El asesinato de una mujer en el que todas las sospechas recaen en un marido con un largo historial de malos tratos, la violación y la muerte de una niña, el hallazgo del cadáver de un delicuente común donde todo parece indicar que se trata de un ajuste de cuentas y el crimen contra un inmigrante en un pequeño pueblo son los cuatro asuntos que tienen como nexo, además de suceder todos en periodos estivales, el hecho de ser crímenes tan cotidianos como lo que se leen a diario en los periódicos, alejados de la extravagancia y de la sofisticación y, en consecuencia, tan reales como la vida, o la muerte, misma.

Lorenzo Silva

Nadie vale más que otro

Cuatro asuntos de Bevilacqua

UNA NOTA DE SITUACIÓN

Hace ahora diez años, allá por el verano de 1994, entraron en mi vida Chamorro y Bevilacqua, la pareja de guardias civiles protagonistas de una novela que por entonces andaba maquinando, El lejano país de los estanques, y que escribiría finalmente a fines del verano del año siguiente. Esa novela, tras pasar el trámite ya casi proverbial de ser rechazada por algunas editoriales, la publicó en 1998 Ediciones Destino, y fue distinguida con el Premio Ojo Crítico de ese mismo año y la simpatía de la crítica y no pocos lectores. En el año 2000, una segunda novela con estos personajes, El alquimista impaciente, recibía el Premio Nadal y por ese camino acercaba a la pareja de picoletos a un público mucho mayor. Un par de personajes surgidos casi por casualidad, en una especie de apuesta conmigo mismo por crear unos investigadores criminales genuinamente españoles, que indagaran casos acordes con la realidad actual del país en el que vivo, adquirieron así una importancia insospechada. Con ese estímulo, y el de mi propia complicidad con ellos, me sentí impelido a perpetrar una tercera novela, La niebla y la doncella, que ratificó el tirón de las anteriores y casi me convirtió en rehén del sargento y su compañera. Desde que se publicó esta última entrega, en otoño de 2002, la pregunta que más me toca escuchar es cuándo saldrá la cuarta de la serie.

Lo primero que debo decir de este libro es que no es la cuarta novela de Chamorro y Bevilacqua, aunque en el momento en que redacto estas líneas estoy en ella y espero que acabe existiendo. Lo que aquí recojo son cuatro relatos de la pareja que en diferentes momentos, intercalados entre las novelas, fui escribiendo por motivos dispares, y que nunca antes habían visto la luz en un libro. La idea de reunidos, como ha sucedido en alguna otra ocasión, se la debo a los lectores, en concreto a los que, habiendo conocido alguno de estos relatos a través de la página de internet www.lorenzo-silva.com, se mostraron interesados en disponer de ellos en el soporte tradicional. Apenas junté material suficiente para justificar un libro, me pareció que debía hacerles caso.

El resultado es el presente volumen. El título, Nadie vale más que otro, está tomado del primero de los relatos, y es una afirmación que me parece representativa del talante y la filosofía vital del sargento. Los cuatro relatos, aun escritos en momentos diversos, entre 2001 y2004 (uno en cada año de los que abarca ese periodo), tienen un doble hilo común: son todos ellos historias estivales, y los casos de que se trata no son esos crímenes recalcitrantes y a veces algo retorcidos que se suelen ingeniar para las novelas, sino homicidios cotidianos, hasta vulgares, de los muchos que los investigadores resuelven con relativa rapidez. Hay quien cree que sólo puede hacerse literatura desde la fantasía y la evasión de la realidad, ya sea reinventando el pasado a conveniencia u otorgándole al presente una faz anómala y forzadamente misteriosa. Pero Bevilacqua y quien le escribe creemos que el misterio que verdaderamente nos concierne es el de las cosas cotidianas, incluso el de las gentes y los asuntos vulgares y rutinarios, que sólo lo son, en el fondo, cuando vulgar y rutinario es el ojo que los mira.

Espero que el lector, y en especial el que ya lo es de antiguo, encuentre en estas páginas aquello que después de mucho pensarlo he llegado a creer que constituye el discreto encanto de este paradójico sargento (y ex psicólogo en paro) y de su concienzuda y ya insustituible ayudante: en cada cosa que hacen se les puede reconocer como gente cercana, como dos pringados que salen adelante como pueden, que aciertan tanto como se equivocan, y que son quienes son más allá de lo que les toca resolver y de los prejuicios que frente a su oficio puedan existir. En suma, y si se me permite la expresión, dos de nosotros.

Sirva este libro (que sólo podía publicar Destino, la casa que confió en ellos cuando otros no lo hacían) para celebrar esos diez años y para agradecer la generosidad de tantos lectores.

Getafe, 23 de julio de 2004

Tierna es, et ligera miente se desfaze.

Alfonso X, Lapidario.

(«De la piedra del omne.»)

Un asunto rutinario

1. Apagando fuegos

El policía municipal alzó la mano para darnos el alto. Era un muchacho de buena planta, llevaba un uniforme impecable y en la cara el gesto de gravedad que la situación requería. El coche patrulla junto al que vigilaba, y que mantenía con las luces azules encendidas a la entrada del campo deportivo, era nuevo y se veía impoluto. El conjunto formado por agente y vehículo transmitía una agradable sensación de pulcritud y prestancia.

Todo lo contrario que Chamorro y yo, en nuestro Toyota Celica negro con spoiler trasero y rayajos surtidos. Por un momento, el policía municipal debió de pensar que éramos un par de macarras que nos habíamos equivocado de fiesta. No sabía que nuestro parque móvil, merced a la providencia del legislador y la penuria de nuestro presupuesto, procedía de los bienes incautados a narcotraficantes y otros delincuentes, y que no éramos en absoluto responsables de la elección del modelo ni del color. Conducíamos aquello que se ajustaba al gusto de nuestros enemigos, lo que contribuía al incógnito, sin duda, pero también tenía múltiples inconvenientes. Aparte de vernos obligados a viajar en un coche negro en el sofocante julio de Madrid, no podíamos cumplir con las revisiones ni arreglar cada desperfecto de chapa. Los concesionarios de Toyota, y no digamos otros, pedían por ambas operaciones mucho más de lo que la unidad estaba en condiciones de pagar.

No iba a explicarle todo esto al municipal, porque no le importaba y porque por otra parte Chamorro y yo llevábamos prisa. Así que saqué la identificación y se la metí debajo de las narices.

– Ah, pasad, pasad -dijo, un poco azorado.

Vi con el rabillo del ojo cómo Chamorro inclinaba la cabeza y le sonreía. Si lo hacía movida por una ironía maliciosa, o porque el chico le resultaba atractivo, no intenté averiguarlo.

Guié el Toyota hasta el centro del campo deportivo, levantando una considerable nube de polvo. Allí, más o menos alineados, estaban la ambulancia, el Nissan de los nuestros y otros dos coches. Por lo que se veía, no había llegado aún el juez.

– Soy el sargento Bevilacqua, de la unidad central -le dije al guardia que estaba de plantón. Apenas miró el carnet, ocupado en saludarme. Luego se volvió y señaló hacia donde se hallaba un grupo de seis hombres: tres de civil, agachados sobre un bulto, y un par de los nuestros y otro municipal, observando.

Los que estaban inclinados sobre el cadáver eran el médico forense y dos de policía científica de la comandancia. Conocía de otras veces a uno de los científicos. También él me conocía a mí.

– Coño, mi sargento, cuánto honor -dijo, interrumpiendo su tarea. El cabo y el guardia que le miraban trabajar adoptaron una breve posición de firmes y saludaron. No así el municipal.

– Menos cachondeo, Ormaza -le advertí.

– En serio, ¿qué haces aquí? Esto no es nada, un horterilla al que le han dado plomo por pagar mal o cortar demasiado el polvo. Mira -añadió, mostrándome un par de papelinas-. Una farlopa de lo más floja. Si éste era su género, hasta se comprende.

Chamorro buscó mi mirada. A pesar de su impropia y ruda conjetura, Ormaza tenía razón. Aquél no era un asunto para nosotros. Se suponía que estábamos para los casos difíciles, los que se ponían cuesta arriba o los que por la razón que fuera tenían mayor entidad. A veces la razón que fuera consistía simplemente en que los periodistas le cogieran querencia a la historia. Pero ni aquello parecía nada del otro mundo ni en principio cabía esperar más que una noticia a dos columnas, a todo tirar.

– Estamos apagando fuegos -expliqué, de mala gana-. Parece que los vuestros tienen prevista hoy una función con todos los actores y nos han pedido que cubramos este asunto.

– Ah, claro, lo de los rumanos -recordó Ormaza-. ¿Dónde tendré la cabeza? Entonces, ¿vais a ocuparos vosotros?

– En principio.

Eso era lo que me había dicho mi jefe, el comandante Pereira. Los del grupo de delitos contra las personas de la comandancia de Madrid tenían pringados a todos sus efectivos en una operación contra unos rumanos que habían cometido dos robos con homicidio en urbanizaciones de la sierra. Llevaban semanas preparándola, y no podían aplazarla. Entre otras cosas, su coronel se había comprometido ante el delegado del Gobierno a darle el paquete bien atado y envuelto para que se lo vendiera a toda la prensa, con el objetivo de acallar la alarma que la actividad de los rumanos había producido entre los pudientes (y en algún caso, influyentes) vecinos de aquellas urbanizaciones. Y justo entonces, en el momento más inoportuno, aparecía aquel cadáver en el campo deportivo de un pequeño municipio del sureste. El coronel había llamado a Pereira para pedirle el favor, y Pereira no tenía por costumbre negarles favores a los coroneles. Aunque en la unidad central tampoco nos faltaba el trabajo. Así había tratado de hacérselo ver a mi jefe, con la prudencia y la humildad aconsejables, pero su respuesta me había disuadido de insistir:

– Por lo que me dicen, huele a ajuste de cuentas. En dos o tres días os lo cepilláis y de paso nos deben una. Venga, Vila, tómatelo como un paréntesis. No tenemos nada que nos queme.

Así que allí estábamos Chamorro y yo, apartados por orden superior de los asuntos en los que aún seguían enfrascados nuestros cerebros, y encarando resignados la perspectiva de tener que descubrir cuanto antes cómo, por qué y a manos de quiénes había perdido la vida aquel varón de poco más de cuarenta años, cabello oscuro, y alrededor de uno ochenta de estatura.

El cabo nos facilitó algunos datos complementarios. El muerto tenía encima la documentación. Se trataba de Marcos Jesús Larrea Rebollo, nacido en 1959 en Lorca, Murcia, y residente en El Ejido, Almería. Habían hecho ya la comprobación de antecedentes: dos detenciones por delitos contra la salud pública, eufemismo legal para el tráfico de drogas, pendientes de juicio.

Ormaza y el forense, mientras lo iban viendo, nos completaron el cuadro. La muerte parecía imputable a un solo balazo en la nuca. A la espera de extraerle el proyectil, sólo podían decir que era de buen calibre, un pildorazo mortal de necesidad.

Observé al muerto. Siempre que surge la ocasión (no siempre, o más bien rara vez asisto al levantamiento de los muertos de los que tengo que ocuparme), procuro tomármelo con un detenimiento especial. No sólo por lo que el cadáver dice de cómo fue el homicidio, cuestión de la que además siempre le informan a uno mejor los expertos, como el forense y Ormaza; sino sobre todo por lo que puede indicar de quién era la persona cuando estaba viva. La gruesa cadena de oro, la camisa de seda desabrochada hasta mitad del pecho y los pantalones de Marcos Larrea justificaban hasta cierto punto el calificativo que le había adjudicado Ormaza. En cuanto a su rostro, descompuesto por el rictus de la muerte, sólo transmitía una muda sensación de horror.

Entre las pertenencias del muerto se contaba un teléfono móvil. Lo habían encontrado en la chaqueta. El compañero de Ormaza, por indicación mía, se lo tendió a Chamorro. Mi ayudante, tras calzarse los guantes, hizo una rápida comprobación.

– Es un modelo barato -dijo-. De los que suelen comprarse los chavales para usar con tarjeta prepago. Vaya, hombre, qué mala suerte. Sólo guarda el último número marcado y no tiene registro de llamadas entrantes. Bueno, menos da una piedra.

Chamorro apuntó el número que le mostraba la pantalla del aparato y luego lo metió en una bolsita de plástico.

Media hora después, apareció su señoría. Era un juez sustituto y nunca antes había levantado un muerto, pero gracias al oficio del forense y de Ormaza la diligencia pudo acabarse decentemente. Cumplido el trámite, se llevaron el cuerpo y cada uno volvió a su olivo. En el pueblo había el lógico revuelo y ya se habían presentado cinco o seis periodistas, de esos jóvenes, inexpertos y mal pagados que tienen en prácticas en casi todos los medios durante el verano. Los esquivamos sin mayor dificultad.

Lo primero que comprobamos al llegar a la unidad fue aquel último número que habían marcado en el teléfono móvil de Marcos Larrea. Correspondía, inesperadamente, al cuartel de la policía municipal del pueblo donde había aparecido su cadáver.

2. Un ladrillo

Según pudimos averiguar, aunque nos costó conseguir que nos lo confesaran, al policía municipal que había llegado el primero al campo, alertado por los chavales del equipo de fútbol, no se le había ocurrido nada mejor que utilizar el teléfono móvil del muerto para avisar a sus compañeros. Por no volver hasta el coche, y por los nervios del momento, admitió. Era el joven apuesto que nos había echado el alto a nuestra llegada. No quise hacer sangre, porque no tenía ninguna utilidad y porque todos somos alguna vez en la vida novatos y metemos la pata hasta la ingle.

Así las cosas, y en espera de la autopsia y otros datos del laboratorio, no disponíamos de muchos elementos para iniciar nuestra investigación. Pero eso no significaba que no hubiera material que remover. En primer lugar, profundizamos un poco acerca de los antecedentes de Marcos Larrea. Las dos veces le habían cogido con cantidades dudosas, de esas que siempre se puede alegar que son para consumo propio. No podía descartarse que el juez fuera comprensivo y considerase que el acusado no intentaba traficar, sino que sólo había acaparado un poco para no sentir la angustia de quedarse sin combustible. Por lo pronto, Larrea había logrado que le pusieran en libertad, a la espera de que salieran los dos juicios. Sin embargo, no dejé de anotar que la segunda vez le habían pillado con más gramos que la primera. También me apunté, por lo que pudiera valer, el nombre del individuo junto al que le habían detenido en aquella segunda ocasión. Se trataba de Raúl Castro Castro, residente como él en El Ejido, con seis antecedentes por drogas y tres por utilización ilegítima de vehículos a motor. Era obvio que Marcos no andaba en buenas compañías.

Mientras yo me ocupaba de fisgar en el pasado delictivo del difunto (o presuntamente delictivo, ya que nunca había sido condenado en firme), le encomendé a Chamorro la labor más ingrata. No sólo porque para eso están los galones, sino porque a ella se le daba mucho mejor aquel menester. A mí nunca deja de resultarme violento llamar a la mujer de alguien por teléfono para decirle que su marido ha aparecido panza arriba en un descampado. No puedo evitar pensar que es una noticia que siempre debería ir uno a dar en persona, para ofrecerle el hombro a la viuda, si hay necesidad de ello. Pero las cosas son como son, y cuando la interesada vive a seiscientos kilómetros, ni tenemos tiempo ni dinero para ir hasta allí, ni es siempre fácil arreglar que vaya otro.

Después de hablar con la viuda, por espacio de unos quince minutos, Chamorro vino a darme su informe.

– Larrea salió para Madrid anteayer. Según su mujer, para tratar unas cuestiones de negocios. Se dedicaba a la venta de coches. Nuevos y de segunda mano, importados de Alemania. Se dejaba caer por aquí con relativa frecuencia, por lo visto.

– ¿Cómo se ha tomado la noticia?

Chamorro me observó fijamente. ¿Un reproche? Quizá.

– Bueno -dijo-, he tenido peores experiencias. La primera reacción ha sido el no puede ser, más o menos lo normal. Después, un silencio espeso, mientras lo asimilaba. Y el resto de la conversación, una voz débil entrecortada por el llanto.

– ¿Le has dicho dónde está?

– Sí, y ya viene. En cuanto deje colocados a los niños.

– ¿Cuántos?

– Dos. Uno de nueve y otro de once.

– Mala edad, para quedarse sin padre.

– ¿Y qué edad es buena para eso?

Miré a Chamorro. Me gustaba cuando se ponía cáustica.

– Ninguna -admití-. Puestos a no valer, ni siquiera vale que el viejo fuera un hijo de perra. Es inevitable echarlo de menos.

Por una vez, sabía de lo que hablaba. Allá por los seis o siete años dejé de verle la cara a mi padre y así he vivido hasta hoy. Pero no era momento para nostalgias. Le conté a Chamorro lo que yo había descubierto y, con aquellas pocas piezas, la reté:

– A ver, Chamorro, hazme una hipótesis.

Mi ayudante solía aceptar con cierta reticencia aquellos desafíos. Por un lado era demasiado cautelosa para precipitarse en sus suposiciones. Por otra, parecía intuir que en mi actitud había una dosis improcedente de juego y pasatiempo a su costa. En lo que debo confesar que no iba del todo descaminada, aunque también tenía otro aliciente: me gustaba cómo discurría. Mostraba un rigor analítico que yo nunca he podido desarrollar.

– Pues me temo que no tengo ninguna idea muy original -reconoció-. Como dijo Ormaza, parece lo de siempre. Y encima, el negocio de los coches de importación. Más manido, imposible.

Era verdad que un porcentaje elevado de los delincuentes que nos tropezábamos decía dedicarse, o se dedicaba de veras, al trapicheo de coches de segunda mano; especialmente desde que en Europa no había fronteras y podían llevarse y traerse sin trabas, transportando de todo en los bajos o en el maletero.

– ¿Y en cuanto al escenario del crimen?

– Puedo equivocarme, pero me sospecho que es el típico muerto escupido. Vete a saber dónde lo mataron, en realidad.

También de eso tenía toda la pinta. En Madrid, aunque la jurisdicción del Cuerpo se limita a la zona rural, una buena parte de los muertos que le tocaban a nuestra gente los hacían en las ciudades, o en éstas había que buscar las claves para resolver el caso. Es un fenómeno común a todas las grandes zonas urbanas. Los cadáveres los escupen a la periferia. O bien se prefiere el campo para consumar a placer el delito, o bien se va allí para deshacerse con mayor seguridad del cadáver y despistar un poco.

– Eso sí, el lugar es rarito -siguió razonando Chamorro-. Aunque el campo no tenga ninguna valla, y aunque de noche debe de estar bastante poco concurrido, no veo para qué meterse hasta allí con el coche, dejando además marcadas en la arena las huellas de los neumáticos, que siempre pueden servirnos para algo.

– Depende de la escenificación que quisieran hacer -dije.

– De todos modos no lo entiendo.

– También pudieron cargárselo allí. Si alguien oyó el tiro, pensó en un petardo. Y en cuanto al coche, vete a saber de quién es.

Ese detalle lo cerramos un poco más tarde. Por el ancho del neumático y la marca que indicaba el dibujo, era uno de los que solían montar de fábrica, entre otros, el BMW en el que la víctima se había desplazado a Madrid. Según nos informaron, había aparecido carbonizado, esa misma mañana, en la cuneta de una carretera secundaria a unos diez kilómetros del pueblo.

– Consumidito hasta el chasis -fue la manera en que lo describió Bermúdez, el cabo de la comandancia de Madrid, adscrito al grupo fiscal y antidroga, que nos llamó para hacérnoslo saber.

– ¿Lo han retirado ya? -le pregunté.

– Todavía no.

– ¿Te importa que quedemos para ir a verlo?

– Para nada -repuso Bermúdez-. Los de personas nos han pedido que os echemos un cable. Y que os transmitamos sus disculpas por el embolado. La verdad es que andan de culo, los pobres. Esto está ahora mismo lleno de malos, y sólo hay una traductora rumana. Ya sabes cómo es la empresa para estas cosas.

Lo sabía, y lo había padecido a menudo. Incluso había tenido que pagar una vez a una intérprete moldava muy poco bilingüe con parte del dinero que le había intervenido a su sospechoso compatriota. Era ilegal, claro, pero el interrogatorio me urgía.

Cuando llegamos al lugar que nos había indicado, Bermúdez nos estaba esperando dentro de su Fiat Coupé amarillo.

– Hola -dijo, apeándose del coche-. Estaba aprovechando un poco el aire acondicionado del carro. Hace un calor insoportable.

Tenía razón. Eran las cuatro y media de la tarde y el aire abrasaba. La visión de lo que quedaba del BMW de Marcos Larrea hacía aún más intensa y penosa la sensación de calor.

– ¿Lo has registrado ya? -le pregunté.

– Yo no -se encogió de hombros Bermúdez-. El fuego acaba con cualquier rastro de mi negocio. Os lo dejo a vosotros.

En el maletero quedaban algunos residuos ínfimos de ropa y de una maleta (los cierres, un asa que no había ardido del todo). En el resto del coche, lo único que encontramos fue un ladrillo.

– Ostras -exclamó Bermúdez, al verlo -. Ya sé de qué va la vaina.

3. Como un primo

– Es un truco que se ha puesto bastante de moda en los últimos tiempos -explicó Bermúdez, mientras se secaba el sudor de la frente-. Algún listillo se dio cuenta de que si se coge un ladrillo hueco como ése, se lo envuelve con papel un poco basto y se forra todo con cinta adhesiva, el resultado tiene más o menos el peso y la consistencia exterior de un paquete de droga.

– ¿Y? -preguntó Chamorro.

– Y ya sólo queda encontrar al capullo que se lo crea.

– Pero el engaño no puede durar mucho -dedujo mi ayudante-. En cuanto se abre el paquete, da la cantada.

Bermúdez sonrió.

– Ahí está el quid. En no dejar que la víctima lo abra. Unas veces, se aprovecha la confianza que se ha creado antes. Otras, el ladrillo sólo sirve para hacerle enseñar el dinero al cliente. Y en cuanto el timador tiene la pasta en las manos, el incauto está listo.

– ¿Crees que eso es lo que ha pasado aquí? -pregunté.

– Me encaja. El amigo Larrea viene de Almería a hacer una compra. Exige ver la mercancía. Le sacan el ladrillo forrado. Se fía de los proveedores, o no se atreve a abrirlo porque es un pardillo y no está muy acostumbrado a hacer esta clase de transacciones. Trae el dinero y entonces firma su sentencia de muerte. Pum. No será la primera vez que haya pasado algo similar.

Siempre es una gran ayuda, poder echar mano de un tipo con experiencia como Bermúdez. En el trabajo policial, como en la vida, sirve mucho más lo que has visto que lo que eres capaz de ver. Ya que estaba allí, traté de sacarle el máximo partido posible.

– ¿Y quiénes crees que lo pudieron hacer?

Bermúdez se rascó la mejilla. Tenía barba atrasada.

– Gente violenta, sin ningún respeto por la vida -dedujo-. Hace falta ser así, para redondear un engaño con un balazo. No engañan para ahorrarse hacer daño, sino para rematar la faena con la máxima ventaja. Y una vez hecho, fuera testigos. Lo más probable es que vengan de un país donde la vida no vale mucho. Ya sabes cuáles son ésos, y que ahora no nos faltan visitantes.

Sabía, y me fastidiaba. Suele ser mejor que el homicidio lo cometa alguien integrado en la sociedad, a quien siempre se puede llegar a través de diversos caminos, desde el contrato de la luz hasta el recibo de la contribución o el impuesto de circulación de su coche. Tener que buscar entre extranjeros sin papeles es siempre una dificultad añadida, aunque haya formas de solventarla.

– Ciérrame un poco el abanico -le pedí a Bermúdez-. ¿De qué país te parece a ti que pueden ser?

– Bueno, por los modos, y pensando en que iban por ahí de mayoristas de cocaína -razonó Bermúdez-, lo más probable es que sean sudacas. Colombianos, venezolanos, bolivianos… Pero no puedes descartar que sean turcos, o búlgaros, o vete a saber.

– O españoles -intervino Chamorro.

Bermúdez asintió.

– Claro. Tarados y cabrones nacen en todas partes. Pero los de aquí no suelen matar si pueden ahorrárselo. Saben que estamos nosotros, y que cuando hay un muerto nos lo curramos. En Bogotá o en Caracas los entierran y se olvidan. Suponiendo que no ande metida la propia policía, que también sucede. Esto no lo digo yo -alzó las manos, como disculpándose-. Es lo que me cuentan los angelitos que me dan de comer todos los días.

Nos hicimos cargo del ladrillo y le dimos las gracias a Bermúdez. Prometió estar a nuestra disposición para todo lo que necesitáramos y hacernos saber cualquier cosa que llegara a su conocimiento y pudiera ayudarnos en nuestra investigación.

Por la tarde nos personamos en el anatómico forense. Teníamos dos razones para ello. La primera, el resultado de la autopsia, no se apartó mucho de lo previsto. Marcos Larrea había muerto por una herida de bala con orificio de entrada en la región occipital. El proyectil, que había quedado alojado en el cráneo, era de calibre 38. En su sangre se habían encontrado restos de cocaína.

La segunda razón apareció a eso de las ocho. Venía cansada, tras el viaje de seiscientos kilómetros, aunque el Audi A6 que tripulaba dispusiera de argumentos para atenuar la fatiga conductora. La mujer de Marcos Larrea encajaba con él. Muy bronceada, con escote generoso y pantalones ceñidos. Debía de haber sido atractiva, en una región imprecisa entre los dieciocho y los treinta y tantos años. Ahora empezaba a estar un poco pasada.

– ¿Señora Ramírez? -la abordé.

– Sí -repuso, desconcertada.

– Soy el sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil. O el sargento Vila, si se le hace más fácil. Me ocupo del caso.

– Ah, mucho gusto.

Me tendió la mano. La tenía algo sudorosa.

– Tendrá que identificar el cadáver. ¿Se encuentra con ánimo?

– Qué remedio.

Ángela Ramírez se comportó en la identificación como se habría comportado cualquier otra persona con un dominio normal de sus emociones. Se esforzó por permanecer entera, se llevó la mano a la boca cuando vio el rostro sin vida de su marido y, al cabo de unos segundos, se derrumbó. Chamorro la sostuvo y la sacamos al pasillo. Dejamos que se calmara antes de interrogarla.

Lo que nos contó entonces sirvió para ampliar y precisar lo que le había dicho a Chamorro durante la conversación telefónica. Su marido tenía aquel negocio de compraventa de coches desde hacía siete años. Les había dado mucho dinero, pero en los últimos tiempos empezaba a flojear. Había aumentado la competencia, y en El Ejido la gente andaba lo bastante sobrada como para preferir coches nuevos, que dejaban menos margen. Usó esa concreta expresión, menos margen, lo que demostraba que no era ajena a las interioridades del negocio de su marido. Tampoco parecía una persona demasiado instruida. Supuse que era una de esas que desarrollan una astucia natural cuando se trata de dinero.

De los problemas de su marido con la justicia sabía, claro. Había tenido que contratar al abogado e ir a sacarle las dos veces. Pero Marcos no era un camello, afirmó, sólo se había habituado a consumir en la época de bonanza, para relajar la tensión, y al complicarse las cosas había empezado a tomar más para ahuyentar las preocupaciones. Ya debíamos de saber cómo iba eso.

Lo sabíamos, naturalmente. En este punto, me pareció demasiado preparada. Intenté apartarla un poco del guión:

– Y usted, ¿consume también?

Me miró un par de segundos, dudando.

– Alguna vez -titubeó-, bueno, una raya que otra, sí, pero… No, no estoy enganchada, como estaba él.

– Tenemos razones para pensar que su marido no sólo estaba enganchado -dije entonces-. Traficaba. Y había venido a Madrid a comprar género. Una buena cantidad.

Ángela Larrea se quedó sin habla.

– Yo -repuso, a duras penas-, yo no quise saber… Las cosas no iban bien, había un par de trampas, y Marcos… En fin, qué quiere que le diga, no puedo discutirle eso. Puede que sí, que…

– ¿Y no sabe usted a quién le compraba, habitualmente? -preguntó Chamorro-. ¿A quién vino a comprarle esta vez?

– No, yo de eso no sé nada, se lo juro. No quería saber.

– Y a un tal Raúl Castro, ¿le conoce?

Ángela Ramírez abrió unos ojos como platos. ¿Cómo habíamos avanzado tanto en tan poco tiempo? Su mente se aceleró.

– Sí, a ese Raúl lo conozco, sí -decidió sincerarse-. Ha venido por casa alguna vez. Siempre le dije a Marcos que se mantuviera alejado de gente así. ¿Tiene algo que ver con esto?

– Es pronto para saberlo -dije-. ¿Tiene idea de por dónde anda?

– Pues por El Ejido, supongo. Hace poco salió de la cárcel.

Parecía claro por dónde seguía nuestro camino. No había que exprimir mucho más a la viuda, de momento. Le pedimos que estuviera a tiro de teléfono y le ofrecimos nuestras condolencias.

Antes de separarnos, Ángela Ramírez nos preguntó:

– ¿Cómo lo mataron? ¿Por qué?

Le expusimos lo que por el momento era nuestra hipótesis, sin entrar en demasiado detalle ni hurtarle lo esencial.

– Ya veo -dijo, meneando la cabeza-. Siempre quiso creerse más listo que los demás. Y al final, ha muerto como un primo.

4. Un cajero automático

Le propuse a mi comandante desplazarnos hasta Almería para buscar a Raúl Castro e interrogarlo en persona. Con el Toyota Celica, y si lo localizábamos sin muchas dificultades, podíamos ir y venir en el día, aunque nos diéramos una paliza mediana. Alguna ventaja tenía que tener el conducir un coche de chulo de putas.

– En condiciones normales, te diría que sí -respondió mi superior-. Pero con la mitad de la unidad de vacaciones, prefiero que lo subcontratéis con nuestra gente de allí. No vaya a pasar algo imprevisto y nos quedemos en cuadro.

En otra vida, me gustaría ser capaz de comprender a los jefes. Un día les sobran efectivos para prestárselos al primero que se los pide y al día siguiente les faltan para lo indispensable.

Llamé a Almería, qué remedio. Hablé con el teniente López, de la unidad orgánica de policía judicial de la comandancia.

– El Ejido no es nuestro, sino de la pasma -me dijo-. Ha crecido mucho en los últimos tiempos. Pero bueno, nos arreglamos.

Y se arreglaron, efectivamente. Apenas dos horas después, me llamaron por teléfono.

– Vila, soy López. Tenemos al sujeto. Acojonadito vivo, dicho sea de paso. ¿Qué es lo que quieres que le hagamos confesar? Si te aprovechas, podemos cargarle cualquier muerto que tengáis podrido por ahí.

Tampoco era cuestión. Le di unas pistas para el interrogatorio.

Una hora más tarde, López volvió a llamar.

– Oye, un tipo majete, este muñeco tuyo -observó, ufano-. Y ya me extraña, porque tiene el historial suficiente para que se le hubiera retorcido el colmillo y nos hubiera enredado más. Eso sí, te tengo que anticipar que no se ha confesado autor de nada. Pero su cuento tiene cierta consistencia y puede interesarte.

El cuento de Raúl, en resumen, era como sigue. Conocía a Marcos Larrea desde hacía dos o tres años. Le había pasado coca alguna que otra vez, naturalmente en plan colega, y el otro se había ido aficionando al asunto. Luego a Larrea le había empezado a ir chungo en el negocio de los coches, y se había ido metiendo poco a poco en el tráfico, para tapar agujeros. Primero a pequeña escala, y después, a medida que le iban creciendo los problemas, en mayores cantidades. Había entrado en contacto con gente de Madrid, para comprar más mercancía. Por lo que Raúl Castro sabía, hacía un par de días había quedado con unos sudacas que vendían ya volúmenes importantes. Importadores, decían; material muy puro y de garantía total. Marcos le había ofrecido a Castro venir con él y ayudarle a colocar el género repartiendo las ganancias. Pero a Castro, según sus propias palabras, le daba yuyu ir a mayores. Pasar un poquito aquí y allá, cuando había necesidad, vale. Pero subir de nivel era también aumentar el peligro. Había conocido en la cárcel a alguna gente del escalón superior, y con ésos no tenía ninguna gana de jugarse los cuartos. Así que había preferido no acompañar a Larrea. Y eso que el otro le había insistido, y hasta le había llegado a dar todos los detalles de la cita. Había quedado con los sudacas en una pizzería de un pueblo de esos que hay alrededor de Madrid. Recordaba perfectamente la cadena a la que pertenecía la pizzería y el nombre del pueblo, Getafe. Desde el día anterior por la mañana, tenía mal pálpito. Si todo hubiera salido bien, Larrea le habría llamado en seguida. Cuando había visto a los guardias llamando a su puerta, se había temido lo peor. Al contrario que Ángela Ramírez, no le extrañaba que fueran por él. Sabía que en nuestros archivos constaba que había sido detenido una vez junto a Larrea. Y se maliciaba que si no cantaba todo lo que sabía, podía tener que comerse el marrón. Así que no tenía nada que añadir. Eso era todo lo que podía decirnos y si se le ocurría algo más que pudiera interesarnos nos llamaba inmediatamente y nos lo contaba, faltaría más.

– Y bien, ¿qué quieres que hagamos con él? -dijo López.

– ¿Qué opina usted, mi teniente?

– Creo que es mejor soltarle y darle carrete, mientras comprobáis la película. Si se la ha inventado, lo veremos por su reacción.

– De acuerdo. Aunque no estará de más tenerlo controlado.

– Descuida.

Eran las doce y media. El día estaba cundiendo, y si nos dábamos prisa podíamos sacarle todavía más partido de allí a la hora de comer. En cuanto colgué el teléfono, le pregunté a Chamorro:

– Chamorro, ¿te gustan las pizzas?

– Pues no especialmente.

Le tiré las llaves del coche.

– Toma, conduces tú. Vamos a probar cómo las hacen en Getafe.

– Me explicarás por qué, me imagino.

– Mientras vamos para allá.

En julio, el tráfico de Madrid resulta más insufrible que en ninguna otra época del año. Desde que la mayoría de los coches tiene aire acondicionado, o desde que la renta de los madrileños se ha situado en cotas europeas, la gente le ha cogido una afición a sacar el coche en verano que a llega a alcanzar tintes catastróficos. Si se le unen las obras habituales del ayuntamiento, tunelando aquí y allá, el panorama puede complicarse hasta la pesadilla.

Mientras padecíamos el atasco de salida de Santa María de la Cabeza, la calle que lleva hacia la carretera de Toledo y por tanto a Getafe, cortada por obras, Chamorro y yo hicimos una breve recapitulación de lo que habíamos obtenido hasta allí.

– Una historia bastante patética -opinó Chamorro.

– Las que nos tocan deben serlo, por definición -observé.

– Sí, pero unas más que otras. Si todo es como suponemos, me parece una forma realmente estúpida de morir.

– ¿Y cuál es la forma inteligente de hacerlo?

– De viejo, digo yo.

– Sí, amargado por todo lo que ya no tienes, sorprendiendo de reojo el odio de tu nuera y el cansancio de tu hijo.

Chamorro frunció la nariz.

– Bueno, hay quien no tiene hijos.

– Tampoco mejora eso mucho las perspectivas. Menudo sueño: acabar en una residencia, jugando al parchís con viejos a los que ni habrías saludado, de tropezártelos veinte años antes.

Se rió. No hay nada como la risa de una chica, cuando sabe.

– Creo que tú harás un viejo más feliz que todo eso.

– Vaya, no sé si es un halago o es que crees que el Alzheimer me reducirá a una idiotez reconfortante.

– Es un halago. Bueno, más o menos.

Una de las cosas que he aprendido es que no deben pedirse aclaraciones a una mujer, cuando se expresa de manera imprecisa. Y menos si es la mujer con la que trabajas a diario.

Pasamos el atasco, recorrimos algo menos de diez kilómetros por la carretera de Toledo y llegamos a Getafe. Todo estaba en obras. Al parecer, construían una nueva línea de metro y una nueva carretera de circunvalación: el mundo, que seguía progresando, ajeno a la muerte de un pobre diablo llamado Marcos Larrea, con la que Chamorro y yo teníamos que bregar.

Sólo había una pizzería de aquella cadena en Getafe. La encargada era una chica de unos treinta años, que levantaba apenas metro y medio del suelo pero parecía dotada de una enorme energía. Dirigía con mano de hierro a la partida de mozalbetes, algunos casi adolescentes, que trabajaban allí.

– Un hombre alto con unos sudamericanos -hizo memoria-. ¿Y dice que vinieron anteanoche?

– Sí.

– ¿Cuántos sudamericanos? ¿Cómo eran?

– No podemos decirle.

– Verá, sudamericanos vienen muchos. Aquí hay bastante población inmigrante. Quizá más magrebíes, o polacos. Pero sudamericanos hay los suficientes como para que no llamen la atención. Esto no es un restaurante. Aquí la gente entra y sale rápido, a veces. Y sólo vemos al que se acerca a pedir la comida.

La encargada tampoco reconoció la fotografía de Larrea. En fin, era frustrante, pero qué le íbamos a hacer. Como se nos había echado encima la hora de comer, pedimos un par de pizzas.

Mientras las masticábamos (no valían gran cosa, por cierto) vi que Chamorro se quedaba absorta en algo de la calle.

– ¿Qué pasa? -le pregunté.

– Mira ahí.

Me di la vuelta. Estábamos de suerte. Un cajero automático.

5. El cariño que piden los muertos

Nunca he sentido una especial simpatía por las entidades financieras, y he de admitir que la poca que me inspiran se reduce a la mínima expresión cuando anuncian sus impúdicos beneficios. Pero hay algo que, mal que me pese, debo agradecerles: la precaución de instalar cámaras de televisión en muchos de sus cajeros automáticos. Gracias a eso, disponemos de una red de vigilancia que no hemos de pagar (si fuera así, no la tendríamos) y que permite controlar una porción nada desdeñable del país. Es verdad que los bancos no son demasiado proclives a compartir su información con la policía, en según qué casos. Pero cuando se trata de un asesinato, ofrecen razonables facilidades.

– Por supuesto que les daremos la cinta, inmediatamente -nos dijo el responsable de seguridad del banco al que pertenecía el cajero situado enfrente de la pizzería de Getafe-. Eso sí, les agradeceré que cuando puedan me traigan la orden judicial.

– Se la llevaremos -prometió Chamorro.

La cinta de vídeo respaldó el relato de Raúl Castro. A las 21.58, exactamente, Marcos Larrea había entrado en la pizzería. A las 22.12, había salido, en compañía de tres individuos de aspecto sudamericano que habían entrado a las 21.43. No eran los mejores retratos que seguramente podían obtenerse de ellos, pero daban para empezar a jugar. Llamamos en seguida a Bermúdez.

– Buf, la verdad -dijo, después de ver las imágenes-, ya me gustaría decirte que los tengo fichados, pero ni de lejos. Además, yo conozco a los narcos, y éstos son timadores y asesinos. A lo peor no han tocado un gramo de cocaína en su puñetera vida.

– Pues nos das una alegría, francamente -dije.

– Ya quisiera poder serviros de más -se disculpó Bermúdez-. Lo que sí puedo decirte, si te vale, es que así a primer vistazo no me parecen colombianos ni bolivianos.

– ¿Por qué? -preguntó Chamorro.

– Los colombianos y los bolivianos suelen tener pinta de indios más o menos puros, y no son muy altos. Aquí hay un par de buena talla. Y con mezcla de negro, o mucho me equivoco.

– ¿Y eso qué te sugiere?

– Coño, Vila, no soy etnólogo. Y ahora hay mezclas de cualquier cosa en cualquier parte. Pero me da un tufo.

– Tírate a la piscina, hombre, que hay confianza -dijo Chamorro.

– Caribes -apostó-. Venezolanos, por ejemplo. No te digo que no puedan ser también colombianos, de todas formas.

– Bueno, algo es algo -concluí.

Despedimos a Bermúdez con una decepción sólo a duras penas reprimida. Chamorro dio en manifestarla en voz alta:

– Bueno, mi sargento, el camino largo.

Los dos sabíamos lo que eso significaba. Empezar a repasar fichas y fichas de malvados, con el temor siempre presente de que ninguno de los que buscábamos estuviera en nuestros archivos. El trabajo tedioso e inseguro: no había nada que pudiera exasperarme más. Por suerte, tenía a Chamorro, que era paciente y sabía mantenerse despierta mientras hacía algo aburrido. La falta de esa virtud me convierte en un policía muy deficiente. Siempre intento buscar un itinerario que resulte más ameno.

– Otra posibilidad es informarnos con la policía de los sudamericanos sospechosos que vivan en Getafe -pensé en voz alta.

– ¿Y por qué habrían de vivir allí? -cuestionó Chamorro.

– Bueno, es una posibilidad, ¿no?

– ¿Tú quedarías con alguien al que piensas matar en el pueblo en el que vives, pudiendo elegir otro? -se burló.

– Yo nunca mataría a nadie, pudiendo evitarlo.

– Es un suponer, hombre.

– Está bien -me rendí-. Vamos, a las putas fichas.

Una buena parte del trabajo policial no merece ser relatado. Ni las horas frente a la pantalla, ni el papeleo permanente. Mientras Chamorro miraba fichas, yo me encargué de documentar, para incorporarlo a la carpeta de aquella investigación, todo lo que habíamos hecho hasta allí. Me daba una pereza incomensurable, pero ya que estaba en un tiempo muerto, sabía que agradecería más adelante haberme sacado eso de encima. La experiencia, al menos, me había enseñado a sintetizar un interrogatorio de una hora en un par de folios. Prescindiendo de la hojarasca y a la vez sin omitir nada que pudiera serle útil a quien tuviera que continuar con aquella investigación, si a Chamorro o a mí nos pasaba algo, o nos metían en otra juerga, o nos íbamos de vacaciones.

Nos dieron las siete y pico. Yo ya había terminado los deberes y Chamorro estaba borracha de ver rostros torvos de sudamericanos. Me acerqué a ella y le puse la mano en el hombro.

– Déjalo, Virginia. Tardaremos un día más. Qué le vamos a hacer. Y si la faena que nos han regalado se pone demasiado pesada, le pediré a Pereira permiso para devolvérsela a sus legítimos dueños. Ya habrán acabado con los rumanos, digo yo.

Chamorro se restregó los ojos. Siempre me parecía que tenía algún leve defecto visual, una pizca de astigmatismo tal vez. Pero por mucho que le insistía, ella se negaba a ir al oculista. Por coquetería, sospechaba. Con veintiséis años recién cumplidos, Chamorro estaba todavía en edad de ligarse un buen novio.

No me parecía que yo entrara en esa categoría, ni por otras razones, entre ellas el mejor cumplimiento de nuestro deber, me postulaba para tal honor. Sin embargo, creí que podía invitarla aquella tarde a tomar algo. La jornada había sido intensa y merecíamos un respiro. A Chamorro no le pareció mal la idea.

Fuimos al lugar habitual. Por la proximidad a la sede de la empresa, estaba lleno de picolicie. Mejor, porque la abundancia de testigos acreditaba la inocencia de mis intenciones.

– Esto se nos está empantanado -juzgó, dándole vueltas a su cerveza-. Con lo bien que parecía que iba.

– Bueno, todo tiene sus aristas -dije-. Me da la impresión de que hemos pecado de optimismo. Creímos que esto estaba hecho, en cuanto nos encajaron dos piezas. Y además, tenemos la cabeza en otras cosas y queremos quitarnos ésta de encima en seguida. Es lo que espera el comandante. Mala técnica. Cada muerto quiere sus mimos. Puede que tengamos que ir a Almería, tomarnos un poco de tiempo. Y si no, más vale que lo devolvamos.

– Pereira no lo devuelve ni de coña. Ni aunque se lo pidan. Sólo lo soltará hecho y terminado. Así que ya sabes.

Lo sabía, desde luego. Y eso era lo que más me molestaba. Por alguna razón, sentía que aquel muerto no era mío. No llegaba a cogerle afecto, como me suele pasar. Pero no podía sacudírmelo de encima, así que tenía que esforzarme por aceptarlo.

– ¿Adónde te vas de vacaciones? -le pregunté a Chamorro, por cambiar de tercio.

– Adonde siempre. A San Fernando, con la familia.

– ¿Es bonito, San Fernando?

– Psé. A mí no me disgusta. Playas no faltan, allí o cerca. ¿Y tú?

– Yo qué.

– ¿Te vas a alguna parte?

No lo había pensado. Suelo no pensarlo, hasta el final. Por eso siempre me coge el toro, y tengo que improvisar cualquier plan de emergencia. Cada año noto que me voy haciendo viejo para seguir estando solo, sobre todo en verano. Pero las veces que he intentado no estarlo siempre se ha acabado yendo todo al cuerno. El cariño y las atenciones que te piden los muertos se los acabas robando a los vivos. Tendría que cambiar de trabajo, y a estas alturas de la película no me imagino haciendo otra cosa.

– No lo sé -dije-. Creo que me iré a Ibiza, a ponerme ciego de éxtasis y cepillarme unas cuantas veinteañeras colgadas.

– Si no supiera cómo eres en realidad, diría que eres un cerdo.

– ¿Y cómo soy, en realidad?

El sonido de mi teléfono móvil interrumpió aquella interesante sesión de confidencias. Era Bermúdez.

– Vila, se está poniendo de moda quemar coches -me anunció-. Acabamos de encontrar otro, pero esta vez en la punta contraria, el noroeste. Mucho menos llamativo, un Renault Laguna. Hay un detalle, quizá no signifique nada. Robado anteayer en Getafe.

6. Una idea perversa

El Renault Laguna carbonizado había aparecido en un camino poco transitado, en un tramo que discurría por una especie de hondonada. Golpeamos generosamente los bajos de nuestro Toyota para poder llegar hasta el lugar. Bermúdez iba delante, sometiendo a idéntico castigo a su Fiat amarillo.

– Anda, es el modelo nuevo -dijo Chamorro, mientras examinábamos el vehículo, o mejor dicho, lo que quedaba de él.

– Sí -confirmó Bermúdez-. Cómo molan los anuncios, ¿eh? Coche sin llave, a prueba de robo. Menuda parida. El único coche que no puede robar un chori con oficio es el que no existe.

Es inútil intentar buscar huellas o nada que no sea muy sólido y resistente en un coche incendiado. Por eso los queman. En aquél no encontramos más que las herramientas que su dueño llevaba en el maletero y algunos restos de las lámparas de recambio. Pero no nos desanimamos por eso. Había algo más interesante.

– Fijaos en el lugar -dije-. Apartado de la carretera, discreto y abrigado, y a la vez razonablemente próximo al pueblo.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Bermúdez.

– Que quien lo trajo aquí conoce la zona -dijo Chamorro.

– Exacto. No es el sitio que descubre por azar alguien que pasaba por allí. Y hay otro detalle. Si te deshaces del coche en el que vas, y no has traído otro, tienes que volver andando.

– No podemos descartar que tuvieran otro coche.

– Bueno, es una posibilidad. Explorémosla. Si vas a ir a pie, conviene no estar demasiado alejado del lugar al que piensas dirigirte a continuación. Que puede ser, por qué no, donde vives.

– Eso es un poco imprudente, ¿no? -dudó Chamorro.

– ¿Por qué? Es sólo un coche robado que arde. La policía no tiene por qué relacionarlo con un cadáver aparecido en la otra punta de la comunidad. Y tampoco va a herniarse por un coche. Llamará al propietario y le dirá "mala suerte, le tocaron unos bestias". Nadie los vio con Larrea en Getafe, o eso es lo que ellos creen. Ésa es la perdición del criminal, creer que no pueden atarse dos cabos que luego la casualidad más tonta se encarga de unir. Larrea iba solo, pero le había hablado de Getafe y de la cadena de pizzerías a su compadre Castro. Gracias a él, podemos leer la pista de este coche robado en Getafe como ellos nunca creyeron que la leeríamos.

– Bueno, promete -opinó Bermúdez.

– Promete un huevo, hombre -remaché, eufórico.

Empezaba a ponerse el sol. Era hora de dar por terminado el día, y hacer acopio de fuerzas para el siguiente.

A veces, en las investigaciones, cuando has hecho saltar la chispa decisiva, todo empieza a fluir. Es un momento delicado, porque también entonces te la puedes pegar. Procuré no olvidarlo a la mañana siguiente, mientras estudiaba con Chamorro el mapa del pueblo donde había aparecido el Renault Laguna y reuníamos los datos básicos. Seis mil habitantes, casco urbano agrupado, siete urbanizaciones. Estupendo. Con una charla con la gente del puesto, podíamos centrar el trabajo en un santiamén.

– Un momento, ¿cuántos colegios? -le pregunté a Chamorro.

– Dos.

– Pues ya está. Vamos primero allí. Puede ser el mejor atajo.

– ¿Los colegios?

– Los malos que buscamos tienen edad de tener hijos. Los malos sienten ese impulso, como cualquiera. Es una cosa inherente a la especie. Y una vez nacidos, ¿qué padre que tenga entrañas deja de procurar que sus hijos reciban una instrucción? Aunque se halle en situación irregular, eso no le impide escolarizarlos.

– Es una idea perversa, si te funciona.

– Virginia, son asesinos. Hay que buscarles el flanco débil.

En visitar los dos colegios, convencer a la encargada de la secretaría de cada uno de que nos dejase ver la lista de alumnos, e identificar a todos los de origen sudamericano, empleamos unas dos horas y media. Como resultado, dimos con tres venezolanos, dos colombianos, un peruano y once ecuatorianos.

– No hemos pensado en los ecuatorianos -dijo Chamorro.

– Ésos suelen venir a ganarse la vida honradamente.

– ¿Y los otros no? No se puede generalizar así -me objetó.

– Joder, Chamorro, son once. No te pongas en lo más difícil.

Fuimos al puesto del pueblo, con la lista de direcciones. Nos presentamos al sargento que estaba al mando, un tal Churruca. Era de la vieja escuela, de los que tienen al pueblo entero fichado. También me pareció un pelín carca, y la distancia con la que trataba a los guardias a su cargo, y especialmente a la chica que acaso en mala hora había accedido a aquel destino, lo confirmaba. Pero en fin, no puedes trabajar siempre con gente que te caiga bien. Le pedimos que nos ubicara las direcciones que habíamos recogido, y a las familias que vivían en ellas, si le sonaban.

– A mí todos los indios estos me parecen iguales -fue su escasamente alentadora respuesta.

– Inténtalo, si no te incomoda mucho -le pedí.

Cruzó una mirada, más bien furibunda, con su subordinada, que asistía muda a nuestra conversación. Me arrepentí de haberle apretado de esa forma, no fuera luego a pagarlo con ella.

Por fortuna, los dioses parecían continuar de nuestro lado. Los tres niños venezolanos vivían en una zona apartada del centro del pueblo. Si era donde a Churruca le parecía, y debía serlo, por allí había un par de almacenes de chatarra.

– ¿Puedes dejarme a un par de hombres? -le pedí-. No sé muy bien con lo que podemos encontrarnos.

– Claro -dijo, de mala gana; y dirigiéndose a la guardia, le ordenó-: Cuervo, ve tú, con Mendoza.

– A sus órdenes, mi sargento -gritó Cuervo, con un taconazo.

Cuando estuvimos en la calle, lejos de su jefe, intenté establecer alguna confianza con ella. O por lo menos aflojar la tensión.

– ¿Es siempre así?

Cuervo dudó. Debía de estar bien escaldada.

– ¿Puedo ser sincera, mi sargento?

– Por favor.

– Es una lástima -dijo-. Éste podría ser un sitio de puta madre. Gente normal, tranquila, a sus cosas. Incluso los indios, como él los llama. Pero éste ve fantasmas por todas partes.

– Debo advertiros que esta vez es posible que los haya.

Cuervo se encajó la teresiana a inspiró hondo.

– Bueno, para eso estamos, ¿no?

Una chica arrojada, no cabía duda. Para aquel tipo era un lujo disponer de ella. Lástima que no supiera aprovecharla.

Las dos casas estaban juntas. Ya tenían años, y a su alrededor había proliferado un sinfín de chamizos auxiliares. Había coches viejos y nuevos, restos de electrodomésticos, y en la valla de una de ellas, un letrero pintado a mano: "Se compra ierro, cobre, cinz".

Llamamos al timbre de una de las casas. Al cabo de medio minuto, largo, se abrió la puerta. Era una mujer.

– ¿Está su marido? -grité.

– Momento, por favor.

Desapareció y cerró la puerta. Transcurrieron otros quince o veinte segundos. La puerta volvió a abrirse y apareció un hombre en el umbral. Consulté con Chamorro, en voz baja.

– ¿Tú qué dices?

– Segura, al cien por cien -murmuró, casi sin mover los labios.

– Cuervo, preparados -ordené.

El hombre vino despacio hasta la puerta. Sonriendo.

– ¿Qué se les ofrece, compadres?

No le di tiempo a reaccionar. En cuanto lo tuve a mano, le enganché la muñeca con las esposas y lo amarré a la valla.

– No digas ni una palabra -le advertí; y lo tomó en serio, porque es lo que conviene cuando tienes cuatro pistolas apuntándote-. ¿Están por aquí tus compañeros de negocio?

– Sólo uno, en la casa de al lado -musitó. Había palidecido.

En las películas a los asesinos los cazan siempre a tiro limpio, en operaciones espectaculares. Aquélla no lo fue en absoluto. Pillamos al otro cagando, literalmente. En el registro que luego autorizó el juez, intervinimos dos millones de pesetas, dos pistolas, ningún 38. Debían de haberse deshecho de él, vendiéndolo en el mercado de armas calientes.

Esa misma tarde, la gente de Churruca enganchó al tercero. Así es como rueda la bola, cuando la suerte no se pone de uñas.

7. Un asunto rutinario

Los interrogatorios unas veces son fáciles y otras veces no tanto. El de nuestros tres venezolanos pasó por todas las modalidades. Al principio se mostraron duros, en plan gente bragada, sin dejar de recurrir al victimismo, que también sirve. El que parecía más listo se quejaba:

– Esto es una injusticia, no se puede detener a la gente por ser de otro país, cuando uno trabaja honradamente. Ustedes los españoles son unos racistas, aunque siempre anden presumiendo de lo contrario.

– Oh, no, señor Manrique -me opuse-. Se está equivocando usted. Mi compañera tiene apadrinados a un niño peruano y a otro de Burundi y yo estoy a punto de apadrinar a uno de Kenia. Incluso pienso enviarle postales.

Se quedó descolocado. Es lo que uno debe intentar, todo el tiempo. Por eso, después de hacerle repetir por tercera vez que no conocía ni tenía puta idea de quién era Marcos Larrea, le pedí a Chamorro:

– Trae el vídeo, anda.

Le pusimos las imágenes. Las de él entrando con los otros dos en la pizzería de Getafe. Las de Marcos Larrea entrando poco después. Las de los cuatro saliendo juntos. Lo encajó en silencio, impasible.

– ¿Usted y sus amigos suelen ligar en las pizzerías con hombres a los que no conocen? -le pregunté, suavemente.

– A mí no me llama maricón ni usted ni nadie -saltó.

Bien, bien. Se estaba calentando. A partir de ahí, vendría la luz.

– No digo que no le gusten también las mujeres. Uno puede hacer a todo, y no por eso ser menos hombre.

– Usted se tragará esa mierda que acaba de decir, cuando ponga el culo. Yo sólo follo con mujeres.

Meneé la cabeza.

– No hable así, por favor. Mi compañera fue a un colegio de monjas y es muy sensible. Además, a partir de ahora lo de follar se le va a poner chungo, como no cambie de apetencias. Una vez al mes, si le toca una prisión enrollada y se porta bien. Y si su mujer no le deja, claro.

Aquí, Manrique optó por callarse.

– Vamos, señor Manrique -le apreté-, no sea chiquillo.

– No sé de qué mierda me están hablando ni pienso confesar nada. No tienen ninguna prueba. No veo en ese vídeo a nadie matando a nadie.

El mismo disco, más o menos, fue el que pusieron los otros tres, por mucho que les apretamos. Nos reunimos a deliberar.

– En una de las casas, cuando hacíamos el registro, había una mujer mayor -recordé-. Si no me equivoco era la madre de Manrique.

– ¿Y? -dudó Chamorro.

– Es un macho. ¿Qué tal si le damos en el orgullo?

No fue muy difícil arreglar que Manrique estuviera en el lugar oportuno, hora y media después, para ver pasar esposada a su anciana madre. La tratamos con toda consideración, pero una madre esposada es siempre una madre esposada, y a un hijo la imagen le hace efecto.

– ¿Qué coño estáis haciendo, hijos de puta? -gritó Manrique.

Diez minutos después, estábamos de nuevo con él en el cuarto de interrogatorios. No es un cuarto acogedor. Tiene la mugre y el olor de la mucha mala gente que ha pasado por allí, porque no podemos pintarlo con la frecuencia que querríamos. A Manrique, agotada la furia inicial, parecían habérsele conectado de nuevo los circuitos del cerebro. Dejé que fuera Chamorro quien acabara de traerlo al cajón.

– La verdad, señor Manrique -le dijo-, no veo cómo puede soportar la vergüenza de ver a su pobre madre aquí, por culpa de su chulería. Me parece que es usted de los que son muy hombres para largar y pegarle a una mujer, por ejemplo, pero no para dejarse volar los huevos cuando meten la pata y les pillan. Eso es ser hombre, en mi opinión. Pero usted no, a usted ni siquiera le importa que su madre pague los platos rotos.

Debo decir que oír a Chamorro emplear aquel lenguaje, al que en su conversación habitual no recurría, me impresionó incluso a mí.

– Lo que estáis haciendo es ilegal. Os denunciaré -lloriqueó el tipo.

– Denuncia, hombre -le invitó Chamorro-. ¿Qué quieres que hagamos? Registramos una casa, encontramos dos armas, ninguno de los habitantes tiene permiso. En un principio pensamos que los pistoleros sois vosotros, ya sé que es un prejuicio, pero bueno, la inercia. Y ahora resulta que nunca habéis roto un plato. Y entonces tenemos que preguntarnos: ¿Oye, no será que la pistolera es la vieja? Piénsalo, es lo lógico.

– Está bien, zorra, cállate ya -se derrumbó, al fin-. Me rindo. Pero quiero que la soltéis, en seguida.

– Eso depende de tu actuación, cariño. Y por cierto, si vuelves a faltarme al respeto te juro que mamá se pasa detenida setenta y una horas y cincuenta y nueve minutos. ¿Lo vas entendiendo?

Manrique trató de sostenerle la mirada, aturdido. Desde ese momento, me dispuse a hacer el papel de policía bueno, que es el que más me gusta. No es gratificante meterle el dedo en el ojo a nadie. Al menos no para mí. Por feo y desagradable que sea lo que haya hecho.

La declaración de Manrique fue bastante completa, y nos proporcionó un montón de detalles que, debidamente contrastados y soportados, nos servirían para empapelarle incluso aunque en el juicio, como era previsible, se retractara de su confesión. Hasta nos dijo a quién le habían vendido el revólver, lo que con un poco de suerte podía servirnos para redondear la faena más que honrosamente. En resumen, habían quedado con Larrea para timarle, sí, y ya habían asumido que podían tener que pegarle un tiro, o que eso era lo más conveniente. Le habían conocido a través de un compatriota que se dedicaba al trapicheo, y al que utilizaban para ojear primos. El intermediario conocía el montaje de Larrea en El Ejido y les confirmó que el tipo podía levantar buena pasta. En la pizzería simplemente se encontraron y le enseñaron, discretamente, sus poderes: el ladrillo envuelto para simular un paquete de droga. Luego acompañaron a Larrea hasta su coche, donde éste debía tener el dinero, y en cuanto abrió la puerta lo metieron a la fuerza en él. A punta de pistola lo llevaron a dar una vuelta; él y su compinche Heredia, el más bajo y taciturno de los tres, en el coche de Larrea, y el tercero siguiéndolos atrás con el Laguna robado. Dejaron que se hiciera un poco más de noche, con calma, asegurándole a Larrea que no iban a hacerle daño. A las once y media, llegaron al campo deportivo. Allí, sin darle apenas tiempo a quitar el contacto, Heredia le "metió plomo". Lo echaron fuera y en el coche se reunieron con el tercer socio, que esperaba en la plaza del pueblo. Juntos fueron hasta la cuneta donde quemaron el coche de Larrea. Y luego subieron los tres al Laguna y lo llevaron a la hondonada donde lo quemaron también. Un crimen sencillo, limpio, bien organizado.

– Lo que me extraña es cómo lo descubrieron, y tan rápido.

– La policía tiene todo el tiempo del mundo, Manrique -dije-, y la costumbre de registrar y ordenar la información que cae en sus manos, que no es poca. Eso es lo que olvidáis cuando decidís meterle plomo a alguien y apenas gastáis unos días en prepararlo y unas horitas en terminar el trabajo. Siempre os dejáis un montón de cabos sueltos.

– En mi país no nos habrían pillado, se lo juro.

– No estás en tu país. Hay que conocer las reglas del lugar donde juegas, antes de sacar la baraja y repartir cartas.

– Yo nací en Petare, sargento, uno de los cerros de ranchitos que rodean Caracas. Allí no hay reglas. Allí disparas y luego ni preguntas.

– Lo siento. Ojalá hubieras nacido en otra parte -dije.

Y lo deseaba de veras. Ojalá Manrique, y sus colegas, hubieran nacido en un lugar en el que la vida valiera algo más que un fajo de pesos, y ojalá al infeliz de Larrea no se le hubiera ocurrido la desgraciada idea de relacionarse con gente así, que iban a balearle la cabeza como quien pela un kiwi. Pero la vida, que sabe ser puñetera, tiene esas coyunturas, y por eso se necesita gente que haga lo que yo hago, aunque sea una labor en la que ni siquiera el éxito sirve para alegrarte mucho.

Llamamos a Ángela Ramírez. Al principio no daba crédito.

– ¿Que los han detenido? ¿Ya?

Le explicamos, hasta donde podíamos, hasta donde creí que le hacía falta. La mujer, pasado el asombro inicial, sintió gratitud:

– De verdad, no sé cómo… Creí que para ustedes esto era un asunto rutinario, un camello más, muerto por meterse donde no debía. Creí que no iban a hacer ningún esfuerzo por resolverlo.

Lo malo era que en buena medida tenía razón. Era un asunto rutinario. Pereira se lo vendería al coronel de la comandancia de Madrid, y éste se lo agradecería sin mayores aspavientos.

– Para nosotros nadie vale menos que otro, señora -dije, sin embargo-. Nadie merece que lo maten y no haya quien se preocupe.

Cuando colgué, me sentí mejor. No le había mentido a la viuda. Había logrado, al fin, sentir que Marcos Larrea era mi muerto, y que me importaba haber cogido a quienes se habían desembarazado tan cruelmente de él. Si estaba en alguna parte, esperaba que el resultado final le confortara. Y que descansara en paz.

(Aparecida originalmente como relato de verano en el diario El Mundo)

Un asunto familiar

1. Uno de ellos.

Chamorro miró a la mujer a los ojos. Luego le cogió la mano, agrietada y endurecida, y con todo el oficio que le proporcionaban más de tres años de tratar con homicidios, y toda la dulzura que era capaz de hacer fluir de su corazón, le dijo:

– Siento mucho tener que responderle esto. Según el informe del forense, sí, hubo agresión sexual.

La mujer cerró los ojos, pero me pareció que se limitaba a encajar lo que ya sabía. La áspera vida que había debido de llevar desde la infancia, en aquellos montes de León, la había convertido en una estoica. Con apenas cuarenta años, aparentaba cincuenta. Su marido, en cambio, rompió a llorar. Era un hombre corpulento, de enormes manazas. Verlo temblar y oírlo gemir, mientras se tapaba la cara con ellas, le dejaba a uno sin saber qué hacer. Puse mi mano en su hombro, temiendo que me la apartase de un codazo, porque en momentos así todo es posible. Pero el hombre siguió sollozando, mientras murmuraba, con un hilo de voz:

– Mi niña, mi niña…

A veces resulta difícil encontrar las palabras apropiadas. Si es que las hay. Miré a Chamorro. El eufemismo que había empleado, "agresión sexual", era seguramente el mismo que yo habría elegido. Permitía velar los actos concretos, sustraerlos a la sensibilidad de los parientes, incluso les daba la oportunidad de representarse la ofensa de la manera menos brutal posible. Pero por otra parte, también les dejaba imaginarse cualquier cosa, ir más allá de lo que en realidad había pasado. Si no fuera por lo atroces que pueden llegar a resultar los detalles, quizá deberíamos haberles dicho a aquellos dos padres que a su hija la habían penetrado por vía vaginal, con toda probabilidad una sola vez, y que tras una eyaculación seguramente precoz habían pasado a estrangularla sin más trámite. Al menos, les habríamos proporcionado el alivio de saber que su hija sólo había sufrido durante unos pocos minutos. Si es que eso podía aliviarles de algo. Pero no preguntaron nada más, que es algo que sucede a veces, y nada más les dijimos.

Tampoco les dijimos que, dentro de la cautela que siempre se impone, éramos optimistas respecto a la posibilidad de atrapar al responsable. Era a todas luces un aficionado, ni un violador curtido ni mucho menos un asesino diestro y capaz. Había dejado la firma en el interior de la chica, y había escondido el cadáver lo bastante mal como para que apareciera a los dos días del crimen, cuando todavía podía contarnos mucho acerca de cómo habían ocurrido los hechos. En pleno agosto, aunque allí, en lo alto de los montes, no hiciera tanto calor como en el llano, habría sido suficiente con dejar corromperse el cuerpo durante un par de semanas para que todo se nos hubiera puesto mucho más difícil. Pero la torpeza del homicida nos permitía partir con muchas bazas. Teníamos muestras de su semen, sabíamos el tamaño aproximado de sus manos por las marcas del cuello, y podíamos asegurar que no había encontrado apenas resistencia por parte de la víctima. La chica no presentaba ninguna herida de defensa ni el más mínimo vestigio de ropa o tejidos del agresor bajo sus uñas. O bien la había intimidado completamente, o bien ella se había sometido a él por otras razones. Pero una posible relación consentida no excusaba la conducta del individuo, ni aun en el caso de que se hubiera abstenido de matarla luego. Según nos acababan de confirmar sus padres, aquel septiembre, de haber seguido viva, Camino Gutiérrez Expósito habría cumplido tan sólo doce años.

Abrigábamos esperanzas de resolver el caso pronto, en efecto, pero teníamos al menos dos motivos para no contarles muchos pormenores: por un lado, a nadie con los nervios y los sentimientos a flor de piel se le deben crear ilusiones que luego puedan verse defraudadas; y por otro, en cualquier investigación más vale andarse con cuidado para no darle al malo la posibilidad de saber hasta dónde y cuánto sabe uno. No es que pensáramos, que no lo hicimos en ningún momento, que los padres de Camino tuvieran que ver con el crimen. Pero aquél era un pueblo muy pequeño, y cualquier cosa que les dijéramos podría llegar en seguida hasta el último rincón, o lo que es lo mismo, hasta el rincón donde estuviera agazapado el hombre a quien buscábamos.

Ya que mi compañera había asumido un trago desagradable, me pareció que yo debía asumir el otro. Tomé pues la palabra y les planteé la cuestión que, pese a todo, no debía omitir:

– Me hago cargo de que éste no es el momento más adecuado, y entiendo que tal vez no puedan decirme nada. Pero me gustaría que pensaran si se les ocurre quién puede haberlo hecho.

– ¿Cómo dice usted? -preguntó el padre, desconcertado.

– Digo que traten de pensar. Tal vez haya alguien en particular que les parezca sospechoso. Por ejemplo, alguien que hubiera molestado antes a su hija, o a otra chica.

– Y cómo vamos a saber nosotros quién lo hizo -se revolvió-. Eso tendrán que averiguarlo ustedes, que para eso son los policías, o los guardias, o lo que carallo sean. ¿No le parece a usted?

– Desde luego -traté de apaciguarle-. Y puede estar seguro de que haremos todo lo que sea necesario para dar con el culpable y hacerle pagar por esto. Pero cualquier idea que puedan darnos, cualquier detalle que les venga a la memoria, puede ser el hilo que nos lleve hasta el objetivo que perseguimos.

– Hay que joderse -bufó-. O sea, que no saben ni por dónde tirar. Así les marcha a los hijos de puta en este país. A saber cuántas habrá hecho ya éste. Irá por ahí, tan campante, y en cuanto se tropieza con alguna… Y mientras, aquí están ustedes, preguntando tonterías a la familia. No, si ya se ve que no se dan cuenta de dónde tienen la mierda hasta que la están pisando. Me c…

La voz se le quebró. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Chamorro y yo asistimos en silencio a su dolor. No es común que los familiares reaccionen con hostilidad hacia los policías, por lo menos no al principio (otra cosa es cuando van pasando las semanas sin que el caso se resuelva). Pero alguien que está bajo los efectos de la desesperación puede salir por cualquier sitio, y hay que estar preparado para bregar con lo que se presente.

– Yo sí tengo algo que contarle, sargento -intervino entonces la mujer. Su voz era pasmosamente serena y firme.

No sólo nos sorprendió a Chamorro y a mí. También su marido la miró con asombro. O quizá con algo más.

– Él no se lo dirá, porque es un cagado y porque es su familia. Pero yo sí sospecho de alguien.

El hombre, ahora supe lo que era, miraba a su esposa con terror. Y el terror lo había paralizado, pero de algún sitio sacó fuerzas para reaccionar. La conminó, de malos modos:

– Cállate y no vengas ahora con tus idioteces, que no tienes conocimiento. ¿No te das cuenta con quién estás…?

Me volví hacia él. Enfrenté sus ojos. Los bajó.

– No le haga usted caso, sargento -me pidió, pero mucho menos aguerrido que antes-. No está bien de la cabeza.

Continué observándole durante unos segundos. No añadió nada más. Busqué de nuevo los ojos de la madre. Ella no rehuyó los míos. Podía ser porque iba a decir verdad, o porque estaba loca, como sugería su marido. O quizá por ambas cosas. A menudo, hace falta estar loco para atreverse a afrontar la verdad.

– Dígame usted, señora -la invité-. Sin miedo, aunque le parezca que puede equivocarse. No se preocupe por eso. Para averiguarlo y para comprobarlo ya estamos nosotros.

– No tengo miedo a equivocarme -repuso-. Algo me lo dice aquí dentro. Ha sido uno de ellos. No sé cuál, pero uno de ellos. Todos son iguales. Todos la miraban como no se debe mirar a una sobrina. Y todos son unas malas bestias, capaces de hacer eso y más. No vaya a pensar que él es mejor, pero no creo que tuviera la sangre tan podrida como para hacerle eso a su propia hija.

– Me cago en la hos… -saltó el padre-. En qué maldita hora me crucé contigo, tú sí que tienes la sangre envenenada, so…

Había que impedir que la situación se desmandara.

– Señor, comprendo cómo se siente, pero si no es capaz de contenerse le haré salir para poder hablar a solas con su esposa.

Mi advertencia logró aplacarle. La mujer, impasible, agregó:

– Pregúnteles a ellos, a los hermanos de éste. A los tres. Pregúnteles qué pasó con mi Camino. A ver cómo le responden.

2. Pararse y templar.

Antes de dejar marchar al matrimonio, hice un discreto aparte con la madre de Camino Gutiérrez. Me pareció que era oportuno, cuando menos, preguntarle si no le preocupaba cómo podía reaccionar su marido tras haber dirigido ella nuestras sospechas hacia sus hermanos. La mujer sacudió la cabeza y respondió:

– No tiene huevos. Ya intentó ponerme una vez la mano encima y lo paré en seco. A éstos no hay que perderles nunca la cara.

La observé con una irreprimible curiosidad. Tenía buena envergadura, y unos brazos fuertes curtidos por el trabajo en el campo y con los animales. Pero su marido debía de sacarle veinte centímetros de estatura y cuarenta kilos de peso, por lo menos. Me preguntaba cómo habría sido capaz de disuadirle.

– Me pegará unas voces -explicó-, pero eso no me importa, ya no las oigo. A más no se atreve. Sabe que si me toca tendrá que acabar la faena. Porque si me deja viva, entonces lo mato yo.

Según parecía, aquella investigación nos iba a poner en relación con un paisanaje nada banal. Tengo la teoría de que el interés que puede despertar una persona depende mucho de la profundidad con que se cala en ella, porque mirados bien a fondo todos somos más o menos anormales y más o menos vulgares. Pero siendo ésa mi creencia, no la llevo al extremo de ignorar que hay a quienes la personalidad les aflora más que a otros. Por mi trabajo tengo que tratar con mucha gente, y es inevitable desarrollar la costumbre de comparar y destacar a algunos sobre el resto. Aquella mujer era de las que llamaban la atención; tanto, como escaso resultaba a primera vista su marido. Confié en que ella hubiera medido bien las fuerzas de ambos, pero por si acaso no dejé de anotarle mi número de teléfono móvil, con una recomendación:

– Si en algún momento teme algo, llámeme.

Los vi marchar, poco después, con ese raro paso unísono que en medio de la más absoluta gelidez afectiva son capaces de mantener las parejas que llevan el suficiente tiempo juntas. Los dos subieron al coche y sin que hubieran abierto la boca el hombre maniobró y enfiló la calle principal hacia la salida del pueblo.

Era un buen momento para recapitular. Llamé a Chamorro, que intercambiaba impresiones con dos de los guardias del puesto, y le propuse dar un paseo mientras ordenábamos las ideas.

– ¿Un paseo? -titubeó mi compañera.

– Sí. Así nos despejamos y exploramos un poco el lugar.

– ¿No deberíamos, más bien…?

Conocía lo bastante a Chamorro, y ella me conocía lo bastante a mí, como para que no necesitara terminar la frase. Era una trabajadora diligente, a la que le costaba demorar una tarea si tenía claro que debía hacerla. Y era evidente que había unas cuantas tareas que debíamos acometer en un futuro inmediato. Pero yo, por el contrario, creo que a veces hay que pararse y templar. No estoy seguro de que en el curso de una investigación la línea recta sea siempre el camino más corto entre dos puntos. Y tenía otra razón, puramente táctica, que no me privé de compartir con ella:

– Quiero darle tiempo.

– ¿Para?

– Para que los avise, si es que le da por ahí.

Chamorro me miró, tratando de adivinar mi intención.

– Si no es ninguno de ellos, no pasa nada -dije-. Si es alguno de ellos y tiene la sangre fría, nos esperará igual. Y si no la tiene, hará alguna idiotez. Supón que hiciera la peor, salir corriendo. Sabemos cómo es, nos lo ha dejado escrito en la pobre chica. Le cogemos en dos días, si no se entrega o no se pega un tiro antes. Y a riesgo de parecerte incorrecto, ahora que no nos oye nadie, ninguna de esas hipótesis me produce la menor inquietud.

– Muy sobrado te veo hoy, mi sargento -bromeó Chamorro-. Ayer estabas mucho más tenso, si puedo hacértelo notar.

– Ayer no teníamos autopsia, y sobre todo, no me había resignado todavía a la perspectiva de pasarme una semana aquí. Pero ya me he puesto el chip de comer marrones. Y una vez que lo hago, querida, soy una máquina implacable. Además, ahora que lo veo, este sitio no está tan mal. Me apetece conocerlo mejor.

– Desde luego, desisto de entenderte. ¿Cómo me dijiste aquella vez que se llamaba lo tuyo en jerga psicológica?

– Personalidad levemente ciclotímica. Aunque nunca dejaré que me lo mire un psiquiatra, porque supongo que hablaría de trastorno bipolar y me drogaría hasta reducirme los sesos a pulpa.

Chamorro rió de buena gana.

– Eres muy gracioso cuando hablas de esas cosas.

La miré con ternura. Su comentario revelaba hasta qué punto su mente estaba sana y a salvo de cualquier perturbación.

– Es que son cosas muy graciosas -admití-, hasta que dejan de tener gracia. Por eso comprendí que nunca valdría para la práctica profesional de la Psicología y decidí guardar el título en el fondo del armario. Y es que, puestos a escoger, prefiero este negocio de los muertos. Tampoco se consigue arreglar nunca nada, pero por lo menos tienes datos concretos sobre los que trabajar, y a veces puedes llegar a estar medianamente seguro de algo.

– Vaya, veo que vuelves a ser tú -opinó Chamorro-. Por un momento me pareció que te dejabas arrastrar por la euforia.

– Bueno, olvídalo. Vamos a dar esa vuelta, anda.

Ni ella ni yo, para ser sinceros, habíamos acudido allí con un entusiasmo desbordante. Y me parece que era más bien comprensible. En primer lugar, por la índole del caso. Todas las muertes son deprimentes, pero cuando se trunca una vida joven, después de usarla para realizar deseos sórdidos, cuesta mucho encontrar la manera de volver a creer en los semejantes. Por otra parte, agosto es el mes en que andamos más cortos de efectivos en la unidad, o lo que es lo mismo, más sobrados de trabajo, porque la clientela no descansa y porque siempre hay tareas pendientes del curso anterior que intentamos concluir. Y por si faltaba algo, estábamos también en el mes sin noticias por excelencia, lo que movía a todos los medios a ocuparse con amplitud de aquella muerte. Nos gustase o no, ya podíamos contar con trabajar todo el rato con el aliento de la prensa en el cogote, y prepararnos para que a nuestros jefes les entrasen los nervios y la impaciencia por poder dar alguna información. Justo lo último que un investigador juicioso desea hacer, hasta que no tiene atados todos los cabos.

Pero en fin, con esos mimbres había que hacer el cesto, y no era inusual que las cosas nos rodaran así. Si estábamos nosotros allí para ocuparnos de las pesquisas, se debía en parte a que gracias a los permisos veraniegos la unidad de policía judicial de la comandancia competente estaba en cuadro, pero también a que el caso había adquirido demasiada notoriedad. Ya era un valor entendido que a los de la unidad central se nos movilizaba cuando el asunto, por la razón que fuera, presentaba mal aspecto.

Nos despedimos de la gente del puesto, que nos observó, o eso creí, con cierto recelo. Sobre todo Sandoval, el sargento primero que estaba al mando, con el que ya la víspera, cuando nos habíamos conocido, no había establecido una buena química. Él me parecía a mí demasiado cuadriculado y yo a él debía de parecerle demasiado informal. Pero uno no puede ir por ahí enamorando a todo el mundo, tampoco iba a suicidarme por eso.

Era mediodía y el cielo estaba nublado. Aquella luz gris, pero intensa a la vez, le sentaba bien al paisaje. A lo lejos se veían valles de oscuro y cerrado verdor. Mientras bajábamos por una de las callejas empedradas del pueblo, le consulté a Chamorro:

– ¿Qué te parece la teoría de la mujer? Con lo que sabemos.

Chamorro alzó las cejas.

– No me parece incoherente. Cuadra con algunos detalles importantes. El hecho de que la cría no se resistiera, o la falta de habilidad para esconder después el cadáver. Cabe pensar en un asesino al que le estorban el raciocinio fuertes remordimientos. Como los que tendría alguien después de matar a su sobrina.

– Entonces estamos de acuerdo en seguir esa pista, mientras no haya otra. ¿Qué te han contado de nuestros tres sospechosos?

– Edades: José, treinta y tres; Samuel, treinta y siete; y Marcos, treinta y nueve. Todos trabajan y están casados. Ninguno, según me dicen los nuestros, se ha metido nunca en líos.

– Muy bien. ¿A cuál atacamos primero?

– Igual me da -contestó Chamorro, encogiéndose de hombros.

3. El benjamín.

Antes de abordar al primero de los hermanos, repasé con Chamorro lo que sabíamos de las horas finales de la víctima. La última vez que la habían visto viva había sido el día de su desaparición, a las cuatro y media. A esa hora, sus padres, que iban a hacer la compra del mes al hipermercado más cercano, a unos cincuenta kilómetros, se habían despedido de ella y la habían dejado en la casa familiar, viendo en la televisión un programa de cotilleo. Los animales estaban atendidos, aunque le encomendaron que se diera una vuelta a media tarde por los establos para comprobar que todo seguía como debía. Camino, que había echado los dientes entre las vacas, era perfectamente capaz de hacerlo.

Nadie la vio después. Cuando regresaron los padres, encontraron la casa vacía y la televisión encendida. La puerta de la casa estaba cerrada, pero sin llave. Tampoco esto resultaba demasiado significativo. Era una comarca tranquila y no tenían por costumbre asegurarse siempre de cerrarlo todo a cal y canto.

Dos días más tarde, el perro de un excursionista encontró el cuerpo de Camino a unos treinta metros de una carretera secundaria, semienterrado en un hoyo de no mucha profundidad y cubierto con ramas y hojas. Estaba completamente desnuda. Veinte metros más allá, aparecieron restos de sus ropas. Las habían quemado, pero no del todo. Una chapuza precipitada y grotesca.

El primero al que llamamos de los tres hermanos fue el benjamín, José. Estaba en casa, como nos suponíamos. Era la hora de la comida. Después de identificarme, le formulé mi invitación:

– ¿Le importaría pasarse por aquí a eso de las cuatro y media?

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.

– Yo, esto… -habló al fin-. Verá usted, la verdad es que tengo mucho trabajo pendiente, con todo el follón de los últimos días. Si pudieran venir ustedes por el taller…

En condiciones normales, habría accedido sin más a lo que me pedía. Aunque ya sé que no es el talante de todos los funcionarios públicos (entre los que quizá abundan más de la cuenta los que creen ostentar la propiedad de una canonjía de la que nadie puede hacerles responder una vez ganada la oposición), yo asumo que estoy para servir a los ciudadanos honrados (y también, de un modo diferente, a los criminales) y que sólo debo causarles en ese servicio las molestias imprescindibles. Nada me autorizaba a pensar que José Gutiérrez no fuera un ciudadano honrado, así que en principio me sentía inclinado a proporcionarle todas las comodidades que pudiese requerirme y estuviera en mi mano concederle. Pero se trataba de un sospechoso al que me urgía confirmar o descartar como tal (en parte por su propio interés), y para ello me resultaba mucho más útil obligarle a desplazarse.

– Lamento muchísimo molestarle de este modo -dije-, pero espero que se haga cargo. Se trata de una investigación muy delicada, tenemos que interrogar a varios testigos en poco tiempo y por otra parte debemos dejar constancia documental de sus declaraciones. Aquí es donde tenemos los medios para eso.

– Si no hay más remedio…

– Se lo agradezco mucho, señor Gutiérrez.

– ¿A las cuatro y media, entonces?

– Bueno, la verdad es que si pudiera ser a las cuatro, mucho mejor. Tenemos otros testigos programados para esta tarde.

– Está bien, como usted diga -se sometió.

– ¿Y eso último? -preguntó Chamorro, cuando colgué.

– No sé, se me ocurrió sobre la marcha -respondí-. Le quito media hora de reflexión y le hago saber que voy a hablar con otros. Eso me ayudará a meterles la inquietud en el cuerpo.

– También cabe que sean inocentes -me reprochó mi compañera.

– Bueno, según las teorías modernas, los daños colaterales son inevitables, en cualquier operación de restablecimiento del orden. Yo procuro no causarlos gratuitos, ni irreversibles.

José Gutiérrez se presentó en la casa-cuartel a las cuatro en punto. Daban las señales horarias en el transistor que estaba encendido a medio volumen a la entrada. Chamorro y yo le acompañamos al cuarto que nos habían facilitado al efecto. Mi compañera se sentó al ordenador y yo frente a él. No teníamos necesidad de apuntar todo lo que dijera, ni mucho menos, pero era por crear un poco de atmósfera. Y funcionaba. José, un hombretón todavía más grande que su hermano mayor, parecía intimidado.

– ¿Quiere tomar un café? -le ofrecí.

– No, muchas gracias, ya he tomado.

– ¿Agua?

– Tampoco.

– ¿Un cigarrillo?

– No, muchas gracias.

– Vaya, sí que va a salirnos barato -bromeé-. Ande, tenga, acépteme por lo menos un chicle. Es sin azúcar.

José cogió el chicle. Se lo metió en la boca y empezó a mascarlo despacio. Para ir preparando el terreno le hice las preguntas más o menos generales. Mientras él las respondía, Chamorro tecleaba en el ordenador. Le toqué luego el asunto familiar:

– Así que tiene usted dos niños, ¿de qué edades?

– Cinco y siete.

– Estarán graciosísimos, ¿no? Es la mejor época. Luego, en seguida se hacen mayores y les entran ganas de volar.

– Sí -admitió José, sin demasiado énfasis.

Era el momento de entrar en harina.

– Voy a preguntarle una cosa y quiero que piense bien antes de responder -dije, mirándole a los ojos-. Que haga memoria y que me cuente cualquier idea que se le ocurra, por insignificante o improbable que le parezca. ¿Tiene usted alguna sospecha de quién pudo forzar y asesinar a su sobrina?

Había elegido con mucho cuidado los dos verbos, forzar y asesinar. Si estaba ante el culpable, no podían dejarle indiferente.

– No tengo ni la menor idea -respondió José Gutiérrez, después de un lapso de reflexión bastante más breve que el que yo me habría tomado si hubiera estado en su lugar.

– ¿No la vio nunca andar con algún chico mayor? ¿No sabe de nadie que la rondara o alguna vez se metiera con ella?

– Era una cría, sargento. Y si yo hubiera sabido de alguien que la molestara, le habría partido los morros.

Asentí un par de veces, en silencio.

– Ya, ya sé que todo esto es muy desagradable. Pero entiéndanos, tenemos que intentar saberlo todo, agotar todas las posibilidades, incluso las que pueden parecernos más descabelladas a nosotros mismos. Por las fotos que nos han dado, Camino parecía una chica bastante desarrollada, para su edad. Y muy guapa.

Dejé que la palabra guapa flotase en el aire.

– Era muy guapa, sí -confirmó José, con los ojos empañados.

– Cabe pensar, por tanto, que alguien la pretendiera, o se hubiera fijado en ella, a pesar de su juventud.

– Todo el mundo se fijaba en ella. Era bonita desde chica.

– Pero nadie mostraba un interés especial -intervino Chamorro.

– No, que yo sepa. Si lo supiera se lo diría.

– Está bien -retomé la palabra-. Ahora tengo que preguntarle algo que no es más que rutina. Se lo estoy preguntando a todo el mundo, y supongo que ya se imagina por qué y que comprende que no puedo dejar de preguntárselo. ¿Podría decirme qué hizo y dónde estuvo usted la tarde del catorce de agosto?

José Gutiérrez me miró con cara de cordero degollado.

– Estuve en el taller, trabajando, hasta las nueve y media.

– ¿Con alguien?

– Con el chaval que me ayuda, hasta las seis. Luego le dejé marchar. Quería ir a las fiestas del pueblo de al lado.

Sopesé su coartada. No era, desde luego, la mejor que me habían ofrecido en mi década larga de experiencia.

– No se dejarán llevar por las bobadas que les ha dicho la loca de mi cuñada, ¿no? -dijo de pronto, con una mirada furibunda-. Pregúntenle a cualquiera. A mí se me caía la baba, con esa niña.

– Tranquilícese, hombre -repuse-. Si le creyéramos culpable de algo le habríamos hecho venir con un abogado.

Alargamos el interrogatorio media hora más. No nos dio mucha información, pero tampoco volvió a perder la calma. Antes de que se fuera, le ofrecí otro chicle. Lo tomó, y depositó confiadamente, en el cenicero que le tendí, el que había estado masticando.

4. El tío Samuel.

– ¿Qué opinas? -le pregunté a mi compañera, mientras cogía con las pinzas el chicle bañado en la saliva de José Gutiérrez.

Chamorro, que observaba la operación con la bolsita de plástico abierta y lista para acoger la preciosa muestra, optó por hacer exhibición de su prudencia habitual:

– No creo que hayamos hecho ningún avance significativo para acusarle o descartarle. Si descontamos el chicle.

– Pero a ver, qué te parece. ¿Lo crees capaz?

– Pues claro. Todos los hombres sois capaces de cualquier burrada. Me temo que tenéis un problema a la hora de aceptar el mundo tal y como es. Y a veces se os cruzan los cables, se os nubla la vista y os da por tratar de torcer el mundo de mala forma para que se parezca a lo que a vosotros os gustaría que fuera. Por eso el impulso homicida es algo característicamente masculino.

– También matan las mujeres -objeté.

– Llevo veintiún asesinatos investigados. Una sola mujer. Veinte hombres. Echa un vistazo a tu estadística particular.

– Yo no los cuento.

– Pues calcula a bulto. La proporción te va a salir igual. Las mujeres suelen matar cuando no pueden aguantar más. Los hombres, por las razones más peregrinas y a las primeras de cambio.

La vi cerrar la bolsita y sellarla meticulosamente.

– Siento tener que darte la razón -dije.

– Sabes que la tengo.

– Lo que sucede es que en este caso tu razón no nos sirve para nada. No cabe ninguna duda de que lo hizo un hombre. Y con la teoría de que todos somos asesinos en potencia no vamos a ser capaces de distinguir al que aquí lo es efectivamente.

– Bueno, se trata de saber quién es más cafre que los demás. Si es uno de estos tres, habrá que esperar a verlos a todos.

– Puede no ser el más cafre -dije-. Puede ser el más amable.

Chamorro sonrió.

– Sí, ya sé que siempre te gusta imaginarte la historia más enrevesada. Pero ya sabes cómo suele ser la realidad.

– Tristemente predecible -reconocí-. En fin, faltan cinco minutos para que venga el tío Samuel. Y estará advertido, como su hermano pequeño, o quizá un poco más. He visto que José llevaba móvil y me apuesto todos los trienios a que le ha dado tiempo a usarlo. Así que recobremos la compostura y pongámonos serios.

Habíamos citado a Samuel a las cinco y a Marcos a las seis. Los dos habían aceptado venir a nuestro territorio, Samuel sin oponer ninguna resistencia y Marcos tras un breve tira y afloja como el que me había visto forzado a mantener con José. Había dejado diez minutos entre llamada y llamada. Eso nos permitía suponer que habían tenido tiempo suficiente de hablar entre ellos antes de que nos pusiéramos en contacto con el siguiente. Pensé que eso no les daría ninguna ventaja, sino más bien al contrario.

Samuel no vino tan puntual como José. De hecho se retrasó casi un cuarto de hora. Y no pidió disculpas por ello. Se limitó a rezongar, cuando por fin se presentó ante nosotros:

– He tenido que dejar la labor a medias. ¿Va a ser mucho rato?

– No le retendremos más de lo indispensable -prometí.

Samuel rechazó el café y el agua. En cambio, aceptó el cigarrillo, y cuando lo terminó también me cogió el chicle sin azúcar. Mientras tanto, iniciamos el interrogatorio, que no resultó nada fluido. Se notaba que a su hermano pequeño le había dado tiempo a prevenirle contra nosotros. Por otra parte, Samuel, que era el menos imponente de los hermanos que conocíamos hasta el momento, daba la impresión, en contrapartida, de ser el más huraño.

Tenía también dos hijos, bastante más pequeños que los de José, pero cuando le invité, como había hecho con el otro, a mostrar la dulzura paterna que debían de inspirarle, tan sólo gruñó:

– Es una edad asquerosa. No le dejan a uno dormir.

Crucé una rápida mirada con Chamorro. Al menos de entrada el tipo no parecía propenso a la hipocresía.

Su reacción, cuando le preguntamos, como a todos, si tenía alguna idea o alguna sospecha acerca de quién podía haberle quitado la vida a su sobrina, no fue menos destemplada:

– No tengo ni puta idea. Va por mal camino, sargento. Yo le digo que no fue nadie de aquí. Todo el mundo le tenía cariño a esa niña, y aquí no hay más que gente que trabaja para sacar adelante a los suyos. Fue algún cabrón de fuera que la vio en mala hora.

– Pero sus padres la dejaron en casa, al cuidado de los animales; no tuvo por qué salir, en principio. Más bien parece que debieron de ir a buscarla allí -pensé en voz alta-. ¿Le parece a usted que eso lo haría un forastero? ¿No es un poco raro?

– No lo sé. Yo no soy policía. No sé cómo pudo pasar. Eso tendrán que averiguarlo ustedes, que son los que conocen a los delincuentes. O eso es por lo menos lo que se supone.

– Los delincuentes son gente como usted y como yo -dije, mientras observaba el gesto de Chamorro, que se mantuvo tiesa e impenetrable-. Hacen cosas que a usted y a mí nos parecen impensables y espantosas, pero actúan de un modo relativamente lógico. El asesino, salvo raras excepciones, suele conocer a la víctima, y busca la mejor ocasión para atacar. Comprendo que se esfuercen ustedes por pensar bien de sus vecinos. Pero los indicios apuntan a que el culpable vive en el pueblo y tenía cierta familiaridad con la chica, y si todos se empeñan en sostener esa teoría del forastero malvado, me temo que no van a ayudarme mucho.

Creo que Samuel no advirtió hasta qué punto había calculado cuanto acababa de decir. Le estaba enseñando un trapo rojo, y en vez de mirar a otro lado, decidió embestirlo:

– Mire, sargento, no sé por qué da todas esas vueltas. ¿Por qué no me lo pregunta ya, de frente, y sin más rodeos? Mi cuñada le ha metido un disparate en la cabeza y usted se lo ha creído. Y a lo mejor espera que yo acuse a mis hermanos, o que confiese que maté a mi sobrina. Pero está usted equivocado. Digo yo que antes de dejar hacerles ese trabajo deberían enseñarles a distinguir de qué personas pueden fiarse y de cuáles no. Mi cuñada nunca tuvo los sesos muy en su sitio, y ahora se le han alborotado del todo. No digo que no lo comprenda, porque no hay nada más duro que perder a un hijo, pero lo que no entiendo es que ustedes, que se dedican a esto, se traguen sin más sus chaladuras.

– Ya que lo plantea de esa manera, permítame preguntarle dónde estuvo usted la tarde del catorce de agosto -dije-. Y le ruego que se haga cargo de que sólo cumplo con mi obligación.

– Válgame Dios -meneó la cabeza-. De verdad que no me explico cómo tengo que estar respondiendo a esta pregunta. Pero bueno, usted manda. Estuve trabajando en mis tierras hasta las seis, y luego fui a dar una vuelta por el monte con mi hermano Marcos. Volví a casa a eso de las ocho y media y ya me quedé allí.

– ¿Tiene quien pueda confirmarlo?

– Mi hermano. Mi mujer. Y los que me vieran pasar cuando iba de un sitio a otro. Pero si no le vale, póngame las esposas.

Me tendió las muñecas. Las observé durante un par de segundos, o mejor dicho aproveché para observar sus manos. Eran grandes, como las de todos los hermanos. Como las del hombre que le había arrancado la vida a la pequeña Camino.

– No le acuso de nada, Samuel -dije-, ni mucho menos voy a ponerle unas esposas. Tengo un trabajo antipático. Me obliga a comprobarlo todo. No se lo tome como una ofensa personal.

Samuel me observó aún con su gesto iracundo, pero a partir de ahí se amansó un poco y el trato con él fue menos rudo. Aproveché, entre otras cosas, para hacerle hablar de su sobrina.

– Verá usted, yo he tardado mucho en tener hijos -nos explicó, en cierto momento, con las mejillas bañadas en lágrimas-. Durante todos estos años, mientras no terminaban de llegar, siempre he querido a Camino como si fuera mía. Sé que a mi cuñada la molestaba, sobre todo porque la niña era muy cariñosa conmigo. Puede que sea por eso por lo que se le han ocurrido las sandeces que les ha contado. Yo no soy un hombre muy efusivo, ya me ven, pero por esa cría, desde que nació, he tenido debilidad. Si ustedes la hubieran conocido. Era tan simpática, la pobrecilla…

Antes de despedirnos, le tendí a Samuel el cenicero.

– Tenga, eche ahí el chicle, que ya se le habrá pasado el sabor.

Y allí lo escupió, sin más, mientras se secaba los ojos.

5. El más simpático.

Teníamos ya dos chicles, dos salivas, dos bolsitas que enviar al laboratorio. Pero sobre todo habíamos tenido tiempo para escuchar a dos hombres, que habían clamado su inocencia y derramado ante nosotros sus lágrimas, sincera o insinceramente.

Resulta incómodo buscar la verdad cuando sientes que alguno la está ocultando, cuando te consta que la verdad incuestionable no existe y cuando sabes que la que elijas creer y en su caso sostener tendrá consecuencias desagradables para alguien. Por eso, cuando interrogo a un sospechoso, incluso cuando creo que debo presionarlo, me esfuerzo por no olvidar la gravedad de lo que estoy haciendo. Entre otras cosas, intento recordar en todo momento que sólo estoy autorizado a hacer sufrir a aquel que me miente, si es que para provocar algún sufrimiento puede uno considerar que tiene permiso. Y procuro no emplear más violencia verbal ni psicológica de la estrictamente necesaria, que no suele ser mucha, si sabes hacer bien tu trabajo. Pero a veces uno pierde el control, o tiene un mal día, o está más torpe de lo que debiera, y comete el error de infligirle a alguien un daño inútil.

No diré que no me ha pasado, alguna que otra vez. Y nada me avergüenza más. No me gusta, ni siquiera por una presunta buena causa, sumarme al club de los que abusan de sus semejantes. Contra ese club, en todas sus formas, es contra lo que lucho, en el trozo de trinchera que me toca defender. Sé que hay muchos que creen que he elegido un mal trozo de trinchera, muchos que me miran con recelo o desprecio cuando me presento ante ellos. No me importa, porque sé que ninguna posición te redime, sino que uno enaltece o corrompe el lugar que ocupa según cómo y contra quién combate. De niño no soñaba con estar aquí. Pero aquí estoy. Y teniendo en cuenta las circunstancias, ni me avergüenza ni me quejo de mi suerte. La mayoría de los días puedo irme a dormir tranquilo. No siempre, porque ése es un privilegio reservado a los imbéciles. Pero sí más a menudo de lo que me iría si estuviera en el lugar de muchos que me juzgan con condescendencia.

A veces pienso todas estas cosas, como cualquier ser humano con conciencia y entendimiento, y si me permito apuntarlas aquí no es porque sean indispensables para esta historia, aunque tampoco le sean ajenas, sino por si pueden ayudar a disipar la bruma pertinaz que enturbia algunas mentes, las de aquellos que asumen que por razón de mi oficio sólo puedo ser un perro de presa entrenado para ladrar y morder. La ignorancia, junto a la indiferencia, es la madre de casi todas las injusticias. Reducirla no es sólo una empresa pedagógica, sino un acto de higiene moral.

Y hablando de higiene, Marcos, el mayor de los tres tíos de Camino Gutiérrez, resultó ser con mucho el más atildado y el más simpático de los tres. También el menos dócil. Al final, tuvimos que ir a verle al pequeño negocio de ultramarinos que regentaba en la plaza del pueblo. Llamó a última hora diciendo que se le había puesto enferma la dependienta y que no podía abandonarlo. Me pareció excesivo amenazarle para hacerle ir a la casa-cuartel por narices, así que nos resignamos y a eso de las seis y veinte nos personamos en su tienda. Estaba solo y nos recibió como si, en vez de los guardias que iban a interrogarle en relación con el asesinato de su sobrina, fuéramos la visita que esperaba para ayudarle a sacudirse el aburrimiento. Tratando de hacerle ver el cariz oficial de la entrevista, le enseñé antes de nada mi identificación:

– Soy el sargento Vila, y ésta es mi compañera, Virginia. Trataremos de robarle el menor tiempo posible.

– No se apure. Estoy a su disposición, sargento -dijo, borrando la sonrisa de su rostro pero sin perder por ello la cordialidad.

Recorrí la tienda de una ojeada.

– ¿El negocio es suyo?

– Sí -respondió-. Sólo da para ir tirando, pero por lo menos me defiendo. No me arrepiento de haberme gastado en ponerlo la indemnización que me dieron cuando cerraron la mina.

– ¿Era usted minero?

– Sí. El peor trabajo que hay. No lo echo de menos. Y eso que me metí ahí porque no me gustaba el trabajo del campo. Ya ve. A veces uno sale de Málaga para meterse en Malagón.

No sé si fue por el clima relajado que la aparente bonhomía de Marcos contribuía a crear, o si me dejé llevar por el cansancio que me producía la repetición. El hecho es que decidí no merodear con él como lo había hecho con sus hermanos:

– Bien, señor Gutiérrez. Supongo que a estas alturas de la tarde ya sabe lo que vamos a preguntarle.

Marcos esbozó una sonrisa triste.

– Alguna idea tengo.

– ¿Y qué tiene que decirnos?

– Que me hago cargo. Vienen ustedes de Madrid, a un pueblo pequeño donde han matado a una cría. No tienen ninguna pista, y la madre de la pobre chica les da una, que además les encaja con la idea que se hacen en la capital de la gente de los pueblos. Todos somos unos animales, y no es de extrañar que nos dé por matarnos dentro de la familia, con motivo o sin motivo.

Le observé con interés. No sólo parecía tener mucho más mundo que sus hermanos, sino también bastante más ingenio. Suele ser laborioso interrogar a alguien así, aunque si el ingenio no va acompañado de aplomo, lleva en seguida a despeñarse. Pero tampoco de aplomo parecía que Marcos anduviera falto.

– Es la primera vez que venimos a este pueblo -admití, tratando de resultar conciliador-. Pero no es la primera vez que tenemos que movernos en un ambiente como éste. De hecho, todos los crímenes que resolvemos tienen que ver de una u otra forma con el medio rural, que es el que a nosotros nos toca. No le digo que no tengamos algún prejuicio, pero le aseguro que ése que menciona no lo tenemos. Procuramos guiarnos por la información que encontramos, y cuando nos falta, buscarla. Por eso estamos aquí. Y eso es lo que queremos de usted. Información.

– Pregunten lo que quieran y yo les responderé lo que sepa.

Saqué el paquete de chicles y me metí uno en la boca. Antes de guardarlo, le tendí uno. Mientras lo hacía, trataba de imaginar cómo me las iba a arreglar para recuperarlo cuando lo hubiera mascado. Pero no me dio tiempo a profundizar mucho en estas cavilaciones. Marcos rechazó mi ofrecimiento.

– No, gracias, no me gustan.

Volví a guardarme los chicles. Me contrariaba un poco el fracaso de mi treta, para qué lo voy a negar, pero ni mucho menos me daba por vencido. Todavía me quedaba mi último recurso.

– Supongo que usted tampoco tiene ninguna idea de quién pudo hacerle eso a su sobrina -recobré el hilo.

– No la tengo, no -respondió Marcos, sosteniéndome la mirada-. Lo único que puedo pensar es que tuvo la desgracia de encontrarse con un mal nacido. De dónde salió él, no lo sé.

Yo sabía que su hipótesis, la misma que sostenían todos, era harto improbable. Una niña de doce años es lo bastante mayor como para no irse con el primer extraño que la invite a acompañarlo, y lo más normal es que oponga resistencia si intentan llevarla por la fuerza, lo que me constaba que no había sucedido. Pero Marcos podía creer de buena fe en aquella conjetura. No tenía los datos de que yo disponía para afirmar su inconsistencia.

– Le digo lo que les he dicho a sus hermanos -advertí-. Si eso es todo lo que me cuentan, y si seguimos como hasta ahora, es decir, sin un solo testigo que viera a su sobrina la tarde en que desapareció, nos dejan desarmados. Nos volveremos a Madrid y empezaremos a mirar fichas de violadores, a comprobar quiénes estaban en libertad condicional o habían salido con permiso de la cárcel, etcétera. Un camino largo, difuso y muy poco esperanzador. Por eso les insisto en que traten de pensar y nos den algo con lo que trabajar. Aunque sea una tontería, eso ya lo comprobaremos nosotros. ¿Es que no hay nadie que se les ocurra que pudiera ir esa tarde a casa de su hermano y sacar a la niña de allí?

– Nadie. O cualquiera, sargento. Aquí nos conocemos todos. No creo que mi sobrina hubiera dejado de abrirle a nadie del pueblo. Pero de verdad que no se me ocurre quién de aquí pudo ser.

Crucé una mirada con Chamorro. La invité a que siguiese ella. Con un candor casi virginal, le preguntó a Marcos:

– ¿Podría decirnos qué hizo usted la tarde del catorce de agosto?

6. Un papel de laboratorio.

La coartada de Marcos Gutiérrez era la que cabía prever. Hasta las seis y algo había estado en la tienda. Luego había venido a buscarle su hermano Samuel para dar una vuelta por el monte. Y a las ocho y media estaba recogido en su casa. No me cabía duda de que se había preocupado de acordar la historia con su hermano. Sobre todo porque era curioso que llegara a su casa justo a la misma hora que Samuel nos había dicho que había llegado a la suya, cuando antes Marcos había tenido que pasarse por la tienda para hacer la caja, según él mismo nos contó. Pero que se hubieran concertado para decirnos lo mismo no quería decir que mintieran. No a los efectos que a nosotros nos importaban.

También Marcos, antes de marcharnos, nos dejó patente el cariño que sentía por la pequeña Camino. No lloró, como sus dos hermanos, pero quiso que supiéramos hasta qué punto mantenía una relación estrecha con su sobrina:

– Muchas tardes venía a la tienda y me ayudaba. Era muy dispuesta y tenía mucha gracia con las clientas. Lo que son los críos. Se sabía todos los precios de memoria. Dios, qué perra vida.

Marcos salió a despedirnos a la puerta de la tienda. Con la luz que había en la calle, pude observar con ventaja sus hombros. Por fortuna, tengo buena vista, y Marcos Gutiérrez tenía el mismo problema que la mayoría de los hombres de su edad.

– Le ha caído algo ahí -dije, mientras hacía como que le limpiaba el hombro-. Ah, no es nada, un poco de polvo.

– Gracias -dijo Marcos, con ese azoramiento que siempre le produce a uno que otro le descubra alguna mácula en su aspecto.

Para entonces, tenía ya bien aferrado entre el índice y el pulgar un cabello de nuestro sospechoso. Siempre le queda a uno esa posibilidad, cuando falla el chicle. Sólo es necesario que el cabello esté entero, hasta la raíz. Como sucede con los cabellos desprendidos o con los que uno pueda arrancar. Esto último es más difícil y violento, pero siempre cabe decirle al tipo que tiene algo en la cabeza y sacárselo así. Puedo atestiguar que es factible.

– Bolsita -le dije a Chamorro, cuando estuvimos aposentados en el interior del coche.

– ¿Lo conseguiste?

– ¿Acaso lo dudabas?

– Algún día alguien se va a dar cuenta y se te va a enfadar.

– Resolveré ese problema cuando se me presente.

– A lo mejor te mete un juicio, por asalto a la intimidad.

– No pienso utilizar esto como prueba ante ningún juez. Sólo es un atajillo para acelerar la investigación. Ya conseguiremos con mejores artes las pruebas fetén para emplumar al que sea.

Chamorro me tendió la bolsita y dejé caer en ella, cuidadosamente, el pelo que le había sustraído a Marcos.

– Deberías verte la cara. ¿Te enfadarás si te digo que a veces eres como un niño, mi sargento? -preguntó mi compañera.

– Para nada. Intento no dejar de serlo del todo. Los niños saben conservar la ilusión, en medio de este horror que es la vida.

– Salvo cuando el horror cae sobre ellos.

– Por eso tenemos que cazar a este cabrón. Siempre habrá otros, y ya sabes lo que nos encontraremos cuando lo tengamos en la jaula, a un pobre tipo que nos dará todavía más lástima que asco. Ésa es la vida. Como sabemos que no hay forma de acabar con el mal, nos consolamos desactivando a sus instrumentos más torpes. Quizá no es mucho, ni es lo mejor. Pero bueno, algo es.

Nos quedamos en el pueblo un par de días más, para que no se dijera que no nos esforzábamos. Entre los paisanos a los que entrevistamos personalmente, y aquellos otros a los que sondearon nuestros compañeros del puesto, juraría que no quedó hombre, mujer, niño, viejo ni perro al que no se le preguntase si había visto a Camino Gutiérrez la tarde del catorce de agosto. Nadie supo dar razón de ella, ni aportarnos una pista que nos condujera al asesino.

Poco a poco conseguí limar asperezas con el sargento primero Sandoval, a quien no sin ciertas dificultades convencí de que trataba con un profesional suficientemente serio y riguroso y no con el vivalavirgen por el que mi aspecto y mi discurso le habían inducido a tomarme en un primer momento. Gracias a ello, conseguí que compartiera conmigo la radiografía que, como buen jefe de puesto, le tenía hecha al pueblo. Y me enteré de alguna que otra cosa jugosa y sorprendente, pero de nada que pudiera arrojar alguna luz ni abrirme ningún camino en la investigación. Todo apuntaba a que cuando le echáramos el guante al asesino, si es que llegábamos a hacerlo, nos encontraríamos con el típico buen vecino del que jamás nadie habría sospechado que… Lo que por otra parte no debía resultarnos demasiado chocante. A menudo, ése es el patrón al que responde el delincuente sexual.

Cuando tuvimos claro que allí no había nada más que rascar, regresamos a Madrid. Antes fuimos a ver a los padres, a quienes les contamos que estábamos analizando muestras y que debíamos procesar la información que teníamos y cruzarla con nuestros archivos para poder cerrar el perfil del sospechoso y avanzar en la investigación. En fin, la clase de vaguedad que cualquier ciudadano medianamente suspicaz interpretaría como una larga cambiada. El padre de Camino no formuló la más mínima protesta. Pero la madre, con su sequedad habitual, dijo:

– Lo que tienen que hacer es apretarles más. Si les aprietan, el que sea se vendrá abajo.

– Mujer, déjalo ya -suspiró el marido, con aire desesperado.

– No descartamos ninguna pista, señora -dije-. Pero tampoco puedo ocultarle que por el momento no hemos encontrado nada que respalde sus sospechas. Y todo el mundo tiene derecho a que se le trate como inocente hasta que no se pruebe lo contrario.

– Me parece usted un poco blando, sargento -opinó la mujer-. Me da que otro un poco más recio ya lo habría conseguido.

No es agradable que una mujer cuestione tus agallas, pero la peculiar elección que hice en la vida, y el hecho de no ajustarme ni al arquetipo de guardia pegón que tiene todavía interiorizado mucha gente de pueblo, ni al de insolente sabueso norteamericano que suele habitar la mente de los de ciudad, me exponen a menudo a la desconfianza. Por fortuna, aunque sentir que no creen en ti siempre pica un poco, sólo duele las primeras veces.

Resistí pues de manera satisfactoria la tentación de redimirme a los ojos de aquella madre participándole lo que no debía contarle. Aunque me costara, preferí irme con su desdén colgado a la espalda antes que avanzarle que hacía dos días habíamos remitido al laboratorio unas muestras que nos permitirían verificar con fiabilidad casi absoluta su suposición. Sólo había que comprobar si el ADN del semen extraído del cadáver de su hija coincidía o no con el que podía obtenerse de la saliva de José y Samuel y la raíz del cabello de Marcos Gutiérrez. Llevaba un tiempo, pero cuando tuviéramos el análisis sabríamos si estábamos ante un caso resuelto, y la confirmación de sus temores, o ante unos tíos injustamente acusados y un largo futuro de quebrarnos la cabeza.

Aunque el resultado del análisis me provocaba una inevitable expectación, también tenía razones para la tranquilidad. Saliera lo que saliera, algo habríamos conseguido. Hay quien aspira, o dice aspirar, a remediar todos los males del mundo. Yo me conformo con que cada día, al levantarme, me aguarde en mi mesa un dibujo un poco menos emborronado que el día anterior.

En el pueblo, el ambiente se mantuvo menos apacible. Recibimos una llamada de Sandoval. El hermano pequeño, José, había protagonizado una agria discusión con la madre de la niña. Los nuestros habían tenido que intervenir para separarlos. Sandoval completó el informe con el laconismo que le caracterizaba:

– No se hicieron daño. Ya le he dicho a la mujer que se esté tranquila y al cuñado que no se le acerque. Veremos.

– Así que José -dijo Chamorro, cuando le conté el incidente.

– ¿Crees que eso le hace más sospechoso? -le pregunté.

– Quizá no. ¿Y tú? Vamos, seguro que tienes tu candidato.

– ¿Me estás pidiendo que apueste?

– Por qué no.

– No lo sé, ni quiero pensar. Prefiero que no sea ninguno. Como sea alguno de ellos no me va a dar ninguna alegría.

Esa misma tarde nos llegó el resultado de los análisis. Qué fría y parca queda la verdad, escrita en un papel de laboratorio.

7. Un asunto familiar.

En el camino de Madrid al pueblo, mientras Chamorro permanecía concentrada en la conducción, pensé largamente en la difunta Camino Gutiérrez Expósito. Su vida le había dado para conocer la luz del sol, el sabor del agua fresca o el del pan recién hecho; para admirar las estrellas en las noches despejadas, esperar ansiosa la llegada de los Reyes Magos y después dejar de creer en ellos. Y poco más. Pensé que ignoraba si había sentido el calor agridulce del arrebato amoroso, que desconocía lo que quería ser cuando se hiciera mayor, si es que deseaba algo, y que tampoco me constaba, por ejemplo, si había vivido el sobresalto de descubrirse un buen día mujer. Sólo sabía que era simpática, que todos la querían, que era una niña responsable y cariñosa. Y podía mirar a la cara que había tenido antes de que la muerte se la vaciara de luz. Me observaba desde una fotografía de primera comunión y desde otra, más reciente, tamaño carnet. Incluso en la segunda, más pequeña y borrosa, despuntaban sus enormes e intensos ojos azules. Camino había sido la típica niña rubia de aire límpido y angelical. Quizá, con el tiempo, se hubiera convertido en una de esas mujeres que saben conducir a los hombres a diversas formas de perdición. Y quizá hubiera disfrutado con ello. O quizá le hubiera servido para sufrir ella también. Pero le habían interrumpido el viaje antes de que pudiera hacer o hacerse algún mal. ¿Por qué a ella y no a quien la había asesinado? Ése es el tipo de preguntas que uno no debe hacerse nunca. Conducen a la melancolía, como también me invitaba a ella la perspectiva de tener que enfrentarme al culpable. Otros, aunque fuera brevemente, habían disfrutado de la gracia y la desenvoltura de aquella niña. A mí, que jamás iba a verla, me tocaba en cambio habérmelas con la siniestra presencia de aquel hombre lastrado por la atrocidad cometida. No es nada reconfortante comprobar que a uno le incumbe siempre eso, el lado penoso y mugriento de la historia.

– Me resulta increíble -dijo de pronto Chamorro.

– ¿Por qué? -dije yo, volviendo de mi ensimismamiento.

– Parece mentira que a estas alturas pase algo así. Es como si retrocediéramos en el tiempo, a la España negra de hace cincuenta años. ¿Cómo es posible que quede todavía esta clase de gente?

– No sé si tu diagnóstico es muy correcto -dudé-. Por un lado, es verdad que esto parece fruto del atraso y la bestialidad ancestral. Pero por otro, tiene una faceta desdichadamente moderna. La misma que hace proliferar a esos pervertidos que fotografían niños desnudos en las guarderías. Habría que pensar por qué el personal tiene últimamente tantos desórdenes de esa índole, y por qué es capaz de llevarlos a los extremos más inmundos.

– No irás a decirme ahora que la culpa la tiene el relajo de las costumbres -insinuó mi compañera, con espanto-. De ahí a sumarte a los que justifican la violación de cualquier chica que ose ponerse una minifalda sólo hay un paso, mi sargento.

– No, el relajo nunca daña. Al revés, me temo que el problema está en que a la gente le tensan demasiado y con demasiada frecuencia el subconsciente. Desde los que para anunciar una marca de aire acondicionado te sacan a una maciza haciendo un striptease hasta los que publican esas revistas para adolescentes con titulares tales como Veinte secretos para ponerle a cien. El inconsciente es una máquina jodida, en eso Freud tenía más razón que un santo, y no todos somos igual de capaces de mantenerlo a raya. Toda esta manía generalizada de revolucionarlo a tope para cualquier nimiedad tiene que acabar produciendo consecuencias.

Chamorro sacudió la cabeza.

– No sé que me deja más patidifusa. Si que le des la razón a Freud o esta sensación que me está entrando de que disculpas a los pobrecitos que se echan al monte inducidos por la publicidad.

Como ya temía que iba a malinterpretarme, sonreí.

– Que mis relaciones con Freud no sean cordiales no quiere decir que le niegue el pan y la sal. Y en cuanto a lo segundo, parece mentira que me conozcas tan poco. Yo no disculpo a nadie. Al revés. Creo firmemente en el pecado original. El ser humano es culpable por naturaleza, porque en la inmensa mayoría de los casos, cuando hace una canallada, también pudo elegir no hacerla. No estaba haciendo consideraciones morales, sino mecánicas. Intento comprender el mecanismo que lleva al delito, nada más.

– No sé, no sé -receló Chamorro-. Me da que tienes por ahí revoloteando una fibra cavernícola. Deberías vigilarte bien.

En fin, como uno nunca tiene la certeza de ser trigo limpio, no podía oponerme con contundencia a la conjetura de mi compañera, así que la dejé estar. Cuando llegamos al pueblo, fuimos en primer lugar a la casa-cuartel y le pedí a Sandoval un par de hombres. Podría haberme arriesgado, pero iba a detener a alguien más fuerte que yo, no estaba seguro de que se aviniera y tampoco quería a aquellas alturas exponerme a que se me escapara.

Su reacción, cuando nos presentamos ante él y le pedimos que nos acompañara, me confirmó lo acertado de no ir solo.

– Me dejaré llevar por no montar un lío -dijo, hosco-, porque a las malas los cuatro juntos no me ibais a poder.

Siguió en la misma actitud cuando Chamorro y yo, ya en la casa-cuartel, nos encerramos con él para interrogarle:

– Ni así me arranquéis la piel a tiras me vais a hacer reconocer que hice una cosa que no he hecho. Esto es una gilipollez.

Le observé. Traté de hacer el ejercicio que siempre hacía el brigada Atienza, el más antiguo de la unidad y también el interrogador más curtido: adivinar a primera vista si el detenido iba a confesar o no. Él no fallaba nunca, pero ni yo tenía su experiencia ni tampoco su habilidad para aquellos menesteres. Me limitaba a aplicar, no siempre bien, las lecciones que de él había recibido. Y tenía que conseguir que aquel hombre cantara. Todo iba a ser mucho más fácil y mucho más limpio si lo hacía.

– Tranquilo, señor Gutiérrez. Nadie le va a poner una mano encima. Ni siquiera le pienso insultar. Pensemos en lo importante.

Saqué mi teléfono móvil. Mi oponente me miró, escamado.

– A ver, deme el número de su casa -dije.

– ¿Cómo?

– El número de su casa -repetí mirándole a los ojos-. Sería bueno que hablara con su mujer. Y también con sus hijos. Es bastante posible que tarde mucho tiempo en volver a verlos.

Al principio, se quedó descolocado. Luego me dio el número y, cinco minutos después, el tiarrón lloraba a moco tendido mientras al otro lado de la línea su hija le contaba lo que había hecho durante la mañana. Cuando acabó, le hice una seña a Chamorro.

– Sabemos que fue usted -dijo, con suavidad-. Y tenemos pruebas, porque dejó un rastro demasiado claro. Le aseguro que no tiene ningún sentido que se resista a hablar, a estas alturas.

– Verá, señor Gutiérrez -añadí-. Para usted esta situación es nueva. Pero mi compañera y yo la hemos vivido muchas veces. Sabemos como va esto mucho mejor que usted. Y si hay algo de lo que no debe caberle ninguna duda es que después de contarnos lo que pasó se va a sentir aliviado. Les pasa a todos.

Le costó ponerlo en palabras. Al principio usaba tantos rodeos que casi no se entendía lo que quería decir. Pero luego empezó a hablar de forma mucho más precisa, a nombrar todo, los actos, los lugares, los objetos. A partir de cierto momento, me dio la impresión de que no estaba contando algo que había hecho, sino una película que había visto. Eso le permitió proporcionarnos todos los detalles que podíamos necesitar. Tres cuartos de hora después de sentarnos con él, habíamos logrado arrancarle una confesión exhaustiva, y elementos suficientes para respaldarla con otras pruebas. Con los homicidas impremeditados, como lo era aquél, sucede más a menudo y más fácilmente de lo que se cree.

No pude odiarlo, desde luego. Estuve a punto de preguntarle por qué, pero supe que la pregunta era inútil: no había ninguna razón. Simplemente se le había desbocado el caballo, y luego había intentado ocultar los platos rotos. Es un cuento oscuro, triste y estúpido, pero se repite con recalcitrante frecuencia.

Antes de separarme de él, José Gutiérrez me preguntó:

– Sargento. ¿Es verdad que en la cárcel, a los que…?

Aquello era el remate. Incluso Chamorro bajó los ojos.

– No se preocupe -le dije-. Le darán protección.

Nunca me gustó, pero desde entonces me gusta aún menos. Por nada del mundo quiero encontrarme con un asunto familiar.

(Este relato se publicó originalmente por entregas en el verano de 2002 en el diario El Mundo.

Un asunto conyugal

1. Un pésimo augur.

El verano siempre me provoca sentimientos contradictorios. Pero no me refiero al verano en general, sino a esa parte de él, el mes de agosto, en que se deja sentir un cierto abandono del mundo corriente: cuando las ciudades y las oficinas están vacías, los periódicos son escuetos y apenas informan (incluso aunque alguien tenga el mal gusto de iniciar o sostener una guerra) y la gente parece abdicar, cuando no renegar, de su vida cotidiana. A mí me gusta la vida cotidiana, y me desasosiega la excepcionalidad. Lo que en cierto modo resulta una paradoja, teniendo como oficio fisgar en la vida de los demás cuando les sucede lo más excepcional de todo, que es dejar de vivirla. Pero así es, y por eso prefiero pasar la mayor parte de agosto trabajando, cosa que mi antigüedad me permitiría evitar, y que casi nadie comprende.

Aquella mañana de agosto, mientras iba en el metro invariablemente atestado (cada vez somos más los parias, y menos holgados los medios puestos a nuestro servicio), me encontré con una noticia que indicaba que había gente para la que aquel mes resultaba aún más desagradable. Según decía el periódico, la víspera una mujer había sido asesinada a hachazos en un pueblo de Toledo. Con la delicadeza habitual en estos casos, el periodista no se privaba de detallar, a todas aquellas personas a las que pudiera dolerles saberlo, que la crueldad ejercida sobre ella había sido tan brutal, y el arma empleada tan poderosa, que uno de sus brazos había quedado separado del tronco, y la cabeza, apenas unida por unas hebras de tendones, músculo y cartílago intervertebral. También contaba que el marido de la fallecida estaba detenido, como principal sospechoso del crimen. Vagamente se hacía alusión a un historial de malos tratos y amenazas; en fin, la historia tantas veces repetida que, como sucede con cuantas tragedias se exponen con cierta reiteración al sobrealimentado homo sapiens telespectator, ya no conservaba la capacidad de impresionar a nadie. Prácticamente no habría habido noticia de no haber sido por lo cruento del procedimiento exterminador, que sin duda por eso quedaba descrito con tanta minuciosidad y truculencia.

Al llegar a la unidad me tropecé con sus dos miembros más madrugadores. El taciturno alférez Gracia, que exploraba con ahínco un listado de llamadas de teléfono móvil, y mi usual compañera de fatigas, la cabo Chamorro, que estaba colocando en un expediente el resultado por ahora fallido de unos perfiles genéticos. Los habíamos pedido en relación con uno de esos muertos que suelen darnos, una muchacha que había aparecido descuartizada tres años atrás en una cuneta de una población turística de Alicante. Algún día, sostenía desafiante Chamorro, a todos los hombres nos obligarían a depositar nuestro perfil genético en un ordenador, para poder cruzarlo al instante con cualquier resto de semen encontrado en cualquier víctima o lugar de un crimen. Pero mientras la sociedad no adoptara tan juiciosa y útil providencia, nos veíamos forzados a buscar a tientas, a localizar a algún tipo que pudiera ser el propietario de la basurilla seminal y a conseguir que se le sacara el material biológico pertinente con mandato de un juez, si no acertábamos a hacerlo con astucia. Luego tocaba pedir al laboratorio que hiciera el cruce con la muestra original, procedimiento lento y costoso que la mayor parte de las veces, como había sucedido con aquellos análisis, resultaba negativo. Pero en fin, ése era nuestro negocio, y nuestra obligación, no desanimarnos aunque no se vislumbrara ninguna perspectiva.

– A tus órdenes, mi alférez -le dije a Gracia, que me respondió con un murmullo inaudible, quizá el mismo bisbiseo con que iba señalando ciertos números en el listado; y mirando a Chamorro, le anuncié, al tiempo que le tendía el periódico-: Página 19, nuevas razones para el exterminio de todos los individuos con cromosoma XY, salvo unos pocos seleccionados genéticamente y recluidos en granjas para usarlos sólo como material reproductor.

Chamorro me buscó recelosa los ojos. Su cerebro, aunque ya bien despierto, procesaba aún mi rebuscado comentario. Y lo hizo bien, como de costumbre. Sin alterar el gesto, declaró:

– Nunca he propuesto que se haga eso. Bastaría con amputaros los brazos a todos al nacer. Y a algunos, otra cosa.

– Cada día estás más intuitiva, Virginia -observé-. Léelo, porque la cosa va de amputaciones, precisamente.

Chamorro dejó lo que estaba haciendo y, muy ceremoniosamente, cogió el periódico, buscó la página que le había indicado y leyó en silencio la noticia. Conocía su velocidad de lectura, por lo que deduje que se había quedado mirando la fotografía de la víctima un rato después de haber concluido con el texto.

– Sandra Navarro -dijo-. Treinta y cuatro años. Hace sólo quince, creería en que viniera un chico bueno, fuerte y guapo a hacerla feliz. ¿En qué punto del camino se encontró con esto y se dio cuenta de que ese personaje no era de su cuento sino de otro?

– Chamorro, no seas melodramática. Ni la vida de Sandra ni la tuya ni la mía son un cuento. La vida es mugre, cosas a medias y gente que no sabe estar a la altura. Lo malo es cuando a alguien se le va la olla y decide rebasar el nivel de mugre habitual.

– Aquí lo dice -siguió Chamorro, como si no me hubiera oído-. Mira, llevaban seis años casados. ¿No se supone que es a los siete cuando se os pelan los cables y os volvéis bobos?

Me quedé un instante meditando. Chamorro conocía mi historia particular. No en detalle, porque de ciertos asuntos no hablo más de lo que me parece que es imprescindible hacerlo, pero sí lo suficiente como para que su pregunta pudiera tener segundas o terceras lecturas. Sin embargo, hace muchos años que adopté como regla creer en principio en la buena fe de la gente, aun estando siempre preparado para descubrir que cualquier ser humano que me cruzo pueda carecer, eventual o permanentemente, de ese atributo. Y de mi compañera me constaba la bondad por muchos casos y razones que no es el momento de recordar.

– No sé, Virginia, yo siempre he sido bobo y mi matrimonio duró ocho años. Supongo que soy una de esas rebabas de la estadística que sirven para compensar otras rebabas para que al final salga el promedio. Así que sólo puedo hablar de oídas. En todo caso, si éste fuera un asunto que por la razón que fuera nos cayese en suerte, que ya me imagino que no, porque el tipo habrá confesado y para eso no necesitan a dos comemierdas como nosotros, no diría yo que tu actitud es la que se espera de una buena profesional. Estás reduciéndolo todo a una caricatura. Deberías tenerle a esa muerta el respeto de contemplar la posibilidad de que su vida haya acabado prematuramente por razones complejas.

A Chamorro se le endureció un poco el semblante. Pero quizá no era contra mí, sino contra sí misma. Por haberme puesto en disposición de afearle algo que sabía que a mí podía complacerme afearle y que a ella, en cambio, le reventaba que le imputaran. Con todo y estas reyertas dialécticas matinales, Chamorro y yo, al cabo de los años de patear caminos y calles, dormir poco y tratar con homicidas, nos habíamos cogido cariño. Aquello era una especie de gimnasia, como la de esa gente que justo después de despegarse del lecho, incomprensiblemente, se pone a hacer flexiones.

– En todo caso -rompí aquel tenso silencio-, tampoco tiene mucho sentido que le demos vueltas, porque ésa nunca va a ser nuestra muerta, ya te digo. Aunque los colegas de Toledo tengan a más de la mitad de la unidad de vacaciones, que la tendrán, esta noche le están poniendo al cafre entre las manos al juez. Orden de prisión incondicional y a esperar al jurado dentro de un añito. Una valerosa abogada de oficio se fajará ante el tribunal, y la chica saldrá en la tele local unos días, para orgullo de su mami, porque sea cual sea la razón, a una madre siempre la enorgullece que su hija salga en la tele, pero no conseguirá nada más que un veredicto unánimemente condenatorio, y a otra cosa mariposa.

– ¿Por qué abogada? -preguntó Chamorro, con cierto mosqueo.

– Ahora todo son abogadas. O juezas, o fiscalas. Para trabajar con leyes hay que saber leer textos largos, y la mayoría de los varones de las nuevas generaciones ya sólo sabe leer cosas cortas, como el nombre de Raúl en la parte posterior de la camiseta.

Siempre he sido un pésimo augur. Justo entonces entró el capitán y, sin pararse a darnos los buenos días, dijo:

– Vila, Chamorro. Venid a mi despacho. Os vais a Toledo.

2. Carpintero, no leñador.

Con el comandante Pereira de vacaciones, el capitán Rosell hacía de jefe de grupo y repartidor de juego. A él le había llegado la llamada del coronel muy de mañana, y ahora, según la prerrogativa de su rango, le estaba pasando a la tropa, o sea, nosotros, la patata ardiente y pringosa que había que comerse. No es que Rosell fuera, por cierto, el típico señorito. Más de una vez lo había tenido a mi lado en el coche, hincándose una madrugada de mierda frente a la casa de un sospechoso, y por eso me sabía cosas como que le gustaba King Crimson, que de chaval era un as cascando peonzas y que había perdido la virginidad a los quince años con una primita de moral endeble, tres años mayor que él y que respondía al desconcertante nombre de Eduvigis. Pero aquel agosto hacia de jefe de la tienda, y era su derecho y su deber seguir allí mientras nosotros cogíamos carretera y manta. Antes de despacharnos, de todas formas, nos instruyó sobre el caso, hasta donde le era posible con la información de que disponía.

– Bueno, pues parece que hay un poco de mal rollito, pese a lo que habréis pensado leyendo los periódicos -explicó-. Fue el maromo el que dio el aviso. Y cuando se presentaron los del puesto, se lo encontraron arrodillado al lado de la difunta. La había tapado con una manta y miraba el bulto con aire ausente. Parecía haber echado alguna lágrima, pero entonces no estaba llorando. Sólo la miraba. Les costó despegarle de allí, y también que empezase a hablar. Y aquí viene el principio del problema. En ningún momento se confesó culpable. Les dijo, y es lo que sostiene después de toda la noche dándole caña, que volvió del trabajo y se la encontró así. Que la tapó y marcó el 062, y que eso es todo lo que sabe. Que no tiene ni idea ni de quién lo hizo, ni cómo.

– Vaya, eso no es muy común en este tipo de crimen -opiné.

– ¿Por qué crees que estamos hablando tú y yo de esto, mi perspicaz sargento Bevilacqua? -tomé nota, Rosell no solía usar mi apellido completo-. En lo que va de año, llevamos 69 mujeres asesinadas. Ésta hace la 70, y además le llega a la gente mientras está en la playa, para agriarle la paella y la sangría. Yo creo que eso contribuye a que nadie le preste mayor atención, pero los hombres sabios de arriba piensan de otra manera y no les hace mucha gracia que encima de tener otra mujer muerta, lo que ya nos desacredita y denota que no somos capaces de cuidar a la ciudadanía, tampoco podamos llevarle al juez al tipo bien jodido y casi sentenciado, como procede en estas historias. Porque hay otro detalle antipático. No tenemos el arma homicida. Por el aspecto de los tajos y la potencia es un hacha de mango largo y hoja respetable. Pero no ha aparecido, ni en la casa, ni en contenedores de basura, ni tampoco en la carpintería que regentaba el marido. Y él dice que ni siquiera tiene hacha. Que es carpintero, no leñador.

– Bueno, eso es una respuesta ingeniosa -aprecié-. Por lo menos no se trata del típico mastuerzo apaleamujeres.

– Pues oye, si te divierte -advirtió el capitán-, vas a tener ocasión de disfrutar de su ingenio en vivo y en directo.

– Ya me voy haciendo a la idea.

– En el periódico dice que la mujer había denunciado amenazas y malos tratos en el pasado -apuntó Chamorro.

– Y el periodista tiene buena fuente. Exactamente diecisiete denuncias. Y una hospitalización. Eso lo pone todo más chungo.

– O sea que, ingenioso o no, como mastuerzo y apaleamujeres si que está acreditado -dedujo mi compañera, mirándome.

– Pues sí. Y el brigada del puesto, ya te puedes imaginar el marrón, dice que tramitaron todas las denuncias y que él fue personalmente al juzgado a pedir que le metieran algo de presión al tío, porque por su cuenta, y con los métodos tradicionales, no conseguía nada. Confidencialmente, asegura que una noche, en el puesto, le amenazó con molerlo a hostias si volvía a pasar.

– ¿Edad del brigada? -inquirí.

– Cincuenta y cinco.

– Ah, los bellos viejos tiempos. Bendita inocencia, en el fondo. Si se las hubiera pegado, él sí estaría encerrado en un castillo.

– No te creas que no lo sabe, y por eso no pasó de la amenaza. La cosa es que los del juzgado nunca se mojaron. Está en otro pueblo y ya sabes, es uno de esos civiles y penales a la vez, que lo mismo resuelve accidentes de tráfico que herencias y divorcios y problemas de lindes o de comunidades de vecinos o de letras impagadas. Además de robos, lesiones, y ahora, homicidios.

– La gloriosa organización del poder judicial, una vez más.

– Y esto para una población de derecho de cuarenta mil, y flotante en verano de otro tanto o más, con los paisanos que viven en Madrid pero que van a pasar el agosto a la casita del pueblo.

– No estaba pensando mal de su señoría, mi capitán -aclaré-. No dudo de que le sobra el trabajo, imagino que no fue por crueldad por lo que se abstuvo de proteger a esta desdichada.

– Por mí ya sabes que como si te cagas en su señoría.

Lo sabía. Rosell había estado destinado en el País Vasco y lo habían procesado varias veces por supuestas torturas. Bueno, eso nos había sucedido a casi todos los que habíamos pasado por allí, pero Rosell se lo había tomado un poco a la tremenda y desde entonces no guardaba una especial sintonía con la judicatura.

– Una preguntita, mi capitán, si te consta. ¿En la autopsia han encontrado algo, aparte de los hachazos?

– Sí, tío, como sabía que iba a encargártelo a ti y que eres un tocapelotas, he hecho los deberes. Restos de comida, espaguetis boloñesa principalmente. Una digna ración de alcohol en sangre, allá por 0,9. Y en la parte de los bajos, perdona Chamorro, eso que queda cuando alguien no se pone impermeable. Y no poco.

– Guay -dijo Chamorro-. Dios, qué asco de historia.

– En otra vida deberías hacerte galerista, o gerente de fundaciones culturales o azafata de festivales de cine -le sugerí-. Tratarás igual con un montón de degenerados, pero más vistosos.

– Vale, mi sargento. Muy ocurrente.

– Venga, dejaos de chorradas y al tajo -nos reprendió Gracia-. Al angelito lo tenemos almacenado en el puesto. Los de Toledo de policía judicial han destacado a tres elementos, que son los que hicieron el trabajo de campo. También puede que esté por allí el teniente jefe accidental, ya sabéis que en estas fechas todos los jefes somos accidentales. Y los del puesto, que andan rastreando el pueblo en busca de un hacha para talar secuoyas. Tenéis prioridad para enfrentaros al sospechoso y para todo lo que necesitéis. Si hay alguna pega, llamáis, se la paso al coronel, él llama a quien deba y al que sea le funden el tricornio. Si la pega os la pone la autoridad judicial, ya sabéis, os jodéis. ¿Alguna cosa más?

– Todo muy clarito, mi capitán -repuse-. Incluso para alguien tan lento como yo. A Virginia supongo que le sobra.

– Pues en marcha. Y no os cojáis el Laguna, que voy a salir a una gestión y tengo que dar imagen.

Ya, pensé para mis adentros. Lo que ocurría era que el climatizador del Laguna zumbaba mucho más que el del Mégane, que era lo que teníamos que llevarnos si no nos dejaba el otro. El Mégane tenía diseño, y para ser justos con él, tiraba bastante, pero en confort había un abismo. De todos modos, no hacía mucho que teníamos aquel chollo de los coches en renting, que nos permitía conducir últimos modelos y preocuparnos de esas pijadas. Recordaba aún los años en los que teníamos que ir a lomos de cualquier cosa, desde coches que casi eran de época hasta decomisados. En ese punto, los tiempos habían cambiado sin duda a mejor.

Nos pusimos en marcha, entre unas cosas y otras, a eso de las diez menos cuarto. La hora punta comenzaba a extinguirse en Madrid y salimos relativamente rápido de la ciudad. El pueblo al que nos dirigíamos estaba a unos sesenta kilómetros, no debía de llevarnos mucho más de media hora plantarnos allí.

– Ay, Chamorro -dije-, con lo bonita que podría ser la vida si la gente aprendiera a contar hasta diez algunas veces.

– A lo mejor entonces estábamos en el paro. Ni tú ni yo tuvimos mucha suerte antes de probar a entrar en esto. Acuérdate.

– Cierto. A lo mejor es que estamos predestinados. El buen Dios, que hace lobos asesinos, también ha de hacer perros policías como nosotros. El buen Dios tiende a preferir las cosas simétricas.

– ¿Eres teólogo, ahora?

– No, Virginia. Voy a cumplir cuarenta. Y eso me pone místico.

3. Determinación de matar.

El pueblo tenía una apariencia próspera. Aunque nada en él era excesivamente bonito (ni siquiera la torre de la iglesia, que casi se salva en cualquier villorrio), se notaba que el dinero fluía, del modo en que eso suele traducirse en este país: a fuerza de ladrillos, ya fueran los de las naves industriales y los chalets levantados por particulares, o los de polideportivos y otros equipamientos (según la jerga municipal) erigidos por el consistorio. Nuestro chamizo, en cambio, era uno de esos vetustos y ajados, y al mirar las viviendas uno adivinaba que, salvo que las mujeres de los guardias (o sus parejas sentimentales estables, para ser más precisos) hubieran empleado sus mejores esfuerzos, sus condiciones de habitabilidad no debían de ser como para tirar cohetes.

El brigada Aranda, al mando de nuestro parco pero aguerrido destacamento en el lugar, nos informó de que el sospechoso dormía, después de una madrugada intensa que se había prolongado hasta las seis. Hay quienes consideran que la tortura psicológica consistente en no dejar dormir al interrogado constituye un eficaz auxiliar en la búsqueda de la verdad. Y no niego que en ciertos casos pueda serlo ni que alguna vez yo mismo la haya utilizado. Pero ni en este supuesto me parecía de especial ayuda, ni con carácter general me da otra sensación que la de estar fastidiando más allá de mis atribuciones a un ser humano y la de estar espesándole el entendimiento y devaluando tanto la calidad como la exactitud de su testimonio. Así que decidimos darle un poco más de cuartelillo y, aprovechando el tiempo, desplazarnos al lugar del crimen para verificar una somera inspección ocular.

Uno de los guardias del puesto nos acompañó. Los de policía judicial de Toledo se habían ido a dormir un rato, porque habían acabado tan de madrugada como el sospechoso, y tampoco me pareció elegante ni de buen compañero despertarlos. La casa a la que nos condujeron era uno de aquellos chalets nuevos que configuraban el paisaje del ensanche del pueblo. Era un inmueble aislado, con unos dos mil metros cuadrados de parcela. No era bonito, aunque tampoco del todo feo. Parecía que había sido construido de la forma más pretenciosa posible, y bajo ese criterio, lo mismo tenía unos ventanales blancos bastante finos y aparentes, que un espantoso porche con columnas en la fachada principal. Una vez dentro, mi ojo de habitante de un raquítico apartamento madrileño me permitió calcular a bulto su cabida: unos cinco apartamentos míos, es decir, alrededor de trescientos metros cuadrados. Los muebles eran buenos, casi suntuosos, y otro tanto los mármoles y los azulejos de los baños, el parquet de las habitaciones, los interruptores y apliques. La decoración, algo kitsch, no excluía figuras de esas de mujeres ligeras de ropa con chocantes rostros de cuento infantil, ni un par de piezas gordas de Lladró. En suma, que Sandra Navarro y su marido, o el uno o la otra, podían ser un poco horteras, pero tenían un buen pasar. Nada del clásico crimen cometido en un entorno cochambroso, por efecto del envilecimiento que usualmente conllevan la estrechez económica, la marginalidad social y las privaciones anexas a ellas. Eso me aportaba un primer dato contradictorio con el esquema apriorístico que, lo quiera uno o no, siempre se tiene y me había hecho también para aquel caso. No era la casa en la que suele vivir, al menos en principio, un tarugo que un buen día agarra el hacha para deforestar a su legítima. Pero lo visto tampoco suponía un impedimento definitivo a aquella hipótesis, desde luego.

Me detuve un instante a examinar las dos puertas de la casa. El marco, la hoja, la cerradura. Luego le pregunté al guardia:

– No había ninguna ventana rota o forzada, ¿no?

– Pues yo… No sé, mi sargento, creo que no.

Verifiqué por si acaso también las ventanas. Todas estaban tan intactas como las puertas. Chamorro me observó, reticente.

– Ya sé que tú vienes convencida de que lo hizo el cabrón del marido y que él tiene llaves y no necesita forzar nada -expliqué-. Pero para ser pulcros, tendremos que ir amarrando detalles. Lo que parece claro es que el que la mató podía entrar sin violencia, ya por poseer llaves o porque podía hacer que la mujer le abriera la puerta de buen grado. Eso nos permite descartar que el crimen lo cometiera un desconocido o uno de esos tarados resentidos y gratuitos de las películas de terror norteamericanas.

– Ah -dijo Chamorro-. No sabía que estuviéramos contemplando posibilidades tan extrañas.

– No lo sé, Virginia. Vivimos en un país cuyos habitantes, al llegar a la mayoría de edad, han visto dos años y medio de televisión. Eso lo hace cada vez más estrafalario e impredecible. Acuérdate del asunto de los rituales satánicos de Albacete.

Chamorro resopló. Se acordaba. Un idiota que se consideraba el vicario de Belcebú en la tierra, y que iba por ahí emporcando los cementerios de la provincia con sangre de animales, pero que por desgracia acabó convenciendo a otros idiotas, y que un día decidió que su amo pedía un sacrificio de mayor envergadura y en el delirio se llevó por delante a un chaval de trece años que tenía el mal hábito de volver solo y demasiado tarde a casa.

– Algo sí me explico ahora -apreció Chamorro-. Cómo fue posible que nadie oyera nada a las cuatro de la tarde. Porque la mujer tuvo que gritar. Pero, en este caso para su desgracia, la casa está bien aislada y tiene aire acondicionado en todas las habitaciones.

– Por lo que yo vi, puede que no le diera tiempo a gritar mucho -apuntó el guardia-. Tenía tres buenos hachazos en el pecho y otros dos en la espalda. Con el primer mandoble que le arreara debió dejarla casi lista. Fue una verdadera salvajada.

Fuimos a la habitación donde se había encontrado el cuerpo. Se trataba, significativamente o no, del dormitorio conyugal. Otro dato que respaldaba la afirmación y el buen criterio del guardia: sólo en aquel cuarto había manchas de sangre; por tanto no había habido persecución por la casa ni nada parecido. La sangre salpicaba las paredes, la colcha de la cama y algunos muebles. El cuerpo, según la marca hecha por nuestros compañeros, había aparecido entre los pies de la cama y la cómoda. Evalué la posición. Había espacio suficiente como para maniobrar con un hacha, por largo que fuera el mango, pero no llevaba más de tres o cuatro zancadas llegar desde la puerta. Probablemente la habían matado allí mismo (tampoco había, por otra parte, manchas de sangre que denotaran un traslado del cuerpo). Ya la hubiera cogido de espaldas o de frente, apenas le había dado tiempo a reaccionar.

– Hay bastantes rastros de sangre -constató Chamorro-. ¿No levantaron ninguna huella de zapato?

– Creo que varias, bueno, algunos trozos, pero eso tendréis que preguntárselo a los compañeros -informó el guardia.

– ¿Y huellas dactilares?

– De ella y del marido.

– ¿Y cabellos?

– Unos cuantos, pero creo que no han tenido tiempo de analizarlos mucho. También tendréis que preguntarles a ellos.

– Bueno, pues no será por falta de material -concluí-. Si a eso le sumamos los enjundiosos datos de la autopsia que nos avanzó Rosell, no puede decirse que aquí nos falte tela que cortar.

– Es llamativo que no hay nada roto -dijo Chamorro-. No le dio a ninguna lámpara, a ningún mueble, a ninguna de las figuritas de la cómoda. Todos los hachazos al cuerpo.

– ¿Impresiones que eso te sugiere? -pregunté.

– El tío sabía usar un hacha. Tenía capacidad de dirigir su golpe y controlar su fuerza. Y total determinación de matar. No fue una idea que se le ocurriera de repente. Ya lo había pensado antes.

– No sé si lo llevas un poco lejos -objeté-, pero creo que puede servirnos. En fin, son las once y media. ¿Cinco horitas de sueño es cortesía suficiente o se nos quejará al Defensor del Pueblo?

– Considerando las circunstancias… -valoró Chamorro.

– Bien, pues vamos allá.

En el camino de regreso al puesto, le pregunté al guardia qué concepto se tenía en el pueblo de la pareja. De él y de ella.

– Pues, hasta que empezó a hostiarla, normal -nos dijo-. Él, un tipo que trabajaba y hacía dinero, y de buen trato. Ella, una chica tirando a alegre, maja también. Nada fuera de lo común.

Así va, siempre. Nadie es fuera de lo común. Hasta que se sale.

4. Solo como un perro.

La cara de los compañeros de policía judicial de Toledo era un poema. Al cabo de doce horas currando sin parar, seis de ellas trabajándose al sospechoso, y poco más de tres durmiendo, porque después de acelerarlo mucho al cerebro no se lo para ni se lo desenchufa así como así, se bebían el café con la misma ansia con que se fuma el último pitillo el condenado a muerte.

– Joder, y lo peor de todo es que teóricamente yo me iba hoy a la playa -se quejaba el sargento-. Imagínate el cuadro, con la mujer con todo preparado y dos niños de cuatro y seis años que ayer por la mañana ya estaban con los manguitos puestos.

– Lo bueno de servir a la patria aquí es que no te machacan el verano entero mandándote a Oriente a domar musulmanes -dije-. Dándose mal, pasado mañana estás en la playa, hombre.

– No tientes la suerte, que lo mismo sí nos acaban mandando.

– Todo sea por la defensa de la civilización -proclamé.

– Yo ya no me pregunto qué es lo que defiendo, tío.

– Juiciosa actitud. En fin, vamos a ver, por ir atando algunos cabos. Nos dijo el guardia que habéis cogido pelos, huellas diversas, etcétera. ¿Habéis tenido tiempo de mirar algo?

– Afirmativo, compañero -dijo-. Somos pocos pero pringados. Las huellas dactilares que levantamos, de los dos cónyuges. Bueno, habrá que mirarlas con el microscopio y eso, pero así a ojo de buen cubero, no esperes mucho más que lo que te estoy diciendo. Las pisadas, por lo menos la mayor parte, concuerdan con el calzado que llevaba ayer el marido. Hay una, parcial y muy pequeña, que nos resulta dudosa, pero eso tendrán que verlo en el laboratorio, no aseguraría nada de momento. Y en cuanto a los pelos, pues hemos hecho un análisis morfológico basto, rápido y con los ojos ya cayéndosenos. No me atrevo a sacar conclusiones.

– ¿Y el pajarito?

El sargento se restregó los ojos, logrando sólo enrojecérselos un poco más. Luego, con aire resignado, declaró:

– Pues mira, así como para irse de copas con él o encargarle que te cuide a los hijos, no me parece. En su honor, que no ha intentado negar nada de las denuncias por agresiones y amenazas. Vamos, ni siquiera las agresiones y las amenazas en sí. Ya veréis, tiene una curiosa idea acerca de las relaciones entre hombres y mujeres y el papel que a cada uno le viene asignado en la vida.

– ¿Curiosa? ¿De veras? -inquirió Chamorro.

– Por usar una palabra suave. Ahora bien -siguió el sargento-, en cuanto a lo que nos ocupa, se cierra en banda como un galápago. Lo hemos probado todo. Le hemos dicho que el hacha aparecerá, que las circunstancias lo dejan a los pies de los caballos, le hemos presionado, dentro de la legislación vigente, por supuesto, y hasta he intentado hacerme colega suyo. Lo único que no he hecho ha sido ponerle el culo para que me diera, que uno tiene sus prejuicios. Pero oye, como si hablara con la pared. Que no sabe. Que no ha sido. Que algo debía de haber en la vida de su mujer que él no conocía, aunque se lo olía. Pero cuando habla de esto último me parece que le patinan bastante las neuronas.

– O sea, que trata de vendernos una teoría -dijo Chamorro.

– No sé si llamarla tanto como una teoría. Es más bien una paranoia. Se le ponen los ojos desorbitados y todo. Ya la escucharéis. Al parecer tiene la idea de que su Sandra era un pendón, que le engañaba y no sé qué más, y supongo que a partir de ahí se sentía con derecho para calentarla siempre que algo se le torcía o le sentaban mal las copas que se iba a tomar después de trabajar.

– ¿Alcohólico? -consulté.

– No que nos conste. Vamos, lo normal, un par de copazos para encontrar el camino de la cama, algún carajillo en invierno. Eso es lo que él dice. Por otra parte, ayer estaba sobrio, y lleva ya casi diecisiete horas sin combustible, como poco, y no ha pedido.

– ¿Tenéis por ahí las fotos del cadáver?

– Y el cadáver mismo, en las neveras del depósito comarcal. Si queréis hacer la excursión, poco más de media hora.

– Pues no de momento -rehusé-. A ver luego. Pasa las fotos.

Son duras, las fotografías de cadáveres. Están como doblemente muertos. Porque si la foto siempre mata el instante que registra, en estos casos viene a ser una tétrica redundancia. Y si el difunto ha sufrido destrozos como los que presentaba el cuerpo mutilado de Sandra Navarro, la sensación resulta todavía más deprimente. Conté no menos de catorce tajos. Una barbaridad sin paliativos.

– ¿Y de la autopsia, qué deduces? -pregunté a mi colega.

– ¿El alcohol y el semen, dices? Pues que Sandra regó bien la comida y que tuvo sexo. Respecto de lo uno, en la basura encontramos dos birras y una botella de tinto. En cuanto a lo otro, pues ya sabes que acabaremos sabiendo si es o no de nuestro hombre.

En ese momento oímos un tumulto en el exterior del puesto. Nos asomamos. Había una concentración de probos ciudadanos indignados que, por lo que pudimos oír, reclamaban para el marido de Sandra medidas profilácticas tan ponderadas como caparlo, quemarlo, darle garrote vil o descuartizarlo con un hacha, igual que él había hecho con la interfecta. Entre ellos, algunos periodistas, un par de cámaras de televisión. En fin, el circo.

– No sé yo si Aranda no tendría que llamar al jefe de línea para considerar la posibilidad de mandarnos unos cuantos chicos de la porra -sopesó el sargento-. Yo a esa horda no trato de pararla.

– Ni ellos van a tratar de entrar -aposté-. Sólo es un acto de afirmación de su conciencia de rectitud. Vamos, Chamorro, que nos toca despertar a ese hombre. Casiano se llama, ¿no?

– Bernal Taboada -completó el sargento-. Por lo que se ve, aquí son un poco sádicos para cristianar a los hijos. Oye, que os cunda. Nosotros vamos a controlar mientras que se envíen todas las muestras en condiciones al laboratorio. Si te parece bien.

– Desde luego -aprobé-. Pero no mandes todavía los pelos, hazme el favor. Quiero verlos.

– Como tú digas.

Me ocupé de que Casiano tuviese, dentro de las disponibilidades, un desayuno reparador. Café con leche, un par de donuts y un zumo de naranja que le hice yo mismo con los suministros de materia prima y utensilios que le pedí a la mujer del brigada.

– En momentos como éste, alucino contigo -dijo Chamorro.

– ¿Por qué? -pregunté, mientras apretaba la mitad de naranja contra el exprimidor-. Cristo lavó pies de pecadores. ¿Por qué voy a juzgar a mi hermano Casiano indigno de que yo le sirva?

– Nunca pierdas la ocasión de hacer bromas sacrílegas.

– ¿Broma? ¿Sacrílega? En absoluto, creo en lo que digo. Y además me relaja. Mientras realizo este pequeño y poco oneroso esfuerzo manual, preparo mi mente para la lucha que se avecina.

– Menos mal que sé que te estás quedando conmigo -apreció Chamorro-, porque si no me vería obligada a hacer el comentario tópico sobre la gente que decide estudiar Psicología.

– Es así. La mitad estamos pirados al entrar. Y la otra mitad, al salir. Pero esto no es chifladura, sino afán de originalidad.

Chamorro meneó la cabeza y decidió no seguir dándome gusto. A veces me sentía un poco tonto, pero después de tantos años llevando asuntos tristes, había aprendido que uno tiene que mantener una reserva de humor para no perder las ganas de vivir y no tratar inhumanamente a la gente que por hache o por be se cruza en el camino de un investigador de homicidios. Una parte de ella resulta ser inocente. Y la otra siempre está muy sola.

Solo como un perro, como el perro que todos le consideraban, estaba Casiano en el cuartucho que hacía de celda en aquel puesto. Aunque las paredes habían sido revocadas recientemente, eran las mismas que podían haber visto la desesperación de los detenidos a lo largo de una pila de décadas. Casiano no dormía.

– ¿Quién es usted? -preguntó al verme.

– Soy el sargento Vila. He venido de Madrid, con mi compañera, Virginia. Le traemos el desayuno.

– ¿Eso es mi desayuno?

– Sí. Disculpe que no sea mejor, nuestros medios son humildes. También tenemos que interrogarle. Pero antes reponga fuerzas.

– Oiga, ¿esto qué es, para despistarme? ¿O me han echado algo?

– No. Le necesitamos bien despejado. Coma.

5. Su hombre para los restos.

Un buen desayuno siempre se agradece en medio de la adversidad. Lo sabía, lo había comprobado muchas veces, en carne propia y ajena, y por eso me había preocupado de facilitárselo a Casiano Bernal. Después de dar cuenta de él, los ojos que volvió en mi dirección no eran hostiles. Cansados, asustados, un poco desconcertados, pero no hostiles. Un alentador comienzo.

Repasamos, porque la repetición también es una técnica policial, aunque resulte demasiado gris como para sacarla en los telefilmes, todas las cuestiones generales. Su edad, cuarenta años; sus circunstancias familiares, ahora viudo, y sin hijos; su profesión, carpintero; sus medios de vida, un taller de carpintería en el que empleaba a cinco personas y cuya producción abastecía a varios mayoristas de muebles. Era esta industria, por cierto, junto a los albañiles y otros operarios especializados que prestaban sus servicios en Madrid, la que allegaba el grueso de los ingresos con los que se sostenía, más que airosamente, la economía local.

Desde ahí, nos metimos en terrenos más conflictivos. Como nos anunciara nuestro colega, no se esforzó en negar nada.

– Pues mire, sí. Lo mismo que mi padre alguna vez le puso la mano encima a mi madre, y eso no quita para que ella lo llorase cuando se murió. No digo que esté bien, pero tampoco es para que monten lo que están montando. La televisión y los políticos están poniendo histéricas a las mujeres. Y si te toca una un poco complicada, como me pasó a mí, pues vas y te encuentras con que un día la zarandeas un poco y se va a denunciarte. Y hasta sin tocarla. Le pegas cuatro gritos, lo que antes era un desahogo normal entre marido y mujer, y resulta que es una amenaza.

Sentía las ganas de intervenir de mi compañera. Me mantuve en silencio, para que también Casiano meditase sobre sus palabras y dudase sobre el efecto que me causaban. Preguntó Chamorro:

– Y lo que registra el parte del hospital de seis de marzo pasado, dos costillas rotas y contusiones diversas, ¿también considera usted que está en los límites de la normal relación conyugal?

Casiano enfrentó la mirada de mi compañera.

– Mire, no me lo tome a mal, porque no trato de faltarle al respeto, ya que es usted autoridad -dijo-. Pero aunque no se atreva nadie a decirlo creo que lo que les pasa a las mujeres que tienen ahora eso, autoridad, es que no han aprendido a ser lo bastante frías, que les falta costumbre y se precipitan. A lo mejor dentro de veinte años, puede ser que vayan templándose. Eso es lo malo, que mujeres así son periodistas, juezas y hasta ministras. Y todo se saca de madre y por eso ahora yo, que bastante desgracia me ha caído encima, voy a comerme este marrón siendo inocente.

– Le aseguro que me tomo esto con absoluta frialdad -dijo Chamorro-. Y con toda frialdad le pregunto: ¿Le rompió usted dos costillas, y considera que eso no tiene nada de anormal?

Casiano bajó los ojos.

– Fue una desgracia. Discutíamos en la planta de arriba. Fui así como a darle y ella se apartó y se cayó por la escalera. Le juro por mi madre que nunca pasé de chillarle o darle algún guantazo.

– ¿Me permite una pregunta un poco personal?

– Usted hágala, ya que parece que es la jefa -dijo, observándome de reojo con una expresión en la que se atisbaba algún reproche.

– ¿Quería usted a su mujer?

Casiano Bernal, presunto uxoricida, pensó durante varios segundos inacabables, antes de responder.

– La quería tanto -dijo, con la voz un poco quebrada- que me hacía perder la cabeza. Y voy a decirle otra cosa. Pregúntese por qué seguíamos viviendo juntos. Por qué me denunciaba, sí, pero volvía aquí una y otra vez. Podía haber pedido el divorcio, se habría quedado con la casa y con una buena pensión. Ya, ya sé que piensan que tenía miedo de que después de eso yo viniera a matarla. Pero ella sabía que yo nunca habría podido hacer eso. La razón es otra, señora guardia. Aunque le gustara putearme, aunque me pusiera los cuernos, que me consta que me los puso un par de veces, y ya ve, no la maté entonces, Sandra sabía que era mía y que no podía ser de nadie más. Que yo era su hombre para los restos. Y sobre esas cosas, ni los jueces saben juzgar ni los policías saben ver más allá de sus narices. Lo que pasa entre dos personas debajo de un techo no se sabe ni se entiende desde fuera.

– Cálmese, Casiano -intervine, retomando el papel de benefactor-. Le aseguro que le escuchamos atentamente y tratamos de entenderle. Acaba de decir usted, disculpe que escarbe en ello, que su esposa le había sido infiel en alguna ocasión.

– Que me la había pegado un par de veces, sí. Que yo sepa. Pero bueno, eso estaba olvidado. En su día me llevaron los demonios, y le cayó algún tortazo, que por cierto reconoció que se lo merecía. Yo no soy rencoroso. Lo que pasa es que desde hace un tiempo estaba convencido de que me la estaba pegando otra vez.

– ¿Por qué? ¿Tuvo algún indicio, alguna prueba?

– No, prueba ninguna. Mire, el trabajo me sale por las orejas, y lo que no voy a hacer es estar todo el día detrás de ella para ver si… Tengo cinco personas a mi cargo, y trabajando doce horas al día aún me falta tiempo. La llamaba, eso sí, la controlaba, y eso era lo que… Bueno, que a veces, en el móvil, me sonaba rara.

– ¿Y algo más?

– Y que estaba rara ella, por la noche. Me huía la mirada. Como había pasado las otras veces.

– ¿No puede ser que eso se lo imaginara usted? -dijo Chamorro.

– No eran imaginaciones. Yo conocía a mi mujer. Algo había. No sé qué, ni quién. Pero algo.

La mirada de Casiano Bernal tenía ahora ese extraño brillo del que nos había hablado nuestro compañero. ¿Nos hallábamos ante un celoso obsesivo? ¿Ante un hombre que había perdido el control de sí mismo y había desarrollado su manía tras las dos infidelidades previas? Y éstas, ¿eran ciertas, o también una invención de su mente? Ah, siempre la oscuridad de la mente humana, que, también como siempre, tendríamos que tratar de iluminar desde fuera, con esos burdos rastros materiales y las pobres conjeturas que son todos los aparejos de un investigador criminal.

– Está bien -recapitulé-. Ahora, aunque sé que también se lo han preguntado ya y que le molesta que vuelva sobre ello, quiero que me diga que fue lo que hizo ayer. Desde por la mañana.

Casiano suspiró. Pero no opuso resistencia.

– Lo de todos los días. Me levanté a las seis y media. A las siete y media estaba en el taller. A las tres me fui a comer, y a las cuatro pasé por casa y me la encontré muerta. Eso es todo.

– ¿No vio a su mujer entre las siete y media y las cuatro?

– No.

– Ni habló con ella.

– Eso sí, dos veces, por la mañana.

– Y qué le dijo. ¿Algo que le llamara la atención?

– No. Sólo me sonó rara, así como le dije antes, una de las veces.

– Permítame una pregunta más íntima. ¿Hizo usted el amor con su mujer en algún momento del día de ayer?

– No.

– ¿Ni la noche antes?

– Tampoco.

Miré fijamente a los ojos de Casiano.

– No sé si sabe que cualquier intento de mentirnos en esto sería una chiquillada. Tenemos maneras de comprobarlo.

– No sé cómo pueden comprobarlo. Me da igual. No lo hicimos.

– ¿Está usted seguro?

– Estoy seguro. La última vez fue hace tres días.

– Otra cosa -dijo Chamorro-. Su mujer, ¿era bebedora?

– Algo de vino, a veces. En la comida.

– ¿Cree que pudo beberse, pongamos, media botella?

– Sólo la he visto beber tanto en alguna boda.

– ¿Seguro?

– Oigan, ¿creen que no sé lo que digo?

Le dimos varias vueltas más a todo. Le preguntamos del derecho, del revés. No admitió nada, no se contradijo, no se derrumbó. La verdad es que era un marido asesino poco habitual.

Cuando acabamos, le pedí al brigada que mandara un chaval al bar y que allí largara un par de cositas. Mientras tanto, Chamorro y yo nos pusimos a mirar pelos. Hay pasatiempos mejores.

6. Una estúpida mirada azul.

Llegó la hora de comer e hicimos recuento de lo que habíamos recogido hasta allí. Teníamos a un sospechoso con móvil, aptitudes y sin coartada, pero por el momento, y pese a todos los esfuerzos desplegados por unos y por otros, inconfeso. Nos faltaba aún el arma homicida, porque las batidas que se habían hecho al efecto habían resultado infructuosas. Disponíamos de unas huellas dactilares que no parecían llevarnos más allá de la fallecida y de su cónyuge, y de unas huellas de calzado teñido de sangre que en principio tampoco permitían apuntar más que a Casiano Bernal. Por otra parte teníamos, extraídos del cuerpo de la difunta, los restos biológicos de alguien que había mantenido relaciones con ella poco antes de su muerte. Y nuestro sospechoso, tras ser informado del derecho que le asistía a no hacerlo sin orden judicial, se había avenido a entregarnos de buen grado una muestra de su saliva, que nos permitiría contrastar si los restos eran suyos o no. Pero eso todavía iba a llevar unos días, y como mucho podía demostrar una mentira de Casiano respecto de su vida marital, que no era ni siquiera indiciaria de su autoría del crimen.

Ah, y los pelos. Chamorro y yo nos pasamos un buen rato examinando el contenido de las bolsitas donde los habían guardado. Había una cantidad estimable, ciento y pico. El que hubiera hecho la recogida había demostrado buena vista y una gran meticulosidad. El trabajo de examinar cabellos no es el más rutilante, entre los muchos sucios que nos toca arrostrar a los de nuestro oficio, y además resulta especialmente ingrato y laborioso, pero a veces arroja sorprendentes resultados. En las bolsitas encontramos largos cabellos teñidos de rubio claro (de Sandra), cabellos cortos y algo rizados de color oscuro (de Casiano), muestras de vello púbico castaño (que adjudicamos a Sandra), casi negros (atribuidos en el acto a Casiano), uno canoso (habíamos visto canas en las sienes de nuestro hombre) y otros tres que tiraban a rojizos, que según la interpretación que se diera, a falta de hacer un análisis morfológico en condiciones, con microscopio y toda la parafernalia, podían ser tanto de uno como de otro. Tampoco eso nos daba unas pistas terminantes, aunque sembraba en mi cabeza ideas de esas que es difícil refrenar y que un buen sabueso debe aprender a dejar fermentar sin que le distraigan demasiado de su camino.

Por otra parte, si algún efecto había de producir la historia que a petición mía el brigada Aranda le había dicho a uno de sus guardias que contara en el bar, debíamos dejar que pasara el tiempo. No es que no pudiéramos hacer otra cosa, mientras tanto. Había otras muchas diligencias pendientes, y después de la comida, nos pusimos a ello. La parte más complicada, y menos esclarecedora, fue entrevistarse con las familias: primero con la de él, convencida de su inocencia, y encabezada por la anciana y viuda madre que antaño había sufrido a un maltratador como su hijo. Era quizá ella la más beligerante contra su nuera, a la que dedicaba, a la menor, los epítetos más demoledores. Cada cierto tiempo, intercalaba, como una letanía, esta frase casi invariable:

– Lo sabía, yo lo sabía, que esa mujer iba a ser su ruina.

La familia de ella, claro, era otra historia. Su hermano no hacía otra cosa que blasfemar y reclamar la reinstauración de la pena de muerte, cualquiera podía deducir que para serle inmediatamente aplicada a su cuñado. El padre, aunque estaba bastante hundido, salía de vez en cuando de su aturdimiento para proferir injurias que desde el presunto parricida ascendían por las diversas líneas de su estirpe. En algún momento llegó a mentar la Guerra Civil, y lo que había sido en el pueblo y el papel que había tenido la familia de Casiano, pero no fue lo bastante coherente no ya como para tenerlo en cuenta, sino ni siquiera para recordarlo aquí.

En resumen, después de calentarnos mucho la cabeza y no acertar a consolar a nadie, lo que sacamos en claro fue, por un lado, que Casiano era un buen chico que había caído en manos de una lianta, y por otro, que era una bestia condenada a serlo por los genes inmundos que le habían transmitido sus ancestros. Nada con lo que pudiéramos avanzar mucho, en rigor, a fin de formar la convicción de un tribunal; ni siquiera la de un jurado.

Era una sensación extraña, caminar por las calles del pueblo donde ya todos daban por asesino y condenado a Casiano Bernal, y ser conscientes de que no habíamos conseguido construir un aparato incriminatorio lo bastante sólido. Pero no podíamos sino seguirlo intentando. Andábamos entrevistando a los vecinos (que no habían oído nada, que estaban horrorizados, etcétera) cuando me sonó el teléfono móvil. Era el brigada Aranda.

– Vila, ven corriendo. Esto es la hostia.

Dejamos al punto lo que estábamos haciendo, porque por las cuatro palabras que había cruzado con el brigada no me parecía hombre que se impresionara por fruslerías. En el puesto, nos recibió el sargento del equipo de policía judicial de Toledo.

– He llamado a mi teniente -dijo-, y mi teniente ha llamado a la juez. Los dos estarán aquí antes de media hora. Hay que verificar una porción de cosas, pero no puedo más que felicitarte por la idea. Si esto es lo que parece, me descubro, compañero.

El hombre se había entregado hacía veinte minutos. Cuando lo vi, como suele pasar, me inspiró una mezcla de desazón y lástima. Tenía unos treinta y cinco años, cabellos rojizos y una estúpida mirada azul. Se llamaba Marcelino Carabias López, y según su propia confesión mantenía una relación sentimental clandestina con Sandra Navarro desde hacía cuatro meses. Había dicho que el hacha estaba en su casa, y también la ropa manchada de la sangre de la víctima. La juez venía de camino para proceder al registro y comprobar ese extremo. Juraba que no entendía lo que le había pasado, que no sentía que hubiera sido él, sino una especie de demonio que se le había metido dentro. Mientras lo contemplaba, mientras le oía, no salía de mi estupor. No tenía demasiadas esperanzas de que mi treta funcionara, y menos de que lo hiciera tan rápido. Cuando le había pedido a Aranda que uno de los suyos esparciera por el pueblo el rumor de que podía haber un tercero envuelto en el crimen, porque habíamos recogido huellas e indicios que apuntaban en ese sentido, no sabía a quién me enfrentaba, ni siquiera estaba seguro de enfrentarme a alguien más que a Casiano Bernal, que simplemente resistía bien los interrogatorios. Sospechaba que si era otro, y no era fuerte, podía derrumbarse al saberse perseguido, o ponerse nervioso y hacer alguna tontería. Pero entregarse esa misma tarde… Ni por asomo.

Vino su señoría, se registró la casa, se encontró el hacha, la ropa, y unos zapatos cuya suela luego se comprobaría que coincidía con una de las huellas dejadas en el dormitorio de Sandra Navarro. La juez no ocultaba su júbilo, que obedecía a varios motivos. No sólo se resolvía aquel homicidio, sino que dejaría de caerle la tormenta que aguardaba por las diecisiete denuncias recibidas y tan premiosa y negligentemente tramitadas en su juzgado. Estaba claro que haber encerrado o neutralizado a Casiano en su día ya no significaba que aquella mujer hubiera podido salvar la vida. Pocas veces me ha felicitado tan efusivamente un juez.

A la mañana siguiente puso en libertad al marido y ordenó la prisión incondicional de Marcelino Carabias. Andando los días, se demostró que era con él con el que había mantenido relaciones la difunta poco antes de morir, y que a él pertenecían los cabellos rojizos encontrados en el dormitorio. En los interrogatorios admitió que el día de autos, después de uno de sus encuentros secretos con Sandra, ésta le había dicho que no quería seguir teniendo relaciones con él. Eso le había cegado, según su versión, y había perdido la cabeza. Pero escarbándole acabó reconociendo que antes de salir de la casa de Sandra había distraído un juego de llaves, había ido a su domicilio por el hacha y se había deslizado subrepticiamente para sorprender a su víctima. Demasiado cálculo para una enajenación mental transitoria. Marcelino Carabias no sabía mucho de psicología, ni de circunstancias atenuantes.

Nunca me he considerado un poli muy listo, y no estoy acostumbrado a que mis trucos resulten a la primera. Soy más del tipo ensayo y error, y todavía no estoy seguro de que nada de todo aquello me pasara a mí. Pero por encima de todos los parabienes (felicitación del Director General incluida), nada me halagó tanto como cuando Chamorro, con su infrecuente sonrisa, me dijo:

– Vale, apúntate una. Te odio, mi sargento.

(Se publicó por entregas en El Mundo en agosto de 2003)

Un asunto vecinal

1. Una posición en la vida

El concejal alzó aparatosamente las cejas y, sin cuidarse de la falta de diplomacia o de consideración que ello pudiera suponer, tuvo a bien espetarme a bocajarro lo que andaba pensando:

– Ah, ¿sólo sargento?

Sostuve su mirada no demasiado despejada, mientras con el rabillo del ojo reparaba, para hacérmelo todo más insufrible, en el pingajo de embutido que se había quedado atrapado entre dos de sus incisivos inferiores. Sobre la marcha cavilé una respuesta que pudiera valer como justa correspondencia a su observación:

– Hombre, a este poblacho no van a mandar a alguien de nivel. Si su partido le deja a usted ser teniente de alcalde…

Pero tengo aprendido que mi oficio, entre otras muchas cosas que también me fastidian, y algunas pocas que he llegado a sobrellevar con gusto, suele consistir en guardarse las réplicas mordaces y la franqueza para los ratos libres. Incluso cuando uno anda de un humor de perros y con pocas ganas de tolerar los malos modales de sus semejantes. El cenutrio del concejal no tenía por qué saber que aquel día era el de mi cuadragésimo cumpleaños, ni tampoco hacerse cargo de cuánto me envenenaba no poder saborear con parsimonia la íntima conmoción vital a la que en ese trance se suponía que tenía derecho. En cambio, y por orden superior, me había visto forzado a desplazarme hasta aquel maldito pueblo a cuatrocientos kilómetros de mi casa. Cuatrocientos kilómetros que encima había tenido que comerme a toda pastilla, por una carretera atestada de veraneantes que acudían a solazarse a la playa, tras comprobar que de nada me servía hacerle notar a mi oficial lo señalado de la fecha, ni siquiera revelarle mis miserias personales, a saber, que aquella tarde, por cortesía de mi ex cónyuge, se me brindaba una ocasión extra para estar con mi hijo. Seguían resonando en mi mente sus amables palabras:

– Sé que te jodo, Vila, pero estamos en cuadro. Me gustaría poder darte cariño y pedirte disculpas, pero ya no llego a más y todo lo que te digo es que te vas para allá, por narices. Tienes mi permiso para ponerme de cabrón para arriba con quien sea.

Había hecho uso, desde luego, de la autorización que tan generosamente me había otorgado mi inmediato superior, el capitán Luque, quien por lo demás, aunque sólo le conocía desde hacía dos meses, no me parecía un jefe demasiado chungo. Pero ello no me había evitado el chasquido de lengua de la madre de mi hijo, ni que mi unigénito, con su habitual parquedad expresiva, me hiciera advertir su honda decepción, aunque en apariencia aceptara mis razones. Pronto, pensé, sería un adolescente, y a partir de ahí relacionarme con él sería como jugar a la ruleta rusa.

Todas estas ideas, y algunas un poco más furibundas, se revolvían en mi cerebro cuando repuse flemáticamente al concejal:

– Lo siento, pero no crea que es porque no haya intentado subir. Es que me han suspendido tres veces en el curso de ascenso.

Chamorro, que sabía que nunca me había presentado a ese curso, aunque alguno de mis jefes me había insistido para que lo hiciera, me dedicó una de sus características miradas de soslayo. Era la que solía ponerme cuando a su juicio, como luego no se privaba de comentarme, afloraba lo que ella llamaba mi inmadurez.

Al menos, la mentira obró el efecto de descolocar al munícipe y devolvernos al feo y concreto asunto que nos ocupaba, que no era por cierto mi incapacidad para labrarme una posición en la vida, sino un ecuatoriano llamado Wilmer Washington Estrada, de treinta y cuatro años, del que cabía afirmar, como primer y fehaciente dato, que ya no iba a cumplir los treinta y cinco. Estaba en el depósito de cadáveres municipal, a cuya puerta departíamos con el concejal delegado de urbanismo y seguridad ciudadana y primer teniente de alcalde del ayuntamiento, que tal era su investidura oficial (aunque oficiosamente, según había podido informarme, venía a ser el alcalde en la sombra, aprovechándose de la vejez y la holgazanería del presunto titular del bastón de mando). El ambiente que nos rodeaba no era precisamente bucólico. Los centenares de ciudadanos ecuatorianos afincados en el pueblo se arremolinaban frente al depósito, coreando airadas consignas que en resumen se centraban en la petición de justicia habitual en estos casos, aunque con un aderezo inusual: el arrojo con que presionaban al cordón de fornidos antidisturbios, nuestros hoscos GRS, que les venían a sacar medio metro de promedio.

– Ya ve que no me preocupo por gusto -dijo el concejal.

– Nos percatamos de la situación -repuse, aprovechando que la conversación regresaba a donde debía-. Y no dude de que vamos a resolver esto tan rápido como resulte posible hacerlo. Lo que no le puedo prometer es que tendrá mañana un detenido, porque así: es como funciona normalmente la investigación criminal. Pero vamos a darle a esto la máxima prioridad, descuide usted.

Ése era mi cometido. Demostrarle a aquella gente que la cosa se tomaba lo bastante en serio, que para eso se enviaba a los expertos de la unidad central de Madrid, como al día siguiente reflejarían con gran pompa y circunstancia (la costumbre me permitía pronosticarlo) todos los periódicos de la provincia. Viendo el panorama, podía entender que aquel hombre hubiera movilizado a sus jefes regionales del partido, quienes a su vez habían llamado al Ministerio, de donde había partido la orden que tras pasar por el coronel y por Luque me llegaba a mí convertida en un aerolito incandescente. Por lo menos para eso, el edil había demostrado buen juicio. Se trataba, en definitiva, de arrojar alguna luz sobre el caso antes de que los ánimos se desbordasen y aquello derivara en un episodio de desintegración de la comunidad afectada, una de tantas en las que convivían, con armonía precaria y bastante mar de fondo, los habitantes autóctonos con los extranjeros llegados en aluvión para bregar con la parte dura de la prosperidad agrícola local. Lo que mi interlocutor no esperaba era que los expertos de Madrid fueran una cabo y un sargento, pero ya se sabe que la vida suele complacerse en defraudar nuestras expectativas.

– No les voy a decir cómo tienen que hacer su trabajo -concedió el concejal-. Ustedes sabrán, que para eso se supone que son los profesionales de esto. Pero a mí me toca seguir gobernando este pueblo mientras tanto, y me toca también recordarles, y no es por meterles prisa, que cada hora que pase sin que podamos dar a la gente alguna información, y a ser posible la que ya les he dicho, la pelota se nos va a ir haciendo un poco más gorda.

En un mundo ideal, debería haberme ofendido al oír eso. Mi trabajo no consiste en pulverizar récords, y mucho menos en llegar a metas predeterminadas. Pero estaba habituado a ambas cosas. A que los políticos que al final me marcaban o intentaban marcarme el paso quisieran resultados rápidos, y a constatar que unos resultados les convenían más que otros y no se privaban de presionar para que los obtuviera. Lo que el concejal quería era que pudiéramos colgarle en pocas horas el marrón a otro indio, ajuste de cuentas entre ellos, y aquí paz y después gloria. Para ello no había dudado en ofrecerme esa hipótesis como la más plausible, habida cuenta del carácter de aquella gente, del subdesarrollo y la violencia de los países de los que venían, etcétera. No me había molestado en aclararle entonces que Ecuador no era un país especialmente violento, ni tampoco lo eran los inmigrantes de esa nacionalidad que por aquí teníamos, según nuestra experiencia. No pensaba entrar en discusión con él más de lo imprescindible.

– Bueno, ya se verá -dije-. Pero mientras el forense termina con la autopsia, puedo darle una información esperanzadora. Nuestra gente de criminalística ha levantado varias huellas dactilares de la bolsa de plástico, y una de neumático en la cuneta. Esto no es como en CSI, donde con eso ya van y pillan al malo, pero nos ayudará mucho en cuanto centremos un poco las pesquisas. Eso es lo que nos tienen que dejar hacer, no le pedimos nada más.

– Está bien, yo ya he dicho lo que tenía que decir -rezongó el concejal-. Por cierto, ¿no entran ustedes a las autopsias?

– Depende. Antes entraba más, pero desde que me hice vegetariano… Y la cabo es una persona muy religiosa y le resulta violento ver a un hombre desnudo. Entra sólo a las de mujeres.

Chamorro me dirigió una mirada flamígera. El concejal dudó entre pensar que le estaba tomando el pelo o que éramos un par de freaks. Supongo que optó por lo segundo, y se alejó sacudiendo la cabeza. El informe del forense, por lo demás, fue claro y conciso, y no habría sido otro de haber estado allí nosotros estorbando: muerte por asfixia, y una lesión contusa en la base del cráneo, no mortal, pero sí suficiente para provocar pérdida de conciencia. A Wilmer le habían pegado un garrotazo por detrás y una vez desvanecido lo habían asfixiado con la bolsa de plástico que habíamos encontrado tirada a treinta metros del cadáver, con las huellas. Lo podía haber hecho cualquiera. Incluso un aficionado.

2. Un Don Juán mediano

Al atardecer celebramos cónclave en la casa-cuartel No diré que mi cerebro se encontraba en su mejor momento, pero no tenía otra cosa para reunir y procesar todos los indicios y tratar de diseñar una estrategia de investigación. Por fortuna, no estaba solo. Además de Chamorro, me acompañaban en la reunión el sargento Novales, jefe del puesto local, el alférez Vega, jefe del grupo de investigación de la unidad de policía judicial de la provincia, y dos de sus subordinados, el sargento Lucas y la guardia Robles. El alférez era cuarentón curtido, pero de buen trato, y no parecía poner demasiado en entredicho que fuera yo quien marcara el paso en las pesquisas. Para favorecérselo estaba al quite mi capitán, que aun de cuerpo ausente hacía como que dirigía el caso desde Madrid y me convertía en su vicario en Murcia, prestándome la autoridad de las estrellas que él tenía y a mí me faltaban.

Fue Novales, el jefe del puesto, quien nos puso en antecedentes sobre los aspectos sociológicos más relevantes del entorno.

– Según los últimos cálculos, y tomando como base el padrón, que es bastante fiable porque sirve para tener asistencia sanitaria y escuela y éstos no perdonan nada que puedan recibir gratis, andamos por un veinticuatro por ciento de población inmigrante y treinta y tres nacionalidades representadas en el pueblo.

– ¿Treinta y tres? -se asombró Chamorro.

– Treinta y tres, ni una menos -ratificó Novales-. Yo también alucinaba, pero lo hemos comprobado. Alguna tiene representación testimonial, por ejemplo hay un mozambiqueño, un sirio y un indonesio, pero otras andan bien surtidas. Y la primera de todas, mira tú qué mala suerte hemos tenido, son los ecuatorianos.

– No es mala suerte, sino cuestión de probabilidades -anotó el sargento Lucas, que parecía uno de esos individuos que no sólo analizan todo, sino que no pueden dejar de compartir con los demás el resultado de sus análisis, por banal que resulte.

– También es verdad -admitió Novales, sin ofenderse-. Bueno, pues de eso, ecuatorianos, tenemos entre quinientos y seiscientos. Un buen día apareció por aquí uno, encontró trabajo, llamó a sus primos, éstos a los suyos, y zas, en tres años, parte del paisaje. Hasta tienen ya apodo, puesto por los gitanos, quién si no.

– ¿Qué apodo? -pregunté.

– Los payoponis, los llaman. Como son bajitos y no son calés…

Sólo Chamorro y yo nos reímos. Los demás debían de saberlo.

– Pues eso -siguió Novales-, unos seiscientos payoponis. No trabajan mal, no son conflictivos, hablan español, sus hijos se integran bastante bien. Siempre hay a quien le molestan, claro, pero en general no hay demasiado rechazo hacia ellos en el pueblo. Así que el móvil xenófobo me parece bastante dudoso. Otra cosa te diría si fuera un marroquí, o un ucraniano, o un rumano, que son los otros tres grupos importantes. Entre ésos tenemos a unos pocos mangantes, unos pocos chulos y unos pocos hijos de puta sin paliativos, que a alguno ya le hemos tenido que traer alguna vez por aquí. A los moros sí hay gente que los odia, y que incluso los maltrata de alguna manera. Con los ucranianos y los rumanos, aunque el rechazo existe también, se tiene más miramiento. Yo creo que el personal tiende a pensar que los moros son simplemente choris, pero que los otros, los del este, muy bien pueden ser mafiosos y asesinos. Aunque de momento no hayan matado a nadie ni protagonizado agresiones excesivamente graves.

– Bueno, no vamos a juzgar a la gente de este pueblo demasiado severamente -dije-. A fin de cuentas vienen a ajustarse bastante a lo que registra el inconsciente colectivo en el resto del país.

– Entiéndeme, Vila, lo que te digo es hurgando un poco en lo que la gente se guarda en la cabeza. No hemos tenido grandes problemas. A lo mejor algún moro al que no le han servido en un bar, chavales del instituto que se pelean, broncas entre la peña cuando bebe, que igual te puede pasar con inmigrantes que con gente del pueblo de al lado, o los ucranianos que andan con rollos de prostitutas y que amenazan a alguien o se dan de hostias. De alguno de ellos hemos pasado informe a la comandancia para que lo miren y tampoco han sacado gran cosa en claro.

– Hace unos meses -explicó el alférez- anduvimos investigando en los puticlubs de por aquí. Las chicas juraban hacerlo por su santa voluntad, y hasta se las habían arreglado para que tuvieran permiso de residencia y seguridad social. Todas como camareras. No me preguntes cómo se lo hacen, que yo todavía estoy intentando legalizar a la peruana que me cuida al abuelo desde hace dos años, pero así es el asunto. Y el jefe de los ucranianos de por aquí, un tal Andréi, pues qué quieres que te diga, estoy convencido de que es más malo que hecho de la piel de Satanás, pero nos haría falta toda la unidad central para demostrarlo. Te atiende exquisitamente, habla español como si hubiera nacido aquí y no para de ofrecerse para ayudarnos a localizar a los elementos de su comunidad que no traen buenas intenciones, o como él dice, hacer lo que pueda para separar a las manzanas podridas. Hasta ahora hemos venido declinando el ofrecimiento porque el comandante sospecha, me temo que con buen criterio, que lo que quiere el cabrón es utilizarnos para deshacerse de sus competidores. Pero supongo que en diez años le pondrán una calle, lo harán hijo adoptivo o incluso le acabarán dando la Cruz de Isabel la Católica.

Me tomé nota, aunque la música, como todas las que había estado escuchando, me resultaba más que conocida. Un país cada vez más complicado, y cada vez menos medios para hacerle frente, lo que en sí resultaba un sarcasmo y muy bien podía conducir a los resultados más grotescos. Como que la enfermera peruana del abuelo que mencionaba Vega estuviera ilegal y las putas y los matones del capo ucraniano con los papeles en regla. Pero eso era lo que había, y yo no podía exigir que fuese de otra forma.

– Vale, éste es el plano general -concluí-. Pero bajando un poco al detalle, ¿qué sabemos de Wilmer Washington?

Novales suspiró.

– Pues, de entrada, como decía Sófocles, sólo sabemos que no sabemos nada -bromeó Novales.

– Sócrates, no Sófocles -corrigió Lucas.

– Bueno, el que sea, que tampoco se me dio nunca la filosofía -se excusó Novales, con buen humor-. No lo teníamos fichado por nada. Con los inmigrantes nos cuesta más. Pregúntame por cualquier español y te ligo en seguida de qué pie cojea, si cojea de alguno, o en unas horas ato cabos, veo de quién es hijo o primo y te lo sitúo. Pero con los forasteros la cosa se complica. Se relacionan entre ellos, no tienen situaciones familiares normales ni arraigo antiguo en el pueblo, y todo se nos pone mucho más cuesta arriba. Lo único que puedo contarte es lo que hemos averiguado desde esta mañana, una vez que nos encontramos con el paquete.

– Pues venga, recapitulemos -sugerí.

Novales se restregó los ojos. Tampoco debía de andar muy fino. El aviso les había llegado a las tres de la mañana. Una pareja en busca de intimidad se había tropezado con el pobre Wilmer en medio de una huerta, a cien metros escasos de la carretera. Según el forense, el hallazgo había tenido lugar apenas un par de horas después del homicidio. Una casualidad infrecuente, casi anormal, si cupiera hablar de normalidad en el crimen. En cualquier caso, calculé, el sargento llevaba veinte horas en pie. Tenía razones suficientes para encontrase fatigado. Hizo un esfuerzo:

– Bien, he aquí el resumen. Nuestro hombre trabajaba en una fábrica de muebles, desde hace aproximadamente un año y medio. Contrato, papeles, no se le tenía por mal operario. Incluso se ocupaba de enseñar a los nuevos. Más no hemos podido averiguar por ahí. En cuanto a sus circunstancias familiares, no las tengo muy claras. Vivía con una mujer desde hace un par de meses, pero al parecer tenía otra en Ecuador y otra en Madrid. A ambas les hizo hijos, aunque sobre el número sus compatriotas que le conocían no se me ponen de acuerdo. Unos dicen que cinco en total, otros que tres, quién sabe. El caso es que el hombre debía de ser un donjuán mediano, tampoco es muy raro entre esta gente. La que podemos considerar como viuda disponible, es decir la que tenemos a mano, es la chica con la que vivía, también ecuatoriana, veinticinco años, Cintia algo, ahora no recuerdo. Está hecha un manojo de nervios y no ha podido decirnos dónde localizar a las otras, ni a su familia. El único pariente que vive aquí es un primo lejano, el que le trajo, pero tampoco parece capaz de aportarnos mucho. Qué más… Sí, nuestro hombre vivía en un bloque barato de la zona nueva del pueblo. Mezcla de inmigrantes y gente española de pocos recursos. No nos han contado gran cosa esta mañana. Y me gustaría ser más generoso con vosotros, compañeros, pero eso es todo lo que os puedo ofrecer por ahora.

Asentí en silencio.

– Bueno, suficiente para empezar. Dale a Chamorro ias direcciones de su casa y la empresa. Y ahora, al tanatorio.

3. Era gallito

No me gusta ir a los tanatorios. De hecho, incluso tiendo a pensar que debería evitarlo, y sólo me decido a hacerlo cuando tengo la sensación de que no hay otro remedio, porque así me lo exige el deber. Con ello no quiero decir que participe de la enfermiza alergia a la muerte que aqueja a la mayoría de mis conciudadanos, y que los lleva a no ocuparse del asunto más que cuando arrea cerca (y siempre teniendo a mano un buen arsenal de lugares comunes, frases hechas y miradas huidizas para que el cáliz pase cuanto antes). No, en ese sentido yo soy muy diferente. No en vano convivo siempre con ellos, con los muertos, y en cierta medida es a través de ellos como me he habituado a entender o, según se tercie, dejar de entender el mundo. Lo que me dificulta ir a los tanatorios es la sensación de que cuando lo hago, con mi placa y en el desempeño de mi oficio, mi presencia resulta un atentado a la intimidad a la que tienen derecho los supervivientes, una intromisión grosera e inoportuna. Noto el mensaje que con mi interrogatorio recibe la viuda, o los huérfanos: «Vale, os lo han matado, pero lo que importa, lo que tiene que seguir adelante, es nuestra maquinaria, que en el fondo no concede ningún valor a vuestras lágrimas, sino a nuestras leyes, a nuestros procedimientos, a nuestra tarea que tenemos que dejar hecha para poder irnos a casa y olvidar, que a fin de cuentas a nosotros hoy no se nos ha muerto nadie».

En la sala de velatorios que correspondía a Wilmer Washington, como horas antes ante el depósito de cadáveres, se congregaba una buena porción de la colonia ecuatoriana del pueblo. La sala en sí estaba atestada, y de su interior venía un incesante murmullo de sollozos. A la puerta, en los corredores, en la terraza, en el exterior del inmueble, se habían formado un montón de corrillos. Con la llegada de la oscuridad, su actitud se había vuelto más tranquila, aunque de vez en cuando alguno se exaltaba y lanzaba un juramento, mientras sus compatriotas trataban de aplacarlo. Sobra decir que no fue fácil abrirse paso entre ellos, aunque llevaba conmigo a tres guardias. La gente terminaba por apartarse, pero no sin mostrar su recelo. Entrar en la sala se reveló imposible. Decidí dirigirme a una mujer que estaba en la puerta.

– Disculpe, señora. ¿Sabe si está ahí dentro la mujer del difunto?

– ¿Cómo dice usted?

– La mujer. La que vivía con él.

– Y, pues no sabría decirle si ahorita…

– ¿Y su primo?

– ¿Su qué?

– El primo del fallecido…

– No, señor, no sé tampoco.

La misma conversación, con escasas variaciones, la repetí con otra media docena de personas. Todos andaban revoloteando por allí, pero nadie podía orientarnos. Al final, Chamorro y yo nos adentramos en la sala. A grandes males, grandes remedios.

Allí encontramos a Cintia, que estaba deshecha y se mostró bastante asustada cuando la interpelamos. Luego comprendimos por qué, cuando supimos que se encontraba en España en situación irregular. Esa noche, por no abusar de su estado, nos limitamos a emplazarla para el día siguiente y a pedirle que nos facilitase el contacto con el primo. Nos proporcionó un número de teléfono móvil. Lo marcamos y respondió. La señal debió de dar un rodeo por unas cuantas antenas de telecomunicaciones, pero el primo, Augusto Walter Losada, resultó estar a menos de quince metros de nosotros. Fuimos a su encuentro. Augusto era un hombre de estatura mediana, bien vestido y con cierto aplomo. No en vano era uno de los que llevaban más tiempo en el país.

– Ustedes deben de ser los guardias que han venido de Madrid, ¿no? -preguntó, apenas nos sentamos en una terraza cercana.

Sopesé su mirada. Su desparpajo. Su empeño por mostrarse enterado y perspicaz, como si hacer hincapié en aquellos detalles, guardias, de Madrid, probara su conocimiento del terreno. Ojalá exhibiera la misma soltura cuando le preguntara por lo que me interesaba para la investigación. Aunque me permitía dudarlo.

– Mi compañera y yo, nada más -me presté a explicarle, aunque no tenía por qué-. Los demás son de aquí.

– Ya me sorprende, si no le incomoda que lo diga, que hagan todo este despliegue por uno de nosotros.

Vaya, Augusto era un irónico, y le gustaba pisar fuerte.

– No le sorprenda. Aquí tratamos de hacer cumplir las leyes.

– Bueno, no todas, ni siempre igual para todos.

– Lo siento, señor Losada, no soy la persona indicada para servir de conducto a sus quejas -dije-. Le sugiero que se dirija a su embajada, o a los servicios sociales, o al Defensor del Pueblo. Si no le importa, me gustaría pedirle información para tratar de resolver la muerte de su primo. Que es lo que a mí me trae aquí.

– No era mi primo, en realidad.

– ¿Ah, no?

– Y, no. Somos del mismo barrio, en Guayaquil. Nos conocíamos de allá, y cuando yo me vine y me hice un huequito, pues lo llamé y le dije que por acá había oportunidades. Y se vino él también.

– Aunque no tiene que ver con la investigación propiamente dicha, nos gustaría localizar a su familia, para informarles.

– Bueno, ¿a cuál de ellas?

– ¿Cómo dice?

– Perdone, sargento. Es que Wilmer tenía una mujer en Madrid y otra en Guayaquil, no sé si sabía…

– Algo había oído. Me es igual, a la que sea. A las dos.

– Yo sólo sé que hablaba más con la de Guayaquil. Con la de Madrid sólo de mes en mes, por el chico. Pero no sé el teléfono. Yo que usted iba al locutorio. Allí seguro que saca algo.

Buena lección que me daba, Augusto, de lo que se suponía que era mi trabajo. Y bien que le satisfacía lucir su agudeza. No negaré que me fastidiaba un poco que me retase a ser ingenioso, después del día de mierda que llevaba a mis ya maduras espaldas.

– Chamorro, apúntatelo, el locutorio -dije, secamente.

Virginia tomó nota en su cuaderno, impasible. Miré a Augusto Losada bien dentro de los ojos, antes de atacarle:

– Bien, señor Losada, me permitirá que empiece a lo bravo. ¿Alguna idea de por qué alguien podía querer acabar con su amigo?

– En particular, ninguna, sargento.

– Así que nada en particular -repetí-. ¿Y en general? Para empezar nos vale cualquier cosa, no sea usted escrupuloso.

Por primera vez, Augusto necesitó un momento para pensar.

– Pues verá usted -dijo al fin-. A Wilmer, y me pesa decirlo porque era compadre y compatriota, no le faltaba maña para hacerse enemigos. Era gallito, no creo que sirva de nada escondérselo.

– ¿Gallito? ¿Qué quiere decir con eso?

– Pues nada, gallito, peleador. Para tratar con los hombres y sobre todo para tratar con las hembras. ¿Sabe que no le vino nada mal apartarse de Guayaquil? ¿Y sabe por qué?

– Ilústrenos, se lo ruego.

– Pues porque andaba en tratos con una mujer casada y el cornudo acabó enterándose. Si tarda un poco más en salir, lo mismo se ahorra usted toda esta faena, lo habrían enterrado allá.

La información tenía su valor, si es que Augusto no era un fabulador nato que disfrutaba ejercitándose ante la policía, posibilidad que no me cabía descartar y mucho menos contrastar, al menos en relación con las historias de allende el océano.

– Y por aquí, ¿pudo volver a las andadas? -intervino Chamorro.

– Bueno, con casadas, no que yo sepa -contestó Augusto-. Pero desde que vino ha tenido unas pocas mujeres, ya lo creo. Es algo que estaba en su naturaleza, no podía evitarlo. Y ellas entraban.

– ¿Tampoco podría darnos razón de conflictos que hubiera podido crearse por otros motivos? -pregunté.

Augusto se rascó la cabeza. Había ido perdiendo la sorna del principio. Antes de responder, carraspeó un poco.

– Verá, sargento, desde hacía unos meses yo lo trataba muy poco. Apenas tomaba con él de vez en cuando. Wilmer no era mala persona, pero seguía un poco en la onda de allá, y yo estoy en adaptarme a esto, porque a Ecuador no vuelvo ni muertito. Tengo dos hijos que me gustaría que fueran españoles, el mayor me juega al fútbol que ni se imagina. Igual me acaba en el Real Madrid. Vamos, a lo que iba, que Wilmer ya no era para mí el compadre que había sido en Guayaquil. El tiempo aleja a la gente.

– Ya veo.

– Entiéndame, no es que no lo sienta. He jugado de chico con ese hombre que está frío ahí dentro. Pero Wilmer y yo hace tiempo que andábamos por distintos caminos. Lo que sé de él, lo sé de oídas. Y quién se fía de todo lo que dice la gente.

– Sí, quién se fía -suscribí, sintiéndome de pronto exhausto.

4. El roce diario

Nos alojamos en un hotel nuevo, de dos estrellas según la placa que había a la puerta, pero con unas habitaciones descomunales llenas de mármol y madera con griferías de lujo en el baño. Se veía que el dueño había invertido allí algunos ahorrillos no declarados a Hacienda. Tampoco se lo afeé esa noche, porque me vino bien la enorme y suntuosa cama en la que dejé caer mis huesos. Dormí como una piedra y desperté espiritual y físicamente renovado, hasta tal punto que mientras esperaba a Chamorro y a los otros tomando un café en la cafetería del hotel, entre viajantes ajados por los años y la vida trashumante, me dije que tampoco resistía tan mal para llevar vivo cuarenta años y un día.

Chamorro vino en seguida. De hecho, eran contadas las ocasiones en que la esperaba yo. No se le veía muy buena cara.

– ¿Qué te pasa, Virginia? No estarás afectada por el trabajo que tenemos entre manos, ¿no? Sólo era un indio pichabrava.

– Muy gracioso -refunfuñó.

– No, en serio, ¿estás bien?

– No. Pero no hace falta evacuarme. Aguantaré.

– Oye, ¿quieres que te lleve a un médico?

– Coño, Rubén, que no me pasa nada anormal. Me ha bajado la regla. Que hay que decírtelo todo.

– Perdona -reculé, sabiendo lo que valía ese coño en sus labios.

El alférez y los dos miembros de su equipo llegaron media hora más tarde. Pero no habían desperdiciado en absoluto el tiempo desde que nos habíamos separado la tarde anterior.

– Aquí está la lista de los modelos que pueden montar esos neumáticos -la guardia Robles me tendió un folio impreso-. No son demasiados, esta vez ha habido bastante suerte.

– Sí, cuando son de un ancho mediano ya llegan a salimos listas de hasta cien modelos -anotó el sargento Lucas.

Allí no había muchos más de veinte. Un detalle prometedor.

– Las huellas dactilares son buenas -añadió el alférez-. En alguna podemos tener cuarenta puntos significativos. Suficientes para una identificación dactiloscópica fiable al cien por cien. La única mala noticia es que restos biológicos susceptibles de darnos ADN no hemos levantado ni uno. Y peinamos bien la zona. Lástima.

– Qué se le va a hacer -dije-. Habrá que resolver a la antigua. Los de antes no tenían pruebas de ADN y se las apañaban.

Pero sabía hasta qué punto podía suponer un atajo gratificante disponer de un pelillo, una pizca de piel o unas gotas de fluido corporal. Y la perspectiva de carecer de esa ayuda sólo significaba una cosa: más trabajo. Debatí con el alférez el plan del día. Propuse empezar por el domicilio de la víctima. Pavor me daba abrir la caja de Pandora del interrogatorio vecinal. Hablar con los vecinos de alguien es una diligencia de resultados impredecibles, y no pocas veces desorientadores. Tan pronto pueden decirte que Barrabás era un chico dulce que subía la compra a las vecinas y les cedía el paso en el ascensor como que Blancanieves maltrataba sistemáticamente a los enanitos. Y lo peor no es que te despisten, sino que a menudo lo hacen convencidos de colaborar. Pero no podíamos omitirlo, y como iba a ser laborioso, decidimos abordarlo lo primero y con todo el equipo. Nos pusimos en marcha.

El edificio en el que había vivido Wilmer Washington tenía pinta de haber sido construido en los últimos diez años, y quien lo había proyectado no derrochaba talento arquitectónico. Con cuatro plantas y su forma de paralelepípedo soso, no tenía nada que ver con la fisonomía tradicional del pueblo. Pero eso no debía de importarle demasiado a quien lo levantó, ni parecía tampoco afectar a quienes lo habitaban. En el mismo portal nos cruzamos con un vecino que salía. Mientras los otros subían a recorrer los pisos, Chamorro y yo nos quedamos un momento con él.

– Guardia Civil -le mostré la placa-. ¿Puede dedicarnos unos minutos, por favor?

El hombre, de unos cuarenta y cinco años, abdomen generoso y espaldas anchas, nos observó con unos espantados ojos azules. No era la primera vez que asistía al apuro de un ciudadano al ver mi placa. Como no es mi función ir asustando, traté de calmarle:

– Hacemos comprobaciones rutinarias. ¿Vive usted aquí?

– Sí -dijo, rehaciéndose un poco.

– ¿Su nombre, por favor?

– Castro, Francisco Castro.

Chamorro apuntó en su libreta, mientras él la miraba de reojo.

– ¿Conocía al fallecido?

– Bueno, de aquí, de cruzármelo en la escalera.

– ¿Y qué idea tenía de él?

– ¿Idea? Pues no sé. Una persona normal. Bueno, como son ellos.

– ¿Ellos?

– Sí, ya me entiende, éstos, los sudamericanos.

– ¿Y cómo son? -preguntó Chamorro.

– Usted sabe. Un poco relajados en casi todo. Un poco ruidosos a veces. Y un poco vagos para las cosas comunes, mi mujer está ya harta de decirles a sus mujeres que la escalera se limpia entre todos, que todos la usamos, pero como quien oye llover.

– Entonces, diría usted que crean problemas de convivencia…

Francisco Castro pareció reflexionar.

– No, problemas, tampoco. Aquí no somos racistas ni nada de eso. Que tienen que venir, que hacen falta sus brazos para el campo y para las fábricas, pues qué se le va a hacer. Por lo menos éstos no son como los otros, que ni siquiera los entiendes y se pueden estar cagando en tu madre sin que te enteres. Pero el roce diario tiene sus cosas, y hay que estar aquí para saberlo.

– Ya -dije-. Y qué me dice de este hombre, Wilmer Estrada, ¿tenía alguna actividad extraña, venía gente rara a verle, o vio usted algo que en algún momento resultara sospechoso?

– Que yo sepa, trabajaba en una fábrica de muebles -repuso nuestro informante-. A veces venía a verle gente de su país, y hacían fiestas. Raros a mí no me parecían. Como él, sin más.

– Y con la mujer, ¿algún problema?

– ¿Quiere decir si se peleaban?

– Sí, o cualquier otra cosa sospechosa que observara.

– No, no se peleaban. Tampoco tenía motivo. La mujer es una inocente, se ve de lejos que él le tenía sorbido el seso.

Chamorro asintió con rostro coriáceo.

– ¿Vio usted ayer al difunto? -preguntó al vecino.

– Espere, que haga memoria… Sí, lo vi volver del trabajo, por la tarde. Sobre las siete. Pero nada, entrar en el portal y poco más.

– ¿Tenía buen aspecto? ¿Notó alguna actitud inusual en él?

Francisco Castro se encogió de hombros.

– Qué quiere que le diga, yo lo vi como siempre. Tampoco me fijé especialmente en él, no me gusta fisgar a los vecinos.

– Está bien, señor Castro, le agradecemos su colaboración.

– No hay de qué. ¿Tienen ya alguna pista? ¿Es verdad eso que dicen los periódicos de que…?

– Siempre tenemos varias pistas -dije-. Y no solemos informar a los periodistas antes de tiempo. No crea todo lo que lee.

Los periódicos locales, en efecto, y ya me imaginaba intoxicados por quién, aventuraban algunas hipótesis, todas ellas en la línea del ajuste de cuentas dentro de la propia comunidad ecuatoriana del pueblo, aunque con variaciones en cuanto al móvil. Se hablaba de un crimen pasional, de una deuda impagada, de rivalidad entre bandas dedicadas a la introducción ilegal de inmigrantes… De fantasía y de credulidad el mundo anda bien abastecido.

Francisco Castro, cumplido su deber cívico con la autoridad competente, o sea nosotros, prosiguió su camino. Visto el resultado más bien pobre de nuestra entrevista con él, y previendo que eso era lo que íbamos a sacar de los demás habitantes del inmueble, cambié de opinión respecto del plan de operaciones. Miré la hora. Si nos dábamos prisa, todavía podíamos llegar al entierro. Saqué el teléfono móvil y marqué el número del alférez.

– Sí -sonó la voz de Vega en el auricular.

– Mi alférez, si no le importa, Chamorro y yo vamos darnos una vuelta por el cementerio y luego nos aceramos a la empresa, para ver qué encontramos por allí. Así vamos adelantando.

– Ya -dijo el alférez-. Deduzco que mientras tanto nosotros nos encargamos de sacarle al vecindario lo que sepa.

– Si no tiene inconveniente…

– Claro que no. Es gente muy divertida.

– ¿Divertida?

– Ya te contaré. Vamos, que no llegáis.

– Gracias, mi alférez. Luego le llamo.

Sin incurrir en el feo extremo del servilismo, siempre procuro ser atento con los oficiales, aun con los de más bajo rango. Nunca sabes cuál de ellos puede acabar un mal día siendo tu jefe.

5. Una empresa decente

Mi primer jefe en una unidad de información, el subteniente Arias, un picoleto viejo con miles de leguas en las suelas, me regaló unos pocos consejos, tan sabios como sucintos. Uno de ellos: nunca metas paja en los informes; lo que no suma, resta y distrae. Ateniéndome a esa regla, supongo que me toca pasar muy brevemente por el relato del entierro y de nuestra conversación subsiguiente con Cintia, la mujer que Wilmer había dejado para que le llorase a pie de ataúd. El entierro fue como tantos otros, con la diferencia de que había mucha gente y toda provenía del mismo país extranjero, a excepción de la concejala de servicios sociales y los dos policías municipales que la escoltaban. En cuanto a la entrevista con Cintia, sirvió ante todo para confirmar la impresión que nos había facilitado el vecino Francisco Castro: era un alma de cántaro, y de lo que hacía su compañero sentimental de las puertas de su piso para afuera debía de saber más o menos lo mismo que yo sé de escritura cuneiforme y bolsos de Chanel. Eso sí, tenía unas facciones agraciadas, un tipito estupendo y un par de razones en la proa que permitirían a cualquier varón bien hormonado que viviera con ella (por ejemplo Wilmer) olvidarse de todas sus escaseces en otros aspectos. El resumen de su testimonio era que no sabía nada, que ella no se metía en lo que hacía su hombre y que Wilmer, a pesar de lo que oyéramos por ahí, era bueno.

Quizá fuera esto último lo más útil. Que alguien como Cintia sintiera la necesidad de subrayar una afirmación, aunque resultara una maldad pensarlo, era un motivo para cuestionarla.

Pero nos limitamos a sumar sus declaraciones a los demás indicios que llevábamos recogidos y nos dirigimos sin pérdida de tiempo a la fábrica de muebles. Allí enseñé mi placa al que parecía el encargado y le pregunté por el dueño. El encargado nos pidió que esperásemos y subió por una escalera. Mientras estuvo ausente, observamos la actividad productiva que allí se desarrollaba. No menos de cuarenta operarios, todos ellos inmigrantes, y la mayoría sudamericanos, bregaban a buen ritmo con piezas de mobiliario en diversos estados de terminación. Allí, desde luego, no hacían honor a la fama de perezosos que les atribuían sus vecinos. Cuando volvió el encargado, nos dijo con rostro serio:

– El señor Vázquez les ruega que suban a su oficina. El señor Vázquez ya podía estirarse y bajar a recibirnos, pensé, porque el hecho de ser un comemierda profesional no le impide a uno mantener un residuo de autoestima ni le lleva a dejar de creerse acreedor a alguna deferencia ajena. Pero bueno, si ésa era su manera de darse importancia, las había conocido peores.

Trepamos por la escalera que separaba la zona de los operarios de las oficinas desde las que se dirigía el negocio. El pobre Karl Marx habría dicho que allí era donde se enajenaba al obrero, en este caso al nuevo y barato obrero inmigrante, la jugosa plusvalía de la que se apoderaba el patrón. Pero Marcial Vázquez, gerente y propietario de aquella fábrica, no debía de haber leído al viejo ateo de Tréveris, ni falta que le hacía para reírse de la bendita ingenuidad de aquel barbudo que creía que en el obrero alienado palpitaba la revolución, cuando en el obrero, como en el patrono, palpitan sobre todo la codicia y el miedo a la intemperie. Que se lo preguntaran a él, que probablemente había nacido con una mano detrás y otra delante, y que ahora, además del inmenso todoterreno Lexus que se veía manchado de polvo a la entrada (polvo del camino de la finca, deduje), poseía todo aquel tinglado. La cara con que nos recibió en su despacho, sin dejar de reflejar alguna tensión (por la circunstancia que nos llevaba allí, me permití suponer), denotaba hasta qué punto estaba contento de sí mismo. Y eso que la camisa Polo Ralph Lauren que gastaba, y que a cualquier otro le habría dado aire pijo, a él, merced a su protuberante panza, le quedaba como si llevara un saco de estiércol.

– Hola, buenos días, les estaba esperando -nos escupió, casi sin darnos tiempo a presentarnos-. Ahí los tienen.

Tuve la patente sensación de que se me estaba escapando algo. Reaccioné con la prudencia aconsejable en esa tesitura:

– Perdone, ahí tenemos ¿los qué?

– Los permisos -dijo, señalando unos impresos apilados.

– ¿Los permisos?

– Joder, sí, los permisos. Los de residencia y trabajo de toda esa gente que hay ahí abajo. Supongo que se pensaban que soy un pirata, que los tengo de cualquier manera y que con eso van a buscarme las vueltas. Pues ya ve, se equivocan. Esto es una empresa decente, aquí se cumple con la ley y se paga religiosamente lo que marca el convenio. Nadie se aprovecha de los trabajadores. Se les exige que trabajen y se les paga lo justo. Como a cualquiera de aquí. Si tengo que traerme ecuatorianos y lo que pille no es por mi gusto. Yo no tengo la culpa de que los jóvenes españoles sólo quieran estar en el botellón y drogándose y sacándoles los cuartos a los padres. Tengo clientes y tengo que servirles los pedidos. Con que lo deje de hacer un par de veces, buscarán a otro.

Tenía bien preparado el alegato, no cabía duda. Pero lo estaba soltando sin necesidad y ante la persona errónea. Si fuéramos pidiendo los permisos de residencia en todos los casos en los que nos tropezamos con extranjeros, nos pasaríamos la vida denunciado irregulares, y no podríamos resolver homicidios.

– No venimos a pedirle esos papeles -le informé, sin alterarme-. Puede recogerlos. ¿Le importaría que nos sentáramos? Resulta incómodo hablar de pie, y le robaremos al menos unos minutos.

Marcial Vázquez se quedó descolocado. No parecía concebir que un agente del orden que entrara en su fábrica no sintiera el irreprimible prurito de hurgar en todo aquel papelote.

– Esto, sí -farfulló-, perdonen, ahí tienen…

Ocupamos las sillas que nos señaló. Él tomó asiento también. Busqué la mejor manera de entrarle, dándole confianza:

– No se preocupe, señor Vázquez. Nos consta por nuestros compañeros que es usted un hombre de orden, y que esto no es ninguna cueva donde se explote al personal. Basta con ver las instalaciones, la maquinaria, y el equipo que llevan los trabajadores. Los policías somos observadores, nos fijamos en las cosas, para no perder el tiempo ni hacérselo perder a los ciudadanos.

Era verdad que la fábrica era nueva, que no estaba nada mal montada y que los empleados parecían disponer de todas las medidas de seguridad reglamentarias. Y a Marcial debía de enorgullecerle que así fuera: se esponjó notoriamente al oírme.

– Por lo demás, ya sabemos que Wilmer Estrada tenía sus papeles en regla -añadí-. Es uno de los primeros datos que nos da el ordenador. La razón de nuestra visita es bien diferente.

– Pues usted dirá.

– Queremos que nos cuente quién era Wilmer Washington Estrada, en su opinión. Qué concepto tenía de él, en lo bueno y en lo malo. Y qué puede decirnos acerca de su vida.

Marcial Vázquez perdió unos segundos en meditar su respuesta. Después de todo, pensé, quien había levantado y mantenía un emporio como aquél difícilmente podía ser un estúpido.

– Lo que yo puedo decirle, principalmente, es cómo se portaba aquí -explicó al fin-. En la vida privada de la gente no me meto. Wilmer era un buen operario. Bastante mañoso, con eso se nace o no, pero también meticuloso trabajando. No le diré que siempre fuera así, porque al principio venía un poco como todos éstos, que creen que con cualquier chapuza vale. Pero cuando terminan un mueble mal y les obligas a repetirlo, advirtiéndoles que otra cagada les cuesta el puesto, tienden a espabilar, y Wilmer espabiló como el que más. Me enseñaba a los nuevos, y podía responsabilizarlo del trabajo de otros. Cumplía y hacía cumplir.

Nuevos datos sobre Wilmer: capacidad adaptativa, posible doble personalidad, pulcro en el trabajo y caótico en su vida íntima. Me afeé al instante caer en esas pamemas psicológicas, pero no dejaron de quedarse revoloteando en mi mente. En todo caso, me esforcé por volver a lo concreto, los hechos, mi testigo. No se me ocultaba que llevábamos ya un día mareando la perdiz y todavía no habíamos encontrado un mísero cabo de hilo del que tirar. Más valía quemar aquel cartucho, aunque fuera a la desesperada:

– Ya sé que aquí sólo trabajaba, pero en el trabajo se echan muchas horas, se acaba viendo cómo es uno. Yendo al grano: ¿cree que Wilmer era la clase de persona que se busca problemas?

El empresario miró al techo. Luego nos miró alternativamente a mí y a Chamorro. Se dirigió de improviso a mi compañera:

– Perdone, señorita, ¿se encuentra bien?

– Mi compañero le ha hecho una pregunta -le repelió Chamorro, con una calma admirable, teniendo en cuenta que era el segundo hombre que se fijaba en sus penalidades menstruales.

– Pues verán ustedes -dijo Marcial-. No lo descartaría. Supongo que tendré que contarles la historia, aunque no me apetezca.

6. Una oportunidad de hacer méritos

La historia, como la había llamado Marcial Vázquez, encajaba con la personalidad de Wilmer, tal y como habíamos podido irla reconstruyendo. Una tarde, el empresario lo vio discutir airadamente con un compañero a la puerta de la fábrica. Según el otro, Wilmer molestaba a su hija. Marcial hizo que los separaran, amenazó con echarlos y ya no hubo más bronca. Al cabo del tiempo, el otro empleado se fue de la empresa. Marcial Vázquez creía que aún andaba por el pueblo, pero no podía asegurarlo. Lo que podía hacer, e hizo, fue darnos la última dirección que le constaba de él. Chamorro tomó nota, mientras yo sopesaba la perspectiva de ir a buscar a aquel hombre y tratarlo como sospechoso de homicidio por un incidente nimio ocurrido meses atrás. No tenía ganas, pero es que tampoco me parecía un camino nada prometedor.

En cualquier caso, eso fue todo lo que sacamos de la visita a la fábrica, y con eso teníamos que lidiar. Apenas nos sentamos en el coche cuando sonó mi teléfono móvil. Era el alférez Vega:

– Vila, aunque sé que te va a sorprender, hemos dado con algo.

– No me digas. Porque nosotros vamos casi de vacío.

– Nos vemos en el puesto, ¿te parece?

El alférez, después de haberse comido con su gente el tedioso trajín de ir llamando puerta por puerta, se mostraba ufano de tener aquello que yo, seleccionando el trabajo, no tenía: una buena pista.

– Los testimonios de los vecinos sobre Wilmer, te los ahorramos -dijo, disfrutando de la expectación en que nos sabía sumidos-. En líneas generales, lo que ya habíamos oído antes de ir por allí. Quizá entre los vecinos españoles de su bloque le tenían algo más de ojeriza, hay quien nos ha dicho que era demasiado chulo para ser un inmigrante, una afirmación sintomática, estarás de acuerdo conmigo. Pero la pista no viene por ahí. Resulta que en el bloque vivían también unos ucranianos, un grupo extraño, tres hombres y una mujer, los hombres en la treintena y la mujer de veintipocos. Nadie sabe cómo se llamaban, llevaban un par de meses y no tenían puesto nombre en el buzón. Y resulta, y he aquí el detalle, que no nos han abierto la puerta esta mañana. La razón nos la ha dado una de las vecinas: se largaron ayer. Los vio bajar deprisa, con un montón de bultos, meterse en el coche y poner tierra por medio.

– Vaya, eso sí que tiene pinta de ser algo -juzgó Chamorro.

– Sí, tiene pinta de ser una putada -dije-. Cuatro ucranianos de los que no conocemos ni el nombre, a los que vete tú a saber si tenemos fichados, y si lo estuvieran, tampoco me animo a apostar mis ahorros a que los vecinos serán capaces de reconocerlos por las fotos que les hicieran en su día con barba y ojeras.

– Bueno, en la vida moderna hay soluciones alternativas. No hay más que acompasarse a los tiempos en que uno vive y adaptarse a las nuevas circunstancias -bromeó el alférez.

– Perdone, mi alférez, pero me he perdido.

– Andréi, nuestro amigo, el padrino ucraniano.

– ¿Cree que nos contará algo?

– Lo creo. Porque le conozco. Y porque no se le presentará una oportunidad mejor de hacer méritos ante nosotros.

Por no juntar un grupo demasiado numeroso, Vega se vino con Chamorro y conmigo, mientras el resto del equipo se dedicaba a tratar de encontrar a aquel ex empleado de Marcial Vázquez con el que se había peleado Wilmer. Le cedí el volante al alférez, que prefería, como yo mismo habría preferido, llevar el coche en lugar de irle indicando la ruta al que lo llevaba. Nos condujo a un edificio descomunal que habían plantado no debía de hacer mucho al lado de una autovía. Se llamaba Xanadú (el encargado de márketing de Andréi, que quizá fuera él mismo, no se había exprimido las meninges) y era una de las cosas más espantosamente horteras y obscenas que había visto en mi vida. Lo que resultaba evidente era que Andréi no sentía necesidad de pasar inadvertido, y que en la concejalía de urbanismo del municipio en que se hallaba enclavado el inmueble, que seguramente había otorgado la preceptiva licencia de obras, no quedaba una pizca de vergüenza.

El recibimiento que nos dispensó el dueño, tan pronto como el fornido armario de un par de metros cúbicos que nos abrió la puerta le avisó de nuestra presencia, fue muy diferente del que nos había dado Marcial Vázquez en su fábrica. Andréi vino con grandes aspavientos fraternales hacia el alférez y dijo:

– Qué honor, la Guardia Civil en mi casa. Adelante, por favor, no se queden ahí. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

Era la una, hora propicia para una cañita, y el verano murciano pegaba en las espaldas con la fuerza suficiente como para desear desesperadamente una. Pero me forcé al ascetismo:

– No, muchas gracias.

– ¿Ni un poquito de agua mineral? -se burló Andréi. Era un tipo de mediana estatura, bien vestido y peinado, y gastaba una sonrisa de probador de aparatos gimnásticos de la teletienda.

– Yo eso sí -aceptó Chamorro, debilidad que le disculpé por la deshidratación inherente a su estado.

– Diga que sí, agente, permítame ser hospitalario -repuso Andréi, mirando a Virginia de arriba abajo de un modo que a ella no debería haberle gustado, pero ante el que no puso mal gesto.

– Vale, también para mí -me rendí.

– Para mí una cerveza, si hay -nos arruinó la seriedad el alférez.

Alrededor de una de las mesas del tugurio (al que como sucede con todos los locales nocturnos no le beneficiaba la luz del día, pero tampoco lo deslucía hasta extremos intolerables) charlamos con Andréi acerca del asunto que nos ocupaba. Apenas estábamos iniciando la conversación cuando nos interrumpió una silenciosa camarera de brazos largos y felinos, con los que fue depositando cada bebida junto a su destinatario. El agua mineral era San Pellegrino, por si alguien podía pensar que Andréi era un roñoso. Luego, el capo ucraniano escuchó atentamente la consulta que veníamos a plantearle. Pidió todos los datos, la dirección, las descripciones de las personas, la fecha en que habían desaparecido. Fue anotando todos y cada uno de los detalles al dorso de una tarjeta de visita impresa en relieve y con las letras XANADÚ UKR SL grabadas en dorado en la parte superior de la cartulina. Lo sé porque después tuvo a bien regalarnos una igual a cada uno.

– Está bien, señores -dijo, cuando lo hubo anotado todo-. Pueden dejar esto de mi cuenta. No creo que necesite mucho tiempo. Les aviso tan pronto sepa algo. Y si hay algo más, en la tarjeta está mi móvil. Lo marcan a cualquier hora del día o de la noche.

Dudé quién era el policía, en aquel momento. Si los tres picoletos despistados o aquel Andréi Voltsov que nos daba la tarjeta con su teléfono (y su e-mail: ta_rasjbul_ba@hotmail.com).

Al despedirnos, Andréi alzó la mano de Chamorro y dobló un poco el espinazo. Me pareció un exceso de énfasis innecesario y de dudoso gusto en un proxeneta, pero Virginia no protestó.

En el camino de vuelta me embargaba una mala sensación. No me gusta que todo el peso de la investigación recaiga en una línea, y menos cuando esa línea escapa a mi control. Nos habíamos puesto en manos de aquel tipo, que ante todo iba a mirar por su interés. En un arranque de orgullo, decidí que fuéramos al bloque a recoger a la vecina cotilla para llevarla a ver fotos de malvados ucranianos. Fue una idea bastante penosa. La mujer estaba aterrorizada y no reconoció a nadie. A eso de las seis, cuando todavía andábamos enredados en ese estéril trámite, sonó mi móvil.

– Sargento, tengo algo para usted -anunció Andréi.

7. Así de crudo

Lo que me dijo Andréi, en condiciones normales, no me lo habría creído, y mucho menos habría preparado el siguiente paso en función de ello. Si lo hice fue por dos poderosas razones: la historia cuadraba con lo que sabíamos de Wilmer, y una rápida comprobación en el ordenador de Tráfico, donde metimos el apellido de la persona a la que apuntaba la información de Andréi, nos llevó a un modelo de coche que estaba en la lista de veintitantos que habíamos identificado como posibles portadores de los neumáticos cuyas huellas habían aparecido en el lugar del crimen.

Por eso, y porque la maniobra que se me ocurrió podía probarse sin excesivo esfuerzo, decidí hacerle caso al ucraniano, pese a que me dijera que no podía facilitarme el paradero de sus compatriotas. Me contó que había pactado con ellos no delatarlos, a cambio de la información que me proporcionaba, y me aclaró que eran residentes ilegales y por eso habían huido. Como es lógico, le pregunté si no dudaba de la veracidad de esa información, que era exculpatoria para quienes la estaban dando y tan sospechosamente se comportaban. Andréi respondió, firme:

– A mí no me mentirían. Usted haga la comprobación. Y si no saca nada me lo dice, y les doy otra vuelta. Si resulta que me han contado un cuento se los entrego atados de pies y manos para que les hagan lo que quieran. Pero creo que la pista es de fiar.

Así que allí estábamos, en el bar del que, según nos habían informado, era parroquiano habitual nuestro objetivo. No faltó a su cita con la barra. A eso de las ocho y media se presentó en el local. Vega y yo nos quedamos en la mesa, con el listillo del sargento Lucas. Las dos chicas, Chamorro y Robles, se acercaron a la barra con el pretexto de pedir algo de beber. Vi cómo Chamorro trababa conversación con él y le presentaba a Robles. Nuestro hombre sonreía a ambas un poco azorado, pero con ese gustillo que da encontrarse, al final de la jornada, junto a dos mujeres jóvenes y no del todo de mal ver. En medio de la cháchara, vació deprisa su caña y pidió otra. No reparó en que Robles se hacía con el vaso vacío y lo guardaba en una bolsita de plástico antes de echárselo al bolso. En aquella circunstancia, ni se habría dado cuenta de que un buldózer le pasaba por encima del pie. Luego Robles se excusó, se alejó de la barra y salió del bar. Tampoco se dio cuenta de nada de esto el pobre incauto, porque Chamorro cuidaba de seguirle dando palique. Incluso se aposentó en el taburete, como si quisiera hablar más relajada. El tipo se puso entonces algo nervioso, y no dejaba de mirar hacia donde estábamos los demás, pero ni por un momento temí que hubiera peligro de perderlo.

A los veinte minutos regresó Robles. Desde el umbral nos hizo una seña afirmativa. Apuramos sin prisa nuestras bebidas y nos pusimos en pie. Mientras caminaba hacia la barra, pensé en lo caprichosa, lo absurda y lo idiota que podía ser la vida. Tenía un caso resuelto, en apenas día y medio y de la forma más rocambolesca e imprevisible. No había trabajado, ni había puesto de mí en él una milésima parte de lo que había invertido en tantos otros asuntos que aún criaban polvo en la carpeta de pendientes. Pero allí estaba, yendo hacia un hombre que antes de acabar aquel día, o yo no sabía nada de asesinos, habría firmado una confesión.

Chamorro le puso alerta cuando se quedó observando fijamente algo que había detrás de su espalda, es decir, a nosotros.

– Señor Castro -le dije, apenas se volvió-. Tengo que pedirle que nos acompañe. Salgamos discretamente, por favor.

Francisco Castro me miró con ojos de cordero degollado. Pero ni era la primera vez que yo estaba en aquella circunstancia ni la primera vez que un homicida me miraba así. Dejé sobre la barra un billete de veinte euros, que supuse suficiente para cubrir sus cervezas y nuestras consumiciones, y le requerí:

– Vamos, preferimos no esposarle.

En el camino hacia la casa-cuartel no abrió la boca. Llevaba la mirada perdida ante sí, su cerebro aún trataba de comprender lo que había pasado, lo que estaba pasando, lo que iba a pasar. Francisco Castro, se notaba, no era un criminal curtido. En su favor apunté que no trataba de jugar a algo a lo que no estaba acostumbrado. Las protestas de inocencia les quedan bien a los canallas, que tienen costumbre de engañar al prójimo. Pero a un hombre que ha descarrilado en un momento de ofuscación, y que no vive en la realidad anómala del delincuente habitual, le habría salido una representación titubeante, fallida y quizá patética.

Siempre que puedo, prefiero tratar a la gente con consideración y ahorrarle sufrimientos innecesarios. Por eso le expliqué al detenido, antes de nada, que sus huellas dactilares, según el análisis rápido que había hecho nuestro equipo de criminalística, y que confirmaríamos debidamente después, coincidían con las halladas en la bolsa aparecida en el lugar del crimen. También le dije que había unas huellas de neumático que en ese momento se estaban cotejando con las ruedas de su coche, aunque ya sabíamos que el modelo coincidía. Y que nos constaba cuál había sido el móvil. Francisco Castro se fue hundiendo en el asiento. No preguntó cómo habíamos llegado a averiguar todo aquello, no puso nada en duda. A veces he usado faroles, y tengo cierto aplomo para marcármelos, pero tengo mucho más aplomo cuando sé que lo que digo es cierto y fetén. Aquel hombre lo percibió al instante.

– Y ahora nos gustaría escuchar lo que tenga que contarnos usted -añadió Chamorro, ya que le tenía más confianza.

– Ah, ¿pero me queda algo? -murmuró.

– Claro, tiene derecho a dar su versión.

– Todavía estoy alucinando -se sinceró-. Apenas llevan aquí un día. ¿Tan torpe he sido?

– No fue demasiado cuidadoso -dijo Chamorro.

– Y hemos tenido suerte -admití, por si le aliviaba.

La versión de Francisco Castro no se apartó, en cuanto a los motivos, de la información que nos habían dado los ucranianos a través de Andréi. El bueno de Wilmer, impelido como de costumbre por su exceso de testosterona, había adquirido el molesto pasatiempo de tirarle los tejos a la hija adolescente de Castro, detalle que ninguno de los vecinos había querido o sabido apuntarnos, pero que los ucranianos sí habían visto, como también sus inmediatas consecuencias: un forcejeo entre ambos en el que, según le habían dicho a Andréi, habían intervenido para separarlos. La fecha de la pelea, una semana antes del crimen, coincidía en ambos testimonios. De lo que había pasado a partir de ahí, Castro nos ofreció un relato confuso, toscamente autojustificativo.

Aquel salido no se había privado de seguir molestando a su hija, y él había pensado en denunciarlo, pero ya sabía que el otro estaba legal, y que no podía asustarlo por ahí. Se había ido calentando, y al final se había dicho que no necesitaba a nadie para defender a su familia y que no iba a permitir que un sudaca de mierda lo chuleara. Castro admitía que a partir de ahí había acabado llegando a una conclusión incorrecta (incluso muy incorrecta, pensé que habría apostillado entonces De Quincey), pero nos pedía que le entendiéramos, un padre, la seguridad y el bienestar de su hija…

Sea como fuere, esperó a Wilmer y le arreó a traición con una tranca, en principio con intención de llevarlo luego al campo y darle un escarmiento. Pero del palazo lo dejó tan tieso que media hora después no había despertado, y cuando se vio en la huerta con el cuerpo inerte, algo se le encendió en el pecho, se le nubló el entendimiento y le puso la bolsa en la cabeza. Ya estaba, quién iba a preocuparse por un cerdo de indio menos en el mundo.

– Perdonen que lo diga así de crudo, pero así lo sentí.

Chamorro y yo nos miramos en silencio. Si delante del juez repetía aquel testimonio, su abogado podía alegar falta de premeditación y tratar de librarle así de los cargos de asesinato. Pero de la agravante de xenofobia no le iba a salvar ni la Virgen. No creía que aquel hombre fuera necesariamente racista, o no lo bastante como para merecerse la pena suplementaria. Así que hice algo que a lo mejor no debía, me permití darle un consejo:

– Está bien, señor Castro, va a tener que quedarse aquí y vamos a tener que entregarle al juez. Pero le recomiendo que cuide cómo habla de la víctima. No va ayudarse si lo desprecia por su nacionalidad o utiliza vocablos despectivos hacia su origen racial.

Castro hizo chascar la lengua.

– Ya, ya lo sé. Es un discurso muy feo. Lo dicen todos los políticos, todos los cantantes enrollados, todos los intelectuales, todos los obispos. Todos los que no tienen que vivir en el mismo bloque con ellos, ni aguantar que hagan ruido o que miren el culo a sus hijas. Así yo soy tolerante hasta con el diablo, mire qué le digo.

Chamorro meneó la cabeza. Cuando se lo llevaron, vaticinó:

– Está perdido. Lo van a triturar.

– ¿Piensas como él?

– No. Pero es un pobre hombre.

Eso mismo fue lo que les dijo el teniente de alcalde a los medios, cuando se hizo pública la detención. Sobra decir que no pidió a nuestros jefes que nos felicitaran por nuestra rapidez.