Miles Vorkosigan, el entrañable personaje que se dio a conocer en , emprende gracias a la habilidad de la exitosa escritora de Lois McNaster Bujold nuevas aventuras. En esta ocasión se abordan asuntos de gran interés: los prejuicios sociales y sus consecuencias, una posible reflexión antirracista nacida en torno a la manipulación genética y una amena exploración de temas cuya conjunción resulta particularmente curiosa: religión, supervivencia y estrategia militar.

Incluye los relatos:

Premio Hugo a la mejor novela corta 1990 por .

Lois McMaster Bujold

Fronteras del infinito

UNO

—Tiene una visita, teniente Vorkosigan.

Un rastro de pánico vidrioso tembló en la cara del enfermero, en general inexpresiva. Después, se hizo a un lado para dejar pasar al hombre que había escoltado hasta la habitación de Miles en el hospital. Miles Vorkosigan logró ver una imagen fugaz de su rápida huida antes de que la puerta se cerrara detrás del visitante.

La nariz chata, los ojos brillantes y una expresión amigable, tranquila, daban al hombre un falso aire de juventud a pesar de que su cabello castaño se teñía ya de gris en las sienes. Tenía un cuerpo ágil, llevaba ropas de civil y no irradiaba ninguna aureola de amenaza a pesar de la reacción del enfermero. En realidad, casi no tenía aureola. Su trabajo como agente secreto en los primeros años de su carrera había proporcionado a Simon Illyan, jefe de la Seguridad Imperial de Barrayar, el hábito de no hacerse notar.

—Hola, jefe —dijo Miles.

—Se te ve muy mal —señaló Illyan, con tono amable—. No te molestes en hacerme ninguna reverencia.

Miles se rió por la nariz y eso le dolió. Le dolía todo, excepto los brazos, vendados e inmovilizados desde los omóplatos hasta la punta de los dedos, y eso que aún le duraba la anestesia. Miles se revolvió en su bata de hospital para cubrirse más con las sábanas, buscando una comodidad imposible.

—¿Qué tal la cirugía de sustitución de huesos? —preguntó Illyan.

—Más o menos como esperaba. Ya me lo habían hecho en las piernas. Lo peor fue abrir la mano derecha y el brazo y sacar las astillas de huesos. Aburrido y largo. La izquierda fue mucho más rápida porque los fragmentos eran más grandes. Ahora tengo que esperar un poco para ver si los trasplantes de médula aceptan la matriz sintética. Voy a estar un poco anémico por un tiempo.

—Espero que eso de volver de las misiones en camilla no se convierta en un hábito.

—Venga, Illyan, es la segunda vez. Y además, al final voy a tener todos los huesos reemplazados. Para cuando tenga treinta años, voy a ser de plástico. —Miles pensó en esa posibilidad con tristeza. Si más de la mitad de su cuerpo se convertía en repuestos artificiales, ¿podrían declararlo legalmente muerto? Pensó que tal vez llegaría la hora en que entraría en la fábrica de prótesis gritando: ¡mamá! ¿O era que los sedantes de los médicos lo estaban volviendo un poco loco…?

—En cuanto a tus misiones… —dijo Illyan con firmeza.

Ah. Así que esta visita no era sólo una expresión de apoyo personal, si es que Illyan había demostrado alguna vez interés personal. No. Obviamente era por algo difícil de comunicar.

—Tienes mis informes —insinuó Miles con cautela.

—Tus informes, como siempre, son obras maestras del doble sentido y la ambigüedad —replicó Illyan. Sonaba del todo sereno al respecto.

—Bueno… ya sabes… cualquiera podría leerlos. Nunca se sabe.

—Eso de «cualquiera» me parece una exageración —dijo Illyan—. Pero está bien.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Dinero. En concreto, la justificación de ciertos gastos.

Tal vez eran las drogas que le habían metido en el cuerpo, pero Miles no entendía nada.

—¿No estás conforme con mi trabajo? —preguntó, casi como un ruego.

—Aparte de tus heridas, los resultados de tu última misión son altamente satisfactorios… —empezó a decir Illyan.

—Será mejor que lo sean —murmuró Miles, con amargura.

—… y tus últimas… aventuras… en la Tierra todavía son secretas. Las discutiremos más tarde.

—Antes tengo que informar a algunas autoridades superiores —interrumpió Miles.

Illyan hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

—Entiendo. No. Estas acusaciones vienen de la época de lo de Dagoola y de antes.

—¿Acusaciones? —murmuró Miles sorprendido.

Illyan lo estudió, pensativo.

—Considero que lo que gasta el emperador para mantener tu conexión con los Mercenarios Libres Dendarii vale sólo como medida de seguridad interna. Si tuvieras un puesto permanente… digamos en el Cuartel General Imperial aquí, en la capital, serías el centro de movimientos y complots a todas horas. Te rondarían no sólo los que buscan puestos o favores, sino también cualquiera que quisiera llegar a tu padre a través de ti. Como ahora.

Miles entrecerró los ojos como si al enfocar mejor la mirada pudiera también centrar sus pensamientos.

—¿Eh?

—Recientemente, ciertos individuos de la Contaduría Imperial han estado estudiando con lupa los informes de las operaciones secretas de la flota mercenaria. Algunas de tus cuentas de gastos en reemplazos de equipo son realmente escandalosas. Más de una vez. Incluso desde mi punto de vista. Y a esta gente le gustaría mucho probar algún tipo de estafa. Una corte marcial acusándote de llenarte los bolsillos con el dinero del emperador sería en este momento del todo inconveniente para tu padre y para toda la Coalición Centrista.

Miles soltó un suspiro. Illyan le había dejado sin habla.

—Tan lejos ha llegado?

—Todavía no. Y voy a taparlo antes de que se destape del todo. Pero para hacerlo necesito más detalles. Para no operar a ciegas, como me ha ocurrido con otros de tus problemas más complejos… No sé si recordarás el mes que pasé en mi propia cárcel por tu culpa… —Illyan parecía furioso.

—Eso fue parte de un complot contra papá —protestó Miles.

—Y si interpreto bien las señales, esto también. El conde Vorvolk, de Contaduría, es la punta de lanza y es de una lealtad deprimente, además de tener el… apoyo personal del emperador. No se le puede tocar. Pero sí manipular, me temo. Y le prepararon un cebo excelente. Cree que se está portando como un buen perro guardián. Cuando hace una pregunta, se pone tanto más insistente cuanto más ambigua sea la respuesta. Tenemos que manejarlo con muchísimo cuidado, esté equivocado o no…

—¿O no… ? —suspiró Miles. En ese momento se dio cuenta de la importancia vital del momento que había elegido Illyan para venir a verlo. No era su ansiedad por la salud de un subordinado herido. Era para poder llevar a cabo el interrogatorio justo después de la cirugía, cuando Miles estaba débil, dolorido, drogado, tal vez confundido…—. ¿Por qué no me das la pentarrápida y terminamos con esto? —le espetó a Illyan.

—Porque leí el informe sobre tu reacción idiosincrática ante las drogas de la verdad —contestó Illyan con voz tranquila y ecuánime—. Eso sí que es una lástima.

—Podrías retorcerme el brazo. —Miles tenía un regusto amargo en la boca.

La expresión de Illyan era seca y adusta.

—Lo había pensado. Pero he decidido dejárselo a los cirujanos.

—¿Sabes? Hay días en que eres realmente un hijo de puta, Simon.

—Sí, lo sé —Illyan siguió sentado inconmovible e inmóvil. Esperando. Vigilando—. Tu padre no puede permitirse un escándalo en el Gobierno. No este mes. No en medio de esta lucha por el poder. Tenemos que aplastar este complot, esté basado en la verdad o no. Lo que se diga en esta habitación quedará entre tú y yo. Absolutamente—. Pero tengo que saber los detalles.

—¿Me estás ofreciendo una amnistía? —La voz de Miles era baja, peligrosa. Sentía que el corazón le latía en el pecho.

—Si fuera necesario… —La voz de Illyan no denotaba ninguna expresión.

Miles no podía crispar las manos, ni siquiera las sentía, pero se le doblaron los dedos de los pies. Descubrió que estaba jadeando porque le faltaba el aire, lleno como estaba de rabia; la habitación parecía temblar frente a sus ojos.

—¡Hijo de puta…! ¡Maldito! ¿Te atreves a llamarme ladrón? agitó en la cama, dando patadas a las mantas. Su monitor médico empezó a dar la alarma. Los brazos de Miles eran pesos inútiles que le colgaban de los hombros y se agitaban sin nervios ni sensación alguna—. Como si yo fuera capaz de robar a Barrayar, nada menos… Como si fuera capaz de robar a mis propios muertos… —Lanzó los pies hacia fuera de la cama y se sentó con un esfuerzo doloroso de los músculos del abdomen. Mareado, medio desmayado incluso, osciló hacia delante sin manos para sostenerse.

Illyan saltó para frenarlo antes de que cayera de bruces sobre el colchón.

—¿Qué diablos crees que estás haciendo, muchacho?

Miles no estaba seguro.

—¿Pero qué le está haciendo a mi paciente? —gritó el doctor militar, mientras entraba como una tromba en la habitación—. ¡Este hombre acaba de sufrir una operación importante!

El doctor estaba asustado y furioso; el enfermero que lo seguía, también asustado, trató de impedir que su superior cometiera un error, y tomándolo del brazo le susurró:

—¡Es el jefe de Seguridad Illyan, señor!

—Sé quién es. No me importa que sea el fantasma del emperador Dorca. No voy a permitir que siga con sus… asuntos aquí. —El doctor miró a Illyan con furia y valentía—. Su interrogatorio, o lo que sea, puede llevarse a cabo en su cuartel general, mierda. No permito ese tipo de cosas en mi hospital. ¡Todavía no he dado de alta a este paciente!

Illyan lo miró intrigado primero, y después indignado.

—No estaba…

Miles pensó en tocar artísticamente ciertas terminaciones nerviosas de su cuerpo y gritar pero en ese momento no podía tocar nada.

—Las apariencias pueden ser tan engañosas —ronroneó en el oído de Illyan mientras se derrumbaba entre sus brazos. Sonrió con maldad a través de los dientes apretados. Le tembló el cuerpo, como en un ataque, y la capa de sudor frío que le bañaba la frente no era del todo fingida.

Illyan lo miró con el ceño fruncido pero volvió a ponerlo sobre la cama con mucho cuidado.

—No hay problema —dijo Miles al doctor con voz muy aguda— Está bien. Estaba… estaba… —Disgustado no parecía la palabra correcta: durante un momento sintió que iba a explotarle la cabeza—. No importa.

Era obvio que había perdido el control, sí y eso era horrible. Pensar que Illyan, al que había conocido desde siempre, su jefe, que siempre parecía haber confiado en él implícitamente… porque si no le tenía confianza, ¿para qué lo enviaba a una serie de misiones independientes, tan lejos del alcance de su control? Miles se había sentido orgulloso de que confiaran en él de esa manera a pesar de su juventud como oficial, se había sentido orgulloso de que controlaran tan poco sus operaciones secretas… ¿O era que toda su carrera hasta el momento había sido no un servicio que el Imperio necesitara con urgencia sino un complot para sacarse del medio a un Vor peligrosamente torpe? Soldados de juguete… no, no tenía sentido. Un estafador. Fea palabra. Qué insulto terrible a su honor y a su inteligencia… como si él no hubiera sabido nunca de dónde venían los fondos del Imperio y a qué costo.

La rabia que había sentido al principio dio paso a una depresión oscura. Le dolía el corazón. Se sentía manchado, sucio. ¿Acaso Illyan… ¡Illyan!, podía pensar, aunque fuera por un segundo…? Sí, sí. Illyan no habría estado allí, no habría hecho eso si no estuviera preocupado de verdad, asustado con la idea de que esas acusaciones pudieran probarse. Para su horror, Miles descubrió que estaba llorando. A la mierda con esas drogas.

Illyan lo contemplaba con inquietud.

—De una forma u otra, Miles, mañana tengo que justificar tus gastos… que son los de mi departamento.

—Prefiero que me hagan una corte marcial.

Illyan apretó los labios.

—Volveré más tarde. Cuando hayas dormido algo. Tal vez entonces seas más coherente.

El doctor se acercó, examinó a Miles, le dio otra maldita droga y se fue. Miles, que se sentía de plomo, se volvió hacia la pared, no para dormir, sino para recordar.

LAS MONTAÑAS DE LA AFLICCIÓN

Miles oyó llorar a la mujer mientras trepaba la colina desde la orilla del extenso lago. No se había secado después del baño, porque la mañana prometía un calor agobiante. El agua del lago se deslizaba, fresca, sobre su pecho desnudo y su espalda, y le molestaba entre las piernas, cayendo desde los pantalones cortos y deshilachados. Las abrazaderas de las piernas le rozaban la piel mojada al pasar por entre los arbustos, corriendo al estilo militar. Le crujían los zapatos viejos y húmedos. Se detuvo con curiosidad cuando oyó las voces.

La voz de la mujer estaba cargada de dolor y de cansancio.

—Por favor, señor, por favor. Lo único que quiero es justicia…

La voz del guardia de la puerta principal. estaba llena de irritación y vergüenza al mismo tiempo.

—No soy un señor. Vamos, levántate, mujer. Vuelve a tu aldea y díselo al magistrado de distrito.

—¡Le digo que vengo de allí! —La mujer no se movió. Seguía arrodillada cuando Miles salió de los arbustos y vio la escena desde el otro lado de la ruta pavimentada—. El magistrado no vuelve hasta dentro de varias semanas. He caminado cuatro días para llegar aquí. Me queda poco dinero… —La esperanza vibró en su voz y dobló y enderezó la columna mientras buscaba en el bolsillo de su falda. Luego tendió las manos hacia el guardia—. Un marco y veinte, es todo lo que tengo; pero…

El ojo exasperado del guardia cayó sobre Miles y se enderezó con brusquedad, como si tuviera miedo de que Miles sospechara que él se sentía tentado por un soborno tan ínfimo.

—¡Fuera, mujer! —ordenó.

Miles levantó una ceja y avanzó cojeando hacia la puerta principal.

—¿Qué ocurre, cabo? —preguntó con voz tranquila.

El cabo de guardia era un préstamo de la Seguridad Imperial y usaba el uniforme verde de cuello alto del Servicio de Barrayar. Estaba sudado e incómodo bajo la luz brillante de la mañana de ese distrito del Sur, pero Miles se dio cuenta de que el hombre prefería hervir hasta la muerte antes que sacarse el cuello en ese puesto. No tenía acento local, era un hombre de ciudad, de la capital, donde los problemas como el que tenía de rodillas frente a sí iban a parar a manos de una burocracia más o menos eficaz.

La mujer, en cambio, era de allí mismo… tenía la palabra «provinciana» grabada sobre todo el cuerpo. Y obviamente venía de un pueblo muy pequeño. Era más joven de lo que sugería su voz llena de preocupación y dolor. Alta, roja y afiebrada de tanto llorar, con el cabello rubio y lacio cayéndole sobre una cara flaca como la de un hurón, y ojos grises y saltones. Si la hubieran lavado, alimentado y hubiera estado descansada, alegre y confiada, tal vez habría podido adquirir algo parecido a la belleza, pero se había quedado muy lejos de eso a pesar de que tenía un cuerpo notable. Delgada pero de senos llenos… no, Miles se corrigió mientras cruzaba la calle y llegaba a la puerta. Tenía el corsé manchado de leche seca aunque no llevaba un bebé en brazos. La forma de los senos era temporal. Llevaba puesto un vestido gastado cosido a mano, simple y basto. Tenía los pies descalzos, llenos de callos, heridos y con arañazos.

—No pasa nada —le aseguró el guardia a Miles—. Márchate —susurró a la mujer.

Ella se levantó de su posición de rodillas pero se sentó, donde estaba, empecinada.

—Voy a llamar al sargento —amenazó el guardia mientras la miraba con cautela—, él la sacará de aquí.

—Espere un momento —dijo Miles.

Ella miró a Miles desde abajo, con las piernas cruzadas, sin saber si identificarlo o no como una esperanza. La ropa de Miles no le daba ninguna pista. Él levantó el mentón y esbozó una sonrisa. Una cabeza demasiado grande, un cuello demasiado corto, la espalda agobiada con una columna torcida, piernas extrañas que atraían la mirada con sus abrazaderas brillantes de aluminio y los huesos frágiles que se rompían cada dos por tres. Si la mujer de las colinas hubiera estado de pie, Miles apenas le habría llegado al hombro. Ahora esperó, aburrido, a que la mano de ella hiciera el signo de la equis que usaban en los pueblos pequeños contra las mutaciones, pero la mano sólo tembló y se transformó en un puño.

—Tengo que ver a mi señor conde —dijo ella, dirigiéndose a un punto incierto entre el guardia y Miles—. Tengo derecho. Mi padre murió en el Servicio. Tengo derecho.

—El primer ministro, el conde Vorkosigan —afirmó el guardia serio y tenso— ha venido a este estado secundario a descansar. Si estuviera trabajando, ya habría vuelto a Vorbarr Sultana. —El guardia parecía estar deseando viajar él a Vorbarr Sultana en ese mismo momento.

La mujer aprovechó la pausa.

—Usted es sólo un hombre de ciudad. Él es mi conde. Mi derecho.

—¿Para qué quiere ver al conde Vorkosigan? —preguntó Miles con paciencia.

—Asesinato —gruñó la niña-mujer. El guardia de seguridad hizo un leve movimiento espasmódico—. Quiero denunciar un asesinato.

—¿No debería denunciarlo primero frente al portavoz de su pueblo? —preguntó Miles con un gesto para calmar al guardia, que estaba cada vez más inquieto.

—Ya lo he hecho. Y no quiere hacer nada, nada. —La rabia y la frustración le quebraron la voz—. Dice que ya está hecho. Terminado. No quiere tomarme la denuncia, dice que es una estupidez. Que sólo le causaría problemas a todo el mundo, dice. Pero a mí no me importa! ¡Yo quiero justicia!

Miles frunció el ceño, pensativo, mirando a la mujer de arriba abajo. Los detalles corroboraban lo que ella decía que era, y eso se agregaba a una sensación sólida, aunque subliminal, de algo cierto que tal vez escapaba a la paranoia profesional de los que trabajan en seguridad.

—Es verdad, cabo —dijo Miles—. Tiene derecho a apelar, primero frente al magistrado del distrito, después frente a la corte del conde. Y el magistrado de distrito estará fuera dos semanas.

Ese sector del distrito nativo del conde Vorkosigan sólo tenía un magistrado, cargado de trabajo, que viajaba por un circuito que incluía el pueblo de Vorkosigan Surleau, junto al lago, pero el pueblo lo recibía sólo un día al mes. Y como la región del país del primer ministro estaba plagada de guardias de seguridad imperial cuando llegaba el gran señor, y se vigilaba con mucho cuidado cuando no estaba, los que causaban problemas solían irse con la música a otra parte.

—Regístrela y déjela entrar —ordenó Miles—. Yo asumo toda la responsabilidad.

El guardia era uno de los mejores de la Seguridad Imperial, entrenado para buscar asesinos hasta en su propia sombra. Parecía escandalizado, y bajó la voz para decirle a Miles:

—Señor, si todos los lunáticos de esta región entraran en las instalaciones cuando quisieran…

—Yo la llevaré. Voy para allá.

El guardia se encogió de hombros, impotente, y estuvo a punto de cuadrarse: era obvio que Miles no estaba uniformado. Finalmente, sacó un detector de su cinturón y organizó todo un espectáculo alrededor de un registro muy cuidadoso de la mujer. Miles se preguntó si se habría sentido tentado a desnudarla si él no hubiera estado allí. Cuando el guardia terminó de demostrar lo concienzudo, leal y eficiente que era, abrió la llave del gran portón, introdujo el código —incluyendo el estudio de la retina de la mujer— en el monitor del ordenador y se hizo a un lado con una pose un poco exagerada de descanso militar. Miles sonrió ante esa forma de expresar desagrado y avanzó, con la mujer agotada asida por el codo, por el sendero zigzagueante que se abría detrás de los portones.

Ella evitó su roce apenas pudo, pero no hizo el gesto supersticioso y lo miró con ojos llenos de una curiosidad extraña y voraz. Hubo un tiempo en que esa fascinación abierta y llena de repulsión frente a las peculiaridades de su cuerpo obligaba a Miles a apretar los dientes; ahora sabía tomarla con un humor en él que apenas quedaba rastro de amargura. Ya aprenderían, todos ellos. Ya aprenderían.

—¿Es usted servidor del conde Vorkosigan, hombrecito? —le preguntó ella con cautela.

Miles pensó un momento.

—Sí —contestó al final. Después de todo, la respuesta era la verdad en todos los sentidos excepto en el que ella había hecho la pregunta. Refrenó la tentación de decirle que era el bufón de la corte. Por la mirada que había en esos ojos, era evidente que ella tenía problemas mucho más serios que los de Miles.

Aparentemente, no creía en su suerte, a pesar de la determinación que había demostrado en la puerta, porque mientras trepaban hacia lo que había sido su meta en ese viaje, un pánico creciente empalideció aún más sus rasgos, que casi parecían enfermos.

—¿Cómo… cómo le hablo? —se atragantó—. ¿Tengo que hacerle una reverencia… ? —Se miró como si se diera cuenta por primera vez de que la suciedad, el sudor y la delgadez la marcaban de arriba abajo.

Miles refrenó la tentación de bromear: Arrodillese y golpee tres veces el suelo con la frente antes de hablar, eso es lo que hace el personal general, y dijo:

—Simplemente, quédese de pie y diga la verdad. Trate de ser clara. Él le dirá qué hacer de ahí en adelante. Después de todo —Miles torció los labios—, no le falta experiencia.

Ella tragó saliva.

Hacía unos cien años, la residencia de verano de los Vorkosigan había sido una barraca para los guardias, parte de las fortificaciones externas del gran castillo construido sobre el risco, por encima del pueblo de Vorkosigan Surleau. Ahora el castillo estaba en ruinas y las barracas se habían transformado en una residencia baja y cómoda de piedra, modernizada y remodernizada, construida de acuerdo con el paisaje con cierto sentido artístico y rodeada de flores brillantes. Habían ampliado las aberturas que había en las paredes para lanzar las flechas y las habían convertido en ventanas que daban al lago. Había una antena de comunicaciones sobre el techo. También habían levantado una nueva barraca para los guardias, escondida entre los árboles de la ladera, pero sin aberturas para las flechas.

Un hombre con la librea castaña y plateada de los guardias y servidores personales del conde salió de la puerta principal de la residencia justo en el momento en que Miles se acercaba con la mujer desconocida. Era el nuevo… ¿cómo se llamaba? Pyrn, ése era su nombre.

—¿Dónde está el señor conde? —le preguntó Miles.

—En el pabellón superior, tomando el desayuno con la señora. —Pyrn echó una mirada a la mujer y esperó en una postura de educada interrogación.

—Ah, bueno, esta mujer ha andado cuatro días para hacer una denuncia frente a la corte del magistrado de distrito. La corte no está aquí, pero el conde sí, así que ahora quiere saltarse un paso y llegar arriba de golpe. Me gusta su estilo. ¿La llevas, por favor?

—¿Durante el desayuno? —preguntó Pyrn.

Miles miró a la mujer.

—¿Ya ha desayunado?

Ella negó con la cabeza sin decir nada.

—Suponía que no. —Miles volvió las palmas hacia arriba, como para expresar que la dejaba en manos del guardia—. Ahora lo va a tomar.

—Mi padre murió en el Servicio —repitió la mujer en voz muy baja—. Tengo derecho. —Ahora la frase parecía convencerla casi tanto como a los demás.

Pym, aunque no había nacido en las colinas, por lo menos era hombre del distrito.

—Así es la vida —suspiró y le hizo un gesto a la mujer para que lo siguiera sin agregar palabra. Los ojos de ella se abrieron y mientras lo seguía alrededor de la casa, miró por encima del hombro a Miles.

—¿Hombrecito… ?

—Simplemente, quédese de pie —le gritó él. La vio desaparecer detrás del recodo de la casa, sonrió y subió de dos en dos los escalones de la entrada principal.

Después de una ducha fría y un afeitado, Miles se vistió en su habitación, mirando el extenso lago. Se vistió con mucho cuidado, tanto como el que había tenido para las ceremonias de la Academia del Servicio y la Revista Imperial hacía dos días. Ropa interior limpia, una camisa color crema de manga larga, pantalones verde oscuro con un vivo al costado. Una túnica verde de cuello alto hecha a medida. Los rectángulos nuevos de color celeste que formaban la insignia de su rango alineados sobre el cuello pedacitos de plástico que se le metían en la mandíbula y le molestaban todo el rato. Se colocó las abrazaderas de las piernas y se puso las botas, que le llegaban hasta la rodilla y estaban lustradas y brillantes como espejos. Les quitó una mota de polvo con el pantalón del pijama, que tenía a mano en el suelo, en el sitio en que lo había dejado antes de irse a nadar.

Se enderezó y se miró en el espejo. El cabello oscuro ni siquiera había empezado a recuperarse del corte anterior a las ceremonias de graduación. Una cara pálida, de rasgos afilados, bolsas no del todo disipadas bajo los ojos grises, éstos no demasiado enrojecidos… ah, por desgracia los límites de su cuerpo le obligaban a abandonar las celebraciones mucho antes de poder hacerse daño a sí mismo.

Los ecos de la última celebración todavía hervían en silencio en su cabeza y su boca se torció en una sonrisa. Ahora estaba en camino tenía la mano firmemente apoyada en el peldaño inferior de la escalera más alta de Barrayar: el Servicio Imperial. En el Servicio no había puestos de favor, ni siquiera para los hijos del viejo Vor. Tienes sólo lo que te has ganado. Sus hermanos oficiales podían estar tranquilos al respecto, aunque la gente de fuera se preguntara si había entrado allí por ser quien era. Al final se había ganado una posición que lo dejaba en un buen lugar frente a todos los que dudaban. Ahora, arriba y sin mirar atras sin mirar atrás.

Una última ojeada al espejo. Con el mismo esmero que había puesto en vestirse, Miles reunió los objetos que necesitaba Para su tarea. Los rectángulos blancos del rango anterior, cadete en la Academia. La segunda copia escrita a mano de su nueva comisión de oficial en el Servicio Imperial de Barrayar, comprada para ese día. Una copia sobre papel de sus méritos en los tres años de la Academia, con todas sus recomendaciones (y deméritos). En la transacción que iba a llevar a cabo no tenía sentido ser otra cosa que absolutamente honesto. Buscó el trípode y el brasero de bronce, envuelto en terciopelo para darle lustre en un cajón de un armario del piso interior, junto con una bolsa de plástico llena de madera de enebro seca. Y fósforos químicos.

Salió por la puerta trasera y se dirigió colina arriba. El camino se bifurcaba en medio del parque, y subía hacia el pabellón de la cima, luego doblaba a la izquierda, hacia un área que parecía un jardín rodeado por una pared baja de campo. Miles entró por un portón.

—Buenos días, antepasados locos —dijo, y después dominó su humor. Tal vez el calificativo fuera cierto, pero la ocasión requería respeto.

Avanzó despacio por entre las tumbas hasta que llegó a la que buscaba, se arrodilló y colocó en el suelo el brasero y el trípode mientras tarareaba una tonada. La lápida tenía una inscripción sencilla General conde Piotr Pierre Vorkosigan y las fechas. Si hubieran tratado de grabar todos los honores y logros acumulados, habrían tenido que utilizar microimpresión.

Miles apiló la leña, los carísimos papeles, los pedazos de tela y un mechón de cabello negro que había recogido en ese último corte. Encendió el fuego y se puso en cuclillas para ver cómo se quemaba. A lo largo de los años había ensayado cientos de versiones de ese momento en su cabeza, desde oraciones públicas solemnes con músicos hasta danzar desnudo sobre la tumba del anciano. Al final se había decidido por esa ceremonia privada y tradicional. Sólo para los dos.

—Bueno, abuelo —murmuró—. Aquí estamos, a pesar de todo. ¿Satisfecho?

El caos de las ceremonias de graduación ya quedaba atrás, los esfuerzos enloquecidos de los últimos tres años y todo el dolor se reducían a esto. Pero la tumba no habló, no dijo: «Bien hecho, ahora puedes descansar.» Las cenizas no emitieron mensajes, no hubo visiones en el humo que se elevaba hacia el cielo. El brasero pronto quemó todo. Tal vez no había bastante leña.

Miles se puso en pie, se sacudió las botas en silencio, bajo la luz del sol. ¿Qué había esperado? ¿Aplausos? ¿Por qué estaba allí, en realidad? ¿Bailar sobre los sueños de un viejo… ? ¿A quién beneficiaba en definitiva su Servicio? ¿Al abuelo? ¿A sí mismo? ¿Al pálido emperador Gregor? ¿A quién le importaba?

Bueno, viejo —susurró y después gritó—: ¿AHORA YA ESAS SATISFECHO? —El eco lo repitió.

Alguien se aclaró la garganta a su espalda y Miles se volvió en redondo como un gato escaldado, con el corazón en la boca.

Ejem… señor —dijo Pym con cuidado—. Perdóneme, no quería interrumpir… nada. Pero el conde, su padre, quiere que vaya a verlo al pabellón superior.

La expresión de Pym era imperturbable. Miles tragó saliva y esperó que el calor que sentía en las mejillas disminuyera un poco.

Bien —dijo y se encogió de hombros—. De todos modos, el fuego ya casi se ha consumido. Lo limpiaré todo después. No… que nadie toque nada.

Pasó junto a Pym y no miró atrás.

El pabellón era una estructura simple de madera plateada y abierto por los cuatro costados para que entrara la brisa: esa mañana una leve ráfaga del oeste. Tal vez haría buen tiempo para navegar en el lago por la tarde. Sólo le quedaban diez preciosos días antes de volver a casa y Miles quería hacer muchas cosas, Incluyendo el viaje a Vorbarr Sultana con su primo Ivan para recoger el nuevo avión rápido. Y después, su primera misión… en una nave, esperaba Miles. Había tenido que vencer una tentación muy fuerte para no pedir a su padre que se asegurara de que esa primera misión fuera realmente en una nave. Aceptaría cualquier misión que le deparara el destino, ésa era la primera regla del juego. Ganaría con la mano que le entregara el croupier. .

El interior del pabellón estaba sombrío y fresco después del resplandor del exterior. Lo habían amueblado con sillas y mesas viejas y cómodas, una de las cuales todavía mostraba los restos de un noble desayuno. Miles vio mentalmente dos tortas de aceite solitarias sobre una bandeja llena dé migas, quizá para él. La madre de Miles, que se inclinaba a coger su taza, sonrió desde el otro lado de la mesa.

El padre, sentado en un sillón viejo, llevaba una camisa de cuello abierto y pantalones cortos. Aral Vorkosigan era robusto, de cabello gris, mandíbula grande, cejas espesas, con cicatrices. Una cara que se prestaba para la caricatura salvaje… Miles había visto algunas en la prensa de la oposición y en las historias que escribían los enemigos de Barrayar. Bastaba con agregar una línea para que esos ojos penetrantes y agudos se transformaran en ojos de tonto y se prestaran a la parodia archiconocida del dictador militar.

« ¿Y hasta dónde lo persigue el fantasma del abuelo? —se preguntó Miles—. No lo demuestra demasiado. Pero claro, no tiene por qué hacerlo.» El almirante Aral Vorkosigan, estratega mayor del espacio, conquistador de Komarr, héroe de Escobar, regente imperial durante dieciséis años y poder supremo en Barrayar en todo excepto en el nombre. Y entonces puso el broche de oro, confundió a la historia y a todos los testigos, tan seguros de sí mismos, y acumuló mayor honor y gloria del conocido hasta el momento al renunciar voluntariamente y transferir el mando al emperador Gregor cuando éste llegó a la mayoría de edad. Claro que el título de primer ministro no dejaba de ser un buen retiro para un regente y el conde todavía no daba muestras de querer dejar el cargo en manos de nadie.

Y así, la vida del almirante Aral podía enfrentarse a la del general Piotr con una mano de naipes impresionante. ¿Dónde quedaba el alférez Miles, entonces? Con dos cartas de dos y un comodín. Tendría que darse por vencido o empezar a mentir como un loco…

La mujer de la colina estaba sentada sobre un almohadón con una torta de aceite a medio comer en la mano, mirando atónita a Miles en toda su fuerza y elegancia. Cuando él la miró a su vez, la mujer apretó los labios y se le encendieron los ojos. Su expresión era extraña… ¿Rabia? ¿Excitación? ¿Vergüenza? ¿Diversión? ¿Una extraña mezcla de todo? ¿Y quién pensabas que era yo, mujer?

Uniformado (¿trataba de parecer importante?), Miles se cuadró frente a su padre.

—¿Señor?

El conde Vorkosigan habló a la mujer.

—Es mi hijo. Si lo envío como mi voz, ¿le parecería satisfactorio?

—Ah —dejó escapar ella, la boca abierta en una mueca extraña, feroz, la expresión más intensa que Miles hubiera visto en su rostro hasta el momento— Claro que sí, mi señor.

—Muy bien, entonces ya está decidido.

¿Qué es lo que está decidido?, se preguntó Miles, con cautela. El conde estaba recostado en su silla, al parecer satisfecho, pero con una tensión muy peligrosa en los ojos, una señal evidente de que algo lo había enfurecido. No era rabia contra la mujer: era obvio que habían llegado a una especie de acuerdo y… Miles dio un rápido repaso a su conciencia, no era contra él tampoco. Se aclaró la garganta, torció la cabeza y abrió la boca en una sonrisa de curiosidad, como para preguntar lo que sucedía.

El conde unió las manos y al fin le habló.

—Un caso muy interesante. Ya veo por qué la dejaste entrar.

—Ah… —dijo Miles. ¿En qué se había metido? Había ayudado a la mujer a pasar a través de Seguridad sólo por un impulso quijotesco, por Dios, y para molestar a su padre en el desayuno…— ¿Sí? —dijo sin comprometerse.

Las cejas del conde Vorkosigan se elevaron.

—¿No sabes qué la trajo aquí?

—Habló de un asesinato y de una notable falta de cooperación de las autoridades locales. Pensé que usted la ayudaría a llegar al magistrado de distrito.

El conde se acomodó más en la silla y se frotó la mano pensativo sobre el mentón marcado.

—Es un infanticidio.

El vientre de Miles se encogió. No quiero tener nada que ver con esto. Bueno, eso explicaba por qué no había un bebé contra ese pecho.

—Raro… quiero decir, la denuncia…

—Hace veinte años o más que peleamos contra esa costumbre —dijo el conde—. Promulgaciones, propaganda. … En las ciudades progresamos mucho.

—En las ciudades —murmuró la condesa— la gente tiene alternativas.

—Pero en el interior… bueno… no han cambiado mucho las cosas. Todos sabemos lo que pasa, pero sin una denuncia, una queja… y con la familia que se cierra siempre para proteger a los suyos… es difícil hacer justicia.

—¿Cuál… ? —Miles se aclaró la garganta y miró a la mujer—. ¿Cuál era la mutación del bebé?

—Boca de gato. —La mujer hizo una mueca con el labio superior para que se dieran cuenta de qué hablaba—. Tenía el agujero dentro de la boca también, la pobre niña, y no mamaba bien, se ahogaba y gritaba peto comía lo suficiente, sí, sí…

—Labio leporino —murmuró la mujer del conde, a medias para sí misma, traduciendo el término de Barrayar a la lengua común de la galaxia—, y el paladar partido, parece. Por Dios, eso ni siquiera es una mutación. Ya existía en la vieja Tierra. Un defecto normal de nacimiento, si eso no es una forma contradictoria de decirlo. No un castigo por el peregrinaje de sus antepasados de Barrayar a través del Fuego. Con una simple operación… —La condesa se detuvo de golpe. La mujer de la colina parecía muy angustiada.

—Yo había oído decir eso —dijo—. Mi señor había hecho construir un hospital en Hassadar. Pensaba llevarla allá cuando estuviera un poco más fuerte, aunque no tenía dinero. Tenía las piernas y los brazos sanos, la cabeza bien formada, cualquiera se daba cuenta… seguramente habrían… —Se le crisparon las manos y se le quebró la voz—. Pero Lem la mató antes de que pudiera…

Siete días de camino, calculaba Miles, desde la profundidad de las montañas Dendarii hasta la ciudad baja de Hassadar. Era lógico que una mujer que acababa de dar a luz dejara ese viaje para unos días después. Una hora de viaje en un automóvil aéreo…

—Así que aquí hay alguien que por fin hace una denuncia —dijo el conde Vorkosigan—, y la trataremos como denuncia. Es una oportunidad para enviar un mensaje a los rincones más lejanos de nuestro propio distrito. Miles, serás mi voz, y llegarás adonde no hemos llegado antes. Harás justicia, la justicia del conde… y con mucho ruido si puedes. Ya es hora de que esas prácticas, que nos hacen quedar como bárbaros a los ojos de la galaxia, terminen de una vez por todas.

Miles tragó saliva.

—¿No le parece que el magistrado del distrito estaría mejor cualificado para … ?

El conde esbozó una sonrisa.

—Para este caso, no puedo pensar en nadie que esté mejor cualificado que tú, Miles.

El mensajero y el mensaje corporizados en una sola persona. Los tiempos han cambiado. Claro. Miles deseó estar en otra parte, en cualquier otra parte… sudando sangre de nuevo por sus últimos exámenes, por ejemplo. Ahogó una queja poco diplomática: ¿Y mi graduación?

Se frotó la nuca.

—¿Quién… quién mató a su hijita? —Es decir, ¿a quién tengo que arrastrar, poner contra una pared y fusilar?

—Mi esposo —dijo ella, sin expresión en la voz, mirando, a través de los suelos lustrados y plateados, a ninguna parte.

Yo sabía que esto iba a ser horrible…

—Ella lloraba y lloraba —siguió la mujer—, y no podía dormir, no se alimentaba bien… él me gritó que la hiciera callar…

—¿Y luego? —la acicateó Miles, descompuesto.

—Me maldijo y se fue a dormir a casa de su madre. Dijo que por lo menos allí iba a poder dormir y que necesitaba descansar para seguir trabajando. Yo tampoco había dormido…

Ese tipo suena como un ganador nato. Miles tuvo una imagen instantánea del hombre, un toro con modales de toro… y sin embargo, faltaba algo en el clímax de la historia de la mujer…

El conde también estaba interesado. Escuchaba con toda su atención, la mirada de un estratega, una intensidad de ojos entrecerrados que se podía confundir con aburrimiento o sueño, cosa que hubiera sido un error muy grave.

—Fue usted testigo ocular? —preguntó en un tono engañosamente manso que puso a Miles alerta—. ¿Le vio usted matarla?

—La encontré muerta a media mañana, señor.

—Entró en el dormitorio y… —la ayudó a seguir el conde Vorkosigan.

—Sólo tenemos una habitación. —Ella le lanzó una mirada como si por primera vez dudara de su omnisciencia—. Se había dormido, se había dormido por fin. Me fui a juntar bayas, por la quebrada. Y cuando volví… Debería haberla llevado conmigo, pero estaba tan contenta de que por fin estuviera durmiendo… —Las lágrimas cayeron de los ojos cerrados y apretados de la mujer—. La dejé dormir cuando volví. Me alegré de poder comer y descansar, pero después empecé a sentir los senos llenos —se tocó un seno con la mano—, y fui a despertarla…

—¿Y no había alguna marca? ¿No tenía el cuello cortado? —preguntó el conde. Ese era el método usual para los infanticidios del interior de la región, rápido y limpio comparado con… digamos, dejar al bebé al sol durante un tiempo…

La mujer meneó la cabeza.

—Creo que la ahogó con algo, señor. Fue cruel, fue algo muy cruel. El portavoz del pueblo dice que, seguramente, la ahogué yo sin darme cuenta, aplastándola, y que no debo presentar mi queja contra Lem. ¡Yo no la aplasté! Ella tenía su propia cuna. Lem se la hizo con sus propias manos cuando yo todavía la tenía en el vientre… —Estaba a punto de derrumbarse.

El conde intercambió una mirada con su esposa, e hizo un gesto leve con la cabeza. La condesa Vorkosigan se levantó con suavidad.

—Venga, Harra, entre. Tiene que lavarse y descansar antes de que Miles la lleve a su casa.

La mujer de la colina parecía muy sorprendida.

—No, no en su casa, señora…

—Lo lamento, es lo único que tengo a mano. Aparte de las barracas, claro. Los guardias son buenos chicos, pero usted los pondría muy nerviosos. —La condesa se la llevó charlando.

—Está claro —dijo el conde Vorkosigan apenas las mujeres estuvieron lejos— que tendrás que controlar los hechos médicos antes de… bueno, terminar. Y espero que hayas notado también el problemita que hay con respecto a la identificación del acusado. Éste puede ser el caso ideal para una demostración pública, pero no si hay ambigüedades involucradas… No debe haber ningún misterio…

—No soy un juez de instrucción ni un investigador —señaló Miles. Si podía escaparse de ese lazo…

—Claro que no. Te llevarás al doctor Dea.

El teniente Dea era el ayudante del médico del primer ministro. Miles lo había visto, un joven médico militar ambicioso, en constante estado de frustración porque su superior nunca le dejaba tocar a su paciente más importante… Ah, iba a sentirse excitado y contento con esa misión, predijo Miles de mal humor.

—Puede llevar su equipo óseo —le dijo el conde con una sonrisa—, en caso de que haya algún accidente.

—¡Qué económico! —contestó Miles revolviendo los ojos—. Mire… suponga… suponga que la historia es cierta y atrapamos a ese tipo. ¿Tengo que… personalmente…?

—Llevarás a uno de los hombres de librea como guardaespaldas. Y si la historia es cierta… como verdugo.

Eso mejoraba las cosas, pero muy poco, por cierto.

—¿No se puede esperar al magistrado de distrito?

—Ese magistrado juzga siempre en mi lugar. Cada sentencia que se ejecuta, se ejecuta en mi nombre. Algún día, será en el tuyo. Es tiempo de que comprendas bien el proceso. Históricamente, los Vor podrán ser una casta militar, pero los deberes de un señor de la familia nunca fueron sólo militares.

No había escapatoria. Mierda, mierda, mierda. Miles suspiró.

—Correcto. Bueno… supongo que podemos coger el coche aéreo y estar allí en dos horas, más o menos. Necesitaré algo de tiempo para encontrar el agujero correcto. Bajar del cielo y hacer que el mensaje del señor se oiga alto y claro… volver antes de la noche. —Terminar pronto y sacármelo de encima.

El conde tenía otra vez esa mirada alerta en los ojos entrecerrados.

—No… —aclaró—. En el coche aéreo no creo…

—No hay caminos para ir en un automóvil de tierra, no hasta allí mismo. Sólo pistas. —Y agregó, inquieto, seguro de que su padre no podía estarlo pensando—: No creo que, a pie, pueda impresionar a nadie como figura central del poderío Imperial, señor.

Su padre levantó la vista mirando el uniforme tieso y sonrió.

—Ah, no estás tan mal.

—Pero piense en mí después de tres o cuatro días de cortar arbustos para abrirme paso —protestó Miles—. Usted no nos vio en Básico. Ni nos olió.

—Pero pasé por allí —dijo el almirante con sequedad—. Aunque no, tienes razón. A pie no. Tengo una idea mejor.

Mi propia caballería, pensó Miles irónicamente, revolviéndose en la montura, como el abuelo. En realidad, estaba casi seguro de que el viejo hubiera tenido comentarios muy ácidos sobre los jinetes que lo seguían en línea entre los bosques, eso, después de haberse revolcado de risa frente al despliegue de los conocimientos del equipo en materia de equitación. Los animales de los establos de los Vorkosigan habían disminuido muchísimo desde la muerte del viejo, que siempre se había interesado en ellos. Se habían vendido los caballos de polo y los pocos animales viejos y malhumorados que quedaban estaban a pasto, en las praderas, permanentemente. El puñado de caballos de silla que todavía se cuidaban habían sido elegidos por la seguridad de su paso y sus buenos modales, no por lo exótico de su sangre, y un grupo de niñas del pueblo los mantenía siempre en forma y de buen humor para los huéspedes ocasionales.

Miles recogió las riendas, apretó un tobillo y cambió de lugar el peso. Gordo Tonto, su caballo, respondió con una media vuelta nítida y dos pasos hacia atrás bien precisos. Ni siquiera un ignorante de la ciudad hubiera podido confundir a ese ruano robusto con un caballo de pura sangre, pero Miles lo adoraba por sus ojos líquidos y oscuros, su morro ancho de terciopelo, su talante flemático que no se dejaba conmover ni por arroyos enloquecidos ni por aullantes coches aéreos, pero sobre todo por la forma en que respondía a su exquisito entrenamiento. Cerebro mucho mejor que belleza. Cuando estaba con él, Miles se sentía más tranquilo, ese animal era un calmante emocional para él, como un gato que ronronea. Miles le dio unas palmadas en el cuello.

—Si alguien pregunta —murmuró—, diré que te llamas Capitán. —Gordo Tonto movió una oreja inquieto y emitió un bufido sonoro desde el fondo de su pecho.

El abuelo tenía mucho que ver con el desfile increíble que encabezaba Miles. El gran general de las guerrillas había salido de esas montañas, en su juventud, a luchar contra los invasores cetagandanos y los había detenido primero. Y después los había hecho retroceder. Los bombarderos antiaéreos sin calor, adquiridos de contrabando a un alto costo en vidas desde otros planetas, habían tenido mucho más que ver con la victoria final que los caballos de los soldados del abuelo que, según él, habían salvado a las fuerzas durante el peor invierno de la campaña, sobre todo porque eran comestibles. Pero en las historias románticas que surgieron después, el caballo se había convertido en el símbolo de esa lucha.

Miles pensó que su padre era demasiado optimista si creía que por ir a caballo él podría captar algo de la gloria del anciano. Los campamentos y los escondites de la guerrilla se habían convertido en montones de óxido y árboles, mierda, no solamente pasto y ruinas —ya habían pasado junto a dos o tres a primera hora del día— y los hombres que habían peleado esa guerra habían vuelto al polvo por última vez, como el abuelo. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Lo que quería era una misión en una nave de salto, algo que lo llevara arriba, muy por encima de todo esto. El futuro era el que guardaba la clave de su destino, no el pasado.

El caballo del doctor Dea interrumpió bruscamente las meditaciones de Miles cuando se asustó de una rama caída sobre el sendero de troncos, plantó los cuatro cascos en una frenada brusca y relinchó con fuerza. El doctor Dea cayó al suelo con un grito leve.

—Agarre las riendas —gritó Miles e hizo que Gordo Tonto volviera sobre sus pasos.

El doctor Dea estaba mejorando su técnica para caerse, esta vez lo había hecho más o menos de pie. Hizo un gesto para tomar las riendas sueltas pero la yegua alazana que montaba se asustó y se apartó de sus manos. Dea saltó hacia atrás cuando ella giró sobre sus ancas y después, de pronto, ella se dio cuenta de que estaba libre y se lanzó sendero abajo con la cola levantada y todos los gestos que dicen en el lenguaje de los caballos: ¡Jia, jia jia no vas a poder atraparme… ! El doctor Dea, rojo y furioso, corrió sudando tras ella, que se puso al trote.

—¡No, no, no la persiga! —gritó Miles.

—¿Y cómo diablos se supone que voy a atraparla, entonces? —contestó Dea con agresividad. El cirujano espacial no parecía muy feliz—. ¡Mi equipo médico está sobre esa bestia, mierda!

Al final de la pequeña columna, Pym puso a su caballo de costado para bloquear el sendero.

—Espere, Harra —aconsejó Miles a la mujer de la colina mientras pasaba a su lado—. Y mantenga las riendas cortas. Nada hace correr tanto a un caballo como otro caballo que corre.

Los otros dos jinetes tampoco lo estaban pasando muy bien. La mujer, Harra Csurik, estaba montada sobre el suyo con el agotamiento pintado en el rostro, y lo dejaba caminar sin acosarlo pero por lo menos cabalgaba con equilibrio, en lugar de tratar de usar las riendas a modo de manubrio, como el infortunado Dea. Pym, que cerraba el grupo, era competente, aunque tampoco estuviera cómodo.

Miles hizo que Gordo Tonto se pusiera al paso, con las riendas sueltas y caminó despacio, como paseando, detrás de la yegua, con un aire de profunda tranquilidad en la cara y el paso.

¿Quién? ¿Yo? No, no quiero atraparte. Sólo estamos disfrutando del paisaje, sí, sí. Eso es, quédate quieta un segundo, come algo. La yegua alazana se detuvo a arrancar unas hierbas pero no dejó de observar con ojo preocupado el avance de Miles.

Justo a la distancia necesaria para no asustar a la yegua y obligarla a trotar de nuevo, Miles detuvo a Gordo Tonto y se deslizó al suelo. No hizo ningún movimiento hacia la yegua. Se quedó de pie en su sitio y rebuscó en los bolsillos con grandes movimientos. Gordo Tonto levantó la cabeza y lo miró con ansia. Miles lo llamó con dulzura y le dio un pedacito de azúcar. La yegua levantó las orejas, interesada. Gordo Tonto levantó los labios y estiró el cuello, buscando más. La yegua se acercó un poco para recibir lo suyo. Levantó un cubito de la palma de Miles mientras él le pasaba el brazo muy despacio sobre el cuello y tomaba las riendas.

—Aquí tiene, doctor Dea. El caballo. Sin correr.

—No es justo —se quejó Dea, que se acercaba—. Usted tenía azúcar en sus bolsillos.

—Claro que tenía azúcar en los bolsillos. Eso se llama previsión, y planificación. El truco para manejar caballos no es ser más rápido ni más fuerte que ellos. Eso es poner las debilidades de uno frente a sus puntos fuertes. El truco es ser más inteligente que el caballo. Eso sí es poner nuestro punto fuerte contra su debilidad. ¿Entiende?

Dea tomó las riendas.

—Esta yegua se está riendo de mí —dijo con recelo—. Se relame.

—Eso no es relamerse, es relinchar —sonrió Miles. Palmeó a Gordo Tonto detrás de su pata trasera, y el caballo gruñó y se arrodilló. Miles subió a la montura, que así quedaba a una altura más conveniente para él.

—¿El mío también hace eso? —preguntó el doctor Dea, fascinado.

—Lo lamento, pero no.

Dea miró a su yegua con rabia.

—Este animal es idiota. Lo llevaré de las riendas un rato.

Mientras Gordo Tonto volvía a ponerse de pie, Miles suprimió un comentario de instructor de equitación, uno de esos comentarios que había sacado del depósito del abuelo, algo así como Sea más inteligente que el caballo, Dea. Aunque el doctor Dea había jurado ser fiel al señor Vorkosigan durante esa investigación, el teniente cirujano espacial Dea tenía un rango obviamente más alto que el alférez Vorkosigan. Dirigir a hombres más maduros que uno y con mayor rango requería, evidentemente, cierto tacto.

El sendero de troncos se ensanchó un poco más adelante y Miles se colocó hacia atrás, junto a Harra Csurik. La determinación y ferocidad que había mostrado ella la mañana del día anterior en los portones parecía estar desapareciendo a medida que el sendero subía hacia su hogar. O tal vez era simplemente el cansancio que se cobraba su precio. Había dicho poco en toda la mañana y por la tarde se había hundido en el silencio. Si pensaba arrastrar a Miles hasta allí para después lloriquear. y arrepentirse…

—¿En qué… en qué rama del Servicio estaba su padre? —preguntó Miles para empezar una conversación.

Ella se pasó una mano por el cabello con un gesto como de estar peinándose, un gesto nervioso, más que de vanidad. Sus ojos lo miraron a través de las pestañas color paja como criaturas débiles escondidas bajo un risco.

—Milicia de distrito, señor. En realidad no lo recuerdo, murió cuando yo era muy pequeña.

—¿En combate?

Ella asintió.

—En la guerra, alrededor de Vorbarr Sultana, durante la guerra de Sucesión de Vordarian.

Miles se mordió la lengua para no preguntarle qué lado había arrastrado a su padre a la lucha: la mayoría de los soldados de infantería no habían podido elegir, y la amnistía había incluido a los muertos tanto como a los vivos.

—Tiene parientes?

—No, señor… Mi madre y yo somos las únicas que quedamos.

Una tensión anticipatoria se aflojó en el cuello de Miles. Si el juicio llegaba a la ejecución, un sólo error podía disparar una enemistad profunda y sangrienta entre familias. Y eso no sería la justicia y la legalidad que el conde quería que él dejara a su paso. Así que cuantos menos parientes hubiera, mejor.

—¿Y la familia de su esposo?

—Son siete. Cuatro hermanos y tres hermanas.

—Mmm… —Miles tuvo una imagen instantánea y mental de un grupo entero de gigantes amenazantes de las colinas. Miró a Pym, hacia atrás, y sintió que para este trabajo le faltaba personal. Había señalado el problema al conde cuando planeaban juntos la expedición la noche anterior.

—El portavoz del pueblo y sus ayudantes serán tu apoyo —había declarado el conde—, como cuando va el magistrado de distrito.

—¿Y si no quieren cooperar? —había preguntado Miles, nervioso.

—Un oficial que espera dirigir un día las tropas del Imperio —había contestado el conde— debería saber cómo obligar al portavoz de un pueblecito a cooperar con él.

En otras palabras, su padre había decidido que ésa era una prueba que él tendría que pasar y no pensaba ayudarle más. Gracias, papá.

—¿Usted no tiene parientes, señor? —dijo Harra, llevándole de vuelta al presente con brusquedad.

—No. Pero seguramente eso es algo que saben todos, incluso en el interior.

—Bueno, se dicen muchas cosas de usted —Harra se encogió de hombros.

Miles se mordió la lengua para no hacer la pregunta morbosa de siempre y ésta le pareció amarga en la boca, como un limón. No iba a preguntar, no iba a preguntar, no… pero no podía dejar de hacerlo.

—¿Cómo qué? —hizo pasar con fuerza por los labios medio cerrados.

—Todo el mundo sabe que el hijo del conde es un mutante.

—Los ojos de ella temblaron y se abrieron, desafiantes—. Algunos dicen que vino porque el conde se casó con esa mujer de otro mundo. Otros, que fue por una radiación de la guerra o tina enfermedad que contrajo en, humm, prácticas corruptas con otros oficiales de su edad en su juventud…

Esa última era nueva para Miles. Levantó una ceja.

—Pero la mayoría dice que sus enemigos envenenaron a la condesa.

—Me alegro de que la mayoría sepa la verdad. Fue un intento de asesinato con gas soltoxina cuando mi madre estaba embarazada de mí. Pero no es… —una mutación, su pensamiento saltó a través de vericuetos muy familiares. ¿Cuántas veces había explicado lo mismo?, es teratogénico, no genético. No soy un mutante, no… Pero, ¿qué mierda podía importarle a esa mujer ignorante semejante diferencia bioquímica? Para ella, en la práctica, era lo mismo que fuera un mutante— importante.

Ella lo miró de costado, hamacándose dulcemente en el ritmo de su caballo.

—Algunos dicen que usted nació sin piernas y que vive en tina silla flotante en la casa Vorkosigan. Otros, que nació sin huesos.

—… y que me tienen en una jarra en el sótano, claro —murmuró Miles.

—Pero Karal dice que lo vio con su abuelo en la feria de Hassadar, y que solamente le pareció enclenque y enfermizo. Algunos dicen que su padre lo metió en el Servicio y otros que no, que se fue a otro planeta, a la casa de su madre e hizo que convirtieran su cerebro en un ordenador y que alimentaran su cuerpo con tubos, y que pasa todo el tiempo flotando en un líquido…

—Sabía que habría una jarra en algún lugar de esta historia suspiró Miles, haciendo una mueca. También sabías que no te iba a gustar la respuesta y que ibas a arrepentirte de haber preguntado, pero tenías que hacerlo. Ella estaba poniéndole un cebo, pensó Miles de pronto. ¿Cómo diablos se atrevía … ? Pero no había humor en ella, solamente una vigilancia atenta, aguda.

Había salido de su pueblo, lejos, hacia una especie de limbo extraño para hacer esa denuncia desafiando a la familia y a las autoridades locales, desafiando los códigos establecidos y las costumbres. ¿Y qué le había dado su conde como escudo y apoyo para volver a enfrentarse a la rabia de los que más amaba, de sus seres más cercanos? Le había dado a Miles. ¿Y Miles podría manejar ese asunto? Seguro que ella se lo preguntaba. ¿O más bien revolvería el avispero para después huir a la carrera, dejándola sola para enfrentarse al remolino de la rabia y la venganza?

Miles deseaba haberla dejado llorando frente al portón.

El bosque, fruto de muchas generaciones de cultivo de vegetación para formar un ambiente terrestre, se abrió bruscamente frente a un valle de arbustos nativos de color castaño. En medio del valle corría una faja ancha de rosales con rosas verdes y rosadas, evidentemente por un accidente de la química del suelo. Miles lo comprobó con asombro cuando se acercaron más. Rosas de la tierra. El sendero se hundió en la masa fragante de flores y desapareció.

Miles se turnó con Pym para abrir el camino con los machetes del Servicio. Los rosales estaban llenos de vigor y de espinas gruesas y devolvían el golpe con un rebote elástico. Gordo Tonto hizo lo suyo meneando la gran cabeza adelante y atrás y estirando el cuello para arrancar las flores y comérselas con alegría Miles no estaba seguro de cuánto debía dejarle comer: el hecho de que la especie no fuera nativa de Barrayar no significaba que no fuera venenosa para los caballos. Miles pensó en eso y se puso a recordar la terrible historia ecológica de Barrayar.

Los cincuenta mil recién llegados de la Tierra sólo habían querido ser la punta de lanza de la colonización de Barrayar. Después, por una anomalía gravitacional, el agujero estrecho por el que habían saltado los colonizadores se cerró irrevocablemente, sin aviso. La transformación del planeta para hacerlo parecido a la Tierra, que había sido tan cuidadosa y controlada en un comienzo, se derrumbó junto con todo lo demás. Las especies de plantas y animales importadas de la Tierra se escaparon y se hicieron salvajes porque los seres humanos tenían toda su atención puesta en los problemas más urgentes de supervivencia. Los biólogos todavía lloraban las extinciones masivas de especies nativas que habían seguido a ese descontrol, las erosiones y las sequías y las inundaciones, pero en realidad, pensó Miles, a través de los .siglos de la Era del Aislamiento, los más aptos de ambos mundos habían luchado hasta lograr un nuevo equilibrio perfecto. Si la cosa estaba viva y cubría el suelo, ¿a quién le importaba de dónde había venido?

Todos estamos aquí por accidente. Como las rosas.

Esa noche acamparon en las colinas, y por la mañana siguieron adelante hasta los flancos de las verdaderas montañas. Ahora estaban fuera de la región que Miles recordaba de su infancia, así que recurría a Harra con frecuencia para controlar la dirección que seguían en el mapa. Al anochecer del segundo día se detuvieron a pocas horas de la meta. Harra insistía en que podía guiarlos en la oscuridad del crepúsculo, pero Miles no quería llegar después del atardecer a un lugar desconocido que lo esperaba con una bienvenida incierta.

A la mañana siguiente, se bañó en un arroyo, deshizo su equipaje y se vistió con cuidado el nuevo uniforme de oficial del Imperio. Pym se puso la librea verde y castaña de los Vorkosigan y desplegó el estandarte del conde en un mástil telescópico de aluminio que había guardado en la oscuridad de su alforja para ponerlo sobre el estribo izquierdo cuando llegara la ocasión. Vestidos para matar, pensó Miles sin alegría. El doctor Dea llevaba ropa corriente, de color negro y parecía muy incómodo. Si ellos eran el mensaje, Miles sentía que sería muy difícil de descifrar Él no hubiera podido hacerlo aunque en ello le fuera la vida.

A media mañana detuvieron los caballos frente a una cabaña de dos habitaciones en el borde de una gran arboleda de arces plantados hacía ya siglos y ahora cada vez más numerosos por propia iniciativa. El aire de la montaña era fresco y puro. Unos cuantos pollos picoteaban la tierra y agachaban la cabeza entre las hierbas. Un caño de madera salía del bosque cubierto de líquenes y derramaba agua en un abrevadero rebosante que formaba un arroyuelo verde y ruidoso.

Harra descabalgó, se alisó la falda y subió al porche.

—¿Karal? —llamó.

Miles esperó sobre el caballo, bien erguido, para el contacto inicial. Nunca hay que renunciar a las ventajas psicológicas.

—¿Harra? ¿Eres tú? —llegó la voz de un hombre desde dentro. Alguien abrió la puerta con brusquedad y salió afuera corriendo—. ¿Dónde has estado, muchacha? ¡Te buscamos por todas partes! Pensamos que te habías roto el cuello entre los arbustos… —Se detuvo en seco cuando vio a los tres hombres a caballo, que lo miraban en silencio.

—Tú no quisiste aceptar mi denuncia, Karal —dijo Harra casi sin aliento. Las manos se le enredaron en la falda—. Así que fui a ver al magistrado en Vorkosigan Surleau. para hablar con él yo misma.

—Ah, muchacha —suspiró Karal, con pena—. Eso sí que es una estupidez. … —Inclinó la cabeza, se tambaleó y miró inquieto a los jinetes. Era un hombre de unos sesenta años, sin cabello, correoso y gastado, y su brazo izquierdo acababa en un muñón. Otro veterano.

—¿Portavoz Serg Karal? —empezó Miles con severidad—. Soy la voz del conde Vorkosigan. Me han encargado que investigue el crimen denunciado por Harra Csurik ante la corte del conde, a saber, el asesinato de su hija, la bebé Raina. Como portavoz del valle Silvy, tiene el deber de asistirme en todo lo que tenga que ver con la justicia del conde.

En este punto, Miles se quedó sin formulismos y tuvo que empezar a arreglárselas solo. Hasta el momento, la cosa no había llevado demasiado tiempo. Esperó. Gordo Tonto bufó una vez. La tela plateada y castaña del estandarte hizo un sonido especial en el viento cuando la brisa la movió levemente.

—El magistrado de distrito no estaba allí —agregó Harra—, pero el conde sí.

Karal se había quedado blanco y miraba todo con los ojos muy abiertos. Logró controlarse con mucho esfuerzo, consiguió prestar algo que podía llamarse atención y ensayó una media reverencia.

—¿Quién es… quién es usted, señor?

—El señor Miles Vorkosigan.

Los labios de Karal se movieron sin que saliera ningún sonido. Miles no era lector de labios, pero estaba bastante seguro de que lo que había dicho Karal era alguna variación de ¡mierda!

—Éste es mi hombre de librea, el sargento Pym, y ése, mi investigador médico, el teniente Dea del Servicio Imperial.

—¿Es usted el hijo de mi señor el conde? —logró decir Karal on voz quebrada.

—El mismo, en carne y hueso. —De pronto, Miles sintió asco de toda esa parodia. Seguramente, era suficiente para una primera impresión. Saltó del lomo de Tonto y aterrizó sobre sus pies redondos. Sí, soy bajo. Pero espera a verme bailar—. ¿Le parece bien si abrevamos a nuestros caballos aquí? —Miles pasó las riendas de Tonto bajo su brazo y dio un paso hacia el agua.

—Eh, eso es para la gente, mi señor —dijo Karal—. Un minuto y le buscaré un balde. —Se ajustó los pantalones y salió, corriendo por el costado de la cabaña. Hubo un minuto de silencio incómodo y después llegó la voz de Karal flotando en el aire—: ¿Dónde está el balde de las cabras, Zed?

Otra voz, clara y joven:

—Detrás de la pila de leña, papá.

Las voces empezaron a murmurar a lo lejos. Karal volvió con in balde de aluminio todo abollado que colocó junto al abrevadero. Quitó una tapa de madera del costado y un arroyuelo brillante de agua se arqueó para llenar el balde. Gordo Tonto levantó las orejas y bufó y se rascó la cabezota contra el cuerpo de Miles, manchándole la túnica con sus pelos rojos y blancos y haciéndole tambalear. Karal alzó la vista y sonrió al caballo, aunque su sonrisa se congeló cuando su mirada pasó al dueño del animal. Mientras Gordo Tonto tragaba el agua, Miles echó una mirada al que había hablado con la segunda voz, un muchacho de unos doce años que .salió de los bosques por detrás de la cabaña.

Karal se dedicó a ayudar a Miles, Harra y Pym a acomodar a los caballos. Después, Miles dejó que Pym desensillara y alimentara a los animales y siguió a Karal a la casa. Harra se le pegó como una lapa y el doctor Dea cogió su equipo médico y siguió al grupo. Las botas de Miles sonaban desiguales sobre las tablas del suelo.

—Mi esposa… volverá a mediodía —dijo Karal, que se movía inquieto por la habitación mientras Miles y Dea se acomodaban sobre un banco y Harra se enroscaba con los brazos alrededor de las rodillas en el suelo, cerca de la chimenea—. Yo… voy a preparar algo de té, señor.

Y se alejó para llenar una tetera en el abrevadero antes de que Miles pudiera decir, No, gracias. No. Dejemos que se tranquilice con movimientos cotidianos. Entonces tal vez Miles pudiera empezar a discernir qué parte de los nervios era una reacción normal y qué parte tenía que ver con una mala conciencia. Para cuando Karal tuvo la tetera en el fuego, había recuperado gran parte de su control, así que Miles empezó su tarea.

—Preferiría empezar esta investigación de inmediato, portavoz. No tiene por qué ser muy larga.

—No tiene por qué llevarse a cabo, milord. La muerte del bebé fue natural… no tenía marcas. Era débil, tenía la boca de gato, ¿quién sabe qué más tenía mal? Murió durmiendo o por accidente .

—Es extraordinario —dijo Miles— lo a menudo que esos accidentes se repiten en este distrito. Mi padre, el conde, lo ha… comentado.

—No había necesidad de que usted hiciera todo este viaje. —Karal miró a Harra con exasperación.

Ella se quedó sentada, en silencio, sin inmutarse.

—No ha supuesto ningún problema —aseguró Miles con suavidad.

—En realidad, señor —empezó Karal, bajando la voz—, creo que tal vez lo que pasó es que esa niña murió aplastada. Así que, claro, en su dolor, la mente de la madre lo niega. Lem Csurik es un buen muchacho, un buen proveedor. Y Harra, en realidad, no quiere hacer esto, su razón está confusa por el dolor, es temporal, por sus problemas, señor.

Los ojos de Harra, que miraban a través de su cabello revuelto, estaban cargados de odio.

—Entiendo. —La voz de Miles era reposada, alentadora.

Karal pareció alegrarse un poco.

—Todavía podemos arreglarlo todo. Si ella tiene paciencia… si se repone de su dolor. Si habla con el pobre Lem. Estoy segurode que él no mató a esa niña. Que no se apresure a hacer algo que luego va a lamentar.

—Entiendo —repitió Miles, y dejó que su tono se volviera helado —por qué Harra Csurik tuvo que andar cuatro días para conseguir una audiencia que no estuviera cargada de prejuicios. 1 Jsted cree. Usted piensa. ¿Quién sabe? Usted no, de eso estoy seguro. Lo único que oigo son especulaciones, acusaciones, afirmaciones en el vacío, improvisaciones. Yo he venido a aclarar los hechos, portavoz Karal. La justicia del conde no se dicta sobre suposiciones. No tiene por qué hacerlo. Ya no estamos en la Era del Aislamiento. Ni siquiera en el interior.

»Mi investigación de lo ocurrido comienza en este instante. No voy a apresurar el juicio hasta que complete mi reconstrucción de los hechos. La confirmación de la culpabilidad o la inocencia de Lem Csurik saldrá de sus propios labios gracias a la pentarrápida, administrada por el doctor Dea frente a dos testigos… usted y un ayudante que —usted elija. Simple, claro y rápido. — Y tal vez así pueda empezar a salir de este agujero antes del anochecer—. Le ordeno que vaya a buscar a Lem Csurik para el interrogatorio, portavoz. El sargento Pym le ayudará.

Karal dejó pasar otro segundo sirviendo agua en un gran bol marrón antes de decir:

—Soy un hombre que ha viajado, señor. Un hombre con veinte años en el Servicio. Pero la mayoría de la gente del pueblo nunca ha salido del valle Silvy. Los interrogatorios con sustancias químicas son magia para ellos. Tal vez sostengan que es una confesión falsa si lo hacemos de esa forma.

—En ese caso, usted y su ayudante pueden decir que no es cierto. Ya no estamos en los viejos tiempos, cuando se conseguían confesiones bajo tortura, Karal. Además, si Csurik es tan inocente como usted cree, o piensa, lógicamente se arreglará todo, ¿verdad?

Karal se fue a la otra habitación a regañadientes. Volvió poniéndose una chaqueta desteñida del uniforme del Servicio Imperial con el rango de cabo marcado sobre el cuello. Los botones de la chaqueta ya casi no le abotonaban a la altura del estómago. Evidentemente, la preservaba para momentos oficiales como éste.Y como estaban en Barrayar, donde se saludaba al uniforme y no al hombre que lo usaba, tal vez así la rabia engendrada por un deber impopular caería sobre el cargo, y no sobre el individuo que lo ocupaba en ese momento. Miles entendió al portavoz.

Karal se detuvo ante la puerta. Harra siguió sentada junto a la chimenea, balanceándose con suavidad.

—Señor —dijo Karal—. He sido portavoz del valle Silvy durante dieciséis años. En todo ese tiempo, nadie ha tenido que ir a ver al magistrado del distrito para denunciar nada, ni una violación de derechos de agua, ni un robo de animales, ni una rebelión, ni siquiera la vez en que Neva acusó a los Bor de piratear arces. No tuvimos nunca una guerra entre familias, ni una sola vez en dieciséis años.

—No tengo intención de provocar una guerra entre familias, Karal. Quiero los hechos, eso es todo.

—Ése es el problema, señor. Yo ya no estoy tan enamorado de los hechos como antes, señor. A veces, queman. —Los ojos de Karal estaban llenos de apremio.

En realidad, el hombre estaba haciendo todo lo que podía para distraer a Miles de su propósito, excepto ponerse cabeza abajo y voltear tres gatos por el aire con una sola mano. ¿Hasta dónde podía llegar su oposición?

—No podemos permitir que el valle Silvy tenga su propia Era de Aislamiento en miniatura —advirtió Miles La justicia del conde es para todos. Incluso para los niños. Y los débiles. Incluso para los que tienen muchos problemas. Y no pueden hablar ni defenderse, señor portavoz. A propósito, no sé si es consecuente de que la función del portavoz de un pueblo es ser la voz de los demás.

Karal se encogió, blanco como la cera, era evidente que estaba asustado. Se fue caminando despacio por el sendero, con Pym detrás. Pym lo vigilaba con mucho cuidado, una mano sobre el bloqueador nervioso, en el cinturón.

Tomaron té mientras esperaban y Miles examinó la cabaña, mirando todo pero sin tocar nada. El hogar era la única fuente de calor para cocinar y hervir agua. Lavaban en un fregadero abollado de metal que se llenaba a mano con un balde y se vaciaba a través de un caño de desagüe que pasaba bajo la puerta de entrada y se unía al arroyuelo que corría desde el abrevadero. La segunda habitación era un dormitorio, con una cama doble y cajones para guardar las cosas. Había otros tres jergones en un desván; parecía que el muchacho que habían visto tenía hermanos. El lugar estaba atestado pero bien barrido, las cosas ordenadas y colocadas en su lugar.

En una mesa lateral había un receptor de radio de los que entregaba el Gobierno y un segundo modelo militar más antiguo, abierto: aparentemente, alguien estaba reparándolo y poniéndole un equipo nuevo. La exploración reveló un cajón lleno de repuestos viejos, todos para equipos de audio, por desgracia. Seguramente, el portavoz Karal también era el especialista de comunicaciones de Silvy. Qué apropiado. Con toda seguridad recibían las emisiones de la estación en Hassadar, tal vez los canales de alta energía del Gobierno desde la capital.

No había otro tipo de electricidad, claro está. Los receptores de satélite eran piezas caras de tecnología de precisión. Con el tiempo, llegarían incluso allí; algunas comunidades casi tan pequeñas como ésa, pero con instituciones fuertes de cooperación economica, ya los tenían. Era evidente que el valle Silvy seguía estancado en una economía de subsistencia y tenía que esperar a que hubiera algo de superávit en el distrito para obtener alguna mejora, siempre que el superávit no desapareciera primero para satisfacer algún otro deseo. Si la ciudad de Vorkosigan Vashnoi no hubiera sucumbido a los bloqueadores nerviosos atómicos de los cetagandanos, todo el distrito habría podido estar mucho más avanzado económicamente hablando…

Miles fue hasta la galería y se inclinó sobre la baranda. Había vuelto el hijo de Karal. Al otro lado del patio estaba Gordo Tonto, de pie, atado, la cadera alta, las orejas tranquilas, gruñendo de placer mientras el muchacho, sonriendo, le rascaba con vigor debajo del cabestro. El muchacho levantó la vista y vio a Miles. Se agachó, asustado, y se refugió en unas matas.

—Ah —murmuró Miles.

El doctor Dea se puso en pie y se acercó a él.

—Hace mucho que se fueron. ¿Le parece si preparo la pentarrápida?

—No, mejor el equipo de autopsia. Creo que eso es lo que vamos a tener que hacer primero.

Dea lo miró, atento.

—Pensé que había enviado a Pym, para que efectuara el arresto.

—No se puede arrestar a un hombre que no está. ¿Le gusta apostar, doctor? Le apuesto un marco a que no vuelven con Csurik. No, espere, tal vez me equivoque. Ojalá me equivoque… Ahí llegan.

Karal, Pyrn y un tercero venían caminando por el sendero. El tercero era un hombre grandote, de manos enormes, cejas espesas, el cuello grueso, muy hosco.

—Harra —llamó Miles—, ¿ése es su esposo? —El hombre le parecía hecho a la medida, justo lo que había imaginado. Y cuatro hermanos como él… más robustos, seguramente…

Harra se asomó por detrás del hombro de Miles y dejó escapar un suspiro.

—No, milord. Es Alex, el ayudante del portavoz.

—Ah. —Los labios de Miles se doblaron en un gesto de frustración silenciosa. Bueno, tenía que conceder la posibilidad de que fuera fácil.

Karal se detuvo bajo la galería y empezó a desarrollar una explicación confusa que pudiera justificar su regreso con las manos vacías. Miles lo cortó en seco con las cejas en alto.

—¿Pyrn?

—Se escapó, milord —dijo Pym, lacónico—. Seguramente le avisaron.

—De acuerdo. —Miles frunció el ceño mirando a Karal, que se había quedado callado con toda razón— Harra, ¿a cuánto estamos del cementerio?

—Por el arroyo, señor, al otro lado del valle. Unos dos kilómetros.

—Su equipo, doctor, vamos a dar un paseo. Karal, busque una pala.

—Milord, estoy seguro de que no es necesario perturbar la paz de los muertos —empezó Karal.

—Le aseguro que es del todo necesario. Hay un apartado para el informe de la autopsia en el procedimiento que me dio la oficina del magistrado de distrito. Y allí es donde voy a presentar mi informe completo cuando volvamos a Vorkosigan Surleau. Tengo permiso del familiar más cercano, ¿verdad, Harra?

Ella asintió, sin expresión, como una autómata.

—Tengo los dos testigos que se requieren, usted mismo y usted, señor —gorila— ayudante, tenemos al doctor y tenemos luz natural si no nos quedamos aquí discutiendo hasta el anochecer. Lo único que necesitamos es una pala. A menos que prefiera cavar con las manos, Karal. —La voz de Miles era dura y cortante y se iba cargando cada vez más de amenaza.

Karal sacudió la cabeza medio calva con un gesto de desesperación.

—El… el padre es el familiar más cercano según la ley, si está vivo y no tengo su…

—Karal —dijo Miles.

—¿Señor?

—Tenga cuidado de no cavar su propia tumba. Ya tiene un pie en ella, se lo aseguro.

La mano de Karal se abrió en un gesto de desesperación.

—Voy… voy a buscar la pala, milord.

La tarde era tibia; el aire dorado y adormecido de muchos veranos. La pala golpeaba con un ruido rítmico en las manos del ayudante de Karal. Más abajo, en la ladera, un arroyo brillante gorgoteaba por entre las piedras limpias y redondas. Harra estaba en cuclillas, observándolo todo, silenciosa, llena de amargura.

Cuando el gran Alex sacó el pequeño cajón —¡tan pequeño! —, el sargento Pym se fue a dar una vuelta de inspección por el perímetro de madera del cementerio. Miles no lo culpaba. Esperaba que el suelo hubiera estado frío a esa profundidad. Alex abrió la caja y miró y el doctor Dea le hizo un gesto para que se alejara y se puso manos a la obra. El ayudante también salió a buscar algo qué hacer al otro lado del cementerio.

Dea miró el bultito envuelto en tela y con sumo cuidado lo levantó y lo colocó encima de un material especial extendido sobre el suelo bajo el sol brillante. Los instrumentos de su investigación estaban dispuestos sobre el plástico en un orden preciso.

El doctor desenvolvió las telas de las fundas especiales, todas de colores y dibujos brillantes y Harra se acercó para tomarlas de sus manos, alisarlas y doblarlas. Las preparó para cuando hubiera que volver a usarlas. Después se alejó de nuevo.

Miles jugueteó con el pañuelo, la mano dentro del bolsillo, listo para ponérselo sobre la boca y la nariz y fue a ver lo que hacía Dea por encima de su hombro. Feo, pero no tan feo. Había visto y olido cosas peores. Dea, con una máscara con filtro sobre la cara, dictaba el procedimiento en un grabador que le colgaba del hombro. Primero un examen visual; después, uno táctil; por último, con el detector.

—Aquí, milord —dijo e hizo un gesto para que Miles se le acercara—, es casi seguro que esto fue la causa de la muerte, aunque voy a hacer los exámenes de toxinas de inmediato. Le rompieron el cuello. Ve, ahí, en el detector, ahí es donde está partida la columna y luego hicieron fuerza para volver a poner los huesos en su lugar.

—Karal, Alex. —Miles hizo un gesto para que se acercaran y cumplieran con su papel de testigos.

Los dos obedecieron a regañadientes.

—¿Podría haber sido un accidente? —preguntó Miles.

—Puede, pero es una posibilidad muy remota. El realineamiento de los huesos fue deliberado, eso seguro.

—¿Llevaría mucho tiempo?

—Segundos. La muerte fue instantánea.

—¿Cuánta fuerza física hace falta? Un hombre grande o…

—Cualquier adulto suficientemente motivado.

El estómago de Miles se revolvió al imaginar la escena que conjuraban las palabras de Dea. La cabecita mal sostenida podía caber con facilidad en la mano de un hombre. La torsión, el ruidito del cartílago que se quiebra… si había una cosa que Miles conocía de memoria era la sensación táctil exacta de la rotura de un hueso… ah, sí.

—La motivación —prosiguió Dea— no es mi departamento. —Hizo una pausa—. Quiero que conste que cualquier examen externo cuidadoso pudo haber descubierto todo esto. Yo lo he visto enseguida. Un técnico experimentado, aunque no fuera médico —dijo y lanzó una mirada glacial—, un técnico que es tuviera prestando atención a lo que hacía, claro, tendría que haberlo visto.

Miles también miró a Karal a los ojos, esperando.

—Así que murió aplastada… —susurró Harra. Tenía la voz quebrada de rabia y desprecio.

—Milord —dijo Karal, con cuidado—, lo cierto es que sospeché la posibilidad…

Sospechar, una mierda. Lo sabías.

—Pero creí… y todavía creo… —sus ojos expresaban un desafío cauteloso— que si se armaba revuelo, sólo conseguiríamos causar más dolor. Ya no se podía hacer nada por el bebé. Mis deberes son para con los vivos.

—También los míos, portavoz Karal. Por ejemplo, mi deber para con el próximo pequeño súbdito imperial que se encuentre en peligro mortal por los actos de aquellos que deberían ser sus protectores, y todo por la falta grave de ser —y Miles dejó escapar una sonrisa extraña— físicamente diferente. Desde el punto de vista del conde Vorkosigan, éste no es sólo un caso más. Es un caso testigo, la muestra de miles de casos… Revuelo… —hizo sonar la erre con fuerza. Harra se hamacaba al ritmo de su voz—. Todavía no ha visto nada.

Karal dejó de hablar como si lo hubieran doblado en dos y guardado en un rincón.

Después vino una hora de operaciones que sólo dieron datos negativos; no había más huesos rotos, los pulmones de la criatura estaban limpios, su aparato digestivo y su corriente sanguínea libre de toxinas, excepto las que provenían de la descomposición. El defecto por el que había muerto no se extendía hacia la columna, informó Dea. Una cirugía plástica muy simple habría podido corregir la boca de gato si la niña hubiera podido acceder a ese tipo de operación, claro. Miles se preguntó si esa afirmación consolaba a Harra y pensó que, con toda seguridad, la angustiaría más aún.

Dea volvió a armar su rompecabezas de intrumentos y Haría envolvió el cuerpecito con pliegues pequeños, significativos. Dea limpió los instrumentos y los puso de nuevo en sus fundas y se lavó las manos y los brazos y la cara en el arroyo y se tomó un tiempo demasiado largo para que se tratara simplemente de higiene, pensó Miles. Mientras tanto, el gorila volvió a enterrar el féretro.

Harra hizo un pequeño hueco en la tierra sobre la tumba, colocó ramitas y pedazos de corteza dentro y quemó un mechón de su cabello lacio.

Miles, cogido por sorpresa, buscó en sus bolsillos.

—No tengo nada que pueda quemarse —se disculpó.

Haría levantó la vista, sorprendida por el ofrecimiento que implicaban las palabras del hijo del conde.

—No importa, milord. —Su pequeña pila de ofrendas brilló brevemente y desapareció, como la vida de su niña, Raina.

Pero sí importa, pensó Miles.

Paz para ti, damita, después de nuestras rudas invasiones. Yo te haré una ofrenda mejor, te lo Juro, te doy palabra de Vorkosigan. Y el humo de ese sacrificio se elevará hasta muy arriba, para que lo vean de un extremo a otro de estas montañas.

Miles encargó a Karal y a Alex que siguieran buscando a Lem Csurik y llevó a Harra Csurik a su casa. Pyrn iba con ellos.

Pasaron unas cuantas cabañas alejadas unas de otras. En una de ellas había un par de chiquillos sucios jugando en el patio. Corrían alrededor de los caballos, riendo y haciendo signos hacia Miles, desafiándose unos a otros a hacer algo todavía más atrevido, hasta que su madre los vio, saltó hasta ellos y los metió dentro con una mirada atemorizada sobre el hombro. Era extraño, pero Miles se sentía casi aliviado, la bienvenida que había esperado siempre, no como la indiferencia cuidadosa, tensa, consciente de Karal y Alex. La vida de Raina no hubiera sido fácil.

La cabaña de Haría estaba en el extremo de una hondonada larga, justo antes de que se hiciera estrecha y se convirtiera en barranco. Parecía muy silenciosa y aislada bajo las sombras moteadas de la tarde.

—¿Está segura de que no prefiere quedarse con su madre? —preguntó Miles, con un tono de duda en la voz.

Harra negó con la cabeza. Se deslizó al suelo desde el anca de Tonto, y Miles y Pyrn desmontaron y la siguieron.

La cabaña era como todas, una habitación única con un hogar de piedra y una galería ancha y techada al frente. El agua parecía provenir del riachuelo que corría por la quebrada. Pym extendió una mano y entró primero, detrás de Haría, con los dedos sobre el bloqueador nervioso. Si Lem Csurik había huido, ¿no podría haber ido hacia su casa? Pym había estado metiendo el detector en arbustos de aspecto absolutamente inocente durante todo el camino.

La cabaña estaba desierta. Aunque había estado ocupada no hacía mucho. No tenía el silencio polvoriento, largo, que uno espera después de ocho días de soledad y luto. Sobre el mármol se veían todavía los restos de unas cuantas comidas apresuradas. Alguien había usado la cama: estaba arrugada y sin hacer. Unas cuantas prendas de hombre yacían por el suelo, sin orden. Harra empezó a moverse automáticamente por la habitación, ordenándola, volviendo a imponer su presencia, su existencia, su valor. Si no podía controlar los hechos de su vida, por lo menos controlaría los objetos de una pequeña habitación.

Lo único que nadie había tocado era una cuna junto al hogar con las mantitas dobladas. Harra había corrido a Vorkosigan Surleau justo unas horas después del entierro.

Miles paseó por la habitación, controlando lo que se veía desde las ventanas.

—¿Quiere mostrarme el sitio al que fue a recoger las bayas, Harra?

Ella los llevó por el barranco. Miles calculó el tiempo de la caminata. Pym dividió su atención entre Miles y los arbustos, y estuvo siempre alerta a posibles ruidos que denotaran movimiento. No parecía feliz. Después de rechazar por lo menos tres intentos de aferrarlo para protegerlo, Miles estaba a punto de decirle que se subiera a un árbol. Y, sin embargo, también había algo de comprensible egoísmo en los actos de Pyrn: si Miles se rompía una pierna, el oficial era el que tendría que cargarlo.

El sendero de las bayas estaba un kilómetro por encima del barranco. Miles sacó algunas bayas rojas y se las comió sin pensar en lo que hacía, mientras Harra y Pym lo esperaban con respeto. El sol de la tarde se deslizaba oblicuo entre las hojas verdes y castañas, pero el fondo del barranco ya estaba gris y refrescado por un crepúsculo prematuro. Las plantas de bayas se colgaban de las rocas y se balanceaban como invitando a los que pasaban a romperse el cuello tratando de alcanzarlas. Miles resistió con facilidad esas tentaciones vegetales porque no le gustaban demasiado las bayas.

—Si alguien la llamara desde su cabaña, usted no podría escucharlo desde aquí, ¿verdad? —preguntó a Harra,

—No, milord.

—¿Cuánto tiempo pasó aquí?

—Más o menos… —dijo Harra y se encogió de hombros—, más o menos el de llenar una canasta.

La mujer no tenía reloj.

—Una hora, digamos. Y veinte minutos de ida y otros tantos de vuelta. Unas dos horas. ¿Su cabaña estaba cerrada con llave?

—Sólo con el pestillo, milord.

—Mmm.

Método, motivo, oportunidad, indicaba el procedimiento del magistrado de distrito. Mierda. El método estaba establecido, y casi cualquiera hubiera podido usarlo. La oportunidad era igualmente mala como ángulo de investigación. Cualquiera pudo haber entrado en esa cabaña, perpetrado el hecho y partido sin que nadie lo viera ni lo oyera. Era demasiado tarde para usar un detector de aura que marcara los movimientos de entrada y salida de la habitación, aunque Miles hubiese traído uno.

Hechos, ja. Estaban otra vez de vuelta en el motivo, el trabajo confuso y complejo de la mente de un hombre. Cualquiera podía adivinarlo.

En cuanto a las instrucciones de procedimiento del magistrado de distrito, Miles había estado tratando de mantener la mente abierta en cuanto al acusado, pero se estaba volviendo cada vez más difícil resistirse a las afirmaciones de Harra. Hasta ahora ella había tenido razón en todo.

Dejaron a Harra reinstalada en su casita trabajando para poner todo en orden y reimplantar la rutina normal de la vida, como si hubiera sido posible recrear esa vida de alguna manera con un acto de magia basado en la repetición.

—¿Está segura de que estará bien? —preguntó Miles, mientras tomaba las riendas de Gordo Tonto y volvía a acomodarse en la silla—. No puedo dejar de pensar que si su esposo todavía está por aquí, tal vez aparezca por la casa. Usted dice que no se llevaron nada, así que no es probable que haya estado aquí y se haya ido antes de que llegáramos. ¿Quiere que alguien se quede con usted?

—No, milord. —Harra se abrazó a la escoba en la galería—. Preferiría, preferiría estar sola un tiempo.

—Bueno… de acuerdo. Le enviaré un mensaje si pasa algo importante.

—Gracias, milord. —Era un tono que no intentaba ejercer presión alguna, realmente quería que la dejaran sola.

Miles entendió.

En una parte ancha del sendero que los llevaba de vuelta hacia la casa del portavoz Karal, Pym, y Miles cabalgaron estribo contra estribo. Pym todavía buscaba acechanzas y monstruos entre los arbustos.

—Milord, ¿puedo sugerir que el próximo paso sea reunir a todos los hombres capaces de esta comunidad y dar caza al tal Csurik? Se ha establecido sin duda alguna que el infanticidio fue un asesinato.

Qué forma interesante de decirlo, pensó Miles con sequedad. Ni siquiera Pym encuentra redundante esa frase. Ah, mi pobre Barrayar,

—Parece razonable a primera vista, sargento Pym, pero ¿se le ha ocurrido que la mitad de los hombres capaces de esta comunidad son, con toda probabilidad, parientes de Lem Csurik?

—Tal vez eso pueda tener un efecto psicológico. Creamos un alboroto y tal vez alguien lo entregue para que todo termine.

—Mmm, sí, tal vez. Siempre que no se haya marchado ya. Tal vez cuando terminamos con la autopsia, él ya estaba a medio camino en la ruta de la costa.

—Sólo si tiene acceso a algún tipo de transporte. —Pym miró el cielo vacío.

—Por lo que sabemos, uno de sus primos lejanos tiene un deslizador rápido medio arruinado en un cobertizo en alguna parte Pero… ese hombre nunca salió del valle Silvy. No estoy seguro de que supiera adónde ir, a quién acudir. Bueno, si ha Abandonado el distrito es asunto de la Seguridad Civil del Imperio y yo me libro de todo. —Una idea hermosa—. Pero… hay algo que me molesta, y mucho, y son las inconsistencias en el retrato mental que me estoy formando de él. ¿Las ha observado usted?

—No puedo decir que lo haya hecho, milord.

—Mmm. A propósito, ¿adónde lo llevó Karal cuando fueron a hacer el arresto?

—A un área salvaje, arbustos silvestres y hondonadas. Había media docena de hombres allí, buscando a Harra. Bueno, en realidad, habían pospuesto la búsqueda y para cuando los encontramos, ya estaban de vuelta. Por eso supongo que nuestra llegada no fue una sorpresa para ellos.

—¿Csunk había estado allí y después había escapado o Karal lo estaba llevando en círculos para distraerlo?

—Creo que realmente estuvo allí, milord. Los hombres decían que no, pero como usted dice, tal vez eran parientes y además, bueno… no mentían muy bien. Estaban tensos. Karal tal vez le preste ayuda a regañadientes, pero no creo que quiera desobedecer órdenes directas. Después de todo, fue uno de los veinte, señor.

Como Pym, pensó Miles. La guardia personal del conde Vorkosigan estaba limitada legalmente a veinte hombres, pero dada la posición política del conde, la función de esos hombres incluía seguridad desde un punto de vista muy práctico. Pym era típico en ese sentido, un veterano condecorado del Servicio Imperial que se había retirado a esa fuerza del elite. No tenía la culpa de que al entrar en ella, hubiera tenido que calzarse los zapatos del difunto sargento Bothari. ¿Había alguien en el universo fuera de Miles que extrañara al mortífero, difícil Bothari?, se preguntó Miles.

—Me gustaría interrogar a Karal con pentarrápida —afirmó Miles—. Muestra todos los signos de saber dónde está escondido el acusado.

—¿Y por qué no lo hace? —preguntó Pym con toda lógica.

—Tal vez. Sin embargo, hay cierta degradación inevitable en un interrogatorio bajo pentarrápida. Si el hombre es leal, no sería bueno para nuestros intereses a largo plazo avergonzarlo en público.

—No tiene por qué ser en público.

—No, pero él recordaría haberse convertido en un idiota balbuceante. Necesito… necesito más información.

Pym echó una mirada sobre su hombro.

—Pensé que ya tenía toda la información necesaria.

—Tengo hechos. Hechos físicos. Una gran pila de hechos inútiles, sin sentido… —meditó Miles—. Aunque tenga que aplicar la pentarrápida a todos los habitantes de este valle, juro que voy a llegar al fondo de esto. Sí. Pero no sería una solución elegante.

—Éste no es un problema elegante, milord —recordó Pym con sequedad.

Cuando volvieron, encontraron a la esposa del portavoz Karal en plena posesión de su casa. Corría en círculos, excitada, cortando, golpeando, amasando, atizando el fuego y volando escaleras arriba para cambiar las mantas de los tres jergones, mientras hacía correr a sus hijos por delante para que la ayudaran a buscar y traer cosas. El doctor Dea la seguía, divertido, tratando de que se calmara explicándole que habían traído una tienda de campaña y comida, que se lo agradecían, pero que no era necesaria su hospitalidad. Esto produjo una respuesta indignada de la señora Karal.

—¡El mismísimo hijo de mi señor viene a mi casa y yo voy a tirarlo al campo como a su caballo! ¡Ah, no, eso sí que no! ¡Me sentiría muy avergonzada! —Y volvió al trabajo.

—Parece bastante perturbada —dijo Dea, mirando sobre su hombro.

Miles lo cogió del brazo y lo llevó hasta la galería.

—Déjela hacer, doctor. Estamos condenados a que nos atiendan. Es una obligación para las dos partes. Lo más amable es fingir que en realidad no estamos aquí hasta que ella esté lista para recibirnos.

Dea bajó la voz.

—Dadas las circunstancias, tal vez sería mejor comer sólo de nuestras provisiones.

El ruido de un cuchillo cayendo sobre algo y un perfume a hierbas y cebollas salían como una tentación a través de la ventana abierta.

—Ah, me parece que cualquier cosa que salga de la olla común estará bien, ¿no? —dijo Miles— Si algo le preocupa realmente, puede tomar un pedacito y salir afuera y controlarlo supongo, pero… con discreción, ¿eh? No queremos insultar a nadie.

Se instalaron en las sillas de madera hechas a mano y pronto un chiquillo de diez años, el más joven de los hijos de Karal, volvió a servirles el té. Por lo visto, uno u otro de los padres le había dado instrucciones en privado sobre la forma en que debía portarse, porque su actitud ante las deformidades de Miles fue la misma indiferencia estudiada y parpadeante de los adultos, aunque no tan bien llevada, por supuesto.

—¿Va usted a dormir en mi cama, milord? —le preguntó a Miles—. Mamá dice que tenemos que dormir en la galería.

—Bueno, lo que diga tu mamá estará bien —dijo Miles—. Ah… ¿te gusta dormir en la galería?

—Nooo, la última vez Zed me dio una patada y rodé en la oscuridad.

—Ah, bueno, si tenemos que echarte de tu cama, tal vez te gustaría dormir en nuestra tienda de campaña a modo de canje.

Los ojos del niño se abrieron de par en par.

—¿En serio?

—Claro. ¿Por qué no?

—¡Espere a que se lo diga a Zed! —bajó los escalones de dos en dos y salió disparado por el lateral de la casa—. Zed, eh, ¡Zeed…!

—Supongo —dijo Dea— que podemos fumigarla después…

Miles frunció los labios.

—No están más sucios que usted cuando era chico, estoy seguro. O que yo… cuando me dejaban.

Era un atardecer caluroso y Miles se sacó la túnica verde, la colgó sobre el respaldo de la silla y se desabotonó el cuello redondo de su camisa color crema. Dea enarcó las cejas.

—¿Llevamos esta investigación como si fuera una oficina, con horario, señor? ¿Vamos a dejarlo hasta mañana?

—No exactamente. —Miles bebió un sorbito de té, pensativo, y miró a lo lejos, al otro lado de patio. Los árboles y sus copas caían allí hacia el fondo del valle. Al otro lado de la ladera crecían arbustos de distintas clases. Un pliegue con cresta y luego el flanco largo de una montaña escarpada que se elevaba alta y dura hacia una cima que todavía brillaba con sus manchas de nieve, sucias y titilantes.

—Hay un asesino suelto allá fuera —señaló Dea en tono de consejo.

—Habla como Pym. —Pym, pensó Miles, había terminado con los caballos y se había llevado a su detector a dar otra vuelta—. Estoy esperando.

—¿Qué?

—No estoy seguro. La información que dará un sentido a todo esto. Mire, sólo hay dos posibilidades. Csurik es inocente o es culpable. Si es culpable, no se va a entregar. Seguramente, intentará que sus parientes se involucren en el asunto, que lo escondan y lo ayuden. Si quiero, puedo pedir refuerzos por el comunicador a la Seguridad Civil de Hassadar. Cuando quiera. Veinte hombres, más equipo; en coche aéreo pueden estar aquí en dos horas. Puedo organizar un circo. Brutal, feo, perturbador, excitante… y sí, podría ser muy popular. Una cacería humana con sangre al final.

—Claro que queda la posibilidad de que Csurik sea inocente, pero esté asustado. Y en ese caso…

—¿Sí?

—En ese caso, todavía hay un asesino suelto en alguna parte.

Miles se sirvió más té.

—Sólo quiero que tenga en cuenta que si uno quiere atrapar algo, correr tras él no es siempre la mejor manera.

Dea se aclaró la garganta y tomó más té. Miles continuó:

—Mientras tanto, tengo otro deber que cumplir. Estoy aquí para que me vean. Si su espíritu científico está deseando hacer algo para matar las horas, trate de contar la cantidad de mirones de Vor que van a aparecer esta noche.

El desfile que Miles había anunciado empezó casi al instante. Primero fueron, sobre todo, mujeres que traían regalos, como para un funeral. Como no había un sistema de comunicación en la comunidad, Miles no estaba seguro del tipo de telepatía que habían utilizado para ponerse en contacto unas con otras, pero trajeron platos repletos de comida, flores, más paja para la cama y ofrecimientos de ayuda. Todo el mundo hizo una reverencia nerviosa cuando le presentaron a Miles, pero muy pocas mujeres se quedaron a charlar: por lo visto, lo único que querían era echar una ojeada. La señora Karal fue amable, pero dejó bien claro que ella controlaba la situación y puso los regalos culinarios bien detrás de los suyos.

Algunas de las mujeres traían a sus hijos. La mayoría de los niños se quedaba jugando en los bosques al fondo del patio, pero un grupito de muchachitos susurrantes se deslizó por la parte de atrás de la cabaña para ver a Miles por el lado de la galería. Miles se había quedado allí con Dea y le había dicho que lo hacía para dejar que lo vieran mejor, sin decir quién. Durante unos momentos, fingió no haber notado a los niños e hizo un gesto a Pyrn para que no los espantara. Sí. Que miren bien, todo lo que quieran, pensó. Lo que ven es lo que van a recibir el resto de sus vidas, o por lo menos de la mía. Mejor será que se acostumbren… Después, oyó la voz susurrante de Zed, el mayor de los de Karal, guía de la excursión:

—Ese grandote es el que ha venido a matar a Lem Csurik…

—Zed —dijo Miles.

Hubo un silencio brusco y congelado desde debajo de la galería. Hasta los animales dejaron de moverse.

—Ven aquí —dijo Miles.

En medio de un fondo mudo de susurros angustiados y risitas nerviosas, el muchacho de Karal se puso de pie con cautela.

—Vosotros tres. —El dedo de Miles se extendió hacia tres que huían a la carrera—. Esperad allí.

Pym agregó su ceño fruncido al gesto para darle más énfasis y los amigos de Zed se detuvieron, paralizados, con los ojos abiertos y las cabezas alineadas al nivel del suelo de la galería como si las hubieran colgado allí en algún viejo paredón de defensa como advertencia para otros malhechores.

—¿Qué les has dicho a tus amigos, Zed? —preguntó Miles con calma—. Repítelo.

Zed se humedeció los labios.

—Sólo que usted había venido a matar a Lem Csurik, señor.

—Era evidente que Zed se estaba preguntando ahora si el deseo asesino de Miles incluía a chicos atrevidos e irrespetuosos.

—Eso no es verdad, Zed. Es una mentira peligrosa.

Zed parecía extrañado.

—Pero papá… dijo eso.

—La verdad es que he venido a atrapar a la persona que mató al bebé de Lem Csurik. Puede que sea Lem. Y puede que —no. ¿Entiendes la diferencia?

—Pero Harra dijo que Lem lo hizo y ella tiene que saberlo, es su marido.

—El cuello del bebé estaba roto. Harra cree que fue Lem, pero no le vio hacerlo. Lo que tú y tus amigos tenéis que entender es que yo no pienso cometer errores. No puedo condenar a la persona que no lo haya hecho. Mis drogas de la verdad no me dejarán hacerlo. Lo único que tiene que hacer Lem Csurik es venir aquí y decirme la verdad y su nombre quedará limpio. Si realmente es inocente. Pero supón que sí lo hizo. ¿Qué tengo que hacer con un hombre que mata a un bebé, Zed?

Zed hizo un gesto de indiferencia.

—Bueno, al fin y al cabo era sólo una mutante… —dijo y después cerró la boca y enrojeció, sin mirar a Miles.

Tal vez era mucho pedirle a un chico de doce años que se interesara por un bebé… mucho menos un mutante… no, mierda, no. No era mucho pedir. Pero ¿cómo llegar a tocar el fondo de esa superficie defensiva? Y si Miles ni siquiera podía convencer a un muchachito de doce años, ¿podía transformar como por arte de magia a todo un distrito de adultos? La ola de desesperación que lo invadió le dio ganas de gritar. Esa gente era tan insoportable, tan imposible. Controló su temperamento con firmeza.

—Tu padre fue uno de los veinte, Zed. ¿Estás orgulloso de que sirviera al emperador?

—Sí, señor. —Los ojos de Zed buscaban una salida, atrapados entre esos adultos terribles.

Miles continuó.

—Bueno, estas prácticas… matar a los mutantes, avergüenzan al emperador cuando representa a Barrayar ante toda la galaxia. Yo estuve allí. Y lo sé. Nos llaman salvajes por los crímenes de unos pocos. Esas muertes avergüenzan al conde, mi padre, ante sus pares y al valle Silvy ante todo el distrito. Un soldado obtiene gloria matando a un enemigo armado, no a un bebé. Este asunto toca mi honor como Vorkosigan que soy, Zed. Además… —Los labios de Miles esbozaron una sonrisa helada, sin alegría y se inclinó hacia adelante en su silla, con toda su atención. Zed retrocedió tanto como se atrevió…—. Además, te sorprenderías de las cosas que solo-un-mutante puede hacer. Eso fue lo que juré sobre la tumba de mi abuelo.

Zed parecía más asustado que convencido, y su indolencia se había convertido casi en servilismo. Miles se recostó en su silla y lo soltó con un movimiento de la mano.

—Vete a jugar, niño.

Zed no necesitaba que le metieran prisa. Él y sus compañeros salieron disparados como si hubieran estado atados y con la cuerda tensa y alguien los hubiera soltado de pronto.

Miles tamborileó los dedos sobre el brazo de su sillón y frunció el ceño en un silencio que ni Pym ni Dea se atrevieron a romper.

—Esta gente de las colinas es muy ignorante, señor —ofreció Pym como consuelo después de un minuto.

—Esta gente de las colinas es mi gente, Pym. Su ignorancia es… una vergüenza para mi casa. —Miles calló pensativo y amargado. ¿Cómo era que todo ese lío se había convertido en algo suyo? Él no lo había creado. Históricamente, sólo había nacido allí, eso era todo—. La persistencia de su ignorancia, por lo menos —corrigió para ser justo. Pero todavía le pesaba como una montaña sobre los hombros ¿El mensaje es de verdad tan complejo ¿Tan difícil? «No matéis más a los niños.» No es como si les pidiéramos que aprendieran la matemática de navegación del espacio 5 —el horror del último semestre de Miles en la Academia.

—No es fácil para ellos —contestó Dea y se encogió de hombros— Es fácil para las autoridades centrales hacer las reglas, pero esta gente tiene que vivir las consecuencias minuto a minuto. Tienen tan poco… y las nuevas reglas los obligan a entregar su margen a otros marginales que no pueden pagarles lo que deben. Las viejas costumbres eran sabias, en los tiempos antiguos. Incluso ahora deberíamos preguntarnos cuántas reformas prematuras podemos permitirnos en este intento de copiar a las galaxias.

¿Y cuál es su definición de un marginal, Dea?

—Pero el margen está creciendo —respondió Miles en voz alta—. Los lugares como éste ya no sufren hambrunas todos los inviernos. No están aislados cuando viene un desastre natural y reciben ayuda de un distrito u otro bajo el sello imperial… todos estamos más conectados, y la comunicación aumenta con tanta rapidez como podemos. Además —Miles hizo una pausa y agregó, con algo de debilidad—, tal vez usted mismo los está subestimando.

Dea alzó las cejas en un gesto de profunda ironía. Pym caminaba de un lado a otro de la galería, pasando su detector sobre todo lo que veía, mientras volvía a revisar los arbustos que les rodeaban. Miles, que se volvió sobre la silla para buscar su taza de té ya casi frío descubrió un leve movimiento, un brillo de ojos, detrás del vidrio abierto de la ventana de enfrente que dejaba entrar el aire del verano… La señora Karal, de pie, helada, escuchando. ¿Desde hacía cuánto tiempo? Desde que había llamado a Zed, supuso Miles, e hizo un gesto para llamarle la atención. Cuando sus ojos se encontraron con los de Miles, ella levantó el mentón, respiró hondo y sacudió la tela que tenía entre las manos con un ruido brusco. Intercambiaron un asentimiento de cabeza. Ella volvió a su trabajo antes de que Dea, que estaba mirando lo que hacía Pym, se diera cuenta de nada.

Karal y Alex volvieron sobre la hora de cenar, lo cual era comprensible.

—Tengo a seis hombres en la búsqueda —informó Karal con cautela en la galería, que se estaba convirtiendo en el cuartel general oficial. Era obvio que el portavoz había caminado mucho desde la media tarde. Tenía la cara empapada de sudor, endurecida por las tensiones emocionales reprimidas y el esfuerzo fisico—. Pero creo que Lem se fue a la maleza. Y nos puede llevar días sacarlo de ahí. Hay cientos de lugares para esconderse.

Karal conocía el lugar, eso era seguro.

—¿No cree que se puede haber ido con algún pariente? —preguntó Miles— Si piensa esconderse durante mucho tiempo, seguramente tiene que conseguir un lugar donde aprovisionarse y recibir información. Si aparece, ¿cree que lo entregarán?

—Es difícil decirlo. —Karal levantó la palma hacia arriba. Es… un problema difícil para ellos, señor.

—Mmm.

¿Cuánto tiempo podría esconderse Lem Csurik entre la maleza? Toda su vida —su vida que se estaba cayendo a pedazos estaba allí, en el valle Silvy. Miles pensó en el contraste. Hacía unas pocas semanas, Csurik era un joven con todo a su favor, una casa, una esposa, un bebé a punto de nacer, felicidad; desde el punto de vista del nivel de vida estándar del valle Silvy, comodidad y seguridad. Su cabaña —y Miles lo había notado—, aunque sencilla, estaba cuidada con amor y energía y eso la redimía de la suciedad potencial de la pobreza. Seguro que era más deprimente en invierno. Ahora, en cambio, Csurik era un fugitivo perseguido por la justicia, y lo poco que había logrado se le había desvanecido entre los dedos en un abrir y cerrar de ojos. Nada lo retenía: ¿se decidiría a huir y abandonarlo todo? No tenía adónde ir. ¿Se quedaría cerca de las ruinas de su vida?

La fuerza policial que podía conseguir Miles en unas pocas horas, en Hassadar, era algo que le molestaba… ¿No había llegado el momento de llamarlos, antes de que todo eso se convirtiera en un problema todavía más grave? Pero… si el conde pensaba resolver todo eso con una demostración de fuerza, ¿por qué no le había dejado ir en el coche aéreo desde el principio? Miles lamentaba la cabalgata de dos días y medio: eso había reducido la fuerza de la inercia inicial, lo había hecho llegar despacio a Silvy y lo había enredado con tiempo y más tiempo para pensar y dudar. ¿El conde había previsto todo eso? ¿Qué sabía él que Miles no supiera? ¿Qué podía saber? Mierda, no hacia falta hacer más difícil la prueba bloqueando artificialmente el camino para hacerlo tropezar, ya era lo bastante difícil sin eso. Quiere que sea inteligente, pensó Miles con tristeza. Peor todavía, quiere que los demás vean que soy inteligente, que todos los de aquí lo vean. Rogó para no quedar como un perfecto estúpido.

—Muy bien, portavoz Karal. Ha hecho todo lo que podía por hoy. Descanse esta noche. Que sus hombres descansen también. No creo que pueda encontrar nada en la oscuridad.

Pym alzó el detector, listo para ofrecerlo como instrumento nocturno, pero Miles lo rechazó con un gesto. Pym enarcó las cejas a modo de reproche. Miles negó con la cabeza, levemente.

Karal no necesitaba que le insistieran. Envió a Alex para que cancelara la búsqueda nocturna con linternas. Seguía desconfiando de Miles. ¿Tal vez tanto como Miles de él? Miles esperaba que así fuera.

Nunca recordó en qué momento la larga tarde de verano se convirtió en una fiesta. Después de la cena, empezaron a llegar los hombres, los amigos de Karal. Los mayores del valle Silvy. Algunos parecían ser de los que venían siempre a compartir las noticias de la noche que emitía el Gobierno por la radio y que Karal escuchaba en su aparato. Demasiados nombres y Miles no se atrevía a olvidarse de ninguno. Llegó un grupo de músicos aficionados con sus instrumentos caseros, y llegó casi sin aliento, era la banda para los casamientos y funerales importantes del valle: a Miles, le resultaba cada vez más parecido a un funeral a medida que pasaban las horas.

Los músicos estaban tocando de pie, en el centro del patio. La galería —cuartel general— de Miles se convirtió en un palco de aristócrata. Era difícil dejarse llevar por la música cuando el público se dedicaba con tanta fruición a mirarlo a él. Algunas canciones eran serias, algunas… con cierta cautela al principio, cómicas. La espontaneidad de Miles se veía coartada muchas veces a la mitad de una carcajada por el suspiro de alivio de los que lo rodeaban y la tensión que sobrevenía en su rostro los congelaba a ellos a su vez, y todos se sentían incómodos, como dos personas que se cruzan en un corredor y no encuentran la forma de esquivarse desde el principio.

Pero hubo una canción tan fascinante, tan llena de belleza, un lamento por el amor perdido, que Miles se emocionó. Elena. … En ese momento, el viejo dolor se transformó en melancolía, una melancolía dulce y distante; una especie de curación sin que él se hubiera dado cuenta. Estuvo a punto de hacer que los músicos se detuvieran allí, en el momento en que habían llegado a la perfección, pero tuvo miedo de que pensaran que el espectáculo no le había gustado. Se quedó quieto y absorto durante un tiempo, casi sin escuchar la canción siguiente, tranquilo en la luz del crepúsculo que se hacía cada vez más tenue.

Por lo menos, ahora las montañas de comida que habían llegado por la tarde tenían algún sentido. Miles había tenido miedo de que la señora Karal y los suyos quisieran que él se terminara solo toda esa demostración culinaria.

En un momento dado, se reclinó sobre la barandilla y miró a través del patio y vio a Gordo Tonto con su bozal y su cuerda, haciendo amigos. A su alrededor se había reunido todo un grupo de niñas en la pubertad y lo mimaban y le tocaban las patas y le ataban flores y cintas en la crin y la cola, le daban pedacitos de comida o, simplemente, apoyaban la mejilla contra su flanco sedoso y cálido. Tonto había entrecerrado los ojos de alegría y satisfacción.

Dios, pensó Miles, celoso, si yo tuviera la mitad de atractivo que ese maldito caballo, tendría mas novias que mi primo Ivan .

Y por un instante pensó en los pros y los contras de hacer un intento con alguna mujer sin pareja. Los señores importantes de los viejos tiempos y todo eso… no. No tenía necesidad de hacer cierto tipo de estupideces y ésa era una de ellas. El servicio que había jurado hacer a una damita del valle Silvy era todo lo que podía soportar sobre los hombros sin quebrarse, sentía el peso sobre todo su cuerpo, como una presión peligrosa sobre sus huesos.

Se volvió cuando el portavoz Karal se acercó a presentarle a una mujer que ya había dejado atrás la pubertad hacía mucho; tal vez tenía cincuenta años, limpia, pequeña, agotada por el trabajo. Llevaba con esmero su mejor vestido, ya gastado, con el cabello casi gris peinado hacia atrás en un moño sobre la nuca. Se mordía los labios y movía las mejillas en movimientos rápidos y tensos, reprimidos apenas en un movimiento de aguda conciencia de sí misma.

—La señora Csurik, milord. La madre de Lem.

El portavoz Karal bajo la cabeza y se alejó así, agachado, abandonando a Miles a su suerte. ¡Vuelve, cobarde!

—Señora… —dijo Miles. Tenía la garganta seca. Karal lo había metido en eso, mierda, y en medio de un espectáculo público… no, los otros huéspedes se estaban alejando un poco, la mayoría.

—Señor… —balbuceó la señora Csurik. Consiguió hacer una reverencia nerviosa.

—Ejem… siéntese por favor.

Con un movimiento violento de la barbilla, Miles expulsó al doctor Dea de su silla e hizo un gesto a la mujer para que se sentara en ella. Después, hizo girar la silla para mirarla cara a cara. Pym estaba de pie detrás de los dos, silencioso como una estatua y tenso como un cable. ¿Creía que la vieja iba a sacar una pistola de entre sus faldas? No… el trabajo de Pym era imaginar ese tipo de cosas, para que Miles pudiera poner toda su atención en el problema que tenía entre manos. Como objeto de estudio para el pueblo, Pym era casi tan atractivo como Miles. Se había mantenido aparte con mucha sabiduría y, sin duda, continuaría haciéndolo hasta que se llevara a cabo el trabajo sucio.

—Milord —repitió la señora Csurik y enmudeció de nuevo.

A Miles no le quedaba otra cosa que esperar. Rezó para que no se derrumbara y se echara a llorar de rodillas o alguna otra cosa por el estilo. Esperar era terrible. Sé fuerte mujer, pidió para sí.

—Lem… —tragó saliva—. Estoy segura de que no mató a la criatura. Nunca ha ocurrido algo así en mi familia. ¡Lo juro! Él dice que no lo hizo y yo le creo.

—Bien —dijo Miles con amabilidad—. Que venga y diga eso bajo pentarrápida y entonces yo le creeré también.

—Vamos, mama —urgió un jovencito delgado que la había acompañado y ahora estaba de pie, esperándola en los escalones como sí se estuviera preparando para salir disparado hacia la oscuridad—. No vale la pena, ¿no te das cuenta? —Y miró a Miles con rabia.

Ella le echó una mirada con el ceño fruncido —¿tal vez otro de sus cinco hijos?—, y volvió a mirar a Miles, buscando las palabras.

—Mi Lem sólo tiene veinte años, señor.

—Yo también tengo veinte años, señora Csurik —se sintió obligado a decir Miles. Hubo otra pausa breve—. Mire, voy a repetírselo —dejó escapar con impaciencia—. Y otra vez y otra hasta que el mensaje llegue al fondo de la persona a la que quiero llegar. No puedo condenar a un inocente. Las drogas de la verdad no me dejarán hacerlo. Lem puede verse limpio de toda sospecha. Sólo tiene que venir aquí. Dígaselo, ¿quiere? ¿Por favor?

Ella se quedó helada, de piedra, llena de recelo.

—No… no le he visto, milord.

—Pero tal vez lo vea.

Ella negó con la cabeza con violencia.

—¿Y con eso qué? Tal vez no.

Sus ojos se volvieron hacia Pym y luego más lejos, como si la imagen de Pym la hubiera quemado. El logo plateado de los Vorkosigan bordado sobre el cuello de Pym brillaba en el crepúsculo como los ojos de un animal que se movía sólo cuando Pym respiraba. Karal se acercaba a la galería con lámparas, pero todavía estaba lejos.

—Señora —dijo Miles, tenso—. El conde, mi padre, me ordenó que investigara la muerte de su nieta. Si su hijo significa tanto para usted, ¿cómo puede significar tan poco esa nieta? ¿Era su… primera nieta?

La cara de ella estaba marchita.

—No, señor. La hermana mayor de Lem tiene dos. Y ellas sí que están bien —agregó con énfasis.

Miles suspiró.

—Si realmente cree que su hijo es inocente de este crimen, debe ayudarme a probarlo. ¿O es que tiene alguna duda?

Ella se movió, inquieta. Había una sombra de duda en sus ojos, sí… no sabía, mierda, la mujer no estaba segura. El tratamiento con pentarrápida seria inútil con ella… sí, seguro. Como droga mágica y maravillosa, el instrumento con el que Miles tanto contaba, la pentarrápida parecía estar teniendo una utilidad maravillosamente nula en este caso.

—Vamos, mamá —repitió el joven— No vale la pena. El señor mutante ha venido aquí a matar. Y tiene que hacerlo. Es parte de un espectáculo.

Toda la razón del mundo, pensó Miles con amargura. Ese era un joven perceptivo.

La señora Csurik dejó que su hijo, enojado y avergonzado, la persuadiera y se la llevara, asiéndola del brazo. Se detuvo en los escalones y miró por encima del hombro con rabia y amargura.

—Es tan fácil para usted, ¿verdad?

Me duele la cabeza, pensó Miles.

Y aún le esperaba algo peor antes de que terminara la noche.

La voz de la segunda mujer raspaba en la garganta de su dueña, era una voz grave y furiosa.

—No me hable, sargento Karal. Tengo derecho a echarle una mirada a ese señor mutante.

Era alta, dura y nudosa. Como su hija, pensó Miles. No había hecho ningún intento de arreglarse. Un arroyuelo leve de sudor de verano le corría sobre el vestido de trabajo. ¿Y cuánto había caminado? El cabello gris le colgaba en una cola detrás de la cabeza y unos pocos mechones habían escapado del cordón que lo sostenía. Si la amargura de la señora Csurik le había provocado un dolor fuerte detrás de los ojos, la rabia de esta mujer era como un nudo que se cerraba sobre su estómago.

La mujer se sacudió a Karal, que intentaba detenerla, y subió hasta Miles a la luz de las lámparas.

—Ah.

—Es… es la señora Mattulich, señor —le aclaró Karal, presentándola—. La madre de Harra.

Miles se puso de pie, logró hacer una inclinación de cabeza formal.

—¿Cómo está, señora? —Era absolutamente consciente de su altura, una cabeza más baja que la de ella. De joven, la señora Mattulich había sido tan alta como Harra, pensaba Miles, pero la edad de sus huesos estaba empezando a vencerla.

La mujer se limitó a mirarlo con los ojos bien abiertos. Era una masticadora de hojas de goma a juzgar por las leves manchas negruzcas alrededor de su boca. Ahora, su mandíbula trabajaba sobre unos pedacitos diminutos, mordiéndolos con demasiada fuerza. Lo estaba estudiando abiertamente, sin subterfugios, sin el más mínimo gesto de disculpa, observando la cabeza, el cuello, la espalda torcida, las piernas cortas y deformes. Miles tuvo la desagradable impresión de que ella veía a través de su cuerpo hasta las grietas escondidas de sus huesos. Frente a esa mirada, él levantó el mentón dos veces en un tic nervioso e involuntario, que controló con un esfuerzo.

—De acuerdo —dijo Karal con rudeza—, ya lo ha visto. Ahora váyase por el amor de Dios, Mara. —Abrió la mano haciendo un gesto de disculpa a Miles—. Mara… está muy perturbada por todo esto, milord. Discúlpela.

—Su única nieta —le dijo Miles a la mujer en un esfuerzo por ser amable, aunque la angustia peculiar de ella repelía cualquier intento de amabilidad con una rabia que sangraba y se deshacía—. Entiendo su dolor, señora. Pero habrá justicia para la pequeña Raina. Lo he jurado.

—¿Cómo puede haber justicia ahora? —se enfureció ella, en una voz espesa y grave— Es demasiado tarde… siglos tarde… para la justicia, señorcito mutante. ¿De qué me sirve su mierdosa justicia ahora?

—¡Ya es suficiente, Mara! —insistió Karal. Frunció el ceño, apretó los labios y la obligó a apartarse escoltándola con firmeza fuera de la galería.

Los últimos visitantes le abrieron paso con un aire de respetuosa piedad, excepto dos adolescentes flacos que se apartaron de ella como si fuera veneno. Miles tuvo que revisar su imagen mental de los hermanos Csurik. Si esos dos eran otro ejemplo, no había ningún equipo de robustos toros amenazantes de las colinas, después de todo. Lo cual no era una mejoría, claro, porque parecía que podían moverse a la misma velocidad que los hurones, si les hacía falta. Miles frunció los labios en un gesto de frustración.

El espectáculo nocturno terminó, gracias a Dios, cerca de la medianoche. Los últimos compañeros de Karal se fueron hacia los bosques guiados por la luz de sus linternas. El equipo de audio, reparado y vuelto a cargar, desapareció con su dueño, quien se lo agradeció efusivamente a Karal. Por suerte, había sido una multitud madura y educada, hasta sombría, nada de gritos de borrachos ni cosas por el estilo. Pym hizo que los hijos de Karal se acomodaran en la tienda de campaña, volvió a recorrer la cabaña y se unió a Miles y Dea en el altillo. La paja de.los jergones estaba salpicada de fragantes hierbas del lugar (Miles esperaba no ser alérgico a ellas). La señora Karal había querido dar a Miles su propio dormitorio para uso exclusivo y exilarse con su marido a la galería, pero por suerte Pym había podido persuadirle de que Miles preferiría el camastro, con Dea y con él mismo, por razones de seguridad.

Dea y Pyrn se durmieron pronto, pero Miles seguía despierto. Se revolvió en su jergón mientras revisaba una y otra vez en su mente lo que había sucedido durante el día, tal como lo recordaba. ¿Estaba haciendo las cosas con demasiada lentitud?, ¿iba con demasiado cuidado?, ¿estaba haciendo cálculos demasiado conservadores? La suya no era exactamente una buena técnica de asalto, estilo sorpresa acompañada de fuerza superior. La visión que había tenido del terreno desde la galería de Karal esa noche había sido por lo menos ambigua.

Por otra parte, no era lógico cargar por un pantano, como había demostrado tan memorablemente su compañero cadete y primo Ivan Vorpatril en las maniobras de verano. Había hecho falta un gran aparato a colchón de aire con una grúa para sacar a seis grandes, fuertes, saludables y bien equipados jóvenes de la patrulla de Ivan del barro negro y pegajoso que les llegaba hasta el pecho. lvan se había vengado, sin embargo, cuando el cadete «francotirador» que habían estado persiguiendo, se cayó del árbol y se rompió el brazo por reírse como un loco mientras ellos se hundían lentamente, con toda belleza, en el fango del pantano. Ese fango que para un hombrecito con el rifle láser atado en una tela plástica era agua en la que se podía nadar como las ranas. Los jueces del juego de guerra lo habían considerado un empate. Miles se rascó la frente, sonrió, ante el recuerdo y finalmente se durmió.

Se despertó de pronto y sin transición del sueño más profundo de la noche con la sensación de que algo andaba mal. Un brillo leve y anaranjado temblaba en la oscuridad azul del altillo. Sin hacer ruido, para no despertar a sus compañeros, Miles se levantó de su Jergón y miró hacia la habitación principal. El brillo llegaba por la ventana del frente.

Miles se deslizó por la escalera y se acercó a la ventana para echar una mirada afuera.

—Pym —llamó con suavidad.

Pym se despertó de golpe con una especie de bufido.

—¿Milord? —dijo, alarmado.

—Baja. Rápido. Trae el bloqueador nervioso.

Pym estuvo a su lado en menos de un segundo. Dormía con los pantalones puestos y la funda del bloqueador y las botas junto a la almohada.

—¿Qué mierda… ? —murmuró, mirando hacia afuera.

El brillo lo provocaba un fuego, una antorcha arrojada sobre la parte superior de la tienda de campaña de Miles ardía en silencio. Pym se lanzó hacia la puerta, después controló sus movimientos cuando se le ocurrió lo mismo que a Miles. Esa carpa era del Servicio, y la tela sintética estaba hecha para resistirlo todo: no se fundía ni se quemaba.

Miles se preguntó si la persona que había lanzado la antorcha lo sabía. ¿Se trataba de algún tipo de extraña advertencia o de un ataque particularmente inepto? Si la tienda de campaña hubiera sido de lona común y Miles hubiera estado en ella, el resultado tal vez no habría sido tan insignificante. Peor todavía con los chicos de Karal allí dentro y un fuego brusco y violento… Miles se estremeció.

Pym sacó el bloqueador de la funda y se quedó de pie, apoyado en la puerta de entrada.

—¿Cuánto tiempo hace?

—No estoy seguro. Podría haber estado quemándose así durante diez minutos sin despertarme.

Pym meneó la cabeza, respiró un poco, levantó el detector y se lanzó hacia la oscuridad teñida por el fuego.

—¿Problemas, milord? —La voz ansiosa del portavoz Karal llegaba desde la puerta de su dormitorio.

—Tal vez. Espere… —Miles lo detuvo cuando él se lanzaba ya hacia la puerta—. Pym está revisando el área con un detector y un bloqueador nervioso. Espere a que él diga que todo está bien. Sus chicos están más seguros dentro de la tienda.

Karal se acercó a la ventana, retuvo el aliento y lanzó un juramento.

Pym volvió en unos minutos.

—No hay nadie, por lo menos en el radio de un kilómetro —dijo escuetamente. Ayudó a Karal a levantar el balde de las cabras y acabar con el fuego de la antorcha. Los muchachos, que habían seguido durmiendo con fuego y todo, se despertaron cuando él los sacudió.

—Creo que no ha sido una buena idea prestarles la tienda —dijo Miles desde la galería con la voz un poco ahogada—. Lo lamento, de veras, portavoz Karal. No lo pensé.

—Esto no debería… —Karal estallaba de rabia y miedo, un miedo que no había podido expresar antes—. Esto no debería haber pasado, milord. Pido disculpas en nombre… en nombre del valle Silvy. —Se volvió y miró hacia la oscuridad, sin saber qué hacer. El cielo de la noche, salpicado de estrellas, hermoso, parecía amenazador.

Los muchachos, una vez que los hechos atravesaron su somnolencia, pensaron que era maravilloso y quisieron volver a la tienda a esperar el próximo ataque. La señora Karal, firme y tensa, los llevó dentro y los hizo acostarse en la habitación principal. Pasó una hora antes de que dejaran de quejarse por la injusticia y volvieran a dormirse.

Miles, alerta hasta casi enloquecer, no durmió nada. Se quedó quieto y tieso en su jergón, escuchando a Dea, que roncaba, y a Pym, que fingía dormir por cortesía y no parecía respirar.

Estaba a punto de sugerirle que se dieran por vencidos y salieran a la galería por el resto de la noche, cuando el silencio se quebró con un grito agudo, muy fuerte, lleno de dolor, que venía de afuera.

—¡Los caballos! —Miles se puso de pie en un movimiento espasmódico, con el corazón desbocado, y ganó a Pym en la carrera hacia la escalera. Pym lo pasó dejándose caer por el costado en un salto y llegó a la puerta antes que él. Una vez ahí, sus reflejos de guardaespaldas lo obligaron a tratar de impedir que Miles saliera. Miles casi le mordió.

—¡Vaya, maldición! ¡Yo tengo un bloqueador nervioso!

Pym, con sus buenas intenciones frustradas, salió por la puerta de la cabaña con Miles pisándole los talones. A medio camino del patio, se movieron uno a cada lado cuando una forma enorme que bufaba apareció en la oscuridad y casi los derribó en su carrera; le yegua alazana, suelta de nuevo. Otro alarido quebró la noche desde el poste en que habían atado a los caballos.

—¡Tonto! —llamó Miles, casi enloquecido de pánico. Era Tonto quien hacía esos ruidos, y Miles no había oído nada semejante desde la noche en que se había quemado un cobertizo en Vorkosigan Surleau con un caballo atrapado dentro—. ¡Tonto!

Otro alarido y un gruñido, y un ruido como el de alguien que parte un melón con una porra. Pym salió disparado hacia atrás, respirando con dificultad, una especie de tartamudeo sonoro. De pronto, se dejó caer al suelo donde se quedó acostado, encogido sobre sí mismo. No estaba muerto, según parecía, porque entre un jadeo y otro se las apañaba para insultar al mundo con palabras muy fuertes. Miles se dejó caer junto a él, le tocó el cráneo… no, gracias a Dios el casco de Tonto había golpeado sólo el pecho de Pym con ese sonido alarmante, El guardaespaldas se había quedado sin aliento, eso era todo, tal vez tenía una costilla rota. Miles, con más lógica, corrió alrededor de él hacia el frente de las líneas de caballos.

—¡Tonto!

Gordo Tonto sacudía la cabeza contra la cuerda tratando de retroceder. Volvió a gritar; los ojos bordeados de blanco brillaban en la oscuridad. Miles corrió hasta la gran cabeza.

—¡Tonto, muchacho! ¿Qué es?

Deslizó la mano izquierda por la cuerda, hacia arriba, hasta el bozal de Tonto y estiró la derecha para acariciar el hombro del caballo y calmarlo. Gordo Tonto se encogió, dejó de hacer fuerza para retroceder y dejó de temblar. Sacudió la cabeza. La cara y el pecho de Miles se habían humedecido de pronto con algo caliente y oscuro y pegajoso.

—¡Dea! —aulló Miles— ¡Dea, venga!

Nadie dormía ya en medio de ese estruendo. Seis personas salieron a la galería y corrieron por el patio y ninguna de ellas traía una luz… no, el brillo refulgente de una luz fría saltó entre los dedos del doctor Dea, y la señora Karal intentaba encender una lámpara.

—¡Dea, traiga esa maldita luz para acá! —exigió Miles y se detuvo para acomodar la voz una octava más abajo, en su tono usual, cuidadosamente cultivado y bien grave.

Dea corrió hasta ellos y puso la linterna en manos de Miles jadeante y con la cara blanca.

—¡Milord! ¿Le han disparado? —En el brillo de la luz, el líquido negro que mojaba la camisa de Miles se había vuelto súbitamente escarlata.

—A mí no —dijo Miles, mirando su pecho con horror. Un recuerdo instantáneo le revolvió el estómago, y sintió frío con la visión de otra muerte ensangrentada, la del sargento Bothari a quien Pym había reemplazado, aunque nunca lo conseguiría.

Dea giró en redondo.

—¿Pym?

—Está bien —dijo Miles. Un zumbido largo se elevó desde el pasto a unos metros, una exhalación salpicada de obscenidades— El caballo le ha dado una coz. ¡Traiga el equipo médico! —Miles arrancó la linterna de entre los dedos de Dea y éste corrió de nuevo hacia la cabaña.

Miles enfocó a Tonto con la luz y soltó un insulto en voz baja mientras sentía que el estómago se le revolvía todavía más. Un corte grande, de treinta centímetros y quien sabe qué profundidad, partía el cuello brillante del caballo. La sangre del animal le había empapado la chaqueta y le corría por la pantorrilla. Los dedos de Miles tocaron la herida con miedo y se extendieron, tratando de cerrarla, pero la piel del caballo era elástica y volvía a separarse y sangraba con fuerza mientras Gordo Tonto sacudía la cabeza por el dolor. Miles se aferró a la nariz del caballo.

—¡No te muevas, muchacho!

Alguien había tratado de cortar la yugular de Tonto. Casi lo había logrado. Tonto, manso, mimado, amistoso, confiado, no se había movido hasta que el cuchillo se hundió hasta bien adentro. Cuando volvió el doctor Dea, Karal estaba ayudando a Pym a ponerse de pie. Miles esperó que Dea lo revisara y después lo llamó:

—Venga, Dea.

Zed, que parecía tan horrorizado como Miles, ayudó a sostener la cabeza de Tonto mientras Dea inspeccionaba el corte.

—Pasé las pruebas —se quejaba Dea sotto voce mientras trabajaba—, vencí a los otros veinticuatro aspirantes al honor de ser el médico personal del primer ministro. Practiqué los procedimientos de setenta emergencias médicas posibles, desde trombosis coronaria a intento de asesinato. Nadie… pero nadie me dijo que mis obligaciones iban a incluir coser el cuello de un maldito caballo en mitad de la noche, en medio de una región salvaje y ululante…

Pero seguía trabajando mientras se quejaba, así que Miles no le dijo nada. Siguió mimando la nariz de Tonto con dulzura y frotándole hipnóticamente el dibujo oculto de los músculos para calmarlo y tranquilizarlo. Finalmente, Tonto se relajó lo suficiente como para apoyar el mentón sobre el hombro de Miles.

—¿Se les ponen anestésicos a los caballos? —preguntó Dea, en tono quejoso, mientras sostenía su bloqueador nervioso médico como si no estuviera demasiado seguro de lo que debía hacer con él.

—A éste, sí —dijo Miles con obstinación— Trátelo como a una persona, doctor Dea. Es el último animal que entrenó personalmente mi abuelo. Él lo bautizó. Yo lo vi nacer. Lo entrenamos juntos. El abuelo me hacía alzarlo todos los días durante una semana entera después de que nació, hasta que se puso demasiado grande. Los caballos son animales de costumbres, dijo el abuelo, y las primeras impresiones les duran para siempre. Desde entonces, Tonto piensa que yo soy más grande que él.

Dea suspiró y preparó el bloqueo anestésico, la solución para esterilizar a su paciente, los antibióticos, los relajantes musculares y el pegamento biológico. Con toque de cirujano, afeitó los bordes de la herida y colocó una red para reforzarlos. Zed sostenía la luz con nerviosismo.

—El corte es limpio —dijo Dea—, pero va a sufrir mucha flexibilización… no creo que se pueda inmovilizar a este animal en esa posición, ¿verdad? No, claro que no. Supongo que con esto basta. Si fuera humano, le diría que descansara.

—Descansará —le prometió Miles con firmeza—. ¿Se va a curar?

—Supongo que sí. ¿Cómo puedo saberlo, mierda? —Dea parecía muy ofendido, pero estiró la mano y verificó lo que había hecho.

—El general Piotr —aseguró Miles— hubiera estado muy contento con su trabajo. —Miles podía oír al abuelo en su cabeza, bufando de desprecio. Malditos tecnócratas, no son más que unos doctores de caballos con instrumental más caro. Al abuelo le habría encantado que la suerte le demostrara lo exacta que había sido su definición—. Usted… Humm… no conoció a mi abuelo, ¿no es cierto?

—No, milord —dijo Dea— Claro que he estudiado su vida y sus campañas.

—Claro.

Pym, con una linterna en la mano, recorría con Karal las líneas de caballos, inspeccionando el terreno. El muchacho mayor de Karal había atrapado a la yegua alazana y la había traído de vuelta. Era evidente que ella misma había roto su cuerda, nadie la había soltado. La elección de la víctima equina, ¿había sido azarosa o calculada? ¿Y calculada hasta qué punto? ¿Habían atacado a Tonto como símbolo de su dueño o porque la persona que lo había cortado conocía la pasión de Miles por el animal? ¿Era vandalismo, una afirmación política o un acto de crueldad preciso, bien dirigido y sutil?

¿Qué te he hecho? pensó Miles en silencio hacia la oscuridad que lo rodeaba.

—Se han escapado —informó Pym—, ya estaban fuera del alcance del detector antes de que pudiera respirar de nuevo. Mis disculpas, milord. No parecen haber dejado caer nada al suelo.

Tendría que haber un cuchillo, por lo menos. Un cuchillo, con la hoja empapada en sangre de caballo y un dibujo de perfectas huellas dactilares habría sido muy conveniente. Miles suspiró.

La señora Karal se acercó, despacio, y miró el equipo médico de Dea mientras el doctor lo limpiaba y guardaba.

—Todo eso —murmuró entre dientes— por un caballo…

Miles se contuvo, apenas. Hubiera querido saltar y defender con calor el valor de ese caballo en particular. Pero, ¿a cuánta gente había visto sufrir y morir la señora Karal en el valle por falta de la mínima tecnología médica que llevaba Dea bajo el brazo en ese momento?

Miles vigiló a su caballo desde la galería mientras la aurora se deslizaba lentamente sobre el paisaje. Se había cambiado la camisa y se había lavado. Pym estaba dentro. Le vendaban las costillas. Miles se sentó con la espalda contra la pared y un bloqueador sobre las piernas mientras la oscuridad nocturna se iba tornando gris. El valle era una mancha grisácea, envuelta en niebla, las colinas parecían grandes olas oscuras más allá. Y justo sobre la cabeza, el gris se iba transformando en un celeste pálido. El día sería hermoso y cálido una vez que desapareciera la niebla.

Era evidente que había llegado el momento de llamar a las tropas de Hassadar. El asunto se estaba poniendo difícil. Su guardaespaldas estaba casi fuera de combate… aunque fuera el caballo de Miles el que lo hubiera dejado así, no el atacante misterioso. Pero el hecho de que los ataques no hubieran sido fatales no significaba que no se hubiera pretendido que lo fueran. Tal vez un tercer ataque se llevaría a cabo con mayor experiencia. La práctica lleva a la perfección.

Miles se sentía exhausto. El cansancio y los nervios lo habían vencido. ¿Cómo había permitido que un caballo cualquiera se convirtiera en semejante palanca sobre sus emociones? Malo, casi una locura… y sin embargo, seguramente Tonto era una de las almas más puras e inocentes que Miles hubiera conocido. Miles recordó la otra alma inocente del caso y tembló en la oscuridad. Fue cruel, señor, fue algo cruel… Pym tenía razón. En ese mismo momento los arbustos podían estar llenos de los asesinos amigos de Csurik.

Mierda, los arbustos se movían… sí, ahí, un movimiento, un grupo de ramas que se golpeaban al retroceder para dar paso… ¿A qué? El corazón de Miles saltó en su pecho. Ajustó el bloqueador en energía máxima, se deslizó en silencio por los escalones de la galería y se movió aprovechando los lugares en que el pasto largo del patio no había quedado aplastado por las actividades del día y la noche anteriores. Se quedó quieto como un felino al ver cómo una forma poco clara se coagulaba en medio de la niebla.

Un joven flaco, no demasiado alto, vestido con los pantalones anchos que parecían ser la prenda más común del lugar, estaba de pie con un gesto de cansancio junto a las líneas de caballos mirando desde el patio la cabaña de Karal. Se quedó allí durante dos minutos de reloj, sin moverse. Miles lo tenía en la mira del bloqueador. Si se atrevía a dar un solo paso hacia Tonto…

El joven caminó hacia adelante y luego hacia atrás con incertidumbre, después se puso en cuclillas, sin dejar de mirar hacia el patio. Sacó algo del bolsillo de su chaqueta suelta. El dedo de Miles se tensó sobre el gatillo pero el joven se llevó lo que fuera a la boca y lo mordió. Una manzana. El crujido del mordisco llegó bien lejos en el aire húmedo y también el perfume leve de la fruta. El joven se comió la mitad, después se detuvo, como si le costara tragar. Miles controló el cuchillo en su cinturón, se aseguró de que estaba suelto en la vaina. Los ollares de Tonto se extendieron y relinchó con esperanza. El joven lo miró. Se levantó y caminó hasta el caballo.

La sangre latía en las orejas de Miles, más fuerte que cualquier otro sonido. Tenía la mano del arma cubierta de sudor y los nudillos blancos. El joven le dio a Tonto la mitad de su manzana. El caballo se la tragó; la mandíbula le chorreaba sobre la piel. Después levantó la cadera, puso a descansar un casco trasero y suspiró con fuerza. Si Miles no hubiera visto al joven comer el otro pedazo de la manzana, le habría disparado inmediatamente. Pero no podía estar envenenada… El hombre hizo un gesto como para acariciar el cuello de Tonto, después retiró la mano, asombrado, al ver el vendaje de Dea. Tonto cabeceó, inquieto. Miles se puso de pie y se quedó así, esperando. El hombre rascó las orejas de Tonto, miró otra vez a la cabaña, respiró hondo y avanzó, vio a Miles y se quedó inmóvil a mitad del paso que estaba dando.

—¿Lem Csurik? —dijo Miles.

Una pausa, un asentimiento tenso.

—¿Señor Vorkosigan? —preguntó el joven.

Miles asintió a su vez.

Csurik tragó saliva.

—Señor Vor —dijo temblando—, ¿sabe usted cumplir con su palabra?

Qué manera tan rara de empezar. Miles alzó las cejas. Mierda, sigamos con el asunto.

—Sí. ¿Piensa entregarse:

—Sí y no, milord.

—¿Cuál de los dos?

—Un trato, milord. Quiero hacer un trato y necesito su palabra.

—Si usted mató a Raina…

—No, señor, lo juro… Yo NO la maté.

—Entonces no tiene nada que temer de mí.

Lem Csurik apretó los labios, ¿Qué mierda era lo que ese joven encontraba irónico? ¿Cómo se atrevía a encontrar irónica la confusión de Miles? Ironía, sí, nada de diversión.

—Ah, señor —jadeó Csurik—. Ojalá fuera así. Pero yo tengo que probárselo a Harra. Harta tiene que creerme… usted tiene que hacer que me crea, señor.

—Primero tengo que creerle lo, Por suerte, eso no es difícil de conseguir. Venga a la cabaña hágame la misma declaración bajo pentarrápida. Entonces Yo limpiaré su nombre.

Csurik negó con la cabeza.

—¿Por qué no? —dijo Miles col, paciencia. Que Csurik hubiera aparecido por propia voluntad era una indicación importante, aunque circunstancial, que apuntaba a su inocencia. A menos que se hubiera imaginado que de alguna forma podía vencer a la droga. Miles sería paciente durante… bueno, tres o cuatro segundos. Por lo menos. Y después, por Dios, le dispararía con el bloqueador, lo arrastraría adentro, lo ataría hasta que se despertara y llegaría al fondo de ese asunto antes del desayuno.

—La droga… dicen que uno no puede esconder nada.

—Sería muy Poco útil si se pudiera.

Csurik se quedó callado un segundo.

—¿Está tratando de esconder algún crimen menor? ¿Ése es el trato que quiere hacer? ¿Una amnistía? Tal vez… tal vez fuera posible. Si no se trata de otro asesinato, quiero decir.

—No, señor. Nunca he matado a nadie.

—Entonces, tal vez podamos hacer un trato. Porque si usted es inocente, necesito saberlo cuanto antes. Significará que todavía no he terminado mi trabajo aquí.

—Ese… ése es el problema, señor. —Csurik enmudeció y después pareció llegar a algún tipo de decisión interna y se puso de pie, con fuerza—. Estoy dispuesto a entrar y desafiar a su droga. Y contestaré cualquier cosa que quiera preguntarme sobre mí… Pero tiene que prometerme… ¡no, jurarme! que no me preguntará nada sobre nada más. Nadie más.

—¿Sabe quién mató a su hija?

—No estoy seguro. —Csurik levantó la cabeza, desafiante No lo vi. Pero me lo imagino.

—Yo también.

—Eso no me importa, señor. Siempre que no venga de mi boca. Es todo lo que pido.

Miles levantó el bloqueador y se frotó el mentón.

—Mmm —una sonrisa muy leve le torció la comisura del labio— Lo admito… sería más elegante resolver este caso por deducción que por la fuerza bruta. Incluso una fuerza tan leve como la de la pentarrápida.

Csurik bajó la cabeza.

No sé nada sobre elegancia, milord. Pero no quiero que salga de mi boca.

La decisión hervía en la mente de Miles y se le enderezó la espalda. Sí. Ahora sí sabía. Sólo tendría que reseguir las pruebas, paso por paso. Como la matemática del espacio 5.

—Muy bien. Juro por mi palabra de Vorkosigan que mis preguntas se referirán sólo a los hechos de los cuales usted fue testigo. No le voy a preguntar por conjeturas sobre personas ni hechos en los cuales usted no haya estado presente. ¿Le parece bien así?

Csurik se mordió el labio.

—Sí, milord. Si cumple usted con su palabra.

—Pruébeme —sugirió Miles. Se le torcieron los labios en una sonrisa ladina y se aguantó el comentario insultante sin decir palabra.

Csurik trepó por el patio junto a él como si caminara hacia el cadalso. La entrada de los dos produjo una sorpresa impresionante a Karal y a su familia, reunida alrededor de la mesa de madera en la que Dea atendía a Pym. Éstos parecían ausentes hasta que Miles presentó al recién llegado.

—Doctor Dea, vaya a buscar su pentarrápida. El señor Lem Csurik ha venido a hablar con nosotros.

Miles llevó a Lem hasta una silla. El hombre de las colinas se sentó con las manos apretadas. Pym, con un morado en los bordes de su vendaje blanco, levantó el bloqueador y dio un paso atrás.

El doctor Dea le preguntó entre dientes a Miles mientras iba a buscar el hipoespray:

—¿Cómo diablos lo consigue?

Miles se metió la mano en el bolsillo, sacó un terrón de azúcar, lo levantó y sonrió a través de la C del pulgar y el índice. Dea soltó un bufido, pero en su gesto había un vacilante respeto.

Lem se encogió cuando el spray le tocó el brazo, como si esperara que le doliera.

—Cuente de diez a uno, por favor, hacia atrás —dijo Dea.

Cuando Lem llegó a tres, se había relajado y en el cero, se reía entre dientes, como un tonto.

—Karal, señora Karal, Pym, acérquense —dijo Miles—. Ustedes son mis testigos. Muchachos, apartaos y permaneced callados. No quiero interrupciones, por favor.

Miles ejecutó todos los preliminares, media docena de preguntas elaboradas para establecer un ritmo y matar el tiempo mientras la penta hacía efecto. Lem Csurik sonreía, se balanceaba en su silla y contestaba todo con una buena voluntad evidente. El interrogatorio con pentarrápida había sido parte del entrenamiento del curso de inteligencia militar en la academia del Servicio. Extrañamente, la droga parecía estar funcionando justo como decían que funcionaba.

—¿Volvió a su cabaña la otra mañana, después de pasar la noche con sus padres?

—Sí, milord. —Lem sonrió.

—¿A qué hora más o menos?

—A media mañana.

Nadie tenía un reloj en el valle y probablemente ésa era la respuesta más precisa que iba a conseguir de Lem.

—¿Qué hizo cuando llegó?

—Llamé a Harra. Se había ido. Me asustó que se hubiera ido. Pensé que tal vez me había abandonado. —Lem hipó—. Quiero a mi Harra en casa.

—¿La niña estaba dormida?

—Sí. Se despertó cuando llamé a Harra. Empezó a llorar de nuevo. Y eso me pone los pelos de punta.

—¿Que hizo entonces?

Los ojos de Lem se abrieron.

—No tenía leche. Ella quería a Harra. No había nada que yo pudiera hacer.

—¿Levantó al bebé?

—No, señor. La dejé donde estaba. No había nada que pudiera hacer por ella. Harra apenas me dejaba tocarla, siempre estaba tan nerviosa por la niña. Me dijo que se me caería o algo así.

—¿No la acunó para que dejara de llorar?

—No, señor. La dejé ahí. Y me fui por el sendero a buscar a Harra.

—¿Y después adónde?

Lem parpadeó.

—A casa de mi hermana. Le había prometido llevar madera para la nueva cabaña. Bella… mi otra hermana, está a punto de casarse, ¿sabe?, y…

Empezaba a irse por las ramas, algo normal bajo el efecto de la droga.

—Basta —dijo Miles. Lem se calló al instante y se balanceó un poco en la silla. Miles pensó mucho la siguiente pregunta. Estaba llegando al límite—. ¿Vio a alguien en el sendero? Conteste si o no.

—Sí.

Dea estaba muy alterado.

—¿Quién? Pregúntele quién.

Miles levantó la mano.

—Puede administrar el antídoto, doctor Dea.

—¿No le va a preguntar a quién vio? ¡Podría ser vital!

—No puedo. Le di mi palabra. ¡Adminístrele el antídoto, doctor!

Por suerte, la confusión que le causaba que le interrogaran dos personas al mismo tiempo impidió que Lem respondiera con toda alegría a la pregunta de Dea. Éste, asombrado, apretó el hipoespray en el brazo de Lem. Los ojos de Lem, entrecerrados, se abrieron otra vez en unos segundos. Se sentó derecho otra vez y se frotó el brazo y la cara.

—¿A quién encontró usted en el sendero? —le preguntó Dea directamente.

Los labios de Lem se apretaron con fuerza y miró a Miles como pidiéndole auxilio.

Dea también lo miró.

—¿Por qué no ha querido preguntárselo?

—Porque no me hace falta —dijo Miles—. Sé exactamente quién era la persona que Lem encontró en el sendero y por qué Lem siguió caminando y no volvió a la cabaña. Era la persona que mató a Raina. Como pienso probar muy pronto. Y… sean testigos, Karal, señora Karal…, de que esa información no salió de la boca de Lem. ¡Quiero una confirmación!

Karal asintió lentamente.

—Ya veo… milord. Ha sido… muy considerado.

Miles lo miró a los ojos con una sonrisa tensa.

—¿Y cuándo un misterio deja de serlo?

Karal enrojeció, sin decir nada por un momento. Después habló:

—De todos modos, puede seguir por el camino que lleva, milord. Ya nadie lo va a parar, supongo.

—No.

Miles envió mensajeros a casa de los testigos. La señora Karal en una dirección, Zed en otra, el portavoz Karal y su hijo mayor en una tercera. Ordenó a Lem esperar allí con Pym, Dea y él mismo. Como era la que tenía menos distancia que recorrer, la señora Karal volvió primero con la señora Csurik y dos de sus hijos.

La madre de Lem lo abrazó y después miró a Miles con miedo por encima del hombro. Los hermanos menores se quedaron atrás, pero Pym ya se había movido entre ellos y la puerta.

—Todo va bien, mamá. —Lem la dio unas palmaditas en la espalda—. O… bueno, por lo menos, yo estoy bien. Estoy limpio. El señor Vorkosigan me cree.

Ella miró a Miles con rabia, sin soltar el brazo de Lem.

—No dejaste que el señor mutante te diera esa droga venenosa, ¿verdad?

—No es veneno —negó Miles— En realidad, la droga tal vez le salvó la vida. Eso, me parece, la convierte más bien en un remedio. Sin embargo —se volvió hacia los dos hermanos menores de Lem, y cruzó los brazos con expresión severa—, me gustaría saber cuál de ustedes dos, jovencitos salvajes, tiró una antorcha encendida sobre mi tienda de campaña anoche…

El más joven se puso pálido; el mayor, rojo y furioso, notó la expresión de su hermano y cortó su declaración en la mitad de la sílaba.

—¡No lo hiciste! —susurró, horrorizado.

—Nadie —dijo el que estaba pálido—, nadie lo hizo.

Miles levantó las cejas. Hubo un silencio corto, ahogado.

—Bueno, entonces, nadie puede disculparse con el portavoz y su mujer —dijo Miles—, porque los que dormían en esa tienda eran los hijos de los Karal. Yo y mis hombres estábamos en el altillo.

La boca del muchacho se abrió en una mueca de horror. El más joven de los Karal miró fijamente al Csurik pálido que tenía su misma edad y murmuró dándose importancia:

—¡Imbécil, Dono! ¡Idiota!, ¿no sabías que esa tienda no se quema? ¡Es del Servicio Imperial!

Miles cruzó las manos sobre la espalda y miró a los Csurik con frialdad.

—Digamos, para poner las cosas en claro, que fue un intento de asesinato contra el heredero del conde y eso tiene la misma pena capital que un atentado contra el conde mismo. ¿O tal vez Dono no pensó en eso?

Dono estaba completamente confuso. No hacía falta pentarrápida en este caso: el muchacho no podía mentir durante mucho tiempo. La señora Csurik había cogido del brazo a Dono, sin soltar a Lem. Parecía tan enloquecida como una gallina con demasiados pollitos tratando de protegerlos de una tormenta.

—¡No estaba tratando de matarlo, señor! —exclamó Dono. —¿Y qué querías hacer?

—Usted vino a matar a Lem. Yo quería… quería que usted se fuera. Asustarlo. No pensé que nadie pudiera salir lastimado… quiero decir, sólo era una tienda de campaña.

—Me doy cuenta de que nunca has visto un incendio. ¿Usted sí, señora Csurik?

La madre de Lem asintió, con los labios apretados, evidentemente dividida entre un deseo de proteger a su hijo de Miles y al mismo tiempo con ganas de azotarlo por su estupidez.

—Bueno, faltó muy poco para que mataras o hirieras horriblemente a tres de tus amigos. Piénsalo, por favor. Mientras tanto, en vista de tu juventud y tu… bueno, aparente falta de capacidad mental, no presentaré la acusación de traición. A cambio de eso, el portavoz Karal y tus padres serán responsables por tu comportamiento en el futuro y decidirán cómo castigarte.

La señora Csurik parecía derretirse de alivio y gratitud. Dono tenía el aspecto de alguien al que le han disparado. Su hermano lo empujó y murmuró:

—¡Sí que te falta capacidad mental! —La señora Csurik le dio un golpe en la cabeza para que se callara.

—¿Y su caballo, milord? —preguntó Pym.

—No… no sospecho de ellos en el asunto del caballo —replicó Miles lentamente—. Lo otro… lo otro fue parte de un plan completamente distinto.

Zed, que se había llevado el caballo de Pym, volvió con Harra en la grupa. Harra entró en la cabaña del portavoz Karal, vio a Lem y se detuvo con una mirada llena de amargura. Lem se quedó de pie frente a ella, con las manos abiertas y una mirada herida en los ojos.

—Ah, señor —dijo Harra—. Lo ha atrapado.— Tenía la mandíbula apretada en una mueca de triunfo sin alegría.

—No exactamente —dijo Miles—. Él vino a entregarse. Ya ha declarado bajo pentarrápida y es inocente. Lem no mató a Raina.

Harra se volvió a mirar a uno y otro.

—Pero yo sé que él estuvo allí. Dejó su chaqueta, y se llevó el serrucho bueno y el cepillo de madera. ¡Sabía que él iba a volver mientras yo iba a recoger bayas! ¡Su droga no debe de funcionar bien!

Miles negó con la cabeza.

—La droga funciona perfectamente. Y usted está en lo cierto, Harra: Lem fue a la cabaña mientras usted estaba fuera. Pero cuando él salió de nuevo, Raina estaba viva y lloraba con fuerza. No fue Lem.

Ella se tambaleó.

—¿Entonces, quién?

—Creo que usted lo sabe. Creo que ha estado tratando de negárselo a sí misma y que por eso se dedicó a pensar en Lem. Mientras estuviera segura de que Lem era el culpable, no tendría que pensar en otras posibilidades.

—Pero, ¿a quién más podría importarle? —exclamó Harra—. ¿Quién se molestaría en hacerlo?

—Eso mismo, ¿quién? —suspiró Miles. Caminó hasta la ventana exterior y miró hacia el patio. La niebla se aclaraba en la luz de la mañana. Los caballos se movían inquietos.

—Doctor Dea, ¿podría preparar una segunda dosis de pentarrápida? —Miles se puso de pie de espaldas al fuego. Todavía había brasas de la noche. El calorcito le resultaba agradable en la espalda.

Dea miraba a su alrededor, con el hipoespray en la mano: era evidente que no sabía a quién tenía que administrarlo.

—¿Milord? —preguntó con las cejas levantadas, como pidiendo una explicación.

—¿No le resulta obvio, doctor? —agregó Miles con voz indiferente.

—No, milord. —El tono del doctor tenía un leve rastro de indignación.

—¿Y a usted, Pym?

—No… no del todo, milord. —La mirada de Pym y la mira de su bloqueador se movieron sin mucha seguridad hacia Harra.

—Supongo que es porque ninguno de ustedes dos conoció a mi abuelo —decidió Miles— Murió un año antes de que usted entrara al servicio de mi padre, Pym. Nació al final de la Era del Aislamiento, y vivió cada uno de los cambios que la suerte le deparó a Barrayar. Lo llamaron el último de los viejos Vor, pero en realidad era el primero de los nuevos. Cambió con los tiempos, de las tácticas de la caballería a las de los escuadrones aéreos, de la espada a las armas atómicas, y cambió con éxito. Nuestra liberación del yugo de la ocupación de los cetagandanos es una medida de la forma feroz en que mi abuelo era capaz de adaptarse y después arrojarlo todo por la borda y adaptarse de nuevo. Al final de su vida lo llamaron conservador sólo porque había una gran parte de Barrayar que había pasado a su lado a toda velocidad exactamente en la dirección que él les había marcado, exigido y señalado, pero un poco más rápido.

»Él cambió y se adaptó y se dobló con el viento de los tiempos. Después, a su edad… porque mi padre era su único hijo vivo, el más joven, y no se había casado hasta la madurez, aparecí yo. Y tuvo que cambiar de nuevo. Y no pudo.

»Le rogó a mi madre que abortara después de que se supo más o menos cuál iba a ser el daño fetal. Él y mis padres se distanciaron durante cinco años después de mi nacimiento. No se vieron ni se comunicaron. Todo el mundo pensó que la razón por la que mi padre nos había llevado a la residencia imperial cuando se transformó en regente era que quería el trono, pero en realidad era porque el conde, mi abuelo, le negaba el uso de la casa Vorkosigan. ¿No les parecen divertidas las discusiones de mi familia? Estamos llenos de heridas que nos infringimos unos a otros. —Miles volvió a la ventana y miró hacia fuera. Ah, si. Ahí llegaba.

»La reconciliación fue gradual, desde el momento en que fue evidente que no habría otro hijo —continuó Miles—. No hubo un momento especial, dramático. Cuando los médicos lograron que yo caminara, ayudó un poco. Fue esencial que yo demostrara que era brillante. Y sobre todo, nunca dejé que viera que me daba por vencido en algo.

Nadie se había atrevido a interrumpir ese monólogo señorial, pero era evidente, por la mirada de muchos, que no entendían a qué venía todo eso. Como en parte hablaba para perder tiempo, Miles no se preocupó por eso. Pym se movió en silencio para cubrir la puerta con un ángulo de fuego claro.

—Doctor Dea —dijo Miles, mirando por la ventana—, ¿seria tan amable de administrar la droga a la primera persona que pase por esa puerta apenas entre?

—¿No está esperando un voluntario, mi señor?

—No esta vez.

La puerta se abrió de golpe y Dea se acercó de un salto, levantando la mano. El hipoespray silbó en el aire. La señora Mattulich giró en redondo para enfrentarse a Dea, y las faldas de su vestido giraron alrededor de sus tobillos varicosos, siseando a su vez…

—¡No se atreva!

Alzó el brazo como si fuera a pegarle pero dudó a mitad del movimiento y no alcanzó a Dea, que se agachó para evitarla. Eso perturbó el equilibrio de la mujer, que se tambaleó. El portavoz Karal, que venía detrás, la asió por el brazo y la detuvo.

—¡No se atreva! —se quejó ella de nuevo y después giró y miró no sólo a Dea sino también a todos los otros testigos: la señora Csurik, la señora Karal, Lem, Harra, Pym. Se le cayeron los hombros y después la droga entró en su sistema nervioso y se quedó así, de pie, con una sonrisa tonta que peleaba con la angustia por la posesión de su rostro rudo y marcado.

La sonrisa le dio asco a Miles, pero era la que necesitaba.

—Siéntela, doctor. Portavoz Karal.

Los dos la llevaron a la silla que había ocupado Lem Csurik. Ella peleaba desesperadamente contra la droga y los fogonazos de resistencia se fundían en una docilidad fláccida. Poco a poco, la docilidad se hizo cada vez más frecuente y, al final, se sentó tranquila en la silla, sonriendo de oreja a oreja. Miles echó una mirada a Harra sin que ella se diera cuenta: estaba pálida y silenciosa, completamente absorta.

Aun después de la reconciliación, sus padres nunca habían dejado a Miles con su abuelo sin su guardaespaldas personal. Pasaron los años. El sargento Bothari usaba la librea del conde, pero era leal sólo a Miles, el único hombre lo bastante peligroso —algunos decían lo bastante loco como para oponerse al mismo general. No había necesidad, decidió Miles, de describir con lujo de detalles a esa gente fascinada que lo escuchaba qué incidente en particular había hecho que sus padres creyeran que el sargento Bothari era una precaución necesaria. Que la reputación impoluta del general Piotr le sirviera por una vez a… Miles. Tal como él quería. Los ojos de Miles brillaron.

Lem bajó la cabeza.

—Si lo hubiera sabido… si me hubiera dado cuenta. … no las habría dejado solas, milord. Pensé… pensé que la madre de Harra cuidaría de ella. No podía… no sabía cómo…

Harra no lo miraba. Harra no estaba mirando nada.

—Terminemos con esto —suspiró Miles. Otra vez, exigió la presencia de testigos formales y volvió a pedir que no lo interrumpieran porque las interrupciones confundían siempre a un sujeto drogado. Se humedeció los labios y se volvió hacia la señora Mattulich.

Y otra vez empezó con las preguntas neutrales, nombre, fecha de nacimiento, nombre de los padres, hechos biográficos controlables. La señora Mattulich era más difícil de dominar que Lem, siempre tan dócil, y sus respuestas eran breves y muy cortadas. Miles controló su impaciencia. A pesar de que cualquiera que los estuviera observando las hubiera calificado de muy fáciles, los interrogatorios con pentarrápida requerían mucha habilidad, destreza y paciencia. Miles había llegado demasiado lejos ahora como para poder permitirse un tropezón. Fue avanzando paso a paso con sus preguntas hasta llegar a las verdaderamente críticas.

—¿Dónde estaba usted cuando nació Raina?

La voz de la mujer era baja y variada, como en un sueño.

—El nacimiento fue de noche. Lem fue a buscar a Jean, la comadrona. El hijo de la comadrona iba a venir a buscarme, pero se quedó dormido de nuevo. No llegué hasta la mañana y entonces era demasiado tarde. Todos lo habían visto.

—¿Ver qué?

—La boca de gato, la mutación sucia. Monstruos entre nosotros. Hay que eliminarlos. Hombrecito horrendo. —Eso último era un aparte contra él, resultaba evidente. Su atención se había fijado en él con una firmeza hipnótica—. Los mutantes hacen más mutantes y se reproducen más rápido, nos ganan… Lo vi observando a las chicas. Quiere que las mujeres limpias tengan bebés mutantes, envenenarnos a todos…

Era hora de hacer que volviera al tema principal.

—Después de eso, ¿estuvo usted alguna vez sola con el bebé?

—No, se quedó Jean. Jean me conoce, ella sabía lo que yo quería. No era asunto suyo, maldición. Y Harra siempre estaba allí. Harra no tenía que saberlo. Harra no tiene que… ¿Por qué me salió tan blanda? Tiene que haber algo del veneno en ella. Debe de venir de su padre, yo solo me acosté con su padre y todos salieron mal menos ella.

Miles parpadeó.

—¿Qué cosa salió mal? —Al otro lado de la habitación, Miles vio que el portavoz Karal se ponía tenso. El portavoz se dio cuenta de que Miles lo observaba y se miró los pies, como para ausentarse de los procedimientos. Los muchachos y Lem escuchaban con profunda atención y con una sensación de alarma. Harra no se había movido.

—Todos mis bebés —dijo la señora Mattulich.

Harra la miró de pronto, los ojos cada vez más abiertos.

—¿Harra no fue su única hija? —preguntó Miles. Hacía un gran esfuerzo por mantener la voz fría, tranquila; en realidad, tenía ganas de gritar. Quería volver a casa, escapar de allí…

—No, claro que no. Ella fue mi única hija limpia, o eso creí. Lo creí, pero el veneno debe de haber estado en ella, escondido. Me arrodillé y le di gracias a Dios cuando ella nació limpia, una limpia por fin, después de tantos, después de tanto dolor… Pensé que el castigo había terminado por fin. Era un bebé tan precioso… Pensé que por fin todo se había acabado. Pero debe de haber sido una mutante ella también… en el fondo era un truco, un truco…

—¿Cuántos —dijo Miles con la voz ahogada—, cuántos niños tuvo usted?

—Cuatro, además de Harra, la última.

—¿Y mató a los cuatro? —El portavoz Karal, Miles lo vio, asintió en silencio, mirándose los pies.

—¡No! —dijo mamá Mattulich. La indignación rompió brevemente el hechizo de la pentarrápida—. Dos nacieron muertos, el primero y el que estaba todo torcido. El que tenía demasiados dedos y el de la cabeza grande, a ésos los maté. Mi madre me vigiló para que lo hiciera bien. A Harra se lo simplifiqué. La reemplacé.

—¿Así que en realidad usted no mató a un solo niño sino a tres? —preguntó Miles.

Los testigos más jóvenes de la habitación, lo hijos de los Karal y los hermanos Csurik, lo observaban todo horrorizados. Los mayores, los coetáneos de la señora Mattulich, que seguramente habían vivido lo que ella relataba, parecían mortificados, como si compartieran su vergüenza. Sí, todos ellos debían de haberlo sabido todo el tiempo.

—¿Asesinar? —dijo mamá Mattulich—. ¡No! Los corté. Tenía que hacerlo. Era lo correcto. —Levantó el mentón con orgullo, después lo dejó caer—. Maté a mis bebés por… por… No sé por quién. ¿Y ahora usted me llama asesina? ¡Hijo de perra! ¿De qué me sirve su justicia ahora? La necesitaba entonces… ¿dónde estaba usted entonces? —De pronto, así como así, rompió a llorar y las lágrimas se convirtieron casi inmediatamente en rabia—. Si los míos tenían que morir, entonces los de ella también… ¿Por qué va a salirle todo bien, tan fácil? la malcrié… hice lo que pude, hice lo que pude, no es justo…

La pentarrápida no la estaba dominando bien… no, sí estaba funcionando, decidió Miles, pero las emociones de ella eran demasiado poderosas. Si aumentaba la dosis, tal vez eso calmaría un poco los estallidos emocionales, pero no les daría una confesión más completa. Miles tenía el estómago revuelto, una reacción que esperaba estar disimulando bien. Tenía que terminar pronto.

—¿Por qué le rompió el cuello a Raina en lugar de cortárselo?

—Harra no tenía que saberlo —contestó la señora Mattulich— Pobre bebé. Tenía que parecer que se había muerto sola…

Miles miró a Lem, al portavoz Karal.

—Parece que hay muchos otros que estaban de acuerdo con usted en que Harra no debía saberlo.

—No quería que fuera por mi boca —repitió Lem con empecinamiento.

—Quería que no sufriera dos veces, milord —dijo Karal—. Ya había sufrido tanto…

Miles miró a Harra a los ojos.

—Creo que todos ustedes la subestiman. Esa ternura excesiva insulta tanto su inteligencia como su voluntad. Harra viene de una línea dura, sí, señor.

Harra aspiró hondo, tratando de controlar el temblor. Asintió mirando a Miles corno para decirle Gracias, hombrecito. Él le devolvió el gesto con una inclinación de cabeza, Sí, entiendo.

—No estoy seguro de dónde está la justicia en este caso —dijo Miles—, pero puedo jurarles algo: los días del encubrimiento terminaron. No habrá más crímenes secretos en la noche. La luz del día ha llegado. Y hablando de crímenes en la noche —se volvió hacia la señora Mattulich—, ¿fue usted la que trató de cortarle el cuello a mi caballo anoche?

—Lo intenté —dijo la señora Mattulich, más tranquila ahora en una onda de dulzura de la pentarrápida—, pero levantaba la cabeza y hasta la patas.

—¿Por qué mi caballo? —Miles no podía disimular la exasperación que había en su voz, aunque el manual de interrogatorio exigía un tono más reposado.

_No podía atacarle a usted —dijo la señora Mattulich con sencillez.

—¿Infanticidio retroactivo por interpósita persona… o animal? —murmuró.

—Sí —respondió la señora Mattulich y su odio atravesó incluso la asquerosa alegría de la pentarrápida—, usted es el peor. Todo lo que sufrí, todo lo que hice, todo el dolor y aparece usted al final. Un mutante convertido en señor de todos nosotros y todas las reglas cambiadas, traicionadas al final por la debilidad de una mujer de otro mundo. Usted consigue que todo lo que hice no valga nada. Lo odio. Mutante sucio… —Su voz siguió murmurando cosas ininteligibles.

Miles respiró hondo, y miró a su alrededor. El silencio era profundo y nadie se atrevía a romperlo.

—Creo —dijo— que eso concluye mi investigación sobre los hechos de este caso.

El misterio de la muerte de Raina estaba resuelto.

Por desgracia, todavía quedaba el problema de la justicia.

Miles se fue a pasear.

El cementerio, aunque no era mucho más que un claro en el bosque, era un lugar de paz y belleza bajo la luz de la mañana. El arroyo borboteaba sin cesar, formando sombras verdes, cambiantes y reflejos cegadores. La brisa leve que había acabado con lo que quedaba de la niebla de la noche susurraba entre los árboles, y las criaturas pequeñas, de corta vida, que todos, excepto los biólogos de Barrayar, llamaban escarabajos, cantaban y titilaban entre las manchas de los arbustos nativos.

—Bueno, Raina —suspiró Miles—, ¿y ahora qué hago? —Pym se había quedado en lo bordes del claro, para dejarle libertad—. No te preocupes —le aseguró Miles a la pequeña tumba—: Pym ya me ha visto otras veces hablando con los muertos y tal vez crea que estoy loco. Pero está demasiado bien entrenado para decirlo.

Pym no parecía muy contento, en realidad, ni demasiado bien tampoco. Miles se sentía un poco culpable por arrastrarlo hasta allí; por derecho, tendría que haber estado descansando en la cama, pero Miles necesitaba desesperadamente ese tiempo a solas. Pym no sólo sentía el efecto de la coz de Tonto. Se había quedado en silencio desde que Miles le arrancara la confesión a la señora Mattulich. Miles no estaba sorprendido. Pym se había preparado para ser el verdugo en esa excursión; la aparición de una abuela loca como víctima le preocupaba, eso era evidente . De todos modos, obedecería las órdenes de Miles, fueran cuales fueren, Miles no lo dudaba.

Pensó un poco en las peculiaridades de la ley de Barrayar, mientras caminaba sin rumbo por el claro, mirando el arroyo y la luz y levantando alguna que otra piedra con la punta de la bota. El principio fundamental era claro: se prefería el espíritu a la letra, la verdad a los tecnicismos. Se consideraba el precedente menos importante que el juicio de un hombre en el lugar de los hechos. Por desgracia, el hombre que iba a juzgar en el lugar de los hechos era él. Así que no tenía salvación, no podía correr a protegerse bajo leyes automáticas ni esconderse en un la ley lo dice como si la ley fuera algún señor superior con una voz real. La única voz en este caso era la suya.

¿Y a quién serviría la muerte de esa vieja medio loca? ¿A Harra? La relación entre madre e hija había quedado herida de muerte. Miles lo había visto en los ojos de ambas, y, sin embargo, Harra no tenía estómago para pensar en el matricidio. Miles casi prefería que fuera así, porque tenerla a su lado clamando venganza hubiera sido una fuente de distracción en ese momento. La justicia más obvia era una recompensa bien pobre para el coraje de Harra al ir a denunciar el crimen. ¿Raina? Ah. Eso era mucho más difícil de decir.

—Me gustaría poner a esa vieja bruja a tus pies, damita —murmuró Miles—. ¿Eso es lo que quieres? ¿Te sirve de algo? ¿Qué te serviría? ¿Éste es el gran incendio que te prometí?

¿Qué tipo de sentencia brillaría más a lo largo de la gran montaña Dendarii? ¿Debía sacrificar a ese pueblo en aras de una afirmación política más importante, eso, a pesar y por encima de sus deseos? ¿O debía olvidarlo todo y juzgar sólo para los que estaban involucrados? Cogió una piedra y la arrojó con toda su fuerza al arroyo. La piedra desapareció en el lecho del río invisible.

Miles se volvió y vio al portavoz Karal en el extremo del cementerio. Karal inclinó la cabeza y se acerco con cuidado.

—Milord —saludó.

—Diga —respondió.

—¿Ha llegado a una conclusión?

—En realidad, no. —Miles miró a su alrededor— Cualquier cosa que no sea la muerte de la señora Mattulich parece… inadecuada desde le punto de vista de la justicia y sin embargo… no veo a quién voy a servir con su muerte.

_Yo tampoco lo veía. Por eso adopté la postura que tenía al principio.

—No… —aseguró Miles lentamente—, no, usted estaba equivocado en eso. En primer lugar, esa forma de proceder casi mata a Lem Csurik. Yo estaba dispuesto a perseguirlo con una fuerza mortal en cierto momento. Y casi destruye su matrimonio con Harra. La verdad es mejor. Un poco mejor. Por lo menos no es un error fatal. Seguramente… seguramente podré hacer algo con la mujer.

—Al principio no sabía qué esperar de usted —admitió Karal.

Miles meneó la cabeza.

—Quería cambiar las cosas. Hacer algo distinto. Ahora… no lo sé.

El portavoz Karal frunció el ceño.

—Pero estamos cambiando.

—No lo suficiente. No lo bastante rápido.

—Usted todavía es joven, por eso no se da cuenta de cuánto cambiamos, de lo rápido que lo hacemos. Mire la diferencia que hay entre Harra y su madre. Dios… Mire la diferencia entre la señora Mattulich y su madre. Esa sí era una bruja. —El portavoz Karal se estremeció—. Yo la recuerdo muy bien. Y sin embargo, no era distinta a las demás en su época. En este momento, si hablamos de cambios, no creo que usted pudiera pararlos si quisiera. En el minuto en que tengamos un receptor de satélite aquí, y entremos en la red común, el pasado habrá terminado. Cuando los chicos vean el futuro… su futuro, se volverán locos por él. Los viejos como la señora Mattulich ya lo han perdido. Los viejos lo saben, no crea que no. ¿Por qué cree que no fuimos capaces de conseguir por lo menos una pequeña unidad para el pueblo? No es sólo el costo. Los viejos se oponen. Lo llaman corrupción del planeta, pero en realidad, tienen miedo al futuro.

—Todavía hay tanto por hacer.

—Ah, sí. Somos un pueblo desesperado, eso es verdad. Pero tenemos esperanza. No creo que usted se dé cuenta de lo mucho que ha hecho sólo con venir aquí.

—Yo no he hecho nada —dijo Miles con amargura—. Me limité a aguardar, eso es todo. Y ahora, estoy seguro de que voy a terminar igual, es decir, sin hacer nada. Y después me iré a casa. ¡Maldición!

El portavoz Karal se mordió los labios, se miró los pies y después las colinas altas.

—Usted está haciendo algo por nosotros todo el tiempo, señor mutante. ¿Cree que es invisible?

Miles esbozó una sonrisa de dolor.

—Ah, Karal, soy una banda de un solo hombre. Soy un desfile.

—Tal cual. La gente normal necesita ejemplos extraordinarios. Así pueden decirse a sí mismos, si él puede hacer eso, seguramente yo puedo hacer esto otro. No hay excusa.

—No hay cuartel, sí. Conozco el juego. Participo en él desde que nací.

—Creo —dijo Karal— que Barrayar lo necesita, señor. Necesita que usted siga siendo tal como es ahora.

—Barrayar me va a comer, si puede.

—Sí —dijo Karal con los ojos en el horizonte—, es cierto. —Su mirada bajó a las piedras que tenía entre los pies— Pero nos come a todos, al final, ¿no es verdad? Usted vivirá más que los viejos.

—Nos come a todos al final… o al principio —señaló Miles— No me diga a mí a quién voy a sobrevivir. Dígaselo a Raina.

Karal inclinó un poco los hombros.

—Cierto. Cierto. Dicte su sentencia, señor. Yo le apoyaré.

Miles los reunió a todos en el patio de Karal para su audiencia, y esta vez la galería iba a ser su podio. El interior de la cabaña hubiera sido demasiado caluroso y cerrado para esa multitud, sofocante con el sol de la tarde cayendo sobre el tejado, aunque afuera la luz hacía parpadear. Todos estaban allí, todos los que pudieron traer. El portavoz Karal, la señora Karal, sus hijos, todos los Csurik, la mayoría de los curiosos que habían venido a la celebración funeraria de la noche anterior, hombres, mujeres, chicos. Harra estaba sentada, sola. Lem seguía tratando de sostenerle la mano aunque, por la manera en que ella lo esquivaba, era evidente que no quería que la tocaran. La señora Mattulich estaba sentada junto a Miles, silenciosa y dura, flanqueada por Pym y el ayudante Alex, quien se sentía muy incómodo.

Miles levantó el mentón, para ajustarse el cuello alto del uniforme verde, todo lo lustrado y elegante que permitía la experiencia de ordenanza de Pym. El uniforme del Servicio Imperial que Miles se había ganado. ¿Sabía toda esa gente que él se lo había ganado, o todos creían que había sido un regalo de su padre, nepotismo en el trabajo? A la mierda con lo que pensaran. Él lo sabía. Se quedó de pie frente a esa gente y se aferró a la barandilla de la galería.

—He concluido la investigación de las acusaciones presentadas frente a la corte del conde por Harra Csurik en relación con el asesinato de su hija Raina. Por evidencias, testimonios de otros y confesión, encuentro a Mara Mattulich culpable de esta muerte. Ella retorció el cuello del bebé hasta darle muerte y después trató de ocultar el crimen. Incluso cuando su ocultamiento puso en peligro mortal a su yerno, Lem Csurik, por falsas acusaciones. A la luz de la indefensión de la víctima, la crueldad del método y el egoísmo cobarde del ocultamiento, no encuentro ninguna excusa ni circunstancia atenuante del crimen.

»Además, Mara Mattulich, se confiesa autora de otros dos infanticidios hace unos veinte años, sus propios hijos. Estos hechos serán proclamados por el portavoz Karal de extremo a extremo del valle Silvy, hasta que todos sus habitantes hayan sido informados.

Sentía la mirada feroz de la señora Mattulich clavada en la espalda. Sí, vamos, ódiame, vieja. Todavía pienso enterrarte y tú lo sabes. Tragó saliva y siguió adelante, escudándose en la formalidad del lenguaje.

—Por este crimen sin circunstancias atenuantes, la única sentencia aceptable es la muerte. Por consiguiente, yo sentencio a muerte a Mara Mattulich. Pero considerando su edad y su relación con la parte injuriada de este caso, Harra Csurik, prefiero dejar en suspenso la ejecución de la sentencia. Indefinidamente.

Miles vio por el rabillo del ojo que Pym dejaba escapar con mucho cuidado, muy imperceptiblemente, un suspiro de alivio. Harra se retorcía el pelo pajizo entre los dedos y escuchaba con toda atención.

—Pero estará muerta a los ojos de la ley. Todas sus propiedades, incluso la ropa que lleva encima, pertenecen desde hoy a su hija Harra, que podrá disponer de ellas. Mara Mattulich no podrá tener propiedades ni firmar contratos ni hacer denuncias por injurias ni ejercer su voluntad en testamento después de su muerte. No puede abandonar el valle Silvy sin permiso de Harra. Harra tendrá el mismo poder sobre ella que un padre sobre un hijo o un tutor sobre una persona senil. En ausencia de Harra, la sustituirá el portavoz Karal. Mara Mattulich tendrá que ser vigilada para que no haga daño a ningún otro niño.

»También morirá sin pompa. Nadie, ni Harra ni ningún otro, hará una hoguera para ella cuando finalmente baje al polvo. Así como ella asesinó su futuro, su futuro sólo le devolverá la muerte a su espíritu. Morirá como mueren los que no tienen hijos, sin recuerdo.

Un suspiro profundo recorrió las bocas de los más viejos de la multitud. Por primera vez, Mara Mattulich inclinó el cuello erguido.

Algunos, y Miles lo sabía, encontrarían eso meramente simbólico. Otros lo verían como una auténtica sentencia a muerte, según la fuerza de sus creencias. Éstos y los que veían la mutación como un pecado que debía ser expiado a través de la violencia. Pero hasta los menos supersticiosos entendían el mensaje, Miles lo veía en sus caras. Bien.

Miles se volvió a la señora Mattulich y bajó la voz.

—De ahora en adelante, cada vez que respires será gracias a mi misericordia. Cada pedazo de comida que muerdas será gracias a la caridad de Harra. Por caridad y por piedad, como las que tú no supiste dar, así vivirás. Mujer muerta.

—Piedad, señor mutante. —El gruñido era bajo, triste, derrotado.

—Creo que lo has entendido —dijo él entre dientes. Le hizo una reverencia, infinitamente irónica, y le volvió la espalda— Soy la voz del conde Vorkosigan. Esto concluye mi misión aquí.

Miles se reunió con Lem y Harra poco después, en la cabaña del portavoz Karal.

—Voy a proponerle una cosa. —Miles controló sus nerviosas idas y venidas y se quedó de pie frente a ellos—. Tiene toda la libertad del mundo. Puede rechazarla si quiere o tomarse el tiempo necesario para pensarla. Sé que ahora está muy cansada. —Como todos. ¿De verdad había estado en el valle Silvy sólo un día y medio? Parecía un siglo. Le dolía la cabeza de cansancio. Harra también tenía los ojos enrojecidos— Primero, ¿sabe leer y escribir?

—Algo —admitió Harra—. El portavoz Karal nos enseñó algo, y la señora Lannier.

—Bien, es suficiente. Por lo menos, no empezaría de cero. Mire. Hace unos años, Hassadar fundó una escuela para maestros. No es grande, pero ya funciona. Hay becas. Puedo hacer que le den una si quiere vivir en Hassadar durante tres años y dedicarse por completo al estudio.

—¿Yo? —dijo Harra—. ¡Yo no puedo ir a esa escuela! No sé nada…

—Conocimientos es lo que debe tener cuando salga, no cuando entre. Mire, ellos saben con qué se enfrentan en este distrito. Tienen muchos cursos de apoyo. Es verdad que usted va a tener que trabajar más que otros para mantenerse al mismo nivel que los de la ciudad y los de las tierras bajas. Pero sé que tiene el valor necesario y sé que tiene voluntad. El resto es sólo levantarse y darse contra la pared una y otra vez hasta que se derrumbe. Usted tiene una buena frente para eso, ¿verdad? Puede hacerlo, estoy seguro.

Lem, sentado junto a Harra, parecía preocupado. Le cogió la mano otra vez.

—¿Tres años? —murmuró—. ¿Tan lejos?

—El estipendio que da la escuela es bajo —prosiguió Miles—. Pero Lem, tengo entendido que usted es carpintero. Ahora se construye mucho en Hassadar. Creo que va a ser la próxima Vorkosigan Vashnoi. Estoy seguro de que conseguiría trabajo. Entre los dos, pueden mantenerse.

Lem pareció aliviado al principio, después muy preocupado.

—Pero todos ellos usan máquinas, ordenadores… robots…

—De ninguna manera. Y además nadie nació sabiendo usarlos. Si ellos pueden aprender, usted también. Además, los ricos pagan muy bien por el trabajo manual, objetos únicos, si la calidad es buena. Puedo ocuparme de que empiece, y eso es generalmente lo peor. Después, estoy seguro de que usted puede seguir solo.

—Dejar el valle… —dijo Harra en tono triste.

—Sólo para poder volver. Ésa es la otra parte de la propuesta. Puedo traer una unidad de comunicaciones, una pequeña con autonomía propia. Alguien tendrá que bajar a Vorkosigan Surleau a reemplazar la unidad energética una vez por año, pero eso no es ningún problema. El equipo completo no costaría más que… digamos, un planeador nuevo. —Como el pequeño de color rojo que Miles había visto en casa de un vendedor en Vorbarr Sultana, ideal como regalo de graduación, les había insinuado a sus padres. El crédito que necesitaba para comprarlo estaba allí, en el cajón superior de su cómoda en la casa del lago en Vorkosigan Surleau—. No es un proyecto de gran envergadura, como instalar un receptor satélite para todo el valle o algo así. El holovídeo podría captar las emisiones educativas vía satélite desde la capital, habría que instalarlo en una cabaña céntrica, agregar un par de terminales para los chicos y ya estaría lista la escuela. Todos los chicos tendrían que asistir a clase y el portavoz Karal se ocuparía de eso, aunque una vez que descubran el holovídeo le aseguro que tendrá que pegarles para que vuelvan a casa. Yo… —Miles se aclaró la garganta—, yo había pensado que podría llamarse Escuela Primaria Raina Csurik.

Harra lo miró y se echó a llorar por primera vez en ese día terrible. Lem le dio unas palmaditas con torpeza. Ella, por fin, le devolvió el apretón de manos.

—Puedo traer a algún profesor de las tierras bajas —continuó Miles—. Conseguiré uno con un contrato temporal, hasta que usted vuelva. Pero él o ella no entenderá el valle como usted. No entenderían el porqué. Usted… usted ya lo sabe. Usted ya sabe lo que no pueden enseñarle en ninguna escuela de las tierras bajas.

Harra se frotó los ojos y miró hacia arriba… a él.

—Usted fue a la Academia Imperial.

—Sí. —Insistió con orgullo.

—Entonces yo… yo puedo arreglármelas en la escuela de maestros de Hassadar. —El nombre sonaba raro en sus labios — Pase lo que pase, voy a intentarlo, milord.

—Apuesto a que lo conseguirá. Los dos. Pero —añadió y esbozó una sonrisa— manténganse firmes y digan la verdad, ¿eh?

Harra parpadeó al comprender. Una media sonrisa le iluminó la cara cansada, una sonrisa fugaz.

—Lo haré. Hombrecito.

Al día siguiente, Gordo Tonto voló a casa, en un furgón para caballos, junto con Pym. Dea fue con sus pacientes y su némesis, la yegua alazana. Había venido un guardaespaldas de reemplazo con el hombre que trajo el furgón desde Vorkosigan Surleau, para ayudar a Miles a llevar los dos caballos que quedaban de vuelta a casa. Bueno, meditó Miles, había pensado en hacer un viaje a caballo por las montañas con su primo Ivan. El hombre de librea era el veterano lacónico Esterhazy, a quien Miles conocía de toda la vida, una excelente compañía para alguien que no quería hablar de lo que había pasado: a diferencia de lo que ocurría con Ivan, uno casi podía olvidarse de Esterhazy. Miles se preguntó si la misión se la habían encomendado por casualidad o por merced del conde. Esterhazy era muy bueno con los caballos.

Acamparon de noche junto al río de los rosales. Miles paseó por el valle a la luz del atardecer, buscando, sin mucho interés, las fuentes del río. La barrera floral parecía desaparecer unos dos kilómetros arroyo arriba, donde se fundía con una mata de arbustos apenas un poco menos impenetrable. Miles cortó una rosa, miró a su alrededor para asegurarse de que Esterhazy no estaba a la vista y la mordisqueó con curiosidad. Era evidente que él no era un caballo. Y una rama cortada, probablemente, no aguantaría el viaje de vuelta como regalo para Tonto. Su caballo se las arreglaría con avena.

Miles vio cómo las sombras del atardecer inundaban la columna de la cadena de Dendarii, alta y compacta en la distancia. ¡Qué pequeñas parecían esas montañas desde el espacio! Arrugas diminutas en la piel de un globo que él podía cubrir con una mano, toda la masa inmensa invisible por la distancia. Qué era ilusorio, ¿la distancia o la cercanía? La distancia, decidió Miles. La distancia era una mentira. ¿Lo había averiguado su padre? Miles creía que sí.

Pensó en su afán de invertir todo su dinero, no sólo lo que valía un planeador, en esas montañas; dejarlo todo y dedicarse a enseñar a leer y escribir a los chicos, instalar una clínica gratuita, una red satélite o las tres cosas a la vez. Pero el valle Silvy era sólo una de tantas comunidades enterradas en esas montañas, una de tantas en todo Barrayar. Los impuestos que se arrancaban de ese distrito servían para mantener la escuela militar de elite en la que él acababa de gastar… ¿qué parte de sus recursos? ¿Cuánto tendría que devolverles para pagar lo que le habían dado? Él mismo era un recurso planetario, su entrenamiento lo había convertido en eso y sabía cuál era su camino.

Lo que Dios quiere que seas, le había dicho su madre, puede deducirse de los talentos que Él te dio. Miles había obtenido honores académicos a fuerza de trabajo duro. Pero los juegos de guerra, burlar a los adversarios, ir un paso por delante —necesario, claro, allí no había margen de error—, los juegos de guerra habían sido un inmenso placer. La guerra había sido algo muy real allí, no hacía mucho. Y podía volver a ocurrir. Lo que uno hace mejor es lo que se le exige. Dios parecía estar de acuerdo con el emperador en ese punto, por lo menos, aunque no lo estuviera en ningún otro.

Miles había hecho su juramento de oficial al emperador hacía menos de dos semanas, lleno de orgullo por su logro. En su interior se había imaginado cumpliendo con ese juramento en medio de una batalla terrible, de la tortura del enemigo, y de quién sabe qué más, incluso mientras compartía los comentarios cínicos de Ivan acerca de las arcaicas espadas y la gente que insistía en usarlas.

Pero en la oscuridad de las tentaciones más sutiles, las que herían y carecían del consuelo del heroísmo, se daba cuenta de que, en su corazón, el emperador ya no sería nunca más el símbolo de Barrayar.

Descansa en paz, damita, pensó dirigiéndose a Raina. Te has ganado un pobre caballero retorcido y moderno que llevará tus colores en la manga. Pero ambos hemos nacido en un pobre mundo retorcido, un mundo que nos rechaza sin piedad y que nos expulsa sin consultarnos. Por lo menos, no arremeter contra molinos de viento por ti. Enviaré zapadores para minar a los imbéciles y los haré volar por los cielos…

Ahora sabía a quien servía. Y por qué no podía rendirse. Ni fallar.

DOS

—¿Te sientes mejor? —preguntó Illyan con cautela.

—Algo —respondió Miles, y esperó. Ahora podía esperar más que Il1yan, sí.

El jefe de Seguridad cogió una silla y se sentó junto a la cama de Miles, lo miró y apretó los labios.

—Quiero presentarte mis… mis disculpas, lord Vorkosigan, por dudar de tu palabra.

_Me las debes, sí —corroboró Miles.

—Sí. Pero —añadió Illyan y frunció el ceño mirando a la distancia— me pregunto, Miles, si te has dado cuenta de que, en tu calidad de hijo de tu padre, no basta con ser honesto, hay que parecerlo.

—Como hijo de mi padre… no —rechazó Miles de plano.

—Ja, Tal vez no. —Resopló 111yan y tamborileó los dedos sobre la mesa—. Sea como fuere, el conde VorvoIk ha descubierto dos discrepancias en tus informes sobre las operaciones disimuladas como actos mercenarios. Costos descabellados en algo que debería haber sido la más simple de las tareas: reclutamiento de personal. Me doy cuenta de que lo de Dagoola se te escapó de las manos, pero ¿y la primera vez?

—¿La primera vez?

—Están revisando el caso de Jackson’s Whole. Creen que el éxito de tu peculado allí te indujo a intentarlo de nuevo en Dagoola. .

—¡Eso fue hace casi dos años! —protestó Miles.

—Pero ellos lo investigan todo. Se emplean a fondo. Quieren crucificarte en público, por poco que puedan. Digamos que estoy tratando de confiscar el arma del crimen. Mierda —agregó, irritado—, no me mires así. No hay nada personal en esto. Si fueras el hijo de cualquier otra persona, el asunto ni siquiera hubiera salido a la luz… tú lo sabes, yo lo sé y ellos también. Las auditorías de mano de insoportables e intocables Vor no son mi pasatiempo preferido, te lo aseguro. Mi única esperanza es que se canse y se vaya. Así que dame algo con qué defenderte.

—Estoy a tu disposición —suspiró Miles—, como siempre. ¿Que quieres saber?

—Detállame la factura de material y equipamiento de Jackson’s Whole.

—Está en el informe que hice, creo. —Miles trató de recordar.

—Estar sí que está, pero no está detallado.

—Dejamos medio cargamento de armas de primera en el muelle de la estación Fell. Si no lo hubiéramos hecho, habrías perdido un científico, una nave y un subordinado.

—¿Ah, sí? —preguntó Illyan. Entrelazó los dedos y se reclinó en la silla—. ¿Por qué?

—Ah… es una historia muy larga. Complicada, ¿sabes? —A pesar de sí mismo, Miles sonrió al recordar—. ¿Puede quedar entre tú y yo?

Illyan asintió:

—De acuerdo…

LABERINTO

Miles contempló la imagen del globo que brillaba por encima de la pantalla de vídeo, cruzó los brazos y sofocó su inquietud. El planeta de Jackson’s Whole, brillante, cargado de dinero, corrupto… Los jacksonianos decían que la corrupción que los consumía era importada: si la galaxia hubiera estado dispuesta a pagar por la virtud lo que pagaba por el vicio, el lugar hubiera sido un altar de pureza visitado por peregrinos. Miles pensaba que eso era como discutir qué era superior si los gusanos o la carne podrida que los alimentaba. Y sin embargo, si Jackson’s Whole no hubiera existido, probablemente la galaxia habría tenido que inventarlo. Sus vecinos podían fingir horror, pero no hubiesen permitido un lugar así si no hubieran descubierto que el intercambio con esa subeconomía les resultaba secretamente útil.

El planeta poseía cierta vida, de todos modos. No tanta como hacía un siglo o dos, cuando era base de salteadores. Pero las bandas de criminales se habían organizado en monopolios sindicados, tan estructurados como pequeños gobiernos. Una aristocracia, digamos. Naturalmente, Miles se preguntó cuánto tiempo más podrían luchar las grandes Casas contra la marea creciente de la honradez.

La Casa Dyne, banco detergente… lave su dinero en Jackson’s Whole. La Casa Fell, venta de armas sin preguntas. La Casa Bharaputra, genética ilegal. Peor todavía, la Casa Ryoval, cuyo lema era «Sueños hechos realidad», seguramente el más sorprendente alcahuete de la historia (y Miles usaba el adjetivo adecuado). La Casa Hargraves, el receptor de cosas robadas de la galaxia, supuestos intermediarios para acuerdos de rescates, y había que creerles: los rehenes intercambiados a través de sus buenos oficios volvían vivos, generalmente. Y una docena de sindicatos similares, aliados en forma variada y cambiante.

Hasta nosotros os encontramos útiles. Miles pulsó el control y la imagen del video desapareció. Hizo un mohín de desprecio con los labios y comprobó por última vez la lista de compras. Un cambio sutil en las vibraciones de la nave le indicó que estaban entrando en órbita, el crucero rápido Ariel atracaría en la estación Fell en una hora.

La consola acababa de extraer el disco de datos completos de pedidos de armas cuando sonó el timbre de la puerta y se oyó una voz en el comunicador:

—¿Almirante Naismith?

—Adelante. —Miles sacó el disco y se reclinó en la silla.

El capitán Thorne lo saludó de forma amistosa.

—Atracaremos en treinta minutos, señor.

—Gracias, Bel.

Bel Thorne, comandante del Ariel, era un hermafrodita de Beta, hombre/mujer descendiente de siglos de experimentos genéticos sociales que, por lo menos en opinión de Miles, habían sido tan extraños como lo que se decía que se hacía por dinero en las oficinas de los cirujanos sin ética de la Casa Ryoval. Esfuerzo marginal del igualitarismo de los betanos, esa vez fuera de control, el hermafroditismo no había prendido en general y los descendientes de los primeros idealistas eran una minoría en la colonia Beta, siempre muy tolerante. Y había algunos pocos vagabundos como Bel. Como oficial mercenario, Thorne era concienzudo, leal y agresivo y a Miles le gustaba ella —él—, eso —los betanos usaban mucho el pronombre neutro—. Y sin embargo…

Miles olía el perfume floral de Bel desde donde estaba. Ese día, Bel acentuaba su lado femenino. Durante los cinco días de viaje lo había ido exagerando cada vez más. Por lo general, usaba un estilo ambiguo tirando a masculino, el cabello castaño cortado a navaja, rasgos imberbes contrarrestados por el uniforme militar gris y blanco de Dendarii, gestos enérgicos y un humor mordaz. A Miles le preocupaba mucho ver cómo Bel se suavizaba poco a poco en su presencia.

Se volvió hacia la pantalla de holovídeo de la consola de su ordenador y pidió la imagen del planeta al que se aproximaban. A distancia, Jackson’s Whole parecía bastante recatado, montañoso, frío —el populoso ecuador era sólo templado—, rodeado en el vídeo por una red de encaje formada por las estrellas coloreadas de los satélites, las estaciones orbitales de transbordo y los vectores de aproximación autorizados.

—¿Has estado aquí alguna vez, Bel?

—Sí, cuando era teniente en la flota del almirante Oser —contestó el mercenario—. Ahora hay un nuevo barón en la Casa Fell. Siguen teniendo buena reputación con las armas, siempre que uno sepa lo que compra. Aléjate de la venta de granadas de mano neutrónicas.

—¡Eh! Eso es para los que tienen buenos brazos. No te preocupes. Las granadas de mano neutrónicas no, están en la lista. —Le pasó el disco con los datos.

Bel se acercó y se reclinó sobre el respaldo de la silla de Miles para cogerlo.

—¿Doy permiso a la tripulación, mientras esperamos que los esbirros del barón carguen la compra? ¿Y tú? Había un hotelito cerca del muelle, con todas las comodidades, piscina, sauna, comida excelente… —Bel bajó un poco la voz—. Podría pedir una habitación para dos…

—Pensaba dar sólo pases para el día. —Miles se aclaró la garganta. Obviamente.

_Pero también soy una mujer —señaló Bel en un murmullo.

—Entre otras cosas.

—Eres tan heterosexual, Miles. No tienes remedio.

—Lo lamento. —Miles dio una palmadita a la mano que se había posado sobre su hombro.

Bel suspiro y se enderezó.

—Yo también.

Miles suspiró. Tal vez hubiera debido ser más enfático en sus rechazos: ésta era sólo la séptima vez en que había hablado del asunto con Bel. Era ya casi un rito, y casi, pero no del todo, una broma. Tenía que admitir que Bel era o muy optimista o muy duro de mollera… o, pensó Miles con honestidad, realmente lo quería. Si se daba la vuelta en ese momento, lo sabía, tal vez podría sorprender una soledad esencial en los ojos del hermafrodita, una soledad que nunca llegaba a los labios. No se volvió.

Y ¿quién podía juzgar a quién?, reflexionó después con tristeza, ¿él, con cuerpo que le daba tan poca alegría ¿Qué veía de atractivo Bel, saludable y con un cuerpo de altura normal aunque tuviera genitales extraños, en un hombre bajo, medio lisiado y loco por lo menos la mitad del tiempo? Miró el uniforme gris de oficial de Dendatii que llevaba. El uniforme que se había ganado. Si no puedes medir un metro ochenta, debes tener una inteligencia de un metro ochenta. Pero hasta el momento, su inteligencia no le había dado una solución al problema de Thorne.

—¿Has pensado alguna vez en volver a la colonia Beta y buscar a alguien que sea como tú? —le preguntó.

Thorne se encogió de hombros.

—Demasiado aburrido. Por eso me fui. Es tan seguro, tan estrecho. …

—Un lugar excelente para criar hijos. —Miles esbozó una sonrisa. Thorne también.

—Exacto. ¿Sabes que eres un betano perfecto? Casi. Tienes el mismo acento, humor…

Miles se puso a la defensiva.

—¿Y dónde fallo?

Thorne le rozó la mejilla. Miles se apartó, con brusquedad.

—Reflejos —dijo Thorne.

—¡Ah!

—No pienso traicionarte.

—Lo sé.

Bel se inclinaba hacia él de nuevo.

—Podríamos pulir ese punto…

—No importa —dijo Miles, y enrojeció un poco—. Ahora tenemos una misión.

—Inventario —soltó Thorne con sorna.

—Ésa no es la misión —protestó Miles—. Ésa es la tapadera.

—Ajá. —Thorne se enderezó—. Por fin.

—¿Por fin?

—No hace falta ser un genio. Vinimos a recoger un pedido, pero en lugar de traer la nave de mayor capacidad de carga, elegiste la más rápida de la flota, el Ariel. No hay rutina más monótona que la del inventario, pero en lugar de enviar a un comisario competente, prefieres supervisarlo en persona.

—En realidad, quiero contactar con el nuevo barón Fell —contestó Miles sin darle importancia— La Casa Fell es la mayor proveedora de armas de este lado de la colonia Beta y no es quisquillosa en cuanto a la identidad de sus clientes. Si me gusta la calidad de la primera compra, podría convertirla en nuestra proveedora habitual.

—Una cuarta parte de las armas de Fell son de fabricación betana, con otra marca —señaló Thorne— Ajá de nuevo.

—Y mientras estamos aquí —continuó Miles—, se va a presentar un cierto individuo de edad madura que va a firmar un contrato con los mercenarios de Dendarii como técnico médico. En ese momento, cancelamos todo lo que tengamos pendiente con la estación, terminamos de cargar cuanto antes y nos vamos.

Thorne sonrió, satisfecho.

—Un rescate. Muy bien. Y bien pagado, supongo…

—Muy bien. Si llega a destino con vida. Ese hombre es el experto en genética más importante de los laboratorios de la Casa Bharaputra. Un gobierno planetario capaz de protegerlo de los largos brazos del barón Luigi Bharaputra le ofreció asilo. Su casi ex empleador se pondrá furioso en menos de un mes. Nos pagan para dejarlo en manos de sus nuevos señores vivo y con, ejem, con todos los secretos de su oficio.

»Como la Casa Bharaputra, probablemente, puede comprar y vender a toda la Flota Libre de los Mercenarios de Dendarii dos veces sólo con su calderilla, preferiría no tener que enfrentarme a los hombres del barón Luigi. Así que vamos a ser unos ingenuos. Lo único que vamos a hacer es aceptar a un hombre en la flota. Y nos enfureceremos cuando el hombre deserte en la escala que haremos en Escobar.

—Me parece bien —aceptó Thorne—. Simple.

—Eso espero —suspiró Miles cargado de esperanza—. Después de todo, ¿por qué no pueden ir bien las cosas sólo por esta vez?

Las oficinas de compra y exposición de las mercancías letales de la Casa Fell estaban cerca de los muelles, y la mayoría de los compradores menores de esa casa nunca se adentraban más allá en la estación. Pero poco después de que Miles y Thorne pasaran su pedido —largo e impresionante—, apareció una persona muy obsequiosa con el uniforme de seda verde de la Casa Fell e insistió en que aceptaran una invitación para el almirante Naismith a una recepción en los cuarteles del barón.

Cuatro horas después, Miles entregaba el pase al mayordomo del barón Fell a la entrada del sector privado de la estación, y echaba un último vistazo al atuendo de Thorne y al suyo propio. El uniforme de gala de los Dendarii era una túnica de terciopelo gris con botones de plata en los hombros y ribete blanco, pantalones grises con vivos blancos y botas grises de ante sintético… ¿tal vez un tanto decadente? Bueno, él no lo había diseñado, sólo lo había heredado. Tenía que vivir con él.

La interconexión con el sector privado era muy interesante. Miles captó varios detalles mientras el mayordomo los registraba para ver si llevaban armas. El sistema de apoyo de vida, en realidad, todos los sistemas parecían ser independientes de los del resto de la estación. El área no sólo era aislable, sino que podía desprenderse. En realidad, no era una estación, sino una nave… con maquinaria y armamento disimulado en alguna parte, juraría Miles, aunque podía resultar mortal pretender constatarlo sin escolta. El mayordomo los hizo pasar y se detuvo para anunciarlos por el comunicador de muñeca:

—Almirante Miles Naismith, comandante de la Flota Libre de los Mercenarios de Dendarii. Capitán Bel Thorne, comandante del crucero rápido Ariel, de la Flota Libre de los Mercenarios de Dendarii.

Miles se preguntó quién estaría al otro lado del comunicador.

La sala de la recepción era amplia y estaba bien arreglada, con escaleras flotantes iridiscentes y niveles que creaban áreas privadas sin destruir una ilusión general de espacio abierto. Cada una de las entradas (Miles contó seis) tenía un guardia musculoso con uniforme verde que intentaba parecer un sirviente, sin acabar de conseguirlo. Había toda una pared transparente que daba sobre los muelles llenos de vida de la estación Fell y la curva de Jackson’s Whole que dividía el horizonte salpicado de estrellas. Un ejército de mujeres elegantes con saris de seda verde se deslizaban entre los invitados ofreciendo comida y bebida.

Después de echar un vistazo a los otros invitados, Miles decidió que el terciopelo gris era una elección discreta para el uniforme. Bel y él podían hacer conjunto con las paredes. Los pocos asistentes privilegiados llevaban un despliegue impresionante de las más atrevidas modas planetarias. Pero formaban un conjunto receloso, dividido en grupitos que se mantenían juntos sin mezclarse. Los guerrilleros, según parecía, no hablaban con los mercenarios, ni los contrabandistas con los revolucionarios y los santos gnósticos, claro está, hablaban sólo con el único Dios Verdadero, y tal vez con el barón Fell.

—Qué fiesta —comentó Bel—. Una vez fui a una exposición de mascotas en la que se respiraba este ambiente. El clímax llegó cuando una lagartija goteada de Tau Ceti se soltó y se comió a la estrella de la sección de perros.

—Shhh. Esto es parte del trabajo.

Una mujer de sari verde se inclinó en silencio frente a ellos y les ofreció una bandeja. Thorne alzó una ceja mirando a Miles…

—¿Comemos?

—¿Por qué no? —susurró Miles—. A la larga, lo vamos a pagar. Dudo que el barón envenene a sus clientes, es malo para el negocio. Aquí lo que mandan son los negocios. El capitalismo laissez faire desatado y salvaje.

Seleccionó un bocadito rosado que parecía un loto, y un misterioso trago brumoso. Thorne se sirvió lo mismo. Por desgracia, el loto resultó ser alguna especie de pescado crudo. Crujía entre dientes. Miles, en un aprieto, se lo tragó. La bebida, en cambio, era muy alcohólica y después de un sorbito para bajar el loto la dejó sobre la primera superficie plana que encontró. Su cuerpo enano se negaba a tolerar el alcohol y él no tenía ningún deseo de encontrarse con el barón Fell en estado semicomatoso o riéndose sin control. Thorne, más afortunado metabólicamente, retuvo la copa en su mano.

Una música extraordinaria empezó a sonar en alguna parte, una rica complejidad de armónicos cada vez más veloz. Miles no podía identificar el instrumento… o más bien instrumentos… Thorne y él intercambiaron una mirada y por acuerdo mutuo se acercaron lentamente al sonido. Encontraron al ejecutante cerca de una escalera en espiral, contra el espectáculo de la estación, el planeta y las estrellas. Los ojos de Miles se abrieron de par en par con asombro. Los cirujanos de la Casa Ryoval han ido demasiado lejos esta vez…

Pequeñas lucecitas de colores decorativos definían el campo esférico de una gran burbuja de vacío. Flotando en su interior había una mujer. Sus brazos de marfil brillaban sobre su ropa de seda verde mientras tocaba. Los cuatro brazos de marfil… Llevaba una chaqueta floreada, parecida a un kimono, y pantalones cortos a juego, de los que emergía el segundo par de brazos, donde deberían haber estado las piernas. La mujer llevaba el cabello corto, suave y negro como el ébano. En ese momento, tenía los ojos cerrados y su rostro rosado expresaba la paz de un ángel, alto, distante y terrorífico.

Su extraño instrumento estaba fijo en el aire frente a ella, un marco estrecho de madera lustrada, atado arriba y abajo, con un extraño conjunto de alambres brillantes y placas de madera entre los dos extremos. Ella tocaba los alambres con cuatro martillos forrados de terciopelo y lo hacía a una velocidad increíble, por los dos lados al mismo tiempo. Movía las manos superiores en contrapunto con las inferiores. La música surgía de la burbuja como una cascada.

—Dios mío —dijo Thorne—, es una de los cuadrúmanos.

—¿Una qué?

—Una cuadrúmana… Está muy lejos de casa.

—¿No es un… un producto local?

—De ninguna manera.

—Qué alivio. Creí… ¿De dónde demonios viene, entonces?

—Hace unos doscientos años… más o menos en la época en que inventaron a los hermafroditas —una amargura especial recorrió la cara de Thorne—, hubo un momento de alta experimentación con la genética humana después del desarrollo del replicador uterino práctico. Muy poco después surgió una ola de leyes que restringían esos experimentos pero, mientras tanto, alguien pensó que sería una excelente idea formar una raza especializada en vivir en caída libre. Después llegó la gravedad artificial y los dejó fuera de juego. Los cuadrúmanos huyeron, sus descendientes terminaron en ninguna parte, más allá de la Tierra, hacia el Nexo. Se dice que no quieren contactos con otros. Es muy raro ver a uno a este lado de la Tierra. Shhh. —Thorne siguió escuchando la música con los labios entreabiertos.

Tan raro como encontrar a un hermafrodita betano en la Flota Libre de Mercenarios, pensó Miles. Pero la música merecía una atención permanente y especial, aunque pocos en esa multitud paranoica parecían estar escuchándola. Una vergüenza. Miles no era músico, pero hasta él podía sentir la intensidad de la pasión en la ejecución, una intensidad que iba mucho más allá del talento, casi hasta la genialidad. Una genialidad evanescente, los sonidos tejidos con tiempo y como el tiempo, escapándose siempre más allá del alcance de uno hacia el recuerdo.

La cascada de música decayó hasta convertirse en un eco fascinante, después, silencio. Los ojos azules de la intérprete de cuatro brazos se abrieron despacio y su cara volvió desde lo etéreo hacia lo meramente humano, tensa y triste.

—Ah —suspiró Thorne, se puso el vaso vacío bajo el brazo, levantó las manos para aplaudir, pero se detuvo, dudando al ver que nadie más lo hacía y que iba a quedar en evidencia en medio de esa sala indiferente.

Miles no quería hacerse notar.

—Tal vez puedas hablarle —sugirió como alternativa.

—Tú crees? —Thorne, resplandeciente de alegría avanzó, dejó el vaso en el suelo y levantó las manos hacia la burbuja brillante. Sólo pudo sonreír y soltar un—: Eh… —Su pecho bajaba y subía.

Dios mío. ¿Bel sin palabras? Nunca pensé que vería algo así.

—Pregúntale cómo se llama ese instrumento que toca —sugirió Miles.

La mujer de cuatro brazos inclinó la cabeza con curiosidad y nadó como en el vacío, con gracia, por encima de su instrumento para flotar frente a Thorne al otro lado de la barrera brillante.

—¿Sí?

—¿Cómo se llama ese extraordinario instrumento? —preguntó Thorne.

—Es un dulcimer de dos lados a martillo, madame… señor… —Su tono de sirviente a invitado, siempre sin expresión, se detuvo un momento por miedo a insultar—. Oficial.

—Capitán Bel Thorne —dijo Bel al instante, empezando a recobrar su equilibrio y suavidad habituales— Comandante del crucero rápido Ariel. A su servicio. ¿Cómo llegó usted hasta aquí?

—Había ido a la Tierra. Buscaba empleo y el barón Fell me contrató. —La mujer inclinó la cabeza como si estuviera evitando algún tipo de crítica, aunque Bel no la criticó.

—Es usted una cuadrúmana, ¿verdad?

—¿Sabe usted algo de los míos? —Las cejas oscuras se arquearon por la sorpresa—. La mayoría de la gente que viene cree que soy una malformación fabricada, artificial. —La amargura teñía su voz.

Thorne se aclaró la garganta.

—Soy betano. Y siempre quise informarme sobre la historia de la explosión genética temprana. Es más que un simple interés personal. —Thorne volvió a aclararse la garganta—. Soy un hermafrodita betano, ¿entiende? —y esperó, ansioso, la reacción de ella.

Maldición. Bel nunca esperaba la reacción de nadie. Bel seguía adelante y dejaba que las reacciones surgieran como quisieran. No interferiría por nada del mundo. Miles se alejó un poco de forma imperceptible, frotándose los labios para ocultar una sonrisa reprimida a medias, mientras toda la gestualidad masculina de Thorne se instalaba de nuevo en su cuerpo, desde la columna a las puntas de los dedos y luego más allá todavía, en el aire que lo rodeaba.

La cabeza de ella se inclinó, interesada. Una mano se levantó para posarse sobre la barrera brillante, no muy lejos de la de Bel.

—¿En serio? Entonces, usted también viene de la misma época.

—Sí. Y dígame, ¿cómo se llama?

—Nicol.

—Nicol. ¿Nada más? Bueno, es bonito, pero…

—No usamos apellidos.

—Ah. ¿Qué piensa hacer después de la fiesta?

En ese momento, por desgracia, hubo una interferencia inevitable.

—Firmes, capitán —murmuró Miles. Thorne se enderezó al instante, frío y correcto, y siguió la mirada de Miles. La cuadrúmana flotó de nuevo, alejándose de la barrera de fuerza e inclinó la cabeza sobre las manos que había unido palma con palma, como saludando al hombre que se aproximaba. Miles también adoptó una postura que podía interpretarse como una atención militar respetuosa.

Georish Stauber, el barón Fell, era sorprendentemente viejo para haber alcanzado su posición hacía tan poco tiempo, pensó Miles. En persona parecía más viejo que en la imagen de holovídeo que había visto en el informe de su misión. El barón se estaba quedando calvo, con un círculo de cabello cano alrededor del cráneo resplandeciente. Era un hombre jovial y gordo. Parecía un abuelito. No el de Miles, claro; el suyo había sido flaco y con aires de gran predador hasta el último momento. Y el título del viejo conde había sido tan real como podían ser esas cosas, no la nobleza cortesana de un superviviente de sindicato. Con mofletes colorados o no, Miles se recordó a sí mismo que el barón Fell había pasado por encima de muchos cadáveres para llegar donde estaba.

—Almirante Naismith, capitán Thorne. Bienvenidos a la estación Fell —ronroneó el barón, con una sonrisa.

Miles hizo una reverencia aristocrática. Thorne lo imitó, con menos éxito. Ah. Tenía que enmendar esa desmaña la próxima vez. De esos detalles ínfimos se hacían las identidades secretas. Y por esos detalles volaban por el aire.

—¿Les atienden bien?

—Sí, gracias. —Por ahora, simplemente un buen comerciante.

—Estoy tan contento de conocerle, por fin —ronroneó otra vez el barón, dirigiéndose a Miles—. Hemos oído hablar mucho de usted.

—¿En serio? —dijo Miles como para alentarlo. Los ojos del barón estaban llenos de una avidez extraña. Bonita mano para un pequeño mercenario de hojalata, ¿eh? Era un poco más de lo razonable incluso para un gran mayorista. Miles eliminó cualquier expresión de preocupación o desconfianza de la sonrisa que le devolvió al conde. Paciencia. Que el desafío venga solo, no te apresures a ir contra algo que todavía no puedes ver—.

Todo bueno, espero.

—Impresionante. Su ascensión ha sido tan rápida como misteriosos sus orígenes.

Mierda, mierda, ¿qué clase de cebo era ése? ¿Acaso el barón insinuaba conocer la identidad secreta del almirante Naismith? Eso sí que podía significar problemas a la vista, y serios. No… estaba dejándose llevar por el miedo. Espera. Olvida que existió alguna vez en este cuerpo una persona llamada teniente Vorkosigan, de la Seguridad Imperial de Barrayar. De todos modos este cuerpo es demasiado Pequeño Para los dos, muchacho. Y sin embargo, ¿por qué razón era tan insinuante la sonrisa de ese tiburón gordo? Miles se encogió de hombros.

—La historia del triunfo de su flota en Vervain ha llegado hasta aquí. Una lástima lo que le ocurrió al comandante anterior.

Miles se puso a la defensiva.

—Lamento la muerte del almirante Oser.

El barón se encogió de hombros, filosóficamente.

—Esas cosas suceden en el negocio. Sólo puede haber un comandante.

—Él hubiera podido ser un subordinado muy valioso.

—El orgullo es un peligro —sonrió el barón.

Cierto. Miles se mordió la lengua. Así que cree que yo arreglé la muerte de Oser. Mejor. Que había un mercenario menos de lo que parecía en esa habitación; que los Dendarii, a las órdenes de Miles, se habían convertido en un brazo del Servicio Imperial de Barrayar tan secreto que la mayoría de ellos no lo sabía… ah, muy tonto sería el barón de sindicato que no encontrara provecho en el conocimiento de esos secretos. Miles devolvió la sonrisa al barón y no agregó nada.

—Usted me interesa enormemente —continuó el barón. —Por ejemplo, está el problema de su supuesta edad. Y de su previa carrera militar.

Si Miles se hubiera quedado con su copa en la mano, se la habría tragado de golpe. En lugar de eso, apretó las manos juntas detrás de la espalda. Mierda, las líneas del dolor no habían envejecido su rostro, no lo suficiente. Si el barón estaba viendo la verdad a través de su pose de mercenario, si podía vislumbrar al teniente de seguridad de veintitrés años… y sin embargo, en general, siempre había logrado salirse con la suya…

El barón bajó la voz.

—¿Es cierto lo que se rumorea del tratamiento rejuvenecedor que hizo en Beta?

Así que era eso. Miles sintió que se desmayaba de alivio.

—¿Qué interés podría tener usted en esos tratamientos, milord? —preguntó, sin darle importancia— Creía que en Jackson’s Whole se había inventado la inmortalidad práctica. Se dice que aquí hay quienes van por el tercer cuerpo de clonación.

—Yo no soy uno de ellos —respondió el barón con un tono que dejaba claro que lo lamentaba.

Miles enarcó las cejas en una expresión de sorpresa genuina. Seguramente, ese hombre no dejaría de hacerlo por pruritos morales…

—¿Algún infortunado impedimento médico? —dijo, poniendo toda la simpatía que podía en su voz—. Lo lamento, señor.

—Bueno, sería una manera de decirlo. —La sonrisa del barón reveló un lado amargo—. La operación de trasplante de cerebro mata a un porcentaje de pacientes que no hemos podido reducir…

Sí… pensó Miles, empezando por el ciento por ciento de los clónicos. A ésos hay que destruirles el cerebro para instalar el nuevo.

—Y otro porcentaje sufre distintos daños permanentes. Ésos son los riesgos que hay que afrontar para recibir la recompensa.

—Pero ésta es tan grande…

—Sí, pero además hay un cierto número de pacientes, que no se distingue del primer grupo, que mueren en la mesa de operaciones, y no por accidente. Si sus enemigos tienen la sutileza y la astucia para arreglarlo. Yo tengo enemigos, almirante Naismith.

Miles hizo un pequeño gesto de quién-lo-hubiera-pensado, con una mano en la aire, y siguió cultivando un aire de profundo interés.

—Calculo que mis oportunidades actuales de sobrevivir a un trasplante de cerebro son peores que las de la mayoría —continuó el barón—. Así que tengo un interés especial en las alternativas que pudieran surgir. —Hizo una pausa y esperó.

—Ah —dijo Miles. Se miró las uñas y pensó a toda prisa— « Es verdad. Una vez participé en un… experimento no autorizado. Prematuro. Pasaron demasiado rápido de las experiencias animales a las humanas. No tuvo éxito.

—¿No? —preguntó el barón—. Usted parece gozar de buena salud.

Miles se encogió de hombros.

—Sí, hubo algún beneficio en cuanto a los músculos, el tono de la piel, el cabello. Pero mis huesos son los de un viejo, frágiles. —Eso último, muy cierto—. Estoy sujeto a ataques agudos de inflamación ósea… entonces no puedo ni caminar sin medicación. —Cierto también, mierda. Algo que había empezado hacía poco y que le molestaba mucho—. Mi expectativa de vida no se considera muy larga. —Por ejemplo, si cierta gente aquí se da cuenta de quién es en realidad el almirante Naismith… En ese caso, creo que mi expectativa de vida sería de quince minutos—. Así que, a menos que a usted le encante el dolor y piense que le gustaría ser un lisiado, temo que no puedo recomendarle el tratamiento.

El barón lo miró de arriba abajo. En la boca se le dibujaba un gesto de profunda desilusión.

—Ya veo.

Bel Thorne, que sabía muy bien que el fabuloso Tratamiento de Rejuvenecimiento de Beta no existía, escuchaba con alegría muy bien disimulada. Bendito fuera su corazoncito negro.

—Pero —protestó el barón— su… amigo científico tal vez haya progresado algo en cuanto al tratamiento en estos años.

—Lamento decirle que no —contestó Miles—. Murió. —Levantó las manos en un gesto de impotencia—. De viejo.

—¡Ah! —Los hombros del barón cayeron un poco.

—Ah, estás ahí, Fell —dijo una nueva voz que se acercaba hacia ellos. El barón se enderezó y se volvió.

El hombre que lo había saludado llevaba un traje tan conservador como Fell y lo seguía un sirviente silencioso con la palabra «guardaespaldas» escrita en todo el cuerpo, por la forma en que se movía. Iba de uniforme, una túnica de cuello alto, de seda roja y pantalones negros sueltos. No estaba armado. Nadie lo estaba en la estación Fell, nadie excepto los hombres de Fell. La estación tenía las reglas más estrictas sobre armas que hubiera conocido Miles. Pero la forma de los callos en las manos delgadas del guardaespaldas parecía sugerir que, de todos modos, lo más probable era que no necesitara armas. Sus ojos parpadearon y sus manos temblaron levemente con una tensión exacerbada inducida por ayudas artificiales… si se lo ordenaban, golpearía a una velocidad cegadora con una fuerza de adrenalina casi enloquecida. También se jubilaría muy joven, inválido para el resto de su corta vida, por culpa de su metabolismo.

El hombre al que protegía también era joven… ¿El hijo de algún gran señor?, se preguntó Miles. Tenía un cabello negro brillante, trenzado en una forma elaborada, una piel color oliva muy suave y una nariz prominente. No podía ser mayor que Miles, y, sin embargo, se movía con la seguridad de la madurez.

—Ryoval —saludó el barón Fell, como un hombre a su igual, no a un jovencito. Y agregó, para seguir con su papel de anfitrión divertido—: Oficiales, ¿puedo presentarles al barón Ryoval de la Casa Ryoval? Almirante Naismith, capitán Thorne. Son de ese crucero rápido mercenario de fabricación ilírica. El que está en el muelle, Ry, ¿lo has visto?

—Lamento decir que no tengo tu ojo para el hardware, Georish. —El barón Royal inclinó la cabeza en dirección a Miles y Thorne con el gesto de un superior a sus inferiores, alguien que saluda sólo por principio. Miles se inclinó con torpeza para responderle.

Sin prestar la más mínima atención a Miles, se detuvo con las manos en las caderas mirando a la habitante de la burbuja de vacío.

—Mi agente no exageró sus encantos.

Fell sonrió con amargura. Nicol se había retirado, como un animal acosado, cuando vio acercarse a Ryoval y ahora flotaba detrás de su instrumento haciendo toda clase de movimientos como para afinarlo. Más bien fingiendo que lo hacía. Miraba a Ryoval con preocupación y después volvía la vista a su dulcimer, como si el instrumento pudiera poner algún tipo de pared mágica entre los dos.

—¿Puedes hacer que toque… ? —empezó Ryoval y en ese momento le interrumpió un sonido de su comunicador de muñeca— Discúlpame, Georish. —Se volvió con un gesto de irritación leve y habló en el comunicador—. Ryoval. Y espero que sea importante.

—Sí, milord —contestó una voz aguda—. Soy Deem, el director de Ventas y Demostraciones. Tenemos un problema. La criatura que nos vendió la Casa Bharaputra acaba de atacar a un cliente.

Ryoval apretó los labios en una mueca de rabia silenciosa.

—Os había dicho que la encadenaseis con duraloy.

—Y lo hicimos, milord. Las cadenas aguantaron, pero la cosa esa las arrancó de cuajo.

—Que le inyecten un calmante.

—Ya lo hemos hecho.

—Entonces, castigadla cuando se despierte. Un período suficientemente largo sin comida debería acallar un tanto sus instintos agresivos… su metabolismo es increíble.

—¿Y el cliente?

—Dadle la satisfacción que quiera. La casa invita.

—No… no creo que esté en condiciones de apreciarlo, por el momento. Está en la clínica. Inconsciente.

—Poned a mi médico personal en el caso. Yo me ocuparé del resto cuando vuelva, en unas seis horas. Ryoval fuera. —Cortó la comunicación—. Estúpidos —gruñó. Respiró despacio, en un ritmo controlado y recuperó sus modales sociales como si se hubiera vuelto a poner algún chip de memoria que había dejado momentáneamente de lado—. Perdona la interrupción, por favor, Georish.

Fell hizo un ademán de comprensión como si dijera claro, los negocios.

—Como decía, ¿podrías hacer que tocara algo? —insistió Ryoval e hizo un gesto con la cabeza hacia la cuadrúmana.

Fell puso las manos detrás de la espalda, tenía los ojos brillantes y una sonrisa falsamente benigna.

—Toca algo, Nicol.

Ella asintió, se colocó frente al instrumento y cerró los ojos. La tensión y preocupación que habían inundado su mente dieron paso a una quietud interior y empezó a tocar un tema lento, dulce, que se estableció en el aire, evolucionó y empezó a acelerarse.

—¡Basta! —Ryoval levantó una mano—. Es justo como me la habían descrito.

Nicol se detuvo a mitad de unos acordes. Aspiró por la nariz distendida, claramente perturbada porque no la habían dejado terminar, con la frustración de cualquier artista frente a lo incompleto. Guardó los martillos dentro de su funda, al lado del instrumento, con sacudidas furiosas, violentas, y cruzó sus dos pares de brazos. Thorne también cruzó los brazos, como en un inconsciente eco. Miles se mordió el labio, inquieto.

—Mi agente me dijo la verdad —continuó Ryoval.

—Entonces, tal vez también te dijo que no está en venta —dijo Fell con sequedad.

—Sí. Pero no estaba autorizado a ofrecer más que hasta cierto punto. Cuando se trata de algo tan especial, no hay nada que pueda reemplazar un contacto directo.

—Pero resulta que disfruto de sus habilidades donde se encuentra ahora —dijo Fell—. A mi edad, el placer es mucho más difícil de obtener que el dinero.

—Cierto, cierto. Pero puede haber placeres sustitutos. Puedo buscar algo muy especial. Algo que no está en el catálogo.

—Sus habilidades musicales, Ryoval. Que son más que especiales. Son únicas. Genuinas. No están aumentadas artificialmente de ninguna forma. Y no pueden duplicarse en tus laboratorios.

—Mis laboratorios pueden duplicar cualquier cosa, señor —sonrió Ryoval aceptando el desafío implícito en la frase.

—Excepto la originalidad. Por definición.

Ryoval abrió las manos como aceptando el punto filosófico con amabilidad. Fell, comprendió Miles, no sólo disfrutaba del talento musical de la cuadrúmana, disfrutaba sobremanera de la posesión de algo que su rival deseaba comprar y que él no tenía ninguna necesidad de vender. Ah, eso sí que era un placer. Parecía que hasta al famoso Ryoval le resultaba difícil mejorar su oferta… y sin embargo, si Ryoval descubría el precio de Fell, ¿qué fuerza podría salvar a Nicol en todo Jackson’s Whole? Miles comprendió de pronto que él sí sabía cuál era el precio de Fell. ¿Ryoval también lo descubriría?

Ryoval levantó los labios.

—Discutamos la venta de una muestra de su tejido, entonces. No le causaría ningún daño y tú podrías seguir disfrutando de sus servicios únicos sin interrupción.

—Eso perjudicaría su valor como objeto único. La circulación de copias siempre disminuye el valor del original, ya lo sabes, Ry —sonrió el barón Fell.

—No al principio —señaló Ryoval—. El tiempo normal de crecimiento de un clon es de, por lo menos, diez años… ah, pero eso lo sabes. —Enrojeció e hizo una leve inclinación de disculpas como si de pronto se hubiera dado cuenta de que había dado un paso en falso.

La súbita rigidez de Fell parecía confirmarlo.

—Sí, lo sé —respondió Fell con frialdad.

En ese punto, Bel Thorne, que seguía el intercambio con atención, interrumpió con calor y espanto:

—¡No puede vender sus tejidos! Usted no es su dueño. ¡No es una construcción de Jackson’s Whole! ¡Es una ciudadana galáctica que nació libre!

Los dos barones se volvieron hacia Bel, como si el mercenario fuera un mueble que de pronto se hubiera puesto a hablar. Y en un mal momento. Miles se estremeció.

—Puede vender su contrato —dijo Ryoval, controlándose para ofrecer una tolerancia a medias—. Y eso es lo que estamos discutiendo. Una discusión privada no sé si me entiende.

Bel ignoró la última frase.

—En Jackson’s Whole, ¿qué diferencia práctica puede haber entre un contrato y la carne?

Ryoval sonrió con frialdad.

—Ninguna. La posesión es más del noventa por ciento de la ley aquí.

—¡Eso es totalmente ilegal!

—Legal, querido… ah, usted es betano, ¿verdad? Eso lo explica todo —dijo Ryoval—. Ilegal es lo que el planeta en que usted se encuentra decide llamar ilegal y es capaz de reprimir. No veo ninguna fuerza especial betana que pueda imponer aquí su forma peculiar de sentir la moralidad, ¿y tú, Fell?

Fell escuchaba con las cejas enarcadas, atrapado entre la diversión y la irritación. Bel se encogió.

—Así que, si yo saco un arma y le hago estallar la cabeza en pedazos, ¿eso seria perfectamente legal?

El guardaespaldas se puso tenso y acomodó su peso y su centro de gravedad para lanzarse por el aire.

—Basta, Bel —murmuró Miles entre dientes.

Pero Ryoval empezaba a disfrutar de la rabia del betano que lo había interrumpido.

—Usted no tiene armas. Pero, si dejamos de lado la legalidad del asunto, mis subordinados tienen instrucciones de vengarme. Es una especie de ley natural o virtual, digamos. Así que usted descubriría que ese impulso desafortunado es muy ilegal.

El barón Fell miró a Miles e hizo un gesto con la cabeza. Tiempo de intervenir.

—Es hora de irnos, capitán —dijo Miles—. No somos los únicos invitados del barón.

—Prueben el buffet caliente —sugirió Fell con amabilidad.

Ryoval cumplió con sus buenos modales y olvidó a Bel. Se volvió hacia Miles.

—Si baja al planeta, venga a mi establecimiento, almirante. Hasta un betano puede querer expandir los horizontes de su experiencia. Estoy seguro de que mi personal encontraría algo de su interés a un precio que usted pudiera pagar.

—No creo —dijo Miles—. El barón Fell tiene todo nuestro crédito.

—Ah, lo lamento. En el próximo viaje, entonces… —Ryoval se alejó sin más.

Bel no se movió.

—No puede usted vender a una ciudadana galáctica ni obligarla a bajar ahí —dijo y señaló con gesto violento la curva del planeta al otro lado de la estación. Nicol, que miraba todo desde detrás de su dulcimer, no tenía ninguna expresión en el rostro, pero sus ojos azules e intensos brillaban con fuerza.

Ryoval se volvió, fingiendo sorpresa.

—Ah, capitán, acabo de darme cuenta. Betano… sí, usted debe de ser un auténtico hermafrodita. Usted mismo es una rareza. Le ofrezco una experiencia de trabajo que le abrirá los ojos por lo menos el doble de su sueldo actual. Y ni siquiera tendría que hacerse matar. Tarifas gremiales. Le garantizo que usted sería muy, pero muy popular.

Miles sintió que veía la forma en que se elevaba la tensión de la sangre de Thorne a medida que iba comprendiendo el sentido de las palabras de Ryoval. La cara del hermafrodita se oscureció y se llenó de rabia. Miles levantó la mano y se la puso en el hombro, con fuerza. La rabia se quedó donde estaba.

—¿No? —dijo Ryoval, inclinando la cabeza— Lo lamento. Pero, hablando en serio, pagaría bien una muestra de su tejido, para mis archivos.

Bel estalló de pronto.

—¡Que mis clones fueran… fueran no sé qué tipo de esclavo en el siglo que viene… ! Sobre mi cadáver… o el suyo…

Bel estaba tan furioso que tartamudeaba, un fenómeno que Miles nunca había presenciado en siete años de amistad.

—Tan betano… —se burló Ryoval.

—Basta, Ry —gruñó Fell.

—No podemos ganarles, Bel —susurró Miles—. Es hora de tocar a retirada. —El guardaespaldas temblaba.

Fell asintió para hacerle saber a Miles que aprobaba sus palabras.

—Gracias por su hospitalidad, barón Fell —prosiguió Miles formalmente—. Buenas noches, barón Ryoval.

—Buenas noches, almirante —dijo Ryoval, dejando ir lo que, evidentemente, había sido para él el mejor entretenimiento de la noche—. Usted es del tipo cosmopolita, para ser betano. Tal vez quiera visitarnos algún día sin la compañía de su amigo moralista.

Una guerra de palabras había que ganarla con palabras.

—No lo creo —murmuró Miles, buscando en su cabeza un insulto poderoso para dejarlo en su retirada.

—Qué lástima —dijo Ryoval—. Tenemos un acto de perros y enanos que le fascinaría, estoy seguro.

Hubo un momento de silencio absoluto.

—¿Y si los freímos en aceite desde la órbita? —sugirió Bel tenso. Miles sonrió a través de los dientes apretados, se inclinó y se retiró llevando la manga de Bel sujeta entre sus manos. Cuando se volvió pudo oír a Ryoval riéndose a sus espaldas.

El mayordomo de Fell apareció como por parte de magia a sus espaldas.

—Por aquí, por favor, oficiales —sonrió. A Miles nunca lo habían echado de un lugar con tanta amabilidad.

Cuando volvieron a bordo del Ariel, Thorne se puso a caminar de un lado a otro mientras Miles se sentaba a tomar un café tan negro y caliente como sus pensamientos.

—Lamento haber perdido los estribos con ese presumido de Ryoval —se disculpó Bel con un gruñido.

—Presumido, una mierda —dijo Miles—. El cerebro que hay en ese cuerpo debe de tener por lo menos cien años. Te tocó como a un violín. No. No podemos esperar contestarle el golpe. Admito que hubiera preferido que te hubieras callado la boca. —Tragó aire para tranquilizarse.

Bel hizo un gesto de aceptación y siguió caminando.

—Y esa pobre chica, atrapada en esa burbuja… tuve la oportunidad de charlar con ella y la desaproveché… Idiota…

Esa mujer realmente había despertado al hombre que había en Thorne, reflexionó Miles con ironía.

—Les ocurre a los mejores —murmuró. Sonrió a su café, después frunció el ceño. No. Mejor no alentar a Thorne en el asunto de la cuadrúmana. Era obvio que ella era mucho más que una sirviente en la casa de Fell. Tenían una nave, una tripulación de veinte personas, y aunque hubieran tenido a toda la flota Dendarii para apoyarlos, se lo habría pensado dos veces antes de ofender al barón Fell en su propio territorio. Tenían una misión. Y hablando de eso, ¿dónde mierda estaba ese técnico? ¿Por qué no se había puesto en contacto con ellos, como estaba previsto?

En ese momento sonó el intercomunicador de la pared.

Thorne fue hasta él y lo cogió.

—Aquí Thorne.

—Cabo Nout, en la puerta de embarque. Aquí hay una… una mujer que pregunta por usted.

Thorne y Miles intercambiaron una mirada.

—¿Cómo se llama? —preguntó Thorne.

Un murmullo y después:

—Dice que es Nicol.

Thorne soltó una exclamación de sorpresa.

—Que alguien la escolte hasta aquí.

—Sí, capitán. —El cabo se olvidó de apagar el intercomunicador y se oyó su voz al alejarse—: Si uno se queda en este puesto lo suficiente, no hay nada que no pueda ver.

Nicol apareció en el umbral balanceándose en una silla de flotación, una taza tubular que parecía estar buscando su plato en el aire, vestida con algo azul de tela pesada a juego con sus ojos. Se deslizó a través del umbral con tanta facilidad como una mujer que balancea las caderas para pasar por un lugar estrecho, se detuvo frente a la mesa de Miles y ajustó la altura de su aparato a la de una persona sentada. Los controles, que manejaba con las manos inferiores, dejaban las superiores enteramente libres. El soporte del cuerpo debía de haber sido diseñado especialmente para ella. Miles la observó maniobrar con gran interés. No habría jurado que pudiera vivir fuera de la burbuja de vacío. Esperaba verla débil, pero no lo parecía. Parecía decidida. Miró a Thorne, quien estaba radiante.

—Nicol. Me alegro tanto de verla de nuevo.

Ella asintió.

—Capitán Thorne. Almirante Naismith. —Miró a uno y a otro y finalmente fijó la vista en Thorne. Miles se daba cuenta de la razón. Tomó un trago de café y esperó los acontecimientos.

—Capitán Thorne. Usted es un mercenario, ¿verdad?

—Sí…

—Y… perdóneme si no es cierto, pero me… me pareció que había cierta empatía con mi… mi situación. Una comprensión de mi posición.

Thorne enrojeció y le hizo una inclinación de cabeza un poco idiota.

—Entiendo que usted está suspendida sobre un abismo.

Ella asintió sin decir nada.

—Ella misma se metió en él —señaló Miles.

—Y pienso salir —afirmó con altivez.

Miles se encogió de hombros y siguió tomando café.

Nicol volvió a ajustar la silla voladora, un gesto nervioso que terminó por ponerla a la misma altura a la que había empezado.

—Me parece —dijo Miles— que el barón Fell es un protector formidable. No estoy seguro de que usted tenga nada que temer de Ryoval y su… interés carnal en usted mientras Fell esté a cargo de la situación.

—El barón Fell se está muriendo. —Ella movió la cabeza por lo menos, eso es lo que él cree.

—Lo suponía. ¿Por qué no se fabrica un clon?

—Lo hizo. Arregló todo con la Casa Bharaputra. El clon tenía catorce años, de tamaño completo. Y hace unos dos meses, alguien lo asesinó. El barón todavía no ha descubierto quién lo hizo, aunque tiene su listita. Encabezada por su medio hermano.

—Y así lo dejan encerrado en su cuerpo envejecido. Que… maniobra táctica fascinante. … —musitó Miles—. ¿Qué va a hacer ese enemigo desconocido ahora, me pregunto? ¿Sólo esperar?

—No lo sé —dijo Nicol—. El barón hizo que empezaran otro clon, pero todavía no ha salido del replicador. Incluso con los aceleradores de crecimiento pasarían años hasta que pudiera madurar lo suficiente para hacer el trasplante. Y… se me ocurre que hasta entonces el barón puede morir de muchas formas, además de las naturales.

—Una situación insegura —aceptó Miles.

—Quiero irme. Quiero comprar un pasaje y salir de aquí.

—Entonces ¿por qué —dijo Miles con la voz seca—, por qué no lleva su dinero a las oficinas de una de las tres líneas comerciales de pasajeros que llegan aquí y compra un billete?

—Por el contrato —dijo Nicol—. Cuando lo firmé en la Tierra no me di cuenta de lo que significaría cuando llegara a Jackson’s Whole. Nunca voy a poder salir de aquí a menos que el barón quiera dejarme ir. Y no sé por qué… pero parece que cada vez cuesta más vivir aquí. He hecho un cálculo y la cosa se va a poner mucho peor antes de que termine mi tiempo a su servicio.

—¿Cuánto falta? —Preguntó Thorne.

—Cinco años,

—¡Mmm! —soltó Thorne, comprensivo.

—Así que usted… bien, quiere que le ayudemos a romper un contrato con un sindicato —resumió Miles, haciendo anillos de café sobre la mesa con el culo de la taza—. Que la saquemos en secreto, supongo.

—Puedo pagarle. Ahora puedo pagar más de lo que podré los próximos años. Esto no es lo que yo esperaba cuando vine… Me hablaron de grabar una demostración en vídeo… y nunca se hizo. No creo que vayan a grabarla. Llegaría a un público mayor si volviera a casa, eso si consigo lo suficiente para pagar el precio de esa vuelta. Quiero ir con mi gente. Quiero… quiero salir de aquí antes de que me empujen a ese abismo. —Hizo un gesto en la dirección del planeta alrededor del cual orbitaban—. La gente que baja, nunca vuelve. —Hizo una pausa—. ¿Le tiene miedo al barón Fell?

—¡No! —dijo Thorne, mientras Miles contestaba:

—Sí. —Ambos intercambiaron una mirada sardónica.

—Digamos que nos inclinamos a cuidarnos mucho del barón Fell —sugirió Miles. Thorne se encogió de hombros asintiendo. Ella frunció el ceño y maniobró hasta la mesa. Sacó un puñado de dinero de distintas monedas planetarias del bolsillo de su chaqueta azul y lo puso frente a Miles.

—¿Esto calmaría sus nervios?

Thorne puso los dedos sobre el fajo y lo contó. Por lo menos, unos dos mil dólares betanos, en una estimación a la baja, sobre todo en billetes de denominaciones medias, aunque arriba había un billete de una unidad betana que disimulaba el valor de todo el fajo frente a una mirada accidental.

—Bueno —dijo Thorne, dirigiéndose a Miles—, ¿y qué pensamos de esto nosotros, mercenarios?

Miles se reclinó pensativo en su silla. El secreto de la identidad de Miles no era el único favor al que podía apelar Thorne, si quería. Miles recordaba el día en que Thorne le había ayudado a capturar una estación de minería en un asteroide y el acorazado Triunfo, sin otra cosa que dieciséis hombres con equipo de combate y muchísimo valor.

—Me gusta alentar a mis comandantes a que manejen las finanzas con creatividad —dijo por fin—. Negocie, capitán.

Thorne sonrió, y sacó el dólar betano de la pila de billetes.

—Me doy cuenta de que entiende la idea general —se dirigió a Nicol—. Pero hay un error en la suma.

La mano de ella fue hasta su chaqueta y se detuvo mientras Thorne sacaba el resto de los billetes y los empujaba todos, menos el primero, de nuevo hacia ella.

—¿Qué?

Thorne alzó el billete:

—Esta es la suma correcta. Ahora es un contrato oficial. —Bel le tendió la mano y después de un momento de asombro e incredulidad, ella se la apretó—. Trato hecho —dijo Thorne con alegría.

—Héroe —advirtió Miles levantando un dedo—. Ten cuidado. Voy a vetar todo esto si no encuentras una forma de hacerlo en absoluto secreto. Ésa es mi parte del precio.

—Sí, señor —dijo Thorne.

Al cabo de unas horas, Miles se despertó de golpe en su cabina del Ariel. La consola de comunicación llamaba insistentemente. Miles había estado soñando, pero fuera lo que fuere, desapareció de su conciencia al instante, aunque le quedó la impresión de que había sido algo desagradable. Biológico y desagradable.

—Naismith.

—Soy el oficial de guardia en Comunicaciones, señor. Tiene una llamada desde la red de comunicación del área comercial. Pide que le diga que es Vaughn.

Vaughn era el nombre en clave del doctor Canaba, el hombre que tenía que recoger. Miles se puso la chaqueta del uniforme sobre la camiseta negra, se pasó los dedos por el cabello y se deslizó hacia su silla de consola.

—Que pase.

La cara de un hombre que casi había pasado ya la madurez se materializó sobre la pantalla de vídeo de Miles. De piel bronceada, rasgos sin determinación étnica alguna, el cabello corto, ondulado y grisáceo en las sienes, lo más interesante era la inteligencia que surgía de esos rasgos y la mirada de los ojos castaños. Bueno, ése es mi hombre, pensó Miles con satisfacción. Ya lo tenemos. Pero Canaba estaba muy tenso. Parecía inquieto.

—¿Almirante Naismith?

—Sí. ¿Vaughn?

Canaba asintió.

—¿Dónde está? —preguntó Miles.

—Abajo.

—Se suponía que íbamos a encontrarnos aquí arriba.

—Lo sé. Pero ha ocurrido algo. Un problema.

—¿Qué tipo de problema? ¿Este canal… es seguro?

Canaba rió con amargura.

—En este planeta no hay nada seguro. Pero no creo que me sigan la pista. Todavía no puedo subir a su nave. Necesito… ayuda.

—Vaughn, no estamos equipados para sacarlo luchando contra fuerzas superiores… si lo cogieran prisionero…

El hombre meneó la cabeza.

—No, no es eso, es que… he perdido algo. Necesito ayuda para recuperarlo.

—Se suponía que usted iba a dejarlo todo aquí. Le compensarán.

—No es una posesión personal. Es algo que su patrón necesita con desesperación. Algunas… muestras que me… que me han arrebatado. No me aceptarán sin eso.

El doctor Canaba creía que Miles era un mercenario cualquiera al que le habían confiado apenas un mínimo de información secreta de la Seguridad de Barrayar. Perfecto.

—Todo lo que me pidieron que transportase era usted y sus habilidades.

—No se lo dijeron todo.

Claro que sí. Barrayar le aceptarla sin nada encima y estaría agradecida. ¿Qué mierda era esto?

Canaba se encontró con el ceño fruncido de Miles.

—No puedo irme sin eso. No me iré. O no hay trato. Y puede usted esperar su paga sentado, mercenario.

Lo decía en serio. Mierda. Miles entrecerró los ojos.

—Todo esto es un poco misterioso.

Canaba se encogió de hombros.

—Lo lamento, pero tengo que hacerlo… Si viene a verme, le diré el resto. O váyase, no me importa. Pero hay una cosa que debo hacer… que tengo que… expiar. —La voz se fue desvaneciendo en medio de su agitación.

Miles respiró hondo.

—Muy bien. Pero cada complicación que usted agregue, aumenta el riesgo que corre. Y el que corremos nosotros. Será mejor que valga la pena.

—Ay, almirante —suspiró Canaba con tristeza— Sí que vale la pena.

La nieve caía lentamente en el parquecito en que Canaba se encontró con ellos, lo cual daba a Miles una razón más para maldecir. Como si no se hubiera quedado sin insultos hacía horas. Para cuando Canaba emergió por detrás del quiosco sucio en que lo esperaban Thorne y Miles, éste temblaba de arriba abajo a pesar de su parka fabricada en Dendarii. Los dos mercenarios echaron a andar tras el hombre sin decir palabra.

Los laboratorios Bharaputra tenían su cuartel general en una ciudad del planeta que, francamente, Miles encontraba inquietante: un puerto de transbordadores vigilado, edificios del sindicato vigilados, edificios municipales vigilados, residencias vigiladas y, entre unas y otras, un desorden enloquecido de estructuras descuidadas y viejas, ocupadas por gente escurridiza. El lugar hacía que Miles se preguntara si los dos hombres de las tropas Dendarii que había dispuesto para que los siguieran serían suficientes. Pero la gente les abría paso. Evidentemente, sabían lo que significaban los guardias. Por lo menos, durante el día.

Canaba los condujo a uno de los edificios cercanos. Tenía los tubos ascensores fuera de servicio, los corredores sin calefacción. Una persona, tal vez una mujer, vestida de oscuro, se deslizó entre las sombras y Miles pensó, inquieto, en una rata gigante. Siguieron a Canaba, con creciente recelo, hacia la escalera de seguridad en el lateral de un tubo ascensor abandonado, y por otro corredor y a través de una puerta hasta una habitación vacía y sucia, Iluminada por una ventana intacta de vidrios no polarizados. Por lo menos, no hacía viento.

—Creo que aquí podemos hablar tranquilos —dijo Canaba, volviéndose y sacándose los guantes.

—¿Bel? —dijo Miles.

Thorne sacó un grupo de detectores antimicrófonos y cámaras de su parka y se dedicó a examinarlo todo, mientras los dos guardias revisaban los alrededores. Uno de ellos se quedó en el corredor y el segundo cerca de la ventana.

—Limpio —dijo Bel por fin, como si no acabara de creer en sus instrumentos—. Por ahora. —Caminó alrededor de Canaba y lo revisó también.

Canaba esperó con la cabeza gacha, como si sintiera que no se merecía mejor tratamiento. Bel conectó la cortina de sonido para protegerse de posibles micrófonos no detectados.

Miles se sacó la capucha y abrió el abrigo para tener las armas a mano, por si se trataba de una trampa. Canaba le resultaba impenetrable. ¿Cuáles eran sus motivaciones? No cabía duda de que la Casa Bharaputra le había asegurado comodidad —su chaqueta y la ropa cara que llevaba debajo así lo indicaban—, y a pesar de que su estándar de vida no decaería al entrar al servicio del Instituto de Ciencia Imperial de Barrayar, no tendría la oportunidad de amasar tanto dinero como en Jackson’s Whole. Así que no era por dinero. Pero entonces, ¿por qué había querido trabajar para la Casa Bharaputra? ¿Por qué trabajaría alguien allí si no era porque la avidez de ganancia había acabado con su integridad?

—Usted me resulta fascinante, doctor Canaba —intervino Miles—. ¿Por qué este cambio en la mitad de su carrera? Conozco muy bien a sus nuevos patrones y, francamente, no veo cómo pudieron ofrecerle más que la Casa Bharaputra. —Bien, ésa era la forma en que lo diría un mercenario.

—Me ofrecieron protección contra la Casa Bharaputra. Aunque, si usted es la protección que me mandan… —Y miró dudoso a Miles.

Ja. Mierda. El hombre estaba a punto de volar, dejando a Miles que explicara el fracaso de su misión al jefe de Seguridad Imperial, Illyan en persona.

—Compraron nuestros servicios —dijo Miles— y por lo tanto usted es el que manda. Quieren que esté sano y salvo. Pero no podemos ni empezar a protegerlo si usted se desvía así de un plan diseñado para maximizar su seguridad, deja de lado factores de riesgo y encima nos pide que actuemos en la oscuridad.

Necesitamos saber exactamente lo que está pasando si quiere que yo me responsabilice de los resultados.

—Nadie le pide que se responsabilice.

—Discúlpeme, doctor, pero sí que me lo han pedido.

—Ah —dijo Canaba—. Ya… ya veo. —Fue hasta la ventana y volvió— ¿Pero hará lo que yo le diga?

—Haré lo que pueda.

—Claro —rezongó Canaba—. Dios… —Meneó la cabeza, cansado, inhaló profundamente— No vine por el dinero, sino porque aquí puedo hacer investigaciones que son imposibles en cualquier otro lugar. No estoy limitado por restricciones legales antiguas. Soñaba con conseguir maravillas… pero se convirtió en una pesadilla. La libertad se convirtió en esclavitud. ¡Las cosas que querían que hiciera! Constantemente interrumpían lo que yo quería hacer. Ah, siempre se puede lograr que alguien haga algo por dinero, pero esa gente es de segundo orden. Estos laboratorios están llenos de mediocres, de segundones. Porque no se puede comprar a los mejores. Hice cosas, cosas únicas, que Bharaputra no quiere desarrollar porque la ganancia sería ínfima, y no les importa el número de personas a las que beneficiaría… y no tengo crédito por mi trabajo, nadie habla de mi trabajo. Todos los años veo en la bibliografía de mi campo los honores galácticos que se entregan a hombres que valen menos que yo porque yo no puedo publicar mis resultados… —Se detuvo, bajó la cabeza—. Sin duda, le parezco megalomaníaco.

—Me parece frustrado.

—La frustración —continuó Canaba— me despertó de un largo sueño. El ego herido, sólo eso, ego herido. Pero en mi orgullo, volví a descubrir la vergüenza. Y el peso de esa vergüenza me asustó, me asustó y me paralizó. ¿Me comprende usted? ¡Y qué importa que me entienda! ¡Ah! —Caminó hasta la pared y se quedó allí de pie, mirándola, la espalda erguida.

—Bueno —dijo Miles y se rascó la parte posterior de la cabeza, pensativo—. Sí, me gustaría pasar varias horas fascinantes escuchando sus explicaciones… pero en mi nave. Cuando estemos en el espacio.

Canaba se volvió con media sonrisa en los labios.

—Usted es un hombre práctico. Es evidente. Un soldado. Bueno, Dios sabe que eso es justo lo que necesito ahora.

—Las cosas se han complicado, ¿eh?

—Ha ocurrido… de pronto. Pensaba que lo tenía todo bajo control.

—Siga —suspiró Miles.

—Había siete complejos genéticos sintetizados. Uno de ellos es la curación para cierto desorden enzimático. Otro aumenta veinte veces la generación de oxígeno en las algas de las estaciones espaciales. Otro vino de fuera de los laboratorios Bharaputra, lo trajo un hombre. Nunca supimos quién era, pero la muerte lo seguía. Muchos de los colegas que habían trabajado en ese proyecto murieron asesinados esa misma noche por los comandos que lo perseguían y que destruyeron sus archivos y anotaciones. Nunca se lo dije a nadie, pero saqué una muestra de ese tejido sin autorización. Para estudiarla. Todavía no he terminado de investigarla, pero puedo decirle que es absolutamente única.

Miles identificó la historia y casi se ahogó pensando en la extraña cadena de circunstancias que habían puesto una muestra de tejido idéntica en manos de la Inteligencia de Dendarii hacía un año. El complejo telepático de Terrence See, se llamaba, y era la verdadera razón por la que su majestad imperial quería de pronto a un técnico en genética. Uno de los mejores. El doctor Canaba iba a recibir una pequeña sorpresa cuando llegara a su nuevo laboratorio en Barrayar. Y si los otros seis complejos tenían un valor semejante al de ése, el jefe de Seguridad Illyan despellejaría a Miles vivo si los dejaba escapar. La atención que Miles prestaba a Canaba se intensificó. Ese viaje tal vez no sería tan trivial como él había temido.

—Juntos, los seis complejos representan miles de horas de investigación, sobre todo mía, pero también de otros, el trabajo de mi vida. Había pensado en llevarlos conmigo. Los había preparado y envuelto en un complejo vital. Los coloqué, dormidos, listos, en un… —Canaba pareció dudar—. En un organismo vivo. Pensé que nadie los encontraría allí.

—¿Por qué no los puso en sus propios tejidos? —preguntó Miles, irritado—. Entonces no los hubiera perdido.

La boca de Canaba se abrió de par en par.

—Yo. … Bueno, no lo pensé. ¿Por qué no se me ocurrió? —Su mano se tocó la frente como preguntándose la razón, como buscando los sistemas que hubieran podido fallar. Apretó los labios— Pero no habría habido diferencia. Todavía necesitaría… —Se calló—. Es el organismo —dijo por fin—. La… criatura. —Otro silencio largo.

»De todas las cosas que he hecho —continuó en voz baja—, de todas las interrupciones que este lugar vil ha impuesto a mi trabajo, hay una que lamento en especial. Usted me entiende, esto fue hace mucho. Yo era joven, pensé que todavía tenía un futuro que proteger. Y no era todo cosa mía… era culpable por obedecer, ¿eh? Prefería poner la culpa en otro lado, decir que era culpa de él, de ella… bueno, ahora es culpa mía.

Quiere decir mía, pensó Miles con amargura.

—Doctor, cuanto más tiempo pasemos aquí, tanto mayor es la posibilidad de que esta operación fracase. Por favor, vayamos al grano.

—Sí… sí… Bueno, hace unos años, los laboratorios de la Casa Bharaputra aceptaron un contrato para fabricar una… nueva especie. Bajo pedido.

—Pensé que los que eran famosos por fabricar o lo que fuera, bajo pedido, eran los de la Casa Ryoval —dijo Miles.

—Ellos hacen esclavos. Están muy especializados. Y son una empresa pequeña… su cartera de clientes es sorprendentemente corta. Hay muchos hombres ricos, supongo, y hay muchos hombres depravados, pero un cliente de la Casa Ryoval tiene que ser miembro de ambos conjuntos y, en general, esos conjuntos no se superponen demasiado, no tanto como uno cree. De todos modos, nuestro contrato iba a ser el primero de una nueva producción, una producción en grande que queda mucho más allá de las posibilidades de la Casa Ryoval. Un gobierno subplanetario, presionado por sus vecinos, quería que hiciéramos una raza de supersoldados para ellos.

—No entiendo —dijo Miles—. Creía que eso ya se había intentado. Más de una vez.

—Esta vez pensamos que podíamos, O por lo menos, la jerarquía de Bharaputra estaba dispuesta a intentarlo. Pero había demasiada gente interesada en el proyecto. El cliente, nuestros superiores, los miembros del proyecto genético, todo el mundo tenía ideas que proponer y tratar de imponer. Juro que estaba condenado al fracaso desde antes de pasar por el comité de diseño.

—Un supersoldado. Diseñado por un comité. Dios mío. Tiemblo sólo de pensarlo. —Miles estaba fascinado—. ¿Y que pasó?

—A muchos de nosotros nos parecía… que los límites físicos de lo humano ya se habían alcanzado. Una vez que un… digamos un sistema muscular tiene una salud perfecta, está estimulado al máximo por las hormonas correspondientes, ejercitado hasta sus límites, eso es todo lo que se puede hacer. Así que buscamos otras especies para mejorarlo. Yo, por ejemplo, me interesé mucho en los metabolismos aeróbicos y anaeróbicos de los músculos del caballo de carrera…

—¿Qué? —preguntó Thorne, impresionado.

—Hubo otras ideas. Demasiadas. Y juro que no fueron todas mías.

—¿Mezclaron genes animales y humanos? —preguntó Miles.

—¿Por qué no? Los genes humanos se separaron de los animales al principio… fue lo primero que se intentó. La insulina humana extraída de las bacterias y así. Pero hasta ahora nadie se había atrevido a hacerlo en dirección contraria. Rompí la barrera, quebré los códigos… Parecía tan bueno al principio. Sólo cuando los primeros llegaron a la pubertad comprendimos el alcance de los errores que habíamos cometido. Bueno. Fue sólo un intento. Se suponía que iban a ser formidables. Pero terminaron convertidos en monstruos.

—Dígame —preguntó Miles horrorizado—, ¿había algún soldado con experiencia real de combate en el comité?

—Supongo que el cliente los tenía. Ellos fueron los que nos dieron los parámetros.

Thorne dijo en voz sofocada:

—Ya veo. Estaban tratando de reinventar el soldado raso o algo así.

Miles echó una mirada fulminante a Thorne y golpeó el reloj con un dedo.

—Siga, doctor, no deje que lo interrumpamos.

Hubo un silencio corto. Canaba empezó de nuevo.

—Hicimos diez prototipos. Después el cliente… cerró el negocio. Perdió la guerra…

—¿Por qué será que no me sorprende? —musitó Miles entre dientes.

—Se cortaron los fondos, el proyecto se dejó de lado antes de que pudiéramos aplicar lo que habíamos aprendido de nuestros primeros errores. De los diez prototipos murieron nueve. Quedó uno. Lo teníamos en los laboratorios por… ciertas dificultades para mantenerlo… Puse mis complejos genéticos en ese prototipo. Todavía están ahí. Lo último que pensaba hacer antes de irme era matar al prototipo. Un acto piadoso… una responsabilidad… Mi expiación, si usted quiere.

—¿Y después? —lo apuró Miles.

—Hace unos pocos días, alguien lo vendió de repente a la Casa Ryoval. Como novedad, aparentemente. El barón Ryoval colecciona seres extraños de todo tipo, para sus bancos de tejidos…

Miles y Bel intercambiaron una mirada.

—Yo no tenía idea de que iban a venderlo. Entré en el laboratorio esa mañana y no estaba… No creo que Ryoval tenga idea de lo que vale de verdad. Ahí está, por lo que sé, en las instalaciones de Ryoval.

Miles presintió que le iba a coger un fuerte dolor de cabeza. Por el frío, sin duda.

—Y puedo preguntarle qué es lo que usted pretende que nosotros hagamos al respecto…

—Entrar de alguna forma. Matarlo. Buscar una muestra de tejido… Sólo así iré con ustedes.

Y dolor de estómago.

—¿Qué, las dos orejas y el rabo?

Canaba lo miró con frialdad.

—El músculo gastronemio izquierdo. Ahí puse los complejos. Los virus de almacenamiento no son virulentos, no pueden haber ido muy lejos. La mayor concentración tiene que seguir en el mismo lugar.

—Ya veo. —Miles se frotó las sienes y se apretó los ojos—.

De acuerdo. Nos ocuparemos de eso. Este contacto personal entre nosotros es muy peligroso. Preferiría no repetirlo. Arrégleselas para venir a mi nave en cuarenta y ocho horas. ¿Le parece que podemos tener algún problema para reconocer a su criatura?

—No creo. Este espécimen en particular medía unos dos metros y medio. Quiero… quiero que sepan que los colmillos no fueron idea mía.

—Ya… ya veo.

—Se mueve muy, pero muy rápido, si todavía está sano. ¿Les puedo ayudar en algo? Tengo acceso a venenos indoloros…

—Ya ha hecho bastante, gracias. Por favor, déjenos esto a los profesionales, ¿eh?

—Sería mejor si se pudiera destruir su cuerpo por completo. Que no queden células. Si pueden.

—Para eso se inventaron los arcos de plasma. Mejor será que se vaya.

—Sí. —Canaba dudada— ¿Almirante Naismith?

—¿Si… ?

—Yo… sería mejor que mi futuro patrón no supiera nada acerca de esto. Tienen intereses militares importantes. Tal vez la noticia los excite demasiado.

—Ah —dijo Miles/almirante Naismith /teniente lord Vorkosigan del Servicio Imperial de Barrayar—. No creo que deba preocuparse por eso.

—¿Le parece que cuarenta y ocho horas son suficientes para su incursión? —se preocupó Canaba—. Ya sabe que si no consigue el tejido, volveré abajo. No pienso dejarme atrapar en su nave.

—Usted tiene que estar conforme, está en mi contrato —dijo Miles—. Ahora, váyase.

—Tengo que confiar en usted, señor. —Canaba asintió, angustiado, y se retiró.

Esperaron unos minutos en la habitación congelada para que Canaba se alejara un poco. El edificio crujía a causa del viento; desde un corredor superior llegó un chillido extraño y, después, una risa que se cortó abruptamente. El guardia que seguía a Canaba regresó enseguida.

—Se ha ido a su coche, señor.

—Bien —dijo Thorne—. Supongo que vamos a necesitar un plano de las instalaciones de Ryoval, señor.

—Creo que no —dijo Miles.

—Si vamos a atacar…

—Atacar, y un cuerno. No pienso arriesgar a mis hombres en algo tan idiota. Dije que iba a matar a su pecado por él. No le dije cómo pienso hacerlo.

La red de comunicación comercial del puerto de transbordadores del planeta parecía tan adecuada como cualquier otro punto. Miles se deslizó dentro de la cabina y colocó su tarjeta de crédito en la máquina mientras Thorne se quedaba en un punto de observación y los guardias esperaban fuera. Marcó el código.

En un momento el panel de vídeo produjo la imagen de una recepcionista de cara dulce con hoyuelos y una cresta blanca de piel en lugar de cabello.

—Casa Ryoval, Servicios al Cliente. ¿En qué puedo servirle, señor?

—Me gustaría hablar con el señor Deem, director de Ventas y Demostraciones —dijo Miles con voz suave—; acerca de una posible compra para mi organización.

—¿De parte de quién?

—El almirante Miles Naismith, de la Flota de los Mercenarios Libres de Dendarii.

—Un momento, por favor.

—¿De verdad cree que se lo venderán así como así? —murmuró Bel a su lado mientras la cara de la chica se esfumaba y aparecía un diseño de luces y de colores y una música dulzona.

—¿Recuerdas lo que oímos ayer? —dijo Miles—. Te apuesto a que está en venta. Y barato. —Pero tenía que intentar no parecer demasiado interesado.

En un breve espacio de tiempo, el diseño de colores dejó, paso a una cara de un hombre sorprendentemente hermoso, un albino de ojos azules con una camisa de seda roja. Tenía un golpe lívido muy visible en la mejilla.

—Soy Deem. ¿En qué puedo ayudarle, almirante?

Miles se aclaró la garganta con cuidado.

—Me ha llegado un rumor de que la Casa Ryoval tal vez haya adquirido hace poco de la Casa Bharaputra un artículo de algún interés profesional para mí. Supuestamente, sería el prototipo de algún tipo de luchador mejorado ¿Sabe algo acerca de eso?

La mano de Deem fue hasta el golpe y lo palpó con cuidado. Después se alejó.

—Sí, señor, tenemos un artículo así.

—¿Y está en venta?

—Ah, sí… bueno, quiero decir… que me parece que hay algún arreglo pendiente. Pero todavía se puede ofrecer algo por él…

—¿Podría inspeccionarlo?

—Por supuesto —le contestó Deem con alegría reprimida ¿Cuándo?

Hubo un estallido de estática y la imagen del vídeo se dividió. La cara de Deem se desplazó a un lateral.

La nueva cara era demasiado familiar. Bel hizo un ruido de profundo disgusto entre los dientes.

—Yo contestaré esta llamada. Deem —dijo el barón Ryoval.

—Sí, señor. —Los ojos de Deem reflejaron sorpresa y cortó. La imagen de Ryoval se agrandó hasta ocupar todo el espacio disponible.

—Bueno, betano —sonrió el barón—, parece que sí tengo algo que usted quiere, después de todo.

Miles se encogió de hombros.

—Puede —contestó con un tono neutro— Si está dentro de mis posibilidades en cuanto al precio.

—Creía que le había dado todo su dinero a Fell.

Miles abrió las manos.

—Un buen comandante siempre tiene reservas escondidas. Sin embargo, todavía no se ha establecido el verdadero valor del objeto. En realidad, ni siquiera se ha establecido su existencia.

—Ah, existe, se lo aseguro. Y es… impresionante. Para mí fue un placer increíble agregarlo a mi colección. Realmente, no me gustaría desprenderme de… Pero para usted —dijo Ryoval y sonrió todavía más—, tal vez sea posible arreglar una tarifa especial que recorte los gastos. —Rió entre dientes, como ante alguna broma secreta que a Miles se le escapaba.

A mí me gustaría cortarte el cuello, no los gastos.

—¿Ah, sí?

—Le propongo un trueque simple —dijo Ryoval—. Carne por carne.

—Tal vez está haciendo una estimación errónea de mi interés, barón.

Los ojos de Ryoval brillaron en la pantalla.

—No lo creo.

Sabe que no me acercaría ni a dos kilómetros si no fuera algo que me interesa de verdad.

—Dígame el precio.

—Voy a ser completamente justo. Le cambio el monstruo de los Bharaputra… ah, debería verlo, almirante…, por tres muestras de tejidos. Tres muestras que, si usted es inteligente, no le costarán nada. —Ryoval levantó un dedo—. Una de su hermafrodita betano —segundo dedo—, otra de usted mismo —Y tercer dedo—, y otra de la intérprete cuadrúmana del barón Fell.

En el rincón de la cabina, Bel Thorne parecía estar dominándose para no tener un ataque de apoplejía. En silencio, por suerte.

—Esa tercera muestra puede resultarme muy difícil de obtener —contestó Miles, que quería ganar tiempo para pensar.

—Menos difícil para usted que para mí —dijo Ryoval—. Fell conoce a mis agentes. Le dije mis intenciones y ahora está en guardia. Usted representa una oportunidad única para conseguir lo que quiero sorteando su guardia. Si le doy una motivación suficiente, estoy seguro de que la cosa no está fuera de sus posibilidades, mercenario.

—Si me dan suficiente motivación, hay muy pocas cosas que estén fuera de mis posibilidades, barón. —Contestó Miles, casi sin pensar.

—Bueno, entonces espero que usted me llame en. … digamos veinticuatro horas. Después de eso retiraré mi oferta. —Ryoval saludó contento—. Buenos días, almirante. —El video se puso en blanco.

—Bueno, bueno —dijo Miles como un eco del «bueno» del barón.

—Bueno, ¿qué? —dijo Thorne en tono de sospecha—. No te estarás tomando en serio la oferta, ¿verdad?

—¿Para qué quiere una muestra de mis tejidos, por el amor de Dios? —se preguntó Miles en voz alta.

—Seguramente para su espectáculo de enanos y perros —soltó Thorne con rabia.

—Venga, venga. Lamento decir que se sentirá terriblemente desilusionado cuando mi clon crezca y mida un metro ochenta. —Miles se aclaró la garganta—. Supongo que eso no hace daño a nadie… Tomar una pequeña muestra de tejidos. En cambio, un ataque significa arriesgar muchas vidas.

Bel se reclinó contra la pared de la cabina y se cruzó de brazos.

—No es verdad. Tendrías que pasar por encima de mi cadáver para conseguir mi muestra. Y la de ella.

Miles sonrió con amargura.

—Entonces …

—Entonces …

—Entonces, vayamos a buscar un mapa de ese pozo de carne de Ryoval. Creo que vamos de caza.

Las instalaciones biológicas principales del palacio de la Casa Ryoval no eran realmente una fortaleza, sólo algunos edificios vigilados y dispersos. Edificios muy bien vigilados, con guardias enormes. Miles se puso sobre la furgoneta alquilada y estudió la situación a través de los lentes nocturnos. Tenía gotas de niebla sobre la barba. El viento frío y húmedo buscaba resquicios de ropa mientras él los buscaba en el sistema de seguridad de Ryoval.

El complejo blanco se alzaba amenazador contra la ladera de la montaña cubierta de bosques oscuros, con los jardines delanteros inundados de luz, fantasmales, en la niebla y el frío. Las entradas de servicio parecían más prometedoras. Miles asintió para sí mismo y bajó de la furgoneta, que había colocado artísticamente sobre el pequeño sendero de montaña que subía por encima de la Casa Ryoval. Abrió otra vez la puerta trasera y entró para protegerse del viento helado.

—De acuerdo, chicos, escuchadme.

La patrulla se agrupó a su alrededor mientras él colocaba el mapa de holovídeo en el centro. Las luces coloreadas del dibujo brillaban sobre las caras, la del alférez Murka, alto como siempre; la de la sargento Laureen Anderson, que llevaba la furgoneta y debía quedarse fuera como apoyo, junto con el soldado Sandy Hereld y el capitán Thorne. Un viejo prejuicio de Miles, típico de Barrayar, hacía que la idea de llevar soldados mujeres a la Casa Ryoval le disgustara especialmente; esperaba estar disimulándolo bien. En el caso de Bel Thorne la cosa era doble. No era que el sexo representara diferencia alguna en las aventuras que les esperaban, por lo menos, a juzgar por los rumores extraños que había escuchado. Y sin embargo… Laureen decía que podía hacer pasar cualquier vehículo construido por el hombre a través del ojo de una aguja, aunque Miles no podía creer que ella hubiera hecho en toda su vida algo tan doméstico como enhebrar una aguja. No, Laureen no iba a cuestionar su decisión de dejarla en la furgoneta.

—El problema principal sigue siendo que todavía no sabemos a ciencia cierta en qué lugar de las instalaciones tienen a la criatura de Bharaputra. Así que primero cruzamos la valla, luego los patios exteriores, y el edificio principal, ahí y aquí. —Un hilo de luz roja trazó el recorrido sobre el mapa al contacto del dedo de Miles— Después, con el mayor sigilo, atrapamos a un empleado del interior y le inyectamos pentarrápida. Desde ese momento, corremos contrarreloj porque es posible que descubran muy pronto que el empleado no está en su puesto.

»La palabra clave es silencio. No hemos venido a matar a nadie, y no estamos en guerra con los empleados de la Casa Ryoval. Llevad los bloqueadores y dejad los arcos de plasma y los destructores nerviosos en su lugar hasta que localicemos el objetivo. Lo liquidamos lo más rápido posible, sin hacer ruido, y yo consigo la muestra. —Se tocó la chaqueta. Allí debajo llevaba el equipo de recolección que mantendría el tejido vivo hasta que pudieran volver al Ariel—. Después, desaparecemos. Si algo sale mal antes de que consiga ese pedacito de carne, no nos preocupamos por pelear. No vale la pena. Tienen formas muy peculiares de ejecutar las penas de muerte en este lugar y no veo la necesidad de que todos terminemos como repuesto de los bancos de tejidos de los Ryoval. Esperaremos a que el capitán Thorne arregle un rescate y después intentamos otra cosa. En caso de emergencia, tengo un par de cosas que pueden ayudarme a negociar con Ryoval.

—De extrema emergencia —musitó Bel.

—Si algo sale mal después de que acabemos con nuestra misión de carniceros, hay que guiarse por las reglas del combate. Esa muestra es irreemplazable y debe llegar al capitán Thorne a cualquier precio. Laureen, ¿estás segura de que sabes cuál es el punto de reencuentro?

—Sí, señor —dijo Laureen y señaló un punto en el mapa.

—Todos lo habéis entendido? ¿Alguna pregunta? ¿Sugerencias? ¿Observaciones de último minuto? Entonces, controlemos las comunicaciones. Capitán Thorne.

Parecía que todos los comunicadores de muñeca funcionaban bien. El alférez Murka se inclinó sobre el equipo de armas. Miles guardó con cuidado el cubo del mapa holo, que les había costado casi el precio de un rescate pagado a cierta compañía constructora bastante flexible en sus tratos. Los cuatro miembros del equipo de incursión se deslizaron fuera de la furgoneta y emergieron en la oscuridad congelada.

Se deslizaron por entre los bosques. La capa crujiente de escarcha parecía muy resbaladiza bajo los pies y apenas cubría un suelo de barro. Murka vio un ojo espía antes de que el ojo los viera a ellos y lo cegó con un estallido muy breve de estática de microondas al pasar a su lado. Les costó muy poco trabajo aupar a Miles sobre la pared. Trató de no pensar en el viejo deporte de los bares de antaño, el de tirar a los enanos por el aire. El patio interno era sobrio y muy funcional, plataformas de embarque con grandes puertas cerradas, depósitos para recolección de basura y unos pocos vehículos estacionados.

Resonaron pasos en el silencio y todos se escondieron detrás de un gran depósito de basura. Pasó un guardia vestido de rojo, balanceando un detector de infrarrojos. Miles y su gente se agacharon y escondieron la cara en los ponchos antiinfrarrojos. Sin duda, parecían bolsas de basura. Después avanzaron de puntillas hasta las plataformas de embarque.

Conductos. La clave de la entrada a las instalaciones de los Ryoval había resultado ser la red de conductos, la de la calefacción, la de los cables de energía óptica, la de los sistemas de comunicación. Conductos muy estrechos. Bastante intransitables para un individuo corpulento. Miles se sacó el poncho y se lo tendió a uno de los hombres para que lo guardara.

Se aupó sobre los hombros de Murka y pasó al primer conducto a través de una rejilla de ventilación bien alta sobre la pared que daba a las puertas de embarque. Miles sacó la rejilla, se la alcanzó a uno de los hombres de abajo en silencio y, después de mirar si había moros en la costa, se deslizó adentro. Era estrecho incluso para él. Se dejó caer despacio sobre el suelo de cemento, encontró la caja de control, cortó la alarma y levantó la puerta como un metro. Su equipo se deslizó por ella y él volvió a poner la puerta en su lugar con el menor ruido posible. Hasta ahora bien; ni siquiera habían tenido que intercambiar una palabra.

Llegaron al otro lado del patio de recepción justo antes de que pasara un empleado de uniforme rojo con un carro eléctrico cargado de robots de limpieza. Murka tocó la manga de Miles y lo miró como preguntándole ¿Éste? Miles meneó la cabeza. Todavía no. Un hombre de mantenimiento sabría menos que un empleado acerca de lo que había en el interior, donde estaba su objetivo, y no tenían tiempo para sembrar todo el lugar de hombres inconscientes que habrían sido un fracaso como informantes. Encontraron el túnel al edificio principal justo en el sitio en que lo fijaba el mapa. La puerta al final del túnel estaba cerrada con llave, tal como se esperaban.

De nuevo sobre los hombros de Murka. Con un gesto rápido Miles aflojó un panel en el techo y se deslizó por allí —ese marco de soporte del techo, bien frágil, no habría aguantado a un hombre de mucho peso— y encontró los cables de energía que alimentaban el cierre de la puerta. Miles estaba examinando la situación y sacando las herramientas de la chaqueta de su uniforme llena de bolsillos cuando la mano de Murka se alzó para dejar el paquete de armas a su lado y volver a colocar el panel en su lugar. Miles se acostó boca abajo y apretó el ojo contra la grieta mientras oía el grito de una voz en el pasillo, abajo.

—¡Quietos!

La cabeza de Miles se llenó de insultos. Apretó la mandíbula para que no se le escapara ninguno. Miró las coronillas de sus hombres. En un momento, estuvieron rodeados por media docena de guardias armados y vestidos con casaca roja y pantalones negros.

—¿Qué hacéis aquí? —soltó el sargento de guardia.

—¡Mierda! —exclamó Murka—. ¡Por favor, por favor, señor no le diga a mi comandante que nos ha atrapado aquí! ¡Me va a degradar a soldado raso!

—¿Eh? —dijo el sargento de guardia. Empujó a Murka con su arma, un destructor nervioso letal. ¡Arriba las manos! ¿Quién eres?

—Me llamo Murka. Hemos venido en un barco mercenario desde la estación Fell. El capitán no nos quería dar pases de tierra. Imagínese… hemos venido hasta Jackson’s Whole y el hijo de puta no nos deja bajar… ¡El muy cabronazo no nos quiere dejar ver Ryoval!

Los guardias de casaca roja les registraron con el detector, sin demasiada gentileza, y sólo encontraron bloqueadores y los instrumentos para penetración que había llevado Murka.

—Aposté a que entraríamos aunque no pudiéramos usar la puerta principal. —Murka hizo un gesto de desilusión—. Parece que he perdido.

—Parece que sí —gruñó el sargento, retrocediendo.

Uno de sus hombres levantó la pobre colección de instrumentos que les había confiscado a los de Dendarii.

—No parecen un grupo de asesinos —observó.

Murka se enderezó y lo miró, absolutamente ofendido.

—¡Claro que no! ¡Y no lo somos!

El sargento de guardia dio varias vueltas a un bloqueador.

—Ausentes Sin Aviso, ¿eh?

—No si volvemos antes de medianoche. —El tono de Murka se convirtió en un ruego—. Mire, nuestro comandante es un hijo de puta. ¿Cree que puede haber alguna forma de que no se entere de esto? —Una de las manos de Murka pasó, sugerente, cerca del bolsillo donde guardaba la billetera.

El sargento de guardia lo miró de arriba abajo con un gesto de orgullo.

—Tal vez.

Miles escuchaba con la boca abierta de alivio y satisfacción.

Murka, si esto funciona te asciendo a…

Murka hizo una pausa.

—¿Podríamos echar un vistazo, primero? Ni siquiera le hablo de las chicas… ¿sólo dar una vuelta por lo menos? Así podría decir que lo he visto…

—¡Esto no es un prostíbulo, soldadito! —gritó el guardia.

Murka lo miró, de una pieza.

—¿Qué?

—Ésta es la instalación biológica.

—Ah —dijo Murka.

—Imbécil —dijo uno de los soldados de Miles entre dientes.

Miles rezó una plegarla de agradecimiento. Ninguno de los tres había echado ni una sola mirada hacia arriba.

—Pero el hombre de la ciudad me aseguró… —empezó a decir Murka.

—¿Qué hombre? —preguntó el sargento de guardia.

—El hombre que se llevó el dinero —dijo Murka.

Un par de los guardias de rojo se estaba empezando a reír. El sargento de guardia empujó a Murka con el destructor.

—Vete, soldadito. Vuelve a tu nave. Hoy es tu día de suerte.

—¿Quiere decir que nos va a dejar ver el interior? —Insistió Murka, esperanzado.

—No —dijo el sargento— Quiero decir que te vamos a romper las dos piernas antes de echarte a patadas. —Hizo una pausa y agregó—: Hay un prostíbulo en la ciudad. —Sacó la billetera de Murka del bolsillo, controló el nombre en la tarjeta de crédito y sacó todo el dinero. Los guardias hicieron lo mismo a los otros soldados que los miraban indignados y se repartieron el dinero—. Aceptan tarjetas de crédito y tenéis tiempo hasta la medianoche. ¡Ahora, fuera!

Y así desapareció el escuadrón de Miles, en una retirada ignominiosa. Pero por lo menos estaban intactos, todos, cuando salieron caminando por el túnel hacia fuera. Miles esperó a que todos estuvieran lejos antes de apretar el control del comunicador.

—¿Bel?

—Sí —La respuesta fue inmediata.

—Problemas. Los guardias acaban de atrapar a Murka y los demás. Creo que el ingenio de ese chico acaba de salvarlos y lo único que van a hacer es sacarlos por la puerta de atrás en vez de descuartizarlos. Voy a seguirlos apenas pueda y nos reagruparemos para intentarlo de nuevo. —Miles hizo una pausa. El asunto se le había ido de las manos. Estaban peor que cuando empezaron. La seguridad de Ryoval estaría alerta durante el resto de la larga noche de Jackson’s Whole. Añadió—: Voy a ver si por lo menos puedo averiguar dónde está la criatura antes de retroceder. Eso puede mejorar las posibilidades de éxito la próxima vez.

—Ten cuidado —refunfuñó Bel.

—Por supuesto que sí. Vigila para ver si vuelven Murka y los suyos. Naismith fuera.

Una vez que identificó los cables, tardó apenas un momento en abrir la puerta. Después tuvo que colgarse de los dedos mientras trataba de hacer que el panel del techo volviera a su lugar y se dejó caer al suelo, con mucho miedo por sus huesos. No se le rompió nada. Se deslizó por el portal hacia el edificio principal y apenas pudo se metió por los conductos, porque los corredores, evidentemente, eran peligrosos. Se quedó tendido boca arriba sobre el estrecho conducto y balanceó el cubo holo entre los dedos, sobre su vientre para elegir una nueva ruta que a ser posible evitara las tropas de vigilancia. ¿Dónde había que buscar un monstruo? ¿En el baño?

Más o menos en la tercera curva, cuando se arrastraba a través del sistema llevando el paquete de armas, se dio cuenta de que la realidad no encajaba con el mapa. Mierda y más mierda. ¿Había habido cambios en el sistema desde su construcción o era que el mapa estaba sutilmente saboteado? Bueno, no importaba, en realidad no estaba perdido, todavía sabía cómo regresar.

Se arrastró durante una media hora y descubrió y desactivó dos sensores de alarma antes de que pudieran descubrirlo. El factor tiempo se estaba complicando. Pronto tendría que… ah, ahí. Miró a través de una rejilla de ventilación. Una habitación en penumbra llena de equipos de holovídeo y comunicaciones.

El mapa la llamaba Reparaciones Menores. No parecía un taller de reparaciones. ¿Otro cambio desde que Ryoval había subido al poder? Pero había un hombre solo, sentado con la espalda hacia la pared donde estaba Miles. Perfecto. Demasiado bueno para dejarlo pasar.

Respirando sin hacer ruido, moviéndose lentamente, Miles sacó el revólver de dardos de su paquete y se aseguró de cargarlo con el cartucho correcto, pentarrápida y paralizador, un cóctel adorable que había fabricado ex profeso un técnico médico del Ariel. Suspiró, y a través de la rejilla apuntó el revólver con precisión y disparó justo en el blanco. El hombre se llevó la mano a la nuca una vez y se quedó sentado y quieto, la mano suelta, sin tensión, al lado del cuerpo. Miles sonrió, sacó la rejilla y se dejó caer al suelo.

El hombre iba de civil, muy bien vestido. ¿Uno de los científicos, tal vez? Se tambaleaba en la silla con una sonrisita en los labios y miraba a Miles con interés y sin alarma. Empezó a caerse.

Miles lo agarró y lo colocó de nuevo en su lugar.

—Siéntese, así está bien. No puede hablar con la boca contra la alfombra, ¿verdad?

—Noooo… —El hombre hizo girar su cabeza y sonrió con alegría.

—¿Sabe algo de una fabricación genética, una criatura monstruosa, que acaban de traer de la Casa Bharaputra a estas instalaciones?

El hombre parpadeó y sonrió.

—Sí.

Los sujetos sometidos a la pentarrápida solían interpretar todo literalmente, recordó Miles.

—¿Dónde lo tienen?

—Abajo.

—¿Dónde, exactamente?

—En el subsuelo. El espacio alrededor de los cimientos. Esperamos que atrape alguna de las ratas, ¿entiende? —El hombre se rió—. ¿Los gatos comen ratas? ¿Las ratas comen gatos?

Miles lo buscó en el cubo. Sí. Parecía un buen lugar para penetrar y salir, aunque era un área bastante grande para registrarla, un área dividida en una masa de elementos estructurales que bajaban hacia el lecho de piedra con columnas especialmente preparadas como elementos de baja vibración que corrían hacia arriba, hasta los laboratorios. En el extremo inferior, donde la ladera se alejaba, bajando, el espacio tenía un techo muy alto y estaba muy cerca de la superficie y ése era tal vez un buen punto para entrar. El espacio se hacía más y más estrecho y después bajaba al lecho de piedra hacia atrás donde el edificio se hundía en la ladera. De acuerdo. Miles abrió la caja de los dardos para encontrar algo que dejara fría a su víctima. Así nadie podría interrogarle durante el resto de la noche. El hombre le miró y manoteó y se subió la manga, revelando un comunicador casi tan complejo como el de Miles. Una luz parpadeaba en él. Miles miró el aparato, inquieto de pronto. Esa habitación…

—A propósito, señor, ¿quién es usted?

—Moglia, jefe de seguridad, Instalaciones Biológicas Ryoval —recitó el hombre contento— A su servicio, señor.

—Ah, claro. —Los dedos un poco torpes de Miles buscaron rápidamente en su caja de dardos. Mierda, mierda, mierda…

La puerta se abrió de golpe.

—¡Alto!

Miles tocó el control de alarma y autodestrucción rápida del comunicador de muñeca y levantó las manos sacándoselo en un solo movimiento rápido. No por casualidad. Moglia estaba sentado entre Miles y la puerta, perturbando los reflejos de disparo de los guardias. El comunicador se fundió mientras hacía un arco en el aire… ninguna posibilidad de que la guardia de Ryoval rastreara al escuadrón a través del aparato y por lo menos Bel sabría que algo había salido mal.

El jefe de seguridad rió entre dientes, fascinado con la tarea de contarse los dedos.

El sargento de guardia, apoyado por su escuadrón, entró en lo que era el Cuarto Base de Operaciones de Seguridad —ahora a Miles le parecía obvio—, rodeó a Miles, lo puso contra la pared y empezó a registrarlo con una eficiencia muy molesta, En unos momentos lo había separado de una pila de instrumentos incriminatorios, su chaqueta, sus botas y su cinturón. Miles se aferró a la pared y tembló con el dolor de varios choques de energía bien aplicados en los nervios y con el espanto de su cambio de suerte.

Cuando por fin se libró de la penta, el jefe de seguridad no quedó nada contento con la confesión del sargento de guardia sobre tres hombres uniformados a quienes había dejado ir con apenas una multa, hacía unas horas esa misma noche. Puso a su guardia en alerta roja y envió un escuadrón armado a tratar de rastrear a los Dendarii que habían huido.

Después, con una expresión de miedo en la cara muy semejante a la del sargento de guardia durante su confesión —una cara en la que se mezclaban la satisfacción amarga, la náusea de la droga y una mirada cargada de odio a Miles—, hizo una llamada por el vídeo.

—¿Milord? —dijo con temor.

—¿Qué pasa, Moglia? —En la cara del barón Ryoval se reflejaba sueño e irritación.

—Lamento interrumpir su sueño, señor, pero pensé que le gustaría saber algo sobre el intruso al que acabamos de capturar. No es un ladrón común, a juzgar por su ropa y su equipo. Un tipo raro, una especie de enano alto. Se metió por los conductos. —Moglia levantó el equipo de recolección de tejidos, las herramientas para detectar y desconectar alarmas, y las armas de Miles, como evidencia. El sargento de guardia metió a Miles a empujones dentro del espacio que captaba el vídeo— Estaba haciendo preguntas sobre el monstruo de Bharaputra.

Los labios de Ryoval se abrieron un poco. Después se le encendieron los ojos y echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Debería habérmelo imaginado. Robando cuando debería estar comprando, ¿eh, almirante? —se burló— Ah, muy bien, Moglia…

El jefe de seguridad pareció relajarse un poquitín.

—¿Conoce a este mutante bajito, milord?

—Sí, sí. Se hace llamar Miles Naismith. Un mercenario… dice que es almirante. Obviamente, un autoascenso. Excelente trabajo, Moglia. Retenlo ahí y yo iré a ocuparme de él por la mañana.

—¿Cómo quiere que lo retenga, señor?

Ryoval se encogió de hombros.

—Divertíos. Con libertad.

Cuando desapareció la imagen de Ryoval, Miles se descubrió en medio de las miradas especulativas del jefe de seguridad y el sargento de guardia.

Simplemente para aliviar las tensiones, uno de los guardias forzudos agarró a Miles por los brazos y el jefe de seguridad le dio un buen puñetazo en el vientre. Pero todavía se sentía demasiado descompuesto como para disfrutarlo como hubiera debido.

—Has venido a ver al soldado de juguete de los Bharaputra, ¿eh? —jadeó, aferrándose el vientre revuelto.

El sargento de seguridad miró a su jefe.

—¿Sabes? Creo que deberíamos darle ese gusto.

El jefe de seguridad ahogó un eructo y sonrió como en una visión beatífica.

—Sí…

Miles, rezando para que no le rompieran los brazos, vio que lo llevaban como a una rana por un complejo de corredores y tubos elevadores en brazos del guardia forzudo, seguido por el sargento y el jefe.

Tomaron un último tubo ascensor hasta el fondo, a un sótano polvoriento lleno de equipos y suministros almacenados o abandonados. Fueron hasta una puerta trampa sellada. Se abría sobre una escalera que descendía hasta la oscuridad.

—Lo último que arrojamos ahí dentro fue una rata —informó el sargento a Miles cordialmente—. Nueve la mordió y le sacó la cabeza. Así como así. Nueve siempre tiene hambre. Tiene el metabolismo de un horno.

El guardia empujó a Miles escalera abajo casi un metro por el simple mecanismo de pegarle en las manos con un bastón hasta que se soltaba. Miles colgaba justo fuera del alcance del palo, mirando la piedra en penumbras más abajo. El resto eran pilares y sombras y una humedad fría.

—¡Nueve! —llamó el sargento de guardia hacia la oscuridad llena de ecos—. ¡Nueve! ¡La cena! ¡Ven a buscarla!

El jefe de seguridad rió burlándose, después se aferró la cabeza y gruñó entre dientes.

Ryoval había dicho que él se encargaría de Miles personalmente por la mañana, seguramente los guardias comprendían que su jefe quería un prisionero vivo. ¿O no?

—¿Es la cárcel? —Miles escupió sangre y miró a su alrededor. —No, no, sólo parte de los cimientos —le aseguró el sargento con alegría—. La cárcel es para los huéspedes que pagan. Je, je, je. —Y riéndose todavía de su humorada, dio una patada a la trampilla para cerrarla. El ruido del mecanismo de cierre tintineó en el silencio. Después nada.

Las barras de la escalera estaban heladas, y el frío le traspasaba los calcetines. Pasó un brazo a través de un escalón y metió una mano dentro de la camiseta para calentarla. No tenía nada en los pantalones grises, nada excepto una ración de emergencia, el pañuelo y las piernas.

Se quedó allí, colgado, durante un largo rato. Subir era inútil; bajar, nada deseable. Finalmente, el dolor en los ganglios que lo había sacudido hasta entonces empezó a mejorar y el shock físico pareció desparecer. Todavía estaba aferrado allí. Helado.

Podría haber sido peor, reflexionó. El sargento y su escuadrón podrían haber decidido que querían jugar a Lawrence de Arabia y los Seis Turcos. El comodoro Tung, jefe de personal de los Dendarii de Miles, y loco por la historia militar, había estado molestando a Miles con una serie de recuerdos militares de ese tipo. ¿Cómo se había escapado el coronel Lawrence de una situación igualmente difícil? Ah, sí, se había hecho el tonto y había persuadido a sus captores de arrojarlo en el barro. Seguramente, Tung también había leído el librofax a Murka.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Miles descubrió que ésta era sólo relativa. Había paneles levemente luminosos en el techo aquí y allá y el brillo que arrojaban era amarillo y enfermizo. Bajó los últimos dos metros y se quedó de pie sobre la roca dura.

Se imaginó las noticias en Barrayar: Cadáver de oficial del Imperio en el palacio de los sueños del Zar de la Carne. ¿Muerte por agotamiento? Mierda, esto no se parecía en nada al glorioso sacrificio por el servicio del emperador que él había jurado llevar a cabo si era necesario, esto era sólo embarazoso. Tal vez la criatura de Bharaputra se comería la evidencia.

Con ese horrible consuelo en la mente, empezó a cojear de pilar en pilar, deteniéndose, escuchando, mirando a su alrededor. Tal vez había otra escalera en alguna parte. Tal vez había una trampilla que alguien se había olvidado de accionar. Quizá todavía había esperanza.

Quizás había algo que se movía en las sombras detrás de ese pilar…

El aliento de Miles se le congeló en la boca, después se liberó de nuevo cuando el movimiento se materializó en una rata albina y gorda del tamaño de un armadillo. La rata se escondió cuando lo vio y caminó tambaleándose para alejarse. Las garras del animal hicieron ruido sobre la piedra. Sólo una rata de laboratorio que se había escapado. Una rata muy grande, pero sólo una rata.

Una gran sombra temblorosa salió de ninguna parte a una velocidad increíble. Cogió a la rata de la cola y la hizo girar en el aire contra una columna, partiéndole el cráneo con un ruido agudo. Una imagen brevísima de una uña parecida a una garra y el cuerpo blanco quedó abierto de la cola a la cabeza. Dedos frenéticos separaron la piel del cuerpo de la rata mientras la sangre corría por las paredes. Miles vio por primera vez los colmillos de perro cuando mordieron y desgarraron y se hundieron en los tejidos de la rata.

Eran colmillos funcionales, no sólo decorativos, colocados en una mandíbula protuberante, con labios largos y una boca ancha, pero el efecto global era lobuno, más que simiesco. Una nariz chata, abrupta, cejas poderosas, pómulos altos. El cabello, una mata negra y enredada. Y sí, unos dos metros y medio de alto, un cuerpo tenso, musculoso, ancho.

Trepar de nuevo la escalera no ayudaría: esa criatura podía arrancarlo de los escalones y hacerlo girar y reventarlo contra una columna igual que a la rata. ¿Levitar hasta la punta de un pilar? Ah, tener dedos y pies de succión, algo que el comité de ingeniería no había considerado. ¿Quedarse quieto, inmóvil y hacerse el invisible? Miles eligió esa última defensa por eliminación: estaba paralizado de terror.

Los pies enormes, desnudos en la roca fría también tenían uñas que parecían garras. Pero la criatura iba vestida con ropa fabricada con tela verde de laboratorio, una chaqueta con cinturón parecida a un kimono y pantalones sueltos. Y otra cosa.

No me dijeron que era femenina.

Casi había terminado con la rata cuando alzó la vista y vio a Miles. Con la cara y las manos llenas de sangre se quedó tan quieta como él.

En un movimiento casi espasmódico, Miles sacó la ración de emergencia medio aplastada del bolsillo superior del pantalón y se la tendió sobre la palma abierta.

—¿Postre? —sonrió, medio histérico.

Ella dejó caer el esqueleto de la rata, le arrebató la ración de la mano, la desenvolvió y la devoró en cuatro bocados. Después se adelantó, lo asió por el brazo y la camiseta negra y lo levantó hasta su cara. Los dedos con garras le arañaban la piel y sentía los pies flotando en el aire. Y ese aliento era exactamente lo que esperaba. La criatura tenía los ojos colorados y ardientes.

—¡Agua! —gruñó.

No me dijeron que hablaba.

—Ah, bueno… agua —chilló Miles—. Claro. Debería haber agua por aquí… mira, allí arriba en el techo, todas estas tuberías. Si… si me bajas, muchacha, trataré de encontrar una de agua o algo así…

Ella lo bajó despacio hasta ponerlo sobre los pies y lo soltó. Él retrocedió despacio, las manos abiertas a los lados. Se aclaró la garganta, trató de volver a poner la voz en un tono suave, bajo.

—Tratemos por aquí. El techo se hace más bajo, o mejor dicho, es el suelo de roca el que se levanta un poco… ahí, cerca del panel de luz, ese tubo de plástico fino… el blanco es el código más común para el agua. No busques gris, es el de las cloacas, ni rojo, que es el de la energía óptica… —No sabía si ella lo comprendía: el tono era todo con las criaturas de cualquier tipo— Si… si me levantaras sobre tus hombros como el alférez Murka, tal vez podría soltar esa juntura… —Hizo gestos como para enseñarle, porque no sabía qué parte de sus palabras llegaba a la inteligencia que hubiera detrás de esos ojos terribles.

Las manos ensangrentadas, fácilmente dos veces mas grandes que las suyas, lo asieron bruscamente por las caderas y lo levantaron hacia arriba como en un cohete. Miles se aferró del caño blanco y se deslizó por él buscando una juntura. Los grandes hombros de la mujer se movían debajo de sus pies. A ella le temblaban los músculos, no era sólo el temblor de Miles. La juntura estaba muy bien apretada —Miles necesitaba herramientas—, pero se aferró a ella con todas sus fuerzas, aunque sabía que ponía en peligro sus débiles huesos. De pronto, la juntura hizo un ruido agudo y giró. Y cedió. El anillo de plástico se movió y el agua empezó a fluir entre los dedos de Miles. Una vuelta más y el caño se partió en dos. El agua hizo un arco brillante hacia abajo, hacia la roca.

Ella casi dejó caer a Miles en el apuro. Puso la boca debajo del escape, bien abierta, y dejó que el agua corriera en ella y sobre su cara, tosiendo y ahogándose con un frenesí más desesperado todavía que el que él le había visto demostrar con la rata. Bebió y bebió y bebió. Después dejó correr el agua sobre sus manos, su cara y su cabeza, se lavó la sangre y después volvió a beber. Miles empezó a pensar que nunca iba a dejar de beber, pero finalmente se retiró del caño, se sacó el cabello mojado de los ojos y lo miró con fijeza. Lo miró tal vez durante un minuto entero y después, de pronto, rugió:

—¡Frío!

Miles dio un brinco.

—Ah… frío… correcto: Yo también; tengo los calcetines mojados. Calor, quieres calor. Veamos. Ah, intentemos por ahí, donde el techo está más bajo. No tiene sentido aquí, el calor saldría para arriba y no podríamos alcanzarlo… —Ella lo seguía con la intensidad de un gato que persigue… digamos, una rata, y él esquivaba pilares para llegar al espacio reducido en que el suelo se elevaba hasta casi tocar el techo y había que arrastrarse. Ahí, bien, ésa era la tubería más baja que podía encontrar—. Si podemos abrirlo —dijo y señaló el tubo de plástico que era casi tan ancho como su cintura—, está lleno de aire caliente bombeado hacia arriba. Pero esta vez no hay junturas a mano. —Miró el caño y trató de pensar. Ese compuesto plástico era muy resistente.

Ella se agachó y tiró, después se acostó boca abajo y le dio una patada, y después miró a Miles como preguntándole qué hacer.

—Probemos así —apuntó él y le cogió la mano, nervioso. La guió hasta la tubería y trazó surcos profundos alrededor de la circunferencia con las uñas largas y duras. Ella rascó y rascó, después lo miró como diciéndole Esto no va a funcionar…

—Trata de darle otra patada —sugirió él.

Ella debía pesar unos ciento cincuenta kilos y los puso todos en el esfuerzo, dio patadas y se colgó de la tubería, plantó los pies en el techo y se arqueó con toda su fuerza. El conducto se partió a lo largo de los rasguños. Ella cayó con él al suelo y el aire caliente empezó a sisear alrededor de los dos. Ella levantó las manos, puso la cara contra la corriente, casi se envolvió en ella, se sentó sobre las rodillas y dejó que el aire le corriera alrededor. Miles se arrodilló, se sacó los calcetines y los sostuvo sobre el conducto para que se secaran. Era un buen momento para escapar si hubiera tenido un lugar al que huir. Pero no quería dejar a su presa, no quería perderla de vista. ¿Su presa? Pensó en el valor incalculable del músculo de su pantorrilla izquierda mientras ella se sentaba sobre la roca y hundía la cara entre sus rodillas.

No me dijeron que lloraba.

Miles sacó su pañuelo reglamentario, un pedazo de tela arcaico. Nunca había entendido la razón por la que tenía que llevar esa idiotez excepto, tal vez, que en los sitios a los que van los soldados la gente llora siempre. Se lo dio.

—Aquí tienes. Sécate los ojos con esto.

Ella lo cogió y se sonó la narizota e hizo un gesto como para devolvérselo.

—Quédatelo —dijo Miles—. ¿Cómo te llamas?

—Nueve —gruñó ella. No era hostil, era la forma en que sonaba una voz muy gastada en esa garganta enorme—. Y tú, ¿cómo te llamas?

Mi Dios, una frase completa. Miles parpadeó.

—Almirante Miles Naismith. —Se acomodó con las piernas cruzadas.

Ella lo miró, transfigurada.

—¿Un soldado? ¿Un oficial?, ¿en serio? —Y después, con dudas, como si lo viera bien por primera vez—: ¿Tú?

Miles se aclaró la garganta con firmeza.

—Sí, en serio. Con poca suerte de momento —admitió.

—Yo también —dijo ella con amargura y aspiró por la nariz—. No sé cuánto hace que me tienen en este lugar, pero ha sido mi primer trago de agua.

—Tres días, creo —dijo Miles—. ¿Tampoco te han dado… comida?

—No. —Frunció el ceño y el efecto, con los colmillos, fue bastante impresionante—. Es peor que lo que me hacían en el laboratorio y creía que eso era malo.

No es lo que desconoces lo que te perjudicará, decía el viejo refrán. Es lo que sabes que no es así.

Miles pensó en el cubo con el mapa. Miró a Nueve. Tuvo una imagen de sí mismo y en esa imagen condensó todo su plan estratégico cuidadosamente pensado y lo tiró en un inodoro cualquiera. Ahora que lo pensaba mejor, el conducto del techo le pareció una tontería. Nueve no cabía en él…

Ella se sacó el cabello enmarañado de los ojos y lo miró con furia renovada. Tenía los ojos de color castaño, un extraño color brillante y claro, que agregaba su efecto a la ilusión de la cara lobuna.

—¿Qué estás haciendo aquí en realidad? ¿Qué es esto? ¿Otra prueba?

—No, esto es la vida real. —Miles frunció los labios— Yo… bueno, cometí un error.

—Supongo que yo también —dijo ella, bajando la cabeza.

Miles se mordió el labio y la miró a través de los ojos entrecerrados.

—¿Qué vida has tenido? —musitó, a medias para sí mismo.

Ella le contestó literalmente.

—Viví con padres adoptivos de alquiler hasta los ocho. Como hacen los clones. Después me hice grande y torpe y rompía cosas… y me llevaron a vivir al laboratorio. Estaba bien. Había calor y mucha comida.

—No pueden haberte simplificado mucho si realmente querían un soldado. Me pregunto cuál es tu coeficiente de inteligencia —especuló Miles.

—Ciento treinta y cinco.

Miles luchó contra una creciente sensación de parálisis.

—Ya… ya veo. ¿Te… te han entrenado?

Ella se encogió de hombros.

—Muchas pruebas. Estaban… bien. Excepto los experimentos de agresión. No me gustan los choques eléctricos. —Pensó un momento — ni los psicólogos. Mienten mucho. —Dejó caer los hombros—. De todos modos, fallé. Todos fallamos.

—¿Cómo pueden saber si fallaste si no te dieron el entrenamiento que corresponde? —dijo Miles con sorna—. Ser soldado tiene que ver con el tipo de comportamiento más complejo, cooperativo y aprendido que se haya inventado. Yo estudié estrategia y táctica durante años y no sé ni la mitad de lo que hay que saber. Todo está en la cabeza. —Y apretó las manos alrededor de las sienes.

Ella lo miró, atenta, aguda.

—Si eso es cierto —dijo y volvió las grandes manos con garras, mirándolas—, ¿para qué me hicieron esto?

Miles se detuvo en seco. Tenía la garganta seca. Y sí, los almirantes también mienten. A veces, hasta se mienten a sí mismos. Después de una pausa incómoda preguntó:

—¿Alguna vez habías pensado en romper un conducto de agua?

—Si uno rompe cosas, lo castigan. Por lo menos a mí. Tal vez a ti no, tú eres humano.

—¿Alguna vez has pensado en salir, en escaparte? Escapar es el deber del soldado cuando lo captura el enemigo. Sobrevivir, escapar, sabotear, en ese orden.

—¿Enemigo? —Ella miró hacia arriba, hacia el peso de toda la Casa Ryoval que pendía sobre su cabeza— ¿Y quiénes son mis amigos?

—Ah, sí, claro… Queda ese punto por aclarar… —Y por otra parte, ¿dónde podía ir un cóctel genético de dos metros y medio con colmillos? Miles respiró hondo. No había ninguna duda de cuál debía ser su próximo movimiento. El deber, la experiencia, la supervivencia, todo apuntaba a eso—. Tus amigos están más cerca de lo que crees. ¿Por qué crees que he venido —¿Por qué he venido, en realidad?

Ella lo miró extrañada, con el ceño fruncido.

—He venido a buscarte. Oí hablar de ti. Estoy… reclutando gente. O por lo menos, estaba. Las cosas salieron mal y ahora voy a escaparme. Pero si vinieras conmigo, podrías unirte a los Mercenarios de Dendarii. Un equipo de primera. Siempre estamos buscando hombres, o mujeres, o lo que sea. Tengo un sargento que… que justamente necesita alguien como tú.

Demasiada verdad en todo eso. El sargento Dyeb era famoso por su mala actitud hacia las soldados mujeres: siempre insistía en que eran demasiado suaves. Cualquier recluta femenino que sobreviviera a su curso de entrenamiento salía de él con la agresividad muy desarrollada. Miles se imaginó a Dyeb cabeza abajo y colgado de los pies desde unos dos metros y medio… Controló su imaginación desatada para concentrarse en la crisis del presente. Nueve lo miraba… sin impresionarse.

—Muy gracioso —dijo con frialdad y Miles se preguntó por un momento de locura si no estaría equipada con el complejo genético de telepatía… no, era anterior a eso…, pero yo ni siquiera soy humana. ¿O eso no te lo han dicho?

Miles se encogió de hombros.

—Humano es el que hace las cosas que hacen los humanos. —Se forzó a estirar la mano y tocarle la mejilla húmeda— Los animales no lloran, Nueve.

Ella saltó como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica.

—Los animales no mienten. Los humanos, sí. Siempre.

—No siempre. —Miles esperaba que no hubiera luz suficiente como para que ella viera que había enrojecido. Nueve lo miraba a la cara con mucha atención.

—Pruébalo. —Inclinó la cabeza y siguió en la misma posición, con las piernas cruzadas. Sus ojos dorados y pálidos se habían puesto brillantes, interrogativos.

—Seguro… ¿cómo?

—Sácate la ropa.

—… ¿qué?

—Sácate la ropa y acuéstate conmigo como hacen los humanos. Hombres y mujeres. —La mano de ella se extendió y le tocó la garganta.

La presión de las garras formó pequeños huecos en la piel de Miles.

—¿Glups? —se atragantó Miles. Sentía los ojos abiertos como dos platos hondos. Un poco más de presión y esos dos hoyitos se abrirían en dos fuentes rojas. Estoy a punto de morir…

Ella lo miraba a la cara con un hambre extraña, terrible, insaciable. Después, de pronto, lo soltó. Él saltó y se golpeó la cabeza contra el techo bajo y entonces se dejó caer, viendo las estrellas. No eran las estrellas del amor a primera vista, por cierto.

Los labios de ella se torcieron en un gruñido de desesperación y colmillos.

—Fea —se quejó. Las uñas con garras se deslizaron sobre las mejillas grandes dejando huellas enrojecidas—. Demasiado fea… animal… tú no crees que yo sea humana… —Parecía resuelta a tomar una decisión desesperada.

—¡No, no, no! —tartamudeó Miles, poniéndose de rodillas como pudo y tomándole las manos para que no siguiera— No es eso. Es que… ¿cuántos años tienes?

—Dieciséis.

Dieciséis. Dios. Él recordaba los dieciséis. Obsesionado con el sexo, muriéndose por dentro minuto a minuto. Una edad horrible para estar atrapado en un cuerpo anormal, torcido, frágil. Dios sabía cómo había hecho para sobrevivir a su odio contra sí mismo en esa época. No… sí que se acordaba de lo que había hecho. Alguien que lo quería lo había salvado.

—¿No eres un poquito joven para esto? —dijo con esperanza.

—¿Cuántos años tenías tú?

—Quince —admitió él antes de poder pensar en mentir —. Pero… fue traumático. No salió bien.

Las garras de ella se volvieron hacia su cara de nuevo.

—¡No hagas eso! —gritó él, aferrándoselas de nuevo. Le recordaba demasiado el episodio del sargento Bothari y el cuchillo. El sargento le había sacado el cuchillo a Miles a la fuerza. No era algo que Miles pudiera hacer en esta oportunidad—. ¿Quieres calmarte, por favor? —le gritó.

Ella dudó.

—Es que… ejem… un oficial y un caballero no se tira sobre una dama en el suelo desnudo. Uno… uno se sienta. Se pone cómodo. Conversa un poco, toma algo de vino, suena la música… se tranquiliza. Ni siquiera has entrado en calor todavía. Ven, siéntate aquí donde hace más calor. —La colocó más cerca del conducto roto, se levantó sobre sus rodillas junto a ella y trató de masajearle el cuello y los hombros. Ella tenía los músculos tensos, parecían rocas bajo sus dedos. Cualquier intento de estrangularla hubiera sido absolutamente inútil.

No puedo creerlo. Atrapado en los cimientos de Ryoval con una mujer loba adolescente y sus necesidades sexuales. No había nada sobre esto en ninguno de los manuales de entrenamiento de la Academia Imperial… Recordó su misión, que era sacarle la pantorrilla izquierda y llevar ese tejido vivo al Ariel. Querido doctor Canaba, si sobrevivo, usted y yo vamos a tener una pequeña conversación, se lo aseguro…

La voz de ella estaba teñida de pena y modificada por la forma rara de su boca.

—Crees que soy demasiado alta.

—Para nada. —Por lo menos se estaba controlando un poco. Podía mentir mejor— Adoro a las mujeres altas, pregúntale a cualquiera que me conozca un poco. Además, hice un descubrimiento feliz hace un tiempo. La diferencia de altura importa solamente cuando estás de pie. Cuando estás acostado, no… no importa mucho… —Una revisión mental de todo lo que había aprendido por ensayo y error, sobre todo error, sobre las mujeres pasaba por su mente sin él quererlo. Y era inquietante. ¿Qué querían las mujeres en realidad?

Se dio la vuelta en redondo y le tomó la mano, ansioso. Ella lo miró con la misma ansiedad, esperando… instrucciones, por todos los diablos. En ese punto. Miles se dio cuenta de que estaba frente a su primera virgen. Sonrió en un estado de parálisis total durante varios segundos.

—Nueve… nunca lo has hecho antes, ¿verdad?

—He visto videos. —Ella frunció el ceño con el recuerdo—. Generalmente, empiezan con besos, pero… —hizo un gesto vago hacia su boca mal formada—, tal vez no quieras.

Miles trató de no pensar en la rata. Después de todo a Nueve le habían hecho pasar hambre.

—Los vídeos pueden ser muy engañosos. Las mujeres…, sobre todo la primera vez, necesitan práctica para aprender las respuestas del cuerpo. Eso me dicen mis amigas mujeres. Tengo miedo de hacerte daño. —Y si te lastimo, me vas a descuartizar.

Ella lo miró a los ojos.

—No te preocupes —dijo—. Tengo un umbral de dolor muy alto.

Pero yo no.

Era una locura. Ella estaba loca. Él estaba loco. Y sin embargo, la verdad era que sentía una fascinación creciente por la… la propuesta. Algo que se alzaba desde su vientre a su cerebro como una niebla fantasmal. No había duda, ella era la mujer más alta que él encontraría en toda su vida. Más de una mujer le había acusado de querer escalar montañas. Tal vez podría sacarse de encima esa tendencia de una vez por todas…

Mierda, De verdad creo que puede salir bien. Ella no carecía de cierto… encanto no era la palabra… la belleza que se podía encontrar en los fuertes, los rápidos, los atléticos, las formas funcionales. Una vez que uno se acostumbraba a la escala en la que se presentaba todo eso en ella. Irradiaba un calor suave que él sentía desde allí… ¿magnetismo animal?, le sopló el observador reprimido del fondo de su mente. ¿Energía? Fuera lo que fuere, no había duda de que sería sorprendente.

Le pasó por la cabeza uno de los aforismos favoritos de su madre. Cualquier cosa que valga la pena hacer, decía ella, vale la pena hacerla bien.

Confuso y mareado como un borracho, abandonó la dureza de la lógica y se dejó ir en alas de la inspiración.

—Bueno, doctor —se oyó musitar como un loco— Experimentemos.

Besar a una mujer con colmillos era una sensación novedosa, de eso no cabía duda. Que ella lo besara —y, evidentemente, aprendía rápido — era todavía más extraño. Los brazos de ella lo rodearon en éxtasis y desde ese momento perdió el control de la situación. Un poco después, en un instante en que trataba de respirar, levantó la vista y preguntó:

—Nueve, ¿has oído hablar de la araña viuda negra?

—No… ¿Qué es?

—No importa —dijo él sin darle ninguna importancia.

Todo fue muy incómodo, muy torpe, pero muy sincero y cuando terminó las lágrimas en los ojos de ella eran de felicidad, no de dolor. Parecía (¿cómo podía ser de otra manera?) enormemente contenta con él. Y él estaba tan cansado y relajado que se durmió como un tronco en unos minutos, apoyado sobre ese cuerpo inmenso.

Se despertó riendo.

—Realmente, tienes los pómulos más elegantes que haya visto —le dijo, pasándole un dedo por las mejillas. Ella estaba inclinada bajo el roce de la mano de él, disfrutando de sus recuerdos y del aire caliente. —Hay una mujer en mi nave que lleva el cabello en una especie de trenza en la espalda. Te quedaría muy bien… Tal vez ella quiera enseñarte cómo hacerlo.

Ella se puso un manojo de cabello frente a los ojos y lo miró casi bizca, como si tratara de ver más allá del enredo y la suciedad. Después, le tocó la cara.

—Y tú eres muy atractivo, almirante.

—¿Quién? ¿Yo? —Él se pasó una mano sobre la barba crecida de una noche, los rasgos cortados, las viejas líneas del dolor… Debe de estar ciega por mi rango…

—Tienes una cara… llena de vida. Y tus ojos ven lo que miran.

—Nueve… —Él se aclaró la garganta. Hizo una breve pausa— Mierda, ése no es un nombre. Es un número. ¿Qué le pasó a Diez?

—Murió. —Tal vez yo también muera pronto agregaron sus extraños ojos en silencio antes de que las pestañas los callaran.

—¿Nunca te han dado otro nombre?

—Hay un código largo de biocomputadora que es mi designación real.

—Bueno, nosotros también disponemos de números seriados. —Miles tenía dos, ahora que pensaba en ello— Pero esto es absurdo. No puedo llamarte Nueve, como si fueras un robot. Necesitas un nombre, un nombre duradero. —Se reclinó sobre el hombro cálido y desnudo de ella (ella era como un horno: lo que decían de su metabolismo era cierto), y esbozó una sonrisa— Taura.

—Taura? —La boca extraña le daba —Un acento rítmico torcido —. ¡Es demasiado bonito para mí!

—Taura —repitió él con firmeza—. Hermoso y fuerte. Lleno de sentidos secretos. Perfecto. Ah, y hablando de secretos… — ¿Era el momento de decirle lo que le había puesto el doctor Canaba en la pantorrilla? ¿O se sentiría ofendida, como alguien a quien cortejan por su dinero, o su título? Miles dudó— Ahora que nos conocemos mejor, creo que es hora de salir de aquí.

Ella miró a su alrededor en la oscuridad.

—Pero, ¿cómo?

—Bueno, eso es algo que tenemos que pensar, ¿eh? Te confieso que los conductos me envuelven siempre la mente. —No el de calor, por supuesto. Para entrar hubiera tenido que sufrir anorexia durante meses y además se achicharraría allí dentro. Se sacudió y se puso la camiseta negra. Se había puesto los pantalones apenas se había despertado: ese suelo de piedra le sacaba el calor a cualquier pedacito de piel que lo tocara. Después se puso de pie. Dios. Se estaba haciendo viejo para esos trotes. La muchachita de dieciséis, claro está, tenía la resistencia física de una diosa. ¿Dónde lo había hecho a los dieciséis? Arena, sí. Hizo una mueca, recordando lo que había sentido en ciertos lugares secretos del cuerpo. Tal vez la piedra fría no era tan mala, después de todo.

Ella sacó la chaqueta verde pálida y los pantalones de debajo de su cuerpo, se vistió y lo siguió a cuatro patas hasta que el espacio le permitió ponerse de pie.

Recorrieron y volvieron a recorrer la cámara subterránea en la que se encontraban. Había cuatro escaleras con trampillas, todas bien cerradas. Había una salida de vehículos, cerrada, hacia el lado más bajo de la ladera. Por ahí tal vez fuera más fácil escapar rompiendo la puerta, pero si no podía hacer contacto inmediato con Thorne, tendría una caminata de veintisiete kilómetros hasta la aldea más cercana. Sobre la nieve, en calcetines… y ella descalza. Y si llegaban, no podría usar la red de vídeo porque su tarjeta de crédito todavía estaba bajo llave en la oficina de Operaciones de Seguridad, arriba. Pedir un favor en una ciudad de Ryoval era un plan dudoso. Así que… ¿escapar y arrepentirse después o quedarse y tratar de equiparse, arriesgándose a que los atraparan de nuevo y arrepentirse antes? Las decisiones tácticas eran siempre tan divertidas…

Los conductos ganaron. Miles señaló hacia arriba, al que tenía más posibilidades.

—¿Crees que podrías abrirlo y alzarme? —le preguntó a Taura.

Ella lo estudió, asintió lentamente con una expresión cerrada en el rostro. Se estiró y se movió hasta una juntura metálica recubierta, deslizó las garras bajo esa banda y tiró. Metió los dedos en la ranura que quedó al descubierto y se colgó de ella como si la estuviera levantando. El conducto se dobló bajo el peso.

—Ahí está —dijo.

Lo levantó como si él hubiera sido un crío. Miles se metió en el conducto. Era muy estrecho, a pesar de que él no había visto ningún otro más grande. Se arrastró muy despacio sobre la espalda. Tuvo que detenerse un par de veces para ahogar un ataque histérico de risa. El conducto se curvaba hacia arriba y él subió despacio por la curva sólo para descubrir que, más adelante, el conducto se abría en una Y y cada rama era la mitad de ancha que la que él venía recorriendo. Maldijo en voz alta y retrocedió. Taura tenía la cara hacia arriba para verlo, un ángulo de visión muy raro.

—Por ahí no —jadeó él, deslizándose hacia atrás.

Esta vez fue hacia el otro lado. Ese lado también se curvaba hacia arriba pero enseguida encontró una rejilla. Una rejilla muy bien cerrada, imposible de quitar, imposible de romper y, con las manos desnudas, imposible de cortar. Taura tal vez hubiera tenido la fuerza necesaria para arrancarla de la pared pero ella no podía entrar por el conducto. Él la miró por unos minutos.

—De acuerdo —dijo y retrocedió—. Basta ya de conductos —informó a Taura—. ¿Podrías ayudarme a bajar? —Ella lo bajó hasta el suelo y él se sacudió el polvo de la ropa. Un acto inútil—. Revisemos un poco más.

Ella lo siguió con docilidad, aunque había algo en su expresión que decía que debía de estar perdiendo la fe en su condición de almirante. De pronto, Miles vio algo que le llamó la atención en una columna y se acercó para examinarlo más de cerca.

Era una de las columnas de apoyo de baja vibración. Dos metros de diámetro, metida profundamente en la roca en un pozo de fluido, iba directo hacia arriba hasta uno de los laboratorios, de eso no había duda, para proveer una base ultraestable a ciertos proyectos de generación de cristales y cosas por el estilo. Miles raspó el costado de la columna. Hueca. Ah, claro, tiene sentido, el cemento no flota bien. Una ranura en el costado parecía dibujar… ¿una puerta de acceso? Pasó los dedos sobre ella, buscando. Había algo escondido… Estiró los brazos y encontró un punto al otro lado. Si los apretaba al mismo tiempo, esos puntos cedían bajo la presión de los pulgares. Hubo un ruidito como un estallido diminuto y un escape de presión y todo el panel cedió. Miles se tambaleó y casi lo dejó caer en el agujero. Lo puso de lado y lo sacó.

—Bueno, bueno —sonrió. Sacó la cabeza por la puerta y miró arriba y abajo. Negro como boca de lobo. Con mucho cuidado, estiró el brazo y tocó alrededor. Había una escalera en el interior para facilitar la limpieza y las reparaciones. Aparentemente, se podía llenar toda la columna con un líquido de la densidad que hiciera falta. Llena, habría estado sellada por auto presión y hubiera sido imposible de abrir. Miles examinó el lado interno de la trampilla con cuidado. Se podía abrir por los dos lados, gracias a Dios.

—Veamos si hay más de éstas, más arriba.

Fue una ascensión lenta. Buscaron ranuras mientras subían en la oscuridad. Miles trató de no pensar en la caída que sufriría si resbalaba en esa escalera estrecha. El aliento profundo de Taura, más abajo, le resultaba reconfortante. Habían subido tal vez tres pisos cuando los dedos fríos y casi paralizados de Miles encontraron otra ranura. Casi la había dejado pasar porque estaba al lado opuesto de la primera. Entonces descubrió, de la peor manera, que no era lo bastante corpulento para mantener un brazo alrededor de la escalera y apretar los dos puntos al mismo tiempo. Después de un resbalón terrorífico, se colgó de la escalera hasta que el corazón dejó de latirle con fuerza.

—Taura? —llamó—. Voy más arriba, a ver si tú puedes. —Pero no le quedaba mucho espacio arriba. La columna terminaba un metro por encima de su cabeza.

Lo que hacía falta eran brazos largos como los de ella. La trampilla se rindió frente a esas manos grandes con un crujido de protesta.

—¿Qué ves? —susurró Miles.

—Una habitación grande y oscura. Un laboratorio, tal vez.

—Tiene sentido. Baja otra vez y vuelve a colocar el panel allá abajo. No creo que debamos indicarles por dónde nos hemos ido.

Miles se deslizó a través de la abertura hacia un laboratorio oscuro mientras Taura cumplía con su tarea. No se atrevió a encender una luz en esa habitación sin ventanas, pero algunos instrumentos tenían los paneles de lectura encendidos en las paredes y mesas y eso generaba un brillo fantasmal suficiente para sus ojos adaptados a la oscuridad. Por lo menos, le servía para no tropezar con nada. Una puerta de vidrio daba a un corredor. Un corredor vigilado electrónicamente, muy vigilado, sí. Con la nariz apretada contra el vidrio, Miles vio una forma roja que pasaba por un corredor. Guardias, ¿Pero qué estaban cuidando?

Taura salió retorciéndose de la rejilla de acceso en la columna, pero le costó bastante y se sentó en el suelo con la cara entre las manos. Miles, preocupado, volvió hacia ella.

—¿Estás bien?

Ella meneó la cabeza.

—No. Hambre.

—¿Qué? ¿Ya? Se suponía que ésa era una rata… digo una barra de ración de veinticuatro horas. —Para no mencionar los dos o tres kilos de carne que había comido como aperitivo.

—Para ti, tal vez — se quejó ella. Estaba temblando.

Miles empezó a darse cuenta de la razón por la que Canaba pensaba que su proyecto había sido un fracaso. Imagínate tratar de alimentar a un ejército entero con semejante apetito. Napoleón se desmayaría de espanto. Tal vez esa muchachita de huesos grandes todavía estaba creciendo. Una idea terrible.

Había una nevera al final del laboratorio. Si conocía bien a los técnicos… Ajá. Entre los tubos de ensayo había un paquete con medio bocadillo y una pera grande, un poco tocada. Se lo dio a Taura. Ella parecía muy impresionada, como si él lo hubiera conjurado de su manga con magia. Lo devoró enseguida y recuperó un poco el color.

Miles busco más para su tropa. Por desgracia, las únicas sustancias orgánicas que quedaban en la nevera eran pequeños platos cubiertos de algo gelatinoso con una cosa desagradable y multicolor que parecía crecer encima. Pero había otros tres grandes refrigeradores empotrados. Miles espió a través del rectángulo de vidrio de una puerta de mucho espesor y se arriesgó a apretar el control de la pared que encendía la luz. Dentro había fila tras fila de cajones marcados, llenos de bandejas de plástico. Muestras y muestras congeladas de algo. Cientos y cientos —Miles volvió a mirar y calculó con más cuidado—, cientos de miles. Echó una mirada al panel de control junto a los cajones. La temperatura interior era la del nitrógeno líquido. Tres refrigeradores… Millones de… Miles se sentó en el suelo bruscamente.

—Taura, ¿tienes idea de dónde estamos? —murmuró con una intensidad extraña en la voz.

—Lo lamento, no —murmuró ella en respuesta, arrastrándose para ir a su encuentro.

—Es una pregunta retórica. Yo sí sé dónde estamos.

—¿Dónde?

—En la cámara del tesoro de Ryoval.

—¿Qué?

—Eso —dijo Miles y puso un pulgar sobre la heladera— es la colección de tejidos del barón. Hace cien años que se dedica a ella. Dios. Tiene un valor incalculable. Ahí están todos los pedacitos de mutantes extraños, únicos, irreemplazables que consiguió rogando, pagando, pidiendo prestado o robando desde hace tres cuartos de siglo, alineados en cajoncitos, esperando que los saquen y los cultiven y los cocinen para producir a otro esclavo. Éste es el corazón viviente de esta enorme operación de biología humana. —Miles se puso de pie de un salto y miró los paneles de control. El corazón le latía con fuerza y respiraba con la boca abierta, riéndose en silencio, casi a punto de desmayarse—. Ah, mierda, mierda, mierda. Dios, Dios. —Se detuvo, tragó saliva. ¿Podría?

Esas neveras debían de tener un sistema de alarma, monitores, algo que las comunicara por lo menos con Seguridad. Sí, había un mecanismo complejo para abrir la puerta. Bien. Él no quería abrir la puerta. La dejó como estaba. Lo que quería era ver el sistema de lectura. Si podía estropear al menos un sensor… Esa cosa, ¿estaría conectada a varios monitores externos o tendría sólo un hilo óptico? Encontró una pequeña luz de mano y cajones y cajones de herramientas y suministros en los bancos de laboratorio. Taura lo miraba extrañada mientras él corría de aquí para allá haciendo inventario.

El monitor de las neveras estaba conectado con algún lugar exterior, inaccesible. ¿Podría hacer algo a este lado de la conexión? Levantó una cubierta plástica oscura con tanta tranquilidad como pudo. Ahí, ahí, el hilo óptico salía de la pared y enviaba información constante sobre el medio que había en el interior del frigorífico. Entraba en un receptor simple estándar, conectado a una caja negra mucho más amenazadora que controlaba también la alarma de la puerta. Había visto todo un cajón lleno de fibras ópticas de distintos extremos y adaptadores y conexiones en Y… Sacó lo que necesitaba de ese conjunto enredado como un plato de fideos y descartó varios extremos rotos y elementos dañados. Había tres grabadores de datos ópticos en el cajón. Dos no funcionaban. El tercero sí.

Un empalme rápido de fibra óptica, una conexión, luego desconectar, y ya tenía una nevera conectada a dos cajas de control. Colocó el hilo libre para que comunicara con el grabador de datos. Y ahora tenía que arriesgarse en el momento del blip cuando pasara de uno a otro. Si alguien controlaba a posteriori, lo encontraría todo en buen estado, aparentemente. Le dio varios minutos al grabador para que desarrollara un buen circuito cerrado de replay, continuo, exacto, y se quedó agachado, muy quieto. Apagó incluso la pequeña luz de mano. Taura esperaba con la paciencia de un predador, sin hacer ruido.

Uno, dos, tres y ahora era el grabador el que hablaba a las tres cajas de control. El verdadero hilo colgaba, suelto, en la nada. ¿Serviría? No había señales de alarmas activadas, ninguna horda rabiosa de guardias de seguridad…

—Taura, ven aquí.

Ella se acercó a él, una sombra amenazante, perpleja.

—¿Llegaste a conocer al barón Ryoval? —le preguntó.

—Sí, lo vi una vez, cuando vino a comprarme.

—Te gustó?

Ella le echó una mirada de ¿cómo-se-te-ocurre?

—Sí, a mí tampoco me cayó bien. —Ryoval casi había querido asesinarlo, en realidad. Y ahora se sentía muy agradecido por el perdón que había conseguido para esa sentencia—. ¿Te gustaría arrancarle el corazón, si pudieras?

Ella apretó las manos con garras.

—¡Dime cómo!

—¡Muy bien! —Él sonrió, contento—. Quiero darte tu primera lección de táctica y estrategia. —Señaló con el dedo—. ¿Ves ese control? La temperatura en estas neveras se puede elevar a doscientos grados centígrados para esterilizarlas cuando las limpian. Dame tu dedo. Un dedo. Con suavidad, más suavemente. —Le guió la mano—. Tiene que ser la menor presión que puedas aplicarle al dial, sólo la que necesites para moverlo… Ahora la próxima. —La llevó al panel siguiente—. Y el último. —Miles soltó un suspiro. No podía creerlo— Y la lección es —jadeó— que la fuerza que usas no es lo importante. Lo importante es dónde aplicas esa fuerza.

Resistió el deseo de escribir algo como El Enano ataca de nuevo en el frontal de la nevera con un lápiz para superficies lisas. Pero cuanto más tardara el barón en darse cuenta de quién había sido, mejor. Pasarían varias horas antes de que toda esa masa pasara de la temperatura del nitrógeno líquido a «muy pasado», pero si no venía nadie hasta el cambio de guardia de la mañana, la destrucción sería absoluta.

Miles miró la hora en el reloj digital de la pared. Dios mío, había perdido demasiado tiempo en los cimientos. Un tiempo bien empleado, y sin embargo…

—Ahora —dijo a Taura, que todavía meditaba sobre el dial y la mano con los ojos brillantes—, tenemos que salir de aquí. Ahora sí que tenemos que salir de aquí. —No fuera a ser que la próxima lección de táctica fuera no cortes la rama donde estás sentado, pensó Miles, nervioso.

Al mirar de nuevo los mecanismos que cerraban la puerta, y lo que había más allá —entre otras cosas, los monitores empotrados activados por sonido y con disparos láser— Miles casi pensó en volver atrás y poner otra vez la temperatura en su lugar. Sus herramientas Dendarii manejadas por chips de ordenador, que ahora descansaban bajo llave en la oficina de Operaciones de Seguridad, tal vez habrían podido hacer algo con los circuitos complejos de la caja de control recién abierta. Pero claro está, no podía llegar hasta sus herramientas sin sus herramientas… una bonita paradoja. A Miles no le sorprendía que Ryoval hubiera reservado su sistema de alarma más sofisticado para la única puerta de ese laboratorio. Pero eso hacía que la habitación fuera una trampa mucho peor que los cimientos de donde venían.

Dio otra vuelta por el laboratorio con la linterna, revisando los cajones de nuevo. No encontró claves de ordenador, pero sí un par de alicates grandes en un cajón lleno de anillos y abrazaderas, alicates que podían ayudarlo a pasar por la rejilla que lo había vencido en el otro conducto. Bien. El avance hasta ese laboratorio había sido sólo un avance ilusorio.

—No hay vergüenza en una retirada estratégica hacia mejores posiciones —murmuró a Taura cuando ella se balanceaba para volver a entrar al tubo negro de la columna—. Esto es un callejón sin salida. Tal vez, literalmente. —La duda que había en esos ojos dorados era extrañamente inquietante para Miles, un peso en su corazón. Todavía no confías en mí, ¿eh? Bueno, tal vez los que han sido muy traicionados necesitan mayores pruebas para creer.

—Sígueme, muchacha —murmuró en voz baja mientras se metía en el tubo—. Vamos a salir. —La duda de ella quedó oculta bajo las pestañas largas, pero de todos modos lo siguió, cerrando la trampilla detrás de los dos.

Con la linterna, el descenso apenas fue menos horrible que la subida hacia lo desconocido. No había otras salidas y poco después estaban otra vez de pie sobre la roca de la que habían partido. Miles controló el progreso del agua sobre la roca cerca del conducto que habían abierto mientras Taura bebía de nuevo. El agua corría en un reguero grasiento y estrecho ladera abajo y tenía toda la habitación para llenar, así que pasarían varios días antes de que la lagunita que iba formándose contra la pared inferior ofreciera alguna posibilidad estratégica, aunque siempre había esperanzas de que hiciera algo para minar los cimientos mismos.

Taura volvió a meterlo en el conducto.

—Deséame suerte —murmuró él por encima de su hombro, con la voz ahogada por el confinamiento estrecho.

—Adiós —dijo ella. Él no veía la expresión de su cara; no había ninguna en su voz.

—Hasta pronto —le corrigió con firmeza.

Unos minutos de lucha y violentas contorsiones lo llevaron de nuevo a la rejilla. Daba sobre una habitación oscura llena de cosas, tranquila y desocupada, con parte de los cimientos también.

El ruido de los alicates que mordían la rejilla parecía lo bastante fuerte como para atraer a toda la fuerza de seguridad de Ryoval pero no apareció nadie. Tal vez el jefe de Seguridad dormía para recuperarse de la droga. Un rasguido, que Miles no había producido con su cuerpo, hizo un eco en el conducto y Miles se quedó helado donde estaba. Pasó la linterna por un conducto que salía hacia un costado. Dos joyas rojas paralelas brillaron en respuesta, los ojos de una rata enorme. Pensó en atraparla y llevársela a Taura. No. Cuando volvieran al Ariel, le daría una buena cena de carne de vaca. Dos cenas de carne de vaca. La rata se salvó dando media vuelta y alejándose a toda velocidad.

Por fin la rejilla se partió y Miles se retorció para entrar en el depósito. ¿Qué hora sería? Tarde, muy tarde. La habitación daba a un corredor y en el suelo, al final, brillaba una de las trampillas con cerrojo que daban a los cimientos. El corazón de Miles se agitó, lleno de esperanza. Una vez que buscara a Taura, tenían que encontrar un vehículo para…

Ese cerrojo, como el primero, era manual, no había electrónica sofisticada que desarmar. Sin embargo, se cerraba automáticamente de nuevo si la bajaban. Miles la trabó, con los alicates antes de bajar por la escalera. Apuntó con la luz alrededor.

_ ¡Taura! —murmuró—. ¿Dónde estás?

No hubo respuesta inmediata; ningún ojo dorado que brillara en medio de la selva de pilares. Miles no quería gritar. Bajó los escalones y empezó un trote silencioso y rápido a través de la cámara mientras la piedra fría se tragaba el calor a través de sus calcetines y lo hacía desear sus botas perdidas.

Ella estaba sentada en silencio en la base de un pilar, con la cabeza de costado, sobre sus rodillas. Tenía la cara pensativa, triste. En realidad, no costaba mucho leer las sutilezas de sentimiento que había en sus rasgos felinos.

—Hora de partir, soldadita —dijo Miles.

Ella levantó la cabeza.

—¡Has vuelto!

—¿Y qué creías que iba a hacer? Claro que he vuelto. Tú eres mi recluta, ¿recuerdas?

Ella se rascó la cara con el dorso de una zarpa grande, una mano mejor dicho. Miles se corrigió con severidad. Taura se puso de pie, arriba y más y más.

—Supongo que sí. —Su boca apenas esbozó una sonrisa. Si uno no sabía lo que significaba esa expresión, podía asustarse bastante.

Tengo una de las puertas abiertas. Tenemos que tratar de salir del edificio principal hacia las plataformas de embarque. He visto varios vehículos estacionados por allí. Qué importa un pequeño robo después de…

Con un crujido leve, la entrada de vehículos que daba afuera, ladera abajo hacia la derecha, empezó a abrirse lentamente. Una bocanada de aire frío y seco barrió la humedad del ambiente y un rectángulo estrecho de luz amarilla convirtió las sombras en luces azules. Los dos se taparon los ojos para protegerlos del brillo inesperado. En ese fulgor se formaron una docena de figuras de tela roja con las armas listas.

La mano de Taura estaba pegada a la de Miles. Corre, empezó a decir él y se mordió la boca para tragarse el grito. Nunca podrían correr más que un rayo de destructor nervioso, arma que por lo menos llevaban dos de los guardias. El aliento de Miles siseó a través de sus dientes. Estaba demasiado enfurecido hasta para insultar a su suerte. Habían estado tan cerca…

El jefe de Seguridad Moglia apareció entre las formas.

—¿Qué, todavía entero, Naismith? —sonrió con una mueca desagradable—. Nueve debe de haberse dado cuenta de que ya era hora de cooperar, ¿eh, Nueve?

Miles le apretó la mano con fuerza. Confiaba en que ella comprendiera el mensaje. Espera.

Ella levantó la cabeza,

—Supongo que sí —dijo con frialdad.

—Ya era hora —continuó Moglia—. Sé buena y te llevaremos arriba y te daremos el desayuno.

Bien, expresó la mano de Miles. Ella lo miraba fijamente buscando sus órdenes ahora.

Moglia empujó a Miles con su bastón.

—En marcha, enano. Tus amigos han pagado el rescate. Algo sorprendente.

Miles también estaba sorprendido. Se movió hacia la salida, sosteniendo la mano de Taura. No la miró, hizo la posible para que nadie prestara atención al hecho evidente de que estaban… juntos, porque si nadie se daba cuenta, podrían seguir estándolo. Le soltó la mano apenas establecieron un ritmo de avance paralelo.

¿Qué mierda…?, pensó Miles cuando emergieron a la aurora cegadora, por la rampa y luego a una capa resbaladiza de asfalto cubierta de escarcha brillante. Allí, frente a él, había un cuadro viviente de lo más extraño.

Bel Thorne y un soldado Dendarii, armados con bloqueadores, se movían inquietos… no eran prisioneros, ¿verdad? Había media docena de hombres armados con el uniforme verde de la Casa Fell, todos alerta, listos para la acción. Un camión flotador con el logo de Fell junto al borde del asfalto. Y Nicol, la cuadrúmana, envuelta en una piel blanca para protegerse del frío flotaba sobre su silla junto a un guardia de uniforme verde que la apuntaba con su bloqueador. La luz era gris dorada y fría como el sol que se elevaba sobre las montañas oscuras a la distancia, a través de las nubes.

—¿Ése es el hombre que quiere? —preguntó el capitán de la guardia de uniforme verde a Bel Thorne.

—Sí. —La cara de Thorne estaba pálida con una mezcla extraña de alivio e inquietud—. Almirante, ¿está usted bien? —le preguntó enseguida. Sus ojos se abrieron de par en par al ver a la extraña compañera de Miles— ¿Qué es eso?

—Es la recluta Taura, para entrenamiento —dijo Miles con firmeza esperando que 1) Bel comprendería los distintos significados que transmitía la frase y 2) los guardias de Ryoval no. Bel parecía de piedra por el asombro, así que, evidentemente, Miles había logrado transmitir por lo menos algo; el jefe de Seguridad Moglia los miraba lleno de sospechas pero sin entender mucho. Pero Miles era un problema del que Moglia esperaba librarse en poco tiempo y, por lo tanto, dejó sus sospechas de lado para negociar con la persona más importante: el capitán de guardia de Fell.

—¿Qué pasa aquí? —susurró Miles a Bel, deslizándose hacia él hasta que un guardia de rojo levantó su arma y meneó la cabeza. Moglia y el capitán de Fell estaba intercambiando datos electrónicos sobre un panel de informes con las cabezas juntas, evidentemente algo relacionado con documentación oficial.

—Cuando te perdimos anoche, me volví loco —Bel bajó la voz para hablar con Miles—. Un asalto frontal era imposible. Así que fui a ver al barón Fell para pedirle ayuda. Pero la ayuda que conseguí no fue la que esperaba. Fell y Ryoval cocinaron un acuerdo para intercambiar a Nicol por ti. Juro que descubrí los detalles hace apenas una hora —protestó al ver que Nicol lo miraba con una mueca de desprecio.

—Ya… ya veo. —Miles hizo una pausa—. ¿Y vamos a reembolsar lo que ella vale en dólares?

—Señor —dijo la voz de Bel, angustiada—, no teníamos idea de lo que te estaba pasando ahí dentro. Nos temíamos que Ryoval organizara un holocausto de torturas sutiles y obscenas contigo como estrella principal en cualquier momento. Como dice el comodoro Tung, cuando uno está en un terreno dudoso, hay que usar el ingenio.

Miles reconoció uno de los aforismos de Sun Tzu, los favoritos de Tung. Cuando tenía un mal día, Tung solía citar en chino al general muerto hacía cuatro mil años en chino. Cuando Tung estaba de buenas, traducía las citas. Miles miró a su alrededor, contando armas, hombres, equipo. La mayoría de los guardias de verde llevaban bloqueadores. Trece a… ¿tres? ¿Cuatro? Miró a Nicol. ¿Tal vez cinco? Cuando la situación es desesperada, aconsejaba Sun Tzu, pelea. ¿Podía ser más desesperada que en ese momento?

—Ah… —dijo Miles—. ¿Y qué diablos le hemos ofrecido al barón Fell a cambio de su extraordinaria buena voluntad? ¿O lo está haciendo por puro altruismo?

Bel lo miró, exasperado, después se aclaró la garganta.

—Le prometí que le contarías la verdad sobre el tratamiento de rejuvenecimiento de Beta.

—Bel…

Thorne se encogió de hombros con resignación.

—Confiaba en que una vez que te recuperáramos, pensaríamos en algo. Pero nunca supuse que ofrecería a Nicol, te lo juro.

Allá abajo, en el valle, Miles veía cómo se movía un punto sobre el brillo de un monorriel. El turno diurno de bioingenieros y técnicos, porteros y oficinistas y camareros iba a llegar pronto. Miles echó un vistazo al edificio blanco que los amenazaba desde arriba, se imaginó la escena que se desarrollaría en el tercer piso cuando los guardias desactivaran las alarmas y dejaran pasar a los técnicos a su trabajo y el primero que pasara la puerta oliera y arrugara la nariz mientras exclamaba: «¿Qué es ese olor pestilente?»

—¿Ya ha aparecido el técnico médico Vaughn en el Ariel? —preguntó a Bel.

—Hace menos de una hora.

—Sí, bueno… parece que no hacía falta matar a esa pantorrilla engordada, después de todo. Viene en el paquete. —Miles hizo un gesto hacia Taura.

Bel bajó la voz todavía más.

—¿Eso viene con nosotros?

—Puedes jurarlo. Vaughn no nos lo contó todo. Para decirlo sin exagerar. Ya te lo explicaré —agregó Miles en el momento en que los dos guardias dejaban de hablar entre sí. Moglia hizo girar su arma letal en el aire, apuntando a Miles—. Mientras tanto, has tenido un pequeño error de cálculo. Esto no es terreno dudoso, estamos en una situación desesperada. Nicol, quiero que sepas que los Dendarii no pagan rescates.

Nicol frunció el ceño, extrañada. Los ojos de Bel se abrieron de par en par mientras calculaba las posibilidades. Trece a tres, diría Miles.

—¿En serio? —se atragantó el capitán. Una señal sutil de la mano, cerca de la costura del pantalón y las tropas se pusieron alerta.

—Desesperada, desde todo punto de vista —reiteró Miles. Respiró hondo—. Ahora, ¡al ataque, Taura!

Miles se lanzó sobre Moglia, no tanto para quitarle el arma (no tenía demasiadas esperanzas al respecto) como para maniobrar y poner el cuerpo del jefe entre él y los tipos que tenían los destructores nerviosos. El soldado Dendarii, que evidentemente había prestado atención a todos los detalles, dejó caer un escudo antidestructor con el primer disparo de bloqueador y después se tiró al suelo para evitar la segunda onda de fuego. Bel acabó con el segundo de los hombres de los destructores nerviosos. Dos guardias de rojo apuntaban los bloqueadores contra el hermafrodita, que corría a toda velocidad, y de repente volaron por el aire cogidos por el cuello. Taura les golpeó las cabezas una contra otra, sin estilo pero con fuerza; ambos cayeron de cuatro patas, buscando las armas a tientas.

Los guardias verdes de Fell dudaron. No sabían contra quién disparar hasta que Nicol, con la cara angelical radiante, se lanzó hacia el cielo en la silla flotante y cayó sobre la cabeza de su guardia, que estaba distraído mirando la pelea. El hombre se desplomó. Nicol hizo volar la silla de lado para evitar un disparo de bloqueador de los verdes y después subió de nuevo. Taura levantó a un guardia de rojo y lo arrojó contra uno de verde y ambos cayeron entre un amasijo de brazos y piernas.

El soldado Dendarii se lanzó a un cuerpo a cuerpo sobre las tropas verdes para evitar los bloqueadores. Pero el capitán de Fell no quiso ceder ante esa maniobra y disparó igualmente, una maniobra inteligente teniendo los números a su favor. Moglia levantó el destructor contra el escudo de Miles y empezó a apretarlo mientras aullaba en el comunicador de muñeca, pidiendo refuerzos a Operaciones de Seguridad. Un guardia de verde gritó cuando Taura le arrancó el brazo de cuajo y lo arrojó por el aire contra otro soldado que le disparaba con su bloqueador.

Miles vio luces de colores en el aire. El capitán de Fell, que veía que Taura era el mayor peligro, dejó de disparar a Be] Thorne mientras Nicol aplastaba con la silla al último de los guardias de verde.

—¡Al camión flotante! —gritó Miles—. ¡Venga, al camión!

Bel le echó una mirada desesperada y saltó hacia el vehículo. Miles luchó como gato panza arriba contra la parálisis hasta que Moglia puso una mano en su bota, sacó un cuchillo fino y afilado y lo apoyó contra su cuello.

—¡Quieto! —le ladró— Así está mejor…

Se enderezó en el silencio que lo rodeaba, y se dio cuenta de que acababa de dar la vuelta a una batalla que había estado perdiendo.

—¡Todo el mundo quieto! —Bel se quedó helado con la mano sobre la puerta del camión. Un par de hombres tendidos sobre el cemento se retorcieron y gimieron.

—Ahora alejaos de ese… glups —prosiguió Moglia.

La voz de Taura le susurró en el oído, un gruñido suave, suave.

—Suelta el cuchillo. O te arranco el cuello con las manos.

Miles miró de reojo, tratando de ver al otro lado de su cabeza entumecida mientras el cuchillo seguía rozándole la piel.

—Puedo acabar con él antes de que tú me mates —amenazó Moglia.

—El hombrecito es mío —susurró Taura—. Tú mismo me lo diste. Y él volvió a buscarme. Le haces un cortecito cualquiera y te arranco la cabeza y después beberé tu sangre.

Miles sintió que los pies de Moglia no tocaban el suelo. El cuchillo resonó en el pavimento. Miles se apartó, aturdido. Taura sostenía a Moglia por el cuello, con las garras atenazando la piel.

—Todavía quiero arrancarle la cabeza —gruñó con rabia mientras el recuerdo de los abusos le encendía los ojos.

—Déjalo —jadeó Miles—. Créeme, en unas horas estará sufriendo una venganza mucho más artística de la que pudiéramos soñar cualquiera de nosotros.

Bel volvió a la carrera para bloquear al jefe de seguridad a bocajarro, mientras Taura lo sostenía para él como a un gato mojado. Miles hizo que se pusiera al Dendarii inconsciente al hombro y corrió al otro lado del camión para abrir las puertas a Nicol, que se metió con silla y todo. Cuando todos estuvieron dentro, cerraron las puertas y Bel se sentó a los controles. Un minuto después ya estaban en el aire. Una sirena sonaba en algún lugar de Ryoval.

—Comunicador de muñeca, un comunicador de muñeca —balbuceó Miles, sacándole el aparato del brazo a uno de los soldados inconscientes—. Bel, ¿dónde está nuestro transbordador?

—Entramos en un puerto comercial pequeño fuera de la ciudad de Ryoval, a unos cuarenta kilómetros.

—¿Alguien se quedó en la nave?

—Anderson y Nout.

—¿Cuál es el canal de comunicación?

—Veintitrés.

Miles se deslizó en el asiento junto a Bel y abrió el canal. Le pareció que la sargento Anderson tardaba una eternidad en contestar, unos treinta o cuarenta segundos mientras el camión flotante pasaba sobre las copas de los árboles hacia el acantilado más cercano.

—Laureen, pon el transbordador en marcha. Necesitamos que nos recojas urgentemente, cuanto antes. Estamos en el camión flotante de la Casa Fell, hacia… —Miles puso el comunicador debajo de la nariz de Bel.

—…el norte de las instalaciones biológicas —continuó Bel. A unos doscientos sesenta kilómetros por hora, que es lo más rápido que puede ir este trasto.

—Nos vamos en el transbordador —dijo Miles y colocó la señal de emergencia en el comunicador—. No esperes que el puerto de Ryoval te dé permiso de despegue porque no te lo va a conceder. Que Nout me comunique con el Ariel.

—Listo, señor. —La voz de Anderson parecía contenta.

Estática, unos segundos más de espera infernal. Después una voz llena de excitación.

—Murka. Pensé que venía detrás de nosotros anoche… ¿Está bien, señor?

—De momento. ¿Está el técnico médico Vaughn a bordo?

—Sí, señor.

—De acuerdo. No lo deje bajar. Asegúrele que tenemos su muestra de tejidos.

—¿De verdad? ¿Y cómo…?

—No importa cómo. Que todos suban a bordo ahora mismo y trasládese a la órbita libre. Prepárelo para recogernos en vuelo. Iremos en el transbordador. Y dígale al piloto que marque el curso hacia el salto de Escobar a la máxima aceleración posible apenas lleguemos a la nave. No espere a que le den permiso.

—Todavía estamos cargando…

—Abandone todo lo que no esté en la nave.

—¿Nos hemos metido en algún lío, señor?

—Mortal, Murka.

—De acuerdo, señor. Murka fuera.

—Creía que íbamos a hacerlo todo en el más absoluto sigilo en Jackson’s Whole —se quejó Bel—. ¿No te parece que esto es un poco ruidoso?

—La situación ha dado un giro de ciento ochenta grados. Después de lo que hicimos anoche, no hay negociaciones posibles con Ryoval por Nicol ni por Taura. Acabo de dar un golpe a favor de la verdad y la justicia allá abajo y tal vez me pase el resto de la vida lamentándolo. Después te lo contaré. Y por otra parte, ¿te gustaría quedarte por aquí después de que le digamos al barón Fell la verdad acerca del tratamiento de rejuvenecimiento?

Los ojos de Thorne se iluminaron como si se concentrara en el vuelo.

—Pagaría por estar ahí en ese momento.

—Ja… No. Hubo un momento en que tuvimos todos los números. Potencialmente, por lo menos. —Miles empezó a reseguir las lecturas del panel de control del camión, que era muy simple—. Nunca los tendremos de nuevo. Uno maniobra hasta el límite, pero el momento dorado pide acción. Si uno falla, los dioses te maldicen para siempre. Y viceversa… Hablando de acción, ¿viste cómo acabó Taura con siete de esos tipos? —Miles rió al recordarlo. Me pregunto dónde llegará con un entrenamiento básico.

Bel echó una mirada sobre su hombro, inquieto, hacia donde estaba Nicol en su silla y Taura, acuclillada en el fondo con el cuerpo del soldado inconsciente.

—Estaba demasiado ocupado para contarlos.

Miles se levantó y caminó hasta el fondo para controlar a su preciosa carga viviente.

—Nicol, has estado genial —le dijo a la intérprete—. Has peleado como un león. Tal vez tenga que hacerte un descuento de ese dólar.

Nicol todavía estaba sin aliento, con las mejillas enrojecidas. Una mano superior sacó un mechón de cabello de los ojos brillantes.

—Tenía miedo de que rompieran mi dulcimer. —Acarició con una mano inferior una gran caja metida en la silla, a su lado—. Y después tuve miedo de que rompieran a Bel…

Taura estaba sentada contra la pared del camión, un poco pálida.

Miles se arrodilló junto a ella.

—Taura, querida, ¿estás bien? —Le levantó con dulzura una mano para controlarle el pulso, que estaba muy acelerado. Nicol lo miró con extrañeza por ese gesto de cariño. Tenía la silla flotadora lo más lejos posible de Taura.

—Hambre —jadeó Taura.

—¿Otra vez? Claro, has gastado mucha energía. ¿Alguien tiene una barra de ración? —Tras un rápido registro encontró una barra, apenas mordida, en el bolsillo del soldado inconsciente. Miles se la dio y miró cómo se la tragaba con mordiscos de lobo. Ella le sonrió como pudo, con la boca llena.

No habrá mis ratas de ahora en adelante, prometió Miles en silencio. Tres cenas de carne de vaca cuando lleguemos al Ariel y de postre un par de tortas de chocolate.

El camión crujió. Taura, ya algo reanimada, extendió los pies para sostener la taza dentada de Nicol en su sitio contra la pared e impedir que saltara por el aire.

—Gracias —articuló Nicol, preocupada. Taura hizo un gesto con la cabeza.

—Compañía —llamó Bel Thorne sobre su hombro.

Miles se apresuró a avanzar.

Dos automóviles aéreos de la Seguridad de Ryoval les seguían a toda velocidad. Sin duda, mucho mejor armados que el habitual furgón de policía civil… sí. Bel hizo un movimiento brusco cuando pasó un disparo de plasma junto a ellos, dejando un ancho rastro verde en la retina de Miles. Sí, sus perseguidores estaban furiosos, se lo estaban tomando casi como una operación militar.

—Éste es uno de los camiones de Fell, deberíamos tener algo para contraatacar. —No había nada frente a Miles que pareciera un control de armas.

Un ruido atronador, un alarido de Nicol y el camión se tambaleó en el aire, se enderezó luego bajo el control de Bel. Un rugido de aire y vibraciones —Miles movió la cabeza de un lado a otro, frenético, buscando daños— un rincón superior del área de carga del camión se había desprendido por completo. La puerta de atrás estaba cerrada de un lado y suelta del otro. Taura todavía sostenía la silla flotadora y Nicol se había aferrado con sus manos superiores a las pantorrillas de la mujer soldado.

—Vaya —exclamó Thorne— No está blindado.

—¿Qué mierda creíais que era esto? ¿Una misión de paz? —Miles controló su comunicador de muñeca—. Laureen, ¿me recibes?

—Sí, señor.

—Bueno, si alguna vez has soñado con una operación de emergencia, aquí la tienes. Esta vez, nadie va a protestar si abusas del equipo.

—Gracias, señor —respondió ella, contenta.

Estaban perdiendo altura y velocidad.

—¡Sujetaos! —aulló Bel sobre su hombro y de pronto giró en redondo. Sus perseguidores pasaron volando por encima de ellos, pero empezaron a girar inmediatamente. Bel aceleró. Otro grito de la parte posterior cuando los ocupantes se vieron lanzados de nuevo hacia las puertas traseras, que ya no ofrecían mucha seguridad.

Los bloqueadores de mano de las tropas de Dendarii no servían para nada en esa situación. Miles volvió atrás y buscó algún compartimiento de equipaje, un armero, algo… seguramente la gente de Fell no confiaba sólo en la terrible reputación de su casa para protegerse…

Los bancos acolchados a los lados del compartimiento de carga, sobre los que se habrían sentado los guardias de Fell, ocultaban un espacio de almacenamiento. El primero estaba vacío, el segundo contenía equipaje personal —Miles tuvo una imagen fugaz de sí mismo estrangulando a un enemigo con un pantalón de pijama, o metiendo ropa interior en las entradas de aire de los vehículos—, y el tercer compartimiento también estaba vacío. El cuarto estaba cerrado con llave.

El camión rugió bajo otro disparo y parte de la cubierta superior desapareció en el viento. Miles buscó a Taura y el camión se lanzó hacia abajo. El estómago de Miles, y el resto de su cuerpo también, parecieron flotar. Estaban todos aplastados otra vez contra el suelo y Bel volvía a subir. El camión tembló y se lanzó y todos, Miles y Taura, el soldado inconsciente, Nicol y su silla, se lanzaron hacia adelante en un montón desordenado cuando el camión chocó de golpe contra un matorral de plantas tachonadas de escarcha.

Bel, con la cara llena de sangre, corrió hacia ellos tambaleándose y gritando:

—¡Fuera, fuera, fuera!

Miles se estiró hacia la nueva abertura que había en el techo y tuvo que retirar la mano por el contacto ardiente con metal y el plástico, caliente y destrozados. Taura, de pie, sacó la cabeza por el agujero y después se agachó para levantar a Miles. Él se deslizó al suelo y miró a su alrededor. Estaban en un valle deshabitado cubierto de vegetación autóctona y flanqueado por colinas y cordilleras escarpadas. Volando hacia ellos por el cielo llegaban los dos coches aéreos, cada vez más grandes, cada vez más despacio… ¿Venían a capturarlos o solamente apuntaban bien a la presa indefensa?

El transbordador de combate del Ariel rugió sobre el risco y descendió como la mano negra de Dios. Los vehículos que les perseguían parecieron de pronto muchísimo más pequeños. Uno dio la vuelta y escapó, el segundo quedó aplastado en el suelo, no por un disparo de plasma, sino por el impacto certero lanzado desde un concentrador de rayos. Ni siquiera quedó una columna de humo para marcar la derrota. El transbordador se colocó junto a Miles y los suyos en medio de un rugido de arbustos destrozados. La compuerta se abrió y se extendió en una especie de saludo autosatisfecho y suave.

—Pretenciosa —musitó Miles. Se puso el brazo del aturdido Thorne sobre el hombro mientras Taura llevaba al hombre inconsciente hacia la nave. La silla rota de Nicol avanzó por el aire y todos se acercaron, agradecidos hacia sus salvadores.

Apenas entró en la compuerta del Ariel, Miles percibió los sutiles ruidos de protesta que emanaban de la nave. Se le retorció el estómago por el efecto de la gravedad artificial, no del todo sincronizada con esos motores recargados. Estaban en camino, fuera de órbita. Miles quería llegar a la sala de control cuanto antes, aunque la evidencia sugería que Murka lo estaba haciendo bastante bien. Anderson y Nout arrastraron al soldado, que gemía en vías de recuperación y se lo entregaron a un médico que los esperaba con una camilla flotante. Thorne, que se había colocado un vendaje provisional en la cabeza durante el vuelo en el transbordador, envió a Nicol en su silla detrás de ellos y pasó el control a la sala de la nave. Miles se volvió para encontrarse con el hombre al que no quería ver. El doctor Canaba lo esperaba ansioso en el corredor, con la cara tostada llena de ansiedad.

—Usted —dijo Miles a Canaba, la voz temblorosa de rabia. Canaba dio un paso hacia atrás sin darse cuenta. Miles quería agarrar a Canaba por el cuello y ponerlo contra la pared, pero era demasiado bajo y rechazó la idea de ordenarle al soldado Nout que lo hiciera por él. En vez de eso, le lanzó una mirada furibunda—. Hijo de puta sanguinario y tramposo. ¡Me pidió que asesinara a una niña de dieciséis años!

Canaba levantó las manos para protestar.

—Usted no lo entiende…

Taura salió por el corredor del transbordador. Sus ojos dorados se abrieron en una expresión de sorpresa que sólo podía compararse con la de Canaba.

—¡Doctor Canaba! ¿Qué hace usted aquí?

Miles apuntó al doctor con un dedo.

—Quédese aquí —ordenó con la voz confusa. Dominó su rabia y se volvió hacia la piloto del transbordador— ¿Laureen?

—¿Sí, señor?

Miles cogió a Taura de la mano y la llevó hasta la sargento Anderson.

—Laureen, quiero que te lleves a la recluta de entrenamiento Taura y le des una buena comida. Todo lo que quiera y lo digo en serio. Después, ayúdale a darse un baño, entrégale un uniforme y enséñale la nave…

Anderson miró asustada a la enorme Taura.

—Eh… sí, señor.

—Lo ha pasado muy mal —aclaró Miles y después hizo una pausa y agrego—: Trátala bien. Es importante.

—Sí, señor —dijo Anderson con firmeza y se fue por el corredor. Taura la siguió, lanzando una mirada indecisa hacia Miles y Canaba.

Miles se frotó el mentón, consciente de las manchas y el olor. El cansancio y el miedo le habían puesto los nervios de punta.

Se volvió hacia el técnico en genética, que lo miraba, paralizado. —De acuerdo, doctor —le gritó—, trate de hacerme comprender. Inténtelo con todas sus fuerzas.

—¡No podía dejarla en manos de Ryoval! —se excusó Canaba, muy agitado— Para que fuera su víctima, o peor todavía, agente de sus… sus depravaciones comerciales…

—¿Y nunca pensó en pedirnos que la rescatáramos?

—Pero —dijo Canaba, confundido—, ¿por qué lo iban a hacer? No estaba en el contrato… un mercenario…

—Doctor, se nota que ha pasado demasiado tiempo en Jackson’s Whole.

—Eso ya lo sabía cuando vomitaba todas las mañanas antes de ir al trabajo. —Canaba se levantó un poco con dignidad—. Pero almirante, usted no lo entiende. —Miró por el corredor en la dirección que había seguido Taura— No podía dejarla en manos de Ryoval. Pero no puedo llevarla a Barrayar. ¡Allí matan a los mutantes!

—Bueno… —dijo Miles, sin saber con qué refutarlo— Pretenden reformar esas costumbres prejuiciosas. O eso dicen. Pero tiene razón. Barrayar no es lugar para ella.

—Había esperado, cuando usted llegó… no tener que hacerlo… matarla yo mismo. No era una tarea fácil. La conozco… he estado con ella demasiado tiempo. Pero dejarla allí abajo habría sido la peor de las condenas…

—Eso es cierto. Bueno, ahora ya ha escapado. Igual que usted. —Si podemos seguir fuera de alcance, claro… Miles estaba desesperado por llegar a la sala de control y ver lo que sucedía. Habría enviado sus naves Ryoval? ¿Y Fell? ¿Ordenarían a la estación espacial que guardaba el agujero de salto que les bloqueara el paso?

—No quería abandonarla —repitió Canaba—, pero no podía llevarla conmigo.

—Claro que no. Usted no está capacitado para ocuparse de ella. Voy a pedirle que se una a los Mercenarios Libres de Dendarii. Parece ser su destino genético. A menos que usted conozca alguna razón que lo impida.

—¡Pero si va a morir!

Miles se quedó helado.

—¿Y usted y yo no? —dijo con suavidad después de un momento. Luego, con más fuerza—: ¿Por qué? ¿Cuándo?

—Es su metabolismo. Otro error, o cadena de errores. No sé cuándo, no con exactitud. Tal vez dure un año, o dos, o cinco. O diez.

—¿O quince?

—O quince, sí, aunque no es probable. Pero todavía es demasiado pronto.

—Y así y todo ¿usted quería quitarle la poca vida que le quedaba? ¿Por qué?

—Para salvarla. La debilitación final es rápida, pero muy dolorosa, a juzgar por lo que… sufrieron los otros prototipos. Las mujeres eran más complejas que los hombres. No estoy seguro… Pero es una muerte muy fea. Especialmente, como esclava de Ryoval.

—Todavía no conozco una muerte hermosa. Y he visto muchas, se lo aseguro. Y en cuanto a la duración, le recuerdo que todos podríamos desaparecer en los próximos quince minutos, y entonces, ¿dónde quedaría su acto piadoso? —Tenía que ir a la sala de control—. Creo que su interés por ella es falso, doctor. Mientras tanto, déjela que aproveche lo que tiene.

—Pero es mi proyecto… tengo que responder por ella…

—No. Ahora es una mujer libre. Tiene que responder por sí misma.

—Pero, ¿hasta dónde llega la libertad en ese cuerpo, arrastrada por ese metabolismo, esa cara…? La vida de un monstruo, mejor es morir sin dolor que sufrir todo eso…

Miles masculló con los dientes apretados. Con énfasis.

—Eso no es cierto.

Canaba lo miró con los ojos muy abiertos, conmovido. Por fin salía del círculo vicioso de su razonamiento.

Así se hace, doctor. El pensamiento de Miles brillaba en sus ojos. Saque la cabeza de su ombligo y míreme. Le llevó mucho tiempo.

—¿Y a usted por qué… por qué le importa? —le preguntó Canaba.

—Ella me gusta, doctor. Más de lo que me gusta usted, tendría que añadir. —Miles hizo una pausa, asaltado por la idea de tener que explicarle a Taura lo de los complejos genéticos en la pantorrilla. Y tarde o temprano tendrían que recuperarlos. A menos que él pudiera fingir, decir que la biopsia era algo así como parte del procedimiento médico habitual entre los Dendarii… no. Ella se merecía más honestidad que eso.

Miles estaba muy molesto con Canaba por haber puesto esa nota de falsedad entre él y Taura, y sin embargo, sin los complejos genéticos, ¿se habría arriesgado a ir a buscarla? ¿Habría alargado y hecho más arriesgada su operación sólo por bondad? Devoción al deber o rudeza pragmática, ¿cuál era cuál? Ahora nunca lo sabría Su rabia desapareció, se sintió invadido por el cansancio, la depresión habitual que venía después de una misión… y demasiado pronto, porque la misión no estaba terminada, ni mucho menos, se recordó con firmeza. Respiró hondo.

—No puede salvarla de estar viva, doctor Canaba. Es demasiado tarde. Déjela en paz. Déjela en paz.

La cara de Canaba reflejaba tristeza, pero agachó la cabeza y alzó las manos en un gesto de resignación.

—Avise al almirante —oyó decir a Thorne cuando entró en la sala de control y después—: Espere —en el momento en que todas las cabezas se volvían hacia el ruido de las puertas por las que entraba Miles—. Ya está aquí, perfecto, señor.

—¿Qué pasa? —Miles se subió a la silla de comunicaciones que le indicaba Thorne. El insignia Murka controlaba los sistemas de defensa y ataque de la nave mientras el piloto de salto leía los números por debajo de la extraña corona de su asiento con los cables y las cánulas químicas alrededor. La expresión del piloto Padget era de introspección controlada y tranquila, la atención fundida con el Ariel. Excelente piloto.

—El barón Ryoval por el comunicador —dijo Thorne—. En persona.

—Me pregunto si ya ha controlado sus refrigeradores… —Miles se acomodó frente a la conexión de vídeo—. ¿Cuánto tiempo le he tenido esperando?

—Menos de un minuto —dijo el oficial de comunicaciones.

—Hmm. Que espere un poco más, entonces. ¿Nos persiguen?

—Por ahora, no —Informó Murka.

Miles alzó las cejas ante esa novedad inesperada. Le llevó un momento recuperarse, deseó tener tiempo para limpiarse, afeitarse y ponerse un uniforme limpio antes de la conversación, para cuidar el lado psicológico del asunto. Se rascó la mandíbula lastimada y se pasó las manos por el cabello y frotó los dedos mojados de los pies contra la estera del escritorio, que casi no alcanzaba con las piernas. Bajó algo la silla de comunicaciones, enderezó la columna todo lo que pudo y respiró con normalidad.

—De acuerdo, adelante.

El fondo un poco lejano y desenfocado que acompañaba la cara que se formó sobre la pantalla de vídeo parecía un tanto familiar… ah, sí, la sala de operaciones de seguridad en las instalaciones biológicas Ryoval. El barón había llegado personalmente a la escena, tal como había prometido. Miles no necesitó otra cosa que ver la expresión contorsionada y amargada de la cara joven de Ryoval para comprender lo que sucedía. Cruzó los brazos y sonrió con inocencia.

—Buenos días, barón. ¿Qué puedo hacer por usted?

—¡Muérete, mutante! —escupió Ryoval—. ¡Hijo de puta! No habrá lugar lo bastante profundo para esconderte, de ahora en adelante. Voy a poner tal precio a tu cabeza que todos los cazadores de recompensas de la galaxia se te pegarán como imanes… no podrás ni comer ni dormir… te voy a atrapar…

Sí, el barón había visto los frigoríficos. No cabía duda. Hacía poco. No quedaba nada de la suavidad irónica y despectiva del primer encuentro. Y sin embargo, Miles estaba sorprendido por el tono de las amenazas. Parecía que el barón estaba resignado a dejarlos escapar del espacio de Jackson’s Whole. Era verdad que la Casa Ryoval no tenía flota espacial propia, pero ¿por qué no alquilar un acorazado al barón Fell y atacar ahora? Eso era lo que Miles había esperado, lo que más temía, que Ryoval y Fell, y tal vez Bharaputra, se aliaran en su contra mientras él intentaba llevarse sus tesoros.

—¿Y puede usted pagar a los cazadores de recompensas? —preguntó con voz tranquila—. Pensé que su capital se había reducido un tanto. Aunque supongo que todavía tiene a sus especialistas en cirugía.

Ryoval, que jadeaba, se secó la saliva que se le escapaba por la comisura de los labios.

—¿Fue mi hermanito querido quien lo metió en esto?

—¿Quién? —dijo Miles, sorprendido. ¿Otro jugador en el juego…?

—El barón Fell.

—No sabía… no sabía que fueran parientes —contestó Miles—. ¿Hermanito?

—Miente muy mal —se burló Ryoval—. Sabía que él estaba detrás de todo esto.

—Tendrá que preguntarle a él. —Era un disparo al aire. A Miles le giraba la cabeza mientras agregaba los nuevos datos al panorama del problema. A la mierda con los informes previos de la misión que no mencionaban esa conexión y se concentraban sólo en la Casa Bharaputra. Hermanastros solamente… sí, ¿no había dicho algo Nicol sobre el «medio hermano de Fell»?

—Voy a arrancarte la cabeza por esto, mutante. —Ryoval soltaba espuma por la boca—. Haré que te traigan en una caja, congelado. Y la meteré en plástico para colgarla en… no, mejor todavía, doblaré la recompensa para el hombre que te traiga vivo. Morirás despacio, después de una degradación infinita…

Dentro de todo, Miles se sentía feliz de saber que la distancia que lo separaba de ese hombre aumentaba más y más con la aceleración rápida.

Ryoval interrumpió su diatriba con la sospecha reflejada en el rostro.

—¿O fue Bharaputra el que te pagó? ¿Tratando de impedir que yo cortara el monopolio que tienen en biología en lugar de anexionarlos como les prometí?

—Ah, vamos —dijo Miles con mucha lentitud, regodeándose—, ¿le parece que Bharaputra pudo haber fabricado un complot contra la cabeza de otra casa? ¿Tiene alguna evidencia que pruebe que son capaces de hacer algo así? O mejor dicho… ¿quién mató a… al clon de su hermano? —Por fin conseguía que todo encajara. Dios. A Miles le parecía que su misión lo había metido en medio de una lucha de poderes muy dura, una lucha de una complejidad bizantina. Nicol había dicho que Fell nunca había descubierto al asesino de su joven duplicado—. ¿Adivino?

—Usted sabe perfectamente quién fue —le gritó Ryoval—. Pero ¿cuál de los dos le ha pagado por esto? ¿Fell o Bharaputra? ¿Quién?

Era obvio que Ryoval no sabía nada todavía de la verdadera misión de los Dendarii contra la Casa Bharaputra. Y con la atmósfera que había entre las casas, tal vez pasaría mucho tiempo hasta que cotejaran informaciones y notas. Cuanto más, mejor, desde el punto de vista de Miles.

Empezó a borrar una sonrisita y después la dejó salir deliberadamente.

—¿Qué? ¿No puede creer que fue un golpe personal contra el mercado de esclavos genéticos? ¿Un acto en honor de mi dama?

Esa referencia a Taura pasó muy por encima de la cabeza de Ryoval.

El barón peleaba ahora contra una idea fija y todas sus ramificaciones, y eso y su rabia eran un buen escudo contra los datos que pudiera recibir en ese momento. En realidad, no iba a ser difícil convencer a un hombre que había estado conspirando continuamente contra sus rivales de que esos rivales habían conspirado contra él.

—Fell o Bharaputra? —repitió el barón, furioso—. ¿Pensó que iba a ocultar un robo para Bharaputra con esa destrucción inútil?

¿Robo?, se preguntó Miles, muy alerta. No de Taura, seguramente… ¿de alguna muestra de tejido que Bliaraputra había querido comprar, tal vez? Ah, ah…

—¿No le parece obvio? —dijo Miles con dulzura—. Usted le dio el motivo a su hermano cuando saboteó sus planes para extender su vida. Y quería tanto de los Bharaputra que ellos fueron los que suministraron el método, poniendo a su supersoldado mujer dentro de su edificio donde yo pudiera encontrarme con ella. Hasta le hicieron pagar por el privilegio de hacer saltar su propia seguridad por los aires. Usted se nos puso en bandeja. El plan maestro, por supuesto —Miles puso las manos sobre la camiseta—, es mío.

Luego lo miró a través de las pestañas. Ryoval parecía tener problemas para respirar. El barón cortó la conexión de vídeo con el golpe abrupto de una mano temblorosa. Fuera.

Tarareando entre dientes, pensativo, Miles fue a darse una ducha.

Estaba de vuelta en la sala de operaciones, cubierto de pomada para el dolor y las contusiones, con ropa limpia y una taza de café caliente en las manos como antídoto para los ojos enrojecidos y cansados, cuando llegó la segunda llamada.

Lejos de empezar un discurso como su medio hermano, el barón Fell se quedó sentado un momento frente al vídeo, mirando a Miles. Éste, que ardía bajo esa mirada, se sintió muy agradecido por haber tenido tiempo de cambiarse. ¿El barón habría descubierto por fin que ya no tenía a la cuadrúmana? ¿Ryoval le había comunicado ya parte de los errores paranoicos que Miles acababa de provocar? Todavía no habían despegado naves desde la estación Fell y tendrían que despegar pronto o nunca, porque una nave lo bastante ligera para alcanzar al Ariel a tiempo seria demasiado liviana para luchar contra el fuego del acorazado de los mercenarios. A menos que Fell pensara pedir favores al consorcio de casas que manejaba la estación de salto… Un minuto más de silencio, pensó Miles, y él estallaría y diría cualquier tontería. Por suerte, Fell habló primero.

—Parece, almirante Naismith —murmuró—, que, ya sea por accidente o a propósito, usted se está llevando algo que me pertenece.

Varias cosas, pensó Miles, pero Fell se refería sólo a Nicol, si Miles no se equivocaba.

—Tuvimos que zarpar de forma apresurada —contestó.

—Eso me comunican. —Fell inclinó la cabeza con ironía. Debía haber recibido un informe de su comandante de escuadrón—. Pero tal vez aún pueda evitarse problemas. Había un precio acordado por mi intérprete. No me importa demasiado en posesión de quién esté, siempre que reciba ese importe.

El capitán Thorne, que trabajaba en los monitores del Ariel, se encogió bajo la mirada acusadora de Miles.

—El precio al que usted se refiere, supongo, es el secreto de la técnica de rejuvenecimiento de Beta.

—Exacto.

—Ah… Mmmm. —Miles se humedeció los labios—. Barón… no puedo dárselo…

Fell se volvió.

—Comandante de estación, que zarpen las naves…

—¡Espere! —exclamó Miles.

Fell levantó las cejas.

—¿Lo está reconsiderando? Bien.

—No es que no quiera decírselo —le replicó Miles con desesperación—. Es que la verdad no le serviría de nada. De nada. Pero estoy de acuerdo en que usted tiene que recibir alguna compensación. Tengo otra información que puedo entregarle. Una información de valor más inmediato.

—¿Ah, sí? —se interesó Fell, aunque tanto su voz como su expresión eran impenetrables.

—Usted sospecha que su medio hermano Ryoval mató a su clon, pero no tiene ninguna evidencia que lo pruebe, ¿verdad?

Fell pareció interesarse apenas un poquito más.

—Todos mis agentes y los de Bharaputra lo han intentado, y ha resultado imposible.

—No me sorprende. Porque quienes lo llevaron a cabo fueron los agentes de Bharaputra. —Bueno, por lo menos era factible.

Había despertado su interés.

—¿Mataron su propio producto? —dijo despacio.

—Creo que Ryoval hizo un trato con la Casa Bharaputra para traicionarle a usted —se apresuró a explicar— Supongo que tenía que ver con el intercambio de muestras biológicas únicas en posesión de Ryoval; no creo que el dinero fuera suficiente frente a tanto riesgo. El trato se hizo al más alto nivel, obviamente. No sé cómo decidieron dividirse los restos de la Casa Fell después de su muerte, barón, y tal vez no pensaran dividirla, después de todo. Parecen tener algún tipo de plan final de combinación de operaciones para un monopolio gigante de mercancía biológica en Jackson’s Whole. Una fusión, una corporación, digamos. — Miles se detuvo para que el Barón tuviera Tiempo de digerir la información—. ¿Puedo sugerir que se guarde sus fuerzas y favores contra enemigos más, ejem, cercanos e inmediatos que yo?

Además, usted tiene todo nuestro dinero y nosotros sólo la mitad de la carga. ¿Le parece que estamos en paz?

Fell lo miró con furia durante un largo minuto, la cara de un hombre que pensaba en tres direcciones al mismo tiempo. Miles conocía esa sensación. Después volvió la cabeza y farfulló:

—Contraorden a las naves de persecución.

Miles respiró de nuevo.

—Le agradezco la información, almirante —dijo Fell—, pero no demasiado. No voy a impedirle la huida. Pero si usted o sus barcos vuelven al espacio jacksoniano…

—Ah, barón —afirmó Miles con sinceridad—, estar lejos, muy lejos de aquí se está convirtiendo en una de mis ambiciones más queridas.

—Es usted sabio —gruñó Fell y se movió para cortar la conexión.

—Barón Fell —agregó Miles en un impulso repentino. Fell se detuvo—. Para que no le suceda lo mismo en el futuro. ¿Es seguro este canal?

—Sí.

—El verdadero secreto de la técnica de rejuvenecimiento de Beta es… que no existe. Que no lo engañen de nuevo. Represento esta edad, porque es la que tengo. Haga con esta información lo que quiera.

Fell no dijo nada. Al cabo de un momento esbozó una sonrisa leve. Sacudió la cabeza y cortó la comunicación.

Por si acaso, Miles se quedó en una especie de burbuja vidriosa, borroneada por el cansancio, en un rincón de la sala hasta que el oficial de comunicaciones informó que el control de tránsito de la estación de salto les daba vía libre. Pero en realidad, estaba seguro de que las casas Fell, Ryoval y Bharaputra iban a estar demasiado ocupadas vigilándose unas a otras como para preocuparse por él, por lo menos de momento. Su última entrega de información verdadera y falsa entre los combatientes —a cada uno según su propia medida había sido como arrojar un solo hueso a tres perros hambrientos y furiosos. Casi lamentaba no poder quedarse a ver los resultados. Casi.

Horas después del salto, se despertó en su cabina, vestido y con las botas junto a la cama; no tenía el más mínimo recuerdo de cómo había llegado allí. Pensaba que Murka lo había acompañado, pero podía ser sólo una idea. Si se hubiera quedado dormido mientras caminaba, seguramente se habría dejado las botas puestas.

Primero fue a ver al oficial de guardia, que le informó sobre la situación y el estado del Ariel. Todo estaba bien, refrescantemente gris, después de los días anteriores. Estaban cruzando el sistema de una estrella azul entre puntos de salto en la ruta a Escobar, un lugar deshabitado y vacío de todo excepto por algunas pocas naves mercantes. Y nada los seguía desde Jackson’s Whole. Miles comió algo liviano. No sabía si era el desayuno, el almuerzo o la cena, porque sus biorritmos estaban confusos tras sus aventuras en tierra. Después fue a buscar a Thorne y a Nicol. Los encontró en ingeniería. Un técnico estaba puliendo un último detalle en la silla voladora de Nicol.

Nicol, con una túnica blanca y pantalones cortos con vivos rosados, yacía boca abajo sobre un banco esperando que terminaran las reparaciones. A Miles le causó una curiosa sensación verla fuera de su taza, era como mirar a un caracol sin caparazón, o una foca en tierra. Resultaba extrañamente vulnerable así, y sin embargo, en la silla parecía tan bien, tan en su ambiente que Miles había dejado de notar lo raro de los cuatro brazos. Thorne ayudó al técnico a colocar el caparazón azul de la silla voladora sobre su mecanismo antigravitatorio y se volvió para saludar a Miles mientras el técnico lo ajustaba.

Miles se sentó en el banco frente a Nicol.

—Por lo que veo —dijo—, el barón Fell no va a perseguirla. Él y su medio hermano van a estar muy ocupados vengándose uno del otro durante un tiempo. Me alegra ser hijo único.

—Mmm —emitió ella, pensativa.

—Estará bien —aseguró Thorne, como dándole ánimos.

—No… no es eso —dijo Nicol—. Sólo pensaba en mis hermanas. Hubo una época en que no veía la hora de escaparme de ellas. Ahorano veo, la hora de volver a abrazarlas.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Miles.

—Primero voy a ir a Escobar —contestó—. Es un buen lugar de cruce, y desde allí espero arreglármelas para volver a la Tierra. Desde la Tierra, a Oriente IV y desde ahí, seguramente, podré llegar a casa.

—¿Entonces es a casa adónde quiere ir?

—Hay mucho más que ver por aquí —señaló Thorne— No estoy seguro de que las naves de los Dendarii tengan lugar para una intérprete pero…

Ella negaba con la cabeza.

—A casa —dijo con firmeza—. Estoy cansada de luchar sola todo el tiempo. Estoy cansada de estar sola. Empiezo a tener pesadillas acerca de tener piernas…

Thorne suspiró.

—Tenemos una colonia de los de superficie entre nosotros —agregó ella en tono sugestivo a Thorne—. Han hecho un asteroide propio con gravedad artificial, una cosa muy parecida al suelo, pero no tan llena de corrientes.

Miles se alarmó un poco, perder a un comandante de lealtad tan probada…

—Ah —suspiró Thorne, en tono tan pensativo, como el de Nicol—. Está muy lejos de mi casa, su asteroide.

—¿Piensa volver a la colonia Beta algún día? —preguntó ella—. ¿O es que los Mercenarios de Dendarii son su casa ahora?

—No es algo tan apasionado —explicó Thome—. Me quedo, sobre todo, porque tengo mucha curiosidad. Quiero saber qué va a pasar.

Y Thorne sonrió a Miles de manera especial. Después ayudó a Nicol a subirse a su silla azul. Ella controló los sistemas, y se acomodó, tan ágil —más aún— como sus compañeros con piernas. Se balanceó y miró a Thorne con la cara radiante.

—Sólo nos quedan tres días para la órbita de Escobar —dijo Thorne como si lo lamentara—. Son… setenta y dos horas, cuatro mil trescientos veinte minutos. ¿Cuánto podemos hacer en cuatro mil trescientos veinte minutos?

¿O con cuanta frecuencia?, pensó Miles con frialdad. Especialmente, sino duermen. Dormir, en sí mismo, no era lo que Bel tenía en mente si Miles interpretaba bien los indicios. Buena suerte… a los dos.

—Mientras tanto —continuó Thorne mientras maniobraba para poner a Nicol en el corredor—, voy a mostrarle la nave. Es ilírica… pero claro, supongo que ésa no es su especialidad. Es toda una historia la forma en que cayó en manos de los Dendarii… entonces éramos los Mercenarios de Oseran…

Nicol lanzaba pequeñas exclamaciones de interés. Miles suprimió una sonrisa de envidia y se volvió hacia el otro lado, a buscar al doctor Canaba y arreglar los detalles para cumplir con la última y muy desagradable parte de su misión.

Confundido, Miles dejó el hipoespray que tenía entre las manos cuando se abrió la puerta de la enfermería. Giró en el sillón del técnico médico y alzó la vista hacia Taura y la sargento Anderson que entraban en ese momento.

—Dios mío —murmuró.

Anderson esbozó una sonrisa.

—Informando como me pidió, señor.

La mano de Taura se levantó en el aire. La mujer soldado no sabía si tratar de imitar o no el saludo militar de la sargento. Miles la miró de arriba a abajo y sus labios se abrieron en una sonrisa involuntaria. La transformación de Taura era todo lo que él había soñado y más.

No sabía cómo había hecho Anderson para conseguir que el ordenador del depósito ampliara sus parámetros normales, pero de alguna forma le había hecho vomitar un equipo completo de ropa Dendarii para Taura: chaqueta gris y blanca brillante con bolsillos, pantalones grises, botas pulidas hasta los tobillos. La cara y el cabello de Taura estaban todavía más limpios que sus botas. Llevaba el cabello oscuro recogido atrás en una trenza espesa que se le enroscaba sobre la nuca —Miles no veía el extremo— y brillaba con inesperados reflejos color caoba.

Parecía, si no bien alimentada, por lo menos no tan hambrienta, los ojos eran brillantes e interesados, no esas luces fantasmales y amarillas metidas en cavernas huesudas que él había visto al principio Incluso desde lejos, Miles se dio cuenta de que la rehidratación y la oportunidad de limpiarse los dientes y los colmillos había eliminado ese aliento a acetona que le habían producido los días en los sótanos del establecimiento de Ryoval, a dieta de ratas crudas.

La capa de suciedad incrustada en sus manazas había desaparecido y sus uñas afiladas —una buena idea— no estaban cortadas, pero sí limadas y pintadas con un esmalte blanco perla brillante que complementaba la ropa blanca y gris como una joya. El esmalte, seguramente, era un toque personal de la sargento.

—Sorprendente, sargento —dijo Miles, admirado.

Anderson hizo una mueca de orgullo.

—¿Es eso lo que tenía en mente, señor?

—Sí, sí. —La cara de Taura reflejaba que estaba encantada—. ¿Qué te ha parecido tu primer salto? —le preguntó.

Los largos labios dibujaron lo que Miles supuso una sonrisa.

—Creía que me estaba descomponiendo. Me sentí tan mareada al principio… hasta que la sargento me explicó de qué se trataba.

—¿Alucinaciones, una sensación extraña como si el tiempo durara más?

—No, pero no fue… Bueno, por lo menos fue corto.

—Mmm. No parece que seas uno de los afortunados, o desafortunados, que tienen aptitudes para piloto de salto. Por el talento que demostraste en la plataforma de aterrizaje de Ryoval ayer, supongo que la división táctica no querrá perderte en manos de navegación y comunicaciones. —Miles hizo una pausa—. Gracias, Laureen. ¿Qué he interrumpido con mi llamada?

—Controles de sistemas de rutina en los transbordadores, hice que Taura me viera hacerlo.

—De acuerdo. Adelante. Taura volverá cuando termine aquí.

Anderson se fue un tanto reticente: era obvio que sentía curiosidad. Miles esperó hasta que las puertas se cerraron con su suspiro característico antes de hablar.

—Siéntate, Taura. ¿Así que tus primeras veinticuatro horas con los Dendarii han sido satisfactorias?

Ella sonrió y se sentó despacio en una silla que crujió bajo su peso.

—Sí.

—Ah. —Él dudaba—. Quiero que entiendas que cuando lleguemos a Escobar puedes hacer lo que quieras. No estás obligada a unirte a nosotros. Podría hacer que consiguieras algo en el planeta…

—¿Qué? —Se le abrieron los ojos de desesperación—. ¡No! Quiero decir… ¿como demasiado?

—En absoluto. Peleas como cuatro hombres juntos, así que bien podemos darte de comer como a tres. Pero… tengo que arreglar algunas cosas antes de que hagas el juramento de práctica. —Miles se aclaró la garganta—. No fui a Ryoval para reclutarte. Unas semanas antes de que Bharaputra te vendiera, el doctor Canaba te inyectó algo en la pierna, ¿recuerdas? Con una aguja, no con el hipoespray.

—Ah, sí. —Ella se frotó la pantorrilla casi sin pensarlo—. Me hizo un nódulo.

—¿Qué… qué te dijo que era?

—Inmunización.

Ella tenía razón cuando se conocieron, pensó Miles. Los humanos mienten mucho.

—Bueno, pues no era eso. Canaba te estaba usando como depósito vivo de un material biológico fabricado. Material pasivo, unido a las moléculas —se apresuró a añadir cuando ella se miró la pierna, asustada—. Me ha asegurado que no puede activarse espontáneamente. Mi misión inicial era llevarme al doctor Canaba y sólo eso. Pero él no quería irse sin sus complejos genéticos.

—¿Pensaba llevarme consigo? —dijo ella sorprendida y encantada— ¡Entonces tengo que agradecerle a él que tú vinieras!

Miles hubiera querido ver la cara del doctor Canaba si ella se lo agradecía.

—Sí y no. No exactamente. —Siguió hablando para que no le fallaron los nervios— No tienes nada que agradecerle, ni a mí tampoco. El quería llevarse sólo la muestra de tejidos y me mandó a buscarla.

—¿Hubieras querido dejarme en… es por eso que Escobar…? —Ella todavía no comprendía.

—Fue tu buena suerte la que hizo que perdiera a mis hombres y mis armas antes de encontrarte. Canaba también me mintió a mí. Puedo decir en su defensa que tenía una idea rara sobre salvarte de una vida brutal como esclava de Ryoval. Me mandó a matarte, Taura. A matar a un monstruo cuando debería haberme rogado que rescatara a una princesa de incógnito. No estoy satisfecho del doctor Canaba. Ni de mí mismo. Te mentí a lo loco en las instalaciones de Ryoval. Pensé que tenía que hacerlo para sobrevivir y ganar.

La cara de ella reflejaba confusión, la luz en sus ojos se apagaba.

—¿Entonces, no… pensaste realmente que era humana?

—Por el contrario. Tu elección de la prueba fue muy buena. Es mucho más difícil mentir con el cuerpo que con la boca. Cuando te… demostré que te creía humana, tuvo que ser real. —La miró y todavía sintió una alegría salvaje, lunática, un residuo somático de esa aventura del cuerpo. Siempre sentiría algo, supuso… un condicionamiento masculino, sin duda—. ¿Te gustaría que te lo demostrara de nuevo? —preguntó, esperanzado a medias, después se mordió la lengua—. No —contestó su propia pregunta—. Si voy a ser tu comandante, tenemos reglas de no confraternización. Sobre todo, para proteger a los de menor rango del abuso… aunque funciona para los dos… ejem. …

Estaba haciendo una digresión terrible. Levantó el hipoespray, jugueteó con él, nervioso y lo volvió a apoyar.

—Como decía, el doctor Canaba me pidió que te mintiera de nuevo. Quería que te diera una anestesia general para poder sacar su muestra. Es un cobarde, como debes de haber notado. Ahora está fuera, temblando de pies a cabeza con la idea de que sepas lo que él quería hacerte. Creo que anestesia local con un bloqueador médico sería suficiente. Yo querría estar consciente y bien alerta si estuvieran haciéndomelo a mí, te lo aseguro… —Tocó el hipoespray con un dedo, desdeñosamente.

Ella estaba sentada en silencio, la extraña cara de lobo —extraña, aunque Miles se estaba acostumbrando a ella— totalmente opaca, inescrutable.

—¿Tú quieres que yo le deje… abrirme la pierna y…? —dijo por fin.

—Sí.

—¿Y después, qué?

—Después, nada. Eso será el fin del doctor Canaba para ti.

Y de Jackson’s Whole y de todo el resto. Eso, te lo prometo. Aunque entendería perfectamente bien que no creyeras en mis promesas.

—Lo último… —suspiró ella. Inclinó la cabeza, después la levantó y se enderezó—. Entonces, terminemos de una vez. —Ya no sonreía.

Tal como suponía Miles, a Canaba no le hizo ninguna gracia tener a una paciente en pleno uso de sus facultades. A Miles no le importaba lo mucho que le molestara la situación, y después de mirarle a la cara inexpresiva, Canaba no discutió. Sacó su muestra sin decir palabra, la envolvió con mucho cuidado en su contenedor biológico y huyó con ella hacia la intimidad y seguridad de su propia cabina tan pronto como se lo permitió la decencia.

Miles se quedó sentado con Taura en la enfermería hasta que el bloqueador médico se disipó lo suficiente como para que ella pudiera caminar sin caerse. Ella se quedó así, sin decir nada. Él vigilaba sus rasgos, deseaba saber cómo volver a encender esos ojos de oro, y en ese momento lo deseaba más que cualquier otra cosa.

—Cuando te vi por primera vez —dijo ella con suavidad—, fue como un milagro. Algo mágico. Todo lo que deseaba, todo lo que quería. Comida. Agua. Calor. Venganza. Huida. —Se miró las garras arregladas y limpias— Amigos… —lo miró—. Tocarse…

—¿Qué más deseas, Taura? —preguntó Miles, ansioso, inquieto.

—Quisiera ser normal —añadió.

Miles también se quedó callado.

—No puedo darte lo que no tengo yo mismo —contestó por fin. Las palabras parecían amontonarse frente a él. Hizo un esfuerzo—. No lo desees. Tengo una idea mejor. Desea ser tú misma. Hasta el límite. Descubrir aquello en que eres mejor y desarrollarlo. Superar tus debilidades. Piensa en Nicol…

—Es tan hermosa —suspiró Taura.

—O en el capitán Thorne, y dime qué significa «normal» y por qué debe importarme. Mírame, ¿quieres? ¿Te parece que tengo que matarme tratando de vencer en combate a hombres que pesan dos veces más que yo y miden el doble, o en lugar de eso me conviene llevarlos a un terreno en el que el músculo que tienen sea inútil porque nunca se acercarán lo suficiente a su objetivo? No tengo tiempo que perder. Y tú tampoco.

—¿Sabes el tiempo que tienes? —preguntó Taura de pronto.

—Ah… —suspiró Miles con cautela—, ¿y tú?

—Soy la última superviviente de los míos. ¿Cómo podría no saberlo? —Su mentón se levantó en un gesto de desafío.

—Entonces no desees ser normal —dijo Miles con pasión, levantándose para ir de un lado a otro—. Perderías el tiempo precioso que tienes en una frustración sin sentido. Desea ser grande. En eso, por lo menos, tienes alguna posibilidad. Una gran sargento, una gran mujer soldado. Una gran oficial de intendencia, por Dios, si eso es lo que te sale mejor. Una gran intérprete, como Nicol… piensa en lo horrible que sería que desperdiciara su talento tratando de ser normal. —Miles se detuvo en la mitad de su arenga, consciente de sí mismo, y pensó: Más fácil predicar que practicar…

Taura estudió sus garras pintadas, y suspiró.

—Supongo que es inútil que desee ser hermosa, como la sargento Anderson.

—Es inútil que desees ser hermosa como cualquiera que no seas tú misma —dijo Miles—. Sé hermosa como Taura, y eso lo puedes hacer, te lo aseguro. Extraordinariamente bien. —Descubrió que le estaba teniendo las manos y pasó un dedo sobre una garra brillante y blanca—. Aunque Laureen parece haber descubierto cómo, tú puedes guiarte por su gusto, si quieres.

—Almirante —dijo Taura lentamente, sin soltarle las manos—, ¿eres mi comandante en realidad? La sargento Anderson me contó algo de orientación, pruebas de inducción, y un juramento…

—Sí, eso cuando nos reencontremos con la flota. Hasta entonces, técnicamente, eres nuestra huésped.

Un cierto brillo empezó a volver a sus ojos dorados.

—Entonces… hasta entonces… ¿no romperíamos ninguna regla, verdad, si me mostraras de nuevo lo humana que soy? ¿Sólo una vez más?

Debía de ser, pensó Miles, semejante al impulso que hacía que los hombres subieran las paredes lisas de roca en la montaña sin nada debajo que les impidiera caer, excepto un rollo de tela de seda. Sentía la fascinación en él, cada vez más fuerte, la risa que desafiaba la muerte.

—¿Despacio? —insinuó con voz ahogada—. ¿Lo hacemos bien esta vez? ¿Algo de conversación, vino, un poco de música? Sin la guardia de Ryoval acechándonos arriba, ni la piedra congelada debajo de mi…

Sus ojos eran grandes, dorados y cálidos, como fundidos.

—Dijiste que te gustaba practicar las cosas para las que eras muy bueno.

Miles nunca se había dado cuenta de lo susceptible que era a los halagos de las mujeres altas. Una debilidad de la que debía cuidarse. En adelante.

Pero ahora la llevó a su cabina y practicaron una y otra vez hasta estar a medio camino de Escobar.

TRES

—¿Y qué le pasó a la muchacha loba? —preguntó Illyan, después de un largo silencio de fascinación.

—Ah. Le va bien. Estoy contento. Hace poco ha ascendido a sargento. Mi cirujano de Dendarii le está dando unas drogas para retrasar en algo el metabolismo. Experimentales.

—¿Entonces tal vez aumenten su expectativa de vida?

Miles se encogió de hombros.

—Ojalá lo supiéramos. Tal vez. Es lo que esperamos.

—Bien —cambió de tema Illyan—. Eso nos deja frente a Dagoola, sobre lo cual, mejor será que recuerdes que el único informe tuyo que recibí antes de que se hicieran cargo los otros operativos fue ese… informe excesivamente sucinto que enviaste desde Mahata Solaris.

—Se suponía que eso iba a ser preliminar. Pensé que iba a volver a casa antes.

—Eso no supone ningún problema… o por lo menos para el conde VorvoIk. Dágoola, Miles. Suéltalo todo ahora y así podrás dormir un poco.

—Empezó de una forma tan simple… —Miles frunció el ceño, cansado—. Casi tan simple como lo de Jackson’s Whole. Después las cosas se pusieron feas. Las cosas se pusieron muy feas…

—Bien. Empieza por el principio.

—El principio. Dios. Bueno…

FRONTERAS DEL INFINITO

¿Cómo puedo haberme muerto y estar en el infierno sin haber notado la transición?

La cúpula de fuerza opalescente sobre un paisaje surrealista y extraño pareció quedarse helada un momento en medio de la desorientación y la angustia de Miles. La cúpula definía un círculo perfecto de medio kilómetro de diámetro. Miles estaba en el límite, de pie, donde la superficie cóncava y brillante se hundía en el polvo duro y desaparecía. Su imaginación siguió el arco enterrado bajo sus pies hasta el otro lado, donde salía de nuevo a la superficie para completar la esfera. Era como estar atrapado dentro de la cáscara de un huevo. Una cáscara de huevo irrompible.

Dentro, la escena era como las del antiguo limbo. Hombres y mujeres desesperados sentados, o de pie, muchos acostados, de a uno o en grupos irregulares, distribuidos al azar sobre la pista redonda. Miles buscó con ansiedad algún tipo de orden militar, alguna organización, pero los habitantes del lugar parecían haberse esparcido sin razón alguna, como un líquido que se vuelca sobre la tierra.

Tal vez acababan de matarlo ahora, al entrar en ese campo de prisioneros. Tal vez sus captores lo habían metido a traición en su muerte, como esos antiguos soldados de la Tierra que llevaban a sus víctimas como ovejas a las duchas envenenadas, engañándolos con pastillas de jabón de piedra hasta que el conocimiento final salía con un estallido de nubes sofocantes desde el techo. Tal vez la aniquilación de su cuerpo había sido tan rápida que sus neuronas no habían tenido tiempo de llevar la información al cerebro. ¿Por qué había tantos mitos antiguos que coincidían en la idea de que el infierno era un lugar circular?

Campo de Prisioneros de Alta Seguridad Dagoola IV, # 3. ¿Era este lugar? ¿Este… plato desnudo? Miles se había imaginado barracas, guardias armados, listas diurnas, túneles secretos, comités de fuga…

Lo que lo hacía tan simple era la cúpula, pensó de pronto. ¿Para qué poner barracas? Las barracas protegen a los prisioneros del clima, pero aquí lo hacía la cúpula. ¿Para qué poner guardias? La cúpula estaba generada desde el exterior. Nada interno podía quebrarla. No hacían falta ni guardias ni formaciones para pasar lista. Los túneles eran una estupidez, los comités de fuga un absurdo. La cúpula lo hacía todo.

Las únicas estructuras que había eran una especie de hongos gigantes colocados en forma ordenada cada ciertos metros alrededor del perímetro de la cúpula. La poca actividad que había parecía congregarse a su alrededor. Letrinas, pensó Miles.

Miles y sus otros tres compañeros de prisión habían entrado por un portal temporal que se había cerrado tras ellos antes de que esa especie de chichón de la cúpula de fuerza que había contenido la puerta hacia dentro desapareciera frente a ellos. El habitante más cercano de la cúpula, un hombre, yacía unos pocos metros más allá, sobre una alfombra para dormir idéntica a la que tenía Miles entre las manos. El hombre volvió un poco la cabeza para mirar a la pequeña partida de recién llegados, sonrió con amargura, y se volvió para darles la espalda. Nadie más se molestó en levantar la vista.

—Mierda —murmuró uno de los compañeros de Miles.

Él y los otros dos se agruparon inconscientemente. Los tres habían estado en la misma unidad, decían. Miles los había conocido hacía unos pocos minutos, en los últimos pasos del proceso, cuando les entregaron el único equipo que tendrían desde ese momento hasta su muerte, el equipo para la vida en Dagoola # 3.

Un único par de pantalones grises sueltos, una túnica gris de manga corta a juego, una alfombra para dormir rectangular, una taza de plástico. Y nada más. Eso y los números en código sobre la piel. A Miles le molestaba muchísimo que las autoridades del lugar eligieran la espalda para poner los números, justo el sitio en que uno no podía verlos. Resistió un deseo inútil de retorcer el cuello, pero su mano se deslizó bajo la camisa para rascarse una picazón del todo psicosomática. Los números tampoco se sentían al tacto.

De pronto, hubo un movimiento en ese cuadro de figuras inmóviles. Un grupo de cuatro o cinco hombres que se aproximaba. ¿Por fin el comité de bienvenida? Miles deseaba desesperadamente información. Dónde, entre innumerables hombres y mujeres grises… ah, no innumerables no. Allá dentro, todo el mundo constaba en los registros.

Los restos vencidos de los Luchadores Armados Todo Terreno, divisiones tercera y cuarta. Los ingeniosos y tenaces defensores civiles de la Estación de Transferencia Garson. El Segundo Batallón de Winoweh estaba casi intacto en ese lugar. Y los Comandos número 14, supervivientes de la fortaleza de alta tecnología en Núcleo Dormido. Sobre todo, los supervivientes del Núcleo Dormido. Diez mil doscientos catorce, exactamente. Lo mejor del planeta Marilac. Diez mil doscientos quince, si se contaba a sí mismo. ¿Debía incluirse?

El comité de bienvenida se detuvo en un grupito desordenado a unos pocos metros. Parecían duros, altos, musculosos y no muy amigables, por cierto. Ojos opacos, apagados, llenos de un aburrimiento mortal que ni siquiera lo que estaban haciendo era capaz de vencer.

Los dos grupos, el de cinco y el de tres, se miraron unos a otros, midiéndose. El de tres se volvió y empezó a alejarse, sus componentes tensos, prudentes. Miles se dio cuenta de que él, que no era parte de ninguno de los dos grupos en realidad, se había quedado solo.

Solo y terriblemente expuesto a la vista de todos. La conciencia de sí mismo, la conciencia de su cuerpo, que por lo general desaparecía sin más porque Miles no tenía tiempo de pensar en ella, volvió a su mente a la carrera. Demasiado bajo, demasiado extraño —después de la última operación tenía las piernas iguales pero seguramente no lo bastante largas como para correr más que esos tres—. Y por otra parte, en ese lugar, ¿adónde se podía correr? Eliminó la pelea como opción válida.

¿Pelear? Por favor, un poco de seriedad.

Esto no va a funcionar, se dio cuenta de pronto, con tristeza, mientras empezaba a caminar hacia ellos. Pero por lo menos, era más digno que echarse a correr y el resultado era el mismo.

Trató de sonreír de una forma que pareciera austera en lugar de tonta. Nunca se sabe si no se puede ganar hasta que se pierde.

—Hola. ¿Me pueden decir dónde encontrar al coronel Guy Tremont de la división 14 de Comandos?

Uno de los cinco hizo un ruidito sardónico con la lengua. Dos se movieron para cerrarle el paso a Miles por detrás.

Bueno, un ruido como ése casi era una palabra. Por lo menos, era una expresión. Un comienzo, algo a qué aferrarse. Miles miró al que lo había hecho.

—¿Cuál es su nombre, rango y compañía, soldado?

—Aquí no hay rangos, mutante. No hay compañías. No hay soldados. No hay nada de nada.

Miles miró a su alrededor. Rodeado, por supuesto. Claro que sí.

—Pero hay amigos, supongo.

El que hablaba sonrió.

—No para ti.

Miles se preguntó si tachar la pelea como opción no habría sido prematuro.

—Yo no contaría con eso si fuera us…

El golpe en los riñones dejó el final de su frase en el aire: Miles casi se mordió la lengua. Cayó, y mientras caía soltó la manta, la taza y aterrizó en el suelo. Una patada con el pie desnudo, por suerte sin botas de combate… según las leyes de la física de Newton el pie de su atacante debía de dolerle tanto como la espalda le dolía a él. Me alegro. Muy bien. Tal vez se rompan los nudillos con los golpes…

Uno de los de la banda levantó la taza y la manta de Miles, su única fortuna.

—¿Queréis la ropa? Es demasiado pequeña para mí.

—No.

—Sí —dijo el que hablaba—. Quitémosela. Tal vez podamos sobornar a una de las mujeres.

Le sacaron la túnica por la cabeza, los pantalones por los pies. Miles estaba muy ocupado protegiendo su cabeza contra las patadas para luchar por su ropa y trataba de recibir la mayoría de los golpes en el vientre y las costillas, no en las piernas, los brazos, O la mandíbula. Seguramente, lo único que podía permitirse ahora era una costilla rota, por lo menos aquí, al principio. Una mandíbula rota hubiera sido lo peor.

Los asaltantes dejaron de intentarlo apenas unos segundos antes de descubrir por experiencia la debilidad secreta de sus huesos.

—Así son las cosas por aquí, mutante —dijo el que hablaba, bufando.

—Nací desnudo —contestó Miles desde el polvo—. Y eso no me detuvo.

—Mierdecilla atrevida —soltó el que hablaba.

—Le cuesta mucho aprender —añadió otro.

La segunda paliza fue peor que la primera. Dos costillas rotas, por lo menos… y la mandíbula escapó por poco, al precio de la muñeca izquierda, que Miles había usado como escudo. Esta vez resistió la tentación de vengarse verbalmente. Se quedó en el polvo y deseó poder desmayarse.

Permaneció allí un buen rato, tendido en el suelo, encogido de dolor. No sabía cuánto. La iluminación de la cúpula uniforme y sin sombras nunca cambiaba. Sin tiempo. La eternidad. El infierno era eterno, ¿no es cierto? El lugar tenía demasiadas relaciones con el infierno, eso era seguro, maldita sea.

Y ahí venía otro demonio… Miles parpadeó para enfocar la figura que avanzaba. Un hombre, tan herido y desnudo como Miles, las costillas marcadas, hambriento, se arrodilló en el polvo a unos metros. Tenía una cara huesuda, envejecida por el dolor… tal vez cuarenta años, tal vez cincuenta… o veinticinco.

Tenía los ojos demasiado saltones debido al encogimiento de la piel. Y el blanco resaltaba contra la suciedad que le cubría. Polvo, no barba crecida, Todos los prisioneros de la cúpula, hombres y mujeres, tenían el pelo corto y los folículos pilosos bloqueados para impedir el crecimiento. Cortados como para el servicio militar y afeitados para siempre. Miles había tenido que pasar por ese proceso hacía unas horas. Pero el que había tratado a ese hombre, fuera quien fuere, lo había hecho con prisas. El bloqueador de cabello se había saltado una línea en la mejilla y allí crecía una docena de cabellos como una línea de pasto largo en un jardín mal cortado. Encogido como estaba, Miles veía que esos pelos tenían ya varios centímetros y caían más debajo de la mandíbula del hombre. Si hubiera sabido la rapidez con que crecía el cabello, habría podido calcular el tiempo que llevaba el hombre en esa cárcel. Demasiado tiempo, de todos modos, pensó Miles con un suspiro interno.

El hombre tenía la mitad inferior de una taza de plástico rota yla empujó despacio hacia Miles. Jadeaba y el aliento pasaba con ruido a través de sus dientes amarillentos, por el esfuerzo, la excitación o alguna enfermedad. Probablemente, no por enfermedad: todo el mundo estaba bien inmunizado allí. La huida, aunque fuera a través de la muerte, no era tan fácil. Miles rodó de costado y se apoyó, dolorido, sobre el codo, mirando al visitante a través del brillo cada vez menor de la sensación de dolor y aturdimiento.

El hombre dio un paso hacia atrás, sonrió, nervioso. Hizo un gesto con la cabeza hacia la taza.

—Agua. Mejor bebe. La taza está rajada y si esperas demasiado, no quedará nada.

—Gracias —dijo Miles con voz quebrada. Una semana antes, o en cualquier momento anterior de su vida, Miles se había permitido beber un sorbito de una selección de vinos y sentirse insatisfecho con éste o aquel matiz de sabor. Se le abrieron un poco los labios al recordar. Bebió. Era agua común, tibia, con un poco de regusto a cloro y azufre. Un cuerpo refinado, pero el bouquet es un poco presuntuoso.

El hombre se quedó así, en cuclillas, esperando a que Miles terminara de beber. Después se inclinó hacia adelante apoyándose sobre los nudillos en un gesto de urgencia reprimida.

—¿Eres el Elegido?

Miles parpadeó.

—¿Que si soy qué?

—El Elegido. El otro elegido, debería decir. La escritura dice que tiene que haber dos.

—Ah. —Miles dudó, receloso— ¿Qué es lo que dice la escritura, exactamente?

La mano derecha del hombre cogió su muñeca izquierda huesuda. Alrededor de la muñeca tenía un harapo de tela que formaba una especie de cuerda. Cerró los ojos, los labios se le movieron un minuto, y después recitó en voz alta:

… pero los peregrinos subieron esa colina con facilidad, porque tenían a esos dos hombres para guiarlos de la mano; también habían dejado sus vestimentas tras ellos porque, aunque entraron con ellas, salieron desnudos. —Abrió otra vez los ojos para mirar a Miles con esperanza.

Ah, así que ahora empezamos a darnos cuenta de por qué este tipo parece estar solo…

—Por casualidad… ¿No serás tú el otro Elegido? —se aventuró a decir Miles.

El hombre asintió con timidez.

—Ya veo. Ah… — ¿Por qué siempre atraía a los locos? Lamió lo que le quedaba de agua sobre los labios. El tipo tal vez tenía algunas tuercas flojas, pero era obviamente un adelanto con respecto al último grupo, siempre que no tuviera una o dos personalidades más del tipo homicida escondidas en otro recodo de su cabeza. No, en ese caso se habría presentado como los Dos Elegidos y no habría estado buscando ayuda externa—. Ah… ¿cómo te llamas?

—Suegar.

—Suegar. De acuerdo. Yo me llamo Miles.

—Ajá. —Suegar sonrió con una especie de ironía alegre—. Tu nombre significa «soldado», ¿lo sabías?

—Sí, ya me lo habían dicho.

—¿Pero no eres soldado…?

Allí no había ningún truco de estilo de ropa o uniforme para esconder ni de uno mismo, ni de los demás, las peculiaridades del cuerpo. Miles se sonrojó.

—Al final admitían a cualquiera. Me dieron un puesto de empleado de oficina de reclutamiento. Nunca llegué a disparar un arma. Escucha, Suegar… ¿cómo supiste que eras el Elegido o por lo menos uno de los Ellos? ¿Es algo que has sabido desde siempre?

—No, me di cuenta hace poco —confesó Suegar, cambiando de posición para cruzarse de piernas—. Soy el único aquí que tiene las palabras… —Volvió a acariciar el harapo—. He buscado por todo el campo, pero se burlan de mí. Fue una especie de proceso de eliminación, ¿sabes?, cuando todos se dieron por vencidos menos yo.

—Ah. —Miles también se sentó pero se quejó de dolor al hacerlo. Esas costillas iban a ser una tortura constante los próximos días. Hizo un gesto con la cabeza hacia el brazalete de soga—. ¿Ahí es donde guardas la escritura? ¿Puedo verla? — ¿Y dónde mierda había encontrado Suegar una película plástica, o un pedazo de papel suelto o lo que fuera, en ese lugar de pesadilla?

Suegar cerró los brazos en un gesto protector, los acercó a su pecho y meneó la cabeza.

—Ya han intentado sacármela. Durante meses. No puedo descuidarme. Hasta que pruebes que eres el Elegido. El diablo puede citar las escrituras, ya sabes…

Sí, eso era exactamente lo que tenía en mente. ¿Quién sabe qué oportunidades podía contener la «escritura» de Suegar? Bueno, tal vez en otro momento. Por ahora, a seguir bailando.

¿Hay algún otro signo? —preguntó—. Lo que pasa es que no se si soy tu Elegido, pero tampoco estoy seguro de no serlo. En realidad, acabo de llegar.

Suegar sacudió la cabeza.

—Son sólo seis o siete frases. Hay que interpolar mucho…

Apuesto a que sí. Miles no lo dijo en voz alta.

—¿Y cómo la conseguiste? ¿Cómo lo pasaste hasta aquí dentro?

—Fue en Puerto Lisma, antes de que nos capturaran —explicó Suegar—. En una pelea casa por casa. A una de mis botas se le soltó un poco el tacón y hacía ruido cuando caminaba. Es extraño, con todo ese estruendo en los oídos, cómo una cosita así se le puede meter a uno bajo la piel. Había una caja con libros dentro, frente de vidrio, libros reales, antigüedades de papel… lo abrí con la punta del revólver y saqué una parte de una página de uno de los libros y la doblé para meterla en el tacón de la bota, para amortiguar el ruido. Ni miré el libro. Ni siquiera supe que eran escrituras hasta más tarde. Creo que es escritura. Suena como una escritura, por lo menos. Debe de ser escritura.

Suegar se retorció los pelos de la barba con el dedo.

—Cuando esperábamos para que nos procesaran, la saqué de la bota, así porque sí, ¿sabes? La tenía en la mano: el guardia que nos procesaba la vio, pero no me la sacó. Probablemente pensó que era un pedacito de papel sin importancia. No sabía que era escritura sagrada. Todavía la tenía en la mano cuando nos metieron aquí. ¿Sabes que es el único pedazo de algo escrito en todo el campo? —agregó con algo que sonaba a orgullo—. Tiene que ser una escritura sagrada.

—Bueno… entonces cuídala mucho —aconsejó Miles con amabilidad—. Si la has preservado todo este tiempo, evidentemente, ésa es tu misión.

—Sí… —parpadeó Suegar. ¿Lágrimas?— Soy el único que tiene una misión aquí adentro, ¿no es cierto? Así que debo de ser uno de los Elegidos.

—A mí me parece bien —dijo Miles con voz agradable—. Dime… —agrego y miro alrededor, la cúpula vasta y sin rasgos—, ¿cómo hace uno para moverse aquí adentro?

El lugar no tenía puntos de referencia, eso era evidente. A Miles le recordaba las pingüineras. Pero los pingüinos parecían capaces de volver a sus nidos de piedra. Iba a tener que empezar a pensar como un pingüino o conseguir a uno para que lo guiara. Estudió a su pájaro guía, que tenía un aire ausente y estaba dibujando en el polvo. Círculos, por supuesto.

—¿Dónde se come? —preguntó Miles un poco más alto—. ¿De dónde has sacado el agua?

—Hay grifos fuera de las letrinas —dijo Suegar—, pero no funcionan todo el tiempo, sólo a veces. No hay lugar fijo para comer. Solamente nos dan barras de rata. A veces.

—¿A veces? —dijo Miles furioso. Podía contar las costillas de Suegar—. Mierda, los cetagandanos dicen a voz en cuello que tratan a sus prisioneros de guerra según las reglas de la Comisión judicial Interestelar. Tantos metros cuadrados de espacio por persona, tres mil calorías por día, por lo menos cincuenta gramos de proteínas, dos litros de agua potable… deberían recibir por lo menos dos barras de rata estándar por día. ¿Los estaban matando de hambre?

—Después de un tiempo —suspiró Suegar—, uno realmente deja de preocuparse por conseguir la barra… —La animación que parecía haberle iluminado por el interés en Miles como un objeto nuevo de esperanza parecía estarle abandonando. Su aliento se había hecho más lento, su postura volvía a inclinarse. Parecía estar a punto de acostarse a dormir sobre el polvo.

Miles se preguntó si la manta de Suegar habría sufrido el mismo destino que la suya. Hacía ya bastante, supuso.

—Mira, Suegar… creo que tal vez tenga un pariente en este campo. Un primo de mi madre. ¿Crees que podrías ayudarme a encontrarlo?

—Puede ser bueno para ti tener un pariente —contestó Suegar—. No es bueno estar solo aquí.

—Sí, ya me he dado cuenta, pero ¿cómo puedo encontrar a alguien? No parece haber mucha organización aquí.

—Ah… hay… grupos y grupos. Después de un tiempo todo el mundo se queda más o menos en el mismo lugar.

—Estuvo en el 14 de Comandos. ¿Dónde están?

—Pero no queda mucho de los viejos grupos…

—Era el coronel Tremont. Coronel Guy Tremont.

—Ah, un oficial —La frente de Suegar se arrugó en un gesto de preocupación—. Eso es más difícil. Tú no eras oficial, ¿verdad? Si eras oficial, mejor no lo digas…

—Fui empleado. Oficina —repitió Miles.

—…porque aquí hay grupos a los que no les gustan los oficiales. Oficina. Entonces, probablemente estarás bien.

—¿Y tú? ¿Eras oficial, Suegar? —preguntó Miles con curiosidad.

Suegar frunció el ceño, se retorció los pelos de la barba.

—El ejército de Marilac desapareció. Si no hay ejército, no puede haber oficiales, ¿no te parece?

Miles se preguntó si no llegaría más rápido a su objetivo levantándose, dejando a Suegar con sus cosas y tratando de trabar conversación con el siguiente prisionero que se cruzara en su camino. Grupos y grupos. Y seguramente grupos como el de los hermanos robustos de la entrada. Decidió quedarse con Suegar durante un tiempo. En primer lugar, no iba a sentirse tan desnudo con otra persona desnuda a su lado.

—¿Me llevarías con alguien que haya estado en el 14? —pidió a Suegar—. Cualquiera. Alguien que conozca a Tremont de vista.

—¿No lo conoces?

—Nunca nos vimos en persona. Vi vídeos. Pero supongo que… su aspecto puede haber cambiado bastante…

Suegar se tocó la cara, pensativo.

—Sí, probablemente.

Miles se puso de pie con mucho dolor. La temperatura era siempre un poquito fresca bajo la cúpula, por lo menos sin ropa. Una brisa le levantaba el vello en los brazos. Si tan sólo pudiera conseguir una prenda, ¿preferiría pantalones para cubrirse los genitales o una camisa para esconder la espalda torcida? Mierda. No había tiempo. Extendió una mano para ayudar a levantarse a Suegar.

—Vamos.

Suegar lo miró desde abajo.

—Siempre se sabe quién es recién llegado aquí. Todavía tienes prisa. Aquí, todo el mundo se mueve despacio. El cerebro funciona despacio…

—¿Y tu escritura no tiene nada que decir sobre eso? —le preguntó Miles, impaciente.

—…por lo tanto, ellos subieron allí con mucha agilidad y velocidad, a través de los cimientos de la ciudad… —Suegar frunció las cejas y miró a Miles, pensativo.

Gracias, pensó Miles. Me lo quedo. Levantó a Suegar.

—Vamos.

Ni agilidad ni velocidad, pero por lo menos era progreso. Suegar lo llevó caminando despacio a través de un cuarto del campo, metiéndose en medio de algunos grupos y dando un gran rodeo alrededor de otros. Miles vio a los hermanos robustos desde lejos. Estaban sentados sobre su colección de mantas. Miles elevó su estimación del tamaño de la tribu de cinco a unos quince. Algunos hombres estaban sentados en grupos de dos o tres o seis, algunos pocos solos, tan lejos como podían de los demás, y eso, claro, nunca era demasiado lejos, en realidad.

El grupo más grande estaba formado sólo por mujeres. Miles las estudió con interés electrizado apenas le llamó la atención el tamaño de su frontera sin marcas. Eran, por lo menos, varios cientos. Ninguna carecía de manta, aunque algunas la compartían. Tenían un perímetro patrullado por grupos de media docena más o menos, grupos que caminaban lentamente en vueltas controladas. Parecían defender dos letrinas para su uso exclusivo.

—Cuéntame algo sobre las chicas, Suegar —le pidió Miles a su compañero, con un gesto de la cabeza hacia ese grupo.

—Olvídate de ellas. —La sonrisa de Suegar tenía un lado sardónico—. No se dejan.

—¿Qué? ¿Para nada? ¿Ninguna? Quiero decir, aquí estamos todos y no tenemos nada que hacer excepto entretenernos unos con otros. Hubiera creído que, por lo menos algunas, se interesarían.

La razón de Miles se adelantaba a la respuesta de Suegar, llena de ideas desagradables. ¿Hasta dónde llegaban las cosas desagradables en ese sitio?

Antes que nada, Suegar señaló la cúpula, arriba.

—Nos controlan con monitores. Lo ven todo, pueden escuchar todo lo que decimos si quieren. Bueno, si es que todavía hay alguien ahí fuera. Tal vez se fueron todos y se olvidaron de apagar la cúpula. Tengo sueños sobre eso de vez en cuando. Sueño que estoy aquí, encerrado en la cúpula para siempre. Después me despierto y estoy aquí, en la cúpula… A veces no estoy seguro de si estoy dormido o despierto. Si no fuera porque una vez cada tanto llega la comida… y de vez en cuando alguien nuevo, como tú… La comida podría ser parte de algo automático, claro. Tú podrías ser un sueño…

—Todavía están ahí fuera —confirmó Miles con amargura.

—¿Sabes? —suspiró profundamente Suegar—, en cierto modo casi me alegro.

—Monitores, sí.

Miles sabía todo lo que había que saber sobre los monitores. Resistió la tentación de saludar con la mano y decir Hola, muchachos. Estar en la sala de Monitores debía de ser un trabajo agotador para los tipos de fuera. Miles deseó que se aburrieran como ostras.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con las chicas, Suegar?

—Bueno, al principio todos estábamos bastante inhibidos con respecto a eso… —Señaló el cielo de la cúpula—. Después, descubrimos que ellos no interferían en absoluto. Nada. Hubo algunas violaciones… Desde entonces, las cosas… se deterioraron…

—Mmm. Entonces supongo que la idea de empezar un motín y quebrar la cúpula cuando hagan entrar a los guardias para restaurar el orden no tiene sentido, ¿verdad?

—Se intentó una vez, hace mucho tiempo. No sé cuánto. —Suegar se retorció el pelo entre los dedos—. No tienen por qué entrar para detener un motín. Pueden reducir el diámetro de la cúpula, lo redujeron a unos cien metros, esa vez. Nada les impide reducirlo a un metro, con todos nosotros dentro, si quieren. De todos modos, esa vez la sola idea de algo así detuvo el motín. O pueden reducir la permeabilidad de la cúpula al gas y dejar que nos ahoguemos hasta el coma. Eso pasó en dos ocasiones.

—Ya veo —dijo Miles. Sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca.

Unos cien o doscientos metros más allá, el lado de la cúpula se hundía hacia dentro en una dilatación anormal. Miles tocó el brazo de Suegar.

—¿Qué ocurre? ¿Más prisioneros nuevos?

Suegar miró a su alrededor.

—Ajá. No estamos en una buena posición aquí. —Se detuvo un momento como si no supiera si debía seguir adelante o retroceder.

Una onda de movimiento agitó el campo desde ese saliente en la cúpula hacia los laterales. La gente se ponía de pie. Las caras se volvieron como atraídas por un imán hacia ese punto. Pequeños grupos de hombres se adelantaron y algunos echaron a correr. Algunos ni siquiera se levantaron. Miles miró hacia el grupo de las mujeres. La mitad de ellas se estaba formando rápidamente en una especie de falange.

—Estamos tan cerca… mierda, tal vez tengamos alguna oportunidad —exclamó Suegar—. ¡Ven! —Empezó a correr hacia la protuberancia a un paso rápido, un trote. Miles tuvo que trotar también, tratando de mover las costillas lo menos posible. Pero pronto se quedó sin aliento y la respiración entrecortada le agregó un dolor terrible en el torso.

—¿Qué hacemos? —empezó a jadear antes de que la protuberancia se disolviera y lo viera con sus propios ojos, antes de vislumbrar todo lo demás.

Frente a la barrera brillante de la cúpula había una pila castaño oscura, de más o menos un metro de alto, dos de ancho y tres de largo. Barras de ración, barras de rata, como se las llamaba en alusión a su supuesto ingrediente principal. Cada una, mil quinientas calorías Veinticinco gramos de proteínas, cincuenta por ciento de la necesidad humana de vitaminas A, B, C y el resto del alfabeto… sabían a madera espolvoreada con azúcar y mantenían la vida y la salud para siempre o durante tanto tiempo como uno quisiera comerlas.

¿Hacemos un concurso, muchachos? ¿Para adivinar cuantas barras de rata hay en ese montón?, pensó Miles. No hay concurso. Ni siquiera tengo que medir la altura y dividir por tres centímetros. Tienen que ser exactamente 10.215. Qué ingenioso.

El cuerpo de operaciones psicológicas de los cetagandanos debía de tener un cierto número de mentes notables. Si alguna vez caían en sus manos, se preguntó Miles, ¿los reclutaría o los exterminaría? Esa fantasía desapareció de golpe ante la necesidad de mantener los pies en tierra, mientras unas 10.000 personas, menos los que estaban totalmente desesperados y los que habían dejado de moverse, trataban de descender al mismo tiempo sobre los mismos seis metros cuadrados del campo.

Los primeros llegaron a la pila, agarraron puñados de barras de ración y empezaron a alejarse a la carrera. Algunos llegaron hasta la protección de sus amigos, dividieron lo que tenían y se apartaron del centro de esa tormenta humana. Otros no pudieron evitar a los operadores violentos, como el grupo de los hermanos robustos, y vieron desaparecer lo que habían conseguido en manos de otros. La segunda ola, que no se apartó de la pila a tiempo, terminó aplastada contra la cúpula por los últimos invitados al convite.

Miles y Suegar, por desgracia, estaban en esa categoría. La vista de Miles se redujo a una masa de codos, pechos y espaldas sudorosos, jadeantes, malolientes y furiosos.

—¡Come ahora, ahora! —lo alentó Suegar con la comida entre los carrillos en el momento en que la turba los separó. Pero la barra que Miles había cogido desapareció de sus manos antes de que tuviera tiempo de pensar en hacer lo que Suegar le había aconsejado. De todos modos, su hambre valía muy poco frente al horror de que lo aplastaran, o peor aún, de caer bajo los pies de los demás. Sus pies pasaron sobre algo blanco pero no pudo retroceder con fuerza suficiente para darle a la persona —hombre, mujer ¿quién podía saberlo?— la oportunidad de levantarse otra vez.

Con el tiempo, la presión aflojó y Miles se encontró cerca del borde de la multitud y se liberó. Se tambaleó alejándose y cayó sobre el polvo, sentado, tembloroso y aterrorizado, pálido y frío. Sentía el aliento áspero y desigual en la garganta. Tardó bastante tiempo en reponerse.

Por pura casualidad, la escena le había llegado al alma, había despertado sus peores miedos, amenazado la más peligrosa de sus debilidades. Puedo morir aquí, fue consciente de ello, sin ver siquiera la cara de mi enemigo. Pero no parecía haber más huesos rotos, excepto posiblemente en el pie izquierdo. No estaba muy seguro. El elefante que le había pisoteado el pie seguro que tenía más barras de rata de las que legalmente le correspondían.

De acuerdo, pensó Miles por fin. Ya has perdido suficiente tiempo en esta recuperación. De pie, soldado. Había llegado el momento de buscar al coronel Tremont.

Guy Tremont. El verdadero héroe del sitio de Núcleo Dormido. El desafiante, el que había aguantado y aguantado y aguantado después de la huida del general Xian, después de la muerte de Baneri.

Xian había jurado volver pero, claro, Xian se había encontrado con esa picadora de carne en la estación Vassily. Cuarteles Generales había prometido reacondicionarlo pero, claro, Cuarteles Generales y su puerto de transbordadores habían caído en manos de los cetagandanos.

Y para entonces, Tremont y sus tropas habían perdido contacto. Y aguantaron, esperando y deseando. Finalmente, los recursos con que contaban se redujeron a esperanza y rocas. Las rocas eran versátiles, podían hervirlas para hacer sopa o arrojárselas al enemigo. Finalmente, Núcleo Dormido cayó en manos del enemigo. No se rindió. Cayó.

Guy Tremont. Miles deseaba conocerlo con toda su alma.

De pie, Miles miró alrededor y vio a un espantapájaros tembloroso al que un grupo arrojaba manojos de polvo. Suegar se paró unos metros más allá del alcance de los misiles de los otros, señalando el harapo sobre la muñeca y hablando. Los tres o cuatro hombres que quería convencer le dieron la espalda.

Miles suspiró y empezó a arrastrarse hacia él.

—¡Eh, Suegar! —llamó e hizo un gesto con la mano cuando llegó un poco más cerca.

—Ah, estás ahí. —Suegar se volvió y se le Iluminaron los ojos y se reunió con él—. Te había perdido. —Se frotó los ojos para sacarse el polvo— Nadie quiere escucharme…

—Bueno, la mayoría de ellos ya te habrá escuchado antes, ¿verdad? Por lo menos una vez.

—Probablemente veinte veces. Sigo pensando que tal vez haya uno al que no se lo haya dicho. Tal vez ése es el Elegido, el otro Elegido.

—Bueno, a mí me encantaría escucharte, pero primero tengo que encontrar al coronel Tremont. Dijiste que conocías a alguien…

—Ah, sí, sí. Por aquí. —Suegar emprendió el camino otra vez.

—Gracias. Dime… ¿siempre es así cuando entregan la comida?

—Más o menos.

—¿Y qué impide que un grupo tome ese arco de la cúpula y se instale ahí para siempre?

Nunca dejan la comida dos veces en el mismo sitio. Se mueven por todo el perímetro. Una vez se debatió mucho si era mejor ponerse en el centro para no estar nunca más lejos que medio diámetro, o cerca del borde para estar más cerca por lo menos a veces. Algunos hasta lo calcularon matemáticamente, probabilidades y todo eso.

—¿Y tú qué crees?

—Ah, yo no tengo un lugar fijo. Me muevo y si logro algo, bien… —Se tocó el harapo con la mano derecha—. De todos modos, la comida no es lo más importante. Pero ha sido bueno comer… hoy, sea el día que sea.

—Hoy es 2 de noviembre del 97, era común de la Tierra.

—¿Ah, sí? —Suegar se estiró los pelos de la cara y trató de mirarlos—. Pensé que hacía más tiempo que estaba aquí. Vamos, no han pasado ni siquiera tres años… Ah. —Y agregó, como disculpándose—: Aquí dentro siempre es hoy.

—Mmmm —calculó Miles—. Así que siempre ponen las barras de rata en un montón, ¿eh?

—Sí.

—Muy ingenioso.

—Sí.

Suegar suspiró. En ese suspiro, escondida apenas bajo la superficie había rabia, rabia en sus manos crispadas. Así que mi loco no es tan simplón…

—Ya llegamos —prosiguió Suegar.

Se detuvieron frente a un grupo definido por una serie de mantas tendidas en el suelo formando un círculo desigual. Uno de los hombres levantó la vista y miró a Suegar con rabia.

—Vete, Suegar. No estoy de humor para un sermón.

—¿Ése es el coronel? —susurró Miles.

—No, se llama Oliver. Lo conocí… hace mucho tiempo. Pero estuvo en Núcleo Dormido —susurró Suegar en respuesta—. Él puede llevarte.

Suegar empujó a Miles hacia delante.

—Él es Miles. Es nuevo. Quiere hablarte. —Y después se alejó. Me está haciendo un favor, pensó Miles. Suegar se daba cuenta de lo impopular que era, eso era evidente.

Miles estudió al próximo eslabón de su cadena. Oliver se las había arreglado para preservar sus pijamas grises, la bolsa de dormir y la taza, lo cual hizo que Miles fuera consciente de su desnudez. Por otra parte, no parecía tener ningún duplicado de procedencia nefasta. Tal vez era tan robusto como los hermanitos del comité de bienvenida, pero no estaba relacionado con ellos en ninguna otra manera. Eso era bueno. No porque Miles tuviera que volver a preocuparse por los ladrones en el estado en que se encontraba, por supuesto.

Oliver lo miró sin invitarlo a hablar, después pareció suavizarse.

—¿Qué quieres? —gruñó.

Miles abrió las manos.

—Busco al coronel Tremont.

—Aquí no hay coroneles, muchacho.

—Era primo de mi madre. Nadie de la familia… nadie sabe nada de él desde que cayó Núcleo Dormido. No soy de ninguna de las otras unidades ni restos de unidades… El coronel Tremont es la única persona que conozco. —Miles unió las manos y trató de parecer lo más desprotegido posible. De pronto, lo sacudió una duda horrible y frunció el ceño—. ¿Vive, por lo menos?

Oliver se quedó pensativo.

—Pariente, ¿eh? —Se rascó el borde de la nariz con un dedo grueso—. Supongo que tienes derecho. Pero no te sentirás mejor, muchacho, si eso es lo que pretendes.

—Bueno. . . —Miles se encogió de hombros—. Lo que quiero es saber.

—Ven, entonces. —Oliver se levantó rezongando y empezó a caminar sin mirar atrás ni siquiera una vez.

Miles lo siguió, renqueando.

—¿Me llevas con él?

Oliver no contestó hasta que terminaron el viaje, a unos doce metros, entre mantas. Un hombre los maldijo, otro les escupió; la mayoría los ignoró.

Al final del grupo había otra de esas mantas, casi lo bastante lejos como para parecer sola. Y una figura, enroscada de lado dándoles la espalda. Oliver se quedó de pie, en silencio, con las manos crispadas sobre las caderas, y la miró.

—¿El es el coronel? —susurró Miles, nervioso.

—No, hijo. —Oliver se mordió el labio inferior—. Sólo lo que queda de él.

Miles, alarmado, se arrodilló. Oliver hablaba figurativamente, se dio cuenta aliviado. El hombre respiraba.

—¿Coronel Tremont? ¿Señor?

El corazón de Miles se hundió de nuevo cuando vio que lo único que hacía Tremont era respirar. Estaba acostado, inerte, los ojos abiertos pero fijos en la nada. Ni siquiera parpadeó cuando miró a Miles. Ni siquiera lo descartó con desprecio. Estaba flaco, más flaco que Suegar incluso. Miles buscó el ángulo de la mandíbula, la forma de la oreja y reconoció los holovídeos que había visto. Los restos de una cara, como la fortaleza en ruinas de Núcleo Dormido. Hacía falta casi la visión de un arqueólogo para reconocer las conexiones entre pasado y presente.

Estaba vestido, la taza junto a la cabeza, pero el polvo que se había reunido alrededor de su manta se había convertido en barro maloliente. Orina, pensó Miles. Los codos de Tremont estaban llenos de lesiones, el principio de las llagas. Una mancha húmeda y verde en la tela gris de sus pantalones, por encima de sus caderas huesudas, hablaba de llagas más horribles y en estado más avanzado por debajo.

Pero alguien debe de atenderlo, pensó Miles, o ni siquiera estaría así.

Oliver se arrodilló junto a Miles —los dedos desnudos apretaron el barro— y sacó un poco de ración de debajo de la banda elástica de los pantalones. Cogió un poco con los dedos y lo empujó entre los labios de Tremont.

—Coma —susurró. Los labios apenas se movieron. Los pedacitos de barra cayeron a la manta. Oliver lo intentó de nuevo, pareció sentirse consciente de los ojos de Miles y se guardó el resto de la barra en los pantalones con un gruñido ininteligible.

—¿Lo… lo hirieron cuando arrasaron Núcleo Dormido? —preguntó Miles—. ¿En la cabeza?

Oliver sacudió la cabeza.

—Nadie arrasó Núcleo Dormido, muchacho.

—Pero cayó el 6 de octubre, eso dijeron, y…

—Cayó el 5 de octubre. Núcleo Dormido fue traicionada. —Oliver se volvió y se alejó antes de que su cara tensa pudiera dejar traslucir sus emociones.

Miles se arrodilló en el barro y soltó el aire de los pulmones, lentamente. Así estaban las cosas.

Entonces, ¿había llegado al final de su búsqueda?

Quería caminar y pensar pero andar todavía le dolía demasiado. Se alejó un poco, tratando no invadir por error las fronteras del territorio de ningún grupo importante y se sentó, después se acostó en el polvo con las manos detrás de la cabeza, mirando el brillo perlado de la cúpula, sellado como una tapa sobre todos ellos.

Pensó en sus opciones, una, dos, tres. Las consideró y sopesó con cuidado. No le llevó mucho tiempo.

Y yo que pensé que no creías en la división entre gente buena y gente mala… Había cauterizado sus emociones al entrar allí, pensó, para su propia protección, pero sentía que su imparcíalidad cuidadosamente cultivada se estaba derrumbando. Estaba empezando a odiar esa cúpula de una forma personal, íntima. Una forma estéticamente elegante unida a su función tan a la perfección como la forma de la cáscara de un huevo, una maravilla de la física… pervertida para transformarla en un instrumento de tortura.

Una tortura sutil… Miles revisó las reglas de la Comisión judicial Interestelar para el tratamiento de los prisioneros de guerra, reglas que Cetaganda había firmado y aceptado. Tantos metros cuadrados de espacio por persona: sí, evidentemente los tenían. Ningún prisionero en confinamiento solitario por un período que excediera las veinticuatro horas: de acuerdo, allí no había soledad excepto en la locura. Ningún período de oscuridad mayor de doce horas: fácil, ahí no había ningún período de oscuridad, punto, sólo el brillo permanente del mediodía. Nada de golpes: claro que no, los guardias podían decir, sin faltar a la verdad, que nunca ponían una mano sobre los prisioneros. Sólo miraban mientras los prisioneros se golpeaban unos a otros. El tema de las violaciones, prohibidas con todavía mayor fuerza, se manejaba de la misma forma.

Miles había visto lo que podían hacer con la regla que decía que todo el mundo debía recibir dos barras de ración estándar por día. Lo de las barras de rata era un toque particularmente limpio, pensó. Nadie podía dejar de participar en la guerra del reparto (se frotó el estómago vacío). Tal vez el enemigo había provocado la lucha inicial poniendo una pila de barras escasa. Pero tal vez no. La primera persona que cogió dos en lugar de una, dejó a otro sin comida. Y quizás, a la vez siguiente, esa persona tomó tres para compensar el hambre y así la cosa se precipitó y se agigantó como una bola de nieve. Y eso había quebrado cualquier esperanza de orden, había enfrentado a grupo contra grupo, a persona contra persona en una pelea de perros, un recordatorio dos veces al día de la indefensión y la degradación a la que todos estaban sometidos. Nadie podía permitirse no entrar en la lucha si no quería morir de hambre en poco tiempo.

Prohibición de trabajos forzados: ah, vamos. Eso significaría imponer orden. Acceso a personal médico: claro, los médicos de las unidades debían de estar por allí en alguna parte. Repasó las palabras de ese párrafo en su memoria, por Dios, decía personal, ¿no es cierto? No remedios ni instrumental, solamente personal médico. Médicos y técnicos médicos desnudos, con las manos vacías. Se le encogieron los labios en una sonrisa sin alegría. Se habían facilitado las listas de prisioneros como se requería. Pero no había habido otra comunicación…

Comunicación. La falta de relación con el mundo exterior tal vez lo volvería loco a él también en poco tiempo. Era tan malo como rezar, hablar con un Dios que nunca respondía. Era fácil darse cuenta de por qué todos parecían tocados por un leve rastro de esquizofrenia. Las dudas asaltaron a Miles. ¿Había realmente alguien allí fuera? ¿Alguien que pudiera oír y entender su voz?

Ah, la fe ciega. El salto de la fe. Se le crispó la mano derecha, como si estuviera aplastando la cáscara de un huevo.

—Esto —dijo con claridad— merece un cambio de planes.

Se puso de pie para ir a buscar a Suegar.

Lo descubrió bien pronto, agachado en el polvo, haciendo dibujos. El otro levantó la vista con una sonrisa leve.

—Te llevó Oliver a ver a… a tu primo?

—Sí, pero llegué muy tarde. Se está muriendo.

—Ah… si, pensé que tal vez sería así… Lo lamento.

—Yo también. —Miles se distrajo un momento de su propósito con una pregunta de curiosidad práctica—. Suegar, ¿qué hacen aquí con los cadáveres?

—Hay una pila de basura, o algo así, al lado de una de las paredes. La cúpula se hincha y salta sobre ella y se la lleva cadatanto, como se hace con los prisioneros nuevos y la comida, pero al revés. Generalmente, cuando un cadáver empieza a oler y se hincha, alguien lo lleva allá. A veces los llevo yo.

—Pero no hay posibilidad de escapar por ahí, ¿verdad?

—Lo incineran todo con microondas poco antes de abrir el portal.

—Ah. —Miles respiró hondo y se lanzó—. Suegar, creo que ahora lo sé. Soy el otro Elegido.

Suegar asintió, sereno, sin sorprenderse.

—Lo sabía.

Miles se detuvo, desilusionado. ¿Ésa era toda la reacción que iba a conseguir? Había esperado algo más enérgico, ya fuera a favor o en contra.

—Me di cuenta por una visión —declaró con voz dramática, siguiendo un libreto que había concebido.

—¿Ah, sí? —Había captado la atención de Suegar—. Yo nunca he tenido visiones —agregó con envidia—. Tuve que comprenderlo todo poco a poco, por el contexto. ¿Qué se siente? ¿Como un trance?

Mierda. Y yo que pensé que este tipo hablaba con los duendes y los ángeles Miles se retiró un poco.

—No, es como un pensamiento, pero más fuerte, más poderoso. Arrasa la voluntad… quema como el deseo carnal, y no es tan fácil de satisfacer. No es como un trance, porque lo lleva a uno hacia fuera, no hacia dentro. —Dudó, inquieto; le parecía que había dicho más verdad de la que quería.

Suegar parecía muy contento.

—Ah, bien. Durante un segundo tuve miedo de que fueras de los que hablan con gente que nadie más ve.

Miles miró hacia arriba sin querer, y después devolvió la mirada a Suegar.

—… así que eso es una visión. Pero si yo también me sentí así… —Sus ojos parecieron enfocar mejor lo que lo rodeaban. Se intensificaron.

—¿Y no te diste cuenta de que eso era una visión? —preguntó Miles con inocencia.

—No por ese nombre… es algo reconfortante ser elegido de esa forma. Traté de evadirme durante mucho tiempo, pero Dios siempre encuentra la forma de convencer a los que no quieren hacerse cargo de lo suyo.

—Eres demasiado modesto, Suegar. Siempre creíste en su escritura pero no en ti mismo. ¿No sabes que cuando uno recibe una misión, también se le da la energía necesaria para llevarla a cabo?

Suegar suspiró con satisfacción alegre.

—Sabía que era un trabajo para dos. Es como decía la escritura.

—Correcto. Y ahora somos dos. Pero debemos ser más. Supongo que será mejor que empecemos con tus amigos.

—Eso no va a llevar demasiado tiempo —dijo Suegar con amargura—. Supongo que ya tienes pensado un segundo paso, ¿verdad?

—Entonces, empezaremos con tus enemigos. O tus conocidos. Empezaremos con el primero que se nos cruce en el camino. No importa dónde empecemos porque los quiero a todos, al final. A todos, hasta el último. —Una cita que venía bien al caso se le cruzó en la memoria y la repitió con vigor—. «Que los que tienen oídos oigan.» Todos. —Miles envió una plegaria real desde su corazón para apoyar lo que decía—. De acuerdo. —Miles puso a Suegar de pie—. Vayamos a predicar a los infieles.

Suegar rió de pronto.

—Tenía un amigo que decía «vamos a sacudir culos» en el mismo tono.

—Eso también —dijo Miles y sonrió—. Te darás cuenta de que la unión universal a nuestra hermandad no va a venir voluntariamente en todos los casos. Pero deja el reclutamiento en mis manos, ¿de acuerdo?

Suegar se estiró los pelos de la barba, miró a Miles con el ceño fruncido.

—Empleado de oficina, ¿no?

—Sí.

—Sí, señor.

Empezaron con Oliver.

Miles hizo un gesto.

—¿Podemos entrar en tu oficina?

Olíver se rascó la nariz con la palma de la mano y aspiró profundamente.

—Quiero darte un buen consejo, muchacho —dijo con más familiaridad que antes—. No vas a convertir este lugar en base para tus chistes. Todas las bromas están gastadas aquí. Hasta las muy pesadas.

—Muy bien. —Miles se sentó con las piernas cruzadas cerca de la manta de Oliver, pero no demasiado cerca. Suegar se quedó un poco más atrás, no muy cerca del suelo, para poder escapar fácilmente si era preciso—. Entonces, lo diré sin dar más vueltas. No me gusta la forma en que están las cosas por aquí.

La boca de Oliver se frunció en un gesto sardónico, no hizo ningún comentario en voz alta. No hacía falta.

—Y voy a cambiarlas —agregó Miles.

—Mierda —dijo Oliver y les dio la espalda.

—Empezando aquí y ahora.

Después de un momento de silencio, Oliver dijo:

—Vete o te vas a conseguir una buena paliza.

Suegar empezó a levantarse, pero Miles le hizo un gusto irritado para que se quedara.

—Era comando —susurró Suegar, preocupado—. Puede partirte en dos.

—El noventa por ciento de la gente de este campo puede partirme en dos, incluyendo a las chicas —susurró Miles—. No me parece una consideración significativa.

Se inclinó hacia delante, cogió el mentón de Oliver y le volvió la cara hacia él. Suegar soltó un silbido por todo comentario.

—Hablemos de cinismo, sargento. Es la posición moral más supina del universo. Muy confortable. Si no se puede hacer nada, no eres una mierda por no hacerlo, y puedes tumbarte y rascarte en Paz.

Oliver se sacó de encima la mano de Miles, pero no se volvió. La rabia bailó en sus ojos.

—¿Suegar te ha dicho que era sargento?

—No, está escrito en esa frente en letras de fuego. Escucha, Oliver…

Oliver rodó y elevó todo su cuerpo sobre los nudillos apoyados en la manta. Suegar hizo un gesto de miedo, pero no se fue.

—Escúchame, mutante —le espetó Oliver a Miles— Ya lo hemos hecho todo. Ejercicios, juegos, vida limpia, gimnasia y duchas frías pero no hay duchas frías. Coros para cantar y espectáculos. Los hicimos siguiendo las reglas, siguiendo los libros, lo hicimos a la luz de las velas. Lo hicimos por la fuerza, y nos peleamos como en una guerra de verdad. Después de eso, pecamos y pasamos al sexo y al sadismo hasta que nos dieron ganas de vomitar. Lo hicimos por lo menos diez veces. ¿Crees que eres el primer reformador que llega a este lugar?

—No, Oliver. —Miles se inclinó hacia él y taladró los ojos ardientes del sargento sin quemarse. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro— Creo que soy el último.

Oliver se quedó callado un momento, después soltó una risita.

—Por Dios, Suegar encontró por fin a su alma gemela. Dos locos juntos, como dice su escritura.

Miles se detuvo, pensativo, después se sentó tan erguido como se lo permitía su columna torcida.

—Léeme tu escritura de nuevo, Suegar. El texto completo.

—Cerró los ojos para concentrarse, y para que Oliver no interrumpiera.

Suegar se retorció y se aclaró la garganta nervioso.

—Para los que serán los herederos de la salvación. —Y empezó—: «Así pasaron por el portal. Debes saber que la ciudad estaba sobre una colina muy alta, pero los peregrinos subieron esa colina con facilidad porque tenían a esos dos hombres para guiarlos; y habían dejado sus vestimentas tras ellos en el río, por que, aunque entraron con ellas, salieron desnudos. Y por lo tanto subieron allí con mucha agilidad y velocidad, a través de los cimientos de la ciudad, más alta que las nubes. Y por lo tanto, subieron por las regiones del cielo… » —Suegar agregó disculpándose—: Ahí termina. Ahí fue donde rompí la página. No estoy seguro de lo que significa.

—Probablemente, significa que se supone que uno tiene que improvisar —sugirió Miles, abriendo los ojos de nuevo. Así que ésa era la materia prima sobre la que estaba construyendo. Tenía que admitir que la última línea en particular le daba escalofríos, como mirar un vientre lleno de gusanos. Pero así eran las cosas.

Adelante—. Ahí tienes, Oliver. Eso es lo que ofrezco. La única esperanza por la que vale la pena vivir. La salvación.

—Muy edificante —se burló Oliver.

—Yo lo que quiero es edificar sobre vosotros. Tienes que entenderlo, Oliver, soy un fundamentalista. Tomo las escrituras muy literalmente.

Oliver abrió la boca, después la cerró con ruido. Miles tenía toda su atención.

Comunicación por fin, se dijo Miles. Hemos establecido la conexión.

—Haría falta un milagro —añadió Oliver al fin— para edificar algo en este lugar.

—La mía no es una teología de elegidos. Yo pienso predicar a las masas. Incluso a los pecadores. —Era evidente que estaba cogiendo el tranquillo—. El paraíso es para todos. Pero los milagros, por su propia naturaleza, tienen que venir de fuera. No los tenemos en los bolsillos…

—Tú seguro que no —murmuró Oliver entre dientes, mirando la desnudez de Miles.

—… sólo podemos rezar y prepararnos para un mundo mejor. Porque los milagros sólo les pasan a los que están preparados. ¿Tú estás preparado, Oliver? —Miles se inclinó hacia adelante, la voz vibrante de energía.

—Psé… —La voz de Oliver se fue apagando. Miró a Suegar para vez si éste aprobaba lo que decía Miles, cosa bien extraña, por cierto—. ¿Este tipo es real?

—Cree que está fingiendo —dijo Suegar con toda naturalidad—, pero en realidad no finge. Él es el Elegido, te lo aseguro.

Los gusanos fríos volvieron a moverse. Tratar con Suegar, pensó Miles, era como enfrentarse a un juego de espejos. El blanco, aunque fuera real, nunca estaba donde uno creía.

Oliver respiró profundo. Esperanza y miedo, confianza y duda, se mezclaron en su rostro.

—¿Cómo vamos a salvarnos, reverendo?

—Ah, llámame hermano Miles. Sí. Dime, ¿cuántos conversos puedes reclutar con tu propia autoridad desnuda y sin apoyo?

Oliver se lo pensó un rato.

—Déjales ver esa luz y la seguirán de inmediato.

—Bueno… la salvación es para todos, claro, pero hay ciertas ventajas prácticas en mantener un sacerdocio al principio. Quiero decir, benditos son los que no ven y sin embargo tienen fe.

—Eso es cierto —estuvo de acuerdo Oliver—. Y también es cierto que si tu religión no produce un milagro cuando llegue el momento, habrá un sacrificio humano.

—Ah, claro. —Miles tragó saliva—. Eres un hombre muy perspicaz.

—Eso no es perspicacia —contestó Oliver— Es una garantía personal.

—Sí, bueno… para volver a mi pregunta. ¿Cuántos seguidores podrás conseguir? Hablo de cuerpos, no de almas en este caso.

Oliver frunció el ceño. Todavía era cauteloso.

—Tal vez veinte.

—Te parece que algunos de ellos pueden conseguir a otros? ¿Dividirse en más, ser muchos?

—Tal vez.

—Entonces, conviértelos en lugartenientes. Creo que será mejor que nos olvidemos de los rangos anteriores. Llámalo, digamos, el Ejército de los Renacidos. No. El Ejército de la Reforma. Eso suena mejor. Estaremos reformados. El cuerpo se ha desintegrado como el del gusano en la crisálida en una pasta verde y pegajosa, pero nos reformaremos hasta ser mariposas y volaremos.

Oliver volvió a hacer un ruido con la nariz.

—¿En qué reformas estás pensando?

—Sólo en una, creo. La comida.

Oliver lo miró como si no pudiera creer lo que oía.

—¿Estás seguro de que no es una treta para conseguirte una comida gratis?

—Eso me encantaría, empiezo a tener hambre. —Miles dejó de bromear al ver que Oliver no estaba impresionado— Pero hay muchos otros que están igual. Para mañana, los tendremos a todos comiendo de nuestras manos.

—¿Para cuándo quieres a tus veinte muchachos?

—Para la próxima comida. —Dios, el hombre se había asustado.

—¿Tan pronto?

—Es mejor que entiendas, Oliver, que la creencia que tienes en el mundo es una ilusión que provoca este lugar. Hay que resistirla.

—Parece que tienes mucha prisa.

—¿Y tú? No tendrás una cita con el dentista, ¿verdad? Supongo que no. Además, sólo tengo la mitad de tu corpulencia. Tengo que moverme para mantener la fuerza de la inercia. Veinte y más. Para la próxima comida.

—¿Qué diablos crees que puedes hacer con veinte tipos?

—Vamos a tomar la pila de comida…

Oliver hizo un gesto de disgusto.

—No con veinte, claro que no. No hay forma. Además, ya se hizo. Te digo que provocaríamos una guerra ahí mismo. Una masacre.

—… y cuando la hayamos tomado, la redistribuiremos. Con justicia, una barra de rata por persona, todo controlado y ordenado. A los pecadores también. Para la próxima llamada, todos los que no hayan comido desde hace un tiempo vendrán con nosotros. Y después estaremos en posición de encargarnos de los tipos difíciles.

—Estás loco. No puedes hacerlo. No con veinte tipos.

—¿Yo he dicho que sólo íbamos a ser veinte? ¿He dicho eso, Suegar?

Suegar, que le escuchaba fascinado, negó con la cabeza.

—Bueno, yo no pienso poner el cuello para que me lo corten a menos que puedas producir algún medio de apoyo —protestó Oliver—. Una cosa así nos puede costar la vida.

—Puedo conseguir apoyo —prometió Miles sin pensarlo mucho. Había que empezar a edificar en alguna parte y sus botas imaginarias eran suficiente punto de apoyo—. Tendré quinientos para la causa sagrada a la hora de la próxima comida.

—Si haces eso, soy capaz de recorrer todo el perímetro de este campo desnudo y cabeza abajo —respondió Oliver.

Miles sonrió.

—Tal vez te haga pagar esa apuesta, sargento. Más de veinte. Para la hora de la comida. —Miles se puso de pie— Vamos, Suegar.

Oliver los despidió con un gesto irritado. Retrocedieron en orden. Cuando Miles miró por encima de su hombro, Oliver se había levantado y caminaba hacia un grupo de mantas ocupadas, situadas en la tangente con respecto a la suya y saludaba a un conocido con la mano.

—¿Y dónde vamos a conseguir tropas de quinientos soldados antes de la próxima comida? —preguntó Suegar— Mejor será que te advierta de que Oliver era lo mejor que teníamos. La próxima jugada puede ser mucho más dura.

—¿Qué? —le preguntó Miles— ¿Tan pronto se derrumba tu fe?

—Creo —dijo Suegar— Lo que pasa es que no veo. Tal vez eso me hace bendito, no lo sé.

—Me sorprende. Pensaba que era bastante obvio. Ahí. —Miles señaló a través del campo hacia la frontera sin marcas del grupo de las mujeres.

—Ah. —Suegar estaba sorprendido, tenso—. Oh, oh, no sé, no sé, Miles.

—Sí, vamos.

—No vas a entrar ahí si no te haces un cambio de sexo.

—¿Qué? No me digas que con toda tu fe nunca has intentado predicar tu escritura entre ellas…

—Lo intenté. Y me golpearon. Después de eso traté en todos lados menos ahí.

Miles hizo una pausa y se mordió los labios, estudiando a Suegar.

—No fue una derrota. Si fueras de los que se dejan vencer no habrías resistido todo este tiempo, esperándome. Lo que te impidió seguir buscándolas… ¿fue la vergüenza? ¿Te atrae algo de ellas, especialmente?

Suegar negó con la cabeza.

—No personalmente. Excepto, tal vez, pecados de omisión. No tenía corazón para seguir molestándolas.

—Todo este lugar está sufriendo por pecados de omisión.

—Un alivio, que Suegar no fuera algo así como un violador confeso. Los ojos de Miles recorrieron la escena, buscando el esquema a partir de las pocas claves que hubiera en la posición, los grupos, la actividad—. Sí… la presión predadora produce una conducta de reunión en la manada. Siendo la… la fragmentación social lo que es aquí, la presión debe de ser muy alta para mantener un grupo de ese tamaño en funcionamiento. Pero no he notado muchos incidentes desde mi llegada. …

—Depende —dijo Suegar—. Fases de la luna o algo así…

Fases de la luna, correcto. Miles envió una plegaria de gracias en su corazón a los dioses que fueran —a quien corresponda— por el hecho de que los cetagandanos hubieran implantado algún tipo de anovulatorio en todas las prisioneras femeninas, junto con las otras inmunizaciones. Bendito fuera el individuo olvidado que había puesto esa cláusula en las reglas de la Comisión judicial, y así había obligado a los cetagandanos a utilizar formas más sutiles de tortura. Y al mismo tiempo, la presencia de embarazos, bebés y niños, ¿no habría sido otra fuerza desestabilizadora, o una fuerza estabilizadora más profunda y más fuerte que todas las otras lealtades que los cetagandanos parecían haber quebrado con tanto éxito? Desde un punto de vista puramente logístico, Miles se sentía feliz de que la cuestión fuera sólo teórica.

—Bueno… —Miles respiró hondo y se colocó un sombrero imaginario sobre la cabeza en un ángulo agresivo—. Soy nuevo aquí y por lo tanto, por ahora, no estoy marcado. Que los que no tengan culpa arrojen la primera piedra. Además, tengo una ventaja para este tipo de negociación. Es obvio que no soy una amenaza. —Hizo un gesto como para marchar hacia su objetivo.

—Te esperaré aquí —dijo Suegar y se acuclilló en el lugar en el que se encontraba.

Miles caminó calculando el tiempo para interceptar a una patrulla de seis mujeres que hacía la ronda por el perímetro. Se colocó frente a ellas y se quitó el sombrero imaginario para colocarlo estratégicamente sobre sus genitales.

—Buenas tardes, señoras. Permítanme disculparme por mi…

Su presentación quedó truncada cuando se le llenó la boca de polvo. Cuatro mujeres lo habían rodeado y le habían echado las piernas hacia atrás y los hombros hacia delante. Miles terminó en el suelo boca abajo. Ni siquiera se las había arreglado para escupir cuando se encontró en el aire volando el círculo, mareado, con la cabeza hacia abajo todavía y las manos de las mujeres sobre sus manos y sus piernas. Una cuenta de tres entre dientes y Miles voló en un arco corto hacia delante y aterrizó hecho un trapo no muy lejos de Suegar. La patrulla continuó su ronda sin decir ni una sola palabra.

—¿Ves a lo que me refiero? —dijo Suegar.

Miles giró la cabeza para mirarlo.

—Tenías esa trayectoria calculada centímetro a centímetro, ¿verdad? —se quejó con amargura.

—Aproximadamente, sí —aceptó Suegar—. Pensé que te iban a tirar un poco más lejos que siempre, por tu tamaño, quiero decir.

Miles se sentó, tratando de recuperar el aliento. Mierda con esas costillas. Se le habían casi arreglado pero ahora le horadaban el pecho con una agonía eléctrica cada vez que trataba de respirar. Esperó unos minutos, se puso de pie y se sacudió. Después lo pensó de nuevo y levantó también el sombrero invisible. Mareado, tuvo que apoyar las manos sobre las rodillas durante un momento.

—De acuerdo —murmuró— Vamos de nuevo.

—Miles…

—Tiene que hacerse, Suegar. No hay alternativa. Y además, cuando empiezo algo, no puedo dejar de seguir intentándolo. Me dijeron que soy patológicamente empecinado. No puedo dejar las cosas como están.

Suegar abrió la boca para objetar y después se tragó su protesta.

—De acuerdo —dijo. Se acomodó con las piernas cruzadas y la mano derecha sobre su biblioteca de harapos en un gesto inconsciente— Esperaré a que me llames. —Pareció caer en un sueño, una meditación, tal vez simplemente dormitaba.

El segundo intento de Miles terminó exactamente igual que el primero, excepto que su trayectoria fue tal vez un poco más larga y un poco más alta. El tercer intento terminó igual, pero la lucha de Miles fue mucho más corta.

—Bien —murmuró para sí—. Seguramente, las estoy cansando.

Esta vez se puso paralelo a la patrulla, fuera del alcance de las manos de las mujeres, pero dentro del alcance de sus oídos.

—Escuchad —jadeó—, no tenéis por qué hacer esto tantas veces. Os lo voy a poner fácil. Tengo un desorden teratogénico en los huesos… no soy mutante, ya me entendéis, tengo los genes normales, lo que pasa es que la expresión de esos genes salió perturbada… mi madre se expuso a cierto veneno durante el embarazo… fue sólo una vez, no puede afectar a ningún hijo mío, si lo tengo… lo que decía era que mis huesos son quebradizos: en realidad, cualquiera de vosotras puede rompérmelos fácilmente, uno por uno. Tal vez os preguntéis por qué os digo todo esto. En general, prefiero que no lo sepa mucha gente. Lo digo para que entendáis que tenéis que escucharme. No soy una amenaza para vosotras. ¿Me vais a hacer correr por todo el campo? Por favor, ir más despacio. …

Se iba a quedar sin aliento y, por lo tanto, sin municiones verbales. A este paso, no tardaría mucho. Saltó frente a ellas y se plantó ahí con los brazos abiertos.

—… así que si estáis pensando en romperme todos los huesos del cuerpo, por favor hacedlo ahora y terminemos con esto, porque voy a seguir volviendo hasta que lo hagáis.

La líder hizo una señal breve con la mano y la patrulla se detuvo frente a él.

—Cogedle la palabra —sugirió una pelirroja alta. Su cabello corto y eléctrico fascinaba a Miles hasta distraerlo completamente. Se imaginó las guedejas de ese cabello que habían caído al suelo frente a las tijeras de los procesadores de la prisión cetagandana—. Yo le rompo el brazo izquierdo si tú le rompes el derecho, Conr —siguió ella.

—Si con eso logro que me escuchéis durante cinco minutos, así sea —respondió Miles, sin retroceder. La pelirroja se adelantó y se colocó en posición, lo cogió por el hombro izquierdo y aplicó la presión.

—Cinco minutos —agregó Miles con desesperación mientras la presión aumentaba. La mirada de la mujer le quemaba el perfil. Él se humedeció los labios, cerró los ojos, retuvo el aliento y esperó. La presión se hizo crítica… Él se puso de puntillas…

La pelirroja lo soltó bruscamente y él se tambaleó.

—Los hombres —comentó, disgustada—. Siempre convierten todo en una estúpida competencia.

—La biología es el destino —jadeó Miles, abriendo los ojos.

—¿O es que eres algún tipo de pervertido… alguien a quien le gusta que le golpeen las mujeres?

Por Dios, espero que no. Miles se quedó de pie y por poco no lo traicionaron sus partes inferiores con venias no solicitadas. Si su destino era estar cerca de esa pelirroja, iba a ser mucho mejor que consiguiera unos pantalones.

—Si digo que si, ¿dejarías de golpearme para castigarme? —ofreció.

—Mierda, no.

—Era sólo un decir.

—Basta ya, Beatrice —ordenó la líder de la patrulla. Hizo un gesto con la cabeza y la pelirroja volvió a la formación— De acuerdo, basura, tienes tus cinco minutos. Tal vez.

—Gracias, señora. —Miles respiró hondo y se arregló lo mejor que pudo sin uniforme al que aferrarse— Primero, quiero disculparme por haber entrado aquí sin ropa. Las primeras personas que encontré aquí formaban un grupo práctico: se sirvieron solos, mi ropa, entre otras cosas…

—Sí, lo vi —confirmó Beatrice, la pelirroja, interrumpiendo inesperadamente— La banda de Pitt.

Miles se sacó el sombrero imaginario y le hizo una reverencia.

—Sí, gracias.

—Cuando haces eso, ofendes a los que están detrás tuyo —comentó ella, sin expresión.

—Es por su punto de observación. No me importa —respondió Miles— En cuanto a mí, quiero hablar con vuestra jefa, o jefas, si tenéis varias. Tengo un plan serio para mejorar el tono de este lugar y quiero invitaros a colaborar con ese plan. Para decirlo sin dar más vueltas, sois el único reducto notable de civilización que queda aquí, eso sin hablar de organización militar. Me gustaría que vuestras fronteras se expandieran.

—Las fronteras que tenemos nos cuestan todo el esfuerzo que podemos dar, hijo —replicó la líder— No se puede. Así que toma ese cuerpo tuyo y llévalo lejos si quieres hacerte un gran favor.

—Y sermonéale un rato a él —sugirió Beatrice—. Aquí no vas a conseguir adeptos.

Miles suspiró y dio vueltas al sombrero invisible entre las manos por el ala ancha. Lo hizo girar un momento en un dedo y cruzó una mirada con la pelirroja.

—Mira mi sombrero. Es la única prenda que he conseguido conservar después del ataque de los hermanitos robustos, la banda de Pitt. Como la llamáis.

Ella hizo un gesto de desprecio.

—Esos vagos… ¿Y por qué sólo un sombrero? ¿Por qué no un uniforme entero ya puestos? —agregó, sarcástica.

—Un sombrero es un objeto más útil para comunicarse. Se pueden hacer gestos amplios —dijo y lo hizo—, transmitir sinceridad —lo sostuvo sobre el corazón—, o indicar vergüenza —sobre los genitales con dos dedos en pinza—, o rabia… —lo arrojó al suelo como si pudiera clavarlo en la tierra, después lo levantó y lo sacudió con cuidado—, o determinación… —se lo puso bruscamente en la cabeza y se bajó el ala sobre los ojos—, o saludar —lo levantó de nuevo para hacerlo—. ¿Ves el sombrero?

Ella se empezaba a divertir.

—Sí…

—¿Ves las plumas que tiene?

—Sí…

—Descríbelas.

—Ah… bueno, plumas.

—¿Cuántas?

—Dos. Juntas.

—¿Ves el color de las plumas?

Ella retrocedió, muy consciente de sí misma de pronto, con una mirada de reojo a sus compañeras.

—No.

—Cuando veas el color de las plumas —insistió Miles con suavidad—, también entenderás la forma en que se pueden expandir estas fronteras hasta el infinito.

Ella se quedó en silencio, la cara inexpresiva. Pero la líder de la patrulla musitó:

—Tal vez esta basurita hará bien en hablar con Tris. Sólo esta vez. Vamos, acompáñame.

Era evidente que la mujer que estaba al mando había sido una luchadora de vanguardia, no una técnica, como la mayoría de las mujeres. Ciertamente, no había adquirido esos músculos, que fluían como cuerdas de cuero trenzado debajo de su piel sentada horas y horas frente a un holovídeo en algún puesto de retaguardia bajo tierra. Había manejado las armas reales que escupían muerte real y a veces dejaban de funcionar en medio de la batalla; se había golpeado contra los límites de lo que puede hacerse con la carne, el hueso y el metal, y esa presión deformante le había dejado marcas. Las ilusiones se le habían quemado como en una infección y lo que quedaba era una cicatriz cauterizada a fuego. La rabia bullía incansable en sus ojos, como el calor en una brasa, subterránea e indestructible. Tal vez tenía treinta y cinco años, tal vez cuarenta.

Dios, estoy enamorado, pensó Miles. El hermano Miles te quiere a ti para su Ejército de Reforma… Después controló sus pensamientos. Aquí y ahora era el momento definitivo, el paso que definiría el éxito o el fracaso de su plan y no tendría bastante ni con todo su encanto verbal, ni su gracia, ni sus bromas, ni sus burlas delicadas, ni siquiera atados con un gran lazo rosa.

Los heridos quieren poder, nada mis; creen que eso impedirá que los hieran de nuevo. Esta mujer no va a interesarse en el extraño mensaje de Suegar… por lo menos, todavía no… Miles respiró hondo.

—Señora, estoy aquí para ofrecerte la comandancia de este campo.

Ella lo miró con los ojos bien abiertos, como si él fuera algo que había encontrado creciendo en las paredes de un rincón oscuro de su letrina. Pasó los ojos sobre la desnudez de Miles y éste sintió las marcas de las garras de esos ojos desde el mentón a los dedos del pie.

—Comandancia que tú tienes en el bolsillo, sin duda —gruñó ella—. La comandancia de este campo no existe, mutante. Así que no es tuya para ofrecérmela. Déjalo en nuestro perímetro, Beatrice. Hecho pedazos.

Miles esquivó a la pelirroja. Después corregiría eso de mutante.

—La comandancia de este campo es mía porque yo voy a crearla —afirmó—. Y quiero señalar que lo que ofrezco es poder, no venganza. La venganza es un lujo demasiado caro. Los comandantes no pueden permitírsela.

Tris se desenrolló desde su manta y se puso de pie, después tuvo que doblar las todillas para poner la cara al mismo nivel de la de él, y susurró:

—Lástima, hombrecito. Casi has logrado interesarme. Porque sí quiero venganza. Venganza contra todos los hombres de este campo.

—Entonces, los cetagandanos han triunfado. Has olvidado quién es el verdadero enemigo.

—Digamos, más bien, que he descubierto quién es en realidad. ¿Quieres saber lo que nos han hecho… nuestros propios compañeros. … ?

—Los cetagandanos quieren que creáis que esto —y Miles hizo un gesto pata abarcar todo el campo— es algo que os estáis haciendo vosotros mismos. Así que cuando peleáis entre vosotros, les estáis haciendo el juego. Y ellos os miran todo el tiempo. Son testigos de la humillación.

La mirada de ella giró hacia arriba, una mirada brevísima. Bien. Esa gente parecía sufrir de algo que era casi una enfermedad. Miraban en cualquier dirección menos hacia la cúpula.

—El poder es mejor que la venganza —sugirió Miles sin retroceder frente a esa cara fría como la de una serpiente, impasible, los ojos ardientes como brasas de carbón—. El poder es algo vivo y con él se puede tocar el futuro. La venganza es algo muerto que se estira desde el pasado para dominarnos.

Y tú eres un artista de mierda —interrumpió ella—, tratando de estirarte para coger lo que cae. Ahora ya sé lo que eres. Esto es poder. —Flexionó el brazo bajo la nariz de Miles y sus músculos se estiraron y se contrajeron—. Éste es el único poder que existe aquí. Tú no lo tienes y estás buscando que alguien te cubra el culo. Bueno, te has equivocado de negocio.

—No —negó Miles y se tocó la frente—. Esto es poder. Y yo soy el dueño del negocio. Esto —volvió a tocarse la frente—, controla esto —señaló el puño crispado—. Los hombres pueden mover montañas, pero las ideas mueven a los hombres. Se puede tocar la mente con el cuerpo… ¿qué sentido tendría todo esto si no? —Señaló el campo—. ¿Qué es sino tocar vuestras mentes a través de vuestros cuerpos? Pero ese poder fluye en dos direcciones y la que va hacia fuera es la más poderosa.

»Cuando permitáis que los cetagandanos reduzcan todo vuestro poder sólo a eso —le tocó el bíceps para dar énfasis a lo que decía, y fue como tocar una piedra envuelta en terciopelo. Ella se puso tensa, furiosa por las libertades que él se tornaba—, entonces les habréis dejado reduciros a lo más débil que tenéis. Y ellos ganarán la partida.

—Ya la han ganado, de todos modos —chilló ella, dejándolo de lado. Él respiró aliviado porque, por lo menos, Tris no había pensado en romperle el brazo— Nada de lo que hagamos en este círculo significará un cambio notable. Hagamos lo que hagamos, somos prisioneras. Pueden cortarnos el suministro de comida, u de aire, maldita sea, o aplastarnos hasta convertirnos en mantequilla. Y el tiempo está de su parte. Si ponemos todo nuestro esfuerzo en restaurar el orden, ¿eso es lo que quieres hacer, verdad?, lo único que tienen que hacer para que se quiebre de nuevo es esperar. Estamos vencidos. Estamos dominados. No hay nadie ahí fuera. Nos quedaremos aquí para siempre. Y será mejor que te vayas acostumbrado a la idea.

—Esa canción ya la he oído antes —dijo Miles—. Usa la cabeza. Si lo que quisieran es mantenernos aquí para siempre, podrían habernos incinerado al principio y se habrían ahorrado el gasto considerable que significa mantener este campo. No. Lo que quieren son vuestras mentes. Estáis aquí porque erais lo mejor de Marilac, los más brillantes, los más duros, los más fuertes, los más peligrosos. Los que podíais representar una resistencia potencial a la ocupación, los que los demás buscarían como líderes. El plan de los cetagandanos es quebrar vuestra mente y después devolveros a vuestro mundo como infecciones inoculadas en pequeñas dosis, infecciones que aconsejarán a todo el pueblo la rendición, la resignación.

»Cuando la mente muera —y Miles le tocó la frente, muy levemente—, los cetagandanos ya no tendrán nada que temer de esto —un dedo sobre el bíceps poderoso—, y todos vosotros seréis libres. Es un mundo cuyo horizonte estará tan cerrado como el horizonte de esta cúpula, un mundo del que será igualmente imposible escapar. La guerra todavía no ha terminado. Estáis aquí porque los cetagandanos todavía esperan la rendición de Núcleo Dormido.

Durante un momento, Miles pensó que ella iba a matarlo, que lo estrangularía ahí donde estaba. Ciertamente, preferiría hacerlo pedazos a dejar que él la viera llorar.

Pero ella recuperó su tensión protectora con un gesto de la cabeza, y tragó aire una vez, solamente.

—Si eso es verdad, el camino que tú me ofreces nos aparta todavía más de la libertad.

Mierda, lógica de pies a cabeza. No tenía que golpearlo, podía analizarlo lógicamente hasta hacerlo pedazos si él no le discutía. Miles discutió.

—Hay una diferencia sutil entre ser prisionero y ser esclavo. Yo no confundo ninguna de las dos cosas con ser libre. Tú tampoco.

Ella se quedó en silencio, mirándolo a través de los ojos entrecerrados y mordiéndose el labio, inconscientemente.

—Eres muy extraño —dijo por fin—. ¿Por qué dices «vosotros» y no «nosotros»?

Miles se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto. Mierda… revisó rápidamente lo que había dicho, cierto, cierto, había hablado de ese modo. Ahí se había acercado demasiado al abismo. Sin embargo, quizás hasta pudiera aprovechar el error.

—¿Me parezco a la flor y nata de las milicias de Marilac? Soy un forastero, atrapado en un mundo que no hice. Un viajero, un peregrino que pasaba por el lugar. Pregúntale a Suegar.

Ella hizo un gesto de desprecio.

—Ese loco.

No lo había comprendido. Mierda, como decía Elli. Miles echaba de menos a Elli. Tendría que intentarlo de nuevo más tarde.

—No menosprecies a Suegar. Tiene un mensaje para ti. Para mí fue fascinante.

—Ya lo he oído.— A mí me molestó… Para pasar a los hechos, ¿qué piensas sacar tú de esto? Y no me digas que «nada» porque no voy a creerte. Con franqueza, creo que lo que quieres es la comandancia del campo para ti mismo y no pienso ofrecerme de voluntaria para ser la piedra fundamental de algún plan para construir un imperio.

Ahora estaba pensando a toda velocidad. Pensaba constructivamente, seguía otras ideas, había dejado de lado la primera, la de hacerlo llevar a su frontera en pedazos. Miles se estaba acercando…

—Sólo quiero ser tu consejero espiritual. No quiero… no podría ser comandante. Sólo consejero.

Debía de haber algo en el término «consejero» que hacía sonar algún mecanismo de asociación en la mente de la mujer. Sus ojos se abrieron de par en par. A Miles le pareció que podía ver cómo se le dilataban las pupilas. Tris se inclinó hacia adelante y puso el dedo índice en las cicatrices finas que había junto a la nariz de Miles, las cicatrices dejadas por ciertas llaves de control en el casco de la armadura espacial. Después, se enderezó de nuevo y acarició con dos dedos en V las marcas todavía más profundas que«llevaba ella misma en el rostro duro.

—¿Qué has dicho que eras?

—Empleado. Oficina de Reclutamiento —replicó empecinado.

—Ya… ya veo.

Y si lo que veía era que había algo absurdo en un supuesto empleado de retaguardia que había usado armadura de combate el tiempo suficiente como para tener su estigma, Miles estaba frito. Tal vez.

Ella volvió a acurrucarse en su manta e hizo un gesto hacia el otro extremo.

—Siéntate, capellán. Y sigue hablando.

Cuando Miles volvió, Suegar estaba dormido, sentado con las piernas cruzadas. Roncaba. Miles le tocó el hombro.

—Despierta, Suegar, estamos en casa.

Suegar se despertó con un bufido.

—Dios, cómo echo de menos el café. ¿Eh? —Parpadeó mirando a Miles—. ¿Todavía estás entero?

—Casi, casi. Escucha, eso de las vestiduras en el río y todo lo demás… ahora que nos hemos encontrado, ¿tenemos que seguir desnudos? ¿O te parece que ya hemos cumplido con la profecía?

—¿Eh?

—¿Nos podemos vestir ya? —repitió Miles con paciencia.

—Bueno… no lo sé, supongo, si el destino quisiera que tuviésemoss ropa, la tendríamos…

Miles asintió y señaló a un lado.

—Ahí está. La tenemos.

Unos metros más allá estaba Beatrice, en una pose de exasperación con las manos en las caderas, un paquete de ropa gris bajo el brazo.

—Eh, locos, ¿queréis esto o no? Me marcho.

—¿Has conseguido que te dieran ropa? —le susurró Suegar atónito.

—Que nos la dieran, a los dos. —Miles hizo un gesto a Beatrice.

Ella le tiró el bulto, soltó un bufido por la nariz y se fue.

—Gracias —le gritó Miles. Deshizo el paquete. Dos juegos de pijamas grises, uno pequeño y otro grande. Miles sólo tuvo que darle dos vueltas al bajo de los pantalones para impedir que se le enredaran con los pies. La ropa estaba manchada y acartonada por el sudor y el polvo y, probablemente, se la habían sacado a un cadáver, pensó Miles. Suegar se puso la suya y se quedó tocando la tela, sorprendido.

—Nos han dado ropa. Nos han dado ropa —musitó Suegar—. ¿Cómo lo has logrado?

—Nos lo han dado todo, Suegar. Vamos. Tengo que hablar con Oliver otra vez. —Miles lo arrastró con determinación—. Me pregunto cuánto tiempo tenemos hasta la próxima comida. Dos en cada ciclo de veinticuatro horas, de eso estoy seguro. Pero .no me sorprendería que fuera irregular, para aumentar la desorientación temporal… después de todo, ése es el único reloj que hay aquí.

En ese momento, un movimiento le llamó la atención. Un hombre que corría. No era la carrera ocasional de alguien para huir de los grupos hostiles. Este corría, simplemente, la cabeza aja, estirado en el esfuerzo, los pies desnudos golpeando el polvo en un ritmo frenético. Seguía el perímetro, menos frente al territorio de las mujeres, donde dio un rodeo. Lloraba mientras corría.

—¿Qué es eso? —preguntó Miles a Suegar haciendo un gesto hacia la figura que se aproximaba.

Suegar se encogió de hombros.

—A veces es así. Uno no puede seguir sentado. Una vez, un tipo corrió hasta que se murió. Vueltas y vueltas y vueltas.

—Bueno —decidió Miles—, éste corre hacia nosotros.

—Dentro de un segundo correrá en dirección contraria…

—Entonces, ayúdame a atraparlo.

Miles lo golpeó bajo y Suegar alto. Suegar se le sentó sobre el pecho. Miles, sobre el brazo derecho para quebrar cualquier resistencia efectiva. Debía de haber sido un soldado muy joven cuando lo capturaron, tal vez había mentido sobre su edad al principio, porque incluso después de todo ese tiempo tenía cara de niño, una cara marcada por las lágrimas y la eternidad que había pasado dentro de esa perla vacía. Inhalaba el aire en jadeos llenos de sollozos y lo exhalaba en palabras obscenas y rabiosas. Después de un rato, se calmó.

Miles se inclinó sobre su cara y sonrió como un lobo.

—Te gustan las fiestas, muchacho?

—Sí… —Sus ojos buscaban a alguien, pero no aparecía ningún amigo al rescate.

—¿Y a tus amigos?

—Ellos hacen las mejores fiestas, te lo aseguro —afirmó el muchacho, tal vez secretamente sacudido por la sospecha de que había caído en manos de alguien todavía más loco que él— Será mejor que me sueltes, mutante, o te liarán pedazos.

—Quiero invitarte, a ti y a tus amigos, a una fiesta importante —recitó Miles—. Vamos a tener una fiesta esta noche, una fiesta his-tó-ri-ca. ¿Sabes dónde encontrar el sargento Oliver de la 14 de Comandos?

—Sí… —admitió el muchacho con cautela.

—Bueno, ve a buscar a tus amigos y presentaos a él. Mejor será que reserves tu asiento en este ve-hí-cu-lo ahora mismo, porque si no estás en él, estarás debajo. El Ejército de la Reforma acaba de empezar su marcha. ¿Está claro?

—Sí —jadeó el chico mientras Suegar le apretaba el dedo sobre el plexo solar para dar énfasis a la cosa.

—Dile que te envía el hermano Miles —gritó Miles cuando el muchacho se alejaba tambaleándose y mirando nervioso por encima del hombro—. No puedes esconderte aquí. Si no apareces, enviaré a los comandos cósmicos a buscarte.

Suegar sacudió sus miembros entumecidos dentro de la nueva ropa usada que llevaba.

—Te parece que va a venir?

Miles sonrió.

—Luchar o volar. Ése viene, te lo aseguro. —Se estiró y volvió a emprender el camino que había seguido al principio—. Oliver.

Al final del día no tenían veinte, sino doscientos. Oliver había reunido cuarenta y seis. El muchacho que corría trajo dieciocho. Los signos de orden y actividad atrajeron a los curiosos. Un observador que se acercara al grupo sólo tenía que preguntar «¿qué pasa aquí?» para que lo reclutaran y lo convirtieran en cabo de inmediato. El interés de los espectadores llegó a convertirse en fiebre cuando las tropas de Oliver marcharon hasta la frontera de las mujeres y éstas los dejaron pasar. Al instante se incorporaron setenta y cinco voluntarios nuevos.

—¿Sabes lo que está pasando? —le preguntó Miles a uno cualquiera mientras hacía una corta inspección e iba formando los catorce grupos comando que pensaba organizar.

—No —admitió el hombre. Hizo un gesto hacia el centro de la zona de las mujeres—. Pero quiero ir adonde van ésos…

Cuando llegó a doscientos, Miles cortó las admisiones en honor al nerviosismo creciente de Tris, que veía cómo se desvanecían sus fronteras. No mucho después, esa cortesía se convirtió en una carta más en su mano dentro de la partida de debate estratégico que todavía mantenía con la líder de las mujeres. Tris quería dividir su grupo como siempre lo había hecho, la mitad para el ataque y la mitad para mantener la base en orden e impedir que las fronteras se derrumbaran. Miles insistía en un esfuerzo total. Todo el mundo fuera.

—Si ganamos, no necesitarás más guardias.

—¿Y si perdemos?

Miles bajó la voz.

—No nos atreveremos a perder. Ésta es la única vez que tendremos la sorpresa de nuestro lado. Claro que podemos retroceder… intentarlo de nuevo, yo estoy preparado, no, obligado por mi forma de ser a seguir intentándolo hasta la muerte. Pero después de esto, lo que estamos tratando de hacer será evidente para cualquier grupo contrario y tendrán el tiempo necesario para preparar contraestrategias. Odio los estancamientos. Prefiero ganar la guerra de entrada. No me gustan las guerras largas.

Ella suspiró, cansada de pronto, agotada, vieja.

—Hace años que estoy en guerra, ¿sabes? Después de un tiempo, hasta una guerra perdida parece mejor que una larga.

Miles sentía que su propia determinación se derretía, chupada por el vórtice devorador de la misma duda negra. Señaló hacia arriba y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo ronco.

—Pero, seguramente, no si la pierdes contra esos hijos de puta.

Ella miró hacia arriba. Se le enderezaron los hombros.

—No. No contra ellos… —Respiró hondo—., De acuerdo capellán. Tendrás tu esfuerzo completo. Por una vez…

Oliver volvió de una vuelta de reconocimiento por los grupos comando y se puso en cuclillas al lado de los otros dos.

—Tienen sus órdenes. ¿Con cuántas va a contribuir Tris en cada grupo?

—La comandante Tris —corrigió Miles cuando los ojos de ella se endurecieron— Va a ofrecer un esfuerzo completo. Tendrás a todas.

Oliver hizo un cálculo rápido en el polvo con el dedo a modo de lápiz.

—Eso es… unas cincuenta por grupo… debería bastar. ¿Qué te parecen veinte grupos? Eso aceleraría la distribución cuando tengamos las líneas preparadas. Podría cambiar la suerte de la batalla.

—No —cortó Miles con rapidez cuando vio que Tris empezaba a asentir—. Tienen que ser catorce. Catorce grupos de batalla hacen catorce líneas para catorce montones. El catorce es… un número teológicamente significativo —agregó cuando vio que lo miraban con dudas.

—¿Por qué? —preguntó Tris.

—Por los catorce apóstoles —entonó Miles piadosamente.

Tris se encogió de hombros. Suegar se rascó la cabeza, empezó a decir algo y Miles lo cortó con una mirada furiosa. Suegar se calló.

Oliver lo miraba con los ojos atentos y entrecerrados, pero no siguió discutiendo.

Después vino la espera. Miles dejó de preocuparse por el peor de sus temores —que sus captores pusieran la comida demasiado pronto, antes de poder organizar sus planes— y empezó a preocuparse por el segundo de sus miedos, que la comida apareciera demasiado tarde, cuando él hubiera perdido el control de sus tropas y se le hubieran ido de las manos, aburridas y descorazonadas. Reunirlas había hecho que Miles se sintiera como un hombre que tira de una cabra con una soga de agua. Nunca le había parecido tan evidente la naturaleza insustancial de la «idea».

Oliver lo tocó en el hombro y señaló:

—Ahí vamos…

Un lado de la cúpula, a un tercio del borde del círculo de donde se encontraban ellos, había empezado a hincharse hacia adentro.

El momento era perfecto. Las tropas estaban listas, con el mejor ánimo. Demasiado perfecto… los cetagandanos habían estado observando todo el proceso, seguramente no perderían la oportunidad de hacerles la vida más difícil. Si el montón no aparecía temprano, tenía que aparecer tarde. O…

Miles saltó sobre sus pies, aullando.

—¡Esperad! ¡Esperad! ¡Esperad mi orden!

Sus grupos de asalto temblaron y dudaron, tentados por la meta anticipada. Pero Oliver había elegido bien a sus comandantes. Y ellos se quedaron, hicieron quedar a sus grupos y miraron a Oliver. Hacía tiempo habían sido soldados. Oliver miró a Tris, flanqueada por su lugarteniente, Beatrice, y Tris miró a Miles, enojada.

—¿Y ahora qué pasa? Vamos a perder la ventaja… —empezó a decir mientras empezaba la estampida general hacia el bulto de comida.

_Si me equivoco —aseguró Miles—, me suicido… ¡Esperad, mierda! ¡A mi orden! No veo… Suegar, levántame… —Se subió sobre los frágiles hombros de su amigo y miró la hinchazón de la cúpula. La pared de fuerza sólo había empezado a desaparecer cuando sus oídos atentos captaron los primeros gritos de desilusión. La cabeza le daba vueltas. Cuántos círculos dentro de otros círculos: si los cetagandanos sabían, y él sabía que ellos sabían y ellos sabían que él sabía que ellos sabían, y… cortó su verborrea interna cuando empezó a aparecer una segunda hinchazón en la pared, al otro lado del círculo, claro…

El brazo de Miles se tendió en el aire, señalándolo como un hombre que sacude los dados antes de tirarlos.

—¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahora, al ataque!

Entonces Tris comprendió, silbó y lo miró con respeto antes de darse la vuelta y correr a azuzar al cuerpo principal de las tropas detrás de los grupos de asalto. Miles se deslizó al suelo y empezó a correr detrás, cojeando.

Miró por encima de su hombro mientras la masa gris de humanidad se aplastaba contra el lado opuesto de la cúpula y cambiaba de dirección a mitad de la marcha. De pronto, se sintió como un hombre que trata de ganar a una gran ola. Se permitió un pequeño quejido anticipatorio y corrió con más rapidez.

Una posibilidad más de equivocarse mortalmente… no. Sus grupos de asalto habían llegado al montón y la comida estaba allí. E intentaban coger todas las barras. Las tropas de apoyo los rodearon con una pared de cuerpos justo en el momento en que todos los demás empezaban a llegar desde el perímetro de la cúpula. Los cetagandanos se habían engañado a sí mismos. Esta vez les habían ayudado.

Cuando lo alcanzó la marea, Miles pasó de disfrutar de la visión panorámica de comandante a tener el punto de vista de un gusano. Alguien lo empujó desde atrás, Miles dio con la cara en el polvo. Pensó que reconocía la espalda del robusto Pitt que saltaba sobre él, pero no estaba seguro: era posible que Pitt lo hubiera pisado en lugar de saltar por encima de él. Suegar lo asió por el brazo izquierdo para levantarlo y Miles se mordió los labios para no gritar de dolor. Ya había demasiados gritos.

Reconoció al muchacho que corría, que se preparaba junto a otro grandote. Miles pasó a su lado y le soltó:

—Se supone que tienes que gritar ¡Alíneaos!, no Jodeos…

Las señales siempre se degradan en el combate —murmuró para sí—, siempre.

Beatrice se materializó a su lado. Miles se aferró a ella al instante. Beatrice tenía su espacio personal, su perímetro privado, que se mantenía todo el tiempo a su alrededor. Miles la miraba fabricarlo con un codazo casual a la mandíbula de alguno y un ruido a roto que le retorcía el estómago. Si él intentara una cosa así, pensó con envidia, no sólo se rompería su propio codo sino que, probablemente, si su oponente fuera una mujer no sentiría el golpe ni siquiera en los pezones. Hablando de pezones, ahí estaba de pronto cara a… bueno no exactamente cara a cara, frente a la pelirroja. Resistió el impulso de acurrucarse en la tela suave y gris que cubría ese refugio con un suspiro de alegría. La idea era que si lo hacía, probablemente, terminaría con los dos brazos rotos. Alzó la vista hasta la cara rodeada de cabellos rojos.

—Vamos —dijo ella y lo arrastró a través de la multitud. ¿Estaba cayendo el nivel de ruido? La pared humana de sus propias tropas se abrió apenas lo suficiente para dejarlos pasar.

Estaban cerca del punto de salida de la línea de las tropas.

Funcionaba, por Dios, funcionaba. Los catorce grupos de asalto, reunidos todavía un poco demasiado cerca a lo largo de la pared de la cúpula —pero eso podía mejorarse para la próxima vez—, admitían a los hambrientos de uno en uno. Los organizadores mantenían las líneas en constante movimiento y llevaban a los que ya habían recibido lo suyo a lo largo del perímetro detrás de la pared humana que hacía de escudo en una riada permanente para que volvieran al campo abierto. Oliver había puesto a sus hombres de aspecto más fiero en parejas, patrullando la salida para que se aseguraran de que nadie robaba a otro su ración.

Hacía mucho tiempo que ninguno de esos hombres tenía la oportunidad de portarse como un héroe. No pocos de los nuevos policías se sentían entusiasmados con su trabajo —tal vez había incluso cuentas personales pendientes—. Miles reconoció a uno e los robustos detrás de un par de patrulleros. En apariencia, lo estaban golpeando un poco. Miles, que recordaba a qué había venido, trató de no sentir que el ruido del puño sobre la carne era música para sus oídos.

Miles, Beatrice y Suegar esquivaron el flujo de prisioneros con una barra en la mano para pasar hacia la zona de distribución. Con un suspiro casi arrepentido, Miles buscó a Oliver y lo envió a restaurar el orden entre sus policías.

Tris tenía las montañas de distribución y las líneas inmediatas bajo un control muy férreo. Miles se felicitó por haber dejado que las mujeres fueran las que llevaran a cabo el trabajo de la distribución. Definitivamente, había tocado una cuerda profunda con ese detalle. No pocos de los prisioneros murmuraron incluso un gracias entre dientes cuando les metieron la barra de rata entre las manos, y lo mismo hicieron los que estaban en línea detrás de ellos cuando les llegó el turno.

¡No, no, no!, pensó Miles mirando hacia arriba, a la cúpula de aspecto inocente y silenciosa. No tenéis el monopolio de la guerra psicológica, hijos de puta. Vamos a dar la vuelta a los intestinos y espero que escupáis las tripas del susto.

Un altercado en uno de los montones de comida interrumpió sus meditaciones. Miles puso cara de disgusto cuando vio a Pitt en medio del problema. Se acercó con rapidez hacia el lugar.

Pitt, según parecía, había agradecido su barra de rata, no con un gracias sino con una burla, una risa sardónica y un taco. Por lo menos, tres de las mujeres estaban tratando de reducirlo sin mucho éxito. El hombre era musculoso y fuerte, y no tenía inhibiciones: se defendía. Una de las mujeres, no mucho más alta que Miles, salió volando como una pelota y no volvió a levantarse. Mientras tanto, la columna estaba parada y el flujo civilizado de futuros comensales totalmente perturbados. Miles maldijo entre dientes.

—Tú, tú, tú— y tú. —Miles tocó los hombros de los elegidos— Atrapad a ese tipo. Sacadlo de aquí. A la pared de la cúpula…

Los que Miles había tocado no parecían muy contentos con la misión encomendada; pero, para ese momento, Tris y Beatrice habían atacado con más ciencia. Pitt, salvaje y malhablado, desapareció entre las líneas. Miles se aseguró de que la distribución se reanudaba antes de centrar su atención en él. Oliver y Suegar se le habían unido.

—Voy a arrancarle las pelotas —decía Tris—. Ordeno…

—Una orden militar —interrumpió Miles—. Si este tipo está acusado de conducta desordenada, deberías formarle una corte marcial.

—Es un violador y un asesino —le replicó ella, con voz helada—. La ejecución es demasiado buena para él. Tiene que morir despacio.

Miles apartó un poco a Suegar.

—Es tentador, pero por alguna razón no me gusta la idea de entregárselo a ella… no me gusta nada. ¿Por qué?

Suegar lo miró con respeto.

—Creo que tienes razón. Hay… hay demasiados culpables.

Pitt, furioso, casi echando espuma, acababa de ver a Miles.

—¡Tú! Tú, debilucho lamecoños, ¿crees que ellas pueden protegerte? —Hizo un gesto con la cabeza hacia Tris y Beatrice—. No les alcanzan los músculos. Las vencimos antes y las volveremos a vencer. No habríamos perdido la maldita guerra si hubiéramos tenido soldados de verdad, como los barrayanos. Ellos no llenaron su ejército de coños y lamecoños. Y sacaron corriendo a los cetagandanos de su planeta…

—No sé por qué —gruñó Miles, a pesar de sí mismo—, dudo que seas experto en la defensa de los barrayanos en la primera guerra cetagandana. O tal vez hayas aprendido algo…

¿Por qué estoy aquí discutiendo con este loco de mierda?, se preguntó Miles mientras Pitt seguía insultándolo. No hay tiempo. Terminemos.

Se volvió hacia atrás y cruzó los brazos.

—¿Se os ha ocurrido que este hombre es a todas luces un agente de los cetagandanos?

Hasta Pitt quedó tan impresionado que se calló.

—Creo que es evidente —siguió Miles, levantando la voz para que todos los que estaban cerca pudieran oírlo—. Es un líder en la división y destrucción del grupo. Corrompió con Su ejemplo y su maña a soldados honestos que lo siguieron y los enfrentó unos contra otros. Vosotros erais lo mejor de Marilac— Los cetagandanos no podían estar seguros de que cayeseis. Así que plantaron la semilla del mal entre vosotros. Para asegurarse. Y funcionó… funcionó muy bien. Nunca sospechasteis… —

Oliver cogió a Miles del brazo y le murmuró al oído:

—Hermano Miles… conozco a ese tipo. No es ningún agente cetagandano. Es sólo uno de tantos…

—Oliver —ordenó Miles con los dientes apretados—. Silencio. —Y siguió hablando con su tono de arenga— Claro que es un agente cetagandano. Un espía. Un topo. Y pensar que todo este tiempo pensabais que esto era algo que os hacíais vosotros mismos…

Donde no existe el diablo, pensó Miles, tal vez sea conveniente inventarlo. Se le revolvía el estómago, pero mantuvo el rostro tranquilo en una expresión de rabia justa. Miró las caras a su alrededor. Había unas cuantas tan pálidas como debía de estar la suya propia, pero por otras razones. Un murmullo, bajo se deslizó entre ellas, un murmullo atónito y amenazador,

—Quitadle la camisa —dijo Miles— Y acostadlo boca abajo. Suegar, dame tu taza.

La taza de plástico de Suegar tenía una punta afilada el, un, de sus lados rotos. Miles se sentó sobre Pitt, y usando la punta como una estilográfica escribió sobre esa espalda tensa, en letras grandes:

ESPÍA

CETA

Clavó bien hondo, sin piedad y la sangre lo salpicó de arriba a abajo. Pitt aulló, insultó, se retorció.

Miles se puso de pie, temblando, sin aliento, y no Sólo por el esfuerzo fisico.

—Ahora —ordenó—, quiero que le deis su barra de rata y lo escoltéis hasta la salida.

Los dientes de Tris se abrieron para objetar la última orden, y después se cerraron con fuerza. Sus ojos taladraron la espalda de Pitt mientras lo empujaban hacia fuera. Su mirada se volvió luego hacia Miles, dudosa.

—¿De verdad crees que era cetagandano? —le preguntó a Miles en voz baja.

—No puede ser —se burló Oliver—. ¿Para qué es toda esta charada, hermano Miles?

—No dudo de las acusaciones de Tris sobre sus otros crímenes —dijo Miles, tenso—. Quiero que lo sepáis. Pero no podemos castigarlo por ellos sin dividir al campo en dos, y eso debilitaría la autoridad de Tris. De esta forma, Tris y las mujeres se vengan sin ponerse a la mitad de los hombres en contra. Las manos de la comandante quedan limpias, se hace justicia contra un criminal y nos sacamos de encima un caso que, sin duda, afuera iría a la prisión militar. Además, es una advertencia para gente que pueda parecérsele. Funciona a todos los niveles.

Oliver se quedó mudo. Después de un momento, señaló:

—Juegas sucio, hermano Miles.

—No puedo permitirme una derrota. —Miles le clavó la mirada—. ¿Y tú?

—No —Oliver apretó los labios.

Tris no hizo ningún comentario.

Miles supervisó personalmente el reparto de raciones a los prisioneros demasiado enfermos débiles o heridos que no hubieran intentado acercarse a la línea.

El coronel Tremont estaba echado sobre su manta, tieso, enroscado, mirando sin ver. Oliver se arrodilló a su lado y le cerró los ojos fijos, secos. El coronel había muerto en las últimas horas, no importaba cuándo.

—Lo lamento —dijo Miles con sinceridad—. Lamento haber llegado tarde.

—Bueno, bueno —contestó Oliver. Se puso de pie, se mordió el labio, meneó la cabeza y no dijo ninguna otra cosa. Miles, Suegar, Tris y Beatrice le ayudaron a llevar el cadáver con ropa, taza y todo, a la pila de basura. Oliver puso la barra de rata que le había reservado bajo el brazo del muerto. Nadie trató de saquear el cuerpo cuando ellos se fueron, aunque ya habían saqueado a otro que yacía en las mismas condiciones, desnudo y de lado.

Poco después tropezaron con el cuerpo de Pitt. Probablemente había muerto por estrangulamiento, pero tenía la cara tan golpeada que el color rojo de las mejillas y los labios no era una señal segura.

Tris, en cuclillas junto al cuerpo, miró a Miles en una reestimación lenta de su forma de actuar.

—Creo que, después de todo, tal vez tenías razón sobre el poder, hombrecito.

—¿Y sobre la venganza?

—Pensé que nunca me saciaría de vengarme —suspiró ella, mirando el cuerpo que yacía a su lado—. Sí. … sobre eso también.

_Gracias. —Miles empujó el cuerpo con el dedo gordo del pie—. Y no te equivoques. Es una pérdida para nosotros.

Miles hizo que Suegar dejara que otro llevara el cadáver a la pila de basura.

Formó un consejo de guerra justo después del reparto de comida. Los que habían llevado el cuerpo de Tremont, que Miles consideraba ahora sus generales, y los catorce líderes de grupo se reunieron a su alrededor en un lugar cerca de las fronteras del grupo de las mujeres. Miles caminaba de un lado a otro frente a ellos, gesticulando con fuerza.

—Quiero felicitar a los líderes de grupo por su trabajo excelente y al sargento Oliver por haberlos elegido. Esto nos ha permitido lograr, no sólo la alianza con la gran mayoría de los habitantes del campo, sino también tiempo. De ahora en adelante cada comida funcionará un poco mejor que la anterior y será un ejercicio para la siguiente.

»Y no os equivoquéis. Esto es un ejercicio militar. Estamos en guerra otra vez. Ya hemos logrado que los cetagandanos hayan quebrado su muy calculada rutina y hayan hecho un movimiento nuevo. Nosotros actuamos. Y ellos reaccionaron. Aunque os parezca increíble, la ventaja de la ofensiva ha estado en nuestras manos.

»Ahora empezaremos a planear la estrategia siguiente. Quiero que penséis cuál será el próximo desafío a que nos enfrentarán los cetagandanos. —En realidad, quiero que penséis. Y punto—. Aquí termina el sermón. Comandante Tris, usted sigue. —Miles se obligó a sentarse con las piernas cruzadas para dejar el campo libre a su elegida, lo quisiera ella o no. Se recordó que Tris había sido oficial de campo, no de oficinas y que necesitaba la práctica más que él.

—Por supuesto, pueden enviarnos menos comida, como ya hicieron antes —empezó ella después de aclararse la garganta—. Se dice que así fue como empezó todo. —Su mirada se cruzó con la de Miles, que asintió como para darle ánimo—. Eso quiere decir que vamos a tener que empezar a contar cuánta gente hay y hacer turnos rotativos estrictos para dividir las raciones en caso de que no haya para todos. Cada líder de grupo elegirá un lugarteniente y un par de ayudantes para controlar las cifras.

—Otro movimiento igualmente perturbador que podrían intentar los cetagandanos —interrumpió Miles sin poder resistirse a la tentación—, es enviar demasiada comida para enfrentarnos al problema, muy interesante por cierto, de cómo dividir los extras. Creo que tenemos que pensar en eso. —Sonrió a Tris con gesto inocente.

Ella alzó una ceja y siguió adelante:

—Tal vez también traten de dividir la comida en varios montones, para complicarnos el problema de controlar el reparto correctamente. ¿Se os ocurre algún otro truco sucio en que podamos pensar? —preguntó y no pudo dejar de mirar a Miles.

Uno de los líderes de grupo levantó la mano con algunas dudas.

—Señora… ellos nos están escuchando. ¿No le parece que les estamos dando ideas?

Miles se levantó para contestar a eso con toda su fuerza.

—Claro que nos escuchan. Sin duda, tenemos toda su atención. —Hizo un gesto obsceno hacia la cúpula— Que escuchen. Cada movimiento que hagan es un mensaje desde fuera, una sombra que marca la forma que tienen, una información acerca de ellos. Sabremos utilizarla.

—¿Y si nos vuelven a cortar el aire? —dijo otro líder de grupo con un tono tan cargado de dudas como el primero.

—Entonces —dijo Miles con suavidad—, perderán la posición que tanto les ha costado ganar en la Comisión judicial. Es un golpe de propaganda que les ha servido de mucho últimamente, sobre todo desde que nuestro lado, en medio de la presión de la crisis que tenemos en casa, no ha sido capaz de mantener a sus propias tropas en buenas condiciones, y mucho menos a los cetagandanos que capturamos. Los cetagandanos, cuyo punto de vista propagandístico es que están compartiendo el gobierno imperial con nosotros por generosidad cultural, dicen que esto es una muestra de la superioridad de su civilización y sus buenos modales…

Algunas risas burlonas indicaron el punto de vista de los prisioneros al respecto y Miles sonrió y siguió adelante.

—La tasa de mortalidad de este campo es tan extraordinaria que ha llamado la atención del Comité judicial. Los cetagandanos se las han arreglado para justificarla en tres inspecciones distintas del comité, pero un ciento por ciento sería demasiado alto e injustificable hasta para ellos. —Un temblor como para expresar acuerdo, la rabia reprimida, recorrió al auditorio como una corriente amarga.

Miles se sentó de nuevo. Oliver se inclinó hacia él y le susurró:

—¿Cómo diablos sabes todo eso?

Miles hizo una mueca.

—¿Ha sonado convincente? Bien.

Oliver volvió a acomodarse en la silla, muy tenso.

—No tienes ningún tipo de inhibición, ¿verdad?

—No en un combate.

Tris y su grupo de líderes pasaron las siguientes dos horas preparando cuadros de posibles lugares y circunstancias para la aparición de la comida y diseñando respuestas tácticas para cada una. Hicieron un descanso para pasar los resultados a los líderes de grupo, para que ellos, a su vez, se los pasaran a sus subordinados y Oliver a su personal de apoyo suplementario.

Tris se detuvo frente a Miles, que había sucumbido a la gravedad en algún momento de la segunda hora y que ahora yacía en el polvo, mirando sin ver hacia la cúpula y parpadeando en un esfuerzo para mantener los ojos abiertos. No había dormido nada durante el día y medio anteriores a su llegada al campo. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde entonces.

—He pensado en otra posibilidad —dijo Tris—. ¿Qué hacemos si no hacen nada? No cambian nada.

Miles sonrió, medio dormido.

—Es lo más probable. Ese intento por engañarnos en el último reparto de comida fue un desliz por su parte, creo yo.

—Pero sin enemigo, ¿cuánto tiempo podemos seguir fingiendo que somos un ejército? —Insistió ella—. Con esto nos has sacado de lo más profundo del pozo, pero cuando esto se termine, ¿qué pasará?

Miles se acurrucó y dejó fluir pensamientos extraños o informes, arrastrado por el comienzo de un sueño erótico sobre una pelirroja alta y agresiva. Soltó un bostezo.

—Entonces, pediremos un, milagro. Recuérdame que debo discutir lo de los milagros contigo… más tarde…

Se despertó a medias una vez, cuando alguien le metió una manta debajo del cuerpo. Sonrió a Beatrice entre sueños.

—Mutante loco —le soltó ella y lo hizo rodar sobre la manta—. No vayas a creer que esto ha sido idea mía.

—Suegar —murmuró Miles—, Dios mío, creo que le justo. —Se enroscó otra vez entre los brazos dulces de la Beatrice de ensueño a disfrutar de una paz temporal.

Por desgracia, el análisis de Miles fue correcto. Los cetagandanos volvieron a su rutina original con las barras de rata y no respondieron a los cambios de sus prisioneros. Miles no estaba seguro de que eso le gustara. En realidad le daba muchas oportunidades para afinar el sistema de distribución, pero algún tipo de ataque de la cúpula habría servido para dirigir la atención de los prisioneros hacia fuera, les habría devuelto un enemigo que aliviara en algo el aburrimiento paralizante de sus vidas. Si la cuestión se alargaba demasiado, Tris acabaría teniendo razón.

—Odio a los enemigos que no cometen errores —murmuró Miles, irritado, y puso todos sus esfuerzos en las cosas que sí podía controlar.

Buscó un prisionero flemático con un buen latido cardíaco y le pidió que se acostara en el polvo y contara los latidos para marcar el tiempo de la distribución para después trabajar sobre cómo reducir ese tiempo.

—Es un ejercicio espiritual —anunció cuando ordenó que sus catorce hombres distribuyeran las barras de rata a grupos de doscientos con descansos de treinta minutos entre un grupo y otro.

—Es un cambio de ritmo —explicó a Tris, apartándola de los demás—. Si no podemos inducir a los cetagandanos a que provean algo de variedad, tendremos que hacerla nosotros mismos.

También ordenó que se contabilizaran con exactitud a los prisioneros supervivientes. Estaba siempre en todas partes, exhortando, buscando, empujando, reprimiendo.

—Si realmente quieres que lo hagamos más rápido, será mejor que nos des más montones, mierda —protestó Oliver.

—No blasfemes —dijo Miles y se dedicó a enseñar a los grupos cómo distribuir los montones en otros más pequeños, colocados a espacios regulares sobre la superficie del campo para apresurar la distribución.

Al final de la comida número diecinueve desde que él había entrado en el campo, Miles decidió que su sistema de distribución estaba completo y que era teológicamente correcto. Si llamaba «día» al tiempo que llevaba recibir dos comidas, había estado allí nueve días.

—Estoy listo —refunfuñó—, y es demasiado pronto.

—¿Lloras porque no tienes otros mundos que conquistar? —le preguntó Tris con una mueca sarcástica.

Para la llamada trigésimo segunda, el sistema todavía funcionaba bien, pero Miles empezaba a inquietarse.

—Bienvenido al tiempo eterno —dijo Beatrice con amargura—. Será mejor que empieces a serenarte, hermano Miles. Si lo que dice Tris es cierto, vamos a estar aquí todavía más tiempo por tu culpa. Tengo que acordarme de agradecértelo alguna vez. —Le sonrió con una mueca de amenaza y Miles recordó prudentemente que tenía algo que hacer al otro lado del campo.

Beatrice tenía razón, pensó Miles, deprimido. La mayor parte de los prisioneros contaba su tiempo de cautiverio en meses y años, no en días y semanas. Él mismo terminaría diciendo tonterías en un tiempo que cualquier otro calcularía como un suspiro. Se preguntó con amargura qué forma tomaría su locura personal. ¿Maníaca, inspirada en el espejismo brillante de que era… digamos, un conquistador de Komarr? ¿O depresiva, como había pasado con Tremont, que se había metido en sí mismo hasta convertirse en nada, una especie de agujero negro humano?

Milagros. Había habido líderes en la historia que se habían equivocado al elegir el momento para sus batallas y habían llevado a sus rebaños a la montaña a esperar un apocalipsis que nunca llegaría. Después de eso, las vidas de esos líderes estaban marcadas por la oscuridad y la bebida. Pero aquí no había nada que beber. Miles deseaba tomarse seis dobles, aquí y ahora.

Ahora. Ahora. Ahora.

Miles adquirió la costumbre de recorrer el perímetro de la cúpula después de cada comida, en parte para hacer o fingir que hacía una inspección, en parte para quemar algo de la energía nerviosa que se le acumulaba en el cuerpo cada vez más. Le costaba mucho dormir. Había habido un período de quietud en el campo después de que se regularon con éxito las distribuciones de comida, como si el orden hubiera sido un cristal arrojado en una solución muy saturada. Pero en los últimos días, el número de peleas de puños había aumentado. Los hombres que ejercían de policías también se estaban volviendo más irritables y recurrían a la violencia con mayor rapidez. Estaban adquiriendo una forma de contonearse al caminar que era desagradable y potencialmente peligrosa. Fases de la luna. ¿Quién podía ganar a la luna?

—Más despacio, Miles —se quejó Suegar que trataba de seguirle el paso.

—Lo lamento. —Miles aflojó las zancadas y se sacudió su abstracción para mirar a su alrededor. La cúpula brillante se elevaba a su izquierda y parecía pulsar con un zumbido molesto que estaba justo por debajo de lo que captaba su oído. El silencio se extendía a su derecha, grupos de gente, en su mayoría sentada. Las cosas no habían cambiado demasiado desde su primer día en ese lugar. Tal vez un poco menos de tensión, tal vez un poco más de cuidado para los enfermos y los heridos. Fases de la luna. Se sacudió la inquietud que lo dominaba y sonrió con alegría a Suegar.

—¿Estás recibiendo respuestas más positivas para tus sermones estos días? —le preguntó.

—Bueno… nadie trata de pegarme —dijo Suegar—. Pero lo cierto es que, con todo el trabajo de las comidas y eso, tampoco he predicado mucho. Y además está la policía. Es difícil decirlo.

—¿Vas a seguir intentándolo?

—Ah, sí. —Suegar hizo una pausa— He estado en lugares peores que éste. Estuve en un campo minero una vez, cuando no era más que un chiquillo. Un descubrimiento de minas de gemas de fuego. Por una vez, en lugar de ser una compañía grande o el gobierno, el lugar se había dividido en cientos y cientos de pequeñas concesiones de unos dos metros cuadrados cada una. Los tipos cavaban a mano, con paletas y escobillas (las gemas de fuego grandes son muy delicadas, ya sabes, se rompen en pedazos si las golpeas), cavaban bajo el sol abrasador, día tras día. Muchos de esos tipos tenían menos ropa que nosotros. Muchos de ellos comían menos y con menos frecuencia. Trabajando hasta reventar. Más accidentes, más enfermos que aquí. También había peleas, muchas.

»Pero vivían para el futuro. Te aseguro que llevaban a cabo las proezas más increíbles de resistencia física, y lo hacían por la esperanza, siempre voluntariamente. Estaban obsesionados. Estaban… bueno, tú te pareces mucho a ellos. No querían darse por vencidos por nada del mundo. Convertían una montaña en un abismo en menos de un año, con paletas de albañil. Era una locura. A mí me encantaba.

»Este lugar… —Suegar miró a su alrededor—. Este lugar puede aterrorizar a cualquiera, volverlo loco de miedo. —Tocó con la mano derecha el brazalete de harapos—. Este lugar se va a tragar nuestro futuro, este lugar te traga entero… es como si la muerte fuera sólo una formalidad. Una ciudad zombie. Una ciudad suicida. El día que deje de intentarlo, este lugar me va a devorar.

—Mmmm —dijo Miles para darle la razón.

Se estaban acercando a lo que Miles creía que era el punto más lejano del circuito a partir del lugar en el que habían dejado las mantas, cerca de las fronteras de las mujeres, que ahora se habían vuelto permeables.

Un par de hombres caminaba por el perímetro en dirección contraria. Se reunieron con otro par en pijamas grises. Como por casualidad, espontáneamente, tres más se levantaron de sus mantas a la derecha de Miles. No podía estar seguro sin volver la cabeza, pero suponía que había más movimiento acercándosele por detrás.

Los cuatro que se acercaban se detuvieron a unos metros, Miles y Suegar dudaron. Hombres de gris, todos de distinto tamaño pero todos más grandes que Miles — ¿había alguien más pequeño que él, por cierto?—, con el ceño fruncido, cargados de una tensión feroz que tocaba a Miles y le ponía los nervios de punta. Reconoció solamente a uno de ellos, otro de los hermanos robustos que había visto en compañía de Pitt. No se molestó en sacar los ojos del lugarteniente de Pitt para buscar a hombres de la policía. En primer lugar, estaba casi seguro que uno de los hombres que se enfrentaba a ellos era de la policía.

Y lo peor era que este aprieto —los tenían entre la espada y la pared, si se podía decir eso en un lugar sin paredes— era culpa suya, por haber dejado que sus movimientos cayeran en una rutina diaria predecible. Un error estúpido, básico, el error de un principiante. Eso era imperdonable.

El lugarteniente de Pitt se adelantó, mordiéndose el labio y mirando a Miles con los ojos vacíos. Se está convenciendo a sí mismo, pensó Miles. Silo único que quisiera es convertirme en picadillo, podría hacerlo hasta en sueños. El hombre deslizó una cuerda de tela cuidadosamente trenzada entre sus dedos. Una cuerda para estrangular… no, no iba a ser otra paliza. Esta vez iba a ser asesinato premeditado.

—Tú —dijo con voz ronca—. Al principio me tenías confundido. No eres uno de nosotros. No podrías ser uno de nosotros. Mutante… Tú mismo me diste la clave. Pitt no era un espía de los cetagandanos. Tú lo eres… —agregó y se lanzó hacia adelante.

Miles se agachó, golpeado por una súbita comprensión y el ataque salvaje, que lo sacudieron al mismo tiempo. Mierda, sabía que tenía que haber una razón por la que la idea de acabar con Pitt de la forma en que lo había hecho no lo había convencido del todo, a pesar de lo práctica que parecía. La acusación falsa era un arma de doble filo, tan peligrosa para el que la empuña como para su enemigo. Tal vez el lugarteniente de Pitt realmente creía en la acusación que estaba haciendo. Miles había empezado una caza de brujas. Justicia poética que él fuera la primera víctima, pero ¿adónde llevaría esa caza a los prisioneros del campo? Sin duda, los cetagandanos no habían interferido últimamente. Debían de estar cayéndose de las sillas de risa —error tras error tras error hasta terminar aquí—, muriendo de forma estúpida como un gusano a manos de otros gusanos dentro de un agujero de gusanos…

Unas manos lo aferraron, él se retorció espasmódicamente, dando patadas con todas sus fuerzas, pero sólo pudo soltarse en parte. Junto a él Suegar se retorcía, golpeaba, gritaba con energía demoníaca. Tenía alcance, pero no masa. Miles no tenía ni alcance ni masa. Pero Suegar se las arregló para anular a uno de los atacantes de Miles durante un momento.

De pronto, los hombres aferraron el brazo izquierdo de Suegar, que se había despegado de su cuerpo tratando de golpear. Miles hizo una mueca anticipando el ruido familiar de un hueso que se quiebra, pero en lugar de eso, uno de los hombres arrancó el harapo de la escritura de la muñeca de Suegar.

—¡Eh, Suegar! —se burló, bailando hacia atrás—. ¡Mira lo que tengo!

La cabeza de Suegar giró en redondo. Se había distraído de su defensa apasionada de Miles. El hombre sacó el pedazo arrugado de papel de su bolsa de tela y lo sacudió en el aire. Suegar lanzó un grito desesperado y se lanzó hacia él, pero otros dos cuerpos lo bloquearon. El hombre rompió el papel en pedazos y se detuvo, como si no supiera qué hacer con él. Después, con una sonrisa, se metió los trocitos en la boca y empezó a masticarlos. Suegar aulló.

—Mierda —gritó Miles, furioso—. ¡Me querías a mí! No tenías por qué hacer eso… —Golpeó con toda la fuerza de su puño la cara del atacante más cercano, que se había distraído un momento mirando a Suegar.

Sintió que sus huesos se estremecían desde la muñeca hacia arriba. Estaba tan harto de sus huesos, cansado de que le dolieran una y otra y otra vez…

Suegar chillaba, gritaba, lloraba y trataba de alcanzar al hombre que estaba masticando el papel. El hombre permanecía., quieto y sonreía mientras masticaba. Suegar perdió toda ciencia en sus ataques y se lanzó como un molino de viento. Miles lo, vio caer y después no le quedó atención, para otra cosa que no fuera el apretón de anaconda de la cuerda que se había enroscado en su cuello. Logró poner una mano entre el cuello y la cuerda, pero era la mano rota. Sintió sogas de dolor dentro del brazo que le corrían por la piel hasta el hombro. La presión en su cabeza llegó al paroxismo y le cerró la visión. Nubes de color púrpura oscuro y amarillo sucio hervían frente a sus ojos como cabezas de tormenta. Una imagen fugaz de un manojo de cabello rojo…

Después estaba en el suelo, y la sangre, la maravillosa sangre volvía a su cerebro hambriento de oxigeno. Dolía y era buena, caliente y palpitante. Se quedó un momento allí. Quieto. No le importaba nada. Hubiera sido tan bueno no tener que volver a levantarse…

La maldita cúpula, fría, blanca y sin rasgos, se burló de su visión que regresaba poco a poco. Miles se puso de rodillas y miró a su alrededor. Beatrice, algunos policías y algunos hombres del comando de Oliver perseguían a los casi asesinos de Miles por el campo. Seguramente, se había desmayado apenas unos segundos. Suegar estaba en el suelo, unos metros más allá.

Miles se arrastró hasta él. El hombre flaco yacía enroscado alrededor de su estómago, la cara pálida, verdosa y húmeda. Temblores involuntarios le sacudían el cuerpo. Nada bueno. Shock. Mantenga al paciente caliente y adminístrele sinergina. No había sinergina. Miles se sacó la túnica y la puso sobre el cuerpo de Suegar.

—¿Suegar? ¿Estás bien? Beatrice ha ahuyentado a esos bárbaros…

Suegar levantó la vista y sonrió, pero la sonrisa desapareció de inmediato en el remolino de una mueca de dolor.

Finalmente volvió Beatrice, jadeando, furiosa.

—Locos de mierda —saludó sin pasión—. No necesitáis un guardaespaldas. Lo que necesitáis es una niñera. —Se arrodillo junto a Miles para mirar a Suegar y apretó los labios. Miró a Miles y se le oscurecieron los ojos. Las arrugas de su frente se hicieron más profundas.

Acabo de cambiar de idea, pensó Miles. No empieces a preocuparte por mí, Beatrice, no te encariñes con nadie. Lo único que conseguirás es hacerte daño. Una y otra vez y otra y otra…

—Será mejor que volváis a mi grupo —sugirió Beatrice.

—No creo que Suegar pueda caminar.

Beatrice llamó a algunos musculosos que metieron al hombre flaco en una manta y se lo llevaron de vuelta al lugar en que siempre dormían. A gusto de Miles, se parecía demasiado al coronel Tremont.

—Quiero un médico —ordenó Miles.

Beatrice volvió llevando del brazo a una mujer mayor, muy enojada.

—Seguramente le han reventado el vientre —dijo la doctora—. Si tuviera un visor de diagnóstico, os diría qué se le ha roto. ¿Tenéis un visor de diagnóstico? Necesita plasma y sinergina. ¿Tenéis? Podría cortarlo y hacerle un parche y apresurar la curación con estimulación eléctrica si tuviera una sala de operaciones. Os aseguro que estaría en pie de nuevo en tres días. Sin problemas. ¿Tenéis una sala de operaciones? Supongo que no.

»Dejad de mirarme así. Hubo un tiempo en que yo creía que podía curar. Este lugar me ha enseñado que no soy más que la intermediaria entre la tecnología y el paciente. Y como ahora no tengo tecnología, no soy nada.

—¿Pero qué se puede hacer? —dijo Miles.

—Cubrirlo. En unos días, mejorará o morirá, según lo que se le haya roto dentro. Eso es todo. —Hizo una pausa y se quedó de pie con los brazos cruzados mirando a Suegar con rencor, como si sus heridas fueran una afrenta personal. Y así era, para ella. Otra carga de pena y fracaso que arrastraba por el polvo el viejo y querido orgullo de curar— Creo que se va a morir —agregó.

—Yo también lo creo —dijo Miles.

—¿Entonces para qué me habéis llamado? —La doctora se alejó a grandes zancadas.

Más tarde volvió con una manta y unos harapos y ayudó a colocarlos sobre Suegar para darle más calor. Después se fue, tan furiosa como antes.

Tris informó a Miles:

—Tenemos a los tipos que trataron de matarte. ¿Qué les hacemos?

—Suéltalos —dijo Miles—. No son el enemigo.

—¡Sí que lo son, mierda!

—Enemigos míos no, por lo menos. Fue un caso de error de identidad. Yo soy sólo un viajero sin sombrero que pasaba por ahí en ese momento.

—Despiértate, hombrecito. No comparto la creencia de Oliver en tu «milagro». No estás pasando por aquí. Aquí te quedas.

Miles suspiró.

—Estoy empezando a creer que tienes razón. —Miles miró a Suegar, escuchó su respiración: muy poco profunda, muy rápida. Se puso en cuclillas a su lado—. Seguramente, esta vez tienes razón. De todos modos… suéltalos.

—¿Por qué? —se quejó ella, furiosa.

—Porque yo lo digo. Porque te lo pido. ¿Quieres que te ruegue por ellos?

—¡Aaj! No, no. ¡De acuerdo! —Tris se volvió y se alejó, mientras se pasaba las manos a través del cabello cortado y murmuraba cosas entre dientes.

Pasó un tiempo sin tiempo. Suegar yacía de costado sin hablar, aunque abría los ojos de vez en cuando. Los abría sin ver. Miles le mojaba los labios con agua periódicamente. Llegó y pasó una comida, sin incidentes ni la participación de Miles. Beatrice se les acercó y dejó caer dos raciones junto a ellos, los miró con desaprobación y se fue.

Miles acunaba su mano herida. Estaba sentado con las piernas cruzadas revisando el catálogo de errores que lo habían llevado a ese punto. Pensó en su evidente capacidad para hacer matar a sus amigos. Tenía la premonición espantosa de que la muerte de Suegar iba a ser casi tan horrible como la del sargento Bothari hacía seis años, y había conocido a Suegar apenas hacía unas semanas, no unos años. Había aprendido que el dolor repetido una y otra vez hace que uno tenga más miedo de las heridas, no menos, un terror cada vez más grande, más profundo, más adentro, en las entrañas. De nuevo no, otra vez no, nunca más…

Se quedó tendido boca arriba y miró la cúpula, el ojo blanco de un dios muerto que nunca parpadeaba. ¿Acaso había otros amigos que habían muerto a manos de ese dios? Sería muy digno de los cetagandanos dejarlo ahí sin saber nada para que la duda y el miedo lo volvieran loco poco a poco.

O lo volvieran loco bruscamente, ahora mismo . El ojo del dios parpadeó.

Miles parpadeó también, nervioso, abrió los ojos de par en par, miró la cúpula como si hubiera podido atravesarla con los ojos. ¿Había parpadeado realmente? ¿O era un parpadeo causado por una alucinación? ¿Estaba perdiendo la cabeza?

La cúpula parpadeó de nuevo. Durante un instante, la noche planetaria entró en el lugar, y la niebla y la llovizna y el beso de un viento húmedo y frío. El aire del planeta, sin filtros, olía como a huevos podridos. La oscuridad desacostumbrada era cegadora.

—¡DISTRIBUCIÓN! —aulló Miles con toda su voz.

Entonces el limbo se transformó en caos como bajo el brillo fosforescente de una bomba que cala sobre un grupo de edificios. Una luz roja iluminó el lado de una nube enorme e hirviente de deshechos que se alzaba rugiendo hacia el cielo. Una cadena de golpes semejantes rodeó el campo, sacudiendo la noche, ensordeciendo a los que no estaban protegidos. Miles, que todavía gritaba, no oía su propia voz. El fuego de los que se defendían desde el suelo arañó las nubes con líneas de luz de colores.

Tris, con los ojos muy abiertos, pasó a su lado a toda velocidad. Miles la cogió por el brazo con la mano buena y hundió los talones en el suelo para frenarla y acercarla a su cara y así poder gritarle en el oído.

—¡Ya estamos! Organiza a los líderes de los catorce grupos, haz que pongan en línea a sus primeros bloques de doscientos y que los hagan esperar alrededor del perímetro. Busca a Oliver, tenemos que hacer que los de la policía mantengan a los demás esperando el turno bajo control. Si esto sale exactamente como lo practicamos, todos vamos a salir de aquí. —Eso espero—. Pero si se tiran sobre los transbordadores como se tiraban sobre la comida, no saldrá nadie. ¿Me sigues?

—Nunca hubiera creído… no pensaba… ¿Transbordadores?

—No tienes que pensar. Ya lo hemos practicado cincuenta veces. Sigue el ejercicio de la comida. ¡El ejercicio!, ¿entiendes?

—¡Tú… hijo de puta…! —El movimiento de la mano de Tris, mientras salía corriendo a cumplir las órdenes, se parecía mucho a un saludo militar.

Una cadena de luces iluminó el cielo sobre el campo, como si un relámpago estallara una y otra vez, volviendo la escena blanca y fantasmal El campo hervía como un hormiguero que alguien acabara de pisotear. Hombres y mujeres corrían de un lado a otro, gritando su confusión. No era exactamente la visión ordenada que Miles tenía en mente: ¿por qué, por ejemplo, habían elegido los suyos la noche para atacar y no el día?; se lo reprocharía después, cuando terminara de besarles los pies.

—¡Beatrice! —Miles hizo un gesto para que ella se acercara—. ¡Pasa la voz! Estamos haciendo el ejercicio de la comida. Pero en lugar de una barra de rata, cada uno tendrá un asiento en un transbordador. Haz que todos lo entiendan… que nadie se vaya corriendo hacia la noche o perderá el vuelo. Después vuelve y quédate con Suegar. No quiero que se pierda ni que lo pisen. Cuídalo.

—No soy una estúpida. ¿Qué transbordadores?

El sonido que los oídos de Miles habían estado esperando horadó el aire por fin: un gemido agudo, facetado, que se hacía cada vez más ensordecedor. Bajaron desde las nubes hirvientes y escarlatas como insectos monstruosos con caparazones y alas y las patas extendidas. Transbordadores de combate perfectamente armados, dos, tres, seis… siete, ocho… Los labios de Miles se movían al contar. Trece, catorce, por Dios. Se las habían arreglado para conseguir el #B-7 a tiempo.

Miles los señaló.

—Mis transbordadores.

Beatrice estaba de pie con la boca abierta, mirando hacia arriba.

—Dios. Son preciosos. —Miles casi podía ver cómo la mente de la pelirroja se lanzaba a la carrera— Pero no son nuestros. Ni de los cetagandanos. ¿Quién diablos…?

Miles se inclinó.

—Éste es un rescate político pagado.

—¿Mercenarios?

—No somos algo con patas que se retuerce en tu saco de dormir, chica. El tono de voz que corresponde es ¡Mercenarios!, con un grito de alegría.

—Pero… pero… pero…

—Vete, diablos. Después discutiremos.

Ella se encogió de hombros y se alejó corriendo.

Miles empezó a parar a todos los que pudo y les pasó la orden del día. Capturó a uno de los muchachotes del comando de Oliver y le ordenó que se lo pusiera sobre los hombros. Una mirada alrededor le mostró catorce grupos de personas que se coagulaban en las posiciones correctas. Los transbordadores bajaron, flotando, con las máquinas a toda potencia, después tocaron el suelo con un ruido que dio toda la vuelta al campo.

—Tiene que funcionar —murmuró Miles para sí mismo. Tocó el hombro del comando—. Abajo.

Se obligó a caminar hasta el transbordador más cercano. Correr era contra lo que había luchado con sangre, piel y huesos y orgullo durante ¿tres, cuatro semanas?

Lo primero que bajó por la rampa del transbordador fue un cuarteto de soldados armados con media armadura que se ubicó en posiciones de guardia. Bien. Incluso tenían las armas apuntadas en la dirección correcta, hacia los prisioneros que habían venido a rescatar. Después, salió al galope una patrulla mayor en dos cuerpos, con todas las armas listas. Un grupo disparaba mientras el otro se agachaba en cuclillas para evitar el fuego propio y se acercaba hacia las instalaciones cetagandanas que rodeaban el círculo de la cúpula. Difícil saber en qué dirección estaba el peor de los peligros. A juzgar por las luces continuas del exterior, los transbordadores de lucha proveían suficiente distracción externa a los cetagandanos.

Y finalmente bajó el hombre que Miles quería ver, el oficial de comunicaciones del transbordador.

—Teniente… —Miles relacionó la cara y el nombre—. ¡Murka! ¡Aquí!

Murka lo vio. Manipuló el equipo, nervioso, y llamó Por su radio.

—¡Comodoro Tung! ¡Aquí está, lo tengo, lo tengo!

Miles arrancó el comunicador de las manos del teniente, que se inclinó para permitirle el robo, y metió la cabeza en los auriculares a tiempo para oír la voz de Tung que decía con toda claridad:

—Bueno, por Dios, no lo pierdas de nuevo, Murka. Siéntate encima de él si es preciso.

—Quiero a mi personal —dijo Miles en el receptor—. ¿Ya han recogido a Elli y a Elena? ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Sí, señor, no y cerca de dos horas… con suerte —contestó Tung—. Es un placer tenerlo a bordo de nuevo, almirante Naismith.

—Me está diciendo… Consiga a Elli y a Elena. Prioridad Uno.

—En eso estoy. Fuera.

Miles se volvió y descubrió que el líder del grupo de las barras de rata en esa sección había logrado llevar a su primer grupo de doscientos y estaba haciendo que el segundo se sentara a esperar su turno. Excelente. Los prisioneros subían por la rampa uno a uno a través de una extraña vía como de ferrocarril. Un mercenario rasgaba la túnica de cada prisionero con un cuchillo vibrador. Otro les pasaba un bloqueador médico. Un tercero les borraba los números codificados bajo la piel con un aparato quirúrgico de mano. Y no se preocupaba por vendarlos.

—Vayan al frente y siéntese de a cinco. Vayan al frente y siéntense de a cinco, vayan al frente… —recitaba, siguiendo el ritmo con el instrumento que usaba.

Apareció el adjunto temporal de Miles, el capitán Thorne, que se apresuraba entre las sombras y los brillos de luces, flanqueado por una de las cirujanas de las naves de la flota y… por suerte… un soldado con la ropa de Miles y sus botas. Miles se tiró de cabeza a buscar las botas, pero la cirujana lo atrapó en la mitad del vuelo.

Le pasó un bloqueador médico entre los hombros y después le borró los números.

—Ay —gritó Miles—. ¿No podía esperar un segundo a que el bloqueador hiciera efecto? —El dolor desapareció rápidamente y se convirtió en entumecimiento, mientras la mano izquierda de Miles buscaba las marcas— ¿Qué diablos pasa?

—Lo lamento, señor —dijo la doctora sin sinceridad— No se toque, tiene los dedos sucios. —Le aplicó una venda. El rango tenía sus privilegios—. La capitana Bothari-Jesek y la comandante Quinn averiguaron algo nuevo cuando vieron los monitores de la prisión de los cetagandanos, algo que no sabíamos cuando usted entró ahí. Esos números de código tienen cápsulas con drogas y las membranas lípidas de esas cápsulas se mantienen enteras por medio de un alineamiento con un campo magnético de poca energía que genera la cúpula. Una hora fuera de la cúpula y las membranas se quiebran y sueltan el veneno. Unas horas después, el sujeto muere… Una muerte muy desagradable. Supongo que es una forma de asegurarse de que no haya ninguna fuga posible.

Miles tembló y dijo en voz baja:

—Ya veo… —Se aclaró la garganta y agregó en tono más firme—: Capitán Thorne, quiero una recomendación… los honores más altos, a la comandante Elli Quinn y la capitana Elena Bothari Jesek. Nuestro… servicio de inteligencia ni siquiera sospechaba eso. En realidad, los datos del servicio de inteligencia eran defectuosos en muchos sentidos. Tendré que hablar con ellos, y muy seriamente, cuando les presente la cuenta de esta operación. No, no guarde eso, doctora. Quiero que me anestesie la mano, por favor. —Miles extendió la mano derecha para que la mujer se la examinara.

—Otra vez, ¿eh? —murmuró la doctora—. Supuse que ya habría aprendido algo… —Manipuló el bloqueador médico y Mi EES dejó de sentir la mano hinchada. De la muñeca para abajo, nada. Sólo los ojos le aseguraban que todavía estaba allí.

—Sí, pero ¿van a pagar esta operación ampliada? —le preguntó el capitán Thorne, con ansiedad—, Esto empezó como un golpe simple para sacar a un solo hombre, el tipo de operación en la que nos especializamos. Ahora estamos usando toda la flota. Estos malditos prisioneros son más que nosotros. Dos a uno. Eso no fue lo que se estipuló en el contrato original. ¿Y si nuestro empleador misterioso de siempre no está de acuerdo y nos deja en la estacada?

—No —dijo Miles—. Doy mi palabra. Pero… no hay duda de que voy a tener que llevar la cuenta en persona.

—QueDios les ayude entonces —musitó la doctora y se dedicó a sacar los códigos de las espaldas de los prisioneros.

El comodoro Ky Tung, un eurasiático bajo, de edad madura, enfundado en una media armadura y con un equipo de canal de comando, apareció junto a Miles cuando los primeros transbordadores cargados de prisioneros cerraron las compuertas y se elevaron rugiendo hacia la niebla negra. Despegaron en la posición en que estaban, sin esperar. Miles, que conocía la importancia que daba Tung a las buenas formaciones, se dio cuenta de que el tiempo era ahora el factor más acuciante.

—¿Adónde los llevamos? ¿Al piso de arriba? —preguntó Miles.

—Hemos robado un par de cargueros usados. Podemos poner unos cinco mil en cada uno. La salida va a ser dura y fea. Y rápida. Tendrán que acostarse y respirar lo menos que puedan.

—¿Qué tienen los cetagandanos para seguirnos?

—En este momento, apenas unos transbordadores policiales. La mayoría de su contingente militar espacial está al otro lado de su sol, y por eso elegimos este momento para bajar. … hemos tenido que esperar a que volvieran a sus maniobras de práctica. Te lo digo en caso de que te estés preguntando por qué hemos tardado tanto. En otras palabras, buscamos lo mismo que pensábamos hacer en el plan original para sacar al coronel Tremont.

—Pero nos hemos sobrepasado en diez mil. Y tenemos que hacer… ¿cuánto?, unas cuatro operaciones de carga, en lugar de una sola —dijo Miles.

—Sí, y será mejor que entiendas esto —sonrió Tung—. Pusieron esta prisión en este planeta externo y miserable para no tener que gastar en tropas y equipo para cuidarla y defenderla. Contaban con la distancia a Marilac y la continuación de la guerra allí mismo. Esperaban que eso impidiera cualquier idea de rescate. Y en el período en que entramos, la mitad del complemento de guardia se ha trasladado a otros puntos problemáticos. ¡La mitad!

—Confiaban en la cúpula. —Miles lo miró—. ¿Y las malas noticias?

La sonrisa de Tung se llenó de amargura.

—Esta vez nuestro tiempo total de ventana es de dos horas.

—La mitad de la flota local espacial es demasiado para nosotros. Aunque sea la mitad. ¿Y volverán en dos horas?

—Una hora cuarenta. Ya han pasado veinte minutos. —Una mirada a los ojos de Tung y Miles supo dónde estaba el reloj de operación, proyectado en holovídeo por el equipo de comando a un lado del campo de visión del comodoro.

Miles hizo un cálculo mental y bajó la voz.

—¿Vamos a poder levantar vuelo de la última operación de carga?

—Depende de lo rápido que podamos hacer las primeras tres —dijo Tung. Su cara, siempre inescrutable lo era más que nunca y no expresaba ni miedo ni esperanza.

Y eso depende, a su vez, de lo efectivo que haya sido yo en la práctica del ejercicio… Lo que se había hecho, se había hecho y punto. Lo que venía, todavía no estaba allí. Miles puso su atención el aquí y el ahora.

—¿Han encontrado a Elli y a Elena?

—Tengo a tres patrullas buscándolas.

Todavía no las habían encontrado. A Miles se le revolvió el estómago.

—No habría intentado ampliar esta operación si no hubiera sabido que me vigilabas todo el tiempo y que sabrías traducir mis palabras en órdenes concretas.

—¿Lo entendí bien? —preguntó Tung—. Estuvimos discutiendo mucho sobre algunas de las cosas que usted decía con doble sentido.

Miles miró a su alrededor.

—No. Está muy bien. ¿Tienes vídeos de todo? —Un gesto de la mano para señalar todo el círculo del campo.

—De ti, por lo menos. Directamente de los monitores de los cetagandanos. Los espías nos transmitían todos los días. Muy… muy entretenido, señor —agregó Tung con inocencia.

Algunos encuentran muy entretenido ver c6mo otros tienen que tragar varios sapos, uno tras otro, reflexionó Miles.

—Muy peligroso, diría yo… ¿cuándo os comunicasteis por, última vez?

—Ayer. —La mano de Tung tocó el brazo de Miles y abortó así un salto involuntario—. No puedes ser más eficiente que tres patrullas y así no tendré que usar otras tres para buscarte a ti.

—Sí, sí. —Miles se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra sin pensar. Sus dos coagentes, los lazos vitales entre la cúpula y los Dendarii, no habían aparecido todavía. Los cetagandanos mataban siempre a los espías, siempre, con una coherencia deprimente. Después de una serie de interrogatorios que convertían la muerte en un alivio muy bienvenido… Trató de razonar. Si los hubieran descubierto, Tung se habría encontrado con una picadora de carne al bajar. No había sido así, o sea que el disfraz de técnicos de monitores había dado resultado. Claro está que podían haber muerto bajo fuego amigo… Amigos. Tenía demasiados amigos para poder permanecer cuerdo en medio de ese asunto de locos.

—Tú —dijo Miles mientras tomaba su ropa de manos del soldado que se la había traído—, vete allí —señaló con el dedo— y busca a una pelirroja que se llama Beatrice y a un hombre herido que se llama Suegar. Tráemelos. Cuidado con él. Tiene heridas internas.

El soldado saludó y se fue. Ah, el placer de dar una orden sin tener que acompañarla de un razonamiento teológico. Miles suspiró. El agotamiento estaba allí, esperando para tragárselo, agazapado en el borde de su burbuja de adrenalina e hiperactividad. Todos los factores —los transbordadores, el tiempo, el enemigo que se acercaba, la distancia hasta el punto de salto que se cerraría en dos horas— se formulaban y reformulaban en su mente en todas las variedades posibles. Pequeñas variaciones en el factor tiempo derivaban en problemas insuperables. Era un milagro que hubieran logrado lo que habían conseguido hasta el momento. No… Miró a Tung, a Thorne: un milagro, no. Era la iniciativa y la devoción extraordinarias de su gente. Bien hecho, sí, bien hecho.

Thorne lo ayudó a vestirse cuando vio que no podía con una sola mano.

—¿Dónde diablos está mi equipo de comunicaciones de comando? —preguntó Miles.

—Nos dijeron que estabas herido y en estado de agotamiento absoluto. Te marcamos para evacuación inmediata.

—No sé quién fue, pero es un presuntuoso y un… —Miles se tragó la rabia. No había tiempo para mandar a nadie a buscar nada. Además, si hubiera tenido el equipo, se habría sentido tentado de dar órdenes y todavía no conocía lo suficiente las complejidades internas de la operación desde el punto de vista de la flota. Así que se resignó a quedar como observador sin ningún otro comentario. Por lo menos, eso lo dejaba libre para ocuparse de la retaguardia.

Pronto apareció el soldado con Beatrice y otros cuatro prisioneros que llevaban a Suegar en la manta. Lo dejaron a los pies de Miles.

—Que venga mi doctora —dijo Miles.

El soldado salió a buscarla. Cuando llegó se arrodilló junto al semiinconsciente Suegar y le quitó el código de la espalda. Un nudo de tensión se desató en el cuello de Miles al oír el siseo familiar del hiproespray con sinergina.

—¿Mal? —preguntó.

—No está bien —admitió la doctora, controlando el visor de diagnóstico—. El brazo roto, hemorragia en el estómago. Mejor será que éste vaya directo a cirugía en la nave de comando. Auxiliar… —hizo un gesto a un Dendarii que esperaba con los guardias el regreso de los transbordadores y le dio instrucciones incomprensibles. El hombre envolvió a Suegar en una película fina productora de calor.

—Me aseguraré de que llegue allí pronto —prometió Miles. Tembló un poco, envidiando la envoltura ahora que la niebla fría y ácida le perlaba el cabello y se le metía en los huesos.

La expresión y la atención de Tung se dirigieron de pronto a un mensaje que recibía de su equipo. Miles, que le había devuelto el equipo al teniente Murka para que siguiera con sus obligaciones, se paró y se puso a cambiar el peso de un pie al otro, impaciente por recibir las noticias. Elena. Elli. Si las han matado…

—Bien. Muy bien hecho —oyó a Tung—. Informad al punto de bajada A7. —Un movimiento de mandíbula para cambiar de canal—. Sim, Nout, volved con las patrullas a los perímetros del punto de bajada de vuestro transbordador. Las han encontrado.

Miles descubrió que estaba inclinado con las manos sobre las rodillas, esperando que se le aclarara la cabeza mientras el corazón le corría en círculos enloquecidos.

—¿Elli y Elena? ¿Están bien?

—No han pedido un médico… ¿Seguro que tú no necesitas uno? Estás blanco.

—Estoy bien. —El corazón de Miles se regularizó un poco. Se puso de pie y miró los ojos de Beatrice, llenos de interrogantes—. Beatrice, ¿buscarías a Tris y a Oliver? Necesito hablarles antes de que vuelvan a subir los transbordadores.

Ella asintió sin entender y se alejó. No saludó. Por otra parte, tampoco se negó a cumplir la orden. Miles se sintió absurdamente feliz.

El ruido atronador que había habido al principio en el círculo de la cúpula se había convertido ahora en un silencio con gemidos ocasionales de armas de fuego pequeñas, algún grito humano o alguna voz confusa amplificada artificialmente. A lo lejos, ardían fuegos, brillos anaranjados en la niebla. No era una operación quirúrgicamente limpia… Los cetagandanos iban a sentirse muy furiosos cuando contaran sus bajas. Era hora de irse. O más bien, ya se estaba haciendo tarde para irse. Trató de pensar en los códigos envenenados para contrarrestar la imagen de los empleados y los técnicos de los cetagandanos aplastados en medio de sus edificios en llamas, pero las dos pesadillas parecían potenciarse una a la otra en lugar de neutralizarse mutuamente.

Ahí llegaban Tris y Oliver, los dos aún un poco atónitos. Beatrice se colocó a la derecha de Tris.

—Felicitaciones —empezó Miles antes de que ellos pudieran abrir la boca. Tenía mucho que decirles y muy poco tiempo para hacerlo—. Ahora tenéis un ejército. —Hizo un gesto con el brazo para mostrar a los prisioneros, ex prisioneros, mejor dicho, en sus grupos de transporte alrededor del campo. Todos esperaban en silencio, muchos sentados en el suelo. ¿O eran los cetagandanos los que habían conseguido esa paciencia? Fuera quien fuere.

—Temporalmente —dijo Tris—. Creo que es porque están aturdidos. Si las cosas se ponen calientes, s, pierdes uno o más transbordadores, si alguien se aterroriza y empieza a cundir el panico…

—Puedes decirle a cualquiera que veas a punto de estallar que tiene permiso para subir conmigo si eso le ayuda. Ah… y será mejor que les digas que yo voy en el último transporte —puntualizó Miles.

Tung, que prestaba una atención dividida a esa confabulación y al equipo de comunicaciones que llevaba puesto, hizo una mueca de exasperacion ante esa novedad.

—Eso los tranquilizará —dijo Oliver.

—Por lo menos, les dará algo en qué pensar —concedió Tris.

—Ahora yo voy a daros algo en qué pensar a vosotros. La nueva resistencia de Marilac. Vosotros sois esa resistencia —dijo Miles—. Originariarmente, mi patrón me contrató para rescatar al coronel Tremont. Él iba a organizar un nuevo ejército para la lucha. Cuando lo encontré. … se estaba muriendo y tuve que decidir si seguía la letra de mi contrato y enviaba un cadáver o un hombre en estado catatónico, o más bien, seguía el espíritu y enviaba un ejército. Elegí eso último y os elegí a vosotros para llevarlo a cabo. Debéis continuar el trabajo del coronel Tremont…

—Yo sólo era teniente —empezó a decir Tris, horrorizada, a coro con Oliver— — Soy soldado raso, no oficial. El coronel Tremont era un genio …

—Pero vosotros sois sus herederos. Yo lo digo. Mirad a vuestro alrededor. ¿Os parece que cometí algún error al elegir a mis subordinados?

Después de un momento de silencio, Tris dijo:

—Aparentemente, no.

—Tenéis que establecer un estado mayor. Buscad a los genios en táctica, a los técnicos, y ponedlos a trabajar para vosotros. Pero las decisiones, el impulso y la dirección deben estar en vuestras manos. Recordaréis este lugar y recordaréis por qué hacéis lo que hacéis, siempre…

Oliver habló en voz baja y tranquila.

—¿Y cuándo vamos a salir de ese ejército, hermano Miles?

Mi servicio se terminó durante el sitio de Núcleo Dormido. Si hubiera estado en cualquier otro lugar, me habría ido a casa. —Hasta que el ejército de los cetagandanos hubiera arrasado las calles, claro.

—Incluso así. Las posibilidades no son buenas.

—Las posibilidades eran peores para Barrayar en su época y se sacaron a los cetagandanos de encima. Les llevó veinte años y más sangre que la que habéis visto en vuestras vidas, pero lo hicieron —aseguró Miles.

Oliver pareció más impresionado por ese antecedente histórico que Tris, que dijo escépticamente:

—Barrayar tenía a esos guerreros Vor, todos locos. Corrían a la batalla a toda velocidad, les gustaba morir. Marilac no tiene ese tipo de tradición cultural. Nosotros somos civilizados… o lo éramos, hace tiempo…

—Déjame contarte algo sobre los Vor de Barrayar —cortó Miles—. Los locos que buscaban una muerte gloriosa la encontraron muy pronto, te lo aseguro. Eso limpió de locos la cadena de mando. Los supervivientes fueron los que aprendieron a pelear sucio y a vivir para pelear otro día más y ganar. Los que sentían que nada, ni la comodidad, ni la seguridad, ni la familia, ni los amigos, ni su alma inmortal era más importante que ganar. Supervivencia y victoria. No eran superhombres ni inmunes al dolor. Sudaban llenos de dudas y confusión. No tenían ni la mitad de los recursos físicos que posee Marilac, incluso ahora. Y ganaron. Los Vor —dijo Miles y bajó la velocidad del discurso— no saben rendirse.

Después de un silencio, Tris dijo:

—Hasta un ejército de voluntarios patrióticos tiene que comer. Y no vamos a ganar a los cetagandanos escupiéndoles a la cara.

—Habrá ayuda financiera y militar a través de un canal secreto que no seré yo. Si hay un ejército de resistencia a quién entregarla.

Tris miró a Oliver, midiéndolo. El fuego que había en ella ardía más cerca de la superficie que nunca desde que Miles la conocía, y le corría por los músculos duros. El gemido de los primeros transbordadores que volvían horadó la niebla. Tris dijo en voz muy suave:

—Y yo que pensé que era atea, sargento, y que tú eras el que creía. ¿Vienes conmigo… o te vas?

Los hombros de Oliver se hundieron. Con el peso de la historia, sintió Miles, no el de la derrota, porque el calor que había en sus ojos era similar al que ardía en Tris.

—Voy —dijo.

Miles miró a Tung.

—¿Cómo vamos?

Tung movió la cabeza y alzó la mano.

—Seis minutos de retraso arriba.

—Bien. —Miles se volvió hacia Tris y Oliver—. Quiero que subáis los dos. Esta vez, en transbordadores distintos. Cuando lleguéis arriba, acelerad la descarga de gente. El teniente Murka os dirá en qué transbordador ir… —Hizo un gesto a Murka y los envió a su tarea.

Beatrice se quedó.

—Creo que voy a aterrorizarme —informó a Miles en tono distante. Con el dedo gordo del pie, desnudo, trazaba círculos en el polvo, cada vez más húmedo.

—Ya no necesito guardaespaldas —sonrió Miles—. Tal vez una niñera…

Una sonrisa iluminó los ojos de ella sin llegar a los labios. Más tarde, se prometió Miles. Más tarde haría reír a esa boca.

La segunda ola de transbordadores despegó mientras lo que quedaba de la primera aterrizaba de nuevo. Miles rezaba para que todos los sensores estuvieran funcionando a la perfección: los transbordadores se pasaban unos a otros en medio de la niebla. De ahora en adelante, el factor tiempo sólo podía empeorar. La niebla se estaba condensando en una lluvia fría, agujas de plata que caían desde el cielo.

El foco de la operación se afinaba rápidamente, más máquinas, más números, más cálculos de tiempo, menos lealtades y almas. Y obligaciones aterrorizantes. Una mente emocionalmente patológica, incapaz de sentir amor o miedo, tal vez lo habría encontrado divertido, pensó Miles. Empezó a hacer cuentas con el dedo en el polvo, números en tránsito, números en tierra, pero el polvo se estaba transformando en un barro pegajoso y negro y no retenía el dibujo.

—Mierda _exclamó Tung de pronto a través de los dientes apretados. El aire que había frente a su cara estalló en una onda de información proyectada en holovídeo y sus ojos la leyeron a la velocidad que da la práctica. Su mano derecha se crispo y se dobló, como si tuviera ganas de arrancarse el equipo de la cabeza y aplastarlo en el barro en un gesto de frustración y disgusto— Eso acaba con todo. Acabamos de perder dos transbordadores.

¿Cuales?, gritó la mente de Miles. Oliver. Tris … Pero se obligó a preguntar primero:

—¿Cómo?

Juro que si chocaron uno contra otro voy a ir a buscar una pared para golpearme hasta que ya no sienta nada…

—Una nave de combate cetagandana atravesó el cordón. Iba contra las de combate, pero la eliminamos a tiempo. Casi a tiempo.

—¿Y la identificación de los transbordadores? ¿Cargados o de regreso?

Los labios de Tung se movieron en una subvocalización.

—A-4, cargada, B-7, vacía. Pérdida total, ningún superviviente. El transbordador de combate 5 del Triunfo está destruido y el piloto en recuperación.

No había perdido a sus comandantes. Los sucesores del coronel Tremont, que había elegido y entrenado con tanto cuidado, estaban a salvo. Abrió los ojos llenos de dolor y descubrió a Beatrice que lo miraba, ansiosa porque para ella los números de los Dendarii no significaban nada.

—¿Doscientos muertos? —susurró.

—Doscientos seis —corrigió Miles. Las caras, nombres, voces familiares de los seis Dendarii pasaron por su memoria. Los doscientos prisioneros también debían de tener rostros. Pero los bloqueó en la mente porque hubieran representado un peso excesivo.

—Estas cosas pasan —murmuró Beatrice aturdida.

—¿Estás bien?

—Claro que sí. Estas cosas pasan. Son inevitables. No soy una llorona que se derrumba bajo el fuego… —Parpadeó con rapidez, levantando el mentón—. Dame… dame algo qué hacer. Cualquier cosa.

Y rápido, agregó Miles por ella. De acuerdo. Le señaló el campo.

—Ve a ver a Pel y a Liant. Divide los grupos que quedan en bloques de treinta y tres y agrégalos a los de la tercera ola. Tendremos que enviar la tercera sobrecargada. Después infórmame. Ve rápido, el resto de los transbordadores volverá en unos minutos.

—Sí, señor —dijo ella y saludó. Era ella la que lo necesitaba, no él. Orden, estructura, racionalidad, una cuerda a la que aferrarse. Él le devolvió el gesto con gravedad.

—Ya estaban sobrecargados —objetó Tung apenas ella estuvo lejos— Van a volar como ladrillos con 233 a bordo. Y tardaremos más en cargarlos y descargarlos.

—Sí. Dios. —Miles dejó de dibujar números en el barro inútil— Por favor, pasa los números al ordenador por mí, Ky. No confío en mí mismo. No sé si sabría sumar dos más dos en este momento. ¿Cuánto retraso llevaremos cuando llegue el cuerpo principal de cetagandanos? Lo más exacto que puedas, sin mentiras, por favor.

Tung murmuró en el equipo, recitó números, márgenes, cuentas de tiempo. Miles lo seguía detalle a detalle con gran intensidad. Tung terminó de repente.

—Al final de la primera ola, nos quedarán cinco transbordadores para descargar cuando nos ataquen.

Mil hombres y mujeres…

—¿Puedo sugerir, señor, con todo respeto, que ha llegado el momento de cortar las pérdidas? —dijo Tung.

—Sí, comodoro.

—Opción número uno, de eficiencia máxima. Bajar sólo siete transbordadores en la última vuelta. Dejar las últimas cinco cargas de prisioneros en tierra. Los volverán a encerrar, pero por lo menos estarán vivos. —La voz de Tung adquirió un tono persuasivo en la última línea.

—Un sólo problema, Ky. Yo no quiero quedarme aquí.

—Todavía puedes subir en el último transbordador, tal como prometiste. Y a propósito, ¿te he dicho ya que creo que esa decisión fue la mayor estupidez que haya oído en los últimos tiempos?

—De manera muy elocuente, con las cejas, hace un rato. Y aunque me inclino a estar de acuerdo contigo, ¿has notado la forma en que me miran constantemente los prisioneros que quedan? ¿Nunca has visto un gato mirando a un saltamontes?

Tung se sacudió, inquieto y observó el fenómeno que Miles le describía.

—No me gusta la idea de matar a los últimos mil para poder poner el transbordador en el aire.

—Tal vez no se den cuenta de que no vienen más transbordadores hasta que estemos arriba.

—¿Entonces los dejamos aquí… esperándonos? —Las ovejas levantan la vista, pero nadie las alimenta…

—Correcto.

—Te gusta esa opción, Ky?

—Me da ganas de vomitar, pero… hay que considerar a los otros nueve mil. Y a la flota. La idea de tirarlos a todos a la basura en un esfuerzo destinado al fracaso en favor de éstos… pecadores miserables tuyos me da todavía más ganas de vomitar. Nueve décimos de una carga es mucho mejor que nada.

—Entiendo. Pasemos a la opción dos, por favor. El vuelo para salir de la órbita está calculado según la velocidad de la nave más lenta, que es…

—Los cargueros.

—¿Y la más rápida sigue siendo el Triunfo?

—Claro que sí. —Tung la había capitaneado una vez.

—Y la mejor armada.

—Sí. ¿Y qué? —Tung veía perfectamente adónde lo llevaba Miles. Su aparente incomprensión era sólo una forma de resistirse.

—Los primeros siete transbordadores que suban en el último envío descargan en los cargueros y salen a tiempo. Hacemos volver a cinco de los pilotos de lucha del Triunfo, pero tiramos y destruimos las armas. Uno ya tiene daños, ¿verdad? Los últimos cinco de esos transbordadores de batalla se colocan junto al Triunfo y los protegemos del fuego de los cetagandanos con la armadura total de la nave. Ponemos a los prisioneros en los pasillos, cerramos los transbordadores y salimos disparados.

—La masa agregada de miles de personas…

—Sería menos que la masa de un par de los transbordadores de lucha. Si es necesario, destruimos también los transbordadores para entrar en la ventana de masa/ aceleración que necesitamos.

—Recargaría el sistema de mantenimiento de vida…

—El oxígeno de emergencia nos llevaría hasta el punto de salto. Después del salto, podemos distribuir a los prisioneros en otras naves, como nos convenga.

La voz de Tung se iba cargando de angustia.

—Esos transbordadores de combate son nuevos, los acabamos de estrenar. Y mis luchadores, cinco, ¿te das cuenta de lo difícil que será conseguir los fondos para reemplazarlos? Serían más o menos…

—Te he pedido que calcules el tiempo, Ky, no el costo —dijo Miles entre dientes. Agregó con más tranquilidad—: Los pondré en la cuenta de los servicios prestados.

—¿Alguna vez has oído la frase «costo excedido»? Seguramente… —Tung volvió su atención a su equipo, que era una extensión de la sala táctica del Triunfo. Se hicieron cálculos, se dieron instrucciones nuevas y se ejecutaron.

—Funciona —suspiró Tung— Nos concede otros quince minutos a un precio altísimo. Si nada sale mal… —continuó en un murmullo frustrado, tan impaciente como Miles con su incapacidad para estar en tres lugares al mismo tiempo—. Ahí vuelve mi transbordador —agregó en voz alta. Miró a Miles, poco convencido de la idea de dejar a su almirante allí abajo librado a sus propios recursos, y obviamente encantado con la idea de salir de la lluvia ácida, la oscuridad y el barro y estar más cerca del centro nervioso de la operación.

—Fuera —dijo Miles— De todos modos, no podemos ir juntos. Va contra las reglas.

—Reglas, bah —exclamó Tung, furioso.

Con la salida de la tercera tanda de transbordadores, quedaron apenas dos mil prisioneros en tierra. Las cosas se hacían cada vez más difíciles, el círculo se cerraba. Las patrullas de combate volvían de sus misiones de penetración en las instalaciones de los cetagandanos. Si algún oficial cetagandano conseguía organizarse lo suficiente como para retrasarlos, la marea cambiaría peligrosamente.

—Te veré en el Triunfo —enfatizó Tung.

Se detuvo para abrazar al teniente Murka, lejos de los oídos de Miles. Miles sonrió con pena por el pobre teniente sobrecargado de trabajo. Podía adivinar las órdenes que le estaba dando Tung. Si Murka no volvía con Miles, con toda probabilidad le convendría quedarse abajo.

Ahora no quedaba otra cosa que una pequeña espera. Darse prisa y esperar. Y esperar, sentía Miles, era muy malo para él. Permitía que su nivel de adrenalina autogenerada bajara furiosamente y le dejaba darse cuenta de lo cansado y contusionado que estaba en realidad. Los estallidos que habían iluminado la escena se estaban convirtiendo en un brillo rojo continuo.

Hubo muy poco tiempo entre la desaparición del ruido laborioso del despegue de los transbordadores de la tercera tanda y el gemido agudo de los primeros transbordadores de la cuarta que volvían a toda velocidad. Pero, por desgracia, toda esa parte de la operación tenía más que ver con ser astuto que con ser rápido. Los hombres y mujeres de Marilac todavía esperaban en sus formaciones para las barras de rata y la disciplina se mantenía. Claro que nadie les había comentado el problemita de tiempo que tenían. Pero las patrullas nerviosas de los Dendarii, que los mantenían en las rampas, seguían conservando un ritmo que era del agrado de Miles. La retaguardia nunca era una posición popular en retirada, incluso entre los lunáticos que desfiguraban sus armas con inscripciones y se reían mientras imaginaban formas más nuevas y grotescas de acabar con sus enemigos.

Miles vio que llevaban a Suegar por una rampa. Seguía consciente sólo a medias. Llegaría antes a la enfermería del Triunfo en un vuelo directo como éste que si hubiera subido en los transbordadores anteriores a uno de los cargueros y después hubiera tenido que esperar un momento seguro para cambiar de nave.

La pista de horror que estaban dejando atrás se había quedado silenciosa y oscura, mojada y triste. Llena de fantasmas! Yo romperé las puertas del infierno y volveré a los muertos a la vida… Había algo que no encajaba del todo bien en esa cita que Miles había recordado a medias. No importaba.

La patrulla armada de ese transbordador, el último, volvió de la niebla y la oscuridad, guiada electrónicamente por su jefe, Murka, como un grupo de perros ovejeros. Murka era la unión entre la patrulla de tierra y la piloto del transbordador, que expresaba su deseo de volver a partir con ruiditos irregulares en el motor.

Después, desde la oscuridad… fuego de plasma que caía a través del aire saturado y húmedo de lluvia. Algún héroe cetagandano, un oficial, un soldado, un técnico, ¿quién sabe?, que se había arrastrado entre las ruinas hasta encontrar un arma… y un enemigo a quien disparar. Imágenes brillantes, rojas y verdes bailaron ante los ojos de Miles, aunque él ya los había cerrado. Uno de los de la patrulla salió de la oscuridad. En la parte posterior de su armadura había una línea brillante que humeaba y sacaba chispas hasta que la aplastaron contra el barro. Las piernas de su armadura se agarrotaron y el hombre quedó en el suelo, retorciéndose como un pez enloquecido y tratando de salir. Un segundo disparo de plasma, mal apuntado desapareció a espaldas de Miles mientras convertía unos cuantos kilómetros de niebla y lluvia en un arroyo sobrecalentado que se lanzaba en línea recta hacia alguna eternidad desconocida.

Justo lo que necesitaban… un francotirador… ahora. Un par de guardias Dendarii desapareció hacia la niebla. Un prisionero excitado… por Dios, si era otra vez el lugarteniente de Pitt, cogió el arma del soldado que yacía con su armadura paralizada e hizo un gesto como para ir a unirse a ellos.

—¡No! ¡Vuelve después y lucha cuando te toque, estúpido! —Miles salió corriendo hacia Murka—. Que vuelvan todos, hay que cargar, salir, ahora. No hay tiempo para luchar.

Algunos de los últimos prisioneros habían caído al suelo como muñecos de barro en un reflejo condicionado por los disparos. Miles corrió hacia ellos y les golpeó.

—¡Arriba, arriba, por la rampa, ahora mismo! —Beatrice se levantó del barro y lo imitó, arriando a los suyos ante ella.

Miles se detuvo frente al soldado Dendarii y abrió los cierres de la armadura con la mano izquierda. El soldado dio una patada a esa caparazón fatal, rodó sobre sus pies y salió cojeando hacia la seguridad del transbordador. Miles corría junto a él.

Murka y otro de los de la patrulla esperaban al pie de la rampa.

—Listos para levantar la rampa y elevarse cuando yo diga —dijo Miles a la piloto—. A… —Sus palabras se perdieron en una explosión y el disparo de plasma le pasó junto al cuello. Miles sintió el calor a centímetros de su cabeza. El cuerpo de Murka se derrumbó.

Miles se detuvo para sacar el equipo de comunicación de la cabeza de Murka. Pero la cabeza del teniente venía con él. Miles tuvo que empujarla con la mano paralizada para poder sacar el equipo. El peso de la cabeza, su densidad, su redondez, le golpearon los sentidos como un martillo. El recuerdo preciso de ese momento estaría con él hasta su muerte. Lo sabía. Dejó caer la cabeza junto al cuerpo de Murka.

Caminó a trompicones por la rampa. Un último Dendarii armado lo llevaba del brazo. Sentía que la rampa se movía de una forma extraña bajo los pies. Miró hacia abajo y vio una raya medio fundida en el sitio que había tocado el último arco de plasma.

Se dejó caer por la entrada, aferrándose al equipo y aullando:

—¡Arriba, arriba! ¡Ahora, ahora mismo! ¡Ya!

—¿Quién es? —llegó la voz de la piloto.

—Naismith.

—Sí, señor.

El transbordador se elevó con los motores rugiendo, antes de que la rampa hubiera sido colocada en su lugar. El mecanismo de la rampa trabajaba en el vacío y el metal y el plástico se quejaban… De pronto, se atascaron por la distorsión del metal fundido. . .

—¡Cierren eso! —aulló la voz de la piloto por el equipo.

—La rampa se ha atascado —contestó Miles—. ¡Arrójela al vacío!

El mecanismo crujió y gimió. La rampa tembló, se atascó de nuevo. Las manos de varios se estiraron para apartarla de la nave.

—¡Así no! —aulló Beatrice desde el otro lado y se acercó para darle una patada con el pie desnudo. El viento del vuelo aulló sobre la escotilla abierta, haciendo vibrar el transbordador como un gigante que sopla dentro de una botella.

En medio de un coro de gritos, golpes e insultos, el transbordador se inclinó de lado. Hombres, mujeres y equipo suelto se deslizaron sobre la cubierta. Beatrice golpeó con fuerza el último perno que sostenía la rampa. Ésta se soltó y Beatrice, que se deslizaba en el movimiento de la patada, cayó al vacío.

Miles se lanzó tras ella, sobre la escotilla. Nunca supo si llegó a tocarla porque tenía la mano derecha como un globo insensible. Vio su cara, una mancha blanca que desaparecía en la oscuridad.

Fue como un silencio, un gran silencio, en su cabeza. Aunque el rugido del viento y los motores, los gritos, los insultos y los aullidos siguieron igual que antes, todo eso se perdió en alguna parte entre sus oídos y su cerebro y Miles no lo registró. Sólo vio una mancha blanca que caía en la oscuridad, repetida una y otra vez, volviendo a empezar como un vídeo que se repite.

Se descubrió a cuatro patas mientras la aceleración del transbordador lo succionaba hacia la cubierta. Habían cerrado la escotilla. La charla humana del interior parecía trivial y ahogada ahora que las voces de los dioses se habían callado. Miles miró la cara pálida del lugarteniente de Pitt, en cuclillas a su lado con el arma del soldado Dendarii todavía en la mano sin disparar, ese arma que Miles había aferrado en otro momento de su vida.

—Será mejor que mates a muchos cetagandanos por Marilac, muchacho —le dijo Miles con amargura—. Será mejor que valgas algo para alguien, porque he pagado un precio muy caro por ti.

La cara del hombre de Marilac se oscureció, demasiado conmocionada hasta para parecer arrepentida. Miles se preguntó qué aspecto tendría su propia cara. Por el reflejo que le parecía ver en el espejo, extraña, muy extraña.

Empezó a arrastrarse hacia adelante, buscando algo, a alguien… Brillos de luz sin forma le marcaban rayas amarillas en los costados de la visión. Una Dendarii armada, con el casco en la mano, lo puso de pie.

—¿Señor? ¿No seria mejor que viniera con la piloto, señor?

—Sí, claro…

Ella le pasó un brazo por la cintura para que no cayera de nuevo. Caminaron por el transbordador atestado de gente, a través de los cuerpos de los hombres y mujeres Dendarii y Marilac, mezclados, sin fronteras. Las caras lo miraban, con miedo, pero nadie se atrevió a decirle nada. Miles vio al pasar una cabeza plateada.

—Espere…

Se dejó caer de rodillas junto a Suegar. Algo de esperanza.

—Suegar. ¡Eh, Suegar!

Suegar entreabrió los ojos. Una rendija apenas. Miles no sabía cuánto podría comprender a través de la inconsciencia del dolor, la impresión y las drogas.

—Ahora estamos en camino. Lo hemos conseguido. Lo logramos a tiempo. Con facilidad. Con rapidez y agilidad. A través de las regiones del aire, más alto que las nubes. Tenías la escritura. Sí.

Los labios de Suegar se movieron. Miles se agachó más todavía. —… no era realmente una escritura —susurró—. Yo lo sabía… tú lo sabías… no digas estupideces…

Miles hizo una pausa. Atónito, de piedra. Después se inclinó otra vez hacia adelante.

—No, hermano —susurró—. Porque aunque entramos con ropa, sin duda, salimos desnudos.

Los labios de Suegar dejaron escapar una risa seca.

Miles no lloró hasta que pasaron por la ventana del salto.

CUATRO

Illyan estaba sentado en silencio.

Miles yacía en la cama de nuevo, pálido y exhausto, con un temblor estúpido en el estómago que le quebraba la voz.

—Lo lamento. Creí que ya lo había superado. Hubo tanta locura desde entonces, ni tiempo para pensar, digerir…

—Fatiga de combate —sugirió Illyan.

—El combate duró sólo un par de horas.

—¿Eh? Por lo que dices, a mí me parece que fueron seis semanas.

—Como sea. Pero si tu conde VorvoIk quiere discutir si había que cambiar vidas por equipo, bueno… Tuve cinco minutos para decidirme, bajo fuego enemigo. Si hubiera tenido un mes, habría llegado a la misma conclusión. Y pienso repetirlo, bajo corte marcial o donde mierda quiera pedirme que le diga.

—Tranquilo —aconsejó Illyan—. Yo me ocuparé de Vorvolk y de sus consejeros secretos. Creo… no, garantizo que su complot no volverá a interrumpir tu curación, teniente Vorkosigan. —Le brillaban los ojos. Illyan había servido treinta años en Seguridad Imperial, recordó Miles. El perro de Aral Vorkosigan todavía tenía dientes.

—Lamento que mi… mi descuido haya hecho que dudaras de mí —se excusó Miles. La duda de Illyan le había dejado una herida extraña; todavía la sentía, un dolor invisible en el pecho, un dolor difícil de curar. Así que la confianza era mucho más una cadena de ida y vuelta de lo que él se había imaginado. ¿Tenía razón Illyan? ¿Debía prestar más atención a las apariencias?—. Trataré de ser más inteligente en el futuro.

Illyan lo miró de una forma extraña, indescifrable, con expresión dura y el cuello enrojecido.

—Yo también, teniente.

El rumor de la puerta, el crujido de unas faldas. La condesa Vorkosigan era una mujer alta, el cabello rojo oscuro, con un paso que nunca se había acomodado a las modas femeninas de Barrayar. Usaba las largas faldas de las matronas de la clase Vor con tanta alegría como una niña que juega a disfrazarse y casi con el mismo convencimiento.

—Señora —dijo Illyan, levantándose.

—Hola, Simon. Adiós, Simon —sonrió ella—. El doctor que echaste me ruega que use mi poder para echarte a ti. Sé que vosotros, caballeros y oficiales, tenéis asuntos que resolver, pero se ha acabado el tiempo. Por lo menos, eso es lo que indican los monitores médicos. —Echó una ojeada a Miles. Frunció el ceño, y el gesto tembló a través de sus rasgos relajados, una señal de hierro.

Illyan lo vio y se inclinó.

—Ya terminamos, señora. No hay problema.

—Eso espero. —Ella observó cómo se retiraba con el mentón levantado.

Miles, que estudiaba ese perfil firme, se dio cuenta con una impresión súbita de la razón por la que la muerte de cierta pelirroja alta y agresiva todavía le revolvía el estómago, incluso después de haber aceptado la muerte de otras víctimas por las que era igualmente responsable. Ajá. Qué tarde se comprenden estas cosas. Y la comprensión nunca tiene sentido. Sin embargo, cuando la condesa Vorkosigan le dio la espalda, sintió que se le aflojaba una tensión en la garganta.

—Pareces un cadáver, querido. —Los labios de ella le tocaron la frente con cariño.

—Gracias, madre —bromeó Miles.

—Esa maravillosa comandante Quinn que te trajo, dice que no estás comiendo como Dios manda. Como siempre.

—Ah. —La cara de Miles se iluminó— ¿Dónde está Quinn? ¿Puedo verla?

—Aquí no. Está excluida de las áreas secretas, es decir, de este hospital militar imperial, porque es personal militar extranjero. ¡Estupideces de los de Barrayar! —Ése era el insulto favorito de la capitana Cordella Naismith (Investigadora Astrónoma de Beta, retirada), y lo repetía con multitud de inflexiones, según pidiera la ocasión. Esta vez, sonaba exasperada—. La llevé a la casa Vorkosigan. Para que esperara.

—Gracias… Le debo mucho a… a Quinn.

—Eso dicen. —Ella sonrió— Puedes estar en el lago en tres horas después de que convenzas a ese horrible doctor de que te deje salir de este terrible lugar. He invitado a la comandante Quinn. Pensé que eso te daría motivos para prestar una atención más seria a tu recuperación.

—Sí, señora —Miles se arrellanó entre las sábanas. La sensación volvía poco a poco a sus brazos. Desgraciadamente, la sensación de que se trataba era dolor. Sonrió, pálido. Era mejor que no sentir nada, sí, sí.

—Nos turnaremos para darte de comer y malcriarte —siguió ella—. Y… puedes contarme lo que quieras de la Tierra.

—Ah… sí. Tengo mucho que decir sobre la Tierra.

—Entonces, descansa. —Otro beso y se había ido.

Título original: Borders of Infinity

Traducción: Márgara Auerbach

1ª edición: marzo 1992

La presente edición es propiedad de Ediciones B, S.A.

Rocafort, 104 08015 Barcelona (España)

© 1989 by Lois McMaster Bujold

© Para la edición en castellano, Ediciones B, S.A., 1992

Printed In Spain

ISBN: 84 406 2526 X

Depósito legal: Na. 182 1992

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Diseño cubierta: Ángels Buxó

Ilustración: Eloy Sánchez Vizcaíno