobori, que le castigó la caja torácica. Sano sintió un acceso de temblores. Cayó sacudiéndose de manera incontrolable, mientras Kobori se situaba de pie encima de él.

– Tenía entendido que erais un gran guerrero. Me decepcionáis -dijo.

El terror estrechó la visión de Sano y encogió el mundo. Sólo veía a Kobori con la cara radiante, los ojos encendidos de oscuro fulgor. La fuerza física de Sano estaba poco menos que agotada. Luchando por recuperar la lucidez, recordó vagamente lo que el sacerdote Ozuno había dicho a Hirata: «Todo el mundo tiene un punto débil. Yo nunca pude encontrar el de Kobori, pero es tu única esperanza real de derrotarlo en un duelo.»

– Yo también he oído hablar de ti -dijo Sano, apenas capaz de pensar, hablando por instinto. Tragó sangre y mucosidad; se enderezó ayudándose con las manos-. De un sacerdote llamado Ozuno. Fue tu maestro.

Hubo una pausa.

– ¿Y qué dijo? -El tono de Kobori sonó indiferente, pero sólo fingía que no le importaba lo que Ozuno pensara de él.

– Dijo que te había repudiado -respondió Sano.

– ¡Nunca! -Lo dijo con tanta vehemencia que Sano supo que el rechazo de Ozuno todavía le dolía-. Teníamos diferencias de filosofía. Nos separamos para seguir cada uno su camino.

Sano agradeció a la providencia por bendecirlo. Había encontrado el punto débil de Kobori: era el propio Ozuno.

– Tú te incorporaste al escuadrón de élite de Yanagisawa -prosiguió Sano-. Usaste tus habilidades para cometer asesinatos políticos.

– Eso es mejor que lo que hacían Ozuno y su hermandad de viejos chochos -repuso Kobori-. Se conformaban con preservar el saber para la posteridad. ¡Qué desperdicio!

Sano sintió que la energía del Fantasma se desviaba de él. Sus fuerzas revivieron y, aunque seguía mareado, se las ingenió para levantarse.

– Ya entiendo. Querías más de lo que podía ofrecerte la hermandad.

– ¿Por qué no? No quería ser un samurái de provincias y pasarme la vida cuidando de las tierras del daimio del lugar, ahuyentando bandidos y manteniendo a los campesinos a raya. Tampoco quería consagrarme a las tradiciones obsoletas de Ozuno. Me merecía algo más.

– De modo que te vendiste a Yanagisawa.

– ¡Sí! -Kobori se apresuró a justificarse-: El me ofreció una oportunidad de ser alguien. De moverme en círculos más grandes y más altos. De tener un propósito en la vida.

Sano comprendió que las motivaciones de Kobori iban más allá del habitual código de honor del bushido que obligaba a obedecer a un superior. Eran personales, como debían de serlo sus razones para la cruzada contra el caballero Matsudaira.

– Bueno, ahora que Yanagisawa ha desaparecido, se ha llevado con él tu propósito. Sin él, vuelves a ser nada.

– No ha desaparecido para siempre. Estoy creando tal pánico en el régimen de Matsudaira que no tardará en caer. Mi señor regresará al poder.

Y entonces, creía Kobori, recuperaría su propia posición. Sano vio que sólo seguía a Yanagisawa porque sus intereses coincidían. El quid de la cuestión era el orgullo personal de Kobori, no el honor que vinculaba a un samurái con su señor. Como luchador era invencible, pero su orgullo era su debilidad. Había padecido un duro revés cuando Ozuno lo repudió, y otro cuando cayó Yanagisawa y lo arrastró con él en su caída. Ahora necesitaba un golpe más, uno decisivo.

– ¿Quieres saber qué más dijo Ozuno de ti? -preguntó Sano.

– No me importa -le espetó Kobori, molesto además de claramente ansioso por saberlo-. Ahorrad el aliento y a lo mejor vivís un rato más.

Sano pensó que, cuanto más tiempo tuviera hablando a Kobori, mayores eran sus posibilidades de sobrevivir.

– Ozuno dijo que nunca llegaste a dominar del todo el arte del dim-mak porque no completaste tu entrenamiento.

La expresión de Kobori se tiñó de indignación.

– Me fui cuando había aprendido todo lo que podía enseñarme. Lo había superado. ¿Os mencionó que trató de matarme y le pegué una paliza?

– Dijo que no llegaste a explotar al máximo tu potencial -prosiguió Sano, poniendo más palabras en boca de Ozuno-. Podrías haber sido el mejor maestro de artes marciales, pero malgastaste tu entrenamiento, tu talento y tu vida. No eres más que uno entre un millar de ronin forajidos.

– ¡Soy el mejor maestro de artes marciales! Lo he demostrado esta noche. Mañana sabrá que se equivocaba sobre mí. Olerá el humo de las piras funerarias de todos los hombres que he matado aquí. -Y, enfurecido, gritó-: ¡Y se tragará vuestras cenizas junto con las de ellos!

Arremetió contra Sano y le lanzó una lluvia de golpes desde todas las direcciones. Sin embargo, mientras se sacudía, giraba y gritaba de dolor, Sano percibió que Kobori había perdido el dominio de sí. Los insultos a su orgullo y el miedo a que su empresa en verdad fracasara lo habían desquiciado. Atacaba atropelladamente sin alcanzar puntos letales, descargando en Sano su ira contra Ozuno. Sus alientos parecían ya más débiles sollozos que bocanadas de fuego. Kobori deseaba torturarlo, más que matarlo. Sano se obligó a aguantar y sufrir, ganando tiempo.

Kobori aminoró el ritmo de su ataque, seguro ya de su victoria. Sano se dejó caer adrede sobre un caballete que sobresalía del tejado. Kobori se agachó para agarrarlo. Sano tenía los ojos tan cubiertos de sangre y sudor que apenas alcanzaba a ver. Guiado por un instinto ciego, logró aferrar una muñeca de Kobori. Sus dedos encontraron dos huecos en el hueso y apretó con toda su fuerza.

Kobori soltó el aire, sorprendido. Durante un instante le flaquearon los músculos mientras el apretón le drenaba la energía. Sano tiró de él hacia abajo y le clavó los dedos de la otra mano bajo la barbilla. Kobori profirió un alarido de dolor y alarma. Retrocedió y preparó el brazo libre para asestarle un golpe mortal en la cara, pero Sano se lanzó hacia delante en un último y desesperado esfuerzo. Su frente se estrelló contra el pecho de Kobori.

El impacto de la colisión le reverberó en la cabeza. Unas lucecitas blancas titilaron en su visión, como si las estrellas del firmamento se estuvieran astillando.

Antes de que supiera si el golpe de Kobori lo había alcanzado, el universo se sumió en la negrura y el silencio.

Reiko, Hirata, los guardias y los detectives atravesaron a la carrera la casa oscura y laberíntica.

– Tiene que haber una escalera que llegue al tejado -dijo Fukida.

El teniente Asukai, más adelantado, exclamó:

– ¡Aquí!

Subieron en tropel por la escalerilla. Marume abrió una trampilla y los hombres se encaramaron hasta el tejado. El teniente Asukai ayudó a Reiko a subir. El tejado de juncos era ancho, inclinado y gris a la luz de la luna. No oyó ningún sonido, ningún movimiento: la lucha había cesado. Entonces distinguió dos formas humanas tumbadas en la pendiente de un caballete, como si las hubiera lanzado allí el viento, los cuerpos descoyuntados.

– ¡Allí! -exclamó, señalando. El pavor le encogió el corazón.

Una de las figuras se movió y luego se puso en pie, insegura. Se irguió sobre el otro cuerpo postrado. El pánico de Reiko dio paso a un horror angustiante. Dos hombres habían luchado. Uno había ganado y sobrevivido. Creía adivinar cuál.

– ¡No! -chilló.

El eco de su voz resonó en las colinas. El superviviente se volvió poco a poco hacia ella. Reiko se preparó para ver el rostro de Kobori, el asesino de su marido. Sin embargo, la luz iluminó el rostro de Sano. Estaba tan maltrecho, ensangrentado e inflamado que a duras penas lo reconoció, pero era Sano, vivo y victorioso. Reiko sintió un alivio tan grande que estuvo a punto de desmayarse. Gimió y hubiese salido corriendo hacia su marido, pero éste levantó la mano.

– No te acerques -dijo-. Kobori está vivo.

La figura postrada se agitó. Marume y Fukida cruzaron el tejado y apresaron a Kobori, maniatándole las muñecas y los tobillos. Reiko se lanzó hacia Sano. El la sostuvo entre sus brazos mientras ella lloraba de alegría.

– ¡Creí que estabas muerto! -exclamó-. ¡Creí que el Fantasma te había matado!

Sano soltó una risita que se convirtió en un acceso de tos.

– Deberías tener un poco más de fe en mí.

Bajaron la vista hacia Kobori, amarrado como una presa de caza. Su cara no presentaba ninguna marca pero sí una palidez mortal, bañada en sudor. El aliento le salía jadeante entre los dientes apretados. Parecía a punto de perder el conocimiento, sus ojos como rescoldos apagados con agua. Sin embargo, alzó la mirada hacia Sano y una ironía malsana le animó las facciones.

– Creéis haber ganado -masculló-. Pero estabais derrotado antes de que empezara nuestro combate. ¿Recordáis la noche que entré en vuestra casa? -Se le hinchó el pecho en una carcajada insonora-. Pues bien: mientras dormíais os toqué.

Sano y Reiko lo contemplaron, demasiado estupefactos y horrorizados para hablar, y el Fantasma cerró los ojos. Su último aliento escapó con un suspiro.

Capítulo 34

El sol emergió del alba a través del cielo gris como una gota de sangre en un océano de mercurio. Las campanas de los templos resonaron de una colina a otra; Edo despertaba. Por el puente de Nihonbashi desfilaba un torrente de vecinos de camino al trabajo y viajeros cargados de fardos y armados con bastones. A lo largo de las orillas del canal, los pescadores descargaban sus capturas. Las gaviotas graznaban y se posaban en bandadas. Entre la muchedumbre que entraba en el mercado del pescado deambulaba un vendedor de noticias.

– ¡El Fantasma y su dama han sido derrotados! -anunciaba-. ¡Leed aquí la fascinante historia!

Los clientes le cogían las gacetas y las monedas cambiaban de manos. Cerca del pie del puente, un enjambre de curiosos se congregaba en el lugar donde se exhibía a los criminales ejecutados como escarmiento para los ciudadanos. Ese día había dos cabezas cortadas sujetas a sendos postes. Una pertenecía a una mujer; su larga melena morena se mecía con la brisa fresca y húmeda. La otra presentaba la coronilla tonsurada y el moño de un samurái. Las caras estaban marchitas, picoteadas por los pájaros y medio podridas tras varios días de exposición a los elementos, con las bocas abiertas y las cuencas oculares vacías. Las moscas zumbaban a su alrededor; los gusanos se retorcían en infectos orificios. Se distinguía el hueso pelado en las narices, las mejillas y las frentes. La tierra al pie de los postes estaba manchada de sangre seca. Unos carteles clavados en los postes identificaban a los criminales.

El de la mujer rezaba: «Yugao, asesina. Herida al resistirse a su detención. Sobrevivió para ser ejecutada»; el del hombre: «Kobori, asesino. Muerto en encarnizado enfrentamiento con las autoridades.»

Los niños correteaban alrededor de las cabezas, riendo y burlándose de ellas. Uno lanzó una piedra que rebotó contra la del hombre. Se alejaron a toda prisa.

En el castillo de Edo, los funcionarios salían por la puerta principal a pie, a caballo o en sus palanquines. Se dispersaban en abanico por el distrito administrativo de Hibiya, para cumplir con su trabajo, seguros de que el Fantasma ya no constituía ninguna amenaza y no se hallaban en mayor peligro del habitual. El viento que barría las calles transportaba las cenizas de las piras funerarias, un recordatorio de los caídos durante el enfrentamiento con Kobori. Las colgaduras negras de la puerta del castillo rendían tributo a su valor.

Dentro del complejo del chambelán, Masahiro estaba en el jardín. Llevaba ropas blancas; los dedos de sus pies desnudos asomaban entre la hierba. En una funda atada a su faja colgaba una espadita de madera. Tenía gesto solemne y concentrado. De repente esbozó una mueca de fiereza. Desenvainó la espada, emitió un rugido y arremetió contra un enemigo invisible.

– Eso ha estado muy bien -dijo Sano mientras Masahiro lo miraba pendiente de su aprobación-. Ahora prueba con esto.

Vestido a su vez con prendas blancas, desenvainó su propia espada de prácticas, de madera, e hizo una demostración de varios movimientos. Masahiro lo imitó con más exuberancia que gracia, pero Sano se enorgulleció de los primeros pasos de su hijo hacia el dominio de las artes marciales. Disfrutaba con los vistosos lirios violetas que florecían en torno al estanque, la dulce fragancia del jazmín, el frescor de la mañana y la voz de Reiko hablando con los sirvientes dentro de la casa. Se recreaba en el mero hecho de estar vivo.

Habían pasado cuatro días desde que derrotara a Kobori, y seis desde que éste se colara en su habitación. Cada noche, al acostarse había temido no ver un nuevo amanecer. Y durante el día había esperado la explosión interna de energía que le parara el corazón y apagara su conciencia. Había visto a Reiko observarlo con angustia, esperando a que cayera fulminado. Y aun así no había muerto, aunque hubiera sufrido heridas a manos del Fantasma.

Para cuando llegó a casa después del enfrentamiento, tenía tanto dolor que se desmayó a las puertas. A la mañana siguiente estaba cubierto de cardenales y tan rígido y dolorido que no podía moverse. La orina le salió colorada de sangre. Reiko lo alimentó dándole cucharadas de caldo, porque le dolía masticar. Lo mismo que respirar. Un médico lo trató con pociones y masajes medicinales; un sacerdote entonó oraciones por su recuperación. Los urgentes llamamientos del caballero Matsudaira y el sogún quedaron sin respuesta. Sano había abandonado el gobierno mientras yacía en lo que consideraba su lecho de muerte…

… hasta que empezó a recobrarse. El día anterior había logrado levantarse de la cama y tomar alimentos sólidos. Ese día ya podía moverse sin que el dolor fuera atroz. Los cardenales se estaban desvaneciendo. No había una constancia inequívoca de que el Fantasma le hubiera asestado el toque de la muerte, y cada vez se asentaba más la convicción de que las últimas palabras de Kobori habían sido un embuste destinado a aterrorizarlo, un malévolo intento de venganza. Tras el calvario vivido, celebraba cada momento como un regalo frágil y único. Mientras impartía a Masahiro su primera lección de espada, dio gracias a los dioses porque el lazo entre padre e hijo permaneciera intacto. Lo llenaba de gozo pensar que viviría para orientar a su niño en su camino hacia la madurez, para protegerlo y verlo crecer hasta convertirse en un samurái honorable, labrarse una reputación y tener sus propios hijos.

Sin embargo, ese momento de paz y felicidad perfectas no podía durar. Tenía deberes de suma importancia.

– Por hoy es suficiente, Masahiro -dijo.

Envainaron las espadas.

– ¿Mañana otra vez? -preguntó el niño.

– Sí -respondió Sano-, mañana.

Una muchedumbre se congregaba delante de un pequeño santuario encajonado en una calle de cesterías de Ginza. Por la puerta torii salieron los detectives Arai e Inoue, tirando de dos samuráis rebeldes que se habían escondido dentro. Hirata los seguía a caballo con más detectives, cargados con armas de fuego, munición y bombas incendiarias que los fugitivos habían almacenado para atentados contra el régimen del caballero Matsudaira. Mientras pasaba por delante de la multitud de curiosos, Hirata reflexionó sobre la drástica diferencia que podían suponer unos pocos días.

La situación había vuelto a la normalidad una vez muerto Kobori. La posición de Sano estaba a salvo, al igual que la del propio Hirata.

Aun así, para él no había cambiado gran cosa. Seguía prisionero de su maltrecho cuerpo. Seguía sentado al margen mientras otros hombres actuaban, como había sucedido en el enfrentamiento contra Kobori. Su recuerdo de esa noche estaba enturbiado por la vergüenza de su impotencia. Su vida parecía destinada a proseguir de ese modo, porque no había vuelto a ver a Ozuno, aunque había dedicado todos sus momentos libres a buscar al anciano sacerdote. Ozuno era una oportunidad que el destino le había ofrecido fugazmente, para luego llevársela.

Sin embargo, no quería entregarse a la autocompasión y las lamentaciones. Conservaba su posición, su familia y su buen nombre. Todavía tenía sueños en los que podía luchar y siempre triunfaba, además de sus recuerdos de batallas ganadas. Hirata se tenía por afortunado.

Mientras se alejaba con sus hombres y sus prisioneros, vio una figura familiar cojeando hacia él. ¡Ozuno! Se le iluminó la cara con jubiloso asombro. Bajó de su caballo con dificultades y salió al paso del sacerdote.

– ¡Hola! -exclamó.

– ¿Qué? Oh, eres tú -refunfuñó Ozuno.

A Hirata se le antojó cómica su cara de contrariedad. Se rió, tan contento de encontrarlo que no le importó que el sentimiento no fuera mutuo.

– Os he estado buscando por todas partes. Pensaba que habíais abandonado la ciudad. ¿No es asombroso que nos hayamos cruzado por casualidad?

– Aveces encontramos lo que queremos cuando no lo buscamos, -dijo Ozuno, y añadió insidiosamente-: Y a veces topamos con lo que no queremos por mucho que intentemos evitarlo.

A Hirata no le importó el dardo del anciano, tan feliz se sentía.

– Algunos tenemos más suerte que otros, sin más.

Ozuno asintió a regañadientes.

– He oído que el chambelán Sano ha capturado a mi pupilo renegado. Tengo una gran deuda con él por borrar a Kobori del mundo.

– Y él tiene una gran deuda con vos por vuestro consejo -repuso Hirata-. Lo ayudó a derrotar a Kobori.

– Me alegro de haber sido de utilidad. -El malhumor crónico de Ozuno remitió un poco, aunque no mucho.

– ¿Recordáis lo que dijisteis la última vez que nos vimos? ¿Que si volvíamos a encontrarnos os convertiríais en mi maestro?

El viejo esbozó una mueca.

– Sí, sí que lo dije. Después de vivir ochenta años, debería haber aprendido a tener la boca cerrada.

– Bueno, aquí estamos -dijo Hirata, abriendo los brazos de par en par como si pretendiera abrazar al sacerdote, la calle entera y ese día bendito-. He aquí la prueba de que es nuestro destino que me enseñéis las artes marciales místicas.

– Y quién soy yo para desoír una prueba del destino. -Ozuno puso los ojos en blanco-. Los dioses deben de estar gastándome una broma pesada.

Ahora que su sueño estaba al alcance de su mano, la esperanza confería fuerzas a Hirata. Atisbo un vasto manantial de poder del que pronto podría beber.

– ¿Cuándo empezamos mis lecciones?

– No podemos saber cuánto tiempo nos queda en esta tierra -sentenció Ozuno-. Lo único que tenemos seguro es el momento presente. Deberíamos empezarlas en el acto.

Pero ahora que Hirata había alcanzado su anhelo, sentía menos prisa por reclamarlo.

– A mí me iría mejor en un par de días. Tengo trabajo que terminar. Cuando haya acabado, podéis mudaros a mi mansión del castillo de Edo y…

Ozuna lo atajó con un gesto de la mano.

– Ahora eres mi pupilo y yo soy tu maestro. Yo decido cuándo y dónde te entreno. Ven conmigo, antes de que cambie de idea. -Atravesó a Hirata con la mirada-. ¿O te lo has pensado mejor?

Hirata experimentó un cambio interno, como si fuerzas cósmicas estuvieran redefiniendo su vida. La lealtad debida a Sano y el sogún todavía lo gobernaban, pero se había puesto a las órdenes de Ozuno. Hasta ese instante no había pensado en los conflictos de intereses o los desafíos físicos y espirituales que podía conllevar incorporarse a la sociedad secreta de elegidos. Aun así, no era más libre de escoger su destino que Ozuno.

Miró a los dos detectives que se habían detenido para esperarlo y dijo:

– Seguid sin mí. -Se volvió hacia Ozuno, que lo contemplaba con ceño, como si hubiera pasado la primera prueba por los pelos-. Estoy listo. Vámonos.

Dentro del castillo de Edo, una procesión de samuráis avanzaba lentamente por una avenida bordeada de cedros. Todos llevaban vistosas armaduras ceremoniales. Cada uno portaba ceremoniosamente una caja grande envuelta en papel blanco. El sogún encabezaba la comitiva. El caballero Matsudaira caminaba a su derecha, Sano a su izquierda. Por delante de ellos avanzaban diez sacerdotes sintoístas ataviados con vestiduras blancas y gorros negros. Algunos llevaban antorchas encendidas; otros, tambores y campanas. Entraron en un amplio espacio recién despejado en el parque del castillo y cubierto de grava blanca. El cielo encapotado estaba surcado de nubes; la mañana era tenue y fresca como el ocaso. Unos leves temblores sacudían la tierra. La procesión descendía por un camino de losas hacia el nuevo santuario que el sogún había ordenado construir.

Durante su convalecencia Sano había oído hachazos día y noche, procedentes de los numerosos leñadores que talaban los árboles. En ese momento contempló el santuario que honraba el recuerdo de los caídos en el combate contra Kobori. Era un edificio de madera cuyo tejado curvado se tendía en voladizo sobre los escalones que subían a él desde una plataforma elevada de piedra. Una reja cubría la entrada a la cámara que los espíritus de los muertos podían habitar una vez invocados. Junto al santuario había linternas de piedra; delante de él, una mesa baja con una bandeja de conos de incienso al lado de una cuba metálica. El edificio no era grande, pero la elaborada talla de sus soportes y molduras revelaba que no se había escatimado en gastos o esfuerzo para su construcción. Muchos artesanos debían de haber trabajado sin tregua para tenerlo terminado ese día, que los astrólogos de la corte habían calificado de momento propicio para esa ceremonia conmemorativa.

Los sacerdotes encendieron las linternas de piedra y luego el incienso de la cuba. Se elevó un humo fragante. Entonaron oraciones, golpearon los tambores en una cadencia lenta y sonora y tañeron las campanas mientras el sogún se acercaba al santuario. Se detuvo ante la mesa, donde depositó su caja, que contenía cuarenta y nueve pasteles hechos de harina de trigo rellena de pasta de alubias endulzadas: ofrendas a los muertos, simbólicas del número de huesos de un soldado caído. Agachó la cabeza un momento sobre sus manos unidas y dejó caer un cono de incienso en la cuba. El caballero Matsudaira se adelantó y repitió el ritual. Luego le tocó el turno a Sano. Mientras presentaba sus respetos mudos a los hombres caídos en el cumplimiento del deber, sintió un torrente de emociones.

Su alivio por encontrarse vivo estaba teñido de vergüenza. No parecía justo que hubiese sobrevivido cuando tantos habían fallecido, que él estuviera allí en carne y hueso y sus soldados sólo en espíritu. El dolor lo afligía porque la muerte de ellos había precedido a su victoria. Se unió al sogún y al caballero Matsudaira junto al santuario y observó realizar la ceremonia al resto de los hombres de la procesión. Había setenta y cuatro, uno en representación de cada soldado abatido por el Fantasma. Incluían al Consejo de Ancianos, otros funcionarios destacados y parientes varones de los difuntos. Sin embargo, los treinta hombres heridos de gravedad y lisiados -entre ellos el capitán Nakai, todavía paralizado a pesar del tratamiento de los mejores médicos- no estaban representados. La culpa zahirió a Sano, más angustiosa que el dolor de la paliza recibida de Kobori.

La ceremonia llegó a un final lento y solemne. La música cesó y los sacerdotes partieron. Los miembros de la procesión se entretuvieron alrededor del santuario, formando grupitos y conversando en voz baja. El general Isogai se acercó a Sano.

– Felicidades por vuestra victoria.

– Gracias -dijo Sano.

– Debo disculparme por el comportamiento deshonroso de mis soldados. -La mortificación atenuaba la habitual jovialidad del general-. En cuando capture a los desertores, serán obligados a hacerse el seppuku.

– A lo mejor es un castigo demasiado severo, sobre todo dadas las inusuales circunstancias -observó Sano-. Eran soldados buenos y valientes. El Fantasma les hizo perder la cabeza. -El había perdonado a Marume y Fukida por abandonarlo. También les había prohibido cometer el suicidio ritual aunque le suplicaron expiar así su deshonra-. No quiero que se pierdan más vidas por su culpa. Y necesitamos a esos hombres.

El general Isogai, testarudo, no parecía muy convencido.

– Tengo que mantener la disciplina. El seppuku es el castigo habitual por la deserción. Las excepciones debilitarían la moral del Ejército. No puede consentirse. Pero ¿si me ordenáis que perdone la vida a los desertores…?

Sano se lo planteó un mero instante antes de responder a regañadientes:

– No. -Aunque tenía el poder de disponer lo que deseara, estaba tan condicionado por el código de honor samurái como el general Isogai. Faltar a él no sólo violaría sus principios, sino que lo expondría a ataques-. Haced lo que deba hacerse. -Aun así, la inminente muerte de los desertores lo apesadumbraba tanto como la de las víctimas de Kobori.

Cuando el general se alejó, Yoritomo se acercó a Sano.

– Por favor, permitidme que os exprese lo mucho que me alegra que hayáis derrotado al Fantasma. -Le resplandecían los ojos de admiración.

El sogún se les unió.

– Aah, Sano-san. Nos has salvado del Fantasma. Ahora me siento más tranquilo. -Suspiró y se abanicó. Luego se le abrieron los ojos de horror al mirar a Sano más de cerca-. Cielos, qué mal aspecto tienes. ¡Con todos esos moretones en la cara! Sólo con verlos me pongo enfermo. Te ordeno que, aah, lleves maquillajes para taparlos.

Sano había pensado que ya no podría sorprenderlo nada que dijera el sogún.

– Muy bien, excelencia.

– Vamos, Yoritomo. -El sogún se alejó como si las lesiones de Sano fueran contagiosas. Yoritomo le dedicó una mirada de disculpa.

A continuación se acercó el caballero Matsudaira.

– Honorable chambelán. Me alegro de veros en plena forma.

– Yo también me alegro de veros. -«En plena forma», añadió Sano en silencio. Durante los cuatro días que había estado ausente de la corte, el primo del sogún parecía haber consolidado su posición.

Matsudaira alzó las cejas y asintió satisfecho como si le hubiera leído el pensamiento. Parecía más tranquilo, más seguro, ahora que su nuevo régimen no se hallaba bajo la amenaza de un magnicida.

– Ciertos problemas son menos agobiantes que hace unos días. -Miró de reojo a los ancianos Kato e Ihara, que charlaban con varios de sus compinches. Ellos le devolvieron la mirada con rencor-. Si ciertos individuos desean atacarme, tendrán que hacerlo en persona en lugar de confiar en Kobori. Además, me he ganado unos aliados nuevos, a la vez que ellos han perdido mucho terreno, porque habéis eliminado a su Fantasma. Buen trabajo, Sano-san.

Sano hizo una reverencia para agradecer la alabanza, aunque la encontrara de mal gusto. Setenta y cuatro hombres habían muerto, y él casi había sacrificado la vida, pero lo único que le importaba a Matsudaira era que el final del Fantasma había apuntalado su régimen.

– Pero no os dejéis llevar por la complacencia -le advirtió el primo del sogún-. Os siguen quedando muchas oportunidades de dar un paso en falso, y sobran hombres ansiosos por ocupar vuestro puesto.

Antes de alejarse, su mirada dirigió la atención de Sano hacia la otra punta del santuario. El comisario de policía Hoshina deambulaba entre un grupo de gente que rodeaba al sogún. La ira inflamó sus facciones cuando se encaminó hacia Sano. Antes de que llegara, Sano se vio rodeado de funcionarios que lo saludaron, se interesaron por su salud y le dieron la bienvenida de regreso a la corte. Algunos eran hombres de los que Hoshina había reclutado para sus innobles fines. Sano notaba lo ansiosos que estaban por compensar su espantada al verlo peligrar, su preocupación porque ahora les echara en cara su deslealtad. Era evidente que la campaña de Hoshina contra él había fracasado.

El comisario se abrió paso a codazos entre la multitud. Se detuvo junto a Sano y murmuró:

– Por esta vez habéis ganado. Pero todavía no he acabado con vos. -Luego se alejó hecho una furia.

Sano sintió que el mundo se asentaba en su familiar y precario equilibrio. Los temblores de tierra vibraban bajo sus pies. Se imaginó grietas que se ramificaban en el subsuelo, hacia su casa, donde había reparado en que Reiko parecía inquieta y distante. No le había confiado qué le pasaba y él había percibido que no quería agobiarlo con sus problemas durante la convalecencia, pero sabía que estaba contrariada por el modo en que había concluido su investigación. Sintió una necesidad repentina de hablar con ella, antes de que su torbellino de tareas lo reclamara.

– Disculpadme -dijo a los funcionarios.

Hizo una seña a los detectives Marume y Fukida, que le despejaron el camino hacia la puerta.

Unos nubarrones se acumulaban sobre los pinos que daban sombra a un cementerio del distrito del templo de Zojo. Hileras de pilares de piedra señalaban las tumbas adornadas con retratos de los difuntos y ofrendas de flores y comida. El cementerio estaba desierto salvo por un pequeño grupo reunido en torno a un claro de tierra desnuda.

Reiko, el teniente Asukai y sus demás escoltas observaban a un trabajador que cavaba una nueva tumba. Su pala removía la tierra oscura y húmeda por la estación de lluvias, que se había adelantado ese año. El fresco aroma de la tierra y los pinos no lograba aliviar el dolor que consumía a Reiko.

Retumbó un trueno en la distancia. El sepulturero finalizó su trabajo. Reiko se agachó y levantó una vasija negra de cerámica que se hallaba al lado de la tumba y contenía las cenizas de Tama. La depositó con delicadeza en la fosa. Se hincó de rodillas, agachó la cabeza y murmuró una plegaria por el espíritu de la chica.

– Que renazcas a una vida mejor que la que has dejado.

Sus escoltas esperaban silencios y taciturnos. Reiko susurró a la tumba:

– Lo siento. Perdóname, por favor.

Se levantó y el sepulturero rellenó el agujero y aplanó la tierra. El teniente Asukai colocó el pilar conmemorativo de piedra con el nombre de Tama. Reiko depositó ante él el pastel de arroz, la jarra de sake y el ramillete de flores que había llevado. Empezó a llover. Asukai abrió un paraguas sobre la cabeza de su señora y se lo entregó. Reiko vaciló un momento, reacia a marcharse. Nunca había esperado llorar tanto por alguien que hubiera conocido tan brevemente. Qué extraño que la muerte de una práctica desconocida pudiera cambiarle la vida a alguien.

Oyó cascos de caballos delante del cementerio. Al alzar la cabeza vio que Sano entraba por la puerta, seguido de Marume y Fukida. Su marido se colocó a su lado ante la tumba mientras los detectives se unían a los escoltas de Reiko bajo los pinos. La lluvia arreció hasta empapar la tumba y las ofrendas. Reiko obtenía magro consuelo de Sano, apretado contra ella bajo el escaso cobijo seco de su paraguas.

– Las criadas me han dicho que te encontraría aquí. -Sano la observó con preocupación-. ¿Qué pasa?

– Acabo de enterrar las cenizas de Tama. No había nadie más para hacerlo -explicó Reiko-. Fui a la casa donde trabajaba para preguntar si tenía algún pariente. Sus patrones me dijeron que no. Y no les interesaba lo que pasara con su cuerpo. De modo que celebré un funeral por ella el día después de su muerte. No asistió nadie excepto mi padre. -Reiko sentía pena por Tama, que había estado tan sola en el mundo, y por el magistrado Ueda, que tenía sus propios remordimientos por el desenlace del caso-. Y no había nadie para ofrecerle una tumba como corresponde, sólo yo.

Sano asintió en señal de aprobación.

– Has hecho bien.

– No es suficiente. -A Reiko la reconcomía el sentimiento de culpa-. Intentaste advertirme de que el poder es peligroso. Me dijiste que lo que hacemos con él puede parecer bueno en su momento pero luego tener malas consecuencias. Pues bien, tenías razón. Abusé de mi poder y perjudiqué trágicamente a una niña inocente.

– Fue la propia Tama la que dejó entrever que sabía demasiado sobre Yugao -señaló Sano-. Si se hubiera callado, Yugao le habría permitido regresar a la ciudad, antes de que yo llegara con mis hombres.

– No podía esperarse que Tama supiera lo que debía o no debía decir -replicó Reiko-. No era más que una simple campesina, mientras que yo debería haber previsto todos los riesgos.

– No podías saber lo que pasaría. El incendio que sacó a Yugao de la cárcel fue una circunstancia imprevisible.

Reiko le agradecía que no la cargara con más recriminaciones por haber desoído sus consejos, pero ella no podía absolverse.

– Me advertiste que podía suceder algo inesperado. Y no te hice caso.

– De tu investigación salieron también muchas cosas buenas -le recordó Sano-. Si no hubieses retrasado la ejecución de Yugao, y ella no hubiera escapado de la cárcel, puede que todavía estuviera buscando a Kobori. Él podría seguir asesinando gente.

– A lo mejor, pero ¿cómo saberlo? De lo único que estoy segura es de que, si no hubiera mantenido a Yugao con vida, ella no habría matado a Tama.

– Hiciste lo posible por salvarla. Arriesgaste tu propia vida.

– Fracasé. Yo estoy viva y Tama está muerta. -En ese momento Reiko reconoció el problema que más la angustiaba-. Y no acepté la investigación sólo porque quisiera descubrir la verdad o servir a la justicia. Tenía ganas de aventura. La encontré, sí, pero Tama pagó un precio muy alto.

La expresión de Sano se ensombreció; Reiko vio que sus palabras le habían tocado una fibra sensible.

– No eres la única que siempre ha tenido motivos personales egoístas. Cuando el caballero Matsudaira me ordenó atrapar al asesino, me alegré de alejarme de mis aburridas ocupaciones. Tenía tantas ganas de aventuras como tú.

– Pero tú cumplías órdenes -puntualizó Reiko, capaz de justificar el comportamiento de Sano pero no el propio-. Querías salvar vidas y castigar a un asesino.

– Cierto, pero también quería salvar mi posición, que podría haber perdido en caso de fallar. Mi honor estaba en juego. Y no eres la única cuya investigación se desbarató. -El dolor acentuó las magulladas facciones de Sano-. Yo conduje a muchos hombres a lo que se demostró una misión suicida.

– Eso es otra cosa -protestó Reiko-. Esos soldados eran samuráis. Librar esa batalla era su deber.

– Están igual de muertos que Tama. Y yo estoy vivo.

Recapacitaron, unidos por el aleccionador hecho de que habían sobrevivido mientras que muchos habían caído, de que sus vidas tenían tanto de carga como de bendición de los dioses. La lluvia caía a raudales, difuminando las tumbas; el cementerio empezaba a encharcarse.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Reiko.

– Podemos compensar lo que pasó.

La expiación se antojaba imposible, mas la idea de afanarse en pos de ella poseía cierto atractivo desolador para Reiko.

– Dejaré de investigar crímenes -prometió-. Me pondré bajo arresto domiciliario para no volver a perjudicar a nadie más. -Sin embargo, su empeño languideció en el momento mismo en, que lo pronunciaba. ¡Enterrar su habilidad, su experiencia y su ardor, junto con las cenizas de Tama! Tal vez era un precio pequeño.

– Yo no tengo a mi alcance el lujo de retirarme del mundo -dijo Sano con pesar-. Todavía tengo deberes que cumplir. No puedo dejar de usar mi poder. No puedo dejar de hacer juicios aunque tal vez se demuestren erróneos. -Hizo una pausa, absorto en sus pensamientos-. Y todavía quiero una oportunidad de hacer el bien, de usar mi poder y posición para servir al honor. -La determinación y la esperanza le reforzaron la voz-. Por lo menos eso no ha cambiado.

Tampoco había cambiado para Reiko.

– Pero si actuamos, ¿cómo podemos estar seguros de que las cosas no volverán a salir mal?

– No podemos. El poder no nos exime de la mala suerte y los errores, evidentemente. Lo único que sabemos es que nuestro poder hace que las consecuencias de nuestras acciones sean más extremas. -Sano parecía titubeante, como si estuviera articulando las ideas sobre la marcha-. Sin embargo, un exceso de cautela es tan malo como no tener la suficiente, y la inacción puede ser peor que la acción. Si no hubiera perseguido a Kobori, él podría haber seguido matando, el régimen del caballero Matsudaira podría haberse debilitado y Japón podría haberse visto envuelto en una guerra civil. Si tú no hubieses conocido a Yugao, es posible que yo nunca lo hubiera atrapado. Los acontecimientos pueden relacionarse de modos misteriosos. No puedo evitar pensar que el destino quiso que las cosas fuesen como fueron y no de otra manera. No puedo evitar creer que sobrevivimos por un motivo.

Reiko era escéptica, pero anhelaba creerlo también.

– ¿Qué motivo?

– No lo sé. A lo mejor, si estamos a la altura de los desafíos que se nos crucen en el futuro, ellos nos conducirán a nuestro destino.

Reiko sonrió con nostalgia.

– Siempre imaginé que mi destino me sería revelado por apariciones celestiales o estrafalarias visiones.

Sano soltó una risita.

– Dudo que podamos elegir cómo se nos manifiesta el destino. Es posible que los dioses no nos consideren dignos de un dramatismo tan espectacular.

Su buen humor reconfortó a Reiko. Empezó a creer que había salvado la vida por un motivo y que dispondría de la oportunidad de hacerlo mejor la próxima vez. Confió en que, cuando llegaran los desafíos, ella y Sano estarían preparados para afrontarlos.

Sano paseó una mirada por el mojado y triste cementerio.

– De algún modo no creo que vayamos a encontrar nuestro destino aquí. Deberíamos ir volviendo al castillo de Edo.

Ella asintió. Juntos, se alejaron de la tumba de Tama. La lluvia seguía arreciando y los empapaba bajo la escasa protección de un paraguas. Aun así, una tenue luminosidad se encendió en el cielo lejano aunque retumbara el trueno y temblara la tierra.

Laura Joh Rowland

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