Después de dos años encadenado a un remo en una galera roknari, Lupe de Cazaril, noble de sangre, regresa a su casa en Chalion como un hombre humilde y anónimo, cruelmente marcado por el látigo y las penurias. Sin tierras, con los honores adquiridos en batalla y los viejos rencores casi olvidados, ahora sólo aspira a servir en el mismo castillo en el que una vez fue paje. Sin embargo, los dioses de Chalion parecen haberle reservado otro destino.

Tras convertirse en secretario y tutor de Iselle, la nieta de los señores de Chalion, Cazaril se verá pronto implicado en las intrigas, la corrupción y las oscuras tramas de la corte que florecen bajo el débil mandato de Orico. La ambición que rodea el futuro de la joven Iselle y el poder de Chalion le obligarán a enfrentarse de nuevo a los hombres que le traicionaron una vez.

En Los cuervos del Zangre, Lois McMaster Bujold vuelve a demostrar su enorme talento a la hora de crear complejas y creíbles tramas políticas, en las que entrelaza a unos personajes tan humanamente imperfectos como memorables.

Lois McMaster Bujold

Los cuervos del Zangre

Una novela de Chalion

Título original: The Curse of Chalion

Traducción: Manuel de los Reyes

Agradecimientos

La autora querría expresar su agradecimiento al profesor William D. Phillips hijo, por Historia 3714, los cuatrocientos dólares y diez semanas más útiles que he invertido jamás en la escuela; a Pat "Ah, venga, ya verás qué divertido" Wrede, por el intercambio de cartas que constituyó el germen de un Cazaril aún ciego y tambaleante, que habría de surgir de las profundidades de mi cerebro a la luz del día; y, supongo, que a las empresas de servicios de Minneapolis por aquella ducha caliente de un frío febrero, durante la que colisionaron inesperadamente en mi cabeza los dos primeros elementos que recrearían un mundo nuevo y a todos sus habitantes.

1

Cazaril oyó a los jinetes en el camino antes de verlos. Miró por encima del hombro. El desgastado sendero que serpenteaba a su espalda se enroscaba en un promontorio redondeado, que pasaba por colina en estas llanuras altas azotadas por el viento, antes de zambullirse de nuevo en el fango de finales de invierno que era la árida tierra de Baocia. A sus pies discurría un riachuelo, demasiado pequeño e intermitente para merecerse un paso a través o un puente, teñido de verde frente al sendero que circulaba entre pastos poblados de ovejas. El tamborileo de las pezuñas, el entrechocar de los jaeces, el tintineo de los cascabeles, el crujido de los arreos y el despreocupado eco de las voces se aproximaban a un ritmo demasiado veloz para tratarse de un campesino cauto acompañado de su cuadrilla, o de un grupo de parsimoniosos muleros. La cabalgata dobló al trote la cara del promontorio, en fila de a dos, desplegando toda la panoplia de su orden, una docena aproximada de hombres. No eran bandidos. Cazaril dejó de contener la respiración y tragó saliva hasta apaciguar su soliviantado estómago. Como si tuviera algo que ofrecer a unos bandidos aparte de diversión. Se hizo a un lado y se dispuso a observar cómo pasaba el desfile junto a él.

Para sorpresa de Cazaril, el capitán levantó una mano cuando se acercaban a él. La columna se detuvo en seco con estrépito; el chapoteo y el pisoteo de las pezuñas se propagaron de un modo que hubiera conseguido que el viejo caballista del padre de Cazaril prorrumpiera en airados e ingeniosos insultos contra tal banda de mocosos. En fin, tanto daba.

– Saludos, viejo camarada -dijo el líder a Cazaril, por encima del arco del portaestandarte de su silla de montar. Cazaril, solo en la carretera, evitó a duras penas girar la cabeza para ver a quién iba dirigido el saludo. Lo habían confundido con algún patán de la localidad, camino de la plaza o embarcado en cualquier otro recado, y supuso que el error estaba justificado: botas raídas cubiertas de barro, una gruesa capa de prendas harapientas y desparejas para impedir que el gélido viento del sudeste le congelara los huesos. Daba gracias a todos los dioses del cambio de año por cada mugrienta costura de aquellas telas, je. Barba de dos semanas irritándole la barbilla. Camarada, nada menos. El capitán habría estado en su derecho si hubiera elegido cualquier otro apelativo más desdeñoso. Pero… ¿viejo?

El capitán señaló hacia una intersección en la que otro sendero atravesaba el camino.

– ¿Es ésa la carretera a Valenda?

Hacía… Cazaril tuvo que pararse a contar mentalmente, y el total de la suma lo abrumó. Habían transcurrido diecisiete años desde que recorriera a caballo aquella senda con rumbo, no a ninguna ceremonia, sino a la guerra de verdad, en la comitiva del provincar de Baocia. Pese a la mortificación que le producía ir a lomos de un caballo castrado y no de una elegante bestia de guerra, se había sentido tan regio, joven, arrogante y orgulloso de su atuendo como los atusados bisoños que tenían ahora la vista clavada en él. Hoy, me conformaría con montar un asno, aunque tuviera que doblar las rodillas para no trazar surcos en el fango con los dedos de los pies. Cazaril sonrió a los hermanos soldados, plenamente consciente de los famélicos monederos que yacían abiertos y vacíos tras la mayoría de aquellas fachadas de riqueza.

Le apuntaban con sus narices como si pudieran olerlo a distancia. No era nadie a quien quisieran impresionar, ni lord ni lady que pudiera ser dadivoso con ellos del mismo modo que podrían serlo ellos con él; sin embargo, les servía para practicar con alguien sus aires aristocráticos. Confundían la mirada que les devolvía con admiración, quizá, o tal vez con simple estulticia.

Reprimió la tentación de indicarles el camino equivocado, en dirección a algún establo de ovejas o dondequiera que desembocara aquella bifurcación de aspecto engañosamente amplio. Sería improcedente burlar a la propia guardia de la Hija en vísperas del Día de la Hija. Y además, los hombres que se alistaban en las santas órdenes militares no destacaban por su sentido del humor, y puede que volviera a cruzarse con ellos, puesto que tenían la misma ciudad por destino. Cazaril carraspeó para aclararse la garganta, que no había utilizado para comunicarse con otro hombre desde el día anterior.

– No, capitán. El camino a Valenda está señalado por un hito real. -O lo estaba, hace tiempo-. A unos dos o tres kilómetros. No tiene pérdida.

Sacó una mano del cálido refugio de los pliegues de su abrigo e hizo un gesto hacia delante. Le costaba enderezar los dedos, y se encontró agitando una zarpa. El frío viento le laceraba las articulaciones hinchadas y se apresuró a embutir de nuevo la mano en su madriguera de telas.

El capitán hizo una seña a su portaestandarte, un… camarada, ancho de hombros, que fijó el mástil de su pendón en el doblez de su codo y rebuscó en su bolsa. Tanteó, buscando sin duda una moneda cuya denominación fuera adecuadamente modesta. Sacó a la luz un par de piezas, sujetas entre los dedos, cuando se revolvió su caballo. Una moneda -un real de oro, no una vaida de cobre- escapó a su presa y cayó al lodo. Hizo ademán de ir tras ella, horrorizado, pero se contuvo. No podía desmontar delante de sus compañeros para escarbar en el fango y recuperarla. No era igual que el campesino por el que habían tomado a Cazaril: para consolarse, levantó la barbilla y esbozó una sonrisa agria, a la espera de que Cazaril se zambullera ansioso y ridículo en pos de aquel inesperado golpe de suerte.

En vez de complacerlo, Cazaril hizo una reverencia y entonó:

– Que la Dama de la Primavera prodigue sus bendiciones sobre vos, joven señor, del mismo modo que habéis prodigado vos vuestra fortuna con un simple vagabundo, y con la misma disposición.

Si el joven hermano soldado hubiera tenido más luces, bien podría haber encontrado sentido a esta mofa y Cazaril, el aparente campesino, se habría ganado con toda justicia un trallazo de su fusta en el rostro. La posibilidad parecía remota, a juzgar por la bovina expresión que exhibía el hermano, aunque el capitán había fruncido los labios, exasperado. Pero se limitó a mover la cabeza e indicar a su columna que reanudara la marcha.

Si el portaestandarte era demasiado orgulloso para revolcarse en el fango, Cazaril estaba demasiado cansado. Esperó hasta que hubo pasado el tren de equipaje, una recua de mulas y criados que cerraban la comitiva, antes de acuclillarse con esfuerzo y rescatar la pequeña chispa del frío charco en que se había convertido la huella de un caballo. Sintió cruelmente tirantes los apósitos de su espalda. Dioses. Me muevo como un viejo. Recuperó el aliento y se puso en pie con esfuerzo, sintiéndose como si tuviera cien años, como abono adherido al tacón de la bota del Padre del Invierno mientras éste salía del mundo.

Limpió el barro de la moneda -bastante pequeña, aunque fuera de oro- y sacó su bolsa. Eso sí que era una vejiga vacía. Alimentó la boca de cuero con el delgado disco de metal y se quedó mirando su destello solitario. Suspiró y volvió a guardar la bolsa. Ahora volvía a tener algo que podían arrebatarle los bandidos. Ahora tenía motivos para sentir miedo. Caviló acerca de su nueva carga, tan desmesurada para lo que pesaba, mientras seguía renqueando la estela de los hermanos soldados. Casi no merecía la pena. Casi. Oro. La tentación de los débiles, el abatimiento de los sabios… ¿qué sentido tendría para un soldado de ojos bovinos, azorado por su accidental magnanimidad?

Cazaril escrutó el páramo que lo rodeaba. Pocos árboles o cualquier otro tipo de cobertura, salvo en aquel lejano curso de agua al frente, donde las ramas desnudas y los arbustos alineaban sus negros y grises a la luz brumosa. El único refugio a la vista lo constituía un molino de viento abandonado en la loma que tenía a su izquierda, desmoronado el techo y rotas y podridas las aspas. Aunque… por si acaso…

Se apartó de la carretera y empezó a ascender la colina. Un collado, en comparación con los pasos montañosos que había atravesado hacía una semana. La subida le privaba de aliento, no obstante; estuvo a punto de dar media vuelta. Allí arriba soplaba el viento con más fuerza, acariciando el suelo, ondulando los manojos de plata y oro de la hierba seca del invierno. Escapó al aire inclemente para refugiarse en el interior ensombrecido del molino y subió por una desvencijada escalera de aspecto dudoso que discurría paralela a la pared interior. Se asomó a la ventana sin postigos.

En el camino, un hombre regresaba con un caballo pardo. No se trataba de ninguno de los hermanos soldados: uno de los criados, con las riendas en una mano y un robusto garrote en la otra. ¿Enviado por su señor para recuperar en secreto la moneda que había ido a parar por accidente a manos del vagabundo? Se perdió en la curva y, minutos después, volvió a aparecer. Se detuvo en el sendero embarrado, se volvió a uno y otro lado en su silla para escrutar las pendientes vacías, sacudió la cabeza en ademán de frustración y espoleó a su montura para reunirse con sus compañeros.

Cazaril se dio cuenta de que se estaba riendo. Era una sensación extraña, desconocida, ese estremecimiento que le recorría los hombros y no obedecía al frío, ni a la sorpresa, ni al miedo atenazador. Y esa curiosa ausencia de… ¿de qué? ¿De envidia corrosiva? ¿De ardiente deseo? No quería seguir a los hermanos soldados, ni siquiera quería volver a guiarlos. No quería estar en su lugar. Había asistido a su desfile tan ociosamente como cualquier espectador de un espectáculo de bufones en la plaza del mercado. Dioses. Sí que debo de estar cansado. Y hambriento. Valenda seguía estando a un cuarto de día de viaje; allí podría encontrar algún prestamista que le cambiara su real por vaidas de cobre, más útiles. Esa noche, con la bendición de la Dama, podría dormir en una posada y no en un establo con las vacas. Podría cenar caliente. Podría pagarse un afeitado, un baño

Se giró, acostumbrados ya los ojos a la penumbra del molino. Fue entonces cuando vio el cuerpo despatarrado en el suelo cubierto de escombros.

Se quedó helado por el pánico, pero volvió a respirar cuando vio el cuerpo. Ningún hombre vivo podría yacer inmóvil en aquella postura, con la espalda doblada de forma tan extraña. Los muertos no asustaban a Cazaril. Ahora bien, la causa de su muerte…

A despecho de la inmovilidad del cadáver, Cazaril se armó con un adoquín suelto del suelo antes de acercarse a él. Un hombre, rollizo, de mediana edad, a juzgar por las canas que adornaban su barba pulcramente recortada. El rostro que cubría la barba estaba abotargado y amoratado. ¿Estrangulamiento? No se apreciaban marcas en su cuello. Sus ropas eran sobrias pero de buena calidad, si bien la talla era demasiado pequeña y ajustada. El traje de lana marrón y la capa chaleco de color negro ribeteada con un bordado de hilo de plata podrían constituir el atuendo de un rico mercader o de un lord de baja categoría y gustos austeros, o de un erudito con ínfulas. En cualquier caso, no se correspondían con ningún granjero ni artesano. Ni tampoco con ningún soldado. Las manos, moteadas de púrpura y amarillo, e hinchadas a su vez, no presentaban callosidades, no presentaban -Cazaril se miró la mano izquierda, donde los muñones de dos dedos de menos atestiguaban lo inapropiado de rebelarse contra una soga- no presentaban daño alguno. El hombre no portaba adornos en absoluto, ni cadenas, ni anillos, ni sellos a juego con su lujoso atuendo. ¿Habría pasado por allí algún carroñero antes que él?

Rechinó los dientes, agachándose para mirar más de cerca, un gesto castigado por los diversos dolores de su propio cuerpo. En forma, sin grasa, el cuerpo presentaba también una hinchazón antinatural, al igual que el rostro y las manos. Pero cualquiera que hubiera entrado en una fase de descomposición tan avanzada tendría que haber llenado este lóbrego refugio de su hedor, lo suficiente para provocar arcadas a Cazaril en cuanto hubo traspuesto la puerta rota. No se advertían más olores que los de algún perfume almizclado o incienso, un humo seboso, y el sudor frío como la arcilla.

Desechó su primera impresión, la de que el desventurado había sido robado y asesinado en la carretera y arrastrado a un lugar discreto, cuando reparó en el suelo de tierra apelmazada que rodeaba al hombre. Cinco retacos de velas, consumidos hasta quedar reducidos a sendos charcos, azul, rojo, verde, negro, blanco. Montoncitos de hierbas y ceniza, ahora desperdigados. Una pila negra y esparcida de plumas que se revolvieron entre las sombras como el cadáver de un cuervo, con el cuello retorcido. Otro instante de búsqueda propició el hallazgo de la rata muerta que acompañaba al ave, degollada. Rata y Cuervo, sagrados para el Bastardo, dios de todos los desastres ajenos a la estación: tornados, terremotos, riadas, inundaciones, abortos y asesinatos… Quisiste forzar a los dioses, ¿verdad? El muy necio había intentado obrar magia de la muerte, a tenor de las pruebas, y había terminado pagando el precio acostumbrado. ¿En solitario?

Sin tocar nada, Cazaril se puso de pie y examinó el desvencijado molino por dentro y por fuera. Nada de bultos, ni capas ni pertenencias recogidas en un rincón. Uno o varios caballos habían estado atados al otro lado del camino, recientemente, a juzgar por la humedad de sus excrementos, pero ya se habían ido.

Cazaril exhaló un suspiro. Esto no le incumbía, pero era indigno abandonar a su suerte a un hombre muerto y desamparado, para que se pudriera sin cumplidos. Sólo los dioses sabían cuánto tiempo habría de pasar hasta que lo encontrara otra persona. Saltaba a la vista que se trataba de un hombre pudiente, no obstante… alguien debería estar buscándolo. No era de ésos que desaparecen sin dejar rastro y sin que nadie los eche de menos, como un vagabundo harapiento. Cazaril superó la tentación de regresar a la carretera y alejarse fingiendo no haber puesto los ojos encima del hombre.

Emprendió el descenso del sendero que partía de la base del molino. Al final del mismo debía de haber una granja, gente, algo. Pero no llevaba más de cinco minutos andando cuando se encontró con un hombre que tiraba de un burro cargado hasta arriba de leña y maleza, doblando la curva en su ascenso. El hombre se detuvo y le dedicó una mirada suspicaz.

– Buenos días nos dé la Dama de la Primavera, señor -saludó Cazaril, educadamente. ¿Qué daño podía hacerle llamar señor a un labriego? Había besado los pies pustulosos de hombres mucho más humildes, sometido a la abyecta y aterrorizada esclavitud de las galeras.

El hombre, tras echarle un vistazo especulativo, le saludó a desgana y musitó:

– Vaya con vos la Dama.

– ¿Vivís por aquí?

– Sí -confirmó el hombre. Era de mediana edad, estaba bien alimentado, su abrigo con capucha era sencillo pero práctico, al igual que el de Cazaril, más raído. Caminaba como si fuera el dueño de la tierra que pisaba, aunque probablemente poseyera poco más.

– Me, ah. -Cazaril señaló sendero arriba-. Me he apartado un momento de la carretera para cobijarme en ese molino de ahí arriba -no había falta que entrara en detalles del motivo que lo había impulsado a buscar cobijo-, y he encontrado un cadáver.

– Sí -dijo el hombre. Cazaril vaciló, y deseó no haber soltado el adoquín.

– ¿Lo conocéis?

– He visto su caballo allí atado, esta mañana.

– Ah. -Tendría que haber seguido su camino, al fin y al cabo, sin preocuparse de más-. ¿Tenéis idea de quién podía ser el desdichado?

El campesino se encogió de hombros y escupió.

– No es de por aquí, es lo único que sé. Pedí al divino del Templo que acudiera, en cuanto me di cuenta de lo que había acaecido aquí anoche. Requisó todos los bienes que pudo del difunto, para guardarlos hasta que alguien los reclame. Su caballo está en mi cobertizo. Es un trato justo, sí, a cambio de la madera y el aceite necesarios para el funeral. El divino dijo que había que esperar hasta que fuera de noche.

Indicó con un gesto el montón de leña amarrada a la espalda del burro, propinó un tirón a la cuerda que hacía las veces de riendas y reanudó su camino. Cazaril echó a andar detrás de él.

– ¿Tenéis idea de lo que estaba haciendo el hombre?

– Lo que estaba haciendo está bien claro. -El labriego soltó un bufido-. Y se ha llevado su merecido.

– Ya… ¿o a quién se lo estaba haciendo?

– Ni idea. Que se ocupe el Templo de eso. Ojalá no lo hubiera hecho en mis tierras. Toda esa mala suerte suelta por ahí… a partir de ahora este lugar estará hechizado. Voy a prenderle fuego y a reducir a cenizas ese maldito molino ruinoso al mismo tiempo, sí. Ahí arriba no sirve de nada, está demasiado cerca de la carretera. Sólo acarrea -miró a Cazaril-, problemas.

Cazaril se mantuvo a la par de su interlocutor un momento. Al cabo, preguntó:

– ¿Pensáis quemarlo con la ropa puesta?

El campesino lo estudió de soslayo, calculando lo mezquino de su atuendo.

– No pienso tocar nada suyo. Ni siquiera me habría llevado el caballo, pero no hubiera sido caritativo dejar suelta a la pobre bestia para que se muriera de hambre.

Cazaril, más vacilante, inquirió:

– En ese caso, ¿os importa si me quedo con la ropa?

– A mí no me tenéis que preguntar, ¿sí? Ocupaos de él. Si os atrevéis. No os lo pienso impedir.

– Os… os ayudaré a sacarlo.

El campesino parpadeó.

– Bien, os lo agradezco.

Cazaril juzgó que el labriego, en secreto, se sentía más que satisfecho de permitir que fuera él el que se ocupara del cadáver. Forzosamente, tuvo que dejar que el campesino acarreara los troncos más grandes para la pira, levantada en el interior del molino, aunque ofreció algunas tímidas sugerencias sobre cómo colocarlos para aprovechar mejor las corrientes y garantizar que el fuego arrasara lo que quedaba del edificio. Ayudó a meter las ramas de maleza.

El campesino observó desde una distancia segura cómo desvestía Cazaril al cadáver, desprendiendo las capas de ropa de las extremidades envaradas. El hombre se había hinchado más de lo que parecía a primera vista; su abdomen sobresalía obscenamente cuando Cazaril consiguió arrancarle al fin la camisa interior de algodón con bordados. Resultaba espeluznante. Pero no podía ser contagioso, a fin de cuentas, no con esa desacostumbrada ausencia de hedor. Cazaril se preguntó, si el cuerpo no era incinerado al caer la noche, si era probable que explotara o se agrietara, y en tal caso, qué saldría de él… o entraría en él. Hizo un hatillo con las ropas, sólo algo sucias, tan deprisa como le fue posible. Los zapatos eran demasiado pequeños, y se los dejó puestos. Juntos, el labriego y él transportaron el cadáver hasta la pira.

Cuando todo estuvo dispuesto, Cazaril se arrodilló, cerró los ojos, y entonó la plegaria por los difuntos. Sin saber qué dios había acogido el alma del hombre, aunque podía hacerse una idea aproximada, apeló sucesivamente a los cinco que constituían la Sagrada Familia, con voz clara y sin adornos. Todas las ofrendas debían ser lo mejor de cada uno, aun cuando lo único que se tuviera para ofrecer fueran palabras.

– Piedad del Padre y de la Madre, piedad de la Hermana y el Hermano, piedad del Bastardo, cinco veces piedad rogamos a los Sumos.

Fueran los que fuesen los pecados que había cometido el desconocido, sin duda había pagado por ellos. Piedad, Sumos. Justicia no, por favor, justicia no. Seríamos unos necios si rezáramos pidiendo justicia.

Cuando hubo finalizado, se incorporó con dificultad y miró alrededor. Tras meditarlo, recogió la rata y el cuervo y añadió sus pequeños cadáveres al del hombre, depositándolos a su cabeza y a sus pies.

Parecía que ese día la suerte de los dioses estaba con Cazaril. Se preguntó de qué clase sería en esta ocasión.

Una columna de humo brotó del molino en llamas mientras Cazaril retomaba el camino a Valenda, con las ropas del difunto amarradas en un prieto hatillo a su espalda. Aunque estaban menos sucias que las que llevaba puestas, pensó en buscar una lavandera y encargarle que las limpiara a conciencia antes de cambiarse. Sus vaidas de cobre mermaban tristemente en su recuento mental, pero los servicios de una lavandera bien valdrían la pena.

La noche anterior había pernoctado en un cobertizo, tiritando entre la paja, con media rebanada de pan rancia por toda cena. La otra mitad había constituido su desayuno. Distaban casi quinientos kilómetros de la ciudad portuaria de Zagosur, en la templada costa de Ibra, hasta el centro de Baocia, provincia que era la médula de Chalion. No había conseguido cubrir la distancia a pie tan deprisa como había estimado. En Zagosur, el Templo Hospital de la Piedad de la Madre estaba dedicado al asilo de los hombres expulsados, de todas las distintas maneras en que podían ser expulsados, por el mar. La bolsa de beneficencia que le habían entregado allí los acólitos había menguado al principio, se había secado finalmente, antes de que él hubiera llegado a su destino. Pero muy poco antes. Un día más, había supuesto, menos de un día. Si consiguiera poner un pie delante del otro durante un día más, podría alcanzar su refugio y arrastrarse hasta su interior.

A su partida de Ibra, tenía la cabeza llena de planes sobre cómo pedir refugio a la viuda provincara, por los viejos tiempos, en su hogar. Al pie de su mesa. Algo, lo que fuera con tal de que no estuviera demasiado duro. Su ambición había ido menguando conforme avanzaba hacia el este a través de los pasos de montaña para alcanzar las altitudes más frías de la meseta central. Quizá el castellano de la viuda o su caballista podrían hacerle un hueco en los establos, o en la cocina, donde no causaría ninguna molestia a la gran dama. Si pudiera suplicar por un puesto de fregona, ni siquiera tendría que dar su verdadero nombre. Dudaba que quedara todavía alguien del servicio que lo recordase de los días felices en que había servido como paje del difunto provincar de Baocia.

El sueño de un lugar silencioso e incómodo junto al fuego de la cocina, anónimo, sin recibir los improperios de ninguna criatura más alarmante que un cocinero, sin ninguna tarea más peligrosa que la de extraer agua o acarrear leña, lo había impulsado a seguir adelante frente a las últimas rachas de viento invernal. La visión del descanso lo incitaba como una obsesión, eso y saber que cada zancada ponía otro metro de por medio entre él y la pesadilla del mar. Se había entretenido durante horas de solitario camino, considerando nuevos y adecuados nombres serviles para su nuevo y anónimo yo. Pero ahora, al parecer, no tenía por qué presentarse ante los atónitos ojos de la corte vestido con los andrajos de un pordiosero. En vez de eso, Cazaril mendiga a un labriego las ropas de un cadáver y da gracias por ambos favores. Is. Is. Humildemente agradecido. Humildemente.

La ciudad de Valenda se vertía sobre su altozano igual que una falda de cuadros rojos y dorados, rojos por los tejados, dorados por la piedra del lugar, refulgentes ambos al sol. Cazaril parpadeó a la vista del destello de color frente a sus ojos empañados, los tonos familiares de su tierra natal. Todas las casas de Ibra estaban encaladas, brillaban con demasiada fuerza en sus cálidos mediodías septentrionales, descoloridas y cegadoras. Esta arenisca ocre poseía el tono perfecto para una casa, una ciudad, un país… era una caricia para los ojos. En lo alto de la colina, en verdad como una corona de oro, descansaba el castillo de la provincara, con las cortinas de sus murallas ondulando aparentemente ante sus ojos. Lo miró fijamente, intimidado, antes de reanudar su renqueo, caminando de alguna forma más deprisa de lo que había conseguido en todo este largo viaje, a pesar de los temblores y el dolor que aplicaba el cansancio a sus piernas.

Se había pasado la hora de los mercados, por eso las calles se mostraban silenciosas y serenas mientras las recorría en dirección a la plaza mayor. Frente a las puertas del templo, se acercó a una anciana que no tenía aspecto de intentar seguirlo y robarle, y le preguntó por el camino al prestamista. Éste le llenó la mano con un satisfactorio montón de vaidas de cobre a cambio de su diminuto real y le indicó cómo encontrar a la lavandera y los baños públicos. Se detuvo por el camino el tiempo justo para comprar un pastel de aceite a un solitario vendedor ambulante, y lo devoró.

Derramó vaidas sobre el mostrador de la lavandera y negoció el préstamo de un par de pantalones de lino con cordones y una túnica, además de un par de sandalias de esparto con las que poder patear la calle camino de los baños sin importar la calidez de la tarde. La mujer aceptó en sus manos rojas el ruin atuendo y las botas sucias. El barbero de los baños le cortó el pelo y le arregló la barba mientras él, inmóvil, disfrutaba de la sensación de estar sentado en una silla de verdad, espléndida. El mozo de los baños le sirvió té. Y luego de vuelta al patio de los baños, para descansar los pies en sus losetas mientras se frotaba con jabón aromatizado y esperaba a que el mozo lo enjuagara con un cubo de agua templada. En dichosa anticipación, Cazaril estudió el enorme tanque de madera con fondo de cobre y capacidad para seis hombres, o mujeres cualquier otro día, pero que gracias a lo oportuno de la hora parecía que iba a poder disfrutar a sus anchas. El brasero situado debajo mantenía el agua humeante. Podría pasarse allí toda la tarde, enjabonándose, mientras la lavandera ponía sus ropas a hervir.

El mozo se subió al taburete y derramó el agua sobre su cabeza, mientras Cazaril se sacudía y resoplaba bajo la cascada. Abrió los ojos y se encontró al muchacho mirándolo fijamente, boquiabierto.

– ¿Sois… sois un desertor? -consiguió balbucir el mozo.

Ah. Su espalda, el nudoso cuadro de cicatrices entrelazadas de tal modo que no quedaba piel ilesa debajo, legado de la última azotaina que le habían propinado los encargados de las galeras roknari. Aquí, en la royeza de Chalion, los desertores del ejército se contaban entre los pocos criminales que podían recibir un castigo tan salvaje.

– No -respondió Cazaril, con firmeza-. No soy ningún desertor. -Expulsado, sin duda; traicionado, tal vez. Pero nunca había desertado de su puesto, ni siquiera de los más desastrosos.

El muchacho cerró la boca de golpe, soltó el cubo de madera con estrépito y salió corriendo. Cazaril exhaló un suspiro, y se dirigió al tanque.

Acababa de sumergir hasta la barbilla su cuerpo dolorido en el delicioso calor cuando el propietario de los baños irrumpió en el diminuto patio embaldosado.

– ¡Largo! -rugió el dueño-. ¡Largo, maldito…!

Cazaril se encogió aterrorizado cuando el hombre lo prendió del cabello y lo sacó a pulso del agua.

– ¿Qué?

El hombre le tiró a la cara la túnica, los pantalones y las sandalias, todo de golpe, y lo sacó del patio tirando de él ferozmente hasta la entrada del establecimiento.

– Para, espera, ¿qué haces? ¡No puedo salir desnudo a la calle!

El propietario de los baños le hizo girar sobre sus talones y lo soltó momentáneamente.

– Vístete y márchate. ¡Regento un lugar respetable! ¡No admito a los de tu calaña! Vete al prostíbulo. O mejor aún, ¡tírate al río!

Confuso y chorreando, Cazaril se puso la túnica por la cabeza, se embutió los pantalones e intentó calzarse las sandalias de esparto mientras se anudaba el cordón de los pantalones y avanzaba a empujones hacia la puerta. Se dio de bruces con ella al girarse, comprendiéndolo todo de golpe. El otro crimen penado con latigazos casi hasta la muerte en la royeza de Chalion era la violación de una virgen o un niño. Se puso rojo como la grana.

– Pero si yo… que yo no he… me vendieron a los corsarios de Roknar… -Se quedó de pie, tiritando. Pensó en aporrear la puerta e insistir hasta que le escucharan. Oh, mi pobre honor. El dueño de los baños probablemente era el padre del mozo, dedujo Cazaril.

Empezó a reírse. Y a llorar. Se encontraba al frágil filo de… de algo que lo aterrorizaba más que la cólera del propietario de los baños. Inhaló con dificultad. No se sentía con fuerzas de discutir y, aunque pudiera conseguir que le escucharan, ¿por qué iban a creerle? Se frotó los ojos con el suave lino de su manga. Despedía esa fragancia agradable y penetrante que sólo dejaba el paso de una buena plancha caliente. Le traía a la memoria recuerdos de una vida en un hogar, no en la cuneta. Parecía que hiciera mil años.

Abatido, dio media vuelta y volvió a caminar por las calles en dirección a la puerta pintada de verde de la lavandera. Sonó su campana cuando entró tímidamente.

– ¿Tiene un rincón donde pueda sentarme, señora? -preguntó, cuando la mujer hubo aparecido para atender la llamada de la campana-. He… acabado antes de… -Su voz se ahogó en un mar de vergüenza contenida.

La mujer encogió sus robustos hombros.

– Ah, sí. Venga conmigo. Espere. -Se agachó detrás del mostrador y volvió a levantarse sosteniendo un librito del tamaño de la mano de Cazaril, con sencillas cubiertas de cuero sin teñir-. Aquí tiene su libro. Tiene suerte de que mirara en los bolsillos, o a estas alturas sería un pegote irreconocible, hágame caso.

Sobresaltado, Cazaril lo cogió. Debía de haber estado oculto entre el recio paño de la capa del difunto; no lo había sentido con las prisas al apilar las ropas en el molino. Esto debería estar en posesión del divino del Templo, con el resto de las pertenencias del muerto. Bueno, lo que está claro es que no voy a volver allí esta noche. Devolvería el libro en cuanto le fuera posible.

Por el momento, se limitó a dar las gracias a la mujer y a seguirla hasta un patio central con un pozo profundo, parecido al de su vecino de la casa de baños, donde había un caldero hirviendo al fuego y un cuarteto de muchachas frotaban y restregaban en los pilones. La dueña le indicó un banco junto a la pared y él se sentó lejos de las salpicaduras, contemplando por un momento con una especie de dicha incorpórea la plácida y afanada escena. Atrás quedaban los tiempos en que habría desdeñado poner la vista encima de un grupo de campesinas con el rostro colorado, prefiriendo reservar su atención para damas más dignas. ¿Cómo era que nunca había reparado en la belleza de las lavanderas? Fuertes y risueñas, moviéndose como si siguieran los pasos de un baile, y amables, tan amables, tan amables…

Por fin, movió la mano con renovada curiosidad para mirar el libro. Quizá estuviera escrito dentro el nombre del difunto y se resolviera un misterio. Lo abrió para descubrir sus páginas cubiertas de letras apretadas, con ocasionales diagramas garabateados. Todo en clave.

Parpadeó y se acercó el papel, comenzando a descifrar el galimatías casi en contra de su voluntad. Se trataba de escritura con espejo. Y con un sistema de sustitución de letras… averiguar cuáles sería tedioso. Pero la casualidad de que una palabra corta se repitiera tres veces en la misma página le dio una pista. El mercader había elegido el más infantil de los cifrados, limitándose a correr un puesto cada letra sin molestarse en alterar el patrón a partir de ahí. Sólo que… ésta no era la lengua ibrana que se hablaba, en sus diversos dialectos, en las royezas de Ibra, Chalion y Brajar. Se trataba de darthaco, hablado en las provincias más al sur de Ibra y en la gran Darthaca, al otro lado de las montañas. La caligrafía del hombre era espantosa, su ortografía aún peor, y su domino de la gramática darthaca aparentemente inexistente. A Cazaril iba a resultarle más complicado de lo que había pensado. Necesitaría papel y pluma, un sitio tranquilo, tiempo y buena iluminación si quería encontrarle algún sentido a aquel barullo. Bueno, podía haber sido peor. Podía haber estado cifrado en mal roknari.

Sin embargo, casi con seguridad tenía ante sus ojos los apuntes del hombre referentes a sus experimentos mágicos. De eso estaba seguro Cazaril. Eso bastaría para que lo condenaran y ahorcaran, si no estuviera muerto ya. Las penas por practicar -no, por intentar practicar- la magia de la muerte eran feroces. El castigo por hacerlo con éxito solía considerarse generalmente redundante, puesto que Cazaril no sabía de ningún caso de asesinato mágico que no se hubiera cobrado la vida del hechicero. Cualquiera que fuese el vínculo por el que el practicante obligaba al Bastardo a enviar uno de sus demonios al mundo, éste regresaba siempre con dos almas o con ninguna.

En tal caso, tendría que haberse producido otra muerte anoche en Baocia… Por su naturaleza, la magia de la muerte no era demasiado popular. No consentía sustitutos ni artificios en su siega de doble filo. Matar significaba morir. Cuchillo, espada, veneno, garrote, casi cualquier otro método constituía una opción mejor si quería uno sobrevivir a su propio intento de asesinato. Pero, engañados o desesperados, los hombres seguían intentándolo de vez en cuando. Este libro debía llegar a manos del divino rural, sin duda, para que hiciera entrega de él a cualquiera que fuese el superior del Templo de los dioses que terminara investigando el caso para la royeza. Cazaril frunció el ceño y se sentó, cerrando el frustrante volumen.

La calidez del vapor, el ritmo del trabajo y las voces de las mujeres, y su agotamiento lo empujaron a recostarse, a recogerse en el banco con el libro de almohada bajo su mejilla. Cerraría los ojos sólo un momento…

Se despertó sobresaltado y con tortícolis, con los dedos cerrados en torno a un inesperado trozo de lana… una de las lavanderas lo había arropado con una manta. Un involuntario suspiro de gratitud escapó de su garganta ante aquel generoso favor. Se incorporó, fijándose en la dirección de la luz. El patio estaba ahora casi en penumbra. Debía de haber dormido casi durante toda la tarde. El sonido que lo había despertado era el choque de sus botas limpias y, hasta donde era posible, lustradas, que la lavandera había soltado en el suelo. Depositó la pila de ropa doblada de Cazaril, pulcra y vergonzosa a un tiempo, en el banco junto a él.

Recordando la reacción del mozo de los baños, Cazaril preguntó tímidamente:

– ¿Hay una habitación en la que pueda cambiarme, señora? -En privado.

La mujer asintió con cordialidad y lo condujo a un modesto dormitorio en la parte trasera de la casa, donde lo dejó a solas. La luz entraba por el ventanuco procedente del oeste. Cazaril ordenó su ropa limpia y observó con aversión los harapos que había llevado encima durante semanas. Un espejo ovalado de pie en la esquina, el adorno más lujoso de la estancia, le ayudó a decidirse.

Tentativamente, con otra oración de gracias al espíritu del difunto en cuyo inesperado heredero se había convertido, se puso los limpios pantalones de tartán, la fina camisa con bordados, el abrigo de lana marrón -todavía caliente por la plancha, aunque las costuras conservaban una cierta humedad- y por último la capa chaleco negra, que cayó con rica profusión de tela y destellos plateados hasta sus tobillos. Las ropas del muerto eran lo bastante largas, si bien holgadas sobre la enjuta percha de Cazaril. Se sentó en la cama y se calzó las botas, deformados los tacones y desgastadas las suelas hasta ser poco más que una rugosidad de tejido. No se había mirado en ningún espejo mayor o mejor que un trozo de acero bruñido desde hacía… ¿tres años? Éste era de cristal, y se podía ladear para verse la mitad del cuerpo cada vez, de los pies a la cabeza.

Un desconocido le devolvió la mirada. Por los cinco dioses, ¿cuándo me han salido canas en la barba? Tanteó el pulcro recorte con una mano temblorosa. Al menos el pelo recién cortado no había comenzado a alejarse de su frente, no mucho. Si Cazaril hubiera tenido que calificarse de mercader, lord o erudito así ataviado, habría optado por la última opción; uno de los más fanáticos, con los ojos hundidos y algo chiflado. Su atuendo necesitaba cadenas de oro o plata, sellos, un buen cinturón con remaches o joyas, gruesos anillos con piedras refulgentes, para proclamarlo de una categoría superior. Aunque las líneas vaporosas le favorecían, pensó. Se enderezó un poco más.

En cualquier caso, el vagabundo había desaparecido. En cualquier caso… no era éste un hombre que fuera a solicitar un puesto de pinche al cocinero de un castillo.

Había planeado alquilar una cama esa noche en una posada con el resto de sus vaidas y presentarse ante la provincara por la mañana. Intranquilo, se preguntó si se habría propagado mucho el rumor del propietario de los baños. Y si le negarían la entrada en cualquier casa segura y respetable…

Ahora, esta noche. Adelante. Subiría hasta el castillo y saldría de dudas sobre si podía solicitar refugio o no. No puedo soportar otra noche de inquietud. Antes de que faltara la luz. Antes de que me falten las fuerzas.

Volvió a guardar el cuaderno de notas en el bolsillo interior de la capa chaleco negra que aparentemente lo había ocultado antes. Olvidándose del atuendo del vagabundo, apilado encima de la cama, dio media vuelta y salió de la habitación.

2

Mientras Cazaril cubría el último tramo de pendiente que lo separaba de las puertas del castillo, se arrepintió de no haber podido proveerse de una espada. Los dos guardias ataviados con la librea verdinegra del provincar de Baocia asistían a su desarmado acercamiento sin evidenciar signos de alarma, pero también sin evidenciar el interés alerta que presagiaría respeto. Cazaril saludó al que exhibía la insignia de sargento en el sombrero con un ademán austero y calculado. Reservaba el servilismo que había practicado mentalmente para otra puerta, no ésta, no si esperaba llegar más lejos. Cuando menos, merced a la lavandera, había podido informarse de los nombres que necesitaba.

– Buenas noches, sargento. Vengo a ver al castellano, sir de Ferrej. Me llamo Lupe de Cazaril. -Dejando que el sargento dilucidara, a poder ser erróneamente, si había sido convocado.

– ¿A propósito de qué, sir? -preguntó el sargento, educado pero sin mostrarse impresionado.

Cazaril enderezó los hombros; no sabía de qué olvidado cuarto trastero del fondo de su alma brotaba su voz, pero brotó seca e imperiosa de todos modos:

– A propósito de él, sargento.

Automáticamente, el sargento se puso firme.

– Sí, señor. -Su gesto indicó a su compañero que adoptara un aire marcial, y él hizo señas a Cazaril para que lo siguiera a través de las puertas abiertas-. Por aquí, sir. Preguntaré si el alcaide puede verlo.

A Cazaril se le encogió el corazón cuando vio el amplio patio adoquinado tras las puertas del castillo. ¿Cuántas suelas de zapato había desgastado deambulando por estas piedras haciendo recados para la suma familia? El maestre encargado de los pajes se había quejado de que el consumo de borceguíes iba a suponerles la bancarrota, hasta que la provincara, entre risas, había inquirido si no preferiría en vez de eso un paje perezoso que desgastara la culera de sus pantalones, pues en tal caso, ella podría conseguirle unos cuantos para que bregara con ellos.

Seguía regentando su casa con buen ojo y mano firme, al parecer. Las libreas de los guardias estaban en excelente estado, el empedrado de este patio estaba impecable, y los pequeños árboles desnudos, plantados en maceteros que flanqueaban las puertas principales, estaban rodeados de flores que acariciaban el pie de sus troncos, lozanas, alegres y perfectamente oportunas para la celebración del Día de la Hija que había de tener lugar mañana.

El guardia hizo un gesto a Cazaril para que aguardara sentado en un banco fijo a una pared, agradablemente cálido aún por el sol de ese día, mientras él se dirigía a la puerta que comunicaba con los aposentos del servicio y hablaba con un criado que podría, o quizá no, avisar al alcaide de que lo buscaba un desconocido. Todavía no se encontraba ni a medio camino de regresar a su puesto cuando su camarada asomó la cabeza por la puerta para anunciar:

– ¡Vuelve el róseo!

El sargento volvió el rostro hacia los aposentos de la servidumbre para hacerse eco de la llamada, aullar a su vez: "¡Vuelve el róseo! ¡Todo el mundo atento!" y acelerar el paso.

Los mozos y las criadas surgieron a trompicones de las diversas puertas que rodeaban el patio en el preciso instante que se percibían tras las puertas exteriores el repiqueteo de las pezuñas y los gritos de saludo. Las primeras en trasponer los arcos de piedra, inmersas en una fanfarria de cosecha propia de voces triunfales impropias de una dama, fueron una pareja de muchachas a lomos de sendos caballos piafantes con el vientre cubierto de barro.

– ¡Ganamos, Teidez! -exclamó la primera por encima del hombro. Iba vestida con una zamarra de montar de terciopelo azul, a juego con su falda abierta de lana. Su cabello escapaba al cerco de una gorra de encaje, algo torcido, en rizos que no eran rubios ni rojos sino una especie de ámbar refulgente a la agonizante luz del ocaso. Tenía una boca generosa, la piel pálida y los ojos curiosamente ribeteados por densas pestañas, entornados ahora por la risa. Su compañera, más alta, una morena jadeante vestida de rojo, sonrió y se giró en su silla para comprobar que las seguía el resto de la cabalgata.

Un caballero todavía más joven, cubierto por una chaquetilla escarlata con bestias bordadas con hilo de plata, apareció montando un caballo aún más impresionante, de un negro lustroso, cuya cola semejaba un estandarte de seda. Lo escoltaban dos mozos de rostro impasible, y lo seguía un caballero de gesto huraño. Guardaba parecido con su hermana (¿sus hermanas?). Sí, sin duda, pelo rizado, si acaso más rojizo, y la boca ancha, más fruncida.

– La carrera terminó al pie de la colina, Iselle. Has hecho trampas.

La aludida dedicó un gesto de "oh, pobrecito" a su regio hermano. Antes de que el tambaleante sirviente tuviera tiempo de colocar el banco de montar para damas que intentaba acercarle, ella se escurrió de la silla y botó sobre la puntera de sus botas.

Su compañera morena desmontó adelantándose a su vez al mozo, al que entregó las riendas, diciendo:

– Deni, dales un paseo extra a estas pobres bestias, hasta que se tranquilicen. Les hemos pegado una paliza tremenda. -Desmintiendo un tanto sus palabras, besó a su caballo en el centro de la mancha blanca que le adornaba el hocico y, cuando el animal le hubo devuelto la caricia con la seguridad que da la costumbre, se lo agradeció con alguna chuchería que sacó del bolsillo.

La última en cruzar las puertas, con un par de minutos de retraso, fue una mujer mayor de rostro congestionado.

– ¡Iselle, Betriz, no corráis! ¡Madre e Hija, dos chiquillas como vosotras no pueden atravesar medio interior de Valenda al galope como un par de lunáticas!

– Ya hemos dejado de correr. Lo cierto es que ya nos hemos detenido -señaló la muchacha morena, en toda lógica-. Por mucho que corramos, corazón santo, no podremos dejar atrás vuestra lengua. Es más rápida que el más veloz de los caballos de Baocia.

La anciana compuso una mueca de exasperación y esperó a que su mozo terminara de afianzar su banco para descabalgar.

– Vuestra abuela os regaló aquel adorable mulo blanco, rósea, ¿por qué no lo montáis nunca? Sería mucho más apropiado.

– Y mucho más leeeento -repuso la joven de cabello ambarino, riendo-. Además, han lavado y cepillado al pobre Copo de Nieve para la procesión de mañana. Los mozos se habrían sentido desconsolados si lo hubiera sacado para correr por el fango. Piensan tenerlo envuelto en sábanas toda la noche.

Sin resuello, la anciana permitió que su mozo la ayudara a desmontar. Una vez de pie, se sacudió la falda y estiró la espalda, aparentemente dolorida. El muchacho partió en medio de un racimo de sirvientes ansiosos, y las dos jóvenes, ajenas a los incesantes murmullos de queja de su fámula, echaron una carrera hasta la puerta del torreón principal. Las siguió, meneando la cabeza.

Cuando se acercaban a la puerta, un hombre de mediana edad y constitución robusta vestido con austeras ropas de lana negra salió y les amonestó de pasada, sin que su voz evidenciara rencor, pero sí firmeza:

– Betriz, si alguna vez vuelves a subir la colina al galope de ese modo, te quitaré el caballo. Y podrás emplear las energías que te sobren en correr a pie detrás de la rósea.

La aludida le dedicó una fugaz reverencia y un tímido murmullo:

– Sí, papá.

La joven de melena ámbar se puso firme de inmediato.

– Disculpe a Betriz, por favor, sir de Ferrej. La culpa ha sido mía. Ella no tiene más elección que seguirme allá donde yo vaya.

El hombre arqueó una ceja y se inclinó ligeramente ante la muchacha.

– Entonces quizá debáis meditar, rósea, acerca del honor al que puede aspirar un capitán que arrastra a sus hombres a un error a sabiendas de que él escapará impune.

Ante esto, los carnosos labios de la joven de melena ambarina se estremecieron. Tras sostenerle la mirada bajo las largas pestañas, también ella ensayó una fracción de reverencia, antes de que ambas muchachas escaparan a futuras regañinas entrando cabizbajas en el castillo. El hombre de negro sofocó un suspiro inaudible. La fámula, que caminaba con dificultad en pos de las chicas, le dio las gracias con un cabeceo.

Aun sin estos indicios, Cazaril podría haber identificado al hombre como el alcaide del castillo por el tintineo de las llaves que colgaban de su cinturón con remaches de plata, y la cadena de su oficio que le rodeaba el cuello. Se puso de pie de inmediato cuando el hombre se acercó a él, y ensayó una reverencia condenadamente torpe, obstaculizada por sus apósitos.

– ¿Sir de Ferrej? Me llamo Lupe de Cazaril. He venido a suplicar audiencia con la viuda provincara, si… si le place. -Su voz vaciló bajo el peso del ceño del castellano.

– No os conozco, sir.

– Por la gracia de los dioses, la provincara quizá se acuerde de mí. Una vez fui paje, aquí. -Abarcó su entorno con un ademán ciego-. En esta casa. Cuando vivía el antiguo provincar. -Lo más próximo a un hogar que había abandonado, suponía. Cazaril estaba indeciblemente cansado de ser un forastero en todas partes.

Las cejas grises se alzaron.

– Preguntaré a la provincara si desea veros.

– Eso es lo único que pido. -Lo único que se atrevía a pedir. Se hundió de nuevo en el banco y enlazó los dedos mientras el castellano regresaba al torreón principal.

Tras varios minutos de suspense insoportables, espiado de soslayo por los sirvientes que pasaban junto a él, Cazaril levantó la cabeza ante la reaparición del alcaide. De Ferrej lo estudió con humorismo.

– Su Gracia la provincara os concede una entrevista. Seguidme.

Tenía el cuerpo entumecido después de haber pasado tanto tiempo sentado a la intemperie; trastabilló ligeramente, y maldijo su traspié, mientras seguía al alcaide al interior. Apenas si necesitaba guía. El plano del lugar regresó a él, abriéndose paso en su recuerdo con cada recodo que doblaba. Cruza este vestíbulo, al otro lado de aquellas baldosas con dibujos azules y amarillos, sube esta escalera y esa otra, atraviesa una cámara interior encalada y ahí está la habitación del ala occidental que siempre ha preferido para sentarse a esta hora del día, donde goza de más luz para su bordado, o para leer. Hubo de agachar un poco la cabeza para cruzar el umbral, algo que nunca había tenido que hacer antes; parecía que ése era el único cambio. Aunque no es la puerta la que ha cambiado.

– Aquí está el hombre que habéis mandado llamar, vuestra gracia -anunció el castellano, con voz neutral, rehusando reafirmar o desmentir su supuesta identidad. La viuda provincara estaba sentada en una amplia silla de madera, acolchada para alivio de sus huesos envejecidos. Se cubría con un sobrio vestido verde oscuro apropiado para su excelsa viudedad, pero rechazaba el tocado de viuda y prefería llevar el cabello entrecano trenzado en torno a la cabeza con dos nudos, imbricado de cintas verdes, prendido con broches enjoyados. Había una fámula casi tan anciana como ella sentada a su lado, también viuda a juzgar por su atuendo, propio de una devota del Templo. La acompañante se aferró a su labor y dedicó una mirada desconfiada a Cazaril.

Rezando para que no le traicionara ahora el cuerpo con algún tic o tropiezo, Cazaril hincó una rodilla en el suelo junto a la silla de la provincara e inclinó la cabeza en señal de respetuoso saludo. El vestido de la mujer desprendía un olor a lavanda, el seco perfume de una anciana. Alzó la mirada, buscando en su rostro algún indicio de reconocimiento. Si ella no lo reconocía ahora, se convertiría en nadie de verdad, y de inmediato.

La provincara le devolvió la mirada, y se mordió el labio, presa del asombro.

– Cinco dioses -musitó-. En verdad sois vos. Mi lord de Cazaril. Sed bienvenido a mi casa. -Le tendió la mano para que la besara. Cazaril tragó saliva, atragantándose casi, y humilló la cabeza sobre la mano. En su día, había sido blanca y delicada, perfectas las uñas, nacaradas. Ahora se le marcaban los nudillos, y la fina piel tenía manchas marrones, aunque las uñas seguían luciendo tan bien cuidadas como en sus años de matrona en la flor de la vida. Ni el menor respingo afectó su compostura cuando él derramó un par de lágrimas que fueron a verterse imparables sobre el dorso de su mano, aunque sus labios se curvaron un tanto. La mano escapó de la débil presa de Cazaril para tocarle la barba y trazar la línea de una mecha blanca-. Ay, Cazaril, ¿tanto he envejecido yo?

Parpadeó rápidamente. No podía, no debía romper a llorar igual que un chiquillo entrado en años.

– Ha pasado mucho tiempo, vuestra gracia.

– Tsch. -La mano se giró y los dedos ásperos tamborilearon en su mejilla-. Te había dado pie para que dijeras que no he cambiado un ápice. ¿Es que no te enseñé a mentir mejor a una dama? No sabía que hubiera sido tan negligente. -Con perfecta compostura, apartó la mano e hizo un gesto con la cabeza a su acompañante-. Os presento a mi prima, lady de Hueltar. Tessa, te presento a mi lord el castelar de Cazaril.

Por el rabillo del ojo, Cazaril vio que el alcaide, con un suspiro de alivio, bajaba la guardia, se cruzaba de brazos y se apoyaba en el marco de la puerta. Aún de rodillas, Cazaril se inclinó torpemente en dirección a la devota.

– Sois muy amable, vuestra gracia, pero ya no poseo Cazaril, ni su torre, ni ninguna de las tierras de mi padre. Tampoco reclamo su título.

– No seáis tonto, castelar. -Bajo su tono de broma, su voz se endureció-. Hace diez años que murió mi querido provincar, pero habré de encargar a los demonios del Bastardo que devoren al primer hombre que ose llamarme algo menos que provincara. Tenemos lo que podemos retener, querido muchacho, no dejes que nunca te vean flaquear o vacilar.

Junto a ella, la devota se envaró en un gesto de desaprobación ante la brusquedad de aquellas palabras, ya que no, quizá, ante el sentimiento que las respaldaba. Cazaril consideró imprudente señalar que su título pertenecía ahora a la nuera de la provincara. Su hijo, el actual provincar, y su esposa probablemente lo juzgarían igual de imprudente.

– Siempre seréis la gran dama para mí, vuestra gracia, la que adoramos a distancia.

– Mejor -aprobó juiciosamente la viuda-. Mucho mejor. Me gustan los hombres que saben conservar el ingenio. -Hizo una seña al castellano-. De Ferrej, traed una silla al castelar. Y otra para vos; parecéis un cuervo ahí plantado.

El alcaide, aparentemente acostumbrado a este trato, sonrió y murmuró:

– De inmediato, vuestra gracia.

Trajo una silla labrada para Cazaril, con el gratificante murmullo de ¿Desea tomar asiento, mi lord? y encontró otra para sí en la cámara adjunta, que situó algo alejada de la dama y su invitado.

Cazaril se incorporó con dificultad y volvió a acomodarse, agradecido. Tentativamente, aventuró:

– ¿Eran el róseo y la rósea los que he visto entrar a caballo cuando llegué, vuestra gracia? No os habría molestado con mi intromisión de saber que teníais visita. -No se habría atrevido.

– Nada de visitas, castelar. Por ahora viven aquí conmigo. Valenda es una ciudad limpia y tranquila, y… mi hija no se siente del todo bien. Le conviene el retiro aquí, después del frenesí de la corte.

Una expresión fatigada se asomó a sus ojos.

Cinco dioses, ¿lady Ista también se encontraba aquí? La viuda royina Ista, se apresuró a corregirse Cazaril. La primera vez que vino a servir a Baocia, aún una larva sin desarrollar como cualquier chiquillo de cualquier estación, la hija pequeña de la provincara, Ista, le había parecido ya una mujer adulta, aunque sólo tenía algunos años más que él. Por suerte, ni siquiera a aquella estúpida edad había sido tan imprudente de comentar con nadie el insufrible engreimiento de la joven. Su sumo matrimonio poco después con el propio roya Ias, el primero para ella, segundo para él, había parecido el destino lógico de su belleza, pese a la diferencia de edad de la egregia pareja. Cazaril suponía que la temprana viudedad de Ista había sido algo de esperar, aunque no tan temprana como resultó ser.

La provincara desechó su cansancio con un impaciente aleteo de los dedos y siguió con un:

– ¿Y qué hay de vos? Lo último que supe de vos es que cabalgabais como correo para el provincar de Guarida.

– Eso ocurrió… hace algunos años, vuestra gracia.

– ¿Cómo habéis venido? -Lo examinó, bajas las cejas-. ¿Dónde está vuestra espada?

– Ah, la espada. -Se llevó vagamente la mano al costado, donde no pendía cinto ni arma alguna-. La perdí en… Cuando el marzal de Jironal condujo las tropas del roya Orico hacia la costa septentrional para la campaña de invierno de hace… ¿tres?, sí, hace tres años, me nombró castellano de la fortaleza de Gotorget. Luego de Jironal sufrió aquel desafortunado revés… defendimos la torre contra las fuerzas roknari durante nueve meses. Lo habitual, como sabéis. Juro que no quedaba una rata sin espetar en Gotorget cuando recibimos la noticia de que de Jironal había firmado un nuevo tratado y se nos ordenaba deponer las armas y abandonar la fortaleza a nuestros enemigos. -Ofreció una breve sonrisa desprovista de sentimiento; cerró la mano izquierda sobre el regazo-. Para mi consuelo, se me informó de que nuestra fortaleza les había costado a los roknari trescientos mil reales adicionales, en la tienda donde se firmó el tratado. Además de considerablemente más que nueve meses en el campo de batalla, según mis cálculos. -Flaco consuelo, para las vidas que perdimos-. El general roknari reclamó la espada de mi padre; dijo que pensaba colgarla en su tienda, para acordarse de mí. Fue la última vez que vi mi filo. Después de aquello… -La voz de Cazaril, que había cobrado fuerza a lo largo del relato, vaciló. Carraspeó, y continuó-: Se produjo un error, una confusión. Cuando llegó la lista de hombres por los que se había pagado rescate, junto al cofre de reales, se había omitido mi nombre. El oficial de intendencia roknari juraba que no había ningún error, porque el total casaba con el número de nombres, pero… se trataba de un error. Todos mis oficiales fueron rescatados… A mí me pusieron con los hombres convictos, y todos juntos desfilamos hasta Visping, para ser vendidos como galeotes a los corsarios roknari.

La provincara contuvo la respiración. El alcaide, que había ido inclinándose cada vez más en su silla conforme se desgranaba el relato, estalló:

– ¡Protestaríais, sin duda!

– Oh, cinco dioses, sí. Protesté durante todo el camino a Visping. Seguía protestando cuando me arrastraron hasta la plancha y me encadenaron a mi remo. Todavía protestaba cuando zarpamos, y luego… aprendí a dejar de protestar. -Sonrió de nuevo. Se sentía como si llevara puesta una máscara de payaso. Afortunadamente, nadie reparó en esa pequeñez-. Pasé… mucho tiempo en una nave u otra. -Diecinueve meses y ocho días, los había contado después. Por aquel entonces, no habría sabido distinguir un día de otro-. Y luego tuve la mayor de las suertes, cuando mi corsario se dio de bruces con una flota del roya de Ibra que estaba de maniobras. Os aseguro que los voluntarios de Ibra remaban mejor que nosotros, y no tardaron en alcanzarnos.

Dos hombres habían muerto decapitados encadenados a su puesto por los roknari, cada vez más desesperados, por abandonar los remos deliberada o accidentalmente. Uno de ellos estaba sentado junto a Cazaril, habían sido compañeros de banco durante meses. Se le metió algo de sangre en la boca; todavía la saboreaba cuando cometía el error de pensar en ello. Podía saborearla ahora. Cuando el corsario hubo sido reducido, los ibranos habían remolcado a los roknari, algunos de ellos aún con vida, detrás del barco sujetos por cuerdas que eran sus propias entrañas, hasta que los grandes peces hubieron dado cuenta de ellos. Algunos de los galeotes liberados se habían ofrecido voluntarios para remar. Cazaril no pudo. La última tanda de latigazos lo había dejado al borde de ser arrojado por la borda, destrozado e inservible, por el oficial de galeras roknari. Se quedó sentado en la cubierta, presa de espasmos incontrolables, llorando.

– Los buenos ibranos me dejaron en tierra en Zagosur, donde permanecí enfermo durante algunos meses. Ya sabéis lo que ocurre con algunos hombres cuando se ven liberados repentinamente de su carga. Se vuelven… bastante infantiles. -Sonrió contrito a nadie en particular. Para él, habían sido el desmayo y la fiebre, hasta que hubieron cicatrizado las heridas de su espalda; luego la disentería, después los escalofríos. Y, durante todo ese tiempo, los ataques de llanto inconsolable. Lloraba cuando le traía la cena un acólito. Cuando salía el sol. Cuando se ponía. Cuando lo sobresaltaba un gato. Cuando le ayudaba a acostarse. En cualquier momento, sin motivo-. Me acogieron en el Templo Hospital de la Piedad de la Madre. Me sentí un poco mejor cuando se me hubieron secado las lágrimas casi por completo -y los acólitos decidieron que no estaba loco, simplemente nervioso-, me dieron algo de dinero y caminé hasta aquí. Llevo tres semanas caminando.

En la estancia imperaba un silencio sepulcral.

Alzó la mirada, y vio que la rabia había tensado los labios de la provincara. El terror le atenazó el estómago vacío.

– ¡Era el único sitio en el que podía pensar! -se apresuró a disculparse-. Lo siento. Lo siento.

El castellano exhaló y se incorporó en su asiento, mirando fijamente a Cazaril. La compañera de la dama tenía los ojos abiertos de par en par.

Con voz vibrante, la provincara declaró:

– Eres el castelar de Cazaril. Deberían haberte dado un caballo. Deberían haberte ofrecido una escolta.

Cazaril agitó las manos en atemorizada negativa.

– ¡No, no, mi señora! Era… era suficiente. -Bueno, casi. Comprendió, tras un parpadeo tembloroso, que la ira de la dama no iba dirigida contra él. Oh. Se le hizo un nudo en la garganta y la habitación se tornó borrosa. No, otra vez no, aquí no Raudo, añadió-: Era mi deseo ponerme a vuestro servicio, señora, si creéis que puedo seros útil. Admito que… no puedo hacer gran cosa. Todavía.

La provincara se acomodó, con la barbilla ligeramente apoyada en la mano, y lo estudió. Transcurrido un momento, dijo:

– Tocabais muy bien el laúd, cuando erais paje.

– Ah… -grajeó Cazaril, intentando cubrir una mano encallecida con la otra por un espasmódico instante. Sonrió con renovado pesar y las exhibió brevemente sobre las rodillas-. No creo que ahora pudiera, mi lady.

La dama se inclinó hacia delante; su mirada se demoró un momento en la zurda mutilada.

– Ya veo. -Volvió a reclinarse, con los labios fruncidos-. Recuerdo que solías leer todos los libros que había en la biblioteca de mi marido. El oficial de pajes siempre andaba quejándose de ti por ese motivo. Le dije que te dejara en paz. Aspirabas a componer poemas, según creo recordar.

Cazaril no estaba seguro de que su mano derecha pudiera cerrarse en torno a una pluma, en esos momentos.

– Creo que Chalion se libró de una plaga de poesía infecta cuando me enviaron a la guerra.

La provincara se encogió de hombros.

– Vamos, vamos, castelar, tu solicitud de empleo es desalentadora. No sé si la pobre Valenda tiene vacantes en las que ocuparte. Has sido cortesano, capitán, alcaide, correo.

– Dejé de ser un cortesano el día que murió el roya Ias, mi lady. Y capitán… ayudé a perder la batalla de Dalus. -Y me pudrí durante casi un año entero en las mazmorras de la royeza de Brajar, después de aquello-. Alcaide, en fin, sucumbimos al asedio. En cuanto a lo de correo, casi me ahorcan por espía. En dos ocasiones. -Reflexionó. Y las tres veces que le habían aplicado torturas quebrantando los tratados-. Ahora… ahora, bueno, sé cómo se gobiernan los remos de un barco. Y cómo cocinar la rata de cinco maneras distintas.

A decir verdad, ahora mismo no le diría que no a un buen plato de rata.

No sabía qué inferir de la expresión de la provincara, de aquellos ojos ancianos que sondeaban su alma. Quizá fuera cansancio, pero esperaba que fuese apetito. Estaba casi seguro de que era hambre, porque al final la mujer esbozó una sonrisa maliciosa.

– Acompáñanos a la cena, en ese caso, castelar, aunque me temo que nuestro cocinero no podrá ofrecerte rata. No es la temporada, en la pacífica Valenda. Consideraré tu petición.

Cazaril asintió dando las gracias en silencio, temiéndose que se le quebrara la voz.

Siendo aún invierno, la comida principal del día en la casa se había servido a mediodía, formalmente, en el gran salón. La cena era más frugal y consistía, evidenciado el carácter ahorrativo de la provincara, el pan y la carne sobrante del mediodía pero, evidenciando su orgullo, sólo de la mejor calidad, acompañado todo de una generosa libación de sus excelentes vinos. Cuando llegara el asfixiante calor del verano de las llanuras altas, se invertiría el procedimiento; el almuerzo sería más ligero, y la comida fuerte se serviría al anochecer, cuando los baocios de toda ralea salieran a sus frescos patios para cenar a la luz de las lámparas.

Se sentaron sólo ocho, en una cámara privada sita en un edificio nuevo cerca de las cocinas. La provincara ocupó el centro de la mesa y cedió a Cazaril el puesto de honor a su diestra. Cazaril se sintió amilanado al encontrarse flanqueado por la rósea Iselle al otro costado, y el róseo Teidez frente a ella. Le infundió ánimos de nuevo ver que el róseo se afanaba en hacer más llevadera la espera arrojando pelotas de pan a su hermana mayor, maniobra severamente frustrada por su abuela. El brillo vengativo de los ojos de la rósea sólo se vio distraído, juzgó Cazaril, por una oportuna intervención de su compañera Betriz, que estaba sentada delante y algo a la izquierda de él.

Lady Betriz sonrió a Cazaril desde el otro lado de la mesa, revelando un hoyuelo elusivo, y parecía que estuviera a punto de decir algo, cuando apareció el criado portando una palangana que les ofreció por turnos para que se lavaran las manos. El agua templada estaba perfumada con verbena. A Cazaril le temblaron las manos cuando las mojó y se las secó en la delicada toalla de lino, debilidad que ocultó en cuanto pudo recogiéndolas sobre el regazo. La silla que tenía justo delante permanecía vacía.

Cazaril la señaló con un gesto e, inseguro, preguntó a la provincara:

– ¿Va a acompañarnos la viuda royina, vuestra gracia?

La dama apretó los labios.

– Lamentablemente, Ista no se siente lo bastante bien esta noche. Suele… comer casi siempre en sus aposentos.

Cazaril sofocó una momentánea intranquilidad y decidió preguntar a otra persona, más adelante, qué era exactamente lo que preocupaba a la madre del róseo y la rósea. Aquella breve compresión sugería algo crónico, o pertinaz, o demasiado doloroso para mencionarlo. Su prolongada viudedad había ahorrado a Ista los peligros añadidos del parto que eran la pesadilla de las jóvenes, aunque también había que contar con los sobrecogedores trastornos femeninos que asolaban a las matronas… Ista, como segunda esposa del roya Ias, había sido desposada siendo él de mediana edad y su hijo y heredero Orico ya adulto. Durante el poco tiempo que había permanecido Cazaril en la corte de Chalion, hacía años, la había visto solamente a una discreta distancia; parecía feliz, la niña de los ojos del roya cuando el matrimonio era joven. Ias había adorado a la pequeña Iselle y a Teidez, todavía un bebé en brazos de la enfermera.

Su dicha se había visto ensombrecida por la lamentable tragedia de la traición que cometió el lord de Lutez, la cual, según convenían muchos testigos, había acelerado el fallecimiento de pena del envejecido roya. Cazaril no pudo por menos de preguntarse si la enfermedad que evidentemente había alejado a la royina Ista de la corte de su hijastro habría obedecido a alguna desafortunada razón política. Pero el nuevo roya Orico siempre se había mostrado respetuoso con su madrastra, y amable con sus hermanastros, a juicio de todos.

Cazaril carraspeó para camuflar el gruñido de su estómago y dirigió su atención al caballero tutor superior del róseo, sentado al final de la mesa al otro lado de lady Betriz. La provincara, con una regia inclinación de cabeza, lo conminó a dirigir la oración a la Sagrada Familia que habría de bendecir los inminentes alimentos. Cazaril esperaba que fueran realmente inminentes. El misterio de la silla vacía quedó resuelto cuando el alcaide del castillo sir de Ferrej llegó corriendo y prodigó disculpas por su demora antes de tomar asiento.

– Me ha entretenido el divino de la Orden del Bastardo -explicó mientras se repartían el pan, la carne y los frutos secos.

Cazaril, conteniéndose para no abalanzarse sobre su comida igual que un perro hambriento, produjo un sonido educadamente inquisitivo y probó su primer bocado.

– El jovencito más imparablemente locuaz -añadió de Ferrej.

– ¿Ahora qué quiere? -preguntó la provincara-. ¿Más donativos para la inclusa? Ya enviamos un cargamento la semana pasada. Los criados del castillo se niegan a ceder más ropa vieja.

– Amas de cría -respondió de Ferrej, masticando.

– ¡No de mi casa! -bufó la provincara.

– No, pero quería que yo corriera la voz de que el Templo las busca. Esperaba que alguien tuviera en su familia una mujer inclinada a la beneficencia. La semana pasada les dejaron otro bebé frente a los postigos, y espera que haya más. Al parecer, es temporada.

La Orden del Bastardo, según la lógica de su teología, clasificaba los partos no deseados entre los sucesos fuera de temporada que obedecían el mandato de los dioses: bastardos incluidos, naturalmente, y niños privados de sus padres a temprana edad. Total, Cazaril pensaba que un dios que se suponía que comandaba una legión de demonios no debería tener demasiados problemas para recaudar dinero con el que subvencionar sus buenas obras.

Con discreción, aguó su vino; era un crimen estropear así esa cosecha, pero estaba seguro de que, con el estómago vacío, se le subiría a la cabeza. La provincara le dedicó un asentimiento de aprobación, pero luego se enfrascó en una discusión con su prima por el mismo motivo, saliendo parcialmente triunfal con medio vaso de vino sin diluir. Sir de Ferrej continuó:

– El divino me ha contado una historia interesante, eso sí; ¿a que no sabéis quién murió anoche?

– ¿Quién, papá? -dijo servicialmente lady Betriz.

– Sir de Naoza, el célebre duelista.

No era un nombre que reconociera Cazaril, pero la provincara sorbió por la nariz.

– Ya era hora. Qué espanto de hombre. Nunca lo recibí, aunque supongo que habría quienes fueran tan tontos de hacerlo. ¿Subestimó al fin a su víctima… digo, adversario?

– Ahí es donde la historia se pone interesante. Al parecer, fue asesinado por la magia de la muerte. -Anecdotista consumado, de Ferrej trasegó su vino mientras los murmullos se propagaban por la mesa. Cazaril se quedó paralizado en mitad de un bocado.

– ¿Intentará el Templo resolver el misterio? -quiso saber la rósea Iselle.

– No es ningún misterio, sino más bien una tragedia. Hace un año, aproximadamente, de Naoza fue empujado en plena calle por el hijo único de un tratante de lana de la provincia, con el resultado de siempre. Bueno, de Naoza se defendió arguyendo que había sido un duelo, como es lógico, pero hubo quienes presenciaron la escena y dijeron que había sido asesinato a sangre fría. No se sabe cómo, no se pudo dar con ninguno de ellos para que testificaran cuando el padre del joven quiso llevar a de Naoza ante la justicia. Se rumoreaba también que la integridad del juez estaba en entredicho.

La provincara chasqueó la lengua. Cazaril se atrevió a tragar, y dijo:

– Continuad.

Alentado, el castellano reanudó su relato:

– El mercader era viudo, y el muchacho no era sólo "hijo" único, sino su único descendiente. Y a punto de contraer matrimonio, además, para empeorar las cosas. La magia de la muerte es un asunto turbio, sí, pero no puedo por menos de sentir cierta simpatía por el pobre mercader. Bueno, rico mercader, supongo, pero en cualquier caso, demasiado mayor para perfeccionar sus dotes de esgrima hasta el punto de ser capaz de enfrentarse a alguien como de Naoza. Así que recurrió a lo que pensaba que era su último recurso. Se pasó todo el año pasado estudiando las negras artes, dónde encontró todo ese conocimiento es un buen rompecabezas para el Templo, os lo aseguro, renunció a su trabajo, según tengo entendido, y luego, anoche, se dirigió a un molino abandonado a unos diez kilómetros de Valenda e intentó invocar un demonio. ¡Y por el Bastardo que lo consiguió! Encontraron su cuerpo allí mismo esta mañana.

El Padre del Invierno era el dios de todas las muertes en temporada, y de la justicia; pero además de todos los desastres que se le atribuían, el Bastardo era el dios de los ejecutores. Y, por cierto, el dios de un saco lleno de otros trapos sucios. Parece que el mercader fue a comprar su milagro a la tienda correcta. El cuaderno de notas que guardaba Cazaril en su chaleco pareció ganar cinco kilos de peso de golpe; pero eran sólo imaginaciones suyas el que pareciera que fuese a abrasar la tela y estallar en llamas.

– Bueno, que no espere mis simpatías -dijo el róseo Teidez-. ¡Ha sido una cobardía!

– Sí, pero ¿qué se puede esperar de un comerciante? -observó su tutor, mesa abajo-. Los hombres de esa clase no están versados en el tipo de código de honor que se enseña a los auténticos caballeros.

– Pero es que es terrible -protestó Iselle-. Quiero decir, lo del hijo a punto de casarse.

Teidez bufó por la nariz.

– Chicas. Sólo sabéis pensar en casaros. Pero ¿qué supone la pérdida más grave para la royeza? ¿La de un lanero codicioso o la de un espadachín? ¡Cualquier duelista de sus aptitudes debe ser un buen soldado para el roya!

– Según mi experiencia, no -intervino secamente Cazaril.

– ¿Qué queréis decir? -se apresuró a desafiarle Teidez.

Avergonzado, Cazaril musitó:

– Disculpadme. He hablado a destiempo.

– ¿Dónde está la diferencia? -insistió Teidez.

La provincara tamborileó con un dedo sobre el mantel y le lanzó una mirada indescifrable.

– Explicaos, castelar.

Cazaril se encogió de hombros y ofreció una leve inclinación de disculpas en dirección al muchacho.

– La diferencia, róseo, estriba en que el soldado con talento mata a tus enemigos, pero el duelista con talento mata a tus aliados. Dejo a vuestra intuición cuál prefiere albergar un comandante sabio en su campamento.

– Oh -Teidez guardó silencio, aunque se quedó pensativo. Aparentemente, no había ninguna prisa en devolver el cuaderno de notas del mercader a las autoridades pertinentes, como tampoco ninguna dificultad. Cazaril podría buscar mañana a la divina del Templo de la Sagrada Familia aquí, en Valenda, durante su tiempo libre, y entregarlo para que dispusieran de él. Tendrían que decodificarlo; los rompecabezas de ese tipo resultaban difíciles o tediosos para algunos, pero a Cazaril siempre se le había antojado una actividad tonificante. Se preguntó si, por cortesía, debería ofrecerse para descifrarlo. Se acarició el suave abrigo de lana y se alegró de haber rezado por el hombre durante su precipitada cremación.

Betriz, rizando las negras cejas, preguntó:

– ¿Quién fue el juez, papá?

De Ferrej vaciló un momento, antes de encogerse de hombros.

– El honorable Vrese.

– Ah -dijo la provincara-. Ése. -Arrugó la nariz, como si hubiera llegado algún mal olor hasta ella.

– ¿Lo amenazó el duelista, entonces? -quiso saber la rósea Iselle-. ¿No debería… no podía haber solicitado ayuda, o haber arrestado a de Naoza?

– No creo que ni siquiera de Naoza fuera tan estúpido como para amenazar a un justiciar de la provincia -contestó de Ferrej-. Aunque es probable que intimidara a los testigos. A Vrese, hum, seguramente lo convenció por medios más pacíficos.

Se llevó un trozo de pan a la boca y se frotó el índice y el pulgar, imitando el gesto de un hombre que acaricia una moneda.

– Si el juez hubiera hecho su trabajo con honestidad y valentía, el mercader no se habría visto obligado a practicar la magia de la muerte -comentó Iselle, despacio-. Ahora hay dos hombres muertos y condenados, cuando debería haber solamente uno… incluso si lo hubieran ejecutado, de Naoza habría tenido tiempo de limpiar su alma antes de enfrentarse a los dioses. Si se sabe todo esto, ¿por qué sigue siendo juez ese hombre? Abuelita, ¿tú lo entiendes?

La provincara apretó los labios.

– El nombramiento de los justiciares de la provincia escapa a mi competencia, querida. Igual que su degradación. De lo contrario, su partida se tramitaría con mucha mayor diligencia, te lo garantizo. -Sorbió su vino y añadió, al reparar en el ceño fruncido de su nieta-: En Baocia gozo de grandes privilegios, niña. No de grandes poderes.

Iselle miró de soslayo a Teidez, y a Cazaril, antes de hacerse eco de la pregunta de su hermano, con voz seria:

– ¿Cuál es la diferencia?

– ¡Lo uno te da derecho a gobernar, y el deber de proteger! Lo otro te da derecho a recibir protección -replicó la provincara-. Por desgracia, las diferencias entre provincar y provincara no se reducen a una sola letra.

Teidez esbozó una sonrisa maliciosa.

– ¿Es como la diferencia entre róseo y rósea?

Iselle se giró hacia él y levantó las cejas.

– ¿Oh? ¿Y cómo propones tú que se elimine al juez corrupto, niño privilegiado?

– Ya está bien, los dos -terció con firmeza la provincara, con toda la voz de una abuela.

Cazaril ocultó una sonrisa. Entre aquellas paredes, era ella la que gobernaba, no cabía duda, rigiéndose por un código más antiguo que el de Chalion. El suyo era un estado lo bastante pequeño.

La conversación derivó hacia asuntos menos polémicos cuando los criados trajeron pasteles, queso y un vino de Brajar. Cazaril esperaba que subrepticiamente, había comido hasta saciarse. Si no se contenía, y pronto, se empacharía. Pero el vino dorado de los postres estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas en la mesa; ése lo bebió sin aguar, aunque consiguió limitarse a un solo vaso.

Al término de la cena volvieron a ofrecerse oraciones, tras las que el tutor del róseo Teidez se lo llevó para estudiar. Iselle y Betriz fueron enviadas a ocuparse de sus labores de costura. Partieron al galope, seguidas a un paso más lánguido por de Ferrej.

– ¿De verdad podrán sentarse quietas para coser? -preguntó Cazaril a la provincara, mientras observaba la exhalación de faldas al vuelo.

– Cotillean y se ríen hasta levantarme dolor de cabeza, pero sí, son muy mañosas. -El desaprobatorio fruncimiento de los labios de la provincara no se correspondía con la calidez de sus ojos.

– Vuestra nieta es una jovencita encantadora.

– Cuando un hombre llega a cierta edad, Cazaril, todas las jovencitas empiezan a parecerle encantadoras. Es el primer síntoma de la senilidad.

– Cierto, mi señora. -Esbozó una discreta sonrisa.

– Ya ha acabado con la paciencia de dos institutrices y parece decidida a acabar con la de la tercera, a juzgar por el modo en que se queja de ella la mujer. Pero… -La provincara aminoró el áspero ritmo de sus palabras-, tiene que ser fuerte. Algún día, inevitablemente, será enviada lejos de mi lado. Ya no podré ayudarla… protegerla…

Una rósea joven, atractiva y lozana era un peón, no una jugadora, en la política de Chalion. Su precio de novia sería elevado, pero un matrimonio política y financieramente favorable no tenía por qué resultar adecuado en un sentido más íntimo. La viuda provincara había tenido suerte en su vida personal, pero en el transcurso de sus muchos años sin duda había tenido ocasión de observar el amplio espectro de destinos maritales que aguardaban a las mujeres de noble cuna. ¿Enviarían a Iselle a un lugar tan lejano como Darthaca? ¿La desposarían con algún primo de la royeza de Brajar, con la que la unían lazos tan próximos? No quisieran los dioses que fuera cedida a los roknari para sellar una paz temporal, que la exiliara al archipiélago.

La provincara estudió sus rasgos de soslayo, a la luz de los lujosos racimos de velas que tanto le habían gustado siempre.

– ¿Cuántos años tenéis, castelar? Creo que rondabais los trece cuando vuestro padre os puso al servicio de mi querido provincar.

– Más o menos esa edad, sí, vuestra gracia. Ahora tengo treinta y cinco.

– Ja. Pues deberías haberte afeitado esas desagradables greñas que te cubren la cara. Te echan quince años encima.

Cazaril pensó en responder que una temporada en las galeras roknari envejecería a cualquiera, pero se reprimió. En vez de eso, respondió:

– Espero que mis divagaciones no enojaran al róseo, mi lady.

– De hecho, creo que conseguisteis que el joven Teidez se parara a reflexionar. Toda una novedad. Ojalá su tutor lo consiguiera más a menudo. -Tamborileó los delgados dedos brevemente sobre el mantel y apuró su diminuto vaso de vino. Cuando lo hubo posado de nuevo, añadió-: No sé en qué posada infestada de chinches os alojaréis en la ciudad, castelar, pero enviaré un paje para que recoja vuestros enseres. Pasaréis aquí la noche.

– Gracias, vuestra gracia. Acepto vuestra gratitud. -Y presteza. Gracias a los dioses, oh, cinco veces cinco, lo habían acogido, al menos temporalmente. Vaciló, azorado-. Pero, ah… no será necesario que molestéis a vuestro paje.

La dama arqueó una ceja en su dirección.

– Para eso están. Como bien recordaréis.

– Sí, pero… -Sonrió fugazmente y se señaló a sí mismo con las manos-. Éstos son mis enseres.

Al reparar en su dolida expresión, matizó débilmente:

– Tenía aún menos cuando bajé de la galera ibrana en Zagosur. -Llevaba encima unos calzones cubiertos de mugre, y costras. Los acólitos habían quemado el andrajo en cuanto tuvieron ocasión.

– En tal caso, mi paje -dijo la provincara, con voz precisa, sosteniéndole la mirada-, os escoltará a vuestros aposentos. Mi lord castelar. -Cuando hizo ademán de incorporarse, y su prima compañera se apresuró a ayudarla, añadió-: Hablaremos de nuevo mañana.

La cámara se encontraba en el viejo torreón reservado para los huéspedes de honor, más porque en ella habían pernoctado varios royas históricos que porque fuese excesivamente cómoda; Cazaril había servido a sus ocupantes cientos de veces. La cama tenía tres colchones, de paja, de plumas y de vellón, y estaba cubierta por las sábanas más suaves y una colcha confeccionada por las damas de la casa. Antes de que el paje le hubiera abandonado, llegaron dos doncellas portando agua para lavarse, agua potable, toallas, jabón, una ramita para los dientes y un camisón con bordados, con su gorro y sus zapatillas. Cazaril había planeado dormir sin quitarse la camisa del difunto.

Era demasiado, de repente. Se sentó en el borde de la cama con el camisón en las manos y prorrumpió en desgarradores sollozos. Tragó con dificultad e hizo una seña a los nerviosos sirvientes para que se marcharan.

– ¿A ése qué le pasa? -oyó que preguntaba la voz de una de las doncellas, mientras sus pasos se perdían en el pasillo, y las lágrimas se le metieron en la nariz.

El paje respondió, repugnado:

– Será algún loco, supongo.

Después de una breve pausa, la voz de la doncella flotó apagada hasta la estancia:

– Bueno, entonces aquí se sentirá como en casa, ¿no?

3

Los sonidos de la casa agitándose -las voces en el patio, el lejano entrechocar de los peroles- despertaron a Cazaril al gris que precedía al amanecer. Abrió los ojos presa por un momento de una desorientación aterradora, pero el tranquilizador abrazo del lecho de plumas lo devolvió a un somnoliento reposo. Nada de duros bancos. Nada de subidas y bajadas. Nada de movimiento en absoluto, oh, cinco dioses, aquello parecía el paraíso. Qué calor en la espalda surcada de cicatrices.

Las celebraciones del Día de la Hija se prolongarían desde el amanecer hasta el ocaso. Quizá se quedara haciéndose el remolón en la cama hasta que la casa hubiera salido hacia la procesión, se levantaría tarde. Se pasearía sin molestar a nadie, se tumbaría al sol con los gatos del castillo. Cuando sintió hambre, recuperó antiguos recuerdos de sus días de paje; antes sabía cómo engatusar al cocinero para que le diera algún bocado extra…

Una brusca llamada a la puerta interrumpió aquellas agradables meditaciones. Cazaril dio un respingo, para relajarse de nuevo cuando escuchó la voz de lady Betriz:

– ¿Mi lord de Cazaril? ¿Estáis despierto? ¿Castelar?

– Un momento, mi lady -respondió Cazaril. Se aupó hasta el filo de la cama y rompió la cariñosa presa del colchón. Una estera tejida estirada en el suelo evitó que el frío matutino de la piedra mortificara sus pies descalzos. Se cubrió las piernas con el generoso lino del camisón, se acercó a la puerta y abrió un resquicio.

– ¿Sí?

Estaba de pie en el pasillo con una vela protegida por una lámpara de cristal soplado en una mano y una pila de ropa, tiras de cuero y algo que tintineaba sujeto torpemente bajo el otro brazo. Estaba vestida a conciencia para el día con un vestido azul y una capa chaleco blanca que le caía desde los hombros a los tobillos. Llevaba el pelo negro trenzado sobre la cabeza con flores y hojas. Sus aterciopelados ojos castaños rutilaban y destellaban al fulgor de la vela. Cazaril no pudo por menos de corresponder a su sonrisa.

– Su gracia la provincara os desea un dichoso Día de la Hija -anunció la pequeña, y sobresaltó a Cazaril hasta el punto de hacerle retroceder de un salto al terminar de abrir la puerta de un enérgico puntapié. Entró balanceando las cargadas caderas, le entregó la lámpara con un "Tome, coja esto", y depositó su bulto al borde de la cama; montañas de ropa blanca y azul, y una espada con su cinto. Cazaril posó la vela en el baúl que descansaba al pie de la cama-. Os envía esto para que os vistáis, y si os place os invita a reuniros con la casa en la sala de los ancestros para la misa del alba. Después vendrá el desayuno, que, dice ella, de sobra sabéis dónde encontrarlo.

– Ciertamente, mi lady.

– En realidad, la espada se la he pedido a papá. Es la segunda mejor que tiene. Dijo que sería un honor para él prestárosla. -Le dedicó una mirada sumamente interesada-. ¿Es verdad que estuvisteis en la última guerra?

– Eh… ¿en cuál?

– ¿Habéis estado en más de una? -Abrió los ojos de manera desorbitada; los entrecerró.

En todas las que se han librado en los últimos diecisiete años, me parece. Bueno, no. La campaña fallida más reciente contra Ibra había tenido lugar mientras él languidecía en las mazmorras de Brajar, y también se perdió aquella imprudente expedición que había enviado el roya en apoyo de Darthaca porque estaba ocupado padeciendo las ingeniosas torturas del general roknari con el que había negociado tan ineptamente el provincar de Guarida. Aparte de esas dos, suponía, no había habido una sola derrota en los diez últimos años en la que no estuviera él presente.

– Aquí y allá, a lo largo de los años -respondió, vagamente. Fue súbita y horriblemente consciente de que entre su desnudez y los ojos de la doncella no mediaba más que una fina capa de lino. Se encogió, cruzando los brazos sobre el estómago, y esbozó una débil sonrisa.

– Oh -dijo la muchacha, al reparar en su gesto-. ¿Os he incomodado? Pero si papá dice que los soldados no saben lo que es la modestia, porque tienen que vivir todos juntos en el campo.

Volvió los ojos al rostro de Cazaril, que se estaba sofocando.

– Pensaba más bien en vuestra modestia, mi lady.

– No pasa nada -fue la risueña respuesta.

No se marchó.

Cazaril señaló el montón de ropa.

– No querría molestar a la familia durante la celebración. ¿Estáis segura…?

Betriz entrelazó las manos en gesto solemne e intensificó la mirada.

– Pero debéis asistir a la procesión, y debéis, debéis, debéis asistir a la representación del Día de la Hija en el templo. La rósea Iselle interpreta el papel de la Dama de la Primavera este año.

Saltó sobre la punta de los pies, obcecada.

Cazaril sonrió mansamente.

– Muy bien, si os complace. -¿Cómo podría resistirse a este deleite apremiante? La rósea Iselle debía de estar a punto de cumplir los dieciséis; se preguntó cuántos años tendría lady Betriz. Demasiado joven para ti, viejo camarada. Pero sin duda podía observarla con una apreciación puramente estética, y dar gracias a los dioses por los dones de su juventud, su belleza y su brío por estrafalariamente distribuidas que estuvieran esas virtudes. Iluminando el mundo como si fueran flores.

– Además -apostilló lady Betriz-, la provincara os invita.

Cazaril aprovechó la ocasión para encender su vela con la de ella y, sugiriendo que era hora de que se fuera y le dejara vestirse, le entregó la llama encerrada en el orbe de cristal. La doble luz que acentuaba la hermosura de la joven sin duda erosionaba la suya. Acababa de darse media vuelta para marcharse cuando Cazaril se acordó de la prudente pregunta que había formulado la noche anterior y se había quedado sin respuesta.

– Esperad, mi lady…

Betriz giró en redondo exhibiendo una expresión de radiante inquisición.

– No pretendía molestar a la provincara, ni preguntar delante del róseo ni la rósea, pero ¿qué es lo que aflige a la royina Ista? No me gustaría decir ni hacer nada indebido, por ignorancia…

La luz de aquellos ojos castaños se apagó un tanto. La joven se encogió de hombros.

– Está… cansada. Y nerviosa. Eso es todo. Esperamos que se sienta mejor con la salida del sol. Parece que el verano siempre le hace bien.

– ¿Cuánto tiempo hace que vive aquí con su madre?

– Seis años, sir. -Practicó media reverencia-. Ahora tengo que ir con la rósea Iselle. ¡No lleguéis tarde, castelar!

De nuevo el hoyuelo de su sonrisa, y se alejó a la carrera.

Cazaril no lograba imaginarse a aquella muchacha llegando tarde a ninguna parte. Su energía era asombrosa. Meneando la cabeza, aunque la sonrisa que le había dedicado todavía se demoraba en sus labios, se giró para examinar su recién adquirida opulencia.

No cabía duda de que había ascendido a una categoría superior de desheredado. La túnica era de seda azul con brocados, los pantalones de resistente lino azul marino, y la capa chaleco que le caía hasta las rodillas de lana blanca, impoluta, sin que los discretos zurcidos ni las manchas fueran aparentes; la ropa de festejos que se le había quedado pequeña a de Ferrej, quizá, o posiblemente incluso algo perteneciente al difunto provincar. El holgado atuendo era clemente con este cambio de propietario. Con la espada colgada de su cadera izquierda, su peso familiar y nuevo a un tiempo, Cazaril se apresuró a bajar del torreón y cruzar el patio gris en dirección a la sala de los ancestros de la casa.

El aire en el patio era frío y húmedo, resbaladizos los adoquines bajo la fina suela de sus botas. Sobre su cabeza, persistían algunas estrellas. Abrió la gran puerta de una pieza que comunicaba con el salón y se asomó a su interior. Velas, figuras; ¿llegaba tarde? Entró, esperando a que se acostumbraran sus ojos.

Tarde no, pronto. Las hileras de tablillas conmemorativas de la familia desplegadas en la parte delantera de la estancia exhibían media docena de viejos muñones de cera encendidos ante ellas. Dos mujeres, arrebujadas en sus chales, estaban sentadas en el primer banco, observando a una tercera.

La viuda royina Ista estaba postrada ante el altar en gesto de profunda súplica, tendida en el suelo, con los brazos extendidos. Sus dedos se abrían y cerraban; las uñas estaban roídas hasta la cutícula. La rodeaba un revoltijo de camisones y chales. Su mata de cabello rizado, antaño dorado, oscurecido ahora por la edad a un pardo apagado, estaba desplegado en torno a ella como un abanico. Por un momento, Cazaril se preguntó si se habría quedado dormida, tan inmóvil yacía. Pero en su pálido semblante, girado de perfil con la suave mejilla reposada directamente en el suelo, los ojos estaban abiertos, grises y fijos, cuajados de lágrimas esperando a ser vertidas.

Era un rostro que reflejaba el más profundo pesar; trajo a la memoria de Cazaril el aspecto de algunos hombres que había conocido, rotos en cuerpo y alma por el calabozo o los horrores de las galeras. O del suyo propio, atisbado tenuemente en un espejo de acero bruñido en la casa de la Madre de Ibra, cuando los acólitos le habían rasurado la cara insensible y le habían animado a mirarse, veis, mejor así. Pero estaba más que seguro de que la royina no había olido siquiera un calabozo en su vida, nunca había sentido el mordisco de la tralla, nunca, quizá, había levantado un hombre la mano contra ella, enfurecido. Entonces, ¿qué? Se quedó quieto, con la boca entreabierta, temeroso de hablar.

Percibió un crujido y un frufrú a su espalda y se giró para ver a la viuda provincara, asistida por su prima, que entraba en esos momentos. Le dedicó un arqueamiento de ceja al pasar junto a él; Cazaril ensayó una mínima inclinación de cabeza. Las damas de compañía que velaban por la royina se sobresaltaron y se incorporaron, ofreciendo el fantasma de una reverencia.

La provincara recorrió el pasillo flanqueado por las hileras de bancos y estudió a su hija, inexpresiva.

– Oh, cielos. ¿Cuánto hace que está así?

Una de las damas de compañía volvió a inclinarse a medias.

– Se levantó en plena noche, vuestra gracia. Pensamos que sería mejor permitir que bajara antes que pelear con ella. Como instruisteis…

– Ya, ya. -La provincara desdeñó la nerviosa excusa con un aspaviento-. ¿Ha dormido algo?

– Una o dos horas, creo, mi lady.

La provincara exhaló un suspiro y se arrodilló al lado de su hija. Su voz se suavizó, perdió toda sequedad; por vez primera, Cazaril escuchó la edad que acusaba.

– Ista, corazón. Levántate y vete a la cama. Los demás se ocuparán hoy de las oraciones.

La mujer postrada movió los labios, dos veces, antes de que escaparan de ellos unas palabras susurradas.

– Si es que escuchan los dioses. Si es que escuchan, que no hablan. Me han vuelto el rostro, madre.

La anciana le acarició el cabello, casi con torpeza.

– Ya rezarán otros hoy. Encenderemos todas las velas de nuevo, y volveremos a intentarlo. Deja que tus damas te conduzcan a la cama. Venga, levanta.

La royina sorbió por la nariz, parpadeó y, renuente, se incorporó. A un gesto de cabeza de la provincara, las damas de compañía se adelantaron para guiar a la royina fuera de la sala, tras recoger los chales que se habían quedado desparramados en el suelo. Cazaril escrutó su rostro con ansiedad cuando pasó a su lado, pero no encontró indicio alguno de enfermedad consuntiva, ni pigmentación amarilla en la piel o en los ojos, ni enflaquecimiento. Apenas si pareció que ella reparara en Cazaril; el barbado desconocido no encendió la chispa del reconocimiento en sus ojos. Bueno, no había ningún motivo por el que debiera acordarse de él, un simple paje entre las docenas de ellos que habían entrado y salido de la casa de Baocia durante el transcurso de los años.

La provincara volvió la cabeza cuando se hubo cerrado la puerta tras su hija. Cazaril se encontraba lo bastante cerca para verla suspirar en silencio.

Le dedicó una honda reverencia.

– Gracias por estas ropas de festejo, vuestra gracia. Si… -vaciló-. Si hay algo que pueda hacer para aliviar vuestra carga, lady, o la de la royina, sólo tenéis que pedírmelo.

La anciana sonrió, le cogió la mano y le dio una palmada ausente, pero no respondió. Fue a abrir los postigos de la ventana del ala oriental de la estancia, para permitir la entrada del almibarado fulgor del amanecer.

Al otro lado del altar, lady de Hueltar sopló para apagar las velas y recogió los troncos mermados en una cesta traída a tal efecto. La provincara y Cazaril le ayudaron a reemplazar los deprimentes tocones de cada pebetero con sendas velas nuevas de cera de abeja. Cuando las docenas de cirios estuvieron de pie a semejanza de jóvenes soldados, cada uno delante de su correspondiente tablilla, la provincara se apartó y asintió satisfecha con la cabeza.

El resto de la casa comenzó a llegar en ese momento, y Cazaril ocupó un asiento discretamente apartado en uno de los bancos de la entrada. Cocineros, criados, mozos de cuadra, pajes, el cazador y el cetrero, el ama de llaves, el castellano, todos ataviados con sus mejores galas, con todo el blanco y el azul que habían conseguido reunir, entraron en silencioso desfile y se sentaron. Lady Betriz entró acompañando a la rósea Iselle, de punta en blanco y un tanto envarada en el núcleo de los elaborados, estratificados y brillantemente bordados ropajes de la Dama de la Primavera, cuyo papel había sido elegida para representar en el día de hoy. Tomaron asiento, privilegiadas, en uno de los primeros bancos y consiguieron no hacerse reír la una a la otra. Las siguió un divino de la Sagrada Familia del templo de la ciudad, contrastando su atuendo blanco y azul de la Hija con el negro y gris del Padre del día anterior. El divino ofreció a los reunidos un breve servicio dedicado a la sucesión de la estación y la paz de los difuntos que aquí se representaba y, cuando los primeros rayos de sol tanteaban la ventana del este, apagó con mucha ceremonia la última vela que ardía aún, la última llama que quedaba encendida en toda la casa.

Todos asistieron a continuación a un desayuno frío que se había preparado sobre caballetes en el patio. Frío, que no frugal; Cazaril hubo de recordarse que no hacía falta que saldara cuentas con tres años de privaciones en un solo día, y que le esperaba enseguida un paseo colina arriba y abajo. Empero, se encontraba dichosamente ahíto para cuando trajeron el mulo blanco de la rósea.

También la bestia lucía adornos en forma de cintas azules y flores recién trenzadas en la crin y la cola. Sus colgaduras habían sido gloriosamente elaboradas con todos los símbolos de la Dama de la Primavera. Iselle, con sus ropas del Templo, arreglada la melena para que se derramara igual que una catarata ambarina sobre sus hombros desde la corona de hojas y flores, fue aupada con mimo hasta la silla, recogidos sus pliegues y volantes. Esta vez, se sirvió de un bloque de montar y de la ayuda de un par de pajes jóvenes y fornidos. El divino cogió el cordón de seda azul del mulo y la condujo fuera de las puertas. La provincara fue subida a lomos de una sosegada yegua alazana adornada con vistosos calcetines blancos, trenzada a su vez con cintas y flores, conducida por su castellano. Cazaril reprimió un eructo y, a una seña de de Ferrej, se apresuró a situarse detrás de las damas montadas, ofreciendo cortésmente su brazo a la dama de Hueltar. El resto de la casa, todos los que iban a sumarse a pie a la procesión, adoptaron sus posiciones.

La risueña barahúnda recorrió las calles de la ciudad como una serpiente en dirección a la antigua puerta del este, donde habría de comenzar oficialmente el desfile. Aguardaban allí unas doscientas personas, entre ellas unos cincuenta caballeros montados de las asociaciones de guardianes de la Hija, venidos de todo el interior de Valenda. Cazaril pasó justo por debajo de las narices del rollizo soldado que le había lanzado aquella moneda equivocada el día anterior, pero el hombre le devolvió la mirada sin reconocerlo, limitándose a dedicarle un cortés asentimiento en vista de sus sedas y su espada. Y de su corte de pelo y su baño, supuso Cazaril. Qué extraño, cómo nos ciega la superficie de las cosas. Los dioses, presumiblemente, veían a través. Se preguntó si lo encontrarían tan incómodo como él a veces, últimamente.

Arrinconó sus curiosas ideas mientras formaba la procesión. El divino cedió las riendas de Iselle al anciano caballero que había sido seleccionado para representar el papel del Padre del Invierno. En la procesión invernal habría asumido el lugar del dios un nuevo padre más joven, tan pulcro su negro atuendo como el de un juez, montado a lomos de un soberbio caballo negro conducido por el andrajoso y saliente Hijo del Otoño. El abuelo de este día se cubría con una colección de trapos grises que convertían el aspecto de Cazaril del día anterior en el de un ímprobo ciudadano, embadurnada de ceniza la barba, el pelo y las pantorrillas desnudas. Sonrió e hizo alguna broma a Iselle; la joven se rió. Los guardias se alinearon detrás de la pareja y la procesión al completo comenzó su ronda de las antiguas murallas de la ciudad, o de la porción de las mismas que aún no había quedado obstruida por las nuevas construcciones. Algunos acólitos del Templo siguieron a los soldados y al resto, para dirigir los cánticos, y animar a todos a utilizar las palabras adecuadas y no las versiones más vulgares.

Cualquier vecino de la ciudad que no formara parte de la procesión formaba ahora parte de la audiencia y arrojaba, principalmente, flores y hierbas. En la vanguardia, Cazaril pudo ver a las acostumbradas y escasas jóvenes casamenteras que se abalanzaban sobre la Hija para rozar su vestido y encontrar la suerte necesaria para encontrar marido en esta estación, antes de alejarse corriendo de nuevo, entre risas. Tras un saludable paseo matutino -gracias a los cielos por la agradable temperatura; una primavera memorable habían hecho esto mismo bajo una tormenta de aguanieve- la desordenada procesión al completo puso rumbo de nuevo a la puerta del este y desfiló hacia el templo que se levantaba en el corazón de la ciudad.

El templo estaba erigido a un lado de la plaza mayor, rodeado de una parcela ajardinada y un muro bajo de piedra. Estaba construido según la planta cuatripartita, semejante a un trébol de cuatro hojas que radicaban en su patio central. Las paredes eran de la piedra dorada local que tanto serenaba el corazón de Cazaril, coronadas por azulejos rojos también nativos. Uno de los lóbulos con cúpula albergaba el altar del dios de cada estación; la torre redonda y separada del Bastardo, directamente detrás de la puerta de su madre, contenía su ara.

La dama de Hueltar tiró implacable de Cazaril hasta la parte delantera mientras la rósea era desmontada de su mulo y guiada bajo el pórtico. Cazaril descubrió que lady Betriz había tomado lugar a su lado, con el cuello estirado para seguir las evoluciones de Iselle. Bajo la nariz de Cazaril, el fresco perfume de las flores y el follaje imbricado en torno a su cabeza se mezclaba con la cálida fragancia de su cabello, la exhalación misma de la primavera. La multitud los empujó hacia delante desbordando las puertas abiertas de par en par.

En el interior, con las sombras oblicuas de la mañana tiñendo aún el patio principal adoquinado, el Padre del Invierno limpió los restos de ceniza del hogar elevado del fuego sagrado central y los espolvoreó sobre su persona. Los acólitos salieron al frente para disponer leña nueva, bendecida por el divino. El ceniciento barbudo fue expulsado entonces de la cámara en medio de pitidos, abucheos, varas con cascabeles y misiles de blanda lana que representaban bolas de nieve. Se consideraba que el año había sido aciago, al menos para el avatar del dios, cuando el gentío podía lanzar auténticas bolas de nieve.

La Dama de la Primavera en la persona de Iselle fue conducida hacia delante para que encendiera el nuevo fuego con acero y pedernal. Se arrodilló en los cojines dispuestos para tal fin y se mordió el labio, adorable en su concentración, mientras amontonaba las virutas secas y las hierbas sagradas. Todo el mundo contuvo la respiración; una docena de supersticiones rodeaban la cuestión de cuántos intentos eran necesarios para que el avatar del dios ascendente encendiera el nuevo fuego cada estación.

Tres rápidos golpes, una lluvia de chispas, un soplo de joven aliento; la llama diminuta prendió. Presto, el divino se agachó para encender la nueva vela delgada antes de que pudiera ocurrir cualquier desafortunado accidente. No se produjo ninguno. Se alzó por doquier un murmullo de aliviada aprobación. La pequeña llama fue transferida al hogar sagrado, e Iselle, luciendo orgullosa y un tanto aliviada, recibió ayuda para incorporarse. Sus ojos grises parecían arder tan rutilantes y vivaces como el nuevo fuego.

La condujeron luego al trono del dios reinante, y dio comienzo el verdadero acontecimiento de la mañana: recoger los obsequios cuatrimestrales del templo que posibilitarían su funcionamiento durante los próximos tres meses. Cada cabeza de casa salió al frente para rendir su bolsita de monedas u otra ofrenda a las manos de la Dama, recibir su bendición y ver su cantidad anotada por el secretario del templo en la mesa sita a la diestra de Iselle. Eran acompañados luego a su vez para recibir la vela delgada con el nuevo fuego, con el que habrían de regresar a sus casas. La casa de la provincara fue la primera, por orden de rango; el monedero que depositó el alcaide del castillo en manos de Iselle estaba cargado de oro. Salieron al frente otros prohombres. Iselle sonreía, recibía e impartía bendiciones; el divino en jefe sonreía, transfería y repartía agradecimientos; el secretario sonreía, anotaba y acumulaba.

Al lado de Cazaril, Betriz se envaró de… ¿emoción? Asió brevemente el brazo izquierdo de Cazaril.

– El siguiente es ese vil juez, Vrese -le siseó al oído-. ¡Mirad!

Un personaje de aspecto avinagrado y mediana edad, ricamente ataviado con terciopelos azul marino y cadenas de oro, subió ante el trono de la Dama bolsa en mano. Con una sonrisa tensa, se la tendió.

– La Casa de Vrese presenta esta ofrenda a la diosa -entonó el juez, con voz nasal-. Bendícenos para la estación que empieza, mi dama.

Iselle recogió las manos en el regazo. Levantó la barbilla, dedicó a Vrese una mirada absolutamente seria e impasible, y dijo en voz alta y clara:

– La Hija de la Primavera recibe ofrendas sinceras. No acepta sobornos. Honorable Vrese. Tu oro significa más que nada para ti. Puedes quedártelo.

Vrese retrocedió medio paso; con la boca abierta por la incredulidad, permaneció clavado en el sitio. El sobrecogido silencio se propagó en ondas hasta el final de la congregación, para regresar en forma de crecientes murmullos de ¿Qué? ¿Qué ha dicho? No lo he oído… ¿Cómo? El divino en jefe demudó el semblante. El servicial secretario levantó la cabeza con una expresión de pávido horror.

Un hombre bien vestido que aguardaba hacia la cabeza de la fila soltó una resonante risotada de regocijo; sus labios se retrajeron en una expresión que tenía poco que ver con el humor, y mucho con la apreciación de la justicia cósmica. Junto a Cazaril, lady Betriz saltó sobre la punta de los pies y siseó entre dientes. Un reguero de risas contenidas siguió a los susurros explicativos que se propagaban entre la multitud de vecinos como brotes en primavera.

El juez miró iracundo al divino en jefe y le tendió a él la mano bruscamente, sujetando la ofrenda embolsada. Las manos del divino se abrieron y cerraron a sus costados. Volvió la vista, implorante, hacia el trono que ocupaba el avatar de la diosa.

– Lady Iselle -susurró por la comisura de la boca, si bien no en voz lo bastante baja-, no podéis… no podemos… ¿os ha hablado la diosa a este respecto?

– Habla en mi corazón -respondió Iselle, en voz mucho menos baja-. ¿En el vuestro no? Además, le pedí que sellara su aprobación concediéndome la primera llama, y lo hizo. -Perfectamente compuesta, se inclinó sorteando al paralizado juez, sonrió radiante al ciudadano que aguardaba su turno, e invitó-: ¿Vos, sir?

A la fuerza, el juez se hizo a un lado, sobre todo porque el siguiente suplicante, sonriendo maliciosamente, no dudó en avanzar y abrirse paso con el hombro.

Un acólito, impulsado a actuar por la furibunda mirada de su superior, se apresuró a invitar al juez a retirarse a otra parte y discutir este contratiempo. Su leve ademán de aproximación a la bolsa de la ofrenda fue cortado en seco por el gélido ceño fruncido que descargó sobre él la rósea; el muchacho se guardó la mano detrás de la espalda e hizo una reverencia para despedir al colérico juez. Al otro lado del patio, la provincara, sentada, se pellizcó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, se pasó la mano por la boca y contempló exasperada a su nieta. Iselle se limitó a levantar la barbilla y proseguir intercambiando desapasionadamente bendiciones de la diosa por los obsequios del cuatrimestre que le entregaba una fila de ciudadanos que, de repente, se habían olvidado del tedio y la monotonía de la ceremonia.

Mientras ella repasaba las distintas casas de la ciudad, en la calle se recogían ofrendas en forma de pollos, huevos y becerros, cuyos portadores sólo entraban en los sagrados precintos para recoger su bendición y su fuego nuevo. Lady de Hueltar y Betriz fueron a reunirse con la provincara en su banco de honor, y Cazaril se sentó detrás con el castellano, que dedicó a su recatada hija un sospechoso ceño paternal. Gran parte del gentío se alejó; la rósea cumplió con su sagrado deber, risueña, hasta dar las gracias al último leñador, a un carbonero, a un mendigo -que cantó un himno a modo de ofrenda- con el mismo tono impertérrito con que había bendecido a los prohombres de Valenda.

La tormenta del rostro de la provincara no estalló hasta que la familia al completo hubo regresado al castillo para el banquete de la tarde.

Cazaril se encontró guiando su caballo, puesto que el alcaide del castillo, de Ferrej, había empuñado con firmeza y prudencia las riendas del mulo blanco de Iselle. El plan de Cazaril de ausentarse discretamente se vio frustrado cuando, tras bajar de su alazana ayudada por sus criados, la provincara le espetó secamente:

– Castelar, dame tu brazo. -Los dedos que cerró en torno a él estaban tensos y temblorosos. Con los labios apretados, añadió-: Iselle, Betriz, de Ferrej, entrad. -Indicó con la cabeza las puertas que comunicaban a la sala de los ancestros, enfrente del patio del castillo.

Iselle había dejado sus ropas de fiesta en el templo al término de la ceremonia, y volvía a ser una joven de lindo blanquiazul. No, decidió Cazaril, al ver cómo volvía a alzar su altanera barbilla; de nuevo una rósea, simplemente. Bajo aquella superficie aprensiva refulgía una determinación alarmante. Cazaril sostuvo la puerta mientras pasaba todo el mundo, incluida lady de Hueltar. Siendo un joven paje, pensó con arrepentimiento, el instinto que le avisaba del inminente peligro que procedía de las alturas lo habría sacado corriendo de allí llegados a ese momento. Pero de Ferrej se detuvo y esperó por él, y Cazaril lo siguió.

La sala estaba en silencio, vacía ahora, aunque cálidamente iluminada por las hileras de velas del altar, que habrían de arder durante todo el día hasta consumirse. Los bancos de madera estaban pulidos hasta relucir apagadamente a la luz de los cirios por el roce de los numerosos ocupantes previos, píos o meramente ociosos. La provincara se llegó al frente de la estancia y se volvió hacia las dos muchachas, que retrocedieron juntas bajo su severa mirada.

– Muy bien. ¿Cuál de vosotras tuvo esa idea?

Iselle dio medio paso adelante e hizo una minúscula reverencia.

– Fui yo, abuelita -dijo casi, y sólo casi, con voz tan clara como en el patio del templo. Tras otro momento sometida a aquel inexorable escrutinio, añadió-: Aunque Betriz pensó en solicitar la confirmación de la primera llama.

De Ferrej se cernió sobre su hija.

– ¿Sabías que esto iba a ocurrir? ¿Y no me lo dijiste?

Betriz le dedicó una inclinación que era un eco del de Iselle, sin doblar la espalda.

– Tenía entendido que se me había asignado el papel de doncella de la rósea, papá. No el de espía de nadie. Si mi lealtad principal ha de pertenecer a otra persona que no sea Iselle, es algo que nadie me había explicado. Protege su honor con tu vida, ésas fueron tus palabras. -Tras un momento, suavizando un tanto su afilado discurso, añadió-: Además, no supe que iba a ocurrir hasta que hubo prendido la primera llama.

De Ferrej renunció a la precoz sofista e hizo un gesto de impotencia a la provincara.

– Tú eres la mayor, Betriz -dijo la provincara-. Pensábamos que ejercerías una influencia tranquilizadora. Que enseñarías a Iselle cuáles son los deberes de una doncella piadosa. -Torció los labios-. Igual que cuando Beetim el cazador cruza los perros jóvenes con los más viejos. Es una pena que no te entregara a él para que te criara, en vez de a estas institutrices inútiles.

Betriz parpadeó, y ofreció otra reverencia.

– Sí, mi lady.

La provincara sondeó su gesto, sospechando de sorna disimulada. Cazaril se mordió el labio.

Iselle inhaló hondo.

– ¡Si tolerar la injusticia y hacer la vista gorda ante los trágicos e innecesarios males que afectan a los hombres se cuentan entre los deberes principales de una doncella piadosa, es algo que los divinos nunca me enseñaron!

– No, claro que no -espetó la provincara. Por vez primera, su adusta voz se suavizó con una sombra de persuasión-. Pero la justicia no es tarea tuya, corazón.

– Parece que los hombres que sí la tienen por tarea han renunciado a ella. No soy ninguna lechera. Gozo de privilegios en Chalion, y sin duda tengo también mayores responsabilidades para con Chalion. ¡El divino y la buena devota me lo han dicho!

Lanzó una mirada desafiante a la vacilante lady de Hueltar, que protestó:

– Yo me refería a tus estudios, Iselle.

– Cuando los divinos te hablaron de tus píos deberes, Iselle -apostilló de Ferrej-, no se referían… no pretendían…

– ¿No pretendían que me lo tomara en serio? -inquirió cándidamente la joven.

De Ferrej resopló. Cazaril se compadeció. Una inocente con la ventaja moral, tan incompetente e ignorante del peligro como la cachorra con la que la había comparado la provincara… Cazaril dio gracias de corazón por no estar involucrado en esto.

La provincara soltó un bufido.

– De momento, las dos podéis ir a vuestros aposentos y quedaros allí. Os pondré a leer escrituras en penitencia, pero… Ya decidiré más tarde si tenéis permiso para asistir al banquete. Dedicada, seguidlas y aseguraos de que llegan a sus habitaciones. ¡Vamos! -Hizo un gesto imperioso. Cuando Cazaril hizo ademán de seguirlas, detuvo el brazo en el aire y señaló firmemente hacia abajo-. Castelar, de Ferrej, escuchad un momento.

Lady Betriz miró curiosa por encima del hombro mientras se alejaba. Iselle caminaba con la cabeza alta, y no volvió la vista atrás.

– Bueno -dijo cansadamente de Ferrej, al cabo-, esperábamos que se hicieran amigas.

Lejos ya su joven audiencia, la provincara se concedió una torva sonrisa.

– Sí, por desgracia.

– ¿Cuántos años tiene la dama Betriz? -inquirió Cazaril, curioso, con la mirada fija en la puerta que se cerraba.

– Diecinueve -respondió su padre, con un suspiro.

Vaya, su edad no estaba tan alejada de la de Cazaril como éste había imaginado, aunque sin duda no podía decirse lo mismo de su experiencia.

– De veras creía que Betriz sería una buena influencia -añadió de Ferrej-. Parece que ha sido justo al revés.

– ¿Acusáis a mi nieta de corromper a vuestra hija? -preguntó secamente la provincara.

– De inspirar, más bien -corrigió de Ferrej, con un abatido encogimiento de hombros-. Es aterrador. Me pregunto… me pregunto si sería mejor que las separásemos.

– Cualquiera soporta los aullidos. -Con cautela, la provincara se sentó en un banco e invitó a los hombres a imitarla-. No quiero acabar con tortícolis. -Cazaril enlazó las manos entre las rodillas y aguardó a escuchar lo que tuviera a bien decir la anciana. Debía de haberlo traído hasta allí para algo. Lo miró pensativa durante largo rato, antes de hablar de nuevo-. Vos sois perspicaz, Cazaril. ¿Se os ocurre alguna idea?

Cazaril arqueó las cejas.

– Me he ocupado del adiestramiento de jóvenes soldados, lady. Nunca del de jóvenes doncellas. Esto escapa a mis conocimientos. -Vaciló, antes de decir, casi a su pesar-: A mí me parece que ya es demasiado tarde para enseñar a Iselle a ser una cobarde. Pero podrías llamarle la atención sobre las escasas evidencias en que ha basado su actuación. ¿Cómo podía estar tan convencida de que el juez era culpable por un rumor? ¿Una habladuría, un cotilleo? A veces, incluso las pruebas más sólidas pueden mentir. -Pensó contrito en el hombre de los baños y en lo que le habían sugerido las cicatrices de su espalda-. Ya es demasiado tarde para arreglar lo de hoy, pero quizá le dé que pensar en el futuro. -Con voz más seca, añadió-: Y quizá queráis tener más cuidado con lo que discutís delante de ella.

De Ferrej frunció el ceño.

– Delante de cualquiera de ellas -matizó la provincara-. Cuatro oídos, una mente… o una conspiración. -Frunció los labios y lo miró con ojos entornados-. Cazaril… vos habláis y sabéis escribir darthaco, ¿no es así?

Cazaril parpadeó ante el brusco giro de la conversación.

– Sí, mi lady…

– ¿Y roknari?

– Mi, ah, roknari de la corte está algo oxidado. Eso sí, hablo roknari vulgar con fluidez.

– ¿Y geografía? ¿Conocéis la geografía de Chalion, de Ibra, de los principados roknari?

– Cinco dioses, sí, mi lady. Lo que no ha hollado mi caballo, lo han pisado mis botas, y por donde no he pasado es que me han arrastrado. O enterrado. Tengo la geografía de estas tierras impresa en la piel. Y he costeado al menos medio archipiélago remando.

– Y escribís, cifráis, leéis libros… habéis redactado cartas, informes, tratados, órdenes logísticas…

– Quizá ahora me tiemble un poco la mano, pero sí, he hecho todo eso -admitió, con creciente recelo. ¿Dónde desembocaría ese interrogatorio?

– ¡Sí, sí! -La provincara dio una palmada; el ruido sobresaltó a Cazaril-. Los dioses han querido que os poséis en mi brazo. Que me lleven los demonios del Bastardo si soy tan necia como para no domesticaros.

Cazaril sonrió, perplejo y curioso.

– Cazaril, dijisteis que buscabais trabajo. Tengo uno para vos. -Se reclinó contra el respaldo, triunfal-. ¡Secretario tutor de la rósea Iselle!

Cazaril sintió que se le desencajaba la mandíbula. Parpadeó con gesto estúpido.

– ¿Qué?

– Teidez ya tiene su propio secretario, que ordena los libros de sus aposentos, redacta sus cartas, cosas así… va siendo hora de que Iselle disponga de su propio custodio, en el umbral entre el mundo de las mujeres y el mayor al que tendrá que enfrentarse. Además, ninguna de esas estúpidas institutrices ha sido capaz de bregar con ella. Necesita la autoridad de un hombre, eso es. Tenéis el rango, tenéis la experiencia… -La provincara… sonrió, eso era lo único que podría decirse de su sobrecogedora expresión de regocijo-. ¿Qué me decís, mi lord castelar?

Cazaril tragó saliva.

– Creo… creo que si me prestarais una navaja ahora, con la que poder cortarme el cuello, nos ahorraríamos tiempo. Por favor, vuestra gracia.

La provincara bufó.

– Bien, Cazaril, bien. Eso me gusta en un hombre, que no subestime su situación.

De Ferrej, que al principio había parecido sobresaltado y alarmado, miró a Cazaril con renovado interés.

– Apostaría a que podríais dirigir su atención hacia las declinaciones darthacas. Habéis estado allí, a fin de cuentas, lo que no puede decirse de ninguna de estas cotorras -prosiguió la provincara, cada vez más entusiasmada-. El roknari, también, aunque recemos para que nunca le haga falta. Leedle poesía brajarana, recuerdo que os gustaba. Modales… saben los dioses que habéis servido en la corte del roya. Vamos, vamos, Cazaril, no me miréis con ojos de cordero degollado. Os resultará tarea sencilla, durante vuestra convalecencia. Eh, no penséis que no me doy cuenta de la enfermedad que habéis sufrido -añadió ante su débil gesto de negación-. Sólo tendrías que escribir, como mucho, un par de cartas a la semana. Menos. Y habéis trabajado de correo… cuando salgáis a montar con las muchachas, no tendré que escuchar después los resoplidos y los resuellos de esas pazguatas de muslos de miga de pan. En cuanto a lo de cuidar de los libros de su cuarto… bah, después de haber gobernado una fortaleza, eso debería de ser un juego de niños para vos. ¿Qué decís, estimado Cazaril?

La visión era a un tiempo tentadora y abrumadora.

– ¿No podrías darme mejor una fortaleza sitiada?

El humor desapareció de la faz de la provincara. Se inclinó hacia delante y le dio una palmada en la rodilla; bajó la voz, y exhaló:

– Lo estará, dentro de poco. -Hizo una pausa, lo estudió-. Me preguntasteis si había algo que pudierais hacer para aliviar mi carga. A grandes rasgos, la respuesta es no. No podéis devolverme la juventud, no podéis… mejorar muchas cosas. -Cazaril se preguntó de nuevo hasta qué punto pesaba sobre ella la frágil salud de su hija-. Pero este pequeño favor sí que podéis hacérmelo, ¿verdad?

Le estaba suplicando. Ella le estaba suplicando a él. El mundo se había vuelto del revés.

– Estoy a vuestras órdenes, desde luego, lady, desde luego. Es sólo que… es que… ¿estáis segura?

– No sois ningún desconocido aquí, Cazaril. Y siento la desesperada necesidad de encontrar un hombre en el que confiar.

Se le derritió el corazón. O la sesera. Inclinó la cabeza.

– En ese caso, soy todo vuestro.

– De Iselle.

Cazaril, con los codos en las rodillas, la miró a ella y a un lado, al ceñudo y pensativo de Ferrej, y de nuevo a la anciana de rostro obstinado.

– Lo… entiendo.

– Sé que lo entendéis. Por eso Cazaril, os quiero para ella.

4

A la mañana siguiente, la provincara en persona se ocupó de presentar a Cazaril en el aula de las jóvenes damas. Esta pequeña cámara soleada se encontraba en el ala este del torreón, en la planta superior ocupada por la rósea Iselle, lady Betriz, su fámula y una doncella. El róseo Teidez disponía de aposentos similares para su subcasa en el nuevo edificio al otro lado del patio, de proporciones mucho más generosas, sospechaba Cazaril, y con mejores chimeneas. El aula de Iselle estaba parcamente amueblada con dos pupitres, sillas, una sola estantería medio vacía y un par de baúles. Con el añadido de Cazaril, que se sentía desmesuradamente alto y torpe bajo el techo de vigas bajas, y las dos muchachas, su aforo estaba completo. La contumaz fámula tuvo que llevarse sus labores a la estancia adyacente, aunque la puerta que comunicaba ambas habitaciones permaneció abierta.

Cazaril tenía la impresión de encontrarse ante toda una clase, no sólo una pupila. Una doncella del abolengo de Iselle casi nunca estaría sola, y menos con un hombre, ni siquiera con uno prematuramente envejecido y convaleciente perteneciente a su propia casa. No sabía qué opinaban las dos damiselas de este acuerdo tácito, pero él se sentía aliviado en secreto. Jamás se había sentido tan repulsivamente masculino… grosero, torpe y degradado. En suma, esta pacífica y jovial atmósfera femenina distaba tanto del banco de remos de una galera roknari como Cazaril creía posible imaginar, y hubo de reprimir un acceso de delirante regocijo ante el contraste cuando agachó la cabeza para eludir el dintel y entrar en la sala.

La provincara lo anunció sucintamente como el nuevo secretario tutor de Iselle, "Como el que tiene tu hermano", un obsequio evidentemente inesperado que Iselle, tras un parpadeo de sorpresa, aceptó sin la menor objeción. A juzgar por su mirada calculadora, la novedad y el ascenso de posición que suponía ser instruida por un hombre le resultaba ciertamente agradable. También lady Betriz, le alentó percibir a Cazaril, parecía alerta e interesada en vez de recelosa u hostil.

Cazaril confiaba en parecer lo bastante erudito para engañar a las jóvenes, ceñido hoy el pulcro traje pardo de lana del mercader por el cinturón con engastes de plata del castellano, privado de la espada. Había tenido la previsión de proveerse de cuantos libros en darthaco le había permitido encontrar un rápido vistazo a los restos de la biblioteca del difunto provincar, una media docena aproximada de volúmenes. Los soltó con un impresionante golpe encima de una de las pequeñas mesas y dedicó a ambas pupilas una sonrisa deliberadamente siniestra. Si esto guardaba algún parecido con el adiestramiento de jóvenes soldados, jóvenes caballos, o jóvenes halcones, la clave estribaba en asumir la iniciativa desde el primer momento, y mantenerla a partir de ahí. Da igual que estuviera tan hueco como un tambor, mientras sonara igual de fuerte.

La provincara se marchó tan bruscamente como había llegado. Fingiendo disponer de un plan mientras lo trazaba, Cazaril empezó directamente sometiendo a examen el darthaco de la rósea. Le pidió que leyera una página al azar de uno de los volúmenes, puesto que éste versaba sobre un tema que Cazaril conocía al dedillo: la zapa y el minado de líneas fortificadas en el transcurso de los asedios. Con no poca ayuda e incitación, Iselle se las vio con tres arduos párrafos. Dos o tres preguntas que le planteó Cazaril en darthaco la pusieron en el aprieto de explicar el contenido de lo que acababa de leer, forcejeando y escupiendo las palabras.

– El acento es horrible -calificó Cazaril, con franqueza-. Un darthaco lo encontraría casi ininteligible.

Iselle levantó la cabeza para fulminarlo con la mirada.

– Mi institutriz dice que es bastante bueno. Dice que mi entonación es muy melódica.

– Sí; habláis igual que una pescadera del sur de Ibra pregonando la mercancía. También saben ser melódicas cuando quieren. Pero cualquier señor darthaco, y todos ellos son arrogantes como avispas cuando se trata de su espantosa lengua, se os reiría en la cara. -Cuando menos, en una ocasión se habían reído en la cara de Cazaril-. Vuestra institutriz os halagaba, rósea.

Iselle frunció el ceño.

– ¿Y vos no sois dado a halagos, castelar?

Su tono, así como los términos expuestos, tenían una mayor doble intención de la que él se había esperado. La irónica reverencia de Cazaril, sentado en un baúl que había acercado al otro lado de la mesa, resultó más corta y menos compungida de lo que había pretendido por culpa de la tirantez de sus apósitos.

– No me tengo por un completo patán. Pero si queréis que un hombre os dispense cómodas mentiras acerca de vuestra evolución, y acabe así con vuestras esperanzas de destacar sinceramente, estoy seguro de que lo encontraréis en alguna parte. No todas las prisiones están hechas de barrotes de hierro. Algunas están hechas de camas de plumas. Rósea.

Iselle bufó; apretó los labios. Tarde, a Cazaril se le ocurrió que quizá aquel no fuera el enfoque adecuado. Era un tierno primor, apenas si más que una niña… tal vez debiera suavizarse… y si se quejaba de él a la provincara, podría perder…

Iselle pasó la página.

– Continuemos -dijo, con voz fría.

Cinco dioses, había visto exactamente la misma expresión de furia frustrada en los ojos de los jóvenes que se habían armado de valor, habían escupido el polvo que les llenaba la boca, y habían perseverado hasta convertirse en sus mejores tenientes. Puede que esto no fuera tan difícil después de todo. Con gran esfuerzo, redujo una amplia sonrisa a un ceño solemne y asintió para conceder su augusto permiso tutelar.

– Continuemos.

Pasó volando una hora en esta agradable y fácil tarea. Bueno, fácil para él. Cuando se fijó en que la rósea se frotaba las sienes, y que su frente se surcaba de líneas que nada tenían que ver con la mera ofensa, desistió y recuperó el libro.

Lady Betriz había seguido el texto a la vera de Iselle, moviendo los labios en silencio. Cazaril le pidió que repitiera el ejercicio. Con el ejemplo de Iselle ante ella, leyó más deprisa, pero por desgracia adolecía del mismo acento del sur de Ibra, probablemente por culpa de las mismas institutrices del sur de Ibra, que Iselle. La rósea escuchó atentamente las correcciones.

Todos se habían ganado el almuerzo a esas alturas, en opinión de Cazaril; pero le quedaba una desagradable tarea por cumplir, estrictamente encomendada a él por la provincara. Se enderezó, cuando las muchachas hicieron ademán de incorporare, y carraspeó.

– Vuestro gesto de ayer en el templo fue espectacular, rósea.

La generosa boca de Iselle se curvó; sus párpados, curiosamente gruesos, se entornaron de satisfacción.

– Gracias, castelar.

Cazaril dejó que su propia sonrisa se tornara astringente.

– Un insulto artificioso, acorralar a un hombre sin darle posibilidad de replicar. Al menos los gandules se lo pasaron en grande, a juzgar por sus risas.

Iselle constriñó los labios en un mohín incómodo.

– En Chalion hay muchas injusticias contra las que no puedo hacer nada. Eso fue muy poco.

– Si estuvo bien, bien hecho estuvo -concedió Cazaril, con un asentimiento engañosamente cordial-. Decidme, rósea, ¿qué pasos disteis previamente, para aseguraros de la culpabilidad del hombre?

Iselle detuvo la barbilla ante de terminar de alzarla del todo.

– Sir de Ferrej… habló de él. Y sé que es honesto.

– Sir de Ferrej dijo, y recuerdo cuáles fueron sus palabras exactas, pues exactas fueron, que había oído decir que el juez había aceptado el soborno del duelista. No afirmó saberlo de primera mano. ¿Lo consultasteis con él después de la cena, para descubrir el origen de sus sospechas?

– No… Si le hubiera hablado a cualquiera de lo que planeaba hacer, me lo habrían prohibido.

– Pero, ah, con lady Betriz sí que hablasteis. -Cazaril indicó a la muchacha morena con un ademán.

Crispándose, Betriz respondió con cautela:

– Por eso le sugerí que preguntara a la primera llama.

Cazaril se encogió de hombros.

– La primera llama, ah. Pero vuestra mano es joven, fuerte y firme, lady Iselle. ¿Estáis segura de que la primera llama no prendió gracias únicamente a vuestra intervención?

El ceño de Iselle se acentuó.

– Los vecinos aplaudieron…

– Ciertamente. Lo normal es que la mitad de los suplicantes que se enfrentan a la tribuna de un juez salgan contrariados y decepcionados. Pero no, por eso, necesariamente agraviados.

Aquello dio en el clavo, a tenor del cambio operado en el semblante de la joven. La transición de desafiante a abatida no era un espectáculo especialmente agradable.

– Pero… si…

Cazaril exhaló un suspiro.

– No estoy diciendo que os equivocarais, rósea. Por esta vez. Digo que corríais con una venda en los ojos. Y que si no os estrellasteis de bruces con un árbol, fue sólo gracias a los dioses, y no por el cuidado que pusisteis.

– Oh.

– Podríais haber difamado a un hombre honrado. O quizá hayáis hecho justicia. No lo sé. El caso es que… vos tampoco.

El oh de Iselle fue inaudible esta vez.

La porción tremendamente práctica de la mente de Cazaril, que tantos temporales le había ayudado a capear, no pudo resistirse a añadir:

– Y tanto si obrasteis bien como si no, lo que sí vi fue cómo os forjabais un enemigo, y cómo lo dejabais con vida a vuestra espalda. Caritativo, pero mala estrategia. -Maldición, ésa no era observación apropiada para una gentil doncella… con esfuerzo, se contuvo para no taparse la boca con ambas manos, un gesto que no contribuiría a subrayar su papel de corrector culto y metódico.

Las cejas de Iselle se arquearon y permanecieron así, por un momento, esta ocasión. Las de lady Betriz también.

Tras un silencio meditabundo e insoportablemente prolongado, Iselle dijo, en voz baja:

– Gracias por vuestro atinado consejo, castelar.

Cazaril le devolvió un asentimiento aprobatorio. Bien. Si había logrado librarse de ese peliagudo asunto a las primeras de cambio, podía decirse que había cubierto ya un trecho importante. Y ahora, gracias a los dioses, a la generosa mesa de la provincara…

Iselle volvió a sentarse y recogió las manos sobre el regazo.

– Vais a ser mi secretario además de mi tutor, Cazaril, ¿sí?

Cazaril se dejó caer de nuevo.

– Sí, mi lady. ¿Deseáis que os ayude con una carta? -A punto estuvo de sugerir, ¿Después de comer?

– Ayuda. Sí. Pero no con una carta. Sir de Ferrej ha mencionado que fuisteis correo una vez, ¿es eso cierto?

– En su día cabalgaba para el provincar de Guarida, mi lady. Cuando era joven.

– Un correo es un espía. -Sus ojos se habían tornado inquietantemente calculadores.

– No necesariamente, aunque a veces era difícil… convencer a la gente de lo contrario. Éramos mensajeros de confianza, por encima de todo. Tampoco es que no se esperara de nosotros que supiéramos tener los ojos abiertos e informar de nuestras observaciones.

– Suficiente. -Barbilla arriba-. En tal caso, mi primer encargo para vos, como secretario, es de observación. Quiero que descubráis si he cometido un error o no. Yo no puedo presentarme en la ciudad y empezar a hacer preguntas, tengo que quedarme en lo alto de esta colina en mi -mueca- cama de plumas. Pero vos… vos podéis.

Lo miró con una expresión imbuida de la fe más perturbadora.

Cazaril sintió el estómago tan vacío como un tambor, sin que tuviera nada que ver con la falta de alimentos. Al parecer, acababa de realizar una interpretación demasiado magistral.

– ¿De… in… inmediato?

Iselle se revolvió incómoda en su asiento.

– Con discreción. Cuando se presente la oportunidad.

Cazaril tragó saliva.

– Veré lo que puedo hacer, mi lady.

Camino de su cámara, una planta más abajo, los pensamientos de Cazaril se vieron poblados por una visión de sus días de paje, en ese mismo castillo. Le gustaba creerse con dotes de espadachín, a cuenta de ser un poco más diestro que la media docena de patanes de noble cuna con los que compartía deberes y formación en la casa del provincar. Un día llegó un nuevo paje, un tipo bajito, malhumorado; el maestro de esgrima del provincar había invitado a Cazaril a medirse con él en la próxima sesión de entrenamiento. Cazaril había practicado una o dos buenas estocadas, incluida una floritura que, con una hoja de verdad, habría recortado las orejas de casi todos sus camaradas. Intentó su estratagema especial con el recién llegado, deteniéndose satisfecho con el filo romo pegado a la cabeza de su adversario… tan sólo para mirar abajo y ver la ligera espada de entrenamiento de su oponente doblada casi en dos contra el acolchado de su barriga.

Aquel paje había ascendido, según tenía entendido Cazaril, hasta convertirse en el maestro de esgrima del roya de Brajar. Con el tiempo, Cazaril hubo de reconocer que era un espadachín mediocre; sus intereses andaban siempre demasiado repartidos como para conservar la necesaria obsesión. Pero no se había olvidado nunca de aquel momento, cuando asistió sorprendido a su teórica muerte.

Le intrigaba el hecho de que su primera lección con la delicada Iselle hubiera reavivado ese viejo recuerdo. Curiosas chispas de intensidad, las que ardían en ojos tan dispares… ¿cómo se llamaba aquel paje bajito…?

Descubrió que habían llegado hasta su cama otro par de túnicas y pantalones en su ausencia, reliquias de un castellano más joven y delgado, si no equivocaba sus sospechas. Se dispuso a guardar la ropa en el baúl que había al pie de su cama y se acordó del libro del difunto lanero, recogido en la capa chaleco negra. Lo cogió, pensando en llevarlo al templo esa misma tarde, pero volvió a dejarlo en su sitio. Posiblemente, entre sus páginas cifradas acechara parte de la certeza moral que le exigía la rósea -que él la había incitado a exigirle-, alguna prueba concluyente a favor o en contra del avergonzado juez. Primero, lo examinaría él mismo. Quizá le sirviera de guía de los secretos de la escena local de Valenda.

Después del almuerzo, Cazaril se tumbó para disfrutar de una siesta reparadora. Apenas si regresaba de nuevo al mundo de la vigilia cuando llamó a su puerta sir de Ferrej, que le entregó los libros y papeles de los aposentos de la rósea. Betriz llegó poco después con una caja de cartas que había que ordenar. Cazaril pasó el resto de la tarde empezando a organizar el montón apilado aleatoriamente, familiarizándose con los asuntos que contenía.

Los registros financieros eran sencillos: la compra de éste o aquel juguete trivial o de algún oropel; listas de obsequios dados y recibidos; un listado un tanto más meticuloso de joyas de genuino valor, heredadas o regaladas. Ropa. El caballo de Iselle, el mulo Copo de Nieve y sus diversos arreos. Los artículos tales como la ropa de cama y los muebles estarían recogidos, presumiblemente, en los registros de la provincara, pero en el futuro serían responsabilidad de Cazaril. Una dama de alcurnia solía afrontar el matrimonio con carros -esperaba que no fueran barcos- cargados de bienes de lujo, e Iselle sin duda estaba a punto de entrar en la edad de pertrecharse para ese viaje futuro. ¿Debería anotarse él mismo como Artículo Número Uno en ese inventario nupcial?

Se imaginó la entrada: Secr. tutor, Una ea. Regalo de la abuela. Treinta y cinco años de edad. Daños sufridos a bordo. ¿Valor…?

La procesión nupcial, normalmente, era un viaje sólo de ida, aunque la madre de Iselle, la viuda royina había regresado… rota, intentó no pensar Cazaril. La dama Ista lo desconcertaba y preocupaba. Se decía que la locura corría en algunas familias nobles. No en la de Cazaril… en su familia habían corrido la negligencia financiera y las alianzas políticas equivocadas, igual de devastadoras a largo plazo. ¿Correría peligro Iselle…? Claro que no.

La correspondencia de Iselle era parca pero interesante. Unas cuantas cartas antiguas y amables de su abuela, antes de que la viuda royina hubiera regresado junto a su familia desde la corte, llenas de consejos que podían resumirse en pórtate bien, haz caso a tu madre, reza tus oraciones, cuida de tu hermano pequeño. Una o dos notas de tíos o tías, los demás hijos de la provincara; Iselle no tenía más parientes por parte de su padre, el difunto roya Ias, habiendo sido éste el único retoño superviviente de su propio malhadado padre. Una serie regular de cartas de cumpleaños y días señalados de su hermanastro, mucho mayor, el actual roya Orico.

Éstas últimas estaban redactadas por la propia mano del roya, observó Cazaril con aprobación, o, al menos, confiaba en que el roya no tuviera a su servicio un secretario con el pulso tan terco y la letra tan apretujada. Consistían en su mayoría en almidonadas y breves misivas, el esfuerzo de un hombre hecho y derecho que intentaba ser amable con una niña, menos cuando abundaban en la descripción de la querida colección de fieras de Orico. Se tornaban entonces espontáneas y fluidas por espacio de uno o dos párrafos, con el entusiasmo y, quizá, la esperanza de que hubiera al menos aquí un interés que ambos hermanastros pudieran compartir al mismo nivel.

Esta agradable tarea se vio interrumpida a última hora de la tarde por el mensaje, transmitido por un paje, de que se requería la presencia de Cazaril para salir a caballo con la rósea y lady Betriz. Se ciñó apresuradamente la espada prestada y encontró los caballos ensillados y expectantes en el patio. Hacía casi tres años que Cazaril no montaba a caballo; el paje le dedicó una mirada de sorpresa y desaprobación cuando Cazaril pidió un montadero para auparse con tiento al lomo de la bestia. Le dieron un animal de mansos modales, el mismo bayo castrado que había visto montar aquella primera tarde a la fámula de la rósea. Mientras formaban, la fámula se asomó a una ventana del torreón y los despidió con un pañuelo de lino y evidente buena voluntad. Pero el paseo demostró ser mucho más plácido y sencillo de lo que había anticipado Cazaril, una mera excursión al río y vuelta a casa. Dado que había declarado al comienzo del viaje que toda conversación que mantuviera la partida debería mantenerse en darthaco, transcurrió principalmente en silencio, lo que contribuyó a la serenidad general.

Luego cena, y después a su cámara, donde se entretuvo probándose sus nuevas ropas viejas, doblándolas, e intentando descifrar las primeras páginas del libro del desdichado y difunto tratante de lana. Pero la labor pesaba sobre los párpados de Cazaril, y durmió como un tronco hasta el amanecer.

Todo discurrió como había comenzado. Por la mañana, clase con las dos adorables jovencitas, de darthaco o roknari, de geografía, aritmética o geometría. Para la lección de geografía, sustrajo los fiables mapas del tutor de Teidez y entretuvo a la rósea con resúmenes convenientemente censurados de algunos de sus viajes más exóticos por Chalion, Ibra, Brajar, la gran Darthaca, o los cinco principados roknari que batallaban incesantemente en la costa septentrional.

La censura más severa estaba reservada para sus experiencias recientes como esclavo en el archipiélago de Roknar. El franco aburrimiento que inspiraba en Iselle y Betriz la corte roknari, descubrió, era susceptible de la misma cura que había empleado con la pareja de jóvenes pajes del provincar de la casa de Guarida a los que le habían pedido que enseñara el idioma en cierta ocasión. Ofreció a las damiselas una grosería en roknari (si bien no las más malsonantes) por cada veinte de roknari de la corte que demostrasen haber memorizado. No es que fueran a utilizar nunca ese vocabulario, pero les vendría bien ser capaces de reconocer las cosas que se decían a su alrededor. Y sus risas eran un primor.

Cazaril se dispuso a cumplir con el primer deber que le habían asignado, investigar discretamente la integridad del justiciar de la provincia, con cierta agitación. El sutil interrogatorio de la provincara y de Ferrej le proporcionó una base sin entrar en detalles, pues ninguno de ellos se había cruzado con el hombre en su ámbito profesional, tan sólo en eventos sociales intachables. Sus excursiones a la ciudad para intentar encontrar a alguien que hubiera conocido hacía diecisiete años y hablar con él francamente resultaron un tanto desalentadoras. El único hombre que lo reconoció con seguridad a primera vista fue un anciano hornero que había mantenido una larga y lucrativa carrera vendiendo dulces al desfile de pajes del castillo, pero se trataba de una persona afable nada dada a litigios.

Empezó a repasar el cuaderno de notas del lanero hoja por hoja, tan deprisa como se lo permitían el resto de sus quehaceres. Unos primerizos y verdaderamente repugnantes experimentos por convocar a los demonios del Bastardo se habían resuelto con entera ineficacia, observó Cazaril, aliviado. El nombre del duelista muerto no aparecía si no era unido a ciertos epítetos peyorativos, y algunas veces sólo aparecía el adjetivo; el nombre del juez vivo no se mencionaba explícitamente. Pero antes de que Cazaril hubiera tenido ocasión de desenredar la mitad del ovillo, le arrebataron la cuestión de sus inexpertas manos.

Llegó un Oficial de Inquisición del provincar de la corte de Baocia, de la bulliciosa ciudad de Taryoon, a la que había trasladado su capital el hijo de la viuda tras heredar la dote de su padre. Habían transcurrido, calculó Cazaril mentalmente más tarde, tantos días como cabría esperar para que se redactara una carta de la provincara a su hijo, se remitiera y se leyera, para que se transmitieran órdenes a la Cancillería de Justicia de Baocia, y para que el inquisidor lo dispusiera todo para su viaje. Todo un privilegio. Cazaril desconocía hasta qué punto comulgaba la provincara con los procesos legislativos, pero apostaría a que dejar enemigos sueltos a su alrededor le había infundido cierto, ah, valor doméstico.

Al día siguiente, se descubrió que el juez Vrese había escapado a caballo con dos criados y unas cuantas bolsas y cofres embalados apresuradamente, dejando atrás una casa alborotada y una chimenea repleta de papeles reducidos a cenizas.

Cazaril intentó convencer a Iselle de que tampoco esto demostraba nada, aunque eso ponía a prueba incluso su lentitud a la hora de emitir juicios. La alternativa -que Iselle hubiera sido tocada por la diosa aquel día- le parecía demasiado perturbadora para contemplarla. Los dioses, aseguraban a los hombres los doctos teólogos de la Sagrada Familia, obraban de manera sutil, secreta y, por encima de todo, parsimoniosa: por mediación del mundo, no en él. Incluso para los agradecidos y excepcionales milagros curativos -o los más siniestros del desastre y la muerte- el libre albedrío del hombre ha de abrir un canal para que el bien o el mal entren en la vida de la vigilia. Cazaril había conocido, en sus tiempos, a dos o tres personas de las que sospechaba que podían estar realmente tocadas por los dioses, y a bastantes más que evidentemente creían que lo estaban. Ninguna de ellas eran personas con las que se sintiera cómodo en su presencia. Creía devotamente que la Hija de la Primavera había ido satisfecha con la acción de su avatar. O se había ido, sin más…

Iselle tenía poco contacto con la casa de su hermano al otro lado del patio, salvo las comidas que compartían, o cuando se reunían para salir juntos a cabalgar. Cazaril suponía que los dos pequeños habían estado más unidos antes de que la llegada de la pubertad hubiera comenzado a arrastrarlos a los mundos opuestos del hombre y la mujer.

El estricto secretario tutor del róseo, sir de Sanda, parecía innecesariamente molesto por el rango hueco de castelar que ostentaba Cazaril. Reclamaba un lugar de privilegio en la mesa o en la procesión en detrimento del simple tutor de las muchachas, con una falsa sonrisa arrepentida que servía -en cada comida- para atraer más atención de la que se proponía evitar. Cazaril pensó en explicarle al hombre lo poco que le importaba todo aquello, pero dudaba que lograra explicarse, por lo que se conformaba con devolver la sonrisa, respuesta que confundía a de Sanda tremendamente, puesto que intentaba atribuirle algún sutil significado táctico. Cuando apareció de Sanda en el aula de Iselle un día para exigir la devolución de sus mapas, parecía esperar que Cazaril los defendiera como si se tratara de documentos secretos de estado. Cazaril se los entregó con presteza y amables palabras de agradecimiento. De Sanda se vio obligado a marcharse sin aplacar su enojo.

Lady Betriz tenía los dientes apretados.

– ¡Ese hombre! Se comporta igual que, igual…

– Igual que uno de los gatos del castillo -aventuró Iselle-, cuando aparece un gato desconocido. ¿Qué le has hecho para que te bufe de ese modo, Cazaril?

– Os prometo que no me he meado en su ventana -dijo Cazaril, con toda seriedad, consiguiendo que Betriz se atragantara con las risas (ah, así está mejor) y mirara alrededor con expresión culpable para asegurarse de que la fámula estaba demasiado lejos para oír nada. ¿Tan rudo había sido? No estaba convencido de haber cogido el tranquillo todavía a las damiselas, pero tampoco ellas tenían queja de él, a pesar del darthaco-. Supongo que se imagina que envidio su trabajo. No creo que lo haya meditado bien.

O quizá sí, pensó Cazaril de repente. Cuando nació Teidez, su derecho a heredar de su recién casado hermanastro Orico no había sido tan evidente. Pero conforme se sucedían los años, y la royina de Orico no conseguía concebir un bebé, el interés -interés posiblemente nocivo- en Teidez sin duda habría aumentado en toda la corte de Chalion. Puede que fuera ése el motivo por el que había abandonado Ista la capital, para alejar a sus retoños de aquel ambiente viciado en favor del aire límpido y sereno de una ciudad de provincias. Sabia decisión, por añadidura.

– Oh, no, Cazaril -protestó Iselle-. Quédate aquí con nosotras. Se está mejor.

– Sí que se está.

– No sólo eso. Eres el doble de inteligente que sir de Sanda, ¡y has viajado diez veces más! ¿Por qué lo soportas tan, tan…? -Betriz parecía haberse quedado sin palabras-. ¿En silencio? -concluyó, al fin. Mantuvo la mirada apartada un momento, como si temiera que él pudiera adivinar que se había mordido la lengua para no decir un término menos halagador.

Cazaril sonrió aviesamente a su inopinada partidaria.

– ¿Crees que se sentiría mejor si me presentara como objetivo de sus tonterías?

– ¡Sí, está claro!

– Bueno. Entonces, tu pregunta se responde por sí sola.

Betriz abrió la boca, volvió a cerrarla. Iselle a punto estuvo de atragantarse con una risita.

La simpatía de Cazaril por de Sanda aumentó, no obstante, una mañana en que se presentó éste, con el rostro tan privado de sangre que casi parecía verde, con la alarmante noticia de que su regio pupilo había desaparecido y no se encontraba en la cocina, en las perreras ni en el establo. Cazaril se ciñó la espada y se dispuso a sumarse a la batida de búsqueda, desplegando ya en su cabeza el mapa de la ciudad y sus alrededores, sopesando las opciones de heridas, bandidos, el río… ¿las tabernas? ¿Tenía Teidez la edad suficiente para abordar a una prostituta? Eso explicaría que hubiera querido burlar la vigilancia de sus guardianes.

Antes de que Cazaril tuviera ocasión de compartir el abanico de posibilidades con de Sanda, cuya mente estaba profundamente atascada en los bandidos, Teidez en persona entró cabalgando en el patio, embarrado y empapado de agua, con una ballesta colgada del hombro, un escudero siguiendo sus pasos y una raposa muerta atravesada en la silla. El muchacho contempló la cabalgata a medio organizar con malhumorado horror.

Cazaril desistió de intentar subir a su caballo sin que cada movimiento le instigara una punzada de dolor, se sentó en el montadero sujetando las riendas de su bayo castrado y observó fascinado cómo cuatro hombres adultos comenzaban a interrogar al joven acerca de lo que saltaba a la vista.

Era escasamente necesario preguntar ¿Dónde has estado? Lo mismo para ¿Por qué lo has hecho? A cada minuto que pasaba era más evidente ¿Por qué no se lo has dicho a nadie? Teidez soportó el interrogatorio sin abrir la boca, en su mayor parte.

Cuando de Sanda se detuvo para recuperar el aliento, Teidez arrojó su inerte y rojiza presa a Beetim, el cazador.

– Ten. Desuéllalo. Quiero la piel.

– La piel no es buena en esta época, señorito -reprendió Beetim-. El pelaje es muy fino, y se cae. -Esgrimió un dedo apuntándolo a las ubres atezadas del animal, cargadas de leche-. Y trae mala suerte matar una madre en la estación de la Hija. Tendré que quemarle los bigotes, para que no vuelva su fantasma y me alborote a los perros toda la noche. Y ¿dónde están los cachorros?, ¿eh? Tendríais que haberlos matado también, ya que estabais, es cruel dejar que se mueran de hambre. ¿O es que habéis cogido dos y los tenéis escondidos en alguna parte?, ¿eh?

Su furibunda mirada se volcó en el amilanado escudero.

Teidez arrojó la ballesta a los adoquines y rugió, desesperado:

– Buscamos la madriguera. No pudimos dar con ella.

– ¡Eso, y tú…! -De Sanda se cernió sobre el desdichado escudero-. ¡Tú sabes que deberías haberme avisado! -Descargó sobre el mozo una serie de improperios mucho más rudos de los que habría osado dirigir al róseo, para terminar con la orden-: ¡Beetim, azota al crío por estúpido e insolente!

– Con mucho gusto, mi lord -respondió hoscamente Beetim; se dirigió a los establos, con la zorra agarrada en una mano y el acobardado escudero en la otra.

Los dos mozos de cuadra veteranos condujeron los caballos a sus establos. Cazaril entregó su montura de buena gana y pensó en su desayuno… ahora, por lo visto, no retrasado de forma indefinida. De Sanda, cuya ira se había impuesto a su terror, confiscó la ballesta y arrastró al taciturno Teidez al interior del castillo. La voz del róseo flotó en una última réplica antes de que la puerta se cerrara tras la pareja:

– ¡Pero es que me aburro…!

Cazaril contuvo una carcajada. Cinco dioses, pero qué edad más horrible para cualquier muchacho. Lleno de impulsos y vitalidad, acosado por adultos incomprensiblemente arbitrarios con ideas estúpidas que no incluían saltarse las oraciones de la mañana para salir a cazar zorros una espléndida mañana de primavera… atisbó el cielo sobre su cabeza, que se abrillantaba y adquiría una desvaída tonalidad cerúlea a medida que se disipaban las brumas matinales. La quietud de la casa de la provincara, bálsamo para el alma de Cazaril, era sin duda corrosiva para el constreñido Teidez.

Cualquier consejo que procediera del recién llegado Cazaril probablemente sería mal recibido por de Sanda, tal y como estaban las cosas entre ellos en esos momentos. Pero le parecía que si de Sanda aspiraba a conservar su influencia sobre el róseo cuando éste se convirtiera en un hombre investido del poder y los privilegios de un alto señor -como poco- de Chalion, lo estaba llevando mal. Lo más probable era que Teidez se librara de él a las primeras de cambio.

Así y todo, de Sanda era un hombre concienzudo, eso debía concedérselo. Un hombre más vil de igual ambición bien podría acicatear los apetitos de Teidez en lugar de intentar controlarlos, generando adicción en lugar de lealtad. Cazaril había conocido a un par de nobles vástagos corrompidos por sus tutores… pero no en la casa de Baocia. Mientras la provincara estuviera al mando, no era probable que Teidez se topara con parásitos así. Con tan reconfortante reflexión, Cazaril se bajó del montadero y se puso en pie.

5

El día del decimosexto cumpleaños de la rósea Iselle cayó en el punto álgido de la primavera, unas seis semanas después de que Cazaril hubiera recalado en Valenda. El obsequio que le había enviado en esta ocasión a la joven su hermano Orico desde la capital en Cardegoss era una excelente yegua gris jaspeada, inspiración calculada o muy oportuna, puesto que Iselle se quedó extasiada ante la resplandeciente bestia. Cazaril tuvo que admitir que se trataba de un regio regalo. Y consiguió evitar el problema de su perjudicada caligrafía un poco más, puesto que no le costó nada persuadir a Iselle para que redactara el agradecimiento de su puño y letra, que sería enviado a la partida del correo real.

Pero Cazaril se vio sometido en los días siguientes a las preguntas más minuciosas y exhaustivas, por no decir embarazosas, de Iselle y Betriz referentes a su salud. Pequeñas ofrendas de fruta o carne recorrían la mesa hasta él para tentar su apetito; se le recomendaba irse pronto a la cama, y beber un poco de vino, pero no demasiado; ambas damiselas lo persuadieron para que diera frecuentes paseos cortos por el jardín. No fue hasta que de Ferrej hubo contado un chiste informal a la provincara que Cazaril, al escucharlo, se enteró de que Iselle y su doncella se habían contenido para moderar sus galopadas por consideración hacia la supuestamente frágil salud del nuevo secretario. La inteligencia de Cazaril se sobrepuso a su indignación justo a tiempo de confirmar el cuento con el semblante compuesto y el porte convincentemente envarado. Sus cuidados femeninos, por flagrantemente interesados que fueran, resultaban demasiado adorables para merecerse una regañina. Y… la afrenta tampoco era para tanto.

Tanto la mejora del tiempo como, la verdad sea dicha, su propia mejoría lo incitaban a ablandarse. A fin de cuentas, el calor del verano no tardaría en abatirse sobre ellos, y la vida se ralentizaría de nuevo. Después de ver a las muchachas saltar con sus caballos sobre troncos caídos y surcar los sinuosos senderos que discurrían junto al río, como exhalaciones teñidas de verde y dorado por el reflejo de las hojas nuevas que poblaban las copas de los árboles, se mitigó su preocupación por la seguridad de sus pupilas. Fue su caballo, que dio un respingo tras sobresaltar a una cierva que espiaba detrás de un arbusto, el que lo arrojó violentamente sobre un amasijo de piedras y raíces, dejándolo sin aliento y desprendiendo uno de los apósitos de su espalda. Se quedó tendido, resollando, con el bosque velado por lágrimas de dolor, hasta que dos atemorizados rostros femeninos entraron en su campo de visión sobre un fondo de hojas y cielo.

Hicieron falta las dos y la ayuda de un árbol caído para volver a subirlo a lomos de su caballo recién capturado de nuevo. El ascenso de regreso al castillo fue todo lo formal y recatado, por no decir vergonzante, que hubiera podido desear la institutriz. El mundo había dejado de girar en torno a su cabeza a sincopados intervalos para cuando llegaron al arco de la puerta, pero el apósito desgarrado era una agonía abrasadora señalada por un bulto del tamaño de un huevo bajo su túnica. Probablemente se pondría negro y tardaría semanas en reducirse la hinchazón. Una vez a salvo en el patio, no pensaba más que en el montadero, el mozo y volver a bajar del maldito caballo con vida. Permaneció de pie un momento, con los pies en tierra firme, la cabeza apoyada en la silla, con el rostro contorsionado en una mueca de dolor.

– ¡Caz!

La voz familiar atronó en sus oídos surgida de la nada. Levantó la cabeza; parpadeó. Avanzaba hacia él, a largas zancadas, los brazos abiertos, un hombre alto y atlético de pelo negro, vestido con una elegante túnica con brocados y botas altas de montar.

– Cinco dioses -susurró Cazaril-. ¿Palli?

– ¡Caz, Caz! ¡Te beso las manos! ¡Te beso los pies! -El hombre alto lo asió, a punto de derribarlo, cumpliendo al pie de la letra la primera mitad de su saludo, aunque cambió la segunda por un abrazo-. ¡Caz, hombre! ¡Creía que habías muerto!

– No, no… Palli… -Olvidadas las tres cuartas partes de su dolor, tomó a su vez las manos del hombre moreno y se volvió hacia Iselle y Betriz, que habían dejado sus animales al cuidado de los caballerizos y se aproximaban sin camuflar su curiosidad-. Rósea, Iselle, lady Betriz, permitid que os presente a sir de Palliar… era mi mano derecha en Gotorget… cinco dioses, Palli, ¿qué haces tú aquí?

– ¡Podría preguntarte lo mismo, con más motivo! -respondió Palli, antes de dedicar una reverencia a las damas, que lo observaban con creciente aprobación. Los más de dos años transcurridos desde Gotorget habían hecho mucho por mejorar su apariencia ya de por sí agradable, aunque todos parecían espantapájaros depravados para cuando terminó el asedio-. Rósea, mi lady, es un honor… pero ahora soy el marzo de Palliar, Caz.

– Oh -dijo Cazaril, ofreciéndole de inmediato una compungida inclinación de cabeza-. Te acompaño en el sentimiento. ¿Es una pérdida reciente?

Palli respondió con un asentimiento comprensivo.

– Hace casi dos años. El viejo había sufrido un ataque de apoplejía mientras nosotros estábamos encerrados en Gotorget, pero resistió hasta que hube vuelto a casa, gracias al Padre del Invierno. Me reconoció, pude verlo al final, hablarle de la campaña… me dio su bendición para ti, sabes, en su último día, aunque ambos pensábamos que estábamos rezando por tu alma. Caz, hombre, ¿dónde te metiste?

– No… pagaron mi rescate.

– ¿Que no pagaron tu rescate? ¿Cómo que no pagaron tu rescate? ¿Cómo no iban a pagar tu rescate?

– Fue un error. Se olvidaron de incluir mi nombre en la lista.

– De Jironal dijo que los roknari habían informado de tu muerte por culpa de una fiebre repentina.

La sonrisa de Cazaril se volvió tirante.

– No. Me vendieron a las galeras.

Palli retrocedió de golpe.

– ¡Sería un error! No, espera, eso no tiene ningún sentido…

El rictus de Cazaril, y su mano apoyada en el pecho, detuvieron la protesta de Palliar en sus labios, aunque no pudo mitigar el sobresalto de su mirada. Palli conocía el significado de la palabra sutileza, aunque a veces hubiera que inculcársela a golpes. La mueca de su boca decía, De acuerdo, ¡pero pienso sacártelo todo más tarde! Para cuando se hubo girado hacia sir de Ferrej, que se acercaba a observar esta reunión con el interés reflejado en el rostro, su risueña sonrisa volvía a estar en su sitio.

– Mi señor de Palliar va a compartir el vino de la provincara en el jardín -explicó el alcaide del castillo-. Uníos a nosotros, Cazaril.

– Os lo agradezco.

Palli lo cogió del brazo, y siguieron a de Ferrej fuera del patio y alrededor del torreón, a la parcela en la que cultivaba sus flores el jardinero de la provincara. Cuando el tiempo era propicio, la convertía en su pérgola favorita para sentarse en la calle. Tres zancadas, y Cazaril empezó a arrastrar los pies; Palli redujo el paso abruptamente para amoldarlo a los traspiés de Cazaril, y lo miró de soslayo. La provincara aguardaba su regreso con una sonrisa paciente, entronizada bajo una espaldera arqueada de rosas trepadoras que aún no estaban en flor. Les indicó las sillas que habían traído los sirvientes. Cazaril ocupó un cojín con el gesto torcido y un gruñido de protesta.

– Demonios del Bastardo -exclamó Palli-, ¿te han tullido los roknari?

– Sólo a medias. Lady Iselle -¡uuf!- parece entregada a terminar el trabajo. -Con precaución, reclinó la espalda-. Y ese estúpido caballo.

La provincara frunció el ceño a las dos damiselas, que se habían presentado sin invitación.

– Iselle, ¿estabas galopando? -inquirió, peligrosamente.

Cazaril negó con la mano.

– La culpa es exclusiva del noble corcel, mi lady… creyó que lo atacaba un ciervo devorador de caballos. Se hizo a un lado, y yo no. Gracias. -Aceptó un vaso de vino del sirviente con profunda gratitud y dio un rápido sorbo, procurando no derramarlo. Ya estaba desapareciendo la desagradable sensación que le atenazaba el estómago.

Iselle le dirigió una mirada agradecida, que no pasó desapercibida para su abuela. La provincara bufó débilmente para expresar su incredulidad. A modo de castigo, dijo:

– Iselle, Betriz, id y cambiar esas ropas de montar por algo más adecuado para la cena. Seremos gente del campo, pero no salvajes.

Se fueron arrastrando los pies, no sin antes echar un nuevo vistazo por encima del hombro al fascinante huésped.

– Pero ¿qué haces aquí, Palli? -preguntó Cazaril, cuando la doble distracción hubo desaparecido detrás del torreón. También Palli se les había quedado mirando, y pareció tener que estremecerse para despertar. Cierra la boca, hombre, pensó Cazaril, divertido. A mí también me pasa.

– ¡Oh! Me dirijo a Cardegoss, a un baile que se celebra en la corte. Mi padre solía detenerse aquí en mitad de sus viajes, teniendo amistad con el antiguo provincar… cuando pasamos cerca de Valenda, se me ocurrió hacer lo mismo, y envié un mensajero. Y mi lady -indicó a la provincara con un ademán-, ha sido tan amable de abrirme sus puertas.

– Te habría abofeteado si llegas a pasar de largo -dijo cordialmente la provincara, con una ilógica admirable-. Hace demasiados años que no os veo a tu padre ni a ti. Me entristeció enterarme de su muerte.

Palli asintió. Dirigiéndose a Cazaril, continuó:

– Pensamos dejar que los caballos descansen aquí esta noche y reanudaremos el viaje mañana sin prisa… hace demasiado buen tiempo para correr. Hay peregrinos en los caminos, rumbo a cada templo y capilla, y también quienes se aprovechan de ellos, por desgracia. Se ha denunciado la presencia de bandidos en los pasos montañosos, pero no hemos encontrado ninguno.

– ¿Buscasteis? -inquirió Cazaril, en broma. Durante su viaje, no encontrar bandidos había sido su mayor deseo.

– ¡Oye! Que ahora soy el lord dedicado de la Orden de la Hija en Palliar, para tu información… siguiendo los pasos de mi padre. Tengo responsabilidades.

– ¿Cabalgas con los hermanos soldados?

– Más bien en el vagón del equipaje. Todo se reduce a llevar los libros, recaudar las rentas, conseguir el condenado equipo, y logística. Los privilegios del mando… bueno, tú ya sabes. Me lo enseñaste una vez. Una parte de gloria por cada diez partes de paletadas de estiércol.

Cazaril esbozó una sonrisa.

– Tienes suerte. Esa proporción no está nada mal.

Palli le devolvió la sonrisa y aceptó un poco de queso y pastel del sirviente.

– Mi tropa se aloja en la ciudad. ¡Pero tú, Caz! En cuanto dije, Gotorget, me preguntaron si nos conocíamos… si me das con una brizna de paja me caigo, cuando mi lady me dijo que te habías presentado aquí, que venías caminando, ¡caminando!, desde Ibra, hecho un desastre.

La provincara se encogió de hombros, impenitente, ante la mirada de soslayo ligeramente reprobatoria que le lanzó Cazaril.

– Llevo media hora contándoles historias de la guerra -continuó Palli-. ¿Cómo tienes la mano?

Cazaril la recogió en el regazo.

– Casi recuperada. -Se apresuró a cambiar de tema-. ¿Qué te lleva a la corte?

– Bueno, no había tenido ocasión de pronunciar formalmente el juramento ante Orico desde la muerte de mi padre, y además, voy a representar a la Orden de la Hija de Palliar en la investidura.

– ¿Investidura? -preguntó Cazaril, con la mirada vacía.

– Ah, ¿ha decidido Orico al fin a quién va a entregar el generalato de la Orden de la Hija? -preguntó de Ferrej-. Desde la muerte del antiguo general, tengo entendido que hasta la última familia noble de Chalion lo importuna suplicándole el honor.

– No es de extrañar -comentó la provincara-. Comporta lucro y poder suficientes, aunque sea más modesto que el del Hijo.

– Oh, sí -convino Palli-. Todavía no se ha hecho público, pero es sabido… que recaerá sobre Dondo de Jironal, el hermano menor del canciller.

Cazaril se puso rígido; bebió un sorbo de vino para ocultar su desolación.

Tras una pausa prolongada, la provincara dijo:

– Qué elección más extraña. Sería de esperar que el general de una orden militar sagrada fuera un personaje más… austero.

– Pero, pero -apostilló de Ferrej-. ¡El canciller Martou de Jironal ostenta el generalato de la Orden del Hijo! ¿Dos, en una misma familia? Supone una peligrosa concentración del poder.

– Martou aspira también a convertirse en el provincar de Jironal -murmuró la provincara-, según los rumores. En cuanto se le terminen las fuerzas al viejo de Ildar.

– Eso no lo sabía -se sobresaltó Palli.

– Sí -dijo secamente la provincara-. A la familia Ildar no le hace ninguna gracia. Creo que cuentan con que el provincarazgo recaiga sobre uno de sus sobrinos.

Palli se encogió de hombros.

– Los hermanos Jironal ostentan una alta estima en Chalion, sin duda, merced a Orico. Supongo que yo, si fuera listo, encontraría la manera de agarrarme al dobladillo de sus capas e ir donde fueran ellos.

Cazaril frunció el ceño con la cara vuelta hacia el fondo de su copa y buscó la manera de desviar la conversación.

– ¿Qué otras noticias has oído?

– Bueno, hace dos semanas, el Heredero de Ibra ha enarbolado su estandarte en Ibra del Sur, una vez más, contra el viejo zorro, su padre. Todos pensaban que el tratado del verano pasado resistiría, pero parece que se reanudaron las disensiones el otoño pasado, y el roya lo ha repudiado. Otra vez.

– El Heredero -dijo la provincara-, presume. Ibra tiene otro hijo, al fin y al cabo.

– Orico respaldó al Heredero la última vez -observó Palli.

– A expensas de Chalion -murmuró Cazaril.

– Me da la impresión de que Orico pensaba a largo plazo. Al final -dijo Palli-, seguramente venza el Heredero. De uno u otro modo.

– El anciano gozará de una victoria amarga si para ello ha de derrotar a su hijo -comentó de Ferrej, en tono de meditada consideración-. No, apostaría a que se perderán más vidas, y luego firmarán un acuerdo entre ellos sobre los cadáveres.

– Lamentable tesitura -dijo la provincara, tensos los labios-. No puede salir nada bueno de ahí. Eh, de Palliar. Cuéntame una noticia agradable. Dime que la royina de Orico está embarazada.

Palli meneó la cabeza, apesadumbrado.

– No que yo sepa, mi dama.

– Bueno, en tal caso, vayamos a cenar y dejemos de hablar de política. Me despierta dolor de cabeza.

Los músculos de Cazaril se habían agarrotado en el tiempo que había pasado sentado, a despecho del vino; estuvo a punto de caerse al intentar levantarse de la silla. Palli lo cogió de un codo y le ayudó a incorporarse, con el ceño profundamente fruncido. Cazaril le dedicó un discreto movimiento de cabeza y se marchó para lavarse y cambiarse de ropa. Y auscultar sus heridas en privado.

La cena fue un evento jubiloso, al que asistió casi la totalidad de la casa. De Palliar, que desconocía la pereza cuando se trataba de comer o conversar en la mesa, acaparó la atención de todos los presentes, desde la de lord Teidez y lady Iselle hasta el último paje, con sus relatos. A pesar del vino, supo mantener la compostura ante tan ínclito auditorio, y contó únicamente las anécdotas más alegres, concediéndose en ellas más el papel de blanco de las bromas que el de héroe. La narración de cómo había seguido a Cazaril en una batida nocturna contra los zapadores roknari, disuadiéndolos así de su empeño durante un mes, consiguió que las miradas desorbitadas de los presentes se volcaran sobre Cazaril además de sobre el narrador. Era evidente que les costaba imaginarse al tímido y comedido secretario de la rósea sonriendo en medio del fango y el hollín, escalando la montaña de humeantes escombros con una daga en la mano. Cazaril se dio cuenta de que se resentía de las miradas. Querría ser… invisible, en esos momentos. En dos ocasiones intentó Palli pasarle la pelota de la conversación, para dar un nuevo giro al entretenimiento, y por dos veces volvió al campo de Palli o de de Ferrej. Ante el segundo fracaso, Palli desistió de intentar tirarle de la lengua.

La velada se prolongó hasta bien entrada la noche, pero al fin llegó la hora que tanto había anhelado y temido Cazaril, cuando todo el mundo se hubo retirado a sus aposentos, y Palli llamó a la puerta de su habitación. Cazaril le invitó a pasar, arrimó el baúl a la pared, lo cubrió con un cojín para su huésped y él mismo se sentó en la cama; tanto él como ella crujían audiblemente. Palli se acomodó y lo miró fijamente a la tenue luz de las dos velas, y comenzó con una franqueza que revelaba el hilo de sus pensamientos con pasmosa nitidez.

– ¿Un error, Caz? ¿Te has parado a pensarlo?

Cazaril exhaló un suspiro.

– Tuve diecinueve meses para pensarlo, Palli. Manoseé todas las posibilidades mentalmente hasta dejarlas tan desgastadas como una moneda vieja. Pensé en ello hasta hartarme de pensar, y lo di por olvidado. Está olvidado.

Esta vez, Palli desechó la noción con firmeza.

– ¿Crees que los roknari quisieron vengarse de ti, escondiéndote de nosotros y proclamando tu muerte?

– Es una posibilidad. -Salvo por el hecho de que vi la lista.

– ¿U omitiría alguien tu nombre en la lista a propósito? -insistió Palli.

La lista estaba redactada del puño y letra de Martou de Jironal.

– Ésa fue mi conclusión final.

Palli expulsó el aliento con un silbido.

– ¡Vil! Vil traición, después de todo lo que padecimos… ¡Maldita sea, Caz! Cuando llegue a la corte, pienso hablar de esto al marzo de Jironal. Es el señor más poderoso de Chalion, bien lo saben los dioses. Juntos, apuesto a que llegaremos al fondo de…

– ¡No! -Cazaril se elevó de sus cojines, aterrado-. ¡Palli, no! ¡Ni siquiera le digas que existo a de Jironal! No saques el tema, no me menciones… si el mundo cree que estoy muerto, tanto mejor. Si hubiera estado al corriente de la situación, me habría quedado en Ibra. Tú… déjalo correr.

Palli se le quedó mirando fijamente.

– Pero… Valenda no es que sea el confín del mundo. Está claro que la gente se enterará de que sigues con vida.

– Es un lugar tranquilo y pacífico. Aquí no molesto a nadie.

Había otros hombres igual de valientes, algunos más fuertes; era la inteligencia de Palli lo que le había convertido en el teniente favorito de Cazaril en Gotorget. Sólo hacía falta mostrarle el cabo de un hilo para que empezara a desenredar la madeja… entornó los ojos, que centellaban a la suave luz de las velas.

– ¿De Jironal? ¿En persona? Por los cinco dioses, ¿qué le hiciste?

Cazaril se revolvió, incómodo.

– No creo que fuese nada personal. Creo que fue tan sólo un pequeño… favor, a otra persona. Un favor de nada.

– Entonces hay al menos dos hombres que saben la verdad. Dioses, Caz, ¿qué dos?

Palli continuaría husmeando… Cazaril no tendría que decirle nada… demasiado tarde para eso… o lo suficiente para acallar sus dudas. Nada de medias tintas, la mente de Palli persistiría en la solución del rompecabezas… a la que ya se estaba aplicando.

– ¿Quién podría odiarte de ese modo? Siempre fuiste una persona afable, eras célebre por tu negativa a participar en duelo alguno, dejando que los fanfarrones se pusieran en evidencia ellos solos, por tu talante pacificador, por conseguir los términos más asombrosos en los tratados, por evitar el partidismo… ¡Por el infierno del Bastardo, ni siquiera apostabas jugando! ¡Un favor de nada! ¿Quién iba a albergar un odio tan implacable y cruel contra ti?

Cazaril se frotó la frente, donde comenzaba a instalarse un dolor sordo, y no por culpa del vino de la cena.

– Miedo. Creo.

Palli frunció los labios en señal de estupefacción.

– Y si se llega a saber que tú lo sabes, tendrán miedo también de ti. No te lo deseo, Palli. Quiero que permanezcas al margen.

– Si el miedo llega hasta ese extremo, el simple hecho de que hayamos conversado me convertirá en sospechoso. Su miedo, sumado a mi ignorancia… ¡dioses, Caz! ¡No me sueltes en el campo de batalla con los ojos vendados!

– ¡No quiero volver a enviar a ningún hombre al campo de batalla! -La fiereza de su propia voz cogió a Cazaril por sorpresa. Palli abrió mucho los ojos. Pero la solución, la manera de utilizar la insaciable curiosidad de Palli contra él, se le apareció a Cazaril en ese momento-. Si te digo lo que sé, y cómo lo sé, ¿me darás tu palabra -¡tu palabra!- de olvidar el asunto? No investigues, no lo menciones, no me menciones a mí… nada de sugerencias veladas, nada de rondar el tema…

– ¿Cómo, igual que tú ahora? -lo interrumpió secamente Palli.

Cazaril soltó un gruñido, medio divertido, medio de dolor.

– Exacto.

Palli apoyó la espalda en la pared, y se pasó la mano por los labios.

– Menudo comerciante -dijo, risueño-. Intentando venderme un cerdo encerrado en un saco, sin abrirlo para que vea antes al animal.

– Oink -murmuró Cazaril.

– Como si sólo quisiera comprar los chillidos… maldita sea, está bien. Nunca nos ordenaste adentrarnos en terreno peligroso a ciegas, ni nos guiaste a ninguna emboscada. Confiaré en tu buen juicio… exactamente hasta donde tú confíes en mi discreción. De eso te doy mi palabra.

Bonita contraestocada. Cazaril no pudo por menos de admirarla. Suspiró.

– De acuerdo. -Permaneció sentado en silencio un momento después de esta doble (y agradecida) rendición, ordenando sus ideas. ¿Por dónde empezar? Bueno, tampoco era que no lo hubiera repasado, y repasado, y vuelto a repasar en su cabeza. Era un relato de lo más trillado, aun cuando no hubiera salido nunca de sus labios-. Es bien breve. Me reuní por vez primera con Dondo de Jironal para parlamentar hará cuatro, no, cinco ya, hace ahora cinco años. Yo formaba parte del grupo de Guarida en aquella pequeña guerra fronteriza contra el demente príncipe roknari Olus, ya sabes, el que tenía por costumbre enterrar a sus enemigos hasta la cintura en excremento y quemarlos con vida, el que asesinaron cerca de un año después sus propios guardaespaldas.

– Ah, sí. He oído hablar de él. Dicen que terminó con la cabeza enterrada en escoria.

– Circulan varias versiones. Pero por aquel entonces seguía estando al mando. Lord de Guarida había acorralado al ejército, bueno, a la horda de Olus en lo alto de las colinas que lindaban con su principado. Lord Dondo y yo partimos en calidad de enviados, bajo bandera de tregua, para comunicar un ultimátum a Olus y disponer los términos de la rendición y los rescates. Las cosas… se torcieron durante la conferencia, y Olus decidió que sólo necesitaba un mensajero para transmitir su desafío a la asamblea de señores de Chalion. Así que nos retuvo en su tienda, a Dondo y a mí, rodeados por cuatro de sus monstruosos guardias con espadas, y nos dio a elegir. El que cortara la cabeza al otro tendría permiso para regresar con ella a nuestras líneas. Si nos negábamos ambos, ambos moriríamos, y devolvería las dos cabezas vía catapulta.

Palli abrió la boca, pero el único comentario que pudo emitir fue:

– Ah.

Cazaril cogió aliento.

– Me ofrecieron la espada a mí primero. La rechacé. Olus me susurró, con su extraña voz untuosa, "No podéis ganar esta partida, lord Cazaril", y yo le respondí, "Lo sé, mi hendi. Pero puedo hacer que vos la perdáis". Guardó silencio un instante, pero luego soltó la risa. Se volvió y ofreció la espada a Dondo, que para entonces se había puesto igual de verde que un cadáver…

Palli se revolvió en su asiento, pero no interrumpió; sin palabras, indicó a Cazaril que continuara.

– Uno de los guardias me tiró al suelo de rodillas y me jaló del cabello, estirándome el cuello sobre una banqueta para los pies. Dondo… descargó el tajo.

– ¿Contra el brazo del guardia? -preguntó Palli, ansioso.

Cazaril vaciló.

– No. Pero Olus, en el último instante, interpuso su espada entre nosotros, y el arma de Dondo cayó con la hoja de plano, y resbaló… -Todavía podía escuchar el estridente raspón del metal sobre metal, con los oídos de su memoria-. Acabé con un verdugón en la nuca, que permaneció negro un mes entero. Dos de los guardias arrebataron la espada a Dondo. Y luego nos montaron a nuestros caballos y nos enviaron de regreso al campamento de de Guarida. Mientras me ataban las manos a la silla, Olus volvió a acercárseme y susurró, "Veremos ahora quién pierde". Fue un trayecto muy silencioso. Hasta que avistamos el campamento. Dondo me miró por vez primera, y dijo, "Si llegas a relatar lo ocurrido, te mato". A lo que yo respondí, "No te preocupes, lord Dondo. En la mesa sólo cuento historias divertidas". Tendría que haber jurado silencio. Ahora lo sé, y sin embargo… quizá ni siquiera eso hubiera bastado.

– ¡Te debe la vida!

Cazaril negó con la cabeza, y apartó la mirada.

– He visto su alma en cueros. No creo que sepa perdonármelo. Bien, no hablé de ello, claro, y él lo dejó estar. Pensé que aquel era el final. Pero luego llegó Gotorget, y luego… en fin. Lo que pasó después de Gotorget. Y ahora estoy doblemente maldito. Si Dondo llega a enterarse, si alguna vez se da cuenta de que yo sé exactamente cómo fue que acabé vendido a las galeras, ¿cuánto crees que valdrá mi vida? Pero si no digo nada, si no hago nada, nada para recordárselo… quizá a estas alturas ya se haya olvidado. Lo único que quiero es estar en paz, en este lugar tan tranquilo. Sin duda en la actualidad se enfrenta a enemigos más acuciantes. -Volvió el rostro hacia Palli, y dijo, con voz tirante-: No me menciones a ninguno de los Jironal. Jamás. Nunca has oído esta historia. Apenas si me conoces. Si alguna vez me has querido, Palli, déjalo estar.

Palli tenía los labios apretados; su juramento lo obligaría, pensó Cazaril. Pero, no obstante, hizo un ademán contrariado.

– Como quieras, pero, pero… maldita sea. Maldita sea. -Miró durante largo rato a Cazaril, como si buscara quién sabe qué en su semblante-. Has cambiado mucho. Y no me refiero a esa lamentable barba de pacotilla.

– ¿Sí? Bueno, mejor.

– ¿Cómo…? -Palli apartó la mirada, volvió a fijarse en Cazaril-. ¿Cómo lo has pasado? De verdad. En las galeras.

Cazaril se encogió de hombros.

– Tuve suerte, dentro de lo que cabe. Sobreviví. Otros no.

– Circulan todo tipo de historias espantosas, cómo aterrorizan a los esclavos, o… abusan de ellos…

Cazaril se rascó la difamada barba. Le pareció inadecuado aportar demasiados detalles.

– Las historias no son tanto falsas como retorcidas, exageradas… hechos excepcionales que se confunden con algo normal. Los mejores capitanes nos trataban del mismo modo que trata un buen granjero a sus animales, con una especie de bondad desapasionada. Comida, agua… je… ejercicio… higiene suficiente para librarnos de enfermedades y mantenernos en buen estado. Apalear a un hombre hasta dejarlo inconsciente es la mejor manera de apartarlo de su remo, sabes. Además, ese tipo de… disciplina física sólo era necesario en puerto. Una vez zarpabas, el mar se ocupaba de todo.

– No lo entiendo.

Cazaril arqueó las cejas.

– ¿Para qué vas a romperle la cabeza a un hombre cuando puedes romperle el corazón, arrojándolo por la borda, con las piernas oscilando en el agua a modo de cebo para los grandes peces? Los roknari sólo tenían que esperar unos instantes antes de que les rogáramos y suplicáramos llorando que nos devolvieran a nuestra esclavitud.

– Siempre fuiste un buen nadador. Eso te ayudaría a soportarlo mejor que la mayoría. -La voz de Palli era implorante.

– Al contrario, me temo. Los hombres que se hundían como piedras encontraban un final clemente. Piensa en ello, Palli. Yo lo hice. -Todavía lo hacía, sentándose como impulsado por un resorte en la cama, a oscuras, por culpa de alguna pesadilla en la que el agua se cernía sobre su cabeza. O algo peor… no. Cierta vez, el viento había arreciado inesperadamente mientras uno de los maestres remeros se entretenía jugando a este juego con cierto ibrano recalcitrante, y el capitán, ansioso por llegar a puerto antes que la tormenta, se había negado a dar media vuelta. Los alaridos del ibrano habían despertado ecos en las aguas mientras la nave se alejaba, volviéndose cada vez más débiles… El capitán había cobrado al maestre remero el importe de un nuevo galeote, en castigo por su falta de previsión, lo que lo había tenido de un humor de perros durante semanas.

Al cabo, Palli dijo:

– Oh.

Y tanto que oh.

– Te digo que mi orgullo, y mi boca, me ganaron una paliza la primera vez que me subieron a bordo, pero eso era porque todavía me tenía por un lord de Chalion. Renunciaría a esas pretensiones… más adelante.

– Pero… no te… no te sometieron a… quiero decir, no te degradarían… um.

La luz era demasiado tenue para juzgar si Palli se había ruborizado, pero Cazaril comprendió al cabo que lo que intentaba preguntar de manera tan aturrullada y preocupada era si lo habían violado. Cazaril torció los labios en un rictus de afinidad.

– Me parece que confundes las flotas roknari con las de Darthaca. Me temo que esas leyendas obedecen a las fantasías de alguien. La herejía roknari de los cuatro dioses convierte en crimen el tipo de amor desviado que rige aquí el Bastardo. Los teólogos roknari afirman que el Bastardo es un demonio, igual que su padre, y no un dios, como su santa madre, y por eso nos llaman adoradores del diablo… lo que supone una grave ofensa contra la Dama del Verano, creo, amén de contra el pobre Bastardo, ¿o acaso pidió nacer? Torturan y ahorcan a los sodomitas, y los mejores capitanes roknari no toleran esa conducta a bordo, entre hombres ni esclavos.

– Ah. -Palli se sintió aliviado. Pero entonces, siendo Palli, se le ocurrió preguntar -: ¿Y los peores capitanes roknari?

– Su discreción podía resultar letal. No me ocurrió a mí, supongo que estaba demasiado flaco, pero algunos de los más jóvenes, los muchachos más blandos… Los esclavos sabíamos que ellos eran nuestro sacrificio, e intentábamos ser amables con ellos cuando regresaban a los bancos. Algunos lloraban. Algunos aprendían a sacar provecho de su infortunio… pocos de nosotros los despreciábamos por las raciones extras o las fruslerías que compraban a tan alto precio. Era un juego peligroso, puesto que los roknari que se sentían atraídos hacia ellos en secreto podían volverles la espalda en cualquier momento, y asesinarlos como si así pudieran matar su propio pecado.

– Me estás poniendo los pelos de punta. Pensaba que había visto mundo, pero… eh. Al menos te libraste de lo peor.

– No sé qué es lo peor -dijo Cazaril, meditabundo-. Una vez se divirtieron cruelmente conmigo por espacio de una tarde infernal. La broma hacía que pareciera que lo que ocurría con algunos de los muchachos pareciera una bondad, pero ningún roknari se arriesgaba a ir a la horca por ella. -Se dio cuenta de que nunca había mencionado a nadie aquel incidente, ni a los amables acólitos del templo hospital, ni mucho menos a ningún miembro de la casa de la provincara. No había tenido a nadie a quien pudiera contárselo, hasta ahora. Continuó, casi con entusiasmo-. Mi corsario cometió el error de abordar un pesado mercante brajarano, y divisó demasiado tarde las dos galeras que lo escoltaban. Mientras nos perseguían, solté el remo, desmayado a causa del calor. Para darme algún uso a pesar de todo, el maestre remero me quitó las cadenas, me desnudó, y me colgó de la barandilla de popa con las manos atadas a los tobillos, para escarnio de nuestros perseguidores. No sé si los proyectiles de ballesta que se estrellaron contra la barandilla o la popa a mi alrededor obedecían a la buena o a la mala puntería de los arqueros brajaranos, ni a la misericordia de qué dios debo el no haber terminado mis días con algunos de ellos clavados en mi culo. A lo mejor pensaban que era un roknari. A lo mejor intentaban poner fin a mis desdichas. -Motivado por la mirada desorbitada de Palli, Cazaril omitió algunos de los detalles más grotescos-. Verás, vivimos atemorizados durante meses en Gotorget, hasta que nos acostumbramos, como si el miedo fuera un escozor en las entrañas que hubiéramos aprendido a ignorar, aunque nunca desapareciera del todo.

Palli asintió.

– Pero descubrí que… es curioso. No sé muy bien cómo expresarlo. -Nunca había tenido ocasión de intentar ponerlo con palabras, en un lugar donde pudiera verlo, hasta ahora-. Descubrí que hay un lugar que está más allá del miedo. Cuando el cuerpo y la mente ya no pueden resistir más. El mundo, el tiempo… se reordenan. Mi corazón dejó de latir desbocado, dejé de sudar y salivar… era casi como una especie de trance divino. Cuando me colgaron los roknari, lloré de miedo y vergüenza, agonizando de repugnancia. Cuando los brajaranos desistieron al fin, y el maestre remero me descolgó, cubierto de llagas a causa del sol… me estaba riendo. Los roknari pensaron que había enloquecido, y lo mismo mis pobres compañeros de banco, pero no creo que fuera eso. Es que todo el mundo era… nuevo. Evidentemente, el mundo entero medía tan sólo unas pocas docenas de pasos, y estaba hecho de madera, y se balanceaba en el agua… el tiempo entero se reducía al vuelco de un reloj de arena. Planeaba mi vida a cada hora con la misma precisión que divide uno el año, y nunca más de una hora. Todos los hombres eran buenos y hermosos, cada uno a su manera, roknari y esclavos por igual, de sangre noble o vil, y yo era amigo de todos, y sonreía. Ya no tenía miedo. Eso sí, procuré no volver a desmayarme sobre el remo.

Habló más despacio, caviloso.

– Así que, cuando el miedo me atenaza de nuevo el corazón, siento más agradecimiento que otra cosa, puesto que me lo tomo como una señal de que, a fin de cuentas, no estoy loco. O quizá, cuando menos, de que estoy mejorando. El miedo es mi amigo.

Alzó la vista, con una fugaz sonrisa contrita.

Palli estaba sentado pegado contra la pared, tensas las piernas, los ojos negros abiertos como platos, con una sonrisa hierática. Cazaril se rió con ganas.

– Cinco dioses, Palli, perdona. No pretendía convertirte en un mulo en el que cargar mis confidencias, para transportarlas a lugar seguro. -O quizá sí, pues Palli se iría mañana, después de todo-. Menuda colección de fieras para cargarte con ella. Lo siento.

Palli desechó sus disculpas con un ademán, como quien espanta una mosca. Movió los labios; tragó saliva, y consiguió decir:

– ¿Seguro que no fue una simple insolación?

Cazaril se rió en voz baja.

– Oh, también padecí una insolación, claro. Pero si no te mata, la insolación desaparece al par de días. Esto duró… meses. -Hasta el último incidente con aquel aterrorizado y desafiante muchacho ibrano, y la consiguiente tanda de latigazos para Cazaril-. Nosotros, los esclavos…

– ¡Deja de decir eso! -exclamó Palli, pasándose las manos por el cabello.

– ¿Que deje de decir qué? -preguntó Cazaril, desconcertado.

– Deja de decir eso. Nosotros, los esclavos. ¡Eres un señor de Chalion!

La sonrisa de Cazaril se torció. En voz baja, dijo:

– En ese caso, ¿nosotros, los señores, remando? ¿Sudando, meando, jurando, gruñendo, los señores? No, Palli. En las galeras no éramos señores ni hombres. Éramos hombres o animales, y lo que demostraba qué eras no guardaba relación que yo supiera con la cuna ni la sangre. El alma más noble que conocí allí había sido curtidor, y le besaría los pies ahora mismo, dichoso, si supiera que sigue con vida. Nosotros, los esclavos, los señores, los necios, los hombres y las mujeres, los mortales, los juguetes de los dioses… todo es lo mismo, Palli. Para mí, ahora todo es lo mismo.

Tras inhalar profundamente, y contener la respiración largo rato, Palli cambió abruptamente de tema hacia los pormenores del mando de su escolta de la orden militar de la Hija. Cazaril se encontró comparando trucos útiles para tratar la carcoma del cuero y las infecciones de los cascos de los caballos. Poco después, Palli se retiró -o huyó- a descansar. Una retirada disciplinada, pero Cazaril reconoció su naturaleza a pesar de todo.

Se acostó con sus dolores y sus recuerdos. Pese al banquete y el vino, el sueño tardó en venir. Quizá el miedo fuera su amigo, si es que no había hablado por hablar para impresionar a Palli, pero estaba claro que los hermanos de Jironal no lo eran. Los roknari dijeron que te había matado la fiebre era una mentira flagrante, y, astutamente, imposible de comprobar ahora. En fin, estaba a salvo refugiado en la tranquila Valenda.

Esperaba haber prevenido a Palli lo suficiente para que se condujera con prudencia en la corte de Cardegoss y no pisara sin querer una pila de vieja escoria reseca. Cazaril se dio la vuelta a oscuras y elevó una plegaria susurrada a la Dama de la Primavera, para que velara por Palli. Y a todos los dioses y también al bastardo, por la liberación de todos los que estuvieran en el mar esa noche.

6

Cuando se celebró el desfile del templo que festejaba la llegada del verano, no invitaron a Iselle para que representara su papel de Dama de la Primavera; esa parte solía recaer en una mujer recién casada. Una joven novia sumamente tímida y recatada entregó el trono del avatar del dios reinante a una matrona igualmente bien educada y embarazada. Cazaril vio por el rabillo del ojo cómo el divino de la Sagrada Familia exhalaba aliviado al término de la ceremonia, que en esta ocasión se había visto librada de sorpresas espirituales.

La vida aminoraba su ritmo. Las pupilas de Cazaril suspiraban y bostezaban en la sofocante aula cuando el sol cocía las piedras del torreón, y su maestro también; una hora particularmente asfixiante, se rindió abruptamente y canceló para el resto de la estación todas las clases posteriores al almuerzo. Como había dicho Betriz, la royina Ista parecía mejorarse conforme los días se alargaban y suavizaban. Asistía con mayor frecuencia a las comidas de la familia y se sentaba casi todas las tardes con sus damas de compañía a la sombra de los árboles frutales que remataban el jardín de la provincara. Sin embargo, sus guardianas no le permitían subir a las vertiginosas almenas acariciadas por la brisa a las que tanto gustaban de escapar Iselle y Betriz para burlar el calor y la desaprobación de las diversas personas cuya avanzada edad les disuadía de subir escaleras.

Cazaril, expulsado de su propio aposento por el bochorno aplastante de un brumoso día de calina que había sucedido a una inusual noche de aguacero, se adentró en el jardín buscando un lugar más cómodo en el que acomodarse. El libro que llevaba debajo del brazo era uno de los pocos que contenía la magra biblioteca del castillo que no había leído ya, aunque no es que Las cinco sendas del alma: De los métodos exactos de la teología quintariana fuera una de sus pasiones. Quizá las hojas, aleteando sueltas en su regazo, consiguieran que su más que probable siesta tuviera un aire más docto para quienes pasaran por su lado. Dobló el cenador de rosas y se detuvo en seco al descubrir a la royina, acompañada de una de sus damas con un bastidor para bordar, ocupando el banco que él había ambicionado. Cuando las mujeres alzaron la cabeza, esquivó un par de excitadas abejas y les dedicó una reverencia compungida por su involuntaria intromisión.

– Quedaos, castelar de… Cazaril, ¿no es así? -murmuró Ista, cuando él se giraba dispuesto a marcharse-. ¿Qué tal va mi hija con sus nuevos estudios?

– Muy bien, mi lady -respondió Cazaril, girándose de nuevo, con una inclinación de cabeza-. Es muy diestra en cuestiones de aritmética y geometría, y muy, um, persistente con su darthaco.

– Bien -dijo Ista-. Eso está bien. -Contempló ausente, por un instante, el jardín desteñido por el sol.

La fámula se inclinó sobre su bastidor para anudar un hilo. Lady Ista no bordaba. Cazaril había oído a una doncella que susurraba que sus damas y ella habían trabajado medio año en un elaborado manto para el altar del Templo. En el momento en que se dieron las últimas puntadas, la royina lo cogió de improviso y lo quemó en la chimenea de su cámara aprovechando un descuido de sus mujeres. Tanto si ese relato era cierto como si no, sus manos no sostenían ninguna aguja hoy, sólo una rosa.

Cazaril escrutó su semblante en busca de un mayor reconocimiento.

– Me preguntaba… Había pensado preguntaros, mi lady, si os acordáis de mí de los días en que serví a vuestro noble padre en calidad de paje. Hace ya veinte años, así que no sería de extrañar que os hubierais olvidado de mí. -Aventuró una sonrisa-. Por aquel entonces no tenía barba.

Se llevó la mano a la mitad inferior de la cara.

Ista le devolvió la sonrisa, pero su ceño se acentuó con un esfuerzo de reconocimiento que era evidentemente fútil.

– Lo lamento. Mi difunto padre tuvo muchos pajes, a lo largo de los años.

– Por cierto, era un gran señor. Bueno, no importa. -Cazaril se cambió el libro de mano para ocultar su decepción, y sonrió aún con mayor compunción. Se temía que la amnesia de la royina no tuviera nada que ver con el estado de sus nervios. Lo más probable era que ella nunca hubiera reparado en él, siendo como era una mujer que miraba arriba y al frente, no abajo ni atrás.

La fámula de la royina, mientras rebuscaba en su costurero, murmuró:

– Drat -y levantó la cabeza para mirar a Cazaril-. Mi lord de Cazaril -dijo, sonriendo de modo incitante-. Si no os molesta, ¿podríais quedaros y hacer compañía a mi lady mientras voy corriendo a mi cuarto y busco mi seda verde oscura?

– No es ninguna molestia, dama -fue la respuesta automática de Cazaril-. Es, um… -Miró de soslayo a Ista, que le devolvió una mirada franca, con un inquietante deje de ironía. Bueno, tampoco es que Ista fuera susceptible de empezar a dar alaridos o a revolcarse por los suelos. Incluso las lágrimas que había visto amontonarse a veces en sus ojos se empozaban en silencio. Dedicó a la fámula una discreta reverencia cuando se levantó la mujer, que lo cogió del brazo y se lo llevó un poco aparte, al otro lado del cenador.

Se puso de puntillas para susurrarle al oído.

– No pasará nada. Pero no mencionéis a lord de Lutez. Y quedaos junto a ella hasta mi regreso. Si empieza a hablar de nuevo del viejo de Lutez, vos… no os alejéis de ella.

Se fue corriendo.

Cazaril sopesó su situación.

El brillante lord de Lutez había sido el consejero más próximo del difunto roya Ista durante treinta años: amigo de la infancia, hermano de armas, compañero leal. Con el tiempo, Ias le había investido con todos los honores que estaba en su mano dispensar, nombrándolo provincar de dos distritos, canciller de Chalion, mariscal de las tropas de su casa y maestre de la rica orden militar del Hijo… todo en aras de controlar y compeler al resto, murmuraban los hombres. Enemigos y admiradores por igual convenían en susurros que a de Lutez sólo le faltaba el título para ser roya de Chalion. E Ias su royina…

Cazaril se preguntaba a veces si había sido debilidad o astucia lo que había animado a Ias a dejar en manos de de Lutez el trabajo sucio, ganándose las críticas de los altos señores, ganándose el sobrenombre de Ias el Bueno. Aunque no, concedió Cazaril, Ias el Fuerte, ni Ias el Sabio, ni siquiera, bien lo sabían los dioses, Ias el Afortunado. Era de Lutez el que había organizado el segundo desposorio de Ias con la dama Ista, desmintiendo sin duda el persistente rumor que circulaba entre la nobleza de Cardegoss acerca de un amor antinatural entre el roya y su amigo de toda la vida. Y aun así…

Cinco años después del matrimonio, de Lutez había caído en desgracia a los ojos del roya, que le había arrebatado todos sus honores, abrupta y letalmente. Acusado de traición, había muerto torturado en las mazmorras del Zangre, la gran fortaleza real de Cardegoss. Fuera de la corte de Chalion, se había rumoreado que su traición consistía en haber amado a la joven royina Ista. En círculos más íntimos, un susurro considerablemente más atenuado sostenía que era Ista la que había persuadido finalmente a su esposo para que destruyera a su odiado rival a cambio de su amor.

Como quiera que se dispusiera el triángulo, la destructora geometría de la muerte había cambiado los tres vértices por dos, y luego, cuando Ias se recluyó y murió menos de un año después que de Lutez, por uno sólo. E Ista había cogido a sus hijos y había huido del Zangre, o había sido exiliada de él.

De Lutez, No mencionéis a de Lutez. No mencionéis, por tanto, gran parte de la historia de la última generación y media de Chalion. De acuerdo.

Cazaril regresó junto a Ista y, no sin cierta cautela, se sentó en la silla que había dejado vacía la fámula ausente. Ista había empezado a desmenuzar su rosa, no con saña, sino delicada y sistemáticamente, arrancando los pétalos y dejándolos en el banco a su lado, disponiéndolos en imitación de su forma original, un círculo dentro de otro formando una espiral hacia dentro.

– Los muertos perdidos me visitaron en sueños anoche -continuó Ista, en tono familiar-. Aunque no eran más falsos sueños. ¿También te visitan a ti, Cazaril?

Cazaril parpadeó, y concluyó que la royina parecía demasiado cabal para que esto pudiera tildarse de demencia, aun cuando su conducta pareciera un tanto errática. Y además, no le costaba comprender a qué se refería, lo que sin duda no ocurriría de estar ella loca.

– A veces sueño con mi madre y padre. Durante un momento, caminan y hablan como si estuvieran vivos… así que lamento despertar, y perderlos de nuevo.

Ista asintió.

– Los sueños falsos son así de tristes. Pero los verdaderos son crueles. Los dioses te libren de soñar alguna vez sus sueños verdaderos, Cazaril.

Cazaril frunció el ceño, y ladeó la cabeza.

– Todos mis sueños son batiburrillos confusos, y se dispersan como el humo y el vapor cuando despierto.

Ista inclinó la cabeza sobre su rosa desnuda; se afanaba ahora en esparcir los estambres de polvo dorado, delgados como hilos de seda, formando un diminuto abanico inscrito en el círculo de pétalos.

– Los sueños verdaderos oprimen el corazón y el estómago como un puño de plomo. Su peso basta para… ahogar nuestras almas en el desconsuelo. Los sueños verdaderos caminan a la luz del día. Y en cambio también nos traicionan, igual que se traga un hombre de carne y hueso el vómito de sus promesas, igual que un perro la cena que se le arroja. No depositéis vuestra confianza en los sueños, castelar. Ni en las promesas de los hombres.

Alzó el semblante de su composición de pétalos, súbitamente intensa su mirada.

Cazaril carraspeó, incómodo.

– No, dama, eso sería una tontería. Pero es agradable ver a mi padre, de vez en cuando. Pues no volveré a verlo de otra forma.

Ista le dedicó una extraña sonrisa soslayada.

– ¿No os dan miedo vuestros muertos?

– No, mi lady. No en sueños.

– A lo mejor vuestros muertos no son gente temible.

– En su mayoría, no, señora -convino Cazaril.

En lo alto de la muralla del torreón, los postigos de una ventana se abrieron de par en par y la fámula de Ista se asomó al jardín. Aparentemente tranquilizada al ver a su dama enfrascada en amena conversación con su mal vestido cortesano, saludó con la mano y desapareció de nuevo.

Cazaril se preguntó cómo pasaba el tiempo Ista. No cosía, al parecer, ni evidenciaba afición por la lectura, ni disfrutaba de la compañía de músicos. La había visto esporádicamente dedicada a sus oraciones, pasando horas algunas semanas en la sala de los ancestros, o frente al pequeño altar portátil que guardaba en sus aposentos, o, con mucha menos frecuencia, escoltada por sus damas y de Ferrej camino del templo de la ciudad, aunque nunca en los momentos de mayor congregación. A veces, transcurrían semanas en las que parecía que no se acordara siquiera de los dioses.

– ¿Encontráis consuelo en la plegaria, mi lady? -preguntó, rindiéndose a la curiosidad.

Ista levantó la cabeza, y su sonrisa se marchitó un poco.

– ¿Yo? Yo no encuentro consuelo en ninguna parte. Los dioses se burlan de mí. Les devolvería el favor, pero retienen mi corazón y mi aliento como rehenes de sus caprichos. Mis hijos son prisioneros de la fortuna. Y la fortuna se ha vuelto loca, en Chalion.

– Me parece que hay prisiones peores que este soleado torreón, señora -ofreció Cazaril, vacilante.

Ista arqueó las cejas, y se reclinó.

– Oh, sí. ¿Habéis estado alguna vez en el Zangre, en Cardegoss?

– Sí, cuando era joven. No recientemente. Era un laberinto inmenso. Me pasé la mitad del tiempo perdido.

– Qué curioso. También yo me perdí en él… veréis, está encantado.

Cazaril pensó en ese comentario tajante.

– No debería extrañarme. Está en la naturaleza de las grandes fortalezas que mueran en él tantas personas como las construyeron, las ganaron, las perdieron… hombres de Chalion, los renombrados masones roknari antes que nosotros, los primeros reyes, y hombres antes que ellos que estoy seguro se arrastraron hasta sus cuevas, en una época perdida entre las brumas del tiempo. En eso consiste su prominencia. -Hogar de royas y nobles durante generaciones; cientos y cientos de hombres y mujeres habían acabado sus vidas en el Zangre, algunos de manera harto espectacular… otros más discretamente-. El Zangre es más antiguo que la propia Chalion. Es lógico que… acumule.

Ista empezó a arrancar con delicadeza las espinas del tallo de la rosa, para alinearlas en una hilera semejante a los dientes de una sierra.

– Sí. Acumula. Ésa es la palabra exacta. Acumula calamidades igual que una cisterna, igual que los canalones y las cloacas acumulan el agua de lluvia. Haréis bien en evitar el Zangre, Cazaril.

– No siento deseos de asistir a la corte, mi lady.

– Yo sentí ese deseo, una vez. Con todo mi corazón. Las maldiciones más salvajes de los dioses se ciernen sobre nosotros en respuesta a nuestras plegarias, sabéis. Rezar es un acto peligroso. Creo que debería prohibirlo la ley.

Empezó a pelar el tallo de la rosa; las finas tiras verdes revelaban delicadas líneas de médula blanca.

Cazaril no sabía qué responder a esto, por lo que se limitó a sonreír, dubitativo.

Ista comenzó a seccionar la médula a lo largo.

– Hubo una vez una profecía referente a lord de Lutez, según la cual no se ahogaría nunca salvo en la cima de una montaña. Y nunca le tuvo miedo a nadar después de aquello, a despecho de la violencia de las olas, pues todo el mundo sabe que no hay agua en la cima de las montañas; baja toda a los valles.

Cazaril se tragó su pánico; miró en rededor subrepticiamente anhelando el regreso de la fámula. Seguía sin aparecer. Lord de Lutez, decían, había muerto torturado con agua en los calabozos del Zangre. Bajo las piedras del castillo, pero muy por encima de la ciudad de Cardegoss. Se humedeció los labios entumecidos, y aventuró:

– Veréis, nunca escuché tal cosa mientras el hombre vivía. En mi opinión, se lo inventó algún charlatán más tarde, para perpetrar un relato escalofriante. Las justificaciones… tienden a acumularse póstumamente ante una caída tan espectacular como la suya.

Los labios de Ista se separaron para componer la sonrisa más extraña. Terminó de desmenuzar los restos de la médula del tallo, los alineó sobre su rodilla, y los acarició para aplanarlos.

– ¡Pobre Cazaril! ¿Dónde te has vuelto tan sabio?

Cazaril se salvó de tener que intentar pensar en una respuesta gracias a la llegada de la dama de compañía de Ista, que emergió de nuevo de la puerta del torreón con una madeja de seda tintada en las manos. Cazaril se puso en pie de un salto y saludó a la royina con una reverencia.

– Vuestra dama regresa…

Se inclinó ligeramente al cruzarse con la fámula, que le susurró, apurada:

– ¿Ha sido sensata, mi lord?

– Sí, perfectamente. -A su manera…

– ¿Nada de de Lutez?

– Nada… digno de mención. -Nada que él quisiera mencionar, sin duda.

La sirvienta suspiró aliviada y prosiguió su camino, plantando una sonrisa en su rostro. Ista la observó con aburrida tolerancia cuando empezó a parlotear de todos los objetos que había tenido que levantar y abrir hasta encontrar su errático ovillo. A Cazaril se le pasó por la cabeza que la hija de la provincara, la madre de Iselle, tenía que estar en sus cabales.

Si Ista hablaba a muchos de sus tordos contertulios con los crípticos saltos racionales que había exhibido ante él, no era de extrañar que circularan rumores sobre su locura, y aun así… su ocasional capacidad de discurso le parecía más cifrado que farfulla. Un cifrado de una consistencia interna esquiva, puesto que sólo una persona conocía la clave. Persona que, evidentemente, no era él. Tampoco es que eso difiriera en gran medida de los síntomas de algunos casos de locura que había presenciado…

Cazaril apretó con fuerza su libro y fue a buscar una sombra menos perturbadora.

El verano avanzaba lánguidamente, lo que aliviaba a Cazaril en cuerpo y mente. Sólo el pobre Teidez se sentía frustrado por la inactividad, restringida la caza por culpa del calor, la estación y su tutor. Disparaba contra los conejos del castillo con una ballesta, agazapado entre las brumas del amanecer, para regocijo y aprobación de los jardineros de la casa. El muchacho estaba tan fuera de temporada, poseído por la inquietud y la vitalidad… Si alguna vez había habido un dedicado nato al Hijo del Otoño, dios de la caza, la guerra y el clima más templado, Cazaril juzgó que sin duda ése era Teidez.

Le sorprendió un poco verse acosado camino del almuerzo un caluroso mediodía por Teidez y su tutor. A juzgar por los rostros congestionados de ambos, se encontraban inmersos en otra de sus desgarradoras discusiones.

– ¡Lord Caz! -le dio el alto Teidez, sin aliento-. ¿A que el maestro de esgrima del antiguo provincar también llevaba a los pajes al matadero, para sacrificar a los terneros, para enseñarles coraje, en una lucha de verdad, y no en este, este, bailar dando vueltas por el anillo de duelo?

– Bueno, sí…

– ¡Ves, lo que te había dicho! -gritó Teidez a de Sanda.

– También practicábamos en el anillo -añadió inmediatamente Cazaril, en nombre de la solidaridad, por si le hiciera falta a de Sanda.

El tutor ensayó un rictus.

– La matanza del toro es una práctica nacional antigua, róseo. No es algo que corresponda a los nobles. Estáis destinado a ser un caballero, ¡cuando menos!, y no un aprendiz de matarife.

La provincara no empleaba maestro de esgrima en su casa en la actualidad, por lo que se había asegurado de que el tutor del róseo fuera un hombre versado en el manejo de la espada. Cazaril, que había asistido ocasionalmente a sus sesiones de entrenamiento con Teidez, respetaba la precisión de de Sanda. La técnica de de Sanda era efectiva, si bien nada excepcional. Caballerosa. Honorable. Pero si de Sanda conocía también las desesperadas y brutales artimañas que mantenían con vida a los hombres en el campo de batalla, no las compartía con Teidez.

Cazaril sonrió con ironía.

– El maestro de esgrima no nos adiestraba para convertirnos en caballeros, sino para llegar a ser soldados. A su favor, os diré una cosa: todos los campos de batalla que he visto en mi vida parecían más el patio de matarife que un anillo de duelo. No era agradable, pero nos enseñó a defendernos. Y no se desperdiciaba nada. Creo que daba igual si, al final del día, los toros morían después de haber sido perseguidos durante una hora por un pazguato armado con una espada, o si se les ponía la cabeza sobre el tajo para aplastársela con un mazo. -Aunque Cazaril nunca prolongaba la situación, al contrario que algunos jóvenes, que se enfrentaban a un juego macabro y peligroso con los animales enloquecidos. Con un poco de práctica, había aprendido a despachar a su bestia de una estocada, casi con la misma rapidez que el carnicero-. Cierto es que en el campo de batalla no nos comíamos lo que matábamos, salvo los caballos, a veces.

De Sanda le reprobó la agudeza sorbiendo por la nariz. Se volvió hacia Teidez, conciliador.

– Podríamos salir con los halcones mañana por la mañana, mi lord, si el tiempo acompaña. Y si termináis vuestros deberes de cartografía.

– Eso es un juego de niñas, con halcones y palomas… ¡palomas! ¡Qué me importan a mí las palomas! -Con voz anhelante, Teidez añadió-: En la corte del roya en Cardegoss, en otoño, cazan jabalíes en los robledales. Ésa sí que es una caza digna de hombres. ¡Dicen que esos cochinos son peligrosos!

– Muy cierto -convino Cazaril-. Sus colmillos pueden destripar un perro… o un caballo. O un hombre. Son mucho más veloces de lo que se espera uno.

– ¿Habéis cazado alguna vez en Cardegoss? -preguntó Teidez, ávido.

– Seguí a mi señor de Guarida unas cuantas veces.

– En Valenda no hay jabalíes -suspiró el róseo-. ¡Pero tenemos toros! Ya es algo. Mejor que las palomas… ¡o los conejos!

– Oh, cazar conejos sirve de entrenamiento para un soldado -ofreció Cazaril, a modo de consuelo-. Por si alguna vez os veis obligado a cazar ratas para comer. Se necesita casi la misma habilidad.

De Sanda le lanzó una mirada furibunda. Cazaril sonrió y abandonó la discusión con una reverencia, abandonando a Teidez a sus protestas.

Durante el almuerzo, Iselle entonó el contrapunto de una cantinela parecida, aunque el objeto de su asalto fue la autoridad de su abuela y no la de su tutor.

– Abuelita, mira que hace calor. ¿No podemos ir a bañarnos al río como hace Teidez?

Conforme arreciaba la fuerza del estío, los paseos a caballo vespertinos del róseo con su caballero tutor, sus fámulos y pajes, se habían cambiado por baños en una poza en el río, corriente arriba de Valenda; el mismo lugar que visitaban los sofocados pobladores del castillo en los tiempos de paje de Cazaril. Naturalmente, las damas quedaban excluidas de estas excursiones. Cazaril había declinado cortésmente las invitaciones de unirse a la partida, esgrimiendo sus responsabilidades para con Iselle. El verdadero motivo era que desnudarse para nadar exhibiría todos los viejos desastres que le señalaban la piel, una historia que no le apetecía airear. El recuerdo del equívoco que se había producido en la casa de baños todavía lo mortificaba.

– ¡Claro que no! -dijo la provincara-. Eso sería absolutamente impúdico.

– Con él no -dijo Iselle-. Hagamos nuestra propia partida, una excursión de damas. -Se volvió hacia Cazaril-. ¡Dijiste que las damas del castillo iban a nadar cuando tú eras paje!

– Las criadas, Iselle -corrigió su abuela, cansada-. La gente humilde. No es pasatiempo apropiado para ti.

Iselle se hundió de hombros, acalorada, colorada y haciendo pucheros. Betriz, libre del desfavorable rubor, se encorvó en el sitio, pálida y marchita por contraposición a la sofocada rósea. Se sirvió la sopa. Todo el mundo se quedó mirando los cuencos humeantes con repugnancia. Guardando las formas -como siempre- la provincara cogió la cuchara y dio un sorbo empecinado.

Cazaril dijo de repente:

– Pero lady Iselle sabe nadar, ¿no es así, vuestra gracia? Quiero decir que aprendió, presumiblemente, de pequeña.

– Desde luego que no -respondió la provincara.

– Ah. Oh, vaya. -Cazaril miró en torno a la mesa. La royina Ista no los acompañaba a esta comida; aliviado de la preocupación de cierto tema obsesivo, se decidió a sacar el tema-. Eso me recuerda una tragedia espantosa.

La provincara entrecerró los ojos; no mordió el anzuelo. Betriz, en cambio, sí.

– Oh, ¿cuál?

– Ocurrió cuando cabalgaba para el provincar de Guarida, durante una escaramuza con el príncipe roknari Olus. Las tropas de Olus cruzaron la frontera al amparo de la noche, y de la tormenta. Me pidieron que evacuara a las damas de la casa de Guarida antes de que cercaran la ciudad. Rayando el alba, después de haber pasado media noche a caballo, cruzamos un arroyo crecido. Una de las fámulas de su provincara fue arrastrada por la corriente cuando se cayó su caballo, arrastrada muy lejos por la fuerza del agua, junto al paje que se lanzó tras ella. Para cuando hube conseguido que mi caballo diera la vuelta, se habían perdido de vista… Encontramos los cuerpos a la mañana siguiente, curso abajo. El río no era tan profundo, pero había sido presa del pánico, al no tener ni idea de nadar. Sólo habrían hecho falta unas lecciones básicas para convertir aquel accidente fatal en un simple susto, y se hubieran salvado tres vidas.

– ¿Tres vidas? -inquirió Iselle-. La dama, el paje…

– La dama estaba embarazada.

– Oh.

Se cernió sobre la mesa un silencio ominoso.

La provincara se acarició la barbilla, mirando a Cazaril.

– ¿Es cierta esa historia, castelar?

– Sí -suspiró Cazaril. La mujer tenía la carne tumefacta y magullada, fría, azulada, inerte como la arcilla cuando la tocó para sacarla del agua, pesadas las ropas empapadas de agua, pero mayor era el peso que sintió Cazaril en el corazón-. Tuve que informar a su marido.

– Huh -gruñó de Ferrej. Pese a ser el anecdotista más consumado a la mesa, no intentó superar este relato.

– No es una experiencia que desee revivir -añadió Cazaril.

La provincara bufó y apartó la mirada. Transcurrido un momento, dijo:

– Mi nieta no puede zambullirse en el río desnuda igual que una anguila.

Iselle se irguió en su asiento.

– Pero podríamos ponernos, eh, ropas de lino.

– Cierto, si alguien tiene que nadar en una emergencia, lo más probable es que ésta lo encuentre con la ropa puesta -contribuyó Cazaril.

Betriz aventuró, en un susurro:

– Y sería el doble de refrescante. La primera vez al bañarnos, y la segunda al tendernos para que se seque la ropa.

– ¿No podría instruirlas alguna dama de la casa? -intentó sonsacar Cazaril.

– Ninguna sabe nadar -dijo la provincara, con firmeza.

Betriz asintió para confirmarlo.

– Sólo chapotean. -Alzó la mirada discretamente-. ¿No podríais enseñarnos vos a nadar, lord Caz?

Iselle dio una palmada.

– ¡Oh, sí!

– He… uh… -tartamudeó Cazaril. Por otro lado… en esa compañía, podría dejarse la camisa puesta sin necesidad de dar explicaciones-. Supongo… si a vosotras os parece bien. -Miró de reojo a la provincara-. Y si vuestra abuela me da su permiso.

Tras un prolongado silencio, la provincara rezongó:

– Procurad no coger todos un resfriado.

Iselle y Betriz, prudentemente, prescindieron de vítores triunfales, pero lanzaron a Cazaril sendas miradas radiantes de gratitud. Se preguntó si creerían que se había inventado la historia de la dama ahogada en el arroyo.

Las clases comenzaron aquella misma tarde, con Cazaril de pie en el centro del río intentando persuadir a dos jovencitas atenazadas por el pánico de que no se ahogarían en cuanto se les mojara el cabello. Su preocupación por haber infringido las estrictas normas de seguridad remitió gradualmente conforme ambas muchachas se relajaban y aprendían a dejar que el agua las mantuviera a flote. Flotaban mejor que Cazaril, aunque sus meses a la mesa de la provincara habían eliminado parte de la enjutez lobuna de su rostro barbado.

Su paciencia demostró estar justificada. Hacia el final del verano, chapoteaban y se zambullían como nutrias en la poza excavada por la corriente. Cazaril se limitaba a sentarse en la orilla con el agua hasta la cintura e impartir ocasionales consejos.

El lugar que había elegido para acomodarse estaba relacionado sólo en parte con el interés por refrescarse. La provincara estaba en lo cierto, tenía que admitirlo… nadar era obsceno. Las holgadas camisolas de lino, empapadas a conciencia y adheridas a aquellos cuerpos jóvenes y esbeltos, se burlaban con creces del pudor que intentaban preservar, asombroso efecto que se cuidó de no mencionar a sus alegres pupilas. Lo peor era que el agua era un arma de doble filo. Los calzones de lino mojado y pegado a su entrepierna revelaban una disposición mental… um, corporal… um, una recuperación física que esperaba encarecidamente que no percibieran. Por lo menos Iselle parecía ajena. No estaba tan convencido de que Betriz fuera igual de despistada. Su fámula Nan de Vrit, de mediana edad, que declinaba las lecciones pero vadeaba las aguas poco profundas vestida de pies a cabeza con las faldas recogidas sobre las pantorrillas, no perdía detalle, y era evidente que debía hacer un esfuerzo para no soltar la risa. Caritativamente, parecía confiar en la buena fe de Cazaril, y no se reía de él en voz alta, ni murmuraba sobre él con la provincara. Al menos… él creía que no.

Cazaril era incómodamente consciente de que, a cada día que pasaba, aumentaba su aprecio por Betriz. Aún no hasta el punto de colar nefastos poemas anónimos por debajo de su puerta, gracias a los dioses por este ápice de cordura. Tocar el laúd debajo de su ventana era, quizá para bien, algo que ya no entraba dentro de sus posibilidades. Y sin embargo… a lo largo del cálido y plácido verano de Valenda, había empezado a atreverse a pensar en una vida más allá del vuelco de un reloj de arena.

Betriz le sonreía… eso era cierto, no eran imaginaciones suyas. Y era muy amable. Pero también sonreía a su caballo y era amable con él. Su sincera cortesía fraternal distaba de ser lo bastante sólida para cimentar un castillo de ensueño sobre ella, y menos aún para empezar a pensar en amueblar el castillo e irse a vivir a él. Sin embargo… le sonreía.

Rechazaba la idea repetidamente, pero no dejaba de reaparecer con nuevas fuerzas… al igual que otras cosas, lamentablemente, sobre todo durante las clases de natación. Pero él había renegado de la ambición, no pensaba hacer el ridículo nunca más, maldita sea. Su embarazoso vigor quizá señalara la recuperación de sus fuerzas, pero ¿de qué le servía? Seguía estando en posesión de las mismas tierras y los mismos dineros que durante sus días de paje, pero con menos esperanzas aún. Era una locura albergar fantasías de lujuria o amor, y aun así… El padre de Betriz era un hombre sin tierras de buena sangre, dedicado a su vida de servicio. Sin duda no despreciaría a un alma afín.

No despreciaría a Cazaril, no… de Ferrej era demasiado listo para eso. Pero también era lo bastante listo para saber que la belleza de su hija y su conexión con la rósea constituían una dote que podría reportarle algo mejor que el desventurado Cazaril en lo que a marido se refiere, mejor incluso que los rapaces gentiles que servían en la casa de la provincara en calidad de pajes. De todos modos, era evidente que, para Betriz, esos muchachos eran como cachorros empalagosos. Pero algunos de ellos tenían hermanos mayores, herederos de sus modestas propiedades…

Se sumergió en el agua hasta la barbilla y fingió no espiar con los ojos entrecerrados a Betriz, que escalaba una roca, con el lino traslúcido chorreando, la negra melena derramada sobre sus trémulas curvas. La joven estiró los brazos al sol antes de lanzarse al agua de panza para mojar a Iselle, que se zafó, chilló y chapoteó a su vez. Los días ya eran más cortos, las noches más frías, al igual que las tardes. El festival de la ascensión del Hijo del Otoño estaba a la vuelta de la esquina. Había hecho demasiado frío para nadar durante toda la semana pasada; tan sólo un puñado de días habían sido lo suficientemente cálidos para que estas excursiones privadas al río fueran tolerables. El galope tendido, y la caza, pronto tentarían a sus damiselas a enfrascarse en recreos más secos. Y su buen juicio regresaría a él igual que un perro extraviado. ¿Verdad?

El sesgo de la luz y el enfriamiento del aire sacaron a la remolona partida de nadadores del agua para secarse en la orilla de piedras. Cazaril se sentía tan reconfortado que ni siquiera las obligó a conducir su ociosa conversación en darthaco o roknari. Se ciñó los recios pantalones de montar y las botas -botas nuevas, de buena calidad, obsequio de la provincara- y el cinto de la espada. Apretó las cinchas de los caballos y les quitó las trabas, antes de ayudar a las damas a montar. A regañadientes, volviendo en numerosas ocasiones la vista hacia el nemoroso calvero junto al río que dejaban atrás, los excursionistas acometieron el ascenso de la colina en dirección al castillo.

En un arrebato de imprudencia, Cazaril azuzó su caballo para galopar al lado de Betriz. La joven lo miró de perfil, vislumbrándose fugitivo su hoyuelo. ¿Sería la ausencia de coraje, o la carencia de ingenio lo que tornó su lengua en madera dentro de su boca? Ambas, decidió. Lady Betriz y él atendían juntos a Iselle a diario. De demostrarse infructuosa su incursión en el ámbito de la coquetería, ¿se resentiría la valiosa familiaridad que había crecido entre ellos estando al servicio de la rósea? No… debía, diría algo… mas el caballo de Betriz aminoró su paso al trote a la vista del castillo, y se perdió la ocasión.

Cuando entraron en el patio, con el arañar de los cascos de sus caballos resonando sordamente sobre el adoquinado, Teidez salió como una exhalación de una puerta lateral, gritando:

– ¡Iselle! ¡Iselle!

La mano de Cazaril saltó a la empuñadura de su espada a causa de la conmoción -la túnica y los pantalones del joven estaban salpicados de sangre- antes de retirarse de nuevo al ver a un de Sanda cubierto de polvo y mugre siguiendo los pasos de su pupilo. El cruento aspecto de Teidez se debía simplemente a una tarde de entrenamiento en el matadero de Valenda. No era el horror lo que daba fuerzas a sus excitados gritos, sino el gozo. El rostro redondo que volvió a su hermana estaba radiante de felicidad.

– ¡Iselle, ha ocurrido algo maravilloso! ¡Adivina, adivina!

– Cómo quieres que lo adivine… -comenzó su hermana, riendo.

Impaciente, Teidez se dio por vencido con un aspaviento; la noticia brotó incontenible de sus labios.

– Acaba de llegar un correo del roya Orico. ¡Se nos ordena a ti y a mí que nos presentemos este otoño en su corte en Cardegoss! ¡Y mamá y la abuela no están invitadas! ¡Iselle, vamos a escapar de Valenda!

– ¿Vamos al Zangre? -Iselle prorrumpió en gritos de alegría, y saltó de la silla para coger las hediondas manos de su hermano y danzar en círculos por todo el patio. Betriz se inclinó sobre su silla y los observó, con la boca entreabierta en señal de tembloroso deleite.

Su fámula frunció los labios con mucho menos candor. Cazaril y sir de Sanda cruzaron la mirada. La boca del tutor del róseo estaba cincelada en forma de rictus torvo.

A Cazaril le dio un vuelco el estómago cuando repicaron en el suelo las últimas monedas de la conclusión. La rósea Iselle tenía orden de asistir a la corte; por consiguiente, su pequeña casa iría con ella a Cardegoss. Incluida su dama de compañía, lady Betriz.

Y su secretario.

7

La caravana del róseo y la rósea encaró Cardegoss por el camino del sur. Al coronar un promontorio, se extendió a sus pies la vastedad de la llanura que separaba los pilares de las montañas.

Cazaril desplegó las aletas de la nariz al aspirar el cortante viento. La fría lluvia de la noche anterior había acendrado el aire. Tambaleantes, los bancos de nubes azul pizarra avanzaban hacia el este dejando tras de sí una estela de jirones, imitando las líneas de las apergaminadas cordilleras grises y azules que ceñían el horizonte. La luz de poniente caía sobre las praderas igual que el tajo de una espada. El Zangre se encumbraba sobre la inmensa roca que sobresalía en el vértice que formaba la conjunción de dos arroyos, dominando los ríos, las llanuras, los pasos montañosos y la vista de todos los espectadores, atrapando la luz y refulgiendo como el hierro fundido contra los atezados nubarrones que se batían en retirada. Sus torres de piedra ocre estaban coronadas y encasquetadas por tejados de pizarra del color de las espantadizas nubes, como un despliegue de yelmos de hierro sobre las cabezas de una valiente banda de soldados. El Zangre, asiento predilecto de los royas de Chalion durante generaciones, parecía visto así una fortaleza, no un palacio, tan dedicado a la empresa bélica como cualquier hermano soldado jurado a las santas órdenes de los dioses.

El róseo Teidez azuzó su caballo negro para situarse junto al bayo de Cazaril y contemplar su meta con avidez, iluminado el semblante por una especie de pávida avaricia. Ansia de la promesa de una vida más libre, libre de las atentas limitaciones impuestas por madres y abuelas, suponía Cazaril, sin lugar a dudas. Pero Teidez tendría que ser mucho más lerdo de lo que aparentaba para no preguntarse en esos momentos si ese luminoso milagro de piedra no pudiera ser suyo, algún día. ¿Por qué había sido llamado a la corte el muchacho, más que porque Orico, desesperando al fin de engendrar alguna vez su propio heredero, aspiraba a criarlo y prepararlo para ser su sucesor?

Iselle detuvo su yegua gris jaspeada, con ojos tan ávidos casi como los de Teidez.

– Qué raro. La recordaba, no sé, más grande.

– Esperad a que nos acerquemos -aconsejó Cazaril, sucinto.

Sir de Sanda, en la vanguardia, les indicó que avanzaran, y el tren de jinetes y mulas de carga volvió a ponerse en marcha por la embarrada carretera: los dos jóvenes reales, sus respectivos secretarios guardianes, lady Betriz, siervos, criados, exploradores armados y vestidos con la librea verdinegra de Baocia, caballos de refresco, Copo de Nieve -que a esas alturas bien podría cambiar su nombre por el de Pegote de Fango- y el más que considerable equipaje. Cazaril, curtido en numerosas y desquiciantes procesiones de nobles damas, consideraba el avance del convoy un prodigio de pragmatismo. Habían tardado solamente cinco días a caballo desde Valenda, cuatro y medio, en realidad. La rósea Iselle, aptamente respaldada por Betriz, había comandado su subcasa con nervio y eficacia. Ni una sola de las inevitables demoras del viaje podía achacarse a su veleidad femenina.

Lo cierto era que tanto Teidez como Iselle habían impuesto a su séquito un ritmo frenético desde el preciso instante que salieron de Valenda y emprendieron el galope para dejar atrás los desolados aullidos de Ista, audibles incluso detrás de las almenas. Iselle se había tapado los oídos con las manos y había maniobrado su caballo con las rodillas hasta que hubo escapado del eco del extravagante pesar de su madre.

La noticia de que sus retoños debían apartarse de ella había sumido a la viuda royina, ya que no en una estricta demencia, al menos sí en una profunda desesperación y perturbación. Había llorado, y rezado, y discutido, y, al cabo, enmudecido, para alivio de algunos. De Sanda le había confiado a Cazaril cómo la royina lo había arrinconado y había intentado sobornarlo para que huyera con Teidez, sin especificar dónde y cómo. La describió balbuciente, histérica, al borde de echar espumarajos por la boca.

También había acorralado a Cazaril, en su aposento, mientras cargaba las alforjas la noche antes de la partida. Su conversación había discurrido por derroteros bien diferentes; o, cuando menos, no entre balbuceos.

Lo había observado un prolongado, mudo y enervante momento, antes de espetar, abruptamente:

– ¿Estáis asustado, Cazaril?

Cazaril sopesó su respuesta, para responder al fin simple y sinceramente:

– Sí, mi lady.

– De Sanda es un estúpido. Por lo menos vos no lo sois.

Sin saber qué responder a aquello, Cazaril inclinó la cabeza con educación.

Ista inhaló, desorbitando la mirada, antes de decir:

– Proteged a Iselle. Si alguna vez me habéis amado, o habéis amado vuestro honor, proteged a Iselle. ¡Juradlo, Cazaril!

– Lo juro.

Sus ojos lo escudriñaron pero, para sorpresa de Cazaril, la viuda no exigió declaraciones más elaboradas, ni repeticiones tranquilizadoras.

– ¿De qué debo guardarla? -inquirió Cazaril, con cautela-. ¿Qué teméis, lady Ista?

La mujer permaneció callada a la luz de las velas.

Cazaril recurrió a la efectiva rogativa de Palli:

– ¡Mi señora, os lo suplico, no me enviéis a la batalla con los ojos vendados!

Ista soltó el aire de golpe, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago; pero luego sacudió la cabeza en ademán desolado, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación. Su fámula, evidentemente preocupada hasta el borde de la exasperación, había soltado el aliento y se había alejado tras sus pasos.

Pese al recuerdo de la contagiosa turbación de Ista, la excitación de los jóvenes ante la proximidad de su destino ayudó a rascar la pátina de temor que cubría el ánimo de Cazaril. La carretera coincidía con el río que partía de Cardegoss, y se extendía paralela a él en su descenso a una zona boscosa. Al cabo, el segundo curso de agua de Cardegoss se sumaba al principal. Una racha de viento helado deambulaba por el valle en penumbra. En la orilla del río opuesta al camino surgían del suelo noventa metros de escarpada pared de roca. Aquí y allá, los árboles enanos se aferraban desesperadamente a las grietas, y los helechos se derramaban sobre las piedras.

Iselle se detuvo para mirar arriba, y arriba. Cazaril tiró de las riendas de su caballo junto al de ella. Desde allí, no se alcanzaba a ver ni siquiera los primeros vestigios de las enclenques adiciones defensivas de los masones humanos que decoraban la cumbre de esta muralla natural.

– Oh -dijo Iselle.

– Vaya -añadió Betriz, estirando el cuello a su vez.

– El Zangre -precisó Cazaril-, no ha sido tomado por asalto jamás en su historia.

– Ya veo -exhaló Betriz.

Un remolino de hojas ocres al viento, promesa de la inminencia del otoño, huyó siguiendo el curso del negro río. La partida espoleó sus monturas y emprendió el ascenso del valle rumbo a un magnífico arco de piedra que comunicaba con una de las siete puertas de la ciudad y flanqueaba el curso de agua. Cardegoss compartía la llanura hendida por el río con la fortaleza. Las murallas de la ciudad destacaban en la cima de los barrancos semejando un barco cuya proa fuera el Zangre, antes de curvarse hacia el interior en una larga muralla que formaría la popa.

A la diáfana luz del espléndido atardecer, la ciudad se despojaba de su siniestra apariencia. Los mercados, entrevistos al final de las callejuelas, eran un arco iris de flores y viandas, atestados de hombres y mujeres. Horneros y banqueros, tejedores, sastres, orfebres y curtidores, junto a todas las artes y oficios cuyos productos no precisaban agua y, por tanto, podían venderse lejos de las orillas del río, ofrecían su mercancía. La compañía real atravesó la Plaza del Templo, cuyo nombre inducía a error, que tenía cinco lados, uno por cada una de las grandes casas madre regionales de las órdenes sagradas de los dioses. Divinos, acólitos y devotos deambulaban apresurados por los alrededores, ofreciendo un aspecto más burocrático que ascético. En el vasto centro empedrado de la plaza, se alzaba la familiar forma de trébol más torre del Templo de la Sagrada Familia de Cardegoss, impresionantemente más grandioso que la humilde versión de Valenda.

Iselle cedió a la mal disimulada impaciencia de Teidez y ordenó detenerse en ese punto, antes de enviar a Cazaril corriendo al resonante patio interior del templo para depositar una ofrenda de monedas sobre el altar de la Dama de la Primavera, en gratitud por las nulas incidencias de su viaje. Un acólito se hizo cargo del óbolo, dio las gracias a Cazaril y se lo quedó mirando; Cazaril musitó una escueta plegaria apresurada y regresó de nuevo corriendo hasta el lugar donde había dejado su caballo.

Mientras ascendían la larga y suave pendiente que conducía al Zangre, cruzaron calles en las que las casas de la nobleza, construidas de piedra decorada y con elaboradas rejas de hierro protegiendo puertas y ventanas, se cernían hombro con hombro sobre los viandantes, altas y cuadradas. La royina Ista había habitado uno de estos edificios, durante un tiempo, al enviudar. Iselle identificó animadamente tres posibles candidatas a ser la casa de su infancia, hasta que, confusa, prometió a Cazaril que más tarde determinaría cuál había sido su hogar.

Por fin llegaron a la impresionante puerta del Zangre. Justo delante de él se abría en la llanura una hendidura natural que daba paso a una estrecha y sombría cañada, más sobrecogedora que cualquier foso. Al extremo, un conjunto de enormes peñascos formaba el nivel inferior de piedra de las murallas; las rocas eran irregulares, pero estaban tan firmemente encajadas que no podría haberse introducido la hoja de un cuchillo entre ellas. Sobre ellas, delicados artesonados roknari, cuyos patrones geométricos decorativos más parecían azúcar que piedra. Más arriba, más piedra pulcramente cortada, elevándose hasta las alturas como si los hombres compitieran con los dioses que habían arrojado la gran roca sobre la que se erigía todo el edificio. El Zangre era el único castillo en el que había estado Cazaril que le infundía vértigo desde el suelo al mirar arriba.

Sonó un cuerno en las alturas, y unos soldados con la librea del roya Orico les saludaron marcialmente mientras cruzaban el puente levadizo a caballo y atravesaban la angosta arcada que conectaba con el patio. Lady Betriz se aferró a las riendas y miró en torno, boquiabierta. El patio estaba dominado por una enorme y elevada torre rectangular, la más nueva de las adiciones al reino del roya Ias y lord de Lutez. Cazaril se había preguntado siempre si su inmensidad sería una medida de la fuerza de los hombres… o de sus temores. Un poco más allá de ésta, casi igual de alta, se cernía una torre redonda sobre una esquina del bloque principal. Su tejado de pizarra se veía hundido, estropeada y desmoronada su cúspide.

– Dioses de mi alma -dijo Betriz, contemplando la ruina-, ¿qué ha ocurrido aquí? ¿Por qué no lo reparan?

– Ah -dijo Cazaril, inmerso en su papel de tutor, considerablemente más para su propia tranquilidad que para la de Betriz-. Ésa es la torre del roya Fonsa el Sabio. -Más comúnmente conocido, tras su fallecimiento, por Fonsa el Sabihondo-. Dicen que solía pasear por sus alturas toda la noche, intentando leer la voluntad de los dioses y el destino de Chalion en las estrellas. La noche que obró su milagro de magia de la muerte sobre el General Dorado, una terrible tormenta de relámpagos azotó el techo, e inició un incendio que no se sofocó hasta la mañana siguiente, pese a la fuerte lluvia.

Cuando los roknari realizaron su primera invasión por mar, tomaron gran parte de Chalion, Ibra y Brajar con su primera y violenta embestida, llegando incluso más allá de Cardegoss, hasta el pie de las montañas del sur. Incluso Darthaca se había visto amenazada por sus avanzadillas. Pero emergieron nuevos hombres de las cenizas de los debilitados Reinos Antiguos y la cruel cuna de las colinas, que lucharon durante generaciones para recuperar lo que se había perdido en aquellos primeros años. Eran ladrones guerreros que sustentaban su economía en el pillaje; las fortunas de los nobles no se amasaban, se robaban. Aquello supuso un giro, puesto que la idea que tenían los roknari de la recaudación de impuestos era una columna de soldados que se apropiara de todo lo que se cruzara en su camino a punta de espada, como langostas con armas. Los reiterados sobornos repelieron las columnas, hasta que Chalion se hubo convertido en una extraña pista de baile donde danzaban los ejércitos de contables y los recaudadores armados. Pero, con el tiempo, los roknari fueron expulsados de nuevo hacia el norte, hacia el mar, y dejaron atrás un legado de castillos y brutalidad. Los invasores quedaron reducidos a los cinco principados en disputa que abrazan la costa septentrional.

El General Dorado, el León de Roknar, había aspirado a invertir el rumbo de su historia. Por medio de la guerra, la astucia y el matrimonio, en diez años consiguió cohesionar los cinco principados por primera vez desde el desembarco de los roknari. A sus apenas treinta años de edad, había reunido bajo su mando una gran horda de hombres que se preparaban para asolar el sur una vez más, declarando que barrería a los herejes quintarianos y el culto al Bastardo de la faz de la tierra valiéndose del fuego y la espada. Desesperadas y desunidas, Chalion, Ibra y Brajar estaban siendo derrotados en todos los frentes.

Al ver cómo fracasaban los intentos de asesinato ordinarios, se intentó la magia de la muerte sobre el genio dorado en más de una docena de ocasiones, sin resultado. Fonsa el Sabio, tras mucho cavilar, concluyó que el General Dorado debía de ser el elegido de uno de los dioses; ningún sacrificio menor que el de un rey podría suplir su atronador destino. Fonsa había perdido cinco hijos y herederos uno detrás del otro en las guerras con el norte. Ias, el último y el más joven, estaba enzarzado en enconada lid con los roknari en los últimos pasos montañosos que bloqueaban las rutas de su invasión. Una noche de tormenta, acompañado únicamente de un divino del Bastardo que gozaba de su confianza y de un paje joven y leal, Fonsa había subido a lo alto de su torre y cerrado la puerta tras él…

Los cortesanos de Chalion habían sacado tres cuerpos calcinados de los escombros la mañana siguiente; sólo la diferencia de altura les permitió distinguir al divino del paje y a éstos del roya. Estupefacta y aterrorizada, la temblorosa corte había aguardado su destino. El correo de Cardegoss, que galopaba hacia el norte portando la nueva de pérdida y condolencia, se cruzó con el correo que galopaba hacia el sur desde Ias para transmitir la noticia de la victoria. El funeral y la coronación tuvieron lugar simultáneamente entre los muros del Zangre.

Cazaril observaba esos muros ahora.

– Cuando el róseo, ya roya, Ias regresó de la guerra -siguió contándole a Betriz-, ordenó cegar las ventanas inferiores y las puertas de la torre de su difunto padre, y proclamó que nadie habría de volver a poner el pie en ella.

Una forma negra y aleteante se lanzó desde la cima de la torre, y Betriz soltó un gritito y se agazapó.

– Los cuervos anidan en ella desde entonces -señaló Cazaril, ladeando la cabeza hacia atrás para ver cómo describía círculos la negra silueta recortada contra el intenso cielo azul-. Creo que se trata de la misma bandada de cuervos sagrados a los que dan de comer los divinos del Bastardo en el patio del templo. Son aves inteligentes. Los acólitos las convierten en mascotas y les enseñan a hablar.

Iselle, que se había acercado mientras Cazaril desgranaba el relato de la suerte de su regio abuelo, preguntó:

– ¿Qué dicen?

– No mucho -admitió Cazaril, con una rápida sonrisa-. Todavía no he visto ninguno que tenga un vocabulario de más de tres graznidos. Aunque algunos acólitos insistían en que sabían decir más cosas.

Alertado por el explorador que había adelantado de Sanda, un enjambre de criados y sirvientes se lanzó a asistir a los huéspedes recién llegados. El castellano del Zangre, con sus propias manos, situó el montadero a los pies de la rósea Iselle. Quizá cobrando conciencia de su dignidad al ver la humillada cabeza entrecana del caballero, la joven se sirvió del escalón por una vez y bajó del caballo con la gracia que cabía esperar de una dama. Teidez tiró sus riendas a un mozo solícito y miró en torno con ojos brillantes. El alcaide conferenció sucintamente con de Sanda y Cazaril de una docena de detalles prácticos, desde dónde aparcar los caballos y los criados a -Cazaril sonrió fugazmente- dónde aparcar al róseo y la rósea.

El castellano escoltó a los infantes reales a sus aposentos en el ala izquierda del bloque principal, seguido de un desfile de sirvientes que cargaban con el equipaje. Teidez y su séquito recibieron media planta; Iselle y sus damas, la planta inmediatamente superior. Asignaron a Cazaril una pequeña habitación en el piso de los hombres, si bien al extremo. Se preguntó si esperaban de él que celara la escalera.

– Descansen y pónganse cómodos -dijo el castellano-. El roya y la royina los recibirán esta tarde en un banquete de celebración al que asistirá toda la corte.

El bullicio de sirvientes que trajeron agua para lavarse, sábanas limpias, pan, fruta, pastas, queso y vino aseguraron a los visitantes de Valenda que no pensaban abandonarlos a la inanición hasta la hora del banquete.

– ¿Dónde están mi hermano y mi hermanastra? -preguntó Iselle al alcaide, que le dedicó una pequeña reverencia.

– La royina está descansando. El roya está visitando su colección de animales, que le proporciona un enorme consuelo.

– Me gustaría verla -respondió Iselle, un tanto vehemente-. Me ha escrito a menudo describiéndola.

– Hacédselo saber. Estará encantado de mostrárosla -aseguró el alcaide, con una sonrisa.

La partida de damiselas no tardó en enfrascarse en el frenético vuelco de baúles para seleccionar vestidos con los que asistir al banquete, ejercicio que, evidentemente, no requería la inexperiencia de Cazaril. Dio instrucciones al sirviente para que colocara el arcón en su angosta estancia y se fuera, soltó sus alforjas encima de la cama, y escarbó en ellas hasta encontrar la carta a Orico que tan estrictamente le había encomendado entregar la provincara, en mano al roya y a nadie más, con la mayor presteza posible a la llegada. Se detuvo únicamente para quitarse de las manos el polvo del camino y echar un rápido vistazo por la ventana. La profunda quebrada a este lado del castillo parecía cortada en vertical bajo su alféizar. Un vertiginoso destello de agua perteneciente al riachuelo apenas si resultaba visible entre las copas de los árboles del fondo.

Cazaril se extravió sólo una vez camino del zoológico, que se encontraba situado fuera de las murallas cruzando los jardines, junto a los establos. Supo identificarlo al menos por el penetrante olor acre de extraños excrementos que no eran humanos ni equinos. Cazaril se asomó a un pasillo abovedado del edificio de piedra, acostumbrando la vista a su fría penumbra, y entró vacilante.

Un par de antiguos establos se habían convertido en jaulas para una pareja de osos negros increíblemente lustrosos. Uno dormitaba sobre una pila de limpia paja dorada; el otro lo miró fijamente, levantando el hocico y olisqueando esperanzado al paso de Cazaril. Al otro lado del pasillo, los distintos compartimentos albergaban bestias de lo más extrañas a las que Cazaril ni siquiera podía poner nombre, como altas cabras de largas patas, pero con cuellos también largos y curvados, ojos mansos y líquidos, y suave y poblado pelaje. En un cuarto a un lado, una docena de grandes aves de brillante plumaje se acicalaban con el pico y murmuraban, y otras más diminutas, pero igualmente brillantes, piaban y aleteaban en las jaulas que se alineaban en la pared. Enfrente de la pajarera, en un nicho abierto, encontró al fin ocupantes humanos: un pulcro mozo de cuadra con la librea del roya, y un hombre obeso sentado con las piernas cruzadas encima de una mesa, sujetando un leopardo del enjoyado collar. Cazaril boqueó y se quedó paralizado cuando el hombre agachó la cabeza hasta situarla al lado de las fauces abiertas del gran felino.

El hombre estaba almohazando vigorosamente a la bestia. Una nube de pelos negros y amarillos flotaba en torno a la pareja mientras el leopardo se retorcía sobre la mesa en lo que Cazaril reconoció, tras un parpadeo, como éxtasis felino. La mirada de Cazaril estaba tan concentrada en el leopardo que tardó otro momento en reconocer en el hombre al roya Orico.

La docena de años transcurridos desde que lo viera por última vez no había pasado en vano. Orico nunca había sido un hombre atractivo, ni siquiera en la flor de su juventud. Su estatura estaba un poco por debajo de la media, y se había roto la nariz chata en un accidente a caballo siendo un adolescente, por lo que ahora parecía que tuviera una seta aplastada en medio de la cara. Había tenido el cabello castaño y rizado. Ahora era ruano, aún rizado pero mucho más ralo. Su cabello era la única cosa en él que se había vuelto más delgada; su cuerpo se había ensanchado groseramente. Tenía la cara pálida e hinchada, con pesadas bolsas bajo los ojos. Gorjeó a su gato manchado, que frotó la cabeza contra la túnica del roya, desprendiéndose de más pelos, antes de lamer el brocado vigorosamente con una lengua del tamaño de una manopla, persiguiendo obviamente una gran mancha de jugo de carne que había caído sobre la impresionante panza del roya. Éste se había remangado, y en sus brazos se apreciaba una docena de arañazos encostrados. El enorme gato mordió un brazo desnudo y lo sostuvo entre sus dientes amarillos brevemente, aunque sin cerrar las fauces. Cazaril apartó los dedos agarrotados de la empuñadura de su espada, y carraspeó.

Cuando el roya volvió la cabeza, Cazaril hincó una rodilla en el suelo.

– Sir, os traigo los respetuosos saludos de la viuda provincara de Baocia, y ésta su carta. -Tendió el papel, y añadió, por si acaso nadie se lo había comunicado todavía al roya-. El róseo Teidez y la rósea Iselle han llegado sin contratiempo, sir.

– Ah, sí. -El roya hizo una seña con la cabeza al anciano mozo de cuadra, que se dispuso a recoger la carta de manos de Cazaril con una gentil reverencia.

– Su gracia la viuda me instruyó que os la entregara en mano -añadió Cazaril, con inseguridad.

– Sí, sí… un momento… -No sin esfuerzo, Orico se encorvó sobre su barriga para dar un rápido abrazo al felino, antes de enganchar una cadena de plata al collar. Emitiendo otro gorjeo, lo instó a saltar ágilmente de la mesa. Él desmontó más pesadamente, y dijo:

– Ven aquí, Umegat.

Éste era el nombre del mozo, no del gato, puesto que el hombre salió al frente y cogió la correa de plata en vez de la carta. Condujo la bestia a su jaula, un poco apartada pasillo abajo, empujándola sin miramientos con una rodilla en las ancas cuando se detuvo para restregarse contra los barrotes. Cazaril respiró un tanto mejor cuando el mozo hubo candado la jaula.

Orico rompió el sello, esparciendo cera sobre el suelo de baldosas recién barrido. Con gesto ausente, hizo una seña a Cazaril para que se levantara y leyó despacio la caligrafía de patas de araña de la provincara, deteniéndose para acercar o alejar la misiva y entornando los ojos aquí y allá. Cazaril, asumiendo con facilidad su antiguo papel de correo, cruzó las manos a la espalda y esperó pacientemente las preguntas o el permiso para marcharse de Orico.

Observó al mozo de cuadra -¿encargado de caballerizas?- mientras esperaba. Aun sin la pista que proporcionaba su nombre, saltaba a la vista la ascendencia roknari del hombre. Umegat había sido bastante alto, pero ahora tendía a encorvarse. Su piel, que debía haber ofrecido un tono de oro bruñido en su juventud, era ahora correosa, desteñida a marfileña. Tenía los ojos y la boca ribeteados de finas arrugas. Llevaba el pelo rizado y broncíneo, que ya encanecía, firmemente recogido en torno a la cabeza en dos trenzas que nacían en su frente y le cubrían la coronilla para fundirse en una pulcra coleta en la nuca, a la antigua manera de los roknari. Le confería un aspecto puramente roknari, aunque abundaban los mestizos en Chalion; el propio roya Orico tenía un par de princesas roknari en su árbol genealógico, tanto por parte chalionesa como brajarana, en las que radicaba el cabello de la familia. El mozo vestía la librea de servicio del Zangre, con túnica, polainas y un tabardo hasta las rodillas bordado con el símbolo de Chalion, un leopardo rampante sobre un estilizado castillo. Parecía considerablemente más aseado y atildado que su señor.

Orico terminó de leer la carta, y exhaló un suspiro.

– La royina Ista estaba triste, ¿verdad?

– Le preocupaba la marcha de sus hijos, naturalmente -respondió Cazaril, precavidamente.

– Me lo temía. No se puede hacer nada. Mientras esté preocupada en Valenda, y no en Cardegoss. No pienso tenerla aquí, es demasiado… complicada. -Se frotó la nariz con el dorso de la mano, y sorbió-. Dile a su gracia la provincara que goza de toda mi estima, y asegúrale que me he arrogado el velar por sus nietos. Tienen la protección de su hermano.

– Planeo escribirle esta noche, sir, para hacerle saber que hemos llegado sin percance. Le transmitiré vuestras palabras.

Orico asintió quedamente, volvió a frotarse la nariz, y entornó los ojos mirando a Cazaril.

– ¿Te conozco?

– No… no creo, sir. La viuda provincara me ha nombrado secretario de la rósea Iselle. Fui paje del difunto provincar de Baocia, en mi juventud -añadió, a modo de recomendación. No mencionó su servicio en el campamento de de Guarida, que bien pudiera despertar recuerdos más recientes en la memoria del roya, aunque no es que hubiera sido nunca algo más que uno entre tantos de los hombres de de Guarida. Su nueva barba le prestaba una cierta cobertura improvisada, así como su cabello cano, su debilidad generalizada… si Orico no le reconocía, ¿cabía la posibilidad de que pasara desapercibido también para otros? Se preguntó cuánto tiempo podría pasar en Cardegoss sin desvelar su nombre. Ya era demasiado tarde para cambiárselo, por desgracia.

Podría permanecer en el anonimato un poco más, al parecer, pues Orico asintió con aparente satisfacción y agitó la mano para despedirlo.

– Asistirás al banquete, pues. Dile a mi buena hermana que espero verla allí.

Cazaril se inclinó obedientemente y se retiró.

Se mordisqueó preocupado el labio inferior mientras regresaba a la puerta del Zangre. Si toda la corte pensaba asistir al banquete de bienvenida de esa tarde, su canciller el marzo de Jironal, báculo y mano derecha de Orico, no se ausentaría; y allí donde iba el marzo, solía seguirlo como una sombra su hermano, lord Dondo.

A lo mejor ellos tampoco me recuerdan. Habían transcurrido dos años largos desde la caída -vergonzosa venta- de Gotorget, y más desde el desagradable incidente en la tienda del príncipe loco, Olus. La existencia de Cazaril no podía suponer más que una levísima irritación para estos señores tan poderosos. No podían saber que había comprendido que su venta a las galeras obedecía a una traición calculada y no a ningún equívoco. Si no hacía nada por llamar la atención sobre sí, nada les recordaría lo que ya habrían olvidado, y él estaría a salvo.

Vana esperanza.

Cazaril se hundió de hombros, y alargó la zancada.

De vuelta a su alta cámara, Cazaril tanteó su sobrio manto de lana marrón y la capa chaleco negra con añoranza. Pero, obediente a las órdenes que le habían llegado de la planta superior vía una doncella sin aliento, eligió un atuendo mucho más llamativo, una túnica azul celeste con vestiduras brocadas de turquesa y pantalones azul marino del ropero del antiguo provincar, que todavía olían tenuemente a las especias con las que se habían guardado como remedio contra la polilla. Las botas y la espada completaron su atuendo cortesano, aun careciendo del lujo de anillos y cadenas.

Ante la urgente convocatoria de Teidez, Cazaril subió corriendo las escaleras para ver si ya estaban listas las damas, momento en el que descubrió que formaba parte de un conjunto. Iselle se había puesto su mejor vestido, blanquiazul, y sus túnicas favoritas, y Betriz y la dama de compañía se cubrían con capas de turquesa y azul azabache, respectivamente. Alguna de las componentes de la partida había abogado por la mesura, e Iselle lucía engastada de joyas propias de una doncella, simples destellos diamantinos en las orejas, un broche en el escote, un cinturón laqueado y sólo dos anillos. Betriz exhibía parte del resto del inventario, de prestado. Cazaril se enderezó y se resintió algo menos de su refulgencia, decidido a mantener el tipo por Iselle.

Tras apenas siete u ocho demoras dedicadas a cambios de última hora y ajustes de atuendo o decoración, Cazaril las guió a todas a la planta inferior para reunirse con Teidez y su pequeño séquito de honor, consistente en de Sanda, el capitán baocio que había velado por la seguridad durante el viaje, y su lugarteniente de armas, ambos soldados ataviados con su mejor librea, todos con espadas de empuñadura engastada. Entre susurros de telas y repiqueteo de joyas, siguieron al paje real que había enviado Orico para conducirlos a la sala del trono.

Se detuvieron brevemente en la antecámara, donde formaron en el orden debido siguiendo las instrucciones susurradas del alcaide del castillo. Se abrieron las puertas de par en par, sonaron los cuernos, y el castellano anunció con voz estentórea:

– ¡El róseo Teidez de Chalion! ¡La rósea Iselle de Chalion! ¡Sir de Sanda…! -Y así sucesivamente, nombrando a la comitiva en estricto orden de rango, finalizando con-: ¡Lady Betriz de Ferrej, castelar Lupe de Cazaril, señora Nan de Vrit!

Betriz miró a Cazaril de soslayo, sus ojos súbitamente vivaces, para murmurar en suspiros:

– ¿Lupe? ¿Te llamas Lupe?

Cazaril se consideró exonerado de tener que responder, dada la situación; tanto mejor, puesto que la contestación habría resultado profundamente incomprensible. La sala estaba llena a rebosar de cortesanos y damas, poseída de destellos y suaves roces, cargado el ambiente de perfume, incienso y excitación. Ante esta asamblea, comprendió, su atuendo era modesto y discreto… con su austero negro y marrón, habría parecido un cuervo en medio de una bandada de pavos reales. Incluso las paredes estaban adornadas con rojos brocados.

En un estrado elevado al final de la estancia, escudados por un dosel de brocado rojo ribeteado de hilo de oro, el roya Orico y su royina ocupaban sendas sillas doradas, codo con codo. Orico tenía mucho mejor aspecto esa tarde, habiéndose lavado y vestido con ropa limpia, aún con el rubor prendido de los generosos carrillos; lucía ciertamente regio bajo su corona de oro, que le confería en cierto modo un pesado aspecto maduro. La royina Sara iba elegantemente vestida con túnicas escarlatas a juego y se veía firme, casi relamida, en su asiento. Adentrada en la treintena, su pretérita lozanía comenzaba a desdibujarse y desgastarse. Su expresión resultaba un tanto vaga, y Cazaril se preguntó cuán confusas debían de ser sus emociones a la vista de esta recepción real. A causa de su prolongada esterilidad, había fracasado en su deber principal para con la royeza de Chalion… si es que cabía achacarle a ella el fracaso. Ya cuando Cazaril rondaba los límites de la corte hacía años, se susurraba que Orico nunca había engendrado un bastardo, aunque entonces se atribuía esta peculiaridad a su excesiva lealtad al lecho conyugal. La elevación de Teidez constituía al mismo tiempo el reconocimiento público de un íntimo desconsuelo por parte de la pareja real.

Teidez e Iselle se acercaron al estrado por turnos. Intercambiaron fraternales besos de bienvenida en las manos con el roya y la royina, aunque esa noche no se esperaba de ellos que completaran el protocolo besando en señal de sumisión los pies y las frentes reales. Cada miembro de su séquito recibió a su vez el privilegio de arrodillarse y besar las manos de los monarcas. La de Sara estaba fría como la cera, bajo los respetuosos labios de Cazaril.

Cazaril se situó detrás de Iselle y enderezó la espalda para soportar la espera que se avecinaba, puesto que los hermanos reales se preparaban para recibir una larga cola de cortesanos, ninguno de los cuales podía recibir el insulto de ser pasado por alto o de ver negada una presentación o contacto personal. Se le hizo un nudo en la garganta cuando reconoció a la primera pareja de hombres en salir al frente.

El marzo de Jironal iba vestido con el atuendo de corte completo del general de la santa orden militar del Hijo, con capas de marrón, naranja y amarillo. De Jironal no había cambiado mucho desde la última vez que lo viera Cazaril, hacía tres años, cuando Cazaril había aceptado las llaves de Gotorget y la confianza de su mando de manos de de Jironal en su tienda de campaña. Seguía siendo enjuto, cano, de mirada fría, tenso de energía, proclive a olvidarse de sonreír. El amplio cinto que le cruzaba el pecho estaba cuajado de esmaltes y joyas que simbolizaban al Hijo, armas, animales y toneles de vino. La pesada cadena de oro del oficio del canciller de Chalion le rodeaba el cuello.

Tres grandes anillos le decoraban las manos, con los sellos de su rica casa, de Chalion, y de la Orden del Hijo. Nada más le ceñía los dedos; ni una tonelada de sortijas podría haber añadido más impacto a aquel indiferente despliegue de poder.

Lord Dondo de Jironal también vestía las túnicas de un general santo, con el blanco y el azul de la Orden de la Hija. Más corpulento que su hermano, con una desafortunada tendencia a sudar profusamente, irradiaba el dinamismo de su familia a los cuarenta años. No parecía que hubiera cambiado nada, salvo por las nuevas condecoraciones, como si no hubieran pasado los años por él desde la última vez que lo viera Cazaril en el campamento de su hermano. Cazaril se dio cuenta de que había estado esperando que Dondo hubiera engordado al menos tanto como Orico, dados sus célebres excesos a la mesa, en la cama, y con cualquier otro placer, pero sólo evidenciaba algo de tripa. El destello de sus manos, por no mencionar sus orejas, cuello, brazos e incluso los tacones de sus botas, rodeados de espuelas de oro, compensaban la parquedad de su hermano a la hora de alardear de la opulencia de su familia.

De Jironal pasó la mirada sobre Cazaril sin detenerse ni reconocerlo, pero las cejas negras de Dondo se juntaron mientras aguardaba su turno, y frunció el ceño ante los inexpresivos y afables rasgos de Cazaril. Su entrecejo se ensombreció profundamente. Pero el escrutinio de Dondo se apartó de Cazaril cuando su hermano indicó a un siervo que trajera los obsequios que iba a presentar al róseo Teidez: bridas y alforjas engastadas de plata, una excelente ballesta de caza, y una jabalina rematada en una resplandeciente punta de acero colado. El emocionado agradecimiento de Teidez fue absolutamente genuino.

Lord Dondo, tras las presentaciones formales, chasqueó los dedos, y salió al paso un sirviente que portaba un pequeño tonel. Con gestos teatrales, sacó de él una ristra de perlas exageradamente larga que sostuvo en alto para que la viera todo el mundo.

– ¡Rósea, os doy la bienvenida a Cardegoss en el nombre de mi santa orden, mi gloriosa familia y mi noble persona! Permitid que os haga entrega del doble de vuestra altura en perlas -enarboló la hilera, que en efecto era tan larga como alta la atónita Iselle- y gracias a los dioses por que no haya crecido aún más, ¡librándome así de la bancarrota! -Los cortesanos rieron el chiste. Dondo sonrió simpáticamente a Iselle, y murmuró-: ¿Me permitís? -Sin esperar respuesta, se inclinó y le pasó la cadena por la cabeza; la joven dio un ligero respingo cuando aquellas manos le tocaron la mejilla, pero acarició las rutilantes esferas y le devolvió la sonrisa, estupefacta. Tartamudeó su agradecimiento, y Dondo hizo una reverencia… demasiado honda, pensó amargamente Cazaril; a sus ojos, el gesto parecía teñido de una sutil mofa.

Sólo entonces se tomó un momento Dondo para murmurar algo al oído a su hermano. Cazaril no pudo distinguir las palabras, pero le pareció ver que, bajo la barba, los labios de Dondo formaban la palabra Gotorget. La mirada entornada que dedicó de Jironal a Cazaril se tornó gélida y pávida, por un instante, pero luego ambos hombres hubieron de hacer sitio para el siguiente noble de la fila.

Un impresionante número de regalos de bienvenida, lujosos o ingeniosos, fueron depositados a los pies del róseo y la rósea. Cazaril se encontró haciéndose cargo de la parte de Iselle, tomando nota detallada de los donantes con ayuda de Betriz, para actualizar el inventario de la casa más adelante. Los cortesanos revoloteaban alrededor de los jóvenes, pensó secamente Cazaril, igual que moscas en torno a un tarro de miel derramada. Teidez estaba exultante hasta el punto de no poder parar de reír; de Sanda se veía un tanto envarado, gratificado y tenso a un tiempo. Iselle, si bien se mostraba claramente halagada, se conducía con la debida dignidad. Sólo se sobresaltó una vez, cuando se presentó ante ella el enviado de uno de los principados roknari del norte, alto y de piel dorada, con el cabello leonado compuesto en elaboradas trenzas. Sus ropas de lino delicadamente bordadas ondearon como estandartes con su brusca reverencia. La joven le devolvió el saludo con cortesía controlada, sin sonreír, y le dio las gracias por un hermoso cinturón de corales tallados, jade y eslabones de oro.

Los regalos de Teidez eran más variopintos, aunque predominaban las armas. Iselle recibió joyas en su mayoría, aunque obtuvo nada menos que tres preciosas cajas de música. Al cabo, todos los obsequios que no podían ponerse encima de inmediato fueron colocados en una mesa para su exhibición, vigilados por una pareja de pajes -la exhibición de la opulencia, el ingenio o la generosidad del donante, a fin de cuentas, valía más que su propósito original- y la masa de elite de Cardegoss desfiló en dirección al salón de banquetes.

El róseo y la rósea fueron conducidos a la alta mesa y sentados a ambos lados de Orico y su royina. A su vez, los flanquearon los hermanos Jironal, el canciller de Jironal sonriendo con un ápice de tirantez al adolescente Teidez, Dondo intentando ostensiblemente congraciarse con Iselle, aunque saltaba a la vista que el que más alto se reía de sus bromas era él mismo. Cazaril se sentó en una de las largas mesas perpendiculares a la entrada de la sala, cerca de la sal y no demasiado lejos de su pupila. Descubrió que el hombre de mediana edad que tenía a su derecha era un delegado ibrano.

– Los ibranos fueron muy hospitalarios conmigo durante mi última visita a vuestro país -aventuró Cazaril educadamente tras las presentaciones formales, decidiendo que sería mejor evitar los detalles-. ¿Cómo es que habéis recalado en Cardegoss, mi lord?

El ibrano sonrió, afable.

– Sois el hombre de la rósea Iselle, ¿eh? Bueno, aparte del indudable atractivo de cazar en Cardegoss en otoño, el roya de Ibra me ha enviado para disuadir al roya Orico de apoyar la nueva rebelión del Heredero en Ibra del Sur. El Heredero acepta ayuda de Darthaca; creo que, a la larga, descubrirá que está empuñando la navaja por el filo.

– La rebelión de Su Heredero supone un doloroso contratiempo para el roya de Ibra -dijo Cazaril, haciendo honor a la verdad, pero con estudiada neutralidad. El viejo Zorro de Ibra había traicionado a Chalion en demasiadas ocasiones en los últimos treinta años como para ser considerado otra cosa que un amigo dudoso y un peligroso enemigo, aunque si esta horrorosa guerra intermitente con su propio hijo era el castigo divino a su duplicidad, sin duda era prudente profesar temor a los dioses-. Desconozco cómo piensa el roya Orico, pero yo diría que respaldar la juventud frente a la veteranía no es apostar sobre seguro. Si no pactan de nuevo, el tiempo decidirá. Si el viejo derrota a su hijo, será como si se derrotara a sí mismo.

– Esta vez no. Ibra tiene otro hijo. -El delegado prodigó miradas furtivas a los lados antes de acercarse a Cazaril, bajando la voz-. Hecho que no ha escapado a la atención del Heredero. A fin de guardarse las espaldas, atacó a su hermano menor el otoño pasado, un asalto mezquino y secreto… aunque ahora afirma que no fue él el que dio la orden, sino que fue obra de unos lacayos que tergiversaron no sé qué imprudentes palabras. Yo diría que sabían demasiado bien lo que se hacían. El intento de secuestro del joven róseo Bergon salió mal, gracias a los dioses, y Bergon fue rescatado. Pero el Heredero al fin ha conseguido que la clemencia de su padre toque a su fin. Esta vez no habrá paz entre ellos, a menos que Ibra del Sur se rinda.

– Lamento oír eso -dijo Cazaril-. Espero que al final impere el sentido común.

– Sí -convino el delegado. Esbozó una sonrisa de seco aprecio, quizá, por la renuencia de Cazaril a pronunciarse a favor de uno u otro bando, y optó por aparcar su patente intento de persuasión.

La comida del Zangre era soberbia, y dejó a Cazaril casi bizco de satisfacción. La corte se retiró a la cámara en la que iba a tener lugar el baile, donde el roya Orico no tardó en quedarse dormido en su asiento, para envidia de Cazaril. Los músicos de palacio eran excelentes, como siempre. La royina Sara tampoco bailó, pero su frío semblante se suavizó ante el aparente disfrute que le producía la música, y marcaba el ritmo con la mano sobre el brazo de la silla. Cazaril se llevó su pesada digestión a una pared lateral, apoyó los hombros cómodamente, y vio a la gente más joven y vigorosa, o menos ahíta, pasear, girar e inclinarse graciosamente al delicado compás. Ni Iselle, ni Betriz, ni siquiera Nan de Vrit andaban faltas de parejas de baile.

Cazaril frunció el ceño cuando Betriz ocupó su lugar en la figura con su tercer, no, su quinto joven señor. La royina Ista no había sido el único progenitor que lo había arrinconado antes de salir de Valenda; también sir de Ferrej había departido con él. Vela por Betriz, le había rogado. Tendría que estar con su madre, o con otra dama mayor que supiera cómo es el mundo, pero por desgracia… De Ferrej se debatía entre el miedo al desastre y la esperanza de una oportunidad. Precávela contra los hombres indignos, los jaraneros, los advenedizos sin tierras, ya sabes a quiénes me refiero. Cazaril no pudo evitar preguntarse si se refería a los hombres como él. Por otra parte, si conociera a alguien decente, honorable, no me opondría a que siguiera los dictados de su corazón… ya sabes, un buen camarada, como, oh, digamos, tu amigo el marzo de Palliar… Aquel ejemplo despreocupado no había acabado de sonar improvisado a oídos de Cazaril. ¿Se había hecho Betriz secretas ilusiones? Palli, lamentablemente, no se encontraba allí esa noche, pues había tenido que regresar a su distrito tras instalar a lord Dondo en su santo generalato. Cazaril habría agradecido la presencia de un rostro conocido y amigable en medio de aquel gentío.

Captó un movimiento por el rabillo del ojo, y reparó en una cara familiar y una fría sonrisa, aunque no era ése el rostro que había deseado ver. Jironal lo saludó con una ligera reverencia; se apartó de la pared y correspondió al gesto. Su ingenio se abrió paso en medio de la bruma levantada por la comida y el vino hasta ponerlo sobre alerta.

– De Cazaril. Sois vos. Os dábamos por muerto.

Seguro que sí.

– No, mi lord. Escapé.

– Algunos de vuestros amigos se temían que hubierais desertado…

Ninguno de mis amigos se temería algo así.

– Pero los roknari dijeron que habíais muerto.

– Una ruin mentira, sir. -Omitió decir de quién era la mentira, sofrenando su audacia-. Me vendieron a las galeras con los hombres que no fueron rescatados.

– ¡Tamaña vileza!

– Eso mismo pensé yo.

– Es un milagro que sobrevivierais a tan dura prueba.

– Sí. Lo fue. -Cazaril parpadeó, y ensayó una cándida sonrisa-. ¿Recuperasteis al menos el dinero del rescate, en retribución por la mentira? ¿O se lo embolsó algún ladrón? Me gustaría pensar que alguien pagó caro el ardid.

– No lo recuerdo. De eso se ocuparía el maestre contable.

– Bueno, fue una espantosa equivocación, pero todo ha acabado bien.

– Por cierto. Tenéis que hablarme de vuestras aventuras, en alguna ocasión.

– Cuando lo deseéis, mi lord.

De Jironal asintió austeramente, risueño, y prosiguió su camino, evidentemente tranquilizado.

Cazaril sonrió para sí, satisfecho de su autocontrol… si es que no lo confundía con miedo cerval. Se diría que sería capaz de sonreír, y seguir sonriendo, sin abalanzarse sobre la garganta del mendaz villano… Aún tendré madera de cortesano, ¿eh?

Apaciguados sus mayores temores, Cazaril abandonó su fútil intento de pasar desapercibido y se animó a pedir un baile a lady Betriz. Sabía que era alto y desgarbado, carente de gracia, pero por lo menos no deambulaba ebrio haciendo eses, lo que a esas alturas le confería ventaja sobre la mitad de los jóvenes presentes. Por no hablar de lord Dondo de Jironal, que después de monopolizar a Iselle en la pista durante algún tiempo, se había alejado con su caterva de alborotados aduladores para buscar placeres más escabrosos o un pasillo tranquilo en el que vomitar. Cazaril esperaba que fuera esto último. Los ojos de Betriz resplandecían de exultación mientras formaba las figuras con él.

Al cabo, Orico despertó, los músicos perdieron su brío, y la velada tocó a su fin. Cazaril movilizó a los pajes, a lady Betriz y a la señora de Vrit para recaudar el botín de Iselle y trasladarlo a lugar seguro. Teidez, desdeñando el baile, se había dado un atracón del espectacular surtido de dulces en detrimento del vino, aunque de Sanda seguiría teniendo que ocuparse de un violento caso de indisposición antes del amanecer como resultado. Pero estaba claro que el muchacho estaba más ebrio de atención que de alcohol.

– ¡Lord Dondo me ha dicho que parece que tengo dieciocho años! -dijo a Iselle, triunfante. El estirón que había pegado el verano pasado y que lo había encumbrado por encima de su hermana mayor le había dado pie para cacarearse en ocasiones, y para que Iselle lo ignorara siempre con un bufido. Ahora caminaba al trote hacia su dormitorio sin que sus pies tocaran apenas el suelo.

Betriz, con las manos llenas de joyas, preguntó a Cazaril mientras colocaban las alhajas en las cajas con cerradura de la antecámara de Iselle:

– ¿Y por qué no usáis vuestro nombre, lord Caz? ¿No os gusta Lupe? Lo cierto es que un nombre bastante varonil.

– Le cogí manía muy pronto -suspiró Cazaril-. Mi hermano mayor y sus amigos solían martirizarme ladrando y aullando hasta que me hacían llorar de rabia, lo que me enfadaba todavía más… por desgracia, para cuando hube crecido lo suficiente para defenderme de él, ya era demasiado mayor para juegos. Tuve la impresión de que era una injusticia.

Betriz se rió.

– ¡Ya veo!

Cazaril se retiró a la quietud de su propia antecámara, donde se dio cuenta de que había faltado a su palabra de redactar la prometida nota tranquilizadora a la provincara. Dividido entre el deber y la cama, suspiró y sacó sus plumas, papel y cera, aunque su informe fue mucho más escueto que el ameno relato que había planeado, apenas unos cuantos renglones sucintos que concluían: Todo está en orden en Cardegoss.

La selló, encontró un somnoliento paje que la entregara al primer correo que partiera del Zangre por la mañana, y se derrumbó en la cama.

8

El banquete de bienvenida de la primera noche fue seguido demasiado pronto por el desayuno del día siguiente, la cena y un festejo vespertino que incluía un baile de máscaras. Los más suntuosos manjares se sucedieron los días siguientes, hasta que Cazaril, en lugar de compadecerse de la obesidad del roya Orico, empezó a admirarlo por seguir siendo capaz de caminar. Al menos se redujo el bombardeo inicial de regalos a los hermanos reales. Cazaril se puso al día con su inventario y empezó a pensar dónde y en qué ocasiones se debería desviar parte de esa opulencia. Se esperaba de una rósea que fuera dadivosa.

Despertó la mañana del cuarto día de un sueño confuso en el que corría por el Zangre con las manos llenas de joyas que no podía entregar a las personas adecuadas en el momento preciso, y que no sabía por qué incluían una enorme rata parlanchina que le impartía órdenes imposibles. Se quitó las legañas de los ojos y pensó en renunciar a los vinos enriquecidos de Orico, o a los dulces que incluían demasiada pasta de almendras, no lograba decidirse. Se preguntó a qué festines tendría que hacer frente ese día. Y luego se rió a carcajadas de sí mismo, acordándose de las raciones de los asedios. Aún sonriendo, rodó hasta salir de la cama.

Sacudió la túnica que se había puesto el día anterior por la tarde, y deshizo el nudo del puño para rescatar el mendrugo de pan que le había pedido Betriz que escondiera en su holgada manga cuando la merienda real junto al río se vio interrumpida abruptamente por un chaparrón vespertino, habitual dentro de la estación, pero inoportuno. Se preguntó, divertido, si sería el almacenaje de provisiones lo que tenían en mente los sastres que idearon originalmente aquellas mangas cortesanas. Se quitó el camisón, se puso los pantalones y se anudó los cordones, y se acercó a la palangana para asearse.

Sonó un aleteo confuso en la ventana abierta. Cazaril miró a un lado, sobresaltado por el ruido, para ver cómo se posaba en el amplio alféizar de piedra uno de los cuervos del castillo, que ladeó la cabeza en su dirección. Soltó dos graznidos, antes de proferir unos murmullos ininteligibles. Divertido, se secó la cara con la toalla y, echando mano del mendrugo, avanzó despacio hacia el ave para ver si se trataba de uno de los pájaros domesticados que aceptaban comida de la mano de uno.

El cuervo pareció espiar el pan, puesto que no salió volando ante su acercamiento. Le tendió un trozo. El lustroso pájaro lo estudió fijamente un momento, antes de arrebatarle la miga rápidamente de los dedos. Cazaril se controló para no dar un respingo al sentir el picotazo, pero el afilado y negro pico no le traspasó la piel. El ave saltó de un pie a otro y sacudió las alas, desplegando una cola a la que le faltaban dos plumas. Barruntó algo más, graznó de nuevo, profiriendo un chillido penetrante que resonó en la pequeña estancia.

– No es cra, cra -dijo Cazaril-. Es Caz, Caz. -Se entretuvo y, al parecer, entretuvo al ave, durante varios minutos intentando enseñarle un nuevo idioma, llegando a grajear ¡Cazaril! ¡Cazaril! con lo que supuso que sería acento de cuervo mas, pese a los suculentos sobornos de pan, el pájaro parecía encontrar más dificultades que Iselle con el darthaco.

Una llamada a la puerta de su cuarto interrumpió la lección; ausente, respondió:

– ¿Sí?

La puerta se abrió; el cuervo saltó hacia atrás y se cayó de la ventana. Cazaril se asomó un momento para ver cómo remontaba el vuelo. Cayó en picado al principio, antes de extender las alas con un trallazo y planear de nuevo, cabalgando alguna corriente ascendente matutina que lo transportaba en paralelo a la empinada ladera de la cañada.

– Mi lord de Cazaril, el… -La voz se interrumpió abruptamente. Cazaril se apartó de la ventana y se giró para encontrarse con un paje estupefacto de pie en el umbral. Comprendió azorado que todavía no se había puesto la camisa.

– ¿Sí, muchacho? -Sin aparentar prisa alguna, alcanzó la túnica con gesto indiferente, volvió a sacudirla, y se cubrió con ella-. ¿Qué sucede? -El tono pastoso de su voz no invitaba a comentar ni interesarse por el añejo desastre de su espalda.

El paje tragó saliva y volvió a encontrar la voz.

– Mi lord de Cazaril, la rósea Iselle os invita a reuniros con ella en la sala verde inmediatamente después del desayuno.

– Gracias -dijo Cazaril, con voz fría. Asintió sobriamente a modo de despedida. El paje se alejó corriendo.

La temprana excursión para la que exigía Iselle la escolta de Cazaril resultó ser la prometida visita a la colección de fieras de Orico. El roya en persona guiaría a su hermana; al entrar en la sala verde, Cazaril lo encontró cabeceando en una silla, entregado a su acostumbrada siesta posterior al desayuno. Orico se despertó con un ronquido y se frotó la frente como si le doliera la cabeza. Se sacudió unas migas pegajosas de su amplia túnica, recogió un paño de lino que envolvía algún paquete, y condujo a su hermana, Betriz y Cazaril fuera del castillo y a través de los jardines.

En el patio del establo, se encontraron con la partida de caza de Teidez, que se preparaba para salir esa mañana. El muchacho no había dejado de rogar para que le concedieran esta satisfacción prácticamente desde su llegada al Zangre. Lord Dondo, al parecer, había organizado el deseo del joven, y ahora comandaba el grupo, que incluía otra media docena de cortesanos, mozos y ojeadores, tres traíllas de perros, y a sir de Sanda. Teidez, a lomos de su caballo negro, saludó ufano a su hermana y a su real hermano.

– Lord Dondo dice que probablemente sea demasiado pronto para divisar jabalíes -les explicó-, porque todavía no empiezan a caer las hojas. Pero a lo mejor tenemos suerte. -El escudero de Teidez, que lo seguía también a caballo, cargaba con un auténtico arsenal por si acaso, incluidas la ballesta y la jabalina nuevas. Iselle, que no había sido invitada, evidentemente, contemplaba los preparativos con cierta envidia.

De Sanda sonrió, todo lo que daba de sí su sonrisa, complacido con este noble juego, cuando lord Dondo lanzaba un grito y guiaba a la comitiva fuera del patio a buen trote. Cazaril los observó alejarse y se preguntó qué parte de la idílica estampa otoñal era la que lo incomodaba. Se le ocurrió que ninguno de los hombres que rodeaban a Teidez tenía menos de treinta años. Ninguno de ellos seguía al muchacho por camaradería, ni siquiera por camaradería anticipada; todos actuaban impulsados por su propio interés. Si alguno de aquellos cortesanos tuviera dos dedos de frente, decidió Cazaril, traerían a sus hijos a la corte, los dejarían sueltos y permitirían que la naturaleza siguiera su curso. No era una visión exenta de peligros, pero…

Orico rodeó el establo, con las damas y Cazaril tras sus pasos. Encontraron al encargado de caballerizas, Umegat, evidentemente prevenido, aguardando decorosamente junto a las puertas del zoológico, abiertas de par en par al sol y la brisa de la mañana. Inclinó la trenzada cabeza ante su señor y sus invitados.

– Ése es Umegat -dijo Orico a su hermana, a modo de presentación-. Cuida del sitio por mí. Es un roknari, pero también es un buen hombre.

Iselle controló una visible punzada de alarma e inclinó graciosamente la cabeza a su vez. En un pasable roknari cortesano, si bien gramaticalmente impropio por cuanto se decantó por la rutina de señor a guerrero en lugar de la de señor a vasallo, dijo:

– Que las bendiciones de los Santos caigan sobre ti este día, Umegat.

Umegat abrió mucho los ojos, y acentuó su reverencia. Respondió con un: "Que las bendiciones de los Sumos caigan también sobre vos, mi hendi", con el más puro acento del Archipiélago, en la forma gramatical adecuada de siervo a señora.

Cazaril arqueó las cejas. Así que, al final, Umegat no era ningún mestizo chalionés, al parecer. Se preguntó por qué azares de la vida habría terminado allí. Picado en su curiosidad, preguntó: "Os encontráis lejos de vuestro hogar, Umegat", con la rutina del siervo al siervo de menor categoría.

Una discreta sonrisa afloró a los labios del mozo:

– Tenéis buen oído, mi hendi. Eso es raro, en Chalion.

– Lord de Cazaril me enseña -explicó Iselle.

– En tal caso, tenéis buen maestro, mi dama. Pero -se volvió hacia Cazaril, cambiando de rutina, ahora de esclavo a erudito, aún más exquisitamente educado que el de esclavo a señor-, Chalion es ahora mi hogar, Sabiduría.

– Que mi hermana vea las criaturas -intervino Orico, que no ocultaba el aburrimiento que le producía aquel intercambio de cortesías bilingües. Levantó la servilleta de lino y esbozó una sonrisa conspiradora-. He birlado del desayuno un trozo de panal para mis osos, y se va a derretir entero si no me libro pronto de él.

Umegat sonrió a su vez y los guió al interior del fresco edificio de piedra.

El lugar estaba aún más inmaculado esa mañana que el otro día, más limpio con diferencia que los salones de banquetes de Orico. El roya se disculpó y se adentró de inmediato a la jaula de uno de sus osos. El animal se despertó y se sentó sobre sus ancas; Orico se sentó a su vez en la reluciente paja, y ambos se miraron fijamente. Orico tenía casi el mismo tamaño que el oso. Desenvolvió la servilleta y partió un pedazo de panal, que el oso olisqueó y comenzó a lamer con una larga lengua rosa. Iselle y Betriz exclamaron encantadas a la vista del espeso y lustroso pelaje, pero no hicieron ademán alguno de seguir al roya hasta el interior de la jaula.

Umegat los dirigió hacia las criaturas semejantes a cabras, evidentemente herbívoras, y esta vez las damiselas sí se aventuraron en los establos para acariciar a las bestias y regalar envidiosos cumplidos sobre sus grandes ojos castaños y sus largas pestañas. Umegat explicó que se llamaban vellas, importadas de algún rincón más allá del Archipiélago, y les entregó unas zanahorias a Iselle y Betriz, que éstas cedieron a las vellas entre risas para mutua satisfacción de los animales y las muchachas. Iselle se limpió los últimos trozos de zanahoria mezclada con baba de vella en la falda, y todos siguieron a Umegat camino de la pajarería, menos Orico, que, prefiriendo demorarse con su oso, les hizo una lánguida seña para indicarles que podían continuar sin él.

Una negra silueta surgió de la luz del sol para adentrarse en el pasillo de piedra abovedado y se posó en el hombro de Cazaril con un batir de alas y un gruñido; Cazaril a punto estuvo de rozar el arco del techo de un salto. Estiró el cuello para ver si se trataba del mismo cuervo que había visitado el alféizar de su ventana esa mañana, fijándose en las plumas que le faltaban a su cola. El ave afianzó las garras en su hombro, y exclamó: "¡Caz! ¡Caz!"

Cazaril se rió de buena gana.

– ¡Ya era hora, pájaro bobo! Pero ahora no te va a servir de nada, se me acabó el pan. -Movió el hombro, pero el cuervo se aferró tenazmente, e insistió, "¡Caz! ¡Caz!" de nuevo, justo en su oído, con estridencia.

Betriz se rió, boquiabierta de asombro.

– ¿Quién es vuestro amigo, lord Caz?

– Apareció en mi ventana esta mañana, y he intentando enseñarle, um, algunas palabras. Me parece que no lo he conseguido…

– ¡Caz! ¡Caz! -insistió el cuervo.

– ¡Así de aplicada deberíais ser vos con el darthaco, mi lady! -concluyó Cazaril-. Vamos, sir de Ave, zape. No me queda más pan. Id a buscar un pescado aturdido al pie de las cataratas, o una apetitosa oveja muerta, o lo que sea… ¡zas! -Meneó el hombro, pero el cuervo mantuvo tenazmente el equilibrio-. Qué aves más glotonas, estos cuervos de castillo. Sus congéneres campestres tienen que volar de un lado a otro en busca de su manduca, pero estos vagos esperan que les metas la comida en el pico.

– En efecto -dijo Umegat, con una sonrisa taimada-, los pajarracos del Zangre son auténticos cortesanos entre los cuervos.

Cazaril reprimió una risotada algo a destiempo y echó un nuevo vistazo al impecable mozo roknari… o "ex-roknari". Bueno, si llevara tiempo Umegat trabajando aquí, habría podido estudiar a placer a los cortesanos.

– Me sentiría más halagado por esta veneración si fueras un pájaro más salado. ¡Ea! -Empujó al cuervo lejos de su hombro, pero el ave se limitó a auparse a su cabeza e hincarle las garras en la coronilla-. ¡Ow!

– ¡Cazaril! -chilló el cuervo desde su nuevo asidero.

– Sí que tenéis talento para enseñar idiomas, mi lord de Cazaril. -La sonrisa de Umegat se ensanchó-. Ya te he oído -increpó al cuervo-. Si agacháis la cabeza, mi señor, intentaré apear a vuestro pasajero.

Así lo hizo Cazaril. Umegat, murmurando algo en roknari, persuadió al ave para que se subiera a su brazo, se lo llevó hasta la puerta, y lo lanzó por los aires. Se alejó volando, profiriendo, para alivio de Cazaril, graznidos más ordinarios.

Llegaron a la pajarería, donde Iselle descubrió que era tan popular entre las brillantes aves de las jaulas como Cazaril con el desastrado cuervo; se le subían a las mangas, y Umegat le enseñó a convencerlas de que comieran semillas sujetas entre sus dientes.

Se volvieron a continuación a las aves enjauladas. Betriz admiró una grande, de un verde resplandeciente, con plumas amarillas en el pecho y color rubí en el cuello. Chasqueó su robusto pico amarillo, se balanceó de lado a lado y sacó una fina lengua negra.

– Ésta ha llegado hace muy poco -explicó Umegat-. Creo que ha tenido una vida difícil y errante. Es bastante dócil, pero ha hecho falta tiempo y paciencia para tranquilizarla.

– ¿Habla? -quiso saber Betriz.

– Sí, pero sólo dice palabrotas. En roknari, por desgracia, quizá. Creo que debió de ser el pájaro de algún marinero. El marzo de Jironal lo trajo del norte esta primavera, como botín de guerra.

Los informes y rumores de aquella campaña no decisiva habían llegado a Valenda. Cazaril se preguntó si Umegat había formado parte alguna vez de un botín de guerra, como él mismo, y si era así como había recalado en Chalion. Lacónico, dijo:

– Es bonito, pero parece escaso consuelo por la pérdida de tres ciudades y un paso montañoso.

– Creo que lord de Jironal trajo consigo bastantes más bienes muebles -repuso Umegat-. Su tren de equipaje, a su regreso a Cardegoss, tardó una hora en cruzar las puertas.

– Yo también he tenido que vérmelas con mulas igual de lentas -murmuró Cazaril, sin darse por impresionado-. Chalion perdió más de lo que ganó de Jironal en aquella empresa mal planeada.

Iselle arqueó las cejas.

– ¿No fue una victoria?

– Depende de la definición. Los principados roknari y nosotros llevamos décadas jugando al tira y afloja en esa zona fronteriza. Solía ser un buen terreno… ahora es un yermo. Los huertos, los olivares y los viñedos se han quemado, se han abandonado las granjas, los animales han quedado sueltos para volverse salvajes o morirse de hambre… es la paz, y no la guerra, lo que enriquece un país. La guerra se limita a transferir la posesión de los residuos del más débil al más fuerte. Peor aún, lo que se compra con sangre se vende por oro, y luego se vuelve a robar. -Caviló, antes de añadir con amargura-: Vuestro abuelo, el roya Fonsa, compró Gotorget con las vidas de sus hijos. El marzo de Jironal la compró por trescientos mil reales. Prodigiosa transmutación, la que convierte la sangre de un hombre en el dinero de otro. Tornar el plomo en oro no es nada en comparación.

– ¿No habrá nunca paz en el norte? -preguntó Betriz, sobresaltada por la inusitada vehemencia de Cazaril.

Éste se encogió de hombros.

– No mientras la guerra sea tan lucrativa. Los príncipes roknari juegan al mismo juego. Es una corrupción universal.

– Ganar la guerra acabaría con ella -dijo Iselle, pensativa.

– Ése sí que es un sueño -suspiró Cazaril-. Si el roya pudiera contagiárselo a sus nobles sin que éstos comprendieran que iban a perder su forma de vida. Pero no. No es posible. Chalion, por sí sola, no podría derrotar a los cinco principados, y aunque lo lograra por algún milagro, carece de la experiencia naval necesaria para defender las costas después. Si se aliaran todas las royezas quintarianas, y se esforzaran durante una generación, quizá algún roya inmensamente fuerte y tenaz pudiera abrirse camino y unir el país entero. Pero el precio en vidas humanas, desgaste moral y dinero sería colosal.

Iselle respondió, despacio:

– ¿Más colosal que el precio de este incesante goteo de sangre y virtud que escapa hacia el norte? Si se acaba, si se corta de raíz, se acabaría de una vez por todas.

– Pero no hay nadie capaz de hacerlo. No existe el hombre con el nervio, la visión y la voluntad necesarias. El roya de Brajar es un viejo borracho que prefiere jugar con las damas de su corte, el Zorro de Ibra tiene las manos atadas por culpa de las disensiones civiles, Chalion… -Cazaril vaciló, comprendiendo que sus soflamadas emociones lo conducían a una franqueza apolítica.

– Teidez -comenzó Iselle, y cogió aliento-. Quizá ese honor recaiga sobre Teidez, cuando alcance la edad adulta.

No era ése un honor que le deseara Cazaril a ningún hombre, aunque el muchacho despuntaba talentos incipientes en esa dirección. Sólo hacía falta que la educación que recibiera en los próximos años consiguiera pulirlos y aguzarlos.

– La conquista no es la única vía que conduce a la unión de los pueblos -señaló Betriz-. También está el matrimonio.

– Sí, pero nadie puede casarse con tres royezas y cinco principados -dijo Iselle, arrugando la nariz-. A la vez no, por lo menos.

El ave verde, irritada quizá por haber perdido la atención de su público, eligió ese momento para proferir una frase notablemente vulgar en el roknari más grosero. El pájaro de un marinero, sin duda… de un corsario de galera, juzgó Cazaril. Umegat sonrió secamente ante el involuntario bufido de Cazaril, pero arqueó las cejas ligeramente cuando Betriz e Iselle apretaron los labios con fuerza y se arrebolaron, cruzaron la mirada, y a punto estuvieron de perder su circunspección. Con presteza, buscó una capucha y la caló sobre la cabeza del ave.

– Buenas noches, mi verde amigo. Ya veo que no estás preparado para ser presentado en sociedad. A lo mejor lord de Cazaril debería pasarse por aquí de vez en cuando y enseñarte el roknari como es debido, ¿eh?

Cazaril pensó que Umegat parecía perfectamente capaz de enseñarle el roknari de la corte él solito, pero se interrumpió cuando una pisada sorprendentemente vigorosa en el umbral de la pajarería demostró pertenecer a Orico, que estaba sacudiéndose babas de oso de los pantalones con una sonrisa. Cazaril decidió que el comentario del alcaide del castillo aquel primer día había sido acertado: la colección de fieras parecía aportar solaz al roya. Su mirada era clara, el color volvía a animar su semblante, visiblemente recuperado del somnoliento agotamiento que había evidenciado inmediatamente después del desayuno.

– Tenéis que venir a ver mis gatos -dijo a las damiselas. Todos lo siguieron hasta el pasillo de piedra, donde les enseñó orgulloso las jaulas que contenían un par de hermosos gatos dorados de orejas copetudas de las montañas del sur de Chalion, y un raro gato montés albino, de ojos azules, de la misma raza con chocantes copetes negros. Este extremo del pasillo contenía también una jaula que contenía un par de lo que Umegat llamó zorros del desierto del Archipiélago, semejantes a lobos flacos en miniatura, pero con unas enormes orejas triangulares y cínicas expresiones.

Con una floritura, Orico se volvió al fin hacia su predilecto sin lugar a dudas, el leopardo. Sujeto por su cadena de plata, se frotó contra las piernas del roya y emitió unos extraños gruñidos quedos. Cazaril contuvo el aliento cuando, animada por su hermano, Iselle se arrodilló para acariciarlo, con la cara justo al lado de aquellas poderosas mandíbulas. Aquellos ojos ambarinos, redondos y pelúcidos, le parecían de todo menos amigables, pero los párpados se entornaron en señal de evidente disfrute, y el ancho hocico anaranjado se estremeció cuando Iselle rascó vigorosamente a la bestia debajo de la barbilla y pasó los dedos extendidos por el fabuloso pelaje moteado. Cuando se puso él de rodillas, en cambio, el gruñido adoptó lo que a sus oídos sonaba como un tinte decididamente hostil, y su distante mirada ámbar no le animó a tomarse libertades. Impulsado por la prudencia, Cazaril mantuvo las manos pegadas al cuerpo.

El roya decidió quedarse para departir con su encargado de los establos, y Cazaril regresó al Zangre junto a las muchachas, mientras éstas conversaban animadamente intentando decidir cuál era la bestia más interesante de todo el zoológico.

– ¿Cuál crees que es la criatura más curiosa que hemos visto? -le preguntó Betriz.

Cazaril tardó un momento en responder, pero al final se decidió por la verdad.

– Umegat.

Betriz abrió la boca para recriminarle su aparente frivolidad, pero volvió a cerrarla cuando Iselle le lanzó una mirada penetrante. Cayó sobre ellos un meditabundo silencio, que imperó durante todo el camino de regreso a las puertas del castillo.

La merma de luz diurna propia de la proximidad del otoño no parecía causar efecto sobre los habitantes del Zangre, puesto que la prolongación de las noches seguía iluminándose con velas, banquetes y fiestas. Los cortesanos se turnaban para proporcionar entretenimientos cada vez más elaborados, dilapidando dinero e ingenio. Teidez e Iselle estaban deslumbrados, Iselle, lamentablemente, no del todo; con la ayuda del comentario de pasada que le hiciera Cazaril en voz baja, empezó a buscar indicios de significados y mensajes, a buscar intenciones ocultas, a calcular gastos y expectativas.

Teidez, hasta donde sabía Cazaril, se lo tragaba todo sin hacer preguntas. Los síntomas de la indigestión eran evidentes. Teidez y de Sanda comenzaron a disentir con mayor frecuencia y más abiertamente, mientras de Sanda libraba una batalla perdida de antemano por mantener la disciplina que había impuesto al muchacho en la sobria casa de la provincara. Incluso Iselle empezó a preocuparse por la creciente tensión entre su hermano y el tutor de éste, como dedujo enseguida Cazaril cuando Betriz lo abordó una mañana, con fingida impremeditación, junto a una ventana desde la que se divisaba la confluencia de los ríos y la mitad del interior de Cardegoss.

Tras algunos comentarios inanes acerca del tiempo, que era agradable, y la caza, que también lo era, imprimió un cambio brusco a la conversación para tratar el asunto que la había conducido hasta él, bajando la voz y preguntando:

– ¿A qué venía la tremenda trifulca entre Teidez y el pobre de Sanda anoche en vuestro pasillo? Las voces se oían por las ventanas y a través del suelo.

– Um… -Cinco dioses, ¿cómo iba a salir de ésta? Doncellas. Casi deseó que Iselle hubiera enviado a Nan de Vrit. En fin, seguramente la sensata viuda debía bregar con las disensiones femeninas que se desataran en la planta de arriba. Sí, y más valía ser franco que ambiguo. Betriz, que no era ninguna cría, y sobre todo no la única hermana de Teidez, podría decidir qué juzgaba adecuado que llegara a oídos de Iselle mejor que él mismo-. Dondo de Jironal trajo anoche una ramera para la cama de Teidez. De Sanda la echó del cuarto. Teidez estaba furioso. -Furioso, abochornado, posiblemente aliviado en secreto, y, más tarde, ebrio de vino. Ah, cuán gloriosa, la vida en la corte.

– Oh -dijo Betriz. La había conmocionado un poco, pero no en exceso, le alivió comprobar-. Oh. -Se sumió en un pensativo silencio unos momentos, fija la mirada en las vastas llanuras doradas al otro lado del río y su extenso valle. Casi toda la cosecha estaba a punto. Se mordió el labio inferior y volvió a mirar a Cazaril con los ojos entornados por la preocupación-. No es… seguro que no… resulta algo extraño que un hombre de cuarenta años como lord Dondo ande colgado de la manga de un muchacho de catorce.

– ¿Colgado de un muchacho? Sí que es raro. Colgado de un róseo, su futuro roya, futuro dispensador de rango, riqueza, favores, oportunidades militares… bueno, eso es bien distinto. Hazme caso, si Dondo se soltara de esa manga, enseguida le echarían mano otros tres hombres. Lo que importa son… los modales.

Betriz frunció los labios, asqueada.

– Ya veo. Una ramera, puaj. Y lord Dondo… eso es lo que se llama un procurador, ¿no?

– Mm, y cosas peores. No es que… no es que Teidez no esté al borde de convertirse en todo un hombre, y todo hombre debe aprender alguna vez…

– ¿La noche de bodas no es suficiente? Nosotras debemos esperar hasta entonces para aprender.

– Los hombres… suelen casarse más tarde -intentó, decidiendo que ésta era una discusión de la que prefería mantenerse alejado y, además, le avergonzaba recordar lo tarde que le había llegado su hora de aprender-. Aunque por lo general, el hombre tendrá un amigo, un hermano, o al menos un padre o un tío, que le presente, em. Cómo decirlo. A las damas. Pero Dondo de Jironal no es nada de eso para Teidez.

Betriz frunció el ceño.

– Es que Teidez no tiene nada de eso. Bueno, salvo… salvo el roya Orico, que es a la vez padre y hermano para él, en cierto modo.

Cruzaron la mirada, y Cazaril supo que no hacía falta que añadiera en voz alta: Aunque no sea de demasiada utilidad.

Tras otro momento de meditación, Betriz añadió:

– Y me cuesta imaginar a sir de Sanda…

Cazaril contuvo un resoplido.

– Ah, pobre Teidez. A mí también me cuesta. -Vaciló, antes de seguir-. Es una edad difícil. Si Teidez se hubiera criado en la corte, estaría acostumbrado a este ambiente, no sería tan… impresionable. O si hubiera venido siendo mayor, tendría una personalidad más asentada, una mentalidad más sólida. No es que la corte deje de ser impresionante a cierta edad, y menos si te sueltan de repente en medio de la tormenta. Aun así, si Teidez ha de ser el heredero de Orico, va siendo hora de que comience a prepararse para ello, de que aprenda a controlar las presiones además de los deberes en su justa medida.

– ¿Es ésa la formación que está recibiendo? A mí no me lo parece. De Sanda lo intenta, desesperadamente, pero…

– Se encuentra en inferioridad numérica -finalizó su frase Cazaril, con desánimo-. Ahí radica el problema. -Frunció el entrecejo, meditabundo-. En la casa de la provincara, de Sanda gozaba de su respaldo, de su autoridad para sustentar la propia. Aquí en Cardegoss, correspondería al roya Orico cumplir esa función, pero no demuestra interés. De Sanda se ha quedado solo frente a la adversidad.

– Esta corte… -Betriz arrugó el ceño, intentando dar forma a unas ideas con las que no estaba familiarizada-. ¿Esta corte no tiene un centro?

Cazaril exhaló un suspiro de abatimiento.

– Toda corte gobernada como es debido aloja siempre a alguien de autoridad moral. Si no es el roya, quizá sea la royina, alguien como la provincara que marque el ritmo, que respete los estándares. Orico es… -no podía decir débil, no se atrevía a decir negligente-, no es la persona adecuada, y la royina Sara… -La royina Sara le parecía un fantasma, pálida y etérea, casi invisible-. Tampoco. Eso nos conduce al canciller de Jironal. Que está demasiado absorto en las cuestiones de estado, y no se siente inclinado a poner coto a su hermano.

Betriz entrecerró los ojos.

– ¿Estás diciendo que incita a Dondo?

Cazaril se llevó un dedo a los labios, indicando cautela.

– ¿Te acuerdas del chiste que hizo Umegat acerca de los cuervos cortesanos del Zangre? Prueba a darle la vuelta. ¿Has visto alguna vez una bandada de cuervos decidida a robar el nido de otra ave? Uno ahuyenta a los padres, mientras otro sustrae los huevos o los polluelos… -Sintió sequedad en la boca-. Por suerte, la mayoría de los cortesanos de Cardegoss no saben organizarse para colaborar con la eficacia de una bandada de cuervos.

Betriz suspiró.

– Ni siquiera estoy segura de que Teidez se dé cuenta de que no todo es por su propio bien.

– Temo que de Sanda, pese a su franca preocupación, no haya sabido expresarse con la claridad necesaria. Hazme caso si te digo que tendría que ser sumamente franco para imponer su voz al estrépito de los halagos en que nada ahora Teidez.

– Pero tú lo haces por Iselle, todo el tiempo -objetó Betriz-. Tú dices, cuidado con este hombre, fíjate en lo que hace ahora, fíjate en por qué lo hace… la séptima u octava vez que nos llamas la atención sobre el asunto, no podemos por menos de escuchar… y a la décima o duodécima, empezamos a verlo también. ¿No puede hacer lo mismo de Sanda por el róseo Teidez?

– Es más fácil ver el tiznón en la mejilla de otro que en la propia. Esta bandada de cortesanos no atosiga a Iselle del mismo modo que a Teidez. Gracias a los dioses. Todos saben que ella saldrá de la corte, quizá incluso de Chalion, que no es plato para ellos. Teidez será el pan de su futuro.

Con aquella apreciación no concluyente e insatisfactoria, se vieron obligados a aparcar el tema por un tiempo, pero a Cazaril le agradó saber que Betriz e Iselle empezaban a cobrar conciencia de los sutiles peligros que entrañaba la vida en la corte. El ambiente de fiesta era cegador, seductor, un festín para la vista que podía emborrachar e intoxicar tanto la mente como el cuerpo. Para algunos cortesanos y damas, suponía Cazaril, era en verdad el juego gozoso e inocente -aunque caro- que aparentaba. Para otros, era un baile de apariencias, de mensajes en clave, de estocadas y contraestocadas tan serias, si bien no instantáneamente letales, como las de cualquier duelo. A fin de no perder comba, había que distinguir quién marcaba el ritmo y quién se dejaba llevar. Dondo de Jironal era un bailarín consumado por derecho propio, y aun así… aunque no todos sus movimientos estuvieran dirigidos por su hermano mayor, sí se podía decir sin miedo que era éste el que le permitía ejecutarlos.

No. Decir sin miedo no. Pensar con certeza.

Por escasa que fuera su estima de la moral de la corte, tenía que conceder que los músicos de Orico eran muy buenos, reflexionó Cazaril, que escuchaba ávido su actuación durante el baile de la noche siguiente. Si la royina Sara tenía un consuelo equiparable al que encontraba Orico en su zoológico, éste era sin duda el que le proporcionaban los trovadores y los juglares del Zangre. Ella nunca bailaba, rara vez sonreía, pero no se perdía una sola fiesta en la que sonara la música, ya fuera sentada junto a su ebrio y somnoliento esposo, o, si Orico se acostaba temprano, ociosa tras un biombo labrado en compañía de sus damas en la galería frente a los músicos. Cazaril pensó que comprendía su hambre de este solaz, apoyado contra la pared de la cámara en el que estaba convirtiéndose en su lugar acostumbrado, siguiendo el ritmo con el pie y observando benignamente cómo volaban sus damiselas sobre el bruñido suelo de madera.

Los músicos y los bailarines se tomaron un descanso tras un vigoroso rondón, y Cazaril se sumó a los discretos aplausos que inició la royina detrás de su biombo. Una voz por completo inesperada le dijo al oído:

– Vaya, castelar. ¡Ahora me cuesta menos reconoceros!

– ¡Palli! -Cazaril controló su primer impulso de lanzarse sobre su amigo, convirtiendo el movimiento en una fugaz reverencia. Palli, vestido formalmente con los pantalones y la túnica azules y el tabardo blanco de la orden militar de la Hija, las botas lustradas y una espada rutilante sobre la cintura, se rió y le devolvió una reverencia igualmente ceremoniosa, aunque la siguió de un firme, aunque breve, apretón de manos-. ¿Qué te trae por Cardegoss?

– ¡Justicia, por la diosa! Y no poca, además, de aquí a un año vista. Cabalgo en apoyo del lord dedicado el provincar de Yarrin, en una pequeña y santa empresa suya. Te diré más, pero, ah -Palli escrutó la atestada cámara, donde los bailarines volvían a formar-, mejor que no sea aquí. Parece que has sobrevivido a tu viaje a la corte… espero que ya se te haya pasado ese ataque de ansiedad.

Cazaril torció el rictus.

– De momento. Te diré más, pero… no aquí. -Un vistazo en rededor le bastó para cerciorarse de que ni lord Dondo ni su hermano mayor estaban presentes en ese momento, aunque sabía al menos de una docena de hombres que estarían dispuestos a informarles de esta reunión y bienvenida. Que así fuera-. Busquemos un lugar más tranquilo.

Pasearon con aparente indiferencia hasta llegar a la cámara adjunta, donde Cazaril condujo a Palli hasta una aspillera desde la que se dominaba un patio iluminado por la luna. En la otra punta del patio, había una pareja sentada y arrumada, pero Cazaril calculó que se encontraban demasiado lejos y absortos para reparar en su conversación.

– ¿Qué es lo que trae a de Yarrin a la corte tan precipitadamente? -preguntó Cazaril, con curiosidad. El provincar de Yarrin era el lord chalionés de mayor rango que había decidido jurar fidelidad a la santa orden militar de la Hija. La mayoría de jóvenes con inclinaciones militares se dedicaban a la Orden del Hijo, mucho más glamurosa, con su gloriosa tradición de batallas contra los invasores roknari. Incluso Cazaril había prestado juramento como lego dedicado al Hijo, de joven, y había retirado el juramento, cuando… déjalo. La santa orden marcial de la Hija, mucho más pequeña, se ocupaba de quehaceres más domésticos, como guardar los templos, o patrullar los caminos que conducían a los templos de peregrinaje; por extensión, controlaban el bandidaje, perseguían ladrones de ganado y caballerías, ayudaban a capturar asesinos. Los soldados de la diosa compensaban su escaso número con su romántica dedicación. Palli encajaba perfectamente en el perfil, pensó Cazaril con una sonrisa, y sin duda había encontrado su vocación al final.

– Limpieza de primavera. -Palli sonrió igual que uno de los zorros de arena de Umegat por un momento-. Por fin vamos a arreglar un maloliente desperfecto entre las paredes del templo. De Yarrin sospechaba desde hacía tiempo que, llevando tanto tiempo enfermo y moribundo el antiguo general, el interventor de la orden de Cardegoss estaba filtrando los fondos de la orden conforme pasaban por sus dedos. -Meneó los suyos, para ilustrar sus palabras-. Hacia su propia bolsa.

Cazaril soltó un gruñido.

– Qué pena.

Palli arqueó una ceja.

– ¿No te sorprendes?

Cazaril se encogió de hombros.

– Ni un ápice. Estas cosas pasan a veces, cuando se tienta a los hombres más allá de sus fuerzas. Aunque no había oído mencionar nada específico contra el interventor de la Hija, aparte de las calumnias habituales contra cualquier oficial de Cardegoss, sea honrado o no, que repiten todos los ilusos.

Palli asintió.

– De Yarrin ha tardado más de un año en reunir las pruebas y los testigos sin despertar sospechas. Cogimos al interventor, y sus libros, por sorpresa hace unas dos horas. Ahora está encerrado en el sótano de la casa de la Hija, bajo vigilancia. De Yarrin presentará el caso ante el consejo de la orden mañana por la mañana. El interventor será despojado de su puesto y rango mañana por la tarde, y entregado a la Cancillería de Cardegoss para recibir su castigo mañana por la noche. ¡Ja!

Cerró el puño en gesto de triunfo anticipado.

– ¡Así se hace! ¿Vas a quedarte, después de eso?

– Espero pasar aquí una o dos semanas, por la caza.

– ¡Ah, excelente! Tiempo para hablar, y un hombre de ingenio y honor sin tacha con el que emplear ese tiempo… doble lujo.

– Me hospedo en la ciudad, en el palacio de Yarrin, pero esta noche no puedo entretenerme aquí. Sólo he venido al Zangre con de Yarrin para que presente sus respetos e informe al roya Orico y al general lord Dondo de Jironal. -Palli se interrumpió-. A juzgar por tu saludable aspecto, intuyo que tus preocupaciones acerca de los Jironal resultaron estar infundadas.

Cazaril guardó silencio. La brisa que entraba por la aspillera era cada vez más fría. Incluso los amantes del patio habían buscado refugio dentro. Al cabo, dijo:

– Procuro no cruzarme con ninguno de los Jironal. En todos los sentidos.

Palli frunció el ceño, y pareció que tuviera las palabras a flor de boca.

Un par de sirvientes aparecieron empujando un carro que portaba un cántaro de vino caliente, perfumado con especias y azúcar, cruzando la antecámara en dirección al salón de baile. Salió una jovencita risueña, perseguida de cerca y entre carcajadas por un joven cortesano; ambos desaparecieron en dirección opuesta, aunque su risa imbricada se demoró en el aire. Sonaron de nuevo notas musicales, que flotaban en la galería igual que flores.

El ceño de Palli se suavizó.

– ¿Ha acompañado también lady Betriz de Ferrej a la rósea Iselle desde Valenda?

– ¿No la has visto, entre los bailarines?

– No… te vi a ti primero, con lo larguirucho que eres, sosteniendo la pared. Cuando supe que la rósea estaba aquí, vine con la esperanza de encontrarte también a ti, aunque a juzgar por la forma en que hablaste la última vez que conversamos no estaba seguro de que hubieras venido. ¿Tú crees que podría robarle un baile antes de que de Yarrin haya terminado de conferenciar con Orico?

– Si crees que tienes fuerzas suficientes para abrirte paso a empujones entre la multitud que la rodea, quizá -respondió Cazaril, secamente, animándolo con un gesto-. A mí siempre me derrotan.

Palli lo consiguió sin esfuerzo aparente, y no tardó en sostener la mano de una sorprendida y risueña Betriz dentro y fuera de las figuras, con garbo. Dedicó algún tiempo también a la rósea Iselle. Las dos damiselas parecían encantadas de volver a verlo. Cuando se tomó un descanso, le dieron la bienvenida cuatro o cinco señores que aparentemente conocía, hasta que se le acercó un paje y le tocó el codo, y le murmuró un mensaje al oído. Palli se despidió y se fue, presumiblemente para reunirse con su camarada el lord dedicado de Yarrin y escoltarlo de regreso a su mansión.

Cazaril esperaba que el nuevo santo general de la Hija, lord Dondo de Jironal, se alegrara y congratulara de encontrar la casa limpia mañana. Lo esperaba fervientemente.

9

Cazaril se pasó el día siguiente sonriendo, anticipando la visita de Palli a la corte y el deleite que añadiría a su rutina. Betriz e Iselle también se deshacían en halagos del joven marzo, lo que dio que pensar a Cazaril. Palli luciría como nunca en este espléndido escenario.

¿Y qué tenía eso de malo? Palli era un hombre con tierras, con dinero, atractivo, con encanto, con responsabilidades respetables. Supongamos que saltaba la chispa entre lady Betriz y él. ¿Era cualquiera de ellos menos de lo que se merecía el otro? No obstante, contra su voluntad, Cazaril se encontró planeando actividades con Palli que de alguna forma no incluían a las damas.

Pero para su decepción, Palli no apareció en la corte esa tarde, ni tampoco el provincar de Yarrin. Cazaril supuso que el agotador día de presentación de pruebas en la casa de la Hija ante el comité de justicia que se hubiera reunido no habría estado exento de complicaciones, y se habría prolongado hasta después de la cena. Si el caso tardaba más tiempo del que había estimado Palli con tanto optimismo, bueno, al menos también se prolongaría su visita a Cardegoss.

No volvió a ver a Palli hasta la mañana siguiente, cuando el marzo apareció abruptamente ante la puerta abierta del despacho de Cazaril, que era una antecámara a la sucesión de estancias que ocupaban la rósea Iselle y sus damas. Cazaril levantó la vista de su escritorio, sorprendido. Palli había prescindido de su atuendo cortesano, y estaba vestido para el camino con botas altas raídas, una gruesa túnica y una capa corta de montar.

– ¡Palli! Toma asiento… -Cazaril le indicó un taburete.

Palli lo colocó frente a su amigo y se sentó con un gruñido exhausto.

– Sólo un momento, viejo amigo. No podía marcharme sin despedirme de ti. Se les ha ordenado a de Yarrin y sus tropas que partamos de Cardegoss antes del mediodía de hoy, so pena de expulsión de la santa orden de la Hija.

Su sonrisa era tan tirante como una guindaleza tensada.

– ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido? -Cazaril soltó la pluma, y empujó aparte el libro de cuentas del cada vez más complicado inventario de Iselle.

Palli se pasó una mano por el negro cabello y sacudió la cabeza, con incredulidad.

– No sé si puedo hablar de esto sin explotar. Anoche hube de contenerme para no sacar la espada y ensartar las blandas tripas del muy hijo de puta en el sitio. ¡Caz, han desestimado el caso de de Yarrin! Han confiscado todas las pruebas, han despedido a todos los testigos, ¡sin llamarlos! ¡sin escucharlos!, han sacado del sótano al interventor, esa lombriz mentirosa y ladrona…

– ¿Quién?

– Nuestro santo general, Dondo de Jironal, y sus, sus, sus criaturas del consejo de la Hija, perros acobardados, que me ciegue la diosa si alguna vez me he echado a la cara otra manada igual de chuchos sin agallas, ¡son una vergüenza para sus propios colores! -Palli apretó el puño sobre las rodillas, resoplando-. Todos sabíamos que hacía algún tiempo que la casa de la orden de Cardegoss estaba patas arriba. Supongo que deberíamos haber pedido al roya que despidiera al antiguo general en cuanto enfermó demasiado para mantenerlo todo bajo control, pero nadie tuvo ánimos para expulsarlo… todos pensábamos que un hombre nuevo, joven, vigoroso le daría la vuelta a todo y empezaría de nuevo. Pero esto, esto, esto es peor que una mera negligencia. ¡Esto es mendacidad flagrante! Caz, han exculpado al interventor y han expulsado a de Yarrin… apenas si se molestaron en echar un vistazo a sus cartas y libros mayores, diosa, los papeles llenaban dos baúles… ¡Juro que habían tomado la decisión antes de convocar la vista!

Cazaril no había visto a Palli tartamudear de rabia de este modo desde que llegó la noticia de la venta de Gotorget a la famélica y andrajosa guarnición, gracias al tenaz correo del roya que había traspasado las líneas roknari. Se inclinó en su asiento y se atusó la barba.

– Tengo la sospecha… no, la certeza… de que lord Dondo ha recibido dinero a cambio de emitir esta sentencia. Si es que no es el nuevo director del interventor, y ahora hay dos baúles llenos de pruebas alimentando los fuegos del altar de la Dama… Caz, nuestro nuevo santo general piensa que la Orden de la Hija es su vaca lechera particular. Un acólito me dijo ayer, en las escaleras, y el hombre temblaba mientras me susurraba, que ha destacado seis tropas de hombres de la Hija a las órdenes del Heredero de Ibra en Ibra del Sur… en calidad de simples mercenarios. No es ése su mandato, no es ésa la obra de la diosa… ¡es peor que robar dinero, es robar sangre!

Un frufrú, y un aliento contenido, atrajo la mirada de ambos hombres al umbral interior. Lady Betriz estaba allí, con la mano en el quicio, y la rósea Iselle espiaba por encima de su hombro. Las dos jóvenes tenían los ojos abiertos como platos.

Palli abrió y cerró la boca, tragó, antes de ponerse en pie de un salto y dedicarles una reverencia.

– Rósea. Lady Betriz. Me temo que debo despedirme de vos. Regreso a Palliar esta mañana.

– Lamentaremos la pérdida de vuestra compañía, marzo -dijo la rósea, con un hilo de voz.

Palli se volvió hacia Cazaril.

– Caz… -Asintió con expresión compungida-. Siento mucho no haber creído tus palabras sobre los Jironal. No estabas loco. Tenías razón en todo.

Cazaril parpadeó, perplejo.

– Pensaba que me habías creído…

– El viejo de Yarrin es tan sagaz como tú. Se olió este problema desde el principio. Le pregunté por qué creía que necesitábamos venir a Cardegoss con una tropa tan cuantiosa, y me murmuró, "No, muchacho… es para salir de Cardegoss". No entendí el chiste. Hasta ahora.

Soltó una risa amarga.

– ¿Vais… no vais a volver aquí? -preguntó Betriz, casi sin aliento. Se llevó la mano a los labios.

– Juro ante la diosa… -Palli se tocó la frente, el labio, el ombligo y la entrepierna, antes de apoyar la mano abierta sobre el corazón, realizando el quíntuplo gesto sagrado-, que no regresaré a Cardegoss si no es para asistir al funeral de Dondo de Jironal. Señoritas… -Se puso firme y se inclinó ante ellas-. Caz… -Cogió las manos de Cazaril por encima de la mesa y se agachó para besarlas; apresuradamente, Cazaril le devolvió el honor-. Adiós.

Palli dio media vuelta y abandonó la estancia a largas zancadas.

El espacio que había dejado vacío pareció desmoronarse en torno a su ausencia, como si fueran cuatro hombres los que acabaran de marcharse. Betriz e Iselle fueron succionadas por esa nada; Betriz se acercó de puntillas a la puerta exterior y se asomó al pasillo para espiar los últimos taconeos de la retirada de Palli.

Cazaril retomó su pluma y la atusó con nerviosismo.

– ¿Cuánto habéis escuchado? -preguntó a las damas.

Betriz miró a Iselle de soslayo, antes de responder:

– Todo, creo. No hablaba en voz baja.

Desanduvo despacio la antecámara, con la turbación reflejada en el rostro.

Cazaril pugnó por encontrar una forma de prevenir a su impremeditada audiencia.

– Concernía a los asuntos de un consejo cerrado de una santa orden militar. Palli no debería haberlo mencionado fuera de la casa de la Hija.

– Pero ¿no es acaso un lord dedicado -preguntó Iselle-, un miembro del consejo? ¿No tiene el mismo derecho -¡el deber!- a hablar como cualquiera de ellos?

– Sí, pero… llevado por su ofuscación, ha pronunciado graves acusaciones contra su propio santo general que no tiene el… poder de demostrar.

Iselle lo miró fijamente.

– ¿Le crees?

– Lo que yo crea no es relevante.

– Pero… de ser verdad… es un crimen, peor que un crimen. Es una impiedad insultante, y una violación de la confianza no sólo del roya y de la diosa, sino de todos los que han jurado obediencia en su nombre.

¡Ve las consecuencias en ambas direcciones! ¡Bien! No, espera, no.

– No hemos visto las pruebas. Quizá el consejo tuviera motivos para desestimar el caso. No podemos saberlo.

– Si no podemos ver las pruebas como las ha visto el marzo de Palliar, ¿podemos juzgar a los hombres y razonar en retrospectiva?

– No -negó Cazaril, con firmeza-. Incluso un mentiroso compulsivo dice la verdad de vez en cuando, igual que un hombre honrado puede sentir la tentación de mentir impulsado por una necesidad extraordinaria.

Betriz, sobresaltada, dijo:

– ¿Crees que tu amigo miente?

– Puesto que se trata de mi amigo, no, claro que no, pero… pero podría estar equivocado.

– Esto es demasiado confuso -zanjó Iselle-. Rezaré a la diosa para que me conceda su guía.

Cazaril, acordándose de la última ocasión que había hecho algo parecido, se apresuró a replicar:

– No es necesario que pidas consejo en las alturas, rósea. Has escuchado una confidencia sin querer. Es tu deber no repetirla. Ni de palabra ni de obra.

– Pero si es cierta, importa. ¡Importa enormemente, lord Caz!

– Aunque así sea, los gustos personales constituyen una prueba tan sólida como los rumores.

Iselle frunció el ceño, meditabunda.

– Es cierto que no me gusta lord Dondo. Huele raro, y siempre tiene las manos calientes y sudorosas.

Betriz añadió, con una mueca de repugnancia:

– Sí, y siempre te está tocando con ellas. ¡Puaj!

La pluma se quebró en la mano de Cazaril, rociándole la manga de gotas de tinta. Apartó los pedazos.

– ¿Oh? -dijo, en lo que esperaba que fuera un tono neutro-. ¿Cuándo fue eso?

– Ah, siempre, bailando, cenando, en los salones. Quiero decir, aquí flirtean muchos hombres, algunos son bastante agradables, pero lord Dondo… acosa. En la corte hay damas de sobra que tienen su misma edad, y guapas. No sé por qué no intenta coquetear con ellas.

Cazaril estuvo a punto de preguntar si le parecían igual de caducos treinta y cinco años que cuarenta, pero se mordió la lengua, y dijo en cambio:

– Aspira a gozar de influencia sobre el róseo Teidez, naturalmente. Y, por consiguiente, desea ganarse el favor de la hermana de Teidez, bien directamente o bien por medio de sus asistentes.

Betriz soltó un suspiro de alivio.

– Oh, ¿crees de verdad que se trata de eso? Me ponía enferma pensar que pudiera estar realmente enamorado de mí. Pero si sólo coquetea conmigo pensando en su propio provecho, me parece bien.

Cazaril seguía esforzándose por encontrar sentido a esa afirmación cuando intervino Iselle.

– ¡Poco me conoce si piensa que seducir a mis ayudantes va a granjearle mi amistad! Y no creo que necesite más influencia sobre Teidez, si lo que he visto hasta ahora es un ejemplo de la que ya tiene. Quiero decir… si fuera una buena influencia, ¿no deberíamos ver buenos resultados? Tendríamos que ver a Teidez más atento a sus estudios, más saludable, abierto de miras a un mundo más amplio de alguna clase.

Cazaril reprimió también la observación de que Teidez estaba abriéndose mucho de miras gracias a lord Dondo, en cierto modo.

Iselle continuó, con creciente pasión:

– ¿No tendría que estar aprendiendo Teidez los entresijos de la política de estado? ¿Viendo al menos cómo funciona la cancillería, asistiendo a los consejos, escuchando a los delegados? O, si no las artes políticas, al menos las de la guerra. Cazar está bien, pero ¿no tendría que ir de maniobras militares con los hombres? Su dieta espiritual parece componerse simplemente de chucherías, nada de carne. ¿Qué clase de roya quieren que sea?

Posiblemente, igual que Orico, ebrio y enfermizo, para que no dispute el poder sobre Chalion al canciller de Jironal. Pero lo que dijo Cazaril en voz alta fue:

– No lo sé, rósea.

– ¿Y cómo voy a saberlo yo? ¿Cómo voy a saber nada? -Se paseó de un lado a otro de la cámara, enhiesta la espalda a causa de la frustración, silbando sus faldas-. Mamá y la abuela me pedirían que cuidara de él. Cazaril, ¿no puedes averiguar al menos si es cierta la venta de los hombres de la Hija al Heredero de Ibra? ¡Por lo menos eso no puede ser ningún secreto sutil!

En eso tenía razón. Cazaril tragó saliva.

– Lo intentaré, mi lady. Pero… ¿y luego qué? -Imprimió seriedad a su voz, para enfatizar-. Dondo de Jironal es un poder al que nadie osa dispensar más que estricta cortesía.

Iselle giró en redondo, y lo miró fijamente.

– ¿Sin importar lo corrupto que sea ese poder?

– Cuanto más corrupto, más peligroso.

Iselle levantó la barbilla.

– En tal caso, castelar, decidme… ¿cuán peligroso es, a vuestro juicio, Dondo de Jironal?

Estaba atrapado, paralizada su boca en un rictus. Díselo… Dondo de Jironal es el segundo hombre más peligroso de Chalion, después de su hermano. En vez de eso, cogió una pluma nueva del tarro de cerámica y empezó a afilar la punta con el cortaplumas. Transcurrido uno o dos instantes, comentó:

– A mí tampoco me gusta cómo le sudan las manos.

Iselle soltó un bufido. Pero Cazaril se libró de la prolongación del escrutinio gracias a una llamada de Nan de Vrit, relativa a cierta nimiedad acerca de unas bufandas y unas perlas extraviadas. Las dos damiselas regresaron a sus aposentos.

Las tardes frías en que no se organizaban emocionantes partidas de caza, la rósea Iselle daba rienda suelta a su vitalidad reuniendo a su pequeña casa y saliendo a cabalgar a los robledales que rodeaban Cardegoss. Cazaril, junto a lady Betriz y un par de resollantes mozos, seguía la estela de la yegua jaspeada de la rósea por un verde paseo, punteado el fresco aire de hojas doradas, cuando su oído captó el tronar de otras pezuñas que ganaban terreno a sus espaldas. Miró por encima del hombro, y le dio un vuelco el estómago; una hueste de hombres enmascarados acortaba distancias por momentos. La vociferante horda los adelantó. Tenía la espada a medio desenvainar cuando reconoció los caballos y el equipaje como propiedad de algunos de los jóvenes cortesanos del Zangre. Los hombres iban vestidos con un impresionante despliegue de harapos, y llevaban los brazos y las piernas desnudas embadurnados de algo sospechosamente parecido al betún para las botas.

Cazaril exhaló con fuerza y se agachó un poco sobre la silla, intentando aminorar los latidos de su corazón, mientras la sonriente turba "capturaba" a la rósea y a lady Betriz, y maniataba a sus prisioneros, Cazaril incluido, con cintas de seda. Deseó fervientemente que alguien le avisara, al menos, de estas bromas con antelación. El carcajeante lord de Rinal había estado, aunque él aparentemente no se diera cuenta, a una fracción de reflejo de recibir un mordisco de afilado acero en el cuello. Su fornido paje, que galopaba al otro lado de Cazaril, podría haber muerto con el revés, y la espada de Cazaril se habría envainado en la barriga de un tercer hombre antes de que, de haber sido bandidos de verdad, hubieran podido aunar fuerzas para reducirlo. Y todo antes de que el cerebro de Cazaril hubiera formulado su primer pensamiento nítido, o de que hubiera abierto la boca para gritar su aviso. Todos se reían de buena gana de la expresión de terror que habían percibido en su rostro, y se burlaban de él por haber hecho ademán de sacar el acero; sonrió con bochorno, y decidió no explicar qué era lo que le había hecho palidecer en realidad.

Cabalgaron en dirección al "campamento de los bandidos", un amplio calvero en el bosque donde un buen número de criados del Zangre, también vestidos con artísticos andrajos, asaba carne de ciervo y de caza menor en espetones colgados sobre fogatas. Bandidas, pastoras y alguna pordiosera sospechosamente cachazuda vitorearon el retorno de los secuestradores. Iselle chilló entre risas de ultraje cuando el rey bandido de Rinal le cortó un mechón de cabello rizado y se lo quedó para pedir rescate por él. La mascarada aún no había terminado, puesto que ésa era la señal indicada para que apareciera una tropa de "rescatadores" vestidos de blanco y azul, comandados por lord Dondo de Jironal, que irrumpieron al galope en el campamento. Aconteció una vigorosa pantomima de lucha de espadas, incluidos algunos alarmantes y cruentos momentos que giraron en torno a ciertas vejigas de cerdo repletas de sangre, antes de que todos los bandidos fueran abatidos -algunos sin dejar de quejarse de lo injusto que resultaba- y de Dondo hubiera rescatado el mechón de cabello. Un divino de postín del Hermano se paseó a continuación por el escenario devolviendo milagrosamente la vida a los bandidos merced a un pellejo de vino, y la compañía al completo se acomodó sobre manteles tendidos en el suelo para disfrutar del banquete y la bebida.

Cazaril se encontró compartiendo mantel con Iselle, Betriz y lord Dondo. Se había sentado con las piernas cruzadas cerca del borde, mordisqueaba venado y pan, y observaba y escuchaba cómo entretenía Dondo a la rósea con lo que era, a sus oídos, un ingenio patosamente controlado. Dondo suplicó a Iselle que le concediera el mechón sustraído a modo de trofeo para agradecerle su venturoso rescate, y le ofreció a cambio, previo chasquido de sus dedos a su expectante paje, un estuche de cuero labrado que contenía dos preciosos peines de carey engastados de joyas.

– Un tesoro a cambio de otro, y estaremos empatados -dijo Dondo, guardándose ostentosamente el rizo en un bolsillo interior de su capa chaleco, sobre su corazón.

– Pero es un regalo cruel -repuso Iselle-, darme peines y dejarme sin pelo que peinar con ellos.

Sostuvo uno de los peines en alto y lo giro, resplandeciente y traslúcido, a la luz del sol.

– El pelo crece de nuevo, rósea.

– ¿Cómo se puede regenerar un tesoro?

– Con la misma facilidad con que os crece el cabello, os lo aseguro.

Se acodó en el suelo junto a ella, y le sonrió, con la cabeza casi en el regazo de la joven.

La divertida sonrisa de Iselle se evaporó.

– ¿Tan ventajosa encontráis vuestra nueva posición, santo general?

– Sin duda.

– En tal caso, os han dado el papel equivocado. Quizá hoy debiera haberos tocado hacer de rey de los bandidos.

La sonrisa de Dondo se achicó.

– Si el mundo estuviera al revés, ¿cómo podría comprar perlas suficientes para halagar a las damas bonitas?

Las mejillas de Iselle se adornaron con sendos rosetones, y la muchacha bajó la mirada. Dondo volvió a sonreír, complacido. Cazaril, con la lengua firmemente sujeta entre los dientes, tanteó en busca de una jarra plateada de vino, con la intención de derramarla accidentalmente en esta emergencia sobre la nuca de Iselle. Por desgracia, la jarra estaba vacía. Pero, para su intenso alivio, Iselle dio un bocado al pan y la carne, y prefirió masticarlos junto a su réplica. Fue de destacar, no obstante, que recogiera sus faldas lejos de lord Dondo la vez siguiente que cambió de postura.

El frío de la tarde otoñal se anunciaba junto a las sombras cuando la ahíta compañía emprendió el lánguido regreso al Zangre tras la merienda de los bandidos. Iselle tiró de las riendas de su yegua jaspeada y caminó junto a Cazaril un momento.

– Castelar. ¿Habéis descubierto para mí si es cierto el rumor de que las tropas de la Hija han sido vendidas en calidad de mercenarios?

– Uno o dos hombres más lo han corroborado, pero eso no es lo que yo llamaría una noticia confirmada.

Estaba, en realidad, concienzudamente confirmada, pero Cazaril juzgó imprudente decírselo a Iselle en ese preciso instante.

La rósea guardó silencio, ceñuda, antes de espolear a su caballo para reunirse de nuevo con lady Betriz.

Esa noche, el banquete nocturno, más frugal que de costumbre, no estuvo acompañado de bailes, y los agotados cortesanos y damiselas se retiraron temprano para acostarse o entregarse a placeres más íntimos. Cazaril encontró a Dondo de Jironal caminando a la par que él en una antecámara.

– Pasead un poco conmigo, Castelar. Creo que tenemos que hablar.

Cazaril se encogió de hombros solícitamente, y siguió a Dondo, fingiendo no reparar en la presencia de los dos jóvenes valentones, dos de los amigos más marrulleros de Dondo, que los seguían a escasos pasos de distancia. Salieron de la barbacana por el extremo más estrecho de la fortaleza, que daba a un pequeño patio cuadrangular que dominaba la confluencia de los ríos. A un gesto de Dondo, sus dos amigos se quedaron esperando junto a la puerta, apoyados en la pared de piedra igual que una pareja de centinelas aburridos y cansados.

Cazaril calculó sus posibilidades. Tenía a Dondo a su alcance y, pese a su consiguiente enfermedad, los meses de remo en las galeras habían dotado a sus brazos nervudos de una fuerza mayor de la que dejaban entrever. Sin duda Dondo estaba mejor entrenado. Los escoltas eran unos zagalones. Ebrios, pero jóvenes. En un tres contra uno, ni siquiera haría falta sacar las espadas. Un secretario anquilosado, demasiado cargado de vino tras la cena, paseando por las almenas, podía dar un traspié y caer al oscuro vacío para rebotar contra la pared de roca noventa metros más abajo e ir a zambullirse a las aguas; encontrarían su cuerpo destrozado al día siguiente, sin que éste exhibiera puñalada alguna que delatara lo ocurrido.

Las escasas linternas encajadas en sus soportes en la pared proyectaban una titilante luz naranja sobre el empedrado. Dondo lo invitó a sentarse en un banco de granito labrado cuyo respaldo era la muralla exterior. La piedra se adivinaba áspera y fría contra las piernas de Cazaril, que tenía el cuello húmedo a causa de la brisa nocturna. Con un gruñido, Dondo se sentó a su vez, retirando automáticamente a un lado su capa chaleco para dejar al descubierto la empuñadura de su espada.

– Bueno, Cazaril. Ya veo que últimamente disfrutas de la confianza de la rósea Iselle.

– El puesto de secretario comporta una gran responsabilidad. Aún más el de tutor. Me lo tomo muy en serio.

– Eso no me sorprende… tú siempre te lo has tomado todo demasiado en serio. Demasiadas bondades pueden constituir un pecado para el hombre, ya lo sabes.

Cazaril se encogió de hombros.

Dondo se retrepó y cruzó las piernas a la altura de los tobillos, como quien se acomoda para mantener una conversación con un íntimo amigo.

– Por ejemplo -indicó con un gesto la torre que se erguía ahora ante ellos-, una joven de su edad y su estilo debería estar empezando a acostumbrarse a los hombres, pero yo la encuentro extrañamente distante. Una yegua así está hecha para parir… tiene caderamen de sobra para alojar a un hombre. -Imprimió a sus caderas un pequeño vaivén, a modo de ilustración-. Espero que haya eludido esa desafortunada mácula de su sangre y que esto no sea un síntoma precoz de, ah, las penurias de la mente que acucian a su pobre madre.

Cazaril decidió no adentrarse en ese terreno.

– Mm.

– Espero. Aunque, si no es ése el caso, no me queda por menos de preguntarme si no habrá alguna… persona que, pecando de exceso de seriedad, se haya propuesto envenenarle la mente contra mi persona.

– Esta corte está llena de rumores. Y de cotillas.

– Por cierto. Y, ah… ¿cómo le hablas de mí, Cazaril?

– Con cuidado.

Dondo volvió a acomodarse, y se cruzó de brazos.

– Bien. Eso está bien. -Hizo una pequeña pausa-. Pero, así y todo, creo que preferiría que lo hicieras con afecto. Con afecto estaría mejor.

Cazaril se humedeció los labios.

– Iselle es una muchacha muy inteligente y sensata. Estoy seguro de que se daría cuenta si yo intentara engañarla. Es mejor dejarlo como está.

Dondo soltó un bufido.

– Ah, ya vamos acercándonos. Sospechaba que podrías guardarme todavía cierto rencor por aquella endiablada jugarreta del loco de Olus.

Cazaril negó con un gesto sutil.

– No. Ya está olvidado, mi lord. -La proximidad de Dondo, tanta como en la tienda de Olus, su perfume tenuemente peculiar, recuperaron con todo detalle, abrasando el recuerdo de Cazaril, la jadeante desesperación, el chirrido del metal, el fuerte golpe…-. Eso fue hace mucho.

– Ja. Aprecio la maleabilidad de la memoria en un hombre, sin embargo… sigo creyendo que te hace falta foguearte. Supongo que sigues siendo el mismo pobre diablo de siempre. Algunas personas nunca aprenden a desenvolverse en el mundo. -Dondo descruzó los brazos, y, no sin cierta dificultad, se sacó un anillo de uno de sus dedos rollizos y húmedos. El oro era fino, pero rutilaba en su engaste una enorme piedra verde y plana biselada. Se lo ofreció a Cazaril-. A ver si esto te vuelve el corazón más afectuoso para conmigo. Y la lengua.

Cazaril no hizo ademán de moverse.

– La rósea me proporciona todo lo que necesito, mi lord.

– Por cierto. -Las negras cejas de Dondo se enlazaron; sus negros ojos destellaron a la luz de las lámparas entre los párpados entornados-. Supongo que tu posición te ofrece considerables ocasiones de llenarte los bolsillos.

Cazaril apretó los dientes para ocultar un escalofrío de ultraje.

– Si declináis creer en mi probidad, mi lord, podríais reflexionar al menos en el futuro de la rósea Iselle, y creer que aún conservo la cabeza que tuvieron a bien darme los dioses. Hoy tiene una casa. Mañana, será una royeza, o un principado.

– Así es, ¿no os parece? -Dondo se arrellanó con una extraña sonrisa, antes de soltar la risa-. Ay, pobre Cazaril. Si un hombre renuncia al pájaro que se posa en su mano aspirando a la bandada que ve posada en el árbol, lo más probable es que acabe sin ningún pájaro. ¿Es eso inteligente?

Depositó el anillo remilgadamente en la piedra que los separaba.

Cazaril abrió ambas manos y las sostuvo frente a su pecho con las palmas hacia fuera, en gesto de renuncia. Volvió a apoyarlas con firmeza sobre las rodillas y, con franca afabilidad, dijo:

– Guardaos vuestros tesoros, mi lord, para comprar otro hombre más barato. Estoy seguro de que encontraréis alguno.

Dondo recuperó su anillo y fulminó a Cazaril con la mirada.

– No habéis cambiado. Seguís siendo el mismo mojigato santurrón. Tú y ese estúpido de de Sanda sois tal para cual. No es de extrañar, supongo, si pienso en esa vieja de Valenda que os ha elegido.

Se incorporó y se encaminó hacia el interior, embutiéndose el anillo en el dedo. Los dos hombres que aguardaban miraron de soslayo a Cazaril con curiosidad y lo siguieron.

Cazaril exhaló un suspiro, y se preguntó si no habría comprado su momento de furiosa satisfacción a un precio desorbitado. Quizá hubiera sido más prudente aceptar el soborno y aplacar a lord Dondo, creyéndose ufano por haber comprado otro hombre, uno igual que él mismo, fácil de comprender, sujeto a su control. Sintiéndose muy cansado, se impulsó para ponerse de pie y regresó al interior para subir las escaleras que lo separaban de su dormitorio.

Acababa de introducir la llave en la cerradura cuando pasó junto a él de Sanda, bostezando. Intercambiaron sendos murmullos cordiales de saludo.

– Aguardad un momento, de Sanda.

El interpelado miró por encima del hombro.

– ¿Castelar?

– ¿Tenéis cuidado de mantener la llave echada en la puerta, y de guardarla siempre a mano?

De Sanda arqueó las cejas, y se dio la vuelta.

– Dispongo de un baúl, de recio candado, en el que guardo todo lo que es de guardar.

– No es suficiente. Tenéis que bloquear toda la estancia.

– ¿Para que no me roben? Es poco lo que podría interesar…

– No. Para que nada robado pueda guardarse en el interior.

De Sanda entreabrió los labios; permaneció inmóvil un momento, asimilando las palabras de Cazaril, y alzó la vista para mirar a los ojos a su interlocutor.

– Oh -dijo, al cabo. Dedicó a Cazaril una lenta inclinación de cabeza, casi una reverencia-. Gracias, castelar. No se me había ocurrido.

Cazaril le devolvió el saludo, y entró en su habitación.

10

Cazaril se sentó en su dormitorio acompañado de una prodigalidad de velas y del clásico romancero brajarano La leyenda del árbol verde, y suspiró satisfecho. La biblioteca del Zangre había sido célebre en tiempos de Fonsa el Sabio, pero había caído en desuso desde entonces; este volumen, a juzgar por el polvo, no abandonaba su estante desde finales del reinado de Fonsa. Pero era el lujo de disponer de velas suficientes para convertir el leer hasta bien entrada la noche en un placer y no un esfuerzo, tanto como los versos de Behar, lo que le alegraba el corazón. Y le hacía sentir un poco culpable… El coste del uso de velas de cera de calidad sobre la casa de Iselle comenzaría a acumularse a la larga, y parecería un tanto extraño. Con las atronadoras cadencias de Behar resonando en la cabeza, se humedeció el dedo y pasó la página.

Las estrofas de Behar no era lo único que atronaba y resonaba. Volvió la vista hacia el techo, que filtraba un rápido golpeteo, arañazos, y el sonido apagado de risas y voces. Bueno, la tarea de procurar que las noches de la casa de Iselle fueran razonables recaía sobre Nan de Vrit, no sobre él, gracias a los dioses. Se concentró de nuevo en las visiones teológicamente simbólicas del poeta e ignoró el ajetreo, hasta que el cerdo profirió un chillido.

Ni siquiera el gran Behar podía competir con ese misterio. Sonriendo, Cazaril dejó el volumen encima de la colcha y sacó las piernas de la cama, se abrochó la túnica, se calzó los zapatos, y recogió la vela con pantalla de cristal para iluminar el camino escaleras arriba.

Se encontró con Dondo de Jironal, que bajaba. Dondo iba vestido con su habitual atuendo de cortesano, túnica azul con brocados y pantalones de lana y lino, aunque su capa chaleco blanca oscilaba prendida en su mano, junto a su espada envainada y el cinto. Tenía el rostro crispado y arrebolado. Cazaril abrió la boca para pronunciar un saludo educado, pero se le murieron las palabras en los labios ante la mirada asesina que le dedicó Dondo antes de pasar junto a él sin mediar palabra.

Cazaril llegó al pasillo de la planta superior para encontrar todos los candelabros de pared encendidos y un inexplicable despliegue de personas reunidas. No sólo Betriz, Iselle y Nan de Vrit, sino también lord de Rinal, uno de sus amigos y otra dama, además de sir de Sanda formaban un corrillo de carcajadas. Se retiraron hacia las paredes cuando Teidez y un paje irrumpieron en su seno, persiguiendo frenéticos un lechón bien lavado y adornado con un lazo que arrastraba una bufanda. El paje capturó al animal a los pies de Cazaril, y Teidez soltó un grito triunfal.

– ¡A la bolsa, a la bolsa! -exclamó de Sanda.

Lady Betriz y él se acercaron a Teidez y el paje mientras éstos colaboraban para introducir a la chillona criatura en un gran saco de lona, en el que era evidente que no quería entrar. Betriz se agachó para rascar al esforzado animal detrás de las batientes orejas.

– ¡Muchas gracias, lady Gocha! Habéis representado vuestro papel a la perfección. Pero ya va siendo hora de que regreséis a casa.

El paje se cargó el pesado saco sobre el hombro, saludó a los reunidos y se marchó, sonriendo.

– ¿Qué ocurre aquí? -quiso saber Cazaril, debatiéndose entre la risa y la alarma.

– ¡Uf, ha sido genial! -respondió Teidez-. ¡Tendríais que haber visto la cara que puso lord Dondo!

Cazaril acababa de verla, y no le había inspirado alegría, precisamente. Sintió un peso en el estómago.

– ¿Qué habéis hecho?

Iselle irguió la cabeza.

– Ni mis sutilezas ni las palabras francas de lady Betriz habían servido para desalentar a lord Dondo y convencerle de que sus atenciones no eran bienvenidas, así que hemos conspirado para asignarle el cariño que deseaba. Teidez se ocupó de sacar a nuestra cómplice del establo. En lugar de la virgen que esperaba encontrar lord Dondo cuando entró de puntillas en el dormitorio de Betriz a oscuras, se encontró con… ¡lady Gocha!

– ¡Oh, difamáis a la pobre cochina, rósea! -dijo lord de Rinal-. ¡A lo mejor resulta que también ella era virgen!

– Seguro que lo era, de lo contrario no habría chillado de ese modo -apostilló Iselle, tronchada de risa sobre su brazo.

– Es una pena -dijo de Sanda, mordaz-, que lord Dondo no la encontrara de su agrado. Confieso que me ha sorprendido. Con lo que dicen de él, pensaba que no le hacía ascos a acostarse con nada.

Entornó los ojos para comprobar el efecto que surtían sus palabras sobre el sonriente Teidez.

– Encima que la había rociado con mi mejor perfume darthaco -suspiró exageradamente Betriz. Recalcaban el candor de su mirada un destello de rabia y profunda satisfacción.

– Tendrías que habérmelo dicho -comenzó Cazaril. ¿Decirle el qué? ¿Que planeaban una trastada? Era evidente que sabían que se lo habría prohibido. ¿Que Dondo las acosaba de ese modo? ¿Que pensaban devolverle la vileza? Se clavó las uñas en la palma de la mano. ¿Y qué habría hecho él al respecto, eh? ¿Chivarse a Orico, a la royina Sara? Fútil

Lord de Rinal dijo:

– Va a ser la mejor anécdota de la semana en toda Cardegoss… y la señorita se hará famosa, con rabo rizado y todo. Hace años que lord Dondo no hacía el ridículo, y creo que ya iba siendo hora. Me parece oír el "recochineo". Ese hombre no va a cenar cerdo sin oírlo también hasta dentro de unos cuantos meses. Rósea, lady Betriz -les dedicó una reverencia-, os doy las gracias de todo corazón.

Los dos cortesanos y la damisela se alejaron, presumiblemente para compartir la broma con aquellos amigos que siguieran despiertos.

Cazaril, controlándose para no decir lo primero que le había venido a la cabeza, espetó al fin:

– Rósea, no ha sido buena idea.

Iselle le devolvió el ceño fruncido, sin amilanarse.

– Ese hombre viste los hábitos de un santo general de la Dama de la Primavera pero no le importa despojar a las mujeres de su virginidad, que es sagrada para Ella, igual que roba… bueno, decís que no disponemos de pruebas de qué más roba. ¡De esto teníamos pruebas de sobra, por la diosa! Al menos esto le enseñará a no intentar robar nada de mi casa. ¡Se supone que el Zangre es una corte real, no un corral!

– Anímate, Cazaril -recomendó de Sanda-. A fin de cuentas, no podrá vengarse del róseo ni de la rósea por haberlo herido en su vanidad. -Miró en rededor; Teidez se había alejado por el pasillo para recoger las cintas pisoteadas que había desperdigado la cerda en su intento de fuga. Bajó la voz, y añadió-: Y bien ha merecido la pena con tal de que Teidez viera a su, eh, héroe a una luz menos halagadora. Cuando el amoroso lord Dondo salió a trompicones del dormitorio de Betriz con los cordones de los pantalones en las manos, se encontró con todos nuestros testigos alineados y esperándolo. Lady Gocha estuvo a punto de derribarlo, al colarse entre sus piernas en su huida. Parecía un completo payaso. Es la mejor lección que he conseguido extraer del mes que llevamos aquí. Quizá podamos empezar a recuperar algo del terreno perdido en esa dirección, ¿eh?

– Ojalá tengas razón -dijo Cazaril, precavido. No expuso en voz alta que el róseo y la rósea eran las únicas personas de las que no podía vengarse Dondo.

En cualquier caso, no hubo indicios de represalia en los días siguientes. Lord Dondo se tomó las chanzas de de Rinal y sus amigos con una fina sonrisa, aunque sonrisa al fin y al cabo. Cazaril se sentaba a la mesa esperando siempre que, como poco, se sirviera ante la rósea cierta cochina espetada con un lazo en el cuello, pero el plato no apareció. Betriz, que al principio se había contagiado del nerviosismo de Cazaril, se tranquilizó. Cazaril no. Dondo, por vivo que tuviera el carácter, había demostrado ampliamente hasta cuándo era capaz de esperar su oportunidad sin olvidarse de sus heridas.

Para alivio de Cazaril, el recochineo que se había apoderado de los pasillos del castillo cesó en cuestión de un par de noches, suplantado por nuevas fiestas, bromas y cotilleos. Cazaril empezaba a albergar la esperanza de que lord Dondo fuera a tragarse su medicina administrada en público sin rechistar. Quizá su hermano mayor, con horizontes más amplios a la vista que la pequeña sociedad del interior de las murallas del Zangre, se hubiera propuesto suprimir cualquier respuesta inapropiada. Del mundo exterior provenían noticias suficientes para acaparar la atención de los hombres: el recrudecimiento de la guerra civil en Ibra del Sur, el bandidaje en las provincias, el mal tiempo que cerraba los pasos montañosos demasiado pronto para la estación.

A la luz de estos últimos informes, Cazaril se preocupó de la logística relativa al transporte de la casa de la rósea, por si la corte decidía abandonar el Zangre enseguida y retirarse a sus tradicionales refugios de invierno antes del Día del Padre. Se encontraba sentado en su despacho, sumando caballos y mulas, cuando apareció uno de los pajes de Orico en la puerta de la antecámara.

– Mi lord de Cazaril, el roya solicita vuestra presencia en la Torre de Ias.

Cazaril arqueó las cejas, soltó la pluma, y siguió al muchacho, preguntándose qué servicio esperaría ahora el roya de él. Los inesperados antojos de Orico podían resultar un tanto excéntricos. En dos ocasiones había ordenado a Cazaril que lo acompañara en sendas expediciones hasta su zoológico, para realizar tareas que bien pudieran haber llevado a cabo un paje o un mozo, como sujetar las cadenas de sus animales, acercarle cepillos o dar de comer a las bestias. Bueno, no; el roya le había preguntado también acerca de las andanzas de su hermana Iselle, aparentemente sin demasiado entusiasmo. Cazaril había aprovechado la ocasión para transmitirle el espanto que le producía a Iselle la perspectiva de ser embarcada rumbo al Archipiélago, o a cualquier otro principado roknari, y esperaba que el oído del roya estuviera más abierto de lo que daba a entender su somnoliento comportamiento.

El paje lo condujo hasta la estancia alargada del segundo piso en la Torre de Ias que ocupaba de Jironal con su cancillería cuando la corte se trasladaba al Zangre. Estaba flanqueada de estanterías repletas de libros, pergaminos, documentos, y una hilera de las alforjas selladas que utilizaban los correos reales. Los dos guardias con librea que vigilaban la puerta los siguieron al interior y adoptaron sus puestos dentro de la habitación. Cazaril sintió sus miradas fijas en él.

El roya Orico estaba sentado con el canciller detrás de una gran mesa cubierta de papeles. Orico parecía cansado. De Jironal lucía parco e intenso, ataviado con sencillas ropas de la corte, pero con el cuello ceñido por la cadena de su oficio. Un cortesano, al que Cazaril reconoció como sir de Maroc, maestre armero y de guardarropía del roya, estaba de pie junto a un extremo de la mesa. Uno de los pajes de Orico, con aspecto de preocupación, flanqueaba el mueble por el otro lado.

El escolta de Cazaril anunció:

– El castelar de Cazaril, sir -y luego, tras una rápida mirada a su compañero paje, retrocedió discretamente hasta la pared más alejada.

Cazaril hizo una reverencia.

– ¿Sir, mi lord canciller?

De Jironal se atusó la barba entrecana, miró de soslayo a Orico, que se encogió de hombros, y dijo pausadamente:

– Castelar, haced la merced a Su Majestad, por favor, de quitaros la túnica y daros la vuelta.

Un frío desasosiego atenazó la garganta de Cazaril. Mantuvo la boca cerrada, asintió, y deshizo los nudos de su túnica. Se la quitó junto a la capa chaleco y dobló ambas prendas sobre un brazo. Hierático, dio media vuelta con porte marcial, y permaneció inmóvil. A su espalda, oyó que dos hombres contenían el aliento, y que una voz joven murmuraba:

– Os lo dije. Lo había visto.

Ah. Ése paje. Claro.

Alguien carraspeó; Cazaril esperó a que remitiera el rubor de sus mejillas, antes de girarse de nuevo. Con voz firme, preguntó:

– ¿Eso era todo, sir?

Orico, sin saber qué hacer con las manos, dijo:

– Castelar, se murmura… se os acusa… se ha formulado una acusación… dicen que fuisteis acusado de violación en Ibra, y que se os azotó en el cepo.

– Eso es mentira, sir. ¿Quién lo dice? -Miró de soslayo a sir de Maroc, que había palidecido mientras Cazaril estaba de espaldas. De Maroc no estaba al servicio de ninguno de los hermanos Jironal, ni era, que supiera Cazaril, uno de los patibularios sicarios de Dondo… ¿Lo habrían sobornado? ¿O sería un crédulo sincero?

Una voz nítida resonó en el pasillo.

– ¡También yo quiero ver a mi hermano, y de inmediato! ¡Estoy en mi derecho!

Los guardias de Orico se apresuraron a salir de la estancia, y a entrar de nuevo igual de deprisa, arrollados por la rósea Iselle, seguida de una lívida lady Betriz y de sir de Sanda.

Iselle escrutó rápidamente el cuadro vivo que tenía ante ella. Levantó la barbilla, y exclamó:

– ¿Qué significa esto, Orico? ¡De Sanda me ha dicho que has arrestado a mi secretario! ¡Sin avisarme siquiera!

A juzgar por la contracción de la boca del canciller de Jironal, esta intromisión no estaba calculada. Orico agitó ambas manos.

– No, no, arrestado no. Aquí nadie ha arrestado a nadie. Nos hemos reunido para investigar una acusación.

– ¿Qué acusación?

– Una acusación muy seria, rósea, e impropia para vuestros oídos -respondió de Jironal-. Deberíais retiraros.

Ignorándolo flagrantemente, la rósea cogió una silla y se sentó de golpe, cruzándose de brazos.

– Si se trata de una acusación seria contra el siervo más leal de mi casa, sin duda es algo que debo oír. Cazaril, ¿qué sucede?

Cazaril se inclinó ligeramente ante ella.

– Al parecer circula una calumnia, sostenida aún no se sabe por quién, según la cual las cicatrices de mi espalda obedecen al castigo de un crimen.

– El otoño pasado -añadió nerviosamente de Maroc-. En Ibra.

La mirada desorbitada de Betriz y su jadeo indicaban que había tenido ocasión de ver de cerca el amasijo de nudos al seguir a Iselle en su sondeo de la espalda de Cazaril. También sir de Sanda frunció los labios en una mueca.

– ¿Puedo ponerme otra vez la túnica, sir? -preguntó Cazaril, con voz fría.

– Sí, sí. -Orico se apresuró a asentir con un gesto.

– La naturaleza del crimen, rósea -intervino de Jironal, conciliador-, es tal que proyecta serias dudas sobre hasta qué punto se puede considerar a este hombre un siervo leal de vuestra casa o, ya puestos, de la de cualquier dama.

– ¿Qué, violación? -dijo Iselle, con sorna-. ¿Cazaril? Es la mentira más absurda que he escuchado en mi vida.

– Pero -repuso de Jironal-, ahí están las cicatrices.

– Regalo -dijo Cazaril, entre dientes-, de un maestre remero roknari, a cambio de cierto desafío desconsiderado por mi parte. El otoño pasado, frente a las costas de Ibra, eso es cierto.

– Plausible, y sin embargo… extraño -observó de Jironal, con tono juicioso-. Las crueldades de las galeras son legendarias, pero cualquiera pensaría que un maestro remero competente se resistiría a mutilar a un esclavo hasta dejarlo inservible.

Cazaril ensayó una media sonrisa.

– Lo provoqué.

– ¿De qué manera, Cazaril? -quiso saber Orico, que se retrepó y se estrujó la papada con una mano.

– Le enrosqué en el cuello la cadena de mi remo e hice todo lo posible por estrangularlo. Casi lo consigo. Pero me redujeron demasiado pronto.

– Dioses santos -dijo el roya-. ¿Pretendías suicidarte?

– No… no estoy seguro. Creía que ya nada podía enfurecerme, pero… Me habían puesto un nuevo compañero de banco, un muchacho ibrano, tendría unos quince años. También secuestrado, decía, y lo creí. Se adivinaba que provenía de buena familia, era amable, bien hablado, no estaba acostumbrado a los grandes esfuerzos… El sol le produjo unas ampollas terribles, y le sangraban las manos sobre los remos. Asustado, rebelde, avergonzado… me dijo que se llamaba Danni, pero nunca me confesó su apellido. El maestre remero se propuso utilizarlo para fines prohibidos para los roknari, y Danni se revolvió contra él. Antes de que yo pudiera impedírselo. Era una completa locura, pero el muchacho no se daba cuenta… Pensé… bueno, no pensaba con demasiada claridad por aquel entonces, pero supuse que si yo plantaba cara conseguiría impedir que el maestre remero la pagara con él.

– ¿Pagándola contigo en su lugar? -preguntó Betriz.

Cazaril se encogió de hombros. Había propinado un fuerte rodillazo en la ingle al maestre remero, antes de rodearle el cuello con la cadena, para asegurarse de que no tuviera ganas de carantoñas en una semana, pero una semana pasaba volando, ¿y luego qué?

– Fue un gesto inútil. Habría sido inútil, de no ser porque la fortuna quiso que la flotilla naval ibrana se cruzara con nosotros a la mañana siguiente, y nos rescatara a todos.

– Entonces, hay testigos -dijo de Sanda, de un modo alentador-. Un buen número de ellos, al parecer. El muchacho, los galeotes, los marineros ibranos… ¿qué fue del joven?

– No lo sé. Convalecí enfermo en el Templo Hospital de la Piedad de la Madre de Zagosur durante, durante algún tiempo, y todos se habían dispersado y marchado para cuando, um, me fui.

– Un relato de lo más heroico -dijo de Jironal, en un tono seco bien calculado para recordar a los oyentes de que ésta era la versión de Cazaril. Frunció el ceño, meditabundo, y contempló a la compañía que se había reunido, demorándose un instante en de Sanda, y en la ofendida Iselle-. No obstante… Supongo que podríais solicitar a la rósea un mes de permiso para ir a Ibra y localizar a algunos de esos, ah, testigos convenientemente dispersos. Si es que podéis.

¿Dejar a las muchachas sin protección durante un mes, aquí? Y ¿sobreviviría él al viaje? ¿O lo asesinarían y enterrarían en el bosque a dos horas de caballo de Cardegoss, dejando que la corte infiriera su culpabilidad merced a su supuesta huida? Betriz se llevó una mano a los pálidos labios, pero su mirada furibunda estaba concentrada en de Jironal. Aquí, al menos, había alguien que creía en la palabra de Cazaril antes que en su espalda. Se enderezó un poco.

– No -dijo, al cabo-. He sido calumniado. Es mi palabra jurada contra una habladuría. A menos que dispongáis de mejores pruebas que los rumores del castillo, rebato la mentira. O… ¿de dónde habéis sacado esa historia? ¿La habéis seguido hasta su origen? ¿Quién me acusa… sois vos, de Maroc?

Miró ceñudo al cortesano.

– Explícaselo, de Maroc -invitó de Jironal, con un ademán indiferente.

De Maroc cogió aliento.

– Lo escuché de boca de un tratante de sedas ibrano con el que estaba negociando la ampliación del guardarropa del roya… conocía al castelar, dijo, porque lo había visto en el cepo de los azotes en Zagosur, y se sorprendió mucho al verlo aquí. Dijo que había sido un caso sórdido… que el castelar había abusado de la hija de un hombre que se había apiadado de él y le había ofrecido refugio, y se acordaba perfectamente, por tanto, porque había sido una vileza.

Cazaril se rascó la barba.

– ¿Estáis seguro de que no me confundió con otro hombre?

– No -replicó fríamente de Maroc-, porque conocía vuestro nombre.

Cazaril entornó los ojos. No había lugar a dudas… era una mentira flagrante, comprada y pagada con dinero. Pero ¿de quién era la lengua comprada? ¿Del cortesano, o del mercader?

– ¿Dónde está ahora ese mercader? -intervino de Sanda.

– Partió a Ibra con su caravana, antes de que empiecen las nieves.

En voz baja, Cazaril preguntó:

– ¿Cuándo, exactamente, os confió este relato?

De Maroc vaciló, haciendo cálculos al parecer, puesto que movía los dedos a los costados como si estuviera contando.

– Se marchó hace tres semanas. Hablamos justo antes de su partida.

Ahora sé quién miente, sí. Cazaril sonrió, sin humor. Que hubiera un verdadero tratante de seda, y que hubiera salido de Cardegoss en esa fecha, era algo que no dudaba. Pero el ibrano se había ido mucho antes de que Dondo intentara sobornarlo con aquella esmeralda, y Dondo no se habría molestado en inventarse este subterfugio para librarse de Cazaril antes de probar a comprarlo directamente. Lamentablemente, no era ésta la línea de razonamiento que pudiera esgrimir Cazaril en su defensa.

– El tratante de sedas -añadió de Maroc-, no tenía motivos para mentir.

Pero tú sí. Me pregunto cuál habrá sido ese motivo.

– ¿Hace más de tres semanas que estáis al corriente de esta seria acusación, y no se os ha ocurrido llamar la atención sobre ella a vuestro señor hasta ahora? Me extraña en vos, de Maroc.

De Maroc lo fulminó con la mirada.

– Si el ibrano se ha ido -dijo Orico, quejumbroso-, es imposible determinar quién dice la verdad.

– Entonces mi lord de Cazaril sin duda recibirá el beneficio de la duda -observó de Sanda, que se mantenía obstinadamente firme-. Quizá vosotros no sepáis quién es, pero la provincara de Baocia, que depositó en él su confianza, sí; había servido a su esposo unos seis o siete años, en suma.

– En su juventud -matizó de Jironal-. Los hombres cambian, ya lo sabéis. Sobre todo tras exponerse a las brutalidades de la guerra. Si cabe alguna duda acerca de este hombre, no debería permitírsele ostentar un puesto tan crítico y, me atrevo a decir -miró a Betriz, con intención-, tentador.

La larga y furiosa inspiración de Betriz se vio interrumpida, quizá oportunamente, por Iselle, que exclamó:

– ¡Oh, monsergas! Inmerso en la brutalidad de la guerra, vos mismo disteis a este hombre las llaves de la fortaleza de Gotorget, que era el ancla de todo el frente de batalla de Chalion en el norte. ¡Es evidente que entonces sí confiabais en él, marzo! Y que no traicionó vuestra confianza.

De Jironal tensó la mandíbula, y esbozó la sombra de una sonrisa.

– Vaya, cuán combativa se ha vuelto Chalion, que incluso nuestras doncellas pretenden darnos consejos sobre estrategia.

– Peores consejos no podrán darnos -gruñó Orico, entre dientes. Sólo una fugaz mirada por el rabillo del ojo delató que de Jironal lo había oído.

Con voz perpleja, de Sanda dijo:

– Sí, ¿y por qué no se pagó el rescate del castelar junto al del resto de sus oficiales cuando rendisteis Gotorget, de Jironal?

Cazaril apretó los dientes. Cierra la boca, de Sanda.

– Los roknari informaron de su muerte -fue la lacónica respuesta del canciller-. Lo habían ocultado para vengarse, asumí, hasta que supe que seguía con vida. Aunque, si el tratante de sedas dijo la verdad, quizá fuera por vergüenza. Debió de escapar entonces, y permaneció en Ibra una temporada, hasta su, um, lamentable detención.

Miró a Cazaril, sólo un instante.

Sabes que es mentira. Yo sé que es mentira. Pero de Jironal no sabía, ni siquiera ahora, con certeza si Cazaril sabía que mentía. No parecía demasiada ventaja. No estaba en posición de contraatacar. Esta calumnia ya había abierto la tierra bajo sus pies, con independencia de cuáles fueran los resultados de las pesquisas de Orico.

– Bueno, pero no entiendo cómo se permitió que su pérdida quedara sin investigar -insistió de Sanda, acuciando con la mirada a de Jironal-. Era el comandante de la fortaleza.

– Si asumisteis que se trataba de una venganza -ahondó Iselle, pensativa-, debisteis de suponer que los roknari habían sufrido numerosas bajas en el campo de batalla gracias a él, vista la magnitud del rencor que le profesaban.

De Jironal hizo una mueca; era evidente que no le gustaba el cariz que estaba adoptando la lógica de aquel discurso. Se arrellanó y desechó la digresión con un aspaviento.

– Así pues, estamos donde empezamos. La palabra de un hombre contra la de otro, y nada que incline la balanza. Sir, os aconsejo prudencia, encarecidamente. Degradad a mi lord de Cazaril a un puesto de menor relevancia o enviádselo de regreso a la viuda de Baocia.

– ¿Y permitir que la difamación quede impune? -balbució casi Iselle-. ¡No! No pienso consentirlo.

Orico se frotó la frente, como si le doliera, y espió de reojo a su flemático consejero en jefe y a su furibunda cohermana. Se le escapó un débil gemido.

– Oh, dioses, cómo detesto estas cosas… -Cambió de expresión, y volvió a enderezarse en su asiento-. ¡Ah! Claro que sí. Tengo justo la solución… justo la solución justa, je, je…

Llamó al paje que había acompañado a Cazaril, y le susurró algo al oído. De Jironal observó, ceñudo, aunque parecía que tampoco él pudo escuchar lo que decía el roya. El paje se marchó corriendo.

– ¿Qué solución proponéis, sir? -inquirió de Jironal, con aprensión.

– No la propongo yo, sino los dioses. Dejaremos que decidan los dioses quién es inocente, y quién miente.

– No estaréis pensando en someter este asunto al juicio por combate, ¿verdad? -El horror que dejaba traslucir la voz de de Jironal era sincero.

Cazaril no pudo por menos de participar de ese horror… al igual que sir de Maroc, a juzgar por la manera en que huía la sangre de su cara.

Orico parpadeó.

– Bueno, vaya, ésa sí que es una idea. -Estudió a de Maroc y a Cazaril-. Parecen justos rivales, en suma. De Maroc es más joven, sí, y hace buen papel en el anillo de entrenamiento, pero la veteranía es un grado.

Lady Betriz miró a de Maroc de soslayo y frunció el ceño, súbitamente preocupada. Cazaril también, por motivos distintos, supuso. De Maroc era un buen duelista. Contra la brutalidad del campo de batalla, resistiría, estimaba Cazaril, quizá unos cinco minutos. De Jironal miró fijamente a los ojos a Cazaril casi por vez primera desde que comenzara este interrogatorio, y Cazaril supo que sus cálculos coincidían. Se le revolvió el estómago al pensar que podía verse obligado a destripar al muchacho, aun cuando fuera un pelele y un mentiroso.

– No sé si el ibrano mentía o no -apostilló de Maroc, precavido-, sólo sé lo que he oído.

– Ya, ya. -Orico desestimó el asunto con un ademán-. Creo que mi plan es mejor.

Sorbió por la nariz, se la frotó con la manga, y esperó. Se hizo un prolongado y enervante silencio, que no se rompió hasta que hubo regresado el paje, para anunciar:

– Umegat, sir.

El atildado mozo de cuadra roknari entró y observó con ligera sorpresa a los reunidos, pero se encaminó directamente a su señor e hizo su reverencia.

– ¿En qué puedo servirle, mi lord?

– Umegat -dijo Orico-. Quiero que salgas y cojas el primer cuervo sagrado que veas, y que lo traigas aquí. Tú -señaló al paje-, ve con él en calidad de testigo. Va, ya, deprisa, deprisa.

Orico recalcó su urgencia con unas palmadas.

Sin evidenciar la menor sorpresa ni vacilación, Umegat se inclinó de nuevo y abandonó la estancia. Cazaril pilló a de Maroc mirando al canciller con una lastimera expresión que parecía indicar ¿Y ahora qué? De Jironal apretó los dientes y se hizo el despistado.

– Bueno -dijo Orico-, ¿cómo lo organizamos? Ya sé… Cazaril, ve y quédate en esa esquina del cuarto. De Maroc, a la otra.

De Jironal entrecerró los ojos, calculando, inseguro. Hizo una discreta seña con la cabeza a de Maroc, indicando el extremo de la estancia en que había una ventana abierta. Cazaril se encontró relegado al rincón más sombrío y cerrado.

– Todo el mundo -Orico señaló a Iselle y su séquito-, apartaos y sed testigos. Tú, tú y tú también -esta vez dirigiéndose a los guardias y el paje restante. Orico se puso en pie y rodeó la mesa para disponer el cuadro vivo a su entera satisfacción. De Jironal se quedó sentado donde estaba, jugueteando con una pluma, ceñudo.

Mucho antes de lo que hubiera esperado Cazaril, regresó Umegat, con un cuervo malhumorado encajado debajo del brazo y el alborozado paje trotando a su alrededor.

– ¿Es ése el primer cuervo que habéis visto? -preguntó Orico al muchacho.

– Sí, mi lord -contestó el paje, sin aliento-. Bueno, había una bandada entera dando vueltas alrededor de la Torre de Fonsa, así que supongo que vimos seis u ocho a la vez. Umegat se quedó plantado en medio del patio con las brazos extendidos y los ojos cerrados, muy quieto. ¡Y éste vino y se posó justo en su manga!

Cazaril se esforzó para ver si aquel pájaro balbuciente, por un casual, echaba de menos dos plumas en la cola.

– Excelente -celebró Orico-. Ahora, Umegat, quiero que te sitúes justo en el centro de la sala y, cuando yo te dé la señal, suelta el cuervo sagrado. ¡Cuando veamos hacia quién vuela, lo sabremos! Un momento… que todo el mundo formule una plegaria antes en silencio para que nos guíen los dioses.

Iselle se compuso, pero Betriz levantó la mirada.

– Pero sir. ¿Qué es lo que sabremos? ¿Volará el cuervo hacia el embustero, o hacia el hombre que dice la verdad?

Miró fijamente a Umegat.

– Oh -dijo Orico-. Hm.

– ¿Y si se queda dando vueltas en círculo? -inquirió de Jironal, delatando un dejo de exasperación en la voz.

Entonces sabremos que los dioses están tan confusos como el resto de nosotros, se dijo Cazaril.

Umegat, acariciando al ave para tranquilizarla, hizo una leve reverencia.

– Puesto que la verdad es sagrada para los dioses, dejemos que el cuervo vuele hacia quien diga la verdad, sir.

No miró a Cazaril.

– Oh, muy bien. Adelante, pues.

Umegat, con lo que Cazaril empezaba a sospechar que era una cierta inclinación teatral, se situó exactamente entre los dos acusados y sostuvo en alto al pájaro en su brazo, abriendo despacio la mano. Permaneció inmóvil un momento, con expresión de pía quietud. Cazaril se preguntó qué pensarían los dioses de la cacofonía de plegarias enfrentadas que sin duda surgían de la estancia en esos momentos. Entonces Umegat lanzó el cuervo al aire y bajó los brazos. El ave graznó y extendió las alas, y desplegó una cola a la que le faltaban dos plumas.

De Maroc abrió los brazos en cruz, esperanzado, con aspecto de estar preguntándose si se le permitiría atrapar al pájaro en pleno vuelo si pasaba cerca de él. Cazaril, a punto de gritar Caz, Caz para asegurarse, se sintió embargado de repente de curiosidad teológica. Él ya conocía la verdad… ¿qué otra cosa podía revelar esta prueba? Se quedó quieto y erecto, con la boca entreabierta, y observó con perturbada fascinación cómo el cuervo ignoraba la ventana abierta y aleteaba directamente hasta posarse en su hombro.

– Bien -dijo en voz baja al ave, cuando ésta le clavó las garras y saltó de una pata a otra-. Bien. -El cuervo ladeó su negro pico, mirándolo con sus inexpresivos ojos de azabache.

Iselle y Betriz comenzaron a saltar y a vitorear, abrazándose y espantando casi al pájaro. De Sanda sonrió, solemne. De Jironal rechinó los dientes; de Maroc parecía levemente horrorizado.

Orico se sacudió las manos gordezuelas.

– Bueno. Esto queda zanjado. Ahora, por los dioses, va siendo hora de cenar.

Iselle, Betriz y de Sanda rodearon a Cazaril como una guardia de honor y lo escoltaron hasta el patio, fuera de la Torre de Ias.

– ¿Cómo sabíais cuándo acudir en mi rescate? -preguntó Cazaril. Subrepticiamente, miró arriba; en esos momentos no había ningún cuervo dando vueltas en el aire.

– Un paje me dijo que pensaban arrestaros esta mañana -dijo de Sanda-, y acudí a la rósea de inmediato.

Cazaril se preguntó si de Sanda, al igual que él, tenía un fondo privado para pagar el servicio de noticias instantáneo de diversos observadores repartidos por el Zangre. Y por qué sus propios informadores no se habían dado un poco más de prisa esta vez.

– Gracias por cubrirme -se tragó las palabras, las espaldas-, el flanco desprotegido. A estas horas ya me habrían expulsado, de no aparecer todos para abogar por mí.

– No hay de qué. Creo que tú habrías hecho lo mismo por mí.

– Mi hermano necesita a alguien que lo apuntale -comentó Iselle, con amargura-. De lo contrario, se inclina hacia donde sople el viento más fuerte.

Cazaril se debatió entre el elogio de su perspicacia y la recriminación de su franqueza. Miró a de Sanda de soslayo.

– ¿Desde cuándo, sabéis, circula por la corte esta historia sobre mí?

Se encogió de hombros.

– Hará cuatro o cinco días, me parece.

– ¡Nosotras acabábamos de enterarnos! -protestó Betriz, indignada.

De Sanda abrió las manos en compungido ademán.

– Probablemente pareciese un asunto demasiado sórdido para vuestros oídos de doncella, mi lady.

Iselle frunció el ceño. De Sanda aceptó las reiteradas gracias de Cazaril y se fue para ver qué hacía Teidez.

Betriz, que se había quedado callada de repente, dijo, en voz baja:

– Ha sido culpa mía, ¿verdad? Dondo ha arremetido contra ti para vengarse por lo del cerdo. ¡Oh, lord Caz, lo siento mucho!

– No, mi lady -repuso firmemente Cazaril-. Dondo y yo tenemos algunas cuentas pendientes que se remontan a antes… antes de Gotorget. -El rostro de la joven se iluminó, para alivio de Cazaril; aun así, aprovechó la ocasión para añadir, con prudencia-: Para qué engañarnos, la broma con el cerdo no fue de ninguna ayuda, y no deberíais hacer nunca más algo parecido.

Betriz exhaló un suspiro, pero luego sonrió, siquiera un poco.

– Bueno, por lo menos dejó de incordiarme. Así que sí que fue de alguna ayuda.

– No niego que eso sea una ventaja, pero… Dondo sigue siendo un hombre poderoso. Os ruego, a las dos, que os mantengáis alejadas de él.

Iselle volvió la vista hacia él. Con voz queda, dijo:

– Estamos sitiadas aquí dentro, ¿verdad? Teidez, yo, toda nuestra casa.

– Espero -suspiró Cazaril-, que no sea tan grave. Pero andaos con más cuidado de ahora en adelante, ¿eh?

Las escoltó de regreso a sus aposentos en el bloque principal, pero no retomó sus cálculos. En vez de eso, volvió a bajar las escaleras a paso largo y pasó junto a los establos camino del zoológico. Encontró a Umegat en la pajarería, persuadiendo a las aves pequeñas para que se dieran un baño de polvo en una palangana llena de cenizas como antídoto contra los piojos. El pulcro roknari, protegido su tabardo por un delantal, lo miró y sonrió.

Cazaril no le devolvió la sonrisa.

– Umegat -comenzó, sin preámbulo-, tengo que saberlo. ¿Elegiste tú al cuervo, o el cuervo te eligió a ti?

– ¿Es que os importa, mi lord?

– ¡Sí!

– ¿Por qué?

Cazaril abrió la boca, la cerró. Al fin comenzó de nuevo, suplicando casi:

– Fue un truco, ¿sí? Los engañasteis, trayendo el cuervo al que doy de comer en mi ventana. Los dioses no intervinieron en esa habitación, ¿verdad?

Umegat arqueó las cejas.

– El Bastardo es el más sutil de los dioses, mi lord. El simple hecho de que algo sea un truco, no significa que no estéis tocado por los dioses. -Añadió, disculpándose-. Me temo que así es como funciona.

Gorjeó para la colorida ave, que parecía haber terminado de aletear en las cenizas, la atrajo hasta su mano con una semilla extraída del bolsillo de su delantal y volvió a meterla en su jaula.

Cazaril lo siguió, protestando.

– Era el cuervo al que di de comer. Claro que voló a mí. También tú lo alimentas, ¿eh?

– Doy de comer a todos los cuervos sagrados de la Torre de Fonsa. Igual que los pajes y las doncellas, los visitantes del Zangre y los acólitos y divinos de todas las casas del Templo de la ciudad. El milagro de esos cuervos es que no estén demasiado gordos para volar.

Con un giro preciso de muñeca, Umegat cogió otra ave y la sumergió en la bañera de cenizas.

Cazaril se apartó cuando se levantó una nube de cenizas, y frunció el ceño.

– Eres roknari. ¿No profesas la fe quadrena?

– No, mi lord -respondió Umegat, sereno-. Soy un devoto quintariano desde finales de mi juventud.

– ¿Te convertiste al llegar a Chalion?

– No, todavía vivía en el Archipiélago.

– ¿Cómo… es posible que no os ahorcaran por hereje?

– Me subí al barco que iba a Brajar antes de que me capturaran. -La sonrisa de Umegat se alisó.

Conservaba los pulgares, eso era cierto. Cazaril, ceñudo, estudió los delicados rasgos del hombre.

– ¿Qué era tu padre, en el Archipiélago?

– Estrecho de miras. Muy pío, eso sí, a su cuadriculada manera.

– No me refería a eso.

– Lo sé, mi lord. Pero lleva muerto veinte años. Ya no importa. Me conformo con lo que soy ahora.

Cazaril se rascó la barba, mientras Umegat buscaba otra ave colorida.

– Entonces, ¿cuánto hace que eres el mozo en jefe de esta colección de fieras?

– Desde el principio. Hará unos seis años. Vine con el leopardo, y los primeros pájaros. Éramos un obsequio.

– ¿De quién?

– Ah, del archidivino de Cardegoss, y de la Orden del Bastardo. Con ocasión del cumpleaños del roya, ya sabéis. Desde entonces, se han añadido muchos y excelentes animales.

Cazaril sopesó aquellas palabras, un momento.

– Es una colección insólita.

– Sí, mi lord.

– ¿Cómo de insólita?

– Muy insólita.

– ¿No me puedes decir más?

– Os ruego que no me preguntéis más, mi lord.

– ¿Por qué no?

– Porque no deseo mentiros.

– ¿Por qué no? -Todos los demás lo hacen.

Umegat inspiró y sonrió maliciosamente, mirando a Cazaril.

– Porque, mi lord, el cuervo me eligió a mí.

La sonrisa que le devolvió Cazaril resultaba un tanto forzada. Dedicó a Umegat una pequeña reverencia y se retiró.

11

Cazaril salía de su dormitorio, camino del desayuno, tres mañanas después, cuando lo acosó un paje sin resuello, agarrándolo por la manga.

– ¡Mi lord de Cazaril! ¡El alcaide del castillo solicita vuestra presencia de inmediato, en el patio!

– ¿Por qué? ¿Qué sucede? -Obedeciendo la urgencia, Cazaril siguió los pasos del muchacho.

– Sir de Sanda. ¡Fue asaltado anoche por unos bandidos, que le robaron y apuñalaron!

Cazaril aceleró el paso.

– ¿Está malherido? ¿Dónde se encuentra?

– Malherido no, mi lord. ¡Muerto!

Oh, dioses, no. Cazaril dejó atrás al paje y bajó la escalera a toda prisa. Llegó corriendo al patio delantero del Zangre, a tiempo de ver a un hombre con el tabardo del alguacil de Cardegoss, y otro hombre con aspecto de granjero, que descargaban una figura tiesa de lomos de una mula para tenderla sobre el adoquinado. El castellano del Zangre, ceñudo, se puso en cuclillas junto al cuerpo. Un par de guardias del roya asistían a la escena a algunos pasos de distancia, recelosos, como si las heridas de cuchillo pudieran ser contagiosas.

– ¿Qué ha ocurrido? -exigió saber Cazaril.

El campesino, al reparar en su atuendo de cortesano, se quitó el sombrero de lana a modo de saludo.

– Lo he encontrado esta mañana junto al río, sir, cuando bajaba para abrevar el ganado. Los recodos del río… a menudo encuentro cosas enganchadas en los bancos de arena. La semana pasada fue la rueda de un carro. Siempre miro. No aparecen cuerpos muy a menudo, gracias a la Madre de la Misericordia. No desde que se ahogó aquella pobre dama, hace ya dos años… -El hombre del alguacil y él intercambiaron sendos cabeceos de reminiscencia-. Éste no parece que se haya ahogado.

De Sanda tenía aún los pantalones empapados, pero el pelo había dejado de chorrear. Sus descubridores le habían quitado la túnica; Cazaril vio el brocado doblado sobre las ancas de la mula. El agua del río le había limpiado las heridas, que se veían ahora como rajas oscuras en su pálida piel, en la espalda, cuello y estómago. Cazaril contó más de una docena de puñaladas, profundas y ensañadas.

El alcaide del castillo, sentado sobre los talones, señaló un trozo de cuerda deshilachada que rodeaba el cinturón de de Sanda.

– Le cortaron la bolsa. Tenían prisa.

– Pero no fue un simple robo -dijo Cazaril-. Uno o dos de esos golpes habría bastado para derribarlo, para que no ofreciera resistencia. No hacía falta que… querían asegurarse de que estuviera muerto. -¿Querían o quería? No había manera de saberlo, pero de Sanda no se habría dejado reducir fácilmente. Apostó por querían-. Supongo que le quitaron la espada.

¿Habría tenido tiempo de desenvainarla? ¿O había recibido la primera puñalada por sorpresa, de manos de alguien en quien confiaba?

– O se la han quitado o se ha perdido en el río -dijo el granjero-. No habría salido a flote tan deprisa si su peso tirara de él hacia abajo.

– ¿Llevaba encima anillos o joyas? -inquirió el hombre del alguacil.

El castellano asintió.

– Varias, y una anilla de oro en la oreja. Ya no queda nada.

– Quiero su descripción, mi lord -dijo el hombre del alguacil, a lo que el alcaide asintió.

– Sabéis dónde ha aparecido -dijo Cazaril, dirigiéndose al hombre del alguacil-. ¿Sabéis también dónde se produjo el ataque?

El hombre negó con la cabeza.

– Es difícil saberlo. En alguna parte de los lechos, tal vez. -El punto más bajo de Cardegoss, social y topográficamente, enclavado a ambos lados de la pared que separaba los dos ríos-. Sólo hay media docena de lugares en los que alguien podría arrojar un cuerpo por la muralla de la ciudad y asegurarse de que se lo llevaría la corriente. Algunos son más solitarios que otros. ¿Cuándo lo vio alguien por última vez?

– Yo cené con él -respondió Cazaril-. No me dijo que tuviera pensado bajar a la ciudad. -También en el Zangre había un par de sitios desde los que se podía lanzar un cuerpo a los ríos…-. ¿Tiene rotos los huesos?

– No que se aprecie, sir -dijo el hombre del alguacil. El pálido cadáver no presentaba grandes magulladuras.

El interrogatorio de los guardias del castillo desveló que de Sanda había salido del Zangre, solo y a pie, en torno a la mitad de la ronda de la noche anterior. Cazaril renunció a su propósito inicial de registrar hasta la última baldosa de la vasta extensión de pasillos y nichos del Zangre en busca de nuevas manchas de sangre. Más tarde, ya por la tarde, los hombres del alguacil encontraron a tres personas que dijeron haber visto al secretario del róseo bebiendo en una taberna en los lechos, de la que partió solo; una de ellas juró que había salido haciendo eses. A Cazaril le hubiese gustado tener a ese testigo para él solo unos instantes en cualquiera de las celdas de gruesas paredes de piedra del Zangre que poblaban los viejos túneles excavados bajo los ríos. Allí podría haberle sonsacado una verdad más convincente. Cazaril no había visto beber a de Sanda hasta embriagarse, nunca.

Recayó sobre Cazaril la labor de hacer inventario de la magra pila de posesiones de de Sanda, y embalarlas para subirlas a una carreta que habría de llevárselas al hermano mayor superviviente del hombre, en alguna parte de las provincias de Chalion. Mientras los hombres del alguacil rastreaban los lechos, en vano, estaba seguro Cazaril, en busca de los supuestos bandidos, él se dedicó a investigar hasta el último trozo de papel que encontró en la habitación de de Sanda. Mas si había recibido alguna falaz asignación con la intención de atraerlo a los lechos, o bien había sido verbal o se la había llevado consigo.

Al carecer de Sanda de parientes próximos por los que esperar, el funeral se celebró al día siguiente. Los servicios contaron con la sombría presencia del róseo y la rósea, acompañados de sus respectivas casas, por lo que también asistieron diversos cortesanos ávidos de sus favores. La ceremonia de despedida, celebrada en la cámara del Hijo frente al patio principal del templo, fue breve. Cazaril cayó en la cuenta de cuán solitario había sido de Sanda. No hubo amigos que se amontonaran a la cabecera de su féretro para verter prolijos elogios con los que consolarse mutuamente. Sólo Cazaril pronunció unas palabras formales de pesar en nombre de la rósea, consiguiendo recitarlas sin el bochorno de tener que consultar el papel sobre el que las había compuesto apresuradamente esa misma mañana, y que guardaba en una manga.

Cazaril se apartó del féretro para dejar sitio a la bendición de los animales y fue a situarse junto al pequeño grupo de asistentes ante el altar. Los acólitos, vestido cada uno con los colores del dios de su elección, trajeron sus criaturas y rodearon el féretro situándose en cinco lugares equidistantes. En los templos campestres, se utilizaban para este rito los más variopintos animales; Cazaril había visto cómo se celebraba uno -con éxito- en el que la difunta hija de un hombre pobre era asistida por un solo acólito cargado con un cesto lleno con cinco gatitos, cada uno con un lazo de distinto color rodeándole el cuello. Los roknari a menudo utilizaban pescado, aunque de cuatro en cuatro, no cinco; los divinos quadrenos los señalaban con tintes e interpretaban la voluntad de los dioses según los dibujos que resultaban de su deambular por una bañera. Con independencia de los medios, la profecía era el único y diminuto milagro que concedían los dioses a todas las personas, por humildes que fueran, en el momento de su muerte.

El templo de Cardegoss disponía de los recursos necesarios para ofrecer los más bellos de los animales sagrados, seleccionados apropiadamente en función de su color y sexo. La acólita de la Hija, con sus hábitos azules, portaba una bonita hembra de arrendajo azul, nacida aquella primavera. La mujer de la Madre, de verde, sostenía en un brazo un gran pájaro verde, pariente cercano, pensó Cazaril, de los que mimaba Umegat en el zoológico del roya. El acólito del Hijo, con sus ropajes rojos y naranjas, traía un espléndido perro zorro, cuyo pelaje bruñido parecía refulgir como el fuego en las lóbregas sombras de la resonante cámara abovedada. El acólito del Padre, de gris, llegó precedido de un robusto, anciano, e inmensamente dignificado lobo gris. Cazaril esperaba que la acólita del Bastardo, vestida de blanco, trajera uno de los cuervos sagrados de Fonsa, pero en vez de eso se presentó con un par de rollizas e inquisitivas ratas blancas.

El divino se postró rogando a los dioses que hicieran una señal, antes de situarse junto a la cabeza de de Sanda. Los coloridos acólitos incitaron a sus respectivas criaturas a salir al frente. Impulsado por un giro de su acólita, el arrendajo azul batió las alas, pero volvió a posarse en su hombro, al igual que el ave verde de la Madre. El perro zorro, liberado de su cadena de cobre, husmeó, se acercó al féretro, gañó, dio un salto y se acurrucó junto a de Sanda. Descansó el hocico sobre el corazón del difunto, y suspiró audiblemente.

El lobo, obviamente ducho en estas lides, no evidenció interés alguno. La acólita del Bastardo soltó sus ratas sobre el enlosado, pero se limitaron a subírsele por las mangas, frotaron el hocico contra sus orejas, la emprendieron a mordiscos con su pelo y hubo que desenredarlas.

El día no deparaba sorpresas. A menos que las personas se hubieran dedicado expresamente a otro dios, el alma sin hijos solía ir a parar a la Hija o al Hijo, los padres fallecidos a la Madre o al Padre. De Sanda era un hombre sin hijos y había cabalgado en calidad de lego dedicado de la orden militar del Hijo en su juventud. Era natural que su alma fuera acogida por el Hijo. Aunque no sería la primera vez que, en este momento del funeral, la familia del difunto descubría que el pariente cuya muerte lloraban tenía un hijo secreto en alguna parte. El Bastardo acogía a todos los de Su orden… y a aquellos cuyas almas desdeñaban los dioses mayores. El Bastardo era el dios del último recurso, el refugio definitivo, aunque ambiguo, para quienes habían convertido su vida en un desastre.

Obedeciendo la clara elección del elegante zorro del otoño, el acólito del Hijo se dispuso a concluir la ceremonia, otorgando la bendición especial de su dios al alma separada de de Sanda. Los asistentes desfilaron junto al féretro y colocaron pequeñas ofrendas en el altar del Hijo en nombre del difunto.

Cazaril estuvo a punto de clavarse las uñas en las palmas cuando vio a Dondo de Jironal dando muestras de pío pesar. Teidez estaba pávido y callado, lamentando, esperaba Cazaril, las airadas quejas que había vertido sobre su estricto pero leal secretario tutor en vida de éste; su ofrenda fue un considerable montón de oro.

También Iselle y Betriz se cerraron en su mutismo, tanto entonces como más tarde. Apenas si comentaron el zumbido de murmullos referentes al asesinato que circulaba por la corte, salvo para rechazar las invitaciones a visitar la ciudad y encontrar excusas para asegurarse de que Cazaril seguía con vida entre cuatro y cinco veces todas las noches.

La corte teorizaba sobre el misterio. Se aprobaron nuevos y más draconianos castigos para la escoria tan peligrosa y mezquina que eran los cortabolsas y los salteadores de caminos. Cazaril no dijo nada. La muerte de de Sanda no tenía misterio para él, aparte de cómo conseguir reunir las pruebas que incriminaran a los Jironal. Le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, pero se sentía impotente. No se atrevía a iniciar el proceso hasta disponer de todos los pasos claros hasta el final, por miedo a despertar una mañana apartado del caso por culpa de una raja en la garganta.

A menos, decidió, que fuera falsamente acusado algún desdichado salteador o cortabolsas. En cuyo caso él… ¿qué? ¿Qué valor tenía ahora su palabra, después de la fallida calumnia acerca de sus cicatrices? La mayor parte de la corte se había dejado impresionar por el testimonio del cuervo… pero no toda. Era fácil distinguir a unos de otros, por el modo en que apartaban sus capas de Cazaril algunos caballeros, o la manera en que las damas rehuían el contacto con él. Pero la oficina del alguacil no presentó ningún campesino a modo de chivo expiatorio, y el jolgorio reavivado de la corte cubrió el desagradable incidente igual que cubre una costra una herida.

Asignaron un nuevo secretario a Teidez, escogido a dedo por el mayor de los de Jironal entre los miembros de la cancillería del roya. Era un tipo enjuto, a todas luces lacayo del canciller, y no hizo ademán de querer trabar amistad con Cazaril. Dondo de Jironal se hizo el público propósito de distraer al joven róseo de su pesar proporcionándole los más deleitosos pasatiempos. Deleitosos hasta qué punto, lo pudo comprobar Cazaril sin esfuerzo, sólo con fijarse en el desfile de rameras e individuos de mala catadura que entraban y salían de la cámara de Teidez bien entrada la noche. En cierta ocasión, Teidez entró a trompicones en la habitación de Cazaril, aparentemente incapaz de distinguir una puerta de otra, y vomitó a sus pies una escancia de vino tinto. Cazaril lo condujo, ciego y enfermo, hasta donde se encontraban sus sirvientes para que lo limpiaran.

El momento más conflictivo para Cazaril, no obstante, tuvo lugar la noche que captó un destello verde en la mano del capitán de la guardia de Teidez, el hombre que había cabalgado con ellos desde Baocia. El que antes de partir había jurado ante la madre y la abuela, solemnemente y con la rodilla en el suelo, que protegería a ambos jóvenes con su vida… Cazaril prendió la mano del capitán cuando se cruzaron, deteniéndolo en seco. Contempló la conocida gema biselada.

– Bonito anillo -dijo, al cabo.

El capitán apartó la mano, ceñudo.

– Lo mismo pienso yo.

– Espero que no pagarais demasiado por él. Me parece que la piedra es falsa.

– ¡Mi lord, es una esmeralda auténtica!

– Yo que vos, la llevaría a un especialista en piedras preciosas, y lo comprobaría. No deja de sorprenderme la cantidad de mentiras que están dispuestos a decir los hombres hoy en día con tal de sacar provecho.

El capitán se tapó una mano con la otra.

– El anillo es bueno.

– Comparado con lo que os ha costado, yo diría que es basura.

El capitán apretó los labios. Se encogió de hombros y se alejó.

Si esto es un asedio, pensó Cazaril, estamos en desventaja.

El tiempo se volvió frío y lluvioso, aumentó el caudal de los ríos, conforme la estación del Hijo tocaba a su fin. Durante el concierto posterior a la cena de una noche de aguacero, Orico se acercó a su hermana, y murmuró:

– Preséntate ante el trono con los tuyos mañana al mediodía, y asistid a la investidura de de Jironal. Luego haré un feliz anuncio ante toda la corte. Y ponte tus mejores galas. Ah, y las perlas… lord Dondo me comentó anoche que no te ve nunca con ellas encima.

– Creo que no me favorecen -repuso Iselle. Miró de soslayo a Cazaril, que estaba sentado en las proximidades, y luego se miró las manos, tensas sobre el regazo.

– Bobadas, ¿cómo no van a sentar bien las perlas a una doncella? -El roya se enderezó en su asiento para aplaudir la animada pieza que acababa de terminar.

Iselle no volvió a mencionar esta sugerencia hasta que Cazaril hubo escoltado a sus damiselas hasta la antecámara que le servía de despacho. Se disponía a darles las buenas noches y dirigirse, bostezando, directo a su cama, cuando la rósea espetó:

– No pienso ponerme las perlas de ese ladrón de lord Dondo. Se las regalaría a la Orden de la Diosa, pero juro que la diosa se sentiría insultada. Están manchadas. Cazaril, ¿qué puedo hacer con ellas?

– El Bastardo no es un dios remilgado. Dáselas al divino de su inclusa, para que las venda y recaude dinero para sus huérfanos.

Iselle sonrió.

– Eso sí que enojaría a lord Dondo. ¡Y ni siquiera podría protestar! Buena idea. Llévaselas a los huérfanos, con mis mejores deseos. Y en cuanto a mañana… me pondré la capa chaleco de terciopelo rojo encima del vestido de seda blanco, resulta adecuado para una fiesta, y el juego de granates que me regaló mamá. Nadie podrá recriminarme por llevar encima las joyas de mi madre.

Nan de Vrit intervino:

– Pero ¿a qué creéis que se refería vuestro hermano con lo de un feliz anuncio? ¿No será que ya ha decidido con quién desposaros?

Iselle se quedó paralizada, parpadeando, antes de decir, tajante:

– No. No puede ser. Antes debe haber meses de negociaciones… embajadores, cartas, intercambios de regalos, tratados referentes a la dote… y mi consentimiento. Han de hacerme un retrato. Y yo he de recibir un retrato del hombre, quienquiera que resulte ser. Un retrato fiel y sincero, realizado por el artista de mi elección. Si mi príncipe está gordo, o es bizco, o está calvo, o tiene un labio leporino, sea, pero su retrato no puede engañarme.

Betriz torció el gesto imaginándose al pretendiente descrito por la rósea.

– Esperó que se fije en ti un lord apuesto, cuando llegue el momento.

Iselle suspiró.

– Estaría bien pero, a juzgar por la mayoría de los grandes señores que he visto, no es probable. Debería contentarme con que esté sano, creo, y dejar de incordiar a los dioses con plegarias imposibles. Que goce de buena salud, y que sea quintariano.

– Muy sensato -comentó Cazaril, que favorecía esta visión tan pragmática pensando que le facilitaría la vida en el futuro.

Betriz repuso, nerviosa:

– Este otoño ha habido un gran tráfico de delegados roknari en la corte.

– Mm. -Iselle tensó los labios.

– No hay muchos quintarianos de renombre entre los que elegir, entre los grandes señores -dijo Cazaril.

– El roya de Brajar ha vuelto a enviudar -apostilló Nan de Vrit, con la duda reflejada en su rictus.

Iselle agitó la mano.

– Cielos, no. Tiene cincuenta y siete años, y gota, y ya tiene un heredero hecho y derecho y casado. ¿Qué sentido tiene que yo críe un hijo partidario de su tío Orico, o de su tío Teidez, si diera la casualidad, si no gobierna en sus tierras?

– Está el nieto de Brajar -dijo Cazaril.

– ¡Pero si tiene siete años! Tendría que esperar otros siete…

Lo que no sería necesariamente algo malo, pensó Cazaril.

– Ahora es demasiado pronto, pero eso es demasiado tarde. Puede pasar de todo en siete años. La gente muere, los países van a la guerra…

– Cierto -dijo Nan de Vrit-, vuestro padre el roya Ias prometió vuestra mano a un príncipe roknari cuando contabais dos años de edad, pero el pobre muchacho murió poco después por culpa de unas fiebres, de modo que todo se quedó en nada. De lo contrario, hace dos años que os hubierais trasladado a su principado.

Bromeando, Betriz propuso:

– También el Zorro de Ibra es viudo.

Iselle se atragantó.

– ¡Pero si tiene más de setenta años!

– Sí, pero no está gordo. Y supongo que no tendrías que soportarlo mucho más tiempo.

– Ja. Seguro que viviría otros veinte años sólo para fastidiarme… creo que se le da bien. Y su Heredero también está casado. Me parece que su segundo hijo es el único róseo del país casi con los mismos años que yo, y no es el heredero.

– Este año no se os ofrecerá ningún ibrano, rósea -dijo Cazaril-. El Zorro está sumamente enfadado con Orico por su torpe mediación en la guerra en Ibra del Sur.

– Sí, pero… dicen que todos los nobles ibranos se entrenan como oficiales navales -dijo Iselle, adoptando una expresión introspectiva.

– Bueno, ¿y de qué le sirve eso a Orico? -rezongó Nan de Vrit-. Chalion no tiene ni un metro de costa.

– Para nuestro pesar -murmuró Iselle.

– Cuando Gotorget estaba en nuestro poder -dijo Cazaril, con amargura-, y reteníamos sus pasos, tuvimos una ocasión inmejorable para apoderarnos del puerto de Visping. Ahora hemos perdido esa ventaja… en fin, da igual. Mi intuición, rósea, me dice que seréis prometida a un lord de Darthaca. Así que más nos vale repasar esas declinaciones la semana que viene, ¿eh?

Iselle torció el gesto, pero suspiró su asentimiento. Cazaril sonrió y se despidió con una reverencia. Si Iselle no iba a contraer matrimonio con un roya regente, a él no le importaría que fuera con un lord fronterizo darthaco, reflexionó mientras bajaba las escaleras. Al menos el señor de alguna de las provincias septentrionales más cálidas. Tanto el poder como la distancia le vendrían bien a Iselle para protegerse de las… dificultades, de la corte de Chalion. Y cuanto antes, mejor.

¿Para ella, o para ti?

Para ambos.

Por mucho que Nan de Vrit se tapara los ojos con las manos e hiciera mohines, a Cazaril le parecía que Iselle lucía cándida y radiante con sus ropas carmíneas, arropada por la cascada ambarina que se derramaba sobre su espalda hasta rozarle el talle. Haciendo caso a la sugerencia, vestía una túnica roja con brocados que había pertenecido al difunto provincar y su capa chaleco de lana blanca. También Betriz exhibía su rojo favorito; Nan, arguyendo que tanto brillo le dañaba la vista, había optado por un sobrio blanco y negro. Los rojos chocaban un tanto, pero sin duda desafiaban la lluvia.

Todos corrieron sobre los adoquines mojados camino de la gran barbacana de Ias. Los cuervos de la Torre de Fonsa se habían posado todos en lugar resguardado… no, todos no. Cazaril se agachó para esquivar el vuelo rasante de cierto pajarraco al que le faltaban dos plumas de la cola, que surcó la neblina como una exhalación, graznando, ¡Caz! ¡Caz! Con cuidado de que no le adornara la capa blanca con alguna hez, lo espantó. El ave ascendió en círculos a la pizarra arruinada del tejado, lamentándose.

La sala del trono de Orico, revestida de brocados rojos, estaba brillantemente iluminada con candelabros de pared que ahuyentaban el gris otoñal; dos o tres docenas de damas y cortesanos se ocupaban de caldear el ambiente a conciencia. Orico se había vestido para la ocasión y se tocaba con su corona, pero hoy no lo acompañaba la royina Sara. Teidez ocupó una silla baja a la diestra del roya.

La partida de la rósea le besó las manos y todos tomaron posiciones, Iselle en una silla baja a la izquierda de la de Sara, vacía, y el resto de pie. Orico, sonriente, inauguró la generosidad del día concediendo a Teidez las rentas de otras cuatro ciudades reales por el respaldo de su casa, lo que su joven hermanastro le agradeció con los debidos besos en las manos y un breve discurso preparado. Dondo no había mantenido despierto al róseo la noche anterior, por lo que parecía mucho menos enfermizo y desastrado que de costumbre.

Orico hizo un gesto a continuación a su canciller, llamándolo a su regia rodilla. Como se había anunciado, el roya concedió las cartas y la espada, y recibió el juramento, que convertían al mayor de los de Jironal en el provincar de Ildar. Varios de los señores menores de Ildar se arrodillaron y juraron fidelidad a de Jironal a su vez. Más inesperado fue que los dos se giraran a la vez y transfirieran el marzorazgo de Jironal, junto a sus ciudades y rentas, inmediatamente a lord -ahora marzo- Dondo.

Iselle se sorprendió, pero también era evidente que se sentía complacida, cuando su hermano le concedió a continuación las rentas de seis ciudades por el respaldo de su casa. No antes de tiempo, eso seguro; la lealtad de la rósea le había reportado magros beneficios hasta la fecha. Le dio las gracias cortésmente, mientras el cerebro de Cazaril se devanaba en cálculos. ¿Podría permitirse Iselle su propia compañía de guardias, para sustituir a los hombres de Baocia que compartía ahora con Teidez? ¿Podría Cazaril elegirlos en persona? ¿Podría la rósea escoger una casa propia en la ciudad, protegida por su propia gente? Iselle retomó su asiento en el estrado y se arregló las faldas, perdiendo cierta tensión en el rostro que no había sido apreciable hasta que hubo desaparecido.

Orico carraspeó.

– Me complace llegar a la más dichosa de las recompensas de este día, bien merecida, y, er, muy deseada. Iselle, levántate…

Orico se puso de pie, y tendió la mano a su cohermana; desconcertada pero risueña, Iselle se incorporó y se situó junto a él en el estrado.

– Marzo de Jironal, adelantaos -continuó Orico.

Lord Dondo, vestido con el atuendo completo del santo generalato de la Hija y seguido de un paje con la librea de los de Jironal, se colocó a la otra mano del roya. Cazaril empezó a sentir un cosquilleo en la nuca, mientras observaba desde su puesto en un lateral de la estancia. ¿Qué se propone Orico…?

– Mi apreciado y leal canciller y provincar de Jironal me ha solicitado un lazo de sangre con mi casa y, tras meditarlo, he concluido que me satisface complacer su propuesta. -No parecía satisfecho. Parecía nervioso-. Me ha pedido la mano de mi hermana Iselle para su hermano, el nuevo marzo. Francamente se la concedo y la prometo en matrimonio.

Dio la vuelta a la gruesa mano de Dondo, con la palma hacia arriba, puso del revés la delicada mano de Iselle, las unió a la altura del pecho y retrocedió un paso.

El semblante de Iselle había perdido todo color y expresividad. Se quedó completamente inmóvil, mirando a Dondo como si no diera crédito a sus sentidos. La sangre atronó en los oídos de Cazaril, casi un clamor, y apenas si consiguió respirar con dificultad. ¡No, no, no…!

– Como regalo de compromiso, mi querida rósea, he supuesto lo que puede desear vuestro corazón para completar vuestro ajuar de novia -dijo Dondo, e indicó a su paje que se adelantara.

Iselle, sin dejar de mirarlo con los mismos ojos petrificados, repuso:

– ¿Habéis adivinado que quería una ciudad costera con un puerto excelente?

Dondo, momentáneamente desconcertado, sofocó una sonora risotada, y se volvió a la congregación. El paje abrió la caja de cuero labrado, revelando una delicada tiara de perlas y plata, que Dondo recogió para sostenerla ante los ojos de toda la corte. Una discreta ronda de aplausos se suscitó entre sus amistades. Cazaril cerró el puño en torno a la empuñadura de su espada. Si cargara y atacara ahora… lo derribarían antes de acercarse siquiera al trono.

Cuando Dondo levantó la tiara en alto para ponérsela a Iselle, ésta retrocedió igual que un caballo espantado.

– Orico…

– Este compromiso es mi deseo y voluntad, querida hermana -dijo Orico, con voz seca.

Dondo, que no parecía estar dispuesto a perseguirla por toda la sala tiara en mano, se detuvo, y lanzó una significativa mirada al roya.

Iselle tragó saliva. Saltaba a la vista que las respuestas se agolpaban en su cabeza. Había contenido su inicial grito de ultraje, y no era tan artera como para desplomarse fingiendo un desmayo. Permanecía en pie, atrapada y consciente.

– Sir. Como dijo el provincar de Labran cuando las fuerzas del General Dorado derribaron sus murallas… ésta es toda una sorpresa.

Una risita vacilante se propagó entre los cortesanos ante este golpe de ingenio.

La rósea bajó la voz, y murmuró entre dientes:

– No me has dicho nada. No me has consultado.

Igualmente en voz baja, Orico respondió:

– Ya hablaremos más tarde.

Tras otro tenso momento, aceptó sus palabras con un pequeño asentimiento. Dondo consiguió completar la imposición de la tiara de perlas. Se inclinó y le besó la mano. Prudentemente, no esperó el habitual beso de parte de la novia; a juzgar por la atónita repugnancia que se reflejaba en el semblante de Iselle, cabía la posibilidad de que le hubiera propinado un mordisco.

El divino de la corte de Orico, ataviado con los ropajes propios de la estación del Hermano, se adelantó y solicitó la bendición de todos los dioses para la pareja.

Orico anunció:

– Dentro de tres días, volveremos a reunirnos y seremos testigos de este enlace, jurado y festejado. Gracias a todos.

– ¡Tres días! ¡Tres días! -exclamó Iselle, con la voz quebrada por vez primera-. ¿No querréis decir tres años, sir?

– Tres días -insistió Orico-. Estate preparada.

Se dispuso a abandonar la sala del trono, llamando a sus criados. La mayoría de los cortesanos partieron junto a los de Jironal, dándoles la enhorabuena. Algunos, vencidos por la curiosidad, se demoraron, atentos a la conversación que tenía lugar entre hermano y hermana.

– ¡Cómo, dentro de tres días! Ni siquiera da tiempo a enviar un correo a Baocia, y menos a recibir respuesta de mi madre o mi abuela…

– Tu madre, es sabido, se encuentra demasiado enferma para soportar la tensión de un viaje a la corte, y tu abuela tiene que permanecer en Valenda para cuidar de ella.

– Pero no… -Iselle se encontró hablando con la amplia espalda real, puesto que Orico se escabullía ya de la sala del trono.

Corrió detrás de él y lo alcanzó en la cámara contigua, con Betriz, Nan y Cazaril siguiendo sus pasos con ansiedad.

– ¡Pero Orico, no quiero casarme con Dondo de Jironal!

– Una dama de tu posición no se desposa por gusto, sino por el bien de su casa -fue la severa respuesta, cuando Iselle consiguió que se detuviera rodeándolo y cruzándose en su camino.

– ¿Ah, sí? En tal caso, ¿podrás explicarme qué ventaja reporta a la Casa de Chalion entregarme, desperdiciarme, al hijo pequeño de un lord menor? ¡Mi esposo debería haber aportado una royeza como dote!

– Esto vincula a los de Jironal a mí… y a Teidez.

– ¡Di más bien que nos vincula a nosotros a ellos! ¡Me parece a mí que la ventaja no está bien repartida!

– Dijiste que no querías casarte con un príncipe roknari, y no te he dado a ninguno. Y no te creas que ha sido por falta de oportunidades… Esta estación ya he dicho que no en dos ocasiones. ¡Piensa en eso, y da las gracias, querida hermana!

Cazaril no estaba seguro de si Orico amenazaba o imploraba.

– No querías salir de Chalion -continuó-. Pues bien, no saldrás de Chalion. Querías casarte con un lord quintariano… te he dado uno, ¡un santo general, nada menos! Además -concluyó, petulante-, si te entregara a un poder demasiado próximo a mis fronteras, podrían utilizarte como excusa para reclamar parte de mis tierras. Esto es lo mejor para garantizar la paz futura en Chalion.

– ¡Lord Dondo tiene cuarenta años! ¡Es un ladrón corrupto e impío! ¡Un desfalcador! ¡Un libertino! ¡Peor aún! ¡Orico, no puedes hacerme esto! -Comenzaba a alzar la voz.

– No pienso escucharte -dijo Orico, y se tapó las orejas con las manos-. Tres días. Hazte a la idea y repasa tu vestuario. -Huyó de ella como quien escapa de una torre en llamas-. ¡No pienso escucharte!

Hablaba en serio. En cuatro ocasiones aquella tarde intentó Iselle buscarlo en sus aposentos para exponer su rechazo, y en cuatro ocasiones pidió a sus guardias que la expulsaran. Después de aquello, salió del Zangre a caballo para alojarse en una cabaña de caza emplazada en la profundidad del robledal, en un gesto de notable cobardía. Cazaril deseó tan sólo que el agujero tuviera goteras y que la lluvia helada cayera sobre la regia cabeza.

Cazaril durmió mal aquella noche. Cuando se aventuró a subir las escaleras por la mañana, se encontró con tres mujeres desaliñadas que tenían pinta de no haber pegado ojo.

Iselle, ojerosa, le tiró de la manga para que entrara en su salón, lo sentó junto a la ventana, y bajó la voz hasta convertirla en un feroz susurro.

– Cazaril. ¿Puedes conseguir cuatro caballos? ¿O tres? ¿O dos, o aunque sea uno? He estado pensando. Me he pasado toda la noche pensando. No me queda sino huir.

Cazaril suspiró.

– Yo también he estado pensando. Para empezar, me vigilan. Cuando salí anoche para despedir al roya, dos de sus guardias me siguieron. Para protegerme, decían. Podría matar o sobornar a uno… pero dos, lo dudo.

– Podríamos salir a caballo como quien va de caza.

– ¿Con esta lluvia? -Cazaril hizo un gesto para indicar la persistente llovizna que dejaba traslucir la alta ventana, y que cubría el valle de niebla hasta el punto de que ni siquiera podía verse el río en el fondo, convirtiendo las ramas desnudas en trazos negros sobre fondo gris-. Y aunque nos dejaran salir a caballo, sin duda nos pondrían una escolta armada.

– Si pudiéramos sacarles ventaja…

– Si pudiéramos, ¿y luego qué? Si nos alcanzan, ¡cuando nos alcanzaran!, en la carretera, lo primero que harían sería bajarme del caballo y cortarme la cabeza, y abandonar mi cuerpo a los zorros y los lobos. Y luego os traerían de vuelta. Y si por algún milagro no nos dieran alcance, ¿dónde iríamos?

– A la frontera. Cualquier frontera.

– Brajar e Ibra del Sur os enviarían de regreso, para congraciarse con Orico. Los cinco principados o el Zorro de Ibra os retendrían prisionera. Darthaca… eso significaría cruzar media Chalion y todo el Sur de Ibra. Me temo que no es posible, rósea.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? -La desesperación teñía su joven voz.

– Nadie puede forzar un matrimonio. Ambas partes deben consentir libremente ante los dioses. Si tenéis el coraje de plantaros y decir No, no podrá salir adelante. ¿No os creéis con fuerzas para hacerlo?

Iselle tensó los labios.

– Desde luego. ¿Y entonces? Ahora me parece que eres tú el que no lo ha pensado bien. ¿Crees que lord Dondo se rendiría sin más, llegado a ese punto?

Cazaril meneó la cabeza.

– No tiene validez si lo imponen, y todo el mundo lo sabe. Aférrate a esa idea.

Iselle sacudió la cabeza, debatiéndose entre el desconsuelo y la exasperación.

– No lo entiendes.

Cazaril hubiera pensado que su reticencia se debía a la tozudez inherente a la juventud, hasta que Dondo en persona llegó esa tarde a la cámara de la rósea para persuadir a su prometida de que se mostrara más conforme. Las puertas del salón de Iselle permanecieron abiertas, pero había un guardia armado apostado ante cada una de ellas, manteniendo a raya a Cazaril por un lado y a Nan de Vrit por el otro. Cazaril se perdió una de cada tres palabras de la furiosa discusión susurrada que se desató entre el obstinado cortesano y la pelirroja doncella. Pero, al cabo, Dondo salió a paso largo con una expresión de salvaje satisfacción en el semblante, e Iselle se desplomó en la silla junto a la ventana, respirando con dificultad, tan desgarrada estaba por el terror y la furia.

Se abrazó a Betriz y sollozó:

– Me ha dicho… que si no accedía, me tomaría de todos modos. Le he dicho, Orico no te permitiría violar a su hermana. Y él, ¿por qué no? Nos deja violar a su mujer. Cuando la royina Sara seguía sin concebir, y sin concebir, y se vio que Orico era demasiado impotente para engendrar un bastardo sin importar cuántas damas y doncellas y putas le trajeran, y, y cosas aún más repugnantes, los Jironal lo convencieron finalmente para que les permitiera probar a ellos, y… Dondo ha dicho, que su hermano y él lo intentaron todas las noches durante un año, de uno en uno o los dos a la vez, hasta que ella amenazó con quitarse la vida. Dijo que me jodería hasta plantar su germen en mi vientre, y que cuando estuviera tan hinchada que me creería explotar, le suplicaría de rodillas que se casara conmigo. -Parpadeó y miró a Cazaril con los ojos cuajados de lágrimas, tirantes los labios sobre los dientes apretados-. Me dijo que me crecería mucho la tripa, porque soy baja. ¿Cuánto valor crees que necesito para pronunciar ese simple No, Cazaril? ¿Y qué pasa si el coraje no sirve de nada, de nada en absoluto?

Pensaba que el único lugar donde el coraje no servía de nada era a bordo de una galera roknari. Me equivocaba. Abatido, susurró:

– No lo sé, rósea.

Iselle, atrapada y desesperada, se refugió en el ayuno y la oración; Nan y Betriz ayudaron a erigir un altar portátil a los dioses en sus aposentos y lo decoraron con todos los símbolos de la Dama de la Primavera que pudieron encontrar. Cazaril, seguido de sus dos guardias, bajó a Cardegoss y encontró a un vendedor de flores que ofrecía violetas cultivadas, fuera de temporada, que compró para colocar en un jarrón de cristal con agua encima del ara. Se sentía estúpido e inútil, pero la rósea derramó una lágrima en su mano cuando le dio las gracias. Iselle, negándose a probar bocado y a beber, yacía de espaldas en el suelo en actitud de profunda suplicación, tan parecida a la royina Ista aquella primera vez que la viera Cazaril en la sala de los ancestros de la provincara que se sintió turbado y huyó de la estancia. Dedicó horas a pasear por el Zangre, procurando pensar, e imaginando únicamente horrores.

Más tarde aquel mismo día, la dama Betriz lo llamó a la antecámara que hacía las veces de despacho y que estaba convirtiéndose a marchas forzadas en un lugar de frenética pesadilla.

– ¡Tengo la respuesta! -le dijo-. Cazaril, enséñame a matar a un hombre con un cuchillo.

– ¿Cómo?

– Los guardias de Dondo no son tan tontos para permitir que tú te acerques a él. Pero yo estaré junto a Iselle el día de su boda, para hacer de testigo, y pronunciar las respuestas. Nadie se lo esperará de . Esconderé el cuchillo en mi corpiño. Cuando Dondo se aproxime, y se agache para besarle la mano a Iselle, podré apuñalarlo, dos, tres veces antes de que nadie pueda detenerme. Pero no sé dónde y cómo cortar, para estar segura. El cuello, sí, pero ¿qué parte? -Muy seria, extrajo un pesado puñal de los pliegues de sus faldas y se lo ofreció-. Enséñame. Podemos practicar, hasta que sea muy rápida y precisa.

– ¡Dioses, no, lady Betriz! ¡Renuncia a esta locura! Te detendrían… ¡te ahorcarían, más tarde!

– Con tal de matar antes a Dondo, subiré satisfecha al cadalso. Juré proteger la vida de Iselle con la propia. Pienso cumplir mi promesa.

Sus ojos castaños refulgían en el pálido rostro.

– No -rebatió Cazaril, con firmeza, quitándole el cuchillo sin intención de devolvérselo. Además, ¿de dónde lo había sacado?-. Ésta no es tarea para una mujer.

– Yo diría que es tarea para quien tenga ocasión de llevarla a cabo. Yo la tengo. ¡Enséñame!

– Mira, no. Tú… espera. Voy, voy a intentar una cosa, a ver qué puedo hacer.

– ¿Puedes matar tú a Dondo? Iselle está ahí dentro, rezando a la Dama para que la mate a ella o a Dondo antes del enlace, le da igual quién. Bueno, a no. Creo que es Dondo el que debería morir.

– Estoy completamente de acuerdo. Mira, lady Betriz. Tú espera, sólo espera. Veré qué puedo hacer.

Si los dioses no responden a vuestras plegarias, lady Iselle, por los dioses que yo lo intentaré.

Pasó horas el día siguiente, en vísperas de la boda, intentando perseguir a lord Dondo por todo el Zangre igual que a un jabalí en un bosque de piedra. En ningún momento se puso a su alcance. Hacia media tarde, Dondo regresó al gran palacio que tenían los Jironal en la ciudad, y Cazaril no pudo traspasar sus puertas ni sus muros. La segunda vez que lo intentó, los zagalones de Dondo lo expulsaron, uno lo sujetó mientras el otro le propinaba repetidos golpes en el pecho, el estómago y la ingle, convirtiendo el regreso al Zangre en un lento zigzag. Los guardias del roya, a los que había sorteado perdiéndolos en los callejones de Cardegoss, llegaron a tiempo de presenciar la paliza y el serpenteo de regreso al castillo. No intervinieron en ningún caso.

En un brote de inspiración, se acordó del pasadizo secreto que discurría entre el Zangre y el gran palacio de los Jironal cuando éste pertenecía a lord de Lutez. Ias y de Lutez lo utilizaban durante el día, para conferenciar, o de noche, para sus amoríos, según quién contara la historia. El túnel, descubrió, era ahora tan secreto como la calle principal de Cardegoss y estaba vigilado por guardias apostados en ambos extremos, que a su vez estaban taponados por puertas con cerradura. Su intento de soborno le ganó diversos empellones y vituperios, amén de la amenaza de otra paliza.

Menudo asesino estoy hecho, pensó amargamente, mientras se retiraba a su dormitorio y caía la noche, y se desplomó en la cama con un quejido. Con la cabeza martilleando y el cuerpo dolorido, permaneció inmóvil un rato, antes de infundirse los ánimos suficientes para encender una vela. Tenía que subir las escaleras y ver cómo estaban las damas, pero no se sentía con fuerzas de resistir los llantos. Ni de informar de su fracaso a Betriz, ni de escuchar lo que fuera a pedirle a continuación. Si no era capaz de matar a Dondo, ¿con qué derecho podría intentar disuadirla de sus intenciones?

Daría mi vida gustoso, con tal de impedir la abominación que tendrá lugar mañana…

¿De veras es eso lo que sientes?

Se sentó, rígido, preguntándose si esa última voz era la suya. Había movido un poco la lengua entre los dientes, como acostumbraba cuando murmuraba para sí. .

Se acercó al pie de la cama, se arrodilló, y abrió la tapa de su baúl. Rebuscó entre la ropa doblada, aromatizada con clavo para alejar la polilla, hasta dar con la capa chaleco de terciopelo negro que envolvía una túnica de lana marrón. Que envolvía un cuaderno de notas en clave que no había terminado de descifrar cuando el artero juez había huido de Valenda, cuando ya era demasiado tarde para devolverlo al Templo sin tener que dar embarazosas explicaciones. No me sobra el tiempo. Quedaba un tercio del cuaderno sin traducir. Olvídate de todos los experimentos fallidos. Ve a la última página, ¿eh?

El pobre cifrado dejaba entrever la desesperación del tratante de lana, con una especie de extraña y llamativa simplicidad. Absteniéndose de sus anteriores elaboraciones bizarras, había apelado finalmente no a la magia, sino a la simple oración. Únicamente la rata y el cuervo para transmitir su súplica, únicamente velas para iluminar el camino, únicamente hierbas para infundirle ánimo con su fragancia y purificar su voluntad; una rogativa depositada sinceramente en el altar del dios. Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.

Ésas eran las últimas palabras anotadas en el cuaderno.

Puedo hacerlo, pensó Cazaril, maravillado.

Y si él fracasaba… aún quedaban Betriz y su cuchillo.

No fracasaré. He fracasado prácticamente en todo en mi vida. No puedo fracasar en la muerte.

Deslizó el libro bajo su almohada, cerró la puerta con llave tras él, y partió en busca de un paje.

El somnoliento muchacho que seleccionó aguardaba en el pasillo las órdenes de los señores y damas que cenaban en el salón de banquetes de Orico, donde la ausencia de Iselle era sin duda motivo de habladurías, ni siquiera susurradas, puesto que ninguno de los aludidos se encontraba presente. Dondo jaraneaba en privado en su palacio, con sus incondicionales; Orico seguía refugiándose en el bosque.

Sacó un real de oro de su bolsa y lo sostuvo en alto, su sonrisa enmarcada por la O del índice y el pulgar.

– Oye, muchacho. ¿Te gustaría ganarte un real?

Los pajes del Zangre habían aprendido a recelar; un real bastaba para comprar algunos servicios verdaderamente íntimos a quienes se dedicaban a venderlos. Y bastaba para inspirar cautela en quienes no se dedicaban a tales juegos.

– ¿Qué hay que hacer, mi lord?

– Búscame una rata.

– ¿Una rata, mi lord? ¿Para qué?

Ah. Para qué. ¡Para qué va a ser, para poder perpetrar el crimen de la magia de la muerte contra el segundo lord más poderoso de Chalion, para qué si no! No.

Cazaril apoyó los hombros en la pared, y esbozó una sonrisa de confidencialidad.

– Durante mi estancia en la fortaleza de Gotorget, hace tres años, cuando el asedio (¿sabías que yo era su comandante? Hasta que nuestro valiente general vendió la fortaleza sin consultarnos, claro está), aprendimos a comer ratas. A veces echo de menos el sabor de un buen muslo de rata tostado a la llama de una vela. Encuéntrame una bien gorda y jugosa, y tendrás la pareja de esta moneda. -Cazaril la depositó en la mano del paje y se relamió, preguntándose qué imagen de loco debía de estar ofreciendo. El paje se apartó de él-. ¿Sabes cuál es mi habitación?

– Sí, mi lord.

– Pues llévamela allí. En una bolsa. Y date prisa. Tengo hambre.

Cazaril se alejó, riéndose. Riéndose de verdad, sin fingir. Una extraña y salvaje alegría le embargaba el corazón.

El regocijo duró hasta que hubo regresado a su dormitorio y se sentó para planificar el resto de su complot, su siniestra plegaria, su suicidio. Era de noche; el cuervo no volaría hasta su ventana a estas horas, ni siquiera a cambio del mendrugo que había afanado en el salón de banquetes antes de regresar al bloque principal. Giró el trozo de pan en las manos. Los cuervos se posaban en la Torre de Fonsa. Si ellos no volaban a él, él se arrastraría hasta ellos, por el tejado de pizarra. ¿A oscuras? ¿Y regresar luego a su cámara, con un bulto vociferante bajo el brazo?

No. El bulto sería la rata dentro de una bolsa. Si practicaba la misa allí, a la sombra del tejado roto sobre cualquier plataforma calcinada y tambaleante que permaneciera aún en pie, sólo tendría que cubrir el trayecto en una dirección. Y… la magia de la muerte ya había surtido efecto allí en una ocasión, ¿eh? Con resultados espectaculares, para el abuelo de Iselle. ¿Prestaría su ayuda el espíritu de Fonsa al impío paladín de su nieta? Su torre era un lugar cargado de peligro, consagrado al Bastardo y sus mascotas, sobre todo de noche, a medianoche bajo la fría lluvia. Nadie encontraría jamás el cuerpo de Cazaril, ni le darían sepultura. Los cuervos se cebarían con sus despojos, justo pago por el atentado que planeaba perpetrar contra su desventurado camarada. Los animales eran inocentes, incluso los torvos cuervos; sin duda esa inocencia los hacía un poco sagrados a todos.

El desconfiado paje llegó mucho antes de lo que había calculado Cazaril, portando una bolsa que se retorcía. Cazaril examinó su contenido -la siseante y enfadada rata debía de pesar tres cuartos de kilo- y pagó. El paje se guardó la moneda y se alejó, mirando por encima del hombro. Cazaril cerró con fuerza la boca de la bolsa y la encerró en su baúl para evitar la fuga de la sentenciada prisionera.

Se quitó las ropas de la corte y se puso la túnica y la capa chaleco de lana que llevaba encima el lanero cuando murió, a modo de amuleto. ¿Botas, zapatos, descalzo? ¿Qué sería lo más seguro, pensando en las resbaladizas piedras y pizarras? Optó por ir descalzo. Pero se calzó los zapatos para realizar una última expedición práctica.

– ¿Betriz? -susurró audiblemente a la puerta de su antecámara-. ¿Lady Betriz? Sé que es tarde… ¿puedes asomarte?

Seguía estando completamente vestida, aún pálida y exhausta. Le permitió cogerle las manos, y apoyó la frente brevemente en su pecho. La cálida fragancia de su cabello lo transportó por un vertiginoso instante a su segundo día en Valenda, de pie junto a ella entre la multitud que abarrotaba el Templo. Lo único que no había cambiado desde aquel dichoso momento era su lealtad.

– ¿Cómo se encuentra la rósea? -quiso saber Cazaril.

Betriz alzó la mirada, a la tenue luz de la vela.

– Reza sin cesar a la Hija. No come ni bebe desde ayer. No sé dónde están los dioses, ni por qué nos han abandonado.

– Hoy no he podido matar a Dondo. No he podido acercarme.

– Me lo imaginaba. De lo contrario, ya habríamos oído algo.

– Me queda una última cosa por intentar. Si no resulta… Regresaré por la mañana, y veremos qué podemos hacer con tu cuchillo. Pero sólo quería que supieras… si no vuelvo por la mañana, no os preocupéis. Ni me busquéis.

– ¿No irás a abandonarnos? -Sus manos temblaron asiendo las de Cazaril.

– No, nunca.

Betriz parpadeó.

– No lo comprendo.

– No pasa nada. Cuida de Iselle. No confíes en el canciller de Jironal, nunca.

– Eso no hace falta que me lo digas.

– Otra cosa. Mi amigo Palli, el marzo de Palliar, conoce la verdadera historia de mi traición después de lo de Gotorget. Cómo nació mi enemistad con Dondo… da igual, pero Iselle debería saberlo, su hermano mayor me borró deliberadamente de la lista de hombres a rescatar, enviándome así a las galeras y a la muerte. No tengo ninguna duda. Vi la lista, redactada con su letra, que conocía de sobra al haberla visto en repetidas órdenes militares.

Betriz siseó entre dientes.

– ¿No se puede hacer nada?

– Lo dudo. Si pudiera demostrarlo, casi la mitad de los señores de Chalion se negarían a seguir cabalgando bajo su estandarte. Quizá eso fuera suficiente para derrotarlo. O no. Es un dardo que puede guardar Iselle en su aljaba; a lo mejor algún día se le presenta la ocasión de dispararlo.

Contempló el rostro de la muchacha, vuelto hacia el suyo, marfil y coral y profundos, profundos ojos de ébano, inmensos a la tenue luz. Con torpeza, se inclinó y la besó.

Betriz contuvo el aliento; luego se rió, sobresaltada, y se llevó la mano a la boca.

– Perdona. La barba rasca.

– Lo… lo siento. Palli será un marido honorable, si te sientes atraída por él. Es muy íntegro. Tanto como tú. Dile que te lo he dicho.

– Cazaril, ¿qué piensas…?

Nan de Vrit llamó desde los aposentos de la rósea:

– ¿Betriz? ¿Puedes venir, por favor?

Ahora debía marcharse con todo, incluso con el arrepentimiento. Le besó las manos, y huyó.

El gateo nocturno por el tejado del Zangre, desde el bloque principal hasta la Torre de Fonsa, fue todo lo vertiginoso que había anticipado Cazaril. Seguía lloviendo. La luna resplandecía sincopadamente entre las nubes, pero su lúgubre fulgor no era de gran ayuda. El firme era o bien arenoso o bien pavorosamente resbaladizo bajo las plantas de los pies, entumecidas por el frío. La peor parte fue el último abismo de más de metro y medio de ancho que hubo de salvar de un salto para aterrizar en la cima de la torre redonda. Por suerte, hubo de saltar hacia abajo y no hacia arriba, por lo que no resultó en un puro suicidio, destrozado, despachurrado contra el empedrado.

Con la bolsa revolviéndose en una mano, siseando de forma entrecortada entre los labios ateridos, se agazapó, temblando, después del salto, apoyado en un amasijo de tejas de pizarra que sentía untuosas a causa de la lluvia. Se imaginó cómo se soltaba una, cómo se hacía añicos contra los adoquines en el suelo, llamando la atención de los guardias sobre lo que ocurría allí arriba… Despacio, se abrió camino hasta la oscura abertura del tejado desplomado. Se sentó en el borde, y tanteó con los pies. No encontró ninguna superficie sólida. Aguardó a que reapareciera la luna; ¿era el suelo, eso que vislumbraba abajo? ¿O un trozo de viga? Barruntó un cuervo, en la oscuridad.

Permaneció los diez minutos siguientes al filo, intentando controlar el temblor de sus manos, encender el taco de vela que guardaba en un bolsillo, a tientas, con yesca y pedernal sobre su regazo. Consiguió quemarse, pero logró prender una pequeña llama al final.

Era una viga, y un trecho de suelo basto. Alguien había apuntalado concienzudamente el interior de la torre tras el incendio, presumiblemente a fin de sustentar las piedras para que no se cayeran sobre la cabeza de nadie. Cazaril contuvo la respiración y se dejó caer a una plataforma sólida, si bien pequeña y astillada. Colocó el trozo de vela en una grieta entre dos tablas y encendió otra con su llama, sacó el mendrugo y el afilado puñal de Betriz, y miró en rededor. Coge un cuervo. Claro. Qué sencillo le había parecido en su dormitorio. Ahora ni siquiera podía ver ningún cuervo en medio de aquellas sombras oscilantes.

Un aleteo junto a su cabeza, provocado por un ave que aterrizó en la barandilla, a punto estuvo de provocarle un infarto. Temblando, le tendió un pedazo de pan. El pájaro se lo arrebató de la mano y escapó volando. Cazaril maldijo, antes de respirar hondo y tranquilizarse. Pan. Cuchillo. Velas. Bolsa. Hombre de rodillas. ¿Serenidad? Apenas.

Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.

El cuervo, o su hermano gemelo, regresó.

– ¡Caz! ¡Caz! -gritó, no muy alto. Pero el eco despertó ecos por toda la torre, extrañamente resonante.

– Vale -resopló Cazaril-. Estupendo.

Sacó la rata de su bolsa, apoyó el cuchillo en su garganta, y susurró:

– Corre a reunirte con tu señor con mi plegaria.

Con un movimiento seco, vertió su sangre; el líquido cálido y oscuro le bañó la mano. Depositó el pequeño cadáver frente a su rodilla.

Tendió el brazo al cuervo; éste se encaramó a él, y se inclinó para lamer la sangre de rata de su mano. La lengua negra, al asomar, lo sobresaltó de tal modo que dio un respingo, y a punto estuvo de volver a perder el ave. Lo arrulló bajo su brazo, y le besó la cabeza.

– Perdóname. Lo necesito. A lo mejor el Bastardo te echa de comer el pan de los dioses y puedes posarte en Su hombro, cuando lo veas. Vuela a reunirte con tu señor con mi plegaria.

Un giro brusco rompió el cuello del cuervo. Aleteó brevemente, estremecido, antes de quedarse inmóvil en sus manos. Lo soltó delante de la otra rodilla.

– Lord Bastardo, dios de la justicia cuando la justicia fracasa, del equilibrio, de todas las cosas fuera de temporada, de mi necesidad. Por de Sanda. Por Iselle. Por todos los que la queremos: lady Betriz, la royina Ista, la anciana provincara. Por las cicatrices de mi espalda. Por el triunfo de la verdad sobre las mentiras. Recibe mi plegaria.

No sabía si ésas eran las palabras adecuadas, ni siquiera si había palabras adecuadas. Respiraba con dificultad; quizá estuviera llorando. Seguro que estaba llorando. Se encontró agachado sobre los animales muertos. Un dolor terrible anidó en su estómago, abrasador, retorciéndole las entrañas. Oh. No sabía que esto fuera a doler…

De todos modos, mejor morir así que no con el culo ensartado por flechas brajaranas en una galera, sin motivo.

Educadamente, se acordó de decir:

– Por tus bendiciones te damos también las gracias, dios sin temporada -igual que cuando rezaba de pequeño antes de acostarse.

Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.

Oh.

Las llamas de las velas oscilaron y se apagaron. El mundo se oscureció, y desapareció.

12

Cazaril abrió los ojos a despecho del pegamento que le ribeteaba los párpados. Miró sin comprender que veía una grieta gris e irregular en el cielo, enmarcada en negro. Se humedeció los labios encostrados, y tragó saliva. Yacía de espaldas sobre duras tablas… el armazón de la Torre de Fonsa. Los recuerdos de la noche anterior lo desbordaron.

Vivo.

Luego, he fallado.

Su mano derecha, tanteando a ciegas a su alrededor, encontró un montón inerte de plumas frías, y se apartó. Se quedó quieto, jadeando al recordar el terror. Sintió un calambre que le atenazaba las entrañas, un dolor sordo. Tiritaba, estaba empapado, helado hasta los huesos, tan frío como pudiera estarlo un cadáver. Pero no era un cadáver. Respiraba. Por consiguiente, también debía de respirar Dondo de Jironal, en… ¿era ésta la mañana del día de su boda?

Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio que no estaba solo. Sobre la tosca barandilla que rodeaba el andamio, una docena de cuervos o más se habían posado en la sombra, en completo silencio, casi inmóviles. Parecía que todos lo estuvieran mirando.

Cazaril se tocó la cara, pero no encontró sangre ni heridas… ningún pájaro se había aventurado todavía a picotearlo.

– No -susurró, con voz trémula-. No soy vuestro desayuno. Lo siento.

Una de las aves agitó las alas, incómoda, pero ninguna de ellas alzó el vuelo ante el sonido de su voz. Incluso cuando se sentó, se revolvieron, pero no remontaron el vuelo.

No todo se había ahogado en la negrura desde la noche anterior… fragmentos de un sueño afloraron a su recuerdo. Había soñado que él era Dondo de Jironal, festejando con sus amigos y sus furcias en algún salón iluminado por antorchas y velas, relucientes las tablas de copas de plata, cargadas sus gruesas manos de resplandecientes anillos. Había brindado por el sacrificio de sangre de la virginidad de Iselle con bromas obscenas, y había bebido con ganas… hasta interrumpirse en medio de toses, con un escozor en la garganta que pronto se convirtió en dolor. Se le había hinchado la garganta, cerrándose, asfixiándolo, privándolo de aire, como si estuvieran estrangulándolo de dentro hacia fuera. Los rubicundos semblantes de sus compañeros se habían vuelto hacia él, sus risas y mofas se habían tornado pánico cuando la lividez de sus rasgos les indicó que no estaba bromeando. Gritos, copas de vino volcadas, atemorizados siseos conmocionados de ¡Veneno! Aquel gaznate contraído no dejó escapar ninguna última palabra, su lengua abotargada no emitió ningún sonido. Todo eran silenciosas convulsiones, latidos desbocados, un dolor insoportable en la cabeza y el pecho, negros nubarrones veteados de un rojo abrasador que le empañaban la vista…

No era más que un sueño. Si yo sigo con vida, él también.

Cazaril se quedó tumbado boca arriba sobre los bastos tablones, encogido a causa del dolor de estómago, durante media vuelta de un reloj de arena, exhausto, desesperado. El destacamento de cuervos montó guardia sobre él en exasperante silencio. Paulatinamente, comprendió que tenía que volver. Y no había planeado la ruta de regreso.

Podía descender por los contrafuertes… pero eso lo dejaría de pie en el fondo de una torre enladrillada, empantanado en una añeja acumulación de guano y detritos, gritando auxilio. ¿Escucharía alguien su voz al otro lado de las gruesas paredes de piedra? ¿La confundirían con el eco de los graznidos de los cuervos, o el lamento de un fantasma?

Así pues, ¿hacia arriba? ¿Por donde había venido?

Se puso en pie al fin, apoyándose en la barandilla -ni siquiera entonces se espantaron los cuervos- y desentumeció sus músculos doloridos. Tuvo que apartar un par de cuervos de su camino para despejar un hueco al que encaramarse; las aves batieron las alas indignadas, pero siguieron guardando aquel asombroso silencio. Se recogió la túnica marrón, enfundando el dobladillo en el cinto. Una vez erguido sobre la barandilla, el borde de la torre estaba muy cerca. Se asió, a pulso. Sus brazos eran fuertes, y no pesaba mucho. Tras un sobrecogedor momento en el que fue consciente del vacío que se abría bajo sus piernas desnudas, trepó sobre las piedras y llegó a la pizarra. La niebla era tan densa que apenas si podía ver el patio a sus pies. Amanecía, o acababa de amanecer, supuso; los habitantes más humildes del castillo ya estarían despiertos, en esta mañana de finales de otoño. Los cuervos lo siguieron solemnemente, escapando de uno en uno por la abertura del tejado para ir a posarse sobre la piedra o la pizarra. Siguieron sus evoluciones con la mirada, atentos.

Se los imaginó, compinchándose para frustrar su salto hacia arriba desde la torre al bloque principal, vengando la muerte de su camarada. Y luego otra visión, ésta de sus pies resbalando y sus brazos aleteando, perdiendo asidero, soltándose, y cayendo a una muerte segura contra los adoquines del suelo. Un poderoso retortijón le estrujó las tripas, dejándolo sin aliento.

Se hubiera dado por vencido en ese momento, de no ser por el súbito terror a sobrevivir a la caída, con las piernas rotas y paralizado. Eso fue lo único que lo impulsó a saltar por encima de los aleros y agarrarse al tejado del bloque principal. Sus músculos protestaron cuando se impulsó hacia arriba. Se desolló las manos a causa de la intensidad con que se aferraba.

No estaba seguro, en medio de la pálida niebla, de cuál de las docenas de ventanas que surgían entre las pizarras era la que había franqueado anoche al salir del edificio. ¿Y si alguien había venido y la había cerrado y la había trancado? Avanzó muy despacio, probando fortuna con cada una. Los cuervos lo siguieron, acosándolo por los canalones, aleteando y saltando, patinando también a veces sobre las resbaladizas pizarras, pese a sus largas uñas. La bruma se perlaba, destellaba, en sus alas, y en la barba y el cabello de Cazaril, el rocío punteaba su capa chaleco negra. La cuarta ventana con bisagras se abrió ante la presión de sus nerviosos dedos. Era la leñera en desuso. Se coló dentro, y la cerró en las narices de sus escoltas de negra librea a tiempo de impedir que un par de cuervos entraran volando tras él. Uno de ellos rebotó contra el cristal de un topetazo.

Bajó las escaleras hasta su planta sin cruzarse con ningún criado madrugador, se apresuró a entrar en su cámara y cerró la puerta a su espalda. Presa de retortijones y con la vejiga a punto de estallar, utilizó el bacín de su cuarto; sus entrañas se desprendieron de escalofriantes cuajos de sangre. Cuando se disponía a arrojar al barranco el agua sanguinolenta después de lavarse las manos, aparecieron dos silenciosos cuervos centinelas en la repisa de su ventana. La cerró y echó el pestillo.

Trastabilló hasta la cama como si estuviera borracho, se desplomó en ella y se cubrió con la colcha. Mientras persistían sus escalofríos, pudo oír los sonidos propios de los sirvientes del castillo acarreando agua o sábanas o platos, pisadas escaleras arriba y abajo y por los pasillos, ocasionales llamadas u órdenes atenuadas.

¿Estarían despertando ahora a Iselle, en el piso de arriba, para que se lavara y arreglara, para maniatarla con ristras de perlas, para encadenarla con joyas, para su temible cita con Dondo? ¿Habría dormido siquiera? ¿O se habría pasado la noche llorando, rezando a unos dioses sordos? Debería subir, ofrecerle el consuelo que le pudiera proporcionar. ¿Habría encontrado Betriz otro cuchillo? No puedo presentarme ante ellas. Se acurrucó aún más y cerró los ojos, con agonía.

Seguía tumbado en la cama, boqueando, peligrosamente al borde del llanto, cuando el pisar de unas botas se dejó oír en el pasillo y su puerta se abrió de golpe. La voz del canciller de Jironal rugió:

– Sé que es él. ¡Tiene que ser él!

Los pasos resonaron sobre las tablas y le arrebataron la colcha. Se giró y miró sorprendido al semblante jadeante y barbado de de Jironal, que lo miraba entre asombrado y encolerizado.

– ¡Estás vivo! -exclamó de Jironal. Sonaba indignado.

Media docena de cortesanos, entre ellos dos a los que Cazaril reconoció como matones de Dondo, se arracimaron sobre el hombro de de Jironal para observarlo boquiabiertos. Todos tenían la mano apoyada en la espada, como si estuvieran dispuestos a corregir esta indignante vitalidad de Cazaril a una palabra de de Jironal. El roya Orico, en camisón, con una raída capa vieja sujeta al cuello por sus fofos dedos, apareció en la retaguardia de la comitiva. Orico parecía… raro. Cazaril parpadeó, y se frotó los ojos. Una especie de halo rodeaba al roya, no de luz, sino de oscuridad. Cazaril podía verlo perfectamente, así que no cabía achacarlo a una nube ni a la niebla, puesto que no enturbiaba nada. Y sin embargo allí estaba, moviéndose cuando se movía el hombre, igual que un jirón ondeante.

De Jironal se mordió el labio, con los ojos clavados en el rostro de Cazaril.

– Si tú no… entonces, ¿quién? Tiene que haber sido alguien… alguien próximo a… ¡esa chica! ¡Esa repugnante asesina!

Giró en redondo y abandonó la estancia como una exhalación, indicando a sus hombres que lo siguieran con un brusco ademán.

– ¿Qué sucede? -preguntó Cazaril a Orico, que se había dado la vuelta para seguirlos.

Orico miró por encima del hombro, y extendió los brazos en un amplio gesto de desconcierto.

– La boda se ha cancelado. Dondo de Jironal fue asesinado a medianoche… víctima de la magia de la muerte.

Cazaril abrió la boca; no consiguió pronunciar más que un débil:

– Oh. -Se hundió en la cama, perplejo, mientras Orico partía en pos de su canciller.

No lo comprendo.

Si Dondo ha muerto, pero yo sigo vivo… No se me puede haber concedido a mí el milagro de la muerte. Pero Dondo está muerto. ¿Cómo?

La única explicación era que alguien se le hubiera adelantado.

Con retraso, llegó a la misma conclusión que de Jironal.

¿Betriz?

¡No, oh no…!

Salió volando de la cama, se cayó al suelo aparatosamente, se puso en pie y salió dando tumbos tras la turba de airados y estupefactos cortesanos.

Llegó a su invadida antecámara a tiempo de oír cómo aullaba de Jironal:

– ¡Pues que salga, que yo la vea! -a una desmañada y pávida Nan de Vrit, que aún así interpuso su cuerpo para bloquear el acceso a las habitaciones, con el aspecto de quien se propone defender un puente levadizo. Cazaril sintió un vahído de alivio cuando Betriz, ferozmente ceñuda, se asomó por encima del hombro de Nan. La fámula estaba en camisón, pero Betriz, desgreñada y ojerosa, seguía vistiendo el mismo vestido de lana verde que llevaba puesto la noche anterior. ¿Había dormido? ¡Pero está viva, vive!

– ¿A qué viene este zafio escándalo, mi lord? -inquirió Betriz, con voz fría-. Es improcedente e inoportuno.

Los labios de de Jironal hendieron su barba; saltaba a la vista que estaba confuso. Al cabo, cerró la boca chasqueando los dientes.

– Entonces, ¿dónde está la rósea? Debo ver a la rósea.

– Está durmiendo, por primera vez en días. No consentiré que se la moleste. Ya tendrá que cambiar los sueños por pesadillas dentro de poco.

Las aletas de su nariz dejaron paso a un bufido de hostilidad.

De Jironal enderezó la espalda; inhaló con un siseo.

– ¿Queréis despertarla? ¿Podéis despertarla?

Santos dioses. Iselle, ¿habrá…? Pero antes de que este nuevo pánico atenazara la garganta de Cazaril, apareció Iselle en persona, se abrió paso entre sus damas y entró en la antecámara, serena, para encararse con de Jironal.

– No estoy dormida. ¿Qué queréis, mi lord?

Sus ojos se fijaron en su hermano Orico, a un lado del gentío, y lo ignoró con desprecio, concentrándose en de Jironal. El cansancio tensaba su ceño. No cabía duda de que comprendía cuál era el poder que la obligaba a contraer aquel matrimonio indeseado.

De Jironal miró a todas las mujeres, de una en una, indiscutiblemente vivas ante él. Giró en redondo y volvió a mirar a Cazaril, que parpadeaba mirando a su vez a Iselle. Un aura centellaba en torno a ella, como ocurriera con Orico, pero la suya era más confusa, una vorágine de negras tinieblas y luminosidad azul pálido, como la aurora que había presenciado una vez en el firmamento nocturno del lejano sur.

– Sea quien sea -masculló de Jironal-. Donde quiera que sea. Encontraré el cadáver del sucio cobarde aunque tenga que rastrear toda Chalion.

– ¿Y luego qué? -inquirió Orico, frotándose los mofletes sin afeitar-. ¿Lo ahorcaréis? -Respondió con una irónica ceja arqueada a la fulminante mirada de de Jironal, que se alejó de allí con paso furibundo. Cazaril se hizo a un lado para que lo siguiera su séquito, alternando la mirada discretamente entre Orico e Iselle, comparando las dos… ¿alucinaciones? Ningún otro de los presentes palpitaba de ese modo. A lo mejor estoy enfermo. A lo mejor me he vuelto loco.

– Cazaril -dijo Iselle, con urgencia y desconcierto en la voz en cuanto los hombres hubieron traspuesto la puerta exterior. Nan se apresuró a cerrarla tras los invasores-, ¿qué ha sucedido?

– Alguien ha asesinado anoche a Dondo de Jironal. Magia de la muerte.

Iselle entreabrió los labios, y juntó las manos igual que una niña a la que acabaran de concederle lo que más ansiaba en el mundo.

– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh, ésta sí que es una buena noticia! Oh, gracias a la Dama, gracias al Bastardo… Tengo que enviar una ofrenda a su altar… oh, Cazaril, ¿quién…?

Ante la mirada de conjetura que lanzó Betriz en su dirección, Cazaril torció el gesto.

– Yo no. Evidentemente. -Aunque no será porque no lo he intentado.

– ¿Has…? -comenzó Betriz, antes de apretar los labios. El rictus de Cazaril se suavizó en señal de aprecio por su delicadeza al no preguntar, en voz alta y ante dos testigos, si había planeado perpetrar un crimen capital. Apenas si hacía falta que hablara; los ojos de la muchacha llameaban de especulación.

Iselle paseó adelante y atrás, conteniéndose para no dar saltos de alivio.

– Creo que lo sentí -dijo, con voz maravillada-. Por lo menos, sentí algo… a medianoche, ¿alrededor de medianoche, dices? -Nadie había dicho nada parecido en esa sala-. Un sosiego en mi corazón, como si una parte de mí supiera que mis plegarias habían sido escuchadas. Pero no esperaba esto. Había rogado a la Dama mi muerte… -Hizo una pausa, y se llevó la mano a su blanca frente despejada-. O lo que Ella quisiera. -Habló más despacio-: Cazaril… ¿he…? ¿Podría haber hecho yo esto? ¿Me ha respondido la diosa?

– No… no lo sé, rósea. Rezasteis a la Dama de la Primavera, ¿no es así?

– Sí, y a Su Madre del Verano, a ambas. Pero sobre todo a la Primavera.

– Las Grandes Damas conceden milagros de vida, y de curación. No de muerte. -Generalmente. Y todos los milagros eran raros y caprichosos. Dioses. ¿Quién conocía sus límites, sus propósitos?

– No parecía muerte -confesó Iselle-. Pero me sentí aliviada. Comí algo y no vomité, y dormí un rato.

Nan de Vrit lo confirmó con un asentimiento de cabeza.

– Y yo me alegré, mi lady.

Cazaril inhaló hondo.

– Bueno, de Jironal resolverá el misterio por nosotros, estoy seguro. Buscará a todas las personas que murieran anoche en Cardegoss, en toda Chalion, sin duda, hasta dar con el asesino de su hermano.

– Bendita sea la pobre alma que ha frustrado sus viles planes. -Iselle se tocó la frente, el labio, el ombligo, la ingle y el corazón, con los cinco dedos abiertos-. Y a tan alto precio. Que los demonios del Bastardo le concedan la piedad que conozcan.

– Amén -dijo Cazaril-. Esperemos que de Jironal no encuentre camaradas cercanos ni parientes sobre los que descargar su venganza.

Se sujetó el estómago con ambas manos, intentando contener los calambres.

Betriz se acercó a él y lo miró a la cara, a punto de levantar la mano hacia él, aunque al final la retiró, vacilante.

– Lord Caz, tenéis mal aspecto. Vuestra piel tiene el color de las gachas de avena.

– Me siento… mal. Algo que comí. -Inhaló-. Así que preparémonos para celebrar, no una boda sombría, sino un funeral jubiloso. Espero que vosotras dos, señoritas, sepáis reprimir vuestro alborozo en público.

Nan de Vrit soltó un bufido. Iselle le indicó que guardara silencio, y dijo firmemente:

– Solemne piedad, te lo prometo. Sólo los dioses sabrán que en mi corazón habita la dicha y no el pesar.

Cazaril asintió, y se frotó el cuello dolorido.

– Por lo general, las víctimas de la magia de la muerte son quemadas antes de que caiga la noche, para impedir, según dicen los divinos, que entren en el cuerpo seres sobrenaturales. Aparentemente, las muertes de este tipo los invitan. Será un funeral terriblemente apresurado para tan alto señor. Tendrán que reunirse antes de que anochezca.

El chispeante halo de Iselle casi le provocaba nauseas. Tragó saliva, y apartó la vista de ella.

– Así pues, Cazaril -dijo Betriz-, por piedad os ruego que vayáis a echaros hasta entonces. Estamos a salvo, inesperadamente. Ya no es necesario que hagáis nada más.

Le cogió las manos frías, se las sujetó brevemente, y sonrió con una mezcla de ironía y preocupación. Cazaril consiguió devolverle una tenue sonrisa, antes de retirarse.

Se arrastró hasta la cama. Llevaba allí tumbado quizá una hora, desconcertado y temblando todavía, cuando se abrió su puerta y entró Betriz de puntillas para comprobar cómo se encontraba. Le puso una mano en la frente pegajosa.

– Temía que acusaras fiebre, pero estás helado.

– He, um… he debido de coger frío, sí. Habré tirado las mantas por la noche.

Betriz le tocó el hombro.

– Tienes la ropa empapada. -Entornó los ojos-. ¿Cuándo comiste por última vez?

Cazaril no lograba recordarlo.

– Ayer por la mañana. Me parece.

– Ya veo. -Lo miró con el ceño fruncido otro momento, antes de marcharse.

Diez minutos después, llegaba una doncella con una batea cargada de carbones calientes y una manta de plumas; minutos más tarde, un criado con una tina de agua caliente y firmes instrucciones de ocuparse de que se bañara y volviera a la cama tras ponerse un camisón seco. Esto, en un castillo enloquecido con el desbaratamiento de cada dama y cada cortesano intentando prepararse a la vez para una aparición pública no planificada de suma formalidad. Cazaril no hizo preguntas. El sirviente acababa de envolverlo en el cálido y seco sobre de sus mantas cuando reapareció Betriz con un tazón en una bandeja. Dejó la puerta abierta y se sentó al filo de la cama.

– Tómate esto.

Era pan mojado en leche humeante, azucarada con miel. Aceptó la primera cucharada, entre divertido y sorprendido, pero luego se incorporó sobre las almohadas.

– No estoy tan enfermo. -En un intento por recuperar su dignidad, cogió el tazón de manos de Betriz, que no objetó nada, siempre y cuando él siguiera comiendo. Descubrió que estaba famélico. Para cuando hubo dado cuenta del plato, había dejado de temblar.

Betriz sonrió, satisfecha.

– Ya tenéis mucho mejor color. Bien.

– ¿Cómo está la rósea?

– Muchísimo mejor. Se siente… abrumada, iba a decir, pero no me refiero a que esté desconsolada. Se siente liberada, como cuando te quitan un gran peso de encima. Da gusto verla ahora.

– Sí. Lo comprendo.

Betriz asintió.

– Ahora está descansando, hasta que llegue la hora de vestirse. -Retiró el tazón vacío, y bajó la voz-. Cazaril, ¿qué hiciste anoche?

– Nada. Evidentemente.

Los labios de Betriz se tensaron de exasperación. Pero ¿de qué serviría cargarla ahora con el peso de su secreto? Quizá la confesión aliviara su alma, pero pondría la de ella en peligro ante cualquier investigación en la que tuviera que declarar bajo juramento.

– Lord de Rinal dice que anoche pagasteis a un paje para que os buscara una rata. Ésa fue la noticia que envió al canciller de Jironal como un rayo a vuestro dormitorio, me lo ha dicho de Rinal en persona. El paje dice que afirmaste que te la querías cenar.

– Bueno, así es. Comerse una rata no es ningún delito. Era un pequeño festín conmemorativo, en recuerdo del asedio de Gotorget.

– ¿Oh? Pero si acabas de decir que no probabas bocado desde ayer por la mañana. -Vaciló, con la ansiedad reflejada en los ojos-. La criada también ha dicho que esta mañana había sangre en tu bacín cuando lo cambió.

– ¡Demonios del Bastardo! -Cazaril, que se había arrebujado en sus mantas, se enderezó de nuevo-. ¿Es que no hay nada sagrado en este castillo? ¿Es que un hombre ni siquiera puede confiar ya en la confidencialidad del contenido de su bacín?

Betriz levantó una mano.

– Lord Caz, no bromees. ¿Cuán enfermo estás?

– Me dolía la barriga. Ya me siento mejor. Algo pasajero. Por así decirlo. -Hizo una mueca, y decidió no mencionar las alucinaciones-. La sangre del bacín pertenecía a la rata, claro. Y el dolor de tripa es lo que me merezco, por comer porquerías. ¿Eh?

– Es una buena historia -dijo Betriz, despacio-. Se sostiene.

– Ya lo ves.

– Pero Caz… la gente va a pensar que eres raro.

– Puedo añadir esas personas a la colección de las que creen que voy por ahí violando niñas. Supongo que me hace falta una tercera perversión, para terminar de poner las cosas en su sitio. -Bueno, ¿qué tal ser sospechoso de practicar la magia de la muerte? Eso sí que lo pondría directamente en su sitio: el patíbulo.

Betriz se arrellanó, con el entrecejo poblado de arrugas.

– Vale. No voy a presionarte. Pero me preguntaba… -Se abrazó, y miró a Cazaril intensamente-. Si dos, es una teoría, personas intentaran practicar la magia de la muerte contra la misma víctima al mismo tiempo, ¿es posible que las dos acabaran… medio muertas?

Cazaril la miró a su vez -no, ella no parecía enferma- y meneó la cabeza.

– No lo creo. Dada la cantidad de intentos fútiles que ha hecho la gente para invocar la magia de la muerte de los dioses, si pudiera suceder algo así, ya habría ocurrido antes de ahora. El demonio de la muerte del Bastardo se retrata siempre en las tallas del Templo con un yugo sobre los hombros y dos cubas idénticas, una para cada alma. No creo que el demonio pueda elegir otra cosa. -Recordó las palabras de Umegat, Me temo que es así como funciona-. Ni siquiera estoy seguro de que el dios pudiera elegir otra cosa.

Betriz entrecerró aún más los ojos.

– Fuiste el que dijiste que si no volvías esta mañana, no me preocupara por ti, ni te buscara. Dijiste que estarías bien. También has dicho que si no se queman los cuerpos como es debido, pueden ocurrirles cosas horribles.

Cazaril se revolvió, incómodo.

– Había tomado medidas. -Más o menos.

– ¿Qué tipo de medidas? ¡Te escabulliste sin dejar a nadie que te buscara o rezara siquiera por tu alma!

Cazaril se aclaró la garganta.

– Los cuervos de Fonsa. Subí al tejado de la Torre de Fonsa para, ah, decir mis oraciones anoche. Si, si las cosas, ah, hubieran salido de otro modo, supongo que ellos se habrían ocupado de dar cuenta del desaguisado, del mismo modo que limpian sus hermanos el campo de batalla, o los restos de una oveja extraviada que se despeña.

– ¡Cazaril! -exclamó Betriz, indignada, antes de apresurarse a bajar la voz hasta convertirla en un susurro-. Caz, eso es, eso es… me estás diciendo que trepaste ahí arriba tú solo, para morir abandonado, esperando que tu cuerpo sirviera de alimento para… ¡eso es espantoso!

A Cazaril le sorprendió ver lágrimas agolpándose en los ojos de Betriz.

– ¡Eh, vamos! No es para tanto. Pensé que sería un gesto caballeroso. -Hizo ademán de enjugarle las lágrimas de las mejillas, pero vaciló y volvió a descansar la mano sobre la colcha.

Betriz apretó los puños en el regazo.

– Si vuelves a hacer algo parecido sin avisarme… sin avisar a nadie… te, te… ¡te pego una bofetada por idiota! -Se frotó los ojos, la cara, y se sentó erguida, enhiesta la espalda. Su voz recuperó abruptamente un tono coloquial-. Se ha dispuesto que el funeral tenga lugar una hora antes del ocaso, en el templo. ¿Piensas asistir, o te vas a quedar acostado?

– Si puedo caminar, iré. No pienso perdérmelo. Hasta el último enemigo de Dondo estará allí, aunque sólo sea para demostrar que no han sido ellos. Va a ser un espectáculo digno de presenciar.

Los ritos funerarios por Dondo de Jironal en el Templo de Cardegoss recibieron la asistencia de mucha más gente que los del pobre y solitario de Sanda. El roya Orico en persona, sobriamente ataviado, condujo a los dolientes en una procesión a pie que partió del Zangre. La royina Sara fue transportada en un palanquín. Su semblante era tan inexpresivo que parecía esculpido en un bloque de hielo, pero su vestimenta era un derroche de color, ropas de tres días festivos distintos amalgamadas, prendidas y salpicadas de lo que daba la impresión de ser la mitad del contenido de su joyero. Todo el mundo fingió no darse cuenta.

Cazaril la miró discretamente, pero no a causa de su estrafalario atuendo. Era su otro revestimiento, la capa de sombras, gemela visible e invisible de la de Orico, lo que atraía su vista una y otra vez. Teidez exhibía otro halo similarmente oscuro, que se enturbiaba a cada paso que daba sobre el empedrado de las calles. Fuera lo que fuese aquel negro espejismo, parecía ser cosa de familia. Cazaril se preguntó qué vería si pudiera mirar ahora mismo a la viuda royina Ista.

El propio archidivino de Cardegoss, con sus túnicas de cinco colores, dirigió la ceremonia, tan concurrida que hubo de tener lugar en el patio principal del templo. La procesión desde el palacio de los Jironal depositó el féretro que alojaba el cuerpo de Dondo a escasos pasos del altar de los dioses, una plataforma de piedra redonda con una tienda de cobre agujereada y sostenida por cinco pilares delgados para proteger el fuego sagrado de los elementos. Una luz gris que no proyectaba sombra inundó la corte cuando el frío y lluvioso día comenzó a dar paso a la neblinosa tarde. El aire estaba teñido de un violeta difuso gracias a la chocante mezcolanza de inciensos que ardían acompañando a las oraciones y los ritos de purificación.

El cuerpo tieso de Dondo, acomodado en el féretro y reposado sobre un colchón de flores y hierbas de buena fortuna y simbólica protección -demasiado tarde, pensó Cazaril-, había sido vestido con las túnicas blanquiazules de su santo generalato de la orden militar de la Hija. La espada de su rango yacía desenvainada sobre su pecho, cerradas ambas manos en torno a su empuñadura. El cuerpo no parecía particularmente hinchado ni deformado; de Rinal hizo circular el morboso rumor de que lo habían ceñido con bandas de lino antes de vestirlo. El rostro del cadáver apenas si parecía algo más abotargado que cualquiera de las mañanas de resaca que había padecido Dondo en vida. Pero habría de arder con todos los anillos encima. Sería imposible desprenderlos de aquellos dedos amorcillados sin recurrir al cuchillo de un carnicero.

Cazaril había conseguido desfilar desde el Zangre sin trastabillar, pero volvía a ser presa de los retortijones, y sentía el estómago desagradablemente constreñido por el cinturón. Ocupó lo que esperaba que fuera un lugar discreto detrás de Betriz y Nan, en medio de la multitud salida del castillo. Iselle fue emplazada entre el canciller y el roya Orico, en el lugar correspondiente a la plañidera mayor que le otorgaba su breve compromiso de boda. Seguía resplandeciendo igual que una aurora a los doloridos ojos de Cazaril. Tenía el rostro pálido e hierático. Parecía que la visión del cuerpo de Dondo la hubiera privado del impulso de dar muestras de un regocijo impropio.

Salieron al frente dos cortesanos para pronunciar sendos elogios aparentemente sinceros sobre Dondo, que Cazaril no consiguió relacionar con la errática vida real que había llevado el hombre allí truncado. El canciller de Jironal estaba demasiado emocionado para explayarse, aunque su acerada fachada no dejaba traslucir si era la pena o la rabia lo que le atenazaban la garganta, o ambas cosas. Sí que anunció que ofrecía una bolsa de mil reales como recompensa por cualquier información que pudiera conducir a la identificación del asesino de su hermano, siendo ésa la única mención abierta del día al abrupto cariz de la muerte de Dondo.

Era evidente que se había depositado ya un generoso monedero en el altar del templo. La que parecía ser la totalidad de dedicados, acólitos y divinos de Cardegoss estaba reunida en racimos de hábitos para entonar las oraciones y respuestas al unísono y en armonía, como si el volumen pudiera conceder algo de santidad añadida. Una de los cantantes, sita en el pelotón vestido de verde de voces altas, atrajo la vista interior de Cazaril. Se trataba de una mujer de mediana edad, rechoncha, y refulgía igual que una vela tras una pantalla de cristal verde. Miró directamente a Cazaril en una ocasión, para apresurarse a continuación a clavar la mirada en el atribulado divino que dirigía sus oraciones.

Cazaril dio un discreto codazo a Nan, y susurró:

– ¿Quién es esa acólita al final de la segunda fila del coro de la Madre, lo sabéis?

Nan miró de reojo.

– Una de las parteras de la Madre. Según dicen, es muy buena.

– Oh.

Cuando salieron los animales sagrados, la congregación prestó más atención. No estaba nada claro qué dios iba a acoger el alma de Dondo de Jironal. Su predecesor en el generalato de la Hija, pese a ser padre y abuelo, había sido llamado de inmediato por la Dama de la Primavera, a cuyo fiel servicio había fallecido. Dondo había servido en la orden militar del Hijo en calidad de oficial en su juventud. Y se sabía que había engendrado una caterva de bastardos, amén de dos hijas repudiadas fruto de su difunta primera esposa, que había entregado al cuidado de unos parientes del campo. Y, aunque no se hablara de ello, puesto que su alma había sido arrebatada por el demonio de la muerte del Bastardo, sin duda había pasado por las manos de este último dios. ¿Se habrían cerrado esas manos en torno a su espíritu?

La acólita que portaba el arrendajo de la Hija dio un paso al frente ante un gesto del archidivino Mendenal, y levantó la mano. El pájaro aleteó, pero se aferró tenazmente a su manga. Miró de soslayo al archidivino, que frunció el ceño y le indicó con un ademán que se acercara al féretro. La joven pareció arrugar la nariz en muda protesta, pero avanzó, obediente, sujetando al arrendajo con ambas manos, y lo posó firmemente sobre el pecho del cadáver.

Apartó las manos. El arrendajo levantó la cola, soltó un pegote de guano, y alzó el vuelo como una exhalación, arrastrando sus cintas de seda con brocados en medio de estridentes pitidos. Al menos tres hombres que oyera Cazaril resoplaron y sisearon pero, a la vista del severo semblante del canciller, contuvieron la risa. Los ojos de Iselle llameaban igual que fuegos cerúleos, y miró al suelo recatadamente; su aura parecía sulfurada. La acólita retrocedió, mirando al cielo, siguiendo con ansiedad el vuelo del ave. El arrendajo fue a posarse en los adornos que coronaban uno de los pilares de pórfido del anillo que rodeaba la corte, y pitó de nuevo. La acólita fulminó con la mirada al archidivino; éste la despidió con un ademán apremiante, y la joven hizo una reverencia y se retiró para intentar llamar de nuevo al pájaro a su mano.

El ave verde de la Madre también se negó a abandonar el brazo de su portadora. El archidivino optó por no repetir el desastroso experimento anterior, y se limitó a asentir con la cabeza para que la acólita recuperara su lugar en el círculo de criaturas.

El acólito del Hijo arrastró al zorro tirando de la cadena hasta el borde del féretro. El animal gañía y lanzaba mordiscos al aire, arañando ruidosamente las baldosas en su intento por resistirse. El archidivino le indicó que se retirara.

El robusto lobo gris, sentado sobre sus ancas con la gran lengua roja asomando entre las fauces libres del bozal, gruñó roncamente cuando su cuidador tiró tentativamente de la cadena de plata. La vibración resonó por todo el patio de piedra. El lobo se agazapó y estiró las patas. Con cautela, el acólito bajó las manos y se quedó en el sitio; la mirada que lanzó al archidivino expresaba en silencio, No pienso tocarlo. Mendenal no se opuso.

Todas las miradas se volvieron expectantes hacia la acólita del Bastardo, vestida de blanco, que portaba sus ratas también blancas. Los labios del canciller de Jironal estaban tensos y pálidos de furia impotente, pero no había nada que pudiera hacer o decir. La dama blanca cogió aire, se acercó al féretro y depositó sus criaturas sagradas sobre el pecho de Dondo para señalar que el dios aceptaba aquella alma inaceptable, desdeñada y descartada.

En cuando hubo aflojado la presa sobre los sedosos cuerpos blancos, las dos ratas saltaron a ambos lados del féretro como si las hubieran lanzado con catapulta. La acólita se giró a derecha e izquierda, incapaz de decidir qué animal sagrado perseguir primero, y levantó las manos. Una rata buscó el refugio de los pilares. La otra se escabulló entre las piernas de los espectadores, que se apartaron a su paso; un par de damas soltaron nerviosos chillidos. Un murmullo de asombro, incredulidad y desmayo recorrió la masa de cortesanos reunidos, seguido de una oleada de susurros conmocionados.

Los de Betriz entre ellos.

– Cazaril -dijo ansiosamente, arrebujándose bajo su brazo para susurrarle al oído-: ¿qué significa esto? El Bastardo siempre se queda las sobras. Siempre. Es Su, Su… es Su obra. No puede despreciar un alma truncada… pensaba que ya lo había hecho.

También Cazaril estaba desconcertado.

– Si no se ha llevado ningún dios el alma de Dondo… es que sigue en el mundo. Quiero decir que, si no está allí, es que está aquí. En alguna parte… -Un fantasma sin reposo, un espíritu errante. Roto y condenado.

Las ceremonias se interrumpieron en seco cuando el archidivino y el canciller de Jironal se retiraron detrás del altar para parlamentar en voz baja, o discutir, posiblemente, a juzgar por la cadencia de las palabras masculladas que llegaban hasta la curiosa multitud expectante. El archidivino se apartó del ara para llamar ante él a un acólito del Bastardo; otra conferencia susurrada con el joven vestido de blanco concluyó con éste yéndose a la carrera. El cielo gris se oscurecía sobre sus cabezas. Uno de los subdivinos, en un alarde de iniciativa, arrancó un himno no programado a los coros para rellenar el hueco. Para cuando hubieron terminado, de Jironal y Mendenal ya habían retomado sus respectivos puestos.

La espera se prolongaba. Los cantantes entonaron otro himno. Cazaril terminó por desear haber empleado La senda quíntupla de Ordol como algo más que un pretexto para hacer la siesta; por desgracia, el libro seguía en Valenda. Si el demonio esclavo no había llevado el alma de Dondo a su señor, ¿dónde estaba? Y si el demonio no podía regresar más que con sus dos cubos llenos, ¿dónde estaba ahora el alma rota del desconocido asesino de Dondo? Ya puestos, ¿dónde está el demonio? Cazaril no había leído demasiada teología. Por algún motivo que ahora no alcanzaba a recordar, había considerado su estudio poco práctico, ideal únicamente para soñadores y fantasiosos. Claro que eso había sido antes de embarcarse en esta pesadilla.

Un discreto raspón en su bota le hizo mirar abajo. Una de las ratas blancas sagradas se había puesto a dos patas apoyándose en su pierna, y agitaba la naricilla rosa. Se frotó el rostro ahusado rápidamente contra la espinilla de Cazaril, que se agachó y la cogió, con la intención de devolvérsela a su cuidadora. El animal se estremeció extasiada en su mano, y le lamió el pulgar.

Para sorpresa de Cazaril, el resollante acólito regresó al patio del templo acompañado del mozo Umegat, vestido como de costumbre con el tabardo del Zangre. Pero fue Umegat el que suscitó su asombro.

El roknari resplandecía con un aura blanca igual que un hombre de pie frente a una prístina ventana de cristal ante un amanecer en el mar. Cazaril cerró los ojos, aunque sabía que no lo veía con ellos. El fulgor blanco siguió moviéndose detrás de sus párpados. Más allá, una oscuridad que no era oscuridad, y dos más, y una aurora irritada, y a un lado, una débil chispa verde. Abrió los ojos de golpe. Umegat cruzó la mirada con él por una fracción de segundo, y Cazaril se sintió como si le arrancaran la piel a tiras. El mozo del roya siguió caminando hasta presentarse con una reverencia insegura al archidivino, con el que departió en susurros aparte.

El archidivino llamó a la acólita del Bastardo, que había capturado una de sus ratas; se la entregó a Umegat, que la acunó en un brazo y miró a Cazaril. El roknari se acercó a él a paso largo, excusándose humildemente mientras se abría camino entre los cortesanos, que apenas si le dirigieron la mirada. Cazaril no conseguía entender por qué no se apartaban ante la quilla de su nívea aura igual que las aguas del mar ante la proa de un barco. Umegat le tendió la mano abierta. Cazaril se quedó observándola, parpadeando estúpidamente.

– La rata sagrada, mi lord -solicitó Umegat, amablemente.

– Ah. -La criatura seguía chupándole los dedos, haciéndole cosquillas. Umegat retiró al reticente animal de la manga de Cazaril como quien limpia una rebaba y evitó justo a tiempo que su compañera ocupara su lugar de un salto. Haciendo malabares con las ratas, caminó en silencio de nuevo hacia el féretro, donde esperaba el archidivino. ¿Se había vuelto loco Cazaril -no hace falta que respondas a eso- o de veras Mendenal pareció contenerse para no inclinarse ante el mozo? Los cortesanos del Zangre no parecían ver nada irrazonable en el hecho de que el archidivino llamara al cuidador de animales del roya para solucionar esta incómoda crisis. Todas las miradas estaban clavadas en las ratas, no en el roknari. El único irrazonable era Cazaril.

Umegat sostuvo las criaturas en sus brazos y les susurró, antes de acercarse al cuerpo de Dondo. El momento se alargaba, mientras las ratas, si bien se habían calmado, no parecían tener ninguna intención de reclamar a Dondo para su dios. Umegat retrocedió, al cabo, y se disculpó ante el archidivino negando con la cabeza, antes de ceder las ratas a su ansiosa y joven cuidadora.

Mendenal se postró entre el altar y el féretro durante un momento de abyecta oración, pero se irguió de nuevo enseguida. Los dedicados traían ya velas delgadas con las que iluminar las lámparas de pared que rodeaban el patio en penumbra. El archidivino llamó a los porteadores para que transportaran el féretro a la pira que aguardaba a Dondo, y los cantantes desfilaron en procesión.

Iselle regresó junto a Betriz y Cazaril. Se frotó los ojos, ribeteados de negro, con el dorso de la mano.

– No sé si puedo soportar esto por más tiempo. Que se quede de Jironal viendo cómo se tuesta su hermano. Llevadme a casa, lord Caz.

La pequeña partida de la rósea se escindió del grueso de asistentes, si bien no fueron las únicas personas cansadas en hacerlo, y cruzó el pórtico frontal para salir al húmedo anochecer de aquel día otoñal.

El mozo Umegat, que esperaba con los hombros apoyados en uno de los pilares, se enderezó como impulsado por un resorte, se acercó a ellos y les hizo una reverencia.

– Mi lord de Cazaril. ¿Puedo hablar con vos un instante?

Cazaril casi se sorprendió al ver que el aura no se reflejaba en el pavimento mojado a sus pies. Se disculpó ante Iselle y se fue aparte con el roknari. Las tres mujeres se quedaron esperando al borde del pórtico, con Iselle apoyada en el brazo de Betriz.

– Mi lord, en cuanto os resulte posible, quisiera hablar con vos en privado.

– Me reuniré contigo en el zoológico en cuanto Iselle vuelva a sus aposentos. -Cazaril vaciló-. ¿Sabes que brillas igual que una antorcha encendida?

El mozo inclinó la cabeza.

– Eso me han dicho, mi lord, los pocos que tienen ojos para ver. Por desgracia, uno nunca se ve a sí mismo. Ningún espejo mundano lo refleja. Sólo los ojos de un alma.

– Ahí dentro había una mujer que refulgía igual que una vela verde.

– ¿La madre Clara? Sí, ya me ha hablado de vos. Es una comadrona excelente.

– ¿Qué es eso, entonces, esa antiluz? -Cazaril miró de soslayo en dirección a las mujeres que aguardaban.

Umegat se llevó un dedo a los labios.

– Aquí no, por favor, mi lord.

Cazaril formó un silencioso Oh con los labios. Asintió.

El roknari le dedicó una honda reverencia. Cuando se disponía para perderse discretamente en el creciente anochecer, añadió por encima del hombro:

– Vos brilláis como una ciudad en llamas.

13

La rósea se sentía tan agotada tras el suplicio del extraño funeral de lord Dondo que se tambaleaba para cuando hubieron subido de nuevo al castillo. Cazaril dejó a Nan y Betriz al cuidado de la ejecución del sensato plan de meter a Iselle directamente en la cama y pedir a los criados que les llevaran una sencilla cena a sus aposentos. Él volvió a salir del bloque principal camino de las puertas del Zangre. Hizo una pausa y escrutó la ciudad a lo lejos para ver si seguía divisándose una columna de humo que surgiera del templo. Le pareció apreciar un débil reflejo anaranjado en las nubes bajas, pero estaba demasiado oscuro para distinguir nada más.

Le dio un vuelco el corazón ante el súbito aleteo que lo rodeó mientras cruzaba el patio de los establos, pero se trataba tan sólo de los cuervos de Fonsa, que volvían a acosarlo. Espantó a dos que intentaban posarse en su hombro, con aspavientos, siseos y pisotones. Las aves se alejaron, pero no se marcharon, sino que lo siguieron, conspicuamente, durante todo el trayecto hasta la colección de fieras.

Uno de los mozos al servicio de Umegat aguardaba junto a las lámparas de pared que flanqueaban la puerta del pasillo. Se trataba de un anciano menudo, privado de sus pulgares, que dedicó a Cazaril una amplia sonrisa que reveló una lengua truncada, equivalente a un recibimiento que era una especie de ronroneo mudo, claro el significado gracias a sus gestos afables. Abrió la puerta lo justo para permitir el paso de Cazaril, y ahuyentó a los cuervos que pretendían seguirlo, disuadiendo al más obstinado con un puntapié antes de volver a cerrar el paso.

El candelero del mozo, protegido por un tulipán de cristal soplado, disponía de un grueso mango por el que sujetarlo. A esta luz guió a Cazaril por el pasillo de la colección de fieras. Los animales bufaron y patearon en sus establos al paso de Cazaril, pegándose a los barrotes para mirarlo desde las sombras. Los ojos del leopardo refulgían como chispas verdes; su traqueteante gruñido resonó en las paredes, no sordo y hostil, sino palpitando con un dejo extrañamente inquisitivo.

Las habitaciones de los mozos del zoológico ocupaban la mitad de la planta alta del edificio, estando la otra mitad dedicada a almacén de paja y forraje. Había una puerta abierta, y la luz de una vela se vertía por la abertura en el lóbrego pasillo. El lacayo llamó al marco de la puerta; la voz de Umegat respondió:

– Está bien. Gracias.

El mozo se hizo a un lado con una reverencia. Cazaril se agachó para cruzar la puerta y encontrarse en un aposento privado, aunque angosto, con una ventana que daba al oscuro patio del establo. Umegat cerró la cortina y se acercó a una tosca mesa de pino cubierta por un mantel de vivos colores, donde reposaban una jarra y copas de barro, además de una bandeja con pan y queso.

– Gracias por venir, lord Cazaril. Pase, por favor, siéntese. Gracias, Daris, puedes retirarte. -Umegat cerró la puerta.

Cazaril se detuvo a medio camino de la silla que había indicado su anfitrión con un gesto para quedarse mirando una estantería alta atestada de libros, entre ellos algunos títulos en ibrano, darthaco y roknari. Le llamó la atención cierto lomo de aspecto familiar, inscrito con letras doradas, sito en la balda más alta: La senda quíntupla del alma. Ordol. La cubierta de cuero se veía desgastada por el uso, y el volumen, como casi todos los demás, estaba libre de polvo. Teología, principalmente. ¿Por qué será que no me extraña?

Cazaril se sentó en la sencilla silla de madera. Umegat dio la vuelta a una copa y la llenó de un pesado vino tinto, sonrió brevemente, y se la ofreció a su huésped. Cazaril cerró las manos trémulas en torno al recipiente, sintiéndose enormemente agradecido.

– Gracias. Lo necesitaba.

– Me lo imaginaba, mi lord. -Umegat se sirvió otra copa y se sentó frente a Cazaril. Aunque la mesa fuera simple y humilde, los generosos pares de velas de cera que la adornaba despedían una luz rica y clara. La luz perfecta para leer.

Cazaril se llevó la copa a los labios y la apuró de un trago. Cuando la posó, Umegat volvió a llenarla hasta el borde. Cazaril cerró los ojos y los abrió. Abiertos o cerrados, Umegat refulgía.

– Eres un acólito… no. Eres un divino. ¿Verdad?

Umegat carraspeó, compungido.

– Sí. De la Orden del Bastardo. Aunque no es ése el motivo por el que estoy aquí.

– ¿Por qué estás aquí?

– Ya llegaremos a eso. -Umegat se inclinó hacia delante, cogió el cuchillo y comenzó a partir trozos de pan y queso.

– Pensaba… esperaba… me preguntaba… si quizá te habían enviado los dioses. Para guiarme y protegerme.

Umegat sonrió.

– ¿Ah, sí? Y yo que estaba aquí preguntándome si no os habrían enviado los dioses para guiarme y protegerme a .

– Oh. Eso es… una faena. -Cazaril se encogió un poco en su asiento, y bebió otro trago de vino-. ¿Desde cuándo?

– Desde aquel día en el zoo, cuando el cuervo de Fonsa se puso a brincar sobre vuestra cabeza gritando ¡Este! ¡Este! El dios de mi elección es, cómo decirlo, endemoniadamente ambiguo a veces, pero fue imposible no ver aquello.

– ¿Brillaba, entonces?

– No.

– ¿Cuándo empecé a, um, hacerlo?

– En algún momento entre la última vez que os vi, que fue ayer por la tarde cuando volvisteis al Zangre renqueando como si os hubiera derribado un caballo, y hoy en el templo. Creo que vos debéis de tener una idea más aproximada del momento exacto. ¿No probáis bocado, mi lord? Tenéis mal aspecto.

Cazaril no había comido nada desde que Betriz le trajera las sopas de leche a mediodía. Umegat esperó a que su invitado tuviera la boca llena de queso y gomosa corteza de pan, antes de comentar:

– Una de mis diversas tareas como joven divino, antes de que viniera a Cardegoss, consistía en ayudar al Inquisidor del Templo en sus investigaciones sobre presuntos practicantes de la magia de la muerte. -Cazaril se atragantó; Umegat prosiguió, sereno-: O del milagro de la muerte, por utilizar un término más exacto, teológicamente hablando. Descubrimos un buen número de farsas ingeniosas… veneno, por lo general, aunque los, ah, asesinos más memos recurrían a métodos más rudimentarios. Tuve que explicarles que el Bastardo no ejecuta a los pecadores impenitentes de una puñalada, ni de un martillazo. Los genuinos milagros eran mucho más escasos de lo que sugería su notoriedad. Pero nunca encontré un caso auténtico en el que la víctima fuera inocente. Por decirlo elegantemente, lo que concedía el Bastardo eran milagros de justicia.

Su voz había adquirido una cualidad más directa, más decisiva, evaporándose el servilismo junto a gran parte de su leve acento roknari.

– Ah -musitó Cazaril, y bebió un poco más de vino. Tengo ante mí al hombre más cabal de toda Cardegoss, y hace tres meses que no me fijo en él porque viste como un criado. Era evidente que Umegat no deseaba llamar la atención-. Ese tabardo vale tanto como una capa de invisibilidad, sabes.

Umegat sonrió, y dio un sorbo a su vino.

– Sí.

– Así que… ¿ahora eres inquisidor? -¿Era ése el fin? ¿Sería acusado, sentenciado, ejecutado por su atentado contra Dondo, por vano que hubiera sido?

– No. Ya no.

– Entonces, ¿qué eres?

Para pasmo de Cazaril, la risa chisporroteó en los ojos de Umegat.

– Un santo.

Cazaril se quedó mirándolo un buen rato, antes de apurar su copa. Solícito, Umegat la rellenó. Cazaril estaba seguro de muy pocas cosas esa noche, pero de alguna manera, no le parecía que Umegat estuviera loco. Ni que fuera un mentiroso.

– Un santo. Del Bastardo.

Umegat asintió con la cabeza.

– Eso es… es una vocación extraña, para un roknari. ¿Cómo es posible? -La cuestión era inane, pero con dos copas de vino en el estómago vacío, comenzaba a sentirse achispado.

La sonrisa de Umegat se tornó tristemente introspectiva.

– Por tratarse de vos… la verdad. Supongo que los nombres ya dan igual. Ocurrió hace una eternidad. Cuando era un joven señor en el Archipiélago, me enamoré.

– Eso les pasa a los jóvenes señores y a los jóvenes lacayos en todas partes.

– Mi amor tendría unos treinta años. Era un hombre de mente despierta y buen corazón.

– Oh. En el Archipiélago no.

– Exacto. La religión no me interesaba en absoluto. Por razones obvias, él era quintariano en secreto. Planeamos nuestra fuga juntos. Llegué al barco que se dirigía a Brajar. Él no. Me pasé todo el viaje mareado y desesperado, aprendiendo, pensaba, a rezar. Con la esperanza de que él hubiera conseguido subir a otro velero, y que nos reuniríamos en la ciudad portuaria que habíamos elegido por destino. Transcurrió más de un año antes de que descubriera cuál había sido su final, de boca de un mercader roknari que recaló allí en viaje de negocios y al que ambos habíamos conocido en su día.

Cazaril pegó un trago.

– ¿Lo de costumbre?

– Ah, sí. Genitales, pulgares… para que no pudiera persignarse ante el quinto dios… -Umegat se tocó la frente, el ombligo, la ingle y el corazón, doblando el pulgar bajo la palma a la manera quadrena, negando el quinto dedo que pertenecía al Bastardo-, reservaron la lengua para el final, para que pudiera traicionar a otros. No lo hizo. Murió mártir, ahorcado.

Cazaril se tocó la frente, el labio, el ombligo, la ingle y el corazón, con los cinco dedos desplegados.

– Lo lamento.

Umegat asintió.

– Pensé en aquello durante algún tiempo. Al menos, cuando no estaba borracho, o vomitando, o haciendo cualquier estupidez. Je, la juventud. No fue fácil. Por fin, un buen día, me acerqué al templo e ingresé en la orden. -Cogió aliento-. La Orden del Bastardo ofrecía refugio a los desamparados, amistad a los repudiados, honor a los desprestigiados. A mí me dieron trabajo. Yo me sentía… encantado.

Un divino del Templo. Umegat estaba omitiendo detalles, le daba la impresión a Cazaril. Como cuarenta años de detalles. Pero no era en absoluto inexplicable que un hombre inteligente, vital y devoto ascendiera en la jerarquía del Templo hasta alcanzar ese rango. Lo que le daba más quebraderos de cabeza era que refulgiera como la luna sobre un manto de nieve.

– Vale. Genial. Grandes obras. Inclusas y, um, pesquisas. Explícame ahora por qué brillas en la oscuridad. -O bien había bebido demasiado, o bien no lo suficiente, decidió con desánimo.

Umegat se frotó el cuello y se acarició la coleta.

– ¿Comprendes lo que significa ser un santo?

Cazaril carraspeó, incómodo.

– Supongo que hay que ser muy virtuoso.

– No, la verdad. No hace falta ser bueno. Ni siquiera majo. -Umegat parecía cansado de repente-. Cierto, una vez se experimenta… lo que experimenta uno, te cambia el gusto. La ambición material parece inmaterial. La codicia, la soberbia, la vanidad, la ira, se vuelven tan sosas que dejas de pensar en ellas.

– ¿El deseo?

Umegat se animó.

– El deseo, me alegra decir que permanece casi inalterado. O quizá debiera matizar, el amor. Puesto que la crueldad y el egoísmo que envilecen el deseo se vuelven tediosos. Pero, personalmente, creo que no se trata tanto de un engrandecimiento de la virtud como del simple reemplazo de vicios anteriores por la adicción al dios propio. -Vació su copa-. Los dioses aman a sus ensalzados hombres y mujeres igual que ama un artista el buen mármol, pero no por su virtud. Sino por su voluntad. Que es el cincel y el martillo. ¿Te ha citado alguien alguna vez el clásico sermón de Ordol sobre las copas?

– ¿Ése en el que el divino derrama agua sobre todas las cosas? La primera vez que lo escuché tenía diez años. Me pareció muy entretenida la parte en que se moja los zapatos, pero claro, tenía diez años. Me temo que el divino de nuestro Templo en Cazaril era demasiado monótono.

– Escucha ahora, y verás cómo no te aburres. -Umegat invirtió su copa de barro encima del mantel-. La voluntad del hombre es libre. Los dioses no pueden invadirla, del mismo modo que yo no puedo echar vino ahora en esta copa vertiéndolo sobre su fondo.

– ¡No, no desperdicies el vino! -protestó Cazaril, cuando Umegat hizo ademán de coger la jarra-. Ya he visto antes la demostración.

Umegat sonrió, y desistió.

– Pero ¿has comprendido realmente cuán impotentes son los dioses, cuando incluso el esclavo más humilde es capaz de excluirlos de su corazón? Y quien dice de su corazón, dice del mundo, puesto que los dioses no pueden llegar a él salvo por medio de almas vivas. Si los dioses pudieran abrirse paso a través de quién quisieran, los hombres serían meros títeres. Sólo al tomar prestada o recibir la voluntad de una criatura consciente, acceden a un pequeño canal por el que actuar. Pueden ahondar en la mente y el alma de los animales, a veces, con esfuerzo. Las plantas… requieren mucha previsión. O -Umegat volvió a dar la vuelta a la copa, y levantó la jarra-, a veces, un hombre puede abrirse a ellos, y permitir que se viertan en el mundo a través de él. -Llenó su copa-. Un santo no es un hombre virtuoso, sino un hombre vacío. Él, o ella, concede libremente el don de su voluntad a su dios. Y al renunciar a la acción, hace que la acción sea posible. -Se llevó la copa a los labios, observando inquietantemente a Cazaril por encima del borde, y bebió. Añadió-: Tu divino no debería haber usado agua. No retiene la atención como es debido. Vino. O sangre, una gota. Cualquier líquido que sea importante.

– Um -consiguió responder Cazaril.

Umegat se arrellanó y lo estudió un momento. Cazaril no pensaba que el roknari estuviera fijándose en su cuerpo. Vale, ahora dime, ¿qué hace un santo erudito divino renegado roknari del Templo del Bastardo disfrazado de mozo de cuadras en el zoológico del Zangre? En voz alta, consiguió resumirlo en un lacónico:

– ¿Qué haces aquí?

Umegat se encogió de hombros.

– Lo que quiere el dios. -Se apiadó de la exasperación de Cazaril, y añadió-: Lo que quiere, al parecer, es mantener con vida al roya Orico.

Cazaril se irguió en su silla, pugnando con los vapores del vino que se empeñaban en nublarle el sentido.

– ¿Orico, enfermo?

– Sí. Es un secreto de estado, claro, aunque salta a la vista para cualquiera que tenga dos dedos de frente y se pare a mirar. En cualquier caso… -Se llevó un dedo a los labios rogando discreción.

– Sí, pero… yo creía que de curar se ocupaban la Madre y la Hija.

– Si la enfermedad del roya obedeciera a causas naturales, así sería.

– ¿Causas antinaturales? -Cazaril entornó los ojos-. La capa negra… ¿tú también la ves?

– Sí.

– Pero Teidez también tiene esa capa, e Iselle… y aun la royina Sara está manchada. ¿Qué mal es ése, que no querías hablar de ello en la calle?

Umegat posó su copa, se atusó la coleta gris broncínea, y suspiró.

– Todo se remonta a los días de Fonsa el Sabihondo y el General Dorado. Lo que, supongo, para ti es historia y leyenda. Yo viví aquellos tiempos desesperados. -En tono informal, añadió-: Una vez vi al general, sabes. Yo era un espía infiltrado en su principado por aquel entonces. Detestaba todo lo que él simbolizaba, pero… una palabra suya, una sola, y creo que lo habría seguido arrastrándome de rodillas. No es que estuviera tocado por los dioses. Era el avatar encarnado, avanzaba hacia el fulcro del mundo en el momento idóneo. Casi. Se aproximaba su hora cuando Fonsa y el Bastardo lo abatieron.

La voz cultivada de Umegat, ligeramente nostálgica, había dado paso a un temor reverencial recordado. Tenía la mirada fija en algún punto intermedio de su memoria.

Sus ojos se alejaron del pasado lejano y volvieron a reparar en Cazaril. Acordándose de sonreír, tendió la mano, con el pulgar levantado, y la movió a uno y otro lado.

– El Bastardo, aunque sea el miembro más débil de Su familia, es el dios del equilibrio. La oposición que concede a la mano la capacidad de asir. Se dice que si llegara el momento en que un dios se impusiera a los demás, la verdad sería única, y simple, y perfecta, y el mundo tocaría a su fin en un estallido de luz. Algunos hombres de mentalidad lógica incluso encuentran atractiva esta idea. A mí, personalmente, me parece un horror, aunque admito que siempre he sido una persona de gustos sencillos. Mientras tanto, el Bastardo, desvinculado de toda estación, se preocupa de preservarnos a todos.

Umegat tamborileó con los dedos, Hija-Madre-Hijo-Padre, tocándose la yema del pulgar.

Continuó:

– El General Dorado era una ola del destino que se alzaba para aplastar el mundo. El alma de Fonsa era equiparable a su alma, pero no podía equilibrar su vasto destino. Cuando el demonio de la muerte se llevó sus almas del mundo, aquel destino se derramó sobre los herederos de Fonsa, un miasma de mala suerte y sutil amargura. La sombra negra que ves es el destino incompleto del General Dorado, encostrado en las vidas de sus enemigos. Una maldición desencadenada por su muerte, si lo prefieres.

Cazaril se preguntó si eso explicaba por qué todas las campañas militares de Ias y Orico habían acabado siempre igual de mal.

– ¿Cómo… cómo se puede levantar la maldición?

Umegat exhaló un suspiro.

– Seis años, y no he recibido respuesta. Quizá termine con la muerte de todos los descendientes de la sangre de Fonsa.

Pero eso significa… el roya, Teidez… ¡Iselle!

– O quizá -continuó Umegat-, aun después, continuará supurando en el tiempo igual que un goteo de veneno. Hace años que debería haber acabado con Orico. El contacto con las criaturas sagradas purifica al roya de la corrosión de la maldición, pero sólo durante algún tiempo. La colección de fieras retrasa su destrucción, pero el dios no me ha dicho por qué. -Su voz se tornó taciturna-. Los dioses no escriben cartas ni instrucciones, sabes. Ni siquiera a sus santos. Lo he sugerido, en mis oraciones. Me he pasado horas enteras con la tinta secándose en mi pluma, enteramente a Su servicio. ¿Y qué me envía Él? Un cuervo sobreexcitado cuyo vocabulario se limita a una palabra.

Cazaril torció el gesto sintiéndose culpable, pensando en aquel pobre cuervo. Lo cierto era que lamentaba más la muerte del ave que la de Dondo.

– Así que eso es lo que hago aquí -concluyó Umegat. Miró intensamente a Cazaril-. Y ahora. ¿Qué haces aquí?

Cazaril abrió las manos, en señal de impotencia.

– Umegat, no lo sé. -Tentativamente, añadió-: ¿No lo sabes tú? Dijiste… que yo brillaba. ¿Me parezco a ti? ¿O a Iselle? ¿O a Orico, aunque sea?

– No te pareces a nada que haya visto desde que se me concedió el ojo interior. Si Iselle es una vela, tú eres una conflagración. Eres… la verdad, incómodo de contemplar.

– No me siento como una conflagración.

– ¿Cómo te sientes?

– ¿Ahora mismo? Como una pila de abono. Enfermo. Borracho. -Agitó el vino tinto en el fondo de su copa-. Tengo retortijones, que vienen y van. -Tenía el estómago en calma en esos momentos, aunque hinchado todavía-. Y cansado. No estaba tan cansado desde mi período de convalecencia en la casa de la Madre de Zagosur.

– Creo -dijo Umegat, despacio-, que es muy, muy importante que me cuentes la verdad.

Sus labios sonreían aún, pero sus ojos grises parecían dos ascuas. Se le ocurrió a Cazaril entonces que un buen inquisidor del Templo probablemente sabría mostrarse encantador, y arrancar confesiones a la gente en el transcurso de sus indagaciones. Tan sencillo como emborrachar al interrogado.

Renunciaste a tu vida. No es justo que ahora te lamentes por ello.

– Anoche intenté lanzar la magia de la muerte sobre Dondo de Jironal.

Umegat no dio muestras de desconcierto ni sorpresa, se limitó a aumentar la intensidad de su mirada.

– Ya. ¿Dónde?

– En la Torre de Fonsa. Escalé las pizarras del tejado. Llevé una rata, pero el cuervo… vino a mí. No tenía miedo. Le había dado de comer, sabes.

– Continúa… -exhaló Umegat.

– Sacrifiqué la rata, y le rompí el cuello al pobre cuervo, y recé de rodillas. Y luego sentí dolor. No me lo esperaba. Y no podía respirar. Las velas se apagaron. Y dije, Gracias, porque sentí… -No podía describir lo que había sentido, aquel lugar extraño, como si se hubiera tumbado en un lugar donde podría descansar a salvo por siempre jamás-. Y luego me desmayé. Pensé que me moría.

– ¿Y luego?

– Luego… nada. Me desperté rodeado por la niebla de la mañana, enfermo, aterido y sintiéndome como un auténtico inútil. No, espera… tuve una pesadilla en la que Dondo se asfixiaba hasta morir. Pero sabía que había fracasado. Así que me arrastré hasta la cama. Luego llegó de Jironal hecho una furia…

Umegat tamborileó con los dedos sobre la mesa, observándolo con los párpados entrecerrados. Luego lo miró con los ojos cerrados. Volvió a abrirlos.

– Mi lord, ¿te puedo tocar?

– De acuerdo… -Cuando el roknari se inclinó sobre él, Cazaril temió fugazmente que intentara cualquier inapropiada abertura íntima, pero el contacto de Umegat era tan profesional como el de cualquier médico; frente, cara, cuello, columna, corazón, estómago… Cazaril se tensó, pero la mano de Umegat no bajó más. Cuando hubo terminado, el rostro de Umegat se veía tenso. El roknari cogió otra jarra de vino de una cesta que había junto a la puerta antes de volver a ocupar su asiento.

Cazaril quiso apartar la jarra de su copa.

– Es suficiente. Saldré a gatas si bebo más.

– Mis mozos pueden acompañarte a tu habitación dentro de un rato. ¿No? -Umegat rellenó sólo su copa, y se sentó de nuevo. Pasó un dedo sobre el mantel siguiendo un pequeño patrón, gesto que repitió tres veces, Cazaril no supo si a modo de amuleto o para calmar los nervios, y dijo al fin-: Según el testimonio de los animales sagrados, el alma de Dondo de Jironal no ha sido aceptada por ningún dios. Generalmente, eso indica que hay un espíritu errante suelto por el mundo, y sus parientes y amigos, y enemigos, se apresuran a comprar ritos y oraciones al Templo. Algunos por el bien del difunto… y otros para protegerse.

– Estoy seguro -dijo Cazaril, con cierta amargura-, de que Dondo tendrá todas las plegarias que se puedan comprar con dinero.

– Eso espero.

– ¿Por qué? ¿Qué…? -¿Qué ves? ¿Qué sabes?

Umegat miró al techo, e inspiró.

– El espíritu de Dondo fue arrebatado por el demonio de la muerte, pero no ha sido entregado a los dioses. Eso es lo que sabemos. Mi teoría es que el demonio de la muerte no pudo regresar junto a su amo porque se le impidió apoderarse de la segunda alma necesaria para el equilibrio.

Cazaril se humedeció los labios, y preguntó, atemorizado:

– ¿Cómo, se le impidió?

– En el instante de intentarlo, creo que el demonio fue capturado, constreñido, atado, si lo prefieres, por un segundo milagro simultáneo. A juzgar por los colores que emanan de ti, la mano interventora fue la de la santa y graciosa Dama de la Primavera. Si estoy en lo cierto, tanto da que los acólitos del Templo se vayan ahora a la cama, puesto que el espíritu de Dondo no anda suelto. Está ligado al demonio de la muerte, que está ligado a su vez al paradero de la segunda alma. Que sigue ligada a su cuerpo aún con vida. -El dedo de Umegat subió hasta apuntar directamente a Cazaril-. Ahí.

Cazaril se quedó boquiabierto. Se miró la tripa, dolorida y distendida, antes de volver a fijarse en el fascinado… santo. Por un instante, se acordó de los extasiados cuervos de Fonsa. Una violenta negativa le saltó a los labios, y se quedó allí prendida, obstaculizada por su visión interior de la prístina aura de Umegat.

– ¡Yo no recé anoche a la Hija!

– Aparentemente, alguien lo hizo.

Iselle.

– La rósea dijo que había estado rezando. ¿La viste como la he visto yo hoy…? -Cazaril ensayó unos movimientos inarticulados con las manos, sin saber qué palabras emplear para describir aquella arremolinada perturbación-. ¿Es eso lo que ves en mí? ¿Me ve Iselle como la veo yo a ella?

– ¿Ha mencionado algo?

– No. Pero yo tampoco.

Umegat volvió a mirarlo de soslayo.

– ¿Viste alguna vez, cuando estabas en el Archipiélago, esas noches en que el mar está tocado por la Madre? ¿La forma en que refulgía verde la estela que hiende las olas al paso de un barco?

– Sí…

– Esa estela es lo que has visto alrededor de Iselle. El paso de la Hija, igual que una fragancia que se demora en el aire. Lo que veo en ti no es un paso sino una Presencia. Una bendición. Es mucho más intenso. La corona pierde fuerza lentamente, quizá dentro de un par de días dejes de embelesar a los animales sagrados, pero en el centro anida un fuerte núcleo azul de zafiro, que me resulta imposible de sondear. Creo que es algo encapsulado.

Juntó las manos, curvándolas, como quien captura una lagartija viva.

Cazaril tragó saliva, y jadeó.

– ¿Me estás diciendo que la diosa me ha convertido el estómago en una reproducción a escala del vestíbulo del infierno? ¿Que tengo dentro un demonio, y un alma perdida, encerrados juntos como dos serpientes en una botella? -Se llevó las manos crispadas al estómago, como si estuviera dispuesto a rasgarse las entrañas en el acto-. ¿A esto llamas bendición?

Los ojos de Umegat permanecieron serios, pero arqueó las cejas en un gesto de afinidad.

– Bueno, ¿qué es una bendición más que una maldición vista desde otro ángulo? Por si te sirve de consuelo, me imagino que a Dondo de Jironal todo esto le hace menos gracia que a ti. -Tras cavilar un momento, añadió-: Tampoco creo que el demonio se sienta a gusto.

Cazaril a punto estuvo de convulsionarse en la silla.

– ¡Por los cinco dioses! ¿Cómo me libro de este… este… este horror?

Umegat levantó una mano, conciliador.

– Te… sugiero… que no tengas tanta prisa. Las consecuencias podrían ser un embrollo.

– ¿Qué embrollo? ¿Qué otra cosa puede ser más embrollo que esta monstruosidad?

– Bueno -Umegat se retrepó y juntó las palmas de las manos-, la forma más obvia de acabar con la, ah, bendición, sería que murieras. Una vez libre tu espíritu de su enclave material, el demonio podría llevaros a los dos.

Un escalofrío recorrió a Cazaril, al acordarse de cómo lo habían traicionado los retortijones al saltar de tejado en tejado aquel amanecer. Se refugió de su etílico terror en una sequedad que rivalizaba con la de Umegat.

– Ah, estupendo. ¿No me puede sugerir otro remedio, doctor?

Umegat sonrió fugazmente, y celebró la puya ondeando brevemente los dedos.

– Del mismo modo, si cesara el milagro que albergas en estos momentos… si la Dama levantara la mano -Umegat imitó los gestos de alguien que abre las manos para soltar un ave-, creo que el demonio intentaría completar su destino de inmediato. Tampoco es que tenga otra elección… los demonios del Bastardo carecen de libre albedrío. No se puede discutir con ellos, ni se los puede persuadir. La verdad, no sirve de nada dirigirles la palabra.

– ¡O sea, que me estás diciendo que podría morir en cualquier momento!

– Sí. ¿En qué se diferencia eso de la vida que llevabas ayer? -Umegat ladeó la cabeza, inquisitivo.

Cazaril soltó un bufido. Era un pobre consuelo… pero consuelo al fin y al cabo, por retorcido que fuera. Umegat era un santo sensato, al parecer. Que no era lo que habría esperado Cazaril… ¿acaso había conocido antes a otro santo? ¿Cómo voy a saberlo? Tenía a éste delante de las narices y ni me daba cuenta.

La voz de Umegat adquirió un tinte de curiosidad intelectual.

– Lo cierto es que esto podría responder a una pregunta que me vengo formulando desde hace tiempo. ¿Dispone el Bastardo de una tropa de demonios a su servicio, o de uno solo? Si todos los milagros de la muerte cesaran en el mundo mientras el demonio se encuentre encerrado en tu interior, se corroboraría la singularidad de ese santo poder.

Una risa escalofriante escapó de labios de Cazaril.

– ¡Bien por mi contribución a la teología quintariana! Dioses, Umegat, ¿qué voy a hacer? En mi familia no hay antecedentes de nada de esto, de esta locura de estar tocado por un dios. A mí no se me dan estas cosas. ¡Yo no soy ningún santo!

Umegat entreabrió los labios, pero volvió a cerrarlos. Al cabo, dijo:

– Uno se termina acostumbrando, con la práctica. La primera vez que fui huésped de un milagro tampoco me hizo mucha gracia, y eso que yo estoy metido en el negocio, por así decirlo. Si me permites un consejo, esta noche, yo que tú me emborracharía como una cuba y me iría a dormir.

– ¿Para levantarme mañana con resaca además de con un demonio en el cuerpo? -Eso sí, tampoco se imaginaba conciliando el sueño de otro modo, como no fuera tras recibir un golpe en la cabeza.

– Bueno, a mí me funcionó, una vez. La resaca merece la pena porque así se te quitan las ganas de hacer cualquier estupidez en una temporada. -La mirada de Umegat se ausentó por un momento-. Los dioses no conceden milagros para servir a nuestros fines, sino a los suyos propios. Si has de convertirte en su herramienta, será por un motivo importante, y urgente. Pero eres la herramienta. No el trabajo. Imagínate el trato que te espera.

Mientras Cazaril seguía intentando, sin éxito, encontrarle algún sentido a aquellas palabras, Umegat se inclinó hacia delante y le llenó la copa de nuevo. Cazaril decidió no resistirse.

Hicieron falta dos vasallos, aproximadamente una hora después, para guiar sus trastabillantes pasos por el húmedo adoquinado del patio del establo, hasta cruzar las puertas y subir las escaleras, donde depositaron su lánguido cuerpo encima de su cama. Cazaril no supo en qué momento exacto se despidió de su atribulada consciencia, pero nunca le había parecido más afortunada aquella separación.

14

Cazaril tenía que admitir una cosa con respecto al vino de Umegat: le hizo pasar las primeras horas de la mañana siguiente deseando la muerte en vez de temiéndola. Supo que los efectos de la resaca comenzaban a disiparse cuando el miedo hubo recuperado la voz cantante.

Resultaba extraño lo poco que lamentaba en su corazón la pérdida de su vida. Había visto más mundo que muchos hombres, y había tenido sus oportunidades, aunque bien sabían los dioses que no las había aprovechado todas. Al repasar sus pensamientos, refugiado bajo las sábanas, comprendió sorprendido que lo que más lamentaba era verse obligado a dejar su tarea sin finalizar.

Los miedos para los que no había tenido tiempo durante el día que pasó persiguiendo a Dondo se agolpaban ahora en su cabeza. ¿Quién velaría por sus damas si moría él ahora? ¿De cuánto más tiempo disponía para buscarles un mejor bastión? ¿A quién se podía encomendar su seguridad? Quizá Betriz encontrara refugio como esposa, digamos, de un fornido lord del campo como el marzo de Palliar. ¿Pero Iselle? Su abuela y su madre estaban demasiado lejos y eran demasiado débiles, Teidez era demasiado joven, Orico, al parecer, era el perro de su canciller. Iselle no estaría a salvo hasta que se hubiera alejado por completo de esta corte maldita.

Otro retortijón le llamó la atención sobre el letal infierno en miniatura que alojaba en su estómago, y se asomó debajo de la sábana para echarse un vistazo al dolorido estómago. ¿Cuánto más podía doler esa agonía? Esa mañana no había defecado mucha sangre. Miró en rededor, parpadeando, a la temprana luz. Las extrañas alucinaciones, pálidas manchas borrosas en la periferia de su visión que al principio había atribuido al vino de la noche anterior, seguían estando presentes. ¿Sería, quizá, otro síntoma?

Alguien llamó secamente a la puerta de su cámara. Cazaril salió a desgana de su cálido refugio y acudió, caminando sólo un poco encorvado, a abrirla. Umegat, cargado con un aguamanil tapado, le dio las buenas tardes, entró, y cerró la puerta a su espalda. Seguía radiando un tenue fulgor: por desgracia, el día de ayer no había sido ninguna extraña pesadilla.

– Santa palabra -añadió el mozo, mirando en rededor con asombro. Aleteó con una mano-: ¡Fuera! ¡Zape!

Los pálidos manchurrones difusos se dispersaron por toda la estancia y se refugiaron en las paredes.

– ¿Qué son esas cosas? -preguntó Cazaril, mientras se acostaba de nuevo-. ¿Tú también lo ves?

– Fantasmas. Toma, bébete esto. -Umegat inclinó el aguamanil sobre la copa vidriada que había junto a la palangana de Cazaril, y se la ofreció-. Te asentará el estómago y te despejará la cabeza.

Cazaril, a punto de rechazarlo asqueado, descubrió que no se trataba de vino sino de una especie de té de hierbas frío. Lo probó con cuidado. Agradablemente amargo, astringente hasta el punto de inundarle la boca de una agradable salivación. Umegat acercó un taburete a la cama y se sentó, risueño. Cazaril cerró los ojos con fuerza, volvió a abrirlos.

– ¿Fantasmas?

– Nunca había visto tantos fantasmas del Zangre reunidos en un mismo sitio. Deben de sentirse atraídos hacia ti, igual que los animales sagrados.

– ¿Puede verlos alguien más?

– Cualquiera que tenga el ojo interior. Eso significa tres personas en toda Cardegoss, que yo sepa.

Y dos de ellas están aquí.

– ¿Han rondado siempre por aquí?

– Los veo de vez en cuando. Suelen ser más esquivos. No tienes por qué temerlos. Carecen de poder y no pueden hacerte daño. Son sólo viejas almas perdidas. -En respuesta a la mirada de desconcierto de Cazaril, Umegat abundó-: Cuando, como ocurre a veces, no hay un dios que acoja un alma separada, ésta se ve obligada a vagar por el mundo, perdiendo poco a poco su comprensión del yo hasta desvanecerse en el aire. Los fantasmas recientes adoptan la forma que tenían en vida, pero la desesperación y la soledad les impiden mantenerla.

Cazaril se abrazó el estómago.

– Oh.

Su mente intentaba galopar en tres direcciones al mismo tiempo. ¿Qué destino aguardaba a las almas que aceptaban los dioses? ¿Qué era exactamente lo que le sucedía al furioso espíritu que tan milagrosa y repugnantemente se había instalado en su interior? Y… las palabras de la viuda royina Ista acudieron a él. El Zangre está hechizado, sabes. Parecía que, al fin y al cabo, no se trataba de ninguna metáfora ni delirio, sino de una mera observación. Así pues, ¿cuántas otras cosas espeluznantes que había dicho serían, no desvaríos, sino simples verdades… percibidas con unos ojos alterados?

Miró a Umegat, que lo observaba a su vez, pensativo. Educadamente, el roknari preguntó:

– ¿Cómo te sientes hoy?

– Mejor por la tarde que por la mañana. -A regañadientes, añadió-: Mejor que ayer.

– ¿Has comido algo?

– Todavía no. Luego, a lo mejor. -Se pasó una mano por la barba-. ¿Qué ocurre ahí fuera?

Umegat se arrellanó y se encogió de hombros.

– El canciller de Jironal, al no encontrar candidatos en la ciudad, ha salido de Cardegoss en busca del cadáver del asesino de su hermano y de los posibles cómplices que sigan con vida.

– Espero que no aprese a algún inocente por error.

– Lo acompaña un veterano inquisidor del Templo, lo que debería bastar para evitar ese tipo de errores.

Cazaril sopesó aquella información. Transcurrido un momento, Umegat añadió:

– Además, una facción de la orden militar de la casa de la Hija ha enviado jinetes a todos sus señores dedicados, para requerir su asistencia a un consejo general. Aspiran a impedir que el roya Orico les imponga otro comandante como lord Dondo.

– ¿Cómo piensan desafiarlo? ¿Mediante una revuelta?

Umegat rechazó con un ademán aquella desleal sugerencia.

– Desde luego que no. Peticiones. Solicitudes.

– Mm. Pero yo pensaba que ya protestaban todo el tiempo, en vano. De Jironal no querrá que se le escape de las manos el control de la orden.

– Esta vez la orden militar goza del respaldo de la totalidad de su casa.

– Y, ah… ¿qué has estado haciendo tú hoy?

– Rezar pidiendo consejo.

– ¿Y has obtenido respuesta?

Umegat ensayó una sonrisa ambigua.

– A lo mejor.

Cazaril pensó un momento en la manera más adecuada de exponer su siguiente comentario.

– Estás enterado de un rumor interesante. Supongo, entonces, que sería redundante bajar al templo y confesar el asesinato de Dondo al archidivino Mendenal.

Umegat arqueó las cejas.

– Supongo -dijo, al cabo-, que no debería sorprenderme que la Dama de la Primavera haya elegido una herramienta tan afilada.

– Eres un divino, un inquisidor entrenado. Me imaginaba que no podrías, ni querrías, eludir tus juramentos y disciplinas. Me inmovilizaste para darte tiempo a informar, y conferenciar. -Cazaril vaciló-. El que no haya sido arrestado todavía debería indicarme… algo acerca de esa conferencia, pero no estoy seguro de qué.

Umegat se estudió las manos, abiertas sobre las rodillas.

– Como divino, respondo ante mis superiores. Como santo, respondo ante mi dios. Ante nadie más. Si Él confía en mi juicio, por fuerza yo también. Al igual que mis superiores. -Levantó la cabeza, y ahora su mirada era inquietantemente directa-. El que la diosa te haya embarcado en algún tipo de empresa en su nombre, en calidad de correo, resulta prístinamente obvio porque es Ella la que te mantiene con vida. El Templo no está… a tu servicio, sino al Suyo. Creo que puedo prometerte que nadie se entrometerá en tu camino.

Aquello arrancó un gemido a Cazaril.

– Pero ¿qué se supone que tengo que hacer?

La voz de Umegat sonó casi compungida.

– Por experiencia propia, te aconsejo… que desempeñes tus quehaceres diarios como de costumbre.

– Menudo consejo.

– Sí. Ya lo sé. -Umegat sonrió, con sarcasmo-. Supongo que así es como humillan los dioses a los que se las dan de sabios. -Transcurrido un instante, añadió-: Hablando de quehaceres diarios, ahora debo regresar a los míos. Orico no se siente bien hoy. Visita el zoológico cuando te apetezca, mi lord de Cazaril.

– Espera… -Cazaril tendió una mano a Umegat cuando se levantó éste-. ¿Puedes decirme… sabe Orico el milagro que obra en él su colección de fieras? Juro que Iselle no sabe nada, ni Teidez. -Ahora bien, la royina Ista…-. ¿O cree el roya que el contacto con los animales lo reconforta, sin más?

Umegat asintió.

– Orico lo sabe. Su padre Ias se lo dijo en el lecho de muerte. El Templo ha realizado numerosos intentos en secreto por romper esta maldición. El zoológico es lo único que parece servir de algo.

– ¿Y qué hay de la viuda royina Ista? ¿Está manchada igual que Sara?

Umegat se tiró de la coleta y frunció el ceño, meditabundo.

– Lo sabría si la tuviera delante. La familia de Baocia la apartó de Cardegoss poco antes de que llegara yo.

– ¿Lo sabe el canciller de Jironal?

El ceño de Umegat se ensombreció aún más.

– Si lo sabe, no es porque yo se lo haya dicho. He advertido a Orico a menudo para que no comente este milagro, pero…

– El milagro sería que Orico le ocultara algo a de Jironal.

Umegat se encogió de hombros, asintiendo, pero añadió:

– Dados los aciagos comienzos de este reino, Orico cree que cualquier acción que ose acometer redundará en detrimento de Chalion. El canciller es la herramienta mediante la cual el roya intenta arreglar todas las cuestiones de estado sin propagar su maldición.

– Cualquiera se preguntaría si de Jironal es la respuesta a la maldición, o parte de la misma.

– Parece que el apaño funcionaba al principio.

– ¿Y ahora?

– Ahora… hemos redoblado nuestras peticiones de auxilio a los dioses.

– ¿Y responden los dioses?

– Parece que sí… te han enviado.

Cazaril se sentó con renovado terror, aferrado a las sábanas.

– ¡A mí no me ha enviado nadie! Llegué aquí por azar.

– Me gustaría escuchar el relato de esos azares, un día de éstos. Cuando os plazca, mi lord.

Umegat, con una mirada profundamente esperanzada que atemorizaba a Cazaril casi tanto como sus comentarios de santo, hizo una reverencia y salió del dormitorio.

Tras unas cuantas horas más cobijado bajo las mantas, Cazaril decidió que a menos que un hombre pudiera morir de dudas, él no moriría esa tarde. O, por lo menos, no podía hacer nada para evitarlo. Además, le rugía el estómago de manera harto antisobrenatural. Salió de la cama cuando menguaba la fría luz otoñal, desentumeció los músculos doloridos, se vistió y bajó a cenar.

El Zangre se notaba sumamente apagado. Con la corte inmersa en su profundo duelo, esa noche no había fiestas ni música que ofrecer. Cazaril encontró el salón de banquetes bastante despoblado; ni la casa de Iselle ni la de Teidez estaban presentes, la royina Sara estaba asimismo ausente, y el roya Orico, revestido de su negra sombra, dio cuenta de su cena apresuradamente y se excusó poco después.

El motivo de la falta de Teidez, supo Cazaril enseguida, era que el canciller de Jironal se había llevado al róseo consigo en su misión de investigación. Cazaril parpadeó y enmudeció ante la noticia. ¿No intentaría de Jironal continuar la seducción por corrupción que tan bien había manejado su hermano? El canciller, austero en comparación con Dondo, no tenía gusto ni estilo para placeres tan pueriles. Resultaba imposible imaginárselo de parranda con un chaval. ¿Sería mucho esperar que revirtiera su estrategia dirigida a apoderarse del favor de Teidez, que se ocupara del joven como haría un padre correcto, que se ocupara de su educación en las artes de la política de estado? El joven róseo adolecía de ociosidad tanto como de disolución; casi cualquier exposición al trabajo propio de un hombre le sentaría bien. Lo más probable, pensó Cazaril con cansancio, era simplemente que el canciller no se atreviera a dejar su futuro control de Chalion lejos de su alcance ni por un instante.

Lord de Rinal, que estaba sentado enfrente de Cazaril, hizo una mueca observando la sala medio vacía y comentó:

– Todos desertan. Se van a sus haciendas, los que las tienen, antes de que caiga la nieve. La celebración del Día del Padre va a ser un velatorio, os lo digo. Sólo los sastres y las costureras tienen qué hacer, remendando ropas de luto.

Cazaril atravesó con la mano el fantasmagórico borrón que flotaba junto a su plato y trasegó el último bocado de su cena empujándolo con un buen trago de vino aguado. Cuatro o cinco almas en pena lo habían seguido hasta la sala y se arracimaban ahora en torno a él como niños ateridos alrededor de la chimenea. También él había escogido ropas sombrías para la velada, de forma automática; se preguntó si debería molestarse en conseguir los negros y lavandas tan correctos que exhibía de Rinal, siempre a la moda. ¿Se lo tomaría la abominación encarcelada en su barriga como un gesto de hipocresía, o de respeto? ¿Lo sabría siquiera? ¿Amputado de su cuerpo, hasta qué punto conservaba el alma de Dondo su repulsiva naturaleza? Estos espíritus apergaminados parecían verlo desde fuera; ¿lo vería Dondo desde dentro? Sonrió brevemente, por no sobresaltar al pobre de Rinal con un alarido. Consiguió preguntar, educadamente:

– ¿Os quedáis vos, u os vais?

– Me marcho, creo. Mañana salgo a caballo con la marquesa de Garza, rumbo a la propia Garza, y luego tomaré los pasos más bajos rumbo a casa. Quizá la anciana agradezca tanto otra espada en su partida que incluso me invite a quedarme. -Bebió un poco de vino y bajó la voz-. Si ni siquiera el Bastardo ha sido capaz de librarnos de lord Dondo, comprenderéis que podría andar suelto por cualquier parte. Hay quien espera que asole el palacio de los Jironal, donde murió, pero lo cierto es que podría estar en cualquier rincón de Cardegoss. Si antes de morir ya era de por sí enconado, ahora debe de clamar venganza. ¡Asesinado la noche antes de su boda, dioses!

Cazaril emitió un ruidito neutral.

– El canciller parece empecinado en echar las culpas a la magia de la muerte, pero a mí no me extrañaría que fuera veneno al final. Supongo que ahora, con el cuerpo incinerado, ya no hay manera de averiguarlo. A alguien le resultará de lo más conveniente.

– Pero si estaba rodeado de amigos. No le administraría nadie… ¿estabais vos allí?

De Rinal hizo una mueca.

– ¿Después de lo de lady Gocha? No. Gracias a sus chillidos, me perdí la matanza. -De Rinal miró en rededor, como si se temiera que pudiera acecharlo algún fantasma rencoroso. El que hubiera media docena al alcance de su mano era algo que, evidentemente, desconocía. Cazaril espantó uno que tenía delante, intentado no fijarse en lo que, para su compañero, debía de parecer simple aire.

Sir de Maroc, el maestre de guardarropía del roya, se acercó a su mesa, diciendo:

– ¡De Rinal! ¿Os habéis enterado de las noticias de Ibra? -Tarde, reparó en Cazaril, acodado en las tablas frente a su interlocutor, y vaciló, ruborizándose ligeramente.

Cazaril esbozó una sonrisa cínica.

– Espero que los rumores que os llegan últimamente de Ibra provengan de fuentes más fidedignas, Maroc.

De Maroc se envaró.

– Tratándose del propio correo de la Cancillería, sí. Se presentó atropelladamente mientras mi sastre en jefe arreglaba el atuendo de luto de Orico, al que tenía que sacar cuatro dedos… qué más da, es oficial. El Heredero de Ibra falleció la semana pasada, de repente, aquejado de tos ferina en Ibra del Sur. Su facción se ha derrumbado, y se dispone a pactar con el viejo Zorro, o a salvar la vida sacrificándose. La guerra del sur de Ibra ha terminado.

– ¡Bien! -De Rinal se irguió en su asiento y se atusó la barba-. ¿Eso son buenas noticias, o malas? Buenas para la pobre Ibra, los dioses lo saben. Pero nuestro Orico ha apostado por el bando perdedor de nuevo.

De Maroc asintió.

– Se rumorea que el Zorro guarda rencor a Chalion, por haber removido el puchero y avivado el fuego, aunque no es que al Heredero le hiciera falta añadir leña a esa hoguera.

– A lo mejor el viejo roya entierra su sed de guerra junto a su primogénito -dijo Cazaril, no muy convencido.

– Así que el Zorro tiene un nuevo Heredero, el crío ése de su edad… ¿cómo se llama el muchacho? -preguntó de Rinal.

– Róseo Bergon -informó Cazaril.

– Eso -corroboró de Maroc-. Joven, sí. Y el Zorro podría morir en cualquier momento, dejando en el trono a un niño sin experiencia.

– Tampoco sin experiencia -repuso Cazaril-. Ya ha presenciado la evolución de un asedio y la conclusión de otro, montado en el vagón de su difunta madre, y ha sobrevivido a una guerra civil. Además, nadie tomaría por estúpido a un hijo del Zorro.

– El primero lo era -dijo de Rinal, inexpugnable-. Por abandonar a sus partidarios tan precipitadamente.

– No se puede comparar el morir de tos ferina con carecer de luces -protestó Cazaril.

– Suponiendo que se tratara de tos ferina -apostilló de Rinal, frunciendo los labios ante esta nueva sospecha.

– ¿Qué, creéis que el Zorro sería capaz de envenenar a su propio hijo? -preguntó de Maroc.

– Sus agentes, hombre.

– Bueno, entonces, podría haberlo hecho primero, y ahorrar a Ibra un sin fin de pesares…

Cazaril sonrió por cortesía y se levantó de la mesa, dejando a de Rinal y de Maroc hilvanando sus conjeturas. Se había repuesto de la borrachera, y la cena le había devuelto las fuerzas, pero el abrumador cansancio que persistía le impedía pensar que se encontraba bien. Sin recado de atender a la rósea, se dispuso a acostarse de nuevo.

La fatiga se impuso al miedo y se quedó dormido enseguida. Pero alrededor de la medianoche, se despertó sin aire. Los gritos de un hombre resonaban a lo lejos en su cabeza. Gritos, y sollozos desgarrados, y sordos aullidos de rabia… se irguió de golpe, con el corazón latiendo desbocado, mirando a uno y otro lado para localizar el sonido. Tenue y extraño… ¿provendría del otro lado de la garganta del Zangre, o del río bajo su ventana? No parecía que respondiera ninguno de los habitantes del castillo, no se escuchaban pasos, ni voces de alarma entre los guardias… Transcurridos unos instantes, Cazaril comprendió que no escuchaba los atormentados aullidos con los oídos, del mismo modo que no veía con los ojos los pálidos borrones que flotaban alrededor de su cama. Y reconoció la voz.

Volvió a tumbarse, jadeando, hecho un ovillo, y soportó la algarabía por espacio de otros diez minutos. ¿Estaría preparándose el alma condenada de Dondo para escapar al milagro de la Dama y arrastrarlo al infierno? Ya se disponía a salir de la cama y correr al zoológico, aun en camisón, aporrear las puertas y despertar a Umegat y rogar al santo que lo ayudara -¿había algo que pudiera hacer Umegat para remediar esto?- cuando las voces cesaron.

Se dio cuenta de que debía de ser casi la hora de la muerte de Dondo. ¿Cobraría poderes especiales el espíritu a esa hora? No lograba recordar si había ocurrido lo mismo o no anoche, tal fue su borrachera. Alguna pesadilla molesta había mezclado fragmentos de locura con todas las demás.

Podría haber sido peor, se dijo, mientras su corazón recuperaba su ritmo normal paulatinamente. Dondo podría haber hablado con voz articulada. La idea de que Dondo pudiera ser libre de hablar con él por las noches, ya fuera para despotricar contra él, insultarlo o hacerle viles sugerencias, lo desanimó como no habían conseguido hacerlo los aullidos, y lloró un rato atenazado por el puro terror de ese pensamiento.

Confía en la Dama. Confía en la Dama. Susurró unas plegarias incoherentes, y poco a poco recuperó el control de sí mismo. Si la Dama lo había conducido hasta ahí con algún propósito, raro sería que lo abandonara ahora.

Se le ocurrió un nuevo pensamiento horrible, mientras rememoraba el sermón de Umegat. Si la diosa sólo entraba en el mundo gracias a que Cazaril renunciaba a su voluntad en Su favor, ¿bastaría querer vivir desesperadamente, un acto de voluntad como no había otro igual, para excluirla y negar Su milagro? Quizá la cápsula protectora estallara como una pompa de jabón, desatando una paradoja de muerte y condenación… Seguir este hilo lógico y todas sus posibles ramificaciones fue suficiente para mantenerlo despierto durante horas, mientras la noche se consumía despacio. El cuadrado de la ventana de su cámara griseaba tenuemente para cuando volvió a reclamarlo la bendita inconsciencia.

He ahí que, flanqueado por sus fantasmagóricos escoltas, subió las escaleras entrada la mañana siguiente camino de su despacho. Se sentía estúpido y espeso por culpa de la falta de sueño, y anticipaba sin ningún entusiasmo una semana llena de correspondencia y cuentas abandonadas, montones de papeles desordenados sobre su escritorio desde la hora en que se anunció el desastroso enlace de Iselle.

Encontró a sus damas levantadas temprano. En la sala de estar que limitaba con su despacho, habían desplegado sobre una mesa todos sus mapas nuevos de estudio. Iselle estaba apoyada de manos, mirándolos. Betriz, de brazos cruzados, curioseaba por encima del hombro de la rósea, ceñuda. Las dos jóvenes, y Nan de Vrit, que se afanaba en su costura, se habían vestido con los negros y lavandas propios del luto formal de la corte, prudente artificio que Cazaril aprobaba.

Al entrar, vio junto a la mano de Iselle un revoltijo de papeles con listas garabateadas, de las que se habían tachado algunos artículos, mientras que otros se habían inscrito en círculos o señalado con una cruz. Iselle frunció el ceño y señaló un punto en el mapa señalado con un recio alfiler de sombrero, y se dirigió por encima del hombro a su fámula:

– Pero si esto no… -Se interrumpió al reparar en Cazaril. La invisible capa negra seguía adherida a ella; únicamente un ocasional y débil hilo de luz azul retenía su fulgor inmerso en los untuosos pliegues. Las manchas fantasmas se apartaron violentamente de ella y, para alivio parcial de Cazaril, desaparecieron de su segunda vista.

– ¿Os encontráis bien, lord Caz? -inquirió Iselle, mirándolo con expresión preocupada-. Tenéis mal aspecto.

Cazaril saludó con una reverencia.

– Os pido perdón por mi ausencia de ayer, rósea. Sufrí un… un cólico. Ya me encuentro mucho mejor.

Nan de Vrit, desde su asiento en la esquina, levantó la vista de su labor para señalar, con mirada de pocos amigos:

– La doncella dijo que os dolía la cabeza después de pasar toda la noche de parranda con los mozos de los establos. Dijo que os había visto llegar después del funeral de lord Dondo, tan borracho que apenas si podíais teneros en pie.

Cazaril, consciente del escrutinio de Betriz, dijo compungido:

– Estuve bebiendo, sí, pero no de parranda. No volverá a ocurrir, mi lady. -Añadió, un tanto secamente-: Para lo que sirvió.

– Es un escándalo para la rósea que vean a su secretario tan beodo que…

– Chis, Nan -interrumpió Iselle el aleccionamiento, con impaciencia-. Déjalo estar.

– ¿Qué es esto, rósea? -Cazaril señaló el mapa en el que aparecía clavado el alfiler.

Iselle inhaló hondo.

– He estado meditando. Llevo días dándole vueltas a la cabeza. Mientras permanezca soltera, seré objeto de conspiraciones. No me cabe ninguna duda de que de Jironal encontrará enseguida otro candidato con el que vincularnos a Teidez y a mí a su clan. Y otras facciones… ahora que es evidente que Orico está dispuesto a prometerme en matrimonio a cualquier señor de poca monta, hasta el último señoritingo de Chalion empezará a pedirle mi mano. Mi única defensa, mi único refugio con garantías, es el matrimonio. Pero no con un señor de segunda.

Cazaril arqueó las cejas.

– Confieso, rósea, que mis pensamientos también apuntaban en esa dirección.

– Y aprisa, aprisa, Cazaril. Antes de que encuentren a alguien todavía más desagradable que Dondo. -Su voz sonaba matizada por la ansiedad.

– Eso será un auténtico reto, aun para nuestro querido canciller -murmuró Cazaril, inseguro, y obtuvo la satisfacción de arrancar una risita a Iselle. Frunció los labios-. La necesidad apremia, no lo niego, pero el peligro no es tan acuciante de inmediato. El propio de Jironal se encargará de impedir que los señores menores se os acerquen, estoy convencido. Vuestra primera línea defensiva pasa por cortar el paso al próximo candidato de de Jironal. Aunque, si nos atenemos a su familia, no tengo claro a quién podría proponer. Sus dos hijos ya están casados, de lo contrario habría colocado uno en lugar de Dondo. O se habría ofrecido él mismo, de no estar casado también.

– Las mujeres mueren -dijo Betriz, sombría-. A veces, sus muertes resultan incluso convenientes.

Cazaril negó con la cabeza.

– De Jironal ha planeado las alianzas de su familia con cuidado. Sus nueras, y también su propia esposa, lo vinculan a algunas de las familias más importantes de Chalion, al tratarse de las hijas y hermanas de poderosos provincares. No digo que no fuera a aprovechar cualquier baja, pero no se atreverá a levantar sospechas provocándola. Y sus nietos son aún unos bebés. No, de Jironal tiene que jugar a la espera.

– ¿Y sus sobrinos? -preguntó Betriz.

Cazaril, tras pensarlo brevemente, volvió a menear la cabeza.

– La conexión sería demasiado débil, difícil de controlar. Busca un subordinado, no un rival.

– Me niego -dijo Iselle, entre dientes-, a esperar una década para casarme con un crío quince años más joven que yo.

Cazaril miró de soslayo a lady Betriz, involuntariamente. También él tenía quince años más que… Apartó aquel desalentador pensamiento de su cabeza. La diabólica barrera que los separaba ahora era más inexpugnable que la de la mera diferencia de edad. La vida no se casa con la muerte.

– Hemos clavado un alfiler en el mapa para señalar todos los regentes o herederos solteros que se nos ocurren entre aquí y Darthaca -explicó Betriz.

Cazaril se acercó y estudió el mapa.

– ¿Cómo, también los principados roknari?

– No quería olvidarme de ninguno -dijo Iselle-. Sin ellos, en fin… no había demasiadas opciones. Lo admito, no me hace mucha gracia la idea de desposar un príncipe roknari. Aparte de su sórdida religión cuadriculada, su costumbre de nombrar heredero al hijo que les apetezca, ya sea legítimo o fruto de su relación con alguna concubina, consigue que sea casi imposible saber si una va a casarse con un futuro regente o con un zángano en ciernes.

– O con un cadáver -añadió Cazaril-. La mitad de las victorias de Chalion sobre los roknari se debieron a que algún candidato fallido y resentido apuñaló por la espalda a su principesco cohermano.

– Pero eso nos deja tan sólo con cuatro auténticos quintarianos de rango -intervino Betriz-. El roya de Brajar, Bergon de Ibra, y los gemelos del alto marzo de Yiss, cruzando la frontera darthaca. Que tienen doce años.

– No es imposible -repuso Iselle, juiciosa-, pero el marzo de Yiss tampoco tendría motivos para aliarse con Teidez, más adelante, contra los roknari. No comparte fronteras con los principados ni sufre sus saqueos. Y profesa lealtad a Darthaca, que no siente ningún interés por ver cómo surge una alianza fuerte y unida de estados ibranos con la que poner fin a la perpetua guerra del norte.

A Cazaril le complació escuchar su propio análisis en boca de la rósea; había prestado más atención durante las clases de geografía de lo que él había pensado. Sonrió favorablemente.

– Y además -añadió Iselle, de mal humor-, Yiss tampoco tiene costa. -Su mano recorrió el mapa hacia el este-. Mi primo el roya de Brajar es bastante viejo, y dicen que le ha cogido demasiada afición a la bebida para ir a la guerra. Y su nieto es demasiado pequeño.

– Brajar sí que tiene buenos puertos -dijo Betriz. Más dubitativamente, aunque con el tono de quien señala una ventaja, añadió-: Supongo que le queda mucho de vida.

– Ya, pero ¿de qué iba a servirle a Teidez una simple viuda royina? ¡No es que vayan a dejarme decirle a un, un nieto político cómo desplegar sus tropas! -La mano de Iselle se posó en la costa contraria-. Y el hijo mayor del Zorro de Ibra está casado, y el menor no es el heredero, y la guerra civil convulsiona el país.

– Ya no -repuso Cazaril, abruptamente-. ¿No os ha contado nadie las noticias que llegaron ayer de Ibra? El Heredero ha muerto. Falleció en Ibra del Sur… tos ferina. Nadie duda que el joven róseo Bergon ocupe su lugar. Ha permanecido fiel a su padre durante todo el jaleo.

Iselle giró la cabeza y lo miró, abriendo mucho los ojos.

– ¡De verdad…! Pero ¿cuántos años tiene Bergon? Quince, ¿verdad?

– Ya debe de estar a punto de cumplir dieciséis, rósea.

– ¡Mejor que cincuenta y siete! -Iselle ascendió con los dedos la costa de Ibra a lo largo de la hilera de ciudades portuarias hasta llegar al gran puerto de Zagosur, donde se detuvo, apoyándose en un alfiler rematado por una cabeza de madreperla-. ¿Qué sabéis del róseo Bergon, Cazaril? ¿Es bien parecido? ¿Lo visteis alguna vez mientras estabais en Ibra?

– No con mis propios ojos. Dicen que es un muchacho muy apuesto.

Iselle se encogió de hombros, impaciente.

– Eso dicen de todos los róseos, a menos que sean absolutamente grotescos, en cuyo caso se los describe como con mucha personalidad.

– Creo que Bergon es razonablemente atlético, lo que favorece al menos una apariencia agradablemente saludable. Dicen que se ha formado en las artes del mar. -Cazaril percibió el destello de juvenil entusiasmo que iluminó los ojos de Iselle, y lamentó añadir-: Pero vuestro hermano Orico lleva siete años enfrentado al roya de Ibra, medio en guerra, medio no. Chalion no inspira cariño al Zorro.

Iselle juntó las manos.

– Pero ¿qué mejor manera de poner fin a la guerra que mediante un enlace nupcial?

– El canciller de Jironal seguramente se oponga. Aparte de quereros como contacto para su propia familia, no desea que Teidez tenga más aliados, ni ahora ni en el futuro, que él mismo.

– Según ese razonamiento, se opondrá a cualquier buen partido que se me ocurra. -Iselle volvió a inclinarse sobre el mapa, trazando un largo arco con la mano que englobó Chalion e Ibra, dos tercios de las tierras que separaban los mares-. Pero si pudiera conciliar a Teidez y a Bergon… -Apoyó la palma y la deslizó lentamente a lo largo de la costa septentrional, cruzando los cinco principados roknari; los alfileres saltaron del papel en todas direcciones-. Sí -exhaló. Entornó los ojos, y tensó la mandíbula. Cuando volvió a mirar a Cazaril, le flameaban los ojos-. Tengo que proponérselo a mi hermano Orico de inmediato, antes de que regrese de Jironal. Si consigo que dé su palabra, que lo anuncie públicamente, ni siquiera de Jironal podrá obligarlo a retractarse.

– Pensadlo bien antes, rósea. Pensad en todas las repercusiones. Uno de los inconvenientes es sin duda el horroroso suegro. -Cazaril arrugó el entrecejo-. Aunque supongo que el tiempo se ocupará de quitarlo de en medio. Y si hay alguien que sea capaz de anteponer la política a sus sentimientos, ése es el viejo Zorro.

Iselle se apartó de la mesa para deambular de un lado a otro de la cámara, con las pesadas faldas al vuelo. Su negra aura se mantenía pegada a ella.

La royina Sara compartía los posos más viles de la maldición de Orico; era de suponer que se hubiera contagiado al casarse con el roya. Si Iselle contrajera matrimonio fuera de Chalion, ¿dejaría atrás también su maldición, mudándola como una piel muerta? ¿Sería ésta la manera de escapar a su aciago sino? La cautela mitigó su creciente entusiasmo. ¿No la seguiría el antiguo y siniestro destino del General Dorado allende las fronteras hasta un nuevo país? Tenía que preguntárselo a Umegat, y pronto.

Iselle se detuvo y se asomó a la aspillera ante la que se había sentado para soportar el espantoso cortejo de Dondo. Entornó los ojos. Al cabo, con decisión, dijo:

– Debo intentarlo. No puedo, no pienso, abandonar mi destino para que vague a la deriva rumbo a otra desastrosa cascada, sin timón con el que gobernarlo. Tengo que hablar con mi regio hermano, de inmediato.

Se dirigió a la puerta y anunció secamente, igual que arenga un general a sus tropas:

– ¡Betriz, Cazaril, acompañadme!

Nota sobre el autor

Lois McMaster Bujold nació en Columbus, Ohio, en 1949. Se graduó en la escuela secundaria Upper Arlington en 1967, y estudió en la universidad estatal de Ohio entre 1968 y 1972. Tiene actualmente dos hijos y reside desde 1995 en Minneapolis, Minnesota.

Es una lectora voraz; empezó leyendo historias de caballería en la escuela y ciencia ficción adulta con sólo nueve años, un gusto que heredó de su padre, doctorado en físicas e ingeniería electrónica y profesor en la universidad estatal de Ohio, que solía comprar revistas de cf y libros de bolsillo para leer en los viajes en avión. Más tarde se aficionó también a la historia, las novelas de misterio, románticas, de viajes y bélicas, a la poesía, etc.

Sus primeros esfuerzos literarios empezaron cuando aún estaba en el instituto, escribiendo junto a su amiga Lillian Stewart. Un poco más adelante, su interés en la vida salvaje y en la fotografía le llevó a un viaje de seis semanas por África del Este, en donde inspiraría la ecología y los paisajes de su primera novela.

Tras los estudios trabajó como técnico en farmacia en el hospital de la universidad estatal de Ohio hasta que lo dejó para empezar una familia. Durante ese tiempo apenas escribió, pero en cambio fue una época muy provechosa para leer, gracias a que su pase de la universidad le daba acceso a los fondos de la misma, más de dos millones de volúmenes llenos de ocultas maravillas.

Cuando su antigua amiga Lillian Stewart Carl empezó a escribir otra vez e hizo sus primeras ventas, ella pensó que bien podía hacer otro tanto. Estaba sin empleo y tenía ya dos hijos en una casa en Marion, Ohio, que ya empezaba a quedarse pequeña. Escribir no requería ninguna inversión inicial, así que escribió una novela corta como práctica y luego se embarcó en su primera novela. Pronto se propuso convertir lo que había empezado como un hobby en una profesión.

Su primera novela, Fragmentos de Honor, estaba acabada en 1983; la segunda, El aprendiz de guerrero, en 1984; y la tercera, Ethan de Athos, en 1985. Conforme iban quedando terminadas comenzaba el penosamente lento proceso de enviarlas a las editoriales de Nueva York. Mientras tanto, escribió también algunas historias cortas que circularon por diversas revistas hasta que en 1984 vendió una de ellas al Twilight Zone Magazine. En octubre de 1985 las tres novelas fueron compradas por Baen Books, y publicadas como novedades en bolsillo en junio, agosto y diciembre de 1986, dando la falsa impresión de que había escrito cada libro en tres meses.

Analog Magazine publicó en forma de serie su cuarta novela, En caída libre, entre invierno de 1987 y 1988; con esa novela ganó su primer Nebula. Las montañas de la aflicción apareció también en Analog, y ganó tanto el Hugo como el Nebula a la mejor novela corta en 1989, así como El juego de los Vor y Barrayar ganaron los respectivos Hugos a la mejor novela en 1991 y 1992. A día de hoy sus novelas han sido traducidas a diecisiete idiomas distintos.

Su primera publicación en tapa dura fue con The Spirit Ring en 1992, una fantasía histórica; luego regresó a la serie de Miles Vorkosigan con Danza de espejos, novela que, de nuevo, ganó el Hugo y fue galardonada además con el premio Locus, en 1995. Su siguiente novela fue una precuela, Cetaganda, serializada por Analog y publicada por Baen Books. Y a esta le siguieron Recuerdos, Komarr, Una campaña civil: una comedia de biología y costumbres e Inmunidad Diplomática. Capítulos de ejemplo de muchos de sus títulos se pueden leer en www.baen.com, junto al texto completo de la galardonada Las montañas de la aflicción.

Los cuervos del Zangre, la primera parte de La maldición de Chalion se publicó originalmente en agosto de 2001 en Avon/Eos, y le valió su séptima nominación al premio Hugo de mejor novela, así como su primera nominación al World Fantasy Award y el premio Mythopoeic Award a la mejor fantasía adulta (en www.mythsoc.org/a02remarks.html se puede leer su discurso de entrega). Chalion salió publicada en rústica en octubre de 2002, y Lois McMaster Bujold acaba de terminar la que será su secuela (que no continuación o segunda parte), Paladin of Souls, prevista para finales de 2003.

Bibliografía

Lois McMaster Bujold (1949) empezó su carrera literaria en 1985. Casi todos sus trabajos son parte de la multipremiada serie de los Vorkosigan, situada en una galaxia futura de colonias regidas por una política feudal y conectadas por agujeros de gusano. En la siguiente bibliografía los títulos están ordenados siguiendo la cronología interna de la saga.

Serie de Vorkosigan

1988 – Falling Free

____________________En caída libre, Ediciones B (1990), Colección Nova CF 24

1986 – Shards of Honor

____________________Fragmentos de honor, Ediciones B (2003), Colección Nova CF 157

1991 – Barrayar

____________________Barrayar, Ediciones B (1992), Colección Nova CF 60

____________________Barrayar, Ediciones B (1999), Colección Vib 284/1

1986 – The Warrior's Apprentice

____________________El aprendiz de guerrero, Ediciones B (1991), Colección Nova CF 33

1989 – The Mountains of Mourning

____________________Las montañas de la aflicción, incluida en Fronteras del infinito, Ediciones B (1992), Colección Nova CF 44

1990 – The Vor Game

____________________El juego de los Vor, Ediciones B (1993), Colección Nova CF 57

1996 – Cetaganda

____________________Cetaganda, Ediciones B (1996), Colección Nova CF 89

1986 – Ethan of Athos

____________________Ethan de Athos, Ediciones B (1998), Colección Nova CF 106

1989 – Labyrinth

____________________Laberinto, incluida en Fronteras del infinito, Ediciones B (1992), Colección Nova CF 44

1989 – Borders of Infinity

____________________Fronteras del infinito, incluida en Fronteras del infinito, Ediciones B (1992), Colección Nova CF 44

1989 – Brothers in Arms

____________________Hermanos de armas, Ediciones B (1999), Colección Nova CF 126

1994 – Mirror Dance

____________________Danza de espejos, Ediciones B (1995), Colección Nova CF 78

1996 – Memory

____________________Recuerdos, Ediciones B (1998), Colección Nova CF 116

1998 – Komarr

____________________Komarr, Ediciones B (2001), Colección Nova 134

1999 – A Civil Campaign

____________________Una campaña civil, Ediciones B (2001), Colección Nova CF 146

2002 – Diplomatic Immunity

____________________Inmunidad diplomática, Ediciones B (2003), Colección Nova CF 165

Nota: Falling Free se sitúa unos 200 años antes del nacimiento de Miles Vorkosigan. Shards of Honor y Barrayar narran la historia de los padres de Miles, Cordelia Naismith y Lord Aral Vorkosigan.

Serie de Chalion

2001 – The Curse of Chalion

____________________Los cuervos del Zangre, La Factoría de Ideas (2003), Solaris Fantasía 22

____________________El legado de los cinco dioses, La Factoría de Ideas (2003), Solaris Fantasía 24

2003 – Paladin of Souls

Otras novelas

1992 – The Spirit Ring

Premios

Lois McMaster Bujold ha acaparado con la saga de los Vorkosigan buena parte de los premios Hugo de la primera mitad de los 90, demostrando así la tremenda popularidad que ha alcanzado con estas novelas. Ahora, con la serie de Chalion, en esta ocasión de fantasía, aspira a repetir el encadenamiento de galardones.

1989 – Premio Nebula de novela por En caída libre

1990 – Premio AnLab de novela por Laberinto

1990 – Premio Nebula de novela corta por Las montañas de la aflicción

1990 – Premio Hugo de novela corta por Las montañas de la aflicción

1990 – Premio SF Chronicle de novela corta por Las montañas de la aflicción

1991 – Premio Hugo de novela por El juego de los Vor

1992 – Premio Hugo de novela por Barrayar

1992 – Premio Locus de novela por Barrayar

1992 – Premio HOMer de novela por Barrayar

1995 – Premio Hugo de novela por Danza de Espejos

1995 – Premio Locus de novela por Danza de Espejos

2000 – Premio Sapphire de novela por Una campaña civil

2002 – Premio Mithopoeic de novela por La maldición de Chalion

2002 – Nominada al Hugo de novela por La maldición de Chalion